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LAS
MIL Y UNA NOCHES
CUENTOS ÁRABES.
París, —imprenta española de Ditbuisso* y O, calle de Coq-Héron. 5.
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LAS
MIL Y IM NOCHES
CUENTOS ÁRABES
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TRADUCIDAS EN ALEMÁN DEL TEXTO ÁRABE GENUINO
POR GUSTAVO WEILL
c;en anotaciones del mlmno
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UNA INTRODUCCIÓN DEL BARÓN SILVESTRE DE SACY
POR UNA SOCIEDAD DE LITERATOS
Nueva edición
ADORNADA CON MUCHAS LAMINAS DE LOS MEJORES ARTISTAS
TOMO I.
PARÍS
LIBRERÍA T)E GARNIER HERVÍ ANOS
Sucetore» de D. Vicente Sal va
Callo do Saints-Peros, no 6.
IS55.
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DISERTACIÓN
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MIL Y UNA NOCHES
POR EL BARÓN SILVESTRE DE 8AGY.
Las Fábulas de Bidpai y los cuentos de las Mil
y una Noches son los partos de la literatura
oriental que han merecido mas señalada acepta-
ción en Europa. Y con efecto, ¿qué obra se ha
traducido en mas idiomas ni ha logrado tantos
lectores como estas colecciones de cuentos, que,
después de haber sido grato embeleso de la ni-
ñez , nos están ofreciendo en la edad madura
alivio y entretenimiento halagüeño? Decántense
enhorabuena la antigüedad y la sabiduría de las
leyes de Menou , la circunspecta y sentenciosa
oscuridad de los libros sagrados de la China , la
elocuencia majestuosa y sobrehumana del Alco-
rán , la divina epopeya de Valmiki , los cantos
sublimes de Homero ó las celestiales meditacio-
nes de Platón ; ninguno de estos monumentos
de la inventiva humana pue !e competir, bajo
aquel concepto, con las dos producciones citadas,
que por otra parte no han acarreado revolucio-
nes, derramado sangre, ni armado secta contra
secta ó nación contra nación.
La suerte de entrambos libros, aunque una
misma por punto jeneral , ofrece no obstante
notables diferencias. El primero, semejante alas
Pirámides de Ejipto , parece que está burlando
los embates destructores de los siglos : su pa-
tria primitiva no es conocida, y pudiera concep-
tuarse que tuvo oríjen en los primeros tiempos
históricos. Doce siglos atrás, un poderoso mo-
T. I.
narca persa echó el resto de sus tesoros para
que desapareciese de la India , en donde los so-
beranos lo conservaban con relijioso afán, como *
una de las mas preciosas y antiquísimas joyas
de su corona. Y desde entonces do quiera ha
llegado á conocerse, asi en Asia como en Europa,
igual ha sido la aceptación que ha merecido en-
tre los doctos y el vulgo , entre los hombres de
todas creencias , Hebreos , Cristianos ó Musul-
manes. En las temporadas mas esclarecidas de
la literatura europea, muchos célebres escritores
no han tenido á menos tomarle algunos apólogos
ó engalanarse con sus despojos. En suma , las
Fábulas de Bidpai son dignas por muchas cir-
cuflstancias de la atención del filósofo, del mo-
ralista, y aun del íejislador.
Las Mil y una Noches no han ocupado el
mismo lugar en la literatura oriental; descono-
cidas entre nosotros hasta el siglo XVIII, ningún
objeto moral ó filosófico presentan ; y con todo ,
aunque atenidas al deleite de novelar, han ido
abarcando en pocos años toda la Europa con su
nombradía. Su éxito , mas y mas aventajado ,
ningún menoscabo ha padecido ceñios caprichos
deja moda ó la variación de nuestras costum-
bres. El drama de Schiller ha podido deshancar
á la rancia trajedia de Sófocles y de Corneille;
una nube de indijestos recuerdos, frivolos, por
no decir mas, ó recopilados v redactados bajo
1
D1SKKT ACIÓN
el ímpetu de las pasiones, ha podido imponer
silencio á la masa imparcial y entonada de la
historia ; la ciencia de los Bodinos y Montes-
quieu , el arte de los Sullys y Colbertos , libre
patrimonio de todos, y en adelante sin misterios,
han logrado desterrar de nuestros escritos y sa-
lones la jovialidad y el bullicio , mas no por eso
han dejado de tener las Mil y una Noches nu-
merosos editores y apasionados , acudiendo de
continuo al Oriente en pos de lo que faltaba en
esta larga serie de cuentos; y aunque su nom-
bre májico ha favorecido la introducción de infi-
nitos jéneros ilícitos, con todo nada ha perdido
de su popularidad y privanza.
Tan sumo concepto y el nombre de los sabios,
que no se desdeñaron de esmerarse en esta co-
lección en medio de sus tareas eruditas , han
podido disculparme con la Academia, cuando
me aventuré á implorar su criterio para algunas
investigaciones relativas á la historia del pre-
sente libro. La acojida que este sabio cuerpo
había dado anteriormente á mis estudios históri-
cos y críticos sobre las Fábulas de Bidpai con-
tribuyó también á alentarme para presentarle
este nuevo trabajo. Acaso he debido la dignación
que le he merecido al precepto que me habia
impuesto de separar toilo cuanto fuera tan solo
entretenido ú frivolo. ¿ Pero sucederá otro tanto
ante la selecta junta á la que debo presentar en
este dia los resultados de una discusión de mera
crítica literaria? ¿No debiera yo evitar como un
escollo lo que me ha proporcionado el beneplá-
cito de la Academia? ¿Y no valiera mas un
cuento inédito de las Mil y una Noches, si hu-
biese logrado la dicha de descubrir ó inventar
alguno , que las mas plausibles conjeturas sobre
el oríjen de esta colección, el pueblo á quien se
debe aquel invento y el siglo á que pertenece?
Tengo empero que ceñirme al encargo de la Aca-
demia , y ya que no me queda mas que el arbi-
trio de no abusar de la induljencia del concurso,
voy á entrar prontamente en materia.
La India era indisputablemente la patria de
las Fábulas de Bidpai : corría esta verdad al ar-
rimo de tradiciones históricas que la crítica ati-
nada no debia desechar, y de un cúmulo de
pensamientos estampados en aquella obra. Quizá
este fué el primer motivo que sujirió el intento
de buscar también por la India el oríjen de las
Mil y una Noches, atribuyéndoles una remota
antigüedad como á aquella colección de apólo-
gos. Sin embargo, de poco acá ha venido á aso-
mar este dictamen. No se le habia ocurrido á
Galland, que fué el primero en dar á conocer á
la Europa las Mil y una Noches, ni al individuo
de aquella Academia, que para descansar de mas
graves tareas realzó con dos tomos de cuentos
nuevos la edición que publicó en 1806. El pri-
mer traductor, al dedicarla á la marquesa de O,
hija del señor de Guillerague, habia atribuido
sencillamente esta colección á un autor árabe
desconocido. El señor Caussin de Perceval ,' no
queriendo indagar su oríjen por los siglos remo-
tos, se conceptuaba fundado para darle á lo mas
tres ó cuatro siglos de antigüedad. Y aunque se
puedan suscitar dudas discretas sobre el hecho
en que estriba su opinión, tenemos que manifes-
tar cuan abonada aparece , aun cuando no me-
diara otra razón que el estilo vulgar y necesa-
riamente moderno en que está escrito el orijinal
de esta obra. Solo hace veinte años que dos sa-
bios, uno francés y otro austríaco, se empeñaron
en haber hallado pruebas irrecusables de Ja re-
mota antigüedad de las Mil y una Noches , y al
mismo tiempo se creyeron fundados para atri-
buir la primera redacción á la India, ó á lo me-
nosálaPersia, antes que los sucesores de Mahoma
hubieran avasallado aquel imperio. Mr. Langles,
cuyos afanes casi se han vinculado en la India y
en los monumentos de sus artes y literatura,
fué el primero que dio á luz este dictamen ; y
el docto Mr. de Hammer, conocido por varias
obras relativas á la historia y poesía de los Ara-
bes, Persas y Turcos, y que por su parte formó
aquel mismo concepto acerca de la patria pri-
mitiva y época de esta colección, se ha dedicado
desde entonces á esta cuestión , cuando sus ta-
reas científicas le han proporcionado coyuntura,
desenvolviendo los argumentos en que funda su
aserto.
Mr. Langles habia presentado de un modo
bastante superficial algunas de las razones ale-
gadas á favor de su opinión , y respondido aun
mas débilmente á las objeciones que en su con-
cepto podían hacerse á todo su sistema. Un nuevo
editor de la traducción de las Mil y una Noches,
venerando sin duda la autoridad de su maestro
y apasionado de su saber, quiso suplir al silencio
de Mr. Langles, y afirmó que estos mismos cuen-
tos ofrecían pruebas intrínsecas de un oríjen
ajeno de los Árabes. Y por otra parte , Mr. de
Hammer, que no podía ó no quería desenten-
derse de las objeciones que se agolpaban contra
la opinión que defendía, se esmeró en irlas ate-
nuando haciendo concesiones ; pero séanos per-
mitido decir sin rebozo que al abandonar así
todas las avenidas y resguardos esteriores de la
plaza que debia defender, se ha imposibilitado
el lograr una capitulación honrosa, tal cual fuera
grato conceder á sus conocimientos sobresa-
lientes y á su encumbrada nombradía.
Como tengo el mayor interés en ser compen-
SOBRK LAS MIL V liNA NOCHES.
:i
dioso, y por otra parte debo ejercitarme en opi-
niones, y no en personas , voy á presentar en
un solo resumen las pruebas en que se fundan
para privar á los Árabes del honor de ser in-
ventores de esta especie de ciclo mitolójico ó
novelesco, refiriendo su oríjen á una época an-
terior al islamismo.
El primer argumento, y aun me atreveré á
decir, el único que verdaderamente tiene algún
valor y merece refutarse formalmente, está sa-
cado del paso de un historiador árabe, justa-
mente célebre, que escribía, á no dudarlo, por
el año 336 de la era mahometana, ó sea 947
de Jesucristo. En aquel pasaje, de que basta
dar aquí lo mas sustancia], hablando Masudi ,
pues tal es el nombre del historiador, de las
relaciones portentosas que corrian en su tiempo
sobre ciertos monumentos y personajes perte-
necientes á la historia de los Árabes antes de
Mahoma, asegura que, al parecer de algunos,
son otras tantas fábulas y narraciones noveles-
cas, parecidas \ dice, á las que nos han traduci-
do de las lenguas persa, india y griega , como
por ejemplo el libro titulado los mil cubntcs.
Esta es la misma obra, añade, comunmente lla-
mada las mil noches, y que contiene la histo-
ria del rey, del visir, de la hija del visir y la
nodriza de esta ; los nombres de aquellas muje-
res son Chirzada y Dinarzada.
Median algunas diferencias que merecen ob-
servarse entre los varios manuscritos de la obra
de que está sacado este pasaje.
En vez de decir : esta es la misma obra co-
munmente llamada las mil noches , en algunos
ejemplares se lee : las mil y una noches ; y en
vez de la historia del visir, de su hija y de la
nodriza de esta , otros ejemplares dicen : la
historia del visir y de sus dos hijas.
En apoyo de este paso de Masudi , hay quien
observa que bajo los califas Harun Alraschid y
sus dos hijos Amin y Mamun , hacia la conclu-
sión del octavo y principio del siglo nono de
nuestra era, la literatura de los Árabes se real-
zó con la traducción de gran número de obras
estranjeras, griegas, persas é indias.
Al tratar de las pruebas intrínsecas que ar-
rojan de sí las Mil y una Noches acerca de su
oríjen indio ú persa, advierten algunos que la
intervención de los jenios que suelen campear
en esta colección de cuentos, está retratando
una procedencia india. Dicen que corresponden
al sistema teolójico de la India aquellos entes
fantásticos inferiores á los dioses y propensos á
todas las frajilidades de la especie humana ,
aunque sin tener un cuerpo perceptible para
nuestros sentidos. En la India deben buscarse
aquellos entes de naturaleza misteriosa, aque-
llos silfos maléficos que solo emplean su poder
sobrenatural en perjuicio del hombre, y las
buenas hadas cuyo auxilio nunca imploran en
vano.
Además , á la India corresponden también
ciertos usos en que estriba el enredo de estas
relaciones , y que por consiguiente el traductor
árabe no ha podido borrar enteramente para
sustituir las prácticas de su pais á las costum-
bres indias.
Hasta los nombres de los principales perso-
najes que descuellan en la aventura que sirve de
cuadro á estas numerosas narraciones, si no
son indios, pertenecen á la antigua Persia, sien-
do natural sacar en conclusión que la literatura
árabe se engalanó con este producto estranjero
por el intermedio de los Persas.
Finalmente aseguran que si quisieran tomarse
la molestia de hacerlo, fácilmente se demostra-
ría que, á pesar de todos los conatos del tra-
ductor árabe, han quedado aun en estos cuen-
tos un sinnúmero de pasos que recuerdan las
producciones, la topografía y zoloojía del ln-
dostan , de la isla de Ceilan ó de las del archi-
piélago de la India ; pero el lector ha xie con-
tentarse coiV este aserto jeneral , ya que han
conceptuado de mas el comprobarlo con algún
ejemplo.
Estos argumentos, á pesar de la conüanza
con que están presentados, están sin embargo
demostrando las quiebras de su Sistema. Hase
previsto la objeción que suministraría á cada
pajina la pintura de la relijion , costumbres ,
leyes, lujo y etiqueta de las cortes de Bagdad ó
del Cairo, y en vez de ventilarla y lidiar cuerpo
á cuerpo con tan temible contrario, han espe-
ranzado evitarla atribuyendo todo esto al tra-
ductor arábigo. Sin embargo , bastaba leer al-
gunas pajinas de las Mil y una Noches , para
enterarse de que no era tan despreciable la ob-
jeción como los autores de este sistema aparen-
tan creerlo. Así el docto Alemán, no queriendo
deber su triunfo á una retirada precipitada, ha
ido haciendo mañosas concesiones para arreba-
tar una arma tan temible á los adversarios de
su sistema. En primer lugar, se ha avenido al-
gún tanto en cuanto á la patria de estos cuentos,
compuestos á su entender para recreo de un
monarca de la Persia oriental. Luego admite
que esta colección, al pasar de siglo en siglo por
mano de muchos escritores arábigos, se ha
ido aumentando con muchas producciones ará-
bigas bajo toda clase de formas y matices. En
mediode este conjunto tan inconexo de novelas,
cuentos y lances de diferentes épocas y estilos ,
DISERTACIÓN
la parte antigua de las MU y una Soches ha que-
dado reducida á la mas mínima de la colección.
Hanse ido embebiendo en ella obras antiguas,
partos de la Persia ó de la India, pero entera-
mente ajenas de las MU y una Noches. Y no para
en esto, pues aun es sin comparación mayor lo
que contienen en materiales mas recientes y de
oríjen puramente arábigo. Las novólas en que
representa el principal papel el c.lifa Harun,
contemporáneo de Carlomagno, solo pueden
haberse añadido como dos siglos después de la
muerte de aquel príncipe, porque el relator ha-
bla como de una época pasada tiempo atrás.
Además, se hace espresa mención de un sultán
ejipcio cuyo reinado corresponde á la segunda
mitad del siglo décimo tercio de la era cristiana;
de lo cual resulta, según Mr. de Hammer, que
la última recopilación ó edición de la obra no
puede trasponerse á una época mas atrasada que
el principio del siglo décimo cuarto. Y aun mu-
chos lances entretenidos son, sin disputa, de una
temporada mas cercana. « Y aunque no puede
determinarse sino muy en globo, dice en conclu-
sión este sabio, la fecha de la redacción arábiga
de las Mil y una Noches, con mas certeza cabe
señalar el Ejiptocomo patria de esta edición au-
mentada y correjida, porque las costumbres,,
usos, circunstancias locales y lenguaje; todo en
una palabra lleva de estremo á estremo la es-
tampa de aquel pais. »
Después de tales confesiones, ¿ se necesita
acaso refutar un sistema cuya debilidad se ha
procurado encubrir haciendo tan sumas conce-
siones^ ¿Y no me cabe preguntar qué se han he-
cho esos cuentos indios ó persasque constituían
sustancialmente h obra orijinal, y que para
llenar mil noches necesariamente debían for-
mar una colección casi igual á la que conocemos,
sobre todo si, como concuerdan todos los críti-
cos, los siete Viajes dsSindhad el marino, y
la historia del Rey, de su Hijo, de la Madras-
ira y de los siete Visires, son añadiduras ente-
ramente ajenas á las Mil y una Noches? Obvio
es alcanzar que se haya aumentado y aun recar-
gado semejante colección, en la que hay muchas
materias de inferior quilate mezcladas con me-
tales preciosos. Pero es una paradoja el suponer
que se haya separado poco á poco de una co-
lección conceptuada digna de traducirse del in-
dio ó del persa en árabe, en la temporada mas
esplendorosa de la literatura musulmana, todo
lo que constituía el fondo de la obra para susti-
tuirle cuentos, á veces insulsísimos, como el de
la hermosa Teweddúnda y otros de que los
nuevos editores han echado mano para acaba-
lar el número esprssado en el título de la colec-
ción. Al menos, si la pintura de las costumbres,
opiniones y usos nos trasladase tal cual vez á
una época anterior al islamismo ; si las escenas
de la naturaleza, el reino animal ó vejetal , los
incidentes jeográGcos ó atmosféricos nos retra-
jesen de las rejiones musulmanas, como se ha
sentado contra toda evidencia y sin alegar prue-
bas, entonces pudiéramos creer que algunos
plajiarios árabes, valiéndose de alteraciones ó
de torpes añadiduras, hubieran querido apro-
piarse los frutos del injenio persa ó indio. Pero
ni siquiera han logrado este recurso. Han tenido
que confesar que las costumbres, usos y circuns-
tancias locales llevan, desde el principio hasta
el fin de la obra, la estampa del Ejipto. Final-
mente, ¿acaso el estilo, la pureza del lenguaje y
la gala de las figuras no bastan para atribuir la
composición de esta obra á una época anterior
á la decadencia de la literatura entre los Árabes?
No por cierto : la obra está escrita en lenguaje
vulgar, en un estilo que descubre una redacción
moderna, cuya patria es el Ejipto. Y á pesar de
todo esto, ¡aun se quiere sostener que Masudi ,
que escribía nueve siglos atrás y treinta ó cua-
renta años antes de la fundación del Cairo, men-
tada á cada paso en estos cuentos , tuvo noticia
de la colección y habló de ella ! En suma, ¿qué
hemos de opinar sobre semejante aserto ?
No creyendo deberme contentar con el argu-
mento sacado de las confesiones de los que im-
pugno, he recopilado y espuesto ante la Acade-
mia gran número de pasos que hoy debo omi-
tir; bástame manifestar que dan pruebas direc-
tas y repetidas de que todos los actores de estos
cuentos son musulmanes; que el teatro de los
acontecimientos es casi siempre en las orillas
del Tigris, del Eufrates ó del Nilo; que las cien-
cias reales ó fantásticas de que en ellos se trata
son las mismas con que se vanaglorian los Ára-
bes ; que los jenios son los de la mitolojía ara-
.biga, modificados por las preocupaciones musul-
manas, y siempre trémulos al oir el nombre de
Salomón ; que las relijiones conocidas del autor
son únicamente el islamismo, el cristianismo ,
judaismo y maguismo; finalmente, que se habla
de Moisés, David, Asaf , personajes absoluta-
mente desconocidos de los sabios de la India y
de la Persia, antes de la introducción del maho-
metismo en aquellos países. Si se valen de ope-
raciones májicas, se hace uso de la vos inefable,
tomada sin disputa de los Judíos, y de instru-
mentos en que hay grabados caracteres hebreos.
En una palabra, he sacado en conclusión que
me bastaba decir á los partidarios del sistema
que impugno : Tomad las Mil y una Noches y
todos los suplementos con que se han ido au-
SOBRE LAS MIL Y UNA NOCHES.
mentando, y si tan solo halláis en ellas diez pa-
sos que no puedan corresponder sino á la India
ó á la Persia, tal cual eran antes del islamismo,
me avengo a admitir todos los resultados que
sacáis del paso de Masudi.
Y si quisieran apoyarse en las frecuentes
menciones de la India, la China ó las rejionesde
allende el Oxo que se encuentran en las Mil y
una Noche», contestaré que eso es lo que prue-
ba cabalmente que el autor no era indio, persa,
ni menos chino. Está patente que ha introducido
algunos nombres persas en el cuento que sirve
de marco para todas sus narraciones , que ha
puesto en escena reyes persas ó tártaros y au-
tores de estas mismas naciones, y finalmente
que solo ha colocado á veces sus personajes en
la China, la India, Gaschgar y Samarcanda
para sacar de su país á sus lectores, arrebatán-
dolos lejos de los parajes que les eran conoci-
dos , tomándose así mas libertad en las ficcio-
nes é invenciones , sin curarse en lo mas
mínimo de respetar la verosimilitud. Sirva de
ejemplo la Ogra de la noche décima quinta que
quiere apoderarse del joven príncipe, perdido
en el desierto , para devorarle ( uno de aquellos
entes maléficos que los Árabes llaman Goul),
la cual se titula hija de un rey de la India para
engañar al que quiere sacrificar. Seguramente
que si este cuento se hubiese escrito en la India,
se hubiera titulado princesa de la China, ó hija
de un jeque árabe ó de un rey de Siria.
Ahora es muy natural que me pregunten qué
hago del paso de Masudi. En primer lugar,
advierto que todo él ha sido alterado, ya que
ofrece dos variantes de algún bulto. No disputo
que este historiador haya tenido noticia de una
novela persa, titulada los MU Cuentos, y que
esta novela haya sido traducida al árabe , como
las Fábulas de Bidpai, bajo el califato de Ma-
mun. También estoy propenso á admitir que
los personajes de la aventura principal de la
novela eran un rey, su visir, la hija del visir y
la nodriza de esta, y aun si se quiere, las dos
hijas del visir, aunque esta última lección me
parece muy sospechosa. En cuanto á estas pala-
bras: esta es la misma obra comunmente llamada
las mil nociies , quizá son una añadidura : ain
embargo también concedo que sean de Masudi ;
pero lo que tengo por muy cierto es que Ma-
sudi dijo LAS BUL NOCHES, y no LAS MIL Y UNA NO-
CHES. Esta noche de mas se debe seguramente á
los amanuenses, que creyeron que este pasaje
tenia relación con las Mil y una Xovhes que
conocían , y creo que por la misma razón ha-
brán sustituido las dos hijas del visir á lo que
Masudi habia dicho : la hija dtl visir y la no-
driza de esta. Y, aunque de paso, notemos que
Cuadraría mejor con las costumbres orientales
que la hija del visir tuviera junto á sí una dueña,
y no su hermana , mientras promediaban el le-
cho imperial. Todo cuanto puede sacarse en
conclusión del texto de Masudi , es que hubo
allá, con el nombre de Mil Cuentos, un libro de
oríjen pen-a ó indio, traducido después al ára-
be, que no conocemos, y del que habrá tomado
los nombres de los principales personajes el
autor de Las Mil y una Noches.
Terminaré con la relación de un sencillo re-
lato, ajeno de toda discusión, sobre lo que en
mi concepto cabe decirse como verosímil sobre
la historia del libro que ha motivado este dis-
curso.
Me parece que se escribió en Siria y en len-
guaje vulgar, sin que su autor lo hubiese con-
cluido, ora que la muerte lo imposibilitara, ora
por cualquier otro motivo ; que posteriormente
los amanuenses procuraron acabarlo inser-
tando novelas ya conocidas, pero que no perte-
necían áesta colección, como los Viajes dcSind-
bad el marino, el Libro de los siete Visires; ó
componiendo algunas ellos mismos con mas ó
menos desempeño, y que de aquí proviene la
gran variedad que se ha notado entre los dife-
rentes manuscritos de esta colección ; que tam-
bién este es el motivo porque los manuscritos
no concuerdan en el desenlace, de que hay dos
relaciones muy discordes; que los cuentos aña-
didos lo fueron en diferentes épocas, y quizá en
diversos países , pero , ante lodo , en Ejipto ;
y finalmente , que lo que puede afirmarse con
mucha verosimilitud sobre la época en que se.
compuso este libro, es que no puede conside-
rarse por muy antiguo, como lo prueba el len-
guaje en que está escrito : pero que sin em-
bargo, cuando lo redactaron, no se conocía el
uso del tabaco y del café, pues no se hace men-
ción de ellos, porque el autor no se atiene en
tanto grado á las verosimilitudes, que haya
lugar á suponer que rehuyese de presentar á sus
personajes pipas ó tazas de café por no com-
prometer con algunos leves anacronismos el
honor de sus narraciones. Esta observación
deslindaría la composición de esta obra á la
mitad del siglo nono de la héjira , contando
por consiguiente cuatrocientos años de exis-
tencia.
CUENTOS ÁRABES
Refieren las crónicas de los Sasanides, anti-
guos reyes de Persia , que habían dilatado su
imperio hasta la India, por las grandes y peque-
ñas islas de su dependencia y allende el Canjes
hasta la China (¿), que hubo allá un rey de
aquella alcurnia poderosa que era el monarca
sobresaliente de su época, y tan querido de sus
subditos por su tino y sabiduría como temido de
sus vecinos por la nombradla de su denuedo y
el concepto de sus tropas belicosas y disciplina-
das. Tenia dos hijos ; el mayor, llamado Chah-
riar , digno heredero de su padre , atesoraba
todas sus prendas; y el menor, llamado Chahze-
nan, no iba en zaga á su hermano.
Tras un reinado tan dilatado como esclare-
cido, falleció aquel rey, y Chahriar subió al tro-
no. Chahzenan, escluido de la potestad suprema
por las leyes del imperio y teniendo que vivir á
fuer de particular, en vez de mostrarse mal ha-
(1) El orijinal arábigo que tenemos k la vista principia
de este modo, y tan solo por curiosidad lo continuamos :
En nombre de Dios misericordioso, paz y salud á nuestro
Señor Nahoma, el Descollante sobre los Enviados de Dios,
así como á su familia y compañeros; paz y salud ince-
sante hasta el dia del juicio. Amen, ó Soberano de los
mundos.
Por cuanto el hombre toma ejemplo de lo que ha acon-
tecido á otros hombres ; de ahí es que la vida de los que
fueron viene á ser una enseñanza para los que son y se-
rán, y de ahí la instrucción que proporciona la historia
de los pueblos antiguos ¡ Alabado sea Dios que se vale de
los acontecimientos pasados para ilustrar á las jenera-
ciones venideras ! A esta especie de enseñanza pertenecen
los cuentos llamados Mil y una Noches.
Trataráse en ellos de lo que sucedió á pueblos antiguos
(Pero tan solo Dios sabe lo oculto; El es sapientísimo,
noble y misericordioso).
(i) Pocos conocimientos jeografleos debía de tener nues-
tro autor, puesto que entroniza un rey persa sobre la
India y la China.
liado con la dicha de su hermano mayor , estre-
mó todo su conato en complacerle, como lo
consiguió fácilmente. Chahriar, que abrigaba de
suyo inclinación á este príncipe, prendado de
su obsequio y llevado de su carino, quiso partir
con él sus estados y le dio el reino de la Gran
Tartaria. Chahzenan pasó muy luego á tomar
posesión de él, y planteó su residencia en Sa-
marcanda, su capital.
Mediaban ya diez anos de separación entre
los dos reyes, cuando Chahriar, ansiando avis-
tarse con su hermano, determinó enviarle un
embajador instándole á que pasase á su corte.
Nombró para el intento á su primer visir, que
partió con un séquito correspondiente á su pre-
dicamento y con toda la dilijencia posible. Al
asomarsobre Samarcanda, Chahzenan, noticioso
de su llegada, le salió al encuentro con los prin-
cipales señores de su corte, todos galanamente
ataviados, para tributar obsequio al ministro
del sultán. Recibióle el rey de Tartaria con su-
mas demostraciones de júbilo, y al punto le
preguntó noticias de su hermano el sultán, á lo
que satisfizo el visir, esponiendo el objeto de su
embajada. Chahzenan se enterneció y le dijo :
« Sabio visir, el sultán mi hermano me honra
sobre manera y no le cabia proponerme paso
mas agradable. Si está anhelando verme, le pago'
con el mismo afán ; el tiempo, que no ha res-
friado su cariño, tampoco ha entibiado el mió.
Mi reino se halla sosegado, y dentro de diez dias
quedaré habilitado para ponerme en camino ;
así no es necesario que entréis en la ciudad por
tan poco tiempo, y os pido que hagáis alto en
este sitio v mandéis levantar vuestras tiendas.
8
LAS MIL V UNA NOCHES.
Voy á disponer que os traigan abundantes re-
frescos para vos y para todas las personas de
vuestro séquito. » Ejecutóse esto al punto, pues
apenas volvió el rey á Samarcanda, cuando el
visir vio llegar una cantidad portentosa de todo
jénero de abastos, acompañados de regalos y
presentes de valor imponderable.
Sin embargo Chahzenan, disponiéndose á
partir, puso en cobro los negocios mas urjentes,
planteó un consejo para gobernar el reino en su
ausencia y colocó al frente de aquel consejo un
ministro de cuya sabiduría estaba enterado y le
merecía cabal confianza. A los diez dias, cor-
rientes ya sus equipajes, se despidió de la reina
su esposa, salió por la tarde de Samarcanda, y
acompañado de los oficiales que debían formar
su comitiva, pasó á la tienda rejia que habia
mandado levantar junto á las del visir. Conversó
con el embajador hasta las doce de la noche, y
queriendo entonces abrazar otra vez á la reina
á quien amaba desaladamente, volvió solo á su
palacio. Encaminóse al aposento de aquella prin-
cesa, la cual no esperando volverle á ver, ha-
bia admitido en su lecho á un oficial subalterno
de palacio. Rato habia que estaban acostados y
dormían profundísimamente.
Entró el rey calladamente, deleitándose en
sorprender con su regrosó á una esposa de quien
se conceptuaba entrañablemente correspondido ;
pero ¡ cuál fué su pasmo al distinguir, á la clari-
dad de las lámparas que están ardiendo toda la
noche en los aposentos de los príncipes, un
hombre en brazos de la reina ! Queda yerto por
un rato, no pudiendo dar crédito á lo mismo
que está viendo, y al fin no cabiéndole duda del
hecho : « \ Cómo ! » recapacita en su interior,
« ¡ apenas estoy fuera de mi palacio y de Sa-
marcanda, cuando ya se atreven á ultrajarme!
¡ Ah ! pérfida ; tu crimen no quedará impune.
Como rey, debo castigar los delitos cometidos
en mis estados ; como esposo ofendido, es for-
zoso que te sacrifique á mis justas iras. » Aquel
príncipe desventurado, á impulsos de su arre-
bato, desenvainó el alfanje, se acercó al lecho,
y de una cuchillada envió á entrambos delin-
cuentes al sueño déla muerte. Luego cojiéndo-
los uno tras otro, los arroja por la ventana al
foso que rodea el alcázar.
Desagraviado ya, sale de la ciudad como ha-
bia entrado, se retira á su tienda, y sin decir
nada á nadie de lo que acababa de hacer, manda
levantar las tiendas y ponerse en camino. En
breve estuvo todo pronto, y antes de amanecer
se emprende la marcha al toque de timbales y
otros instrumentos que van infundiendo regocijo
á todos, monos al roy, quien allá embargado en
la infidelidad de su esposa, batalla en su inte-
rior con el sumo desconsuelo que le acompaña
por todo el viaje.
A los asomos de la capital de la India, el sul-
tán Chahriar le sale al encuentro con toda su
corle. ¡ Qué júbilo el de entrambos príncipes al
avistarse ! Apéanse al par, se abrazan, y des-
pués de haberse dado mil testimonios de cariño,
montan á caballo y hacen su entrada en la ciu-
dad, vitoreados por todo el crecido vecindario.
El sultán acompaña al rey su hermano al pala-
cio que le tiene preparado y que comunica con
el suyo por medio de un jardín, de suyo tanto
mas hermoso en cuanto sirve para las fiestas y
regocijos de la corte, y se han añadido á su mag-
nificencia nuevos muebles.
Chahriar deja al rey de Tartaria para darle
tiempo de entrar en el baño y mudarse de traje ;
mas en sabiendo que ha salido de él, vuelve á
su estancia. Siéntanse en un sofá, y como los
palaciegos se mantienen distantes por el debido
respeto, entrambos príncipes se ponen á conver-
sar sobre cuanto tienen que decirse, tras una
dilatada ausencia, dos hermanos aun mas uni-
dos por el cariño que por la sangre. Llegada
la hora, cenan juntos y continúan luego su con-
versación, que duró hasta que Chahriar, advir-
tiendo que era ya muy deshora, se relira dejan-
do descansar á su hermano.
El desventurado Chahzenan se acuesta ; pero
si la presencia del sultán su hermano habia
conseguido suspender por algunas horas sus
pesares, entonces se despiertan con violencia,
y en vez de disfrutar el sosiego de que tanto
necesita, no hace mas que traer á la memoria
cruelísimas retlexiones ; retralándose tan al vivo
en su irnajinacion todas las circunstancias de la
infidelidad de la reina, que está fuera de sí. Al
fin no pudiendo dormir, se levanta, y embar-
gado en tan amargos pensamientos, se manifiesta
en su rostro una tristeza que no se oculta al
discernimiento del sultán : « ¿ Qué tendrá el
rey de Tartaria ? » estaba diciendo consigo ;
« ¿ qué es lo que puede causar el pesar en que
le veo sumido? ¿Será acaso que tonga motivo
para quejarse del recibimiento que le hago ?
¿ No le he recibido como á un hermano á quien
amo? pues nada tengo que echarme en cara.
Quizá siente estar ausente de sus estados ó de la
reina su esposa. ; Ah ! si es esto lo que le des-
consuela, forzoso se hace que le haga pronto los
presentes que le tengo destinados para que
pueda regresar á Samarcanda cuando lo juzgue
conveniente. » En efeclo, al din siguiente le
envió una parto de aquellos regalos, compues-
tos do tndu cuanto producen las Indias mas es-
CUENTOS ÁRABES.
9
quisito, precioso y peregrino. Sin embargo se
esmera en divertirle de. continuo con nuevos
recreos ; pero los festejos mas halagüeños, lejos
de alegrarle, solo sirven para agravar su pesa-
dumbre.
India habiendo dispuesto Chahriar una cace-
ría á dos jornadas de su capital en un paraje en
que habia particularmente muchos ciervos,
Chahzenan le pidió que le dispensase de acom-
pañarle, diciéndole que no se lo permitía el es-
tado de su salud. El sultán no quiso violentarle,
y dejándole en libertad, marchó con su corte á
aquella diversión. Después de su partida, el
rey de la Gran Tartaria , viéndose solo, se en-
cerró en su aposento y se sentó junto á una
ventana que caia sobre el jardín. Aquel sitio
ameno y el gorjeo de gran número de pájaros le
hubieran causado deleite, á haberlo podido dis-
disfrutar; pero siempre atormentado con el re-
cuerdo funesto déla acción infame de la reina,
clavaba los ojos'menos en el jardín que en el
cielo para quejarse de su desdichada suerte.
No obstante, por muy embargado que estu-
viera con sus pesares, no dejó de advertir un
objeto que llamó toda su atención. Abrióse de
repente una puerta reservada del palacio del
sultán, y salieron veinte mujeres, en medio de
las cuales se adelantaba la sultana con arreos
que desde luego la hacían sobresalir. Esta prin-
cesa, conceptuando que el rey de la Gran Tarta-
ria habia ido también á cazar, se acercó á las ce-
losías del aposento de este príncipe, el cual,
queriendo observarla por curiosidad, se colocó
de modo que podia verlo todo sin ser visto. Ad-
virtió que las personas que acompañaban á la
sultana se descubrían el rostro que habían tenido
hasta entonces tapado, deponiendo todo mira-
miento, y que se quitaban unos largos vestidos
que llevaban encima de otros mas cortos; pero
su estrañeza fué estremada cuando vio que en
aquella comitiva, que le habia parecido com-
puesta de mujeres, habia diez negros que carga-
ron cada uno con su querida. Por su parte, la
sultana no estuvo mucho tiempo sin amante ; dio
algunas palmadas llamando : ¡ Masud, Masud ! y
al punto otro negro se descolgó de un árbol y
corrió á ella desaladamente.
El empacho no permite referir cuanto pasó
entre aquellas mujeres y dichos negros, y ade-
más es escusado circunstanciarlo (1), bastando
decir que Chahzenan vio lo suficiente para juz-
gar que no era su hermano menos digno de
lástima que él. Los juegos de aquella alegre
.1) El público no tomará á mal que ol traductor oncubra
un tanto osla escena y otras semejantes; pues las cos-
tumbres europeas no consienten la llaneza y el desem-
bozo do la* orientales.
cuadrilla duraron hasta las doce de la noche,
hora en que, después de haberse bañado to-
dos juntos en un estanque del jardín, volvie-
ron á vestir sus trajes y se restituyeron por
la puerta secreta al palacio del sultán, y Ma-
sud, que habia venido de afuera por encimado
la tapia del jardín, se volvió por el mismo sitio.
Como el rey de la Gran Tartaria lo habia
presenciado todo , se le agolparon un sinnúmero
de reflexiones : « ¡ Con cuan poca razón creia
yo,» recapacitaba, a que era única mi desven-
tura ! No cabe duda en que este es el destino
inevitable de todos los maridos, ya que mi her-
mano el sultán , soberano de tantos estados , y
el mayor príncipe del orbe , no ha podido evi-
tarlo. Ea , pues , i á qué dejarme consumir de
pesar! Esto es hecho: el recuerdo de una des-
dicha tan común no alterará en adelante el re-
poso de mi vida. » Con efecto , desde aquel
momento cesó de apesadumbrarse , y como no
habia querido cenar hasta después de haber
presenciado todo el drama que se acababa de
representar bajo sus ventanas, mandó entonces
que le sirviesen , comió con mejor apetito de lo
que acostumbraba desde su salida de Samarcan-
da , y aun oyó con gusto un concierto agrada-
ble de voces é instrumentos con que acompaña-
ron la cena.
Los dias siguientes estuvo de muy buen hu-
mor , y cuando supo que el sultán estaba de
vuelta , le salió al encuentro y le cumplimentó
con tono festivo. Al pronto Chahriar no advir-
tió aquella mudanza , pues solo pensó en recon-
venirle amistosamente de que habia rehusado
acompañarle , y sin darle tiempo para respon-
der á sus quejas , le habló de los muchísimos
ciervos y alimañas que habia cojido , y por
último, de lo infinito que se habia divertido.
Chahzenan tomó la palabra luego , después de
haberle escuchado con atención , y como ya no
tenia aquel pesar que embargaba todas sus po-
tencias, prorumpió en mil espresiones hala-
güeñas y chistosas.
El sultán, que habia esperado encontrarle
con el desconsuelo en que le habia dejado , se
alegró de verle tan gozoso. « Hermano mió,» le
dijo, «doy gracias al cielo por el trueque feliz
que ha obrado en ti durante mi ausencia ; pero
te ruego que me concedas lo que voy á pedir-
te. — a ¿ Qué puedo rehusarte ? » respondió el
rey de Tartaria. « Todo lo puedes con Chahze-
nan , habla ; ansiando estoy de saber lo que de
mí deseas. —Desde que estás en mi corte,» pro-
siguió Chahriar , « le he visto ahí embargado
en aciaga melancolía , habiéndome esmerado in-
fructuosamente en desvanecerla con toda clase
10
LAS MIL Y INA NOCHES.
de distracciones. Me figuré que tu pesar prove-
nia de que estabas ausente de tus estados, y aun
creí que á ello contribuía mucho el amor , y que
acaso lo causaba la reina de Samarcanda , que
debe ser de consumada hermosura. No sé si me
he podido engañar ; pero te confieso que esa ha
sido la razón que he tenido para no importunar-
te sobre el asunto , por temor de incomodarte.
Sin embargo , te hallo á mi vuelta del mejor
temple imaginable y libre de la atroz melanco-
lía que empañaba toda complacencia , y esto sin
que yo haya contribuido al intento ; por tanto,
hazme la fineza de franquearte , mostrándome
el motivo de aquella tristeza y del gozo pre-
sente.
A estas razones , el rey de la Gran Tartaria
quedó un momento pensativo como en busca de
contestación , y al fin prorumpió en estos tér-
minos : «Eres mi sultán y señor, pero te ruego
que me dispenses de darte la satisfacción que
me pides. — No , hermano mió ,» replica el sul-
tán , «has de concedérmela ; y pues la apetezco,
no me la niegues. » Chahzenan no pudo resistir
á las instancias de Chahriar y le dijo : « Pues
bien , hermano mió , voy á darte gusto , ya que
asi lo mandas. » Entonces le refirió la infideli-
dad de la reina de Samarcanda , y cuando hubo
acabado su narración: « Hé aquí ,» añadió, « la
causa de mi tristeza: juzga si tenia motivo para
estar padeciendo. — ¡ Oh hermano mió!» escla-
mó el sultán con un acento que manifestaba la
parte que tomaba en el enojo del rey de Tarta-
ria, «¡qué horrorosa historia es la que acabas
de contarme ! ¡ Con qué impaciencia la he oido
hasta el fin ! Te alabo de haber castigado á esos
traidores que te han hecho una ofensa tan estre-
mada. No se te puede echar en cara esa acción;
es justa , y confieso que por mi parte hubiera
tenido menos moderación que tú ; no me hubie-
ra contentado con quitar la vida á una sola mu-
jer, creo que hubiera sacrificado mas de mil á
mi saña. No estraño ahora tu pesar ; era muy
aguda la causa para que no lo sintieses. ¡ Oh
cielos , qué aventura ! No creo que haya suce-
dido á nadie quebranto igual ; pero al fin loado
sea Dios que te ha dado consuelo ; y como no
dudo que será fundado , te pido que me lo par-
ticipes , haciendo de mí entera confianza.»
Chahzenan se escusó mas en este punto que
en el anterior , por lo que interesaba á su her-
mano ; pero fuéle forzoso ceder á sus encareci-
das instancias : «Voy á obedecerte,» le dijo, ya
que absolutamente así lo* quieres. Temo que mi
obediencia te causará mayor pesar del que he
tenido , pero á ti solo debes echarte la culpa, ya
que me precisas á descubrirte lo que yo quisie-
ra sepultar en eterno olvido. — Lo que acabas
de decir,» interrumpió Chahriar, «no hace
mas que avivar mi curiosidad ; apresúrate á des-
cubrirme ese arcano , de cualquiera especie que
sea. » Entonces el rey de Tartaria , no pudiendo
escusarse por mas tiempo , refirió cuanto habia
estado presenciando , el disfraz de los negros y
los escesos de la sultana y de sus mujeres^, sin
olvidar A Masud : « Después de enterarme de
tamañas infamias,» prosiguió , « me imajiné que
todas las mujeres eran naturalmente propensas
á ellas y que no podian resistir á su inclinación.
Embargado en este concepto, me pareció que
era gran flaqueza en un hombre cifrar su sosie-
go en la fidelidad de una mujer. Tras esta re-
flexión hice otras muchas , y al fin juzgué que
el mejor partido que podia tomar era consolar-
me. Algunos esfuerzos me ha costado , pero lo
he conseguido , y si quieres creerme , sigue mi
ejemplo. »
Por muy acertado que fuera este consejo , no
pudo escucharlo el sultán y se enfureció dicien-
do : « ¿Cómo? ¿es capaz la sultana de las Indias
de prostituirse de un modo tan villano? ¡ Ay her-
mano mió ! » añadió, « no puedo creer lo que
me dices, si con mis propios ojos no lo veo.
Preciso es que los tuyos te hayan engañado ; el
asunto merece el trabajo de que yo mismo me
cerciore de sus circunstancias. — Hermano
mió , » respondió Chahzenan, « no te será muy
difícil averiguarlo; dispon una nueva cacería,
y cuando estemos fuera de la ciudad con tu
corte y la mia, mandaremos hacer alto y volve-
remos los dos solos á mi aposento. Estoy seguro
que al dia siguiente verás lo que yo vi. » El
sultán aprobó el ardid, y dio orden para una
nueva cacería, de modo que aquel mismo dia
las tiendas se hallaron levantadas en el lugar
prescrito.
Al dia siguiente ambos principes salen con
toda su comitiva, y habiendo llegado al campa-
mento, permanecen en él hasta la noche. Enton-
ces Chahriar llama á su gran visir, y sin descu-
brirle su intento, le manda que haga sus veces
durante su ausencia, sin permitir que nadie sal-
ga del campamento por motivo alguno. Luego
que da esta orden, el rey de la Gran Tartaria y él
montan á caballo, y atravesando el campamento
disfrazados , vuelven á la ciudad y al palacio
que habitaba Chahzenan. Acuéstanse, y al dia
siguiente se colocan en la ventana desde la que
el rey de Tartaria habia estado viendo la es-
cena de los negros. Disfrutan por un rato el
fresco de la madrugada, porque aun no ha
salido el sol, y al paso que están conversando,
clavan la \isla en la puerta secreta. Ábrese
i
é
CIENTOS ÁRABES.
11
esta al fin, y para decirlo en pocas palabras, la
sultana entra con sus mujeres y los diez negros
disfrazados, llama á Masud, y el sultán ve mas
de lo que se requiere para convencerse. « ¡O
cielos! » esclamó, « ¡qué vileza! !qué infamia!
¿ Es posible que la esposa de un soberano como
yo sea capaz de semejante bajeza? En vista de
esto, ¿qué príncipe se atreverá á alabarse de
ser perfectamente feliz? !Ay, hermano mió!»
prosiguió abrazando al rey de Tartaria, « huya-
mos ambos del mundo; no hay en él buena fe;
pues si halaga por una parte, por otra hace trai-
ción. Abandonemos nuestros estados y el es-
plendor que nos rodea. Vamos á ocultar nuestra
desventura en países estraños, y allí viviremos
desconocidos.- Aunque Chahzenan no aprueba
aquella determinación, no se atreve tampoco á
contrarestarla, viendo el acaloramiento de Cha-
hriar. « Hermano mió, » le dice, « ya sabes
que no tengo otra voluntad que la tuya , y que
estoy pronto á seguirte á donde quieras; pero
prométeme que volveremos, dado caso que
hallemos alguno mas desventurado que noso-
tros. — Te lo prometo, d responde el sultán,
« aunque dificulto que esto quepa. — No soy yo
de ese parecer, » replica el rey de Tartaria ;
o puede ser que no viajemos mucho tiempo. »
Dichas estas palabras, salen reservadamente del
palacio, y toman otro camino que el que habían
traído. Andan tanto como pueden el primer dia,
y pasan la noche debajo de unos árboles, y al
amanecer prosiguen su marcha hasta que llegan
á una hermosa pradera á orillas del mar, y en
la que habia plantados á trechos unos árboles
muy frondosos. Siéntanse á la sombra de uno
de ellos para descansar y tomar el fresco, y la
conversación recae sobre la infidelidad de las
princesas sus esposas.
Tiempo habia que conversaban, cuando oyen
cerca un estruendo pavoroso que viene de la
parte del mar, y unos alaridos tremendos que
los sobrecojen : entonces se abre el mar, y se
levanta de su interior una gruesa columna ne-
gra que al parecer llega á las nubes. Aquel ob-
jeto aumenta su sobresalto, y alzándose pronta-
mente, trepan á la copa del árbol que les parece
mas frondoso. Apenas están en lo alto, cuando
mirando hacia el paraje de donde viene el
ruido, observan que la columna negra se ade-
lante hacia la playa surcando las aguas. Al
pronto no pueden distinguir lo que puede ser,
pero luego lo averiguan.
Era uno de aquellos jenios de la especie de
nuestro Señor Salomón (1 ) (¡ la paz sea con él !) ,
(i; Salomón es reputado por los Musulmanes como cau-
dillo de o* jenios.
de negro y espantoso rostro, de una estatura
colosal, y llevaba sobre la cabeza una gran caja
de vidrio, cerrada con cuatro candados de fino
acero. Adelántase por la pradera con aquella
carga, depositándola al pié del árbol en que es-
tán los dos príncipes, los cuales se creen perdi-
dos, conociendo el gran peligro en que se ha-
llan.
Sin embargo el jenio se sienta junto á la caja,.
y habiéndola abierto con cuatro llaves prendi-
das de su cintura, sale al punto una dama rica-
mente vestida, de majestuosa estatura y de ca-
bal belleza. El monstruo la hace sentar á su
lado, y mirándola enamoradamente le dice :
a Dama, la mas perfecta de todas las damas en-
carecidas por su hermosura, mujer encantadora
á quien robé el dia de su boda y que siempre he
amado entrañablemente, permíteme que duer-
ma un rato á tu lado ; el sueño que me acosa me
ha hecho venir á este sitio para tomar algún
reposo. » Dicho esto, deja caer su cabeza des-
comunal sobre el regazo de la dama, y habien-
do alargado las piernas cuyos pies llegaban al
mar, no tarda en quedarse dormido, roncando
luego de modo que retumba el eco por toda la
playa.
Entonces la dama alza la cabeza por casuali-
dad , y descubriendo á los príncipes en la copa
del árbol , les hace seña con la mano para que
bajen calladamente. Sumo es su sobresalto al
verse descubiertos , y suplican con otras señas
á la dama que los dispense de obedecerla ; pero
ella , poniendo la cabeza del jenio en el suelo,
se levanta y les dice muy quedito , aunque con
afán : « Bajad , hay precisión absoluta de que
bajéis.» En vano quieren darle á entender otra
vez con ademanes que están temiendo al jenio,
pues les replica con el mismo acento ; « Bajad
pronto; si no os dais priesa en obedecerme, voy
á despertarle, y yo misma le pediré vuestra
muerte. »
Estas palabras atemorizan á los príncipes en
tantísimo grado , que se descuelgan con todo el
tiento posible para no despertar al jenio. En es-
tando abajo , la dama les coje la mano , y ha-
biéndose alejado con ellos debajo de los árboles,
les hace desahogadamente una viva proposición,
que desechan al pronto , pero que luego han de
aceptar en vista de nuevas amenazas. Después
que hubo logrado de ellos lo que apetecía , ad-
virtiendo que tenían cada uno un anillo en el
dedo , se los pide , y al punto que los tiene en
su poder , va en busca de una caja en que tiene
sus joyas , y saca de ella una sarta de anillos de
todas hechuras, y mostrándosela les dice : «¿Sa-
béis lo que significan estas joyas? — No/) lu
12
LAS MIL \ UNA NOCHES.
responden, apero en vuestra mano está el de-
círnoslo. — Son ,» replica, «los anillos de todos
los hombres que han participado de mis favo-
res; tengo noventa y ocho que guardo para
acordarme de ellos. Con igual motivo os he pe-
dido los vuestros para tener el centenar com-
pleto ; he aquí,» prosigue, «que he tenido hasta
el dia cien amantes , á pesar de la vijilancia y
cautela de ese horroroso jenio que no me deja
un punto sola. Por mas que me encierra en esa
caja de vidrio y me tiene oculta en el fondo del
mar , logro burlar sus desvelos , de lo que po-
déis inferir que no hay amante ni marido capaz
de imposibilitar la ejecución de un intento idea-
do por una mujer. Mejor harían los hombres en
no violentar á las mujeres ; ese seria el medio
de ajuiciarlas.» Habiéndoles hablado así , la da-
ma mete sus anillos en el mismo hilo en que es-
taban ensartados los demás. Luego se sienta
como antes, levanta la cabeza del jenio , que no
se despierta , y colocándola sobre su regazo,
hace seña á los príncipes para que se retiren.
Siguen el camino por donde vinieron , y cuan-
do han perdido de vista al jenio y á la dama,
Chahriar dice á Chahzenan : <«¿ Qué te parece,
hermano, de la aventura que acaba de suceder-
nos ? ¿ No hemos de confesar que nada es com-
parable á la travesura de las mujeres ?— Si, her-
mano mió ,» responde el rey de la Gran Tarta-
ria, «y también debes convenir en que el jenio
es mas digno de compasión y mas desventurado
que nosotros. Por lo tanto, ya que hemos halla-
do lo que buscábamos , volvamos á nuestros
estados , y que esto no nos retraiga de otros en-
laces. Por lo que á mí toca , ya sé por que me-
dio conseguiré que se me guarde inviolablemen-
te la fe debida. No quiero esplicarme ahora
sobre este punto ; pero algún dia lo sabrás, y
estoy seguro que imitarás mi ejemplo. » El sul-
tán fué del parecer de su hermano , y prosi-
guiendo su camino , llegaron al campamento al
anochecer, tres dias después de su partida. *
Divulgóse la noticia de la vuelta del sultán, y
los cortesanos acudieron muy de madrugada á
su tienda , en donde los recibió con aspecto mas
afable de lo acostumbrado , y fué haciendo re-
galos á todos. Luego, habiéndoles declarado que
no quería ir mas lejos , mandóles montar á ca-
ballo y regresó al punto á su palacio.
A su llegada , pasó al aposento de la sultana,
y habiéndola mandado atar en su presencia , la
entregó á su gran visir con orden de que se la
desnucase, lo cual ejecutó este ministro sin en-
terarse del crimen que habia cometido. No paró
en esto el enojado príncipe, pues degolló él mis-
mo á todas las mujeres de la sultana. Después
de este riguroso castigo , persuadido de que no
habia mujer alguna recatada , y queriendo pre-
caver las infidelidades de las que tomara en lo
sucesivo, determinó tener una cada noche y
mandarla ahogar al dia siguiente. Habiéndose
impuesto esta ley cruel , juró observarla inme-
diatamente después de la partida del rey de Tar-
taria , que se despidió á poco tiempo de él y
emprendió su camino , cargado de magníficos
presentes.
Entonces Chahriar dio orden á su gran visir
para que le trajese la hija de uno de sus gene-
rales , y este obedeció al punto. Durmió con ella
el sultán , y al devolvérsela al dia siguiente para
darle muerte, le mandó que le buscase otra para
aquella noche. Por repugnante que le fuera al
visir la ejecución de semejantes órdenes , como
debia al sultán , su señor , ciega obediencia , te-
nia que conformarse con ellas. Llevóle la hija
de un oficial subalterno , que tuvo igual suerte;
luego la de un comerciante de la capital; en una
palabra , cada dia sucedía á un nuevo casamien-
to una nueva muerte.
La noticia de esta inhumanidad sin ejemplo
causó general consternación en la ciudad. Oían-
se tan solo alaridos y lamentos : ora era un pa-
dre que se desesperaba de la pérdida de su hija;
ora tiernas madres , temiendo por las suyas
igual destino , hacían resonar los aires con sus
jemidos , de modo que en vez de las alabanzas
y bendiciones que el sultán hasta entonces me-
reciera , todos sus subditos se desahogaban en
imprecaciones contra él.
El gran visir, que , como ya dijimos , era á
pesar suyo el ministro de tan horrorosa injusti-
cia , tenia dos hijas , llamadas , la mayor Che-
herazada , y la menor Dinarzada. Esta última
no carecía de mérito , pero la otra abrigaba uu
espíritu superior ásu sexo, mucho talento y es-
traordinaria penetración ; además estaba dotada
de prodigiosa memoria y se acordaba de cuanto
habia leído. El estudio de la filosofía , medicina,
historia y artes era su recreo , y componía me-
jores versos que los mas célebres poetas de su
tiempo. Por otra parte su hermosura era pere-
grina , y su tersa virtud venia á coronar tan es-
clarecidas prendas. Amaba el visir entrañable-
mente á una hija tan digna de su cariño , y un
dia que conversaba con ella , Chcherazada , le
dijo : « Padre mió , tengo que pediros un favor,
y os ruego humildemente que me lo concedáis.
— Corriente, hija mia,» respondió el visir, «con
tal que sea justo y ajuiciado.— En cuanto ajus-
to ,» dijo la hija , « no puede serlo mas, y así lo
juzgaréis cuando sepáis el motivo que me obli-
ga á pedíroslo. Es mi ánimo poner roto á la
CIEMOS ÁRABES.
13
barbarie con que trata el sultán á las familias de
esta ciudad, y desvanecer los justos temores
que tantas madres tienen de perder sus hijas de
un modo tan funesto. — Tu intento es muy lau-
dable , hija mia ,» dijo el visir ; « pero el que-
branto que tratas de remediar me parece sin ar-
bitrio. ¿Cómo intentas lograr tu objeto? — Pa-
dre mió,» respondió Cheherazada, «ya que
el sultán celebra cada dia un nuevo enlace con
intervención vuestra , os suplico, por el tierno
afecto que me profesáis , que me proporcionéis
el honor de su lecho. » El visir se estremeció al
oir aquella propuesta. «¡O cielos!» interrum-
pió; «¿estás en ti, hija mia? ¿qué es lo que me
pides? ¿No sabes que el sultán ha jurado por su
alma no dormir sino una noche con la misma
mujer, y mandarla matar al dia siguiente? ¿có-
mo quieres que yo le proponga casarse contigo?
Piensa en lo que te espone tu afán indiscreto. —
Sí, padre mió,» respondió la virtuosa hija , «co-
nozco el peligro á que me espongo , y no puede
arredrarme. Si fenezco , gloriosa será mi muer-
te ; y si logro mi intento , haré un servicio im-
portante á mi patria. — No ,» dijo el visir, «por
muchas objeciones que hagas para recabar que
te ponga en tan espantoso peligro , no creas que
lo consienta. Cuando el sultán me mandara cla-
varte un puñal en el pecho , i ay de mí ! fuerza
fuera obedecerle : y \ qué tremendo encargo se-
ria para un padre ! j Ah ! si no temes la muerte,
teme al menos causarme el mortal dolor de ver
mi mano teñida en tu sangre. — Otra vez os lo
suplico , padre mió,» dijo Cheherezada, « con-
cededme el favor que os pido. — Tu obstinación
me mueve á enojo, » replicó el visir. «¿Porqué
quieres correr á tu pérdida? Mal puede salir de
tan arriesgado empeño el que no prevé su tér-
mino. Temo no te suceda lo que al asno que es-
taba bien y no supo conservarlo. — ¿Qué des-
gracia le sucedió al asno?» replicó Cheherazada.
— «Voy á decírtelo,» respondió el visir; «atién-
deme:
FÁBULA
EL ASNO, EL BUEY Y EJ, LABRADOR.
« Un rico mercader tenia varias quintas en las
que criaba gran cantidad de toda especie de ga-
nado. Retiróse á una de sus posesiones con su
mujer y sus hijos para beneficiarla por sí mis-
mo. Tenia el don de entender el idioma de los
irracionales ; pero no podía interpretarlo á na-
die sin esponerse á perder la vida ; lo cual le
imposibilitaba el comunicar los secretos que por
medio de este don adquiría.
« El mismo pesebre servia para un buey y un
asno , y cierto dia que estaba sentado junto á
ellos y que se entretenía en ver jugar á sus hi-
jos , oyó que el buey decia al asno : « Compa-
ñero , cuan dichoso eres, si considero el reposo
que disfrutas y el poco trabajo que te imponen.
Un hombre te almohaza y te lava con mucho
esmero , te da cebada bien cribada y agua fres-
ca y limpia. Toda tu molestia se reduce á llevar
al mercader nuestro amo cuando tiene que ha-
cer algún pequeño viaje , y sin esto pasarías to-
da tu vida en la ociosidad. De muy diferente
modo me tratan á mí , y mi suerte es tan des-
graciada como la tuya es agradable; apenas dan
las doce de la noche , cuando me atan á un ara-
do que he de arrastrar todo el dia surcando la
tierra , lo cual'me postra en tanto grado, que á
veces me faltan las fuerzas. Además el labrador
que está siempre detrás de mí me maltrata con-
tinuamente, y tengo el cuello desollado de tirar
del arado. Finalmente cuando vuelvo de noche
después de haber trabajado todo el dia, me dan
por comida unas malas habas secas revueltas
con tierra ó con otras cosas peores. Para rema-
tar mi desdicha, cuando he comido mi mengua-
do pienso , he de pasar la noche tendido sobre
el estiércol. Ya ves que tengo motivo de envi-
diar tu suerte. »
« No interrumpió el asno al buey y le dejó
decir cuanto quiso; pero luego que hubo acaba-
do de hablar: o No desmientes,» le dijo, «el
nombre de tonto que te han dado; eres muy ne-
cio, y te dejas llevar á donde quieren y no eres
capaz de tomar una buena determinación. Sin
embargo , ¿qué ventajas no sacas de todos los
malos tratamientos que estás padeciendo? Te
matas por el reposo, placer y utildad de los que
no te lo agradecen: si tuvieras tanto valor como
fuerza, no te tratarían de ese modo. ¿Porqué *
no te resistes cuando vienen á atarle al pesebre
y no das algunas cornadas? ¿porqué no mani-
fiestas tu furor tundiendo el suelo con las patas ?
Finalmente ¿porqué no causas terror con es-
pantosos mujidos? La naturaleza te ha dado
medios para hacerte respetar , y no te vales de
ellos. Si te traen malas habas y ruin paja, no la
comas ; olfatéala solamente y déjala. Sigue los
consejos que te doy y pronto verás una mudan-
za á que me estarás agradecido. »
El buey escuchó atentamente los consejos del
asno y le manifestó cuanto se los agradecía :
t Querido compañero,» le dijo, «no dejaré de
hacer cuanto me acabas de decir, y ya verás
que bien lo cumpliré.» Callaron tras esta con-
versación, de-la que no desperdició una pa-
labra el mercader.
Al dia siguiente por la mañana el labrador
11
LAS MIL ^ l NA NOCIUvS.
entró en el pesebre, ató el buey al arado, y lo
llevó al trabajo según costumbre. El buey, que
tenia presente el consejo del asno, estuvo muy
rebelde durante todo el día, y á la noche, cuan-
do el labrador volvió á casa y quiso atarle como
siempre, el malicioso animal, en vez de presen-
tar él mismo las astas, empezó á cejar mujiendo
y aun bajó el testuz en ademan de malherir al
labrador. En una palabra, hizo todo cuanto el
asno le habia enseñado. Al otro dia, el labrador
vino á sacarle para llevarle á su faena, pero ha-
llando el pesebre todavía lleno con las habas y
paja que habia puesto la noche anterior, y el
buey echado,, tendidas las patas y respirando de
un modo estrano, lo creyó enfermo, y compade-
ciéndose de él, creyó que seria inútil llevarle al
trabajo y se lo participó al punto al mercader.
« Este vio claramente que se habían seguido
los malos consejos del asno, y para castigarlo
como merecía : « Vete,» le dijo al labrador, «to-
ma el asno en lugar del buey y no dejes de ha-
cerle trabajar mucho. » Obedeció el labrador, y
el asno tuvo que tirar el arado durante todo el
dia, lo cual le cansó tanto mas cuanto estaba
poco acostumbrado á tanta faena. Además reci-
bió tantos palos que apenas podia tenerse en
pié al volver al establo.
«Sin embargo el buey estaba contentísimo;
habia comido todo lo que le habían puesto en el
pesebre y habia descansado todo el dia ; se ale-
graba interiormente de haber seguido los con-
sejos del asno, dándole mil bendiciones por el
bien que le habia proporcionado, y no dejó de
congratularle otra vez cuando le vio llegar. El
asno nada respondió al buey, tanto era su enojo
de que le hubiesen maltratado. « Mi impruden-
cia, » se decía á sí mismo, « es la causa de esta
desgracia ; yo vivía dichoso y todo me sonreía ;
tenia mas de lo que podia apetecer : culpa mia
es, si me hallo en este lamentable estado, y es-
toy perdido, si no encuentro algún ardid para
saiir de tan mal paso.» Al decir esto le faltaron
las fuerzas y se dejó caer medio muerto al pié
del pesebre. »
Al llegar á este punto el gran visir , Sirijién-
dose á Cheherazada, le dijo : « Hija mia, haces
como este asno, y te espones á perderte por tu
bachillería. Créeme, estáte quieta, y no trates de
anticipar tu muerte. — Padre mió,» respondió
Cheherazada, «el ejemplo que acabáis de citar
no basta á retraerme del intento, y no cesaré de
importunaros hasta que haya conseguido que
me presentéis al sultán para ser su esposa.»
Viendo el visir que insistía siempre en su deseo,
le replicó : Pues bien , ya que no quieres desis-
tir de tu empeño , me veré precisado á tratarte
como trató el mercader de que acabo de hablar,
de allí á algún tiempo, á su mujer: escúchame:
«El mercader, que supo que el asno se halla-
ba tan mal parada, tuvo curiosidad de saber lo
que entre éi y el buey ocurriría, y después de
cenar, se sentó cerca de ellos á la claridad de
la luna en compañía de su mujer. Al llegar oyó
que e! asno le decía al buey : «Compadre, dime
qué piensas hacer cuando el labrador te traiga
mañana el pienso. — Lo que haré ,» respondió
el buey, «seguiré haciendo lo que tú me has
enseñado. Primeramente me apartaré y luego
presentaré las astas como ayer, haré el enfermo
y aparentaré estar en el último trance. — No
hagas tal,» interrumpió el asno, «estarías per-
dido, pues al llegar á casa, he oido que el mer-
cader nuestro amo decía una especie que me
hizo temblar por causa tuya. — ¿Y qué oiste ?»
dijo el buey, « por favor no me lo ocultes, que-
rido compañero. — Nuestro amo, » respondió el
asno, « dijo al labrador estas palabras: « Ya que
el buey no come y apenas puede tenerse, lo
mataremos mañana. Haremos por amor de Dios
limosna con su carne á los pobres, y por lo que
toca á su cuero* que puede hacernos al caso, se
lo darás al curtidor ; así acuérdate de avisar al
carnicero.» Estoes loque tengo que decirte,»
añadió el asno; «el interés que tomo por tu con-
servación y la amistad que te profeso me obli-
gan á avisarte y á darle otro consejo: cuando te
traigan las habas y la paja, levántate y échale
encima con afán; el amo juzgará que estás cura-
do, y no dudo que revocará tu sentencia; pero
si obras de otro modo estás perdido.»
« Estas palabras surtieron el efecto que el as-
no se prometía, pues el buey atribulado niu-
jió de susto. El mercader, que los estaba escu-
chando con mucha atención, soltó entonces una
gran carcajada, lo cual estrañó sobremanera su
mujer; «Decidme, le preguntó, «¿porqué reis
tanto? — Mujer,» le respondió el mercader,
«conténtate con verme reir. — No,» replicó ella,
« quiero saber lo que os causa tanta risa. —
No puedo darte ese gusto,» respondió el ma-
rido; «bástate saber que me rio de lo que el
asno acaba de decir al buey; lo demás es un
secreto que no puedo descubrirte. — ¿Y quién
os lo estorba? — Sabe que si te lo dijera, me
costaría la vida. — ¡Os burláis de mí I » esclamó
la mujer; « lo que decis no puede ser cierto. Si
no me decis pronto porqué habéis reido, y os
negáis á comunicarme lo que dijeron el asno y
el buey, juro por el gran Dios que está en
el cielo que no viviremos mas juntos, n
« Al acabar estas palabras volvió á la casa y
se sentó en un rincón, en donde pasó toda la
■si
CIENTOS AKABKS.
i;
noche llorando en estremo. El marido durmió
solo; y al dia siguiente, viendo que continuaba
en sus quejas: « Muy poco juicio muestras,» le
dijo, «en aflijirte de ese modo, el asunto no
merece tanto lloro, y así como á ti te im-
porta poco saberlo, á mí me importa mucho
tenerlo secreto. Ea , no pienses mas en ello. —
De tal modo pienso en ello,» respondió la mu-
jer, que no dejaré de llorar hasta que hayas
satisfecho mi curiosidad.— Te repito formal-
mente,» dijo el mercader, «que me cosatrá
la vida el ceder á tus indiscretos ruegos. —
Suceda lo que Dios quiera, » le replicó la mu-
jer, «no desistiré de mi intento. — Está vis-
to que no hay medio de hacerte entrar en
razón ; y como preveo que te matarás con
tu porfía, voy á llamar á tus hijos para que
tengan el consuelo de verte antes de morir. »
En esto llamó á sus hijos, y mandó también por
los parientes de la mujer. Cuando estuvieron
reunidos y les hubo esplicado de que se trataba,
eslremaron su persuasiva en dar á entender á la
mujer que tenia culpa en no desistir de su anto-
jo; pero ella no los quiso escuchar, y dijo que
moriría antes que ceder en esto á su marido.
Por mas que los padres le hicieron reflexiones á
solas y le representaron que lo que ansiaba sa-
ber era de ninguna importancia , nada consiguie-
ron con su autoridad ni sus reconvenciones.
Cuando sus hijos vieron que persistía en desa-
tender todas las buenas razones con que impug-
naban su tenacidad , se echaron á llorar amar-
gamente. Por su parte el mercader no sabia qué
hacerse, y sentado solo á la puerta de su casa,
estaba deliberando ya si sacrificaría su vida por
salvar la de su mujer á quien amaba entraña-
blemente.
« Y es el caso, hija mia, » prosiguió el visir
hablado siempre á Cheherazada, « que este mer-
cader tenia cincuenta gallinas y un gallo y tam-
bién un perro muy vijilante. Estando sentado,
como ya dije , y todo cavilando sobre el partido
que debia tomar , vio al perro que corría hacia
el gallo que cubría una gallina, y oyó que le ha-
blaba en estos términos: « ¡O gallo! Dios no per-
mitirá que vivas mucho tiempo. ¿No te aver-
güenzas de lo que estás haciendo ? » El gallo se
entonó, y volviéndose al perro; «¿Porqué,» le
contestó altaneramente, «me ha de estar prohi-
bido hoy lo que me es lícito los demás días? —
Sábete,» replicó el perro, «que nuestro amo es-
tá hoy muy aflijido. Su mujer quiere que le ma-
nifieste un secreto de tal especie que perderá la
vida si lo descubre. Tal es el estado del asunto;
es de temer que no le acompañe el tesón nece-
sario para resistir á la terquedad de su mujer,
porque la quiere mucho y está lodo traspasado
con las lágrimas que derrama. Acaso está á
punto de perecer, y cuando todos estamos atri-
bulados en la casa, ¡ tú eres el único que, insul-
tando nuestra tristeza, tienes la desvergüenza
de solazarte con las gallinas! »
« El gallo contestó de este modo á la repren-
sión del perro: «¡Qué mentecato es nuestro
auio ! ¡ una sola mujer le tiene apurado, al paso
que yo tengo cincuenta hembras que hacen to-
do cuanto quiero! Que vuelva en sí, y pron-
to hallará medio de salir de su conflicto. — ¿Qué
quieres que haga?» dijo el perro.— «Que entre
en el aposento en donde está su mujer, » le res-
pondió el gallo, « y encerrándose con ella, tome
un palo y la zurre bien; estáte seguro que
con esto tendrá juicio y no le molestará para
que le diga lo que no debe descubrirle. » Ape-
nas el mercader oyó lo que el gallo acababa de
decir, cuando se levantó de su asiento, cojió un
palo, buscó á su mujer, que estaba todavía llo-
rando, se encerró con ella y le cascó tan de re-
cio que se puso á vocear : «Basta, basta, mari-
do, déjame, no te preguntaré nada mas. » A es-
tas palabras, y visto que se arrepentía de haber
sido curiosa tan fuera del caso , dejó de maltra-
tarla, abrió la puerta y entraron todos los pa-
rientes alegrándose de qué la mujer hubiese re-
cobrado su juicio, y dándole la enhorabuena al
marido por el medio acertado de que se habia
valido para enderezarla. Hija mia , » añadió el
gran visir, «merecieras que te tratase del mismo
modo que la mujer del mercader.
«Padre mió,» dijo entonces Cheherazada,
«por favor os pido que no llevéis á mal el que
persista mas y mas en mi empeño. La historia
de esa mujer no puede hacerme variar de inten-
to. Otras muchas pudiera contaros que os con-
vencerían de que no debéis oponeros á lo que
apetezco. Además perdonadme si me atrevo á
declararos que vuestra oposición fuera vana,
pues aun cuando el cariño de padre os hiciera
desechar mis ruegos , yo misma iria á presen-
tarme al sultán. »
Por fin el padre, quebrantado con la entereza
de su hija cedió á sus instancias , y aunque su-
mamente desconsolado por no haber podido re-
traerla de tan funesta determinación, se fue á
presentar á Chahriar con el mensaje de que la
noche siguiente le llevaría á Cheherazada.
Causóle estrañeza al sultán el sacrificio que
su visir le hacia, y le preguntó como habia po-
dido avenirse é entregarle su propia hija. —
« Señor », le respondió el visir, « ella misma se
ha ofrecido. La triste suerte que la espera no ha
podido arredrarla, y prefiere á su vida el honor
10
LAS MIL \ UNA NOCHES.
de ser una sola noche la esposa de vueslra ma-
jestad. — Pero no 03 alucinéis, visir, » le replicó
el sultán: « mañana al devolveros á Chehera-
zada, debéis quitarle la vida, y si faltaseis á mi
mandato, os juro que os mandaría matar. —
Señor, » replicó el visir, « no cabe duda en que
mi corazón llorará al obedeceros : pero por mas
que murmure la naturaleza , aunque padre , os
respondo de este brazo siempre fiel. » Chahriar
aceptó la proposición de su ministro y le dijo
que podia presentarle su hija cuando quisiera.
El gran visir comunicó esta noticia á Chehe-
razada , que la recibió con el mismo alborozo
que si fuera el logro mas apetecible del mundo.
Dio gracias á su padre por haberla complacido,
y viendo que estaba traspasado de quebranto,
le dijo, para consolarle, que no se arrepentiría
de haberla casado con el sultán, sino que al con-
trario se alegraría mucho de haberlo hecho.
Al punto se vistió para presentarse al sultán,
pero antes de marcharse llamó á solas á su her-
mana Dinarzada y le dijo : « Mi querida her-
mana, necesito tu auxilio en un negocio impor-
tantísimo, y te pido. que no me lo niegues. Mi
padre va á llevarme al palacio del sultán, para
ser su esposa. No le asustes al saberlo , escú-
chame tan solo con cachaza. Luego que esté
delante del sultán, le pediré que te permita dor-
mir en el aposento nupcial, para que pueda dis-
frutar esta noche mas de tu compañía. Si alcanzo
esta fineza, como lo espero, acuérdate de desper-
tarme mañana por la madrugada una hora an-
tes del dia y decirme estas palabras : « Hermana
mia , si no estás dormida, te pido que mientras
amanece me cuentes uno de aquellos hermosos
cuentos que tú sabes. » Al punto te contaré uno,
y me lisonjeo de que por este medio libraré á
todo el pueblo de la consternación en que se
halla. » Dinarzada respondió á su hermana que
haría gustosa cuanto le pidiera.
Habiendo llegado la hora de acostarse, el
gran visir acompañó al palacio á Cheherazada y
se retiró después de haberla introducido en el
aposento del sultán. Este príncipe , apenas es-
tuvo á solas con ella, le mandó que se alzara el
velo y la halló tan hermosa que se prendó de
sus gracias : pero ad virtiendo que estaba llorosa,
le preguntó la causa de su quebranto : « Señor,»
respondió Cheherazada, « tengo una hermana á
quien amo entrañablemente, y deseara que pa-
sara la noche en este aposento para verla y
poderme despedir de ella. Permitidme que tenga
el consuelo de darle esta última prueba de mi
cariño. j> Consintió en ello Ghahri ir , y fueron
á buscar á Dinarzada, que acudió pronlamente.
El sultán se acostó con Cheherazada en un le-
cho muy elevado , á estilo de los monarcas de
Oriente, y Dinarzada se echó en otro que eslaba
dispuesto al pié del primero.
Dinarzada, que se despertó una hora antes
del amanecer, hizo lo que su hermana le habia
encargado: « Querida hermana, » le dijo, « si
no estás dormida, te pido que mientras amanece
me cuentes uno de aquellos hermosos cuentos
que sabes. ¡ Ay de n)i ! quizás será esta la últi-
ma vez que tenga ese gusto. »
Cheherazada, en vez de responder á su her-
mana , se encaró con el sultán : « Señor, » le
dijo, « ¿ me permite vuestra majestad que dé
este gusto á mi hermana ? — Os lo permito, »
respondió el sultán. Entonces Cheherazada dijo
á su hermana que escuchase, y luego encarán-
dose con Chahriar, empezó de esta manera :
NOCHE I.
EL MERCADER Y EL JENIO.
Hubo en olro tiempo un mercader que poseía
muchos haberes , así en tierras y mercancías
como en dinero. Tenia un sinnúmero de depen-
dientes, factores y esclavos. De cuando en
cuando habia de hacer viajes para avistarse con
sus corresponsales , y un dia que un negocio
importante le llamaba lejos del paraje que habi-
taba, montó á caballo y se puso en camino, lle-
vando en grupa unas alforjas que contenían una
escasa provisión de galleta y dátiles , porque
CI KY10S ÁRABES.
I"
debía atravesar un pais desierto en donde" no
hubiera hallado con que mantenerse. Llegó sin
tropiezo á su paradero, y cuando hubo termi-
nado sus negocios , volvió á montar á Caballo
para regresar á casa.
Al cuarto dia de su viaje se sintió tan incomo-
dado con el ardor del sol y el que despedia la
tierra, que se desvió de su camino para ponerse
á la sombra de algunos árboles que divisó en
aquel campo. Allí halló al pié de un gran nogal
una fuente de agua cristalina, y habiéndose
apeado, aló su caballo al árbol y sesentó junto
á la fuente , después de haber sacado de las al-
forjas algunos dátiles y galleta. Al paso que iba
comiendo dátiles, tiraba los huesos á derecha é
izquierda, y cuando hubo acabado aquella comida
frugal , se lavó las manos, rostro y pies, como
buen musulmán, é hizo su oración (I).
Aun no la habia terminado y estaba arrodi-
llado, cuando se le presentó un jenio cano de
vejez y de ajigantada estatura , el cual adelan-
tándose hacia él sable en mano, le voceó con
eco tremendo : « Levántate , vas á morir, ya
que has muerto á mi hijo ; » y acompañó estas
palabras con un espantoso grito. El mercader,
igualmente aterrado con el horrendo figurón del
monstruo que con las palabras que le decia, le
respondió temblando: « ¡ Ay de mí , mi buen
señor ! ¿ qué crimen puedo haber cometido en
daño vuestro para que me quitéis la vida ? —
Quiero matarte, » respondió el jenio, « así como
tú has dado la muerte á mi hijo. — ; Dios todo-
poderoso ! » replicó el mercader, « ¿cómo puedo
haber muerto á vuestro hijo, si no le conozco
ni le vi jamás? — ¿Note sentaste aquí al lle-
gar » prosiguió el jenio, « ¿ no sacaste dátiles
de tus alforjas, y al comerlos no tiraste los
huesos á diestro y siniestro ? — No puedo ne-
garlo, » respondió el mercader, « hice cuanto
decis. — Siendo así, » añadió el jenio, « te re-
pito que has muerto á mi hijo, y he aquí de qué
modo : mi hijo pasaba por aquí cuando tú tira-
bas los huesos , le dio uno en un ojo , y hi
muerto, y por lo tanto debes morir. — ¡ Ah,
señor, perdón ! » esclamó el mercader. — « No
cabe perdón ni misericordia , » respondió el
jenio. « Justo es que muera el que mató. —
Convengo en ello, » dijo el mercader , « pero
ciertamente yo no he muerto á vuestro hijo, y
(I) La ablución antes del rezo es de precepto divino en
la relijion musulmana : « Oh vosotros creyentes, cuando
os preparáis ai lezo, lavaos rostro y brazos hasta los co-
dos; bañaos la cabeza y los pies hasta el tobi lo. »
lli musulmán debe orar cinco v. cea al dia : lo una hora
antes de salir el sol; üo á mt diodia; 3o a las tres de la
tarde; 4° al ponerse el si; 5© hora y media después de
puesto el sol. El musulmán, ciihndo reza, se vuelve siem-
pre hacia la Meca.
T. I.
aun cuando así fuera, lo hubiera hecho incul-
pablemente : por consiguiente os ruego que me
perdonéis y concedáis la vida. — No, no, » dijo
el jenio, persistiendo en su determinación, « es'
menester que mueras, ya que mataste á mi hijo ;»
y diciendo estas palabras, asió al mercader por
un brazo , lo echó de cara contra el suelo y
levantó en alto el alfanje para cortarle la ca-
beza.
Sin embargo, el mercader, anegado en llanto
y protestando su inocencia , se condolía de
su mujer é hijos y prorumpia en acentos entra-
ñables. El jenio con el acero enarbolado tuvo
aguante para esperar que el desventurado hu-
biese terminado sus lamentos; pero no le en-
ternecieron: « Todos esos llantos son super-
íluos, » esclamó ; « aun cuando lloraras sangre,
eso no quilaria el que le matase como tú hns
muerto á mi hijo. — ¡ Cómo! » replicó el mer-
cader, « piada puede conmoveros! ¿Queréis
absolutamente quitar la vida á un pobre ino-
cente? — Sí, » replicó el jenio, « estoy re-
suelto. » Al acabar estas palabras....
A llegar aquí Cheherazada, advirtió que era
de dia, y sabiendo que el sultán se levantaba
muy temprano para decir sus oraciones y cele-
brar consejo, dejó de hablar. «¡Oh cielos! »
dijo entonces Dinarzada ; « cuan portentoso es
vuestro cuento, hermana mia. — Lo que sigue
es todavía mas asombroso, » respondió Chehe-
razada, « y lo confesarías, si el sultán me con-
cediera la vida por hoy y me diera permiso para
referírtelo la noche siguiente. » Chahriar, que
habia escuchado á Cheherazada con mucho pla-
cer, dijo para consigo : « Aguardaré hasta
mañana ; la mandaré matar cuando haya oido el
paradero del cuento. » Y habiendo acordado no
mandar que quitasen aquel dia la vida á Chehe-
razada, se levantó para rezar sus oraciones é ir
al consejo.
Entretanto el gran visir estaba con sumo de-
sasosiego : en vez de disfrutar el halago del
sueño, habia pasado la nuche suspirando y con-
doliéndose de la muerte de su hija, de quien
iba á ser el verdugo. Pero así como temia la
vista del surtan, embargado en su desconsuelo,
quedó agradablemente absorto cuando vio que
el príncipe entraba en el consejo sin darle la
orden funesta que aguardaba.
El sultán pasó el dia, según costumbre, arre-
glando los negocios de su imperio, y cuando
llegó la noche, durmió otra vez con Chehera-
zada. Al dia siguiente, antes que amaneciera,
Dinarzada no dejó de llamar á su hermana y
decirle : « Hermana mia, si no duermes, te
ruego que entretanto asoma el dia, prosigas el
18
LAS MIL \ LiNA NOCHES.
cuento de ayer. » £1 sultán no aguardó á que
Gheherazada le pidiese permiso : « Acabad, » le
dijo, « el cuento del jenio y del mercader; es-
toy ansioso de oir la conclusión. » Gheherazada
tomó entonces la palabra y prosiguió el cuento
en estos términos :
NOCHE II.
Señor, cuando el mercader vio que el jenio
iba á cortarle la cabeza, prorumpió en un agudo
alarido y le dijo : « Deteneos; por favor aten-
dedme todavía ; dignaos concederme un plazo y
darme tiempo para que me despida de mi mujer
é hijos y les reparta mis bienes por medio de
un testamento que aun no tengo hecho, para
que no tengan desavenencias después de mi
muerte; hecho esto, volveré al punto á este
mismo lugar y me avendré á cuanto queráis
disponer de mí. — Pero si te concedo ese plazo
que pides, » dijo el jenio, « me temo que no
volverás. — Si queréis creer mi juramento, »
respondió el mercader, « juro por el Dios del
cielo y de la tierra que volveré aquí sin falta.
— ¿Y de cuánto tiempo ha de ser el plazo que
deseas? » replicó el jenio. — « Os pido un
año, » replicó el mercader : « necesito á lo
menos este tiempo para poner mis negocios en
orden y disponerme á despedirme de la vida
con todo su aliciente y sin quebranto. Así os
prometo que dentro de un año, contadero desde
mañana, acudiré debajo de estos árboles y me
pondré bajo vuestra potestad. — ¿Tomas á
Dios por testigo de la promesa que hapss? »
replicó el jenio. — a Sí, » respondió el merca-
der, « vuelvo á tomarlo por testigo, y podéis
confiar en mi juramento. » A estas palabras, el
jenio lo dejó junto á la fuente y desapareció.
El mercader, vuelto en sí de tan gran susto,
montó otra vez á caballo y prosiguió su ca-
mino. Pero si por una parte §entia complacen-
cia en haber salido de tan gran peligro, por
otra esperimentaba un desconsuelo mortal cuan-
do pensaba en el fatal juramento que habia
hecho. Cuando llegó á casa, su mujer é hijos le
recibieron con todas las demostraciones de la
mayor alegría ; pero en vez de corresponder á
su cariño, se echó á llorar tan amargamente que
juzgaron que le habia sucedido alguna novedad
eslranada. Preguntóle su esposa la causa de su
llanto y del agudo pesar que manifestaba : a Nos
alegramos" de tu regreso, » decia, « y sin em-
bargo nos estás sobresaltando á todos con el
estado en que te vemos. Esplícanos, te ruego,
la causa de tan amarga tristeza. — ¡ Ay de mí I »
respondió el marido, « ¿cómo puedo yo estar
en otra situación ? ya no me queda para vivir
mas que un año. » Entonces les refirió lo que
habia ocurrido entre él y el jenio, y les informó
que habia prometido volver al cabo de un año
para recibir la muerte por su mano.
Al oir aquella tristísima nueva, se desconso-
laron en gran manera. La mujer daba gritos
lastimándose el rostro y mesándose el cabello ;
los hijos, anegados en llanto, hacían resonar la
casa con sus jemidos, y el padre, cediendo á la
fuerza de la sangre , juntaba sus lágrimas con
tanto lamento. En una palabra, era un espectá-
culo capaz de conmover al mas indiferente.
Al dia siguiente, él mercader empezó á poner
sus negocios en cobro, dedicándose sobre todo
á pagar sus deudas. Hizo regalos á sus amigos
y grandes limosnas á los pobres y dio libertad
á sus esclavos de ambos sexos, repartió sus
bienes entre sus hijos, nombró tutores para los
que eran de menor edad y devolvió á su mujer
todo cuanto le correspondía, según el contrato
matrimonial, mejorándola además en todo lo
que pudo darle, sujetándose á las leyes.
Al fin voló el año , y fué forzoso marcharse.
Avió su maleta, en la que puso el paño en que
debian sepultarle ; pero cuando quiso despedirse
de su mujer é hijos, su quebranto y el de estos
fué el mas amargo que cabe imajinar. No po-
dían determinarse á perderle; todos querían
acompañarle y morir con él. No obstante como
era forzoso que se violentase y separase de
aquellos objetos queridos :
« Hijos mios, » les dijo, « obedezco las ór-
CIENTOS ÁRABES,
19
(lenes de Dios al separarme de vosotros. Imi-
tadme : someteos con entereza á esta necesidad
y recapacitad que la suerte del hombre es mo-
rir. » Dichas estas palabras, se desprendió de
los brazos de su familia, y poniéndose en ca-
mino, llegó al propio paraje en donde habia
visto al jenio el mismo dia que habia prome-
tido. Apeóse inmediatamente y se sentó á ori-
llas de la fuente aguardando al jenio con toda
la tristeza que imajinarse puede.
Entretanto que estaba padeciendo aquella
horrenda espectativa, llegó un buen anciano
que conducia una cierva del cabestro y se acercó
á él. Se saludaron, y el anciano le dijo : « Her-
mano, ¿ puedo saber porqué habéis venido á
este lugar desierto en donde no hay mas que
espíritus malignos con los que no cabe estar
seguro ? Al ver estos hermosos árboles, alguien
pudiera conceptuar que está poblado ; psro es
una verdadera soledad en donde es muy es-
puesto detenerse. »
El mercader satisfizo la curiosidad del anciano
refiriéndole la aventura que le obligaba á acu-
dir allí. Escuchóle el anciano con estrañeza, y
tomando la palabra : « He ahí, » le dijo, « una
estrañeza rarísima, y estáis amarrado por el
mas inviolable juramento. Quiero presenciar
vuestro avistamiento con el jenio. Ai decir esto,
se sentó al lado del mercader, y mientras que
ambos estaban conversando
« Pero ya raya el dia, » dijo Cheherazada in-
terrumpiéndose ; « lo que falta de este cuento
es sumamente interesante. » El sultán, empe-
ñado en oir la conclusión, dejó vivir aquel dia á
Cheherazada.
NOCHE III.
La noche siguienle, Dinarzad* hizo á su her-
mana la misma súplica que las dos anteriores :
« Mi querida hermana, » le dijo, « si no duer-
mes, te pido que me cuentes uno de aquellos
cuentos tan lindos que sabes. » El sultán dijo
que quería oir la continuación del cuento del
mercader y el jenio, y Cheherazada lo prosiguió
así :
Señor, mientras estaban conversando el mer-
cader y el anciano que conducia la cierva, llegó
otro anciano con dos perros negros. Acercóse,
y los saludó preguntándoles lo que hacían en
aquel sitio. El anciano de la cierva le comunicó
la aventura del mercader y el jenio, lo que en-
tre ellos habia ocurrido y el juramento del
mercader. Añadió que aquel era el dia prome-
tido, y que estaba en ánimo de permanecer allí
hasta ver el paradero de todo.
El recienvenido tomó también igual determi-
nación, conceptuando que el caso merecía su
curiosidad, y se sentó junto á los otros; y ape-
nas hubo entablado conversación con ellos,
llegó otro anciano, el cual encarándose con los
dos primeros, les preguntó porqué se mostraba
tan melancólico el mercader que con ellos
estaba. Dijéronle el motivo, que le pareció muy
estraño, y deseó también presenciar lo que
sucedería entre el jenio y el mercader : al in-
tento se sentó junto á los demás.
Muy luego descubrieron en el campo un den-
sísimo vapor á modo de remolino de polvo
levantado por el viento ; se fué el vapor ade-
lantando, y desvaneciéndose de repente, les
permitió ver al jenio, el cual, sin saludarlos, se
acercó al mercader sable en mano y asiéndole
por el brazo : « Levántate, » le dijo, « para que
te mate como tú mataste á mi hijo. » El merca-
der y los tres ancianos atemorizados prorum-
pieron en llanto y atronaron los aires con sus
clamores
Al llegar aquí , advirtiendo Cheherazada que
habia amanecido, suspendió su narración, la
cual habia avivado la curiosidad del sultán en
tal manera que ansiando saber la conclusión ,
remitió- al dia siguiente la muerte de la sultana.
No cabe espresar cuanto fué el gozo del gran
visir, cuando vio que el sultán no le mandaba
dar muerte á Cheherazada. Su familia , la corte
y todos en jeneral quedaron admirados en es-
tremo.
20
LAS MIL Y l NA NOCHKS.
NOCHE IV.
Al terminarse la noche siguiente» Cheherazada
habló en estos términos con permiso del sultán :
Señor, cuando el anciano de la cierva vio que
el jenio habia asido al mercader y lo iba á ma-
tar sin compasión, se echó á los pies del mons-
truo, y besándoselos le dijo : « Príncipe de los
jenios , os ruego humildemente que suspendáis
vuestra cólera y me hagáis el favor de escu-
charme. Voy á referiros mi historia y la de la
cierva que aquí veis ; pero si la conceptuáis mas
peregrina y asombrosa que la aventura de este
mercader á quien queréis quitar la vida, ¿puedo
confiar que perdonaréis á este desgraciado la
tercera parte de su crimen? » Recapacitó el je-
nio un rato, y al fin respondió : « Bien, veamos;
me avengo á lo que me propones. »
. HISTORIA DEL PRIMER ANCIANO Y DÉLA CIERVA.
« Voy pues á empezar mi narración, » prosi-
guió el anciano : « os ruego que me escuchéis
atentamente. La cierva que veis es prima mía y
además mi esposa. Aun no tenia doce años cum-
plidos, cuando me casé con ella : así puedo
decir que debia considerarme como su padre, á
mas de su pariente y marido.
a Vivimos juntos durante treinta años sin ha-
ber tenido sucesión ; pero su esterilidad no quitó
el que guardase con ella muchas atenciones y
suma intimidad. El afán de tener hijos me indujo
á comprar una esclava, de la cual tuve un
hijo (1) que daba muchas esperanzas. Mi mujer
estuvo zelosa de él, cobró aversión á la madre
y al hijo y encubrió tan cabalmente su afecto
que solamente lo advertí cuando era ya dema-
siado tarde.
« Entretanto mi hijo iba creciendo, y ya tenia
(1) Las leyes civiles reconocen entre les mahometanos
por igualmente lejítimos á los hijos procedentes de tres
clases de matrimonios permitidos por su reí ij ion' según
las cuales puede lícitamente comprar, alquilar ó casarse
un hombre con una ó con varias mujeres; de modo que si
tiene de la esclava un hijo antes de tenerlo de su esposa,
el hijo de aquella queda reconocido por primojénito y
disfruta los derechos de tal ron esclusion del fruto de la
lejítima esposa.
diez años cuando tuve que emprender un viaje.
Antes de marcharme , encargué á mi mujer, de
quien nunca estuve receloso , la esclava y su
hijo, rogándole que los cuidase durante mi au-
sencia, que duró todo un ano.
« Aprovechóse d§ este tiempo para saciar su
encono. Dedicóse á la majia, y cuando tuvo bas-
tante conocimiento en aquel arte diabólico para
ejecutar el intento horroroso que estaba ideando
la perversa, llevó á mi hijo á un lugar desierto.
Allí con sus encantos lo trasformó en ternero y
se lo entregó á mi colono para que lo criara
como tal, diciéndole que lo habia comprado. No
paró en esto su enfurecimiento , pues también
trasformó la esclava en vaca y se la dio igual-
mente al colono.
« A mi regreso le pregunté por la madre y el
hijo, y me respondió que la esclava habia muerto,
y que; en cuanto á mi hijo, hacia dos meses que
no lo habia visto é ignoraba su paradero. Sentí
la muerte de la esclava ; pero como mi hijo ha-
bia desaparecido solamente, me lisonjeé de que
pronto podría volverlo á ver. No obstante me-
diaron ocho meses sin que volviese, ni que yo
recibiera noticia alguna , cuando llegó la fiesta
del gran Bairan (1). Para celebrarla mandé á
mi colono que me trajera una de las vacas mas
gordas, con ánimo de hacer un sacrificio. Hízolo
así , y la vaca que me presentó era la esclava
misma, la desgraciada madre de mi hijo. La até,
pero cuando me estaba disponiendo para sacri-
ficarla , se puso á dar mujidos lastimeros y ad-
vertí que derramaba de sus ojos dos torrentes
de lagrimas. Pareciéndome estraña aquella no-
li) Nombres de las dos únicas fiestas de obligación que
tienen los Musulmanes. Son fiesta > movibles que en el es-
pacio de treinti y tres años caen en todos los meses; por- .
que el año musulmán es lunar. La primera de estas Oestas
se celebra el primer dia de la luna que sigue á la del Ra-
Ynazan ó cuaresma de los mahometanos. Este Bairan dura
tres dias y participa á la vez de la Pascua de los Judios y
de nuestro carnaval y primer dia de año nuevo. Se sacri-
fican corderos ó bueyes, y a esta ceremonia debe la fiesta
el nombre de aid el Curtan (fiesta de los sacrificios).
El pequeño Bairan (aid saghtr) se celebra el primer dia
del mes de chawal, con motivo de la conclusión de los
ayunos de Ramazan.
vedad , y movido á compasión á pesar mió , no
pude determinarme á herirla, y mandé á mi co-
lono que me trajese otra.
« Mi mujer, que se hallaba presente, se estre-
meció de mi compasión , y oponiéndose á una
orden que inutilizaba su malicia : « ¿Qué hacéis,
amigo mió?» esclamó. « Sacrificad esa vaca.
Vuestro colono no tiene otra mas hermosa ni
mas propia para el intento. » Acerquéme á la
vaca por complacer á mi mujer, y sofocando la
compasión que suspendía el sacrificio , iba á dar
el golpe mortal , cuando la víctima redoblando
su llanto y sus mujidos me enterneció por se-
gunda vez. Entonces entregué al colono el mazo
diciéndole : « Tomad , sacrificadla vos mismo ;
sus mujidos y lágrimas me traspasan el corazón. »
« El colono, menos compasivo que yo , la sa-
crificó ; % pero al desollarla, halló que no tenia
mas que huesos; aunque nos había parecido
muy gorda. Me resultó un pesar amarguísimo :
« Tomadla , » le dije al colono , « os la cedo ;
haced regalos y limosnas á quien queráis; y si
tenéis un ternero muy gordo , traédmelo en su
lugar. » No me informé de lo que hizo con la
vaca, pero poco después de habérsela llevado,
compareció con un grandísimo ternero. Aunque
yo ignoraba que aquel ternero era mi hijo , no
dejé de sentir mis entrañas conmovidas á su
presencia. Él por su parte , luego que me vio ,
mostró tal ahinco por acercárseme, que rompió
la cuerda con que estaba atado. Echóse á mis
pies doblando la cerviz hasta besar el suelo,
como queriendo moverme á compasión y supli-
carme que no tuviera la crueldad de quitarle la
vida , dándome á entender en cuanto cabia que
era mi hijo.
« Quedé todavía mas atónito y enternecido
con esta acción que con el llanto de la vaca.
Sentí una compasión entrañable que me interesó
á su faVDr, ó mejor diré , la sangre cumplió en
mí con su obligación. Llevaos este ternero á
casa, » le dije al colono. «Cuidadlo con todo
esmero , y en su lugar traedme al punto otro. »
« Cuando mi mujer me oyó hablar de este
22
LAS MIL Y ÜI\A NOCHES.
modo, no dejó de esclamar igualmente : « ¿Qué
•hacéis , marido? Creedme, no sacrifiquéis otro
ternero que ese. — Mujer, » le respondí , « no
quiero sacrificar este. Quiero indultarle, y te
ruego que no te opongas á mi deseo. » La per-
versa mujer no quiso ceder á mis ruegos; pues
aborrecía, mucho á mi hijo para consentir que
yo le salvase. Me pidió el sacrificio con tantísima
porfía que hube de concedérselo. Até el ternero,
y empuñando el funesto cuchillo » En este
sitio Cheherazada suspendió su narración por-
que ya habia amanecido. « Hermana , » le dijo
Dinarzada , « embelesada me tiene este cuento
que cautiva tan agradablemente mi atención. —
Si el sultán me deja vivir un dia mas, » replicó
Cheherazada , « lo que mañana os contaré os
divertirá aun mucho mas. » Chahriar, curioso
de saber lo que seria del hijo del anciano de la
cierva , dijo á la sultana que tendría gusto en
oir la noche siguiente la conclusión de aquel
cuento.
NOCHE V.
Al acabarse la noche quinta, Dinarzada llamó
á la sultana y le dijo : « Mi querida hermana ,
si no duermes, te ruego que, mientras asoma el
dia, prosigas el hermoso cuento que empezaste
ayer. » Cheherazada , luego que hubo conse-
guido permiso del sultán, prosiguió de esta
manera :
Señor, el primer anciano de la cierva conti-
nuó refiriendo su historia al jenio, á los otros
dos ancianos y al mercader : « Así pues el cu-
chillo, » les dijo, « é iba á clavarlo en la cerviz
de mi hijo , cuando volviendo cariñosamente
hacia mí sus ojos anegados en llanto, me enter-
neció de tal manera que no tuve aliento para
traspasarlo. Dejé caer el cuchillo y dije á mi
mujer que de ningún modo quería matar aquel
ternero. Hizo cuanto pudo para retraerme del
intento, pero por mucho que dijo, me mantuve
firme prometiéndole tan solo , para aplacarla ,
que lo sacrificaría en el Bairan del año siguiente.
« Al otro dia por la mañana el colono quiso
hablarme á solas. « Vengo, » me dijo , « á co-
municaros una noticia que espero me agrade-
ceréis. Tengo una hija que posee algún conoci-
miento en la majia, y ayer cuando volvía á casa
con el ternero que no quisisteis sacrificar, ad-
vertí que echó á reir al verlo, y Juego después
empezó á llorar. Pregúntele porqué manifestaba
al mismo tiempo dos actos tan opuestos : o Pa-
dre mío , » me respondió , « ese ternero que
lleváis es el hijo de nuestro amo. Me he son-
reído de gozo al verle todavía vivo, y he llorado
al acordarme del sacrificio que ayer hicieron
con su madre que habia sido trasformada en
vaca .'Ambas trasformaciones son obra de los
hechizos de la esposa de nuestro amo, la cual
aborrecía á madre é hijo. » He aquí lo que me
dijo mi hija, » prosiguió el colono, « y vengo tí
traeros esta noticia. »
« Con tales palabras, ó jenio , » prosiguió el
anciano « juzgad cual fué mi estrañeza. Marché
al punto con mi colono para hablar yo mismo
con su hija, y al llegar pasé al establo en donde
estaba mi hijo. No pudo corresponder á mis
abrazos, pero los recibió de un modo que acabó
de persuadirme que era hijo mío.
<( Llegó la hija del colono y le dije : <» Mi buena
muchacha, ¿ podéis volver á mi hijo su forma
primera ? — Sí, » me contestó, « puedo hacerlo.
— ¡ Ah ! si lo conseguís , » repliqué , « os hago
dueña de todos mis bienes. » Entonces ella res-
pondió sonriéndose : « Sois nuestro amo y sé
muy bien lo que os debo ; pero os advierto que
no puedo restituir vuestro hijo á su primer es-
tado sino bajo dos condiciones. La primera, que
me lo daréis por esposo, y la segunda, que me
será lícito castigará la persona que le trasformó
en ternero. — Por lo que toca á la primera con-
dición, » le dije, « la admito gustoso ; mas diré,
os prometo daros muchos bienes fuera de los
que destino á mi hijo. Finalmente , ya veréis
cómo sabré agradecer la gran fineza que os pido.
Por lo que toca á la condición relativa á mi
mujer, también la acepto, pues una persona
CUENTOS ARARES.
2:1
capaz de acción tan criminal merece ser casti-
gada ; os la abandono ; haced con ella cuanto
queráis ; solo os pido que no le quitéis la vida.
— Voy pues , » replicó la joven, « á tratarla del
mismo modo' que trató á vuestro hijo. — Cor-
riente, » repuse, « pero antes volvedme á mi
hijo. »
a Entonces aquella joven tomó un vaso lleno
de agua , pronunció sobre él algunas pala-
bras que no comprendí , y encarándose con
el ternero le dijo : « O ternero , si fuiste cria-
do por el Todopoderoso y soberano Señor
del mundo tal cual pareces en este momento ,
conserva tu forma ; pero si eres hombre y estás
trasformado en ternero por hechicerías, reco-
bra tu figura natural con permiso del soberano
Criador. » Al acabar estas palabras, le roció
con el agua, y al punto recobró su primera
forma.
ff i Hijo mió, querido hijo ! » esclamé al punto
abrazándole con ímpetus desalados. « Dios nos ha
enviado esta joven para anonadar el horroroso
maleficio que te estaba acosando y vengarte del
mal que te han hecho, como también á tu ma-
dre. Ño dudo que como agradecido consentirás
en tomarla por mujer como me he comprome-
tido. » Consintió desde luego alegremente; pero
antes de casarse, la joven trasformó á mi mujer
en cierva , y ella es la que aquí veis. Apetecí
que tuviera esta forma, mas bien que otra me-
nos agradable, para que la viésemos sin repug-
nancia en la familia.
« Desde entonces mi hijo ha enviudado y se
ha ido á viajar. Como hace años que no he te-
nido noticias suyas , me he puesto en camino
para procurar adquirirlas, y no habiendo que-
rido confiar á nadie el cuidado de mi mujer du-
rante mi ausencia , he creído oportuno traerla
conmigo. Esta es mi historia y la de esta cierva :
¿ no os parece muy peregrina y asombrosa ? —
Sí cierto, » dijo el jenio, « y en tu favor concedo
un tercio de la gracia de este mercader. »
Cuando el primer anciano, prosiguió la sul-
tana, hubo terminado su historia, el segundo
que conducía los dos perros negros se encaró
con el jenio y le dijo : « Voy á referiros lo que
á mí me ha sucedido y también á los dos
perros negros que veis, y estoy seguro de que
graduaréis mi historia aun de mas asombrosa
que toda esa que acabáis de oir. Pero cuando os
la haya contado, ¿me concederéis el segundo
tercio de la gracia de este mercader? — Sí, »
respondió el jenio , a con tal que tu historia
aventaje á la de la cierva. » Tras aquella anuen-
cia, el segundo anciano empezó de esta mane-
ra.... Pero al pronunciar estas palabras, advir-
tió Cheherazada que amanecía, y dejó de hablar.
« ¡Qué aventuras tan peregrinas, hermana
mia ! » dijo Dinarzada. « Hermana, » respondió
la sultana , a no se pueden comparar con las
que tendría que referirle la noche próxima, si
el sultán, mi señor, tuviera la dignación de de-
jarme vivir. » Chahriar nada respondió ; pero
se levantó, dijo sus oraciones y se marchó al
consejo sin dar ninguna orden contra la vida do
la encantadora Cheherazada.
MICIIK VI.
Llegó la noche sexta, y el sultán y su esposa
se acostaron. Dinarzada se despertó á la hora
acostumbrada y llamó á la sultana. « Querida
hermana , » le dijo, « si no duermes , te ruego
que antes de asomar el dia, me cuentes alguno
cíe aquellos hermosos cuentos que sabes. »*Chah-
riar tomó entonces la palabra, diciendo que de-
searía oir la historia del segundo anciano y de
los dos perros negros. — ce Señor, » respondió
Cheherazada, « vov á satisfacer vuestra curiosi -
dad. El segundo anciano dirijiéndose al jenio
empezó asi su historia :
HISTORIA DEL SEGUNDO ANCIANO Y DE LOS DOS
PERROS NEGROS.
« Gran principe de los jenios, habéis de saber
que estos dos perros negros son mis hermanos.
Nuestro padre nos dejó á su muerte mil zequines
á cada uno, y con esta cantidad abrazamos to-
ái
LAS MIL V UNA NOCHES.
dos la misma profesión, esto es, nos hicimos
mercaderes. A poco tiempo de haber abierto
nuestros almacenes , mi hermano mayor, que
es uno de estos dos perros , determinó viajar y
comerciar en pais estranjero. Al intento vendió
los jéneros que tenia, y compró otros adecuados
al tráfico á que iba á dedicarse.
« Marchóse y estuvo un año ausente. Al cabo
de este tiempo presentóse en mi almacén un
pobre que al parecer pedia limosna , y le dije :
« Dios te asista. — Dios te asista también , » me
respondió; « ¿es posible que no me conozcas?»
Mirándole entonces con ahinco , le conocí con
efecto, y abrazándole esclamé : « ¡ Ah hermano
inio! ¿cómo hubiera podido conocerte en se-
mejante estado? » Hícele entrar en casa, le pre-
gunté por su salud y cuál había sido el éxito de
su viaje. « No me hagas preguntas, » me dijo ;
« solo con verme debes quedar enterado de todo.
Fuera renovar mis pesares el circunstanciar to-
das las desventuras que me han sucedido de un
año acá y me han reducido al estado en que me
hallo. »
« Cerré al punto el almacén y posponiendo
lodos mis quehaceres, lo llevé al baño y le di los
mejores vestidos que tenia. Repasé mis apuntes
de compra y venta, y hallando que habia dupli-
cado mi capital, esto es, que poseía dos mil ze-
quines , le di la mitad, diciéndole : « Con eso,
hermano mió, podrás olvidar el quebranto que
has padecido. » Aceptó los mil zequines con
suma complacencia, se rehizo, y vivimos juntos
con la armonía que antes.
a De allí á poco tiempo mi hermano segundo,
que es el otro perro que veis , quiso también
vender sus jéneros. El mayor y yo hicimos
cuanto pudimos para retraerle de aquel intento ;
pero nada conseguimos. Verificó su venta , y
con el dinero que vino á sacar compró mercan-
cías propias para el tráfico estranjero que tra-
taba de entablar. Juntóse con una caravana y se
marchó. Al cabo de un año volvió en el mismo
estado que nuestro hermano mayor ; le vestí, y
como habia ganado en aquel tiempo otros mil
zequines , se los entregué. Volvió á abrir su al-
macén y continuó ejerciendo su profesión.
« Un dia mis dos hermanos vinieron á verse
conmigo y me propusieron un viaje y que trafi-
cara con ellos. Al pronto me opuse á su pensa-
miento y les dije : « Habéis viajado y nada ha-
béis sabido granjear. ¿Quién me asegura que
yo seré mas afortunado que vosotros?» En
vano me hicieron cuantos cargos pudieron para
alucinarme á probar fortuna , pues me desen-
tendí absolutamente de la propuesta. Pero ins-
taron tan encarecidamente, que, después de
haber resistido durante cinco años á sus ince-
santes ruegos, cedí al fin. Pero cuando fué pre-
ciso aviarnos y comprar las mercancías que
necesitábamos, hallé que no tenían un cuarto de
los mil zequines que á cada uno de ellos les ha-
bia dado. Ño les reconvine en lo mas mínimo, y
al contrario, como mi caudal ascendía á seis mil
zequines , partí la mitad con ellos diciéndoles :
« Hermanos , vamos á aventurar estos tres mil
zequines y pondremos los demás á buen recaudo
para que , si nuestro viaje se malogra como los
que emprendisteis, tengamos con que consolar-
nos y seguir otra vez nuestra antigua profesión.
«Díles pues mil zequines á cada uno, guardé
otros tantos para mí y enterré los otros tres mil
en un rincón de mi casa. Compramos mercan-
cías , y después de haberlas embarcado en un
buque fletado por los tres , dimos la vela con
viento favorable. Al cabo de un mes de nave-
gación »
« Pero ya raya el dia , » prosiguió Chehera-
zada , « preciso es que suspenda mi narración.
— Hermana, » le dijo Dinarzada, «ese cuento
promete mucho y me figuro que lo restante ha
de ser muy peregrino. — No te engañas, » res-
pondió la sultana ; « y si el sultán me permite
contártelo , estoy persuadida de que te divertirá
infinito. » Chahriar se levantó como el dia ante-
rior, sin decir nada sobre este punto, ni dar or-
den al gran visir para la muerte de su hija.
CIENTOS ÁRABES.
NOCHE VII.
Al acabarse la noche séptima, Dinarzada no
hizo falta en despertar á la sultana : « Mi que-
rida hermana , » le dijo , « si no duermes , te
ruego que, mientras amanece, acabes de con-
tarme aquel precioso cuento que no pudiste
concluir ayer.
— « Con mucho gusto, » respondió Chehera-
zada, « y para lomar el hilo de mi narración, te
diré que el anciano de los dos perros negros,
prosiguiendo su historia al jenio, á los otros dos
ancianos y al mercader, les dijo : « Finalmente
al cabo de dos meses de navegación, aportamos
prósperamente en un paraje donde desembar-
camos y vendimos ventajosamente nuestras
mercancías. Yo sobre todo despaché tan cómo-
damente las mias, que gané diez por uno. Com-
pramos jéneros del pais para trasportarlos y
negociarlos en el nuestro.
« Cuando estábamos á punto de embarcarnos
para volvernos, encontré en la playa una dama
hermosísima, pero pobremente vestida. Acer-
cóse á mí, me besó la mano y me rogó con las
mayores instancias que la tomara por mujer y
la embarcase conmigo. Opúseme algún tanto á
su ruego ; pero me dijo tantos primores para
convencerme de que no debia hacer caso de su
pobreza y que no tendría sino motivos de satis-
facción con su conducta, que me dejé persuadir.
Mándele hacer los trajes necesarios , y después
de haberme casado con ella por medio de un
contrato matrimonial , la embarqué conmigo y
dimos la vela,
a Durante nuestra navegación hallé que mi.
mujer atesoraba tan esquisitas prendas, que
cada dia le cobraba mas cariño. Sin embargo
mis dos hermanos, que no habían hecho tan
buen negocio y que tenían zelos de mi prosperi-
dad, me envidiaban, y su furor llegó al estremo
de conspirar contra mi vida ; una noche, cuando
mi mujer y yo estábamos dormidos, nos arroja-
ron á la mar.
« Mi mujer era hada, y por consiguiente de
la familia de los jenios, y así os podéis imajinar
que no se ahogó. En cuanto á mí, no cabe duda
en que hubiera muerto sin su auxilio ; pero ape-
nas caí en el agua, cuando me arrebató y tras-
ladó á una isla. Al amanecer la hada me dijo .
« Ya ves, amado esposo, que, salvándote la
vida, te he pagado bastante lo que has hecho
por mí. Sábete que soy hada y que hallándome
en la playa del mar cuando ibas á embarcarte,
te cobré una inclinación vehementísima. Quise
probar la bondad de tu corazón y me presenté
disfrazada como me has visto. Procediste con-
migo jenerosamente , y me alegro de haber
tenido ocasión de manifestarte mi reconoci-
miento. Pero estoy tan airada contra tus her-
manos, que no quedaré satisfecha hasta que les
haya quitado la vida. »
« Admirado escuché lo que decia la hada ;
dile grac.as lo mejor que pude, encareciéndole
la fineza que le debia y le dije : « Por lo que
toca á mis hermanos, señora, os ruego que los
perdonéis. Por muchos motivos que tenga de
quejarme de ellos, no soy bastante cruel para
desear su esterminio. » Referíle entonces lo que
por ambos habia hecho, y aumentándose su
indignación contra ellos al oirine : « Es pre-
ciso, » esclamó, « que corra inmediatamente
tras esos traidores é ingratos y me vengue pron-
tamente de ellos. Voy á sepultar su buque y
empozarlo en el golfo. — No hagáis tal, her-
mosa dama, en nombre de Dios, » repliqué,
« moderad vuestro enojo, acordaos que son
hermanos mios y que es preciso pagar con bie-
nes los agravios. »
a Con estas palabras aplaqué á la hada, y
apenas las hube dicho, cuando me trasladó en
un instante desde la isla en que estábamos á la
azotea de mi casa y luego desapareció. Bajé,
abrí las puertas y desenterré los tres mil zequi-
nes que tenia ocultos. Encamíname después á la
plaza en donde estaba mi almacén, lo abrí, y
los mercaderes vecinos acudieron á congratu-
larse por mi regreso. Al volver á casa, vi estos
dos perros negros, que se me acercaron con
ademan rendido. No acertaba á formar con-
cepto de aquellos estreñios, que me tenían
20
LAS MIL Y LISA NOCHES.
atónito, pero la hada se presentó luego y me
informó de todo. « Esposo mió, » me dijo, « no
estrañes ver en casa estos dos perros, pues son
tus dos hermanos. » Estremecíme á estas pala-
bras y le pregunté quién los habia reducido á
semejante estado : « Soy yo la que así los he
querido tratar, » me respondió, c< ó á lo menos,
es una de mis hermanas la que lo ha hecho por
encargo mió, y al mismo tiempo ha hechado á
pique su bajel. Pierdes las mercancías que en
él tenias ; pero ya te resarciré por otro camino.
Con respecto á tus hermanos, los he condenado
6 vivir diez anos bajo esta forma, pues su ale-
vosía los hace acreedores á este escarmiento, d
Finalmente, después de haberme espresado en
donde podría saber de ella, desapareció de mi
vista.
a Ahora que ya se han cumplido los diez
años, voy caminando en su busca, y como al
pasar por aquí he encontrado á este mercader
y al buen anciano de la cierva, me he detenido
con ellos : esta es mi historia, ó príncipe de los
jenios : ¿no os parece de las mas asombrosas?
— Estoy en lo mismo, » respondió el jenio, « y
devuelvo también en tu favor el segundo tercio
del crimen de que este mercader se hizo reo
para conmigo. »
Luego que el segundo anciano hubo termi-
nado su historia, el tercero tomó la palabra é
hizo al jenio la misma súplica que los dos pri-
meros, esto es, que devolviese al mercader el
tercer tercio de su crimen, con tal que la histo-
ria que iba á referirle aventajase en sucesos
estraños á las dos que acababa de oir. El jenio
le hizo la misma promesa que á los demás,
a Escuchad pues, » le dijo el anciano.... « Pero
ya asoma el dia, » dijo Cheherazada cortando
la narración, « y debo suspender esta historia.
« Hermana mia, » dijo entonces Dinarzada,
« embelesada me tienes con las aventuras que
acabas de referir. — Otras muchas sé, aun mas
hermosas, » respondió la sultana. » Chahriar,
deseoso de saber si el cuento del tercer anciano
seria tan halagüeño como el del segundo, apjazó
para el dia siguiente la muerte de Chehera-
zada.
NOCHE VIII.
Cuando Dinarzada advirtió que era hora de
llamar á la sultana, le dijo : « Hermana mia,
si no duermes, te ruego que entretanto ama-
nece me cuentes uno de aquellos hermosos
cuentos que sabes. — Cuéntanos el del tercer
anciano, » dijo el sultán á Cheherazada, « mu-
cho dificulto que sea mas asombroso que el del
anciano y de los dos perros negros.
— Señor, » respondió la sultana, « el tercer
anciano refirió su historia al jenio, pero no os
la diré, porque no ha llegado á mi noticia ; pero
lo que sí sé* que filé tan superior á las anterio-
res por la variedad de las aventuras maravillo-
sas que contenía, que el jenio quedó pasmado.
Apenas supo la conclusión , cuando dijo al ter-
cer anciano : « Te concedo el tercio de la gracia
del mercader; muy agradecido os debe estar á
los tres por haberle sacado de este conflicto
con vuestras historias. A no ser por vosotros,
ya no existiria. » Al terminar estas palabras,
desapareció con gran contento de toda la reu-
nión.
« El mercader espresó á sus tres libertadores
su reconocimiento por el favor que les debia.
Regocijáronse con él de verle fuera de peligro,
y después se despidieron prosiguiendo cada uno
su camino. El mercader regresó á vivir con su
mujer é hijos y pasó tranquilamente con ellos
el resto de sus dias. Pero, señor, » añadió Che-
herazada, « por hermosos que sean los cuentos
que ha oido vuestra majestad, no tienen compa-
ración con el cuento del pescador. » Dinarzada,
viendo que la sultana se detenía, le dijo : « Her-
mana, ya que todavía nos queda algún tiempo,
cuéntanos por favor la historia de ese pescador;
estoy cierta de que el sultán lo ha de llevar á
bien. » Chahriar la autorizó, y Cheherazada.
prosiguió de esta manera :
CUENTOS ÁRABES.
27
HISTORIA DEL PESCADOR.
Señor, hubo en otro tiempo un pescador muy
anciano, y tan pobre, que apenas podia ganar
con que mantener á su mujer y tres hijos que
componían su familia. Madrugaba todos los dias
para su pesca, y se habia impuesto la obliga-,
cion de no echar sus redes sinp cuatro veces al
dia.
Una mañana salió á la claridad de la luna y
se encaminó á la playa. Allí se desnudó y echó
sus redes, y sintiendo cierta resistencia al tirar-
las hacia la orilla, creyó haber hecho una cuan-
tiosa pesca, y en sí mismo se regocijaba; pero
pronto advirtiendo que, en vez de pescado, sa-
caba la osamenta de un asno, sintió mucho pe-
sar Al llegar aquí Cheherazada , ' dejó de
hablar porque ya apuntaba el dia.
« Hermana mía , » le dijo Dinarzada. « Te
confieso que el principio me gusta y preveo
que lo demás será muy lindo. — Nada cabe mas
portentoso que la historia del pescador, » res-
pondió la sultana, « y así lo conceptuarás la no-
che siguiente, si el sultán me permite vivir. »
Chahriar, curioso de saber cuál habia sido el
resultado de la pesca, no quiso que Chehera-
zada muriera aquel dia ; por lo tanto se levantó
sin dar aquella orden tan inhumana.
NOCHE IX.
« Mi querida hermana, » esclamó Dinarzada
al dia siguiente, á la hora acostumbrada, « te
ruego que antes de asomar el dia , acabes de
contarme el cuento del pescador. Estoy deseosa
de oirlo. — Voy d darte ese gusto, » respondió
la sultana, y al mismo tiempo pidió permiso al
sultán, y cuando lo hubo conseguido, prosiguió
en estos términos el cuento del pescador :
Señor, cuando el pescador, tristísimo por
haber hecho tan ruin pesca, hubo compuesto
sus redes que la osamenta del asno habia roto
en varios parajes, las echó por segunda vez. Al
sacarlas, encontró también mucha resistencia,
con lo cual creyó que estaban llenas de pesca-
do ; pero solo halló un gran cesto lleno de fango
y arena. Sumo fué su desconsuelo, y con voz
lastimera prorumpió : « ¡ O fortuna ! acaba de
airarte contra mí y no persigas por mas tiempo
á ua desventurado que te ruega le indultes. Salí
de casa para venir á buscar mi vida, y me anun-
cias la muerte. No tengo otro oficio que este
para subsistir, y á pesar de todos mis afanes,
apenas puedo atender á las mas urjentes nece-
sidades de mi familia. Pero hago mal en quejar-
me de ti , pues te complaces en maltratar á los
hombres de bien y dejarlos arrinconados, al
paso que favoreces á los perversos y encumbras
aquellos á quienes ninguna prenda hace reco-
mendables. »
Al acabar estas quejas, tiró arrebatadamente
el cesto, y después de haber lavado Jas redes
que el fango habia manchado, las echó por ter-
cera \ez; pero solo sacó guijarros, conchas y
arena. No cabe espresar su desesperación ; baste
decir que faltó poco para que perdiese el juicio.
Sin embargo como empezaba á amanecer , se
acordó de sus oraciones como buen musul-
mán (1), y luego añadió esta : « Señor, ya sa-
bes que nunca echo mis redes sino cuatro ve-
ces al dia. Ya las he echado tres sin sacar fruto
alguno de mi trabajo. Quédame una y no mas,
y os suplico que me volváis el mar propicio
como lo hicisteis con Moisés (2). »
Habiendo terminado su oración, el pescador
echó sus redes por la cuarta vez, y cuando
creyó que debia haber pescado, las sacó lo mis-
mo que antes con bastante trabajo. No obstante
ningún pescado habia , pero halló un vaso de
cobre amarillo , el cual por su peso le pareció
contener algo; y observó que estaba cerrado y
sellado con plomo y con la estampa de un sello.
Alegróse y dijo para consigo : a Lo venderé al
fundidor, y con el dinero que me dé compraré
una fanega de trigo. »
(i) La oración r s uno de los cualro grandes "preceptos
del A 'coran.
(2) Los musulmanes reconocen cuatro grandes profetas
rt lejislndores : Moisés. David. Jesucristo y ftlnhomn.
28
LAS MIL Y LISA NOCHES.
Estuvo escudriñando el vaso por todos lados,
lo sacudió para ver si lo que estaba dentro no
metería mido, y no oyendo nada, sacó en con-
clusión, á vista del sello estampado en la tapa
de plomo , que debia contener alguna preciosi-
dad. Para cerciorarse sacó su navaja y consi-
guió abrirlo con algún trabajo. Volcólo al punto
hacia el suelo , pero no salió nada , lo cual le
causó suma estrañeza. Colocólo delante de sí,
y mientras lo consideraba atentamente, salió un
humo espeso que le precisó á desviarse.
Aquel humo se levantó hasta las nubes, y
estendiéndose sobre el mar y la playa, formó
una espesa niebla, espectáculo que, como es de
imajinar, causó suma admiración al pescador.
Cuando todo el humo hubo salido del vaso , se
reunió en un cuerpo sólido del que se formó un
jenio dos veces tan alto como el mayor jigante.
A la vista de un monstruo de tamaño tan des-
comunal, el pescador quiso huir; pero tal fué
su turbación y espanto que no pudo dar un paso.
v Salomón (1), » esclamó el jenio, « Salo-
món, gran profeta de Dios, gracia, gracia, nun-
ca me opondré á vuestra voluntad. Obedeceré
todos vuestros mandatos Al llegar aquí Che-
herazada, interrumpió el cuento por venir ya
el alba.
Dinarzada tomó entonces la palabra y dijo :
« Hermana mia, cumples la palabra mejor de lo
que prometiste. No cabe duda que este cuento
es mucho mas asombroso que los otros. — Her-
mana, » respondió la sultana, « otras cosas oi-
rás que cautivarán tu admiración, si el sultán,
mi señor, me permite que las refiera. » Chali -
riar estaba muy deseoso de oir lo que faltaba
de la historia del pescador para quererse privar
de esta satisfacción, y así aplazó para el dia si-
guiente la muerte de la sultana.
NOCHE X.
La noche siguiente, Dinarzada llamó á su her-
mana cuando fué hora. « Hermana mia, » le di-
jo, a si no duermes, te ruego que prosigas el
cuento del pescador, mientras amanece. « El
sultán se mostró por su parte ansioso de saber
qué desavenencia habia tenido el jenio con Sa-
lomón, y Cheherazada prosiguió así el cuento
del pescador :
Señor, apenas el pescador hubo oido las pa-
labras del jenio, cuando se sosegó y le dijo :
«¿Espíritu soberbio, qué decis? hace mas de
mil y ochocientos años que murió Salomón, el
profeta de Dios, y ahora estamos en el fin de
los siglos. Contadme vuestra historia y por qué
razón estabais encerrado en ese vaso. »
A estas razones el jenio respondió al pescador
con ademan altivo* : « Habíame mas cortesmente
y no seas tan osado que me llames otra vez es-
píritu soberbio. — ¿Pues qué, » replicó el pes-
cador, « será hablaros con mas cortesanía el
llamaros buho de la felicidad? — Te repito, »
respondió el jenio, « que me hables mas cortes-
mente antes que te mate. — ¿Y porqué me ha-
béis de matar? » respondió el pescador. « Acabo
de poneros en libertad, y no creo que ya lo
hayáis olvidado. — No ; me acuerdo, » dijo el
jenio, « pero eso no quita para que te mate, y
solo puedo concederte una gracia.* — ¿ Y cuál
es esa gracia? » prosiguió el pescador. — «Es,»
respondió el jenio, « la de dejarte elejir el jénero
de muerte. — ¿Pero en qué os he ofendido? »
replicó el pescador. « ¿ Así queréis recompensar
el bien que os hice ? — No puedo tratarte de
otro modo, » dijo el jenio, « y para que te im-
pongas en el caso escucha mi historia :
« Yo soy uno de aquellos espíritus rebeldes
que se opusieron á la voluntad de Dios. Todos
los demás jenios reconocieron al gran Salomón,
profeta de Dios, y se le avasallaron. Sacar y yo
fuimos los únicos que no quisimos cometer se-
(1) Los mahometanos creen que Dios dio á Salomón el
don de los milagros con mas abundancia que á ningún
otro antes de él. Segnn ellos, mandaba á ánjeles y demo-
nios, iba en alas de los vientos por todas las esferas y
sobre todos los astros; los animales, vejelales y minerales
le hablaba* y obedecían ; obligaba A cada planta a que le
indicara para qué era buena; conversaba con los pájaros,
y de ellos se servia para cortejar a la reina de Saba y per-
suadirla 6 que viniese á verle. Todas estas fábulas del
Alcorán están sacadas de los comentarios de los Judíos
CUENTOS ARABAS.
id
mejante bajeza. Para vengarse de mí, este po-
deroso monarca cometió á Asaf, hijo de Ba-
rakhia, su primer ministro, el encargo de apo-
derarse de mí, y este lo ejecutó. Asaf se aseguró
de mi persona, y me llevó á pesar mió ante el
trono del rey su señor. Salomón, hijo de David,
me mandó que dejase el jénero de vida que
traia, que reconociese su poderío y me rindiese
á sus órdenes. Rehusé altamente obedecerle y
preferí esponerme á todo su resentimiento al
tributarle el juramento de fidelidad y sumisión
que de mí estaba requiriendo. Para castigarme
me encerró en ese vaso de cobre, y queriendo
afianzarme, estampó él mismo en la tapa de
plomo su sello en que estaba esculpido el gran
nombre de Dios. Hecho esto, entregó el vaso á
uno de los jenios que le obedecían , con orden
de echarme al mar, lo cual fué ejecutado con
gran sentimiento mió. Durante el primer siglo
de mi encierro, juré que si alguno me libertaba
antes de terminarse los cien años, le haria rico
aun después de. muerto ; pero voló el siglo y
nadie me hizo este servicio. Durante el segundo
siglo, hice juramento de abrir todos los tesoros
de la tierra al que me pusiese en libertad ; pero
no íuí mas afortunado. En el tercero, prometí
hacer de mi libertador un poderoso monarca,
estar siempre junto á él en espíritu y concederle
cada dia tres- peticiones de cualquiera clase que
fuesen ; pero este siglo pasó como los anterio-
res y permanecí en el mismo estado. Final-
mente, desconsolado, ó mejor diré, enfurecido
al verme tanto tiempo preso, juré que si alguien
me libertaba en lo sucesivo, le mataría sin com-
pasión, concediéndole por única gracia la elec-
ción del jénero de muerte, y por eso, ya que has
venido hoy aquí y me has libertado, elije cómo
quieres que te mate. »
Esta arenga consternó en gran manera al
pescador. « Muy desventurado soy, » esclamó,
« en haber venido á este sitio para hacer tan
gran fineza á un ingrato. Por favor haceos cargo
de vuestra sinrazón, y revocad un juramento
tan desatinado. Perdonadme, y Dios os perdo-
nará también : si me concedéis jenerosamente
la vida, os escudará contra todas las tramas
urdidas en vuestro daño. — No , tu muerte es
positiva, » dijo el jenio, « elije solamente cómo
quieres que te mate. » Viendo el pescador que
era invariable su resolución de matarle, sintió
gran dolor, no tanto por él como por sus tres
hijos, compadeciendo el desamparo á que se
iban á ver reducidos con su muerte. Esforzóse
aun en aplacar al jenio, diciéndole : « ¡ Ay de
mí! apiadaos, considerando lo que por vos hice.
— Ya te lo dije, » replicó el jenio, « que pre-
cisamente por ese motivo estoy forzado á qui-
tarte la vida. — Estraño parece, » le manifestó
el pescador, « que absolutamente queráis volver
mal por bien, pues aunque dice el proverbio
que el que hace bien á quien no lo merece
siempre queda mal correspondido, creia, lo
confieso, que esto era falso, pues nada desdice
con efecto mas de la razón y los derechos so-
ciales; sin embargo esperimento cruelmente
que esto es muy cierto. — No perdamos tiem-
po, » interrumpió el jenio, a todos esos alega-
tos no pueden hacerme volver atrás. Apresúrate
á decir cómo quieres que te mate. » La necesi-
dad aguza el entendimiento. Ocurrióle al pesca-
dor un ardid : « Ya que no puedo evitar la
muerte, » le dijo al jenio, « me conformo con la
voluntad de Dios, pero antes que elija el jénero
de muerte, os suplico, por el gran nombre de
Dios grabado en el sello del profeta Salomón,
hijo de David, que me digáis la verdad sobre
una pregunta que tengo que haceros. »
Cuando el jenio vio que le hacían un conjuro
que le precisaba á responder positivamente,
tembló en sí mismo y dijo al pescador : « Píde-
me lo que quieras y date priesa »
Amaneciendo ya, Cheherazada calló en este
punto de su plática : « Hermana mia , » le dijo
Dinarzada, « debo confesar que cuanto mas ha-
blas, mas gusto me das. Espero que el sultán,
nuestro señor, no te mandará matar hasta que
haya oido lo que falta del hermoso cuento del
pescador. — El sultán es dueño de hacerlo, »
replicó Cheherazada ; « debo querer todo cuan-
to le plazca. » El sultán, que no tenia menos
deseos que Dinarzada de oir el fin de aquel cuen-
to, difirió todavía la muerte de la sultana.
30
LAS MIL \ l NA NOCHES.
NOCHE XI.
Chahriar y la princesa su esposa pasaron
aquella noche del mismo modo que las anterio-
res, y antes que amaneciese, Dinarzada la des-
pertó con estas palabras : « Hermana mia, te
ruego que prosigas el cuento del pescador. —
Con mucho gusto, » respondió Cheherazada,
« voy á satisfacerte con el beneplácito del sul-
tán. »
Habiendo prometido el jenio decir la verdad,
el pescador le dijo : « Quisiera saber si efecti-
vamente estabais en este vaso; ¿os atreveríais
á jurarlo por el gran nombre de Dios ? — Si, »
respondió el jenio, « juro por ese gran nombre
que yo estaba en él y que es la pura verdad. —
Hablando de buena fé, » replicó el pescador,
« no puedo creeros. En este vaso apenas cabria
uno de vuestros pies ; ¿ y cómo puede ser que
haya contenido todo vuestro cuerpo? — Sin
embargo, » replicó el jenio, « te juro que yo
estaba tal cual me ves. ¿No me crees aun des-
pués del gran juramento que te he hecho ? —
No ciertamente, » dijo el pescador, « ni tampoco
os creeré á menos que me lo hagáis ver palpa-
blemente. »
Disolvióse entonces el cuerpo del genio, con-
virtiéndose en humo, y se estendió como antes
sobre el mar y la playa , y luego reuniéndose,
empezó á entrar en el vaso , continuando del
mismo modo con pausada é igual sucesión hasta
que no quedó nada fuera. Luego salió una vpz
que dijo al pescador : « Y bien pues, incrédulo
pescador, ya estoy dentro del vaso : ¿ me crees
ahora? >>
El pescador, en vez de contestar al jenio, eo-
jió la tapa de plomo, y habiendo cerrado pron-
tamente el vaso : « Jenio, » le gritó, « pídeme
gracia tú ahora, y elije con que muerte quieres
que te acabe ; pero no, mejor es que te eche
otra vez al mar en el mismo sitio de donde te
he sacado ; luego edificaré una casa en esta
playa y viviré en ella para avisar á todos los pes-
cadores que vengan á echar sus redes, que se
guarden mucho de volver á pescar un jenio per-
verso como tú que has jurado matar á quien te
diere la libertad. »
A estas palabras ofensivas, el jenio airado
echó el resto de sus bríos para salir del vaso ;
pero esto no le fué posible, porque la estampa
del sello del profeta Salomón, hijo de David, se
lo imposibilitaba. Así viendo que el pescador se
le habia sobrepuesto, acudió al partido de disi-
mular su cólera : « Pescador, » le dijo en acento
halagüeño, « guárdate de hacer lo que dices. Lo
que yo hice fué por mera diversión, y no debes
tomarlas chanzas tan formalmente. — O jenio,»
contestó el pescador, « tú, que eras poco ha el
mayor, y ahora eres el menor de todos los jenios,
sabe que de nada te servirán tus marañas y ha-
lagos, pues volverás al mar. Si en él permane-
ciste todo el tiempo que has dicho, muy bien
podrás permanecer hasta el dia del juicio final.
En nombre de Dios te rogué que no me quitases
la vida, y tú desechaste mis ruegos; justo es
que te corresponda del mismo modo. »
Nada perdonó el jenio para enternecer al pes-
cador : « Abre el vaso, » le dijo, « dame la li-
bertad, y te prometo que vendrás á quedar sa-
tisfecho de mí. — Eres un traidor, » replicó el
pescador, « y yo mereciera perderla vida, si
cometiese la imprudencia de fiarme de ti, pues
no dejarías de tratarme del mismo modo que
trató cierto rey griego al médico Duban. Escu-
cha ; voy á contarte su historia :
HISTORIA DEL REY GRIEGO Y DEL MÉDICO IHBAX.
Habia en Persia, en el país de Zuman, un rey
cuyos subditos eran de oríjen griego : este rey
estaba cuajado de lepra, y sus médicos, después
de haber echado el resto de sus remedios para
curarle, no sabían ya que recetarle, cuando lle-
gó á su corte un médico sapientísimo llamado
Duban.
Este médico habia adquirido su ciencia en los
libros griegos, persas, turcos, árabes, latinos,
siríacos y hebreos, y además de ser consumado
CIENTOS AlUBES.
31
en la filosofía, conocía perfectamente las buenas
y malas calidades de toda especie de plantas y
drogas. Luego que le informaron de la enferme-
dad del rey y supo que sus médicos lo habían
desahuciado, se vistió con el mayor aseo que
pudo y halló medio de que lo presentasen al rey.
u Señor, » le dijo, « he sabido que todos los
médicos de quienes vuestra majestad se ha va-
lido no han podido curaros de la lepra ; pero si
queréis hacerme el honor de admitir mis servi-
cios, me empeño en curaros sin bebidas y sin
apositos. » Escuchó el rey esta proposición y
respondió : a Si tal es tu maestría que cumplas
lo que ofreces, te prometo enriquecerle á ti y á
l oda tu posteridad, y sin conlar los regalos que
le haga, serás mi privado mas íntimo. ¿ Me ase-
guras pues que me quitarás la lepra sin hacerme
tomar ningún pócima y sin aplicarme ningún
remedio esterior? — Sí señor, » replicó el mé-
dico, ti confio conseguirlo con ayuda de píos, y
desde mañana haré la prueba. »
Con efecto, el médico Duban se retiró á su
casa é hizo un mazo que horadó por £l mango,
colocando en él la droga de que ideó valerse.
Hecho esto, preparó también una bola del modo
que la quería, y fué al dia siguiente á presen-
tarse al rey, y postrándose á sus pies, besó el
suelo »
En este lugar, advirtiendo Chelierazada que
era de dia, se lo avisó á Chahriar y enmudeció :
« En verdad, hermana mia, » dijo entonces Di-
narzada, « no sé de dónde sacas tantas lindas
invenciones. — Otras oirás mañana, » respon-
dió Chelierazada, « si el sultán, mi señor, tiene
á bien dilatarme todavía la vida. » Chahriar, que
no deseaba con menos afán que Dinarzada sa-
ber la continuación de la historia del- médico
Duban, no pensó en decretar la muerte de la
sultana por aquel dia.
NOCHE XII.
La duodécima noche estaba muy adelantada,
cuando Dinarzada habiéndose despertado, dijo :
« Hermana mia, si no duermes, te suplico que
prosigas la agradable historia del rey griego y
del médico Duban. — Con mucho gusto, » res-
pondió Chelierazada, y al punto tomó así el hilo
de su narración :
Señor , así prosiguió el pescador, hablando
siempre al jenio que tenia encerrado en el vaso :
Alzóse el médico Duban, y después de haber
hecho una profunda reverencia, le dijo al rey
que juzgaba conveniente que su majestad mon-
tase á caballo y fuese á la plaza para jugar al
mallo. Hizo el rey lo que decia, y cuando hubo
llegado al lugar destinado para jugar al mallo (1),
se acercó á él el médico con el mazo que habia
preparado, y presentándoselo, le dijo: «Tomad,
señor, ejercitaos con este mazo, despidiendo
esta bola con él por toda la plaza hasta que
(I j El mallo ó juego üo pelota á caballo, llamado por los
Persas tchogan, se juega del modo siguiente: Se arrójala
pelóla en medio de la plaza, y los jugadores, divididos en
dos cuadrillas coa el mazo en la mano, corren tras ella
á galope para rebotarla.
sintáis un sudor por todo el cuerpo. Cuando
haya llegado á calentarse con la mano el reme-
dio que he encerrado en el mango de este mazo,
os penetrará por todo el cuerpo , y luego que su-
déis, podréis dejar este ejercicio, porque el reme-
dio habrá hecho su efecto. En estando de vuelta
en vuestro palacio, os meteréis en el baño y os
haréis lavar y restregar esmeradamente : luego
os acostaréis, y mañana al levantaros os halla-
réis curado. »
Tomó el rey el mazo, y corrió á caballo tras
la bola que habia tirado. Arrojóla y le fué re-
chazada por los oficiales que jugaban con él ,
volviósela, y al fin el juego duró lanto tiempo ,
que le sudó la mano y después todo el cuerpo,
de modo que el remedio encerrado en el mango
del mazo hizo su efecto como lo habia dicho el
médico. Entonces el .rey, dejando de jugar, se
restituyó á su palacio, se metió en el baño y ob-
servó puntualmente cuanto se le habia dis-
puesto. Con efecto, al levantarse al dia siguiente,
advirtió con tanta estrañeza como complacencia
que estaba curado de la lepra y mostraba el
:I2
L\S MIL Y V\\ NOCHES
cuerpo tan terso como si jamás la hubiese pa-
decido. Luego que estuvo vestido , pasó á la
sala de audiencia pública , subió al trono y se
mostró á tjdo sus cortesanos, que habian acu-
dido muy temprano, deseosos de saber el resul-
tado del nuevo remedio. Cuando vieron que el
rey estaba perfectamente curado, prorumpieron
todos en raptos de regocijo.
El médico Duban entró en la sala é iba á pos-
trarse al pié del trono con el rostro en el suelo ;
pero el rey, que le clavó la vista, le llamó é hizo
sentará su lado, mostrándole á todo el concurso, y
dándole públicamente todos los elojios que me-
recía. No paró en esto el príncipe ; como obse-
quiaba aquel dia i toda su corte, le hizo comer
en su mesa, solo con él » A estas palabras ,
Cheherazada advirtió que era de dia é interrum-
pió su cuento.
« Hermana mia, » le dijo Dinarzada. « ignoro
cuál será el fin de esa historia, pero el principio
me parece admirable. — Lo que falta por con-
tar es su mejor parte, » respondió la sultana,
« y estoy segura de que lo entenderás así, como
el suhan me permita que lo acabe la noche
próxima. » Consintió en ello Chahriar y se le-
vantó muy satisfecho de lo que habia oido.
NOCHE XIII.
Al acabarse la noche siguiente, Dinarzada dijo
otra vez á la sultana : « Mi querida hermana, si
no duermes, te ruego que prosigas la historia del
rey griego y del médico Duban. — Hermana , »
respondió Cheherazada, a voy á satisfacer tu cu-
riosidad con el permiso del sultán, mi señor. »
Entonces prosiguió así su cuento :
El rey griego, dijo el pescador, no se contentó
con admitir en su mesa al médico Duban, pues
al acabarse el dia y despedirse el concurso, le
mandó vestir una riquísima túnica , semejante á
la que llevaban comunmente los palaciegos en
su presencia, y además le mandó dar dos mil
zequines. Obsequióle también en los dias si-
guientes, y al fin creyendo no poder agradecer
bastante el servicio que le habia hecho aquel
consumado médico, derramaba á cada instante
sobre él nuevos beneficios.
Es el caso que este rey tenia un gran visir,
avariento, envidioso y naturalmente propenso á
todo jénero de maldades. No habia podido ver
sin pesar los regalos hechos al médico, cuyo
mérito empezaba además á hacerle sombra, y
así determinó desconceptuarle con el rey. Para
conseguirlo fué á ver al príncipe, y le dijo á
solas que tenia que darle un aviso de la mayor
importancia. Habiéndole preguntado el rey lo
que era : « Señor, » le dijo, « espuesto es para
un monarca poner su confianza en un hombre
cuya fidelidad no tenga cabalmente esperimen-
tada. Al colmar de beneficios al médico Duban
y hacerle tantos obsequios, estáis muy ajeno de
figuraros que es un traidor que se ha introdu-
cido en esta corte con el objeto único de asesi-
naros. — ¿De quién sabéis eso?» replicó el
rey. « ¿Pensáis que habláis conmigo y que es-
tais afirmando un hecho que no he de creer á la
lijera? — Señor, » replicó el visir, « estoy per-
fectamente informado de lo que tengo el honor
de representaros. No os entreguéis por mas
tiempo á una confianza arriesgada. Si vuestra
majestad duerme, despiértese, porque no cabe
duda en que el médico Duban ha salido de la
Grecia, su patria, y ha venido á avecindarse en
vuestra corte para ejecutar el intento horroroso
que os he dicho. — No , no , visir, » interrum-
pió el rey , « seguro estoy que ese hombre , á
quien suponéis alevoso y traidor, es el mas vir-
tuoso, el mejor de todos los hombres ; nadie en ■
el mundo puede merecerme igual cariño. Ya
sabéis por que remedio, ó mejor diré milagro,
me curó de la lepra ; si tiene miras contra mi
vida, ¿porqué me la salvó? Bastábale desam-
pararme en mi dolencia, pues no podia vencerla,
estando ya mi vida medio consumida. Itead
pues de infundirme sospechas aéreas, y en vez
de admitirlas, os participo que desde este día
concedo á ese hombre grande por toda su vida
una pensión de mil zequines al mes. Aun cuando
partiese con él mis riquezas y mis estados , no
CIENTOS ÁRABES.
3)
le premiaría bastante lo que por mi ha hecho.
Ya veo lo que es , su virtud mueve vuestra en-
vidia ; pero no creáis que me deje impresionar
injustamente contra él ; me acuerdo muy bien
de lo que un visir dijo al rey Sindbad, su
amo, para no dejarle dar muerte al príncipe su
hijo j>
« Pero, señor, » añadió Cheherazada , « ya
apunta el dia, y debo interrumpir mi narración.
— Agradecida estoy al rey griego u » dijo Dinar-
zada, « por haber tenido la entereza de dese-
char la falsa acusación de su visir. — Si hoy
alabas la firmeza de aquel príncipe , » inter-
rumpió Cheherazada, « mañana condenarás su
debilidad, si quiere el sultán que acabe de re-
ferir esta historia. » El sultán, ansioso de saber
en que habia manifestado el rey flaqueza, si-
guió dilatando la muerte de la sultana.
NOCHE XIV.
u Hermana mki, » esclamó Diñar zada, al
terminarse la noche décimacuaria, « si no duer-
mes, te pido que, ínterin amanece, continúes la
historia del pescador ; quedaste en el punto en
que el rey aboga por la inocencia del médico
Duban y toma con tanto afán su defensa. — Ya
me acuerdo , » respondió Cheherazada ; « vas
á oír la continuación : Señor, prosiguió, diri-
jiéndose siempre á Chahriar, lo que el rey aca-
baba de decir respecto al rey Sindbad movió
la curiosidad del visir , quien le dijo : « Señor ,
ruego á vuestra majestad que me perdone , si
tengo la osadía de preguntarle lo que el visir
del rey Sindbad dijo á su amo para distraerle
de dar muerte á su hijo. » El rey se complació
en satisfacerle : « Este visir, » respondió, « des-
pués de haber representado al rey Sindbad que
por la mera acusación de una madrastra debia
retraerse de cometer una acción de que se ar-
repintiese, le contó esta historia :
HISTORIA DEL MAUIDO Y DBI. 1.0RO (1).
Un buen hombre tenia una mujer á quien
amaba en tal estremo, que no la perdía de vista
en cuanto podia. Obligáronle un dia urjentes
negocios á ausentarse de ella , y pasó por un
sitio donde vendían toda clase de pájaros ; allí
compró un loro, que no solo hablaba muy bien,
sino que tenia el don de dar cuenta de cuanto
habia presenciado. Trájolo en una jaula á casa y
encargó á su mujer que lo colocase en su apo-
v Jj Ifcüt historia y la que sigue o»l.'in sacadas ilo la no-
vólo de Stn'Jbad o Sun tipas.
T. I.
sentó y tuviese cuidado de él durante el viaje
que iba á emprender , y hecho esto, se puso en
camino.
A su regreso preguntóle al loro lo que habia
ocurrido durante su ausencia, y el pájaro le
informó de ciertas particularidades que dieron
motivo al marido para reconvenir agriamente
á su mujer. Esta creyó que alguna de sus escla-
vas la habria descubierto , pero todas juraron
que le habían sido fieles y convinieron en que
debia ser el loro el que habia dado aquel soplo.
Preocupada la mujer con aquella aprensión,
discurrió un medio para desvanecer las sospe-
chas de su marido y vengarse» al mismo tiempo
del loro, y he aquí lo que hizo. Habiéndose
marchado su marido para hacer un viaje de
un dia , mandó á una esclava que diese vuel-
tas durante toda la noche á un molinillo colo-
cado debajo de la caja del pájaro ; á otra de
verter agua en forma de lluvia encima de la
caja, y á una tercera de cojer un espejo y darle
vueltas á derecha é izquierda á la luz de una vela
á los ojos del loro. Las esclavas pasaron gran
parte de la noche haciendo lo que les habia
mandado su ama, y lo ejecutaron con primo-
rosa maña.
Al dia siguiente volvió el marido y preguntó
al loro lo que habia ocurrido en casa, á lo cual
el pájaro le respondió : « Amo, los relámpa-
gos, los truenos y la lluvia me han incomodado
de tal modo durante toda la noche, que no pue-
do deciros cuanto he padecido. » El marido,
que sabia muy bien que no habia llovido ni
tronado en toda la noche, se persuadió que,
31
LAS MIL Y fcNA NOCHES.
así come el loro ño decía en ésto verdad, tam-
poco se la había dicho respecto á su mujer, y
enojado, lo sacó de la jaula y lo arrojó tan
reciamente contra el suelo que lo dejó muerto.
Sin embargo supo después por sus vecinos que
el pobre loro rio habia mentido contándole la
conducta de su mujer, lo cual filé causa de que
sé arrepintiese de haberlo muerto.... »
Detúvose aquí Cheherazada 4 adviniendo qué
era dé día. Todo cuanto cuentas, hermana
mía, » lé dijo Ditlafzada , « es tan ameno que
nada me parece mas agradable. — Quisiera
continuar divirtiéndote, » respondió Chehera-
zada, a pero no sé si el sultán, mi señor, me
dará tiempo para ello. » Chahriar, que no se
deleitaba menos que Dinarzada en oír á la sul-
tana , se levantó y pasó el dia sin disponer que
le diesen muerte.
NOCHE XV.
No fué menos puntual Dinarzada esta noche
que las anteriores en despertar á Cheherazada:
« Mi querida hermana ,» le dijo , « si estás des-
pierta, te pido que antes de amanecer me cuen-
tes uno de esos lindos cuentos que sabes. —
Hermana mia ,» respondió la sultana , « voy á
darte ese guste. — Aguarda , » interrumpió el
sultán, « termínala conversación del rey con su
visir , tocante al médico Duban , y luego prosi-
gue la historia del pescador y del jenio. — Se-
ñor, « replicó Cheherazada, « vais á quedar obe-
decido, » y diciendo esto, continuó de este modo :
CUENTOS ÁRABES.
35
Cuando el rey, dijo el pescador al jenio, hubo
concluido la historia del loro : « y vos , visir ,»
añadió , « por la envidia que habéis concebido
contra el médico Dubau , que ningún daño os
hizo , queréis que le mande matar ; pero me
guardaré muy bien de ello , por temor de ha-
berme de arrepentir , como sucedió al marido
de haber muerto su loro.
El pernicioso visir estaba muy interesado en
el derribo del médico Duban para desistir de su
intento, y asi replicó: «Señor, la muerte del
loro era poco importante, y no creo que su amo
la sintiera mucho tiempo ; ¿pero por qué os ha
de retraer de quitar de en medio á ese médico
la zozobra de atropellar á la inocencia ? ¿ No
basta que se le acuse de asechanzas contra vues-
tra vida* para autorizaros á privarle de la suya?
Cuando se trata de afianzar los dias de un rey,
una toera sospecha debe equivaler á certidum-
bre, y es mejor sacrificar al inocente que salvar
al culpado. Pero * señor , esto no es incierto: el
médico Duban quiere asesinaros. No me mueve
la envidia contra él , y sí solo el interés que to-
mo en la conservación de vuestra tranquilidad;
mi celo me incita á daros un aviso de tan suma
importancia. Si es falso , merezco que me casti :
guen del mismo modo que castigaron en otro
tiempo á un visir. — ¿Qué hizo ese visir?» dijo
el rey, «para merecer ese castigo?— Voy á de-
círselo á vuestra majestad,» respondió el visir,
«le pido que tenga á bien escucharme :
HISTORIA DEL V1MR CASTIGADO.
Había en otro tiemjio un rey que tenia un hijo i
sumamente apasionado á la caza. Permitíale dis- ¡
frutar á menudo esta diversión, pero había dado ¡
orden á su gran visir para que le acompañase,
siempre y nunca lo perdiese de vista. Un dia de
caza, los monteros lanzaron un ciervo, y el
príncipe creyendo que el visir le seguía , corrió
tras el animal , y dejándose llevar de su ímpetu,
se halló solo. Detúvose , y observando que ha-
bía perdido la senda , quiso volver atrás para
incorporarse con el visir, que no había sido bas-
tante diligente en seguirle de cerca , pero se es-
travió. Mientras corría á diestro y siniestro sin
rumbo fijo , encontró en una senda una dama
bastante agraciada que lloraba amargamente.
Tiró el caballo de la rienda y preguntó á aque-
lla mujer quién era, qué hacia sola en aquel si-
tio y si necesitaba algún auxilio. aYo soy,» res-
pondió ella , «hija de un rey de las Indias , salí
á pasear á caballo por el campo , me dormí y
me caí. Mi caballo se ha escapado é ignoro lo
que se ha hecho de él. » El joven príncipe se
condolió , y le propuso que montase en las an-
cas, lo cual aceptó gustosa.
Al pasar cerca de una choza , manifestó la
dama deseo de apearse para alguna urjencia;
habiéndose detenido el príncipe , la dejó bajar,
y él hizo otro tanto y se acercó á la casilla lle-
vando el caballo de la brida. Imajinaos cual se-
ria su pasmo , cuando oyó que la dama pronun-
ciaba dentro estas palabras i «Alegraos, hijo3
mios , pues os traigo un joven hermoso y gor-
do ;» y que otras voces le respondieron al pun-
to : «¿ Mamá * en dónde está ? lo comeremos al
instante porque tenemos mucha gana. »
No necesitó el príncipe oir mas para compren-
der el peligro en que se hallaba. Vio claramen-
te que la dama que se titulaba hija de un rey de
las Indias, era una ogra, mujer de uno de aque-
llos demonios salvajes llamados ogros , que se.
retiran á parajes desiertos y se valen de mil ar-
dides para sorprender y devorar á los viandan-
tes. Despavorido todo, montó p ornamente á ca-^
bailo. La supuesta princesa llegó al punto , y
viendo que habia errado el golpe : «Nada te-
máis, le dijo al príncipe , «¿quién sois? ¿qué
buscáis?— « Ando estraviado,» respondió osle,
«y busco mi camino. — Si os habéis estraviado,*»
dijo ella, «encomendaos á Dios, y os sacará del
apuro eu que os halláis.» Alzó entonces el prín-
cipe los ojos" al cielo... « Pero , señor , » dijo
Cheherazada en este lugar , « debo interrumpir
mi relación, pues amanece ya. -Lo siento, her-
mana mia,» dijo Dinarzada, « pues estoy azora-
da por saber lo que será del joven príncipe. —
Mañana te despenaré,» respondió la sultana*
«si mi señor quiere dejarme vivir hasta enton-
ces.» Ghahriar» ansioso de saber el desenlace
de aquella historia , dilató aun la vida de Chehe*
razada.
36
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE XYI.
Dinarzada ardía en deseos de oir el iiu de la
historia del joven principe , y así se despertó
antes de la hora acostumbrada. «Hermana mia,»
le dijo , « si no duermes , te pido que concluyas
la historia que empezaste ayer; me interésala
suerte del joven príncipe y tengo miedo de que
le coman la ogra y sus hijos, « Habiendo mani-
festado Chahriar que tenia igual temor, «Señor,»)
le dijo la sultana , «voy á sacaros de ese desaso-
siego. »
Luego que la falsa princesa de las indias dijo
al joven príncipe que se encomendase á Dios,
conceptuando que no hablaba de veras , y que
contaba con él como si fuera ya presa suya , alzó
las manos al cielo y dijo : « Señor , vos que sois
todo poderoso, echad una mirada* sobre mí y
libradme de esta enemiga.» Con aquella súplica,
la mujer del ogro entró en la choza , y el prín-
cipe se alejó desaladamente. Recobró por dicha
el camino y llegó sano y salvo al palacio del rey
su padre, á quien contó el riesgo que acababa
de correr por la falta del gran visir. Enojado el
rey contra el ministro , le mandó ajusticiar en
aquel mismo punto.
«Señor,» prosiguió el visir del rey, «vol-
viendo al médico Duban , si lo recapacitáis, la
confianza que en él depositáis os redundará en
grave daño ; estoy bien informado de que es un
espía que vuestros enemigos envían para armar
asechanzas contra la vida de vuestra majestad.
Decis que os ha curado , ¿ y quién os lo puede
asegurar ? Acaso os ha curado tan solo en apa-
riencia , y no radicalmente , y aun ¿ quién sabe
si ese remedio no producirá con el tiempo un
efecto pernicioso?!)
El rey , que era naturalmente de limitados al-
cances , no caló el intento fementido de su visir,
ni tuvo tesón para persistir en su primera reso-
lución. Este discurso le hizo titubear. «Visir,» le
dijo , «tienes razón ; quizá ha venido para qui-
tarme la vida , lo cual puede muy bien ejecutar
con el olor solo de alguna droga. Hemos de ver
lo que conviene hacer en semejante caso. »
Cuando el visir vio al rey aparejado para lo
que apetecía, « Señor, » le dijo, « el medio mas
pronto y seguro de lograr vuestro reposo y
poner en salvo vuestra vida, es enviar al punto
en busca del médico Duban y mandarle degollar
en habiendo llegado. — Verdaderamente, »
replicó el rey, « creo que así se debe precaver
su intento. » Dichas estas palabras, llamó á
uno de sus oficiales y le mandó que fuese en
busca del médico, el cual ignorando lo que el
rey quería, acudió inmediatamente á palacio.
« ¿ Sabes, » le dijo el rey al verle, « para qué
te he llamado? — No, señor, » respondió, « y
aguardo que vuestra majestad se digne decír-
melo. — Te he mandado llamar, » replicó el
rey, « para librante de ti, haciéndole quitar la
vida.
Imposible fuera espresar el asombro del mé-
dico cuando oyó pronunciar.su sentencia de
muerte. «Señor, » dijo, « ¿qué motivo puede
tener vuestra majestad para mandarme matar?
¿Qué crimen he cometido ? — Me han infor-
mado, » replicó el rey, « que eres un espía ve-
nido á mi corte para acabar con mi vida ; pero
quiero ganarte por la mano arrebatándote la
tuya. Descarga, » añadió al verdugo que estaba
^presente,. « y líbrame de un alevoso que se ha
introducido aquí solo para asesinarme. »
A esta orden cruel, el médico entendió clara-
mente que los honores y beneficios que había
recibido le habían acarreado enemigos y que
el apocado monarca se habia dejado sorprender
por sus imposturas. Arrepentíase de haberle
curado de la lepra ; mas era ya un arrepenti-
miento intempestivo. « ¿Así me premiáis, » le
decia, « por el bien que os hice? » El rey no
quiso escucharle y mandó por segunda vez al
verdugo que descargase el golpe mortal. El mé-
dico recurrió otra vez á las súplicas diciendo :
« ; A y de mí! señor, alargadme la vida, y Dios
os dilatará la vuestra, no me deis la muerte por
miedo de que Dios os trate del mismo modo. »
El pescador interrumpió su relación en este
punto para encararse con el jenio : « Jenio, » le
dijo, « ya ves que lo que pasó entonces entre
CUENTOS ÁRABES.
37
el rey y el médico Duban acaba de suceder hace
poco entre nosotros. »
El rey, prosiguió, en lugar de atender la sú-
plica que el médico acababa de hacerle instán-
dole en nombre de Dios, le replicó áspera-
mente : « No, no, es de absoluta necesidad que
mueras ; así mismo podrías quitarme la vida aun
mas repentinamente de lo que me has curado.»
Sin embargo el médico, anegado en llanto y
quejándose lastimosamente de verse tan mal
pagado del servicio que habia hecho al rey, se
dispuso á recibir el golpe mortal. El verdugo
le vendó los ojos, le ató las manos y se puso en
ademan de enarbolar el sable.
Entonces los palaciegos que estaban presen-
tes, movidos á compasión, pidieron al rey que
le hiciese gracia, asegurando que no estaba
culpado y respondiendo de su inocencia, pero
el rey se mantuvo inflexible y les habló de modo
que no se atrevieron á replicarle.
El médico estaba de rodillas, con los ojos
vendados y pronto á recibir el golpe que debia
terminar su existencia, cuando volvió á suplicar
al rey. « Señor, » le dijo, a ya que vuestra ma-
jestad no quiere revocar la sentencia de mi
muerte, á lo menos le pido que me conceda ir
hasta mi casa para disponer mi sepultura, des-
pedirme de mi familia, hacer limosnas y dejar
mis libros á personas capaces de hacer buen
uso de ellos. Tengo uno entre otros que quiero
regalar á vuestra majestad : es un libro pre-
ciosísimo y muy digno de ser esmeradamente
custodiado en vuestro tesoro. — ¿Y porqué es
tan precioso ese libro? » replicó el rey. —
a Señor, » prosiguió el médico, a lo es porque
contiene infinidad de curiosidades, y la princi-
pal de ellas es que, después de haberme dego-
llado, si vuestra majestad quiere tomarse la
molestia de abrir el libro en la hoja sexta y leer
el tercer renglón de la pajina que está á la iz-
quierda, mi cabeza responderá á todas las pre-
guntas que me queráis hacer. » El rey, ansioso
de ver una rareza tan maravillosa, suspendió
su muerte hasta el dia siguiente, y lo envió á su
casa con buena escolta.
Durante este tiempo el médico arregló todos
sus negocios, y como cundió la voz de que
habia de suceder un prodijio inaudito después
de su muerte, los visires, emires (1), oficiales
de la guardia, en un palabra, toda la corte asis-
tió al dia siguiente á la sala de audiencia para
presenciarlo.
(1 Emir, significa ji»fp, comandanlo.
Pronto compareció el médico Duban y se ade-
lantó hasta el pié del trono, con un libro en la
mano. Allí mandó que le trajesen un azafate,
sobre el cual estendió el forro del libro, y pre-
sentando este al rey, « Señor, » le dijo, « to-
mad este libro, y luego que me hayan cortado
la cabeza , mandad que la coloquen sobre su
forro, y al punto cesará de correr la sangre :
entonces abriréis el libro, y mi cabeza respon-
derá á todas vuestras preguntas. Pero, señor, »
añadió, a permitidme que implore de nuevo la
clemencia de vuestra majestad ; en nombre de
Dios moveos á compasión : os protesto que soy
inocente. — Tus súplicas son escúsadas, » res-
pondió el rey, « y aun cuando no fuera mas
que por oir hablar á tu cabeza después de tu
muerte, quiero que mueras. » Dicho esto, tomó
el libro de mano del médico, y mandó *al ver-
dugo que desempeñase su cargo.
La cabeza quedó cortada con tal primor, que
cayó en el azafate, y apenas estuvo colocada
sobre el forro, cesó de correr la sangre. Enton-
ces, con asombro del rey y de todos los con-
currentes, abrió los ojos y tomando la palabra,
« Señor, » dijo, « abra vuestra majestad el li-
bro. » Abriólo el rey, y hallando que la primera
hoja estaba pegada á la segunda, para volverla
con mas facilidad, llevó el dedo á la boca y lo
mojó con saliva. Hizo lo mismo hasta la sexta
hoja, y no viendo nada escrito en la pajina in-
dicada : « Médico, » dijo á la cabeza, « no hay
nada escrito. — Pasa algunas hojas mas f/ » re-
plicó la cabeza. El rey continuó hojeando, lle-
vando siempre el dedo á la boca, hasta que
llegando á hacer efecto el veneno de que estaba
empapada cada hoja, se sintió conmovido de
repente de un arrebato estraordinario ; se le
oscureció la vista y cayó al pié de su trono con
violentas convulsiones...
A estas palabras, notando Cheherazada que
habia amanecido, se lo advirtió al sultán y en-
mudeció. « ¡Ah! querida hermana! » dijo en-
tonces Dinarzada, « ¡cuánto siento que no
tengas tiempo de concluir esta historia ! queda-
ría inconsolable, si perdieseis hoy la vida. —
Hermana mia, » respondió la sultana, c* suce-
derá lo que el sultán quiera ; pero es de esperar
que tenga á bien suspender mi muerte hasta
mañana. » Efectivamente Chahriar, lejos de
disponer aquel dia su muerte, aguardó la noche
siguiente con impaciencia ; tantísimo era el afán
que tenia por saber el fin de la historia del rey
y la continuación de la del pescador y el jenio.
3*
LAS MIL Y INA NOCHES.
NOCHE XVII.
Por mucha curiosidad que tuviese pingada
de oír lo que faltaba de la historia del rey, no
se despertó aquella noche tan temprano como
acostumbraba, y aun había ya casi amanecido
cuando dijo á la sultana ; « Mi querida her-
mana, te ruego que prosigas la maravillosa his-
toria del rey; pero date prisa porque luego
amanecerá. » Cheherazads anudó el hilo de
aquella historia en el lugar donde la había de-
jado el dia anterior. Señor, dijo, cuando el
médico Duban, ó, por mejor decir, su cabeza,
vio que el veneno producía su efecto y que el
rey tenia pocos momentos de vida, « Tirano, »
*Je voceó, u he aquí como son tratados los prín-
cipes que, abusando de su autoridad, quitan la
vida á inocentes. Dios castiga tarde ó temprano
sus injusticias y crueldades. » Apenas |a cabe^
hubo concluido estas palabras, cuando el rey
cayó muerto, y pila también exhaló la ráfaga
vi ¿I que la animaba.
a Señor, » prosiguió Cheherazada, « tal fué
el fin del rey y del médico Duban ; ahora es
preciso volver á la .historia del pescador y del
jenio; pero no merece la pena de empezar por-
que ya está amaneciendo. » El sultán, que tenia
repartidas sus horas, no pudiendo escucharla
por mas tiempo, se levantó, y queriendo abso-
lutamente saber lo que faltaba de la historia del
jenio y del pescador, advirtió á la sultana que
la tuviese corriente para la noche inmediata.
NOCHE XVIII.
Dinarzada $e desquitó aquella noche de la
anterior despertándose mucho antes del alba y
llamando á Chehorazada : « Hermana mia, » le
dijo, a si estás lista, te ruego que nos cuentes
la continuación du la historia del jenio y del pes-
cador; ya sabes que el sultán desea oiría tanto
como yo. — Voy, » respondió la sultana, « á
satisfacer su curiosidad y la tuya ; » y dirijién-
dose luego á Chahriar, Señor, prosiguió, luego
que el pescador concluyó la historia del rey y
del medico Duban, se la aplicó al jenio que te-
nia siempre encerrado en el vaso.
« Si el rey, » le dijo, a hubiese querido dejar
vivir al médico, Dios le hubiera dejado vivir á
él ; pero menospreció sus rendidas súplicas, y
Dios lo castigó. Lo mismo sucede contigo, ó je-
nio ; si yo hubiera podido ablandarte y recabar
de ti la gracia que te he pedido, ahora me apia-
daría del estado en que t3 hallas ; pero ya que
persististe en el intento de matarme á pesar del
sumo favor de haberle puesto en libertad, debo
ahora por mi parte mostrarme empedernido.
Voy á dejarte sin vida hasta el fin de- los tiem-
pos, dejándote en e.sevaso y volviéndote aechar
al mar ; esta es la venganza que de ti quiero lo-
mar.
— «Pescador, amigo mió,» respondió el
jenio, « otra vez te suplico que no cometas ac-
ción tan inhumana. Acuérdate de que no C3 de
pechos hidalgos el vengarse, y que por el con-
trario es digno de alabanza el devolver bien por
mal : no me trates como Imama trató en otro
CUENTOS AMtfES.
39
tiempo á Ateca. — ¿Y qué hizo Imaraa con
Ateca ? » replicó el pescador. — « ¡ Oh ! si de-
seas saberlo , » replicó el jenio, « abre este
vaso; ¿te figuras que esté de temple de contar
cuentos en semejaftte encierro? Cuando me
hayas sacado de aquí, yo te diré tantos como
quieras. — No, » dijo el pescador, a no quiero
libertarte; basta de razones; voy aecharte á
pique. — Vamos , una palabrita , pescador, »
clamó el jenio ; « te prometo que no te haré
ningún daño, y aun por el contrario te enseñaré
una receta para que puedas llegar á ser suma-
mente rico. »
La esperanza de salir de la pobreza aplacó el
enojo del pescador. Te atendería gustoso, » le
dijo, a si pudiera contarse con tu palabra. Júra-
me por el gran npmbre de Oíos que harás de
buena fe lo que dices, y te abrjré el vaso, pues
no creo que te atrevas á quebrantar semejante
prqmesa. a Hfrolo el jenio, y el pescador levantó
ál punto la tapa del vaso, del cual salió humo,
y habiendo recobrado el jeuiosu forma del idén-
tico modo que antes, lo primero que hizo fué
arrojar el vaso á la mar. Esta acción dejó al pes-
cadoF despavorido, y dijo ql jenio : u ¿ Qué quiere
decir esto ? ¿qué no queréis guardar ya el jura-
mento que acabáis de hacer ? ¿ y he de deciros
le que el médico Duban decía al rey griego :
« Dejadme vivir y Dios prolongará vuestros
días? d
Rjóse el jenio del susto del pescador y respon-
dióle : a No, pescador, espláyate, solo he tirado
el vaso para divertirme y ver si te sobresaltabas,
y para persuadirte que deseo cumplir mi palabra,
tom$ tus redes y sígneme. » Dichas estas palar
foras, empezó á andar delante del pescador, el
cual, cargado con sus redes, le siguió con cierta
desconfianza. Pasaron delante de la ciudad y su-
bieron 4 la cumbre de un monte de donde baja-
ron i una estensa llanura, que los condujo á un
grande estanque encajonado entre cuatro cer-
ros.
Cuando hubieron llegado á orillas del estan-
que, dijo el jenio al pescador : « Echa tus redes
y saca peces. » No dudó el pescador que cojeria
muchos porque el estanque estaba lleno, pero
lo que mas le pasmó fué el ver que los habia de
cpatro colpres diferentes, esto es, blancos, en-
carnados, amarillos y azules. Echó sus redes y
sacó cuatro, uno de cada color, y como jamás
habia visto objeto que se les pareciese, no podia
cansarse de admirarlos y se empapaba todo en
complacencia al figurarse que sacaría de ellos
una cantidad bastante crecida. « Llévate esos
peces, » le dijo el jenio, y yete £ presentarlos
al sultán, ; te dará por ellos mas dinero del que
has manejado en toda tu vida. Puedes venÍF á
pescar en este estanque, pero te advierte que no
eches tus redes mas de una ve? al día i si nP,
ten cuidado, pues te va á suceder alguna des-
gracia ; esto te aconsejo, y si lo cumples pun-
tualmente, vas á ser afortunado. » Dicho esto,
golpeó la tierra con el pié y desapareció.
Determinado e| pescadpr á seguir punto por
pupto los consejos del jenip, se guardó de echar
otra vez sus redes y tomó el camino de la ciu-
dad, contentísimo con su pesca y faciendo inj!
reflexiones sobre su aventura. Encaininóse al
palacio del sultán para presentarle sus peces....
« Pero, señor, » dijo Cheherazada, « asoma
e| dia, y ¿ebo suspender mi narración. — Her-
mana ipia, » dijo Dinarzada, « cuan asombrosos
son los últimos acontecimientos que acabas de
referir. Dificulto que puedas contaren lo suce-
sivo otros que lo sean mas. — Mi querida her-
mana, » respondió la sultana, a si nii señor me
deja vivir hasta mañana , estoy persuadida de
que la continuación de la historia del pescador
te parecerá aun mas portentosa que el principio
é incomparablemente mas halagüeña. » Chah-
riar, ansiosísimo de ver si lo que faltaba de la
historia del pescador era tal cual prometía la
sultana, tuyp 4 bien dilatar todavía la ejecución
de la k*y cruel que se habia impuesto.
40
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE XIX.
Al acabarse la noche décimanona, Dinarzada
llamó á la sultana y le dijo : « Hermana mía, si
estás despierta, te ruego que antes que apunte
el dia, me cuentes la historia del pescador, pues
estoy sumamente impacienLe por oiría. » Che-
herazada volvió á proseguir así, con permiso del
sultán :
Señor, imajínese vuesa majestad cual seria el
pasmo del sultán al ver los cuatro peces que le
presentó el pescador. Tomólos uno tras otro
para examinarlos con ahinco, y después de ha-
berlos admirado largo rato, « Tomad esos pe-
ces, » dijo á su primer visir, a y llevádselos á
la cocinera primorosa que el emperador de los
Griegos me ha enviado, pues creo que serán
tan gustosos como lindos. » Llevóselos el visir
á la cocinera y le dijo al entregárselos : « To-
mad estos cuatro peces que acaban de traer al
sultán, quien os manda que se los guiséis. »
Después de haber desempeñado este encargo,
volvió al sultán, su señor, quien le mandó en-
tregar al pescador cuatrocientas monedas de
oro; lo cual ejecutó puntualmente. El pescador,
que nunca habia tenido tanto dinero junto, ape-
nas podia comprender su dicha , y la miraba
como un sueño, pero luego conoció que era una
realidad, haciendo buen uso de este dinero para
las necesidades de su familia.
Pero, señor, prosiguió Cheherazada, después
de haberos hablado del pescador, preciso es que
os hable también de la cocinera del sultán, que
vamos á hallar en grande aprieto. Luego que
hubo escamado los peces que el visir le habia
entregado, los puso sobre el fuego en un cazo
con aceite para freirlos, y cuando creyó que es-
taban corrientes por un lado, les dio vuelta del
otro ; ¡pero ó prodijio inaudito ! apenas les hu-
bo dado vuelta, cuando se abrió la pared de la
cocina y salió una dama joven de estraordinaria
belleza y de estatura majestuosa ; estaba vesti-
da con una tela de raso floreado, al estilo de
Ejipto, con pendientes, un collar de perlas grue-
sas y brazaletes de oro montados de rubíes ; te-
nin en la mano una varita de mirto. Acercóse al
cazo con asombro de la cocinera , que vino á
quedar atónita á esta vista, y tocando uno de
los peces con el cabo de la varita, « Pescadito,
pescadito, » le dijo, «¿cumples tu obligación?»
Y no habiendo respondido el pez, volvió á re-
petir la misma palabra, y entonces los cuatro
peces levantaron juntos la cabeza y le dijeron
claramente : « Sí, si contais, contamos ; si pa-
gáis vuestras deudas , pagamos las nuestras ; si
huis, vencemos y quedamos contentos. » Luego
que hubieron acabado estas palabras, la dama
volcó el cazo y entró por la abertura de la pared,
que volvió á cerrarse, quedando todo en el mis-
mo estado de antes.
La cocinera , á quien habian dejado atónita
todas estas maravillas , se recobró al fin de su
pasmo y levantó los peces que habian caido so-
bre las ascuas ; pero los halló mas negros que
carbón, y por consiguiente que no podia pre-
sentárselos al sultán. Apesadumbróse sobrema-
nera y se puso á llorar amargamente diciendo :
« I Ay ! ¿ qué va á ser de mí? cuando le cuente
al sultán lo que acabo de presenciar, estoy se-
gura de que no me creerá , y ¿ cuál será su ira
contra mí ? »
Mientras que así prorumpia, entró el gran
visir y le preguntó si los peces estaban prontos.
Refirióle ella todo lo que habia sucedido, y esta
narración le asombró en estremo como os podéis
figurar, pero no le dijo nada al sultán é inventó
una fábula para contentarle. Sin embargo envió
inmediatamente por el pescador, y cuando este
hubo llegado, « Pescador, o le dijo , « tráeme
otros cuatro peces semejantes á los que me has
traido, porque ha sucedido cierta desgracia que
imposibilita el presentarlos al sultán, » El pes-
cador no le dijo lo que el jenio le habia encar-
gado, pero se escusó con la gran distancia á
que era preciso ir, para desentenderse de pes-
carlos aquel dia , y prometió traerlos á la ma-
ñana siguiente.
Con efecto, el pescador marchó de noche y
llegó al estanque, y habiendo echado sus redes,
sacó cuatro peces , que eran como los otros ,
CUENTOS ÁRABES.
M
cada uno de su color diferente. Volvió al punto
y se los llevó al gran visir á la hora que había
prometido. El ministro los tomó llevándolos él
mismo á la cocina , se encerró solo con la coci-
nera, la cual se esmeró en limpiarlos y los puso
sobre el fuego , como lo habia hecho con los
otros cuatro el dia anterior. Cuando estuvieron
fritos por un lado, los volvió del otro, y entonces
abriéndose la pared de la cocina , apareció la
misma dama con la varilla en la mano ; acer-
cóse al cazo, tocó á uno de los peces diciéndole
las mismas palabras , y ellos le dieron todos la
misma respuesta levantando la cabeza.
Pero , señor, anadió Cheherazada interrum-
piéndose , ya amanece , y debo suspender ésta
historia. No hay duda en que son estraordina-
rias las novedades que acabo de contaros , pero
si mañana estoy viva , os referiré otras aun mas
dignas de vuestra atención. — Juzgando Chah-
riarque la continuación debia ser muy interu
sante, determinó oiría la noche siguiente.
NOCHE XX.
« Mi querida hermana , » dijo Dinarzada ,
como solia , «si no duermes, te ruego que pro-
sigas el hermoso cuento del pescador. » La sul-
tana tomó al punto la palabra y habló así :
Señor, luego que los cuatro peces hubieron
respondido á la dama, volcó otra vez el cazo con
la varila y desapareció por donde habia entrado.
Habiendo presenciado el gran visir aquel suceso,
«Estrañfsimo es el caso,» recapacitó, «para
encubrírselo al sultán , y por lo mismo voy á
enterarle de tamaño portento » Con efecto,
pasó á referírselo todo por puntos.
El sultán, todo atónito, manifestó sumo deseo
de ver aquella maravilla, mandó por el pescador
y le dijo : « Amigo mió , ¿ no podrias traerme
otros cuatro peces de diferentes colores?» El
pescador respondió al sultán que si su majestad
le concedía tres dias para hacer lo que deseaba,
esperaba poderle dar gusto. Habiendo conse-
guido este plazo, acudió al estanque por tercera
vez, y fué tan afortunado como en las otras dos,
pues luego que echó la red , sacó sus cuatro
peces de diferentes colores. Lléveselos inme-
diatamente al sultán, el cual se complació tanto
mas cuanto no esperaba lograrlos tan pronto, y
le mandó entregar otras cuatrocientas monedas
de oro.
Luego que el sultán tuvo los peces , los hizo
llevar á un aposento con todo lo necesario para
freirlos , y habiéndose encerrado con su gran
visir, este los avió y colocó sobre el fuego en un
cazo t y cuando estuvieron fritos por un lado ,
los volvió del otro. Abrióse entonces la pared
del aposento ; pero en lugar de la dama , salió
un negro vestido de esclavo , de una estatura y
una robustez ajigantadas , con un palo verde en
la mano. Acercóse al cazo y tocó á uno de los
peces con el palo , diciéndole con voz atrona-
dora : a Pescadito, pescadito, ¿cumples con tu
obligación ? » A cuyas palabras los peces levan-
taron las cabezas y respondieron : « Sí , si con-
tais, contamos; si pagáis vuestras deudas,
pagamos las nuestras ; si huis, vencemos y que-
damos contentos. »
Apenas los peces acabaron estas palabras,
cuando el negro volcó el cazo en medio del apo-
sento y redujo los peces á carbón, y hecho esto,
se retiró altivamente volviendo á entrar por la
abertura de la pared, que se cerró quedando en
el mismo estado que antes. « Tras lo que acabo
de ver, » dijo el sultán á su gran visir, « no me
cabe ya sosiego, pues no hay duda en que estos
peces encubren algún arcano peregrino que
quiero investigar. » Mandó por el pescador, y
en presentándose este , le dijo : « Pescador, los
peces que me has traído me tienen azorado.
¿ En qué sitio los pescaste ? — Señor, » respon-
dió el pescador, « los pesqué en un estanque
encajonado entre cuatro cerros á la otra parte
del monte que desde aquí veis. — ¿Sabéis do
ese estanque? » dijo el sultán al visir. — « No
señor, » respondió el visir, « y ni siquiera he
oído hablar de él, aunque hace sesenta anos que
voy á cazar por aquellos alrededores y á la
42
LAS Mil. \ UNA .NOCHES.
traspuesta de ese monte. » Preguntóle el sultán
al pescador á qué distancia de su palacio se hal-
laba el estanque , y el pescador le aseguró que
había unas tres horas de camino ; y como aun
sobraba bastante dia para llegar allá antes de
anochecer, mandó el sultán que toda su corts
montase á caballo , y el pescador le sirvió de
guia.
Treparon todos á la cumbre, y al bajar vieron
con suma estrañeza una estensa llanura que na-
die había advertido hasta entonces. Por fin lle-
garon al estanque, encajonado efectivamente
por cuatro cerros , como el pescador lo había
referido, y§iendoel agua muy cristalina, pudie-
ron ir notando que todos los peces eran seme-
jantes á los que el pescador habia llevado á
palacio.
Paróse el sultán á la orilla del estanque , y
después de haber observado por algún tiempo
los peces con admiración, preguntó á sus emires
y palaciegos cómo era posible que no hubiesen
visto nunca aquel estanque, estando á tan corta
distancia de la ciudad. Todos le respondieron
que nunca habían oido hablar de él. « Va que
todos convenís , » les dijo , « en que nunca su-
pisteis do él, y que esta novedad me causa igual
estrañeza, estoy resuelto á no volver á mi pala-
cio hasta que llegue á saber cómo se encuentra
aquí este estanque y porqué hay en él peces de
cuatro colores. » Habiendo dicho estas palabras,
mandó hacer alto y que levantasen tiendas á
orillas del estanque.
Al anochecer, el sultán, retirado en su tienda,
habló privadamente con su gran visir y le dijo :
« Visir, estoy en estremo inquieto ; ese estan-
que trasportado á estos lugares , ese negro que
se presentó en mi aposento, y esos peces que
oimos hablar, todo esto enardece tantísimo mi
curiosidod, que no me cabe contrarestar la im •
paciencia de satisfacerla. Estoy al intento
ideando un arbitrio de que me voy á valer. Voy
á ausentarme del campamento , y os mando que
tengáis mi ausencia reservada ; quedaos en mi
tienda, y mañana cuando mis emires y palacie-
gos se presenten á la entrada , despedidlos di-
ciéndoles que me hallo levemente indispuesto y
que apetezco estar solo. Continuaréis diciéndoies
lo mismo en los días siguientes hasta que yo
esté de vuelta. »
El gran visir puso varios ñiparos al sulian ,
procurando retraerle de su intento, represen-
tándole el peligro á que se esponia y las moles-
tias que iba i padecer acaso en balcje ; perp en
vano echó el restq de pu persuasiva ; pue$ el
sultán se mantuvo íjrme en su propósito y se
preparó á ejecutarlo. Vistióse de viandante ,
tomó un sable, y luego que sp sosegaron sus rea-
les, marchó sin querer que nadie le acompañase.
Encaminóse hacia uno de los cerros, subien-
do sin mucho trabajo, y al descepsq halló upa
llanura en la que anduvo hd§l§ qi)e salió el qol.
Entonces diyjsandq á lo lejos* un grande edificio,
se regocijó esperanzado de poder enterarse en
el de cuanto ansiaba saber. Cuando estuvo cer-
ca, advirtió que era un magnífico palacio ó mas
bien una fortaleza de hermoso mármol negro
labrado y cubierto de un acero fino terso como
la luna de un espejo. Contentísimo con haber
hallado tan pronto un objeto digno de su curio-
sidad, se paró delante de la fachada del castillo
y la estuvo mirando atentamente.
Adelantóse después hasta la puerta , que era
de dos hojas, una de las cuales estaba abierta,
y aunque era arbitro de pasar adelante , con-
ceptuó sin embargo que debia llamar. Dio un
golpecillo y aguardó un rato ; pero no acudiendo
padie, se figuró que no le habían ojdpj volvió i\
llamar con recio aldabazo, pero tampQco le res-
pondieron ; repitió los golpes , y todo siguió en
sumo silencio, lp cual le admiró sobremanera ;
porque no podía figurarse que un alcázar tan
bien conservado estuviese sjn jente. a Si no hay
nadie, » recapacitaba, « nada tengo que temer,
y en al caso de haber alguien, traigo armas para
defenderme. »
Al fin el sultán entró, y adelantándose bajo
el lintel de la puerta , voceó ; ¿ Hay alguien
que admita á un forastero, que necesita tomar
algún alimento ? » pero aunque lo repitió dos ó
tres veces y en alta voz, reinó siempre sumo
silencio. Entró en un patio muy espacioso, y
mirando á todas partes por si descuhria algún
viviente, nadie asomó...
u Pero, señor, » dijo Cheherazada, « ya es de
dia y debo enmudecer. — ¡Ahí henqana mia, »
dijo Dinarzada , a te quedas en el punto mas
interesante. — r Es verdad, » respondió la sul-
tana; a pero ya ves, hermana, que así debo ha-
cerlo. En mano del sultán , mi señor, está que
oigas mañana lo que falta. » No fué tanto por
complacer á Dinarzada cuanto por la curiosidad
que le estimulaba por saber lo que sucedería
en aquel castillo, que Chaliriar dejó vivir aun á
la sultana.
"*<&&*?&*"
CUENTOS ÁRABES.
*3
NOCHE XXI.
No estuvo perezosa Dinarzada en despertar á
la sultana desde la madrugada. « Mi querida
hermana, » le dijo, « si no duermes, te ruego
que nos cuentes, antes que amanezca, lo que
pasó en aquel hermoso castillo en que ayer nos
dejaste. » Gheherazada prosiguió al punto el
cuento de la noche anterior 1 , y encarándose
siempre con Chahriar, Señor, le dijo, no viendo
eí sultán á nadie en el patio donde se hallaba,
entró en unos grandes salones cuyas alfombras
eran de seda, los almohadones y sofaes cubier-
tos de raso de Ja Mera y las entradas colgadas
con las mas ricas telas de las Indias guarneci-
das de oro y plata. Pasó después á un magnífico
salón, en medio del cual habja una gran fuente
con un león de oro macizo á cada estremo. Los
cuatro leones arrojaban agua por la boca, y las
gotas al caer se convertían en perlas y diaman-
tes ; al paso que un chorro de agua saliendo del
centro de la fuente se elevaba casi hasta qna
cúpula pintada de arabescos.
El castillo estaba rodeado por tres partes de
un jardín quedaba realce á varias azoteas, es-
tanques y bosquecillos; y lo que acababa de es-
tremar lo peregrino de aquel sitio, era una infi-
nidad da pájaros que llenaban los aires con su
canto armonioso, aprisionados con redes tendi-
das sobre los árboles y el palacio.
El sultán se paseó de uno en otro aposento ,
pareciéndole todo grandioso y espléndido, y
cuando estuvo cansado de andar, se sentó en un
salón que caia al jardín , y absorto tras cuanto
había visto y estaba viendo, cavilaba mas y mas
sobre tan diversos objetos, cuando llegó á sus
oídos una voz lastimera acompañada de alari-
dos. Escuchó atentamente y percibió estas tris-
tes palabras : « ¡ O fortuna ! que no has podido
dejarme gozar mucho tiempo de una suerte feliz
y que me has hecho el mas desdichado de todos
los hombres, cesa de perseguirme , y ven con
una pronta muerte á poner término á mis quebran-
tos... ¡Ay de mí! ¿es posible que aun esté vivo
tras tantísimos tormentos como he padecido ? »
Conmovido el sultán de e.Uas lastimosas que -
jas, se levantó para encaminarse hacia la parte
por donde se oian, y cuando llegó á la puerta
de un gran salón, descubrió un mancebo gallardo
y ricamente vestido , sentado en un solio poco
elevado del suelo. El desconsuelo estaba retra-
tado en su rostro. El sultán se acercó á él salu-
dándole, y el joven le correspondió con un acá
lamiento de cabeza ; y como no se movía , « Se-
ñor, » le dijo a( sultán, no me cabe duda en que
merecéis que yo me levante para recibiros
y tributaros Lodos los obsequios inminables ,
pero se atraviesa una rqzon tan poderosa , que
no debéis llevarlo á mal. r— Señor, » le contestó
el sultán, « os agradezco el concepto favorable
que de mí formáis , y en cuanto al motivo que
tenéis para no levantaros, cualquiera que pueda
ser vuestra disculpa, la admito con todo mi co-
razón. Atraído por vuestros lamentos, y condo-
lido de vuestros quebrantos, vengo á ofreceros
mi auxilio. ¡ Ojalá estuviese en mi mano apron-
tar algún remedio á vuestras desdichas ! pues
echaría el resto de mis alcances para conseguir-
lo. Espero que me contaréis la historia de vues-
tras desventuras ; pero decidme antes por favor,
¿ qué significa ese estanque que está cerca de
aquí y en él que se ven peces de cuaLro colores
diferentes ? ¿ qué es este castillo ? ¿ porqué os
halláis en él y porqué motivo estáis solo ? » El
mancebo prorumpió en amarguísimo llanto , en
vez de contestar á estas preguntas ; a ¡ Cuan in-
constante es la fortuna ! » esclamó, « i y cuánto
se complace en humillar a los que mas ha en-
cumbrado ! ¿ Dónde están los que gozan á sus
anchuras de una dicha que se han granjeado, y
cuyos dias sean siempre despejados y serenos? »
Conmovido el sultán al verle en aquel estado,
le instó para que le manifestase la causa de tan
sumo quebranto. — ¡ Ay de mí, señor ! » le res-
pondió el mozo , « ¿ cómo podré desahogarme
y hacer que mis ojos no derramen torrentes de
lágrimas?» A estas palabras, habiendo levan-
tado su túnica , enseñó al sultán que solo era
hombre de la cabeza á la cintura , y que la otra
mitad de su cuerpo era de marmol negro...
u
LAS MIL Y LjNA .NOCHES.
En ¿ste punto Chelierazada interrumpió su
relación apuntando al sultán de las Indias que
amanecía. Chahriar quedó tan prendado de lo
que acababa de oir y se sintió tan enternecido á
favor de Cheherazada , que determinó dejarla
vivir por un mes. Sin embargo se levantó á la
hora acostumbrada sin hablarle de lo que tenia
acordado.
NOCHE XXII.
Dinarzada estaba tan impaciente por oir la
continuación del cuento de la noche anterior,
que llamó a su. hermana muy temprano : « Mi
querida hermana, » le dijo, a si estás despierta,
te ruego, que prosigas el portentoso cuento que
ayer no pudiste concluir. — Con mucho gusto, »
respondióla sultana^ y continuó asi :
Ya os podéis figurar que el sultán quedó pas-
mado cuando vio el lastimoso estado en que se
hallaba aquei joven : á Lo que me mostráis, »
le dijo, « al paso qué me horroriza, foguea mas
mi curiosidad, y ardo en deseos de saber vues-
tra historia, que debe ser indudablemente muy
estraña ; y estoy persuadido de que el estanque
y los peces forman parte de ella, y así os su-
plico que me la contéis, y hallaréis cierto con-
suelo, porque nó cabe duda en que los desgra-
ciados encuentran algún jénero de alivio en re-
ferir sus desgracias. — No quiero negaros esa
satisfacción, » replicó el joven, c< aunque no
pueda dárosla sin renovar mis agudos pesares ;
pero os prevengo de antemano que preparéis
vuestros oídos, ojos y ánimo á cosas que supe-
ran á todo cuanto la imajinacion puede conce-
bir de mas estraordinario. »
HISTORIA DEL JOVEN REY DE LAS ISLAS NEGRAS.
« Es preciso que sepáis, señor, que mi padre,
llamado Mahmud, era rey de aquel estado, co-
nocido con el nombre de reino de las Islas Ne-
gras, tomado de los cuatro montes vecinos, por-
que estos montes eran anteriormente islas, y la
capital en que mi padre residía se hallaba en el
sitio donde habéis encontrado ahora el estan-
que. La serie de los acontecimientos de mi his-
toria os enterará de todas estas mudanzas.
« Falleció mi padre á los setenta años, y ape-
nas ocupé su lugar, cuando me casé, y la per-
sona que elejí para mi consorte era prima mia.
Tuve motivo de estar complacido con las prue-
bas de amor que me dio, y por mi parte le co-
bré tan entrañable carinó, que nada podia com-
pararse á nuestro enlace , que duró cinco años.
Al cabo de este tiempo advertí que la reina mi
prima no me profesaba el mismo afecto.
« Ln dia que se hallaba en el baño, me sentí
con sueño, y me eché sobre un sofá. Dos de sus
esclavas estaban entonces en mi aposento ; vi-
nieron á sentarse, una á mi cabecera y otra á
mis pies con un abanico en la mano, ya para
templar el calor , ya para guardarme de las
moscas que hubieran podido turbar mi sueño.
Conversaban en voz baja creyéndome dormido,
pero yo tenia solamente los ojos cerrados y no
perdí una palabra dp su conversación.
« Una de aquellas mujeres dijo á la otra:
« ¿ No es verdad que la reina hace muy mal en
no amar á un príncipe tan amable como el
nuestro? — Seguramente, » respondió la segun-
da, « yo no lo comprendo ni sé porqué sale to-
das las noches y lo deja solo. Es estraño que no
lo advierta. — ¿Y cómo ha de advertirlo? » re-
plicó la primera, « si mezcla cada noche en su
bebida cierto jugo de yerbas que le hace dormir
toda la noche de un sueño tan profundo que
tiene tiempo de ir á donde quiere, y al amane-
cer vuelve á acostarse á su lado, y entonces le
despierta pasándole cierto olor por las na-
rices. »
« Imajinaos, señor, cuál seria mi asombro á
este coloquio, y cuáles fueron los ímpetus que
debió causarme. Sin embargo, por mucha sen-
sación que me moviese, tuve bastante imperio
sobre mí para disimular : aparenté despertarme
y no haber oido nada.
« Volvió la reina del baño ; cenamos juntos,
y antes de acostarnos, me presentó ella misma
CUENTOS ÁRABES.
15
la laza llena de agua que yo solía beber ; pero
en lugar de llevarla á la boca , me acerqué á
una ventana que estaba abierta y tiré el agua
tan mañosamente que no lo advirtió. Después le
entregué la taza para que no dudase de que ha-
bía bebido.
« Nos acostamos, y poco después concep-
tuándome dormido , se levantó con poquísima
cautela y dijo bastante alto : « ¡ Duerme, y ojalá
no te despiertes nunca ! »> Se vistió prontamente
y salió del aposento... »
Al acabar estas palabras Cheherazada, advir-
tió que era de dia, y dejó de hablar. Dinarzada
habia escuchado á su hermana con mucho gus-
to, y Chahriar hallaba la historia del rey de las
Islas Negras tan digna de su curiosidad, que se
levantó impaciente de saber la continuación.
NOCHE XXIII.
Habiéndose despertado Dinarzada una hora
antes del amanecer, no faltó en apuntar á la
sultana : « Mi querida hermana, si no duermes,
te ruego que prosigas la historia del joven rey
de las cuatro Islas Negras. » Cheherazada reca-
pacitó el punto en que habia quedado y conti-
nuó así :
« Luego que la reina, mi esposa, hubo sali-
do, » dijo el rey de las Islas Negras, a me levanté
y me vestí prontamente, tomé mi sable y la se-
40
LAS MIL Y UNA NOCHES.
guí de latí cerca que en breve la óí andar de-
lante de mí. Entonces arreglando mi marcha á
la suya, caminé despacio por temor de que me
oyese. Pasó por varias puertas, que se abrie-
ron con ciertas palabras májicas que ella pro-
nunció, y la última que se abrió fué la del jar-
din, en donde la vi entrar. Me detuve en aque-
lla puerta para que no tile viese mientras atra-
vesaba un cuadro del jardín, y siguiéndola con
la vista, en cuanto me lo permitía la oscuridad,
observé que entraba en un bosquecillo, cuyas
calles estaban cercadas de maleza. Pasé por otra
senda, y emboscándome por la enramada de
una calle bastante larga, la vi que se paseaba
con un hombre.
a Escuché atentamente sus coloquios y oí lo
siguiente : « No me reconvengáis, » decia la
reina á su amante, a de ser poco dilijente, pues
sabéis los motivos que me lo estorban ; pero si
todas las pruebas de amor que os he dado hasta
ahora no bastan á persuadiros de mi sinceri-
dad, estoy pronta á daros otras mas señaladas :
no tenéis mas que mandar, pues ya sabéis cual
es mi potestad. ¿Queréis que antes que salga el
sol trasforme esta gran ciudad y este hermoso
palacio en espantosas ruinas habitadas tan solo
por lobos, cuervos y buhos? ¿Queréis que tras-
porte todas las piedras de est^s murallas, tan só-
lidamente construidas, mas al!¿í del Cáucaso y
fuera de los ámbitos del mundo habitado? No
tenéis mas que decir bnrt palabra, y todos estos
sitios mudarán de aspecto. «
q Al acabar la reina estas palabras* se hallé
con su artiante al estremo de la calle* y al voU
verse para entrar en otra , pasaron junto á mí.
Ya tenia yo el sable desenvainado, y como el
amante estaba mas inmediato, le herí en el cue-
llo y cayó tendido. Creí haberle muerto, y por*
consiguiente me retiré velozmente sin darme á
conocer á la reina, guardándola consideraciones
porque era mi esposa.
« Sin embargo el golpe que yo habia dado á
su amante era mortal ; mas ella le conservó la
vida por la virtud de sus maleficios, aunque de
un modo que se puede decir que no está vivo
ni muerto. Cuando yo cruzaba el jardín para
volver al palacio, oí á la reina que daba gran -
des alaridos, y juzgando por ellos de su que-
branto, me alegré de haberte dejado la vida.
o Al volver á mi aposento, me acosté y quedé
dormido, satisfecho de haber castigado al teme-
rario que me habia ofendido. Al día siguiente
hallé al despertarme que la reina estaba acos-
tada i mi lado... »
Cheherazadá se detuvo al llegar aquí, porque
vio asomar el dia. « ¡ Cuánto siento, hermana
mia, » dijo Dinarzada, a que no puedas prose-
guir! —Tuya es la tíulpa, » respondió la sultana,
« hubieras debido despertarme mas temprano.
— No será así esta noche, o replicó Dinarzada ,
« porque no dudo que el sultán tenga tanto de-
seo como yo de saber el tlh de está historia, y
espefrj que tendrá á bien dejarle vivir auh hasta
manarla, ti
NOCHE XXIY.
Con efecto, Dinarzada llamó temprano á la
sultana como se lo habia propuesto : « Mi que-
rida hermana, n le dijo, « si no duermes, te
ruego que concluyas la agradable historia del
rey de las cuatro Islas Negras ; ardo en deseos
de saber cómo quedó trasformado en marmol.
— Con el permiso del sultán vas á saberlo, »
respondió Cheherazadá.
« Hallé pues á la reh<a acostada á mi lado, »
prosiguió el rey de las cuatro Islas Negras. « No
os diré si dormía ó no, pero me levanté muy
quedito y pasé á mi gabinete donde acabé de
vestirme. Reuní después mi consejo, y al vol-
ver, se me presentó la reina vestida de luto,
el cabello suelto y en parte mesado : « Señor, »
me dijo, « vengo á suplicar á vuestra majestad
que no estrañe el verme en tal estado, pues
acabo de recibir á un tiempo tres noticias crue-
les, y ellas son la justa causa del sumo que-
branto por el cual tan solo veis escasas demos-
traciones. — ¿Cuáles son esas noticias, señora? »
le dije ; á lo cual respondió : « Son la muerte de
CIENTOS ÁRABES.
47
la feina, mi querida madre, la del rey, mi dtt-
dfre, müferto éh ilíia batalla, y leí dé mi hermano»
que Se ha desdeñado por un derrumbadero. »
« Alégreme de que se valiese de este pretestd
para ocultar la verdadera causa de su descon-
suelo, y juzgué qué no se rebelaba de haber yu
dado muerte á BU atoante : ft Señora, » le dije,
« muy lejos de desaprobar Vuestro quebranto»
os aseguro que 08 fecottipaño en él cómo 63 de-
bido. Estrafiaria que os mostraseis insensible á
la pérdida que habéis padecido. Llorad ; vues-
tras lágrimas son pruebas infalibles de vuestra
oscelente índole. Sin embargo espero que el
tiempo y la razón mitigarán vuestros pesares. »
« Retiróse á su aposento , en donde pasó un
año llorando y aflijiéndose sin dar tregua á su
dolor, y al cabo de este tiempo me pidió per -
miso para mandar construir su sepulcro en el
recinto del palacio en donde quería habitar
hasta el fin de su vida. Dile mi permiso, y man-
dó edificar un grandioso alcázar con una cú-
pula que puede verse desde aquí, y lo llamó
Palacio de las Lágrimas.
« Cuflhdo estuvo acabado, hizo trasladar á
su amante, que tenia oculto desde la misma
noche en que yo le malherí. Hasta entonces ha-
bía logrado conservarle la vida por medio de
bebidas que le hacia tomar, y continuó dándo-
selas en persona todos los días luego que es-
tuvo en el Palacio de las Lágrimas*
« Sin embargo, á pesar de todas sus hechi-
cerías, no podia curar á aquel desventurado , el
cual se hallaba no solo imposibilitado de andar
y tenerse en pié, sino que también habia per-
dido el habla, y solo daba con sus miradas se-
ñales de Vida. Aunque la reina no tuviese mas
que el consuelo de verle y decirle todo lo que
su desvariado amor podía infundirle mas entra-
ñable y desalado, no dejaba de hacerle diaria-
mente dos largas visitas. Yo estaba enterado de
lodo esto ; mas aparentaba ignorarlo.
« Un dia fui por curiosidad al Palacio de Las
Lágrimas para saber en qué so empleaba la
princesa , y desde un paraje donde no podia
verme la oí hablar á su amante eh estos térmi-
nos : « Estoy aílijidísima de verle en el estado
en que te hallas ; siento tan agudamente como
tii el crudo martirio que estás padeciendo; pero*
alma mia, siempre te hablo, y nunca me res-
pondes. ¿ Hasta cuándo guardarás ese silencio ?
di una sola palabra. \ A y de mí ! los mas gratos
momentos de mi vida son los que paso aquí
participando de tus penas. No puedo vivir lejos
de ti, y preferiría el placer de verte siempre al
imperio del universo. »
« A e9te razonamiento, interrumpido una y
muchas veces con suspiros y sollozos, se me
apuró el sufrimiento, y acercándome á ellai
« Señora k » le dije , « basta de llanto ; ya es
hora de que pongáis coto á un dolor que nos
deshonra á entrambos ; olvidáis demasiado lo
que me debéis y os debéis á vos misma. —
Señor , » me respohdió, « si os merezco algu-
na consideración, ó si aun conserváis por mí
alguna condescendencia, os pido que no me
violentéis. Dejadme batallar con mi quebranto ;
imposible es que el tiempo lo minore. »
« Cuando vi que mis reconvenciones, en vez
de ponerla en razón , la estaban mas y mas en-
fureciendo, dejé de hablarla y me .retiré. Con-
tinuó diariamente visitando á su amante, y por
espacio de dos años no hizo mas que desespe-
harSe.
« Fui otra vez al Palacio de las Lágrimas
cuandcTaun estaba en él. Me oculté y la oí que
decia á su amante : « Hace tres años que no has
dicho una sola palabra y que no correspondes á
las pruebas de amor que te estoy dando con
mis razones y jemidos ; ¿ es insensibilidad ó
desprecio ? j O sepulcro ! ¿ has destruido aquel
esceso de ternura que me tenia ? ¿ has cerrado
aquellos ojos que tamo amor me mostraban y
eran todo mi gozo? Mo, no lo creo. Dime mas
bieh por qué milagro has llegado á ser el de-
positario del tesoro mas peregrino del orbe. »
« Os confieso , señor, que estas palabras me
indignaron, porque al fin aquel amante querido,
aquel mortal endiosado, no era tal cual podéis
imajinároslo : era un Indio negro, natural dé
este pais. Fué tal mi indignación, vuelvo á de-
cir, que me presenté de repente y encarán-
dome al par con el sepulcro , ¡ O sepulcro! es-
clamé, ¿ porqué no tragas á ese monstruo que
horroriza á la naturaleza ? ó mas bien ¿ porqué
no acabas con el amante y la querida ?
(( Apenas hube dicho estas palabras , cuando
la reina, que estaba sentada á la cabecera del
negro, se levantó como una furia. « ¡ Ah cruel! »
me dijo, « tu eres la causa de mi quebranto.
No" creas que lo ignore ; harto he disimulado :
tu bárbara mano puso al objeto de mi amor en
el lastimoso estado en que se halla , ¡ y aun tie-
nes la crueldad de venir á insultar á una aman-
te desesperada ! — Sí, yo fui, interrumpí ciego
de cólera, yo fui el que castigué á ese m nstruo
como lo merecía. Debia tratarle del mismo mo-
do : me arrepiento de no haberlo hecho, pues
harto has abusado de mi dignación. » Al decir
esto, desenvainé el sable y levanté el brazo para
castigarla, pero mirando sosegadamente mi ade-
mad i me dijo con una sonrisa burlona que
moderase mi cólera, y luego pronunció algunas "
kS
LAS MIL Y UNA NOCHES.
palabras que no pude comprender, añadiendo :
« Por la virtud de mis hechizos mando que te
vuelvas mitad mármol y mitad hombre; » y
al punto, señor, pasé al estado en que me veis,
ya muerto entre los vivos y vivo entre los
muertos. . . »
Al llegar aquí, advirtió Cheherazada que ha-
bía amanecido y suspendió su narración.
« Mi querida hermana, « dijo entonces Di-
narzada , « mucho tengo que agradecer al sul-
tán, pues á su bondad debo el sumo placer que
tengo en escucharte. — Hermana mia, » le con-
testó la sultana, « si esa misma bondad me con-
cede vivir hasta mañana, oirás estrañezas que
no te deleitarán menos que las recien referidas.»
Aun cuando Chahriar no hubiera resuelto dila-
tar por un mes la muerte de Cheherazada , no
la hubiera mandado matar aquel dia.
NOCHE XXV.
Al terminarse la noche , Dinarzada esclamó :
« Hermana mia, si estás despierta, te ruego que
concluyas la historia del rey de las Islas negras.»
Habiéndose despertado Cheherazada á la voz de
su hermana, se apercibió para darle gusto y em-
pezó así: El rey medio mármol y medio hombre
continuó refiriendo su historia al sultán:
«Luego que la cruel maga, indigna de llevar
el nombre de reina , me hubo transformado así
y hecho pasar á esta sala por medio de otro en-
salmo, destruyó mi capital, que era muy floreci-
ente y poblada, arrasó las casas, plazas y mer-
c idos, convirtiéndolo todo en el estanque y yer-
mo que habéis visto. Los peces de cuatro colo-
res que hay en el estanque son las cuatro cla-
ses de habitantes de diferentes relijiones que la
componían: los blancos eran los Musulmanes,
los encarnados Persas, adoradores del fuego, los
azules cristianos, y los amarillos Indios. Los
cuatro cerros eran las cuatro Islas de que toma-
ba nombre este reino. Todo esto lo está pade-
ciendo por la maga, la cual, para colmar mi
desconsuelo, me anunció estos efectos de su sa-
ña. No paró en esto, pues no satisfecho su fu-
ror con la destrucción de mi imperio y mi tras-
formacion, viene á darme diariamente cien lati-
gazos en las espaldas que hacen brotar sangre.
Terminado este martirio, me cubre con un rús-
tico tejido de pelo de cabra y me echa en-
cima ésta túnica de brocado que veis, no para
condecorarme sino para mofarse de mí.»
«AI llegar aquí el mancebo rey de las Islas
Negras, no pudo contener el llanto, y el sultán
se sintió tan conmovido, que ni siquiera acertó
á decir una sola palabra para consolarle. Des-
pués esclamó el rey alzando los ojos al cielo:
«Poderoso Hacedor de todo lo criado, me alla-
no á vuestros juicios y á los decretos de vuestra
Providencia. Sufro con paciencia todos mis ma-
les, ya que tal es vuestra voluntad; pero confio
en que vuestra infinita bondad me guardará la
recompensa.»
Enternecido el sultán con la narración de una
historia tan peregrina, y enardecido para la
venganza de aquel príncipe desdichado, le dijo;
« Informadme á donde se retira esa pérfida ma-
ga y en donde puede parar ese indigno amante,
sepultado antes de su muerte. — Señor, «res-
pondió el príncipe, «el amante como ya os
lo dije, está en el Palacio de las Lágrimas, en
un sepulcro en forma de cúpula , y ese palacio
comunica con este castillo cerca de la entrada.
En cuanto á la maga , no os puedo decir preci-
samente á donde se retira , pero todos los días
al salir el sol va á visitar á su amante después
de ejecutar conmigo la sangrienta maldad de
que os he hablado y de la que no puedo res-
guardarme. Le lleva la bebida que es el único
alimento con que hasta ahora le ha preservado
de la muerte y no cesa de quejársele sobre el si-
lencio que siempre ha guardado desde que está
mal parado.
— Príncipe digno de compasión, » respondió el
sultán, «no cabe mayor interés del que me infun-
de vuestra desventura. Jamás ha sucedido á nadie
rareza tan estraordinaria , y los autores que es-
criban vuestra historia lograrán la ventaja de
referir un hecho que supera á cuanto se ha
CUENTOS ÁRABES.
49
referido mas asombroso en el mundo. Una sola
particularidad falta, y esta es la venganza que
os es debida, pero echaré el resto en proporcio-
nárosla.
Con efecto, después de haber conversado el
sultán con el joven príncipe sobre este asunto y
haberle declarado quien era y por qué habia en-
trado en aquel castillo , ideó un medio de ven-
garle que le comunicó al instante.
Acordaron sus disposiciones para llevar á ca-
bo aquel intento , cuya ejecución se trasladó al
dia siguiente. Sin embargo, como estaba muy
adelantada la noche, el sultán tomó algún repo-
so, y en cuanto al joven principo, la pasó con-
tinuamente desvelado como solia (porque no
podia dormir desde que estaba encantado),
aunque con alguna esperanza de verse pronto
libre de sus padecimientos.
Al dia siguiente, el sultán se levantó al rayar
el dia, y empezando á ejecutar su proyecto,
ocultó su traje esterior que le hubiera incomo-
dado, y se encaminó al Palacio de las Lágrimas.
Lo halló alumbrado con gran número de hachas
de cera blanca, y percibió un olor deleitoso que
estaban despidiendo muchos braserillos de oro
fino y de labor primorosa, colocados con mucha
simetría. Luego que llegó al lecho en que esta-
ba acostado el negro, desenvainó el sable, quitó
sin resistencia la vida á aquel desventurado, y
arrastrando el cuerpo al palio del castillo, lo
arrojó á un pozo. Hecho esto, se acostó en el
lecho del negro y puso el sable á su lado, espe-
rando la conclusión de su intento.
Pronto llegó la maga, cuyo primer afán fué
ir al aposento en que yacia el rey de las Islas
Negras, su marido. Le desnudó y empezó á dar-
le en las espaldas los cien latigazos con una bar-
barie sin ejemplo. Por mas que el pobre prínci-
pe hacia resonar el palacio con sus alaridos y le
rogaba del modo mas persuasivo que se apiada-
se de él, la bárbara no cesó.de azotarle hasta
descargarle los cien golpes: «Tú nó tuviste
compasión de mi amante,» le decia, y no debes
esperarla de mí...»
En este punto asomó el dia , y Cheherazada
interrumpió su narración. «¡Santos cielos! ¡qué
maga tan bárbara!» dijo Dinarzada , «¿pero no
pasarás adelante y nos dirás si recibió el castigo
que merecia ? — Mi querida hermana ,» respon-
dió la sultana , «aparejada estoy para referirte-
Jo mañana : pero ya sabes que eso depende de
la voluntad del sultán. » Después de lo que
Chahriar acababa de o r , estaba muy distante de
querer dar muerte á Cheherazada ; al contrario,
estaba recapacitando: «No quiero quitarle la
vida hasta que haya acabado esa historia precio-
sa ; aun. cuando la narración debiera durar dos
meses , siempre estará en mi poder guardar el
juramento que hice.»
NOCHE XXVI.
Cuando Dinarzada juzgó que era hora de lla-
mar á la sultana , le dijo : «Querida hermana,
si no duermes , te ruego que me cuentes lo que
sucedió en el Palacio de las Lágrimas. » Habien-
do manifestado Chahriar la misma curiosidad
que Dinarzada , la sultana tomó la palabra y
prosiguió así la «historia del mancebo hechi-
zado.
Señor, luego que la maga hubo dado cien la-
tigazos al rey su marido , le cubrió con el rús-
tico tejido de pelo de cabra y le echó encima la
túnica de brocado. Pasó después al Palacio de
las Lágrimas , y renovó al entrar su llanto, ala-
T. I.
ridos y lamentos , y acercándose al lecho donde
creia que se hallaba su amante ; «¡ qué cruel-
dad,» esclamó, «haber turbado asi el desahogo
de una amante tan tierna y apasionada como
yo ! ¡O tú que me reconvienes de ser inhumana
cuando te descargo los ímpetus de mi encono,
príncipe cruel , ¿ no aventaja tu barbarie á la de
mi venganza? ¡ Ah traidor! ¿no me has quitado
la vida salteando la del objeto que adoro ? ¡ Ay
de mí!» añadió encarándose con el sultán, cre-
yendo hablar al negro, «mi sol, mi vida, ¿guar-
darás siempre ese silencio ? ¿ Estás resuelto de-
jarme morir sin darme el consuelo de decirme
i
50
LAS MIL Y UNA NOCHES.
aun una vez que me amas ? Alma mia , di una
sola palabra. »
Entonces el sultán , aparentando salir de un
profundo letargo é imitando el lenguaje de los
negros, respondió á la reina en tono grave: «No
hay fuerza ni poder sino en Dios todopodero-
so. » A estas palabras , la maga , que no las es-
peraba , prorumpió en un agudo alarido , para
mostrar lo sumo de su regocijo : « Mi querido
amante f » esclamó , «no me engaño ; ¿es cierto
que te oigo y que me hablas?— Desastrada ,» re-
plicó el sultán / «¿mereces acaso que yo res-
ponda á tus razones? — ¿Y porqué,» dijo la reina,
«me reconvienes así? — Los alaridos , el llanto
y los sollozos de tu marido á quien tratas con
tanta barbarie me quitan el sueño dia y noche;
tiempo ha que estaría curado y hubiera reco-
brado el habla , si lo hubieras desencantado. He
ahí la causa del silencio que guardo y de que te
quejas. — Pues bien,» dijo la maga, «estoy pron-
ta para aplacarte á hacer cuanto me mandes.
¿Quieres que le vuelva su primera forma ? — Sí,»
respondió el sultán , «anda , y dale al punto li-
bertad para que sus gritos no me incomoden
mas.»
La maga salió al punto del Palacio de las Lá-
grimas. Tomó una taza de agua y pronunció al-
gunas palabras que la hicieron hervir como si
estuviera sobre el fuego. Después se trasladó al
salón donde estaba el mancebo , su marido , y
dijo rodándole con ella : « Si el Hacedor de todo
lo criado te formó tal cual ahora te hallas , ó si
está enojado contra ti , quédate como estás ; pe-
ro si solo te conservas en ese estado por la vir-
tud de mi encanto , recobra tu forma natural,
volviendo á ser lo que antes eras. » Apenas dijo
estas palabras , cuando el príncipe , recobrando
su primer estado , se levantó libremente con
cuanto gozo se deja suponer y dando gracias á
Dios. La maga , volviendo á tomar la palabra,
le dijo : «Vete , aléjate de este castillo , y nunca
vuelvas, porque te costaría la vida. »
El rey mancebo, cediendo á la necesidad, se
alejó de la maga sin replicar , y se retiró á un
lugar separado , aguardando con impaciencia el
paradero del proyecto cuya ejecución acababa
de empezar el sultán con tan feliz resultado.
Sin embargo la maga volvió al Palacio de las
Lágrimas , y creyendo hablar siempre al negro,
dijo al entrar : «Querido amante , he hecho lo
que mandaste ; ya nada te impide levantarte y
darme una satisfacción de que he estado tanto
tiempo privada. »
El sultán continuó aparentando el lenguaje
de los negros y le respondió con aspereza: «Lo
que acabas de hacer no basta para curarme; me
has quitado una parte del mal , pero es preciso
cortarlo hasta la raiz. — Mi amable negrillo ,»
respondió la maga , « ¿ qué quieres decir con
eso?— Desastrada,» replicó el sultán, «¿no com-
prendes que hablo de esta ciudad , de sus habi-
tantes y de las cuatro islas que has destruido
con tus encantos? Todas las noches á las doce,
los peces sacan la cabeza fuera del agua y cla-
man venganza contra mí y contra ti ; esta es
la verdadera causa de que se demore mi cura-
ción. Vete prontamente, vuelve los objetos á su
primer estado , y á tu vuelta te daré la mano y
me ayudarás á levantarme. »
La maga rebosando de esperanza á estas pa-
labras, esclamó fuera de sí : « Alma mia, pronto
recobrarás la salud, porque voy á hacer todo
cuanto me mandas. » En efecto, salió al momento,
y cuando hubo llegado á la orilla del estanque,
cojió un poco de agua con la mano é hizo una
aspersión
Al llegar aquí Cheherazada , vio que habia
amanecido, y suspendió su narración. Dinarzada
dijo á la sultana : « Mucho mé alegro de saber,
hermana mia, que el joven rey de las cuatro
Islas Negras está desencantado, y ya supongo
que la ciudad y los habitantes volvieron á su
primer estado ; pero estoy deseosa de saber la
suerte de la maga. — Ten un poco de pacien-
cia, » respondió la sultana ; « mañana tendrás
la satisfacción que deseas , si el sultán , mi se-
ñor, lo consiente. » Como ya se ha dicho, Chah-
riar habia tomado su partido sobre esto, y se
levantó para acudir á sus incumbencias.
ríCA.f r5 r . lcv- oíR -' •«> , _> % -
NOCHE XXVII.
Dinarzada no se descuidó dé llamar ¿í la sul-
tana á la hora acostumbrada. « Mi querida her-
mana, » le dijo, « si no duermes, te ruego que
nos cuentes cual fué la suerte de la reina maga
como lo prometiste. Cheherazada cumplió al
instante su promesa diciendo así :
Apenas la maga hizo la aspersión y pronunció
ciertas palabras sobre el estanque y los peces,
cuando la ciudad volvió á aparecer. Los peces
se convirtieron en hombres, mujeres y niños,
Mahometanos, Cristianos, Persas y Judíos, libres
ó esclavos ; todos recobraron su forma natural.
Las casas y tiendas se llenaron pronto ele sus
habitantes, los cuales lo fueron hallando todo ( n
el mismo ser y estado que tenia antes del en-
canto. La numerosa comitiva del sultán, que se
halló acampada en una hermosísima plaza , no
quedó poco absorta al verse en un instante en
medio de una ciudad vistosa, grandísima y arre-
molinándose el vecindario por calles y plazas.
Volviendo á la maga , luego que hubo hecho
aquella trasformacion maravillosa , regresó al
Palacio de las Lágrimas prometiéndose paladear
el fruto de aquel rasgo. « Mi querido amante, »
esclamó al entrar, « vengo á regocijarme de que
liavas recobrado la salud ; he hecho todo cnanto
52
LAS MIL Y UNA NOCHES.
has exijido de mi ; levántate y dame la mano.
— Acércate, » le dijo el sultán, remedando el
habla de los negros. Acercóse ella , pero él le
repitió : « No es bastante , acércate mas ; » y
habiendo obedecido , se levantó de repente el
sultán, la asió fuertemente del brazo antes que
pudiese volver en sí, y de un sablazo separó su
cuerpo en dos mitades que cayeron cada una por
su lado. Hecho esto, dejó el cadáver tendido, y
saliendo del Palacio de las Lágrimas , se fué en
busca del príncipe de las Islas Negras , que le
aguardaba con impaciencia. « Príncipe, » le dijo
abrazándole, «alegraos; nada mas tenéis que.
temer; vuestra cruel enemiga ya no existe. »
El joven príncipe dio gracias al sultán rebo-
sándole la gratitud por toda su persona ; y en
premio de haberle hecho tan señalado servicio,
le deseó uua larga vida con toda clase de pros-
peridades : « Podéis en lo sucesivo, » le dijo el
sultán, « vivir desahogadamente en vuestra ca-
pital, á menos que queráis venir á la mia, ya
que está tan contigua ; allí os obsequiaré gus-
toso, y no seréis menos honrado y respetado
que en vuestro palacio. — Poderoso monarca á
quien tanto debo,» respondió el rey, « ¿luego
creéis estar muy cerca de vuestra capital ? —
Sí, » replicó el sultán, « así lo .creo; á lo mas
habrá cuatro ó cinco horas de camino. — Nece-
sitáis un año para llegar allá, » añadió el prín-
cipe, « y si bien creo que habéis venido aquí
desde vuestra capital en el poco tiempo que
decis, era porque la mia estaba encantada; pero
desde que no lo está, todo ha muda lo de as-
pecto. Esto no quita para seguiros, aun cuando
debiera ir al cabo del mundo. Sois mi liberta-
dor, y para daros toda mi vida pruebas de mi
agradecimiento, quiero acompañaros y aban-
dono mi reino sin pesar. »
El sultán se quedó atónito al saber que estaba
tan lejos de sus estados, y no comprendía cómo
aquello podia ser; pero el rey de las Islas Ne-
gras le convenció tan cumplidamente de que
era posible, que no le quedó duda sobre el par-
ticular. « No importa, » dijo entonces el sultán ;
« la molestia de volver á mis estados está ple-
namente retribuida con la satisfacción de habe-
ros servido y haber adquirido un hijo en vuestra
persona, pues ya que me hacéis el honor de
acompañarme y yo no tengo hijos, os miro
como á tal, nombrándoos desde ahora mi here-
dero v sucesor. »
La conversación del sultán y del rey de las
Islas Negras se terminó con los mas entrañables
abrazos. El príncipe hizo luego los preparativos
para su viaje, y al cabo de tres semanas se
halló en estado de verificarlo con gran senti-
miento de sus vasallos y de su corte, á quienes
dejó por rey uno de sus parientes mas cer-
canos.
Finalmente, el sultán y el príncipe se.pusie-
ron en camino con cien camellos cargados de
riquezas inestimables, sacadas de los tesoros
del rey, á quien acompañaban cincuenta jinetes
perfectamente montados y equipados. Su viaje
fué próspero, y cuando el sultán, que habia
enviado correos para avisar su detención y el
suceso que la motivaba, se acercó á su capital,
salieron a su encuentro los principales oficiales
que habia dejado, asegurándole que durante
su larga ausencia no habia ocurrido ninguna
mudanza en su imperio. Los habitantes salieron
también en tropel recibiéndole con grandes
aclamaciones é hicieron regocijos que duraron
muchos dias.
Al dia siguiente de su llegada, el sultán hizo
á todos sus cortesanos reunidos una estensa re-
lación de las causas que habían motivado su
larga ausencia contra sus esperanzas. Luego les
declaró la adopción que habia hecho del rey de
las cuatro Islas Negras, que habia querido aban-
donar aquel gran reino para acompañarle y
vivir con él. Finalmente, para reconocer la fi-
delidad que le habían guardado, les hizo dona-
tivos proporcionados al puesto que ocupaba
cada uno en su corte.
En cuanto al pescador, como era la primera
causa de la libertad del príncipe, el sultán le
colmó de bienes, haciéndole feliz con su fami-
lia por el resto de sus dias.
Cheherazada concluyó el cuento del jenio y
del pescador, y habiéndole manifestado Cliah-
riar y Dinarzada que les habia prendado su
narración, les dijo que sabia otro mucho mas
hermoso, y que si el sultán se lo permitía, lo
referiría al dia siguiente porque ya asomaba la
aurora. Recordando Chahriar el plazo de un
me¡> concedido á la sultana, y curioso por otra
parte de saber si el nuevo cuento seria tan agra-
dable como lo prometía, se levantó con intento
de oirlo la noche siguiente.
fcsh
CUENTOS ÁRABES.
53
NOCHE XXVIII.
Como siempre, Dinarzada Humó á la sultana
cuando fué hora : a Hermana mia, » le dijo,
u si estás despierta , te ruego que antes de
rayar el dia me refieras uno de aquellos hermo-
sos cuentos que sabes. » Cheherazada empezó
de este modo sin contestarle, encarándose con
el sultán :
HISTORIA DE TRES CALENDO S, HIJOS DE REYES,
Y DE CINCO DAMAS DE BAGDAD.
Señor, en el reinado del califa (1) Harun
Alraschid, había en Bagdad, pueblo de su resi-
dencia, un mandadero que, á pesar de su pro-
fesión rastrera y penosa, era hombre de injenio
y de chanzoneta. Hallándose una mañana, se-
gún solia, con un gran cesto en una plaza aguar-
dando que alguien lo emplease, acercósele una
dama lozana y jentil, tapada con un grandísimo
velo de muselina, y le dijo en acento halagüeño :
o Mandadero, toma tu cesto y sigúeme. » Este,
cautivado con estas palabras tan agraciadamente
espresadas, asió el cesto, se lo puso sobre la
cabeza y siguió á la dama diciendo : « ¡ O dia
feliz ! ¡ ó dia de buen hallazgo ! »
La dama se adelantó á una puerta cerrada y
llamó. Un cristiano venerable, con su barba muy
cumplida y blanca, abrió, y la dama, sin de-
cirle palabra, le dio dinero ; pero el cristiano,
que ya sabia lo que quería, entró en la casa y
sacó un gran jarro de escelente vino. « Toma
ese jarro, » dijo la dama al mandadero, « y co-
lócalo en el cesto. » Hecho así, le mandó que la
siguiese y continuó andando y el mandadero
repitiendo : ¡O dia feliz! ¡ó dia de buen ha-
llazgo ! »
Paró la dama en la tienda de un vendedor de
frutas y flores y escojió muchas especies de
manzanas, albericoques, melocotones, mem-
(I) Califa ó khalifa (khalifah) es voz arábiga que significa
vicario, y con la cual se designan los soberanos del im|ie-
rio de los Árabes, sucesores do Mahoma.
brillos, limones, naranjas, mirto, albahaca,
lirios, jazmines y otras flores y plantas de buen
olor. Dijo al mandadero que pusiese todo aque-
llo en el cesto y la siguiese. Al pasar por una
carnicería, mandó pesar veinte y cinco libras
de la mejor carne , que el mandadero colocó
también por orden suya en el cesto. En otra
tienda compró alcaparras, estragón, pepinos,
hinojo y otras yerbas, todo ello de 1q mejor;
en otra alfónsigos, nueces, avellanas, piñones,
almendras y otras frutas de igual clase, y final-
mente entró en otra y tomó de toda clase de
pastas de almendra. Guando el mandadero lo
hubo metido todo en el cesto, advirtió á la dama
que ya se llenaba*. « Mi buena señora, hubierais
hecho bien en avisarme que compraríais tantas
provisiones; pues hubiera tomado un caballo ó
un camello para llevarlas. A pocas mas que
compréis, habrá mas de lo que pueda llevar. »
Rióse la dama del dicho, y mandó otra vez al
mandadero que la siguiese.
Entró en casa de un especiero y se surtió de
toda especie de aguas de olor, clavos, nuez
moscada, pimienta, jenjibre, un pedazo de ám-
bar gris y otras muchas especias de las Indias ,
con lo cual se acabó de llenar el cesto del man-
dadero, á quien volvió á decir que la siguiera.
Entonces anduvieron hasta que llegaron á una
casa magnífica, cuya fachada estaba adornada
con hermosas columnas y tenia una puerta de
marfil. Allí pararon , y la dama dio un golpe-
cito...
En este puuto adviniendo Cheherazada que
era de dia , dejó de hablar, a En verdad , her-
mana mia, » dijo Dinarzada, « he ahí un princi-
pio que aviva mucho la curiosidad. Creo que el
sultán no querrá privarse del placer de oir la
continuación. » Y con efecto, Chahriar, lejos de
disponer la muerte de la sultana , aguardó con
impaciencia la noche siguiente para saber lo que
sucedería en la c*sa de que habia habledo.
5i
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE XXIX.
Despertóse Dinarzada anles de amanecer, y
dirijió á la sultana estas palabras : « Hermana
mia , si no duermes , te ruego que prosigas la
historia que empezaste ayer. » Cheherazada si-
guió al punto de este modo :
Mientras que la dama y el mandadero aguar-
daban que les abriesen la puerta de la casa ,
este hacia mil reflexiones. Estrañaba que una
dama como ella hiciese de proveedor, porque
al fin conocía que no era una esclava , pues su
aspecto era harto noble para no conceptuarla de
persona distinguida. Con mucho gusto le hubiera
hecho algunas preguntas para cerciorarse de su
clase , pero cuando iba á hablar, otra dama que
vino á abrir la puerta le pareció tan hermosa,
que quedó atónito , ó por mejor decir, tan em-
belesado con su atractivo , que faltó poco para
que dejase caer el cesto con todo lo que conte-
nia; en tanto estremo le arrebató su vista. Nunca
había presenciado belleza que igualase á la que
tenia delante.
La dama que venia con el mandadero advir-
tió lo que pasaba en su interior y el objeto que
lo causaba , y divirtiéndose con este descubri-
miento , eslaba tan entretenida en observar el
rostro del mandadero , que no se acordaba de
que la puerta estaba abierta. « Entra pues, her-
mana , » le dijo la hermosa portera , « ¿ á qué
aguardas? ¿no ves que ese pobre hombre esté
tan cargado que no puede mas... ? »
Luego que hubo entrado con el mandadero ,
la dama que habia abierto la puerta la cerró, y
los tres , después de haber atravesado un her-
moso zaguán, pasaron por un patio espacioso
rodeado de una galería que comunicaba con
muchos aposentos adornados con la mayor mag-
nificencia. En el fondo del patio habia un sofá
ricamente guarnecido, con un trono de ámbar
en el medio, sostenido por cuatro columnas de
ébano engastadas de diamantes y perlas de un
tamaño estraordinario y colgaduras de raso en-
carnado con un bordado de oro de las Indias de
esquisita labor. Al centro del patio habia un
gran estanque cercado de mármol blanco y lleno
de agua cristalina que salía con abundancia por
la boca de un león de bronce dorado.
El mandadero, aunque tan cargado, admiraba
la magnificencia de la casa y el aseo que en ella
reinaba ; pero lo que embargó mas y mas su
atención , fué una tercera dama que le pareció
aun mas hermosa que la segunda, y que, estaba
sentada en el trono que se ha dicho. Bajó al
punto que llegaron las otras dos damas y se
adelantó á su encuentro. Conoció por las aten-
ciones que las demás le tributaban que era la
principal , y no se engañaba en esto. Llamábase
aquella Zobcida ; la que habia abierto la puerta
se llamaba Safía , y Amina era el nombre de la
que habia ido por las provisiones.
Zobeida dijo al acercarse á las dos damas :
« Hermanas mias , ¿ no veis que ese buen hom-
bre no puede con la carga que lleva? ¿A qué es-
peráis para. descargarle? «Entonces Amina y
Safía asieron el cesto una por delante y otra por
detrás, Zobeida ayudó también, y entre las tres
lo pusieron en el suelo. Empezaron á vaciarlo ,
y cuando lo estuvo , la agradable Amina sacó
dinero y pagó jenerosamenlc al mandadero...
Calló Cheherazada en este punto, porque aso-
maba el dia , dejando no solo á Dinarzada , sino
también á Chahriar, con gran deseo de saber la
continuación de aquella historia.
<¿¿&-
CUENTOS ÁRABES.
oo
NOCHE XXX.
Al dia siguiente, Dinarzada se despertó impa-
ciente por saber la continuación de la historia
empezada, y dijo á la sultana : « En nombre de
Dios, hermana mia, si no duermes, te ruego
que nos cuentes lo que hicieron aquellas tres
hermosas damas con todas las compras de
Amina. — Vais á saberlo, » respondió Chehera-
zada, «si queréis darme atención, » y al mismo
tiempo prosiguió en estos términos :
El mandadero, contentísimo con el dinero
que le habian dado , debia tomar el cesto y re-
tirarse, pero no pudo determinarse á ello : sen-
líase á pesar suyo atajado con el placer de ver
aquellas tres peregrinas hermosuras que le pa-
recían igualmente lindas, porque Amina se habia
quitado también el velo , y no era menos her-
mosa que las demás. Lo que no podia compren-
der era cómo no veia algún hombre en aquella
casa. Sin embargo la mayor parte de las provi-
siones que habia llevado , como frutas secas y
diferentes especies de pasteles y dulces, no cua-
draban sino con jente que apeteciera beber y
divertirse.
Zobeida creyó al pronto que el mandadero se
detenia para cobrar aliento, pero viendo que
tardaba mucho; «¿Qué aguardáis?» le dijo;
« ¿no os han pagado bastante? Hermana, » ana-
dió encarándose con Amina, «dale algo mas, y
que se vaya contento. — Señora, » respondió el
mandadero , « no es eso lo que me detiene ; me
han pagado bien mi trabajo. Veo que he come-
tido una desatención estándome aquí mas de lo
que debiera, pero confio en que tendréis la con-
descendencia de perdonarla por la estrañeza que
me causa no ver á ningún hombre con tres da-
mas de belleza tan estremada. Una reunión de
mujeres sin hombres es tan desabrida como la
de hombres sin mujeres. » A eslas razones aña-
dió otros muchos chistes para probar lo que
decia , sin olvidar el dicho de Bagdad ; « que
una mesa no está bien, si no hay cuatro perso-
nas-,)) y al fin concluyó diciendo que \a que
ellas eran tres, necesitaban una cuarta persona.
Riéronse las damas con la arenga del manda-
, dero, y Zobeida le dijo con suma formalidad :
« Amigo mió, sois algo indiscreto; pero aunque
no merezcáis que entre en pormenores, quiero
deciros que somos tres hermanas que atende-
mos tan reservadamente á nuestros asuntos ,
que nadie los sabe , pues motivo tenemos para
temer el comunicarlos á indiscretos, además que
un buen autor que hemos leido dice : « Guarda
tu secreto y á nadie lo descubras ; el que lo des-
cubre ya no es dueño de él. Si no- te cabe tu
secreto en el pecho, ¿cómo quieres que le quepa
á quien se lo hayas confiado?
— « Señoras, » replicó el mandadero, « por
vuestro eslerior juzgué al pronto que erais per-
sonas de esclarecido mérito, y ya echo de ver
que no me he engañado. Aunque la suerte no
me haya franqueado facultades para encumbrar-
me á una profesión superior á la mia , no por
eso he dejado de cultivar mi entendimiento en
cuanto lo he podido con la lectura de obras cien-
tíficas é históricas, y os diré, con vuestro per-
miso, que también he ieido en otro autor una
máxima que siempre he practicado con acierto :
«No ocultamos nuestros secretos, dice, « sino á
jenles conocidas de todos por indiscretas, que
abusarían de nuestra confianza , pero ninguna
dificultad ponemos en descubrirlo á los callados,
bajo el concepto de que sabrán guardarlos. » El
secreto que se me confie está tan segnro como
si estuviera en un gabinete cuya llave se hubiera
perdido y la puerta estuviera sellada. »
Conoció Zobeida que el mandadero era des-
pejado; pero juzgando que tenia deseos de par-
ticipar del banquete con que iban á regalarse ,
le dijo sonriéndose : « Sabéis que nos dispone-
mos para regalarnos ; pero también sabéis que
hemos hecho mucho gasto, y no seria justo que
sin contribuir tuvieseis parte. » La hermosa Sa-
fía corroboró el parecer de su hermana. « Ami-
go, » le dijo al mandadero, « ¿no habéis oido
nunca lo que comunmente se dice : « El que algo
trae parte tiene, y el que nada trae con ello se
retira? »
El mandadero hubiera tenido acaso que re-
56
LAS MIL Y LINA .NOCHES.
tirarse confuso á pesar de su retórica, si Amina,
tomando con empeño su defensa, no hubiese
dicho á Safía y Zobeida: «Mis queridas herma-
nas, os ruego que permitáis que se quede con
nosotras ; no necesito deciros que nos ha de di-
vertir, pues ya veis como es hombre que lo en-
tiende. Os aseguro que sin su buen ánimo, dili-
jencia y afán por seguirme , no hubiera podido
hacer mis compras en tan poco rato. Además,
si os dijese todos los requiebros que me ha ido
echando por el camino, no estrañariais que abo-
gue tanto á su favor. »
A estas palabras de Amina, el mandadero ena-
jenado de gozo se dejó caer de rodillas y bé^ó
la falda del vestido de aquella linda joven; luego
se levantó diciendo : « Amable señora, hoy em-
pezasteis mi dicha y la colmáis con una acción
tan sumamente jenerosa, que no acierto á ma-
nifestaros mi reconocimiento. Por lo demás, se-
ñoras, » añadió encarándose con las tres her-
manas, « ya que me concedéis tamaña fineza ,
no creáis que yo abuse de esta dicha y me con-
ceptúe sujeto que lo merezca ; no , me tendré
siempre por el mas rendido de vuestros escla-
vos, u Al terminar estas palabras, quiso devol-
ver el dinero que habia recibido ; pero la grave
Zobeida le mandó que lo guardase. « Lo que ha
salido de nuestras manos, » dijo, « para pa-
gar á quien nos haya servido , nunca vuelve á
ellas »
Salió la aurora y suspendió la narración de
Cheherazada. Sintiólo mucho Dinarzada , que
la escuchaba atenlísimamente ; pero tuvo motivo
de consolarse de aquella suspensión , porque el
sultán, deseoso de saber lo que pasaría entre el
mandadero y las tres hermosas damas, remitió
la continuación de su historia para la noche si?
guíente y se levantó para desempeñar sus fun-
ciones acostumbradas.
NOCHE XXXI.
Al día siguiente, Dinarzada no hizo falta en
despertar á la sultana á la hora acostumbrada,
diciéndole : « Querida hermana, si no duermes,
te ruego que prosigas el cuento peregrino que
has empezado. « Cheherazada tomó entonces la
palabra, y dijo al sultán : « Señor, con vuestro
permiso voy á satisfacer la curiosidad de mi
hermana ; « y al mismo tiempo 'continuó así la
historia de los tres calendos :
Zobeida no quiso tomar el dinero del manda-
dero y le dijo : « Amigó, si consiento en que os
quedéis con nosotras, es no solo bajo condición
de que guardaréis el secreto que os hemos re-
querido, sino que también observaréis las reglas
de la decencia y del decoro. » Mientras que así
hablaba, la graciosa Amina se quitó el traje de
calle, se alzó la falda del vestido á la cintura
para obrar con mas libertad , y puso la mesa.
Sirvió varios manjares y colocó sobre el apara-
dor algunas botellas de viuo y lazas de oro. Tras
esto, las damas se colocaron é hicieron sentar
junto á ellas al mandadero, el cual estaba con
indecible embeleso , al verse entre aquellas tres
beldades tan preciosas.
Después del primer plato, Amina que estaba
cerca del aparador, tomó una taza y una botella,
se echó de beber, y bebió la primera, según cos-
tumbre de'los Árabes. Hizo lo mismo con sus
hermanas , que bebieron una tras otra, y luego
llenando por cuarta vez la misma taza, se la pre-
sentó al mandadero, el cual besó, al recibirla la
mano de Amina y entonó, antes de beber, una
canción cuyo concepto era que así como el viento
lleva consigo los aromas de los sitios perfuma-
dos por donde pasa, así el vino que iba á beber,
viniendo de su mano, recibía un sabor mas es-
quisito que el suyo natural. Esta canción rego-
cijó en gran manera á las damas, que fueron
cantando por turno, y al fin todos estuvieron
de muy buen humor en el tiempo de la comida,
que duró largo rato y estuvo acompañada de
cuanto podia hacerla mas y mas halagüeña.
Iba á anochecer muy luego, cuando Safía, to-
mando la palabra en nombre de las tres, dijo al
mandadero: « Levantaos y marchaos, ya es
hora que os retiréis. » El mandadero, no pu-
diendo resolverse á dejarlas, respondió : « ¿ A
dónde queréis que vaya , señora , en el estado
en que me hallo ? estoy fuera de mí de puro
beher, y vuestra presencia me ha trastornado
de tal modo , que me seria imposible hallar
el camino de mi casa. Consentid en que pase
aquí la noche ; dormiré donde queráis , pero
necesito ese tiempo para volver al estado en
que me hallaba cuando entré en esta casa, y
aun así, recelo que dejaré la mejor parte de mí
mismo. »
Amina tomó por segunda vez la defensa del
mandadero. « Hermanas , » les dijo, « tiene ra-
zón ; yo le agradezco que lo pida , pues nos ha
divertido bastante , y si queréis creerme, ó me-
jor diré, si me amáis tanto como yo me imajino,
le dejaremos que pase aquí la noche. —Hermana
mia, )> dijo Zobeida, «nada podemos rehusar á
tus ruegos. Mandadero, » prosiguió hablando
con él, « te concedemos aun esa gracia, pero con
una nueva condición. Cualquiera jestion que
hagamos en tu presencia, respecto á nosotras ó
á algún otro , guárdate de abrir los labios para
preguntarnos el motivo ; porque muy bien pu-
diera suceder que al hacernos preguntas sobre
lo que no te importa, oyeras lo que tal vez te
pesara : ten cuidado , no trates de ser curioso
queriendo escudriñar los motivos de nuestras
acciones.
— Señora, » replicó el mandadero, « os pro-
meto guardar esa condición tan puntualmente
que no tendréis lugar á reconvenirme de haber
faltado á ella, y aun menos de castigar mi indis-
creción : mi lengua en esta ocasión estará inmó-
vil, mis ojos serán como un espejo que no con-
serva nada de los objetos que repitió. — Para
manifestarte, « replicó Zobeida en tono grave ,
« que cuanto te pedimos no es cosa establecida
desde ahora, levántate y lee lo que está escrito
encima del interior de nuestra puerta. » Levan-
tóse el mandadero y leyó estas palabras escritas
en grandes letras de oro : « El que habla de
asuntos que no le tocan oye lo que no quiere. »
Volvió después junto á las tres hermanas. « Se-
ñoras, » les dijo, « os juro que no me oiréis ha-
blar sino de lo que me toque ó pueda interesaros.»
Hecho este convenio, Amina trajo la cena, y
cuando h:ibo alumbrado la sala con gran número
de bujías preparadas con palo de aloe y ámbar
gris, que derramaban un olor agradable y for-
maban una hermosa iluminación , se sentó á la
mesa con sus hermanas y el mandadero. Volvie-
ron á comer, beber, cantar y recitar versos. Las
damas se divirtieron en embriagar al manda-
dero so color de hacerle brindar á su salud. No
se escasearon los chistes : finalmente estaban
todos del mejor temple imajinable, cuando oye-
ron llamar á la puerta
Cheherazada interrumpió su narración por-
que vio que era de dia.
No dudando el sultán de que cuanto faltaba
de aquella historia merecía la pena de oirse, la
remitió para el dia siguiente y se levantó.
58
LAS MIL Y UNA .NOCHES.
NOCHE XXXII.
Al acabarse la noche siguiente, Dinarzada lla-
mó á la sultana : a En nombre de Dios, herma-
na, si no duermes, te ruego que prosigas el
cuento' de las tres hermosas damas, pues estoy
muy deseosa de saber quien llamaba á la puer-
ta. — Vas á saberlo, » respondió Cheherazada,
« te aseguro que lo que voy á referirte no des-
dice de los oidosdel sultán mi señor. »
Luego que las damas oyeron llamará la puer-
ta, se levantaron á un tiempo para irá abrir;
pero Safía, á quien correspondía particularmente
este cargo, fué la mas dilijente; las otras dos,
viéndose pospuestas, se quedaron y aguardaron
que les noticiase quien podia desear verlas tan
larde. Volvió Safía y dijo : « Hermanas, se pre-
senta una hermosa ocasión de pasar agradable-
mente una parte de la noche ; y si sois del mis-
mo parecer que yo, no la malograremos. Hay á
la puerta tres calendos, á lo menos así lo pare-
cen por su traje, pero lo que estrañaréis por
supuesto, es que los tres son tuertos del ojo de-
recho y tienen rapadas la cabeza, la barba y. las
cejas. Dicen que acaban de llegar á Bagdad,
donde nunca han estado, y como es de noche y
no saben donde hospedarse, han llamado por
casualidad á nuestra puerta y nos piden por
amor de Dios que tengamos la caridad de alber-
garlos. Se contentarán con una caballeriza, son
jóvenes y gallardos, y aun parecen de algún des-
pejo, pero no puedo acordarme sin reir de su
facha rara y uniforme. Al decir esto, Safía calló
y se echó á reir tan de gana que las otras dos
damas y el mandadero no pudieron dejar de reir
también. « Hermanas del alma, » anadió, «que-
réis que los hagamos entrar? Es imposible que
con tales jenles no acabemos el día aun mejor
de lo que lo hemos empezado. Nos divertirán
mucho y no han de ser gravosos , pues no nos
piden acojida mas que para esta noche, y su
intención es dejarnos luego que amanezca. »
Zobeida y Amina se oponían á Safía, y ella
misma sabia muy bien cuál era el motivo ; pero
fué tan sumo el afán que manifestó de conseguir
aquel favor, que no pudieron negárselo. « Ve-
te, » le dijo Zobeida, «hazlos entrar; pero no
dejes de avisarles de no hablar de lo que no les
toque, y de hacerles leer lo que está escrito en-
cima de la puerta. » A estas palabras, Safía fué
á abrir la puerta, y luego volvió seguida de los
tres calendos.
Los tres calendos hicieron al entrar un pro-
fundo acatamiento á las damas, que se habían
levantado para recibirlos, y les dijeron atenta-
mente que eran bien venidos, que se alegraban
de tener ocasión de servirlos y contribuir á que
se rehicieran del cansancio de su viaje, y final-
mente los convidaron á sentarse con ellas. La
magnificencia del sitio y la cortesanía de las da-
mas hicieron formar á los calendos altísimo con-
cepto de aquellas hermosas huéspedas; pero
antes de sentarse advirtieron por casualidad en
el mandadero, y viéndole casi vestido como
otros calendos con los cuales tenían desavenen-
cias en algunos puntos de disciplina, y que no
se afeitaban la barba y las cejas, uno de ellos
tomó la palabra y dijo : « Sin duda que este es
uno de nuestros hermanos árabes , los suble-
vados.
El mandadero , aunque medio dormido y con
la cabeza caliente con el vino que habia bebido,
se ofendió de estas palabras, y sin levantarse de
su asiento, respondió así á los calendos mirán-
dolos con ademan adusto ; « Sentaos, y no os
metáis en lo que no os va ni viene. ¿ No habéis
leido el rótulo que hay encima de la puerta ? No
intentéis obligar al mundo á vivir á vuestro mo-
do ; vivid al nuestro.
— Buen hombre, » replicó el calendo que ha-
bia hablado, « no os enojéis ; sentiríamos mucho
haberos dado el mas mínimo motivo para eso,
y estamos por el contrario prontos á recibir
vuestras órdenes. » La disputa hubiera podido
tener consecuencias, á no ser porque las damas
promediaron y aplacaron los ánimos.
Cuando los calendos se hubieron sentado á la
mesa, las damas les sirvieron de comer, y la
CUENTOS AHABES.
39
festiva Safía se esmeró cuidadosamente en es-
canciarles... Al llegar aquí Cheherazada, advir-
tió que era de dia y se detuvo. El sultán se le-
vantó para acudir á sus quehaceres, prometién-
dose oir al dia siguiente la continuación de aquel
cuento, porque tenia gran deseo de saber por-
qué los calendos eran tuertos y los tres de un
mismo ojo.
NOCHE XXXIII.
Habiéndose despertado Dinarzada una hora
antes de amanecer, dijo á la sultana : « Hermana
mia, si no duermes, te ruego que nos cuentes lo
que ocurrió entre las damas y los calendos. —
Con mucho gusto, » respondió Cheherazada. y
prosiguió de este modo el cuento de la noehe
anterior :
Luego que los calendos hubieron comido y
bebido á discreción, manifestaron á las damas
que tendrían mucho gusto en darles un con-
cierto, si les proporcionaban instrumentos. La
oferta fué admitida, y levantándose Safía para
ir en su busca, volvió poco después y les pre-
sentó una flauta del pais, otra persa y una pan-
derata. Cada calendo recibió de su mano el ins-
trumento que le acomodó, y empezaron los
tres á tocar. Las damas, que sabían la letra de
la canción que tocaban, que era muy placen-
tera; los acompañaron con su canto ; pero se
interrumpían de cuando en cuando con grandes
carcajadas movidas por el concepto de la can-
ción.
En medio de la bulla y cuando la cuadrilla
estaba mas jovial, llamaron á la puerta. Safía
cesó de cantar y fué á ver quién llamaba. Pero,
señor, dijo, en este punto Cheherazada al sul-
tán, c& preciso que sepa vuestra majestad por-
qué llamaban tan tarde á la puerta de las da-
mas, y he aquí el motivo. El califa Harun Airas-
chid (1) solia rondar de noche disfrazado para
saber por sí mismo se reinaba el sosiego en la
ciudad y no se cometían desafueros.
Aquella noche, el califa había salido tem-
prano, acompañado de Jiafar (2), su gran visir,
(I) Harun, apellidado Alrascliid, esto es, el Jutio, es uno
de los príncipes mas celebres de 1j dinastía de los Abasides
y su quinto califa.
ít) jiafar, uno de los individuos mas célebres de la fami-
lia de los Barmecidas, era el privado de Harun Alrascliid, y
llevaba, como su padre Yahya, el título de visir.
y de Mesrui-, jefe de los eunucos de su palacio ;
los tres disfrazados de mercaderes. Al pasar
por la calle de las tres damas, oyendo aquel
príncipe tantísima bulla de instrumentos, canto
y risotadas , dijo al visir : « Id á llamar á la
puerta de esa casa en donde suena tamaña al-
gazara; quiero entrar y saber lo que la causa. »
Por mas que el visir le representó que eran
mujeres que se holgaban aquella noche, y que
probablemente el vino les había calentado la
cabeza, que no debía esponerse á padecer al-
gún desacato, y mas no siendo todavía muy á
deshora para aguarles aquel recreo, « No im-
porta , » replicó el califa, « llamad , yo os lo
mando. »
El gran visir Jiafar era pues el que había lla-
mado á la puerta de las damas por disposición
del califa, que iba de incógnito. Safía abrió, y
advirtiendo el visir, á la luz de la bujía que
llevaba en la mano, que era una dama pere-
grina, representó perfectamente su papel. Le
hizo su rendido acatamiento, diciéndole con ade-
man atento : « Señora, somos tres mercaderes
de Musul (1), llegados hace diez días con ri-
cas mercancías que hemos almacenado en un
khan (2), en donde también estamos alojados.
Hoy hemos pasado el dia en casa de un merca-
der de esta ciudad que nos había brindado con
ella. Nos ha querido agasajar espresivamen te, y
como el vino habia puesto de temple la concur-
rencia, mandó traer una cuadrilla de bailarinas.
Ya era de noche, y mientras la música sonaba,
ias bailarinas manifestaban su habilidad y todos
metíamos mucho ruido, ha pasado una patrulla
(1) Ciudad de la Mesopolamia que forma hoy dia parle de
las posesiones del gran señor. Posee fábricas de te'.u de
algodón que lia tomado, de su nombre, el de muselina.
(2) Khan ó caravanera, edificio que sirve de posada en el
Oriente y en el que son hospedadas gratuitamente las ca-
ravanas ó á un precio módico.
60
LAS MIL Y UNA NOCHES.
y ha mandado que le abriesen. Algunos de los
concurrentes fueron arrestados. En cuanto á
nosotros, hemos tenido la suerte de escaparnos
saltando una tapia. Pero como somos forasteros,»
anadió el visir, « y además estamos algo descom-
puestos con el vino, tememos encontrar otra pa-
trulla antes de llegar á nuestro khan, que está muy
distante de aquí, cuanto mas que seria en balde,
porque ya está cerrada la puerta y no se abrirá
hasta mañana, venga lo que viniere. Este es el
motivo, señora, parque habiendo oidoal pasar
música y canto, hemos discurrido que aun na
estaban recojidos en esta casa, y nos hemos
tomado la libertad de llamar para pediros que
nos deis albergue hasta mañana. Si os parece-
mos dignos de terciar en vuestra diversión,
procuraremos contribuir en lo que podamos
para desquitaros la interrupción que hemos cau-
sado; srno, hacednos tan solo la fineza que pa-
semos la noche á cubierto en vuestro zaguán. »
Durante esta arenga de Jiafar, la hermosa
Safía tuvo tiempo para examinar al visir y sus
dos acompañantes, y conceptuando por sus fiso-
nomías que no eran jente vulgar, les dijo que ella
no era la dueña, y que si queriam tomarse la
molestia de aguardar, volvería á traerles la res-
puesta.
Safía fué á decírselo á sus hermanas, y estas
titubearon largo rato acerca del partido que
debían tomar. Pero como eran de índole bon-
dadosa y ya habían concedido el mismc favor á
los tres calendos, determinaron dejarlos en-
trar Iba Cheherazada á proseguir su narra-
ción, pero advirtiendo que era de dia, la inter-
rumpió. El gran número de nuevos personajes
que acababan de entrar en escena , habiendo
enardecido la curiosidad de Chahriar prome-
tiéndole algún acontecimiento peregrino, le
hizo aguardar la noche siguiente con impacien-
cia.
NOCHE XXXIV.
Dinarzada, tan curiosa como el sultán de
saber lo que resultaría de la llegada del califa á
casa de las tres damas, no hizo falta en des-
pertar á la sultana muy temprano diciéndole :
« Hermana, si no duermes, te ruego que prosi-
gas la historia de los -calendos; » y al punto
Cheherazada continuó con permiso del sultán :
El califa, su gran visir y el jefe de sus eunu-
cos, admitidos por la hermosa Safía, saludaron
á las damas y los calendos con mucha cortesa-
nía. Las damas los recibieron con la misma ; y
Zobeida, como la principal, les dijo circuns-
pecta y adecuadamente : « Sed muy bien veni-
dos; pero ante todo no llevéis á mal que os
pidamos una fineza. — ¿Qué fineza, señora?»
respondió el visir, «¿cabe por ventura el desai-
rar á damas tan lindas? — Lo que os pedimos,»
replicó Zobeida, « es que tengáis ojos y no ten-
gáis lengua; que no nos hagáis preguntas por
mas estrañezas que veáis ; y no habléis de lo
que no os toque, por temor de que no oigáis lo
que os desagrade. — Señora, seréis obedecida, »
replicó el visir. « No somos criticones ni curio-
sos indiscretos: nos ceñiremos á lo que nos
corresponda, sin entrometernos en lo que nada
nos importe. »-A estas palabras se sentaron to-
dos, volvióse á entablar la conversación y á
brindar por los recien venidos.
Mientras el visir Jiafar conversaba con las da-
mas, el califa no se saciaba de reparar en sus
primores de belleza, gracia, festivo humor y
travesura. Por otra parte chocábanle mucho los
tres calendos tuertos del ojo derecho, y con mu-
cho gusto se hubiera informado de tamaña ridi-
culez, á no mediar la condición que acababan
de imponerle. Con esto, cuando estaba recapa-
citando en la riqueza de los muebles, en su dis-
posición acertada y en el aseo de la casa, no
podia persuadirse de que allí no interviniera
algún encanto.
Habiendo recaído la conversación sobre los
recreos y las diferentes maneras de divertirse,
los calendos se levantaron y bailaron á su modo
una danza que aumentó el concepto favorable
que las damas habían formado de ellos y les
granjeó al aprecio del califa y de sus compañeros.
gurvios Arañes.
gi
Cuando los tres calendos hubieron acabado de
bailar, Zobeida se levantó, y' asiendo á Amina
de la mano, « Hermana mia, » le dijo, « leván-
tate ; estos señores no llevarán á mal que no
nos violentemos, y su presencia no servirá de
estorbo para que hagamos lo que acostumbra-
mos. » Amina, que comprendió lo que su her-
mana quería decir, se levantó, y quitó los pla-
tos, la mesa, los jarros, tazas é instrumentos
con que habían tocado los calendos.
Safía no quedó ociosa : barrió la sala, fué
poniendo en su lugar cuanto no lo estaba, des-
paviló las bujías y les aplicó otros palos de aloe
y mas ámbar gris, y hecho esto, rogó á los tres
calendos que se sentasen en un sofá, y al califa
y á sus compañeros que tomasen asiento cu
otro, y en cuanto al mandadero, le dijo : « Le-
vantaos y disponeos á ayudarnos en lo que va-
mos á hacer ; sois ya de casa y no debéis estar
de mas. »
El mandadero, que se había serenado algún
tanto, se levantó prontamente y dijo con haldas
en cinta : « Estoy pronto ; ¿de qué se trata? —
Bien, » respondió Safía, « aguardad que os lo
digan, no estaréis mucho tiempo con los brazos
cruzados. » De allí á poco llegó Amina con una
silla que colocó en medio de la sala. Encami-
nóse después hacia la puerta de un gabinete, y
habiéndola abierto, hizo seña al mandadero que
se acercase. « Venid, » le dijo, « y ayudadme. »
Obedeció este, y habiendo entrado con ella,
salió luego acompañada de dos perras negras,
que parecían muy atropelladas, y teniéndolas
asidas de las cadenas que colgaban de sus colla-
res, se adelantó con ellas hasta media sala.
Entonces Zobeida, que estaba sentada entre
el califa y los calendos, se levantó, y llegándose
gravemente hasta el lugar en que estaba el
mandadero, « Vamos, » dijo con un gran sus-
piro, « cumplamos nuestro deber, » y arreman-
gándose los brazos hasta el codo, tomó un látigo
que Saíía le presentó, y dijo al mandadero :
« Entregad una de esas dos perras á mi hermana
Amina y acercaos con la otra. »
Hizo el mandadero lo que le mandaba, y
cuando se hubo acercado á Zobeida, la perra
que tenia asida empezó a ahullar volviéndose
hacia Zobeida levantando la cabeza de un modo
suplicante ; pero esta , sin hacer caso del triste
ademan de la perra que daba lástima, ni de sus
ahullidos que atronaban toda la casa, le dio de
latigazos hasta no poder mas, y entonces tiró
el látigo al suelo ; luego asiendo la cadena de
mano del mandadero, levantó á la perra por las
patas, y mirándose ambas tristemente, echaron
á llorar. Finalmente Zobeida sacó un pañuelo,
con el que enjugó las lágrimas do la perra, la
besó , y devolviéndosela al mandadero, « Id, »
le dijo, u volvedla donde estaba y traed la otra.»
Volvió el mandadero la perra azotada al gabi-
nete, y al punto tomó la otra de mano de Amina
y fué á presentarla á Zobeida que la aguardaba.
« Tenedia asida como la primera, » le dijo esta ;
y volviendo á tomar el látigo, la azotó del mismo
modo. Después lloró con ella, le enjugó las lá-
grimas, la besó y devolvió al- mandadero, á
quien la cariñosa Amina escusó la molestia de
volverla al gabinete, haciéndolo ella misma.
Sin embargo los tres calendos, el califa y sus
compañeros quedaron atónitos con aquella eje-
cución, no pudiendo comprender cómo Zobeida,
después de haber azotado con tanta furia á las
dos perras, animales inmundos, según la reli-
jion musulmana, lloraba después con ellas y las
besaba enjugándoles las lágrimas. Murmuraban
todos en su interior; y sobre todo el califa, mas
impaciente que los demás, ardia en deseos de
saber el motivo de una acción que le parecía tan
estraña, y no cesaba de hacer señas al visir para
que hablase y se informase ; pero el visir volvía
la cabeza á otro lado, hasta que no pudiendo
desentenderse, respondió con otras señas que
aun no era hora de satisfacer su curiosidad.
Zobeida permaneció algún tiempo en medio
de la sala como para recobrarse del afán que le
habia costado el azotar á las dos perras. « Mi
querida hermana, » le dijo la hermosa Safía,
« ¿no quieres volver á tu sitio para que yo re-
presente también mi papel? — Sí, » respondió
Zobeida, y diciendo esto, fué á sentarse en el
sofá, teniendo á la derecha al califa, Jiafar y
Mesrur, y á la izquierda los tres calendos y el
mandadero Señor, dijo al llegar aquí Chehe-
razada, lo que vuestra majestad acaba de oír
debe parecerle asombroso, pero lo que aun falta
por contar lo es todavía mas. Estoy persuadida
de que así lo confesaréis la noche próxima, si
me permitís que concluya esta historia. Consin-
tió en ello el sultán y se levantó porque ya era
de dia.
-5E>
«3-
G2
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE XXXV.
Apenas Dinarzada estuvo despierta al dia si-
guiente, cuando dijo : « Hermana, si no duer-
mes, te ruego que prosigas el hermoso cuento
de ayer ; « y la sultana habló así dirijiendo la
palabra al sultán :
Señor, luego que Zobeida volvió á su sitio,
lodos enmudecieron ; y Safía, que estaba sen-
tada en la silla en medio de la sala,- dijo á su
hermana Amina : « Mi querida hermana, ten-
drás á bien levantarle, ya sabes lo que quiero
decir. » Amina se levantó, y pasando á otro
gabinete diferente de aquel en que estaban en-
cerradas las perras, volvió con un estuche for-
rado de raso amarillo con rico bordado de oro
y seda verde. Acercóse á Safía, y abriendo el
estuche, sacó un laúd que le presentó. Tomólo
ella, y después de haber pasado algún tiempo
en afinarlo, empezó á tocar, y acompañándose
con la voz, cantó una canción sobre los tormen-
tos de la ausencia con tan sumo primor que el
califa y los demás quedaron embelesados. Cuan-
do acabó, romo habia cantado con mucho
ahinco, dijo á la graciosa Amina : « Toma, her-
mana; no puedo mas, y me falta la voz, obse-
quia á estos señores tocando y cantando en mi
lugar. — Con mucho gusto, » respondió Amina,
y acercándose á Safía, le entregó el laúd y le
cedió su asiento.
Amina floreó un ratillo para cerciorarse de la
afinación del instrumento, y luego tocó y cantó
sobre el mismo asunto con tanta vehemencia y
tan conmovida, ó mejor diré, tan empapada en
el concepto de la letra , que desfalleció al
acabar.
Zobeida quiso manifestarle su satisfacción y
le dijo : «Hermana, has hecho prodijios; bien
se echa de ver que estás sintiendo lo que tan
entrañablemente aciertas á espresar. » Amina
no tuvo tiempo para responder á este cumpli-
miento. Sintióse el corazón tan oprimido, que
no pensó sino en abanicarse, manifestando á los
concurrentes su garganta y pecho, no blanco
como debiera tenerlo una dama como Amina,
sino recosido todo con cicatrices, lo cual hor-
rorizó hasta cierto punto á los circunstantes. No
obstante, esto le proporcionó poco alivio, y
paró por fin en desmayarse Pero, señor,
dijo Cheherazada, advierto que asoma el alba.
Tras estas palabras enmudeció, y el sultán se
levantó. Aun cuando aquel príncipe no hubiera
determinado diferir la muerte de la sultana, no
hubiera podido resolverse á quitarle la vida,
pues su curiosidad estaba en estremo interesada
en oir hasta su conclusión un cuento tan cua-
jado de acontecimientos á cual mas inespe-
rado.
NOCHE XXXVI.
Dinarzada dijo á la sultana como siempre :
« Mi querida hermana, si no duermes, le ruego
que prosigas la historia de las damas y de los
calendos. » Cheherazada la continuó así :
■Mientras que Safia y Zobeida acudieron á su
hermana, uno de los calendos prorumpió : « Me-
jor hubiéramos hecho en dormir al raso que en-
trar aquí, pues no hubiéramos presenciado tales
CUENTOS ÁRABES.
63
objetos. » El califa, que le oyó, se acercó á él y
á los demás calendes, diciéndoles : « ¿ Qué sig-
nifica todo esto ? » El que acababa de hablar le
respondió : « Señor, también lo ignoramos no-
sotros. — ¡ Cómo ! » repuso el califa, « ¿ no sois
de casa y no podéis decirnos nada de esas dos
perras negras y de esa dama desmayada y tan
indignamente malparada ? — Señor, '» respon-
dieron los calendos atónitos, « nunca venimos á
esta casa, y solo entramos en ella algunos ins-
tantes antes que vos. »
Esto acrecentó el pasmo del califa. « Acaso
ese hombre que estacón vosotros, » dijo, «sa-
be algo de esto. » Uno de los calendos hizo seña
al mandadero para que se acercara, y le pre-
guntó si sabia porqué habían azotado á las per-
ras negras y porqué el pecho de Amina estaba
recosido todo con cicatrices. « Señor, » respon-
dió el mandadero, «puedo juraros por el Dios
poderoso, que si vosotros no sabéis lo que esto
significa, tan enterados estamos unos como otros.
Verdad es que soy del pueblo ; pero hasta hoy
nunca entré en esta casa, y si cstrañais el verme
en ella, no menos atónito estoy yo de hallarme
en vuestra compañía. Lomaseslraño, » añadió,
« es que no veamos aquí ningún hombre con
estas damas. »
El califa, sus acompañantes y los calendos ha-
bían creído que el mandadero era de casa, y
que podría informarles de lo que anhelaban sa-
ber. El primero, resuelto á satisfacer su curiosi-
dad á todo trance, dijo á los demás : « Escu-
chadme, ya que somos siete hombres y solo
tenemos que haberlas con tres mujeres, obligué-
moslas á darnos todos los informes que apete-
cemos. Si se niegan á dárnoslos de buen grado;
nos hallamos en estado de obligarlas. »
El gran visir Jiafar fué de distinto dictamen y
manifestó las consecuencias al califa, aunque sin
dar á conocer el príncipe á los calendos, y di-
ciéndole como si fuera un mercader : « Señor,
os ruego que consideréis que debemos conser-
var nuestra reputación. Ya sabéis á que condi-
ciones estas damas nos admitieron en su casa :
nos sujetamos á ellas. ¿Qué se diría de noso-
tros, si contraviniésemos á lo pactado ? Todavía
seríamos mas reprensibles, si nos sobreviniera
algún fracaso. Es de creer que no habrán exijido
esta promesa sin hallarse en situación de hacer-
nos arrepentir, si no la cumplimos. »
Entonces el visir llamó á parte al cahfa y le dijo
al oido : « Señor, la noche está muy adelantada ;
ármase V. M. de un tantillo de paciencia. Mañana
vendré á casa de estas damas, las presentaré
ante vuestro solio, y sabréis de ellas cuanto es-
táis apeteciendo. » Aunque este consejo era muy
acertado, el califa lo desechó é impuso silencio
al visir, díciéndole que se empeñaba en saberlo
todo inmediatamente.
« No quedaba mas que acordar quion toma-
ría la palabra. El califa trató de inducir á los
calendos á que hablasen primero ; pero se escu-
saron, y por fin todos convinieron en que el
mandadero seria el encargado. Estaba ya este
dispuesto para prorumpir en la aciaga pregunta,
cuando Zobeida, después de haber acudido á la
desmayada Amina, ya vuelta en sí, habiéndolos
oido hablar en alta voz, se acercó á ellos y les
dijo: « ¿De qué se trata, señores? y ¿á qué
viene tanta plática? »
Entonces el mandadero tomó la palabra y di-
jo : « Señora , estos caballeros os ruegan que
tengáis á bien esplicarles porqué, después de
haber maltratado á las dos perras, habéis llo-
rado con ellas, y de qué proviene que la dama
que se ha desmayado tiene el pecho cubierto de
cicatrices. Esto es, señora, loque estoy encar-
gado de preguntaros de su parle. »
A estas palabras, Zobeida se revistió de un
aspecto aseñorado, y volviéndose hacia el califa,
sus acompañantes y los calendos, « ¿Es cierto,
señores, » les dijo, « que habéis encargado á
este hombre de hacerme semejante pregunta? »
Respondieron todos que sí, escepto el visir Jia-
far, que no contestó. Entonces ella les dijo con
un desentono que estaba mostrando su enojo :
« Antes de concederos el favor que nos pedis-
teis de que os admitiésemos en nuestra casa,
para evitar todo molivo de disgusto, porque es-
tamos solas, lo hicimos bajo te condición de
que no hablaríais de lo que no os importase, y
que si no, oiríais lo que no os gustase. Con todo,
después de haberos recibido y regalado del me-
jor modo que nos ha sido posible, faltáis á vues-
tra palabra. Verdad es que esto sucede por la
facilidad con que hemos accedido ; pero eso no
os disculpa, y vuestro proceder no es pundono-
roso. » Al decir estas palabras, dio tres palma-
das voceando : « Venid pronto ; » y al punto se
abrió una puerta y entraron sable en mano siete
esclavos negros muy robustos, que apoderán-
dose de su cada cual, los- tiraron á todos al sue-
lo, y arrastrándolos a! medio de la sala, se pu-
sieron en ademan de cortarles la cabeza.
Obvio se hace el conceptuar el pavor del*
califa. Arrepintióse, aunque tarde, de no haber
seguido el consejo de su visir. No obstante aquel
malhadado príncipe, Jiafar, Mesrur, el manda-
dero y los calendos estaban á punto de pagar
con sus vidas tan indiscreta curiosidad; pero
antes que recibiesen el golpe mortal, uno de los
esclavos dijo á Zubeida y á sus hermanas : « Al-
<H
LAS MIL Y l NA NOCHES.
tas, poderosas y respetables señoras, ¿ nos man-
dáis que los degollemos ? — Aguardad , » le
respondió Zobeida ; « hay que hacerles antes
algunas preguntas. — Señora, » interrumpió el
mandadero despavorido, » en nombre de Dios
no me hagáis morir por culpa ajena. Estoy ino-
cente ; ellos son ios culpados ; ¡ ay de mí ! »
continuó llorando, « estábamos pasando el tiem-
po de un modo tan agradable : esos calendos
tuertos son causa de tamaña desventura ; no hay
ciudad que no se desplome en escombros delante
de jentes de tan infausto agüero. Señora, os
ruego que no confundáis al primero con el últi-
mo, y acordaos que es mas grandioso indultar á
un desgraciado como yo, falto de todo auxilio,
que abrumarle con todo vueslro poderío y sacri-
ficarle á vuestro enojo. » *
Zobeida, á pesar de su ira, no pudo menos de
reírse en su interior de los lamentos del manda-
dero, y sin pararse en él, se encaró por segunda
vez con los demás. « Respondedme, » les dijo,
« é informadme de quiénes sois : de otro modo,
no os queda un momento de vida. No puedo
creer que seáis jente honrada, ni sujetos de au-
toridad y señorío en vuestro pais , sea el que
fuere. A serlo, hubierais sido mas comedidos y
guardado mas miramientos con nosotras. »
El califa, de suyo fogosísimo, estaba pade-
ciendo mucho mas que los otros, viendo que su
vida dependía de la orden de una dama ofendi-
da y justamente enojada; pero empezó á espe-
ranzar algún tanto al ver que deseaba enterarse
de quiénes eran, porque se liguró que no habia
de mandar quitarle la vida, en sabiendo su je-
rarquía. Por lo tanto le dijo á media voz al visir,
que estaba junto á él, que declarase prontamen-
te quien era. Pero el visir, cuerdo y mirado,
queriendo salvar el honor de su amo, y no vul-
garizar la grande afrenta que se habia acarreado,
respondió tan solo : « Nos tratan como mere -
cemos. » Pero aun cuando hubiera querido ha-
blar para obedecer al califa, Zobeida no le
hubiera dado tiempo, pues ya §e habia encami-
nado á los calendos, y viéndolos tuertos á los
tres, les preguntó si eran hermanos. Uno de
ellos le respondió por los demás : « No señora,
no somos hermanos por la sangre, sómosio en
calidad de calendos, esto es, por observar la
misma clase de vida. — ¿ Sois tuerto de naci-
miento ? » prosiguió encarándose con uno solo.
— <( No señora, » respondió, « lo soy por una
aventura tan asombrosa que aprovecharía á
muchos si estuviera escrita. Después de este
fracaso, me hice afeitar la barba y las cejas
y me metí calendo , vistiendo el traje que
veis. »
Igual pregunta hizo Zobeida á los otros dos
calendos, y dieron la misma contestación que el
primero. Pero el último que habló añadió :
« Para daros á conocer, señora, que no somos
personas vulgares, y para que tengáis con no-
sotros alguna consideración, sabed que ios tres
somos hijos de reyes. Aunque no nos hayamos
visto hasta esta noche, hemos tenido sin embar-
go tiempo para damos á conocer unos á otros
por lo que somos, y me atrevo á aseguraros que
los reyes á quienes debemos la existencia hacen
algún eco en el mundo. »
A estas palabras, Zobeida mitigó sus iras, y
dijo á los esclavos : « Dejadlos libres; pero que-
daos aquí. No les hagáis daño, y dejad ir á don-
de quieran á cuantos nos refieran su historia y
el motivo que los ha traído á esta casa ; pero cu-
chillada y muerte á cuantos se desentiendan de
esta pregunta... Al llegar aquí Cheherazada,
calló, y su silencio y la claridad del dia dieron
á conocer á Chahriar que era hora de levantarse,
y así lo efectuó, esperanzardo de oir al dia si-
guiente á Cheherazada, porque deseaba saber
quienes eran los calendos tuertos.
NOCHE XXXVII.
Dinarzada , que se complacía en gran manera
con los cuentos de la sultana , la despertó antes
de acabarse la noche siguiente. « Hermana mia,»
le dijo, « si no duermes, le ruego que prosigas
aquella agradable historia de los calendos. »
Cheherazada pidió permiso al sultán , y ha-
CIENTOS ÁRABES.
G5
biéndolo conseguido , prosiguió de esie modo :
Señor, los tres calendos , el califa , el gran visir
Jiafar, el eunuco Mesrur y el mandadero queda-
ron todos en medio de la sala , sentados sobre
la alfombra en presencia de las tres damas, que
estaban en el sofá , y de los esclavos prontos á
ejecutar cuantas órdenes se les diesen.
El mandadero habiendo entendido que solo se
trataba de referir su historia para librarse de
tan gran peligro , tomó la palabra el primero y
dijo : a Señora, ya sabéis mi historia y el motivo
que me trajo á esta casa ; así pronto habré aca-
bado lo que tengo que referiros. Vuestra her-
mana me alquiló esta mañana en la plaza, donde
estaba en clase de mandadero aguardando á que
alguien me empleara é hiciera ganar la vida. La
acompañé á casa de un licorista, de un herbola-
rio, de otro naranjero, y después fuimos á com-
prar almendras, nueces, avellanas y otras fru-
tas; luego á casa de un confitero y de un espe-
ciero; desde allí, tan cargado con el cesto como
podia, vine aquí donde habéis tenido á bien
albergarme hasta ahora, fineza de que me acor-
daré mientras viva. Esta es mi historia. »
Cuando el mandadero hubo acabado, Zobeida,
satisfecha, le dijo :
« Márchate , y que no te volvamos á ver. —
Señora , » repuso el mandadero , « os ruego que
me permitáis permanecer aquí todavía ; no fuera
justo que , después de haber procurado á los
demás el gusto de oir mi historia, no tuviese yo
también el de escuchar la suya. » Y diciendo
esto , se sentó en un estremo del sofá , gozosí-
simo por verse fuera del peligro que tan asustado
le tema. A continuación , uno de los calendos ,
tomando la palabra y encarándose con Zobeida,
como á la principal de las tres damas y la que
le habia mandado hablar, empezó así su historia :
BISTORIX DEL PRIMER CALENDO , HIJO DE REY.
« Señora , para informaros cómo perdí el ojo
derecho y el motivo que me obligó á vestir el
traje de calendo, os diré ante todo que nací hijo
de rey. Mi padre tenia un hermano que reinaba
como él en un estado vecino. Este hermano tuvo
dos hijos, un príncipe y una princesa, y el prín-
cipe y yo éramos casi de una misma edad.
« Cuando me hube adiestrado en los ejercicios
de mi edad y el rey mi padre me hubo conce-
dido una libertad decorosa , iba por lo regular
todos los años á ver al rey mi tio, y permanecía
en su corte uno ú dos meses, y trasesla tempo-
rada volvía junto al rey mi padre. Estos viajes
dieron motivo para que el príncipe mi primo y
yo contrajésemos muchísima intimidad. La últi-
T. I.
ma vez que le vi, me recibió con mayores de-
mostraciones de cariño que nunca , y queriendo
agasajarme un dia , dispuso al intento preparati-
vos estraordinarios. Estuvimos larguísimo ralo
sobre mesa, y luego que hubimos cenado, me
dijo : «Primo, nunca adivinaríais cuál es mi
ejercicio desde vueálro último viaje. Huce un
año que después que os marchasteis empleé
crecido número de operarios en la empresa que
estoy acá ideando. He mandado construir un
edificio, que está ya concluido y habitable ? creo
que os alegraréis de verlo , pero antes se hace
forzoso que juréis guardarme el secreto y serme
leal, pues uno y otro os exijo. »
« Como la amistad y llaneza que mediaba en-
tre nosotros no me permitía negarle cosa alguna,
me juramenté sin titubear en cuanto estaba ape-
teciendo, y entonces me dijo : «Aguardadme
aquí , luego volveré. » Con efecto , no tardó en
volver con una dama de estraordinaria hermo-
sura y magníficamente vestida. No me dijo quien
era, y no creí debérselo preguntar. Nos volvi-
mos á sentar á la mesa con la dama y permane-
cimos aun algún tiempo conversando de asuntos
indiferentes y brindándonos mutuamente. Al
cabo el príncipe me dijo : « Primo , no hay que
desperdiciar el tiempo; hacedme el favor de •
acompañar esta dama y llevarla allí donde ve-
réis un sepulcro con cúpula recien edificado.
Fácilmente lo distinguiréis , pues la puerta está
abierta : entrad juntos y aguardadme ; pronto
iré allá. »
« En cumplimiento de mi promesa, nada pre-
gunté , y ofrecí la mano á la dama , y con las
señas, que el príncipe mi primo me habia dado,
la llevé acertadamente, al resplandor de la luna,
al destino. Apenas hubimos llegado al sepulcro,
cuando vimos llegar al príncipe que nos seguía
con un canlarillo lleno de agua, una azada y un
saquito lleno de yeso.
« Sirvióle la azada á derribar el sepulcro va-
cío que estaba colocado en medio del edificio ;
fué quitando las piedras y las puso á un lado ;
y después de haberlo verificado cavó la tierra ,
y vi una trampa que estaba debajo del sepulcro.
Levantóla, y advertí debajo una escalera en ca-
racol. Entonces mi primo, encarándose con la
dama , le dijo : « Este es , señora , el lugar que
conduce al sitio de que os hablé. A estas pala-
bras , la dama se acercó y empezó á bajar, y el
príncipe hizo ánimo de seguirla; pero antes vol-
viéndose hacia mí, «Primo,» me dijo, «estoy
sumamente reconocido por la molestia que os
habéis tomado y os doy las gracias. Adiós. —
Querido primo,» esclamé yo, «¿qué significa
esto? — Básteos lo que habéis visto, » me res-
5
06
L\S MIL Y UNA NOCHES.
pondió ; « podéis volveros por el camino que
vinisteis. »
Aquí llegaba Cheherazada, cuando con los
asomos del dia hubo de suspender su narración.
El sultán se levantó sumamente ansioso por sa-
ber cuál era el intento del príncipe y de la dama
que parecían querer enterrarse en vida. Aguardó
con impaciencia la noche siguiente para saberlo.
NOCHE XXXVIII.
«Hermana mia, si no duermes,» esclamó
Dinarzada antes de amanecer, « te ruego que
prosigas la historia del primer calendo. » Chah-
riar manifestó también á la sultana que tendría
gusto en oir la continuación de aquel cuento , y
ella prosiguió en estos términos :
«Señora, » dijo el calendo á Zubeida, «nada
pude saber del príncipe mi primo y hube de
despedirme de él. Ai volver al palacio del rey
mi tio , los vapores del vino se me subían á la
cabeza; con todo llegué *á mi aposento y me
acosté. Al dia siguiente , reflexionando sobre lo
que me habia sucedido la noche anterior y reca-
pacitando todas las circunstancias de tan estraña
aventura , me pareció que era un sueno , y em-
bargado en esta aprensión , mandé á preguntar
si el príncipe mi primo se hallaba en estado de
recibirme. Pero cuando me dijeron que no ha-
bia dormido en su aposento , que ignoraban su
paradero y estaban muy cuidadosos por él , me
convencí de que era demasiado cierto el estraño
suceso del sepulcro. Sentílo entrañablemente, y
ocultándome á todas las miradas , pasé en se-
creto al cementerio público , en donde habia
muchos sepulcros parecidos al consabido. Pasé
todo el dia examinándolos uno tras otro ; pero
no pude descubrir el que buscaba , y durante
cuatro días hice iguales pesquisas sin el menor
fruto.
« Es de saber que durante todo este tiempo
el rey mi tio se hallaba ausente. Hacia dias que
habia ido á una cacería. Cánseme de aguardarle,
y después de haber suplicado á sus ministros
que me disculpasen con él á su vuelta, marché
de su palacio para volver á la corte de mi padre,
de la que no solia estar tanto tiempo ausente.
Dejé á los ministros del rey mi tio muy azora-
dos sobre lo que se habia hecho el príncipe mi
primo, pero 10 me atreví á esplayarlos, ni me-
nos quise comunicarles lo que sabia, por no fal-
tar al juramento que habia hecho de guardar el
secreto.
« Llegué á la capital en que residía el rey mi
padre , y contra la costumbre hallé á la puerta
de su palacio una guardia crecida que me cercó
al entrar. Pregunté la causa, y el oficial tomando
la voz me respondió : « Príncipe, el ejército ha
reconocido al gran visir en lugar del rey vues-
tro padre, que ya no existe, y os hago prisio-
nero por orden del nuevo rey. » A estas palabras,
los guardias se apoderaron de mí y me llevaron
á la presencia del tirano. Figuraos, señora, cual
fué mi estrañeza y mi quebranto.
« Aquel rebelde visir estaba enconadísimo
conmigo desde largo tiempo. He aquí lo que lo
motivó. En mi niñez era aficionado á tirar la ba-
llesta : un dia me hallaba en la azotea del palacio
y me divertía tirando con ella. Presentóse un
pájaro delante de mí, le apunté, pero erré el
tiro, y por casualidad la bala dio en el ojo del
visir que tomaba el fresco en la azotea de su
casa, y se lo hizo saltar. Cuando supe el fracaso,
hice que me disculparan con el visir, y aun yo
mismo lo verifiqué ; pero no dejó de guardar un
rencor violento, que me solia manifestar sin re-
paro y á todo trance ; pero lo estremó bárbara-
mente , cuando estuve en su poder. Abalanzóse
á mí como un furioso luego que me vio, y me-
tiéndome los dedos en el ojo derecho , me lo
sacó. Esta es la razón porque soy tuerto.
« Pero no paró en esto la crueldad del usur-
pador. Me hizo enjaular y mandó al verdug.)
que me llevara en aquel estado muy lejos del
palacio y me abandonara á las aves de rapiña
después de haberme degollado. El verdugo ,
acompañado de otro hombre , montó á caballo
llevando consigo la jaula y se detuvo en el campo
para ejecutar su orden. Pero logré moverle á
CIENTOS ÁRABES.
67
compasión con mis ruegos y lágrimas. « Idos,»
me dijo, « salid pronto del reino y guardaos de
de volver á él, porque os perderíais y causa-
ríais mi esterminio. » Dile gracias por el favor
que me hacia, y apenas estuve solo, cuando me
consolé de haber perdido un ojo, al recapacitar
que habia evitado una desgracia mayor.
« No podia caminar mucho en el estado en
que me hallaba. Durante el dia me retiraba á
parajes desiertos, y de noche caminaba en
cuanto me lo permitían mte fuerzas. Por fin
llegué á los estados del rey mi tio y pasé á su
capital.
« Referíle circunstanciadamente la trájica
causa de mi regreso y del estado lastimoso en
que me veia. « ¡ Ay de mí ! » esclamó, « ¿ no
me bastaba haber perdido un hijo , era preciso
que supiese además la muerte de un hermano
tan querido y que te viese en el lamentable es-
tado á que estás reducido?» Manifestóme el
desconsuelo en que se hallaba, no habiendo re-
cibido noticia alguna del príncipe su hijo , por
muchas pesquisas que hubiese hecho con el
mayor ahinco. Lloraba el desgraciado padre
cuando me hablaba , y su aflicción rayó en tal
estremo que no pude resistir á su quebranto ,
siéndome imposible guardar el juramento que
habia hecho al príncipe mi primo , y así referí
al rey su padre todo cuanto sabia.
« Escuchóme el rey con cierto consuelo, y
cuando hube acabado , « Sobrino, » me dijo ,
« la narración que acabas de hacerme me da
alguna esperanza. Supe á su tiempo que mi hijo
mandaba construir aquel sepulcro, y casi sé el
sitio. Me lisonjeo de que lo hallaremos, auxi-
liándonos la especie que de él conservas. Pero
ya que lo mandó edificar recientemente y te ha
exijido el secreto, soy de parecer que vayamos
nosotros solos á buscarle para evitar toda publi-
cidad. Tendría un motivo importantísimo que
no te habrá dicho para ocultarlo á los ojos de
todos, como verás mas adelanté.
« Habiéndonos disfrazado , salimos por una
puerta del jardin que daba al campo, y pronto
tuvimos la suerte de hallar lo que buscábamos.
Reconocí el sepulcro , y fué tanto mayor mi
gozo, en cuanto lo habia estado buscando en
balde por mucho tiempo. Entramos en él y ha-
llamos la trampa de hierro caída sobre la en-
trada de la escalera. Costónos levantarla, porque
el principe la habia empotrado por dentro con
el yeso y agua de que ya hablé ; pero al fin lo
conseguimos.
« El rey mi tio bajó el primero, seguíle y ba-
jamos unas cincuenta gradas. Cuando llegamos
al pié de la escalera, nos hallamos en una espe-
cie de antesala cuajada de un denso y angustioso
humo que ofuscaba la luz que despedía una her-
mosa araña.
<( Pasamos de esta antesala á un aposento es-
pacioso, sostenido con gruesas columnas y alum-
brado con bastantes candeleros. En el centro
habia una cisterna y á un lado asomaban varias
especies de provisiones. Estrañamos el no ver
á nadie. Habia enfrente un estrado bastante ele
vado al cual se subia por gradas, y encima de
él se descubría un hermoso lecho cuyas corti-
nas estaban corridas. Subió el rey, y habiéndo-
las separado, vio -al príncipe su hijo y á la dama
acostados al lado uno de otro, pero quemados y
reducidos á carbón como si los hubieran echado
en una hoguera y los hubieran sacado antes de
quedar consumidos.
aLoque mas me maravilló fué que al presenciar
un espectáculo tan horrendo, el rey mi tio, en vez
de manifestarse inconsolable viendo á su hijo eti
tan espantoso estado , le escupió en el rostro
diciéndole con ademan indignado : « Este es el
castigo de este mundo ; pero el del otro durara
eternamente. » Y no contento con haber pro-
nunciado estas palabras, se quitó la chinela y \v
dio un chinelazo en la mejilla (1). .
« Pero, señor, ya es de dia, » dijoChehera-
zada ; « siento que vuestra majestad no pueda
atenderme mas. » Como esta historia del primer
calendo no estaba todavía concluida y le parecia
estrañísima al sultán, se levantó con ánimo de
oir la conclusión en la noche' siguiente.
(1) En el Oriente es un castigo ignominioso dar en la
boca con zapato, y esta costumbre, que todavía subsiste,
parece antiquísima.
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE XXXIX.
Esta noche Dinarzada se despertó mas tem-
prano de lo que solia, y llamó á su hermana.
« Mi preciosa sultana; » le dijo, « si no duermes,
te ruego que concluyas la histora del primer ca-
lendo, porque estoy ansiosísima de oiría.
» Pues bien. « dijo Cheherazada, « sabe que
el primer calendo prosiguió de este modo la
narración de su historia hecha á Zobeida : « Di-
fícil me fuera espresaros cual fué mi asombro al
ver que el rey mi tio maltrataba así al príncipe
su hijo, después de su muerte. « Señor,» le dije,
» por agudo quje sea el dolor que me causa un
objeto tan funesto, no puedo menos de suspen-
derlo para preguntar á vuestra majestad qué
crimen puede haber cometido el príncipe mi
primo para que así. tratéis su cadáver. — So-
brino, » me respondió el rey, a sabed que mi
hijo, indigno de este nombre, amó á su her-
mana desde la niñez, y que su hermana le cor-
respondió. No me opuse á su amistad , porque
no preveía lo que podría suceder : y ¿ quién hu-
biera podido preverlo ? Aquel cariño se estre-
mó con la edad, y llegó' á tal punto que al fin
temí las consecuencias. Puse remedio en cuanto
me fué posible, y no contento con reprender
agriamente á mi hijo á solas encareciéndole el
horror de la pasión que le arrebataba y el eterno
baldón que iba á recaer sobre mi familia , si
persistía en tan criminales sentimientos , hice
otro tanto con mi hija y la encerré de modo que
no pudo comunicarse con su hermano. Pero la
desastrada se habia empapado en el veneno, y
todos los obstáculos de que se valió mi pruden-
cia solo sirvieron para dar mayor pábulo á su
desvarío.
« Persuadido mi hijo de que su hermana era
siempre la misma para él, so pretesto de man-
darse construir un sepulcro, dispuso esta morada
subterránea, esperanzado de hallar algún dia
coyuntura para robar al objeto descarriado de
su pasión y traerla aquí. Aprovechó el tiempo en
que me hallaba ausente para allanar el recinto
en donde estaba su hermana, circunstancia á la
que mi honor no me ha permitido dar publici-
dad. Después de tan vituperable acción, ha
venido á encerrarse con ella en este lugar, ha-
biéndolo provisto como ves con toda clase de
abastos para poder gozar mucho tiempo de sus
abominables amores , que deben horrorizar al
mundo. Pero Dios no ha querido permitir aque-
lla abominación y los ha castigado justamente.»
Al acabar estas palabras echó á llorar, y con-
fundí mis lágrimas con las suyas.
« Poco después clavó los ojos en mí, y abra-
zándome prosiguió : « Pero, mi querido sobrino,
§j pierdo un hijo indigno, en ti hallo felizmente
quien llene mejor el lugar que ocupaba. » Las
reflexiones que siguió repitiendo sobre el aciago
fin de los príncipes nos hicieron derramar nue-
vas lágrimas.
« Volvimos á subir por la misma escalera y
salimos por fin de aquel funesto sitio. Dejamos
caer la trampa de hierro y la cubrimos con tierra
y con escombros para ocultar en lo posible un
efecto tan tremendo de la cólera divina.
« Ya hacia tiempo que habíamos regresado ai
palacio, sin que nadie hubiera advertido nues-
tra ausencia, cuando oímos un confuso estruen-
do de trompetas, timbales, tambores y otros
instrumentos guerreros. Una densa polvareda
que ofuscaba los objetos nos demostró pronto
lo que era y nos anunció la llegada de un ter-
rible ejército. Mandábalo el mismo visir que
habia destronado á mi padre y usurpado sus
estados, y se adelantaba al frente de numerosas
tropas con ánimo de apoderarse de los domi-
nios del rey mi tio.
« Aquel príncipe, que solo tenia entonces una
guardia regular, no pudo resistir á tantos ene-
migos. Acometieron la ciudad, y como las puer-
tas se abrieron sin resistencia, fácil les fué ha-
cerse dueños de su recinto. Con la misma faci-
lidad penetraron hasta el palacio del rey mi tio,
quien se defendió y cayó muerto después de
batallar larguísimo rato por su existencia. Por
mi parte peleé denodadamente, pero viendo
que era preciso ceder á la fuerza, traté de reti-
rarme y tuve la suerte de salvarme siguiendo
CIENTOS AKABKS.
69
rumbos recónditos, y de pasar á casa de un ofi-
cial del rey cuya fidelidad me constaba.
« Traspasado de quebranto y acosado por la
suerte, acudí á un ardid , único recurso que me
quedaba para conservar la vida. Hice que me
afeitasen la barba y las cejas, y habiendo vesti-
do el traje de calendo, salí de la ciudad sin que
nadie me conociera. Fácil me fué alejarme del
reino de mi tio caminando siempre por sendas
desviadas. Evité pasar por las ciudades hasta
que, habiendo llegado al imperio del poderoso
caudillo de los creyentes (1), el glorioso y afa-
en todas partes. Le conmoveré, dije entre mí,
con la narración de una historia tan peregrina
como la mia ; sin duda se apiadará de un prín-
cipe desgraciado y no imploraré en vano su
apoyo.
« Finalmente al cabo de un viaje que ha du-
rado meses, he llegado hoy á las puertas de esta
ciudad : he entrado en ella al anochecer, y ha-
biéndome detenido un poco para tomar aliento
y deliberar hacia donde encaminaria mis pasos,'
llegó este otro calendo que está aquí en traje
de .viandante. Saludóme , v habiéndole corres-
mado califa Harun Alraschid, dejé de temer. En-
tonces recapacitando lo que debia hacer, deter-
miné pasar á Bagdad (2) y echarme á los pies
de este gran monarca, cuya jenerosidad se alaba
(tycaudíllo de los creyentes ó príncipe de los fleles, en
árabe, emir el mumenin ; de este nombre tomaron nues-
tros antiguos historiadores el de miramolin.
(2) Bagdad, ciudad fundada por Almamor, segundo ca-
lifa do la dinastía de los Ahasides. Este príncipe, disgus-
tado de su residencia en la ciudad de Hasch< mían cerca
de Cufab, ¿ donde unos rebeldes habían ido ó sitiarle en
su castillo, determinó edificar una ciudad en donde estu-
viese mas seguro. Después de |haber cscojirio, según [con-
pondido, « A lo que veo, » le dije, «sois estran-
jero como yo. » Y cuando me respondía que no
me engañaba, llega el tercer calendo que aquí
veis. Nos saluda y da á conocer que también es
sejo de sus astrólogos, el día y momento propicio, echó
los cimientos de su capital en un campo situado ó orillas
del Tigris, y que Cosroes Nurschirvan había dado en otro
tiempo 6 una de sus mujeres. Esta princesa había man-
dado «levantar una capilla dedicada á un ídolo llamado
Bag, y al mismo tiempo había dado á todo el campo el
nombre de Bagdad, que quiere decir en persa don de Bag.
Bagdad y toda la provincia del Irac-Arab Y de que es capi-
tal, pertenece hoy día al gran señor.
70
LAS MIL Y UNA NOCHES.
eslranjero y recien llegado á Bagdad. Junlámo-
nos como hermanos y determinamos no sepa-
rarnos.
« Sin embargo era ya tarde y no sabíamos
donde hospedarnos en una ciudad que no cono-
cíamos. Pero nuestra buena suerte nos trajo á
vuestra puerta y nos tomamos la libertad de lla-
mar á ella ; nos recibisteis tan bondadosa y ca-
ritativamente que no podemos agradecéroslo
bastante. He aquí, señora, » añadió, « lo que me
habéis mandado que os refiera : porqué he per-
dido el ojo derecho, porqué tengo la barba y
las cejas rapadas, y porqué me hallo ahora en
vuestra casa.
— a Basta, » dijo Zobeida , «.estamos satisfe-
chas ; retiraos á donde queráis. » El calendo se
esc usó* y suplicó á la dama que le permitiera
quedarse para tener la satisfacción de oir la
historia de sus dos cofrades á quienes no podia
abandonar, y la de las tres otras personas pre-
sentes.
« Señor, » dijo al llegar aquí Cheherazada,
apunta el dia y no puedo referir la historia del
segundo calendo ; pero si vuestra majestad quie-
re oiría mañana, no le gustará menos que la
del primero. » Consintió en ello el sultán y se
levantó para ir á celebrar consejo.
NOCHE XI.
Imajinándose Dinarzada que se deleitaría tanto
con la historia del segundo calendo como con la
anterior, no hizo falta en despertar á la sultana
antes del amanecer. « Hermana mia, » le dijo,
« si no duermes, te ruego que empiezes la his-
toria que nos prometiste. » Y al punto Chehera-
zada, vuelta al sultán, habló en estos 'térmi-
nos :
Señor, la historia del primer calendo pasmó
á todos los oyentes ; pero particularmente al ca-
lifa, y la presencia de los esclavos empuñando
los sables no le quitó decir á media voz al visir :
« Muchas historias he oido desde que tengo uso
de razón ; pero ninguna puede compararse con
la de ese calendo. » Mientras que así hablaba,
el segundo calendo tomó la palabra, y encarán-
dose con Zobeida, dijo :
HISTORIA DEL SEGUNDO CALENDO, HIJO DE REY.
« Señora, para obedecer á vuestras órdenes é
informaros por qué estraña aventura he ¡rerdido
el ojo derecho, he de referiros toda la historia
de mi vida.
« Apenas habia salido de la niñez/ cuando el
rey mi padre, porque habéis de saber, señora,
que nací príncipe, advirtiendo en mí suma agu-
deza, hizo todo cuanto pudo para cultivarla
trayéndome á todos los que sobresalían en sus
estados en ciencias v nobles artes.
__ « Luego que supe leer y escribir, aprendí de
memoria todo el Alcorán (i), ese libro admira-
ble que contiene el fundamento, los preceptos
y la regla de nuestra relijion (2) , y para instruir-
me á fondo leí las obras de los autores mas ce-
lebrados que lo han ilustrado con sus comenta-
rios. Añadí á esta lectura el conocimiento de
todas las tradiciones recojidas de boca de nues-
tro profeta por los varones eminentes que fue-
ron sus contemporáneos, y no contento con sa-
ber todo lo relativo á nuestra relijion, eché el
resto en estudiar nuestras historias, me perfec-
cioné en la literatura y versificación con la lec-
tura de nuestros poetas, dedicándome al mismo
(I) El Alcorán, ó nías propiamente el Coran, voz arábiga
que significa lectura, es la recopilación de las supuestas
revelaciones hechas á Ma liorna por el Altísimo, mediando
el anjel Gabriel. Se compone de ciento y catorce capítulos
ó Surates que el profeta de los Árabes publicó sucesiva-
mente, haciendo creer á sus discípulos que el énjel Gabriel
le entregaba en porciones aquel libro que habia salido
completo de manos de D.os. La primera revelación está
separada de la última i»or un espacio de veinte y tres
años. El profeta tenia cuarer ta cuando anuncio que habia
recibido la primera visita del énjel Cabriel ; estas supues-
tas visitas continuaron hasta la muerle de Mahoma, quien
dictaba ¿ un amanuense los diferentes capítulos de' libro
santo, al paso que el enviado de Dios se los traía. El arte
de la escritura era entonces muy escaso, y según parece,
Mahoma no sabia escribir.
{%) La relijion musulmana está fondada en un deísmo
puro ; sus sectarios la dividen en dos ramas , una llama*
da la fe, y otra el culto ó la práctica. La fe consiste en
creer en el símbolo siguiente : No hay mas Dios que Dto*,
y Mahoma es su profeta.
CUENTOS ÁRABES.
71
tiempo á la jeografia y cronolojía y á hablar cas-
tizamente nuestra lengua, sin desatender por
esto ninguno de los ejercicios que convienen á
un príncipe. Pero lo que me gustaba mucho y
en que sobresalí particularmente, fué en formar
los caracteres de nuestra lengua arábiga. Fue-
ron tales los progresos que hice, que aventajé
á todos los pendolistas de nuestro reino que se
habian granjeado mayor nombradía.
« La fama me honró mas de lo que merecía,
pues no contenta con abultar mis conocimien-
tos en los estados del rey mi padre, llevó mi
nombre hasta la corte de las Indias, cuyo pode-
roso monarca quiso verme, y al intento envió
un embajador con ricos presentes pidiéndome á
mi padre, quien se alegró mucho de aquella
embajada por var¡03 motivos. Estaba persuadido
de que era muy provechoso para un príncipe de
mi edad viajar á las cortes estranjeras, y ade-
más se alegraba de granjearse la amistad del
sultán de las Indias. Marché pues con el emba-
jador, pero con poca comitiva, por lo largo y
trabajoso de los caminos.
« Hacia un mes que íbamos caminando, cuan-
do descubrimos á lo lejos una gran polvareda,
y luego divisamos cincuenta jinetes bien arma-
dos. Conocimos que eran salteadores que ve-
nían á galope tendido... » Cheherazada suspen-
dió su narración al llegar aquí, porque advirtió
que era muy de dia, y se lo anunció al sultán,
que se levantó ; pero queriendo saber lo que su-
cedería entre los cincuenta jinetes y el embaja-
dor de las Indias, aguardó la noche siguiente
con impaciencia.
NOCHE XLI.
Era casi de dia cuando Dinarzada se despertó,
a Hermana mia, » esclamó, « te ruego , si no
duermes, que prosigas la historia del segundo
calendo. «Cheherazada continuó de esta ma-
nera :
a Señora, » prosiguió el calendo vuelto á Zo-
beida, « como teníamos diez caballos cargados
con nuestro equipaje y con los presentes que
debia hacer al sultán de las Indias de parte del
rey mi padre, y éramos en corto número, ya
podéis conceptuar que los salteadores se aba-
lanzaron á nosotros osadamente. No hallándo-
nos en estado de contrarestarlos, les dijimos
que éramos embajadores del sultán de las indias
y que esperábamos que nada harían contrario
al respeto que le debían. Con esto creímos sal-
var nuestras vidas y equipajes; pero los malhe-
chores nos contestaron descocadamente : « ¿ Por-
qué hemos de respetar al sultán vuestro amo ni
su riqueza? Nosotros no somos subditos suyos
ni estamos en sus dominios. » Y al decir estas
palabras, nos rodearon y acometieron. Me de-
fendí cuanto pude, pero sintiéndome herido y
viendo que el embajador y los que nos acom-
pañaban estaban tendidos en el suelo, aprove-
ché las fuerzas que le quedaban á mi caballo,
que también estaba herido, y me alejé de ellos.
Corrió mientras pudo llevarme , pero luego
empezó á llaquear y al fin cayó muerto de can-
sancio. Desprendíme de él prontamente , y ad-
virtiendo que nadie me perseguía, me imajiné
que los salteadores no habian querido alejarse
de la presa que tenían hecha. »
. Cuando litigaba aquí Cheherazada, advirtió
que amanecía y hubo de callar. « j Ay, herma-
na!» dijo Dinarzada, «mucho siento que no
puedas continuar esa historia. — Mucho mas te
hubiera contado, » respondió la sultana, «si no
estuvieras hoy tan perezosa. — Mañana seré
mas dilijente, » repuso Dinarzada, « y confio
que satisfarás de sobra la curiosidad del sultán
por el malogro de hoy. » Chahriar se levantó
sin contestación, acudiendo á sus quehaceres.
72
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE XIII.
Dinarzada se esmeró en llamar á la sultana
muy de madrugada. «Querida hermana,» le
dijo, « si no estás dormida, te ruego que pro-
sigas la historia del segundo calendo. — Cor-
riente, » respondió Cheherazada, y al mismo
tiempo continuó así :
«Vimepues, señora,» dijo el calendo, «solo,
herido y en sumo desamparo, y además pe-
regrino para todo el pais. No me atreví á volver
al camino por miedo de caer otra vez en manos
de los salteadores, y después de haber fajado
mi herida, que no era de cuidado, caminé lo
restante del dia y llegué á la falda de un monte,
en donde descubrí la entrada de una cueva :
entré en ella y pasé la noche sobresaltado,
tras de haber comido algunas frutas que habia
ido recojiendo por el camino.
« Seguí caminando al dia siguiente y sucesi-
vos sin hallar sitio en que detenerme. Pero al
rabo de un mes descubrí una gran ciudad muy
poblada y en situación ventajosísima, pues re-
baban su campiña varios rios, reinando además
en ella una primavera eterna.
« Alegráronme en el alma los objetos hala-
güeños que estaba presenciando, suspendiendo
momentáneamente la mortal tristeza que me
aquejaba en tan sumo desamparo. Mi rostro,
manos y pies se atezaron, abrasados por el sol
intensísimo, y roto mi calzado, tenia que andar
descalzo y con el cuerpo mal cubierto con mi
ropa toda destrozada.
« Entré en la ciudad para informarme y saber
dónde me hallaba ; encamíneme á un sastre que
estaba trabajando en «su taller, quien concep-
tuando por mi mocedad y mis modales que era
muy diverso de lo que parecía, me hizo sentar
á su lado. Me preguntó quién era, de dónde
venia, y lo que me habia traido allí. Nada le
oculté de cuanto me habia sucedido, y aun no
tuve dificultad en descubrirle mi jerarquía.
« Escuchóme el sastre con mucha atención,
pero cuando hube acabado de hablar, en lugar
de darme consuelo, agravó en gran manera mi
quebranto. « Guardaos, » me dijo, « de confiar
á nadie lo que acabáis de decirme, porque el
príncipe que reina aquí es enemigo mortal del
rey vuestro padre, y no cabe duda en que os
haria algún daño, si supiese vuestra llegada á
esta ciudad. « No dudé un punto de la sinceri-
dad del sastre, cuando me hubo nombrado el
príncipe ; pero como la enemistad que media
entre mi padre y él no tiene relación con mis
aventuras, me permitiréis, señora, que la pase
por alto.
« Di gracias al sastre por el consejo que me
daba, y le manifesté que me atenía entera-
mente á sus sanos consejos y que nunca olvida-
ría lo que por mí hiciese. Como juzgó que no
debia estar falto de apetito, me hizo traer de
comer, y aun me ofreció un aposento en su
casa, que acepté.
« Pocos días después de mi llegada, obser-
vando que me habia repuesto del largo y pe-
noso viaje que acababa de hacer, y no igno-
rando que la mayor parte de los príncipes de
nuestra relijion, precaviéndose contra los reve-
ses de la fortuna, aprenden algún arte ú oficio,
para valerse de él en caso necesario, me pre-
guntó si sabia alguno con el cual pudiera vivir
sin ser gravoso á nadie. Respondíle que estaba
impuesto en ambos derechos, que era gramá-
tico, poeta, y sobre todo pendolista. «Con todo
lo que acabáis de decir, » replicó, « no gana-
ríais un mendruguillo en este pais : esa clase de
conocimientos son aquí absolutamente insen i-
bles; Si queréis seguir mi consejo, » añadió,
« os vestiréis un traje corto, y como parecéis
robusto y de buen temperamento, os iréis al
bosque cercano á cortar leña : vendréis á ven-
derla á la plaza, y os aseguro que sacaréis con
que vivir independiente de todos. Por este me-
dio os pondréis en estado de aguardar que el
cielo os sea propicio y avente la nube de mala
suerte que nubla la felicidad de vuestra vida y
os obliga á ocultar vuestro nacimiento. Yo me
encargo de proporcionaros una cuerda y una
hacha. »
« El temor de ser conocido v la necesidad de
CUENTOS ÁRABES.
73
vivir me determinaron á tomar este partido, á
pesar de la humillación y el afán que le eran
consiguientes.
« Al dia siguiente, el sastre me compró una
hacha y una cueixja, como también un traje
corto, y recomendándome á algunos pobres ha-
bitantes que se ganaban la vida del mismo
modo, les rogó que me llevasen consigo. Acom-
pañáronme al bosque, y el primer dia traje á la
ciudad un gran haz de leqp que vendí por me-
dia moneda de oro del país, porque si bien el
bosque no caia lejano, la leña estaba cara en
aquella ciudad, porque eran poquísimos los que
se dedicaban á cortarla. En poco tiempo gané
mucho dinero y volví al sastre el que me habia
adelantado.
« Hacia un año que vivia de este modo, cuando
un dia habiéndome internado en el bosque, lle-
gué á un sitio muy ameno y me puse á cortar
leña. Al arrancar la raiz de un árbol, descubrí
un anillo de hierro prendido de una trampa del
mismo metal ; al punto quité la tierra que la
cubría, levántela, y vi una escalara por la que
bajé con el hacha en la mano.
« Cuando estuve al pié de la escalera, me
hallé en un espacioso palacio, causándome gran
admiración el que reflejase en él la luz como si
estuviera sobre la tierra en el lugar mejor so-
leado. Seguí una galería sostenida con columnas
de jaspe, cuyas bases y chapiteles eran de oro
macizo ; pero viendo que me salia al encuentro
una dama de noble y airosa traza y de estraor-
dinaria belleza, mis miradas se desviaron de los
, objetos que me rodeaban para clavarse tan solo
en ella. »
Aquí llegaba Cheherazada, cuando apuntó el
dia. « Querida hermana, » dijo Dinarzada, « te
confieso que he estado embelesada con lo que
acabas de contarme, y supongo que lo que falta
no será menos peregrino. — No te equivocas, »
respondió la sultana, « porque la continuación
de la historia de este segundo calendo es mas
digna de la atención del sultán, mi señor, que
todo cuanto ha oido hasta ahora. — Mucho lo
dudo, » dijo Chahriar levantándose; « mañana
lo veremos. »
NOCHE XIIII.
Aquella noche Dinarzada estuvo muy madru-
gadora. « Hermana, si no duermes, » dijo á la
sultana, « te ruego que me cuentes lo que pasó
en el palacio subterráneo entre el príncipe y la
dama. — Vas á saberlo, » respondió Chehera-
zada, « prestadme atención :
El segundo calendo prosiguió así su historia :
« Para ahorrar á la hermosa dama la molestia
de adelantarse hacia mí, me apresuré á jun-
tarme con ella, y mientras yo le tributaba un
profundo saludo, me dijo : « ¿Quién sois? ¿sois
hombre ó jenio? — Soy hombre, señora, » le
respondí levantando la cabeza , « y no tengo
relaciones con los jenios. — ¿Y cómo os halláis
aquí ? » replicó dando un gran suspiro. « Hace
veinte y cinco años que vivo aquí, y en todo
este tiempo sois el único hombre que he visto en
este sitio. »
« Su gran hermosura, que ya me habia cau-
tivado, su agrado y cortesanía me alentaron á
decirle : «Señora, permitidme que os diga, an-
tes que logre la dicha de satisfacer vuestra cu-
riosidad, que agradezco infinito á la suerte este
encuentro imprevisto que me ofrece la ocasión
de consolarme en la aflicción que me aqueja, y
quizá la de haceros mas feliz de lo que sois. »
Entonces le referí puntualísimamente por qué
estraño suceso veia en mí al hijo de un rey en
el estado en que me presentaba delante de ella,
y cómo habia descubierto casualmente la en-
trada de la suntuosa cárcel en que la hallaba, al
parecer, sumamente desconsolada.
— « i Ay de mí, príncipe ! » prosiguió la
dama suspirando, « razón tenéis en creer que
esta cárcel tan rica y pomposa es una mansión
muy aciaga. Los lugares mas amenos no pue-
den agradar al hallarse en ellos con repugnan-
cia. Imposible es que no hayáis oido hablar del
74
LAS MIL Y UNA NOCHES.
gran Epitimaro, rey de la isla de Ébano, así
llamada por la abundancia con que produce esta
preciosa madera. Yo soy hija suya.
« El rey.mi padre me habia escojido por es-
poso un príncipe que era primo mió ; pero la
primera noche de mi boda, en medio de los
regocijos de la corte y capital del reino de la
isla de Ébano* y antes que me hubiesen entre-
gado á mi marido, fui arrebatada por un jenio.
En aquel momento me desmayé y perdí el sen-
tido, y cuando volví en mí, me hallé en este
palacio. Estuve inconsolable por mucho tiempo;
pero al cabo la necesidad me ha acostumbrado
á ver y aguantar al jenio. Como ya os lo dije,
hace veinte y cinco años que estoy en este sitio,
en el que tengo todo cuanto es necesario á la
vida y todo cuanto puede satisfacer á una prin-
cesa amiga de trajes y adornos.
(( Cada diez dias, » continuó la princesa, « el
jenio viene á pasar una noche conmigo ; nunca
viene fuera de este dia, y me da por escusa que
está casado con otra mujer que tendría zelos, si
llegase á entender la infidelidad que le hace.
Sin embargo cuando necesito de él de dia ó de
noche , no tengo mas que acudir aun ensalmo
que está á la entrada de mi aposento, y al punto
se presenta (1). Hoy hace cuatro dias que vino,
y así no le espero sino dentro de seis. Por lo
tanto podéis estaros cinco dias conmigo, si que-
réis, y procuraré regalaros según vuestro linaje
y mérito. »
« Me hubiera tenido por muy afortunado en
conseguir tan gran favor pidiéndolo, y por con-
siguiente estuve muy ajeno de rehusar tan amis-
toso ofrecimiento. La princesa me hizo entrar
en un baño, el mas aseado , cómodo y suntuoso
que imajinarse cabe, y cuando salí, hallé, en lu-
gar de mi vestido, otro riquísimo, que me puse
(i) Talismán, thelesman, ó ensalmo, nombre que ios
Orientales dan ¿ toda piedra preciosa grabada bajo el
influjo de una constelación que tiene caracteres y emble-
mas sacados de las ciencias ocultas.
mas bien para presentarme digno de estar con
ella que por su riqueza y lujo.
« Ños sentamos en un sofá cubierto con una
magnifica alfombra y almohadones de hermoso
brocado de Indias, y luego colocó sobre la mesa
manjares muy delicados. Comimos juntos y pa-
samos lo restante del dia deliciosamente , y de
noche me admitió en su lecho.
« Como buscaba todos los medios de compla-
cerme, me sirvió al dia siguiente una botella de
vino añejo y en estremo esquisito ; y también
bebió de él conmigo. Cuando los vapores del
vino se me subieron á la cabeza, le dije : « Her-
mosa princesa , demasiado tiempo hace que os
halláis enterrada viva. Venid conmigo á gozar
de la claridad del verdadero dia de que estáis
privada. Abandonad la mentida luz de que estáis
aquí gozando. »
« Príncipe, » me respondió la dama con suave
sonrisa, a dejaos de semejante intento. Poco me
importa la mas hermosa luz del mundo, con tal
que de los diez dias me concedáis nueve y ce-
dais el décimo al jenio. — Princesa , » repuse
yo , « veo que habláis así por temor del jenio.
En cuanto á mí, le temo tan poco que voy á ha-
cer pedazos su ensalmo y todo el embolismo
escrito sobre él. Que venga ; le aguardo. Por va-
liente y temible que sea, sentirá el peso de mi
brazo, juro esterminar todos cuantos jeniojs hay
en el mundo y á él el primero. » La princesa ,
que sabia á lo que me esponia , me suplicó que
no tocara el talismán. «Seria.)) me dijo, «el
medio que os perdieseis y á mí también. Co-
nozco mejor que vos á los jenios. » Trastornado
con el vino , deseslimé los consejos de la prin-
cesa , y pateando el ensalmo lo hize pedazos. »
Al decir estas palabras, advirtió Cheherazada
que era de dia, y suspendió su narración. El
sultán se levantó, y no dudando que al talismán
roto se seguiría algún acontecimiento notable ,
determinó oir la conclusión de la historia.
CUENTOS ÁRABES.
75
NOCHE X1IV.
Despertóse Dinarzada antes de amanecer y
dijo á la sultana : « Hermana mia , si no duer-
mes, te ruego que nos cuentes lo que sucedió
en el palacio subterráneo luego que el príncipe
rompió el talismán. — Voy á decirlo, » respon-
dió Cheherazada, y volviendo á proseguir la nar-
ración del segundo calendo, habló así :
« Apenas estrelló el ensalmo cuando se estre-
meció todo el palacio como si fuera á desplo-
marse con pavoroso estruendo, semejante al del
trueno, acompañado de repetidos relámpagos y
de total lobreguez. Disipáronse al punto los va-
pores del vino , y conocí , aunque demasiado
tarde, el yerro que habia cometido. «Princesa,
esclamé, « ¿qué significa esto ? » Y ella me res-
pondió aterrada y sin pensar en su propia des-
ventura : «¡Ay de mí! estáis perdido, si no
huis. »
« Seguí su consejo y fué tal mi espanto que
olvidé mi hacha y chinelas. Apenas habia llegado
á la escalera por la que habia bajado, cuando se
abrió el palacio encantado dando paso al jenio.
Preguntó furioso ala princesa : «¿Que te ha
sucedido y porqué me llamas? — Me* he sentido
indispuesta , » le respondió la princesa , « y he
ido á buscar esta botella ; he bebido dos ó tres
veces, por desgracia he dado un paso en falso,
y he caido sobre el talismán, que se ha hecho
pedazos. Esto es todo lo que ha sucedido. »
« A esta respuesta encolerizóse el jenio y le
dijo : « Eres una desvergonzada y una menti-
rosa : ¿ porqué se hallan aquí esta hacha y estas
chinelas ? — No las he visto hasta ahora , » le
respondió la princesa. « Sin duda habiendo ve-
nido con tanto ímpetu , las habéis arrastrado al
pasar por algún sitio trayéndolassin advertirlo.»
« El jenio solo le respondió con baldones y
aun golpes que sonaron hasta en mis oidos. No
tuve corazón para oir el llanto, los lamentos y
alaridos de la princesa atropellada tan atroz-
mente. Ya me habia despojado del traje que me
habia hqcho vestir y vuelto á tomar el mió, que
habia puesto en la escalera el dia anterior al sa-
lir del baño. Así acabé de subir, tanto mas iras-
pasado de amargura y compasión , en cuanto
era la causa de tan suma desventura, siendo el
mas delincuente é ingrato de todos los hombres
en haber sacrificado la mas hermosa princesa
de la tierra á la barbarie de un jenio desapiadado.
«Es cierto, recapacitaba , que hace veinte
y cinco años que está encarcelada ; pero eseepto
la libertad, nada tenia que apetecer para ser
feliz. M¡ arrebato desquicia su dicha y la ava-
salla á la crueldad de un diablo implacable.
Dejé caer la trampa, la cubrí otra vez con tierra
y regresé á la ciudad con un haz de leña que me
eché al hombro sin saber lo que hacia, tan con-
fuso y desconsolado me hallaba.
« Gozosísimo se me mostró el sastre con mi
regreso. « Vuestra ausencia me causó suma de-
sazón en razón al secreto de vuestro nacimiento
que me habéis confiado. Cavilando sin cesar, no
acertaba á deslindar el motivo, y mas con la zo-
zobra de que alguien os hubiera descubierto.
Loado sea Dios , que habéis vuelto. » Dile gra-
cias por su amistoso afán , pero nada le dije de
lo acaecido ni porqué Volvia sin hacha y sin
chinelas. Retíreme á mi aposento, en donde me
reconvine mil veces de la imprudencia que habia
cometido. Nada , me estaba diciendo , tenia co-
tejo con la felicidad de la princesa y la mia , si
hubiera podido contenerme y no hubiera roto el
talismán.
« Embargado todo en tan melancólicos recuer-
dos , entró el sastre .y me dijo : « Un anciano
que no conozco acaba de llegar con vuestra ha-
cha y chinelas, que dice haber hallado en el ca -
mino. Ha sabido por vuestros compañeros que
vivíais aquí; venid á hablarle, quiere entregá-
roslas él mismo. »
« A estas palabras me inmuté todo y me puse
trémulo. Preguntábame el sastre qué tenia,
cuando se abrió el piso de mi aposento y apare-
ció el anciano , que no habia tenido paciencia
para aguardar, trayendo en la mano el hacha y
las chinelas. Era el jenio robador de la hermosa
princesa de la isla de Ébano , que se habia dis-
frazado así después de haberla tratado con la
76
LAS MIL Y UNA NOCHES.
mayor barbarie. « Soy jenio, » nos dijo, « nieto
de Eblis, príncipe de los jenios. ¿No es esta lu
hacha?» añadió, encarándose conmigo. «¿No
son estas tus chinelas? »
Dejó de hablar Cheherazada viendo que ha-
bía amanecido. El sultán cenceptiraba la histo-
ria del segundo calendo muy interesante para
que no quisiese oir la conclusión , y por lo tan-
to se levantó con ánimo de saber al día siguien-
te su paradero.
NOCHE XIV.
Antes de amanecer, Dinarzada llamó á la sul-
tana. «Mi querida hermana» le dijo; te ruego
que nos cuentes de qué modo el jenio trató al
príncipe. — Voy á satisfacer vuestra curiosi-
dad, » respondió Cheherazada, y prosiguió de
este "modo la historia del segundo calendo :
El calendo continuó hablando á Zobeida y di-
jo: «Señora, luego que. el jenio me hizo esta
pregunta, no me dio tiempo para responder,
y tampoco hubiera podido hacerlo , tan sobre-
cojido estaba con su pavorosa presencia. Asió-
me por medio del cuerpo, y arrastrándome fue-
ra del aposento, me arrebató por los aires has-
ta el cielo con ímpetu tan disparado .que mas
bien advertí la elevación en que me hallaba,
que no el espacio que acababa de atravesar en
CUENTOS ÁRABES.
77
pocos momentos. Precipitóse después hacia la
tierra, y habiéndola abierto de un talonazo, se
hundió en ella y al punto me hallé en el palacio
encantado delante de la hermosa princesa de la
isla de Ébano. Pero ¡ ay de mí ! ¡ qué espectácu-
lo se ofreció á mis ojos j y me traspasó el cora-
zón! La princesa estaba desnuda y ensangren-
tada, tendida en el suelo, mas muerta que viva
y las mejillas bañadas en llanto.
«Pérfida,» le dijo el jenio presentándome á
ella, « ¿no es este tu amante ? » Volvió ella hacia
mí sus lánguidos ojos y respondió desconsola-
damente: «No le conozco, ni nunca le vi hasta
ahora. — ¡ Cómo! » replicó ei jenio, «es causa
del estado en que justamente te ves, ¿y te atre-
ves á decir que no le conoces? — Si no le co-
nozco, » replicó la princesa, «¿queréis que
mienta y sea causa de su esterminio? — Pues
bien, » dijo el jenio , desenvainando un sable y
presentándoselo á la princesa, «si nunca le has
visto', toma este sable y córtale la cabeza. —
¡ Ay de mí ! dijo la princesa, «¿cómo puedo eje-
cutar lo que de mí exijis? Estoy tan falta de
fuerzas que no podría levantar el brazo, y aun
cuando lo pudiera , ¿tendría yo valor para dar
la muerte á una persona que no conozco, á un
inocente? — Prueba de tu crimen es que así te
niegas á obedecerme, » dijo entonces el jenio á
la princesa, y luego volviéndose hacia mí, aña-
dió: «Y tú ¿no la conoces?»
« Hubiera sido el mas ingrato y pérfido de los
hombres, si no hubiera tenido con la princesa la
misma fidelidad que ella habia tenido conmigo,
que era causa de su desgracia. Por lo mismo
respondí al jenio: « ¿Cómo puedo conocerla ,
cuando no la he visto sino esta vez? — Si así
es, » replicó él, «Toma ese sable y córtale la ca-
beza. A ese precio te daré la libertad y queda-
ré convencido de que nunca la viste hasta aho-
ra como dices. — Con mucho gusto, » repliqué
yo y tomé el sable de su mano « Pero, señor,
ya es de dia,» dijo Cheherazada interrumpiéndo-
se, y no debo abusar de la paciencia de vuestra
majestad. — Maravillosos acontecimientos son
esos,» dijo para si el sultán: «mañana veremos
si el príncipe tuvo la crueldad de obedecer al
jenio.
NOCHE X1VI.
.Dinarzada llamó á la sultana antes de acabar-
se la noche y le dijo: «Hermana mia, si no
duermes, te ruego que prosigas la historia que
no pudiste concluir ayer. — Con mucho gusto,»
respondió Cheherazada , y sin pérdida de tiem-
po dijo que el segundo calendo continuó así:
«No creáis, hermosa señora, que me acerca-
se á la hermosa princesa de la isla de Ébano
para ser el ministro de la barbarie del jenio;
hícelo [solamente para indicarle por mis jestos,
en cuanto pude, que así como ella habia teni-
do harta entereza para sacrificar su existencia
por amor mió, yo tampoco me desentendía de
igual sacrificio por amor suyo. La princesa com-
prendió mi intento. A pesar de su quebranto y
desconsuelo, me manifestó con una tierna mira-
da y me dio á entender que moría gustosa y que
estaba contenta al ver que también quería mo-
rir por ella. Retrocedí entonces y arrojando .el
sable, le dije al jenio; «Seria eternamente vitu-
perable ante todos los hombres, si cometiera la
ruindad de asesinar, no digo á una persona á
quien no conozco, sino aun á una dama como
la que veo, en el estado en que se halla á punto
de exhalar el postrer aliento. Haced de mí lo
que queráis, ya que estoy en vuestro poder;
pero no puedo obedecer esa orden inhumana.
— « Ya veo , » dijo el jenio , « que os burláis
ambos de mí, escarneciendo mis zelos; pero
ambos conoceréis de lo que soy capaz.» A estas
palabras el monstruo recojió el sable y cortó una
mano á la princesa, la cual solo tuvo tiempo
para hacer una seña con la otra y decirme un
eterno adiós, porque la sangre que habia perdi-
do y la que perdió entonces no la permitieron
vivir sino algunos instantes después de esta úl-
tima crueldad, cuyo espectáculo me causó un
desmavo.
LAS MIL V l NA NOCHES.
uCuando volví en mí me quejé al jenio de
que me hacia aguardar la muerte. « Herid , » le
dije, «estoy pronto á recibir el golpe mortal; lo
aguardo como la mayor fineza que podáis dis-
pensarme.» Pero en vez de concederme lo que
pedia, «He aqui » me dijo , « cómo tratan los
jenios á las mujeres que malician haberles sido
infieles. No hay duda en que te admitió aquí;
si estuviese seguro de que me hubiera hecho
un ultraje mayor, te daría ahora mismo la
muerte ; pero me contentaré con transformarte
en perro, asno, león ó pájaro : elije entre estas
trasformaciones ; consiento en dejarte dueño de
la elección. »
« Estas palabras me dieron alguna esperanza
de aplacarlo. «;0 jenio! le dije, «moderad vues-
tro enojo; ya que no queréis quitarme la vida,
concedédmela jenerosamente. Me acordaré siem-
pre de vuestra clemencia , si me perdonáis,
así como el mejor hombre del mundo perdonó
á uno de sus vecinos que le tenia una envidia
mortal.» Preguntóme el jenio qué habia ocurri-
do entre estos dos vecinos, diciéndome que
tendría paciencia de escuchar esta historia. He
aquí de qué modo le hice esta narración, y su-
pongo, señora, que no llevaréis á mal que os la
cuente también.
HISTORIA DEL ENVIDIOSO Y DEL ENVIDIADO.
«En una ciudad bastante populosa vivían
dos hombres pared por medio. Cangrenóse de
de envidia el corazón del uno contra el otro, en
términos que el envidiado determinó mudar de
habitación y alejarse , persuadido de que la ve-
cindad sola le habia acarreado el encono de su
vecino, porque si bien le habia hecho muchos
servicios, habia advertido que le guardaba ren-
cor. Al intento vendió su casa y la poca haci-
enda que tenia, y retirándose á la capital del
pais que no estaba muy distante , compró un
pegujar á una legua escasa de la ciudad. Allí
habia una casa bastante cómoda , un hermoso
jardin y un patio espacioso, en el que habia
una cisterna profunda ya desusada.
«El buen hombre, habiendo hecho esta com-
pra, vistió el traje de dervis para llevar una
vida mas retirada, mandó construir varias cel-
das en la casa y fundó en poco tiempo una co-
munidad crecida de dervises. Su virtud lo dio
pronto á conocer , y no dejó de atraer mucha
jente , ya del pueblo, ya de los principales de
la ciudad. Finalmente todos le honraban y que-
rían sobremanera. También acudían de lejos
para recomendarse á sus oraciones , y cuantos
se volvían iban pregonando las bendiciones que
creían haber recibido del cielo por su mediación.
« Habiendo cundido la nombradía del santo
varón en la ciudad de donde habia salido, el
envidioso sintió tan agudo pesar, que abandonó
casa y negocios con ánimo de esterminarlo. Al
intento se trasladó al nuevo convento de los
dervises, cuyo superior, antes su vecino, le re-
cibió con cuantos estremos amistosos cabe Ima-
jinar. El envidioso le dijo que habia venido de
intento para comunicarle un negocio importan-
te dpi que no podían tratar sino á solas. « A fin,»
añadió , « que nadie nos oiga , os ruego que pa-
seemos por el patio , y ya que se acerca la no-
che, mandad á vuestros dervises que se retiren
á sus celdas.» El prelado hizo cuanto se apetecía .
« Cuando el envidioso se vio á solas con este
buen hombre , empezó á contarle lo que quiso,
caminando en el patio uno al lado de otro, has-
ta que hallándose junto á la cisterna, le empujó
y tiró dentro sin que nadie fuera testigo de ac-
ción tan perversa. Hecho esto, se alejó pronta-
mente, llegó á la puerta del convento, y saliend)
sin ser visto , regresó á su casa contentísimo
de su viaje , y persuadido de que ya no existia
el objeto de su envidia. Pero se equivocaba. »
Suspendió Cheherazada su narración, porque
ya amanecía, y el sultán quedó airadísimo con
la maldad del envidioso. « Mucho deseo, » dijo
para sí, « que no padezca daño el buen dervis.
Espero que mañana sabré que no le desamparó
el cielo en esta ocasión. »
Cl KISTOS ARABKS.
79
NOCHE XIVII.
« Hermana mia, si no duermes, » dijo la des-
pertarse Dinarzada , « te ruego que nos digas si
el buen dervis salió sano y salvo dé la cisterna.
— Sí, » respondió Cheherazada, «y el segun-
do calendo dijo así al proseguir su historia:
« Habitaban la cisterna varias hadas y jenios,
los cuales se hallaron allí para socorrer al su-
perior de los dervises, á quien recibieron y sos-
tuvieron hasta abajo , de modo que no se hizo
daño alguno. Bien conoció que mediaba alguna
particularidad estrana en una caida con la cual
debia perder la vida; pero nada veia ni sentía.
No obstante oyó pronto una voz que decia :
« ¿ Sabéis quién es este buen hombre á quien aca-
bamos de hacer tan gran servicio? » Y habiendo
respondido otras voces que no, la primera pro-
siguió: «Voy á decíroslo. Este hombre, llevado
de una gran caridad, abandonó la ciudad en que
vivía y vino á establecerse en este lugar, espe-
ranzado de poder desarraigar á un vecino suyo
la envidia que le profesaba. Se ha granjeado
aquí tan jeneral aprecio, que el envidioso, no
pudiendo sobrellevarlo ha venido con intento de
darle muerte , lo que hubiera ejecutado , á no
ser por el auxilio que hemos aprontado á este
buen hombre, cuya fama es tal que el sultán,
soberano de la ciudad vecina, debe venir maña-
na á visitarle para recomendar la princesa su
hija á sus oraciones. »
«Otra voz preguntó porqué necesitaba la
princesa de las oraciones del dervis, y la prime-
ra respondió: « ¡ Cómol ¿no sabéis que está po-
seída por el jenio Maimun, hijo de Dimdim,
que se ha enamorado de ella? Pero yo sé co-
mo ese buen superior de los dervises pudiera cu-
rarla: es empresa facilísima y voy á decírosla.
Hay en su convento un gato negro (1) que tiene
(1) Los Musulmanes no miran a los gatos como animales
inmundos. « Cuentan, dice M. Marcel, que a Mahoma le
gustaban mucho los gatos, y que un dia una gata pre-
dilecta se quedó dormida sobre una parte de la túnica del
profeta, y cuando llegó la hora de la oración, se decidió á
cortar el pedazo sobre que estaba dormido el animal, por
no interrumpir aquel pacifico sueño al levantarse para
cumplir con sus funciones relijiosas. » Cuentos de Elmofc-
dy, tomo m, p. f&8, nota.
una mancha blanca en la punta del rabo del
tamaño de una monedita de plata. No tiene mas
que arrancar siete pelos de esta mancha blanca,
quemarlos y perfumar con su vapor la cabeza
de la princesa. Al punto quedará curada y tan
libre de Maimun , hijo de Dimdim , que nunca
volverá á acercarse á ella. »
« El superior de los dervises no desoyó una
palabra de esta conversación entre las hadas y
los jenios, que guardaron sumo silencio en toda
la noche después de haber dicho estas palabras.
Al amanecer del dia siguiente , luego que pudo
divisar los objetos, como la cisterna estaba der-
ruida en varios parajes, advirtiy un portillo por
el que salió sin trabajo.
« Los dervises que le buscaban quedaron go-
zosísimos de volverle á ver. Refirióles en pocas
palabras la maldad del huésped á quien había
dispensado tanto agasajo el dia anterior , y se
retiró á su celda. El gato negro de que habia
oido hablar de noche en la conversación de la.;
hadas y de los jenios no tardó en acercárselo
y hacerle cariños como solia . Le arrancó siete
pelos de la mancha blanca que tenia en la cola,
y los guardó para valerse de ellos cuando los
necesitase.
« Recien salido el sol , ansioso el sultán de
proporcionar curación ejecutiva á la princesa,
llegó á la puerta del convento. Mandó á su es-
colta que se detuviera, y entró con la oficialidad
principal de su comitiva. Los dervises le reci-
bieron con sumo acatamiento.
«El sultán llamó á solas á su jefe y le dijo:
« Rúen jeque (1) , acaso sabéis ya el motivo que
me trae aquí. — Sí señor, » contestó comedida-
mente el dervis, « si no me engaño , lo que me
proporciona un honor que no merezco es la en-
(1) La voz jeque signiüca anciano ; pero ha adquirido la
misma estension que la palabra latina sénior, de la que
hemos formado la de señor. El título de viejo de la mo/i-
iana. que los historiadores de las cruzadas dan á .os
caudillos de los Ismalieuses ó Asesinos, se deriva de uno
traducción literal de las palabras schetb al gebel, que sig-
nifican, señor de la montana. — El jefe do los smaliensi-s
se llamaba así porque habitaba en el castillo de Alam .1,
situado en la cumbre de un monte.
80
LAS MIL Y UiNA NOCHES.
fermedad de la princesa. — Eso mismo. » repli-
có el sullan. « Me daríais la vida si como espe-
ro , vuestras oraciones alcanzasen la curación
de rni hija. — Señor. » repuso el buen hombre,
« si vuestra majestad manda que la traigan
aquí , presumo que , con la ayuda y favor de
Dios, recobrará su cabal salud. »
«El príncipe rebosando de complacencia,
envió al punto por su hija , la que llegó en segui-
da , acompañada de crecido séquito de mujeres
y eunucos, y tapada de modo que no se le veia
el rostro. El superior de los dervises mandó que
tuviesen un braserillo encima de la cabeza de la
princesa, y apenas hubo echado los siete pelos
en los carbones encendidos que había mandado
traer, cuando el jenio Maimun, hijo de Dimdim,
prorumpió en un alarido agudísimo sin que se
viese nada , y dejó libre á la princesa.
« Al punto esta echó la mano al velo que le
cubría el rostro, y lo levantó para ver en don-
de se hallaba. «¿En dónde estoy? esclamó;
«¿quién me ha traído aquí?» A estas palabras,
el sultán no pudo encubrir su estremado gozo,
y abrazó á su hija y la besó en los ojos. Tam-
bién besó la* mano al superior de los dervises,
y dijo á la oficialidad de su séquito : « Decidme
vuestro parecer. ¿Qué galardón merece quien
así curó á mi hija ? » Respondiéronle todos que
merecía casarse con ella. « Eso mismo había
pensado yo , » replicó el sultán , « y le hago mi
yerno desde este momento.
« De allí á poco tiempo murió el primer visir,
y el sultán puso al dervis en su lugar, y cuando
este soberano murió sin herederos varones , los
caudillos de la relijion y del ejército reunidos de-
clararon y reconocieron unánimes al buen hom-
bre por sultán. »
Apuntaba el dia, y Cheherazada hubo de sus-
pender su narración. Parecióle á Chahriar que
el dervis era digno de la corona que acababa de
ceñir ; pero aquel príncipe ansiaba saber si el.
envidioso había muerto de pesar , y se levantó
con ánimo de saberlo la noche siguiente.
NOCHE XLYIII.
Cuando fué hora , Dinarzada dijo estas pala-
bras á la sultana: «Mi querida hermana , si no
duermes, te ruego que nos cuentes la conclu-
sión de la historia del envidiado y del envidioso.
— Con mucho gusto, » respondió Cheherazada.
« He aquí como prosiguió el segundo calendo:
«El buen dervis subió al trono de su suegro,
y un dia que iba rodeado de su corte descubrió
al envidioso entre la muchedumbre colocada al
paso. Mandó que se le acercase uno de los visi-
res que le acompañaba , y le dijo al oido: « Id
y traedme aquel hombre y tened cuidado de no
asustarle.» Obedeció el visir, y cuando el envi-
dioso estuvo en presencia del sultán, este le di-
jo: « Amigo mió , me alegro en el alma de ve-
ros ; » y vuelto á un oficial de palacio , Id, » le
dijo, «y que le entreguen al punto mil monedas
de oro de mi erario. Además que le den veinte
cargas de las mercancías mas preciosas que pa-
ran en mis almacenes , y que una guardia com-
petente le acompañe y escolte hasia su casa.»
Y después de haber enterado al oficial de todo,
se despidió del envidioso y prosiguió su ca-
mino.
« Cuando hube acabado de contar esta histo-
ria al jenio asesino de la princesa de la isla de
Ébano, le hice su debida aplicación. « ¡ Ojenio, »
le dije , « ya veis que aquel benéfico sultán no
se contentó con olvidar que el envidioso habia
querido quitarle la vida, sino que además le
trató y despidió con toda la dignación que aca-
bo de deciros!» Finalmente eché el resto <le mi
persuasiva rogándole que imitara tan caballero-
so ejemplo y me perdonara; pero no me fué po-
sible apiadarlo.
Lo único que puedo hacer por ti, » me dijo,
«es no quitarte la vida ; no te lisonjees que te
deje ir sano y salvo; preciso es que percibas lo
muchísimo que alcanzo con mis ensalmos.» A es-
tas palabras me asió con violencia, y arrebatán-
dome al través de la bóveda del palacio subter-
ráneo , que se abrió para franquearle paso , me
CUENTOS ÁRABES.
81
levantó tan alto que la tierra vino á parecerme
un celajillo blanquecino. Desde aquella altura
se arrojó como un rayo hacia la tierra sin dete-
nerse hasta la cumbre de un monte.
« Allí cojió un puñado de tierra , pronunció
ciertas palabras que no comprendí, y echándome-
la encima, «Depon » me dijo, « la figura de hom-
bre, y toma la de mono. » Al punto desapareció,
y yo quedé solo , trasformado en mono , acosa-
do de quebranto en un pais desconocido y sin
saber si estaba lejos ó cerca de los estados del
rey mi padre.
« Bajé de lo alto del monte á un pais llano,
ro como no podia hablar , me hallé en sumo
apuro. En efecto , el peligro á que estuve es-
puesto entonces no fué menor que el de yacer
bajo la potestad antojadiza del jenio.
« Los mercaderes supersticiosos y llenos de
escrúpulos , creyeron que seria de mal agüero
para su navegación , y por lo tanto uno dijo :
« Voy á asestarle un martillazo. » Otro añadió ;
« Quiero traspasarle con una flecha; » y final-
mente otro prorurnpió : « Vamos á lanzarle al
mar. » No cabe duda en que alguno de ellos
hubiera hecho lo que decia ; pero me acerqué
al capitán y me postré á sus pies ; y tirándole
cuyo término tan solo hallé al cabo de un mes
que llegué á la orilla del mar. Estaba á la sazón
en cabal bonanza y descubrí uní embarcación
á media legua de tierra. Por no malograr co-
yuntura tan rodada desgajé una gruesa rama de
árbol, la tiré tras mí en el mar y me puse á
horcajadas sobre ella con un palo en cada ma-
no en lugar de remos.
«En este estado vogué y me adelanté hacia
el buque. Cuando estuve bastante cerca para
ser conocido , todos los marineros y pasajeros
acudieron sobre cubierta para contemplar aquel
curioso espectáculo. Mirábanme todos con es-
tremado asombro. Entretanto llegué á bordo, y
asiendo una cuerda trepé sobre cubierta -, pe-
T. 1.
luego por el vestido en ademan suplicante, logré
enternecerle con esta acción y las lágrimas,
que derramaban mis ojos , en términos que me
tomó bajo su amparo , amenazando con que se
arrepentiría quien me hiciese daño. Y aun me
halagó muchísimo , y por mi parte , á falla de
palabras, le di con mis ademanes cuantas prue-
bas de reconocimiento me fué posible.
«El viento que sucedió á la calma no fué re-
cio , pero sí duró algunos dias , y así llegamos
felizmente al puerto de una hermosísima ciu-
dad, muy poblada y traficante, en el que dimos
fondo. Esta población era tanto mas grandiosa
cuanto era la capital de un poderoso estado.
«Pronto rodearon nuestra embarcación mu-
6
82
LAS MIL ^ UNA NOCHES.
chos botes llenos de jente que venia á dar y re-
cibir las albricias de sus amigos por su llegada,
ó á informarse de los que habian visto en el
pais de donde venian, ó por mera curiosidad de
ver un bajel que llegaba de tan lejos.
«Llegaron también algunos oficiales con el
encargo de hablar de parle del sultán con los
mercaderes de á bordo. Estos se presentaron ,
y uno de los oficiales hablando por los demás
les dijo : c< El sultán nuestro amo nos ha encarga-
do que os manifestemos cuan complacido está
con vuestra llegada , y os ruega que os toméis
la molestia de escribir cada uno en este papel
algunos renglones.
« Habéis de saber como tenia un primer vi-
sir, el cual, sobre su gran desempeño en los ne-
gocios, tenia la habilidad de ser primoroso
pendolista. Hace pocos dias que ha fallecido; el
sultán está muy apesadumbrado con su pérdida,
y como nunca miraba sin admiración los escri-
tos de su puño, ha hecho solemne juramento de
no dar su puesto sino á quien sea tan pendolis-
ta como él. Muchos han presentado muestras de
su letra ; pero hasta ahora no se ha hallado en
toda la estension de este imperio sujeto alguno
á quien se haya conceptuado digno de ocupar el
puesto del visir.
«Los mercaderes, que creyeron escribir bas-
tante bien para pretender tan suma dignidad,
escribieron uno tras otro lo que quisieron.
Cuando hubieron acabado , me adelanté y tomé
el papel de mano del que lo tenia. Todos , y
en particular los mercaderes que acababan de
escribir, imajinándose que intentaba romperlo ó
tirarlo al mar, prorumpieron en gritos; pero se
sosegaron al ver como cojia el papel con mu-
cho esmero, y que hacia señas de querer escri-
bir yo también, lo cual trocó su temor en admi-
ración. Sin embargo , como no habian visto
nunca un mono que supiese escribir y no po-
dían convencerse de que tuviese mas habilidad
que los demás , querían quitarme el papel da la
mano ; pero el capitán tomó otra vez mi defen-
sa. « Dejadle escribir, » dijo, « si borronea el
papel , le castigaré al punto , pero si escribe
bien como lo espero , porque nunca vi mono
mas diestro é injenioso ni que mejor entendie-
se de todo, declaro que le reconoceré por hi-
jo mió. Tuve uno que no poseía la mitad del
talento que este. »
« Viendo que nadie se oponía ya á mi deseo,
cojí la pluma y no la solté hasta que hube es-
crito en las seis clases de letra conocidas entre
los Árabes , y cada muestra contenia una cuar-
teta repentina en alabanza del sultán. Mi letra
aventajaba, no solo á la de los mercaderes, sino
que me atrevo á decir que no se habia visto
otra igual hasta entonces en aquel pais. Cuan-
do hube acabado, los oficiales cojieron el papel
y se lo llevaron al sultán.»
Aquí llegaba Cheherazada , cuando advirtió
que era de dia. «Señor,» dijo á Chahriar, «si
tuviera tiempo para proseguir, contaría á vues-
tra majestad novedades mucho mas peregrinas
que las recien referidas. El sultán, que deseaba
oir toda esta historia , se levantó sin decir lo
que pensaba.
NOCHE XLIX.
Despertóse Dinarzada antes del amanecer y
llamó á la sultana diciéndole: « Hermana , si no
duermes , te ruego que prosigas las aventuras
del mono. Creo que el sultán, mi señor , no se
halla menos ansioso que yo de oirías. — Vais á
quedar ambos satisfechos, » respondió Chehera-
zada, « y para no haceros aguardar, os diré que
el segundo calendo continuó así su historia:
« El sultán no hizo caso de las demás letras
que le presentaron y solo hizo alto en la mia ,
agraciándole tantísimo , que dijo á los oficiales :
« Tomad el mas hermoso caballo de mi caballe-
riza, enjaezadlo ricamente ,, mandad que os den
un magnífico vestido de brocado, ponédselo á
la persona que escribió estas seis clases de le-
tra , y traédmela. »
« Los oficiales se echaron á reír de la orden
del sultán, y aquel príncipe, enojado de su de-.
F
CIENTOS ÁRABES.
83
1 masía iba á castigarlos, pero le dijeron: « Señor,
suplicamos á vuestra majestad que nos perdo-
; ^ ne ; esta letra no es de un hombre , sino de un
mono. — ¿ Qué es lo que decis?» esclamó el sul-
tán; « ¿esta hermosísima letra no es de puño de
> hombre ? — No señor , » respondió uno de
ji los oüciales ; aseguramos á vuestra majcs-
•. tad que un mono escribió todo esto delante de
nosotros.)) El sultán conceptuó el caso tan pere-
grino , que tuvo curiosidad de verme . « Haced
lo que os mandé , » les dijo, « traedme pronta-
mente un mono tan estraordinario. »
«Los oficiales volvieron á la embarcación y
manifestaron la orden que traían al capitán,
quien les dijo que el sultán era dueño de hacer
cuanto quisiera. Vistiéronme al punto un riquí-
simo traje de brocado y me llevaron á tierra ,
donde me pusieron sobre él caballo del sultán ,
que me aguardaba en su alcázar, rodeado de to-
p dos los palaciegos reunidos en obsequio-mio.
«Rompió la marcha; el puerto, las calles,
plazas, ventanas, azoteas de palacios y casas,
todo estaba cuajado de muchedumbre de ambos
sexos y de todas edades , atraída por la curiosi-
dad de verme de todos los parajes de la ciudad,
porque al punto se había divulgado la noticia de
que el sultán acababa de elejir un mono por su
primer visir. Después de haber dado ui) espec-
táculo tan nuevo á todo aquel pueblo , que ma-
nifestaba su estrañeza con repetida vocería, lle-
gué al palacio del sultán.
« Hállele sentado en su trono en medio de los
grandes de su corte. Hícele tres rendidos aca-
tamientos, y al último me postré y besé la tierra
delante de él y luego me senté como hacen los
monos. Todos los circunstantes no se cansaron
de mirarme y no comprendían como un mono
sabia tan bien tributar al sultán los honores de-
bidos , estando el príncipe mas atónito que los
demás. Finalmente la ceremonia de la audiencia
hubiera sido completa, si hubiese podido añadir
una arenga á mis ademanes ; pero los monos
nunca hablaron , y la ventaja de haber sido
hombre no me franqueaba tal privilejio.
«El sultán despidió á sus cortesanos , y solo
quedamos con él, el capataz de sus eunucos, un
esclavo muy joven y yo. Pasó de la sala de au-
diencia á su aposento y mandó que le trajesen
de comer. Cuando estuvo á la mesa , me hizo
seña para que me acercara y comiera con él f y
en prueba de obediencia besé el suelo , me le-
vanté y me puse á la mesa y comí con mucha
finura y comedimiento.
« Antes que levantasen los manteles, vi un
tintero é hice seña de que me lo trajesen , y
cuando lo tuve, escribí en un melocotón versos
que espresaban mi reconocimiento entrañable
al sultán; y su lectura, luego que le hube pren
sentado la fruta f aumentó su admiración. Aca-
bada la comida, trajeron una bebida particu-
lar , de la que me hizo dar una copa, Bebíla y
escribí nuevos versos que esplicaban el estado
en que me hallaba después de grandes padeci-
mientos. El sultán leyó también aquella compo-
sición y esclamó: a Un hombre que fuera capaz
de hacer otro tanto seria superior á los hom-
bres mas eminentes. »
« Luego el príncipe habiendo mandado que
le trajesen un juego de ajedrez (1), me pregun-
tó por señas si lo entendía y si quería jugar con
él. Besé otra vez el suelo , y poniendo la mano
sobre la cabeza , indiqué que estaba pronto á
merecer aquel nuevo agasajo. El sultán me ga-
nó el primer juego ; pero yo le gané el segundo
y tercero , y advirtiendo que esto le incomoda-
ba algún tanto , compuse para consolarle una
cuarteta que le presenté. En ella le decia que
dos poderosos ejércitos habían peleado todo el
día con sumo denuedo , pero que por la tarde
habían firmado la paz pasando apaciblemente
la noche juntos en el campo de batalla.
« Pareciéndole todo esto al sultán muy supe-
rior á cuanto se habia visto ú oido tocante á la
maña y travesura de los monos, no quiso ser
único testigo de tamaños portentos. Tenia una
hija llamada Reina de hermosura. « Id , » dijo
al primer eunuco, que estaba presente y al ser-
vicio de aquella princesa, « id y decidle á vues-
tra señora que venga aquí , pues tendré gusto
en que participe del recreo que estoy disfru-
tando.»
«Salió el jefe de los eunucos y volvió inme-
diatamente con la princesa. Esta tenia el rostro
descubierto , pero apenas entró en el aposento,
cuando se lo cubrió prontamente con el velo
diciendo al sultán : « Señor , sin duda vuestra
majestad no ha advertido que aquí hay hombres,
y estraño que me mande presentar delante de
ellos. — ¡ Cómo , hija mia !» respondió el sul-
tán , «¿ qué es lo que dices ? aquí no hay mas
que este esclavo , el eunuco tu ayo y yo que
tengamos la libertad de verte el rostro; (no obs-
tante te echas el velo y me culpas de haberte
llamado aquí I — Señor, » replicó la princesa,
((vuestra majestad va á oonocer que tengo ra-
zón. El mono que veis , aunque en esa forma,
es un joven príncipe , hijo de un gran rey. Ha
sido trasformado en mono por ensalmo. Un je-
nio, nieto de Eblis , le ha desdorado así, des-
(1) El juego de ajedrez es invención india. Los Persa»
dicen que este juego fué traído de la India en el siglo sexto
üe nuestra era.
84
LAS MIL Y UNA NOCHES.
pues de haber quitado cruelmente la vida á la
princesa de la isla de Ébano , hija del rey Epi-
timaro.»
«Atónito el sultán con aquellas razones, se
volvió hacia mí , y no habiéndome ya por señas,
me preguntó si era cierto lo que su hija acababa
de decir. Gomo no podia hablar , puse la mano
sobre la cabeza para manifestar que la princesa
habia dicho la verdad. «Hija mia , » dijo enton-
ces el sultán , « ¿cómo sabes que este príncipe
ha sido trasformado por encanto en mono ? —
Señor, » replicó la Reina de hermosura, «vues-
tra majestad debe recordar que en mi niñez tu-
ve por aya una dama muy anciana. Esta era
muy maestra y me enseñó sesenta reglas de su
ciencia , por cuyo medio podría en un instante
trasladar vuestra capital al medio del Océano ó
mas allá del Cáucaso. Así conozco todas las per-
sonas que están encantadas , solo con verlas , y
también sé quienes son y por quien fueron re-
ducidas á su nuevo estado. No estrañeis pues si
al punto he conocido á este príncipe , á pesar
del hechizo qué le imposibilita el presentarse
tal cual es naturalmente. — Hija mia,» dijo el
sultán, «notecreia tan entendida. — Señor,»
respondió la princesa , « estas son curiosidades
que conviene saber, pero me ha parecido que
no debiera jactarme de ellas. —Siendo así,» pro-
siguió el sultán , «fácilmente podrás deshacer el
ensalmo del príncipe. — Sí señor,» repúsola
princesa , ((puedo volverle á su forma anterior,
-r- Vuélvesela pues ,» interrumpió el sultán, «no
pudieras darme mayor gusto , pues quiero que
sea mi gran visir y también tu esposo. — Señor,»
dijo la princesa, «estoy pronta á obedeceros en
todo cuanto queráis mandarme. »
Al decir estas palabras , advirtió Cheherazada
que habia amanecido , y suspendió la historia
del segundo calendo. Chahriar , creído de que
en lo restante no seria menos agradable que has-
ta entonces, determinó oir la conclusión al día
siguiente.
NOCHE I.
A la hora acostumbrada , Dinarzada llamó á
la sultana diciéndole : « Hermana mia , si no
duermes , cuéntanos por fineza como la Reina
de hermosura volvió al segundo calendo á su es-
tado natural. — Vais á saberlo , » respondió Che-
herazada. « El calendo prosiguió así su narración:
«La Reina de hermosura fué á su aposento y
trajo un cuchillo que tenia algunas palabras he-
breas grabadas en la hoja. Luego nos hizo bajar
al sultán , al eunuco mayor , al esclavo y á mí á
un patio secreto del palacio , y allí dejándonos
bajo la galería que lo circuía , se adelantó al cen-
tro del patio en donde fué delineando un gran
círculo y algunas palabras con caracteres árabes
antiguos y otros llamados de Cleopatra.
«Guando hubo acabado y dispuesto el círculo
del modo que lo deseaba , se colocó en el cen-
tro , hizo algunos conjuros y recitó versículos
del Alcorán. Insensiblemente se fué oscurecien-
do el ambiente , de modo que parecía de noche
y como si la máquina del mundo estuviese á
punto de dislocarse. Quedamos todos despavo-
ridos , con especialidad cuando vimos aparecer
de repente al jenio nieto de Eblis bajo la forma
de un león de ajigantada corpulencia.
«Luego que la princesa vio al monstruo , le
dijo : «Perro inmundo , ¡ te atreves á presentar-
te bajo esa forma horrorosa, cuando debieras
humillarte delante de mí ! ¿ Por ventura crees
amedrentarme ? — ¿ Y cómo te atreves tú , » re-
plicó el león, « á faltar al convenio hecho y con-
firmado con un solemne juramento de no perju-
dicarnos ni hacernos daño uno á otro? — ¡ Ah
maldito !» replicó la princesa , «á mí me toca el
reconvenirte. — Pronto quedarás recompensa-
da, » interrumpió el león , « de la molestia que
me has dado en volver aquí. » Y diciendo esto,
abrió una espantosa boca y se abalanzó á ella
para devorarla ; pero la princesa estaba sobre sí
y dio un salto hacia atrás, con lo cual tuvo tiem-
po de arrancarse un cabello , y pronunciando dos
ó tres palabras, se trasformó en un acero afilado
que cortó al león en dos partes por medio del
cuerpo.
CUENTOS ÁRABES.
85
«Desaparecieron las dos partes del león, y
solo quedó la cabeza , que se convirtió en un es-
corpión. Al punto la princesa se trasformó en
serpiente y trabó lid reñida con el escorpión, el
cual siendo inferior, tomó la forma de un águila
y echó á volar. Pero la serpiente se trasformó
en una águila negra mas poderosa y la persiguió.
Pronto los perdimos á entrambos de vista.
«Poco después se abrió la tierra delante de
nosotros y salió un gato negro y blanco cuyo
pelo estaba todo erizado y que maullaba con es-
pantoso desentono. Siguióle un lobo negro que
no le daba tregua. El gato estrechado se convir-
tió en gusano y se halló cerca de una granada
que por casualidad habia caido de un granado
plantado á las orillas de un arroyo. Este gusano
traspasó al punto la granada y se ocultó en ella.
Entonces empezó á hincharse la granada y llegó
á ser tan gruesa como una calabaza , se levantó
sobre el tejado de la galería , desde donde , des-
pués de haber dado alguuas vueltas, cayó al pa-
tio y se estrelló en mil trozos.
«El lobo , que entretanto se habia trasforma-
do en gallo , se echó sobre los granos de la gra-
nada y empezó á comérselos uno tras otro. Cuan-
do hubo acabado vino hacia nosotros con las
alas tendidas , y metiendo mucho cacareo como
para preguntarnos si no habia quedado algún
grano. No obstante habia quedado uno á la ori-
lla de la corriente , y habiéndolo advertido al
volverse , se abalanzó prontamente ; pero cuan-
do estaba á punto de picarlo , cayó el grano en
el arroyuelo y se convirtió en pez...» . «Pero ya
es de dia , señor , » dijo Cheherazada, « y á no
ser así , estoy convencida de que vuestra majes-
tad hubiera tenido sumo gusto en oir lo que falta
por contar. A estas palabras calló , y el sultán
se levantó embargado con tamaños aconteci-
mientos, que le infundieron sumo anhelo é impa-
ciencia por saber la conclusión de aquella historia.
NOCHE LI.
A la mañana siguiente Dinarzada interrumpió
el sueño á la sultana diciéndole : « Hermana , si
no duermes , te ruego que prosigas aquella his-
toria tan peregrina que ayer no pudiste concluir.
Ansiando estoy saber en que vendrán á parar
todas aquellas trasformaciones. » Repasó en su
memoria Cheherazada el punto en que habia
quedado , y luego , encarándose con el sultán,
« Señor ,» le dijo , « asi prosiguió su historia el
segundo calendo :
« El gallo se arrojó al canal y se trasformó en
sollo , que persiguió al pececillo. Estuvieron am-
bos dos horas enteras debajo del agua , y no
sabíamos qué era de ellos f cuando oimos alari-
ridos espantosos que nos estremecieron. De allí
á poco vimos al jenio y la princesa cubiertos de
fuego. Se arrojaron uno á otro llamas por la boca
hasta que se asieron , y entonces los dos fuegos
se aumentaron y arrojaron un humo denso y lla-
mas que se levantaron por los aires. Temimos
con razón que incendiasen todo el palacio , pero
pronto tuvimos mayor motivo de temor, porque
el jenio habiéndose desprendido de la princesa,
se acercó á la galería en donde estábamos y nos
sopló llamaradas de fuego. Éramos perdidos , si
la princesa acudiendo á nuestro auxilio no le
obligara con sus voces á alejarse y precaverse
de ella. No obstante, por grande que fuese su
dilijencia , no pudo estorbar que se le quemase
la barba al sultán , que el jefe de los eunucos
quedase abrasado en el acto , y que entrándome
una chispa en el ojo derecho , me dejage tuerto.
El sultán y yo aguardábamos la muerte , pero
pronto oimos vocear : « Victoria , victoria , » y
vimos á la princesa en su forma natural y al je-
nio reducido á un montón de cenizas.
« Acercóse á nosotros la princesa , y para no
perder tiempo pidió una taza llena de agua que
le trajo el esclavo á quien ningún daño habia
hecho el fuego. Tomóla , y dichas algunas pala-
bras , me la echó encima añadiendo : « Si eres
mono por encanto, muda de forma y recobra la
que antes tenias. » Apenas acabó estas palabras,
cuando volví á ser hombre tal cual lo era antes
de mi trasformacion ; pero con un ojo menos.
,. «Iba ansioso á dar gracias á la princesa, pe-
86
LAS MIL Y UNA NOCHES.
C,
ro esta, sin darme tiempo, se encaminó al sultán
su padre y le dijo: « Señor, he alcanzado la vic-
toria sobre el jenio como vuestra majestad aca-
ba de ver, pero me cuesta muy cara, pues solo
me quedan algunos momentos de vida , y no
tendréis la satisfacción de efectuar el enlace que
teníais ideado. Me ha penetrado el fuego en es-
ta lid terrible, y conozco que me va consumien-
do. No sucediera esto , si hubiera advertido el
último grano de la granada y lo hubiera tra-
gado como los demás cuando estaba trastorna-
da en gallo. El jenio se había refujiado allí co-
mo en su líltimo reducto , y de allí dependía el
paradero del trance , que hubiera sido feliz y
sin continjencia para mí. Este yerro me ha pre-
cisado á valerme del fuego y pelear con aquellas
poderosas armas , como lo hice entre cielo y
tierra y en presencia vuestra. A pesar del po-
derío y la esperiencia del jenio, le hice ver que
sabia mas que él; le he vencido y reducido á
cenizas. Sin embargo no puedo librarme de la
muerte que me acosa.»
Aquí suspendió Cheherazada la historia del
segundo calendo y dijo al sultán : « Señor ,
apunta el día , y no me es permitido decir
mas-, pero si vuestra majestad me permite vi-
vir hasta mañana, sabrá la conclusión de to-
da la historia.» Consintió en ello Chahriar , y
se levantó según costumbre para atender á los
negocios de su imperio.
NOCHE III.
Poco antes del dia , Dinarzada despertóla la
sultana diciéndole; «Mi querida hermana, si es-
tás despierta, te ruego que concluyas la historia
del segundo calendo. » Cheherazada tomó al
punto la palabra y prosiguió así su narración:
El calendo continuó diciendo á Zobeida: « Se-
ñora, luego que la Reina de hermosura concluyó
la narración de su pelea , el sultán le dijo con
tono que denotaba el dolor agudísimo que le
estaba traspasando : « Hija mía , ya ves en que
estado está tu padre. \ Ay de mi ! no sé cómo
todavía vivo. El eunuco tu ayo ha muerto , y el
príncipe que acabas de desencantar ha perdido
un ojo.» No pudo proseguir, porque las lágri-
mas, suspiros y sollozos anudaron su voz. Su
hija y yo, conmovidos con su conflicto, le acom-
pañamos en su llanto.
«Mientras nos hallábamossin consuelo, la prin-
cesa empezó á vocear: « ¡Que me abraso ! ¡queme
abraso ! » Sintió que el fuego que la consumia se
habia apoderado al fin de todo su cuerpo, y no ce-
só en sus alaridos hasta que la muerte puso tér-
mino á tan intolerables padecimientos. Intensí-
simo era aquel fuego, pues en pocos momentos
quedó reducida á cenizas como el jenio.
«Arduo, Señora, me fuera el espresaros has-
ta que estremo me enterneció tan aciago espec-
táculo. Hubiera preferido ser toda mi vida mo-
no ú perro á ver á mi bienhechora muerta de
un modo tan desastrado. Por su parte el sultán,
desconsolado mas de cuanto cabe imajinar ,
exhaló lastimeros gritos golpeándose cabeza y
pecho hasta que rendido á su desesperación, se
desmayó y me hizo temer por su vida.
« Entretanto los eunucos y oficiales de pala-
cio acudieron á las voces del sultán, á quien les
costó hacer volver de su desmayo. Ni él ni yo
necesitamos hacerles una larga narración de
aquel acontecimiento, para persuadirles del do-
lor que sentíamos, pues harto se lo estaban ma-
nifestando los dos montones de cenizas é que
habían quedado reducidos el jenio y la prince-
sa. Como el sultán apenas podia sostenerse, tuvo
que apoyarse en ellos para llegar á su aposento.
«Luego que se divulgó por el palacio y la
ciudad la noticia de tan trájico acontecimiento,
lloraron todos la desgracia de la Reina de her-
mosura y vistieron luto durante siete dias. Hi-
riéronse además muchas ceremonias, arrojando
al aire las cenizas del jenio, y recojiendo las de
la princesa en una urna preciosa para conser-
varlas en un magnífico mausoleo edificado en el
sitio mismo donde se habían recojido.
« El pesar que sintió el sultán por la pérdida
de su hija le causó una enfermedad que le obli-
gó á guardar cama durante un mes. Aun no se
'CUENTOS ARARES.
87
hallaba del todo restablecido , cuando me man-
dó llamar: «Príncipe, escuchad,» me dijo, «la
orden que voy á daros , y ejecutadla , pues en
ello os va la vida.» Asegúrele que la obedecería
puntualmente, y entonces prosiguió de este mo-
do: «Toda mi vida he gozado de cabal felicidad,
y jamás ha venido á empañarla el menor con-
tratiempo; aventó vuestra llegada toda mi ven-
tura : han muerto mi hija y el gobernador , su
ayo , y milagro es que yo esté vivo. Sois cau-
sador de todas estas desventuras , de las que es
imposible que me consuele. Por lo tanto reti-
raos en paz y pronto, pues yo mismo pereciera,
si permanecieseis aquí por mas tiempo, porque
éfctoy persuadido de qué vuestra presencia es
de mal agüero: esto es todo cuanto tengo que
deciros, idos , no volváis á presentaros en mis
estados, pues ninguna consideración pudiera
contrarestar vuestro castigo.» Quise hablar, pe-
ro me cerró la boca con espresiones airadas , y
tuve que alejarme de su palacio.
«Desechado, desamparado de todos y no sa-
biendo qué partido tomar , entré en un baño
antes de salir de la ciudad , en donde me afei-
taron barba y cejas, y vestí el traje de calendo.
Luego emprendí mi camino llorando, no mi
desgracia , sino la muerte que habia ocasionado
á aquellas hermosas princesas. Atravesé muchos
países sin darme á conocer, y finalmente determi-
né pasar á Bagdad con la esperanza de que presen-
tándome al caudillo de los creyentes , le move-
ría á compasión refiriéndole mis estrañas aven-
turas. Llegué esta noche, y la primera persona
que encontré al entrar en la ciudad, fué el ca-
lendo nuestro hermano que habló antes que yo.
Lo demás ya lo sabéis, señora, y porqué me
hallo en vuestra casa. »
Cuando el segundo calendo hubo concluido
su historia , Zobeida prorumpió : « Está muy
bien; retiraos á donde queráis , yo os lo permi-
to.» Pero el calendo en vez de marcharse, rogó
también á la dama que le concediese el mismo
favor que al primer calendo , junto al cual se
sentó Al acabar estas palabras, Cheherazada
dijo : « Señor , ya es de dia , y no me es dado
proseguir. No obstante me atrevo á aseguraros
que , por agradable que sea la historia del se-
gundo calendo, la del tercero no es menos her-
mosa : consúltese vuestra majestad , y vea si
quiere tener la paciencia de oiría.» El sultán, de-
seosísimo de saber si era tan asombrosa como
la última, determinó conceder aun algunos dias
de vida á Cheherazada , aunque ya estaba aca-
bado el plazo que le habia otorgado.
NOCHE Lili.
Al acabarse la noche siguiente, Dinarzada di-
rijió estas palabras á la sultana : « Mi querida
hermana , si no duermes , te ruego que antes
del amanecer me cuentes alguno de esos her-
mosos cuentos que sabes. — Quisiera saber la
historia del tercer calendo , » dijo entonces
Chrahiar. a Señor,» respondió Cheherazada,
«al punto vais á ser obedecido ; » y añadió así:
« Viendo el tercer calendo que le tocaba hablar,
se encaró con Zobeida y empezó su historia en
estos términos :
HISTORIA DEL TF.RCER CALENDO, HIJO DE REY.
<( Muy alia señora , lo que voy á referiros di-
fiere mucho de lo que acabáis de oir. Los dos
príncipes que han hablado antes que yo han per-
dido cada uno un ojo , efecto de su destino , y
yo he perdido el mió por mi culpa y buscando
mi propia desventura , como sabréis por el hilo
de mi historia.
« Me llamo Ajib (1 ) y soy hijo de un rey que
se llamaba Casib. A su muerte tomé posesión de
sus estados y fijé mi residencia en la misma ciu-
dad donde habia vivido. Esta población se halla
situada á orillas del mar , tiene un puerto her-
moso y seguro con un arsenal bastante grande
para facilitar el armamento de ciento y cincuen-
ta buques de guerra , equipar cincuenta mer-
cantes é igual número de fragatas lijeras para
.1' Ajih rn Árabe significa maravilloso.
88
LAS MIL Y UNA NOCHES.
los paseos y diversiones por mar. Muchas her-
mosas provincias componían mi reino en la tier-
ra firme , y gran número de islas grandiosas,
casi todas situadas á la vista de mi capital.
<( En primer lugar , visité las provincias , y
luego mandé armar y equipar toda mi escuadra
y desembarqué en todas las islas para granjear-
me con mi presencia el amor de mis subditos
y afianzarlos en sus deberes. De allí á algún
tiempo emprendí nuevos viajes , los cuales , al
paso que me dieron cierto conocimiento en la
navegación , me hicieron cobrar tanta afición á
navegar , que determiné hacer descubrimientos
mas allá de mis islas. Al intento , mandé habili-
tar diez bajeles , con los cuales di la vela.
a Nuestra navegación fué próspera por espa-
cio de cuarenta dias consecutivos ; pero en la
noche del cuarenta y uno ó siguiente , se volvió
el viento tan contrario y aun recio , que nos vi-
mos á punto de naufragar en medio de una es-
pantosa borrasca. No obstante , al rayar el dia
calmó el viento , desaparecieron las nubes , y
habiéndose serenado el tiempo al salir el sol, to-
camos en una isla , en donde nos detuvimos dos
diaspara hacer víveres, y habiéndolo efectuado,
nos hicimos otra vez á la mar. Al cabo de diez
dias de navegación , empezamos á confiar que
veríamos tierra , porque la borrasca que había-
mos padecido me habia retraído de mi intento,
y habia hecho seguir el rumbo hacia mis esta-
dos , cuando advertí que el piloto no sabia en
dónde nos hallábamos. Con efecto , al décimo
dia , un marinero que estaba á la descubierta en
la punta del palo mayor , dijo que á derecha é
izquierda no se veia mas que cielo y agua , pero
que delante de él , hacia la proa , habia obser-
vado un punto negro.
« A estas palabras , el piloto perdió el color,
y arrojó con una mano el turbante sobre la cu-
bierta , mientras que lastimándose el rostro con
la otra , esclamaba : « ¡ Ah señor , estamos per-
didos ! ninguno de nosotros puede librarse del
peligro en que nos hallamos , y á pesar de mi
esperiencia , no está en mi mano nuestro salva-
mento. » Diciendo esto , prorumpió de nuevo
en llanto como un hombre que conceptuaba su
pérdida inevitable , y su desesperación cundió
por toda la tripulación despavorida. Pregúntele
qué motivo tenia para desesperarse así. «¡ Ay de
mí ! señor , » respondió, « la tempestad que he-
mos padecido nos ha estraviado en tal manera
de nuestro rumbo , que mañana á las doce nos
hallaremos junto á aquel punto negro , que es
una montaña , en la que hay una mina de imán,
la cual desde ahora atrae toda vuestra escuadra
en razón á los clavos y herraje que entran en la
construcción de los buques. Cuando estemos ma-
ñana á cierta distancia , la fuerza del imán será
tan violenta , que todos los clavos se despren-
derán é irán á pegarse á la montaña; vuestros
bajeles se harán trozos y se irán á pique. Como
el imán tiene la virtud de atraer á sí el hierro y
fortificarse con esta atracción , esta montaña es-
tá cubierta por la parte del mar con los clavos
de, infinitos bajeles que ha hecho naufragar , lo
cual conserva y aumenta aquella virtud (1).
u Esta montaña ,» prosiguió el piloto , « es
muy escarpada , y en su cima hay una cúpula
de bronce fino sostenida por columnas del mis-
mo metal ; en lo alto de la cúpula asoma un ca-
ballo también de bronce , en el que hay monta-
do un jinete que tiene el pecho abroquelado con
una lámina de plomo en la que están grabados
caracteres talismánicos. Es tradición, señor,
que esta estatua es la causa principal de la pér-
dida de tantas embarcaciones y hombres sumer-
jidos en aquel sitio , que no cesará de ser funesto
á todos cuantos tengan la desgracia de acercarse
á ella hasta que yazca en el suelo. »
« Luego que el piloto habló así , renovó su
llanto , y sus lágrimas escitaron las ele toda la
tripulación. Yo mismo creí que era llegada mi
última hora. Sin embargo , cada cual , atendien-
do á su conservación , empezó á tomar todos los
resguardos posibles, y en la incertidumbre del
suceso , se nombraron herederos unos de otros
por testamento á favor de los que se salvasen.
« A la mañana siguiente vimos claramente la
montaña negra , y la aprensión que teníamos con
ella nos la hizo parecer mas espantosa de lo que
era en realidad. A Jas doce nos hallamos tan cer-
ca , que esperimentamos lo que el piloto nos ha-
bia pronosticado. Vimos volar los clavos y de-
más herraje de la escuadra hacia la montaña,
en donde se encajaron con horroroso estruendo
por la violencia de la atracción. Los bajeles se
abrieron y hundieron en el mar , que era tan
hondo en aquel sitio, que no hubiéramos podido
hallar con la sonda la profundidad. Todos los
que iban conmigo se ahogaron ; pero Dios se
(1) El suceso de la montaña de imán se encuentra en un
poema escrito en versos alemanes, titulado Historia del
duque Ernesto de naviera, cuyo autor es Enrique de
Weldeck, poeta que escribía é Anes del siglo duodécimo.
(Véase el análisis de este poema dado & luz ¡x)r Weber en
el tomo ni de la obra titulada Metrical romances of the
thirteenth fourteenth and fifteenth centuries, p. 3Í0.) El
mismo suceso se halla en la antigua novela francesa titu-
lada : Descripción, forma é historia del noble caballero
Berino y del valiente y muy caballeresco campeón Ai-
gres del Irnan, su hijo. El cuento de la montaña de imán ,
cuyo oríjen oriental es indisputable, parece haber gustado
mucho á les romanceros de la edad media, y las novelas
que acabamos de citar no son las únicas en que se en-
cuentra esta ficción.
apiadó de mí y permitió que me salvase , asien-
do una tabla que fué impelida por el viento hasta
la falda del monte. No me hice ningún daño, ha-
biendo tenido la dicha de aportar en un paraje
donde habia gradas para subir á la cumbre. »
Cheherazada quería proseguir su narración,
pero la luz que asomó la hizo callar. £1 sultán
juzgó por el principio que la sultana no le habia
engañado, y así no hay que estrañar que no le
mandase dar muerte aquel dia.
NOCHE IIV.
a En nombre de Dios , hermana mia ,» escla-
mó Dinarzada , « si no duermes , te ruego que
prosigas la historia del tercer calendo. — Mi que-
rida hermana ,» respondió Cheherazada, «he
aquí cómo el príncipe fué prosiguiendo :
« A vista de aquellas gradas, porque no habia
terreno á derecha ni izquierda en donde pudie-
ra ponerse el pié , y por consiguiente salvarse,
di gracias á Dios é invoqué su santo nombre al
empezar á subir. La escalera era tan angosta, y
pendiente y difícil, que si el viento hubiera sido
fuerte , me hubiera precipitado en el mar. Pero
90
LAS MIL Y IAA .NOCHES
al fin llegué á lo alto sin tropiezo , entré debajo
de la cúpula , y postrándome hasta el suelo , di
gracias á Dios por la merced que me había hecho.
« Pasé la noche bajo la cúpula , y mientras
dormía , se me apareció un venerable anciano y
me dijo : «Escucha , Ajib, cuando te despiertes,
cava la tierra bajo tus plantas ; hallarás un arco
de bronce y tres flechas de plomo fabricadas
bajo ciertas constelaciones para librar al jénero
humano de tantos males como le amenazan. Dis-
para las tres flechas contra la estatua : el jinete
caerá en el mar , y el caballo de tu lado , y lo
enterrarás en el mismo sitio de donde hayas sa-
cado el arco y las flechas. Hecho esto , se albo-
rotará el mar y subirá hasta la cúpula á la altura
del monte. Entonces aportará una lancha en la
que no habrá mas que un hombre con un remo
en cada mano. Este hombre será de bronce,
pero diferente del que habrás derribado. Embár-
cate con él sin pronunciar el nombre de Dios, y
déjate llevar. En diez dias te conducirá á otra
mar , en donde hallarás medios para volver sano
y salvo á tu país , ton tal qup no pronuncies,
como ya te dije, el nombre de Dios durante todo
el viaje. »
« Tales fueron las palabras del anciano , y al
punto que me disperté , me sentí muy consolado
de esta visión , y no dejé de hacer lo que el an-
ciano me había mandado. Desenterré el arco y
las flechas , que disparé contra el jinete. A la
tercera le derribé al mar , y el caballo cayó de
mi lado. Lo enterré en el lugar en que habia ha-
llado el arco y las flechas , y entretanto el mar
fué creciendo poco á poco hasta que llegó al pié
de la cúpula , á la altura de la montaña , y en-
tonces vi á lo lejos una lancha que se encamina-
ba hacia mí. Di gracias á Dios , viendo que los
lances iban sucediendo conforme al sueno que
habia tenido.
« Al fin llegó aquella lancha , y en ella el
hombre de bronce tal cual me lo habían descri-
to. Me embarqué , guardándome , no solo de
pronunciar el nombre de Dios , sino también de
decir una palabra. Sentéme, y el hombre de
bronce volvió á remar alejándose de la monta-
ña , lo cual hizo hasta el día nono en que divisé
unas islas , vista que me hizo confiar que pron-
to estaría libre del peligro que temía. Con el
rapto de mi alegría olvidé lo que me habían pro-
hibido , y esclamé : ¡Bendito y loado sea Dios!
« Apenas hube dicho estas palabras, cuando
se sumerjió la lancha en el mar con el hombre
de bronce. Quedé sobre el agua y nadé el resto
del día hacia la tierra, que me pareció mas cer-
cana. Una oscurísima noche sucedió al dia, y
como no sabia donde me hallaba, nadaba sin
rumbo. Al fin empezaron á faltarme las fuerzas,
y ya desesperanzaba de salvarme, cuando sopló
el viento, y una ola mas crecida que un monte
me arrojó á la playa en donde me dejó al reti-
rarse. Apresúreme al punto á tomar tierra, por
miedo de que otra ola volviese á arrebatarme,
y lo primero que hice fué desnudarme, retor-
cer mis vestidos empapados en agua, y tender-
los para que se enjugasen sobre la arena, que
aun se resentía del calor del sol.
« Al dia siguiente acabaron de secarse mis
vestidos, volví á ponérmelos, y me adelanté
para reconocer en donde me hallaba. No hube
andado mucho, cuando conocí que me hallaba
en una isla desierta muy agradable, en la que
habia toda clase de árboles frutales y silvestres.
Pero noté que estaba muy distante de tierra, lo
cual empañó en gran manera la alegría que
sentía de haberme salvado del mar. Sin embar-
go, ponia mi esperanza en Dios y mi suerte en
sus manos, cuando divisé una embarcación que
se dirijia de la tierra firme á toda vela hacia la
isla en que me hallaba.
« No dudando de que anclaría en ella, pero
ignorando si los que en ella venían serian amigos
ó enemigos, creí del caso el no presentarme á
ellos. Trepé á un árbol frondoso, desde el que
podía atalayar sus acciones sin ser visto, y á
poco tiempo llegó la embarcación á una ense-
nada, y desembarcaron diez esclavos, que lleva-
ban una pala y otros instrumentos propios para
cavar la tierra. Encamináronse hacia el centro
déla isla, y allí se detuvieron, trabajaron la
tierra por algún tiempo, y por sus movimientos
juzgué que levantaban una trampa. Volvieron
después al buque, desembarcaron muchos mue-
bles y provisiones y las trasladaron al lugar
donde habían cavado la tierra, y viéndolos bajar
comprendí que habia allí algún subterráneo.
Otra vez fueron á la embarcación, y á poco
tiempo desembarcó un anciano que llevaba con-
sigo un joven de catorce á quince años y muy
gallardo. Bajaron todos por la trampa, y cuando
volvieron á subir y la hubieron dejado caer y
recubierto de tierra, dirijiéronse otra vez á la
ensenada en donde estaba el bajel ; noté que el
joven no iba con ellos, de lo que saqué en con-
clusión que se habia quedado en el subterráneo,
circunstancia queme causó suma estrañeza.
« El anciano y los esclavos se embarcaron, y
el buque se dirijió á la tierra firme. Luego qw>
estuvieron lejos, bajé del árbol y me dirijí u\
paraje en donde habia visto cavar la tierra.
Hice otro tanto hasta que hallando una losa
cuadrada de tres pies, la levanté y vi que cubría
la entrada de una escalera también de piedra.
CUENTOS ÁRABES.
91
Bajé por ella y me hallé en un grande aposento
en el que había una alfombra, un sofá y cojines
de rica tela, sobre los que estaba sentado el
joven con un abanico en la mano. Todo esto lo
distinguí á la luz de dos bujías, como también
frutas y tiestos de llores que estaban cerca
de él.
« Sobresaltóse el joven á mi vista, mas le
dije al entrar para serenarle : « Señor, quien
quiera que seáis, nada tenéis que temer ; un rey
é hijo de otro, tal cual yo soy, es incapaz de
haceros el menor daño. Al contrario, sin duda
vuestra buena suerte ha querido que yo me
hallase aquí para sacaros de este sepulcro en
donde al parecer os han enterrado vivo por
motivos que ignoro. Pero lo que me pasma y no
puedo concebir (porque debo advertiros que
presencié todo cuanto pasó desde que llegasteis
á esta isla) , es que os hayáis dejado sepultar
aquí sin resistencia » Al llegar aquí Chehe-
razada, suspendió su narración, y el sultán se
levantó impaciente por saber de donde pro venia
el abandono del joven en una isla desierta, lo
cual se prometió saber la próxima noche.
NOCHE IV.
Cuando fué hora, Dinarzada llamó á la sulta-
na y le dijo : « Hermana, si no duermes, haznos
el favor de proseguir la historia del tercer ca-
lendo. » Cheherazada no aguardó á que se lo
repitiera, y continuó asi :
« Despejóse el joven con estas palabras, »
dijo el tercer calendo, « y me rogó con ademan
afable que me sentara á su lado, y habiéndolo
hecho, me habló en estos términos : « Príncipe,
voy á informaros de una particularidad que os
asombrará por su estrañeza. Mi padre es un rico
joyero que ha adquirido grandes bienes con su
trabajo y habilidad en su profesión. Tiene gran
número de esclavos y dependientes que hacen
viajes por mar en buques de su propiedad, para
mantener correspondencia con varias cortes á
las que surte de pedrerías.
a Tiempo hacia que estaba casado sin haber
tenido hijos, cuando supo allá por sueños que
tendría uno que no viviría mucho tiempo, lo
cual le causó sumo dolor. A pocos dias mi ma-
dre le anunció que estaba embarazada, y á los
nueve meses me dio á luz, y mi nacimiento fué
motivo de gran júbilo para la familia.
<i Mi padre, que habia anotado el punto de
mi nacimiento, consultó á los astrólogos, quie-
nes le dijeron : « Vuestro hijo vivirá sin tropiezo
hasta la edad de quince años. Pero entonces
correrá riesgo de perder la vida y será difícil
que se salve. No obstante si tiene la dicha de no
morir en aquella edad , disfrutará larga exis-
tencia. Al cumplir los quince años, añadieron,
la estatua ecuestre de bronce que está en lo alto
de la montaña de imán habrá sido derribada en
el mar por el príncipe Ajib, hijo del rey Casib,
y !o i astros denotan como aquel príncipe debe
dar la muerte á vuestro hijo, cincuenta dias
después. »
« Como este vaticinio concordaba con el sue-
ño de mi padre, se desconsoló entrañablemente,
mas no por eso dejó deponer estremado esmero
en mi educación hasta este año que es él décimo
quinto de mi edad. Ayer supo que hace diez
dias que el jinete de bronce fué arrojado al mar
por el príncipe que acabo de nombrar, y esta
noticia le costó tantas lágrimas y causó tal so-
bresalto que está desconocido.
« Según la predicción de los astrólogos, ha
buscado todos los medios asequibles para burlar
mi horóscopo y conservarme la vida. Tiempo
hace que tomó la precaución de mandar cons
truir esta habitación para que yo permaneciese»
oculto en ella durante cincuenta dias, luego que
supiera que la estatua yacia derribada. Como
supo que lo habia sido diez dias atrás, ha venido
prontamente á ocultarme aquí, prometiendo que
dentro de cuarenta dias volverá á buscarme. En
cuanto á mí, añadió , tengo alegres esperanzas,
y no creo que el príncipe Ajib venga á buscar-
me debajo de tierra en medio de una isla de-
sierta. He aquí, señor, todo cuanto tengo que
deciros. »
92
LAS MIL Y LINA NOCHES.
« Mientras que el hijo del joyero me referia
su historia, yo me burlaba interiormente de los
astrólogos que habían pronosticado que le qui-
taría la vida, y me sentía tan distante de verili-
caria predicción, que apenas hubo acabado de
hablar cuando le dije : « Amado señor , tened
confianza en la bondad de Dios y nada temáis.
Contad con que era una deuda que teníais que
pagar y que desde ahora la habéis satisfecho.
Contento estoy, después de haber naufragado,
de que me halle felizmente aquí para defenderos
contra cuantos intenten menoscabaros la vida.
No os desampararé en estos cuarenta días, que
os hacen temer las vanas conjeturas de los as-
trólogos. Durante todo el plazo os haré cuantos
servicios de mi dependan y aprovecharé la oca-
asuntos hasta la noche y conocí que el joven era
muy despejado. Comimos juntos de sus provi-
siones ; había tantas que al cabode cuarenta dias
hubieran sobrado, aun cuando hubiese habido
otros huéspedes que yo. Después de cenar con-
tinuamos conversando un rato y después nos
acostamos.
« Al dia siguiente cuando se levantó le pre-
senté agua, se lavó, preparé la comida y serví
cuando fué hora. Después de comer inventé un
juego con que entretenernos, no solo aquel dia,
sino también los siguientes. Dispuse la cena del
mismo modo que habia arreglado la comida ,
cenamos y nos acostamos como la noche an-
terior.
« Tuvimos tiempo de estrecharnos en amis-
sion de pasar á la tierra firme, embarcándome
en vuestro buque, con permiso de vuestro pa-
dre y el vuestro, y cuando esté de vuelta en mi
reino, no olvidaré el servicio que os haya debido
y procuraré manifestaros mi reconocimiento. »
« Con estas palabras sosegué al hijo del joyero
y me granjeé su confianza. Guárdeme muy bien,
para no asustarle , de añadir que era yo aquel
Ajib á quien tanto temia, y tuve sumo cuidado
en no dejárselo maliciar. Conversamos de varios
tad. Yo advertí que me profesaba mucho afecto,
y por mi parte, fué tal el que le cobré , que me
solía decir á mí mismo que eran unos imposto-
res los astrólogos que habían pronosticado al
padre que el hijo moriría en mis manos, pues
no era posible que yo cometiera tan ruin vileza.
Finalmente, señora, pasamos treinta y nueve
dias amenísimos en aquel lugar subterráneo.
« Llegó el cuadra jésimo, y el joven me dijo
al despertarse con un júbilo que le enajenaba:
CUENTOS ÁRABES.
« Príncipe, ya he llegado á los cuarenta días
y no he muerto , gracias á Dios y á vuestra
buena compañía. Mi padre no dejará de mani-
festaros su reconocimiento y proporcionaros
todos los medios necesarios para que regreséis
á vuestro reino. Pero entretanto os ruego que
calentéis agua para que me lave el cuerpo, pues
quiero asearme y mudar de traje para recibir
á mi padre. »
<( Puse el agua á calentar, y cuando estuvo
pronta, llené el baño, el joven se metió en él,
y yo mismo le lavé é hice friegas. Salió de él y
se acostó en su cama, que estaba ya hecha , y le
cubrí con la manta. Luego que hubo descansado
y dormido un rato, « Príncipe, » me dijo» « ha-
cedme el favor de traerme un melón y azúcar ,
.comeré un poco para refrescarme. »
« Escojí el mejor de varios melones que
nos quedaban , lo puse en un plato , y como
no hallaba un cuchillo para cortarlo, pregunté
al joven si sabia donde habia alguno. « Aquí
hay uno, » me respondió, « en esta cornisa que
está sobre mi cabeza. » Efectivamente hallé
uno, pero me di tanta prisa para cojerlo , y
cuando ya lo tenia en la mano se me enredó
un pié en la manta y caí de tal modo sobre el
joven, que le clavé el cuchillo en el corazón,
quedando muerto en el acto.
(c A esta vista, prorumpí en alaridos pavoro-
sos, me malherí la cabeza, el rostro y el pecho,
me rasgué los vestidos y me revolqué por el
suelo con un dolor y pesar inesplicables. « ¡ Ay
de mí ! » esclamé, « no faltaban sino algunas
horas para que estuviera fuera del riesgo con-
tra el cual habia buscado un asilo, y cuando yo
confiaba que habia pasado todo peligro, soy su
asesino y cumplo la predicción. Pero, señor, »
añadí alzando las manos al cielo, « os pido per-
don , y si soy culpado de su muerte, no me de-
jéis vivir por mas tiempo. »
Cheherazada tuvo que interrumpir esta fu-
nesta relación, viendo que ya asomaba el dia.
El sultán de las Indias se sintió conmovido y
esperimentando cierto azoramiento por la suerte
del calendo, se guardó muy bien de decretar la
muerte de Cheherazada, que solo podía sacarle
de aquella incertidumbre.
NOCHE LYI.
Dinarzada despertó á la sultana á la hora
acostumbrada. «Hermana mia, » le dijo, « si no
duermes, te ruego que nos refieras lo que suce-
dió después de la muerte del joven. » Chehera-
zada tomó al punto la palabra y habló así :
«Señora, » prosiguió el tercer calendo vuelto
á Zobeida, «después de la desgracia que aca-
baba de sucederme , hubiera visto la muerte sin
espanto, si se hubiese presentado delante de mí.
Pero los bienes y los males no siempre llegan
cuando los deseamos.
« Sin embargo , reflexionando que mis lágri-
mas y aflicción no restituirían la vida al joven ,
y que acabados los cuarenta dias , podría muy
bien sobrecojerme su padre , salí del subterrá-
neo, volví á colocar la losa sobre la entrada y la
cubrí con tierra.
«Apenas habia concluido, cuando tendí la
vista al mar y divisé el bajel que venia á buscar
al joven. Entonces, recapacitando sobre lo que
debia hacer, dije para conmigo : « Si me llegan
á ver, el anciano no dejará de mandar á sus es-
clavos que se apoderen de mí , y acaso me ase-
sinen cuando haya visto en qué estado se halla
su hijo. Cuanto yo alegue para sincerarme no
les persuadirá de mi inocencia. Mejor es que
me oculte á su resentimiento, ya que puedo
hacerlo. »
« Habia cerca del subterráneo un árbol fron-
doso cuyo denso ramaje conceptué á propósito
para ocultarme. Trepé á él , y apenas me hube
colocado de modo que no fuese visto, cuando vi
anclar la embarcación en el mismo sitio que la
vez primera.
«El anciano" y los esclavos desembarcaron
pronto y se adelantaron hacia el subterráneo en
ademan de muy esperanzados; pero se inmuta-
ron, y particularmente el anciano, cuando vie-
n
LAS MIL \ l NA NOCHES.
ron la tierra recien movida. Levantaron la losa
y bajaron. Llaman al joven por su nombre , no
responde, crecen sus zozobras, le buscan y en-
cuentran al fin tendido en su lecho con el cu-
chillo en medio del corazón , porque no habia
tenido valor para arrancárselo. A esta vista,
prorumpen todos en alaridos lastimeros, que
renuevan mi quebranto. El anciano cae des-
mayado, y sus esclavos, para hacerle respirar
el ambiente, lo sacan arriba en brazos y lo sien-
tan al pié del árbol en que yo me hallaba. Pero
ú pesar de todos sus afanes, aquel desventurado
padre permanece por mucho rato en aquel es-
lado, desesperanzando á veces de que vuelva
en sí.
« Sin embargo lo consiguen al fin, y entonces
traen el cuerpo de su hijo, vestido con su mejor
traje, y luego que estuvo abierta la huesa, le
sepultan en ella. £1 anciano , sostenido por dos
esclavos y el rostro anegado en llanto , le echa
ante todos un poquillo de tierra , y tras esto los
esclavos terraplenan la huesa.
« Hecho esto , se llevan los muebles del sub-
terráneo y embarcan las provisiones que resta-
ban. Luego, como el anciano ya no puede
tenerse en pié, le colocan en una especie de an-
garillas y le trasladan al bajel que vuelve á dar
la vela. En poco tiempo se aleja de la isla y lo
pierdo de vista. » El dia asomaba ya en el apo-
sento del sultán de las Indias , y Cheherazada
hubo de suspender su narración. Chahriar se
levantó como solia. y nada dispuso contra la vida
de la sultana, á quien dejó con Dinarzada.
NOCHE LYII.
Al dia siguiente antes del amanecer, Dinar-
zada dirijió á la sultana estas palabras : « Mi
querida hermana , si no duermes, te ruego que
prosigas las aventuras del tercer calendo. —
Habéis de saber, hermana, » respondió Chehe-
razada, a que este príncipe continuó refirién-
dolas así á Zobeida y á los demás que con ella
estaban :
« Después de la partida del anciano , los es-
clavos y el bajel, quedé solo en la isla ; pasaba
la noche en el subterráneo que permaneció
descubierto , y de dia me paseaba por la isla,
deteniéndome en los parajes mas propios para
descansar cuando lo necesitaba.
« Esta angustiosa vida duró un mes , y al
cabo de este tiempo advertí qué el mar dismi-
nuía considerablemente, que la isla era mayor,
y que la tierra firme estaba muy cerca. Con
erecto, menguaron las aguas de tal modo que ya
solo quedaba un cortísimo paso de mar entre la
tierra firme y mi mansión. Lo atravesé con agua
hasta la rodilla , caminé mucho tiempo sobre la
arena, y ya me hallaba algo distante del mar en
un terreno mas firme , cuando divisé á lo lejos
una hoguera, lo cual me llenó de regocijo. Al
fin hallaré hombres , decía entre mí , pues no
cabe que ese fuego se haya encendido por sí
mismo. Pero al paso que me acercaba, mi yerro
se desvanecía, y pronto conocí que lo que habia
tenido por una hoguera se reducía á un castillo
de cobre encarnado que los rayos del sol hacían
aparecer á lo lejos como si estuviera encendido.
« Detúveme cerca de aquel castillo y me senté
con objeto de considerar su peregrina construc-
ción y para reponerme del cansancio. Aun no
habia puesto en aquella magnífica mansión toda
la atención que merecía, cuando vi diez jóvenes
gallardos que al parecer venían de paseo ; pero
lo que estrañé en gran manera fué que eran
todos tuertos del ojo derecho. Acompañaban á
un anciano de alta estatura y aspecto venerable.
« Quedé atónito al tropezar con tantísimos
tuertos juntos, y todos del mismo ojo, y mien-
tras estaba yo recapacitando como podían ha-
berse reunido , se me acercaron y manifestaron
alegría en verme. Hechos los primeros cumpli-
mientos , me preguntaron lo que allí me traia,
y les respondí que mi historia era algo larga, y
que si querían tomarse la molestia de sentarse,
les complacería en lo que deseaban. Hiciéroolo
así, y les referí lo que me habia sucedido desde
mi salida de mis estados hasta entonces, lo cual
les causó suma estrañeza.
« Luego que hube acabado mi narración ,
CIENTOS ÁRABES.
95
aquellos jóvenes señores me rogaron que en-
trase con ellos en el castillo. Admití su oferta ,
atravesamos gran número de salas, aposentos y
gabinetes primorosamente alhajados , y llega-
mos á un gran salón en donde habia diez pe-
queños sofaes azules y separados, ya para sen-
tarse y descansar de dia, como para dormir de
noche. En el centro de la habitación habia otro
sofá un tanto mas bajo y del propio color, en el
que se sentó el anciano de que he hablado , y
los jóvenes señores se sentaron en los otros diez.
« Como en cada sofá solo cabía una persona,
uno de aquellos jóvenes me dijo : « Amigo, sen-
taos en la alfombra y no os informéis de lo que
hagamos ni tampoco porqué somos todos tuer-
tos del ojo derecho : contentaos con ver, y no
subáis de punto vuestra curiosidad. »
« El anciano no permaneció mucho tiempo
sentado. Se levantó y salió, pero volvió pocos
momentos después trayendo la cena de los diez
señores , á cada uno de los cuales distribuyó
su porción. Sirvióme también la mia , que comí
solo á ejemplo de los demás, y terminada la co-
mida, el mismo anciano nos fué presentando á
cada uno una copa de vino.
« Mi historia les habia parecido tan peregrina,
que al acabarse la cena, me la hicieron repetir
y les dio motivo á una conversación que duró
gran parte de la noche. Uno de los señores, re-
flexionando que era tarde, dijo al anciano : « Ya
veis que es hora de acostarse, y no nos traéis
con que acudir á nuestro instituto. » A estas pa-
* labras , el anciano se levantó, entró en un ga-
binete, del que salió con diez copas en la cabeza,
una tras otra y cubiertas todas con un paño
azul, colocando una con una vela delante de cada
señor.
« Descubrieron las copas en las que habia
ceniza, carbón en polvo y negro humo , que
después de haber mezclado, empezaron á echarse
por el rostro y la cabeza , de modo que causa-
ban espanto. Después de haberse tiznado de
aquel modo, empezaron á llorar golpeándose el
pecho y la cabeza y repitiendo : « He aquí el
fruto de nuestra ociosidad y nuestras disolu-
ciones. »
« Pasaron casi toda la noche en esta estraña
ocupación , y al fin la interrumpieron. El an-
ciano les trajo agua con que se laxaron rostro y
manos ; se quitaron también los vestidos y to-
maron otros , de modo que no se conocia que
hubiesen hecho las estrañezas que acababa de
presenciar.
« Juzgad, señora, cuánto me violentaría en
todo aquel rato. Mil veces estuve á punto de
quebrantar el silencio que aquellos señores me
habían impuesto, para hacerles preguntas, y me
fué imposible dormir lo restante de la noche.
«Al dia siguiente, luego que nos levantamos,
salimos al descampado , y entonces les dije :
« Señores, os declaro que me desentiendo de la
ley que ayer me -impusisteis , no me cabe guar-
darla. Me habéis dado á conocer que sois hom-
bres sensatos y de mucho talento, y sin embargo
os he visto hacer jestiones de que solo serian
capaces unos insensatos. Cualquiera que sea la
desventura que me suceda , no puedo dejar de
preguntaros porqué os habéis rociado el rostro
con ceniza, carbón y negro humo, y finalmente
porqué no tenéis todos sino un ojo. Preciso es
que lo haya ocasionado alguna estrañeza, y por lo
tanto, os suplico que contentéis mi curiosidad. »
Nada respondieron á mis instancias , sino que
lo que yo preguntaba en nada me correspondía,
que no debia interesarme y que me mantuviese
quieto.
« Pasamos todo el dia conversando de asuntos
indiferentes, y llegada la noche, después de ha-
ber cenado todos separadamente , el anciano
volvió á traer las copas con los paños azules ,
los jóvenes se rociaron, lloraron, y golpeándose
esclamaron : « He aquí el fruto de nuestra ocio-
sidad y nuestras disoluciones. » Otro tanto hi-
cieron al dia siguiente y en los sucesivos.
« Al lin, no pudiendo resistir á mi curiosidad,
les supliqué ya formalísimamente que la satis-
ficiesen ó me enseñasen por qué camino podría
regresar á mi reino, porque no podia permane-
cer por mas tiempo con ellos y presenciar todas
las noches un espectáculo tan desatinado , sin
que me cupiera saber los motivos.
a Uno de los señores me respondió por los
demás : « No estrañeis nuestras rarezas ; si hasta
ahora no hemos accedido á vuestras súplicas,
ha sido por afecto que os profesamos y evitaros
el pesar de veros reducido al mismo estado en
que nos veis. Si queréis esperimentar nuestra
desventurada suerte, hablad, vamos á complace-
ros en lo que nos pedis. » Díjeles que estaba re-
suelto á todo, y entonces el mismo joven vol-
vió á repetirme que me aconsejaba moderase
mi curiosidad, porque iba á perder el ojo dere-
cho. — No importa , » respondí , « os declara
que si me sucede esa desgracia, no os culparé
de ella y solo me la achacaré á mí mismo. »
« Me representó además que cuando hubiera
perdido un ojo, no debia esperar que me que-
dase con ellos, dado caso que tuviese aquella
intención, porque su número estaba completo
y no podia ser aumentado. Díjeles que tendría
un placer en no separarme nunca de personas
tan corteses como ellos ; pero que si eranecesario,
96
LAS MIL Y UNA NOCHES.
estaba en ánimo de allanarme , porque ansiaba
á todo trance que me concediesen lo que les
pedia.
« Viendo los diez señores que mi resolución
era invariable , cojieron un carnero que mata-
ron, y después de haberle quitado la piel, me
presentaron el cuchillo de que se habian servido
y me dijeron : « Tomad este cuchillo, os servirá
muy luego. Vamos á coseros en esta piel en la
que vais á quedar envuelto , os dejaremos aquí
y nos retiraremos. Entonces una ave de enor-
me corpulencia llamada roe (I) se presentará en
los aires, y tomándoos por un carnero, se arro-
jará encima y os levantará hasta las nubes.
Pero no hay que asustaros, pues volverá á ten-
der su vuelo hacia la tierra y os dejará en la
cumbre de un monte. Luego que os sintáis en el
suelo , abrid la piel con el cuchillo y desenvol-
veos. Apenas el roe os haya visto cuando huirá
de miedo y os dejará libre. No os detengáis en-
tonces, caminad hasta que lleguéis á un alcázar
de suma grandiosidad , cubierto de chapas de
oro, de gruesas esmeraldas y otras piedras finas.
Presentaos á la puerta, que está siempre pa-
tente, y entrad. Todos los que estamos aquí he-
mos hecho otro tanto , pero no os decimos lo
que allí presenciamos ni lo que nos sucedió ,
pues lo sabréis por vos mismo. Lo que sí dire-
mos es que nos cuesta á cada uno el ojo derecho,
y la penitencia que habéis presenciado es una
de las observancias que nos hemos impuesto por
haber estado allí. La historia de cada uno de
nosotros en particular está cuajada de aventuras
peregrinas con las que pudiera formarse un
grueso tomo , pero nada mas podemos deci-
ros. »
Al acabar estas palabras, Cheherazada inter-
rumpió su narración y dijo al sultán de las In-
dias : « Como mi hermana me despertó hoy algo
mas temprano de lo que suele, empezaba á te-
mer que vuestra majestad se fastidiase ; pero ya
asoma eldia y me precisa á callar. » La. curiosi-
dad de Chahriar le hizo suspender aun la ejecu-
ción del cruel juramento que había hecho.
NOCHE LVIIL
Dinarzada no madrugó aquella noche tanto
como la anterior. Sin embargo no dejó de lla-
mar á la sultana antes del amanecer. « Herma-
na, » le dijo, «si no duermes, te ruego que
prosigas la historia del tercer calendo. « Chehe-
razada la continuó haciendo hablar al ca-
lendo.
« Señora, luego que uno de los diez señores
tuertos me dijo lo que acabáis deoir, me envol-
ví en la piel del camero, empuñando el cuchillo
que me habia dado; después que los jóvenes
tyibieron lomado la molestia de coserme en ella,
me dejaron solo y se retiraron á su salón. No
lardó en presentarse el roe de que me habian
hablado, se me abalanzó, me cojió con sus gar-
(1 ) El roe ó rokh es una ave maravillosa que al parecer
solo existió en la imajinaeion de los novelistas arábigos,
quienes le hacen representar un gran papel en sus narracio-
nes. Según estas, el roe tiene la forma del Águila, pero
es bastante ajigantada y forzuda para arrebatar un ele-
fante. Luego que el ave ha subido 6 una gran altura, deja
caer el animal, que se aplasta en la caida, y el rec se arroja
sobre él y lo descuartiza.
ras como si fuera un carnero y me arrebató á lo
alto de un monte.
« Cuando me sentí en el suelo, no hice falta en
valerme del cuchillo, corté la piel, me desen-
volví y me presenté al roe, que huyó al verme.
Esta ave es blanca, de un tamaño monstruoso,
y su fuerza es tantísima que arrebata á los ele-
fantes en las llanuras y los lleva á la cumbre de
los montes, en donde se alimenta con ellos.
« Con el ansia de llegar al consabido alcázar,
no perdí un momento y apresuré tanto el paso,
que en menos de medio dia llegué á él, y puedo
decir que lo conceptué mucho mas hermoso de
lo que me lo habian descrito.
« La puerta estaba abierta ; entré en un patio
cuadrado, y tan espacioso, que habia al rededor
noventa y nueve puertas de madera de sándalo
y aloe y una de oro, sin contar las de muchas
escaleras magníficas que conducían á los apo-
sentos superiores y otras que aun no alcanzaba á
ver. Las ciento de que hablo daban entrada á
CUENTOS ÁRABES,
97
jardines ó almacenes llenos de riquezas, 6 á lu-
gares que encerraban preciosidades en estremo
peregrinas.
« Vi enfrente una puerta abierta por la que
entré en un gran salón en que estaban sentadas
cuarenta damas de tan indecible belleza que no
cabe mas en la fantasía. Estaban magníficamen-
te vestidas, y luego que me vieron se levanta-
ron, y sin aguardar mis cumplimientos, me di-
jeron con grandes demostraciones de alegría :
a Bizarro señor, sed bien venido ; » y una de
ellas tomando la voz por las demás , « Tiempo
hace, )> me dijo, « que aguardamos un caballe-
ro como vos : vuestro esterior nos está diciendo
que atesoráis cuantas prendas soberanas pode-
mos apetecer, y esperanzamos que no hallaréis
nuestra compañía desagradable é indigna de
vos. »
« Después me obligaron á sentarme, á pesar
de mi resistencia , en un asiento mas elevado
que los suyos, y como yo les manifestaba que
tanta distinción me estaba incomodando, « Este
es vuestro lugar, » me dijeron, « desde este
momento sois nuestro señor, amo y juez, y no-
sotras vuestras esclavas, prontas á recibir vues-
tras órdenes. »
« Nada me sobrecojió tanto, señora, como el
empeño y afán de aquellas hermosas doncellas
en tributarme todos los rendimientos imajina-
bles. Una me trajo agua caliente y me lavó los
pies, otra derramó agua de olor sobre mis ma-
nos ; estas trajeron cuanto se requería para mu-
darme de ropas; aquellas me sirvieron una
magnífica colación, y finalmente otras se pre-
sentaron con el vaso en la mano en ademan de
escanciarme un vino esquisito ; y todo esto se
ejecutaba sin confusión, con un despejo y un
enlace asombroso y ademanes que me tenian
embelesado. Bebí y comí, y tras esto, todas las
damas se agolparon al rededor de mi y me pi-
dieron que les hiciese una relación de mi viaje.
Referíles mis aventuras, y esta narración nos
entretuvo hasta el anochecer. »
Paróse Cheherazada al llegar aquí, y su her-
mana le preguntó el motivo. « ¿ No veis que es
ya de dia? » respondió la sultana ; ¿porqué no
me habéis dispertado antes ? » El sultán, á
quien la llegada del calendo al palacio de las
cuarenta hermosas damas prometía aventuras
agradables, no quiso privarse del placer de oir-
ías y suspendió todavía la muerte de la sul-
tana.
NOCHE IIX.
Dinarzada no fué mas dilijente esta noche que
la anterior, y era casi dia cuando dijo á la sul-
tana : « Mi querida hermana, si no duermes, te
mego que nos digas lo que sucedió en el hermo-
so castillo en que ayer nos dejaste. — Voy á decí-
roslo,» respondió Cheherazada, y dirijiéndose al
sultán, « Señor, » prosiguió, « el príncipe ca-
lendo continuó en estos términos su narración :
« Cuando hube acabado de referir mi historia
á las cuarenta damas, algunas de las que esta-
ban sentadas junto á mí se quedaron conversan-
do conmigo, mientras otras, viendo que era de
noche, se levantaron para ir en busca de luces.
Trajeron un sinnúmero de ellas que nos desqui-
tó aventajadamente de la claridad del dia , y las
dispusieron con tal simetría, que nada habia que
apetecer.
T. I.
« Otras damas sirvieron una mesa de frutas
secas, dulces y otros manjares delicados, guar-
neciendo un aparador con toda clase de vinos y
licores, y otras llegaron con instrumentos. Cuan-
do todo estuvo arreglado, me convidaron á que
me sentase á la mesa con ellas, y después de
haber permanecido bastante tiempo, las que de-
bían tocar los instrumentos y acompañarlos con
sus voces, se levantaron y formaron un concier-
to peregrino. Otras empezaron una especie de
danza y bailaron de dos en dos, unas tras otras
y con el mayor gracejo.
« Era mas de media noche cuando se termi-
naron todos estos regocijos. Entonces una de las
damas, tomando la voz, me dijo : « Debéis estar
cansado del camino que habéis hecho hoy, y es
hora de que descanséis. Vuestro aposento está
7
98
LAS MIL Y UNA NOCHES.
corriente ; pero antes que os retiréis, escojed
entre todas la que mas os cumpla y llevadla á
dormir con vos. » Respondí que me guardaría
muy bien de hacer la elección que me proponían,
que eran todas igualmente hermosas, despeja-
das y dignas de mis respetos y servicios, y que
no cometería la descortesía de preferir una á
las demás.
« La misma dama que me habia hablado aña-
dió : « Estamos persuadidas de vuestra corte-
sanía, y ya vemos que os contiene la zozobra
de causar zelos entre nosotras ; mas orillad se-
mejante miramiento : os advertimos que la di-
cha de la que elijáis no hará envidiosas, porque
estamos convenidas en que todos los dias ten-
dremos una tras otra el mismo honor, y que al
cabo de los cuarenta dias nos tocará otra vez el
turno. Escojed pues libremente y no perdáis un
tiempo que debéis dar al reposo de que tanto
necesitáis. »
« Fué forzoso ceder á sus instancias ; presenté
la mano á la dama que habia hablado por las
demás ; ella me dio la suya, y nos condujeron á
un magnifico aposento en el que nos dejaron
solos, retirándose las demás damas á los su-
yos.... » Pero ya es de dia, señor, dijoChehera-
zada, y vuestra majestad me permitirá que deje
al príncipe calendo con su dama. Chahriar nada
respondió, pero dijo en sí mismo al levantarse.
« He de confesar que el cuento es hermosísimo:
gran culpa tuviera en no oirlo hasta el fin. »
NOCHE LX.
Al terminarse la noche siguiente, Dinarzada
no hizo falta en dirijir á la sultana estas pala-
bras : « Hermana mia, si no duermes , te ruego
que nos cuentes la maravillosa historia del ter-
cer calendo. — Con mucho gusto, » respondió
Cheherazada ; « he aquí de que modo prosiguió
el príncipe :
« Al dia siguiente , apenas habia acabado de
vestirme , cuando las otras treinta y nueve da-
mas entraron en mi aposento, mucho mas enga-
lanadas que el dia anterior. Saludáronme y pre-
guntaron por mi salud , y luego me llevaron al
baño , en donde me lavaron ellas mismas é hi-
cieron , á pesar mió , todos los oficios que en él
se requieren , y al salir, me hicieron tomar otro
traje que aventajaba en magnificencia al primero.
«Pasamos el dia casi siempre á la mesa, y
cuando llegó la hora de acostarse, me rogaron
que escojiese una de ellas para que me hiciese
compañía. Finalmente, señora, para no cansaros
repitiendo siempre lo mismo, os diré que pasé
todo un año con las cuarenta damas , recibién-
dolas en mi lecho una tras otra, y que durante
todo aquel tiempo ninguna desazón alteró aquella
regalada existencia.
« Al cabo del año, con sumo pasmo mío , las
cuarenta damas, en lugar de presentarse con su
alegría acostumbrada á preguntarme cómo es-
taba , entraron una mañana en mi aposento ,
bañado el rostro en llanto. Abrazáronme tierna-
mente una tras otra diciéndome : « Adiós, que-
rido príncipe, adiós, es preciso que nos sepa-
remos. »
«•Enterneciéronme sus lágrimas , y las supli-
qué me dijeran el motivo de su desconsuelo y
de la separación de que me hablaban. « En
nombre de Dios , hermosas damas , » les dije ,
« informadme si está en mi poder consolaros , ó
si mi auxilio os es inservible. » En vez de res-
ponderme, «Ojalá,» añadieron, «que nunca
os hubiésemos visto ni conocido. Muchos caba-
lleros nos han hecho el honor de visitarnos ; pero
ninguno ha tenido el donaire, agrado, jovialidad
y mérito que tenéis. No sabemos cómo podre-
mos vivir sin vos. » Al acabar estas palabras ,
echaron á llorar amargamente. «Amables da-
mas, » repliqué yo , « por favor no me tengáis
suspenso por mas tiempo, decidme la causa de
vuestro dolor. — \ Ay ! » respondieron, « ¿qué
otro motivo pudiéramos tener de afiij irnos, sino
la necesidad de separarnos de un príncipe tan
amable ? Quizá no nos volveremos á ver. Sin
embargo, si lo quisierais y tuvierais bastante
imperio sobre vos, cabe muy bien que nos val-
CUENTOS ÁRABES.
99
viéramos á juntar. — Señoras , » repliqué, « no
comprendo lo que me decis, y os ruego que me
habléis mas claramente.
— «Pues bien, » dijo una de ellas, « voy á
complaceros. Habéis de saber que somos todas
princesas hijas de reyes que vivimos juntas del
modo que habéis visto , pero al cabo del año
tenemos que ausentarnos cuarenta dias para fi-
nes indispensables y que no nos es lícito reve-
lar, y al cabo de este tiempo volvemos á este
palacio. Ayer se acabó el año, y hoy debemos
separarnos; esta es la causa de nuestro que-
branto. Antes de marcharnos os dejaremos las
llaves de todo , particularmente las de las cien
puertas, en donde hallaréis con que satisfacer
vuestra curiosidad y entre tanto vuestra soledad
durante nuestra ausencia; pero os encargamos,
"por vuestro bien y nuestro interés particular,
que os abstengáis de abrir la puerta de oro. Si
la abris, nunca os volveremos á ver, y esta zo-
zobra aumenta nuestra aflicción. Esperamos que
os valdréis del consejo que os damos, y del cual
penden vuestro sosiego y la dicha de nuestra
vida ; cuidado que si cedéis á vuestra indiscreta
curiosidad , os haréis un daño de consideración.
Os rogamos pues que no cometáis semejante
yerro y nos deis el consuelo de volveros á hallar
dentro de cuarenta dias. Nos llevaríamos la llave
de la puerta de oro; pero fuera ofender á un
príncipe como vos el dudar de su advertencia y
comedimiento. »
Cheherazada quería proseguir, pero vio aso-
mar el dia. El sultán, deseoso de saber lo que
baria el calendo solo en el palacio después de la
partida de las cuarenta damas, remitió el saberlo
para el dia siguiente.
NOCHE LXI.
La djlijente Dinarzada se despertó mucho rato
antes del amanecer y llamó á la sultana. « Her-
mana mia, si no duermes, » le dijo, « acuérdate
que es hora de referir al sultán, nuestro señor,
la continuación de la historia que tienes empe-
zada. » Entonces Cheherazada, vuelta á Cha-
hriar, le dijo : « Señor, sabrá vuestra majestad
que el calendo prosiguió su historia en estos
términos :
« Señora , las palabras de aquellas hermosas
princesas me causaron entrañable pesar. No
dejé de manifestarles que su ausencia me aque-
jaría en gran manera, y les agradecí los buenos
consejos que me daban. Asegúreles que los se-
guiría y haría jestiones aun mas arduas tras la
dicha de pasar el resto de mis dias con unas da-
mas de mérito tan imponderable. Nuestras des-
pedidas fueron sumamente cariñosas; abrácelas
á todas una tras otra , y se marcharon y quedé
solo en el palacio.
« Los deleites de su compañía, la buena mesa,
conciertos y recreos me habian tenido tan em-
belesado durante el año, que ni tiempo ni deseo
habia tenido de ver las maravillas que podia
atesorar aquel alcázar encantado. Ni siquiera
habia parado la atención en mil objetos peregri-
nos que tenia diariamente á la vista , tan pren-
dado estaba de la belleza de las damas y embe-
bidoen el placer deverlasafanadasen agradarme.
Sentí entrañablemente su desvio , y aunque su
ausencia solo debia ser de cuarenta dias, me
pareció que iba á pasar un siglo sin ellas.
« Me prometía no olvidar el importante en-
cargo que me habian dado de no abrir la puerta
de oro : pero como por lo demás me era lícito
satisfacer mi curiosidad, tomé la primera de las
llaves de las demás puertas , que estaban colo-
cadas por su orden.
« Abrí la primera puerta y entré en un verjel
que no creo tenga su igual en el universo, y aun
no creo que pueda aventajarlo el que nuestra
relijion nos promete después de la muerte. La
simetría, aseo, admirable disposición de los ar-
bolas , abundancia y diversidad de las frutas de
mil especies desconocidas, su frescura y belleza,
todo me tenia embelesado. No debo pasar en si-
lencio, señora, que aquel delicioso jardín se
regaba por un método muy éstraño, por medio
de canalizas escavadas con arte y proporción ,
que internaban el agua con abundancia por las
raices de los árboles que la necesitaban para
brotar sus primeras hojas y flores; que otras
llevaban menos á aquellos cuyas frutas asomaban
apenas , y otras aun menor cantidad á aquellos
en que estaban creciendo , y finalmente las ha-
bía que no daban sino el agua precisa á aquello»
cuya fruta habia adquirido su tamaño regular y
estaba ya para sazonar ; pero este tamaño era
mayor que el de las frutas de nuestros jardines.
Las demás canalizas que iban á parar á los ár-
boles cuya fruta estaba ya en sazón, solo tenian
la humedad necesaria para conservarla en el
mismo estado sin podrirla.
« No podia cansarme de admirar un sitio tan
hermoso , y no hubiera salido de él , á no haber
concebido desde entonces mayor concepto de
las demás particularidades que no habia visto.
Salí empapado en aquellos portentos , cerré la
puerta y abrí la inmediata.
a En vez de un verjel, hallé un jardín no me-
nos asombroso en su clase : encerraba un cua-
dro espacioso, regado, no con la misma profu-
sión que el anterior, pero con mayor economía,
para no agolpar mayor cantidad de agua de la
que cada flor necesitaba. Allí se hallaban en flor
á un tiempo rosas, jazmines, violetas , narcisos,
jacintos, anemones, tulipanes, ranúnculos, cla-
veles , lirios y sinnúmero de otras flores que
corresponden á diferentes estaciones ; y estaban
embalsamando el ambiente que se respiraba en
aquel jardín.
a Abrí la tercera puerta y hallé una gran pa-
jarera enlosada con mármol de varios colores y
de esquisita labor ; la jaula era de sándalo y de
aloe , y contenia un sinnúmero de ruiseñores ,
jilgueros, canarios, alondras y otros pájaros aun
mas armoniosos de que nunca habia oido hablar.
Los comederos donde tenian el grano, y los be-
bederos para el agua eran de jaspe ó preciosí-
sima ágata.
« Habia además en toda la pajarera un aseo
estremado, y al ver su capacidad, juzgué que se
CUENTOS ÁRABES.
101
necesitaban al menos cien personas para conser-
varla con aquella limpieza. Sin embargo no se
veia á nadie , lo mismo que en los jardines que
habia visitado, y en los que no había notado
una mala yerba, ni la menor superfluidad que
ofendiera la vista.
« El sol se habia puesto ya, y me retiré embe-
lesado con el gorjeo de aquel sinnúmero de pá-
jaros que buscaban el lugar mas cómodo para
gozar del descanso de la noche. Volví á mi apo-
sento , determinado á abrir las demás puertas
en los dias sucesivos, menos la centésima.
» Al otro dia no hice falta en abrir la cuarta
puerta, y si lo que vi la tarde anterior habia
podido causarme pasmo, lo que entonces vi me
enajenó totalmente. Entré en un gran patio ro-
deado de un edificio de maravillosa arquitectu-
ra, cuya descripción omitiré por no ser prolijo.
« Tenia aquel edificio cuarenta puertas
abiertas , cada una de las cuales daba entrada
á un tesoro ; y de estos tesoros habia muchos
que valían mas que los reinos mas poderosos.
El primero contenia montones de perlas, y lo
que parece increible, las mas preciosas , que
eran del grueso de un huevo de pichón, aventa-
jaban en número á las medianas ; en el segundo
tesoro habia diamantes, carbunclos y rubíes; en
el tercero esmeraldas ; en el cuarto oro en bar-
ras; en el quinto oro acuñado; en el sexto
plata en barras ; y en los dos inmediatos plata
labrada. Los demás contenían amatistas, crisó-
litos, topacios, ópalos , turquesas, jacintos y to-
dos las piedras linas que conocemos, sin ha-
blar de la ágata , jaspe, cornalina y coral de que
habia un aposento lleno, no solo de ramas, sino
de árboles enteros.
«Atónito é inmoble, esclamé después de mirar
todas aquellas riquezas : « No, aun cuando to-
dos los tesoros de todos los reyes del universo
estuvieran reunidos en un mismo lugar, nunca
podrían compararse con estos. ¡ Cuál es mi di-
cha de poseer todos estos bienes con tan ama-
bles princesas !
« No me detendré, señora, en circunstanciar
todas las demás preciosidades peregrinas que
vi los dias siguientes. Solo diré que necesité
treinta y nueve dias para abrir las noventa y
nueve puertas y admirar todo cuanto se ofre-
ció á mi vista. No me quedaba mas que la cen-
tésima que me habían prohibido abrir »
La luz que penetró en el aposento del sultán
de las Indias suspendió la narración de Chehe-
razada. Pero esta historia era harto entretenida
para que Chahriar no quisiese oir la conclusión
al dia siguiente, y con este ánimo se levantó.
NOCHE LXII.
Dinarzada, que estaba deseando saber con no
menos afán que Chahriar que portentos podian
atesorarse bajo la llave de la centésima puer-
ta, llamó muy temprano á la sultana. « Her -
mana mia, si no duermes, » le dijo, « te ruego
que concluyas la peregrina historia del tercer
calendo. — Así la prosiguió , » dijo Chehera-
zada.
« Habia llegado á los cuarenta dias desde la
ida de las donosas princesas, y si hubiese po-
dido tener sobre mí el dominio que correspon-
día, seria hoy hombre á todas luces felicísimo ,
en vez de ser el mas desventurado de todos.
Debían llegar al dia siguiente , y el embeleso de
volverlas á ver debia servir de contraresto á mi
curiosidad; pero por una. flaqueza de que me
arrepentiré siempre, cedí á la tentación diabó-
lica que me trajo azorado hasta que me engolfé
en mis quebrantos.
« Abrí la puerta fatal que habia prometido
no tocar, y apenas hube dado un paso para en-
trar, cuando una fragancia halagüeña, pero con-
traria á mi temperamento, me hizo caer desma-
yado. Sin embargo volví en mí , y en vez de
avalorar aquel aviso, cerrar la puerta y orillar
para siempre el anhelo de satisfacer mi curio-
sidad, entré después de haber aguardado un
rato que el ambiente hubiese mitigado aquel
olor, que al fin vino á no incomodarme.
a Hálleme en un lugar espacioso , bien enlo-
102
LAS MIL Y UNA NOCHES.
fiado y cuyo pavimento estaba rociado con aza-
frán. Varios candelabros de oro macizo con bu-
jías encendidas, que despedían un olor de aloe
y ámbar gris , alumbraban aquel sitio , y á esta
iluminación se añadía la de varias lámparas de
oro y plata , llenas de un aceite compuesto de
diferentes olores.
(( Entre varios objetos que llamaron mi aten-
ción, descubrí un caballo negro, el mas lindo y
garboso que se puede imajinar. Acerquéme á
él para considerarlo de cerca, y hallé que tenia
una silla y brida de oro macizo de una labor es-
quisita ; que su pesebre estaba lleno por un lado
de cebada mondada y sésami, y por el otro de
agua de rosa. Asile por la brida y lo saqué á
fuera para verlo á la luz del dia , móntele y
quise hacerlo andar , pero como no se movía ,
le sacudí con una varilla que habia recojido
en su magnífica cuadra. Mas apenas le hube to-
cado, cuando empezó á relinchar con espantoso
retumbo, y tendiendo unas alas que yo no ha-
bla advertido, se remontó por los aires hasta
perderse de vista. No pensé mas que en mante-
nerme firme, y á pesar de mi turbación, me
sostenia bastante bien ; luego dirijió su vuelo
hacia la tierra y se paró Sobre la azotea de un
palacio, y sin darme lugar á que me apeara, me
v sacudió con tanta violencia que me hizo caer
hacia atrás, y con el estremo de la cola me sacó
el ojo derecho.
« He aquí como quedé tuerto, y entonces re-
cordé lo que me habían pronosticado los diez
jóvenes señores. El caballo emprendió otra vez
su vuelo y desapareció. Levánteme aflijidísimo
del fracaso que yo mismo me habia ido á bus-
car, anduve por la azotea con la mano en el
ojo que me causaba agudísimo dolor, bajé y
me hallé en un salón en que habia diez sofaes
dispuestos en círculo, y otro en medio menos
elevado, por lo que vine en conocimiento de
que aquel palacio era el mismo de donde me
habia arrebato el roe.
«c Los diez señores tuertos no estaban en el
salón. Aguárdelos, y llegaron poco después con
el anciano. No manifestaron estrañeza de vol-
verme á ver ni de que hubiese perdido el ojo.
« Mucho sentimos, » me dijeron, « que no po-
damos daros el parabién de vuestra vuelta del
modo que deseáramos , pero no somos cau-
sa de vuestra desventura. — Fuera injusto
en culparos de ella , » les respondí ; « me la
he acarreado yo mismo y cargó con la pena.
— Si es un consuelo para los desgraciados , »
prosiguieron , « el tener compañeros , nues-
tro ejemplo debe proporcionároslo. Cuanto os
ha sucedido nos ha pasado igualmente. He-
mos apurado la suma de los deleites durante
todo un año, y hubiéramos continuado gozando
de la misma dicha, á no abrir la puerta de oro
durante la ausencia de las princesas. Habéis sido
tan imprudente como nosotros y habéis esperi-
mentado igual castigo. Bien quisiéramos admi-
tiros entre nosotros para que hicieseis la peni-
tencia cuya duración ignoramos, pero ya os
declaramos los motivos que nos lo imposibili-
tan. Por lo tanto retiraos y tomad el camino de
Bagdad, y allí hallaréis al que debe decidir de
vuestra suerte. » Me enseñaron el rumbo que
debia seguir y me separé de ellos.
« Durante el viaje me hice afeitar la barba y
las cejas y vestí el traje de calendo. Hace tiem-
po que voy caminando, y hoy he llegado á esta
ciudad á la caida de la noche. Encontré á la
puerta á estos calendos, y los tres quedamos
atónitos al vernos tuertos del mismo ojo; pero
no hemos tenido tiempo para conversar de esta
desgracia que nos mancomuna. Solo hemos te-
nido, señora , el de venir á implorar el auxilio
que jenerosamente nos concedisteis. »
Luego que el tercer calendo hubo terminado
la relación de su historia, Zobeida tomó la pa-
labra, y vuelta á él y sus compañeros, les dijo:
« Idos, los tres estáis libres ; retiraos á donde
queráis. » Pero uno de ellos le respondió : « Se-
ñora, os rogamos que disimuléis nuestra curio-
sidad y nos permitáis oir la historia de estos se-
ñores que todavía no han hablado. » Entonces
la dama volviéndose hacia el califa, el visir Jia-
faj y Mesrur, á quienes no conocía por lo que
eran , les .dijo : « Hablad ; á vosotros os toca
referir vuestra historia. »
El gran visir Jiafar , que habia hablado siem-
pre por los demás , respondió otra vez á Zobei-
da: «Señora , no tenemos mas que repetir para
obedeceros lo que ya dijimos antes de entrar en
vuestra casa. Somos unos mercaderes de Musul
que llegamos á Bagdad para negociar nuestras
mercancías depositadas en un almacén del khan
en donde estamos hospedados. Hoy comimos
con varias personas de nuestra profesión en ca-
sa de un mercader de esta ciudad, el cual, des-
pués de habernos regalado con manjares delica-
dos y vinos esquisitos, ha mandado que vinie-
sen bailarines y bailarinas, cantores y músicos.
Como metíamos mucho ruido, una patrulla ha
acudido y ha preso á algunos de la función. En
cuanto á nosotros, tuvimos la suerte de escabu-
llimos; pero como ya era tarde y la puerta de
nuestro khan estaba cerrada, no sabíamos don-
de albergarnos . La casualidad ha querido que
pasásemos por esta calle , y habiendo oido que
se divertían en esta casa, nos hemos determinado
CIENTOS ÁRABES.
10J
á llamar á la puerta. He aquí , señora , cuanto
podemos decir en cumplimiento de vuestras ór-
denes.»
Oidas estas palabras , Zobeida parecía titu-
bear sobre lo que debía decir , y advirtiéndolo
los calendos , le suplicaron que tuviese con los
tres mercaderes de Musul la misma atención
que habia tenido con ellos. « Bien , » les dijo ,
consiento en ello. Quiero que todos me debáis
el mismo agasajo; os perdono, pero á condición
que saldréis al punto todos de esta casa y os reti-
raréis á donde queráis.» Gomo Zobeida dio esta or-
den con un brío que denotaba su empeño en que-
dar obedecida, el califa, el visir, Mesrur, los tres
calendos y el mandadero salieron sin replicar ,
porque la presencia de los siete esclavos arma-
dos les causaba respeto. Cuando estuvieron fue-
ra de la casa y la puerta quedó cerrada , el ca-
lifa dijo á los calendos sin darse á conocer por
lo que era : « Y vosotros , señores , que sois fo-
rasteros y recien llegados á esta ciudad, ¿á
dónde vais ahora que aun no es de dia ? — Se-
ñor , » le respondieron , « eso es lo que nos tie-
ne perplejos. — Seguidnos , » replicó el califa ,
vamos á sacaros de apuro. » Concluidas estas
palabras , habló al visir y le dijo : Llevadlos a
vuestra casa , y mañana me los presentaréis.
Quiero mandar escribir sus historias , pues me-
recen hacer bulto en los anales de mi reinado. »
Él visir Jiafar llevó consigo á los tres calen-
dos ; el mandadero se retiró á su casa , y el ca-
lifa , acompañado de Mesrur , se restituyó á su
palacio. Se acostó , pero no pudo cerrar los
ojos , tan azorado estaba su ánimo con toda? las
estrañezas que habia presenciado. Sobre todo
estaba deseoso de saber quién era Zobeida, qué
motivo podia tener para azotar á las dos perras
negras, y porqué Amina tenia lleno el pecho de
cicatrices. Amaneció , y aun estaba absorto con
tales pensamientos. Se levantó , y pasando a la
cámara en donde celebraba consejo y daba au-
diencia, se sentó en su trono.
El gran visir llegó poco después y le tributó
el acatamiento acostumbrado. « Visir , » le dijo
el califa, « por ahora no tenemos negocios muy
urjentes que despachar ; el de las tres damas y
de las dos perras negras lo es mucho mas. No
podré parar hasta que me entere cabalmente de
cuanto ayer me estuvo asombrando. Id , traeos
á las damas y también á los calendos , y acor-
daos de que estoy aguardando vuestra vuelta
con impaciencia. »
El visir , que sabia el jenio prontísimo y fo-
goso de su amo . se esmeró en obedecerle. Lle-
gó á casa de las damas y les manifestó con de-
coro la orden que tenia de presentarlas al cali-
fa , aunque sin hablar de cuanto habia mediado
la noche anterior.
Las damas se cubrieron con sus velos y mar-
charon con el visir , llevándose de paso á los
tres calendos, quienes habían tenido tiempo de
saber que habían visto al califa y le habían ha-
blado sin conocerle. El visir los presentó en pa-
lacio y desempeñó su encargo con tan estrema-
da diligencia que el califa se le mostró muy sa-
tisfecho. Aquel príncipe , observando las reglas
del decoro , pues estaban presentes todos los
empleados de su casa , mandó colocar á las tres
damas detrás de la celosía de la sala que comu-
nicaba con su aposento , y retuvo á los tres ca-
lendos , quienes manifestaron con su acatamieu-
to que no ignoraban delante de quien tenían el
honor de presentarse,
Luego que las damas estuvieron colocadas, el
califa se volvió hacia ellas y les dijo : « Seño-
ras, sin duda os sobrecojeréis al saber que la
noche pasada me introduje en vuestra casa en
traje de mercader •, temeréis haberme ofendido,
y quizá os imajineis que os he mandado veair
aquí para soltar la rienda ámis iras ; pero sose-
gaos y estad persuadidas de que tengo olvidado
lo pasado, y aun que estoy contentísimo de
vuestro comportamiento. Deseara que todas las
damas de Bagdad obrasen con tanto juicio como
manifestasteis, y siempre me acordaré del co-
medimiento que usasteis después de la descor-
tesía que habíamos cometido. Entonces era un
mercader de Musul, pero ahora soy Harun
Alraschid, quinto califa de la gloriosa casa de
Abas, que ocupa el lugar de nuestro gran pro-
feta. Os he mandado venir tan solo para saber
quiénes sois y preguntaros con qué motivo una
de vosotras, después de haber estado atormen-
tando las dos perras negras, ha llorado con
ellas. También estoy muy deseoso de saber por-
qué la otra tiene el pecho cubierto de cicatrices.»
Aunque el califa pronunció estas palabras con
voz clara, y las tres damas las hubiesen oido, el
visir Jiafar, según costumbre, no dejó de repe-
tirlas
« Pero, señor, » dijo Cheherazada, « ya es de
dia : si vuestra majestad quiere que le refiera
la continuación, es forzoso que tenga á bien di-
latar todavía mi vida hasta mañana. » Consintió
en ello el sultán, imajinándose que Cheherazada
le contaría la historia de Zobeida, que estaba
muv ansioso de saber.
NOCHE LXIII.
« Mi querida hermana, » dijoDinarzada, poco
antes de amanecer, « si no duermes, te suplico
que nos cuentes la historia de Zobeida, porque
supongo que se la referiría aquella dama al ca-
lifa. — Efectivamente lo hizo, » respondió Che-
herazada. « Así que el príncipe la sosegó con
la arenga sobredicha, satisfizo sus deseos del
modo siguiente :
HISTORIA DE ZOBEIDA.
« Caudillo de los creyentes, » dijo, « la his-
toria que voy á referir á vuestra majestad es
una de las maravillosas que se conozcan. Las
dos perras negras y yo somos tres hermanas,
hijas del mismo padre y madre, y os diré por
qué raro suceso han sido convertidas en perras.
« Las dos damas que viven conmigo y están
aquí presentes son también mis hermanas, hijas
del mismo padre, pero de diferente madre. La
que tiene el pecho lleno de cicatrices se llama
Amina, la otra Safía, y yo Zobeida.
« A la muerte de nuestro padre, hicimos par-
tes iguales de lo que nos habia dejado, y cuando
estas dos medio hermanas recojieron lo que les
correspondía, se separon de nosotros y se fue-
ron á vivir con su madre. Mis dos hermanas y
yo nos quedamos con la nuestra, que vivia aun,
y á su muerte nos dejó mil zequines á cada una.
(( Cuando hubimos recojido lo que nos cor-
respondía, mis dos hermanas mayores, porque
yo soy la menor, se casaron y siguieron á sus
maridos, dejándome sola. Poco tiempo después
de su casamiento, el marido de la primera ven-
CUENTOS ÁRABES.
105
dio todos sus bienes y los muebles, y con el
dinero que fué juntando y el de mi hermana,
pasaron los dos á África. Allí, el marido derro-
' chó sus haberes y los de mi hermana en diver-
siones y banquetes. Hallándose reducido al
mayor desamparo, buscó un pretesto para repu-
diarla y la echó de su casa.
« Volvió mi hermana á Bagdad, después de
haber padecido infinitos quebrantos en un viaje
tan largo. Se refujió en mi casa, tan lastimosa-
mente mal parada, que hubiera movido á com-
pasión al pecho mas empedernido. La recibí
con todas las demostraciones de cariño que po-
día esperar : le pregunté porqué se hallaba en
tan desdichada situación, y me enteró llorando
de la torpe conducta de su marido y del trato
violento que le había dado. Me compadecí de
sus desventuras y junté mis lágrimas con las
suyas. La hice entrar en el baño y le di parte
de mis vestidos, diciéndole : « Hermana mia,
eres mayor que yo, y te miraré como á madre.
Durante tu ausencia, Dios bendijo mis pocos
bienes y la granjeria que he logrado criando gu-
sanos de seda. Puedes contar que no tengo nada
que no sea tuyo y de lo que no puedas disponer
como yo misma. »
« Vivimos las dos juntas durante algunos me-
ses en buena armonía. Solíamos hablar de
nuestra tercera hermana, y estrañábamos no
saber de ella. Al fin llegó en tan infeliz estado
como la mayor, pues su marido la había tratado
del mismo modo, y yo le di graciable acojida.
« De allí á algún tiempo mis dos hermanas,
so pretesto de que me eran gravosas, me dije-
ron que estaban en animó de volverse á casar.
Respondíles que, si no tenían otro motivo, po-
dían permanecer conmigo, pues mis bienes bas-
taban para mantenernos á todas con la decencia
propia de nuestra clase. Pero me temo, añadí,
que mas bien tengáis verdaderos deseos de ca-
saros otra vez, y os confieso que si tal sucediera,
me serviría de suma estrañeza cómo podéis pen-
sar en un segundo enlace, habiendo padecido
tantísimos pesares 'en el primero. Ya sabéis
cuanto escasean maridos honrados y cabales.
Creedme, sigamos viviendo juntas y del modo
mas agradable que nos quepa.
« En balde fueron todas mis amonestaciones,
porque estaban resueltas á volverse á casar, y
con efecto así lo ejecutaron. Pero volvieron á
verme al cabo de algunos meses , y discul-
pándose amargamente de no haber seguido mis
consejos, «Eres la menor, » me dijeron, « pero
mas juiciosa que nosotras. Si quieres admitirnos
en tu casa y mirarnos como esclavas, no vol-
veremos á cometer yerro tan desatinado. —
Mis queridas hermanas, » les respondí, « no ha
variado mi cariño desde que nos separamos :
volved y disfrutad conmigo de lo que poseo. » Y
abrazándolas en seguida, las admití en mi casa
y vivimos otra vez juntas como antes.
« Hacia un año que disfrutábamos de una
perfecta armonía, cuando viendo que Dios ha-
bía bendecido mi caudal, formé el intento de
emprender un viaje por mar y aventurar algo
en el comercio, y así pasé con mis dos herma-
nas á Balsora, compré un buque pronto á dal-
la vela, y lo cargué con las mercancías que ha-
bia traído de Bagdad. Emprendimos nuestro
viaje con viento favorable, y pronto salimos del
golfo Pérsico. Cuando estuvimos en alta mar,
tomamos el rumbo de las Indias, y al cabo de
veinte dias de navegación, descubrimos tierra.
Era un monte altísimo, en cuya falda descubri-
mos una ciudad de bastante estension, y como
teníamos viento fresco, pronto entramos en el
puerto y dimos fondo.
« No tuve paciencia para aguardar que mis
hermanas estuviesen prontas para acompa-
ñarme : desembarqué sola y me encaminé á la
ciudad. Vi una guardia crecida de hombres sen-
tados y otros en pié con un palo en la mano ;
pero tenían todos un aspecto tan horroroso que
me asustó. Notando sin embargo que estaban
inmobles y ni siquiera movían los ojos, me se-
rené, y habiéndome acercado á ellos, conocí
que estaban petrificados.
a Entré en la ciudad y pasé por varias calles,
en donde había hombres de trecho en trecho en
varias posturas pero todos sin movimiento y
petrificados. En el barrio de los mercaderes
hallé casi todas las tiendas cerradas, y en las
que estaban abiertas había personas en el mismo
estado. Miré á las chimeneas, y no viendo que
despidiesen humo , juzgué que cuanto habia
en las casas y aun fuera estaba convertido en
piedra.
a Habiendo llegado á una gran plaza en me-
dio de la ciudad, descubrí una hermosa puerta
cubierta de chapas de oro y cuyas hojas estaban
abiertas. Veíase una mampara de rica seda y
una lámpara colgada sobre la puerta. Después
de haber considerado el edificio, di por su-
puesto que seria el palacio del príncipe que rei-
naba en aquel país, pero atónita de no hallar
un viviente, me encaminé á él, esperanzada de
hallar alguno. Abrí la mampara ; ¡ y cuál fué mi
asombro, cuando no vi en el lintel sino algunos
porteros ó guardas petrificados, unos en pié y
otros sentados ó recostados !
« Atravesé un gran patio cuajado de jentío.
Unos al parecer iban y otros venían, y sin em-
106
LAS MIL Y LISA NOCHES.
bargo no se movian de su sitio, porque estaban
petrificados como los que ya habia visto. Pasé
por un segundo patio, y de allí á un tercero ;
pero en todas partes reinaba la mayor soledad y
un silencio pavoroso.
« Habiendo entrado en un cuarto patio , vi al
frente un hermosísimo edificio cuyas ventanas
estaban cerradas con un enverjado de oro maci-
zo , y me imajiné que eran los aposentos de la
reina. Los visité , y hallé en una sala muchos
eunucos negros petrificados , y pasando á otra
habitación lujosamente alhajada , vi una dama
trasformada igualmente en piedra. Conocí que
era la reina , porque llevaba una corona de oro
en la cabeza y un collar dé perlas mas gruesas
que avellanas. Las estuve rejistrando de cerca
y me pareció que no cabia preciosidad mas pe-
regrina.
« Admiré por algunos instantes la riqueza y
magnificencia de aquel aposento , y sobre todo
las alfombras , almohadones y sofá guarnecido
con una tela de las Indias cuyo fondo era de oro
con figuras de hombres y animales de plata y de
esquisila labor. »
Cheherazada hubiera continuado hablando;
pero la claridad del dia suspendió su narración.
El sultán estaba embelesado. « He de saber , »
dijo para sí al levantarse , « en qué viene á
parar esa estrañísima petrificación de hom-
bres. »
NOCHE LXIV.
Dinarzada , á quien habia deleitado el princi-
pio de la historia de Zobcida , no hizo falta en
llamar á la sultana antes del amanecer. « Her-
mana mia , si no duermes , o le dijo , « te ruego
nos digas lo que vio Zobeida en aquel palacio
maravilloso. — He aquí , » respondió Chehera-
zada , « de que modo prosiguió aquella dama su
historia al califa :
« Señor , desde el aposento de la reina petri-
ficada pasé á otros muchos amueblados con es-
plendidez , y al fin llegué á una habitación muy
espaciosa en la que habia un trono de oro macizo
colocado sobre algunas gradas y engastado con
gruesas esmeraldas , y sobre el trono un cojin
de esquisita tela bordado con preciosas perlas,
y lo que mas me pasmó fué una luz resplande-
ciente que salia del medio del cojin. Ansiosa de
saber de donde provenia, subí, y adelantando
la cabeza , vi un diamante del tamaño de un
huevo de avestruz , y tan perfecto que no le no-
té lunar alguno. Resplandecia en tal eslremo que
dándole la luz , yo no podia resistir sus relum-
bros.
« Habia á los costados dos hachas encendidas,
cuyo objeto no pude comprender, pero esta cir-
cunstancia me convenció de que habia algún vi-
viente en aquel magnífico palacio , pues no me
cabia duda en el pensamiento que semejantes
hachas pudieran conservarse encendidas por sí
solas. Otras muchas maravillas me detuvieron
en aquella habitación , cuyo valor sobrepujaba .
á todo guarismo.
« Como todas'las puertas estaban abiertas ó
entornadas , visité otros muchos aposentos tan
hermosos como los que habia visto. Me interné
por las reposterías y guarda muebles , que es-
taban cuajados de preciosidades infinitas , y se-
guí tan embelesada con aquellos portentos que
no me acordé del buque ni de mis hermanas. Sin
embargo la noche se acercaba , y conociendo
que era hora de retirarme , quise volverme por
el mismo camino por donde habia venido; pero
no me fué fácil hallarlo. Me perdí por las ha-
bitaciones , y al fin llegando á parar al aposen-
to en que estaban el trono , el diamante y las
hachas encendidas , determiné pasar allí la no-
che , dejando para el dia siguiente el regresar á
mi embarcación. Acostéme , no sin zozobra,
viéndome sola en un lugar lan desierto , y sin
duda aquel espanto no me dejó dormir.
« Serian las doce de la noche cuando oí la voz
de un hombre que leia el Alcorán , del mismo
modo y con el tono con que acostumbramos orar
en nuestros templos. Esto me regocijó en gran
manera , y levantándome al punto , cojí una ha-
cha para alumbrarme y seguí varios aposentos
CUENTOS ÁRABES.
107
hacia donde se oia la voz. Parame á la puerta de
un gabinete del que no podia dudar que partie-
se , arrimé á un lado el hacha , y mirando por
los resquicios de la puerta , me pareció que era
un oratorio , y en efecto habia como en nuestros
templos un nicho que denotaba hacia donde ha-
bia que volverse para orar , lámparas colgadas
y encendidas y dos grandes candelabros con ha-
chas de cera blanca que también ardían.
« Vi además una alfombra , tendida como las
que se estilan en nuestro pais para sentarse y
decir las oraciones. Un jóyen de aspecto agra-
dable estaba sentado sobre la alfombra y recita-
ba fervorosamente el Alcorán que tenia delante.
Á esta vista quedé atónita , y revolvía en mi men-
te cómo aquel viviente se hallaba solo en una
ciudad en que todo el vecindario estaba petrifi-
cado , y no dudé que lo causaría algún motivo
estraordinario.
a Como la puerta estaba entornada , la abrí,
entré , y pasando al nicho , pronuncié en alta voz
estas palabras : « Alabado sea Dios que nos ha
favorecido con una próspera navegación. Pido á
su bondad que nos ampare del propio modo has-
ta la llegada á nuestro pais. Escuchadme, señor,
y atended á mis ruegos. »
« El joven volvió los ojos hacia mi y me dijo:
« Mi buena señora , os ruego que me digáis quién
sois y lo que os ha traído á este desventurado
pueblo , y en pago os informaré de quien soy, lo
que me ha sucedido , con que motivo los habi-
tantes de esta ciudad están reducidos al estado
en que los habéis visto , y porqué yo solo estoy
sano y salvo en medio de tan espantoso desas-
tre. »
« Referíle en pocas palabras de donde venia,
lo que me habia inducido á emprender aquel
viaje y de que modo habia fondeado felizmente
al cabo de veinte dias de navegación. Al termi-
nar , le rogué que cumpliese por su parte la pro-
mesa que me habia hecho , y le manifesté cuanto
me habia sobrecojido la espantosa desolación
que habia observado en todos los parajes por
donde habia pasado.
« Querida señora , » dijo entonces el joven,
« tened un poco de paciencia ; » y hablando así,
cerró el Alcorán , lo metió en un estuche pre-
cioso y lo colocó en el nicho. Mientras lo hacia,
le consideraba atentamente, y le hallé tanta
gracia y atractivo que esperimenlé impulsos cua-
les hasta entonces nunca habia sentido. Hízome
sentar á su lado , y antes que empezase su nar-
ración , no pude dejar de decirle con un acento
que le patentizó el cariño que me habia infundí-
do : a Primoroso señor , amado objeto de mi al-
ma , no podéis imajinaros cuan impaciente estoy
de enterarme en las tantísimas estrañezas como
han cautivado mi atención desde que he entrado
en esta ciudad , y no me cabe dejar satisfacer
mi curiosidad sino ahora mismo Hablad , os
ruego , y decidme por qué milagro os halláis
solo vivo entre tantas personas muertas de un
modo inaudito. »
Al llegar aquí Cheherazada , suspendió su nar-
ración y dijo á Chahriar : « Señor , vuestra ma-
jestad no advierte quizá que ya es de dia , y si
continuara hablando , abusaría de vuestra aten-
ción. J> El sultán se levantó , resuelto á oir la
noche siguiente la continuación de aquella his-
toria maravillosa.
NOCHE IXV.
a Hermana mia, si no duermes, » dijo Di-
narzada á la mañana siguiente, « ruégote que
prosigas la historia de Zobeida y nos reüeras lo
que pasó entre ella y el joven que encontró en
aquel palacio de que ayer nos hiciste una des-
cripción tan hermosa. — Voy á complacerle, »
respondió la sultana. « Zobeida continuó en
estos términos :
« Señora, » me dijo el joven , « la oración
que acabáis de rezar me da á entender que co-
nocéis al verdadero Dios. Vais á oir un efecto
maravillosísimo de su grandeza y poderío. Sa-
bréis que esta ciudad era la capital de un po-
deroso reino de que mi padre se titulaba sobe-
rano. Este príncipe, toda su corte, los habitantes
de la ciudad v todos sus demás subditos eran
108
LAS MIL Y UNA NOCHES.
magos, adoradores del fuego y de Nardun, an-
tiguo rey de los jigantes rebeldes á Dios.
« Aunque mis padres eran idólatras, logré la
suerte de tener por aya en mi niñez á una buena
dama musulmana que sabia de memoria el Al-
coran y lo esplicaba perfectamente. « Príncipe,»
me solia decir, a no hay mas que un Dios ver-
dadero. Guardaos de reconocer y adorar á
otros. » Me enseñó á leer el árabe, y el libro
que me dio para ejercitarme fué el Alcorán.
Luego que tuve bastante entendimiento, me fué
esplicando todos los pasos de este libro esce-
lente, empapándome en su contexto, sin sa-
berlo mi padre ni otro alguno. Murió ; pero fué
después de haberme dado cuantas instrucciones
necesitaba para estar plenamente convencido
délas verdades de la relijion musulmana. Desde
su fallecimiento me he mantenido constante-
mente en los mismos principios fundamentales,
horrorizándome contra el falso dios Nardun y
la adoración del fuego.
« Hace tres años y algunos meses que una
voz atronadora se oyó de repente por toda la
ciudad, tan claramente, que nadie perdió una
de estas palabras que dijo : « Habitantes, dejad
el culto de Nardun y del fuego ; adorad al Dios
único y misericordioso. »
a La misma voz se oyó tres años consecuti-
vos; pero nadie se convirtió, y al cumplirse
este plazo, entre tres y cuatro de la madruga-
da, todos los habitantes quedaron trasformados
en piedras, permaneciendo cada cual en el es-
tado y ademan en que se hallaba. El rey mi
padre padeció igual suerte, quedando conver-
tido en una piedra negra, tal cual se le ve en un
paraje de este palacio, y la reina mi madre su-
frió igual destino.
« Soy el único sobre quien Dios no descargó
su tremendo castigo : desde entonces continúo
sirviéndole con mas fervor que nunca, y estoy
persuadido, hermosa señora, de que os envia
para mi consuelo ; doyle infinitas gracias, por-
que os confieso que esta soledad me es harto
insufrible. »
« Esta narración, y particularmente las últi-
mas palabras, acabaron de inflamar mi pasión.
« Príncipe, » le dije, a no hay que dudarlo, la
Providencia me ha traído á este puerto para
ofreceros los medios de alejaros de tan funesto
sitio. El bajel en que he venido puede daros
idea de que gozo de alguna consideración en
Bagdad, donde he dejado otros bienes cuantio-
sos. Me adelanto á ofreceros allí un albergue,
hasta que el poderoso caudillo de los creyentes
y vicario del gran profeta, en quien creéis, os
haya tributado los honores que tenéis mereci-
dos. Este célebre monarca reside en Bagdad, y
apenas sepa vuestra llegada á su capital, cono-
ceréis que no en vano se implora su amparo.
No cabe que permanezcáis por mas tiempo en
una ciudad donde todos los objetos se os han
de hacer ya insufribles. Mi bajel está á vuestra
disposición y podéis mandar en él como señor.»
Aceptó mi ofrecimiento y pasamos el resto de
la noche conversando de nuestro embarque.
« Al amanecer salimos del palacio, y nos di-
rij irnos al puerto, donde hallamos á mis herma-
nas, al capitán y á mis esclavos con suma zozo-
bra por mi paradero. Después de haber presen-
tado mis hermanas al príncipe, les referí lo que
me habia imposibilitado el volver á bordo el
dia anterior, el encuentro del joven príncipe,
su historia y la causa de la desolación de tan
hermosa ciudad.
(( Los marineros emplearon algunos días en
desembarcar las mercancías que yo habia lle-
vado y embarcar en su reemplazo todo lo mas
precioso en el palacio , tanto de oro y plata
como en pedrerías. Dejamos los muebles y
gran cantidad de plata labrada, porque no po-
díamos llevárnosla. Hubiéramos necesitado mu-
chas embarcaciones para trasportar á Bagdad
todas las riquezas que teníamos á la vista.
(( Luego que hubimos cargado el buque con
cuanto quisimos, tomamos los víveres y el agua
que conceptuamos necesitar para la travesía,
no obstante que todavía nos quedaban muchas
provisiones de las que habíamos embarcado en
Balsora. Por fin dimos la vela con viento tal
cual podíamos apetecer, b
Al decir estas palabras, Cheherazada advir-
tió que amanecía, y dejó de hablar. El sultán se
levantó sin decir palabra ; pero con ánimo de
oir hasta el cabo la historia de Zobeida y de
aquel principe tan milagrosamente conser-
vado.
NOCHE LXVI.
Antes de acabarse la noche siguiente, Dinar-
zada, impaciente por saber cuál seria el éxito
de la navegación de Zobeida, llamó á la sultana.
a Mi querida hermana, » le dijo, « si no duer-
mes, prosigue por fineza la historia de ayer.
Dinos si el príncipe y Zobeida llegaron próspe-
ramente á Bagdad. — Vais á saberlo, » respon-
dió Cheherazada. « Zobeida prosiguió así su
historia, vuelta siempre al califa :
a Señor, el príncipe, mis hermanas y 50 pa-
sábamos los dias conversando alegremente ; pero
¡ay de mí! nuestra armonía no duró mucho
tiempo. Mis hermanas se encelaron por la inti-
midad que advirtieron entre el príncipe y yo, y
me preguntaron un dia maliciosamente qué ha-
ríamos con él cuando llegásemos á Bagdad.
Conocí que me hacían aquella pregunta para
descubrirme el interior, y por lo tanto, tratando
el asunto placenteramente, les respondí que lo
tomaría por esposo, y luego volviéndome hacia
el príncipe, le dije : « Señor, os suplico que
consintáis en ello. Cuando lleguemos á Bagdad,
mi intento es ofreceros mi persona para ser
vuestra humildísima esclava, tributaros mis ser-
vicios y reconoceros por señor absoluto de mi
albedrío. — Señora, » respondió el príncipe,
a no sé si os chanceáis ; pero por lo que á mí
toca, os declaro formalmente aquí ante vuestras
hermanas que desde este momento acepto gus-
toso el ofrecimiento que me hacéis, no para
miraros como á esclava, sino como á mi dama
y señora, sin que pretenda tener imperio alguno
sobre vuestras acciones. » Mis hermanas se in-
mutaron á estas palabras, y noté desde entonces
que no abrig&ban para conmigo el mismo afecto
que antes.
<( Nos hallábamos en el golfo Pérsico muy
cerca de Balsora, á donde confiaba que, soplan-
do el viento , llegaríamos al dia siguiente. Du-
rante la noche, cuando estaba durmiendo, mis
110
LAS MIL Y l.NA NOCHES.
hermanas se valieron de la coyuntura para ar-
rojarme al mar, como también al príncipe,
quien vino luego á fenecer. Yo me sostuve al-
gún tiempo sobre el agua , y por casualidad, ó
mas bien, por milagro hallé fondo y me adelanté
hacia la parte por donde me parecia divisar la
tierra. Con efecto, llegué á una playa, y al ama-
necer conocí que estaba en un islote desierto,
situado á veinte millas de Balsora. Pronto enju-
gué mi ropa al sol, y noté varias especies de
frutas, y aun agua dulce, con lo cual tuve espe-
ranza de que podría salvar mi vida.
« Estaba descansando á la sombra, cuando vi
una serpiente con alas muy gruesas y largas
qlie se adelantaba hacia mí jadeándose y sacan-
do la lengua, lo cual me hizo comprender que
padecía. Levánteme, y advirtiendo que la se-
guía otra serpiente mas gruesa, que la tenia
asida por la cola y hacia esfuerzos para devo-
rarla, me compadecí de ella, y en vez de huir,
tuve valor para cojer una piedra que se hallaba
casualmente cerca de mí, la tiré con toda mi
fuerza á la serpiente gruesa, y dándole en la
cabeza, se la aplasté. La otra, hallándose libre,
desplegó al punto las alas y voló. La seguí mu-
cho tiempo con la vista como animal muy pere-
grino , pero luego que desapareció, me senté á
la sombra en otro paraje y me quedé dormida.
« Al despertarme, imajinaos cuál fué mi
asombro viendo junto á mí una negra cuyas
facciones eran despejadas y agradables, y que
llevaba atadas dos perras del mismo color. In-
corpóreme y le pregunté quién era. « Soy, » me
respondió, « la serpiente que habéis librado no
ha mucho de su cruel enemigo. He creído que
el mejor modo de agradeceros el importante
servicio queme habéis hecho, era obrando como
acabo de hacerlo. He sabido la traición de vues-
tras hermanas, y para vengaros, luego que he
estado libre, gracias á vuestro jeneroso auxilio,
he llamado á varias de mis compañeras, que
son hadas como yo ; hemos trasladado todo el
cargamento de vuestro buque á vuestros alma-
cenes de Bagdad, y después lo hemos echado á
pique. Estas dos perras negras son vuestras
hermanas á quienes he trasformado así; pero
este castigo no es bastante, y quiero que las tra-
téis además del modo que os diré. »
« A estas palabras, la hada me estrechó con
uno de sus brazos, y á las dos perras con el
otro, y nos trasladó á Bagdad, en donde vi en
mi almacén todas las preciosidades con que mi
buque estaba cargado. Antes de marcharse, me
entregó las dos perras y me dijo : « So pena de
ser trasformada en perra como ellas, os mando,
de parte de aquel que impera sobre los mares,
que deis cada noche cien latigazos á cada una
de vuestras hermanas, para castigarlas del cri-
men que cometieron contra vuestra persona y la
del príncipe que ahogaron. » Tuve que prome-
terle que cumpliría su mandato (1).
« Desde entonces las he tratado todas las no-
ches, á pesar mió, del modo que presenció
vuestra majestad. Les manifiesto con mi llanto
cuanto dolor y repugnancia siento al cumplir
con tan cruel obligación, y ya veis que en esto
soy mas digna de compasión que de vituperio.
Si hay algo que me concierna, y de que deseéis
quedar enterado, mi hermana Amina os lo co-
municará al contaros su historia. »
Después de haber escuchado á Zobeida con
admiración, el califa mandó á su gran visir que
rogara á la amable Amina que esplicara porqué
estaba tan plagada de cicatrices «Pero, se-
ñor, » dijo en este punto Cheherazada, « ya es
de dia, y no debo detener mas á vuestra majes-
tad. » Chahriar, persuadido de que la historia
que Cheherazada tenia que referir contendría el
desenlace de las anteriores, dijo para consigo :
« Es preciso que tenga el gusto completo; » y
se levantó determinado á dejar vivir aquel dia
mas á la sultana.
(1) La historia de Zobeida tiene cierta semejanza con la del
Anciano y los dos perros negros.
Cl'KYI'OS ÁRABES.
111
NOCEE LXVII.
Dinarzada, deseosa de oír la historia de Ami-
na, habiéndose despertado antes del amanecer,
dijo á la sultana : « Mi querida hermana, si no
duermes, te ruego que me digas porqué la ama-
ble Amina tenia el pecho cubierto de cicatrices.
— Desde luego,» respondió Cheherazada, «y
para no perder tiempo, habéis de saber que
Amina, vuelta al califa, empezó su historia en
estos términos :
HISTORIA DE AMINA.
« Caudillo de los creyentes, para no repetir
todo lo que vuestra majestad sabe ya por la nar-
ración de mi hermana, os diré que mi madre
habiendo tomado una casa para vivir privada-
mente después de haber enviudado, me casó
con uno de los mas ricos herederos de esta ciu-
dad, entregándome en dote los bienes que mi
padre me habia dejado.
« Aun no habia mediado el primer año de
nuestro enlace , cuando enviudé , quedando
dueña de todos los haberes de mi marido, que
ascendían á noventa mil zequines. Los intereses
de aquel dinero eran muy suficientes para man-
tenerme decorosamente ; sin embargo, pasados
los seis primeros meses de luto, me mandé ha-
cer diez trajes diferentes, de tanta magnificen-
cia que costaban mil zequines cada uno, y al
cabo del año empecé á llevarlos.
« Un dia que me hallaba .sola entretenida en
quehaceres caseros , vinieron á decirme que
una dama quería hablarme. Mandé que la hicie-
sen entrar, y me hallé con una persona de edad
avanzada, que me saludó besando la tierra y me
dijo permaneciendo arrodillada : « Mi buena se-
ñora, os suplico que disculpéis la libertad que
me tomo de importunaros; y me alienta al in-
tento la confianza que tengo en vuestra caridad.
Habéis de saber que tengo una hija huérfana
que debe casarse hoy, que así ella como yo so-
mos forasteras, y no tenemos conocimiento
alguno en toda la ciudad : esto nos trastorna,
porque quisiéramos dar á entender á la crecida
familia con quien vamos á emparentar, que no
somos unas desconocidas y tenemos algún vali-
miento. Por lo tanto, caritativa señora mia, si
nos hacéis el favor de honrar esta boda con
vuestra presencia, os lo agradeceremos tanto
mas en cuanto las damas de nuestro pais cono-
cerán que no somos tenidas aquí por. unas des-
dichadas, cuando sepan que una persona de
vuestra categoría no ha tenido á mal conceder-
nos esta fineza. Pero ¡ ay de mí ! si desecháis
mi ruego, ¡ qué pesar será para nosotras ! no
sabemos á quién volvernos. »
« Estas palabras, que la pobre mujer acom-
pañó con lágrimas, me movieron á compasión.
« Mi buena madre, » le dije, « no os aflijáis : es-
toy pronta á daros gusto. Decidme á dónde de-
bo ir ; solo os pido un rato para vestirme con
algún aseo. » La vieja, arrebatada de alegría a
esta respuesta, fué mas pronta en besarme los
pies que yo en estorbárselo. « Mi caritativa se-
ñora, » replicó levantándose, « Dios os ha de
premiar esa dignación que tenéis con vuestras
criadas, y bañará vuestro corazón de satisfac-
ciones, así como estáis ahora colmando el nues-
tro. No es necesario que os toméis tan pronto
esa molestia ; bastará que vengáis conmigo de
noche á la hora que vuelva yo en busca vuestra.
Adiós, señora, » añadió, « hasta que logre la di-
cha de volveros á ver. »
« Luego que se marchó , me puse el vestido
que mas me gustaba , con un collar de gruesas
perlas , brazaletes , anillos y pendientes de dia-
mantes finos y brillantes. Mis corazonadas me
estaban arrebatando.
a Empezaba á anochecer , cuando la anciana
llegó á mi casa con un aspecto que rebosaba
complacencia. Me besó la mano y me dijo : « Mi
querida señora , las parientas de mi yerno , que
son las principales damas de la ciudad , están ya
en casa. Podéis venir cuando queráis, estoy
pronta á serviros de guia. » Marchamos al pun-
to ; ella abrió el camino , y yo la seguí con mi
comitiva de esclavas vestidas con mucho aseo.
Paramónos por una calle muy ancha recien bar-
112
LAS MIL Y UNA NOCHES.
rida y regada , á una gran puerta que alumbra-
ba un farol , á cuya luz pude leer esta inscrip-
ción , escrita en letras de oro , encima de la
puerta : Esta es la perpetua morada de los de-
leites y el regocijo. La anciana llamó, y al pun-
to abrieron.
« Lleváronme por un gran patio á una sala es-
paciosa , donde me salió al encuentro una dama
joven de belleza peregrina. Llegóse á mí, y
después de haberme besado y hecho sentar á
su lado en un sofá , en el que había un trono
de madera preciosa engastado de diamantes ,
« Señora , » me dijo , « os han , hecho venir
aquí para asistir á una boda ; pero confio que la
solemnidad ha de ser muy diversa de lo que os
imajinais. Tengo un hermano , que es el mas
hermoso y cabal de los hombres: está tan pren-
dado por la descripción que le han hecho de
vuestra beldad , que su suerte está en vuestra
mano , y que se dará por muy desventurado , si
no os apiadáis de él. Sabe el lugar que ocupáis
en el mundo , y puedo aseguraros que el suyo
no desdice de vuestro enlace. Si mis ruegos , se-
ñora , tienen algún influjo sobre vos, los junto
con los suyos y os suplico que no desechéis el
ofrecimiento que os hace de tomaros por esposa.»
« Desde la muerte de mi marido , nunca ha-
bía tenido pensamientos de segundo matrimo-
nio ; pero no tuve ánimo para desairar á una
persona tan hermosa. Luego que hube consen-
tido , con un silencio acompañado del rubor que
brotó por mi rostro , dio la beldad unas palma-
das , y abriéndose al punto un gabinete , salió
un joven de continente tan majestuoso y agra-
ciado , que me tuve por afortunada en haber
hecho tan preciosa conquista. Sentóse á mi lado,
y Conocí, por la conversación que tuvimos que
su mérito sobrepujaba en gran manera á cuanto
su hermana me habia dicho.
« Guando vio que estábamos bien hallados
uno con otro, dio otra vez algunas palmadas,
y entró un cadí , que estendió nuestro contrato
matrimonial , lo firmó é hizo firmar por cuatro
testigos que habia traido consigo. Lo único que
mi nuevo esposo requirió de mí , fué que no me
dejaría ver , ni hablaría á ningún otro hombre,
sino á él , y me juró que bajo esta condición no
tendría mas que motivos de satisfacion. Conclu-
yóse nuestro matrimonio de este modo , siendo
yo la primera dama de la boda á la que tan solo
roe habían convidado.
« Un mes después de nuestro enlace, necesi-
tando alguna tela , pedí permiso á mi marido
^para salir á comprarla. Concediómelo , y tomé
para acompañarme á la anciana sobredicha, que
era de la casa , y dos esclavas mías.
« Cuando estuvimos en la calle de los merca-
deres , me dijo la anciana : « Mi buena ama , ya
que buscáis una tela de seda , voy á llevarps á
casa de un joven mercader conocido mió :' las
tiene de todas clases , y sin molestaros en andar
de tienda en tienda , puedo aseguraros que ha-
llaréis en su casa lo que en ninguna otra parte, »
Me dejé llevar y entramos en la tienda de un
mercader mozo y de buena traza. Me senté, y le
mandé decir por la anciana que me enseñase las
mas hermosas telas de seda que tuviese. Quería
la conductora qute yo misma se las pidiese ; pero
le dije que una de las condiciones de mi casa-
miento era no hablar á ningún hombre , sino á
mi marido , y que no debía faltar á ella.
(c El mercader me enseñó varias telas , y ha-
biéndome gustado una, le mandé preguntar
cuánto pedia por ella. Contestó á mi anciana :
« No se la venderé por oro ni plata ; pero se la
regalaré , si me permite besarla. » Mandé á la
misma que le dijera que era muy osado en pro-
ponerme semejante contrato ; pero esta , en vez
de obedecerme , me observó que lo que el mer-
cader pedia era asunto de cortísima entidad ; que
no se trataba de hablar, y sí solo de presentar
la mejilla , y que seria hecho en un momento.
Era tan sumo mi afán por la tela , que incurrí en
la torpeza de seguir su consejo. La anciana y las
esclavas se pusieron delante para que no me
vieran,- y levanté el velo; pero el mercader,
en vez de besarme , me mordió hasta sacarme
&ngre,
« Fué tal mi quebranto y estrañeza , que caí
desmayada y permanecí bastante rato en aquel
estado para dar al mercader el de cerrar su tien-
da y escaparse. Cuando volví en mí , me sentí
la mejilla ensangrentada: la anciana y las escla-
vas se habían esmerado en cubrirme con el velo
para que la jente que acudió no advirtiese nada
y creyese que me habia dado un desmayo. »
Al acabar estas últimas palabras , Cheheraza-
da advirtió que era de dia y calló. El sultán con-
ceptuó por muy peregrino cuanto acababa de
oir, y se levantó ansioso de saber la continua-
ción.
-»fr ¿S5r-
CUENTOS ÁRABES.
113
NOCHE LXVIII.
Despertóse Dinarzada antes de acabarse la no-
che siguiente y llamó á la sultana : « Hermana
mía , si no duermes , » le dijo , « te ruego que
prosigas la historia de Amina. — He aquí como
prosiguió aquella dama , » respondió Chehe-
razada.
«La vieja queme acompañaba, sumamente
apesadumbrada con aquel lance, procuró despe-
jarme. « Mi buena ama, » me dijo, « os pido
mil perdones, pues soy causa de tamaña des-
ventura. Os he traido á casa de este mercader,
porque es de mi país, y nunca le hubiera creido
capaz de tan gran maldad ; pero no hay que
desconsolarse ; no perdamos tiempo y volvamos
á casa ; allí os daré un remedio que os curará
tan perfectamente á los tres dias que no se co-
nocerá la menor señal. Me hallaba tan débil de
mi desmayo, que apenas podia andar. No obs-
tante llegué á casa ; pero volví á desmayarme
al entrar en mi aposento. Sin embargo la an-
ciana me aplicó su remedio, volví en mí, y me
acosté.
« Llegada la noche, vino mi marido, y vién-
dome con la cabeza envuelta, me preguntó qué
tenia. Respondíle que me dolían las sienes, con-
fiando en que se daría por satisfecho ; pero
tomó una bujía, y viéndome malherida la me-
jilla, «¿Gomóos han hecho esa herida?» me
dijo. Aunque yo no era muy delincuente, no
podia determinarme á confesarle el hecho, pues
me parecía que era faltar al decoro hacer seme-
jante confesión á un marido. Díjele que al ir á
comprar la tela de seda, como me lo habia per-
mitido, un leñador con un haz habia pasado tan
cerca de mí en una calle muy angosta, que un
palo me habia arañado el rostro ; pero que no
era asunto de cuidado.
« Encolerizóse mi marido. « Esa acción , »
dijo, « no quedará impune. Mañana daré orden
al jefe de la policía para que prenda á todos
esos leñadores brutales y los mande ahorcar. »
Temiendo ser causa de la muerte de tantos ino-
centes, le dije : « Señor, sentiría que se come-
tiese tan grande injusticia, y me creería indigna
T. 1.
de perdón, si hubiera causado semejante des-
gracia. — Decidme pues sinceramente, » replicó
mi marido, « qué es lo que debo pensar de esa
herida. »
« Repuse que me la habia hecho inadverti-
damente un vendedor de escobas montado en
un asno; que venia detrás de mí mirando hacia
otro lado, y que el asno me habia empujado
con tanta violencia, que habia caido y dado con
el rostro sobre un pedazo de vidrio. « Si es así,»
dijo mi marido, « no saldrá mañana el sol sin
que el visir Jiafar sepa esta insolencia y man-
dará dar muerte á todos esos escoberos. — Por
Dios, señor, » interrumpí, « os ruego que los
perdonéis, pues no son culpables. — ¡ Cómo,
señora ! » me dijo, « ¿ á qué he de atenerme ?
Hablad, quiero oir de vuestra boca la verdad.
— Señor, » le respondí ; « me ha dado un va-
hído y he caido : este es el hecho. »
« A estas últimas palabras, mi esposo perdió
la paciencia. « Demasiado he escuchado vues-
tras mentiras, » esclamó, y dando una palmada,
entraron tres esclavos. « Sacadla faera de la
cama, » les dijo, « y tendedla en el suelo. » Los
esclavos ejecutaron su orden, y como uno me
tenia asida por la cabeza y otro por los pies,
mandó al tercero que fuese á buscar un sable, y
cuando lo hubo traido, « Hiere, » le dijo ; « cór-
tale el cuerpo en dos y vete á echarlo al Tigris.
Que sirva de pasto á los peces : este es el cas-
tigo á que condeno á las personas á quienes he
dado mi corazón y faltan á su fe. » Como vio
que el esclavo no se apresuraba á obedecerle,
« Hiere, » prosiguió, «¿porqué te detienes?
¿qué aguardas?
— « Señora , » me dijo entonces el esclavo ,
« tocáis á los últimos momentos de vuestra vi-
da : ved si queréis disponer algo antes de mo-
rir. » Pedí permiso para decir una palabra y se
me concedió. Levanté la cabeza, y mirando tier-
namente á mi esposo, c< ¡ Ay de mi ! » le dije ,
« ¡ á qué estado me veo reducida I preciso es
pues que muera en mis mas lozanos años. »
Quería proseguir, pero las lágrimas y suspiros
8
114
LAS MIL Y UNA NOCHES.
me lo impidieron. Esto no conmovió á mi espo-
so ; al contrario , me hizo reconvenciones á las
que hubiera sido superíluo replicar. Acudí á sú-
plicas ; pero no las escuchó y mandó al esclavo
que cumpliese con su deber. En aquel momento
la anciana, que habia sido ama de cria de mi
.esposo, entró y arrojándose á sus pies para de-
senojarle, « Hijo mió, » le dijo, « en premio de
haberos criado, os suplico que me concedáis su
gracia^ Considerad que quien mata padece la
muerte , y que vais á mancillar vuestra repu-
tación y perder el aprecio de los hombres. ¿Qué
dirán de tan sangriento enojo? » Pronunció es-
tas palabras con tono tan conmovido , y las
acompañó de tantas lágrimas, que encarnaron
en el ánimo de mi esposo
tido. Después me mandó llevar por los mismos
esclavos, ministros de sus iras , á una casa en
donde la anciana me estuvo asistiendo esmera-
damente. Guardé cama cuatro meses, y al fin
curé ; pero desde entonces me quedaron, á pe-
sar mío, las cicatrices que visteis ayer. Luego
que estuve en estado de andar y salir , quise
volver á casa de mi primer marido, pero no
hallé mas que el sitio. Mi segundo esposo, en
el arrebato de su cólera, no se habia contentado
con derribarla , pues habia mandado arrasar
toda la calle en que estaba situada. Esta violen-
cia era sin duda inaudita, pero ¿contra quién
me hubiera quejado ? El autor de ella habia to-
mado sus medidas para ocultarse , y no he po-
dido conocerle. Además, aun cuando lo hubiese
VXaNftSI
« Bien, » dijo á su nodriza, « le concedo la
vida por amor vuestro; pero quiero que con-
serve señales que le recuerden su delito. » A
estas palabras, un esclavo me dio por orden
suya con toda su fuerza en los costados y el pe-
cho tantos golpes con un junco flexible que le-
vantaba el pellejo y la carne, que perdí el sen-
conocido, ¿ me hubiera atrevido á' quejarme del
tratamiento que usaba conmigo , cuando veía
que procedía de una potestad absoluta ?
« Desconsolada y falta de todo, recurrí á mi
querida hermana Zobeida, que acaba de referir
su historia á vuestra majestad , y le conté mi
desgracia. Acojióme con su bondad acostumbrada
CUENTOS ÁRABES.
115
y me exhortó á sobrellevarla con paciencia. « He
aquí, » me dijo, « lo que es el mundo ; nos arre-
bata comunmente bienes, amigos y amantes, y
á veces todo junto. » Al mismo tiempo , en
prueba de lo que me decía, me contó la pérdida
del joven príncipe ocasionada por los zelos de
sus dos hermanas. Después me dijo de que
modo habian sido trasformadas en perras, y fi-
nalmente tras de haberme dado mil testimonios
de amistad , me presentó á mi hermana menor,
que se habia retirado á su casa después de la
muerte de nuestra madre.
« Dando gracias á Dios por vernos las tres
juntas, determinamos vivir libres sin separarnos
jamás. Hace tiempo que llevamos esta vida so-
segada, y como estoy encargada del gasto de la
casa, me entretengo en ir yo misma á comprar
las provisiones que necesitamos. Ayer salí en
busca de algunas y las hice traer por un manda-
dero, hombre jovial que detuvimos para diver-
tirnos. Al caer la noche, llegaron tres calendo»
y nos suplicaron que los acojiésemos hasta el
dia siguiente. Admitírnoslos bajo una condición
que aceptaron , y después de haberlos hecho
sentar i nuestra mesa, nos regalaban con un
concierto á estilo suyo, cuando oímos llamar á la
puerta. Eran tres mercaderes de Musul de muy
buena traza, que nos pidieron el mismo favor
que los calendos, y se lo concedimos bajo igual
condición ; pero ni unos ni otros la cumplieron*
No obstante, aunque estuviésemos en estado y
con derecho de castigarlos, nos contentamos
con exijirles la narración de sus historias, re-
duciendo nuestra venganza á despedirlos, pri-
vándolos del hospedaje que nos habian pedido, o
El califa Harun Alraschid se alegró mucho de
de saber lo que deseaba , y manifestó pública-*
mente la admiración que le causaba todo lo que
acababa de oir... « Pero, señor,» dijo al llegar
aquí Gheherazada, « ya empieza á asomar el
dia, y no puedo referir á vuestra majestad lo que
hizo el califa para terminar el encanto de las
dos perras negras. » Ghahriar, juzgando que la
sultana concluiría la noche siguiente la historia
de las cinco damas y de los tres calendos , se
levantó y le dejó la vida hasta el dia siguiente.
NOCHE LXIX.
« Por Dios, hermana mia , n esclamó Diñar-
zada antes del dia, « si no duermes, te ruego
que nos cuentes cómo las dos perras negras re-
cobraron su primera forma y lo que se hicieron
los tres calendos.— Voy á satisfacer vuestra cu-
riosidad, » respondió Gheherazada , y vuelta á
Ghahriar, prosiguió en estos términos :
Señor, luego que el califa hubo satisfecho su
curiosidad , quiso dar pruebas de su grandeza y
jenerosidad á los tres calendos y estender tam-
bién á las damas los derrames de su munificen-
cia. Dijo él mismo á Zobeida, sin valerse del mi-
nisterio del gran visir : «Señora, ¿ esa hada que
se os apareció en forma de serpiente y os im-
puso tan riguroso precepto, no os dijo su mo-
rada ó no os prometió volveros á ver y Resti-
tuir las dos perras á su primer estado ?
— o Caudillo de los creyentes , » respondió
Zobeida , « me olvidé decir á vuestra majestad
que la hada me entregó un paquerito de cabello,
diciéndome que algún dia necesitaría de su pre-
sencia, y que con tal que quemase dos pelos de
su cabello, acudiría al punto , aun cuando estu-
viera allende el Gáucaso. — Señora, » repuso el
califa, <( ¿en dónde están esos cabellos?» Y res-
pondiendo Zobeida que desde entonces habia
tenido sumo esmero en llevarlos siempre con-
sigo, los sacó, y entreabriendo un poco la celo-
sía que la ocultaba , se los enseñó, a Bien, »
repuso el califa, « hagamos venir la hada: no
pudierais llamarla en ocasión mas oportuna, ya
que yo lo deseo.
Zobeida consintió en ello, trajeron fuego y
puso encima todo el paquetito de cabello , y al
punto el palacio se estremeció, y la hada se pre-
sentó delante del califa bajo la forma de una
dama ricamente vestida. « Caudillo de los cre-
yentes, » dijo á este príncipe, « aquí esloy pronta
á escuchar vuestros mandatos. La dama que
acaba de llamarme por orden vuestra me ha
11C
LAS MIL Y l NA NOCHES.
hecho un servicio importante, y en prueba de
mi reconocimiento la he vengado de la perfidia
de sus hermanas traformándolas en perras ; pero
si vuestra majestad lo desea, voy á restituirlas
á su forma natural. »
— a Hermosa hada, » le respondió el cafifa,
« no podéis darme mayor gusto : perdonadlas ,
y luego buscaré medios para consolarlas de tan
crudo castigo ; pero antes tengo una súplica que
•hacer á favor de la dama tan cruelmente mal-
tratada por un marido desconocido. Como sa-
béis tantísimas interioridades, de creer es que
no ignoráis esta : hacedme el favor de nom-
brarme el bárbaro que no se ha contentado con
ejercer sobre ella tan gran crueldad , sino que
además le ha arrebatado injustamente los bieoes
que le pertenecían. Me pasma el que una acción
tan injusta é inhumana no haya llegado á mis
oidos.
— « Para dar gusto á vuestra majestad , » re-
plicó la hada, « restituiré á las dos perras su pri-
mera forma, curaré á la dama de sus cicatrices,
de modo que no se conocerá que haya estado
herida, y luego os nombraré al que así la mal-
trató. »
El califa envió por las dos perras á casa de
Zobeida, y cuando las hubieron traído , presen-
taron una taza llena de agua á la hada, que la
habia pedido. Pronunció sobre ella algunas pa-
labras , que nadie entendió, y roció á Amina y
á las dos perras , que se trasformaron en dos
damas de peregrina belleza , desapareciendo
. también las cicatrices de Amina. Entonces la
hada dijo al califa : « Caudillo de los creyentes,
ahora falta descubriros quien es el esposo des-
conocido que buscáis : os toca muy de cerca ,
pues es el príncipe Amin ( 1 ) , vuestro hijo mayor,
hermano del príncipe Mamun (2). Habiéndose
enamorado de esta dama por la relación que le
hicieron de su hermosura, halló un pretesto
para traerla á su casa y se casó con ella. Por
lo que toca á los golpes que le mandó dar, es
disculpable en cierto modo, pues la dama su
esposa habia obrado con alguna lijereza , y las
disculpas que le dio eran propias para hacer
creer que habia cometido mayor desliz. Esto es
(1) Amin sucedió á su padre Harun Alraschid en el año
193 de la héjira [800 de J. C). Apenas subió al trono, cuando
se entregó sin freno a sus pasiones dominantes, esto es, H
vino y las mujeres, y cometió actos desatinados que indi-
caban incapacidad. Fué asesinado por orden de los ént-
rales de su hermano Mamun. Tenia veinte y ocho años y
habia reinado cinco.
(i) Mamón, uno de los mas calibres califas de la dinaslia
de los Abasides, sucedió, en el año 108 de la héjira (813 de
J. C), á' su hermano Amin, y ocupó el trono mas de veinte
años. Falleció en el año 218 de la héjira (833 de J. C), á los
cuarenta y ocho años de edad.
cuanto puedo decir para satisfacer vuestra cu-
riosidad. » Al terminar estas palabras, saludó al
califay desapareció,
Aquel príncipe , lleno de admiración y con-
tento de las variaciones que acababan de suce-
der por su medio , hizo acciones de que se ha-
blará eternamente. En primer lugar, mandó lla-
mar al príncipe Amin, su hijo, le dijo que sabia
su casamiento secreto y le informó de la causa
de la herida de Amina. El príncipe no aguardó
que su padre le hablara de volverla á tomar, y
al punto la admitió como á esposa.
Luego el califa declaró que daba su corazón
y su mano á Zobeida , y propuso las otras tres
hermanas á los tres calendos hijos de reyes ,
quienes las aceptaron por esposas con mucho
reconocimiento. El califa les señaló á cada uno
un magnífico palacio en Bagdad ; los colocó en
los principales destinos de su imperio y los admi-
tió en sus consejos. El primer cadí de Bagdad ,
llamado con testigos, esiendió los contratos ma-
trimoniales, y el famoso califa Harun Alraschid
mereció las bendiciones de todos por haber la-
brado la dicha de tantas personas que habian
esperimentado desgracias inauditas.
Aun no era de dia cuando Cheherazada con-
cluyó esta historia , tantas veces interrumpida
y proseguida. Esto le dio lugar á empezar otra,
y así dijo, dirijiendo la palabra al sultán :
HISTORIA DE LAS TRES MANZANAS.
Señor, ya tuve el honor de hablar á vuestra
majestad de una salida que el califa Harun Alras-
chid hizo una noche de su palacio; y es menes-
ter que os refiera otra. Un dia aquel príncipe
avisó al gran visir Jiafar para que se hallara en
palacio la noche siguiente. « Visir , » le dijo ,
« quiero dar una vuelta por la ciudad y saber
lo que se dice , y sobre todo enterarme de si
están ó no contentos de los oficiales encargados
de administrar justicia. Si hay alguno de quien
haya motivo de queja, lo depondremos y susti-
tuiremos con otro que cumpla mejor con sus
obligaciones. Si al contrario los hay dignos de
el ojio , guardaremos con ellos los miramientos
que merecen. » El gran visir se presentó en
palacio á la hora señalada : el califa , él y Mes-
rur, jefe de los eunucos, se disfrazaron para no
ser conocidos , y salieron los tres juntos.
•Pasaron por varias plazas y mercados , y al
entrar en una callejuela, vieron, á la claridad de
la luna , un anciano con barba cana , de estatu-
ra aventajada y que llevaba unas redes sobre la
cabeza; asia con una mano un cesto de hojas de
palmera y un palo nudoso. «Al parecer este
CIENTOS ÁRABES.
m
anciano está menesteroso, » dijo el califa, «acer-
quémonos y preguntémosle cuál es su suerte. —
Buen hombre , » le dijo el visir , « ¿ quién eres?
— Señor , » le respondió el anciano, « soy pes-
cador; pero el mas escaso y desdichado de mi
profesión. He salido de casa á pescar á las doce
del dia, y desde entonces hasta ahora ni siquie-
ra he cojido un pez. Sin embargo tengo esposa
é hijos menores , y no me queda arbitrio para
mantenerlos. » -
El califa , movido á compasión, dijo al pesca-
Llegaron á la orilla del Tigris ; el pescador
echó las redes , y habiéndolas tirado , sacó un
cofre muy cerrado y pesadísimo. El califa man-
dó al punto al gran visir que le contara cien ze-
quines y le despidió. Mesrur se echó al hombro
el cofre por orden de su amo, que volvió pron-
tamente á palacio , ansioso de saber lo que ha-
bía dentro. Allí abrieron el cofre , y hallaron
un gran cesto de hojas de palmera cerrado y
cosido con hilo de lana encarnada. Para satisfa-
cer la impaciencia del califa , no se tomaron la
dor : «¿Tendrías ánimo para volver atrás y
echar las redes una sola vez ? Te daremos cien
zequines por lo que saques.» A esta propuesta,
el pescador olvidó el cansancio del dia , cojió al
califa la palabra y volvió hacia el Tigris con él ,
Jiafar y Mesrur , diciendo para consigo : « Estos
señores parecen muy honrados y discretos para
que no me gratiliquen de mi trabajo , y aun
cuando no me dieran mas que la centésima par-
te de lo que me prometen, seria mucho para mí.»
molestia de descoserlo , cortaron prontamente
el hilo con un cuchillo y sacaron del cesto un
lio envuelto en una mala alfombra y atado con
cuerdas. Desatadas estas y desenvuelto el lio ,
se horrorizaron con la vista de un cuerpo de
mujer, mas blanco que la nieve y sajado á trozos.
Aquí llegaba Cheherazada , cuando dejé de ha-
blar advirtiendo que era de dia. La noche si-
guiente , volvió á proseguir de este modo :
118
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE LXX.
Señor , vuestra majestad conceptuará mejor
de lo que yo puedo espresarle , cuál fué el
asombro del califa con espectáculo tan pavoro-
so. Pero su pasmo hizo lugar á su ira, y echan-
do al visir miradas enfurecidas , « ¡ Ah desas-
trado ! )> le dijo , « ¿ asi estás zelando las accio-
nes de mis pueblos ? i Se están cometiendo á
mansalva en tu ministerio asesinatos en mi ca-
pital, y arrojan á mis subditos al Tigris para que
clamen allá venganza contra mí el dia del juicio
final ! Si no vengas prontamente la muerte de
esta mujer con el suplicio de su asesino , juro
por el sagrado nombre de Dios que te mandaré
ahorcar con cuarenta de tus parientes. — Cau-
dillo de los creyentes , » le dijo el visir , «rue-
go á vuestra majestad que me conceda algún
tiempo para hacer mis pesquisas.— Te doy tres
dias, » repuso el califa; « recapacita bien lo que
haces. »
El visir Jiafar se retiró á su casa confuso y
apesadumbrado. « ¡ Ay de mí ! » decía , « ¿ có-
mo podré yo hallar al asesino en una ciudad tan
populosa como Bagdad , cuando probablemente
habrá cometido este crimen sin testigos, y qui-
zá ya está fuera de la población ? Otro en mi lu-
gar sacaría de la cárcel á un desdichado y le
mandaría dar muerte para contestar al califa ;
pero yo no quiero tiznar, mi conciencia con este
delito , y prefiero morir á salvarme á tales con-
diciones. »
Mandó á los oficiales de policía y justicia que
estaban á sus órdenes que hicieran una pesquisa
esmerada del reo. Estos pusieron en movimiento
á su jente, y aun salieron ellos mismos, creyén-
dose tan interesados como el visir en aquel
asunto; pero todos sus afanes fueron infructuo-
sos, y por grande que fuese su dilijencia, no lo-
graron descubrir al autor del asesinato, y el vi-
sir juzgó que, á no ser por un favor del cielo,
estaba perdido.
Con efecto, cumplidos los tres dias, llegó un
ujier á casa del desgraciado ministro y le inti-
mó que le siguiera. Obedeció este, y el califa le
preguntó donde estaba el asesino. « Caudillo de
los creyentes, » le respondió Jiafar, todo lloroso,
« nadie ha podido darme la menor noticia. » El
califa le reconvino con mucho enojo y mandó
que le ahorcar^ delante de la puerta de palacio,
y con él á cuarenta de los Barmecidas (1).
Mientras estaban levantando las horcas y
prendían en sus casas á los cuarenta Barmecidas,
un pregonero recorrió por orden del califa todos
los barrios de la ciudad gritando : a El que
quiera tener el gusto de ver ahorcar al gran vi-
sir Jiafar y cuarenta Barmecidas sus parientes,
acuda á la plaza que está delante de pala-
cio. D
Cuando estuvo ya todo dispuesto, el juez cri-
minal y gran número de guardias de palacio
trajeron al gran visir con los cuarenta Barmeci-
das, los colocaron cada uno al pié de la horca
que les estaba destinada, y les pasaron al rede-
dor del cuello el dogal correspondiente. El pue-
blo, que se agolpaba en la plaza, no pudo pre-
senciar tan lastimoso espectáculo sin amargura
y sin derramar lágrimas ; porque el gran visir
Jiafar y los Barmecidas estaban bienquistos por
su honradez, jenerosidad y desinterés, no solo
en Bagdad, sino también en todo el imperio del
califa.
Nada podia estorbar la ejecución de la orden
de aquel príncipe adusto en demasía, é iban
á quitar la vida á los hombres mas honrados de
la ciudad, cuando un joven de agradable aspec-
to y bien vestido atravesó la muchedumbre , se
llegó al visir, y después de haberle besado la
mano, « Soberano visir, » le dijo, « caudillo de
los emires de esta corte, refujio de los pobres,
no sois reo del crimen por que os traen aquí.
Retiraos y dejadme purgar la muerte de la dama
(t) U familia de los Barmecidas, de la que Jiafar, minis-
tro de Harun, es uno de los mas célebres individuos, se
granjeó en el Oriente por sus riquezas y jenerosidad una
Hombradía , que ha aumentado la terrible catástrofe que
puso termino á tanta prosperidad. Los Barmecidas, ó me-
jor dicho, los Barmekidas, eran naturales de Balk y de
ilustre cuna. Esta gran catástrofe ocurrió el 1.° de safar
187 (49 de enero de 803) ; Jiafar fué degollado, é inmedia-
tamente se dio orden para prender a su padre y hermano*
con sus familias, y fueron enviados 6 Rahka en la Meso-
potamia, donde terminaron sus dias en el cautiverio.
CUENTOS ÁRABES.
119
arrojada al Tigris. Yo soy su asesino y merezco
ser castigado, »
Aunque esta arenga causase suma alegría al
visir, no por eso dejó de apiadarse del joven,
cuya fisonomía, en vez de ser aciaga, tenia sumo
aliciente, é iba á responderle, cuando un hombre
alto y de edad avanzada se abrió paso por me-
dio del concurso, y acercándose al visir, le dijo :
e Señor, no deis crédito á lo que os está dicien-
do ese joven : yo fui el que maté á la dama ha-
llada en el cofre, y sobre mí solo debe recaer
el castigo. En nombre de Dios os ruego que no
castiguéis al inocente por el culpado. — Señor, »
repuso el joven encarándose con el visir, « os
juro que yo fui el que cometí esa maldad, y que
nadie en el mundo fué cómplice en ella. — Hijo
mió, » interrumpió el anciano, a la desespera-
ción os ha traido aquí y queréis anticipar vues-
tro destino ; en cuanto á mí, hace tiempo que
estoy en el mundo y debo no tenerle ya apego.
Dejadme pues sacrificar mi vida por la vuestra.
Señor, d añadió volviéndose al visir, « os repito
de nuevo que yo soy el asesino ; mandadme dar
muerte sin tardanza. »
La pugna entre el anciano y el joven obligó
al visir Jiafar a llevarlos á entrambos ante el
califa, con el beneplácito del juez criminal, que
se complacía en favorecerle. Cuando estuvo en
la presencia de aquel príncipe, besó siete veces
el suelo y habló de este modo : « Caudillo de los
creyentes, traigo á vuestra majestad este an-
ciano y este joven, que se culpan cada cual del
asesinato de la dama. » Entonces el califa pre-
guntó á los delincuentes cuál de los dos habia
asesinado tan cruelmente á la dama y la habia
arrojado al Tigris. El joven aseguró que era él ;
pero el anciano sostenia por su parte lo con-
trario. « Llevadlos, » dijo el califa al gran visir,
cr y que los ahorquen á entrambos. — Pero, se-
ñor, » dijo el visir, « si uno solo es delincuente,
fuera injusto matar al otro. »
A estas palabras, el joven prosiguió : a Juro
por el Dios todopoderoso que ha levantado los
cielos á la altura en que se hallan, que yo fui el
quémate la dama á pedazos y la arrojé al Tigris
cuatro dias atrás. No quiero participar con los
justos del dia del juicio final, si lo que digo no
es cierto. Así yo soy el que debo ser castigado.»
El califa quedó atónito con aquel juramento,
y le dio tanto mas crédito cuanto el anciano
nada replicó, y por lo tanto encarándose con el
joven, « Desastrado,» le dijo, « ¿por qué mo-
tivo cometiste un crimen tan horroroso ? ¿ Y
qué motivo puedes tener para haberte presen-
tado á recibir la muerte? — Caudillo de los
creyentes, » respondió, « si se escribiera todo
lo que ha ocurrido entre esa dama y yo, seria
una historia que pudiera ser útilísima á los
hombres. — Refiérela pues, » replicó el califa,
« yo te lo mando. » El joven obedeció y em
pezó así su narración
Cheherazada quería proseguir, pero hubo de
suspender aquella historia hasta lo noche si-
guiente.
NOCHE LXXI.
Chahriar se anticipó á la sultana y le pre-
guntó lo que el joven habia referido al califa
Harun Alraschid. Cheherazada tomó la palabra
y habló en estos términos :
HISTORIA DB LA DAMA ASESINADA Y DEL JOVEN, SU
MARIDO.
« Caudillo de los creyentes, ha de saber vues-
tra majestad que la dama asesinada era mi
esposa, hija de este anciano, que es mi tio pa-
terno. Apenas habia cumplido doce años, cuando
me la dio en matrimonio, y desde entonces han
mediado otros once. Tuve de ella tres hijos,
que están vivos, y debo hacerle la justicia de
que nunca me dio el menor disgusto, pues era
juiciosa, de buenas costumbres y cifraba todo
su afán en complacerme. Por mi parte, yo la
amaba mucho y me anticipaba á todos sus de-
seos, muy lejos de contradecirlos.
a Hace dos meses cayó enferma ; la asistí con
cuanto esmero cupo en mi cariño, echando el
129
LAS MIL Y LINA NOCHES.
resto para proporcionarle prontísima curación.
Al cabo de un mes empezó á hallarse mejor y
quiso ir al baño. Antes de salir de casa, me
dijo : «Primo (porque siempre me llamaba asi),
tengo deseo de comer manzanas, y me darias
•mucho gusto, si pudieras proporcionarme algu-
na ; hace tiempo que tenia este antojo, y te con-
fieso que ha llegado á ser tan vehemente, que
temo me suceda alguna desgracia, si no queda
pronto satisfecho. — Haré cuanto pueda para
complacerte, » le respondí.
« Al punto fui en busca de manzanas á todas
las plazas y tiendas, pero no pude hallar una
sola, aunque ofrecía por ella un zequí. Volví á
casa, desazonado de habec tomado inútilmente
tanta molestia, y en cuanto á mi esposa, cuando
volvió del baño y no vio las manzanas, sintió
un pesar que no la dejó dormir en toda la no-
che. Madrugué y anduve todos los huertos;
pero con tan poco éxito como el día anterior.
Encontré únicamente á un labrador anciano,
quien me dijo que por mucha molestia que me
diese, no las hallaría sino en el huerto de vues-
tra majestad en Balsora.
« Como yo amaba entrañablemente á mi mu-
jer y no queria culparme de no echar el resto
en complacerla, tomé un traje de viajero, y
después de haberla enterado de mi intento,
marché á Balsora. Dime tanta priesa, que es-
tuve de vuelta á los quince dias y traje manza-
nas que me habían costado un zequí cada una.
Eran las única» que habia en el huerto, y el
hortelano no habia querido dármelas mas bara-
tas. Al llegar se las presenté á mi esposa ; pero
me hallé con que ya se le habia pasado el an-
tojo; así que se contentó con recibirlas y po-
nerlas junto á sí. Continuaba sin embargo
enferma, y no sabia qué remedio aplicar á su
dolencia.
a A pocos dias de mi llegada, halláudome sen-
tado en mi tienda en el paraje público en donde
se venden toda clase de ricas telas, vi entrar un
gran esclavo negro de muy mala catadura, que
llevaba en la mano una manzana que conocí ser
una de las que yo habia traído de Balsora. No
podia dudarlo, porque sabia que no habia nin-
guna en Bagdad ni en todos los huertos de los
alrededores. Llamé al esclavo, o Buen esclavo,»
le dije, « infórmame en dónde has cojido esa
manzana. — Es un regalo que me ha hecho mi
querida, » respondió sonriéndose. « Hoy fui á
verla y la hallé algo enferma. Vi que tenia allí
tres manzanas, y le pregunté de donde se las
habia ajenciado, y me respondió que su bonazo
de marido habia emprendido un viaje de quince
dias solo para írselas á buscar, y que se las ha-
bia traído. Cenamos juntos, y al marcharme he
cargado con esta. »
« Semejante especie me causó un trastorno
indecible. Me levanté, y después de haber cer-
rado la tienda, corrí ansioso á mi casa y subí al
aposento de mi mujer. Miré al pronto si estaban
las tres manzanas , y no viendo mas que dos ,
pregunté qué se habia hecho de la otra. Enton-
ces mi mujer, volviendo la cabeza hacia donde
estaban las manzanas , y no viendo sino dos,
me contestó con despego : « Primo, yo no sé
lo que se habrá hecho. » A semejante respuesta
creí desde luego que era cierto lo que me ha-
bia dicho el esclavo , y arrebatado de zelos,
desenvainé un cuchillo que llevaba en la cin-
tura, y lo clavé en la garganta de aquella des-
dichada. Luego le corté la cabeza, la descuar-
ticé y formé un lio que oculté en un cesto, y
después de haberlo cosido con hilo de lana en-
carnada, lo encerré en un cofre que me eché al
hombro después de anochecido y lo arrojé al
Tigris.
« Mis dos hijos menores estaban ya acostados
y dormían , y el tercero estaba fuera : á la
vuelta le hallé sentado junto á la puerta y llo-
rando amargamente. Pregúntele la causa de su
llanto, a Padre, » me dijo, « esta mañana le
tomé á madre , sin que lo advirtiera, una de las
tres manzanas que le trajisteis. La he guardado
mucho rato, pero cuando estaba jugando en la
calle con mis hermanos, un esclavo alto que pa-
saba me la ha quitado, y llevándosela, he cor-
rido tras él pidiéndosela mil veces , pero por
mas que le dije que era de mi madre que es-
taba enferma y que vos habíais hecho un viaje
de quince dias en su busca , no ha querido de-
volvérmela, y como yo le seguía clamando, se
ha vuelto, me ha cascado , y luego ha echado á
correr por varias calles estraviadas , de modo
que le he perdido de vista. Desde entonces he
ido á pasearme fuera de la ciudad aguardando
que volvieseis para rogaros , padre, que no le
digáis nada á madre, por temor de que esto em-
peore su dolencia. » Al acabar estas palabras ,
se puso á llorar de nuevo.
« La declaración injenua de mi hijo me causó
una aflicción indecible. Conocí entonces lo su-
mo de mi maldad , y me arrepentí , pero de-
masiado tarde, de haber dado crédito á las im-
posturas de aquel desastrado esclavo, quien ha-
bía fraguado., sobre lo que le habia dicho mi
hijo, la funesta fábula que yo habia tenido por
una verdad. Mi tio, que está aquí presente, llegó
en aquel momento; venia á ver á su hija ; pero
en lugar de hallarla con vida, vino á saber por
mí que va no existia, porque no le disfracé na-
CUENTOS ÁRABES.
121
da, y sin aguardar que me condenara, me de-
claré el mas criminal de todos los hombres. Sin
embargo, en vez de hacerme justas reconven-
ciones, juntó sus lágrimas con las mias y estu-
vimos llorando al par tres dias continuos ; él la
pérdida de una hija que siempre habia amado
entrañablemente, y yo la de una mujer que es-
taba idolatrando, y de que me habia privado
por un término tan cruel y dando crédito con
sobrada liviandad á las mentiras de un es-
clavo.
a Esta es , caudillo de los creyentes , la sin-
cera confesión que vuestra majestad ha exijido
de mí. Ya sabéis todas las circunstancias de mi
crimen, y os ruego humildemente que dispon-
gáis mi castigo. Por riguroso que sea, no me
quejaré de él, y lo graduaré de muy benigno.
« El califa quedó atónito
Al pronunciar estas palabras, Cheherazada
vio asomar el dia, y dejó de hablar ; pero la no-
che siguiente prosiguió así su narración :
NOCHE LXXII.
Señor, el califa se quedó absorto con lo que
el joven acababa de contarle ; pero aquel prín-
cipe justiciero, juzgando que era mas digno de
compasión que delincuente, abogó por él. « La
acción de este jóyen, » dijo, « es disculpable
ante Dios y tolerable entre los hombres. El pi-
caro esclavo es el único causador de este asesi-
nato, y él debe ser castigado. Por lo tanto, »
añadió encarándose con el gran visir, « te doy
tres dias para buscarlo, y si al cabo de ellos,
no me lo traes, sufrirás la muerte en su lugar.»
El desgraciado Jiafar, que se habia creído fue-
ra de peligro, quedó aterrado con esta nueva
orden del califa ; pero como no se atrevía á re-
plicar al príncipe cuyo jenio conocia, se alejó de
su presencia y se retiró á su casa bañados los
ojos de lágrimas, persuadido de que solo le que-
daban tres dias de vida. Estaba tan convencido
de que no hallaría al esclavo , que no hizo la
mas mínima pesquisa. « Es imposible, » decia,
« que en una ciudad como Bagdad , en donde
hay un sinnúmero de esclavos negros, encuen-
tre al buscado. A menos que Dios me lo dé á co-
nocer como me descubrió al asesino, nada pue-
de salvarme. »
Pasó los dos primeros dias inconsolable con
su familia, que lloraba al rededor de él, queján-
dose de la severidad del califa, y habiendo lle-
gado el tercero, se dispuso para morir con ente-
reza como un ministro íntegro que nada tenia
que echarse en cara. Mandó llamar cadíes y
testigos, que firmaron el testamento hecho en su
presencia , y después abrazó á su mujer é hijos
y les dio el postrer adiós. Toda su familia se
deshacía en llanto formando una escena suma-
mente trájica. Al fin llegó un palaciego, quien le
dijo que el sultán se empeñaba mas y mas en
saber noticias suyas y del esclavo negro que le
habia mandado pesquisar, o Tengo orden, » aña-
dió, « de llevaros ante su solio. » El visir aflijido
se disponía á seguirle, pero cuando iba á salir,
le trajeron la menor de sus hijas, que podia te-
ner cinco ó seis años. Las mujeres que la cuida-
ban venían á presentársela á su padre para que
la viera por última vez.
Como la quería entrañablemente, pidió al pa-
laciego que se detuviera un momento , y acer-
cándose á su hija, la tomó en brazos y besó re-
petidas veces. Al besarla advirtió que tenia en
el pecho un bultito que despedía olor, a Hija
mia, » le dijo, « qué traes en el pecho ? — Que-
rido padre, » le respondió, « es una manzana
sobre la cual está escrito el nombre del califa
nuestro señor y amo. Nuestro esclavo Rian me
la vendió en dos zequines. »
Al oír las palabras manzana y esclavo, el gran
visir Jiafar prorumpió en un alarido de asombro
con raptos de júbilo, y metiendo al punto la
mano en el pecho de su hija, sacó la manzana.
Mandó llamar al esclavo, que no estaba' lejos, se
encaró con él y le dijo : « Bribón, ¿ en dónde
cojiste esta manzana ? — Señor, » respondió el
esclavo, « os juro que no la he robado en vues-
tra casa ni en el huerto del califa. El otro dia
«a
LAS MIL Y UNA NOCHES.
al pasar por una calle junto áunos niños que ju-
gaban, vi que uno la tenia en la mano, se la
quité y me la llevé. El niño vino corriendo de-
trás de mí diciéndome que la manzana no era
suya, sino de su madre que estaba enferma; que
su padre había emprendido un largo viaje por
satisfacer el deseo que tenia, y había traído tres,
y que aquella era una de tantas que le había
quitado á su madre sin que lo advirtiera. Por
mas queme rogó que se la volviera, no quise
hacerlo; la traje á casa y la vendí por dos zequi-
nes á vuestra hija menor. Esto es cuanto tengo
que deciros. »
Jiafar estaba atónito, sin alcanzar cómo la be-
llaquería de un esclavo había sido causa de la
mnerte de una mujer inocente y casi de la suya.
Llevó consigo al esclavo, y cuando estuvo delan-
te del califa, le hizo á este príncipe una puntual
narración de lo ocurrido.
Indecible fué la estrañeza del califa, y no pu-
do contenerse prorumpiendo en carcajadas. Al
fin recobró un aspecto grave , y le dijo al visir
que ya que su esclavo habia causado semejante
desmán, merecía un castigo ejemplar, « Conven-
go en ello, señor, » respondió el visir, « pero
su crimen no es irremisible. Sé una historia to-
davía mas peregrina de un visir del Cairo , lla-
mado Nuredin (i) Alí, y de Bedredin (2) Hasan
de Balsora. Como vuestra majestad se deleita en
oír otras parecidas, estoy pronto á referírsela
bajo el concepto de que si se le hace mas pre-
ciosa que la recien sucedida, indultaréis á mi
esclavo. — Consiento en ello, » replicó el cali-
fa ; « pero os empeñáis en una ardua empresa, y
no creo que podáis salvar á vuestro esclavo,
porque la historia de las manzanas es muy es-
traña. » Jiafar tomó entonces la palabra y empezó
su narración en estos términos ;
HISTORIA PE NUREDIN AU Y BEDREDIN HASAN.
« Caudillo de los creyentes, habia en otro
tiempo en Ejipto un sultán sumamente justiciero,
y al propio tiempo benéfico t misericordioso,
desprendido y cuyo valor causaba grandísimo
respeto á sus vecinos. Amaba á los pobres y apa-
drinaba á los sabios encumbrándolos á los pri-
meros cargos del estado. El visir de aquel sultán
era varón cuerdo, instruido, perspicaz y consu-
mado en todas las ciencias. Este ministro tenia
dos hijos muy hermosos y que seguían entram-
bos sus propias huellas : el mayor se llamaba
(1} Nuredin significa en árabe luz de la rclijion.
(t: Bedredin significa la luna llena de la reí ij ion.
Chemsedin (1) Mohamed (2), y el menor Nure-
din Alí. Este segundo atesoraba principalmente
cuantas prendas son dables en el hombre. Muer-
to el visir su padre , el sultán envió por ellos, y
habiendo mandado que los revistiesen con una
túnica de visir, a Siento en el alma, » les dijo,
cr la pérdida que acabáis de tener. Me causa
tanto desconsuelo como á vosotros mismos, y
para manifestaros mi aprecio, ya que vivís jun-
tos y estáis perfectamente hermanados, os re-
visto á entrambos con la misma dignidad. Id, é
imitad á vuestro padre. »
« Los dos nuevos visires dieron gracias al
sultán por su dignación, y se retiraron á su ca-
sa, en donde atendieron á las exequias del pa-
dre. Al cabo de un mes hicieron su primera
salida y fueron al consejo del sultán ; y desde
entóncej continuaron asistiendo puntualmente
los días que se juntaba. Siempre que el sultán
iba á cazar, uno de los dos hei manos le acom-
pañaba y lograban alternativamente aquella dis-
tinción. Un dia que conversaban después de
cenar sobre diferentes asuntos, la víspera de
una cacería en que el mayor debia acompañar al
sultán, aquel joven dijo á su segundo: «Her-
mano mió, ya que todavía no nos hemos casado
y vivimos tan unidos, me ocurre una especie :
casémonos entrambos en un mismo dia con dos
hermanas escojidas en cualquier familia que nos
corresponda. ¿ Qué dices de mi propuesta ? —
Digo, hermano, » respondió Nuredin Alí, «qué
es digna de nuestra amistad. Es un pensamiento
escelente, y por mi parte estoy dispuesto á ha-
cer cuanto quieras. — j Oh ! aun hay mas, » re-
puso Chemsedin Mohamed; «mi fantasía es
muy voladora : suponiendo que nuestras muje-
res conciban la primera noche de nuestras bo-
das, y que luego den á luz en un mismo dia, la
tuya un hijo, y la mia una hija, los casaremos
uno con otro cuando lleguen á la edad compe-
tente. — i Ah ! en cuanto á eso, » esclamo Nu-
redin Alí, « es menester confesar que el intento
es preciosísimo. Ese casamiento estrechará
nuestra hermandad , y le doy gustoso mi con-
sentimiento. Pero, hermano, » añadió, « ¿ si su-
cediera que hiciésemos este casamiento, exijirias
que mi hijo diese un dote á tu hija? — No hay
(V Esto es, sol de la rclijion.
(i) Mohamed ó Mohamet es el nombre que tenia el fun-
dador del Islamismo, y los devotos musulmanes se hon-
ran con llevar el mismo nombre que su profeta. « 1.a preo-
cupación es tan jeueral, » dice Mr. Reinaud, « que los que
so llaman asi pasan por seres privilejiados. En Constanti-
nopla, cuando el estado corre peligro, el sultán escoje no-
venta y dos Musulmanes de este nombre y les encarga
que reciten ciertos capítulos del Alcorán ; asi se imajina
asegurar la salvación del imperio. » (Monumentos persas
y turcos, temo n, p»J. W .
CUENTOS ÁRABES.
1S3
dificultad en ello, » replicó el mayor, « y estoy
persuadido de que, además de los pactos cor-
rientes del contrato matrimonia], no dejaríais de
conceder en su nombre á lo menos tres mil
zequines, tres buenas haciendas y tres esclavos.
— En eso no convengo, » dijo el menor. a ¿ No
somos hermanos y compañeros, revestidos am-
bos con la misma dignidad ? Además, ¿ no sabe-
mos, así tú como yo, lo que es justo ? Siendo el
varón mas noble que la hembra, ¿ no te corres-
pondería á ti dar un crecido dote á tu hija? A lo
que veo, quieres aventajar tu caudal á costa
ajena. »
a Aunque Nuredin Alí decia estas palabras en
tono de chanza, su hermano, que era un tanto
caviloso, se le mostró agraviado. « ¡ Pobre hijo
tuyo! » contestó con enfado, « ya que te atreves
á preferirle á mi hija, y estraño esa osadía tuya
de conceptuarlo el único digno de sus prendas.
Debes haber perdido el juicio para quererte com-
parar conmigo, diciendo que somos camaradas.
Sábete, loco, que después de tu desvergüenza,
no quisiera casar á mi hija con tu hijo, aun
cuando le dieras mas riquezas de las que tie-
nes. » Esta chistosa contienda de los dos her-
manos sobre el matrimonio de sus hijos que aun
no habían nacido trascendió mucho mas de lo
regular. Chemsedin Mohamed se arrebató hasta
amenazar á su hermano. « Si no hubiera de
acompañar mañana al sultán, » dijo, a te trata-
ría como mereces ; pero á la vuelta te desenga-
ñarás de que un hermano menor debe hablar al
mayor, no con esa insolencia, como acabas de
hacerlo. » A estas palabras, se retiró á su habi-
tación, y su hermano fué á acostarse en la suya.
« Chemsedin Mohamed se levantó al dia si-
guiente de madrugada, y marchó á palacio, de
donde salió con el sultán, quien siguió el camino
del Cairo hacia la parte de las Pirámides. En
cuanto á Nuredin Alí, habia pasado la noche su-
mamente desazonado, y después de haber con-
siderado que no le era dable vivir por mas
tiempo con un hermano que le trataba con tanta
altivez, tomó allá una determinación. Mandó que
le dispusieran una buena muía, se pertrechó
con dinero, joyas y algunos víveres, y habiendo
dicho á sus criados que iba á hacer un viaje de
dos ó tres dias y que habia de ir solo, se marchó.
« Cuando estuvo fuera del Cairo, marchó por
el desierto hacia la Arabia : pero muñéndosele
la muía en el camino, tuvo que proseguir su via-
je á pié. Afortunadamente un correo que iba á
Balsora le encontró y tomó en grupa, y cuando
llegó ala ciudad, Nuredin Alise apeó y le dio
gracias por el favor que le habia hecho. Yendo
por las calles en busca de un alojamiento, vié
venir hacia él un señor acompañado de un sé-
quito crecido, y á quien todos los habitantes
tributaban grandes obsequios, deteniéndose ren-
didamente hasta que hubiera pasado. Nuredin
Alí se paró como los demás, y vio que era el
gran visir del sultán de Balsora, que recorría la
ciudad para mantener con su presencia el orden
y el sosiego.
ce Aquel ministro fijó por casualidad los ojos
en el joven , y le pareció de fisonomía agra-
ciada : le miró con afecto, y viendo al pasar á
su lado que estaba en traje de viandante, se de-
tuvo para preguntarle quién era y de dónde ve-
nia. « Señor, » le respondió Nuredin Alí , « soy
ejipcio , natural del Cairo, y he abandonado mi
pais, tan justamente enojado contra un pariente,
que estoy decidido á viajar por todo el mundo
y á morir antes que volver allá. » El gran visir,
que era un venerable anciano, al oir estas pala-
bras , le dijo : a Hijo mió, guárdate de ejecutar
tu intento. No hay mas que desdicha por el
mundo, y tú ignoras las penalidades que habrías
de sufrir. Vente conmigo, y quizá te haré olvi-
dar el motivo que te precisó á dejar tu pais. »
« Nuredin Alí acompañó al gran visir de Bal-
sora, quien habiendo pronto conocido sus rele-
vantes prendas, le cobró afecto , de modo que
un dia hablando con él en particular, le dijo :
« Hijo mió , ya ves que me hallo en edad muy
avanzada, y que según las apariencias, no vi-
viré mucho tiempo. El cielo me ha concedido
una hija única no menos hermosa que tú, y que
se halla ahora en edad casadera. Varios señores
de esta corte me la han pedido ya para sus hijos ;
pero no he podido determinarme á concedér-
sela. En cuanto á ti, te amo y hallo tan digno de
mi parentesco, que prefiriéndote á todos los que
me la han pedido, estoy pronto á aceptarte por
yerno. Si admites gustoso el ofrecimiento que
te hago, le declararé al sultán mi señor que te
prohijo con este casamiento, y le suplicaré que
te conceda la futura de mi dignidad de gran
visir en el reino de Balsora. Al mismo tiempo,
como necesito ya sosiego en la edad que tengo,
te traspasaré, no solo el réjimen de todos mis
bienes, sino también la administración de los
negocios del estado. »
« Aun no habia acabado el gran visir de Bal-
sora estas razones tan halagüeñas y jenerosas ,
cuando Nuredin Alí se arrojó á sus plantas, y con
espresiones que manifestaban el alborozo y re-
conocimiento que rebosaban de su corazón , le
respondió que estaba dispuesto á hacer cuanto
gustase. Entonces el gran visir llamó á los prin-
cipales empleados de su casa y les mandó que
dispusiesen la sala principal y preparasen un
124
LAS MIL V UNA NOCHES.
gran banquete. Luego mandó á casa de to-
dos los señores de la corte y de la ciudad para
que se tomaran la molestia de avistarse con él,
y cuando estuvieron todos juntos , informado
por Nuredin Alí de su linaje, dijo a estos seño -
res, juzgando oportuno hablar así para satisfa-
cer á aquellos cuyo entronque habia rehusado :
« Voy á comunicaros, señores, una especie que
he guardado reservada hasta este dia. Tengo un
hermano que es gran visir del sultán de Ejipto,
así como me cabe á mí la honra de serlo del
sultán de este reino. Este hermano tiene un hijo
único, que no ha querido enlazar en la corte de
Ejipto, y me lo ha enviado para casarse con mi
hija y estrechar mas y mas nuestra intimidad.
Este hijo, á quien he reconocido como sobrino
a su llegada, y á quien elijo por yerno , es este
joven que aquí veis y os presento. Me lisonjeo
de que le haréis el honor de asistir á su despo-
sorio que he determinado celebrar en este dia. »
Ninguno de aquellos señores podia llevar á mal
que hubiera preferido su sobrino á todos los
grandes partidos que se le habían ido presen-
tando, y asi todos respondieron que obraba
cual debia efectuando aquel casamiento , que
asistirían gustosos i la ceremonia y deseaban
que Dios le concediera muchos años de vida
para ver los frutos de aquella venturosa unión. »
Aquí llegaba Cheherazada, cuando viendo aso-
mar el dia, interrumpió su narración, que pro-
siguió así la noche siguiente :
NOCHE LXXIII.
Señor, el gran visir Jiafar prosiguió así la his-
toria que referia al califa : « Apenas los señores
que se habían juntado en casa del gran visir de
Balsora hubieron manifestado á aquel ministro la
complacencia que les cabía por el enlace de su
hija con Nuredin Alí, se sentaron á la mesa. A
los postres, sirvieron dulces, de los que, según
costumbre, tomó cada cual lo que pudo llevarse,
y entraron los cadíes con el contrato matrimo-
nial. Los principales señores lo firmaron, y he-
cho esto, se retiraron los convidados.
« No habiendo quedado sino los de casa ,
el gran visir encargó á los que cuidaban del
baño que habia mandado preparar, que llevasen
á Nuredin Alí , quien halló ropa que no habia
servido aun , de una finura y aseo que hechi-
zaban, como también todo lo demás necesario al
intento. Cuando hubieron limpiado , lavado y
frotado al esposo, quiso volverse á vestir el traje
que acababa de quitarse ; pero le presentaron
otro de la mayor magnificencia. En tal estado
y perfumado con las mas esqu ¡sitas esencias, se
volvió á la presencia del gran visir su suegro ,
quien quedó prendado de su hermoso personal,
y habiéndole hecho sentar á su lado, « Hijo mió, »
le dijo, « me has declarado quien eres y el lu-
gar que ocupabas fen la corte de Ejipto ; me di-
jiste también que has tenido una contienda con
tu hermano , y que por eso te ausentaste de tu
pais ; te ruego que me hagas una entera confianza
y me digas cuál fué el motivo de vuestra dis-
puta. Debes tener ahora toda confianza en mí,
y no ocultarme nada. »>
a Nuredin Alí le refirió todas las circunstan-
cias de su desavenencia con el hermano , y el
gran visir no pudo oirías sin reírse. « ¡ Vaya
una aprensión estraña ! » le dijo. « ¿ Es posible,
hijo mió, que vuestra disputa haya llegado hasta
ese punto por un casamiento imajinario? Siento
que te hayas indispuesto con tu hermano por
una causa tan frivola ; veo sin embargo que él
tuvo culpa en ofenderse de lo que le dijiste
chanceándote, y debo dar gracias al cielo de
una desavenencia que me proporciona un yerno
como tú. Pero ya es tarde, » añadió el anciano,
« y hora que te retires. Vete , hijo mió , tu es-
posa te aguarda, mañana te presentaré al sultán,
y espero que te recibirá en términos muy satis-
factorios para entrambos. »
« Nuredin Alí se desvió del ya suegro para
pasar al aposento de su esposa. Lo mas estraño, »
prosiguió el visir Jiafar, « es que el mismo dia
que se celebraba su boda en Balsora , Chemse-
din Mohamed se casaba también en el Cairo, y
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he aquí las circunstancias de su desposorio.
« Luego que Nuredin Alí se hubo marcha-
do del Cairo con ánimo de no volver jamás ,
Chemsedin Mohamed, el mayor, que habia
ido á cazar con el sultán de Ejipto , habiendo
vuelto al cabo de un mes , porque el sultán se
habia dejado llevar de su afición á la caza y es-
tado ausente todo aquel tiempo, corrió al apo-
sento de Nuredin Alí ; pero se quedó atónito al
saber que se habia marchado en una ínula el
dia mismo de la caza del sultán, pretestando un
viaje de tres dias, y que desde entonces no se le
habia visto. Sintiólo tanto mas, cuanto no dudó
de que la adustez con que le habia hablado era
causa de su ausencia. Despachó un correo, que
pasó por Damasco y llegó hasta Alepo ; pero
Nuredin se hallaba entonces en Balsora. Cuando
regresó el correo diciendo que no habia podido
adquirir noticia alguna d» su paradero , Chem-
sedin Mohamed determinó buscarle por otra
parle , y entretanto tomó la determinación de
casarse. Celebró su desposorio con la hija de
uno de los principales y mas poderosos señores
del Cairo, el mismo dia que su hermano se casó
con la hija del gran visir de Balsora.
« Aun sucedió mas, caudillo de los creyen-
tes, » prosiguió Jiafar ; « al cabo de los nueve
meses , la mujer de Chemsedin Mohamed dio á
luz una niña en el Cairo, y el mismo dia la de
Nuredin parió en Balsora un niño, que fué lla-
mado Bedredin Hasan. El gran visir de Balsora
manifestó su regocijo con grandes limosnas y
funciones públicas que mandó hacer por el na-
cimiento de su nieto. Luego, para dar A su
yerno una prueba de lo satisfecho que estaba
con él, fué á palacio á pedir humildemente al
sultán que le concediera á Nuredin Alí la futura
de su empleo, para que tuviera antes de morir
el consuelo de ver á su yerno gran visir en su
lugar.
« El sultán , que habia visto con suma com-
placencia á Nuredin Alí cuando se lo habían
presentado después de su casamiento , y que
desde entonces habia oido hablar siempre de él
con muchos elojios, concedió la gracia que se le
pedia con todo el agrado que podía desearse , y
126
LAS MIL Y UNA NOCHES.
le mandó revestir en su presencia con el manto
de gran visir.
« Rebosaba de júbilo el suegro al día siguiente
cuando vio á su yerno presidiendo en el consejo
en su lugar, y desempeñando todas las funcio-
nes de gran visir. Nuredin Alí las ejecutó tan
cumplidamente que parecía haber estado ejer-
ciendo toda su vida aquel cargo. Continuó pos-
teriormente asistiendo al consejo, cuando los
achaques de la vejez no permitieron la asisten-
cia de su suegro. Este buen anciano falleció
cuatro años después de aquel desposorio, con la
satisfacción de ver un vastago de su familia que
prometía sostenerla por mucho tiempo con
lucimiento.
« Nuredin Alí le tributó los últimos deberes
con todo el cariño y reconocimiento debidos, y
luego que Bedredin Hasan su hijo hubo cum-
plido siete años, lo entregó á un escelente ayo,
quien empezó á darle una educación digna de
su nacimiento. Es cierto que halló en el niño un
entendimiento despejado, perspicaz y abarcador
de cuantas lecciones le suministraban. »
Cheherazada iba á proseguir ; pero vio que era
de día y suspendió su narración. A la noche is-
guiente la prosiguió, y dijo al sultán de las Indias:
NOCHE LXXIV.
Señor, el gran visir Jiafar prosiguió la histo-
ria que referia al califa : « Dos años después
que Bedredin Hasan fué encargado al maestro
que le enseñó á leer con perfección , aprendió
el Alcorán de memoria ; su padre Nuredin Alí
le proporcionó después otros profesores que cul-
tivaron de tal modo su entendimiento, que á
los doce años ya no los necesitaba. Entonces ,
como se habían formado ya sus facciones, cau-
saba admiración á cuantos le miraban.
<r Hasta entonces Nuredin Alí no había pen-
sado sino en hacerle estudiar, y no le había
presentado en público. Llevóle á palacio para
proporcionarle el honor de saludar al sultán,
quien le recibió con distinción. Los primeros
que le vieron en la calle quedaron tan prenda-
dos de su hermosura, que prorumpieron en rap-
tos de asombro y le dieron mil bendiciones.
« Como su padre trataba de hacerle capaz de
ocupar un dia su puesto , nada perdonó al in-
tento , y le hizo tomar parte en los mas arduos
negocios, para imponerle desde luego en su de-
sempeño. Finalmente hacia cuanto cabe para el
adelantamiento de un hijo que le era tan que-
rido, y empezaba ya á disfrutar del fruto de sus
afanes, cuando le acometió de repente una en-
fermedad, cuya violencia fué tal, que conoció
que no estaba muy distante de su última hora.
Así que no quiso hacerse ilusión , y se dispuso
¿morir como un verdadero musulmán. En aquel
momento precioso, no se olvidó de su querido
hijo Bedredin ; lo mandó llamar y le dijo :
« Hijo mió, ya ves que el mundo es perecede-
ro ; solo aquel adonde pronto voy á pasar es el
duradero por los siglos de los siglos. Preciso
es que empieces desde ahora á entablar las mis-
mas disposiciones que yo; prepárate á hacer
este viaje sin sentimiento y sin que tu con-
ciencia pueda remorderte por nada tocante á
las obligaciones de un musulmán, ni á las de un
hombre honrado. En cuanto á tu relijon, estás
bastante instruido con lo que te han enseñado
tus maestros y con lo que has leído. Por lo que
toca al hombre de bien, voy á darte algunas
instrucciones de que procurarás aprovecharte.
Como es necesario conocerse á sí mismo, y no
puedes tener de esto un conocimiento cabal sin
saber quien yo soy, voy á comunicártelo.
« Nací en Ejipto, y mi padre, tu abuelo, era
primer ministro del sultán de aquel reino. Yo
mismo obtuve el honor de ser nno de los visires
de aquel propio sultán, con mi hermano, tu tio,
que aun supongo vivo, que se llama Chemsedin
Mohamed. Tuve que separarme de él y vine
á este país, donde llegué al encumbrado puesto
que hasta ahora he ocftpado. Pero sabrás todas
estas particularidades mas circunstanciadamente
por un cuadernito que tengo que darte. »
a Al decir esto, Nuredin Alí sacó aquel cua-
derno escrito de su puño y que llevaba siempre
\
CUENTOS ÁRABES.
127
consigo, y dándoselo á Bedredin Hasan, <r To-
ma , » le dijo, a lo leerás muy despacio ; halla-
rás , entre varias especies, el dia de mi matri-
monio y el de tu nacimiento. Son circunstancias
de las que necesitarás quizá en lo sucesivo, y
que deben obligarte á guardarlo desveladamen-
te. » Bedredin Hasan , entrañablemente condo-
lido al ver á su padre en aquel estado, y con-
movido con sus razones , recibió el cuaderno ,
anegados los ojos en lágrimas y prometiéndole
no desprenderse nunca de él.
«r En aquel momento le sobrevino á Nuredin
Alí un desmayo, que hizo creer que iba á espi-
rar ; pero volvió en sí, y recobrando el habla,
« Hijo mió , » le dijo, « la primera máxima que
debo enseñarte , es que no te entregues fácil-
mente á intimidades con toda clase de personas.
El medio de vivir seguro es comunicarse con-
sigo mismo, y ser reservado con los demás.
« La segunda no cometer violencia con na-
die, porque en tal caso, todos se levantarían
c Mitra ti , y debes mirar el mundo como un
acreedor que tiene derecho á tu moderación ,
compasión y tolerancia.
« La tercera no contestar palabra cuando te
injurien : cuando uno guarda silencio, dice el
refrán, está fuera de peligro. En semejante oca-
sion debes particularmente practicarlo. También
sabes que con este motivo un poeta nuestro
dijo que el silencio es la gala y salvaguardia de
la vida , y que nunca debemos parecemos al
hablar á la lluvia de una tormenta que todo lo
destruye. Nunca se arrepintió alguien de haber
callado, y sí muchas veces de haber hablado.
a La cuarta no beber vino, porque es el orí-
jen de todos los vicios.
« La quinta economizar tus bienes : si no los
malgastas, te servirán para precaverte de la ne-
cesidad ; no por eso hay que acaudalar en de-
masía y ser avariento : por pocos haberes que
tengas, como los gastes cuando convenga, ten-
drás muchos amigos, y por el contrario , si tie-
nes muchas riquezas y haces mal uso de ellas ,
todos se apartarán de ti y te abandonarán. »
« Finalmente Nuredin Alí continuó dando
buenos consejos á su hijo hasta el último mo-
mento de su vida, y cuando hubo muerto, se le
hicieron magníficas exequias.... » Cuando Che-
herazada decia estas palabras , penetró la luz
del día, y remitió para la mañana siguiente la
continuación de su historia.
NOCHE IXXV.
La sultana de las Indias se despertó á la hora
acostumbrada , y tomó la palabra volviéndose á
Chahriar. a Señor , » le dijo , « el califa no se
cansaba de escuchar al gran visir Jiafar , quien
prosiguió así su historia : « Enterraron á Nuredin
Alí con todos los honores debidos á su dignidad.
Bedredin Hasan de Balsora , que así le apellida-
ron porque habia nacido en aquella ciudad , sin-
tió entrañable desconsuelo con la muerte de su
padre. En vez de contar un mes , según cos-
tumbre , pasó dos llorando y solitario sin ver á
nadie , ni aun salir para rendir acatamientos al
sultán de Balsora , el cual enojado de tamaña
desatención, y mirándola como un menosprecio
de su corte y persona , se dejó arrebatar de su
ira. Mandó llamar enfurecido al nuevo gran vi-
sir , porque habia nombrado uno luego que su-
po la muerte de Nuredin Alí , y le mandó que
pasara á la casa del difunto y la confiscara,
como también todas las haciendas y bienes, sin
dejar nada á Bedredin Hasan , mandando que se
apoderase de su persona.
«El nuevo gran visir, acompañado de gran
número de palaciegos , ministros de justicia y
otros empleados , no tardó en ponerse en cami-
no para desempeñar su comisión. Un esclavo de
Bederdin Hasan , que se hallaba casualmente en-
tre el concurso , apenas supo el intento del visir,
se adelantó y corrió á avisar á su amo. Hallóle
sentado en el umbral de su casa , tan afligido
como si su padre acabase de morir , y arroján-
dose á sus pies sin aliento, después de haberle
i)esado el estremo de la túnica , « Huid , señor,»
le dijo , « huid prontamente; — ¿ Qué ocurre ?»
128
LAS MIL Y UNA NOCHES.
le preguntó Bedredin , alzando la cabeza, a ¿qué
noticia me traes ? — Señor,» respondió el es-
clavo,' a no hay que perder un instante. El sul-
tán está furioso contra vos , vienen por orden
suya á confiscar cuanto tenéis, y aun á apode-
rarse de vuestra persona. »
a Las razones de aquel esclavo fiel turbaron
el ánimo de Bedredin Hasan. « ¿ Pero no tengo
tiempo para entrar en mi aposento y tomar al-
gún dinero y algunaí joyas? — No señor, » re-
plicó el esclavo; « el gran visir estará aquí den-
tro de un momento. Marchaos al punto, huid.»
Bedredin Hasan se levantó atropelladamente de
su asiento, se calzó las chinelas, y habiéndose
cubierto la cabeza con el estremo de su vestido,
para ocultar su rostro , huyó sin saber hacia
dónde encaminaría sus pasos , para librarse del
peligro que le amenazaba. La primera idea que
le ocurrió fué llegar á la puerta mas inmediata
de la ciudad. Corrió sin detenerse hasta el ce-
menterio público, y como se acercaba la noche,
determinó pasarla en el sepulcro de su padre.
Era un edificio de bastante aparato en forma de
cúpula que Nuredin Alí habia mandado cons-
truir durante su vida ; pero encontró en el ca-
mino un Judío muy rico , que era banquero y
mercader de profesión. Volvia de un pueblo don-
de habia tenido negocios y regresaba á la ciudad.
« Este Judío conoció á Bedredin , y parándo-
se , le saludó atentamente. » Calló Cheherazada
al llegar aquí , porque ya amanecia ; pero prosi-
guió á la noche siguiente :
NOCHE LXXVI.
Señor , el califa escuchaba con mucha aten-
ción al gran visir Jiafar , que continuaba en es-
tos términos : « El Judío , llamado Isaac , des-
pués de haber saludado á Bedredin Hasan y ha-
berle besado la mano , le dijo: « Señor, ¿ me
atreveré á preguntaros á dónde vais á estas ho-
ras , solo y tan azorado ? ¿ Tenéis alguna pesa-
dumbre? — Sí, » respondió Bedredin; « me he
quedado dormido hace poco , y mi padre se me
ha aparecido en sueños. Me daba terribles mira-
das como si estuviese enojado conmigo. Me he
despertado con sobresalto y pavor y he venido
al punto á orar sobre su sepulcro. — Señor , »
replicó el Judío , que no podia saber porqué
Bedredin Hasan habia salido de la ciudad , « co-
mo el difunto gran visir , vuestro padre y mi
señor de dichosa memoria , habia cargado con
mercancías varios buques que aun están en la
mar y que os pertenecen , os ruego que me deis
la preferencia sobre los demás mercaderes. Me
hallo en estado de comprar al contado los car-
gamentos de todos vuestros buques, y para em-
pezar, si queréis cederme el del primero que
llegue á salvamento , estoy pronto á contaros
mil zequines. Los traigo aquí en una bolsa y os
los entregaré por adelantado, » Y diciendo esto,
sacó un bolsón que llevaba debajo del brazo ,
oculto con el vestido , y se lo enseñó , sellado
con su sello.
<( En el estado en que se hallaba Bedredin Ha-
san , echado de su casa y despojado de todo
cuanto poseía en el mundo , consideró la pro-
puesta del Judío como un favor del cielo , y no •
dejó de aceptarla con suma alegría, « Señor , »
le dijo entonces el Judío , « ¿me dais pues por
mil zequines el cargamento del primero de vues-
tros buques que llegue á este puerto? — Sí, te lo
vendo en mil zequines, » respondió Bedredin
Hasan , « y es negocio concluido. » Al punto el
Judío le entregó la bolsa de los mil zequines,
ofreciéndose á contarlos ; pero Bedredin le escu-
só la molestia , diciéndole que se fiaba de él.
« Ahora pues , » repuso el Judío , « tened , se-
ñor , la dignación de darme un recibo que es-
prese el ajuste que acabamos de hacer. » Y eli-
diendo esto , sacó su tintero que llevaba en la
cintura , y tomando de él una caña muy bien
cortada , se la presentó con un pedazo de papel
que halló en su cartera, y mientras que tenia en
la mano el tintero , Bedredin Hasan escribió es-
cribió estas palabras :
a Este documento sirve para dar testimonio
de que Bedredin Hasan de Balsora vendió al Ju-
dío Isaac , por la cantidad de mil zequines que
CUENTOS ÁRABES.
129
ha recibido , el cargamento del primero de sus
bajeles que llegue á este puerto.
« BEDREDIN BASAN DE B ALBORA. ))
« Después de haber firmado este escrito , lo
entregó al Judío , quien lo metió en su cartera y
se despidió. Mientras Isaac proseguía su rumbo
hacia la ciudad , Bedredin Hasan se encaminó
hacia el sepulcro de su padre Nuredin Alí. Al
llegar , se postró jcon el rostro contra el suelo,
y anegados los ojos en llanto , empezó á lamen-
tarse de su desdicha. « ¡ Ay de mí ! » decia ,
«¿qué será de ti, desgraciado Bedredin? ¿A
dónde irás en busca de asilo contra el injusto
príncipe que te persigue ? ¿ No bastaba tener que
llorar la muerte de un padre tan querido ? ¿ era
preciso que la fortuna añadiese una nueva des-
ventura á mi justísimo quebranto? » Permane-
ció mucho tiempo en aquel estado ; pero al fin
se levantó , y habiendo apoyado la cabeza con-
tra el sepulcro de su padre , se renovó su dolor
con mayor vehemencia que antes , y no cesó de
suspirar y quejarse , hasta que rendido al sueño,
alzó la cabeza y tendiéndose á lo largo sobre el
enlosado , se quedó dormido.
a Apenas gozaba el regalo de aquel sosiego ,
cuando un jenio que habia fijado aquel diasu
residencia en el cementerio, disponiéndose á
correr el mundo por de noche , según su cos-
tumbre , advirtió aquel joven tendido en el se-
pulcro de Nuredin Alí. Entró , y como Bedredin
estaba echado de espaldas, quedó absorto y pas-
mado con su hermosura » Apuntó el dia, y
Gheherazada suspendió su narración; pero la
mañana siguiente, á la hora acostumbrada , la
prosiguió en estos términos :
NOCHE LXXVII.
« Cuando el jenio , » siguió diciendo el gran
visir Jiafar, « hubo considerado atentamente á
Bedredin Hasan , habló así consigo : « Si se ha
de juzgar de esta criatura por su buen personal,
no puede menos de ser un ánjel del. paraíso ter-
renal que Dios envia para encender los corazo-
nes con su belleza. » Finalmente , después de
haberle mirado con ahinco , se remontó por los
aires y encontró casualmente una hada. Saludá-
ronse recíprocamente, y luego el jenio le dijo :
« Os ruego que bajeiy conmigo al cementerio
donde tengo mi residencia , y os haré ver un
portento de hermosura, no menos digno de
vuestra admiración que de la mia. *> Consintió
la hada, y se apearon entrambos en un instante,
y al asomar sobre el sepulcro, «¿Qué tal?»
dijo el jenio á la hada , enseñándole á Bedredin
Hasan , « ¿ habéis visto nunca un joven tan pe-
regrino como este ? »
« La hada contempló atentamente á Bedredin,
y luego volviéndose al jenio, « Os confieso, » le
respondió, « que es un portento ; pero acabo de
ver en el Cairo un objeto aun mas asombroso,
de que voy á hablaros , si queréis escucharme.
— Me daréis mucho gusto, » replicó el jenio.
T. I.
— Habéis de saber, » dijo la hada, «porque voy
á tomar mi narración de muy atrás , que el sul-
tán de Ejipto tiene un visir llamado Chemsedin
Mohamed , padre de una hija que ha cumplido
veinte años. Es la mujer mas hermosa y cabal
que se haya visto ni oido. El sultán , enterado
por la voz pública de la belleza de esta joven ,
mandó llamar uno de estos dias al visir su padre
y le dijo : « He sabido que tenéis una hija en
edad de tomar estado; estoy en ánimo de casar-
me con ella ; ¿queréis concedérmela ? » El visir,
que no aguardaba semejante propuesta, se que-
dó algo cortado ; pero siempre en sí, en vez de
aceptar gozoso lo que otros no hubieran dejado
de hacer en su lugar, respondió al sultán : « Se-
ñor, no soy digno del honor que vuestra majes-
tad quiere dispensarme , y le ruego humilde-
mente que no lleve á mal si me opongo á su
intento. Ya sabéis que tenia un hermano llamado
Nuredin Alí, distinguido como yo con la digni-
dad de visir vuestro. Tuvimos una disputa, que
dio motivo á que se ausentase, y desde entonces
no he tenido noticia suya hasta hace cuatrQ dias,
que he sabido que murió en Balsora , honrado
con el alto cargo de gran visir de aquel reino.
9
130
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Ha dejado un hijo , y como en otro tiempo nos
comprometimos á casar los que uno y otro tu-
viésemos , siendo de diferente sexo , estoy per-
suadido de que ha muerto con el ánimo de cele-
brar este enlace. Por mi parte, yo quisiera cum-
plir mi promesa , y suplico á vuestra majestad
que me conceda esta gracia. Otros muchos
señores hay en esta corle que tienen hijas como
yo, y á quienes podéis honrar con vuestro pa-
rentesco. »
« Grande fué el enojo del sultán de Ejiplo
contra Chemsedin Mohamed... » Calló Chehera-
zada al llegar aquí , porque vio apuntar el dia.
La noche siguiente prosiguió su narración y dijo
al sultán de las Indias, haciendo hablar siempre
al visir Jiafar con el califa Harun Alraschid :
NOCHE LXXVm.
« El sultán de Ejipto , ofendido de la osadía
de Chemsedin Mohamed, le dijo en un arrebato
de cólera que no pudo contener : « ¿ Así corres-
pondéis á las mercedes que os dispenso humi-
llándome hasta el punto de enlazarme con vues-
tro linaje? Sabré vengarme de la preferencia
que os atrevéis á dar á otros, y juro que vuestra
hija no tendrá por marido sino el mas vil y con-
trahecho de todos mis esclavos. » Al decir estas
palabras, despidió disparadamente al visir,
quien se retiró á su casa confuso y en estremo
apesadumbrado.
« Hoy el sultán ha mandado llamar á uno de
sus palafreneros, que es jorobado y tan feo que
horroriza; y después de haber dado orden á
Chemsedin Mohamed que consienta en el casa-
miento de su hija con este asqueroso esclavo ,
ha lindado estender y firmar el contrato ma-
trimonial por varios testigos en su presencia.
Están concluidos los preparativos de este des-
posorio estra vagante , y ahora mismo todos los
esclavos délos señores pertenecientes á la corte
de Ejipto se hallan á la puerta de un baño, cada
uno con su hachón en la mano. Aguardan que
el palafrenero jorobado, que está dentro, se
haya lavado y salga para llevarle á casa de su
esposa , quien por su parte está ya peinada y
vestida. Cuando salí del Cairo, las damas reuni-
das se disponían á acompañarla con todas las
galas nupciales á la sala en donde debe recibir
al jorobado y le está ahora aguardando. La he
visto, y os aseguro que no cabe mirarla sin em-
beleso. »
« Cuando la hada hubo dejado de hablar, el
jenio le dijo : « Por mucho que digáis, no puedo
persuadirme que la hermosura de esa joven
aventaje á la de este mozo. — No quiero dispu-
tar con vos , » replicó la hada ; « confieso que
mereciera casarse con la hermosa doncella des-
tinada al jorobado , y me parece que haríamos
una acción digna de nosotros , si , oponiéndonos
á la injusticia del sultán de Ejipto, pudiéramos
sustituir este joven en lugar del esclavo. — Te-
neis razón , » respondió el jenio ; « no podéis
creer cuanto os agradezco esa idea ; burlemos la
venganza del sultán de Ejipto, consolemos á un
padre añlijido, y hagamos á su hija tan dichosa
como desgraciada se está contemplando : vamos
pues á echar el resto en el intento , estoy per-
suadido de que por vuestra parte haréis otro
tanto ; yo me encargo de llevarle al Cairo sin
que se despierte, y dejo á vuestro cargo el tras-
ladarle á otra parte cuando hayamos ejecutado
nuestro proyecto. »
« Luego que el jenio y la hada tuvieron dis-
puesto cuanto conducía á su objeto, el jenio ar-
rebató suavemente áBedredin, y llevándole por
los aires con increíble velocidad , le dejó á la
puerta de una hostería inmediata al baño de
donde iba á salir el jorobado con el séquito de
esclavos que le aguardaban.
a Bedredin Hasan se despertó en aquel punto
y se quedó atónito viéndose en medio de una
ciudad que le era del todo desconocida. Quiso
preguntar en dónde se hallaba ; pero el jenio le
dio una palmada en el hombro y le avisó que
no dijera palabra , y entregándole una hacha ,
«Vete, » le dijo, «júntate con aquellas jentes
que ves á la puerta de aquel baño, y sigue con
ellas hasta que entres en una sala en donde se
CUENTOS ÁRABES.
131
van Á celebrar ciertas bodas. El novio es un jo-
robado que fácilmente conocerás. Ponte á su
derecha al entrar, y desde ahora abre la bolsa
de zequines que tienes en el pecho , y vete dis-
tribuyéndolos á los músicos , bailarines y baila-
rinas. Cuando llegues á la Sala, no dejes de dar
también á las esclavas que verás junto á la no-
via, al acercarse á ti. Pero siempre que metas
la mano en la bolsa , sácala llena de zequines y
guárdate de economizarlos. Haz puntualmente
cuanto te digo con mucha presencia de ánimo ;
no te asombres de nada, á nadie temas, y confia
en cuanto á lo demás en una potestad superior
que dispone de tu suerte. »
« El joven Bedredin , enterado de lo que de*
bia hacer, se adelantó hacia la puerta del baño:
su primera dilijencia fué encender su hacha á
la de un esclavo; revuelto luego con los demás,
como si perteneciera á algún señor del Cairo ,
siguió con ellos y acompañó al jorobado , quien
salió del baño, montó en un caballo de la caba-
lleriza del sultán...»
Asomó el dia, y callóCheherazada,remitiendoá
la mañana siguiente la continuación de su historia.
NOCHE LXXK.
Señor , el visir Jiafar prosiguió así : a Bedre-
din Hasan, confundido con los músicos, bailari-
nes y bailarinas que iban delante del jorobado ,
sacaba de cuando en cuando de la bolsa puña-
dos de zequines que les distribuía. Como iba
repartiendo su moneda con indecible gracejo ,
' todos los que participaban de sus jenerosidades
volvían los ojos á él , y luego que le habían mi-
rado , le conceptuaban tan donoso y lindo , que
no podían quitar de él la vista.
« Llegaron al fin á la puerta del visir Chem-
sedim Mohamed , tio de Bedredin Hasan , quien
estaba muy ajeno de imajinarse que tenia tan
cerca á su sobrino. Los palaciegos , para evitar
toda confusión , detuvieron á los esclavos que
llevaban hachas y no quisieron dejarlos entrar.
También rechazaron á Bedredin Hagan; pero los
músicos , que tenian entrada libre , se pararon
protestando que no entrarían , si no le dejaban
pasar con ellos. « No es un esclavo , «decían ;
« basta mirarle para conocerle. » Sin duda es
un forastero que quiere ver por curiosidad las
ceremonias que se observan en los desposorios
en esta ciudad. » Y diciendo esto , le colocaron
en medio de ellos y le hicieron entrar á pesar
de los palaciegos. Le quitaron el hacha , que
dieron al primero que se presentó , y después
de haberle introducido en la sala , lo colocaron
á la derecha del jorobado , quien se sentó en
un trono magníficamente adornado junto á la
hija del visir.
« Se hallaba esta lujosamente ataviada ; pero
se veía en su rostro una languidez ó mortal
tristeza cuya causa no era difícil de adivinar ,
viendo á su lado á un marido tan contrahecho
y poquísimo acreedor á su cariño. El tropel de
mujeres de los emires , visires y palaciegos ,
con otras muchas damas de la corte y de la
ciudad , estaban sentadas por ambos lados, al-
go mas abajo , cada una según su categoría , y
todas vestidas con tanta magnificencia, que for-
maban una perspectiva vistosísima. Tenian to-
das hachas encendidas.
<( Cuando vieron entrar á Bedredin Hasan,
echaron sobre él los ojos, y pasmadas cotí su
hermosura, no podían dejar de mirarlo. Cuando
estuvo sentado, no hubo una que no dejara su
asiento para arrimarse á él y contemplarle mas
de cerca, y fueron pocas las que, al retirarse
para ocupar otra vez sus asientos, no se sintie-
sen conmovidas entrañable y amorosamente.
« La diferencia que había entre Bedredin Ha-
san y el jorobado, cuyo aspecto repugnaba, pro-
movió quejas en el concurso. « A ese hermoso
joven, » dijeron las damas, « hay que entregar
la novia, y no á ese horroroso jorobado. » No
pararon en esto , pues se atrevieron á prorum-
pir en baldones contra el sultan,-quien, abusan-
do de su potestad absoluta, enlazaba así á la
fealdad con la hermosura. También llenaron de
improperios al jorobado y le dejaron confusísi-
mo, muy á satisfacción de los circunstantes,
132
LAS MIL Y UNA NOCHES.
cuyas rechiflas interrumpieron por un rato la
música que resonaba en el salón. Al fin los mú-
sicos volvieron á proseguir sus conciertos, y las
mujeres que habían vestido á la novia se acer-
caron á ella, o
Al pronunciar estas palabras, advirtió Chehe-
razada que era de dia. Al punto guardó silencio,
y á la noche siguiente volvió á proseguir en es-
tos términos :
NOCHE LXXX.
« Señor, » dijo Cheherazada al sultán de las
Indias, « vuestra majestad no habrá olvidado
que el gran visir Jiafar está hablando al califa
Harun Alraschid. « Cada vez que la novia se
mudaba de traje, se levantaba de su asiento, y
seguida de sus mujeres, pasaba por delante del
jorobado sin dignarse mirarle, é iba á presen-
tarse á Bedredin Hasan para mostrarse á él con
sus nuevos atavíos. Entonces Bedredin Hasan,
siguiendo el consejo que le había dado el jenio,
no dejaba de meter la mano en la bolsa y sacar
puñados de zequines, distribuyéndolos á las mu-
jeres que acompañaban á la novia ; tampoco se
olvidaba de los músicos y bailarines, y era una
diversión ver cómo se empujaban unos á otros
para recojerlos, se le manifestaban agradecidí-
simos, y le estaban denotando con señas cuanto
deseaban que la novia fuera para él , y no para
el jorobado. Las mujeres que la rodeaban le de-
cían lo mismo y se recataban n\uy poco de que
el jorobado las oyese, haciéndole mil escarnios,
lo cual tenia divertidos á los circunstantes.
« Cuando estuvo ya corriente su cambio de
traje, los músicos dejaron de tocar y se retiraron
haciendo seña á Bedredin Hasan para que se
quedara. Otro tanto hacian las damas al mar-
charse con todos los que no eran de la casa. La
novia entró en un gabinete, á donde sus donce-
llas la siguieron para desnudarla, y no quedaron
en la sala sino el jorobado, Bedredin Hasan y
algunos criados. El jorobado, enfurecido con-
tra Bedredin, le miró de reojo y le dijo : « ¿Qué
aguardas, porqué note retiras como los demás?
Vete de aquí. » Como Bedredin no tenia ningún
pretexto para quedarse allí, se salió con efecto;
pero apenas estaba fuera de la sala, cuando el
jenio y la hada se presentaron á él y le detuvie-
ron : « ¿A dónde vas? » le dijo el jenio; «qué-
date ; el jorobado no está ya en la sala, pues ha
salido para cierta necesidad : entra y métete
hasta el aposento de la novia. Cuando estés
solo con ella, dile osadamente que eres su no-
vio; que el ánimo del sultán era divertirse del
jorobado, y que para consolar á este supuesto
marido, le habéis mandado disponer un plato
de crema en la caballeriza. Luego dile cuanto
se te ocurra para persuadirla, lo cual no te será
difícil, con una presencia tan aventajada, y que-
dará prendada de que la hayan engañado por
un rumbo tan halagüeño. Entretanto" vamos á
dar orden para que el jorobado no vuelva, y no
le estorbe de pasar la noche con tu esposa ;
porque es la tuya, y no la de él. »
« Mientras que el jenio estaba así alentando á
Bedredin, enterándole de cuanto debia practi-
car, el jorobado habia salido de la sala. El jenio
entró en donde estaba, y tomando la forma de
un gran gato negro , empezó á mayar horroro-
samente. El jorobado echó á correr tras el gato,
dando palmadas para sacarlo de allí; pero el
gato, en vez de retirarse, se estiró con ojos cen-
tellantes, encarándose atrevidamente al joroba-
do, dando maullidos mas espantosos que antes,
y creciendo de modo que pronto fué del tama-
ño de un asno. Entonces el jorobado quiso pedir
auxilio ; pero era tal el pavor que le tenia po-
seído, que se quedó con la boca abierta sin po-
der articular palabra. El jenio, sin darle tiempo
para volver en sí , se trasformó al punto en un
enorme búfalo, y bajo esta forma le gritó con
una voz que aumentó su espanto : « Asqueroso
jorobado. » A estas palabras, el palafrenero
aterrado fué á parar al suelo, y cubriéndose la
cabeza con la falda de su vestido, por no ver
aquel espantoso animal, le respondió temblan-
do : « Príncipe soberano de los búfalos, ¿qué
quieres de mí? — Desdichado bicho, » le repli-
có el jenio, « ¿tienes la temeridad de pensar
en casarte con mi querida ? — Señor, » dijo el
jorobado, « os suplico que me perdonéis : si soy
delincuente, es por ignorancia; no sabia que
esta dama tuviera un amante búfalo ; mandad
cuanto queráis, y os juro que estoy pronto á
obedeceros. — Por vida mia, » repuso el jenio,
a que si no sales de aquí, ó no te estás callado
hasta que salga el sol, si dices una sola palabra,
te aplasto la cabeza. Entonces te permito que
salgas de esta casa; pero á condición que te
marches sin mirar atrás, y si té atreves á volver
á ella, te costará la vida. » Dichas estas pala-
bras, el jenio se trasformó en hombre, asió al
jorobado por los pies, y habiéndolo arrimado á
la pared con la cabeza para abajo : « Si te mue-
ves antes que salga el sol, como ya te dije, »
añadió, « te cojeré por los pies y te estrellaré la
cabeza contra esa pared. »
« Volviendo á Bedredin Hasan, alentado por
el jenio y la presencia de la hada, habiendo
vuelto á entrar en la sala, se habia introducido
en el aposento nupcial, y sentado, aguardó el
éxito de su aventura. Al cabo de algún tiempo,
llegó la novia acompañada por una buena an-
ciana, que se detuvo á la puerta exhortando al
marido á que cumpliera con sus obligaciones,
sin parar la atención en si era el jorobado ó no,
y luego cerró la puerta y se retiró.
<t La novia se quedó atónita, viendo, en vez
del jorobado, á Bedredin Hasan, que se acercó
á ella con ademan halagüeño, « ¿Cómo os ha-
lláis aquí á estas horas? » le preguntó; «sin
duda sois un compañero de mi marido. — No
señora, » respondió Bedredin, « soy de otra
clase que ese asqueroso jorobado. — ¿Qué es
lo que decis?» repuso la novia; « ¿cómo ha-
bláis así de mi esposo ? — ; El vuestro esposo,
señora! » replicó Bedredin; « ¿cómo podéis
manteneros tanto tiempo en ese concepto ? De-
sengañaos de una vez, tantos primores no que-
darán sacriücados al mas despreciable de todos
los hombres. Yo soy, señora, el venturoso mor-
tal á quien están destinados. El sultán ha que-
rido divertirse , engañando así al visir, vuestro
padre, y me ha elejido para vuestro verdadero
esposo. Ya habéis podido notar cuanto se diver-
tían de esta comedia las damas, músicos, baila-
rines, vuestras criadas y demás sirvientes de
casa. Hemos despedido al infeliz jorobado, quien
se esta comiendo ahora una fuente de crema en
134
LAS MIL Y UNA NOCHES.
la caballeriza, y podéis contar con que no vol-
verá á presentarse delante de vuestros hermo-
sos ojos. »
« A estas palabras, la hija del visir, que había
entrado en el aposento nupcial mas muerta que
viva, mudó de semblante, derramándosele por
el rostro un júbilo que Je dio nuevo realce para
los ojos de Bedredin, « No me esperaba yo, »
le dijo, « una estrañeza tan agradable, y ya me
creía condenada á ser infeliz por todos los dias
de mi vida ; pero mi ventura es tanto mayor en
cuanto voy á poseer* un hombre digno de mi
ternura, » Al decir esto, se acabó de desnudar
y se metió en la cama. Por su parte Bedredin
Hasan, embelesado al verse dueño de tantísimo
hechizo, se desnudó prontamente. Colocó su
vestido en un asiento y la bolsa que el Judío le
había entregado, la cual estaba todavía llena, á
pesar de cuanto habia sacado. Se quitó también
el turbante para ponerse otro dispuesto para el
jorobado, y se acostó en camisa y con calzon-
cillos (1). Estos eran de raso azul y ceñidos
con un cordón de oro. »
Apuntaba la aurora, y Cheherazada se paró.
A la mañana siguiente, habiéndose despertado á
la hora acostumbrada, volvió á tomar el hilo de
esta historia y la prosiguió en estos términos >
NOCHE IXXXI.
<r Cuando los dos amantes se hubieron dor-
mido, » añadió el gran visir Jiafar, « el jenio
que se habia juntado con la hada le dijo que era
hora de acabar lo que habían empezado tan
bien y dirijido hasta entonces. « No nos deje-
mos sorprender por el dia que asomará pronto, »
dijo, « id y arrebatad al joven sin despertarle.»
« La hada entró en el aposento de los aman-
tes, que dormían profundamente, arrebató por
los aires á Bedredin Hasan en el estado en que
se hallaba, esto es, en camisa y calzoncillos, y
volando con el jenio en ímpetu velocísimo hasta
|a puerta de Damasco en Siria, llegaron preci-
samente en el momento en que los ministros de
las mezquitas llamaban al pueblo en alta voz á
la oración del amanecer. La hada depositó á
Bedredin en el suelo, y dejándole junto á la
puerta, se alejó con el jenio.
« Abriéronse las puertas de la ciudad, y la
Jente, que estaba ya reunida para salir, quedó
sumamente admirada, viendo á Bedredin Hasan
tendido en el suelo, en camisa y calzoncillos.
Uno decia : a Ha salido tan arrebatadamente de
casa de su querida, que no ha tenido tiempo de
vestirse. — Mirad, » decía otro , « ¡ á lo que
está uno espuesto ! Habrá pasado una parte de
la noche bebiendo con sus amigos, se habrá em-
briagado, y luego habiendo salido para alguna
urjencia, en vez de volver á la casa, habrá ve-
nido hasta aquí sin saber lo que hacia y le habrá
sobrecojido el sueño. » Otros hablaban diversa-
mente, y nadie podia adivinar por qué aventura
se hallaba allí. Un vientecillo que empezó á
soplar levantóle la camisa y dejó ver un pecho
mas blanco que la nieve. Quedaron tan atónitos
con aquella blancura que dieron un grito de ad-
miración y despertaron al joven. Su asombro
no fué menor que el de ellos, viéndose á la
puerta de una ciudad, en donde nunca habia
estado, y rodeado de un sinnúmero de jentes
que le estaban mirando atentamente, a Seño-
res, » les dijo, « decidme por favor en donde
me hallo y lo que queréis de mí. » Uno de ellos
tomó la palabra y le respondió : « Joven, aca-
ban de abrir la puerta de esta ciudad, y al salir,
os hemos hallado tendido en el estado en que
estáis, y nos hemos parado á miraros. ¿ Habéis
pasado aquí la noche y sabéis que os halláis en
una de las puertas de Damasco ? — ¡En Damas-
co ! » replicó Bedredin, « ; os burláis de mí !
esta noche al acostarme me hallaba en el Cairo. »
A estas palabras, algunos, movidos á compa-
sión, dijeron que era lástima que un joven tan
hermoso hubiese perdido el juicio, y prosi-
guieron su camino.
(1) Todos loa Orientales se acuestan con calzoncillos, y
es preciso tener presente esta circunstancia para lo su-
cesivo.
CIENTOS ÁRABES.
135
- « Hijo mió, » le dijo un buen anciano, «¿qué
estáis diciendo ? ya que os halláis esta mañana
en Damasco, ¿cómo podiais estar ayer noche
en el Cairo? Eso no cabe. — Sin embargo, no
hay duda en que así es, » repuso Bedredin, « y
aun os juro que pasé todo el dia de ayer en Bal-
x sora.» Apenas hubo dicho estas palabras, cuando
todos prorumpieron en carcajadas y empezaron
á gritar : « Está loco, está loco. » No obstante
algunos le compadecían por su juventud, y uno
de los circunstantes le dijo : « Hijo mió, debéis
haber perdido el juicio ; no pensáis en lo que
decis. ¿ Cómo puede ser que un hombre pase el
dia en Balsora, la noche en el Cairo, y esté á la
mañana siguiente en Damasco ? Sin duda que
aun no estáis despierto : volved en vos. — Lo
que digo, » repuso Bedredin Hasan, « es tan
cierto, que ayer noche me casé en la ciudad del
' Cairo. » Todos los que antes se reian volvieron
á burlarse al oir estas palabras. « Cuidado, » le
dijo el mismo que acababa de hablar ; « habréis
soñado todo eso, y la ilusión tiene embargada
vuestra mente. — Yo sé muy bien lo que digo,»
respondió el joven ; « decidme vos mismo cómo
es posible que haya ido en sueños al Cairo, en
donde estoy persuadido que efectivamente es-
tuve, en donde trajeron siete veces delante de
mí á mi esposa, vestida cada vez con un traje
nuevo, y en donde finalmente vi á un asqueroso
jorobado con quien querían casarla. Decidme
además lo que se han hecho mi vestido, tur-
bante y bolsa de zequines que tenia en el Cai-
ro. »
a Aunque aseguraba que todo esto era posi-
tivo, las personas que le escuchaban no hicie-
ron mas que reírse, lo cual le causó tanto tras-
torno, que el mismo no sabia ya qué pensar de
todo lo que le había sucedido. »
Empezaba á lucir él día en el aposento de
Chahriar, y así Cheherazada guardó silencio ;
pero prosiguió su narración á la mañana si-
guiente.
NOCHE LXXXII.
« Señor, después que Bedredin Hasan se em-
peñó en sostener que cuanto habia dicho era
cierto, se levantó para entrar en la ciudad , y
todos le siguieron voceando : « ¡ Está loco, está
loco ! » A estos gritos, unos se asomaron á las
ventanas, otros salieron á las puertas, y algunos,
juntándose con los que seguían á Brededin, vo-
ceaban también que estaba loco, sin saber de
quien se trataba. El joven confuso llegó á la
casa de un pastelero que abria su tienda, y en-
tró dentro para salvarse de aquella gritería.
« Aquel pastelero habia sido en otro tiempo ca-
pitán de una cuadrilla de salteadores que robaban
las caravanas, y aunque, desde que se habia ave-
cindado en Damasco , no daba motivo de queja
contra él, no dejaba de ser temido de cuantos
le conocían. Por eso, desde la primeramirada que
echó á la plebe que acompañaba á Bedredin , la
aventó ejecutivamente. El pastelero, viendo que
ya no quedaba nadie , hizo varias preguntas al
joven, inquiriendo quién era y lo que le habia
traido á Damaseo. Bedredin Hasan no le ocultó
su nacimiento ni la muerte del gran visir su
padre. Luego le refirió de qué moda habia sa-
lido de Balsora, y cómo , habiéndose dormido
la noche anterior sobre el sepulcro de su padre,
se habia hallado al despertarse en el Cairo, en
donde se habia casado con una dama. Final-
mente le manifestó la estrañeza que le causaba
hallarse en Damasco sin poder comprender tan-
tas maravillas.
« Vuestra historia es en estremo portentosa, »
le dijo el pastelero ; « pero si queréis seguir mis
consejos, no confiéis á nadie cuanto acabáis de
decirme, y aguardad con paciencia que el cielo
se digne terminar las desgracias que permite os
aquejen. Quedaos conmigo hasta entonces, y
como no tengo hijos, estoy pronto á reconoceros
como tal , si consentís en ello. Cuando yo os
haya prohijado, iréis libremente por la ciudad,
y no estaréis espuesto á los insultos de la plebe. »
« Aunque esta adopción no fuese muy hon-
rosa para el hijo de un gran visir, Bedredin no
dejó de admitir la propuesta del pastelero, con-
136
LAS MIL Y UNA NOCHES.
ceptuando que era el mejor partido que debía
tomar en su situación. El pastelero le dio un ves-
tido, tomó testigos, y fué á declarar delante de
un cadíque le reconocía por hijo ; y desde en-
tonces Bedredin vivió en su casa bajo el nom-
bre de Hasan y aprendió á hacer pasteles.
« Mientras que esto sucedía en Damasco, la
hija de Chemsedin se despertó, y no hallando á
Bedredin á su lado, creyó que se había levan-
tado sin querer interrumpir su sueño, y que
pronto volvería. Aguardaba su vuelta , cuando
el visir Chemsedin, su padre, entrañablemente
apesadumbrado con la afrenta que creía haber
recibido del sultán de Ejipto, llamó á la puerta
de su aposento para llorar con ella su triste
suerte. Llamóla por su nombre, y apenas hubo
oído su voz, cuando se levantó para abrirle la
puerta. Le besó la mano y recibió con ademan
tan satisfecho, que el visir, que esperaba ha-
llarla anegada en llanto y tan aflijida como él ,
quedó sumamente admirado. « j Desastrada! »
le dijo enojado, a ¿así te presentas delante de
mí? ¿Puedes estar contenta después del espan-
toso sacrificio que acabas de hacer ?
Al llegar aquí Cheherazada , dejó de hablar
porque amanecía, y á la noche siguiente prosi-
guió su narración y dijo al sultán de las Indias :
NOCHE IXXXIII.
«Señor, el gran visir Jiafar continuó refiriendo
la historia de Bedredin Hasan : « Cuando la re-
cien casada vio que su padre la reconvenía del
contento que manifestaba , le dijo : « Señor, no
me hagáis por favor tan injusta reconvención ;
no me casé con el jorobado , que aborrezco mas
que á la muerte ; no es mi esposo aquel mons-
truo, pues todos le rechiflaron de tal modo que
tuvo que esconderse , sino un joven hermosí-
simo, á quien tuvo que ceder su lugar , y que
es mi verdadero marido. — ¿ Con qué cuentos
me vienes ? » contestó adustamente Chemsedin
Mohamed? ¿Cómo? ¿no pasó la noche contigo
el jorobado? — No señor, » respondió la joven,
« no he dormido sino con el mozo de que os ha-
blo, que tiene unos ojos rasgados y grandes
cejas negras. » A estas palabras, el visir perdió
el sufrimiento y se enfureció contra su hija. « ¡ Ah
bribona ! i> le dijo , cr ¿ quieres que pierda el
juicio con lo que me estás diciendo ? — Sois vos,
padre mió, » replicó la hija, « el que me volvéis
loca con vuestra incredulidad. — *¿ Luego no es
cierto,» replicó el visir, a que el jorobado...? —
Dejémonos del jorobado, » interrumpió la joven
con precipitación ; « ¡ mal haya él ! Es terrible
empeño que siempre me han de estar hablando
de ese jorobado. Vuelvo á repetiros, padre mió,
que no pasé la noche con él, sino con el que-
rido esposo que ya os dije, y que debe de estar
cerca de aquí. »
« Chemsedin Mohamed salió para buscarle ;
pero se quedó muy atónito al ver en su lugar al
jorobado que estaba con la cabeza para abajo
en la misma situación en que le había colocado
el jenio. « ¿ Qué significa eso? » le dijo, a ¿ y
quién te ha puesto así ? » El jorobado conoció
al visir y le respondió : « ¡ Ah ! ¿ sois vos el que
me queríais casar con la querida de un búfalo,
la dama de un horroroso jenio? No me cojeréis
ni seré ya vuestro dominguillo. »
Al llegar aquí Cheherazada, entró la luz del
dia en el aposento, y aunque hacia poco que
había empezado, nada mas dijo por aquella no-
che. A la mañana siguiente continuó asi :
CUENTOS ÁRABES.
137
NOCHE LXXZIV.
« Señor, de este modo prosiguió su historia el
gran visir Jiafar: «Chemsedin Moharned creyó
que el jorobado deliraba cuando le oyó hablar
asi, y le dijo : « Quítate de ahí y ponte en pié.
— No haré tal. » replicó el jorobado, « á menos
que haya salido el sol. Habéis de saber que ha-
biendo venido aquí ayer noche, se me apareció
de repente un gato negro, que se fué volviendo
tamaño como un búfalo ; no me he olvidado de
lo que me dijo ; por lo tanto id á vuestros que-
haceres y dejadme en paz. » El visir, en vez de
retirarse, cojió al jorobado por los pies y le
obligó á quedarse derecho. Entonces el jorobado
echó á correr fuera de sí y sin mirar atrás, llegó
á palacio , se presentó al sultán de Ejipto y le
divirtió mucho* refiriéndole cómo le habia tra-
tado el jenio.
« Chemsedin Moharned volvió al aposento de
su hija mas azorado que nunca sobre lo que es-
taba deseando saber, a Hija alucinada, i> le dijo,
« ¿ no puedes aclararme mas una aventura que
me tiene atónito y caviloso? — Señor, » respon-
dió la joven, a nada mas puedo añadir, sino lo
que ya tuve el honor de deciros. Pero aquí es-
tán, » añadió, « los vestidos de mi esposo que
ha dejado en este asiento ; quizá os despejarán
vuestras confusiones. » Y diciendo estas pala-
bras, presentó el turbante de Bedredin al visir,
quien lo cojió, y habiéndolo examinado muy de
intento, « Se parece, » dijo, « al turbante de un
visir, si no fuera á la moda de Musul. » Pero
advirtiendo que habia algo cosido entre tela y
forro, pidió unas tijeras, y habiéndolo desco-
sido, halló unos papeles plegados. Era el cua-
derno que Nuredin Alí habia dado al morir á su
hijo Bedredin, quien lo habia ocultado allí para
conservarlo mejor. Chemsedin Moharned abrió
el cuaderno, reconoció la letra de su hermano
Nuredin Alí y leyó este título : Para mi hijo Be-
dredin Hasan. Antes que pudiera hacer re-
flexión alguna, su hija le puso en la mano la bolsa
que habia hallado debajo del vestido. Abrióla
también ; y, como ya dije , estaba llena de ze-
quines, porque, á pesar de las liberalidades de
Bedredin Hasan, siempre habrá quedado llena
por el esmero del jenio y de la hada. Leyó estas
palabras rotuladas sobre la bolsa : Mil zequines
pertenecientes al judio Isaac; y debajo estas
que el Judío habia escrito antes de separarse de
Bedredin Hasan : Entregados á Bedredin Ha-
san por el cargamento que me ha vendido del
primero de los buques de la pertenencia del di-
funto Nuredin Alí , su padre , de feliz recorda-
ción, cuando haya llegado á este puerto. Ape-
nas acabó esta lectura, cuando prorumpió en un
grito y se desmayó. »
Cheherazada quería proseguir ; pero ya era
de día , y el sultán de las Indias se levantó , de-
terminado á saber la conclusión de aquella his-
toria.
188
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE LXXXV.
Al dia siguiente Cheherazada dijo á Chabriar:
« Señor , luego que el visir Chemsedin Moha*-
med volvió de su desmayo con auxilio de su hi-
ja y de las esclavas que habia llamado , « Hija
mia , » le dijo , « no estrañes cuanto acaba de
sucederme. La causa es tal que apenas podrás
darle crédito. Ese esposo que ha pasado la no-
che contigo es tu primo, el hijo de Nuredin Alí.
Los mil zequines que están en esta bolsa me
traen á la memoria la contienda que trabé con
aquel hermano del alma : sin duda es el regalo
de boda que te hace. Loado sea Dios en todo y
por todo, y particularmente por esta maravillo-
sa aventura que evidencia tan estremadamente
su poderío. » Luego miró la letra de su herma-
no y la besó repetidas veces, derramando copio-
sas lágrimas. « ¿ Porqué no me es dado , » de-
cía, « ver también aquí al mismo Nuredin y re-
conciliarme con él ? 9
« Leyó el cuaderno de estremo á estremo: halló
las fechas déla llegada de su hermano á Balsora,
de su casamiento, del nacimiento de Bedredin Ha-
san y cuando , después de haber confrontado es-
tas fechas con las de su enlace y del nacimiento
de su hija en el Cairo, hubo admirado la relación
que mediaba entre ellas y reflexionado que
su sobrino era su yerno, se arrebató con ímpetus
de sumo regocijo. Tomó el cuaderno y el rótulo
de la bolsa , y fué á enseñárselos al sultán ,
quien le perdonó lo pasado , y quedó tan pas-
mado con aquella historia, que la mandó poner
por escrito con todas sus circunstancias para
que pasara á la posteridad.
a Sin embargo el visir Chemsedin Mohamed
no podía comprender porqué su sobrino habia
desaparecido; no obstante esperaba verle llegar
á cada momento , y le aguardaba con la mayor
impaciencia para abrazarle. Después de haberle
aguardado en balde por espacio de siete días, le
hizo buscar por todo el Cairo ; pero no pudo ad-
quirir noticia alguna por muchas pesquisas que
hizo , lo cual le causó estremado desasosiego.
« He aquí , » esclamaba , a una' aventura muy
estraña : á nadie le sucedió otro tanto. »
a Con la incertidumbre de lo que podia suce-
der mas adelante , creyó del caso poner por es-
crito en qué estado se hallaba entonces su casa,
cómo se habia celebrado la boda y estaban al-
hajadas la sala y la habitación de su hija. Hizo
también un lio con el turbante , la bolsa y el
vestido de Bedredin , y lo guardó bajo llave. ...»
Aquí tuvo que suspender su narración la sulta-
na Cheherazada , y antes del amanecer al dia
siguiente , prosiguió así su historia :
NOCHE LXXXYI.
« Señor, el gran visir Jiafar continuó de este
modo : « Al cabo de algunos dias, la hija del
visir Chemsedin Mohamed advirtió hallarse em-
barazada, y con efecto dio á luz un hijo termina-
dos los nueve meses. Suministraron una ama de
leche al niño, y otras mujeres y esclavas para
servirle, y su abuelo le llamó Ajib.
« Cuando el niño llegó a los siete años, el vi-
sir Chemsedin Mohamed, en vez de hacerle en-
señar á leer en casa, le envió á la escuela con
CUENTOS ÁRABES.
139
un maestro que merecía gran reputación, y dos
esclavos estaban encargados de llevarle é ir por
él todos los dias. Ajib jugaba con sus compañe-
ros, y como eran todos de una clase inferior á
la suya, guardaban con él el mayor miramiento ,
guiándose en esto por su maestro, quien le disi
mulaba tal cual desliz que no solia perdonar á
los demás. La ciega condescendencia que tenían
con Ajib le vició en gran manera, volviéndose
altivo é insolente y queriendo que sus compa-
ñeros le consintiesen todo, sin que él les con-
sintiese nada. Dominaba siempre, y si alguno
se atrevía á oponerse á su voluntad , le decia
mil baldones, y á veces no paraba hasta darle
golpes. Al fin llegó á ser insufrible para todos
sus compañeros, quienes se quejaron de él al
maestro. Este les encargó al principio que tu-
vieran paciencia ; pero cuando vio que no ha-
cían mas que insolentar de remate al niño Ajib,
aburrido él mismo de las molestias que le daba,
les dijo : « Hijos míos , ya veo que Ajib es un
insolente. Yaos enseñaré el medio de escarmen-
tarle en términos que no vuelva á molestaros, y
aun creo que no volverá mas á la escuela. Ma-
ñana cuando llegue y estéis jugando con él, ro-
deadle todos , y diga uno en alta voz : Quere-
mos jugar, pero es bajo la condición de que los
que jueguen digan su nombre y el de sus pa-
dres. Miraremos como bastardos á todos los que
rehusen hacerlo, y no permitiremos que jue-
guen con nosotros. » El maestro les dio á enten-
der el empacho que iban á causar al niño con
aquel arbitrio , y se retiraron á sus casas muy
contentos.
« Al dia siguiente, hallándose todos reunidos,
no dejaron de hacer lo que el maestro les habia
encargado. Rodearon á Ajib, y tomando uno de
ellos la palabra, « Juguemos, » dijo, « á un jue-
go ; pero bajo la condición de que no jugará el
que no pueda decir su nombre y el de sus pa-
dres. » Respondieron todos , y aun el mismo
Ajib , corriente. Entonces el que habia hablado
les fué preguntando uno por uno, y todos res -
pondieron á satisfacción, escepto Ajib, que dijo:
« Me llamo Ajib, mi madre se llama Reina de
hermosura, y mi padre Chemsedin Mohamed,
visir del sultán. »
« A estas palabras , todos los niños esclama-
ron : « ¿Qué es lo que dices? Ajib, ese no es el
nombre de tu padre, sino el de tu abuelo. —
Malditos seáis de Dios,» replicó Ajib enojado;
« ¿ cómo os atrevéis á decir que el visir Chem-
sedin Mohamed, el visir, no es mi padre? »
Los niños prorumpieron en grandes carcajadas :
« No, no, es tu abuelo, y no jugarás con noso-
tros, y aun nos guardaremos de acercarnos á
ti. » Y al decir esto, se desviaron de él con mil
mofas y continuaron riendo mas y mas entre
ellos. Ajib quedó muy apesadumbrado con sus
burlas y se echó á llorar.
« El maestro, que estaba escuchando y lo
habia oido todo , entró en aquel momento y en-
carándose con Ajib, « ¿No sabes todavía, » le
dijo, « que el visir Chemsedin Mohamed no es
tu padre? Es tu abuelo, padre de tu madre la
Reina de hermosura. Ignoramos como tú el nom-
bre de tu padre, y solo sabemos que el sultán
quería casar á tu madre con un palafrenero jo-
robado; pero que un jenio pasó con ella la no-
che. Esto te amarga, y así debe enseñarte á tra-
tar á tus compañeros con menos altivez de la
queliasta ahora has usado. »
Amaneció cuando Cheherazada llegaba á este
punto, y así dejó para la noche siguiente la
narración de su historia.
NOCHE 1XXXVII.
« Señor, el Ajibito, apesadumbrado con el es-
carnio de sus compañeros, se marchó de la es-
cuela y volvió á casa llorando. Corrió al aposento
de su madre la Reina de hermosura, la cual, so-
bresaltada al verle tan desconsolado, le preguntó
el motivo con afán. No pudo contestarle sino
con medias palabras y con sollozos, tan en es-
tremo angustiado estaba con su pesar, y solo en
repetidas veces pudo referir la causa de su do-
lor. Cuando hubo acabado, « En nombre de
140
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Dios, madre, « añadió, » decidme quién es mi
padre. — Hijo mió, » le respondió, o tu padre
es el visir Chemsedin Mohamedque te está abra-
zando todos los dias. — No me decisla verdad, »
repuso el niño, « no es mi padre, sino el vues-
tro. Pero yo, ¿de quién soy hijo ? j> A esta pre-
gunta, la Reina de hermosura, trayendo á la me-
moria la noche de sus desposorios seguida de
tan larga viudez, empezó á derramar lágrimas,
lamentándose amargamente del malogro de un
esposo tan peregrino como Bedredin.
« Mientras la Reina de hermosura lloraba por
una parte y Ajib por otra, el visir Chemsedin en-
tró y quiso saber la causa de su desconsuelo. La
Reina de hermosura se la dijo, y le refirió el
malísimo rato que Ajib habia pasado en la escue-
la. Aquella narración conmovió entrañablemente
al visir, quien mezcló su propio llanto con aque-
llas lágrimas, y juzgando que todos hablaban en
iguales términos del honor de • su hija, prorum-
pió en ímpetus desesperados. En aquella apren-
sión tan amarga y vehemente, marchó al palacio
del sultán, y habiéndose postrado á sus pies, le
suplicó humildemente que le permitiera hacer
un viaje por las provincias del Levante, y par-
ticularmente á Balsora, en busca de su sobrino
Bedredin Hasan, diciendo que se le hacia insu-
frible el rumor de la ciudad sobre que unjenio
hubiese dormido con su hija, la Reina de hermo-
sura. El sultán acompañó al visir en su pesar,
aprobó su determinación y le permitió ejecutar-
la, y aun le hizo estender un pliego, rogando en
los términos mas corteses á los príncipes y se-
ñores de los lugares en donde pudiera hallarse
Bedredin, que consintieran en que el visir se le
llevase consigo. .
« Chemsedin Mohamed no halló palabras
bastante espresivas para dar gracias al sultán
por su dignación. Contentóse con postrarse ante
su príncipe por segunda vez ; pero las lágrimas
que corrían de sus ojos manifestaron bastante
su reconocimiento. Por fin sedespidiódel sultán,
después de haberle deseado toda clase de pros-
peridades, y de vuelta á su casa, no pensó mas
que en disponerse para su viaje. Los preparati-
vos se hicieron con tanta prontitud, que al cabo
de cuatro dias marchó acompañado de su hija,
la Reina de hermosura y de su nietecito Ajib. »
Cheherazada dejó de hablar en este punto ad-
virtiendo que amanecía. El sultán de las Indias
se levantó mny satisfecho de la narración de la
sultana, y determinado á oir la continuación de
su historia. Cheherazada satisfizo su curiosidad
á la noche siguiente en estos términos : .
NOCHE LXXXVIII.
« Señor, el gran visir Jiafar dijo así al califa
Harun Alraschid :' « Chemsedin Mohamed tomó
el rumbo de Damasco con su hija la Reina de
hermosura y su nieto Ajib. Caminaron diez y
nueve dias seguidos sin detenerse en siiio algu-
no; pero al vijésimo, habiendo llegado á una
hermosísima pradera poco distante de las puer-
tas de Damasco, se apearon y dieron orden para
que se levantaran las tiendas á orillas de un rio
que pasa por la ciudad y ameniza sus alrede-
dores.
(( El visir Chemsedin Mohamed manifestó que
deseaba permanecer dos dias en aquel precioso
paraje, y que al tercero proseguiría su viaje ; no
obstante, permitió á los que le acompañaban
que fueran á Damasco. Casi todos se valieron de
aquel permiso ; unos llevados de la curiosidad
de ver una ciudad de la que habían oido hablar
tan aventajadamente, y otros para vender mer-
cancías de Ejipto que llevaban consigo, ó com-
prar telas y curiosidades del país. La Reina de
hermosura, deseando que . su hijo Ajib tuviera
también la satisfacción de pasearse por aquella
ciudad famosa, mandó al eunuco negro que ser-
via de ayo al niño, que le acompañara y tuviera
cuidado de que no le sucediera desmán alguno.
<( Ajib, magníficamente vestido, marchó con
el eunuco, quien llevaba en la mano un grueso
bastón. Apenas hubieron entrado en la ciudad,
cuando Ajib, que era como un sol, llamó la
CUENTOS ÁRABES.
141
atención de todos ; unos salían de sus casas
para verle mas* de cerca, otros se asomaban á
las ventanas , y los que pasaban por las calles
no se contentaban con detenerse á mirarle, sino
que le acompañaban, para lograr el gusto de
contemplarle por mas tiempo. Finalmente no
había uno que no le admirase y echase mil ben-
diciones á los padres que tan hermoso niño ha-
bían enjendrado. El eunuco y él llegaron por
casualidad al umbral de la tienda de Bedredin
Hasan, y allí se vieron rodeados de lal jeotío
que les fué forzoso detenerse.
« El pastelero que habia prohijado á Bedredin
Hasan habia muerto años atrás, dejándole, como
á su heredero, su tienda y todos sus bienes. Be-
dredin era entonces amo de la tienda y ejercía
tan primorosamente la profesión de pastelero,
que gozaba de mucha reputación en Damasco.
Viendo que tanta jente reunida delante de su
puerta miraba atentamente á Ajib y al eunuco
negro, se puso también á mirarlos. »
Al llegar aquí Cheherazada, calló porque ya
era de dia, y Ghahriar se levantó muy deseoso
de saber lo que ocurrirá entre Ajib y Bedredin.
La sultana satisfizo su afán al acabarse la noche
siguiente, en que volvió á proseguir así :
NUCHE LXXXIX.
<( Bedredin Hasan, » dijo el visir Jiafar, « ha-
biendo echado una mirada á Ajib, se sintió con-
movido sin saber porqué. No le pasmaba como
á los demás la peregrina hermosura de aquel
niño : su turbación provenia de otra causa, para
él muy recóndita : era la fuerza de la sangre
que obraba en aquel tierno padre, el cual, de-
jando sus quehaceres, se acercó á Ajib y le dijo
en acento persuasivo : « Señorito mío, hacedme
el favor de entrar en mi tienda y comer algo,
para que tenga el gusto de estaros contemplan-
do á mi espacio. » Pronunció estas palabras con
tanta ternura que le asomaron las lágrimas á
los ojos. El Ajibíto se sintió enternecido, y vol-
viéndose al eunuco, « Este buen hombre, » le
dijo, a tiene una fisonomía que me cautiva, y
me habla de un modo tan cariñoso que no pue-
do menos de complacerle. Entremos en su casa,
y comamos de sus pasteles. — ¡ Por cierto, » le
dijo el esclavo, « que seria bonito ver al hijo de
un visir comiendo en la tienda de un pastelerb !
No permitiré semejante desdoro. — A la verdad,
señorito, » esclamó entonces Bedredin Hasan,
« muy crueles son los que os confian á un hom-
bre que os trata con tanto despego. » Luego en-
carándose con el eunuco, « Amigo mió, » aña-
dió, « no estorbéis á este joven el que me con-
ceda el favor que le pido. No me deis tan malísimo
rato. Hacedme el honor de entrar vos mismo
con él en mi tienda, y asi manifestaréis que si
en el esterior sois moreno como una castaña,
sois interiormente blanquísimo como ella. ¿Sa-
béis, » prosiguió, « que tengo un secreto para
volveros de negro blanco?» A estas palabras,
el eunuco se echó á reir y preguntó á Bedredin
qué secreto era aquel. « Voy á decíroslo, » res-
pondió. Y al punto le recitó unos versos en ala-
banza de los eunucos negros, diciendo que por
su ministerio estaba seguro el honor de los sul-
tanes, príncipes y grandes. El eunuco quedó
prendado de aquellos versos, y cediendo á los
ruegos de Bedredin, dejó que Ajib entrara en la
tienda, acompañándole él mismo.
« Gozosísimo Hasan con su logro, volviéndose
á su faena, « Estaba haciendo, » les dijo, « pas-
teles de crema; es preciso que los ^probéis, y
estoy seguró de que los hallaréis escelentes,
porque mi madre, que es primorosa en este par-
ticular, me enseñó á hacerlos, y todas las casas
de esta ciudad se surten de mi tienda. » Tras
estas palabras, sacó del horno un pastel de cre-
ma, y después de haberlo salpicado de granada
y azúcar, se lo sirvió á Ajib, quien lo tuvo por
esquisito. El eunuco, á quien Bedredin presentó
otro, fué del mismo parecer.
« Mientras estaban ambos comiendo, Bedredin
Hasan contemplaba atentamente á Ajib, y re-
presentándosele al mirarle que acaso tenia un
hijo semejante de la bella esposa de quien habia
sido tan pronta y cruelmente separado, aquella
aprensión le hizo prorumpir en lágrimas. Tra-
taba de ir haciendo preguntas al Ajibito relati-
vamente á su viaje á Damasco ; pero el niño no
tuvo tiempo de satisfacer su curiosidad ; porque
el eunuco, que le instaba á que volviera á las
tiendas de su abuelo, se le llevó luego que hubo
comido, Bedredin Hasan no se contentó con se-
guirlos con la vista, pues cerró su tienda pron-
tamente y marchó tras ellos. »
Cheherazada suspendió su narración en este
punto, porque ya asomaba el día. Chahriar se
levantó determinado á oiría hasta la conclusión,
dejando vivir hasta entonces á la sultana.
NOCHE XC.
A la mañana siguiente, anles que amaneciera,
Dinarzada despertó á su hermana , quien prosi-
guió así su historia : « Bedredin Hasan , » dijo
el visir Jiafar , « corrió pues en pos de Ajib y el
eunuco , y los alcanzó antes que hubiesen llega-
do á la puerta de la ciudad. El eunuco , advir-
tiendo que lo» seguía , le mostró su estrañeza.
íi Importunísimo sois ya , » le dijo enojado ,
« ¿qué queréis ? — Mi buen amigo , » le respon-
dió Bedredin , « no os enfadéis : tengo fuera de
la ciudad cierta dilijencia pendiente, de que
ahora me he acordado , y á la que es preciso que
acuda. » Esta respuesta no satisfizo al eunuco,
quien volviéndose á Ajib, le dijo: « Vos tenéis la
culpa de todo ; ya preveía yo que me arrepenti-
ría de mi condescendencia; habéis querido en-
trar en la tienda de este hombre , y yo fui un
imprudente en permitíroslo. — Cabe, » dijo Ajib,
« que con efecto tenga algún negocio fuera ele
la ciudad , y los caminos están francos para to*
CUENTOS ÁRABES.
143
dos. » Al decir esto , siguieron andando sin mi-
rar atrás , hasta que habiendo llegado junto á»
ias tiendas del visir , se volvieron para ver si
Bedredin los iba siguiendo todavía. Entonces
Ajib , observando que estaba á dos pasos de él,
se coloreó alternativamente de encarnado y pá-
lido , según los varios movimientos que le azo-
raban. Temia que el visir , su abuelo , llegase á
saber que habia entrado en la tienda de un pas-
lelero y que habia comido pasteles , y así co-
jiendo una piedra bastante gruesa que se halla-
ba cerca, se la tiró , y acertándole en la frente ,
le cubrió de sangre ; luego echando á correr , se
escapó á las tiendas con el eunuco, quien dijo
;i Bedredin Hasan que no debia quejarse de aque-
lla desgracia, pues la tenia merecida y él mis-
mo se la habia acarreado.
a Bedredin tomó el camino de la ciudad , ata-
jando la sangre de la herida con el mandil que
llevaba ceñido, c Hice mal , » decia para consi-
go , a en desamparar mi casa para molestar á
este niño ; porque solo me ha malparado, creí-
do de que yo ideaba algún intento aciago para
él. » Habiendo llegado á su casa , se mandó cu-
rar y se consoló de aquella ocurrencia , reflexio-
nando que habia en la tierra jentes mucho mas
desgraciadas que él. »
Calló la sultana de las Indias , cuando asomó
el dia , y Chahriar se levantó compadeciendo á
Bedredin é impaciente por saber la continuación
de aquella historia.
NOCHE XCI.
Antes de acabarse la noche siguiente , Chehe-
razada dijo al sultán de las Indias : a Señor , el
gran visir Jiafar prosiguió así la historia de Be-
dredin Hasan: «Bedredin continuó ejerciendo la
profesión de pastelero en Damasco , y su tio
Chemsedin Mohamed se marchó de allá tres dias
después de su llegada. Tomó el camino de Eme-
sa , pasó á Hamah , y desde allí á Alepo , en don-
de se detuvo dos dias. Desde Alepo cruzó el Eu-
frates , entró en la Mesopotamia , y habiendo
atravesado Mardin, Musul , Seniar, Diarbekir y
otras muchas ciudades , llegó finalmente á Bal-
sora y pidió audiencia al sultán , quien se la con-
cedió , cuando supo la encumbrada jerarquía de
Chemsedin Mohamed. Acojióle amistosamente y
le preguntó la causa de su viaje á Balsora. a Se-
ñor , » respondió el visir Chemsedin Mohamed,
« he venido en busca de noticias relativas al hijo
de Nuredin Alí , mi hermano , que tuvo el honor
de servir á vuestra majestad. — Hace tiempo que
falleció Nuredin Alí , » replicó el sultán. « Por
lo que toca á su hijo , todo cuanto podrán deci-
ros es que á los dos meses de la muerte de su
padre , desapareció de repente , y que nadie le
ha visto desde entonces , por grande que haya
sido el afán con que le he hecho buscar ; pero su
madre , que es hija de uno de mis visires , vive
todavía. » Chemsedin Mohamed le pidió permi-
so para verla y llevarla consigo á Ejipto, y con-
sintiendo en ello el sultán , no quiso diferir
para el dia siguiente el tener aquella satisfac-
ción , y haciendo que le mostrasen su vivienda,
pasó al punto á ella , acompañado de su hija y
de su nieto.
« La viuda de Nuredin Alí residía en la casa
donde habia vivido su marido hasta su muerte.
Era un hermoso edificio , eleganteme. !e cons-
truido y adornado con columnas de mármol;
pero Chemsedin Mohamed no se paró á conside-
rarlo. A su llegada besó la puerta y una lápida
en que estaba estampado eñ letras de oro el
nombre de su hermano. Preguntó por su cuñada,
y los criados le dijeron que se hallaba en un pe-
queño edificio en forma de cúpula , que le en-
señaron en medio de un patio muy espacioso.
Con efecto , aquella tierna madre solía pasar la
mayor parte del dia y de la noche en el edificio
que habia mandado construir , para representar
el sepulcro de Bedredin Hasan , á quien creía
muerto después de haberle aguardado en balde
durante tanto tiempo. Hallábase entonces ocu-
pada en llorar á aquel hijo querido , y Chemse-
144
LAS MIL Y UNA NOCHES.
din Mohamed la encontró sumida en amarguísimo
desconsuelo.
« Saludóla con todo acatamiento , y habiéndo-
le suplicado que suspendiera sus lágrimas , le
dijo que era su cuñado y el motivo que le había
obligado á marchar del Cairo y pasar á Balsora.»
• Al acabar estas palabras , Cheherazada sus-
pendió su narración , por ser ya de dia , y la
prosiguió de este modo ante s de concluirse la
noche siguiente : ~ --———-
CUENTOS ÁRABES.
146
NOCHE XCII.
« Ghemsedin Mohamed , » dijo el visir Jiafar,
« habiendo enterado á su cuñada de lo ocurrido
en el Cairo en la noche del desposorio de su hi-
ja, y contado la estrañeza que le causaba el ha-
llazgo del cuaderno cosido en el turbante de
Bedredin , le presentó Ajib y la Reina de her-
mosura.
« Cuando la viuda de Nuredin Alí , que había
permanecido sentada como una mujer que ya no
tomaba parte en los negocios del mundo , hubo
comprendido que el hijo querido que tanto llo-
raba podia estar aun vivo , se levantó y abrazó
á la Reina de hermosura y á su hijo Ajib , en
quien reconoció las facciones de Bedredin , pro-
rumpiendo en lágrimas de muy diverso jaez de
las que antes derramaba. No podia cansarse de
dar besos al niño , quien por su parte recibía
sus caricias con todas las demostraciones de re-
gocijo que le eran dables. « Señora, » dijo Chem-
sedin Mohamed , « ya es hora que pongáis tár¿
mino á vuestro dolor y que enjugue!* vuestras
lágrimas : preciso es que os dispongáis á venir
con nosotros A Ejipto. El sultán de Balsora me
permite que os lleve , y no dudo que os aven-
dréis á mi intento. Vivo esperanzado de hallar
por fin á vuestro hijo y mi sobrino , y si esto
sucede , su historia , la vuestra , la de mi hija
y la mia , merecerán celebrarse y llegar á la
posteridad mas remota, n
a La viuda de Nuredin Alí oyó gustosa aque-
lla propuesta , y al punto mandó hacer los pre-
parativos de su viaje. Entretanto Ghemsedin
Mohamed pidió una segunda audiencia , y ha-
biéndose despedido del sultán , quien le honró
con mil finezas y le dio un magnífico presente y
otro aun mas rico para el sultán de Ejipto , se
marchó de Balsora , y otra vez siguió el camino
de Damasco.
« Cuando estuvo cerca de aquella ciudad,
mandó levantar las tiendas fuera de la puerta
por donde debia entrar, y dijo que se detendría
tres dias para que descansaran las acémilas
y comprar cuanto hallase mas peregrino y me-
recedor de presentarlo al sultán de Ejipto.
T. I.
« Mientras estaba embargado en ir entresa-
cándolas mas hermosas telas que le habían traí-
do á su tienda los principales mercaderes, Ajib
rogó al eunuco negro , su ayo , que le llevara á
pasear por la ciudad , diciendo que deseaba ver
cuanto habia visto antes muy de paso , y que
tendria gusto en saber noticias del pastelero á
quien habia tirado una piedra. Vino en ello el
eunuco, y marchó con él á la ciudad, obtenido el
beneplácito de su madre, la Reina de hermosura.
' « Entraron en Damasco por la puerta del Pa- .
' raiso, que era la mas inmediata á las tiendas del
visir Chemsedin Mohamed. Recorrieron todas
las plazas , sitios públicos y privados en que se
vendían las mas ricas mercancías, y vieron la an-
tigua mezquita de los Omíades (1) cuando el jen-
tío se iba agolpando para hacer la oración (2)
entre ei mediodía y el ponerse el sol. Luego pa-
saron delante de la tienda de Bedredin Hasan ,
á quien hallaron otra vez afanado en trabajar
pasteles do crema. « Os saludo , le dijo Ajib ,
« miradme. ¿Os acordáis de haberme visto? « A
estas palabras, Bedredin le echó una mirada, y
conociéndole ( i O efecto asombroso del amor
paterno ! ) , sintió las mismas corazonadas que
la primera vez ; se turbó , y en vez de respon-
derle, enmudeció por largo rato. Sin embargo,
habiendo vuelto en sí, « Señorito mió, » le dijo,
a hacedme otra vez la merced de entrar en mi
tienda con vuestro ayo y probaréis otro pastel
de crema. Os suplico que me perdonéis la mo-
lestia que os causé siguiéndoos fuera de la ciu-
dad ; no era dueño da mí , ni sabia lo que me
(I ) La célebre mezquita de tas Onriadr**, uno de los mas
hermosos edificios dei Asia, fine construida por orden del
«lita Walid I quien fftió los cimientos sobre las ruinas de
la antigua iglesia de san Juan Baúl isla. Doce mil operarios
estuvieron trabajando por ospicio de quince años en aquel
magnifico edilicio , que costó cinco millones seiscientos
mil dinares (doscientos veinte y cuatro millones de rea-
Ios!. Empleáronse en su construcción los arquitectos mas
hábiles de los estados del califa y del imperio griego.
Seiscientas lámparas colgadas con cadenas ile oro despe-
dían tan intenso resplandor, que causaban distracciones á
los Musulmanes ; motivo por el cual quedaron reemplaza-
das posteriormente con lámparas de hierro.
(i) Bsta oración se hace todo el año, dos horas y media
antes ile ponerse (*\ so!.
ÍO
146
LAS MIL Y UNA NOCHES.
hacia; me arrastrabais tras vos, sin que pudiera
resistir á tan entrañable impulso. »
Aquí dejó de hablar Cheherazada por ser ya
de dia; pero á la mañana siguiente prosiguió en
estos términos :
NOCHE XCIII.
«Caudillo de los creyentes,» dijo el visir
Jiafar, « Ajib , pasmado al oir lo que le decia
Bedredin , respondió : « Hay esceso en la amis-
tad que me manifestáis , y no quiero entrar en
vuestra tienda hasta que os hayáis comprometi-
« haré todo cuanto me mandéis. » A estas pala-
bras, Ajib y el eunuco entraron en la tienda.
« Bedredin les sirvió al punto un pastel de
crema , que no era menos delicado y esquisito
que el anterior. «Venid, le dijo Ajib , «sentaos
«"'«u^
do con juramento á no seguirme cuando salga.
Si lo prometéis y sois hombre de palabra , os
volveré á ver mañana , mientras el visir mi a-
buelo compra los regalos para el sultán de Ejip-
t , — Señorito mió , » replicó Bedredin Hasan ,
junto á mí y comed con nosotros . » Bedredin
se sentó y quiso abrazar á Ajib para manifestar-
le el gozo que le cabia al verse á su lado ; pero
Ajib le rechazó diciéndole : Estaos quieto, vues-
tra amistad se enardece en demasía. Conten-
CUENTOS ARARES.
147
V
taos con mirarme y conversar. » Obedeció Be-
dredin y se puso á entonar una canción , cuyas
palabras compuso de repente , en alabanza de
Ajib ; no comió y no hizo mas que servir á sus
huéspedes. Cuando hubieron acabado de comer,
les presentó agua para lavarse , y una tohalla
muy blanca para enjugarse las manos. Después
tomó un vaso de sorbete y les preparó una gran
laza en la que puso nieve muy limpia , y pre-
sentándosela á Ajib , « Tomad , » le dijo , « es
un sorbete (1) de rosa y el mas delicioso que se
puede hallar en toda la ciudad ; nunca habéis
probado regalo mas precioso. » . Ajib bebió con
mucho gusto , y luego Bedredin Hasan presentó
la taza al eunuco , quien la vació hasta la últi-
ma gota.
«Finalmente Ajib y su ayo, satisfechos, die-
ron gracias al pastelero de haberlos agasajado
con aquel estremo , y se retiraron prontamente
porque era ya algo tarde. Llegaron á la tienda
de Chemsedin Mohamed y se encaminaron pri-
meramente á la de las damas. La abuela de Ajib
se alegró al verle, y como tenia siempre en la men-
te á su hijo Bedredin , no pndó contener sus lá-
grimas al abrazar á Ajib. » ¡ Ay hijo mió , a le
dijo , «mi gozo seria cabal , si tuviera el gusto
de abrazar á tu padre Bedredin Hasan pomo te
estoy abrazando. » Iba á ponerse entonces á la
mesa para cenar ; le hizo sentar á su lado , con
muchas preguntas acerca de su paseo, y dicién-
dole que debia tener apetito , le sirvió un peda-
zo de un pastel de crema , que ella misma ha-
bía hecho y que era escelente, porque ya se ha
dicho que los sabia hacer mejor que los mas
afamados pasteleros. También presentó un peda-
zo al eunuco ; pero así él como Ajib habían co-
mido tanto en casa de Bedredin, que ni siquiera
lo probaron. »
Amaneció , y Cheherazada suspendió su nar-
ración hasta la noche siguiente , que prosiguió
en estos términos :
NOCHE XCIV.
« Ajib , apenas tocó al pedazo de pastel que
su abuela le había presentado , cuando aparen-
tando no ser de su gusto, lo dejó entero; y Cha-
ban (2), que así se llamaba el ejmuco , hizo otro
tanto. La viuda de Nuredin Alí advirtió con pe-
sar que su nieto hacia poco caso de su pastel.
«¡Cómo, hijo mió,» le dijo, «es posible que
así desprecies la obra de mis propias manos I
Sabe que nadie en el mundo es capaz de hacer
tan buenos pasteles de crema, escepto tu padre
Bedredin Hasan , á quien enseñé el arte de ha-
cerlos iguales. — i Ah ! mi buena abuela , » es-
clamó Ajib, « permitidme que os diga que si no
los hacéis mejores , hay un pastelero en esta
ciudad que os aventaja en ese arte : acabamos
de comer en su tienda uno que estaba mucho
mejor que este. »
ít) El sorbete ó scherbet, como pronuncian los Árabes,
es una bebida compuesta de zumo de limón ó de otras fru-
tas, azúcar y agua, en la que se deshacen.algunos.dulces
perfumados.
(t).Los Mahometanos dan comunmente este nombre &
los eunucos negros.
« A estas palabras ; la abuela mirando de reo-
jo al eunuco, « ¿Cómo , Chaban? » le dijo eno-
jada, « ¿os han confiado la custodia de mi nieto
para que le llevéis á casa délos pasteleros como
un mendigo? — Señora, a respondió el eunu-
co, «es cierto que nos hemos estado conversan-
do un rato con un pastelero ; pero no hemos
comido en su tienda. — Sí tal , » interrumpió
Ajib , « entramos en su casa y comimos un pas-
tel de crema, » La dama , todavía mas enojada
que antes contra el eunuco , se levantó pronta-
mente de la mesa, y corrió á la tienda de Chem-
sedin Mohamed, á quien dio parte de la demasía
del eunuco , en términos mas propios para eno-
jar al visir contra el delincuente que para hacerle
disimular su yerro,
« Chemsedin Mohamed, que era naturalmente
arrebatado , no perdió tan buena ocasión de en-
colerizarse. Pasó al punto á la tienda de su cu-
ñada y dijo al eunuco. « ¿Cómo, desastrado,
has tenido el atrevimiento de abusar de la con-
fianza que hice de tí ? » Chaban , aunque bas-
148
LAS MIL Y UNA NOCHES
Unte convicto por el testimonio de Ajib , tomó
el partido de negar otra vez el hecho ; pero sos-
teniendo el niño lo contrario , decía : « Abuelo,
os aseguro que hemos comido tanto uno y otro,
que no necesitamos cenar , y aun el pastelero
pos ha querido agasajar además con una gran
taza de sotfcete. — j Y bien , picaro esclavo ! »
esclamó el visir, volviéndose al eunuco, «¿aun
* no quieres confesar que ambos entrasteis en casa
de un pastelero y que habéis comido allí? » Cha-
ban volvió á jurar descaradamente que no era
verdad. « Eres un mentiroso , » le dijo entonces
el visir , « y doy mas crédito á mi nieto que á
ti. Sin embargo , si te comes todo ese pastel de
crema que está sobre la mesa , quedaré persua-
dido de que dices verdad. »
. <( Aunque Chaban se había llenado hasta el
garguero , se sujetó á esta prueba y tomó un pe-
dazo del pastel; pero tuvo que arrojarlo de !a
boca , porque le entraron náuseas. No obstante
siguió mintiendo y dijo que había comido tanto
la víspera , que aun no le habia vuelto el apetito.
El visir , enojado con las mentiras del eunuco y
convencido de que era delincuente, mandó que
le tendiesen en el suelo y le dieran de palos. El
desgraciado dio grandes alaridos al sufrir este
castigo y confesó la verdad. « Es cierto , » es-
clamó , « que hemos comido un pastel de crema
en casa de un pastelero , y era cien veces mejor
que el que está sobre la mesa. »
« La viuda de Nuredin Alí creyó que Chaban
ensalzaba la habilidad del pastelero solo por eno-
jo contra ella y para apesadumbrarla ; por lo
tanto, dirigiéndose á él le dijo: « No puedo creer
que los pasteles de crema de ese' pastelero sean
mas esquisitos que los míos. Quiero cerciorarme
de ello ; sabes donde vive , y así vete á su casa
y tráeme al punto uno. » Hablando así , dio di-
nero al eunuco para que comprara el pastel , y
este se marchó á la ciudad. Habiendo llegado á
la tienda de Bedredin « Buen pastelero , » le
dijo , « dadme un pastel de crema , pues una de
nuestras damas desea probarlos. » Casualmente
los habia entonces que salían del horno ; Bedre-
din escojió el mejor , y dándosele al eunuco,
« Tomad este , » le dijo , « os respondo de que
es escelente , y puedo aseguraros que nadie es
capaz de hacerlos iguales , sino mi madre , que
quizá vive todavía. »
Chaban regresó prontamente á las tiendas con
el pastel de crema y lo presentó á la viuda de
Nuredin , quien lo tomó con afán. Cortó un pe-
dazo para comerlo; pero apenas lo hubo metido
en la boca , cuando dio un gran grito y cayó
desmayada. Chemsedin Mohamed , que estaba
presente , se quedó atónito con la ocurrencia.
Roció él mismo con agua el rostro de su cuñada
y se afanó en asistirla. Luego que volvió en sí ,
« ¡ O cielos ! » esclamó , « sin duda debe ser
mi hijo , mi querido Bedredin , el que hizo este
pastel. »
Cuando Cheherazada llegaba á este punto,
empezó á amanecer. El sultán de las Indias se
levantó para decir sus oraciones y celebrar con-
sejo , y á la noche siguiente la sultana continuó
así la historia de Bedredin Ha san :
NOCHE XCV.
« Cuando el visir Chemsedin Mohamed oyó
decir á su cuñada que debía de ser Bedredin Ha-
gan el que habia hecho el pastel de crema que
el eunuco acababa de traer , sintió una alegría
imponderable ; pero reflexionando que era sin
fundamento y que según todas las muestras de-
bía ser equivocada la suposición de la viuda de
Nuredin , le dijo: « Pero, señora, ¿ porqué creéis
eso ? i No puede hallarse un pastelero que sepa
hacer tan bien los pasteles de crema como vues-
tro hijo ? — Convengo , » respondió la viuda,
« en que habrá pasteleros capaces de hacerlos
tan buenos ; pero como yo los hago de un modo
particular y nadie sabe el secreto sino mi hijo ,
fuerza es que sea él quien lo hizo. Alegrémonos,
hermano mió , » añadió con alborozo , a al fin
hemos hallado lo que buscamos y anhelamos
tanto tiempo hace. — Señora , » replicó el visir,
u os ruego*que moderéis vuestros ímpetus; pron-
to sabremos á que atenernos. Mandaremos búa-
CUENTOS ÁRABES.
H9
car al pastelero. Si es Bedredin Hasan , fácil-
mente le conoceréis así vos como mi hija. Pero
es preciso que ambas os ocultéis y le veáis sin
ser vistas , porque no quiero que nuestro reco-
nocimiento se verifique en Damasco. Es mi áni-
mo dilatarlo hasta que estemos de vuelta en el
Cairo, y allí os daré un consejo muy agradable. »
« Al terminar estas palabras , dejó á las da-
mas en su tienda y pasó á la suya. Allí mandó
venir cincuenta sirvientes y les dijo.: «Tomad
cada uno un palo y seguid á Chaban , quien os
conducirá á casa de un pastelero de esta ciudad.
Luego que lleguéis , romped y despedazad todo
cuanto halléis en su tienda ; si os pregunta por-
qué cometéis aquel descalabro , preguntadle so-
lamente si ¿s ó no quien hizo el pastel de crema
que fueron á buscar á su casa. Si os responde
que sí , apoderaos de él , atadle y traédmelo ;
pero guardaos de golpearle ni hacerle el menor
daño. Idos y no perdáis tiempo. »
« El visir fué prontamente obedecido ; sus
criados , armados con garrotes y capitaneados
por el eunuco negro , llegaron prontamente á
casa de Bedredin Hasan , en donde rompieron
platos , cazos , mesas y todos los demás muebles
y utensilios que hallaron é inundaron la tienda
de sorbete , crema y dulces. A esta vista, Bedre-
din Hasan , todo despavorido , les dijo con voz
lastimera : « ¿ Qué es eso , buenas jentes ? ¿ por-
qué me atropellais así ? ¿ De qué se trata , qué
he hecho ? — ¿ No eres td , » le dijeron , « el
que hiciste el pastel de crema que vendiste á
este eunuco ? — Sí , soy yo mismo , » respon-
dió ; « ¿qué tienen que decir? Desafio á cual-
quiera que lo haga mejor. » Pero en vez de res-
ponderle , continuaron rompiéndolo todo, y ni
siquiera respetaron el horno.
« Sin embargo los vecinos acudieron al es-
truendo , y pasmados al ver cincuenta hombres
armados cometiendo semejante estrago, pregun-
taban la causa de tamaña tropelía. Bedredin
preguntó otra vez á-los desaforados : « Por favor,
decidme, ¿qué crimen he cometido para que
rompáis todo cuanto poseo? ¿ No eres tú , » res-
pondieron , « el que hiciste el pastel de crema
vendido á este eunuco? — Sí, soy yo, » repuso
Bedredin ; « sostengo que era bueno , y no me-
rezco que me tratéis injustamente como lo ha-
céis. » Asiéronle sin escucharle , y habiéndole
quitado la tela del turbante , se valieron de ella
para maniatarlo , y luego sacándole por fuerza
de la tienda , se le llevaron.
« La vecindad, agolpada y compadecida de
Bedredin , quiso oponerse á lo que intentaban
los criados de Chemsedin Mohamod ; pero llega-
ron en aquel punto algunos oficiales del gober-
nador de la ciudad , que separaron al pueblo y
favorecieron la prisión de Bedredin, porque
Chemsedin Mohamed habia ido á casa del gober-
nador de Damasco á informarle de la orden que
habia dado y pedirle auxilio , lo cual aquel qdé
mandaba en toda la Siria en nombre del sultán
de Ejipto no habia podido negar al visir de su
amo. Llevaban pues á Bedredin, á pesar de sus
lágrimas y alaridos... »
Nada mas pudo decir Cheherazada porque
asomó el dia ; pero á la noche siguiente prosi-
guió su narración y dijo al sultán de las Indias :
NOCHE XCVI.
« Señor, así continuó el visir Jiafar, dirijién-
dose al califa : « Por mas que Bedredin Hasan
preguntaba por el camino á las personas que le
llevaban qué era lo que habian hallado en su
pastel de crema, estos no le contestaban. Al fin
llegó á las tiendas, donde le hicieron aguardar
hasta que Chemsedin Mohamed volvió de casa
. del gobernador de Damasco.
« Luego que regresó, el visir preguntó por el
pastelero y se lo trajeron. «Señor,» le dijo
Bedredin , anegados los ojos en llanto , « ha-
cedme el favor de decirme en qué os ofendí. —
¡Ah desdichado!» respondió el visir, «¿no
eres tú el que hiciste el pastel de crema que me
enviaste? — Confieso que soy yo, » repuso Be-
dredin : « ¿qué crimen hay en ello ? — Te cas-
tigaré como mereces , » replicó Chemsedin Mo-
hamed , « y te costará la vida el haber hecho
150
LAS MIL Y UNA NOCHES.
un pastel tan malo. — ¡ Cielo santo ! » esclamó
Bedredin , «r ¡qué es lo que oigo ! ¿ Es acaso un
crimen que merezca la muerte el haber hecho
un pastel malo?; — Sí, » dijo el visir, « y no de-
bes esperar que te trate de otro modo. »
« Mientras que así estaban conversando , las
damas que. estabah ocultas observaban atenta-
mente á Bedredin , á quien no tuvieron dificul-
tad en conocer, á pesar de los años que habían
mediado desde que le habian visto. El gozo que
les cupo fué tan estremado , que cayeron des-
mayadas, y cuando hubieron vuelto en sí, que-
rían ir á arrojarse á los brazos de Bedredin ;
pero la palabra que habian dado al visir de no
presentarse enfrenó los impulsos mas entraña-
bles de la naturaleza.
« Como Chemsedin Mohamed habia determi-
nado marcharse aquella misma noche , mandó
recojer las tiendas y disponer los carruajes para
emprender el viaje, y con respecto á Bedredin,
mandó que le metieran en una jaula bien cer-
rada y le colocasen encima de un camello. Luego
que todo, estuvo dispuesto, el visir y su comitiva
se pusieron en marcha. Caminaron el resto de
la noche y el dia siguiente sin detenerse, y solo
hicieron alto á la caida de la tarde. Entonces
sitaron á Bedredin Hasan de la jaula para que
tomara algún alimento-, pero cuidando de te-
nerle desviado de su madre y de su mujer, y
durante veinte dias que duró el viaje, le trata-
ron del mismo modo.
« Al llegar al Cairo , acamparon fuera de la
ciudad por orden del visir Chemsedin Mohamed,
quien mandó que le trajeran á Bedredin, delante
del cual dijo á un carpintero que habia enviado
á llamar : a Vete á buscar madera y levanta al
punto una horca. — ¡Ay. de mí! señor,» dijo
Bedredin, «¿qué queréis hacer con ella? —
Colgarte , » replicó el visir, « y luego pasearte
por todos los barrios de la ciudad, para que
vean en tu persona un indigno pastelero que
hace pasteles de crema sin ponerles pimienta. »
A estas palabras, Bedredin Hasan esclamó de un
modo tan gracioso que Chemsedin Mohamed
tuvo trabajo en conservar su formalidad :
a ¡Cielo satoto ! ¡ Con que me quieren sentenciar
á una muerte tan cruel como ignominiosa por
no haber puesto pimienta en un pastel de ere -
ma ! »
Aquí llegaba Cheherazada, cuando advirtiendo
que era de dia , dejó de hablar. Chahriar se le-
vantó riéndose del sobresalto de Bedredin , y
muy deseoso de saberla continuación de aquella
historia , que la sultana prosiguió de este modo
á la mañana siguiente :
NOCHE xcvn.
«Señor, el califa Harun Alraschid, á pesar de
su gravedad, no pudo dejar de reírse, cuando
el visir Jiafar le dijo que Chemsedin Mohamed
amenazaba ahorcar á Bedredin por no haber
puesto pimienta en el pastel de crema que habla
vendido á Chaban. « ¡ Como ! » decia Bedredin ,
« ¡me han roto todo cuanto tenia en mi casa,
me han metido en una jaula, y finalmente se
afanan por colgarme, y todo esto porque no
puse pimienta en un pastel de crema! ¡Dios
mío ! ¿quién oyó jamás hablar de semejante ra-
reza? ¿Son estas acciones de Musulmanes, de
personas que se jactan de probidad y justicia y
que pratican toda clase de obras buenas? » Y di-
ciendo esto lloraba amargamente, y luego reno-
vando sus quejas , « No , » anadia , « nunca fué
tratado viviente alguno con tanta injusticia y
atropellamiento. ¿Es posible que haya quien sea
capaz de quitar la vida á un hombre por no ha-
ber puesto pimienta en un pastel de crema?
Malditos sean todos los pasteles y la hora en que
nací. ¡ Ojalá hubiera muerto en aquel momento!»
« El inconsolable Bedredin no cesó de lamen-
tarse, y cuando trajeron la horca, prorumpió
en agudísimos gritos. « ¡ Oh cielos ! » dijo ,
« i podéis consentir que muera de un modo tan
infame y doloroso I ¿ Y esto por qué crimen? No
es por haber robado, asesinado ó renegado mi
relijion , sino por no haber puesto pimienta en
un pastel de crema. »
CUENTOS ÁRABES.
151
« Como la noche estaba ya adelantada , el vi-
sir Chemsedin Mohamed mandó que volvieran
á meter á Bedredin en la jaula y le dijo : « Qué-
date ahí hasta mañana ; no pasará el dia sin que
te mande ahorcar. » Llevaron la jaula y la co-
locaron sobre el camello que le habia Iraido
desde Damasco. Cargaron al mismo tiempo las
demás acémilas, y el visir habiendo montado á
caballo, mandó que marchara delante el camello
que llevaba á su ^pbrino , y entró en la ciudad
acompañado de su comitiva. Después de haber
atravesado varías calles por donde nadie pasaba,
porque todo el vecindario estaba ya recojido ,
llegó á su casa y mandó descargar la jaula, pro-
hibiendo que la abriesen hasta que él ¡o mandara.
((Mientras descargaban las demás acémilas,
llamó á parte á la madre de Bedredin Hasan y á
su hija, y volviéndose á esta, u Loado sea Dios,
hijamia,» le dijo, «que nos ha hecho hallar
tan afortunadamente á tu primo y marido. Sin
duda te acordarás como estaba dispuesto tu apo-
sento la primera noche de tus bodas. Vete,
manda que lo arreglen todo como estaba enton-
ces, y dado caso que no te acuerdes, yo supliré
con los apuntes que mandé tomar. Por mi parte
voy á cuidar de lo demás. »
u La Reina de hermosura fué á ejecutar albo-
rozadamente cuanto su padre acababa de man-
darle , y este empezó á disponerlo todo en la
sala del mismo modo que se hallaba cuando
Bedredin Hasan habia visto al palafrenero joro-
bado del sultán de J?jipto. Al paso que iba leyen-
do sus apuntes, los criados ponian cada mueble
en su lugar. No se olvidaron del trono, ni tam-
poco de las hachas encendidas, y cuando estuvo
todo dispuesto en la sala , el visir entró en el
aposento de su hija y colocó en un asiento el
vestido de Bedredin y la bolsa de los zequines.
Hecho esto, le dijo á la Reina de hermosura :
«Desnúdate, hijamia, y acuéstate, y cuando
entre Bedredin , quéjate de que ha estado mu-
cho tiempo fuera y dile que. has estrañado so-
bremanera no hallarle á tu lado al despertarte.
Instale para que se vuelva á la cama, y mañana
nos divertirás contándonos lo que haya ocurrido
entre vosotros. » A estas palabras, salió del apo-
sento de su hija y dejó que se acostase. »
Cheherazada quería proseguir su narración ;
pero hubo de suspenderla porque ya ama-
necia.
NOCHE XCYIII.
Antes de acabarse la noche siguiente, el sul-
tán de las Indias, que estaba muy impaciente
por saber el desenlace de la historia de Bedre-
din, despertó á Cheherazada y le dijo que pro-
siguiera, lo cual ejecutó en estos términos :
« Chemsedin Mohamed , » dijo el visir Jiafar al
califa, (í mandó que salieran de la sala todos
los criados que en ella habia, y que se marcha-
ran, escepto dos ó tres á quienes mandó que-
darse. Encargóles que fueran á sacar á Bedre-
din de la jaula, que lo pusieran en camisa y
y calzoncillos y le llevaran á la sala en donde
le dejarían solo y cerrarían la puerta.
« Bedredin Hasan, aunque oprimido de do-
lor, se habia quedado dormido , de modo que
los criados del visir le hubieron sacado de la
jaula y puesto en camisa y calzoncillos ante*
que se despertara , y le trasportaron á la sala
con tanta prontitud, que no le dieron tiempo
de volver en sí. Cuando se vio solo en la sala,
tendió la vista por todas partes, y trayéndole á
la memoria los objetos que estaba viendo el re-
cuerdo de sus bodas, advirtió con asombro que
era la idéntica sala en que habia visto al pala-
frenero jorobado. Aumentóse su pasmo, cuando
acercándose á la puerta de un aposento que es-
taba entreabierta vio dentro su vestido en el
mismo asiento en que se acordaba de haberlo de-
jado la noche de sus bodas. « ! Santos cielos ! »
dijo restregándose los ojos, < ¿ estoy despierto
ó dormido? »
« La Reina de hermosura , que le estaba ob-
servando, después de haberse divertido con sus
estrañezas, descorrió de improviso las cortinas
15a
LAS MIL Y UNA NOCHES.
de la cama , y asomando la cabeza , « Mi que-
rido dueño,» le dijo con acento cariñoso, « ¿qué
hacéis á la puerta ? Volved á acostaros. Bas-
tante tiempo habéis estado fuera. Quedé atónita
al despertarme de no hallaros á mi lado. » Be-
dredin Hasan se inmutó, cuando conoció que
la dama que le hablaba era aquella hermosa
joven con quien se acordaba de haber dormi-
do. Entró en el aposento ; pero en vez de en-
caminarse hacia el lecho, como estaba allá em-
bargado con las especies de cuanto le habia su-
cedido durante diez años, no pudiendo per-
suadirse que todos aquellos acontecimientos
hubiesen ocurrido en una sola noche, se acercó
al asiento en donde estaban sus vertidos y la
bolsa de zequines, y habiéndolos examinado
con sumo ahinco, * !Por Dios vivo, » esclamó,
«estas son estrañezas que sobrepujan á mis al-
cances i » La dama, que se complacía en ver su
turbación , le dijo : « Otra vez os pido , dueño
mió, que os volváis á la cama. ¿ En qué os en-*
treteneis?» A estas palabras, se acercó á la
Reina de hermosura. « ¿Os ruego, señora, » le
dijo , « ¿ que me enteréis de si hace mucho
tiempo que estoy á vuestro lado ? — ¡ Qué pre-
gunta me hacéis! » respondió la joven : « ! pues
qué! ¿no os levantasteis poco ha? Debéis de
estar muy absorto. — Señora , » repuso Be-
dredin, a ciertamente que no estoy muy en mí.
A la verdad me acuerdo de haber estado á vues-
tro lado; pero también hago memoria de haber
residido, desde entonces, diez años en Damasco,
Si efectivamente he pasado aquí esta noche, no
puedo haber estado ausente tanto tiempo. Estos
dos actos son opuestos, y así por favor decidme
lo que debo conceptuar acerca de ellos, y si mi
casamiento es una ilusión , ó si mi ausencia es
un sueño. — Sí señor, » repuso la Reina de her-
mosura, <( sin duda soñasteis que habíais estado
en Damasco, — Chistoso lance por cierto, » es*
clamó Bedredin > riéndote á carcajadas. « Estoy
ciarlo, aeñor*, que mi sueño va i divertiros
mucho, laminaos que me hallé á las puertas do
Damasco en camisa y calzoncillos , como estoy
ahora ; que entré en la ciudad en medio de la
gritería del populacho que me venia insultando ;
que me refujié en casa de un pastelero , que me
prohijó , enseñó su oficio y dejó á su muerte to-
dos sus bienes, y que desde entonces seguí con
tienda abierta. En suma, señora, me sucedieron
tantas aventuras que seria muy largo contarlas,
y cuanto puedo espresar es que hice acertada-
mente en despertarme, porque iban á colgarme
á una horca. — ¿ Y qué motivo tenían para tra-
taros con tanta crueldad ? » dijo la Reina de
hermosura mostrándose admirada. « Sin duda
habíais cometido algún atentado. — No por
cierto, » respondió Bedredin, « era por la causa
mas estraña y ridicula del mundo. Todo mi de-
lito se reducía á haber vendido un pastel de
crema sin pimienta. — ¡ Gomo ! ¿ por eso os que-
rían colgar? » dijo la Reina de hermosura, «no
cabe duda que obraban injustísimamente. —
Aun hay mas, » añadió Bedredin , « habían roto
y hecho pedazos todo lo que tenia en mi tienda,
por aquel maldito pastel en que me reconvenían
de no haber puesto pimienta, y maniatándome
luego, me enjaularon tan estrechamente , que
me parece que todavía me siento condolido.
Finalmente habían llamado á un carpintero y
mandádole que levantara una horca para col-
garme, j Pero bendito sea Dios, ya que todo esto
es efecto de un sueño ! »
Cuando Gheherazada llegó aquí, dejó de ha-
blar, y Ghahriar no pudo menos de reírse de que
Bedredin Hasan habia tenido una realidad por
un sueño, o Debo confesar, » dijo, « que es
lance chistoso, y estoy persuadido deque aldia
siguiente el visir Chemsedin Mohamed y su cu-
ñada se divertirían mucho. — Señor, » respondió
la sultana, « ya se lo contaré á vuestra majestad
la noche siguiente, si permite que viva hasta
entóneos. » El sultán de las Indias se levantó sin
contestar ; pero estaba muy ajeno de todo ia«
tentó siniestro.
-e».
'4*-
CUENTOS ÁRABES.
153
NOCHE XCIX.
Despertóse Chehurazada antes del amanecer
y anudó el hilo de su historia : a Señor, Bedredin
no pasó la noche con sosiego ; despertábase de
tanto en tanto y se preguntaba á sí mismo si
soñaba ó estaba despierto. Desconfiaba de su
felicidad, y procurando cerciorarse de ella, des-
corría las cortinas y paseaba la vista por la ha-
bitación. « No me engaño, » se decía, o este es
el mismo aposento donde entré en lugar del
jorobado, y estoy acostado con la hermosa joven
que, le estaba destinada. » El dia qué asomaba
nohabia desvanecido aun su desasosiego, cuando
el visir Chemsedin Mohamed, su lio, llamó á la
puerta y entró casi al mismo tiempo para sa-
ludarle.
« Grandísimo fué el pasmo de Bedredin Ha san,
viendo de repente á un hombre que le era tan
conocido , pero que ya no tenia el semblante
justiciero con que habia pronunciado la senten-
cia de su muerte. « ¡ Ah ! ¡ sois vos ! » esclamó,
« ¡el que me tratasteis tan indignamente y con-
denasteis á una muerte que todavía me horro-
riza , por un pastel de crema sin pimienta 1 »
El visir se echó á reir, y para sosegarle de una
vez, le refirió como habia venido á su casa y se
habia casado en lugar del palafrenero del sultán
por la mediación de un jenio ; porque la narra-
ción del jorobado le habia hecho adivinar la
verdad. También le informó que habia descu-
bierto el parentesco que mediaba entre ellos por
un cuaderno escrito de puño de Nuredin Alí, y
que por consecuencia de aquel descubrimiento,
se habia marchado del Cairo é ido hasta Balsora
para buscarle y saber noticias suyas. « Mi que-
rido sobrino, » añadió abrazándole con mucha
ternura , « espero que me perdones cuanto te
hice padecer desde que conocí quien eras. He
querido traerte á mi casa sin enterarte de tu
ventura, que debe serte tanto mas grata cuanto
te ha costado mayores quebrantos. Consuélate
de todos tus pesares con el júbilo de verle res-
tituido á unas personas que deben serte suma-
mente queridas. Mientras te vistes, voy á avisará
tu madre, que está muy ansiosa de abrazarte, y
te traeré tu hijo, á quien visteen Damasco y ma-
nifestaste tanta inclinación sin conocerle. »
«No caben voces adecuadas para espresar
debidamente cual fué el gozo de Bedredin
cuando vio á su madre y i su hijo Ajib. Estas
tres personas no cesaban de abrazarse con todas
las demostraciones que traen consigo los vín-
culos de la sangre y del cariño mas entrañable.
La madre dijo á Bedredin las mayores ternezas :
le habló del pesar que le habia estado causando
una ausencia tan larga, y del llanto que habia
derramado. Ajib, en vez de esquivar como en
Damasco los abrazos de su padre, los recibia
continuamente; y Bedredin Hasan, dividido en-
tre dos objetos tan dignos de su amor, les daba
á porfía entrañables pruebas de su cariño.
« Mientras que esto ocurría en casa de Chem-
sedin Mohamed, habia este visir ido á palacio
para dar cuenta al sultán del éxito venturoso de
su viaje. El sultán quedó tan prendado con la
narración de aquella historia asombrosa, que la
mandó escribir para que se conservara esme-
radamente en los archivos del reino. Luego
que Chemsedin Mohamed volvió á casa, se sen-
tó á la mesa con toda su familia, pues habia
mandado disponer un magnífico banquete y
toda su servidumbre pasó aquel dia en medio
de regocijos. »
Cuando el visir Jiafar hubo terminado la his-
toria de Bedredin Hasan, dijo al califa Harun
Alraschid : « Caudillo de los creyentes, esto es
lo que tenia que referir á vuestra majestad. »
El califa conceptuó la historia por tan maravi-
llosa que concedió sin* titubear el perdón del
esclavo Rian, y para consolar al joven del dolor
que tenia por haberse privado él mismo de una
mujer á quien tanto amaba, aquel príncipe le
dio en casamiento una de sus esclavas, lo colmó
de bienes y le tuvo en suma privanza hasla su
muerte « Pero, señor, » anadió Cheherazada,
advirtiendo que asomaba el dia, « por muy agra-
dable que sea la historia que acabo de referiros,
otra sé que lo es mucho mas, y vuestra majes-
tad convendrá en ello , si desea oiría en la no-
che siguiente. Chahriar se levantó sin contes-
tar, y muy incierto de lo que debia hacer, dijo
entre sí : « La buena sultana cuenta unas histo-
rias muy largas, y cuando una vez se ha empe-
zado una, no hay medio de negarse á oiría
hasta el fin. Acaso fuera mejor mandarle dar
muerte ; pero no nos arrebatemos ; quizá la his-
toria que me promete es mucho mas entrete-
nida que las que me ha referido hasta ahora ;
no debo privarme del placer de oiría; ya dis-
pondré su muerte cuando esté concluida. »
NOCHE C.
Dinarzada no hizo falta en despertar antes del
amanecer á la sultana de las Indias, la cual ha-
biendo pedido á Chahriar permiso para empezar
la historia que habia prometido referir, habló
en estos términos :
HISTORIA DEL JOROBAD1TO.
En otro tiempo habia en Casgar, puehlo si-
tuado en los confines de la Gran Tartaria , un
sastre que tenia una mujer hermosísima, á quien
CUENTOS ÁRABES.
155
amaba con ternura y de la que era correspon-
dido, ün dia que estaba trabajando, vino á sen-
tarse un jorobadito á la entrada de su tienda y
empezó á cantar acompañándose ton una pan-
dereta. El sastre le oyó con gusto y determinó
entrársele en casa para que su mujer se divir-
tiera. « Nos divertirá esta noche, » decia para
sí, « con sus canciones chistosas. » Propúsoselo
al jorabado, y este habiendo admitido, cerró la
tienda y se le llevó consigo.
Luego que llegaron, la mujer del sastre, que
habia puesto la mesa, porque ya era hora de
cenar, sirvió un plato de pescado que tenia
frito. Sentáronse los tres á la mesa, pero des-
graciadamente estando comiendo, se le atravesó
al jorobado una espina eu la garganta, de cuyas
resultas espiró á poco rato, sin que el sastre ni
su mujer pudiesen auxiliarle. Quedaron ambos
tanto mas sobresaltados con aquella ocurrencia,
cuanto habia sucedido en su casa y tenían mo-
tivo de temer que se les castigase como asesi-
nos, si la justicia llegaba á saberlo. Sin embar-
go, al marido se le ofreció un medio de liber-
tarse del cadáver. Acordóse de que vivia al lado
un médico judío, y así él y su mujer cojieron al
jorobado, uno por los pies, y otro por la cabeza,
y llamaron á la puerta del médico. Esta condu-
cía á su aposento por una escalera muy angosta,
y al punto baja una criada sin luz, abre y pre-
gunta lo que quieren. « Vuélvete arriba , » le
responde el sastre, « y dile á tu amo que le trae-
mos un hombre muy enfermo para que le re-
cete algún remedio. Toma, » añadió, poniéndole
en la mano una moneda de plata, « dale esto de
antemano para que se persuada que no intenta-
mos que se moleste sin fruto. » Mientras la
criada subía para comunicar, al médico judío
aquella buena noticia, el sastre y su mujer lle-
varon prontamente el cuerpo del jorobado, y
dejándole en las primeras gradas de la escalera,
se volvieron arrebatadamente á su casa.
Entretanto la criada enteró al médico de que
un hombre y una muger le aguardaban á la puer-
ta y suplicaban que bajase-para ver un enfer-
mo que habían traído, y entregándole el dinero
.que acababa de recibir , el Judío , gozosísimo
converse satisfecho por adelantado, creyó que le
traian algún buen parroquiano y que urjia el pa-
so. « Toma pronto una luz, » le dijo á la criada,
« sigúeme. » Y diciendo esto , se adelantó hacia
la escalera con tanto atropellamiento, sin aguar-
dar á que le alumbraran, que tropezando con el
jorobado , le hizo rodar toda Ja escalera. Poco
faltó para que cayera y rodara con él. «Trae
pronto luz , » gritó á la criada. Esta llegó al fin,
el médico bajó con ella , y hallándose con un
hombre muerto, quedó tan aterrado que empe-
zó á invocar á Moisés , Aaron , Josué , Esdras y
todos los profetas de su ley. « j Desgraciado de
mí ! » decia, ¿ porqué bajé sin luz ? He acabado
de matar á este enfermo. Soy causa de su muer-
te, y estoy perdido, si no me socorre el asno de
Esdras. ¡ Ay de mí ! pronto vendrán á buscar-
me como asesino. »
A pesar de la turbación que le azoraba , tuvo
la precaución de cerrar la puerta , de miedo de
que alguien, al pasar por la calle, echara de ver
la desgracia de que se creia causa. Luego cojió
el cadáver y le llevó al aposento de su mujer ,
que estuvo á punto de desmayarse cuando le vio
entrar con tan infausta carga. « \ Ah ! estamos
perdidos, » esclamó esta , si no hallamos algún
medio de sacarnos ese cadáver de casa. Si lo
tenemos hasta el amanecer, perderemos induda-
blemente la vida. j Que desventura ! ¿Cómo ha-
béis hecho para matar á ese hombre ? — No se
trata ahora de eso, « repuso el Judío , «lo que
importa es hallar remedio á un mal tan urjen-
te....» Pero, señor, dijo Cheherazada, interrum-
piendo en este punto su narración, no habia ati-
nado que ya es de dia. A estas palabras calló, y
á la noche siguiente prosiguió de este modo la
historia del jorobadito.
156
US MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CI.
£1 médico y su mujer se pusieron á recapaci-
tar sobre los medios mas conducentes para sa-
car el cadáver de casa durante la noche. £1 mé-
dico, por muchas vueltas que le dio al asunto, no
halló arbitrio para salir de apuro ; pero su mu-
mujer, mas tracista, le dijo ; « Me ocurre una
especie ; llevemos el cadáver á la azotea y eché-
mosle por la chimenea en casa del musulmán
nuestro vecino,
« Era este uno de los proveedores del sultán
á quien abastecía de aceite, manteca y toda cla-
se de grasas. Tenia en su casa el almacén en
que campeaban á sus anchuras ratas y ratones.
El médico judió aprobó el medio propuesto,
y así él como su mujer cojieron al jorobado, le
llevaron á la azotea, y habiéndole atado unas
cuerdas por los sobacos, le descolgaron por la
chimenea en el aposento del proveedor con
tanto tino, que vino á quedar en pié contra la
pared como si estuviese vivo. Cuando conocie-
ron que tocaba á tierra, quitaron las cuerdas y
le dejaron en la postura que se ha dicho. Ape-
nas habían bajado de la azotea y vuelto á su
aposento, cuando el proveedor entró en el suyo.
Volvía de una boda á la que le habían convidado
aquella noche, y llevaba en la mano una linter-
na. Pasmóse todo al ver, con la claridad de su
luz, un hombre escondido en la chimenea ; pero
como era de suyo animoso, se imajinó que era
un ladrón, y empuñando un garrote, corrió al
jorobado. « \ Esas tenemos! » le dijo, «yo creía
que los ratones me comían la manteca y las gra-
sas ; pero ahora veo que eres tú que bajas por la
chimenea para robarme. Aguarda, no tendrás
otra vez gana de volver. » Y diciendo esto, em-
biste al jorobado y le descarga una lluvia de
palos. El cadáver cae de cara contra el suelo, y
el proveedor repite sus golpes ; pero al fin ob-
servando que el cuerpo no daba señal de vida,
se para á contemplarle, y viendo que era un ca-
dáver, sobreviene la zozobra á la ira. « i Des-
venturado ! » esclamó, « ¿ qué he hecho ? acabo
de matar á este hombre. \ Ah ! me he dejado ar-
rebatar de la venganza. Dios todopoderoso, per-
dido estoy, si no es apiadáis de mí. ¡ Malditos
sean mil veces los aceites y las grasas que son
causa de una acción tan criminal ! » Quedóse
pálido y sobrecojido, creyendo ver ya los minis-
tros de la justicia que le llevaban al suplicio, y
no sabia qué partido tomar.
Empezó á asomar la aurora, y Gheherazada
hubo de suspender su narración, aunque á la
noche siguiente volvió á proseguirla y dijo al
sultán de las Indias :
NOCHE CU.
Señor, el proveedor del sultán de Casgar, al
embestir al jorobado, no había reparado en que
lo era, y cuando lo advirtió, se desahogó en mal-
diciones contra él. « Maldito jorobado, » escla-
mó, « perro contrahecho, ¡ ojalá me hubieras
robado todas las grasas y no te hubiese hallado
aquí ! no me veria en el conflicto en que me ha-
llo por culpa tuya y de tu fea joroba. Estrellas
CUENTOS ÁRABES.
157
que lucís en los cielos, » añadió, « ocultad vues-
tra luz en un peligro tan inminente. » Y dicien-
do estas palabras, se echó á cuestas el cadáver,
salió de su habitación, y encaminándose á la
esquina de la calle, le colocó de pié apoyado
contra una tienda, y volvió á su casa sin mirar
hacia atrás..
Poco antes del amanecer, un mercader cris-
tiano muy rico que abastecía el palacio del sul-
tán de muchos menesteres, después de haber
pasado la noche en una francachela, salió de
casa para ir al baño. Aunque estaba beodo, no
dejó de advertir que era ya de madrugada, y
que pronto iban á llamar á la oración del ama-
necer : por lo tanto arrebatando sus pasos, se
daba priesa en llegar al baño por temor de que
algún musulmán le encontrase al ir á la mez-
quita y le llevasen preso por borracho. Sin em-
bargo, cuando estuvo en la esquina de la calle,
se paró para cierta urjencia contra la tienda en
que el proveedor del sultán habia puesto el cuer-
po del jorobado, el cual empujado, cayó sobre
la espalda del mercader, quien creyendo que
era un ladrón que le acometía, le derribó de un
puñetazo que le dio en la cabeza : luego le des-
cargó otros muchos y empezó á vocear ladrones.
El guarda del barrio acudió á sus gritos, y
viendo á un cristiano que maltrataba á un mu-
sulmán (porque el jorobado era de nuestra reli-
jion), « ¿Qué motivo tenéis, » le dijo, «para
maltratar así á un musulmán? — Me ha querido
robar, » respondió el mercader, « y me ha em-
bestido para cojerme por la garganta. — Bas-
tante os habéis vengado, » replicó el guarda, ti-
rándole por el brazo, « quitaos de ahí. » Al
mismo tiempo alargó la mano al jorobado para
que se levantara , pero advirtiendo que estaba
muerto, « ¡Oh! » prosiguió, «¿así se atreve
un cristiano á asesinar á un musulmán?» Al
terminar estas palabras, prendió al cristiano y
le llevó á casa del teniente de policía, quien le
puso preso hasta que el juez se hubiese levan-
tado y pudiese proceder al interrogatorio del
reo. Entretanto el mercader cristiano volvió de
su embriaguez, y cuanto mas recapacitaba sobre
su aventura, tanto menos podia comprender có-
mo habia quitado la vida á un hombre dándole
algunos puñetazos.
£1 teniente déla policía, según relación del
guarda, y visto el cadáver traído á su casa, su-
jetó á un interrogatorio al mercader cristiano,
quien* no pudo negar un crimen que no habia co-
metido. Como el jorobado pertenecía al sultán,
porque era uno de sus juglares, el teniente de
policía no quiso dar muerte al cristiano sin cono-
cer antes la voluntad de aquel príncipe. Al in-
tento pasó á palacio y comunicó al sultán lo que
ocurría, y este le dijo : « No puedo perdonar á
un cristiano que mata á un musulmán : id y
cumplid con vuestra obligación. » A estas pala-
bras, el juez de policía mandó levantar una
horca y envió pregoneros por toda la ciudad
para que publicaran que iban á ahorcar á un
cristiano que habia muerto á un musulmán.
Sacaron al mercader de la cárcel, le condu-
jeron al pié de la horca, y el verdugo habiéndole
pasado el dogal en torno del cuello, iba á levan-
tarle en alio, cuando el proveedor del sultán,
rompiendo por medio del concurso, se adelantó
gritando al verdugo: « Deteneos, deteneos, no
fué él quien cometió el -asesinato, sina yo. » El
teniente de policía, que asistía á la ejecución,
hizo preguntas al proveedor, y este le refirió
punto por punto cómo habia muerto al jorobado,
y terminó diciendo que él habia llevado su cuer-
po al sitio en donde el mercader cristiano lo ha-
bia hallado. « Ibais, » añadió, « á matar á un
inocente, pues no puede haber muerto á un hom-
bre que ya no estaba vivo. Bastante es para mí
haber asesinado á un musulmán, sin cargar aun
mi conciencia con la muerte de un cristiano que
no es delincuente. »
Empezaba á rayar eldia, y por lo tanto Chehe-
razada suspendió su narración hasta la noche
siguiente :
158
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE era.
Señor, como el proveedor del sultán de Casgar
se acusaba á sí mismo públicamente de ser el autor
de la muerte del jorobado, el teniente de policía
no pudo menos de hacer justicia al mercader.
« Suelta í) , le dijo al verdugo, « suelta á ese cris-
tiano , y ahorca en su lugar á este hombre, ya
que es evidente, por su propia confesión , que
es reo de tamaño delito. » El verdugo soltó ál
mercader y le echó el dogal al proveedor, y
cuando iba á ahorcarle, oyó la voz del médico
judío que le rogaba con instancias que suspen-
diera la ejecución , y se adelantaba abriéndose
paso para llegar al pié de la horca.
Guando estuvo delante del juez de policía,
a Señor, » le dijo, « este musulmán que man-
dáis ahojeár no ha merecido la muerte : yo solo
soy delincuente. Ayer noche un hombre y una
mujer á quienes no conozco , llamaron á mi
puerta con un enfermo: mi criada fué á abrir
sin luz y recibió de ellos una moneda de plata
para que me avisara de su parte que me tomara
la molestia de bajar y ver ál enfermo. En tanto
que esta me lo comunicaba, trajeron al enfer-
mo á lo alto de la escalera y se marcharon.
Bajé sin aguardar á que mi criada encendiera
una luz , y tropezando en la oscuridad con el
enfermo, le hice rodar por la escalera ; al punto
conocí que estaba muerto y que era el musul-
mán jorobado cuya muerte queréis vengar. Coji-
mos el cadáver mi mujer y yo, le llevamos á la
azotea y desde allí le descolgamos por una chi-
menea en la habitación de nuestro vecino el
proveedor á quien ibais á castigar injustamente.
El proveedor, hallándole en su casa, le ha tra-
tado como un ladrón, aporreándole, y ha creido
haberle muerto ; pero no fué así , según veis
por mi declaración. Soy pues el único autor del
asesinato, y aunque lo cometí á pesar mió, he
determinado purgar mi culpa antes que cargar
mi conciencia con la muerte dedos musulmanes,
permitiendo que quitéis la vida al proveedor del
sultán, cuya inocencia acabo de patentizar. Sol-
tedle pues, y ponedme en su lugar, ya que nadie
sino yo es causa de la muerte del jorobado. »
La sultana Cheheraxada interrumpió su nar-
ración en este punto , porque observó que era
ya de dia. Chahriar se levantó y á la noche si-
guiente, habiendo manifestado que deseaba sa •
ber la continuación de la historia del jorobado,
Cheherazada satisfizo así su curiosidad :
NOCHE CIY.
Señor, luego que el juez de policía estuvo
persuadido de que el médico judío era el ase-
sino, mandó al verdugo que le afianzase, po-
niendo en libertad al proveedor del sultán. El
médico tenia ya el dogal pasado al cuello, é iba
á morir, cuando se oyó la voz del sastre que
suplicaba al verdugo que no pasara adelante y
atravesaba por medio de los circunstantes en-
carándose con el teniente de policía, y llegado
junto á él, le dijo : « Señor, poco ha faltado que
hayáis quitado la vida á tres personas inocen-
tes ; pero si tenéis la paciencia de escucharme,
CUENTOS ÁRABES.
159
- vais á saber cuál es el verdadero asesino del
jorobado. Si debe purgarse su muerte con la de
otro, solo debe ser con la mia. Ayer antes del
anochecer hallándome trabajando en mi tienda
.y dispuesto á divertirme , llegó este jorobado
medio beodo y se sentó á la puerta. Cantó por
algún tiempo y le propuse que viniera á pasar
la noche en casa, y habieudo consentido en ello,
me le llevé conmigo. Nos sentamos á la mesa ,
le serví un pedazo de pescado, y al comerlo se
le atravesó una espina en la garganta , y por
mas que hicimos mi mujer y yo, quedó muerto
.de repente. Desconsoladísimos con tamaño fra-
caso y temiendo las consecuencias , llevamos el
cadáver á la puerta del médico judío. Llamé y
dije á la criada que acudió á abrir, que subiera
prontamente y suplicara de nuestra parte á su
amo que bajara á ver un enfermo ; y para que
no se negara, le encargué que le entregase una
moneda de plata que le di. Luego que subió ,
llevé al jorobado á lo alto de la escalera , y al
punto salimos mi mujer y yo y nos retiramos á
casa. El médico hizo rodar al jorobado al tro-
pezar con él, y por eso ha creido que era causa
de su muerte. Y no siendo así, dejadle libre y
dadme la muerte. »
El teniente de policía y todos los circunstan-
tes no podian menos de pasmarse con las estra-
ñas ocurrencias que habian acompañado la
muerte del jorobado. « Suelta pues al médico
judío,» dijo el juez al verdugo, «y cuelga al sas-
tre, ya que confiesa su delito. Vaya que seme-
jante historia es muy peregrina , y merece es-
cribirse en letras de oro. » El verdugo soltó al
médico y echó el cordel al cuello del sastre.
Pero, señor, dijo Cheherazada interrumpiéndose
en este punto , ya veo que es de dia , y debo
suspender esta historia hasta mañana. El sultán
de las Indias consintió en ello, y se levantó para
ir á sus funciones acostumbradas.
NOCHE GV.
Luego que se despertó la sultana , volvió á
proseguir en estos términos «Señor, mientras
el verdugo estaba preparando el colgamiento
del sastre, el sultán 'de Casgar, que no podia
estar largo rato sin el jorobado su juglar, pre-
guntó por él, y uno de sus oficiales le dijo :
« Señor, el jorobado por quien pregunta vues-
tra majestad se embriagó ayer y salió de pala-
cio para ir por la ciudad, y esta mañana se le
ha hallado muerto. Han llevado ante el juez de
policía á un hombre acusado de haberle dado
muerte, y al punto el juez mandó levantar labor-
ea ; pero cuando iban á colgar al acusado, llegó un
hombre y tras este otro que se acusan ambos del
asesinato, y el teniente de policía se halla ahora
preguntando á un tercer individuo que confiesa
ser el verdadero asesino. »
A estas palabras , el sultán de Casgar envió
un guarda al lugar del suplicio. « Corre, » le
dijo, « y manda al juez de policía que me traiga
á los acusados y también el cuerpo del pobre
jorobado , á quien quiero ver de nuevo. » Mar-
chó el guarda, y llegando en el acto en que el
verdugo iba á tirar la cuerda para ahorcar al
sastre , le voceó descompasadamente que sus-
pendiera la ejecución. El verdugo , conociendo
al guarda, se detuvo, y soltó al sastre, y enton-
ces el guarda acercándose al juez de policía, le
declaró la voluntad del sultán. Obedeció el juez,
y se encaminó á palacio con el sastre, el médico
judio , el proveedor y el mercader cristiano ,
haciendo llevar por sus subalternos el cuerpo
del jorobado.
Cuando estuvieron todos delante del sultán ,
el juez de policía se postró á los pies de aquel
príncipe, y cuando se hubo levantado, le refirió
individualmente todo lo ocurrido.
EL sultán conceptuó, esta historia tan pere-
grina , que mandó á su cronista que la escri-
biera con todas sus circunstancias, y luego vol-
viéndose á los circunstantes , « ¿ Habéis oido
nunca, » les dijo, « rareza mas asombrosa que
la reciensucedida con motivo del jorobado mi
juglar?» el mercader cristiano se postró enton-
ces hasta locar el suelo con la frente y tomó así
la palabra : « Poderoso monarca , yo sé una
160
LAS MIL Y UNA NOCHES.
historia mas estraña todavía que la presente, y
voy á contársela á vuestra majestad, si me con-
cede su beneplácito. Son tales las circunstancias
de ella, que nadie puede oirías sin conmoverse. »
Permitióle el sultán que las refiriera, y él lo hizo
en estos términos :
HISTORIA QVU REFIRIÓ EL MERCADER CRISTIANO.
« Señor , antes que empiece la narración que
vuestra majestad se aviene á escuchar, debo ad-
vertirle que no nací en dependencia alguna de
su imperio , pues soy estranjero , natural del
Cairo en Ejipto, de nación copto y cristiano. Mi
padre era corredor y habia juntado bastante
caudal que me dejó á su muerte. Seguí su ejem-
plo y abracé su profesión. Hallándome un dia
en el Cairo en la hostería pública de los tratan-
tes en granos, se me acercó un joven mercader,
mozo de buen personal y muy aseadamente ves-
tido, y montado en un asno; saludóme, y desa-
tando un pañuelo , en el que habia una muestra
de ajonjolí, «¿Cuanto vale,» me dijo, «la medida
mayor de ajonjolí de la calidad de este ? »
Aquí calló Cheherazada , advirtiendo que era
de dia ; pero á la noche siguiente continuó ha-
blando en estos términos al sultán de las in-
dias :
CUENTOS ÁRABES.
*G1
NOCHE CVI.
Señor , el mercader cristiano refiriendo su
historia al sultán de Casgar, le dijo : « Examiné
el ajonjolí que el mercader me enseñaba , y le
respondí que valia á precio corriente cien drac-
mas de plata la medida mayor. « Ajenciadme, »
me dijo , « algún mercader que lo quiera á ese
precio y llegaos á la puerta de la Victoria, don-
de veréis un khan separado de toda habitación:
allí os aguardaré. » Marchóse, dichas estas pala-
bras y me dejó la muestra de ajonjolí que ense-
ñé á varios mercaderes de la plaza , y estos me
dijeron que tomarían todo el que tuviera á cien •
to y diez dracmas de plata la medida , con lo
cual yo ganaba diez dracmas, en cada una. Con-
tento con esta ganancia , pasé á la puerta de la
Victoria donde me aguardaba el mercader. Lle-
vóme á su almacén, que estaba lleno de ajonjolí;
habia ciento y cincuenta medidas que hice me-
dir y cargar en asnos y las vendí por cinco mil
dracmas 'de plata, u De esta cantidad, » me dijo
el joven, «os corresponden quinientas dracmas
por vuestro corretaje á razón de diez por medi-
da, quedaos con ellas , y en cuanto á lo demás,
como no lo necesito por ahora , cobradlo de los
mercaderes, y ya me lo daréis cuando os lo pi-
da. » Respondíle que tendría la cantidad pronta
para cuando fuera á buscatía ó enviara por ella.
Bésele la mano al separarnos, y me retiré muy
satisfecho de su jenerosidad.
« Estuve un mes sin volverle á ver, y al cabo
de este tiempo se me presentó. <í ¿ En dónde es-
tán » me dijo, a las cuatro mil y quinientas drac-
mas que me debéis ? — Están prontas, a le res>-
pondí, a voy á contároslas al punto.» Como esta-
ba montado en un asno, le rogué que se apeara
y me hiciera la merced de tomar un bocado con-
migo, antes de recibirlas. « No, » me dijo, « aho-
ra no puedo apearme, tengo un negocio urjente
aquí cerca , pero vuelvo al punto y recojeré el
dinero que os ruego tengáis pronto. » Marchóse
dichas estas palabras; le aguardé, pero en vano,
y no volvió sino un mes después. « He aquí , »
dije para conmigo, « un mercader que tiene mu-
cha confianza en mí, pues sin conocerme me de-
ja cuatro mil quinientas dracmas de plata : otro
no obraría así y temería que se las negasen. »
Volvió al fin del tercer mes , también montado
en su asno ; pero mas ricamente vestido que las
o.tras veces. »
Al llegar aquí, calló Cheherazada porque vio
que era de día. Al acabarse la noche siguiente,
prosiguió de esta manera haciendo hablar al
mercader cristiano :
NOCHE CVII. .
tt Luego que vi al mercader, le salí al encuen-
tro y le supliqué que se apeara, preguntándole
al mismo tiempo si quería que le entregase el
dinero que me habia dejado. « No es asunto
T. 1.
que apure, » me respondió con ademan gozoso;
« ya sé que está en buenas manos; vendré á
buscarlo cuando haya gastado el que tengo y no
me quede ya renglón alguno. » Dicho esto, dio
11
102
LAS MIL Y UNA NOCHES.
un latigazo al asno y pronto le perdí de vista.
« Bueno, » dije para conmigo, « me dice que le
aguarde al cabo de la semana , y quizá no
le volveré á ver en mucho tiempo; así que
voy á negociar con su dinero y algo me pro-
ducirá. »
« No me engañé en mi conjetura, y medió un
año sin que oyese hablar del mercader. Al
cabo de este tiempo se me presentó tan rica-
mente vestido como la última vez ; pero se mos-
traba como absorto en sus. cavilaciones. Supli-
quéle que me hiciera el favor de entrar en mi
casa. « Corriente por esta vez, » me respondió,"
« pero ha de ser con la condición de que no
haréis por mí el menor gasto estraordinario. —
Haré cuanto queráis, » repuse yo, « y apeaos,
que lo tendré á. fineza. » Hízok) en efecto y en-
tró en mi casa. Di órdenes para el banquete
que trataba de darle, y mientras nos servían
nos pusimos á conversar. Cuando estuvo pronta
la comida, nos sentamos á la mesa, y al punto
advertí que cojia la comida con la mano izquier-
da y estrañé no poco que no se valiese de la
derecha. No sabia que pensar de esto. « Desde
que conozco á este mercader, » decia para con-
migo, « siempre me ha parecido. muy cortés :
¿ obraría acaso de este modo por via de me-
nosprecio ? ¿Por qué motivo no hace uso de la
mano derecha ? »
Entraba la luz en el aposento del sultán de
las Indias, y así Cheherazada suspendió esta
historia; pero la prosiguió á la mañana si-
guiente, y dijo á Chahriar :
NOCHE CYIII.
Señor, el mercader cristiano estaba muy de-
seoso de saber porqué su huésped comía con la
mano izquierda : « Terminada la comida, » dijo,
« y cuando mis criados hubieron alzado la
mesa, dejándonos solos, nos sen l amos ambos
en un sofá. Presenté al joven una pastilla esqui-
sita, y también la tomó con la mano izquierda.
« Señor, » le dije entonces, « os ruego que disi-
muléis la libertad que me tomo preguntándoos
de qué proviene que no os valéis de la mano
derecha. Sin duda la tenéis lisiada. » En vez de
responderme, dio un gran suspiro, y sacando
el brazo derecho que hasta entonces liabia te-
nido oculto bajo el vestido, me enseñó que
tenia la mano cortada, lo cual me pasmó en
estremo. « Sin duda os ha disonado, » me dijo,
a que_coma_con la mano izquierda ; pero ya
veis que no puedo 'prescindir de hacerlo. —
¿Me adelantaré á preguntaros, » le repliqué,
« por qué desgracia habéis perdido la mano
derecha?» A esta pregunta derramó algunas
lágrimas, y cuando se las hubo enjugado, me
refirió su historia en los términos siguientes :
« Habéis de saber, » me dijo, « que soy na-
tural de Bagdad, hijo de un padre rico, y de
mucha suposición en la ciudad por sus circuns-
tancias. Apenas entré en la sociedad, me rela-
cioné coa personas que habian viajado, y con-
taban mil portentos del Ejipto, y particular-
mente del gran Cairo, y embelesado con sus
narraciones, quise emprender un viaje; pero
mi padre vivía aun, y no hubiera accedido' á
mis deseos. Murió al fin, y dejándome dueño de
mis acciones, determiné ir al Cairo. Invertí una
crecida cantidad en toda clase de telas finas de
Bagdad y Musul, y me puse en camino.
«Al llegar al Cairo me apeé en el khan, lla-
mado de Mesrur, alquilé una habitación con su
almacén, y en él deposité los fardos que habia
traido conmigo en camellos. Hecho esto, entré
en mi aposento, para descansar de las fatigas
del camino, mientras que mis criados, á quie-
nes habia dado dinero, fueron á comprar vitua-
llas y guisaron la comida. Terminada esta, fui á
visitar la fortaleza, algunas mezquitas, plazas y
otros sitios dignos de ser vistos.
« Al dia siguiente me vestí con mucho aseo,
y habiendo sacado de algunos fardos unas riquí-
simas telas, con ánimo de llevarlas al mercado,
para ver lo que daban por ellas, las cargué en
CUENTOS ÁRABES.
163
hombros de mis esclavos, y marché con ellos
al mercado de los Circasianos. Pronto me vi
rodeado de muchos corredores y pregoneros
noticiosos de mi llegada. Díles muestras, y em-
pezaron á enseñarlas por todo el mercado; pero
ningún mercader me ofreció lo que me costaban
de compra y gastos de viaje. Resentíale de ello,
y quejándome á los corredores, « si queréis
creernos, » me dijeron f a os enseñaremos un
medio para que no perdáis en las telas. »
Al llegar aquí se detuvo Cheherazada por que
vio asomar el dia, y á la noche siguiente prosi-
guió de este modo su narración :
NOCHE CIX.
El mercader cristiano siguió hablando al sul-
tán de Casgar : « Habiéndome prometido los
corredores, » me dijo el joven, « que me ense-
ñarían un medio para que no perdiera en mis
mercancías, pregúnteles lo qué debia hacer al
intento. « Distribuidlas á varios mercaderes, »
me respondieron; «las venderán á la menuda, y
dos veces á la semana, el lunes y jueves, reco-
jeréis el dinero que hayan juntado. De este
modo ganaréis en vez de perder, y los merca-
deres gananciarán también algo. Entretanto
podéis divertiros y pasearos por la ciudad y por
el Nilo. »
« Seguí su consejo, llévelos conmigo á mi al-
macén, del que saqué todas mis mercancías, y
volviendo al mercado, las repartí á varios mer-
caderes que me habían indicado como los mas
pudientes, quienes me dieron un recibo firmado
por testigos, bajo condición de que no les pedi-
ría nada el primer mes.
« Dispuestos así mis negocios, no pensé sino
en divertirme y me relacioné con varios jóve-
nes de mi edad que procuraban hacerme pasar
el tiempo deleitosamente. Al cabo del primer
mes, empecé á ver á los mercaderes dos veces
á la semana, acompañado de un interventor
para enterarme de sus libros de venta, y de un
cambista para justipreciar el valor de las mone-
das que me entregaban ; así los dias de cobro
cuando me retiraba al khan de Mesrur, llevaba
conmigo una crecida cantidad de dinero. Esto
no me quitaba el ir en los dias intermedios á
casa de uno ú otro mercader, y me entretenía
en conversar con ellos, y ver lo que ocurría en
el mercado.
d Un lunes que estaba sentado en la tienda de
un mercader , llamado Bedredin , una dama de
distinción, como se dejaba conceptuar por sus
ademanes, traje y una esclava vestida con sumo
aseo, entró en la misma tienda y se sentó á mi la-
do. Su esterior , junto con un donaire natural
que se manifestaba en todos sus movimientos ,
me embelesó desde luego é infundió intensísimo
deseo de conocerla mejor. Yo no sé si advirtió
que me complacía en mirarla y si no le desagra-
dó mi curiosidad, pues levantó el crespón que le
caia sobre el rostro por encima de la muselina
que lo cubría , y me dejó ver unos ojos negros
y rasgados que me cautivaron. En suma, acabó,
de enamorarme con el eco de su voz y sus mo-
dales finísimos cuando saludó al mercader, y le
preguntó por su salud desde que no le habia.
visto.
u Después de haber conversado largo rato con
él de asuntos indiferentes , le dijo que andaba
buscando una tela con fondo de oro, y que ve-
nia á su tienda porque era la mas cumplida de
todo el mercado, y que si la tenia , le haría gran
favor en enseñársela. Bedredin le enseñó varias
piezas, y habiéndose prendado de una de ellas,
preguntó cuanto valia , y el mercader se la ce-
dió por mil yciendracmas de plata. « Me avengo
á daros ese dinero , » dijo la dama , «pero no'
llevo tanto conmigo , y espero que me fiaréis
hasta mañana y me dejaréis llevar la tela. No
haré falla en enviaros mañana las mil y cien
dracmas en que quedamos convenidos. — Se-
ñora , » le respondió Bedredin , «con mucho
gusto os fiara y dejara llevar la tela, si fuera mia;
pero es de este mercader mozo, y hoy debo en-
tregarle su dinero. — ¿Y qué motivo tenéis, »
repuso la dama muy admirada, « para proceder
así conmigo ? ¿ No soy parroquiana de vuestra
tienda, y he faltado alguna vez en mandaros
el dinero al dia siguiente, cuando he comprado
telas y me las habéis dejado llevar sin pagar-
las ? » El mercader convino en ello , « Eso es
muy cierto , señora , » repuso ; « pero hoy nece-
sito el dinero. — Puos bien , ahí tenéis vuestra
tela, » dijo tirándosela, a y que Dios os confun-
da como también á todos los mercaderes. Todos
sois unos , y ninguna atención guardáis. » Di-
chas estas palabras, se levantó y salió muy eno-
jada contra Bedredin. »
Aquí se paró Gheherazada viendo que amane-
cía , y á la noche siguiente prosiguió de este
modo:
• NOCHE CX.
El mercader cristiano continuó así su histo-
ria : « Cuando vi,» me dijo el joven, « que la da-
ma se marchaba , sentí que mi corazón se inte-
resaba por ella y la llamé. « Señora , » le dije ,
a hacedme el favor de volver , quizá hallaré al-
gún, medio para que ambos quedéis satisfechos.»
Volvió diciendo que lo hacia por amor mió.
«Señor Bedredin , » le dije entonces al merca-
CUENTOS ÁRABES.
1G5
der, « ¿ cuanto pedís por esa tela ? — Mil y cien
dracmas de plata , » me respondió , « no puedo
darla por menos. — Entregádsela pues á esta
señera , » repuse , « y que se la lleve. Os doy
cien dracmas de ganancia , y voy á firmaros un
recibo por esta cantidad , que cobraréis de las
demás mercancías que tenéis de mi pertenen-
cia. » Con efecto estendí el recibo , lo firmé y
entregué á Bedredin, y luego presentando la te-
la á la dama, « os la podéis llevar, señora , » le
dije, « y por lo que toca al dinero, me lo envia-
réis mañana ú otro dia , ó si me lo permilís , os
la regalo. — No lo permitiré , » respondió : « y
fuera indigna de presentarme ante los hombres,
si no manifestara mi reconocimiento por el mo-
do cortés y espresivo que usáis conmigo. Que
Diosos premie , aumente vuestros bienes, os
conceda una larga existencia y os abra , al mo-
rir, la puerta de los cielos, y que toda la ciudad
resuene con alabanzas de vuestra jenerosidad. »
« Estas palabras me alentaron sobremanera,
u Señora , » le dije , « concededme la dicha de ,
ver vuestro rostro por premio de haberos com-
placido , y será pagarme con usura. » A estas
palabras volvió la cabeza hacia mí, y alzando la
muselina que le cubría el rostro, regaló mi vista
con una beldad peregrina. Fué tal mi embeleso
que no pude articular palabra ni espresarle
cuánto sentía ; y no me hubiera cansado de mi-
rarla; pero volvió á cubrirse prontamente, por
temor de que alguien la viese, y habiendo deja- '
do caer el crespón, cojió la pieza de tela y se
marchó de la tienda dejándome en un estado
muy diverso del que tenia á mi llegada. Perma-
necí por algún tiempo en una turbación y tras-
torno indecibles, y antes de separarme del mer-
cader, le pregunté si conocia á aquella dama.
« Sí , » me respondió , « es hija de un emir que
le dejó á su muerte inmensas riquezas. »
u Luego que volví al khan de Mesrur, mis es-
clavos me sirvieron la cena ; pero me fué impo-
sible comer, y ni aun pude cerrar los ojos en
toda la noche, que se me hi?o la mas larga de
mi vida. Apenas amaneció me levanté esperan-
zado de ver nuevamente al objeto que turbaba
mi reposo; y anhelando agradarla, me vestí con
mas esmero que el dia anterior. Volví á la tien-
da de Bedredin. »
Pero , señor, dijo Cheherazada , el dia , que
veo asomar, me obliga á suspender mi narración.
Dichas estas palabras calló, y á la noche siguiente
volvió á tomar el hilo de su narración :
NOCHE CXI.
Señor, el joven de Bagdad prosiguió así sus
aventuras, a Apenas había llegado á la tienda de
Bedredin , cuando vi llegar á la dama , acompa-
ñada de su esclava y vestida con mayor boato
que el dia anterior. No miró siquiera al merca-
der, y encarándose conmigo, « Señor, » me dijo,
« ya veis que soy puntual en cumplir la palabra
que ayer os di. Vengo á propósito para traeros
el dinero, de que salisteis fiador sin conocerme
con una jenerosidad que nunca se borrará de
mi memoria. — Señora , no era asunto tan ur-
jente, » le contesté ; a estaba sin zozobra por mi
dinero, y siento que os hayáis tomado tanta mo-
lestia. — No era justo, » repuso, « que yo abu-
sase de vuestra atención, » Y diciendo esto, me
entregó el dinero y se sentó á mi lado.
« Entonces, aprovechando la ocasión que te-
nia de conversar con ella , le hablé del cariño
que me infundía ; pero se levantó y marchó ar-
rebatadamente, como si se hubiera ofendido de
la manifestación que acababa de hacerle. Se-
guíla con la vista, mientras pude, y cuando hubo
desaparecido , me despedí del mercader y salí
del mercado sin saber á dónde me encaminaba.
Estaba recapacitando esta ocurrencia, cuando
sentí que me tiraban por detrás, y volviéndome
para ver lo que era , conocí con alborozo á la
esclava de la dama que me traia tan embargado.
« Mi ama, » dijo, « que es aquella señora á quien
acabáis de hablar en la tienda de un mercader,
quisiera hablaros, y así tomaos la molestia de
seguirme. » % Marché en pos de ella, y con efecto
166
LAS MIL Y UNA NOCHES.
hallé á su ama sentada en la tienda de un cam-
bista.
u Hízome sentar á su lado, y tomando la pa-
labra : «Mi querido señor, o me dijo, ano
estrañeis que me haya marchado tan arrebata*
damente. No he conceptuado oportuno corres-
ponder favorablemente, en presencia de aquel
mercader, á la declaración que me hicisteis de
los impulsos que he merecido infundiros; pero
muy lejos de tenerme por ofendida, confieso que
me deleitaba en oíros, y me contemplo en es-
tremo venturosa en tener por amante un sujeto
de vuestras prendas. No sé qué impresión ha-
brá producido en vos mi vista; pero en cuanto
á mf , puedo aseguraros que desde que os vi, os
cobré afecto. Desde ayer he estado embargada
tras esas espresiones que me dijisteis, y mi afán
en buscaros debe probaros que no me sois indi-
ferente. — Señora, » repuse, arrebatado de pa-
sión y regocijo, a nada podía oir para mi mas
grato que lo que tenéis á bien decirme. No cabe
cariño mas vehemente que el mío, y desde el
venturoso momento en que os presentasteis á
mi vista, mis sentidos quedaron embelesados de
tantas gracias y mi corazón se rindió sin resis-
tencia. No malogremos el tiempo en razona-
mientos supérfluos, » interrumpió la dama; «no
dudo de vuestra sinceridad y pronto estaréis
persuadido de la mia. ¿Queréis favorecerme
viniendo á mi casa, ó deseáis que vaya á la
vuestra? — Señora, » le respondí, « soy foras-
tero, y estoy alojado en un khan, que no es lu- .
gar propio para recibir á una dama de vuestra
jerarquía, y de tantas prendas, d
Cheherazada iba á proseguir su narración;
pero hubo de suspenderla porque empezó á
amanecer. Al dia siguiente continuó de este
modo, dejando hablar al joven de Bagdad :
NOCHE CXII.
« Mas del caso fuera , señora , » prosiguió el
joven , « que tuvierais á bien indicarme vuestra
casa , y tendré la satisfacción de ir á visitaros.»
Consintió en ello la dama. « Pasado mañana es
viernes, » me dijo, « y podéis venir después «de
la oración del mediodía. Vivo en la calle de la
Devoción, y no tenéis mas que preguntar por la
casa de Abu Chaman, apellidado Bercut, ex-cau-
dillo de los emires , y allí me hallaréis. » A es-
tas palabras nos separamos , y pasé el dia si-
guiente con la mayor impaciencia.
« Llegado el viernes, madrugué y vestí el
mejor traje que tenia , con una bolsa en que
puse cincuenta monedas de oro, y marché mon-
tado en un asno, que había ajustado la víspera,
y acompañado del hombre que me lo habia al-
quilado. Guando entramos en la calle de la De-
voción , díjele al borriquero que preguntara por
la casa del emir : se la enseñaron y me condujo
á ella. Apéeme , le pagué y despedí , encargán-
dole que se hiciera bien cargo de la casa en que
me dejaba , y no. dejara de irme á buscar al dia
siguiente para volver al khan de Meshir.
« Llamé á la puerta , y al punto dos esclavas,
blancas como la nieve y vestidas con mucho
aseo, acudieron á abrir. « Entrad, » me dijeron,
« nueslra ama os está esperando con suma im-
paciencia. Hace dos dias que nos está hablando
continuamente de vos. » Entré en el patio y vi
un gran cenador con siete gradas y cercado con
una verja que lo separaba de un hermosísimo
jardín. Además de los árboles que lo ameniza-
ban con su verdor y su sombra , habia miles de
frutales brindando con esquisitos productos.
Quedé embelesado con el gorjeo de infinitas
aves que hermanaban sus trinos con el murmu-
llo de un surtidor que se elevaba en medio de
un jardín esmaltado de flores. Este surtidor era
delicioso ; veíanse en los ángulos del pilón cua-
tro grandísimos dragones dorados , que arroja-
ban plateados caños de agua cristalina. Aquel
paraíso me dio alto concepto de la conquista que
habia hecho. Las dos esclavas me hicieron en-
trar en un salón magníficamente alhajado, y
mientras que una iba á avisar á su ama de mi
llegada , la otra se quedó conmigo y me fué en-
CUENTOS ÁRABES.
167
señando los varios primores del salón. »
Al decir estas palabras , Gheherazada dejó de
hablar , porque vio asomar el dia. Ghahriar se
levantó -curioso de saber lo que baria el joven de
Bagdad en el salón de la dama del Cairo. La sul-
tana satisfizo al dia siguiente la curiosidad de
aquel príncipe , prosiguiendo así esta historia:
NOCHE CXIII.
Señor, el mercader cristiano prosiguió ha-
blando de este modo al sultán de Casgar : « No
aguardé mucho en el salón , » me dijo el joven;
«pronto llegó el dueño de mi corazón, ricamente
engalanada con perlas y diamantes ; pero aun
mas esplendorosa por el resplandor de sus ojos
que por el de sus pedrerías. Su cuerpo , que no
los primeros cumplimientos , nos sentamos am-
bos en un sofá y conversamos con toda la satis-
facción que imajinarse puede. Sirviéronnos los
manjares mas delicados y esquisitos. Nos senta-
mos á la mesa , y terminada la comida , volvimos
á conversar hasta la noche. Entonces nos traje-
ron un escelente vino y frutas propias para mo-
cubria ya el vestido de calle , me pareció el mas
torneado y air&so del mundo. No os diré la ale-
gría mutua de nuestra vista , porque difícil me
fuera espresarla. Básteos saber que después de
ver la sed , y bebimos al eco de la música y can-
ciones de las esclavas. El ama de la casa cantó
también y acabó de enternecerme con sus can-
tinelas y convertirme en amante apasionadísimo.
168
LAS MIL Y UNA NOCHES.
En suma , pasé la noche disfrutando todo jénero
de deleites.
« A la mañana siguenle , después de haber
puesto mañosamente bajo la cabecera de la cama
la bolsa y las cincuenta monedas de oro , me des-
pedí de la dama , quien me preguntó cuando vol-
vería á verla : « Señora , » le respondí , « os
prometo volver esía noche. » Manifestóse gozo-
sísima con mi respuesta, me acompañó hasta la
puerta , y al separarnos me suplicó que cum-
pliera mi promesa.
« Aguardábame á la puerta el borriquero con
su asno. Monté y volví al khan de Mesrur. Al
despedirle , le dije que no le pagaba para que
volviera á buscarme por la tarde á cierta hora
que le señalé.
c< Luego que estuve en el khan , mi principal
afán fué comprar un cordero y varias clases de
pasteles que envié á la dama por un mandadero.
Luego me empleé todo en algunos quehaceres
importantes hasta que llegó el borriquero. En-
tonces me marché con él á la casa de la dama,
quien me recibió con tanto júbilo como el dia
anterior , y me dio un banquete no menos es-
pléndido que el primero.
« A la mañana siguiente le dejé al marcharme
otra bolsa con cincuenta monedas de oro, y vol-
ví al khan de Mesrur » Aquí llegaba Chehe-
jazada , cuando advirtiendo que amanecía , se
lo avisó al sultán de las Indias , que se levantó
sin decir palabra. A la noche siguiente , prosi-
guió así la historia empezada :
NOCHE CXIY.
El mercader cristiano, vuelto al sultán de Cas-
„ gar , le dijo : a El joven de Bagdad continuó su
historia en estos términos : « Seguí visitando
diariamente á la dama y dejándole cada vez una
bolsa con cincuenta monedas de oro , y esto du-
ró hasta que los mercaderes, á quienes habia
dado mis mercancías para vender , no me debie-
ron ya nada : en una palabra , me hallé sin di-
nero y sin esperanza de tenerlo.
« En tan horroroso conflicto y en vísperas de
arrojarme á la desesperación , salí del khan sin
saber lo que hacia , y me fui hacia el palacio en
donde habia mucha jente agolpada para presen-
ciar unos festejos que daba el sultán de Ejipto.
Cuando hube llegado junto al concurso , me metí
por medio de la jente , y casualmente me hallé
junto á un jinete bien montado y ricamente ves-
tido que llevaba en el arzón de su silla un saco
entreabierto del que colgaba un cordón de seda
verde. Puse la mano sobre el saco y me imajiné
que el cordón debia ser el de una bolsa que es-
taba dentro. Mientras lo estaba recapacitando,
asomó al otro lado del jinete un mandadero con
un haz de leña y pasó tan cerca de él , que hubo
de volverse para impedir que la leña le tocase y
rasgase sus vestidos. En aquel momento me ten-
tó el demonio : así el cordón con una mano, y
sirviéndome de la otra para abrir el saco , saqué
la bolsa sin que nadie lo advirtiera. Era pesada
y no dudé que estaba llena de oro ú plata.
(( Cuando el mandadero hubo pasado , el jine-
te , que sin duda sospechaba lo que yo habia
hecho , mientras volvía la cabeza , metió la mano
en el saco y no hallando la bolsa , me descargó
tan terrible golpe con su hacha , que me tendió
en el suelo. Los circunstantes se conmovieron
con aquel ímpetu tan desaforado , y algunos
asieron la brida del caballo para detener al jinete
y preguntarle qué motivo tenia para atropellar-
me , y si era lícito malparar en aquellos térmi-
nos á un musulmán. « ¿ En qué os meléis? » ies
respondió con desentono ; « no lo he hecho sin
fundamento : es un ladrón. » A estas palabras
me levanté , y todos tomando mi defensa , cla-
maron que era un impostor y que no era posible
que un joven como yo hubiera cometido la ini-
cua acción que me imputaba ; jeneralmente sos-
tenían que yo era inocente , y mientras detenían
á su caballo para favorecer mi fuga , desgracia-
damente llegó á pasar por allí el teniente de pc-
licía , seguido de los suyos, y viendo tanta jente
agolpada al rededor del jinete , se acercó , pre-
CUENTOS ÁRABES. .
169
gunlando qué era lo que había sucedido. Todos
acusaron al jinete de haberme maltratado injus-
tamente , so pretesto de haberle robado.
« El teniente de p'olicía no se paró en lo que le
decían , y preguntó al jinete si sospechaba que
otro que yo le hubiese robado. El jinete respon-
dió que no, y le dijo los motivos que tenia para
creer que sus sospechas no eran equivocadas.
Luego que el teniente de policía le hubo escu-
chado , mandó á los suyos que me prendieran y
rejistraran , lo que ejecutaron inmediatamente,
y uno de ellos , habiéndome hallado la bolsa , la
enseñó públicamente. No pude sobrellevar tanta
vergüenza y caí desmayado. El teniente de po-
licía hizo que le trajesen la bolsa. »
« Pero , señor , ya amanece , » dijo Chehera-
zada, interrumpiendo su narración ; « si vuestra
majestad me concede la vida hasta mañana , sa-
brá la continuación de esta historia. » Chahriar,
que lo. deseaba, se levantó. sin responderle y
acudió a desempeñar sus rejias funciones.
NOCHE CXV.
Antes de acabarse la noche siguiente, la sulta-
' na diríjió así la palabra á Chahriar : « Señor , el
joven de Bagdad prosiguió su historia en «estos
términos : « Cuando el teniente de policía, » di-
jo, o tuvo la bolsa en su mano, preguntó al jinete
si era la suya y cuánto dinero había dentro. El
jinete la reconoció por ser la que le habían coji-
do, y aseguró que habia dentro veinte zequines.
El juez la abrió, y habiendo hallado que en efecto
contenia aquella cantidad, se la devolvió y man-
dándome comparecer ante él, « Joven, » me di-
jo, « confiesa la verdad. ¿Fuiste tú el que to-
maste la bolsa á esle jinete? Confiésalo y no
aguardes á químe valga de tormentos. » Enton-
ces bajé la vista y dije para conmigo : « Si niego
el hecho, la bolsa que me han cojido me hará
pasar por un impostor. » Así, para evitar un do-
ble castigo, alcé la cabeza y confesé mi delito.
Apenas hice esta confesión, cuando el teniente
de policía, habiendo atestiguado el hecho, man-
dó que me cortasen la mano, y la sentencia se
ejecutó al punto, lo cual movió á compasión á
todos los circunstantes : también noté en el ros-
tro del jinete que no estaba menos conmovido
que los demás. El teniente de policía quería man-
darme cortar un pié ; pero supliqué al jinete que
pidiera aquella.gracia por mí , y habiéndolo he-
cho, la alcanzó.
« Luego que el juez se marchó, el jinete se
acercó á mí. « Ya veo, » me dijo, presentándo-
me la bolsa, « que la necesidad os ha obligado á
cometer una acción tan ruin é indigna de un
joven de vuestras circunslancias ; ahí tenéis esa
bolsa fatal, osla doy, y siento en el alma la des-
gracia que os ha cabido. » Dichas estas palabras,
se alejó, y como me hallaba muy débil con mo-
tivo de la sangre q¿ie habia derramado, algunas
buenas almas del barrio tuvieron la caridad de
admitirme en su casa y darme un sorbo de vino.
También me curaron el brazo y pusieron la ma-
no en unos paños que llevé prendidos á Id cin-
tura.
(( Aun cuando me volviera al khan de Mesrur
en aquel estado lastimoso, no hallara la asisten-
cia que necesitaba, y por otra parle, era aven-
turar mucho el presentarme á la hermosa dama.
Quizá no querrá verme, decia, cuando sepa mi
vileza. Sin embargo, me decidí á ello , y para
que la jente no me siguiera, caminé por varias
calles desviadas, y llegué al fin á casa de la da-
ma, tan débil y cansado, que me tendí en un
sofá con el brazo derecho oculto debajo de la
ropa, esmerándome mucha en taparlo.
(( Entretanto la dama, noticiosa de mi llegada
y de los dolores que estaba padeciendo, vino con
afán, y viéndome macilento y postrado, « Alma
mía, » me dijo, « ¿qué tienes? » Disimulé y le
respondí : « Señora, estoy padeciendo un gran
dolor de cabeza. » Manifestóse muy condolida.
« Siéntate, » repuso, porque me habia levantado
para recibirla ; « dime como te ha sobrevenido
ese quebranto : estabas tan bueno la última vez
170
LAS MIL Y UNA NOCHES.
que tuve el gusto de verte. Alguna cosa me ocul-
tas; dímelo todo. » Y como yo guardaba silen-
cio, y en vez de responderle, derramaba lágri-
mas, «No comprendo,» me dijo, «loque puede
aquejarte. ¿Te he dado algún motivo de pena sin
advertirlo, y vienes aquí para desengañarme
con tu desvío? — No es eso, señora, » le res-
pondí suspirando, « y tan injusto recelo encru-
dece mas mi quebranto. »
« No podia determinarme á declararle lo que
verdaderamente lo ocasionaba. Llegó la noche y
trajeron la cena. Rogóme que comiera ; pero co-
mo no podia valerme sino de la mano izquierda,
le rogué que me dispensase, dando por disculpa
que no tenia apetito. « Lo tendrás, » me dijo,
« cuando me hayas descubierto lo que tan tenaz-
mente me ocultas : sin duda'tu desgana proviene
tan solo de la pena que tienes en manifestarte.
— I Ay de mí! señora, » repuse, « preciso será
que al íin prorumpa. » Apenas dije estas pala-
bras, cuando me presentó una copa con vino :
a Toma, » me dijo , « y bebe, eso te dará áni-
mo. » Alargué la mano izquierda y así la copa. »
A estas palabras, advirtiendo Cheherazada que
era de dia, dejó de hablar; pero á la noche si-
guiente prosiguió en estos términos .
NOCHE CXVI.
« Así pues la copa, » dijo el joven, « y renové
mi llanto y sollozos. « ¿Porqué lloras tan amar-
gamente, » dijo entonces la dama, « ¿porqué co-
jes la copa con la mano izquierda , y no con la
derecha? — j Ah ! señora, » le respondí, « os
suplico que me disculpéis ; tengo un tumor en la
mano derecha. — Quiero verlo, » repuso, « y
rebentarlo. » Me resistí diciéndole que aun no
estaba en sazón, y me bebí todo el vino de la
copa, que era muy grande. Los vapores de la
bebida, el cansancio y la postración en que me
hallaba, me acarrearon pronto un profundo
sueño que duró ha*ta eldia siguiente.
« Durante este tiempo, la dama queriendo sa-
ber qué mal tenia en la mano derecha, alzó mi
túnica, que la ocultaba, y vio con todo el asom-
bro que se deja suponer como la tenia cortada,
y que la llevaba envuelta en unos paños. Al
punto comprendió, como era muy obvio, porqué
habia resistido tanto á sus encarecidas instan-
cías, y pasó la noche condoliéndose de mi des-
dicha, no dudando qué me hubiese sucedido por
amor suyo.
« Al despertarme, noté en su rostro el sumo
pesar que la estaba traspasando, y sin embargo
nada me dijo por no apesadumbrarme. Me man-
ado traer un caldo de gallina, dispuesto por su
orden, y me hizo comer y beber, diciéndome
que era para corroborarme. Después de esto,
quise marcharme, pero me detuvo por la ropa.
« No permitiré, » me dijo, « que salgas de aquí.
Aunque norme lo digas, estoy persuadida de que .
soy causa de la desgracia que te ha sucedido. El
dolor que siento no me dejará vivir mucho tiem-
po ; pero antes de morir he de ejecutar lo que
tengo ideado en favor tuyo. » Dicho esto, man-
dó llamar á un letrado y testigos, é hizo estender
una donación de todos sus bienes. Luego que los
hubo despedido satisfechos de su dilijencia,
abrió un gran cofre en donde estaban todas las
bolsas que yo le habia regalado desde el princi-
pio de nuestros amores. « Están todas cabales, »
me dijo, « no he tocado una sola : toma, aquí
tienes la llave del cofre, eres dugño de todo. »
Dile gracias por su jenerosidad y agasajo. « Na-
da vale, » repuso, « lo que acabo de hacer, y
no estaré contenta hasta que muera, para mani-
festarte cuánto te amo. » Supliquéla con cariño-
sa persuasiva que desistiera de tan aciaga deter-
minación ; pero no pude conseguirlo, y el pesar
de verme manco le causó una enfermedad de
cinco ú seis semanas de cuyas resultas vino por
fin á fallecer.
«Después de haber llorado su muerte como
debia, tomé posesión de lodos sus bienes que
me habia dado á conocer, y de ellos formaba
parte el ajonjolí que tuvisteis á bien vender por
mi cuenta. »
Cheherazada queria proseguir su narración ;
pero siendo ya de dia, la suspendió hasta la no-
che siguiente.
CUENTOS ÁRABES.
171
NOCHE CXYII.
£1 joven de Bagdad acabó de referir mi histo-
ria al mercader cristiano diciéndole : a Lo que
acabáis de oir debe disculparme por haber co-
mido con la mano izquierda. Os agradezco infi-
nito la molestia que os habéis tomado por mí.
No puedo agradecer debidamente vuestra fideli-
dad, y como tengo, á Dios gracias, bastantes
bienes, aunque he gastado mucho, os ruego que
aceptéis el regalo que os bago de la cantidad
que me debéis. Además, tengo que proponeros
una especie : como no puedo vivir en el Cairo
después del lance que acabo de referiros, estoy
resuelto á marcharme y no volver mas. Si que-
réis acompañarme, negociaremos juntos y nos
partiremos la granjeria. »
a Cuando el joven de Bagdad hubo acabado
su historia, » dijo el mercader cristiano, « le di
gracias del mejor modo que me fué posible por
el regalo que me hacia ; y en cuanto á su pro-
puesta de viajar con él , le dije que la admitía
gustoso, asegurándole que cuidaría de sus inte-
reses como de los mios.
(( Fijamos dia para nuestra partida, y cuando
hubo llegado, emprendimos nuestro viaje. He-
mos pasado por la Siria y la Mesopotamia, atra-
vesado toda la Persia, deteniéndonos en muchas
ciudades, y al fin llegamos , señor , á vuestra
capital. Al cabo de algún tiempo, el joven me
manifestó su ánimo de volverse á Persia y ave-
cindarse allí, con lo cual ajustamos cuentas y
nos separamos muy satisfechos uno de otro. Se
marchó, y yo, señor, me he quedado en esta
ciudad, donde me doy por dichosísimo con ser-
vir á vuestra majestad. Esta es la historia que
tenia que referiros. ¿No os parece mas asom-
brosa que fe del jorobado-? »
El sultán de Casgar se enojó contra el merca-
der cristiano, a Mucha es tu osadía, » le dijo,
« en atreverte á contarme una historia tan poco
digna de mi atención y á compararla con la del
jorobado. ¿Cómo pretendes persuadirme que
las desvariadas aventuras de un joven libertino
son mas admirables que las de mi juglar ? Voy á
mandaros colgar á los cuatro para vengar su
muerte. »
A estas palabras, el proveedor aterrado se
arrojó á las plantas del sultán, a Señor, » le
dijo, a suplico á vuestra majestad que suspenda
su justo enojo y me escuche, haciéndonos á to-
dos gracia, si la historia que voy á referir á
vuestra majestad es mas hermosa que la del jo-
robado,—* Te concedo lo que pides, » respondió
el sultán ; « habla. » El proveedor tomó enton-
ces la palabra y dijo :
HISTORIA REFERIDA POR EL PROYKEDOR DEL SULTÁN
DE CASGAR.
« Señor, un sujeto de alta categoría me con-
vidó ayer á las bodas de su hija. No hice falta
en ir de noche á la hora señalada, y me hallé
en una junta de doctores, letrados y otras per-
sonas principales de la ciudad. Terminadas las
ceremonias, sirvieron un magnífico banquete, y
sentándose todos á la mesa, comió cada cual lo
que le pareció mas gustoso. Entre otros manja-
res, había un guisado compuesto con ajo, que
era escelente y del que todos querían probar, y
como observamos que uno de los convidados se
desentendía de aquel plato, aunque lo tuviese
delante, le instamos para que siguiera nuestro
ejemplo y tomara su porción. Suplicónos que
no le hiciésemos mas instancias. « Me guardaré
muy bien, » nos dijo, « de tocar á un guisado
que tenga ajo; no tengo olvidado lo que me
cuesta haberlo probado en otra ocasión. » Su-
plicárnosle que nos refiriera porqué tenia tan
suma aversión al ajo; pero el amo de la casa,
sin darle tiempo á que nos contestara, le dijo :
« ¿ Así honráis á mi mesa? Ese plato es delica-
do ; y así no hay que empeñaros en dejar de
comerlo ; debéis hacerme esta fineza como los
demás. — Señor, » le respondió el convidado,
que era un mercader de Bagdad, « no creáis
que proceda así con estudiado melindre ; estoy
propenso á complaceros , si absolutamente así
lo queréis; pero será bajo condición de que,
después de haberlo probado, me he de lavar
cuarenta veces las manos con álcali, otras tan-
tas con ceniza de la misma planta, y también
con jabón : no llevaréis á mal que obre así por
no quebrantar el juramento que tengo hecho de
no comer nunca guisado con ajo, sino bajo esta
condición. »
Al acabar estas palabras, Gheherazada calló
viendo asomar el dia, y Chahriar se levantó
muy ansioso de saber porqué aquel mercader
habia jurado lavarse ciento y veinte veces des-
pués de haber comido el guisado con ajo. La
sultana satisüzo su curiosidad la noche siguiente
en estos términos :
NOCHE CXVIII.
El proveedor siguió hablando al sultán de
Casgar : « El amo de la casa, » dijo, « no que-
riendo dispensar al mercader de probar el gui-
sado con ajo, mandó á sus criados que tuvieran
pronta la palangana con agua alcalina, ceniza
de la misma planta y jabón, para que el merca-
der se lavara tantas veces como quisiera. Luego
que hubo dado esta orden, se encaró con el
mercader. « Haced como nosotros, » le dijo ;
« no os fallarán álcali, ceniza de. la misma
planta y jabón. »
« El mercader, como enojado de la violencia
con que se le trataba, alargó la mano y cojió
un pedazo que llevó á la boca temblando, y co-
mió con una repugnancia xjue estrañamos lodos
sobremanera. Pero lo que nos causó mayor ad-
miración, fué ver que solo tenia cuatro dedos,
faltándole el pulgar, lo cual ninguno habia
CUENTOS ÁRABES.
173
echado de ver, aunque hubiese comido ya de
otros platos. El amo de la .casa tomó al punto la
palabra. «¿Cómo es que no tenéis pulgar?»
le dijo; « ¿y por qué ocurrencia lo habéis per-
dido? Debe de ser con algún motivo que haréis
el favur de referir á la concurrencia para su
recreo. — Señor, » respondió el mercader, « no
solo me falta el pulgar de la mano derecha,
sino también el de la izquierda. » Al mismo
tiempo alargó la mano izquierda y nos hizo ver
que era cierto lo que decia. « Aun hay mas, »
añadió , (( también me faltan los pulgares de
ambos pies, y podéis creerlo. Estoy estropeado
de este modo por una aventura inaudita, que
no me niego á referiros si tenéis la paciencia de
oiría. No os causará menos estrañeza que com-
pasión ; pero permitidme antes que me lave las
manos. » A estas palabras, se levantó de la
mesa, y habiéndose lavado ciento y veinte ve-
ces, volvió á ocupar su asiento, y nos refirió su
historia en los términos siguientes :
o Habéis de saber, señores, como en el rei-
nado del califa Harun Alraschid, mi padre vivía
en Bagdad, de donde soy natural, y era tenido
por uno de los mas ricos mercaderes de la ciu-
dad ; pero como era hombre dado á los deleites,
amigo de francachelas, y desatendía sus nego-
cios, en vez de heredar grandes haberes á su
muerte, necesité toda la economía imajinable
para pagar las deudas que habia dejado. Logré
sin embargo pagarlas todas, y con mis afanes
mi suerte empezó á tomar una faz risueña.
« Estando abriendo la tienda una mañana,
pasó delante de mi puerta una dama montada
en una muía, acompañada de un eunuco y de
dos esclavos; se paró. Apeóse con ayuda del
eunuco, le dio la mano y le dijo : « Ya os habia
yo dicho, señora, que veniais demasiado tem-
prano ; ya veis que todavía no hay nadie en el
mercado, y si me hubierais creído, os hubierais
escusadola molestia que tendréis en aguardar.»
La dama miró á todas partes, y viendo que con
efecto no habia otra tienda abierta que la mia,
se acercó saludándome y me rogó que la per-
mitiera descansar mientras llegaban los demás
mercaderes. Correspondí á su cumplimiento
como debia. »
No hubiera parado aquí Cheherazada, á no
haberle impuesto silencio la luz del dia. El sul-
tán de las Indias, que deseaba oir la continuación
de aquella historia, aguardó con impaciencia la
noche siguiente.
NOCHE CXIX:
Dinarzada despertó á la sultana, y esta dirijió
la palabra al sultán y le dijo : « Señor , el mer-
cader prosiguió de este modo la narración em-
pezada : a La dama se sentó en mi tienda, y ob-
servando que no habia en el mercado sino el
eunuco y yo, se descubrió el rostro para respi-
rar el ambiente. Nunca vi beldad tan cabal : ver-
la y amarla con pasión fué para mí una misma
cosa. Tuve continuamente los ojos clavados en
ella, y me pareció que no le desagradaba mi
ahinco ; porque me dio tiempo para mirarla á
mis ensanches , y tan solo se cubrió el rostro
cuando la obligó la zozobra de ser notada.
a Luego que se hubo tapado , me dijo que iba
en busca de varias telas de las mas hermosas y
ricas , que me nombró , preguntándome si las
tenia. « ¡ Ay ! señora , » le respondí, « soy un
mercader principiante, y no tengo medios para
emprender tales negocios , y siento infinito no
tener nada de lo que deseáis ; pero en llegando
los mercaderes , para escusaros la molestia de
andar tiendas, iré, si os parece bien, á tomarles
lo que estáis apeteciendo: me dirán el justo pre-
cio, y sin moveros de aquí, podéis hacer vues-
tras compras. » Consintió en ello la dama, y tu-
ve con ella una conversación que duró tanto
mas rato , cuanto yo le hacia creer que aun no
habían llegado los mercaderes principales.
« Quedé tan embelesado con su injenio, como
lo estaba ya con la hermosura de su rostro; pe-
ro al fin hube de privarme del hechizo de su
presencia y conversación ; fui en busca de las
lelas que apetecía , y cuando hubo escojido las
que fueron de su gusto, fijamos el precio á cin-
174
LAS MIL Y UNA NOCHES.
co mil dracmas de plata acuñada. Hizo un lio
que entregué al eunuco, quien se lo puso deba-
jo del brazo. La dama se levantó y se despidió
de mí , acompañándola yo con la vista hasta la
puerta del mercado , y no cesando de mirarla
hasta que estuvo montada en su muía.
« Apenas desapareció la beldad, cuando reca-
pacité que el amor me habia hecho cometer un
gran yerro. Tan preocupado estaba mi espíritu,
que no habia advertido que se iba sin pagar y
ni siquiera le habia preguntado quién era ni
dónde vivía. Reflexioné además que era deudor
de una gran cantidad á varios mercaderes que
quizá no tendrían la paciencia de aguardar. Fui-
me á ellos y me escusé cuanto pude , diciéndo-
les que la dama era persona conocida. Final-
mente volví á mi casa tan enamorado como per-
plejo con una deuda tan crecida. »
Aquí llegaba Cheherazada, cuando dejó de ha-
blar, viendo asomar el dia. A la noche siguien-
te prosiguió de esta manera :
NOCHE CXX.
« Pedí á mis acreedores, » dijo el mercader,
K un plazo de ocho dias para satisfacerles , y al
cabo de este tiempo viéndome apurado, volví á
pedirles otro plazo igual. Consintieron en ello ;
pero al dia siguiente vi llegar á la dama monta-
da en su muía , con el mismo acompañamiento
y á la misma hora que la primera vez.
« Encaminóse á mi tienda. « Algo os he he-
cho aguardar, » me dijo , « pero al fin os traigo
el dinero de las telas que compré el otro dia :
llevadlo á casa de un cambista y que vea si es
de ley y si está la cuenta cabal. » El eunuco,
que llevaba el dinero, vino conmigo á casa del
cambista, y este halló la cantidad cabal y en
buena moneda. Volví y aun tuve la suerte de
conversar con la dama , hasta que estuvieron
abiertas todas las tiendas del mercado. Aunque
hablábamos de asuntos triviales, no obstante les
daba cierto jiro que Iqs hacia parecer nuevos,
convenciéndome deque no me habia equivocado
al juzgar desde la primera conversación que te-
nia mucho talento.
« Luego que hubieron llegado los mercaderes
y abierto sus tiendas, llevé lo que debia á aque-
llos que me habían fiado las telas, y no tuve di-
ficultad en conseguir que me dejasen otras que
la dama me habia pedido. Tomé por valor de
mil monedas de oro , y la dama se llevó los jé-
neros sin pagarlos, sin decirme nada ni darse á
conocer. Lo que me pasmaba era que ella nada
aventuraba y que yo quedaba sin resguardo y
sin saber quien me reintegraría , dado caso que I
no volviese á verla. » La cantidad que acaba de
pagarme es bastante crecida, » decia para con-
migo, « pero me deja empeñado por otra mucho
mayor. Acaso será alguna estafadora que solo
me ha embaucado ahora para engañarme á su
salvo. Los mercaderes no la conocen y acudirán
á mí. » Mi amor no era harto intenso para que
dejara de hacer sobre este punto amarguísimas
reflexiones , y mi zozobra fué por cada dia en
aumento durante un mes que medió, sin que re-
cibiese noticia alguna de la dama. Los mercade-
res empezaron á azorarse , y ya estaba pronto
para vender cuanto tenia para cumplir con ellos,
cuando la vi volver una mañana con el mismo
acompañamiento que las demás veces.
«Tomad las balanzas , » me dijo, «para pe-
sar el oro que os traigo. » Estas palabras acaba-
ron de desvanecer mi recelo , y aumentaron mi
pasión. Antes de contar el dinero, me hizo va-
rias preguntas , y entre otras quiso saber si es-
taba casado. Respondíle que no, y que nunca lo
habia estado. Entonces le dijo al eunuco, al en -
tregarle el oro : « Prestadnos vuestra mediación
para concluir nuestro negocio. » El eunuco se
echó á reir, y habiéndome llevado á un lado ,
me hizo pesar el oro. Mientras lo estaba pesan-
do, el eunuco me dijo al oido : « Al parecer es-
tais enamorado de mi ama , y estraño mucho
que no os hayáis atrevido á declararle vuestra
pasión : ella os ama aun mas de lo que la amáis.
No creáis que necesite vuestras telas, pues solo
viene aquí porque le habéis infundido un cariño
CIENTOS ÁRABES.
175
entrañable. Por eso os preguntó si estabais ca-
sado. Si queréis, no tenéis mas que hablarle, y
en vuestra mano está casaros con ella. — Es
cierto , » le respondí , a que he sentido ímpetus
de amor para con ella desde el primer momento
que la vi ; pero no me atrevía á pretender la
dicha de agradarle. Soy suyo en un todo y no
dejaré de agradeceros el servicio que me estáis
haciendo. »
« En una palabra , acabé de pesar las mone-
das de oro, y mientras que las volvía al saco,
el eunuco le dijo á la dama que yo estaba con*
lentísimo, pues era la espresion en que estaban
convenidos de antemano. Al punto la dama,
que estaba sentada, se levantó y marchó dicién-
dome que me enviaría al eunuco y que no tenia
mas que hacer lo que me dijese de parte suya.
« Llevé á cada mercader el dinero que le de-
bía y aguardé con impaciencia al eunuco du-"
ranle algunos días. Llegó al fin » Pero,
señor, dijo Gheherazada al sultán de las Indias,
ya asoma el dia y debo callar. Hízolo así, y á la
mañana siguiente prosiguió así su narración :
NOCHE CXXI.
O
« Recibí al eunuco placenteramente, » dijo el
mercader de Bagdad , « y le pregunté por su
ama. «Sois,» me respondió, a el amante mas
venturoso del mundo ; enferma viene á estar de
cariño ; no se puede anhelar con mas afán el
veros , y si dispusiera de sus acciones, vendría
á buscaros y pasaría gustosa en vuestra compa-
ñía todos los momentqp de su vida. — Me ha
parecido por su noble porte y sus modales cor-
tesanos, » le dije, « que era alguna dama de su-
posición. — No os habéis equivocado, » replicó
el eunuco : « as la predilecta de Zobeida , es-
posa del califa , la cual la quiere con tanto mas
ahinco cuanto la ha criado desde la niñez y le
encarga todas las compras que tiene que hacer.
Empeñada en casarse, ha declarado á la esposa
del caudillo de los creyentes que os habia co-
brado cariño y le ha pedido su consentimiento.
Zobeida le dijo que se lo daba : pero que antes
quería veros , para juzgar por sí de la elección ,
y que en caso de ser acertada, costearía los gas-
tos de la boda. Ya veis que vuestra dicha es
segura, pues si agradasteis á la íntima, no me-
nos habéis de prendar á la dueña , que no trata
sino de complacerla, y que no quisiera violentar
su inclinación. No falta mas que ir á palacio , y
para eso he venido; á vos os toca determinaros.
— Decidido estoy , » repliqué , « y pronto á se-
guiros do quiera me llevéis. — Muy bien, » re-
puso el eunuco; «pero ya sabéis que los hom-
bres no entran en los aposentos de las damas
de palacio, y que solo se os puede introducir en
ellos tomando disposiciones que requieren el
mayor sijilo. La predilecta las ha tomado todas;
por vuestra parte haced cuanto esté en vuestra
mano , y sobre todo sed callado , porque os va
en ello la vida. »
« Asegúrele que haria por puntos cuanto se
me mandase. « Es menester pues, » me dijo ,
« que á la caída de la noche vayáis á la mezquita
que Zobeida , esposa del califa , ha mandado
edificar á orillas del Tigris, y que allí aguardéis
que se os vaya á buscar. » Consentí en todo lo
que él quiso; aguardé la llegada de la noche
con impaciencia , y entonces marché á la mez-
quita , asistí á la oración , que se dice hora y
media después de puesto el sol , y me quedé el
último en el templo.
« Pronto vi llegar una barca , cuyos remeros
eran eunucos. Desembarcaron y trajeron á la
mezquita varios cofres grandes , y después se
retiraron, quedando tan solo el que habia acom-
pañado á la dama y me habia hablado por la
mañana. También vi entrar á la dama ; y le salí
al encuentro, manifestándole que estaba pronto
á ejecutar sus órdenes. « No hay que perder
tiempo, » me dijo, y diciendo y haciendo, abrió
uno de los cofres y me mandó que me metiera
dentro. «Estoes necesario,» añadió, «para
vuestra seguridad y la mía. Nada temáis y dejad
176
LAS MIL Y UNA NOCHES.
lo demás á cargo mió. » Me habia adelantado
ya de sobras para retroceder ; hice lo que de-
seaba , y al punto cerró el cofre con llave.
Luego el eunuco , que estaba en el secreto , lla-
mó á los demás que habian traído los cofres, y
se los hizo llevar otra vez á la barca ; cuando la
dama y el eunuco estuvieron embarcados, em-
pezaron á remar para llevarme al aposento de
Zobeida.
« Entretanto, yo estaba haciendo formalísimas
reflexiones , y considerando el peligro en que
me hallaba , me arrepentí de haberme espues'o
tantísimo, é hice promesas y votos que no eran
del caso.
« La barca pasó delante de la puerta del pa-
lacio del califa, desembarcaron los cofres y los
llevaron al aposento del capataz de los eunucos,
que tiene la llave del de las damas y no deja
entrar nada sin haberlo rejistrado prolijamente.
Eslaba acostado, y fué preciso despertarle y
hacerle levantar » «Pero señor,» dijo en
este punto Cheherazada , « ya veo asomar el
dia. » Chahriar se levantó para celebrar su con-
sejo, determinado á oir al dia siguiente la conti-
nuación de una historia que hasta entonces ha-
bia escuchado con tanto deleite.
NOCHE CXXII.
La sultana de las Indias se despertó poco an-
tes del amanecer, y prosiguió en estos téfminos
la historia del mercader de Bagdad : « El eunu-
co mayor, enfadado de que le interrumpían el
sueño, riñó mucho á la predilecta porque volvía
tan tarde. « No saldréis tan bien librada como
os lo imajinais, » le dijo ; « ninguno de estos co-
fres pasará sin que se haya abierto y sin que yo
lo visite escrupulosamente. » Al mismo tiempo
mandó á los eunucos que los fueran trayendo
uno tras otro á su presencia y los fueran abrien-
do. Empezaron por el cofre en que yo eslaba
encerrado : cojiéronlo y lleváronlo , apoderán-
dose de mí un susto indecible : creí que era
llegada mi última hora.
a La interesada , que tenia la llave , protestó
que no la daria ni consentiría en que se abriera
aquel cofre. « Ya sabéis , » dijo , « que todo lo
que traigo es para uso de Zobeida , vuestra ama
y la mía. Este cofre está lleno de mercancías
preciosas que me han confiado unos mercaderes
recien llegados. Además contiene muchas bote-
Hitas de agua de la fuente de Zeinzem , enviadas
de la Meca. Si alguna se rompiera , se echarían
á perder las mercancías y seriáis responsable :
la esposa del caudillo de los creyentes se venga-
ría de vuestra insolencia. » En suma, habló con
tanta entereza, que el eunuco no se atrevió á
rejistrar el cofre en que me hallaba ni tampoco
los demás. « Pasad pues , » dijo con enojo , « an-
dad. » Abrieron el aposento de las damas y lle-
varon dentro todos los cofres.
« Apenas los hubieron entrado , cuando de re-
pente oí vocear : « Ahí viene el califa. » Estas
palabras aumentaron mi espanto en términos
que no sé como no quetlé muerto en el acto. Con
efecto , llegaba el califa. « ¿ Qué traéis en esos
cofres ? » le dijo á la íntima. — « Caudillo de los
creyentes , » respondió esta , « son telas recien
llegadas que ía esposa de vuestra majestad ha
deseado ver. — Abridlos , » repuso el califa ,
« yo también quiero verlas. » La interesada
quiso escusarse observándole que aquellas telas
solo eran propias para damas y que seria privar
á su esposa del gusto que tendría en verlas la
primera. « Abridlos , repito , » replicó el califa,
<( yo os lo mando. » Volvió la dama á insistir en
que su majestad la esponia al enojo de su ama,
obligándole á faltar á su fidelidad. « No , no , »
repuso él , «os prometo que no os hará ningún
cargo : abridlos y no me hagáis aguardar mas. »
« Fué forzoso obedecer , y entonces sentí tan
mortal zozobra , que aun me estremezco al re-
cordarla. El califa se sentó, y mandó entonces
la dama traer á su presencia todos los cofres
uno tras otro y los fué abriendo. Deseando alar-
gar , le hacia observar todos los primores de
cada tela en particular, queriendo apurar su pa-
CUENTOS ÁRABES.
177
ciencia ; pero no lo consiguió. Gomo no estaba
menos interesada que yo en no abrir el cofre en
que me hallaba , no se daba priesa á que lo tra-
jeran, aunque era el tínico que faltaba rejistrar.
« Acabemos , » dijo el califa , « veamos también
lo que hay en ese cofre. » No puedo decir si en
aquel momento estaba yo muerto ó vivo , pero
no creía librarme de tan gran peligro. »
A estas palabras , Cheherazada vio asomar el
dia é interrumpió su narración ; pero al acabarse
la noche siguiente , prosiguió de esta manera :
NOCHE CXXIII.
« Guando la predilecta de Zobeida , » dijo el
mercader de Bagdad , o vio que el califa quería
absolutamente que abriera el cofre en que yo
estaba , « En cuanto á este , » le dijo , « vuestra
majestad tne hará la merced de dispensarme por
ahora, pues encierra preciosidades que solo pue-
do enseñarle en presencia de su esposa. — Muy
bien , » dijo el califa , « estoy satisfecho ; man-
dad que lleven los cofres. « Mandó la dama al
punto que los llevasen á su cuarto , y allí empecé
á respirar.
« Luego que se hubieron retirado los eunucos
que los habían traído , abrió prontamente aquel
en que yo me hallaba encerrado. « Salid , » me
dijo, apuntándome la puerta de una escalera que
conducía á un aposento ; subid y aguardadme. »
Apenas hubo cerrado tras mí la puerta , cuando
el califa entró., y se sentó sobre el cofre de que
yo acababa de salir. El motivo de esta visita era
un arranque de curiosidad que no hablaba con-
migo , pues el príncipe quería hacerle pregun-
tas sobre lo que había visto /i oido en la ciudad,
y después de haber conversado bastante rato
con ella, se marchó, retirándose á su aposento.
« Cuando la íntima se vio libre , vino á bus-
carme y se disculpó de todos los sobresaltos que
me había causado. « Mi zozobra no ha sido me-
nor que la vuestra ; no debéis dudarlo , ya que
estuve padeciendo por amor vuestro y por mí,
que corría igual peligro. Otra en mi lugar no
hubiera quizá tenido espíritu para salir de tan
apurado trance. Se necesitaba tanto arrojo como
serenidad , ó mas bien era preciso abrigar todo
el amor que yo os tengo para salir de tal aprieto;
pero serenaos , nada hay ya que temer. » Des-
pués de haber conversado por algún tiempo con
mucha ternura , « Ya es hora , » me dijo , « que
T. I.
descanséis f acostaos ; mañana os presentaré á
Zobeida á cualquiera hora de! dia , lo cual es
muy fácil , porque el califa no la ve sino de no-
che. » Sosegado con estas palabras f dormí con
bastante desahogo , ó si mi sueño fué alguna vez
interrumpido con sobresaltos , fueron estos agra-
dables , causados por la esperanza de poseer una
dama de tanto injenio y belleza.
a A la mañana siguiente , la predilecta de Zo-
beida , antes de presentarme á su ama , me en-
teró de como debia estar en su presencia , y m
dijo casi las preguntas que la princesa me haría,
dictándome las competentes contestaciones. He-
cho esto , me llevó á una sala adornada con unb
magnificencia , riqueza y gusto nunca vistos.
Luego que entré , salieron del gabinete de Zo-
beida veinte esclavas de edad avanzada, vesti-
das uniforme y lujosamente , y se formaron en
dos hileras con sumo decoro delante de un trono.
Siguiéronlas otras veinte damas muy jóvenes y
vestidas del mismo modo que las primeras , aun-
que con la diferencia de ser sus trajes algo mas
elegantes. Zobeida llegó con ellas en ademan er-
guido y majestuoso , tan cargada de pedrerías y
joyas , que apenas podia moverse. Se sentó en
el trono. Se me olvidaba deciros que la acom-
pañaba su dama predilecta , la que se quedó en
pié á su derecha , mientras que las esclavas, al-
go mas separadas , se formaban á entrambos la-
dos del solio.
« Luego que la esposa del califa se hubo sen-
tado , las esclavas que habían entrado primera-
mente me hicieron seña para que me acercase.
Adelánteme en medio de las dos alas que forma-
ban , y me postré con la frente hasta el suelo á
los pies de la princesa , la que me mandó levan-
tar y me hizo el agasajo de informarse de mi
12
nombre , familia y bienes ; á todo lo cual res-
pondí á su satisfacción. Esta la conocí no solo
por su rostro , sino por las palabras que tuvo la
dignación de dirijirme. « Me alegro mucho , »
ine dijo , cí que mi hija ( así llamaba á su dama
predilecta ) , porque la miro como tal , después
de haberme esmerado en su educación , haya
hecho una elección tan acertada : la apruebo y
consiento en que os caséis ambos. Dispondré yo
misma los preparativos de vuestras bodas ; pero
antes necesito á mi hija por diez dias. Durante
este tiempo hablaré al califa , y conseguiré su
beneplácito ; y vos os quedareis acá , y se os
cuidará debidamente. »
Al decir estas palabras , Cheherazada calló,
por ser ya de dia , y á la mañana siguiente pro-
siguió de este modo :
NOCHE CXXIV.
« Permanecí diez dias en el aposento de las
damas del califa , » dijo el mercader de Bagdad,
a En todo este tiempo estuve privado del gusto
de ver á mi dama ; pero me agasajaron tantísi-
mo por disposición suya , que tuve motivo para
quedar muy satisfecho.
CIENTOS ÁRABES.
179
« Zobeida habló al califa de la determinación
que habia tomado de casar á su predilecta , y el
príncipe , dejándola dueña de hacer cuanto qui-
siere , concedió á la dama una cantidad crecida
para contribuir garbosamente á su colocación.
Pasados los diez dias , Zobeida mandó estender
el contrato matrimonial , que le fué presentado
en debida forma. Hiciéronse los preparativos de
la boda , llamaron músicos , bailarines y baila-
rínas, y hubo durante nueve dias grandes rego-
cijos en palacio. El décimo dia estaba destinado
para la ceremonia del casamiento , y la novia
fué llevada al baño por un lado y yo por otro.
De noche , me senté á la mesa , y me sirvieron
toda clase de manjares y guisados , y entre es-
tos uno con ajo como el que acabo de probar.
Se me hizo tan halagüeño , que casi no toqué á
los demás platos ; pero desgraciadamente al le-
vantarme de la mesa , me contenté con enjugar-
me las manos, en vez de lavármelas bien , des-
cuido que hasta entonces nunca habia tenido.
« Como era de noche , suplieron la claridad
del dia con una gran iluminación en el aposento
de las damas. Empezaron á tocar los músicos,
los bailarínes mostraron su habilidad y todo el
palacio resonó con gritería de regocijo. Llevá-
ronnos á mi mujer y á mí á una gran sala, y nos
hicieron sentar en dos tronos. Las mujeres de
su servicio la hicieron mudar muchas veces de
traje y le pintaron el rostro de diferentes modos,
según estilo en el desposorio , y cada vez que
mudaba de traje, venian á presentármela.
« Termináronse al fin todas aquellas ceremo-
nias y nos llevaron al tálamo nupcial. Luego que
nos dejaron solos, me acerqué á mi esposa para
abrazarla ; pero en vez de corresponder á mis
demostraciones, me rechazó reciamente y pro-
rumpió en alaridos horrorosos que atrajeron
pronto al aposento á todas la damas deseosas de
saber el motivo de aquellos gritos. En cuanto á
mí , quedé inmóvil de asombro y sin tener si-
quiera fuerzas para preguntarle la causa. « Que-
rida hermana, » le dijeron, « ¿ qué os ha suce-
dido en el poco tiempo que estamos fuera de
aquí? Decídnoslo para que os auxiliemos. —
Quitad, » esclamó, « quitadme de delante á ese
asqueroso. — ¡ Cómo, señora! » le dije, «¿en
qué puedo haberos ofendido para merecer vue -
tro enojo? — Sois un puerco, » me respondió
enfurecida, « habéis comido ajos y no os habéis
lavado las manos. ¿ Creéis que yo permitiré que
un hombre tan asqueroso se acerque á mí para
apestarme ? — Tendedle en el suelo, » añadió
encarándose con las damas, « y que me traigan
un látigo. )> Al punto me tiraron al suelo , y
mientras unas me tenían asido por los brazos y
otras por los pies, mi mujer enarbolando el lá-
tigo, me azotó sin compasión hasta que le falta-
ron las fuerzas. Entonces dijo á las damas :
« Cojedle y mandadle preso al teniente de po-
licía para que le mande cortar la mano con que
comió el guisado con ajo. »
(( A estas palabras, prorumpí : « Dios todopo-
deroso , después de haberme molido á golpes,
me condenan para colmo de quebranto á tener
la mano cortada ; ¿ y porqué ? ¡ por haber co-
mido de un guisado con ajo y haberme trascor-
dado de lavarme las manos ! ¡ Cuánto enojo por
tan pequeña causa ! Llévese el diablo todos los
guisados con ajo y malditos sean el cocinero que
lo preparó y el que me lo trajo. »
Aquí se paró la sultana Cheherazada , obser-
vando que era de dia. Chahriar se levantó riendo
á carcajadas del enojo de la dama predilecta, y
muy ansioso de saber el desenlace de esta his-
toria.
NOCHE CXXV.
A la mañana siguiente , Cheherazada se des-
pertó antes del amanecer, y volvió á proseguir su
narración : « Todas las damas que me habían
visto azotar de aquel modo, » dijo el mercader
de Bagdad, « se apiadaron de mí , cuando oye-
ron que se trataba de mandarme cortarla mano,
a Querida hermana, » le dijeron á la predilecta,
« os propasáis en gran manera con vuestras iras.
Seguramente que este hombre no sabe portarse
é ignora vuestra jerarquía y las consideraciones
18)
LAS MIL Y UNA NOCHES.
que merecéis ; pero os rogamos que no hagáis
caso del yerro que ha cometido, y que se lo
perdonéis. — Aun no estoy satisfecha, » repuso
la dama; « quiero que aprenda á vivir y que
lleve señales de su desaseo, para que nunca en
su vida coma guisado con ajo sin lavarse después
las manos. » Las damas no amainaron por esto,
y arrojándose á sus pies y besándole la mano ;
« Nuestra buena señora , » le dijeron , « por
Dios, moderad vuestro enojo y concedcdnos la
gracia que os pedimos. » La dama nada con-
testó ; pero se levantó prorumpiendo en baldo-
nes y salió del aposento ; todas la siguieron ,
: dejándome solo y desconsolado.
« Diez dias permanecí sin ver mas que á una
vieja esclava queme Iraia de comer. Pregúntele
noticias de la dama predilecta. « Está enferma, »
me dijo la esclava , « del olor peslífero que le
hicisteis respirar. ¿ Yo no sé también como os
habéis descuidado de lavaros las manos después
de haber comido de aquel maldito guisado? —
¿ Es posible, » dije entonces para conmigo, « que
la delicadeza de estas damas llegue á tal estremo,
y que sean tan vengativas por una culpa tan
leve? » Sin embargo, aun amaba á mi mujer
á pesar de su crueldad, y así no dejé de compa-
decerla.
« Un dia la esclava me dijo : « Vuestra esposa
se halla restablecida ; ha ido al baño y me ha
dicho que vendrá á veros mañana. Así tened
paciencia y procurad darle gusto en todo. Es
una persona muy sensata , cabal y muy querida
de todas las damas que sirven á Zobeida, nues-
tra respetable ama. »
« Con efecto , mi mujer vino al dia siguiente
y me dijo : « Demasiado buena soy en veniros
á ver tras la ofensa que me habéis hecho ; pero
no puedo avenirme á una reconciliación hasta
que os haya castigado como merecéis por no
haberos lavado las manos después de haber co-
mido de un guisado con ajo. » Dichas estas pa-
labras, llamó á las damas , quienes por orden
suya me tendieron en el suelo , y después de
haberme atado, la primorosa cojió una navaja
de afeitar y tuvo la barbarie de cortarme ella
misma los cuatro pulgares* Una de las damas me
aplicó cierta raiz para estancar la sangre ; pero
á pesar de esto, me desmayé con la que habia
derramado y el dolor agudo que sentía.
« Volví de mi desmayo, y me dieron un poco
de vino para que cobrara fuerzas. « ¡ Ah l se-
ñora, » le dije entonces á mi esposa, «si me
sucede alguna vez que coma de un guisado con
ajo , os juro que me lavaré las manos ciento y
veinte veces con álcali, ceniza de la misma
planta y jabón. *— Pues bien, » dijo mi mujer,
« con esa cohdícion consiento en olvidar lo pa-
sado y vivir con vos, tratándoos como á mi
marido. »
« He aquí, señores, » añadió el mercader de
Bagdad mirando á los circunstantes, el motivo
porqué rehusé comer del guisado con ajo que
tenia delante. »
Empezaba á apuntar el dia , y Cheherazada
calló hasta la mañana siguiente, en que volvió á
proseguir en estos términos :
NOCHE CXXVI,
« Señor, el mercader de Bagdad acabó su his-
toria : « Las damas me pusieron en las heridas
la raiz de que ya hablé para atajar la sangre,
y aplicáronme también bálsamo de la Meca, que
no se podia suponer falsificado, porque lo ha-
bían tomado en la botica del califa. Por la virtud
de aquel bálsamo admirable, quedé enteramente
curado en muy pocos dias, y mi mujer y yo se-
guimos viviendo juntos y tan unidos como si
nunca hubiera comido guisado con ajo. Como
siempre habia gozado de mi libertad , me fasti-
diaba mucho verme encerrado en el palacio del
califa ; sin embargo , no quería manifestárselo
á mi esposa por miedo de desagradarle. Cono-
ciólo, y yo también advertí que estaba muy dis-
puesta á salir de palacio. El reconocimiento solo
la detenía junto á Zobeida ; pero tenia tanto
despejo y supo pintar allá tan espresivamente á
CUENTOS ÁRABES.
181
su ama la violencia que yo padecía en no vivir
en la oiudad con mis iguales, como estaba acos-
tumbrado, que aquella estélente princesa con-
sintió en privarse del placer de tener á su lado
á su íntima y le concedió lo que ambos deseá-
bamos.
« Por eso, al cabo de un mes de nuestro enla-
ce, vi llegar á mi esposa con muchos eunucos
que llevaban cada uno un saco de dinero. Luego
que se hubieron marchado, » No me habéis ma-
nifestado, D me dijo, « el tedio que os causa
vuestra residencia en la corte ; pero yo lo he co-
nocido y he hallado afortunadamente medios de
daros gusto : mi ama Zobeida nos permite que
nos marchemos de palacio y nos regala cincuen-
ta mil zequines para que vivamos cómodamente
en la ciudad. Tomad diea mil, é id á compraros
una casa. »
« Pronto halló una por aquel precio, y habién*
dola amueblado con toda magnificencia, nos mu-
damos á ella. Compramos gran número de escla-
vos de ambos sexos y empezamos á darnos una
vida muy regalada; pero no duró mucho tiempo,
pues al cabo de un año, mi mujer cayó enferma
y murió en pocos días.
« Hubiera podido volverme á casar y seguir
viviendo distinguidamente en Bagdad ; pero el
deseo de correr mundo mo infundió otros inten-
tos. Vendí mi casa, y habiendo comprado toda
clase de mercancías, me junté con una caravana
y pasé á Persia. Desde allí tomé el camino de
Samarcanda, y luego vine á fijarme en esta ciu-
dad. »
« He aquí, señor, » dijo el proveedor que ha-
blaba al sultán de Gasgar, « la historia que refi-
rió ayer aquel mercader de Bagdad á la tertulia
eñ que yo me hallaba. — Esa historia, » dijo el
sultán, « tiene algo de estraordinario ; pero no
puede compararse con la del jorobado. » Enton-
ces el médico judío se adelantó , y postrándose
ante el trono de aquel príncipe, le dijo ; « Señor,
si vuestra majestad se digna escucharme, con-
ceptúo que va á quedar satisfecho de la historia
que estoy pronto á contarle. — Habla pues, »
dijo el sultán, « pero no esperes que te conceda
la vida, s¡ no es mas peregrina que la del joro-
bado. »
La sultana Gheherazada se detuvo al llegar
aquí, porque era de dia, y á la noche siguiente
prosiguió en estos términos :
NOCHE CXXVII.
Señor, dijo, el médico judío , viendo que el
sultán de Gasgar estaba pronto á oirle, tomó asi
la palabra :
HISTORIA REFfiRIDA POR EL MftDlCO JUDÍO.
« Señor, cuando yo estudiaba la medicina en
Damasco y empezaba á ejercor tan precioso arle
con alguna reputación, un esclavo vino á bus-
carme para visitar á un enfermo en casa del go-
bernador de la ciudad. Pasó allá y me hicieron
entrar en un aposento donde hallé un joven de
aventajada presencia ; pero muy postrado por
la enfermedad que padecia. Salúdele sentándo-
me junto á él, y aunque no respondió á mi cum-
plimiento, . me hizo seña con los ojos para in-
dicarme que me oía y mo daba las gracias.
« Señor, » le dije, « dadme la mano para que os
tome el pulso. » En vez de alargarme la dere-
cha, me presentó la izquierda, lo cual me admiró
bastante. « Vaya una ignorancia, » dije para
conmigo, « no saber que se le da al médico la
mano derecha, y no la izquierda. » Púlsele, y
habiéndole recetado una bebida, mo retiré.
a Continué mis visitas durante nueve días, y
siempre que quise pulsarle, me alargó la mano
izquierda. Al décimo dia me pareció que estaba
tiueno, y le dije que ya podia ir al bailo. El go-
bernador de Damasco que se hallaba presente,
queriendo manifestarme cuan satisfecho estaba
de mí, mandó que me vistiesen en su prosencia
un magnífico traje, diciéndome que me nombraba
médico del hospital de la ciudad, y también de
su casa, á donde podia ir á comer con toda
franqueza, cuando lo tuviese por conveniente.
« El joven hizo también conmigo varias de-
182
LAS MIL Y UNA NOCHES.
mostraciones de amistad, y me suplicó que le
acompañara al baño. Fuimos allá, y cuando sus
criados le hubieron desnudado, vi que le faltaba
la mano derecha. También advertí que estaba
recien cortada, y que era causa de la enfermedad
que me habían ocultado. Mientras le aplicaban
medicamentos propios para curarle prontamen-
te, me habían llamado para precaver que la ca-
lentura, que se le había declarado, tuviera fatales
consecuencias. Quedé absorto y aun apesadum-
brado de verle en aquel estado, y advirtiéndolo,
« Médico, » me dijo, « no estrañeis ver qué
tengo la mano cortada : algún día os diré cual
fué la causa y oiréis una historia de las mas sin-
gulares. »
a Sentámonos á la mesa después de haber sa-
lido del baño ; luego nos pusimos á conversar,
y entre otras particularidades, me preguntó si
podia, sin perjuicio para su salud, ir á dar un
paseo fuera de la ciudad al jardin del goberna-
dor. Respondíle que no solo podia hacerlo, sino
que le seria muy saludable tomar el ambiente.
« Si así es, » replicó, « venios conmigo y allí os
contaré mi historia. » Díjele que estaba á sus ór-
denes en lo restante del día, y habiendo man-
dado á sus criados que le llevaran con que hacer
colación, salimos y nos encaminamos al jardin
del gobernador. Dimos dos ó tres vueltas, y ha-
biéndonos sentado en una alfombra que sus cria-
dos tendieron á la sombra de un árbol frondoso,
el joven empezó asi la narración de su historia :
« Nací en Musul, y mi familia es una de las
mas esclarecidas de la ciudad. Mi padre era el
mayor de diez hijos que dejó mi abuelo á su
muerte, todos vivos y casados, pero de todos
ellos, mi padre fué el único que tuvo sucesión, #
y aun esta se redujo á mí. Desvelóse por mi edu-
cación y me hizo aprender cuanto debia saber un
joven de mi clase... » « Pero, señor, » dijo Che-
herazada, interrumpiéndose en este punto, a ya
asoma la aurora, y me impone silencio. » A es-
tas palabras calló, y el sultán se levantó.
NOCHE CXXVIII.
A la mañana siguiente, Cheherazada volvió á
tomar el hilo de su historia. £1 médico judío
continuó hablando al sultán de Gasgar y le dijo :
« El joven de Musul prosiguió así su narración :
« Ya era crecido y empezaba á tener alguna
suposición en el mundo, cuando me hallé un
viernes en la oración de mediodía, con mi padre
y mis tios en la gran mezquita de Musul. Después
de la oración, todos se marcharon, y solo que-
daron mi padre y mis tios, quienes se sentaron
sobre la alfombra tendida por toda la mezquita.
Sentéme yo también, y hablando de varios asun-
tos, recayó la conversación sobre los viajes. Ce,-
lebraron las preciosidades y estrañezas de algu •
nos reinos y de sus principales ciudades ; pero
uno de mis tios dijo que si había de darse crédi-
to á las relaciones de infinitos viajeros, no había
en el mundo pais mas hermoso que el Ejipto y
el Nilo, y por lo que refirió, vine á formar de
aquel pais un concepto tan aventajado, que desde
aquel punto abrigué el deseo de hacer aquel
viaje. Lo que mis otros tios dijeron para dar la
preferencia á Bagdad y al Tigris, llamando á Bag-
dad la verdadera residencia de la relijion musul-
mana y la metrópoli de todas las ciudades de la
tierra, ninguna impresión hizo en mí. Mi padre
fué del parecer del tío que había hablado á favor
del Ejipto, lo cual me causó suma alegría, a Por
mucho que digan, » esclamó, «el que no ha visto
el Ejipto no ha visto lo que es mas singular del
mundo. La tierra es toda de oro, esto es, tan fér-
til que enriquece á sus habitantes. Todas las mu-
jeres cautivan con Su hermosura ó sus finos
modales. Y en cuanto al Nilo, ¿qué rio hay mas
admirable, qué aguas fueron mas li jeras y delicio-
sas ? Hasta el cieno que arrastra cuando sale de
madre abónalos campos, que producen sin tra-
bajo mil veces mas que los otros países, á pesar
de los afanes que cuesta el cultivarlos. Escuchad
lo que decía á los Ejipcios un poeta al tener que
dejarlos : « Vuestro Nilo os colma diariamente
de bienes y solo para vosotros corre de tan lejos,
i Ay de mí ! al ausentarme, mis lágrimas correrán
con tanta abundancia como sus agnas ; vosotros
CUENTOS ÁRABES.
183
seguiréis gozando de sus halagos, al paso que yo
estoy condenado á carecer de todos ellos. »
« Si tendéis la vista, *> anadió mi padre, «por
el lado de la isla que forman los dos brazos
principales del Nilo, i qué variedad de arbole-
das, qué esmalte de toda clase de flores, qué
cantidad prodijiosa de ciudades, aldeas, canales
y otros mil objetos agradables ! Si volvéis vues-
tras miradas hacia el lado opuesto en dirección
á la Etiopía, ¡ qué campo tan grandioso para la
admiración ! La mejor comparación que puede
hacerse del verdor de tantas campiñas regadas
por los diferentes canales de la isla es la de unas
brillantes esmeraldas engastadas en plata. ¿ No
es el gran Cairo la ciudad mas populosa, rica y
considerable del universo ? ¡ Cuántos magníficos
edificios, ya públicos, ya particulares! Si os
dirijis á las Pirámides, quedaréis mudos de
asombro é inmóviles al aspecto de aquellas mo-
les de piedras de enorme tamaño que se levan-
tan hasta los cielos, y tendréis que confesar que
los Faraones, que emplearon tantos hombres y
tantas riquezas en construirlas, han aventajado
en magnificencia é invención con aquellos mo-
numentos, tan dignos de su memoria, no solo á
todos los monarcas que vinieron tras ellos en
Ejipto, sino á todos los de la tierra. Estos mo-
numentos, tan antiguos que los sabios no pueden
avenirse acerca de la época en que fueron cons-
truidos, aun descuellan hoy dia, y durarán tanto
como los siglos. Paso en silencio las ciudades
marítimas del reino de Ejipto, como Damieta,
Roseta y Alejandría, á donde infinitas naciones
van á buscar toda clase de granos y telas y otros
mil objetos para la comodidad y las delicias de
los hombres. Os hablo con conocimiento de
causa : allí pasé algunos años de mi juventud, y
mientras viva los contaré entre los mas agrada-
bles de mi vida. » Así hablaba Cheherazada,
cuando hirió su rostro la luz del dia que empe-
zaba á apuntar. Al punto guardó silencio ; pero
á la noche siguiente prosiguió de esta manera :
NOCHE CXXIX.
« Mis tios no tuvieron nada que replicar á mi
padre, » dijo el joven de Musul, <r y convinieron
en todo cuanto acababa de decir relativo al
Nilo, el Cairo y todo el reino de Ejipto. En cuan-
to á mí, quedé con la imajinacion tan acalorada,
que no pude dormir en toda la noche. De allí á
algún tiempo, mis tios dieron ellos mismos á
conocer cuanto les habia impresionado la des-
cripción de mi padre, pues le propusieron em-
prender todos juntos el. viaje á Ejipto. Admitió
su propuesta, y como eran ricos mercaderes,
determinaron llevar consigo mercancías que
fuesen de pronto despacho. Supe que estaban
haciendo sus preparativos de marcha : fui á
verme con mi padre, y arrasados los ojos de
lágrimas le supliqué que me dejara ir con él,
concediéndome algunas mercancías para ven-
derlas por mi cuenta, a Aun sois demasiado jo-
ven, » me dijo, « para emprender el viaje de
Ejipto : son muy penosas las fatigas de la jor-
nada, y además estoy convencido de que allí os
perderíais. » Estas palabras no me apearon de
mi afán por los viajes. Valíme del influjo que
tenían mis tios con mi padre, y al fin recabaron
que fuese con ellos hasta Damasco, en donde
me dejarían mientras ellos proseguirían su viaje
á Ejipto. « La ciudad de Damasco, » dijo mi pa-
dre, <c tiene también sus primores, y es preciso
que se contente con el permiso que le doy de ir
hasta allí. » Por grande que fuera el deseo que
tenia de ver el Ejipto tras lo que habia oido, era
mi padre, y hube de conformarme con su vo-
luntad.
« Marché de Musul con mis tios y con él. Atra-
vesamos la Mesopotamia, pasamos el Eufrates,
llegamos á Alepo, y tras algunos dias de residen-
cia, seguimos á Damasco, cuya vista me sobre-
cojió halagüeñamente. Hospedámonos todos en
el mismo khan y me hallé en una ciudad grande,
populosa y muy bien fortificada. Pasamos algu-
nos dias paseándonos por todos los jardines
deliciosos que hay en sus alrededores y convi-
nimos en que tenían razón los que decían que
Damasco se hallaba en el centro de un paraíso.
184
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Mis tios trataron en fin de proseguir su viaje ;
pero antes vendieron mis mercancías, efectuán-
dolo tan ventajosamente para mí, que gané qui-
nientos por ciento : aquella venta me produjo
una cantidad crecida, cuya posesión fué para
mí un cúmulo de complacencias,
« Mi padre y mis tios me dejaron pues en
Damasco y prosiguieron su viaje. Después de su
marcha, tuve gran cuidado de no malgastar mi
dinero. No obstante alquilé una casa magnífica :
era toda de mármol, adornada con pinturas en
que abundaban el oro y el azul, y tenia un jar-
din con varios y vistosos surtidores. Quise alha-
jarla, no con el lujo que requería la suntuosidad
de la habitación ; pero á lo menos con bastante
aseo para un joven de mi oíase, Habia pertene-
cido en otro tiempo á uno de los principales se-
ñores de la ciudad , llamado 1 Modum Abdalá
Ibrahim, y era á la sazón de un rico joyero,
á quien pagaba yo dos jerifes al mes. Tenia bas-
tantes criados y vivia distinguidamente, convi-
dando á veces á comer á los conocidos, y otras
yendo á comer á sus casas. Así pasaba el tiempo
en Damasco, aguardando la vuelta de mi padre :
ninguna pasión alteraba mi sosiego, y el trato
de personas honradas era mi único recreo.
(( Un dia que estaba sentado á la puerta de
mi casa tomando el fresco, una dama ricamente
vestida y que parecía de personal agraciado, se
acercó á mí y me preguntó si vendía telas. Di-
ciendo esto se entró en la casa. »
En este punto Gheherazada calló viendo que
amanecía, y á la noche siguiente prosiguió en
estos términos :
NOCHE CXXX.
«Cuando vi, » dijo el joven de Musul, «que
la dama se habia entrado en mi casa, me levan-
té, cerré la puerta y la llevé á una sala donde le
rogué que se sentara. « Señora, » le dije, « tenia
hace algun tiempo telas muy dignas de parar en
esas manos ; mas ahora ninguna me queda ; y lo
siento infinito. » Se quitó el velo que le cubría el
rostro, y dejó campear ante mis ojos una her-
mosura cuyo aspecto me movió á impulsos que
aun no habían llegado á mi noticia. « No nece-
sito telas, » me respondió, « vengo tan solo á
veros, y pasar aquí la noche, si esto puede com-
placeros : no os pido mas que una lijera cola-
ción. »
« Enajenado con tanta dicha, mandé á mis
criados que nos trajeran toda clase de frutas y
algunas botellas de vino. Fuimos al punto ser-*
vidos y pasamos hasta media noche comiendo y
bebiendo : en suma , nunca habia pasado una
noche tan placentera como aquella. A la ma-
drugada quise poner diez jerifes en la mano
déla dama; pero la retiró. «No he venido á
veros, » dijo, a con miras interesadas, y me
estáis agraviando. Muy lejos de recibir de vos
dinero alguno, quiero al contrario que lo recibáis
de mí, sin lo cual no volveré á visitaros. » Y al
mismo tiempo sacó diez jerifes de su bolsa y me
precisó á'que los tomase. « Aguardadme dentro
de tres dias, » me dijo, «* al anochecer. » A estas
palabras, se despidió de mí, y yo sentí que al
marcharse se me llevaba el corazón.
« Al cabo de tres dias no hizo falta en volver
á la hora espresada, y yo tampoco dejé de re-
cibirla con todo el júbilo de un hombre que la
aguardaba con impaciencia. Pasamos la tarde y
la noche como la vez primera, y al dia siguiente
prometió, al marcharse, que volvería dentro de
tres dias ; pero no quiso irse hasta que hube re-
cibido otros diez jerifes.
« Volvió por la^tercera vez, y cuando el vino
nos hubo enardecido á entrambos , me dijo :
« Corazón mió , ¿ qué pensáis de mí ? ¿ No soy
hermosa y divertida ? — Señora , » le respondí ,
«esa pregunta es muy escusada; todas las prue-
bas de "cariño que os estoy dando deben con-
venceros de que os amo ; estoy enajenado de
veros y poseeros; sois ini reina y sultana, y col-
máis toda la dicha de mi vida. — ¡ Ah ! estoy se-
gura , » me dijo , « que dejaríais de hablar asi ,
si hubieseis visto á una amiga mia mas joven y
hermosa que yo ; es de temple tan festivo, que
haría reir aun á los mas melancólicos. Preciso
CUENTOS ÁRABES,
185
es que la traiga conmigo : le be hablado de vos,
y por lo que le he dicho, arde toda en deseos
de veros. Me ha rogado que le proporcione esta
satisfacción ; pero no me he atrevido á compla-
cerla sin haberos hablado antes. — Señora , »
repliqué, « haréis lo que gustéis ; pero por mu-
cho que ensalcéis á vuestra amiga, reto á su es*
tremada hermosura para ver si os arrebata un
corazón taír intensamente apasionado de vues-
tros primores, que nada es capaz de hacérselos
olvidar. — Cuidado con lo que decís , » replicó
la dama , « os aviso que voy á poner vuestro
amor á una prueba muy violenta. »
« Así quedamos , y á la madrugada al mar*
charse, en lugar de diez jerifes, me dio quince,
qu* tuve que aceptar. Acordaos,» me dijo, «de
que dentro de dos dias tendréis otra convidada,
y pensad en regalarla mucho, mucho ; vendre-
mos á la hora 'acostumbrada , cuando esté ya
puesto el sol. » Mandé adornar la sala y dispo-
ner una colación fina para el día en que habian
de venir. »
En este punto so interrumpió Cheherazada
advirtiendo que era de día, y á la noche sigui-
ente prosiguió así :
NOCHE CXXXI.
Señor , el joven de Musul siguió refiriendo su
historia al médico judío: «Aguardé á las dos
damas con impaciencia, y al fin llegaron á la
caida de la tarde ; se descubrieron una y otra ,
y si me habia embargado la hermosura de la
primera, mucho mas me traspasó la vista.de su
amiga. Tenia las facciones lindas y un rostro
perfecto , una tez trasparente , y unos ojos tan
centellantes, que apenas cabia sobrellevar su
brillantez. Dile gracias por el obsequio que le
merecía y le rogué que me escusara si no la re-
cibía según su mérito. « Dejémonos de cumpli-
mientos, » me dijo , «á mi me tocaría daros
gracias porque habéis permitido [que mi amiga
me trajera aquí ; pero ya que gustáis] de admi-
tirme, dejémonos de ceremonias y no pensemos
mas que en divertirnos. »
« Como habia dado orden de que nos sirvie-
sen la colación luego que hubieran llegado las
damas, pronto nos sentamos á la mesa. Hallába-
me frente á la recien llegada, que no cesaba de
mirar con espresiva sonrisa. No pude resistir á
sus miradas vencedoras , y se hizo dueña de mi
corazón , sin contraresto por mi parte ; pero al
paso que me estaba flechando á raudales el ca-
riño, lo cobró igualmente para conmigo, y lejos
de ocultarlo, me disparó sus saetillas harto pun-
zantes.
« La otra dama que nos estaba observando,
al pronto no hizo mas que reírse. « Bien os lo
dije yo, » esclamó encarándose conmigo, « que
hallaríais á mi amiga en estremo seductora , y
ya advierto que habéis quebrantado el juramen-
to de serme fiel.*-* Señora, » le contesté, riéndo-
me también como ella , « tendríais motivo de
queja , si no me mostrase atento con una dama
que me habéis traído y á la que amáis ; ambas
pudierais reconvenirme de que no sé hacer los
honores de mi casa.
a Seguimos bebiendo ; pero al paso que el vi-
no nos iba enardeciendo , la recien llegada y yo
nos echábamos unas ojeadas con tan escaso co-
medimiento, que su amiga llegó á encelarse vio-
lentamente , como al punto nos lo manifestó
aciagamente. Se levantó y salió diciéndonos que
volvía en seguida ; pero de allí á poco, la dama
que habia quedado conmigo mudó de semblan-
te , se vio asaltada de tremendas convulsiones ,
y al fin rindió el alma entre mis brazos, mien-
tras que llamaba á mis criadas para que me a-
yudaran á asistirla. Salgo arrebatadamente, pre-
gunto por la otra dama, y mis criados me dicen
que habia -abierto la puerta de la calle y se ha-
bia marchado. Entonces sospeché, y con certe-
za, que ella habia causado la muerte de su ami-
ga, y con efecto, habia tenido la maña y la mal-
dad de echar un veneno muy violento en la úl-
tima copa que le habia ofrecido.
«Acongójeme entrañablemente con tamaño
trance ; « ¿ qué haré ? » dije para conmigo ;
186
LAS MIL Y LNA NOCHES.
(( ¿ qué va á ser de mí ? » Juzgando que no ha-
bía tiempo que perder, mandé á mis criados que
levantasen con el mayor silencio , á la claridad
de la luna , una de las losas de mármol con que
estaba empedrado el patio de mi casa, y que
abriesen una sepultura, en donde enterraron el
cuerpo de la infeliz dama. Luego que hubieron
vuelto á colocar la losa de mármol, me vestí en
traje de camino, tomé cuanto dinero tenia, y lo
cerré todo, hasta la puerta de la casa, lacrándo-
la y poniéndole mi sello. Fui á verme con el jo-
yero á quien pertenecía, pagúele el alquiler que
le estaba debiendo , y además un año adelanta-
do, y dándole la llave, le rogué que me la guar-
dara. » Un negocio urgente, » le dije, «me obli-
ga á ausentarme por algún tiempo, y es preciso
que me vea con mis tios en el Cairo. « Final-
mente me despedí de él, y al punto monté á ca-
ballo y me puse en camino con mis criados que
me estaban aguardando. »
Empezó á asomar el dia , y así Cheherazada
dejó su narración para la noche siguiente, en
que prosiguió de este modo :
NOCHE CXXXII.
a Mi viaje fué prospero , » dijo el joven de
Musul , y llegué al Cairo sin tropiezo. Allí hallé
á mis tios, quienes se quedaron atónitos al ver-
me. Diles por disculpa que me había cansado de
aguardarlos , y que no recibiendo noticia suya ,
el desasosiego me había hecho emprender aquel
viaje. Acojiéronme con cariño , y prometieron
hacer de modo que mi padre no llevara á mal
mi salida de Damasco sin permiso suyo. Alóje-
me con ellos en el mismo khan, y vi todo cuan-
to era digno de verse en el Cairo.
« Como habían acabado de vender sus mer-
cancías , hablaban de regresar á Musul , y ya
empezaban á hacer sus preparativos para la
marcha ; pero no habiendo visto cuanto anhela-
ba visitar en Ejipto, dejé á mis tios, me fui á
hospedar en un barrio muy apartado de su khan,
y no me dejé ver hasta que se hubieron mar-
chado. Anduvieron buscándome por toda la ciu-
dad ; pero no dando conmigo , se imajinaron
que remordiéndome la conciencia por haber ve-
nido á Ejipto contra la voluntad de mi padre,
habia vuelto á Damasco sin decirles nada , y se
fueron esperanzados de encontrarme allí y lle-
varme consigo.
«Quédeme pues en el Cairo después de su
marcha y permanecí tres años para satisfacer la
curiosidad que tenia de ver todas las maravillas
del Ejipto. Durante aquel tiempo , tuve cuidado
de enviar dinero al joyero , rogándole que me
guardara su casa , porque trataba de volver á
Damasco , y residir allí algunos años mas. Nada
me sucedió en el Cairo que merezca mentarse ;
pero sin duda os quedaréis pasmados con lo que
me ocurrió cuando volví á Damasco.
« Al llegar á dicha ciudad , fui á apearme á
casa del joyero, quien me recibió con alegría, y
quiso acompañarme hasta mi casa, para hacerme
ver que nadie habia entrado durante mi ausen-
cia. Con efecto, permanecía el sello cabal sobre
la cerradura, y habiendo entrado, lo hallé todo
en el mismo ser en que lo habia dejado.
« Al barrer la sala en que habia comido con
las damas, uno de mis criados halló un collar de
oro en forma de cadena , en el que estaban en-
gastadas á trechos diez perlas muy gruesas* y
perfectas; me lo trajo , y lo conocí por ser el
que habia visto ai cuello de la joven que habia
muerto envenenada. Comprendí que se le habia
desprendido y caído sin que yo lo echara de
ver. No pude mirarlo sin derramar lágrimas al
acordarme de una persona tan apreciable, y á
la que habia visto fenecer tan aciagamente. Lo
envolví y coloqué esmeradamente en mi pecho.
« Pasé algunos dias en recobrarme de las fa-
tigas del viaje, y luego empecé á visitar á todos
mis antiguos conocidos. Engólfeme en toda clase
de recrees, é insensiblemente fui gastando todo
mi dinero. En aquella situación, en vez de ven-
der mis muebles , determiné desprenderme del
collar ; pero como no era intelijente en perlas ,
me manejé torpísimamente , como vais á oir.
CUENTOS ÁRABES.
187
a Fui al mercado , y llamando á parte á un
corredor, le enseñé el collar y le dije que trata-
ba de venderlo y que lo hiciese ver á los princi-
.pales joyeros. El corredor se quedó asombrado
viendo aquella joya. « ¡ Qué preciosidad tan pe-
regrina ! » esclamó , después de haberlo mirado
atentamente ; « nunca nuestros mercaderes han
visto joya tan rica : voy á darles un buen rato y
no dudéis de que á porfía ofrecerán un crecido
precio por ella. » Llevóme á una tienda, y ca-
sualmente era la del dueño de mi casa. « Aguar-
dadme aquí , » me dijo el corredor, « pronto
volveré á daros respuesta. »
« Mientras iba con mucha reserva de tienda
en tienda enseñando el collar, me senté junto
al joyero , quien se alegró de verme y empeza-
mos á conversar sobre diferentes asuntos. Vol-
vió el corredor, y llamándome á parte , en vez
de decirme que valuaban el collar en mas de
mil jerifes, me aseguró que no querían dar por
él sino cincuenta. « Me han dicho , » añadió ,
a que las perlas son falsas, y así ved si queréis
darlo por ese precio. » Dile crédito, y como ne-
cesitaba dinero, «Id,» le dije, aereólo que
decís y á los que lo entienden mejor que yo;
dádselo y traedme pronto el dinero. »
« El corredor habia venido á ofrecerme cin-
cuenta jerifes de parte del mas rico joyero del
mercado , el cual habia hecho esta oferta , tan
solo para sondearme, y saber si conocía bien el
valor de lo que vendía. Así es que apenas supo
mi respuesta , cuando llevó al corredor á casa
del teniente de policía, y dijo enseñando el co-
llar : « Señor, me han robado este collar, y el
ladrón, disfrazado de mercader, ha tenido la
osadía de venir á venderlo y se halla ahora mis-
mo en el mercado. Se contenta, » añadió, «con
cincuenta jerifes por una joya que vale dos mil,
y no cabe mejor prueba de que es un ladrón. » i
a El teniente de policía me mandó prender
inmediatamente, y cuando estuve en su presen-
cia , me preguntó si el collar que tenia en la
mano era el mismo que yo quería vender al
mercader. Respondíle que sí. « ¿ Y es cierto , »
añadió , « que estéis dispuesto á darlo por cin-
cuenta jerifes? » Convine en ello. « Pues bien,»
dijo entonces con tono burlón, « que le apaleen,
y pronto nos dirá con su hermoso traje de mer-
cader que es un picaro ladrón : que le den de
palos hasta que lo confíese. » La violencia de
los golpes me hizo decir una mentira : confesé,
aunque no era verdad, que habia robado el co-
llar, y al punto el teniente de policía me mandó
cortar la mano.
« Esta ocurrencia metió mucho ruido en el
mercado , y apenas hube vuelto á casa , cuando
llegó' el dueño de ella, a Hijo mió, » me dijo ,
a me parecéis un joven juicioso y bien criado.
¿ Cómo es posible que hayáis cometido una ac-
ción tan indigna como la que acabo de saber ?
Vos mismo me dijisteis que teníais bienes , y no
dudo que me habréis dicho la verdad. ¿ Porqué
no me pedisteis dinero? Os lo hubiera prestado
con gusto ; pero tras lo que acaba de suceder,
no puedo permitir que habitéis por mas tiempo
mi casa : así , tomad vuestro partido y búscaos
otra habitación. » Estas palabras me causaron
sumo pesar y rogué al joyero con lágrimas en
los ojos que me dejara vivir tres dias mas en la
casa, lo cual me concedió.
« ¡ Ay de mí ! » esclamé, « ¡ qué desgracia y
qué afrenta ! ¿Me atreveré á volver á Musul , y
podrá persuadir á mi padre de mi inocencia
todo cuanto pueda decirle ? »
Aquí se detuvo Cheherazada, porque ya aso-
maba el dia ; pero á la mañana siguiente prosi-
guió de este modo :
NOCHE CXXXIII.
« Tres dias después de haberme sucedido esta
desgracia,» dijo el joven de Musul, «con la
mayor estrañeza vi entrar en casa una cuadrilla
de esbirros del teniente de policía con el dueño
de la casa y el mercader que me habia acusado
falsamente de haberle robado el collar de per-
las. Pregúnteles qué traían ; pero en vez de res-
ponderme , me maniataron diciéndome mil bal-
188
LAS MIL Y UNA NOCHES.
dones, y que el collar pertenecía al gobernador
de Damasco , quien lo había perdido tres años
atrás, y que en la misma apoca habia desapare-
cido una de sus hijas. Juzgad de mi turbación
al saber esta noticia. Sin embargo, tomé una re-
solución. « Le diré la verdad al gobernador, »
dije para conmigo, «y á él tocará perdonarme
ó mandarme dar muerte. »
« Guando me presentaron á él , observé que
me miraba con ojos de compasión , lo cual me
pareció de buen agüero. Me mandó desatar, y
luego encarándose con el joyero mi acusador, y
con el dueño de la casa , « ¿ Es este , » les dijo ,
« el hombre que ofreció en venta el collar de
perlas? » Apenas le hubieron respondido que sí,,
cuando dijo : « Estoy seguro de que no robó el
collar y estraño muchísimo que se le haya tra-
tado con tanta injusticia. » Alentado con estas
palabras, «Señor,» le dije, «os juro que con
efecto soy inocente , y aun estoy persuadido de
que el collar nunca perteneció á mi acusador, á
quien nunca vi , y cuya ruin alevosía es causa
de queme hayan tratado tan vilmente. Es cierto
que confesé haber cometido el robo ; pero esta
confesión fué contra mi conciencia , arrancada
por los tormentos y por un motivo que estoy
pronto á deciros , si tenéis la bondad de escu-
charme. — Basta con esto , » replicó el gober-
nador, « para que se os haga al punto una parte
de la justicia que os es debida. Que lleven de
aquí, » añadió, « al falso acusador y que padez-
ca el mismo suplicio que hizo padecer á este
hombre, cuya inocencia me es patente. »
« Ejecutaron al punto la orden del goberna-
dor, llevándose al joyero y castigándole como lo
merecía. Hecho esto, el gobernador mandó des-
pejar la sala y me dijo : « Hijo mió, contadme
sin temor de qué modo vino á parar en vuestras
manos este collar y no me ocultéis nada. » En-
tonces le descubrí todo lo que habia ocurrido, y
le confesé que habia preferido pasar por ladrón
á descubrir aquella trájica aventura. « ¡ Dios
poderoso ! » esclamó el gobernador luego que
hube acabado de hablar, «vuestros juicios son
incomprensibles y debemos acatarlos sin mur-
murar. Recibo con toda sumisión el golpe que
os habéis dignado descargarme, » Luego enca-
rándose conmigo, « Hijo mió, » me dijo, « des-
pués de haber oido la causa de vuestra desgra-
cia, de la que estoy muy apesadumbrado, voy á
referiros también la mia. Sabed que soy padre
de esas dos damas de que acabáis 9e hablarme.»
Al acabar estas palabras, Gheheraiada vio
que amanecía, é interrumpió su narración hasta
la noche siguiente.
NOCHE CXXXIY;
« Señor, he aquí lo que el gobernador de Da-
masco dijo al joven de Musul : « Hijo mió, ha •
beis de saber que la primera dama que tuvo la
desvergüenza de iros á buscar á casa era la
mayor de todas mis hijas. La habia casado en el
Cairo con uno de sus primos, hijo de mi her-
mano. Murió su marido, y volvió á casa estra-
gada con mil perversidades que habia aprendido
en Ejipto. Antes de su llegada, su hermana
segunda, que murió de un modo tan lastimoso
en vuestros brazos, era muy juiciosa y nunca
me habia dado motivo alguno para quejarme de
sus costumbres. La mayor contrajo estrecha
amistad con ella é insensiblemente la fué per-
virtiendo al par de ella misma.
« El día después de la muerte de la segunda,
como no la vi al sentarme á la mesa , pregunté
por ella á la mayor, que habia vuelto á casa ;
pero en vez de responderme, se puso á llorar
tan amargamente que formé una aciaga con-
jetura. Instóla para que me dijera lo que deseaba
saber. « Padre mió, » me respondió sollozando,
« lo único que puedo deciros es que mrtiermana
se puso ayer su mejor traje, su hermoso collar de
perlas, que salió, y que desde entonces no la he
vuelto á ver. » Hice buscar á mi hija por toda la
ciudad ; pero no pude adquirir ninguna noticia
acerca de su desgraciada suerte. Sin embargo,
la mayor, que sin duda se arrepentía de sus fu-
riosos zelos , no cesó de atlijirse y llorar la
CUENTOS ÁRABES.
189
muerte de su hermana ; hasta se privó de todo
sustento , y de este modo puso fin á su triste
existencia.
« He aquí, » prosiguió el gobernador, « cual
es la condición de los hombres ; tales son las
desgracias á que están espuestos. Pero, hijo
mió , » añadió , « ya que somos ambos igual-
mente desgraciados, unamos nuestras penas y
no nos abandonemos uno á otro. Os doy en ca-
samiento otra hija que tengo ; es mas joven que
sus hermanas, y en nada se les parece por su
comportamiento. También es mucho mas her-
mosa que ellas, y os aseguro que es de una ín-
dole propia para haceros feliz. No tendréis otra
casa que la mia, y á mi muerte seréis mis únicos
herederos. — Señor, » le dije, « estoy corrido
con tantísima dignación , y nunca podré mani-
festaros debidamente mi reconocimiento. — No
hablemos mas de eso, » interrumpió el gober-
nador* « y no perdamos el tiempo en palabras
superlluas. » Dicho esto, mandó llamar testigos
y estender un contrato matrimonial ; y luego me
casé con su hija sin ceremonia.
siderables ; finalmente , ya habéis podido ver,
desde que venis á casa del gobernador, de
cuanta consideración gozo á su lado. Sabed ade-
más que un hombre enviado por mis. tios á
Ejipto, con el único objeto de buscarme , ha-
biendo descubierto á su tránsito que me hallaba
en esta ciudad, me entregó ayer una carta de
su parte. Me avisan la muerte de mi padre y me
instan para que vaya á Musul á recojer su suce-
sión ; pero como el parentesco y amistad del
gobernador me enlazan con él y no me permiten
ausentarme, he mandado un poder para que se
encarguen de todo cuanto me pertenece. Tras
lo que acabáis de oir, espero que disimularéis
la grosería que cometí durante el curso de mi
enfermedad , presentándoos la mano izquierda
en vez de la derecha. »
« He aquí, » dijo el médico judío al sultán de
Casgar, « lo que me refirió el joven de Musul.
Permanecí en Damasco mientras vivió el gober-
nador, y á su muerte, corno me hallaba en la
ílor de mi edad, tuve la curiosidad de viajar.
Recorrí toda la Persia y todas las Indias, y al fin
<» No se contentó con castigar al joyero que
me habia acusado falsamente , sino que confiscó
á mi favor todos sus bienes, que son muy con-
me avecindé en vuestra capital, donde estoy
ejerciendo la profesión de médico. »
El sultán de Casgar halló esta historia bas-
190
LAS MIL Y UNA NOCHES.
tante agradable. « Confieso, » le dijo al Judío,
« que lo que acabas de referir es estraordinario ;
pero francamente, la historia del jorobado lo
es mucho mas y muy divertida ; así no esperes
que te conceda la vida ni tampoco á los demás ;
voy á mandaros ahorcar á los cuatro. — Aguar-
dad, señor, v esclamó el sastre, adelantándose
y postrándose á los pies del sultán : ya que
vuestra majestad gusta de historias chistosas,
no le desagradará la que tengo que contarle. —
Corriente, también voy á escucharte, » le dijo
el sultán ; « pero no te lisonjees de que te deje
vivir, á menos que digas alguna aventura mas
entretenida que la del joFobado. » Entonces el
sastre, como si estuviera seguro del hecho,
tomó la palabra con mucha confianza, y empezó
su narración en los términos siguientes :
HISTORIA QUE REFIRIÓ EL SASTRE.
« Señor, un vecino de esta ciudad me convidó
dos días atrás á un banquete que daba ayer ma-
ñana á sus amigos : fui á su casa muy temprano,
y hallé unas veinte personas reunidas.
& No aguardábamos mas que al amo de la casa
que habia salido para algún asunto , cuando le
vimos llegar acompañado de un joven forastero
muy bien vestido, de agraciada presencia, pero
cojo. Nos levantamos todos, y en obsequio del
amo de casa, rogamos al joven que se sentara
con nosotros en el sofá. Iba á hacerlo, cuando,
ad virtiendo un barbero que era de la reunión,
dio algunos pasos hacia atrás y quiso marcharse.
El amo de casa , admirado de su ademan , lo
detuvo. « ¿ A dónde vais? » le dijo ; « os traigo
conmigo para que me honréis en el banquete
que doy á mis amigos , y apenas llegáis , ¿ ya
queréis salir ? — Señor, » respondió el joven,
« por Dios os ruego que no me detengáis y que
permitáis que me vaya. No puedo menos de
horrorizarme viendo á este maldito barbero ;
aunque ha nacido en un pais en que todos son
blancos, se parece mucho á un Etíope ; pero
tiene el alma aun mas negra y horrorosa que el
rostro. »
Empezó á apuntar el din, y Cheherazada in-
terrmupió su narración hasta la noche si-
guiente.
NOCHE CXXXV.
« Quedamos todos absortos con aquellas pa-
labras , » prosiguió el sastre , « y empezamos á
formar pobrísimo concepto del barbero, sin sa-
ber si el joven forastero tenia fundado motivo
para hablar de él en tales términos, y aun pro-
testamos que no consentiríamos que se sentase
á la mesa un hombre de quien nos hacían una
pintura tan horrorosa. El amo de la casa rogó
al forastero que nos dijera los motivos que tenia
para aborrecer al barbero. « Señores, » nos dijo
entonces el joven , « habéis de saber como este
maldito barbero es causa de que estoy cojo y de
que me haya sucedido el lance mas fiero que
imajinarse pueda ; por eso he jurado huir de to-
do paraje donde se halle , y aun de la ciudad en
que viva ; por eso me marché de Bagdad , en
donde le dejé , y emprendí un viaje tan largo
para avecindarme en esta ciudad , situada en el
centro de la Gran Tartaria , lisonjeándome con
la esperanza de que nunca le volvería á ver. Sin
embargo , hele aquí todavía ; y así , señores ,
tengo que privarme , á pesar mió , del honor de
divertirme con todos Vds. Voy á ausentarme hoy
mismo de esta ciudad , y á descansar , si puedo,
en algún paraje que me trasponga á su vista. »
Dichas estas palabra j, estaba en ademan de
marcharse , pero el amo de la casa lo detuvo
otra vez rogándole que se quedara con nosotros
y nos refiriera la causa de la aversión que pro-
fesaba al barbero , el cual permanecía entretanto
cabizbajo y callado. Juntamos nuestras súplicas
á las del amo de la casa , y al fin el joven , ce-
diendo á nuestras encarecidas instancias, se sen-
tó en el sofá y nos refirió así su historia , vuelto
de espaldas al barbero ,. por temor de verle.
« Mi padre ocupaba en la ciudad un lugar pre-
eminente , y así podia aspirar á los principales
empleos, mas antepuso siempre una vida sose-
CUENTOS ÁRABES.
191
gada á todos los honores á que era acreedor. No
tuvo otro hijo que yo, y cuando falleció , desco-
llaba ya mi entendimiento y me hallaba en edad
de disponer de los grandes bienes que me había
dejado. No los malgasté locamente , antes bien
hice de ellos un uso que me granjeó el aprecio
de todos.
(v Aun no habia esperimentado pasión alguna,
y lejos de avenirme al amor , debo confesar ,
para vergüenza mia , que huia tenazmente del
trato de las mujeres. Un dia que me hallaba en
la calle , vi venir hacia mí una cuadrilla de da-
mas, y para no encontrarme con ellas , me metí
por una callejuela que abocaba á la derecha , y
me senté en un banco junto á una puerta. Hallá-
bame enfrente de una ventana en la que habia
un hermoso tiesto de flores , y mis ojos estaban
clavados en ella , cuando se abrió de repente y
vi asomarse á una dama joven cuya hermosura
me deslumbró. Dióme al punto una mirada , y
mientras regaba las llores con una mano mas
blanca que el alabastro , me clavó la vista con
una sonrisa que me infundió tanto cariño , como
aversión habia tenido hasta entonces á todas las
mujeres. Luego que hubo regado las flores y
dádome otra mirada seductora que acabó de tras-
pasarme el corazón , volvió á cerrar la ventana
y me dejó en una turbación y un trastorno in-
decibles.
« Hubiera permanecido por mucho tiempo en
aquel estado , á no ser por el ruido que oí en la
calle y que me hizo volver en mí. Torcí la ca-
beza al levantarme, y vi que era el primer cadí
de la ciudad , montado en una muía y acompa-
ñado de cinco ó seis criados. Apeóse á la puerta
de la casa cuya ventana habia abierto la señorita;
entró , y así conjeturé que era su padre.
« Volví á casa en un estado muy diferente del
que habia salido , azorado con una pasión tanto
mas violenta en cuanto nunca habia sentido sus
efectos. Metíme en cama con una calentura ar-
diente que llenó de pesar á toda mi familia. Mis
parientes , que me amaban , sobresaltados con
una enfermedad tan repentina , acudieron pron-
tamente y me importunaron mucho para que les
dijera la causa , pero yo me guardé muy bien de
comunicársela. Mi silencio les causó una zozobra
que los médicos no pudieron desvanecer , por-
que no entendían mi dolencia , y así sus reme-
dios , lejos de mejorarme , me iban empeorando.
« Mis parientes empezaban ya á desconfiar de
mi vida , cuando vino á casa una vieja conocida
suya sabedora de mi enfermedad ; consideróme
atentamente f y después de haberme examinado,
conoció , no sé por qué casualidad , la cansa de
mi enfermedad. Llamólos á parte y les rogó que
la dejaran sola conmigo y mandaran retirar á
todos los criados.
« Luego que todos se marcharon del aposento,
se sentó á la cabecera de la cama. « Hijo mió , »
me dijo , ce os habéis obstinado hasta ahora en
ocultar la causa de vuestro mal , pero no nece-
sito que me la declaréis , tengo bastante espe-
riencia para calar este secreto , y no me negaréis
que estáis enfermo de amor. Puedo curaros, con
tal que me digáis quién es la venturosa dama
que ha logrado flechar un corazón tan insensible
como el vuestro , porque tenéis la reputación de
no querer á las damas , y yo no he sido la única
que lo he advertido ; pero al fin ha sucedido lo
que yo habia previsto , y me alegro de tener
una ocasión de sacaros de este conflicto, »
a Pero , señor , a dijo en este punto la sultana
Cheherazada , a ya empieza á amanecer y debo
suspender mi narración. » Chahriar se levantó
al punto , muy ansioso de oir la continuación de
una historia , cuyo principio habia escuchado
con tanto placer.
NOCHE CXXXYI.
« Señor , » dijo á la mañana siguiente Chehe-
razada , a el joven cojo prosiguió así su historia:
« Luego que la vieja me habló de este modo , se
detuvo para oir mi respuesta , pero aunque sus
palabras hubiesen hecho en mí mucha impre-
sión , no me atrevía á descubrir el fondo de mi
interior. Volvíme solamente hacia la vieja y di
un gran suspiro sin decir una palabra. «¿No ha-
192
LAS MIL V UNA NOCHES.
blais por vergüenza s » añadió , v ó por falta de
confianza ten mí? ¿ Ponéis en duda los efectos de
mi promesa? Un sinnúmero de jóvenes conoci-
dos vuestros pudiera citaros que se han hallado
en los mismos apuros y á los que he aliviado. »
« En suma, la buena mujer me dijo tantas
ternezas , que rompí el silencio , le declaré mi
mal , informándole del lugar en donde había vis-
to el objeto que lo causaba y esplicándole todas
las circunstancias de mi aventura. « Podéis con-
tar con mi reconocimiento , » le dije , « si me
proporcionáis la dicha de ver á aquella beldad
encantadora y declararle la pasión en que estoy
ardiendo por ella. — Hijo mió , » me respondió
la vieja , «conozco muy bien la persona de quien
me habláis , y no cabe duda en que es hija del
primer cadí de esta ciudad, como os habéis
imajinado. No estraño que la améis , pues es la
hermosura mas peregrina y cariñosa de Bagdad;
pero lo que me desconsuela es que se la tiene
por muy orgullosa y que es difícil hablarle. Ya
sabéis cuan esmerados son nuestros jueces en el
cumplimiento de las crudísimas leyes que tienen
á las mujeres en tan violenta sujeción , y que
aun lo son mucho mas en su observancia respec-
to á sus familias , y el cadí que habéis visto es
mas adusto en este punto que todos los demás.
Gomo no hacen mas que predicar á sus hijas que
es un grandísimo delito el dejarse ver de los
hombres s la mayor parte de ellas viven tan
preocupadas s que nunca alzan la vista en la ca-
lle, si por casualidad tienen que salir. Supongo
que la hija del primer cadí no es de tal temple;
mas no por eso preveo que tenga menas obstá-
culos que vencer por su parte y por la de su
padre. Ojalá amaseis á otra dama * pues no ten-
dría que vencer tantísimas dificultades. Echaré
el resto , y aunque se requiere tiempo * no hay
que desesperanzaros , y vivid confiado en mí. »
« Marchóse la anciana, y como recapacité muy
al vivo cuantos obstáculos n;e acababa de mani-
festar , aumentóse mi dolencia con la zozobra de
que saliesen frustrados sus intentos. Volvió al dia
siguiente y leí en su rostro que no traia albricias
sobre el particular. Con efecto , me dijo : » No
me engañé , dijo mió , pues median aun mas tro-
piezos que la vijilancia de un padre. Amáis á un
objeto empedernido que se complace en hacer
delirar de amor á todos los que cautiva , y no
quiere darles el menor alivio ; me escuchó con
placer , mientras le hablé del sumo quebranto
que os está causando , pero apenas abrí la boca
para pedirle que os permitiera verla y con ver-
sar con ella, cuando me dijo clavándome una
terrible mirada : « Es mucha osadía la vuestra
de hacerme semejante propuesta ; os prohibo
que volváis á poner los pies aquí para hablarme
de tales desvarios. »
« Mas no hay que desesperarse por eso , »
prosiguió la vieja , « no me canso tan fácilmen-
te , y con tal que no se os acabe la paciencia ,
espero que lograremos el intento. » En resu-
men » , dijo el joven , « la buena mensajera
hizo en balde otras muchas tentativas con la tre-
menda enemiga de mi sosiego , y el pesar que
sentí empeoró de tal modo mi dolencia que los
médicos me desahuciaron enteramente. Se me
miraba ya como á un hombre que no aguardaba
mas que la muerte , cuando la anciana vino á
darme la vida.
a Para que ninguno la entendiera, me dijo al
oido : « Pensad en el regalo que me habéis de
hacer por la buena noticia que os traigo. » Es-
tas palabras surtieron para mí un efecto porten-
toso, é incorporándome en la cama, le respondí
con alborozo : » No os hará falta el regalo ; ¿ qué
tenéis que decirme? — Mi amado señor, » re-
puso, <( pronto tendré el gusto de que hayáis
recobrado la salud y que estéis contento de mí.
Ayer fui á la casa de vuestra querida, y la hallé
de buen humor. Presénteme con rostro descon-
solado, di algunos suspiros y derramé copiosas
lágrimas. « Buena mujer, » me dijo, « ¿ qué es
loque tenéis y porqué venís tan aflijida?— ¡ Ay
de mí I querida señorita,» le respondí» «vengo
de casa del joven de quien os hablaba el Otro
dia : no hay remedio, va á perder la vida por
amor vuestro ; gran lástima es por cierto, y
mucha la crueldad con que le traíais. — No sé,»
replicó» « ¿ porqué me suponéis causa de su
muerte? ¿Cómo puedo haber contribuido á
ella? — ¿Cómo ? » repuse, « pues ¡qué! ¿no
os dije el otro dia que estaba sentado delante de
vuestra ventana cuando la abristeis para regar
un tiesto de flores ? Vio ese milagro de hermo-
sura, esos hechizos que vuestro espejo os está
de continuo retratando; desde entonces se va
consumiendo, y su enfermedad se agravó en
términos que se halla al fin reducido al lamen-
table estado que os digo. »
Aquí dejó de hablar Cheherazada, porque vio
asomar el dia, y á la noche siguiente prosiguió
de este modo la historia del joven cojo de Bag-
dad :
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CUENTOS ÁRABES.
133
NOCHE CXXXVII.
# « Señor, la vieja siguió refiriendo al' joven
enfermo de amor la conversación que habia te-
nido con la hija del cadí : « Os acordáis, seno-
ra, » añadí, « con cuanto rigor me tratasteis
últimamente, cuando quise hablaros de su enfer-
medad y proponeros un medio para librarle del
peligro en que se hallaba. Volví á su casa al
salir de aquí, y apenas conoció en mi rostro que
no lé traia noticia halagüeña, cuando le recre-
ció su dolencia. Desde entonces, señora, está á
punto de perder la vida, y no sé si pudierais
salvársela, dado caso que os apiadaseis de su
situación.
« He aquí lo que le dije, » añadió la anciana.
« Conmovióse con la aprensión de vuestra
muerte, y mudó de semblante, a ¿ Es cierto lo
que referís,» me dijo, « y que efectivamente
esté enfermo por amor mió ? — ¡ Ah ! señora, »
repuse, « demasiado cierto es, y ¡ ojalá fuera
falso! — ¿Y creéis, » replicó, «que la espe-
ranza de verme y hablarme pueda contribuir
á sacarle del peligro en que se halla ? — Acaso
sí , » le dije , « y si me lo mandáis, probaré
este remedio. — Pues bien, » replicó suspiran-
do, » hacedle confiar en que me verá ; pero
no debe prometerse otras finezas, á menos que
pretenda casarse conmigo y que mi padre con-
sienta en este enlace. — Señora, 9 esclamé, ■
a sois muy bondadosa : voy á ver al señorito y
á participarle como tendrá el gusto de conver-
sar con vos. — Me parece que el momento mas
á propósito para este avistamiento, » me dijo
la dama, a será el viernes próximo cuando di-
gan la oración del mediodía. Que observa cuan-
do salga mi padre de casa, y que venga al ponto
á esta calle, si se halla con fuerzas para llegarse
aquí. Le veré llegar desde mi ventana, y ba-
jaré á abrirle. Conversaremos todo el rato de la
oración, y se retirará antes que vuelva mi padre.»
« Hoy es martes, » prosiguió la anciana,
« hasta el viernes podéis recobraros un poco, y
disponeros á esta encuentro. » AI paso que la
buena abuela me estaba hablando, sestia amai-
nar mi dolencia, ó mas bien me hallé curado,
T. I.
al acabar su relación. « Tomad, » le dije, dán-
dole una bolsa llena ; « á vos sola debo mi res-
tablecimiento, doy por mejor empleado este
dinero que el que di á los médicos, que no hi-
cieron mas que atormentarme durante mi en-
fermedad. »
« Luego que la anciana se marchó, me sentí
con bastantes fuerzas para levantarme. Mis
parientes , gozosísimos de verme tan mejora-
do, me dieron mil parabienes y se retiraron á
su estancia.
« Llega el viernes á la madrugada la anciana,
cuando empezaba á vestirme con el mejor traje
que tenia. « No os pregunto cómo os halláis, »
me dijo, a pues el afán que traéis me da á co-
nocer lo que debo conceptuar : ¿ pero no vais á
bañaros antes de ir á casa del primer cadí ? —
Mediaría demasiado rato, » le respondí ; « me
contentaré con mandar por un barbero y ha-
cerme afeitar cabeza y barba. » Al punto dije á
un esclavo que fuera á buscar uno que fuese
aventajado en su profesión y muy dilijente.
« El esclavo me trajo á este malhadado bar-
bero que aquí veis, quien me dijo, después de
haberme saludado : a Señor, se os conoce en el
rostro que no estáis bueno. *> Respondíle que
acababa de pasar una enfermedad, « Deseo, »
repuso, «que Dios os libre de toda clase de
males, y que su gracia os acompañe siempre. —
Confio, » le repliqué, a que cumplirá vuestro
deseo que oe agradezco infinito. — Ya que salis
de una enfermedad, » dijo, « ruego á Dios que
os conserve la salud ; ahora decidme de qué se
trata : he traído mis navajas y mis lancetas,
¿ queréis que os afeite ó que os sangre? — Aca-
bo de deciros, » repuse, « que salgo de una en •
fermedad, y así podéis imajinaros que no os
mandé llamar sino para que me afeitéis; daos
priesa y no perdamos tiempo en hablar, porque
tengo que hacer y me aguardan á las doce en
punto. )>
Cheherazada calló al acabar estas palabras,
porque asomaba el dia, y á la mañana siguiente
prosiguió de esta manera :
13
104
US MIL \ UNA NOCHES.
NOCHE CXXXVIII.
« El barbero, » dijo el joven cojo de Bagdad,
o empleó largo rato en desatar su estuche y
afilar sus navajas ; en vez de poner agua en su
bacía, sacó del estuche un astrolabio muy cu-
rioso, salió del aposento y se fué al medio del
patio á tomar la altura del sol. Volvió con la
misma gravedad, y al entrar me dijo : « Creo
que os alegraréis, señor, de saber que hoy es el
viernes décimo octavo de la luna de safar del
año 653, desde la retirada de nuestro gran pro-
feta de la Meca á Medina, y del año 7320 desde
la época del gran Iskender con dos astas ; y que
la conjunción de Marte y Mercurio significa que
no podéis escojer mejor tiempo que hoy, ni me-
jor hora para afeitaros. Pero por otra parte,
esta misma conjunción os es de infausto agüero,
pues me anuncia que corréis en este día un gran
peligro, no dé perder la vida , sino de una in-
comodidad que os durará el resto de vuestros
dias; debéis estarme agradecido del aviso que
os doy, para que os guardéis de tamaño fracaso :
sentina mucho que os sucediese. »
a Imajinaos, señores, cuanto enfado me dio
el haber caído en manos de un barbero tan ha-
blador y estravagante ; ¡qué terrible contra-
tiempo para un amante que se estaba acicalando
para una cita ! a Poco me importan, » le dije
enojado, «vuestros avisos y pronósticos : no
os mandé llamar para consultaros sobre la as-
trolojía ; habéis venido para afeitarme : así que,
sea pronto, y si no, marchaos y mandaré por
otro barbero. »
« Señor, » me respondió con una flema ca-
paz de hacerme perder la paciencia , « ¿qué
motivo tenéis para incomodaros? ¿Sabéis que
hay muy pocos barberos que se me parezcan y
que no hallaríais uno solo que me iguale, aun
cuando lo buscarais con un candil ? Habéis man-
dado por un barbero, y en mí tenéis, no solo al
mas hábil de Bagdad, sino también un médico
consumado, un químico profundo, un astrólogo
que no se engaña, un retórico perfecto, un lójico
sutil, un matemático habilísimo en la jeometría,
aritmética, astronomía y todas las sutilezas del
áljebra, y un historiador que sabe los sucesos
de todos los reinos del universo. Además, po-
seo todas las partes de la filosofía, tengo en la
memoria todas nuestras leyes y tradiciones.
Soy poeta, arquitecto ; ¿pero qué cosa hay que
yo no sepa? Nada hay oculto para mí en la natu-
raleza. Vuestro difunto padre, á quien tributo
lágrimas cuando me acuerdo de él, estaba muy
persuadido de mi mérito : me quería, me aga-
sajaba, citándome en todas las tertulias como el
primer hombre del mundo : quiero, por recono-
cimiento y amistad por él, tomaros bajo mi
protección, y precaveros de cuantas desventu-
ras os amaguen los astros. »
(( A estas palabras no pude menos de reírme,
á pesar de mi enfado, u ¿ Acabaréis pronto, ha-
blador interminable, » esclamé, « y queréis afei-
tarme ? »
Al llegar aquí Cheherazada, interrumpió la
historia del cojo de Bagdad, porque advirtió que
amanecía ; pero á la noche siguiente prosiguió
de este modo ;
CUENTOS ÁRABES.
185
NOCHE cxxxn.
El cojo dijo refiriendo su historia : « Señor, »
replicó el barbero, « me agraviáis llamándome
hablador : al contrario, todos me dan el honroso
adjetivo de callado. Tenia seis hermanos á quie-
nes con razón hubierais podido llamar habla-
dores, y para que los conozcáis, os diré que el
mayor se llamaba Bacbuc, el segundo Bakba-
rah, el tercero Bakbac, el cuarto Alcuz, el quinto
Alnaschar y el sexto Chacabac. Eran unos mo-
lestos charlatanes ; pero yo, el menor, soy cir-
cunspecto y lacónico en mi habla. »
« Por favor, señores mios , poneos en mi lu-
gar : ¿ qué partido podia yo tomar viéndome tan
cruelmente asesinado ? « Dale tres monedas de
oro, » le dije al esclavo encargado del gasto de
casa, « y que se vaya y me deje en paz, pues
ya no quiero afeitarme por hoy. — Señor, »
me dijo entonces el barbero, a qué es lo que
estáis diciendo ? Yo no he venido á buscaros,
vos sois el que habéis mandado por mí, y ya
que es así, juro á fe de Musulmán, que no sal-
dré de esta casa hasta que os haya afeitado. No
es culpa mia, si no conocéis lo que valgo. Vuestro
difunto padre me hacia mas justicia , y siempre
que me enviaba á buscar para sangrarle, me hacia
sentará su lado, y entonces era un embeleso oir
las lindezas que yo \g decia. Estaba perpetua-
mente absorto y como arrebatado, y cuando
habia concluido, « ¡ Ah ! » esclamaba, a soi»
una fuente inagotable de saber, y nadie se apro-
xima á la profundidad de vuestro entendimiento.
— Mi amado señor, » le respondia yo , a me
hacéis mas favor del que merezco. Si digo algo
de bueno, es por la atención que os dignáis con-
cederme : vuestras liberalidades son las que me-
infunden todos estos sublimes pensamientos que
logran agradaros. — Un dia que estaba embe-
lesado con un discurso asombroso que yo aca-
baba de pronunciar ;
« Que le den, » dijo, « cien monedas de oro
y le pongan uno de mis mas ricos vestidos. »;
Al punto recibí aquel regalo, saqué su horós-
copo y hallé que era el mas venturoso del mun-
do, y aun pujé mucho mas con mi .agradece;
miento, porque le sangré con ventosas. »; .
« No paró aquí el barbero, y empezó otra lar-
guísima relación que duró mas de media hora.
Cansado de oirle, y viendo que pasaba el tiempo
sin que estuviese mas adelantado, ya no sabia
qué decirle. « No, » esclamé, « imposible es que
haya en el mundo un hombre igual, que se com-
plazca en martirizar á los demás. »
Empezó á amanecer, y Cheherazada suspen-
dió aquí su narración. Al dia siguiente la prosi-
guió en estos términos :
NOCHE CXI.
« Me figuré, » dijo el cojo de Bagdad, « que
conseguida algo hablando al barbero con suavi-
dad. « Por Dios, » le dije, « dejaos de primores
retóricos y despachad luego ; ya os dije que me
llama fuera de casa un negocio de la mayor im-
portancia. » A estas palabras se echó á reir.
196
LAS MIL Y UNA NOCHES.
a Logro muy laudable fuera, » dijo, a si nuestro
espíritu se mantuviera siempre en la misma si-
tuación y si fuésemos siempre cuerdos y atina-
dos : sin embargo atribuyo el enojo que habéis
sentido contra mí á vuestra enfermedad, que ha
causado ese trastorno en vuestra índole : por
eso necesitáis de algunas instrucciones, y nada
mejor podéis hacer que seguir el ejemplo de
vuestro padre y abuelo. Venían á consultarme
en todos sus negocios, y sin vanidad puedo de-
cir que me daban albricias por mis consejos.
Mirad, señor, casi nunca logra uno lo que em-
prende, si no recurre á los consejos de personas
ilustradas : dice el refrán que nunca llega uno
á ser hombre de pro sin tomar el consejo de otro
tal ; yo me ofrezco á vuestra disposición, y no
tenéis mas que mandar.
— « ¿ Con que no puedo conseguir, » inter-
rumpí, « que dejéis todas esas hablas intermi-
nables, que de. nada sirven sino para quebrarme
la cabeza y malograr mis quehaceres? Afeitad-
me pues ó marchaos. » Diciendo esto , me le-
vanté colérico dando una patada en el suelo.
« Cuando vio queme enfadaba de veras, « Se-
ñor, » me dijo, « no os enojéis, pues vamos á em-
pezar.» Con efecto, me lavó la cabeza y empezó á
afeitarla ; pero apenas me hubo pasado un poco
la navaja , cuando se paró para decirme : « Se-
ñor, sois pronto de jenio ; debierais tener á raya
esos arrebatos que vienen del demonio. Además
merezco cierta consideración por mis años , sa-
ber y prendas esclarecidas. »
— « Afeitadme , » le dije interrumpiéndole
otra vez, « y dejaos dé hablar. — ¿ Con que te-
neis, » repuso, « algún negocio urjente? apuesto
que no me engaño. — Hace dos horas que os
lo estoy diciendo, » repliqué, « y ya debierais
haberme afeitado. — Moderad vuestro afán, »
me dijo ; « quizá no habéis pensado bien lo que
vais á hacer : casi siempre se arrepiente uno
cuando despacha sus quehaceres atropellada-
mente. Quisiera que me dijerais cual es ese ne-
gocio que tanto urje, y os diría mi parecer : por
lo demás, os sobra tiempo, ya que solo os aguar-
dan á las doce y aun faltan tres horas. — Eso
no es del caso, » le dije ; < los hombres de ho-
nor y de palabra se anticipan siempre á la hora
dada. Pero advierto que entreteniéndome en
hablar, incurro en el achaque de los barberos
charlatanes ; daos priesa en afeitarme. »
« Cuanto mas apuro manifestaba yo, tanto
menos se apresuraba en obedecerme. Dejó la
navaja para tomar el astrolabio , y luego dejó
este por aquella. »
Cheherazada se interrumpió viendo que ama -
necia, y dejó para la noche siguiente la continua-
ción de la historia empezada.
CUENTOS ARABKS.
197
NOCHE CXLI.
«El barbero volvió á dejar otra vez la navaja,»)
prosiguió el cojo, a cojió otra vez el astrolabio
y me dejó medio afeitado para ir á ver qué hora
era. Volvió y me dijo : a Señor, ya sabia yo que
no me engañaba; aun faltan tres horas para las
doce ; es un hecho positivo, ó todas las reglas
de la astronomía son falsas. — ¡ Cielo santo ! »
esclamé, « mi paciencia está apurada, y ya no
puedo aguantar mas. Maldito barbero, plaga hu-
mana, estoy por abalanzarme á ti y ahogarte. —
Despacito, caballero, » me dijo con acento sose-
gado y sin inmutarse con mi arrebato ; « ¿ no
tenéis aprensión de recaer enfermo ? no os ar-
rebatéis , voy á serviros al punto. » Diciendo
estas palabras, volvió á meter el astrolabio en
el estuche, cojió otra vez la navaja, la repasó
en el cuero que tenia atado á la cintura, y siguió
afeitándome ; pero entretanto no pudo menos
de hablar, a Si quisierais decirme, señor, » me
dijo, « cuál es ese asunto que tenéis á las doce,
os daría algún consejo que pudiera seros prove-
choso. » Díjele para satisfacerle que algunos
amigos me aguardaban para darme una comida
y regocijarse conmigo por el restablecimiento
de mi salud.
« Guando el barbero oyó hablar de una comi-
da, « Dios os bendiga en este día como en todos
Jos demás , » esclamó ; « ahora me recordáis
que ayer convidé á cuatro ó cinco amigos para
que vinieran hoy á comer conmigo ; me habia
olvidado, y aun no tengo hecha disposición al-
guna. — No paséis cuidado por eso, » le dije ;
a aunque como fuera, mi despensa está siempre
provista. Os regalo todo cuanto en ella se halle,
y aun os mandaré dar todo el vino que queráis,
porque lo tengo escelente en mi bodega ; pero
es menester que acabéis prontamente de afei-
tarme, y acordaos que si mi padre os hacia re-
galos por oiros hablar, yo os los hago para que
calléis. »
a No se contentó con la palabra que le daba.
« Dios os premie, » esclamó, « el favor que me
hacéis ; pero enseñadme ahora esas provisiones
para que vea si hay bastante para obsequiar á
mis amigos. Quiero que estén contentos del buen
trato que les voy á dar. — Tengo, » le dije, « un
cordero, seis capones, una docena de gallinas y
con que hacer cuatro platos. » Mandé á un es-
clavo que trajera al punto todo esto y cuatro
grandes cántaros de vino, u Todo esto es muy
bueno, » repuso el barbero ; « pero se necesi-
tarían algunas frutas y los condimentos para el
guiso. « Mandé que le dieran todo lo que pedia :
dejó de afeitarme para examinarlo todo por par-
tes, y como este rejistro duró cerca de media
hora, yo prorumpí en baldones y me estuve
desesperando ; pero con todo eso el malvado no
se daba mas priesa. Sin embargo volvió á tomar
la navaja y me afeitó por un rato , hasta que
parándose de repente, « Nunca hubiera creído,
señor, » me dijo, « que fuerais tan jeneroso, y
empiezo á conocer que vuestro difunto padre ha
dejado un digno sucesor. Seguramente yo no
merecía los favores con que me estáis colmando,
y os aseguro que conservaré de ellos un reco-
nocimiento perpetuo ; porque habéis de saber,
señor, que nada tengo sino lo que me viene de
la jenerosidad de los hombres honrados como
vos ; en lo que me asemejo á Zantut que da
friegas á los que van al baño, á Sali que vende
garbanzos tostados por las calles, á Salut que
vende habas, á Akerscha que vende yerbas , á
Abu Mekares que riega las calles para sentar el
polvo, y á Casen de la guardia del califa. Todos
estos hombres nunca están melancólicos : no
son incómodos ni disputadores; mas contentos
con su suerte que el califa en medio de su corte,
siempre están alegres, prontos á cantar y bailar
y tienen cada uno su canción y su danza par-
ticular con que divierten á toda la ciudad de
Bagdad ; pero lo que mas aprecio en ellos, es
que no son graodes charlatanes, como vuestro
esclavo que tiene el honor de hablaros. Mirad,
señor, esta es la canción y el baile de Zantut
que da friegas á la jente en el baño : atended y
ved si le imito bien. »
Aquí paró Cheherazada advirtiendo que era de
dia ,y á la mañana siguiente prosiguió de este modo :
196
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CXLII.
<( El barbero cantó la canción y bailó la danza
da Zantut, » continuó el cojo, « y por mas que
hice para que interrumpiera 6us bufonadas, no
paró hasta que hubo remedado por entero á
cuantos había ido nombrando. Hecho esto, y
vuelto á mi, « Señor, » me dijo, a voy á man-
dar por toda esta jente honrada, y si habéis de
creerme, haréis bien en veniros con nosotros y
dejaréis á vuestros amigos, que quizá son algu-
nos grandes habladores que os aturdirían con
sus razones fastidiosas, y os darían una enfer-
medad peor que la que habéis tenido ; en vez
de que en mi casa no hallaréis mas que di-
versión. »
« A pesar de mi enojo no pude menos de reir
de sus locuras. Quisiera no tener nada que ha-
cer, » le dije, « y con gusto admitiera la pro-
puesta que me hacéis yendo gustoso á divertirme
con vosotros ; pero os ruego que me escuseis,
pues hoy estoy comprometido ; otro dia estaré
mas espedito y comeremos juntos ; acabad de
afeitarme y volveos pronto á casa, quizá ya estén
allá vuestros amigos. — Señor, » repuso , « no
me neguéis el favor que os pido, venid á diver-
tiros con la reunión preciosa que voy á tener.
Si hubieseis estado una sola vez con esas buenas
jentes, hubierais quedado tan bien hallado que
os desentenderíais gustoso por ellos de vuestros
amigos. — No hablemos mas de eso, » le res-
pondí, « no puedo ir á vuestra comida. »
« Nada aventajé á buenas , y el barbero re-
plicó : « Ya que no queréis veniros conmigo ,
habéis de permitir que os acompañe. Voy á lle-
var á casa lo que me habéis dado ; mis amigos
comerán si quieren ; volveré al punto, no quiero
faltar á la atención de acompañaros, pues sois
acreedora este obsequio. — i Cielos ! *> esclamé
entonces, <r ¿pon que no podré librarme hoy de
ese hombre tan angustioso ? Por el Dios vivo, »
le dije, (( terminad vuestras razones importunas ;
id por vuestros amigos, comed, bebed, divertios
y dejadme la libertad de ir con los mios. Quiero
marcharme solo, no necesito que nadie me acom-
pañe ; además, os he de confesar que el lugar á
donde voy no es un paraje en que podáis ser
admitido, pues solo me quieren ámi. — Eso es
burlarse, señor, si vuestros amigos os han con-
vidado para una comida, ¿ qué motivo podéis
tener para que no os acompañe ? Estoy seguro
de que tendrán gusto en que les llevéis un hom-
bre como yo, que está siempre de buen humor
y sabe divertir agradablemente á los convidados.
Por mucho que digáis, esto es hecho ; os acom-
paño á pesar vuestro. »
«Estas palabras, señores mios , me pusieron
en gran conflicto. «¿Cómo me libraré de este
maldito barbero?» deciapara conmigo ; «si me
empeño en contradecirle, no acabaremos nues-
tra contienda. » Además oia que ya llamaban
por la primera vez á la oración de mediodía , y
que era hora de marcharme : así tomé el par-
tido de no decir palabra, aparentando consentir
en que viniera conmigo. Entonces acabó de
afeitarme , y hecho esto , le dije : « Tomad al-
gunos de mis criados para que os lleven esas
provisiones , y volved pronto ; os quedo aguar-
dando y no me marcharé sin vos. »
« Salió por fin y acabé prontamente de ves-
tirme. Oí llamar á la oración por la última vez,
y me di priesa en marcharme ; pero el maldito
barbero, maliciando mi intención, se había con-
tentado con ir con mis criados hasta un punto
desde donde podía verlos entrar en su casa. Se
había encubierto tras una esquina para ace-
charme y seguirme, y con efecto, cuando llegué
á la puerta del cadí, volví la cabeza y lo descu-
brí con espanto á la entrada de la calle.
« La puerta del cadí estaba entreabierta , y al
entrar vi á la anciana que me aguardaba, y que,
después de haber cerrado la puerta , me acom-
pañó al aposento de la señorita ; pero apenas
empezaba á conversar con ella , cuando oímos
rumor por la calle. La dama se asomó á la ven-
tana , y por 1.a celosía vio que era el cadí su pa-
dre que volvía ya de la oración. Miré también al
mismo tiempo, y vi al barbero sentado enfrente
en el mismo poyo , desde el cual habia visto yo
á mi querida del alma.
CUENTOS ÁRABES.
199
a Entonces tuve dos motivos de zozobra , la
llegada del cadí por una parte , y por otra la
presencia del barbero. La señorita me esplayó
respecto á lo primero, diciéndome que su padre
nunca subia á su aposento , y como habia pre-
visto que podia suceder semejante contratiempo,
habia discurrido los medios de hacerme salir
con toda seguridad ; pero la bachillería del
malvado barbero me daba suma zozobra ; y vais
á ver que mi temor no era infundado.
« Luego que el cadí entró en casa, dio él mis-
mo de palos á un esclavo que lo habia mere-
cido. Daba este agudos alaridos , que se oian en
la calle ; el barbero se figuró que era yo quien
voceaba y á quien estaban maltratando. Em-
bargado con esta aprensión, prorumpe en alari-
dos pavorosos , se rasga los vestidos , se echa
polvo sobre la cabeza , pide auxilio á los veci-
nos, que acuden al punto preguntándole qué
tiene y qué auxilio pueden aprontarle. « ¡ Ay de
mí ! )> esclama, «están asesinando á mi amo, á
mi caro protector ; » y sin mas esplicaciones
corre á mi casa dando voces, y vuelve acompa-
ñado de todos mis criados armados con palos.
Llaman con ímpetu disparatado á la puerta del
cadí , quien envia un esclavo para que vea lo
que ocurre ; pero este , despavorido , vuelve á
su amo y le dice : « Señor, mas de diez mil
hombres quieren entrar en casa por fuerza y
empiezan á derribar la puerta. »
El cadí acude al punto él mismo , abre la
puerta y pregunta qué quieren. Su presencia ve-
nerable no alcanza á infundir respeto á mis cria-
dos, quienes le dicen descocadamente : « Mal-
dito cadí, perro cadí, ¿qué motivo tenéis para
asesinar á nuestro amo? ¿Qué os ha hecho? —
Buena jente , d les respondió el cadí , « y ¿por-
qué he de asesinar yo á vuestro amo, si no le
conozco, ni me ha ofendido? Abierta está mi
casa, entrad y buscadle vosotros mismos. —
Le habéis apaleado , » dijo el barbero ; « hace
poco que oí sus alaridos. — Pero os repilo , »
replicó el cadí, « ¿en qué ha podido ofenderme
vuestro amo, para que yo haya tenido que mal-
tratarle como decis ? ¿ Está por ventura en mi
casa? Y si está en ella, ¿ cómo ha" podido entrar
y quién le ha admitido ? — No me engañaréis
con vuestra gran barba, picaro cadí, » repuso el
barbero ; « sé muy bien lo que digo. Vuestra
hija ama á nuestro amo y le ha dado una cita
en vuestra casa durante la oración del medio-
día ; sin duda os lo han avisado , habéis vuelto,
y hallándole, habéis mandado á vuestros criados
que le apaleasen ; pero no habéis cometido á
vuestro salvo esa acción malvada ; enteraremos
de todo al califa , y él nos hará justicia. Dejadle
salir y volvédnosle pronto , si no , vamos á en-
trar y á sacarle para vergüenza vuestra. — No
hay necesidad de hablar tanto ni meter tanto
ruido, » repuso el cadí i « si lo que decis es cier-
to , os doy permiso para que entréis y le bus-
quéis. » Apenas el cadí pronunció estas palabras,
cuando el barbero y mis criados se arrojaron á
la casa como unos furiosos, y empezaron á bus-
carme por todas partes. »
Al llegar aquí Cheherazada , dejó de hablar,
porque ya amanecía. Chahriar se levantó rién-
dose del afán intempestivo del barbero , y muy
ansioso de saber lo que habia ocurrido en la casa
del cadí y por qué suceso el joven se habia en-
cojado. La sultana satisfizo á su curiosidad al día
siguiente, y prosiguió en estos términos :
NOCHE CXMI.
El sastre siguió refiriendo al sultán de Casgar
la historia que habia empezado. « Señor, » dijo,
« el joven prosiguió asi : a Oyendo todo lo que
el barbero decia al cadí, busqué donde ocultar-
me , y no hallé otro sitio sino un gran cofre va-
cío, en el que me metí y cerré. El barbero, des-
pués de haber rejistrado por todas partes , no
dejó de venir al aposento en que yo estaba.
Acercóse al cofre, abriólo , y viéndome dentro,
asió de él , se lo cargó sobre la cabeza y se lo
llevó. Bajó una escalera bastante elevada, atra-
vesó velozmente un patio y llegó al fin á la
puerta de la calle. Mientras me llevaba , por
desgracia se abrió el cofre , y entonces no pu-
200
LAS MIL Y UNA NOCHES.
diendo aguantar la vergüenza de verme espuesto
á las miradas y voces del populacho que nos se-
guía, me arrojé á la calle con tanta precipitación,
que me hice una herida en la pierna , de cuyas
resultas he quedado cojo. Al pronto no sentí el
daño que me habia hecho , y aun me levanté
para zafarme por medio de una pronta fuga del
escarnio de la plebe. Tiréle algunos puñados de
oro y plata con que estaba llena mi bolsa , y
mientras que -se abalanzaba á recojerlos , me
escapé por calles allá escusadas ; pero el mal-
dito barbero , aprovechándose de la astucia de
que yo me había valido para librarme de la
muchedumbre, echó á correr detrás de mí, gri-
tando hasta desgañitarse : « Deteneos , señor :
¿porqué corréis tanto? Si supierais cuanto he
sentido que el cadí os haya tratado así , á vos
que sois tan jeneroso y á quien tanto debemos
yo y mis amigos. ¿ No os dije yo que esponiais
vuestra vida empeñándoos en no querer que os
acompañara ? Ya veis lo que os ha sucedido por
culpa vuestra ; y si yo no me hubiese empeñado
en seguiros para ver á donde ibais, ¿qué os hu-
bierais hecho ? ¿ A dónde vais , señor? aguar-
dadme. »
« Así clamaba por la calle el malhadado bar-
bero, y no se contentaba con haber movido tan-
tísimo alboroto en el barrio del cadí, sino que
también quería entonces que toda la ciudad lo
supiera. Enfurecíme con impulsos de aguardarle
y ahogarle ; pero con esto solo hubiera hechQ
mas ruidoso mi conflicto. Tomé otro partido, y
como advertí que sus alaridos agolpaban mucha
jente á las puertas y ventanas, entré en un khan,
cuyo amo me era conocido. Hállele á la puerta
atraído por el estruendo, a Por Dios, » le dije,
« hacedme el favor de impedir que aquel mente-
cato entre aquí tras mí. » Prometiómelo y cum-
plió su palabra ; pero no sin trabajo, porque el
porfiado barbero quería entrar á pesar suyo, y
no se retiró sin decirle mil. baldones, y desde
allí hasta su casa se fué refiriendo á cuantos en-
contraba el gran servicio que suponía haberme
hecho.
a He aquí cómo me libré de un hombre tan
molesto. El amo del khan me rogó que le con-
tara mi aventura : se la referí, pidiéndole que
me dejara un aposento hasta que estuviese cura-
do. « Señor, » me dijo, « me parece que esta-
ríais con mas comodidad en vuestra casa. — No
quiero volver allá, » le respondí ; « ese maldito
barbero no dejaría de acudir : me acosaría dia-
riamente, y al fin me moriría de angustia por
tenerle continuamente á la vista. Además, des-
pués de lo que me ha sucedido hoy, no puedo
determinarme á permanecer por mas tiempo en
esta ciudad. Quiero ir á donde me lleve mi ruin
estrella. » Con efecto luego que estuve curado,
tomé todo el dinero que conceptué podia necesi-
tar, é hice donación de mis bienes á mis parien-
tes.
a Marchéme pues de Bagdad, señores, y lle-
gué aquí esperanzado de no tropezar con este
malditísimo barbero en un país tan remoto del
mió ; y sin embargo lo encuentro en medio de
vosotros. No estrañeis pues el afán con que me
retiro, porque debéis desde luego suponer la
congoja que me ha de causar la vista de un hom-
bre que me ha acarreado mi cojera y reducido á
la amarguísima precisión de vivir lejos de mis
parientes, mis amigos y mi patria. » Al acabar
estas palabras, el mancebo cojo se levantó y sa-
lió del aposento. El amo de la casa le acompañó
hasta la puerta, manifestándole cuanto sentía
haberle dado, aunque sin culpa suya, tanto mo-
tivo de sentimiento.
« Cuando el joven se hubo marchado, » pro-
siguió el sastre, « quedamos todos atónitos con
su historia. Volvimos nuestras miradas hacia el
barbero, y le dijimos que era muy culpado, si
era cierto lo que acabábamos de oir. « Seño-
res, )> nos respondió alzando la cabeza, que has-
ta entonces habia tenido baja ; « el silencio que
he guardado, mientras que ese joven ha estado
hablando, debe serviros de testimonio de que
nada ha dicho en que no convenga con él. Pero
como quiera que sea, sostengo que he debido
hacerlo que hice, y si no, sed vosotros mismos
los jueces : ¿no se habia metido en un aprieto
del que no hubiera salido tan á su salvo sin mi
auxilio ? Muy afortunado es en que le cueste solo
una pierna lisiada. ¿ No me he espuesto yo á un
peligro mucho mayor para sacarle de una casa
en donde yo creía que le estaban atropellando ?
¿ Tiene motivo para quejarse de mí é insultarme
en términos tan violentos ? Esto es lo que se ga-
na con servir á ingratos. Me culpa de ser habla-
dor ; esa es una calumnia. De siete hermanos
que éramos, yo soy el que hablo menos y el que
tengo mas talento, y para que convengáis en ello,
señores mios, voy á contaros mi historia y la
suya. Favorecedme con vuestra atención.
HISTORIA DEL BARBERO.
« En el reino del califa Mostanser Billah (1), »
prosiguió, u príncipe tan famoso por sus inmen-
(1) Mostanser Billa h, Irijésimo sexto califa abaside, subió
al trono el año 1226 de nuestra era (023 de la héjira). Esto
principe, uno de los mejores de su dinastía, se hizo en es-
tremo recomendable por justiciero y dadivoso. Un dia que
estaba rejistrando los caudales atesorados por sus ante-
cesores, asombrado á la vista de una cisterna llena de
CUENTOS ÁRABES.
201
sas liberalidades con los pobres, diez salteadores
atajaban los caminos en los alrededores de Bag-
dad y cometían muchos robos y crueldades inau-
ditas. Enterado el califa ,. hizo llamar al juez de
policía, pocos dias antes de la fiesta del Bairan,
y le mandó, so pena de la vida, que se los tra-
jera todos. »
Cheherazada dejó de hablar en este punto para
avisar al sultán de las Indias que ya amanecía.
Aquel príncipe se levantó, y á la noche siguien-
te la sultana tomó otra vez el hilo de su histo-
ria.
NOCHE CXLIY.
« El juez de policía, » prosiguió el barbero,
« practicó sus dilijencias y puso tanta jen te en
campaña, que los diez salteadores fueron cojidos
el dia mismo del Bairan. Casualmente me estaba
yo paseando entonces por la orilla del Tigris, y
vi diez hombres, bastante bien vestidos, que se
embarcaban en una lancha. Si hubiese reparado
en la guardia que los escoltaba, fácilmente hu-
biera conocido que eran malhechores ; pero tan
solo reparé en sus personas, y embargado con
la aprensión de que eran jentes que iban á di-
vertirse y á pasar la fiesta en algún banquete,
entré en la barca con ellos sin decir palabra, es-
peranzado de alternar con ellos en aquel paseo.
Bajamos por el Tigris y desembarcamos delante
del alcázar del califa. Tuve tiempo para volver
en mí y advertir que me habia equivocado. Al
salir de la barca, nos vimos rodeados por una
nueva escuadra de guardias, que nos ataron y
oro, dijo : « ¡Ojalá pueda yo vivir harto tiempo para hacer
buen uso de estas riquezas por tanlos años sepultadas! —
Señor,» respondió uno de sus cortesanos, « vuestro abuelo
Naser abrigaba un anhelo muy contra puesto. Viendo que
faltaban dos brazas para que esta cisterna estuviese lle-
na, deseaba vivir bastante tiempo para verla enteramente
colmada. Cuéntase que en las nuches del mes de ramadan,
dedicado al ayuno, mandaba poner en las calles de Bag-
dad mesas muy bien servidas y á las que podían sentaise
todos los Musulmanes. El paso siguiente ofrece un ejemplo
de liberalidad que raya en profusión. Mostanser habiendo
visto un dia desde lo alto de su alcázar trajes tendidos en
las azoteas de muchas casas, preguntó el motivo, y supo
que los vestidos que veía eran los de muchos habitantes
de Bagdad, que les habían lavabo y puesto á secar para
solemnizar la fiesta del Bairan. « ;Es posible, » dijo el ca-
lifa, « que haya entre mis subditos tan crecido número de
personas sin medios para comprarse un vestido con que
celebrar el Bairan?» Al punto mandó hacer gran canti-
dad do balas de oro, que el califa y sus corlesanos dis-
pararon con ballestas á todas las azoteas en que habia
ropa tendida. Mostanser falleció en el año 1242 de J.-C. (64)
de la héjira), de edad de cincuenta y un años.
llevaron á la presencia del califa. Me dejé atar
como los demás sin decir palabra : y en efecto,
¿ de qué me hubiera servido hablar y oponer re-
sistencia? Esto no hubiera conducido sino á que
los guardias me maltrataran sin escucharme,
porque son unos bárbaros que en nada reparan.
Yo me hallaba con los salteadores, y bastaba esto
para quecreyesen que yo debia ser uno de tantos.
« Luego que estuvimos delante del califa, man-
dó que se castigara á los diez facinerosos. « Que
les corten la cabeza á esos diez malvados, » dijo ;
y al punto el verdugo nos puso en línea al alcan-
ce de su mano, y felizmente me hallé colocado
el último. Decapitó á los diez ladrones, empe-
zando por el primero, y cuando llegó á mí, se
paró. El califa, viendo que el verdugo no me to-
caba, se enojó. « ¿ No te he mandado, » le dijo,
« que cortes la cabeza á diez ladrones ? ¿ Porqué
no la cortas sino á nueve ? — Caudillo de los
creyentes, » respondió el verdugo, « guárdeme
Dios de no haber ejecutado la orden de vuestra
majestad : aquí están en el suelo diez cadáveres
y otras tantas cabezas cortadas como puede ver. »
Cuando el califa hubo verificado por sí mismo que
el verdugo decia verdad, me miró con estrañeza,
y no advirtiéndome fisonomía de salteador,
« Buen anciano, » me dijo, « ¿por qué casuali-
dad os halláis envuelto con esos desastrados,
dignos de mil muertes ? Yo le respondí : « Cau-
dillo de los creyentes, voy á deciros la verdad :
he visto esta mañana que entraban en una barca
esos diez hombres, cuyo castigo acaba de hacer
patente la justicia de vuestra majestad ; me em-
barqué con ellos, persuadido de que iban á cele-
brar este dia, que es el mas grande de nuestra
relijion. »
202
LAS MIL Y UNA NOCHES.
a El califa no pudo menos de reírse de mi
aventura, y obrando de muy diferente modo que
ese joven cojo que me trata de hablador, admi-
ró mi discreción y constancia en guardar silen-
cio. « Caudillo de los creyentes, » le dije , ano
estrañe vuestra majestad que haya callado en
un trance en que cualquier otro hubiera tenido
ganas de hablar. Hago una profesión particular
de callar, y por esta virtud he merecido el glo-
rioso título de silencioso , pues así me llaman
para distinguirme de los seis hermanos que he te-
nido. Este es el fruto que he sacado de mi filoso-
fía : en una palabra, esta virtud constituye toda
mi gloria y felicidad.
— « Mucho me alegro, » me dijo riéndose el
califa, « que os hayan dado un dictado del que
tan buen uso estáis haciendo ; pero decidme ,
¿ qué clase de hombres eran vuestros hermanos?
¿ se os parecían en algo ? — De ningún modo, »
le repliqué; « eran todos á cual mas decidor; y en
cuanto á su personal, habia también una gran
diferencia entre ellos y yo : el primero era joro-
bado ; el segundo mellado ; el tercero tuerto ; el
cuarto ciego ; el quinto desorejado , y el sexto
tenia los labios hendidos. Les han sucedido lan-
ces que os harían formar concepto de sus índo-
les, si vuestra majestad me permitiera referírse-
los. » Como me pareció que el califa se mostra-
ba deseoso de oírlos, proseguí sin aguardar sus
órdenes.
HISTORIA DEL PRIMER HERMANO DEL BARBERO.
« Señor, le dije, mi hermano mayor, llamado
Bacbuc , el jorobado , era sastre. Cuando hubo
acabado su aprendizaje , alquiló una tienda en-
frente de un molino ; pero como aun no tenia
parroquianos, lo pasaba trabajosamente ; al pa-
so que el molinero estaba muy acomodado y po-
seía una hermosísima mujer. Un dia que mi
hermano estaba trabajando en su tienda, alzó la
cabeza y vio á la molinera asomada á la venta-
na y que miraba á la calle. Hallóla tan hermosa
que vino á quedar prendado de ella. En cuanto
á la molinera , ningun«caso hizo de él ; cerró la
'ventana y no volvió á asomar en todo el dia.
Sin embargo, el pobre sastre no hizo mas que
alzar la cabeza y los ojos al molino , y mientras
se estaba afanando, mas de una vez se punzó
los dedos, y su trabajo aquel dia no fué muy
cumplido. Por la tarde, cuando hubo de cerrar
su tienda, hízosele cuesta arriba, porque espe-
raba que la molinera se asomaría otra vez : mas
al fin tuvo que cerrarla y retirarse á su habita-
ción, en donde pasó una malísima noche. Ver-
dad es que con este motivo se levantó mas tem-
prano, y que la impaciencia de ver á su querida
le llevó antes á su tienda ; pero tampoco logró
■su anhelo en todo el dia, pues la molinera no se
asomó sino una sola vez, aunque bastó esto pa-
ra que mi hermano quedase muy enamorado.
El tercer dia, tuvo mas motivo de satisfacción
que los otros dos ; la molinera le dio casualmen-
te una mirada, y lo sobrecojió con los ojos cla-
vados en ella, con lo cual conoció lo que estaba
pasando en su interior. »
Cheherazada interrumpió su narración , por-
que ya amanecía , y á la noche siguiente la pro-
siguió así :
NOCHE CX1V.
Señor , el barbero siguió refiriendo la historia
de su hermano mayor : « Caudillo de los cre-
yentes , » dijo , hablando siempre al califa Mos-
tanser Billuh , « habéis de saber que apenas la
molinera se enteró del cariño de mi hermano ,
cuando , en vez de enfadarse , determinó diver-
tirse á costa suya. Miróle con semblante risueño;
mi hermano la miró también , pero de un modo
tan chistoso , que la molinera cerró al punto la
ventana , por no soltar una carcajada que diera
á conocer á mi hermano cuan ridículo le parecia.
El inocente Bacbuc interpretó esta acción á su
favor y no dejó de lisonjearse de que le habían
mirado con buenos ojos.
« La molinera determinó pues divertirse mas
y mas á costa de mi hermano. Tenia una pieza
CUENTOS ÁRABES.
203
de hermosa tela con que trataba de hacerse un
vestido , envolvióla en un pañuelo bordado de
seda , y se la envió por una muchacha esclava
que tenia. Esta , bien impuesta , fué á la tienda
del sastre y le dijo : « Mi ama os saluda , y rue-
ga que le hagáis un vestido con esta pieza de
tela , según el corte de este otro que os envia:
muda de vestido con mucha frecuencia , y será
una parroquiana que os tendrá cuenta. » Mi her-
mano conceptuó que la molinera estaba enamo-
rada de él , y aun creyó que le enviaba que hacer
por lo que habia mediado entre ellos , para de-
mostrarle que habia calado lo íntimo de su co-
razón. Embargado con este afán , encargó á la
esclava que dijera á su ama que iba á dejarlo
todo para servirla , y que el vestido estaría pron-
to para eldia siguiente. Con efecto, trabajó en él
con tanto ahinco que lo acabó aquel mismo dia.
« Al siguiente , la muchacha esclava vino á
ver si el vestido estaba acabado , y Bacbuc se lo
dio muy bien doblado diciéndole : « Estoy muy
interesado en dar gusto á vuestra ama para que
me haya olvidado de su vestido. Quiero empe-
ñarla con mi dilijencia en no valerse en adelante
sino de mí. » Dio la muchacha algunos pasos en
ademan de marcharse ; luego volviéndose le dijo
al oido á mi hermano : « Ahora que me acuerdo,
mi ama me ha encargado que os salude de su
parte , y os pregunte cómo habéis pasado la no-
che ; en cuanto á ella , os ama tanto que no ha
podido dormir. — Decidle , » respondió enaje-
nado mi hermano mentecato , « que estoy ar-
diendo todo en amor por ella , y que hace cuatro
noches que no he cerrado los ojos. » Después de
este cumplimiento por parte de la molinera , se
lisonjeó de que no suspiraría mucho tiempo en
balde tras sus finezas.
« Aun no hacia un cuarto de hora que la es-
clava habia dejado á mi hermano , cuando la vio
volver con una pieza de raso. « Mi ama, » le
dijo , a está muy satisfecha de su vestido , pues
le sienta á las mil maravillas; pero como quiere
llevarlo con calzones nuevos , os ruega que le
hagáis pronto unos con esta pieza de raso. —
Muy bien , » respondió Bacbuc , « estarán pron-
tos hoy mismo , antes que salga de la tienda ,
venidlos á buscar antes del anochecer. » La mo-
linera se asomó muchas veces á la ventana , mos-
trándose á mi hermano para estimularle en su
tarea. Este trabajaba con afán , y los calzones
quedaron pronto acabados. La esclava vino por
ellos ; pero no le trajo al sastre el dinero que
habia desembolsado para los forros del vestido y
calzones , ni con que pagar la hechura de uno y
otro. Entretanto aquel malhadado amante , á
cuya costa se estaban divirtiendo sin que él lo
advirtiera , no habia comido nada en todo aquel
dia , y tuvo que pedir prestadas algunas mone-
das de cobre para comprar con que cenar. Al
dia siguiente, luego que abrió la tienda, entró
la esclava y le dijo que el molinero deseaba ha-
blarle. » « Mi ama , » añadió , « le ha dicho tan-
tos bienes de vuestro obrar , que desea que tra-
bajéis también para él. Lo ha hecho con intento
de que las relaciones que se entablen entre vos
y él contribuyan al logro de lo que ambos de-
seáis. » Mi hermano se dejó persuadir , y fué al
molino con la esclava ; el molinero le agasajó,
y presentándole una pieza de tela , le dijo : « Ne-
cesito camisas ; aquí hay tela para ellas ; me
parece que podéis sacar veinte , y si sobra tela,
me la volveréis. »
Cheherazada , viendo la claridad que ilumina-
ba el aposento de Chahriar , calló al acabar estas
palabras, dejando para la noche siguiente la
continuación de la historia de Bacbuc.
NOCIE CX1YI.
« Mi hermano , » prosiguió el barbero , <t tuvo
que hacer para cinco ó seis dias con las veinte
camisas para el molinero , quien le dio después
otra pieza de tela para que le hiciera igual nú-
mero de calzones. Cuando estuvieron acabados,
Bacbuc se los llevó al molinero , quien le pre-
guntó cuanto era su trabajo , á lo que mi herma-
no le dijo que se contentaría con veinte dracmas
de plata. El molinero llamó entonces á la esclava
y le dijo que le trajera las.balanzas para ver si
204
LAS MIL Y UNA ¡SOCHES.
era de peso el dinero que iba á darle. La escla-
va , que estaba avisada , miró á mi hermano con
enojo , dándole á entender que iba á echarlo á
perder todo , si recibía dinero. Así lo entendió
y rehusó tomarlo , aunque lo necesitaba y me
había pedido prestado para comprar el hilo con
que habia cosido las camisas y calzones. Al salir
de casa del molinero , vino á rogarme que le
dejara algún dinero , diciéndome que no le pa-
gaban. Dile algunas monedas de cobre que te-
nia en la bolsa , y con esto vivió algunos días,
aunque solo se mantenía de papas , y aun de
ellas con suma escasez.
« Un dia entró en casa del molinero , que es-
taba ocupado en sus quehaceres , y creyendo
este que mi hermano iba á pedirle dinero , se
lo ofreció ; pero la esclava , que se hallaba pre-
sente , le hizo otra vez una seña , lo cual le es-
torbó el admitirlo, respondiendo al molinero
que no iba por eso á su casa , sino para infor-
marse de su salud. El molinero se lo agradeció
y le dio que hacer otro vestido. Bacbuc se lo lle-
vó hecho al dia siguiente , el molinero sacó su
bolsa , pero bastó que la esclava diera una mi-
rada á mi hermano para que este le dijera al
molinero : « Vecino , no es asunto de apuro , ya
arreglaremos cuentas otra vez. » Así aquel po-
bre tonto se retiró á su tienda con tres grandes
achaques ; esto es , enamorado , hambriento y
sin dinero.
a La molinera pecaba de avarienta y mal in-
tencionada ; no se contentó con frustrar á mi
hermano de lo que se le debia , sino que movió
á su marido para que se vengara del amor que
le estaba profesando, y se valieron del siguiente
medio. El molinero convidó una noche á Bacbuc
á cenar , y después de haberle tratado mal , le
dijo : « Amigo , quedaos aquí , porque ya es tar-
de para que os retiréis. » Diciendo esto, lo llevó
á un lugar del molino en que habia una cama.
Allí lo dejó y se retiró con su mujer al aposento
donde solían dormir. A media noche , el moli-
nero fue á buscar á mi hermano. « Vecino , » le
dijo , « ¿ estáis durmiendo ? Tengo la muía en-
ferma y mucho trigo que moler , y así me ha-
ríais gran favor si dierais vueltas al molino en
su lugar. » Bacbuc , deseando manifestarle que
era hombre dispuesto , le respondió que estaba
pronto á darle gusto y que no tenia mas que en-
señarle lo que habia de hacer. Entonces el mo-
linero lo ató por la cintura como una muía que
da vueltas á la tahona, y luego alargándole un
latigazo , « Vamos , vecino , » le dijo — « ¿ Y
porqué me pegáis ? » le preguntó mi hermano.
« Es para daros ánimo , » le respondió el moli-
nero , « porque á no ser así , mi muía no ca-
mina. » Bacbuc estrañó aquel procedimiento;
pero sin embargo no se atrevió á quejarse.
Cuando hubo dado cinco ó seis vueltas , quiso
descansar ; pero el molinero le descargó una
docena de latigazos , gritándole : a Ánimo , ve-
cino , no hay que pararse; caminad sin cobrar
aliento , si no , echaríais á perder la harina. »
Al llegar aquí, se detuvo Cheherazada porque
vio que amanecía, y á la mañana siguiente prosi-
guió de este modo :
CUENTOS ÁRABES.
205
NOCHE CXLVII.
u El molinero precisó á mi hermano á dar
vueltas á su tahona toda la noche, y al amanecer
le dejó atado, y al fin acudió la esclava y le de-
sató, a ¡ Ah ! ¡ cuánto os hemos compadecido mi
buena ama y yo! » esclamó la malvada; « nin-
guna parte nos cabe en la burla que os ha hecho
el amo. » El desventurado Bacbuc nada respon-
dió, tan cansado y molido estaba de los golpes ;
pero se volvió á casa formando el firme propó-
sito de no pensar mas en la molinera.
c< La narración de esta historia, » prosiguió el
barbero, « hizo reir al califa. « Vete, » me dijo,
« vuélvete á casa ; van á darte algo de mi parte
para consolarte de haber errado el convite que
esperabas. — Caudillo de los creyentes, » re-
pliqué, « ruego á vuestra majestad que me per-
mita no recibir nada hasta que le haya referido
la historia de mis demás hermanos. » El califa
me manifestó con su silencio que estaba pronto
á escucharme ; y así proseguí en estos términos :
HISTORIA DEL SEGUNDO HERMANO DEL BARBERO.
« Mi segundo hermano, llamado Bakbarah, el
mellado, andando un dia por la ciudad, encon-
tró á cierta vieja, en una calle estraviada, que se
le acercó y le dijo : « Tengo una palabrita que
deciros y os ruego que os paréis un momento. »
Paróse mi hermano preguntándole lo que venia
á querer, y ella repuso : « Si os huelga venir
conmigo, os llevaré á un magnífico palacio en
donde veréis á una señora mas hermosa que la
luz. Os admitirá con mucho gusto, y os dará
una colación con esquisitos vinos. No necesito
esplicarme mas. — ¿ Y es cierto lo que me de-
cís ? » replicó mi hermano. — « No soy una
mentirosa, » repuso la vieja, « nada os propon-
go que no sea positivo ; pero escuchad lo que
os exijo : hay que manifestar cordura, hablar
poco y tener infinita condescendencia, » Bakba-
rah se sujetó á estas condiciones, la anciana
echó á andar delante, y él la siguió. Llegaron á
la puerta de un gran palacio , en donde habia
muchos criados y esclavos que quisieron detener
á mi hermano ; pero luego que la vieja habló, lo
dejaron pasar á sus anchuras. Entonces esta se
volvió á mi hermano y le dijo : « Cuidado, no
olvidéis que la señorita á cuya casa os traigo,
prefiere sobre todo la suavidad y decoro, y que
no quiere que la contradigan. Con tal que le deis
gusto en esto, podéis contar con que alcanzaréis
de ella cuanto podéis apetecer. » Bakbarah le
dio gracias por el consejo y prometió aprove-
charse de él.
« La anciana le hizo entrar en un hermoso
edificio que correspondía á la magnificencia del
palacio ; habia alrededor una galería, y en el
centro se veia un precioso jardín. Díjole que se
sentara en un sofá ricamente guarnecido y que
aguardara un momento, pues iba á participar su
llegada á la dueña.
« Mi hermano, que en su vida habia entrado
en paraje tan suntuoso , se estuvo empapando
largo rato en tantísimos primores como atesora-
ba aquella estancia, y juzgando de su ventura
por la magnificencia que presenciaba , apenas
podia contener su alborozo. Pronto oyó un gran
bullicio causado por una cuadrilla de esclavas
festivas que se acercaron áél dando carcajadas,
y en medio de ellas advirtió una señorita de pe-
regrina hermosura, que se daba fácilmente á
conocer por su ama por los miramientos que
merecía á todas. Bakbarah, que se prometía una
conversación particular con la dama, se quedó
pasmado al verla llegar con tanto acompaña-
miento. Sin embargo, las esclavas se revistieron
de mucha gravedad al acercársele, y cuando la
beldad estuvo junto al sofá, mi hermano se le-
vantó y le hizo su rendida cortesía. Ocupó la
joven el asiento principal, y habiéndole rogado
que volviera á sentarse, le dijo con semblante
risueño : « Me alegro mucho de veros, y os de-
seo cuanta ventura podáis apetecer. — Señora, »
le respondió Bakbarah, « ninguna mayor puede
caberme que la honra de presentarme ante vues-
tros ojos. — Me parece que tenéis el jenio festi-
vo, » replicó, « y que estaréis dispuesto á que
pasemos alegremente el tiempo juntos. »
21)6
MIL Y UNA NOCHES.
« Al punto mandó que sirvieran la colación,
y cubrieron una mesa con varios canastillos de
frutas y dulces. Sentóse con las esclavas y con
mi hermano, y como este se hallaba enfrente de
ella, cuando abría la boca para comer, la dama
advertía que era mellado, y se lo hacia reparar
á las esclavas, que se echaban á reir con ella.
Bakbarah, que de cuando en cuando alzaba la
cabeza para mirarla y la veia reir, se imajinó
que era del alegrón de su venida, y que pronto
despediría á sus esclavas para quedarse a solas
con él. La joven juzgó cuales eran sus pensa-
mientos, y complaciéndose en mantenerle en
equivocación tan halagüeña, le dijo mil lindezas
y le fué presentando con suma fineza lo mas
esquisito.
« Terminada la colación, se levantaron déla
mesa ; diez esclavas tomaron instrumentos y se
pusieron á tocar y cantar, mientras qye otras
empezaron á bailar. Mi hermano bailó también
para terciar espresivamente en el regocijo, y la
señorita lo hizo igualmente. Después de haber
bailado por algún rato, se sentaron para cobrar
aliento ; la señora mandó que le dieran un vaso
de vino y miró á mi hermano con semblante ri-
sueño para denotarle que iba á beber á su salud.
El se levantó y se quedó en pié mientras bebia.
Cuando ella hubo acabado, en vez de volver el
vaso, lo mandó llenar y lo presentó á mi herma-
no para que brindara. »
Cheherazada quería proseguir su narración ;
pero observando que era de dia, dejó de hablar
hasta la noche siguiente.
NOCHE CXLVIII.
Señor, el barbero prosiguió la historia de Bak-
barah diciendo : « Mi hermano tomó el vaso de
mano de la señorita besándosela, y bebió en pié,
reconocido á la distinción que recibia ; luego la
joven lo hizo sentar á su lado, le estuvo hala-
gando y le pasó la mano por la espalda, dándole
palmaditas de tanto en tanto. Embriagado con
estas finezas, se juzgaba el mas venturoso de
todos los hombres y se sentía dispuesto á reto-
zar con aquella hermosa joven ; pero no se atre-
vía d tomarse esta libertad delante de tantas
esclavas que tenían los ojos clavados en él, rién-
CÜKNTOS ÁRABES.
ao7
dose continuamente con su diversión. La dama
siguió dándole palmaditas, y al fin le descargó
tal bofetón que le dejó parado. Sonrojóse, y se
levantó para alejarse de ellas, y entonces la an-
ciana que le habia traido le miró de modo que le
dio á entender que tenia culpa, y no se acordaba
del consejo que le habia dado para que fuera
condescendiente. Reconoció su yerro, y para en-
mendarlo se acercó á la joven, aparentando no
haberse desviado de ella por enfado. Ella le tiró
del brazo, le hizo sentar otra vez á su lado y
continuó haciéndole mil caricias maliciosas. Sus
esclavas, que solo trataban tle recrearla, toma-
ron parte en la diversión : una le daba al pobre
Bakbarah fuertes papirotazos en la nariz, otra
le tiraba las orejas como si quisiera arrancárse-
las, y algunas le daban bofetones que pasaban
de chanza. Mi hermano lo aguantaba todo con
un sufrimiento asombroso, y aun aparentaba un
semblante placentero ; y mirando á la anciana
con sonrisa forzada, le decía : « Bien me lo ha-
bíais dicho que hallaria una dama buena, ama-
ble y encantadora. ¡ Cuánto os debo! — Aun eso
no es nada; » le respondía la vieja, « mas veréis
dentro de poco. » La joven tomó entonces la
palabra, y dijo á mi hermano : « Sois uu hom-
bre honrado y me alegro de hallaros tanta apa-
cibilidad y condescendencia con mis caprichillos,
y un jenio tan conforme con el mío. — Señora, »
repuso Bakbarah, prendado de aquel agasajo;
« ya no soy dueño de mí, soy todo vuestro y po-
déis disponer de mi albedrfo. — ¡Qué compla-
cencia me causáis con esa sumisión ! » replicó
la dama, « y para manifestároslo, quiero que
también la tengáis. Traed, » añadió, « el per-
fume y el agua de rosa. » A estas palabras sa-
lieron dos esclavas y volvieron al punto, una
con un braserillo de plata en el que habia ma-
dera de aloe de la mas esquisita, con la que le
perfumó, y la otra con agua de rosa con que le
roció rostro y manos. Mi hermano estaba fuera
de sí, tal era su alborozo al verse tratar tan ho-
noríficamente.
« Tras esta ceremonia , la joven mandó á las
esclavas que habían tocado y cantado antes,
que volvieran á proseguir sus conciertos. Obe-
decieron, y entretanto la dama llamó á otra es-
clava y le dio orden de que se llevara á mi her-
mano diciéndole : « Hacedle lo que sabéis, y
cuando hayáis acabado, volvedle aquí. » Bak-
barah, que oyó esta orden, se levantó pronta-
mente, y acercándose á la anciana, que también
se habia levantado para acompañarle, le rogó
que le dijera lo que le querían hacer. « Nuestra
ama está ansiosa, » le respondió al oido la vieja,
« de ver qué facha haréis disfrazado de mujer,
y esta esclava tiene encargo de llevaros consigo,
pintaros las cejas, afeitaros el bigote y vestiros
de mujer. —Pueden pintarme las cejas, si quie-
ren, » replicó mi hermano, « porque podré la-
varme; pero en cuanto á dejarme afeitar, ya
veis que no debo consentirlo, ¿pues cómo me
atrevería á presentarme sin bigotes? — No os
opongáis á lo que se os pide, » repuso la ancia-
na, « pues lo echaríais á perder todo. Os aman,
quieren haceros feliz ; ¿ y seria posible que ma-
lograseis por unos feos bigotes las finezas mas
peregrinas que un hombre puede alcanzar ? »
Rindióse Bakbarah á las razones de la vieja, y
sin decir palabra se dejó llevar por la esclava á
un aposento en donde le pintaron las cejas de
encarnado, le afeitaron los bigotes y quisieron
cortarle también la barba; pero la docilidad de
mi hermano no pudo llegar á tanto. « ¡Oh ! en
cuanto á mi barba, no consentiré en manera al-
guna que me la corten. » Hízole cargo la esclava
de que era por demás haberle quitado los bigo-
tes, si no quería consentir en que le cortaran la
barba ; que un rostro barbudo no cuadraba con
un vestido de mujer, y que se pasmaba de que
un hombre parase la atención en su barba, cuan-
do iba á poseer la muchacha mas hermosa de
Bagdad. La vieja añadió otras razones á las
instancias de la esclava y amenazó á mi herma-
no con el desagrado déla dama. En suma, le hizo
tantos y tales cariños, que les dejó hacer todo
cuanto quisieron.
« Luego que estuvo vestido de mujer, se le
llevaron á la señorita, á quien entró tal tenta-
ción de risa que se dejó caer sobre el sofá en
que estaba sentada. Otro tanto hicieron las es-
clavas, palmoteando de modo que mi hermano
se quedó sumamente corrido. La dama se in-
corporó, y sin dejar de reir, le dijo : « Tras la
condescendencia que habéis tenido conmigo,
fuera culpable en no amaros de todo corazón,
pero es preciso que aun hagáis algo por amor
mió, esto es, que bailéis con ese traje. Bak-
barah obedeció, y así la dama como las escla-
vas bailaron con él, riendo como unas locas.
Después de haber bailado largo rato, se abalan-
zaron todas al desventurado, y le dieron tantos
bofetones, puñetazos y puntapiés, que cayó en
el suelo casi sin sentido. La anciana le ayudó á
levantarse, y sin darle tiempo á que se resintiera
de los malos tratamientos que acababan de ha-
cerle, « Consolaos, » le dijo al oido, « habéis
llegado por fin al término de vuestros padeci-
mientos, y vais á recibir la recompensa. »
Asomaba ya el dia, y la sultana Cheherazada
calló, dejando la continuación de esta historia
para la noche siguiente.
LAS MIL Y l?NA NOCHES.
NOCHE CXLEL
« La vieja,» dijo el barbero,» siguió hablando
á Bakbarah : « No os queda que hacer sino una
cosilla, pero sumamente frivola. Habéis de sa-
ber que mi ama acostumbra no dejarse acercar
por los que ama, cuando ha bebido un poco
como hoy, á menos que estén en camisa. Cuando
se han desnudado, toma un poco la delantera y
echa á correr por la galería delante de ellos y
de uno en otro aposento, hasta que la alcanzan.
Este es uno de sus caprichos ; pero por mucha
ventaja que os lleve, pronto la cojeréis con
vuestra lijereza y ajilidad. Desnudaos pronto
sin ningún reparo. »
« Mi hermano se habia adelantado en dema-
sía para retroceder. Desnudóse, y entretanto la
dama se quitó el vestido y se quedó en ropas
menores para correr con mas lijereza. Cuando
estuvieron ambos prontos para emprender la
carrera, la dama tomó veinte pasos de delantera
y echó á correr con velocidad imponderable.
Mi hermano la siguió á todo escape, no sin mo-
ver la risa de todas las esclavas que estaban
palmoteando. La dama, en lugar de perder la
ventaja que al pronto le llevaba, iba ganando
cada vez mas terreno, le hizo dar dos ó tres
vueltas por la galería, y luego se metió por
un pasadizo oscuro, escapándose por una re-
vuelta que tenia muy sabida. Bakbarah , que
la seguía siempre, habiéndola perdido de vista
en el pasadizo, tuvo que ir menos á priesa, á
causa de la oscuridad. Al fin divisó una luz ,
hacia la cual se encaminó, y salió por una puer-
ta que al punto se cerró á su espalda. Imaji-
naos su asombro, cuando se halló en una calle
de curtidores. No quedaron estos menos pas-
mados al verle en camisa, con las cejas pinta-
das de encarnado, sin barba ni bigotes. Empe-
zaron á palmotear , á acosarle con gritos, y
algunos echaron á correr tras él y le ciñeron las
nalgas con sus pieles. Detuviéronle al fin, y
montándole en un asno que encontraron casual-
mente, le pasearon por la ciudad en medio de
las mofas de toda la plebe.
« Para coronar su fracaso, al pasar por de-
lante déla casa del juez de policía, este majis-
trado quiso saber la causa de aquel alboroto, y
los curtidores le dijeron que habían visto salir á
mi hermano en aquel estado por una puerta del
aposento de las mujeres del gran visir, que caía
á la calle. Con este motivo, el juez mandó que le
dieran cien palos al desgraciado Bakbarah en
las plantas de los pies y lo echaran de la ciudad,
prohibiéndole volver á ella.
« He aquí, caudillo de los creyentes, » le dije
al califa Mostanser Billah, « la aventura de mi
hermano segundo que deseaba referir á vuestra
majestad. Bakbarah ignoraba que las damas de
nuestros principales señores se divierten á veces
á costa de los jóvenes bastante mentecatos para
caer en semejantes lazos. »
Aquí tuvo que pararse Cheherazada, porque
vio asomar el dia, y á la noche siguiente prosi-
guió su narración.
CUENTOS ÁRABES.
2Ó9
NOCHE CI.
Señor, el barbero, sin parar su relación, pasó
á esplicar la historia de su tercer hermano.
HISTORIA DEL TERCER HERMANO DEL BAItBERO.
« Caudillo de los creyentes, » le dije al califa,
«mi tercer hermano se llamaba Bakbac, era
ciego, y como su mala suerte le redujo á men-
digar, iba de puerta en puerta pidiendo li-
mosna. Se amaestró tantísimo en ir solo por las
calles , que prescindía de lazarillo. Solia lla-
mar á las puertas y no responder hasta que le
habían abierto. Un dia llamó á la puerta de una
casa, y el amo que se hallaba solo, gritó: « ¿Quién
llama ? » Mi hermano, en vez de contestar, vol-
vió á llamar ; y aunque por segunda vez pre-
guntó el amo de la casa quién estaba allí, tam-
poco respondió. Bajó, abrió la puerta, y pre-
guntó á mi hermano qué buscaba. « Que me deis
una limosna por Dios, « le dijo Bakbac. — « ¿ A
lo que parece, sois ciego ? » repuso el amo de la
casa. — « Sí, por mi desgracia. — Alargad la
mano. » Alargósela mi hermano , creyendo que
iba á darle alguna cosa ; pero tomándosela el
amo, no hizo mas que guiarle para subir á su ha-
bitación. Juzgó Bakbac que le llevaba para dar-
le de comer, como le sucedía en otras partes,
con bastante frecuencia; mas cuando estuvieron
en el aposento, el amo le soltó la mano, fuese á
su asiento/y volvióle á preguntar qué se le ofre-
cía. « Ya os he dicho, » contestó Bakbac, « que
os pedia una limosna por Dios. — Buen ciego,
lo mas que puedo hacer por vos es rogar á Dios
que os restituya la vista. — Bien podíais decír-
melo á la puerta,» replicó mi hermano, « y
ahorrarme el trabajo de subir. — Y vos, simplón,
bien podíais responder luego de haber llamado,
cuando os pregunté quién va, y evitará los ve-
cinos el trabajo de bajar á abrir, ya que os res-
ponden. — ¿Y qué me queréis pues ? » dijo mi
hermano. — Ya os tengo dicho, » respondió el
amo, « Dios os ampare. — Siendo asi , ayudad-
me á bajar, ya que me ayudasteis á subir. — De-
lante tenéis la escalera ; bajad solo, si os place, »
T. I.
Empezó á bajar mi hermano, pero fuésele el pié
á la mitad de la escalera, y resbaló hasta bajo,
lastimándose los ríñones y la cabeza. — Levan-
tóse con sumo trabajo, y fuese murmurando y
quejándose del amo de aquella casa, el cual se
quedó riendo á carcajadas.
« Al salir, pasaban por allí dos ciegos cama-
radas suyos que le conocieron la voz, j detuvié-
ronse para preguntarle qué tenia. Contóles lo
que le habia pasado, díjoles que en todo el dia
no habia hallado cosa alguna, y añadió : « Su-
plicóos me acompañéis hasta mi casa para to-
mar delante de vosotros un poco de dinero del
que los tres tenemos en común y comprar de
qué cenar. » Convinieron en ello, y fuéronse los
tres á su casa.
<( Preciso es advertir que el amo de la casa
de donde mi hermano salió tan mal parado era
un ladrón, muy sagaz y mal intencionado ; el
cual, como oyera desde la ventana lo que dijo
Bakbac á sus compañeros, fuéles siguiendo, y
entró con ellos en el miserable albergue de mi
hermano. Sentáronse los ciegos, y dijo mi her-
mano : « Hermanos, es necesario cerrar la puer-
ta, y ver que no haya aquí ningún estraño. »
Muy apurado se vio el ladrón al oir aquellas pa-
labras; pero notando que había casualmente
una cuerda que colgaba del techo, agarróse á
ella y mantúvose encaramado mientras los ciegos
cerraban la puerta y tantearon todo el aposento
con sus palos. Tomada esta precaución y senta-
dos otra vez, bajó el de la cuerda y fué á sen-
tarse poquito á poco junto á mi hermano, que,
pensando estar solo con los ciegos, les dijo :
« Hermanos, puesto que me habéis hecho deposi-
tario del dinero que hace tiempo recojemos los
tres, voy á probaros que no desmerezco la con-
fianza que en mí tenéis . Ya sabéis que la última
vez que contamos, teníamos diez mil dracmas,
y las pusimos en diez talegos. Ahora veréis quo
están intactos. » Y alargando la mano por deba-
jo de unos trastos viejos, sacó uno tras otro los
talegos, y entregándolos á sus camaradas, pro-
siguió : « Aquí están ; por el peso conoceréis que
14
210
LAS MIL Y UNA NOCHES.
están cabales, ó bien, si queréis, vamos á con-
tarlos. » Pero, habiéndole contestado sus cama-
radas que se fiaban de su honradez, abrió un
talego y sacó diez dracmas, sacando igual can-
tidad cada uno de los demás.
« En seguida volvió á poner mi hermano los
talegos en su lugar , y luego le dijo uno de los
ciegos que no tenia necesidad de gastar aquel
dia cosa alguna para cenar, porque él tenia pro-
visiones suficientes para los tres , merced á la
caridad de la jente de bien. Con esto sacó de su
zurrón pan, queso y algunas frutas, lo puso todo
encima de una mesa , y principiaron á comer.
El ladrón estaba á la derecha de mi hermano, é
iba escojiendo lo mejor y comiendo con ellos;
pero por mas que procuraba no hacer ruido ,
sintióle Bakbac como mascaba, y voceó al pun-
to í « ¡ Estamos perdidos ! ; entre nosotros hay
un estraño ! » Y diciendo esto , alargó la mano ,
asió del brazo al ladrón, y echósele encima gri-
tando | al ladrón ! y dándole fuertes puñetazos ;
los demás ciegos aumentaron la vocería* apa-
leando al ladrón , quien por su parte se defen-
dió lo mejor que pudo ; como era robusto y tenia
la ventaja de ver á donde asestaba sus golpes ,
dábalos muy tremendos, ora al uno, ora al otro,
cuando le dejaban libre para hacerlo, y gritaba
también ¡ ladrones ! aun mas recio que sus con-
trarios. Al oir aquel estruendo, acudieron pronto
los vecinos , echaron la puerta abajo y costóles
sumo trabajo despartir á los combatientes, has-
ta quf habiéndolo por fin conseguido, preguntá-
ronles la causa de aquella riña. « Señores, » dijo
mi hermano sin desasirse del ladrón, a este
hombre que aquí tengo es un ladrón que se ha
introducido en mi casa para robarnos el poco
dinero que tenemos. » El ladrón , en cuanto vio
llegar á los vecinos, habia cerrado los ojos, y
íinjiéndose ciego también, dijo : «Señores, este
es un embustero ; os juro , por el nombre de
Dios y la vida del califa , que yo estoy asociado
con ellos, y se niegan á darme la parte que me
toca ; los tres se han declarado contra mi , y
pido se me haga justicia. » Los vecinos no qui-
sieron entender de su contienda y los llevaron
á todos ante el juez de policía.
«Puestos ante el majistrado, el ladrón, sin
aguardar á que le preguntasen , y haciéndose
siempre el ciego, dijo : « Señor, puesto que te-
neis á \ ueslro cargo la administración de justi-
cia por parte del califa, cuyo poder haga Dios
prosperar, os declararé que mis tres compañe-
ros y yo somos igualmente criminales; pero
como estamos comprometidos mediante jura-
mento á no declarar sino á fuerza de palos, caso
que queráis saber nuestro crimen, no tenéis mas
que mandarnos apalear, empezando por mí. »
Mi hermano quería hablar,, pero le impusieron
silencio, y sujetaron al palo al ladrón. »
Al decir esto , observando Cheherazada que
ya era de dia , interrumpió su narración , y á la
noche siguiente la prosiguió de este modo :
NOCHE CLI.
« Puesto al palo el ladrón , » dijo el barbero ,
« tuvo bastante constancia para sufrir veinte ó
treinta golpes, hasta que aparentando que le
vencía el dolor, abrió primero un pjo, y después
el otro, clamando misericordia y rogando al juez
de policía que mandase parar los palos. Quedó
el juez admirado de ver que el ladrón le miraba
con los ojos abiertos, y le dijo : « i Ah ! picaro,
¿qué viene á ser ese milagro? - Señor,» dijo
el ladrón, «vpy á descubriros un secreto im-
portante, si prometéis perdonarme y me dais la
sortija que tenéis en el dedo y os sirve de sello ;
estoy pronto á poneros en claro todo el miste-
rio. )>
«El juez mandó suspender el apaleamiento,
entrególe la sortija y le ofreció perdonarle.
« Fiado en vuestra promesa, » repuso el ladrón,
«os declaro, señor, que mis camaradas y yo
vemos muy claro todos cuatro , y nos finjimos
ciejos para entrar libremente en las casas y pe-
netrar hasta los aposentos de las mujeres, donde
abusamos de su flaqueza ; confieso además que
con este ardid tenemos ganadas diez mil drac-
mas en sociedad, y que habiendo en estedia
CUENTOS ÁRABES.
211
pedido á mis cofrades las dos mil y quinientas I
que me corresponden por mi parte, me las han
negado, porque les lie manifestado que yo que-
ría retirarme , y ellos , por temor de que yo los
delatase , se han arrojado sobre mí y me han
maltratado del modo que pueden atestiguar las
personas que á vuestra presencia nos han traí-
do. Espero, señor, de vuestra justicia, que me
haréis restituir las dos mil y quinientas dracmas
que me pertenecen, y si queréis que mis cama-
radas confiesen ser verdad lo que yo digo, man-
dad que les sean aplicados tres veces tantos pa-
los como yo he recibido , y veréis como abren
los ojos lo mismo que yo. »
« Mi hermano y los otros dos ciegos trataron
de sincerarse de tan horrenda impostura ; pero
el juez ni oírlos quiso, diciendo : « ¡Malvados,
así os atrevéis á fmjiros ciegos para engañar á
la jente implorando su caridad y cometer tan
perversas acciones ! — Es una impostura K m es-
clamó mi hermano. « Es falso que veamos nin-
guno de nosotros : á Dios tomamos por testigo.»
« En balde fué cuanto dijo mi hermano, pues
tanto él como sus camaradas recibieron doscien-
tos palos cada uno. El juez estaba esperando
que abriesen los ojos, y atribuía á suma terque-
dad lo que era imposible que sucediese ; y en-
tretanto el ladrón iba diciendo á los ciegos :
<( Desastrados , abrid los ojos , y no deis lugar á
que os maten á palos. » Y en seguida, encarán-
dose con el majistrado, le decia : « Señor, estoy
viendo que llevarán al estremo su maldad y que
por mas que se haga , no abrirán los ojoa, pues
sin duda no quieren pasar por la vergüenza de
leer su condena en las miradas de los demás :
lo mejor es perdonarles y hacer que venga al-
guno conmigo para, tomar las diez mil dracmas
que tienen escondidas. »
« El juez, harto crédulo , mandó acompañar
por uno de sus dependientes al ladrón , quien
trajo los diez talegos ; y contándole dos mil y
quinientas dracmas , quedóse él con las demáá,
y compadeciéndose de mi hermano y sus com-
pañeros, contentóse con desterrarlos. En cuanto
supe yo lo que le había sucedido á mi hermano,
corrí en su busca , y habiéndome esplicado su
desgracia , llévele sijilosamente á la ciudad , don-
de me hubiera sido fácil sincerarle con el juez
de policía y hacer castigar al ladrón cual mere-
cía ; mas no me atreví á ello , por temor de que
á mí también me sucediese algún fracaso.
« De este modo terminé la triste aventura del
bueno de mi hermano ciego ; la que no dio me-
nos que reír al califa que las demás que había
oído contar. Volvió á mandar que me diesen al-
guna cosa ; mas yo , sin esperar la ejecución
de su orden , di principio á la historia de mi .
cuarto hermano.
HISTORIA DEL CUARTO HERMAKO DEL BARRERO.
a Alcuz era el nombre de mi cuarto hermano,
el cual quedó tuerto de resultas de lo que ten-
dré el honor de esplicar á vuestra majestad, y
era cortador de profesión. Tenia habilidad par-
ticular para criar y enseñar á topetarse los mo-
ruecos, por cuyo medióse habia granjeado el
conocimiento y la amistad de los principales
señores , que tienen gusto en ver aquella suerte
de peleas , á cuyo objeto crian moruecos en su
casa. Tenia por otra parte muchos parroquia-
nos , porque en su tienda habia siempre la mejor
carne del mercado , pues como era muy rico,
no perdonaba gasto para ajenciar el mejor ga-
nado.
« Un día que estaba en su tienda , presentóse
un anciano con barba blanca muy larga , compró
seis libras de carne , entrególe el dinero y se
marchó. Notando mi hermano que aquel dinero
era muy hermoso , muy blanco y muy bien acu-
ñado , lo puso aparte en un cofre. Por espacio
de cinco meses, ningún dia dejó aquel viejo de
ir á tomar la misma cantidad de carne , pagán-
dola con la misma moneda, y mi hermano con-
tinuó depositándola en el lugar separado.
« Al cabo de aquel tiempo , teniendo Alcuz
que comprar una manada de carneros y querien-
do pagarlos con aquellas lindas monedas , abrió
el cofre , y quedó estraordinariamente asombra-
do viendo que, en lugar de ellas, no habia mas
que hojas redondas. Principió á darse fuertes
golpes á la cabeza , echando tales gritos que al
instante atrajeron á los vecinos , quienes que-
daron tan admirados como él al saber lo que pa-
saba. « ¡ Quisiera Dios , » esclamó llorando mi
hermano , « que ese maldito viejo se presentara
aquí en este momento con su traza hipocritona ! »
No bien hubo dicho estas palabras , cuando lo
vio venir á lo lejos , y corriendo hacia él arre-
batadamente, echóle mano, y voceó cuanto
pudo : « ¡ Favor , musulmanes, favor ! Oid la
picardía que me ha hecho este mal hombre. »
Al mismo tiempo contó al jentío que se habia
agolpado lo mismo que ya habia esplicado á sus
vecinos ; y después que hubo concluido , el vie-
jo le dijo con mucha sorna : « Mas os valiera
que me soltarais y me desagraviaseis con esta
acción de la afrenta que me dais delante de tan-
ta jente , evitándome así el disgusto de daros á
vos otra mayor. — ¿ Qué tenéis que decir de
mí ? » le replicó mi hermano : a yo soy un hom-
bre que ejerzo honradamente mi profesión , y
212
LAS MIL Y UNA NOCHES.
:no-os temo. — ¿ Con que , vos queréis que lo pu-
blique ? » repuso el anciano con el mismo tono;
«pues bien : sabed todos , » añadió encarándo-
se con el pueblo , « que en lugar de vender
carne de carnero , vende carne humana. — a Sí,
sí, » continuó entonces el viejo; « ahora mismo
tenéis un hombre degollado y colgado fuera de
la tienda como un carnero ; no hay mas que ir
allá , y veráse como digo verdad. »
« Antes de abrir el cofre donde estaban las
hojas, mi hermano habia muerto un carnero^ y
lo habia colgado como siempre fuera de la tien-
da; así que, protestaba ser falso cuanto decia el
anciano ; mas á pesar de sus protestas, el cré-
dulo populacho se dejó preocupar contra un
hombre á quien se imputaba un hecho tan atroz,
y quiso averiguarlo al instante. Obligaron á mi
hermano á soltar al viejo, apoderáronse de él,
y corrieron furibundos hacia su tienda, donde
hallaron efectivamente al hombre degollado y
colgado tal como habia dicho el acusador ; pues
es preciso saber que este viejo era mago, y los
habia alucinado á todos, lo mismo que habia
hecho con mi hermano haciéndole tomar las
hojas por dinero.
« Al ver aquello, uno de los que tenían asido
á Alcuz, dándole un fuerte puñetazo, le dijo :
«Ola, picaro, ¿así te atreves á hacernos comer
carne humana? » Y el viejo, que tampoco le
habia dejado, le descargó otro con que le quitó
un ojo. Tampoco anduvieron escasos en apor-
rearle cuantos le pudieron alcanzar ; y no con-
tentos con maltratarle, lleváronle ante el juez
de policía, á quien presentaron el supuesto ca-
dáver como cuerpo del delito. « Señor, » le dijo
el mago, « este hombre que aquí os presentamos
tiene la barbarie de matar á las personas y ven-
der su carne en vez de la de carnero : el pú-
blico espera con ansia que hagáis con él un cas-
tigo ejemplar. » El juez oyó con paciencia la
disculpa de mi hermano, mas parecióle tan in-
verosímil lo del dinero mudado en hojas, que le
trató de impostor, y juzgando por lo que veia,
mandóle descargar quinientos palos. En seguida
le obligó á decir donde tenia el dinero, quíteselo
todo, y le condenó á destierro perpetuo, des-
pués de haberle espuesto á la vergüenza por
todo el pueblo hasta tres dias repetidos, mon-
tado sobre.un camello. »
Al llegar á este punto, dijo Cheherazada á
Chahriar : « Gran señor, la luz del dia que ya
descubro me impone silencio. » Calló, y á la no-
che siguiente continuó distrayendo al sultán de
las Indias en estos términos :
NOCHE CLII.
He aquí como prosiguió el barbero la historia
de Alcuz. « Cuando sucedió esta trájica aventura
á mi cuarto hermano, yo me hallaba ausente de
Bagdad. Retiróse á paraje recóndito; donde per-
maneció hasta que tuvo curada la magulladura
de los palos que en el espinazo le habían des-
cargado ; y cuando se halló en estado de poder
andar, marchóse de noche y por caminos des-
viados á una ciudad donde nadie le conocía, y
allí en un cuarto que alquiló se estuvo sin salir
casi nunca de dia. Cansado por fin de vivir
siempre encerrado, fuese un dia á pasear por
un arrabal, donde sintió repentinamente un
gran estruendo de caballos que tras él venían.
Hallábase casualmente cerca de la puerta de una
casa grande ; y como de resultas de lo que le
habia pasado, todo le sobresaltaba, temió que
aquellos soldados de á caballo no viniesen á
prenderle, y así fué que abrió la puerta para
esconderse ; pero habiéndola vuelto á cerrar y
metídose en un gran patio, saliéronle al encuen-
tro dos criados que le agarraron por los cabe-
zones diciéndole : « Gracias á Dios, que vos
mismo venis á poneros en nuestras manos :
valga por lo que nos habéis dado que hacer en
tres noches seguidas que nos habéis tenido sin
dormir, y merced á nuestra maña, si hemos
podido librar nuestras vidas de la dañada inten-
ción que traiais. »
« Juzgad cuan atónito quedaría mi hermano
con aquella bienvenida. « Hombres de Dios, »
les contestó, « ignoro lo que me estáis dicien-
CUENTOS ÁRABES.
213
do, y sin duda me equivocáis con otro. — No,
no, » repusieron, « ya sabemos que tanto vos
como vuestros compinches sois ladrones de pro-
fesión ; pues no contentos con haber robado á
á nuestro amo todo lo que tenia y reducídole á
la mendiguez, aun armáis asechanzas contra su
vida. Y si no, veamos si conserváis la navaja
que teníais anoche en la mano cuando nos per-
seguíais. » Diciendo esto, le rejistraron y hallá-
ronle encima una navaja. « ¡ Qué tal ! » le dije-
ron asiéndole mas fuertemente, « ¿ aun os atre-
veréis á negar que sois un ladrón ? — ¿ Cómo
es eso ? » replicó mi hermano, « ¿ no puede un
hombre llevar navaja sin ser ladrón ? Escuchad
mi historia, » añadió, « y estoy seguro de que,
en vez de tenerme en tan mal concepto, os
compadeceréis de mis desgracias. » Muy ajenos
los criados de escucharle, arrojáronse encima
de él, le pisotearon, desnudáronle y rasgáronle
la camisa ; y viendo entonces las cicatrices que
en las espaldas tenia, « ¡Ah! perro, » le dijeron
sacudiéndole mas recio, « tratabas de hacernos
creer que eras un hombre de bien, y tu espinazo
nos dice ahora quien eres. — ¡ Infeliz de mi ! »
esclamó mi hermano, « muy graves han de ser
mis pecados para que, después de haber sido
maltratado tan injustamente, lo tenga que ser
otra vez sin mas culpa que la primera. »
« En lugar de ablandarse los dos criados con
sus lamentos, lleváronle al juez de policía, quien
le dijo : «¿Cómo has tenido atrevimiento para
entrar en su casa y perseguirlos con la navaja
en la mano ? — Señor, » respondió el pobre Al-
cuz, « no hay hombre en el mundo mas inocente
que yo, y estoy perdido, si vos no os dignáis
oirme con paciencia ; creed que soy verdadera-
mente digno de compasión. — Señor, » dijo in-
terrumpiéndole uno de los criados, « no deis
oidos á un ladrón que se introduce en las casas
para robar y asesinar á la jente. Si dudáis en
creernos, no tenéis mas que mirarle el espi-
nazo. )> Al decir esto, desnudó las espaldas de
mi hermano y las enseñó al juez, el cual mandó,
sin necesidad de mas averiguaciones , que acto
continuo le diesen cien corbachadas, y que des-
pués le paseasen por la ciudad sobre un came-
llo, con un hombre que iba delante gritando ;
« Mirad cómo son castigados los que se intro-
ducen furtivamente en las casas. »
« Concluido este paseo, echáronle fuera de la
ciudad, con prohibición de volver á poner los
pies en ella; y habiéndome dicho donde se ha-
llaba unas personas que después de esta des-
gracia le encontraron, fui á verle y acompáñele
secretamente á Bagdad, donde le socorrí del
mejor modo que me permitían mis cortas fa-
cultades. .
u El califa Mostanser Billah , » prosiguió el
barbero, « ya se rió menos de esta historia que
de las pasadas, y tuvo la bondad de compade-
cerse del malhadado Alcuz. Quiso otra vez que
me diesen alguna cosa para que me marchara ;
pero sin dar tiempo á que se llevara á efecto su
orden, volví á tomar la palabra diciendo : « Mi
soberano dueño y señor, ya veis que soy corto
en el hablar ; y puesto que vuestra majestad me
ha hecho la gracia de oirme hasta aquí, supli-
cóle tenga ía dignación de escuchar también las
aventuras de mis otros dos hermanos, que no
dudo le divertirán tanto como las anteriores.
Vuestra majestad podrá redondear con ellas toda
una historia, que no creo desdiga de las demás
de su librería. Así tendré el honor de deciros
que mi quinto hermano se llamaba Alnaschar.. .»
« Pero advierto que ya amanece, » dijo en este
punto Cheherazada ; calló, y á la noche siguiente
continuó su discur6o?de este modo :
2U
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CLIII.
« Señor, el barbero siguió hablando en estos
términos :
HISTORIA DEL QUINTO HERMANO DEL BARBERO.
a En tanto que vivió nuestro-padre, Alnaschar
fué muy perezoso; pues en vez de trabajar para
ganarse el sustento, no se avergonzaba de irlo
á mendigar por las noches, y al dia siguiente se
mantenía con lo que habia recojido. Murió
nuestro padre de vejez, dejándonos por toda
herencia setecientas dracmas de plata, las que
nos repartimos con igualdad, de modo que nos
cupieron ciento por parte. Alnaschar, que jamás
96 habia visto con tanto dinero junto, hallóse
muy apurado en darle empleo, y estuvo mucho
tiempo cavilando sobre el particular, hasta que
por fin resolvió invertirlo en vasos, botellas y
otros enseres de vidriería, que fué á comprar
en casa de un mercader por mayor. Colocó toda
su mercancía en una canasta, y alquilando una
linda tiendecita , sentóse allí con la canasta
delante y de espaldas á la pared, esperando que
viniesen los compradores. Hallándose en esta
posición, clava la vista sobre su canasta, em-
pieza á discurrir, y en medio de sus cavilacio-
nes prorumpe en las siguientes palabras con
voz bastante alta para que las oyese un sastre
que tenia por vecino : « Esta canasta, » dijo,
« me cuesta cien dracmas, y hé aquí todo lo
que poseo en el mundo. Vendiéndolo al por me-
nor, fácilmente haré doscientas dracmas, y vol-
viendo á emplear estas doscientas dracmas en
vidriería, juntaré cuatrocientas. Continuando de
este modo, reuniré con el tiempo cuatro mil
dracmas; de cuatro mil, fácilmente llegaré á
ocho mil ; y cuando llegue á tener diez mil, de-
jaré la vidriería y me haré joyero. Negociaré en
diamantes, perlas y toda clase de pedrerías; y
como atesoraré cuantas riquezas pueda apete-
cer, compraré una hermosa casa, muchas here-
dades, esclavos; eunucos, caballos... tendré rica
y abundante mesa y haré mucho estruendo en
el mundo. Llamaré á mi casa á todos los músi-
cos de la ciudad, bailarines y bailarinas. No pa-
raré aun aquí, pues si Dios es servido, juntaré
hasta cien mil dracmas ; y cuando sea rico de
cien mil dracmas, me tendré en tanto como un
príncipe , y pediré por esposa á la hija del gran
visir, mandando decir á este ministro que habré
oido contar maravillas de la hermosura, discre-
ción, talento y demás altas prendas de su hija,
y finalmente que le daré mil monedas de oro
para la primera noche de mi desposorio. Si el
visir fuese tan descortés que me negase su hija,
lo que es imposible. que suceda, iré á robarla á
sus propias barbas y la llevaré á mi casa contra
su voluntad.
« En cuanto esté casado con la hija del gran
visir , le compraré diez eunucos negros , los mas
jóvenes y mas gallardos que se encuentren. Ves-
tiré á lo príncipe; y montado en un hermoso ca-
ballo , con una silla de oro fino y una mantilla
de tisú realzada de perlas y diamantes , rae pa-
searé por la ciudad , acompañado de esclavos
que irán delante y detrás de mí , y me presen-
taré al palacio del visir á la vista de los grandes
Y é pequeños , que me tributarán rendidos acata-
mientos. Me apearé en casa del visir junto á la
misma escalera , subiré descollando entre mis
criados , que en dos filas á derecha é izquierda
irán en procesión , y el gran visir me recibirá
como á su yerno , cediéndome su asiento y co-
locándose inferior á mí para darme mas realce.
Si esto acontece , como no dudo , dos de mi ser-
vidumbre llevarán una bolsa de mil monedas de
oro cada uno , y tomaré una , diciendo al pre-
sentársela : Aquí eslán mil monedas de oro que
prometí para la primera noche de nuestro des-
posorio ; luego le ofreceré la otra , diciendo :
Tomad , ahí tenéis otras tantas para evidencia-
ros que sé cumplir mi palabra y que doy mas de
lo que ofrezco. — Con tamaño arranque no se
hablará por donde quiera sino de mi jenero-
sidad.
« Regresaré á mi casa con el mismísimo boa-
to. Mi esposa me mandará algún oficial para
cumplimentarme sobre la visita que habré hecho
CUENTOS ÁRABES.
215
al visir su padre , y yo regalaré al oficial un pre-
cioso vestido , y le despediré con un rico pre-
sente. Si ella trata de enviarme otro , no lo acep-
taré , y despediré al portador. No permitiré que
salga de su aposento bajo ningún pretesto , por
mas preciso que aparezca , sin mi previo cono-
cimiento, y cuando yo tenga á bien visitarla, lo
haré de modo que le infunda respeto á mi per-
sona. En una palabra , no habrá casa mas ento-
nada que la mia. Yo siempre estaré ricamente
vestido. Cuando por la noche me retire con ella,
me sentaré en el puesto de honor , y aparentaré
ínfulas de gravedad , sin volver la cabeza á de-
recha ni á izquierda; hablaré muy poco, y mien-
tras mi mujer , que será hermosa como la luna
llena , permanezca en pié delante de mí con to-
dos sus ajavíos , yo haré como si no la viese ; y
sus damas , que estarán en torno de ella , me
dirán : « Nuestro querido amo y señor , mirad á
vuestra esposa, á vuestra humilde servidora
que delante de vos está esperando que la acari-
ciéis ; mirad cuan apesadumbrada está porque
■ ni tan solo os dignáis mirarla. Ya se halla cansa-
da de permanecer tanto tiempo en pié ; decidle
á lo menos que se siente, » Yo no contestaré
. la menor palabra á esta arenga , á fin de aumen-
tar su estrañeza y su quebranto ; ellas se arro-
jarán á mis pies, y cuando hayan pasado largo
rato en aquel ademan , suplicándome que me
deje ablandar , levantaré finalmente la cabeza y
les echaré una mirada distraida , y volveré á la
idéntica postura. Juzgando ellas que mi mujer
no estará bastante bien vestida y aderezada , la
acompañarán á su retrete para mudarla , y en-
tretanto yo también me levantaré y me pondré
un vestido aun mas magnífico que el anterior.
Volverán ellas otra vez á la carga ; me hablarán
en los mismos términos , y yo me complaceré
en no mirar á mi mujer hasta tanto que me ha-
yan rogado y suplicado con las mismas instan-
cias y tanto rato como la vez primera. Así , ya
principiaré desde el primer dia del matrimonio
á enseñarle el modo con que pienso tratarla to-
do el tiempo de su vida. »
Viendo aparecer el dia , calló la sultana Che-
herazada , y á la noche siguiente volvió á to-
mar el hilo de su historia , diciendo al sultán de
las Indias lo siguiente :
NOCHE CLIV.
Señor, he aquí como prosiguió el barbero
hablador la historia de su quinto hermano : <t Pa-
sadas las ceremonias nupcialeá , » continuó Al-
naschar , « tomaré de la mano de uno de mis
criados , que estará á mi lado , una bolsa de
quinientas monedas de oro y la daré á las don-
cellas para que me dejen solo con mi esposa.
Cuando se hayan retirado, mi mujer se acostará
primero, y en seguida me acostaré yo , dándo-
le la espalda , y asi pasaré toda la noche sin de-
cirle una sola palabra. Al dia siguiente no de-
jará ella de quejarse á su madre , la mujer del
gran visir, del poco aprecio que le manifiesto y
de mi orgullo ; y entonces mi corazón rebosará
de placer. Vendrá su madre en busca mia ; me
besará las manos con respeto y me dirá : « Se-
ñor ( pues no se atreverá á nombrarme su yer-
no, por temor de ofenderme hablándome con
demasiada familiaridad) , ruégoos encarecida-
mente no os desdeñéis de mirar á mi hija y acer-
caros á ella ; os aseguro que ella no trata sino
de agradaros y os ama con toda su alma. » Pero
por mas que hable mi suegra , yo no le contes-
taré palabra, y me mantendré cabal en mi gra-
vedad. Entonces ella se arrojará á mis pies, me
los besará repetidas veces y me dirá : a Señor,
¿ podríais poner en duda el recato de mi hija?
juróos que la he tenido siempre á mi lado , y
que sois el primer hombre que le ha visto la
cara ; cesad de tenerla tan apesadumbrada ;
concededle la gracia de mirarla , de hablarle y
de fortalecerla en la buena voluntad que tiene
de satisfaceros en todo y por todo. » Nada de
esto me inmutará ; y al verlo mi suegra , toma-
rá un vaso de vino , y poniéndolo en la mano
de su hija , le dirá : « Preséntale tú misma este
vaso de vino ; no cabe que tenga la crueldad de
rehusarlo de una mano tan bella. » Mi mujer se
216
LAS MIL Y UNA NOCHES.
llegará con el vaso , y permanecerá de pié y
temblorosa delante de mí ; y cuando vea que yo
no me vuelvo á mirarla y me aferró en mi de-
saire , me dirá bañados en lágrimas los ojos :
« Corazón mió , alma mia , amable señor mío,
os ruego , por los favores que el cielo os dispen-
sa , que me hagáis la merced de recibir este
vaso de vino de la mano de esta mas humilde
servidora vuestra. » Yo no obstante tendré buen
cuidado de no mirarla* todavía ni responderle.
« Querido esposo mió , » continuará ella , baña-
da mas y mas en su llanto , y acercándome el
vaso á la boca , «no pararé hasta que haya
conseguido que bebáis. » Cansado ya de sus rue-
gos , le lanzaré una mirada terrible y le daré un
buen bofetón á la cara , repeliéndola con el pié
tan fuertemente , que irá á caer á la otra parte
del sofá. »
«Tan absorto estaba mi hermano en estas
quiméricas ilusiones , que representó al vivo la
escena con el pié , y quiso su mala suerte que
diera tan recio con su canasta llena de vidrio,
que de lo alto de su tienda la echó á la calle,
quedando por consiguiente toda su mercancía
hecha mil pedazos.
« El sastre su vecino , que habia oido aquel
estravagante soliloquio , dio una gran risotada
cuando yió caer la canasta. « \ Oh ! ¡ qué malva-
do eres ! » le dijo á mi hermano. « ¿No debieras
morirte de vergüenza en ajar á una novia que
ningún motivo de queja te ha dado ? i Muy bru-
tal debes de ser que desoigas el llanto y los ha-
lagos de una señorita tan preciosa ! Si yo me
hallara en lugar del gran visir tu suegro , te
mandaría dar cien corbachadas , y te haria pa-
sear por la ciudad con las alabanzas que me-
reces. »
f a Con este fracaso , volvió en sí mi hermano;
y viendo que su orgullo insufrible era causa de
que le hubiese sucedido , golpeóse la cara , ras-
góse los vestidos y se puso á llorar dando ala-
ridos , á los que pronto acudieron los vecinos y
se detuvieron los transeúntes que iban á la ora-
ción del mediodía , los cuales pasaban'en mayor
número que los demás dias, porque casualmen-
te era viernes. Los unos se compadecieron de
Alnáschar , y los otros no hicieron mas que reírse
de su estravagancia ; pero lo cierto es que la
vanidad que se le habia subido á la cabeza se
habia disipado con su hacienda , y él seguía llo-
rando amargamente su mala suerte, cuando vi-
no á pasar por allí una señora de suposición ,
CUENTOS ÁRABES.
217
montada en una muía ricamente enjaezada. Mo-
vióla á compasión el estado de mi hermano , y
preguntando quién era y porqué lloraba , le di-
jeron únicamente que era un infeliz que habia
empleado el poco caudal que tenia en la compra
de una canasta de vidrio , y que esta se le ha-
bía caido rompiéndosele toda la vidriería. Al
punto se volvió la señora hacia un eunuco que
la acompañaba , y le dijo : a Dadle lo que llevéis
encima. » Obedeció el eunuco , poniendo en ma-
nos de mi hermano un bolsillo con quinientas
monedas de oro ; y fué tal el gozo que recibió
mi hermano con aquel dinero , que dio mil ben-
diciones á la señora , y cerrando la tienda , don-
k de ya no era necesaria su presencia , marchóse
á su casa.
(( Estaba haciendo mil reflexiones sobre la
gran ventura que acababa de tener, cuando oyó
llamar á la puerta; antes de abrir preguntó
quién era, y conociendo por la voz que era una
mujer, abrió, y ella le dijo : « Hijo mió, vengo
á pediros un favor ; es la hora de la oración, y
quisiera lavarme; para poderla hacer permi-
tidme que entre en vuestra casa á tomar un
jarro de agua. » Miró mi hermano á aquella mu-
jer, y aunque no la conoció, viendo que ya era
de edad avanzada, otorgóle lo que pedia, dán-
dole un jarro Heno de agua. Volvió en seguida
á sentarse, y pensando siempre en su última
aventura, puso el dinero en un cinto largo y
estrecho. Entretanto hizo la vieja su oración, y
después vino á ver á mi hermano, postróse dos
veces dando con la frente en el suelo, cual si
hubiese querido rogar á Dios, y levantándose en
seguida, dijo á mi hermano que le deseaba mil
felicidades. »
La luz de la aurora que empezaba á despun-
tar obligó á Gheherazada á suspender su nar-
ración, que á la noche siguiente prosiguió de
este modo, siempre hablando como en boca del
barbero :
NOCHE CLV.
« Ya dijimos que la vieja deseaba mil felici-
dades á mi hermano, en agradecimiento á su
urbanidad; pero como iba vestida muy pobre-
mente, y se humillaba de aquel modo delante
de él, juzgó que le pedia limosna, y él le pre-
sentó dos monedas de oro. Retrocedió la vieja
con estrañeza y como ofendida, diciendo :
« i Gran Dios ! ¿ qué significa eso? ¿acaso me te-
neis por una de esas pordioseras que hacen pro-
fesión de introducirse descaradamente en las
casas para pedir limosna? guardad el dinero,
que, á Dios gracias, no me hace falta; yo per-
tenezco á una señora joven de esta ciudad, que
es muy hermosa y al propio tiempo muy rica,
y no permite que yo carezca de cosa alguna. »
« No echó de ver mi hermano el ardid de la
vieja, que si bien habia rehusado las dos mo-
nedas de oro, era tan solo con el fin de lograr
mas ; y preguntóle si podía proporcionarle el
logro de ver á aquella señora. eCon mucho
gusto, » le contestó ella ; « tendrá una satisfac-
ción en casarse con vos, y os hará donación de
todos sus bienes, juntamente con su persona.
Tomad vuestro dinero, y seguidme. » Deslum-
hrado ya con el hallazgo de una gran cantidad
de dinero, y casi al mismo tiempo de una mujer
rica y hermosa, no se detuvo en mas conside-
raciones, y tomando las quinientas monedas de
oro, dejóse guiar por la vieja.
a Fuese ella delante, y él la siguió de lejos
hasta la puerta de una casa grande, donde se
detuvo á llamar, llegando él allí al tiempo que
una joven esclava griega abría la puerta. La
vieja le hizo entrar primero atravesando un pa-
tio muy bien enlosado, y le introdujo en un
salón cuyos adornos le corroboraron en el buen
concepto que habia fonnado de la señora de la
casa. Mientras la anciana se fué para avisar á
la señora, él tomó asiento, quitóse el turbante,
porque tenia calor, y púsolo á su lado. A poco
rato vio entrar á la señorita, cuya vista le asom-
bró, no tanto por la riqueza de sus vestidos
como por su hermosura. Levantóse al instante,
y la señorita le rogó espresivamente que vol-
218
LAS MIL Y UNA NOCHES
viese á sentarse, sentándose ella también á su
lado. Manifestóle que estaba muy satisfecha de
verle , y tras algunos otros agasajos , le dijo :
a No estamos aquí con bastante comodidad^
dadme la mano, y venid conmigo. » Dióle ella
la suya, y condújole á un aposento retirado,
donde estuvo conversando un rato con^él, y
luego le dejó diciendo : « Quedaos aquí; estoy
con vos al instante. » Quedóse allí esperando, y
á poco, en lugar de lajdama, vio llegar un es-
clavo negro muy alto con un sable en la mano,
y lanzando sobre mi hermano terribles miradas,
« ¿Qué haces tú aquí?» le dijo con altivez.
Quedó tan atónito Alnaschar á su vista, que ni
siquiera tuvo aliento para responder. El esclavo
le desnudó, quitóle el oro que llevaba, y des-
cargóle algunos sablazos que le magullaron las
carnes. Cayó por tierra el infeliz sin movimien-
to, aunque no habia perdido el uso de los sen-
tidos ; y creyendo el negro que habia muerto,
pidió sal, y trájola en un grande azafate la es-
clava griega ; frotaron con ella las heridas de mi
hermano, quien tuvo bastante fortaleza de áni-
mo para resistir el intenso dolor que estaba pa-
deciendo, sin dar Ja menor señal de vida. Ha-
biéndose retirado el negro y la esclava griega,
vino la anciana que le habia armado aqueHa ase-
chanza, cojióle por los' pies y arrastróle hasta
un escotillón, por donde Je dejó caer. Hallóse
en un subterráneo con varios cuerpos de per-
sonas asesinadas, lo que echó de ver luego que
volvió en sí, pues el golpe de la caida le habia
hecho perder el sentido. La sal con que le fro-
taron las heridas le conservó la vida, y poco á
poco fué recobrando el brio necesario para
tenerse en pié, hasta que pasados dos dias,
abrió de noche el escotillón, y observando que
en el patio habia un sitio á propósito para es-
conderse, permaneció allí hasta el amanecer.
Entonces vio comparecer á la maldida vieja,
quien abrió la puerta de la calle y se marchó en
busca de otra caza. A fin que ella no le viese,
no salió de aquella ladronera hasta pasado un
rato que ella hubo salido, y vino á refujiarse en
mi casa, donde me contó todas las aventuras
que en tan corto tiempo le habían sucedido.
« Al cabo de un mes ya estuvo enteramente
curado de las heridas, mediante los remedios
muy eficaces que yo le fui aplicando. Habiendo
resuelto vengarse de la vieja que con tanta
crueldad le habia engañado, hizo al efecto una
bolsa que pudiese contener quinientas monedas
de oro, y en vez de monedas, la llenó de trozos
de vidrio. »
Al concluir estas palabras, observó Chehera-
zada que ya habia amanecido, y suspendió su
narración hasta la noche siguiente..
NOCHE CLTI.
« Atóse mi hermano, » dijo el barbero, « el
talego de vidrios á manera de ceñidor, disfra-
zóse de vieja, y se proveyó de un sable que
ocultó debajo del vestido. Un dia por la mañana
encontró á la vieja que se paseaba por la ciudad
buscando á quien causar algún desmán. Llegóse
á ella, y remedando la voz de mujer, le dijo :
«¿ Pudierais proporcionarme un pesillo, pues
acabo de llegar de Persia, y he traido quinien-
tas monedas en oro, y quisiera ver si están cor-
rientes ? — A nadie podíais encaminaros mejor
que á mí, » le dijo la anciana : « venid conmigo
á casa de mi hijo, que precisamente es cambista,
y él mismo cuidará de pesároslas y os ahorrará
ese trabajo ; pero es preciso que vayamos pron-
to para que le hallemos en casa antes de ir á la
tienda. » Siguióla mi hermano hasta la casa
donde le habia introducido la vez primera, y
abrió la puerta la esclava griega.
« La vieja acompañó á mi hermano á la sala,
donde le dijo que esperase un poco , que iba á
llamar á su hijo. Presentóse el supuesto hijo bajo
la forma de un feísimo esclavo negro, y dijo
á mi hermano : « Vieja maldita, levántate y si-
gúeme. » Diciendo esto, anduvo adelante para
conducirle al sitio donde quería asesinarle. Le-
vantóse Alnaschar, siguióle, y sacando el sable
que tenia debajo del vestido, tiróle una cuchi-
CUENTOS ÁRABES.
219
Hada por detrás al pescuezo, con tal acierto que
le derribó la cabeza. Al instante la cojió con una
mano, y con la otra arrastró el cuerpo hasta el
subterráneo, donde le arrojó. La esclava griega,
que ya estaba acostumbrada á aquella operación,
no tardó en presentarse con el azafate lleno de
sal ; pero al ver á Alnaschar con el sable en la
mano y sin el velo con que tenia cubierta la
cara, dejó caer el azafate y echó á correr ; mas
mi hermano corrió mas que ella, la cojió, y le
hizo rodar la cabeza de un sablazo. Acudió tam-
bién al ruido la vieja bribona, y antes que pu-
diese escapársele, agarróla diciendo : « \ Mal-
vada ! ¿ me conoces ?— ¡ Dios mió ! » respondió
temblando; «¿quién sois, señor? yo no hago
memoria de haberos visto en mi vida. » — Y
él le contestó : « Soy aquel en cuya casa entraste
el otrodia para lavarte y hacer la hipócrita ora-
ción ; ¿ te acuerdas? » Entonces ella se echó de
rodillas para pedirle perdón ; pero él la des-
cuartizó.
a Ya no faltaba mas que la señora, la cual
ignoraba lo que acababa de suceder en su casa.
Buscóla, y hallóla en un aposento, donde estuvo
á punto de desmayarse en cuanto le vio apare-
cer. Ella le rogó le perdonase la vida, y él tuvo
la generosidad de concedérsela , diciéndole :
a Señora, ¿cómo es posible que estéis con tan
mala jente como estos de quienes acabo de to-
mar justa venganza ? » — Y ella le contestó :
« Yo era mujer de un mercader honrado ; la mal-
dita vieja, cuya maldad no conocía , venia á
verme algunas veces, y un dia me dijo : « Se-
ñora, en mi casa estamos de boda, y os diver-
tiréis mucho, si queréis honrarnos con vuestra
presencia. » — Déjeme persuadir, tomé el me-
jor vestido que tenia, y, con un bolsillo de cien
monedas de oro, seguí la, y me acompañó á esta
casa, donde encontré al negro, que me detuvo
por fuerza, y hace tres años que estoy aquí des-
hecha en amargo llanto. — Según las fechorías
de ese negro detestable, » repuso mi hermano,
«preciso es que tenga recogidas inmensas rique-
zas. — Son tantas, » respondió ella , « que se-
réis rico para toda la vida, si conseguís llevá-
roslas: seguidme y lo veréis. » Acompañó á
Alnaschar á un aposento, donde efectivamente
habia varios cofres llenos de oro, y él no podia
volver en sí del pasmo que le causó el contem-
plarlos. « Id en busca de jente, » le dijo ella,
«y volved pronto para llevároslo todo.» Mi
hermano no dio lugar á que se lo dijera dos ve-
ces, y salió, no estando fuera mas que el tiempo
necesario para reunir á diez hombres, con quie-
nes volvió á la casa, y quedó admirado al hallar
la puerta espedí ta ; pero pasmóse mucho mas,
cuando, al entrar en el cuarto donde estaban
los cofres, vio que no quedaba ninguno. La se-
ñora , mas astuta y dilijente que él, los habia
mandado quitar ; pero á falta de los cofres, y
no queriendo volverse con las manos vacías,
mandó cargar todos los muebles que encontró
en las salas y guardaropas, con lo cual habia
mas que suficiente para indemnizarse de las
quinientas monedas de oro que le habían ro-
bado ; pero al salir de la casa, se olvidó de cer-
rar la puerta. Los vecinos, que habían conocido
á mi hermano y visto entrar y salir á los alha-
meles, fueron corriendo á dar parte al juez de
policía de aquella mudanza de muebles que les
pareció sospechosa. Alnaschar pasó la noche
con bastante sosiego ; pero a la mañana si-
guiente, cuando iba á salir de su casa, encon-
tró á la puerta veinte dependientes del juez de
policía que le echaron mano diciéndole : « Se-
guidnos, que el señor juez quiere hablaros. »
Rogóles mi hermano que no se diesen tanta
prisa, y ofrecióles dinero para que le dejasen
huir; pero en vez de escucharle, le .ataron y se
le llevaron á viva fuerza. Al pasar por una calle,
dieron con un amigo de mi hermano, quien se
detuvo para informarse como era que le lleva-
ban preso, y también les propuso una buqna
suma para que le soltaran y dijeran al juez que
no le habían hallado ; pero nada pudo conse-
guir, y Alnaschar fué presentado al juez de po-
licía. »
Cheherazada suspendió su narración, porque
notó que era ya de dia, y á la noche siguiente
volvió á tomar el hilo, contando al sultán de las
Indias lo siguiente:
220
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CLYII.
« Señor, » prosiguió el barbero, « cuando los
celadores hubieron llevado á mi hermano ante
el juez de policía, aquel majistrado le dijo:
a Decid donde tomasteis los muebles que ayer
mandasteis llevar á vuestra casa. — Señor, »
respondió Alnaschar, « voy á deciros la pura
verdad; pero antes permitidme que apele á
vuestra clemencia, y os suplico me deis palabra
de no castigarme. — Os la doy, » respondió el
juez. Entonces le esplicó mi hermano sin rebozo
cuanto le habia sucedido, y cuanto habia eje-
cutado desde el dia en que la anciana habia ido
á rezar á su casa, hasta que echó menos á la
dama en el cuarto donde la habia dejado des-
pués de haber muerto al negro, la esclava griega
y la vieja ; y con respecto á lo que se habia lle-
vado á su casa, suplicó al juez le dejase con una
parte por lo menos para indemnizarse de las
quinientas monedas de oro que le habian robado.
« El juez, sin prometer cosa alguna á mi her-
mano, mandó algunos dependientes á su casa
para recojér todo lo que en ella habia ; y cuan-
do le hubieron noticiado que ya no quedaba
nada, y que todo estaba depositado en su guarda-
muebles , mandó á mi hermano que saliese
inmediatamente de la ciudad y que no volviese
mas á ella en toda su vida, porque temia que
no fuese á quejarse de su injusticia al califa.
Salió Alnaschar de la ciudad sin quejarse, y fué
á refujiarse á otra. En el camino tropezó con
unos salteadores que le quitaron cuanto llevaba,
dejándole en cueros vivos como el dia en que
nació. No bien supe yo esta ocurrencia tan las-
timosa, tomé un vestido y fui en su busca ; y
después de haberle consolado lo mejor que pude,
llévele conmigo y le introduje reservadamente
en la ciudad, donde le cuidé con el ipismo es-
mero que á los demás hermanos.
HISTORIA DEL SEXTO HERMANO DEL BARBERO.
« Ya no me queda para contar sino la historia
de mi sexto hermano, llamado Schacabac, el de
los labios hendidos. Primero tuvo maña para
hacer producir muy bien las cien dracmas de
plata que le tocaron en dote, lo mismo que á los
demás hermanos , de modo que llegó á verse
bastante acomodado ; pero de resultas de un
fracaso quedó reducido á la necesidad de pedir
limosna para subsistir, y desempeñábalo con
maestría, pues tenia particular habilidad en pro-
porcionarse entrada en las casas grandes por
medio de los oficiales y criados, á fin de llegar á
hablar con los amos y escitar su compasión.
« Pasaba un dia delante de un magnífico pala-
cio, por cuya elevada puerta se veia un espa-
cioso patio donde habia una multitud de lacayos,
y llegándose á uno de ellos, preguntóle de quien
era aquel palacio. « ¿ De dónde sois, buen
hombre, que me venis haciendo semejante pre-
gunta ? ¿ No os da á conocer todo lo que veisque.
este alcázar es de un Barmecida? (1) » Mi her-
mano, que estaba ya enterado de la jenerosidad
y liberalidad de los Barmecidas, se fué encaran-
do con los varios porteros que habia, y pidióles
una limosna ; pero ellos le contestaron : « Pasad
adelante, pues nadie os estorba la entrada, y
vos mismo ved al señor de la casa, que no os
volveréis descontento. »
« No esperaba mi hermano tanta cortesanía, y
dando gracias á los porteros, entró con su per-
miso en el palacio, que por ser tan grandioso,
tardó mucho tiempo en llegar al aposento del
Barmecida. Penetró finalmente hasta un grande
edificio cuadrado de hermosísima, arquitectura,
y entró por un atrio, tras el cual descubrió un
jardin muy delicioso con caminos de morrillo
de varios matices que alegraban la vista. Casi
todos los aposentos inferiores que en torno rei-
naban eran descubiertos, y se cerraban con
grandes cortinas que ocultaban los rayos del
sol, y se abrían para tomar el fresco cuando ha-
bia tramontado.
« Un sitio tan deleitoso hubiera causado ad-
miración á mi hermano, á no tener el ánimo lan
(1) Los Barmecidas, como ya se ha dicho, eran de una fa-
milia noble de Persia establecida en Bagdad.
CUENTOS ÁRABES.
221
aquejado. Entró por fin en un salón ricamente
adornado y pintado de follajes de oro y azul,
donde descubrió á un hombre venerable con
una larga barba' blanca, que estaba sentado en el
sitio de honor de un sofá, por lo que juzgó que
era el señor de la casa. Efectivamente, era el
mismo Barmecida, que le recibió con el mayor
afecto, preguntándole qué se le ofrecía. « Se-
ñor, » le respondió mi hermano en acento lasti-
mero, « soy un infeliz que necesito la asistencia
de las personas poderosas y liberales como vos.
A nadie mejor podia haberme encaminado que á
un señor dotado de mil prendas relevantes. »
« Manifestóse admirado el Barmecida de la
respuesta de mi hermano, y llevando sus dos
manos al pecho, como para rasgarse el vestido
en señal de quebranto , « ¿ Es posible, » escla-
mó, « que estando yo en Bagdad, un hombre de
vuestras circunstancias se halle en tal necesi-
dad ? Esto no puedo yo consentirlo. » Persua-
dido mi hermano con aquellas demostraciones
de que iba á darle una prueba nada equívoca de
su liberalidad, dióle mil bendiciones y díjole
que le deseaba toda suerte de prosperidades.
« No quiero que se diga que yo os he desampa-
rado, » repuso el Barmecida, « ni consiento en
que vos me abandonéis á mí. — Juróos, señor,»
replicó mi hermano, « que no he comido cosa
alguna en todo el dia. — ¿ Es cierto, » dijo el
Barmecida , « que á la hora que es estéis en
ayunas ? ¡ Pobre hombre I ¡ está muñéndose de
hambre ! Ola , muchacho, » añadió esforzando
la voz, a traigan al punto el agua y la palanga-
na para lavarnos las manos. » Y sin embargo de
que no compareció criado alguno ni vio mi her-
mano palangana ni agua, no por esto dejó el
Barmecida de restregarse las manos lo mismo
que si alguien le hubiese estado echando agua,
y mientras aquello hacia, iba diciendo á mi her-
mano : <c Vaya, llegaos y lavaos las manos con-
migo. » Juzgó mi hermano con aquello que el
señor Barmecida era amigo de chanzas, y como
él también era de condición jovial y sabia por
otra parte que los pobres deben ser avenibles
con los ricos para sacar de ellos buen partido,
llegóse á él é hizo lo que él estaba haciendo.
« Vamos, » dijo el Barmecida, « traigan la co-
mida pronto, que no tengamos que esperar » Des-
pués de haber dicho estas palabras, aunque no
habian traído cosa alguna, hizo como si hubiese
tomado algo en un plato, y empezó á llevarlo á
la boca y á mascar aire, diciendo á mi herma-
no: «Comed, buen huésped, comed lo mismo que
si estuviereis en vuestra casa. Comed, pues pa-
ra estar hambriento, paréceme, amigo, que an-
dáis con hartos cumplimientos. — Nada de eso,
señor, » le contestó Schacabac, remedando lo
mejor que podia sus muecas ; « ya veis que no
pierdo el tiempo y que desempeño perfecta-
mente mi papel. — ¿Qué tal os parece este
pan ? » añadió el Barmecida ; a ¿ no es verdad
que es escelente ? — Ciertamente, señor, » res-
pondió mi hermano, sin ver mas pan que otro
manjar alguno, «jamás lo había comido tan
blanco y esquisito. — Siendo así, « repuso el
Barmecida, « rellenaos bien de éJ, que os juro
que la panadera que tan buen pan amasa me
costó quinientas monedas de oro. »
Quería continuar Cheherazada, pero el dia la
interrumpió al decir estas palabras, y á la no-
che siguiente prosiguió de este modo :
NOCHE CLVIII.
« Después de haber hablado el Barmecida de
su esclava panadera, y hecho mil alabanzas de
su pan, qne mi hermano tan solo estaba co-
miendo idealmente, gritó : « Muchacho, tráenos
otro plato; » y aunque ningún muchacho se vio,
siguió diciendo á mi hermano : Vaya, buen hués-
ped, probad de este guisado y decidme si habéis
comido jamás carnero hecho con trigo monda-
do, que con este pueda compararse. — Riquísi-
mo está, » respondió mi hermano, « y como á
tal le estoy tratando cual merece. — ¡ Que me
place ! » dijo el señor Barmecida, « es tal la sa-
tisfacción que tengo de veros comer de tan bue-
na gana, que os ruego no dejéis nada de este
±11
LAS MIL Y UNA NOCHES.
plato, ya que tanto os gusta. » A poco rato, pi-
dió un ganso con salsa agridulce, hecha con vi-
nagre, miel, pasas, garbanzos é higos secos, cu-
yo guisado fué servido como lo habia sido el de
carnero. « ¡ Ah ! ¡ que gordo está el ganso ! »
dijo el Barmecida, » tomad una pierna y una
pechuga ; pero haced de modo que os quede
apetito para los muchos cubiertos que aun fal-
tan. » Pidió en efecto otros muchos platos dife-
rentes : y mi hermano, al propio tiempo que se
estaba muriendo de hambre, hizo ademan de
comer de todo ; ponderó muy particularmente
un cordero relleno de alfónsigos que mandó
servir, y lo fué del mismo modo que los platos
anteriores. « ¡ Oh ! lo que es este manjar, » di-
jo el señor Barmecida, « no se come mas que en
mi casa, y me daréis gusto si os saciáis bien de
él. « Diciendo esto, hizo como si tuviese un pe-
dazo en la mano, y llegándolo á la boca de mi
hermano, añadió : « Tomad, comed este boca-
do, y me diréis si tengo razón en alabar ese
plato. » Alargó mi hermano la cabeza , abrió
la boca , y aparentó que tomaba , mascaba y
engullía el bocado con sumo placer, a Bien sa-
bia yo, » repuso el Barmecida, « que os habia
de gustar. — Jamás comí cosa mas delicada,»
contestó mi hermano-, a y es preciso confesar
que es espléndida vuestra mesa. — Traigan aho-
ra el saínete , » gritó el Barmecida ; « no
dudo que ha de contentaros tanto como el cor-
dero. ¿Qué tal, qué os parece? — Deliciosísi-
mo, » respondió Schacabac ; « sabe al ámbar,
al clavo especia , á la nuez moscada, al jenji-
bre, al pimiento y á las yerbas mas olorosas,
cuyos aromas están proporcionados de modo
que el uno no embota al otro, y todos se perci-
ben á un mismo tiempo ; ¡ oh ! ¡ qué placer ! —
Veamos pues si honráis cual se merece este saí-
nete, » replicó el Barmecida ; « comed, comed
os ruego. — Ea, muchacho, » añadió esforzando
la voz , « tráigannos otro saínete. — No mas,
por Dios, » interpuso mi hermano ; juróos, se-
ñor, que me es imposible pasar nada mas : es-
toy que reviento.
— a Levanten pues todo esto, dijo el Barme-
cida, « y traigan las frutas. » Estuvo un rato es-
perando, como para dar lugar á que los criados
sirviesen, y luego añadió : Probad estas almen-
dras, que son buenas y frescas. « Ambos hicie-
ron ademan de mondar las almendras y comer-
las, y rogando en seguida el Barmecida á mi
hermano que tomase otra friolera , le dijo :
« Ahí tenéis frutas de todas clases, empanadas,
confituras secas, compotas : tomad lo que mas
os agrade ; » y luego alargando la mano como
si hubiese presentado alguna cosa, a tomad, d
añadió, esta pastilla, que es escelente para faci-
litar la digestión. » Schacabac aparentó tomarla,
diciendo : « Señor, también tiene almizcle. — Es-
tas pastillas se hacen en mi casa, » respondió el
Barmecida, « y tanto en esto como en todo lo que
en ella se hace, nada se escatima. » Aun volvió
á instar á mi hermano para que comiese, di-
ciéndole : Para un hombre que estaba sin desa-
yunarse cuando entró en esta casa , paréceme,
amigo, que habéis comido muy poco. — Juro á
vuestra señoría, » respondió mi hermano, á
quien le dolían las quijadas á fuerza de mascar
al aire, « que me hallo tan lleno que no sabría
donde meter un solo bocado mas. — Ahora,
huésped mío, » repuso el Barmecida, « preciso
es que bebamos, puesto que tan bien hemos co-
mido (1). ¿Supongo que beberéis vino ? — Su
señoría me dispensará de beber vino, » dijo mi
hermano, « porque es cosa que me está vedada.
— Escrupuloso sois en demasía,» replicó el
Barmecida : « imitadme á mí. — Para compla-
ceros lo beberé, » dijo Schacabac, «pues que os
empeñáis en que nada falte á vuestro banquete;
pero como yo no tengo costumbre de beber vi-
no, temo faltar á la urbanidad y tal vez al res-
peto que se os debe, por lo que os suplico otra
vez me dispenséis de beber vino, pues yo me con-
tentaré con un trago de agua. — No, no, » dijo el
Barmecida, « vos habéis de beber vino.» Mandó
al mismo tiempo que trajeran vino, mas este
no fué mas real que los guisados y las frutas ; apa-
rentó echarse de beber y beber primero, y luego
haciendo como si sirviese á mi hermano y le pre-
sentase él vaso, dijo: « Bebed á mi salud, y á ver
si me decís que tal os parece este vino. » Mostró
mi hermano tomar el vaso, miróle de cerca co-
mo para ver si el vino tenia buen color, llevólo
á las narices para juzgar si olia bien , y haciendo
en seguida un rendido acatamiento al Barmecida
para demostrarle que se tomaba la libertad de
beber á su salud, hizo al fin ademan de beber
con toda la apariencia de un hombre que está
bebiendo regaladamente. « Señor, » dijo, a ha-
llo escelente este vino, pero á mi entender, no
es bastante fuerte. — Si lo deseáis de mas fuer-
za, » respondió el Barmecida, ano tenéis mas que
pedir, pues en mi bodega Jo hay de muchas ca-
lidades ; á ver si este os gustará.» Con esto hizo
ademan de echar de otro vino, primero para sí
y Juego para mi hermano, y repitió tantas veces
la misma operación, que linjiendo Schacabac
habérsele calentado la cabeza con la bebida,
principio á hacer el borracho, y levantando la
mano, dio al Barmecida un golpe tan recio en
(1) Los Orientales, y en particular los Jtohomctanos, no
benen hasta el fln de la coñuda.
(TEMOS ARARES.
223
la cabeza que le echó por tierra ; iba á descar-
garle mas golpes, pero presentándole el Barme-
cida el brazo para evitarlo, le dijo: «¿Estáis
loco ? )> A lo que se contuvo mi hermano, di-
ciéndole : «Señor, os habéis dignado recibir en
vuestra casa á este esclavo vuestro y darle un
espléndido banquete, y en vez de limitaros co-
mo debíais á darle de que comer, le habéis he-
cho beber vino, sin embargo de que os dijo que
seria fácil os faltase al respeto debido ; lo que
siento en el alma , y os pido por ello perdón. »
« No bien hubo concluido estas palabras ,
cuando, en lugar de encolerizarse el Barmccida,
soltó la risa á carcajada suelta, diciendo : «Mu-
cho tiempo habia que estaba buscando un hom-
bre de vuestro jenio... » «Pero, gran señor, »
dijo Cheherazada al sultán de las Indias, « yo
no echaba de ver que ya ha amanecido. » Le-
vantóse al punto Chahriar, y á la noche siguiente
la sultana prosiguió su relación en estos tér-
minos :
NOCHE CLIX.
Señor, he aquí cómo prosiguió el barbero la
historia de su sexto hermano : « El Barmecida
hizo á Schacabac toda clase de obsequios, y le
dijo : « No tan solo os perdono el golpe que me
habéis dado, sino que deseo que en lo sucesivo
seamos amigos y no tengáis mas casa que la
mia ; puesto que os habéis acomodado tan bien
á mi jenio y tenido paciencia para aguantar la
broma hasta el fin, ahora vamos realmente á
comer. » Al concluir estas palabras, dio algunas
palmadas, y mandó á varios criados que fueron
acudiendo que pusiesen la mesa , en lo que fué
prontamente obodecido, y mi hermano pudo en-
tonces paladear todos los manjares que solo
idealmente habia probado. Después de la comi-
da, sirvieron vino, y al propio tiempo se pre-
sentaron muchas esclavas hermosas y ricamente
vestidas, las cuales entonaron varías canciones
agradables acompañadas con armoniosos ins-
trumentos. En suma, nada faltó para que Scha-
cabac quedase mas que satisfecho de la digna-
ción y agasajo del Barmecida, que estando pren-
dado de él , tratóle con familiaridad y le mandó
dar un vestido de su guardaropa.
« Comprendió el Barmecida que mi hermano
tenia tanto desempeño y discreción para todos
los quehaceres, que á los pocos dias ya le con-
fió el cuidado de toda su casa y hacienda, cuyo
empleo estuvo sirviendo á las mil maravillas
por espacio de veinte años ; murió al cabo de
este tiempo el jeneroso Barmecida, acabado por
la vejez, y como no dejara heredero alguno, to-
dos sus bienes fueron confiscados i favor del
principe, y con ellos todos los que habia allega-
do mi hermano ; de suerte que viéndose este
reducido i su primitivo estado, juntóse con una
caravana de peregrinos de la Meca, con intento
de hacer aquella romería socorrido por sus li-
mosnas, pero por sus desventuras se vio ataca-
da la caravana y robada por un número de Be-
duinos mayor que el de los peregrinantes. Mi
hermano quedó esclavo de un Beduino que le
apaleó durante muchos dias para precisarle á
ajenciarse el rescate, aunque le protestó que
era por demás que le maltratase, diciéndole :
« Soy vuestro esclavo, y podéis hacer de mí lo
que os plazca; pero tened por cierto que estoy
sumido en la desdicha, y que carezco de medios
para rescatarme. » Por mas que dijo mi herma-
no manifestándole su pobreza y procurando
ablandarle con sus lágrimas, nada pudo conse-
guir del Beduino, antes viendo este frustrada la
esperanza que habia concebido de sacar de él
una buena cantidad, enfurecióse de modo que
tomíindo una navaja, hendióle Mos labios, á fin
de vengarse con esta inhumanidad del malogro
que le habia cabido.
« Tenia el Beduino una mujer muy hermosa,
y cuando iba á sus correrías, solía dejar solo á
mi hermano con ella , la cual entonces no per-
donaba medio para hacer llevaderos á mi her-
mano los rigores de la servidumbre, dándole á
entender que le amaba ; pero él no se atrevía á
corresponder á su pasión, por no tener que
arrepentirse luego , y procuraba evitar hallarse
á solas con ella tanto como ella buscaba ocasión
de lograrlo.
Estaba tan viciada en retozar y holgarse con
el pobre Schacabac cuantas veces le veia, que
una lo hizo á tiempo que lo observó su marido,
y aquel dia le avino á mi hermano por sus pe-
cados de juguetear también con ella, sin notar
que los estaba mirando el Beduino ; quien juz-
gando por lo que veia que se solían holgar des-
honestamente , y enfureciéndose, con tamaña
sospecha, arrojóse sobre mi hermano, le lisió
bárbaramente, y montándole sobre un camello,
le llevó á la cumbre de una altísima montaña,
donde le dejó desamparado. Estaba aquella mon-
taña junto al cartiino de Bagdad, donde le vieron
unos pasajeros y me dieron noticia de que allí
estaba; trasládeme allí á toda prisa, hállele en
el estado mas infeliz que cabe imajinar, y dán-
dole los auxilios que necesitaba, llévele otra vez
á la ciudad.
« Esto conté al califa Mostanser Bjllah, » aña-
dió el barbero, « y aquel príncipe me aplaudió
con nuevas carcajadas, c Ahora sí, » me dijo,
« que ya no dudo que os dieron con justicia el
Ululo de callado, y no habrá quien diga lo con-
trario ; sin embargo por ciertas causas que yo
me sé, os mando que salgáis inmediatamente de
la ciudad, y haced de modo que yo no oiga ha-
blar mas de vos. » Fué preciso obedecer, y pasé
muchos años viajando en países lejanos, hasta
que al fin supe que habia muerto el califa , con
cuyo motivo regresé á Bagdad, donde no hallé •
vivo á ninguno de mis hermanos. En esta oca-
sión fué cuando hice al joven cojo el importante
servicio que habéis oido, y sois testigos de su
ingratitud y tropelía, prefiriendo apartarse de
mí y de su patria mas bien que darme pruebas
de su reconocimiento. Cuando supe que se ha-
bia marchado de Bagdad, puesto que nadie supo
decirme de fijo á donde se habia encaminado,
no por esto dejé de ponerme en camino para
buscarle, y hace ya mucho tiempo que corro de
una á otra provincia, habiéndole encontrado en
este dia cuando menos lo pensaba. No esperaba
por cierto hallarle tan enconado contra mí. »
En esto observó Cheherazada que era de dia,
calló, y á la siguiente noche volvió á tomar de
este modo el hilo de su historia :
I
CUENTOS ÁRABES.
225
NOCHE CIX.
Señor, el sastre acabó de contar al sultán de
Gasgar la historia del joven cojo y del barbero
de Bagdad del modo que ayer tuve el honor de
esplicarlo á vuestra majestad, a Cuando el bar-
bero hubo terminado su relación, » añadió,
« conocimos que no le faltaba razón al joven
para acusarle de hablador ; pero quisimos que
permaneciese con nosotros y participase del fes-
tín que nos tenia dispuesto el amo de la casa.
Sentémonos á la mesa, y nos divertimos hasta la
oración de la tarde, hora en que se deshizo la
reunión, y yo me vine á trabajar á mi tienda
hasta que fuese la de retirarme á mi casa.
« En este intervalo sucedió lo de presentarse
medio achispado delante de mi tienda el joro-
b&dito, cantando y tocando el pandero ; y juz-
gando que con él no dejaría de proporcionar
entretenimiento á mi mujer, llévele á casa con-
migo. Mi consorte nos dio un plato de pescado,
del que ofrecí un trozo al jorobadillo, y él lo
comió sin reparar que tenia una espina ; procu-
ramos en vano socorrerle, y por mas que luci-
mos, cayó sin sentido á nuestra presencia, cau-
sándonos tal trastorno y espanto aquella nove-
dad tan aciaga, que nos dimos priesa en sacar
el cuerpo de nuestra casa y logramos con ardid
que lo recibiese en la suya el médico judío. Este
le bajó al aposento del proveedor, quien le tras-
ladó á la calle^donde se creyó que el mercader
le habia muerto. Esto es, señor, » añadió el
sastre, « lo que tenia que decir para satisfacer á
vuestra majestad, á quien corresponde pronun-
ciar si somos dignos de su clemencia ó de su
enojo, de vida ó de muerte.
El sultán de Gasgar manifestó en su semblante
un viso de complacencia que restituyó la vida
al sastre y sus compañeros. « No puedo negar, »
dijo, « que me han interesado mas la historia
del joven cojo , la del barbero y las aventuras
de sus hermanos , que el cuento de mi bufón ;
pero antes de dejaros ir á vuestras casas á los
cuatro y de enterrar el cuerpo del jorobado, de-
searía ver á ese barbero que es causa de que yo
os perdone, y puesto que se halla en mi capital,
fácilmente podrá satisfacerse mi curiosidad. »
Al propio tiempo despachó un ujier para que
fuese k buscarle con el sastre que sabia su pa-
radero.
Pronto estuvieron de vuelta el ujier y el sas-
tre, acompañados del barbero, que presentaron
al sultán. El barbero era un anciano de noventa
años, con la barba y las cejas blancas como la
nieve, las orejas caidas y la nariz muy larga ; á
cuya vista no pudo el sultán contener la risa,
diciéndole : « Hombre callado , me ban infor-
mado de que sabíais cuentos portentosos, y
desearía que me contaseis algunos. — Gran
señor, » contestó el barbero, « dejando á parte
por ahora los cuentos que yo pueda saber , su-
plico humildemente á vuestra majestad me per-
mita enterahne de lo que hacen aquí en su pre-
sencia este cristiano, este judío, este musuliqan
y ese jorobado muerto que allí en el suelo veo
tendido. » Rióse el sultán de la llaneza del bar-
bero, y replicóle : « ¿ Y eso á vos qué os im-
porta? — Señor, » repuso el barbero, « me im-
porta hacer semejante pregunta, para que sepa
vuestra majestad que yo no soy grande hablador,
como suponen algunos, sino un hombre á quien
llaman con justicia el callado. »
Sobrecojida Cheherazada con la luz del dia
que principiaba á alumbrar el aposento del sul-
tán de las Indias, interrumpió su relación*, y
prosiguióla luego á la noche siguiente en estos
términos :
-»«
<3~
T. I.
15
m
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CLXI.
« Señor, el sultán de Casgar tuvo la condes-
cendencia de satisfacer la curiosidad del bar-
bero, mandando que le contasen la historia del
jorobado, puesto que tanto aparentaba desearlo ;
y cuando la hubo escuchado el barbero, meneó
la cabeza f orno para dar á entender que habia
allí gato encerrado, y esclamó : « Á la verdad ,
esta historia es peregrina ; mas dejen que reco-
nozca de cerca á ese jorobado. » Llegóse al
muerto, sentóse junto á él, tomó la cabeza sobre
sus rodillas, y después de haberla mirado con
mucho ahinco, prorumpió repentinamente en tan
destemplada carcajada, y con tan poco mira-
miento, que se dejó caer de espaldas por el
suelo, sin considerar que se hallaba delante del
sultán dé Gasgar. Levantóse en seguida sin parar
de reír, diciendo : « Bien dicen, y con razón,
que nadie muere sin causa : si jamás historia
alguna ha merecido ser escrita con letras de oro,
es la dé este jorobado. »
Al oirle hablar de aquel modo, todos tuvieron
al barbero por un bufón ó por un caduco, y el
sultán le dijo ; o Hombre callado , decidme ,
¿ cómo es que os reis tan destempladamente? —
Señor, » respondió el barbero, « os*juro por el
numen benévolo de vuestra majestad, que este
jorobado no está muerto ; y si ahora mismo no
consigo probaros que aun vive, quiero que me
tengan por el hombre mas estravagante del
mundo, » Al concluir estas palabras , sacó una
caja en que tenia varios específicos, y que siem-
pre traia consigo por lo que pudiese ocurrir, y
tomó una redomita de bálsamo con que restregó
un buen rato el cuello del jorobado ; luego sacó
de su estuche un instrumento de hierro bruñido
que afianzó entre los dientes, y habiéndole
abierto la boca, metióle por la garganta unas
tenacillas con que le sacó el pedacito de pescado
con la espina , y los enseñó á todos los circuns-
tantes. Al punto estornudó el jorobado , alargó
los brazos y las piernas , abrió los ojos y dio
otras muchas muestras de vida.
Tanto el sultán de Casgar como todos los que
presenciaron aquella primorosa operación que-
daron menos atónitos de ver resucitado al joro-
bado, después de pasar toda una noche y la
mayor parte del día sin dar la menor señal de
vida, que del mérito y la capacidad del barbero,
á quien , no obstante sus tachas , empezaron á
mirar como un gran personaje. Rebosando el
sultán de júbilo y admiración, mandó que se es-
cribiese la historia del jorobado, juntamente con
la del barbero, á fin de que su memoria se eter-
nizase cual merecía; y no satisfecho aun con
esto , y con la mira de que el sastre, el médico
judío , el proveedor y el mercader cristiano tu-
viesen un agradable recuerdo de la aventura que
les habia ocasionado el fracaso del jorobado,
quiso qufe, antes de marcharse á sus casas, reci-
biesen un vestido riquísimo cada uno , y se lo
mandó poner en su presencia : al barbero le se-
ñaló una crecida pensión y se le quedó consigo.
De este modo terminó la sultana Cheherazada
esta larga serie de aventuras á que diera ocasión
la supuesta muerte del jorobado? y como ya
empezaba á rayar el día, guardó silencio ; visto
lo cual, se le encaró su querida hermana Dinar-
zada, cutiéndole : « Princesa y sultana mia , la
historia que acabáis de contar me complace tanto
mas cuanto termina con una novedad para mí
inesperada , pues creí absolutamente muerto el
jorobado. — A mí me ha gustado esta estrañeza, »
dijo Ghahriar, a no menos que las aventuras de
los hermanos del barbero. — También es muy
divertida, » añadió Dinarzada, « la historia del
cojito de Bagdad. — Mucho lo celebro, querida
hermana, » dijo la sultana, « £ puesto que he
tenido la dicha de no fastidiar al sultán, nuestro
amo y señor, si su majestad se dignase conser-
varme aun la vida, mañana tuviera el honor de
contarle la historia de los amores de Abulhasan
Ali Ebn Becar y de Chemselnihar, predilecta del
califa Harun Alraschild , la cual es tan digna de
su atención y de la vuestra como la historia del
jorobado. » El sultán de las Indias ; que no es-
taba disgustado de las historias que le habia con-
tado Cheherazada , se dejó llevar del placer de
escuchar la que le prometía , y levantóse para
rezar y asistir al consejo , sin manifestar en lo
mas" mínimo la buena voluntad que tenia ala
sultana,
■I
CUENTOS AIUBES.
t»
NOCHE CLXII.
Dinarzada, que cuidaba siempre de dispertar á
su hermana , llamóla aquella noche á la hora
acostumbrada, diciéndole : « Querida hermana,
pronto va á llegar el dia ; contadnos, os ruego,
antes que amanezca, alguna de las agradables
historias que sabéis. — Noliay que pensar en
otras, » tlijo Chahriar, « sino en la de los amo-
res de Abulhasan Ali Ebn Becar y de Chemselni-
har , predilecta del califa Harun Alraschid. —
Señor, » dijo Cheherazada, « estoy dispuesta á
satisfacer vuestra curiosidad ; y al punto princi-
pió de este modo :
HISTORIA DE ABULHASAN ALI EBN BECAR Y DE CHRMSEL-
NIHAR, MUY QUERIDA DEL CLIAFA DARUN ALRASCHID.
En el reinado de Harun Alraschid había en
Bagdad un droguero que se llamaba Abulhasan
Ebn Thaher, hombre muy poderoso en riquezas,
y de un personal gallardo y vistoso : tenia mas
discreción y urbanidad que la que comunmente
tienen los de su profesión ; y su rectitud, buena
fe y jovialidad eran partes para que todos le
amasen y apeteciesen su compañía. El califa, que
eslaba enterado de su mérito, tenia depositada
en él su total confianza, tanto que dejaba á su
cuidado el proveer á las damas de su corte de
cuantas alhajas pudiesen necesitar, como vesti-
tidos, muebles y joyas, lo que desempeñaba con
asombroso discernimiento y maestría.
Sus prendas aventajadas y el arrimo del califa
llamaban á su casa á los lujos de los emires y
demás oficiales de graduación, de modo que allí
era el punto de reunión de toda la nobleza de la
corte ; pero entre los jóvenes señores que diaria-
mente le visitaban, habia unoá quien distinguía
entre los demás, y con quien habia contraído en-
trañable intimidad, y este se llamaba Abulhasan
Ali Ebn Becar, y descendía de uua antigua fami-
lia real de Persia, que aun subsistía en Bagdad
después que los musulmanes habían conquistado
aquel reino. Parecía que la naturaleza habia echa-
do el resto con aquel príncipe en cuantas pren-
das caben en cuerpo y alma : su rostro era her-
mosísimo , airoso su talle , jentil en su garbo, y
tan halagüeña su fisonomía que se hacia impo-
sible verle sin amarle ; en su trato , siempre se
espresaba con términos propios y selectos, y
usaba un lenguaje ameno y peculiar , teniendo
hasta su voz no sé qué aliciente que cautivaba á
cuantos la oían : añádase á todo esto su talento
sumo, con cuyo auxilio juzgaba y hablaba de todo
alinadísimamente, teniendo por otra parte tal
modestia y comedimiento, que nunca adelantaba
palabra alguna sin esmerarse en evitar toda
ofensa.
Con semejantes dotes como las que acabo de
manifestar, no debe estrañarse que Ebn Thaher le
sobrepusiera á todos los señores de la corte, cuya
mayor parte adolecían de los vicios contrapues-
tos á tantísimas virtudes. Estando un dia aquel
príncipe en casa de Ebn Thaber, vieron llegar
una dama montada en una muía negra y blanca,
acompañada de diez mujeres á pié , todas muy
hermosas , á juzgar por su traza y por lo que
permitía ver el velo que les cubría la cara. La
dama llevaba un ceñidor de color de rosa , de
cuatro dedos de ancho , en el que centelleaban
perlas y diamantes de tamaño estraordinario ; y
por lo tocante á la belleza, fácil era descubrir
que la suya á la de todas sus mujeres sobresalía
tanto como aventaja la luna llena á la creciente
que solo tiene dos dias. Venia de comprar alguna
alhaja , y teniendo que hablar con Ebn Thaher,
entró en su tienda, que era grande y espaciosa,
y él la recibió con todas las muestras del mas
profundo acatamiento, rogándole que se sentase
en el lugar preferente que le señaló con la mano.
Al propio tiempo , quiso el príncipe de Persia
avalorar la coyuntura favorable que se le presen-
taba de hacer ver su finura y galantería, arre-
glando la almohada de tejido con fondo de oro
en que habia de recostarse la dama, después de
lo cual se retiró con prontitud para que ella se
sentase. Saludóla en seguida besando la alfom-
bra de sus pies , y volviéndose á levantar, per-
maneció de pié delante de ella, á la parte infe-
rior del sofá. Todo era llaneza para ella en cast|
LAS MIL Y UNA NOCHES.
de Ebn Thaher, y alzándose el velo, ofreció ala
vista del príncipe persa una hermosura tan es-
tremada, que le hirió hasta lo íntimo del cora-
zón. La dama por su parte no pudo menos de
mirar al príncipe , cuya vista produjo en ella
igual impresión. « Señor, » le dijo en acento
cariñoso, a tened á bien el sentaron » Obedeció
el príncipe de Persia , sentándose á la orilla del
sofá; pero clavándole mas y mas los ojos, y
bebia sediento á raudales el veneno de la pasión.
No tardó ella en hacerse cargo de cuanto estaba
pasando en aquel interior, cuyo descubrimiento
acabó de inflamarla mutuamente ; y levantándose
para llegarse á Ebn Thaher, díjole muy quedito
el motivo de su visita, y luego le preguntó el
nombre y el pais del príncipe de Persia, á lo que
él respondió : Señora mia , este joven señor se
llama Abulhasan Ali Ebn Becar, y es un príncipe
de sangre real. »
Contentísima quedó la señora de saber que el
sujeto á quien amaba ya con ahinco fuese de tan
encumbrada esfera, y añadió : « ¿ Sin duda
querréis decir que desciende de los reyes de
Persia ? — Efectivamente, señora, » replicó Ebn
Thaher , « los últimos reyes de Persia son sus
ascendientes, y desde la conquista de aquel
reino, los príncipes de su casa se han hecho muy
recomendables en la corte de los califas. — Mu-
cho me complacéis dándome á conocer este joven
señor, y os ruego que cuando yo os mande esta
mujer, » añadió señalando á una de sus esclavas,
a paira avisaros que vengáis á verme , hagáis de
modo que él os acompañe, porque deseo que vea
la magnificencia de mi casa , á fin de que pueda
publicar que entre las personas de categoría de
Bagdad no domina la avaricia ; enteraos de lo
que os encargo , y procurad no faltar en un
ápice, porque si así no lo cumpliereis , yor me
incomodara contra vos y no volviera en mi vida
á vuestra casa. »
No era tan escaso de alcances Ebn Thaher
que dejara de conceptuar por estas palabras
los ímpetus de la dama, y le respondió : « Prin-
cesa, reina mia, guárdeme el cielo de daros ja-
más motivo alguno de queja contra mí : vues-
tras órdenes son leyes para mí, absolutamente
inviolables. » Despidióse acto seguido la dama,
dedicando una cabezadita expresiva á Ebn Tha-
ber, y clavando en el príncipe persa una mirada
intensísima, montó en su muJa y marchóse.
Calló en este punto la sultana Cheherazada,
con liarlo sentimiento del sultán de las Indias,
que se vio precisado á levantarse á causa de la
luz del dia que estaba resplandeciendo. A la
noche siguiente prosiguió aquella historia, di-
ciendo á Chahriar : *
NOCHE CLXIII.
Señor, ciegamente enamorado el príncipe de
Persia de aquella dama , siguióla con la vista
mientras pudo alcanzarla, y aun después de
mucho rato que ya no la veia, conservaba fijos
los ojos en el rumbo por donde se habia mar-
chado, hasta tanto que le advirtió Ebn Thaher
que mirase en lo que hacia, porque habia algu-
nas personas que le estaban reparando y ya
empezaban á reirse de él, por verle en aquel
ademan. «¡ Ay de mí sin ventura!» le dijo el
príncipe, « estoy seguro que tanto Ja jente como
vos me compadecierais, si supieseis que la di-
vina señora que acaba de salir de vuestra casa
se lleva consigo la mejor parte de mi ser, y que
cuanto de él me queda no anhela sino entre-
garse á ella igualmente. Decidme, os lo ruego
encarecidamente, quién es esa mujer tirana que
fuerza á los hombres á amarla, sin dar cabida á
reflexiones ni miramientos. — Señor, » le con-
testó Ebn Thaher, « es la famosa Chemselnihar,
la predilecta del califa nuestro amo. — Con jus-
ticia lleva este nombre, » replicó el príncipe ,
<* porque es mas hermosa que el sol en un dia
sereno. — Así es la verdad, » repuso Ebn Tha-
her, « y por esto la ama, ó mas bien la adora el
caudillo de los creyentes, quien me tiene hecho
el especial encargo de aprontarle cuanto me
pida, y aun de anticiparme en cuanto me quepa
á ofrecerle todo aquello que pueda ser de su
gusto. ))
CUENTOS ÁRABES.
229
Hablábale de este modo á fiii de retraerle de
engolfarse en unos amores que solo podían tener
un resultado infeliz ; pero aquello mas bien fué #
parte para inflamar su pasión. « Harto habia ya*
maliciado, encantadora Chemselnihar, » escla-
mó, a que me habia de estar vedado encumbrar
hasla tu elevación mi pensamiento ; mas aunque
desahuciado de correspondencia, conozco tam-
bién que no estará en mí dejar de idolatrarte :
si, yo te amaré, y me daré por satisfecho lla-
mándome esclavo del objeto mas hermoso que
el sol alumbra. »
Mientras el príncipe de Persia quedaba consa-
grando su corazan á la bella Ghemsclnihar, esta
señora, en el camino de su palacio, iba cavilando
sobre los medios de ver al príncipe y hablarle á
sus anchuras ; y no bien llegó á su casa, cuando
envió á Ebn Thaher la mujer que le habia mos-
trado, en quien tenia depositada toda su con-
fianza, para decirle que viniese á'Verla sin per-
der momento con el príncipe de Persia. Llegó la
esclava á la tienda de Ebn Thaher á tiempo que
todavía estaba hablando con el príncipe y pro-
curando disuadirle con poderosísimas razones
de amar á la íntima del califa; y al verlos jun-
tos, les dijo : « Señores, mi esclarecida señora
Chemselnihar, primera predilecta del comenda-
dor de los creyentes, os suplica vengáis á su
palacio, donde os está esperando. » Para mani-
estar que estaba pronto á. obedecer, levantóse
al instante Ebn Thaher sin responder cosa al-
guna á la esclava, y adelantóse para seguirla
bien á pesar suyo; y el príncipe la siguió igual-
mente sin reflexionar en el peligro que traía
consigo aquella visita, bastándole para concep-
tuarse á su salvo la presencia de Ebn Thaher,
que tenia libre entrada en casa de la señora. Si-
guieron pues á Ja esclava, que iba un poco ade-
lantada, y entraron tras ella en el palacio del ca-
lifa, esperándolos ella en la puerta de la casa de
Chemselnihar, que estaba abierta, para acom-
pañarlos hasta un gran salón, donde les dijo se
sentasen.
Imajinó el príncipe de Persia que se hallaba
en uno de aquellos deliciosos alcázares que para
el otro mundo nos tienen prometidos, pues en
su vida habia visto maravilla alguna que se
aproximase á la magnificencia del sitio en que
estaba : las alfombras, las almohadas que ser-
vían de respaldo y los demás realces del sofá,
los muebles, los adornos y la arquitectura, eran
tan ricos y preciosos que llenaban de asombro.
A poco rato de estar sentados Ebn Thaher y el
príncipe, presentóse una esclava negra muy
aseada á servirles una mesa llena de varios y de-
licados manjares, que por el olor delicioso que
despedían podia juzgarse de la finura de los
condimentos. La esclava que los habia acompa-
ñado no se separó de ellos en tanto que estu-
vieron comiendo, antes bien anduvo solícita en
instarles á comer de los manjares que sabia eran
mas delicados, al paso que otras esclavas les
sirvieron escelente vino al fin de la comida. Al
concluir, les presentaron á cada uno por sepa-
rado una palangana con un hermoso jarro de
oro lleno de agu^ para lavarse las-manos, y tra-
jéronles en seguida perfume de aloe en un bra-
serillo también de oro, con que se perfumaron
la barba y los vestidos ; no faltó tampoco el agua
de olor, que presentaron en un tazón de oro
guarnecido de diamantes y rubíes, hecho á pro-
pósito para este uso y vertérsela en ambas ma-
nos, con las cuales ellos se restregaron, según
costumbre, la barba y toda la cara. Volvieron
después á sus asientos, pero no bien estuvieron
sentados cuando les rogó la esclava que se le-
vantasen y la siguiesen , y los guió por una
puerta del salón á otro miíy grandioso de mara-
villosa estructura, que consistía en una cúpula
sumamente elegante, sostenida por cien colunas
de mármol blanquísimo como alabastro, cuyas
basas y capiteles estaban adornados de cuadrú-
pedos y pájaros dorados de varias especies. La
alfombra de aquel salón estraordinario era de
una sola pieza con fondo dé oro y realce de ra-
milletes de rosas de seda colorada y blanca, y
la cúpula estaba igualmente pintada de arabes-
cos, cuyo conjunto presentaba un golpe de vista
en estremo embelesante. En todos los interco-
lunios habia un pequeño sofá, guarnecido igual-
mente con grandes vasos de porcelana, cristal,
jaspe, azabache, pórfido, ágata y otros mine-
rales preciosos, guarnecidos de oro y pedrerías.
Los espacios que dejaban las colunas ormaban
otros tantos balcones con arrimadillos guarneci-
dos al modo qne los sofaes, los cuales daban
vista al jardín mas delicioso del mundo. Sus ca-
minos estaban formados de guijarros de dife-
rentes matices que representaban la alfombra
del salón en figura circular; de modo que mi-
rando la alfombra de dentro y la de fuera ,
parecía que la cúpula y el jardín con toda
su amenidad estuviesen en la misma alfom-
bra. Al estremo de los arriates la vista ter-
minaba en derredor sobre dos canales de agua
cristalina como la de manantial , los cuales
guardaban la misma figura circular que la
cúpula, y estando el uno mas elevado que el
otro, se iba derramando el agua en este último
á manera de cascada ; al márjen de este canal
inferior estaban colocados á trechos unos her-
mosos jarros de bronce dorado , alternativa-
mente guarnecidos de arbustos y flores. Los
arriates formaban divisiones entre grandes es-
pacios plantados de rectos y copados árboles,
donde mil pajarillos diversos hadan con sus
trinos un melodioso concierto y divertían la
vista con sus varios movimientos y con las ri-
ñas, ya inocentes, ya enconadas, que andaban
trabando por los aires. Detuviéronse largo rato
el príncipe de Persia y Ebn Thaner contem-
plando aquella gran magnificencia , prorum-
piendo en esclamaciones de estrañeza y admi-
ración cada vez que alguna particularidad nueva
descubrían, con especialidad el príncipe de Per-
sia que jamás habia visto objetos que con los
que estaba viendo pudiesen parangonarse; y
no obstante que Ebn Thahcr ya se habia inter-
nado tal cual vez hasta aquel sitio encantador,
todavía observaba maravillas que le parecían
enteramente nuevas. En conclusión, no podían
saciarse de admirar tantas preciosidades como
allí juntas estaban, y en medio de aquel grato
arrobamiento ofrecióseles á la vista una tropa
de ninfas galanamente trajeadas, repartidas to-
das á cierta distancia de la cúpula, cada una en
un asiento de plátano de Indias, adornado de
cuadriles de hilo de plata, con un instrumento
músico en la mano, aguardando el punto en que
se les diese la señal para tocar.
Llegáronse entrambos al balcón que enfrente
de ellas caia, y volviendo la vista á su derecha,
vieron un gran patio desde el cual por unas
gradas se subia al jardín, y en cuyo alrededor
habia espléndidas habitaciones. Habiéndose que-
dado solos, por haberse desviado de ellos la
esclava, entretuviéronse en la siguiente plática:
« Por lo que á vos toca, que sois hombre de re-
flexión, » dijo el príncipe de Persia, « no dudo
que debéis mirar con mucha satisfacción todos
esos testimonios de poderío y grandeza, puesto
quo yo mismo opino que no puede haber en el
CUENTOS ÁRABES.
231
mundo porteólo mas admirable; pero cuando
considero que esta es la morada esplendorosa
de la para mí harto interesante Chemselnihar,
y que quien aquí la guarda es el primer monarca
de la tierra, confiésoos que me conceptúo el
mas desventurado de todos los mortales : paré-
ceme que no puede darse suerte mas cruel que
la mía, idolatrando á un objeto subdito de mi
competidor, y cabalmente en un sitio donde es-
te dominador es tan poderoso que ni aun ahora
mismo estoy seguro de la vida. »
No dijo mas Cheherazada aquella noche , por-
que vio la luz del dia , y á la siguiente habló al
sultán de las Indias de este modo :
NOCHE CLXIY
Señor , á lo que yo esplique anoche á vuestra
majestad que dijo el príncipe de Persia , contes-
tó Ebn Thaher lo siguiente ; « ¡ Ojalá pudiese
yo prometer á vuestra señoría un paradero tan
feliz en sus amores , como puedo responderle de
la seguridad de su vida ! Aunque este soberbio
alcázar pertenece al califa, quien lo mandó
construir espresamente para Chemselnihar, con
el nombre de Palacio de las Delicias Eternas,
y aunque forme parte del suyo , sabed sin em-
bargo que esta señora vive en él con entera in-
dependencia , sin que la molesten eunucos para
zelar sus acciones. Tiene su casa particular , y
dispone allí con dominio absoluto , saliendo á la
ciudad sin pedir permiso á nadie , regresando
cuando bien le parece , y no viéndola jamás el
califa sin mandarle antes á Mesrur , su eunuco
mayor , para avisarla que se prepare para reci-
birle. De consiguiente podéis estar sin zozobra y
clavar toda la atención en el concierto con que,
según veo, trata Chemselnihar de obsequiaros. »
Al proferir Ebn Thaher estas últimas pala-
bras , advirtieron ambos que venia la esclava
confldente de la dama, la cual dio orden á las
doncellas que estaban allá sentadas que canta-
sen acompañadas de sus instrumentos. Al ins-
tante rompieron todas juntas la música , como
en señal de floreo , y después de tocar algún ra-
to , empezó á cantar una sola , acompañándose
con un laúd , que pulsaba con admirable maes-
tría. Advertida de antemano del tema que debia
entonar , dijo una letra tan conforme á los im-
pulsos del príncipe de Persia , que este no pu-
do menos de aplaudir luego de terminada la co-
pla , esclamando : « ¿ Atesoráis acaso el don de
calar los corazones , y sabéis por ventura lo que
pasa en el mió que con tamañas palabras ha-
béis querido darnos un ensayo de vuestra voz
encantadora , puesto que ni yo mismo me hu-
biera espresado en otros términos ? » Nada res-
pondió la doncella á aquella pregunta , antes
prosiguió cantando otras varias coplas que de
tal modo conmovieron al príncipe , que con lá-
grimas en los ojos repitió algunas , con lo que
estaba dando á conocer que se aplicaba á sí
mismo su concepto. Apurados por fin sus can-
tares , levantóse con sus compañeras y entona-
ron todas juntas , espresando con sus palabras
que iba á salir la luna con toda su brillantez, y
que pronto la verian aproximarse al sol : lo que
significaba que Chemselnihar estaba á punto de
salir , y que pronto el príncipe de Persia goza-
ría de su vista.
Efectivamente , volviendo Ebn Thaher y el
príncipe la vista hacia el patio , advirtieron que
venia la esclava confidenta seguida de diez ne-
gras que con sumo trabajo llevaban un gran tro-
no de plata maciza de peregrina estructura , que
les mandó colocar delante de ellos á cierta dis-
tancia ; hecho lo cual , se retiraron las esclavas
negras tras los árboles que formaban la entrada
de una calle. Adelantáronse después en dos filas
veinte doncellas , todas hermosas y ricamente
vestidas en traje uniforme , cantando y tañendo
cada una el instrumento que llevaba , y colocá-
ronse por ambos lados cerca del trono.
Todas estas particularidades tenían al prínci-
pe de Persia y á Ebn Thaher tanto mas absortos
cuanto mayor era su afán por saber en qué ter-
minarían , hasta que por fin vieron llegar á la
misma puerta por donde habían venido las diez
negras que trajeron el trono y las otras veinte
232
LAS MIL Y UNA NOCHES.
llegadas últimamente , con otras diez doncellas
no menos hermosas y bien vestidas ; que se de-
tuvieron allí algún rato esperando á la predilec-
ta , quien finalmente se presentó y se colocó en
medio de ellas.
£1 dia , que ya empezaba á alumbrar el apo-
sento de Chahriar , impuso silencio á Chehera-
zada , quien á la noche siguiente prosiguió de
este modo :
NOCHE CLXV.
Colocada Chemselnihar en medio de las diez
doncellas que á la puerta la habían estado aguar-
dando, fácil era distinguirla de las demás, tanto
por su estatura y su señorío majestuoso , como
por una especie de manto de una tela muy lije-
ra de oro y azul celeste que prendida á la espal-
da llevaba por encima del vestido , el cual de
suyo era el mas adecuado , mas digno y mas
magnífico que cabe imajinar : las perlas , los
diamantes y rubíes que le servían de aderezo,
en„vez de confundirse por su profusión , eran en
corto número, pero escojidos y de un valor ines-
timable. Adelantóse con sumo garbo , represen-
tando con bastante esmero la carrera del sol por
medio de las nubes que reciben sus destellos
sin empañarlos ; y fué á sentarse en el trono de
plata que le estaba destinado.
Desde el punto en que el príncipe de Persia
descubrió á Chemselnihar , faltáronle ojos para
mirarla , y dijo á Ebn Thaher. « No hay necesi-
dad de preguntar por el objeto que uno busca,
en cuanto se presenta á la vista , pues desapa-
rece la duda en asomando la verdad. Esa beldad
encantadora que ahí estáis viendo es el oríjen
de mis quebrantos y amarguras , y ahora lo ben-
digo todo y lo bendeciré de hoy mas eternamen-
te, por violentos que sean sus embates , y por
larga que sea su duración. Al verla , ya no soy
dueño de mí mismo ; pertúrbase mi alma , y se
rebela , palpando que se desvive y forcejea por
desampararme. ¡ Ah ! j huye de una vez alma
inia , ya te lo concedo ; pero sea para el bien
y conservación de este frájil cuerpo! Vos , harto
cruel Ebn Thaher , sois el causador de tamaño
trastorno : creísteis proporcionarme surtió delei-
te acompañándome á este sitio , y á lo que veo,
he venido aquí para completar, mi perdición.
¡ Ah ! perdonadme , » añadió volviendo en si, i
« j cuánto me engaño ! yo soy quien vine de mi
grado , y de nadie puedo quejarme si no de mí
mismo. » Al concluir estas palabras derramó
abundantes lágrimas , y Ebn Thaher le dijo :
« Pláceme que me hagáis justicia : cuando os
dije que Chemselnihar era la predilecta del ca-
lifa , os lo dije con el intento de precaver esa
pasión aciaga que vos mismo estáis fomentando
en vuestro pecho ; y ahora mismo todo lo que
estáis viendo debe retraeros de sus ímpetus, ha-
ciendo por no conservar sino arranques de gra-
titud por el honor que os ha dispensado Chem-
selnihar mandándome que aquí os trajera. Re-
cobrad vuestra razón estraviada , y poneos en
estado de presentaros á ella como lo requiere el
decoro ; ved que ya se acerca ; si hubiese lugar
para ello , os prometo que tomara otras precau-
ciones ; mas ya que todo está hecho , quiera
Dios que no tengamos que arrepentimos. Lo
único que debo añadiros , es que el amor es un
traidor que puede conduciros á un despeñadero
del cual no tengáis salida. »
Nada mas pudo decir Ebn Thaher, porque en
aquel punto llegó Chemselnihar , la cual se sen-
tó en su trono y saludó á entrambos con una
donosa cabezada ; pero clavó la vista en el prín-
cipe de Persia , y hablándose mutuamente un
lenguaje mudo salpicado de suspiros , dijéronse
en poquísimo rato mucho mas que con palabras
"hubieran podido decirse en largo coloquio. Cuan-
to mas Chemselnihar al príncipe contemplaba ,
mas conocía este en sus miradas que no le era
persona indiferente ; y ella por su parte , ya
persuadida de la pasión del príncipe , teníase
por la mujer mas venturosa del mundo. Desvió
finalmente los ojos de él para mandar que lle-
gasen las primeras doncellas que habían empe-
zado á cantar , las cuales se levantaron , y míen-
CUENTOS ÁRABES.
233
tras se iban adelantando , se fueron desembos-
cando las negras de las grandiosas arboledas
donde se ocultaban , trajeron sus sitiales y co-
locáronlos cerca del balcón de la cúpula donde
se hallaban Ebn Thaher y el príncipe de Persia,
de modo que las sillas así dispuestas , con el
trono de la predilecta y las doncellas que á sus
lados estaban , vinieron á formar un semicírculo
delante de ellos.
Cuando las doncellas que estuvieron antes
sentadas en aquellas sillas hubieron vuelto á to-
mar asiento con permiso de Chemselnihar , que
se lo dio por medio de una seña , aquella dama
encantadora elijió la que debia cantar, la cual,
después de haber templado su laúd , entonó un
cantar cuyo tema era : que dos amantes que se
están correspondiendo se profesan perfecto y
estremado cariño , que sus corazones , aunque
en dos cuerpos distintos , tan solo forman uno,
y que si á sus deseos se opone algún obstáculo,
pueden decirse con lágrimas en los ojos : a Si
nos queremos porque el uno agrada al otro ,
¿ podráse culparnos á nosotros ? cúlpese al des-
tino que lo dispuso. »
Chemselnihar dio á conocer de tal modo en
sus ojos y ademanes que aquellas palabras de-
bían aplicarse á ella y al príncipe de Persia , que
este no pudo contenerse . y levantándose un
poco , adelantóse por encima del balaustre que
le servia de apoyo, é hizo seña á una de las
compañeras de la doncella que acababa de can-
tar para que le escuchase , pues se hallaba cerca
de él , y le dijo : a Prestadme atención , y ha-
cedme el favor de acompañar con vuestro laúd
la canción que voy á entonar. » Y principió una
cantata cuya letra tierna y ardiente manifestaba
al vivo el estremo de su pasión. No bien hubo
concluido , Chemselnihar dijo al propio tenor á
una de sus doncellas : « Atendedme á mí tam-
bién , y acompañadme. » En eso cantó de un
modo tan estremado que no hizo sino abrasar
mas y mas el corazón del Príncipe de Persia,
el cual respondió con otro cantar todavía mas
acalorado que el anterior.
Habiéndose declarado por medio del canto en-
trambos amantes su mutuo cariño, no pudo
Chemselnihar resistir al ímpetu del suyo , y toda
fuera de sí , bajó del trono en que estaba y se
encaminó á la puerta del salón , donde le salió
arrebatadamente al encuentro el príncipe , que
habia penetrado su intento. Encontráronse de-
bajo de la puerta, donde se dieron las manos y
se abrazaron con tal delirio , que vinieron á que-
dar desmayados , y hubieran dado en el suelo,
á no haberlo estorbado las doncellas que si-
guieron á Chemselnihar, sosteniéndolos y acom-
pañándolos á un sofá , donde los hicieron vol-
ver en sí á fuerza de bañarles el rostro con
aguas olorosas y hacerles respirar todo jénero
de espíritus.
Cuando hubieron recobrado los sentidos, lo
primero que hizo Chemselnihar fué mirar á to-
das partes si veia á Ebn Thaher , y no viéndole,
preguntó solícita dónde estaba. Ebn Thaher se
habia retirado por respeto mientras las donce-
llas estaban afanadas con su señora , y temía
con razón algún resultado amarguísimo de lo
que acababa de presenciar ; y en cuanto oyó
que le llamaba Chemselnihar , llegóse á su pre-
sencia.
En este punto suspendió su narración la sul-
tana Cheherazada , porque vio rayar el dia , y á
la noche siguiente prosiguió de este modo :
NOCHE CLXVI.
Alegróse Chemselnihar de ver á Ebn Thaher,
y se lo manifestó en estos términos : o Bonda-
doso Ebn Thaher, no sé de qué modo podré
pagaros las infinitas obligaciones que os debo ;
pues sin vos jamás hubiera conocido al prín-
cipe de Persia ni amado al hombre mas apre-
ciable del mundo. Sin embargo, quedad per-
suadido de que no moriré ingrata , y que mi
reconocimiento igualará en lo posible al bene-
ficio que de vos he recibido. » Ebn Thaher solo
contestó á este agasajo con un profundo acata-
miento y deseando á la predilecta el logro de
todos sus deseos.
Entonces Chemselnihar se volvió hacia el
234
LAS MIL Y UNA NOCHES.
príncipe de Persia, que estaba sentado á su la-
do, y mirándole con una especie de rubor por
lo que entre ellos habia mediado, le dijo : « Se-
ñor, estoy mas que segura de que me amáis,
pero por mas ardiente que sea vuestro cariño,
no dudéis que el mió es tan violento como el
vuestro. Mas ¡ay! no debemos congratularnos
con nuestra suerte, porque , por mas conformi-
dad que haya entre vuestros impulsos y los
mios, no preveo, tanto para vos como para mí,
sino quebrantos y zozobras mortales. No tene-
mos mas remedio para nuestros males que
amarnos siempre, entregarnos á la voluntad del
cielo y esperar lo que disponga de nuestro des-
tino. — Señora, » le contestó el príncipe de Per-
sia , « me haríais sumo disfavor en dudar un
solo instante de la constancia de mi pasión, la
cual está empapada en mi alma hasta el punto
de poder asegurar que forma su mejor parte y
que subsistirá aun después de mi muerte ; ni las
penas, ni los tormentos, ni los obstáculos, nada
alcanzará á retraerme de amaros. » Al concluir
estas palabras, derramó abundantes lágrimas, y
Chemselnihar tampoco pudo contener las suyas.
Ebn Thaher se aprovechó de aquel momento
para hablar á la dama , diciéndole : « Permi-
tidme, señora, que os advierta como, en vez
de verter lágrimas, debierais alegraros de veros
juntos. No sé á qué viene vuestro desconsuelo ;
y si ahora es tal, ¿ qué será cuando la necesi-
dad os obligue á separaros? Mas, ¡qué digo
cuando os obligue f harto tiempo hac« que aquí
estamos, y bien conocéis, señora, que es hora
ya de que nos retiremos. — ¡ Ah ! ¡ qué cruel-
dad es la vuestra ! » replicó Chemselnihar.
« Vos, que sabéis la causa de mi llanto, ¿porqué
no os habéis de compadecer del estado infeliz
en que me veo? ¡ Triste fatalidad | ¿Porqué he
de estar sujeta á la tiránica ley que me prohibe
gozar de lo único que amo en el mundo ? »
Como estaba persuadida de que cuanto le ha-
bia dicho Ebn Thaher era por puro afecto, así
no se ofendió de sus palabras, antes sacó prove-
cho de ellas. Efectivamente, hizo una seña á la
esclava su confidente, y saliendo esta al instante,
trajo á poco rato un desayuno de frutas en una
mesita de plata que colocó entre su ama y el
príncipe de Persia. Escojió Chemselnihar la me-
jor que habia, y la presentó al príncipe, rogán-
dole que comiese por el amor que le profesaba.
Tomóla, y llevóla á su boca por la parte donde
ella la habia tocado ; y luego ofreció también
una á Chemaelnihar, que la aceptó asimismo y
comió con la misma fineza. Tampoco se olvidó
el brindar á Ebn Thaher, el cual, conceptuán-
dose mal seguro, prefiriera con mil amores el
hallarse en su casa; y si tomó tal cual frutilla,
fué por mera condescendencia. Después del ser-
vicio, trajeron una palangana de plata con agua
en un jarro de oro, y laváronse todos las manos,
volviendo en seguida á sus asientos ; entonces
tres negras de las diez que habia trajeron cada
una una copa de cristal de roca llena de esqui-
sito vino sobre un platillo de oro, y las coloca-
ron delante de Chemselnihar, del príncipe de
Persia y Ebn Thaher.
Á fin de lograr mas desahogo, Chemselnihar
hizo quedar solamente las diez negras con otras
diez doncellas que sabian cantar y tocar instru-
mentos, y despidiendo toda la demás jenle, tomó
una copa, y con ella en la mano cantó unas
coplas amorosas, acompañándolas con su laúd
una de las doncellas. Al concluir, bebió» y to-
mando en seguida una de las otras dos copas,
presentóla al príncipe rogándole que bebiese
por su amor, así como ella acababa de beber
por el suyo. Recibióla él con raptos de pasión y
deleite, mas antes de beber, quiso también can-
tar una canción acompañado de otra doncella,
y mientras cantaba, brotáronle abundantes lá-
grimas de sus ojos, por cuya razón espresó en
su canto que no sabia si era el vino que ella le
habia presentado lo que iba á beber, ó bien sus
propias lágrimas. Finalmente , Chemselnihar
presentó la última copa á Ebn Thaher, quien le
dio gracias por su fineza y por el agasajo con
que le distinguía.
Tomó en seguida de manos de una de sus
doncellas un laúd, á cuya tañido' cantó con ar-
ranques tan alcalorados, que ninguna reserva al
parecer la contenia ; y el príncipe de Persia,
clavados en ella los ojos, permaneció immóvil
cual si estuviese encantado. Estando en esto
llegó toda trastornada la esclava confidente, y
dijo á su ama : « Señora, Mesrur, con otros dos
oficiales y varios eunucos que los acompañan,
están á la puerta y dicen que tienen que habla-
ros de parte del califa. » Al oir estas palabras
entrambos convidados se inmutaron y principia-
ron á temblar, creyendo segura su perdición,
pero Chemselnihar los serenó con una sonrisa.
Traslucióse la claridad del dia, que obligó á
Cheherazada á interrumpir su narración •, y á la
noche siguiente la continuó de este modo :
CUENTOS ÁRABES.
236
NOCHE CLXVH.
Después de haber desvanecido la zozobra del
príncipe de Persia y Ebn Thaher, Chemselnihar
encargó á la confidente que fuese á entretener
á Mesrur y á los otros dos oficiales del calila,
hasta que ella estuviese en disposición de reci-
birlos y los mandase avisar. Al punto dio la or-
den para que se cerrasen todas las ventanas del
salón y que se descolgaran las cortinas pintadas
que estaban á la parte del jardín ; y después de
haber asegurado al príncipe y á Ebn Thaher que
ya podían quedarse allí sin temor, salió por la
puerta que daba al jardín, y volvióla á cerrar.
Sin embargo, por mas que ella les dijo que es-
taban seguros, les atormentó mas y mas la pri-
mera zozobra en su soledad.
Luego que Chemselnihar estuvo en el jardín
con las doncellas que la habían seguido, mandó
retirar todos los asientos que habían ocupado
las doncellas que tañeron los instrumentos en-
frente del balcón desde el cual el príncipe de
Persia y Ebn Thaher las habian escuchado ; y
cuando quedó por fin corriente cuanto habia
dispuesto, sentóse en el trono de plata, y mandó
decir á la esclava confidente que diese entrada
al primer eunuco y á sus dos oficiales subalter-
nos.
Presentáronse seguidos de veinte eunucos
negros, todos lucidamente vestidos, con el sable
en cinto, y un ceñidor de oro de cuatro dedos
de ancho ; y no bien descubrieron á lo lejos á la
predilecta Chemselnihar, hiciéronle su rendido
acatamiento, al que correspondió ella desde su
asiento. Cuando estuvieron mas cerca, levan-
tóse ella para ir á recibir á Mesrur, que iba de-
lante de todos, y preguntóle qué noticias traia.
Él le contestó : « Señora, el caudillo de los
creyentes me envia para deciros que ya no
puede vivir mas tiempo privado de vuestra pre-
sencia, y que está en ánimo de visitaros esta
noche; lo que os participo á fin de que os pre-
paréis para recibirle. No duda, señora, que le
agasajaréis con tanto placer cuanta es la impa-
ciencia que tiene de hallarse con vos. »
Al oir estas razones de Mesrur, la predilecta
Chemselnihar se postró rendidamente en demos-
tración de la obediencia con que recibía la or-
den del califa, y en seguida dijo : « Ruégoos que
manifestéis al adalid de los creyentes que siem-
pre será una gloria para mí el dar cumplimiento
á los mandatos de su majestad, y que esta su
esclava se esmerará en recibirle con todo el
acatamiento que le es debido. » Al mismo tiempo
mandó á la esclava confidente que dispusiese
que las negras destinadas al intento pusiesen el
palacio en estado de recibir al califa :« Ya veis,»
le dijo á Mesrur, ce que se requiere algún rato
para disponer todo esto ; así os encargo hagáis
de modo que tenga alguna espera, á fin de que
á su llegada no nos halle desprevenidas. »
Habiéndose retirado con su comitiva el eu-
nuco mayor, Chemselnihar volvió al salón su-
mamente desconsolada por tener que despedir
al príncipe de Persia antes de lo que se habia
prometido ; y como llegase á él con los ojos ba-
ñados de lágrimas, acrecentóse el sobresalto de
Ebn Thaher, por atribuirlas á motivos mas si-
niestros, u Harto conozco , señora , » dijo el
príncipe, « que venís á noticiarnos que es pre-
cisa nuestra separación; mas con tal que no
medie otra continjenfcia mas aciaga, espero que
el cielo me dará toda la resignación que nece-
sito para sobrelleva* vuestra ausencia. — ¡ Ay !
corazón mió, alma mia, d interpuso la muy ena- ,
morada Chemselnihar, a ¡ cuan feliz os consi-
dero y cuan desdichada me veo, comparando
vuestra suerte con la mia ! No dudo que os aque-
jará esta privación, mas á esto se reducen vues-
tros padecimientos y os será fácil consolaros
con la esperanza de volverme á ver. Mas yo,
¡santos cielos! jaqué prueba tan rigurosa me
veo sentenciada! No tan solo quedaré privada
de la vista de lo único que amo, sino que habré
de aguantar la de un objeto que por vos me es
tan odioso. Y en efecto, con la llegada del califa,
¡ no me ha de ser mas sensible vuestra partida !
Empapada como estoy en vuestra imájen idola-
trada, ¿cómo podré mostrar á ese príncipe el
gozo que ha estado viendo en mis ojos cuantas
LAS MIL Y UNA NOCHES.
veces ha estado conmigo? Cuando le hable, mi
espíritu estará en otra parte, y los mas leves fa-
vores que le conceda á su amor, serán otras
tantas puñaladas que me traspasarán el cora-
zón. ¡Cómo he de aguantar sus espresiones y
sus halagos ! Juzgad, príncipe, qué tormentos
serán los mios desde el momento en que deje
de veros. » Las lágrimas que derramó y los so-
llozos incesantes le embargaron el habla. El
príncipe de Persia trató de replicarle, mas no
tuvo fuerzas para tanto, pues su propio que-
branto y el que veia padecer á su amante le* te-
tenian absolutamente mudo.
Ebn Thaher, que tan solo ansiaba verse fuera
del palacio, tuvo que consolarlos diciéndoles que
se armasen de paciencia ; pero vino á interrum-
pirle la esclava confidente, diciendo á Chemsel-
nihar : a Señora, no hay que perder tiempo ; ya
van llegando los eunucos, y sabéis que pronto
vendrá el califa. — ¡ Santos cielos ! ¡ qué cruel
es esta separación! » esclamó la enamorada.
<( Despachad, » dijo á su confidente ; « acompa-
ñadlos á la galería que de una parte da al jardín
y de la otra al Tigris ; y cuando la noche esté
muy oscura, haced que salgan ambos con toda
seguridad por la puerta escusada. » Al concluir
estas palabras, dio un tierno abrazo al príncipe
de Persia , sin poder proferir palabra alguna, y
fué á recibir al califa , trastornada como se deja
discurrir.
La esclava confidente acompañó al príncipe y
á Ebn Thaher á la galería que le espresó Chem-
selnihar, y los dejó allí encerrados, asegurán-
doles que no tenían nada que temer y que vol-
vería á sacarlos cuando fuese tiempo.
Mas ya va amaneciendo , dijo en este punto
Chehc razada, y me permitiréis, ó gran señor,
que guarde silencio. Á la noche siguiente prosi-
guió de este modo su narración :
NOCHE CLXVIII.
Señor, no bien se hubo retirado la esclava
confidente de Chemselnihar , cuando ya el prín-
cipe de Persia y Ebn Thaher , olvidando lo que
les había dicho de que no tenian nada que te-
mer, principiaron á rejistrar toda la galería y
quedaron sobrecojidos de un terror pánico al
reconocer que no había paraje alguno por donde
pudiesen escaparse, en caso que al califa ó alguno
de su servidumbre les ocurriese ir allí.
De repente vieron un gran resplandor hacia la
parte del jardín , por entre las celosías , lo que
les llevó á examinar de donde procedía, y vieron
que lo ocasionaban cien antorchas de blanca
cera que llevaban en la mano otros tantos jóve-
nes eunucos negros. Seguían á estos mas de
otros tantos eunucos de mas edad, todos perte-
necientes á la guardia de las damas del palacio
del califa, con sable en mano, y vestidos al igual
de los demás que he dicho ; y detrás venia el
califa, teniendo á Mesrur, jefe de los eunucos, á
la derecha, y á Vasif, su segundo, á la izquierda.
Chemselnihar estaba esperando al califa á la
entrada de una calle de árboles, acompañada de
veinte mujeres , todas ellas de asombrosa be-
lleza y adornadas de collares y pendientes de
gruesos diamantes, que venían á cubrirles la ca-
beza. Cantaban al son de los instrumentos que
traían y formaban un deleitoso concierto. Luego
que la predilecta descubrió al califa, adelantóse
y postróse á sus plantas, en cuyo acto dijo para
sí estas palabras : « Príncipe de Persia, si vues-
tros ojos son testigos de lo que estoy haciendo,
juzgad cuan rigurosa es mi suerte : ante vos
quisiera yo humillarme de este modo , que por
cierto no lo repugnara mi corazón. »
Embriagado el califa con la vista de Chemsel-
nihar, « Levantad, señora, » le dijo, « llegaos,
que no puedo disculparme á mí mismo del mu-
cho tiempo que me he privado del gusto de ve-
ros. » Al concluir estas palabras, tomóle la ma-
no, y dirijiéndole otras palabras cariñosas , fué
á sentarse en el trono de plata que le mandó
traer Chemselnihar. Sentóse ella delante de él
en un sillón, y las veinte doncellas formaron cír-
culo en derredor , sentadas en otras sillas , al
tiempo que los eunucos se dispersaron por el
■ ■ i f *
jardín á cierta distancia unos de otros , á fin de
que el califa pudiese gozar mas cómodamente
del fresco de la noche. •
Cuando estuvo sentado el califa, tendió la vista
al rededor, y vio con gran satisfacción todo el
jardin iluminado de infinidad de otras luces , á
mas de las antorchas que los jóvenes eunucos
traían ; mas notó que el salón estaba cerrado, y
estrañándolo, pidió le dijesen la causa. Habíase
dispuesto así muy de intento para sobrecogerle,
y no bien acabó de hablar, abriéronse todas las
ventanas á un mismo tiempo, y viole iluminado
al esterior y al interior de un modo incompara-
blemente mas primoroso que en cuantas veces
lo habia visto. « Entiendo, encantadora Chem-
selnihar, » dijo viendo aquel espectáculo, « que
habéis tratado de hacerme saber que hay no-
ches tan hermosas como los'dias mas bellos; y se-
gún lo que estoy mirando, debo confesar que es
verdad. »
Volvamos al príncipe de Persia y á Ebn
Thaher, á quienes dejamos en la galería. No
podia Ebn Thaher admirar lo bastante todo
aquello que á su vista se estaba ofreciendo , y
dijo : % Ya soy de edad harto avanzada , y son
muchas las grandes funciones que he presen-
ciado en el discurso de mi vida, pero dudo que
pueda verse perspectiva mas asombrosa, ni que
ostente mayor grandiosidad. Tolo lo que nos
cuentan de los alcázares encantados no admite
comparación con el prodijioso espectáculo que á
la vista tenemos. ¡ Qué riqueza, qué magnificen-
cia ! )>
No paraba su atención el príncipe de Persia
en aquellos esplendorosos objetos que tanto cau-
tivaban á Ebn Thaher, pues sus ojos no veían
mas que á Chemselnihar , y sumíale en estre-
mado desconsuelo la presencia del califa. « Que-
rido Ebn Thaher, » esclamó, « ¡ ojalá tuviera yo
el ánimo desahogado para embargarme , como
vos, en lo que debiera causarme admiración !
Mas ¡ ay ! i cuan diverso es el estado en que me
hallo! Cuantos objetos tenemos delante tan solo
sirven para acrecentar mi quebranto. ¿Cómo
cabe que vea al califa en conversación familiar
con la que yo adoro , sin morirme de congoja y
desesperación ? ¡ Ah ! ¿ un amor tan entrañable
como el mió ha de ir al través por tamaño per-
sonaje, por todo un califa? ¡ Diosmio! ¡ cuan
adversa, cuan inhumana es mi estrella ! No ha
238
LAS- MIL Y A NOCHES.
I
nada que me tenia por el amante mas venturoso
del orbe , y ahora me siento en el corazón una
llaga que me da la muerte. Ya no puedo mas re-
sistir, querido Ebn Thaher; mi sufrimiento está
de remate ; el penar me postra , y mi valor ya
está exánime. » Al proferir estas palabras, vio
que ocurría en el jardin alguna cosa, novedad
que le obligó á guardar silencio y fijar su aten-
ción.
Era que el califa habia mandado á una de las
doncellas que cantase á su laúd, y ella daba
principio á su canto. Dijo unas espresiones fogo-
sísimas, y persuadido el califa de que las can-
taba por orden de Ghetoselnihar, que ea otras
ocasiones le habia dado semejantes muestras de
afecto, interpretólas á su favor, aunque por esta
vez no fuese tal el ánimo de aquella, que lases*
laba aplicando al ídolo de sus entrañas Ali Ebn
Becar ; y dejóse apoderar de un dolor tan vehe-
mente por tener delante de sí un objeto cuya
presencia ya no le era dable tolerar , que cayó
desmayada sobre el respaldo del sillón , y hu-
biera venido a) suelo por no tener este brazos
de apoyo, si al punto no acudieran algunas de
sus doncellas á darle auxilio, llevándola al salón.
Sobrecojldo Ebu Thaher con aquella novedad,
desde la galería donde estaba , volvió la cabeza
hacia el príncipe de Persia, y en lugar de verle
asomado á la zelosía mirando como él , quedó
sumamente pasmado de verle tendido á sus pies
sin movimiento alguno. Con aquel terminanle
desengaño acabó de conocer el estremo de pa-
sión que profesaba el príncipe á Chemselnihar,
y no pudo menos de admirar aquel raro efecto
de simpatía , el cual le causó sumo quebranto á
causa del sitio donde se hallaban. En balde fue-
ron todos sus conatos para hacerle volver en sí ;
y hallándose en aquel apuro, abrió la puerta de
la galería la confidente de Chemselnihar, y en-
tró sin aliento y como si ya hubiese perdido el
lino. « Venid pronto , » esclamó , « salid con-
migo. Todo es confusión en este sitio, y creo
que ha llegado nuestro último dia. — ¿Y cómo
queréis que salgamos ? » respondió Ebn Thaher
con voz que daba á conocer su desconsuelo. « Ha-
cedme el favor de llegaros, y ved el príncipe en
que estado se halla. » Viéndole desmayado la es-
clava, corrió por agua sin perder tiempo en pala-
bras ociosas, y regresó en un instante.
Por Un, volvió en sí el principe de Persia ,
después de haberle echado agua á la cara, y
Ebn Thaher le dijo : « Príncipe, ved que corre-
mos peligro de perder la vida, si permanecemos
mas tiempo en este lugar : rccojed vuestras
fuerzas, y salgamos pronto de aquí. » Estaba
tan débil que no pudo levantarse solo ; y dán-
dole la mano Ebn Thaher y la confidente, sostu-
viéronle por ambos lados, y acompañáronle
hasta un portillo de hierro que daba salida ha-
cia el rio Tigris. Salieron por allí y anduvieron
hasta un canalizo que tenia comunicación con
el rio , donde dio unas palmadas la confidente ,
y al punto apareció un esquife que vino hacia
ellos con solo un remero. Ali Ebn Becar y su
compañero se embarcaron, y la esclava confi-
dente se quedó á la orilla del canal. Luego que
el príncipe estuvo sentado en el esquife, alargó
una mano hacia el palacio , y colocando la otra
sobre el corazón , prorumpió con voz doliente
en estas palabras : « Bien idolatrado de mi
alma, recibid con esta mano mi fe, mientras
con la otra os aseguro que mi corazón conser-
vará eternamente el fuego en que por vos se
está abrasando. »
Al llegar á este punto, notó Cheherazada que
ya era de dia, y calló hasta la noche siguiente ,
en que prosiguió de este modo :
NOCHE CIXIX.
Seguía bogando el barquero con todas sus
fuerzas , y la esclava confidente de Chemselni-
har acompañó el esquife por la roárjen del canal
hasta llegar á la madre del rio Tigris, donde se
despidió del príncipe y Ebn Thaher , por serte
imposible pasar mas adelante.
Aun no habia recobrado el principe sus fuer-
zas, y procuraba consolarle su compañero txhor*
CUENTOS ÁRABES.
289
tándole para que se revistiese de brios, dicién-
dole : « Juzgad que cuando echemos pié á tierra,
tendremos aun que andar largo trecho para lle-
gar á mi casa; pues no os aconsejo que nos
encaminemos á la vuestra, que está mucho mas
lejos, por ser muy tarde y por el estado en que
os halláis, habiendo además peligro de que la
ronda diese con nosotros. » Por fin salieron del
esquife, pero el príncipe estaba tan débil que no
le era posible andar, lo que dio mucho que dis-
currir á Ebn Thaher : pero acordóse de que en
aquella vecindad tenia un amigo íntimo, y á du-
ras penas llevó al príncipe hasta su albergue.
Recibiólos el amigo con mucha satisfacción, y
después que les hubo hecho tomar asiento, pre-
guntóles de dónde venían tan tarde ; y díjole
Ebn Thaher : « He sabido esta noche que un
sujeto que me debe una cantidad bastante cre-
cida de dinero estaba en ánimo de emprender
un largo viaje, y sin perder tiempo he ido en su
busca, habiendo encontrado en el camino á este
joven señor que aquí veis, á quien debo muchas
atenciones; como él conoce á mi deudor, ha
tenido á bien acompañarme, y entre los dos
hemos podido á mucha costa reducir á buenos
términos á aquel hombre, aunque para lograrlo
se nos ha hecho tan tarde. Al regreso, hallán-
donos muy cerca de vuestra casa, este buen
señor, á quien debo grandes consideraciones, se
ha sentido indispuesto, y he aquí porqué me he
visto en la precisión de llamará vuestra puerta,
lisonjeándome que os avendréis gustoso á dar-
nos hospedaje por esta noche. »
El amigo de Ebn Thaher se dio por satisfecho
con esta fábula, díjoles que eran muy bienveni-
dos, y ofreció al príncipe, aunque no le cono-
cia, toda clase de asistencia; pero Ebn Thaher
tomó la palabra en lugar del príncipe, y dijo que
el mal que tenia no necesitaba mas que reposo.
Por estas razones conoció el amigo que desea-
ban descansar, y por tanto los acompañó á un
aposento, donde los dejó solos.
Si algo durmió el príncipe de Persia, fué con
interrupción de pesadísimos sueños en que veía
á Ghemselnihar desmayada á los pies del califa,
lo que le mantenía en su desconsuelo. Ebn
Thaher, que ansiaba verse en su casa, pues no
dudaba que su familia estaría con mortal sobre-
salto, porque era la primera vez que dormía
fuera de casa, madrugó muchísimo y se marchó
después de haberse despedido de su amigo, que
también se había levantado para rezar la ora-
ción del alba. Llegado á su casa con el príncipe
de Persia, que harto hizo en poder llegar hasta
allí, lo primero que este hizo fué echarse sobre
un sofá, cansado como si acabase de hacer un
larguísimo viaje. Gomo no se hallaba en estado
de poder trasladarse á su casa, Ebn Thaher le
mandó arreglar una alcoba, y para que sus pa-
rientes no estuviesen con cuidado, envió un
criado á decirles donde y como se encontraba.
Al mismo tiempo encargó al príncipe de Persia
que se esplayase, que mandase en su casa y
dispusiese de cuanto le pareciese. « Acepto gus-
toso, » dijo el príncipe, « los oficiosos ofreci-
mientos que me hacéis; pero no quisiera in-
comodaros, y os ruego hagáis como si no es-
tuviera en vuestra casa, pues si os tomáis la
menor incomodidad, no quisiera permanecer un
momento en ella. »
Luego que Ebn Thaher estuvo algún tanto
sosegado, esplicó á su familia cuanto había pasa-
do en el palacio deChemselnihar,y terminó dan-
do gracias á Dios por haberle librado del peligro
que habia corrido. Los principales criados del
príncipe de Persia vinieron á recibir sus órde-
nes en casa de Ebn Thaher, y también acudieron
allí muchos amigos suyos que tuvieron noticia
de su indisposición, pasando con él la mayor
parte del dia, con cuya compañía, aunque no
pudo orillar los aciagos pensamientos que le
aquejaban, logró sin embargo dar algunas tre-
guas á su quebranto. Quería marcharse antes
de la noche, mas conociendo su fiel amigo Ebn
Thaher que estaba aun apocado, le precisó á
quedarse hasta el dia siguiente, y á fin de pro-
porcionarle distracción dióle á la noche un con-
cierto de voces é instrumentos : lo que solo
sirvió para reproducir en la memoria del prín-
cipe el de la noche anterior, enconando mas
bien que aliviando su desconsuelo. Así es que
al dia siguiente parecía habérsele agravado la
dolencia, en vista de lo cual ya no se opuso Ebn
Thaher al intento que tenia el príncipe de reti-
rarse á su casa, cuidando él mismo de hacerlo
trasladar á ella y acompañarle. Cuando estuvie-
ron solos en su aposento, hízole presente todos
los motivos que tenia para hacer un conato je-
neroso y vencer una pasión cuyo término no
podía menos de redundar, así á él como á su
querida, en aciagas resultas; á lo que contestó
el príncipe ; «¡ Ah ! querido Ebn Thaher, ¡cuan
llano es para vos dar semejante consejo, pero
cuan arduo me esa mí el seguirlo ! Conozco que
es muy útil, mas no puedo aprovecharme de él.
Ya lo tengo dicho, llevaré al sepulcro el amor
que profeso á Chemselnihar.» Viendo Ebn Tha-
her que nada podia conseguir con sus reflexio-
nes, despidióse del príncipe para marcharse.
Al ver Cheherazada que ya amanecía, guardó
silencio, y á la noche siguiente continuó de este
modo:
240
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CLXX.
El príncipe de Persia le detuvo, diciéndole :
« Bondadoso Ebn Thaher, aunque os he decla-
rado que no estaba en m£ el seguir vuestros con-
sejos, suplicóos no me condenéis ni dejéis por
ello de- continuarme las pruebas de vuestra
amistad; la mayor que podéis darme es tenerme
al corriente de la suerte de mi querida Chem-
selnihar, pues la incertidumbre en que me hallo
relativamente á ella y las mortales aprensiones
que me causa su desmayo son las que me tienen
en la prostracion que me echáis en cara. — Se-
ñor, » le respondió Ebn Thaher, « confiad en
que su desmayo no habrá tenido funestos resul-
tados, y que su confidente no tardará en venir
á enterarme de cuanto haya ocurrido; y en
cuanto lo sepa, no dejaré de venir á haceros de
todo una relación puntualísima. »
Habiendo dejado en esta confianza al príncipe
de Persia , volvió á su casa Ebn Thaher, y en
vano estuvo aguardando todo el dia á la confi-
dente de Ghemselnihar, pues no asomó, como
tampoco el dia siguiente. El afán que traia por
saber de la salud del príncipe no le permitió
pasar mas tiempo sin verle, y fuese á su casa
con ánimo de alentarle. Hallóle en la cama, tan
doliente como antes, y rodeado de varios ami-
gos y facultativos que se valian de todos los re-
cursos del arte para indagar la causa de su en-
fermedad. En cuanto vio á Ebn Thaher, miróle
sonriéndose para manifestarle en primer lugar
que se alegraba de verle, y en segundo, cuan
equivocados andaban los médicos en sus conje-
turas para descubrir el oríjen de su dolencia.
Fuéronse retirando amigos y médicos hasta
venir á quedar solos el enfermo y Ebn Thaher ;
y entonces acercándose este á su lecho, le pre-
guntó cómo se hallaba desde que no le habia
visto. « Solo puedo deciros, » contestó el prín-
cipe, «que mi amor, el cual se va acrecentando
cada vez mas, y la incertidumbre del estado de
Ghemselnihar, aumentan por momentos mi mal
y me reducen á un estado que acongoja en gran
manera á todos mis parientes y amigos, y des-
camina á los facultativos. No podéis formar con-
cepto de lo que estoy padeciendo al ver tanta
jente como me importuna y de quien no me está
bien desprenderme, pues tan solo vuestra com-
pañía me proporciona algún consuelo ; pero os
suplico no me ocultéis nada, y me digáis lo que
sabéis de Chemselnihar. ¿ Habéis visto á su con-
fidente ? ¿ qué os ha dicho ? » Ebn Thaher con-
testó que no la habia visto, y no bien hubo dado
al príncipe esta aciaga noticia, cuando le aso-
maron las lágrimas á los ojos, sin poder articu-
lar una sola palabra, tan acongojado tenia el
corazón. « Dispensad, príncipe, » replicó Ebn
Thaher, « que os diga que sois harto propenso á
estaros así angustiando. Enjugad, por Dios, esas
lágrimas , porque pudiera entrar alguno de
vuestros criados, y no ignoráis la reserva con
que debéis guardar vuestros afectos, que con
esa flaqueza pudieran traslucirse. » Por mas que
dijo el discreto confidente, no pudo el príncipe
reprimir su llanto, esclamando luego que logró
recobrar el uso del habla : « Cuerdo Ebn Thaher,
fácil me será estorbar que mi lengua revele los
arcanos del corazón; pero ningún poder tengo
sobre mi llanto, mediando la zozobra que me
está acosando por Chemselnihar : si este adora-
ble y único objeto de mis anhelos faltara del
mundo, ni un momento pudiera yo existir. —
Orillad esa aprensión tan congojosa, » repuso
Ebn Thaher; « no dudéis que Chemselnihar vive
todavía, y si no os ha mandado noticias suyas,
es porque no le ha cabido coyuntura, y confio
que no llegará la noche sin que las recibáis. »
Díjole además'otras varias razones para conso-
larle, y en seguida se despidió.
A poco de haber llegado á su casa Ebn Tha-
her, se presentó la confidente de Chemselnihar
con semblante muy angustiado, lo que le hizo
formar dolorosas conjeturas ; y habiéndole pre-
guntado por su señora , ella le contestó : « Dad-
me vos primero noticias para sacarme del afán
en que me dejó el haber visto marcharse al
príncipe de Persia en aquel estado. » Esplicóle
Ebn Thaher lo que ella deseaba saber, y al con-
cluir, la esclava le dijo : « No queda haciendo
CUENTOS ÁRABES.
25 1
menos mi señora por el príncipe de Persia que
este ha padecido y padece aun por ella : cuando
me hube separado de vosotros, volví al salón ,
donde hallé á Chemselnihar, que aun no habia
vuelto en sí , por mas auxilios que se hubiesen
aprontado. El califa estaba sentado á su inme-
diación dando muestras de sumo quebranto , y
preguntando á todas las doncellas y á mí parti-
cularmente si podíamos alcanzar la causa de su
dolencia ; pero guardamos el secreto, y dijímosle
lo contrario de lo que sabíamos. Sin embargo
todas estábamos llorosas al verla padecer tanto
rato, y no perdonábamos medio para propor-
cionarle todo jénero de alivio. Por fin , era ya
media noche cuando volvió en sí, de lo que
mostró mucho contento el califa, el cual habia
tenido el empeño de esperar hasta entonces , y
preguntó á Chemselnihar de qué podia venirle
aquel trastorno. Luego que conoció su voz, hizo
un esfuerzo para incorporarse , y besándole los
pies antes de darle tiempo que se lo estorbase ,
le dijo : « Señor, he de quejarme del cielo pur
haberme negado la gracia completa de espirar
á los pies de vuestra majestad para que conoz-
cáis hasta que punto estoy penetrada de vues-
tras finezas. — Estoy mas que persuadido de
que me amáis, » le dijo el califa , « pero quiero
que os conservéis por mi amor. Probablemente
habréis hecho hoy algún esceso que os habrá
ocasionado esa indisposición : cuidad otra vez de
evitar que tal suceda. Me alegro de veros mejor,
y os aconsejo que paséis aquí la noche, en lugar
de volver á vuestro aposento , no fuese que os
perjudicase el movimiento. » En esto mandó
traer un poco de vino , y quiso que lo bebiera
para corroborarse , y en seguida se despidió de
ella y retiróse á su morada.
« Luego que hubo salido el califa , mi señora
me hizo seña de acercarme , y con mucha soli-
citud me preguntó noticias vuestras. Asegúrele
qué yít habia tiempo que vos habíais salido de
palacio, y esto la sosegó algún tanto. Le callé el
desmayo del príncipe, por temor de hacerla re-
caer en el mismo estado de que le habia costado
volver; pero fué infructuoso mi afán, como lo
oiréis ahora. « Príncipe,» esclamó, «desde hoy
me desentiendo de todo recreo , mientras esté
privada de tu vista. Si he podido interesar tu
corazón, tú has movido también el mió; y
puesto que tu llanto no ha de cesar hasta que
me hayas hallado , justo es que yo llore y me
acongoje hasta que seas devuelto á mi pasión. »
Al concluir estas palabras , las que pronunció
con ímpetus de entrañable cariño, cayó otra vez
desmayada en mis brazos. »
Aquí vio Cheherazada la claridad del dia , y
calló hasta la noche siguiente , en que continuó
de este modo :
NOCHE CLXXI.
• La confidente de Chemselnihar siguió refi-
riendo á Ebn Thaher cuanto habia sobrevenido
á su señora desde su primer desmayo, diciendo :
« Tardamos aun largo rato en hacerla volver en
sí, y cuando por finjlo conseguimos , yo le dije :
— « Está visto, señora, que os habéis empeñado
en dejaros morir, y hacernos fenecer á noso-
tras también : ruégoos, en nombre del príncipe
de Persia , por quien os interesa vivir, que ha-
gáis por conservar vuestra existencia; dejaos
persuadir, os lo suplico, y alentaos por lo que
os debéis á vos misma, al amor del príncipe y al
cariño que nosotras os profesamos. — Estoy en-
trañablemente agradecida, » contestó, « á vues-
T. L
tro esmero , á vuestro afán y á vuestros conse-
jos; mas ¡ay! ¿de qué provecho me pueden
servir? Ni siquiera una vislumbre de esperanza
nos puede halagar : solo en la tumba hallaremos
el fin de nuestros quebrantos. » Una de mis com-
pañeras quiso distraerla de tan aciagos pensa-
mientos entonando una canción sobre el laúd ;
pero ella la mandó callar, y dispuso que se sa-
liese con las demás á fin de pasar la no-
che á solas conmigo. ¡Qué noche, santos cie-
los! Pasóla empapada en lágrimas y acosada
de sollozos , nombrando sin cesar al príncipe
de Persia, y lamentándose de la suerte que la
habia destinado para el califa, á quien no
16
2*2
LAS MIL Y UNA NOCHES.
podia amar, y no á él á quien estaba idolatrando.
« Al dia siguiente , no hallándose á su placer
en el salón, ayúdela á pasar á su aposento, donde
luego que llegó vinieron á verla por orden del
califa todos los médicos de! palacio, no tardando
mucho en llegar este mismo príncipe. Los re-
medios que los médicos recetaron á Chemselni-
har fueron tanto menos eficaces cuanto ignora-
ban el oríjen de su dolencia , y ef trastorno que
le causaba la presencia del califa no hacia mas
que aumentársela. Sin embargo , esta noche ha
descansado algún poco , y luego que ha disper-
tado me ha encargado que os viniese á ver para
saber noticias del príncipe de Persia. — Ya os
he dicho el estado en que se halla , » le contestó
Ebn Thaher ; «así, volved con vuestra señora ,
y aseguradle que el príncipe de Persia estaba es-
perando saber de ella con igual impaciencia á la
suya. Exortadla sobre todo á reportarse y espar-
cirse para evitar ante el califa toda espresion
que pudiera perdernos á todos. — En cuanto á
mí,» replicó la confidente, «os confieso que
estoy temiendo algún desastre por sus arreba-
tos ; pues me he tomado la llaneza de decirle lo
que pensaba sobre el particular, y estoy persua-
dida de que no llevará á mal que le vuelva á
hablar de lo mismo por parte vuestra. »
Como Ebn Thaher acababa de llegar de la ca-
sa del príncipe de Persia, no juzgó oportuno vol-
ver á verle tan pronto y desatender ciertos ne-
gocios importantes que le sobrevinieron al llegar
á su casa : no fué allá hasta la caida del sol , y
halló al príncipe solo y en el misrno estado que
por la mañana ; y así que vio á Ebn Thaher, le
dijo : «No dudo que tenéis muchos amigos;
mas no saben por cierto lo que valéis , como lo
estáis demostrando con ese afán incesante , los
cuidados que traéis, y el trabajo que os tomáis
cuando se trata de servirlos. Lo mucho que con
tanto afecto hacéis por mí me abochorna , y no
sé de qué modo podré pagároslo. — Príncipe, »
le contestó Ebn Thaher, «orillemos por ahora
esas razones : no tan solo estoypronto á perder
un ojo por conservar uno vuestro , sino hasta á
sacrificar mi vida por la vuestra. No se trata
ahora de esto : vengo para deciros que Chem-
selnihar me ha mandado su confidente para sa-
ber noticias vuestras , y al mismo tiempo para
dármelas suyas; y podéis contar con que cuanto
le he dicho no es sino aquello que puede haberle
corroborado el concepto de vuestro amor vehe-
mentísimo para con su señora , y el tesón con
que la estáis idolatrando. » En seguida le contó
menudamente lo mismo que le habia dicho la
esclava confidente ; y el príncipe le estuvo es-
cuchando con mil vaivenes de zozobra, zelos,
cariño y compasión que le fué infundiendo su
relación, haciendo sobre cada particularidad
que iba oyendo todas las reflexiones dolientes ó
consoladoras de que era capaz un amante tan
sumamente apasionado.
Tanto se fué alargando su conversación , que
siendo ya muy entrada la noche, quiso el prín-
cipe de Persia que Ebn Thaher se quedase en su
casa. Á la madrugada , mientras aquel íntimo
amigo regresaba á la suya , vio que se le acer-
caba una mujer, que luego conoció ser la confi-
dente de Chemselnihar, la cual le dijo : « Mi
señora me manda saludaros , y os ruega entre-
guéis este billete al principe de Persia. » Tomó
el celoso Ebn Thaher el papel, y retrocedió con
la esclava confidente á la casa del referido prín-
cipe.
Suspendió en este punto su narración Chehe-
razada, por ver que ya era de dia, y á la noche
siguiente prosiguió de este modo :
NOCHE CLXXII.
Señor, dijo Cheherazada al sultán de las In-
dias, cuando Ebn Thaher estuvo en el palacio
del príncipe de Persia con la confidente de
Chemselnihar, rogóle que esperase un rato en
la antesala ; y luego que le vio el príncipe, pre-
guntóle con ahinco qué noticias le traía. «La
mejor que pudierais apetecer, » le contestó Ebn
Thaher ; « sois correspondido con el mismo es-
tremo que vos amáis. Ahí tenéis, en la antesala,
á la confidente de Chemselnihar, que os trae
CUENTOS ÁRABES.
244
una carta de su ama , y no espera sino vuestro
permiso para entrar. — ¡ Que entre ! » esclamó
el príncipe con raptos de júbilo. Y al decir esto,
incorporóse para recibirla.
Gomo los criados del príncipe habían salido
del cuarto en cuanto vieron entrar á Ebn Thaher
para dejarlos á solas, salió este á abrir la puerta
á la confidente. Conocióla desde luego el prín-
cipe y recibióla con sumo agasajo. Ella le dijo :
« Señor, sé todo lo que habéis padecido después
que tuve el honor de acompañaros al esquife
que debia llevaros; pero confio que la carta que
os traigo conducirá para vuestra curación. » Al
decir esto , presentóle el billete , y al tomarlo ,
besólo repetidas veces, abriólo y leyó las siguien-
tes palabras :
CARTA DE CHEMSELNIHAR AL PRINCIPE DE PERS1A
ALI EBN BECAR.
a La persona que os entregue la presente os
dará noticias mias mejor que yo pudiera hacer-
lo, pues ni yo misma me conozco desde que dejé
de veros. Privada de vuestra presencia, pro-
curo embelesarme con escribiros estos renglo-
nes mal formados, con el mismo placer que si
lograra la dicha de estaros hablando.
<r Dicen que la paciencia es un remedio para
todos los males, y sin embargo acibara los mios
en vez de aliviarlos. Aunque vuestra imájen
esté entrañablemente estampada en mi interior,
mis ojos anhelan la dicha de estar viendo de
continuo el orijinal, y perderán toda su luz, si
han de carecer mucho tiempo de tamaña satis-
facción. ¿ Puedo lisonjearme de que los vues-
tros estén igualmente ansiosos por verme? Sí;
lo puedo, pues me lo han dado á entender con
sus tiernas miradas. ¡Cuan venturosa seria
Chemselnihar, y también vos, príncipe, si mis
deseos, tan conformes con los vuestros, no se
encontrasen con obstáculos insuperables. Estos
me acongojan tanto mas, cuanto son todos causa
de nuestro quebranto.
« Estos ímpetus que van mal rasgueando mis
dedos y que espreso con indecible deleite, re-
pitiéndolos muchas veces, brotan de lo íntimo
de mi corazón y de la incurable llaga que me
tenéis hecha, mil veces bendita, á pesar del
mortal desconsuelo que estoy padeciendo con
vuestra ausencia. Nada fuera todo cuanto se
opone á nuestros amores, si tan sólo me fuese
dable el veros alguna vez á mis anchuras. En-
tonces os poseería: ¿y qué mas pudiera anhelar?
« No creáis que mis palabras digan mas de
lo que estoy pensando. ¡ Ay ! cualesquiera que
sean las espresiones de que me valga, siento
que conceptúo mucho mas de lo que digo. Mis
ojos están en vela perpetua, derramando lágri-
mas, hasta que os vuelvan á ver ; mi corazón
inconsolable tan solo á vos anhela ; los suspiros
que despido, cuantas veces pienso en vos, esto
es, á cada instante ; mi imajinacion, que no me
presenta otro objeto que mi amado príncipe ;
las quejas que doy al cielo por los rigores de mi
suerte ; finalmente mi tristeza, zozobras y tor-
mentos, que no me dan tregua desde que os he
perdido, harto están atestiguando cuanto os es-
cribo.
« ¡ Cuan desventurada soy de haber nacido
para amar desahuciada de gozar lo que estoy
amando ! Esta dolorosa aprensión me acosa ea
tal estremo, que causara mi muerte, á no estar
persuadida de que me correspondéis ; pero este
grato consuelo contrapesa mi desesperación y
me aficiona á la vida. Decidme que siempre me
amáis : guardaré preciosamente- vuestra carta,
la leeré mil veces al dia, y sufriré mis quebran*
tos con menos impaciencia. Deseo que el cielo
se desenoje con nosotros y nos proporcione oca-
siones para decirnos desahogadamente que nos
amamos y que esta pasión sea sempiterna*
Adiós. Saludo á Ebn Thaher, á quien ambos de-
bemos tantos favores. »
El príncipe de Persia no se contentó con leer
esta carta una vez. Parecióle que la había leido
con poco ahinco ; volvióla á leer mas pausada-
mente, y mientras lo hacia, daba melancólicos
suspiros, derramaba lágrimas y manifestaba su
regocijo y su pasión, según se sentía conmovido
con la lectura. Finalmente, no se saciaba de
mirar los renglones rasgueados por una mano
tan querida, é iba á leerlos por tercera vez,
cuando Ebn Thaher le advirtió que la confidente
no podía perder mucho rato, y que debia tratar
de la contestación, a ¡ Ay de mí ! » esclamó el
príncipe, « ¿cómo queréis que conteste á un
billete tan afectuoso? ¿En qué términos me es-
presaré en medio de la turbación que padezco?
Mi espíritu está azorado con un mar de pensa-
mientos crueles, y mis conceptos se desvane-
cen luego que los he concebido para da/ lugar
á otros. ¿ Cómo podré sujetar el papel y Jlevar
la caña (1) para formar letras, trascendiendo 4
mi cuerpo los vaivenes de mi alma? »
Al decir esto, sacó de un bufete que estaba
cerca 'de él una caña cortada y un tintero.
Cheherazada suspendió su narración, ad vir-
tiendo que era de dia, y á la mañana siguiente la
prosiguió de esta manera :
(1) Los Árabes, Persas y Turcos, cuando escriben, sujetan
el panel con la mano izquierda* apoyándola en la rodilla, y
escriben con m «terecha, valiéndose de una cana cortada
como nuestras plumas. Esta esjiecic de caña no está hue-
ca, y se parece a un junco, aunque tiene mas cons stencia.
2*4
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CLXXIII.
Señor, el príncipe de Persia, antes de ponerse
á escribir, entregó la carta de Chemselnihar á
Ebn Thaher y le pidió que la tuviese abierta
delante mientras escribía, para que, echando
los ojos encima, viese mejor lo que debia con-
testar. Empezó á escribir ; pero las lágrimas
que se desprendían de sus ojos sobre el papel
le precisaron repetidas veces á pararse para
darles libre desahogo. Al fin acabó la carta, y
poniéndola en manos de Ebn Thaher, « Leedla,
os ruego, » le dijo, « y hacedme el favor de ver
si el desconcierto que reina en mi ánimo me ha
permitido formar una contestación atinada. »
Tomóla Ebn Thaher y leyó lo que sigue :
CONTESTACIÓN DEL PRINCIPE DE PERSIA AL BILLETE
DE CHEMSELNIHAR.
« Hallábame sumido en mortal desconsuelo,
cuando me entregaron vuestra carta. Solo al
verla me sentí arrebatado con un júbilo inde-
cible, y al conocer los caracteres de vuestra
hermosa diestra, traspasó mis ojos una luz mas
ardiente que aquella que perdieron al cerrarse
los vuestros de repente á los pies de mi com-
petidor. Las palabras contenidas en ese billete
espresivo son otros tantos destellos esplendoro-
sos que han disipado las tinieblas íjue oscurecían
mi alma. Por ellas conozco cuanto estáis pade-
ciendo por amor mió, y también que no igno-
ráis lo mucho que por vos me aqueja, y así me
consuelan en mi quebranto. Por una parte me
hacen derramar copiosas lágrimas , y por
otra parte encienden en mi corazón un fuego
que le sostiene y me salva al ir á espirar de
dolor. Ni un momento de sosiego he tenido
desde nuestra cruel separación. Solo vuestro
billete vino á dar algún alivio á tantísimo dolor.
He guardado un ansioso silencio hasta el punto
en que lo recibí, y entonces recobré el habla.
Hallábame sumido en pavorosa melancolía, y
vuestro escrito me ha infundido un júbilo que
al punto resplandeció en . mis ojos y semblante.
Pero tan sumo fué mi asombro al recibir una
fineza no merecida, que no sabia por donde
empezar para manifestaros mi reconocimiento.
Finalmente, después de haberlo besado repeti-
das veces, como una prenda preciosa de vues-
tra dignación, lo leí y releí, quedando atónito
con mi dicha. Queréis que os diga que siempre
os amo. ¡ Ah ! aun cuando no os amara en tan
sumo grado, no podría menos de adoraros tras
las pruebas que me dais de un cariño tan estre-
mado. Sí, os amo, alma mia, y me tendré por
venturoso en arder toda mi vida en el precioso
fuego que encendisteis en mi pecho. Nunca me
quejaré del intensísimo ardor que me abrasa, y
por agudo que sea el martirio que me causa
vuestra ausencia, lo sobrellevaré esforzada-
mente con la esperanza de veros algún dia.
i Ojalá fuera hoy mismo, y que en vez de en-
viaros mi carta, me fuera dable aseguraros per-
sonalmente que ardo por vos de pasión ! Las
lágrimas no me permiten decir mas. Adiós. »
Ebn Thaher no pudo menos de llorar al leer
los últimos renglones, y devolvió la carta al
príncipe de Persia, asegurándole que nada ha-
bía que retocar en ella. El príncipe la cerró, y
después de haberla sellado, « Acercaos, por
favor, » le dijo á la confidente de Chemselni-
har, que estaba algo desviada; « aquí tenéis la
contestación que doy á la carta de vuestra que-
rida ama. Os ruego que se la llevéis y la salu-
déis en mi nombre. » La esclava confidente
tomó el billete y se retiró con Ebn Thaher.
Al acabar estas palabras, la sultana de las
Indias calló, porque ya amanecía, dejando para
la noche siguiente la continuación de esta his-
toria.
CUENTOS ÁRABES.
245
NOCHE CLXXIV.
Ebn Thaher acompañó algún trecho á la es-
clava confidente , y luego volvió á casa , en
donde se puso á recapacitar sobre el trato amo-
roso en que por su fatalidad se hallaba compro-
metido. Reflexionó que el príncipe de Persia y
Ghemselnihar , á pesar del sumo interés que
tenían en ocultar su correspondencia , obraban
con tan poca reserva que no podia estar secreta
por mucho tiempo, y de aquí sacó cuantas con-
secuencias debían ocurrir á un hombre sensato.
« Si Chemselnihar fuera una dama cualquiera, »
se decia, « contribuiría con todo mi ahinco á
hacerla feliz con su amante ; pero es la predi-
lecta del califa, y nadie puede intentar impune-
mente el galantear á la que ama. Su enojo caerá
al pronto sobre Chemselnihar ; el príncipe de
Persia perderá la vida, y yo me veré arrollado
en su desventura. Sin embargo, tengo que mi-
rar por la conservación de mi honor, sosiego,
familia y bienes. Preciso es pues que me es-
cude, mientras está en mi mano. »
Estas especies lo tuvieron embargado todo
aquel dia , y á la mañana siguiente fué á casa
del príncipe de Persia , con ánimo de echar el
resto para precisarle á vencer su pasión. Con
efecto , le advirtió cuanto ya le tenia manifesta-
do , aunque sin provecho : que haría mucho
mejor en emplear todo su brío en sofocar la in-
clinación que abrigaba para con Chemselnihar,
mas bien que dejarse arrollar por ella ; pues
era tanto mas espuesta en cuanto su competidor
era mas poderoso. «Finalmente , señor, » aña-
dió , « si habéis de creerme , procurad triunfar
de vuestro amor ; si no , os esponeis á perderos
con Chemselnihar , cuyos dias deben seros- mas
apreciables que los propios vuestros. Os doy
este consejo como un amigo , y algún dia me lo
agradeceréis. »
El príncipe escuchó á Ebn Thaher con impa-
ciencia. No obstante le dejó decir cuanto quiso,
y luego cuando tomó la palabra, « Ebn Thaher, »
le dijo , « ¿creéis que yo pueda dejar de amar
á Chemselnihar, amándome ella tan entrañable-
mente ? No teme esponer su vida por mí , ¿ y
queréis que me afane yo ahora por preservar la
mia ? No ; suceda lo que sucediere , amaré á
Chemselnihar hasta el postrer suspiro. »
Ebn Thaher , lastimado con la temeridad del
príncipe de Persia , se marchó precipitadamen-
te y se retiró á su casa , en donde , trayendo á
su mente las reflexiones del dia anterior, se
puso á recapacitar eficazmente en el partido que
debía tomar. En aquel momento vino á verle un
joyero íntimo amigo suyo. Esle había advertido
que Ja confidente de Chemselnihar iba con mu-
cha frecuencia á casa de Ebn Thaher, quien pa-
saba todo el dia con el príncipe de Persia, cuya
enfermedad era sabida de todos , aunque se ig-
norase la causa. Todo esto le había dado que
maliciar , y como Ebn Thaher le pareció pensa-
tivo , juzgó que algún negocio de entidad le te-
nia perplejo , y suponiendo alcanzarlo , le pre-
guntó qué le podia ofrecer la esclava confidente
de Chemselnihar. Ebn Thaher quedó sobreco-
jido con esta pregunta y quiso disimular dicién-
dole que venia con tanta frecuencia á su casa
por una pequenez, « No me habláis sin rebozo, »
le replicó el joyero, « y vais á persuadirme , con
vuestro disimulo , que esa pequenez es un nego-
cio mas importante de lo que al pronto creí. »
Viendo Ebn Thaher que su amigo le instaba
tanto , le dijo : « Es cierto que el negocio as de
la mayor importancia. Estaba en ánimo de en-
cubrirlo ; pero como sé el interés que tomáis
en cuanto me atañe , prefiero el franquearme
sin límites al veros maliciar lo que no existe. No
os encargo el secreto , pues con lo que voy á
deciros , conoceréis cuan importante es el reser-
varlo. » Tras esto le refirió los amores de Chem-
selnihar y del príncipe de Persia. « Ya sabéis, »
añadió después , « cuanto valimiento tengo en
la corte y en toda la ciudad con los grandes y
las damas de primera clase. \ Qué vergüenza
fuera para mí , si llegaran á descubrirse tan te-
merarios amores ! Pero ¡ qué digo ! quedaría-
mos perdidos mi familia y yo. He aquí lo que
me tiene tan preocupado ; pero acabo de tomar
una determinación. Me deben bastante , y yo
246
LAS MIL Y UNA NOCHES.
también tengo cantidades que satisfacer ; voy á
vincularme en pagar á mis acreedores y reco-
brar mis créditos ; y cuando haya puesto á buen
recaudo mis haberes , me retiraré á Balsora , y
allí permaneceré hasta que haya pasado la bor-
rasca que estoy previendo. El cariño que profeso
á Chemselnihar y al príncipe de Persia me hace
partícipe de los quebrantos que pueden sobre-
venirles ; ruego á Dios que les dé á conocer el
peligro á que se esponen y que los conserve; pero
si su suerte adversa es que sus amores lleguen
á conocimiento del califa , á lo menos estaré á
cubierto de su resentimiento , porque no los
creo tan mal intencionados que quieran despe-
narme con ellos. Si tal sucediera , su ingratitud
seria estremada; seria recompensar mal los ser-
vicios que les he hecho y los buenos consejos
que les he dado, sobre todo al príncipe de Per-
fila, que aun pudiera salir del trance, si lo qui-
siera con todas veras. Fácil le es marcharse de
Bagdad como yo , y la ausencia le haría olvidar
insensiblemente una pasión que no hará mas que
aumentar mientras se empeñe en permanecer
aquí. » ,
Atónito estuvo oyendo el joyero la narración
de Ebn Thaher. «Lo que acabáis de referirme, »
le dijo , « es de tal entidad , que no alcanzo á
comprender cómo Chemselnihar y el príncipe
de Persia se han dejado avasallar por un amor
tan violento. Por mas recia que sea la inclina-
ción que los atrae mutuamente , en vez de ce-
der cobardemente, debían resistirla y hacer me-
jor uso de su razón. ¿Cómo han podido aluci-
narse sobre las aciagas consecuencias de su
amor ? ¡ Qué lamentable ceguedad ! Alcanzo co-
mo vos todas las consecuencias ; pero sois sen-
sato y prudente , y la resolución que habéis
tomado merece mi aprobación: de ese modo
únicamente podéis escudaros contra los funes-
tos acontecimientos que debéis temer. » Después
de esta conversación, el joyero se levantó y
despidió de Ebn Thaher.
Señor , dijo en este punto Cheherazada, em-
pieza á amanecer , y no debo entretener por
mas tiempo á vuestra majestad. Calló , y á la
mañana siguiente prosiguió en estos térmi-
nos:
NOCHE CLXXV.
Antes que se marchara el joyero , Ebn Thaher
no hizo falta en suplicarle , por la amistad que
los hermanaba , que nada dijera de cuanto aca-
baba de oir. « Estad seguro , » le dijo el joyero,
« de que os guardaré el secreto con riesgo de
la vida. »
Dos días. después de esta conversación , pasó
el joyero por delante de la tienda de Ebn Tha-
CUENTOS ÁRABES,
247
her , y viéndola cerrada , no puso duda en que
su amigo había ejecutado el intento consabido.
Para cerciorarse de su presunción , preguntó á
un vecino si sabia porqué no estaba abierta , y
este le respondió que Ebn Thaher habia empren-
dido un viaje. Nada mas quiso saber, y al punto
se acordó del principe de Persia. « Desgraciado
príncipe , » dijo allá en su interior , « ¡ qué pe-
sar tendréis cuando sepáis esta noticia ! ¿ Por
qué medio seguiréis vuestra correspondencia
con Chemselnihar? Temo que moráis de deses-
peración , os compadezco y es forzoso que os
resarza del malogro de un confidente harto
apocado. »
El negocio que lo habia movido á salir era de
poca importancia , y así lo dejó por entonces,
y aunque solo conocía al príncipe de Persia por
haberle vendido algunas joyas, no dejó de pasar
á su casa. Habló con un criado y le suplicó que
dijera á su amo que deseaba verle por un nego-
cio importantísimo. Pronto volvió el criado y
acompañó al joyero al aposento del príncipe ,
que estaba reclinado en un sofá con la cabeza
recostada sobre un almohadón. Gomo se acordó
de haberle visto , se incorporó para recibirle,
y le dijo que era muy bien venido ; y habiéndo-
le rogado que tomara asiento, le preguntó en
qué podía servirle , ó si venia á participarle al-
guna noticia relativa á él mismo. « Príncipe , »
le respondió el joyero , « aunque no tengo la
honra de seros particularmente conocido , me
he arrestado á veniros á ver , llevado del afán
de manifestaros mi afecto comunicándoos una
nueva que os atañe , y confio en que disculpa-
réis mi osadía á favor de mi sanísimo intento. »
Tras esto , el joyero empezó á hablar y pro-
siguió de este modo : « Príncipe , habéis de sa-
ber como hace años traigo negocios con Ebn
Thaher, y conjeniando en gran manera , esta-
mos íntimamente relacionados. Me consta que
es conocido vuestro , y que hasta ahora ha pro-
curado serviros en cuanto le ha cabido ; esto lo
he sabido de él mismo , porque nada me oculta,
así como yo ningún secreto tengo para él. Acabo
de pasar por delante de su tienda , y he estra-
ñado verla cerrada. He preguntado á un vecino
el motivo , y ha dicho que hace dos dias Ebn
Thaher se despidió de él y de los demás veci-
nos , ofreciéndoles sus servicios en Balsora , á
donde iba para un negocio importantísimo. Poco
satisfecho con esta contestación é interesado en
lo que le toca , me he determinado á pregunta-
ros $i sabéis algo acerca de una marcha tan ar-
rebatada, a
A estas palabras , que el joyero se habia es-
merado en pulir cuanto le fué dable para lograr
su intento , el príncipe de Persia se inmutó re-
pentinamente y miró al joyero con ojos en que
se leia el desconsuelo que le causaba aquella no-
ticia. « Estraño mucho lo que rae decis , » res-
pondió , « y no podia sucederme desventura
mas amarga. — « Sí , » esclamó , anegados los
ojos en llanto , « estoy perdido , si es cierto lo
que me decis. ¡ Ebn Thaher , que era todo mi
consuelo y en quien cifraba todas mis esperan-
zas , me desampara ! Ya no debo pensar en vivir
tras un golpe tan tremendo. »
No necesitó el joyero oir mas para conven-
cerse plenamente de la violenta pasión del prín-
cipe de Persia. La mera amistad no prorumpe
en semejante lenguaje ; solo el amor es capaz de
causar tan vivos impulsos.
El príncipe permaneció por algún rato embar-
gado todo en angustiosas reflexiones. Al fin alzó
la cabeza , y encarándose con un esclavo , a Ve-
te á casa de Ebn Thaher , » le dijo, « habla con
alguno de sus criados , y sabe si es cierto que
se marchó á Balsora. Corre y vuelve pronto á
comunicarme lo que sepas. » Mientras volvía el
esclavo, el joyero procuró hablar al príncipe de
asuntos indiferentes ; pero este no se enteró de
lo que hablaba , tan embebido estaba en su mor-
tal zozobra. Ora se persuadía que Ebn Thaher
no se habia marchado , ora no le cabia la menor
duda , cuando repasaba las palabras que aquel
confidente le habia dicho en la última visita
que le habia hecho, y el ímpetu con que se ha-
bia ido.
Llegó por fin el esclavo del príncipe, y dijo
que habia hablado con un criado de Ebn Thaher,
quien le habia asegurado que ya no se hallaba
en Bagdad, pues habia salido para Balsora dos
dias antes. « Al salir de casa de Ebn Thaher, »
añadió el esclavo, a se me acercó una joven
bien vestida, y habiéndome preguntado sí me
hallaba en vuestra servidumbre, me dijo que te-
nia que hablaros, y al mismo tiempo me ha ro-
gado que la dejara venir conmigo. Está en la
antesala, y creo que quiere entregaros una car-
ta de parte de alguna persona de suposición. »
El príncipe dio orden al punto para que la de-
jaran entrar, no dudando de que era la esclava
confidente de Chemselnihar, como en efecto era
la misma. El joyero la conoció por haberla visto
algunas veces en casa de Ebn Thaher, quien le
habia dicho lo que traia. No podia llegar mas
oportunamente para estorbar que el príncipe se
entregase á su desesperación. Saludóle... Pero,
señor, dijo al llegar aquí Cheherazada, advierto
que ya amanece, y así dejaré para mañana la
conclusión de esta historia.
248
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CLXXVI.
El príncipe de Persia devolvió el saludo á la
confidente de Chemselnihar. El joyero se habia
levantado al verla entrar y retirado á un lado
para dejarlos hablar sin reparo. Luego que la
conQdente hubo conversado un rato con el prín-
cipe, se despidió de él y salió, dejándole muy
diferente de lo que antes estaba. Sus ojos aso-
maron mas centellantes y su rostro mas placen-
tero, lo cual hizo conceptuar al joyero que la
esclava acallaba de darle noticias favorables de
sus amores.
Volvió á sentarse el joyero junto al príncipe, y
le dijo sonriéndose : « Á lo que veo, príncipe,
tenéis negocios importantes en el palacio del ca-
lifa. » El príncipe de Persia, muy sobrecojido,
y aun asustado con estas palabras, contestó al
joyero : * ¿ Y porqué suponéis que tengo nego-
cios en el palacio del califa? — Me lo presumo, »
replicó el joyero, « por la esclava que acaba de
salir. — ¿Y de quién creéis que sea esta escla-
va? » repuso el príncipe. — « De Chemselni-
har, predilecta del califa, » dijo el joyero. « Co-
nozco, # añadió, « no solo á la esclava, sino
también á su ama, quien á veces me ha honrado
viniendo á comprar joyas á mi tienda. Además
sé que Chemselnihar no guarda reserva alguna
con esta esclava, á quien veo de algunos dias á
esta parte yendo y viniendo por las calles, y á
mi entender, harto azorada. Me figuro que se
trata de algún negocio importante relativo á su
ama. »
Turbóse el príncipe de Persia con las espre-
siones del joyero y dijo en su interior : « Cier-
tamente no me hablaría así, si no maliciara ó
supiera mi secreto. » Enmudeció por un rato,
no sabiendo qué partido tomar, y al fin se en-
caró con el joyero y le dijo : « Acabáis de hablar
de un modo que me da motivo para conceptuar
que sabéis mucho mas de lo que decis ; importa
en gran manera á mi sosiego que lo sepa á las
claras, y así os suplico que no me ocultéis el
menor ápice sobre el asunto. »
Entonces el joyero, que ya estaba dispuesto
para satisfacer su deseo, le fué refiriendo por
puntos la conversación que habia tenido con
Ebn Thaher, dándole á entender que estaba en-
terado de sus relaciones con Chemselnihar, y no
dejó de decirle que Ebn Thaher, atemorizado
del riesgo que corría á título de confidente, le
habia comunicado el intento que traia de reti-
rarse á Balsora y permanecer allí, hasta que
abonanzase la tormenta de que estaba tan teme-
roso, a Eso es lo que ha ejecutado, » añadió el
joyero, «y estraño que haya podido resolverse
á desampararos en medio de la situación en que
me manifestó que os hallabais. En cuanto á mí,
príncipe, os confieso que vuestro afán me ha
conmovido ; vengo á ofreceros mis servicios, y
si os debo la fineza de admitirlos, me compro-
meto á guardaros la misma lealtad que Ebn
Thaher. Os prometo ante todo mayor tesón, es-
tando pronto á sacrificaros mi honor y mi vida,
y para que no dudéis de mi sinceridad, juro,
por todo lo mas sagrado de nuestra relijion,
guardaros un secreto inviolable. Persuadios pues,
príncipe, que en mí hallaréis el amigo que ha-
béis perdido. » Estas palabras sosegaron al prín-
cipe, y le consolaron de la ausencia de Ebn
Thaher. « Mucho me alegro, » le dijo al joyero,
que podáis resarcirme el malogro que acabo de
padecer. No hallo espresiones para manifesta-
ros mi agradecimiento, ruego á Dios que premie
vuestra jenerosidad, y admito gustoso la oferta
oficiosa que me estáis haciendo. « ¿Creeríais, »
añadió, « que la confidente de Chemselnihar me
ha estado hablando de vos ? Me dijo que vos fuis-
teis el que aconsejasteis á Ebn Thaher que se mar-
chara de Bagdad. Estas son las últimas palabras
que me habló al despedirse, y aun me pareció
que así lo estaba creyendo. Pero no se os hace
justicia, y no me cabe duda en que se equivoca,
tras todo lo que acabáis de espresarrae. — Prín-
cipe, » le replicó el joyero, « os he hecho un
relato individual de la conversación que tuve
con Ebn Thaher. Verdad es que no me opuse á
su intento cuando me declaró que pensaba reti-
rarse á Balsora, y aun le dije que obraba como
varón atinado ; mas no por eso dejéis de poner
CUENTOS" ÁRABES.
249
en mí vuestra confianza, pues estoy pronto á
serviros con cuanta eficacia me sea dable. Si
obráis de otro modo, no por eso dejaré de
guardar relijiosamente el secreto, como me he
comprometido con mi juramento. — Ya os dije, »
repuso el príncipe, « que no daba crédito á las
palabras de la confidente. Su afán le ha hecho
maliciar esa estremada doblez sin fundamento,
y debéis disculparla como yo lo hago. »
Continuaron aun por largo rato su conversa-
ción, y juntos deliberaron sobre los medios mas
adecuados para seguir la correspondencia del
príncipe con Chemselnihar. Convinieron en que
era preciso desimpresionar primero á la confi-
dente, que estaba tan injustamente preocupada
contra el joyero. El príncipe se encargó de sacar-
la de aquel descamino la primera vez que la vie-
ra, y de rogarla que se encaminara al joyero
cuando tuviese «que darle algún billete ó comu-
nicarle alguna especie de parte de su ama. Con
efecto, juzgaron que no debia presentarse tan i
menudo en casa del príncipe, porque así podía
dar motivo á que se descubriera lo que importa-
ba tantísimo tener muy oculto. Finalmente el
joyero se levantó y despidió del príncipe des-
pués de haberle repetido que tuviera en él toda
su confianza.
La sultana Cheherazada dejó de hablar en este
punto, porque ya empezaba á amanecer, y á la
noche inmediata prosiguió su narración del mo-
do siguiente :
NOCHE CLXXVII.
Señor, cuando el joyero se retiraba á casa,
halló en la calle una carta que alguien habia
perdido ; recojióla, y como no estaba cerrada,
la abrió y leyó lo siguiente :
CARTA DE CHEMSELNIHAR AL PRÍNCIPE DE PERSIA.
a Mi confidente acaba de comunicarme una
noticia que no me desconsuela menos de lo que
debe entristeceros. Verdad es que perdemos
mucho con la ausencia de Ebn Thaher ; pero no
dejéis por eso, amado príncipe, de pensar en
vuestra conservación. Si nuestro confidente nos
desampara llevado de un terror pánico, consi-
deremos que es un quebranto que no hemos
podido evitar y del que es forzoso consolarnos.
Confieso que carecemos de Ebn Thaher cuando
nías necesitábamos de su auxilio ; pero armémo-
nos de paciencia contra este golpe imprevisto y
no dejemos de amarnos inalterablemente. For-
taleced vuestro pecho contra este descarrío ; no
se alcanza sin trabajo lo que se anhela. No nos
desanimemos ; confiemos en que el cielo nos se-
rá propicio y que veremos cumplidos nuestros
afanes tras tantos padecimientos. Adiós. »
Mientras que el joyero habia estado conver-
sando con el príncipe de Persia, la confidente
habia tenido lugar para volver á palacio y parti-
cipar á su ama la desagradable noticia de la
marcha de Ebn Thaher ; Chemselnihar habia es-
crito al punto este postrer billete, y mandado á
su confidente para llevarlo al príncipe, y esta lo
habia perdido en el camino.
Alegróse el joyero de haberlo hallado, porque
le proporcionaba un medio de sincerarse para
el concepto de la confidente, trayéndola al pa-
raje apetecido. Cuando acababa de leerlo, vio á
la esclava que lo estaba buscando con suma zo-
zobra, mirando á todas partes. Cerrólo pronta-
mente y se lo metió en el pecho ; pero la escla-
va advirtió su acción y corrió tras él. « Señor, »
le dijo, « he perdido la carta que teníais ahora
en la mano, y os ruego que me la devolváis. »
El joyero hizo como que no la oia, y prosiguió
su camino para casa. No cerró la puerta tras
sí, para qne la confidente le siguiera y pudiera
entrar, lo cual esta no dejó de hacer, y cuando
estuvo en su aposento, « Señor, » le dijo, « no
podéis hacer uso de la carta que acabáis de ha-
llar ; y no pondríais dificultad en volvérmela, si
supierais de parte de quien es, y el sujeto á
quien va dirijida. Además, me permitiréis os
diga que no podéis honradamente retenerla. »
£1 joyero hizo sentar á la confidente antes de
250
LAS MIL Y UNA NOCHES.
le, y luego le dijo : « ¿ No es verdad
que la carta de que se trata es de Chemselnihar
y que va para el príncipe de Persia ? » La escla-
va, que no esperaba semejante pregunta, se in-
mutó en gran manera. « Parece que os turbáis
con esta pregunta, » repuso ; « pero habéis de
saber que no os la hago por bachillería. Hubie-
ra podido devolveros el papel en la calle ; pero
he querido traeros aquí, porque deseo mani-
festaros -un desengaño. Decidme, ¿os parece
justo achacar un suceso adverso á aquellos que
ninguna parte tuvieron en él ? Eso, sin embargo,
es lo que hicisteis, diciendo al príncipe de Per-
sia que yo fui el que aconsejé á Ebn Thaher que
saliera de Bagdad para su resguardo. No inten-
to desperdiciar el rato sincerándome para con
vos ; basta que el príncipe de Persia esté plena-
mente persuadido de mi inocencia en este pun-
to. Os diré solamente que, en vez de haber
contribuido á la partida de Ebn Thaher, la he
sentido en el alma, no por la amistad que me-
dia entre nosotros, sino por compasión con el
príncipe á quien dejaba y cuyas relaciones con
Chemselnihar me habia descubierto. Luego que
estuve seguro de que Ebn Thaher no se
hallaba ya en Bagdad, fui á presentarme al
príncipe cuando me visteis en su casa, para co-
municarle esta novedad y ofrecerle los mismos
servidos que él le hacia. He conseguido mi ob-
jeto /y con tal que tengáis en mí tanta confian*
za como teniais én Ebn Thaher, en vuestra ma-
no estará el valeros provechosamente de mi in-
tervención. Comunicad á vuestra ama lo que
acabo de deciros, asegurándola de que aun
cuando debiera perecer comprometiéndome en
una correspondencia tan espuesta , no me arre-
pentiré de haberme sacrificado por dos amantes
tan dignos uno de otro. »
La confidente escuchó al joyero con suma satis-
facción, y le rogó que disimulara el mal concep-
to en que le habia tenido llevada de su afán por
los intereses de su ama. « Me cabe grandísima
satisfacción, » añadió, « en que el príncipe y
Chemselnihar hallen en vos un hombre tan ade-
cuado para ocupar el lugar de Ebn Thaher. No
dejaré de manifestar á mi ama la buena volun-
tad que le profesáis. »
Dejó de hablar Cheherazada, advirtiendo que
era de dia, y á la noche siguiente prosiguió de
esta manera :
NOCHE CLXXVIII.
Luego que la confidente hubo manifestado al
joyero el júbilo que le cabia al verle tan dis-
puesto á servir al príncipe de Persia y á Chem-
selnihar, sacó del pecho el billete, y se lo de-
volvió diciéndole : « Tomad, llevádselo pronta-
mente al principe de Persia, y volved por acá
para que yo vea su contestación. No os olvidéis
de comunicarle la conversación que hemos te-
nido. »
La confidente tomó la carta y se la llevó al
príncipe, quien dio al punto contestación, y al
volver á palacio, pasó por casa del joyero y se
la enseñó :
CONTESTACIÓN DEL PRÍNCIPE DE PERSIA Á
CHEMSELNIHAR.
« Vuestro precioso billete surtió grandísimo
efecto ; mas no tanto cual yo apeteciera. Procu-
ráis consolarme por el malogro de Ebn Thaher.
I Ay de mí ! por mucho que lo sienta, no es mas
que una parte muy menguada de los quebrantos
que me acosan. Estáis enterada de todo, y sa-
béis que solo vuestra presencia es capaz de ali-
viarlos. ¿ Cuándo llegará el dia en que pueda
gozar de ella sin zozobra? ¡ Cuan distante lo
conceptúo ! ó mas bien, ¿ hemos de estar te-
miendo que nunca lo llegaremos á ver ? Me man-
dáis que me conserve, y os obedeceré, porque
me he desapropiado de todo albedrío para se-
guir tan solo el vuestro. Adiós. »
Luego que el joyero leyó la carta, se la devol-
vió á la confidente, quien le dijo al marcharse :
« Señor, voy á hacer de modo que mi ama ten-
ga la misma confianza en vos que tenia en Ebn
Thaher. Mañana pasaré por aquí. » Con efecto,
CUENTOS ÁRABES.
251
al dia siguiente la vio llegar con un aspecto que
demostraba suma satisfacción. « Vuestro sem-
blante, » dijo el joyero, « me da á conocer que
habéis dispuesto el ánimo de Chemselnihar como
deseabais. — Verdad es, » respondió la confi-
dente, « y vais á saber de que modo lo he con-
seguido. Hallé ayer á Chemselnihar que me
aguardaba con impaciencia. Le entregué la carta
del príncipe ; leyóla anegados los ojos en llanto,
y como vi que al acabarla iba á sumirse en su
desconsuelo acostumbrado, « Señora, » le dije,
« sin duda os aqueja la ausencia de EbnThahcr ;
pero permitidme que os suplique en nombre de
Dios que no os azoréis mas sobre ese punto. He-
mos hallado otro sujeto como él que se ofrece á
serviros con igual afán, y que es mas á propó-
sito por su mayor intrepidez. » Entonces le ha-
blé de vos, » prosiguió la esclava « y le referí
el motivo que os habia llevado á casa del prín-
cipe de Persia. Finalmente le aseguré que guar-
daríais inviolablemente la reserva, y que esta-
bais resuelto á favorecer sus amores con todo
vuestro ahinco. Con esto se manifestó bastante
consolada. « j Ah ! ¡ cuánto debemos el príncipe
de Persia y yo, » esclamó, « al hombre honrado
de quien habíais ! Quiero conocerle, verle y oir
de su boca cuanto acabáis de espresarme, y
darle gracias por una jenerosidad inaudita con
personas por quienes nada le obliga á intere-
sarse con tanto empeño. Su vista me causará re-
gocijo, y echaré el resto en corroborarle en tan
unos intentos. No dejéis de ir mañana en su
busca, y traerle á mi presencia. » Por lo tanto,
señor, tomaos la molestia de venir conmigo á
palacio, n
Sebresaltóse el joyero á estas palabras de la
confidente. « Vuestra ama, » repuso, « me per-
mitirá que le diga como no ha recapacitado
harto de veras lo que está requiriendo de mi.
Como Ebn Thaher tenia entrada en la corte, po-
día pasar por todas partes , y los oficiales que
le conocían le franqueaban á sus anchuras el
palacio de Chemselnihar ; ¿ pero cómo me he de
atrever yo á entrar allí? Vos misma veis que
esto no cabe, y así os ruego que manifestéis á
Chemselnihar los motivos que deben retraerme
de darle esta satisfacción , y esponerme á las
infaustas consecuencias que pudieran sobreve-
nir. Por poco que pare la atención , hallará que
es arriesgarme infinito, y luego, á mi parecer,
infructuosamente. »
La confidente procuró serenar al joyero.
« Pues qué, ¿ os imajinais, » le dijo, « que Chem-
selnihar esté tan privada de razón que os espon-
ga al menor peligro llamándoos á palacio, cuan-
do aguarda de vos tan importantes servicios ?
Recapacitad vos mismo que no corréis peligro
alguno. Demasiado interesadas estamos mi ama
y yo para comprometeros torpemente y á cie-
gas. Podéis fiaros de mí y dejaros llevar. Cuan-
do estéis de vuelta, vos mismo confesaréis que
eran infundadas vuestras zozobras. »
Allanóse el joyero á las reconvenciones de la
confidente y se levantó para acompañarla ; pero
por mucho que se jactara naturalmente de ente-
reza, era tal el pavor que se le habia apoderado,
que temblaba como un azogado. « En ese es-
tado, » le dijo la esclava, « ya veo que vale mu-
cho mejor que os quedéis en casa y que Chem-
selnihar tome otras disposiciones para veros, y
no me cabe duda en que vendrá á visitaros ella
misma para satisfacer el deseo que tiene de co-
noceros : así , señor, no salgáis, pues estoy se-
gura de que no tardaréis en verla. » La confi-
dente habia acertado , pues no bien contó á
Chemselnihar el susto del joyero, esta se dis-
puso á ir á su casa.
Recibióla con todas las demostraciones del
mas sumiso acatamiento, y cuando se hubo sen-
tado, como estaba algo cansada del camino que
habia andado, alzó el velo y dejó ver al joyero
una hermosura que le dio á conocer cuan dis-
culpable era el principe de Persia en haber en-
tregado su corazón á la predilecta del califa.
Chemselnihar saludó al joyero con cariñosa son-
risa y le dijo : « No he podido saber con qué
empeño os habéis interesado por el príncipe de
Persia y por mí, sin formar al punto el intento
de agradecéroslo en persona. Doy gracias al
cielo que nos ha resarcido tan pronto el malogro
de Ebn Thaher. »
Cheherazada tuvo que pararse en este punto,
con motivo de ser ya de dia, y á la mañana si-
guiente prosiguió de este modo su narración :
152
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CLXXIX.
Otras muchas ternezas espresó Chemselnihar
al joyero y luego se retiró á palacio. El joyero
fué inmediatamente á comunicar esta visita al
príncipe de Persia, quien le dijo al verle : « Os
estaba aguardando con suma impaciencia ; la es-
clava confidente me ha traido una caria de su
ama ; pero su contenido no me ha llenado. Cua-
lesquiera que sean las esperanzas de la amable
Chemselnihar, nada me atrevo á prometerme, y
mi sufrimiento se está apurando. No acierto á
formar intento alguno. La partida de Ebn Thaher
me tiene desesperado ; era mi arrimo : con él lo
he perdido todo. Con él podia lisonjearme con
alguna esperanza por la entrada espedila que
lograba en las habitaciones de Chemselnihar. »
Á estas palabras, que el príncipe pronunció
con tanto ímpetu sin dar al joyero tregua para
contestar, este le dijo : « Principe, no cabe in •
teresarse mas en vuestros quebrantos de lo que
yo me conduelo, y si os dignáis tener la pacien-
cia de escucharme, veréis que puedo proporcio-
naros algún alivio. » Entonces el príncipe calló
y prestó atención. « Ya veo, » replicó el joyero,
« que el único medio de daros gusto es hacer
CUENTOS ÁRABES.
253
de modo que podáis conversar libremente con
Chemselnihar. Voy á rodearos ese logro, y des-
de mañana me dedicaré al intento. No es forzoso
que os espongais entrando en palacio ; ya sabéis
por esperiencia que es un paso muy aventura-
do. Sé un lugar mas adecuado para este avista-
miento, y en el que estaréis á buen recaudo. »
Al acabar el joyero estas palabras, el prínci-
pe le dio un estrecho abrazo. « Con esa encan-
tadora promesa resucitáis, » le dijo, « á un des-
venturado amante que se habia sentenciado á
muerte. Á lo que veo , he resarcido colmada-
mente la pérdida de Ebn Thaher ; todo cuanto
hiciereis será bien hecho ; á vos me entrego por
entero. »
Luego que el principe hubo dado gracias al
joyero por el afán que le manifestaba, se retiró
este á su casa, á donde fué á buscarle al dia si-
guiente la confidente de Chemselnihar. Él le di-
jo que habia lisonjeado al príncipe de Persia con
que pronto veria á su amante. « Para eso ven-
go, » le respondió la confidente, « y así vamos
á idear nuestras disposiciones. Me parece, »
añadió « que esta casa seria bastante cómoda
para el avistamiento. — Muy bien pudiera reci-
birlos aquí, » repuso el joyero ; pero me ha pa-
recido que estarán con mayor libertad en otra
casa que tengo y que está actualmente desalqui-
lada. Pronto la habré amueblado con bastante
aseo para recibirlos. — Si es así, » replicó la
confidente, « no queda ya mas que hacer con-
sentir á Chemselnihar. Voy á decírselo, y den-
tro de un rato volveré á daros respuesta. »
Con efecto anduvo muy dilijen te, volviendo
de allí á poco, y comunicó al joyero que su ama
no haría falta en acudir á la cita al anochecer.
Al mismo tiempo le entregó una bolsa, dicién-
dole que era para los gastos de la colación. El
joyero la llevó al punto á la casa en que los
amantes debian verificar su encuentro, para que
supiera en donde estaba y pudiera acompañar ¿
su ama ; y luego que se hubieron separado, fué
á pedir prestada, en casa de sus amigos, vajilla
de oro y plata, alfombras, ricos almohadones y
otros muebles, con los cuales adornó su casa
con mucha magnificencia. Cuando lo tuvo todo
dispuesto, pasó á verse con el príncipe de Persia.
Figuraos cual seria el gozo del príncipe cuan-
do el joyero le dijo que iba en su busca para
llevarle á la casa que tenia dispuesta pam reci-
bir á entrambos amantes. Esta noticia le hizo
olvidar sus pesares y padecimientos. Vistióse un
traje magnífico y salió sin acompañamiento con
el joyero, quien le fué llevando por calles muy
estra viadas para que nadie los observara, y le
introdujo al fin en la casa donde se pusieron á
conversar hasta la llegada de Chemselnihar.
No aguardaron largo rato á la enamorada
hermosura. Llegó después de la oración, al po-
nerse el sol, con su confidente y otras dos es-
clavas. Imposible me fuera espresaros el rapto
de alborozo que se apoderó de entrambos aman-
tes á la vista uno de otro. Sentáronse en el sofá,
mirándose sin poder hablar, tan fuera estaban
de sí. Pero cuando recobraron el uso del habla,
se desquitaron de aquel silencio, diciéndose ta-
les ternezas que hicieron llorar al joyero, á la
confidente y á las otras dos esclavas. Sin embar-
go, el primero enjugó sus lágrimas para aviar
la colación, que trajo el mismo. Los amantes
comieron y bebieron poco, y tras esto, habién-
dose sentado otra vez en el sofá , Chemselnihar pre-
guntó al joyero si tenia laúd ó algún otro instru-
mento. El joyero, que se habia esmerado en
surtirse de cuanto podia complacerla, le apron-
tó el laúd apetecido. La predilecta lo estuvo
templando un rali lio, y luego se puso á cantar.
Aquí se paró Cheherazada, porque empezaba
á amanecer, y á la noche siguiente prosiguió de
esta manera :
NOCHE CLXXX.
En el momento en que Chemselnihar tenia es-
tático al príncipe de Persia , espresándole su
pasión en versos repentinos, se oyó un gran es-
truendo , y al punto se presentó muy sobresal*
tado un esclavo que el joyero habia traído con-
sigo, diciendo que estaban violentando la puerta;
•254
LAS MIL Y UNA NOCHES.
que había preguntado quién era, pero que en
vez de responderle , habían repetido los golpes.
El joyero sobresaltado dejó al príncipe con
Chemselnihar para ir á cenciorarse de esta mala
noticia. Ya se hallaba en el patio , cuando divisó
en medio de la oscuridad una cuadrilla de hom-
bres armados con sables y bayonetas , que ha-
bían volcado la puerta y se adelantaban en de-
rechura hacia él. Arrimóse prontamente á la
pared , y sin que le viesen , los dejó pasar , y
contó hasta diez.
Como no le cabia servir del menor auxilto al
príncipe de Persia y á Chemselnihar , se con-
tentó con lamentarse de su suerte y determinó
huir. Salió de su casa y fué á refujiarse á la de
un vecino que aun no estaba acostado , no du-
dando de que tamaña violencia se hacia de or-
den del califa , á quien sin duda habían informa-
do del avistamiento de su idolatrada con el
príncipe de Persia. Desde la casa en que estaba
oculto , oyó el estrépito que movían en la suya,
el cual duró hasta media noche. Entonces , pa-
reciéndole que todo estaba sosegado , rogó al
vecino que le dejara un sable , y saliendo arma-
do , se adelantó hasta la puerta de su casa y
entró en el patio , en donde tropezó despavori-
damente con un hombre que le preguntó quién
era. Conoció por la voz que era su esclavo.
« ¿Cómo hicistes ,*» le dijo , « para que la ron-
da no te cojiera? — Señor, me oculté en un
rincón del patio y salí tan pronto como dejé de
oir estruendo. Pero no es la ronda la que ha
entrado en casa , sino unos ladrones que sa-
quearon poco hace una en este barrio. Es de
creer que habrán observado los ricos muebles
que aquí mandasteis traer y que los hayan ape-
tecido. »
El joyero conceptuó probable la conjetura de
su esclavo. Recorrió la casa , y vio en efecto
que los ladrones se habian llevado los ricos
muebles del aposento destinado á Chemselnihar
y á su amante , robando la vajilla de oro y plata,
y finalmente que no habian dejado la menor
alhaja. Sumo fué su desconsuelo. « ¡ Oh cielos ! »
esclamó , « ¡ estoy perdido sin remedio ! »
¿ Qué dirán mis amigos y qué escusa les daré
cuando les diga que unos salteadores forzaron
mi casa y robaron lo que tan jenerosamente me
habian prestado ? Será preciso que los indem-
nice de la pérdida que les he causado. Además,
¿qué se han hecho el príncipe de Persia y
Chemselnihar ? Este lance meterá tanto ruido,
que es imposible no llegue á oidos del califa.
Sabrá esta cita , y serviré de víctima á su eno-
jo. * El esclavo , que le era muy fiel , procuró
consolarle. «Con respecto á Chemselnihar, »
le dijo, « los ladrones se habrán contentado con
quitarle sus joyas , y podéis creer que se habrá
retirado á palacio con sus esclavas; igual suerte
habrá cabido al príncipe de Persia ; asi podéis
confiar en que el califa ignorará siempre esta
aventura. En cuanto á la pérdida que han tenido
vuestros amigos, es una desgracia que no pu-
disteis evitar. Saben muy bien que abundan
mucho los ladrones y que han tenido la osadía
de saquear , no solo la casa de que os hablé , sino
también otras muchas de los principales seño-
res de la corte ; y no ignoran que , á pesar de
las órdenes que se han dado para cojerlos , no
se ha podido prender ninguno por muchas pes-
quisas que se han hecho. Cumpliréis restituyen-
do á vuestros amigos el valor de las alhajas que
os robaron , y aun , á Dios gracias , os quedará
con que vivir. »
Entretanto que amanecía , el joyero mandó á
su esclavo que compusiera del mejor modo po-
sible la puerta derribada , y luego se volvió con
su esclavo á la casa en que vivia , rumiando
desconsoladamente cuanto le habia sucedido.
« Ebn Thaher , » iba diciendo para sí , « fué
mas cuerdo que yo ; habia previsto este fracaso
en que yo he venido á tropezar ciegamente.
¡ Ojalá no me hubiese nunca metido en una tra-
moya que quizá me costará la vida ! »
Apenas amaneció, corrió por la ciudad la no-
ticia de la casa robada , y atrajo á casa del jo-
yero á varios amigos y vecinos , los cuales , so-
color de condolerse de su quebranto , ansiaban
saber los pormenores. No dejó de darles gracias
por el interés que le manifestaban y tuvo al me-
nos el consuelo de ver que nadie le hablaba de
Chemselnihar ni del príncipe de Persia , con lo
cual se figuró que estaban en su casa ó seguros
en alguna parte.
Cuando el joyero se quedó solo , sus criados
le sirvieron de comer; pero apenas probó boca-
do. Eran sobre las doce , cuando un esclavo suyo
se llegó á decirle que habia á la puerta un hom-
bre que no conocía y que deseaba hablarle. El
joyero , no queriendo recibir en su casa á un
desconocido , se levantó y fué á hablarle á la
puerta. « Aunque no me conocéis , » le dijo el
hombre, « yo os conozco muy bien y vengo á
tratar de un negocio importante. » Á estas pa-
labras el joyero le suplicó que pasase adelante.
« No , )> replicó el desconocido , « mejor es que
os toméis la molestia de veniros conmigo hasta
la otra casa que tenéis. — ¿Cómo sabéis, » re-
puso el joyero , « que tengo otra casa ? — Lo
sé , » respondió el desconocido ; « no tenéis
mas que veniros conmigo sin temer nada ; tengo
que comunicaros una especie que os causará
\
CUENTOS ÁRABES.
255
suma satisfacción. » El joyero se marchó al pnn-
tp con él , y después de haberle referido por el
camino de qué modo habia sido robada la casa
donde iban , le dijo que no estaba en estado de
poderle recibir en ella.
Cuando llegaron delante de la casa y el des-
conocido vio que la puerta estaba medio rota,
« Vamos adelante , » le dijo al joyero ; « Ya veo
que me habéis dicho la verdad. Voy á llevaros
á un sitio donde estaremos con toda comodi-
dad. » Al decir esto , echaron otra vez á andar
y caminaron todo lo restante del dia sin parar-
se. El joyero , cansado del camino que habia
hecho, y acongojado viendo que se acercaba
la noche y que el desconocido caminaba siempre
sin decirle á donde quería llevarle , empezaba á
desazonarse, cuando llegaron á un sitio que
conducía al Tigris. Luego que estuvieron á la
orilla del rio , se embarcaron en un barquichue-
lo y pasaron á la márjen opuesta. Entonces el
desconocido llevó al joyero por una larga calle,
en la que nunca habia estado , y después de ha-
berle hecho pasar por varias calles estravíadas,
se paró á una puerta que abrió. Hizo pasar al
joyero , cerró la puerta con una gruesa barra de
hierro y le condujo á otro aposento , donde ha-
bia otros diez hombres que no eran menos des-
conocidos para el joyero que su acompañante.
Estos diez hombres recibieron marcialmentc
al joyero. Dijéronle que se sentara , lo que él
ejecutó al punto. Mucho lo necesitaba , porque.
no solo estaba sin aliento de haber caminado
tanto rato , sino que la zozobra que se habia
apoderado de él al verse entre jentes tan pro-
pias para causarla , no le hubiera dejado per-
manecer en pié. Como aguardaban á su princi-
pal para cenar , luego que este llegó , sirvieron
la cena. Se lavaron las manos , y obligaron al
joyero á hacer otro tanto y á que se sentara con
ellos á la mesa. Terminada la cena , preguntá-
ronle si sabia con quiénes estaba hablando ; res-
pondió que no , y que ignoraba el barrio y el
lugar en que se hallaba, a Contadnos vuestra
aventura de esta noche , » le dijeron , « y no
nos disfracéis nada. » El joyero , atónito á estas
palabras , les respondió : « Señores mios , pro-
bablemente la sabéis ya. — Es cierto , replica-
ron , « que el joven y la dama que estaban ayer
noche en vuestra casa nos la han contado ; pero
la queremos oir de vuestra boca. » Esto fué bas-
tante para que entendiera el joyero que hablaba
con los salteadores que habían robado su casa.
« Señores mios , » esclamó , <r estoy sumamente
zozobroso por ese joven y esa dama ; ¿podríais
darme noticias suyas ? »
Al llegar aquí Cheherazada , se interrumpió
para avisar al sultán de las Indias que asomaba
el dia, y guardó silencio hasta la noche si-
guiente.
NOCHE CLXXXI.
Señor, preguntando el joyero á los ladrones
si podían darle noticias del joven y de la dama,
« No os apuréis por ellos, » respondieron ; « es-
tan en lugar seguro y sin novedad. » Al decir
esto, le apuntaron dos gabinetes, asegurándole
que estaban cada uno por separado en ellos.
«Nos han dicho, » añadieron, « que solo vos
estáis sabedor de cuanto les atañe. Luego que
lo hemos sabido , hemos guardado con ellos
cuantos miramientos son dables por considera-
ción vuestra. Muy lejos de haber usado de vio-
lencia, les hemos franqueado toda clase de aten-
ciones, y ninguno de nosotros quisiera haberles
hecho el menor daño. Lo mismo os decimos
por lo que á vos toca, y podéis tener en noso-
tros la mayor confianza. »
El joyero, sosegado con estas palabras y con-
tento de que el príncipe de Persia y Chemselni-
har no tuviesen novedad, se esmeró en interesar
mas y mas á los salteadores en su favor. Dióles
mil elojios y bendiciones y les dijo : « Señores,
confieso que no tengo la honra de conoceros ;
pero es una gran dicha para mí el no seros des-
conocido y no acabaré jamás de agradeceros la
fortuna que este conocimiento me ha proporcio-
nado. Dejando á parte una acción tan humana,
256
LAS MIL Y UNA NOCHES.
# veo que solo los de vuestra esfera son capaces
de guardar un secreto, de modo que nunca sea
descubierto; y si hay algún lance arduo, sabéis
desempeñarlo con acierto, valor é intrepidez.
Fundado en estas prendas , que con razón os
corresponden , no pongo dificultad en referiros
mi historia y la de las otras dos personas que
hallasteis en mi casa , con toda la puntualidad
que me habéis pedido. »
Luego que el joyero hubo tomado estas pre-
cauciones para interesar á los ladrones en la
narración que iba á hacerles, la cual no podia
menos de surtir buen efecto en cuanto lo podia
conceptuar, les refirió, sin omitir nada, los
amores del príncipe de Persia y de Chemsel-
nihar desde el principio^ hasta la cita que les
habia proporcionado en sil casa.
Grande fué la estrañeza de los ladrones cuando
oyeron todos estos pormenores. « ¡ Cómo ! » es-
clamaron cuando el joyero hubo concluido,
« ¿es posible que el joven sea el ilustre Ali Ebn
Becar, príncipe de Persia, y la dama la hermosa
y célebre Chemselnihar? » El joyero les juró
que lo que decia era cierto , y añadió que no
debian estrañar que unas personas tan distingui-
das tuviesen repugnancia en darse á conocer.
Entonces los salteadores fueron á echarse uno
tras otro á los pies del principe y de Chemsel-
nihar, y les suplicaron que les perdonasen, pro-
testando que no les hubiera sucedido nada, si
hubiesen sabido qué clase de personas eran an-
tes de entrar en la casa del joyero. « Procura-
remos enmendar el yerro que hemos cometido,»
añadieron, y volviéndose á incorporar con él le
espresaron : « Mucho sentimos no poderos vol-
ver todo lo que se os ha robado, pues parte de
ello yá no está en nuestro poder; os rogamos
que os contentéis con la plata que vamos á po-
ner en vuestras manos. »
El joyero se tuvo por dichosísimo con el fa-
vor que le hacían. Cuando los ladrones hubieron
entregado la plata, trajeron al príncipe de
Persia y á Chemselnihar, y les dijeron, como
también al joyero, que iban á llevarlos á un si-
tio, desde el cual podrían retirarse cada uno á
su casa ; pero que antes querían que se compro-
metiesen con juramento á no descubrirlos. El
príncipe de Persia, Chemselnihar y el joyero les
dijeron que hubieran podido fiarse de su pala-
bra ; pero que ya que lo deseaban, juraban so-
lemnemente guardarles una fidelidad inviolable.
Al punto los ladrones, satisfechos de su jura-
mento, salieron con ellos.
Por el camino, el joyero, cuidadoso por no ver
á la confidente y á las dos esclavas, se acercó á
Chemselnihar y le rogó que le dijese qué se ha-
bían hecho, a Ninguna noticia sé de ellas, » res-
pondió, « y lo único que puedo deciros, es que
nos arrebataron de vuestra casa, que cruzamos
el agua y fuimos conducidos á la casa de donde
salimos. »
Chemselnihar y el joyero no pudieron con-
versar por mas tieEipo. Se dejaron llevar por
los ladrones con el principe y llegaron á la orilla
del rio. Los salteadores cojieron una barca, se
embarcaron con ellos y los pasaron á la márjen
opuesta.
Oyóse al desembarcar un estruendo, y era de
una ronda á caballo, que acudía velozmente y
llegó en el momento en que la barca se alejaba
de la orilla llevándose los salteadores.
El comandante de la tropa preguntó al prín-
cipe, á Chemselnihar y al joyero de dónde ve-
nían tan tarde y quiénes eran. Como estaban
sobrecojidos de pavor, y por otra parle temían
decir alguna palabra que les perjudicase, se
quedaron atónitos. Sin embargo era preciso que
hablasen, y eso es lo que hizo el joyero, que es-
taba algo menos trastornado. « Señor, » respon-
dió, a en primer lugar puedo aseguraros que
somos jente honrada de esta ciudad. Aquellos
que van en la barca que se va alejando son unos
ladrones que asaltaron la noche pasada la casa
en que nos hallábamos. La saquearon y nos lle-
varon á su madriguera, en donde, tras de va-
lemos de todos cuantos medios suaves hemos
podido, hemos conseguido nuestra libertad y
que nos trajesen aquí. Nos han restituido una
parte de lo que nos habían robado , como po-
déis ver. » Y diciendo esto, enseñó al coman-
dante la plata que llevaba envuelta.
No satisfecho este con la contestación del
joyero, se acercó á él y al príncipe de Persia,
mirándolos uno tras otro. « Confesedme, » les
dijo, « quién es esta dama, cómo la conocéis y
en qué barrio vivís. »
Esta pregunta los puso en grande aprieto, y
no sabían qué responder; pero Chemselnihar
venció la dificultad, llamó á parte al coman-
dante, y apenas le hubo hablado , cuando se
apeó con grandes demostraciones de respeto y
atención y mandó á su jente que trajeran dos
barcas.
Cuando llegaron estas, el comandante hizo
embarcar en una á Chemselnihar y en la otra al
príncipe de Persia y al joyero con dos soldados
en cada embarcación, y con orden de que los
acompañaran hasta el punto que apeteciesen.
Las dos barcas tomaron un camino enteramente
opuesto. Nosotros no atendemos por ahora sino
á la que llevaba al príncipe de Persia y al
joyero.
CUENTOS ÁRABES.
257
El príncipe, para evitar molestias á los que le
acompañaban, les dijo que llevaría consigo al
joyero y les puntualizó el barrio en que vivía.
Con esta indicación los conductores tocaron con
la barca delante del palacio del califa, con lo
cual se sobrecojieron el príncipe y el joyero,
aunque sin atreverse á manifestar sus temores.
Aunque habían oído la orden del comandante,
sin embargo se imajinaron que iban á meterlos
en el cuerpo de guardia, para ser presentados
al califa al día siguiente.
Empero, no era este el ánimo de los conduc-
tores, pues habiendo desembarcado para reu-
nirse con su jente, los recomendaron á un ofi-
cial de la guardia del califa, quien les dio dos
soldados para que los acompañaran por tierra
al palacio del príncipe de Persia, que estaba
distante del rio. Llegaron por fin; pero tan can-
sados, que apenas podían moverse.
Este sumo cansancio, junto con la amargura
del príncipe de Persia por el aciago contratiempo
que le había sobrevenido, como también á Chem»
selnihar, privándole de la esperanza de otra vi-
sita, le causó un desmayo al sentarse en un sofá.
Mientras que la mayor parte de sus criados es-
taban solícitos en hacerle volver en sí, los dt-
más cercaron al joyero, rogándole que les dijera
lo que había sucedido al príncipe cuya ausencia
los había tenido en un sobresalto indecible.
Tras estas palabras, Gheherazada calló, por-
que ya empezaba á amanecer, dejando para el
día siguiente la continuación de su historia.
NOCHE CLXXXII.
Señor, ayer dije á vuestra majestad que mien-
tras algunos criados estaban afanados en hacer
volver al príncipe de su desmayo, otros pregun-
taban al joyero lo que le había sucedido á su
amo. El joyero, que tenia buen cuidado en no
descubrirles lo que no bebían saber, les respon-
dió que el caso era muy estraño ; pero que no
era aquella ocasión para contárselo y que era
mejor atender al príncipe. Afortunadamente,
este volvió entonces en sí, y los que habian he-
cho aquella pregunta con tanto afán se alejaron
ó callaron sumisamente, y gozosos en estremo
deque no le hubiese durado por mas tiempo el
parasismo.
Aunque el príncipe de Persia recobró el sen-
tido, sin embargo quedó tan postrado, que ape-
nas podía abrir la boca para hablar. No respon-
día sino con señas, aun á sus padres que le
hablaban, y aun se hallaba en el mismo estado,
á la madrugada, cuando se le despidió por fin el
joyero. El príncipe solo le respondió con una
mirada y alargándole la mano ; y viendo que
ba cargado con la plata que los ladrones le ha-
bían devuelto, hizo señas á un criado para que
se la tomara y llevara á su casa.
La familia del joyero le había estado aguar-
dando con suma zozobra el día que había salido
T. I.
con el hombre que preguntara por él, y á quien
no conocían, y había supuesto que le había so-
brevenido algún lance peor que el primero, lue-
go que pasó la hora en que debía haber vuelto.
Su esposa, hijos y criados estaban muy acongo-
jados cuando llegó. Regocijáronse sobremanera
al verle ; pero se sobresaltaron al hallarle tan
demudado en tan breve tiempo. La fatiga del dia
anterior, y la noche, pasada siempre temeroso
y desvelado, habian ocasionado aquella muta-
ción, de modo que estaba desconocido. Como se
sentía muy abatido, permaneció dos dias en su
casa para restablecerse, y solo vio algunos ínti-
mos amigos á quienes había encargado que fran-
quearan la entrada.
Al tercer dia, el joyero sintiendo que habia
recobrado algunas fuerzas, creyó que se au-
mentarían si salía á tomar el ambiente, y así se
marchó á la tienda de un rico mercader amiga
suyo, con el cual estuvo conversando por largo
rato. Cuando se levantaba para despedirse de su
amigo y retirarse, advirtió una mujer que le ha-
cia señas, y conoció que era la confidente de
Chemselnihar. En el vaivén de su júbilo y rece-
lo, se retiró mas prontamente sin mirarla. Ella
le siguió, como el joyero se lo habia presumido,
porque el lugar en que se hallaba no era á pro-
17
258
LAS MIL Y UNA NOCHES.
pósito para conversar con ella. Como caminaba
algo de priesa, la confidente, no pudiendo seguir-
le, le voceaba de tanto en tanto que la aguar-
dara. Él la oía ; pero tras lo que le habia suce-
dido, no quería hablarle en público, por temor
de que se maliciara que tenia ó hubiera tenido
relaciones con Chemselnihar. Con efecto era
sabido en Bagdad que pertenecía á la predilecta
y que hacia todas sus compras. Prosiguió del
mismo paso y llegó á una mezquita no muy con-
currida y en donde sabia que no habría enton-
ces nadie. La confidente entró tras él, y pudie-
ron conversar sin testigos.
El joyero y la confidente de Chemselnihar se
manifestaron recíprocamente cuanta compla-
cencia tenían en volverse á ver, después de la
estraña aventura ocasionada por los ladrones, y
sus recelos uno por otro, sin hablar del que to-
caba á su persona.
El joyero quería que la confidente empezara
á referirle cómo se habia escapado con las dos
esclavas, y luego que le diera noticias de Chem-
selnihar desde que no la habia visto. Pero la
confidente se mostró tan solícita por saber antes
lo que le habia sucedido desde su separación
tan imprevista, que hubo de satisfacerla. « He
aquí, » dijo al concluir, « lo que de mí desea-
bais saber : ahora contadme por vuestra parte
lo que ya os he preguntado. »
« Luego que vi asomar los ladrones, » dijo la
confidente, « me imajiné, sin mirarlos bien, que
eran unos soldados de la guardia del califa que
este enviaba, por haber sabido la cita de Chem-
selnihar, para quitarle la vida , y también al
príncipe de Persia y á todos nosotros. Embarga-
da con esta aprensión, subí al punto á la azotea
de vuestra casa, mientras que los ladrones en-
traron en el aposento en que se hallaban el
príncipe de Persia y Chemselnihar, y las dos
esclavas me siguieron prontamente. Pasamos de
una en otra azotea, y al fin llegamos á la de una
casa habitada por jente muy honrada, que nos
recibió con muchas atenciones y con quien pa-
samos la noche.
« Á la madrugada, después de haber dado
gracias al amo de la casa por el favor que nos
habia hecho, regresamos al palacio de Chemsel-
nihar. Entramos azoradísimas, y tanto mas acon-
gojadas, cuanto ignorábamos cuál habia sido el
paradero de nuestros dos desventurados aman-
tes. Las demás mujeres de Chemselnihar se que-
daron atónitas cuando vieron que volvíamos sin
ella. Dijímosles, como ya estábamos conveni-
das, que se habia quedado encasa de una amiga
suya y que debia mandar por nosotras para irla
á buscar cuando quisiese volver, y esta escusa
las satisGzo.
« Sin embargo, pasé el dia sumamente desa-
zonada, y cuando llegó la noche, abrí la puerta
de atrás y vi un barquichuelo en el canal que
desemboca sobre el rio. Llamé al barquero y le
pedí que fuera siguiendo el rio, á ver si descu-
bría una dama, y que si la encontraba, que la
trajera consigo.
« Aguardé su vuella con las dos esclavas, que
estaban no menos zozobrosas que yo, y eran
las doce de la noche, cuando llegó el mismo
barquichuelo con dos hombres dentro y una
mujer recostada en la popa. Luego que tocó á
tierra la embarcación, los dos hombres ayuda-
ron á la mujer á levantarse y á desembarcar, y
la conocí por Chemselnihar, con sumo alborozo
de volverla á ver y de que no estaba perdida. »
Cheherazada terminó aquí su narración por
esta noche ; pero á la siguiente dijo al sultán de
las Indias :
NOCHE CLXXXIII.
Señor, ayer dejamos á la confidente de Chem-
selnihar en la mezquita, donde referia al joyero lo
que le habia sucedido desde su últimoavistamien-
to f y las circunstancias de kt vuelta de la predilec-
ta á su palacio, y prosiguió de esta manera :
« Alargué la mano á Chemselnihar para ayu-
darla á apearse. Mucho necesitaba mi auxilio,
porque apenas podia tenerse en pié. Luego que
hubo desembarcado, me dijo al oido en acento
acongojado, que fuera á buscar una bolsa de
CUENTOS ÁRABES.
259
mil piezas de oro y se la diera á los dos solda-
dos que la habian acompañado. Déjela en manos
de las dos esclavas para que la sostuvieran, y
después de haber dicho á los soldados que me
aguardaran un rato, corrí á buscar la bolsa y
volví prontamente. Dísela á los dos soldados,
pagué al barquero y cerré la puerta.
(( Alcancé á Chemsclnihar, que aun no habia
llegado á su aposento, y sin perder tiempo, la
desnudamos y metimos en la cama , en donde
quedó toda la noche, como si fuera á exhalar el
postrer suspiro.
(( Al dia siguiente, las demás esclavas se mos-
traron deseosas de verla ; pero les dije que ha-
bia vuelto muy quebrantada, y que necesitaba
descansar para restablecerse. Entretanto las dos
esclavas y yo le aprontamos cuantos auxilios
imajinarse pueden, y cuanto cabia en nuestro
cariño. Al pronto se empeñó en no querer tomar
nada, y hubiéramos desconfiado de su vida, á
no haber advertido que recobraba algunas fuer-
zas con el vino que le dábamos de cuando en
cuando. En fin, á fuerza de ruegos vencimos su
tenacidad y la obligamos á que comiera.
« Guando vi que se hallaba en estado de ha-
blar (porque hasta entonces no habia hecho mas
que llorar, jemir y suspirar), le pregunté que
me dijera por favor á qué casualidad debía el
haberse librado del poder de los ladrones.
« ¿ Porqué pedís, » me dijo con un profundo
suspiro, « que renueve la causa de mi descon-
suelo ? ¡ Ojalá los ladrones me hubiesen quitado
la vida en vez de conservármela ; mis quebran-
tos estarían terminados, pues solo vivo para pa-
decer mas ! »
a Señora, » repliqué, « os ruego que accedáis
á mis súplicas. No ignoráis qué los degraciados
esperimentan cierto, consuelo, refiriendo sus
mas horrendas aventuras. Lo que yo os pido os
aliviará, si tenéis la dignación de concedér-
melo. »
« Escuchad pues, » me dijo, « la estrañeza
mas lamentosa que pueda suceder á una per-
sona tan apasionada como yo, que creia no te-
ner nada mas que desear. Cuando vi entrar á
los ladrones con el sable y puñal en mano, creí
que el príncipe de Persia y yo habíamos llegado
á nuestra última hora, y no sentia la muerte,
al pensar que iba á morir con él. En vez de
arrojarse sobre nosotrospara traspasarnos el co-
razón, como yo lo estaba temiendo, dos reci-
bieron orden de custodiarnos, y los demás hi-
cieron lios de todo lo que habia en el aposento
y habitaciones contiguas. Cuando hubieron aca-
bado, cargaron los lios al hombro y salieron
llevándonos consigo.
« En el camino, uno de los que me acompa-
ñaban me preguntó quién era y le dije que era
una bailarina. Igual pregunta le hizo al prín-
cipe, quien respondió que era un vecino de la
ciudad.
(( Cuando llegamos á su casa , aumentóse
nuestro pavor, cuando juntándose al rededor de
mí, y habiendo considerado mi traje y las ricas
joyas con que estaba adornada, maliciaron que
les habia ocultado mi jerarquía. « Una bailarina
no va tan bien vestida, » me dijeron; « confe-
sad claramente quien sois. »
«Como vieron que no les respondía, «¿Y
vos, quién sois? » le preguntaron al príncipe de
Persia. « Ya vemos que un vecino cualquiera no
tiene ese porte. » Tampoco los satisfizo acerca
de lo que deseaban saber. Díjoles solamente que
habia ido á ver al joyero, que nombró, y á di-
vertirse con él, y que á él le pertenecía la casa
en que nos habian hallado.
— « Conozco á ese joyero, » dijo al punto
uno de los salteadores, que parecía tener entre
ellos cierta autoridad ; « le debo algún favor,
sin que él lo sepa, y sé que tiene otra casa ; me
encargo de traerle aquí mañana, y no os solta-
remos , *> añadió , « hasta que sepamos de él
quienes sois. Entretanto no se os hará ningún
daño. )>
« Al dia siguiente trajeron al joyero, y cre-
yendo hacernos un servicio, como en efecto
así fué, declaró á los ladrones quienes éramos.
Estos vinieron al punto á pedirrtie perdón, y
creo que otro tanto hicieron con el príncipe de
Persia que estaba en otra vivienda, y me pro-
testaron que no hubieran forzado la casa en
que nos habian hallado, á saber que era del
joyero. Inmediatamente nos llevaron á todos á
orillas del rio, y nos embarcaron en una lan-
cha que nos trasladó á la orilla opuesta ; pero
apenas habíamos desembarcado, cuando se
acercó á nosotros una ronda de caballería.
« Llamé al comandante á un lado, me nom-
bré y le dije que al volver de casa de una ami-
ga la noche anterior, los ladrones, que pasaban
á la otra orilla, me habian detenido y llevado
consigo; que les habia dicho quien era, y que
al soltarme habian hecho igual gracia, á mego
mío, á los dos sujetos que me acompañaban,
por haberles asegurado que eran conocidos
mios. El comandante echó pié á tierra y me
manifestó que se tenia por dichoso en servir-
me ; luego mandó por dos esquifes y me hizo
embarcar en uno de ellos con los dos soldados
que visteis y me custodiaron hasta aquí; en
cuanto al príncipe de Persia y el joyero, los
envió en el otro, también con otros dos sóida-
dos, para que los acompañaran y dejaran en su
casa con toda seguridad.
« Tengo la confianza, » añadió al terminar y
derramando copiosas lágrimas, « que no les
habrá sucedido nada desde nuestra separación,
y no dudo que el pesar del príncipe será igual al
mió. El joyero, que nos ha servido con tanto
afán, merece ser resarcido de la pérdida que ha
padecido por causa nuestra ; así no dejéis de
tomar mañana dos bolsas de mil piezas de oro
cada una y llevárselas de mi parte, preguntán-
dole por el príncipe de Persia. »
« Guando mi buena ama hubo acabado, pro-
curé adquirir noticias del príncipe de Persia,
persuadiéndola que hiciera esfuerzos para ven-
cerse á sí misma tras el peligro que habia cor-
rido, y del que solo se habia librado por un mi-
lagro. « No me repliquéis, » repuso, a y haced
lo que os mando. »
« Vime precisada á callar y he venido para
obedecerla; fui á vuestra casa, en donde no os
hallé ; desconfiada de hallar en donde me dije-
ran que podiais estar, faltó poco para que fuera
á casa del príncipe de Persia; pero no me
atreví á ejecutarlo ; he dejado al pasar las dos
bolsas en casa de un conocido : aguardadme
aquí, no tardaré mucho en traéroslas. »
Advirtió Cheherezada que amanecía, y calló
tras estas palabras. A la noche siguiente prosi-
guió la misma historia y dijo al sultán de las
Indias :
—^^ "«i fo^^l^ll^v yu^ tn «ft »
CUENTOS ÁRABES.
261
NOCHE CIXXXIV.
Señor, la confidente acudió luego á la mez-
quita con las dos bolsas para el joyero. « To-
mad, » le dijo, a y cumplid con vuestros ami-
gos. — Aquí hay, » repuso el joyero, « mucho
mas de lo que necesito ; pero no me atrevería á
rehusar la fineza que una dama tan cortés y
jenerosa franquea á su humilde servidor. Os
ruego le aseguréis que conservaré eternamente
el recuerdo de sus agasajos. » Convino con la
confidente en que iría á buscarle á la casa en
que le habia visto por la primera vez, cuando
tuviera algo que mandarle de parte de Chemsel-
nihar y á saber noticias del príncipe de Persia ;
y tras esto se separaron.
El joyero se volvió á su casa muy satisfecho,
no solo porque tenia con que pagar á sus ami-
gos, sino porque veia que nadie sabia en Bagdad
que el príncipe de Persia y Chemselnihar se
hallaban en su casa cuando le habían robado.
Es verdad que se lo habia manifestado á los
ladrones ; pero estaba confiado en su reserva.
Por otra parte no tenían bastantes relaciones
para temer por su conducto peligro alguno,
aun cuando lo hubiesen divulgado. Á la ma-
drugada visitó á los amigos que le habían ser-
vido, y no tuvo dificultad en dejarlos satisfe-
chos. Aun le sobró mucho dinero para amue-
blar con sumo aseo la casa robada, poniendo en
ella algunos criados para que la habitaran. Así
olvidó el peligro que habia corrido, y de noche
fué á visitar al príncipe de Persia.
La servidumbre del príncipe que recibió al
joyero le dijo que llegaba oportunamente ; que
el príncipe se hallaba enfermo de sumo cuidado
y que no articulaba ni una palabra. Hiciéronle
entrar en su aposento muy callandito, y le
halló tendido en su lecho, con los ojos cerrados
y en un estado que le movió í compasión : sa-
ludóle tocándole la mano, y le exhortó á que
cobrara ánimo.
El príncipe de Persia conoció al joyero ; abrió
los ojos y le miró de un modo que le dio á en-
tender cuan suma era su postración, por de
contado, infinitamente mayor que cuantas ha-
bia padecido desde la primera vez de su comu-
nicación con Chemselnihar : asióle la mano, y
estrechándosela para manifestarle su cariño, le
dijo con escasa voz que le agradecía la molestia
que se tomaba de visjtar á un príncipe tan des-
graciado y aflijido.
a Príncipe, » repuso el joyero, « os ruego que
no mentéis los servicios que os he hecho ; de-
seara que hubiesen tenido mejor éxito : hable-
mos de vuestra salud, pues en el estado en que
os veo, mucho temo que os dejéis abatir, y que
no toméis el alimento que necesitáis. »
Los criados que estaban cerca del príncipe,
su señor, aprovecharon aquella coyuntura para
decirle al joyero que les habia costado muchí-
simo hacerle tomar alimento , que se iba re-
matando mas y mas, y que hacia tiempo que
nada habia tomado. Esto indujo al joyero á su-
plicar al príncipe que permitiera á sus criados
le trajesen algún alimento y que lo tomase ; lo
cual consiguió con vivísimas instancias.
Luego que el príncipe de Persia hubo comido
mas abundantemente de lo que hasta entonces
habia hecho, mandó á sus criados que le deja-
sen á solas con el joyero, y cuando se hubieron
marchado, le dijo : « En medio xle la desventura
que me aqueja, me llega al alma el sumo que-
branto que habéis padecido por causa mia;
justo es que piense en recompensároslo ; pero
antes os ruego que me digáis si habéis tenido
alguna noticia de Chemselnihar desde el mo-
mento en que hube de separarme de ella. »
El joyero, informado por la confidente, le re-
firió cuanto sabia de la llegada de Chemselnihar
á su palacio, del estado en que se habia hallado
hasta entonces, y que ya recobrada habia en-
viado la confidente en busca de noticias suyas.
El príncipe de Persia tan solo contestó al
joyero con lágrimas y suspiros ; luego hizo un
esfuerzo para levantarse, mandó llamar á sus
criados y fué en persona á su gabinete, y allí
mandó separar ricos muebles y plata labrada,
dando orden para que los llevaran á casa del
joyero.
262
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Este no quería aceptar el regalo que el prín-
cipe le hacia ; pero aunque le manifestó que
Chemselnihar le había enviado mas de lo que
necesitaba para reintegrar á sus amigos, quiso
sin embargo ser obedecido. El joyero prorurn-
pió en demostraciones de rubor con aquel es-
ceso de liberalidad, mas no hallaba espresiones
para agradecer. Quería despedirse; pero el
príncipe le suplicó que se quedara, y continua-
ron conversando una parte de la noche.
A la madrugada el joyero entró á ver al prín-
cipe antes de marcharse, y este le hizo sentar á
su lado, a Ya sabéis, » le dijo, a que en todo se
lleva un fin : el de un amante es poseer sin obs-
táculo al objeto adorado ; si llega á perder esta
esperanza, no debe pensar en vivir : ya compren-
déis que esa es la fatal situación en que yo me
hallo. Con efecto , desde él punto en que por
dos veces me conceptué en la cumbre de mis
anhelos, me vi frustrado cruelmente de tan ido-
latrado objeto. Tras esto, no me queda mas ar-
bitrio que el de avenirme con la muerte : ya me
la hubiera dado, si no me prohibiera mi re-
lijion el ser homicida de mí mismo ; pero no
es necesario que la anticipe, pues conozco
que no la aguardaré mucho tiempo. » Calló tras
estas palabras, dando rienda suelta á sus suspi-
ros, lágrimas y sollozos.
El joyero, que no sabia otro medio de re-
traerle de aquellos ímpetus desesperados que
trayéndole á la memoria su querida Chemselni-
har y dándole alguna vislumbre de esperanza,
le dijo que temia que la confidente hubiese lle-
gado ya y que convenia que volviera pronta-
mente ácasa. o Os dejo ir, » le dijo el principe,
« y si la veis, ruégoos le encarguéis que asegure
á Chemselnihar que si fallezco pronto, como lo
espero, la amaré hasta el postrer suspiro y
hasta el sepulcro, d
Regresó el joyero á su casa , y permaneció
confiado en que asomaría la confidente. Esta
llegó de allí á algunas horas ; pero llorosa y en
el mayor desconcierto. El joyero, sobresaltado,
le preguntó con afán lo que tenia.
« Chemselnihar, el príncipe de Persia , vos y
yo, » repuso la confidente, « estamos perdidos.
Escuchad la* infausta nueva que supe ayer al
volver á palacio, después de haberos dejado.
« La predilecta había mandado castigar, por
alguna falla, á una de las esclavas que la acom-
pañaban el dia que estuvo en vuestra casa. La es-
clava enojada, acechando el momento de estar
abierta la puerta de palacio , se-ha marchado, y
no ponemos duda en que lo habrá declarado
todo á uno de los eunucos de la guardia que la
ha recojido.
« Aun hay mas ; la otra esclava compañera
suya se ha escapado también al palacio del ca-
lifa, á quien creemos que habrá descubierto todo,
porque hoy el califa ha enviado , en busca de
Chemselnihar, veinte eunucos, que la han con-
ducido á palacio. He hallado medio de ocultar-
me y veniros á avisar de todo esto. No sé lo que
habrá sucedido; pero nada bueno estoy ante-
viendo. Como quiera quesea, os ruego que guar-
déis el secreto. »
Empezaba á amanecer, y así la sultana Che-
herazada suspendió su narración hasta la noche
siguiente.
NOCHE CLXXXV.
Señor, la confidente añadió á lo que acababa
de decir al joyero, que era conveniente que sin
pérdida de tiempo fuese á verse con el prín-
cipe de Persia y le comunicara aquella novedad,
para que estuviera pronto á cualquiera trance.
No le pudo decir mas y se marchó de repente
sin aguardar su respuesta.
I Qué hubiera podido responderle el joyero en
el estado en que se hallaba ? Permaneció iumó-
vil y como aterrado. Sin embargo, vio que el
negocio urjia, y violentándose en gran manera,
se fué á ver al príncipe de Persia. u Príncipe, »
le dijo, « armaos de paciencia, entereza y tesón,
y preparaos para el mas terrible golpe que ha-
béis recibido en vuestra vida.
— « Decidme en resumen lo que hay, » repuso
CUENTOS ÁRABES.
263
el príncipe, « y no me tengáis por mas tiempo
dudoso. Estoy pronto á morir, si es preciso. »
Refirióle el joyero lo que la confidente aca-
baba de comunicarle. « Ya veis, » añadió, « que
vuestra pérdida es cierta. Levantaos y huid
prontamente ; los momentos son preciosos. No
debéis esponeros á las iras del califa, y aun me-
nos á confesar nada en medio de los tormentos.»
Poco faltó para que el príncipe espirase de
congoja, pavor y quebranto. Estuvo cavilando
un, rato, y luego preguntó al joyero cuál era su
dictamen sobre el trance en que se hallaba. « El
único partido que os queda, » repuso el joyero,
(( es montar al punto á caballo y seguir el ca •
mino de Ámbar (1) para llegar mañana antes del
amanecer. Tomad de vuestros criados los que
creáis conveniente , con buenos caballos, y per-
mitid que os acogipañe en vuestra fuga. »
El príncipe de Persia , viendo que no tenia
otro partido que tomar, dio orden para los pre-
parativos mas prontos, tomó dinero y joyas, y
después de haberse despedido de su madre, se
marchó arrebatadamente de Bagdad, con el jo-
yero y los criados que habia escojido.
Caminaron lo restante del dia y toda la noche,
sin detenerse en paraje alguno hasta las dos de
la madrugada, en que atropellados con tan larga
jornada, y rendidos los caballos, se apearon
para descansar.
Aun no habían tenido tiempo de tomar alien-
to, cuando se vieron repentinamente acometidos
por una crecida gavilla de salteadores. Defendié-
ronse largo rato con gran bizarría ; pero los cria-
dos del príncipe cayeron todos muertos, y en-
tonces el príncipe y el joyero rindieron las ar-
mas y se entregaron á discreción. Los forajidos
les concedieron la vida ; pero luego que se hu-
bieron apoderado de los caballos y bagajes, los
despojaron, y al retirarse con su presa, los de-
jaron en el mismo sitio.
Cuando los robadores se hubieron alejado,
« ¿ Qué tal ? » dijo el aflijido príncipe al joyero,
« ¿ qué decis de nuestra aventura y del estado
en qué nos hallamos ? ¿ No me hubiera sido me-
jor haberme quedado en Bagdad aguardando la
muerte, cualquiera que fuese ?
— a Príncipe, » repuso el joyero, « es un de-
creto de la voluntad de Dios ; le, place ponernos
á prueba enviándonos quebranto sobre quebran-
to. A nosotros toca dejarnos de murmuraciones
y recibir con entera sumisión estas desgracias
de su mano. No nos detengamos aquí, y busque-
mos algún lugar donde hallemos auxilio en nues-
tra desventura.
(1) Ámbar era una ciudad á orillas del Tigris, á veinte
leguas de Bagdad.
— « Dejadme morir, » le dijo el príncipe de
Persia; «poco importa que muera aquí ó en
otra parte. Quizá en el momento en que esta-
mos hablando, Chemselnihar ya no existe, y no
debo tratar de vivir faltando ella. » El joyero le
persuadió á fuerza de ruegos. Caminaron largo
rato y hallaron una mezquita abierta , en donde
entraron y pasaron lo restante de Ja noche.
Al amanecer, llegó un hombre solo á la mez-
quita , y se puso á hacer oración. Cuando hubo
acabado, divisó, al volverse, al príncipe de Per-
sia y al joyero que estaban sentados en un rin-
cón, y acercándose á ellos, los saludó con suma
cortesía. « Si no me engaño, » les dijo, « me pa-
rece que sois forastero?. »
Tomó el joyero la palabra. «No os engañáis,»
le respondió y « nos han robado esta noche vi-
niendo de Bagdad, como podéis colejir del estado
en que nos hallamos , y necesitamos auxilio ;
mas no sabemos á quien volvernos. — Si queréis
tomaros la molestia de venir á mi casa , » les
respondió el hombre, « os daré gustoso el auxi-
lio que pueda. »
Á este jeneroso ofrecimiento, el joyero se vol-
vió al príncipe y le dijo al oido : «Ya veis,
príncipe, que este hombre no sabe quienes so-
mos, y debemos temer que venga otro y nos
conozca. Me parece que no debemos rehusar el
favor que quiere hacernos. — Á vuestra elección
lo dejo , » respondió el príncipe , « consiento en
cuanto queráis. »
El hombre , que vio que el joyero y el prín-
cipe de Persia estaban en consulta , se imajinó
que ponían reparo en admitir la oferta que les
hacia, y así les preguntó á que se determinaban.
« Estamos prontos á seguiros , » respondió el
joyero ; « lo que nos da pena es que estamos
desnudos y que tenemos vergüenza de presen-
tarnos en tal estado.
Afortunadamente el hombre pudo darles parte
de sus vestidos para que se cubriesen, y luego
los llevó á su casa. Apenas llegaron á ella,
cuando les mandó dar á cada uno un traje bas-
tante decente , y suponiendo que tendrían gran
necesidad de comer y que les gustaría estar á
solas, les envió varios manjares por una esclava.
Pero apenas comieron, sobre todo el príncipe de
Persia , que se hallaba tan decaído y postrado ,
que el joyero llegó á temer por su vida.
El amo de la casa les hi?o varias visitas du-
rante el dia, y de noche, como sabia que nece-
sitaban descansar, los dejó solos; pero el joyero
tuvo pronto que llamarle para que asistiera á la
muerte del príncipe de Persia. Advirtió que este
resollaba con mas fatiga y vehemencia , lo cual
le dio á entender que le quedaban muy pocos
momentos de vida. Acercóse á él , y el príncipe
le dijo : « Esto es hecho, ya lo veis, y me alegro
que presenciéis la última hora de mi vida. La
pierdo con mucha satisfacción , y no os digo el
motivo , pues ya lo sabéis. Siento no morir en
brazos de mi querida madre, que siempre me
amó entrañablemente, y á quien siempre tributé
el respeto debido. Sumo será su desconsuelo por
no haber logrado el amargo alivio de cerrarme
los ojos , y sepultarme con sus propias manos.
Manifestada cuanto lo siento y rogadle de mi
parte que mande trasladar mi cuerpo á Bagdad,
para que riegue mi sepulcro con sus lágrimas ,
y me asista con sus oraciones. » No se olvidó del
amo de la casa ; dióle gracias por la jenerosa
acojida que le había dispensado, y después de
haberle rogado por favor que consintiera en que
su cuerpo quedara depositado en su casa , hasla
que fuesen á buscarlo, exhaló el postrer aliento.
Aquí llegaba Cheherazada , cuando advirtió
que asomaba el dia , y así dejó de hablar hasta
la noche inmediata.
-Q tr~ —
CUENTOS ÁRABES.
265
NOCHE CLXXXYI.
í
Señor, al dia siguiente de la muerte del prín-
cipe de Persia , aprovechó el joyero la propor-
ción de una numerosa caravana que se encami-
naba á Bagdad , á donde llegó sin novedad. No
hizo mas que entrar en su casa y mudarse de
traje , y pasó al palacio del difunto príncipe de
Persia, en donde se sobresaltaron, no viendo al
príncipe con él. Pidió que avisaran á la madre
del príncipe que deseaba hablarle, y no tardaron
en admitirle al estrado en que se hallaba con
muchas sirvientas. « Señora, » le dijo el joyero,
« con un ademan que demostraba la fatal noticia
que iba á comunicarle , « Dios os conserve y os
colme de favores. No ignoráis que Dios dispone
de nosotros como le place... »
La dama no dio lugar al joyero para que se
esplicara. a ¡ Ah ! » esclamó , « venis á partici-
parme la muerte de mi hijo. » Al mismo tiempo
prorumpió en pavorosos gritos, que, mezclados
con Jos de sus criadas , renovaron las lágrimas
del joyero. Dio rienda á su dolor antes que le
dejara proseguir en su narración. Al fin suspen-
dió sus lágrimas y jemidos, y le rogó que prosi-
guiera y no le ocultara la menor circunstancia
de tan ¿olorosa separación. Satisfízola el joyero,
y cuando hubo acabado, la dama le preguntó si
el príncipe su hijo no le habia encargado en sus
últimos momentos alguna particularidad para
ella. Él le aseguró que su mayor pesar habia
sido morir lejos de ella , y que su único deseo
habia sido que mandara trasladar su cuerpo á
Bagdad. Al dia siguiente muy de mañana , se
puso en camino acompañada de sus sirvientas y
de la mayor parte de sus esclavos.
Cuando el joyero , que se habia detenido con
la madre del príncipe de Persia , vio marchar á
esta dama, volvió á su casa todo apesadumbrado
con la muerte de un príncipe tan cabal y amable
en la primavera de sus dias.
Iba andando embargado en sus pensamientos,
cuando se le presentó una mujer y se paró de-
lante de él. Alzó la vista y vio que era la confi-
dente de Chemselnihar, llorosa y vestida de
luto. Á esta vista renovó su llanto sin despegar
los labios para hablarle, y continuó encaminán-
dose á su casa , siguiéndole la confidente , que
entró con él.
Sentáronse , y el joyero , tomando el primero
la palabra , preguntó con un profundo suspiro á
la confidente si sabia la muerte del príncipe de
Persia y si era él á quien lloraba. « ¡ Ay de mí !
no es por él, » esclamó ; «puesto que ha muerto
aquel príncipe tan amable , no ha sobrevivido
mucho tiempo á su querida Chemselnihar. Almas
bellas, » añadió, a en cualquiera parte en que os
halléis, debéis estar muy contentas de poderos
amar en adelante sin obstáculo. Vuestros cuer-
pos eran un estorbo para vuestros deseos , y el
cielo os ha librado de él para reuniros. »
El joyero , que ignoraba la muerte de Chem-
selnihar y que aun no habia reparado en que la
confidente iba vestida de luto, sintió nuevo que-
branto al saber aquella noticia, o ¿Ha muerto
Chemselnihar? » esclamó. — Ha muerto , » re-
puso la confidente llorando amargamente, a y
por ella llevo luto. Las circunstancias de su fa-
llecimiento son tan estrañas que merecen ser
sabidas ; pero antes que os las refiera, os ruego
me entere ; s por puntos de la muerte del prín-
cipe de Persia , á quien lloraré toda mi vida,
como también á Chemselnihar, mi muy amada
señora. »
El joyero dio á la confidente la satisfacción
que apetecía, y luego que se lo hubo contado
todo, hasta la marcha de la madre del príncipe
de Persia que acabada de ponerse en camino
para traer á Bagdad el cadáver de su hijo, a Os
acordáis, » le dijo, « que os referí como el califa
habia mandado por Chemselnihar : era cierto,
como lo habíamos presumido, que el califa ha-
bia sabido los amores de Chemselnihar y del
príncipe de Persia por ambas esclavas, á quienes
habia ido preguntando separadamente. Vais á
figuraros que se airó mucho contra Chemsel-
nihar y dio pruebas de zelos y de venganza eje-
cutiva contra el principe de Persia ; pero no
sucedió así, y ni siquiera se acordó del prín-
cipe ; compadeció á Chemselnihar, y es de
266
LAS MIL Y UNA NOCHES.
creer que se atribuyó á sí mismo lo que habia
sucedido, por el permiso que le habia dado para
ir libremente por la ciudad sin acompañamiento
de eunucos. No cabe formar otro concepto tras
el modo estraordinario con que se portó con
ella, como vais á oir.
« El califa la recibió con rostro sereno, y
cuando hubo notado el desconsuelo que la aco-
saba sin empañar su hermosura (porque se
presentó ante él sin manifestar estrañeza ni zozo-
bra) , « Chemselnihar, » le dijo con una con-
descendencia digna de su señorío, « no puedo
sobrellevar que os presentéis delante de mí con
un aspecto que me desconsuela entrañable-
mente. Ya sabéis con qué pasión os he amado
siempre, y debéis de estar convencida de su es-
tremo por todas las pruebas de amor que os he
ido dando. No he variado y os amo mas que
nunca. Tenéis enemigos, y ellos me han infor-
mado contra vuestra conducta ; pero todo cuanto
han podido decirme no me hace mella. Dejad
pues esa melancolía y disponeos para recrearme
esta noche, como soléis, con algún primor agra-
dable y divertido. » Díjole otras muchas terne-
zas, y la hizo entrar en un magnífico aposento
contiguo al suyo, en dónde le encargó que le
aguardara.
« La desconsolada Chemselnihar se mostró
agradecida á tantísima dignación ; pero cuanto
mas se hacia cargo de lo infinito que debia al
califa, tanto mas adolecia de quebranto, al verse
para siempre separada del príncipe de Persia,
sin el cual ya no podia vivir.
« Aquel trance de pasión entre el califa y
Chemselnihar, » prosiguió la confidente, ((acae-
ció mientras vine á hablaros, y supe todos estos
pormenores de 'mis compañeras que estaban
presentes ; pero luego que os dejé , acudí á
ChemseUiihar y presencié lo que ocurrió de
noche. Hállela en el aposento ya citado, y corno
se presumió que llegaba de vuestra casa , me
mandó acercar, y sin que. nadie la oyera, « Os
agradezco mucho, » me dijo, « el servicio que
acabáis de hacerme; siento que será el pos-
trero. » No dijo mas, y yo no me hallaba en
estado de poderle dar algún consuelo.
« El califa entró de noche al son de los ins-
trumentos que tocaban las mujeres de Chemsel-
nihar, y sirvieron al punto la colación. Asió á su
predilecta de la mano y la hizo sentar en el sofá
junto á sí. Pero fué tal la violencia con que se
avino á complacerle , que la vimos espirar de
allí á algunos instantes. Con efecto, apenas se
sentó cuando cayó tendida. El califa creyó que
era un desmayo, y lo mismo pensamos nosotras.
Procuramos auxiliarla ; pero no volvió en sí ; y
he aquí como la perdimos.
a Honróla el califa con sus lágrimas, que no
pudo contener, y antes de retirarse á su apo-
sento, mandó romper todos los instrumentos, lo
cual se ejecutó inmediatamente. Pasé toda la
noche junto al cadáver ; le lavé y amortajé yo
misma, regándole con mis lágrimas, y á la ma-
ñana siguiente fué sepultada por orden del califa
en un magnífico mausoleo que habia mandado
construir en el lugar que ella misma habia es-
cojido. Ya que deben traer á Bagdad el cuerpo
del príncipe, estoy resuelta á hacer de modo que
le pongan en el mismo sepulcro. »
Mucho maravilló al joyero la determinación
de la confidente. « ¿ En qué pensáis ? » le dijo ;
« nunca lo consentirá el califa. — Creéis que
eso sea imposible, » repuso la confidente; « pero
no lo es, y vos mismo lo confesaréis cuando os
haya dicho que el califa ha dado libertad á to-
das las esclavas de Chemselnihar, concediendo
á cada una, una pensión suficiente para subsistir,
y me ha encargado de cuidar y guardar su se-
pulcro con rentas cuantiosas para su conserva-
ción y mi subsistencia particular. Además , el
califa, que no ignora los amores del príncipe y
de Chemselnihar, como ya os lo dije, y que no
se ha escandalizado de ellos, no se opondrá de
ningún modo á este deseo. » El joyero no con-
testó palabra y solo rogó á la confidente que le
llevara al sepulcro, para hacer oración. Grande
fué su pasmo cuando vio llegar la muchedumbre
de ambos sexos que se agolpaba de todos los
barrios de Bagdad. No pudo acercarse mucho, y
cuando hubo dicho su oración, « Ya no hallo
imposible la ejecución de lo que habéis imaji-
nado, » le dijo á la confidente al juntarse con
ella, a Vamos á publicar lo que ambos sabemos
de sus amores, y particularmente de la muerte
del príncipe de Persia, acaecida casi al mismo
tiempo. Antes que llegue su cuerpo, todo Bag-
dad acudirá á pedir que no se le separe del de
Chemselnihar. » El intento salió á medida de su
deseo, y el dia en que debia llegar el cuerpo,
un numeroso concurso salió á su encuentro á
mas de siete leguas de la ciudad.
La confidente aguardó á la puerta de la ciu-
dad, en donde se presentó á la madre del prín-
cipe ; y le suplicó, en nombre de toda la ciudad,
que ansiosamente lo deseaba, permitiera que los
dos amantes, que no habian tenido mas que un
corazón desde que habian empezado á amarse
hasta su muerte, tuviesen un mismo sepulcro.
I,a madre consintió en ello, y el cuerpo fué lle-
vado al sepulcro de Chemselnihar en medio de
un numerosísimo concurso de todas clases y co-
locado junto á ella. Desde entonces todo el ve-
cindario de Bagdad, y aun los estranjeros de
V
CUENTOS ÁRABES.
867
todos los parajes del mundo habitados por mu-
sulmanes, oo han cesado de profesar suma ve-
neración á este sepulcro y de hacer en él sus
oraciones.
Esto es, señor, dijo Cheherazada, advirtiendo
también que era de dia, lo que tenia que referir
á vuestra majestad de los amores de la hermosa
Chemselnihar, predilecta del califa Harun Alras-
chid, y del amable Ali Ebn Becar, príncipe de
Persia.
Cuando Dinarzada vio que la sultana su her-
mana había dejado de hablar, le dio las mas
espresivas gracias por el entretenimiento que le
habia porporcionado con la narración de una his-
toria tan interesante. Si el sultán me permite
vivir mañana, repuso Cheherazada, te referiré
la de Nuredin y la hermosa Persa , que te pare-
cerá mucho mas entretenida. Calló, y ef sultán,
no pudiendo determinarse á darle muerte, trató
de escucharla en la noche siguiente.
NOCHE CLXXXYII.
HISTORIA DE NUREDIN Y LA HERMOSA PERSA.
Por mucho tiempo la ciudad de Balsora fué
capital de un reino tributario de los califas. El
rey que lo gobernaba en la época del califa
Harun Alraschid se llamaba Zinebi, siendo am-
bos primos, hijos de dos hermanos. Zinebi no
habia creído conveniente confiar la administra-
ción de sus estados á un solo visir, y habia ele-
jido dos, llamados Khacan y Sauy.
El primero era afable, oficioso y liberal, y se
complacía en favorecer á todos en cuanto estaba
en su mano, sin faltar á la justicia que debía ad-
ministran así no habia uno en la corte de Bal-
sora, la ciudad y todo el reino que no le respe-
tara y pregonara los elojios que merecía.
Sauy era de muy diversa índole; siempre
estaba de humor avinagrado y se mostraba ar-
rogante con todos, sin distinción de clase ó dig-
nidad. Además, muy lejos de hacer buen uso
de las grandes riquezas que poseía, era de ava-
ricia consumada, hasta el estremo de privarse
de lo mas necesario. Nadie podía sufrirle, y
nunca se habían oído de él mas que vituperios.
Lo que le hacia mas aborrecible, era la grande
aversión que abrigada á Khacan, no cesando de
desconceptuarle cuanto podía con el rey.
Un dia que el rey de Bálsora descansaba des-
pués del consejo, discurriendo con sus dos visi-
res y otros individuos de palacio, recayó la
conversación sobre las mujeres esclavas, que se
compran y consideran al par de las mujeres
habidas en legítimo matrimonio. Unos preten-
dían que bastaba comprar una esclava hermosa y
bien formada , para consolarse de las mujeres
que uno tiene que tomar por entronques ó inte-
reses de familia, y que no siempre están dota-
das de una gran hermosura ni de las demás per-
fecciones del cuerpo.
Oíros sostenían, y Khacan era de la misma
opinión, que la hermosura y todas las prendas
corporales no eran las únicas dotes que debían
buscarse en una esclava, y que era preciso que
estuviesen acompañadas de talento, juicio, mo-
destia, agrado, y si posible fuera, de muchos
conocimientos. Fundábanse en que nada es mas
aventajado para las personas que tienen que ad-
ministrar grandes negocios, que el hallar, des-,
pues de haber pasado el dia en afanosa tarea,
solaz y entretenimiento en una conversación
provechosa y amena. « Porque en suma, » ana-
dian, <í tener una esclava solo para verla y satis-
facer una pasión que nos es común con los irra-
cionales, es no diferenciarse de estos. »
El rey fué del parecer de los segundos , y lo
dio á conocer mandando á Khacan que le com-
prase una esclava de consumada belleza , dotada
de todas las buenas prendas que acababan de
enumerarse, y sobre todo que fuera muy ins-
truida.
Sauy , envidiando el honor que el rey hacia á
Khacan , pues habia sido de opinión contraria,
m Señor , » repuso , « difícil será hallar una es-
clava tan cabal como vuestra majestad la pide.
Si llega á hallarse , lo que dificulto , la compra-
rá muy barata, si le cuesta Un solo diez mil mo-
LAS MIL Y INA NOCHES.
nedas de oro. — « Sauy , » replicó el rey , « sin
duda esa cantidad os parece muy crecida ; pue-
de serlo para vos , mas no para mí. » Y al mis-
mo tiempo el rey mandó á su tesorero mayor
que enviase las diez mil monedas de oro á casa
de Khacan.
A su vuelta , envió por los corredores que
andaban en la venta de esclavas , y les encargó
que tan pronto como hallasen una de las pren-
das sobredichas , se lo participaran. Los corre-
dores , ya para servir al visir Khacan , ya por su
interés particular , le prometieron poner todo
ahinco en descubrir alguna cual la apetecia.
Casi no se pasaba dia sin que le presentaran al-
guna, pero siempre le hallaba alguna nulidad.
Un dia muy de madrugada que Khacan iba al
palacio del rey , se le presentó un corredor muy
solícito y le notició que un mercader persa,
llegado la víspera , tenia de venta una esclava
de consumada belleza y muy superior á cuantas
podia haber visto. « Por lo que toca á su desem-
peño , » añadió , « el mercader responde que
puede habérselas con los primeros sabios y eru-
ditos del mundo. »
Khacan , alegre con esta noticia , que le daba
la esperanza de complacer al rey , le dijo que le
llevara la esclava á la hora que debia volver á
casa , y prosiguió su camino.
El corredor no hizo falta á la hora señalada,
y Khacan halló en la esclava una belleza tan su-
perior á lo que se prometía , que desde aquel
momento le dio el nombre de hermosa Persa.
Como era despejada é instruidísima, pronto co-
noció por la conversación que con ella tuvo, que
en vano buscaría otra esclava que la aventajara
en alguna de las prendas que el rey exijia , y
así le preguntó al corredor cuanto pedia por ella
el mercader persa.
« Señor , » respondió el corredor , « es un
hombre que no tiene masque una palabra y pro-
testa que no puede darla por menos de diez mil
monedas de oro , y aun me ha jurado que , sin
contar sus desvelos, afanes y el tiempo que ha-
ce que la está educando, casi ha gastado esa
cantidad , ya en maestros para los ejercicios del
cuerpo , para instruirla y labrar su entendimien-
to , ya en vestirla y mantenerla. Como la juzgó
digna de un rey , desde que la compró en su ni-
ñez echó el resto en cuanto podia contribuir á
que ocupara algún dia un puesto aventajado.
Toca toda clase de instrumentos , canta , baila y
escribe mejor que los mas hábiles pendolistas,
compone versos , y no hay libro que no haya
leído. Nunca se ha oido decir que una esclava
supiera los primores que esta posee. »
El visir Khacan , que conocía el mérito de la
hermosa Persa mucho mejor que el corredor,
pues este solo hablaba de ella por lo que le ha-
bia dicho el mercader , no quiso dejar para otra
hora aquel ajuste , y asi envió por el mercader
al sitio en que dijo el corredor que se le ha-
llaría.
Cuando el mercader persa llegó , Khacan le
dijo : « No quiero comprar la esclava para mí,
sino para el rey ; pero hay que vendérsela algo
mas barata. — Señor, » respondió el mercader,
« grande honor fuera para mí , si pudiera rega-
lársela á su majestad, pero esto escede á las fa-
cultades de un mercader como yo. No pido por
la esclava mas que el dinero desembolsado para
formarla y hacerla tal cual es , y lo que os pue-
do asegurar es que su majestad habrá hecho
una compra de que va á quedar muy satisfecho.»
El visir Khacan no quiso andar regateando;
mandó entregarla cantidad al mercader, y este,
antes de retirarse , le dijo : « Señor , ya que la
esclava está destinada para el rey , me permiti-
réis os diga que está sumamente cansada del
largo viaje que ha hecho para venir aquí. Aun-
que ahora es una hermosura sin igual , otra co-
sa será si la retenéis tan solo quince dias en
vuestra casa , y mandáis se la trate debidamen-
te. Al cabo de este tiempo , si se la presentáis
al rey , os servirá de realce el agasajo. Ya veis
como está un tantillo atezada ; pero luego que
haya ido dos ó tres veces al baño y la hayáis
vestido como corresponde , estará tan mudada,
que la veréis infinitamente mas hermosa. »
Khacan se atuvo al consejo del mercader y
determinó cumplirlo. Hospedó á la hermosa
Persa en un aposento inmediato al de su mu-
jer , á quien encargó que la hiciera comer con
ella y la cuidara como á dama que pertenecía al
rey. También le mandó hacer varios trajes de
ricas telas y de los mejores cortes , y antes de
separarse de ella , le dijo : « No puede caberos
mayor dicha de la que acabo de proporcionaros.
Juzgadlo vos misma ; os he comprado para el
rey , y espero que tendrá mayor satisfacción en
poseeros de la que yo logro en haber cumplido
el encargo que me dio. Creo oportuno avisaros
que tengo un hijo dotado de bastante despejo,
pero joven , jovial y emprendedor , y así guar-
daos bien de él , dado caso que se os acerque. »
La hermosa Persa le agradeció el consejo , y
habiéndole asegurado que lo cumpliría, se des-
pidió del visir.
Nuredin , pues así se llamaba el hijo de Kha-
can , solia entrar anchamente en el aposento de
su madre y comer con ella. Era de personal
agraciado , mozo y arrogante , y con su despe-
jo y afluencia lograba persuadir cuanto quería.
' CUENTOS ÁRABES.
Vio á la hermosa Persa , y desde su primer en-
cuentro , aunque sabia que su padre la habia
comprado para el rey y asi se lo habia declara-
do , no por eso se retrajo de galantearla. Dejóse
avasallar por la hermosura que al pronto le ha-
bia cautivado , y la conversación que tuvo con
ella le hizo tomar la determinación de valerse
de toda clase de arbitrios para quitársela al rey.
La hermosa Persa conceptuó por su parte á
Nuredin amabilísimo. « El visir me honra mu-
cho , » se decia en su interior , « con haberme
comprado para darme al rey de Balsora ; muy
venturosa fuera , aun cuando se contentara con
darme tan solo á su hijo. »
Nuredin estuvo muy dilijente en aprovechar
las proporciones que tenia de ver á una beldad
que le tenia tan enamorado , y solia conversar,
reir y chancearse con ella , y nunca se marcha-
ba hasta que su madre le precisaba. « Hijo mió,»
le repetía , « no le está bien á un joven como tú
el estar siempre en el aposento de las mujeres.
Márchate y procura hacerte acreedor á suceder
algún día á tu padre en su encumbramiento. »
Como hacia tiempo que la hermosa Persa no
habia ido al baño , á causa del largo viaje que
acababa de hacer , á los cinco ó seis días de
comprada , la mujer del visir Khacan tuvo cui-
dado de mandar calentar para ella el que tenia
el visir en su casa. Envióla con algunas de sus
esclavas , á las que encargó que la sirvieran
como si fuera ella misma , y que al salir del
baño , le pusieran un magnífico vestido que le
habia mandado hacer. Se habia esmerado tanto
mas cuanto deseaba alegar por mérito aquel es-
mero para con el visir su marido , y darle á co-
nocer cuanto se interesaba en todo lo que podia
agradarle.
Al salir del baño , la hermosa Persa , mil ve-
ces mas linda de lo que habia parecido á Khacan
cuando la comprara , se presentó á la esposa de
este visir , la que tuvo trabajo en conocerla.
La hermosa Persa le besó la mano con mucho
' gracejo y le dijo : « Señora , no sé cómo me ha-
llaréis con el vestido que os habéis tomado la
molestia de mandarme hacer. Vuestras mujeres
me adulan sin duda , cuando me aseguran que
me cae tan bien que estoy desconocida ; decid-
me la verdad , pues en el caso que así fuera , á
vos debería , señora , todo el realce que me da.
— « Hija mía , » repuso la mujer del visir,
« no debéis tener por lisonja lo que os han dicho
mis mujeres ; el vestido os está muy bien , y
traéis del baño una hermosura tan superior á la
que teniais antes , que yo misma no os conozco.
Si creyera que el baño estuviera aun á punto,
iría á tomarlo. Además estoy en una edad que
requiere se use con frecuencia. — Señora , » re-
puso la hermosa Persa , < nada sé que respon-
der á las atenciones quo me dispensáis sin ha-
berlas merecido. En cuanto al baño, está á
punto , y si queréis ir , no perdáis momento.
Vuestras esclavas pueden deciros lo mismo
que yo. »
La mujer del visir consideró que hacia dias
que no habia estado en el baño (1) y quiso apro-
vechar la coyuntura. Se lo manifestó á sus cria-
das, y estas se surtieron pronto de todo lo
necesario. La hermosa Persa se retiró á su apo-
sento, y la mujer del visir, antes de marcharse
al baño, encargó á dos esclavitas que se mantu-
viesen junto á ella, con orden de que no dejaran
entrar á Nuredin, si se presentaba.
Mientras la mujer del visir Khacan estaba en
el baño, y la hermosa Persa permanecía sola,
llegó Nuredin, y como no halló á su madre en
su aposento, fué al de la hermosa Persa y se en-
contró con las dos esclavas en la antesala. Pre-
guntóles en donde estaba su madre, á lo que
respondieron que habia ido al baño, a ¿Y ha ido
también la hermosa Persa ? » replicó Nuredin.
— « Ya ha vuelto, » repusieron las esclavas, « y
se halla en su aposento; tenemos orden de vues-
tra madre para no dejaros entrar, o
El aposento de la hermosa Persa estaba cer-
rado con una mampara. Nuredin se adelantó
para entrar, y las dos esclavas se pusieron de-
lante para estorbárselo. Cojiólas á ambas del
brazo, y echándolas fuera de la antesala, cerró
la puerta tras ellas. Corrieron al baño dando
agudos gritos, y noticiaron con llanto á su seño-
ra que Nuredin habia entrado á pesar suyo en
el aposento de la hermosa Persa y que las habia
echado de allí.
La noticia de tan sumo desacato causó á la
buena señora amarguísima pesadumbre. Dejó el
(1) Los baños del Oriente son muy diversos de los nues-
tros, y se hallarán sobre este punto 'pormenores tan es-
merados como curiosos en el primer tomo de las Cartas
de Savary sobre el Ejipto y en los Viajes de Chardino,
t. V, p. 19>, edic. de Langles.
« Las mujeres son muy aficionadas á estos baños, » dice
Savary. « Van á ellos á lo menos una vez la semana, y lle-
van consigo esclavas acostumbradas á servirlas. Mas sen-
suales que los hombre*), después de haber pasado por los
preparativos comunes, se lavan el cuerpo y sobre todo la
cabeza con agua de rosa. Allí las peinadoras les entrenzan
sus largas cabelleras negras, que empapan con esencias
preciosas, en vez de polvos y mantequillas. Allí se tiúen el
estremo de los párpados y se alargan las cejas con cokel,
y también se pintan las unas de pies y manos con henné,
que les da un color rosado. La ropa y los vestidos se pasan
pjr el suave vapor de la madera de aloe. Cuando han com-
pletado su atavio, se quedan en el aposento estertor y
pasan el dia en banquetas. Las cantarínas vienen á ejecu-
tar delante de ellas bailes voluptuosos ó á cantar cancio-
nes y también & referirles aventuras amorosas. » (Cartas de
Savary, tomo 1.)
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baño y se vistió arrcbaladaiiicuíe ; pero anles
que hubiese acabado y acudido al aposento de la
hermosa Persa, ya Nuredin habia salido y se ha-
bía puesto en salvo.
La hermosa Persa se quedó absorta al ver en-
trar á la mujer del visir llorosa y como fuera de
sí. « Señora, d le dijo, « ¿me atreveré á pregun-
taros de dónde os proviene ese fatal desconsue-
lo? ¿Qué desgracia os ha sucedido en el baño
para precisaros á salir tan pronto de él?
— « ¿Cómo, » esclamó la mujer del visir,
o podéis hacerme esa pregunta tan sosegada-
mente, después que mi hijo Nuredin ha entrado
en vuestro aposento y se ha estado A solas con
vos? ¿ Podia sucedemos mayor desgracia tanto
á él como á mí ?
CUENTOS ÁRABES.
271
— «Por favor, señora, » repuso la hermosa
Persa, « ¿ qué desventura cabe sucederos á vos
y á Nuredín por lo que ha hecho ? — ¿ Cómo? »
replicó la mujer del visir, « ¿ no os dijo mi
marido que os ha comprado para el rey, y no os
avisó quo os guardaseis de él ?
— « No lo he olvidado, señora, » repuso otra
vez la hermosa Persa; « pero Nuredin vino á
decirme que el visir su padre habia variado de
ánimo, y que en vez de destinarme para el rey,
como antes ideaba , le habia hecho don de mi
persona. Creíle señora, y como esclava acostum-
brada á obedecer desde mi tierna niñez, no pu-
de ni debí oponerme á su albedrío. Y aun añadi-
ré que lo hice con tanta menor repugnancia, en
cuanto le habia cobrado cariño por la llaneza
con que nos veíamos. Pierdo sin pesar la espe-
ranza de pertenecer al rey, y me tendré por muy
dichosa en pasar toda mi vida con Nuredin. »
Á estas palabras de la hermosa Persa, « ¡Oja-
. lá fuera verdad lo que decis, » dijo la mujer del
visir, « grande fuera mi alegría. Pero Greedme,
Nuredin es un impostor ; os ha engañado, y no
es posible que su padre le haya hecho ese pre-
sente como os ha dicho, i Cuan desventurado es,
y cuánto lo soy yo ! ¡ Qué fatales consecuencias
debe temer su padre y nosotros por él ! Mis lá-
grimas, mis súplicas no podrán enternecerle ni
alcanzar su perdón. Su padre va á sacrificarle á
su justo enojo luego que sepa la violencia que
os hizo. » Al acabar estas palabras, se puso á
llorar amargamente, y sus esclavas remedaron
su ejemplo, pues no temían menos que ella por
!a vida de Nuredin.
El visir Khacan llegó poco después, y se que-
dó todo atónito viendo á su esposa y esclavas
deshechas en llanto, y á la hermosa Persa muy
melancólica. Preguntóles la causa de su descon-
suelo, y todas reforzaron sus alaridos y su llan-
to en vez de responderle. Sorprendióle mucho
su silencio, y dirijiéndose á su mujer, le dijo :
« Quiero absolutamente que me declaréis qué
motivo tenéis para llorar, y que me digáis la
verdad. »
La desconsolada señora no pudo menos de
satisfacer á su marido. « Prometedme pues,
señor, » repuso, « que no os enojaréis contra
mí de lo que voy á deciros, pues os aseguro que
ninguna culpa lengo. » Y sin aguardar su res-
puesta, prosiguió diciendo : « Mientras estaba
yo en el baño con mis esclavas, ha venido vues-
tro hijo y se ha valido de esta ocasión para im-
buir á la hermosa Persa en que ya no queríais
darla al rey y que se la habiais regalado. No os
diré lo que hizo después de tan insigne false-
dad, pues ya os lo podéis imajinar. Este es el
motivo de mi desconsuelo por amor vuestro y
suyo, sin que me quede la confianza de implorar
vuestra clemencia. »
Imposible fuera espresar la pesadumbre del
visir Khacan, cuando supo el desacato de su hijo
Nuredin. « ; Ah ! » esclamó mesándose la barba
y retorciéndose las manos, « j de este modo ,
hijo infame é indigno de ver la luz del dia, ar-
rojas á tu padre por un despeñadero desde la
cumbre de su dicha, y le pierdes , causando tu
propia ruina l El rey no se contentará con tu
sangre y la mia para vengarse de tamaño ul-
traje. »
Su mujer trató de consolarle. « No os afli-
jáis, » le dijo, « fácilmente juntaré diez mil mo-
nedas de oro con una parte de mis joyas, y
compraréis otra esclava que sea mas hermosa y
digna del rey.
— « ¿ Y creéis, » repuso el visir, « que yo
me apuro tantísimo por el malogro de diez mil
monedas de oro? Aquí no se trata de esa pér-
dida, ni aun de la de todos mis bienes, que tam-
poco me inmutaría, se trata de la de mi honor,
que me es mas precioso que todos los bienes del
mundo. — Paréceme sin embargo, señor, » re-
puso la dama, « que no es de tan suma entidad
lo que puede reponerse con dinero.
— « ¿ Qué es lo que decis? » replicó el visir,
ct ¿ ignoráis que Sauy es mi enemigo mortal ?
¿ Creéis que cuando sepa este hecho, no irá á
triunfar de mí ante el mismo rey ? « Vuestra ma-
jestad, » le dirá Sauy, « no habla sino del afec-
to y esmero de Khacan por su servicio ; no obs-
tante, acaba de manifestar cuan indigno es de
tanta consideración. Recibió diez mil monedas
de oro para comprarle una esclava. Cumplió con
esta comisión, y nunca se vio mujer tan her-
mosa ; pero en vez de presentársela á vuestra
majestad, juzgó del caso el regalársela á su hijo.
« Hijo mió, » le dijo, « tomad esa esclava, para
vos es, pues la merecéis mejor que el rey. Su
hijo, » añadirá con su malicia acostumbrada,
« la ha tomado y se devierte diariamente con
ella. El hecho es tal cual tengo el honor de ase-
gurárselo á vuestra majestad, y ella misma pue-
de cerciorarse de todo. — ¿No veis , añadió el
visir, « que entonces los encargados del rey
vendrán á forzar mi casa y á robar la esclava,
siguiéndose otras muchas tropelías inevitables ?
— « Señor, » repuso la dama al visir su ma-
rido, confieso que es mucha la maldad de Sauy
y que es capaz de presentar el hecho tan alevo-
samente como decis, si tuviera el mas mínimo
conocimiento de él ; ¿ pero puede él ni nadie sa-
ber lo que se encubre en el interior de vuestra
casa? Aun cuando se maliciase y el rey os ha-
272
LAS MIL Y UNA NOCHES.
blase de esto, ¿ no podéis decirle que habiendo
rejistrado detenidamente á la esclava, no la ha-
béis hallado tan digna de su majestad como os
pareció al pronto ; que el mercader os engañó, y
que si bien es cierto que tiene una hermosura sin
igual, dista mucho de atesorar el alcance y la
habilidad que os habían celebrado ? El rey os
creerá sobre vuestra palabra, y Sauy padecerá
el bochorno de haber logrado tan poco su per-
nicioso intento como otras muchas veces en que
ha tratado de perjudicaros infructuosamente.
Sosegaos pues, y si queréis creerme, enviad en
busca de los corredores y decidles que no estáis
gustoso con la hermosa Persa, y encargadles que
os busquen otra esclava. »
Como este consejo le pareció muy acertado
al visir Khacan , se aquietó un tanto , y tomó
el partido de seguirlo : pero en nada amainó su
enojo contra su hijo Nuredin.
Este no se presentó en todo el dia, ni aun se
atrevió á buscar un asilo en casa de alguno de
los jóvenes con quienes estaba relacionado , por
temor de que su padre le fuera á buscar allí.
Marchóse de la ciudad y se refujió en un jardín,
á donde nunca había ido y en el que no le cono-
cían. No volvió hasta muy tarde, cuando sabia
que su padre se habia retirado ; é hizo que las
esclavas de su madre le abrieran la puerla y le
admitieran sin ningún ruido. Salió al dia siguien-
te antes que su padre estuviera levantado , y
tuvo que manejarse con la propia cautela por
espacio de un mes, con sumo quebranto suyo.
Con efecto, las esclavas no le lisonjeaban, pues
le declaraban llanamente que el visir su padre
insistía en el mismo enojo , protestando que le
mataría, si asomaba por su presencia.
La mujer de aquel ministro sabia por sus es-
clavas que Nuredin volvía diariamente ; pero no
se atrevía á encargarse de rogar á su marido que
le perdonara. Al fin se resolv ió y le dijo un dia :
« Señor, » hasta ahora no me he atrevido á ha-
blaros de vuestro hijo. Suplicóos que me permi-
táis preguntaros lo que pensáis hacer con él.
No cabe en un hijo el ser mas criminal para con
su padre de lo que viene á serlo Nuredin. Os ha
defraudado de un grande honor y de la satisfac-
ción de presentar al rey una esclava tan cabal
como la hermosa Persa ; pero al cabo, ¿ qué in-
tención tenéis ? ¿ Queréis perderle enteramente ?
En vez de un mal en el que ya no debéis pensar,
os acarrearéis otro mayor, en que no os paráis.
¿ No teméis que el mundo , que es malicioso ,
busque porqué vuestro hijo huye de vos, y adi-
vine la verdadera causa que queréis tener oculta?
Si tal sucediera , habríais incurrido cabalmente
en la desventura que estabais ansiando evitar.
— «Señora, » repuso el visir, « loque decises
muy acertado ; pero no puedo determinarme á
perdonar á Nuredin hasta que le haya escarmen-
tado cual merece. — Harto escarmiento le ca-
brá, » repuso la dama, «cuando hayáis hecho
lo que se me ocurre. Vuestro hijo viene aquí
todas las noches , cuando estáis retirado ; pasa
aquí mismo la noche, y sale antes que os levan-
téis. Aguardadle hoy cuando venga, y haced
come si quisierais matarle. Acudiré á su de-
fensa, y manifestando que le concedéis la vida á
mi ruego, le obligaréis á que tome la hermosa
Persa bajo cualquiera condición que os cumpla.
La está queriendo, y sé que la hermosa Persa .
tampoco le aborrece. »
Khacan se avino á este dictamen : así, antes
que abrieran á Nuredin á la hora acostumbrada,
se ocultó detrás de la puerta, y luego que la
abrieron, se arrojó sobre él y le tendió en el
suelo. Nuredin volvió el rostro y conoció á su
padre, que tenia un puñal en la mano en ademan
de quitarle la vida. *
La madre de Nuredin llegó en aquel punto, y
deteniendo el brazo del visir, « ¿Qué vais á ha-
cer, señor? » esclamó. — « Dejadme, » replicó
el visir, « que mate á este hijo indigno. — ¡ Ah
señor! » repuso la madre, « antes matadme á
mí; no permitiré nunca que mancilléis vuestras
manos con vuestra propia sangre. » Aprovechó
Nuredin aquella tregua. « Padre mió, » esclamó
anegado en llanto, « imploro vuestra clemencia
y misericordia ; concededme el perdón que os
pido en nombre de aquel de quien lo esperáis
en el dia en que debemos comparecer todos á su
presencia.
Khacan dejó que le desasieran el puñal de la
mano, y luego que hubo soltado á Nuredin, este
se echó á sus pies y se los besó, para manifes-
tarle cuanto se arrepentía de haberle ofendido.
« Nuredin, » le dijo, « da gracias á tu madre,
te perdono por consideración con ella , y aun
consiento en darte la hermosa Persa ; pero á
condición de que prometas con juramento no
mirarla como esclava, sino como á mujer tuya,
esto es, que no la venderás ni repudiarás jamás.
Como es despejada y juiciosa, al revés de ti,
estoy persuadido de que enfrenarás esos arre-
batos de la mocedad que pueden perderlo. »
Jamás se atreviera Nuredin á esperar que su
padre le tratara con tanta induljencia, y así le
dio gracias muy entrañables y le hizo gustosí-
simo el juramento que apetecía. La hermosa
Persa y él quedaron contentísimos uno con otro,
y el visir sumamente satisfecho de su fino en-
lace.
El visir Khacan no daba lugar á que el rey le
CUENTOS ÁRABES.
273
hablara de la comisión que íe habia dado, esme-
rándose en suscitar el punto, espresándole las
dificultades que hallaba en cumplirla á satisfac-
ción de su majestad; en una palabra, supo ma-
nejarse con tal discreción, que por fin el sultán
trascordó el asunto. Sauy llegó á entender algo
de lo que habia ocurrido; pero como Khacan se
habia granjeado de tal manera la privanza del
rey, no se atrevió á mover aquella especie.
Hacia un año que habia sucedido esta ocur-
rencia tan delicada, sin resultado siniestro, cual
se estuvo recelando aquel ministro, cuando fué
un dia al baño y tuvo que dejarlo repentina-
mente por un negocio urjentísimo, estando aca-
lorado; sobrecojióle el ambiente demasiado frió,
y le ocasionó una fluxión de pecho que le obligó
á guardar cama. Atacóle luego una calentura, se
agravó la dolencia, y advirtiendo que no estaba
lejos de su hora postrera, habló así á Nuredin,
que nunca se apartaba de su cabecera : « Hijo
mió, ignoro si habré hecho el buen uso que de-
bía de las riquezas con que Dios tuvo á bien fa-
vorecerme ; ya veo que de nada me sirven para
librarme de la muerte. Lo único que te pido al
espirar, es que te acuerdes de la promesa que
me hiciste respecto á la hermosa Persa. Muero
contento con la confianza de que nunca la olvi-
darás. »
Estas fueron las últimas palabras que pronun-
ció el visir Khacan. Espiró poco después, con
sumo duelo de los suyos y de toda la corte y la
ciudad. Le echó menos el rey, como ministro
sabio, celoso y fiel, y toda la ciudad le lloró
como á su padre y bienhechor. Nunca se habian
visto en Balsora exequias mas honoríficas. Los
visires, emires, y jeneralmente todos los grandes
de la corte se afanaron por llevar en hombros
su atahud, unos tras otros, hasta el lugar de su
sepultura, á la que le acompañaron llorando to-
dos los ricos y pobres de la ciudad.
Nuredin dio terminantes muestras de la gran-
de aflicción qne debia causarle la pérdida que
acababa de padecer, y vivi6 por algún tiempo
sin ver á nadie. Por fin un dia permitió que de-
jaran entrar á un amigo intimo. Este procuró
consolarle, y como le vio propenso á oirle, le
dijo que después de haber tributado á la memo-
ria de su padre el duelo debido y satisfecho ple-
namente á cuanto requería el decoro, era ya
tiempo de que se presentase en el mundo, viera
á sus amigos y sostuviera el lugar que le habian
granjeado su mérito y nacimiento. « Faltaría-
mos, » añadió, « á las leyes naturales, y aun á
las civiles, si al morir nuestros padres, no les
tributáramos los deberes que exije de nosotros
el cariño, y se nos tendría por insensibles, Pero
T. I.
luego que hemos cumplido con ellos, sin que
puedan reconvenirnos en manera alguna, esta-
mos obligados á volver á la misma vida que an-
tes, y hacer como los demás. Enjugad pues
vuestro llanto y recobrad ese aspecto jovial que
siempre derramó regocijo por donde quiera que
os habéis hallado. »
El consejo de aquel amigo era muy acertado,
y Nuredin evitara todas las desventuras que le
sucedieron, si lo hubiese ido siguiendo con to-
da la puntualidad que se requería. Dejóse per-
suadir sin violencia, agasajó á su amigo y cuan-
do quiso retirarse, le suplicó que volviera al dia
siguiente y trajera consigo tres ó cuatro de sus
íntimos. Insensiblemente fué componiendo una
tertulia de diez jóvenes de su edad, y pasaba
con ellos el tiempo en banquetes y continuos
regocijos, no habiendo dia que no los despidie-
ra á cada cual con un regalo.
Á veces, para complacer mas á sus amigos,
Nuredin mandaba llamar á la hermosa Persa,
que tenia la condescendencia de obedecerle, pe-
ro que no aprobaba aquella escesiva profusión.
Decíale sin rebozo su modo de pensar en estos
términos : « No dudo que el visir, vuestro pa-
dre, os habrá dejado grandes riquezas ; pero
por muchas que sean, no llevéis á mal que una
esclava os represente que pronto vais á apurar-
las, si continuáis con esa vida. Cabe muy bien
el regalar tal cual vez á sus amigos y divertirse
con ellos ; pero si se toma por costumbre, se va
caminando á paso redoblado á la desdicha. Mu-
cho mejor haríais, para vuestro honor y reputa-
ción, en seguir las huellas de vuestro difunto
padre y poneros en situación de alcanzar los al-
tos cargos en que tanta nombradía logró gran-
jearse. »
Nuredin escuchaba á la linda Persa sonrién-
dose, y cuando habia concluido , « Hermosa
mia,» le contestaba placenteramente, «dejémo-
nos de eso y no pensemos mas que en divertir-
nos. Mi difunto padre me ha tenido siempre en
una gran sujeción ; quiero gozar de la libertad
tras la que tanto suspiré antes de su fallecimien-
to. Bastante tiempo me queda para sujetarme á
la vida arreglada de que habláis ; un joven de
mi edad debe gozar de los recreos de la juven-
tud. »
Lo que también contribuyó á menoscabar los
haberes de Nuredin, fué que nunca quería ajus-
tar cuentas con su mayordomo. Despedíale
cuando se presentaba con el libro. «Vete, ve-
te, » le decia, « ya me fio de ti ; ten cuidado de
que puedas proporcionarme siempre buena vida.
— « Como queráis, señor, » replicaba el mayor-
domo ; a sin embargo me permitiréis que os re-
18
274
LAS MIL Y UNA NOCHES.
cuerde el proverbio que dice, que el que mucho
gasta y nunca ajusta cuentas, se halla al fin re-
ducido á la mayor desdicha sin haberlo echado
de ver. No contento con hacer un gasto exhor-
bitante en vuestra mesa, dais á manos llenas.
Vuestros tesoros no pueden bastar para tanto,
aunque fueran tan grandes como cerros. — Ve-
te,» le repetia Nuredin, « no necesito tns leccio-
nes ; sigue dándome de comer, y no te metas en
lo demás. »
Entretanto los amigos de Nuredin acudían
puntualísimos á su mesa y no malograban coyun-
tura para abusar de su desprendimiento. Adulá-
banle y ensalzaban sus acciones mas indiferen-
tes ; sobre todo no dejaban de encomiar todo
cuanto le pertenecía , y este modo de proceder
le redundaba en sumo gravamen. « Señor, d le
decia uno, « el otro dia pasé por la posesión que
tenéis en tal sitio ; la casa es magnífica y está
ricamente amueblada ; el jardín es un paraíso
de delicias. — Me alegro mucho que os guste
tanto , » respondía Nuredin ; « que me traigan
pluma, papel y tinta, y no se hable mas de ella;
es vuestra , yo os la regalo. » Otros apenas le
habían alabado alguna de las casas, baños y hos-
terías que le pertenecían y daban crecida renta,
cuando les hacia donación de ellas. La hermosa
Persa le representaba el mal que hacia ; pero en
vez de escucharla, seguía derrochando cuanto
le quedaba á todo trance.
Finalmente , Nuredin no hizo en todo el año
mas que regalarse y divertirse, malgastando los
grandes bienes que sus predecesores y el buen
visir su padre habían adquirido ó conservado
con muchos afanes y desvelos. Acababa de me-
diar un año cuando llamaron un dia á la puerta
de la sala en que estaba la mesa. Había despe-
dido á los esclavos y se había encerrado con sus
amigos para gozar mayor ensanche.
Uno de estos quiso levantarse ; pero Nuredin
le ganó por mano y fué á abrir él mismo. Era el
mayordomo el que llamaba, y Nuredin, querien-
do saber lo que traia, se adelantó un poco fuera
de la sala y entornó la puerta.
El amigo, que había querido levantarse y que
habia visto al mayordomo , curioso de saber lo
que traia con Nuredin , se metió detrás de la
puerta y oyó que aquel decia : a Señor, os pido
mil perdones de veniros á interrumpir en medio
de vuestros recreos. Lo que tengo que comuni-
caros me parece de tan suma entidad , que he
creído indispensable tomarme esta libertad.
Acabo de ajustar las cuentas y hallo que ha su-
cedido lo que tiempo atrás habia previsto y mil
veces os avisé , esto es , que ya no tengo un
cuarto de todas las cantidades que me habéis
dado para vuestros gastos. Los demás fondos
que me habíais asignado también están exhaus-
tos, y vuestros colonos y todos los que os paga-
ban rentas me han manifestado tan claramente
que habéis traspasado á otros lo que os tenían
arrendado, que ya nada puedo exijirles en nom-
bre vuestro. Aquí tenéis mis cuentas, rejistrad •
las, y si queréis que continúe sirviéndoos, se-
ñaladme otros fondos ó permitidme que me
retire. » Nuredin quedó tan atónito con estas
palabras , que no pudo contestarle una palabra.
El amigo, que estaba escuchando y que lo
habia oido todo , volvió á la sala y comunicó á
los demás lo que acababa de saber, a Á voso-
tros toca , » les dijo , « el aprovecharos de este
aviso ; en cuanto á mí, os manifiesto como hoy
es el último dia que vengo á casa de Nuredin.
— Siendo así , » repusieron los demás , a tam-
poco tenemos nada que hacer aquí ni para qué
volver, »
Llegó entonces Nuredin , y por muy buen
semblante que pusiese para animar á los convi-
dados, con todo no pudo disimular en término?
que no conociesen como era cierto lo que aca-
baban de saber. Apenas se habia vuelto a sentar,
cuando uno de los amigos se levantó y le dijo :
a Señor, siento no poder estar por mas tiempo
en vuestra compañía : os ruego no llevéis á mal
que me vaya. — ¿ Porqué os vais tan pronto? »
repuso Nuredin. — « Señor, mi esposa está de
parto, y no ignoráis que la presencia de un ma-
rido es muy necesaria en semejante caso. » Hizo
una profunda cortesía y se marchó. De allí á un
rato , otro se retiró con cierto pretesto ; los de-
más hicieron lo mismo, hasta que no quedó uno
solo de los diez amigos que estaban formando la
reunión de Nuredin.
Este nada sospechó de la determinación que
habían tomado sus amigos de no volverle á ver.
Fué al aposento de la hermosa Persa y se puso
á conversar con ella de lo que le habia dicho
su mayordomo, dando estremadas muestras
de un verdadero arrepentimiento por el descon-
cierto en que se hallaban sus negocios,
a Señor, » le dijo la hermosa Persa, «permi-
tidme os diga que no habéis querido atender
sino á vuestro dictamen ; ahora veis lo que os
ha sucedido. No me equivocaba, cuando os pro-
nosticaba el siniestro paradero que debíais espe-
rar. Lo que me desconsuela es que aun no veis
todo el estremo de tan amarga desventura.
Cuando yo quería daros mi parecer, « Regocijé-
monos, » me decíais, a y aprovechemos las ho-
ras felices que la suerte nos franquea mientras
nos es propicia ; quizá no estará siempre de tan
buen talante. *> Pero yo os respondía , y tenía
CUENTOS ÁRABES.
275
razón, que nosotros labramos nuestra buena
suerte con una conducta atinada. No habéis que-
rido escucharme, y me he visto precisada á de-
jaros obrar á pesar mió.
— « Confieso , » repuso Nuredin , a que hice
mal en no seguir los provechosos consejos que
me habéis dado con asombrosa cordura ; pero
si he malgastado mis bienes , ha sido con mis
mejores amigos; los conozco, son honrados y
reconocidos, y estoy seguro de que no vendrán
á desampararme. — Señor, » replicó la hermosa
Persa, « si no tenéis otro recurso que el recono-
cimiento de vuestros amigos, creedme, vuestra
esperanza está mal fundada, y con el tiempo me
lo diréis.
— « Hermosa Persa , » respondió Nuredin,
« tengo mejor opinión que vos del auxilio que
me franquearán. Desde mañana quiero irlos á
visitar antes que se tomen la molestia de venir
como solian, y me veréis volver con la gran
cantidad de dinero que todos ellos me habrán
aprontado. Mudaré de vida, como estoy resuelto,
y beneüciaré este dinero por medio de algún
negocio, »
No hizo falta Nuredin en ir al dia siguiente á
casa de sus diez amigos que .vivían en una mis-
ma calle ; llamó á la primera puerta que se pre-
sentó á su vista y en donde vivia uno de los mas
ricos. Acudió una esclava, y antes que abriera,
preguntó quién llamaba. « Decid á vuestro
amo, )> respondió Nuredin, « que es el hijo del
difunto visir Khacan. » Abrió la esclava, le in-
trodujo en una sala, entró en el aposento en que
se hallaba su amo, á quien participó que Nure-
din venia á verle. <i j Nuredin ! » repuso el amo
en tono de -iesprecio y en alta voz de modo que
este lo oyó; « vete, dile que no estoy en casa, y
lo mismo le dirás cuantas veces venga. » Volvió
la esclava y dio por respuesta á Nuredin que
había creído que su amo estaba en casa; pero
que se habia equivocado.*
Nuredin salió abochornado. « ¡ Ah pérfido y
mal hombre! » esclamó; « ayer me protestabas
que no tenia mejor amigo que tú, y hoy me tra-
tas de un modo tan indigno. » Fué á llamar á la
puerta de otro amigo, y este mandó decirle lo
mismo que el primero. Igual respuesta recibió
del tercero y de todos los demás hasta el déci-
mo, aunque todos estaban en casa.
Entonces fué cuando Nuredin volvió en ri y
reconoció el yerro tan irreparable que habia
cometido en dar aquel fácil crédito á las demos-
traciones de tan falsos amigos y á sus protestas
de amistad todo el tiempo que te habian visto en
estado de hacerles suntuoso* regalo» y colmar-
los de beneficios. « Es cierto, » se decía lloroso,
u que un hombre feliz cual yo lo era se parece
á un árbol cargado de fruta : mientras tiene al-
guna, le rodean y se la cojen, y cuando ya no
tiene ninguna, se alejan de él y lo dejan solo. »
Violentóse fuera de casa ; pero luego que volvió
á ella, sé sumió en su amargo desconsuelo, y
acudió á esplayarle la hermosa Persa.
Luego que esta vio llegar á Nuredin tan afli-
jido, se presumió que no habia hallado entre sus
amigos, el auxilio que esperaba, « ¿ Qué tal, se-
ñor?» le dijo, «estáis ahora convencido de la
verdad de cuanto yo os habia pronosticado ? —
Ah mi buena amiga, » esclamó , « demasiado
cierto ha sido vuestro vaticinio. Ninguno quiso
conocerme, verme ni hablarme ; nunca hubiera
creído que me trataran tan cruelmente unas per-
sonas que me deben tantísimas obligaciones y
por las cuales me he desangrado. Ya no soy
dueño de mí, y estoy temiendo cometer alguna
acción indigna de mí en la situación lamentable
en que me hallo, y en medio de la desesperación
que me acosa, si no me ayudáis con vuestros
atinados consejos. — Señor, » repuso la her-
mosa Persa, « el único remedio que os queda
en vuestra desventura es que vendáis vuestros
esclavos y muebles y viváis con su producto,
hasta que el cielo os muestre alguna otra senda
para salir de tal desamparo. »
Sumamente cuesta arriba le pareció á Nure-
din este remedio ; ¿ pero qué hubiera podido
hacer en la necesidad en que se hallaba para
mantenerse? Vendió primeramente sus esclavos,
que entonces eran otras tantas bocas inútiles
que le hubieran causado un gasto muy superior
al que podia sobrellevar. Vivió por algún tiempo
con el dinero que sacó, y cuando llegó á que-
dar exhausto, mandó llevar sus muebles á la
plaza pública, en donde se vendieron por mucho
menos de su justo valor, aunque hubiese algu-
nos muy preciosos y que habian costado cuan-
tiosas sumas. Con esto subsistió durante bas-
tante tiempo ; pero al fin se halló sin dinero y
sin tener que vender para ajenciark), y mani-
festó á la hermosa Persa su estremado que-
branto.
No se esperaba Nuredin la respuesta que le
dio aquella juiciosa joven. « Señor, » le dijo,
« soy vuestra esclava, y ya sabéis que el difunto
visir vuestro padre me compró por diez mil mo-
nedas de oro. Conozco que desde entonces he
menguado en valor; pero coa todo estoy per-
suadida de que aun me podéis vender por una
cantidad muy aproximada, Creedme; no dudéis
en llevarme at mercado y venderme; con el
dinero que recibiréis, podréis ir á comerciar en
otro pueblo donde no seáis conocido, y así ha-
276
LAS MIL Y UNA NOCHES.
liaréis medios de vivir, si no en suma opulen-
cia, al menos de un modo que os tenga placen-
tero y venturoso.
— « Ah hermosa Persa, » esclamó Nuredin,
« ¿ es posible que hayáis llegado á idear seme-
jante pensamiento? ¿Os he dado tan pocas
pruebas de cariño para que me creáis capaz de
semejante vileza? ¿Y aun cuando la tuviera, po-
dría hacerlo sin ser perjuro, tras el juramento
que hice á mi difunto padre de no venderos
nunca? Antes morir que faltar á él y separarme
de vos, á quien amo, no digo tanto como á mí
mismo, sino mucho mas. Al hacerme una pro-
puesta tan descaminada, me dais á conocer que
falta mucho para que me améis tanto como yo
os amo.
— « Señor, » repuso la hermosa Persa, « es-
toy convencida de que me amáis cuanto decís,
y sabe Dios si la pasión que os- tengo es inferior
á la vuestra y con cuanta repugnancia os hago
la propuesta que tanto os indispone contra mí.
Basta acordaros que la necesidad carece de ley
para desvanecer las razones que me dais. Os
amo á tal punto, que no cabe me améis mas, y
puedo aseguraros que nunca dejaré de profesa-
ros la misma pasión, cualquiera que sea el amo
Á que pertenezca ; y no tendré mayor placer en
el mundo que reunirme con vos luego que vues-
tros negocios os permitan rescatarme, como lo
espero. He aquí, lo confieso, una necesidad muy
cruel para entrambos ; pero al cabo, no veo otro
medio para salir del conflicto. »
Nuredin, que conocía muy bien la verdad de
lo que la hermosa Persa acabada de represen-
tarle, y que no tenia otro recurso para evitar
una pobreza ignominiosa, se vio precisado á to-
mar el partido que ella le habia propuesto. Así
la llevó al mercado donde vendían á las muje-
res esclavas, con un pesar indecible. Acudió á
un corredor llamado Haji Hasan. « Haji Hasan, »
le dijo, « he aquí una esclava que voy á vender;
ve cuanto querrán dar por ella. »
Haji Hasan hizo entrar á Nuredin y á la her-
mosa Persa en un aposento, y luego que esta se
levantó el velo que le cubría el rostro, « Señor, »
dijo Haji Hasan á Nuredin, « ¿no es esta la es-
clava que el difunto visir vuestro padre compró
por diez mil monedas de oro? » Aseguróle Nu-
CUENTOS ÁRABES.
277
redin que era la misma, y Haji Hasan, hacién-
dole esperar que sacaría una crecida suma, le
prometió que echaría el resto para que la com
prasen al precio mas elevado que fuese dable.
Haji Hasan y Nuredin salieron del aposento,
y el primero dejó encerrada á la hermosa Persa.
Luego se fué en busca de mercaderes ; pero es-
taban ocupados en comprar esclavas griegas,
francesas, africanas, tártaras y de otras nacio-
nes, de modo que hubo de aguardar á que hu-
biesen hecho sus compras. Luego que las hubie-
ron terminado y casi todos estuvieron reunidos,
< Señores mios, » les dijo con una jovialidad
que se manifestaba en su rostro y sus adema-
nes, a no todo lo redondo es avellana, ni todo lo
largo higo, ni todo lo encarnado carne, ni todos
los huevos están frescos. Quiero decir con esto
que habéis visto y comprado muchas esclavas
en vuestra vida ; pero que nunca habéis visto
una sola que pueda compararse con la que os
anuncio : esta es la perla de las esclavas. Venid,
seguidme, que yo os la dejaré ver. Quiero que
vosotros mismos me digáis á qué precio debo
pregonarla. » Los mercaderes acompañaron á
Haji Hasan, y este les abrió la puerta del apo-
sento donde se hallaba le hermosa Persa. Vié-
ronla con asombro, y todos á una convinieron
en que no se la podía pregonar por menos de
cuatro mil monedas de oro. Salieron del apo-
sento, y Haji Hasan, que fué con ellos, habiendo
cerrado la puerta, se puso á vocear sin alejarse:
« Por cuatro mil monedas de oro la esclava
persa. »
Ningún mercader había pujado todavía y se
estaban apalabrando sobre lo que trataban de
hacer, cuando llegó el visir Sauy, y viendo á
Nuredin en el mercado, « Sin duda, » dijo para
consigo, « Nuredin viene á vender algunos mue-
bles (porque sabia que había hecho algunas
ventas), ó quiere comprar una esclava. » Ade-
lantóse, y Haji Hasan gritó otra vez : « Por cua-
tro mil monedas de oro la esclava persa. »
Esta tasación hizo juzgar á Sauy que la es-
clava debía de ser de una hermosura peregrina,
y al punto tuvo gran deseo de verla. Dirijió su
caballo en derechura á Haji Hasan , que estaba
rodeado de mercaderes. « Abre la puerta, » le
dijo, « y déjame ver la esclava. » No era cos-
tumbre que un particular viera una esclava
cuando los mercaderes la habian visto y la es-
taban ajustando ; pero estos no se atrevieron á
escudarse con su derecho contra la autoridad de
un visir, y Haji Hasan no pudo escusarse de
abrir la puerta y hacer seña á la hermosa Persa
para que se acercara, de modo que Sauy pu-
diera verla sin apearse.
El visir se quedó pasmado al ver una esclava
de tan suma belleza, y como había tratado varias
veces con el corredor, no le era desconocido
su nombre y así le dijo : <c Haji Hasan, ¿no la
estás pregonando por cuatro mil monedas de
oro? — Sí señor, » respondió aquel; « estos
mercaderes han convenido poco ha en que debía
pedirse ese precio. Aguardo á que ofrezcan mas.
— Ya daré yo ese dinero, » repuso Sauy, « si
nadie ofrece mas por ella. » Y al mismo tiempo
dio á los mercaderes una mirada que manifes-
taba su deseo de que no pujasen. Era tan temido
de todos, que se guardaron muy bien de abrir
los labios, ni aun para quejarse del derecho que
les usurpaba.
Cuando el visir Sauy hubo esperado algunos
momentos y vio que ningún mercader pujaba,
« ¿ Vamos, ¿ qué aguardas? » le dijo á Haji Ha-
san ; « vete en busca del vendedor y ajusta con
él á cuatro mil monedas de oro, ó infórmate de
lo que quiere hacer. » Aun no sabia que la es-
clava fuera de Nuredin.
Haji Hasan, que había cerrado ya la puerta
del aposento, fué á verse con Nuredin. « Señor,»
le dijo, « siento anunciaros una mala noticia :
vuestra esclava va á ser vendida por casi nada.
— ¿Y por qué motivo? » repuso Nuredin. —
« Señor, » replicó Haji Hasan, «al principio iba
prósperamente el asunto. Luego que los merca-
deres hubieron visto vuestra esclava, me encar-
garon que la pregonase por cuatro mil monedas
de oro. Empecé á ofrecerla á este precio, y al
punto llegó el visir Sauy, y su presencia selló
los labios de los mercaderes que yo veía dis-
puestos á pujarla á lo menos á la misma canti-
dad que costó al difunto visir vuestro padre.
Sauy no quiere dar mas que cuatro mil mone-
das de oro, y muy á pesar mió vengo á traeros
una propuesta tan poco razonable. La esclava
es vuestra ; pero nunca os aconsejaré que se la
entreguéis á ese precio. Ya le conocéis, y todos
saben su modo de obrar. Además de que la es-
clava vale infinitamente mas, es bastante per-
verso para buscar algún medio de no pagaros.
— « Haji Hasan, » replicó Nuredin, « te agra-
dezco el consejo ; no temas que yo consienta
que mi esclava sea vendida al enemigo de mi
familia. Tengo mucha necesidad de dinero ; pero
prefiriera morir en el mayor desamparo al per-
mitir que le sea entregada. Una sola circunstan-
cia te encargo, y es, que puesto que sabes todos
los usos y artimañas, me digas lo que debo ha-
cer para dejarle burlado.
— a Señor, » respondió Haji Hasan, « eso es
muy obvio. Finjid que os habéis enojado contra
vuestra esclava y jurado llevarla al mercado;
278
.LAS MIL Y UNA NOCHES.
pero que no entendíais venderla, y que lo que
hicisteis fué tan solo para cumplir vuestro jura-
mento : esto satisfará á todo el mundo, y Sauy
no podrá deciros nada. Venios pues, y en el
momento en que la presente á Sauy, como si
fuera de consentimiento vuestro y estuviera he-
cho el ajuste, recobradla dándole algunos gol-
pes y lleváosla á casa. — Doyte gracias, » le dijo
Nuredin, « ya verás como sigo tu consejo. »
Haji Hasan volvió al aposento, lo abrió, y ha-
biendo avisado en pocas palabras á la hermosa
Persa, para que no se sobresaltara por lo que
iba á sucederle, la cojió por el brazo y la llevó
al visir Sauy, que estaba todavía delante de la
puerta. «Señor, * le dijo presentándosela, « he
aqui la esclava; tomadla, vuestra es. »
Aun no había acabado Haji Hasan estas pala-
bras, cuando Nuredin asió á la linda Persa y
tirándola á si, le dio un bofetón. « Venid, imper-
tinente, » le dijo en alta voz de modo que todos
le oyeron, « y volved á casa. Vuestro mal jenio
me obligó á jurar que os llevaría al mercado ;
pero no que os vendería. Aun os necesito, y
tiempo queda para hacerlo cuando no tenga
nada. »
El visir Sauy se enojó mucho de la acción de
Nuredin. «Desastrado libertino, » esclamó,
« ¿ quieres hacernos creer que aun te queda al-
go que vender además de esa esclava ? Y al mis-
mo tiempo guió su caballo hacia él para quitarle
la hermosa Persa. Ofendido Nuredin de la afren-
ta que le hacia el visir, no hizo mas que soltar
á la esclava y decirle que le aguardara, y echan-
do mano á la brida del caballo, lo hizo cejar al-
gunos pasos. « Maldito viejo, » le dijo entonces
al visir, ce te arrancaría al punto el alma, si no
me detuviera la consideración de los que están
presentes. » Como Sauy no era querido de na-
die, y por el contrario todos le aborrecían, ni
uno solo de los circunstantes dejó de alegrarse
que Nuredin le hubiese abochornado. Manifestá-
ronselo con señas, dándole á entender que po-
día vengarse como juzgara oportuno y que na-
die tomaría parte en su contienda.
Sauy quiso hacer un esfuerzo para obligar á
Nuredin á que soltara la bridado su caballo ; pero
este, que era fuerte y ájil, alentado por el inte-
rés que le manifestaban los circunstantes, le ti-
ró del caballo en medio de la calle, y dándole
muchos golpes, le ensangrentó la cabeza contra
el enlosado. Diez esclavos que escoltaban á Sauy
quisieron desenvainar los sables y echarse so-
bre Nuredin ; pero los mercaderes se pusieron
por medio y se lo impidieron. « ¿ Qué queréis
hacer? * les dijeron ; « ¿novéis que si uno es vi-
sir, el otro es hijo de visir? Dejadles que se ar-
reglen entre sí ; quizá se avendrán uno de estos
dias, y si hubieseis muerto á Nuredin, ¿creéis
que vuestro amo, por poderoso que sea, pudiera
libraros de la justicia? » Cansóse al fin Nuredin
de golpear al visir Sauy ; dejóle tendido en la
calle, asió de la mano á la hermosa Persa y vol-
vió á su casa en medio de las aclamaciones del
pueblo, que le elojiaba por la acción que acaba-
ba de hacer.
Sauy, molido de golpes, se levantó con mucho
trabajo, ayudándole sus esclavos ; y su pesadum-
bre fué mortal, viéndose cubierto de Iodo y san-
gre. Apoyóse en los hombros de dos esclavos, y
en aquel estado, se encaminó á palacio á vista
de todo el mundo, con un sonrojo tanto mayor,
cuanto nadie le compadecía. Cuando estuvo bajo
las ventanas del rey, se puso á vocear implo-
rando su justicia de un modo lastimoso. Mandó-
le llamar el rey, y luego que se presentó, pre-
guntóle quién le habia maltrado y puesto en
aquel estado. « Señor, » esclamó Sauy, « basta
que goce del favor de vuestra majestad y tenga
parte en sus sagrados consejos, para ser tratado
del modo indigno que acaban de hacerlo. — De-
jémonos de esclamaciones, » repuso el rey, a y
decidme tan solo lo que ha sido y quién es el
ofensor, pues haré que se arrepienta, si es cul-
pado.
— « Señor, » dijo entonces Sauy refiriendo el
caso de un modo favorable para sí, « fui al mer-
cado de las esclavas para comprar yo mismo
una cocinera que necesito ; llegué y hallé que
estaban pregonando una esclava por cuatro mil
monedas de oro. Mandé que me la trajeran y la
hallé hermosísima ; apenas la hube examinado
con suma satisfacción, cuando pregunté quién
era el dueño, y supe que se vendía por orden de
Nuredin, hijo del difunto visir Khacan.
« Vuestra majestad debe acordarse que hace
dos ó tres años mandó entregar diez mil mone
das de oro á aquel visir encargándole que os
comprara por aquella suma una esclava. Empleó
aquel dinero en comprar esta ; pero en vez de
presentarla á vuestra majestad, no la conceptuó
digna del intento y se la regaló á su hijo. Desde
la muerte del padre, este se ha comido y mal-
gastado todo cuanto tenia, y no quedándole
masque esta esclava, se determinó á venderla,
y con efecto así mandó que se hiciese en nom-
bre suyo. Le mandé llamar, y sin hablarle de la
perfidia de su padre con vuestra majestad, « Nu-
redin, » le dije con la mayor cortesía, « los mer-
caderes han tasado, á lo que parece, la esclava
en cuatro mil monedas de oro. No dudo que la
pujarán á competencia; pero creedme, dádmela
por las cuatro mil monedas, pues quiero com-
CUENTOS ÁRABES.
279
prarla para regalársela al rey nuestro señor y
amo, á quien haréis Con esto un obsequio. Esto
valdrá mucho mas de lo que pudieran daros los
mercaderes. *
« En vez de responderme con el debido de-
coro, el insolente me miró con altivez. « Mal-
dito viejo, w me dijo, « prefiriera dar de balde
mi esclava á un Judío, antes que vendértela. —
Pero Nuredin, » repuse yo sin acalorarme, aun-
que tuviese motivo para ello, « no consideráis,
al hablar así, que injuriáis al rey que "hizo á
vuestro padre lo que era, como también me con-
firió á mí el alto cargo que estoy disfrutando. »
« Este reparo, que debia desenojarle, le airó
mucho mas. Abalanzóse á mí como un furioso,
sin la menor consideración á mi edad y aun mas
á mi encumbrado cargo, me ha tirado del caba-
llo, y después de haberme golpeado á su antojo,
me dejó en el estado en que vuestra majestad
me está viendo. Ruégole considere que padezco
por sus intereses un oprobio tan manifiesto. »
Al acabar estas palabras, bajó la cabeza y la tor-
ció para dar*rienda suelta á su llanto.
El rey, sobrecojido y airado contra Nuredin
con esta relación artificiosa, manifestó en su ros-
tro estremado enfurecimiento. Volvióse al capi-
tán de su guardia, que estaba junto á él, y le
dijo ! « Tomad cuarenta hombres, y cuando
hayáis saqueado la casa de Nuredin y dado órde-
nes para que la arrasen, traédmele con su es-
clava. »
Aun no habia salido el capitán del aposento
del rey, cuando un ujier que oyó dar la orden,
tomó la delantera. Llamábase Sanjiar y habia si-
do en otro tiempo esclavo del visir Khacan, quien
le habia colocado en palacio, en donde habia lo-
grado algunos ascensos.
Sanjiar, reconocido á su antiguo amo é inte-
resadísimo por Nuredin, á quien habia visto na-
cer, y que conocía el encono que abrigaba Sauy
á la familia de Khacan, no habia podido oir aque-
lla orden sin estremecerse. « La acción de Nu-
redin, » recapacitó, « no puede ser tan villana
como Sauy la ha pintado, ha predispuesto al
rey, y este va á dar muerte á Nuredin, sin que
tenga lugar para sincerarse. » Fué tal la dilijen-
cia con que caminó, que llegó á tiempo para
avisarle de lo que acababa de ocurrir en palacio
y darle lugar á que se salvara con la hermosa
Persa. Llamó á la puerta de tal modo que Nure-
din hubo de abrir él mismo, porque no tenia
quien le sirviese. « Señor, » le dijo Sanjiar,
« no podéis permanecer por mas tiempo en Bal-
sera : marchaos y salvaos sin perder momento.
— « ¿ Y qué motivo hay para que me mar-
che? » repuso Nuredin. — « Marchaos, » replicó
Sanjiar « y llevaos á la esclava. En resumen,
Sauy acaba de referir al rey, pintándole á sú
modo, lo que ha ocurrido entre Vos y él, y el
capitán de la guardia me sigue con cuarenta sol-
dados para prenderos y también á vuestra escla-
va. Tomad estas cuarenta monedas de oro para
que podáis buscar un asilo : mas os daría, si las
llevara conmigo. Disimulad, si no me detengo
mas ; os dejo á pesar mió, por el bien dé en-
trambos y por el interés que tengo en que no nte
vea el capitán de la guardia. » Sanjiar no le dio
tiempo á Nuredin mas que para darle gracias, y
se retiró.
Nuredin fué á comunicar á la hermosa
Persa la necesidad en que ambos se hallaban
de marcharse arrebatadamente, y echándose
esta el velo, salieron al punto de su casa. Tu-
vieron la suerte de alejarse de la ciudad sin
que nadie advirtiera su salida, y aun de llegar á
la boca del Eufrates, que no estaba distante, y
embarcarse en un bajel que iba á zarpar.
Con efecto, cuando llegaron, el capitán se
hallaba sobre cubierta én medio de los pasaje-
ros. Muchachos, » les preguntaba 4 « ¿ estáis
aquí todos ? ¿ Tenéis algo mas que hacer, ó se
os ha olvidado algo en la ciudad ? Á lo que res-
pondieron todos que no faltaba nadie y que po-
dia dar la vefa cuando quisiera. Apenas Nuredin
estuvo embarcado, cuando preguntó á donde se
dirijia la embarcación, y se alegró de saber que
iba á Bagdad. El capitán mandó levar el ancla,
dio la vela, y el buque se alejó de Balsora con
viento favorable.
Vamos ahora á lo que vino á suceder mien-
tras que Nuredin se salvaba con la hermosa
Persa de Balsora y de las iras del rey i
El capitán de la guardia llegó á casa de Nure-
din y llamó á la puerta. Viendo que nadie pa-
recía para abrir, la mandó tirar al suelo, y los
soldados entraron atropelladamente. Pesquisa-
ron á diestro y siniestro los rincones, y no ha- .
liaron ni á Nuredin ni á su esclava. El capitán de
la guardia mandó preguntar, y aun lo hizo en
persona, á los vecinos, para saber si los habían
visto ; pero aun cuando tal hubiera sucedido, ni
uno solo quería mal á Nuredin, antes al contra-
rio, le amaban, y por tanto no hubieran dicho
especie alguna que pudiera perjudicarle. Mien-
tras estaban saqueando y arrasando la casa, fué
á llevar esta noticia al rey, quien le contestó que
los buscase por donde quiera, pues quería que
se cumpliese su orden.
El capitán de la guardia se afanó en practicar
nuevas pesquisas, y el rey despidió al visir
Sauy, dispensándole mucho honor. « Id, » le
dijo, » volved á vuestra casa y no paséis cui-
280
LAS MIL Y UNA NOCHES.
dado sobre el castigo de Nuredin : yo mismo os
vengaré de su desacato. »
Para valerse de todos los medios, el rey mandó
pregonar por toda la ciudad que daria mil mo-
nedas de oro á quien le trajera á Nuredin y á su
esclava, y que mandaría castigar ejemplarmente
4 quien los hubiese encubierto. Pero por mu-
cho afán que se tomó, fuéle imposible adquirir
noticia alguna de ellos, y el visir Sauy solo tuvo
el consuelo de ver que el rey se habia puesto de
su parte.
Entretanto Nuredin y la hermosa Persa se
adelantaban y proseguían su viaje con toda
prosperidad. Aportaron al fin en Bagdad, y
cuando el capitán, gozoso de haber terminado
su travesía, descubrió la ciudad, «Muchachos,»
esclamó encarándose con los pasajeros, « ale-
graos : hela allí esa grande y asombrosa ciudad
á donde se agolpa una concurrencia jeneral y
perpetua de todas las partes del mundo. Aquí
hallaréis una población crecidísima, y no ten-
dréis el frío intolerable del invierno, ni los es-
cesivos calores del verano. Gozaréis de una
primavera perpetua con sus flores y de los deli-
ciosos frutos del otoño. »
. Luego que la embarcación hubo anclado cerca
de la ciudad, se fueron marchando los pasaje-
ros, dirijiéndose cada cual á su 'alojamiento.
Nuredin pagó cinco monedas de oro por su
tránsito y desembarcó inmediatamente con la
hermosa Persa ; pero como nunca habia estado
en Bagdad, no sabia dónde hospedarse. Cami-
naron mucho tiempo siguiendo los jardines
situados en la orilla del Tigris, y vieron uno
que estaba ceñido de hermosa y larguísima
cerca. Al llegar al estremo, torcieron por una
calle dilatada y enlosada toda, y descubrie-
ron la verja, y junto á ella una grandiosa
fuente.
. Hallábase la verja cerrada; pero habia un
pasillo abierto y un sofá á cada -lado. « Muy
agradable es este sitio, » dijo Nuredin á la her-
mosa Persa ; « se acerca la noche, y ya hemos
comido antes de desembarcar : por lo tanto
soy de parecer que pasemos aquí la noche, y
mañana tendremos tiempo de buscar aloja-
miento. — Ya sabéis, señor, » respondió la her-
mosa Persa, « que vuestra voluntad es la mia :
no pasemos de aquí , ya que así lo deseáis. »
Bebieron agua de la fuente y se recostaron sobre
uno de los sofaes, en donde estuvieron conver-
sando por un rato. Al fin se apoderó de ellos
el sueño y se quedaron dormidos al grato mur-
mullo de las aguas.
El jardín pertenecía al califa, y en el centro
habia un gran cenador llamado el Cenador de las
pinturas, porque su principal adorno consistía
en Cuadros á lo persa de mano de muchos ar-
tistas de aquel país, llamados por el califa al in-
tento. El grande y magnífico salón que formaba
este cenador estaba alumbrado por noventa
ventanas, de las que colgaban otras tantas ara-
ñas, que solo se encendían cuando el califa iba
á pasar allí la noche, y el tiempo estaba tan
apacible, que no soplaba el menor ambiente.
Entonces formaban una iluminación halagüeña
que se»avistaba desde muy lejos en la campiña,
y desde gran parte de la ciudad.
Sólo habitaba aquel jardín el encargado de su
custodia, y era un anciano llamdo Jeque Ibra-
him, á quien el califa habia dado aquel destino
en recompensa de sus servicios. Habíale re-
comendado el califa que tuviera sumo cuidado
de no dar entrada á toda clase de jentes, y so-
bre todo en no consentir que se sentaran en los
dos sofaes que estaban fuera de la verja, para
que estuviesen siempre aseados, castigando á
los que allí encontrase.
Jeque Ibrahim habia tenido que salir para al-
gún quehacer y aun no habia vuelto. Cuando
llegó aun habia bastante luz para que advirtiera
que dos personas estaban durmiendo en uno de
los sofaes, cubierta la cabeza con un paño, para
precaverse de los mosquitos. « Muy bien. » dijo
para consigo Jeque Ibrahim, « estas jentes están
contraviniendo á la orden del califa ; voy á en-
señarles el acatamiento que le deben » Abrió la
puerta sin rumor, y á poco rato volvió con un
palo en la mano y el brazo arremangado. Iba á
descargar un golpe con todo su ahinco ; pero se
contuvo. « Detente, »prorumpió, «vasa maltra-
tarlos sin considerar que son acaso unos foraste-
ros que no saben en donde hospedarse é ignoran
el ánimo del califa ; vale mas que sepas antes
quienes son. » Alzó con sumo tiento el paño que
les tapaba la cabeza, y su admiración fué estre-
mada cuando vio un joven tan bien formado y
una mujer tan hermosa. Despertó á Nuredin ti-
rándole un tantillo por los pies.
Nuredin alzó al punto la cabeza , y luego que
vio á sus pies un anciano con larga barba, se in-
corporó, y habiéndose arrodillado y asídole
la mano, que besó, le dijo : « Padre mió, Dios
os guarde. ¿ Se os ofrece algo ? — Hijo mió, »
repuso Jeque Ibrahim, « ¿ quién sois y de dónde
venis ? — Somos unos estranjeros que acabamos
de llegar, » respondió Nuredin y tratábamos de
pasar aquí la noche hasta mañana. — Mal esta-
ríais aquí, » replicó Jeque Ibrahim, « venid, en-
trad, os proporcionaré un lecho mas cómodo,
y la vista del jardin, que es hermosísima, os
recreará mientras es aun de día. — ¿Es vuestro
CUENTOS ÁRABES.
281
este jardín?» preguntó Nuredin. — a Cierta-
mente es mió , » repuso con una sonrisa Jeque
lbrahim ; a es una herencia de mi padre : entrad,
os repito, os alegraréis de verlo. »
Levantóse Nuredin manifestando á Jeque-
lbrahim cuanto le agradecía su atención, y en-
tró en el jardín con la hermosa Persa. lbrahim
cerró la puerta, y caminando delante, los llevó
á un sitio desde el cual vieron la disposición, el
ámbito y la hermosura del jardin de una mirada.
Nuredin habia visto en Balsora jardines gran-
diosoa ; pero ninguno de ellos podía entrar en
cotejo con este. Cuando lo hubo examinado to-
do y se hubo paseado por algunas alamedas, se
volvió al anciano que le acompañaba y le pre-
guntó por su nombre. Cuando este le respondió
que se llamaba Jeque lbrahim, o Debo confesa-
ros, » dijo Nuredin, a que este jardín es á todas
luces asombroso : ¡ que Dios os conserve por
mucho tiempo en él ! No cabe agradeceros de-
bidamente la fineza que nos habéis franqueado,
dejándonos ver un sitio tan peregrino. Justo es
que de algún modo os manifestemos nuestro
lino agradecimiento, y asi tomad ; aquí tenéis
dos monedas de oro, y os ruego que enviéis en
busca de algunos manjares para holgamos y
divertirnos, »
a»a
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Al ver las dos monedas de oro, Jeque Ibra-
him, que era muy interesado, se regocijó en
gran manera ; tomólas, y dejando á Nuredin y á
la hermosa Persa para desempeñar el encargo,
porque estaba solo, « Vaya unas buenas jentes, »
repetía gozosamente en su interior ; « me hu-
biera perjudicado mucho si hubiese cometido la
torpeza de atropelladas y echarlas de aquí. Con
la décima parte de este dinero podré regalarlos
como unos príncipes, y lo demás me lo quedaré
por mi trabajo. »
Mientras Jeque Ibrahim fué á comprar la cena
para sus huéspedes y para sí, Nuredin y la her-
mosa Persa se pasearon por el jardin y llegaron
al cenador de las pinturas que estaba en el
centro. Paráronse al pronto á contemplar su ad-
mirable construcción y grandiosidad , y luego
que hubieron dado vuelta al rededor mirándolo
por todas partes, subieron á la puerta del salón
por una gradería de mármol blanco ; pero la ha-
llaron cerrada.
Nuredin y la hermosa Persa acababan de ba-
jar la escalera, cuando llegó Jeque Ibrahim car-
gado de abastos, « Amigo, » le dijo con estrañeza
Nuredin, « ¿ no nos dijisteis que este jardin era
vuestro? — Sí lo dije, » repuso Jeque Ibrahim,
« y lo repito ; ¿ porqué me hacéis esa pregunta T
— ¿Ese magnífico cenador, » repuso Nuredin ,
« os pertenece también? » No esperaba Jeque
Ibrahim que le hiciesen semejante pregunta, y
se quedó un tanto suspenso, « Si digo que no
es mió, » recapacitó, a al punto me preguntarán
cómo es posible que sea el amo del jardin , y no lo
sea del cenador. » Como habia querido aparen-
tar que el jardin era suyo , otro tanto quiso ha-
cer respecto al cenador. « Hijo mió, » repuso,
(( el cenador y el jardin van juntos, ambos son
de mi pertenencia. — Siendo así, * replicó en-
tonces Nuredin , « y ya que nos concedéis la
hospitalidad por esta noche, os ruego que nos
hagáis el favor de dejarnos ver el interior, pues
por lo que se ve, no puede menos de ser de una
magnificencia estraordinaria* »
Hubiera sido una desatención en Jeque Ibra-
him desairar á Nuredin en lo que le pedia, después
de haberle manifestado tan buena voluntad. Ade-
más consideró que el califa no le habia mandado
avisar según acostumbraba, y que por lo tanto
no iría allí aquella noche, y que podia dejar ce-
nar á sus huéspedes en el cenador, y aun hacer
otro tanto con ellos. Dejó sus provisiones al pié
de la escalera, y fué en busca de la llave á su habi-
tación. Volvió pronto con luz, y abrió la puerta.
Nuredin y la hermosa Persa entraron en el
salón y lo juzgaron tan peregrino que no podían
cansarse de admirar su hermosura y riqueza.
Con efecto, dejando á parte las pinturas, los so-
faes eran magníficos, y además de las arañas
que colgaban en cada ventana, habia en los en-
trepaños un brazo de plata que sostenía un can-
delera. Nuredin, al presenciar aquellos objetos,
no pudo menos de acordarse de la esplendidez
en que habia vivido, prorumpiendo en algunos
suspiros.
Entretanto Jeque Ibrahim trajo los manjares,
dispuso la mesa junto á un sofá, y cuando todo
estuvo pronto, Nuredin, la hermosa Persa y él
se sentaron á cenar gustosísimos. Luego que hu-
bieron acabado y lavádose las manos , Nuredin
abrió una ventana y llamó á la hermosa Persa.
« Acercaos, » le dijo, « y admirad conmigo la
grandiosa vista y la hermosura del jardin á la
claridad de la luna : es una perspectiva embele-
sante. » Acercóse la esclava, y disfrutaron jun-
tos aquella vista, mientras que Jeque Ibrahim
levantaba la mesa.
Cuando este hubo acabado y reunídose con
sus huéspedes, preguntóle Nuredin si no tenia
alguna bebida con que pudiera obsequiarlos.
« ¿ Qué bebida apetecéis ? » repuso Ibrahim.
< ¿ Por ventura sorbete ? Lo tengo muy esquisito,
pero ya sabéis, hijo mió, que no es bebida para
después de cenar.
— « Ya lo sé , » replicó Nuredin ? « por lo
tanto no es sorbete lo que os pedimos, sino otra
bebida : estraño que no me entendáis. — Luego
es vino lo que queréis, » añadió Jeque Ibrahim.
— « Ahora lo habéis acertado, » le dijo Nure-
din ; « si lo tenéis, os agradeceré que nos trai-
gáis una botella. Ya sabéis que se acostumbra
beber un poco después de cenar hasta tanto que
se hace hora de acostarse.
— « i Guárdeme Dios de tener vino en mi
casa, » esclamó Jeque lbrahin, « y aun de acer-
carme á un lugar en donde lo tengan! Un hom-
bre como yo, que ha ido cuatro veces en pere-
grinación á la Meca, ha renunciado al vino para
toda su vida.
— a Sin embargo, me haríais singular fineza
en proporcionarnos un par de sorbos, » repuso
Nuredin ; « y si no os sirve de molestia, os ense-
ñare un medio para que entréis en la taberna
sin que toquéis la vasija que contenga el vino.
— Bajo esa condición consiento en ello, » dijo
Ibrahim ; « no tenéis mas que decirme lo que he
de hacer.
— <( Cuando entramos en el jardin, vimos un
asno alado á la reja, » dijo entonces Nuredin ;
<( sin duda os pertenece y debéis de serviros de
él cuando lo necesitáis* Tomad, ahí tenéis otras
dos monedas de oro s llevaos el asno con sus
cestos, é id á la primera taberna sin acercaros,
CUENTOS ÁRABES.
287
sino en cuanto queráis; dadle algo al primero
que pase por allí y rogadle que vaya con el
asno hasta la taberna y compre dos cántaros
de vino que colocarán en ambos cestos, y que
os traiga el asno después de haber pagado el
vino con el dinero que le habréis dado. No ten-
dréis mas que guiar al asno hasta aquí, y noso-
tros mismos sacaremos los cántaros de los ces-
tos. De este modo nada haréis que os pueda
causar la mas mínima repugnancia. »
Aquellas otras dos monedas de oro surtieron
grandísimo efecto en el ánimo de Jeque Ibra-
him. « | Ay hijo mió ! » esclamó cuando Nuredin
hubo acabado, « ya tengo entendido lo discreto
que sois. Á no ser por vos, nunca se me hu-
biera ocurrido ese medio de ajenciaros vino sin
escrúpulo. » Marchóse para ir á cumplir su
comisión y la desempeñó por la posta, Á su
llegada, bajó Nuredin, sacó los cántaros de los
cestos y los Hevó al estrado.
Jeque Ibrahim llevó el asno al paraje en don-
de habia ido á buscarlo, y cuando volvió, díjole
Nuredin : « Mucho os agradecemos la molestia
que os habéis tomado ; pero aun nos falta algo.
— ¿ Qué mas puedo hacer en servicio vuestro ?»
repuso Ibrahim. — « No tenemos copas, » dijo
Nuredin, « y nos vendrían bien algunas frutas
si las tenéis. — No hay mas que pedir, » res-
pondió Ibrahim, « de nada careceréis en cuanto
sea dable. »
Bajó el anciano, y dispuso luego una mesa
cubierta de hermosas bandejas cuajadas de va-
rias especies de frutas, con copas de oro y plata,
y cuando les hubo preguntado si necesitaban
alguna otra cosa, se retiró sin quererse quedar,
aunque le instaron encarecidamente.
Nuredin y la hermosa Persa volvieron á sen-
tarse á la mesa y empezaron á beber del vino,
que les pareció escelente. « ¿Qué tal, hermosa
mia? » dijo Nuredin á la esclava Persa, « ¿no
os parece que somos muy afortunados en que
la casualidad nos haya traído á un sitio tan em-
belesante ? Alegrémonos y repongámonos de la
angustiosa vida que hemos tenido en toda la
travesía. ¿ Puede caberme dicha mayor que el
verme á vuestro lado con la copa en la mano ? »
Bebieron varias veces conversando placentera-
mente, y cantando alternativamente algunas
coplillas.
Como ambos tenian una voz sobresaliente,
con especialidad la linda esclava, su canto atrajo
á Jeque Ibrahim, quien los estuvo escuchando
largo rato desde afuera sin dejarse ver. Al fin
asomó la cabeza á la puerta. « Ánimo, señor, »
le dijo á Nuredin, creyéndole ya beodo; crme
alegro de veros tan sumamente jovial.
— « j Ah I Jeque Ibrahim, » esclamó Nuredin
volviéndose hacia él, « | qué hombre tan hon-
rado sois I y i cuántos favores os debemos I
Aunque no nos atrevamos á ofreceros un trago,
no por eso dejéis de entrar. Venid, acercaos, y
á lo menos hacednos el agasajo de terciar en
nuestra compañía. — Proseguid, proseguid, »
repuso Ibrahim, « me contento con oir vuestros
lindos cantares; » y diciendo esto, se marchó.
Advirtió la hermosa Persa que Jeque Ibrahim
se habia parado á la entrada y se lo avisó á Nu-
redin. « Ya veis, señor, » añadió, «que mani-
fiesta gran aversión al vino ; pero no pierdo la
esperanza de hacérselo beber, si queréis hacer
lo que yo os diga. — ¿De qué se trata? * pre-
guntó Nuredin; « no tenéis mas que hablar,
haré todo cuanto queráis. — Inducidle tan solo
á que entre y se quede con nosotros, » dijo la
esclava ; « de allí á poco echadle de beber y
presentadle la copa ; si lo rehusa, bebed y apa-
rentad que os quedáis dormido ; lo demás Corre
de mi cuenta. »
Comprendió Nuredin la intención de la her-
mosa Persa; llamó á Jeque Ibrahim para que
se asomase á la puerta. « Jeque Ibrahim, » le
dijo, « somos vuestros huéspedes y nos habéis
acojido jenerosamente, ¿queréis negarnos la
fineza de honrarnos con vuestra compañía? No
os pedimos que bebáis, y sí solo que tengamos
el gusto de veros, o
Ibrahim se dejó persuadir, entró y se sentó
en el estremo del sofá que estaba mas inmediato
á la puerta, « Ahí no estáis bien , » le dijo Nu-
redin , « y no podemos tener el gusto de veros.
Acercaos os ruego, y sentaos junto á esta seño-
ra , que sin duda os lo permitirá. — Haré pues
lo que apetecéis , » dijo Ibrahim , y se acercó
sonriéndose por el placer que iba á disfrutar
junto á una mujer tan linda , y se sentó á cierta
distancia de la hermosa Persa. Nuredin le pidió
que entonara algún cantar en pago del favor que
Jeque Ibrahim les dispensaba, y cantó al punto
uno que le enajenó.
Cuando la hermosa Persa hubo acabado de
cantar , Nuredin echó vino en una copa y se la
presentó á Ibrahim. « Amigo , » le dijo , » brin-
dad os ruego , á nuestra salud. — Señor, » re-
puso el viejo retirándose como si se horrorizara
con solo ver el vino , « ruégoos que me dispen-
séis, pues ya os dije que haco tiempo me aparté
de ese licor. — Ya que absolutamente no que-
réis brindar á nuestra salud , » dijo Nuredin,
« permitiréis que yo beba á la vuestra. »
Mientras que Nuredin bebia, la hermosa Per-
sa cortó media manzana , y presentándosela á
Ibrahim, « No habéis querido beber , » le dijo,
V.
LAS MIL Y UNA NOCHES
(( pero no creo que pongáis el mismo reparo en
probar esta manzana que es deliciosa. » Ibrahim
no pudo rehusarla de una mano tan linda , y
tomándola con un acatamiento , la llevó á la bo-
ca. Con este motivo la esclava le dijo algún re-
quiebro , y entretanto Nuredin se tendió en el
sofá y aparentó dormirse. Al punto la hermosa
Persa se acercó á Jeque Ibrahim y le dijo que-
dito: «Lo veis, pues siempre procede así cuan-
do nos estamos solazando juntos. Apenas ha be-
bido algunos tragos , cuando se queda dormido
y me deja sola ; pero creo que me haréis com-
pañía mientras duerma. »
La hermosa Persa tomó una copa , llenóla de
vino*, y presentándosela á Jeque Ibrahim, « to-
mad , » le dijo , « y brindad á mi salud , voy á
hacer otro tanto á la vuestra. » Escrupulizó el
anciano con mil reparos y le suplicó que le dis-
pensara ; pero ella le instó tanto , que al fin,
vencido por sus halagos y ruegos, tomó la copa
y la apuró hasta la última gota.
El buen viejo era aficionado al trago ; pero
se avergonzaba de beber delante de aquellas per-
sonas desconocidas. SoJia ir á la taberna como
otros muchos , y no había tomado las precau-
ciones que Nuredin le habia apuntado para com-
prar el vino. Habia ido á buscarlo sin ceremonia
á casa de un tabernero conocido suyo al res-
guardo de la oscuridad , y habia ahorrado el
dinero que hubiera tenido que dar á otro , se-
gún la propuesta de Nuredin.
Mientras Jeque Ibrahim acababa de comer la
mitad de la manzana después de haber bebido,
la hermosa Persa le llenó otra vez la copa, que
bebió con menos reparo ; á la tercera nc^puso
ninguno , y estaba vaciando la cuarta , cuando
Nuredin dejó de aparentar que dormia. Incor-
poróse , y mirando al viejo , « ¡ Ola , ola , Je-
que Ibrahim , » le dijo , « ¡ con que os he so-
brecojido ! me dijisteis que os habíais despedido
del vino ; mas parece que lo sorbéis garbosa-
mente. »
Atónito Ibrahim con el inesperado lance , se
coloreó sobremanera. Sin embargo no por eso
dejó de apurar la copa , y cuando hubo conclui-
do , « Señor , » dijo sonriéndose , a si he pecado,
mi culpa debe recaer sobre esta señora , y no
sobre mí : ¿cómo cabia resistir á tantísimo em-
beleso ? »
La linda Persa , á una con Nuredin , aparentó
abogar por el anciano. « Jeque Ibrahim , » le
dijo , « dejadle hablar, no hay que Violentaros:
seguid bebiendo y alegraos y gózaos. » De allí
á poco Nuredin se echó de beber é hizo otro
tanto á la hermosa Persa , y viendo Ibrahim que
Nuredin no se acordaba de él , tomó una copa
y se la presentó diciéndole: « Y yo? ¿no queréis
que beba ? »
Á estas palabras, Nuredin y la hermosa Persa
prorumpieron en carcajadas y siguieron divir-
tiéndose , riendo y bebiendo hasta las doce de
la noche. Entonces reparó la hermosa Persa en
que la mesa solo estaba alumbrada por una luz:
« Jeque Ibrahim , » dijo al buen abuelo , « nos
habéis traído tan solo una vela , cuando aquí
vemos tantas hermosas bujías. Hacednos la
fineza de encenderlas para que veamos mas
claro. »
Jeque Ibrahim usó de los ensanches que suele
acarrear el vino cuando la cabeza se va calen-
tando , y por no interrumpir la conversación
que seguía con Nuredin , o Encendedlas vos
misma , » le dijo á la preciosa esclava , « eso os
cuadra mejor que á mí; pero cuidado que en-
cendáis mas de cinco ó seis. » La linda Persa se
levantó , cojió una bujía , la encendió á la luz
que estaba sobre la mesa , y sin pararse en lo
que Ibrahim le decía, encendió las noventa
bujías.
De allí á un rato como Jeque Ibrahim se ha-
llaba conversando sobre otro asunto con la her-
mosa esclava, Nuredin le rogó por su parte que
encendiera algunas arañas, y Jeque Ibrahim le
respondió, sin advirtir que todas las bujías esta-
ban encendidas : «Muy perezoso debéis ser ó
muy poco brio tenéis , si no podéis encenderlas
vos mismo. Id, encendedlas ; pero que no pasen
de tres. » Nuredin , en vez de obedecerle , las
encendió todas , y abrió las noventa ventanas,
sin que Ibrahim lo reparase, tan entretenido
estaba con la hermosa Persa.
Casualmente el califa Harun Alraschid no es-
taba todavía acostado. Hallábase en un salón de
su palacio que daba sobre el Tigris , y desde el
cual se veia el jardín con el cenador de las pin-
turas. Abrió una ventana , y quedó todo atónito
al ver el cenador tan iluminado , con tanto mas
motivo, éhanlo al pronto conceptuó que tamaño
resplandor provenia de algún incendio en la
ciudad. El gran visir Jiafar estaba aun con él y
solo aguardaba el momento en que el califa se
retirarse para volverse á casa. El califa le llamó
muy enojado. « Visir descuidado, » le dijo, «ven
aquí, acércate ; mira el cenador de las pinturas,
y dime porqué está iluminado á estas horas, no
hallándome yo allí, d
El gran visir se estremeció á semejante nove-
dad , temiendo que fuese cierta. Acercóse , y
quedó aun mas sobrecojido, cuando vio que era
cierto lo que el califa le decía. Sin embargo, era
preciso hallar algún pretexto para aplacarle , y
así le dijo : « Caudillo de los creyentes, lo único
CUENTOS ÁRABES.
285
que puedo decir á vuestra majestad es que habrá
unos cuatro ó cinco dias se me presentó Jeque
Ibrahim y me manifestó que deseaba juntar á
los ministros de su mezquita para cierta cere-
monia que pensaba celebrar en el feliz reinado
de vuestra majestad. Pregúntele qué era lo que
apetecía con aque'. motivo , y me rogó consi-
guiera de vuestra majestad que se le permitiera
celebrar la reunión y la ceremonia en el cena-
dor. Despedíle dictándole que podia hacerlo,
y que no haría falta en comunicárselo á vuestra
majestad, á quien pido mil perdones por haberlo
olvidado. Probablemente Jeque Ibrahim ha es-
cojido esta noche para la ceremonia , y al obse-
quiar á los ministros de su mezquita , sin duda
ha querido darles un buen rato con esa ilumi-
nación.
— a Jiafar, » repuso el califa con cierto de-
sentono que estaba manifestando lo poco satis-
fecho que quedaba con lo que acababa de decir,
«cometiste dos yerros indisculpables : el pri-
mero por haber dado permiso á Ibrahim para
que celebrara esa ceremonia en mi cenador ; un
mero conserje no es un empleado de tal suposi-
ción que merezca tanta honra ; el segundo por
no haberte enterado de la verdadera intención
de ese buen hombre. Con efecto ♦ estoy persua-
dido de que no ha tenido otra que la de ver si
conseguiría alguna gratificación para ayudarle
á costear el gasto. Tú no has caido en el caso. »
El visir Jiafar se alegró de que el califa to-
mase el asunto por aquel rumbo, y echándose la
culpa de lo que acababa de achacarle, confesó
francamente que habia hecho mal en no dar al-
gunas monedas de oro á Ibrahim. «Siendo así,»
añadió sonriéndose el califa, «justo es que se te
castigue de tamaños yerros; pero el castigo será
leve , y es que pasarás como yo lo que faifa de
la noche con esas buenas jentes, pues me ale-
graré de estar con ellos. Mientras voy á ponerme
un traje de paisano, vete á disfrazar con Mcsrur
y venios ambos conmigo. » Por mas que el visir
Jiafar quiso advertir al califa que era tarde y
que ya se habrían retirado , este respondió que
absolutamente quería ir. Como nada habia de
cuanto el visir le habia dicho, este se amohinó
con aquella determinación; pero era forzoso
obedecer sin réplica.
El califa salió pues de palacio disfrazado de
paisano , con el gran visir Jiafar y Mesrur, jefe
de los eunucos, y anduvo por las calles de Bag-
dad hasta que llegó al jardín. Hallábase abierta
la verja por descuido de Jeque Ibrahim , quien
se había olvidado de cerrarla al volver de la ta-
berna. El califa quedó escandalizado. « Jiafar, »
le dijo al gran visir, « ¿ qué significa esta verja
abierta á tales horas? ¿Acostumbrará dejarla
abierta Jeque Ibrahim todas las noches? Mas
vale suponer que ha incurrido en este yerro en
medio de los apuros de la fiesta. »
El califa entró en el jardin , y cuando llegó al
cenador, como no quería subir al salón sin sa-
ber antes lo que en él sucedía, consultó con el
gran visir si se subiría á uno de los árboles mas
inmediatos para cerciorarse de todo. Pero el
gran visir, acercándose á la puerta del salón ,
reparó que estaba abierta y se lo avisó. Jeque
Ibrahim la habia dejado así cuando Nuredin y la
hermosa Persa le habían persuadido que les hi-
ciera compañía.
Desistió el califa de su primer intento , subió
calladamente á la puerta del salón, y como esta
se hallaba entreabierta, podia ver á los que es-
taban dentro sin ser visto. Suma fué su estra-
ñeza , cuando advirtió una dama de peregrina
belleza y un joven muy gallardo sentados á la
mesa con Jeque Ibrahim. Tenia este la copa en
la mano y estaba diciendo á la linda Persa :
« Mi preciosa dama , un buen bebedor nunca
debe empinar sin cantar antes alguna letrilla.
Hacedme el favor de escucharme , pues la que
voy á cantar es lindísima. »
Jeque Ibrahim se puso á cantar, y el califa se
admiró tanto mas , cuanto habia ignorado hasta
entonces que bebiese vino, y que siempre le
habia tenido por hombre manso y juicioso. Apar-
tóse de la puerta con la misma cautela con que
se habia acercado á ella , y juntándose con el
gran visir Jiafar, que estaba en la escalera algu-
nas gradas mas abajo, « Sube, » le dijo, « y mi-
ra si los que están ahí dentro son ministros de
la mezquita como quisiste dar á entender. »
Por el tono con que el califa pronunció estas
palabras, conoció el gran visir que el trance le
iba á redundar en algún quebranto. Subió , y
mirando por la rendija de la puerta , tembló de
espanto por su persona cuando vio las mismas
tres personas en la situación y el estado en que
se hallaban. Volvió á juntarse con el califa, con-
fuso y sin saber qué decir. « ¡ Qué trastorno I »
esclamó el califa, «¿hase visto atrevimiento
igual de venirse á divertir en mi jardin y cena-
dor, dándoles Jeque Ibrahim libre entrada, con-
sintiéndolos y divirtiéndose con ellos? Sin em-
bargo no creo que se pueda ver una pareja tan
linda. Antes que manifieste mi enojo, quiero
enterarme mas y saber quiénes son estos jóve-
nes y con qué motivo se hallan aquí. » Volvió á
la puerta para observarlos otra vez , y el visir,
que le siguió, se quedó detres de él mientras te-
nia los ojos clavados en los huéspedes. Ambos
oyeron que Ibrahim decía á la hermosa Persa :
LAS MIL Y UNA NOCHES.
« MI amable señora, I apetecéis por ventura algo
mas para redondear vuestro júbilo en esta no-
che?-*- Me parece,» repuso la linda esclava,
a que nada faltaría , si tuvierais un instrumento
con que pudiese acompañarme y quisiereis de-
jármelo. — Señora,» replicó Jeque Ibrabim,
a ¿ sabéis tocar el laúd ? — Traédmelo , » le res-
pondió la primorosa esclava, v pronto os lo haré
ver. »
Jeque Ibrabim no tuvo que ir muy lejos, pues
sacó up laúd de una alacena y lo presentó á la
bermosa Persa , quien se puso á templarlo. En-
tretanto el califa volviéndose al gran visir Jiafar,
le dijo : « Mira , la preciosa dama va á tocar el
laúd : si tañe bien, le perdonaré, como también
al joven por amor suyo; en cuanto á ti , no por
eso dejaré de mandarte ahorcar, — Soberano
señor ; » repuso el visir, « siendo así , pido á
Dios que toque mal. — ¿Y porqué ? a replicó el
califa. — « Cuantos mas seamos , » respondió el
visir, «mas podremos consolarnos muriendo en
tan buena compañía. » El califa, que era amigo
de chistes, se echó á reir con aquel arranque, y
volviéndose hacia la rendija de la puerta , se
puso á escuchar á la hermosa Persa.
Esta recorría las cuerdas con una soltura que
dio á entender al califa que tocaba primorosisi-
mamente ; luego entonó su cantar acompañán-
dose con el laúd , y fué tal la maestría y halago
que estuvo mostrando , que el califa se quedó
embelesado.
Luego que la linda Persa hubo acabado de
cantar, el califa bajó la escalera , siguiéndole el
visir Jiafar, y cuando estuvo al pié de ella, « En
mi vida , » le dijo, « he oido una voz tan pere-
grina, ni un laúd tan bien pulsado, Isaac, á
quien tenia yo por el mejor tocador del mundo,
no se le acerca. Estoy tan gozoso que quiero
entrar para oiría tocar delante de mí. Vamos h
ver cómo lo conseguiremos.
— « Caudillo de los creyentes , » repuso el
gran visir, « si entráis y Jeque Ibrahim os cono-
ce , se quedará muerto de pavor. — Eso es lo
que me apura, » repuso el califa, «y sentiría ser
causa de su muerte al cabo de tanto tiempo que
me está sirviendo. Se me ocurre una especia
que podrá salir acertada : quédate aquí con
Mesrur, y aguardad en la primera calle á que
vuelva. »
Como el Tigris pasaba cerca de allí, el califa
habia ideado hacer pasar gran cantidad de agua
por una gran bóveda bien enlosada, para formar
un estanque á donde se retraía el mejor pescado
del Tigris. Los pescadores lo sabían muy bien y
hubieran querido pescar allí á sus anchuras ;
pero el califa habia prohibido terminantemente
á Jeque Ibrahim que dejase entrar á nadie. Sin
embargo aquella misma noche habia entrado un
pescador que pasaba por delante de la verja del
jardín tras el califa, y hallándola abierta, se ha-
bia aprovechado de la ocasión adelantándose en
el jardín hasta el estanque.*
Este pescador habia echado sus redes é iba
á sacarlas, cuando el califa presumiéndose, se-
gún el descuido de Jeque Ibrahim, lo que habia
sucedido y queriendo aprovecharse de esta
ocurrencia para su intento, llegó al mismo
sitio. Á pesar de su disfraz, el pescador le cono-
ció y al punto se arrojó á sus pies pidiéndole
perdón y disculpándose con su pobreza. « Le-
vántate y nada temas, » repuso el califa, o tira
solamente las redes y veamos qué pescado vas
á sacar. »
El pescador, sosegado, ejecutó prontamente
lo que el califa apetecía, y sacó cinco ó seis
hermosos peces, y el califa habiendo escojido
dos de los mas grandes, se los mandó atar por
la cabeza con un mimbre y luego le dijo al pes-
cador : « Dame tu vestido y toma el mió, » El
cambio se hizo en brevísimo rato, y luego que
el califa estuvo vestido de pescador con el cal-
zado y el turbante correspondiente, « Toma tus
redes, » le dijo al pescador, « y vete de aquí. j>
Luego que el pescador se marchó, contentí-
simo de su buena suerte, el califa cojió los dos
peces y se fué en busca del gran visir Jiafar y
Mesrur. Paróse delante de ellos, y el gran visir
no le conoció y le dijo : « ¿ Qué es lo que quie-
res ? sigue tu camino. » El califa se echó á reir,
y entonces el visir le conoció. « Soberano se-
ñor, » esclamó , «¿es posible que seáis vos ?
no os conocía y os pido mil perdones por mi
descortesía. Ahora podéis entrar en el salón sin
temor de que Jeque Ibrahim os conozca. —
Quedaos pues aquí, » les dijo, « mientras que
voy á representar mi pape}. »
Subió el califa al salón y llamó á la puerta.
Nuredin, que lo oyó el primero, se lo avisó á
Jeque Ibrahim, y este preguntó quién llamaba.
El califa abrió la puerta, y dando un paso en el
salón como para dejarse ver, « Jeque Ibrahim, »
le respondió, « soy el pescador Kerín; he no-
tado que estabais obsequiando á vuestros ami-
gos, y como acabo de pescar dos hermosísimos
peces, vengo á preguntaros si los necesitáis. »
Alegráronse Nuredin y la hermosa Persa
oyendo hablar de pescado. « Ibrahim, » le dijo
al punto la linda esclava , « os ruego que le
mandéis entrar para que veamos su pescado. »
El anciano ya no se hallaba en estado de pre-
guntar al iinjido pescador cómo habia llegado
hasta allí, y solo pensó en complacer i la
cuentos Arares.
997
amable Persa, Volvióse pues con mucho trabajo
hacia la puerta y le dijo tartamudeando al califa,
á quien lenia por un pescador ; « Acércate,
buen ladrón nocturno, acércate y déjate ver. »
Adelantóse el califa remedando todas los mo-
dales de un pescador, y presentó los dos peces,
u Hermoso pescado es por cierto, » dijo la
linda Persa, « comería gustosa de él, gi estu-
viera bien guisado, — Tiene razón la señora, »
repuso Jeque Ibrahim, « ¿ qué quieres que ha-
gamos con tu pescado sin que esté guisado?
Mira, vete, guísalo tú mismo y tráenoslo ; ha-
llarás en mi cocina todo cuanto necesites. »
Volvió el califa á juntarse con el gran visir
Jiafar y le dijo : « Jiafar, me han hecho muy
buen recibimiento; pero me piden que estén
los peces guisados, — Voy á guisarlos yo mis-
mo, » repuso el gran visir, « pronto estará
hecho, — Tengo tanto empeño en conseguir mi
objeto, » replicó el califa, a que yo mismo me
encargaría de ello. Ya que represento tan bien
el pescador, puedo hacer de cocinero \ en mi
mocedad me he entrometido á cocinar y me salí
con mi intento. » Al decir esto, se encaminó á
la habitación de Jeque Ibrahim , siguiéndole el
gran visir y Mesrur.
Pusieron los tres mano á la obra, y aunque la
cocina no era grande, con todo como nada falta-
ba de cuanto se necesitaba , pronto hubieron
guisado sus peces. Llevólos el califa, y al servir-
los, puso un limón delante de cada uno, para que
se sirvieran de él si querían. Comieron con mu-
cho apetito ; particularmente Nuredin y la her-
mosa Persa, y el califa se mantuvo en pié delante
de ellos.
Cuando hubieron acabado, Nuredin miró al
califa y le dijo : « Pescador, no puede darse me-
jor pescado y nos has complacido en gran ma-
nera. » Al mismo tiempo metió la mano en el
pecho y sacó su bolsa en la que había treinta
monedas de oro, resto de las cuarenta que le ha-
bía dado á su partida Sanjiar, ujier del palacio
del rey de Balsora, « Toma, » le dijo *, « mas te
diera si tuviese. Á haberte conocido antes de ha-
ber consumido mis bienes, te pusiera en salvo de
tu pobreza, mas no por eso dejes de admitirlo, co-
mo si el regalo fuera mucho mas considerable. »
Tomó el califa la bolsa, dando gracias á Nu-
redin, y conociendo que era oro lo que habia
dentro, « Señor, » le dijo, a no cabe agradece-
ros cumplidamente tantísima jenerosidad : di-
choso el que trata con jente honrada como vos;
pero antes que me retire, permitidme os haga
una suplica y que me la concedáis. Veo aquí un
laúd, y supongo que esta señora sabe tocarlo. Si
pudierais conseguir de ella que me hiciera el fa-
vor de tocar tan solo una sonata, me volvería
contentísimo, pues es un instrumento á que ten-
go particular afición.
« Hermosa Persa, » dijo al punto Nuredin, en-
carándose con la esclava, « os pido esa fineza,
y espero* que no me la negaréis. » La joven tomó
el laúd, y habiéndolo templado, tocó y cantó al
mismo tiempo una tonada que arrebató al califa.
Al acabar, siguió tocando sin cantar, y lo hizo
con tanta suavidad y señorío que el califa quedó
enajenado.
Cuando la linda Persa dejó de tocar, « ¡ Cie-
los I » esclamó el califa, « ¡ qué voz, que ejecu-
ción ! Nunca se cantó mejor ni tocó tan bien el
laúd, nunca se vio ni oyó primor semejante. »
Nuredin, acostumbrado á dar lo que le perte-
necía á todos los que se lo elojiaban, « Pesca-
dor, » repuso, « ya veo que lo entiendes; ya que
tanto te agrada, tuya es, te la regalo. » Al mis-
mo tiempo se levantó, cojió su vestido, que se
habia quitado, disponiéndose á marcharse y á
dejar al califa, á quien conceptuaba un pescador,
en posesión de la hermosa Persa.
Ésta, sumamente pasmada de la jenerosidad
de Nuredin, le detuvo. « Señor, » le dijo mirán-
dole cariñosamente « ¿á dónde os queréis mar-
char ? Volveos á sentar, os ruego, y escuchad
lo que voy á cantar. » Hizo Nuredin lo que de-
seaba, y entonces tocando el laúd y mirándole
con ojos anegados en llanto, cantó unos versos
repentinos y le reconvino espresivamente por el
escaso cariño que le mostraba, ya que tan fácil-
mente y con tanto desvío la abandonaba á Ke-
rin. Al concluir, dejó el laúd á un lado y se cu-
brió el rostro con el pañuelo para ocultar sus
lágrimas, que no podia contener.
Nada contestó Nuredin á estas reconvencio-
nes, y con su silencio manifestó que se arrepen-
tía de la donación que habia hecho. Pero el ca-
lifa, asombrado de lo que acababa de oir, le dijo :
« Señor, á lo que veo, esta dama tan hermosa
y peregrina, que acabáis de regalarme con tanta
jenerosidad, es vuestra esclava y vos sois su
amo» — Es cierto, Kerin, » replicó Nuredin, « y
mucho mas te pasmaras, si le refiriera todas las
desventuras que me han sobrevenido por causa
suya. — Por favor, señor, » repuso el califa,
desempeñando muy bien el papel de pescador,
« hacedme la fineza de referirme vuestra his-
toria.
Nuredin, que acababa de prorumpir en otros
rasgos de mayor entidad, aunque solo le creía
un pescador, consintió en complacerle. Refirióle
toda su historia, empezando por la compra que
el visir su padre había hecho de la hermosa
Persa para el rey de Balsora, y nada omitió de
288
LAS MIL Y UNA NOCHES,
lo que habia hecho y le había sucedido en Bag-
dad con ella hasta aquel momento.
Guando Nuredin hubo acabado, a ¿ V ahora á
dónde vais ? » le preguntó el califa. — « ¿ Á
dónde voy? » respondió el joven, aá donde
Dios me guie. — Si queréis creerme, » repuso
el califa, « no pasaréis de aquí : antes debéis
volveros á Balsora. Voy á daros una esquela que
entregaréis al rey de mi parte ; veréis como os
recibe placenteramente en habiéndola leido, y
que nadie se meterá con vos.
— o Kerin, » repuso Nuredin, «muy estraño
es cuanto me dices ; nunca se oyó que un pes-
cador como tú estuviese en correspondencia con
un rey. — No debéis estrañarlo,» replicóel califa,
«hemos estudiado juntos con los mismos maes-
tros, y siempre hemos sido los amigos mas finos
del mundo. Es cierto que la suerte no nos ha sido
igualmente propicia : le ha hecho rey, y á mí
pescador; pero esta desigualdad en nada menos-
caba nuestro cariño. Quiso sacarme de mi esta-
do con todas las instancias que cabían en nues-
tra intimidad. Yo me contenté con el aprecio
que le merezco en no rehusarme un ápice de
cuanto le pido en obsequio de mis amigos : de-
jadme obrar ; allá veréis los resultados.
Nuredin se avino á cuanto apetecía el califa,
y como habia en el salón recado de escribir , el
califa estendió la siguiente carta al rey de Balso-
ra, poniendo eir el estremo del papel esta fór-
mula en letrita sumamente menuda : « En nom-
bre de Dios misericordiosísimo, » en prueba de
que requería ser absolutamente obedecido.
CARTA DEL CALIFA HARUN ALRASCHID AL REY DB
BALSORA.
«Harun Alraschid, hijo de Mahdi, envía esta
carta á su vecino Mohamed Zinebi. Luego que
Nuredin, hijo del visir Khacan, portador de es-
ta carta, te la haya entregado y tú la hayas leí-
do, te despojarás al instante del manto sobera-
no, se lo echarás sobre los hombros, haciéndo-
le sentar en tu lugar, y cuidado que dejes de
hacerlo. Adiós.»
El califa cerró la carta y la selló , y sin mani-
festar á Nuredin su contenido, « Tomad, » le di-
jo, « é id á embarcaros inmediatamente en un
bajel que va á dar la vela, pues sale diariamen-
te uno á la misma hora ; ya dormiréis cuando
os hayáis embarcado. Nuredin tomó la carta y
marchó con el poco dinero que tenia sobre sí,
cuando el ujier Sanjiar le habia dado su bolsa ;
y la linda Persa, desconsolada de su partida, se
tendió en el sofá derramando lágrimas. »
Apenas Nuredin habia salido del salón, cuan-
do Jeque Ibrahim, que habia guardado silencio du-
rante todo lo que acababa de ocurrir, miró al cali-
fa, á quien siempre tenia por el pescador Kerin, y
le dijo: «Escucha Kerin, nos has venido á traer
dos peces que á lo mas valen veinte monedas de
cobre , y te han dado una bolsa y una esclava :
¿ te imajinas que todo esto será para tí ? Te de-
claro que quiero la esclava á medias. En cuanto
á la bolsa, enséñame lo que hay dentro : si es
plata, tomarás una moneda para ti ; si es oro, yo
me lo quedaré todo y te daré algunas monedas
de cobre que me quedan en el bolsillo. »
Para comprender bien lo que sigue, dijo Che-
herazada, es de advertir que el califa, antes de
llevar al salón el plato de pescado ya corriente,
habia mandado al gran visir Jiafar que fuese
prontamente á palacio y le trajera cuatro cria-
dos y un vestido y le aguardara al otro lado del
cenador hasta que llamase por una de las ven-
tanas. El gran visir habia cumplido esta orden,
y él, Mesrur y los cuatro criados estaban aguar-
dando á que diera la señal.
Vuelvo á mi narración , añadió la sultana : El
califa , disfrazado de pescador, contestó resuel-
tamente á Jeque Ibrahim : «Amigo mió, no sé
lo que contiene la bolsa ; sea plata ú oro, os da-
ré gustoso la mitad ; pero en cuanto á la esclava,
la quiero para mí solo. Si no queréis admitir las
condiciones que os propongo, nada tendréis. »
Jeque Ibrahim, ciego de ira con esta insolen-
cia, pues tal le parecía en un pescador con res-
pecto á él, asió una de las porcelanas que habia
sobre la mesa y se la tiró al califa. Este evitó, fá-
cilmente el golpe de un hombre beodo ; la por-
celana fué á dar contra la pared y se destrozó
en mil pedazos. Jeque Ibrahim , mas y mas en-
furecido por haber errado el golpe, toma una
vela que estaba sobre la mesa, se levanta dan-
do traspieses, y baja por una escalerilla escusa-
da en busca de un garrote.
El califa llama por una de las ventanas. El
gran visir Mesrur y los cuatro criados le quitan
arrebatadamente el traje de pescador y le ponen
el que le habían traído. Están aun afanados en
redondear su faena con el califa, sentado ya en
el trono que habia en el salón, cuando Jeque
Ibrahim, á impulsos de su codicia, vuelve em-
puñando un varapalo, y ansiosísimo de vengar-
se del supuesto pescador. Pero, en vez de en-
contrarle, ve su vestido en medio del salón y al
califa sentado en su solio con el gran visir y
Mesrur á su lado. Pásmase todo y duda si está
despierto ó durmiendo. El califa se echa á reir
por su asombro y le dice: «Jeque Ibrahim,
¿ qué quieres ? ¿ qué buscas ? »
Ibrahim, que ya no podia dudar de que era el
CUENTOS ÁRABES.
289
califa, se arroja á sus pies, con el rostro y su
larga barba pegadas al suelo, « Caudillo de los
creyentes,» prorumpe, «vuestro vil esclavo os
ha ofendido, implora vuestra clemencia y os pi-
de mil perdones. En aquel momento los criados
habian acabado de vestirle, y le contesta apeán-
dose del trono : ((Levántate, ya estás perdonado. »
Encaróse luego el califa con la línda Persa,
que había suspendido su quebranto al ver que
el jardín y el cenador eran de aquel principe , y
no de Jeque Ibrahim, como este lo había aparen-
tado , y que era él mismo el que se habia dis-
frazado de pescador. « Hermosa Persa , » le dijo,
« levantaos y seguidme. Debéis conocer quien
soy tras lo que acabáis de ver, y que no soy de
jerarquía que necesito afianzar el regalo que
Nuredin me hizo de vuestra persona con una
jenerosidad sin igual. Le he enviado á Balsora
para ser rey, y también os enviaré para que
seáis reina tan pronto como le remita los des-
pachos necesarios para su ensalzamiento. En-
tretanto tendréis un aposento en mi palacio, y
se os tratará según vuestras prendas. »
Estas palabras sosegaron y consolaron en gran
manera á la hermosa Persa con el júbilo de
saber que Nuredin, á quien amaba entrañable-
mente, acababa de ser encumbrado á tan alto
señorío. El califa cumplió la palabra que acababa
de dar, y aun la recomendó á su esposa Zobeida ,
tras de haberle comunicado la gracia que habia
dispensado á Nuredin.
El regreso de Nuredin á Balsora fué mas prós-
pero y veloz de lo que le cumplía apetecer para
su dicha. Al llegar, no vio á pariente ni amigo ;
se encaminó al palacio del rey , y llegó cuando
aquel príncipe estaba dando audiencia. Atravesó
el concurso, levantando la carta : le hicieron
lugar y la presentó. Recibióla el rey , y habién-
dola abierto, se inmutó al leerla. Besóla tres
veces, é iba á ejecutar la orden, cuando le
ocurrió enseñársela al visir Sauy , enemigo mor-
tal de Nuredin.
El visir, que habia conocido á este y que
estaba cavilando ansiosamente sobre el intento
que habría traido, no quedo menos atónito que
el rey con la orden que contenia la carta , y como
esta no le interesaba menos que á él , discurrió
al punto un medio de eludirla. Aparentó no ha-
berla leido bien y se volvió de costado para leerla
otra vez. Entonces, sin que nadie lo advirtiera
ni que se conociese á menos de mirar con mucho
ahinco, arrancó mañosamente la fórmula que
habia en el encabezamiento para demostrar que
el califa quería ser obedecido en términos abso-
lutos, se la metió en la boca y la tragó.
Hecho esto, encaróse al rey, le devolvió la
T. 1.
carta y le dijo en voz baja : « Y bien, sefior,
¿ cuál es el ánimo de vuestra majestad ? — Mi
ánimo es hacer lo que el califa manda , d con-
testó el rey. — « Guardaos de hacerlo, señor, »
respondió el malvado visir, « parece la letra del
califa ; pero la carta no tiene fórmula. » El rey
la habia advertido anteriormente ; pero con su
turbación se figuró que se habiá engañado,
puesto que ya no la veía.
« Señor, j> prosiguió el visir, « es de creer
que el califa habrá concedido esta carta á Nure-
din, en vista de las quejas que le habrá dado
contra vuestra majestad y contra mí, para qui-
társelo de delante ; pero no ha sido su intención
que ejecutéis su contenido. Además, habéis de
considerar que no ha enviado un espreso con la
patente, sin lo cual es nula. Jamás se destrona
un. rey sin mediar esta formalidad ; cualquiera
otro pudiera presentarse también con una carta
falsa ; esto nunca se ha practicado así; vuestra
majestad puede fiar en mi palabra y respondo
de las consecuencias. »
El rey Zinebi se dejó persuadir y puso á Nu-
redin en manos del visir Sauy , quien le llevó á
su casa con fuerza armada. Luego que llegó , le
mandó dar de palos hasta que quedó como
muerto, y en aquel estado le mandó llevar á
una cárcel, encargando que le empozaran eft
una mazmorra, y que no le dieran mas que pan
y agua.
Cuando Nuredin , molido de golpes, volvió en
sí y se vio en aquel calabozo , empezó á exhalar
mil lamentosos gritos quejándose de su des-
graciada suerte. « j Ah ! pescador, »* esclamó ,
« ! cuánto mo engañaste y cuan necio fui en
creerte ! ¿ Podia yo aguardar una suerte tan
cruel tras el bien que te hice ? Con todo Dios te
bendiga, pues no puedo creer que tu intención
fuese siniestra , y tendré paciencia hasta el tér-
mino de mis males. »
Diez días permaneció en esta situación el
cuitado Nuredin , y el visir Sauy no se olvidó
de que le habia puesto en aquel encierro. Deter-
minado á hacerle perder la vida de un modo
afrentoso, no se atrevió sin embargo á obrar
por su propria autoridad. Para lograr su perni-
cioso intento, cargó varios esclavos con ricos
presentes y fué á presentarse al rey. « Señor, »
le dijo con diabólica malicia , « he aquí lo que
el nuevo rey suplica á vuestra majestad que
acepte á su advenimiento á la corona. »
Comprendió el rey lo que Sauy quería darle
á entender. « j Cómo ! » repuso , « ¿ aun vive
ese desastrado ? Me creia que le habías mandado
dar muerte. — Señor, » replicó Sauy, « no me
incumbe á mí mandar quitar la vida á nadie ;
19
¡MO-
LAS MIL Y UNA NOCHES.
esto toca á vuestra majestad. — Vete , » dijo el
rey , « y mándale degollar ; yo te doy mi per-
miso. — Señor, » respondió entonces Sauy,
« estoy sumamente agradecido á vuestra majestad
de la justicia que me dispensa ; pero como Nu-
redin me hizo tan públicamente la afronta que
ya sabe, yo le pido por favor que permita que
la ejecución se celebre delante del palacio y que
los pregoneros vayan á vocearla por todos los
barrios de la ciudad , para que nadie ignore que
ha sido plenamente castigada la ofensa que se
me hizo. » Concedióle el rey lo que quería , y
los pregoneros, cumpliendo su deber, fueron
contristando en gran manera la ciudad. Estaba
muy reciente la memoria de las virtudes del
padre, para que nadie oyera sin indignación
que el hijo iba á padecer muerte afrentosa á
instancias y por la maldad del visir Sauy.
Este fué á la cárcel en persona , acompañado
de unos veinte esclavos , ministros de su cruel-
dad. Trajéronle á Nuredin , y le mandó montar
en un ruin caballejo y en pelo. El joven preso,
viéndose en poder de su enemigo, « Triunfas, »
le dijo , « y abusas de tu situación ; pero confio
en la verdad de estas palabras de uno de nues-
tros libros : « Juzgáis injustamente, y dentro de
poco vosotros mismos seréis juzgados. » El visir
Sauy , que verdaderamente triunfaba en su in-
terior, « ¡ Cómo ! insolente , » replicó , « ¿ aun te
atreves á insultarme? Vete, te lo perdono;
suceda lo que quiera , con tal que te haya visto
degollar en presencia de todo Balsora. También
debes saber lo que dice otro libro : « ¿ Qué
importa mOrir el dia después de la muerte de
un enemigo ? »
Aquel ministro implacable en su encono y
enemistad , rodeado de una parte de sus escla-
vos armados , mandó que los demás llevaran á
Nuredin, y se encaminó á palacio. El pueblo
estuvo á punto de abalanzarse á él , y le hubiera
apedreado , si alguien hubiera dado el ejemplo.
Cuando le hubo llevado á la plaza de palacio ,
delante del aposento del rey , le dejó en manos
del verdugo y fué á presentarse al rey, que se
hallaba ya en su gabinete, pronto á saciar sus
ojos con el sangriento espectáculo que se pre-
paraba.
La guardia del rey y los esclavos del visir
Sauy tuvieron mucho trabajo en contener al
pueblo, que estremaba sus conatos, aunque en
balde, para romper las filas y arrebatar á Nure-
din. Acercóse á este el verdugo y le dijo :
« Señor, os suplico que me perdonéis vuestra
muerte ; soy un esclavo , y como tal tengo que
cumplir con mi obligación; si no tenéis que
mandar, disponeos á morir, porque el rey va á
darme muy pronto la señal. »
En aquel momento cruel . a ¿ No habrá alguna
persona caritativa, » dijo el aflijido Nuredin,
volviendo la cabeza á uno y otro lado , « que
me dé un poco de agua para apagar la sed ? »
Trajéronle al punto un vaso, que fué pasando
de mano en mano hasta él. El visir Sauy , que
advirtió este retardo, voceó al verdugo desde
la ventana del gabinete del rey donde se hallaba :
« ¿ Á qué aguardas? Descarga. » Á estas pala-
bras bárbaras é inhumanas resonaron en toda
la plaza tremendas imprecaciones contra él ; y
el rey, celoso de su autoridad, no aprobó
aquella libertad en su presencia, como lo mani-
festó gritando que se aguardase. Otro motivo
tenia para ello , pues alzando en aquel momento
la vista hacia una calle que estaba en frente del
palacio y desembocaba en la plaza, descubrió
una cuadrilla de jinetes que llegaban á escape.
« Visir, » le dijo al punto á Sauy ; « ¿ qué es
aquello? mira. » Este, que se receló de lo que
podia ser, instó al rey para que diera la señal
al verdugo. « No, » repuso el rey; « antes
quiero saber quienes son esos jinetes. » Era el
gran visir Jiafar con su comitiva que llegaba de
Bagdad de parte del califa.
Para saber el inolivo.de la ida de aquel mi-
nistro á Balsora, advertiremos que después de
la salida de Nuredin con la carta del califa,
este no se había acordado, al dia siguiente ni
en los sucesivos, de enviar un espreso con la
patente de que habia hablado á la linda Persa.
Hallábase en el palacio imperial , que era el de
las mujeres, y al pasar delante de un aposento ,
oyó una hermosísima voz. Paróse, y apenas
hubo oido algunas palabras que manifestaban el
dolor de la ausencia, cuando preguntó á un
oficial de los eunucos que le acompañaba , qué
mujer era la que vivia en aquel aposento, y el
oficial le respondió que era la esclava del joven
señor á quien habia enviado á Balsora para ser
rey en lugar de Mohamed Zinebi.
« ¡ Ah pobre Nuredin, hijo de Khacan ! » es-
clamó al punto el califa, « mucho me he olvida-
do de ti. Que venga al punto el visir Jiafar. »
Llegó aquel ministro, y el califa le dijo : « Jia-
far, no me he acordado de enviar la patente
para que Nuredin sea reconocido por rey de
Balsora. No hay tiempo que perder; toma al-
guna jente y caballos de posta y marcha al punto
á Balsora. Si Nuredin ya no existe, manda ahor-
car al visir Sauy; si no está muerto, traétele
con el rey y su visir. »
El gran visir Jiafar, sin detenerse , montó á
caballo, marchó inmediatamente con una es-
cuentos Árabes.
291
colta de los empleados de su casa, y llegó á
Balsora del modo y en el momento que hemo9
espresado. Luego que entró en la plaza, abrióse
la muchedumbre para dejarle él paso libre, pi-
diendo la gracia de Nuredin, y entró en el pala-
cio con igual rapidez hasta la escalera , en
donde se apeó.
El rey de Balsora, que habia conocido al pri-
mer ministro del califa, le salió al encuentro y
le recibió á la entrada de su aposento. El gran
visir preguntó al pronto si Nuredin estaba vivo,
y en tal caso, dijo que se le trajeran. Respondió
el rey que aun vivia, y mandó que se le presen-
enemigo. « Caudillo de los creyentes, » repuso
Nuredin, « por mucho daño que me haya hecho
ese hombre perverso y haya procurado causar á
mi difunto padre, me tendría por el mas infame
de todos los hombres, si manchara mis manos
con su sangre. » Aprobóle el califa su jenerosw
dad y mandó que se hiciera justicia por mano
del verdugo.
El califa quiso enviar á Nuredin á Balsora para
reinar allí ; pero este le suplicó que le dispen-
sara de aquel honor. « Caudillo de los creyen-
tes, » repuso, <( la ciudad de Balsora me será
siempre odiosa tras lo que me sucedió, y así
tasen. Como compareció alado , mandó que le
dieran libertad y que se apoderaran del visir
Sauy, amarrándole con los mismos cordeles.
El gran visir Jiafar no durmió mas que una
noche en Balsora ; marchóse á la mañana si-
guiente, y según la orden que tenia, se llevó
consigo á Sauy, el rey de Balsora y Nuredin.
Cuando llegó á Bagdad, los presentó al califa, y
habiéndole dado cuenta de su viaje, y particu-
larmente del estado en que habia hallado á Nu-
redin y del modo como se le habia tratado por
consejo y encono de Sauy, el califa propuso á
Nuredin que cortara él mismo la cabeza á su
suplico á vuestra majestad me permita cumplir
el juramento que tengo hecho de no volver allá
en mi vida. Pondria toda mi gloria en hacerle
los mayores servicios junto á su persona, sí tu-
viese la dignación de concederme esta gracia. »
El califa le admitió en el número de sus corte-
sanos, le devolvió la linda Persa y le colmó de
tantos bienes, que vivieron juntos hasta la
muerte con cuanta felicidad pudieron apetecer.
En cuanto al rey de Balsora, contentóse el
califa con darle á conocer cuanta atención debia
poner en la elección de sus visires, y le envió
otra vez i su reino,
•292
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CLXXXVIII.
Al dia siguiente antes de amanecer, Dinarzada
despertó á la sultana Cheherazada, y esta refirió
al sultán de las Indias la historia de Camaralza-
man, según lo habia prometido, y dijo :
HISTORIA DE LOS AMORES DE CAMARALZAMAN, PRÍN-
CIPE DE LA ISLA DE LOS HIJOS DE KHALEDAN , Y DE
RADURA, PRINCESA DE LA CHINA.
Señor, á unos veinte dias de navegación de
las costas de Persia, habia en el anchuroso pié-
lago una isla llamada de los hijos de Khaledan.
Estaba dividida en varías y grandiosas provin-
cias de suma entidad por muchas ciudades po-
pulosas y florecientes que componen un reino
poderosísimo. En otro tiempo estaba gobernada
por un rey llamado Ghahzaman, que tenia cua-
tro mujeres de lejítimo matrimonio, todas hijas
de reyes, y sesenta concubinas.
Ghahzaman se conceptuaba el monarca mas
venturoso de la tierra por el sosiego y prosperi-
dad de su reinado. Una sola particularidad me-
noscababa su dicha, y era que siendo anciano,
carecía de hijos, á pesar de tan crecido número
de mujeres. No sabia á qué atribuir aquella es-
terilidad, y en su desconsuelo, miraba como la
mayor desventura que pudiera sucederle el mo-
rir sin dejar tras sí un sucesor de su sangre.
Disimuló por mucho tiempo el agudo pesar que
le atormentaba, y sufría tanto mas en cuanto se
violentaba para no manifestarlo. Al fin rompió
el silencio, y un dia habiéndose quejado amar-
gamente de su desdicha á su gran visir, con
quien estaba conversando á solas, le preguntó
si no sabia algún medio para remediarlo.
• « Si lo que vuestra majestad me pregunta, »
respondió aquel sabio ministro, «dependiera de
las reglas comunes de la humana sabiduría,
pronto se le rodeara la satisfacción que con
tanto afán está apeteciendo ; pero confieso que
mi esperiencia y conocimientos no alcanzan á lo
que se me propone : solo á Dios se puede recur-
rir en tales necesidades : en medio de nuestras
prosperidades, que nos le hacen á veces olvi-
dar, se complace en mortificamos de algún
modo, para que nos acordemos de él, reconoz-
camos su omnipotencia y le pidamos lo que solo
de él debetpos esperar. Tenéis subditos cuya
profesión particular es honrarle y servirle y vi-
vir trabajosamente por amor suyo : mi opinión
fuera que vuestra majestad les hiciese limosnas
y los exhortara á juntar sus plegarias con las
vuestras .- quizás en tantísimo número se hallará
alguno bastante puro y grato á Dios para alcan-
zar que colme vuestros anhelos. »
El rey Chahzaman aprobó mucho aquel con-
sejo, por el que dio gracias al gran visir. Mandó
repartir cuantiosas limosnas á todas las comuni-
dades de hombres consagrados á Dios. También
llamó á los superiores, y después de haberlos
obsequiado con un banquete frugal, les mani-
festó su ánimo, rogándoles que se lo comunica-
ran á los devotos que estaban bajo su direc-
ción.
Chahzaman consiguió del cielo lo que desea-
ba, manifestándose muy pronto embarazada una
de sus mujeres, que al cabo de nueve meses dio
á luz un precioso niño. En acción de gracias,
envió nuevas limosnas á las comunidades de los
devotos musulmanes, dignas de su grandeza y
poderío, y se celebró el nacimiento del prín-
cipe, no solo en su capital, sino también por
toda la estension de sus estados, por medio do
recocijos públicos que duraron toda una sema-
na. Lleváronle el príncipe luego que vino á luz,
y le halló tan hermoso que le dio el nombre de
Camaralzaman ó Luna del siglo.
Este príncipe fué criado con esmeradísimo
ahinco, y cuando tuvo la edad competente, el
sultán le dio un ayo muy cuerdo con sabios
maestros. Aquellos personajes tan sobresalientes
en su desempeño le fueron descubriendo una
índole candorosa, dócil y capaz de recibir cuan-
tas instrucciones quisieron darle, ya en cuanto
al arreglo de sus costumbres, ya por lo que toca
á los conocimientos que debía atesorar un prín-
cipe tan poderoso. Aprendió luego también to-
dos sus ejercicios, y los ejecutaba con una gra-
CUENTOS ÁRABES.
293
cía y maestría asombrosa, causando á todos
embeleso, y particularmente al sultán su padre.
Cuando el príncipe cumplió quince años, el
sultán, que le amaba con ternura y le daba con-
tinuamente pruebas de su cariño, ideó el intento
de darle la mas señalada bajando del trono y
poniéndole en su lugar. Comunicóselo á su gran
visir, diciendo : « Temó que mi hijo malogre en
la ociosidad de la juventud, no solo Lodas las
prendas con que le colmó la naturaleza, sino
. también las que se granjeó con tanto aprove-
chamiento por la buena educación que he pro-
curado darle. Como ya estoy en una edad en
que debo tratar de retirarme, me hallo casi de-
terminado á confiarle las riendas del gobierno
y á pasar el resto de mis dias con la satisfacción
de verle reinar. Llevo ya largo plazo de afanes,
y necesito descanso. »
El gran visir no quiso hacer objeciones que
disuadieran al sultán de su determinación : al
contrario, aprobó su pensamiento. « Señor, »
respondió, « el príncipe es todav/a muy joven,
en mi concepto, para cometerle tan temprano
una carga tan pesada como la de gobernar un
estada poderoso. Vuestra majestad teme con
motivo que se corrompa en la ociosidad ; mas
para remediarlo , ¿ no fuera mas acertado ca-
sarle antes? el matrimonio liga é impide que un
príncipe se descamine con devaneos. Así vues-
tra majestad le admitiría en sus consejos, en
donde aprendería poco á poco á sostener dig-
namente el esplendor y peso de vuestra corona,
de que estaríais á tiempo de despojaros en fa-
vor suyo, cuando por vuestra propia esperien-
cia le juzgaseis capaz. »
Chahzaman dio el consejo de su primer mi-
nistro por muy acertado, y luego que le hubo
despedido, mandó llamar al príncipe Camaral-
zaman.
El príncipe, que hasta entonces siempre ha-
bía visto al sultán su padre á ciertas horas de-
terminadas sin necesidad de que se le llamara,
estrañó algún tanto aquel mandato. En vez de
presentarse ante él con su llaneza acostum-
brada, le saludó con sumo respeto y se paró en
su presencia con la vista baja.
Advirtió el sultán el encojimiento del prín-
cipe. « Hijo mió, » le dijo en acento agasajador,
« ¿ sabes con qué motivo te mandé llamar? —
Señor, » respondió modestamente el principe,
« solo Dios penetra hasta el fondo de los cora-
zones : con gusto lo oiré de boca de vuestra
majestad. — Te he mandado llamar, » repuso
el sultán, « para decirte que deseo casarte.
¿ Qué te parece de este pensamiento? »
Con sumo disgusto oyó estas palabras el prín-
cipe Camaralzaman. Trastornáronle , cubriósele
el rostro de un frío sudor, y no sabia qué res-
ponder. Al cabo de un rato de silencio, con-
testó : « Señor, os ruego que me perdonéis si
me muestro confuso al oir semejante declara-
ción, pues no me la aguardaba en tan tierna mo-
cedad, y aun no sé si podré determinarme aW
gun dia al matrimonio, no solo por el engorro
que dan las mujeres, como conozco muy bien,
sino por lo que he leído en nuestros autores de
sus picardías , maldades y perfidias. Quizá no
siempre seré del mismo parecer : con todo me
es preciso algún plazo para avenirme á lo que
vuestra majestad requiere de mí. »
Cheherazada quería proseguir ; pero vio que
el sultán de las Indias se levantaba ya, porque
amanecía, y así dejó de hablar. A la noche si-
guiente prosiguió de esta manera :
NOCHE CLXXXIX.
Señor, la respuesta del príncipe Camaralza-
man aflijió en estremo al sultán su padre , ha-
ciéndosele dolorosísima tanta repugnancia al
matrimonio. Con todo, no quiso tratarla de de-
sobediencia, ni usar de la potestad paternal, y
se contenió con decirle : « No quiero violen-
tarte en este punto ; te doy tiempo para que lo
pienses y consideres que un príncipe como tú,
destinado á gobernar un gran reino , debe pen-
sar ante todo en proporcionarse un sucesor.
•2)4
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Esta satisfacción tuya ha de redundar en ven-
laja mia, para quien es muy grato verme revivir
en ti y en los hijos que tengas. »
Nada mas dijo Chahzaman al príncipe su hijo.
Admitióle en el consejo de sus estados y le dio
todos los motivos de estar contento que podia
desear. Al cabo de un año le llamó á solas y le
dijo : « Hijo mió, ¿ has recapacitado sobre el
proyecto que tenia de casarte el año pasado ?
¿ Te negarás todavía á darme el júbilo que
aguardo de tu obediencia, y quieres que me
muera sin disfrutar ese logro ? »
Apareció el príncipe menos confuso que la
primera vez, y no titubeó mucho tiempo en
responder con entereza en estos términos :
« Señor, no he dejado de pensarlo con el de-
bido ahinco ; pero después de haberlo premedi-
tado con madurez, me he corroborado mas en
la resolución de vivir libre de los vínculos del
matrimonio. Con efecto , los quebrantos infini-
tos que las mujeres han causado en todas épo-
cas por el universo, como lo dicen sin rebozo
nuestras historias, y lo que todos los dias estoy
oyendo decir de sus dobleces, son los motivos
que me persuaden á no tener en la vida relación
alguna con ellas. Así, vuestra majestad me per-
donará, si me atrevo á manifestarle que es por
demás hablar de casarme. » Al decir esto se
despidió de su padre repentinamente sin aguar-
dar otra respuesta.
Cualquier otro monarca se hubiera contenido
á duras penas en vista del atrevimiento con que
el príncipe su hijo acabada de hablarle, y le
hubiera hecho arrepentirse de su demasía ; pero
le quería en estremo y deseaba valerse de todos
los medios suaves antes de violentarle. Comu-
nicó á su primer ministro el nuevo motivo de
pesar que acababa de darle Camaralzaman.
« He seguido vuestro consejo, » le dijo ; « pero
mi hijo manifiesta mayor repugnancia en ca-
sarse de la que tenia la primera vez que le
hablé , y se ha espresado de un modo tan atre-
vido, que he necesitado toda mi apacibilidad y
moderación para no enojarme contra él. Los
padres que piden hijos con tanto ardor como
yo pedí este son otros tantos insensatos que
andan tras la privación de aquel sosiego que
está en su mano gozar á sus anchuras. Decidme,
os ruego, por qué medios he de doblegar un.
ánimo tan rebelde á mi albedrío.
— « Señor, » repuso el gran visir, « con pa-
ciencia se llega á cabo de muchas empresas :
acaso esta no es de tal naturaleza que se con-
siga por semejante medio ; pero vuestra majes-
tad no tendrá que reconvenirse de haber obrado
con demasiada precipitación, si concede otro
año al principe para que se consulte á sí mismo.
Si durante este plazo cae en la cuenta, tendrá
tanta mas satisfacción, cuanto no se habrá va-
lido para obligarle sino de la condescendencia
paternal. Si, por el contrario, se aferra en su
obstinación, entonces, me parece que, acabado
el año, podrá declararle vuestra majestad en
pleno consejo que conviene al bien del estado
que se case. No es de creer que falte al debido
respeto delante de un cuerpo tan esclarecido,
honrado con vuestra presencia. »
El sultán, que deseaba con tanto anhelo ver
al principe su hijo casado, y á quien parecían
años los momentos de dilación, tuvo trabajo en
determinarse á aguardar tanto tiempo. Cedió
sin embargo á las razones de su gran visir, que
no le cabia desaprobar.
Ya empezaba á amanecer, y Cheherazada sus-
pendió su narración, dejándola para la noche
siguiente, en que dijo al sultán.
NOCHE CXC.
Señor , luego que el gran visir se marchó , el
sultán fué al aposento de la madre del príncipe
Camaralzaman á quien había manifestado va-
rias veces el vehemente deseo que tenia de ca-
sarle. Cuando le hubo referido con pesadumbre
de que modo acababa de desairarle por la se-
gunda vez , y apuntado la induljencia que aun
quería dispensarle , por consejo de su gran vi-
sir , « Señora , » le dijo , a sé que tiene en vos
mas confianza que en mi , que le habláis y qué
CUENTOS ARABKS.
•295
os escucha con mas agrado. Os ruego que apro-
vechéis el momento de hablarle formalmente y
hacerle entender que si insiste en su terquedad,
me obligaráal fin á valerme de medios estremos,
que me serian muy desagradables y le harían
arrepentirse de haberme desobedecido. »
Fatima , pues así se llamaba la madre de Ca-
maralzaman , indicó al príncipe su hijo , la pri-
mera vez que le vio t que estaba informada de
la nueva desatención que habia tenido con el
sultán su padre al tratarse de su casamiento , y
cuanto sentia que le hubiese dado tanto motivo
de enojo. « Señora, » repuso Camaralzaman,
« os ruego que no renovéis mi dolor sobre este
punto. Temería que en mi enojo soltase alguna
espresion impropia del respeto que os debo. »
Fatima conoció por esta respuesta que la herida
estaba muy reciente , y nada mas \e % dijo por
aquella vez.
De allí á algún tiempo , creyó haber hallado
ocasión de hablarle sobre el mismo asunto , con
mas esperanza de ser atendida. « Hijo mío , » le
dijo , « te ruego me digas qué motivos te pue-
den causar tanta aversión al matrimonio. Si no
tienes otro que el de la doblez y maldad de las
mujeres , este es muy frivolo y desatinado. No
quiero tomar la defensa de las mujeres malva-
das : estoy muy persuadida de que son en gran
número ; pero es una injusticia culparlas á todas
de tales. ¡ Ay ! hijo mió , no te fijas sino en aque-
llas de que hablan nuestros libros , y que á la
verdad han causado grandísimos trastornos que
no quiero escusar ; pero no haces caso de tantos
monarcas, sultanes y príncipes particulares, cu-
yas tiranías , barbaries y crueldades horrorizan
al leerlas en las historias que hemos estado le-
yendo juntos. Por una mujer hallarás mil de
esos bárbaros y tiranos ; y las mujeres honra-
das y juiciosas que tienen la desgracia de casarse
con aquellos furiosos , ¿ crees que sean muy di-
chosas?
— « Señora , » replicó Camaralzaman , « no
dudo que hay gran número de mujeres atinadas,
virtuosas , suaves y de buenas costumbres, j Oja-
lá todas se os pareciesen ! Lo que me repugna
es la elección dudosa que ha de hacer un hom-
bre para casarse , ó mas bien , que no se le deja
muchas veces en libertad de hacerla á su al-
bedrío.
« Supongamos que esté avenido á contraer un
enlace , como lo desea con tanta impaciencia el
sultán mi padre ; ¿ qué esposa me dará ? Sin du-
da una princesa que va á pedir á algún príncipe
vecino suyo , quien se tendrá por muy dichoso
en enviársela. Hermosa ó fea , preciso será que
la tome. Concedo que ninguna otra princesa
pueda comparársele en belleza , pero ¿ quién
puede asegurar que tendrá talento , que será
candorosa , amena y halagüeña , que su con-
versación será de asuntos sólidos , y no de- tra-
jes , galas , dijes y otras fruslerías que deben
repugnar á todo hombre sensato ; en una pala-
bra , que no será vanidosa , altanera é insultan-
te , y que no consumirá todo un estado en sus
gastos frivolos, en vestidos, pedrerías , joyas y
lujo disparatado?
« Va veis , señora , en este solo punto infini-
tos motivos para que me repugne el matrimo-
nio. Concedo que esa princesa sea tan perfecta
y cabal que no pueda tachársela de ninguna de
estas nulidades ; otros muchos motivos tengo
aun mas poderosos para no desistir de mi pare-
cer ni de mi determinación.
— «¿Cómo, hijo mió,» repuso Fatima,
« aun tienes otros motivos , á mas de los que
acabas de decir? Con todo yo me empeñaba en
responderte á ellos y cerrarte la boca con una
palabra. — No por eso debéis dejar de hacerlo,
señora , » replicó el príncipe : « quizá tendré al-
guna objeción á vuestra respuesta.
— « Quería decir , hijo mió , » añadió enton-
ces Fatima , « que le es fácil á un príncipe,
cuando ha tenido la desgracia de casarse con
una princesa tal cual acabas de pintar , de de-
jarla y dar órdenes terminantes para imposibi-
litarle el que arruine el estado.
— a Señora , » repuso* el príncipe Camaral-
zaman , » ¿no veis qué pesadumbre tan amarga
es para un príncipe la de tener que recurrir á
tal estremo ? ¿ No vale mas , para su nombradía
y sosiego , que no se esponga á ella?
— a Pero, hijo mió , » insistió Fatima , « á
lo que parece , tratas de ser el postrero de los
reyes de tu estirpe que han reinado con tanta
gloria en las isl^s de los hijos de Khaledan.
« Señora , » contestó el príncipe , « no deseo
sobrevivir al rey mi padre. Aun cuando muriera
antes que él , no habría motivo para estrañarlo,
tras tantos ejemplos de hijos que mueren antes
que sus padres. Pero siempre es glorioso para
un linaje de reyes acabar en un príncipe tan dig-
no de serlo como procuraré mostrarfne al par
de mis predecesores y del que le dio principio. »
Desde entonces Fatima tuvo con frecuencia
otras conversaciones con el príncipe Camaral-
zaman , valiéndose de todos los medios posibles
para desarraigar su aversión; pero siempre bur-
ló cuantas razones pudo darle , con otras á las
que ella no sabia que responder, y permaneció
firme en su propósito.
Trascurrió el año , y con gran pesar del sultán
Chahzaman , el príncipe no dio la menor señal
a»e
LAS MIL Y UNA NOCHES.
de haber variado de opinión. Un dia de consejo
solemne que se hallaban reunidos todos los visi-
res , primeros oficiales de la corona y jenerales
del .ejército t el sultán tomó la palabra y dijo al
príncipe ; « Hijo mió , hace tiempo que t& ma-
nifesté el anhelo con que deseaba verte casado,
y esperaba de tí mas condescendencia con un
padre que solo te pedia una determinación razo-
nable, Tras tan tenaz resistencia por tu parte,
que ha apurado mi paciencia , te propongo lo
mismo en presencia de mi consejo. Ya no es
para complacer á un padre , á quien no debie-
ras haber desairado : es porque así lo requiere
el bien de mis estados , y porque todos estos en-
flores te lo piden conmigo. Declárate pues, para
que tome las providencias oportunas t según sea
tu respuesta. »
El príncipe Camaralzaman respondió con tan
poco miramiento, ornas bien tan arrebatada-
mente • que el sultán, airado con aquel sonrojo
en pleno consejo , esclamó ; a j Cómo ! hijo des-
castado , i así tienes la insolencia de hablar á tu
padre y sultán, I » Dichas estas palabras , man-
dóle prender y llevar á una torre antigua y
desamparada < donde le dejaron encerrado con
una cama , algunos muebles y libros y un solo
esclavo para servirle.
Camaralzaman , bien hallado con la libertad
d© recrearse con sus libros , miró su encierro
con bastante indiferencia. De noche se lavó , y
después de haber leido algunos capítulos del Al-
coran , con el mismo sosiego que si estuviera en
su aposento en el palacio del sultán su padre,
se acostó sin apagar la lámpara, que dejó junto
á su lecho , y se quedó dormido.
En aquella torre habia un pozo que servia de
asilo durante el dia á una hada llamada Maimu-
na , hija de Damriat , rey ó caudillo de una lejion
de jenios. Eran las doce de la noche , cuando
Maimuna salió del pozo para ir por el mundo,
según costumbre , i donde la llevaba la curiosi-
dad. Admiróse de ver luz en el aposento del prín-
cipe Camaralzaman, Entró en él , y sin hacer
alto ea el esclavo que estaba tendido á la puer-
ta , se acercó al lecho , cuya magnificencia lla-
mó su atención , y quedó aun mas atónita viendo
á un joven acostado.
El príncipe Camaralzaman tenia el rostro me-
dio cubierto. Maimuna se lo destapó y vio el
mas hermoso joven que hasta entonces hubiese
visto en todos los parajes de la tierra habitada
que solia recorrer. « \ Qué resplandor I » dijo
para sí , «ó mas bien , ¿qué prodijio de hermo-
sura será cuando estén abiertos estos ojos ocul-
tos por unos párpados tan bien formados ? ¿Qué
motivo podrá haber dado para que se le trate de
un modo tan indigno de la alta clase á que per-
tenece ? » Es de saber que la hada ya tenia co-
nocimiento de este joven y malició el caso.
Maimuna no podía cansarse de admirar al
príncipe Camaralzaman ; pero al fin , habiéndole
besado en ambas mejillas y en medio de la fren-
te sin despertarle , volvió á cubrirle como antes
y emprendió su vuelo por los aires. Habiéndose
elevado hasta la rejion media , oyó un rumor de
alas , lo cual la obligó á volar hacia aquel lado,
Al acercarse , conoció que era un jenio el que
movia aquel ruido; pero un jenio de los que son
rebeldes á Dios ; en cuanto á Maimuna , era de
aquellos á quienes el gran Salomón obligó á rer
conocerle desde aquel tiempo.
El jenio , que se llamaba Danha?ch y que era
hijo de Chamhurasch , conoció también á Mai-
muna ; pero con gran sobresalto. Con efecto,
sabia que tenia gran superioridad sobre él por
su sumisión á Dios. Hubiera querido evitar su
encuentro ; pero se halló tan cerca de ella , que
no habia medio entre pelear ó ceder,
Danbasch se anticipó á Maimuna y con hu-
milde acento le dijo ; a Valiente Maimuna , ju-
radme por el gran nombre de Dios que no me
haréis daño , y por mi parte os prometo no ha-
céroslo.
— «Maldito jenio,» repuso Maimuna, «¿qué
daño puedes hacerme? No te temo.: con todo
me avengo á franquearte tamaño favor, y te
hago el juramento que pides. Dime ahora de
dónde vienes, lo que has visto y hecho esta no-
che. — Hermosa dama , » respondió Danhasch ,
<r llegáis muy á punto para oir un lance en es*
tremo peregrino. »
La sultana Cheherazada no pudo proseguir,
porque ya asomaba el dia ; así dejó su narración
para la noche siguiente :
^¿b]aI^^||a|U|A^|A|||^| ^TSp^
CUENTOS ÁRABES.
«97
NOCHE CXCI.
Señor, Danhasch, el jenio rebelde á Dios,
prosiguió y dijo á Maimuna : « Ya que lo deseáis
os diré que vengo de los confines de la China ,
desde donde se otean las últimas islas de este
hemisferio... Pero, hermosa Maimuna,» dijo
Danhasch, que temblaba de miedo en presencia
de la hada y apenas acertaba á proseguir, «¿me
prometéis indultarme y dejarme en plena liber-
tad , en habiendo satisfecho á vuestras pregun-
tas?
— « Prosigue , maldito , » replicó Maimuna ,
« y nada temas. ¿ Me conceptúas acaso tan ale-
vosa como tú mismo y capaz de quebrantar el
gran juramento que te hice ? Cuenta con decirme
la verdad, si no, te cortaré las alas, y te trataré
como mereces. »
Danhasch*, algún tanto rehecho con estas ra-
zones de Maimuna, a Mi querida señora,» repu-
so , « nada os diré que no sea cierto ; tened so-
lamente la dignación de escucharme. £1 pais de
la China de donde vengo es uno de los mayores
y mas poderosos reinos de la tierra, del cual
dependen las últimas islas de aquel hemisferio
consabido. El rey. actual se llama Gayur y tiene
una hija única, la mas hermosa que se vio en el
orbe desde que existe. Ni vos, ni yo, ni los je-
mos de vuestro partido, ni los del mió, ni todos
los hombres juntos , tenemos términos adecua-
dos, espresiones harto significativas, ó suficiente
elocuencia para rasguear un retrato con asomos
de semejanza á la realidad. Tiene el cabello cas-
taño y tan poblado que le llega hasta los pies y
que se parece á un hermoso racimo cuyos gra-
nos son de un tamaño estraordinario, cuando lo
riza sobre su cabeza. Después del cabello, tiene
la frente tan lisa como el espejo mas terso, con
asombroso primor en su hechura; los ojos ne-
gros, fogosos y centellantes; la nariz propor-
cionada; la boca pequeña y sonrosada; los
dientes como dos hileras de perlasque se aven-
tajan en blancura i las mas finas; y cuando
mueve la lengua para hablar, va derramando un
sonido suave y lisonjero y se espresa con pala-
bras que eslán retratando la travesura de su
injenio. El mas hermoso alabastro no es tan
blanco cual su pecho. En suma, por este escaso
bosquejo, fácilmente juzgaréis que no hay en el
mundo hermosura mas sobresaliente y acabada.
« El que no conociera al rey , padre de esta
princesa, juzgaría, en vista de las pruebas que
le está dando de cariño, que se halla enamorado
de su hija. Nunca amante hizo por la querida
mas idolatrada lo que se Je ha visto hacer por
ella. Con efecto , nunca idearon allá los zelos
mas violentos lo que le ha hecho inventar y
ejecutar el afán de incomunicarla y reservarla
para el que debe ser su consorte. Para que no
se aburriera en el retiro en que la tiene guar-
dada, le ha'mandado construir siete palacios que
se aventajan á cuanto se ha visto y oido.
« El primero es de cristal de roca, el segundo
de bronce, el tercero de tersísimo acero, el
cuarto de otra clase de bronce mas precioso que
el susodicho y que el mismo acero, el quinto de
piedra imán, el sexto de plata, y el séptimo de
oro macizo. Los ha amueblado con un lujo inau-
dito , cada cual por un rumbo proporcionado á
la materia do que están construidos. No se han
olvidado en los jardines que de ellos dependen
praderas esmaltadas de flores, estanques, surti-
dores, azequias, cascadas, alamedas intermina-
bles y en las que nunca llega á penetrar el sol ;
todo con diversa simetría en cada verjel. Final-
mente, el rey Gayur ha manifestado que el amor
paterno'solo le ha ocasionado un gasto inmenso.
«Sabedores por la fama de aquella beldad
incomparable, los reyes vecinos mas poderosos
enviaron á pedirla en matrimonio por medio de
solemnes embajadas. El rey de la China dispensó
á todas igual agasajo ; mas como no quería ca-
sar á la princesa sino con su beneplácito, y esta
no se avenia á ninguno de los partidos propues-
tos, si los embajadores se retiraban poco satis-
fechos por lo que toca á su intento, á lo menos
se marchaban contentísimos con las atenciones
y obsequios que les habían cabido.
(( Señor,)) decia la princesa al rey de la China,
« queréis casarme y os figuráis agradarme con
298
LAS MIL Y UNA NOCHES.
esto. Vivo persuadida de Lodo y os lo agradezco
en estremo. ¿Pero dónde hallaré, lejos de vues-
tra majestad, palacios tan ricos y tan deleitosos
jardines ? Confieso que por vuestra dignación en
nada me hallo violentada y que me tributan los
mismos honores que á vuestra persona. Estas
son ventajas que no hallaría en ningún otro lu-
gar del mundo , cualquiera que fuese el esposo
que elijiese. Los maridos siempre quieren ser
dueños, y yo no tengo jenio para dejarme man-
dar. »
Tras muchas embajadas llegó una de parle de
« El rey de la China, sumamente airado con-
tra la princesa , repuso : « Hija mia , sois una
loca, y como tal os voy á tratar. » Y con efecto,
la mandó encerrar en un aposento de uno de los
siete palacios , y solo le dio diez mujeres para
hacerle compañía y servirla , siendo su nodriza
la principal. Luego, para que los reyes vecinos
que le habían enviado embajadas no pensasen
mas en ella , les comunicó la aversión que tenia
al malrimonio. Y no dudando que verdadera-
mente estaba loca, mandó pregonar que si habia
algún médico harto consumado para curarla, no
un rey mas opulento y poderoso que cuantos se
habían presentado. El rey de la China se lo co-
municó á la princesa su hija y le encareció cuan
aventajado le seria admitirlo por esposo. Su-
plicóle la princesa que la dispensase de aquel
enlace, y le dio las mismas razones que antes.
Instóla , pero en vez de avenirse , la princesa
trató con sumo desacato al rey su padre y le dijo
enojada : « Señor, no me habléis mas de ese
matrimonio ni de otro alguno ; si no, me clavaré
un puñal en el pecho , y me libraré de vuestras
instancias. »
enia mas que presentarse, y que se la daría en
recompensa por esposa.
« Hermosa Maimuna , » prosiguió Danhasch ,
«en tal estado se halla aquel negocio, y no
hago falta en ir diariamente á contemplar aque-
lla hermosura incomparable, á quien sentiría
causar el menor daño, á pesar de mi malicia na-
tural. Venid á verla, os lo ruego, pues merece
toda fatiga , y cuando hayáis conocido por vos
misma que no soy un mentiroso , estoy persua-
dido de que me agradeceréis el que os haya en-
señado una princesa que no tiene igual por lo
CUENTOS ÁRABES.
299
que toca á la hermosura. Estoy pronto á servi-
ros de- guia, y no tenéis mas que mandar. » En
vez de responder á Danhasch, Maimuna prorum-
pió en grandes carcajadas que duraron largo
rato ; y Danhasch , que no sabia a qué atribuir-
las, se quedó todo atónito. Cuando la hada hubo
acabado de reír, « Vaya , vaya , » le dijo , « td
quieres engañarme. Creia que ibas á hablarme
de alguna novedad muy peregrina, y me hablas
de una mozuela. ¿Qué dirías, maldito, si hu-
bieses visto como yo el hermoso príncipe que
acabo de mirar en este momento, y á quien amo
tanto como lo merece? Verdaderamente fuera
muy diverso el caso, pues vinieras á enloquecer.
— « Amable Maimuna , » repuso Danhasch ,
«¿rae cabrá el arrojo de preguntaros quién
puede ser ese príncipe deque habláis? — Sabe,»
Je dijo Maimuna, « que le ha sucedido con corla
diferencia lo mismo que á la princesa de que
acabas de hablarme. El rey su padre quería ca-
sarle á viva fuerza , y tras muchas y repetidas
instancias, ha declarado sin rebozo que no que-
ría. Por eso ahora está encerrado en la antigua
torre en que habito , y donde acabo de asom-
brarme.
— « No quiero contradeciros , » repuso Dan-
hasch, «pero hermosa dama, me permitiréis
creer, hasta que haya visto á vuestro príncipe ,
que ningún mortal se aproxima á la belleza de
mi princesa. — Cállate , maldito , » replicó Mai-
muna ; « otra vez te repito que eso no puede
ser. — No quiero aferrarme en contradeciros, »
añadió Danhasch ; « el mejor medio de conven-
ceros de si es cierto ó falso lo que os digo , es
admitir la propuesta que os hice de venir á ver
á mi princesa y enseñarme después vuestro
príncipe.
« No necesito tomarme esa molestia, » dijo
Maimuna; «otro medio hay para que ambos
quedemos satisfechos, y es que traigas á tu
princesa y la coloques en el lecho del príncipe.
De este modo nos será fácil compararlos uno
con otro y zanjar nuestra disputa. »
Avínose Danhasch á lo que deseaba la hada,
y quería volverse al punto á la China ; pero
Maimuna le detuvo diciendo : « Aguarda, ven y
te enseñaré antes la torre en donde debes dejar
á la princesa. » Volaron juntos hasta la torre, y
cuando Maimuna se la hubo enseñado á Dan-
hasch, « Vete á buscar á la princesa, » le dijo,
« y date priesa, aquí me hallarás. Pero escucha,
espero que me pagues una apuesta , si mi prín-
cipe es mas hermoso que tu princesa, y con-
siento también en pagártela, si esta es mas her-
mosa que aquel. »
Entraba la luz en el aposento, y Cheherazada
dejó de hablar hasta la noche siguiente, en que
dijo al sultán de las Indias :
NOCHE CXCII.
Señor, Danhasch se alejó de la hada, y ha-
biéndose trasladado á la China, volvió con in-
creíble velocidad, cargado con la hermosa prin-
cesa dormida. Recibióla Maimuna, é introdu-
ciéndola en el aposento del príncipe Camaralza-
man, la colocaron en el lecho á su lado.
Cuando el príncipe y la princesa estuvieron
así uno junto á otro, hubo una gran disputa so-
bre la preferencia de su hermosura entre el je-
nio y la hada. Pasaron harto rato admirándolos
y comparándolos mudamente. Danhasch rompió
el silencio y dijo á Maimuna : a Ya veis que mi
princesa es, como os Jo dije, mucho mas her-
mosa que vuestro príncipe. ¿ Lo dQdais todavía?
— « | Cómo si lo dudo ! » repuso Maimuna,
« sí por cierto, lo dudo. Debes estar ciego para
no ver que mi príncipe se aventaja mucho á tu
princesa. Confieso que esta es hermosa ; pero
no te atropelles, compáralos sin preocupación,
y verás que la realidad es lo que yo digo.
— « Aun cuando empleara masrato en compa-
rarlos, » repuso Danhasch, «no variaría de dic-
tamen. He visto á la primera ojeada lo que aho-
ra estoy viendo, y el tiempo no me haría formar
otro concepto. Con todo, hermosa Maimuna,
cedo, si lo deseáis. — No quiero que así sea , »
replicó Maimuna, «ni que un maldito jenk) como
tú me haga gracia. Nos atendremos, en cuanto
800
LAS MIL Y UNA NOCHES.
á la decisión, á un arbitro, y si no te avienes,
te consideraré como vencido. »
Danhasch, que estaba propenso á complacer
á Maimuna, consintió en lo que pedia ; y esta
golpeó la tierra con el pié, y al punto apareció
un jenio horrendo jorobado, tuerto y cojo, con
seis astas en la cabeza y las manos y pies con
uñas retorcidas. Luego que salió de la tierra y
vio á Maimuna, se echó á sus pies, y permane-
ciendo arrodillado, le preguntó lo que deseaba
y en qué podia servirla.
« Levantaos, Caschcasch, » le dijo, « os he
llamado para que decidáis en una contienda que
traigo con este maldito Danhasch. Echad la vis-
ta sobre esa cama, y decidnos imparcialmente
cuál os parece mas hermoso, el joven ó la dama. »
Caschcasch miró al príncipe y á la princesa
con estraordinario asombro y estrañeza, y luego
que los hubo contemplado sin poderscdecidir,
m Señora, » dijo á Maimuna, « os confieso que
os engañaría, si dijera que el uno me parece
mas hermoso que el otro. Cuanto mas los miro,
mas hallo que cada uno está atesorando en alto
grado la hermosura de que ambos están, á mi
entender, dotados ; y no tiene el uno el menor
defecto por donde se pueda decir que ceda al
otro. Si uno ú otro tienen alguno, solo hay á mi
juicio un medio para deslindarlo, y este es des-
pertarlos uno tras otro, conviniendo en que
tendrá menos hermosura aquel que manifieste
mas amor, mas afán, y aun arrebato. »
El consejo de Caschcash gustó igualmente á
Maimuna y á Danhasch. La hada se trasformó
en pulga, y saltó al cuello de Camaralzaman y
le picó tan reciamente que se despertó y echó
la mano, pero sin ningún fruto, porque Mai-
muna había dado un salto hacia atrás y reco-
brado su forma acostumbrada, quedando invi-
sible como los dos jenios, para presenciar lo
que iba á hacer.
Al retirar la mano, el príncipe la dejó caer
sobre el brazo de la princesa de la China. Abrió
los ojos y quedó absolutamente atónito al ver
una dama tan hermosa acostada á su lado. Alzó
la cabeza y se apoyó sobre el codo para consi-
derarla mejor. La tierna mocedad de la princesa
y su hermosura incomparable le abrasaron al
punto con tal pasión cual hasta entonces no
habia llegado á sentir, y de la que se habia
guardado con tanta aversión.
Apoderóse el amor en términos violentísimos
de su corazón, y no pudo menos de prorumpir :
« ¡ Qué hermosura ! ¡ qué embeleso ! ¡ corazón
mió I ¡ alma mia 1 » Y diciendo estas palabras,
le besó la frente, las mejillas y la boca con tan
poquísima cautela, que se hubiera despertado,
á no ser que estaba aletargada por ensalmo de
Danhasch.
« ¡ Cómo, hermosa dama ! » dijo el príncipe,
« ¿ no os despertáis á estas pruebas de amor
del príncipe Camaralzaman ? Quien quiera que
seáis, no soy indigno del vuestro. » Iba á des-
pertarla, pero se contuvo de repente. « ¿ Seria
acaso esta dama, » dijo allá para consigo, « la
que el sultán mi padre quería darme en casa^
miento ? Ha hecho mal en no dejármela ver an-
tes. No le hubiera ofendido con mi desobedien-
cia y público arrebato contra él, y se hubiera
escusado el sonrojo que le he causado. » El
príncipe Camaralzaman se arrepintió de corazón
del gran yerro que habia cometido, y otra vez
estuvo á punto de despertar a la princesa de la
China, a Quizá, » recapacitó conteniéndose,
« el sultán mi padre quiere sobrecojerme; sin
duda ha enviado á esta dama para probar si
verdaderamente abrigo tantísima aversión al
matrimonio como he manifestado. ¿ Quién sabe
si la habrá traido él mismo, # y si estará oculto
para dejarse ver y avergonzarme de mi finji-
miento ? Este segundo yerro seria mucho mayor
que el primero. Como quiera que sea, me con-
tentaré con este anillo para acordarme de
ella. '»
Aquel anillo lo tenia la princesa en un dedo.
Se lo fué sacando con sumo tiento, y en su lu-
gar le puso el suyo. Luego le volvió la espalda,
y no medió largo rato sin quedarse tan profun-
damente dormido como antes por encanto de
los jenios.
Luego que el príncipe Camaralzaman se
quedó de nuevo dormido, Danhasch se tras-
formó también en pulga, y picó á la princesa
en el labio inferior. Despertóse sobresaltada,
incorporóse, y habiendo abierto los ojos, quedó
muy pasmada al verse acostada con un hombre.
De la estrañeza pasó al arrobamiento, y de este
á un derrame de júbilo en que prorumpió ape-
nas hubo visto que era un joven tan cabalmente
formado y tan hechicero.
« ! Cómo ! » esclamó , « ¿ sois vos el que mi
padre me habia destinado para esposo? Por
muy desgraciada me tengo en no haberlo sa-
bido, pues no le hubiera enojado contra mí, y
no hubiera estado privada tanto tiempo de un
marido á quien no puedo menos de amar con
todo mi corazón. Despertaos, despertaos : no le
está bien á un marido dormir tanto la primera
noche de boda. »
Al decir estas palabras, la princesa asió al
príncipe Camaralzaman del brazo y le sacudió
de tal modo, que se hubiera despertado, si Mai-
muna no le hubiera recargado el sueño, aumen-
CUENTOS ÁRABES.
301
lando su ensalmo* Volvió á sus conatos para
despertarle, y viendo que no lo conseguía,
a ¿ Qué os ha sucedido ? » le dijo. « ¿ Si se
habrá valido de la majia algún competidor en-
vidioso de vuestra dicha y la mia, y si os habrá
sepultado en este tan tremendo letargo cuando
debéis estar mas despierto que nunca ? » Asióle
de la mano, y besándosela desaladamente, advir-
tió que tenia un anillo en un dedo. Parecióle
tan igual «1 suyo, que se convenció de que era
el mismo, cuando vio que ella tenia otro puesto
en su lugar. No comprendió cómo se había eje-
cutado aquel trueque; pero no dudó en que
fuese una señal cierta de sn matrimonio. Can-
sada de la molestia infructuosa en que se habia
estremado para despertarle, y segura, á su en-
tender, de. que no se le frustraría, « Ya que no
puedo tener b dicha de despertaros, » dijo,
« no me empeño por mas tiempo en interrum-
' pir vuestro sueño : adiós. » Y habiéndole dado
un beso en la mejilla al pronunciar estas últi-
mas palabras, se volvió á acostar y pronto se
quedó dormida.
Cuando Maimuna vio que podía hablar sin
temor de que la princesa de la China sfe desper-
tara, « ¿ Qué tal, maldito? » le dijo á Danhasch,
¿ has visto y te has convencido de que tu prin-
cesa es menos hermosa que mi príncipe ? Vete,
te perdono la apuesta que me debes. Otra vez
créeme cuando te asegure una proposición. » Y
volviéndose á Caschcasch, « En cuanto á vos, »
añadió, a os doy gracias. Cojed á la princesa
con Danhasch y depositadla en su lecho á donde
él os lleve. » Los jenios ejecutaron la orden de
Maimuna, y esta se retiró á su pozo.
Empezaba á rayar el día, y calló la sultana
Cheherazada. El sultán de las Indias se levantó,
y por la noche siguiente la sultana siguió refl •
riendo el mismo cuento en estos términos :
NOCHE CXCIII.
CONTINUAMOS DE LA HlSTOBlA DE CAMARALZAMAN.
Señor, cuando á la mañana siguiente se des-
pertó el príncipe Camaralzaman, miró á su lado
para ver si aun estaba allí la dama que habia
visto la noche anterior, y no hallándola junto á
sí, « Ya me lo pensaba, » se dijo en sí mismo,
(( que era una sorpresa que me estaba guar •
dando el rey mi padre : hice bien en estar
sobre roí. » Despertó al esclavo que aun dor-
mía, y le dio priesa para que le vistiera sin de-
cirle nada. El esclavo le trajo agua : lavóse, y
después de haber dicho sus oraciones, tomó un
libro y se puso á leer.
Hechos estos ejercicios acostumbrados, Ca-
maralzaman llamó al esclavo y le dijo : « Ven
aquí y no mientas. Dime cómo vino la dama
que estuvo acostada esta noche conmigo y
quién la trajo aquí.
— «Príncipe, » respondió el esclavo atónito;
<c ¿ de qué dama habláis? — De la que vino ó
me trajeron esta nofche,» repuso el príncipe,
a y que estuvo acostada conmigo. — Príncipe, t
replicó el esclavo, « os juro que no lo sé. ¿ Y
cómo pudiera haber venido esa dama, cuando
yo estuve tendido á la puerta ?
— <( Eres un mentiroso y un bribón , » dijo
el príncipe, «y estás mancomunado para des-
consolarme mas y hacerme rabiar. » Á estas
palabras, le dio un bofetón que le tiró al suelo,
y después de haberle pisoteado, le ató por de-
bajo los brazos con la cuerda del pozo, y ha-
biéndole bajado, le zambulló varias veces en el
agua. « Tente por ahogado, » esclamó, « si no
dices pronto quién es la dama y quién la trajo
aquí. »
El esclavo, muy apurado viéndose metido en
el agua, dijo para consigo : « Sin duda el prín-
cipe ha perdido el juicio con el dolor, y solo
puedo librarme con una mentira. Príncipe, »
dijo con tono suplicante, « concededme la
vida, os ruego, y prometo deciros el hecho tal
cual es. »
El príncipe sacó al eselavo y te dio priesa
para que hablara. Cuando estuvo fuera del
pozo , « Príncipe , » le dijo el esclavo temblando ,
3t>2
LAS MIL Y UNA NOCHES.
« ya veis que do puedo complaceros en el es-
tado en que me hallo : dadme tiempo para que
vaya á mudarme de ropa. — Te lo coacodo, »
repuso el príncipe; « pero no pierdas un mo-
mento, y guárdate de ocultarme la verdad. »
Salió el esclavo , y habiendo cerrado la puerta,
corrió á palacio en el estado en que se hallaba.
Estaba el rey conversando con su primer visir y
se le quejaba de la mala noche que habia pasado
con motivo de la desobediencia y criminal arre-
bato del príncipe su hijo.
Aquel ministro procuraba consolarle y darle
á entender que el príncipe mismo le habia dado
motivo para tenerle sujeto. « Señor, » le decia ,
« vuestra majestad no debe arrepentirse de ha-
berle puesto preso. Debe persuadirse de que
con el tesón de tenerle algún tiempo encerrado ,
orillará esos ímpetus de la mocedad , y que al
fin se allanará á cuanto se le requiera. »
El gran visir acababa estas palabras , cuando
el esclavo se presentó al rey Chahzaman. « Se-
ñor, » le dijo , a mucho siento venir á participar
á vuestra majestad una noticia que le causará
sumo disgusto. Lo que el príncipe dice de una
dama que ha estado acostada con él esta noche
y el modo con que me ha maltratado, como
puede ver vuestra majestad , me dan á conocer
que no está en su sano juicio. » Luego refirió
circunstanciadamente cuanto el príncipe habia
dicho y hecho , en términos que corroboraron
sus primeras razones.
El rey , que no espertaba aquel nuevo motivo
de pesadumhre, « He aquí, » dijo á su primer
ministro, « un incidente muy desagradable y
muy ajeno de lo que me haciais esperanzar poco
ha. Id, no perdáis un instante; ved vos mismo
lo que pasa y venid á comunicármelo. »
El gran visir obedeció inmediatamente, y
al entrar en el aposento del príncipe, le halló
sentado y con todo sosiego con un libro en la
mano que estaba leyendo. Saludóle , y sentán-
dose á su lado , a Grande es el enojo que tengo
contra vuestro esclavo, » le dijo, « por haber
venido á sobresaltar al rey vuestro padre con la
noticia que acaba de traerle.
— a ¿ Qué noticia es esa, » repuso el príncipe,
« que puede haberle causado tamaño sobresalto?
Mayor motivo tengo yo de quejarme de mi es-
clavo.
— « Príncipe, » replicó el visir, « no quiera
Dios que sea cierto lo que de vos ha referido. El
buen estado en que os veo , y en que ruego á
Dios os conserve , me da á conocer que es falso
cuanto dijo. — Acaso , » dijo el príncipe, « no
se esplicó bien ; y ya que habéis venido, quiero
preguntaros, pues debéis saberlo, en dónde
está la dama que durmió conmigo esta noche. »
El gran visir se quedó pasmado á esta pre-
gunta. « Príncipe, » respondió, « no estrañeis
la admiración que me causa lo que me pregun-
táis , ¿ Cómo fuera posible que hubiese penetrado
de noche hasta este sitio , no digo una dama ,
sino ningún hombre , pues solo se puede entrar
por la puerta, y pisando á vuestro esclavo?
Vamos, recapacitad, y apuraréis que habéis
tenido un sueño que os ha encarnado muy hon-
damente.
— « Todo eso no es del caso, » repuso el
príncipe con desentono , « quiero saber que se
ha hecho aquella dama , y estoy aquí en paraje
en que sabré hacerme obedecer. »
Á estas palabras, dichas con entereza , el gran
visir se halló en grandísimo apuro y trató de
salir del paso del mejor modo posible. Habló
apaciblemente al príncipe y le preguntó , en los
términos mas humildes y comedidos, si él mismo
habia visto aquella dama.
« Sí , sí , » repuso el príncipe , « la he visto,
y muy bien he advertido que la habíais enviado
para tentarme. Ha representado muy bien el
papel que le encargasteis, no boqueando una
palabra, haciéndose la dormida y marchándose
tan pronto como yo volví á entregarme al sueño.
Ya lo sabéis sin duda , pues no habrá dejado de
referíroslo.
— « Príncipe, » replicó el visir, « os juro
que nada absolutamente hay de todo cuanto
acabo de oir de vuestra boca , y que ni el rey
vuestro padre ni yo hemos enviado la dama de
que habláis, y ni siquiera soñado semejante
intento. Permitidme os diga otra vez que sin
duda habéis visto esa dama en sueños.
— « ¿ Venis aquí á burlaros de mí, » repuso
otra vez el príncipe enojado , « y para decirme
cara á cara que lo que os he referido es un sue-
ño ? » En esto le asió de la barba y le descargó
tantos golpes como le permitieron sus fuerzas.
El pobre gran visir aguantó con sufrimiento,
por respeto , los ímpetus del príncipe Camaral-
zaman. « Heme aquí, » recapacitó, « en el
mismo caso que el esclavo : por muy afortunado
me tendré, si logro librarme como él de tan
gran peligro. « En medio de los golpes que el
príncipe le estaba dando , « Príncipe , » esclamó,
« os ruego que me concedáis un momento de
audiencia. » El príncipe, cansado de darle gol*
pes , le dejó hablar.
« Os confieso, » dijo entonces el gran visir
con disimulo, « que hay algo de lo que sospe-
cháis. Pero no ignoráis la necesidad en que
está un ministro de ejecutar las órdenes del rey
su fimo, Si tenéis la dignación de permitírmelo,
CUENTOS ÁRABES.
303
estoy pronto á ir á decirle de vuestra parte
cuanto mandéis. — Os lo permito , » le dijo el
príncipe, « id y decidle qtio quiero casarme
con la dama que me envió ó me trajo y que
durmió esta noche conmigo ; daos priesa y
iraedme la contestación. » El gran visir hizo un
rendido acatamiento al marcharse, y solo se
creyó seguro cuando esyivo fuera de la torre y
hubo cerrado la puerta.
Presentóse al rey Chahzaman con un descon-
suelo que le apesadumbró por el pronto. « ¿ Qué
tal ? » le preguntó el monarca , « ¿ en qué es-
tado habéis hallado á mi hijo ? — Señor, » res-
pondió el ministro, « demasiado cierto es lo
que el esclavo refirió á vuestra majestad. »
Contóle la conversación que habia tenido con
Camaralzaman > el arrebato de aquel príncipe
cuando trató de representarle que no era posible
que hubiese dormido con él la dama de que
hablaba, el atropellamiento que habia recibido
y el ardid de que se habia valido para librarse
de sus manos.
Chahzaman, tanto mas apesadumbrado cuanto
estaba siempre amando entrañablemente al prín-
cipe, quiso cerciorarse por sí mismo de la ver-
dad , y así fué á la torre llevando consigo al
gran visir.
Pero, señor, dijo al llegar aquí Cheherazada,
advierto que ya asoma el dia. Guardó silencio,
y á la noche siguiente , prosiguiendo su narra-
ción , dijo al sultán de las Indias :
NOCHE CXCIV.
Señor, el príncipe Camaralzaman recibió con
respeto al rey su padre en la torre donde estaba
encerrado. Sentóse el rey , y habiendo mandado
al príncipe que tomara asiento junto á él , le
hizo varias preguntas á las que contestó con
mucha cordura. Y de tanto en tanto miraba al
gran visir como para decirle que no veia que el
príncipe hubiese perdido el juicio, como se lo
habia asegurado, y que sin duda él no estaba
muy cuerdo.
Al fin el rey habló de la dama al príncipe y
le dijo : « Hijo mió , te ruego me digas qué dama
es esa que ha dormido contigo esta noche , á lo
que parece.
— « Señor, » respondió el príncipe , « ruego
á vuestra majestad que no aumente el pesar que
ya me han causado en este punto : hacedme
mas bien la merced de dármela en matrimonio.
Por mucha aversión que hasta ahora os haya
manifestado contra las mujeres, tan prendado
estoy de esa tierna beldad , que no pongo reparo
en confesaros mi flaqueza. Estoy pronto á re-
cibirla de vuestra mano , como una fineza im-
ponderable. »
Quedóse absorto el rey Chahzaman de la res-
puesta del príncipe , tan remota , en su concep-
to de la cordura que acababa de manifestar.
a Hijo mió , » repuso , « tus palabras me causan
una estrañeza sin igual.
« Te juro por la corona que debo trasponerte,
que nada sé de la dama que me estás mentando.
Ninguna parte tengo en ello , si ha venido algu-
na. ¿Y cómo hubiera podido penetrar en esta
torre sin mi consentimiento ? Porque todo lo que
te ha dicho mi gran visir ha sido tan solo para
sosegarte. Debes haber tenido un sueño : te rue-
go que lo mires bien y lo pienses.
— « Señor , i> repuso el príncipe , « me tu-
viera por indigno de las bondades de vuestra
majestad , si no dier¿ crédito á los afianzamien-
tos que me estáis dando. Pero os suplico que os
toméis la molestia de escucharme , y juzgar si es
un sueño lo que voy á referiros. »
El príncipe Camaralzaman refirió entonces á
su padre cómo se habia despertado. Encareció-
le la belleza y primores de la dama que habia
tenido á su lado , el amor que le habia señorea-
do al punto , y cuanto habia hecho en balde
para despertarla. No le ocultó tampoco lo que le
habia obligado á despertarse y volverse á dor-
mir después de haber cambiado su anillo con el
de la dama. Finalmente , al concluir , le presen-
tó esta joya que llevaba en el dedo , añadiendo;
« Señor , ya conocéis el mió , pues varias veces
30*
LAS MIL Y UNA NOCHES.
lo habéis visto. Tras esto espero que os conven-
ceréis de que no he perdido el juicio, como os
lo han hecho creer. »
Conoció claramente el rey Chahzaman la ver-
dad de lo que el príncipe su hijo acababa de re-
ferirle , y no supo qué contestar; quedando tan
atónito que enmudeció por largo rato.
El príncipe se aprovechó de aquella coyuntu-
ra y le dijo : « Señor , es tan violenta la pasión
que estoy sintiendo tras aquella embelesante jo-
ven , cuya sin par imájen conservo estampada
en mi interior , que no alcanzan mis fuerzas á
resistirla. Os suplico que os compadezcáis de
mí, y me proporcionéis la dicha de poseerla.
— a Tras lo que acabo de oir y en vista de
ese anillo , » repuso el rey Chahzaman , « no
me cabe duda en que tu pasión es verdadera y
El rey Chahzaman sacó al príncipe de la torre
y le llevó á palacio , en donde Camaralzaman,
desesperado de amar con tanto estremo á una
desconocida , se metió al punto en la cama. £1
rey se encerró y lloró varios dias con él , sin
quererse enterar de los negocios de su reino.
Su primer ministro , que era el único que lo-
graba entrada libremente , vino un dia á repre-
sentarle que toda su corte , y aun los pueblos
empezaban á murmurar de no verle y de que
no administraba diariamente justicia, según cos-
tumbre , y que no respondia de los trastornos
que pudieran acontecer. « Suplico á vuestra
majestad , » le dijo , « se haga cargo del asunto.
Estoy persuadido de que vuestra: presencia
amortigua el dolor del príncipe , y que la suya
alivia el vuestro ; pero debéis tratar de la con -
que has visto á la dama que te la infundió para
siempre. ¡ Ojalá yo la conociese ! Hoy mismo
quedarías satisfecho , y yo seria el padre mas
venturoso del orbe. Pero ¿ en dónde cabe el bus-
carla ? ¿ cómo y por dónde entró aquí sin que
yo lo haya sabido y sin mi consentimiento?
¿Porqué ha entrado tan solo para dormir aquí,
para dejarte ver su hermosura , inflamarte de
amor mientras dormía , y desaparecer mientras
estabas dormido ? Nada entiendo , hijo mió , de
tamaño acontecimiento , y si el cielo no nos es
propicio, será causa de tu muerte y de la mia. »
Al acabar estas palabras , asió al príncipe de la
mano, añadiendo: « Ven, vamos á condolernos
juntos , tú de un amor desahuciado , y yo de
verte traspasado y no poder remediar tu que-
branto. 9
servacion del estado. Tened á bien que os pro-
ponga que os trasladéis con el príncipe al castillo
del islote cercano al puerto , y que allí deis au-
diencia dos veces por semana. Mientras estéis
desempeñando tan alto ministerio lejos del prín-
cipe , la amenidad de aquel sitio , el grato am-
biente y la maravillosa perspectiva qae allí se
disfrutan, harán que el príncipe sobrelleve vues-
tra corta ausencia con apacible resignación. »
El rey Chahzaman aprobó aquel consejo , y
luego que estuvo amueblado el palacio, que no
había habitado de mucho tiempo á aquella par-
te , se trasladó allá con el príncipe , de quien
solo se separaba para dar las dos audiencias ne-
cesarias. Lo restante del tiempo lo pasaba al
lado de su lecho , ya procurando consolarle , ya
condoliéndose al par de su quebranto.
CUENTOS ARARES.
30a.
CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DE LA PRINCESA DE LA
CUIN'A.
Mientras que esto sucedía en la capital del rey
Chahzaman , los dos jenios Danhasch y Casch-
casch habían llevado la princesa de la China al
palacio donde su padre la tenia encerrada , ten-
diéndola de nuevo en su propio lecho.
Al dia siguiente , cuando la princesa se des-
pertó , miró hacia todas partes , y viendo que el
príncipe Camaralzaman no estaba allí , llamó á
sus mujeres con tantísimo ahinco que las hizo
acudir prontamente y rodear su lecho. La nodri-
za , que se presentó á la cabezera , le preguntó
lo que deseaba , y si le habia sucedido algo.
« Decidme , » repuso la princesa , « ¿ qué se
ha hecho el joven que ha dormido conmigo esta
noche y á quien amo entrañablemente? — Prin-
cesa , » respondió la nodriza , « nada compren-
demos de lo que estáis diciendo , si no os espli-
cais mas.
« — Esta noche , » dijo la princesa , « estaba
acostado junto á mí un joven , el mejor mozo y
el mas embelesante que cabe idearse , le estuve
halagando por largo rato y haciendo cuanto pu-
de para despertarle , sin conseguirlo : os pre-
gunto dónde está. '
« — Princesa , » respondió la nodriza , <r sin
duda os queréis mofar de nosotras. ¿ Queréis le-
vantaros? — Hablo formalmente,» replicó la
princesa , « y quiero saber en dónde eslá. —
Pero princesa , » insistió la nodriza , « anoche
estabais sola cuando os acostasteis , y nadie en-
tró aquí para dormir con vos , á lo menos que
nosotras sepamos. »
La princesa de la China se destempló , y asien-
do á la nodriza por la cabeza t le dio varios bo-
fetones y puñetazos , esclamando : « Me lo dirás,
bruja ramplona , ó te mataré. »
La nodriza forcejeó para desasirse , y habién-
dolo conseguido, corrió en busca de la reina de
la China , madre de la princesa. Presentóse á
ella anegados los ojos en llanto , y el rostro las-
timado , con suma estrañeza de la reina , la que
le preguntó quién la habia dejado tan mal pa-
rada.
« Señora , » dijo la nodriza , a ya veis como
me ha magullado la princesa , y seguramente
me hubiera muerto , á no haberme librado de
sus manos. » Luego le refirió el motivo de su
airado arrebato , de lo cual la reina no quedó
menos desconsolada que atónita, u Ya veis, se-
ñora , » añadió al acabar , « que la princesa no
está en su juicio cabal. Vos misma lo conoceréis,
si os tomáis la molestia de venirla á ver. »
El cariño de la reina de la China estaba muy
interesado en lo que acababa de oir; así que,
mandando á la nodriza que le acompañara , fué
á ver á la princesa , su hija.
Iba á proseguir la sultana Cheherazada , pero
advirtió que ya rayaba el dia. Calló , y conti-
nuando á la noche siguiente , dijo al sultán de
las Indias-:
NOCHE CXCV.
Señor , la reina de la China se sentó junto á
la princesa su hija , en llegando al aposento don-
de estaba encerrada , y después de haberse in-
formado de su salud , le preguntó qué motivo
de desconlento tenia contra su nodriza, pues la
habia maltratado hasta aquel eslremo. « Hija
mia, » le dijo , « eso es muy mal hecho y nunca
debe arrebatarse tan desaforadamente una gran-
de princesa como tú.
« — Señora, respondió la princesa , « ya veo
que vuestra majestad viene también á burlarse
T, L
de mí ; pero le declaro que no tendré sosiego
hasta que me haya casado con el precioso joven
que durmió esta noche conmigo. Debéis saber
donde está , y os suplico que le mandéis volver.
« — Hija mia , » repuso la reina , « me dejas
atónita , y nada comprendo de lo que dices. »
La princesa , desacatando á su madre , contestó:
« Señora , así el rey mi padre como vos me ha-
béis estado acosando para precisarme á que me
casase cuando carecía de tamaña vocación. Ahora
la tengo , y quiero absolutamente lograr por es-
20
306
LAS MIL Y UNA NOCHES.
poso al mancebo de quien os he hablado , y si
no , voy á matarme. »
Procuró la reina usar de blandura con la prin-
cesa. « Hija mía , » le dijo , « ya sabes que es-
tás sola en tu aposento , y que ningún hombre
puede entrar en él. » Pero la princesa, en vez
de escucharla , la interrumpió y cometió estra-
ñezas que obligaron á la reina á retirarse con
sumo desconsuelo , y á ir á comunicar al rey
cuanto ocurría.
Este quiso cerciorarse por sí mismo del he-
cho , y habiendo pasado al aposento de la prin-
cesa su hija , le preguntó si era cierto lo que
acababa de saber. « Señor , » respondió la jo-
ven , « no hablemos de eso ; hacedme la mer-
ced de volverme el esposo que ha dormido esta
noche conmigo.
« — ¿Cómo, hija mía, » repuso el rey, « ha
dormido alguien contigo está noche? — ¿Cómo,
señor, » replicó la princesa sin darle tiempo
para proseguir, « me preguntáis si ha dormido
alguien conmigo ? Vuestra majestad no lo igno-
ra. Es el joven mas cabal que se haya visto , y
para que vuestra majestad no dude que ese jo-
ven ha estado acostado conmigo y que hice mil
conatos para despertarle sin haberlo conseguido,
mirad este anillo. » Alargó la mano , y el rey de
la China no supo qué decir cuando vio que era
el anillo de un hombre ; pero como nada podia
comprender de cuanto le decia , y la habia en-
cerrado por loca , lo creyó mucho mas que an-
tes. Así , sin hablarle mas , por temor de que
prorumpiera en algún desmán contra su perso-
na ó contra los que se le acercasen , la mandó
aherrojar y custodiar con mas vijilancia , deján-
dole tan solo su nodriza para servirla , y guar-
dia competente á la puerta.
El rey de la China, inconsolable con la des-
- ventura acaecida á la princesa su hija de haber
perdido el juicio, trató de buscar algún medio
para curarla. Reunió su consejo, y habiéndole
espuesto el estado en que se hallaba la prince-
sa, a Si alguno de vosotros, » añadió « está do-
tado de la competente suficiencia para curarla,
y lo consigue, se la daré en matrimonio, y le
nombraré heredero de mis estados y corona
después de mi muerte. »
El afán de poseer una hermosa princesa y la es-
peranza de gobernar algún dia un reino tan pode-
roso como el de la China, hicieron mucha mella
en el ánimo de un emir ya anciano que se hallaba
presente en el consejo. Como era consumado en
la majia, se lisonjeó de conseguirlo y se ofreció
al rey. « Consiento en ello, » repuso este mo-
narca, pero antes debo advertiros que es á con-
dición de que os mandaré cortar la cabeza, si
no lo conseguís. No fuera justo que merecieseis
tan sumo galardón sin aventuraros por vuestra
parte á algún quebranto. Lo que os digo debe
entenderse para todos los demás que se fueren
presentando en pos vuestro, dado caso que no
admitáis estas condiciones ó nada consigáis. »
Aceptó el emir las condiciones propuestas, y
el rey le condujo al aposento de la princesa , la
cual se cubrió el rostro cuando le vio llegar.
« Señor, » le dijo, » vuestra majestad me sobre-
coje trayéndoine á un hombre que no conozco ,
y de quien la relijion me prohibe que me deje
ver. — Hija mia, » repuso el rey, « su presencia
no debe escandalizarle. Es uno de mis emires
que te pide por esposa. — Señor, » replicó la
princesa, «no es el que me habéis dado ya, y
cuya fe he recibido con el anillo que llevo pues-
to. No llevéis á mal que no acepte otro. »
El emir esperaba que la princesa baria ó (li-
ria mil estra vagancias, y quedó muy atónito
viéndola sosegada y hablando con tanta cordura ,
y así se enteró de que su locura solo consistía
en un violento amor que no podia menos de ser
fundado. No se atrevió á comunicárselo al rey,
y este no hubiera podido consentir que la prince-
sa diera su corazón á otro á que al mismo á quien
quería dar su mano. Pero postrándose ante sus
pies, « Señor, » le dijo, « tras lo que acabo de
oir, fuera en balde que yo tratase de curar á la
princesa. No tengo remedios adecuados para su
dolencia, y mi vida está á la disposición de
vuestra majestad. » El rey , enojado de la inca-
pacidad del emir y de la molestia que le habia
dado, le mandó degollar.
Á pocos dias, echando el resto por la curación
de la princesa, aquel monarca mandó publicar
en su capital que si habia algún médico, astrólo-
go ú mago del competente desempeño para vol-
verle el juicio, no tenia mas que presentarse, á
condición de perder la cabeza si no la curaba.
Otro tanto mandó publicar por todas las princi-
pales ciudades de sus estados y en las cortes de
los príncipes sus vecinos.
El primero que se presentó fué un astrólogo
y mago, que el rey mandó llevar por un eunu-
co á la cárcel de la princesa. El astrólogo sacó
un astrolabio, una pequeña esfera, un braserillo
de un saco que llevaba debajo del brazo, y tam-
bién varias drogas propias para fumigaciones,
un vaso de cobre y otras muchas baratijas, y
pidió fuego.
La princesa de la China preguntó qué signifi-
caban todos aquellos preparativos. «Princesa, »
respondió el eunuco, «son para conjurar al es-
píritu maligno de que estáis poseída, encerrarle
en el vaso que veis, y echarlo al fondo del mar.
cuentos árabes.
307
— «Maldito astrólogo,» esclamó la. princesa,
<( has de saber que no necesito de todos esos
preparativos, que estoy muy cuerda, y que tú
mismo eres un insensato. Si tu poder alcanza á
tanto, traéme al que amo : este es el mejor ser-
vicio que puedes hacerme. — Princesa, » repli-
có el astrólogo, «siendo así, no de mí, sino del
rey vuestro padre debéis esperarlo. » Volvió al
talego cuanto había sacado, muy apesadumbrado
de haberse comprometido á curar una enferme-
dad imaginaria.
Cuando el eunuco hubo vuelto con el astrólo-
go ante el rey de la China, no aguardó aquel
á que el eunuco hablara al rey, sino que le dijo
con suma osadía : « Señor, según vuestra ma-
jestad mandó publicar y ella misma me confir-
mó creí que la princesa estaba loca, y me halla-
ba seguro de hacerla recobrar el juicio por me-
dio de arcanos que me reservo en mi interior ;
pero muy pronto he conocido que no tiene otra
enfermedad que la de amar, y mi arte no se es-
tiende hasta remediar la dolencia amorosa :
vuestra majestad le administrará mejor remedio
que otro alguno, cuando tenga á bien darle el
marido que pide. »
El rey trató al astrólogo de insolente y le
mandó cortar la cabeza. Para no cansar á vues-
tra majestad con repeticiones, entre astrólogos,
médicos y magos , se presentaron cincuenta ,
que tuvieron todos la misma suerte y sus cabe-
zas se fueron colocando sobre las puertas de la
ciudad.
HISTORIA DK MARZAVAN Y C0KT1MACI0N DF. LA DE
CAMAR ALZABAN.
La nodriza de la princesa de la China tenia
un hijo llamado Marza van, hermano de leche de
' la princesa, que se habia criado y educado con
ella. Su intimidad habia sido tan estrecha du-
rante la niñez, todo el tiempo que habían estado
juntos, que sg trataban de hermano y hermana,
aun cuando, mas entrados en edad, fué preciso
separarlos.
Entre varias ciencias con que Marzavan habia
cultivado su entendimiento desde l(fs asomos de
su mocedad, se habia inclinado particularmente
al estudio de la jastrolojía judiciaria, la jeoman-
cia y otras ciencias recónditas, en las que se ha-
bia granjeado cabal maestría. No contento con
lo que habia aprendido de sus maestros, habia
empezado á viajar tan luego como se habia sen-
tido con bastantes fuerzas para sobrellevar fati-
gas violentas. Ningún varón afamado habia en
ciencias ó artes que no hubiese ido á buscar á
las ciudades mas remolas y con quien no hu-
biera estado bastante tiempo para imponerse
en todos los conocimientos que eran de su
gusto.
Al cabo de una ausencia de muchos años,
Marzavan volvió al fin á la capital de la China y
se quedó pasmado al ver encima de la puerta
por donde entró las cabezas cortadas y alinea-
das de los pretendientes. Luego que hubo en-
trado en su casa, preguntó porqué estaban allí,
y sobre todo se informó de la princesa, su her-
mana de leche, de quien no se habia olvidado.
Como no pudieron satisfacer á su primera pre-
gunta sin responder á la segunda, supo en globo
con amargo sentimiento lo que deseaba, en tan-
to que su madre, como nodriza de la princesa,
pudiera decirle mas.
Aquí suspendió Cheherazada su narración por
aquella noche, yá la siguiente continuó en estos
términos :
NOCHE CXCVI.
Señor, aunque la nodriza, madre de Marza-
van, estuviese muy atareada con la princesa de
la China , sin embargo , apenas supo que habia
vuelto su querido hijo, cuando halló medio de
salir, abrazarle y conversar con él algunos mo-
mentos. Después que le hubo contado con sumo
desconsuelo el lamentable estado en que se ha-
llaba la princesa, y el motivo por que el rey de la
China la estaba tratando con tamaña violencia,
Marzavan le preguntó si podia proporcionarle
308
LAS MIL Y UNA NOCHES.
un avistamiento reservado con ella , sin que el
rey lo supiera. Recapacitó un rato la madre, y
al fin le dijo : « Hijo mió, nada puedo decirte
por ahora sobre este punto, pero aguárdame
mañana á la misma hora, y te daré la repuesta.»
Como nadie, sino la nodriza, podia acercarse
á la princesa sin permiso del eunuco que man-
daba la guardia que estaba custodiando la puer-
ta, y la buena anciana sabia que era todavía
muy bisoño en la servidumbre del rey y que
ignoraba cuanto habia ocurrido antes en la corte,
se encaró con él y le dijo : « Ya sabéis que yo
crié y eduqué á la princesa ; pero quizá igno-
ráis que la crié con una hija mia de la misma
edad, que se ha casado poco tiempo ha. La prin-
cesa, que la honra siempre con su amistad, qui-
siera verla ; pero que fuera sin que nadie la viese
entrar ni salir. »
La nodriza iba á proseguir ; pero el eunuco la
interrumpió diciéndole : « Eso basta, haré siem-
pre con mucho gusto cuanto me sea posible en
obsequio de la princesa. Id vos misma en busca
de vuestra hija en anocheciendo , y traedla
cuando el rey esté retirado, que se le abrirá la
puerta.
Anocheció y acudió la nodriza con su hijo
Marzavan. Disfrazóle ella misma de mujer, de
modo que nadie hubiera advertido que era un
hombre, y le llevó consigo. El eunuco , supo-
niendo que era su hija, les abrió la puerta y los
dejó entrar juntos.
Antes de presentar á Marzavan, la nodriza se
acercó á la- princesa y le dijo : « Señora, no es
una mujer la que veis, sino mi hijo Marzavan,
recien llegado de sus viajes, á quien he logrado
introducir aquí con este disfraz. Espero que le
permitiréis que os tribute sus rendimientos. » .
Al oir el nombre de Marzavan , la princesa
manifestó entrañable gozo. « Acércate, hermano
mió, » dijo al punto a Marzavan, « y quítate ese
velo ; nunca estuvo vedado á dos hermanos el
verse á rostro descubierto. »
Marzavan la saludó con grandísimo respecto,
y antes que hablara, la princesa prosiguió de
este modo : « Me alegro de verte bueno después
de una ausencia de tantos años, sin haber dado
noticias tuyas, ni aun á tu madre.
— « Princesa, » repuso Marzavan, «os agra-
dezco infinito tantísima dignación. Esperaba ad-
quirir á mi llegada mejores noticias vuestras de
las que he sabido y presencio con dolor. Sin
embargo me alegro de haber llegado á tiempo
para administraros, después de tantos que nada
consiguieron, el específico que estáis necesi-
tando. Aun cuando no sacara otro fruto de mis
esludios y viajes, me tendría por colmadamente
recompensado. »
Al acabar estas palabras , Marzavan sacó un
libro y varios dijes de que se habia provisto y
que habia creído necesarios, según el informe
que su madre le habia hecho de la enfermedad
de la princesa. Estanque vio tantos preparati-
vos, esclamó : « ¿ Cómo, hermano mió, también
eres de aquellos que se figuran que estoy loca?
Desengáñate y escúchame. »
La princesa refirió á Marzavan toda su histo-
ria , sin omitir la menor circunstancia , ni el
anillo cambiado por el suyo, que le enseñó,
a Nada te he ocultado , » añadió, « de cuanto
acabas de oir : es cierto que hay algo que no
comprendo y que da motivo á creer que no es-
toy en mi juicio cabal ; pero no hacen caso de lo
principal, que es tal cual lo digo. »
Calló la princesa, y Marzavan, atónito, en-
mudeció por largo rato cabizbajo. Al fin alzó la
cabeza, y tomando la palabra, « Princesa, » le
dijo, ct si es cierto lo que acabáis de referirme,
como no lo dudo, no pierdo la esperanza de pro-
porcionaros ese logro que estáis anhelando. Rué-
goos tan solo que os arméis por algún tiempo de
sufrimiento, hasta que recorra los reinos que me
faltan , y en sabiendo mi regreso , estad segura
de que no estará muy distante aquel por quien
suspiráis con tantísima vehemencia. » Dichas
estas palabras, Marzavan se despidió de la prin-
cesa y se marchó al dia siguiente.
Fué viajando de ciudad en ciudad, de provin-
cia en provincia y de isla en isla, y en cuantas
partes llegaba, le repetían mas y mas el nombre
de la princesa Badura y su peregrina historia.
Al cabo de quatro meses, nuestro viajero llegó
á Tarf , ciudad marítima rica y populosa , en
donde ya no oyó hablar de la princesa Badura,
sino del príncipe Camaralzaman, á quien decían
enfermo y cuya historia referían, con muy corta
diferencia, en los mismos términos que la de la
princesa Badura. Marzavan rebosó de gozo, in-
quirió en qué paraje del mundo se hallaba aque
príncipe, y se lo manifestaron. Habia dos cami-
nos, uno por mar y tierra, y otro solo por mar,
que era el mas breve.
Marzavan prefirió este último camino , y se
embarcó en un buque mercante que tuvo prós-
pera navegación hasta la vista de la capital del
reino de Chahzaman. Pero antes de entrar en el
puerto , el buque tocó por su desventura y la
torpeza del piloto en un peñasco, y se fué á pi-
que no lejos del palacio en que estaba el príncipe
Camaralzaman , y donde se hallaba entonces el
rey Chahzaman con su gran visir.
Marzavan sabia nadar perfectamente : no ti-
tubeó en echarse á la mar y desembarcar al pié
CUENTOS ÁRABES,
300
del palacio del rey Cbahzaman , en donde fué
recibido y agasajado de orden del gran visir y
según el ánimo del rey. Diéronle otro traje, y
cuando estuvo recobrado, le llevaron al gran
visir, quien habia mandado que se le presenta-
sen.
Gomo Marzavan era un joven agraciado y de
linda presencia, aquel ministro le bizo muy fina
acojida y formó alto concepto de su persona por
sus respuestas atinadas y agudas á cuantas pre-
guntas le hizo. Fué mas y mas adviniendo que
atesoraba muchos conocimientos , y esto le mo-
vió a decirle : « Al oiros,' veo que no sois hombre
vulgar. ¡ Ojalá que en vuestros viajes hubieseis
aprendido algún arcano para sanar á un en-
fermo que está causando tiempo ha sumo des-
consuelo en esta corte ! »
Respondióle Marzavan que quizá hallaría re-
medio, según fuese la enfermedad.
Entonces el gran visir le refirió el estado en
que se hallaba el príncipe Gamaralzaman, enta-
blando la narrativa desde su oríjen. No le ocultó
nada de su nacimiento tan deseado, de su edu-
cación, el deseo del rey Chahzaman de casarle
joven, la resistencia del príncipe y su estraordi-
naria aversión á un enlace, su desobediencia
en pleno consejo, su prisión, sus devaneos su-
puestos, que se habían trasformado en una vio-
lenta pasión por una desconocida, sin otro fun-
damento que un anillo, que el príncipe suponía
pertenecer á aquella dama que quizá no existia.
A estas palabras del gran visir, Marzavan se
alegró infinito de que, á pesar de su naufrajk),
hubiese llegado tan prósperamente á donde se
hallaba el que estaba buscando. Conoció á no
dudarlo que el príncipe Camaralzaman era por
quien estaba ardiendo de amor la princesa de la
China, la que era el objeto de los anhelos del
príncipe. Ño se franqueó con el gran visir, y
solo le dijo que si viera al príncipe, pudiera
formar mejor concepto del específico que le ha-
cia al caso. « Seguidme, » le dijo el gran visir,
« hallaréis al rey junto á él, quien me ha mani-
festado ya que deseaba veros. »
Lo primero que embargó á Marzavan, al en-
trar en el aposento del príncipe, fué verle en su
lecho, lánguido y con los ojos cerrados. Aunque
se hallaba en aquel estado, sin miramiento al-
guno con el rey Chahzaman, padre del príncipe,
que estaba sentado junto á él, ni con el príncipe
á quien podia ofender tanta llaneza, no pudo
menos de esclamar : « i Cielos ! ¡ no hay objeto
mas parecido en el mundo ! » Quería decir que
le estaba viendo muy parecido á la princesa de la
China, y en efecto, las facciones eran en estrerao
semejantes.
* Estas palabras de Marzavan movieron la cu-
riosidad del príncipe Camaralzaman, que abrió
los ojos y le miró. Marzavan, que tenia mucha
perspicacia, utilizó la ocasión y al punto le obse-
quió en verso. Aunque de un modo disfrazado,
en que el rey y el gran visir nada comprendie-
ron, le retrató tan al vivo lo que le habia suce-
dido con la princesa de la China, que no le cupo
dudar de que la conocía y pudiera darle noti-
cias de ella. Al punto sintió un gozo que se tras-
lució en sus ojos y semblante.
La sultáha Cheherazada nada mas pudo decir
aquella noche. Á la siguiente el sultán la dejó
proseguir, y ella habló en estos términos :
NOCHE CXCVII.
Señor, cuando Marzavan hubo acabado su
agasajo en verso sobrecojicndo deleitosamente
al príncipe Camaralzaman, este se tomó la li-
bertad de hacer seña con la mano al rey su
padre para que se quitara de su asiento, y de-
jara que Marzavan se sentase.
El rey, prendado de ver en el príncipe su
hijo un cambio que le esperanzaba halagüeña-
mente, se levantó, cojió á Marzavan de la mano
y le obligó á que sé sentara en el mismo lugar
que acababa de dejar. Preguntóle quién era y de
dónde venia, y luego que Marzavan le hubo res-
pondido que era subdito del rey de la China y
que venia de sus estados, « Quiera Dios, » . le
dijo, « que saquéis á mi hijo de su profunda
melancolía ; os lo agradeceré infinito, y las prue-
310
LAS MIL Y UNA iNOCHES.
bas de mi reconocimiento serán tan señaladas,
que toda la tierra reconocerá que nunca servicio
alguno habrá sido mejor recompensado. » Al
acabar estas palabras, dejó al príncipe su hijo
conversando desahogadamente con Marzavan,
mientras que él se regocijaba con su gran visir
por tan venturoso encuentro.
Marzavan se acercó al oido del príncipe, y
hablándole quedo, le dijo : « Hora es ya, se-
ñor, que dejéis de melancolizaros con tanto es-
tremo. La dama por quien estáis padeciendo
me es conocida, pues es la princesa Badura,
hija del rey de la China que se llama Gayur.
Puedo asegurároslo, por lo que ella misma me
ha estado refiriendo de su aventura y lo que he
sabido ya de la vuestra. La princesa no aguanta
menos por amor vuestro de lo que vos estáis
padeciendo por el suyo. » Luego le fué diciendo
cuanto sabia de la historia de la princesa desde
la noche aciaga en que se habían visto de un
modo tan peregrino, sin omitir el tratamiento
del rey de la China con los novios de la princesa
Badura con su soñada locura. « Sois el único, »
añadió, « que podéis curarla cabalmente y pre-
sentaros sin zozobra ; pero antes de emprender
tan largo viaje, es fuerza que estéis de todo
punto restablecido : entonces dispondremos todo
lo conducente á nuestro intento. Pensad pues en
recobrar la salud. »
Las palabras de Marzavan encarnaron tantí-
simo en el interior del príncipe Camaralzaman,
que se halló aliviado con la esperanza que le
cabia y se sintió con bastantes fuerzaS para le-
vantarse, pidiendo á su padre que le dejara
vestirse con acento que le causó suma compla-
cencia.
El rey se contentó con abrazar á Marzavan en
agradecimiento, sin averiguar los medios de
que se habia valido para surtir tan asombroso
efecto y salió del aposento del príncipe con el
gran visir para pregonar aquella nueva tan plau-
sible. Mandó que se hiciesen regocijos durante
muchos dias, hizo donativos á sus oficiales y al
pueblo, dio limosnas á los pobres y mandó po-
ner en libertad á todos los presos. Resonaron
voces de júbilo en la capital, y muy luego en
todos los estados del rey Chahzaman.
El príncipe Camaralzaman, sumamente menos-
cabado de salud con desvelos dilatados y larguí-
sima abstinencia, casi de toda clase de alimen -
tos, recobró pronto la sanidad. Cuando conoció
que se hallaba restablecido en términos de
sobrellevar las fatigas de un viaje, llamó á Mar-
zavan á solas y le dijo : « Querido Marzavan,
ya es tiempo que cumpláis la promesa que me
hicisteis. Con el afán de ver á la hechicera prin-
cesa y poner fin á los tormentos que la aquejan
por amor mió, conozco que volvería al mismo
estado en que me habéis visto, si no nos mar-
chásemos pronto. Una circunstancia me acon-
goja, y me hace temer la dilación, y es el cariño
desalado del rey mi padre, que nunca podrá de-
terminarse á concederme permiso para que me
ausente de su lado. Si no halláis algún medio
para remediarlo, no sé lo que será de mí; pues
ya veis que nunca me pierde de vista. » Al aca-
bar estas palabras, el príncipe no pudo contener
su llanto.
« Príncipe, » repuso Marzavan, « ya he pre-
visto el gran obstáculo de que habláis : á mí me
toca hacer de modo que no nos detenga. El pri-
mer intento de mi viaje fué proporcionar á la
princesa de la China la libertad, y esto por todos
los motivos de la mutua amistad que nos profe-
samos desde la cuna y el afán y cariño que por
otra parte le debo. Faltaría á mi obligación, si
no lo aprovechase para su consuelo y el vues-
tro , y no me valiera de cuantos medios están á
mi alcance. He aquí pues lo que tengo ideado
para zanjar el tropiezo de alcanzar el permiso
del rey vuestro padre, tal cual entrambos lo
apetecemos. Aun no habéis salido desde mi lle-
gada : manifestadle que deseáis tomar el am-
biente puro, y pedidle permiso para ir dos ó
tres dias á cazar conmigo : según toda probabi-
lidad, no os lo negará, y cuando 1o hayáis con-
seguido, daréis orden para que nos tengan á
cada uno dos buenos caballos prontos, uno para
montar y otro de repuesto, y en cuanto á lo
demás, dejadlo á mi cargo.
Al dia siguiente, el principe Camaralzaman
aprovechó la ocasión y manifestó al rey su pa-
dre el deseo que tenia de .espaciarse por la cam-
piña, y le pidió que le dejara ir á caza por uno
ó dos dias con Marzavan. « Corriente, » le dijo
el rey, « pero á condición que no pasaréis fuera
mas de una noche. Por el pronto el ejercicio
pudiera serte dañino, y una ausencia mas larga
me causaría zozobra. » El rey mandó que le
dieran los mejores caballos, y él mismo se
esmeró en que todo lo tuviese á punto. Dis-
puesta la cacería, le abrazó, y habiendo reco-
mendadado á Marzavan que mirara mucho por
él, le dejó marchar.
El príncipe y Marzavan salieron al campo, y
para desentenderse de los dos palafreneros que
conducíanlos caballos de repuesto, aparentaron
ir cazando y se alejaron de la ciudad tanto como
les fué posible. A la caida de la noche se detu-
vieron en un parador de caravanas, en donde
cenaron y durmieron hasta las doce de la noche.
Marzavan, que se despertó el primero, llamó al
CIENTOS ÁRABES.
311
príncipe Camaralzaman, sin recordar los pala-
freneros. Rogó al príncipe que le diera su ves-
tido y tomara otro que había traído uno de los
sirvientes. Montaron cada uno el caballo de
repuesto que les habían traído, y luego que
Marzavan hubo tomado de la brida el caballo de
uno de los palafreneros, emprendieron su ca-
mino, marchando á paso largo.
Al amanecer, los dos jinetes se hallaron en un
bosque, y luego en una encrucijada de cuatro
Preguntóle el príncipe á Marzavan cuál era
su intento. « Príncipe, » respondió este, adian-
do el rey vuestro padre vea esta noche que no
volvéis y sepa por nuestros palafreneros que
nos hemos marchado sin ellos, mientras dor-
mían, no dejará de poner jente en movimiento
para que corra tras nosotros. Los que vengan
por esta parte y encuentren este vestido en-
sangrentado, creerán que alguna fiera os ha
devorado, y que yo he tenido que escaparme
i," LL
caminos. Allí Marzavan rogó al príncipe que le
aguardara un momento y entró en el bosque.
Mató el caballo del palafrenero, rasgó el vestido
que el príncipe se habia quitado, lo manchó
con sangre, y al incorporarse con el príncipe, lo
arrojó en medio del camino.
temeroso de sus iras. El rey, que ya no os con-
ceptuará vivo, según su relación, dejará de bus-
caros y nos dará lugar á proseguir nuestro
viaje sin zozobra de que vengan en nuestro
alcance. La precaución es algo violenta, pues
causamos un desmán terrible á un padre, partí-
312
LAS MIL Y UNA NOCHES.
cipándole la muerte de un hijo á quien ama tan
entrañablemente. Pero el alborozo del rey vues-
tro padre será tanto mayor, cuando sepa que
estáis vivo y gozoso. — Buen Marzavan, » re-
puso el príncipe, « no puedo menos de apro-
bar tan injenioso ardid y os debo una nueva
fineza. »
El príncipe y Marzavan , provistos de buenas
joyas para su gasto, prosiguieron su viaje por
mar y tierra, sin hallar otro obstáculo que el de
los dias que les fué preciso emplear. Llegaron
por fin á la capital de la China, en donde Mar-
zavan, en vez de llevar al príncipe á su casa,
le hizo apear en un parador público para los
estranjeros. Allí permanecieron tres dias des-
cansando de las fatigas del viaje , y en aquel
breve plazo, Marzavan mandó hacer un traje de
astrólogo para disfrazar al príncipe. Pasados los
tres dias, fueron juntos al bailo, en donde Mar-
zavan hizo que el príncipe se vistiera el traje
de astrólogo, y al salir del baño, le acompañó
hasta el palacio del rey de la China y le dejó
para ir á avisar de su llegada á su madre, no-
driza de la princesa Badura, para que se lo co-
municara á dicha princesa.
Al llegar aquí la sultana Cheherazada advir-
tió que ya amanecía, y al punto dejó la conti-
nuación de su historia para !a noche siguiente,
en que prosiguió así :
NOCHE CXCVIII.
Señor, el príncipe Camaralzainan, impuesto
por Marzavan en lo que debia practicar, y per-
trechado de todo lo correspondiente á un as-
trólogo, y vestido como tal, se adelantó hasta
la puerta del palacio del rey de la China, y pa-
rándose, voceó, á presencia de la guardia y de
los porteros : a Soy astrólogo y vengo á curar
á la respetable princesa Badura, hija del muy
alto y poderoso monarca Gayur, rey de la China,
bajo las condiciones propuestas por su majes-
tad de casarme con ella si lo consigo, ó de per-
der de lo contrario la vida. »
Además de los guardas y porteros del rey,
se agolparon un sinnúmero dq curiosos al re-
dedor del príncipe Camaralzaman, atraídos por
la novedad. Con efecto, ya hacia tiempo que no
se habia presentado ningún médico, astrólogo ú
mago después de tantos trájicos ejemplares de
los que habían salido frustrados en su empresa.
-Se creia que ya no habia otros en el mundo, ó
que á lo menos no los habia tan insensatos.
Al ver el hermoso semblante del príncipe, su
gallarda traza y tierna mocedad, no hubo uno
que no le compadeciese. « ¿ En qué pensáis ,
señor ? » le dijeron los que se hallaban inme-
diatos á él. ce ¿ Cuál es vuestro devaneo en es-
poner así á una muerte segura una vida que
está dando lan grandiosas esperanzas ? ¿ No os
horrorizáis con la vista de las cabezas cortadas
que están sobre las puertas? En nombre de
Dios, desistid de eso intento desatinado, y reti-
raos. »
Á pesar de estas reconvenciones, el príncipe
Camaralzaman se mantuvo firme, y en vez de
escuchar á aquellos consejeros, como vio que
nadie se presentaba para introducirle en pala-
cio , repitió el mismo grito con una serenidad
que hizo estremecer á todos los circunstantes.
Entonces estos esclamaron : « Está resuelto á
morir, Dios se conduela de su mocedad y de
su alma. » Voceó por tercera vez, y al lin llegó
el gran visir en persona de parte del rey de la
China.
Aquel ministro acompañó á Camaralzaman á
la presencia del rey. El príncipe, apenas le di-
visó en su solio, cuando se postró y besó la
tierra en su presencia. El rey, que de todos
aquellos á quienes una presunción desatinada
habia hecho acudir, no habia visto ninguno que
mereciese su atención, se condolió entrañable-
mente de Camaralzaman, coa motivo del peli-
gro á que se esponia. Tratóle también con mas
consideración, permitiéndole que se acercara y
sentara junto á su persona. « Joven, » le dijo,
« con dificultad puedo creer que hayáis adqui-
rido á vuestra edad bastante esperiencia para
CUENTOS ÁRABES.
313
atreveros á curar á mi hija. Deseara que lo lo-
graseis, y os la daria en matrimonio, no solo
sin repugnancia, sino con la mayor complacen-
cia, al paso que hubiera sentido en el alma
el haberla concedido á cualquiera de los que
os antecedieron. Pero os manifiesto muy á mi
pesar que si erráis la curación, esa mocedad
tierna y lozana no obstará para mandaros de-
gollar.
— « Señor, » repuso el príncipe, « debo dar
infinitas gracias á vuestra majestad por el ho-
nor que me hace y tanta dignación como ma-
nifiesta con un desconocido. No vengo de pais
tan remoto, cuyo nombre no ha quizá sonado
aun por vuestros estados , para no ejecutar el
intento que me ha traído. ¿ Qué se diría de mi
liviandad, si desistiera de tan jeneroso empeño
tras tantísimas fatigas y riesgos sobrellevados ?
¿ No vendría vuestra majestad misma á orillar
el aprecio que le ha merecido mi persona ? Si
muero, señor, será con la satisfacción de no
haber desmerecido- ese concepto tras de ha-
berlo gozado. Os suplico pues que no me ten-
gáis por mas tiempo en este afán de dar á cono-
cer lo positivo de mi arte, por el esperimento á
que estoy pronto á sujetarme. »
El rey de la China mandó al eunuco, guarda
de la princesa Badura, que se hallaba presente,
que llevara al príncipe Camaralzaman al apo-
sento de la princesa su hija. Antes que se mar-
chase, le dijo que aun era dueño de orillar su
empeño ; pero el príncipe no le escuchó , y
acompañó al eunuco en alas de aquel denuedo
é ímpetu asombroso.
El eunuco llevó al príncipe Camaralzaman, y
cuando estuvieron en una larguísima galería, á
cuyo estremo se hallaba el aposento de la prin-
cesa, el príncipe, que se vio tan cerca del ob-
jeto que le habia hecho derramar tantas lágri-
mas y por el cual no habia cesado de suspirar
en tanto tiempo, aceleró el paso y se adelantó
al eunuco.
Este se dio también priesa y tuvo dificultad
en alcanzarle. « ¿ Á dónde vais con ese arre-
bato ? » le dijo , asiéndole del brazo ; a no
podéis entrar sin mí." Preciso es que traigáis
sumo afán por fenecer, puesto que corréis de
tal modo á la muerte. Ninguno de los astrólo-
gos que he visto y acompañado al paraje , á
donde sobrado pronto llegaréis, se ha disparado
con tantísimo ímpetu.
— « Amigo mió , » repuso el príncipe mi-
rando al eunuco y siguiéndole, « sábete que
todos esos astrólogos no estaban seguros de su
ciencia como yo lo estoy de la mia, sabían po-
sitivamente que perderían la vida, si no alcan-
zaban su objeto, y ninguna seguridad tenían de
conseguirlo. Por eso tenian razón en temblar al
irse acercando al lugar á donde voy y en donde
estoy seguro de hallar mi felicidad. » Pronun-
ciaba estas palabras, cuando llegaron á la
puerta. Abrióla el eunuco é introdujo al prín-
cipe en un salón que comunicaba con el apo-
sento de la princesa por medio de una mampara
que estaba cerrada.
Antes de entrar, paróse el príncipe , y ha-
blando mas despacio que antes, por temor de
que le oyeran en el aposento de la princesa,
« Para convencerte, » le dijo al eunuco, « que
no cabe presunción, capricho, ni fuegos de mo-
cedad en mi designio, dejo á tu elección estos
dos medios : ¿ prefieres que cure á la princesa
en tu presencia, ó desde aquí, sin pasar mas
adelante y sin verla ? »
El eunuca se quedó atónito con la entereza
de su habla. Trocó entonces el príncipe su de-
nuedo en formalidad. « No importa, » le con-
testó el eunuco , « que sea allí ó aquí. Como
quiera, os granjearéis nombradía inmortal, no
solo en esta corte, sino también por toda la
tierra habitada.
— « Vale mucho mas , » repuso el príncipe,
que la cure sin verla, para que des testimonio
de mi habilidad. Por mas ansioso que esté de
ver una princesa de tan encumbrada jerarquía,
que debe ser mi esposa; con todo, por conside-
ración á ti, quiero privarme de tamaña satisfac-
ción por un rato. » Como estaba surtido de
cuanto correspondía á un astrólogo, sacó tintero
y papel y escribió este billete á la princesa de
la China :
BILLETE DEL PRINCIPE CAMARALZAMAN A LA PRINCESA
DE LA CHINA.
a Adorable princesa, el enamorado príncipe
Camaralzaman no os habla de los infinitos que-
brantos que está padeciendo desde la noche tan
aciaga en que vuestra hermosura le arrebató la
libertad que tenia dispuesto conservar toda su
vida. Os comunica tan solo que entonces os dio
su corazón, en medio de vuestro sueño embele-
sante, aunque intempestivo, que le privó del
vivísimo resplandor de vuestros hermosos ojos,
á pesar de sus conatos para que los abrieseis.
Atrevióse á daros su anillo en prenda de su
amor, y á tomar en cambio el vuestro, que os
envia en este billete. Si os dignáis devolvérselo
en testimonio recíproco del vuestro, se tendrá
por el mas venturoso de todos los amantes. Si
no, aunque desechado, recibirá el golpe mortal
con tanta mas resignación, en cuanto lo recibirá
314
LAS MIL Y UNA NOCHES.
por amor vuestro. Aguarda vuestra contestación
en Ja antesala. »
Cuando el príncipe hubo acabado este billete,
puso dentro el anillo de la princesa sin dejárselo
ver al eunuco, y al dárselo le dijo : « Amigo,
lleva esto á tu señora. Si no se cura al golpe en
leyendo este billete y viendo lo que lleva den-
tro, te permito que pregones como soy el mas
indigno y desvergonzado de todos los astró-
logos presentes y venideros. »
Rayaba el dia cuando la sultana Cheherazada
acabó estas palabras , y hubo de dejar para la
hoche siguiente la continuación de la historia.
NOCHE CXCIX.
Señor, el eunuco entró en el aposento de la
princesa de la China, y presentándole el billete
que le enviaba el príncipe Camaralzaman, «Prin-
cesa , » le dijo , « acaba de llegar un astrólogo
mas temerario que todos los demás, y pretende
que vais á quedar curada luego que hayáis leido
este billete y visto lo que hay en su interior.
Deseara que no fuera un impostor. »
La princesa Badura tomó el billete y lo abrió
con harto despego ; pero luego que hubo visto
su anillo, ni siquiera se paró á leerlo. Levantóse
arrebatadamente, rompió la cadena que la tenia
atada con el ímpetu de su alegría , y corriendo
á la puerta , la abrió. La princesa y el príncipe
se conocieron recíprocamente, y al punto arro-
jándose á los brazos uno de olro , se abrazaron
tiernamente, y enmudeciendo con su júbilo, se
miraron largo rato atónitos al volverse á ver tras
su primer encuentro, que no podían comprender.
La nodriza, que había acudido .con la princesa,
los hizo entrar en el aposento, en donde la
princesa devolvió su anillo al príncipe. «To-
madlo, » le dijo, « no pudiera guardarlo sin res-
tituiros el vuestro , que quiero guardar toda mi
vida. Uno y otro no pueden estar en mejores
manos. »
Entretanto el eunuco había ido á comunicar
al rey de la China lo que acababa de suceder.
« Señor, » le dijo, « todos los astrólogos, médi-
cos y demás personajes que han tratado de cu-
rar hasta ahora á la princesa eran unos igno-
rantes. Este recien venido no se ha valido de
embolismos, conjuros de espíritus malignos,
aromas ni otros arbitrios; la ha curado sin
verla.» Refirióle loque había ocurrido; y el
rey, gozosamente admirado, acudió al punto al
aposento de la princesa á quien abrazó estrecha-
mente. Otro tanto hizo con el príncipe, y asiendo
su mano, la enlazó con la de la princesa y dijo :
« Afortunado estranjero , cualquiera que seáis
cumplo mi promesa y os doy mi hija por espo-
sa. Con todo , al veros , no es posible me per-
suada que seáis lo que parecéis y habéis querido
hacerme creer. »
El príncipe Camaralzaman dio gracias al rey
en los términos mas rendidos para manifestarle
mejor su reconocimiento. « En cuanto á mi per-
sona, señor, » prosiguió, « es cierto que no soy
astrólogo, como vuestra majestad lo ha supuesto.
Solo he vestido este traje para merecer el pre-
cioso entronque con el mas poderoso monarca
del universo. Nací príncipe, hijo dé reyes : lla-
móme Camaralzaman , y mi padre Chahzaman
reina en las islas bastante conocidas de los Hijos
de Khaledan. » Luego le refirió su historia y le
dio á conocer cuan peregrino era el oríjen de su
pasión y de la correspondencia que merecía á
la princesa , comprobadas con el cambio de los
anillos.
Cuando el príncipe Camaralzaman hubo con-
cluido , « Una historia tan estraordinaria , » es-
clamó el rey, « merece ser conocida de la pos-
teridad. La mandaré escribir, y cuando haya
depositado el orijinal en los archivos de mi reino,
la haré pública para que desde mis estados pase
á los demás. »
Aquel mismo dia se celebró el desposorio y
se hicieron solemnes regocijos en toda la China.
Marzavan no quedó olvidado : el rey de la China
le admitió en su corte, honrándole con un cargo
eminente, y prometiendo elevarle á otros de
mavor entidad.
CUENTOS ÁRABES.
315
El príncipe Camaralzaman y la princesa Ba-
dura , entrambos en la cumbre de sus ardientes
anhelos, gozaron el sumo embeleso del himeneo,
y durante muchos meses , el rey de la China no
cesó de manifestar su regocijo con repetidas
funciones.
En medio de aquellas deMcias , el príncipe
Camaralzaman tuvo un sueño una noche , en el
cual le pareció ver al rey su padre tendido en su
lecho , y pronto á exhalar el postrer suspiro , y
que decia : «Aquel hijo que enjendré y tan
entrañablemente quise, me ha abandonado y es
causa de mi muerte. » Despertóse el príncipe
lanzando un profundo suspiro que despertó tam-
bién á la princesa , y esta le preguntó por qué
suspiraba. « ¡ Ay de mí ! » esclamó el príncipe,
«quizá en el momento en que estoy hablando,
ya mi padre no existe. » Y le refirió el motivo
que tenia para que le azorase tan aciago recuer-
do. La princesa , que solo ansiaba complacerle ,
y que conoció que el deseo de volver á ver á
su padre pudiera menoscabar su embeleso per-
maneciendo con ella en un pais tan remoto, nada
le dijo del intento que ideó desde luego , y en
aquel mismo dia habiéndosele proporcionado
ocasión de hablar á solas con el rey de la China,
«Señor,» le dijo besándole la mano, «tengo
una fineza que pedir á vuestra majestad , y le
ruego no me la niegue. Mas para que no con-
ceptuéis que os la pido á instancia del príncipe
mi marido , os aseguró antes que ninguna parte
tiene en ella. Lo que os pido es que consintáis
en que vaya á ver con él al rey Chahzaman mi
suegro.
— « Hija mia , » repuso el rey , « por amarga
que me haya de ser tu ausencia , no puedo me-
nos de aprobar esa determinación. Es digna de
ti, no obstante las fatigas de tan largo viaje. Id,
consiento en ello ; pero á condición de que no
os detendréis mas de un año en la corte del rey
Chahzaman. Aquel monarca consentirá, lo es-
pero, en que obremos así y tengamos alternati-
vamente á nuestro lado , él su hijo y su nuera ,
yo mi hija y mi yerno. »
La princesa participó la anuencia del rey de
la China al príncipe Camaralzaman , que pro-
rumpió en raptos de alborozo , y le agradeció
aquella nueva prueba de cariño que acababa de
darle.
El rey de la China dispuso los preparativos
del viaje, y cuando estuvieron corrientes, mar-
chó con ellos y los acompañó algunas jornadas.
Al fin se separaron derramando unos y otros
muchas lágrimas. El rey los abrazó tiernamente,
y habiendo encargado al príncipe que amara
siempre á la princesa su hija como hasta enton-
ces , los dejó proseguir su viaje y regresó á su
capital.
Apenas el príncipe Camaralzaman y la prin-
cesa Badura hubieron enjugado sus lágrimas,
cuando no pensaron mas que en la alegría que
habia de causar al rey Chahzaman el verlos y
abrazarlos y la que ellos mismos disfrutarían.
Hacia un mes que caminaban, cuando llegaron
á un soto dilatado y frondosísimo que estaba brin-
dando con su apacible sombra. Como era esce-
sivo el calor aquel dia , el príncipe Camaralza-
man juzgó oportuno acampar allí y se lo
comunicó á la princesa Badura , que se avino
con tanta mayor complacencia cuanto ella mis-
ma lo estaba deseando. Apeáronse en el sitio
mas ameno, y cuando estuvo levantada la tienda,
la princesa Badura , que se habia sentado á la
sombra, entró en ella, mientras que el príncipe
daba sus órdenes para que acampase su comi-
tiva. Para mayor desahogo, la princesa se quitó
el ceñidor, que sus mujeres le colocaron á su
lado, y luego hallándose cansada, se quedó
dormida y todas la dejaron sola.
Cuando el príncipe Camaralzaman hubo to-
mado sus disposiciones , volvió á la tienda , y
viendo que la princesa dormia , entró y tomó
calladamente asiento. En tanto que le entraba
el sueño , cojió el ceñidor de la princesa : miró
uno tras otro los diamantes y rubíes que lo ador-
naban , y advirtió una bolsita esmeradamente
cosida sobre la tela y cerrada con un cordón.
Tocóla y sintió que habia dentro algún dije que
hacia como resistencia. Deseoso de saber lo que
era, abrió la bolsa y sacó una cornalina grabada
con figuras y caracteres que le eran desconoci-
dos, o Preciso es,» dijo allá en su interior, «que
esta cornalina sea de mucho valor ; pues de otro
modo no la llevaría mi princesa sobre sí con
tanto esmero por temor de perderla. »
Era con efecto un ensalmo que la reina de la
China habia regalado á la princesa su hija , para
hacerla feliz , según decia, mientras lo llevara
consigo.
Á fin de hacerse cargo, salió el principe fuera
de la tienda que estaba oscura , y quiso exami-
narlo á las claras. Mientras lo tenia en la palma
de la mano, un pájaro se arrojó de repente so-
bre él y se lo arrebató.
Cuando llegaba aquí la sultana Cheherazada,
ya empezaba á amanecer ; así dejó de hablar
hasta la noche siguiente en que dijo al sultán
Chahriar :
— j» *).rt7i.^iiy^tY ''t^ vfe ***—
316
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CC.
Señor, á vuestra majestad cabe juzgar mejor
de lo que yo pudiera espresarle , el asombro y
quebranto de Camaralzaman , cuando el pájaro
le hubo arrebatado el ensalmo de la mano. Á
esta novedad amarguísima, acaecida por una
curiosidad intempestiva y que defraudaba á la
princesa de un objeto tan precioso , permaneció
inmóvil por largo rato.
SEPARACIÓN DEL PRINCIPE CAMARALZAMAN Y DE I.A
PRINCESA BADURA.
El pájaro voló y se posó en el suelo á corta
distancia con el ensalmo en el pico. El príncipe
se adelantó, esperanzado de que lo soltase;
pero luego que se acercó, el pájaro echó á
volar, y por segunda vez se paró. Camaralzaman
siguió tras él , pero el pájaro se tragó el talismán
y voló mas lejos. Entonces el príncipe , que era
muy diestro, esperó que le mataría de una pe-
drada y volvió á perseguirle. Cuanto mas el
pájaro se alejaba, tanto mas se empeñaba Ca-
maralzaman en seguirle y no perderle de vista.
De valle en valle y de cerro en cerro, el
pájaro fué atrayendo todo el dia al príncipe
Camaralzaman, alejándose de la pradera y de
la princesa Badura , y de noche , en vez de me-
terse en alguna zarza en donde Camaralzaman
hubiera podido sorprenderle en la oscuridad ,
se posó en la copa de. un árbol frondoso , en
donde estaba con toda seguridad.
El príncipe , desesperado de haberse tomado
en balde tanta molestia , deliberó si volvería á
sus tiendas. « ¿ Pero por dónde volveré? » pro-
rumpió para sí mismo. « ¿ Subiré ó bajaré los
cerros y valles por donde he venido ? ¿ No me
estraviaré en las tinieblas y me lo permitirán
mis fuerzas? Y aun cuando lo pudiera, ¿ me
atrevería á presentarme delante de la princesa
sin devolverle su ensalmo ? » Acosado con tan
amarga cavilación y estremado cansancio, de
hambre , sed y sueño, se tendió y pasó la noche
al pié del árbol.
Al dia siguiente, apenas se despertó, cuando
el pájaro dejó el árbol y echó á volar, siguién-
dole el príncipe todo el dia con tan poco éxito
como el anterior, alimentándose de yerbas ó
frutos que hallaba por su tránsito. Otro tanto
hizo hasta en el décimo dia , siguiendo al pájaro
con la vista desde la mañana hasta la noche,
pasando esta al pié del árbol , y el pájaro en su
cima.
Al undécimo dia , llegaron á una gran ciudad ,
el pájaro volando siempre, y Camaralzaman
observándole continuamente. Cuando el pájaro
estuvo cerca de los muros de la ciudad, empren-
dió su vuelo y desapareció enteramente á la vista
de Camaralzaman, quien perdió la esperanza de
volverle á ver y de recobrar el ensalmo de la
princesa Badura.
Camaralzaman , inconsolable , entró en la
ciudad , que estaba ediíicaba á orillas del mar
y tenia un hermosísimo puerto. Anduvo mucho
tiempo por las calles sin saber á dónde iba ni lo
que hacia, y llegó al puerto. Siguió la orilla
hasta la puerta de un jardín que estaba abierta
y en la cual se presentó. El jardinero , que era
un buen anciano dedicado á su cultivo, alzó
entonces la cabeza , y apenas le vio y conoció
que era estranjero y musulmán, cuando le con-
vidó á que entrara y cerrara tras sí la puerta.
Entró el príncipe, hizo lo que el anciano le
decia, y acercándose á él, le preguntó porque le
habia hecho tomar aquella precaución. « Veo f »
respondió el hortelano , « que sois un estranjero
recien llegado y musulmán , y esta ciudad está
en gran parte habitada por idólatras que profe-
san mortal aversión á los musulmanes, y aun
tratan muy mal á los que aquí seguimos la reli-
jion de nuestro profeta. Sin duda lo ignoráis, y
me parece un milagro que hayáis llegado hasta
aquí sin tropiezo. Con efecto, estos idólatras
están asechando con sumo ahinco á los musul-
manes ostronjeros cuando llegan , para hacerlos
caer en algún lazo, si no están enterados de
antemano en sus maldades. Doy gracias á Dios
de que os ha traido á lugar seguro. »
Camaralzaman agradeció á aquel buen hombre
CUENTOS ÁRABES.
317
la acojida que le daba tan jenerosamente , escu-
dándole contra todo desacato. Quería estenderse
mas; pero el jardinero le interrumpió dicién-
dole : (( Dejémonos de cumplimientos, estáis
cansado y debéis tener necesidad de comer :
venid á descansar. » Llevóle á su casita, y luego
que el príncipe hubo comido bastante de lo que
le presentó con halagüeño agasajo, pidióle que
le dijera el objeto de su llegada á aquel pueblo.
Satisfizo el príncipe al hortelano, y cuando
hub^ concluido su historia sin ocultarle nada, le
preguntó en seguida por qué camino podria
volverse á los estados del rey su padre ; « por-
que empeñarme, » añadió, « en juntarme con
la princesa fuera un imposible al cabo de once
dias que me he separado de ella por una aven-
tura tan peregrina. ¿ Quién sabe si todavía
existe? » Con tan aciago recuerdo, no pudo
menos de prorumpir en lágrimas.
En respuesta á lo que Camaralzaman acababa
de preguntar , el hortelano le dijo que habia un
año de camino desde la ciudad en que se hallaba
hasta los países habitados únicamente por mu-
sulmanes, mandados por príncipes de su reli-
jion ; pero que era fácil pasar por mar á la isla
de Ébano en mucho menos plazo , y que desde
allí podia pasarse á las islas de los Hijos de
Khaledan ; que todos los años salia un buque
mercante para las isla de Ébano, y que podria
aprovechar aquella coyuntura para regresar
desde allí á las islas de los Hijos de Khaledan.
« Si hubieseis llegado algunos dias antes, *> aña-
dió, « os hubierais embarcado en el que dio á la
vela este año. Entretanto que marche el del año
próximo, si os queréis quedar conmigo, os
ofrezco mi casa, tal cual es, con la mejor vo-
luntad. »
El príncipe Camaralzaman se tuvo por afor-
tunado en hallar aquel asilo en un lugar en que
no tenia ningún conocimiento ni le interesaba
adquirirlos. Aceptó el ofrecimiento y se quedó
con el jardinero. En tanto que llegaba el mo-
mento de la partida del buque mercante para
la isla de Ébano, se dedicaba al cultivo del
huerto durante el día; y de noche, cuando nada
le distraía de pensar en su querida princesa Ba-
dura , la pasaba suspirando y lamentándose de
su suerte. Dejarémosle aquí para volver á la
princesa Badura , que dejamos dormida en su
tienda.
HISTORIA DK LA PRINCESA BADURA , DESPUÉS DE LA
SEPARACIÓN DEL PRINCIPE CAMARALZAMAN.
La princesa durmió largo rato , y al desper-
tarse , se quedó asombrada de que el príncipe no
estuviese junta á ella. Llamó á sus mujeres y les
preguntó si sabían en donde paraba. Cuando le
estaban diciendo que le habian visto entrar,
pero no salir, descubrió , al tomar su ceñidor,
que estaba abierta la bolsa y que no contenia el
ensalmo. No dudó que Camaralzaman lo hubiese
tomado para ver su contenido y que se lo de-
volviese. Aguardóle hasta la noche, con sumo
desasosiego , y no podia comprender lo que le
tenia tanto tiempo ausente. Como vio que era
ya de noche cerrada y que no volvia , se apesa-
dumbró indeciblemente. Maldijo mil veces el
ensalmo y á su fabricante ; y á no haberla con-
tenido el respeto, se hubiera desahogado en
imprecaciones contra la reina, su madre, que
le habia hecho tan funesto regalo. Desconsola-
dísima con este lance, tanto mas doloroso cuanto
ignoraba como el ensalmo podia ser causa de la
separación del príncipe , no perdió el juicio ; al
contrario, tomó una determinación animosa y
desusada entre las personas de su sexo.
Nadie sabia en el campamento que el príncipe
hubiese desaparecido , sino Badura y sus muje-
res ; porque los criados se hallaban descansando
ó durmiendo por las tiendas. Temiendo que le
hiciesen traición , si llegaban á saberlo, enfrenó
sus propios ímpetus, y prohibió á sus mujeres
que prorumpieran en dicho ó hecho que causara
la menor sospecha. Luego se quitó su vestido ,
tomó otro de Camaralzaman, de quien era muy
parecida , de modo que todos la tuvieron por
ól al dia siguiente, cuando se presentó y les
mandó levantar las tiendas y ponerse en ca-
mino. Cuando todo estuvo pronto, hizo entrar á
una de sus mujeres en la litera , y montando á
caballo , prosiguió su viaje.
Al cabo de varios meses de marcha , la prin-
cesa, que habia proseguido su viaje bajo el
nombre del príncipe Camaralzaman , para pasar
á la isla de los Hijos de Khaledan f llegó á la
capital del reino de la isla de Ébano , cuyo mo-
narca reinante se llamaba Ármanos. Como los
primeros que desembarcaron para proporcio-
narle alojamiento hicieron correr la voz de que
el buque recien llegado traía á bordo al príncipe
Camaralzaman, que volvia de un largo viaje, y
á quien el recio temporal habia precisado á
tocar allí, pronto llegó la noticia al palacio 'del
rey.
Aquel monarca , acompañado de gran parte
de su corte, salió al punto al encuentro de la
princesa , y la halló cuando acababa de desem-
barcar y se encaminaba al alojamiento que le
tenian dispuesto. Recibióla como al hijo de un
rey amigo , con quien habia vivido siempre en
perfecta armonía , y la llevó á palacio , donde
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la hospedó con luda su comitiva, sin hacer caso
de las instancias que le hizo para que la dejara
vivir privadamente. Tratóla además con todos
los honores imajinables y la estuvo agasajando
tres dias con estraordinaria magnificencia.
Al cabo de aquel tiempo , viendo el rey Ár-
manos que la princesa , á quien tenia siempre
por el príncipe Camaralzaman , hablaba de em-
CUENTOS ÁRABES.
319
barcarse y proseguir su viaje , prendado de un
príncipe tan gallardo y de tan galana presencia
é injenio , la cojió á solas y le dijo : « Príncipe ,
ya veis que me hallo en edad muy avazanda,
con muy pocas esperanzas de vivir largo tiempo,
y estoy con el sentimiento de no tener un hijo á
quien dejar mi reino. El cielo me ha dado sola-
mente una hija única, de una hermosura que
solo puede parangonarse con la de un principe
tan gallardo , bien nacido y cabal , cual vos sois.
En vez de pensar en volver á vuestro pais , ad-
mitidla de mi mano con mi corona , que depongo
desde ahora á favor vuestro, y quedaos con
nosotros. Hora es ya que descanse , después de
haberla sostenido durante tantos años, y no me
cabe hacerlo en mejor ocasión , cuando mis
estados pueden ser gobernados por tan digno
sucesor. »
La sultana Cheherazada quería proseguir;
pero asomaba el dia , y tuvo que enmudecer. Á
la noche siguiente dijo al sultán de las Indias :
NOCHE CCI.
Señor, el ofrecimiento jeneroso del rey de la
isla de Ébano, de dar su hija única en matrimo-
nio á la princesa Badura, que no podia admitir-
la, por ser mujer, y de cederle sus estados, la
puso en un conflicto que no aguardaba. Impro-
prio era de una princesa como ella declararle
que no era el príncipe Camaralzaman , sino su
esposa, y desengañar al rey, después de haberte
asegurado que era aquel príncipe y haber soste-
nido tan bien hasta entonces el papel de tal.
Temia con fundamento que si le rehusaba en el
afán que le manifestaba por la conclusión de
aquel matrimonio , trocaría su benevolencia en
aversión y odio, y aun atentara contra su vida.
Además, no sabia si hallaría al príncipe Camaral-
zaman en la corte del rey Chahzaman su padre.
Estas consideraciones y la de adquirir un
reino para el príncipe su marido, dado caso que
volviera á hallarle, determinaron á la princesa
á aceptar el partido que acababa de proponerle
el rey Ármanos. Así, después de haber perma-
necido largo rato sin hablarle, con un rubor que
le cubrió el rostro . y que el rey atribuyó a su
modestia , le respondió : a Señor ; estoy suma-
mente agradecido á vuestra majestad del favo-
rable concepto que le merezco, y del honor que
me hace, que no merezco y no me atrevo á re-
husar; pero señor, » añadió, «solo acepto este
grandioso entronque á condición que vuestra
majestad me asistirá con sus consejos , y que
nada haré sin que antes haya merecido su apro-
bación. »
Ajuslado de este modo el casamiento, se fijó
el dia siguiente para la ceremonia, y la princesa
Badura avisó entretanto á sus oficiales , que
también la tenían por el príncipe Camaralza-
man , de cuanto iba á ocurrir, para que no lo
estrañasen, y les aseguró que todo se efectuaba
con el consentimiento de la princesa Badura.
También habló á sus mujeres y les encargó que
guardaran bien el sijilo.
El rey de la isla de »,bano, ufano de haberse
granjeado un yerno de quien estaba tan pren-
dado, juntó al dia siguiente su consejo, y de-
claró que daba la princesa su hija en matrimo-
nio al príncipe Camaralzaman , á quien habia
hecho sentar á su lado, que le entregaba su co-
rona y les mandaba que le reconociesen por su
rey y le tributasen sus homenajes. Al acabar es-
las palabras, bajó del trono, y luego que la prin-
cesa Badura subió á él y se sentó en su lugar,
recibió el juramento de fidelidad y el rendi-
miento de los señores mas poderosos de la isla
de Ébano que se hallaban presentes.
Al salir del consejo, se celebró solemnemente
por toda la ciudad la proclamación del nuevo
rey; mandáronse ejecutar regocijos durante
muchos dias y se despacharon correos por todo
el reino para que se observasen las mismas ce-
remonias y demostraciones de alborozo.
Á la noche todo el palacio se entregó al rego-
cijo, y Hayatalnefusa (así se llamaba la prin-
cesa de la isla de Ébano) fué cdhducida á la
princesa Badura, á quien todos tuvieron por un
320
LAS MIL Y UNA NOCHES.
hombre, con un aparato verdaderamente rejio.
Terminadas las ceremonias, se quedaron solas y
se acostaron.
Á la madrugada, mientras la princesa Badura
estaba recibiendo en junta jeneral los parabie-
nes de toda la corte, con motivo de su casa-
miento y como nuevo monarca, el rey Ármanos
y la reina pasaron al aposento de su hija y le
preguntaron cómo habia pasado la noche. En
vez de rc.ponderles, bajó los ojos, y la tristeza
que asomó en su rostro dio á conocer que no
estaba satisfecha.
Para consolar á la princesa Hayatalnefusa, el
rey Ármanos le dijo : « Hija mió, eso no debe
ailijirle : cuando el príncipe Gamaralzaman des-
embarcó aquí, solo pensaba en volverse cuanto
antes junto al rey Chahzaman su padre. Aunque
le hayamos retenido por un vínculo de que debe
estar muy satisfecho, con todo debemos creer
que tiene gran sentimiento de verse privado de
repente de la esperanza de volverle á ver nun-
ca, como tampoco á ningún otro individuo de
su familia. Debes pues aguardar, porque tan
pronto como hayan cedido un poco esos ímpe-
tus de carillo filial , se portará como buen ma-
rido. »
La princesa Badura, bajo el nombre de Cama-
ralzaman'y como rey de la isla de Ébano, empleó
todo el dia , no solo en recibir los parabienes
de su corte, sino también pasando revista á las
tropas y desempeñando otras funciones rejias,
con un señorío é intelijencia que le merecieron
la aprobación de cuantos estuvieron presentes.
Era de noche cuando volvió al aposento de la
reina Hayatalnefusa, y conoció muy bien, por el
empacho con que aquella princesa la recibió,
que tenia muy presente la noche anterior. Pro-
curó desvanecer su descontento con una larga
conversación que tuvo con ella y en la que echó
el resto de su persuasiva para convencerla de
que la amaba entrañablemente. Dióle al fin
tiempo de acostarse, y entretanto se puso á de-
cir sus oraciones ; pero estas fueron tan largas
que la reina Hayatalnefusa se quedó dormida.
Entonces dejó de rezar y se acostó junto á ella
sin despertarla, no menos pesarosa de represen-
tar un papel que no le correspondía, que de la
pérdida de su querido Camaralzaman , por el
cual no cesaba de suspirar. Levantóse al dia si-
guiente al rayar el dia, antes que Hayatalnefusa
estuviese despierta, y acudió al consejo en traje
rejio.
£1 rey Ármanos no hizo falta en visitar aquel
dia á su hija y la halló llorosa y desconsolada.
Bastóle esto para que calara el motivo de tantí-
simo desconsuelo. Airado con aquel menospre-
cio, pues tal se lo imajinaba, y cuya causa no
podía comprender, « Hija mia, » le dijo , « ten
aun paciencia hasta la noche próxima; he ele-
vado á tu marido á mi trono ; pero sabré ha-
cerle bajar de él y arrojarle vergonzosamente,
si no te da la satisfacción que debe. Aun no sé
si me contentaré con tan suave castigo, con es-
tos ímpetus de ira que siento al verte tratada
tan vergonzosamente. La afrenta no es á ti, sino
á mi persona. »
Aquella noche, la princesa Badura volvió muy
tarde al aposente de Hayatalnefusa como la an-
terior; se puso á conversar con ella y quiso de-
cir sus oraciones mientras se acostaba ; pero
Hayatalnefusa la detuvo y obligó á volverse á
sentar. « ¡Como,!» le dijo, « á lo que veo,
¿queréis tratarme todavía esta noche en los
mismos términos que las dos anteriores? De-
cidme, os ruego, ¿en qué puede disgustaros una
princesa como yo, que no solo os ama, sino que
os adora y se mira como la mas venturosa de
todas las de su clase con tener por marido á un
príncipe tan amable? Otra en mi lugar, no digo
ofendida, sino ultrajada de un modo tan sensi-
ble, tendría buena ocasión de vengarse con solo
abandonaros á vuestra malvada suerte; pero
aun cuando no os amara con tantísimo estremo,
como bondadosa y condolida de toda desven-
tura, no dejaría de avisaros que el rey mi padre
está irritadísimo de vuestro proceder, y que
solo aguarda el dia de mañana para daros, sí
continuáis, pruebas de su justo enojo. Hacedme
el favor de no desesperar á una princesa que no
puede menos de amaros. »
Estas palabras dejaron perpleja á la princesa
Badura. No dudó de la sinceridad de Hayatal-
nefusa : la tibieza con que el rey Ármanos la
habia recibido aquel dia le habia dado á cono-
cer el esceso de su descontento. El único medio
de sincerar su conducta era confiar su sexo á
Hayatalnefusa ; pero aunque tenia previsto que
tendría que venir á parar en semejante declara-
ción, con todo temblaba, incierta de si la prin-
cesa lo tendría á bien ó á mayor ultraje, Cuando
hubo considerado que si el príncipe Camaralza-
man vivía aun, necesariamente debía pasar por
la isla de Ébano para regresar al reino del rey
Chahzaman , 'que debía conservarse para él , y
que no podía hacerlo , si no se descubría á la
princesa Hayatalnefusa , se aventuró á hacerlo.
Como la princesa Badura habia quedado sus-
pensa, Hayatalnefusa, enardecida , iba á prose-
guir, cuando aquella la detuvo con estas pala-
bras : a Amable y hermosa princesa, » le dijo,
« confieso que tengo culpa ; pero espero que me
CUENTOS ÁRABES.
321
perdonéis y guardéis el sijilo que vdV á confia-
ros para mi descargo. »
• Al mismo tiemp» !a princesa Badura se des-
cubrió el pecho. «Ved, princesa, » prosiguió,
«si una mujer de vuestra clase merece ser
perdonada. Estoy persuadida de que lo haréis
de buen corazón, cuando os haya referido
mi historia, y sobre todo el fracaso que me ha
precisado á representar este papel. »
Cuando la princesa Badura hubo acabado de
darse á conocer á la princesa de la isla de Éba-
no, le rogó por segunda vez que le guardara se-
creto y tuviera á bien aparentar que era verda-
deramente su marido, hasta la llegada del prín-
cipe Camaralzaman, á quien esperanzaba reci-
bir muy presto.
« Princesa, » repuso Hayatanelfusa, « estraño
destino fuera que un matrimonio tan venturoso
como el vuestro debiese ser de tan poca dura-
ción, después de un amor recíproco tan porten-
toso. Deseo como vos que el cielo os reúna muy
pronto. Entretanto, estad segura de que guar-
daré relijiosamente el secreto que acabáis de
confiarme. Tendré el mayor placer en ser la
única que os conozca por lo que sois en el gran
reino de la isla de Ébano, mientras lo gobernáis
tan dignamente como habéis empezado. Os pe-
dia amor, y ahora os declaro que estaré conten-
tísima si os dignáis concederme vuestra amis-
tad. » Dichas estas palabras, las dos princesas
se abrazaron tiernamente y se acostaron después
de haberse dado mil pruebas de recíproca intimi-
dad.
Según costumbre del pais, era preciso mani-
festar públicamente que se habia consumado el
matrimonio : las dos princesas hallaron medio
de zanjar aquel tropiezo. Así las mujeres de la
princesa Hayatalnefusa quedaron engañadas al
dia siguiente, y engañaron al rey Ármanos, á
su esposa y á toda la corte. De este modo la
princesa Badura continuó gobernando sosegada-
mente con satisfacción del rey y de todo el reino.
Nada mas dijo por aquella noche la sultana
Cheherazada, porque ya asomaba la luz del dia.
Á la noche siguiente prosiguió de esta manera :
NOCHE CCII.
CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DEL PRÍNCIPE CAMA-
RALZAMAN DESDE SU SEPARACIÓN DE LA PRINCESA
BADURA.
Señor, mientras que en la isla de Ébano se
hallaban los negocios en el estado que vuestra
majestad ha podido juzgar por el final de mi
última narración, el príncipe Camaralzaman se
hallaba jardineando en la ciudad de los idólatras.
Un dia de madrugada en que el príncipe se
disponía á trabajar en el jardín, según costum-
bre, el buen jardinero se lo estorbó y le dijo :
« Los idólatras celebran hoy una gran fiesta, y
como se abstienen de todo trabajo para pasarla
en reuniones y regocijos públicos, tampoco
quieren que los musulmanes trabajen ; y estos,
para conservar su amistad, se divierten en asis-
tir á sus espectáculos, que son de suyo muy vis-
tosos. Así por hoy podéis reposaros. Os dejo
aquí, y como se acerca el tiempo en que debe
T. I.
dar la vela para la isla de Ébano el buque mer-
cante de que os habléT voy á ver á algunos ami-
gos é informarme por ellos de cuando saldrá ;
al mismo tiempo ajustaré vuestro embarque. » El
jardinero se vistió su mejor traje y salió de casa.
Cuando el príncipe Caramalzaman se vio solo,
en vez de participar en el alborozo público que
resonaba por toda la ciudad, su inacción le tra-
jo á la memoria, mas de recio que nunca, el
aciago recuerdo de su querida princesa. Ensi-
mismado todo^ suspiraba paseándose por el jar-
din cuando le obligó á alzar la cabeza y á pa-
rarse el bullicio que dos pájaros traían en un
árbol.
Camaralzaman estuvo mirando con asombro
como aquellos pájaros peleaban desaforada-
mente á picotazos, y que al cabo de pocos ins-
tantes, uno de ellos cayó muerto al pié del ár-
bol. El pájaro que habia quedado vencedor echó
á volar y desapareció,
21
m
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Muy luego otros dos pájaros mayores que ha-
bían visto la pelea desde lejos llegaron por otra
parte, se colocaron uno á la cabeza, y otro á los
pies del muerto , le miraron algún tiempo me-
neando la cabeza de un modo que estaba di-
ciendo su quebranto, y le escavaron un hoyo con
sus garras, en el cual le enterraron sin demora.
Luego que los dos pájaros hubieron cubierto
el boyo con la tierra que habían sacado, echa-
ron á volar y pronto volvieron , asiendo con el
pico, uno por el ala y otro por una pata, al pá-
jaro homicida, que daba espantosos alaridos y
hacia grandísimos esfuerzos para escaparse. Fi-
nalmente le abrieron el buche , le sacaron las
entrañas, y dejando el cuerpo en aquel sitio ,
echaron á volar.
Gamaralzaman estuvo pasmado todo el rato
que duró aquel espectáculo peregrino. Acercóse
al árbol en que habia ocurrido , y echando la
vista sobre las entrañas dispersas, advirtió una
cosa encarnada que salía del buche que habían
desgarrado los pájaros vengadores. Recojiólo,
y sacando lo que parecía encarnado, halló que
era el ensalmo de la princesa Badura , su muy
amada esposa, que tantas lágrimas y suspiros le
habia hecho derramar desde que el pájaro se lo
habia arrebatado. « ¡ Cruel ! » esclamó mirando
al pájaro, « te complacías en hacer daño; bien
hayan los que me han vengado, castigándote
por la muerte de su semejante. »
Imposible fuera espresar el rapto de gozo del
príncipe Camaralzaman. « Querida princesa , »
esclamó otra vez, «este momento felicísimo,
que me restituye lo que os era tan precioso, es
sin duda un presajio que me anuncia que tam-
bién os volveré á hallar, y quizá mas pronto de
lo que conceptúo. Bendito sea el cielo que me
envía esta dicha, y al mismo tiempo me da la
esperanza de la mayor que puedo desear. »
Al terminar estas palabras, el príncipe besó el
ensalmo, lo envolvió y se lo ató esmeradamente
al brazo. En su desconsuelo , habia pasado casi
todas las noches en vela. Pero durmió sosega-
damente la noche que siguió á tan venturosa
ocurrencia, y al día siguiente , cuando se hubo
puesto al amanecer su traje de trabajo, fué á
lomar órdenes del jardinero, quien le rogó que
echara al suelo un árbol viejo que ya no daba
fruto.
Camaralzaman cojió una hacha y fué á ponerlo
en ejecución. Cuando estaba cortando una raíz,
dio un golpe sobre un bulto que opuso resisten-
cia y metió mucho estruendo. Separó la tierra y
descubrió una gran lámina de bronce, debajo de
la cual halló una escalera de diez gradas. Dajó
por ella, y cuando estuvo al pié, vio una bodega
de doce varas cuadradas, en la que contó cin-
cuenta vasijas de bronce colocadas al rededor,
cada una con su tapa. Destapólas una tras otra,
y las halló todas llenas de oro en polvo. Salió
de la bodega, sumamente satisfecho con el des-
cubrimiento de tan rico tesoro, colocó la plan-
cha sobre la escalera y acabó de derribar el ár-
bol mientras volvía el jardinero.
Este habia sabido el día anterior que dentro
de pocos días debía salir el bajel que ejecutaba
anualmente el viaje de la isla de Ébano; pero
no habian podido decirle puntualmente el día,
remitiéndole al siguiente. Habia ido allá y volvió
con un semblante que indicaba la buena noticia
que traía á Camaralzaman. a Hijo mío, » le dijo
(porque acostumbraba tratarle así, usando del
privilejio de sus años), a regocijaos y disponeos
á marchar dentro de tres días : el buque dará la
vela aquel dia sin falta , y he convenido con el
capitán en cuanto á vuestro embarque y pasaje.
— a Nada mas grato podiais anunciarme en el
estado en que me hallo, » repuso Camaralzaman.
« En desquite, también tengo que comunicaros
una noticia de que debéis alegraros. Tomaos la
molestia de veniros conmigo, y veréis la buena
suerte que el cielo os envía. »
El príncipe llevó al jardinero al lugar en donde
habia derribado el árbol , le hizo bajar á la bo-
dega, y cuando le hubo enseñado el gran número
de vasijas que habia llenas de oro en polvo , le
manifestó su regocijo de que Dios recompen-
saba al lin su virtud y todas las molestias que
habia padecido durante tantos años.
« ¿ Qué queréis decir con eso ? » replicó el jar-
dinero; a¿os imajinais acaso que yo quiera
apropiarme ese tesoro ? Todo él es vuestro , y
ninguna parte pretendo de él. Hace ochenta
años que murió mi padre, y desde entonces no
he hecho sino revolver la tierra de este jardín
sin haberlo descubierto. La prueba de que os
estaba destinado es que Dios ha permitido que
lo hallaseis. Mas propio es de un príncipe como
vos, que no de mí, asomado como estoy al se-
pulcro y que nada necesito. Dios os lo envia
oportunamente en el trance de acudir á los es-
tados que deben perteneceros, y en los que ha-
réis buen uso de estas riquezas. »
El príncipe Camaralzaman no quiso ceder al
jardinero en punto á jenerosidad, con cuyo
motivo trabaron allá su contienda. Al fin le pro-
testó que nada tomaría, si no se quedaba con
la mitad por su parte , y habiéndose avenido el
jardinero, se compartieron hasta veinte y cinco
vasijas para cada uno.
Hecha la repartición , a Hijo mió, » le dijo el
jardinero, « eso no basta ; ahora se trata de
CUENTOS ÁRABES.
323
embarcar esas riquezas en el buque con tanta
reserva que nadie lo sepa; si no, os espondriais
á penderías. No hay aceitunas en la isla de
Ébano, y las que se llevan de aquí se venden
ventajosamente. Ya sabéis que tengo buena
provisión de las que cojo en mi jardín. Tenéis
que tomar cincuenta vasijas para llenarlas de
oro en polvo hasta la mitad , y lo demás con
aceitunas, y las haremos llevar al buque cuando
os embarquéis. »
Camaralzaman siguió este buen consejo y
empleó lo restante del dia en arreglar las cin-
cuenta vasijas; y temiendo que se le perdiera el
ensalmo de la princesa Badura que llevaba en
el brazo, tuvo la precaución de ponerlo en una
de ellas, haciendo una señal para reconocerla.
Cuando hubo acabado, como se acercaba la
noche, se retiró con el jardinero, y conversando
con él , le refirió la pelea de los dos pájaros y
las circunstancias de aquella aventura que le
habia proporcionado el recobro del ensalmo de
la princesa Badura, de lo cual no quedó menos
asombrado que complacido el jardinero por
amor suyo.
Sea con motivo de sus años, ó que se hubiese
azorado demasiado aquel dia, el jardinero pasó
una noche trabajosa ; agrávesele la indisposición
al dia siguiente, y empeoró á la madrugada del
tercer dia. Al amanecer, el capitán del buque y
algunos marineros llamaron á la pueria del
jardín. Preguntaron á Camaralzaman, que les
abrió , en dónde estaba el pasajero que debía
embarcarse en su buque. « Soy yo, » respondió
el príncipe ; « el jardinero que os pidió pasaje
para mí se halla enfermo y no puede hablaros ;
no dejéis de entrar y llevaros las vasijas de acei-
tunas que están aquí , como también mi equi-
paje, y os seguiré tan pronto como me haya
despedido de él. »
Los marineros se llevaron uno y otro, y al
marcharse , el capitán dijo á Camaralzaman :
« No dejéis de venir pronto ; el viento es favo-
rable y no aguardo mas que vuestro embarque
para dar la vela. »
Luego que el capitán y los marineros se hu-
bieron marchado, Camaralzaman volvió á la ca-
becera del jardinero para despedirse de él y
darle gracias por todos los buenos servicios que
le habia merecido. Pero le halló agonizando, y
apenas pudo conseguir de él que hiciera su pro-
fesión de fe , según costumbre de los buenos
musulmanes en el acto de la muerte, cuando le
vio espirar.
Precisado el príncipe Camaralzaman á irse á
embarcar, hizo las mayores dilijencias para tri-
butar al difunto los últimos deberes. Lavó su
cuerpo, le amortajó, y después de haberle abier-
to una huesa en el jardín (porque los Mahome-
tanos no tenian cementerio público en aquella
ciudad de idólatras, porque no eran tolerados),
le enterró solo y no acabó hasta el anochecer.
Corrió á embarcarse sin pérdida de tiempo, y
también se llevó consigo la llave del jardín,
para dársela al propietario de la casa, dado caso
que pudiera hacerlo, ó á alguna persona de con-
fianza en presencia de testigos , para que se la
entregara. Pero al llegar al puerto , supo que el
buque habia levado el ancla horas antes, y que
lo habían perdido de vista. Añadieron que no
habia dado la vela sino después de haberle
aguardado mas de tres horas.
Cheherazada iba á proseguir ; pero empezaba
á rayar el dia , y suspendió su historia hasta la
noche siguiente, en que dijo al sultán de las Indias:
NOCHE CCIII.
Señor, fácilmente debéis juzgar cuan sumo
seria el desconsuelo del príncipe Camaralza-
man, teniendo que permanecer todavía en un
pais donde carecía de toda relación, y aguardar
otro año para aprovechar la ocasión que aca-
baba de malograr. Lo que mas le desconsolaba
era que se habia desprendido del ensalmo de la
princesa Badura y que lo tuvo por perdido. Sin
embargo, no le quedó otro arbitrio que el de
regresar al jardín de donde habia salido, alqui-
lárselo al propietario, seguir cultivándolo, y
llorar su desventura. Como no podia resistir el
321
LAS MIL Y UNA NOCHES.
afán de cultivarlo solo, tomó un muchacho, y
por no perder la otra parte del tesoro que le
correspondía por muerte del jardinero, que
habia fallecido sin herederos, puso el oro en
polvo en otras cincuenta vasijas, que también
acabó de llenar de aceitunas, para embarcarlas
consigo en su tiempo.
Mientras el príncipe Camaralzaman entraba
en un nuevo año de fatiga, quebrantos y desa-
sosiego, la nave proseguía su derrota con viento
favorable, y llegó prósperamente á la capital de
la isla de Ébano.
Como el palacio estaba en la orilla del mar,
el nuevo rey, ó mejor dicho, la princesa Ba-
dura, que divisó el buque desde el momento en
que iba á entrar en el puerto á toda vela, pre-
guntó que embarcación era aquella, y le res-
pondieron que aportaba todos los años de la
ciudad de los idólatras en la misma estación
y que solia venir cargada de ricas mercan-
cías.
La princesa, siempre preocupada con el re-
cuerdo del príncipe, en medio del boato que la
cercaba, se figuró que • Camaralzaman podia
hallarse embarcado en él, y le ocurrió ganarle
por la mano y salirle al encuentro, no para
darse á conocer (porque conceptuaba que no la
conocería), sino á Dn de enterarse y providen-
ciar lo conducente para su mutuo reconoci-
miento. Á título de informarse por sí misma de
las mercancías, rejistrarlas ante todos y elejir
las mas preciosas que le cuadrasen, mandó que
le trajesen un caballo. Encaminóse al puerto,
acompañada de muchos oficiales que se halla-
ban en su corte, y llegó en el punto mismo de
estar desembarcando el capitán. Mandóle que
se presentara y quiso saber de él de dónde
venia, cuánto tiempo habia empleado en su tra-
vesía, qué encuentros habia tenido en ella, si
traia algún estranjero de suposición, y sobre
todo, de qué estaba cargado el buque.
El capitán satisfizo á todas sus preguntas, y
en cuanto a los pasajeros, le aseguró que solo
traia algunos mercaderes que solían hacer
aquel viaje y traficaban en ricas telas de dife-
rentes países, pedrerías, almizcle, ámbar gris,
alcanfor, algalia, especias, drogas medicinales,
aceitunas, y otros renglones.
ta princesa Badura era muy aficionada á las
aceitunas, y tan pronto como oyó hablar de
ellas, le dijo al capitán : « Tomo para mí todas
cuantas tengáis ; mandadlas desembarcar inme-
diatamente y haremos trato. En cuanto á las
detrÍL? mercancías, avisaréis á lus mercaderes
(\i\) nr traigan las nns hermosas antes de ma-
n'f , - , 'r! ts á -«a-lie.
— « Señor, » replicó el capitán, qué la con-
ceptuaba rey de la isla de Ébano, como en
efecto lo era bajo el traje que vestía, « tengo á
bordo cincuenta vasijas grandes ; pero son de
un mercader que se quedó en tierra. Yo mismo
le encargué que dilijenciase-, y le aguardé bas-
tante rato , mas viendo que no llegaba , y
que su tardanza m-3 defraudaba de un viento
favorable , se me apuró la paciencia y di la
vela. — No dejéis por eso de desembarcarlas,
» dijo la princesa ; « no obstante podéis ven-
derlas. »
El capitán envió su esquife á bordo, y pronto
volvió cargado con las vasijas de aceitunas. Pre-
guntó la princesa cuánto podían valer todas en
la isla de Ébano. « Señor, » respondió el capi-
tán, « el mercader es muy pobre ; vuestra ma-
jestad no le hará gran merced dándole por ellas
mil monedas de plata.
— r « Para que esté contento , » repuso la
princesa, <r y en consideración á lo que me
decis de su pobreza , se os entregarán mil
monedas dp oro, que tendréis cuidado de po-
ner en sus manos. » Dio orden para el pago,
y habiendo hecho llevar las vasijas, regresó á
palacio.
Como iba anocheciendo, la princesa Badura
se retiró al interior del palacio, entró en el
aposento de la princesa Hayatalnefusa y mandó
que le trajeran las cincuenta vasijas de aceitu-
nas. Abrió una para que las probase y hacer
por su parte otro tanto y la vació en una
gran fuente. Indecible fué su asombro al ver
que las aceitunas estaban cubiertas de oro en
polvo : (( i Qué aventura y qué portento I » es-
clamó. Mandó á las damas de Hayatalnefusa que
abrieran y vaciaran las demás vasijas en su pre-
sencia, y su admiración se acrecentó cuando
vio que en todas ellas las aceitunas estaban
mezcladas con oro en polvo. Pero cuando llega-
ron á vaciar la vasija en la que Camaralzaman
habia ocultado su ensalmo, y lo hubo visto, fué
tal su pasmo, que cayó desmayada.
La princesa Hayatalnefusa y sus damas socor-
rieron á la princesa Badura y la hicieron volver
en sí rociándole el rostro. Cuando hubo reco-
brado el sentido, cojió el hechizo y lo besó
repetidas veces. Pero como no quería esplicarse
delante de la comitiva de la princesa, que igno-
raba su disfraz, y siendo ya hora de acostarse,
la despidió. « Princesa, » le dijo á Hayatalnefusa
luego que estuvieron solas, «después de lo que
os tengo referido de mi historia, sin duda ha-
bréis conocid > que me desmayé á la vista de
este du\ Es el mió y el que nos separó al prín-
cipe C'imaralr'.aman, mi caro esposo, y ú mí. Fué
CUENTOS ÁRABES.
325
causa de una separación muy dolorosa para en-
trambos, y estoy persuadida de que va á serlo
de nuestra próxima reunión. »
« acerca del mercader á quien pertenecían las
aceitunas que compré ayer. Me parece que me
dijisteis que le habiais dejado en tierra en la
• y
ui
tuvam ■íjt; tli;,,,
Al dia siguiente, luego que amaneció, la prin-
cesa Badura envió en busca del capitán del bu-
que, y cuando llegó, « Informadme, » le dijo,
ciudad de los idólatras : ¿ podéis decirme lo que
hacia allí ?
— « Señor, » respondió el capitán, « puedo
320
LAS MIL Y UNA NOCHES.
asegurar á vuestra majestad una particularidad
que sé por mí mismo. Habia ajustado su embar-
que con un jardinero muy viejo, quien me dijo
que le hallada en su jardín, cuya situación me
esplicó, y en el cual trabajaba con él ; por eso
dije á vuestra majestad que era pobre ; yo mismo
fui á buscarle y avisarle al jardín para que acu-
diese á embarcarse, y he hablado con él.
— u Siendo así, » repuso la princesa Ba-
dura , « es menester que deis la vela hoy
mismo, regreséis á la ciudad de los idólatras y
me traigáis á ese joven jardinero, que es mi
deudor ; si no, os declaro que confiscaré, no
solo las mercancías que os pertenecen y las de
los mercaderes que han venido á bordo de vues-
tro buque, sino también que vuestra vida y las
de los mercaderes me responderán del cumpli-
miento de esta orden. Desde ahora van á em-
bargar los almacenes en que se hallan, y no se
levantará el embargo hasta que me hayáis en-
tregado el hombre que os pido : esto es lo que
tenia que deciros ; id , y haced lo que os
mando. »
El capitán nada pudo replicar á aquella orden,
cuya ejecución debia redundarle en sumo que-
branto para sus negocios, como también á los
mercaderes. Se lo notificó y no se dieron me-
nos priesa que él en embarcar inmediatamente
las provisiones de víveres y agua que necesita-
ban para el viaje. Todo se ejecutó con tanta
dilijencia, que dio la vela aquel mismo dia.
El buque logró próspera navegación, y el
capitán tomó tan bien sus medidas, que llegó
de noche ante la ciudad de los idólatras. Guando
se hubo acercado tanto como creyó conve-
niente, no mandó echar el ancla ; pero mientras
que el buque estaba á la capa, desembarcó en
su lancha y saltó en tierra en un paraje poco
distante del puerto, y de allí marchó al jardín
de Camaralzaman , con seis marineros de su
confianza.
El príncipe no dormía á la sazón ; aquejábale
mas y mas su separación de la hermosa prin-
cesa de la China, su esposa, y detestaba el mo-
mento en que se habia dejado arrastrar de la
curiosidad, no solo de abrir, sino de tocar su
ceñidor. Así pasaba las horas propias del
sueño, cuando oyó llamar á la puerta del jardín.
Acudió prontamente medio desnudo, y apenas
abrió, cuando el capitán y los marineros se
echaron sobre él sin decir palabra, le llevaron
á viva fuerza á su lancha, y de allí al bajel, que
dio la vela luego que estuvieron embarcados.
Camaralzaman , que hasta entonces habia
guardado silencio al par que el capitán y los
marineros, preguntó al primero, luego que le
conoció, qué motivo tenia para tratarle con
tanta violencia. « ¿ No sois deudor del rey de la
isla de Ébano ? » le preguntó en contestación el
capitán. — « ¡ Yo deudor del rey de la isla de
Ébano ! » repuso el príncipe con estrañeza : no
le conozco, nunca tuve negocios con él, ni puse
los pies en su reino. — Eso lo debéis saber
mejor que yo, » replicó el capitán; « vos mismo
le hablaréis; entretanto quedaos aquí y tened
paciencia. »
Al llegar á este punto, Cheherazada tuvo que
suspender su narración para dar tiempo al sul-
tán de las indias de levantarse y desempeñar
sus funciones acostumbradas» Á la noche si-
guiente prosiguió de este modo su narrativa :
NOCHE CCIV.
Señor, el príncipe Camaralzaman fué arre-
batado de su jardín del modo que referí ayer á
vestra majestad. El buque no tuvo menos suerte
en llegar á la isla de Ébano que al irle á cojer
en la ciudad de los idólatras. Aunque ya era de
noche cuando echó el ancla en el puerto . el ca-
pitán no por eso dejó de desembarcar y llevar
el príncipe Camaralzaman al palacio , en donde
pidió que se le presentara al rey.
La princesa Badura, que se habia retirado ya
al palacio interior, apenas supo su llegada y la
del príncipe Camaralzaman , salió para hablarle.
Al punto echó los ojos sobre el príncipe por
quien tantas lágrimas habia derramado desde su
CUENTOS ÁRABES.
3*7
separación , y le conoció bajo el mezquino traje
que vestía. En cuanto al príncipe, que temblaba
delante de un rey á quien debía responder de
una deuda imajinaria, ni siquiera tuvo la menor
aprensión de que estuviera presente la que con
tanto afán estaba ansiando hallar de nuevo. Si
la princesa se dejara llevar de su inclinación ,
se abalanzara á él , y se diera á conocer al abra-
zarle ; pero se contuvo y creyó que les intere-
saba á entrambos que sostuviera aun por algún
tiempo el papel de rey , antes de descubrirse.
Contentóse con recomendarle á un oflcial que
se hallaba presente, encargándole que cuidara
de su persona y la tratara bien hasta el dia
siguiente.
Cuando la princesa Badura hubo atendido á
todo lo concerniente al príncipe Camaralzaman,
se volvió al capitán para reconocer el importante
servicio que acababa de hacerle : encargó á
otro oficial que fuera al punto á desembargar
sus mercaderías y las de los mercaderes , y le
despidió regalándole un rico diamante que le
recompensó con ventaja del viaje que acababa
de ejecutar. Díjole además que podía guardar las
mil monedas de oro pagadas por las vasijas de
aceitunas , y que ya se arreglaría con el mercader
que acababa de traer.
Finalmente, volvió al aposento de la princesa
de la isla de Ébano, á la cual comunicó su re-
gocijo, rogándole no obstante que le guardara
todavía el secreto , y conloándole las disposicio-
nes que creia oportuno tomar antes de darse á
conocer al príncipe Camaralzaman y tratarle
como debía. « Tan grande distancia hay de un
jardinero á un gran príncipe tal cual es, que
seria espuesto trasponerlo instantáneamente de
la ínfima clase del pueblo á lugar tan encum-
brado, por mucha justicia que tenga en hacerlo. »
La princesa de la isla de Ébano, muy lejos de
faltar á la fidelidad , aprobó su intento. Le ase-
guró que contribuiría á'él con suma compla-
cencia , y que no tenia mas que avisarla de lo
que de ella deseaba.
Al dia siguiente la princesa de la .China , bajo
el nombre , traje y autoridad del rey de la isla
de Ébano, después de haber cuidado de que el
príncipe Camaralzaman fuera al baño muy de
madrugada , y haberle hecho vestir un traje de
emir ó gobernador de provincia , le mandó ad-
mitir en el consejo, en donde llamó la atención
de todos los señores que estaban allí reunidos,
por sn gallarda presencia y continente majes-
tuoso.
La princesa Badura misma quedó prendada al
mirarle tan aventajado como le habia visto tan-
tas veces, lo cual ía enardeció para elojiarle en
pleno consejo. Luego que hubo ocupado el lugar
que le correspondía entre los emires, « Seño-
res, » dijo la princesa encarándose con ellos,
(( Camaralzaman, que hoy os doy por compañero
no desmerece respecto á vosotros. Harto le he
tratado en mis viajes para responder de sus
circunstancias, y puedo aseguraros que se dará
á conocer á vosotros, no solo por su valor y
otras mil prendas , sino por su esclarecido de-
sempeño. »
Camaralzaman se quedó atónito al oir que el
rey de la isla de Ébano, al cual estaba muy
ajeno de tener por mujer, y aun menos por su
idolatrada princesa, le habia nombrado y afir-
mado que le conocía, estando seguro de que
nunca se había encontrado con él en paraje
alguno. Mucho mas se admiró de los elojios
escesivos que acababa de oir.
Con todo, estas alabanzas pronunciadas por
unos labios llenos de majestad no le perturbaron.
Recibiólas con una modestia que manifestó
cuanto las merecía, pero que no le envanecían.
Postróse ante el trono del rey y dijo al levan-
tarse : « Señor, no hallo espresiones para agra-
decer á vuestra majestad el sumo realce que
tiene á bien darme, y aun menos tanta digna-
ción. Haré cuanto me quepa á fin de merecerla.
Al salir del consejo, un oficial condujo al
príncipe á una casa magnífica que la princesa
Badura habia mandado alhajar de intento para
él. Allí halló oficiales y sirvientes prontos para
recibir sus órdenes, y una cuadra llena de her-
mosísimos caballos; todo ello para sostener la
jerarquía de emir á que acababa de ser ensal-
zado ; y cuando estuvo en su gabinete, su
mayordomo le presentó un cofre lleno de oro
para su gasto. Cuanto menos podía alcanzar de
donde le venia aquella dicha , tanto mas admi-
rado estaba , y nunca le ocurió que la princesa
de la China fuese la autora de todo.
Al cabo de dos ó tres dias , la princesa Ba-
dura, para dar al príncipe Camaralzaman mas
libre entrada junto á su persona , y al mismo
tiempo mas realce, le honró con el cargo de
tesorero mayor, que acababa de quedar vacante.
Desempeñó el príncipe este empleo con tanta
integridad , aunque cumpliendo con todos , que
se granjeó, no solo la amistad de los señores de
la corte, sino también el afecto de todo el pue-
blo por su rectitud y sus larguezas.
Camaralzaman hubiera sido el mas venturoso
de todos los hombres, viéndose en tanto vali-
miento en la corte de un rey estranjero , pues
por tal le reputaba , y hallándose tan apreciado
de todos , si hubiese poseído á su princesa. En
medio de su dicha , estaba siempre inconsolable
328
LAS MIL Y UNA NOCHES.
por no saber de ella ninguna noticia en un pais
por el que al parecer debía haber transitado,
desde el tiempo que se habia separado de ella de
un modo tan doloroso para entrambos. Hubiera
podido recelarse de algo, si la princesa Badura
hubiese conservado el nombre de Camaralzaman
que habia tomado al vestir su traje; pero se lo
habia mudado al subir al trono y tomado el del
rey Ármanos, para tributar aquel honor á su
suegro. De este modo no se la conocía ya sino
con el nombre de rey Ármanos el joven , y tan
solo algún palaciego se acordaba del nombre de
Camaralzaman que usó al llegar á la corte de la
isla de Ébano. Camaralzaman no lograba todavía
bastante familiaridad con ellos para saberlo;
pero al fin podia" tenerla.
Como la princesa Badura temia que esto suce-
diera y estaba deseando que Camaralzaman de-
biera á ella sola su reconocimiento , determinó
poner fin á sus propios tormentos y á los que le
estaba viendo padecer. Con efecto , habia ad-
vertido que cuantas veces conversaba con él de
los negocios que estaban á su cargo, exhalaba á
ratos hondos suspiros que solo á ella podían
encaminarse. Vivia además ella misma en una
violencia de la que estaba resuelta á despren-
derse sin mediar ya mas tiempo; y luego la
amistad de los señores, el afán y cariño del
pueblo , todo contribuía á ceñir sus sienes, sin
obstáculo, con la corona de la isla de ¿baño.
Apenas la princesa Badura tomó esta deter-
minación , de acuerdo con la princesa Hayatal-
nefusa , llamó á solas al príncipe Camaralzaman
y le dijo : « Camaralzaman , tengo que hablaros
sobre un asunto de larga plática, acerca del
cual necesito vuestro dictamen , y como no veo
que pueda hacerlo á mis anchuras sino de noche,
venios á palacio , y avisad que no os aguarden ,
pues ya cuidaré que os proporcionen un dormi-
torio. »
Acude Camaralzaman á palacio puntualísima-
mente cual se lo habia mandado la princesa
Badura , le lleva esta á su vivienda interior , y
habiendo despedido al eunuco mayor, encar-
gándole únicamente que tuviera cerrada la
puerta , le conduce lejos del aposento de la prin-
cesa Hayatalnefusa, á su dormitorio acostum-
brado.
Cuando el príncipe y la princesa estuvieron
en el aposento , donde no habia mas que una
cama , y estuvo cerrada la puerta , la princesa
saca de una cajita el ensalmo , y presentándoselo
á Camaralzaman, a Hace tiempo, » le dice,
« que un astrólogo me regaló este dije ; como
sois intelijente en todo, « ¿ podréis decirme
para qué es bueno? »
Camaralzaman coje el ensalmo y se acerca á
la luz para examinarlo. Luego que lo hubo co-
nocido con una admiración que sirvió de suma
complacencia á la princesa Badura , « Señor , »
esclamó , « vuestra majestad me pregunta para
qué sirve esta alhaja ; ¡ ay de mí I solo sirve
para matarme de quebranto, si no hallo pronto
á la princesa mas halagüeña y encantadora que
se haya conocido, á la que perteneció y de cuyo
malogro fué causa : ocasiónemela por un es-
traño acaecimiento , cuya narración movería á
compasión á vuestra majestad, si quisiera to-
marse la molestia de escucharla.
— « Otra vez me 'la referiréis, » repuso la
princesa; « pero me complazco en deciros, *
añadió, « que ya sé algo de ella : vuelvo al
punto ; aguardadme algunos instantes. »
Dichas estas palabras, la princesa Badura
entró en un gabinete , en donde se despojó del
rejio turbante , y habiéndose puesto su tocado y
traje de mujer, con el ceñidor que llevaba el dia
de su separación, volvió á entrar en el apo-
sento.
El príncipe Camaralzaman conoció al pronto
á su querida princesa, corrió hacia ella, y abra-
zándola entrañablemente, « ¡ Ah, ! » esclamó,
« ; cuanto agradezco al rey que me haya sobre-
cojido de un modo tan halagüeño 1 — No con-
téis con ver al rey, » repuso la princesa estre-
chándole luego anegada en lágrimas : « en mí
veis al rey: sentémonos, y os esplicaré este
enigma. »
Sentáronse, y la princesa refirió al príncipe
la determinación que habia tomado en el prado
en que acamparan juntos la última vez, tan
pronto como se hizo cargo de cuan en balde le
aguardaba ; como la habia llevado á cabo hasta
su llegada á la isla de Ébano, en donde se habia
visto precisada á casarse con la princesa Haya-
talnefusa y aceptar la corona que el rey Ármanos
le habia ofrecido con motivo de su casamiento ;
de qué modo la princesa, cuyo mérito le ponde-
ró habia escuchado la manifestación que le hi-
ciera de su. sexo ; y finalmente la aventura del
ensalmo hallado en una de las vasijas de aceitu-
nas y oro en polvo que habia comprado, lo cual
habia dado motivo á que mandara en su busca
á la ciudad de los idólatras.
Cuando la princesa Badura hubo acabado,
quiso que el príncipe le comunicara por qué
acaecimiento el dije habia sido causa de su se-
paración. Complacióla en esto, y luego, <|tie hu-
bo concluido, se le quejó tiernamente de que
hubiese tenido la crueldad de hacerle padecer
tanto tiempo. Dióle ella las razones que ya diji-
cuentos Arares.
329
,mos, y luego, como ya era muy tarde, se acos-
taron.
Jnterrumpióse Cheherazada en este punto,
porque asomaba el dia, y á la noche siguiente
dijo así :
NOCHE CCV.
Señor, el príncipe Camaralzaman y la prin-
cesa Badura se levantaron á la mañana siguien-
te luego que amaneció ; pero la princesa dejó el
traje rejio para vestir el de mujer y mandó al
eunuco mayor que fuera á rogar al rey Arma -
nos, su suegro, que se tomara la molestia de
pasar á su aposento.
Cuando el rey Ármanos llegó, fué indecible
su estrañeza viendo á una dama que le era des-
conocida, y al tesorero mayor, al que no corres-
pondía entrar en el palacio interior, como tam-
poco á ningún señor de la corte. Al sentarse,
preguntó en dónde estaba el rey.
« Señor, » dijo la princesa a ayer era el rey,
y hoy solo soy la princesa de la China, esposa
del verdadero príncipe Caramalzaman, hijo le-
jítimo del rey Chahzaman. Si vuestra majestad
quiere tomarse la molestia de oir nuestra histo-
ria, espero que no llevará á mal este inocente
engaño. » El rey Ármanos le dio audiencia y la
estuvo escuchando con pasmo desde el princi-
pio hasta el fin.
Cuando hubo concluido, «Señor,» añadió la
princesa, « aunque en vuestra relijion las muje-
res no se avienen con la libertad que tienen los
maridos de tomar muchas esposas, con todo, si
vuestra majestad consiente en dar la princesa
Hayatalnefusa, su hija, en matrimonio al prínci-
pe Camaralzaman, le cedo gustosa el puesto y
dignidad de reina que por derecho le corres-
ponden, y me contento con el segundo lugar.
Aun cuando no le fuera debida esta preferencia,
no dejaría de concedérsela tras el servicio que
le debo por el sijilo que tan jenerosamente me
estuvo guardando. Si vuestra majestad se atiene
á su consentimiento, ya la he prevenido sobre
esto, y respondo que estará muy contenta. »
El rey Ármanos escuchó con admiración el
relato de la princesa Badura, y cuando esta hubo
acabado, « Hijo mió, » le dijo al príncipe Cama-
ralzaman, volviéndose hacia él, aya que la
princesa Badura vuestra esposa á quien habia
tenido hasta ahora por mi yerno, con un engaño
de que no me cabe el querellarme , veis como
me asegura que está dispuesta á dividir vuestro
lecho con mi hija , no me queda mas que saber
si consentís en casaros con ella y admitir la co-
rona que la princesa Badura mereciera llevar
toda su vida, si no antepusiera dejarla por amor
vuestro. — Señor, » respondió el príncipe Ca-
maralzaman , « por vehemente que sea el deseo
que tengo de volver á ver al rey mi padre , las
obligaciones que debo á vuestra Jiajestad y á la
princesa Hayatalnefusa son tan estremadas que
nada puedo rehusarle. »
Aquel mismo dia Camaralzaman fué procla-
mado rey , y se casó con gran pompa , y quedó
muy satisfecho de la hermosura, injenio y cariño
de la princesa Hayatalnefusa.
Las dos reinas continuaron viviendo juntas
con la misma intimidad y estrechez que antes ,
muy satisfechas de la igualdad que el rey Cama-
ralzaman observaba respecto á ellas , admitién-
dolas alternativamente en su lecho.
Cada una dio á luz un hijo el mismo año , y
casi en igual fecha , celebrándose con grandes
regocijos el nacimiento de ambos príncipes.
Camaralzaman dio el nombre de Amjiad al pri-
mero que dio á luz la reina Badura, y el de Asad
al que habia enjendrado la reina Hayatalnefusa.
HISTORIA DE LOS PRÍNCIPES AMJfAD Y ASAD.
Los dos príncipes fueron criados con ince-
sante esmero , y cuando fueron adultos , no tu-
vieron sino un mismo ayo, los mismos maestros
en las ciencias y nobles artes, que el rey Cama-
ralzaman les mandó enseñar, y el mismo profe-
sor en cada ejercicio. La estrecha amistad que
se tenían uno á otro desde la niñez habia dado
330
LAS MIL Y UNA NOCHES.
motivo para tanta uniforminad , que fué mas y
mas en aumento.
Con efecto , cuando estuvieron en edad de
tener cada uno su casa separada , estaban tan
unidos que rogaron al rey Camaralzaman su pa-
dre que les concediera una sola para los dos.
Consiguiéronlo , y así tuvieron los mismos ofi-
ciales y sirvientes, un mismo aposento y la idén-
tica mesa. Insensiblemente Camaralzaman tuvo
tanta confianza en su capacidad y honradez, que
luego que hubieron cumplido veinte años , no
tenia reparo en confiarles alternativamente el
encargo de presidir el consejo , cuando iba á
cazar durante algunos dias.
Como los dos príncipes eran igualmente her-
mosos y gallardos , ambas reinas se habían en-
cariñado con ellos en tal estremo que la princesa
Badura abrigaba mas inclinación á Asad, hijo de
la reina Hayatalnefusa, que no á Amjiad su pro-
pio hijo, y que la reina Hayatalnefusa quería
mas á Amjiad que no á Asad, que era el suyo.
Las reinas conceptuaron al pronto aquella in-
clinación como un carino que provenia del es-
ceso del que se profesaban siempre una á otra.
Pero al paso que los príncipes fueron creciendo,
aquella amistad vino á parar en una inclinación
vehemente , y al fin esta en un amor violento ,
cuando se presentaron ante ellas con primores
que acabaron de enajenarla?. Se hacian cargo
de su temeraria pasión y echaron el resto para
enfrenarla. Pero la familiaridad con que los veian
diariamente y la costumbre de aclamarlos desde
su tierna niñez , no cabiéndoles ya el despren-
derse de sus mutuos halagos y alabanzas , las
abrasaron por fin con tanta vehemencia , que
perdieron el sueño y el apetito. Por su desgracia
y la de los príncipes mismos, estos, acostumbra-
dos á sus demostraciones , no maliciaron en lo
mas mínimo aquella pasión tan aborrecible.
Como entrambas reinas se habian franqueado
su pasión, y no tenian bastante descaro para
declararse cada una de palabra al príncipe que
amaba , convinieron en que se esplicarian por
escrito , y para efectuar tan pernicioso intento ,
se aprovecharon de la ausencia del rey Cama-
ralzaman , que habia ido á una cacería durante
tres ó cuatro dias.
Cuando se marchó el rey , el príncipe Amjiad
presidió el consejo y administró justicia hasta
las tres de la tarde. Al salir del consejo de vuelta
á palacio , un eunuco le habló á solas y le pre-
sentó un billete de parte de la reina Hayatalne-
fusa. Tomólo Amjiad , y se horrorizó al leerlo.
« i Cómo , malvado 1 » dijo al eunuco al aca-
bar de leer» y desenvainando el sable, «¿es
esa la fidelidad que debes á tu señor y rey?»
Y diciendo estas palabras, le cortó la cabeza.
Después de esta acción , Amjiad enfurecido
fué á ver á la reina Badura, su madre, y con un
desentono que estaba manifestando su saña , le
enseñó el billete y la enteró de su contenido ,
después de haberle dicho de que mano venia.
En vez de escucharle , la reina Badura se enco-
lerizó. « Hijo mió , » repuso , « lo que estáis di-
ciendo es una calumnia é impostura ; la reina
Hayatalnefusa es honrada, y estraño mucho que
os atreváis á hablarme de ella con tanta inso-
lencia. » Á estas palabras , el príncipe se arre-
bató contra la reina su madre. « Sois todas tan
malvadas unas como otras, » esclamó ; « si no
me detuviera el respeto que debo al rey mi pa-
dre, este dia fuera el último de la vida de Haya-
talnefusa. »
La reina Badura podía juzgar muy bien , por
el ejemplo de su hijo Amjiad , que el príncipe
Asad, no menos pundonoroso que él, tampoco
acojeria favorablemente la manifestación que
trataba de hacerle. Mas no por eso desistió de
su torpe intento, y le escribió también un billete
al dia siguiente , que confió á una anciana que
tenia entrada en palacio.
Esta aprovechó también la coyuntura de en-
tregar el billete al príncipe Asad á la salida del
consejo, que acababa de presidir por turno. El
príncipe lo tomó, y habiéndolo leido, se dejó
arrebatar de su ira, y sin decir palabra, desnudó
el sable y castigó á la vieja como merecía. Cor-
rió al aposento de la reina Hayatalnefusa , su
madre , con el billete en la mano. Quiso ense-
ñárselo; pero ella no le dio siquiera tiempo
para hablar. <r Ya sé lo que me quieres, » escla-
mó , « y eres tan mentecato como tu hermano
Amjiad. Vete , retírate y nunca vuelvas á pre-
sentarte delante de mí. »
Asad quedó cortado á estas palabras, que no
esperaba , y que le causaron tal enojo que poco
faltó para que prorumpiera en algún estremo fa-
tal ; pero se contuvo y se retiró sin replicar,
por temor de verter alguna espresion indigna de
su grandeza de alma. Como el príncipe Amjiad
nada le habia dicho del billete que habia reci<
bido el dia anterior, y según lo que acababa de
decirle la-reina su madre , entendía que no era
menos criminal que la reina Badura , fué á re-
convenirle amistosamente y juntar mutuamente
sus respectivos quebrantos.
Las dos reinas, desahuciadas con la virtud
inesperada de ambos príncipes, en vez de vol-
ver en sí ateniéndose á los impulsos maternales
de la naturaleza, acordaron el estenninio de sus
queridos. Imbuyeron á sus damas que estos
habian tratado de violentarlas; y para mejor
CUENTOS ÁRABES.
331
aparentarlo, prorumpieron en lágrimas, alaridos
é imprecaciones, acostándose en un mismo le-
cho, como si su resistencia las hubiera reducido
á tan suma postración.
Pero, señor, dijo Cheherazada , ya asoma el
dia y es hora de guardar silencio. Calló, y á la
noche siguiente prosiguió la misma historia y
dijo al sultán de las Indias : .
NOCHE CCVI.
Señor, ayer dejamos á las dos reinas descas-
tadas, todas frenéticas con su determinación
monstruosa de acabar con entrambos príncipes
sus hijos. Al dia siguiente, el rey Camaralzaman,
al volver de la, caza, estrañó sobremanera el
hallarlas acostadas juntas y sin consuelo y en un
estado que , finjiéndolo con estrenlada propie-
dad, le movió á compasión. Preguntóles con
afán lo que les habia sucedido.
A esta pregunta , las dos alevosas reinas re-
doblaron sus gritos y sollozos, y tras encareci-
das instancias , la reina Badura tomó al fin la
palabra y dijo i « Señor, en medio del justo do-
lor que nos acosa , no debiéramos ver la luz,
tras el ultraje que nos han hecho los principes
vuestros hijos con un desenfreno sin ejemplar.
Por una trama indigna de su nacimiento , han
tenido en vuestra ausencia el atrevimiento y la
irracionalidad de mancillar nuestro honor. Dis-
pénsenos vuestra majestad de decir mas ; baste
nuestro desconsuelo pai*a hacerle comprender
lo demás. »
El rey mandó llamar á entrambos príncipes ,
y les quitara la vida él mismo, si no le detuvie-
ra el rey Ármanos, su* suegro, que se hallaba
presente. «Hijo mió,» le dijo, «¿qué vais á
hacer ? ¿Queréis ensangrentar vuestras manos y
vuestro palacio con vuestra misma prole? Otros
medios hay de castigarlos, si es cierto que sean
delincuentes. » Procuró aplacarle, y le rogó que
escudriñara cumplidamente si era cierto que
hubiesen cometido el crimen de que se les acu-
Camaralzaman pudo contenerse y no ser el
verdugo de sus propios hijos; pero después de
haberlos mandado prender, envió de noche por
un emir llamado Jiondar, á quien dio orden de
que les quitara la vida fuera de la ciudad, en el
paraje que juzgase oportuno, y no*volviera sin
traer sus vestidos en prueba de haber ejecutado
la orden que le daba.
Jiondar caminó toda la noche, y á la mañana
siguiente, cuando se hubo apeado, intimó lloran-
do á los dos príncipes la orden que tenia. «Prín-
cipes, »- les dijo, «esta orden es muy cruel, y
para mí es una pesadumbre el que se me haya
elejido para ejecutarla. ¡ Ojalá pudiera escusar-
me de hacerlo ! — Cumplid vuestro deber , »
repusieron los príncipes ; « ya sabemos que no
sois la causa de nuestra muerte : os la perdona-
mos con todo corazón. »
Al decir estas palabras, los dos principes se
abrazaron y dieron el postrer adiós, con tanta
ternura, que estuvieron largo rato sin acertar á
separarse. El príncipe Asad fué el primero que
se aparejó á recibir el golpe mortal. « Empezad
por mí, » le dijo á Jiondar, « que no tenga el
dolor de ver morir á mi querido hermano Am-
jiad. » Este se opuso, y Jiondar no pudo presen-
ciar, sin derramar copiosas lágrimas, su contien-
da que estaba demostrando cuan entrañable y
cabal era su intimidad.
Al fin terminaron aquel altercado tan doloro-
so y pidieron á Jiondar que los atara juntos y
los pusiera en lo situación mas cómoda para
darles al mismo tiempo el golpe mortal. « No
defraudéis, » añadieron, « del consuelo de mo-
rir juntos á dos hermanos desventurados, para
quienes todo ha sido común desde que se hallan
en el mundo, hasta su inocencia, o
Jiondar concedió á los dos príncipes lo que
apetecian : alólos, y cuando los hubo puesto en el
estado que creyó mas ventajoso para no errar
el descabezarlos de un sablazo, les preguntó si
tenian algo que mandarle antes de morir.
«Una sola cosa os pedimos,» respondieron los
dos príncipes, a y es que á vuestra vuelta ase-
guréis al rey nuestro padre que morimos ino-
332
LAS MIL Y UNA NOCHES.
centes ; pero que no le achacamos la efusión de
nuestra sangre. Con efecto, sabemos que no es-
tá bien informado de la verdad del crimen que
se nos imputa. » Prometióles Jiondar que no
dejaria de hacerlo, y al mismo tiempo desen-
vainó el sable. Su caballo, que estaba atado á
un árbol junto á él, asonmbrado con aquel ade-
El caballo, que era animoso, se encabritó de-
lante de Jiondar y se emboscó hasta la mayor
espesura. Siguióle Jiondar, y los relinchos del
caballo despertaron á un león que dormía : este
acudió, y en vez de dirijirse al caballo, se en-
caminó á Jiondar tan pronto como llegó á verlo.
Jiondar ya no pensó en su caballo : vióse en
man y el resplandor del sable, rompió la brida,
se escapó y echó á correr por el campo.
Era un caballo de mucho precio, ricamente
enjaezado, que Jiondar hubiera sentido perder,
y turbado con este incidente, en vez de cortar
la cabeza á los príncipes, tiró el sable y corrió
Iras el caballo para cojerlo.
el mayor conflicto para la conservación de su
vida, sorteando el embate del león, que, sin
perderle de vista, le seguía de cerca por entre
los árboles. En aquel trance, «Dios no me en-
viaría este castigo » decia allá interiormente,
« si no fueran inocentes los príncipes á quienes
el rey me ha mandado quitar la vida ; y por
CUENTOS ÁRABES.
333
desgracia no tengo mi sable para defenderme.»
En tanto que Jiondar corría tras el caballo,
los dos príncipes se sintieron abrasados de una
sed ardiente, causada por el temor de la muer-
te, á pesar de su generosa determinación de
avenirse á la orden cruel del rey su padre. El
príncipe Amjiad advirtió á su hermano que no
estaban lejos de un manantial, y le propuso que
se desataran y fueran á beber. « Hermano, »
repuso el príncipe Asad, « no merece la pena
el apagar la sed para el poco tiempo que nos
queda de vida ; bien podremos aguantar aun
algunos momentos. »
Amjiad no hizo caso de aquel reparo, y ha-
biéndose desatado, hizo otro tanto con su her-
mano, aunque á pesar suyo : fueron al manan-
tial, y luego que hubieron apagado la sed, oye-
ron el rujidó del león y grandes alaridos en el
bosque donde se habían internado el caballo y
Jiondar. Amjiad asió al punto el sable que ha-
bía dejado este. «Hermano mío,» le dijo á
Asad; «corramos en auxilio del desgraciado
Jiondar: quizá llegaremos á tiempo para sacarle
del peligro en que se halla. »
Ambos príncipes, sin perder momento, llega-
ron cuando el león acababa de tirar al suelo á
Jiondar. El león, viendo que el príncipe Amjiad
se adelantaba hacia él con el sable levantado ,
soltó su presa y se abalanzó á él todo enfurecí-
do ; recibióle el príncipe con intrepidez y le
descargó un sablazo con tantísimo brío y maes-
tría, que'le dejó tendido.
Luego que Jiondar conoció que debia la vida
á los dos príncipes , se arrojó á sus pies y les
dio gracias del gran servicio que les debia , en
términos que manifestaban su reconocimiento.
« Príncipes, » les dijo levantándose y besán-
doles las manos , arrasados los ojos en lágrimas,
« guárdeme Dios de menoscabar vuestra vida ,
después del auxilio sin igual que acabáis de fran-
quearme. Nunca se le echará en cara al emir
' Jiondar el haber sido capaz de tamaña ingra-
titud.
— « El servicio que os hemos prestado , »
respondieron los príncipes, « no debe servir de
óbice para ejecutar vuestra orden : cojamos
antes á vuestro caballo y volvamos al sitio donde
nos habíais dejado, » Poco trabajo tuvieron en
cojer el caballo , cuya fogosidad había amainado
y estaba cercano ; pero cuando hubieron vuelto
junto al manantial, por muchas instancias que
hicieron al emir, no pudieron recabar de su
entereza que les diera la muerte. « Lo único que
os pido , » les dijo , « y que os ruego me con-
cedáis, es que os arregléis con lo que puedo
daros de mi traje y me deis cada uno vuestro
vestido marchándoos tan lejos que el rey vuestro
padre no oiga ya nunca hablar de vosotros. »
Los príncipes tuvieron que consentir en lo
que quiso, y luego que le hubieron dado cada
uno su vestido y se cubrieron con lo que les dio
del suyo, el emir Jiondar les entregó todo el
dinero que llevaba y se despidió de ellos.
Cuando el emir se hubo separado de los prín-
cipes, entró en el bosque, manchó los vestidos
con la sangre del león , y prosiguió su camino
hasta la capital de la isla de Ébano. Á su llegada ,
el rey Camaralzaman le preguntó si habia cum-
plido fielmente con la orden que le habia dado.
« Señor, » respondió Jiondar, presentándole los
vestidos de los príncipes , « aquí están las prue-
bas. »
— « Decidme , » repuso el rey, « cómo reci-
bieron el castigo que les mandé dar. — Señor, »
lo recibieron con entereza asombrosa, y con
suma resignación á los decretos de Dios , mani-
festando la sinceridad con.que profesaban su
relijion ; pero particularmente con gran respeto
á vuestro majestad y una sumisión indecible á
su sentencia. « Morimos inocentes , » decían ,
« pero sin murmurar. Recibimos nuestra muerte
de la mano de Dios , y la perdonamos al rey
nuestro padre : sabemos que no se le ha dicho
la verdad. »
Camaralzaman , conmovido con aquella nar-
zacion del emir Jiondar, rejistró las faltriqueras
de los vestidos que habían pertenecido á los
príncipes, empezando por el de Amjiad , y halló
un billete que abrió y leyó. Apenas hubo cono-
cido que lo habia escrito la reina Hayatalnefusa ,
no solo por su letra, sino por un rizo de su ca-
bello que estaba dentro , cuando se estremeció.
Luego rejistró temblando las faltriqueras de
Asad, y hallando el billete de la reina Badura,
le sobrecojió un pasmo tan repentino, que cayó
desmayado.
La sultana Cheherazada , advirtiendo que
rayaba el dia , dejó de hablar hasta la noche
siguiente en que prosiguió de esta manera :
334
LAS MIL Y ¥NA NOCHES.
NOCHE CCVII.
Señor, jamás hubo pesar comparable al que
sintió Camaralzaman cuando volvió de su des-
mayo. « ¿ Qué has hecho, padre bárbaro? » es-
clamó ; « i has asesinado á tus hijos que eran
inocentes ! ¿ Su cordura , modestia , obediencia
y sumisión á todas tus voluntades y en fin su
virtud no estaban desde luego abogando por
ellos? Padre ciego, ¿ mereces que la tierra te
sostenga tras una bastardía tan abominable? Yo
mismo me he despeñado en este abismo , y este
es el castigo con que Dios me apena , por no
haber perseverado en la aversión á las mujeres
con que nací. No sinceraré vuestro delito con
vuestra misma sangre, aborrecibles mujeres:
no , no sois dignas dp mis iras. Pero confúndame
el cielo , si os vuelvo á ver jamás.
El rey Camaralzaman fué puntualísimo en el
cumplimiento de su promesa. Aquel mismo dia
mandó trasladar á las dos reinas á un aposento
separado , en donde permanecieron bajo compe-
tente custodia , y en su vida volvió á verlas.
Mientras que el rey Camaralzaman se estaba
así acongojando por el malogro de sus hijos,
habiéndolo' causado él mismo con un arrebato
inconsiderado, los dos príncipes andaban er-
rantes por los desiertos, desviándose de los
pueblos y evitando el encuentro de las jentes ;
no vivían sino de yerbas y frutas silvestres , y
solo bebían el agua estancada de la lluvia que
hallaban en el hueco de los peñascos. -Durante
la noche , para guardarse de las fieras , dormían
y velaban alternativamente.
Al cabo de un mes llegaron á la falda de un
monte espantoso , de piedra negra , y al parecer
inaccesible. Advirtieron sin embargo un camino
trillado ; pero lo hallaron tan angosto y traba-
joso , que no quisieron aventurarse en él. Con la
confianza de hallar otro menos áspero, siguieron
dándole vueltas y caminaron durante cinco dias;
pero fué en balde todo aquel ahinco, pues al fin
tuvieron que volver al camino que habían dejado.
Pero halláronlo tan intransitable que estuvieron
deliberando mucho rato antes de trepar por él.
Al fin se fueron alentando y empezaron á subir.
Cuanto mas se adelantaban los príncipes,
tanto mas agrio y empinado les^arecia el monte,
y varias veces estuvieron próximos á desistir de
su intento. Cuando uno estaba cansado y el otro
lo advertía, este se paraba y recobraban aliento.
k veces venían á estar ambos tan rendidos, que
les faltaban las fuerzas. Entonces no pensaban
en seguir su marcha , sino en morir de fatiga y
quebranto. Pasado un rato , cuando habían reco-
brado algún aliento, se estimulaban mutuamente
y volvían á proseguir su camino.
Á pesar de su dilijencia , brío y tesón , no les
fué posible llegar á la cumbre en todo el dia.
Sobrecojiólos la noche, y el príncipe Asad se
halló tan postrado y exánime, que se paró de
repente. « Hermano mió, » le dijo á Amjiad ,
no puedo mas y voy á rendir el alma. — Des-
cansemos cuanto quieras, a repuso Amjiad,
parándose con él , y cobra ánimo. Ya ves que
nos queda muy poco por subir y que nos favo-
rece la luna. »
Al cabo de media hora de descanso, Asad
hizo un nuevo esfuerzo, y al fin treparon á lo
alto del monte, en donde se pararon de nuevo.
Amjiad fué el primero que se levantó y vio un
árbol á corta distancia. Llegóse á él y halló que
era un granado cubierto de gruesas granadas, y
á cuyo pié manaba una fuente. Corrió á comu-
nicar esta buena noticia á Asad, y le trajo á la
sombra del árbol y cerca de la fuente ; comie-
ron cada uno su granada , y luego se quedaron
dormidos.
Al dia siguiente cuando se despertaron , « Va-
mos, hermano, » dijo Amjiad á Asad, a prosiga-
mos nuestro rumbo : ya veo que el monte es
menos empinado por esta parte que por la otra
y no tenemos mas que bajar. » Pero Asad estaba
tan cansado del dia anterior, que le fué preciso
descansar hasta tres dias para reponerse entera-
mente. Pasáronlos conversando , como ya varias
veces lo habían hecho , del amor desenfrenado
de sus madres, que los habia reducido á lan
lamentable situación. « Pero si Dios se ha decla-
rado por nosotros, » decían > « de un modo tan
CUENTOS ÁRABES.
335
patente, debemos sobrellevar nuestros males
con sufrimiento y consolarnos con la esperanza
de quel al fin los veremos terminados. »
Pasados los tres dias, ambos hermanos se
pusieron de nuevo en camino, y como el monte
se esplayaba por aquella parte , tardaron cinco
dias en llegar á la llanura. Por fin descubrieron
con sumo alborozo una ciudad grandiosa. « Her-
mano, » dijo entonces Amjiad á Asad, « ¿ no
eres del mismo parecer que yo , que te quedes
en algún paraje fuera de la ciudad , á donde ven-
dré á buscarte, mientras voy á informarme cómo
se llama esa ciudad y en qué pais nos hallamos ?
Á la vuelta traeré comestibles. Bueno es que no
entremos juntos , en el caso de que haya algún
peligro que temer.
— « Hermano mió, » respondió Asad, apruebo
mucho tu dictamen ; es acertado y prudente ;
pero si uno de los dos debe separarse, nunca
coasentiré que seas tú, y así me permitirás que
yo me encargue de la empresa, j Qué pesar seria
para mí , si te sobreviniera algún quebranto !
— « Pero hermano , » repuso Amjiad , « lo
mismo que tú temes por mí debo yo temerlo
por ti , y así te ruego que me dejes marchar y
me aguardes con paciencia. — Nunca lo permi-
tiré , » replicó Asad , « y si me sucede algo ,
tendré el consuelo de saber que estás salvo. »
Amjiad hubo de ceder y se detuvo bajo unos
árboles en la falda del monte.
EL PRÍNCIPE ASAD DETENIDO AL ENTRAR EN LA CIUDAD
DE LOS MAGOS.
El principe Asad tomó dinero de la bolsa que
llevaba Amjiad , y prosiguió su camino hasta la
ciudad. Apenas hubo entrado en la primera calle,
cuando se juotó con un venerable anciano bien
vestido, y que llevaba un bastón en la mano.
Como no dudó que era sujeto de suposición y que
no querría engañarle,» Señor, » le dijo, a os ruego
que me ensenéis el camino de la plaza pública. »
El anciano miró al príncipe con cierta sonrisa
y le dijo : a Hijo mió , sin duda sois estranjero ,
pues de otro modo no me haríais semejante pre-
gunta. — Sí señor, lo soy, » repuso Asad.
— a Bien venido seáis, » replico el anciano;
« grande honor es para nuestro pais que un
joven de tan gallarda presencia se haya tomado
la molestia de venirlo á ver. Pero decidme,
¿ qué negocios tenéis en la plaza pública ?
— a Señor, » respondió Asad, « hace dos
meses que un hermano mió y yo hemos salido de
un pais muy lejano. Desde entonces no hemos
cesado dé caminar, y hoy mismo hemos llegado.
Mi hermano , cansado de tan largo viaje , se ha
quedado en la falda del monte, y yo vengo en
busca de víveres para entrambos.
— «Hijo mió , » repuso otra vez el anciano,
u muy al caso habéis venido , y lo celebro por
amor vuestro y de ese hermano. Hoy he convi-
dado á comer á muchos amigos y me ha quedado
gran cantidad de manjares , á los que nadie ha
tocado. Venios conmigo, os agasajaré cuanto
me quepa , y cuando hayáis acabado , os lleva-
réis para vos y vuestro hermano con que vivir
muchos dias. No os toméis la molestia de ir á
gastar el dinero en la plaza, pues los viajeros
jamás lo tienen de sobras. Además , mientras
comáis os informaré, mejor que nadie, de las
circunstancias de nuestra ciudad. Una persona
como yo que ha pasado con distinción por los
cargos mas honrosos no debe ignorarlas. Tam-
bién debéis alegraros de haberos encontrado
conmigo mas bien que con otro alguno , porque
habéis de saber que no todos son como yo. Os
aseguro que aquí hay jente perversa. Venid
pues, quiero que conozcáis la diferencia que
hay entre un hombre honrado como yo , y mu-
chos que se precian de serlo y no lo son.
— a Os agradezco infinitamente , » repuso el
príncipe Asad, « la buena voluntad que me es-
tais manifestando. Me fio enteramente de vos,
y estoy pronto á ir donde queráis. »
El anciano siguió caminando junto á Asad ,
riéndose interiormente, y por temor de que
Asad lo advirtiera, le hablaba de varios asuntos
para ratificarle en el favorable concepto que de
él habia formado, <* Es preciso confesar,» le
decia , o que habéis tenido mucha suerte en ve-
niros á mí mas bien que á otro. Doy gracias á
Dios de haberos encontrado : ya sabréis, cuando
lleguéis á casa, por qué os digo esto. »
El anciano llegó al fin á su casa é hizo entrar
á Asad en una gran sala , en la que vio cuarenta
ancianos que formaban un círculo al rededor de
un fuego encendido que estaban adorando.
Con aquella vista , el príncipe Asad se horro-
rizó tanto al ver hombres harto insensatos para
tributar su culto á la criatura con preferencia al
Criador, cuanto temió viéndose engañado y en
sitio atan bominable.
Mientras Asad estaba inmóvil de estrañeza , el
astuto anciano saludó á los cuarenta circuns-
tantes y les dijo, a Devotos adoradores del fuego,
feliz es este dia para nosotros. ¿ En dónde está
Gazban ? » añadió : « que le llamen. »
Á estas palabras, pronunciadas en alta voz,
un negro, que las oyó desde una habitación baja,
se presentó , y apenas vio al desconsolado Asad ,
cuando comprendió para que le habían llamado.
Corrió á él, le tiró al suelo de un golpe y
336
LAS MIL Y UNA NOCHES.
le ató los brazos con asombrosa dilijencia.
Cuando hubo acabado, « Llévale abajo, » le
mandó el anciano . a y no dejes de decir á mis
hijas Bostana y Cabame que le apaleen cada dia
y le den por alimento un pan por la mañana y
otro por la noche : con esto podrá vivir hasta la
salida del buque para el mar azul y la montaña
del fuego ; haremos de él un sacrificio grato á
nuestra divinidad. »
La sultana Cheherazada no prosiguió aquella
noche, porque ya amanecía ; pero á la siguiente
habló así al sultán de las Indias :
NOCHE CCVIII.
Señor, luego que el anciano hubo dado la
orden cruel de que ayer hablé , Gazban asió á
Asad maltratándole , le hizo bajar debajo de la
sala, y después de haberle hecho pasar por
muchas puertas , hasta una mazmorra á donde
se bajaba por una escalerilla , le ató por los pies
á una cadena muy gruesa y pesada. Luego que
hubo acabado, fué á avisar á las hijas del an-
ciano , pero este ya les estaba hablando. « Hijas
mías, » les dijo, « bajad y apalead como sabéis al
musulmán que acabo de cojer, sin ninguna con-
sideración : de este modo manifestaréis que
sois buenas adoradoras del fuego. »
Bostana y Cabame , criadas en el odio contra
todos los musulmanes, recibieron esta orden con
júbilo. Bajaron al punto al calabozo , desnudaron
á Asad y le apalearon sin ninguna compasión,
hasta que le sacaron sangre y que perdió el sen-
tido. Después de esta bárbara ejecución , le pu-
sieron al lado un pan y un cántaro de agua y se
retiraron.
Asad no volvió en sí hasta largo rato después,
y fué para derramar dos torrentes de lágrimas,
lamentándose de su desdicha, aunque con el
consuelo de que su hermano Amjiad se habia
librado de aquel fracaso.
£1 príncipe Amjiad aguardó á su hermano
Asad hasta la noche en la falda del monte, con
sumo desasosiego. Cuando vio que eran las dos ,
las tres, y aun las cuatro de la tarde, y que no
habia vuelto, poco faltó para que se desesperase,
y pasó la noche én aquella amarguísima zozobra.
Apenas amaneció, encaminóse á la ciudad. Es-
trañó desde luego el ver tan pocos musulmanes.
Detuvo al primero que encontró y le preguntó
cómo se llamaba aquella población. Supo que
era la ciudad de los magos, asi llamada porque
los adoradores del fuego eran en mayor número
y habia muy pocos musulmanes. También, pre-
guntó cuánto habia desde allí á la isla de '.baño,
y le respondieron que por mar habia unos cua-
tro meses de navegación y por tierra un año de
viaje. El sujeto á quien se habia dirijido se des-
vió tras estas contestaciones, y siguió su camino,
como que estaba de priesa.
Amjiad , que solo habia puesto seis semanas
en venir de la isla de ,bano con su hermano
Asad, no podia comprender cómo habían echo
tantísimo camino en tan corto tiempo, á menos
que fuera por encanto ó que el rumbo del monte
por donde habían venido fuese mas breve y no
practicado á causa de su escabrosidad. Cami-
nando por la ciudad, separó en la tienda de un
sastre, que conoció á su traje por musulmán,
así como ya habia conocido al que habia dete-
nido antes. Sentóso junto á él después de ha-
berle saludado, y le refirió el conflicto en que
se hallaba.
Cuando el príncipe Amjiad hubo acabado,
« Si vuestro hermano, » repuso el sastre, « ha
caído en poder de algún mago, podéis contar
con que no le volveréis á ver jamás. Está per-
dido sin recurso, y os aconsejo que os consoléis
y procuréis guardaros de igual desventura. Al
efecto, si me queréis creer, os quedaréis con-
migo, y os enteraré de todos los ardides pro-
pios de estos magos , para que os guardéis de
ellos cuando salgáis. » Amjiad, inconsolable por
haber perdido á su hermano Asad, admitió la
oferta y díó gracias al sastre por el agasajo* que
le dispensaba.
HISTORIA DEL PRÍNCIPE AMJIAD Y DE UNA DAMA DE LA
CIUDAD DE LOS MAGOS.
El príncipe Amjiad no salió por la ciudad du-
CUENTOS ÁRABES.
337
rante un mes , sino en compañía del sastre ; al
fin se aventuró á ir solo al baño. Un dia, cuando
pasaba por una calle, encontró á una dama que
venia hacia él.
La dama , que vio un joven agraciado y que
acababa de salir del baño, alzó el velo y le pre-
guntó con semblante risueño y miradas amoro-
sas á dónde se encaminaba. Arajiad no pudo
resistir á los primores que estaba manifestando.
« Señora, » respondió , « voy á mi casa ó la
vuestra, eso queda á vueslra elección.
— « Señor, » respondió la dama con hala-
güeña sonrisa, « las damas de mi clase no lle-
van á los hombres á su casa, sino que van á la
de ellos. »
Amjiad se vio en sumo ahogo con esta con-
testación inesperada. No se atrevía á llevarla á
casa de su huésped, que su hubiera escandali-
zado, perdiendo así la protección de que tanto
necesitaba en una ciudad donde habia que vivir
con tan solícita cautela. Bisoño además en la
población, no sabia paraje alguno á donde lle-
varla, y no podia determinarse á malograr tan
venturoso encuentro. En esta incertidumbre,
determinó entregarse á la suerte , y sin contes-
tar tomó la delantera, y le siguió la dama.
El príncipe Amjiad la llevó largo rato de calle
en calle, de barrio en barrio, de plaza en plaza,
y cuando ya ambos estaban cansados de andar,
se metió por una calle, en el fondo de la cual se
veia una gran puerta cerrada de una casa de es-
tertor vistoso, con dos poyos, uno á cada lado
de la entrada. Amjiad se sentó en uno , como
para cobrar aliento , y la dama, mas cacada
que él, sentóse en el otro.
Cuando la dama se hubo sentado , « Con que
esta es vuestra casa, » le dijo á Amjiad. — « Ya
lo veis , señora , » respondió el príncipe. —
« Por qué no abrís pues? » repuso la descono-
cida ; « ¿ á qué aguardáis? — Hermosa mia, ♦>
replicó Amjiad, « es porque no tengo la llave ;
se la dejé á mi esclavo y le di un encargo de
que no puede estar de vuelta todavía , y como
le he mandado que después de haber cumplido
mi encargo , fuese á comprar, tendremos que
aguardarle todavía muy despacio. »
Las dificultades que hallaba el príncipe en sa-
tisfacer su pasión, de la cual empezaba á arre-
pentirse, le habían hecho idear aquella salida ,
con la esperanza de que la dama lo creería, y
que enojada , le dejaría allí é iría en busca de
fortuna por otra parte ; pero se equivocó.
« Vaya un esclavo harto necio en hacernos
aguardar así, » repuso la dama ; a yo misma le
castigaré como lo merece, si vos no lo hacéis ,
cuando esté de vuelta. No es decoroso qu$ me
T, I.
esté sola á una puerta con un hombre. » Al de-
cir esto, se levantó y cojió una piedra para
romper la cerradura, que, según costumbre del
país, era de madera y muy endeble.
Amjiad , sobresaltado con tamaño intento ,
quiso oponérsele. « Señora, » le dijo, « ¿qué vais
á hacer ? Tened á bien sosegaros. — ¿ Qué te-
neis que temer ? » repuso la dama ; « ¿ no es
vuestra la casa ? Gran negocio por cierto una
cerradura de madera rota : fácil es poner otra.»
Rompió la cerradura , y cuando estuvo abierta
la puerta, entró en la casa andando delante.
Amjiad se creyó perdido al ver forzada la
puerta de la casa : titubeó si debía entrar á po-
nerse en salvo del peligro que tenia por indu-
dable, é iba á tomar este último partido, cuando
la dama se volvió y vio que no entraba. « ¿ Qué
tenéis ? ¿por qué no entráis en vuestra casa ? »
le dijo la dama. — « Estaba mirando, señora, »
respondió , « si mi esclavo volvía , y temo que
nada esté pronto. — Venid, venid; estaremos
mejor aquí que no afuera mientras llega. »
El príncipe Amjiad entró, á pesar suyo, en
un patio espacioso y bien enlosado. Desde el
patio subió por algunas gradas á un gran reci-
bidor, en donde vieron él y la dama una gran
sala abierta y muy bien amueblada , y en ella
una mesa con manjares esquisitos, y otra cu-
bierta de toda clase de hermosas frutas y un
aparador atestado de botellas con vino.
Cuando Amjiad vio estos preparativos, ya no
dudó de su muerte. « Estás perdido, pobre Am-
jiad, » estuvo diciendo para consigo; a no so-
brevivirás mucho tiempo á tu querido hermano
Asad. » La dama, al contrario, prendada de es-
pectáculo tan halagüeño, a ¿ Cómo, señor, » es-
clamó, ((temíais que nada hubiese pronto? Va
veis con todo que vuestro esclavo ha hecho mas
de lo que creíais. Pero si no me engaño, estos
preparativos son para otra dama. No importa,
que venga la tal dama , y os prometo no tener
zelos. El favor que os pido , es que me prome-
táis que la sirva y á vos también. »
Amjiad no pudo menos de reírse del chiste de
la dama , por muy acongojado que se hallara.
« Señora, » repuso, pensando en otra cosa muy
diferente que le entristecía, « os aseguro que no
hay nada de lo que os imajinais : esto es sola-
mente mi comida diaria. » Como no osaba colo-
carse á la mesa que no se había dispuesto para
él, quiso sentarse en el sofá; pero la dama se
lo estorbó. « ¿Qué hacéis? » le dijo; « debéis
tener gana después del baño : sentémonos á la
mesa, comamos y regocijémonos, d
Amjiad se vio precisado á hacer lo que la
dama quiso : sentáronse á la mesa y empezaron
22
338
LAS MIL Y UNA NOCHES.
á comer. Después de los primeros bocados, la
dama cojió una copa y una botella , se echó de
beber y brindó la primera á la salud de Amjiad.
Luego volvió á llenar la copa y la presentó á
Amjiad, quien le correspondió.
Cuanto mas cavilaba Amjiad acerca de su
aventura, tanto mas atónito estaba , al ver que
el amo de la casa no comparecía, y aun , que,
siendo las habitaciones tan lujosas , no hubiese
siquiera un solo criado. « Peregrina fuera en
verdad mi ventura, » decia para sí mismo, « si
el amo no volviera hasta que yo haya salido de
tamaño atascadero. » Mientras estaba embargado
con estos pensamientos y otros mas temibles, la
clama seguía comiendo y bebiendo de cuando en
cuando, y le obligaba á hacer otro tanto. Esta-
ban en los postres, cuando llegó el amo de la
casa.
Era este el caballerizo mayor del rey de los
magos y se llamaba Bahader. La casa le perte-
necía ; pero tenia otra, en la que habitaba por
lo regular. Esta solo le servia para divertirse en
particular con tres ó cuatro amibos predilectos ;
hacia llevar todo de su casa, y sus criados aca-
baban de salir poco antes que llegasen Amjiad y
la dama.
Bahader llegó sin acompañamiento, y disfra-
zado, como solía, un poco antes de la hora que
había señalado á sus amigos. No quedó poco em-
bargado al ver la puerta de su casa quebran-
tada. Entró con gran sijilo, y oyendo que ha-
blaban y se divertían en la sala, se arrimó á la
pared y sacó un poco la cabeza á la puerta para
ver qué clase de jente era. Viendo que eran un
joven y una dama que estaban comiendo á la
mesa dispuesta para sus amigos y para sí, y que
el quebranto no era tan sumo como se lo había
imajinado, determinó divertirse.
La dama, que estaba vuelta de espalda, no
podia ver al caballerizo ; pero Amjiad lo notó al
pronto cuando estaba con la copa en ía mano.
Inmutóse con aquella vista, y clavó los ojos en
Bahader, quien le hizo seña de que no dijera
nada y fuera á hablarle.
Amjiad bebió y se levantó : « ¿ Adonde vais? »
le preguntó la dama. — « Señora , » le dijo Am-
jiad , « quedaos , os ruego ; pronto estoy de
vuelta ; tengo que salir para una necesidad. »
Halló á Bahader, que le aguardaba en la entrada
y le llevó al patio para hablarle sin ser oido de
la dama.
Á estas palabras advirtió Cheherazada que ya
era hora de que el sultán de las Indias se levan-
tase , y suspendió su historia hasta la noche si-
guiente , en que prosiguió de esle modo :
NOCHE CCIX.
Señor , cuando Bahader y el príncipe Am-
jiad estuvieron en el patio, el primero preguntó
al príncipe por qué aventura se hallaba en su
casa con la dama y por qué habían violentado la
puerta.
« Señor , » respondió Amjiad , « debo pare-
ceros muy culpado; pero si queréis tener sufri-
miento para escucharme , espero que me halla-
réis muy inocente. » Prosiguió su narración ,
refiriéndole en pocas palabras el lance tal cual
era , sin ocultarle nada ; y para convencerle de
que era incapaz de cometer una acción tan baja
como la de forzar una casa , no le disimuló que
era príncipe ni tampoco el motivo por que se ha-
llaba en la ciudad de los magos.
Bahader , que era naturalmente amigo de lo
estranjeros , se alegró de que se le rodeara oca-
sión de servir á uno de la clase de Amjiad. Con
efecto , no dudó de su sinceridad , en vista de
sus modales atentos y de sus espresiones come-
didas y cultas, a Príncipe , » le dijo , « me ale-
gro mucho de que se me proporcione coyuntura
de serviros en un encuentro tan chistoso como
el que acabáis de referirme. Muy lejos de turbar
la fiesta , me servirá de suma complacencia el
contribuir á vuesta satisfacción. Antes de comu-
nicaros lo que pienso sobre esto , creo deberos
decir que soy caballerizo mayor del rey y que
me llamo Bahader , tengo una casa en la que ha-
bito jeneralmente , y esta solo me sirve para
CIENTOS ÁRABES.
33»
recrearme algunas veces con mis amigos. Ha-
béis hecho creer á esa dama que teníais un es-
clavo , aunque no hay tal ; quiero ser ese escla-
vo , y para que eso no os repugne ni os escuseis,
os repito que lo quiero absolutamente , y pronto
sabréis el motivo. Volved pues á sentaros y se-
guid divirtiéndoos , y cuando vuelva dentro de
un rato y me presente en traje de esclavo , re-
ñidme mucho y aun no temáis golpearme ; os
serviré todo el rato que estéis en la mesa y has-
ta la noche. Dormiréis en mi casa , como tam-
bién la dama, y mañana la despediréis. Tras
esto procuraré haceros servicios de mas entidad.
á su primer encuentro. Luego que se marcha-
ron , salió y se vistió un traje de esclavo.
El príncipe Amjiad se juntó con la dama, muy
complacido de que la casualidad le hubiese lle-
vado á una casa que pertenecía á un sujeto tan
distinguido y que tan cortesmente se portaba
con él. Al sentarse otra vez á la mesa , « Se-
ñora , » le dijo , « os pido mil perdones de mi
descortesía y del mal humor que tengo con la
ausencia de mi esclavo ; el bribón me lo pagará
y le haré ver si debe estar tanto tiempo fuera.
« — Eso no debe desazonaros , » repuso la
dama ; « peor para él : si comete yerros, ya los
Id pues sin perder tiempo. » Amjiad quiso re-
plicar : pero el caballerizo mayor no se lo per-
mitió , y le precisó á que volviera junto á la
dama.
Apenas Amjiad habia vuelto á la sala , cuando
llegaron los amigos que el caballerizo mayor
habia convidado. Pidióles encarecidamente que
le escusasen por aquel dia , dándoles á enten-
der que aprobarían el motivo cuando lo supiesen
pagará. No pensemos en él , y sí tan solo en di-
vertirnos. »
Siguieron sentados á la mesa , con tanto mas
gozo de Amjiad , cuanto ya no le quedaba ras-
tro de la zozobra por lo que sucedería con la
indiscreción de la dama , la cual no debia for-
zar la puerta , aun cuando la casa hubiera per-
tenecido á Amjiad. No estuvo menos jovial que
la amiga , y se dijeron mil requiebros , bebien-
340
LAS MIL Y UNA NOCHES.
do mas que comiendo , hasta la llegada de Ba-
hader ,. disfrazado de esclavo.
Bahader entró como un esclavo , acongoja-
dísimo al ver que su amo estaba acompañado,
y que volvía tan larde. Se arrojó á sus pies be-
sando la tierra para implorar su clemencia , y
cuando se hubo levantado , permaneció en pié
con las manos cruzadas y cabizbajo , aguardan-
do que le mandasen algo.
« Picaro esclavo, » le dijo Amjiad con una
mirada y un desentono violento, « ¿dime si hay
en el mundo un esclavo peor que tú ? ¿ A dónde
has ida? ¿Qué has estado haciendo para vol-
ver á esta hora ?
« — Señor , » repuso Bahader , « os pido
perdón ; vengo de hacer los encargos que me
disteis : no creí que volvieseis tan temprano.
o — Eres un bribón , » replicó Amjiad , « y
te moleré á palos para que aprendas á no men-
tir ni faltar á tu obligación. » Levantóse , cojió
un palo y le dio dos ó tres golpes á la lijera , y
luego volvió á sentarse á la mesa.
La dama no se contentó coíi aquel castigo, y
levantándose luego , cojió el palo y dio tantos
golpes á Bahader , que á este le saltaron las lá-
grimas á los ojos. Amjiad , escandalizado de la
libertad que se tomaba y porque maltrataba á
un oficial de tanta suposición , clamaba que era
bastante , sin que le atendiese. « Dejadme en
paz , » decia , « quiero satisfacerme y enseñarle
á que no esté tanto tiempo fuera. » Y continua-
ba siempre con tanta furia , que Amjiad hubo
de levantarse y quitarle el palo , que no soltó
sin mucha resistencia. Como vio que ya no po-
día golpear á Bahader, se volvió á sentar y le
dijo mil baldones.
Bahader se enjugó las lágrimas y quedó en
pié para servirles de beber. Cuando vio que no
bebian ni comían , levantó la mesa , barrió la
sala , puso todo el ajuar en su sitio , y luego
que anocheció , fué encendiendo las bujías.
Cada vez que entraba ó salia, la dama no dejaba
de reñirle , amenazarle é insultarle , con gran
descontento de Amjiad, que de:eaba quedar bien
con él y no se atrevia á decirle nada. Cuando
fué hora de acostarse , Bahader les preparó una
cama en el sofá , y se retiró á un aposento que
estaba en frente y en donde no tardó en dormir-
se tras tanta fatiga.
Amjiad y la dama conversaron todavía media
hora , y antes de acostarse , la dama hubo de.
salir. Al pasar por la entrada, oyó que Bahader
estaba roncando ya , y como había visto un sa-
ble en la sala , « Señor, » dijo á Amjiad al vol-
ver , » os ruego que hagáis una cosa por amor
mió. — ¿ Qué puedo hacer para serviros ? » re-
puso Amjiad. — « Hacedme el favor de tomar
ese sable , » replicó la dama , « y cortarle la
cabeza á vuestro esclavo. »
Amjiad quedó pasmado con tamaña propues-
ta , que atribuyó al vino que habia bebido la
dama. « Señora , » le dijo , « dejemos á mi es-
clavo ; no merece la pena de que penséis en él;
ya le castigué , vos también lo habéis hecho,
y esto basta ; además estoy muy contento con
él , y no acostumbra cometer semejantes yerros.
— « No me doy por satisfecha , » repuso la
dama furiosa , « quiero que ese bribón muera;
y si no es de vuestra mano , será de la mia. »
Diciendo estas palabras , coje el sable , lo des-
envaina , y echa á correr para ejecutar su mal-
vado intento.
Amjiad la alcanza á la entrada , y le dice :
« Señora , es preciso complaceros , ya que así
lo deseáis : sentiría que cualquiera otro sino yo
quitara la vida á mi esclavo. » Cuando la dama
le hubo entregado el sable , « Venid , seguid-
me , » añadió , « no metamos ruido , por temor
de que se despierte. » Entraron en el aposento
en donde dormía Bahader; pero en vez de des-
cargarle el golpe , Amjiad lo asestó contra la
dama y le cortó la cabeza , que cayó encima de
Bahader.
Ya empezaba á amanecer, cuando Cheheraza-
da decia estas palabras ; advirtiólo y dejó de ha-
blar. A la noche siguiente prosiguió de esta ma-
nera.
CUENTOS ÁRABES.
3*1
NOCHE CCX.
Señor, la cabeza de la dama hubiera inter-
rumpido el sueño del caballerizo mayor al caer
encima de él, aun cuando no le hubiera desper-
tado el eco del sablazo. Atónito al ver á Amjiad
con el sable ensangrentado y el cuerpo de la da-
ma tendido en el suelo sin cabeza, le preguntó
qué significaba aquello. Amjiad le reíirió lo qne
habia ocurrido, y al acabar añadió : « Para es-
torbar qne esa furia os quitase la vida, no he
hallado otro medio que el de quitársela á ella
misma.
— « Señor, » repuso Bahader, lleno de reco-
nocimiento, « personas de vuestra sangre y tan
jenerosas son incapaces de favorecer tan per-
versas acciones. Sois mi libertador, y no puedo
agradecéroslo como corresponde. » Después de
haberle abrazado para manifestarle mejor cuan
agradecido le estaba, dijo : « Hay que sacar es-
te cadáver de aquí antes que amanezca, y es lo
que voy á hacer. » Amjiad se opuso y dijo que
él mismo le llevaría, ya que habia hecho la
muerte. « Un recien llegado á esta ciudad, cual
vos sois, no conseguiría nada, » repuso Baha-
der. ((Dejadme obrar á mí, y descuidad. Si no
vuelvo antes del amanecer, será señal de que
me habrá sobrecojido alguna patrulla, y por si
acaso, voy á haceros por escrito donación de
la casa con todos sus muebles ; no tendréis mas
que vivir en ella. »
Luego que Bahader hubo escrito y entregado
la'donacion al príncipe Amjiad, metió el cuerpo
de la dama y la cabeza en un saco, se lo echó
al hombro y caminó de calle en calle siguiendo
el camino del mar. Poco le fallaba para llegar,
cuando encontró al juez de policía que audaba
haciendo su ronda. Los dependientes del juez
le detuvieron, abrieron el saco y hallaron den-
tro el cuerpo y la cabeza de la dama degollada.
£1 juez, que conoció al caballerizo mayor á pe-
sar de su disfraz, se le llevó consigo, y no atre-
viéndose á darle muerte á causa de su dignidad,
sin comunicárselo al rey, se le llevó á la maña-
na siguiente. Apenas supo el rey por el relato
del juez la negra acción qué habia cometido,
pues así lo creía según los indicios, cuando pro-
rumpió en baldones contra el matador. « ¡ Con
que así degüellas á mis subditos para robarlos, »
esclamó, «y echas sus cuerpos al mar" para
ocultar tu maldad! ¡Á la horca con él al punto ! »
Por inocente que estuviese Bahader, escuchó
esta sentencia de muerte con toda la resignación
posible y no dijo una palabra para sincerarse.
Llevósele el juez, y mientras disponían la hor-
ca, mandó pregonar por toda la ciudad que á
Jas doce se haria justicia de un asesinato come-
tido por el caballerizo mayor.
El príncipe Amjiad, que habia aguardado en
balde al caballerizo mayor, quedó exánime al
oir el pregón desde la casa en que se hallaba.
« Si alguno debe morir por haber muerto á tan
perversa mujer, » dijo para consigo, « no es el
caballerizo mayor, sino yo, y no permitiré que
se castigue al inocente en lugar del culpado. »
Y sin deliberar mas, salió y se encaminó á la
plaza, en donde debía hacerse la ejecución,
ante el pueblo que de todas partes acudia.
Luego que Amjiad vio comparecer al juez que
llevaba á Bahader á la horca, fué á presntarse
á él. «Señor, » le dijo, «vengo á declararos y
aseguraros que el caballerizo mayor á quien
vais á matar, es muy inocente de la muerte de
la dama. Yo soy el que cometí el crimen ; si tal
se puede llamar quitar la vida á una mujer
aborrecible que iba á matar al caballerizo ma-
yor ; he aquí lo que sucedió. »
Guando el príncipe Amjiad hubo informado
al juez como se le ha"bia acercado la dama al
salir del baño, de que modo habia sido causa
de que entrara en la casa de recreo del caballe-
rizo mayor y de todo cuanto habia ocurrido, y
que se habia visto precisado á cortarle la cabe-
za para salvar ía vida al caballerizo mayor, el
juez suspendió la ejecución y le llevó á palacio
con el caballerizo.
El rey quiso que Amjiad mismo le refiriese
todo, y este, para darle á conocer su. inocencia
y la del caballerizo mayor, aprovechó la coyun-
tura para referir su historia y la de su hermano
342
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Asad, desde el principio hasta su llegada y el
momento en que hablaba.
Cuando el príncipe hubo acabado, el rey le
dijo : « Príncipe, me alegro que esta ocasión
me haya proporcionado el gusto de conoceros :
os concedo, no solo la vida, sino que también
lo hago á mi caballerizo mayor, á quien elojio
por la buena intención que ha tenido y á quien
repongo en su empleo ; á vos os nombro gran
visir, para consolaros del injusto proceder,
aunque disculpable, que el rey, vuestro padre,
ha tenido con vos. Con respecto al príncipe
Asad, os permito que empleéis toda la autoridad
que os acabo de conferir para saber su para*
dero. »
Luego que Amjiad hubo dado gracias al rey
de la ciudad y del país de los magos y hubo to-
mado posesión del cargo de gran visir , se valió
de cuantos medios son imajinables para hallar
al príncipe, su hermano. Mandó prometer por
los pregoneros, en todos los barrios de la ciu-
dad, una crecida gratificación á los que se le
trajeran, ó siquiera le comunicaran alguna noti-
cia de él. Puso jente en campaña ; pero por
muchas dilijencias que hizo, no pudo recabar la
menor noticia.
CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DEL PRÍNCIPE ASAD.
Entretanto Asad continuaba aherrojado en la
mazmorra donde le habia empozado el astuto
anciano, y Bostana y Cabame, sus hijas, le mal-
, trataban con la misma crueldad. Acercóse la
íiesta solemne délos adoradores del fuego, y
fletaron un bajel que solia hacer el viaje de la
montaña del fuego. Cargáronlo, de mercancías ,
puestas al cuidado de un capitán llamado Beh-
ram, muy adicto á la relijion de los magos.
Cuando se halló en estado de dar la vela , este
mandó embarcar á Asad en una caja ; cuajada
por mitad de mercancías, con bastantes resqui-
cios en las tablas para que pudiera respirar, y
mandó bajar la caja al fondo de la bodega.
Antes que el buque saliera, el gran visir Am-
jiad, hermano de Asad , á quien habían avisado
que los adoradores del fuego solian sacrificar
cada año un musulmán en la montaña del fuego,
y que Asad , que acaso habia caido en sus ma-
nos , podia muy bien estar destinado á tan bár-
bara ceremonia, quiso visitarlo él mismo. Mandó
que todos los marineros y pasajeros subiesen
sobre cubierta , mientras que los suyos rejistra-
ron todo el buque ; pero no hallaron á Asad ,
pues estaba muy oculto.
Hecho el rejistro, salió el buque del puerto, y
cuando estuvo en alta mar, Behram mandó sa-
car á Asad de la caja y le hizo aherrojar para
afianzarle, por miedo de que, no ignorando que
iban á sacrificarle , la desesperación le hiciera
arrojarse al mar.
Al cabo de algunos dias de navegación , se
volvió contrario el viento favorable que hasta
entonces habia acompañado al buque, y se au -
mentó de tal modo, que levantó furiosa tormenta.
El buque no solo perdió su derrota , sino que
Behram y su piloto no sabían dónde se hallaban
y temían á cada paso tropezar con algún peñasco
y estrellarse contra él. En lo mas estremado de
la tempestad, divisaron tierra, y Behram la co-
noció por el paraje en que se hallaban el puerto
y la capital de la reina Marjiana, y sintió en ello
suma pesadumbre.
Con efecto . aquella reina era musulmana y
mortal enemiga de los adoradores del fuego. No
solo no permitía que ninguno tocase en sus es-
tados, sino que ni siquiera toleraba que ninguno
de sus buques anclase en él.
Sin embargo ya no podia evitar Behram la
entrada en el puerto de la capital de aquella
reina , á menos que fuera á encallar y perderse
en la costa, que estaba cuajada de peñascos es-
pantosos. En aquel trance , celebró consejo con
su piloto y marineros. « Muchachos , » les dijo ,
« ya veis en qué apuro nos hallamos. Una de
dos , ó hemos de perecer en las olas , ó hemos
de libramos de la reina Marjiana; pero ya cono-
céis su odio implacable contra nuestra relijion y
todos cuantos la profesan. No dejará de apode-
rarse del buque y mandarnos quitar á todos la
vida sin misericordia. Solo veo un remedio que
acaso nos saldrá bien : soy de parecer que le
quitemos la cadena al musulmán que llevamos y
que le vistamos de esclavo. Cuando la reina
Marjiana me mande comparecer y me pregunte
cuál es mi tráfico , le responderé que soy mer-
cader de esclavos y que he guardado uno solo
para que me sirva de amanuense porque sabe
leer y escribir. Querrá verle , y como es agra-
ciado y de su relijion , se compadecerá de él y
no dejará de proponerme que se le venda , y
con este motivo nos permitirá permanecer en el
puerto hasta que el temporal abonance. Si dis-
currís algún arbitrio mejor, decídmelo y os es-
cucharé. » El piloto y los marineros aplaudieron
su propuesta, y quedó admitida.
La sultana Cheherazada hubo de pararse á
estas palabras , porque ya amanecía , y á la no-
che siguiente prosiguió así la misma historia :
CUENTOS ÁRABES.
343
NOCHE CCXI.
Señor, Behram mandó quitar la cadena al
príncipe Asad y le hizo vestir un traje de escla-
vo , correspondiente al cargo de escribane del
buque , bajo cuyo carácter queria presentarle á
la reina Marjiana. Apenas estuvo en el estado en
que deseaba, cuando el buque entró en el puerto
y descolgó el ancla.
Luego que la reina Marjiana , cuyo palacio
estaba situado hacia el mar, de modo que el jar-
din se estendia hasta la playa, hubo visto que el
buque habia fondeado , cuando mandó avisar al
capitán que fuera á hablarle , y para satisfacer
antes su curiosidad, pasó á aguardarle en el
mismo jardín.
Behram , que estaba prevenido , desembarcó
luego con el príncipe Asad , después de haber
exijido de él que confirmara que era su esclavo
y su escribano , y fué llevado ante la reina Mar-
jiana. Se echó á sus pies , y después de haberle
manifestado la necesidad que le habia precisado
á refujiarse en su puerto , le dijo que era trafi-
cante de esclavos , y que Asad , que le acompa-
ñaba , era el único que le quedaba y que guar-
daba para que le sirviera de escribano.
Asad habia agradado á la reina Marjiana desde
el momento que le habia visto, y esta se alegró
al saber que era esclavo. Determinada á com-
prarle á cualquier precio , le preguntó cómo se
llamaba.
a Gran reina-, » replicó Asad arrasados los
ojos, « ¿ vuestra majestad me pregunta mi nom-
bre ó el que tengo en el dia ? — ¡ Cómo ! » re-
puso la reina, « ¿ tenéis acaso dos nombres? —
¡Ay de mí!» replicó Asad, «demasiado cierto
es ; en otro tiempo me llamaban Asad (muy ven-
turoso), y ahora me llamo Motar (destinado á
ser sacrificado). »
Marjiana, que no podia penetrar el verdadero
sentido de aquella respuesta, la aplicó al estado
de su esclavitud y conoció al mismo tiempo que
tenia mucho talento. « Ya que sois escritor, » le
dijo , « no dudo que seáis pendolista , dejadme
ver vuestra letra. »
Asad, provisto de un tintero que llevaba en la
cintura y de papel, pues Behram no habia olvi-
dado estas circunstancias para persuadir á la
reina lo que deseaba que creyera , se apartó un
poco y escribió estas sentencias relativas á su
desdicha.
« El ciego se desvia de la huesa en la que el
intelijente se deja caer. El ignorante se encum-
bra á los honores con palabras que nada signi-
fican : el sabio permanece en el polvo con su
elocuencia. El musulmán se halla en el mayor
desamparo con todas sus riquezas, el infiel
triunfa en medio de sus bienes. No se puede es-
perar que cambien los lances , pues es decreto
del Todopoderoso que así permanezca. »
Asad presentó el papel á la reina Marjiana ,
quien no admiró menos la moralidad de las sen-
tencias que la hermosura de la letra, y esto fué
bástante para acabar de inflamar su corazón y
moverlo á compasión para con él. Apenas hubo
acabado de leerlo, cuando encarándose con Beh-
ram, le dijo : « Elije , ó venderme este esclavo
ó regalármele ; quizá te tendrá mas cuenta el
conformarte con lo segunde. »
Replicó Behram, con harta insolencia, que no
tenia elección que hacer, que necesitaba el es-
clavo y queria retenerle.
La reina Marjiana, ofendida de aquella osadía,
no quiso hablar mas á Behram ; cojió al prín-
cipe Asad del brazo , le hizo pasar por delante
de ella, y llevándole á su palacio, mandó decir
á Behram que le confiscaría todas sus mercan-
cías y prendería fuego al buque en medio del
puerto , si pasaba en él la noche. Behram se vio
precisado á volverse al buque , muy apesadum-
brado , y mandar disponerlo todo para dar la
vela, aunque la tormenta no estaba enteramente
aplacada.
La reina Marjiana, después de haber manda-
do, al entrar en palacio, que le sirvieran pron-
tamente la cena , llevó á Asad á su aposento y
le mandó que se sentara á su lado. Asad quiso
escusarse diciendo que no correspondía á un es-
clavo honor tan relevante.
« ¡ Á un esclavo ! » repuso la reina, « hace un
3ii
LAS MIL Y UNA NOCHES.
momento que lo erais ; pero ya no lo sois. Sen-
taos junto á mí , os repito , y referidme vuestra
historia , porque lo que habéis escrito por via
de muestra y el desacato de ese traficante de
esclavos me dan á entender que debe ser es-
traordinaria. »
El príncipe Asad obedeció, y cuando estuvo
sentado, dijo : « Poderosa reina, vuestra majes-
tad no se engaña ; mi historia es verdaderamente
peregrina y mucho mas de lo que puede imaji-
narse. Los pesares y tormentos increíbles que
yo estuve padeciendo y el jénero de muerte á
que estaba destinado, de que me he librado por
su rejia jenerosidad, le darán á conocer la gran-
deza de su beneficio , que nunca olvidaré. Pero
antes de entrar en este pormenor que horroriza,
permítame vuestra majestad que empiece la
narración de mis desventuras de mas atrás. »
Tras esta introducción, que avivó la curiosi-
dad de Marjiana , Asad empezó enterándola de
su nacimiento rejio y del de su hermano Amjiad,
de su mutua intimidad, y de la odiosa pasión de
sus madres, convertida en odio cruel, causa de
su estraña suerte. Luego pasó á la ira del rey su
padre, al modo casi milagroso con que habían
salvado sus vidas, y finalmente la pérdida que
habia hecho de su hermano, y el largo y dolo-
roso encierro del que le habian sacado para
sacrificarle en la montaña del fuego.
Cuando Asad hubo terminado su narración,
la reina Marjiana, airada mas que nunca contra
los adoradores del fuego, le dijo : « Príncipe, á
pesar de la aversión que siempre tuve á los
adoradores del fuego, no he dejado de proceder
con ellos humanamente ; pero después del bár-
baro tratamiento que os han dado y su abomi-
nable intento de ofreceros en holocausto á su
fuego, les declaro desde ahora una guerra á
muerte. » Quería esplayarse mas sobre este
punto, pero sirvieron la cena y se sentó á la
mesa con el príncipe Asad, embelesada en verle
y oírle, y enajenada tras él con una pasión, que
esperaba manifestar muy pronto en ocasión
oportuna. « Príncipe, » le dijo, « es preciso que
os desquitéis de tantos ayunos y ruines comidas
que os dieron los desapiadados adoradores del
fuego. Necesitáis alimento tras tanto padecer ;
y diciéndole estas finezas y otras semejantes, le
servia repetidos platos y copas incesantes. La
comida duró largo rato, y el príncipe Asad
bebió algo mas de lo que debia.
Cuando se levantó la mesa , Asad necesitó
salir y aprovechó el momento para que la reina
no lo advirtiera. Bajó al patio, y viendo que la
puerta del jardín estaba abierta, se entró en él,
y tras los primores que lo realzaban, se estuvo
paseando por él muy despacio. Llegóse al fin á
un surtidor que constituía el principal adorno,
se lavó rostro y manos para refrescarse, y que-
riendo descansar sobre el césped que lo ro-
deaba, se quedó dormido.
Acercábase entonces la noche, y Behrain,
que no quería dar motivo á que la reina Mar-
jiana ejecutara su amenaza, habia levado ya el
ancla, en estremo apesadumbrado con el malo-
gro de Asad, al ver así frustradas sus esperanzas
de sacrificarle ; procuraba no obstante conso •
larse, ya que la tempestad habia cesado y que
con vienio favorable se iba alejando. Luego que
hubo salido del puerto con el remolque de su
lancha, antes de subirla á bordo, « Muchachos, »
les dijo á los marineros que estaban dentro,
« aguardad, no subáis, voy á mandaros dar los
barriles para la aguada y os aguardaré por este
sitio. » Los marineros, que no sabían en donde
podrían hacerla, quisieron escusarse ; pero como
Behram habia hablado á la reina en el jardín y
habia observado el surtidor, « Id á desembarcar
delante del jardín del palacio,» repuso, « saltad
la cerca que es mu y baja, y hallaréis bastante agua
en la concha que está en el centro del jardín. »
Los marineros . fueron á desembarcar en
donde Behram les habia dicho, y después de
haberse echado cada uno al hombro un barril
en desembarcando, fácilmente traspusieron la
cerca. Al llegar al surtidor, advirtieron un
hombre acostado que estaba durmiendo , se
acercaron á él y le conocieron por Asad. Se di-
vidieron en dos cuadrillas, y mientras que unos
llenaban los barriles de agua, sin meter ruido,
otros rodearon á Asad y le estuvieron ace-
chando para prenderle en el caso de que se
despertase. Dióles el tiempo necesario, y luego
que tuvieron llenos los barriles y cargados en
hombros de los que debían llevarlos, los demás
se apoderaron de él, sin darle tiempo á que lo
advirtiese, y pasándole por encima de la cerca,
le embarcaron y trasladaron al buque á fuerza
de remos. Cuando llegaron á bordo, «Capitán, »
esclamaron con grandes carcajadas, « mandad
que toquen los pífanos y tambores, pues os
traemos vuestro esclavo. »
Behram, que no alcanzaba cóino los marine-
ros habian podido encontrar y cojer á Asad, y
que tampoco acertaba á divisar á este en la
lancha, á causa de. la oscuridad, aguardó con
impaciencia que hubiesen subido á bordo para
preguntarles qué era lo que querían decir ; pero
cuando le vio delante de sus ojos, no pudo con-
tener su alborozo, y sin informarse de qué
medio se habian valido para hacer un her-
mosa presa, mandó que le volvieran á poner la
cadena , y después de haber recojido la bar-
quilla dentro del buque, tendió todas las velas
y se dirijió hacia la montaña del fuego.
La sultana Cheherazada no pasó adelante por
aquella noche, y en la siguiente dijo al sultán de
las Indias :
NOCHE CCXII.
Señor, ayer terminé espresando á vuestra ma-
jestad que Behram se habia dirijido hacia la mon-
taña del fuego, sumamente contento de que sus
marineros le hubiesen vuelto el príncipe Asad.
Entretanto la reina Marjiana estaba con la
mayor zozobra ; al pronto no se sobresaltó
cuando advirtió que el príncipe Asad habia sa-
lido, y no dudando que volvería luego, le
aguardó sosegadamente. Al cabo de algún rato,
viendo que no parecía, empezó á desazonarse.
346
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Mandó á sus mujeres que fueran á ver en dónde
estaba ; estas le buscaron y ninguna noticia le
trajeron. Llegó la noche, y le mandó buscar
con luminarias; pero también fué en balde.
Entonces la reina Marjiana, en alas de su
impaciencia y sobresalto, fué á buscarle ella
misma á la luz de algunos hachones, y como
advirtió que la puerta del jardin estaba abierta,
entró en él y lo recorrió con sus mujeres.
Al pasar junto al surtidor, observó una babu-
cha sobre el césped , que mandó recojer, y
asi ella como sus mujeres la reconocieron por
una de las que llevaba el príncipe. Esto, y el
agua vertida cerca de la concha, le hicieron
creer que Behram podia muy bien haberle
preso. Al punto mandó á saber si estaba aun en
el puerto, y sabiendo que habia dado la vela un
poco antes del anochecer, que se habia dele-
nido algún tiempo en aquellas aguas y que su
lancha habia hecho aguada en el jardin, avisó
al comandante de diez buques de guerra que
tenia en el puerto, siempre tripulados y prontos
á salir á la menor señal, que quería embarcarse
en persona al dia siguiente á la una.
El comandante tomó sus providencias, reunió
los capitanes, oficiales, marineros y soldados, y
todo estuvo embarcado á la hora que ella habia
dispuesto. Embarcóse, y cuando la escuadra es-
tuvo fuera del puerto y á la vela , manifestó al
comandante su intención. « Quiero, » le dijo,
« que. hagáis fuerza de vela y deis caza al buque
mercante que salió del puerto ayer tarde. Os lo
doy, si lo apresáis ; pero de lo contrario, me
responderéis con la vida. »
Los diez buques dieron caza á la embarca-
ción de Behram y nada vieron. Descubriéronle
al amanecer del tercer dia, y á las doce le ro-
dearon de modo que no podia escaparse.
Luego que el cruel Behram divisó los diez
buques, se presumió que era la escuadra de la
reina Marjiana que le perseguia, y en aquel mo-
mento estaba apaleando á Asad, porqua desde
su embarque en el puerto de la ciudad de los
magos, no habia dejado un solo dia de tratarle
del mismo modo, y con este motivo le maltrató
mas que de costumbre. Vióse en gran aprieto
hallándose rodeado. Si guardaba á Asad, se de-
claraba reo, y si le quitaba la vida, temia que
quedase alguna señal. Mandó que le quitasen la
cadena, y cuando le hubieron sacado sobre cu-
bierta y se le hubieron presentado, « Tú eres la
causa, » dijo, « de que nos persigan ; » y á es-
tas palabras le arrojó al mar.
El principe Asad, que sabia nadar, se valió
de pies y manos con tanto ahinco, ayudado de
las olas, que logró llegar á tierra. Cuando es-
tuvo en la playa lo primero que hizo fué dar
gracias á Dios de haberle librado de tan gran
peligro y sacado por segunda vez del poder de
los adoradores del fuego. Desnudóse después, y
habiendo esprimido el agua de sus vestidos, los
tendió sobre un peñasco, en donde pronto se
enjugaron, ya por el ardor del sol como por el
calor de la peña.
Entretanto descansó lamentando su desgra-
cia» sin saber en qué pais se hallaba, ni hacia
dónde se dirijiria. Al fin recojió sus vestidos y
anduvo sin alejarse de la costa, hasta que halló
un camino que luego fué siguiendo. Anduvo
mas de diez dias por un pais en que nadie habi -
taba y en el que hallaba tan solo frutas silves-
tres y algunas plantas en las márjenes de los
arroyos, que le servían de alimento. Al cabo
llegó junto á una ciudad que conoció por la de
los magos, en la que le habían maltratado tanto
y era gran visir su hermano Amjiad. Sintió
sumo gozo, pero determinó no acercarse á nin-
gún adorador del fuego, y solo á algún musul-
mán, porque se acordaba de haber observado
algunos la primera vez que habia entrado.
Como era tarde, y ya sabia que las tiendas es-
taban cerradas y que hallaría poca jente en las
calles, tomó el partido de detenerse en el ce-
menterio, que estaba inmediato á la ciudad y en
el cuad habia muchos sepulcros en forma de
mausoleos, y en uno de ellos se metió, determi-
nado á pasar allí la noche.
Volvamos ahora á la embarcación de Behram:
no tardó en verse acometida por todos lados por
los buques de la reina Marjiana, luego que hubo
arrojado al príncipe Asad á la mar. Abordó el
buque en que estaba la reina , y al acercarse,
como no se hallaba en estado de hacer resisten-
cia , Breham mandó recojer las velas en señal
de rendición.
La reina Marjiana pasó en persona al buque,
y preguntó á Behram en donde estaba el joven
que habia tenido el atrevimiento de llevarse de
su palacio. « Reina , » respondió Behram , « ju-
ro á vuestra majestad que no está en mi buque;
puede' mandarle buscar , y así conocerá mi ino-
cencia. »
Marjiana mandó reconocer el buque con toda
la escrupulosidad posible ; pero no hallaron al
que tan apasionadamente deseaba descubrir, ya
porque le amaba , como por la jenerosidad que
le era naturaf. Estuvo á punto de quitarle á
Behram la vida por su propia mano ; pero se
reprimió , contentándose con embargarle buque
y cargamento , enviándole por tierra con todos
sus marineros y dejándole tan solo la lancha
para desembarcar.
CUENTOS ÁRABES.
34T
Behram , acompañado de sus marineros , lle-
gó á la ciudad de los magos lá misma noche que
Asad se habia detenido en el cementerio y re-
tirado en el sepulcro. Como la puerta estaba
cerrada , tuvo también que buscar en el cernen-
- terio algún sepulcro para aguardar en él que
fuera de día y que la abrieran.
Desgraciadamente para Asad , Behram pasó
cerca de aquel en que se hallaba. Entró y. vio
un hombre que dormia envuelta la cabeza en su
vestido. Asad se dispertó con el ruido , y levan-
tando la cabeza , preguntó quién iba.
Behram le conoció al pronto : « ¡ Ah sois vos, »
le dijo , « el causador de mi ruina ! No se os ha
sacrificado este año ; pero no os escaparéis así
el venidero. » Al decir estas palabras , se echó
sobre él , le metió el pañuelo en la boca para
imposibilitarle el gritar , y le mandó atar por
sus marineros.
Á la madrugada , luego que abrieron la puerta
de la ciudad , fácil le fué á Behram llevar á Asad
á casa del anciano que tantísimo le habia atro-
pellado , por calles estraviadas en las que nadie
se habia levantado. Luego que hubo entrado,
le mandó bajar al mismo calabozo de donde le
habían sacado , é informó al anciano del triste
motivo de su vuelta y del éxito desgraciado de
su viaje. El perverso anciano no se olvidó de
mandar á sus hijas que malparasen mas que an-
tes , si era posible , al desventurado príncipe.
Asad se quedó atónito al presenciar el idéntico
sitio en que ya habia padecido tan sumo marti-
rio ; y con la zozobra de los mismos tormentos
de los que habia conceptuado librarse para siem-
pre , lloraba el rigor de su suerte , cuando vio
entrar á Bostana con un palo , un pan y un cán-
taro de agua. Estremecióse á la vista de aquella
mujer cruel y con solo el recuerdo de los supli-
cios diarios que aun tenia que estar aguantando
un a ño para morirdespues de un modo horroroso.
Cuando la sultana Cheherazada pronunciaba
estas últimas palabras , ya asomaba el dia , y
así dejó de hablar , guardando para la noche si-
guiente la continuación de su historia.
NOCHE CCXIII.
Señor , Bostana trató al desgraciado príncipe
Asad tan cruelmente como lo habia hecho du-
rante su primer encierro. Los lamentos, quejas
y entrañables súplicas de Asad , que le pedia
que no le maltratase , unidas á sus lágrimas , fue-
ron tan persuasivas , que Bostana no pudo me-
nos de enternecerse y derramar lágrimas con
él. « Señor, » le dijo, cubriéndole las espaldas,
« os pido mil perdones de la crueldad con que
hasta aquí os he tratado y cuyos efectos acabáis
de sentir tan amargamente. Hasta ahora no he
podido desobedecer aun padre injustamente en-
conado con vos y desalado por acabaros ; pero
al fin aborrezco esta barbarie. Consolaos , vues-
tros males se han acabado y voy á procurar la
enmienda de todos mis delitos , cuya bastardía
estoy por fin conociendo , por medio de mejores
procederes. Hasta ahora me habéis tenido por
una infiel ; ahora miradme como una musulma-
na. Ya tengo alguna instrucción que me ha dado
de vuestra relijion una esclava que me sirve.
Espero que querréis acabar lo que ella empezó.
Para daros una prueba de mi sana intención,
pido perdón de todas mis ofensas al Dios verda-
dero por los viles tratamientos que os he dado,
y tengo confianza en que me proporcione algún
medio para poneros en plena libertad, »
Estas palabras fueron un bálsamo consolador
para el príncipe Asad. Dio gracias á Dios porque
habia movido el corazón de Bostana , y después
de haberle agradecido los impulsos benéficos
que le estaba mostrando ; echó el resto para
corroborarlos , no solo acabando de instruirla
en la relijion musulmana, sino refiriéndole ade-
más su historia y todas sus desgracias en medio
de su alto nacimiento. Cuando estuvo entera-
mente seguro de su tesón , le preguntó cómo
haria para estorbar que su hermana Cabame lo
supiera y bajase á maltratarle por su parle.
« No os apesadumbréis por eso , » repuso Bos-
tana ; « ya sabré hacer de modo que no vuelva
á veros. »
m
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Con efecto , Bostana logró siempre evitar el
que Cabame bajara al calabozo. Acudía con fre-
cuencia á ver al príncipe Asad , y en vez de lle-
varle pan y agua , le surtía de vino y finos man-
jares , que mandaba aderezar á dos esclavas
musulmanas que la servían. Comia también de
cuando en cuando con él y hacia cuanto estaba
de su parte para consolarle.
Algunos días después , hallándose Bostana á
la puerta de la casa , oyó un pregonero que pu-
blicaba alguna novedad. Como no entendía lo
que era , porque el voceador estaba demasiado
distante y se acercaba para pasar delante de la
casa , se metió dentro , y teniendo la puerta
entre abierta , vio que caminaba delante del
gran visir Amjiad , hermano del príncipe Asad,
acompañado de muchos oficiales y gran número
de servidores que iban delante y detrás de él.
El pregonero se hallaba á algunos pasos de la
puerta , cuando repitió este pregón en alta voz:
« El escelente é ilustre gran visir, aquí presen-
te , busca á su querido hermano que se separó
de él un año atrás. Las señales son estas. Si al-
guien le tiene guardado en su casa ó sabe su
paradero , su escelencia manda que se le pre-
sente ó le dé noticia , prometiendo recompen-
sarle cumplidamente. Si alguien le oculta y llega
á descubrirse , su escelencia declara que le cas-
tigará de muerte, con su mujer , hijos y demás
familia , y mandará arrasar su casa. »
Apenas Bostana oyó estas palabras , cuando
cerró prontamente la puerta y corrió al calabozo
de Asad. « Príncipe, » le dijo muy gozosa , « ha.
llegado el término de vuestras desventuras : se-
guidme al punto. » Asad , que estaba sin cadena
desde el primer dia que le habian vuelto al ca-
labozo , la siguió hasta la calle , en donde Bosta-
na se puso á vocear : « ¡ Aquí está, aquí está ! »
El gran visir, que no estaba muy distante , se
volvió. Asad conoció á su hermano , y corrien-
do á él , le abrazó. Amjiad , que también le co-
noció al punto , le estrechó entre sus brazos , le
hizo montar el caballo de uno de sus oficiales
que se apeó, y le llevó al palacio en triunfo , en
donde le presentó al rey , que le nombró su
visir.
Bostana , que no habia querido volver á casa
de su padre , que fué arrasada aquel mismo dia,
y que no habia perdido de vista al príncipe Asad,
fué enviada al aposento de la reina. El anciano
su padre y Behram , presentados al rey con sus
familias, fueron condenados á muerto. Se echa-
ron á sus pies é imploraron su clemencia. « No
hay perdón para vosotros , » repuso el rey , « á
menos que renunciéis á la adoración del fuego y
abracéis la relijion musulmana. » Salvaron sus
vidas tomando este último partido , como tam-
bién Cabame , hermana de Bostana , y sus fa-
milias.
En consideración á que Behram se habia he-
cho musulmán , Amjiad , que quiso recompen-
sarle de la pérdida que habia padecido antes de
merecer su perdón , le admitió en el número de
sus principales oficíales y le hospedó en su casa.
Behram , enterado en pocos dias de la historia
de Amjiad , su bienhechor , y de su hermano
Asad , les propuso que mandaran habilitar un
buque y que los restituiría al rey Camaraízaman,,
su padre. « Según es de presumir , » les dijo,
« habrá conocido vuestra inocencia y deseará
con impaciencia volveros á ver. Dado caso que
así no fuese , fácil será dársela á conocer antes
de desembarcarse ; y si aun conserva su injusta
aprensión , no tendréis mas que la molestia de
volveros por acá. »
Los dos hermanos admitieron el ofrecimiento
de Behram ; hablaron de su intento al rey, quien
lo aprobó y mandó alistar un buque. Behram se
afanó en su habilitación con toda eficacia , y
cuando estuvo pronto á dar la vela , los prínci-
pes fueron á despedirse una mañana del rey,
antes de embarcarse. Mientras que cumplimen-
taban al monarca y le daban gracias por su dig-
nación , se oyó un gran estruendo en toda la
ciudad , y al mismo tiempo llegó un oficial anun-
ciando que se aproximaba un ejército numeroso
y que nadie sabia quien le capitaneaba.
Sobresaltóse el rey con tan infausta nueva
y entonces Amjiad , tomando la palabra , le dijo:
« Señor , aunque acabo de poner en manos de
vuestra majestad la dignidad de primer ministro
con que me habia honrado , con todo estoy
pronto á servirle aun , y le ruego que me per-
mita ir á ver cuál es ese enemigo que viene á
atacarnos en vuestra capital , sin haberos decla-
rado antes la guerra. « Rogóselo el rey , y al
punto marchó con una coila comitiva.
El príncipe Amjiad no tardó en descubrir el
ejército , que le pareció muy crecido , y se iba
adelantando. Las avanzadas que tenían allá sus
órdenes le recibieron amistosamente y le lleva-
ron ante una princesa, que se paró con todo su
ejército para hablarle. El príncipe Amjiad le hi-
zo un rendido acatamiento , y le preguntó si
venia como amiga ó enemiga , y en este último
caso , qué motivo de queja tenia contra el rey»
su señor.
« Vengo como amiga, » respondió la princesa,
« y ningún motivo tengo do descontento contra
el rey de los magos. Sus estados y los mios
están situados de tal modo, que es muy remoto el
que nos sobrevenga alguna desavenencia. Vengo
CUENTOS ÁRABES.
349
tan solo en demanda de un esclavo llamado
Asad , que me ha robado un capitán de esta
ciudad, llamado Behram, el mas insolente de
todos los hombres, y espero que vuestro rey me
hará justicia cuando sepa que soy Marjiana.
cr Poderosa reina, *> repuso el príncipe Amjiad,
« delante tenéis al hermano de ese esclavo que
con tanto afán estáis buscando. Le habia perdido
y le he vuelto á hallar. Venid, yo mismo os le
entregaré y tendré la honra de informaros de
todo lo demás : el rey mi amo logrará la mayor
complacencia en veros. »
Mientras el ejército de la reina Marjiana se
fué acampando por disposición suya en aquel
mismo sitio, el príncipe Amjiad la acompañó
hasta la ciudad y hasta palacio, en donde la
presentó al rey : y después que este la hubo
recibido como merecia , el príncipe Asad , que
se hallaba presente y la habia conocido desde el
momento en que habia entrado, pasó á cumpli-
mentarla. La reina le estaba manifestando el
gozo que le cabia en volverle á ver, cuando
vinieron á decir al rey que un ejército mas cre-
cido que el primero se adelantaba por otra parte
de la ciudad.
El rey de los magos, mas sobresaltado que
antes de la llegada de un segundo ejército mas
temible que el primero, según él mismo juzgaba
por las nubes de polvo que iba levantando en su
marcha, y que ya ocultaban el cielo; « Amjiad, »
esclamó « ¿ qué es esto? He aquí un nuevo
ejército que va á anonadarnos. »
Comprendió Amjiad Ja intención' del rey,
montó á caballo y corrió a galope al encuentro
de la nueva hueste. Mostró á los primeros que
encontró que deseaba hablar al que la mandaba ,
y le llevaron delante de un rey, al que conoció
por la corona que llevaba en la cabeza. Tan
pronto como le descubrió , se apeó , y cuando
estuvo cerca de él y se hubo echado á sus plan-
tas con el rostro pegado al suelo, le preguntó
qué deseaba del rey su señor.
Me llamo Gayur, « repuso el rey, » y soy
soberano de la China. He salido de mis estados
atormentado del deseo de saber noticias de una
hija llamada Badura , á quien casé años hace con
el príncipe Camaralzaman, hijo de Chahzaman,
rey de las islas de los Hijos de Khaledan. Per-
mití á este príncipe que fuera áver al rey su
padre, á condición que volviera á verme al cabo
de un año con mi hija ; sin embargo , desde en-
tonces nada he sabido de ellos. Vuestro monarca
harja suma fineza á un padre inconsolable,
comunicándole lo que pueda saber de ellos. »
El príncipe Amjiad, que á estas palabras
advirtió que hablaba con el rey, su abuelo, le
besó la mano con ternura , respondiéndole :
« Señor, vuestra majestad me perdonará esta
libertad , cuando sepa que me la tomo , para tri-
butarle mis respetos como á mi abuelo. Soy hijo
de Camaralzaman , actual soberano de la isla de
Ébano, y de la reina Badura, tras la cual os estáis
afanando, y no dudo que entrambos disfrutan
cabal salud en su reino. »
E! rey de la China , ulano de ver á su nieto ,
le abrazó al punto entrañablemente , y este en-
cuentro inesperado los bañó á uno y á otro en
lágrimas de alegría. Preguntado el príncipe
Amjiad por el motivo que le habia traído á aquel
pais estranjero , le refirió ¿oda su historia y la
del príncipe Asad , su hermano , y cuando hubo
acabado, « Hijo mió , » dijo el rey de la China ,
« no es justo que unos príncipes inocentes
como sois estéis padeciendo por mas tiempo.
Consolaos , yo os volveré á vuestro padre y lo
arreglaré todo. Volveos y comunicad mi llegada
á vuestro hermano. »
Mientras que el rey de la China se acampaba
en el paraje en que el príncipe Amjiad le habia
encontrado, este volvió á traer la contestación
al rey de los magos , que le aguardaba con suma
impaciencia. El rey estrañó sobremanera el saber
que un monarca tan poderoso como el de la
China hubiese emprendido un viaje tan dilatado
y trabajoso, movido del deseo de ver á su hija,
y que estuviera tan cerca de su capital. Inme-
diatamente dio órdenes para que se le obse-
quiase , y se dispuso á salirle al encuentro.
Entretanto asomó otra nube de polvo por
distinta parte de la ciudad, y pronto se supo
que era un tercer ejército que llegaba , lo cual
obligó al rey á quedarse y á rogar al príncipe
Amjiad que fuera á ver lo que venia á pedir.
Marchó Amjiad, y esta vez le acompañó el
príncipe Asad. Se encontraron con que era el
ejército de Camaralzaman , su padre , que venia
á buscarlos. Habia manifestado tantísimo que-
branto por haberlos perdido , que el emir Jiondar
le habia venido á declarar de qué modo les habia
conservado la vida : lo cual le habia hecho tomar
la determinación de buscarlos por donde quiera
que se hallasen.
Aquel desconsoladísimo padre abrazó á los
dos príncipes , derramando á raudales lágrimas
de alegría, que coronaron felicísimamente el
llanto de aflicion que por tanto tiempo habia
corrido de sus ojos. Apenas los príncipes le in-
formaron que el rey de la China, su suegro,
acababa de llegar aquel mismo dia , cuando ,
acompañado de ellos, fué á verle á su campa-
mento con un corto séquito. Aun no habían
andado mucho, cuando divisaron un cuarto
350
LAS MIL Y UNA NOCHES
ejército que se adelantaba con mucho orden ,
llegando al parecer por la parte de Persia.
Camaralzaman dijo á los príncipes sus hijos
que fueran á ver qué hueste era aquella , y que
él los aguardaría. Marcharon al punto, y á su
llegada fueron presentados al rey que mandaba
el ejército. Después de haberle saludado rendi-
damente, le preguntaron con qué intento se
aproximaba tanto á la capital del rey de los ma-
gos.
Hallábase presente el gran visir y tomó la
palabra diciendo : « El rey á quien venís á ha-
blar es Ghahzaman , soberano de las islas de los
Hijos de Khaledan, que viaja tiempo ha con el
tren que veis, buscando al príncipe Camaralza-
man, su hijo, que salió de sus estados anos atrás.
Si sabéis algunas noticias de él, le haréis singu-
lar fineza en comunicárselas. »
Los príncipes no contestaron sino que traerían
muy luego la respuesta , y volvieron á galope á
participar á Camaralzaman que el último ejército
que acababa de llegar, era el del rey Ghahzaman
su padre, que le mandaba en persona.
La estrañeza , alborozo y quebranto de haber
desamparado al rey, su padre, sin despedirse
de él , causaron laniísimo trastorno en el ánimo
de Camaralzaman , que cayó desmayado cuando
supo que se hallaba tan cerca ; volvió al fin en
sí por el esmero de los'príncipes Amjiad y Asad,
y cuando se sintió con bastantes fuerzas , fué á
echarse á los pies del rey Chahzaman.
Tiempo hacia que no se habia visto encuentro
tan tierno entre un padre y un hijo. Chahzaman
se quejó cariñosamente al rey Camaralzaman
por la insensibilidad con que habia procedido,
alejándose de él de un modo tan inhumano, y
Camaralzaman le manifestó verdadero pesar
por el yerro que el amor le habia hecho come-
ter.
Los tres reyes y la reina Marjiana permane-
cieron tres días en la corte del rey de los magas ,
quien los obsequió espléndidamente. Estos tres
dias fueron también notables por el casamiento
del príncipe Asad con la reina Marjiana y del
príncipe Amjiad con Bostana, en consideración
al servicio que habia franqueado á Asad. Final-
mente, los tres reyes y la reina Marjiana con su
esposo se retiraron cada cual á. su reino. En
cuanto á Amjiad, el rey de los magos, que le
habia cobrado cariño y que era ya muy anciano,
le ciñó la corona , y Amjiad echó el resto en
destruir el culto del fuego y propagar en sus
estados la relijion musulmana.
H1ST0RU I» S1NDBAD EL MARIX0.
Señor, en el reinado del califa Harun Airas-
chid, habia en Bagdad un pobre mandadero
llamado Hindbad. Un día que hacia un calor
escesivo, llevaba una carga muy pesada de es-
tremo á estremo de la ciudad. Como estaba muy
cansado del camino que habia andado , y aun
le quedaba mucho por andar, llegó á una calle,
en que soplaba un suave záfiro y cuyo enlosado
estaba regado con agua de rosa. No pudiendo
desear sitio mas á propósito para descansar y
cobrar fuerzas, tiró su carga al suelo y se sentó
encima, cerca de una casa grandiosa.
Echó luego de ver que habia acertado en de-
tenerse en aquel paraje, porque halagó á su ol-
fato un esquisito aroma de leña de aloe y de
pastillas que salia por las ventenas del edificio,
y que meclándose al olor del agua de rosa, aca-
baba de embalsamar el ambiente. Además oyó
dentro un concierto de varios instrumentos
acompañados del armonioso gorjeo de un sin-
número de ruiseñores y otros pájaros propios
del clima de Bagdad. Aquella grata melodía y el
olor de varios manjares que se percibía le hi-
cieron juzgar que allí habia algún banquete y
que se estaban divirtiendo. Quiso saber quien
vivia en aquella casa , que no conocía , porque
no habia tenido frecuentes ocasiones de pasar
por aquella calle. Para satisfacer su curiosidad,
se acercó á unos criados ricamente vestidos, que
vio á la puerta, y preguntó á uno de ellos cómo
se llamaba el amo de aquella casa. «¡Cómo! »
le respondió el criado, « ¿vivis en Bagdad é
ignoráis que esta es la morada del señor Sind-
bad el marino, famoso viajero que ha corrido
todos los mares que alumbra el sol? » El man-
dadero, que habia oído hablar de las riquezas de
Sindbab, no pudo menos de envidiar á un hom-
bre cuya suerte le parecía tan venturosa como
la suya desgraciada. Sus reflexiones le turbaron
el ánimo, alzó los ojos al cielo y dijo bastante
alto para que le oyeran : « Poderoso criador de
todas las cosas, considerad la diferencia que
media entre Sindbad y yo : estoy de continuo
padeciendo mil afanes y quebrantos, y con tra-
bajo puedo alimentarme con mi familia, de ruin
pan de cebada, mientras que el venturoso Sind-
bad gasta con profusión inmensas riquezas y
trae su vida de delicia en delicia. ¿ Qué ha he-
cho para alcanzar de vos tan grato destino, y
qué he hecho yo para merecer uno tan riguro-
so? » Al acabar estas palabras, descargó .su
planta sobre la tierra, á guisa de hombre tras-
pasado de amargura y desesperación.
Permanecía aun embargado en sus aciagos
CUENTOS ÁRABES.
351
pensamientos, cuando vio salir de la casa un
criado, que se acercó á él , y asiéndole del bra-
zo , le dijo : « Venid , seguidme ; el señor Sind-
bad, mi amo, quiere hablaros. »
Empezó á amanecer, cuando Gheherazada
llegó á este punto de su historia, y así la dejó
para la noche siguiente.
NOCHE CCXIV.
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Señor, fácilmente puede imajinarse vuestra
majestad que Hindbad no quedó poco sobreco-
jido con el cumplimiento que le hacían. Después
de lo que acababa de decir, temía que Sindbad
le enviara á buscar para atropellarle ; por lo
tanto quiso disculparse diciendo que no podía
dejar su carga en medio de la calle. Pero el
criado de Sindbad le aseguró que tendrían cui-
dado de ella, y de tal modo le instó por la or-
den que se le había dado , que el mandadero
hubo de ceder á sus ruegos.
El criado le introdujo en un salón donde ha-
bía un crecido concurso al rededor de una mesa
cubierta de toda clase de manjares delicados.
En el asiento de honor, se veía un personaje
grave, pero agraciado y venerable, con su larga
barba blanca (1), y destrás de él había en pié
muchos oficiales y dependientes, solícitos en
servirle. Aquel señor era Sindbad. El manda-
dero, cuya turbación creció á la visja de tanta
jente y de tan magnífico festín, saludó á la con-
currencia temblando. Sindbad le dijo que se
acercara , y después de haberle hecho sentar á
su derecha , le servio él mismo de comer, y le
hizo dar de beber de un escelente vino del que
habia abundante provisión.
Al acabarse la comida , notando Sindbab que
los convidados ya no comian. tomó la palabra,
y encarándose con Hindbad, á quien trató de
hermano, según costumbre de los Árabes cuando
se hablan familiarmente , le preguntó cómo se
llamaba y cuál era su profesión. « Señor, » le
respondió , « me llamo Hindbad. — Me alegro
(i) Sabido es que en el Oriente so considera la barba co-
mo un adorno, y los Orie. talos hacen caso particular de
este signo distintivo del hombre. El último rey de Persía,
Felh-Aii-Schali, tenia una barba negrísima, y tan larpa,.qiie
le llegaba a la cintura. Los súb litos del schah conceptua-
ban tan peregrina barba como señal del favor divino, y les
causaba admiración, siendo el objeto de sus conversacio-
nes. (Véase el Viaje a Armenia v Persa por M. Jaubert, pa-
jina 178.)
de veros. » replicó Sindbad , « y os respondo
que todos los circunstantes os conocen también
con satisfacción ; pero deseara saber por vues-
tra boca lo que poco ha deciais en la calle. »
Antes de sentarse á la mesa, Sindbad habia oido
por una ventana cuanto habia dicho, y le habia
mandado llamar.
Á esta pregunta, Hindbad, sonrojadisimo ,
bajó la cabeza y repuso : « Señor, os confieso
que la fatiga me habia puesto de perverso hu-
mor y que solté algunas palabras indiscretas
que os ruego me perdonéis. — ¡ Oh ! no creáis,»
replicó Sindbad, « que sea tan injusto que os
guarde el mas mínimo rencor. Comprendo vues-
tra situación, y en vez de reconveniros por
vuestras quejas, os compadezco ; pero es pre-
ciso que os desengañe acerca de la equivocación
en que al parecer estáis respecto á mí. Sin duda
os eslais figurando que adquirí sin molestia y
trabajo todas las comodidades y el desahogo de
que me veis disfrutar. Desengañaos : no he lle-
gado á tan feliz estado sino tras haber padecido
durante muchos años todos los trabajos físicos
y mentales que la imnjinacion puede idear. Sí,
señores mios, » añadió encarándose con toda la
concurrencia , « puedo aseguraros que estos
afanes son tan estraordinarios, que son capaces
de quitar á los hombres mas codiciosos de ri-
quezas el fatal arrojo de cruzar los mares para
granjearlas. Acaso me habéis oido hablar con-
fusamente de mis estrañas aventuras y de los
peligros que corrí en el mar durante los siete
viajes que hice y ya que se rodea la ocasión ,
voy á haceros una narración puntual que me
parece no oiréis con desagrado. »
Como Sindbad quería referir su historia, par-
ticularmente á causa del mandadero, antes de
empezarla, mandó que llevasen la carga que
habia dejado en la calle al lugar que Hindbad
indicó, y luego habló en estos términos ;
352
LAS MIL Y UNA NOCHES.
PRIMEE VIAJE DE SINDBAD EL MARINO.
« Heredé de mi familia cuantiosos bienes y
malgasté la mayor parte de ellos en los deva-
neos de la juventud ; pero al fin volví de mi ce-
guedad, y recapacitando conmigo mismo , co-
nocí que las riquezas eran perecederas y que
pronto se veia el término de ellas , cuando se
obraba tan desatinadamente como yo. Por otra
parte reflexioné que estaba por desgracia des-
perdiciando en una vida descarriada el tiempo,
que es lo mas precioso del mundo. También
consideré que la peor de todas las desventuras
era ser necesitado en la vejez. Acordéme de es-
las palabras del gran Salomón , que en otro
tiempo habia oido á mi padre : « Que es menos
sensible hallarse en el sepulcro que en la po-
breza. » Asaltado por todas estas reflexiones,
reuní los restos de mi patrimonio ; vendí públi-
camente todos los muebles que tenia ; me rela-
cioné con algunos mercaderes que traficaban
por mar ; consulté con los que me parecieron
capaces de darme sanos consejos ; en una pa-
labra, determiné sacar partido del poco dinero
que me quedaba, y una vez tomada esta reso-
lución, no tardé en llevarla á cabo. Pasé á Bal-
sora[, y allí me embarqué con otros muchos
mercaderes en un bajel que habíamos fletado en
común.
u Dimos la vela y nos dirijimos á las indias
orientales por el golfo Pérsico, formado por las
costas de la Arabia Feliz á la derecha, y las de
la Persia á la izquierda, y cuya mayor anchura
es de setenta leguas, según la opinión común.
Fuera de este golfo, el mar del Levante y el de
las Indias es muy anchuroso ; tiene á un lado
por linderos las costas de Abisinia, y cuatro mil
quinientas leguas de largo hasta las islas de
Vakvak. Pronto sentí lo que se llama el mareo ;
pero muy luego me restablecí, y desde entonces
no he padecido ya semejante incomodidad.
« Durante el curso de nuestra navegación,
tocamos en varias islas, y vendimos, ó cambia-
mos nuestra mercancías. Un dia que estábamos
á la vela, nos cojió una calma cerca de un islote
casi á flor de agua, que por su verdor se pare-
cía á una pradera. El capitán mandó recojer las
velas y permitió que bajasen á tierra los indi-
viduos de la embarcación que lo deseasen, y
fui yo uno de los que desembarcaron.
« Pero en el momento en que nos estábamos
divirtiendo en comer y beber y descansando de
las fatigas de la navegación, la isla se conmovió
de repente y nos dio un violento embale. »
Á estas palabras, Cheherazada se detuvo por-
que ya asomaba el dia, y al terminarse la no-
che siguiente, prosiguió así su narración :
NOCHE CCXV':
Señor, Sindbad continuó su historia dicien-
do : « Advirtieron desde el buque el vaivén de
la isla, y nos gritaron que nos embarcásemos
prontamente, y que íbamos á perecer todos,
pues lo que teníamos por isla era el lomo de
una ballena. Los mas dilijentes se salvaron en
la lancha : otros se echaron á nado ; en cuanto
á mí, me hallaba todavía sobre el islote ó mas
bien sobre la ballena, cuando se sumerjió en
el mar, y no tuve tiempo sino para asirme de
un gran madero que habían traído del buque
para hacer fuego. Sin embargo el capitán, ha-
biendo recibido á bordo á los que estaban en la
lancha y recojido á los que nadaban, quiso apro-
vecharse de un viento fresco y favorable que
empezaba á soplar : mandó desplegar las ve-
las, y así me quitó la esperanza de alcanzar el
buque.
a Quedé pues á la merced de las olas, impe-
lido ya de un lado, ya de otro ; disputé contra
ellas mi vida todo aquel dia y en la noche si-
guiente. Á la mañana ya no tenia fuerzas, y
desesperanzaba de evitar la muerte, cuando
una ola me arrojó afortunadamente contra una
isla. La orilla era alta y tajada, y hubiera tenido
mucho trabajo en subir á ella, si no me hubie-
sen facilitado la subida algunas raices de árbo-
les que la suerte parecía haber conservado en
CUENTOS ÁRABES.
35)
aquel sitio para mi salvación. Me tendí sobre la
tierra y permanecí sin- sentido hasta que fué dia
claro y salió el sol.
« Entonces, aunque estaba muy débil por la
lucha que habia traido con el mar y no haber
tomado ningún alimento desde el dia anterior,
no dejé de arrastrarme buscando algunas yer-
bas propias para comer. Hallé algunas, y tuve*
la dicha de encontrar un manantial de escelente
agua, que no contribuyó poco á mi restableci-
miento. Habiendo recobrado las fuerzas, me
adelanté tierra á dentro, caminando sin seguir
determinado rumbo. Entré en una* hermosa lla-
nura, en la que habia un caballo que estaba pa-
ciendo. Encaminé mis pasos hacia aquella parte,
fluctuando entre el temor y la alegría, porque
ignoraba si iba á buscar mi muerte mas bien
que una ocasión de salvar mi vida. Al acer-
carme, observé que era una yegua atada á una
estaca. Su hermosura llamó mi atención : pero
mientras la estaba mirando, oí la voz de un
hombre que hablaba debajo de tierra. De allí á
un rato, aquel hombre se presentó y acercán-
dose á mí, me preguntó quién era. Conléle mi
aventura, y luego cojiéndome de la mano, me
hizo entrar en una gruta, en la que habia otras
personas, que no quedaron menos atónitas al
verme de lo que yo quedé al hallarlas allí.
a Comí de algunos manjares que aquellas
jen tes me presentaron, y habiéndoles pregun-
tado lo que hacían en un lugar, al parecer, tan
desierto, me respondieron que eran palafrene-
ros del rey Mihrajio, soberano de aquella isla ;
que todos los años en la misma estación solían
llevar allí las yeguas del rey, que ataban, como
ya lo habia visto, para que las cubriese un ca-
ballo marino que salía del mar; cuyo animal,
después de haberlas cubierto , quería devorar-
las; pero que se lo impedían con sus alaridos y
le precisaban á volverse al mar ; que estando
las yeguas preñadas, se las llevaban, y que los
caballos que nacían de ellas estaban destinados
para el rey y llamados caballos marinos. Aña-
dieron que debían marcharse al dia siguiente, y
que si hubiera llegado un dia mas tarde, hubie-
ra perecido sin remedio, porque las habitacio-
nes estaban muy distantes, y me hubiera sido
imposible llegar á ellas sin guia.
« Mientras que así conversaban conmigo, el
caballo marino salió del mar, como me lo ha-
bían dicho, se echó sobre la yegua, la cubrió y
quiso devorarla : pero los palafreneros metie-
ron muchísimo estruendo, el cual le hizo soltar
su presa y engolfarse en el mar,
a Al dia siguiente tomaron el camino de la ca-
pital de la isla con las yeguas, y los acompañé.
T. 1.
Á nuestra llegada, el rey Mihrajio, á quie.i me
presentaron, me preguntó quién era y por qué
acaso me hallaba en sus estados. Luego que
hube satisfecho debidamente su curiosidad, me
manifestó que se interesaba mucho en mi des-
gracia, y mandó que tuvieran cuidado de mí y
me proporcionaran todo cuanto necesitase. Esto
se ejecutó de un modo que no tuve sino moti-
vos de congratularme de su jenerosidad y de la
puntualidad de sus empleados.
« Siendo mercader, me relacioné con los de
mi profesión. Buscaba particularmente á los
que eran estranjeros, ya para saber de ellos no-
ticias de Bagdad, como para hallar alguno con
quien pudiese volverme; porque la capital del
rey Mihrajio está situada á. orillas del mar y
tiene un hermoso puerto, en el que entran cada
dia buques de varias naciones del mundo. Tam-
bién procuraba acompañarme con los sabios de
las Indias y me complacía en oírlos hablar ; mas
no por esto dejaba de hacer regularmente la
corte al rey, ni de conversar con los goberna-
dores y príncipes tributarios suyos que rodea-
ban su persona. Me hacían mil preguntas acerca
de mi pais, y por mi parte, queriendo instruir-
me en las costumbres y leyes de sus estados, les
preguntaba cuanto me parecía merecerla curio-
sidad.
a Bajo el dominio del rey Mihrajio, hay una
isla llamada Casel. Me habian asegurado que se
oía en ella todas las noches un sonido de timba-
les, lo cual ha dado márjen á la opinión que
tienen los marineros de que Dejial (I) ha fijado
allí su morada. Quise presenciar aquel portento,
y vi durante la travesía peces de ciento y dos-
cientos codos de largo, que causan mas temor
que daño, pues son tan tímidos, que huyen al
dar algún golpe sobre cubierta. Observé otros
peces que solo tenían un codo de largo, y cuya
cabeza se parecía á la de los buhos.
« Á mi regreso , hallándome un dia en el
puerto, entró un buque, y luego que hubo
echado el ancla , empezaron á descargar las
mercancías, y los mercaderes á quienes perte-
necían las mandaban llevar á los almacenes. Al
echar una ojeada sobre algunos fardos y los ró-
tulos que indicaban de quien eran, vi mi nom-
bre sobre algunos de ellos; y después de haber-
los examinado detenidamente , no dudé que
fuesen los que habia cargado en el buque en
que me habia embarcado en Balsora. Conocí
también al capitán ; pero como estaba persua-
dido de que me creia muerto, me acerqué á él
íl) Dejial, entre los mahometanos, es lo m'sm o que el An-
83
35 í-
LAS MIL Y LISA NOCHES.
y le pregunté de quién eran los fardos que veia.
« Llevaba á bordo, » rae respondió, a un mer-
cader de Bagdad que se llamaba Sindbad. Ln
ballena de enorme tamaño que se había quedado
dormida á flor de agua. Apenas sintió el calor
del fuego encendido sabré el lomo para co-
d'a que oslábamos cerca de una isla, pues tal nos
parecía, desembarcó con otros pasajeros en
aquella supuesta isla, que no era mas que una
cinar, cuando empezó i moverle y á sumer-
jirse en el mar. La mayor parte de 4as per-
sonas que estaban encima se ahogaron, y el
CUENTOS ÁRABES.
866
desgraciado Sindbad fué uno de tantos. Estos
fardos eran suyos y he determinado negociarlos
hasta que encuentre alguno de su familia á quien
pueda restituir las ganancias y el capital. — Ca-
pitán, » le dije entonces, « yo soy ese Sindbad
á quien creéis difunto, y que no lo está, y esos
fardos son de mi pertenencia... » Nada mas
dijo Cheherazada por aquella noche; pero á la
siguiente prosiguió así :
NOCHE CCXVI.
Sindbad dijo asi á los circunstantes : a Cuando
el capitán del buque me oyó hablar de este
modo, « Dios poderoso, » esclamó, ¿« de quién
puede uno fiarse en estos tiempos ? ya no hay
buena fe entre los hombres : yo yí con mis pro-
pios ojos perecer á Sindbad; también lo han
visto como yo los pasajeros que estaban á bor-
do, ¿y os atrevéis á decir que sois Sindbad ?
¡ qué osadía ! Al veros, cualquiera creyera que
sois un hombre honrado, y sin embargo estáis
diciendo una falsedad horrorosa para apodera-
ros de unos bienes que no os pertenecen. —
Tomaos un poco de paciencia, » le respondí al
capitán, «y hacedme el favor de escuchar lo
que voy á deciros. — Pues bien, » repuso,
¿ « qué vais á decir ? Hablad, ya os escucho. »
Entonces le referí de que modo me habia sal-
vado y por que casualidad habia encontrado á
los palafreneros del rey Mihrajio, quienes me
habían traido á la corte.
«Estas palabras le hicieron fuerza; pero
pronto quedó persuadido de que no era un im-
postor , porque llegaron algunos pasajeros de
su buque que me conocieron, y me dieron gran*
des parabienes, manifestándome el júbilo que
tenían en volverme á ver. Por fin, él mismo me
conoció, y arrojándose entre mis brazos, « Loa-
do sea Dios, » me dijo, « de que os habéis li-
brado felizmente de tan gran peligro ; no puedo
manifestaros bástante la satisfacción que espe-
rimento. Aquí están vuestros bienes ; tomadlos,
vuestros son, haced de ellos lo que queráis. »
Díle las gracias, alabé su honradez, y en prue-
ba de mi agradecimiento, le rogué que aceptase
algunas mercancías ; pero no quiso admitirlas.
« Escojí lo mas precioso en mis fardos y se lo
regalé al rey Mihrajio. Como aquel príncipe sa-
bia la desgracia que me habia sucedido, me
preguntó en donde habia ajenciado tan ricos
jéneros. Referíle por qué casulidad atiababa de
recobrar mis mercancías, tuvo la dignación de
manifestarme su alegría, admitió el presente y
me hizo otros mucho mas considerables. Des-
pués de esto me despedí de él y me embarqué
en el mismo buque ; pero antes de verificarlo,
cambié las mercaderías que me quedaban con-
tra otras del país. Llevé conmigo madera de
aloe, sándalo, alcanfor, nuez moscada, clavo,
pimienta y jenjibre. Pasamos por varias islas y
fondeamos por fin en Balsora, donde desembar-
qué con un valor de cien mil cequines. Recibió-
me mi familia y la volví á ver con todo el júbi-
lo que puede causar el mas entrañable cariño.
Compré esclavos de ambos sexos, hermosas
campiñas y edifiqué una casa grandiosa. Así me
avecindé con ánimo de olvidar los quebran-
tos que habia padecido y de disfrutar los place-
res de la vida. »
Aquí se paró Sindbad y mandó á los músicos
que prosiguiesen sus conciertos, que habían in-
terrumpido con la narración de su historia.
Continuaron comiendo y bebiendo hasta la no-
che, y cuando fué hora de retirarse, Sindbad
mandó que le trajeran una bolsa de cien zequi-
nos, y dándosela al mandadero, le dijo ; « To-
mad, Hindbad, volveos á casa, y mañana no
hagáis falta en venir á oir la continuación de
mis aventuras. » El mandadero se retiró todo
sonrojado con tan honorífico agasajo, y mai
con el regalo. La relación que hizo en su
casa fué muy agradable á su esposa é hijos,
quienes no dejaron de dar gracias á Dios del
bien qué les hacia la Providencia por mano de
Sindbad.
Al dia siguiente, Hindbad se vistió con mas
aseo que la víspera y volvió á casa del jeneroso
356
LAS MIL Y UNA NOCHES.
viajero, quien le recibió con semblante risueño
y le hizo mil estremos de intimidad. Luego que
hubieron llegado los convidados, sirvieron la
comida y todos se sentaron á la mesa. Cuando
hubieron acabado de comer, Sindbad tomó la
palabra: y encarándose con los circunstantes,
les dijo : « Señores, os ruego me deis audiencia y
os digneis escuchar las aventuras de mi segun-
do viaje, pues son mas dignas de vuestra aten-
ción que las del primero. » Todos guardaron
silencio y Sindbad habló en estos términos :
SEGUNDO VIAJE DF SINDBAD EL MARINO.
« Después de mi primer viaje, determiné pa-
sar sosegadamente en Bagdad el resto de mis
días, como ayer tuve el gusto de íroslo refirien-
do. Pero no tardé en cansarme de una vida
ociosa : Volvióse á apoderar de mi el afán de
viajar y.negbciar por mar : compré mercancías
propias para el tráfico que tenia ideado, y me
marché por segunda .vez con otros mercaderes
cuya honradez tenia esperimentada, Nos embar-
camos en un buen buque, y habiéndonos enco-
mendado á Dios, emprendimos nuestra navega-
ción.
« Íbamos de isla en isla y hacíamos cambios
ventajosísimos. Un dia bajamos á una que esta-
ba toda arbolada con frutales, pero tan desierta
que no pudimos descubrir ni albergue ni habi-
tantes. Fuimos á respirar el aire por las prade-
ras y por las márjenes de los arroyos que las
regaban.
« Mientras unos se divertían cojiendo flores
y otros alcanzando frutas , cojí mis provisiones
y el vino que había llevado conmigo y me senté
junto á un arroyo de agua cristalina que se/pen-
teaba entre unos árboles frondosos. Hice una
comida de mi satisfacción , y luego el sueño se
apoderó de mis sentidos. No os diré si dormí
mucho rato; pero cuando me desperté , ya no
vi el buque al ancla. »
Cheherazada hubo de interrumpir esta histo-
ria poique ya rayaba el dia , y á la noche si-
guiente prosiguió de este modo el segundo viaje
de Sindbad :
NOCHE CCXVII.
« Me quedé atónito , » dijo Sindbad , « no
viendo ya el buque en donde estaba anclado;
levánteme , miré á todas partes y no vi ni uno
solo de los mercaderes que habian bajado á la
isla conmigo. Divisé tan solo el buque á la vela;
pero tan lejano que á poco rato lo perdí de
vista.
a A vuestra imajinacion dejo las reflexiones
que hice en situación tan amarga. Poco me faltó
para fenecer de pesadumbre ; di lamentosos ala-
ridos , me golpeé la cabeza y me revolqué por
el suelo , quedando largo rato abismado en un
laberinto de especies á cual mas horrorosa , y
cien veces me reconvine de no haberme conten-
tado con el primer viaje que debia haberme
quitado para siempre el afán de emprender
otros ; pero todos mis lamentos eran infructuo-
sos y mi arrepentimiento fuera del caso.
<( Por fin me resigné con la voluntad de Dios,
y sin saber lo que seria de mí , subí á la copa
de un árbol y miré hacia todas partes á ver si
descubría algún objeto que me diera ciertos aso-
mos de esperanza. Al tender los ojos por el mar,
no vi mas que cielo y agua ; pero habiendo ob-
servado por parte de la tierra cierto bulto blan-
co , bajé del árbol , y llevando los víveres que
me quedaban, me dirijí hacia aquel objeto, que
estaba tan remoto , que apenas podía distinguir
lo que era.
« Cuando estuve á una distancia regular, ob-
servé que era una bola blanca de un tamaño
portentoso. Cuando estuve cerca , la toqué y la
hallé muy suave. Dile vueltas al rededor para
ver si no tenia alguna abertura , y no pude des-
cubrir ninguna , al paso que me pareció imposi-
ble subir encima , porque era muy lisa. Podia
tener cincuenta pasos de circunferencia.
<r El sol iba á ponerse entonces, y se oscure-
ció de repente como si lo ocultara alguna nube
densa. Pero si aquella oscuridad me dejó atóni-
CUENTOS ÁRABES.
337
to , mucho mas lo quedé , cuando advertí que
la causaba una ave de un tamaño y grueso es-
traordinarios , que venia volando hacia mí.
Acordémc de una ave llamada roe, de la que
me habían hablado mjichas veces los marineros,
y saqué en conclusión que la gruesa bola que
tan lo habia admirado debia ser un huevo de
aquella ave. En efecto , bajó y se posó encima
del huevo como para empollarlo. Al verle venir,
me arrimé mucho contra el huevo , de modo
que tuve delante una de las patas del ave , que
era tan gruesa como un tronco de árbol. A teme
á ella fuertemente con la tela envuelta en mi
turbante, con la esperanza de que el roe me sa-
caría de aquella isla desierta , cuando empren-
diese su vuelo al dia siguiente. Con efecto , des-
pués de haber pasado la noche en aquella situa-
ción , luego que amaneció , el ave echó á volar
y me levantó tan alto que ya no veia la tierra;
luego bajó de repente con tanta velocidad , que
ni siquiera me sentía. Cuando el roe se hubo
parado y me vi en tierra, desaté prontamente
el nudo que me tenia sujeto á su pata. Apenas
habia acabado de desatarme , cuando dio un pi-
cotazo á una serpiente de enorme lonjitud , y
cojiéndola , emprendió otra vez su vuelo.
« El lugar en que me dejó era un valle muy
hondo , rodeado por todas partes de montes
tan elevados , que se confundían con las nubes,
y tan escarpados , que no habia ningún camino
por donde pudiera subirse. Hálleme en una nue-
va incertidumbre , y comparando aquel lugar
con la isla desierta que acababa de abandonar,
juzgué que nada habia aventajado en el cambio.
« Eché á andar por aquel valle , y noté que
estaba sembrado de diamantes, algunos de ellos
de asombroso tamaño. Complacíme mucho en
mirarlos ; pero muy pronto divisé á lo lejos
otros objetos que disminuyeron mucho mi pla-
cer y que no pude contemplar sin susto. Era un
gran número de serpientes , tan gruesas y lar-
gas , que cualquiera de ellas hubiera podido
tragar un elefante. Se retiraban durante el dia
á sus cuevas , en las que se ocultaban á causa
del roe , su enemigo , y solo salían de ellas de
noche.
« Pasé el dia recorriendo el valle y descan-
sando de tanto en tanto en los parajes mas có-
modos. Sin embargo al ponerse el sol , me reti-
ré á una cueva en la que juzgué que estaría se-
guro. Tapé la entrada , que era baja y estrecha,
con una piedra bastante gruesa para precaverme
de las serpientes ; pero que no ajustaba de tal
modo que no entrase un poco de luz. Cené con
una parte de mis provisiones , al ruido de las
serpientes que empezaron á salir. Sus espanto-
sos silbidos me causaron sumo terror , y ya po-
déis figuraros que no me dejaron pasar la noche
muy sosegadamente. Cuando amaneció , las ser-
pientes se retiraron , y entonces salí temblando
de mi cueva , y puedo decir que anduve largo
rato sobre los diamantes , sin curarme de reco-
jerlos. Al fin me senté , y á pesar de la zozobra
que me traia azorado , como no habia cerrado
los ojos en toda la noche , me quedé dormido,
después de haber comido otra vez de mis provi-
siones. Pero apenas había cerrado los ojos,
cuando cayó junto á mí un bulto que metió mu-
cho ruido y me despertó ; era un gran pedazo
de carne fresca : y al punto vi caer otras muchas
de la cumbre de los riscos en diferentes parajes.
« Siempre habia mirado como un cuento lo
que varias veces habia oído decir á los marine-
ros y á otras personas relativamente al valle de
los diamantes , y la maña de que se valían algu-
nos mercaderes para sacar de allí aquellas pie-
dras preciosas, y entonces conocí que no me
habían engañado. Con efecto, aquellos merca-
deres se encaminan al valle en la temporada!
en que las águilas tienen cria. Cortan carne y la
tiran al valle en grandes pedazos , á los que se
prenden los diamantes sobre cuyas puntas caen.
Las águilas , que son en aquel país mas fuertes
que en otras partes , se arrojan sobre estos pe-
dazos de carne , y los llevan á sus nidos en lo
alto de los peñascos , para servir de alimento á
sus polluelos. Entonces los mercaderes acuden
á los nidos y con sus voces obligan á las águilas
á alejarse , y cojen los diamantes que hallan
pegados á los pedazos de carne. Se valen de
esta maña , porque no hay otro medio de sacar
los diamantes de aquel vaJle , que es todo un
derrumbaderro al cual no se puede bajar.
« Hasta entonces habia creído que me seria
imposible salir de aquel abismo , que conside-
raba como mi sepulcro ; pero mudé de parecer,
y lo que acababa de ver me hizo imajínar un
medio para conservar mi vida. »
Amaneció al llegar aquí Cheherazada , y así
dejó para la noche siguiente la continuación de
esta historia.
H¿toJ¿C|||a|l||U|Al||^^f#4áa.
368
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CCXVffl.
Señor , dijo Cheherazada , encarándose coa
el sultán dq las Indias* Sindbad continuó refi-
riendo las aventuras de su segundo viaje á la
concurrencia que le escuchaba : « Empecé á jun-
tar los diamantes mas gruesos que se ofrecieron
á mi vista y llené con ellos la bolsa de cuero
que me habia servido para guardar mis provi-
siones. Gojf después el pedazo de carne que me
pareció mas largo y lo até fuertemente al rede-
dor del cuerpo con la tela de mi turbínte , y en
aquel estado me tendí boca abajo con la bolsa
de cuero atada á la cintura , de modo que no
podia caerse.
(( Apenas me puse en este estado , cuando
acudieron las águilas : cada una se apoderó de
un pedazo de carne , y una de las mas fuertes
habiéndome levantado con el pedazo de carne
con que estaba envuelto , me llevó á su nido en
la cumbre del monte. Los mercaderes no deja-
ron de vocear para amedrentar á las águilas , y
cuando las hubieron obligado á soltar su presa,
uno de ellos se acercó á mí : pero enmudeció al
verme. Serenóse sin embargo , y en vez de pre-
guntarme por qué incidente me hallaba allí» em-
pezó á insultarme, preguntándome por qué le
robaba lo que era suyo. « Ya me hablaréis, »
le dije , u con mas humanidad , cuando me ha-
yáis conocido mejor. Consolaos , » añadí ; « ten-
go diamantes para vos y para mí en mayor nú-
mero de lo que pueden tener todos los demás
mercaderes juntos. Si los tienen , es por casua-
lidad ; pero yo mismo he escojido en el interior
del valle los que traigo en esta bolsa que veis. »
Al decir esto , se la enseñé. Aun no habia aca-
bado de hablar, cuando los demás mercaderes
que me estaban mirando se agolparon al rede-
dor de mí , muy admirados de verme , y yo
acrecenté su estrañeza con la narración de mi
historia. No admiraron tanto el ardid que habia
ideado para salvarme como mi arrojo en inten-
tarlo.
Lleváronme al parador en donde vivían todos
juntos , y allí , habiendo abierto mi bolsa en su
presencia , se quedaron pasmados del tamaño
de mis diamantes , y me confesaron que en to-
das las cortes en que habían estado , no habían
visto ninguno que se aproximase á los mios.
Rogué al mercader , á quien pertenecía el nido
á donde habia sido trasladado (porque cada
mercader tenia el suyo) , roguéle , repito , que
escojiera por su parte tantos como quisiera.
Contentóse con uno solo , y aun tomó el menos
grueso , é instándole yo á que tomara otros sin
temor de perjudicarme , « No , » me dijo , a con
este estoy satisfecho , pues es bastante precioso
para escusarme la molestia de hacer en adelante
otros viajes y asegurarme una vida decorosa. »
« Pasé lajiocho con aquellos mercaderes, i
quienes por segunda vez conté mi historia para
satisfacción de los que no la habían oido. No
podia contener mi júbilo, cuando reflexionaba
que estaba libre de los peligros de que os he
hablado. Me parecía que era un sueño lo que me
pasaba, y no podia acabar de creer que ya nada
tuviese que recelar.
« Ya hacia dias que los mercaderes tiraban
pedazos de carne al valle, y «como todos se mos-
traban contentos con los diamantes que les ha-
bían cabido en suerte, nos marchamos todos
juntos al día siguiente , y caminamos por unos
altos montes en los que había serpientes de ta-
maño estraordínario , pero logramos irlas evi-
tando todas. Llegamos al primer puerto, y desde
allí pasamos á la isla de Roha, en donde se en-
cuentra el árbol que produce el alcanfor y que
es tan grueso y frondoso que cien hombres pue-
den estar cómodamente á su sombra. El jugo de
que se forma el alcanfor mana por una abertura
que se hace en lo alto del árbol y se recoje en
un vaso, en el que adquiere consistencia y llega
á ser lo que se llama alcanfor. El jugo» una vez
sacado, el árbol se seca y muere.
« En la misma isla hay rinocerontes, que son
unos animales mas pequeños que el elefante y
mas grandes que el búfalo ; tienen una asta en-
cima de la nariz, de un codo de largo : esta
asta es sólida y cortada por el medio desde un
cabo á otro. Encima se ven algunas rayas que
CUEiNTOS ÁRABES.
359
representan la figura de un hombre. El rinoce-
ronte pelea con el elefante , le hiere con el asta
por debajo del vientre, le levanta en alto y le
lleva sobre la cabeza , pero como la sangre y la
grasa del elefante le corren sobre los ojos y le
ciegan, cae al suelo, y lo que vais á estrañar,
llega el roe, que los arrebata á entrambos con
sus garras y los lleva para servir de alimento á
sus polluelos.
<c Voy orillando otras muchas estrañezas de
aquella isla, por no cansaros. Allí cambié algu-
nos diamantes por buenas mercancías. Luego
fuimos á otras islas , y finalmente, después de
haber tocado en varias islas mercantes de tierra
firme , llegamos á Balsora , y desde allí pasé á
Bagdad. Hice muchas limosnas á los pobres y
disfruté honrosamente de las inmensas riquezas
que habia traido conmigo y ganado con tanta
fatiga. )>
Así refirió Sindbad su segundo viaje. Mandó
otra vez que dieran cien zequines á Hindbad y
le convidó para el dia siguiente á fin de que
oyera la narración del tercer viaje.
Los convidados volvieron á sus casas, y acu-
dieron al dia siguiente á la misma hora á casa
de Sindbad , como también el mandadero , que
habia olvidado ya su anterior miseria. Sentá-
ronse á la mesa, y después de la comida, Sind-
bad pidió audiencia y refirió de este modo su
tercer viaje :
TERCER VIAJE DE SIXDBAD EL UARUtO.
« Pronto perdí , en los deleites de la vida que .
disfrutaba , el recuerdo de los peligros corridos
durante mis dos viajes ; pero como estaba en la
flor de mi edad, me cansé de vivir en el ocio, y
cerrando los ojos á los nuevos peligros que de r >
seaba arrostrar, salí de Bagdad con ricas mer-
cancías del pais, que mandé trasladar á Balsora.
Allí me embarqué con otros mercaderes. Em-
prendimos una larga navegación y tocamos en
muchos puertos y traficamos con cuantioso be-
neficio.
<( Un dia que nos hallábamos en alta mar,
fuimos acometidos por una horrible borrasca
que nos hizo perder nuestro rumbo. Duró algu-
nos dias y nos arrojó delante del puerto de una
isla , en el que el capitán hubiera deseado no
entrar; pero tuvimos que echar el ancla. Afer-
radas las velas, el capitán nos dijo : a Esta isla
y las contiguas están habitadas por unos salvajes
muy velludos que vendrán á acometernos. Aun-
que son enanos, es preciso no oponerles la
menor resistencia, porque son en mayor numero
que las langostas, y si llegáramos á matar uno
de ellos, se echarían todos sobre nosotros y nos
asesinarían. »
Asomó el dia en el aposento de Chahriar, é
interrumpió á Cheherazada , quien dejó su nar-
ración para la noche siguiente.
NOCHE CCXIX.
<( Las palabras del capitán , » dijo Sindbad ,
« consternaron á todos los pasajeros . y prouto
conocimos que era demasiado cierto lo que aca-
baba dé decirnos. Vimos asomar gran número
de asquerosos salvajes, todo el cuerpo cubierto
de un vello rojo y de unos dos pies de alto. Se
echaron á nado y rodearon al punto el buque.
Nos hablaban al acercarse, pero no entendíamos
su lenguaje. Se asieron de la orilla y de las jar-
cías de la embarcación y subieron por todas
partes sobre cubierta, con tanta ajilidad y rapi-
dez como si tuvieran alas.
a Contemplamos aquella invasión con el pa-
vor que se deja suponer, sin osar defendernos
ni decirles una sola palabra para retraerlos de
su intento, que maliciábamos ser funesto. Con
efecto, soltaron las velas, cortaron el cable del
ancla sin tomarse el trabajo de levarla, y des-
pués de haber atracado el buque á tierra, nos
hicieron desembarcar á todos. Llevaron luego
el buque á otra isla de donde habían venido.
Todos los viajeros iban evitando esmeradamente
aquella en que entonces nos hallábamos, y era
espuesto detenerse en ella por el motivo que
vais á saber ; pero fuénos preciso aguantar con
sufrimiento nuestro desmán.
361
LAS MIL Y UNA NOCHES.
« Nos alejamos de la playa, internándonos en
la isla, y hallamos algunas frutas y yerbas, de
las que comimos para prolongar, en cuanto nos
fuera posible , el postrer momento de nuestra
vida, porque aguardábamos una muerte cierta.
Después de haber andado bastante, descubrimos
á lo lejos un gran edificio, hacia el cual diriji-
mos nuestros pasos. Era un palacio bien cons-
truido y muy espacioso , que team una puerta
« El sol se ponía , y mientras nos hallábamos
en tan lamentable situación , se abrió con gran
estruendo la puerta del aposento, y vimos salir
una horrenda figura de hombre negro del alto
de una palmera. Tenia en medio de la frente un
solo ojo, encarnado y centelleante como ascua.
Los dientes de delante , que eran muy largos y
puntiagudos , le salían de la boca , tan hendida
como la de un cabalto, y el labio inferior le col-
de ébano, con dos hojas, que abrimos empuján-
dolas. Entramos en el patio, y vimos enfrente
un espacioso aposento con una antesala , en la
que habia á un lado un montón de huesos huma-
nos , y al otro gran número de asadores. Estre-
mecímonos á aquella vista , y como estábamos
muy cansados de la marcha, nos (laquearon las
piernas , caímos en el suelo poseídos de un es-
panto mortal, y permanecimos largo rato inmó-
viles.
gaba hasta el pecho. Sus orejas se parecían á las
de un elefante y le cubrían los hombros. Tenia
las uñas largas y corvas como las garras de las
aves de rapiña. Al aspecto de tan espantoso ji-
gante, perdimos el sentido y nos quedamos
yertos
« Por fin volvimos de nuestro desmayo y le
vimos sentado mirándonos ahincadamente. Lue-
go que nos hubo contemplado largo rato, se
acercó á nosotros, alargó la mano hacia mí, me
CUENTOS ÁRABES.
361
cojió por la nuca, y dándome vueltas á diestro
y siniestro, como un carnicero á una cabeza de
carnero, me miró, y viendo que no tenia mas
que huesos, me soltó. Fué cojiendo á los demás
uno por uno , los rejistró del mismo modo , y
como el capitán era el mas gordo de todos , le
levantó con una mano , como yo levantaría un
gorrión , y le pasó un asador por medio del
cuerpo. Después encendió una gran hoguera, le
asó y se le comió á cenar en el aposento á donde
se habia retirado. Terminada la comida , volvió
á la entrada, se tendió y pronto quedó dormido,
roncando estrepitosamente, y su sueño duró
hasta la madrugada. En cuanto á nosotros , nos
fué imposible disfrutar el menor descanso y pa-
samos la noche en la mas tremenda zozobra. Al
amanecer, el jigante se despertó y salió , deján-
donos en el palacio.
<( Cuando le juzgamos distante , rompimos el
pavoroso silencio que habíamos estado guar-
dando toda la noche, y contristándonos todos
como á porfía mutuamente, hicimos resonar el
palacio con lamentos y alaridos. Aunque éramos
en bastante número, y no teníamos mas que un
solo enemigo , no se nos oceurrió al pronto el
pensamiento de librarnos de él con su muerte.
Este intento , aunque de muy ardua ejecución ,
era sin embargo el que debíamos naturalmente
idear.
« Deliberamos sobre otros muchos medios,
pero no nos fijamos en ninguno, y resignándo-
nos á lo que Dios tuviera á bien disponer de
nosotros, pasamos el dia recorriendo la isla,
alimentándonos de frutas y plantas como á la
llegada. Al anochecer buscamos algún sitio para
ponernos á cubierto ; pero no hallarnos ninguno,
y á pesar nuestro tuvimos que regresar al
palacio.
« El jigante no dejó de volver y comerse á
cenar uno de nuestros compañeros, y tras esto
se quedó dormido, roncando hasta el dia, en
que salió dejándonos como la víspera. Nuestra
situación nos pareció tan horrorosa , que muchos
de mis compañeros estuvieron á punto de arro-
jarse al mar, antes que aguardar tan bárbara
muerte, y luego andaban incitando á los demás
á que siguieran su consejo. Pero uno de ellos ,
tomando la palabra, dijo : « Nos está vedado el
darnos la muerte, y aun cuando no lo fuera, ¿no
es mas acertado que busquemos un medio para
librarnos del bárbaro que nos está guardando
un paradero tan horroroso ? »
« Como me había ocurrido un intento acerca
de esto, se lo comuniqué á mis compañeros,
quienes lo aprobaron, a Hermanos, » les dije
entonces, « ya sabéis que hay mucha madera
en la playa , y si queréis creerme , haremos
algunas balsas que puedan llevarnos, y cuando
estén concluidas, las dejaremos en la costa
hasta que juzguemos conveniente valemos de
ellas. Entretanto pondremos en ejecución el
pensamiento que os propuse para librarnos del
jigante; si sale bien, podremos aguardar aquí
algún bajel que nos saque de esta isla fatal ; si
al contrario, erramos el golpe, huiremos á
nuestras balsas y nos haremos á la mar. Confieso
que nos aventuramos á perder la vida, espo-
niéndonos al furor de las olas en tan frájiles
embarcaciones; pero aun cuando debiéramos
perecer, ¿no es mas tolerable que el piélago
nos trague , que no ese monstruo que ya ha de-
vorado á dos compañeros nuestros ? » Mi pare-
cer fué aprobado, y construimos balsas capaces
de llevar cada una tres personas.
« Regresamos al palacio al anochecer, y el
jigante llegó poco después de nosotros. Fué
preciso presenciar de nuevo el suplicio de otro
compañero ; pero al fin he aquí de que modo
nos vengamos de la crueldad" del jigante. Luego
que hubo acabado su bárbara cena , se tendió
boca arriba y se quedó dormido. Al oirle roncar
como solía, nueve de los mas atrevidos y yo
cojimos cada uno un asador, pusimos la pimía
en el fuego hasta que estuvo candente, y luego
se las clavamos á una en el ojo y se lo rebenta-
mos.
(( El dolor que sintió el jigante le arrancó un
espantoso alarido. Levantóse arrebatadamente
y tendió los brazos á diestro y siniestro para
asir alguno de nosotros y sacrificarle á su saña.
Pero tuvimos lugar de alejarnos de él y echarnos
en el suelo por parajes en que no podia encon-
trarnos bajo sus pies. Después de habernos
buscado en balde, halló la puerta á tientas y
salió dando espantosos ahullidos. »
Nada mas dijo Cheherazada por aquella no-
che ; pero á la siguiente prosiguió de este modo :
3Í&
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CCXX.
€ Salimos del palacio detrás del jigante , » \
prosiguió Sindbad , « y llegamos á la orilla del
mar, en donde estaban nuestras balsas. Las
echamos al agua y aguardamos que amaneciera
para embarcarnos en el caso que viésemos venir
al jigante con algún guia de su especie ; pero
nos lisonjeábamos de que si no parecía cuando
hubiese salido el sol , y aun oíamos sus ahullidos
que resonaban continuamente, seria una prueba
de que habría perdido la vida , en cuyo caso
era nuestro ánimo permanecer en la isla , y no
aventurarnos en las balsas. Pero apenas rayó el
dia , cuando divisamos á nuestro cruel enemigo
acompañado de dos jigantes de igual estatura
que él , que le guiaban , y otros muchos que
caminaban tras él aceleradamente.
« Á esta vista , no titubeamos en embarcarnos
en las balsas y empezamos á alejarnos de la
playa á todo remo. Los jigantes , que lo advir-
tieron , cojieron grandes piedras , acudieron á
la orilla , entraron en agua hasta medio cuerpo
y nos las tiraron tan diestramente , que , escepto
la balsa en que yo estaba, todas las demás que-
daron hechas pedazos , ahogándose los hombres
que las montaban. En cuanto á mí y mis dos
compañeros, como echábamos el resto en la
boga , nos hallamos mas adelantados en el mar
y fuera del alcance de las piedras.
a Cuando estuvimos en alta mar, fuimos el
juguete de) viento y de las olas que nos arroja-
ban acá y acullá , y pasamos aquel dia y la noche
siguiente en una cruel incertidumbre acerca de
nuestra suerte; pero al otro dia tuvimos la
suerte de aportar en una isla donde nos salva-
mos con mucha algazara. Allí hallamos esce-
lentes frutas, que nos fueron de grande auxilio
para recobrar las fuerzas que habíamos perdido
casi de todo punto.
« De noche nos dormimos á la orilla del mar;
pero nos despertó el estruendo que metia con
sus escamas arrastrándose á tierra una serpiente
de enorme corpulencia. Acercóse tanto á noso-
tros , que se tragó á uno de mis dos compañeros ,
á pesar de los gritos y estremos que hizo para
librarse de la serpiente , quien le sacudió varias
veces, y habiéndole aplastado contra el suelo,
acabó de tragarle. Al punto mi compañero y yo
echamos á correr,- y aunque bastante lejos,
oímos poco después un ruido , por el cual juz-
gamos que la serpiente iba volviendo los huesos
del desgraciado que habia arrebatado. Con
efecto, al dia siguiente nos horrorizamos al
verlos. « i Oh cielos! » esclamé entonces, « ¡ á
lo que estamos espuestos! Ayer nos congratulá-
bamos de haber librado nuestras vidas de la cruel-
dad de un jigante y del ímpetu de las olas, y he-
mos tenido aquí un paradero no menos pavoroso.
«Observamos, al pasearnos, un árbol muy
elevado , en el cual acordamos pasar la noche
siguiente para ponernos en sal vo. Comimos frutas
como el dia anterior, y al anochecer trepamos
al árbol. Pronto oimos á la serpiente que se
acercó silbando hasta el pié del árbol en que
estábamos. Levantóse siguiendo el tronco, y en-
contrando á mi compañero que estaba mas
abajo que yo, se le tragó de repente y se retiró.
« Permanecí en el árbol hasta el amanecer, y
entonces bajé de él mas muerto que vivo. Con
efecto , no podía esperar otra suerte que la de
mis dos compañeros, y este pensamiento me
estremeció de pies á cabeza , y así di algunos
pasos para lanzarme al mar ; pero como es grato
vivir tanto comose pueda, contrasté aquel ímpetu
de desesperación y me resigné á la voluntad de
Dios que dispone á su albedrío de nuestras vidas.
a No dejé de reunir sin embargo gran cantidad
de ramas y espinas secas. Hice varios haces que
até juntos, después de haber formado un gran
círculo al rededor del árbol f y até algunos otros
de través por encima para cubrirme la cabeza.
Hecho esto, me encerré en aquel círculo á la
caída de la noche, con el triste consuelo de no
haber desatendido nada para precaverme de la
suerte cruel que me estaba amenazando. La ser-
piente no dejó de volver y dar vueltas al rededor
del árbol , ansiando devorarme ; pero no pudo
conseguirlo , por el resguardo que habia fabri-
cado, y en vano hizo hasta el amanecer lo que
CUENTOS ÁRABES.
363
hace un gato cuando sitia á un ratón en un asilo
á donde no alcanza á penetrar. Al fin lució el
dia , y se retiró ; pero no me atreví á salir de
mi fortaleza hasta la salida del sol.
a Hálleme tan cansado del trabajo que habia
tenido y era tantísimo lo que habia padecido de
su pestífero aliento , que la muerte me parecía
preferible á aquel horror, y así me alejé del
árbol , y sin acordarme de la resignación del dia
anterior, corrí hacia el mar con intento de pre-
cipitarme en él. »
Á estas palabras, Cheherazada dejó de hablar
viendo que rayaba el dia, y á la noche siguiente
prosiguió su historia , y dijo al sultán :
NOCHE CCXXI.
Señor, así refirió Sindbad la conclusión de su
tercer viaje : « Dios se compadeció de mi deses-
peración, pues en el acto de arrojarme al mar,
divisé una embarcación, aunque harto distante
de la orilla. Grité con todo mi ahinco para que
me oyesen y tremolé la tela de mi turbante pa-
ra que me vieran. Gonseguílo : toda la tripula-
ción reparó en mí, y el capitán me envió su
lancha. Guando llegué á bordo, los mercaderes
y marineros me preguntaron con mucho afán
por qué acaso me hallaba en aquella isla desier-
ta, y luego que les hube referido cuanto me su-
cediera, los mas ancianos me dijeron que ha-
bían oído hablar varias veces de los jiganles
que vivían en aquella isla, y que les habían ase-
gurado que eran antropófagos y que comían los
hombres, no solo asados, sino también crudos ;
respecto á las serpientes, añadieron que tam-
bién abundaban allí mismo, que se ocultaban de
dia y se presentaban de noche. Después de ha-
berme manifestado su alborozo al verme libre
de tantísimos peligros, no dudando que necesi-
tase comer , se afanaron en obsequiarme con
lo mejor que tenían , y el capitán , notando que
mi vestido estaba andrajoso, tuvo la jenerosidad
de darme uno de los suyos.
« Navegamos por algún tiempo ; tocamos en
varias islas, y al fin llegamos á la de Salahat, de
la cual se saca el sándalo, que es una madera
muy usada en medicina. Entramos en el puerto
y echamos el ancla. Los mercaderes empezaron
á desembarcar sus mercancías para venderlas ó
cambiarlas. Entretanto el capitán me llamó y
me dijo: Hermano, tengo en depósito unas
mercancías que pertenecían á un mercader que
navegó algún tiempo en mi buque ; como ha
muerto, quiero beneficiarlas para dar cuenta de
ellas á sus herederos cuando llegue á encontrar
alguno. » Los fardos de que hablaba estaban ya
sobre la cubierta y me los enseñó diciendo: « Es-
tas son las mercancías de que se trata ; espero
que os encargaréis de negociarlas, satisfacién-
doos el derecho acostumbrado por la molestia
que os toméis. » Consentí en ello, dándole las
gracias porque me proporcionaba una ocasión
para no estar ocioso.
El escribano del buque iba rejistrando todos
los fardos con los nombres de los mercaderes á
quienes pertenecían. Habiendo preguntado al
capitán bajo qué nombre quería que anotase los
que acababa de confiarme, « Apuntad, » dijo el
capitán, «bajo el nombre de Sindbad el mari-
no. » No pude oir mi nombre sin inmutarme , y
encarándome con el capitán, le conocí por aquel
que en mi segundo viaje me habia abandonado
en la isla en que me dormí á la márjen de un
arroyo y que habia dado la vela sin aguardarme
ó hacerme buscar. Al pronto no le habia cono-
cido por lo muy mudado que estaba desde que
no le habia visto.
4 En cuanto á él, creyéndome muerto, no es
estraño que no me conociese. « Capitán, » le
dije, «¿no decis que se llamaba Sindbad el
mercader dueño de estos fardos ? — Sí, » me
respondió, «así se llamaba, era de Bagdad y se
habia embarcado en mi buque en Balsora. Un
dia que desembarcamos en una isla para hacer
aguada y cojer algunas frutas, no sé por qué
equivocación di la vela sin advertir que no ha-
bia vuelto á bordo con los demás. Nadie lo ad-
virtió sino al cabo de cuatro horas. Teníamos
viento en popa y tan fresco, que nos fué impo-
964
LAS. MIL Y UNA NOCHES.
sible virar de bordo para recojerle. — ¿Con que
le creéis difunto ? » repuse. — « Seguramente,»
replicó. — « Pues bien , capitán , » lé dije ,
« abrid los ojos y conoced á ese Sindbad á quien
dejasteis en aquella isla desierta. Me dormí jun-
to á un arroyo, y cuando me desperté, ya no vi
nadie de la embarcación. » Á estas palabras, el
capitán se paró á mirarme. »
Al llegar aquí, advirtió Cheherazada que ya
amanecía, y hubo de parar hasta la noche si-
guiente en que prosiguió así :
NOCHE CCXXII.
« El capitán , » dijo Sindbad , « después de
haberme mirado atentamente, me conoció al fin.
<( Loado sea Dios , » esclamó abrazándome ;
« me alegro de que la suerte os haya desagra-
viado por mí. Aquí están vuestras mercancías,
que he tenido cuidado de conservar y beneficiar
en todos los puertos en que he tocado; os las
devuelvo con las ganancias que he sacado. »
Tomólas, manifestando al capitán todo el agra-
decimiento que merecía.
« Desde la isla de Salahat, fuimos á otra, en
donde me surtí de clavo, canela y otras espe-
cias. Cuando estuvimos distantes, vimos una
tortuga que tenia veinte codos de largo ; tam-
bién observamos un pescado que se parecía á
una vaca : tenia leche, y su pellejo es tan duro
que sirve comunmente para escudos; vi otro
que tenia la figura y el color de un camello.
Finalmente, después de una larga navegación,
llegué á Balsora, y de allí regresé á Bagdad, con
tantas riquezas, que ignoraba la cantidad de
ellas. Di á los pobres parte considerable de mis
ganancias y añadí otras grandes posesiones á
las que ya había adquirido. »
Asi terminó Sindbad la historia de su tercer
viaje ; mandó que diesen otros cien zequines á
Hindbad, convidándole á comer para el dia si-
guiente y á oir la narración de su cuarto viaje.
Hindbad y los demás convidados se retiraron, y
al dia siguiente cuando estuvieron juntos, Sind-
bad tomó la palabra al acabarse la comida y
prosiguió sus aventuras.
CUARTO VIAJE DE SINDBAD EL MARINO.
« Los placeres y diversiones á que me entre-
gué á la vuelta de mi tercer viaje no tuvieron
bastante atractivo para retraerme de emprender
aun otro. Déjeme arrebatar por la pasión de
traficar y ver objetos nuevos, arreglé mis nego-
cios, y habiendo acopiado las mercancías mas
adecuadas para los lugares á donde trataba de ir,
sali, seguí el camino de Persia, cuyas provincias
atravesé, y llegué á un puerto de mar en el que
me embarqué , dimos la vela , y ya habíamos
tocado en varios puertos de tierra firme y en
algunas islas orientales, cuando un dia que na-
vegábamos con mucha velocidad , nos sobreco-
jió un viento que obligó al capiLan á tomar rizos
y dar todas las órdenes necesarias para evitar
el peligro que nos estaba amenazando. Pero to-
das nuestras precauciones fueron inservibles :
la maniobra se frustró, las velas quedaron he-
chas trizas , y el buque no pudiendo ya gober-
nar, dio contra un peñasco , y se estrelló de
modo que se ahogaron varios mercaderes y
marineros, perdiéndose el cargamento. »
Aquí llegaba Cheherazada , cuando vio rayar
el dia. Paróse , y Chahriar se levantó. Á la no-
che siguiente continuó así el cuarto viaje :
©<5=
CUENTOS ÁRABES.
365
NOCHE CCXXIII.
« Tuve la suerte, » prosiguió Sindbad, « de
asirme á una labia con otros mercaderes y ma-
rineros. Llevónos la corriente á una isla que es-
taba delante de nosotros, y en la que hallamos
frutas y agua dulce , que sirvieron para resta-
blecer nuestras fuerzas. Descansamos aquella
noche en el lugar á donde el mar nos habia ar-
« Al dia siguiente, luego que salió el sol, nos
alejamos de la playa, é internándonos en la isla,
descubrimos habitaciones á las que nos acerca-
mos. Á nuestra llegada, acudieron muchos ne-
gros, nos rodearon, se apoderaron de nosotros,
hicieron una especie de reparto y nos llevaron
á sus casas.
rojado, sin haber tomado disposición alguna
sobre lo que debíamos practicar, á causa del
abatimiento en que estábamos con tan gran fra-
caso.
u Cuponos en suerte á cinco compañeros y á
mí ir á un mismo sitio. Nos hicieron sentar y
nos sirvieron de cierta yerba , convidándonos
por señas á que comiésemos de ella. Mis com*
366
LAS MIL Y UNA NOCHES.
pañeros, sin reflexionar que los que la ofrecían
no la probaban , no pensaron mas que en el
hambre que los acosaba y se abalanzaron á
aquel manjar. En cuanto á mí, recelándome de
algún engaño, no quise siquiera probarla, lo
cual me aprovechó porque muy luego advertí
, que mis compañeros habían perdido el seso , y
que al hablarme no sabían lo que se decían.
« Sirviéronnos después arroz aderezado con
aceite de coco, y mis compañeros comieron de
él en gran cantitad. Yo no hice mas que pro-
barlo. Los negros nos habían presentado aquella
yerba para trastornarnos el juicio y quitarnos
asL el pesar que debía causarnos el triste cono-
cimiento de nuestra suerte , y nos daban arroz
para engordarnos. Como eran antropófagos, su
ánimo era comernos cuando estuviésemos en
sazón. Esto fué lo que sucedió á mis compañe-
ros, quienes ignoraron su suerte, porque no es-
taban en su sana cordura. Habiendo conservado
la mia , ya os podéis figurar, señores , que en
voz de engordar copio los demás, me puse mas
Haco de lo que estaba. El temor de la muerte
de que estaba continuamente sobrecojido, con-
vertía en veneno todos los alimentos que to-
maba. Me sobrevino una languidez que me fué
muy provechosa, porque los negros , habiendo
muerto y comido á mis compañeros, no pasaron
adelante, y viéndome seco, descarnado y enfer-
mo , aplazaron ni muerte para otra coyuntura.
« Entretanto tenia mucha libertad , y casi no
reparaban en mis acciones, y así me alejé un dia
de las habitaciones de los negros, decidido á
escaparme. Un anciano que lo advirtió y mali-
ció mi intento me voceó reciamente que vol-
viera; pero en vez de obedecerle, apresuré el
paso y pronto le perdí de vista. No habia enton-
ces en las habitaciones sino aquel anciano, pues
las demás negros estaban ausentes y no debían
volver hasta el anochecer, lo que acostumbra-
ban hacer con frecuencia. Por eso, estando se-
guro de que ya no estarían á tiempo para cor-
rer en pos de mí cuando supiesen mi fuga,-
caminé hasta la noche , en que me paré para
descansar un poco y comer de los víveres que
llevaba. Pero pronto proseguí mi camino y con-
tinué andando durante siete dias , evitando los
poblados. Vivía de cocos, que me proporciona-
ban al mismo tiempo comida y bebida.
« Al octavo dia llegué cerca del mar y descu-
brí hombres blancos, como yo, afanados en co-
jer pimienta, que abundaba mucho. Su quehacer
me fué de buen agüero, y no tuve ninguna difi-
cultad en acercarme á ellos. »
Nada mas dijo Cheherazada hasta la noche
siguiente, en que habló así :
NOCHE CCXXIV.
« Los hombres que estaban cojiendo pi-
mienta, » prosiguió Sindbad, « me salieron Si
encuentro ; luego que me vieron me pregunta-
ron en árabe quién era y de dónde venia. Con-
tento al oirlés hablar como yo, satisfice gustoso
su curiosidad, refiriéndoles como habia naufra-
gado y llegado á aquella isla, en donde habia
caido en manos de los negros. « Pero esos
negros,» me dijeron, « comen los hombres.
¿ Por qué milagro os habéis librado de su cruel-
dad ? » Híceles la misma relación que acabáis
de oir, y quedaron sumamente admirados.
« Quédeme con ellos hasta que hubieron co-
jido la pimienta que necesitaban , y luego me
hicieron embarcar en el bajel que los habia
conducido allí, y pasamos á otra isla de la cual
habían venido. Me presentaron á su rey, que
era un buen príncipe. Tuvo la paciencia de es-
cuchar la relación de mis aventuras, que le
pasmaron en estremo. Luego me mandó dar
otros vestidos y dispuso que tuvieran cuidado
de asistirme.
« La isla estaba pobladísima y era abundante
de toda clase de renglones, y la ciudad en que
residía el rey hacia un tráfico de mucha entidad.
Aquel agradable asilo empezó á consolarme de
mi desventura, y los agasajos que aquel jene-
roso príncipe me dispensaba acabaron de resti-
tuirme á mis glorias. Con efecto, nadie le me-
recía tan suma privanza, y por consiguiente no
CUENTOS ÁRABES.
367
había un individuo en la corte y la ciudad que
no se desviviese por complacerme. Así pronto
me miraron como un hombre solariego , mas
bien que como advenedizo.
« Noté una particularidad harto peregrina.
Todos, y aun el mismo rey, montaban á caballo
sin brida y sin estribos. Con este motivo me
tomé un dia la libertad de preguntarle por qué
su majestad no se valia de avíos tan cómodos,
y me respondió que le hablaba de unos inventos
cuyo uso no era conocido en sus estados.
a Fui al punto á casa de un carpintero y le
mandé hacer el alma de una silla, según el mo-
delo que le di. Luego la guarnecí yo mismo con
pelo y cuero y la. adorné con un bordado de
oro. Después me valí de un herrero que hizo un
bocado de la forma que le fui explicando, y
también le mandé hacer unos estribos.
« Cuando todo estuvo acabado , presenté
aquellos arreos al rey, y los probé con uno de
sus caballos. Montó el monarca en él, y quedó
tan satisfecho de la invención, que me mani-
festó su complacencia con garbosos rasgos. No
pude escusarme de hacer otras sillas para sus
ministros y principales oficiales de su casa,
quienes me hicieron todos regalos que en poco
tiempo me enriquecieron. También hice algu-
nas para los sujetos principales de la ciudad,
con lo cual me granjeé suma reputación y mi-
ramiento.
« Como yo solia acudir á palacio con es-
mero, me dijo el rey un dia : a Sindbad, yo te
amo y sé que todos mis subditos, que te cono-
cen, te aprecian muchísimo. Tengo que pedirte
una fineza, y es forzoso que me la concedas. —
Señor, » le respondí, • no hay objeto en que
no esté pronto á manifestar mi obediencia á
vuestra majestad ; tiene sobre mí un poder ab-
soluto. — Quiero casarte, » replicó el rey,
« para que el matrimonio te detenga en mis
estados y ya no pienses en tu patria. » Como
yo no me atrevía á oponerme á la voluntad del
príncipe, me dio por esposa una dama de su
corle, noble, hermosa, recalada y rica. Verifi-
cado el desposorio, me fui á habitar con la
dama y viví con ella durante algún tiempo en
la mejor armonía. No obstante, estaba poco sa-
tisfecho con mi estado; mi ánimo era esca-
parme á la primera coyuntura y regresar á
Bagdad, cuyo recuerdo no podía borrar mi feliz
estado.
(( Tales eran mis intentos, cuando cayó en-
ferma y murió la mujer de un vecino con el
cual habia contraído íntima amistad. Fui á su
casa para consolarle, y hallándole sumido en
amarguísimo desconsuelo, « Así Diog os guarde,»
le dije acercándome á él , « y os conceda lar-
guísima vida. — i Ay de mí I » me respondió,
« ¿ cómo queréis que alcance la gracia que me
deseáis, si no me queda mas que una hora de
vida ? — ¡ Oh 1 » repuse , « no os estéis ahí
atormentando con aprensión tan aciaga, pues
yo vivo esperanzado de que no sucederá seme-
jante fracaso, y que tendré el gusto de poseeros
aun por mucho tiempo. — Deseo, » replicó,
« que vuestra vida sea de larga duración ; en
cuanto á mí, todo se acabó, pues hoy me en-
tierran con mi mujer : tal es la costumbre que
nuestros antepasados establecieron en esta isla
y que han observado inviolablemente. Al ma-
rido vivo se le en tierra con su difunta , y á la
mujer viva con el marido muerto. Nada puede
salvarme ; todos se avienen á esta ley. »
« Mientras que me estaba hablando de tan
estraña barbarie, cuya noticia me sobresaltó,
llegaron en cuerpo los parientes, amigos y veci-
cinos para asistir á las exequias. Vistieron el
cadáver de la mujer con su mas rico traje, como
si fuera un dia de boda, y la adornaron con to-
das sus joyas. Luego tomaron en hombros el
ataúd descubierto, y la comitiva se puso en
marcha. Encabezaba el marido aquel duelo, y
seguia el cuerpo de su mujer. Encamináronse á
un cerro, y cuando hubieron llegado, levanta-
ron una gruesa piedra que cubría la entrada de
lin pozo muy profundo, y allí bajaron el cadá-
ver, sin quitarle el traje ni las joyas. Hecho
esto, el marido abrazó á sus parientes y amigos,
se metió en un ataúd, sin oponer resistencia,
con un cantarillo de agua y siete panecillos, y
luego le bajaron del mismo modo que lo habían
hecho con su mujer. El cerro era dilatado y se
estendia hasta servir de límite al mar, y el pozo
era muy profundo. Terminada la ceremonia,
volvieron á colocar la piedra sobre la entrada.
« No necesito deciros, señores, que presencié
desconsoladamente aquellos funerales. Todas
las demás personas que asistieron á ellos se
manifestaron poquísimo conmovidas, acostum-
bradas á ver muchas veces lo mismo. Mas no
pude menos de franquearme con el rey dicién-
dole lo que pensaba sobre este punto. « Señor,»
le dije, « no está en mi mano el desechar la
estrañeza de esta costumbre que reina en vues-
tros estados enterrando á los vivos con los di-
funtos. He viajado mucho y he tratado á jentes,
de muchas naciones, y nunca oí hablar de ley
tan inhumana. — < ¿ Qué quieres, Sindbad ? » me
respondió el rey, « es una ley común, á la que
yo mismo estoy avasallado : me enterrarán vivo
con la reina mi esposa, si muere antes que yo.
— Pero, señor, » le dije, « ¿ me atreveré á pre-
368
LAS MIL Y UNA NOCHES.
gunlar á vuestra majestad si los estranjeros es-
tán obligados á seguir esa costumbre ? — Sin
duda, » repuso el rey sonriéndose del motivo
de mi pregunta : « no están esceptuados cuando
están casados en esta isla. »
« Volví acongojado á casa con esta respuesta.
La zozobra de que mi esposa muriera primero
y que me enterraran vivo con ella me sujeria
reflexiones muy angustiosas. Sin embargo, ¿ qué
remedio cabia en tamaño quebranto? Fué pre-
ciso armarse de paciencia y dejarlo á la volun-
tad de Dios. Empero temblaba á la menor in-
disposición que apuntaba á mi mujer ; pero ¡ ay
de mí ! pronto se realizaron mis zozobras, pues
adoleció verdadera y gravemente y murió en
pocos dias. »
Á estas palabras, Cheherazada terminó su
narración por aquella noche, y en la inmediata
prosiguió así :
NOCHE CCXXV.
« Haceos cargo de mi conflicto, j> dijo Sind-
bad. « Ser enterrado vivo no me parecía un fin
menos lamentable que el de ser devorado por
antropófagos. Sin embargo, no cabia arbitrio.
El rey, acompañado de toda su corte, quiso
honrar con su presencia las exequias, y todos
los personajes de la ciudad me hicieron también
el obsequio de asistir á mi entierro.
« Guando todo estuvo dispuesto para la cere-
monia, colocaron el cuerpo de mi mujer en un
ataúd con todas sus joyas y atavíos, y la comi-
tiva emprendió su marcha. Como segundo galán
de tan lamentable trajedia , seguía inmediata-
mente el ataúd de mi mujer, anegados los ojos
en llanto y lamentándome de mi desgraciada
suerte. Antes de llegar al cerro, quise hacer
una tentativa en el ánimo de los circunstantes.
Encáreme primeramente con el rey, después
con todos los que se hallaron al rededor de mí,
é inclinándome delante de ellos hasta el suelo
para besar el estremo de su vestido, les pedí
que tuvieran compasión de mí. « Considerad, »
les decía, « que soy estranjero, y no debo estar
comprendido en una ley tan rigurosa, pues
tengo otra mujer é hijos en mi país. » Por mas
que pronuncié estas palabras con acento lasti-
mero, nadie se enterneció; al contrario, se
apresuraron á bajar al pozo el cuerpo de mi
mujer, y poco después me descolgaron también
en otro ataúd descubierto con un cantarillo de
agua y siete panes. Terminada.por fin aquella
ceremonia, tan funesta para mí, colocaron la
piedra en la entrada del pozo, á pesar de mi
sumo quebranto y de mis lamentables gritos.
« Al paso que me acercaba al fondo, descu-
bría, á la escasa vislumbre que calaba de lo
alto, la disposición de aquel lugar subterráneo.
Era una cueva muy estensa y que podía tener
cincuenta codos de hondo. Pronto sentí un he-
dor insufrible que despedían muchos cadáveres
que había á derecha é izquierda, y aun creí oír
que los últimos que habían bajado vivos daban
el postrer suspiro. Con todo, cuando llegué
abajo, salté prontamente del ataúd, y me alejé
de los cadáveres, tapándome las narices. Me
tendí en el suelo y permanecí largo rato anegado
en llanto. Entonces recapacitando sobre mi
triste suerte, « Es cierto, » decía, « que Dios
dispone de nosotros según los decretos de su
Providencia; pero, pobre Sindbad, ¿ no es
culpa tuya si te ves condenado á una muerte
tan estraña ? ¡ Ojalá hubieses perecido en al-
guno de los naufrajios de que te salvaste ! no
morirías ahora de modo tan lento y terribie
en todas sus circunstancias. Pero tú te los has
acarreado con tu maldita codicia. ¡ Ah desven-
turado! ¿ no era mejor que te hubieses que-
dado en tu casa, disfrutando el producto de tus
afanes ? »
(dales eran las querellas infructuosas con
que hacia resonar la cueva, lastimándome la
cabeza y el pecho de rabia y desesperación y
engolfándome en las aprensiones mas horroro-
sas. Con todo, en vez de llamar la muerte en
mi auxilio, el amor á la vida asomó todavía en
mi interior y me animó á prolongar mi3 dias.
CUEiNTOS ÁRABES.
Fui á tientas, y tapándome las narices, á buscar
el pan y el agua que estaban en mi ataúd, y me
puse á comer.
« Aunque la oscuridad que reinaba en la cue-
va era tan densa que no se distinguía el día de
la noche, no por eso dejé de encontrar mi ataúd,
y me pareció que la estancia era mas espaciosa
y estaba mas llena de cadáveres de lo que al
pronto había creído. Viví algunos días con mi
pan y agua; pero al fin, no teniendo mas, me
preparé á morir... »
Cheherazada dejó de hablará estas últimas
palabras, y á la noche inmediata habló en estos
términos ;
NOCHE CCXXVI.
a Ya no aguardaba mas que la muerte, » pro-
siguió Sindbad, « cuando oí levantar la piedra.
Bajaron un cadáver y una persona viva. El
muerto era un hombre. Natural es tomar deter-
minaciones estraordinarias en los grandes apu-
ros ; cuando bajaban la mujer, me acerqué al
lugar en que debia colocarse su ataúd, y cuando
advertí que cubrían la entrada del pozo, descar-
gué sobre la cabeza de la desgraciada dos ó tres
grandes golpes con un gran hueso con que me
habia armado. Quedó aturdida, ó mejor diré,
la maté ; y como no hacia este acto inhumano
sino para aprovecharme del pan y agua que es-
taban en el ataúd, tuve provisiones para algu-
nos días. Al cabo de este tiempo bajaron una
mujer muerta y un hombre vivo : maté al hom-
bre del mismo modo, y como, felizmente para
mí, hubo entonces una especie de mortandad
en la ciudad, no carecí de viveres, valiéndome
siempre del mismo arbitrio.
<c Un dia que acababa de matar una mujer, oí
respirar y andar. Adelánteme hacia donde salía
el ruido ; oí respirar con mas fuerza, y me pa-
reció ver un objeto que huia. Seguí aquella
especie de sombra , que se paraba á veces y
respiraba siempre al huir cuando yo me acer-
caba á ella. La perseguí tanto rato y fui tan
lejos, que al fin divisé una luz que parecía una
estrella. Fui andando hacía esta luz, perdién-
dola á veces de vista, según me la ocultaban los
obstáculos; pero siempre volvía á hallarla, y al
fin descubrí que provenia de una hendidura de
la peña, bastante ancha para pasar por ella.
« Á este descubrimiento, me paré un rato
para recobrarme de la violenta conmoción que
habia sentido ; luego, habiéndome adelantado
T. I.
hasta la hendidura, pasé por ella y me hallé en
la orilla del mar. Imajinaos el estremo de mi
júbilo ; fué tal que me costó persuadirme que no
era un sueño. Cuando me convencí de que era
una realidad positiva y mis sentidos hubieron
vuelto á su asiento acostumbrado, comprendí
que el ser que habia oído respirar y habia se-
guido, era algún animal salido del mar queso-
lia entrar en la gruta para alimentarse de cadá-
veres.
« Escudriñé el monte y observé que estaba
situado entre la ciudad y el mar, sin tener comu-
nicación por ningún camino, porque estaba tan
empinado, que la naturaleza no lo habia hecho
asequible. Póstreme en la playa para dar gra-
cias á Dios de la merced que acababa de ha-
cerme. Volví después á la cueva para recojer el
pan, que salí á comer á la luz del dia con mejor
apetito del que habia tenido desde que me
habían empozado en aquel pavoroso sitio.
« Volví otra vez á dentro, y á tientas recojí
en los ataúdes todos los diamantes, rubíes, per-
las, brazaletes y preseas de oro, y por fin cuan-
tas ricas telas hallé á mano. Llévelo todo á la
orilla del mar, hice varios líos con las cuerdas
que habían servido á descolgar los ataúdes y los
dejé en la playa, aguardando una ocasión pro-
picia, sin miedo de que la lluvia los echase á
perder, por cuanto á la sazón era verano.
« Al cabo de dos ó tres días, divisé un bajel
que acababa de salir del puerto y pasó muy
cerca del paraje en donde me hallaba. Hice se-
ñas con la tela de mi turbante y voceé con
cuanto brio me fué dable para que me oyesen.
Lógrelo, y echaron la lancha para recojerme.
Preguntándome los marineros por qué desgra-
24
370
LAS MIL Y UNA NOCHES.
cia me hallaba en aquel paraje, respondí que
me habia salvado dos dias antes de un naufrajio
con las mercancías que estaban viendo. Afor-
tunadamente para mí, aquellas jentes, sin pa-
rarse en el lugar donde me hallaba, ni si era
verosímil lo que les decía, se contentaron con
mi respuesta, y me llevaron con mis lios.
« Cuando llegarnos á bordo, el capitán, satis-
fecho en su interior con su fineza, y embargado
con la maniobra del buque, tuvo igualmente á
bien creer el supuesto naufrajio que le dije ha-
ber padecido. Ofrecíle algunas piedras precio-
sas ; pero no quiso aceptarlas.
'« Pasamos por delante de muchas islas, y
entre otras la llamada de las Campanas, que
dista diez jornadas de la de Serendib, y seis de
la de Kela, en la cual desembarcamos. En ella
hay minas de plomo, caña de Indias y escelente
alcanfor.
a El rey de la isla de Kela es riquísimo y po-
deroso, estendiéndose su autoridad á toda la
isla de las Campanas, que tiene dos jornadas de
ancho, y cuyos habitantes son tan bárbaros que
aun comen carne humana. Después de haber
traficado aventajadamente en aquella isla, di-
mos la vela y tocamos en otros muchos puer-
tos. Finalmente, llegué con toda felicidad á
Bagdad con infinitas riquezas, que es por demás
el irlas refiriendo. Para dar gracias á Dios por
los favores que me Jiabia hecho, di muchas li-
mosnas, ya para el sosten de varias mezquitas,
como para la subsistencia de los pobres, y em-
pecé ádiverlime con mis parientes y amigo?. »
Aquí acabó Sindbad la narración de su cuarto
viaje, que causó á sus oyentes mas admiración
que los tres anteriores. Hizo un nuevo presente
de cien zequines á Hindbad, á quien rogó que
volviera con los demás el dia siguiente á la
misma hora, para comer con él y oir la narra-
ción de su quinto viaje. Hindbad y los denwLi
convidados se despidieron de él y se retiraron.
Al dia siguiente, en estando juntos, se sentaren
á la mesa, y al acabarse la comida, que dur/>
tanto como las demás, Sindbad empezó de este
modo la relación de su quinto viaje :
QUINTO VIAJE DE SINDBAD EL MARINO.
« Los recreos vinieron á borrar de mi memo
ria todos los tropiezos y quebrantos que habia
padecido, sin poderme desarraigar la pasión <!*;
emprender nuevos viajes. Por eso compré mer-
cancías, las mandé enfardar y cargar en carrua-
jes y me encaminé con ellas al primer puerlo
de mar. Allí, para no depender de patrones y
tener un buque á mis órdenes, me tomé el tra -
bajo de mandar construir uno y lo equipé á mi
costa. Luego que estuvo corriente, cargué en él
mis mercancías, me embarqué, y como no tenia
cargamento completo, admití á varios mercado-
res de diferentes naciones con sus jéneros.
a Dimos la vela al primer viento favorable y
nos hicimos á la mar. Al cabo de una larga na-
vegación, el primer lugar en que desembarca-
mos fué una isla desierta, en la que hallamos el
huevo de un roe, de un tamaño semejante al
que os dije anteriormente. Contenia un roe pró-
ximo á salir á luz, pues el pico empezaba á aso-
mar. »
Á estas palabras, Cheherazada calló, pues ya
entraba la luz en el aposento del sultán de las
Indias. Á la noche siguiente prosiguió así :
NOCHE CCXXVII.
Sindbad el marino dijo, al referir su quinto
viaje : « Los mercaderes que se habían embar-
cado en mi bajel, y que habian desembarcado
conmigo, rompieron el huevo á hachazos é hi-
cieron una abertura por la cual sacaron el roe á
pedazos y lo asaron. Yo les habia advertido con
muchas veras que no tocaran al huevo, pero no
quisieron escucharme.
«Apenas hubieron acabado el banquete,
cuando aparecieron en el aire, bastante lejos de
nosotros, dos grandes nubes.El capitán que yo
habia asalariado para gobernar la nave, sabien-
CUENTOS ARABSE.
371
do por esperiencia lo que significaba aquello,
clamó que eran los padres del roe y nos instó á
que nos embarcásemos prontamente para evitar
el fracaso que estaba previendo. Seguimos su
consejo con afán y nos hicimos á la mar con
toda prontitud.
« Entretanto los dos roes se acercaron dando
espantosos alaridos, que redoblaron, cuando
vieron el estado en que se hallaba el huevo y
que el pollo no existia. Tendieron su vuelo ha-
cia el paraje de donde habían venido, con in-
tención de vengarse, y desaparecieron por un
rato, mientras nosotros forzamos vela para ale-
jarnos y evitar lo que no dejó de sucedemos.
« Volvieron y observamos que tenían cada
uno en las garras un peñasco de enorme tama-
ño. Guando estuvieron cabalmente sobre mi bu-
que, se pararon, y cerniéndose en el aire, uno
de ellos soltó el peñasco que tenia agarrado,
pero gracias á la maestría del piloto, que hizo
virar el buque echando á la banda el timón, no
cayó encima, y sí al lado en el mar, que se en-
treabrió de modo que casi se le descubrió el fon-
do. La otra ave, por nuestra desgracia, dejó
caer el peñasco tan puntualmente sobre el me-
dio del buque, que lo estrelló é hizo mil peda-
zos. Todos los marineros y pasajeros quedaron
aplastados ó sumerjidos. Yo fui uno de los últi-
mos ; pero volviendo sobre el agua, tuve la
suerte de asirme de una tabla. Así agarrado, y
ayudándome ya con un brazo, ya con el otro,
favoreciéndome el viento y la corriente, llegué
á una isla, cuya playa era muy brava, pero con
todo vencí aquella dificultad y me salvé.
« Sentéme sobre la yerba para recobrarme
un poco de la fatiga, y luego habiéndome levan-
tado, me entré por la isla para reconocer el ter-
reno. Me pareció que me hallaba en un jardín
delicioso : veía por todas partes árboles , unos
cargados de frutas verdes, y otros de flores, y
arroyos de agua cristalina que daban mil revuel-
tas. Comí de aquellas frutas, que hallé escelen-
tes, y bebí de aquella agua, que me convidaba
á beber.
« A la caida de la noche me tendí sobre la
yerba en un paraje bastante cómodo ; pero no
dormí ni una hora, y mi sueño fué tan solo á
ratos , por la zozobra de verme solo en un lug; r
tan desierto. Así pasé la mayor parte de la no-
che en estremo inconsolable y reconviniéndorr.c
por la insensatez que habia padecido en no que-
darme en casa en vez de emprender aquel i'lti-
mo viaje. Estas reflexiones me arrebataron hasta
el punto de intentar un crimen contra mi exis-
tencia ; pero la luz del dia desvaneció mi deses-
peración. Levánteme y fui andando entre l<s
árboles, no sin zozobra.
« Habiéndome internado un tanto por 4a isla ,
descubrí un anciano que me pareció muy que-
brantado. Estaba sentado á la orilla de un ar-
royo , y al pronto me imajiné que era alguno
que habia naufragado como yo. Acerquéme á
él, salúdele, y solo me contestó con una escasa
cabezada. Pregúntele lo que estaba haciendo
allí; pero en vez de contestarme, me hizo seña
que le tomara en hombros y le pasara al otro
lado del arroyo, dándome á entender que era
para cojer fruta.
« Creí que necesitaba aquel favor ; por lo tanto
e tomé en hombros y atravesé el arroyo. « Ba-
jad , » le dije entonces agachándome para ayu-
darle ; pero en vez de bajarse (y aun me rio
cuando me acuerdo) , aquel anciano , que me
habia parecido tan decrépito , pasó lijeramenlc
al rededor de mi cuello sus dos piernas , cu^o
pellejo era semejante al de una vaca, poniéndose
á horcajadas sobre mis hombros , apretándome
tanto la garganta como si quisiera ahogarme.
Sobrecojido de susto, cai desmayado. »
Cheherazada hubo de suspender su narración,
porque ya amanecía, y á la noche siguiente con-
tinuó de esta manera :
372
LAS MIL Y UNA NOCHES.
NOCHE CCXXYIII.
u Á pesar de mi desmayo, » dijo Sindbad, a el
importuno anciano se mantuvo siempre asido
del cuello, y solo separó un poco las piernas
para que pudiera volver en mí. Cuando hube
recobrado el sentido, me apoyó fuertemente un
pié contra el pecho, y golpeándome reciamente
con el otro en el costado , me obligó á que me
levantara á pesar mió. Luego que estuve en pié,
me hizo andar por debajo de los árboles ; me
precisó á que me parase para cojer y comer las
frutas que encontrábamos; no me soltaba du-
rante el dia , y cuando yo quería descansar de
noche , se tendía en el suelo conmigo , siempre
asido de mi pescuezo. Todas las mañanas me
despertaba empujándome, y luego que me habia
levantado, me hacia andar apretándome con sus
pies. Imajinaos, señores, cual seria mi congoja
viéndome abrumado de aquella carga, sin podér-
mela quitar de encima.
« Un dia hallé en el camino muchas calabazas
secas , que se habían caido de un árbol , y ha-
biendo cojido una bastante gruesa , la limpié
bien y esprími dentro de ella el jugo de varios
racimos de uva, fruta que abundaba en aquella
isla y que encontrábamos á cada paso. Cuando
hube llenado la calabaza, la puse en un paraje
al que tuve la maña de hacer que el viejo me
llevase á pocos días. Allí cojí la calabaza, y lle-
vándola á la boca , bebí un escelente vino , que
me hizo olvidar por un rato el pesar mortal que
me tenia angustiado. Esta bebida me dio ánimo,
y aun me puso alegre , de modo que empecé á
cantar y á saltar caminando.
u £1 anciano , que advirtió el efecto que me
habia causado aquella bebida y que le llevaba
con mas lijereza de lo que solía , me hizo seña
para que le dejara beber de ella : preséntele la
calabaza , cojióla , y como el licor le pareció
agradable , la apuró hasta la última gota. Bebió
bastante para embriagarse : cuando los vapores
del vino se le subieron á la cabeza , empezó á
cantar á su modo y á menearse sobre mis hom-
bros. Los saltos que daba le hicieron arrojar lo
que tenia en el estómago, y sus piernas se aflo-
jaron un poco , de modo que viendo que ya no
me apretaba , le tiré al suelo en donde quedó
sin movimiento. Entonces cójí una gruesa pie-
dra y le aplasté con ella la cabeza.
«Grande fué mi alegría al verme libre de
aquel maldito viejo , y me encaminé hacia la
orilla del mar, en donde encontré algunos mari-
neros pertenecientes á un bajel que acababa de
fondear para hacer aguada y cojer algunas fru-
tas. Quedaron muy admirados al verme y oir
las circunstancias de mi aventura. «Habíais
caído,» me dijeron, «en manos del Viejo del
mar, y sois el primero á quien no ha ahogado.
Nunca abandonaba á los que habia cojido, hasta
que los habia ahogado , y ha hecho esta isla cé-
lebre por las muchas personas que ha muerto.
Los marineros y mercaderes que desembarca-
ban en ella nunca se atrevían á internarse, sino
en partidas. »
«Después de haberme informado de todas
estas particularidades, me llevaron consigo á su
buque, cuyo capitán se manifestó gozoso en ad-
mitirme, cuando supo cuanto me habia sucedido.
Pronto dio la vela , y al cabo de algunos días de
navegación, fondeamos en el puerto de una
gran ciudad, cuyas casas estaban edificadas con
grandiosos sillares.
« Uno de los mercaderes de la nave , que me
habia cobrado amistad, me obligó á que lé acom-
pañara, y me llevó á un parador destinado para
servir de albergue á los mercaderes estranjeros.
Otóme un gran saco ; luego habiéndome reco-
mendado á algunos hombres de la ciudad , que
llevaban como yo su saco , y rogádoles que me
llevaran consigo á cojer cocos, «Id, » me dijo,
« seguidlos y haced como ellos, y no os alejéis,
porque os espondriais. » Dióme víveres para
aquel dia y me marché con aquella jente.
« Llegamos á un gran bosque de árboles muy
elevados y rectos y cuyo tronco era tan liso que
no era posible subir por él hasta las ramas donde
estaba el fruto. Todos los árboles eran cocales,
cuya fruta queríamos cojer. Á entrar en el bos-
que , vimos gran número de monoS y micos ,
CUENTOS ÁRABES.
373
que huyeron luego que nos descubrieron , y se
subieron á la copa de los árboles con ajilidad
asombrosa. »
Cheherazada quena proseguir, pero ya aso-
maba el dia, y así dejó la continuación para la
noche siguiente.
NOCHE CCXXK.
« Los mercaderes con quienes me hallaba, »
prosiguió Sindbad, «juntaron piedras y las ti-
raron con toda su fuerza á las copas de los árbo-
les contra los monos. Imité su ejemplo , y vi
que aquellos animales, conociendo nuestro in-
tento, iban cojiendo los cocos afanadamente, y
nos los tiraban con jestos que demostraban su
ira y encono. Amontonamos los cocos, y de
cuando en cuando tirábamos piedras para enco-
lerizar á los monos. Por este medio llenábamos
nuestros sacos, lo cual de otro modo nos hu-
biera sido imposible.
« Logrado el intento, nos volvimos á la ciu-
dad, en donde el mercader que me habia en-
viado al bosque me dio el valor del saco de co-
cos que habia traido. « Continuad, » me dijo,
« é id todos los dias á hacer lo mismo hasta que
hayáis ganado con que poderos volver á vues-
tro pais. » Dile gracias por su buen consejo, é
insensiblemente fui acopiando tantos cocos, que
importaban una cantidad considerable.
« El buque donde habia llegado se habia
marchado con unos mercaderes que lo habían
cargado de cocos. Aguardé la llegada de otro,
que pronto fondeó en el puerto de aquella ciu-
dad en busca de cargamento igual. Mandé em-
barcar todos los cocos que me pertenecían, y
• cuando estuvo pronto á dar la vela, fui á des-
pedirme del mercader á quien tanto debia. No
pudo embarcarse conmigo, porque aun no habia
redondeado sus negocios.
« Salimos y nos encaminamos hacia la isla en
donde abunda la pimienta. Desde allí pasamos
á la isla de Coman, que da la mejor madera de
aloe, y cuyos habitantes observan la ley invio-
lable de no beber vino ni consentir ningún lu-
panar. En estas dos islas cambié mis cocos por
pimienta y madera de aloe, y fui con otros mer-
caderes á la pesca de las perlas, en donde tomé
buzos asalariados por mi cuenta. Pescaron gran
canutad de perlas muy gruesas y redondas.
Volví á embarcarme en un bajel que llegó prós-
peramente á Balsora ; desde allí regresé á Bag-
dad, en donde saqué mucho dinero de la pi-
mienta, madera de aloe y perlas que habia
traido. Distribuí en limosnas la décima parte de
mis ganancias , como en mis viajes anteriores,
y procuré descansar de mis fatigas con toda
clase de recreos. »
Al acabar estas palabras, Sindbad mandó que
dieran otros cien zequines á Hindbab, quien se
retiró con los demás convidados. Al dia si-
guiente concurrió la misma reunión á casa del
rico Sindbad , quien , después de haber obse-
quiado á los circunstantes, pidió audiencia y
refirió su sexto viaje del modo que voy á de-
ciros :
SEXTO VIAJE DE SINDBAD EL MARINO.
« Señores, » les dijo, « sin duda estáis deseo-
sos de saber cómo, después de haber naufragado
cinco veces y haber corrido tantos riesgos, pude
determinarme otra vez á probar fortuna y bus-
car nuevas desdichas. Cuando lo reflexiono, yo
mismo me pasmo, y seguramente debia arreba-
tarme por ese rumbo mi estrella. Como quiera
que sea , al cabo de un año de descanso, me
preparé para emprender un sexto viaje, á pesar
de los ruegos de mis parientes y amigos , que
todos echaron el resto por detenerme.
« En vez de encaminarme al golfo Pérsico,
atravesé otra vez varias provincias de la Persia
y de las Indias y llegué á un puerto de mar, en
donde me embarqué en un buque velero, cuyo
capitán estaba en ánimo de emprender una
larga navegación. Esta fué con efecto larguísi-
ma; pero al mismo tiempo tan desventurada,
que capitán y piloto perdieron su rumbo, de
modo que ignoraban donde nos hallábamos.
374
LAS MIL Y UNA NOCHES.
Por fin lo conocieron ; pero no tuvimos motivo
para alegrarnos cuantos íbamos en el buque,
cuando un dia vimos con suma estrañeza que
el capitán se levantaba de su asiento dando ala-
ridos. Tiró al suelo el turbante, empezó á me-
sarse la barba y á golpearse la cabeza, como un
hombre á quien la desesperación ha trastornado
el juicio. Preguntárnosle por qué se desesperaba
de aquel modo « Os anuncio, » nos respondió,
que nos hallamos en el paraje mas peligroso del
mar. Una corriente rapidísima se lleva al bu-
ce Hecho esto, díjonosel capitán : «Dios acaba
de hacer lo que ha sido de su agrado. Podemos
abrir cada uno nuestra huesa y darnos el adiós
postrero, porque estamos en un lugar tan fu-
nesto, que ninguno de cuantos fueron arrojados
aquí antes que nosotros volvió nunca á su pais.»
Estas palabras nos causaron mortal aflicción y
nos abrazamos unos á otros anegados en llanto
y lamentando nuestra desgraciada suerte.
« El monte á cuya falda nos hallábamos for-
maba la costa de una isla muy larga y estensa.
r^
que, y vamos á perecer todos dentro de un
cuarto de hora. Rogad á Dios que nos libre de
este peligro : no podemos evitarlo, si no se
apiada de nosotros. » Á estas palabras, mandó
aferrar velas ; pero las cuerdas se rompieron en
la maniobra, y el buque, sin que fuera posible
remediarlo, fué arrebatado por la corriente á la
falda de un monte inaccesible, en donde encalló
y se abrió, aunque de modo que al paso que
salvamos nuestras vidas pudimos desembarcar
nuestros víveres y ma3 prociosa » mercancías.
Estaba cubierta de trozos de embarcaciones que
habían naufragado, y presuminos que se habia
perdido allí mucha jente , á vista de los monto-
nes de huesos que se encontraban de trecho en
trecho y nos horrorizaban en estremo. Increíble
parecia también la gran cantidad de mercancías
y riquezas que se presentaban por todas partes
á nuestra vista. Pero todos estos objetos solo
sirvieron para aumentar el desconsuelo que nos
estaba acosando. Así como los rios en todas
pactes corren á echarse en el mar, allí, al con-
CUENTOS ÁRABES.
375
trario, un rio caudaloso de agua dulce se aleja
del mar y se interna en la costa pasando por
una cueva lóbrega, cuya abertura es sumamente
alta y ancha. Lo mas notable de aquel sitio es
que las piedras del monte son de cristal, de ru-
bíes ó de otras piedras preciosas» También se ve
un manantial de una especie de pez ó resina
que corre al mar, y que los peces tragan y luego
restituyen convertido en ámbar gris , que arro-
jan las olas sobre la arena que está cubierta de
él. También se encuentran árboles, que son la
n^ayor parte de madera de aloe y no desmerece
en bondad de la de Coman.
« Para terminar la descripción de aquel sitio,
que puede llamarse un abismo, puesto que nada
vuelve de él, debo decir que es imposible que
los buques puedan alejarse cuando se han
acercado á cierta distancia. Si los impele el
viento de mar, este y la corriente los pierden,
y si se hallan allí cuando sopla el viento de
tierra, que pudiera favorecer su desvio, la al-
tura del monte lo detiene y ocasiona una calma
que franquea el empuje de la corriente que los
lleva contra la costa , en donde se estrellan ,
como le sucedió al nuestro. Para completar
aquella desventura , no es posible trepar á la
cumbre del monte ni salvarse por ningún pa-
raje.
« Permanecimos en la playa como hombres
que han perdido el juicio y aguardábamos la
muerte de dia en dia. Al principio habíamos
hecho partes iguales de los víveres, y así cada
ano vivió mas ó menos que sus compañeros,
según su temperamento y el uso que hizo de sus
provisiones. »
Cheherazada dejó de hablar, viendo que aso-
maba el dia, y al siguiente prosiguió de este
modo la narración empezada :
NOCHE CCXXX.
a Los que murieron primero , » prosiguió
Sindbad , « fueron sepultados por los demás ;
eu cuanto á mí, tributé lbs últimos ayes á todos
mis compañeros, lo cual no debéis estrañar,
porque, además de haber economizado mejor
que ellos las provisiones que me habían cabido
en suerte, guardaba reservadas otras que habia
tenido cuidado de ocultar á mis compañeros.
Con todo, cuando enterré al último, me queda-
ban tan pocos víveres, que juzgué que no po-
dría existir mucho tiempo , de modo que me
abrí yo mismo mi sepultura, determinado á ten-
derme en ella , ya que no habia quien me en-
terrase. Os confieso que al afanarme con seme-
jante tarea, no pude menos de acordarme de
que era yo mismo causa de mi perdición, y me
arrepentí de haberme comprometido en este
último viaje. No paré en estas reflexiones : me
ensangrenté las manos á bocados, y poco faltó
para que anticipase mi muerte.
« Pero Dios se apiadó aun de mí y me inspiró
la idea de ir hasta el rio que se simaba bajo la
bóveda de la cueva. Allí, después de haber
examinado el rio con todo ahinco, dije acá para
conmigo : « Este rio que se oculta asi debajo de
la tierra debe salir por algún paraje. Cons-
truyendo una balsa y abandonándome en ella á
la corriente del agua, llegaré á una tierra habi-
tada ó pereceré : en este caso, no habré hecho
sino cambiar de muerte ; si al contrario salgo
de este sitio fatal, no solo evitaré la desventu-
rada suerte de mis compañeros , sino que ha-
llaré acaso alguna nueva ocasión de enrique-
cerme. ¿Quién sabe si la fortuna me aguarda al
salir de este pavoroso escollo para indemni -
zarme con usura de mi naufrajio ? »
« No titubeé, después de esta cavilación, en
formar una balsa ; hícela con buenos maderos y
gruesos cables, porque habia bastante en quo
escojer ; átelos fuertemente y formé una peque.m
embarcación bastante sólida. Cuando estuvo con-
cluida, la cargué con algunos fardos de rubíes,
esmeraldas, ámbar gris, cristal de roca y telas
preciosas. Habiendo puesto todas aquellas pre-
ciosidades en equilibrio y habiéndolas atado
bien, me embarqué en la balsa con dos peque-
376
LAS MIL Y UNA NOCHES.
ños remos, que no me había olvidado de hacer,
y dejándome llevar por la corriente del rio, allá
me arrojé á la voluntad de Dios.
a Luego que estuve debajo de la bóveda, ya
no vi luz ; las aguas me llevaban sin que pu-
diese advertir el rumbo que sentía : pasé algu-
nos diasen aquella oscuridad, sin divisar nunca
un rayo de luz. Una vez hallé la bóveda tan
baja que faltó poco para que me lastimase la ca-
beza, lo cual me puso alerta para evitar seme-
jante peligro. Durante aquel tiempo, solo comia
de los víveres que me quedaban lo que natural-
mente necesitaba para sostener la vida ; pero
por suma que fuese mi frugalidad, acabé con
mis provisiones. Entonces, sin que pudiera evi-
durante tu sueño Dios cambiará tu suerte de
mala en buena. »
a Uno de los negros que entendía el árabe,
habiéndome oido hablar así, se adelantó y tomó
la palabra, a Hermano, » me dijo, « no estre-
néis el vernos. Habitamos la campiña que veis,
y hemos venido hoy á regar nuestro» campos
con el agua de este rio que sale del monte inme-
diato. Hemos advertido que el agua arrastraba
algún bulto; hemos acudido inmediatamente
para ver lo que era, y hemos hallado que era
una balsa ; uno de nosotros se echó á nado y la
condujo aquí. La hemos atado, como veis, y
estábamos aguardando á que os despertaseis. Os
rogamos que nos contéis vuestra historia, que
tarto, un sueño suave se apoderó de mis senti-
dos : No me cabe deciros sí dormí mucho tiem-
po; pero al despertarme me vi con asombro en
una dilatada campiña, en la orilla de un rio en
donde estaba atada mi balsa y rodeado de mu-
chos negros. Levánteme luego que los vi, y los
saludé. Me hablaron, pero no comprendí su
lenguaje.
a En aquel momento me sentí tan arrebatado
de regocijo, que no sabia si estaba despierto.
Persuadido al fin de que no dormía, recité en
alta voz estos versos arábigos. « Invoca á la
Omnipotencia, y acudirá en tu auxilio. No tie-
nes que pensar en otra cosa. Cierra los ojos, y
debe ser muy peregrina. Decidnos cómo os ha-
béis aventurado por este rio y de dónde venís. »
Respondíles que me diesen primero de comer, y
que después satisfaría su curiosidad.
« Presentáronme varias clases de manjares,
y cuando hube tomado algún alimento, les hice
una puntual relación de cuanto me habia suce-
dido, la cual parecieron escuchar con admira-
ción. Luego que hube acabado , « Esa es, » me
dijeron por boca del intérprete, quien les habia
esplicado lo que yo acababa de decir, esa es
una historia muy particular. Es preciso que vos
mismo se la comuniquéis al rey, por ser harto
estraor diñaría para que se la refiera el mismo á
CUENTOS ÁRABES.
377
quien ha sucedido. » Respondíles que estaba
pronto á hacer lo que quisiesen.
a Los negros enviaron por un caballo, que
pronto llegó. Me lo hicieron montar, y mientras
que unos caminaron delante de mí para ense-
narme el camino, los demás, que eran los mas
robustos, tomaron la balsa en hombros con los
fardos que conducía y empezaron á seguirme. »
Á estas palabras, Gheherazada hubo de sus-
pender su relación, porque asomaba el día. Al
acabarse la noche siguiente, prosiguió en estos
términos :
NOCHE CCXXXI.
c Caminamos juntos, » dijo Sindbad, « hasta
la ciudad de Serendib, porque asi se llamaba la
isla en que me hallaba. Los negros me presenta-
ron á su rey. Me acerqué á su trono y le saludé
como se acostumbra hacerlo á los reyes de las
Indias, esto es, me postré á sus pies y besé la
tierra. Aquel príncipe me mandó levantar, y
recibiéndome con semblante afable , me hizo
adelantar y tomar asiento á su lado. Preguntóme
primeramente cómo me llamaba, y habiéndole
respondido que mi nombre era Sindbad, apelli-
dado el marino, con motivo de los muchos via-
jes que habia emprendido por mar, añadí que
era ciudadano de Bagdad. «¿Pero cómo os ha-
lláis en mis estados? » añadió, a y ¿cómo ha-
béis llegado á ellos ? »
« Nada le oculté al rey ; hícete la misma nar-
ración que acabáis de oir, y fueron tales su es-
trañeza y asombro, que mandó que se escribiera
mi aventura en letras de oro para que se con-
servara en los archivos de su reino. Luego tra-
jeron la balsa y abrieron los fardos en su pre-
sencia. Admiró la gran cantidad de madera de
aloe y ámbar gris ; pero sobre todo los rubíes y
esmeraldas, pues no habia ninguna en su tesoro
que pudiera compararse con las mias.
tt Observando que consideraba aquellas pre-
ciosidades con embeleso y que las iba mirando
muy por menor, me postré y me tomé la liber-
tad de decirle : Señor, no solo mi persona está
al servicio de vuestra majestad, sino también la
carga de la balsa, y le ruego que disponga de
ella como de un bien que le pertenece.» Díjome
sonriéndose : « Sindbad, me guardaré muy bien
de quitaros la iaas mínima parte de lo que Dios
os ha dado. Lejos de disminuir vuestras rique-
zas, pretendo aumentarlas, y no quiero que
salgáis de mis estados sin llevar pruebas de mi
liberalidad. » Solo respondí á estas palabras
exhalando votos por la prosperidad del rey y
alabando su dignación y jenerosidad. Encargó á
uno de sus oficiales que tuviera cuidado de mi
asistencia, y me mandó dar criados que me sir-
vieran á espensas suyas. Aquel empleado cum-
plió fielmente las órdenes de su señor, é hizo
trasladar á la habitación donde me alojaron
todos los fardos con que estaba cargada la
balsa.
« Diariamente á ciertas horas iba á hacer mi
corte al rey, y lo restante del tiempo lo em-
pleaba en ver la ciudad y lo que me parecía
mas digno de mi curiosidad.
« La isla de Serendib está situada bajo la
línea equinoccial : así los di as y las noches son
siempre de doce horas ; y tiene ochenta leguas
de largo y otras tantas de ancho. La capital
está situada en el estremo de un hermoso valle,
formado por un monte que está en medio de la
isla, y que es el mas elevado que hay en el
mundo. Con efecto, se descubre desde el mar,
cuando aun faltan tres dias de navegación. Allí se
encuentran rubíes, muchas clases de minerales,
y todas las peñas son de esmeril, que es una
piedra metálica que sirve para cortar las piedras
preciosas. También se ve toda clase de árboles
y plantas peregrinas, sobre todo el cedro y el
cocal. En sus orillas y en las embocaduras de
sus ríos, se pescan también perlas, y en algunos
de sus valles se encuentran diamantes. Hice por
devoción un viaje al monte á donde Adán fué
enviado después de su destierro del paraíso
terrenal, y tuve la curiosidad de subir hasta la
cumbre.
« Cuando volví á la ciudad, supliqué al rey
378
LAS MIL Y INA NOCHES.
que me permitiera regresar á mi pais, lo cual
me concedió con mucha afabilidad. Me obligó á
admitir un rico presente que mandó sacar de
su tesoro, y cuando fui á despedirme de él, me
encargó otro regalo mucho mas importante y
una carta para el jefe de los creyentes, nuestro
soberano señor, diciéndome : « Os ruego que
presentéis de mi parte este regalo y esta carta
al califa Harun Alraschid y le aseguréis mi
amistad. » Tomé respetuosamente el regalo y la
caria, prometiendo á su majestad que ejecutaría
puntalmente las órdenes de que tenia á bien
encargarme. Antes que me embarcase, aquel
monarca envió en busca del capitán y los mer-
caderes que debian embarcarse conmigo, y les
mandó que me trataran con agasajo.
« La carta del rey de Serendib estaba escrita
sobre la piel de cierto animal, muy precioso
por su escasez y cuyo color tira á amarillo. Los
caracteres de esta carta eran azulados, y he
aquí lo que contenían en lengua india :
« £1 rey de las Indias, ante quien marchan mil
elefantes, que vive en un palacio en cuyo techo
centellean cien mil rubíes, y que posee en su
tesoro veinte mil coronas engastadas con dia-
mantes, al califa Harun Alraschid :
« Aunque el presente que os enviamos es de
corta entidad , no por eso dejéis de admitirlo
como hermano y amigo , en consideración á la
amistad que os abrigamos en nuestro corazón y
de la que nos complacemos en daros un testi-
monio. Igual lugar os pedimos en la vuestra,
pues creemos merecerla , siendo de una cate-
goría igual á la que os realza. Os lo suplicamos
á título de hermano. Adiós. »
u El presente consistía : primero , en un vaso
de un solo rubí , ahuecado y trabajado en copa,
de medio pié de alto , y un dedo de macizo,
cuajado de perlas muy redondas , y todas del
peso de media dracma ; segundo , en una piel de
serpiente que tenia las escamas grandes como
una moneda común de oro y que tenia la pro-
piedad de preservar de enfermedad á quien se
acostaba sobre ella ; tercero, en cincuenta mil
dracmas de madera de aloe de la mas esquisita
y treinta granos de alcanfor del tamaño de un
alfónsigo ; y finalmente , acompañaba á todo esto
una esclava de hermosura peregrina, y cuyos
vestidos estaban cubiertos de piedras preciosas.
« £1 buque dio la vela , y después de una larga
y próspera navegación*, desembarcamos en Bal-
sora , y desde allí pasé á Bagdad. Lo primero
que hice á mi llegada fué cumplir el encargo
que se me habia cometido. »
Nada mas dijo Cheherazada porque asomaba
el dia, y dejó para la noche siguiente la conti-
nuación de esta historia.
NOCHE CCXXXII.
« Tomé la carta del rey de Serendib , » pro-
siguió Sindbad, « y fui á presentarme á la
puerta del caudillo de los creyentes , seguido de
la hermosa esclava y de las personas de mi
familia que llevaban los presentes de que estaba
encargado. Dije el motivo que allí me traia , y
al punto me llevaron ante el trono del califa.
Salúdele postrándome, y después de haberle
hecho una arenga muy concisa , le presenté la
carta y los regalos. Cuando hubo leido lo que le
escribía el rey de Serendib , me preguntó si era
cierto que aquel príncipe fuese tan poderoso y
opulento como aparecía en su carta. Póstreme
por segunda vez , y habiéndome vuelto á levan-
tar, « Caudillo de los creyentes , » le respondí t
« puedo asegurar á vuestra majestad que en
nada exajera sus riquezas y poderío, pues de
uno y otro fui testigo. No cabe objeto capaz de
causar mas admiración que la magnificencia de
su palacio. Cuando aquel monarca quiere pre-
sentarse en público , se le coloca un trono encima
de un elefante , y allí se sienta y camina en medio
de dos hileras compuestas de ministros , priva-
dos y palaciegos. Delante de él , sobre el mismo
elefante, va un oficial que empuña una lanza de
oro , y detrás del trono va otro en pié que lleva
una columna de oro en cuyo remate hay una
esmeralda de medio pié de largo y una pulgada
CUENTOS ÁRABES.
379
de grueso. Va precedido de una guardia de mil
hombres , vestidos de brocado y montados en
otros tantos elefantes ricamente enjaezados.
« Mientras que el rey va andando , el oficial
que está delante de él en el mismo elefante va
como pregonando : « He aquí al gran monarca,
al poderoso y temible sultán de las Indias , cuyo
palacio centellea tachonado de cien mil rubíes y
que posee veinte mil coronas de diamantes. He
aquí al monarca coronado, mas grande de lo
que nunca lo fueron el ínclito Solimán y el gran
Mihrajio. »
« Luego que ha pronunciado estas palabras,
sabiduría de ese rey, » me dijo , « se manifiesta
en su carta , y tras lo que acabáis de manifes-
tarme, es preciso confesar que su cordura es
digna de sus pueblos y estos dignos de ella. » Á
estas palabras, me dispidió, tras de haberme
favorecido con un precioso regalo. »
Sindbad acabó de hablar y sus oyentes se reti-
raron ; pero Hindbad recibió antes cien zequines.
Al dia siguiente volvieron á casa de Sindbad,
quien refirió en estos términos su séptimo y último
viaje :
SÉPTIMO Y ULTIMO VIAJE DE SINDBAD.
el oficial que va detrás del trono vocea : « Este
monarca tan grande y poderoso ha de morir, ha
de morir, ha de morir. » El oficial que va de-
lante clama entonces : « Loor al que vive y no
muere. »
a Además , el rey de Serendib es tan justo que
no hay jueces en su capital , ni tampoco en las
demás partes de su estados; sus pueblos no los
necesitan : ellos mismos saben y observan pun-
tual ísimamen te la justicia y nunca se apartan de
su obligación. Así los tribunales y majistrados
estarían por demás en aquel pais. » El califa se
mostró muy satisfecho de mi razonamiento. « La
« Al regresar de mi sexto viaje , orillé todo
pensamiento de emprender otros. Por otra parte
me hallaba en una edad que estaba requiriendo
reposo , y habia resuelto no esponerme mas á
los peligros á que tantas veces habia estado
espuesto. Así no pensaba mas que en pasar pla-
centeramente lo restante de mi vida. Un dia que
estaba obsequiando á unos amigos, entró uno de
mis criados á avisarme que un oficial del califa
preguntaba por mí. Al punto me levanté de la
mesa y le salí al encuentro. « El califa, » me dijo,
« me ha encargado que venga á deciros que
quiere hablaros. » Marché á palacio con el oficial,
380
LAS MIL Y UNA NOCHES.
quien me presentó á aquel príncipe, á quien
saludé postrándome á sus pies, a Sindbad , » me
dijo, « es preciso que me hagáis un servicio:
esto es, que vayáis á llevar mi repuesta y mis
presentes al rey de Serendib. Es justo que cor-
responda á su cortesanía. »
« La orden del califa fué un rayo para mí.
« Caudillo de los creyentes, » le dije, « estoy
pronto á ejecutar todo cuanto vuestra majestad
me mande; pero le ruego humildemente que
piense que estoy aburrido de las fatigas increí-
bles que tengo ya padecidas, y aun que hice
voto de no salir nunca de Bagdad. » Con este
motivo aproveché la ocasión de referirle todas mis
aventuras, que tuvo á bien escuchar hasta el fin.
« Luego que hube dejado de hablar, a Con-
fieso, » me dijo , o que esos acontecimientos son
muy estraordinarios ; pero con todo no deben
retraeros de emprender por amor mió el viaje
que os encargo. Solo se trata de que vayáis á la
isla de Serendib y cumpláis el encargo que os
doy. Hecho esto, seréis dueño de volver ; pero es
preciso que vayáis, porque ya veis que no seria
decoroso ni propio de mi dignidad que fuese
deudor del rey de aquella isla. » Como vi que el
califa exijia absolutamente que lo hiciese, le
manifesté que estaba dispuesto á obedecerle, lo
cual le sirvió de suma complacencia y me mandó
entregar mil zequines para gastos de viaje.
« Á pocos dias estuve corriente , y luego que
me hubieron entregado los presentes del califa
y una carta escrita de su puño, tomé el camino
de Balsora y allí me embarqué. Mi navegación
fué muy próspera y llegué á la isla de Serendib.
Allí espuse á los ministros el encargo que traia
y les rogué que me hicieran dar audiencia, en lo
cual estuvieron puntualísimos. Lleváronme á
palacio con toda distinción, y allí saludé al rey,
postrándome según costumbre. « Aquel monarca
me conoció al punto y manifestó suma alegria de
volverme á ver. « ¡ Ah! Sindbad, » me dijo,
« bien venido seáis. Os juro que he pensado
muchas veces en vos desde vuestra partida.
Bendigo este dia , ya que nos volvemos á ver. »
Dile gracias por su dignación, y luego le pre-
senté la carta y los regalos del califa , que red*
bió con mucha satisfacción.
« El califa le enviaba una completa cama de
brocado , tasada en mil zequines , cien vestidos
de riquísima tela , otros ciento de tela blanca ,
la mas fina del Cairo , Suez , Cufa y Alejandría ;
otra cama carmesí y otra de diferente hechura ;
un vaso de ágata mas ancho que hondo , de un
dedo de macizo y medio pié de diámetro , cuyo
interior representaba, en bajo relieve, un hombre
semi arrodillado que iba á disparar una flecha
contra un león ; y finalmente , nna rica mesa
que, según tradiciones, había pertenecido al
gran Salomón. La carta del califa iba en estos
términos :
« Salud , en el nombre del supremo Guia del
recto camino , al poderoso y feliz sultán , de
parte de Abdalá Harun Alraschid , á quien Dios
lia colocado en el puesto de honor después de
sus antepasados de venturosa memoria.
« Con alegría recibimos vuestra carta y os
enviamos esta, salida á luz del consejo de nues-
tra Puerta , jardin de sumos injenios. Esperamos
que al pasar por ella la vista , conoceréis nuestra
buena intención y qi:e os será grata. Adiós. »
« El rey de Serendib se alegró de ver que el
califa correspondía á la amistad que le había
manifestado. A poco tiempo de esta audiencia ,
solicité la de mi despedida , que tuve trabajo en
conseguir. Lógrela al fin, y el rey, al despe-
dirme, me hizo un presente de mucha conside-
ración. Embarquéme al punto con ánimo de
volver á Bagdad ; pero no tuve !a suerte de
llegar como k> esperaba, y Dios lo dispuso de
otro modo.
« Tres ó cuatro dias después de nuestra par-
tida , fuimos atacados por unos corsarios , que
se apoderaron con tanta mayor facilidad de
nuestro buque, en cuanto no se hallaba en estado
de defensa. Algunos quisieron resistirse, pero
les costó la vida ; en cuanto á mí y á los que
tuvieron la cordura de no oponerse ai intento de
los corsarios , quedamos esclavos. »
* Asomaba el dia, y Cheherazada suspendió 9U
narración hasta la noche siguiente.
-£3^
CUENTOS ÁRABES,
asi
noche ccxxxin.
Señor , dijo la sultana , Siodbad prosiguió re-
firiendo las aventuras de su último viaje : « Lue-
go que los corsarios nos hubieron desnudado á
todos y dádonos malos vestidos en lugar de los
nuestros , nos llevaron á una grande isla muy
distante , en donde nos vendieron.
a Caí en manos de un rico mercader, el cual,
apenas me compró , cuando me llevó á su casa,
me dio bien de comer y me vistió de esclavo.
A pocos dias , como no se habia informado to-
davía de mí , me preguntó si sabia algún oficio.
Respondíle , sin darme á conocer , que no era
un artesano , sino un mercader de profesión , y
que los corsarios que me habian vendido me
habían quitado cuanto tenia. « Pero decidme , »
repuso , « ¿ no sabríais disparar el arco ? » Res-
pondíle que era uno de los ejercicios de mi
mocedad , y que desde entonces no lo habia
olvidado.
« Dióme entonces un arco y flechas, y ha-
biéndome hecho montar detrás de él sobre un
elefante , me llevó á un bosque á algunas leguas
de- la ciudad y muy estenso. Internámonos en
él, y cuando juzgó conveniente apearse, me
hizo bajar , y enseñándome un árbol frondoso,
« Trepad á ese árbol , » me dijo , « y tirad á los
elefantes que veáis pasar ; porque hay muchísi-
mos en este bosque. Cuando hayáis tendido al-
guno, venid á comunicármelo. » Dicho esto, me
dejó comestibles , volvióse á la ciudad , y yo
quedé en el árbol al acecho durante toda la
noche.
« Ninguno vi en toda ella , pero á la madru-
gada al asomar el sol , vi comparecer gran nú-
mero , les tiré algunas flechas , y al fin cayó
uno tendido. Los demás se retiraron y me deja-
ron en libertad de ir á avisar á mi amo de la caza
que acababa de hacer. Con motivo de esta noti-
cia , me dio una buena comida , alabó mi destre-
za y me hizo mucho agasajo. Luego fuimos jun-
tos al bosque y abrimos un hoyo en el que en-
terramos al elefante que yo habia muerto. Mi
amo intentaba volver cuando el animal se hubie-
se podrido , para recojer los colmillos y traficar
con ellos.
(( Continué aquella cacería por espacio de dos
meses , y no pasaba día en que no matase al-
gún elefante. No siempre me ponia al acecho en
el mismo árbol ; unas veces me colocaba en uno,
y otras en otro. Una mañana que aguardaba la
llegada de los elefantes , advertí con admiración
que, en vez de pasar por delante de mí , atra-
vesando el bosque como de costumbre , se para-
ron y acercaron á mí con tan horroroso estruen-
do , y en tanto número , que cubrían la tierra y
la hacían temblar. Acercáronse al árbol en que
estaba subido y lo rodearon con las trompas le-
vantadas y los ojos clavados en mí. A tan estra-
ño espectáculo , permanecí inmóvil y me sobre-
cojió tal espanto , que el arco y las flechas se
me cayeron de las manos.
« No era Vano mi temor , pues así que Iqs
elefantes me hubieron mirado un rato , uno de
los mayores abrazó el tronco del árbol con su
trompa é hizo tal esfuerzo , que lo arrancó y
derribó en el suelo. Caí con el árbol ; pero el
animal me cojió con su trompa y me colocó so-
bre su lomo , sobre el que me senté mas muerto
que vivo , con la aljaba colgada á la espalda.
Luego se puso al frente de todos los demás, que
le seguían de tropel , y me llevó á un paraje , en
donde , habiéndome dejado en el suelo , se reti-
ró con todos los demás que le acompañaban.
Imajinaos , si es posible , el estado en que me
hallaba ; creia soñar. Por fin, después de haber
permanecido largo rato en el mismo sitio , no
viendo ya ningún elefante, me levanté y obser-
vé que me hallaba en una loma bastante estensa,
cubierta de huesos y colmillos de elefantes. Con-
fieso que á esta vista hice muchas reflexiones.
Adnjiré el instinto de aquellos animales y no du-
dé que era aquel su cementerio y que me hu-
biesen traído allí para enseñármelo y que yo de-
jase de perseguirlos , ya que lo hacia con la
única mira de lograr los colmillos. Np me detuve
en la loma ; encaníjeme á la ciudad /y después
382
LAS MIL Y UNA NOCHES.
de haber andado un dia y una noche , llegué á
casa de mi amo. No encontré ningún elefante en
el camino , lo cual me dio á conocer que se ha-
bían internado en ef bosque , para que pudiera
ir sin tropiezo á la loma.
« Luego que mi amo me vio , « ¡ Ah ! pobre
Sindbad , » me dijo, u estaba sumamente ansio-
so de saber lo que había sido de ti. Fui al bos-
que : hallé un árbol recien arrancado , y en el
suelo el arco y las flechas , y así , después de
haberte buscado en balde , perdí la esperanza
de volverle á ver. Cuéntame lo que te ha suce-
dido y por qué casualidad estás todavía vivo. »
Satisfice á su curiosidad , y al dia siguiente , ha-
biendo ido juntos á la loma , conoció con suma
alegría la verdad de todo cuanto le habia refe-
rido. Cargamos el elefante en que habíamos ido
con todos los colmillos que podia llevar , y
cuando estuvimos de vuelta , « Hermano , » me
dijo, «porque ya no quiero trataros como es-
clavo , después del descubrimiento que acabáis
de hacerme y que será mi fortuna , Dios os col-
me de toda clase de bienes y prosperidades.
Declaro ante él que os doy la libertad , y vais
á saber lo que os tenia oculto.
a Los elefantes de ese bosque dan cada año
muerte á un sinnúmero de esclavos que envia-
mos en busca de marfil. Por muchos consejos
que les demos, tarde ó temprano perecen por
el ardid imponderable de esta ralea. Dios os ha
librado de sus iras y solo á vos ha concedido ta-
maño favor; prueba de que os quiere y os ne-
cesita en el mundo para el bien que debéis hacer
en él. Me proporcionáis un beneficio indecible:
hasta ahora no hemos podido ajenciar el marfil,
sino esponiendo la vida de nuestros esclavos; y
he aquí que por vuestro medio se ha enriqueci-
do toda nuestra ciudad. No creéis que pretenda
haberos recompensado con la libertad que aca-
báis de recibir ; quiero añadir á este don bienes
de mayor cuantía. Pudiera inducir á (oda la
ciudad á que os constituyera riquísimo ; pero es
una gloria que yo solo quiero tener. »
« Á estas palabras amistosas , le respondí :
« Amo , guárdeos Dios. La libertad que me con-
cedéis basta para retribuirme de cuanto he po-
dido hacer ; solo os pido en pago del servicio
que he tenido la suerte de haceros , como tam-
bién á esta ciudad , que me permitáis volver á
mi pais. — Bien , » replicó , « el viento monzón
traerá pronto algunos bajeles que vienen á car-
gar de marfil , y entonces podréis iros , y os da-
ré medios para que os restituyáis á vuestro pais. »
Agradecíle otra vez la libertad que acababa de
darme y el ánimo propicio que manifestaba.
Permanecí en su casa hasta que llegaron las em-
barcaciones , y entretanto hicimos tantos viajes
á la loma , que llenamos los almacenes de mar-
fil . Otro tanto hicieron todos los mercaderes de
la ciudad , que traficaban como él , pues aquel
descubrimiento no pudo estarles mucho tiempo
oculto. »
A estas palabras, advirtiendo Cheherazaca
que amanecía , suspendió su narración , deján-
dola para la noche siguiente , en que dijo así
al sultán de las Indias :
NOCHE CCXXXIV.
Señor , Sindbad prosiguió la narración de su
séptimo viaje y dijo : « Llegaron al fin los bu-
ques , y mi amo , habiendo escojido él mismo la
mejor embarcación , la cargó á medias de mar-
fil por mi cuenta. También mandó llevar á bordo
toda clase de abastos para la travesía , y ade-
más me precisó á que aceptara presentes de mu-
cho valor y algunas curiosidades del pais. Des-
pués de haberle manifestado mi agradecimiento
por todos los beneficios que me habia dispensa-
do , me embarqué. Dimos la vela , y como era
muy estraordinaria la aventura que me había
proporcionado la libertad , mi espíritu estaba
siempre embargado en sus pormenores.
« Tocamos en algunas islas para tomar víve-
res frescos. Nuestro buque habia salido de un
puerto de tierra firme de las Indias, y al mismo
tuvo que volver , y así para evitar los peligros
del mar hasta Balsora , mandé desembarcar el
marfil que me pertenecía , con ánimo de prose-
CUENTOS ÁRABES.
383
guir mi viaje por tierra. Saqué del marfil una
crecida cantidad ; compré varias estrañezas para
regalar , y cuando estuve pronto , me junté con
una numerosa caravana de mercaderes. Perma-
necí mucho tiempo en camino y padecí bastante;
pero con sufrimiento , al reflexionar que no te-
nia que temer borrascas , corsarios , serpientes,
ni todos los demás peligros á que habia estado
espuesto.
«Termináronse al fin todas estas fatigas y
llegué felizmente á Bagdad. Lo primero que hi-
ce fué irme á presentar al califa y darle cuenta
de mi embajada. Aquel monarca me dijo que lo
largo de mi viaje le habia causado cierta zozo-
bra; pero que.sicmpre habia esperado que Dios
no me desampararía. Guando le referí la aven-
tura de los elefantes, se mostró muy admirado,
y hubiera rehusado creerlo á no constarle tan
cumplidamente mi veracidad. Parecióle tan pe-
regrina aquella historia y las demás que le con-
té, que mandó á uno de sus secretarios que las
escribiera en caracteres de oro para conservar-
las en su archivo. Retíreme contentísimo del
honor y de los presentes que me hizo , y des-
pués me esplayé todo en recreos con mis pa-
rientes y amigos. »
Así acabó Sindbad la narración de su séptimo
y último viaje, y luego encarándose con Hind-
bad « ¿ Qué tal amigo mió ? » añadió, « ¡ habéis
oido nunca que alguno haya padecido tanto co-
mo yo ó que un mortal se haya hallado en tan
amargos trances ? ¿ No os parece justo que dis-
frute una vida amena y sosegada tras tantísimos
trabajos ? » Al concluir estas palabras, Hindbad
se acercó á él, y besándole la mano, le dijo :
« Debo confesar, señor, que habéis corrido es- .
pantosos peligros. Mis padecimientos en nada
pueden compararse con los vuestros : si mo
acongojan al padecerlos, me consuelo con el es-
caso producto que me proporcionan. Merecéis,
no solamente una vida placentera, sino que
también sois digno de todos los bienes que po-
seéis, ya que tan buen uso hacéis de ellos y sois
tan jeneroso. Seguid pues viviendo placentera-
mente hasta la hora de vuestro fallecimiento. »
Sindbad mandó que le dieran otros cien ze-
quines, le admitió en el número de sus amigos,
le hizo dejar el oficio de mandadero, y quiso
que continuara yendo á comer á su casa para
que se acordara toda la vida de Sindbad el ma-
rino.
Cheherazada, viendo que aun no amanecía,
siguió hablando, y empezó otra historia.
FIN DEL TOMO PRIMERO.
ÍNDICE
DE LO QUE CONTIENE ESTE TOMO.
Páginas.
Disertación sobre las Mil y una Noches, ... 1
Historia del saltan de las Indias 7
El Asno, el Buey y el Labrador 13
Noche I. El Mercader y el Jenio 16
Noche II 18
Noche III 19
Noche IV. Historia del primer anciano y de
la cierva 20
Noche V 22
Noche VI. Historia del segundo anciano y de
los dos perros negros 23
Noche VII 25
Noche VIII 26
Historia del pescador 27
Noche IX id.
Noche X 28
Noche XI. Historia del Rey griego y del mé-
dico Duban 30
Noche XII 31
Noche XIII 32
Noche XIV. Historia Sel marido y del loro. . 33
Noche XV 34
Historia del Visir castigado.. . . 35
Noche XVI 36
Noche XVII 38
Noche XVIII id.
Noche XIX 40
Noche XX 41
Noche XXI 43
Noche XXII. Historia del joven Rey de las
islas negras 44
Noche XXIII 45
Noche XXIV 46
Noche XXV 48
Noche XXVI 49
Noche XXVII 51
Noche XXVIII. Historia de tres calendos, hU
jos de Reyes v y de cinco
damas de Bagdad 53
Noche XXIX 54
Noche XXX 55
Noche XXXI 56
Noche XXXII 58
Noche XXXIII 59
Noche XXXIV 60
Noche XXXV 62
Noche XXXVI id.
Noche XXXVII 64
T. I.
Paginas.
Historia del primer calendo,
hijo de Rey 65
Noche XXXVIII 66
Noche XXXIX 68
Noche XL. Historia del segundo calendo, hijo
de Rey 70
Noche XLI 71
Noche XLII 72
Noche XLIII 73
Noche XLIV. 75
Noche XLV 76
Noche XLVI 77
Historia del envidioso y del* en-
vidiado 78
Noche XLVII 79
Noche XLVIII 80
Noche XUX 82
Noche L 84
Noche LI 85
Noche LII 86
Noche LUÍ. Historia del tercer calendo, hijo
de Rey 87
Noche LIV 89
NocriE LV 91
Noche LVI 93
Noche LVII 94
Noche LVIII fl«
Noche LIX 97
Noche LX 98
Noche LXI 99
Noche LXII 101
Noche LXI II. Historia de Zobeidar 104
Noche LXIV 106
Noche LXV 107
Noche LXVI 109
Noche LXVII. Historia de Amina 111
Noche LXVIII 113
Noche LXIX Uf>
Historia de las tres manzanas, i i*
Noche LXX 118
Noche LXXI, Historia de la dama asesinada y
del joven su marido. .... 119
Noche LXXII 121
Historia de Nuredin Alf y Be-
dredin Hasan 122
Noche LXXIH 121
Noche LXXIV 1¿6
Noche LXXV \%¡
25
386
ÍNDICE.
Páginas.
Noche LXXVI 128
Noche LXXVII 129
Noche LXXVIIÍ 130
Noche LXXIX 131
Noche LXXX 132
Noche LXXXI ÍM
Noche LXXXII 135
Noche LXXXIII 136
Noche LXXXIV % 137
Noche LXXXV 138
Noche LXXXVI id.
Noche LXXXVII 139
Noche LXXXVIU 140
Noche LXXXIX 141
Noche XC 142
Noche XGI 143
Nochk XCII 145
Noche XCIII 146
Noche XCIV 147
Noche XCV 148
Noche XGVI 149
Noche XGVII 150
Noche XCVIII. . . . • 151
Noche XCIX 153
Noche C. Historia del jorobadito 154
Noche ¿I 156
Noche CU • id.
Noche CIII 158
Noche CIV ' id.
Noche CV 159
Historia que refirió el mercader
cristiano 160
Noche CVl 161
Noche CVII id.
Noche CVIU 162
Noche CIX 163
Noche CX 164
Noche CXI 165
Noche CXII 166
'Noche CXHI 167
Noche CXIV 168
Noche CXV 169
Noche CXV1 170
Noche CXVIl. Historia referida por el pro-
veedor del sullan de Caegar. 171
Noche CXVIIl 172
Noche CXIX 173
Noche CXX 174
Noche CXXl 175
Noche CXXII 176
Nochk CXXIH 177
Noche CXXIV 178
Noche CXXV 179
Noche CXXVI 180
Noche CXXVII. Historia referida por el -mé-
dico judío 18!
Nochk CXXVI1I 182
Noche CXXIX : 183
Noche CXXX 18i
Noche CXXXÍ 185
Noche CXXXU 186
Páginas
Noche CXXXII1 187
Noche CXXXIV 188
Historia que refirió el sastre. 190
Noche CXXXV id.
Noche CXXXVI 191
Noche CXXXVH 193
Noche CXXXVHI 194
Noche CXXXIX 195
Noche CXL id.
Noche CXLI 197
Noche CXLH 19K
Noche CXLIU 199
Historia del barbero -00
Noche CXLIV 201
Historia del primer hermano
del barbero 202
Noche CXLV ¡d.
Noche CXLVI 203
Noche CXLVH. Historia del segundo hermano
del barbero 2**5
Noche CXLVIII. . 206
Noche CXLIX 208
Noche CL. Hisioria del tercer hermano del
barbero 209
Noche CLI 210
Historia del cuarto hermano del
barbero 211
Noche CLII 212
Noche CLIÜ. Historia del quinto hermano del
barbero 214
Noche CLIV *i*
Noche CLV 217
Noche CLVI : 218
Noche CLV1I Historia del sexto hermano del
barbero 220
Noche CLVHI 221
Noche CLIX *2*
Nochk CLX 225
Noche CLXI 226
Nocue CLXII. Historia de Abul Hasan Ali
Ebn Becar y de Chemselni-
har, muy querida del califa
Harun AIraschid 227
Noche CLXIH 22K
Noche CLX1V 231
Noche CLXV . .- .'.... 232
Noche CLXVI 233
Noche CLXVH 235
Noche CLXV III 236
Noche CLXIX 238
Noche CLXX 240
Noche CLXXI 241
Noche CLXXII . .* 242
Carta de Chemselnihar al
principe de Persia Alí Ebn
Becar 243
Noche CLXXIII. Contestación del príncipe de
Persia al billete de Chem-
selnihar 244
Noche CLXXIV 245
Noche CLXXV 246
ÍNDICE.
387
Páginas.
Noche CLXXVf 248
Noche CLXXVII. Carta de Cbemselnihar, al
príncipe de Persia. . . . 249
Noche CLXXVIII. Contestación del príncipe
de Persia á Chemsel-
nihar 250
Noche CLXXIX i 252
Noche CLXXX 253
Noche CLXXXI 255
Noche CLXXXII 257
Noche CLXXXIH 258
Noche CLXXXIV i¿6l
Noche CLXXXV 262
Noche CLXXXVI 265
Noche CLXXXVII Historia de Nuredin y la
hermosa Persa 267
Carta del califa Harán Al-
raschid al Rey de Bal-
so ra 288
Noche CLXXXVIH. Historia de los amores
de Camaralzaman, prin-
cipe de la isla de los
hijos de Khaledan, y de
Badura, 'princesa de la
China 292
Noche CLXXXIX . 293
Noche CXC 294
Noche CXCI 297
Noche CXCll 299
Noche CXC 111. Continuación de la historia de
Camaralzaman 301
Noche CXCIV 303
Continuación de la historia de
la princesa de la China . 305
Noche CXCV id.
Historia de Marzavan y conti-
nuación de la de Camaralzaman. 307
Noche CXCV1 , . . id.
Noche CXCVfl 309
Noche CXCVIII 312
Billete del príncipe Cama-
ralzaman á la princesa
de la China 313
Noche CXCIX 314
Noche CC. Separación del príncipe Camaral-
zaman y de la princesa Badura. 316
Historia de la princesaBadura,
después de Ja separación del
principe Camaralzaman. . . . 317
Noche CCI 319
Noche CCII Continuación de la historia del
príncipe Camaralzaman desde
su separación de la princesa
Badura 321
Pftpinas.
Noche CC1H 323
Noche CCIV : 326
Noche CCV. Historia de los príncipes Amjiad
y Asad 329
Nochk CCV1 331
Noche CCYU 334
£1 príncipe Asad detenido al en-
trar en la ciudad de los Ma-
gos 335
Noche CCVIII. Historia del príncipe Amjiad y
de una dama de la ciudad
de los Magos 336
Noche CCIX 338
Noche CCX 341
Continuación de la historia del
príncipe Asad. 342
Noche CCXI 343
Noche CCXII 345
Nocue CCXIII 347
Historia de Sindbad el Marino. 350
Noche CCX1V 351
Primer viaje de Sindbad el ma-
Vino 352
Noche CCXV id.
Noche CCXVI 355
Segundo viaje de Sindbad el
marino 356
Noche CCXVII id.
Noche CCXVIII 358
Tercer viaje de Sindbad el
marino.. 359
Noche CCXIX id.
Noche CCXX. . . 362
Noche CCXXI 363
Noche CCX XI I. Cuarto viaje de Sindbad el
marino.. : 364
Noche CCXXIII 365
Nochb CCXXIV 366
Noche CCXXV. . . * 368
Noche CCXXVí 369
Quinto viaje de Sindbad el
marino 370
Noche CCXXVII. . . í id.
Noche CCXXVIII 372
Noche CCXXIX. Sexto viaje de Sindbad el
marino 373
Noche CCXXX 375
Noche CCXXXI 377
Noche CCXXXII 378
. Sétimo y último viaje de
Sindbad 379
Noche CCXXXIIt 381
Noche CCXXXIV 382
París. — imprenta i'sp.iíiu1a de dcbuisso* y O, cal e de Goq-Héron, 5.
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