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Full text of "Las mil y una noches"

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LAS 

MIL Y UNA NOCHES 



CUENTOS ÁRABES. 



París, —imprenta española de Ditbuisso* y O, calle de Coq-Héron. 5. 






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LAS 

MIL Y IM NOCHES 

CUENTOS ÁRABES 

r 

TRADUCIDAS EN ALEMÁN DEL TEXTO ÁRABE GENUINO 

POR GUSTAVO WEILL 

c;en anotaciones del mlmno 

v 
UNA INTRODUCCIÓN DEL BARÓN SILVESTRE DE SACY 

POR UNA SOCIEDAD DE LITERATOS 

Nueva edición 

ADORNADA CON MUCHAS LAMINAS DE LOS MEJORES ARTISTAS 



TOMO I. 



PARÍS 

LIBRERÍA T)E GARNIER HERVÍ ANOS 

Sucetore» de D. Vicente Sal va 

Callo do Saints-Peros, no 6. 
IS55. 



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DISERTACIÓN 



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MIL Y UNA NOCHES 



POR EL BARÓN SILVESTRE DE 8AGY. 



Las Fábulas de Bidpai y los cuentos de las Mil 
y una Noches son los partos de la literatura 
oriental que han merecido mas señalada acepta- 
ción en Europa. Y con efecto, ¿qué obra se ha 
traducido en mas idiomas ni ha logrado tantos 
lectores como estas colecciones de cuentos, que, 
después de haber sido grato embeleso de la ni- 
ñez , nos están ofreciendo en la edad madura 
alivio y entretenimiento halagüeño? Decántense 
enhorabuena la antigüedad y la sabiduría de las 
leyes de Menou , la circunspecta y sentenciosa 
oscuridad de los libros sagrados de la China , la 
elocuencia majestuosa y sobrehumana del Alco- 
rán , la divina epopeya de Valmiki , los cantos 
sublimes de Homero ó las celestiales meditacio- 
nes de Platón ; ninguno de estos monumentos 
de la inventiva humana pue !e competir, bajo 
aquel concepto, con las dos producciones citadas, 
que por otra parte no han acarreado revolucio- 
nes, derramado sangre, ni armado secta contra 
secta ó nación contra nación. 

La suerte de entrambos libros, aunque una 
misma por punto jeneral , ofrece no obstante 
notables diferencias. El primero, semejante alas 
Pirámides de Ejipto , parece que está burlando 
los embates destructores de los siglos : su pa- 
tria primitiva no es conocida, y pudiera concep- 
tuarse que tuvo oríjen en los primeros tiempos 
históricos. Doce siglos atrás, un poderoso mo- 
T. I. 



narca persa echó el resto de sus tesoros para 
que desapareciese de la India , en donde los so- 
beranos lo conservaban con relijioso afán, como * 
una de las mas preciosas y antiquísimas joyas 
de su corona. Y desde entonces do quiera ha 
llegado á conocerse, asi en Asia como en Europa, 
igual ha sido la aceptación que ha merecido en- 
tre los doctos y el vulgo , entre los hombres de 
todas creencias , Hebreos , Cristianos ó Musul- 
manes. En las temporadas mas esclarecidas de 
la literatura europea, muchos célebres escritores 
no han tenido á menos tomarle algunos apólogos 
ó engalanarse con sus despojos. En suma , las 
Fábulas de Bidpai son dignas por muchas cir- 
cuflstancias de la atención del filósofo, del mo- 
ralista, y aun del íejislador. 

Las Mil y una Noches no han ocupado el 
mismo lugar en la literatura oriental; descono- 
cidas entre nosotros hasta el siglo XVIII, ningún 
objeto moral ó filosófico presentan ; y con todo , 
aunque atenidas al deleite de novelar, han ido 
abarcando en pocos años toda la Europa con su 
nombradía. Su éxito , mas y mas aventajado , 
ningún menoscabo ha padecido ceñios caprichos 
deja moda ó la variación de nuestras costum- 
bres. El drama de Schiller ha podido deshancar 
á la rancia trajedia de Sófocles y de Corneille; 
una nube de indijestos recuerdos, frivolos, por 
no decir mas, ó recopilados v redactados bajo 

1 



D1SKKT ACIÓN 



el ímpetu de las pasiones, ha podido imponer 
silencio á la masa imparcial y entonada de la 
historia ; la ciencia de los Bodinos y Montes- 
quieu , el arte de los Sullys y Colbertos , libre 
patrimonio de todos, y en adelante sin misterios, 
han logrado desterrar de nuestros escritos y sa- 
lones la jovialidad y el bullicio , mas no por eso 
han dejado de tener las Mil y una Noches nu- 
merosos editores y apasionados , acudiendo de 
continuo al Oriente en pos de lo que faltaba en 
esta larga serie de cuentos; y aunque su nom- 
bre májico ha favorecido la introducción de infi- 
nitos jéneros ilícitos, con todo nada ha perdido 
de su popularidad y privanza. 

Tan sumo concepto y el nombre de los sabios, 
que no se desdeñaron de esmerarse en esta co- 
lección en medio de sus tareas eruditas , han 
podido disculparme con la Academia, cuando 
me aventuré á implorar su criterio para algunas 
investigaciones relativas á la historia del pre- 
sente libro. La acojida que este sabio cuerpo 
había dado anteriormente á mis estudios históri- 
cos y críticos sobre las Fábulas de Bidpai con- 
tribuyó también á alentarme para presentarle 
este nuevo trabajo. Acaso he debido la dignación 
que le he merecido al precepto que me habia 
impuesto de separar toilo cuanto fuera tan solo 
entretenido ú frivolo. ¿ Pero sucederá otro tanto 
ante la selecta junta á la que debo presentar en 
este dia los resultados de una discusión de mera 
crítica literaria? ¿No debiera yo evitar como un 
escollo lo que me ha proporcionado el beneplá- 
cito de la Academia? ¿Y no valiera mas un 
cuento inédito de las Mil y una Noches, si hu- 
biese logrado la dicha de descubrir ó inventar 
alguno , que las mas plausibles conjeturas sobre 
el oríjen de esta colección, el pueblo á quien se 
debe aquel invento y el siglo á que pertenece? 
Tengo empero que ceñirme al encargo de la Aca- 
demia , y ya que no me queda mas que el arbi- 
trio de no abusar de la induljencia del concurso, 
voy á entrar prontamente en materia. 

La India era indisputablemente la patria de 
las Fábulas de Bidpai : corría esta verdad al ar- 
rimo de tradiciones históricas que la crítica ati- 
nada no debia desechar, y de un cúmulo de 
pensamientos estampados en aquella obra. Quizá 
este fué el primer motivo que sujirió el intento 
de buscar también por la India el oríjen de las 
Mil y una Noches, atribuyéndoles una remota 
antigüedad como á aquella colección de apólo- 
gos. Sin embargo, de poco acá ha venido á aso- 
mar este dictamen. No se le habia ocurrido á 
Galland, que fué el primero en dar á conocer á 
la Europa las Mil y una Noches, ni al individuo 
de aquella Academia, que para descansar de mas 



graves tareas realzó con dos tomos de cuentos 
nuevos la edición que publicó en 1806. El pri- 
mer traductor, al dedicarla á la marquesa de O, 
hija del señor de Guillerague, habia atribuido 
sencillamente esta colección á un autor árabe 
desconocido. El señor Caussin de Perceval ,' no 
queriendo indagar su oríjen por los siglos remo- 
tos, se conceptuaba fundado para darle á lo mas 
tres ó cuatro siglos de antigüedad. Y aunque se 
puedan suscitar dudas discretas sobre el hecho 
en que estriba su opinión, tenemos que manifes- 
tar cuan abonada aparece , aun cuando no me- 
diara otra razón que el estilo vulgar y necesa- 
riamente moderno en que está escrito el orijinal 
de esta obra. Solo hace veinte años que dos sa- 
bios, uno francés y otro austríaco, se empeñaron 
en haber hallado pruebas irrecusables de Ja re- 
mota antigüedad de las Mil y una Noches , y al 
mismo tiempo se creyeron fundados para atri- 
buir la primera redacción á la India, ó á lo me- 
nosálaPersia, antes que los sucesores de Mahoma 
hubieran avasallado aquel imperio. Mr. Langles, 
cuyos afanes casi se han vinculado en la India y 
en los monumentos de sus artes y literatura, 
fué el primero que dio á luz este dictamen ; y 
el docto Mr. de Hammer, conocido por varias 
obras relativas á la historia y poesía de los Ara- 
bes, Persas y Turcos, y que por su parte formó 
aquel mismo concepto acerca de la patria pri- 
mitiva y época de esta colección, se ha dedicado 
desde entonces á esta cuestión , cuando sus ta- 
reas científicas le han proporcionado coyuntura, 
desenvolviendo los argumentos en que funda su 
aserto. 

Mr. Langles habia presentado de un modo 
bastante superficial algunas de las razones ale- 
gadas á favor de su opinión , y respondido aun 
mas débilmente á las objeciones que en su con- 
cepto podían hacerse á todo su sistema. Un nuevo 
editor de la traducción de las Mil y una Noches, 
venerando sin duda la autoridad de su maestro 
y apasionado de su saber, quiso suplir al silencio 
de Mr. Langles, y afirmó que estos mismos cuen- 
tos ofrecían pruebas intrínsecas de un oríjen 
ajeno de los Árabes. Y por otra parte , Mr. de 
Hammer, que no podía ó no quería desenten- 
derse de las objeciones que se agolpaban contra 
la opinión que defendía, se esmeró en irlas ate- 
nuando haciendo concesiones ; pero séanos per- 
mitido decir sin rebozo que al abandonar así 
todas las avenidas y resguardos esteriores de la 
plaza que debia defender, se ha imposibilitado 
el lograr una capitulación honrosa, tal cual fuera 
grato conceder á sus conocimientos sobresa- 
lientes y á su encumbrada nombradía. 

Como tengo el mayor interés en ser compen- 



SOBRK LAS MIL V liNA NOCHES. 



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dioso, y por otra parte debo ejercitarme en opi- 
niones, y no en personas , voy á presentar en 
un solo resumen las pruebas en que se fundan 
para privar á los Árabes del honor de ser in- 
ventores de esta especie de ciclo mitolójico ó 
novelesco, refiriendo su oríjen á una época an- 
terior al islamismo. 

El primer argumento, y aun me atreveré á 
decir, el único que verdaderamente tiene algún 
valor y merece refutarse formalmente, está sa- 
cado del paso de un historiador árabe, justa- 
mente célebre, que escribía, á no dudarlo, por 
el año 336 de la era mahometana, ó sea 947 
de Jesucristo. En aquel pasaje, de que basta 
dar aquí lo mas sustancia], hablando Masudi , 
pues tal es el nombre del historiador, de las 
relaciones portentosas que corrian en su tiempo 
sobre ciertos monumentos y personajes perte- 
necientes á la historia de los Árabes antes de 
Mahoma, asegura que, al parecer de algunos, 
son otras tantas fábulas y narraciones noveles- 
cas, parecidas \ dice, á las que nos han traduci- 
do de las lenguas persa, india y griega , como 
por ejemplo el libro titulado los mil cubntcs. 
Esta es la misma obra, añade, comunmente lla- 
mada las mil noches, y que contiene la histo- 
ria del rey, del visir, de la hija del visir y la 
nodriza de esta ; los nombres de aquellas muje- 
res son Chirzada y Dinarzada. 

Median algunas diferencias que merecen ob- 
servarse entre los varios manuscritos de la obra 
de que está sacado este pasaje. 

En vez de decir : esta es la misma obra co- 
munmente llamada las mil noches , en algunos 
ejemplares se lee : las mil y una noches ; y en 
vez de la historia del visir, de su hija y de la 
nodriza de esta , otros ejemplares dicen : la 
historia del visir y de sus dos hijas. 

En apoyo de este paso de Masudi , hay quien 
observa que bajo los califas Harun Alraschid y 
sus dos hijos Amin y Mamun , hacia la conclu- 
sión del octavo y principio del siglo nono de 
nuestra era, la literatura de los Árabes se real- 
zó con la traducción de gran número de obras 
estranjeras, griegas, persas é indias. 

Al tratar de las pruebas intrínsecas que ar- 
rojan de sí las Mil y una Noches acerca de su 
oríjen indio ú persa, advierten algunos que la 
intervención de los jenios que suelen campear 
en esta colección de cuentos, está retratando 
una procedencia india. Dicen que corresponden 
al sistema teolójico de la India aquellos entes 
fantásticos inferiores á los dioses y propensos á 
todas las frajilidades de la especie humana , 
aunque sin tener un cuerpo perceptible para 
nuestros sentidos. En la India deben buscarse 



aquellos entes de naturaleza misteriosa, aque- 
llos silfos maléficos que solo emplean su poder 
sobrenatural en perjuicio del hombre, y las 
buenas hadas cuyo auxilio nunca imploran en 
vano. 

Además , á la India corresponden también 
ciertos usos en que estriba el enredo de estas 
relaciones , y que por consiguiente el traductor 
árabe no ha podido borrar enteramente para 
sustituir las prácticas de su pais á las costum- 
bres indias. 

Hasta los nombres de los principales perso- 
najes que descuellan en la aventura que sirve de 
cuadro á estas numerosas narraciones, si no 
son indios, pertenecen á la antigua Persia, sien- 
do natural sacar en conclusión que la literatura 
árabe se engalanó con este producto estranjero 
por el intermedio de los Persas. 

Finalmente aseguran que si quisieran tomarse 
la molestia de hacerlo, fácilmente se demostra- 
ría que, á pesar de todos los conatos del tra- 
ductor árabe, han quedado aun en estos cuen- 
tos un sinnúmero de pasos que recuerdan las 
producciones, la topografía y zoloojía del ln- 
dostan , de la isla de Ceilan ó de las del archi- 
piélago de la India ; pero el lector ha xie con- 
tentarse coiV este aserto jeneral , ya que han 
conceptuado de mas el comprobarlo con algún 
ejemplo. 

Estos argumentos, á pesar de la conüanza 
con que están presentados, están sin embargo 
demostrando las quiebras de su Sistema. Hase 
previsto la objeción que suministraría á cada 
pajina la pintura de la relijion , costumbres , 
leyes, lujo y etiqueta de las cortes de Bagdad ó 
del Cairo, y en vez de ventilarla y lidiar cuerpo 
á cuerpo con tan temible contrario, han espe- 
ranzado evitarla atribuyendo todo esto al tra- 
ductor arábigo. Sin embargo , bastaba leer al- 
gunas pajinas de las Mil y una Noches , para 
enterarse de que no era tan despreciable la ob- 
jeción como los autores de este sistema aparen- 
tan creerlo. Así el docto Alemán, no queriendo 
deber su triunfo á una retirada precipitada, ha 
ido haciendo mañosas concesiones para arreba- 
tar una arma tan temible á los adversarios de 
su sistema. En primer lugar, se ha avenido al- 
gún tanto en cuanto á la patria de estos cuentos, 
compuestos á su entender para recreo de un 
monarca de la Persia oriental. Luego admite 
que esta colección, al pasar de siglo en siglo por 
mano de muchos escritores arábigos, se ha 
ido aumentando con muchas producciones ará- 
bigas bajo toda clase de formas y matices. En 
mediode este conjunto tan inconexo de novelas, 
cuentos y lances de diferentes épocas y estilos , 



DISERTACIÓN 



la parte antigua de las MU y una Soches ha que- 
dado reducida á la mas mínima de la colección. 
Hanse ido embebiendo en ella obras antiguas, 
partos de la Persia ó de la India, pero entera- 
mente ajenas de las MU y una Noches. Y no para 
en esto, pues aun es sin comparación mayor lo 
que contienen en materiales mas recientes y de 
oríjen puramente arábigo. Las novólas en que 
representa el principal papel el c.lifa Harun, 
contemporáneo de Carlomagno, solo pueden 
haberse añadido como dos siglos después de la 
muerte de aquel príncipe, porque el relator ha- 
bla como de una época pasada tiempo atrás. 
Además, se hace espresa mención de un sultán 
ejipcio cuyo reinado corresponde á la segunda 
mitad del siglo décimo tercio de la era cristiana; 
de lo cual resulta, según Mr. de Hammer, que 
la última recopilación ó edición de la obra no 
puede trasponerse á una época mas atrasada que 
el principio del siglo décimo cuarto. Y aun mu- 
chos lances entretenidos son, sin disputa, de una 
temporada mas cercana. « Y aunque no puede 
determinarse sino muy en globo, dice en conclu- 
sión este sabio, la fecha de la redacción arábiga 
de las Mil y una Noches, con mas certeza cabe 
señalar el Ejiptocomo patria de esta edición au- 
mentada y correjida, porque las costumbres,, 
usos, circunstancias locales y lenguaje; todo en 
una palabra lleva de estremo á estremo la es- 
tampa de aquel pais. » 

Después de tales confesiones, ¿ se necesita 
acaso refutar un sistema cuya debilidad se ha 
procurado encubrir haciendo tan sumas conce- 
siones^ ¿Y no me cabe preguntar qué se han he- 
cho esos cuentos indios ó persasque constituían 
sustancialmente h obra orijinal, y que para 
llenar mil noches necesariamente debían for- 
mar una colección casi igual á la que conocemos, 
sobre todo si, como concuerdan todos los críti- 
cos, los siete Viajes dsSindhad el marino, y 
la historia del Rey, de su Hijo, de la Madras- 
ira y de los siete Visires, son añadiduras ente- 
ramente ajenas á las Mil y una Noches? Obvio 
es alcanzar que se haya aumentado y aun recar- 
gado semejante colección, en la que hay muchas 
materias de inferior quilate mezcladas con me- 
tales preciosos. Pero es una paradoja el suponer 
que se haya separado poco á poco de una co- 
lección conceptuada digna de traducirse del in- 
dio ó del persa en árabe, en la temporada mas 
esplendorosa de la literatura musulmana, todo 
lo que constituía el fondo de la obra para susti- 
tuirle cuentos, á veces insulsísimos, como el de 
la hermosa Teweddúnda y otros de que los 
nuevos editores han echado mano para acaba- 
lar el número esprssado en el título de la colec- 



ción. Al menos, si la pintura de las costumbres, 
opiniones y usos nos trasladase tal cual vez á 
una época anterior al islamismo ; si las escenas 
de la naturaleza, el reino animal ó vejetal , los 
incidentes jeográGcos ó atmosféricos nos retra- 
jesen de las rejiones musulmanas, como se ha 
sentado contra toda evidencia y sin alegar prue- 
bas, entonces pudiéramos creer que algunos 
plajiarios árabes, valiéndose de alteraciones ó 
de torpes añadiduras, hubieran querido apro- 
piarse los frutos del injenio persa ó indio. Pero 
ni siquiera han logrado este recurso. Han tenido 
que confesar que las costumbres, usos y circuns- 
tancias locales llevan, desde el principio hasta 
el fin de la obra, la estampa del Ejipto. Final- 
mente, ¿acaso el estilo, la pureza del lenguaje y 
la gala de las figuras no bastan para atribuir la 
composición de esta obra á una época anterior 
á la decadencia de la literatura entre los Árabes? 
No por cierto : la obra está escrita en lenguaje 
vulgar, en un estilo que descubre una redacción 
moderna, cuya patria es el Ejipto. Y á pesar de 
todo esto, ¡aun se quiere sostener que Masudi , 
que escribía nueve siglos atrás y treinta ó cua- 
renta años antes de la fundación del Cairo, men- 
tada á cada paso en estos cuentos , tuvo noticia 
de la colección y habló de ella ! En suma, ¿qué 
hemos de opinar sobre semejante aserto ? 

No creyendo deberme contentar con el argu- 
mento sacado de las confesiones de los que im- 
pugno, he recopilado y espuesto ante la Acade- 
mia gran número de pasos que hoy debo omi- 
tir; bástame manifestar que dan pruebas direc- 
tas y repetidas de que todos los actores de estos 
cuentos son musulmanes; que el teatro de los 
acontecimientos es casi siempre en las orillas 
del Tigris, del Eufrates ó del Nilo; que las cien- 
cias reales ó fantásticas de que en ellos se trata 
son las mismas con que se vanaglorian los Ára- 
bes ; que los jenios son los de la mitolojía ara- 
.biga, modificados por las preocupaciones musul- 
manas, y siempre trémulos al oir el nombre de 
Salomón ; que las relijiones conocidas del autor 
son únicamente el islamismo, el cristianismo , 
judaismo y maguismo; finalmente, que se habla 
de Moisés, David, Asaf , personajes absoluta- 
mente desconocidos de los sabios de la India y 
de la Persia, antes de la introducción del maho- 
metismo en aquellos países. Si se valen de ope- 
raciones májicas, se hace uso de la vos inefable, 
tomada sin disputa de los Judíos, y de instru- 
mentos en que hay grabados caracteres hebreos. 
En una palabra, he sacado en conclusión que 
me bastaba decir á los partidarios del sistema 
que impugno : Tomad las Mil y una Noches y 
todos los suplementos con que se han ido au- 



SOBRE LAS MIL Y UNA NOCHES. 



mentando, y si tan solo halláis en ellas diez pa- 
sos que no puedan corresponder sino á la India 
ó á la Persia, tal cual eran antes del islamismo, 
me avengo a admitir todos los resultados que 
sacáis del paso de Masudi. 

Y si quisieran apoyarse en las frecuentes 
menciones de la India, la China ó las rejionesde 
allende el Oxo que se encuentran en las Mil y 
una Noche», contestaré que eso es lo que prue- 
ba cabalmente que el autor no era indio, persa, 
ni menos chino. Está patente que ha introducido 
algunos nombres persas en el cuento que sirve 
de marco para todas sus narraciones , que ha 
puesto en escena reyes persas ó tártaros y au- 
tores de estas mismas naciones, y finalmente 
que solo ha colocado á veces sus personajes en 
la China, la India, Gaschgar y Samarcanda 
para sacar de su país á sus lectores, arrebatán- 
dolos lejos de los parajes que les eran conoci- 
dos , tomándose así mas libertad en las ficcio- 
nes é invenciones , sin curarse en lo mas 
mínimo de respetar la verosimilitud. Sirva de 
ejemplo la Ogra de la noche décima quinta que 
quiere apoderarse del joven príncipe, perdido 
en el desierto , para devorarle ( uno de aquellos 
entes maléficos que los Árabes llaman Goul), 
la cual se titula hija de un rey de la India para 
engañar al que quiere sacrificar. Seguramente 
que si este cuento se hubiese escrito en la India, 
se hubiera titulado princesa de la China, ó hija 
de un jeque árabe ó de un rey de Siria. 

Ahora es muy natural que me pregunten qué 
hago del paso de Masudi. En primer lugar, 
advierto que todo él ha sido alterado, ya que 
ofrece dos variantes de algún bulto. No disputo 
que este historiador haya tenido noticia de una 
novela persa, titulada los MU Cuentos, y que 
esta novela haya sido traducida al árabe , como 
las Fábulas de Bidpai, bajo el califato de Ma- 
mun. También estoy propenso á admitir que 
los personajes de la aventura principal de la 
novela eran un rey, su visir, la hija del visir y 
la nodriza de esta, y aun si se quiere, las dos 
hijas del visir, aunque esta última lección me 
parece muy sospechosa. En cuanto á estas pala- 
bras: esta es la misma obra comunmente llamada 
las mil nociies , quizá son una añadidura : ain 
embargo también concedo que sean de Masudi ; 
pero lo que tengo por muy cierto es que Ma- 
sudi dijo LAS BUL NOCHES, y no LAS MIL Y UNA NO- 
CHES. Esta noche de mas se debe seguramente á 
los amanuenses, que creyeron que este pasaje 
tenia relación con las Mil y una Xovhes que 



conocían , y creo que por la misma razón ha- 
brán sustituido las dos hijas del visir á lo que 
Masudi habia dicho : la hija dtl visir y la no- 
driza de esta. Y, aunque de paso, notemos que 
Cuadraría mejor con las costumbres orientales 
que la hija del visir tuviera junto á sí una dueña, 
y no su hermana , mientras promediaban el le- 
cho imperial. Todo cuanto puede sacarse en 
conclusión del texto de Masudi , es que hubo 
allá, con el nombre de Mil Cuentos, un libro de 
oríjen pen-a ó indio, traducido después al ára- 
be, que no conocemos, y del que habrá tomado 
los nombres de los principales personajes el 
autor de Las Mil y una Noches. 

Terminaré con la relación de un sencillo re- 
lato, ajeno de toda discusión, sobre lo que en 
mi concepto cabe decirse como verosímil sobre 
la historia del libro que ha motivado este dis- 
curso. 

Me parece que se escribió en Siria y en len- 
guaje vulgar, sin que su autor lo hubiese con- 
cluido, ora que la muerte lo imposibilitara, ora 
por cualquier otro motivo ; que posteriormente 
los amanuenses procuraron acabarlo inser- 
tando novelas ya conocidas, pero que no perte- 
necían áesta colección, como los Viajes dcSind- 
bad el marino, el Libro de los siete Visires; ó 
componiendo algunas ellos mismos con mas ó 
menos desempeño, y que de aquí proviene la 
gran variedad que se ha notado entre los dife- 
rentes manuscritos de esta colección ; que tam- 
bién este es el motivo porque los manuscritos 
no concuerdan en el desenlace, de que hay dos 
relaciones muy discordes; que los cuentos aña- 
didos lo fueron en diferentes épocas, y quizá en 
diversos países , pero , ante lodo , en Ejipto ; 
y finalmente , que lo que puede afirmarse con 
mucha verosimilitud sobre la época en que se. 
compuso este libro, es que no puede conside- 
rarse por muy antiguo, como lo prueba el len- 
guaje en que está escrito : pero que sin em- 
bargo, cuando lo redactaron, no se conocía el 
uso del tabaco y del café, pues no se hace men- 
ción de ellos, porque el autor no se atiene en 
tanto grado á las verosimilitudes, que haya 
lugar á suponer que rehuyese de presentar á sus 
personajes pipas ó tazas de café por no com- 
prometer con algunos leves anacronismos el 
honor de sus narraciones. Esta observación 
deslindaría la composición de esta obra á la 
mitad del siglo nono de la héjira , contando 
por consiguiente cuatrocientos años de exis- 
tencia. 




CUENTOS ÁRABES 



Refieren las crónicas de los Sasanides, anti- 
guos reyes de Persia , que habían dilatado su 
imperio hasta la India, por las grandes y peque- 
ñas islas de su dependencia y allende el Canjes 
hasta la China (¿), que hubo allá un rey de 
aquella alcurnia poderosa que era el monarca 
sobresaliente de su época, y tan querido de sus 
subditos por su tino y sabiduría como temido de 
sus vecinos por la nombradla de su denuedo y 
el concepto de sus tropas belicosas y disciplina- 
das. Tenia dos hijos ; el mayor, llamado Chah- 
riar , digno heredero de su padre , atesoraba 
todas sus prendas; y el menor, llamado Chahze- 
nan, no iba en zaga á su hermano. 

Tras un reinado tan dilatado como esclare- 
cido, falleció aquel rey, y Chahriar subió al tro- 
no. Chahzenan, escluido de la potestad suprema 
por las leyes del imperio y teniendo que vivir á 
fuer de particular, en vez de mostrarse mal ha- 



(1) El orijinal arábigo que tenemos k la vista principia 
de este modo, y tan solo por curiosidad lo continuamos : 

En nombre de Dios misericordioso, paz y salud á nuestro 
Señor Nahoma, el Descollante sobre los Enviados de Dios, 
así como á su familia y compañeros; paz y salud ince- 
sante hasta el dia del juicio. Amen, ó Soberano de los 
mundos. 

Por cuanto el hombre toma ejemplo de lo que ha acon- 
tecido á otros hombres ; de ahí es que la vida de los que 
fueron viene á ser una enseñanza para los que son y se- 
rán, y de ahí la instrucción que proporciona la historia 
de los pueblos antiguos ¡ Alabado sea Dios que se vale de 
los acontecimientos pasados para ilustrar á las jenera- 
ciones venideras ! A esta especie de enseñanza pertenecen 
los cuentos llamados Mil y una Noches. 

Trataráse en ellos de lo que sucedió á pueblos antiguos 
(Pero tan solo Dios sabe lo oculto; El es sapientísimo, 
noble y misericordioso). 

(i) Pocos conocimientos jeografleos debía de tener nues- 
tro autor, puesto que entroniza un rey persa sobre la 
India y la China. 



liado con la dicha de su hermano mayor , estre- 
mó todo su conato en complacerle, como lo 
consiguió fácilmente. Chahriar, que abrigaba de 
suyo inclinación á este príncipe, prendado de 
su obsequio y llevado de su carino, quiso partir 
con él sus estados y le dio el reino de la Gran 
Tartaria. Chahzenan pasó muy luego á tomar 
posesión de él, y planteó su residencia en Sa- 
marcanda, su capital. 

Mediaban ya diez anos de separación entre 
los dos reyes, cuando Chahriar, ansiando avis- 
tarse con su hermano, determinó enviarle un 
embajador instándole á que pasase á su corte. 
Nombró para el intento á su primer visir, que 
partió con un séquito correspondiente á su pre- 
dicamento y con toda la dilijencia posible. Al 
asomarsobre Samarcanda, Chahzenan, noticioso 
de su llegada, le salió al encuentro con los prin- 
cipales señores de su corte, todos galanamente 
ataviados, para tributar obsequio al ministro 
del sultán. Recibióle el rey de Tartaria con su- 
mas demostraciones de júbilo, y al punto le 
preguntó noticias de su hermano el sultán, á lo 
que satisfizo el visir, esponiendo el objeto de su 
embajada. Chahzenan se enterneció y le dijo : 
« Sabio visir, el sultán mi hermano me honra 
sobre manera y no le cabia proponerme paso 
mas agradable. Si está anhelando verme, le pago' 
con el mismo afán ; el tiempo, que no ha res- 
friado su cariño, tampoco ha entibiado el mió. 
Mi reino se halla sosegado, y dentro de diez dias 
quedaré habilitado para ponerme en camino ; 
así no es necesario que entréis en la ciudad por 
tan poco tiempo, y os pido que hagáis alto en 
este sitio v mandéis levantar vuestras tiendas. 



8 



LAS MIL V UNA NOCHES. 



Voy á disponer que os traigan abundantes re- 
frescos para vos y para todas las personas de 
vuestro séquito. » Ejecutóse esto al punto, pues 
apenas volvió el rey á Samarcanda, cuando el 
visir vio llegar una cantidad portentosa de todo 
jénero de abastos, acompañados de regalos y 
presentes de valor imponderable. 

Sin embargo Chahzenan, disponiéndose á 
partir, puso en cobro los negocios mas urjentes, 
planteó un consejo para gobernar el reino en su 
ausencia y colocó al frente de aquel consejo un 
ministro de cuya sabiduría estaba enterado y le 
merecía cabal confianza. A los diez dias, cor- 
rientes ya sus equipajes, se despidió de la reina 
su esposa, salió por la tarde de Samarcanda, y 
acompañado de los oficiales que debían formar 
su comitiva, pasó á la tienda rejia que habia 
mandado levantar junto á las del visir. Conversó 
con el embajador hasta las doce de la noche, y 
queriendo entonces abrazar otra vez á la reina 
á quien amaba desaladamente, volvió solo á su 
palacio. Encaminóse al aposento de aquella prin- 
cesa, la cual no esperando volverle á ver, ha- 
bia admitido en su lecho á un oficial subalterno 
de palacio. Rato habia que estaban acostados y 
dormían profundísimamente. 

Entró el rey calladamente, deleitándose en 
sorprender con su regrosó á una esposa de quien 
se conceptuaba entrañablemente correspondido ; 
pero ¡ cuál fué su pasmo al distinguir, á la clari- 
dad de las lámparas que están ardiendo toda la 
noche en los aposentos de los príncipes, un 
hombre en brazos de la reina ! Queda yerto por 
un rato, no pudiendo dar crédito á lo mismo 
que está viendo, y al fin no cabiéndole duda del 
hecho : « \ Cómo ! » recapacita en su interior, 
« ¡ apenas estoy fuera de mi palacio y de Sa- 
marcanda, cuando ya se atreven á ultrajarme! 
¡ Ah ! pérfida ; tu crimen no quedará impune. 
Como rey, debo castigar los delitos cometidos 
en mis estados ; como esposo ofendido, es for- 
zoso que te sacrifique á mis justas iras. » Aquel 
príncipe desventurado, á impulsos de su arre- 
bato, desenvainó el alfanje, se acercó al lecho, 
y de una cuchillada envió á entrambos delin- 
cuentes al sueño déla muerte. Luego cojiéndo- 
los uno tras otro, los arroja por la ventana al 
foso que rodea el alcázar. 

Desagraviado ya, sale de la ciudad como ha- 
bia entrado, se retira á su tienda, y sin decir 
nada á nadie de lo que acababa de hacer, manda 
levantar las tiendas y ponerse en camino. En 
breve estuvo todo pronto, y antes de amanecer 
se emprende la marcha al toque de timbales y 
otros instrumentos que van infundiendo regocijo 
á todos, monos al roy, quien allá embargado en 



la infidelidad de su esposa, batalla en su inte- 
rior con el sumo desconsuelo que le acompaña 
por todo el viaje. 

A los asomos de la capital de la India, el sul- 
tán Chahriar le sale al encuentro con toda su 
corle. ¡ Qué júbilo el de entrambos príncipes al 
avistarse ! Apéanse al par, se abrazan, y des- 
pués de haberse dado mil testimonios de cariño, 
montan á caballo y hacen su entrada en la ciu- 
dad, vitoreados por todo el crecido vecindario. 
El sultán acompaña al rey su hermano al pala- 
cio que le tiene preparado y que comunica con 
el suyo por medio de un jardín, de suyo tanto 
mas hermoso en cuanto sirve para las fiestas y 
regocijos de la corte, y se han añadido á su mag- 
nificencia nuevos muebles. 

Chahriar deja al rey de Tartaria para darle 
tiempo de entrar en el baño y mudarse de traje ; 
mas en sabiendo que ha salido de él, vuelve á 
su estancia. Siéntanse en un sofá, y como los 
palaciegos se mantienen distantes por el debido 
respeto, entrambos príncipes se ponen á conver- 
sar sobre cuanto tienen que decirse, tras una 
dilatada ausencia, dos hermanos aun mas uni- 
dos por el cariño que por la sangre. Llegada 
la hora, cenan juntos y continúan luego su con- 
versación, que duró hasta que Chahriar, advir- 
tiendo que era ya muy deshora, se relira dejan- 
do descansar á su hermano. 

El desventurado Chahzenan se acuesta ; pero 
si la presencia del sultán su hermano habia 
conseguido suspender por algunas horas sus 
pesares, entonces se despiertan con violencia, 
y en vez de disfrutar el sosiego de que tanto 
necesita, no hace mas que traer á la memoria 
cruelísimas retlexiones ; retralándose tan al vivo 
en su irnajinacion todas las circunstancias de la 
infidelidad de la reina, que está fuera de sí. Al 
fin no pudiendo dormir, se levanta, y embar- 
gado en tan amargos pensamientos, se manifiesta 
en su rostro una tristeza que no se oculta al 
discernimiento del sultán : « ¿ Qué tendrá el 
rey de Tartaria ? » estaba diciendo consigo ; 
« ¿ qué es lo que puede causar el pesar en que 
le veo sumido? ¿Será acaso que tonga motivo 
para quejarse del recibimiento que le hago ? 
¿ No le he recibido como á un hermano á quien 
amo? pues nada tengo que echarme en cara. 
Quizá siente estar ausente de sus estados ó de la 
reina su esposa. ; Ah ! si es esto lo que le des- 
consuela, forzoso se hace que le haga pronto los 
presentes que le tengo destinados para que 
pueda regresar á Samarcanda cuando lo juzgue 
conveniente. » En efeclo, al din siguiente le 
envió una parto de aquellos regalos, compues- 
tos do tndu cuanto producen las Indias mas es- 



CUENTOS ÁRABES. 



9 



quisito, precioso y peregrino. Sin embargo se 
esmera en divertirle de. continuo con nuevos 
recreos ; pero los festejos mas halagüeños, lejos 
de alegrarle, solo sirven para agravar su pesa- 
dumbre. 

India habiendo dispuesto Chahriar una cace- 
ría á dos jornadas de su capital en un paraje en 
que habia particularmente muchos ciervos, 
Chahzenan le pidió que le dispensase de acom- 
pañarle, diciéndole que no se lo permitía el es- 
tado de su salud. El sultán no quiso violentarle, 
y dejándole en libertad, marchó con su corte á 
aquella diversión. Después de su partida, el 
rey de la Gran Tartaria , viéndose solo, se en- 
cerró en su aposento y se sentó junto á una 
ventana que caia sobre el jardín. Aquel sitio 
ameno y el gorjeo de gran número de pájaros le 
hubieran causado deleite, á haberlo podido dis- 
disfrutar; pero siempre atormentado con el re- 
cuerdo funesto déla acción infame de la reina, 
clavaba los ojos'menos en el jardín que en el 
cielo para quejarse de su desdichada suerte. 

No obstante, por muy embargado que estu- 
viera con sus pesares, no dejó de advertir un 
objeto que llamó toda su atención. Abrióse de 
repente una puerta reservada del palacio del 
sultán, y salieron veinte mujeres, en medio de 
las cuales se adelantaba la sultana con arreos 
que desde luego la hacían sobresalir. Esta prin- 
cesa, conceptuando que el rey de la Gran Tarta- 
ria habia ido también á cazar, se acercó á las ce- 
losías del aposento de este príncipe, el cual, 
queriendo observarla por curiosidad, se colocó 
de modo que podia verlo todo sin ser visto. Ad- 
virtió que las personas que acompañaban á la 
sultana se descubrían el rostro que habían tenido 
hasta entonces tapado, deponiendo todo mira- 
miento, y que se quitaban unos largos vestidos 
que llevaban encima de otros mas cortos; pero 
su estrañeza fué estremada cuando vio que en 
aquella comitiva, que le habia parecido com- 
puesta de mujeres, habia diez negros que carga- 
ron cada uno con su querida. Por su parte, la 
sultana no estuvo mucho tiempo sin amante ; dio 
algunas palmadas llamando : ¡ Masud, Masud ! y 
al punto otro negro se descolgó de un árbol y 
corrió á ella desaladamente. 

El empacho no permite referir cuanto pasó 
entre aquellas mujeres y dichos negros, y ade- 
más es escusado circunstanciarlo (1), bastando 
decir que Chahzenan vio lo suficiente para juz- 
gar que no era su hermano menos digno de 
lástima que él. Los juegos de aquella alegre 

.1) El público no tomará á mal que ol traductor oncubra 
un tanto osla escena y otras semejantes; pues las cos- 
tumbres europeas no consienten la llaneza y el desem- 
bozo do la* orientales. 



cuadrilla duraron hasta las doce de la noche, 
hora en que, después de haberse bañado to- 
dos juntos en un estanque del jardín, volvie- 
ron á vestir sus trajes y se restituyeron por 
la puerta secreta al palacio del sultán, y Ma- 
sud, que habia venido de afuera por encimado 
la tapia del jardín, se volvió por el mismo sitio. 

Como el rey de la Gran Tartaria lo habia 
presenciado todo , se le agolparon un sinnúmero 
de reflexiones : « ¡ Con cuan poca razón creia 
yo,» recapacitaba, a que era única mi desven- 
tura ! No cabe duda en que este es el destino 
inevitable de todos los maridos, ya que mi her- 
mano el sultán , soberano de tantos estados , y 
el mayor príncipe del orbe , no ha podido evi- 
tarlo. Ea , pues , i á qué dejarme consumir de 
pesar! Esto es hecho: el recuerdo de una des- 
dicha tan común no alterará en adelante el re- 
poso de mi vida. » Con efecto , desde aquel 
momento cesó de apesadumbrarse , y como no 
habia querido cenar hasta después de haber 
presenciado todo el drama que se acababa de 
representar bajo sus ventanas, mandó entonces 
que le sirviesen , comió con mejor apetito de lo 
que acostumbraba desde su salida de Samarcan- 
da , y aun oyó con gusto un concierto agrada- 
ble de voces é instrumentos con que acompaña- 
ron la cena. 

Los dias siguientes estuvo de muy buen hu- 
mor , y cuando supo que el sultán estaba de 
vuelta , le salió al encuentro y le cumplimentó 
con tono festivo. Al pronto Chahriar no advir- 
tió aquella mudanza , pues solo pensó en recon- 
venirle amistosamente de que habia rehusado 
acompañarle , y sin darle tiempo para respon- 
der á sus quejas , le habló de los muchísimos 
ciervos y alimañas que habia cojido , y por 
último, de lo infinito que se habia divertido. 
Chahzenan tomó la palabra luego , después de 
haberle escuchado con atención , y como ya no 
tenia aquel pesar que embargaba todas sus po- 
tencias, prorumpió en mil espresiones hala- 
güeñas y chistosas. 

El sultán, que habia esperado encontrarle 
con el desconsuelo en que le habia dejado , se 
alegró de verle tan gozoso. « Hermano mió,» le 
dijo, «doy gracias al cielo por el trueque feliz 
que ha obrado en ti durante mi ausencia ; pero 
te ruego que me concedas lo que voy á pedir- 
te. — a ¿ Qué puedo rehusarte ? » respondió el 
rey de Tartaria. « Todo lo puedes con Chahze- 
nan , habla ; ansiando estoy de saber lo que de 
mí deseas. —Desde que estás en mi corte,» pro- 
siguió Chahriar , « le he visto ahí embargado 
en aciaga melancolía , habiéndome esmerado in- 
fructuosamente en desvanecerla con toda clase 



10 



LAS MIL Y INA NOCHES. 



de distracciones. Me figuré que tu pesar prove- 
nia de que estabas ausente de tus estados, y aun 
creí que á ello contribuía mucho el amor , y que 
acaso lo causaba la reina de Samarcanda , que 
debe ser de consumada hermosura. No sé si me 
he podido engañar ; pero te confieso que esa ha 
sido la razón que he tenido para no importunar- 
te sobre el asunto , por temor de incomodarte. 
Sin embargo , te hallo á mi vuelta del mejor 
temple imaginable y libre de la atroz melanco- 
lía que empañaba toda complacencia , y esto sin 
que yo haya contribuido al intento ; por tanto, 
hazme la fineza de franquearte , mostrándome 
el motivo de aquella tristeza y del gozo pre- 
sente. 

A estas razones , el rey de la Gran Tartaria 
quedó un momento pensativo como en busca de 
contestación , y al fin prorumpió en estos tér- 
minos : «Eres mi sultán y señor, pero te ruego 
que me dispenses de darte la satisfacción que 
me pides. — No , hermano mió ,» replica el sul- 
tán , «has de concedérmela ; y pues la apetezco, 
no me la niegues. » Chahzenan no pudo resistir 
á las instancias de Chahriar y le dijo : « Pues 
bien , hermano mió , voy á darte gusto , ya que 
asi lo mandas. » Entonces le refirió la infideli- 
dad de la reina de Samarcanda , y cuando hubo 
acabado su narración: « Hé aquí ,» añadió, « la 
causa de mi tristeza: juzga si tenia motivo para 
estar padeciendo. — ¡ Oh hermano mió!» escla- 
mó el sultán con un acento que manifestaba la 
parte que tomaba en el enojo del rey de Tarta- 
ria, «¡qué horrorosa historia es la que acabas 
de contarme ! ¡ Con qué impaciencia la he oido 
hasta el fin ! Te alabo de haber castigado á esos 
traidores que te han hecho una ofensa tan estre- 
mada. No se te puede echar en cara esa acción; 
es justa , y confieso que por mi parte hubiera 
tenido menos moderación que tú ; no me hubie- 
ra contentado con quitar la vida á una sola mu- 
jer, creo que hubiera sacrificado mas de mil á 
mi saña. No estraño ahora tu pesar ; era muy 
aguda la causa para que no lo sintieses. ¡ Oh 
cielos , qué aventura ! No creo que haya suce- 
dido á nadie quebranto igual ; pero al fin loado 
sea Dios que te ha dado consuelo ; y como no 
dudo que será fundado , te pido que me lo par- 
ticipes , haciendo de mí entera confianza.» 

Chahzenan se escusó mas en este punto que 
en el anterior , por lo que interesaba á su her- 
mano ; pero fuéle forzoso ceder á sus encareci- 
das instancias : «Voy á obedecerte,» le dijo, ya 
que absolutamente así lo* quieres. Temo que mi 
obediencia te causará mayor pesar del que he 
tenido , pero á ti solo debes echarte la culpa, ya 
que me precisas á descubrirte lo que yo quisie- 



ra sepultar en eterno olvido. — Lo que acabas 
de decir,» interrumpió Chahriar, «no hace 
mas que avivar mi curiosidad ; apresúrate á des- 
cubrirme ese arcano , de cualquiera especie que 
sea. » Entonces el rey de Tartaria , no pudiendo 
escusarse por mas tiempo , refirió cuanto habia 
estado presenciando , el disfraz de los negros y 
los escesos de la sultana y de sus mujeres^, sin 
olvidar A Masud : « Después de enterarme de 
tamañas infamias,» prosiguió , « me imajiné que 
todas las mujeres eran naturalmente propensas 
á ellas y que no podian resistir á su inclinación. 
Embargado en este concepto, me pareció que 
era gran flaqueza en un hombre cifrar su sosie- 
go en la fidelidad de una mujer. Tras esta re- 
flexión hice otras muchas , y al fin juzgué que 
el mejor partido que podia tomar era consolar- 
me. Algunos esfuerzos me ha costado , pero lo 
he conseguido , y si quieres creerme , sigue mi 
ejemplo. » 

Por muy acertado que fuera este consejo , no 
pudo escucharlo el sultán y se enfureció dicien- 
do : « ¿Cómo? ¿es capaz la sultana de las Indias 
de prostituirse de un modo tan villano? ¡ Ay her- 
mano mió ! » añadió, « no puedo creer lo que 
me dices, si con mis propios ojos no lo veo. 
Preciso es que los tuyos te hayan engañado ; el 
asunto merece el trabajo de que yo mismo me 
cerciore de sus circunstancias. — Hermano 
mió , » respondió Chahzenan, « no te será muy 
difícil averiguarlo; dispon una nueva cacería, 
y cuando estemos fuera de la ciudad con tu 
corte y la mia, mandaremos hacer alto y volve- 
remos los dos solos á mi aposento. Estoy seguro 
que al dia siguiente verás lo que yo vi. » El 
sultán aprobó el ardid, y dio orden para una 
nueva cacería, de modo que aquel mismo dia 
las tiendas se hallaron levantadas en el lugar 
prescrito. 

Al dia siguiente ambos principes salen con 
toda su comitiva, y habiendo llegado al campa- 
mento, permanecen en él hasta la noche. Enton- 
ces Chahriar llama á su gran visir, y sin descu- 
brirle su intento, le manda que haga sus veces 
durante su ausencia, sin permitir que nadie sal- 
ga del campamento por motivo alguno. Luego 
que da esta orden, el rey de la Gran Tartaria y él 
montan á caballo, y atravesando el campamento 
disfrazados , vuelven á la ciudad y al palacio 
que habitaba Chahzenan. Acuéstanse, y al dia 
siguiente se colocan en la ventana desde la que 
el rey de Tartaria habia estado viendo la es- 
cena de los negros. Disfrutan por un rato el 
fresco de la madrugada, porque aun no ha 
salido el sol, y al paso que están conversando, 
clavan la \isla en la puerta secreta. Ábrese 



i 
é 



CIENTOS ÁRABES. 



11 



esta al fin, y para decirlo en pocas palabras, la 
sultana entra con sus mujeres y los diez negros 
disfrazados, llama á Masud, y el sultán ve mas 
de lo que se requiere para convencerse. « ¡O 
cielos! » esclamó, « ¡qué vileza! !qué infamia! 
¿ Es posible que la esposa de un soberano como 
yo sea capaz de semejante bajeza? En vista de 
esto, ¿qué príncipe se atreverá á alabarse de 
ser perfectamente feliz? !Ay, hermano mió!» 
prosiguió abrazando al rey de Tartaria, « huya- 
mos ambos del mundo; no hay en él buena fe; 
pues si halaga por una parte, por otra hace trai- 
ción. Abandonemos nuestros estados y el es- 
plendor que nos rodea. Vamos á ocultar nuestra 
desventura en países estraños, y allí viviremos 
desconocidos.- Aunque Chahzenan no aprueba 
aquella determinación, no se atreve tampoco á 
contrarestarla, viendo el acaloramiento de Cha- 
hriar. « Hermano mió, » le dice, « ya sabes 
que no tengo otra voluntad que la tuya , y que 
estoy pronto á seguirte á donde quieras; pero 
prométeme que volveremos, dado caso que 
hallemos alguno mas desventurado que noso- 
tros. — Te lo prometo, d responde el sultán, 
« aunque dificulto que esto quepa. — No soy yo 
de ese parecer, » replica el rey de Tartaria ; 
o puede ser que no viajemos mucho tiempo. » 
Dichas estas palabras, salen reservadamente del 
palacio, y toman otro camino que el que habían 
traído. Andan tanto como pueden el primer dia, 
y pasan la noche debajo de unos árboles, y al 
amanecer prosiguen su marcha hasta que llegan 
á una hermosa pradera á orillas del mar, y en 
la que habia plantados á trechos unos árboles 
muy frondosos. Siéntanse á la sombra de uno 
de ellos para descansar y tomar el fresco, y la 
conversación recae sobre la infidelidad de las 
princesas sus esposas. 

Tiempo habia que conversaban, cuando oyen 
cerca un estruendo pavoroso que viene de la 
parte del mar, y unos alaridos tremendos que 
los sobrecojen : entonces se abre el mar, y se 
levanta de su interior una gruesa columna ne- 
gra que al parecer llega á las nubes. Aquel ob- 
jeto aumenta su sobresalto, y alzándose pronta- 
mente, trepan á la copa del árbol que les parece 
mas frondoso. Apenas están en lo alto, cuando 
mirando hacia el paraje de donde viene el 
ruido, observan que la columna negra se ade- 
lante hacia la playa surcando las aguas. Al 
pronto no pueden distinguir lo que puede ser, 
pero luego lo averiguan. 

Era uno de aquellos jenios de la especie de 
nuestro Señor Salomón (1 ) (¡ la paz sea con él !) , 

(i; Salomón es reputado por los Musulmanes como cau- 
dillo de o* jenios. 



de negro y espantoso rostro, de una estatura 
colosal, y llevaba sobre la cabeza una gran caja 
de vidrio, cerrada con cuatro candados de fino 
acero. Adelántase por la pradera con aquella 
carga, depositándola al pié del árbol en que es- 
tán los dos príncipes, los cuales se creen perdi- 
dos, conociendo el gran peligro en que se ha- 
llan. 

Sin embargo el jenio se sienta junto á la caja,. 
y habiéndola abierto con cuatro llaves prendi- 
das de su cintura, sale al punto una dama rica- 
mente vestida, de majestuosa estatura y de ca- 
bal belleza. El monstruo la hace sentar á su 
lado, y mirándola enamoradamente le dice : 
a Dama, la mas perfecta de todas las damas en- 
carecidas por su hermosura, mujer encantadora 
á quien robé el dia de su boda y que siempre he 
amado entrañablemente, permíteme que duer- 
ma un rato á tu lado ; el sueño que me acosa me 
ha hecho venir á este sitio para tomar algún 
reposo. » Dicho esto, deja caer su cabeza des- 
comunal sobre el regazo de la dama, y habien- 
do alargado las piernas cuyos pies llegaban al 
mar, no tarda en quedarse dormido, roncando 
luego de modo que retumba el eco por toda la 
playa. 

Entonces la dama alza la cabeza por casuali- 
dad , y descubriendo á los príncipes en la copa 
del árbol , les hace seña con la mano para que 
bajen calladamente. Sumo es su sobresalto al 
verse descubiertos , y suplican con otras señas 
á la dama que los dispense de obedecerla ; pero 
ella , poniendo la cabeza del jenio en el suelo, 
se levanta y les dice muy quedito , aunque con 
afán : « Bajad , hay precisión absoluta de que 
bajéis.» En vano quieren darle á entender otra 
vez con ademanes que están temiendo al jenio, 
pues les replica con el mismo acento ; « Bajad 
pronto; si no os dais priesa en obedecerme, voy 
á despertarle, y yo misma le pediré vuestra 
muerte. » 

Estas palabras atemorizan á los príncipes en 
tantísimo grado , que se descuelgan con todo el 
tiento posible para no despertar al jenio. En es- 
tando abajo , la dama les coje la mano , y ha- 
biéndose alejado con ellos debajo de los árboles, 
les hace desahogadamente una viva proposición, 
que desechan al pronto , pero que luego han de 
aceptar en vista de nuevas amenazas. Después 
que hubo logrado de ellos lo que apetecía , ad- 
virtiendo que tenían cada uno un anillo en el 
dedo , se los pide , y al punto que los tiene en 
su poder , va en busca de una caja en que tiene 
sus joyas , y saca de ella una sarta de anillos de 
todas hechuras, y mostrándosela les dice : «¿Sa- 
béis lo que significan estas joyas? — No/) lu 



12 



LAS MIL \ UNA NOCHES. 



responden, apero en vuestra mano está el de- 
círnoslo. — Son ,» replica, «los anillos de todos 
los hombres que han participado de mis favo- 
res; tengo noventa y ocho que guardo para 
acordarme de ellos. Con igual motivo os he pe- 
dido los vuestros para tener el centenar com- 
pleto ; he aquí,» prosigue, «que he tenido hasta 
el dia cien amantes , á pesar de la vijilancia y 
cautela de ese horroroso jenio que no me deja 
un punto sola. Por mas que me encierra en esa 
caja de vidrio y me tiene oculta en el fondo del 
mar , logro burlar sus desvelos , de lo que po- 
déis inferir que no hay amante ni marido capaz 
de imposibilitar la ejecución de un intento idea- 
do por una mujer. Mejor harían los hombres en 
no violentar á las mujeres ; ese seria el medio 
de ajuiciarlas.» Habiéndoles hablado así , la da- 
ma mete sus anillos en el mismo hilo en que es- 
taban ensartados los demás. Luego se sienta 
como antes, levanta la cabeza del jenio , que no 
se despierta , y colocándola sobre su regazo, 
hace seña á los príncipes para que se retiren. 

Siguen el camino por donde vinieron , y cuan- 
do han perdido de vista al jenio y á la dama, 
Chahriar dice á Chahzenan : <«¿ Qué te parece, 
hermano, de la aventura que acaba de suceder- 
nos ? ¿ No hemos de confesar que nada es com- 
parable á la travesura de las mujeres ?— Si, her- 
mano mió ,» responde el rey de la Gran Tarta- 
ria, «y también debes convenir en que el jenio 
es mas digno de compasión y mas desventurado 
que nosotros. Por lo tanto, ya que hemos halla- 
do lo que buscábamos , volvamos á nuestros 
estados , y que esto no nos retraiga de otros en- 
laces. Por lo que á mí toca , ya sé por que me- 
dio conseguiré que se me guarde inviolablemen- 
te la fe debida. No quiero esplicarme ahora 
sobre este punto ; pero algún dia lo sabrás, y 
estoy seguro que imitarás mi ejemplo. » El sul- 
tán fué del parecer de su hermano , y prosi- 
guiendo su camino , llegaron al campamento al 
anochecer, tres dias después de su partida. * 

Divulgóse la noticia de la vuelta del sultán, y 
los cortesanos acudieron muy de madrugada á 
su tienda , en donde los recibió con aspecto mas 
afable de lo acostumbrado , y fué haciendo re- 
galos á todos. Luego, habiéndoles declarado que 
no quería ir mas lejos , mandóles montar á ca- 
ballo y regresó al punto á su palacio. 

A su llegada , pasó al aposento de la sultana, 
y habiéndola mandado atar en su presencia , la 
entregó á su gran visir con orden de que se la 
desnucase, lo cual ejecutó este ministro sin en- 
terarse del crimen que habia cometido. No paró 
en esto el enojado príncipe, pues degolló él mis- 
mo á todas las mujeres de la sultana. Después 



de este riguroso castigo , persuadido de que no 
habia mujer alguna recatada , y queriendo pre- 
caver las infidelidades de las que tomara en lo 
sucesivo, determinó tener una cada noche y 
mandarla ahogar al dia siguiente. Habiéndose 
impuesto esta ley cruel , juró observarla inme- 
diatamente después de la partida del rey de Tar- 
taria , que se despidió á poco tiempo de él y 
emprendió su camino , cargado de magníficos 
presentes. 

Entonces Chahriar dio orden á su gran visir 
para que le trajese la hija de uno de sus gene- 
rales , y este obedeció al punto. Durmió con ella 
el sultán , y al devolvérsela al dia siguiente para 
darle muerte, le mandó que le buscase otra para 
aquella noche. Por repugnante que le fuera al 
visir la ejecución de semejantes órdenes , como 
debia al sultán , su señor , ciega obediencia , te- 
nia que conformarse con ellas. Llevóle la hija 
de un oficial subalterno , que tuvo igual suerte; 
luego la de un comerciante de la capital; en una 
palabra , cada dia sucedía á un nuevo casamien- 
to una nueva muerte. 

La noticia de esta inhumanidad sin ejemplo 
causó general consternación en la ciudad. Oían- 
se tan solo alaridos y lamentos : ora era un pa- 
dre que se desesperaba de la pérdida de su hija; 
ora tiernas madres , temiendo por las suyas 
igual destino , hacían resonar los aires con sus 
jemidos , de modo que en vez de las alabanzas 
y bendiciones que el sultán hasta entonces me- 
reciera , todos sus subditos se desahogaban en 
imprecaciones contra él. 

El gran visir, que , como ya dijimos , era á 
pesar suyo el ministro de tan horrorosa injusti- 
cia , tenia dos hijas , llamadas , la mayor Che- 
herazada , y la menor Dinarzada. Esta última 
no carecía de mérito , pero la otra abrigaba uu 
espíritu superior ásu sexo, mucho talento y es- 
traordinaria penetración ; además estaba dotada 
de prodigiosa memoria y se acordaba de cuanto 
habia leído. El estudio de la filosofía , medicina, 
historia y artes era su recreo , y componía me- 
jores versos que los mas célebres poetas de su 
tiempo. Por otra parte su hermosura era pere- 
grina , y su tersa virtud venia á coronar tan es- 
clarecidas prendas. Amaba el visir entrañable- 
mente á una hija tan digna de su cariño , y un 
dia que conversaba con ella , Chcherazada , le 
dijo : « Padre mió , tengo que pediros un favor, 
y os ruego humildemente que me lo concedáis. 
— Corriente, hija mia,» respondió el visir, «con 
tal que sea justo y ajuiciado.— En cuanto ajus- 
to ,» dijo la hija , « no puede serlo mas, y así lo 
juzgaréis cuando sepáis el motivo que me obli- 
ga á pedíroslo. Es mi ánimo poner roto á la 



CIEMOS ÁRABES. 



13 



barbarie con que trata el sultán á las familias de 
esta ciudad, y desvanecer los justos temores 
que tantas madres tienen de perder sus hijas de 
un modo tan funesto. — Tu intento es muy lau- 
dable , hija mia ,» dijo el visir ; « pero el que- 
branto que tratas de remediar me parece sin ar- 
bitrio. ¿Cómo intentas lograr tu objeto? — Pa- 
dre mió,» respondió Cheherazada, «ya que 
el sultán celebra cada dia un nuevo enlace con 
intervención vuestra , os suplico, por el tierno 
afecto que me profesáis , que me proporcionéis 
el honor de su lecho. » El visir se estremeció al 
oir aquella propuesta. «¡O cielos!» interrum- 
pió; «¿estás en ti, hija mia? ¿qué es lo que me 
pides? ¿No sabes que el sultán ha jurado por su 
alma no dormir sino una noche con la misma 
mujer, y mandarla matar al dia siguiente? ¿có- 
mo quieres que yo le proponga casarse contigo? 
Piensa en lo que te espone tu afán indiscreto. — 
Sí, padre mió,» respondió la virtuosa hija , «co- 
nozco el peligro á que me espongo , y no puede 
arredrarme. Si fenezco , gloriosa será mi muer- 
te ; y si logro mi intento , haré un servicio im- 
portante á mi patria. — No ,» dijo el visir, «por 
muchas objeciones que hagas para recabar que 
te ponga en tan espantoso peligro , no creas que 
lo consienta. Cuando el sultán me mandara cla- 
varte un puñal en el pecho , i ay de mí ! fuerza 
fuera obedecerle : y \ qué tremendo encargo se- 
ria para un padre ! j Ah ! si no temes la muerte, 
teme al menos causarme el mortal dolor de ver 
mi mano teñida en tu sangre. — Otra vez os lo 
suplico , padre mió,» dijo Cheherezada, « con- 
cededme el favor que os pido. — Tu obstinación 
me mueve á enojo, » replicó el visir. «¿Porqué 
quieres correr á tu pérdida? Mal puede salir de 
tan arriesgado empeño el que no prevé su tér- 
mino. Temo no te suceda lo que al asno que es- 
taba bien y no supo conservarlo. — ¿Qué des- 
gracia le sucedió al asno?» replicó Cheherazada. 
— «Voy á decírtelo,» respondió el visir; «atién- 
deme: 

FÁBULA 

EL ASNO, EL BUEY Y EJ, LABRADOR. 

« Un rico mercader tenia varias quintas en las 
que criaba gran cantidad de toda especie de ga- 
nado. Retiróse á una de sus posesiones con su 
mujer y sus hijos para beneficiarla por sí mis- 
mo. Tenia el don de entender el idioma de los 
irracionales ; pero no podía interpretarlo á na- 
die sin esponerse á perder la vida ; lo cual le 
imposibilitaba el comunicar los secretos que por 
medio de este don adquiría. 

« El mismo pesebre servia para un buey y un 



asno , y cierto dia que estaba sentado junto á 
ellos y que se entretenía en ver jugar á sus hi- 
jos , oyó que el buey decia al asno : « Compa- 
ñero , cuan dichoso eres, si considero el reposo 
que disfrutas y el poco trabajo que te imponen. 
Un hombre te almohaza y te lava con mucho 
esmero , te da cebada bien cribada y agua fres- 
ca y limpia. Toda tu molestia se reduce á llevar 
al mercader nuestro amo cuando tiene que ha- 
cer algún pequeño viaje , y sin esto pasarías to- 
da tu vida en la ociosidad. De muy diferente 
modo me tratan á mí , y mi suerte es tan des- 
graciada como la tuya es agradable; apenas dan 
las doce de la noche , cuando me atan á un ara- 
do que he de arrastrar todo el dia surcando la 
tierra , lo cual'me postra en tanto grado, que á 
veces me faltan las fuerzas. Además el labrador 
que está siempre detrás de mí me maltrata con- 
tinuamente, y tengo el cuello desollado de tirar 
del arado. Finalmente cuando vuelvo de noche 
después de haber trabajado todo el dia, me dan 
por comida unas malas habas secas revueltas 
con tierra ó con otras cosas peores. Para rema- 
tar mi desdicha, cuando he comido mi mengua- 
do pienso , he de pasar la noche tendido sobre 
el estiércol. Ya ves que tengo motivo de envi- 
diar tu suerte. » 

« No interrumpió el asno al buey y le dejó 
decir cuanto quiso; pero luego que hubo acaba- 
do de hablar: o No desmientes,» le dijo, «el 
nombre de tonto que te han dado; eres muy ne- 
cio, y te dejas llevar á donde quieren y no eres 
capaz de tomar una buena determinación. Sin 
embargo , ¿qué ventajas no sacas de todos los 
malos tratamientos que estás padeciendo? Te 
matas por el reposo, placer y utildad de los que 
no te lo agradecen: si tuvieras tanto valor como 
fuerza, no te tratarían de ese modo. ¿Porqué * 
no te resistes cuando vienen á atarle al pesebre 
y no das algunas cornadas? ¿porqué no mani- 
fiestas tu furor tundiendo el suelo con las patas ? 
Finalmente ¿porqué no causas terror con es- 
pantosos mujidos? La naturaleza te ha dado 
medios para hacerte respetar , y no te vales de 
ellos. Si te traen malas habas y ruin paja, no la 
comas ; olfatéala solamente y déjala. Sigue los 
consejos que te doy y pronto verás una mudan- 
za á que me estarás agradecido. » 

El buey escuchó atentamente los consejos del 
asno y le manifestó cuanto se los agradecía : 
t Querido compañero,» le dijo, «no dejaré de 
hacer cuanto me acabas de decir, y ya verás 
que bien lo cumpliré.» Callaron tras esta con- 
versación, de-la que no desperdició una pa- 
labra el mercader. 

Al dia siguiente por la mañana el labrador 



11 



LAS MIL ^ l NA NOCIUvS. 



entró en el pesebre, ató el buey al arado, y lo 
llevó al trabajo según costumbre. El buey, que 
tenia presente el consejo del asno, estuvo muy 
rebelde durante todo el día, y á la noche, cuan- 
do el labrador volvió á casa y quiso atarle como 
siempre, el malicioso animal, en vez de presen- 
tar él mismo las astas, empezó á cejar mujiendo 
y aun bajó el testuz en ademan de malherir al 
labrador. En una palabra, hizo todo cuanto el 
asno le habia enseñado. Al otro dia, el labrador 
vino á sacarle para llevarle á su faena, pero ha- 
llando el pesebre todavía lleno con las habas y 
paja que habia puesto la noche anterior, y el 
buey echado,, tendidas las patas y respirando de 
un modo estrano, lo creyó enfermo, y compade- 
ciéndose de él, creyó que seria inútil llevarle al 
trabajo y se lo participó al punto al mercader. 

« Este vio claramente que se habían seguido 
los malos consejos del asno, y para castigarlo 
como merecía : « Vete,» le dijo al labrador, «to- 
ma el asno en lugar del buey y no dejes de ha- 
cerle trabajar mucho. » Obedeció el labrador, y 
el asno tuvo que tirar el arado durante todo el 
dia, lo cual le cansó tanto mas cuanto estaba 
poco acostumbrado á tanta faena. Además reci- 
bió tantos palos que apenas podia tenerse en 
pié al volver al establo. 

«Sin embargo el buey estaba contentísimo; 
habia comido todo lo que le habían puesto en el 
pesebre y habia descansado todo el dia ; se ale- 
graba interiormente de haber seguido los con- 
sejos del asno, dándole mil bendiciones por el 
bien que le habia proporcionado, y no dejó de 
congratularle otra vez cuando le vio llegar. El 
asno nada respondió al buey, tanto era su enojo 
de que le hubiesen maltratado. « Mi impruden- 
cia, » se decía á sí mismo, « es la causa de esta 
desgracia ; yo vivía dichoso y todo me sonreía ; 
tenia mas de lo que podia apetecer : culpa mia 
es, si me hallo en este lamentable estado, y es- 
toy perdido, si no encuentro algún ardid para 
saiir de tan mal paso.» Al decir esto le faltaron 
las fuerzas y se dejó caer medio muerto al pié 
del pesebre. » 

Al llegar á este punto el gran visir , Sirijién- 
dose á Cheherazada, le dijo : « Hija mia, haces 
como este asno, y te espones á perderte por tu 
bachillería. Créeme, estáte quieta, y no trates de 
anticipar tu muerte. — Padre mió,» respondió 
Cheherazada, «el ejemplo que acabáis de citar 
no basta á retraerme del intento, y no cesaré de 
importunaros hasta que haya conseguido que 
me presentéis al sultán para ser su esposa.» 
Viendo el visir que insistía siempre en su deseo, 
le replicó : Pues bien , ya que no quieres desis- 
tir de tu empeño , me veré precisado á tratarte 



como trató el mercader de que acabo de hablar, 
de allí á algún tiempo, á su mujer: escúchame: 

«El mercader, que supo que el asno se halla- 
ba tan mal parada, tuvo curiosidad de saber lo 
que entre éi y el buey ocurriría, y después de 
cenar, se sentó cerca de ellos á la claridad de 
la luna en compañía de su mujer. Al llegar oyó 
que e! asno le decía al buey : «Compadre, dime 
qué piensas hacer cuando el labrador te traiga 
mañana el pienso. — Lo que haré ,» respondió 
el buey, «seguiré haciendo lo que tú me has 
enseñado. Primeramente me apartaré y luego 
presentaré las astas como ayer, haré el enfermo 
y aparentaré estar en el último trance. — No 
hagas tal,» interrumpió el asno, «estarías per- 
dido, pues al llegar á casa, he oido que el mer- 
cader nuestro amo decía una especie que me 
hizo temblar por causa tuya. — ¿Y qué oiste ?» 
dijo el buey, « por favor no me lo ocultes, que- 
rido compañero. — Nuestro amo, » respondió el 
asno, « dijo al labrador estas palabras: « Ya que 
el buey no come y apenas puede tenerse, lo 
mataremos mañana. Haremos por amor de Dios 
limosna con su carne á los pobres, y por lo que 
toca á su cuero* que puede hacernos al caso, se 
lo darás al curtidor ; así acuérdate de avisar al 
carnicero.» Estoes loque tengo que decirte,» 
añadió el asno; «el interés que tomo por tu con- 
servación y la amistad que te profeso me obli- 
gan á avisarte y á darle otro consejo: cuando te 
traigan las habas y la paja, levántate y échale 
encima con afán; el amo juzgará que estás cura- 
do, y no dudo que revocará tu sentencia; pero 
si obras de otro modo estás perdido.» 

« Estas palabras surtieron el efecto que el as- 
no se prometía, pues el buey atribulado niu- 
jió de susto. El mercader, que los estaba escu- 
chando con mucha atención, soltó entonces una 
gran carcajada, lo cual estrañó sobremanera su 
mujer; «Decidme, le preguntó, «¿porqué reis 
tanto? — Mujer,» le respondió el mercader, 
«conténtate con verme reir. — No,» replicó ella, 
« quiero saber lo que os causa tanta risa. — 
No puedo darte ese gusto,» respondió el ma- 
rido; «bástate saber que me rio de lo que el 
asno acaba de decir al buey; lo demás es un 
secreto que no puedo descubrirte. — ¿Y quién 
os lo estorba? — Sabe que si te lo dijera, me 
costaría la vida. — ¡Os burláis de mí I » esclamó 
la mujer; « lo que decis no puede ser cierto. Si 
no me decis pronto porqué habéis reido, y os 
negáis á comunicarme lo que dijeron el asno y 
el buey, juro por el gran Dios que está en 
el cielo que no viviremos mas juntos, n 

« Al acabar estas palabras volvió á la casa y 
se sentó en un rincón, en donde pasó toda la 



■si 



CIENTOS AKABKS. 



i; 



noche llorando en estremo. El marido durmió 
solo; y al dia siguiente, viendo que continuaba 
en sus quejas: « Muy poco juicio muestras,» le 
dijo, «en aflijirte de ese modo, el asunto no 
merece tanto lloro, y así como á ti te im- 
porta poco saberlo, á mí me importa mucho 
tenerlo secreto. Ea , no pienses mas en ello. — 
De tal modo pienso en ello,» respondió la mu- 
jer, que no dejaré de llorar hasta que hayas 
satisfecho mi curiosidad.— Te repito formal- 
mente,» dijo el mercader, «que me cosatrá 
la vida el ceder á tus indiscretos ruegos. — 
Suceda lo que Dios quiera, » le replicó la mu- 
jer, «no desistiré de mi intento. — Está vis- 
to que no hay medio de hacerte entrar en 
razón ; y como preveo que te matarás con 
tu porfía, voy á llamar á tus hijos para que 
tengan el consuelo de verte antes de morir. » 
En esto llamó á sus hijos, y mandó también por 
los parientes de la mujer. Cuando estuvieron 
reunidos y les hubo esplicado de que se trataba, 
eslremaron su persuasiva en dar á entender á la 
mujer que tenia culpa en no desistir de su anto- 
jo; pero ella no los quiso escuchar, y dijo que 
moriría antes que ceder en esto á su marido. 
Por mas que los padres le hicieron reflexiones á 
solas y le representaron que lo que ansiaba sa- 
ber era de ninguna importancia , nada consiguie- 
ron con su autoridad ni sus reconvenciones. 
Cuando sus hijos vieron que persistía en desa- 
tender todas las buenas razones con que impug- 
naban su tenacidad , se echaron á llorar amar- 
gamente. Por su parte el mercader no sabia qué 
hacerse, y sentado solo á la puerta de su casa, 
estaba deliberando ya si sacrificaría su vida por 
salvar la de su mujer á quien amaba entraña- 
blemente. 

« Y es el caso, hija mia, » prosiguió el visir 
hablado siempre á Cheherazada, « que este mer- 
cader tenia cincuenta gallinas y un gallo y tam- 
bién un perro muy vijilante. Estando sentado, 
como ya dije , y todo cavilando sobre el partido 
que debia tomar , vio al perro que corría hacia 
el gallo que cubría una gallina, y oyó que le ha- 
blaba en estos términos: « ¡O gallo! Dios no per- 
mitirá que vivas mucho tiempo. ¿No te aver- 
güenzas de lo que estás haciendo ? » El gallo se 
entonó, y volviéndose al perro; «¿Porqué,» le 
contestó altaneramente, «me ha de estar prohi- 
bido hoy lo que me es lícito los demás días? — 
Sábete,» replicó el perro, «que nuestro amo es- 
tá hoy muy aflijido. Su mujer quiere que le ma- 
nifieste un secreto de tal especie que perderá la 
vida si lo descubre. Tal es el estado del asunto; 
es de temer que no le acompañe el tesón nece- 
sario para resistir á la terquedad de su mujer, 



porque la quiere mucho y está lodo traspasado 
con las lágrimas que derrama. Acaso está á 
punto de perecer, y cuando todos estamos atri- 
bulados en la casa, ¡ tú eres el único que, insul- 
tando nuestra tristeza, tienes la desvergüenza 
de solazarte con las gallinas! » 

« El gallo contestó de este modo á la repren- 
sión del perro: «¡Qué mentecato es nuestro 
auio ! ¡ una sola mujer le tiene apurado, al paso 
que yo tengo cincuenta hembras que hacen to- 
do cuanto quiero! Que vuelva en sí, y pron- 
to hallará medio de salir de su conflicto. — ¿Qué 
quieres que haga?» dijo el perro.— «Que entre 
en el aposento en donde está su mujer, » le res- 
pondió el gallo, « y encerrándose con ella, tome 
un palo y la zurre bien; estáte seguro que 
con esto tendrá juicio y no le molestará para 
que le diga lo que no debe descubrirle. » Ape- 
nas el mercader oyó lo que el gallo acababa de 
decir, cuando se levantó de su asiento, cojió un 
palo, buscó á su mujer, que estaba todavía llo- 
rando, se encerró con ella y le cascó tan de re- 
cio que se puso á vocear : «Basta, basta, mari- 
do, déjame, no te preguntaré nada mas. » A es- 
tas palabras, y visto que se arrepentía de haber 
sido curiosa tan fuera del caso , dejó de maltra- 
tarla, abrió la puerta y entraron todos los pa- 
rientes alegrándose de qué la mujer hubiese re- 
cobrado su juicio, y dándole la enhorabuena al 
marido por el medio acertado de que se habia 
valido para enderezarla. Hija mia , » añadió el 
gran visir, «merecieras que te tratase del mismo 
modo que la mujer del mercader. 

«Padre mió,» dijo entonces Cheherazada, 
«por favor os pido que no llevéis á mal el que 
persista mas y mas en mi empeño. La historia 
de esa mujer no puede hacerme variar de inten- 
to. Otras muchas pudiera contaros que os con- 
vencerían de que no debéis oponeros á lo que 
apetezco. Además perdonadme si me atrevo á 
declararos que vuestra oposición fuera vana, 
pues aun cuando el cariño de padre os hiciera 
desechar mis ruegos , yo misma iria á presen- 
tarme al sultán. » 

Por fin el padre, quebrantado con la entereza 
de su hija cedió á sus instancias , y aunque su- 
mamente desconsolado por no haber podido re- 
traerla de tan funesta determinación, se fue á 
presentar á Chahriar con el mensaje de que la 
noche siguiente le llevaría á Cheherazada. 

Causóle estrañeza al sultán el sacrificio que 
su visir le hacia, y le preguntó como habia po- 
dido avenirse é entregarle su propia hija. — 
« Señor », le respondió el visir, « ella misma se 
ha ofrecido. La triste suerte que la espera no ha 
podido arredrarla, y prefiere á su vida el honor 



10 



LAS MIL \ UNA NOCHES. 



de ser una sola noche la esposa de vueslra ma- 
jestad. — Pero no 03 alucinéis, visir, » le replicó 
el sultán: « mañana al devolveros á Chehera- 
zada, debéis quitarle la vida, y si faltaseis á mi 
mandato, os juro que os mandaría matar. — 
Señor, » replicó el visir, « no cabe duda en que 
mi corazón llorará al obedeceros : pero por mas 
que murmure la naturaleza , aunque padre , os 
respondo de este brazo siempre fiel. » Chahriar 
aceptó la proposición de su ministro y le dijo 
que podia presentarle su hija cuando quisiera. 

El gran visir comunicó esta noticia á Chehe- 
razada , que la recibió con el mismo alborozo 
que si fuera el logro mas apetecible del mundo. 
Dio gracias á su padre por haberla complacido, 
y viendo que estaba traspasado de quebranto, 
le dijo, para consolarle, que no se arrepentiría 
de haberla casado con el sultán, sino que al con- 
trario se alegraría mucho de haberlo hecho. 

Al punto se vistió para presentarse al sultán, 
pero antes de marcharse llamó á solas á su her- 
mana Dinarzada y le dijo : « Mi querida her- 
mana, necesito tu auxilio en un negocio impor- 
tantísimo, y te pido. que no me lo niegues. Mi 
padre va á llevarme al palacio del sultán, para 
ser su esposa. No le asustes al saberlo , escú- 
chame tan solo con cachaza. Luego que esté 
delante del sultán, le pediré que te permita dor- 
mir en el aposento nupcial, para que pueda dis- 
frutar esta noche mas de tu compañía. Si alcanzo 
esta fineza, como lo espero, acuérdate de desper- 
tarme mañana por la madrugada una hora an- 
tes del dia y decirme estas palabras : « Hermana 
mia , si no estás dormida, te pido que mientras 
amanece me cuentes uno de aquellos hermosos 
cuentos que tú sabes. » Al punto te contaré uno, 
y me lisonjeo de que por este medio libraré á 



todo el pueblo de la consternación en que se 
halla. » Dinarzada respondió á su hermana que 
haría gustosa cuanto le pidiera. 

Habiendo llegado la hora de acostarse, el 
gran visir acompañó al palacio á Cheherazada y 
se retiró después de haberla introducido en el 
aposento del sultán. Este príncipe , apenas es- 
tuvo á solas con ella, le mandó que se alzara el 
velo y la halló tan hermosa que se prendó de 
sus gracias : pero ad virtiendo que estaba llorosa, 
le preguntó la causa de su quebranto : « Señor,» 
respondió Cheherazada, « tengo una hermana á 
quien amo entrañablemente, y deseara que pa- 
sara la noche en este aposento para verla y 
poderme despedir de ella. Permitidme que tenga 
el consuelo de darle esta última prueba de mi 
cariño. j> Consintió en ello Ghahri ir , y fueron 
á buscar á Dinarzada, que acudió pronlamente. 
El sultán se acostó con Cheherazada en un le- 
cho muy elevado , á estilo de los monarcas de 
Oriente, y Dinarzada se echó en otro que eslaba 
dispuesto al pié del primero. 

Dinarzada, que se despertó una hora antes 
del amanecer, hizo lo que su hermana le habia 
encargado: « Querida hermana, » le dijo, « si 
no estás dormida, te pido que mientras amanece 
me cuentes uno de aquellos hermosos cuentos 
que sabes. ¡ Ay de n)i ! quizás será esta la últi- 
ma vez que tenga ese gusto. » 

Cheherazada, en vez de responder á su her- 
mana , se encaró con el sultán : « Señor, » le 
dijo, « ¿ me permite vuestra majestad que dé 
este gusto á mi hermana ? — Os lo permito, » 
respondió el sultán. Entonces Cheherazada dijo 
á su hermana que escuchase, y luego encarán- 
dose con Chahriar, empezó de esta manera : 



NOCHE I. 



EL MERCADER Y EL JENIO. 



Hubo en olro tiempo un mercader que poseía 
muchos haberes , así en tierras y mercancías 
como en dinero. Tenia un sinnúmero de depen- 
dientes, factores y esclavos. De cuando en 
cuando habia de hacer viajes para avistarse con 



sus corresponsales , y un dia que un negocio 
importante le llamaba lejos del paraje que habi- 
taba, montó á caballo y se puso en camino, lle- 
vando en grupa unas alforjas que contenían una 
escasa provisión de galleta y dátiles , porque 



CI KY10S ÁRABES. 



I" 



debía atravesar un pais desierto en donde" no 
hubiera hallado con que mantenerse. Llegó sin 
tropiezo á su paradero, y cuando hubo termi- 
nado sus negocios , volvió á montar á Caballo 
para regresar á casa. 

Al cuarto dia de su viaje se sintió tan incomo- 
dado con el ardor del sol y el que despedia la 
tierra, que se desvió de su camino para ponerse 
á la sombra de algunos árboles que divisó en 
aquel campo. Allí halló al pié de un gran nogal 
una fuente de agua cristalina, y habiéndose 
apeado, aló su caballo al árbol y sesentó junto 
á la fuente , después de haber sacado de las al- 
forjas algunos dátiles y galleta. Al paso que iba 
comiendo dátiles, tiraba los huesos á derecha é 
izquierda, y cuando hubo acabado aquella comida 
frugal , se lavó las manos, rostro y pies, como 
buen musulmán, é hizo su oración (I). 

Aun no la habia terminado y estaba arrodi- 
llado, cuando se le presentó un jenio cano de 
vejez y de ajigantada estatura , el cual adelan- 
tándose hacia él sable en mano, le voceó con 
eco tremendo : « Levántate , vas á morir, ya 
que has muerto á mi hijo ; » y acompañó estas 
palabras con un espantoso grito. El mercader, 
igualmente aterrado con el horrendo figurón del 
monstruo que con las palabras que le decia, le 
respondió temblando: « ¡ Ay de mí , mi buen 
señor ! ¿ qué crimen puedo haber cometido en 
daño vuestro para que me quitéis la vida ? — 
Quiero matarte, » respondió el jenio, « así como 
tú has dado la muerte á mi hijo. — ; Dios todo- 
poderoso ! » replicó el mercader, « ¿cómo puedo 
haber muerto á vuestro hijo, si no le conozco 
ni le vi jamás? — ¿Note sentaste aquí al lle- 
gar » prosiguió el jenio, « ¿ no sacaste dátiles 
de tus alforjas, y al comerlos no tiraste los 
huesos á diestro y siniestro ? — No puedo ne- 
garlo, » respondió el mercader, « hice cuanto 
decis. — Siendo así, » añadió el jenio, « te re- 
pito que has muerto á mi hijo, y he aquí de qué 
modo : mi hijo pasaba por aquí cuando tú tira- 
bas los huesos , le dio uno en un ojo , y hi 
muerto, y por lo tanto debes morir. — ¡ Ah, 
señor, perdón ! » esclamó el mercader. — « No 
cabe perdón ni misericordia , » respondió el 
jenio. « Justo es que muera el que mató. — 
Convengo en ello, » dijo el mercader , « pero 
ciertamente yo no he muerto á vuestro hijo, y 

(I) La ablución antes del rezo es de precepto divino en 
la relijion musulmana : « Oh vosotros creyentes, cuando 
os preparáis ai lezo, lavaos rostro y brazos hasta los co- 
dos; bañaos la cabeza y los pies hasta el tobi lo. » 

lli musulmán debe orar cinco v. cea al dia : lo una hora 
antes de salir el sol; üo á mt diodia; 3o a las tres de la 
tarde; 4° al ponerse el si; 5© hora y media después de 
puesto el sol. El musulmán, ciihndo reza, se vuelve siem- 
pre hacia la Meca. 
T. I. 



aun cuando así fuera, lo hubiera hecho incul- 
pablemente : por consiguiente os ruego que me 
perdonéis y concedáis la vida. — No, no, » dijo 
el jenio, persistiendo en su determinación, « es' 
menester que mueras, ya que mataste á mi hijo ;» 
y diciendo estas palabras, asió al mercader por 
un brazo , lo echó de cara contra el suelo y 
levantó en alto el alfanje para cortarle la ca- 
beza. 

Sin embargo, el mercader, anegado en llanto 
y protestando su inocencia , se condolía de 
su mujer é hijos y prorumpia en acentos entra- 
ñables. El jenio con el acero enarbolado tuvo 
aguante para esperar que el desventurado hu- 
biese terminado sus lamentos; pero no le en- 
ternecieron: « Todos esos llantos son super- 
íluos, » esclamó ; « aun cuando lloraras sangre, 
eso no quilaria el que le matase como tú hns 
muerto á mi hijo. — ¡ Cómo! » replicó el mer- 
cader, « piada puede conmoveros! ¿Queréis 
absolutamente quitar la vida á un pobre ino- 
cente? — Sí, » replicó el jenio, « estoy re- 
suelto. » Al acabar estas palabras.... 

A llegar aquí Cheherazada, advirtió que era 
de dia, y sabiendo que el sultán se levantaba 
muy temprano para decir sus oraciones y cele- 
brar consejo, dejó de hablar. «¡Oh cielos! » 
dijo entonces Dinarzada ; « cuan portentoso es 
vuestro cuento, hermana mia. — Lo que sigue 
es todavía mas asombroso, » respondió Chehe- 
razada, « y lo confesarías, si el sultán me con- 
cediera la vida por hoy y me diera permiso para 
referírtelo la noche siguiente. » Chahriar, que 
habia escuchado á Cheherazada con mucho pla- 
cer, dijo para consigo : « Aguardaré hasta 
mañana ; la mandaré matar cuando haya oido el 
paradero del cuento. » Y habiendo acordado no 
mandar que quitasen aquel dia la vida á Chehe- 
razada, se levantó para rezar sus oraciones é ir 
al consejo. 

Entretanto el gran visir estaba con sumo de- 
sasosiego : en vez de disfrutar el halago del 
sueño, habia pasado la nuche suspirando y con- 
doliéndose de la muerte de su hija, de quien 
iba á ser el verdugo. Pero así como temia la 
vista del surtan, embargado en su desconsuelo, 
quedó agradablemente absorto cuando vio que 
el príncipe entraba en el consejo sin darle la 
orden funesta que aguardaba. 

El sultán pasó el dia, según costumbre, arre- 
glando los negocios de su imperio, y cuando 
llegó la noche, durmió otra vez con Chehera- 
zada. Al dia siguiente, antes que amaneciera, 
Dinarzada no dejó de llamar á su hermana y 
decirle : « Hermana mia, si no duermes, te 
ruego que entretanto asoma el dia, prosigas el 



18 



LAS MIL \ LiNA NOCHES. 



cuento de ayer. » £1 sultán no aguardó á que 
Gheherazada le pidiese permiso : « Acabad, » le 
dijo, « el cuento del jenio y del mercader; es- 



toy ansioso de oir la conclusión. » Gheherazada 
tomó entonces la palabra y prosiguió el cuento 
en estos términos : 



NOCHE II. 



Señor, cuando el mercader vio que el jenio 
iba á cortarle la cabeza, prorumpió en un agudo 
alarido y le dijo : « Deteneos; por favor aten- 
dedme todavía ; dignaos concederme un plazo y 
darme tiempo para que me despida de mi mujer 
é hijos y les reparta mis bienes por medio de 
un testamento que aun no tengo hecho, para 
que no tengan desavenencias después de mi 
muerte; hecho esto, volveré al punto á este 
mismo lugar y me avendré á cuanto queráis 
disponer de mí. — Pero si te concedo ese plazo 
que pides, » dijo el jenio, « me temo que no 
volverás. — Si queréis creer mi juramento, » 
respondió el mercader, « juro por el Dios del 
cielo y de la tierra que volveré aquí sin falta. 
— ¿Y de cuánto tiempo ha de ser el plazo que 
deseas? » replicó el jenio. — « Os pido un 
año, » replicó el mercader : « necesito á lo 
menos este tiempo para poner mis negocios en 
orden y disponerme á despedirme de la vida 
con todo su aliciente y sin quebranto. Así os 
prometo que dentro de un año, contadero desde 
mañana, acudiré debajo de estos árboles y me 
pondré bajo vuestra potestad. — ¿Tomas á 
Dios por testigo de la promesa que hapss? » 
replicó el jenio. — a Sí, » respondió el merca- 
der, « vuelvo á tomarlo por testigo, y podéis 
confiar en mi juramento. » A estas palabras, el 
jenio lo dejó junto á la fuente y desapareció. 

El mercader, vuelto en sí de tan gran susto, 
montó otra vez á caballo y prosiguió su ca- 
mino. Pero si por una parte §entia complacen- 
cia en haber salido de tan gran peligro, por 
otra esperimentaba un desconsuelo mortal cuan- 
do pensaba en el fatal juramento que habia 
hecho. Cuando llegó á casa, su mujer é hijos le 
recibieron con todas las demostraciones de la 
mayor alegría ; pero en vez de corresponder á 
su cariño, se echó á llorar tan amargamente que 
juzgaron que le habia sucedido alguna novedad 



eslranada. Preguntóle su esposa la causa de su 
llanto y del agudo pesar que manifestaba : a Nos 
alegramos" de tu regreso, » decia, « y sin em- 
bargo nos estás sobresaltando á todos con el 
estado en que te vemos. Esplícanos, te ruego, 
la causa de tan amarga tristeza. — ¡ Ay de mí I » 
respondió el marido, « ¿cómo puedo yo estar 
en otra situación ? ya no me queda para vivir 
mas que un año. » Entonces les refirió lo que 
habia ocurrido entre él y el jenio, y les informó 
que habia prometido volver al cabo de un año 
para recibir la muerte por su mano. 

Al oir aquella tristísima nueva, se desconso- 
laron en gran manera. La mujer daba gritos 
lastimándose el rostro y mesándose el cabello ; 
los hijos, anegados en llanto, hacían resonar la 
casa con sus jemidos, y el padre, cediendo á la 
fuerza de la sangre , juntaba sus lágrimas con 
tanto lamento. En una palabra, era un espectá- 
culo capaz de conmover al mas indiferente. 

Al dia siguiente, él mercader empezó á poner 
sus negocios en cobro, dedicándose sobre todo 
á pagar sus deudas. Hizo regalos á sus amigos 
y grandes limosnas á los pobres y dio libertad 
á sus esclavos de ambos sexos, repartió sus 
bienes entre sus hijos, nombró tutores para los 
que eran de menor edad y devolvió á su mujer 
todo cuanto le correspondía, según el contrato 
matrimonial, mejorándola además en todo lo 
que pudo darle, sujetándose á las leyes. 

Al fin voló el año , y fué forzoso marcharse. 
Avió su maleta, en la que puso el paño en que 
debian sepultarle ; pero cuando quiso despedirse 
de su mujer é hijos, su quebranto y el de estos 
fué el mas amargo que cabe imajinar. No po- 
dían determinarse á perderle; todos querían 
acompañarle y morir con él. No obstante como 
era forzoso que se violentase y separase de 
aquellos objetos queridos : 

« Hijos mios, » les dijo, « obedezco las ór- 



CIENTOS ÁRABES, 



19 



(lenes de Dios al separarme de vosotros. Imi- 
tadme : someteos con entereza á esta necesidad 
y recapacitad que la suerte del hombre es mo- 
rir. » Dichas estas palabras, se desprendió de 
los brazos de su familia, y poniéndose en ca- 
mino, llegó al propio paraje en donde habia 
visto al jenio el mismo dia que habia prome- 
tido. Apeóse inmediatamente y se sentó á ori- 
llas de la fuente aguardando al jenio con toda 
la tristeza que imajinarse puede. 

Entretanto que estaba padeciendo aquella 
horrenda espectativa, llegó un buen anciano 
que conducia una cierva del cabestro y se acercó 
á él. Se saludaron, y el anciano le dijo : « Her- 
mano, ¿ puedo saber porqué habéis venido á 
este lugar desierto en donde no hay mas que 
espíritus malignos con los que no cabe estar 
seguro ? Al ver estos hermosos árboles, alguien 



pudiera conceptuar que está poblado ; psro es 
una verdadera soledad en donde es muy es- 
puesto detenerse. » 

El mercader satisfizo la curiosidad del anciano 
refiriéndole la aventura que le obligaba á acu- 
dir allí. Escuchóle el anciano con estrañeza, y 
tomando la palabra : « He ahí, » le dijo, « una 
estrañeza rarísima, y estáis amarrado por el 
mas inviolable juramento. Quiero presenciar 
vuestro avistamiento con el jenio. Ai decir esto, 
se sentó al lado del mercader, y mientras que 
ambos estaban conversando 

« Pero ya raya el dia, » dijo Cheherazada in- 
terrumpiéndose ; « lo que falta de este cuento 
es sumamente interesante. » El sultán, empe- 
ñado en oir la conclusión, dejó vivir aquel dia á 
Cheherazada. 



NOCHE III. 



La noche siguienle, Dinarzad* hizo á su her- 
mana la misma súplica que las dos anteriores : 
« Mi querida hermana, » le dijo, « si no duer- 
mes, te pido que me cuentes uno de aquellos 
cuentos tan lindos que sabes. » El sultán dijo 
que quería oir la continuación del cuento del 
mercader y el jenio, y Cheherazada lo prosiguió 
así : 

Señor, mientras estaban conversando el mer- 
cader y el anciano que conducia la cierva, llegó 
otro anciano con dos perros negros. Acercóse, 
y los saludó preguntándoles lo que hacían en 
aquel sitio. El anciano de la cierva le comunicó 
la aventura del mercader y el jenio, lo que en- 
tre ellos habia ocurrido y el juramento del 
mercader. Añadió que aquel era el dia prome- 
tido, y que estaba en ánimo de permanecer allí 
hasta ver el paradero de todo. 

El recienvenido tomó también igual determi- 
nación, conceptuando que el caso merecía su 
curiosidad, y se sentó junto á los otros; y ape- 
nas hubo entablado conversación con ellos, 
llegó otro anciano, el cual encarándose con los 
dos primeros, les preguntó porqué se mostraba 
tan melancólico el mercader que con ellos 



estaba. Dijéronle el motivo, que le pareció muy 
estraño, y deseó también presenciar lo que 
sucedería entre el jenio y el mercader : al in- 
tento se sentó junto á los demás. 

Muy luego descubrieron en el campo un den- 
sísimo vapor á modo de remolino de polvo 
levantado por el viento ; se fué el vapor ade- 
lantando, y desvaneciéndose de repente, les 
permitió ver al jenio, el cual, sin saludarlos, se 
acercó al mercader sable en mano y asiéndole 
por el brazo : « Levántate, » le dijo, « para que 
te mate como tú mataste á mi hijo. » El merca- 
der y los tres ancianos atemorizados prorum- 
pieron en llanto y atronaron los aires con sus 
clamores 

Al llegar aquí , advirtiendo Cheherazada que 
habia amanecido, suspendió su narración, la 
cual habia avivado la curiosidad del sultán en 
tal manera que ansiando saber la conclusión , 
remitió- al dia siguiente la muerte de la sultana. 

No cabe espresar cuanto fué el gozo del gran 
visir, cuando vio que el sultán no le mandaba 
dar muerte á Cheherazada. Su familia , la corte 
y todos en jeneral quedaron admirados en es- 
tremo. 



20 



LAS MIL Y l NA NOCHKS. 



NOCHE IV. 



Al terminarse la noche siguiente» Cheherazada 
habló en estos términos con permiso del sultán : 

Señor, cuando el anciano de la cierva vio que 
el jenio habia asido al mercader y lo iba á ma- 
tar sin compasión, se echó á los pies del mons- 
truo, y besándoselos le dijo : « Príncipe de los 
jenios , os ruego humildemente que suspendáis 
vuestra cólera y me hagáis el favor de escu- 
charme. Voy á referiros mi historia y la de la 
cierva que aquí veis ; pero si la conceptuáis mas 
peregrina y asombrosa que la aventura de este 
mercader á quien queréis quitar la vida, ¿puedo 
confiar que perdonaréis á este desgraciado la 
tercera parte de su crimen? » Recapacitó el je- 
nio un rato, y al fin respondió : « Bien, veamos; 
me avengo á lo que me propones. » 

. HISTORIA DEL PRIMER ANCIANO Y DÉLA CIERVA. 

« Voy pues á empezar mi narración, » prosi- 
guió el anciano : « os ruego que me escuchéis 
atentamente. La cierva que veis es prima mía y 
además mi esposa. Aun no tenia doce años cum- 
plidos, cuando me casé con ella : así puedo 
decir que debia considerarme como su padre, á 
mas de su pariente y marido. 

a Vivimos juntos durante treinta años sin ha- 
ber tenido sucesión ; pero su esterilidad no quitó 
el que guardase con ella muchas atenciones y 
suma intimidad. El afán de tener hijos me indujo 
á comprar una esclava, de la cual tuve un 
hijo (1) que daba muchas esperanzas. Mi mujer 
estuvo zelosa de él, cobró aversión á la madre 
y al hijo y encubrió tan cabalmente su afecto 
que solamente lo advertí cuando era ya dema- 
siado tarde. 

« Entretanto mi hijo iba creciendo, y ya tenia 

(1) Las leyes civiles reconocen entre les mahometanos 
por igualmente lejítimos á los hijos procedentes de tres 
clases de matrimonios permitidos por su reí ij ion' según 
las cuales puede lícitamente comprar, alquilar ó casarse 
un hombre con una ó con varias mujeres; de modo que si 
tiene de la esclava un hijo antes de tenerlo de su esposa, 
el hijo de aquella queda reconocido por primojénito y 
disfruta los derechos de tal ron esclusion del fruto de la 
lejítima esposa. 



diez años cuando tuve que emprender un viaje. 
Antes de marcharme , encargué á mi mujer, de 
quien nunca estuve receloso , la esclava y su 
hijo, rogándole que los cuidase durante mi au- 
sencia, que duró todo un ano. 

« Aprovechóse d§ este tiempo para saciar su 
encono. Dedicóse á la majia, y cuando tuvo bas- 
tante conocimiento en aquel arte diabólico para 
ejecutar el intento horroroso que estaba ideando 
la perversa, llevó á mi hijo á un lugar desierto. 
Allí con sus encantos lo trasformó en ternero y 
se lo entregó á mi colono para que lo criara 
como tal, diciéndole que lo habia comprado. No 
paró en esto su enfurecimiento , pues también 
trasformó la esclava en vaca y se la dio igual- 
mente al colono. 

« A mi regreso le pregunté por la madre y el 
hijo, y me respondió que la esclava habia muerto, 
y que; en cuanto á mi hijo, hacia dos meses que 
no lo habia visto é ignoraba su paradero. Sentí 
la muerte de la esclava ; pero como mi hijo ha- 
bia desaparecido solamente, me lisonjeé de que 
pronto podría volverlo á ver. No obstante me- 
diaron ocho meses sin que volviese, ni que yo 
recibiera noticia alguna , cuando llegó la fiesta 
del gran Bairan (1). Para celebrarla mandé á 
mi colono que me trajera una de las vacas mas 
gordas, con ánimo de hacer un sacrificio. Hízolo 
así , y la vaca que me presentó era la esclava 
misma, la desgraciada madre de mi hijo. La até, 
pero cuando me estaba disponiendo para sacri- 
ficarla , se puso á dar mujidos lastimeros y ad- 
vertí que derramaba de sus ojos dos torrentes 
de lagrimas. Pareciéndome estraña aquella no- 
li) Nombres de las dos únicas fiestas de obligación que 
tienen los Musulmanes. Son fiesta > movibles que en el es- 
pacio de treinti y tres años caen en todos los meses; por- . 
que el año musulmán es lunar. La primera de estas Oestas 
se celebra el primer dia de la luna que sigue á la del Ra- 
Ynazan ó cuaresma de los mahometanos. Este Bairan dura 
tres dias y participa á la vez de la Pascua de los Judios y 
de nuestro carnaval y primer dia de año nuevo. Se sacri- 
fican corderos ó bueyes, y a esta ceremonia debe la fiesta 
el nombre de aid el Curtan (fiesta de los sacrificios). 

El pequeño Bairan (aid saghtr) se celebra el primer dia 
del mes de chawal, con motivo de la conclusión de los 
ayunos de Ramazan. 




vedad , y movido á compasión á pesar mió , no 
pude determinarme á herirla, y mandé á mi co- 
lono que me trajese otra. 

« Mi mujer, que se hallaba presente, se estre- 
meció de mi compasión , y oponiéndose á una 
orden que inutilizaba su malicia : « ¿Qué hacéis, 
amigo mió?» esclamó. « Sacrificad esa vaca. 
Vuestro colono no tiene otra mas hermosa ni 
mas propia para el intento. » Acerquéme á la 
vaca por complacer á mi mujer, y sofocando la 
compasión que suspendía el sacrificio , iba á dar 
el golpe mortal , cuando la víctima redoblando 
su llanto y sus mujidos me enterneció por se- 
gunda vez. Entonces entregué al colono el mazo 
diciéndole : « Tomad , sacrificadla vos mismo ; 
sus mujidos y lágrimas me traspasan el corazón. » 

« El colono, menos compasivo que yo , la sa- 
crificó ; % pero al desollarla, halló que no tenia 
mas que huesos; aunque nos había parecido 
muy gorda. Me resultó un pesar amarguísimo : 
« Tomadla , » le dije al colono , « os la cedo ; 
haced regalos y limosnas á quien queráis; y si 



tenéis un ternero muy gordo , traédmelo en su 
lugar. » No me informé de lo que hizo con la 
vaca, pero poco después de habérsela llevado, 
compareció con un grandísimo ternero. Aunque 
yo ignoraba que aquel ternero era mi hijo , no 
dejé de sentir mis entrañas conmovidas á su 
presencia. Él por su parte , luego que me vio , 
mostró tal ahinco por acercárseme, que rompió 
la cuerda con que estaba atado. Echóse á mis 
pies doblando la cerviz hasta besar el suelo, 
como queriendo moverme á compasión y supli- 
carme que no tuviera la crueldad de quitarle la 
vida , dándome á entender en cuanto cabia que 
era mi hijo. 

« Quedé todavía mas atónito y enternecido 
con esta acción que con el llanto de la vaca. 
Sentí una compasión entrañable que me interesó 
á su faVDr, ó mejor diré , la sangre cumplió en 
mí con su obligación. Llevaos este ternero á 
casa, » le dije al colono. «Cuidadlo con todo 
esmero , y en su lugar traedme al punto otro. » 

« Cuando mi mujer me oyó hablar de este 



22 



LAS MIL Y ÜI\A NOCHES. 



modo, no dejó de esclamar igualmente : « ¿Qué 
•hacéis , marido? Creedme, no sacrifiquéis otro 
ternero que ese. — Mujer, » le respondí , « no 
quiero sacrificar este. Quiero indultarle, y te 
ruego que no te opongas á mi deseo. » La per- 
versa mujer no quiso ceder á mis ruegos; pues 
aborrecía, mucho á mi hijo para consentir que 
yo le salvase. Me pidió el sacrificio con tantísima 
porfía que hube de concedérselo. Até el ternero, 

y empuñando el funesto cuchillo » En este 

sitio Cheherazada suspendió su narración por- 



que ya habia amanecido. « Hermana , » le dijo 
Dinarzada , « embelesada me tiene este cuento 
que cautiva tan agradablemente mi atención. — 
Si el sultán me deja vivir un dia mas, » replicó 
Cheherazada , « lo que mañana os contaré os 
divertirá aun mucho mas. » Chahriar, curioso 
de saber lo que seria del hijo del anciano de la 
cierva , dijo á la sultana que tendría gusto en 
oir la noche siguiente la conclusión de aquel 
cuento. 



NOCHE V. 



Al acabarse la noche quinta, Dinarzada llamó 
á la sultana y le dijo : « Mi querida hermana , 
si no duermes, te ruego que, mientras asoma el 
dia, prosigas el hermoso cuento que empezaste 
ayer. » Cheherazada , luego que hubo conse- 
guido permiso del sultán, prosiguió de esta 
manera : 

Señor, el primer anciano de la cierva conti- 
nuó refiriendo su historia al jenio, á los otros 
dos ancianos y al mercader : « Así pues el cu- 
chillo, » les dijo, « é iba á clavarlo en la cerviz 
de mi hijo , cuando volviendo cariñosamente 
hacia mí sus ojos anegados en llanto, me enter- 
neció de tal manera que no tuve aliento para 
traspasarlo. Dejé caer el cuchillo y dije á mi 
mujer que de ningún modo quería matar aquel 
ternero. Hizo cuanto pudo para retraerme del 
intento, pero por mucho que dijo, me mantuve 
firme prometiéndole tan solo , para aplacarla , 
que lo sacrificaría en el Bairan del año siguiente. 

« Al otro dia por la mañana el colono quiso 
hablarme á solas. « Vengo, » me dijo , « á co- 
municaros una noticia que espero me agrade- 
ceréis. Tengo una hija que posee algún conoci- 
miento en la majia, y ayer cuando volvía á casa 
con el ternero que no quisisteis sacrificar, ad- 
vertí que echó á reir al verlo, y Juego después 
empezó á llorar. Pregúntele porqué manifestaba 
al mismo tiempo dos actos tan opuestos : o Pa- 
dre mío , » me respondió , « ese ternero que 
lleváis es el hijo de nuestro amo. Me he son- 
reído de gozo al verle todavía vivo, y he llorado 



al acordarme del sacrificio que ayer hicieron 
con su madre que habia sido trasformada en 
vaca .'Ambas trasformaciones son obra de los 
hechizos de la esposa de nuestro amo, la cual 
aborrecía á madre é hijo. » He aquí lo que me 
dijo mi hija, » prosiguió el colono, « y vengo tí 
traeros esta noticia. » 

« Con tales palabras, ó jenio , » prosiguió el 
anciano « juzgad cual fué mi estrañeza. Marché 
al punto con mi colono para hablar yo mismo 
con su hija, y al llegar pasé al establo en donde 
estaba mi hijo. No pudo corresponder á mis 
abrazos, pero los recibió de un modo que acabó 
de persuadirme que era hijo mío. 

<( Llegó la hija del colono y le dije : <» Mi buena 
muchacha, ¿ podéis volver á mi hijo su forma 
primera ? — Sí, » me contestó, « puedo hacerlo. 
— ¡ Ah ! si lo conseguís , » repliqué , « os hago 
dueña de todos mis bienes. » Entonces ella res- 
pondió sonriéndose : « Sois nuestro amo y sé 
muy bien lo que os debo ; pero os advierto que 
no puedo restituir vuestro hijo á su primer es- 
tado sino bajo dos condiciones. La primera, que 
me lo daréis por esposo, y la segunda, que me 
será lícito castigará la persona que le trasformó 
en ternero. — Por lo que toca á la primera con- 
dición, » le dije, « la admito gustoso ; mas diré, 
os prometo daros muchos bienes fuera de los 
que destino á mi hijo. Finalmente , ya veréis 
cómo sabré agradecer la gran fineza que os pido. 
Por lo que toca á la condición relativa á mi 
mujer, también la acepto, pues una persona 



CUENTOS ARARES. 



2:1 



capaz de acción tan criminal merece ser casti- 
gada ; os la abandono ; haced con ella cuanto 
queráis ; solo os pido que no le quitéis la vida. 
— Voy pues , » replicó la joven, « á tratarla del 
mismo modo' que trató á vuestro hijo. — Cor- 
riente, » repuse, « pero antes volvedme á mi 
hijo. » 

a Entonces aquella joven tomó un vaso lleno 
de agua , pronunció sobre él algunas pala- 
bras que no comprendí , y encarándose con 
el ternero le dijo : « O ternero , si fuiste cria- 
do por el Todopoderoso y soberano Señor 
del mundo tal cual pareces en este momento , 
conserva tu forma ; pero si eres hombre y estás 
trasformado en ternero por hechicerías, reco- 
bra tu figura natural con permiso del soberano 
Criador. » Al acabar estas palabras, le roció 
con el agua, y al punto recobró su primera 
forma. 

ff i Hijo mió, querido hijo ! » esclamé al punto 
abrazándole con ímpetus desalados. « Dios nos ha 
enviado esta joven para anonadar el horroroso 
maleficio que te estaba acosando y vengarte del 
mal que te han hecho, como también á tu ma- 
dre. Ño dudo que como agradecido consentirás 
en tomarla por mujer como me he comprome- 
tido. » Consintió desde luego alegremente; pero 
antes de casarse, la joven trasformó á mi mujer 
en cierva , y ella es la que aquí veis. Apetecí 
que tuviera esta forma, mas bien que otra me- 
nos agradable, para que la viésemos sin repug- 
nancia en la familia. 

« Desde entonces mi hijo ha enviudado y se 



ha ido á viajar. Como hace años que no he te- 
nido noticias suyas , me he puesto en camino 
para procurar adquirirlas, y no habiendo que- 
rido confiar á nadie el cuidado de mi mujer du- 
rante mi ausencia , he creído oportuno traerla 
conmigo. Esta es mi historia y la de esta cierva : 
¿ no os parece muy peregrina y asombrosa ? — 
Sí cierto, » dijo el jenio, « y en tu favor concedo 
un tercio de la gracia de este mercader. » 

Cuando el primer anciano, prosiguió la sul- 
tana, hubo terminado su historia, el segundo 
que conducía los dos perros negros se encaró 
con el jenio y le dijo : « Voy á referiros lo que 
á mí me ha sucedido y también á los dos 
perros negros que veis, y estoy seguro de que 
graduaréis mi historia aun de mas asombrosa 
que toda esa que acabáis de oir. Pero cuando os 
la haya contado, ¿me concederéis el segundo 
tercio de la gracia de este mercader? — Sí, » 
respondió el jenio , a con tal que tu historia 
aventaje á la de la cierva. » Tras aquella anuen- 
cia, el segundo anciano empezó de esta mane- 
ra.... Pero al pronunciar estas palabras, advir- 
tió Cheherazada que amanecía, y dejó de hablar. 

« ¡Qué aventuras tan peregrinas, hermana 
mia ! » dijo Dinarzada. « Hermana, » respondió 
la sultana , a no se pueden comparar con las 
que tendría que referirle la noche próxima, si 
el sultán, mi señor, tuviera la dignación de de- 
jarme vivir. » Chahriar nada respondió ; pero 
se levantó, dijo sus oraciones y se marchó al 
consejo sin dar ninguna orden contra la vida do 
la encantadora Cheherazada. 



MICIIK VI. 



Llegó la noche sexta, y el sultán y su esposa 
se acostaron. Dinarzada se despertó á la hora 
acostumbrada y llamó á la sultana. « Querida 
hermana , » le dijo, « si no duermes , te ruego 
que antes de asomar el dia, me cuentes alguno 
cíe aquellos hermosos cuentos que sabes. »*Chah- 
riar tomó entonces la palabra, diciendo que de- 
searía oir la historia del segundo anciano y de 
los dos perros negros. — ce Señor, » respondió 
Cheherazada, « vov á satisfacer vuestra curiosi - 



dad. El segundo anciano dirijiéndose al jenio 
empezó asi su historia : 

HISTORIA DEL SEGUNDO ANCIANO Y DE LOS DOS 
PERROS NEGROS. 

« Gran principe de los jenios, habéis de saber 
que estos dos perros negros son mis hermanos. 
Nuestro padre nos dejó á su muerte mil zequines 
á cada uno, y con esta cantidad abrazamos to- 



ái 



LAS MIL V UNA NOCHES. 



dos la misma profesión, esto es, nos hicimos 
mercaderes. A poco tiempo de haber abierto 
nuestros almacenes , mi hermano mayor, que 
es uno de estos dos perros , determinó viajar y 
comerciar en pais estranjero. Al intento vendió 
los jéneros que tenia, y compró otros adecuados 
al tráfico á que iba á dedicarse. 

« Marchóse y estuvo un año ausente. Al cabo 
de este tiempo presentóse en mi almacén un 
pobre que al parecer pedia limosna , y le dije : 
« Dios te asista. — Dios te asista también , » me 
respondió; « ¿es posible que no me conozcas?» 
Mirándole entonces con ahinco , le conocí con 
efecto, y abrazándole esclamé : « ¡ Ah hermano 
inio! ¿cómo hubiera podido conocerte en se- 
mejante estado? » Hícele entrar en casa, le pre- 
gunté por su salud y cuál había sido el éxito de 
su viaje. « No me hagas preguntas, » me dijo ; 
« solo con verme debes quedar enterado de todo. 
Fuera renovar mis pesares el circunstanciar to- 
das las desventuras que me han sucedido de un 
año acá y me han reducido al estado en que me 
hallo. » 

« Cerré al punto el almacén y posponiendo 
lodos mis quehaceres, lo llevé al baño y le di los 
mejores vestidos que tenia. Repasé mis apuntes 
de compra y venta, y hallando que habia dupli- 
cado mi capital, esto es, que poseía dos mil ze- 
quines , le di la mitad, diciéndole : « Con eso, 
hermano mió, podrás olvidar el quebranto que 
has padecido. » Aceptó los mil zequines con 
suma complacencia, se rehizo, y vivimos juntos 
con la armonía que antes. 

a De allí á poco tiempo mi hermano segundo, 
que es el otro perro que veis , quiso también 
vender sus jéneros. El mayor y yo hicimos 
cuanto pudimos para retraerle de aquel intento ; 
pero nada conseguimos. Verificó su venta , y 
con el dinero que vino á sacar compró mercan- 
cías propias para el tráfico estranjero que tra- 
taba de entablar. Juntóse con una caravana y se 
marchó. Al cabo de un año volvió en el mismo 
estado que nuestro hermano mayor ; le vestí, y 



como habia ganado en aquel tiempo otros mil 
zequines , se los entregué. Volvió á abrir su al- 
macén y continuó ejerciendo su profesión. 

« Un dia mis dos hermanos vinieron á verse 
conmigo y me propusieron un viaje y que trafi- 
cara con ellos. Al pronto me opuse á su pensa- 
miento y les dije : « Habéis viajado y nada ha- 
béis sabido granjear. ¿Quién me asegura que 
yo seré mas afortunado que vosotros?» En 
vano me hicieron cuantos cargos pudieron para 
alucinarme á probar fortuna , pues me desen- 
tendí absolutamente de la propuesta. Pero ins- 
taron tan encarecidamente, que, después de 
haber resistido durante cinco años á sus ince- 
santes ruegos, cedí al fin. Pero cuando fué pre- 
ciso aviarnos y comprar las mercancías que 
necesitábamos, hallé que no tenían un cuarto de 
los mil zequines que á cada uno de ellos les ha- 
bia dado. Ño les reconvine en lo mas mínimo, y 
al contrario, como mi caudal ascendía á seis mil 
zequines , partí la mitad con ellos diciéndoles : 
« Hermanos , vamos á aventurar estos tres mil 
zequines y pondremos los demás á buen recaudo 
para que , si nuestro viaje se malogra como los 
que emprendisteis, tengamos con que consolar- 
nos y seguir otra vez nuestra antigua profesión. 
«Díles pues mil zequines á cada uno, guardé 
otros tantos para mí y enterré los otros tres mil 
en un rincón de mi casa. Compramos mercan- 
cías , y después de haberlas embarcado en un 
buque fletado por los tres , dimos la vela con 
viento favorable. Al cabo de un mes de nave- 
gación » 

« Pero ya raya el dia , » prosiguió Chehera- 
zada , « preciso es que suspenda mi narración. 
— Hermana, » le dijo Dinarzada, «ese cuento 
promete mucho y me figuro que lo restante ha 
de ser muy peregrino. — No te engañas, » res- 
pondió la sultana ; « y si el sultán me permite 
contártelo , estoy persuadida de que te divertirá 
infinito. » Chahriar se levantó como el dia ante- 
rior, sin decir nada sobre este punto, ni dar or- 
den al gran visir para la muerte de su hija. 




CIENTOS ÁRABES. 



NOCHE VII. 



Al acabarse la noche séptima, Dinarzada no 
hizo falta en despertar á la sultana : « Mi que- 
rida hermana , » le dijo , « si no duermes , te 
ruego que, mientras amanece, acabes de con- 
tarme aquel precioso cuento que no pudiste 
concluir ayer. 

— « Con mucho gusto, » respondió Chehera- 
zada, « y para lomar el hilo de mi narración, te 
diré que el anciano de los dos perros negros, 
prosiguiendo su historia al jenio, á los otros dos 
ancianos y al mercader, les dijo : « Finalmente 
al cabo de dos meses de navegación, aportamos 
prósperamente en un paraje donde desembar- 
camos y vendimos ventajosamente nuestras 
mercancías. Yo sobre todo despaché tan cómo- 
damente las mias, que gané diez por uno. Com- 
pramos jéneros del pais para trasportarlos y 
negociarlos en el nuestro. 

« Cuando estábamos á punto de embarcarnos 
para volvernos, encontré en la playa una dama 
hermosísima, pero pobremente vestida. Acer- 
cóse á mí, me besó la mano y me rogó con las 
mayores instancias que la tomara por mujer y 
la embarcase conmigo. Opúseme algún tanto á 
su ruego ; pero me dijo tantos primores para 
convencerme de que no debia hacer caso de su 
pobreza y que no tendría sino motivos de satis- 
facción con su conducta, que me dejé persuadir. 
Mándele hacer los trajes necesarios , y después 
de haberme casado con ella por medio de un 
contrato matrimonial , la embarqué conmigo y 
dimos la vela, 

a Durante nuestra navegación hallé que mi. 
mujer atesoraba tan esquisitas prendas, que 
cada dia le cobraba mas cariño. Sin embargo 
mis dos hermanos, que no habían hecho tan 
buen negocio y que tenían zelos de mi prosperi- 
dad, me envidiaban, y su furor llegó al estremo 
de conspirar contra mi vida ; una noche, cuando 
mi mujer y yo estábamos dormidos, nos arroja- 
ron á la mar. 

« Mi mujer era hada, y por consiguiente de 
la familia de los jenios, y así os podéis imajinar 
que no se ahogó. En cuanto á mí, no cabe duda 



en que hubiera muerto sin su auxilio ; pero ape- 
nas caí en el agua, cuando me arrebató y tras- 
ladó á una isla. Al amanecer la hada me dijo . 
« Ya ves, amado esposo, que, salvándote la 
vida, te he pagado bastante lo que has hecho 
por mí. Sábete que soy hada y que hallándome 
en la playa del mar cuando ibas á embarcarte, 
te cobré una inclinación vehementísima. Quise 
probar la bondad de tu corazón y me presenté 
disfrazada como me has visto. Procediste con- 
migo jenerosamente , y me alegro de haber 
tenido ocasión de manifestarte mi reconoci- 
miento. Pero estoy tan airada contra tus her- 
manos, que no quedaré satisfecha hasta que les 
haya quitado la vida. » 

« Admirado escuché lo que decia la hada ; 
dile grac.as lo mejor que pude, encareciéndole 
la fineza que le debia y le dije : « Por lo que 
toca á mis hermanos, señora, os ruego que los 
perdonéis. Por muchos motivos que tenga de 
quejarme de ellos, no soy bastante cruel para 
desear su esterminio. » Referíle entonces lo que 
por ambos habia hecho, y aumentándose su 
indignación contra ellos al oirine : « Es pre- 
ciso, » esclamó, « que corra inmediatamente 
tras esos traidores é ingratos y me vengue pron- 
tamente de ellos. Voy á sepultar su buque y 
empozarlo en el golfo. — No hagáis tal, her- 
mosa dama, en nombre de Dios, » repliqué, 
« moderad vuestro enojo, acordaos que son 
hermanos mios y que es preciso pagar con bie- 
nes los agravios. » 

a Con estas palabras aplaqué á la hada, y 
apenas las hube dicho, cuando me trasladó en 
un instante desde la isla en que estábamos á la 
azotea de mi casa y luego desapareció. Bajé, 
abrí las puertas y desenterré los tres mil zequi- 
nes que tenia ocultos. Encamíname después á la 
plaza en donde estaba mi almacén, lo abrí, y 
los mercaderes vecinos acudieron á congratu- 
larse por mi regreso. Al volver á casa, vi estos 
dos perros negros, que se me acercaron con 
ademan rendido. No acertaba á formar con- 
cepto de aquellos estreñios, que me tenían 



20 



LAS MIL Y LISA NOCHES. 



atónito, pero la hada se presentó luego y me 
informó de todo. « Esposo mió, » me dijo, « no 
estrañes ver en casa estos dos perros, pues son 
tus dos hermanos. » Estremecíme á estas pala- 
bras y le pregunté quién los habia reducido á 
semejante estado : « Soy yo la que así los he 
querido tratar, » me respondió, c< ó á lo menos, 
es una de mis hermanas la que lo ha hecho por 
encargo mió, y al mismo tiempo ha hechado á 
pique su bajel. Pierdes las mercancías que en 
él tenias ; pero ya te resarciré por otro camino. 
Con respecto á tus hermanos, los he condenado 
6 vivir diez anos bajo esta forma, pues su ale- 
vosía los hace acreedores á este escarmiento, d 
Finalmente, después de haberme espresado en 
donde podría saber de ella, desapareció de mi 
vista. 

a Ahora que ya se han cumplido los diez 
años, voy caminando en su busca, y como al 
pasar por aquí he encontrado á este mercader 
y al buen anciano de la cierva, me he detenido 
con ellos : esta es mi historia, ó príncipe de los 
jenios : ¿no os parece de las mas asombrosas? 



— Estoy en lo mismo, » respondió el jenio, « y 
devuelvo también en tu favor el segundo tercio 
del crimen de que este mercader se hizo reo 
para conmigo. » 

Luego que el segundo anciano hubo termi- 
nado su historia, el tercero tomó la palabra é 
hizo al jenio la misma súplica que los dos pri- 
meros, esto es, que devolviese al mercader el 
tercer tercio de su crimen, con tal que la histo- 
ria que iba á referirle aventajase en sucesos 
estraños á las dos que acababa de oir. El jenio 
le hizo la misma promesa que á los demás, 
a Escuchad pues, » le dijo el anciano.... « Pero 
ya asoma el dia, » dijo Cheherazada cortando 
la narración, « y debo suspender esta historia. 

« Hermana mia, » dijo entonces Dinarzada, 
« embelesada me tienes con las aventuras que 
acabas de referir. — Otras muchas sé, aun mas 
hermosas, » respondió la sultana. » Chahriar, 
deseoso de saber si el cuento del tercer anciano 
seria tan halagüeño como el del segundo, apjazó 
para el dia siguiente la muerte de Chehera- 
zada. 



NOCHE VIII. 



Cuando Dinarzada advirtió que era hora de 
llamar á la sultana, le dijo : « Hermana mia, 
si no duermes, te ruego que entretanto ama- 
nece me cuentes uno de aquellos hermosos 
cuentos que sabes. — Cuéntanos el del tercer 
anciano, » dijo el sultán á Cheherazada, « mu- 
cho dificulto que sea mas asombroso que el del 
anciano y de los dos perros negros. 

— Señor, » respondió la sultana, « el tercer 
anciano refirió su historia al jenio, pero no os 
la diré, porque no ha llegado á mi noticia ; pero 
lo que sí sé* que filé tan superior á las anterio- 
res por la variedad de las aventuras maravillo- 
sas que contenía, que el jenio quedó pasmado. 
Apenas supo la conclusión , cuando dijo al ter- 
cer anciano : « Te concedo el tercio de la gracia 
del mercader; muy agradecido os debe estar á 
los tres por haberle sacado de este conflicto 
con vuestras historias. A no ser por vosotros, 
ya no existiria. » Al terminar estas palabras, 



desapareció con gran contento de toda la reu- 
nión. 

« El mercader espresó á sus tres libertadores 
su reconocimiento por el favor que les debia. 
Regocijáronse con él de verle fuera de peligro, 
y después se despidieron prosiguiendo cada uno 
su camino. El mercader regresó á vivir con su 
mujer é hijos y pasó tranquilamente con ellos 
el resto de sus dias. Pero, señor, » añadió Che- 
herazada, « por hermosos que sean los cuentos 
que ha oido vuestra majestad, no tienen compa- 
ración con el cuento del pescador. » Dinarzada, 
viendo que la sultana se detenía, le dijo : « Her- 
mana, ya que todavía nos queda algún tiempo, 
cuéntanos por favor la historia de ese pescador; 
estoy cierta de que el sultán lo ha de llevar á 
bien. » Chahriar la autorizó, y Cheherazada. 
prosiguió de esta manera : 



CUENTOS ÁRABES. 



27 



HISTORIA DEL PESCADOR. 

Señor, hubo en otro tiempo un pescador muy 
anciano, y tan pobre, que apenas podia ganar 
con que mantener á su mujer y tres hijos que 
componían su familia. Madrugaba todos los dias 
para su pesca, y se habia impuesto la obliga-, 
cion de no echar sus redes sinp cuatro veces al 
dia. 

Una mañana salió á la claridad de la luna y 
se encaminó á la playa. Allí se desnudó y echó 
sus redes, y sintiendo cierta resistencia al tirar- 
las hacia la orilla, creyó haber hecho una cuan- 
tiosa pesca, y en sí mismo se regocijaba; pero 



pronto advirtiendo que, en vez de pescado, sa- 
caba la osamenta de un asno, sintió mucho pe- 
sar Al llegar aquí Cheherazada , ' dejó de 

hablar porque ya apuntaba el dia. 

« Hermana mía , » le dijo Dinarzada. « Te 
confieso que el principio me gusta y preveo 
que lo demás será muy lindo. — Nada cabe mas 
portentoso que la historia del pescador, » res- 
pondió la sultana, « y así lo conceptuarás la no- 
che siguiente, si el sultán me permite vivir. » 
Chahriar, curioso de saber cuál habia sido el 
resultado de la pesca, no quiso que Chehera- 
zada muriera aquel dia ; por lo tanto se levantó 
sin dar aquella orden tan inhumana. 



NOCHE IX. 



« Mi querida hermana, » esclamó Dinarzada 
al dia siguiente, á la hora acostumbrada, « te 
ruego que antes de asomar el dia , acabes de 
contarme el cuento del pescador. Estoy deseosa 
de oirlo. — Voy d darte ese gusto, » respondió 
la sultana, y al mismo tiempo pidió permiso al 
sultán, y cuando lo hubo conseguido, prosiguió 
en estos términos el cuento del pescador : 

Señor, cuando el pescador, tristísimo por 
haber hecho tan ruin pesca, hubo compuesto 
sus redes que la osamenta del asno habia roto 
en varios parajes, las echó por segunda vez. Al 
sacarlas, encontró también mucha resistencia, 
con lo cual creyó que estaban llenas de pesca- 
do ; pero solo halló un gran cesto lleno de fango 
y arena. Sumo fué su desconsuelo, y con voz 
lastimera prorumpió : « ¡ O fortuna ! acaba de 
airarte contra mí y no persigas por mas tiempo 
á ua desventurado que te ruega le indultes. Salí 
de casa para venir á buscar mi vida, y me anun- 
cias la muerte. No tengo otro oficio que este 
para subsistir, y á pesar de todos mis afanes, 
apenas puedo atender á las mas urjentes nece- 
sidades de mi familia. Pero hago mal en quejar- 
me de ti , pues te complaces en maltratar á los 
hombres de bien y dejarlos arrinconados, al 
paso que favoreces á los perversos y encumbras 
aquellos á quienes ninguna prenda hace reco- 
mendables. » 



Al acabar estas quejas, tiró arrebatadamente 
el cesto, y después de haber lavado Jas redes 
que el fango habia manchado, las echó por ter- 
cera \ez; pero solo sacó guijarros, conchas y 
arena. No cabe espresar su desesperación ; baste 
decir que faltó poco para que perdiese el juicio. 
Sin embargo como empezaba á amanecer , se 
acordó de sus oraciones como buen musul- 
mán (1), y luego añadió esta : « Señor, ya sa- 
bes que nunca echo mis redes sino cuatro ve- 
ces al dia. Ya las he echado tres sin sacar fruto 
alguno de mi trabajo. Quédame una y no mas, 
y os suplico que me volváis el mar propicio 
como lo hicisteis con Moisés (2). » 

Habiendo terminado su oración, el pescador 
echó sus redes por la cuarta vez, y cuando 
creyó que debia haber pescado, las sacó lo mis- 
mo que antes con bastante trabajo. No obstante 
ningún pescado habia , pero halló un vaso de 
cobre amarillo , el cual por su peso le pareció 
contener algo; y observó que estaba cerrado y 
sellado con plomo y con la estampa de un sello. 
Alegróse y dijo para consigo : a Lo venderé al 
fundidor, y con el dinero que me dé compraré 
una fanega de trigo. » 



(i) La oración r s uno de los cualro grandes "preceptos 
del A 'coran. 

(2) Los musulmanes reconocen cuatro grandes profetas 
rt lejislndores : Moisés. David. Jesucristo y ftlnhomn. 



28 



LAS MIL Y LISA NOCHES. 



Estuvo escudriñando el vaso por todos lados, 
lo sacudió para ver si lo que estaba dentro no 
metería mido, y no oyendo nada, sacó en con- 
clusión, á vista del sello estampado en la tapa 
de plomo , que debia contener alguna preciosi- 
dad. Para cerciorarse sacó su navaja y consi- 
guió abrirlo con algún trabajo. Volcólo al punto 
hacia el suelo , pero no salió nada , lo cual le 
causó suma estrañeza. Colocólo delante de sí, 
y mientras lo consideraba atentamente, salió un 
humo espeso que le precisó á desviarse. 

Aquel humo se levantó hasta las nubes, y 
estendiéndose sobre el mar y la playa, formó 
una espesa niebla, espectáculo que, como es de 
imajinar, causó suma admiración al pescador. 
Cuando todo el humo hubo salido del vaso , se 
reunió en un cuerpo sólido del que se formó un 
jenio dos veces tan alto como el mayor jigante. 
A la vista de un monstruo de tamaño tan des- 



comunal, el pescador quiso huir; pero tal fué 
su turbación y espanto que no pudo dar un paso. 

v Salomón (1), » esclamó el jenio, « Salo- 
món, gran profeta de Dios, gracia, gracia, nun- 
ca me opondré á vuestra voluntad. Obedeceré 

todos vuestros mandatos Al llegar aquí Che- 

herazada, interrumpió el cuento por venir ya 
el alba. 

Dinarzada tomó entonces la palabra y dijo : 
« Hermana mia, cumples la palabra mejor de lo 
que prometiste. No cabe duda que este cuento 
es mucho mas asombroso que los otros. — Her- 
mana, » respondió la sultana, « otras cosas oi- 
rás que cautivarán tu admiración, si el sultán, 
mi señor, me permite que las refiera. » Chali - 
riar estaba muy deseoso de oir lo que faltaba 
de la historia del pescador para quererse privar 
de esta satisfacción, y así aplazó para el dia si- 
guiente la muerte de la sultana. 



NOCHE X. 



La noche siguiente, Dinarzada llamó á su her- 
mana cuando fué hora. « Hermana mia, » le di- 
jo, a si no duermes, te ruego que prosigas el 
cuento del pescador, mientras amanece. « El 
sultán se mostró por su parte ansioso de saber 
qué desavenencia habia tenido el jenio con Sa- 
lomón, y Cheherazada prosiguió así el cuento 
del pescador : 

Señor, apenas el pescador hubo oido las pa- 
labras del jenio, cuando se sosegó y le dijo : 
«¿Espíritu soberbio, qué decis? hace mas de 
mil y ochocientos años que murió Salomón, el 
profeta de Dios, y ahora estamos en el fin de 
los siglos. Contadme vuestra historia y por qué 
razón estabais encerrado en ese vaso. » 

A estas razones el jenio respondió al pescador 
con ademan altivo* : « Habíame mas cortesmente 
y no seas tan osado que me llames otra vez es- 
píritu soberbio. — ¿Pues qué, » replicó el pes- 
cador, « será hablaros con mas cortesanía el 
llamaros buho de la felicidad? — Te repito, » 
respondió el jenio, « que me hables mas cortes- 
mente antes que te mate. — ¿Y porqué me ha- 
béis de matar? » respondió el pescador. « Acabo 



de poneros en libertad, y no creo que ya lo 
hayáis olvidado. — No ; me acuerdo, » dijo el 
jenio, « pero eso no quita para que te mate, y 
solo puedo concederte una gracia.* — ¿ Y cuál 
es esa gracia? » prosiguió el pescador. — «Es,» 
respondió el jenio, « la de dejarte elejir el jénero 
de muerte. — ¿Pero en qué os he ofendido? » 
replicó el pescador. « ¿ Así queréis recompensar 
el bien que os hice ? — No puedo tratarte de 
otro modo, » dijo el jenio, « y para que te im- 
pongas en el caso escucha mi historia : 

« Yo soy uno de aquellos espíritus rebeldes 
que se opusieron á la voluntad de Dios. Todos 
los demás jenios reconocieron al gran Salomón, 
profeta de Dios, y se le avasallaron. Sacar y yo 
fuimos los únicos que no quisimos cometer se- 

(1) Los mahometanos creen que Dios dio á Salomón el 
don de los milagros con mas abundancia que á ningún 
otro antes de él. Segnn ellos, mandaba á ánjeles y demo- 
nios, iba en alas de los vientos por todas las esferas y 
sobre todos los astros; los animales, vejelales y minerales 
le hablaba* y obedecían ; obligaba A cada planta a que le 
indicara para qué era buena; conversaba con los pájaros, 
y de ellos se servia para cortejar a la reina de Saba y per- 
suadirla 6 que viniese á verle. Todas estas fábulas del 
Alcorán están sacadas de los comentarios de los Judíos 



CUENTOS ARABAS. 



id 



mejante bajeza. Para vengarse de mí, este po- 
deroso monarca cometió á Asaf, hijo de Ba- 
rakhia, su primer ministro, el encargo de apo- 
derarse de mí, y este lo ejecutó. Asaf se aseguró 
de mi persona, y me llevó á pesar mió ante el 
trono del rey su señor. Salomón, hijo de David, 
me mandó que dejase el jénero de vida que 
traia, que reconociese su poderío y me rindiese 
á sus órdenes. Rehusé altamente obedecerle y 
preferí esponerme á todo su resentimiento al 
tributarle el juramento de fidelidad y sumisión 
que de mí estaba requiriendo. Para castigarme 
me encerró en ese vaso de cobre, y queriendo 
afianzarme, estampó él mismo en la tapa de 
plomo su sello en que estaba esculpido el gran 
nombre de Dios. Hecho esto, entregó el vaso á 
uno de los jenios que le obedecían , con orden 
de echarme al mar, lo cual fué ejecutado con 
gran sentimiento mió. Durante el primer siglo 
de mi encierro, juré que si alguno me libertaba 
antes de terminarse los cien años, le haria rico 
aun después de. muerto ; pero voló el siglo y 
nadie me hizo este servicio. Durante el segundo 
siglo, hice juramento de abrir todos los tesoros 
de la tierra al que me pusiese en libertad ; pero 
no íuí mas afortunado. En el tercero, prometí 
hacer de mi libertador un poderoso monarca, 
estar siempre junto á él en espíritu y concederle 
cada dia tres- peticiones de cualquiera clase que 
fuesen ; pero este siglo pasó como los anterio- 
res y permanecí en el mismo estado. Final- 
mente, desconsolado, ó mejor diré, enfurecido 
al verme tanto tiempo preso, juré que si alguien 
me libertaba en lo sucesivo, le mataría sin com- 
pasión, concediéndole por única gracia la elec- 
ción del jénero de muerte, y por eso, ya que has 
venido hoy aquí y me has libertado, elije cómo 
quieres que te mate. » 

Esta arenga consternó en gran manera al 
pescador. « Muy desventurado soy, » esclamó, 
« en haber venido á este sitio para hacer tan 
gran fineza á un ingrato. Por favor haceos cargo 
de vuestra sinrazón, y revocad un juramento 
tan desatinado. Perdonadme, y Dios os perdo- 
nará también : si me concedéis jenerosamente 
la vida, os escudará contra todas las tramas 



urdidas en vuestro daño. — No , tu muerte es 
positiva, » dijo el jenio, « elije solamente cómo 
quieres que te mate. » Viendo el pescador que 
era invariable su resolución de matarle, sintió 
gran dolor, no tanto por él como por sus tres 
hijos, compadeciendo el desamparo á que se 
iban á ver reducidos con su muerte. Esforzóse 
aun en aplacar al jenio, diciéndole : « ¡ Ay de 
mí! apiadaos, considerando lo que por vos hice. 
— Ya te lo dije, » replicó el jenio, « que pre- 
cisamente por ese motivo estoy forzado á qui- 
tarte la vida. — Estraño parece, » le manifestó 
el pescador, « que absolutamente queráis volver 
mal por bien, pues aunque dice el proverbio 
que el que hace bien á quien no lo merece 
siempre queda mal correspondido, creia, lo 
confieso, que esto era falso, pues nada desdice 
con efecto mas de la razón y los derechos so- 
ciales; sin embargo esperimento cruelmente 
que esto es muy cierto. — No perdamos tiem- 
po, » interrumpió el jenio, a todos esos alega- 
tos no pueden hacerme volver atrás. Apresúrate 
á decir cómo quieres que te mate. » La necesi- 
dad aguza el entendimiento. Ocurrióle al pesca- 
dor un ardid : « Ya que no puedo evitar la 
muerte, » le dijo al jenio, « me conformo con la 
voluntad de Dios, pero antes que elija el jénero 
de muerte, os suplico, por el gran nombre de 
Dios grabado en el sello del profeta Salomón, 
hijo de David, que me digáis la verdad sobre 
una pregunta que tengo que haceros. » 

Cuando el jenio vio que le hacían un conjuro 
que le precisaba á responder positivamente, 
tembló en sí mismo y dijo al pescador : « Píde- 
me lo que quieras y date priesa » 

Amaneciendo ya, Cheherazada calló en este 
punto de su plática : « Hermana mia , » le dijo 
Dinarzada, « debo confesar que cuanto mas ha- 
blas, mas gusto me das. Espero que el sultán, 
nuestro señor, no te mandará matar hasta que 
haya oido lo que falta del hermoso cuento del 
pescador. — El sultán es dueño de hacerlo, » 
replicó Cheherazada ; « debo querer todo cuan- 
to le plazca. » El sultán, que no tenia menos 
deseos que Dinarzada de oir el fin de aquel cuen- 
to, difirió todavía la muerte de la sultana. 




30 



LAS MIL \ l NA NOCHES. 



NOCHE XI. 



Chahriar y la princesa su esposa pasaron 
aquella noche del mismo modo que las anterio- 
res, y antes que amaneciese, Dinarzada la des- 
pertó con estas palabras : « Hermana mia, te 
ruego que prosigas el cuento del pescador. — 
Con mucho gusto, » respondió Cheherazada, 
« voy á satisfacerte con el beneplácito del sul- 
tán. » 

Habiendo prometido el jenio decir la verdad, 
el pescador le dijo : « Quisiera saber si efecti- 
vamente estabais en este vaso; ¿os atreveríais 
á jurarlo por el gran nombre de Dios ? — Si, » 
respondió el jenio, « juro por ese gran nombre 
que yo estaba en él y que es la pura verdad. — 
Hablando de buena fé, » replicó el pescador, 
« no puedo creeros. En este vaso apenas cabria 
uno de vuestros pies ; ¿ y cómo puede ser que 
haya contenido todo vuestro cuerpo? — Sin 
embargo, » replicó el jenio, « te juro que yo 
estaba tal cual me ves. ¿No me crees aun des- 
pués del gran juramento que te he hecho ? — 
No ciertamente, » dijo el pescador, « ni tampoco 
os creeré á menos que me lo hagáis ver palpa- 
blemente. » 

Disolvióse entonces el cuerpo del genio, con- 
virtiéndose en humo, y se estendió como antes 
sobre el mar y la playa , y luego reuniéndose, 
empezó á entrar en el vaso , continuando del 
mismo modo con pausada é igual sucesión hasta 
que no quedó nada fuera. Luego salió una vpz 
que dijo al pescador : « Y bien pues, incrédulo 
pescador, ya estoy dentro del vaso : ¿ me crees 
ahora? >> 

El pescador, en vez de contestar al jenio, eo- 
jió la tapa de plomo, y habiendo cerrado pron- 
tamente el vaso : « Jenio, » le gritó, « pídeme 
gracia tú ahora, y elije con que muerte quieres 
que te acabe ; pero no, mejor es que te eche 
otra vez al mar en el mismo sitio de donde te 
he sacado ; luego edificaré una casa en esta 
playa y viviré en ella para avisar á todos los pes- 
cadores que vengan á echar sus redes, que se 
guarden mucho de volver á pescar un jenio per- 



verso como tú que has jurado matar á quien te 
diere la libertad. » 

A estas palabras ofensivas, el jenio airado 
echó el resto de sus bríos para salir del vaso ; 
pero esto no le fué posible, porque la estampa 
del sello del profeta Salomón, hijo de David, se 
lo imposibilitaba. Así viendo que el pescador se 
le habia sobrepuesto, acudió al partido de disi- 
mular su cólera : « Pescador, » le dijo en acento 
halagüeño, « guárdate de hacer lo que dices. Lo 
que yo hice fué por mera diversión, y no debes 
tomarlas chanzas tan formalmente. — O jenio,» 
contestó el pescador, « tú, que eras poco ha el 
mayor, y ahora eres el menor de todos los jenios, 
sabe que de nada te servirán tus marañas y ha- 
lagos, pues volverás al mar. Si en él permane- 
ciste todo el tiempo que has dicho, muy bien 
podrás permanecer hasta el dia del juicio final. 
En nombre de Dios te rogué que no me quitases 
la vida, y tú desechaste mis ruegos; justo es 
que te corresponda del mismo modo. » 

Nada perdonó el jenio para enternecer al pes- 
cador : « Abre el vaso, » le dijo, « dame la li- 
bertad, y te prometo que vendrás á quedar sa- 
tisfecho de mí. — Eres un traidor, » replicó el 
pescador, « y yo mereciera perderla vida, si 
cometiese la imprudencia de fiarme de ti, pues 
no dejarías de tratarme del mismo modo que 
trató cierto rey griego al médico Duban. Escu- 
cha ; voy á contarte su historia : 

HISTORIA DEL REY GRIEGO Y DEL MÉDICO IHBAX. 

Habia en Persia, en el país de Zuman, un rey 
cuyos subditos eran de oríjen griego : este rey 
estaba cuajado de lepra, y sus médicos, después 
de haber echado el resto de sus remedios para 
curarle, no sabían ya que recetarle, cuando lle- 
gó á su corte un médico sapientísimo llamado 
Duban. 

Este médico habia adquirido su ciencia en los 
libros griegos, persas, turcos, árabes, latinos, 
siríacos y hebreos, y además de ser consumado 



CIENTOS AlUBES. 



31 



en la filosofía, conocía perfectamente las buenas 
y malas calidades de toda especie de plantas y 
drogas. Luego que le informaron de la enferme- 
dad del rey y supo que sus médicos lo habían 
desahuciado, se vistió con el mayor aseo que 
pudo y halló medio de que lo presentasen al rey. 
u Señor, » le dijo, « he sabido que todos los 
médicos de quienes vuestra majestad se ha va- 
lido no han podido curaros de la lepra ; pero si 
queréis hacerme el honor de admitir mis servi- 
cios, me empeño en curaros sin bebidas y sin 
apositos. » Escuchó el rey esta proposición y 
respondió : a Si tal es tu maestría que cumplas 
lo que ofreces, te prometo enriquecerle á ti y á 
l oda tu posteridad, y sin conlar los regalos que 
le haga, serás mi privado mas íntimo. ¿ Me ase- 
guras pues que me quitarás la lepra sin hacerme 
tomar ningún pócima y sin aplicarme ningún 
remedio esterior? — Sí señor, » replicó el mé- 



dico, ti confio conseguirlo con ayuda de píos, y 
desde mañana haré la prueba. » 

Con efecto, el médico Duban se retiró á su 
casa é hizo un mazo que horadó por £l mango, 
colocando en él la droga de que ideó valerse. 
Hecho esto, preparó también una bola del modo 
que la quería, y fué al dia siguiente á presen- 
tarse al rey, y postrándose á sus pies, besó el 
suelo » 

En este lugar, advirtiendo Chelierazada que 
era de dia, se lo avisó á Chahriar y enmudeció : 
« En verdad, hermana mia, » dijo entonces Di- 
narzada, « no sé de dónde sacas tantas lindas 
invenciones. — Otras oirás mañana, » respon- 
dió Chelierazada, « si el sultán, mi señor, tiene 
á bien dilatarme todavía la vida. » Chahriar, que 
no deseaba con menos afán que Dinarzada sa- 
ber la continuación de la historia del- médico 
Duban, no pensó en decretar la muerte de la 
sultana por aquel dia. 



NOCHE XII. 



La duodécima noche estaba muy adelantada, 
cuando Dinarzada habiéndose despertado, dijo : 
« Hermana mia, si no duermes, te suplico que 
prosigas la agradable historia del rey griego y 
del médico Duban. — Con mucho gusto, » res- 
pondió Chelierazada, y al punto tomó así el hilo 
de su narración : 

Señor , así prosiguió el pescador, hablando 
siempre al jenio que tenia encerrado en el vaso : 
Alzóse el médico Duban, y después de haber 
hecho una profunda reverencia, le dijo al rey 
que juzgaba conveniente que su majestad mon- 
tase á caballo y fuese á la plaza para jugar al 
mallo. Hizo el rey lo que decia, y cuando hubo 
llegado al lugar destinado para jugar al mallo (1), 
se acercó á él el médico con el mazo que habia 
preparado, y presentándoselo, le dijo: «Tomad, 
señor, ejercitaos con este mazo, despidiendo 
esta bola con él por toda la plaza hasta que 

(I j El mallo ó juego üo pelota á caballo, llamado por los 
Persas tchogan, se juega del modo siguiente: Se arrójala 
pelóla en medio de la plaza, y los jugadores, divididos en 
dos cuadrillas coa el mazo en la mano, corren tras ella 
á galope para rebotarla. 



sintáis un sudor por todo el cuerpo. Cuando 
haya llegado á calentarse con la mano el reme- 
dio que he encerrado en el mango de este mazo, 
os penetrará por todo el cuerpo , y luego que su- 
déis, podréis dejar este ejercicio, porque el reme- 
dio habrá hecho su efecto. En estando de vuelta 
en vuestro palacio, os meteréis en el baño y os 
haréis lavar y restregar esmeradamente : luego 
os acostaréis, y mañana al levantaros os halla- 
réis curado. » 

Tomó el rey el mazo, y corrió á caballo tras 
la bola que habia tirado. Arrojóla y le fué re- 
chazada por los oficiales que jugaban con él , 
volviósela, y al fin el juego duró lanto tiempo , 
que le sudó la mano y después todo el cuerpo, 
de modo que el remedio encerrado en el mango 
del mazo hizo su efecto como lo habia dicho el 
médico. Entonces el .rey, dejando de jugar, se 
restituyó á su palacio, se metió en el baño y ob- 
servó puntualmente cuanto se le habia dis- 
puesto. Con efecto, al levantarse al dia siguiente, 
advirtió con tanta estrañeza como complacencia 
que estaba curado de la lepra y mostraba el 



:I2 



L\S MIL Y V\\ NOCHES 



cuerpo tan terso como si jamás la hubiese pa- 
decido. Luego que estuvo vestido , pasó á la 
sala de audiencia pública , subió al trono y se 
mostró á tjdo sus cortesanos, que habian acu- 
dido muy temprano, deseosos de saber el resul- 
tado del nuevo remedio. Cuando vieron que el 
rey estaba perfectamente curado, prorumpieron 
todos en raptos de regocijo. 

El médico Duban entró en la sala é iba á pos- 
trarse al pié del trono con el rostro en el suelo ; 
pero el rey, que le clavó la vista, le llamó é hizo 
sentará su lado, mostrándole á todo el concurso, y 
dándole públicamente todos los elojios que me- 



recía. No paró en esto el príncipe ; como obse- 
quiaba aquel dia i toda su corte, le hizo comer 

en su mesa, solo con él » A estas palabras , 

Cheherazada advirtió que era de dia é interrum- 
pió su cuento. 

« Hermana mia, » le dijo Dinarzada. « ignoro 
cuál será el fin de esa historia, pero el principio 
me parece admirable. — Lo que falta por con- 
tar es su mejor parte, » respondió la sultana, 
« y estoy segura de que lo entenderás así, como 
el suhan me permita que lo acabe la noche 
próxima. » Consintió en ello Chahriar y se le- 
vantó muy satisfecho de lo que habia oido. 



NOCHE XIII. 



Al acabarse la noche siguiente, Dinarzada dijo 
otra vez á la sultana : « Mi querida hermana, si 
no duermes, te ruego que prosigas la historia del 
rey griego y del médico Duban. — Hermana , » 
respondió Cheherazada, a voy á satisfacer tu cu- 
riosidad con el permiso del sultán, mi señor. » 
Entonces prosiguió así su cuento : 

El rey griego, dijo el pescador, no se contentó 
con admitir en su mesa al médico Duban, pues 
al acabarse el dia y despedirse el concurso, le 
mandó vestir una riquísima túnica , semejante á 
la que llevaban comunmente los palaciegos en 
su presencia, y además le mandó dar dos mil 
zequines. Obsequióle también en los dias si- 
guientes, y al fin creyendo no poder agradecer 
bastante el servicio que le habia hecho aquel 
consumado médico, derramaba á cada instante 
sobre él nuevos beneficios. 

Es el caso que este rey tenia un gran visir, 
avariento, envidioso y naturalmente propenso á 
todo jénero de maldades. No habia podido ver 
sin pesar los regalos hechos al médico, cuyo 
mérito empezaba además á hacerle sombra, y 
así determinó desconceptuarle con el rey. Para 
conseguirlo fué á ver al príncipe, y le dijo á 
solas que tenia que darle un aviso de la mayor 
importancia. Habiéndole preguntado el rey lo 
que era : « Señor, » le dijo, « espuesto es para 
un monarca poner su confianza en un hombre 
cuya fidelidad no tenga cabalmente esperimen- 



tada. Al colmar de beneficios al médico Duban 
y hacerle tantos obsequios, estáis muy ajeno de 
figuraros que es un traidor que se ha introdu- 
cido en esta corte con el objeto único de asesi- 
naros. — ¿De quién sabéis eso?» replicó el 
rey. « ¿Pensáis que habláis conmigo y que es- 
tais afirmando un hecho que no he de creer á la 
lijera? — Señor, » replicó el visir, « estoy per- 
fectamente informado de lo que tengo el honor 
de representaros. No os entreguéis por mas 
tiempo á una confianza arriesgada. Si vuestra 
majestad duerme, despiértese, porque no cabe 
duda en que el médico Duban ha salido de la 
Grecia, su patria, y ha venido á avecindarse en 
vuestra corte para ejecutar el intento horroroso 
que os he dicho. — No , no , visir, » interrum- 
pió el rey , « seguro estoy que ese hombre , á 
quien suponéis alevoso y traidor, es el mas vir- 
tuoso, el mejor de todos los hombres ; nadie en ■ 
el mundo puede merecerme igual cariño. Ya 
sabéis por que remedio, ó mejor diré milagro, 
me curó de la lepra ; si tiene miras contra mi 
vida, ¿porqué me la salvó? Bastábale desam- 
pararme en mi dolencia, pues no podia vencerla, 
estando ya mi vida medio consumida. Itead 
pues de infundirme sospechas aéreas, y en vez 
de admitirlas, os participo que desde este día 
concedo á ese hombre grande por toda su vida 
una pensión de mil zequines al mes. Aun cuando 
partiese con él mis riquezas y mis estados , no 



CIENTOS ÁRABES. 



3) 



le premiaría bastante lo que por mi ha hecho. 
Ya veo lo que es , su virtud mueve vuestra en- 
vidia ; pero no creáis que me deje impresionar 
injustamente contra él ; me acuerdo muy bien 
de lo que un visir dijo al rey Sindbad, su 
amo, para no dejarle dar muerte al príncipe su 

hijo j> 

« Pero, señor, » añadió Cheherazada , « ya 
apunta el dia, y debo interrumpir mi narración. 



— Agradecida estoy al rey griego u » dijo Dinar- 
zada, « por haber tenido la entereza de dese- 
char la falsa acusación de su visir. — Si hoy 
alabas la firmeza de aquel príncipe , » inter- 
rumpió Cheherazada, « mañana condenarás su 
debilidad, si quiere el sultán que acabe de re- 
ferir esta historia. » El sultán, ansioso de saber 
en que habia manifestado el rey flaqueza, si- 
guió dilatando la muerte de la sultana. 



NOCHE XIV. 



u Hermana mki, » esclamó Diñar zada, al 
terminarse la noche décimacuaria, « si no duer- 
mes, te pido que, ínterin amanece, continúes la 
historia del pescador ; quedaste en el punto en 
que el rey aboga por la inocencia del médico 
Duban y toma con tanto afán su defensa. — Ya 
me acuerdo , » respondió Cheherazada ; « vas 
á oír la continuación : Señor, prosiguió, diri- 
jiéndose siempre á Chahriar, lo que el rey aca- 
baba de decir respecto al rey Sindbad movió 
la curiosidad del visir , quien le dijo : « Señor , 
ruego á vuestra majestad que me perdone , si 
tengo la osadía de preguntarle lo que el visir 
del rey Sindbad dijo á su amo para distraerle 
de dar muerte á su hijo. » El rey se complació 
en satisfacerle : « Este visir, » respondió, « des- 
pués de haber representado al rey Sindbad que 
por la mera acusación de una madrastra debia 
retraerse de cometer una acción de que se ar- 
repintiese, le contó esta historia : 

HISTORIA DEL MAUIDO Y DBI. 1.0RO (1). 

Un buen hombre tenia una mujer á quien 
amaba en tal estremo, que no la perdía de vista 
en cuanto podia. Obligáronle un dia urjentes 
negocios á ausentarse de ella , y pasó por un 
sitio donde vendían toda clase de pájaros ; allí 
compró un loro, que no solo hablaba muy bien, 
sino que tenia el don de dar cuenta de cuanto 
habia presenciado. Trájolo en una jaula á casa y 
encargó á su mujer que lo colocase en su apo- 

v Jj Ifcüt historia y la que sigue o»l.'in sacadas ilo la no- 
vólo de Stn'Jbad o Sun tipas. 
T. I. 



sentó y tuviese cuidado de él durante el viaje 
que iba á emprender , y hecho esto, se puso en 
camino. 

A su regreso preguntóle al loro lo que habia 
ocurrido durante su ausencia, y el pájaro le 
informó de ciertas particularidades que dieron 
motivo al marido para reconvenir agriamente 
á su mujer. Esta creyó que alguna de sus escla- 
vas la habria descubierto , pero todas juraron 
que le habían sido fieles y convinieron en que 
debia ser el loro el que habia dado aquel soplo. 

Preocupada la mujer con aquella aprensión, 
discurrió un medio para desvanecer las sospe- 
chas de su marido y vengarse» al mismo tiempo 
del loro, y he aquí lo que hizo. Habiéndose 
marchado su marido para hacer un viaje de 
un dia , mandó á una esclava que diese vuel- 
tas durante toda la noche á un molinillo colo- 
cado debajo de la caja del pájaro ; á otra de 
verter agua en forma de lluvia encima de la 
caja, y á una tercera de cojer un espejo y darle 
vueltas á derecha é izquierda á la luz de una vela 
á los ojos del loro. Las esclavas pasaron gran 
parte de la noche haciendo lo que les habia 
mandado su ama, y lo ejecutaron con primo- 
rosa maña. 

Al dia siguiente volvió el marido y preguntó 
al loro lo que habia ocurrido en casa, á lo cual 
el pájaro le respondió : « Amo, los relámpa- 
gos, los truenos y la lluvia me han incomodado 
de tal modo durante toda la noche, que no pue- 
do deciros cuanto he padecido. » El marido, 
que sabia muy bien que no habia llovido ni 
tronado en toda la noche, se persuadió que, 



31 



LAS MIL Y fcNA NOCHES. 



así come el loro ño decía en ésto verdad, tam- 
poco se la había dicho respecto á su mujer, y 
enojado, lo sacó de la jaula y lo arrojó tan 
reciamente contra el suelo que lo dejó muerto. 
Sin embargo supo después por sus vecinos que 
el pobre loro rio habia mentido contándole la 
conducta de su mujer, lo cual filé causa de que 
sé arrepintiese de haberlo muerto.... » 
Detúvose aquí Cheherazada 4 adviniendo qué 



era dé día. Todo cuanto cuentas, hermana 
mía, » lé dijo Ditlafzada , « es tan ameno que 
nada me parece mas agradable. — Quisiera 
continuar divirtiéndote, » respondió Chehera- 
zada, a pero no sé si el sultán, mi señor, me 
dará tiempo para ello. » Chahriar, que no se 
deleitaba menos que Dinarzada en oír á la sul- 
tana , se levantó y pasó el dia sin disponer que 
le diesen muerte. 




NOCHE XV. 



No fué menos puntual Dinarzada esta noche 
que las anteriores en despertar á Cheherazada: 
« Mi querida hermana ,» le dijo , « si estás des- 
pierta, te pido que antes de amanecer me cuen- 
tes uno de esos lindos cuentos que sabes. — 
Hermana mia ,» respondió la sultana , « voy á 



darte ese guste. — Aguarda , » interrumpió el 
sultán, « termínala conversación del rey con su 
visir , tocante al médico Duban , y luego prosi- 
gue la historia del pescador y del jenio. — Se- 
ñor, « replicó Cheherazada, « vais á quedar obe- 
decido, » y diciendo esto, continuó de este modo : 



CUENTOS ÁRABES. 



35 



Cuando el rey, dijo el pescador al jenio, hubo 
concluido la historia del loro : « y vos , visir ,» 
añadió , « por la envidia que habéis concebido 
contra el médico Dubau , que ningún daño os 
hizo , queréis que le mande matar ; pero me 
guardaré muy bien de ello , por temor de ha- 
berme de arrepentir , como sucedió al marido 
de haber muerto su loro. 

El pernicioso visir estaba muy interesado en 
el derribo del médico Duban para desistir de su 
intento, y asi replicó: «Señor, la muerte del 
loro era poco importante, y no creo que su amo 
la sintiera mucho tiempo ; ¿pero por qué os ha 
de retraer de quitar de en medio á ese médico 
la zozobra de atropellar á la inocencia ? ¿ No 
basta que se le acuse de asechanzas contra vues- 
tra vida* para autorizaros á privarle de la suya? 
Cuando se trata de afianzar los dias de un rey, 
una toera sospecha debe equivaler á certidum- 
bre, y es mejor sacrificar al inocente que salvar 
al culpado. Pero * señor , esto no es incierto: el 
médico Duban quiere asesinaros. No me mueve 
la envidia contra él , y sí solo el interés que to- 
mo en la conservación de vuestra tranquilidad; 
mi celo me incita á daros un aviso de tan suma 
importancia. Si es falso , merezco que me casti : 
guen del mismo modo que castigaron en otro 
tiempo á un visir. — ¿Qué hizo ese visir?» dijo 
el rey, «para merecer ese castigo?— Voy á de- 
círselo á vuestra majestad,» respondió el visir, 
«le pido que tenga á bien escucharme : 

HISTORIA DEL V1MR CASTIGADO. 



Había en otro tiemjio un rey que tenia un hijo i 
sumamente apasionado á la caza. Permitíale dis- ¡ 
frutar á menudo esta diversión, pero había dado ¡ 
orden á su gran visir para que le acompañase, 
siempre y nunca lo perdiese de vista. Un dia de 
caza, los monteros lanzaron un ciervo, y el 
príncipe creyendo que el visir le seguía , corrió 
tras el animal , y dejándose llevar de su ímpetu, 
se halló solo. Detúvose , y observando que ha- 
bía perdido la senda , quiso volver atrás para 
incorporarse con el visir, que no había sido bas- 
tante diligente en seguirle de cerca , pero se es- 
travió. Mientras corría á diestro y siniestro sin 



rumbo fijo , encontró en una senda una dama 
bastante agraciada que lloraba amargamente. 
Tiró el caballo de la rienda y preguntó á aque- 
lla mujer quién era, qué hacia sola en aquel si- 
tio y si necesitaba algún auxilio. aYo soy,» res- 
pondió ella , «hija de un rey de las Indias , salí 
á pasear á caballo por el campo , me dormí y 
me caí. Mi caballo se ha escapado é ignoro lo 
que se ha hecho de él. » El joven príncipe se 
condolió , y le propuso que montase en las an- 
cas, lo cual aceptó gustosa. 

Al pasar cerca de una choza , manifestó la 
dama deseo de apearse para alguna urjencia; 
habiéndose detenido el príncipe , la dejó bajar, 
y él hizo otro tanto y se acercó á la casilla lle- 
vando el caballo de la brida. Imajinaos cual se- 
ria su pasmo , cuando oyó que la dama pronun- 
ciaba dentro estas palabras i «Alegraos, hijo3 
mios , pues os traigo un joven hermoso y gor- 
do ;» y que otras voces le respondieron al pun- 
to : «¿ Mamá * en dónde está ? lo comeremos al 
instante porque tenemos mucha gana. » 

No necesitó el príncipe oir mas para compren- 
der el peligro en que se hallaba. Vio claramen- 
te que la dama que se titulaba hija de un rey de 
las Indias, era una ogra, mujer de uno de aque- 
llos demonios salvajes llamados ogros , que se. 
retiran á parajes desiertos y se valen de mil ar- 
dides para sorprender y devorar á los viandan- 
tes. Despavorido todo, montó p ornamente á ca-^ 
bailo. La supuesta princesa llegó al punto , y 
viendo que habia errado el golpe : «Nada te- 
máis, le dijo al príncipe , «¿quién sois? ¿qué 
buscáis?— « Ando estraviado,» respondió osle, 
«y busco mi camino. — Si os habéis estraviado,*» 
dijo ella, «encomendaos á Dios, y os sacará del 
apuro eu que os halláis.» Alzó entonces el prín- 
cipe los ojos" al cielo... « Pero , señor , » dijo 
Cheherazada en este lugar , « debo interrumpir 
mi relación, pues amanece ya. -Lo siento, her- 
mana mia,» dijo Dinarzada, « pues estoy azora- 
da por saber lo que será del joven príncipe. — 
Mañana te despenaré,» respondió la sultana* 
«si mi señor quiere dejarme vivir hasta enton- 
ces.» Ghahriar» ansioso de saber el desenlace 
de aquella historia , dilató aun la vida de Chehe* 
razada. 




36 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE XYI. 



Dinarzada ardía en deseos de oir el iiu de la 
historia del joven principe , y así se despertó 
antes de la hora acostumbrada. «Hermana mia,» 
le dijo , « si no duermes , te pido que concluyas 
la historia que empezaste ayer; me interésala 
suerte del joven príncipe y tengo miedo de que 
le coman la ogra y sus hijos, « Habiendo mani- 
festado Chahriar que tenia igual temor, «Señor,») 
le dijo la sultana , «voy á sacaros de ese desaso- 
siego. » 

Luego que la falsa princesa de las indias dijo 
al joven príncipe que se encomendase á Dios, 
conceptuando que no hablaba de veras , y que 
contaba con él como si fuera ya presa suya , alzó 
las manos al cielo y dijo : « Señor , vos que sois 
todo poderoso, echad una mirada* sobre mí y 
libradme de esta enemiga.» Con aquella súplica, 
la mujer del ogro entró en la choza , y el prín- 
cipe se alejó desaladamente. Recobró por dicha 
el camino y llegó sano y salvo al palacio del rey 
su padre, á quien contó el riesgo que acababa 
de correr por la falta del gran visir. Enojado el 
rey contra el ministro , le mandó ajusticiar en 
aquel mismo punto. 

«Señor,» prosiguió el visir del rey, «vol- 
viendo al médico Duban , si lo recapacitáis, la 
confianza que en él depositáis os redundará en 
grave daño ; estoy bien informado de que es un 
espía que vuestros enemigos envían para armar 
asechanzas contra la vida de vuestra majestad. 
Decis que os ha curado , ¿ y quién os lo puede 
asegurar ? Acaso os ha curado tan solo en apa- 
riencia , y no radicalmente , y aun ¿ quién sabe 
si ese remedio no producirá con el tiempo un 
efecto pernicioso?!) 

El rey , que era naturalmente de limitados al- 
cances , no caló el intento fementido de su visir, 
ni tuvo tesón para persistir en su primera reso- 
lución. Este discurso le hizo titubear. «Visir,» le 
dijo , «tienes razón ; quizá ha venido para qui- 
tarme la vida , lo cual puede muy bien ejecutar 
con el olor solo de alguna droga. Hemos de ver 
lo que conviene hacer en semejante caso. » 

Cuando el visir vio al rey aparejado para lo 



que apetecía, « Señor, » le dijo, « el medio mas 
pronto y seguro de lograr vuestro reposo y 
poner en salvo vuestra vida, es enviar al punto 
en busca del médico Duban y mandarle degollar 
en habiendo llegado. — Verdaderamente, » 
replicó el rey, « creo que así se debe precaver 
su intento. » Dichas estas palabras, llamó á 
uno de sus oficiales y le mandó que fuese en 
busca del médico, el cual ignorando lo que el 
rey quería, acudió inmediatamente á palacio. 
« ¿ Sabes, » le dijo el rey al verle, « para qué 
te he llamado? — No, señor, » respondió, « y 
aguardo que vuestra majestad se digne decír- 
melo. — Te he mandado llamar, » replicó el 
rey, « para librante de ti, haciéndole quitar la 
vida. 

Imposible fuera espresar el asombro del mé- 
dico cuando oyó pronunciar.su sentencia de 
muerte. «Señor, » dijo, « ¿qué motivo puede 
tener vuestra majestad para mandarme matar? 
¿Qué crimen he cometido ? — Me han infor- 
mado, » replicó el rey, « que eres un espía ve- 
nido á mi corte para acabar con mi vida ; pero 
quiero ganarte por la mano arrebatándote la 
tuya. Descarga, » añadió al verdugo que estaba 
^presente,. « y líbrame de un alevoso que se ha 
introducido aquí solo para asesinarme. » 

A esta orden cruel, el médico entendió clara- 
mente que los honores y beneficios que había 
recibido le habían acarreado enemigos y que 
el apocado monarca se habia dejado sorprender 
por sus imposturas. Arrepentíase de haberle 
curado de la lepra ; mas era ya un arrepenti- 
miento intempestivo. « ¿Así me premiáis, » le 
decia, « por el bien que os hice? » El rey no 
quiso escucharle y mandó por segunda vez al 
verdugo que descargase el golpe mortal. El mé- 
dico recurrió otra vez á las súplicas diciendo : 
« ; A y de mí! señor, alargadme la vida, y Dios 
os dilatará la vuestra, no me deis la muerte por 
miedo de que Dios os trate del mismo modo. » 

El pescador interrumpió su relación en este 
punto para encararse con el jenio : « Jenio, » le 
dijo, « ya ves que lo que pasó entonces entre 



CUENTOS ÁRABES. 



37 



el rey y el médico Duban acaba de suceder hace 
poco entre nosotros. » 

El rey, prosiguió, en lugar de atender la sú- 
plica que el médico acababa de hacerle instán- 
dole en nombre de Dios, le replicó áspera- 
mente : « No, no, es de absoluta necesidad que 
mueras ; así mismo podrías quitarme la vida aun 
mas repentinamente de lo que me has curado.» 
Sin embargo el médico, anegado en llanto y 
quejándose lastimosamente de verse tan mal 
pagado del servicio que habia hecho al rey, se 
dispuso á recibir el golpe mortal. El verdugo 
le vendó los ojos, le ató las manos y se puso en 
ademan de enarbolar el sable. 

Entonces los palaciegos que estaban presen- 
tes, movidos á compasión, pidieron al rey que 
le hiciese gracia, asegurando que no estaba 
culpado y respondiendo de su inocencia, pero 
el rey se mantuvo inflexible y les habló de modo 
que no se atrevieron á replicarle. 

El médico estaba de rodillas, con los ojos 
vendados y pronto á recibir el golpe que debia 
terminar su existencia, cuando volvió á suplicar 
al rey. « Señor, » le dijo, a ya que vuestra ma- 
jestad no quiere revocar la sentencia de mi 
muerte, á lo menos le pido que me conceda ir 
hasta mi casa para disponer mi sepultura, des- 
pedirme de mi familia, hacer limosnas y dejar 
mis libros á personas capaces de hacer buen 
uso de ellos. Tengo uno entre otros que quiero 
regalar á vuestra majestad : es un libro pre- 
ciosísimo y muy digno de ser esmeradamente 
custodiado en vuestro tesoro. — ¿Y porqué es 
tan precioso ese libro? » replicó el rey. — 
a Señor, » prosiguió el médico, a lo es porque 
contiene infinidad de curiosidades, y la princi- 
pal de ellas es que, después de haberme dego- 
llado, si vuestra majestad quiere tomarse la 
molestia de abrir el libro en la hoja sexta y leer 
el tercer renglón de la pajina que está á la iz- 
quierda, mi cabeza responderá á todas las pre- 
guntas que me queráis hacer. » El rey, ansioso 
de ver una rareza tan maravillosa, suspendió 
su muerte hasta el dia siguiente, y lo envió á su 
casa con buena escolta. 

Durante este tiempo el médico arregló todos 
sus negocios, y como cundió la voz de que 
habia de suceder un prodijio inaudito después 
de su muerte, los visires, emires (1), oficiales 
de la guardia, en un palabra, toda la corte asis- 
tió al dia siguiente á la sala de audiencia para 
presenciarlo. 

(1 Emir, significa ji»fp, comandanlo. 



Pronto compareció el médico Duban y se ade- 
lantó hasta el pié del trono, con un libro en la 
mano. Allí mandó que le trajesen un azafate, 
sobre el cual estendió el forro del libro, y pre- 
sentando este al rey, « Señor, » le dijo, « to- 
mad este libro, y luego que me hayan cortado 
la cabeza , mandad que la coloquen sobre su 
forro, y al punto cesará de correr la sangre : 
entonces abriréis el libro, y mi cabeza respon- 
derá á todas vuestras preguntas. Pero, señor, » 
añadió, a permitidme que implore de nuevo la 
clemencia de vuestra majestad ; en nombre de 
Dios moveos á compasión : os protesto que soy 
inocente. — Tus súplicas son escúsadas, » res- 
pondió el rey, « y aun cuando no fuera mas 
que por oir hablar á tu cabeza después de tu 
muerte, quiero que mueras. » Dicho esto, tomó 
el libro de mano del médico, y mandó *al ver- 
dugo que desempeñase su cargo. 

La cabeza quedó cortada con tal primor, que 
cayó en el azafate, y apenas estuvo colocada 
sobre el forro, cesó de correr la sangre. Enton- 
ces, con asombro del rey y de todos los con- 
currentes, abrió los ojos y tomando la palabra, 
« Señor, » dijo, « abra vuestra majestad el li- 
bro. » Abriólo el rey, y hallando que la primera 
hoja estaba pegada á la segunda, para volverla 
con mas facilidad, llevó el dedo á la boca y lo 
mojó con saliva. Hizo lo mismo hasta la sexta 
hoja, y no viendo nada escrito en la pajina in- 
dicada : « Médico, » dijo á la cabeza, « no hay 
nada escrito. — Pasa algunas hojas mas f/ » re- 
plicó la cabeza. El rey continuó hojeando, lle- 
vando siempre el dedo á la boca, hasta que 
llegando á hacer efecto el veneno de que estaba 
empapada cada hoja, se sintió conmovido de 
repente de un arrebato estraordinario ; se le 
oscureció la vista y cayó al pié de su trono con 
violentas convulsiones... 

A estas palabras, notando Cheherazada que 
habia amanecido, se lo advirtió al sultán y en- 
mudeció. « ¡Ah! querida hermana! » dijo en- 
tonces Dinarzada, « ¡cuánto siento que no 
tengas tiempo de concluir esta historia ! queda- 
ría inconsolable, si perdieseis hoy la vida. — 
Hermana mia, » respondió la sultana, c* suce- 
derá lo que el sultán quiera ; pero es de esperar 
que tenga á bien suspender mi muerte hasta 
mañana. » Efectivamente Chahriar, lejos de 
disponer aquel dia su muerte, aguardó la noche 
siguiente con impaciencia ; tantísimo era el afán 
que tenia por saber el fin de la historia del rey 
y la continuación de la del pescador y el jenio. 



3* 



LAS MIL Y INA NOCHES. 



NOCHE XVII. 



Por mucha curiosidad que tuviese pingada 
de oír lo que faltaba de la historia del rey, no 
se despertó aquella noche tan temprano como 
acostumbraba, y aun había ya casi amanecido 
cuando dijo á la sultana ; « Mi querida her- 
mana, te ruego que prosigas la maravillosa his- 
toria del rey; pero date prisa porque luego 
amanecerá. » Cheherazads anudó el hilo de 
aquella historia en el lugar donde la había de- 
jado el dia anterior. Señor, dijo, cuando el 
médico Duban, ó, por mejor decir, su cabeza, 
vio que el veneno producía su efecto y que el 
rey tenia pocos momentos de vida, « Tirano, » 
*Je voceó, u he aquí como son tratados los prín- 
cipes que, abusando de su autoridad, quitan la 



vida á inocentes. Dios castiga tarde ó temprano 
sus injusticias y crueldades. » Apenas |a cabe^ 
hubo concluido estas palabras, cuando el rey 
cayó muerto, y pila también exhaló la ráfaga 
vi ¿I que la animaba. 

a Señor, » prosiguió Cheherazada, « tal fué 
el fin del rey y del médico Duban ; ahora es 
preciso volver á la .historia del pescador y del 
jenio; pero no merece la pena de empezar por- 
que ya está amaneciendo. » El sultán, que tenia 
repartidas sus horas, no pudiendo escucharla 
por mas tiempo, se levantó, y queriendo abso- 
lutamente saber lo que faltaba de la historia del 
jenio y del pescador, advirtió á la sultana que 
la tuviese corriente para la noche inmediata. 



NOCHE XVIII. 



Dinarzada $e desquitó aquella noche de la 
anterior despertándose mucho antes del alba y 
llamando á Chehorazada : « Hermana mia, » le 
dijo, a si estás lista, te ruego que nos cuentes 
la continuación du la historia del jenio y del pes- 
cador; ya sabes que el sultán desea oiría tanto 
como yo. — Voy, » respondió la sultana, « á 
satisfacer su curiosidad y la tuya ; » y dirijién- 
dose luego á Chahriar, Señor, prosiguió, luego 
que el pescador concluyó la historia del rey y 
del medico Duban, se la aplicó al jenio que te- 
nia siempre encerrado en el vaso. 

« Si el rey, » le dijo, a hubiese querido dejar 
vivir al médico, Dios le hubiera dejado vivir á 
él ; pero menospreció sus rendidas súplicas, y 
Dios lo castigó. Lo mismo sucede contigo, ó je- 



nio ; si yo hubiera podido ablandarte y recabar 
de ti la gracia que te he pedido, ahora me apia- 
daría del estado en que t3 hallas ; pero ya que 
persististe en el intento de matarme á pesar del 
sumo favor de haberle puesto en libertad, debo 
ahora por mi parte mostrarme empedernido. 
Voy á dejarte sin vida hasta el fin de- los tiem- 
pos, dejándote en e.sevaso y volviéndote aechar 
al mar ; esta es la venganza que de ti quiero lo- 
mar. 

— «Pescador, amigo mió,» respondió el 
jenio, « otra vez te suplico que no cometas ac- 
ción tan inhumana. Acuérdate de que no C3 de 
pechos hidalgos el vengarse, y que por el con- 
trario es digno de alabanza el devolver bien por 
mal : no me trates como Imama trató en otro 



CUENTOS AMtfES. 



39 



tiempo á Ateca. — ¿Y qué hizo Imaraa con 
Ateca ? » replicó el pescador. — « ¡ Oh ! si de- 
seas saberlo , » replicó el jenio, « abre este 
vaso; ¿te figuras que esté de temple de contar 
cuentos en semejaftte encierro? Cuando me 
hayas sacado de aquí, yo te diré tantos como 
quieras. — No, » dijo el pescador, a no quiero 
libertarte; basta de razones; voy aecharte á 
pique. — Vamos , una palabrita , pescador, » 
clamó el jenio ; « te prometo que no te haré 
ningún daño, y aun por el contrario te enseñaré 
una receta para que puedas llegar á ser suma- 
mente rico. » 

La esperanza de salir de la pobreza aplacó el 
enojo del pescador. Te atendería gustoso, » le 
dijo, a si pudiera contarse con tu palabra. Júra- 
me por el gran npmbre de Oíos que harás de 
buena fe lo que dices, y te abrjré el vaso, pues 
no creo que te atrevas á quebrantar semejante 
prqmesa. a Hfrolo el jenio, y el pescador levantó 
ál punto la tapa del vaso, del cual salió humo, 
y habiendo recobrado el jeuiosu forma del idén- 
tico modo que antes, lo primero que hizo fué 
arrojar el vaso á la mar. Esta acción dejó al pes- 
cadoF despavorido, y dijo ql jenio : u ¿ Qué quiere 
decir esto ? ¿qué no queréis guardar ya el jura- 
mento que acabáis de hacer ? ¿ y he de deciros 
le que el médico Duban decía al rey griego : 
« Dejadme vivir y Dios prolongará vuestros 
días? d 

Rjóse el jenio del susto del pescador y respon- 
dióle : a No, pescador, espláyate, solo he tirado 
el vaso para divertirme y ver si te sobresaltabas, 
y para persuadirte que deseo cumplir mi palabra, 
tom$ tus redes y sígneme. » Dichas estas palar 
foras, empezó á andar delante del pescador, el 
cual, cargado con sus redes, le siguió con cierta 
desconfianza. Pasaron delante de la ciudad y su- 
bieron 4 la cumbre de un monte de donde baja- 
ron i una estensa llanura, que los condujo á un 
grande estanque encajonado entre cuatro cer- 
ros. 



Cuando hubieron llegado á orillas del estan- 
que, dijo el jenio al pescador : « Echa tus redes 
y saca peces. » No dudó el pescador que cojeria 
muchos porque el estanque estaba lleno, pero 
lo que mas le pasmó fué el ver que los habia de 
cpatro colpres diferentes, esto es, blancos, en- 
carnados, amarillos y azules. Echó sus redes y 
sacó cuatro, uno de cada color, y como jamás 
habia visto objeto que se les pareciese, no podia 
cansarse de admirarlos y se empapaba todo en 
complacencia al figurarse que sacaría de ellos 
una cantidad bastante crecida. « Llévate esos 
peces, » le dijo el jenio, y yete £ presentarlos 
al sultán, ; te dará por ellos mas dinero del que 
has manejado en toda tu vida. Puedes venÍF á 
pescar en este estanque, pero te advierte que no 
eches tus redes mas de una ve? al día i si nP, 
ten cuidado, pues te va á suceder alguna des- 
gracia ; esto te aconsejo, y si lo cumples pun- 
tualmente, vas á ser afortunado. » Dicho esto, 
golpeó la tierra con el pié y desapareció. 

Determinado e| pescadpr á seguir punto por 
pupto los consejos del jenip, se guardó de echar 
otra vez sus redes y tomó el camino de la ciu- 
dad, contentísimo con su pesca y faciendo inj! 
reflexiones sobre su aventura. Encaininóse al 
palacio del sultán para presentarle sus peces.... 

« Pero, señor, » dijo Cheherazada, « asoma 
e| dia, y ¿ebo suspender mi narración. — Her- 
mana ipia, » dijo Dinarzada, « cuan asombrosos 
son los últimos acontecimientos que acabas de 
referir. Dificulto que puedas contaren lo suce- 
sivo otros que lo sean mas. — Mi querida her- 
mana, » respondió la sultana, a si nii señor me 
deja vivir hasta mañana , estoy persuadida de 
que la continuación de la historia del pescador 
te parecerá aun mas portentosa que el principio 
é incomparablemente mas halagüeña. » Chah- 
riar, ansiosísimo de ver si lo que faltaba de la 
historia del pescador era tal cual prometía la 
sultana, tuyp 4 bien dilatar todavía la ejecución 
de la k*y cruel que se habia impuesto. 







40 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE XIX. 



Al acabarse la noche décimanona, Dinarzada 
llamó á la sultana y le dijo : « Hermana mía, si 
estás despierta, te ruego que antes que apunte 
el dia, me cuentes la historia del pescador, pues 
estoy sumamente impacienLe por oiría. » Che- 
herazada volvió á proseguir así, con permiso del 
sultán : 

Señor, imajínese vuesa majestad cual seria el 
pasmo del sultán al ver los cuatro peces que le 
presentó el pescador. Tomólos uno tras otro 
para examinarlos con ahinco, y después de ha- 
berlos admirado largo rato, « Tomad esos pe- 
ces, » dijo á su primer visir, a y llevádselos á 
la cocinera primorosa que el emperador de los 
Griegos me ha enviado, pues creo que serán 
tan gustosos como lindos. » Llevóselos el visir 
á la cocinera y le dijo al entregárselos : « To- 
mad estos cuatro peces que acaban de traer al 
sultán, quien os manda que se los guiséis. » 
Después de haber desempeñado este encargo, 
volvió al sultán, su señor, quien le mandó en- 
tregar al pescador cuatrocientas monedas de 
oro; lo cual ejecutó puntualmente. El pescador, 
que nunca habia tenido tanto dinero junto, ape- 
nas podia comprender su dicha , y la miraba 
como un sueño, pero luego conoció que era una 
realidad, haciendo buen uso de este dinero para 
las necesidades de su familia. 

Pero, señor, prosiguió Cheherazada, después 
de haberos hablado del pescador, preciso es que 
os hable también de la cocinera del sultán, que 
vamos á hallar en grande aprieto. Luego que 
hubo escamado los peces que el visir le habia 
entregado, los puso sobre el fuego en un cazo 
con aceite para freirlos, y cuando creyó que es- 
taban corrientes por un lado, les dio vuelta del 
otro ; ¡pero ó prodijio inaudito ! apenas les hu- 
bo dado vuelta, cuando se abrió la pared de la 
cocina y salió una dama joven de estraordinaria 
belleza y de estatura majestuosa ; estaba vesti- 
da con una tela de raso floreado, al estilo de 
Ejipto, con pendientes, un collar de perlas grue- 
sas y brazaletes de oro montados de rubíes ; te- 
nin en la mano una varita de mirto. Acercóse al 



cazo con asombro de la cocinera , que vino á 
quedar atónita á esta vista, y tocando uno de 
los peces con el cabo de la varita, « Pescadito, 
pescadito, » le dijo, «¿cumples tu obligación?» 
Y no habiendo respondido el pez, volvió á re- 
petir la misma palabra, y entonces los cuatro 
peces levantaron juntos la cabeza y le dijeron 
claramente : « Sí, si contais, contamos ; si pa- 
gáis vuestras deudas , pagamos las nuestras ; si 
huis, vencemos y quedamos contentos. » Luego 
que hubieron acabado estas palabras, la dama 
volcó el cazo y entró por la abertura de la pared, 
que volvió á cerrarse, quedando todo en el mis- 
mo estado de antes. 

La cocinera , á quien habian dejado atónita 
todas estas maravillas , se recobró al fin de su 
pasmo y levantó los peces que habian caido so- 
bre las ascuas ; pero los halló mas negros que 
carbón, y por consiguiente que no podia pre- 
sentárselos al sultán. Apesadumbróse sobrema- 
nera y se puso á llorar amargamente diciendo : 
« I Ay ! ¿ qué va á ser de mí? cuando le cuente 
al sultán lo que acabo de presenciar, estoy se- 
gura de que no me creerá , y ¿ cuál será su ira 
contra mí ? » 

Mientras que así prorumpia, entró el gran 
visir y le preguntó si los peces estaban prontos. 
Refirióle ella todo lo que habia sucedido, y esta 
narración le asombró en estremo como os podéis 
figurar, pero no le dijo nada al sultán é inventó 
una fábula para contentarle. Sin embargo envió 
inmediatamente por el pescador, y cuando este 
hubo llegado, « Pescador, o le dijo , « tráeme 
otros cuatro peces semejantes á los que me has 
traido, porque ha sucedido cierta desgracia que 
imposibilita el presentarlos al sultán, » El pes- 
cador no le dijo lo que el jenio le habia encar- 
gado, pero se escusó con la gran distancia á 
que era preciso ir, para desentenderse de pes- 
carlos aquel dia , y prometió traerlos á la ma- 
ñana siguiente. 

Con efecto, el pescador marchó de noche y 
llegó al estanque, y habiendo echado sus redes, 
sacó cuatro peces , que eran como los otros , 



CUENTOS ÁRABES. 



M 



cada uno de su color diferente. Volvió al punto 
y se los llevó al gran visir á la hora que había 
prometido. El ministro los tomó llevándolos él 
mismo á la cocina , se encerró solo con la coci- 
nera, la cual se esmeró en limpiarlos y los puso 
sobre el fuego , como lo habia hecho con los 
otros cuatro el dia anterior. Cuando estuvieron 
fritos por un lado, los volvió del otro, y entonces 
abriéndose la pared de la cocina , apareció la 
misma dama con la varilla en la mano ; acer- 
cóse al cazo, tocó á uno de los peces diciéndole 



las mismas palabras , y ellos le dieron todos la 
misma respuesta levantando la cabeza. 

Pero , señor, anadió Cheherazada interrum- 
piéndose , ya amanece , y debo suspender ésta 
historia. No hay duda en que son estraordina- 
rias las novedades que acabo de contaros , pero 
si mañana estoy viva , os referiré otras aun mas 
dignas de vuestra atención. — Juzgando Chah- 
riarque la continuación debia ser muy interu 
sante, determinó oiría la noche siguiente. 



NOCHE XX. 



« Mi querida hermana , » dijo Dinarzada , 
como solia , «si no duermes, te ruego que pro- 
sigas el hermoso cuento del pescador. » La sul- 
tana tomó al punto la palabra y habló así : 

Señor, luego que los cuatro peces hubieron 
respondido á la dama, volcó otra vez el cazo con 
la varila y desapareció por donde habia entrado. 
Habiendo presenciado el gran visir aquel suceso, 
«Estrañfsimo es el caso,» recapacitó, «para 
encubrírselo al sultán , y por lo mismo voy á 

enterarle de tamaño portento » Con efecto, 

pasó á referírselo todo por puntos. 

El sultán, todo atónito, manifestó sumo deseo 
de ver aquella maravilla, mandó por el pescador 
y le dijo : « Amigo mió , ¿ no podrias traerme 
otros cuatro peces de diferentes colores?» El 
pescador respondió al sultán que si su majestad 
le concedía tres dias para hacer lo que deseaba, 
esperaba poderle dar gusto. Habiendo conse- 
guido este plazo, acudió al estanque por tercera 
vez, y fué tan afortunado como en las otras dos, 
pues luego que echó la red , sacó sus cuatro 
peces de diferentes colores. Lléveselos inme- 
diatamente al sultán, el cual se complació tanto 
mas cuanto no esperaba lograrlos tan pronto, y 
le mandó entregar otras cuatrocientas monedas 
de oro. 

Luego que el sultán tuvo los peces , los hizo 
llevar á un aposento con todo lo necesario para 
freirlos , y habiéndose encerrado con su gran 
visir, este los avió y colocó sobre el fuego en un 
cazo t y cuando estuvieron fritos por un lado , 



los volvió del otro. Abrióse entonces la pared 
del aposento ; pero en lugar de la dama , salió 
un negro vestido de esclavo , de una estatura y 
una robustez ajigantadas , con un palo verde en 
la mano. Acercóse al cazo y tocó á uno de los 
peces con el palo , diciéndole con voz atrona- 
dora : a Pescadito, pescadito, ¿cumples con tu 
obligación ? » A cuyas palabras los peces levan- 
taron las cabezas y respondieron : « Sí , si con- 
tais, contamos; si pagáis vuestras deudas, 
pagamos las nuestras ; si huis, vencemos y que- 
damos contentos. » 

Apenas los peces acabaron estas palabras, 
cuando el negro volcó el cazo en medio del apo- 
sento y redujo los peces á carbón, y hecho esto, 
se retiró altivamente volviendo á entrar por la 
abertura de la pared, que se cerró quedando en 
el mismo estado que antes. « Tras lo que acabo 
de ver, » dijo el sultán á su gran visir, « no me 
cabe ya sosiego, pues no hay duda en que estos 
peces encubren algún arcano peregrino que 
quiero investigar. » Mandó por el pescador, y 
en presentándose este , le dijo : « Pescador, los 
peces que me has traído me tienen azorado. 
¿ En qué sitio los pescaste ? — Señor, » respon- 
dió el pescador, « los pesqué en un estanque 
encajonado entre cuatro cerros á la otra parte 
del monte que desde aquí veis. — ¿Sabéis do 
ese estanque? » dijo el sultán al visir. — « No 
señor, » respondió el visir, « y ni siquiera he 
oído hablar de él, aunque hace sesenta anos que 
voy á cazar por aquellos alrededores y á la 



42 



LAS Mil. \ UNA .NOCHES. 



traspuesta de ese monte. » Preguntóle el sultán 
al pescador á qué distancia de su palacio se hal- 
laba el estanque , y el pescador le aseguró que 
había unas tres horas de camino ; y como aun 
sobraba bastante dia para llegar allá antes de 
anochecer, mandó el sultán que toda su corts 
montase á caballo , y el pescador le sirvió de 
guia. 

Treparon todos á la cumbre, y al bajar vieron 
con suma estrañeza una estensa llanura que na- 
die había advertido hasta entonces. Por fin lle- 
garon al estanque, encajonado efectivamente 
por cuatro cerros , como el pescador lo había 
referido, y§iendoel agua muy cristalina, pudie- 
ron ir notando que todos los peces eran seme- 
jantes á los que el pescador habia llevado á 
palacio. 

Paróse el sultán á la orilla del estanque , y 
después de haber observado por algún tiempo 
los peces con admiración, preguntó á sus emires 
y palaciegos cómo era posible que no hubiesen 
visto nunca aquel estanque, estando á tan corta 
distancia de la ciudad. Todos le respondieron 
que nunca habían oido hablar de él. « Va que 
todos convenís , » les dijo , « en que nunca su- 
pisteis do él, y que esta novedad me causa igual 
estrañeza, estoy resuelto á no volver á mi pala- 
cio hasta que llegue á saber cómo se encuentra 
aquí este estanque y porqué hay en él peces de 
cuatro colores. » Habiendo dicho estas palabras, 
mandó hacer alto y que levantasen tiendas á 
orillas del estanque. 

Al anochecer, el sultán, retirado en su tienda, 
habló privadamente con su gran visir y le dijo : 
« Visir, estoy en estremo inquieto ; ese estan- 
que trasportado á estos lugares , ese negro que 
se presentó en mi aposento, y esos peces que 
oimos hablar, todo esto enardece tantísimo mi 
curiosidod, que no me cabe contrarestar la im • 
paciencia de satisfacerla. Estoy al intento 
ideando un arbitrio de que me voy á valer. Voy 
á ausentarme del campamento , y os mando que 
tengáis mi ausencia reservada ; quedaos en mi 
tienda, y mañana cuando mis emires y palacie- 
gos se presenten á la entrada , despedidlos di- 
ciéndoles que me hallo levemente indispuesto y 
que apetezco estar solo. Continuaréis diciéndoies 
lo mismo en los días siguientes hasta que yo 
esté de vuelta. » 

El gran visir puso varios ñiparos al sulian , 
procurando retraerle de su intento, represen- 
tándole el peligro á que se esponia y las moles- 



tias que iba i padecer acaso en balcje ; perp en 
vano echó el restq de pu persuasiva ; pue$ el 
sultán se mantuvo íjrme en su propósito y se 
preparó á ejecutarlo. Vistióse de viandante , 
tomó un sable, y luego que sp sosegaron sus rea- 
les, marchó sin querer que nadie le acompañase. 

Encaminóse hacia uno de los cerros, subien- 
do sin mucho trabajo, y al descepsq halló upa 
llanura en la que anduvo hd§l§ qi)e salió el qol. 
Entonces diyjsandq á lo lejos* un grande edificio, 
se regocijó esperanzado de poder enterarse en 
el de cuanto ansiaba saber. Cuando estuvo cer- 
ca, advirtió que era un magnífico palacio ó mas 
bien una fortaleza de hermoso mármol negro 
labrado y cubierto de un acero fino terso como 
la luna de un espejo. Contentísimo con haber 
hallado tan pronto un objeto digno de su curio- 
sidad, se paró delante de la fachada del castillo 
y la estuvo mirando atentamente. 

Adelantóse después hasta la puerta , que era 
de dos hojas, una de las cuales estaba abierta, 
y aunque era arbitro de pasar adelante , con- 
ceptuó sin embargo que debia llamar. Dio un 
golpecillo y aguardó un rato ; pero no acudiendo 
padie, se figuró que no le habían ojdpj volvió i\ 
llamar con recio aldabazo, pero tampQco le res- 
pondieron ; repitió los golpes , y todo siguió en 
sumo silencio, lp cual le admiró sobremanera ; 
porque no podía figurarse que un alcázar tan 
bien conservado estuviese sjn jente. a Si no hay 
nadie, » recapacitaba, « nada tengo que temer, 
y en al caso de haber alguien, traigo armas para 
defenderme. » 

Al fin el sultán entró, y adelantándose bajo 
el lintel de la puerta , voceó ; ¿ Hay alguien 
que admita á un forastero, que necesita tomar 
algún alimento ? » pero aunque lo repitió dos ó 
tres veces y en alta voz, reinó siempre sumo 
silencio. Entró en un patio muy espacioso, y 
mirando á todas partes por si descuhria algún 
viviente, nadie asomó... 

u Pero, señor, » dijo Cheherazada, « ya es de 
dia y debo enmudecer. — ¡Ahí henqana mia, » 
dijo Dinarzada , a te quedas en el punto mas 
interesante. — r Es verdad, » respondió la sul- 
tana; a pero ya ves, hermana, que así debo ha- 
cerlo. En mano del sultán , mi señor, está que 
oigas mañana lo que falta. » No fué tanto por 
complacer á Dinarzada cuanto por la curiosidad 
que le estimulaba por saber lo que sucedería 
en aquel castillo, que Chaliriar dejó vivir aun á 
la sultana. 



"*<&&*?&*" 



CUENTOS ÁRABES. 



*3 



NOCHE XXI. 



No estuvo perezosa Dinarzada en despertar á 
la sultana desde la madrugada. « Mi querida 
hermana, » le dijo, « si no duermes, te ruego 
que nos cuentes, antes que amanezca, lo que 
pasó en aquel hermoso castillo en que ayer nos 
dejaste. » Gheherazada prosiguió al punto el 
cuento de la noche anterior 1 , y encarándose 
siempre con Chahriar, Señor, le dijo, no viendo 
eí sultán á nadie en el patio donde se hallaba, 
entró en unos grandes salones cuyas alfombras 
eran de seda, los almohadones y sofaes cubier- 
tos de raso de Ja Mera y las entradas colgadas 
con las mas ricas telas de las Indias guarneci- 
das de oro y plata. Pasó después á un magnífico 
salón, en medio del cual habja una gran fuente 
con un león de oro macizo á cada estremo. Los 
cuatro leones arrojaban agua por la boca, y las 
gotas al caer se convertían en perlas y diaman- 
tes ; al paso que un chorro de agua saliendo del 
centro de la fuente se elevaba casi hasta qna 
cúpula pintada de arabescos. 

El castillo estaba rodeado por tres partes de 
un jardín quedaba realce á varias azoteas, es- 
tanques y bosquecillos; y lo que acababa de es- 
tremar lo peregrino de aquel sitio, era una infi- 
nidad da pájaros que llenaban los aires con su 
canto armonioso, aprisionados con redes tendi- 
das sobre los árboles y el palacio. 

El sultán se paseó de uno en otro aposento , 
pareciéndole todo grandioso y espléndido, y 
cuando estuvo cansado de andar, se sentó en un 
salón que caia al jardín , y absorto tras cuanto 
había visto y estaba viendo, cavilaba mas y mas 
sobre tan diversos objetos, cuando llegó á sus 
oídos una voz lastimera acompañada de alari- 
dos. Escuchó atentamente y percibió estas tris- 
tes palabras : « ¡ O fortuna ! que no has podido 
dejarme gozar mucho tiempo de una suerte feliz 
y que me has hecho el mas desdichado de todos 
los hombres, cesa de perseguirme , y ven con 
una pronta muerte á poner término á mis quebran- 
tos... ¡Ay de mí! ¿es posible que aun esté vivo 
tras tantísimos tormentos como he padecido ? » 
Conmovido el sultán de e.Uas lastimosas que - 



jas, se levantó para encaminarse hacia la parte 
por donde se oian, y cuando llegó á la puerta 
de un gran salón, descubrió un mancebo gallardo 
y ricamente vestido , sentado en un solio poco 
elevado del suelo. El desconsuelo estaba retra- 
tado en su rostro. El sultán se acercó á él salu- 
dándole, y el joven le correspondió con un acá 
lamiento de cabeza ; y como no se movía , « Se- 
ñor, » le dijo a( sultán, no me cabe duda en que 
merecéis que yo me levante para recibiros 
y tributaros Lodos los obsequios inminables , 
pero se atraviesa una rqzon tan poderosa , que 
no debéis llevarlo á mal. r— Señor, » le contestó 
el sultán, « os agradezco el concepto favorable 
que de mí formáis , y en cuanto al motivo que 
tenéis para no levantaros, cualquiera que pueda 
ser vuestra disculpa, la admito con todo mi co- 
razón. Atraído por vuestros lamentos, y condo- 
lido de vuestros quebrantos, vengo á ofreceros 
mi auxilio. ¡ Ojalá estuviese en mi mano apron- 
tar algún remedio á vuestras desdichas ! pues 
echaría el resto de mis alcances para conseguir- 
lo. Espero que me contaréis la historia de vues- 
tras desventuras ; pero decidme antes por favor, 
¿ qué significa ese estanque que está cerca de 
aquí y en él que se ven peces de cuaLro colores 
diferentes ? ¿ qué es este castillo ? ¿ porqué os 
halláis en él y porqué motivo estáis solo ? » El 
mancebo prorumpió en amarguísimo llanto , en 
vez de contestar á estas preguntas ; a ¡ Cuan in- 
constante es la fortuna ! » esclamó, « i y cuánto 
se complace en humillar a los que mas ha en- 
cumbrado ! ¿ Dónde están los que gozan á sus 
anchuras de una dicha que se han granjeado, y 
cuyos dias sean siempre despejados y serenos? » 
Conmovido el sultán al verle en aquel estado, 
le instó para que le manifestase la causa de tan 
sumo quebranto. — ¡ Ay de mí, señor ! » le res- 
pondió el mozo , « ¿ cómo podré desahogarme 
y hacer que mis ojos no derramen torrentes de 
lágrimas?» A estas palabras, habiendo levan- 
tado su túnica , enseñó al sultán que solo era 
hombre de la cabeza á la cintura , y que la otra 
mitad de su cuerpo era de marmol negro... 



u 



LAS MIL Y LjNA .NOCHES. 



En ¿ste punto Chelierazada interrumpió su 
relación apuntando al sultán de las Indias que 
amanecía. Chahriar quedó tan prendado de lo 
que acababa de oir y se sintió tan enternecido á 



favor de Cheherazada , que determinó dejarla 
vivir por un mes. Sin embargo se levantó á la 
hora acostumbrada sin hablarle de lo que tenia 
acordado. 



NOCHE XXII. 



Dinarzada estaba tan impaciente por oir la 
continuación del cuento de la noche anterior, 
que llamó a su. hermana muy temprano : « Mi 
querida hermana, » le dijo, a si estás despierta, 
te ruego, que prosigas el portentoso cuento que 
ayer no pudiste concluir. — Con mucho gusto, » 
respondióla sultana^ y continuó asi : 

Ya os podéis figurar que el sultán quedó pas- 
mado cuando vio el lastimoso estado en que se 
hallaba aquei joven : á Lo que me mostráis, » 
le dijo, « al paso qué me horroriza, foguea mas 
mi curiosidad, y ardo en deseos de saber vues- 
tra historia, que debe ser indudablemente muy 
estraña ; y estoy persuadido de que el estanque 
y los peces forman parte de ella, y así os su- 
plico que me la contéis, y hallaréis cierto con- 
suelo, porque nó cabe duda en que los desgra- 
ciados encuentran algún jénero de alivio en re- 
ferir sus desgracias. — No quiero negaros esa 
satisfacción, » replicó el joven, c< aunque no 
pueda dárosla sin renovar mis agudos pesares ; 
pero os prevengo de antemano que preparéis 
vuestros oídos, ojos y ánimo á cosas que supe- 
ran á todo cuanto la imajinacion puede conce- 
bir de mas estraordinario. » 

HISTORIA DEL JOVEN REY DE LAS ISLAS NEGRAS. 

« Es preciso que sepáis, señor, que mi padre, 
llamado Mahmud, era rey de aquel estado, co- 
nocido con el nombre de reino de las Islas Ne- 
gras, tomado de los cuatro montes vecinos, por- 
que estos montes eran anteriormente islas, y la 
capital en que mi padre residía se hallaba en el 
sitio donde habéis encontrado ahora el estan- 
que. La serie de los acontecimientos de mi his- 
toria os enterará de todas estas mudanzas. 

« Falleció mi padre á los setenta años, y ape- 
nas ocupé su lugar, cuando me casé, y la per- 



sona que elejí para mi consorte era prima mia. 
Tuve motivo de estar complacido con las prue- 
bas de amor que me dio, y por mi parte le co- 
bré tan entrañable carinó, que nada podia com- 
pararse á nuestro enlace , que duró cinco años. 
Al cabo de este tiempo advertí que la reina mi 
prima no me profesaba el mismo afecto. 

« Ln dia que se hallaba en el baño, me sentí 
con sueño, y me eché sobre un sofá. Dos de sus 
esclavas estaban entonces en mi aposento ; vi- 
nieron á sentarse, una á mi cabecera y otra á 
mis pies con un abanico en la mano, ya para 
templar el calor , ya para guardarme de las 
moscas que hubieran podido turbar mi sueño. 
Conversaban en voz baja creyéndome dormido, 
pero yo tenia solamente los ojos cerrados y no 
perdí una palabra dp su conversación. 

« Una de aquellas mujeres dijo á la otra: 
« ¿ No es verdad que la reina hace muy mal en 
no amar á un príncipe tan amable como el 
nuestro? — Seguramente, » respondió la segun- 
da, « yo no lo comprendo ni sé porqué sale to- 
das las noches y lo deja solo. Es estraño que no 
lo advierta. — ¿Y cómo ha de advertirlo? » re- 
plicó la primera, « si mezcla cada noche en su 
bebida cierto jugo de yerbas que le hace dormir 
toda la noche de un sueño tan profundo que 
tiene tiempo de ir á donde quiere, y al amane- 
cer vuelve á acostarse á su lado, y entonces le 
despierta pasándole cierto olor por las na- 
rices. » 

« Imajinaos, señor, cuál seria mi asombro á 
este coloquio, y cuáles fueron los ímpetus que 
debió causarme. Sin embargo, por mucha sen- 
sación que me moviese, tuve bastante imperio 
sobre mí para disimular : aparenté despertarme 
y no haber oido nada. 

« Volvió la reina del baño ; cenamos juntos, 
y antes de acostarnos, me presentó ella misma 



CUENTOS ÁRABES. 



15 



la laza llena de agua que yo solía beber ; pero 
en lugar de llevarla á la boca , me acerqué á 
una ventana que estaba abierta y tiré el agua 
tan mañosamente que no lo advirtió. Después le 
entregué la taza para que no dudase de que ha- 
bía bebido. 

« Nos acostamos, y poco después concep- 
tuándome dormido , se levantó con poquísima 
cautela y dijo bastante alto : « ¡ Duerme, y ojalá 



no te despiertes nunca ! »> Se vistió prontamente 
y salió del aposento... » 

Al acabar estas palabras Cheherazada, advir- 
tió que era de dia, y dejó de hablar. Dinarzada 
habia escuchado á su hermana con mucho gus- 
to, y Chahriar hallaba la historia del rey de las 
Islas Negras tan digna de su curiosidad, que se 
levantó impaciente de saber la continuación. 




NOCHE XXIII. 



Habiéndose despertado Dinarzada una hora 
antes del amanecer, no faltó en apuntar á la 
sultana : « Mi querida hermana, si no duermes, 
te ruego que prosigas la historia del joven rey 
de las cuatro Islas Negras. » Cheherazada reca- 



pacitó el punto en que habia quedado y conti- 
nuó así : 

« Luego que la reina, mi esposa, hubo sali- 
do, » dijo el rey de las Islas Negras, a me levanté 
y me vestí prontamente, tomé mi sable y la se- 



40 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



guí de latí cerca que en breve la óí andar de- 
lante de mí. Entonces arreglando mi marcha á 
la suya, caminé despacio por temor de que me 
oyese. Pasó por varias puertas, que se abrie- 
ron con ciertas palabras májicas que ella pro- 
nunció, y la última que se abrió fué la del jar- 
din, en donde la vi entrar. Me detuve en aque- 
lla puerta para que no tile viese mientras atra- 
vesaba un cuadro del jardín, y siguiéndola con 
la vista, en cuanto me lo permitía la oscuridad, 
observé que entraba en un bosquecillo, cuyas 
calles estaban cercadas de maleza. Pasé por otra 
senda, y emboscándome por la enramada de 
una calle bastante larga, la vi que se paseaba 
con un hombre. 

a Escuché atentamente sus coloquios y oí lo 
siguiente : « No me reconvengáis, » decia la 
reina á su amante, a de ser poco dilijente, pues 
sabéis los motivos que me lo estorban ; pero si 
todas las pruebas de amor que os he dado hasta 
ahora no bastan á persuadiros de mi sinceri- 
dad, estoy pronta á daros otras mas señaladas : 
no tenéis mas que mandar, pues ya sabéis cual 
es mi potestad. ¿Queréis que antes que salga el 
sol trasforme esta gran ciudad y este hermoso 
palacio en espantosas ruinas habitadas tan solo 
por lobos, cuervos y buhos? ¿Queréis que tras- 
porte todas las piedras de est^s murallas, tan só- 
lidamente construidas, mas al!¿í del Cáucaso y 
fuera de los ámbitos del mundo habitado? No 
tenéis mas que decir bnrt palabra, y todos estos 
sitios mudarán de aspecto. « 



q Al acabar la reina estas palabras* se hallé 
con su artiante al estremo de la calle* y al voU 
verse para entrar en otra , pasaron junto á mí. 
Ya tenia yo el sable desenvainado, y como el 
amante estaba mas inmediato, le herí en el cue- 
llo y cayó tendido. Creí haberle muerto, y por* 
consiguiente me retiré velozmente sin darme á 
conocer á la reina, guardándola consideraciones 
porque era mi esposa. 

« Sin embargo el golpe que yo habia dado á 
su amante era mortal ; mas ella le conservó la 
vida por la virtud de sus maleficios, aunque de 
un modo que se puede decir que no está vivo 
ni muerto. Cuando yo cruzaba el jardín para 
volver al palacio, oí á la reina que daba gran - 
des alaridos, y juzgando por ellos de su que- 
branto, me alegré de haberte dejado la vida. 

o Al volver á mi aposento, me acosté y quedé 
dormido, satisfecho de haber castigado al teme- 
rario que me habia ofendido. Al día siguiente 
hallé al despertarme que la reina estaba acos- 
tada i mi lado... » 

Cheherazadá se detuvo al llegar aquí, porque 
vio asomar el dia. « ¡ Cuánto siento, hermana 
mia, » dijo Dinarzada, a que no puedas prose- 
guir! —Tuya es la tíulpa, » respondió la sultana, 
« hubieras debido despertarme mas temprano. 
— No será así esta noche, o replicó Dinarzada , 
« porque no dudo que el sultán tenga tanto de- 
seo como yo de saber el tlh de está historia, y 
espefrj que tendrá á bien dejarle vivir auh hasta 
manarla, ti 



NOCHE XXIY. 



Con efecto, Dinarzada llamó temprano á la 
sultana como se lo habia propuesto : « Mi que- 
rida hermana, n le dijo, « si no duermes, te 
ruego que concluyas la agradable historia del 
rey de las cuatro Islas Negras ; ardo en deseos 
de saber cómo quedó trasformado en marmol. 
— Con el permiso del sultán vas á saberlo, » 
respondió Cheherazadá. 

« Hallé pues á la reh<a acostada á mi lado, » 
prosiguió el rey de las cuatro Islas Negras. « No 
os diré si dormía ó no, pero me levanté muy 



quedito y pasé á mi gabinete donde acabé de 
vestirme. Reuní después mi consejo, y al vol- 
ver, se me presentó la reina vestida de luto, 
el cabello suelto y en parte mesado : « Señor, » 
me dijo, « vengo á suplicar á vuestra majestad 
que no estrañe el verme en tal estado, pues 
acabo de recibir á un tiempo tres noticias crue- 
les, y ellas son la justa causa del sumo que- 
branto por el cual tan solo veis escasas demos- 
traciones. — ¿Cuáles son esas noticias, señora? » 
le dije ; á lo cual respondió : « Son la muerte de 



CIENTOS ÁRABES. 



47 



la feina, mi querida madre, la del rey, mi dtt- 
dfre, müferto éh ilíia batalla, y leí dé mi hermano» 
que Se ha desdeñado por un derrumbadero. » 

« Alégreme de que se valiese de este pretestd 
para ocultar la verdadera causa de su descon- 
suelo, y juzgué qué no se rebelaba de haber yu 
dado muerte á BU atoante : ft Señora, » le dije, 
« muy lejos de desaprobar Vuestro quebranto» 
os aseguro que 08 fecottipaño en él cómo 63 de- 
bido. Estrafiaria que os mostraseis insensible á 
la pérdida que habéis padecido. Llorad ; vues- 
tras lágrimas son pruebas infalibles de vuestra 
oscelente índole. Sin embargo espero que el 
tiempo y la razón mitigarán vuestros pesares. » 

« Retiróse á su aposento , en donde pasó un 
año llorando y aflijiéndose sin dar tregua á su 
dolor, y al cabo de este tiempo me pidió per - 
miso para mandar construir su sepulcro en el 
recinto del palacio en donde quería habitar 
hasta el fin de su vida. Dile mi permiso, y man- 
dó edificar un grandioso alcázar con una cú- 
pula que puede verse desde aquí, y lo llamó 
Palacio de las Lágrimas. 

« Cuflhdo estuvo acabado, hizo trasladar á 
su amante, que tenia oculto desde la misma 
noche en que yo le malherí. Hasta entonces ha- 
bía logrado conservarle la vida por medio de 
bebidas que le hacia tomar, y continuó dándo- 
selas en persona todos los días luego que es- 
tuvo en el Palacio de las Lágrimas* 

« Sin embargo, á pesar de todas sus hechi- 
cerías, no podia curar á aquel desventurado , el 
cual se hallaba no solo imposibilitado de andar 
y tenerse en pié, sino que también habia per- 
dido el habla, y solo daba con sus miradas se- 
ñales de Vida. Aunque la reina no tuviese mas 
que el consuelo de verle y decirle todo lo que 
su desvariado amor podía infundirle mas entra- 
ñable y desalado, no dejaba de hacerle diaria- 
mente dos largas visitas. Yo estaba enterado de 
lodo esto ; mas aparentaba ignorarlo. 

« Un dia fui por curiosidad al Palacio de Las 
Lágrimas para saber en qué so empleaba la 
princesa , y desde un paraje donde no podia 
verme la oí hablar á su amante eh estos térmi- 
nos : « Estoy aílijidísima de verle en el estado 
en que te hallas ; siento tan agudamente como 
tii el crudo martirio que estás padeciendo; pero* 
alma mia, siempre te hablo, y nunca me res- 
pondes. ¿ Hasta cuándo guardarás ese silencio ? 
di una sola palabra. \ A y de mí ! los mas gratos 
momentos de mi vida son los que paso aquí 
participando de tus penas. No puedo vivir lejos 
de ti, y preferiría el placer de verte siempre al 
imperio del universo. » 

« A e9te razonamiento, interrumpido una y 



muchas veces con suspiros y sollozos, se me 
apuró el sufrimiento, y acercándome á ellai 
« Señora k » le dije , « basta de llanto ; ya es 
hora de que pongáis coto á un dolor que nos 
deshonra á entrambos ; olvidáis demasiado lo 
que me debéis y os debéis á vos misma. — 
Señor , » me respohdió, « si os merezco algu- 
na consideración, ó si aun conserváis por mí 
alguna condescendencia, os pido que no me 
violentéis. Dejadme batallar con mi quebranto ; 
imposible es que el tiempo lo minore. » 

« Cuando vi que mis reconvenciones, en vez 
de ponerla en razón , la estaban mas y mas en- 
fureciendo, dejé de hablarla y me .retiré. Con- 
tinuó diariamente visitando á su amante, y por 
espacio de dos años no hizo mas que desespe- 
harSe. 

« Fui otra vez al Palacio de las Lágrimas 
cuandcTaun estaba en él. Me oculté y la oí que 
decia á su amante : « Hace tres años que no has 
dicho una sola palabra y que no correspondes á 
las pruebas de amor que te estoy dando con 
mis razones y jemidos ; ¿ es insensibilidad ó 
desprecio ? j O sepulcro ! ¿ has destruido aquel 
esceso de ternura que me tenia ? ¿ has cerrado 
aquellos ojos que tamo amor me mostraban y 
eran todo mi gozo? Mo, no lo creo. Dime mas 
bieh por qué milagro has llegado á ser el de- 
positario del tesoro mas peregrino del orbe. » 

« Os confieso , señor, que estas palabras me 
indignaron, porque al fin aquel amante querido, 
aquel mortal endiosado, no era tal cual podéis 
imajinároslo : era un Indio negro, natural dé 
este pais. Fué tal mi indignación, vuelvo á de- 
cir, que me presenté de repente y encarán- 
dome al par con el sepulcro , ¡ O sepulcro! es- 
clamé, ¿ porqué no tragas á ese monstruo que 
horroriza á la naturaleza ? ó mas bien ¿ porqué 
no acabas con el amante y la querida ? 

(( Apenas hube dicho estas palabras , cuando 
la reina, que estaba sentada á la cabecera del 
negro, se levantó como una furia. « ¡ Ah cruel! » 
me dijo, « tu eres la causa de mi quebranto. 
No" creas que lo ignore ; harto he disimulado : 
tu bárbara mano puso al objeto de mi amor en 
el lastimoso estado en que se halla , ¡ y aun tie- 
nes la crueldad de venir á insultar á una aman- 
te desesperada ! — Sí, yo fui, interrumpí ciego 
de cólera, yo fui el que castigué á ese m nstruo 
como lo merecía. Debia tratarle del mismo mo- 
do : me arrepiento de no haberlo hecho, pues 
harto has abusado de mi dignación. » Al decir 
esto, desenvainé el sable y levanté el brazo para 
castigarla, pero mirando sosegadamente mi ade- 
mad i me dijo con una sonrisa burlona que 
moderase mi cólera, y luego pronunció algunas " 



kS 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



palabras que no pude comprender, añadiendo : 
« Por la virtud de mis hechizos mando que te 
vuelvas mitad mármol y mitad hombre; » y 
al punto, señor, pasé al estado en que me veis, 
ya muerto entre los vivos y vivo entre los 
muertos. . . » 

Al llegar aquí, advirtió Cheherazada que ha- 
bía amanecido y suspendió su narración. 

« Mi querida hermana, « dijo entonces Di- 



narzada , « mucho tengo que agradecer al sul- 
tán, pues á su bondad debo el sumo placer que 
tengo en escucharte. — Hermana mia, » le con- 
testó la sultana, « si esa misma bondad me con- 
cede vivir hasta mañana, oirás estrañezas que 
no te deleitarán menos que las recien referidas.» 
Aun cuando Chahriar no hubiera resuelto dila- 
tar por un mes la muerte de Cheherazada , no 
la hubiera mandado matar aquel dia. 



NOCHE XXV. 



Al terminarse la noche , Dinarzada esclamó : 
« Hermana mia, si estás despierta, te ruego que 
concluyas la historia del rey de las Islas negras.» 
Habiéndose despertado Cheherazada á la voz de 
su hermana, se apercibió para darle gusto y em- 
pezó así: El rey medio mármol y medio hombre 
continuó refiriendo su historia al sultán: 

«Luego que la cruel maga, indigna de llevar 
el nombre de reina , me hubo transformado así 
y hecho pasar á esta sala por medio de otro en- 
salmo, destruyó mi capital, que era muy floreci- 
ente y poblada, arrasó las casas, plazas y mer- 
c idos, convirtiéndolo todo en el estanque y yer- 
mo que habéis visto. Los peces de cuatro colo- 
res que hay en el estanque son las cuatro cla- 
ses de habitantes de diferentes relijiones que la 
componían: los blancos eran los Musulmanes, 
los encarnados Persas, adoradores del fuego, los 
azules cristianos, y los amarillos Indios. Los 
cuatro cerros eran las cuatro Islas de que toma- 
ba nombre este reino. Todo esto lo está pade- 
ciendo por la maga, la cual, para colmar mi 
desconsuelo, me anunció estos efectos de su sa- 
ña. No paró en esto, pues no satisfecho su fu- 
ror con la destrucción de mi imperio y mi tras- 
formacion, viene á darme diariamente cien lati- 
gazos en las espaldas que hacen brotar sangre. 
Terminado este martirio, me cubre con un rús- 
tico tejido de pelo de cabra y me echa en- 
cima ésta túnica de brocado que veis, no para 
condecorarme sino para mofarse de mí.» 

«AI llegar aquí el mancebo rey de las Islas 
Negras, no pudo contener el llanto, y el sultán 
se sintió tan conmovido, que ni siquiera acertó 



á decir una sola palabra para consolarle. Des- 
pués esclamó el rey alzando los ojos al cielo: 
«Poderoso Hacedor de todo lo criado, me alla- 
no á vuestros juicios y á los decretos de vuestra 
Providencia. Sufro con paciencia todos mis ma- 
les, ya que tal es vuestra voluntad; pero confio 
en que vuestra infinita bondad me guardará la 
recompensa.» 

Enternecido el sultán con la narración de una 
historia tan peregrina, y enardecido para la 
venganza de aquel príncipe desdichado, le dijo; 
« Informadme á donde se retira esa pérfida ma- 
ga y en donde puede parar ese indigno amante, 
sepultado antes de su muerte. — Señor, «res- 
pondió el príncipe, «el amante como ya os 
lo dije, está en el Palacio de las Lágrimas, en 
un sepulcro en forma de cúpula , y ese palacio 
comunica con este castillo cerca de la entrada. 
En cuanto á la maga , no os puedo decir preci- 
samente á donde se retira , pero todos los días 
al salir el sol va á visitar á su amante después 
de ejecutar conmigo la sangrienta maldad de 
que os he hablado y de la que no puedo res- 
guardarme. Le lleva la bebida que es el único 
alimento con que hasta ahora le ha preservado 
de la muerte y no cesa de quejársele sobre el si- 
lencio que siempre ha guardado desde que está 
mal parado. 

— Príncipe digno de compasión, » respondió el 
sultán, «no cabe mayor interés del que me infun- 
de vuestra desventura. Jamás ha sucedido á nadie 
rareza tan estraordinaria , y los autores que es- 
criban vuestra historia lograrán la ventaja de 
referir un hecho que supera á cuanto se ha 



CUENTOS ÁRABES. 



49 



referido mas asombroso en el mundo. Una sola 
particularidad falta, y esta es la venganza que 
os es debida, pero echaré el resto en proporcio- 
nárosla. 

Con efecto, después de haber conversado el 
sultán con el joven príncipe sobre este asunto y 
haberle declarado quien era y por qué habia en- 
trado en aquel castillo , ideó un medio de ven- 
garle que le comunicó al instante. 

Acordaron sus disposiciones para llevar á ca- 
bo aquel intento , cuya ejecución se trasladó al 
dia siguiente. Sin embargo, como estaba muy 
adelantada la noche, el sultán tomó algún repo- 
so, y en cuanto al joven principo, la pasó con- 
tinuamente desvelado como solia (porque no 
podia dormir desde que estaba encantado), 
aunque con alguna esperanza de verse pronto 
libre de sus padecimientos. 

Al dia siguiente, el sultán se levantó al rayar 
el dia, y empezando á ejecutar su proyecto, 
ocultó su traje esterior que le hubiera incomo- 
dado, y se encaminó al Palacio de las Lágrimas. 
Lo halló alumbrado con gran número de hachas 
de cera blanca, y percibió un olor deleitoso que 
estaban despidiendo muchos braserillos de oro 
fino y de labor primorosa, colocados con mucha 
simetría. Luego que llegó al lecho en que esta- 
ba acostado el negro, desenvainó el sable, quitó 
sin resistencia la vida á aquel desventurado, y 
arrastrando el cuerpo al palio del castillo, lo 



arrojó á un pozo. Hecho esto, se acostó en el 
lecho del negro y puso el sable á su lado, espe- 
rando la conclusión de su intento. 

Pronto llegó la maga, cuyo primer afán fué 
ir al aposento en que yacia el rey de las Islas 
Negras, su marido. Le desnudó y empezó á dar- 
le en las espaldas los cien latigazos con una bar- 
barie sin ejemplo. Por mas que el pobre prínci- 
pe hacia resonar el palacio con sus alaridos y le 
rogaba del modo mas persuasivo que se apiada- 
se de él, la bárbara no cesó.de azotarle hasta 
descargarle los cien golpes: «Tú nó tuviste 
compasión de mi amante,» le decia, y no debes 
esperarla de mí...» 

En este punto asomó el dia , y Cheherazada 
interrumpió su narración. «¡Santos cielos! ¡qué 
maga tan bárbara!» dijo Dinarzada , «¿pero no 
pasarás adelante y nos dirás si recibió el castigo 
que merecia ? — Mi querida hermana ,» respon- 
dió la sultana , «aparejada estoy para referirte- 
Jo mañana : pero ya sabes que eso depende de 
la voluntad del sultán. » Después de lo que 
Chahriar acababa de o r , estaba muy distante de 
querer dar muerte á Cheherazada ; al contrario, 
estaba recapacitando: «No quiero quitarle la 
vida hasta que haya acabado esa historia precio- 
sa ; aun. cuando la narración debiera durar dos 
meses , siempre estará en mi poder guardar el 
juramento que hice.» 



NOCHE XXVI. 



Cuando Dinarzada juzgó que era hora de lla- 
mar á la sultana , le dijo : «Querida hermana, 
si no duermes , te ruego que me cuentes lo que 
sucedió en el Palacio de las Lágrimas. » Habien- 
do manifestado Chahriar la misma curiosidad 
que Dinarzada , la sultana tomó la palabra y 
prosiguió así la «historia del mancebo hechi- 
zado. 

Señor, luego que la maga hubo dado cien la- 
tigazos al rey su marido , le cubrió con el rús- 
tico tejido de pelo de cabra y le echó encima la 
túnica de brocado. Pasó después al Palacio de 
las Lágrimas , y renovó al entrar su llanto, ala- 
T. I. 



ridos y lamentos , y acercándose al lecho donde 
creia que se hallaba su amante ; «¡ qué cruel- 
dad,» esclamó, «haber turbado asi el desahogo 
de una amante tan tierna y apasionada como 
yo ! ¡O tú que me reconvienes de ser inhumana 
cuando te descargo los ímpetus de mi encono, 
príncipe cruel , ¿ no aventaja tu barbarie á la de 
mi venganza? ¡ Ah traidor! ¿no me has quitado 
la vida salteando la del objeto que adoro ? ¡ Ay 
de mí!» añadió encarándose con el sultán, cre- 
yendo hablar al negro, «mi sol, mi vida, ¿guar- 
darás siempre ese silencio ? ¿ Estás resuelto de- 
jarme morir sin darme el consuelo de decirme 

i 



50 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



aun una vez que me amas ? Alma mia , di una 
sola palabra. » 

Entonces el sultán , aparentando salir de un 
profundo letargo é imitando el lenguaje de los 
negros, respondió á la reina en tono grave: «No 
hay fuerza ni poder sino en Dios todopodero- 
so. » A estas palabras , la maga , que no las es- 
peraba , prorumpió en un agudo alarido , para 
mostrar lo sumo de su regocijo : « Mi querido 
amante f » esclamó , «no me engaño ; ¿es cierto 
que te oigo y que me hablas?— Desastrada ,» re- 
plicó el sultán / «¿mereces acaso que yo res- 
ponda á tus razones? — ¿Y porqué,» dijo la reina, 
«me reconvienes así? — Los alaridos , el llanto 
y los sollozos de tu marido á quien tratas con 
tanta barbarie me quitan el sueño dia y noche; 
tiempo ha que estaría curado y hubiera reco- 
brado el habla , si lo hubieras desencantado. He 
ahí la causa del silencio que guardo y de que te 
quejas. — Pues bien,» dijo la maga, «estoy pron- 
ta para aplacarte á hacer cuanto me mandes. 
¿Quieres que le vuelva su primera forma ? — Sí,» 
respondió el sultán , «anda , y dale al punto li- 
bertad para que sus gritos no me incomoden 
mas.» 

La maga salió al punto del Palacio de las Lá- 
grimas. Tomó una taza de agua y pronunció al- 
gunas palabras que la hicieron hervir como si 
estuviera sobre el fuego. Después se trasladó al 
salón donde estaba el mancebo , su marido , y 
dijo rodándole con ella : « Si el Hacedor de todo 
lo criado te formó tal cual ahora te hallas , ó si 
está enojado contra ti , quédate como estás ; pe- 
ro si solo te conservas en ese estado por la vir- 
tud de mi encanto , recobra tu forma natural, 
volviendo á ser lo que antes eras. » Apenas dijo 
estas palabras , cuando el príncipe , recobrando 
su primer estado , se levantó libremente con 
cuanto gozo se deja suponer y dando gracias á 
Dios. La maga , volviendo á tomar la palabra, 
le dijo : «Vete , aléjate de este castillo , y nunca 
vuelvas, porque te costaría la vida. » 

El rey mancebo, cediendo á la necesidad, se 
alejó de la maga sin replicar , y se retiró á un 
lugar separado , aguardando con impaciencia el 



paradero del proyecto cuya ejecución acababa 
de empezar el sultán con tan feliz resultado. 

Sin embargo la maga volvió al Palacio de las 
Lágrimas , y creyendo hablar siempre al negro, 
dijo al entrar : «Querido amante , he hecho lo 
que mandaste ; ya nada te impide levantarte y 
darme una satisfacción de que he estado tanto 
tiempo privada. » 

El sultán continuó aparentando el lenguaje 
de los negros y le respondió con aspereza: «Lo 
que acabas de hacer no basta para curarme; me 
has quitado una parte del mal , pero es preciso 
cortarlo hasta la raiz. — Mi amable negrillo ,» 
respondió la maga , « ¿ qué quieres decir con 
eso?— Desastrada,» replicó el sultán, «¿no com- 
prendes que hablo de esta ciudad , de sus habi- 
tantes y de las cuatro islas que has destruido 
con tus encantos? Todas las noches á las doce, 
los peces sacan la cabeza fuera del agua y cla- 
man venganza contra mí y contra ti ; esta es 
la verdadera causa de que se demore mi cura- 
ción. Vete prontamente, vuelve los objetos á su 
primer estado , y á tu vuelta te daré la mano y 
me ayudarás á levantarme. » 

La maga rebosando de esperanza á estas pa- 
labras, esclamó fuera de sí : « Alma mia, pronto 
recobrarás la salud, porque voy á hacer todo 
cuanto me mandas. » En efecto, salió al momento, 
y cuando hubo llegado á la orilla del estanque, 
cojió un poco de agua con la mano é hizo una 
aspersión 

Al llegar aquí Cheherazada , vio que habia 
amanecido, y suspendió su narración. Dinarzada 
dijo á la sultana : « Mucho mé alegro de saber, 
hermana mia, que el joven rey de las cuatro 
Islas Negras está desencantado, y ya supongo 
que la ciudad y los habitantes volvieron á su 
primer estado ; pero estoy deseosa de saber la 
suerte de la maga. — Ten un poco de pacien- 
cia, » respondió la sultana ; « mañana tendrás 
la satisfacción que deseas , si el sultán , mi se- 
ñor, lo consiente. » Como ya se ha dicho, Chah- 
riar habia tomado su partido sobre esto, y se 
levantó para acudir á sus incumbencias. 








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NOCHE XXVII. 



Dinarzada no se descuidó dé llamar ¿í la sul- 
tana á la hora acostumbrada. « Mi querida her- 
mana, » le dijo, « si no duermes, te ruego que 
nos cuentes cual fué la suerte de la reina maga 
como lo prometiste. Cheherazada cumplió al 
instante su promesa diciendo así : 

Apenas la maga hizo la aspersión y pronunció 
ciertas palabras sobre el estanque y los peces, 
cuando la ciudad volvió á aparecer. Los peces 
se convirtieron en hombres, mujeres y niños, 
Mahometanos, Cristianos, Persas y Judíos, libres 
ó esclavos ; todos recobraron su forma natural. 
Las casas y tiendas se llenaron pronto ele sus 



habitantes, los cuales lo fueron hallando todo ( n 
el mismo ser y estado que tenia antes del en- 
canto. La numerosa comitiva del sultán, que se 
halló acampada en una hermosísima plaza , no 
quedó poco absorta al verse en un instante en 
medio de una ciudad vistosa, grandísima y arre- 
molinándose el vecindario por calles y plazas. 

Volviendo á la maga , luego que hubo hecho 
aquella trasformacion maravillosa , regresó al 
Palacio de las Lágrimas prometiéndose paladear 
el fruto de aquel rasgo. « Mi querido amante, » 
esclamó al entrar, « vengo á regocijarme de que 
liavas recobrado la salud ; he hecho todo cnanto 



52 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



has exijido de mi ; levántate y dame la mano. 
— Acércate, » le dijo el sultán, remedando el 
habla de los negros. Acercóse ella , pero él le 
repitió : « No es bastante , acércate mas ; » y 
habiendo obedecido , se levantó de repente el 
sultán, la asió fuertemente del brazo antes que 
pudiese volver en sí, y de un sablazo separó su 
cuerpo en dos mitades que cayeron cada una por 
su lado. Hecho esto, dejó el cadáver tendido, y 
saliendo del Palacio de las Lágrimas , se fué en 
busca del príncipe de las Islas Negras , que le 
aguardaba con impaciencia. « Príncipe, » le dijo 
abrazándole, «alegraos; nada mas tenéis que. 
temer; vuestra cruel enemiga ya no existe. » 

El joven príncipe dio gracias al sultán rebo- 
sándole la gratitud por toda su persona ; y en 
premio de haberle hecho tan señalado servicio, 
le deseó uua larga vida con toda clase de pros- 
peridades : « Podéis en lo sucesivo, » le dijo el 
sultán, « vivir desahogadamente en vuestra ca- 
pital, á menos que queráis venir á la mia, ya 
que está tan contigua ; allí os obsequiaré gus- 
toso, y no seréis menos honrado y respetado 
que en vuestro palacio. — Poderoso monarca á 
quien tanto debo,» respondió el rey, « ¿luego 
creéis estar muy cerca de vuestra capital ? — 
Sí, » replicó el sultán, « así lo .creo; á lo mas 
habrá cuatro ó cinco horas de camino. — Nece- 
sitáis un año para llegar allá, » añadió el prín- 
cipe, « y si bien creo que habéis venido aquí 
desde vuestra capital en el poco tiempo que 
decis, era porque la mia estaba encantada; pero 
desde que no lo está, todo ha muda lo de as- 
pecto. Esto no quita para seguiros, aun cuando 
debiera ir al cabo del mundo. Sois mi liberta- 
dor, y para daros toda mi vida pruebas de mi 
agradecimiento, quiero acompañaros y aban- 
dono mi reino sin pesar. » 

El sultán se quedó atónito al saber que estaba 
tan lejos de sus estados, y no comprendía cómo 
aquello podia ser; pero el rey de las Islas Ne- 
gras le convenció tan cumplidamente de que 
era posible, que no le quedó duda sobre el par- 
ticular. « No importa, » dijo entonces el sultán ; 
« la molestia de volver á mis estados está ple- 
namente retribuida con la satisfacción de habe- 
ros servido y haber adquirido un hijo en vuestra 
persona, pues ya que me hacéis el honor de 
acompañarme y yo no tengo hijos, os miro 
como á tal, nombrándoos desde ahora mi here- 
dero v sucesor. » 



La conversación del sultán y del rey de las 
Islas Negras se terminó con los mas entrañables 
abrazos. El príncipe hizo luego los preparativos 
para su viaje, y al cabo de tres semanas se 
halló en estado de verificarlo con gran senti- 
miento de sus vasallos y de su corte, á quienes 
dejó por rey uno de sus parientes mas cer- 
canos. 

Finalmente, el sultán y el príncipe se.pusie- 
ron en camino con cien camellos cargados de 
riquezas inestimables, sacadas de los tesoros 
del rey, á quien acompañaban cincuenta jinetes 
perfectamente montados y equipados. Su viaje 
fué próspero, y cuando el sultán, que habia 
enviado correos para avisar su detención y el 
suceso que la motivaba, se acercó á su capital, 
salieron a su encuentro los principales oficiales 
que habia dejado, asegurándole que durante 
su larga ausencia no habia ocurrido ninguna 
mudanza en su imperio. Los habitantes salieron 
también en tropel recibiéndole con grandes 
aclamaciones é hicieron regocijos que duraron 
muchos dias. 

Al dia siguiente de su llegada, el sultán hizo 
á todos sus cortesanos reunidos una estensa re- 
lación de las causas que habían motivado su 
larga ausencia contra sus esperanzas. Luego les 
declaró la adopción que habia hecho del rey de 
las cuatro Islas Negras, que habia querido aban- 
donar aquel gran reino para acompañarle y 
vivir con él. Finalmente, para reconocer la fi- 
delidad que le habían guardado, les hizo dona- 
tivos proporcionados al puesto que ocupaba 
cada uno en su corte. 

En cuanto al pescador, como era la primera 
causa de la libertad del príncipe, el sultán le 
colmó de bienes, haciéndole feliz con su fami- 
lia por el resto de sus dias. 

Cheherazada concluyó el cuento del jenio y 
del pescador, y habiéndole manifestado Cliah- 
riar y Dinarzada que les habia prendado su 
narración, les dijo que sabia otro mucho mas 
hermoso, y que si el sultán se lo permitía, lo 
referiría al dia siguiente porque ya asomaba la 
aurora. Recordando Chahriar el plazo de un 
me¡> concedido á la sultana, y curioso por otra 
parte de saber si el nuevo cuento seria tan agra- 
dable como lo prometía, se levantó con intento 
de oirlo la noche siguiente. 



fcsh 



CUENTOS ÁRABES. 



53 



NOCHE XXVIII. 



Como siempre, Dinarzada Humó á la sultana 
cuando fué hora : a Hermana mia, » le dijo, 
u si estás despierta , te ruego que antes de 
rayar el dia me refieras uno de aquellos hermo- 
sos cuentos que sabes. » Cheherazada empezó 
de este modo sin contestarle, encarándose con 
el sultán : 

HISTORIA DE TRES CALENDO S, HIJOS DE REYES, 
Y DE CINCO DAMAS DE BAGDAD. 

Señor, en el reinado del califa (1) Harun 
Alraschid, había en Bagdad, pueblo de su resi- 
dencia, un mandadero que, á pesar de su pro- 
fesión rastrera y penosa, era hombre de injenio 
y de chanzoneta. Hallándose una mañana, se- 
gún solia, con un gran cesto en una plaza aguar- 
dando que alguien lo emplease, acercósele una 
dama lozana y jentil, tapada con un grandísimo 
velo de muselina, y le dijo en acento halagüeño : 
o Mandadero, toma tu cesto y sigúeme. » Este, 
cautivado con estas palabras tan agraciadamente 
espresadas, asió el cesto, se lo puso sobre la 
cabeza y siguió á la dama diciendo : « ¡ O dia 
feliz ! ¡ ó dia de buen hallazgo ! » 

La dama se adelantó á una puerta cerrada y 
llamó. Un cristiano venerable, con su barba muy 
cumplida y blanca, abrió, y la dama, sin de- 
cirle palabra, le dio dinero ; pero el cristiano, 
que ya sabia lo que quería, entró en la casa y 
sacó un gran jarro de escelente vino. « Toma 
ese jarro, » dijo la dama al mandadero, « y co- 
lócalo en el cesto. » Hecho así, le mandó que la 
siguiese y continuó andando y el mandadero 
repitiendo : ¡O dia feliz! ¡ó dia de buen ha- 
llazgo ! » 

Paró la dama en la tienda de un vendedor de 
frutas y flores y escojió muchas especies de 
manzanas, albericoques, melocotones, mem- 

(I) Califa ó khalifa (khalifah) es voz arábiga que significa 
vicario, y con la cual se designan los soberanos del im|ie- 
rio de los Árabes, sucesores do Mahoma. 



brillos, limones, naranjas, mirto, albahaca, 
lirios, jazmines y otras flores y plantas de buen 
olor. Dijo al mandadero que pusiese todo aque- 
llo en el cesto y la siguiese. Al pasar por una 
carnicería, mandó pesar veinte y cinco libras 
de la mejor carne , que el mandadero colocó 
también por orden suya en el cesto. En otra 
tienda compró alcaparras, estragón, pepinos, 
hinojo y otras yerbas, todo ello de 1q mejor; 
en otra alfónsigos, nueces, avellanas, piñones, 
almendras y otras frutas de igual clase, y final- 
mente entró en otra y tomó de toda clase de 
pastas de almendra. Guando el mandadero lo 
hubo metido todo en el cesto, advirtió á la dama 
que ya se llenaba*. « Mi buena señora, hubierais 
hecho bien en avisarme que compraríais tantas 
provisiones; pues hubiera tomado un caballo ó 
un camello para llevarlas. A pocas mas que 
compréis, habrá mas de lo que pueda llevar. » 
Rióse la dama del dicho, y mandó otra vez al 
mandadero que la siguiese. 

Entró en casa de un especiero y se surtió de 
toda especie de aguas de olor, clavos, nuez 
moscada, pimienta, jenjibre, un pedazo de ám- 
bar gris y otras muchas especias de las Indias , 
con lo cual se acabó de llenar el cesto del man- 
dadero, á quien volvió á decir que la siguiera. 
Entonces anduvieron hasta que llegaron á una 
casa magnífica, cuya fachada estaba adornada 
con hermosas columnas y tenia una puerta de 
marfil. Allí pararon , y la dama dio un golpe- 
cito... 

En este puuto adviniendo Cheherazada que 
era de dia , dejó de hablar, a En verdad , her- 
mana mia, » dijo Dinarzada, « he ahí un princi- 
pio que aviva mucho la curiosidad. Creo que el 
sultán no querrá privarse del placer de oir la 
continuación. » Y con efecto, Chahriar, lejos de 
disponer la muerte de la sultana , aguardó con 
impaciencia la noche siguiente para saber lo que 
sucedería en la c*sa de que habia habledo. 



5i 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE XXIX. 



Despertóse Dinarzada anles de amanecer, y 
dirijió á la sultana estas palabras : « Hermana 
mia , si no duermes , te ruego que prosigas la 
historia que empezaste ayer. » Cheherazada si- 
guió al punto de este modo : 

Mientras que la dama y el mandadero aguar- 
daban que les abriesen la puerta de la casa , 
este hacia mil reflexiones. Estrañaba que una 
dama como ella hiciese de proveedor, porque 
al fin conocía que no era una esclava , pues su 
aspecto era harto noble para no conceptuarla de 
persona distinguida. Con mucho gusto le hubiera 
hecho algunas preguntas para cerciorarse de su 
clase , pero cuando iba á hablar, otra dama que 
vino á abrir la puerta le pareció tan hermosa, 
que quedó atónito , ó por mejor decir, tan em- 
belesado con su atractivo , que faltó poco para 
que dejase caer el cesto con todo lo que conte- 
nia; en tanto estremo le arrebató su vista. Nunca 
había presenciado belleza que igualase á la que 
tenia delante. 

La dama que venia con el mandadero advir- 
tió lo que pasaba en su interior y el objeto que 
lo causaba , y divirtiéndose con este descubri- 
miento , eslaba tan entretenida en observar el 
rostro del mandadero , que no se acordaba de 
que la puerta estaba abierta. « Entra pues, her- 
mana , » le dijo la hermosa portera , « ¿ á qué 
aguardas? ¿no ves que ese pobre hombre esté 
tan cargado que no puede mas... ? » 

Luego que hubo entrado con el mandadero , 
la dama que habia abierto la puerta la cerró, y 
los tres , después de haber atravesado un her- 
moso zaguán, pasaron por un patio espacioso 
rodeado de una galería que comunicaba con 
muchos aposentos adornados con la mayor mag- 



nificencia. En el fondo del patio habia un sofá 
ricamente guarnecido, con un trono de ámbar 
en el medio, sostenido por cuatro columnas de 
ébano engastadas de diamantes y perlas de un 
tamaño estraordinario y colgaduras de raso en- 
carnado con un bordado de oro de las Indias de 
esquisita labor. Al centro del patio habia un 
gran estanque cercado de mármol blanco y lleno 
de agua cristalina que salía con abundancia por 
la boca de un león de bronce dorado. 

El mandadero, aunque tan cargado, admiraba 
la magnificencia de la casa y el aseo que en ella 
reinaba ; pero lo que embargó mas y mas su 
atención , fué una tercera dama que le pareció 
aun mas hermosa que la segunda, y que, estaba 
sentada en el trono que se ha dicho. Bajó al 
punto que llegaron las otras dos damas y se 
adelantó á su encuentro. Conoció por las aten- 
ciones que las demás le tributaban que era la 
principal , y no se engañaba en esto. Llamábase 
aquella Zobcida ; la que habia abierto la puerta 
se llamaba Safía , y Amina era el nombre de la 
que habia ido por las provisiones. 

Zobeida dijo al acercarse á las dos damas : 
« Hermanas mias , ¿ no veis que ese buen hom- 
bre no puede con la carga que lleva? ¿A qué es- 
peráis para. descargarle? «Entonces Amina y 
Safía asieron el cesto una por delante y otra por 
detrás, Zobeida ayudó también, y entre las tres 
lo pusieron en el suelo. Empezaron á vaciarlo , 
y cuando lo estuvo , la agradable Amina sacó 
dinero y pagó jenerosamenlc al mandadero... 

Calló Cheherazada en este punto, porque aso- 
maba el dia , dejando no solo á Dinarzada , sino 
también á Chahriar, con gran deseo de saber la 
continuación de aquella historia. 



<¿¿&- 



CUENTOS ÁRABES. 



oo 



NOCHE XXX. 



Al dia siguiente, Dinarzada se despertó impa- 
ciente por saber la continuación de la historia 
empezada, y dijo á la sultana : « En nombre de 
Dios, hermana mia, si no duermes, te ruego 
que nos cuentes lo que hicieron aquellas tres 
hermosas damas con todas las compras de 
Amina. — Vais á saberlo, » respondió Chehera- 
zada, «si queréis darme atención, » y al mismo 
tiempo prosiguió en estos términos : 

El mandadero, contentísimo con el dinero 
que le habian dado , debia tomar el cesto y re- 
tirarse, pero no pudo determinarse á ello : sen- 
líase á pesar suyo atajado con el placer de ver 
aquellas tres peregrinas hermosuras que le pa- 
recían igualmente lindas, porque Amina se habia 
quitado también el velo , y no era menos her- 
mosa que las demás. Lo que no podia compren- 
der era cómo no veia algún hombre en aquella 
casa. Sin embargo la mayor parte de las provi- 
siones que habia llevado , como frutas secas y 
diferentes especies de pasteles y dulces, no cua- 
draban sino con jente que apeteciera beber y 
divertirse. 

Zobeida creyó al pronto que el mandadero se 
detenia para cobrar aliento, pero viendo que 
tardaba mucho; «¿Qué aguardáis?» le dijo; 
« ¿no os han pagado bastante? Hermana, » ana- 
dió encarándose con Amina, «dale algo mas, y 
que se vaya contento. — Señora, » respondió el 
mandadero , « no es eso lo que me detiene ; me 
han pagado bien mi trabajo. Veo que he come- 
tido una desatención estándome aquí mas de lo 
que debiera, pero confio en que tendréis la con- 
descendencia de perdonarla por la estrañeza que 
me causa no ver á ningún hombre con tres da- 
mas de belleza tan estremada. Una reunión de 
mujeres sin hombres es tan desabrida como la 
de hombres sin mujeres. » A eslas razones aña- 
dió otros muchos chistes para probar lo que 
decia , sin olvidar el dicho de Bagdad ; « que 
una mesa no está bien, si no hay cuatro perso- 
nas-,)) y al fin concluyó diciendo que \a que 
ellas eran tres, necesitaban una cuarta persona. 

Riéronse las damas con la arenga del manda- 



, dero, y Zobeida le dijo con suma formalidad : 
« Amigo mió, sois algo indiscreto; pero aunque 
no merezcáis que entre en pormenores, quiero 
deciros que somos tres hermanas que atende- 
mos tan reservadamente á nuestros asuntos , 
que nadie los sabe , pues motivo tenemos para 
temer el comunicarlos á indiscretos, además que 
un buen autor que hemos leido dice : « Guarda 
tu secreto y á nadie lo descubras ; el que lo des- 
cubre ya no es dueño de él. Si no- te cabe tu 
secreto en el pecho, ¿cómo quieres que le quepa 
á quien se lo hayas confiado? 

— « Señoras, » replicó el mandadero, « por 
vuestro eslerior juzgué al pronto que erais per- 
sonas de esclarecido mérito, y ya echo de ver 
que no me he engañado. Aunque la suerte no 
me haya franqueado facultades para encumbrar- 
me á una profesión superior á la mia , no por 
eso he dejado de cultivar mi entendimiento en 
cuanto lo he podido con la lectura de obras cien- 
tíficas é históricas, y os diré, con vuestro per- 
miso, que también he ieido en otro autor una 
máxima que siempre he practicado con acierto : 
«No ocultamos nuestros secretos, dice, « sino á 
jenles conocidas de todos por indiscretas, que 
abusarían de nuestra confianza , pero ninguna 
dificultad ponemos en descubrirlo á los callados, 
bajo el concepto de que sabrán guardarlos. » El 
secreto que se me confie está tan segnro como 
si estuviera en un gabinete cuya llave se hubiera 
perdido y la puerta estuviera sellada. » 

Conoció Zobeida que el mandadero era des- 
pejado; pero juzgando que tenia deseos de par- 
ticipar del banquete con que iban á regalarse , 
le dijo sonriéndose : « Sabéis que nos dispone- 
mos para regalarnos ; pero también sabéis que 
hemos hecho mucho gasto, y no seria justo que 
sin contribuir tuvieseis parte. » La hermosa Sa- 
fía corroboró el parecer de su hermana. « Ami- 
go, » le dijo al mandadero, « ¿no habéis oido 
nunca lo que comunmente se dice : « El que algo 
trae parte tiene, y el que nada trae con ello se 
retira? » 

El mandadero hubiera tenido acaso que re- 



56 



LAS MIL Y LINA .NOCHES. 



tirarse confuso á pesar de su retórica, si Amina, 
tomando con empeño su defensa, no hubiese 
dicho á Safía y Zobeida: «Mis queridas herma- 
nas, os ruego que permitáis que se quede con 
nosotras ; no necesito deciros que nos ha de di- 
vertir, pues ya veis como es hombre que lo en- 
tiende. Os aseguro que sin su buen ánimo, dili- 
jencia y afán por seguirme , no hubiera podido 
hacer mis compras en tan poco rato. Además, 
si os dijese todos los requiebros que me ha ido 
echando por el camino, no estrañariais que abo- 
gue tanto á su favor. » 

A estas palabras de Amina, el mandadero ena- 
jenado de gozo se dejó caer de rodillas y bé^ó 
la falda del vestido de aquella linda joven; luego 
se levantó diciendo : « Amable señora, hoy em- 
pezasteis mi dicha y la colmáis con una acción 
tan sumamente jenerosa, que no acierto á ma- 
nifestaros mi reconocimiento. Por lo demás, se- 
ñoras, » añadió encarándose con las tres her- 



manas, « ya que me concedéis tamaña fineza , 
no creáis que yo abuse de esta dicha y me con- 
ceptúe sujeto que lo merezca ; no , me tendré 
siempre por el mas rendido de vuestros escla- 
vos, u Al terminar estas palabras, quiso devol- 
ver el dinero que habia recibido ; pero la grave 
Zobeida le mandó que lo guardase. « Lo que ha 
salido de nuestras manos, » dijo, « para pa- 
gar á quien nos haya servido , nunca vuelve á 

ellas » 

Salió la aurora y suspendió la narración de 
Cheherazada. Sintiólo mucho Dinarzada , que 
la escuchaba atenlísimamente ; pero tuvo motivo 
de consolarse de aquella suspensión , porque el 
sultán, deseoso de saber lo que pasaría entre el 
mandadero y las tres hermosas damas, remitió 
la continuación de su historia para la noche si? 
guíente y se levantó para desempeñar sus fun- 
ciones acostumbradas. 



NOCHE XXXI. 



Al día siguiente, Dinarzada no hizo falta en 
despertar á la sultana á la hora acostumbrada, 
diciéndole : « Querida hermana, si no duermes, 
te ruego que prosigas el cuento peregrino que 
has empezado. « Cheherazada tomó entonces la 
palabra, y dijo al sultán : « Señor, con vuestro 
permiso voy á satisfacer la curiosidad de mi 
hermana ; « y al mismo tiempo 'continuó así la 
historia de los tres calendos : 

Zobeida no quiso tomar el dinero del manda- 
dero y le dijo : « Amigó, si consiento en que os 
quedéis con nosotras, es no solo bajo condición 
de que guardaréis el secreto que os hemos re- 
querido, sino que también observaréis las reglas 
de la decencia y del decoro. » Mientras que así 
hablaba, la graciosa Amina se quitó el traje de 
calle, se alzó la falda del vestido á la cintura 
para obrar con mas libertad , y puso la mesa. 
Sirvió varios manjares y colocó sobre el apara- 
dor algunas botellas de viuo y lazas de oro. Tras 
esto, las damas se colocaron é hicieron sentar 
junto á ellas al mandadero, el cual estaba con 



indecible embeleso , al verse entre aquellas tres 
beldades tan preciosas. 

Después del primer plato, Amina que estaba 
cerca del aparador, tomó una taza y una botella, 
se echó de beber, y bebió la primera, según cos- 
tumbre de'los Árabes. Hizo lo mismo con sus 
hermanas , que bebieron una tras otra, y luego 
llenando por cuarta vez la misma taza, se la pre- 
sentó al mandadero, el cual besó, al recibirla la 
mano de Amina y entonó, antes de beber, una 
canción cuyo concepto era que así como el viento 
lleva consigo los aromas de los sitios perfuma- 
dos por donde pasa, así el vino que iba á beber, 
viniendo de su mano, recibía un sabor mas es- 
quisito que el suyo natural. Esta canción rego- 
cijó en gran manera á las damas, que fueron 
cantando por turno, y al fin todos estuvieron 
de muy buen humor en el tiempo de la comida, 
que duró largo rato y estuvo acompañada de 
cuanto podia hacerla mas y mas halagüeña. 

Iba á anochecer muy luego, cuando Safía, to- 
mando la palabra en nombre de las tres, dijo al 




mandadero: « Levantaos y marchaos, ya es 
hora que os retiréis. » El mandadero, no pu- 
diendo resolverse á dejarlas, respondió : « ¿ A 
dónde queréis que vaya , señora , en el estado 
en que me hallo ? estoy fuera de mí de puro 
beher, y vuestra presencia me ha trastornado 
de tal modo , que me seria imposible hallar 
el camino de mi casa. Consentid en que pase 
aquí la noche ; dormiré donde queráis , pero 
necesito ese tiempo para volver al estado en 
que me hallaba cuando entré en esta casa, y 
aun así, recelo que dejaré la mejor parte de mí 
mismo. » 

Amina tomó por segunda vez la defensa del 
mandadero. « Hermanas , » les dijo, « tiene ra- 
zón ; yo le agradezco que lo pida , pues nos ha 
divertido bastante , y si queréis creerme, ó me- 
jor diré, si me amáis tanto como yo me imajino, 
le dejaremos que pase aquí la noche. —Hermana 
mia, )> dijo Zobeida, «nada podemos rehusar á 
tus ruegos. Mandadero, » prosiguió hablando 
con él, « te concedemos aun esa gracia, pero con 
una nueva condición. Cualquiera jestion que 
hagamos en tu presencia, respecto á nosotras ó 
á algún otro , guárdate de abrir los labios para 
preguntarnos el motivo ; porque muy bien pu- 
diera suceder que al hacernos preguntas sobre 
lo que no te importa, oyeras lo que tal vez te 
pesara : ten cuidado , no trates de ser curioso 
queriendo escudriñar los motivos de nuestras 
acciones. 

— Señora, » replicó el mandadero, « os pro- 
meto guardar esa condición tan puntualmente 



que no tendréis lugar á reconvenirme de haber 
faltado á ella, y aun menos de castigar mi indis- 
creción : mi lengua en esta ocasión estará inmó- 
vil, mis ojos serán como un espejo que no con- 
serva nada de los objetos que repitió. — Para 
manifestarte, « replicó Zobeida en tono grave , 
« que cuanto te pedimos no es cosa establecida 
desde ahora, levántate y lee lo que está escrito 
encima del interior de nuestra puerta. » Levan- 
tóse el mandadero y leyó estas palabras escritas 
en grandes letras de oro : « El que habla de 
asuntos que no le tocan oye lo que no quiere. » 
Volvió después junto á las tres hermanas. « Se- 
ñoras, » les dijo, « os juro que no me oiréis ha- 
blar sino de lo que me toque ó pueda interesaros.» 

Hecho este convenio, Amina trajo la cena, y 
cuando h:ibo alumbrado la sala con gran número 
de bujías preparadas con palo de aloe y ámbar 
gris, que derramaban un olor agradable y for- 
maban una hermosa iluminación , se sentó á la 
mesa con sus hermanas y el mandadero. Volvie- 
ron á comer, beber, cantar y recitar versos. Las 
damas se divirtieron en embriagar al manda- 
dero so color de hacerle brindar á su salud. No 
se escasearon los chistes : finalmente estaban 
todos del mejor temple imajinable, cuando oye- 
ron llamar á la puerta 

Cheherazada interrumpió su narración por- 
que vio que era de dia. 

No dudando el sultán de que cuanto faltaba 
de aquella historia merecía la pena de oirse, la 
remitió para el dia siguiente y se levantó. 



58 



LAS MIL Y UNA .NOCHES. 



NOCHE XXXII. 



Al acabarse la noche siguiente, Dinarzada lla- 
mó á la sultana : a En nombre de Dios, herma- 
na, si no duermes, te ruego que prosigas el 
cuento' de las tres hermosas damas, pues estoy 
muy deseosa de saber quien llamaba á la puer- 
ta. — Vas á saberlo, » respondió Cheherazada, 
« te aseguro que lo que voy á referirte no des- 
dice de los oidosdel sultán mi señor. » 

Luego que las damas oyeron llamará la puer- 
ta, se levantaron á un tiempo para irá abrir; 
pero Safía, á quien correspondía particularmente 
este cargo, fué la mas dilijente; las otras dos, 
viéndose pospuestas, se quedaron y aguardaron 
que les noticiase quien podia desear verlas tan 
larde. Volvió Safía y dijo : « Hermanas, se pre- 
senta una hermosa ocasión de pasar agradable- 
mente una parte de la noche ; y si sois del mis- 
mo parecer que yo, no la malograremos. Hay á 
la puerta tres calendos, á lo menos así lo pare- 
cen por su traje, pero lo que estrañaréis por 
supuesto, es que los tres son tuertos del ojo de- 
recho y tienen rapadas la cabeza, la barba y. las 
cejas. Dicen que acaban de llegar á Bagdad, 
donde nunca han estado, y como es de noche y 
no saben donde hospedarse, han llamado por 
casualidad á nuestra puerta y nos piden por 
amor de Dios que tengamos la caridad de alber- 
garlos. Se contentarán con una caballeriza, son 
jóvenes y gallardos, y aun parecen de algún des- 
pejo, pero no puedo acordarme sin reir de su 
facha rara y uniforme. Al decir esto, Safía calló 
y se echó á reir tan de gana que las otras dos 
damas y el mandadero no pudieron dejar de reir 
también. « Hermanas del alma, » anadió, «que- 
réis que los hagamos entrar? Es imposible que 
con tales jenles no acabemos el día aun mejor 
de lo que lo hemos empezado. Nos divertirán 
mucho y no han de ser gravosos , pues no nos 
piden acojida mas que para esta noche, y su 
intención es dejarnos luego que amanezca. » 

Zobeida y Amina se oponían á Safía, y ella 
misma sabia muy bien cuál era el motivo ; pero 
fué tan sumo el afán que manifestó de conseguir 



aquel favor, que no pudieron negárselo. « Ve- 
te, » le dijo Zobeida, «hazlos entrar; pero no 
dejes de avisarles de no hablar de lo que no les 
toque, y de hacerles leer lo que está escrito en- 
cima de la puerta. » A estas palabras, Safía fué 
á abrir la puerta, y luego volvió seguida de los 
tres calendos. 

Los tres calendos hicieron al entrar un pro- 
fundo acatamiento á las damas, que se habían 
levantado para recibirlos, y les dijeron atenta- 
mente que eran bien venidos, que se alegraban 
de tener ocasión de servirlos y contribuir á que 
se rehicieran del cansancio de su viaje, y final- 
mente los convidaron á sentarse con ellas. La 
magnificencia del sitio y la cortesanía de las da- 
mas hicieron formar á los calendos altísimo con- 
cepto de aquellas hermosas huéspedas; pero 
antes de sentarse advirtieron por casualidad en 
el mandadero, y viéndole casi vestido como 
otros calendos con los cuales tenían desavenen- 
cias en algunos puntos de disciplina, y que no 
se afeitaban la barba y las cejas, uno de ellos 
tomó la palabra y dijo : « Sin duda que este es 
uno de nuestros hermanos árabes , los suble- 
vados. 

El mandadero , aunque medio dormido y con 
la cabeza caliente con el vino que habia bebido, 
se ofendió de estas palabras, y sin levantarse de 
su asiento, respondió así á los calendos mirán- 
dolos con ademan adusto ; « Sentaos, y no os 
metáis en lo que no os va ni viene. ¿ No habéis 
leido el rótulo que hay encima de la puerta ? No 
intentéis obligar al mundo á vivir á vuestro mo- 
do ; vivid al nuestro. 

— Buen hombre, » replicó el calendo que ha- 
bia hablado, « no os enojéis ; sentiríamos mucho 
haberos dado el mas mínimo motivo para eso, 
y estamos por el contrario prontos á recibir 
vuestras órdenes. » La disputa hubiera podido 
tener consecuencias, á no ser porque las damas 
promediaron y aplacaron los ánimos. 

Cuando los calendos se hubieron sentado á la 
mesa, las damas les sirvieron de comer, y la 



CUENTOS AHABES. 



39 



festiva Safía se esmeró cuidadosamente en es- 
canciarles... Al llegar aquí Cheherazada, advir- 
tió que era de dia y se detuvo. El sultán se le- 
vantó para acudir á sus quehaceres, prometién- 



dose oir al dia siguiente la continuación de aquel 
cuento, porque tenia gran deseo de saber por- 
qué los calendos eran tuertos y los tres de un 
mismo ojo. 



NOCHE XXXIII. 



Habiéndose despertado Dinarzada una hora 
antes de amanecer, dijo á la sultana : « Hermana 
mia, si no duermes, te ruego que nos cuentes lo 
que ocurrió entre las damas y los calendos. — 
Con mucho gusto, » respondió Cheherazada. y 
prosiguió de este modo el cuento de la noehe 
anterior : 

Luego que los calendos hubieron comido y 
bebido á discreción, manifestaron á las damas 
que tendrían mucho gusto en darles un con- 
cierto, si les proporcionaban instrumentos. La 
oferta fué admitida, y levantándose Safía para 
ir en su busca, volvió poco después y les pre- 
sentó una flauta del pais, otra persa y una pan- 
derata. Cada calendo recibió de su mano el ins- 
trumento que le acomodó, y empezaron los 
tres á tocar. Las damas, que sabían la letra de 
la canción que tocaban, que era muy placen- 
tera; los acompañaron con su canto ; pero se 
interrumpían de cuando en cuando con grandes 
carcajadas movidas por el concepto de la can- 
ción. 

En medio de la bulla y cuando la cuadrilla 
estaba mas jovial, llamaron á la puerta. Safía 
cesó de cantar y fué á ver quién llamaba. Pero, 
señor, dijo, en este punto Cheherazada al sul- 
tán, c& preciso que sepa vuestra majestad por- 
qué llamaban tan tarde á la puerta de las da- 
mas, y he aquí el motivo. El califa Harun Airas- 
chid (1) solia rondar de noche disfrazado para 
saber por sí mismo se reinaba el sosiego en la 
ciudad y no se cometían desafueros. 

Aquella noche, el califa había salido tem- 
prano, acompañado de Jiafar (2), su gran visir, 

(I) Harun, apellidado Alrascliid, esto es, el Jutio, es uno 
de los príncipes mas celebres de 1j dinastía de los Abasides 
y su quinto califa. 

ít) jiafar, uno de los individuos mas célebres de la fami- 
lia de los Barmecidas, era el privado de Harun Alrascliid, y 
llevaba, como su padre Yahya, el título de visir. 



y de Mesrui-, jefe de los eunucos de su palacio ; 
los tres disfrazados de mercaderes. Al pasar 
por la calle de las tres damas, oyendo aquel 
príncipe tantísima bulla de instrumentos, canto 
y risotadas , dijo al visir : « Id á llamar á la 
puerta de esa casa en donde suena tamaña al- 
gazara; quiero entrar y saber lo que la causa. » 
Por mas que el visir le representó que eran 
mujeres que se holgaban aquella noche, y que 
probablemente el vino les había calentado la 
cabeza, que no debía esponerse á padecer al- 
gún desacato, y mas no siendo todavía muy á 
deshora para aguarles aquel recreo, « No im- 
porta , » replicó el califa, « llamad , yo os lo 
mando. » 

El gran visir Jiafar era pues el que había lla- 
mado á la puerta de las damas por disposición 
del califa, que iba de incógnito. Safía abrió, y 
advirtiendo el visir, á la luz de la bujía que 
llevaba en la mano, que era una dama pere- 
grina, representó perfectamente su papel. Le 
hizo su rendido acatamiento, diciéndole con ade- 
man atento : « Señora, somos tres mercaderes 
de Musul (1), llegados hace diez días con ri- 
cas mercancías que hemos almacenado en un 
khan (2), en donde también estamos alojados. 
Hoy hemos pasado el dia en casa de un merca- 
der de esta ciudad que nos había brindado con 
ella. Nos ha querido agasajar espresivamen te, y 
como el vino habia puesto de temple la concur- 
rencia, mandó traer una cuadrilla de bailarinas. 
Ya era de noche, y mientras la música sonaba, 
ias bailarinas manifestaban su habilidad y todos 
metíamos mucho ruido, ha pasado una patrulla 

(1) Ciudad de la Mesopolamia que forma hoy dia parle de 
las posesiones del gran señor. Posee fábricas de te'.u de 
algodón que lia tomado, de su nombre, el de muselina. 

(2) Khan ó caravanera, edificio que sirve de posada en el 
Oriente y en el que son hospedadas gratuitamente las ca- 
ravanas ó á un precio módico. 



60 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



y ha mandado que le abriesen. Algunos de los 
concurrentes fueron arrestados. En cuanto á 
nosotros, hemos tenido la suerte de escaparnos 
saltando una tapia. Pero como somos forasteros,» 
anadió el visir, « y además estamos algo descom- 
puestos con el vino, tememos encontrar otra pa- 
trulla antes de llegar á nuestro khan, que está muy 
distante de aquí, cuanto mas que seria en balde, 
porque ya está cerrada la puerta y no se abrirá 
hasta mañana, venga lo que viniere. Este es el 
motivo, señora, parque habiendo oidoal pasar 
música y canto, hemos discurrido que aun na 
estaban recojidos en esta casa, y nos hemos 
tomado la libertad de llamar para pediros que 
nos deis albergue hasta mañana. Si os parece- 
mos dignos de terciar en vuestra diversión, 
procuraremos contribuir en lo que podamos 
para desquitaros la interrupción que hemos cau- 
sado; srno, hacednos tan solo la fineza que pa- 
semos la noche á cubierto en vuestro zaguán. » 



Durante esta arenga de Jiafar, la hermosa 
Safía tuvo tiempo para examinar al visir y sus 
dos acompañantes, y conceptuando por sus fiso- 
nomías que no eran jente vulgar, les dijo que ella 
no era la dueña, y que si queriam tomarse la 
molestia de aguardar, volvería á traerles la res- 
puesta. 

Safía fué á decírselo á sus hermanas, y estas 
titubearon largo rato acerca del partido que 
debían tomar. Pero como eran de índole bon- 
dadosa y ya habían concedido el mismc favor á 
los tres calendos, determinaron dejarlos en- 
trar Iba Cheherazada á proseguir su narra- 
ción, pero advirtiendo que era de dia, la inter- 
rumpió. El gran número de nuevos personajes 
que acababan de entrar en escena , habiendo 
enardecido la curiosidad de Chahriar prome- 
tiéndole algún acontecimiento peregrino, le 
hizo aguardar la noche siguiente con impacien- 
cia. 



NOCHE XXXIV. 



Dinarzada, tan curiosa como el sultán de 
saber lo que resultaría de la llegada del califa á 
casa de las tres damas, no hizo falta en des- 
pertar á la sultana muy temprano diciéndole : 
« Hermana, si no duermes, te ruego que prosi- 
gas la historia de los -calendos; » y al punto 
Cheherazada continuó con permiso del sultán : 

El califa, su gran visir y el jefe de sus eunu- 
cos, admitidos por la hermosa Safía, saludaron 
á las damas y los calendos con mucha cortesa- 
nía. Las damas los recibieron con la misma ; y 
Zobeida, como la principal, les dijo circuns- 
pecta y adecuadamente : « Sed muy bien veni- 
dos; pero ante todo no llevéis á mal que os 
pidamos una fineza. — ¿Qué fineza, señora?» 
respondió el visir, «¿cabe por ventura el desai- 
rar á damas tan lindas? — Lo que os pedimos,» 
replicó Zobeida, « es que tengáis ojos y no ten- 
gáis lengua; que no nos hagáis preguntas por 
mas estrañezas que veáis ; y no habléis de lo 
que no os toque, por temor de que no oigáis lo 
que os desagrade. — Señora, seréis obedecida, » 
replicó el visir. « No somos criticones ni curio- 



sos indiscretos: nos ceñiremos á lo que nos 
corresponda, sin entrometernos en lo que nada 
nos importe. »-A estas palabras se sentaron to- 
dos, volvióse á entablar la conversación y á 
brindar por los recien venidos. 

Mientras el visir Jiafar conversaba con las da- 
mas, el califa no se saciaba de reparar en sus 
primores de belleza, gracia, festivo humor y 
travesura. Por otra parte chocábanle mucho los 
tres calendos tuertos del ojo derecho, y con mu- 
cho gusto se hubiera informado de tamaña ridi- 
culez, á no mediar la condición que acababan 
de imponerle. Con esto, cuando estaba recapa- 
citando en la riqueza de los muebles, en su dis- 
posición acertada y en el aseo de la casa, no 
podia persuadirse de que allí no interviniera 
algún encanto. 

Habiendo recaído la conversación sobre los 
recreos y las diferentes maneras de divertirse, 
los calendos se levantaron y bailaron á su modo 
una danza que aumentó el concepto favorable 
que las damas habían formado de ellos y les 
granjeó al aprecio del califa y de sus compañeros. 



gurvios Arañes. 



gi 



Cuando los tres calendos hubieron acabado de 
bailar, Zobeida se levantó, y' asiendo á Amina 
de la mano, « Hermana mia, » le dijo, « leván- 
tate ; estos señores no llevarán á mal que no 
nos violentemos, y su presencia no servirá de 
estorbo para que hagamos lo que acostumbra- 
mos. » Amina, que comprendió lo que su her- 
mana quería decir, se levantó, y quitó los pla- 
tos, la mesa, los jarros, tazas é instrumentos 
con que habían tocado los calendos. 

Safía no quedó ociosa : barrió la sala, fué 
poniendo en su lugar cuanto no lo estaba, des- 
paviló las bujías y les aplicó otros palos de aloe 
y mas ámbar gris, y hecho esto, rogó á los tres 
calendos que se sentasen en un sofá, y al califa 
y á sus compañeros que tomasen asiento cu 
otro, y en cuanto al mandadero, le dijo : « Le- 
vantaos y disponeos á ayudarnos en lo que va- 
mos á hacer ; sois ya de casa y no debéis estar 
de mas. » 

El mandadero, que se había serenado algún 
tanto, se levantó prontamente y dijo con haldas 
en cinta : « Estoy pronto ; ¿de qué se trata? — 
Bien, » respondió Safía, « aguardad que os lo 
digan, no estaréis mucho tiempo con los brazos 
cruzados. » De allí á poco llegó Amina con una 
silla que colocó en medio de la sala. Encami- 
nóse después hacia la puerta de un gabinete, y 
habiéndola abierto, hizo seña al mandadero que 
se acercase. « Venid, » le dijo, « y ayudadme. » 
Obedeció este, y habiendo entrado con ella, 
salió luego acompañada de dos perras negras, 
que parecían muy atropelladas, y teniéndolas 
asidas de las cadenas que colgaban de sus colla- 
res, se adelantó con ellas hasta media sala. 

Entonces Zobeida, que estaba sentada entre 
el califa y los calendos, se levantó, y llegándose 
gravemente hasta el lugar en que estaba el 
mandadero, « Vamos, » dijo con un gran sus- 
piro, « cumplamos nuestro deber, » y arreman- 
gándose los brazos hasta el codo, tomó un látigo 
que Saíía le presentó, y dijo al mandadero : 
« Entregad una de esas dos perras á mi hermana 
Amina y acercaos con la otra. » 

Hizo el mandadero lo que le mandaba, y 
cuando se hubo acercado á Zobeida, la perra 
que tenia asida empezó a ahullar volviéndose 
hacia Zobeida levantando la cabeza de un modo 
suplicante ; pero esta , sin hacer caso del triste 
ademan de la perra que daba lástima, ni de sus 



ahullidos que atronaban toda la casa, le dio de 
latigazos hasta no poder mas, y entonces tiró 
el látigo al suelo ; luego asiendo la cadena de 
mano del mandadero, levantó á la perra por las 
patas, y mirándose ambas tristemente, echaron 
á llorar. Finalmente Zobeida sacó un pañuelo, 
con el que enjugó las lágrimas do la perra, la 
besó , y devolviéndosela al mandadero, « Id, » 
le dijo, u volvedla donde estaba y traed la otra.» 

Volvió el mandadero la perra azotada al gabi- 
nete, y al punto tomó la otra de mano de Amina 
y fué á presentarla á Zobeida que la aguardaba. 
« Tenedia asida como la primera, » le dijo esta ; 
y volviendo á tomar el látigo, la azotó del mismo 
modo. Después lloró con ella, le enjugó las lá- 
grimas, la besó y devolvió al- mandadero, á 
quien la cariñosa Amina escusó la molestia de 
volverla al gabinete, haciéndolo ella misma. 

Sin embargo los tres calendos, el califa y sus 
compañeros quedaron atónitos con aquella eje- 
cución, no pudiendo comprender cómo Zobeida, 
después de haber azotado con tanta furia á las 
dos perras, animales inmundos, según la reli- 
jion musulmana, lloraba después con ellas y las 
besaba enjugándoles las lágrimas. Murmuraban 
todos en su interior; y sobre todo el califa, mas 
impaciente que los demás, ardia en deseos de 
saber el motivo de una acción que le parecía tan 
estraña, y no cesaba de hacer señas al visir para 
que hablase y se informase ; pero el visir volvía 
la cabeza á otro lado, hasta que no pudiendo 
desentenderse, respondió con otras señas que 
aun no era hora de satisfacer su curiosidad. 

Zobeida permaneció algún tiempo en medio 
de la sala como para recobrarse del afán que le 
habia costado el azotar á las dos perras. « Mi 
querida hermana, » le dijo la hermosa Safía, 
« ¿no quieres volver á tu sitio para que yo re- 
presente también mi papel? — Sí, » respondió 
Zobeida, y diciendo esto, fué á sentarse en el 
sofá, teniendo á la derecha al califa, Jiafar y 
Mesrur, y á la izquierda los tres calendos y el 

mandadero Señor, dijo al llegar aquí Chehe- 

razada, lo que vuestra majestad acaba de oír 
debe parecerle asombroso, pero lo que aun falta 
por contar lo es todavía mas. Estoy persuadida 
de que así lo confesaréis la noche próxima, si 
me permitís que concluya esta historia. Consin- 
tió en ello el sultán y se levantó porque ya era 
de dia. 



-5E> 



«3- 



G2 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE XXXV. 



Apenas Dinarzada estuvo despierta al dia si- 
guiente, cuando dijo : « Hermana, si no duer- 
mes, te ruego que prosigas el hermoso cuento 
de ayer ; « y la sultana habló así dirijiendo la 
palabra al sultán : 

Señor, luego que Zobeida volvió á su sitio, 
lodos enmudecieron ; y Safía, que estaba sen- 
tada en la silla en medio de la sala,- dijo á su 
hermana Amina : « Mi querida hermana, ten- 
drás á bien levantarle, ya sabes lo que quiero 
decir. » Amina se levantó, y pasando á otro 
gabinete diferente de aquel en que estaban en- 
cerradas las perras, volvió con un estuche for- 
rado de raso amarillo con rico bordado de oro 
y seda verde. Acercóse á Safía, y abriendo el 
estuche, sacó un laúd que le presentó. Tomólo 
ella, y después de haber pasado algún tiempo 
en afinarlo, empezó á tocar, y acompañándose 
con la voz, cantó una canción sobre los tormen- 
tos de la ausencia con tan sumo primor que el 
califa y los demás quedaron embelesados. Cuan- 
do acabó, romo habia cantado con mucho 
ahinco, dijo á la graciosa Amina : « Toma, her- 
mana; no puedo mas, y me falta la voz, obse- 
quia á estos señores tocando y cantando en mi 
lugar. — Con mucho gusto, » respondió Amina, 
y acercándose á Safía, le entregó el laúd y le 
cedió su asiento. 



Amina floreó un ratillo para cerciorarse de la 
afinación del instrumento, y luego tocó y cantó 
sobre el mismo asunto con tanta vehemencia y 
tan conmovida, ó mejor diré, tan empapada en 
el concepto de la letra , que desfalleció al 
acabar. 

Zobeida quiso manifestarle su satisfacción y 
le dijo : «Hermana, has hecho prodijios; bien 
se echa de ver que estás sintiendo lo que tan 
entrañablemente aciertas á espresar. » Amina 
no tuvo tiempo para responder á este cumpli- 
miento. Sintióse el corazón tan oprimido, que 
no pensó sino en abanicarse, manifestando á los 
concurrentes su garganta y pecho, no blanco 
como debiera tenerlo una dama como Amina, 
sino recosido todo con cicatrices, lo cual hor- 
rorizó hasta cierto punto á los circunstantes. No 
obstante, esto le proporcionó poco alivio, y 

paró por fin en desmayarse Pero, señor, 

dijo Cheherazada, advierto que asoma el alba. 
Tras estas palabras enmudeció, y el sultán se 
levantó. Aun cuando aquel príncipe no hubiera 
determinado diferir la muerte de la sultana, no 
hubiera podido resolverse á quitarle la vida, 
pues su curiosidad estaba en estremo interesada 
en oir hasta su conclusión un cuento tan cua- 
jado de acontecimientos á cual mas inespe- 
rado. 



NOCHE XXXVI. 



Dinarzada dijo á la sultana como siempre : 
« Mi querida hermana, si no duermes, le ruego 
que prosigas la historia de las damas y de los 
calendos. » Cheherazada la continuó así : 



■Mientras que Safia y Zobeida acudieron á su 
hermana, uno de los calendos prorumpió : « Me- 
jor hubiéramos hecho en dormir al raso que en- 
trar aquí, pues no hubiéramos presenciado tales 



CUENTOS ÁRABES. 



63 



objetos. » El califa, que le oyó, se acercó á él y 
á los demás calendes, diciéndoles : « ¿ Qué sig- 
nifica todo esto ? » El que acababa de hablar le 
respondió : « Señor, también lo ignoramos no- 
sotros. — ¡ Cómo ! » repuso el califa, « ¿ no sois 
de casa y no podéis decirnos nada de esas dos 
perras negras y de esa dama desmayada y tan 
indignamente malparada ? — Señor, '» respon- 
dieron los calendos atónitos, « nunca venimos á 
esta casa, y solo entramos en ella algunos ins- 
tantes antes que vos. » 

Esto acrecentó el pasmo del califa. « Acaso 
ese hombre que estacón vosotros, » dijo, «sa- 
be algo de esto. » Uno de los calendos hizo seña 
al mandadero para que se acercara, y le pre- 
guntó si sabia porqué habían azotado á las per- 
ras negras y porqué el pecho de Amina estaba 
recosido todo con cicatrices. « Señor, » respon- 
dió el mandadero, «puedo juraros por el Dios 
poderoso, que si vosotros no sabéis lo que esto 
significa, tan enterados estamos unos como otros. 
Verdad es que soy del pueblo ; pero hasta hoy 
nunca entré en esta casa, y si cstrañais el verme 
en ella, no menos atónito estoy yo de hallarme 
en vuestra compañía. Lomaseslraño, » añadió, 
« es que no veamos aquí ningún hombre con 
estas damas. » 

El califa, sus acompañantes y los calendos ha- 
bían creído que el mandadero era de casa, y 
que podría informarles de lo que anhelaban sa- 
ber. El primero, resuelto á satisfacer su curiosi- 
dad á todo trance, dijo á los demás : « Escu- 
chadme, ya que somos siete hombres y solo 
tenemos que haberlas con tres mujeres, obligué- 
moslas á darnos todos los informes que apete- 
cemos. Si se niegan á dárnoslos de buen grado; 
nos hallamos en estado de obligarlas. » 

El gran visir Jiafar fué de distinto dictamen y 
manifestó las consecuencias al califa, aunque sin 
dar á conocer el príncipe á los calendos, y di- 
ciéndole como si fuera un mercader : « Señor, 
os ruego que consideréis que debemos conser- 
var nuestra reputación. Ya sabéis á que condi- 
ciones estas damas nos admitieron en su casa : 
nos sujetamos á ellas. ¿Qué se diría de noso- 
tros, si contraviniésemos á lo pactado ? Todavía 
seríamos mas reprensibles, si nos sobreviniera 
algún fracaso. Es de creer que no habrán exijido 
esta promesa sin hallarse en situación de hacer- 
nos arrepentir, si no la cumplimos. » 

Entonces el visir llamó á parte al cahfa y le dijo 
al oido : « Señor, la noche está muy adelantada ; 
ármase V. M. de un tantillo de paciencia. Mañana 
vendré á casa de estas damas, las presentaré 
ante vuestro solio, y sabréis de ellas cuanto es- 
táis apeteciendo. » Aunque este consejo era muy 



acertado, el califa lo desechó é impuso silencio 
al visir, díciéndole que se empeñaba en saberlo 
todo inmediatamente. 

« No quedaba mas que acordar quion toma- 
ría la palabra. El califa trató de inducir á los 
calendos á que hablasen primero ; pero se escu- 
saron, y por fin todos convinieron en que el 
mandadero seria el encargado. Estaba ya este 
dispuesto para prorumpir en la aciaga pregunta, 
cuando Zobeida, después de haber acudido á la 
desmayada Amina, ya vuelta en sí, habiéndolos 
oido hablar en alta voz, se acercó á ellos y les 
dijo: « ¿De qué se trata, señores? y ¿á qué 
viene tanta plática? » 

Entonces el mandadero tomó la palabra y di- 
jo : « Señora , estos caballeros os ruegan que 
tengáis á bien esplicarles porqué, después de 
haber maltratado á las dos perras, habéis llo- 
rado con ellas, y de qué proviene que la dama 
que se ha desmayado tiene el pecho cubierto de 
cicatrices. Esto es, señora, loque estoy encar- 
gado de preguntaros de su parle. » 

A estas palabras, Zobeida se revistió de un 
aspecto aseñorado, y volviéndose hacia el califa, 
sus acompañantes y los calendos, « ¿Es cierto, 
señores, » les dijo, « que habéis encargado á 
este hombre de hacerme semejante pregunta? » 
Respondieron todos que sí, escepto el visir Jia- 
far, que no contestó. Entonces ella les dijo con 
un desentono que estaba mostrando su enojo : 
« Antes de concederos el favor que nos pedis- 
teis de que os admitiésemos en nuestra casa, 
para evitar todo molivo de disgusto, porque es- 
tamos solas, lo hicimos bajo te condición de 
que no hablaríais de lo que no os importase, y 
que si no, oiríais lo que no os gustase. Con todo, 
después de haberos recibido y regalado del me- 
jor modo que nos ha sido posible, faltáis á vues- 
tra palabra. Verdad es que esto sucede por la 
facilidad con que hemos accedido ; pero eso no 
os disculpa, y vuestro proceder no es pundono- 
roso. » Al decir estas palabras, dio tres palma- 
das voceando : « Venid pronto ; » y al punto se 
abrió una puerta y entraron sable en mano siete 
esclavos negros muy robustos, que apoderán- 
dose de su cada cual, los- tiraron á todos al sue- 
lo, y arrastrándolos a! medio de la sala, se pu- 
sieron en ademan de cortarles la cabeza. 

Obvio se hace el conceptuar el pavor del* 
califa. Arrepintióse, aunque tarde, de no haber 
seguido el consejo de su visir. No obstante aquel 
malhadado príncipe, Jiafar, Mesrur, el manda- 
dero y los calendos estaban á punto de pagar 
con sus vidas tan indiscreta curiosidad; pero 
antes que recibiesen el golpe mortal, uno de los 
esclavos dijo á Zubeida y á sus hermanas : « Al- 



<H 



LAS MIL Y l NA NOCHES. 



tas, poderosas y respetables señoras, ¿ nos man- 
dáis que los degollemos ? — Aguardad , » le 
respondió Zobeida ; « hay que hacerles antes 
algunas preguntas. — Señora, » interrumpió el 
mandadero despavorido, » en nombre de Dios 
no me hagáis morir por culpa ajena. Estoy ino- 
cente ; ellos son ios culpados ; ¡ ay de mí ! » 
continuó llorando, « estábamos pasando el tiem- 
po de un modo tan agradable : esos calendos 
tuertos son causa de tamaña desventura ; no hay 
ciudad que no se desplome en escombros delante 
de jentes de tan infausto agüero. Señora, os 
ruego que no confundáis al primero con el últi- 
mo, y acordaos que es mas grandioso indultar á 
un desgraciado como yo, falto de todo auxilio, 
que abrumarle con todo vueslro poderío y sacri- 
ficarle á vuestro enojo. » * 

Zobeida, á pesar de su ira, no pudo menos de 
reírse en su interior de los lamentos del manda- 
dero, y sin pararse en él, se encaró por segunda 
vez con los demás. « Respondedme, » les dijo, 
« é informadme de quiénes sois : de otro modo, 
no os queda un momento de vida. No puedo 
creer que seáis jente honrada, ni sujetos de au- 
toridad y señorío en vuestro pais , sea el que 
fuere. A serlo, hubierais sido mas comedidos y 
guardado mas miramientos con nosotras. » 

El califa, de suyo fogosísimo, estaba pade- 
ciendo mucho mas que los otros, viendo que su 
vida dependía de la orden de una dama ofendi- 
da y justamente enojada; pero empezó á espe- 
ranzar algún tanto al ver que deseaba enterarse 
de quiénes eran, porque se liguró que no habia 
de mandar quitarle la vida, en sabiendo su je- 
rarquía. Por lo tanto le dijo á media voz al visir, 
que estaba junto á él, que declarase prontamen- 
te quien era. Pero el visir, cuerdo y mirado, 
queriendo salvar el honor de su amo, y no vul- 
garizar la grande afrenta que se habia acarreado, 
respondió tan solo : « Nos tratan como mere - 



cemos. » Pero aun cuando hubiera querido ha- 
blar para obedecer al califa, Zobeida no le 
hubiera dado tiempo, pues ya §e habia encami- 
nado á los calendos, y viéndolos tuertos á los 
tres, les preguntó si eran hermanos. Uno de 
ellos le respondió por los demás : « No señora, 
no somos hermanos por la sangre, sómosio en 
calidad de calendos, esto es, por observar la 
misma clase de vida. — ¿ Sois tuerto de naci- 
miento ? » prosiguió encarándose con uno solo. 
— <( No señora, » respondió, « lo soy por una 
aventura tan asombrosa que aprovecharía á 
muchos si estuviera escrita. Después de este 
fracaso, me hice afeitar la barba y las cejas 
y me metí calendo , vistiendo el traje que 
veis. » 

Igual pregunta hizo Zobeida á los otros dos 
calendos, y dieron la misma contestación que el 
primero. Pero el último que habló añadió : 
« Para daros á conocer, señora, que no somos 
personas vulgares, y para que tengáis con no- 
sotros alguna consideración, sabed que ios tres 
somos hijos de reyes. Aunque no nos hayamos 
visto hasta esta noche, hemos tenido sin embar- 
go tiempo para damos á conocer unos á otros 
por lo que somos, y me atrevo á aseguraros que 
los reyes á quienes debemos la existencia hacen 
algún eco en el mundo. » 

A estas palabras, Zobeida mitigó sus iras, y 
dijo á los esclavos : « Dejadlos libres; pero que- 
daos aquí. No les hagáis daño, y dejad ir á don- 
de quieran á cuantos nos refieran su historia y 
el motivo que los ha traído á esta casa ; pero cu- 
chillada y muerte á cuantos se desentiendan de 
esta pregunta... Al llegar aquí Cheherazada, 
calló, y su silencio y la claridad del dia dieron 
á conocer á Chahriar que era hora de levantarse, 
y así lo efectuó, esperanzardo de oir al dia si- 
guiente á Cheherazada, porque deseaba saber 
quienes eran los calendos tuertos. 



NOCHE XXXVII. 



Dinarzada , que se complacía en gran manera 
con los cuentos de la sultana , la despertó antes 
de acabarse la noche siguiente. « Hermana mia,» 



le dijo, « si no duermes, le ruego que prosigas 
aquella agradable historia de los calendos. » 
Cheherazada pidió permiso al sultán , y ha- 



CIENTOS ÁRABES. 



G5 



biéndolo conseguido , prosiguió de esie modo : 
Señor, los tres calendos , el califa , el gran visir 
Jiafar, el eunuco Mesrur y el mandadero queda- 
ron todos en medio de la sala , sentados sobre 
la alfombra en presencia de las tres damas, que 
estaban en el sofá , y de los esclavos prontos á 
ejecutar cuantas órdenes se les diesen. 

El mandadero habiendo entendido que solo se 
trataba de referir su historia para librarse de 
tan gran peligro , tomó la palabra el primero y 
dijo : a Señora, ya sabéis mi historia y el motivo 
que me trajo á esta casa ; así pronto habré aca- 
bado lo que tengo que referiros. Vuestra her- 
mana me alquiló esta mañana en la plaza, donde 
estaba en clase de mandadero aguardando á que 
alguien me empleara é hiciera ganar la vida. La 
acompañé á casa de un licorista, de un herbola- 
rio, de otro naranjero, y después fuimos á com- 
prar almendras, nueces, avellanas y otras fru- 
tas; luego á casa de un confitero y de un espe- 
ciero; desde allí, tan cargado con el cesto como 
podia, vine aquí donde habéis tenido á bien 
albergarme hasta ahora, fineza de que me acor- 
daré mientras viva. Esta es mi historia. » 

Cuando el mandadero hubo acabado, Zobeida, 
satisfecha, le dijo : 

« Márchate , y que no te volvamos á ver. — 
Señora , » repuso el mandadero , « os ruego que 
me permitáis permanecer aquí todavía ; no fuera 
justo que , después de haber procurado á los 
demás el gusto de oir mi historia, no tuviese yo 
también el de escuchar la suya. » Y diciendo 
esto , se sentó en un estremo del sofá , gozosí- 
simo por verse fuera del peligro que tan asustado 
le tema. A continuación , uno de los calendos , 
tomando la palabra y encarándose con Zobeida, 
como á la principal de las tres damas y la que 
le habia mandado hablar, empezó así su historia : 

BISTORIX DEL PRIMER CALENDO , HIJO DE REY. 

« Señora , para informaros cómo perdí el ojo 
derecho y el motivo que me obligó á vestir el 
traje de calendo, os diré ante todo que nací hijo 
de rey. Mi padre tenia un hermano que reinaba 
como él en un estado vecino. Este hermano tuvo 
dos hijos, un príncipe y una princesa, y el prín- 
cipe y yo éramos casi de una misma edad. 

« Cuando me hube adiestrado en los ejercicios 
de mi edad y el rey mi padre me hubo conce- 
dido una libertad decorosa , iba por lo regular 
todos los años á ver al rey mi tio, y permanecía 
en su corte uno ú dos meses, y trasesla tempo- 
rada volvía junto al rey mi padre. Estos viajes 
dieron motivo para que el príncipe mi primo y 
yo contrajésemos muchísima intimidad. La últi- 
T. I. 



ma vez que le vi, me recibió con mayores de- 
mostraciones de cariño que nunca , y queriendo 
agasajarme un dia , dispuso al intento preparati- 
vos estraordinarios. Estuvimos larguísimo ralo 
sobre mesa, y luego que hubimos cenado, me 
dijo : «Primo, nunca adivinaríais cuál es mi 
ejercicio desde vueálro último viaje. Huce un 
año que después que os marchasteis empleé 
crecido número de operarios en la empresa que 
estoy acá ideando. He mandado construir un 
edificio, que está ya concluido y habitable ? creo 
que os alegraréis de verlo , pero antes se hace 
forzoso que juréis guardarme el secreto y serme 
leal, pues uno y otro os exijo. » 

« Como la amistad y llaneza que mediaba en- 
tre nosotros no me permitía negarle cosa alguna, 
me juramenté sin titubear en cuanto estaba ape- 
teciendo, y entonces me dijo : «Aguardadme 
aquí , luego volveré. » Con efecto , no tardó en 
volver con una dama de estraordinaria hermo- 
sura y magníficamente vestida. No me dijo quien 
era, y no creí debérselo preguntar. Nos volvi- 
mos á sentar á la mesa con la dama y permane- 
cimos aun algún tiempo conversando de asuntos 
indiferentes y brindándonos mutuamente. Al 
cabo el príncipe me dijo : « Primo , no hay que 
desperdiciar el tiempo; hacedme el favor de • 
acompañar esta dama y llevarla allí donde ve- 
réis un sepulcro con cúpula recien edificado. 
Fácilmente lo distinguiréis , pues la puerta está 
abierta : entrad juntos y aguardadme ; pronto 
iré allá. » 

« En cumplimiento de mi promesa, nada pre- 
gunté , y ofrecí la mano á la dama , y con las 
señas, que el príncipe mi primo me habia dado, 
la llevé acertadamente, al resplandor de la luna, 
al destino. Apenas hubimos llegado al sepulcro, 
cuando vimos llegar al príncipe que nos seguía 
con un canlarillo lleno de agua, una azada y un 
saquito lleno de yeso. 

« Sirvióle la azada á derribar el sepulcro va- 
cío que estaba colocado en medio del edificio ; 
fué quitando las piedras y las puso á un lado ; 
y después de haberlo verificado cavó la tierra , 
y vi una trampa que estaba debajo del sepulcro. 
Levantóla, y advertí debajo una escalera en ca- 
racol. Entonces mi primo, encarándose con la 
dama , le dijo : « Este es , señora , el lugar que 
conduce al sitio de que os hablé. A estas pala- 
bras , la dama se acercó y empezó á bajar, y el 
príncipe hizo ánimo de seguirla; pero antes vol- 
viéndose hacia mí, «Primo,» me dijo, «estoy 
sumamente reconocido por la molestia que os 
habéis tomado y os doy las gracias. Adiós. — 
Querido primo,» esclamé yo, «¿qué significa 
esto? — Básteos lo que habéis visto, » me res- 

5 



06 



L\S MIL Y UNA NOCHES. 



pondió ; « podéis volveros por el camino que 
vinisteis. » 

Aquí llegaba Cheherazada, cuando con los 
asomos del dia hubo de suspender su narración. 



El sultán se levantó sumamente ansioso por sa- 
ber cuál era el intento del príncipe y de la dama 
que parecían querer enterrarse en vida. Aguardó 
con impaciencia la noche siguiente para saberlo. 



NOCHE XXXVIII. 



«Hermana mia, si no duermes,» esclamó 
Dinarzada antes de amanecer, « te ruego que 
prosigas la historia del primer calendo. » Chah- 
riar manifestó también á la sultana que tendría 
gusto en oir la continuación de aquel cuento , y 
ella prosiguió en estos términos : 

«Señora, » dijo el calendo á Zubeida, «nada 
pude saber del príncipe mi primo y hube de 
despedirme de él. Ai volver al palacio del rey 
mi tio , los vapores del vino se me subían á la 
cabeza; con todo llegué *á mi aposento y me 
acosté. Al dia siguiente , reflexionando sobre lo 
que me habia sucedido la noche anterior y reca- 
pacitando todas las circunstancias de tan estraña 
aventura , me pareció que era un sueno , y em- 
bargado en esta aprensión , mandé á preguntar 
si el príncipe mi primo se hallaba en estado de 
recibirme. Pero cuando me dijeron que no ha- 
bia dormido en su aposento , que ignoraban su 
paradero y estaban muy cuidadosos por él , me 
convencí de que era demasiado cierto el estraño 
suceso del sepulcro. Sentílo entrañablemente, y 
ocultándome á todas las miradas , pasé en se- 
creto al cementerio público , en donde habia 
muchos sepulcros parecidos al consabido. Pasé 
todo el dia examinándolos uno tras otro ; pero 
no pude descubrir el que buscaba , y durante 
cuatro días hice iguales pesquisas sin el menor 
fruto. 

« Es de saber que durante todo este tiempo 
el rey mi tio se hallaba ausente. Hacia dias que 
habia ido á una cacería. Cánseme de aguardarle, 
y después de haber suplicado á sus ministros 
que me disculpasen con él á su vuelta, marché 
de su palacio para volver á la corte de mi padre, 
de la que no solia estar tanto tiempo ausente. 
Dejé á los ministros del rey mi tio muy azora- 
dos sobre lo que se habia hecho el príncipe mi 
primo, pero 10 me atreví á esplayarlos, ni me- 



nos quise comunicarles lo que sabia, por no fal- 
tar al juramento que habia hecho de guardar el 
secreto. 

« Llegué á la capital en que residía el rey mi 
padre , y contra la costumbre hallé á la puerta 
de su palacio una guardia crecida que me cercó 
al entrar. Pregunté la causa, y el oficial tomando 
la voz me respondió : « Príncipe, el ejército ha 
reconocido al gran visir en lugar del rey vues- 
tro padre, que ya no existe, y os hago prisio- 
nero por orden del nuevo rey. » A estas palabras, 
los guardias se apoderaron de mí y me llevaron 
á la presencia del tirano. Figuraos, señora, cual 
fué mi estrañeza y mi quebranto. 

« Aquel rebelde visir estaba enconadísimo 
conmigo desde largo tiempo. He aquí lo que lo 
motivó. En mi niñez era aficionado á tirar la ba- 
llesta : un dia me hallaba en la azotea del palacio 
y me divertía tirando con ella. Presentóse un 
pájaro delante de mí, le apunté, pero erré el 
tiro, y por casualidad la bala dio en el ojo del 
visir que tomaba el fresco en la azotea de su 
casa, y se lo hizo saltar. Cuando supe el fracaso, 
hice que me disculparan con el visir, y aun yo 
mismo lo verifiqué ; pero no dejó de guardar un 
rencor violento, que me solia manifestar sin re- 
paro y á todo trance ; pero lo estremó bárbara- 
mente , cuando estuve en su poder. Abalanzóse 
á mí como un furioso luego que me vio, y me- 
tiéndome los dedos en el ojo derecho , me lo 
sacó. Esta es la razón porque soy tuerto. 

« Pero no paró en esto la crueldad del usur- 
pador. Me hizo enjaular y mandó al verdug.) 
que me llevara en aquel estado muy lejos del 
palacio y me abandonara á las aves de rapiña 
después de haberme degollado. El verdugo , 
acompañado de otro hombre , montó á caballo 
llevando consigo la jaula y se detuvo en el campo 
para ejecutar su orden. Pero logré moverle á 



CIENTOS ÁRABES. 



67 



compasión con mis ruegos y lágrimas. « Idos,» 
me dijo, « salid pronto del reino y guardaos de 
de volver á él, porque os perderíais y causa- 
ríais mi esterminio. » Dile gracias por el favor 
que me hacia, y apenas estuve solo, cuando me 
consolé de haber perdido un ojo, al recapacitar 
que habia evitado una desgracia mayor. 

« No podia caminar mucho en el estado en 
que me hallaba. Durante el dia me retiraba á 
parajes desiertos, y de noche caminaba en 
cuanto me lo permitían mte fuerzas. Por fin 
llegué á los estados del rey mi tio y pasé á su 
capital. 

« Referíle circunstanciadamente la trájica 
causa de mi regreso y del estado lastimoso en 
que me veia. « ¡ Ay de mí ! » esclamó, « ¿ no 
me bastaba haber perdido un hijo , era preciso 
que supiese además la muerte de un hermano 
tan querido y que te viese en el lamentable es- 
tado á que estás reducido?» Manifestóme el 
desconsuelo en que se hallaba, no habiendo re- 
cibido noticia alguna del príncipe su hijo , por 
muchas pesquisas que hubiese hecho con el 
mayor ahinco. Lloraba el desgraciado padre 
cuando me hablaba , y su aflicción rayó en tal 
estremo que no pude resistir á su quebranto , 
siéndome imposible guardar el juramento que 
habia hecho al príncipe mi primo , y así referí 
al rey su padre todo cuanto sabia. 

« Escuchóme el rey con cierto consuelo, y 
cuando hube acabado , « Sobrino, » me dijo , 
« la narración que acabas de hacerme me da 
alguna esperanza. Supe á su tiempo que mi hijo 
mandaba construir aquel sepulcro, y casi sé el 
sitio. Me lisonjeo de que lo hallaremos, auxi- 
liándonos la especie que de él conservas. Pero 
ya que lo mandó edificar recientemente y te ha 
exijido el secreto, soy de parecer que vayamos 
nosotros solos á buscarle para evitar toda publi- 
cidad. Tendría un motivo importantísimo que 
no te habrá dicho para ocultarlo á los ojos de 
todos, como verás mas adelanté. 

« Habiéndonos disfrazado , salimos por una 
puerta del jardin que daba al campo, y pronto 
tuvimos la suerte de hallar lo que buscábamos. 
Reconocí el sepulcro , y fué tanto mayor mi 



gozo, en cuanto lo habia estado buscando en 
balde por mucho tiempo. Entramos en él y ha- 
llamos la trampa de hierro caída sobre la en- 
trada de la escalera. Costónos levantarla, porque 
el principe la habia empotrado por dentro con 
el yeso y agua de que ya hablé ; pero al fin lo 
conseguimos. 

« El rey mi tio bajó el primero, seguíle y ba- 
jamos unas cincuenta gradas. Cuando llegamos 
al pié de la escalera, nos hallamos en una espe- 
cie de antesala cuajada de un denso y angustioso 
humo que ofuscaba la luz que despedía una her- 
mosa araña. 

<( Pasamos de esta antesala á un aposento es- 
pacioso, sostenido con gruesas columnas y alum- 
brado con bastantes candeleros. En el centro 
habia una cisterna y á un lado asomaban varias 
especies de provisiones. Estrañamos el no ver 
á nadie. Habia enfrente un estrado bastante ele 
vado al cual se subia por gradas, y encima de 
él se descubría un hermoso lecho cuyas corti- 
nas estaban corridas. Subió el rey, y habiéndo- 
las separado, vio -al príncipe su hijo y á la dama 
acostados al lado uno de otro, pero quemados y 
reducidos á carbón como si los hubieran echado 
en una hoguera y los hubieran sacado antes de 
quedar consumidos. 

aLoque mas me maravilló fué que al presenciar 
un espectáculo tan horrendo, el rey mi tio, en vez 
de manifestarse inconsolable viendo á su hijo eti 
tan espantoso estado , le escupió en el rostro 
diciéndole con ademan indignado : « Este es el 
castigo de este mundo ; pero el del otro durara 
eternamente. » Y no contento con haber pro- 
nunciado estas palabras, se quitó la chinela y \v 
dio un chinelazo en la mejilla (1). . 

« Pero, señor, ya es de dia, » dijoChehera- 
zada ; « siento que vuestra majestad no pueda 
atenderme mas. » Como esta historia del primer 
calendo no estaba todavía concluida y le parecia 
estrañísima al sultán, se levantó con ánimo de 
oir la conclusión en la noche' siguiente. 



(1) En el Oriente es un castigo ignominioso dar en la 
boca con zapato, y esta costumbre, que todavía subsiste, 
parece antiquísima. 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE XXXIX. 



Esta noche Dinarzada se despertó mas tem- 
prano de lo que solia, y llamó á su hermana. 
« Mi preciosa sultana; » le dijo, « si no duermes, 
te ruego que concluyas la histora del primer ca- 
lendo, porque estoy ansiosísima de oiría. 

» Pues bien. « dijo Cheherazada, « sabe que 
el primer calendo prosiguió de este modo la 
narración de su historia hecha á Zobeida : « Di- 
fícil me fuera espresaros cual fué mi asombro al 
ver que el rey mi tio maltrataba así al príncipe 
su hijo, después de su muerte. « Señor,» le dije, 
» por agudo quje sea el dolor que me causa un 
objeto tan funesto, no puedo menos de suspen- 
derlo para preguntar á vuestra majestad qué 
crimen puede haber cometido el príncipe mi 
primo para que así. tratéis su cadáver. — So- 
brino, » me respondió el rey, a sabed que mi 
hijo, indigno de este nombre, amó á su her- 
mana desde la niñez, y que su hermana le cor- 
respondió. No me opuse á su amistad , porque 
no preveía lo que podría suceder : y ¿ quién hu- 
biera podido preverlo ? Aquel cariño se estre- 
mó con la edad, y llegó' á tal punto que al fin 
temí las consecuencias. Puse remedio en cuanto 
me fué posible, y no contento con reprender 
agriamente á mi hijo á solas encareciéndole el 
horror de la pasión que le arrebataba y el eterno 
baldón que iba á recaer sobre mi familia , si 
persistía en tan criminales sentimientos , hice 
otro tanto con mi hija y la encerré de modo que 
no pudo comunicarse con su hermano. Pero la 
desastrada se habia empapado en el veneno, y 
todos los obstáculos de que se valió mi pruden- 
cia solo sirvieron para dar mayor pábulo á su 
desvarío. 

« Persuadido mi hijo de que su hermana era 
siempre la misma para él, so pretesto de man- 
darse construir un sepulcro, dispuso esta morada 
subterránea, esperanzado de hallar algún dia 
coyuntura para robar al objeto descarriado de 
su pasión y traerla aquí. Aprovechó el tiempo en 
que me hallaba ausente para allanar el recinto 
en donde estaba su hermana, circunstancia á la 
que mi honor no me ha permitido dar publici- 



dad. Después de tan vituperable acción, ha 
venido á encerrarse con ella en este lugar, ha- 
biéndolo provisto como ves con toda clase de 
abastos para poder gozar mucho tiempo de sus 
abominables amores , que deben horrorizar al 
mundo. Pero Dios no ha querido permitir aque- 
lla abominación y los ha castigado justamente.» 
Al acabar estas palabras echó á llorar, y con- 
fundí mis lágrimas con las suyas. 

« Poco después clavó los ojos en mí, y abra- 
zándome prosiguió : « Pero, mi querido sobrino, 
§j pierdo un hijo indigno, en ti hallo felizmente 
quien llene mejor el lugar que ocupaba. » Las 
reflexiones que siguió repitiendo sobre el aciago 
fin de los príncipes nos hicieron derramar nue- 
vas lágrimas. 

« Volvimos á subir por la misma escalera y 
salimos por fin de aquel funesto sitio. Dejamos 
caer la trampa de hierro y la cubrimos con tierra 
y con escombros para ocultar en lo posible un 
efecto tan tremendo de la cólera divina. 

« Ya hacia tiempo que habíamos regresado ai 
palacio, sin que nadie hubiera advertido nues- 
tra ausencia, cuando oímos un confuso estruen- 
do de trompetas, timbales, tambores y otros 
instrumentos guerreros. Una densa polvareda 
que ofuscaba los objetos nos demostró pronto 
lo que era y nos anunció la llegada de un ter- 
rible ejército. Mandábalo el mismo visir que 
habia destronado á mi padre y usurpado sus 
estados, y se adelantaba al frente de numerosas 
tropas con ánimo de apoderarse de los domi- 
nios del rey mi tio. 

« Aquel príncipe, que solo tenia entonces una 
guardia regular, no pudo resistir á tantos ene- 
migos. Acometieron la ciudad, y como las puer- 
tas se abrieron sin resistencia, fácil les fué ha- 
cerse dueños de su recinto. Con la misma faci- 
lidad penetraron hasta el palacio del rey mi tio, 
quien se defendió y cayó muerto después de 
batallar larguísimo rato por su existencia. Por 
mi parte peleé denodadamente, pero viendo 
que era preciso ceder á la fuerza, traté de reti- 
rarme y tuve la suerte de salvarme siguiendo 



CIENTOS AKABKS. 



69 



rumbos recónditos, y de pasar á casa de un ofi- 
cial del rey cuya fidelidad me constaba. 

« Traspasado de quebranto y acosado por la 
suerte, acudí á un ardid , único recurso que me 
quedaba para conservar la vida. Hice que me 
afeitasen la barba y las cejas, y habiendo vesti- 
do el traje de calendo, salí de la ciudad sin que 
nadie me conociera. Fácil me fué alejarme del 
reino de mi tio caminando siempre por sendas 
desviadas. Evité pasar por las ciudades hasta 
que, habiendo llegado al imperio del poderoso 
caudillo de los creyentes (1), el glorioso y afa- 



en todas partes. Le conmoveré, dije entre mí, 
con la narración de una historia tan peregrina 
como la mia ; sin duda se apiadará de un prín- 
cipe desgraciado y no imploraré en vano su 
apoyo. 

« Finalmente al cabo de un viaje que ha du- 
rado meses, he llegado hoy á las puertas de esta 
ciudad : he entrado en ella al anochecer, y ha- 
biéndome detenido un poco para tomar aliento 
y deliberar hacia donde encaminaria mis pasos,' 
llegó este otro calendo que está aquí en traje 
de .viandante. Saludóme , v habiéndole corres- 




mado califa Harun Alraschid, dejé de temer. En- 
tonces recapacitando lo que debia hacer, deter- 
miné pasar á Bagdad (2) y echarme á los pies 
de este gran monarca, cuya jenerosidad se alaba 

(tycaudíllo de los creyentes ó príncipe de los fleles, en 
árabe, emir el mumenin ; de este nombre tomaron nues- 
tros antiguos historiadores el de miramolin. 

(2) Bagdad, ciudad fundada por Almamor, segundo ca- 
lifa do la dinastía de los Ahasides. Este príncipe, disgus- 
tado de su residencia en la ciudad de Hasch< mían cerca 
de Cufab, ¿ donde unos rebeldes habían ido ó sitiarle en 
su castillo, determinó edificar una ciudad en donde estu- 
viese mas seguro. Después de |haber cscojirio, según [con- 



pondido, « A lo que veo, » le dije, «sois estran- 
jero como yo. » Y cuando me respondía que no 
me engañaba, llega el tercer calendo que aquí 
veis. Nos saluda y da á conocer que también es 

sejo de sus astrólogos, el día y momento propicio, echó 
los cimientos de su capital en un campo situado ó orillas 
del Tigris, y que Cosroes Nurschirvan había dado en otro 
tiempo 6 una de sus mujeres. Esta princesa había man- 
dado «levantar una capilla dedicada á un ídolo llamado 
Bag, y al mismo tiempo había dado á todo el campo el 
nombre de Bagdad, que quiere decir en persa don de Bag. 
Bagdad y toda la provincia del Irac-Arab Y de que es capi- 
tal, pertenece hoy día al gran señor. 



70 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



eslranjero y recien llegado á Bagdad. Junlámo- 
nos como hermanos y determinamos no sepa- 
rarnos. 

« Sin embargo era ya tarde y no sabíamos 
donde hospedarnos en una ciudad que no cono- 
cíamos. Pero nuestra buena suerte nos trajo á 
vuestra puerta y nos tomamos la libertad de lla- 
mar á ella ; nos recibisteis tan bondadosa y ca- 
ritativamente que no podemos agradecéroslo 
bastante. He aquí, señora, » añadió, « lo que me 
habéis mandado que os refiera : porqué he per- 
dido el ojo derecho, porqué tengo la barba y 
las cejas rapadas, y porqué me hallo ahora en 
vuestra casa. 



— a Basta, » dijo Zobeida , «.estamos satisfe- 
chas ; retiraos á donde queráis. » El calendo se 
esc usó* y suplicó á la dama que le permitiera 
quedarse para tener la satisfacción de oir la 
historia de sus dos cofrades á quienes no podia 
abandonar, y la de las tres otras personas pre- 
sentes. 

« Señor, » dijo al llegar aquí Cheherazada, 
apunta el dia y no puedo referir la historia del 
segundo calendo ; pero si vuestra majestad quie- 
re oiría mañana, no le gustará menos que la 
del primero. » Consintió en ello el sultán y se 
levantó para ir á celebrar consejo. 



NOCHE XI. 



Imajinándose Dinarzada que se deleitaría tanto 
con la historia del segundo calendo como con la 
anterior, no hizo falta en despertar á la sultana 
antes del amanecer. « Hermana mia, » le dijo, 
« si no duermes, te ruego que empiezes la his- 
toria que nos prometiste. » Y al punto Chehera- 
zada, vuelta al sultán, habló en estos 'térmi- 
nos : 

Señor, la historia del primer calendo pasmó 
á todos los oyentes ; pero particularmente al ca- 
lifa, y la presencia de los esclavos empuñando 
los sables no le quitó decir á media voz al visir : 
« Muchas historias he oido desde que tengo uso 
de razón ; pero ninguna puede compararse con 
la de ese calendo. » Mientras que así hablaba, 
el segundo calendo tomó la palabra, y encarán- 
dose con Zobeida, dijo : 

HISTORIA DEL SEGUNDO CALENDO, HIJO DE REY. 

« Señora, para obedecer á vuestras órdenes é 
informaros por qué estraña aventura he ¡rerdido 
el ojo derecho, he de referiros toda la historia 
de mi vida. 

« Apenas habia salido de la niñez/ cuando el 
rey mi padre, porque habéis de saber, señora, 
que nací príncipe, advirtiendo en mí suma agu- 
deza, hizo todo cuanto pudo para cultivarla 
trayéndome á todos los que sobresalían en sus 
estados en ciencias v nobles artes. 



__ « Luego que supe leer y escribir, aprendí de 
memoria todo el Alcorán (i), ese libro admira- 
ble que contiene el fundamento, los preceptos 
y la regla de nuestra relijion (2) , y para instruir- 
me á fondo leí las obras de los autores mas ce- 
lebrados que lo han ilustrado con sus comenta- 
rios. Añadí á esta lectura el conocimiento de 
todas las tradiciones recojidas de boca de nues- 
tro profeta por los varones eminentes que fue- 
ron sus contemporáneos, y no contento con sa- 
ber todo lo relativo á nuestra relijion, eché el 
resto en estudiar nuestras historias, me perfec- 
cioné en la literatura y versificación con la lec- 
tura de nuestros poetas, dedicándome al mismo 

(I) El Alcorán, ó nías propiamente el Coran, voz arábiga 
que significa lectura, es la recopilación de las supuestas 
revelaciones hechas á Ma liorna por el Altísimo, mediando 
el anjel Gabriel. Se compone de ciento y catorce capítulos 
ó Surates que el profeta de los Árabes publicó sucesiva- 
mente, haciendo creer á sus discípulos que el énjel Gabriel 
le entregaba en porciones aquel libro que habia salido 
completo de manos de D.os. La primera revelación está 
separada de la última i»or un espacio de veinte y tres 
años. El profeta tenia cuarer ta cuando anuncio que habia 
recibido la primera visita del énjel Cabriel ; estas supues- 
tas visitas continuaron hasta la muerle de Mahoma, quien 
dictaba ¿ un amanuense los diferentes capítulos de' libro 
santo, al paso que el enviado de Dios se los traía. El arte 
de la escritura era entonces muy escaso, y según parece, 
Mahoma no sabia escribir. 

{%) La relijion musulmana está fondada en un deísmo 
puro ; sus sectarios la dividen en dos ramas , una llama* 
da la fe, y otra el culto ó la práctica. La fe consiste en 
creer en el símbolo siguiente : No hay mas Dios que Dto*, 
y Mahoma es su profeta. 



CUENTOS ÁRABES. 



71 



tiempo á la jeografia y cronolojía y á hablar cas- 
tizamente nuestra lengua, sin desatender por 
esto ninguno de los ejercicios que convienen á 
un príncipe. Pero lo que me gustaba mucho y 
en que sobresalí particularmente, fué en formar 
los caracteres de nuestra lengua arábiga. Fue- 
ron tales los progresos que hice, que aventajé 
á todos los pendolistas de nuestro reino que se 
habian granjeado mayor nombradía. 

« La fama me honró mas de lo que merecía, 
pues no contenta con abultar mis conocimien- 
tos en los estados del rey mi padre, llevó mi 
nombre hasta la corte de las Indias, cuyo pode- 
roso monarca quiso verme, y al intento envió 
un embajador con ricos presentes pidiéndome á 
mi padre, quien se alegró mucho de aquella 
embajada por var¡03 motivos. Estaba persuadido 



de que era muy provechoso para un príncipe de 
mi edad viajar á las cortes estranjeras, y ade- 
más se alegraba de granjearse la amistad del 
sultán de las Indias. Marché pues con el emba- 
jador, pero con poca comitiva, por lo largo y 
trabajoso de los caminos. 

« Hacia un mes que íbamos caminando, cuan- 
do descubrimos á lo lejos una gran polvareda, 
y luego divisamos cincuenta jinetes bien arma- 
dos. Conocimos que eran salteadores que ve- 
nían á galope tendido... » Cheherazada suspen- 
dió su narración al llegar aquí, porque advirtió 
que era muy de dia, y se lo anunció al sultán, 
que se levantó ; pero queriendo saber lo que su- 
cedería entre los cincuenta jinetes y el embaja- 
dor de las Indias, aguardó la noche siguiente 
con impaciencia. 



NOCHE XLI. 




Era casi de dia cuando Dinarzada se despertó, 
a Hermana mia, » esclamó, « te ruego , si no 
duermes, que prosigas la historia del segundo 
calendo. «Cheherazada continuó de esta ma- 
nera : 

a Señora, » prosiguió el calendo vuelto á Zo- 
beida, « como teníamos diez caballos cargados 
con nuestro equipaje y con los presentes que 
debia hacer al sultán de las Indias de parte del 
rey mi padre, y éramos en corto número, ya 
podéis conceptuar que los salteadores se aba- 
lanzaron á nosotros osadamente. No hallándo- 
nos en estado de contrarestarlos, les dijimos 
que éramos embajadores del sultán de las indias 
y que esperábamos que nada harían contrario 
al respeto que le debían. Con esto creímos sal- 
var nuestras vidas y equipajes; pero los malhe- 
chores nos contestaron descocadamente : « ¿ Por- 
qué hemos de respetar al sultán vuestro amo ni 
su riqueza? Nosotros no somos subditos suyos 
ni estamos en sus dominios. » Y al decir estas 
palabras, nos rodearon y acometieron. Me de- 



fendí cuanto pude, pero sintiéndome herido y 
viendo que el embajador y los que nos acom- 
pañaban estaban tendidos en el suelo, aprove- 
ché las fuerzas que le quedaban á mi caballo, 
que también estaba herido, y me alejé de ellos. 
Corrió mientras pudo llevarme , pero luego 
empezó á llaquear y al fin cayó muerto de can- 
sancio. Desprendíme de él prontamente , y ad- 
virtiendo que nadie me perseguía, me imajiné 
que los salteadores no habian querido alejarse 
de la presa que tenían hecha. » 
. Cuando litigaba aquí Cheherazada, advirtió 
que amanecía y hubo de callar. « j Ay, herma- 
na!» dijo Dinarzada, «mucho siento que no 
puedas continuar esa historia. — Mucho mas te 
hubiera contado, » respondió la sultana, «si no 
estuvieras hoy tan perezosa. — Mañana seré 
mas dilijente, » repuso Dinarzada, « y confio 
que satisfarás de sobra la curiosidad del sultán 
por el malogro de hoy. » Chahriar se levantó 
sin contestación, acudiendo á sus quehaceres. 



72 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE XIII. 



Dinarzada se esmeró en llamar á la sultana 
muy de madrugada. «Querida hermana,» le 
dijo, « si no estás dormida, te ruego que pro- 
sigas la historia del segundo calendo. — Cor- 
riente, » respondió Cheherazada, y al mismo 
tiempo continuó así : 

«Vimepues, señora,» dijo el calendo, «solo, 
herido y en sumo desamparo, y además pe- 
regrino para todo el pais. No me atreví á volver 
al camino por miedo de caer otra vez en manos 
de los salteadores, y después de haber fajado 
mi herida, que no era de cuidado, caminé lo 
restante del dia y llegué á la falda de un monte, 
en donde descubrí la entrada de una cueva : 
entré en ella y pasé la noche sobresaltado, 
tras de haber comido algunas frutas que habia 
ido recojiendo por el camino. 

« Seguí caminando al dia siguiente y sucesi- 
vos sin hallar sitio en que detenerme. Pero al 
rabo de un mes descubrí una gran ciudad muy 
poblada y en situación ventajosísima, pues re- 
baban su campiña varios rios, reinando además 
en ella una primavera eterna. 

« Alegráronme en el alma los objetos hala- 
güeños que estaba presenciando, suspendiendo 
momentáneamente la mortal tristeza que me 
aquejaba en tan sumo desamparo. Mi rostro, 
manos y pies se atezaron, abrasados por el sol 
intensísimo, y roto mi calzado, tenia que andar 
descalzo y con el cuerpo mal cubierto con mi 
ropa toda destrozada. 

« Entré en la ciudad para informarme y saber 
dónde me hallaba ; encamíneme á un sastre que 
estaba trabajando en «su taller, quien concep- 
tuando por mi mocedad y mis modales que era 
muy diverso de lo que parecía, me hizo sentar 
á su lado. Me preguntó quién era, de dónde 
venia, y lo que me habia traido allí. Nada le 
oculté de cuanto me habia sucedido, y aun no 
tuve dificultad en descubrirle mi jerarquía. 

« Escuchóme el sastre con mucha atención, 
pero cuando hube acabado de hablar, en lugar 
de darme consuelo, agravó en gran manera mi 
quebranto. « Guardaos, » me dijo, « de confiar 



á nadie lo que acabáis de decirme, porque el 
príncipe que reina aquí es enemigo mortal del 
rey vuestro padre, y no cabe duda en que os 
haria algún daño, si supiese vuestra llegada á 
esta ciudad. « No dudé un punto de la sinceri- 
dad del sastre, cuando me hubo nombrado el 
príncipe ; pero como la enemistad que media 
entre mi padre y él no tiene relación con mis 
aventuras, me permitiréis, señora, que la pase 
por alto. 

« Di gracias al sastre por el consejo que me 
daba, y le manifesté que me atenía entera- 
mente á sus sanos consejos y que nunca olvida- 
ría lo que por mí hiciese. Como juzgó que no 
debia estar falto de apetito, me hizo traer de 
comer, y aun me ofreció un aposento en su 
casa, que acepté. 

« Pocos días después de mi llegada, obser- 
vando que me habia repuesto del largo y pe- 
noso viaje que acababa de hacer, y no igno- 
rando que la mayor parte de los príncipes de 
nuestra relijion, precaviéndose contra los reve- 
ses de la fortuna, aprenden algún arte ú oficio, 
para valerse de él en caso necesario, me pre- 
guntó si sabia alguno con el cual pudiera vivir 
sin ser gravoso á nadie. Respondíle que estaba 
impuesto en ambos derechos, que era gramá- 
tico, poeta, y sobre todo pendolista. «Con todo 
lo que acabáis de decir, » replicó, « no gana- 
ríais un mendruguillo en este pais : esa clase de 
conocimientos son aquí absolutamente insen i- 
bles; Si queréis seguir mi consejo, » añadió, 
« os vestiréis un traje corto, y como parecéis 
robusto y de buen temperamento, os iréis al 
bosque cercano á cortar leña : vendréis á ven- 
derla á la plaza, y os aseguro que sacaréis con 
que vivir independiente de todos. Por este me- 
dio os pondréis en estado de aguardar que el 
cielo os sea propicio y avente la nube de mala 
suerte que nubla la felicidad de vuestra vida y 
os obliga á ocultar vuestro nacimiento. Yo me 
encargo de proporcionaros una cuerda y una 
hacha. » 

« El temor de ser conocido v la necesidad de 



CUENTOS ÁRABES. 



73 



vivir me determinaron á tomar este partido, á 
pesar de la humillación y el afán que le eran 
consiguientes. 

« Al dia siguiente, el sastre me compró una 
hacha y una cueixja, como también un traje 
corto, y recomendándome á algunos pobres ha- 
bitantes que se ganaban la vida del mismo 
modo, les rogó que me llevasen consigo. Acom- 
pañáronme al bosque, y el primer dia traje á la 
ciudad un gran haz de leqp que vendí por me- 
dia moneda de oro del país, porque si bien el 
bosque no caia lejano, la leña estaba cara en 
aquella ciudad, porque eran poquísimos los que 
se dedicaban á cortarla. En poco tiempo gané 
mucho dinero y volví al sastre el que me habia 
adelantado. 

« Hacia un año que vivia de este modo, cuando 
un dia habiéndome internado en el bosque, lle- 
gué á un sitio muy ameno y me puse á cortar 
leña. Al arrancar la raiz de un árbol, descubrí 
un anillo de hierro prendido de una trampa del 
mismo metal ; al punto quité la tierra que la 
cubría, levántela, y vi una escalara por la que 
bajé con el hacha en la mano. 



« Cuando estuve al pié de la escalera, me 
hallé en un espacioso palacio, causándome gran 
admiración el que reflejase en él la luz como si 
estuviera sobre la tierra en el lugar mejor so- 
leado. Seguí una galería sostenida con columnas 
de jaspe, cuyas bases y chapiteles eran de oro 
macizo ; pero viendo que me salia al encuentro 
una dama de noble y airosa traza y de estraor- 
dinaria belleza, mis miradas se desviaron de los 
, objetos que me rodeaban para clavarse tan solo 
en ella. » 

Aquí llegaba Cheherazada, cuando apuntó el 
dia. « Querida hermana, » dijo Dinarzada, « te 
confieso que he estado embelesada con lo que 
acabas de contarme, y supongo que lo que falta 
no será menos peregrino. — No te equivocas, » 
respondió la sultana, « porque la continuación 
de la historia de este segundo calendo es mas 
digna de la atención del sultán, mi señor, que 
todo cuanto ha oido hasta ahora. — Mucho lo 
dudo, » dijo Chahriar levantándose; « mañana 
lo veremos. » 



NOCHE XIIII. 



Aquella noche Dinarzada estuvo muy madru- 
gadora. « Hermana, si no duermes, » dijo á la 
sultana, « te ruego que me cuentes lo que pasó 
en el palacio subterráneo entre el príncipe y la 
dama. — Vas á saberlo, » respondió Chehera- 
zada, « prestadme atención : 

El segundo calendo prosiguió así su historia : 
« Para ahorrar á la hermosa dama la molestia 
de adelantarse hacia mí, me apresuré á jun- 
tarme con ella, y mientras yo le tributaba un 
profundo saludo, me dijo : « ¿Quién sois? ¿sois 
hombre ó jenio? — Soy hombre, señora, » le 
respondí levantando la cabeza , « y no tengo 
relaciones con los jenios. — ¿Y cómo os halláis 
aquí ? » replicó dando un gran suspiro. « Hace 
veinte y cinco años que vivo aquí, y en todo 
este tiempo sois el único hombre que he visto en 
este sitio. » 

« Su gran hermosura, que ya me habia cau- 



tivado, su agrado y cortesanía me alentaron á 
decirle : «Señora, permitidme que os diga, an- 
tes que logre la dicha de satisfacer vuestra cu- 
riosidad, que agradezco infinito á la suerte este 
encuentro imprevisto que me ofrece la ocasión 
de consolarme en la aflicción que me aqueja, y 
quizá la de haceros mas feliz de lo que sois. » 
Entonces le referí puntualísimamente por qué 
estraño suceso veia en mí al hijo de un rey en 
el estado en que me presentaba delante de ella, 
y cómo habia descubierto casualmente la en- 
trada de la suntuosa cárcel en que la hallaba, al 
parecer, sumamente desconsolada. 

— « i Ay de mí, príncipe ! » prosiguió la 
dama suspirando, « razón tenéis en creer que 
esta cárcel tan rica y pomposa es una mansión 
muy aciaga. Los lugares mas amenos no pue- 
den agradar al hallarse en ellos con repugnan- 
cia. Imposible es que no hayáis oido hablar del 



74 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



gran Epitimaro, rey de la isla de Ébano, así 
llamada por la abundancia con que produce esta 
preciosa madera. Yo soy hija suya. 

« El rey.mi padre me habia escojido por es- 
poso un príncipe que era primo mió ; pero la 
primera noche de mi boda, en medio de los 
regocijos de la corte y capital del reino de la 
isla de Ébano* y antes que me hubiesen entre- 
gado á mi marido, fui arrebatada por un jenio. 
En aquel momento me desmayé y perdí el sen- 
tido, y cuando volví en mí, me hallé en este 
palacio. Estuve inconsolable por mucho tiempo; 
pero al cabo la necesidad me ha acostumbrado 
á ver y aguantar al jenio. Como ya os lo dije, 
hace veinte y cinco años que estoy en este sitio, 
en el que tengo todo cuanto es necesario á la 
vida y todo cuanto puede satisfacer á una prin- 
cesa amiga de trajes y adornos. 

(( Cada diez dias, » continuó la princesa, « el 
jenio viene á pasar una noche conmigo ; nunca 
viene fuera de este dia, y me da por escusa que 
está casado con otra mujer que tendría zelos, si 
llegase á entender la infidelidad que le hace. 
Sin embargo cuando necesito de él de dia ó de 
noche , no tengo mas que acudir aun ensalmo 
que está á la entrada de mi aposento, y al punto 
se presenta (1). Hoy hace cuatro dias que vino, 
y así no le espero sino dentro de seis. Por lo 
tanto podéis estaros cinco dias conmigo, si que- 
réis, y procuraré regalaros según vuestro linaje 
y mérito. » 

« Me hubiera tenido por muy afortunado en 
conseguir tan gran favor pidiéndolo, y por con- 
siguiente estuve muy ajeno de rehusar tan amis- 
toso ofrecimiento. La princesa me hizo entrar 
en un baño, el mas aseado , cómodo y suntuoso 
que imajinarse cabe, y cuando salí, hallé, en lu- 
gar de mi vestido, otro riquísimo, que me puse 

(i) Talismán, thelesman, ó ensalmo, nombre que ios 
Orientales dan ¿ toda piedra preciosa grabada bajo el 
influjo de una constelación que tiene caracteres y emble- 
mas sacados de las ciencias ocultas. 



mas bien para presentarme digno de estar con 
ella que por su riqueza y lujo. 

« Ños sentamos en un sofá cubierto con una 
magnifica alfombra y almohadones de hermoso 
brocado de Indias, y luego colocó sobre la mesa 
manjares muy delicados. Comimos juntos y pa- 
samos lo restante del dia deliciosamente , y de 
noche me admitió en su lecho. 

« Como buscaba todos los medios de compla- 
cerme, me sirvió al dia siguiente una botella de 
vino añejo y en estremo esquisito ; y también 
bebió de él conmigo. Cuando los vapores del 
vino se me subieron á la cabeza, le dije : « Her- 
mosa princesa , demasiado tiempo hace que os 
halláis enterrada viva. Venid conmigo á gozar 
de la claridad del verdadero dia de que estáis 
privada. Abandonad la mentida luz de que estáis 
aquí gozando. » 

« Príncipe, » me respondió la dama con suave 
sonrisa, a dejaos de semejante intento. Poco me 
importa la mas hermosa luz del mundo, con tal 
que de los diez dias me concedáis nueve y ce- 
dais el décimo al jenio. — Princesa , » repuse 
yo , « veo que habláis así por temor del jenio. 
En cuanto á mí, le temo tan poco que voy á ha- 
cer pedazos su ensalmo y todo el embolismo 
escrito sobre él. Que venga ; le aguardo. Por va- 
liente y temible que sea, sentirá el peso de mi 
brazo, juro esterminar todos cuantos jeniojs hay 
en el mundo y á él el primero. » La princesa , 
que sabia á lo que me esponia , me suplicó que 
no tocara el talismán. «Seria.)) me dijo, «el 
medio que os perdieseis y á mí también. Co- 
nozco mejor que vos á los jenios. » Trastornado 
con el vino , deseslimé los consejos de la prin- 
cesa , y pateando el ensalmo lo hize pedazos. » 
Al decir estas palabras, advirtió Cheherazada 
que era de dia, y suspendió su narración. El 
sultán se levantó, y no dudando que al talismán 
roto se seguiría algún acontecimiento notable , 
determinó oir la conclusión de la historia. 




CUENTOS ÁRABES. 



75 



NOCHE X1IV. 



Despertóse Dinarzada antes de amanecer y 
dijo á la sultana : « Hermana mia , si no duer- 
mes, te ruego que nos cuentes lo que sucedió 
en el palacio subterráneo luego que el príncipe 
rompió el talismán. — Voy á decirlo, » respon- 
dió Cheherazada, y volviendo á proseguir la nar- 
ración del segundo calendo, habló así : 

« Apenas estrelló el ensalmo cuando se estre- 
meció todo el palacio como si fuera á desplo- 
marse con pavoroso estruendo, semejante al del 
trueno, acompañado de repetidos relámpagos y 
de total lobreguez. Disipáronse al punto los va- 
pores del vino , y conocí , aunque demasiado 
tarde, el yerro que habia cometido. «Princesa, 
esclamé, « ¿qué significa esto ? » Y ella me res- 
pondió aterrada y sin pensar en su propia des- 
ventura : «¡Ay de mí! estáis perdido, si no 
huis. » 

« Seguí su consejo y fué tal mi espanto que 
olvidé mi hacha y chinelas. Apenas habia llegado 
á la escalera por la que habia bajado, cuando se 
abrió el palacio encantado dando paso al jenio. 
Preguntó furioso ala princesa : «¿Que te ha 
sucedido y porqué me llamas? — Me* he sentido 
indispuesta , » le respondió la princesa , « y he 
ido á buscar esta botella ; he bebido dos ó tres 
veces, por desgracia he dado un paso en falso, 
y he caido sobre el talismán, que se ha hecho 
pedazos. Esto es todo lo que ha sucedido. » 

« A esta respuesta encolerizóse el jenio y le 
dijo : « Eres una desvergonzada y una menti- 
rosa : ¿ porqué se hallan aquí esta hacha y estas 
chinelas ? — No las he visto hasta ahora , » le 
respondió la princesa. « Sin duda habiendo ve- 
nido con tanto ímpetu , las habéis arrastrado al 
pasar por algún sitio trayéndolassin advertirlo.» 

« El jenio solo le respondió con baldones y 
aun golpes que sonaron hasta en mis oidos. No 
tuve corazón para oir el llanto, los lamentos y 
alaridos de la princesa atropellada tan atroz- 
mente. Ya me habia despojado del traje que me 
habia hqcho vestir y vuelto á tomar el mió, que 
habia puesto en la escalera el dia anterior al sa- 
lir del baño. Así acabé de subir, tanto mas iras- 



pasado de amargura y compasión , en cuanto 
era la causa de tan suma desventura, siendo el 
mas delincuente é ingrato de todos los hombres 
en haber sacrificado la mas hermosa princesa 
de la tierra á la barbarie de un jenio desapiadado. 

«Es cierto, recapacitaba , que hace veinte 
y cinco años que está encarcelada ; pero eseepto 
la libertad, nada tenia que apetecer para ser 
feliz. M¡ arrebato desquicia su dicha y la ava- 
salla á la crueldad de un diablo implacable. 
Dejé caer la trampa, la cubrí otra vez con tierra 
y regresé á la ciudad con un haz de leña que me 
eché al hombro sin saber lo que hacia, tan con- 
fuso y desconsolado me hallaba. 

« Gozosísimo se me mostró el sastre con mi 
regreso. « Vuestra ausencia me causó suma de- 
sazón en razón al secreto de vuestro nacimiento 
que me habéis confiado. Cavilando sin cesar, no 
acertaba á deslindar el motivo, y mas con la zo- 
zobra de que alguien os hubiera descubierto. 
Loado sea Dios , que habéis vuelto. » Dile gra- 
cias por su amistoso afán , pero nada le dije de 
lo acaecido ni porqué Volvia sin hacha y sin 
chinelas. Retíreme á mi aposento, en donde me 
reconvine mil veces de la imprudencia que habia 
cometido. Nada , me estaba diciendo , tenia co- 
tejo con la felicidad de la princesa y la mia , si 
hubiera podido contenerme y no hubiera roto el 
talismán. 

« Embargado todo en tan melancólicos recuer- 
dos , entró el sastre .y me dijo : « Un anciano 
que no conozco acaba de llegar con vuestra ha- 
cha y chinelas, que dice haber hallado en el ca - 
mino. Ha sabido por vuestros compañeros que 
vivíais aquí; venid á hablarle, quiere entregá- 
roslas él mismo. » 

« A estas palabras me inmuté todo y me puse 
trémulo. Preguntábame el sastre qué tenia, 
cuando se abrió el piso de mi aposento y apare- 
ció el anciano , que no habia tenido paciencia 
para aguardar, trayendo en la mano el hacha y 
las chinelas. Era el jenio robador de la hermosa 
princesa de la isla de Ébano , que se habia dis- 
frazado así después de haberla tratado con la 



76 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 




mayor barbarie. « Soy jenio, » nos dijo, « nieto 
de Eblis, príncipe de los jenios. ¿No es esta lu 
hacha?» añadió, encarándose conmigo. «¿No 
son estas tus chinelas? » 

Dejó de hablar Cheherazada viendo que ha- 



bía amanecido. El sultán cenceptiraba la histo- 
ria del segundo calendo muy interesante para 
que no quisiese oir la conclusión , y por lo tan- 
to se levantó con ánimo de saber al día siguien- 
te su paradero. 



NOCHE XIV. 



Antes de amanecer, Dinarzada llamó á la sul- 
tana. «Mi querida hermana» le dijo; te ruego 
que nos cuentes de qué modo el jenio trató al 
príncipe. — Voy á satisfacer vuestra curiosi- 
dad, » respondió Cheherazada, y prosiguió de 
este "modo la historia del segundo calendo : 

El calendo continuó hablando á Zobeida y di- 
jo: «Señora, luego que. el jenio me hizo esta 



pregunta, no me dio tiempo para responder, 
y tampoco hubiera podido hacerlo , tan sobre- 
cojido estaba con su pavorosa presencia. Asió- 
me por medio del cuerpo, y arrastrándome fue- 
ra del aposento, me arrebató por los aires has- 
ta el cielo con ímpetu tan disparado .que mas 
bien advertí la elevación en que me hallaba, 
que no el espacio que acababa de atravesar en 



CUENTOS ÁRABES. 



77 



pocos momentos. Precipitóse después hacia la 
tierra, y habiéndola abierto de un talonazo, se 
hundió en ella y al punto me hallé en el palacio 
encantado delante de la hermosa princesa de la 
isla de Ébano. Pero ¡ ay de mí ! ¡ qué espectácu- 
lo se ofreció á mis ojos j y me traspasó el cora- 
zón! La princesa estaba desnuda y ensangren- 
tada, tendida en el suelo, mas muerta que viva 
y las mejillas bañadas en llanto. 

«Pérfida,» le dijo el jenio presentándome á 
ella, « ¿no es este tu amante ? » Volvió ella hacia 
mí sus lánguidos ojos y respondió desconsola- 
damente: «No le conozco, ni nunca le vi hasta 
ahora. — ¡ Cómo! » replicó ei jenio, «es causa 
del estado en que justamente te ves, ¿y te atre- 
ves á decir que no le conoces? — Si no le co- 
nozco, » replicó la princesa, «¿queréis que 
mienta y sea causa de su esterminio? — Pues 
bien, » dijo el jenio , desenvainando un sable y 
presentándoselo á la princesa, «si nunca le has 
visto', toma este sable y córtale la cabeza. — 
¡ Ay de mí ! dijo la princesa, «¿cómo puedo eje- 
cutar lo que de mí exijis? Estoy tan falta de 
fuerzas que no podría levantar el brazo, y aun 



cuando lo pudiera , ¿tendría yo valor para dar 
la muerte á una persona que no conozco, á un 
inocente? — Prueba de tu crimen es que así te 
niegas á obedecerme, » dijo entonces el jenio á 
la princesa, y luego volviéndose hacia mí, aña- 
dió: «Y tú ¿no la conoces?» 

« Hubiera sido el mas ingrato y pérfido de los 
hombres, si no hubiera tenido con la princesa la 
misma fidelidad que ella habia tenido conmigo, 
que era causa de su desgracia. Por lo mismo 
respondí al jenio: « ¿Cómo puedo conocerla , 
cuando no la he visto sino esta vez? — Si así 
es, » replicó él, «Toma ese sable y córtale la ca- 
beza. A ese precio te daré la libertad y queda- 
ré convencido de que nunca la viste hasta aho- 
ra como dices. — Con mucho gusto, » repliqué 

yo y tomé el sable de su mano « Pero, señor, 

ya es de dia,» dijo Cheherazada interrumpiéndo- 
se, y no debo abusar de la paciencia de vuestra 
majestad. — Maravillosos acontecimientos son 
esos,» dijo para si el sultán: «mañana veremos 
si el príncipe tuvo la crueldad de obedecer al 
jenio. 



NOCHE X1VI. 



.Dinarzada llamó á la sultana antes de acabar- 
se la noche y le dijo: «Hermana mia, si no 
duermes, te ruego que prosigas la historia que 
no pudiste concluir ayer. — Con mucho gusto,» 
respondió Cheherazada , y sin pérdida de tiem- 
po dijo que el segundo calendo continuó así: 

«No creáis, hermosa señora, que me acerca- 
se á la hermosa princesa de la isla de Ébano 
para ser el ministro de la barbarie del jenio; 
hícelo [solamente para indicarle por mis jestos, 
en cuanto pude, que así como ella habia teni- 
do harta entereza para sacrificar su existencia 
por amor mió, yo tampoco me desentendía de 
igual sacrificio por amor suyo. La princesa com- 
prendió mi intento. A pesar de su quebranto y 
desconsuelo, me manifestó con una tierna mira- 
da y me dio á entender que moría gustosa y que 
estaba contenta al ver que también quería mo- 
rir por ella. Retrocedí entonces y arrojando .el 



sable, le dije al jenio; «Seria eternamente vitu- 
perable ante todos los hombres, si cometiera la 
ruindad de asesinar, no digo á una persona á 
quien no conozco, sino aun á una dama como 
la que veo, en el estado en que se halla á punto 
de exhalar el postrer aliento. Haced de mí lo 
que queráis, ya que estoy en vuestro poder; 
pero no puedo obedecer esa orden inhumana. 
— « Ya veo , » dijo el jenio , « que os burláis 
ambos de mí, escarneciendo mis zelos; pero 
ambos conoceréis de lo que soy capaz.» A estas 
palabras el monstruo recojió el sable y cortó una 
mano á la princesa, la cual solo tuvo tiempo 
para hacer una seña con la otra y decirme un 
eterno adiós, porque la sangre que habia perdi- 
do y la que perdió entonces no la permitieron 
vivir sino algunos instantes después de esta úl- 
tima crueldad, cuyo espectáculo me causó un 
desmavo. 



LAS MIL V l NA NOCHES. 



uCuando volví en mí me quejé al jenio de 
que me hacia aguardar la muerte. « Herid , » le 
dije, «estoy pronto á recibir el golpe mortal; lo 
aguardo como la mayor fineza que podáis dis- 
pensarme.» Pero en vez de concederme lo que 
pedia, «He aqui » me dijo , « cómo tratan los 
jenios á las mujeres que malician haberles sido 
infieles. No hay duda en que te admitió aquí; 
si estuviese seguro de que me hubiera hecho 
un ultraje mayor, te daría ahora mismo la 
muerte ; pero me contentaré con transformarte 
en perro, asno, león ó pájaro : elije entre estas 
trasformaciones ; consiento en dejarte dueño de 
la elección. » 

« Estas palabras me dieron alguna esperanza 
de aplacarlo. «;0 jenio! le dije, «moderad vues- 
tro enojo; ya que no queréis quitarme la vida, 
concedédmela jenerosamente. Me acordaré siem- 
pre de vuestra clemencia , si me perdonáis, 
así como el mejor hombre del mundo perdonó 
á uno de sus vecinos que le tenia una envidia 
mortal.» Preguntóme el jenio qué habia ocurri- 
do entre estos dos vecinos, diciéndome que 
tendría paciencia de escuchar esta historia. He 
aquí de qué modo le hice esta narración, y su- 
pongo, señora, que no llevaréis á mal que os la 
cuente también. 

HISTORIA DEL ENVIDIOSO Y DEL ENVIDIADO. 

«En una ciudad bastante populosa vivían 
dos hombres pared por medio. Cangrenóse de 
de envidia el corazón del uno contra el otro, en 
términos que el envidiado determinó mudar de 
habitación y alejarse , persuadido de que la ve- 
cindad sola le habia acarreado el encono de su 
vecino, porque si bien le habia hecho muchos 
servicios, habia advertido que le guardaba ren- 
cor. Al intento vendió su casa y la poca haci- 
enda que tenia, y retirándose á la capital del 
pais que no estaba muy distante , compró un 
pegujar á una legua escasa de la ciudad. Allí 
habia una casa bastante cómoda , un hermoso 



jardin y un patio espacioso, en el que habia 
una cisterna profunda ya desusada. 

«El buen hombre, habiendo hecho esta com- 
pra, vistió el traje de dervis para llevar una 
vida mas retirada, mandó construir varias cel- 
das en la casa y fundó en poco tiempo una co- 
munidad crecida de dervises. Su virtud lo dio 
pronto á conocer , y no dejó de atraer mucha 
jente , ya del pueblo, ya de los principales de 
la ciudad. Finalmente todos le honraban y que- 
rían sobremanera. También acudían de lejos 
para recomendarse á sus oraciones , y cuantos 
se volvían iban pregonando las bendiciones que 
creían haber recibido del cielo por su mediación. 

« Habiendo cundido la nombradía del santo 
varón en la ciudad de donde habia salido, el 
envidioso sintió tan agudo pesar, que abandonó 
casa y negocios con ánimo de esterminarlo. Al 
intento se trasladó al nuevo convento de los 
dervises, cuyo superior, antes su vecino, le re- 
cibió con cuantos estremos amistosos cabe Ima- 
jinar. El envidioso le dijo que habia venido de 
intento para comunicarle un negocio importan- 
te dpi que no podían tratar sino á solas. « A fin,» 
añadió , « que nadie nos oiga , os ruego que pa- 
seemos por el patio , y ya que se acerca la no- 
che, mandad á vuestros dervises que se retiren 
á sus celdas.» El prelado hizo cuanto se apetecía . 

« Cuando el envidioso se vio á solas con este 
buen hombre , empezó á contarle lo que quiso, 
caminando en el patio uno al lado de otro, has- 
ta que hallándose junto á la cisterna, le empujó 
y tiró dentro sin que nadie fuera testigo de ac- 
ción tan perversa. Hecho esto, se alejó pronta- 
mente, llegó á la puerta del convento, y saliend) 
sin ser visto , regresó á su casa contentísimo 
de su viaje , y persuadido de que ya no existia 
el objeto de su envidia. Pero se equivocaba. » 

Suspendió Cheherazada su narración, porque 
ya amanecía, y el sultán quedó airadísimo con 
la maldad del envidioso. « Mucho deseo, » dijo 
para sí, « que no padezca daño el buen dervis. 
Espero que mañana sabré que no le desamparó 
el cielo en esta ocasión. » 




Cl KISTOS ARABKS. 



79 



NOCHE XIVII. 



« Hermana mia, si no duermes, » dijo la des- 
pertarse Dinarzada , « te ruego que nos digas si 
el buen dervis salió sano y salvo dé la cisterna. 

— Sí, » respondió Cheherazada, «y el segun- 
do calendo dijo así al proseguir su historia: 
« Habitaban la cisterna varias hadas y jenios, 
los cuales se hallaron allí para socorrer al su- 
perior de los dervises, á quien recibieron y sos- 
tuvieron hasta abajo , de modo que no se hizo 
daño alguno. Bien conoció que mediaba alguna 
particularidad estrana en una caida con la cual 
debia perder la vida; pero nada veia ni sentía. 
No obstante oyó pronto una voz que decia : 
« ¿ Sabéis quién es este buen hombre á quien aca- 
bamos de hacer tan gran servicio? » Y habiendo 
respondido otras voces que no, la primera pro- 
siguió: «Voy á decíroslo. Este hombre, llevado 
de una gran caridad, abandonó la ciudad en que 
vivía y vino á establecerse en este lugar, espe- 
ranzado de poder desarraigar á un vecino suyo 
la envidia que le profesaba. Se ha granjeado 
aquí tan jeneral aprecio, que el envidioso, no 
pudiendo sobrellevarlo ha venido con intento de 
darle muerte , lo que hubiera ejecutado , á no 
ser por el auxilio que hemos aprontado á este 
buen hombre, cuya fama es tal que el sultán, 
soberano de la ciudad vecina, debe venir maña- 
na á visitarle para recomendar la princesa su 
hija á sus oraciones. » 

«Otra voz preguntó porqué necesitaba la 
princesa de las oraciones del dervis, y la prime- 
ra respondió: « ¡ Cómol ¿no sabéis que está po- 
seída por el jenio Maimun, hijo de Dimdim, 
que se ha enamorado de ella? Pero yo sé co- 
mo ese buen superior de los dervises pudiera cu- 
rarla: es empresa facilísima y voy á decírosla. 
Hay en su convento un gato negro (1) que tiene 



(1) Los Musulmanes no miran a los gatos como animales 
inmundos. « Cuentan, dice M. Marcel, que a Mahoma le 
gustaban mucho los gatos, y que un dia una gata pre- 
dilecta se quedó dormida sobre una parte de la túnica del 
profeta, y cuando llegó la hora de la oración, se decidió á 
cortar el pedazo sobre que estaba dormido el animal, por 
no interrumpir aquel pacifico sueño al levantarse para 
cumplir con sus funciones relijiosas. » Cuentos de Elmofc- 
dy, tomo m, p. f&8, nota. 



una mancha blanca en la punta del rabo del 
tamaño de una monedita de plata. No tiene mas 
que arrancar siete pelos de esta mancha blanca, 
quemarlos y perfumar con su vapor la cabeza 
de la princesa. Al punto quedará curada y tan 
libre de Maimun , hijo de Dimdim , que nunca 
volverá á acercarse á ella. » 

« El superior de los dervises no desoyó una 
palabra de esta conversación entre las hadas y 
los jenios, que guardaron sumo silencio en toda 
la noche después de haber dicho estas palabras. 
Al amanecer del dia siguiente , luego que pudo 
divisar los objetos, como la cisterna estaba der- 
ruida en varios parajes, advirtiy un portillo por 
el que salió sin trabajo. 

« Los dervises que le buscaban quedaron go- 
zosísimos de volverle á ver. Refirióles en pocas 
palabras la maldad del huésped á quien había 
dispensado tanto agasajo el dia anterior , y se 
retiró á su celda. El gato negro de que habia 
oido hablar de noche en la conversación de la.; 
hadas y de los jenios no tardó en acercárselo 
y hacerle cariños como solia . Le arrancó siete 
pelos de la mancha blanca que tenia en la cola, 
y los guardó para valerse de ellos cuando los 
necesitase. 

« Recien salido el sol , ansioso el sultán de 
proporcionar curación ejecutiva á la princesa, 
llegó á la puerta del convento. Mandó á su es- 
colta que se detuviera, y entró con la oficialidad 
principal de su comitiva. Los dervises le reci- 
bieron con sumo acatamiento. 

«El sultán llamó á solas á su jefe y le dijo: 
« Rúen jeque (1) , acaso sabéis ya el motivo que 
me trae aquí. — Sí señor, » contestó comedida- 
mente el dervis, « si no me engaño , lo que me 
proporciona un honor que no merezco es la en- 

(1) La voz jeque signiüca anciano ; pero ha adquirido la 
misma estension que la palabra latina sénior, de la que 
hemos formado la de señor. El título de viejo de la mo/i- 
iana. que los historiadores de las cruzadas dan á .os 
caudillos de los Ismalieuses ó Asesinos, se deriva de uno 
traducción literal de las palabras schetb al gebel, que sig- 
nifican, señor de la montana. — El jefe do los smaliensi-s 
se llamaba así porque habitaba en el castillo de Alam .1, 
situado en la cumbre de un monte. 



80 



LAS MIL Y UiNA NOCHES. 



fermedad de la princesa. — Eso mismo. » repli- 
có el sullan. « Me daríais la vida si como espe- 
ro , vuestras oraciones alcanzasen la curación 
de rni hija. — Señor. » repuso el buen hombre, 
« si vuestra majestad manda que la traigan 
aquí , presumo que , con la ayuda y favor de 
Dios, recobrará su cabal salud. » 

«El príncipe rebosando de complacencia, 
envió al punto por su hija , la que llegó en segui- 
da , acompañada de crecido séquito de mujeres 
y eunucos, y tapada de modo que no se le veia 
el rostro. El superior de los dervises mandó que 
tuviesen un braserillo encima de la cabeza de la 
princesa, y apenas hubo echado los siete pelos 
en los carbones encendidos que había mandado 
traer, cuando el jenio Maimun, hijo de Dimdim, 
prorumpió en un alarido agudísimo sin que se 
viese nada , y dejó libre á la princesa. 

« Al punto esta echó la mano al velo que le 
cubría el rostro, y lo levantó para ver en don- 
de se hallaba. «¿En dónde estoy? esclamó; 
«¿quién me ha traído aquí?» A estas palabras, 



el sultán no pudo encubrir su estremado gozo, 
y abrazó á su hija y la besó en los ojos. Tam- 
bién besó la* mano al superior de los dervises, 
y dijo á la oficialidad de su séquito : « Decidme 
vuestro parecer. ¿Qué galardón merece quien 
así curó á mi hija ? » Respondiéronle todos que 
merecía casarse con ella. « Eso mismo había 
pensado yo , » replicó el sultán , « y le hago mi 
yerno desde este momento. 

« De allí á poco tiempo murió el primer visir, 
y el sultán puso al dervis en su lugar, y cuando 
este soberano murió sin herederos varones , los 
caudillos de la relijion y del ejército reunidos de- 
clararon y reconocieron unánimes al buen hom- 
bre por sultán. » 

Apuntaba el dia, y Cheherazada hubo de sus- 
pender su narración. Parecióle á Chahriar que 
el dervis era digno de la corona que acababa de 
ceñir ; pero aquel príncipe ansiaba saber si el. 
envidioso había muerto de pesar , y se levantó 
con ánimo de saberlo la noche siguiente. 



NOCHE XLYIII. 



Cuando fué hora , Dinarzada dijo estas pala- 
bras á la sultana: «Mi querida hermana , si no 
duermes, te ruego que nos cuentes la conclu- 
sión de la historia del envidiado y del envidioso. 
— Con mucho gusto, » respondió Cheherazada. 
« He aquí como prosiguió el segundo calendo: 

«El buen dervis subió al trono de su suegro, 
y un dia que iba rodeado de su corte descubrió 
al envidioso entre la muchedumbre colocada al 
paso. Mandó que se le acercase uno de los visi- 
res que le acompañaba , y le dijo al oido: « Id 
y traedme aquel hombre y tened cuidado de no 
asustarle.» Obedeció el visir, y cuando el envi- 
dioso estuvo en presencia del sultán, este le di- 
jo: « Amigo mió , me alegro en el alma de ve- 
ros ; » y vuelto á un oficial de palacio , Id, » le 
dijo, «y que le entreguen al punto mil monedas 
de oro de mi erario. Además que le den veinte 
cargas de las mercancías mas preciosas que pa- 
ran en mis almacenes , y que una guardia com- 
petente le acompañe y escolte hasia su casa.» 



Y después de haber enterado al oficial de todo, 
se despidió del envidioso y prosiguió su ca- 
mino. 

« Cuando hube acabado de contar esta histo- 
ria al jenio asesino de la princesa de la isla de 
Ébano, le hice su debida aplicación. « ¡ Ojenio, » 
le dije , « ya veis que aquel benéfico sultán no 
se contentó con olvidar que el envidioso habia 
querido quitarle la vida, sino que además le 
trató y despidió con toda la dignación que aca- 
bo de deciros!» Finalmente eché el resto <le mi 
persuasiva rogándole que imitara tan caballero- 
so ejemplo y me perdonara; pero no me fué po- 
sible apiadarlo. 

Lo único que puedo hacer por ti, » me dijo, 
«es no quitarte la vida ; no te lisonjees que te 
deje ir sano y salvo; preciso es que percibas lo 
muchísimo que alcanzo con mis ensalmos.» A es- 
tas palabras me asió con violencia, y arrebatán- 
dome al través de la bóveda del palacio subter- 
ráneo , que se abrió para franquearle paso , me 



CUENTOS ÁRABES. 



81 



levantó tan alto que la tierra vino á parecerme 
un celajillo blanquecino. Desde aquella altura 
se arrojó como un rayo hacia la tierra sin dete- 
nerse hasta la cumbre de un monte. 

« Allí cojió un puñado de tierra , pronunció 
ciertas palabras que no comprendí, y echándome- 
la encima, «Depon » me dijo, « la figura de hom- 
bre, y toma la de mono. » Al punto desapareció, 
y yo quedé solo , trasformado en mono , acosa- 
do de quebranto en un pais desconocido y sin 
saber si estaba lejos ó cerca de los estados del 
rey mi padre. 

« Bajé de lo alto del monte á un pais llano, 



ro como no podia hablar , me hallé en sumo 
apuro. En efecto , el peligro á que estuve es- 
puesto entonces no fué menor que el de yacer 
bajo la potestad antojadiza del jenio. 

« Los mercaderes supersticiosos y llenos de 
escrúpulos , creyeron que seria de mal agüero 
para su navegación , y por lo tanto uno dijo : 
« Voy á asestarle un martillazo. » Otro añadió ; 
« Quiero traspasarle con una flecha; » y final- 
mente otro prorurnpió : « Vamos á lanzarle al 
mar. » No cabe duda en que alguno de ellos 
hubiera hecho lo que decia ; pero me acerqué 
al capitán y me postré á sus pies ; y tirándole 




cuyo término tan solo hallé al cabo de un mes 
que llegué á la orilla del mar. Estaba á la sazón 
en cabal bonanza y descubrí uní embarcación 
á media legua de tierra. Por no malograr co- 
yuntura tan rodada desgajé una gruesa rama de 
árbol, la tiré tras mí en el mar y me puse á 
horcajadas sobre ella con un palo en cada ma- 
no en lugar de remos. 

«En este estado vogué y me adelanté hacia 
el buque. Cuando estuve bastante cerca para 
ser conocido , todos los marineros y pasajeros 
acudieron sobre cubierta para contemplar aquel 
curioso espectáculo. Mirábanme todos con es- 
tremado asombro. Entretanto llegué á bordo, y 
asiendo una cuerda trepé sobre cubierta -, pe- 
T. 1. 



luego por el vestido en ademan suplicante, logré 
enternecerle con esta acción y las lágrimas, 
que derramaban mis ojos , en términos que me 
tomó bajo su amparo , amenazando con que se 
arrepentiría quien me hiciese daño. Y aun me 
halagó muchísimo , y por mi parte , á falla de 
palabras, le di con mis ademanes cuantas prue- 
bas de reconocimiento me fué posible. 

«El viento que sucedió á la calma no fué re- 
cio , pero sí duró algunos dias , y así llegamos 
felizmente al puerto de una hermosísima ciu- 
dad, muy poblada y traficante, en el que dimos 
fondo. Esta población era tanto mas grandiosa 
cuanto era la capital de un poderoso estado. 

«Pronto rodearon nuestra embarcación mu- 

6 



82 



LAS MIL ^ UNA NOCHES. 



chos botes llenos de jente que venia á dar y re- 
cibir las albricias de sus amigos por su llegada, 
ó á informarse de los que habian visto en el 
pais de donde venian, ó por mera curiosidad de 
ver un bajel que llegaba de tan lejos. 

«Llegaron también algunos oficiales con el 
encargo de hablar de parle del sultán con los 
mercaderes de á bordo. Estos se presentaron , 
y uno de los oficiales hablando por los demás 
les dijo : c< El sultán nuestro amo nos ha encarga- 
do que os manifestemos cuan complacido está 
con vuestra llegada , y os ruega que os toméis 
la molestia de escribir cada uno en este papel 
algunos renglones. 

« Habéis de saber como tenia un primer vi- 
sir, el cual, sobre su gran desempeño en los ne- 
gocios, tenia la habilidad de ser primoroso 
pendolista. Hace pocos dias que ha fallecido; el 
sultán está muy apesadumbrado con su pérdida, 
y como nunca miraba sin admiración los escri- 
tos de su puño, ha hecho solemne juramento de 
no dar su puesto sino á quien sea tan pendolis- 
ta como él. Muchos han presentado muestras de 
su letra ; pero hasta ahora no se ha hallado en 
toda la estension de este imperio sujeto alguno 
á quien se haya conceptuado digno de ocupar el 
puesto del visir. 

«Los mercaderes, que creyeron escribir bas- 
tante bien para pretender tan suma dignidad, 
escribieron uno tras otro lo que quisieron. 
Cuando hubieron acabado , me adelanté y tomé 
el papel de mano del que lo tenia. Todos , y 
en particular los mercaderes que acababan de 
escribir, imajinándose que intentaba romperlo ó 



tirarlo al mar, prorumpieron en gritos; pero se 
sosegaron al ver como cojia el papel con mu- 
cho esmero, y que hacia señas de querer escri- 
bir yo también, lo cual trocó su temor en admi- 
ración. Sin embargo , como no habian visto 
nunca un mono que supiese escribir y no po- 
dían convencerse de que tuviese mas habilidad 
que los demás , querían quitarme el papel da la 
mano ; pero el capitán tomó otra vez mi defen- 
sa. « Dejadle escribir, » dijo, « si borronea el 
papel , le castigaré al punto , pero si escribe 
bien como lo espero , porque nunca vi mono 
mas diestro é injenioso ni que mejor entendie- 
se de todo, declaro que le reconoceré por hi- 
jo mió. Tuve uno que no poseía la mitad del 
talento que este. » 

« Viendo que nadie se oponía ya á mi deseo, 
cojí la pluma y no la solté hasta que hube es- 
crito en las seis clases de letra conocidas entre 
los Árabes , y cada muestra contenia una cuar- 
teta repentina en alabanza del sultán. Mi letra 
aventajaba, no solo á la de los mercaderes, sino 
que me atrevo á decir que no se habia visto 
otra igual hasta entonces en aquel pais. Cuan- 
do hube acabado, los oficiales cojieron el papel 
y se lo llevaron al sultán.» 

Aquí llegaba Cheherazada , cuando advirtió 
que era de dia. «Señor,» dijo á Chahriar, «si 
tuviera tiempo para proseguir, contaría á vues- 
tra majestad novedades mucho mas peregrinas 
que las recien referidas. El sultán, que deseaba 
oir toda esta historia , se levantó sin decir lo 
que pensaba. 



NOCHE XLIX. 



Despertóse Dinarzada antes del amanecer y 
llamó á la sultana diciéndole: « Hermana , si no 
duermes , te ruego que prosigas las aventuras 
del mono. Creo que el sultán, mi señor , no se 
halla menos ansioso que yo de oirías. — Vais á 
quedar ambos satisfechos, » respondió Chehera- 
zada, « y para no haceros aguardar, os diré que 
el segundo calendo continuó así su historia: 

« El sultán no hizo caso de las demás letras 



que le presentaron y solo hizo alto en la mia , 
agraciándole tantísimo , que dijo á los oficiales : 
« Tomad el mas hermoso caballo de mi caballe- 
riza, enjaezadlo ricamente ,, mandad que os den 
un magnífico vestido de brocado, ponédselo á 
la persona que escribió estas seis clases de le- 
tra , y traédmela. » 

« Los oficiales se echaron á reír de la orden 
del sultán, y aquel príncipe, enojado de su de-. 



F 



CIENTOS ÁRABES. 



83 



1 masía iba á castigarlos, pero le dijeron: « Señor, 

suplicamos á vuestra majestad que nos perdo- 

; ^ ne ; esta letra no es de un hombre , sino de un 

mono. — ¿ Qué es lo que decis?» esclamó el sul- 
tán; « ¿esta hermosísima letra no es de puño de 

> hombre ? — No señor , » respondió uno de 

ji los oüciales ; aseguramos á vuestra majcs- 

•. tad que un mono escribió todo esto delante de 

nosotros.)) El sultán conceptuó el caso tan pere- 
grino , que tuvo curiosidad de verme . « Haced 
lo que os mandé , » les dijo, « traedme pronta- 
mente un mono tan estraordinario. » 

«Los oficiales volvieron á la embarcación y 
manifestaron la orden que traían al capitán, 
quien les dijo que el sultán era dueño de hacer 
cuanto quisiera. Vistiéronme al punto un riquí- 
simo traje de brocado y me llevaron á tierra , 
donde me pusieron sobre él caballo del sultán , 
que me aguardaba en su alcázar, rodeado de to- 

p dos los palaciegos reunidos en obsequio-mio. 

«Rompió la marcha; el puerto, las calles, 
plazas, ventanas, azoteas de palacios y casas, 
todo estaba cuajado de muchedumbre de ambos 
sexos y de todas edades , atraída por la curiosi- 
dad de verme de todos los parajes de la ciudad, 
porque al punto se había divulgado la noticia de 
que el sultán acababa de elejir un mono por su 
primer visir. Después de haber dado ui) espec- 
táculo tan nuevo á todo aquel pueblo , que ma- 
nifestaba su estrañeza con repetida vocería, lle- 
gué al palacio del sultán. 

« Hállele sentado en su trono en medio de los 
grandes de su corte. Hícele tres rendidos aca- 
tamientos, y al último me postré y besé la tierra 
delante de él y luego me senté como hacen los 
monos. Todos los circunstantes no se cansaron 
de mirarme y no comprendían como un mono 
sabia tan bien tributar al sultán los honores de- 
bidos , estando el príncipe mas atónito que los 
demás. Finalmente la ceremonia de la audiencia 
hubiera sido completa, si hubiese podido añadir 
una arenga á mis ademanes ; pero los monos 
nunca hablaron , y la ventaja de haber sido 
hombre no me franqueaba tal privilejio. 

«El sultán despidió á sus cortesanos , y solo 
quedamos con él, el capataz de sus eunucos, un 
esclavo muy joven y yo. Pasó de la sala de au- 
diencia á su aposento y mandó que le trajesen 
de comer. Cuando estuvo á la mesa , me hizo 
seña para que me acercara y comiera con él f y 
en prueba de obediencia besé el suelo , me le- 
vanté y me puse á la mesa y comí con mucha 
finura y comedimiento. 

« Antes que levantasen los manteles, vi un 
tintero é hice seña de que me lo trajesen , y 
cuando lo tuve, escribí en un melocotón versos 



que espresaban mi reconocimiento entrañable 
al sultán; y su lectura, luego que le hube pren 
sentado la fruta f aumentó su admiración. Aca- 
bada la comida, trajeron una bebida particu- 
lar , de la que me hizo dar una copa, Bebíla y 
escribí nuevos versos que esplicaban el estado 
en que me hallaba después de grandes padeci- 
mientos. El sultán leyó también aquella compo- 
sición y esclamó: a Un hombre que fuera capaz 
de hacer otro tanto seria superior á los hom- 
bres mas eminentes. » 

« Luego el príncipe habiendo mandado que 
le trajesen un juego de ajedrez (1), me pregun- 
tó por señas si lo entendía y si quería jugar con 
él. Besé otra vez el suelo , y poniendo la mano 
sobre la cabeza , indiqué que estaba pronto á 
merecer aquel nuevo agasajo. El sultán me ga- 
nó el primer juego ; pero yo le gané el segundo 
y tercero , y advirtiendo que esto le incomoda- 
ba algún tanto , compuse para consolarle una 
cuarteta que le presenté. En ella le decia que 
dos poderosos ejércitos habían peleado todo el 
día con sumo denuedo , pero que por la tarde 
habían firmado la paz pasando apaciblemente 
la noche juntos en el campo de batalla. 

« Pareciéndole todo esto al sultán muy supe- 
rior á cuanto se habia visto ú oido tocante á la 
maña y travesura de los monos, no quiso ser 
único testigo de tamaños portentos. Tenia una 
hija llamada Reina de hermosura. « Id , » dijo 
al primer eunuco, que estaba presente y al ser- 
vicio de aquella princesa, « id y decidle á vues- 
tra señora que venga aquí , pues tendré gusto 
en que participe del recreo que estoy disfru- 
tando.» 

«Salió el jefe de los eunucos y volvió inme- 
diatamente con la princesa. Esta tenia el rostro 
descubierto , pero apenas entró en el aposento, 
cuando se lo cubrió prontamente con el velo 
diciendo al sultán : « Señor , sin duda vuestra 
majestad no ha advertido que aquí hay hombres, 
y estraño que me mande presentar delante de 
ellos. — ¡ Cómo , hija mia !» respondió el sul- 
tán , «¿ qué es lo que dices ? aquí no hay mas 
que este esclavo , el eunuco tu ayo y yo que 
tengamos la libertad de verte el rostro; (no obs- 
tante te echas el velo y me culpas de haberte 
llamado aquí I — Señor, » replicó la princesa, 
((vuestra majestad va á oonocer que tengo ra- 
zón. El mono que veis , aunque en esa forma, 
es un joven príncipe , hijo de un gran rey. Ha 
sido trasformado en mono por ensalmo. Un je- 
nio, nieto de Eblis , le ha desdorado así, des- 

(1) El juego de ajedrez es invención india. Los Persa» 
dicen que este juego fué traído de la India en el siglo sexto 
üe nuestra era. 



84 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



pues de haber quitado cruelmente la vida á la 
princesa de la isla de Ébano , hija del rey Epi- 
timaro.» 

«Atónito el sultán con aquellas razones, se 
volvió hacia mí , y no habiéndome ya por señas, 
me preguntó si era cierto lo que su hija acababa 
de decir. Gomo no podia hablar , puse la mano 
sobre la cabeza para manifestar que la princesa 
habia dicho la verdad. «Hija mia , » dijo enton- 
ces el sultán , « ¿cómo sabes que este príncipe 
ha sido trasformado por encanto en mono ? — 
Señor, » replicó la Reina de hermosura, «vues- 
tra majestad debe recordar que en mi niñez tu- 
ve por aya una dama muy anciana. Esta era 
muy maestra y me enseñó sesenta reglas de su 
ciencia , por cuyo medio podría en un instante 
trasladar vuestra capital al medio del Océano ó 
mas allá del Cáucaso. Así conozco todas las per- 
sonas que están encantadas , solo con verlas , y 
también sé quienes son y por quien fueron re- 
ducidas á su nuevo estado. No estrañeis pues si 



al punto he conocido á este príncipe , á pesar 
del hechizo qué le imposibilita el presentarse 
tal cual es naturalmente. — Hija mia,» dijo el 
sultán, «notecreia tan entendida. — Señor,» 
respondió la princesa , « estas son curiosidades 
que conviene saber, pero me ha parecido que 
no debiera jactarme de ellas. —Siendo así,» pro- 
siguió el sultán , «fácilmente podrás deshacer el 
ensalmo del príncipe. — Sí señor,» repúsola 
princesa , ((puedo volverle á su forma anterior, 
-r- Vuélvesela pues ,» interrumpió el sultán, «no 
pudieras darme mayor gusto , pues quiero que 
sea mi gran visir y también tu esposo. — Señor,» 
dijo la princesa, «estoy pronta á obedeceros en 
todo cuanto queráis mandarme. » 

Al decir estas palabras , advirtió Cheherazada 
que habia amanecido , y suspendió la historia 
del segundo calendo. Chahriar , creído de que 
en lo restante no seria menos agradable que has- 
ta entonces, determinó oir la conclusión al día 
siguiente. 



NOCHE I. 



A la hora acostumbrada , Dinarzada llamó á 
la sultana diciéndole : « Hermana mia , si no 
duermes , cuéntanos por fineza como la Reina 
de hermosura volvió al segundo calendo á su es- 
tado natural. — Vais á saberlo , » respondió Che- 
herazada. « El calendo prosiguió así su narración: 

«La Reina de hermosura fué á su aposento y 
trajo un cuchillo que tenia algunas palabras he- 
breas grabadas en la hoja. Luego nos hizo bajar 
al sultán , al eunuco mayor , al esclavo y á mí á 
un patio secreto del palacio , y allí dejándonos 
bajo la galería que lo circuía , se adelantó al cen- 
tro del patio en donde fué delineando un gran 
círculo y algunas palabras con caracteres árabes 
antiguos y otros llamados de Cleopatra. 

«Guando hubo acabado y dispuesto el círculo 
del modo que lo deseaba , se colocó en el cen- 
tro , hizo algunos conjuros y recitó versículos 
del Alcorán. Insensiblemente se fué oscurecien- 
do el ambiente , de modo que parecía de noche 
y como si la máquina del mundo estuviese á 
punto de dislocarse. Quedamos todos despavo- 



ridos , con especialidad cuando vimos aparecer 
de repente al jenio nieto de Eblis bajo la forma 
de un león de ajigantada corpulencia. 

«Luego que la princesa vio al monstruo , le 
dijo : «Perro inmundo , ¡ te atreves á presentar- 
te bajo esa forma horrorosa, cuando debieras 
humillarte delante de mí ! ¿ Por ventura crees 
amedrentarme ? — ¿ Y cómo te atreves tú , » re- 
plicó el león, « á faltar al convenio hecho y con- 
firmado con un solemne juramento de no perju- 
dicarnos ni hacernos daño uno á otro? — ¡ Ah 
maldito !» replicó la princesa , «á mí me toca el 
reconvenirte. — Pronto quedarás recompensa- 
da, » interrumpió el león , « de la molestia que 
me has dado en volver aquí. » Y diciendo esto, 
abrió una espantosa boca y se abalanzó á ella 
para devorarla ; pero la princesa estaba sobre sí 
y dio un salto hacia atrás, con lo cual tuvo tiem- 
po de arrancarse un cabello , y pronunciando dos 
ó tres palabras, se trasformó en un acero afilado 
que cortó al león en dos partes por medio del 
cuerpo. 



CUENTOS ÁRABES. 



85 



«Desaparecieron las dos partes del león, y 
solo quedó la cabeza , que se convirtió en un es- 
corpión. Al punto la princesa se trasformó en 
serpiente y trabó lid reñida con el escorpión, el 
cual siendo inferior, tomó la forma de un águila 
y echó á volar. Pero la serpiente se trasformó 
en una águila negra mas poderosa y la persiguió. 
Pronto los perdimos á entrambos de vista. 

«Poco después se abrió la tierra delante de 
nosotros y salió un gato negro y blanco cuyo 
pelo estaba todo erizado y que maullaba con es- 
pantoso desentono. Siguióle un lobo negro que 
no le daba tregua. El gato estrechado se convir- 
tió en gusano y se halló cerca de una granada 
que por casualidad habia caido de un granado 
plantado á las orillas de un arroyo. Este gusano 
traspasó al punto la granada y se ocultó en ella. 
Entonces empezó á hincharse la granada y llegó 
á ser tan gruesa como una calabaza , se levantó 
sobre el tejado de la galería , desde donde , des- 



pués de haber dado alguuas vueltas, cayó al pa- 
tio y se estrelló en mil trozos. 

«El lobo , que entretanto se habia trasforma- 
do en gallo , se echó sobre los granos de la gra- 
nada y empezó á comérselos uno tras otro. Cuan- 
do hubo acabado vino hacia nosotros con las 
alas tendidas , y metiendo mucho cacareo como 
para preguntarnos si no habia quedado algún 
grano. No obstante habia quedado uno á la ori- 
lla de la corriente , y habiéndolo advertido al 
volverse , se abalanzó prontamente ; pero cuan- 
do estaba á punto de picarlo , cayó el grano en 
el arroyuelo y se convirtió en pez...» . «Pero ya 
es de dia , señor , » dijo Cheherazada, « y á no 
ser así , estoy convencida de que vuestra majes- 
tad hubiera tenido sumo gusto en oir lo que falta 
por contar. A estas palabras calló , y el sultán 
se levantó embargado con tamaños aconteci- 
mientos, que le infundieron sumo anhelo é impa- 
ciencia por saber la conclusión de aquella historia. 



NOCHE LI. 



A la mañana siguiente Dinarzada interrumpió 
el sueño á la sultana diciéndole : « Hermana , si 
no duermes , te ruego que prosigas aquella his- 
toria tan peregrina que ayer no pudiste concluir. 
Ansiando estoy saber en que vendrán á parar 
todas aquellas trasformaciones. » Repasó en su 
memoria Cheherazada el punto en que habia 
quedado , y luego , encarándose con el sultán, 
« Señor ,» le dijo , « asi prosiguió su historia el 
segundo calendo : 

« El gallo se arrojó al canal y se trasformó en 
sollo , que persiguió al pececillo. Estuvieron am- 
bos dos horas enteras debajo del agua , y no 
sabíamos qué era de ellos f cuando oimos alari- 
ridos espantosos que nos estremecieron. De allí 
á poco vimos al jenio y la princesa cubiertos de 
fuego. Se arrojaron uno á otro llamas por la boca 
hasta que se asieron , y entonces los dos fuegos 
se aumentaron y arrojaron un humo denso y lla- 
mas que se levantaron por los aires. Temimos 
con razón que incendiasen todo el palacio , pero 
pronto tuvimos mayor motivo de temor, porque 
el jenio habiéndose desprendido de la princesa, 



se acercó á la galería en donde estábamos y nos 
sopló llamaradas de fuego. Éramos perdidos , si 
la princesa acudiendo á nuestro auxilio no le 
obligara con sus voces á alejarse y precaverse 
de ella. No obstante, por grande que fuese su 
dilijencia , no pudo estorbar que se le quemase 
la barba al sultán , que el jefe de los eunucos 
quedase abrasado en el acto , y que entrándome 
una chispa en el ojo derecho , me dejage tuerto. 
El sultán y yo aguardábamos la muerte , pero 
pronto oimos vocear : « Victoria , victoria , » y 
vimos á la princesa en su forma natural y al je- 
nio reducido á un montón de cenizas. 

« Acercóse á nosotros la princesa , y para no 
perder tiempo pidió una taza llena de agua que 
le trajo el esclavo á quien ningún daño habia 
hecho el fuego. Tomóla , y dichas algunas pala- 
bras , me la echó encima añadiendo : « Si eres 
mono por encanto, muda de forma y recobra la 
que antes tenias. » Apenas acabó estas palabras, 
cuando volví á ser hombre tal cual lo era antes 
de mi trasformacion ; pero con un ojo menos. 
,. «Iba ansioso á dar gracias á la princesa, pe- 



86 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



C, 



ro esta, sin darme tiempo, se encaminó al sultán 
su padre y le dijo: « Señor, he alcanzado la vic- 
toria sobre el jenio como vuestra majestad aca- 
ba de ver, pero me cuesta muy cara, pues solo 
me quedan algunos momentos de vida , y no 
tendréis la satisfacción de efectuar el enlace que 
teníais ideado. Me ha penetrado el fuego en es- 
ta lid terrible, y conozco que me va consumien- 
do. No sucediera esto , si hubiera advertido el 
último grano de la granada y lo hubiera tra- 
gado como los demás cuando estaba trastorna- 
da en gallo. El jenio se había refujiado allí co- 
mo en su líltimo reducto , y de allí dependía el 
paradero del trance , que hubiera sido feliz y 
sin continjencia para mí. Este yerro me ha pre- 



cisado á valerme del fuego y pelear con aquellas 
poderosas armas , como lo hice entre cielo y 
tierra y en presencia vuestra. A pesar del po- 
derío y la esperiencia del jenio, le hice ver que 
sabia mas que él; le he vencido y reducido á 
cenizas. Sin embargo no puedo librarme de la 
muerte que me acosa.» 

Aquí suspendió Cheherazada la historia del 
segundo calendo y dijo al sultán : « Señor , 
apunta el día , y no me es permitido decir 
mas-, pero si vuestra majestad me permite vi- 
vir hasta mañana, sabrá la conclusión de to- 
da la historia.» Consintió en ello Chahriar , y 
se levantó según costumbre para atender á los 
negocios de su imperio. 



NOCHE III. 



Poco antes del dia , Dinarzada despertóla la 
sultana diciéndole; «Mi querida hermana, si es- 
tás despierta, te ruego que concluyas la historia 
del segundo calendo. » Cheherazada tomó al 
punto la palabra y prosiguió así su narración: 

El calendo continuó diciendo á Zobeida: « Se- 
ñora, luego que la Reina de hermosura concluyó 
la narración de su pelea , el sultán le dijo con 
tono que denotaba el dolor agudísimo que le 
estaba traspasando : « Hija mía , ya ves en que 
estado está tu padre. \ Ay de mi ! no sé cómo 
todavía vivo. El eunuco tu ayo ha muerto , y el 
príncipe que acabas de desencantar ha perdido 
un ojo.» No pudo proseguir, porque las lágri- 
mas, suspiros y sollozos anudaron su voz. Su 
hija y yo, conmovidos con su conflicto, le acom- 
pañamos en su llanto. 

«Mientras nos hallábamossin consuelo, la prin- 
cesa empezó á vocear: « ¡Que me abraso ! ¡queme 
abraso ! » Sintió que el fuego que la consumia se 
habia apoderado al fin de todo su cuerpo, y no ce- 
só en sus alaridos hasta que la muerte puso tér- 
mino á tan intolerables padecimientos. Intensí- 
simo era aquel fuego, pues en pocos momentos 
quedó reducida á cenizas como el jenio. 

«Arduo, Señora, me fuera el espresaros has- 
ta que estremo me enterneció tan aciago espec- 
táculo. Hubiera preferido ser toda mi vida mo- 



no ú perro á ver á mi bienhechora muerta de 
un modo tan desastrado. Por su parte el sultán, 
desconsolado mas de cuanto cabe imajinar , 
exhaló lastimeros gritos golpeándose cabeza y 
pecho hasta que rendido á su desesperación, se 
desmayó y me hizo temer por su vida. 

« Entretanto los eunucos y oficiales de pala- 
cio acudieron á las voces del sultán, á quien les 
costó hacer volver de su desmayo. Ni él ni yo 
necesitamos hacerles una larga narración de 
aquel acontecimiento, para persuadirles del do- 
lor que sentíamos, pues harto se lo estaban ma- 
nifestando los dos montones de cenizas é que 
habían quedado reducidos el jenio y la prince- 
sa. Como el sultán apenas podia sostenerse, tuvo 
que apoyarse en ellos para llegar á su aposento. 

«Luego que se divulgó por el palacio y la 
ciudad la noticia de tan trájico acontecimiento, 
lloraron todos la desgracia de la Reina de her- 
mosura y vistieron luto durante siete dias. Hi- 
riéronse además muchas ceremonias, arrojando 
al aire las cenizas del jenio, y recojiendo las de 
la princesa en una urna preciosa para conser- 
varlas en un magnífico mausoleo edificado en el 
sitio mismo donde se habían recojido. 

« El pesar que sintió el sultán por la pérdida 
de su hija le causó una enfermedad que le obli- 
gó á guardar cama durante un mes. Aun no se 



'CUENTOS ARARES. 



87 



hallaba del todo restablecido , cuando me man- 
dó llamar: «Príncipe, escuchad,» me dijo, «la 
orden que voy á daros , y ejecutadla , pues en 
ello os va la vida.» Asegúrele que la obedecería 
puntualmente, y entonces prosiguió de este mo- 
do: «Toda mi vida he gozado de cabal felicidad, 
y jamás ha venido á empañarla el menor con- 
tratiempo; aventó vuestra llegada toda mi ven- 
tura : han muerto mi hija y el gobernador , su 
ayo , y milagro es que yo esté vivo. Sois cau- 
sador de todas estas desventuras , de las que es 
imposible que me consuele. Por lo tanto reti- 
raos en paz y pronto, pues yo mismo pereciera, 
si permanecieseis aquí por mas tiempo, porque 
éfctoy persuadido de qué vuestra presencia es 
de mal agüero: esto es todo cuanto tengo que 
deciros, idos , no volváis á presentaros en mis 
estados, pues ninguna consideración pudiera 
contrarestar vuestro castigo.» Quise hablar, pe- 
ro me cerró la boca con espresiones airadas , y 
tuve que alejarme de su palacio. 

«Desechado, desamparado de todos y no sa- 
biendo qué partido tomar , entré en un baño 
antes de salir de la ciudad , en donde me afei- 
taron barba y cejas, y vestí el traje de calendo. 
Luego emprendí mi camino llorando, no mi 
desgracia , sino la muerte que habia ocasionado 



á aquellas hermosas princesas. Atravesé muchos 
países sin darme á conocer, y finalmente determi- 
né pasar á Bagdad con la esperanza de que presen- 
tándome al caudillo de los creyentes , le move- 
ría á compasión refiriéndole mis estrañas aven- 
turas. Llegué esta noche, y la primera persona 
que encontré al entrar en la ciudad, fué el ca- 
lendo nuestro hermano que habló antes que yo. 
Lo demás ya lo sabéis, señora, y porqué me 
hallo en vuestra casa. » 

Cuando el segundo calendo hubo concluido 
su historia , Zobeida prorumpió : « Está muy 
bien; retiraos á donde queráis , yo os lo permi- 
to.» Pero el calendo en vez de marcharse, rogó 
también á la dama que le concediese el mismo 
favor que al primer calendo , junto al cual se 

sentó Al acabar estas palabras, Cheherazada 

dijo : « Señor , ya es de dia , y no me es dado 
proseguir. No obstante me atrevo á aseguraros 
que , por agradable que sea la historia del se- 
gundo calendo, la del tercero no es menos her- 
mosa : consúltese vuestra majestad , y vea si 
quiere tener la paciencia de oiría.» El sultán, de- 
seosísimo de saber si era tan asombrosa como 
la última, determinó conceder aun algunos dias 
de vida á Cheherazada , aunque ya estaba aca- 
bado el plazo que le habia otorgado. 



NOCHE Lili. 



Al acabarse la noche siguiente, Dinarzada di- 
rijió estas palabras á la sultana : « Mi querida 
hermana , si no duermes , te ruego que antes 
del amanecer me cuentes alguno de esos her- 
mosos cuentos que sabes. — Quisiera saber la 
historia del tercer calendo , » dijo entonces 
Chrahiar. a Señor,» respondió Cheherazada, 
«al punto vais á ser obedecido ; » y añadió así: 
« Viendo el tercer calendo que le tocaba hablar, 
se encaró con Zobeida y empezó su historia en 
estos términos : 

HISTORIA DEL TF.RCER CALENDO, HIJO DE REY. 

<( Muy alia señora , lo que voy á referiros di- 
fiere mucho de lo que acabáis de oir. Los dos 



príncipes que han hablado antes que yo han per- 
dido cada uno un ojo , efecto de su destino , y 
yo he perdido el mió por mi culpa y buscando 
mi propia desventura , como sabréis por el hilo 
de mi historia. 

« Me llamo Ajib (1 ) y soy hijo de un rey que 
se llamaba Casib. A su muerte tomé posesión de 
sus estados y fijé mi residencia en la misma ciu- 
dad donde habia vivido. Esta población se halla 
situada á orillas del mar , tiene un puerto her- 
moso y seguro con un arsenal bastante grande 
para facilitar el armamento de ciento y cincuen- 
ta buques de guerra , equipar cincuenta mer- 
cantes é igual número de fragatas lijeras para 

.1' Ajih rn Árabe significa maravilloso. 



88 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



los paseos y diversiones por mar. Muchas her- 
mosas provincias componían mi reino en la tier- 
ra firme , y gran número de islas grandiosas, 
casi todas situadas á la vista de mi capital. 

<( En primer lugar , visité las provincias , y 
luego mandé armar y equipar toda mi escuadra 
y desembarqué en todas las islas para granjear- 
me con mi presencia el amor de mis subditos 
y afianzarlos en sus deberes. De allí á algún 
tiempo emprendí nuevos viajes , los cuales , al 
paso que me dieron cierto conocimiento en la 
navegación , me hicieron cobrar tanta afición á 
navegar , que determiné hacer descubrimientos 
mas allá de mis islas. Al intento , mandé habili- 
tar diez bajeles , con los cuales di la vela. 

a Nuestra navegación fué próspera por espa- 
cio de cuarenta dias consecutivos ; pero en la 
noche del cuarenta y uno ó siguiente , se volvió 
el viento tan contrario y aun recio , que nos vi- 
mos á punto de naufragar en medio de una es- 
pantosa borrasca. No obstante , al rayar el dia 
calmó el viento , desaparecieron las nubes , y 
habiéndose serenado el tiempo al salir el sol, to- 
camos en una isla , en donde nos detuvimos dos 
diaspara hacer víveres, y habiéndolo efectuado, 
nos hicimos otra vez á la mar. Al cabo de diez 
dias de navegación , empezamos á confiar que 
veríamos tierra , porque la borrasca que había- 
mos padecido me habia retraído de mi intento, 
y habia hecho seguir el rumbo hacia mis esta- 
dos , cuando advertí que el piloto no sabia en 
dónde nos hallábamos. Con efecto , al décimo 
dia , un marinero que estaba á la descubierta en 
la punta del palo mayor , dijo que á derecha é 
izquierda no se veia mas que cielo y agua , pero 
que delante de él , hacia la proa , habia obser- 
vado un punto negro. 

« A estas palabras , el piloto perdió el color, 
y arrojó con una mano el turbante sobre la cu- 
bierta , mientras que lastimándose el rostro con 
la otra , esclamaba : « ¡ Ah señor , estamos per- 
didos ! ninguno de nosotros puede librarse del 
peligro en que nos hallamos , y á pesar de mi 
esperiencia , no está en mi mano nuestro salva- 
mento. » Diciendo esto , prorumpió de nuevo 
en llanto como un hombre que conceptuaba su 
pérdida inevitable , y su desesperación cundió 
por toda la tripulación despavorida. Pregúntele 
qué motivo tenia para desesperarse así. «¡ Ay de 
mí ! señor , » respondió, « la tempestad que he- 
mos padecido nos ha estraviado en tal manera 
de nuestro rumbo , que mañana á las doce nos 
hallaremos junto á aquel punto negro , que es 
una montaña , en la que hay una mina de imán, 
la cual desde ahora atrae toda vuestra escuadra 
en razón á los clavos y herraje que entran en la 



construcción de los buques. Cuando estemos ma- 
ñana á cierta distancia , la fuerza del imán será 
tan violenta , que todos los clavos se despren- 
derán é irán á pegarse á la montaña; vuestros 
bajeles se harán trozos y se irán á pique. Como 
el imán tiene la virtud de atraer á sí el hierro y 
fortificarse con esta atracción , esta montaña es- 
tá cubierta por la parte del mar con los clavos 
de, infinitos bajeles que ha hecho naufragar , lo 
cual conserva y aumenta aquella virtud (1). 

u Esta montaña ,» prosiguió el piloto , « es 
muy escarpada , y en su cima hay una cúpula 
de bronce fino sostenida por columnas del mis- 
mo metal ; en lo alto de la cúpula asoma un ca- 
ballo también de bronce , en el que hay monta- 
do un jinete que tiene el pecho abroquelado con 
una lámina de plomo en la que están grabados 
caracteres talismánicos. Es tradición, señor, 
que esta estatua es la causa principal de la pér- 
dida de tantas embarcaciones y hombres sumer- 
jidos en aquel sitio , que no cesará de ser funesto 
á todos cuantos tengan la desgracia de acercarse 
á ella hasta que yazca en el suelo. » 

« Luego que el piloto habló así , renovó su 
llanto , y sus lágrimas escitaron las ele toda la 
tripulación. Yo mismo creí que era llegada mi 
última hora. Sin embargo , cada cual , atendien- 
do á su conservación , empezó á tomar todos los 
resguardos posibles, y en la incertidumbre del 
suceso , se nombraron herederos unos de otros 
por testamento á favor de los que se salvasen. 

« A la mañana siguiente vimos claramente la 
montaña negra , y la aprensión que teníamos con 
ella nos la hizo parecer mas espantosa de lo que 
era en realidad. A Jas doce nos hallamos tan cer- 
ca , que esperimentamos lo que el piloto nos ha- 
bia pronosticado. Vimos volar los clavos y de- 
más herraje de la escuadra hacia la montaña, 
en donde se encajaron con horroroso estruendo 
por la violencia de la atracción. Los bajeles se 
abrieron y hundieron en el mar , que era tan 
hondo en aquel sitio, que no hubiéramos podido 
hallar con la sonda la profundidad. Todos los 
que iban conmigo se ahogaron ; pero Dios se 



(1) El suceso de la montaña de imán se encuentra en un 
poema escrito en versos alemanes, titulado Historia del 
duque Ernesto de naviera, cuyo autor es Enrique de 
Weldeck, poeta que escribía é Anes del siglo duodécimo. 
(Véase el análisis de este poema dado & luz ¡x)r Weber en 
el tomo ni de la obra titulada Metrical romances of the 
thirteenth fourteenth and fifteenth centuries, p. 3Í0.) El 
mismo suceso se halla en la antigua novela francesa titu- 
lada : Descripción, forma é historia del noble caballero 
Berino y del valiente y muy caballeresco campeón Ai- 
gres del Irnan, su hijo. El cuento de la montaña de imán , 
cuyo oríjen oriental es indisputable, parece haber gustado 
mucho á les romanceros de la edad media, y las novelas 
que acabamos de citar no son las únicas en que se en- 
cuentra esta ficción. 




apiadó de mí y permitió que me salvase , asien- 
do una tabla que fué impelida por el viento hasta 
la falda del monte. No me hice ningún daño, ha- 
biendo tenido la dicha de aportar en un paraje 
donde habia gradas para subir á la cumbre. » 



Cheherazada quería proseguir su narración, 
pero la luz que asomó la hizo callar. £1 sultán 
juzgó por el principio que la sultana no le habia 
engañado, y así no hay que estrañar que no le 
mandase dar muerte aquel dia. 



NOCHE IIV. 



a En nombre de Dios , hermana mia ,» escla- 
mó Dinarzada , « si no duermes , te ruego que 
prosigas la historia del tercer calendo. — Mi que- 
rida hermana ,» respondió Cheherazada, «he 
aquí cómo el príncipe fué prosiguiendo : 

« A vista de aquellas gradas, porque no habia 



terreno á derecha ni izquierda en donde pudie- 
ra ponerse el pié , y por consiguiente salvarse, 
di gracias á Dios é invoqué su santo nombre al 
empezar á subir. La escalera era tan angosta, y 
pendiente y difícil, que si el viento hubiera sido 
fuerte , me hubiera precipitado en el mar. Pero 



90 



LAS MIL Y IAA .NOCHES 



al fin llegué á lo alto sin tropiezo , entré debajo 
de la cúpula , y postrándome hasta el suelo , di 
gracias á Dios por la merced que me había hecho. 

« Pasé la noche bajo la cúpula , y mientras 
dormía , se me apareció un venerable anciano y 
me dijo : «Escucha , Ajib, cuando te despiertes, 
cava la tierra bajo tus plantas ; hallarás un arco 
de bronce y tres flechas de plomo fabricadas 
bajo ciertas constelaciones para librar al jénero 
humano de tantos males como le amenazan. Dis- 
para las tres flechas contra la estatua : el jinete 
caerá en el mar , y el caballo de tu lado , y lo 
enterrarás en el mismo sitio de donde hayas sa- 
cado el arco y las flechas. Hecho esto , se albo- 
rotará el mar y subirá hasta la cúpula á la altura 
del monte. Entonces aportará una lancha en la 
que no habrá mas que un hombre con un remo 
en cada mano. Este hombre será de bronce, 
pero diferente del que habrás derribado. Embár- 
cate con él sin pronunciar el nombre de Dios, y 
déjate llevar. En diez dias te conducirá á otra 
mar , en donde hallarás medios para volver sano 
y salvo á tu país , ton tal qup no pronuncies, 
como ya te dije, el nombre de Dios durante todo 
el viaje. » 

« Tales fueron las palabras del anciano , y al 
punto que me disperté , me sentí muy consolado 
de esta visión , y no dejé de hacer lo que el an- 
ciano me había mandado. Desenterré el arco y 
las flechas , que disparé contra el jinete. A la 
tercera le derribé al mar , y el caballo cayó de 
mi lado. Lo enterré en el lugar en que habia ha- 
llado el arco y las flechas , y entretanto el mar 
fué creciendo poco á poco hasta que llegó al pié 
de la cúpula , á la altura de la montaña , y en- 
tonces vi á lo lejos una lancha que se encamina- 
ba hacia mí. Di gracias á Dios , viendo que los 
lances iban sucediendo conforme al sueno que 
habia tenido. 

« Al fin llegó aquella lancha , y en ella el 
hombre de bronce tal cual me lo habían descri- 
to. Me embarqué , guardándome , no solo de 
pronunciar el nombre de Dios , sino también de 
decir una palabra. Sentéme, y el hombre de 
bronce volvió á remar alejándose de la monta- 
ña , lo cual hizo hasta el día nono en que divisé 
unas islas , vista que me hizo confiar que pron- 
to estaría libre del peligro que temía. Con el 
rapto de mi alegría olvidé lo que me habían pro- 
hibido , y esclamé : ¡Bendito y loado sea Dios! 

« Apenas hube dicho estas palabras, cuando 
se sumerjió la lancha en el mar con el hombre 
de bronce. Quedé sobre el agua y nadé el resto 
del día hacia la tierra, que me pareció mas cer- 
cana. Una oscurísima noche sucedió al dia, y 
como no sabia donde me hallaba, nadaba sin 



rumbo. Al fin empezaron á faltarme las fuerzas, 
y ya desesperanzaba de salvarme, cuando sopló 
el viento, y una ola mas crecida que un monte 
me arrojó á la playa en donde me dejó al reti- 
rarse. Apresúreme al punto á tomar tierra, por 
miedo de que otra ola volviese á arrebatarme, 
y lo primero que hice fué desnudarme, retor- 
cer mis vestidos empapados en agua, y tender- 
los para que se enjugasen sobre la arena, que 
aun se resentía del calor del sol. 

« Al dia siguiente acabaron de secarse mis 
vestidos, volví á ponérmelos, y me adelanté 
para reconocer en donde me hallaba. No hube 
andado mucho, cuando conocí que me hallaba 
en una isla desierta muy agradable, en la que 
habia toda clase de árboles frutales y silvestres. 
Pero noté que estaba muy distante de tierra, lo 
cual empañó en gran manera la alegría que 
sentía de haberme salvado del mar. Sin embar- 
go, ponia mi esperanza en Dios y mi suerte en 
sus manos, cuando divisé una embarcación que 
se dirijia de la tierra firme á toda vela hacia la 
isla en que me hallaba. 

« No dudando de que anclaría en ella, pero 
ignorando si los que en ella venían serian amigos 
ó enemigos, creí del caso el no presentarme á 
ellos. Trepé á un árbol frondoso, desde el que 
podía atalayar sus acciones sin ser visto, y á 
poco tiempo llegó la embarcación á una ense- 
nada, y desembarcaron diez esclavos, que lleva- 
ban una pala y otros instrumentos propios para 
cavar la tierra. Encamináronse hacia el centro 
déla isla, y allí se detuvieron, trabajaron la 
tierra por algún tiempo, y por sus movimientos 
juzgué que levantaban una trampa. Volvieron 
después al buque, desembarcaron muchos mue- 
bles y provisiones y las trasladaron al lugar 
donde habían cavado la tierra, y viéndolos bajar 
comprendí que habia allí algún subterráneo. 
Otra vez fueron á la embarcación, y á poco 
tiempo desembarcó un anciano que llevaba con- 
sigo un joven de catorce á quince años y muy 
gallardo. Bajaron todos por la trampa, y cuando 
volvieron á subir y la hubieron dejado caer y 
recubierto de tierra, dirijiéronse otra vez á la 
ensenada en donde estaba el bajel ; noté que el 
joven no iba con ellos, de lo que saqué en con- 
clusión que se habia quedado en el subterráneo, 
circunstancia queme causó suma estrañeza. 

« El anciano y los esclavos se embarcaron, y 
el buque se dirijió á la tierra firme. Luego qw> 
estuvieron lejos, bajé del árbol y me dirijí u\ 
paraje en donde habia visto cavar la tierra. 
Hice otro tanto hasta que hallando una losa 
cuadrada de tres pies, la levanté y vi que cubría 
la entrada de una escalera también de piedra. 



CUENTOS ÁRABES. 



91 



Bajé por ella y me hallé en un grande aposento 
en el que había una alfombra, un sofá y cojines 
de rica tela, sobre los que estaba sentado el 
joven con un abanico en la mano. Todo esto lo 
distinguí á la luz de dos bujías, como también 
frutas y tiestos de llores que estaban cerca 
de él. 

« Sobresaltóse el joven á mi vista, mas le 
dije al entrar para serenarle : « Señor, quien 
quiera que seáis, nada tenéis que temer ; un rey 
é hijo de otro, tal cual yo soy, es incapaz de 
haceros el menor daño. Al contrario, sin duda 



vuestra buena suerte ha querido que yo me 
hallase aquí para sacaros de este sepulcro en 
donde al parecer os han enterrado vivo por 
motivos que ignoro. Pero lo que me pasma y no 
puedo concebir (porque debo advertiros que 
presencié todo cuanto pasó desde que llegasteis 
á esta isla) , es que os hayáis dejado sepultar 

aquí sin resistencia » Al llegar aquí Chehe- 

razada, suspendió su narración, y el sultán se 
levantó impaciente por saber de donde pro venia 
el abandono del joven en una isla desierta, lo 
cual se prometió saber la próxima noche. 



NOCHE IV. 



Cuando fué hora, Dinarzada llamó á la sulta- 
na y le dijo : « Hermana, si no duermes, haznos 
el favor de proseguir la historia del tercer ca- 
lendo. » Cheherazada no aguardó á que se lo 
repitiera, y continuó asi : 

« Despejóse el joven con estas palabras, » 
dijo el tercer calendo, « y me rogó con ademan 
afable que me sentara á su lado, y habiéndolo 
hecho, me habló en estos términos : « Príncipe, 
voy á informaros de una particularidad que os 
asombrará por su estrañeza. Mi padre es un rico 
joyero que ha adquirido grandes bienes con su 
trabajo y habilidad en su profesión. Tiene gran 
número de esclavos y dependientes que hacen 
viajes por mar en buques de su propiedad, para 
mantener correspondencia con varias cortes á 
las que surte de pedrerías. 

a Tiempo hacia que estaba casado sin haber 
tenido hijos, cuando supo allá por sueños que 
tendría uno que no viviría mucho tiempo, lo 
cual le causó sumo dolor. A pocos dias mi ma- 
dre le anunció que estaba embarazada, y á los 
nueve meses me dio á luz, y mi nacimiento fué 
motivo de gran júbilo para la familia. 

<i Mi padre, que habia anotado el punto de 
mi nacimiento, consultó á los astrólogos, quie- 
nes le dijeron : « Vuestro hijo vivirá sin tropiezo 
hasta la edad de quince años. Pero entonces 
correrá riesgo de perder la vida y será difícil 
que se salve. No obstante si tiene la dicha de no 
morir en aquella edad , disfrutará larga exis- 



tencia. Al cumplir los quince años, añadieron, 
la estatua ecuestre de bronce que está en lo alto 
de la montaña de imán habrá sido derribada en 
el mar por el príncipe Ajib, hijo del rey Casib, 
y !o i astros denotan como aquel príncipe debe 
dar la muerte á vuestro hijo, cincuenta dias 
después. » 

« Como este vaticinio concordaba con el sue- 
ño de mi padre, se desconsoló entrañablemente, 
mas no por eso dejó deponer estremado esmero 
en mi educación hasta este año que es él décimo 
quinto de mi edad. Ayer supo que hace diez 
dias que el jinete de bronce fué arrojado al mar 
por el príncipe que acabo de nombrar, y esta 
noticia le costó tantas lágrimas y causó tal so- 
bresalto que está desconocido. 

« Según la predicción de los astrólogos, ha 
buscado todos los medios asequibles para burlar 
mi horóscopo y conservarme la vida. Tiempo 
hace que tomó la precaución de mandar cons 
truir esta habitación para que yo permaneciese» 
oculto en ella durante cincuenta dias, luego que 
supiera que la estatua yacia derribada. Como 
supo que lo habia sido diez dias atrás, ha venido 
prontamente á ocultarme aquí, prometiendo que 
dentro de cuarenta dias volverá á buscarme. En 
cuanto á mí, añadió , tengo alegres esperanzas, 
y no creo que el príncipe Ajib venga á buscar- 
me debajo de tierra en medio de una isla de- 
sierta. He aquí, señor, todo cuanto tengo que 
deciros. » 



92 



LAS MIL Y LINA NOCHES. 



« Mientras que el hijo del joyero me referia 
su historia, yo me burlaba interiormente de los 
astrólogos que habían pronosticado que le qui- 
taría la vida, y me sentía tan distante de verili- 
caria predicción, que apenas hubo acabado de 
hablar cuando le dije : « Amado señor , tened 
confianza en la bondad de Dios y nada temáis. 
Contad con que era una deuda que teníais que 
pagar y que desde ahora la habéis satisfecho. 
Contento estoy, después de haber naufragado, 
de que me halle felizmente aquí para defenderos 
contra cuantos intenten menoscabaros la vida. 
No os desampararé en estos cuarenta días, que 
os hacen temer las vanas conjeturas de los as- 
trólogos. Durante todo el plazo os haré cuantos 
servicios de mi dependan y aprovecharé la oca- 



asuntos hasta la noche y conocí que el joven era 
muy despejado. Comimos juntos de sus provi- 
siones ; había tantas que al cabode cuarenta dias 
hubieran sobrado, aun cuando hubiese habido 
otros huéspedes que yo. Después de cenar con- 
tinuamos conversando un rato y después nos 
acostamos. 

« Al dia siguiente cuando se levantó le pre- 
senté agua, se lavó, preparé la comida y serví 
cuando fué hora. Después de comer inventé un 
juego con que entretenernos, no solo aquel dia, 
sino también los siguientes. Dispuse la cena del 
mismo modo que habia arreglado la comida , 
cenamos y nos acostamos como la noche an- 
terior. 

« Tuvimos tiempo de estrecharnos en amis- 




sion de pasar á la tierra firme, embarcándome 
en vuestro buque, con permiso de vuestro pa- 
dre y el vuestro, y cuando esté de vuelta en mi 
reino, no olvidaré el servicio que os haya debido 
y procuraré manifestaros mi reconocimiento. » 
« Con estas palabras sosegué al hijo del joyero 
y me granjeé su confianza. Guárdeme muy bien, 
para no asustarle , de añadir que era yo aquel 
Ajib á quien tanto temia, y tuve sumo cuidado 
en no dejárselo maliciar. Conversamos de varios 



tad. Yo advertí que me profesaba mucho afecto, 
y por mi parte, fué tal el que le cobré , que me 
solía decir á mí mismo que eran unos imposto- 
res los astrólogos que habían pronosticado al 
padre que el hijo moriría en mis manos, pues 
no era posible que yo cometiera tan ruin vileza. 
Finalmente, señora, pasamos treinta y nueve 
dias amenísimos en aquel lugar subterráneo. 

« Llegó el cuadra jésimo, y el joven me dijo 
al despertarse con un júbilo que le enajenaba: 



CUENTOS ÁRABES. 



« Príncipe, ya he llegado á los cuarenta días 
y no he muerto , gracias á Dios y á vuestra 
buena compañía. Mi padre no dejará de mani- 
festaros su reconocimiento y proporcionaros 
todos los medios necesarios para que regreséis 
á vuestro reino. Pero entretanto os ruego que 
calentéis agua para que me lave el cuerpo, pues 
quiero asearme y mudar de traje para recibir 
á mi padre. » 

<( Puse el agua á calentar, y cuando estuvo 
pronta, llené el baño, el joven se metió en él, 
y yo mismo le lavé é hice friegas. Salió de él y 
se acostó en su cama, que estaba ya hecha , y le 
cubrí con la manta. Luego que hubo descansado 
y dormido un rato, « Príncipe, » me dijo» « ha- 
cedme el favor de traerme un melón y azúcar , 
.comeré un poco para refrescarme. » 

« Escojí el mejor de varios melones que 
nos quedaban , lo puse en un plato , y como 
no hallaba un cuchillo para cortarlo, pregunté 
al joven si sabia donde habia alguno. « Aquí 
hay uno, » me respondió, « en esta cornisa que 
está sobre mi cabeza. » Efectivamente hallé 
uno, pero me di tanta prisa para cojerlo , y 



cuando ya lo tenia en la mano se me enredó 
un pié en la manta y caí de tal modo sobre el 
joven, que le clavé el cuchillo en el corazón, 
quedando muerto en el acto. 

(c A esta vista, prorumpí en alaridos pavoro- 
sos, me malherí la cabeza, el rostro y el pecho, 
me rasgué los vestidos y me revolqué por el 
suelo con un dolor y pesar inesplicables. « ¡ Ay 
de mí ! » esclamé, « no faltaban sino algunas 
horas para que estuviera fuera del riesgo con- 
tra el cual habia buscado un asilo, y cuando yo 
confiaba que habia pasado todo peligro, soy su 
asesino y cumplo la predicción. Pero, señor, » 
añadí alzando las manos al cielo, « os pido per- 
don , y si soy culpado de su muerte, no me de- 
jéis vivir por mas tiempo. » 

Cheherazada tuvo que interrumpir esta fu- 
nesta relación, viendo que ya asomaba el dia. 
El sultán de las Indias se sintió conmovido y 
esperimentando cierto azoramiento por la suerte 
del calendo, se guardó muy bien de decretar la 
muerte de Cheherazada, que solo podía sacarle 
de aquella incertidumbre. 



NOCHE LYI. 



Dinarzada despertó á la sultana á la hora 
acostumbrada. «Hermana mia, » le dijo, « si no 
duermes, te ruego que nos refieras lo que suce- 
dió después de la muerte del joven. » Chehera- 
zada tomó al punto la palabra y habló así : 

«Señora, » prosiguió el tercer calendo vuelto 
á Zobeida, «después de la desgracia que aca- 
baba de sucederme , hubiera visto la muerte sin 
espanto, si se hubiese presentado delante de mí. 
Pero los bienes y los males no siempre llegan 
cuando los deseamos. 

« Sin embargo , reflexionando que mis lágri- 
mas y aflicción no restituirían la vida al joven , 
y que acabados los cuarenta dias , podría muy 
bien sobrecojerme su padre , salí del subterrá- 
neo, volví á colocar la losa sobre la entrada y la 
cubrí con tierra. 

«Apenas habia concluido, cuando tendí la 
vista al mar y divisé el bajel que venia á buscar 



al joven. Entonces, recapacitando sobre lo que 
debia hacer, dije para conmigo : « Si me llegan 
á ver, el anciano no dejará de mandar á sus es- 
clavos que se apoderen de mí , y acaso me ase- 
sinen cuando haya visto en qué estado se halla 
su hijo. Cuanto yo alegue para sincerarme no 
les persuadirá de mi inocencia. Mejor es que 
me oculte á su resentimiento, ya que puedo 
hacerlo. » 

« Habia cerca del subterráneo un árbol fron- 
doso cuyo denso ramaje conceptué á propósito 
para ocultarme. Trepé á él , y apenas me hube 
colocado de modo que no fuese visto, cuando vi 
anclar la embarcación en el mismo sitio que la 
vez primera. 

«El anciano" y los esclavos desembarcaron 
pronto y se adelantaron hacia el subterráneo en 
ademan de muy esperanzados; pero se inmuta- 
ron, y particularmente el anciano, cuando vie- 



n 



LAS MIL \ l NA NOCHES. 



ron la tierra recien movida. Levantaron la losa 
y bajaron. Llaman al joven por su nombre , no 
responde, crecen sus zozobras, le buscan y en- 
cuentran al fin tendido en su lecho con el cu- 
chillo en medio del corazón , porque no habia 
tenido valor para arrancárselo. A esta vista, 
prorumpen todos en alaridos lastimeros, que 
renuevan mi quebranto. El anciano cae des- 
mayado, y sus esclavos, para hacerle respirar 
el ambiente, lo sacan arriba en brazos y lo sien- 
tan al pié del árbol en que yo me hallaba. Pero 
ú pesar de todos sus afanes, aquel desventurado 
padre permanece por mucho rato en aquel es- 
lado, desesperanzando á veces de que vuelva 
en sí. 

« Sin embargo lo consiguen al fin, y entonces 
traen el cuerpo de su hijo, vestido con su mejor 



traje, y luego que estuvo abierta la huesa, le 
sepultan en ella. £1 anciano , sostenido por dos 
esclavos y el rostro anegado en llanto , le echa 
ante todos un poquillo de tierra , y tras esto los 
esclavos terraplenan la huesa. 

« Hecho esto , se llevan los muebles del sub- 
terráneo y embarcan las provisiones que resta- 
ban. Luego, como el anciano ya no puede 
tenerse en pié, le colocan en una especie de an- 
garillas y le trasladan al bajel que vuelve á dar 
la vela. En poco tiempo se aleja de la isla y lo 
pierdo de vista. » El dia asomaba ya en el apo- 
sento del sultán de las Indias , y Cheherazada 
hubo de suspender su narración. Chahriar se 
levantó como solia. y nada dispuso contra la vida 
de la sultana, á quien dejó con Dinarzada. 



NOCHE LYII. 



Al dia siguiente antes del amanecer, Dinar- 
zada dirijió á la sultana estas palabras : « Mi 
querida hermana , si no duermes, te ruego que 
prosigas las aventuras del tercer calendo. — 
Habéis de saber, hermana, » respondió Chehe- 
razada, a que este príncipe continuó refirién- 
dolas así á Zobeida y á los demás que con ella 
estaban : 

« Después de la partida del anciano , los es- 
clavos y el bajel, quedé solo en la isla ; pasaba 
la noche en el subterráneo que permaneció 
descubierto , y de dia me paseaba por la isla, 
deteniéndome en los parajes mas propios para 
descansar cuando lo necesitaba. 

« Esta angustiosa vida duró un mes , y al 
cabo de este tiempo advertí qué el mar dismi- 
nuía considerablemente, que la isla era mayor, 
y que la tierra firme estaba muy cerca. Con 
erecto, menguaron las aguas de tal modo que ya 
solo quedaba un cortísimo paso de mar entre la 
tierra firme y mi mansión. Lo atravesé con agua 
hasta la rodilla , caminé mucho tiempo sobre la 
arena, y ya me hallaba algo distante del mar en 
un terreno mas firme , cuando divisé á lo lejos 
una hoguera, lo cual me llenó de regocijo. Al 
fin hallaré hombres , decía entre mí , pues no 
cabe que ese fuego se haya encendido por sí 



mismo. Pero al paso que me acercaba, mi yerro 
se desvanecía, y pronto conocí que lo que habia 
tenido por una hoguera se reducía á un castillo 
de cobre encarnado que los rayos del sol hacían 
aparecer á lo lejos como si estuviera encendido. 

« Detúveme cerca de aquel castillo y me senté 
con objeto de considerar su peregrina construc- 
ción y para reponerme del cansancio. Aun no 
habia puesto en aquella magnífica mansión toda 
la atención que merecía, cuando vi diez jóvenes 
gallardos que al parecer venían de paseo ; pero 
lo que estrañé en gran manera fué que eran 
todos tuertos del ojo derecho. Acompañaban á 
un anciano de alta estatura y aspecto venerable. 

« Quedé atónito al tropezar con tantísimos 
tuertos juntos, y todos del mismo ojo, y mien- 
tras estaba yo recapacitando como podían ha- 
berse reunido , se me acercaron y manifestaron 
alegría en verme. Hechos los primeros cumpli- 
mientos , me preguntaron lo que allí me traia, 
y les respondí que mi historia era algo larga, y 
que si querían tomarse la molestia de sentarse, 
les complacería en lo que deseaban. Hiciéroolo 
así, y les referí lo que me habia sucedido desde 
mi salida de mis estados hasta entonces, lo cual 
les causó suma estrañeza. 

« Luego que hube acabado mi narración , 



CIENTOS ÁRABES. 



95 



aquellos jóvenes señores me rogaron que en- 
trase con ellos en el castillo. Admití su oferta , 
atravesamos gran número de salas, aposentos y 
gabinetes primorosamente alhajados , y llega- 
mos á un gran salón en donde habia diez pe- 
queños sofaes azules y separados, ya para sen- 
tarse y descansar de dia, como para dormir de 
noche. En el centro de la habitación habia otro 
sofá un tanto mas bajo y del propio color, en el 
que se sentó el anciano de que he hablado , y 
los jóvenes señores se sentaron en los otros diez. 
« Como en cada sofá solo cabía una persona, 
uno de aquellos jóvenes me dijo : « Amigo, sen- 
taos en la alfombra y no os informéis de lo que 
hagamos ni tampoco porqué somos todos tuer- 
tos del ojo derecho : contentaos con ver, y no 
subáis de punto vuestra curiosidad. » 

« El anciano no permaneció mucho tiempo 
sentado. Se levantó y salió, pero volvió pocos 
momentos después trayendo la cena de los diez 
señores , á cada uno de los cuales distribuyó 
su porción. Sirvióme también la mia , que comí 
solo á ejemplo de los demás, y terminada la co- 
mida, el mismo anciano nos fué presentando á 
cada uno una copa de vino. 

« Mi historia les habia parecido tan peregrina, 
que al acabarse la cena, me la hicieron repetir 
y les dio motivo á una conversación que duró 
gran parte de la noche. Uno de los señores, re- 
flexionando que era tarde, dijo al anciano : « Ya 
veis que es hora de acostarse, y no nos traéis 
con que acudir á nuestro instituto. » A estas pa- 
* labras , el anciano se levantó, entró en un ga- 
binete, del que salió con diez copas en la cabeza, 
una tras otra y cubiertas todas con un paño 
azul, colocando una con una vela delante de cada 
señor. 

« Descubrieron las copas en las que habia 
ceniza, carbón en polvo y negro humo , que 
después de haber mezclado, empezaron á echarse 
por el rostro y la cabeza , de modo que causa- 
ban espanto. Después de haberse tiznado de 
aquel modo, empezaron á llorar golpeándose el 
pecho y la cabeza y repitiendo : « He aquí el 
fruto de nuestra ociosidad y nuestras disolu- 
ciones. » 

« Pasaron casi toda la noche en esta estraña 
ocupación , y al fin la interrumpieron. El an- 
ciano les trajo agua con que se laxaron rostro y 
manos ; se quitaron también los vestidos y to- 
maron otros , de modo que no se conocia que 
hubiesen hecho las estrañezas que acababa de 
presenciar. 

« Juzgad, señora, cuánto me violentaría en 
todo aquel rato. Mil veces estuve á punto de 
quebrantar el silencio que aquellos señores me 



habían impuesto, para hacerles preguntas, y me 
fué imposible dormir lo restante de la noche. 

«Al dia siguiente, luego que nos levantamos, 
salimos al descampado , y entonces les dije : 
« Señores, os declaro que me desentiendo de la 
ley que ayer me -impusisteis , no me cabe guar- 
darla. Me habéis dado á conocer que sois hom- 
bres sensatos y de mucho talento, y sin embargo 
os he visto hacer jestiones de que solo serian 
capaces unos insensatos. Cualquiera que sea la 
desventura que me suceda , no puedo dejar de 
preguntaros porqué os habéis rociado el rostro 
con ceniza, carbón y negro humo, y finalmente 
porqué no tenéis todos sino un ojo. Preciso es 
que lo haya ocasionado alguna estrañeza, y por lo 
tanto, os suplico que contentéis mi curiosidad. » 
Nada respondieron á mis instancias , sino que 
lo que yo preguntaba en nada me correspondía, 
que no debia interesarme y que me mantuviese 
quieto. 

« Pasamos todo el dia conversando de asuntos 
indiferentes, y llegada la noche, después de ha- 
ber cenado todos separadamente , el anciano 
volvió á traer las copas con los paños azules , 
los jóvenes se rociaron, lloraron, y golpeándose 
esclamaron : « He aquí el fruto de nuestra ocio- 
sidad y nuestras disoluciones. » Otro tanto hi- 
cieron al dia siguiente y en los sucesivos. 

« Al lin, no pudiendo resistir á mi curiosidad, 
les supliqué ya formalísimamente que la satis- 
ficiesen ó me enseñasen por qué camino podría 
regresar á mi reino, porque no podia permane- 
cer por mas tiempo con ellos y presenciar todas 
las noches un espectáculo tan desatinado , sin 
que me cupiera saber los motivos. 

a Uno de los señores me respondió por los 
demás : « No estrañeis nuestras rarezas ; si hasta 
ahora no hemos accedido á vuestras súplicas, 
ha sido por afecto que os profesamos y evitaros 
el pesar de veros reducido al mismo estado en 
que nos veis. Si queréis esperimentar nuestra 
desventurada suerte, hablad, vamos á complace- 
ros en lo que nos pedis. » Díjeles que estaba re- 
suelto á todo, y entonces el mismo joven vol- 
vió á repetirme que me aconsejaba moderase 
mi curiosidad, porque iba á perder el ojo dere- 
cho. — No importa , » respondí , « os declara 
que si me sucede esa desgracia, no os culparé 
de ella y solo me la achacaré á mí mismo. » 

« Me representó además que cuando hubiera 
perdido un ojo, no debia esperar que me que- 
dase con ellos, dado caso que tuviese aquella 
intención, porque su número estaba completo 
y no podia ser aumentado. Díjeles que tendría 
un placer en no separarme nunca de personas 
tan corteses como ellos ; pero que si eranecesario, 



96 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



estaba en ánimo de allanarme , porque ansiaba 
á todo trance que me concediesen lo que les 
pedia. 

« Viendo los diez señores que mi resolución 
era invariable , cojieron un carnero que mata- 
ron, y después de haberle quitado la piel, me 
presentaron el cuchillo de que se habian servido 
y me dijeron : « Tomad este cuchillo, os servirá 
muy luego. Vamos á coseros en esta piel en la 
que vais á quedar envuelto , os dejaremos aquí 
y nos retiraremos. Entonces una ave de enor- 
me corpulencia llamada roe (I) se presentará en 
los aires, y tomándoos por un carnero, se arro- 
jará encima y os levantará hasta las nubes. 
Pero no hay que asustaros, pues volverá á ten- 
der su vuelo hacia la tierra y os dejará en la 
cumbre de un monte. Luego que os sintáis en el 
suelo , abrid la piel con el cuchillo y desenvol- 
veos. Apenas el roe os haya visto cuando huirá 
de miedo y os dejará libre. No os detengáis en- 
tonces, caminad hasta que lleguéis á un alcázar 
de suma grandiosidad , cubierto de chapas de 



oro, de gruesas esmeraldas y otras piedras finas. 
Presentaos á la puerta, que está siempre pa- 
tente, y entrad. Todos los que estamos aquí he- 
mos hecho otro tanto , pero no os decimos lo 
que allí presenciamos ni lo que nos sucedió , 
pues lo sabréis por vos mismo. Lo que sí dire- 
mos es que nos cuesta á cada uno el ojo derecho, 
y la penitencia que habéis presenciado es una 
de las observancias que nos hemos impuesto por 
haber estado allí. La historia de cada uno de 
nosotros en particular está cuajada de aventuras 
peregrinas con las que pudiera formarse un 
grueso tomo , pero nada mas podemos deci- 
ros. » 

Al acabar estas palabras, Cheherazada inter- 
rumpió su narración y dijo al sultán de las In- 
dias : « Como mi hermana me despertó hoy algo 
mas temprano de lo que suele, empezaba á te- 
mer que vuestra majestad se fastidiase ; pero ya 
asoma eldia y me precisa á callar. » La. curiosi- 
dad de Chahriar le hizo suspender aun la ejecu- 
ción del cruel juramento que había hecho. 



NOCHE LVIIL 



Dinarzada no madrugó aquella noche tanto 
como la anterior. Sin embargo no dejó de lla- 
mar á la sultana antes del amanecer. « Herma- 
na, » le dijo, «si no duermes, te ruego que 
prosigas la historia del tercer calendo. « Chehe- 
razada la continuó haciendo hablar al ca- 
lendo. 

« Señora, luego que uno de los diez señores 
tuertos me dijo lo que acabáis deoir, me envol- 
ví en la piel del camero, empuñando el cuchillo 
que me habia dado; después que los jóvenes 
tyibieron lomado la molestia de coserme en ella, 
me dejaron solo y se retiraron á su salón. No 
lardó en presentarse el roe de que me habian 
hablado, se me abalanzó, me cojió con sus gar- 

(1 ) El roe ó rokh es una ave maravillosa que al parecer 
solo existió en la imajinaeion de los novelistas arábigos, 
quienes le hacen representar un gran papel en sus narracio- 
nes. Según estas, el roe tiene la forma del Águila, pero 
es bastante ajigantada y forzuda para arrebatar un ele- 
fante. Luego que el ave ha subido 6 una gran altura, deja 
caer el animal, que se aplasta en la caida, y el rec se arroja 
sobre él y lo descuartiza. 



ras como si fuera un carnero y me arrebató á lo 
alto de un monte. 

« Cuando me sentí en el suelo, no hice falta en 
valerme del cuchillo, corté la piel, me desen- 
volví y me presenté al roe, que huyó al verme. 
Esta ave es blanca, de un tamaño monstruoso, 
y su fuerza es tantísima que arrebata á los ele- 
fantes en las llanuras y los lleva á la cumbre de 
los montes, en donde se alimenta con ellos. 

« Con el ansia de llegar al consabido alcázar, 
no perdí un momento y apresuré tanto el paso, 
que en menos de medio dia llegué á él, y puedo 
decir que lo conceptué mucho mas hermoso de 
lo que me lo habian descrito. 

« La puerta estaba abierta ; entré en un patio 
cuadrado, y tan espacioso, que habia al rededor 
noventa y nueve puertas de madera de sándalo 
y aloe y una de oro, sin contar las de muchas 
escaleras magníficas que conducían á los apo- 
sentos superiores y otras que aun no alcanzaba á 
ver. Las ciento de que hablo daban entrada á 



CUENTOS ÁRABES, 



97 



jardines ó almacenes llenos de riquezas, 6 á lu- 
gares que encerraban preciosidades en estremo 
peregrinas. 

« Vi enfrente una puerta abierta por la que 
entré en un gran salón en que estaban sentadas 
cuarenta damas de tan indecible belleza que no 
cabe mas en la fantasía. Estaban magníficamen- 
te vestidas, y luego que me vieron se levanta- 
ron, y sin aguardar mis cumplimientos, me di- 
jeron con grandes demostraciones de alegría : 
a Bizarro señor, sed bien venido ; » y una de 
ellas tomando la voz por las demás , « Tiempo 
hace, )> me dijo, « que aguardamos un caballe- 
ro como vos : vuestro esterior nos está diciendo 
que atesoráis cuantas prendas soberanas pode- 
mos apetecer, y esperanzamos que no hallaréis 
nuestra compañía desagradable é indigna de 
vos. » 

« Después me obligaron á sentarme, á pesar 
de mi resistencia , en un asiento mas elevado 
que los suyos, y como yo les manifestaba que 
tanta distinción me estaba incomodando, « Este 
es vuestro lugar, » me dijeron, « desde este 
momento sois nuestro señor, amo y juez, y no- 
sotras vuestras esclavas, prontas á recibir vues- 
tras órdenes. » 



« Nada me sobrecojió tanto, señora, como el 
empeño y afán de aquellas hermosas doncellas 
en tributarme todos los rendimientos imajina- 
bles. Una me trajo agua caliente y me lavó los 
pies, otra derramó agua de olor sobre mis ma- 
nos ; estas trajeron cuanto se requería para mu- 
darme de ropas; aquellas me sirvieron una 
magnífica colación, y finalmente otras se pre- 
sentaron con el vaso en la mano en ademan de 
escanciarme un vino esquisito ; y todo esto se 
ejecutaba sin confusión, con un despejo y un 
enlace asombroso y ademanes que me tenian 
embelesado. Bebí y comí, y tras esto, todas las 
damas se agolparon al rededor de mi y me pi- 
dieron que les hiciese una relación de mi viaje. 
Referíles mis aventuras, y esta narración nos 
entretuvo hasta el anochecer. » 

Paróse Cheherazada al llegar aquí, y su her- 
mana le preguntó el motivo. « ¿ No veis que es 
ya de dia? » respondió la sultana ; ¿porqué no 
me habéis dispertado antes ? » El sultán, á 
quien la llegada del calendo al palacio de las 
cuarenta hermosas damas prometía aventuras 
agradables, no quiso privarse del placer de oir- 
ías y suspendió todavía la muerte de la sul- 
tana. 



NOCHE IIX. 



Dinarzada no fué mas dilijente esta noche que 
la anterior, y era casi dia cuando dijo á la sul- 
tana : « Mi querida hermana, si no duermes, te 
mego que nos digas lo que sucedió en el hermo- 
so castillo en que ayer nos dejaste. — Voy á decí- 
roslo,» respondió Cheherazada, y dirijiéndose al 
sultán, « Señor, » prosiguió, « el príncipe ca- 
lendo continuó en estos términos su narración : 

« Cuando hube acabado de referir mi historia 
á las cuarenta damas, algunas de las que esta- 
ban sentadas junto á mí se quedaron conversan- 
do conmigo, mientras otras, viendo que era de 
noche, se levantaron para ir en busca de luces. 
Trajeron un sinnúmero de ellas que nos desqui- 
tó aventajadamente de la claridad del dia , y las 
dispusieron con tal simetría, que nada habia que 
apetecer. 
T. I. 



« Otras damas sirvieron una mesa de frutas 
secas, dulces y otros manjares delicados, guar- 
neciendo un aparador con toda clase de vinos y 
licores, y otras llegaron con instrumentos. Cuan- 
do todo estuvo arreglado, me convidaron á que 
me sentase á la mesa con ellas, y después de 
haber permanecido bastante tiempo, las que de- 
bían tocar los instrumentos y acompañarlos con 
sus voces, se levantaron y formaron un concier- 
to peregrino. Otras empezaron una especie de 
danza y bailaron de dos en dos, unas tras otras 
y con el mayor gracejo. 

« Era mas de media noche cuando se termi- 
naron todos estos regocijos. Entonces una de las 
damas, tomando la voz, me dijo : « Debéis estar 
cansado del camino que habéis hecho hoy, y es 
hora de que descanséis. Vuestro aposento está 

7 



98 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



corriente ; pero antes que os retiréis, escojed 
entre todas la que mas os cumpla y llevadla á 
dormir con vos. » Respondí que me guardaría 
muy bien de hacer la elección que me proponían, 
que eran todas igualmente hermosas, despeja- 
das y dignas de mis respetos y servicios, y que 
no cometería la descortesía de preferir una á 
las demás. 

« La misma dama que me habia hablado aña- 
dió : « Estamos persuadidas de vuestra corte- 
sanía, y ya vemos que os contiene la zozobra 
de causar zelos entre nosotras ; mas orillad se- 
mejante miramiento : os advertimos que la di- 
cha de la que elijáis no hará envidiosas, porque 
estamos convenidas en que todos los dias ten- 
dremos una tras otra el mismo honor, y que al 



cabo de los cuarenta dias nos tocará otra vez el 
turno. Escojed pues libremente y no perdáis un 
tiempo que debéis dar al reposo de que tanto 
necesitáis. » 

« Fué forzoso ceder á sus instancias ; presenté 
la mano á la dama que habia hablado por las 
demás ; ella me dio la suya, y nos condujeron á 
un magnifico aposento en el que nos dejaron 
solos, retirándose las demás damas á los su- 
yos.... » Pero ya es de dia, señor, dijoChehera- 
zada, y vuestra majestad me permitirá que deje 
al príncipe calendo con su dama. Chahriar nada 
respondió, pero dijo en sí mismo al levantarse. 
« He de confesar que el cuento es hermosísimo: 
gran culpa tuviera en no oirlo hasta el fin. » 



NOCHE LX. 



Al terminarse la noche siguiente, Dinarzada 
no hizo falta en dirijir á la sultana estas pala- 
bras : « Hermana mia, si no duermes , te ruego 
que nos cuentes la maravillosa historia del ter- 
cer calendo. — Con mucho gusto, » respondió 
Cheherazada ; « he aquí de que modo prosiguió 
el príncipe : 

« Al dia siguiente , apenas habia acabado de 
vestirme , cuando las otras treinta y nueve da- 
mas entraron en mi aposento, mucho mas enga- 
lanadas que el dia anterior. Saludáronme y pre- 
guntaron por mi salud , y luego me llevaron al 
baño , en donde me lavaron ellas mismas é hi- 
cieron , á pesar mió , todos los oficios que en él 
se requieren , y al salir, me hicieron tomar otro 
traje que aventajaba en magnificencia al primero. 

«Pasamos el dia casi siempre á la mesa, y 
cuando llegó la hora de acostarse, me rogaron 
que escojiese una de ellas para que me hiciese 
compañía. Finalmente, señora, para no cansaros 
repitiendo siempre lo mismo, os diré que pasé 
todo un año con las cuarenta damas , recibién- 
dolas en mi lecho una tras otra, y que durante 
todo aquel tiempo ninguna desazón alteró aquella 
regalada existencia. 

« Al cabo del año, con sumo pasmo mío , las 
cuarenta damas, en lugar de presentarse con su 



alegría acostumbrada á preguntarme cómo es- 
taba , entraron una mañana en mi aposento , 
bañado el rostro en llanto. Abrazáronme tierna- 
mente una tras otra diciéndome : « Adiós, que- 
rido príncipe, adiós, es preciso que nos sepa- 
remos. » 

«•Enterneciéronme sus lágrimas , y las supli- 
qué me dijeran el motivo de su desconsuelo y 
de la separación de que me hablaban. « En 
nombre de Dios , hermosas damas , » les dije , 
« informadme si está en mi poder consolaros , ó 
si mi auxilio os es inservible. » En vez de res- 
ponderme, «Ojalá,» añadieron, «que nunca 
os hubiésemos visto ni conocido. Muchos caba- 
lleros nos han hecho el honor de visitarnos ; pero 
ninguno ha tenido el donaire, agrado, jovialidad 
y mérito que tenéis. No sabemos cómo podre- 
mos vivir sin vos. » Al acabar estas palabras , 
echaron á llorar amargamente. «Amables da- 
mas, » repliqué yo , « por favor no me tengáis 
suspenso por mas tiempo, decidme la causa de 
vuestro dolor. — \ Ay ! » respondieron, « ¿qué 
otro motivo pudiéramos tener de afiij irnos, sino 
la necesidad de separarnos de un príncipe tan 
amable ? Quizá no nos volveremos á ver. Sin 
embargo, si lo quisierais y tuvierais bastante 
imperio sobre vos, cabe muy bien que nos val- 



CUENTOS ÁRABES. 



99 



viéramos á juntar. — Señoras , » repliqué, « no 
comprendo lo que me decis, y os ruego que me 
habléis mas claramente. 

— «Pues bien, » dijo una de ellas, « voy á 
complaceros. Habéis de saber que somos todas 
princesas hijas de reyes que vivimos juntas del 
modo que habéis visto , pero al cabo del año 
tenemos que ausentarnos cuarenta dias para fi- 
nes indispensables y que no nos es lícito reve- 
lar, y al cabo de este tiempo volvemos á este 
palacio. Ayer se acabó el año, y hoy debemos 
separarnos; esta es la causa de nuestro que- 
branto. Antes de marcharnos os dejaremos las 
llaves de todo , particularmente las de las cien 
puertas, en donde hallaréis con que satisfacer 
vuestra curiosidad y entre tanto vuestra soledad 
durante nuestra ausencia; pero os encargamos, 
"por vuestro bien y nuestro interés particular, 



que os abstengáis de abrir la puerta de oro. Si 
la abris, nunca os volveremos á ver, y esta zo- 
zobra aumenta nuestra aflicción. Esperamos que 
os valdréis del consejo que os damos, y del cual 
penden vuestro sosiego y la dicha de nuestra 
vida ; cuidado que si cedéis á vuestra indiscreta 
curiosidad , os haréis un daño de consideración. 
Os rogamos pues que no cometáis semejante 
yerro y nos deis el consuelo de volveros á hallar 
dentro de cuarenta dias. Nos llevaríamos la llave 
de la puerta de oro; pero fuera ofender á un 
príncipe como vos el dudar de su advertencia y 
comedimiento. » 

Cheherazada quería proseguir, pero vio aso- 
mar el dia. El sultán, deseoso de saber lo que 
baria el calendo solo en el palacio después de la 
partida de las cuarenta damas, remitió el saberlo 
para el dia siguiente. 



NOCHE LXI. 



La djlijente Dinarzada se despertó mucho rato 
antes del amanecer y llamó á la sultana. « Her- 
mana mia, si no duermes, » le dijo, « acuérdate 
que es hora de referir al sultán, nuestro señor, 
la continuación de la historia que tienes empe- 
zada. » Entonces Cheherazada, vuelta á Cha- 
hriar, le dijo : « Señor, sabrá vuestra majestad 
que el calendo prosiguió su historia en estos 
términos : 

« Señora , las palabras de aquellas hermosas 
princesas me causaron entrañable pesar. No 
dejé de manifestarles que su ausencia me aque- 
jaría en gran manera, y les agradecí los buenos 
consejos que me daban. Asegúreles que los se- 
guiría y haría jestiones aun mas arduas tras la 
dicha de pasar el resto de mis dias con unas da- 
mas de mérito tan imponderable. Nuestras des- 
pedidas fueron sumamente cariñosas; abrácelas 
á todas una tras otra , y se marcharon y quedé 
solo en el palacio. 

« Los deleites de su compañía, la buena mesa, 
conciertos y recreos me habian tenido tan em- 
belesado durante el año, que ni tiempo ni deseo 
habia tenido de ver las maravillas que podia 
atesorar aquel alcázar encantado. Ni siquiera 



habia parado la atención en mil objetos peregri- 
nos que tenia diariamente á la vista , tan pren- 
dado estaba de la belleza de las damas y embe- 
bidoen el placer deverlasafanadasen agradarme. 
Sentí entrañablemente su desvio , y aunque su 
ausencia solo debia ser de cuarenta dias, me 
pareció que iba á pasar un siglo sin ellas. 

« Me prometía no olvidar el importante en- 
cargo que me habian dado de no abrir la puerta 
de oro : pero como por lo demás me era lícito 
satisfacer mi curiosidad, tomé la primera de las 
llaves de las demás puertas , que estaban colo- 
cadas por su orden. 

« Abrí la primera puerta y entré en un verjel 
que no creo tenga su igual en el universo, y aun 
no creo que pueda aventajarlo el que nuestra 
relijion nos promete después de la muerte. La 
simetría, aseo, admirable disposición de los ar- 
bolas , abundancia y diversidad de las frutas de 
mil especies desconocidas, su frescura y belleza, 
todo me tenia embelesado. No debo pasar en si- 
lencio, señora, que aquel delicioso jardín se 
regaba por un método muy éstraño, por medio 
de canalizas escavadas con arte y proporción , 
que internaban el agua con abundancia por las 




raices de los árboles que la necesitaban para 
brotar sus primeras hojas y flores; que otras 
llevaban menos á aquellos cuyas frutas asomaban 
apenas , y otras aun menor cantidad á aquellos 
en que estaban creciendo , y finalmente las ha- 
bía que no daban sino el agua precisa á aquello» 
cuya fruta habia adquirido su tamaño regular y 
estaba ya para sazonar ; pero este tamaño era 
mayor que el de las frutas de nuestros jardines. 
Las demás canalizas que iban á parar á los ár- 
boles cuya fruta estaba ya en sazón, solo tenian 
la humedad necesaria para conservarla en el 
mismo estado sin podrirla. 

« No podia cansarme de admirar un sitio tan 
hermoso , y no hubiera salido de él , á no haber 
concebido desde entonces mayor concepto de 
las demás particularidades que no habia visto. 
Salí empapado en aquellos portentos , cerré la 
puerta y abrí la inmediata. 

a En vez de un verjel, hallé un jardín no me- 
nos asombroso en su clase : encerraba un cua- 



dro espacioso, regado, no con la misma profu- 
sión que el anterior, pero con mayor economía, 
para no agolpar mayor cantidad de agua de la 
que cada flor necesitaba. Allí se hallaban en flor 
á un tiempo rosas, jazmines, violetas , narcisos, 
jacintos, anemones, tulipanes, ranúnculos, cla- 
veles , lirios y sinnúmero de otras flores que 
corresponden á diferentes estaciones ; y estaban 
embalsamando el ambiente que se respiraba en 
aquel jardín. 

a Abrí la tercera puerta y hallé una gran pa- 
jarera enlosada con mármol de varios colores y 
de esquisita labor ; la jaula era de sándalo y de 
aloe , y contenia un sinnúmero de ruiseñores , 
jilgueros, canarios, alondras y otros pájaros aun 
mas armoniosos de que nunca habia oido hablar. 
Los comederos donde tenian el grano, y los be- 
bederos para el agua eran de jaspe ó preciosí- 
sima ágata. 

« Habia además en toda la pajarera un aseo 
estremado, y al ver su capacidad, juzgué que se 



CUENTOS ÁRABES. 



101 



necesitaban al menos cien personas para conser- 
varla con aquella limpieza. Sin embargo no se 
veia á nadie , lo mismo que en los jardines que 
habia visitado, y en los que no había notado 
una mala yerba, ni la menor superfluidad que 
ofendiera la vista. 

« El sol se habia puesto ya, y me retiré embe- 
lesado con el gorjeo de aquel sinnúmero de pá- 
jaros que buscaban el lugar mas cómodo para 
gozar del descanso de la noche. Volví á mi apo- 
sento , determinado á abrir las demás puertas 
en los dias sucesivos, menos la centésima. 

» Al otro dia no hice falta en abrir la cuarta 
puerta, y si lo que vi la tarde anterior habia 
podido causarme pasmo, lo que entonces vi me 
enajenó totalmente. Entré en un gran patio ro- 
deado de un edificio de maravillosa arquitectu- 
ra, cuya descripción omitiré por no ser prolijo. 

« Tenia aquel edificio cuarenta puertas 
abiertas , cada una de las cuales daba entrada 
á un tesoro ; y de estos tesoros habia muchos 
que valían mas que los reinos mas poderosos. 
El primero contenia montones de perlas, y lo 
que parece increible, las mas preciosas , que 
eran del grueso de un huevo de pichón, aventa- 
jaban en número á las medianas ; en el segundo 
tesoro habia diamantes, carbunclos y rubíes; en 
el tercero esmeraldas ; en el cuarto oro en bar- 



ras; en el quinto oro acuñado; en el sexto 
plata en barras ; y en los dos inmediatos plata 
labrada. Los demás contenían amatistas, crisó- 
litos, topacios, ópalos , turquesas, jacintos y to- 
dos las piedras linas que conocemos, sin ha- 
blar de la ágata , jaspe, cornalina y coral de que 
habia un aposento lleno, no solo de ramas, sino 
de árboles enteros. 

«Atónito é inmoble, esclamé después de mirar 
todas aquellas riquezas : « No, aun cuando to- 
dos los tesoros de todos los reyes del universo 
estuvieran reunidos en un mismo lugar, nunca 
podrían compararse con estos. ¡ Cuál es mi di- 
cha de poseer todos estos bienes con tan ama- 
bles princesas ! 

« No me detendré, señora, en circunstanciar 
todas las demás preciosidades peregrinas que 
vi los dias siguientes. Solo diré que necesité 
treinta y nueve dias para abrir las noventa y 
nueve puertas y admirar todo cuanto se ofre- 
ció á mi vista. No me quedaba mas que la cen- 
tésima que me habían prohibido abrir » 

La luz que penetró en el aposento del sultán 
de las Indias suspendió la narración de Chehe- 
razada. Pero esta historia era harto entretenida 
para que Chahriar no quisiese oir la conclusión 
al dia siguiente, y con este ánimo se levantó. 



NOCHE LXII. 



Dinarzada, que estaba deseando saber con no 
menos afán que Chahriar que portentos podian 
atesorarse bajo la llave de la centésima puer- 
ta, llamó muy temprano á la sultana. « Her - 
mana mia, si no duermes, » le dijo, « te ruego 
que concluyas la peregrina historia del tercer 
calendo. — Así la prosiguió , » dijo Chehera- 
zada. 

« Habia llegado á los cuarenta dias desde la 
ida de las donosas princesas, y si hubiese po- 
dido tener sobre mí el dominio que correspon- 
día, seria hoy hombre á todas luces felicísimo , 
en vez de ser el mas desventurado de todos. 
Debían llegar al dia siguiente , y el embeleso de 
volverlas á ver debia servir de contraresto á mi 



curiosidad; pero por una. flaqueza de que me 
arrepentiré siempre, cedí á la tentación diabó- 
lica que me trajo azorado hasta que me engolfé 
en mis quebrantos. 

« Abrí la puerta fatal que habia prometido 
no tocar, y apenas hube dado un paso para en- 
trar, cuando una fragancia halagüeña, pero con- 
traria á mi temperamento, me hizo caer desma- 
yado. Sin embargo volví en mí , y en vez de 
avalorar aquel aviso, cerrar la puerta y orillar 
para siempre el anhelo de satisfacer mi curio- 
sidad, entré después de haber aguardado un 
rato que el ambiente hubiese mitigado aquel 
olor, que al fin vino á no incomodarme. 

a Hálleme en un lugar espacioso , bien enlo- 



102 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



fiado y cuyo pavimento estaba rociado con aza- 
frán. Varios candelabros de oro macizo con bu- 
jías encendidas, que despedían un olor de aloe 
y ámbar gris , alumbraban aquel sitio , y á esta 
iluminación se añadía la de varias lámparas de 
oro y plata , llenas de un aceite compuesto de 
diferentes olores. 

(( Entre varios objetos que llamaron mi aten- 
ción, descubrí un caballo negro, el mas lindo y 
garboso que se puede imajinar. Acerquéme á 
él para considerarlo de cerca, y hallé que tenia 
una silla y brida de oro macizo de una labor es- 
quisita ; que su pesebre estaba lleno por un lado 
de cebada mondada y sésami, y por el otro de 
agua de rosa. Asile por la brida y lo saqué á 
fuera para verlo á la luz del dia , móntele y 
quise hacerlo andar , pero como no se movía , 
le sacudí con una varilla que habia recojido 
en su magnífica cuadra. Mas apenas le hube to- 
cado, cuando empezó á relinchar con espantoso 
retumbo, y tendiendo unas alas que yo no ha- 
bla advertido, se remontó por los aires hasta 
perderse de vista. No pensé mas que en mante- 
nerme firme, y á pesar de mi turbación, me 
sostenia bastante bien ; luego dirijió su vuelo 
hacia la tierra y se paró Sobre la azotea de un 
palacio, y sin darme lugar á que me apeara, me 
v sacudió con tanta violencia que me hizo caer 
hacia atrás, y con el estremo de la cola me sacó 
el ojo derecho. 

« He aquí como quedé tuerto, y entonces re- 
cordé lo que me habían pronosticado los diez 
jóvenes señores. El caballo emprendió otra vez 
su vuelo y desapareció. Levánteme aflijidísimo 
del fracaso que yo mismo me habia ido á bus- 
car, anduve por la azotea con la mano en el 
ojo que me causaba agudísimo dolor, bajé y 
me hallé en un salón en que habia diez sofaes 
dispuestos en círculo, y otro en medio menos 
elevado, por lo que vine en conocimiento de 
que aquel palacio era el mismo de donde me 
habia arrebato el roe. 

«c Los diez señores tuertos no estaban en el 
salón. Aguárdelos, y llegaron poco después con 
el anciano. No manifestaron estrañeza de vol- 
verme á ver ni de que hubiese perdido el ojo. 
« Mucho sentimos, » me dijeron, « que no po- 
damos daros el parabién de vuestra vuelta del 
modo que deseáramos , pero no somos cau- 
sa de vuestra desventura. — Fuera injusto 
en culparos de ella , » les respondí ; « me la 
he acarreado yo mismo y cargó con la pena. 
— Si es un consuelo para los desgraciados , » 
prosiguieron , « el tener compañeros , nues- 
tro ejemplo debe proporcionároslo. Cuanto os 
ha sucedido nos ha pasado igualmente. He- 



mos apurado la suma de los deleites durante 
todo un año, y hubiéramos continuado gozando 
de la misma dicha, á no abrir la puerta de oro 
durante la ausencia de las princesas. Habéis sido 
tan imprudente como nosotros y habéis esperi- 
mentado igual castigo. Bien quisiéramos admi- 
tiros entre nosotros para que hicieseis la peni- 
tencia cuya duración ignoramos, pero ya os 
declaramos los motivos que nos lo imposibili- 
tan. Por lo tanto retiraos y tomad el camino de 
Bagdad, y allí hallaréis al que debe decidir de 
vuestra suerte. » Me enseñaron el rumbo que 
debia seguir y me separé de ellos. 

« Durante el viaje me hice afeitar la barba y 
las cejas y vestí el traje de calendo. Hace tiem- 
po que voy caminando, y hoy he llegado á esta 
ciudad á la caida de la noche. Encontré á la 
puerta á estos calendos, y los tres quedamos 
atónitos al vernos tuertos del mismo ojo; pero 
no hemos tenido tiempo para conversar de esta 
desgracia que nos mancomuna. Solo hemos te- 
nido, señora , el de venir á implorar el auxilio 
que jenerosamente nos concedisteis. » 

Luego que el tercer calendo hubo terminado 
la relación de su historia, Zobeida tomó la pa- 
labra, y vuelta á él y sus compañeros, les dijo: 
« Idos, los tres estáis libres ; retiraos á donde 
queráis. » Pero uno de ellos le respondió : « Se- 
ñora, os rogamos que disimuléis nuestra curio- 
sidad y nos permitáis oir la historia de estos se- 
ñores que todavía no han hablado. » Entonces 
la dama volviéndose hacia el califa, el visir Jia- 
faj y Mesrur, á quienes no conocía por lo que 
eran , les .dijo : « Hablad ; á vosotros os toca 
referir vuestra historia. » 

El gran visir Jiafar , que habia hablado siem- 
pre por los demás , respondió otra vez á Zobei- 
da: «Señora , no tenemos mas que repetir para 
obedeceros lo que ya dijimos antes de entrar en 
vuestra casa. Somos unos mercaderes de Musul 
que llegamos á Bagdad para negociar nuestras 
mercancías depositadas en un almacén del khan 
en donde estamos hospedados. Hoy comimos 
con varias personas de nuestra profesión en ca- 
sa de un mercader de esta ciudad, el cual, des- 
pués de habernos regalado con manjares delica- 
dos y vinos esquisitos, ha mandado que vinie- 
sen bailarines y bailarinas, cantores y músicos. 
Como metíamos mucho ruido, una patrulla ha 
acudido y ha preso á algunos de la función. En 
cuanto á nosotros, tuvimos la suerte de escabu- 
llimos; pero como ya era tarde y la puerta de 
nuestro khan estaba cerrada, no sabíamos don- 
de albergarnos . La casualidad ha querido que 
pasásemos por esta calle , y habiendo oido que 
se divertían en esta casa, nos hemos determinado 



CIENTOS ÁRABES. 



10J 



á llamar á la puerta. He aquí , señora , cuanto 
podemos decir en cumplimiento de vuestras ór- 
denes.» 

Oidas estas palabras , Zobeida parecía titu- 
bear sobre lo que debía decir , y advirtiéndolo 
los calendos , le suplicaron que tuviese con los 
tres mercaderes de Musul la misma atención 
que habia tenido con ellos. « Bien , » les dijo , 
consiento en ello. Quiero que todos me debáis 
el mismo agasajo; os perdono, pero á condición 
que saldréis al punto todos de esta casa y os reti- 
raréis á donde queráis.» Gomo Zobeida dio esta or- 
den con un brío que denotaba su empeño en que- 
dar obedecida, el califa, el visir, Mesrur, los tres 
calendos y el mandadero salieron sin replicar , 
porque la presencia de los siete esclavos arma- 
dos les causaba respeto. Cuando estuvieron fue- 
ra de la casa y la puerta quedó cerrada , el ca- 
lifa dijo á los calendos sin darse á conocer por 
lo que era : « Y vosotros , señores , que sois fo- 
rasteros y recien llegados á esta ciudad, ¿á 
dónde vais ahora que aun no es de dia ? — Se- 
ñor , » le respondieron , « eso es lo que nos tie- 
ne perplejos. — Seguidnos , » replicó el califa , 
vamos á sacaros de apuro. » Concluidas estas 
palabras , habló al visir y le dijo : Llevadlos a 
vuestra casa , y mañana me los presentaréis. 
Quiero mandar escribir sus historias , pues me- 
recen hacer bulto en los anales de mi reinado. » 

Él visir Jiafar llevó consigo á los tres calen- 
dos ; el mandadero se retiró á su casa , y el ca- 
lifa , acompañado de Mesrur , se restituyó á su 
palacio. Se acostó , pero no pudo cerrar los 
ojos , tan azorado estaba su ánimo con toda? las 
estrañezas que habia presenciado. Sobre todo 
estaba deseoso de saber quién era Zobeida, qué 
motivo podia tener para azotar á las dos perras 
negras, y porqué Amina tenia lleno el pecho de 
cicatrices. Amaneció , y aun estaba absorto con 
tales pensamientos. Se levantó , y pasando a la 
cámara en donde celebraba consejo y daba au- 
diencia, se sentó en su trono. 

El gran visir llegó poco después y le tributó 
el acatamiento acostumbrado. « Visir , » le dijo 
el califa, « por ahora no tenemos negocios muy 
urjentes que despachar ; el de las tres damas y 
de las dos perras negras lo es mucho mas. No 
podré parar hasta que me entere cabalmente de 
cuanto ayer me estuvo asombrando. Id , traeos 
á las damas y también á los calendos , y acor- 
daos de que estoy aguardando vuestra vuelta 
con impaciencia. » 

El visir , que sabia el jenio prontísimo y fo- 
goso de su amo . se esmeró en obedecerle. Lle- 



gó á casa de las damas y les manifestó con de- 
coro la orden que tenia de presentarlas al cali- 
fa , aunque sin hablar de cuanto habia mediado 
la noche anterior. 

Las damas se cubrieron con sus velos y mar- 
charon con el visir , llevándose de paso á los 
tres calendos, quienes habían tenido tiempo de 
saber que habían visto al califa y le habían ha- 
blado sin conocerle. El visir los presentó en pa- 
lacio y desempeñó su encargo con tan estrema- 
da diligencia que el califa se le mostró muy sa- 
tisfecho. Aquel príncipe , observando las reglas 
del decoro , pues estaban presentes todos los 
empleados de su casa , mandó colocar á las tres 
damas detrás de la celosía de la sala que comu- 
nicaba con su aposento , y retuvo á los tres ca- 
lendos , quienes manifestaron con su acatamieu- 
to que no ignoraban delante de quien tenían el 
honor de presentarse, 

Luego que las damas estuvieron colocadas, el 
califa se volvió hacia ellas y les dijo : « Seño- 
ras, sin duda os sobrecojeréis al saber que la 
noche pasada me introduje en vuestra casa en 
traje de mercader •, temeréis haberme ofendido, 
y quizá os imajineis que os he mandado veair 
aquí para soltar la rienda ámis iras ; pero sose- 
gaos y estad persuadidas de que tengo olvidado 
lo pasado, y aun que estoy contentísimo de 
vuestro comportamiento. Deseara que todas las 
damas de Bagdad obrasen con tanto juicio como 
manifestasteis, y siempre me acordaré del co- 
medimiento que usasteis después de la descor- 
tesía que habíamos cometido. Entonces era un 
mercader de Musul, pero ahora soy Harun 
Alraschid, quinto califa de la gloriosa casa de 
Abas, que ocupa el lugar de nuestro gran pro- 
feta. Os he mandado venir tan solo para saber 
quiénes sois y preguntaros con qué motivo una 
de vosotras, después de haber estado atormen- 
tando las dos perras negras, ha llorado con 
ellas. También estoy muy deseoso de saber por- 
qué la otra tiene el pecho cubierto de cicatrices.» 

Aunque el califa pronunció estas palabras con 
voz clara, y las tres damas las hubiesen oido, el 
visir Jiafar, según costumbre, no dejó de repe- 
tirlas 

« Pero, señor, » dijo Cheherazada, « ya es de 
dia : si vuestra majestad quiere que le refiera 
la continuación, es forzoso que tenga á bien di- 
latar todavía mi vida hasta mañana. » Consintió 
en ello el sultán, imajinándose que Cheherazada 
le contaría la historia de Zobeida, que estaba 
muv ansioso de saber. 




NOCHE LXIII. 



« Mi querida hermana, » dijoDinarzada, poco 
antes de amanecer, « si no duermes, te suplico 
que nos cuentes la historia de Zobeida, porque 
supongo que se la referiría aquella dama al ca- 
lifa. — Efectivamente lo hizo, » respondió Che- 
herazada. « Así que el príncipe la sosegó con 
la arenga sobredicha, satisfizo sus deseos del 
modo siguiente : 

HISTORIA DE ZOBEIDA. 

« Caudillo de los creyentes, » dijo, « la his- 
toria que voy á referir á vuestra majestad es 
una de las maravillosas que se conozcan. Las 
dos perras negras y yo somos tres hermanas, 
hijas del mismo padre y madre, y os diré por 
qué raro suceso han sido convertidas en perras. 



« Las dos damas que viven conmigo y están 
aquí presentes son también mis hermanas, hijas 
del mismo padre, pero de diferente madre. La 
que tiene el pecho lleno de cicatrices se llama 
Amina, la otra Safía, y yo Zobeida. 

« A la muerte de nuestro padre, hicimos par- 
tes iguales de lo que nos habia dejado, y cuando 
estas dos medio hermanas recojieron lo que les 
correspondía, se separon de nosotros y se fue- 
ron á vivir con su madre. Mis dos hermanas y 
yo nos quedamos con la nuestra, que vivia aun, 
y á su muerte nos dejó mil zequines á cada una. 

(( Cuando hubimos recojido lo que nos cor- 
respondía, mis dos hermanas mayores, porque 
yo soy la menor, se casaron y siguieron á sus 
maridos, dejándome sola. Poco tiempo después 
de su casamiento, el marido de la primera ven- 



CUENTOS ÁRABES. 



105 



dio todos sus bienes y los muebles, y con el 
dinero que fué juntando y el de mi hermana, 
pasaron los dos á África. Allí, el marido derro- 
' chó sus haberes y los de mi hermana en diver- 
siones y banquetes. Hallándose reducido al 
mayor desamparo, buscó un pretesto para repu- 
diarla y la echó de su casa. 

« Volvió mi hermana á Bagdad, después de 
haber padecido infinitos quebrantos en un viaje 
tan largo. Se refujió en mi casa, tan lastimosa- 
mente mal parada, que hubiera movido á com- 
pasión al pecho mas empedernido. La recibí 
con todas las demostraciones de cariño que po- 
día esperar : le pregunté porqué se hallaba en 
tan desdichada situación, y me enteró llorando 
de la torpe conducta de su marido y del trato 
violento que le había dado. Me compadecí de 
sus desventuras y junté mis lágrimas con las 
suyas. La hice entrar en el baño y le di parte 
de mis vestidos, diciéndole : « Hermana mia, 
eres mayor que yo, y te miraré como á madre. 
Durante tu ausencia, Dios bendijo mis pocos 
bienes y la granjeria que he logrado criando gu- 
sanos de seda. Puedes contar que no tengo nada 
que no sea tuyo y de lo que no puedas disponer 
como yo misma. » 

« Vivimos las dos juntas durante algunos me- 
ses en buena armonía. Solíamos hablar de 
nuestra tercera hermana, y estrañábamos no 
saber de ella. Al fin llegó en tan infeliz estado 
como la mayor, pues su marido la había tratado 
del mismo modo, y yo le di graciable acojida. 

« De allí á algún tiempo mis dos hermanas, 
so pretesto de que me eran gravosas, me dije- 
ron que estaban en animó de volverse á casar. 
Respondíles que, si no tenían otro motivo, po- 
dían permanecer conmigo, pues mis bienes bas- 
taban para mantenernos á todas con la decencia 
propia de nuestra clase. Pero me temo, añadí, 
que mas bien tengáis verdaderos deseos de ca- 
saros otra vez, y os confieso que si tal sucediera, 
me serviría de suma estrañeza cómo podéis pen- 
sar en un segundo enlace, habiendo padecido 
tantísimos pesares 'en el primero. Ya sabéis 
cuanto escasean maridos honrados y cabales. 
Creedme, sigamos viviendo juntas y del modo 
mas agradable que nos quepa. 

« En balde fueron todas mis amonestaciones, 
porque estaban resueltas á volverse á casar, y 
con efecto así lo ejecutaron. Pero volvieron á 
verme al cabo de algunos meses , y discul- 
pándose amargamente de no haber seguido mis 
consejos, «Eres la menor, » me dijeron, « pero 
mas juiciosa que nosotras. Si quieres admitirnos 
en tu casa y mirarnos como esclavas, no vol- 
veremos á cometer yerro tan desatinado. — 



Mis queridas hermanas, » les respondí, « no ha 
variado mi cariño desde que nos separamos : 
volved y disfrutad conmigo de lo que poseo. » Y 
abrazándolas en seguida, las admití en mi casa 
y vivimos otra vez juntas como antes. 

« Hacia un año que disfrutábamos de una 
perfecta armonía, cuando viendo que Dios ha- 
bía bendecido mi caudal, formé el intento de 
emprender un viaje por mar y aventurar algo 
en el comercio, y así pasé con mis dos herma- 
nas á Balsora, compré un buque pronto á dal- 
la vela, y lo cargué con las mercancías que ha- 
bia traído de Bagdad. Emprendimos nuestro 
viaje con viento favorable, y pronto salimos del 
golfo Pérsico. Cuando estuvimos en alta mar, 
tomamos el rumbo de las Indias, y al cabo de 
veinte dias de navegación, descubrimos tierra. 
Era un monte altísimo, en cuya falda descubri- 
mos una ciudad de bastante estension, y como 
teníamos viento fresco, pronto entramos en el 
puerto y dimos fondo. 

« No tuve paciencia para aguardar que mis 
hermanas estuviesen prontas para acompa- 
ñarme : desembarqué sola y me encaminé á la 
ciudad. Vi una guardia crecida de hombres sen- 
tados y otros en pié con un palo en la mano ; 
pero tenían todos un aspecto tan horroroso que 
me asustó. Notando sin embargo que estaban 
inmobles y ni siquiera movían los ojos, me se- 
rené, y habiéndome acercado á ellos, conocí 
que estaban petrificados. 

a Entré en la ciudad y pasé por varias calles, 
en donde había hombres de trecho en trecho en 
varias posturas pero todos sin movimiento y 
petrificados. En el barrio de los mercaderes 
hallé casi todas las tiendas cerradas, y en las 
que estaban abiertas había personas en el mismo 
estado. Miré á las chimeneas, y no viendo que 
despidiesen humo , juzgué que cuanto habia 
en las casas y aun fuera estaba convertido en 
piedra. 

a Habiendo llegado á una gran plaza en me- 
dio de la ciudad, descubrí una hermosa puerta 
cubierta de chapas de oro y cuyas hojas estaban 
abiertas. Veíase una mampara de rica seda y 
una lámpara colgada sobre la puerta. Después 
de haber considerado el edificio, di por su- 
puesto que seria el palacio del príncipe que rei- 
naba en aquel país, pero atónita de no hallar 
un viviente, me encaminé á él, esperanzada de 
hallar alguno. Abrí la mampara ; ¡ y cuál fué mi 
asombro, cuando no vi en el lintel sino algunos 
porteros ó guardas petrificados, unos en pié y 
otros sentados ó recostados ! 

« Atravesé un gran patio cuajado de jentío. 
Unos al parecer iban y otros venían, y sin em- 



106 



LAS MIL Y LISA NOCHES. 



bargo no se movian de su sitio, porque estaban 
petrificados como los que ya habia visto. Pasé 
por un segundo patio, y de allí á un tercero ; 
pero en todas partes reinaba la mayor soledad y 
un silencio pavoroso. 

« Habiendo entrado en un cuarto patio , vi al 
frente un hermosísimo edificio cuyas ventanas 
estaban cerradas con un enverjado de oro maci- 
zo , y me imajiné que eran los aposentos de la 
reina. Los visité , y hallé en una sala muchos 
eunucos negros petrificados , y pasando á otra 
habitación lujosamente alhajada , vi una dama 
trasformada igualmente en piedra. Conocí que 
era la reina , porque llevaba una corona de oro 
en la cabeza y un collar dé perlas mas gruesas 



que avellanas. Las estuve rejistrando de cerca 
y me pareció que no cabia preciosidad mas pe- 
regrina. 

« Admiré por algunos instantes la riqueza y 
magnificencia de aquel aposento , y sobre todo 
las alfombras , almohadones y sofá guarnecido 
con una tela de las Indias cuyo fondo era de oro 
con figuras de hombres y animales de plata y de 
esquisila labor. » 

Cheherazada hubiera continuado hablando; 
pero la claridad del dia suspendió su narración. 
El sultán estaba embelesado. « He de saber , » 
dijo para sí al levantarse , « en qué viene á 
parar esa estrañísima petrificación de hom- 
bres. » 



NOCHE LXIV. 



Dinarzada , á quien habia deleitado el princi- 
pio de la historia de Zobcida , no hizo falta en 
llamar á la sultana antes del amanecer. « Her- 
mana mia , si no duermes , o le dijo , « te ruego 
nos digas lo que vio Zobeida en aquel palacio 
maravilloso. — He aquí , » respondió Chehera- 
zada , « de que modo prosiguió aquella dama su 
historia al califa : 

« Señor , desde el aposento de la reina petri- 
ficada pasé á otros muchos amueblados con es- 
plendidez , y al fin llegué á una habitación muy 
espaciosa en la que habia un trono de oro macizo 
colocado sobre algunas gradas y engastado con 
gruesas esmeraldas , y sobre el trono un cojin 
de esquisita tela bordado con preciosas perlas, 
y lo que mas me pasmó fué una luz resplande- 
ciente que salia del medio del cojin. Ansiosa de 
saber de donde provenia, subí, y adelantando 
la cabeza , vi un diamante del tamaño de un 
huevo de avestruz , y tan perfecto que no le no- 
té lunar alguno. Resplandecia en tal eslremo que 
dándole la luz , yo no podia resistir sus relum- 
bros. 

« Habia á los costados dos hachas encendidas, 
cuyo objeto no pude comprender, pero esta cir- 
cunstancia me convenció de que habia algún vi- 
viente en aquel magnífico palacio , pues no me 
cabia duda en el pensamiento que semejantes 



hachas pudieran conservarse encendidas por sí 
solas. Otras muchas maravillas me detuvieron 
en aquella habitación , cuyo valor sobrepujaba . 
á todo guarismo. 

« Como todas'las puertas estaban abiertas ó 
entornadas , visité otros muchos aposentos tan 
hermosos como los que habia visto. Me interné 
por las reposterías y guarda muebles , que es- 
taban cuajados de preciosidades infinitas , y se- 
guí tan embelesada con aquellos portentos que 
no me acordé del buque ni de mis hermanas. Sin 
embargo la noche se acercaba , y conociendo 
que era hora de retirarme , quise volverme por 
el mismo camino por donde habia venido; pero 
no me fué fácil hallarlo. Me perdí por las ha- 
bitaciones , y al fin llegando á parar al aposen- 
to en que estaban el trono , el diamante y las 
hachas encendidas , determiné pasar allí la no- 
che , dejando para el dia siguiente el regresar á 
mi embarcación. Acostéme , no sin zozobra, 
viéndome sola en un lugar lan desierto , y sin 
duda aquel espanto no me dejó dormir. 

« Serian las doce de la noche cuando oí la voz 
de un hombre que leia el Alcorán , del mismo 
modo y con el tono con que acostumbramos orar 
en nuestros templos. Esto me regocijó en gran 
manera , y levantándome al punto , cojí una ha- 
cha para alumbrarme y seguí varios aposentos 



CUENTOS ÁRABES. 



107 



hacia donde se oia la voz. Parame á la puerta de 
un gabinete del que no podia dudar que partie- 
se , arrimé á un lado el hacha , y mirando por 
los resquicios de la puerta , me pareció que era 
un oratorio , y en efecto habia como en nuestros 
templos un nicho que denotaba hacia donde ha- 
bia que volverse para orar , lámparas colgadas 
y encendidas y dos grandes candelabros con ha- 
chas de cera blanca que también ardían. 

« Vi además una alfombra , tendida como las 
que se estilan en nuestro pais para sentarse y 
decir las oraciones. Un jóyen de aspecto agra- 
dable estaba sentado sobre la alfombra y recita- 
ba fervorosamente el Alcorán que tenia delante. 
Á esta vista quedé atónita , y revolvía en mi men- 
te cómo aquel viviente se hallaba solo en una 
ciudad en que todo el vecindario estaba petrifi- 
cado , y no dudé que lo causaría algún motivo 
estraordinario. 

a Como la puerta estaba entornada , la abrí, 
entré , y pasando al nicho , pronuncié en alta voz 
estas palabras : « Alabado sea Dios que nos ha 
favorecido con una próspera navegación. Pido á 
su bondad que nos ampare del propio modo has- 
ta la llegada á nuestro pais. Escuchadme, señor, 
y atended á mis ruegos. » 

« El joven volvió los ojos hacia mi y me dijo: 
« Mi buena señora , os ruego que me digáis quién 
sois y lo que os ha traído á este desventurado 
pueblo , y en pago os informaré de quien soy, lo 
que me ha sucedido , con que motivo los habi- 
tantes de esta ciudad están reducidos al estado 
en que los habéis visto , y porqué yo solo estoy 
sano y salvo en medio de tan espantoso desas- 
tre. » 



« Referíle en pocas palabras de donde venia, 
lo que me habia inducido á emprender aquel 
viaje y de que modo habia fondeado felizmente 
al cabo de veinte dias de navegación. Al termi- 
nar , le rogué que cumpliese por su parte la pro- 
mesa que me habia hecho , y le manifesté cuanto 
me habia sobrecojido la espantosa desolación 
que habia observado en todos los parajes por 
donde habia pasado. 

« Querida señora , » dijo entonces el joven, 
« tened un poco de paciencia ; » y hablando así, 
cerró el Alcorán , lo metió en un estuche pre- 
cioso y lo colocó en el nicho. Mientras lo hacia, 
le consideraba atentamente, y le hallé tanta 
gracia y atractivo que esperimenlé impulsos cua- 
les hasta entonces nunca habia sentido. Hízome 
sentar á su lado , y antes que empezase su nar- 
ración , no pude dejar de decirle con un acento 
que le patentizó el cariño que me habia infundí- 
do : a Primoroso señor , amado objeto de mi al- 
ma , no podéis imajinaros cuan impaciente estoy 
de enterarme en las tantísimas estrañezas como 
han cautivado mi atención desde que he entrado 
en esta ciudad , y no me cabe dejar satisfacer 

mi curiosidad sino ahora mismo Hablad , os 

ruego , y decidme por qué milagro os halláis 
solo vivo entre tantas personas muertas de un 
modo inaudito. » 

Al llegar aquí Cheherazada , suspendió su nar- 
ración y dijo á Chahriar : « Señor , vuestra ma- 
jestad no advierte quizá que ya es de dia , y si 
continuara hablando , abusaría de vuestra aten- 
ción. J> El sultán se levantó , resuelto á oir la 
noche siguiente la continuación de aquella his- 
toria maravillosa. 



NOCHE IXV. 



a Hermana mia, si no duermes, » dijo Di- 
narzada á la mañana siguiente, « ruégote que 
prosigas la historia de Zobeida y nos reüeras lo 
que pasó entre ella y el joven que encontró en 
aquel palacio de que ayer nos hiciste una des- 
cripción tan hermosa. — Voy á complacerle, » 
respondió la sultana. « Zobeida continuó en 
estos términos : 



« Señora, » me dijo el joven , « la oración 
que acabáis de rezar me da á entender que co- 
nocéis al verdadero Dios. Vais á oir un efecto 
maravillosísimo de su grandeza y poderío. Sa- 
bréis que esta ciudad era la capital de un po- 
deroso reino de que mi padre se titulaba sobe- 
rano. Este príncipe, toda su corte, los habitantes 
de la ciudad v todos sus demás subditos eran 



108 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



magos, adoradores del fuego y de Nardun, an- 
tiguo rey de los jigantes rebeldes á Dios. 

« Aunque mis padres eran idólatras, logré la 
suerte de tener por aya en mi niñez á una buena 
dama musulmana que sabia de memoria el Al- 
coran y lo esplicaba perfectamente. « Príncipe,» 
me solia decir, a no hay mas que un Dios ver- 
dadero. Guardaos de reconocer y adorar á 
otros. » Me enseñó á leer el árabe, y el libro 
que me dio para ejercitarme fué el Alcorán. 
Luego que tuve bastante entendimiento, me fué 
esplicando todos los pasos de este libro esce- 
lente, empapándome en su contexto, sin sa- 
berlo mi padre ni otro alguno. Murió ; pero fué 
después de haberme dado cuantas instrucciones 
necesitaba para estar plenamente convencido 
délas verdades de la relijion musulmana. Desde 
su fallecimiento me he mantenido constante- 
mente en los mismos principios fundamentales, 
horrorizándome contra el falso dios Nardun y 
la adoración del fuego. 

« Hace tres años y algunos meses que una 
voz atronadora se oyó de repente por toda la 
ciudad, tan claramente, que nadie perdió una 
de estas palabras que dijo : « Habitantes, dejad 
el culto de Nardun y del fuego ; adorad al Dios 
único y misericordioso. » 

a La misma voz se oyó tres años consecuti- 
vos; pero nadie se convirtió, y al cumplirse 
este plazo, entre tres y cuatro de la madruga- 
da, todos los habitantes quedaron trasformados 
en piedras, permaneciendo cada cual en el es- 
tado y ademan en que se hallaba. El rey mi 
padre padeció igual suerte, quedando conver- 
tido en una piedra negra, tal cual se le ve en un 
paraje de este palacio, y la reina mi madre su- 
frió igual destino. 

« Soy el único sobre quien Dios no descargó 
su tremendo castigo : desde entonces continúo 
sirviéndole con mas fervor que nunca, y estoy 
persuadido, hermosa señora, de que os envia 
para mi consuelo ; doyle infinitas gracias, por- 
que os confieso que esta soledad me es harto 
insufrible. » 

« Esta narración, y particularmente las últi- 
mas palabras, acabaron de inflamar mi pasión. 
« Príncipe, » le dije, a no hay que dudarlo, la 
Providencia me ha traído á este puerto para 



ofreceros los medios de alejaros de tan funesto 
sitio. El bajel en que he venido puede daros 
idea de que gozo de alguna consideración en 
Bagdad, donde he dejado otros bienes cuantio- 
sos. Me adelanto á ofreceros allí un albergue, 
hasta que el poderoso caudillo de los creyentes 
y vicario del gran profeta, en quien creéis, os 
haya tributado los honores que tenéis mereci- 
dos. Este célebre monarca reside en Bagdad, y 
apenas sepa vuestra llegada á su capital, cono- 
ceréis que no en vano se implora su amparo. 
No cabe que permanezcáis por mas tiempo en 
una ciudad donde todos los objetos se os han 
de hacer ya insufribles. Mi bajel está á vuestra 
disposición y podéis mandar en él como señor.» 
Aceptó mi ofrecimiento y pasamos el resto de 
la noche conversando de nuestro embarque. 

« Al amanecer salimos del palacio, y nos di- 
rij irnos al puerto, donde hallamos á mis herma- 
nas, al capitán y á mis esclavos con suma zozo- 
bra por mi paradero. Después de haber presen- 
tado mis hermanas al príncipe, les referí lo que 
me habia imposibilitado el volver á bordo el 
dia anterior, el encuentro del joven príncipe, 
su historia y la causa de la desolación de tan 
hermosa ciudad. 

(( Los marineros emplearon algunos días en 
desembarcar las mercancías que yo habia lle- 
vado y embarcar en su reemplazo todo lo mas 
precioso en el palacio , tanto de oro y plata 
como en pedrerías. Dejamos los muebles y 
gran cantidad de plata labrada, porque no po- 
díamos llevárnosla. Hubiéramos necesitado mu- 
chas embarcaciones para trasportar á Bagdad 
todas las riquezas que teníamos á la vista. 

(( Luego que hubimos cargado el buque con 
cuanto quisimos, tomamos los víveres y el agua 
que conceptuamos necesitar para la travesía, 
no obstante que todavía nos quedaban muchas 
provisiones de las que habíamos embarcado en 
Balsora. Por fin dimos la vela con viento tal 
cual podíamos apetecer, b 

Al decir estas palabras, Cheherazada advir- 
tió que amanecía, y dejó de hablar. El sultán se 
levantó sin decir palabra ; pero con ánimo de 
oir hasta el cabo la historia de Zobeida y de 
aquel principe tan milagrosamente conser- 
vado. 




NOCHE LXVI. 



Antes de acabarse la noche siguiente, Dinar- 
zada, impaciente por saber cuál seria el éxito 
de la navegación de Zobeida, llamó á la sultana. 
a Mi querida hermana, » le dijo, « si no duer- 
mes, prosigue por fineza la historia de ayer. 
Dinos si el príncipe y Zobeida llegaron próspe- 
ramente á Bagdad. — Vais á saberlo, » respon- 
dió Cheherazada. « Zobeida prosiguió así su 
historia, vuelta siempre al califa : 

a Señor, el príncipe, mis hermanas y 50 pa- 
sábamos los dias conversando alegremente ; pero 
¡ay de mí! nuestra armonía no duró mucho 
tiempo. Mis hermanas se encelaron por la inti- 
midad que advirtieron entre el príncipe y yo, y 
me preguntaron un dia maliciosamente qué ha- 
ríamos con él cuando llegásemos á Bagdad. 
Conocí que me hacían aquella pregunta para 
descubrirme el interior, y por lo tanto, tratando 
el asunto placenteramente, les respondí que lo 
tomaría por esposo, y luego volviéndome hacia 



el príncipe, le dije : « Señor, os suplico que 
consintáis en ello. Cuando lleguemos á Bagdad, 
mi intento es ofreceros mi persona para ser 
vuestra humildísima esclava, tributaros mis ser- 
vicios y reconoceros por señor absoluto de mi 
albedrío. — Señora, » respondió el príncipe, 
a no sé si os chanceáis ; pero por lo que á mí 
toca, os declaro formalmente aquí ante vuestras 
hermanas que desde este momento acepto gus- 
toso el ofrecimiento que me hacéis, no para 
miraros como á esclava, sino como á mi dama 
y señora, sin que pretenda tener imperio alguno 
sobre vuestras acciones. » Mis hermanas se in- 
mutaron á estas palabras, y noté desde entonces 
que no abrig&ban para conmigo el mismo afecto 
que antes. 

<( Nos hallábamos en el golfo Pérsico muy 
cerca de Balsora, á donde confiaba que, soplan- 
do el viento , llegaríamos al dia siguiente. Du- 
rante la noche, cuando estaba durmiendo, mis 



110 



LAS MIL Y l.NA NOCHES. 



hermanas se valieron de la coyuntura para ar- 
rojarme al mar, como también al príncipe, 
quien vino luego á fenecer. Yo me sostuve al- 
gún tiempo sobre el agua , y por casualidad, ó 
mas bien, por milagro hallé fondo y me adelanté 
hacia la parte por donde me parecia divisar la 
tierra. Con efecto, llegué á una playa, y al ama- 
necer conocí que estaba en un islote desierto, 
situado á veinte millas de Balsora. Pronto enju- 
gué mi ropa al sol, y noté varias especies de 
frutas, y aun agua dulce, con lo cual tuve espe- 
ranza de que podría salvar mi vida. 

« Estaba descansando á la sombra, cuando vi 
una serpiente con alas muy gruesas y largas 
qlie se adelantaba hacia mí jadeándose y sacan- 
do la lengua, lo cual me hizo comprender que 
padecía. Levánteme, y advirtiendo que la se- 
guía otra serpiente mas gruesa, que la tenia 
asida por la cola y hacia esfuerzos para devo- 
rarla, me compadecí de ella, y en vez de huir, 
tuve valor para cojer una piedra que se hallaba 
casualmente cerca de mí, la tiré con toda mi 
fuerza á la serpiente gruesa, y dándole en la 
cabeza, se la aplasté. La otra, hallándose libre, 
desplegó al punto las alas y voló. La seguí mu- 
cho tiempo con la vista como animal muy pere- 
grino , pero luego que desapareció, me senté á 
la sombra en otro paraje y me quedé dormida. 

« Al despertarme, imajinaos cuál fué mi 
asombro viendo junto á mí una negra cuyas 
facciones eran despejadas y agradables, y que 
llevaba atadas dos perras del mismo color. In- 
corpóreme y le pregunté quién era. « Soy, » me 
respondió, « la serpiente que habéis librado no 
ha mucho de su cruel enemigo. He creído que 
el mejor modo de agradeceros el importante 
servicio queme habéis hecho, era obrando como 
acabo de hacerlo. He sabido la traición de vues- 
tras hermanas, y para vengaros, luego que he 
estado libre, gracias á vuestro jeneroso auxilio, 
he llamado á varias de mis compañeras, que 
son hadas como yo ; hemos trasladado todo el 



cargamento de vuestro buque á vuestros alma- 
cenes de Bagdad, y después lo hemos echado á 
pique. Estas dos perras negras son vuestras 
hermanas á quienes he trasformado así; pero 
este castigo no es bastante, y quiero que las tra- 
téis además del modo que os diré. » 

« A estas palabras, la hada me estrechó con 
uno de sus brazos, y á las dos perras con el 
otro, y nos trasladó á Bagdad, en donde vi en 
mi almacén todas las preciosidades con que mi 
buque estaba cargado. Antes de marcharse, me 
entregó las dos perras y me dijo : « So pena de 
ser trasformada en perra como ellas, os mando, 
de parte de aquel que impera sobre los mares, 
que deis cada noche cien latigazos á cada una 
de vuestras hermanas, para castigarlas del cri- 
men que cometieron contra vuestra persona y la 
del príncipe que ahogaron. » Tuve que prome- 
terle que cumpliría su mandato (1). 

« Desde entonces las he tratado todas las no- 
ches, á pesar mió, del modo que presenció 
vuestra majestad. Les manifiesto con mi llanto 
cuanto dolor y repugnancia siento al cumplir 
con tan cruel obligación, y ya veis que en esto 
soy mas digna de compasión que de vituperio. 
Si hay algo que me concierna, y de que deseéis 
quedar enterado, mi hermana Amina os lo co- 
municará al contaros su historia. » 

Después de haber escuchado á Zobeida con 
admiración, el califa mandó á su gran visir que 
rogara á la amable Amina que esplicara porqué 
estaba tan plagada de cicatrices «Pero, se- 
ñor, » dijo en este punto Cheherazada, « ya es 
de dia, y no debo detener mas á vuestra majes- 
tad. » Chahriar, persuadido de que la historia 
que Cheherazada tenia que referir contendría el 
desenlace de las anteriores, dijo para consigo : 
« Es preciso que tenga el gusto completo; » y 
se levantó determinado á dejar vivir aquel dia 
mas á la sultana. 

(1) La historia de Zobeida tiene cierta semejanza con la del 
Anciano y los dos perros negros. 




Cl'KYI'OS ÁRABES. 



111 



NOCEE LXVII. 



Dinarzada, deseosa de oír la historia de Ami- 
na, habiéndose despertado antes del amanecer, 
dijo á la sultana : « Mi querida hermana, si no 
duermes, te ruego que me digas porqué la ama- 
ble Amina tenia el pecho cubierto de cicatrices. 
— Desde luego,» respondió Cheherazada, «y 
para no perder tiempo, habéis de saber que 
Amina, vuelta al califa, empezó su historia en 
estos términos : 

HISTORIA DE AMINA. 

« Caudillo de los creyentes, para no repetir 
todo lo que vuestra majestad sabe ya por la nar- 
ración de mi hermana, os diré que mi madre 
habiendo tomado una casa para vivir privada- 
mente después de haber enviudado, me casó 
con uno de los mas ricos herederos de esta ciu- 
dad, entregándome en dote los bienes que mi 
padre me habia dejado. 

« Aun no habia mediado el primer año de 
nuestro enlace , cuando enviudé , quedando 
dueña de todos los haberes de mi marido, que 
ascendían á noventa mil zequines. Los intereses 
de aquel dinero eran muy suficientes para man- 
tenerme decorosamente ; sin embargo, pasados 
los seis primeros meses de luto, me mandé ha- 
cer diez trajes diferentes, de tanta magnificen- 
cia que costaban mil zequines cada uno, y al 
cabo del año empecé á llevarlos. 

« Un dia que me hallaba .sola entretenida en 
quehaceres caseros , vinieron á decirme que 
una dama quería hablarme. Mandé que la hicie- 
sen entrar, y me hallé con una persona de edad 
avanzada, que me saludó besando la tierra y me 
dijo permaneciendo arrodillada : « Mi buena se- 
ñora, os suplico que disculpéis la libertad que 
me tomo de importunaros; y me alienta al in- 
tento la confianza que tengo en vuestra caridad. 
Habéis de saber que tengo una hija huérfana 
que debe casarse hoy, que así ella como yo so- 
mos forasteras, y no tenemos conocimiento 
alguno en toda la ciudad : esto nos trastorna, 
porque quisiéramos dar á entender á la crecida 



familia con quien vamos á emparentar, que no 
somos unas desconocidas y tenemos algún vali- 
miento. Por lo tanto, caritativa señora mia, si 
nos hacéis el favor de honrar esta boda con 
vuestra presencia, os lo agradeceremos tanto 
mas en cuanto las damas de nuestro pais cono- 
cerán que no somos tenidas aquí por. unas des- 
dichadas, cuando sepan que una persona de 
vuestra categoría no ha tenido á mal conceder- 
nos esta fineza. Pero ¡ ay de mí ! si desecháis 
mi ruego, ¡ qué pesar será para nosotras ! no 
sabemos á quién volvernos. » 

« Estas palabras, que la pobre mujer acom- 
pañó con lágrimas, me movieron á compasión. 
« Mi buena madre, » le dije, « no os aflijáis : es- 
toy pronta á daros gusto. Decidme á dónde de- 
bo ir ; solo os pido un rato para vestirme con 
algún aseo. » La vieja, arrebatada de alegría a 
esta respuesta, fué mas pronta en besarme los 
pies que yo en estorbárselo. « Mi caritativa se- 
ñora, » replicó levantándose, « Dios os ha de 
premiar esa dignación que tenéis con vuestras 
criadas, y bañará vuestro corazón de satisfac- 
ciones, así como estáis ahora colmando el nues- 
tro. No es necesario que os toméis tan pronto 
esa molestia ; bastará que vengáis conmigo de 
noche á la hora que vuelva yo en busca vuestra. 
Adiós, señora, » añadió, « hasta que logre la di- 
cha de volveros á ver. » 

« Luego que se marchó , me puse el vestido 
que mas me gustaba , con un collar de gruesas 
perlas , brazaletes , anillos y pendientes de dia- 
mantes finos y brillantes. Mis corazonadas me 
estaban arrebatando. 

a Empezaba á anochecer , cuando la anciana 
llegó á mi casa con un aspecto que rebosaba 
complacencia. Me besó la mano y me dijo : « Mi 
querida señora , las parientas de mi yerno , que 
son las principales damas de la ciudad , están ya 
en casa. Podéis venir cuando queráis, estoy 
pronta á serviros de guia. » Marchamos al pun- 
to ; ella abrió el camino , y yo la seguí con mi 
comitiva de esclavas vestidas con mucho aseo. 
Paramónos por una calle muy ancha recien bar- 



112 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



rida y regada , á una gran puerta que alumbra- 
ba un farol , á cuya luz pude leer esta inscrip- 
ción , escrita en letras de oro , encima de la 
puerta : Esta es la perpetua morada de los de- 
leites y el regocijo. La anciana llamó, y al pun- 
to abrieron. 

« Lleváronme por un gran patio á una sala es- 
paciosa , donde me salió al encuentro una dama 
joven de belleza peregrina. Llegóse á mí, y 
después de haberme besado y hecho sentar á 
su lado en un sofá , en el que había un trono 
de madera preciosa engastado de diamantes , 
« Señora , » me dijo , « os han , hecho venir 
aquí para asistir á una boda ; pero confio que la 
solemnidad ha de ser muy diversa de lo que os 
imajinais. Tengo un hermano , que es el mas 
hermoso y cabal de los hombres: está tan pren- 
dado por la descripción que le han hecho de 
vuestra beldad , que su suerte está en vuestra 
mano , y que se dará por muy desventurado , si 
no os apiadáis de él. Sabe el lugar que ocupáis 
en el mundo , y puedo aseguraros que el suyo 
no desdice de vuestro enlace. Si mis ruegos , se- 
ñora , tienen algún influjo sobre vos, los junto 
con los suyos y os suplico que no desechéis el 
ofrecimiento que os hace de tomaros por esposa.» 

« Desde la muerte de mi marido , nunca ha- 
bía tenido pensamientos de segundo matrimo- 
nio ; pero no tuve ánimo para desairar á una 
persona tan hermosa. Luego que hube consen- 
tido , con un silencio acompañado del rubor que 
brotó por mi rostro , dio la beldad unas palma- 
das , y abriéndose al punto un gabinete , salió 
un joven de continente tan majestuoso y agra- 
ciado , que me tuve por afortunada en haber 
hecho tan preciosa conquista. Sentóse á mi lado, 
y Conocí, por la conversación que tuvimos que 
su mérito sobrepujaba en gran manera á cuanto 
su hermana me habia dicho. 

« Guando vio que estábamos bien hallados 
uno con otro, dio otra vez algunas palmadas, 
y entró un cadí , que estendió nuestro contrato 
matrimonial , lo firmó é hizo firmar por cuatro 
testigos que habia traido consigo. Lo único que 
mi nuevo esposo requirió de mí , fué que no me 
dejaría ver , ni hablaría á ningún otro hombre, 
sino á él , y me juró que bajo esta condición no 
tendría mas que motivos de satisfacion. Conclu- 
yóse nuestro matrimonio de este modo , siendo 
yo la primera dama de la boda á la que tan solo 
roe habían convidado. 



« Un mes después de nuestro enlace, necesi- 
tando alguna tela , pedí permiso á mi marido 
^para salir á comprarla. Concediómelo , y tomé 
para acompañarme á la anciana sobredicha, que 
era de la casa , y dos esclavas mías. 

« Cuando estuvimos en la calle de los merca- 
deres , me dijo la anciana : « Mi buena ama , ya 
que buscáis una tela de seda , voy á llevarps á 
casa de un joven mercader conocido mió :' las 
tiene de todas clases , y sin molestaros en andar 
de tienda en tienda , puedo aseguraros que ha- 
llaréis en su casa lo que en ninguna otra parte, » 
Me dejé llevar y entramos en la tienda de un 
mercader mozo y de buena traza. Me senté, y le 
mandé decir por la anciana que me enseñase las 
mas hermosas telas de seda que tuviese. Quería 
la conductora qute yo misma se las pidiese ; pero 
le dije que una de las condiciones de mi casa- 
miento era no hablar á ningún hombre , sino á 
mi marido , y que no debía faltar á ella. 

(c El mercader me enseñó varias telas , y ha- 
biéndome gustado una, le mandé preguntar 
cuánto pedia por ella. Contestó á mi anciana : 
« No se la venderé por oro ni plata ; pero se la 
regalaré , si me permite besarla. » Mandé á la 
misma que le dijera que era muy osado en pro- 
ponerme semejante contrato ; pero esta , en vez 
de obedecerme , me observó que lo que el mer- 
cader pedia era asunto de cortísima entidad ; que 
no se trataba de hablar, y sí solo de presentar 
la mejilla , y que seria hecho en un momento. 
Era tan sumo mi afán por la tela , que incurrí en 
la torpeza de seguir su consejo. La anciana y las 
esclavas se pusieron delante para que no me 
vieran,- y levanté el velo; pero el mercader, 
en vez de besarme , me mordió hasta sacarme 
&ngre, 

« Fué tal mi quebranto y estrañeza , que caí 
desmayada y permanecí bastante rato en aquel 
estado para dar al mercader el de cerrar su tien- 
da y escaparse. Cuando volví en mí , me sentí 
la mejilla ensangrentada: la anciana y las escla- 
vas se habían esmerado en cubrirme con el velo 
para que la jente que acudió no advirtiese nada 
y creyese que me habia dado un desmayo. » 

Al acabar estas últimas palabras , Cheheraza- 
da advirtió que era de dia y calló. El sultán con- 
ceptuó por muy peregrino cuanto acababa de 
oir, y se levantó ansioso de saber la continua- 
ción. 



-»fr ¿S5r- 



CUENTOS ÁRABES. 



113 



NOCHE LXVIII. 



Despertóse Dinarzada antes de acabarse la no- 
che siguiente y llamó á la sultana : « Hermana 
mía , si no duermes , » le dijo , « te ruego que 
prosigas la historia de Amina. — He aquí como 
prosiguió aquella dama , » respondió Chehe- 
razada. 

«La vieja queme acompañaba, sumamente 
apesadumbrada con aquel lance, procuró despe- 
jarme. « Mi buena ama, » me dijo, « os pido 
mil perdones, pues soy causa de tamaña des- 
ventura. Os he traido á casa de este mercader, 
porque es de mi país, y nunca le hubiera creido 
capaz de tan gran maldad ; pero no hay que 
desconsolarse ; no perdamos tiempo y volvamos 
á casa ; allí os daré un remedio que os curará 
tan perfectamente á los tres dias que no se co- 
nocerá la menor señal. Me hallaba tan débil de 
mi desmayo, que apenas podia andar. No obs- 
tante llegué á casa ; pero volví á desmayarme 
al entrar en mi aposento. Sin embargo la an- 
ciana me aplicó su remedio, volví en mí, y me 
acosté. 

« Llegada la noche, vino mi marido, y vién- 
dome con la cabeza envuelta, me preguntó qué 
tenia. Respondíle que me dolían las sienes, con- 
fiando en que se daría por satisfecho ; pero 
tomó una bujía, y viéndome malherida la me- 
jilla, «¿Gomóos han hecho esa herida?» me 
dijo. Aunque yo no era muy delincuente, no 
podia determinarme á confesarle el hecho, pues 
me parecía que era faltar al decoro hacer seme- 
jante confesión á un marido. Díjele que al ir á 
comprar la tela de seda, como me lo habia per- 
mitido, un leñador con un haz habia pasado tan 
cerca de mí en una calle muy angosta, que un 
palo me habia arañado el rostro ; pero que no 
era asunto de cuidado. 

« Encolerizóse mi marido. « Esa acción , » 
dijo, « no quedará impune. Mañana daré orden 
al jefe de la policía para que prenda á todos 
esos leñadores brutales y los mande ahorcar. » 
Temiendo ser causa de la muerte de tantos ino- 
centes, le dije : « Señor, sentiría que se come- 
tiese tan grande injusticia, y me creería indigna 
T. 1. 



de perdón, si hubiera causado semejante des- 
gracia. — Decidme pues sinceramente, » replicó 
mi marido, « qué es lo que debo pensar de esa 
herida. » 

« Repuse que me la habia hecho inadverti- 
damente un vendedor de escobas montado en 
un asno; que venia detrás de mí mirando hacia 
otro lado, y que el asno me habia empujado 
con tanta violencia, que habia caido y dado con 
el rostro sobre un pedazo de vidrio. « Si es así,» 
dijo mi marido, « no saldrá mañana el sol sin 
que el visir Jiafar sepa esta insolencia y man- 
dará dar muerte á todos esos escoberos. — Por 
Dios, señor, » interrumpí, « os ruego que los 
perdonéis, pues no son culpables. — ¡ Cómo, 
señora ! » me dijo, « ¿ á qué he de atenerme ? 
Hablad, quiero oir de vuestra boca la verdad. 
— Señor, » le respondí ; « me ha dado un va- 
hído y he caido : este es el hecho. » 

« A estas últimas palabras, mi esposo perdió 
la paciencia. « Demasiado he escuchado vues- 
tras mentiras, » esclamó, y dando una palmada, 
entraron tres esclavos. « Sacadla faera de la 
cama, » les dijo, « y tendedla en el suelo. » Los 
esclavos ejecutaron su orden, y como uno me 
tenia asida por la cabeza y otro por los pies, 
mandó al tercero que fuese á buscar un sable, y 
cuando lo hubo traido, « Hiere, » le dijo ; « cór- 
tale el cuerpo en dos y vete á echarlo al Tigris. 
Que sirva de pasto á los peces : este es el cas- 
tigo á que condeno á las personas á quienes he 
dado mi corazón y faltan á su fe. » Como vio 
que el esclavo no se apresuraba á obedecerle, 
« Hiere, » prosiguió, «¿porqué te detienes? 
¿qué aguardas? 

— « Señora , » me dijo entonces el esclavo , 
« tocáis á los últimos momentos de vuestra vi- 
da : ved si queréis disponer algo antes de mo- 
rir. » Pedí permiso para decir una palabra y se 
me concedió. Levanté la cabeza, y mirando tier- 
namente á mi esposo, c< ¡ Ay de mi ! » le dije , 
« ¡ á qué estado me veo reducida I preciso es 
pues que muera en mis mas lozanos años. » 
Quería proseguir, pero las lágrimas y suspiros 

8 



114 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



me lo impidieron. Esto no conmovió á mi espo- 
so ; al contrario , me hizo reconvenciones á las 
que hubiera sido superíluo replicar. Acudí á sú- 
plicas ; pero no las escuchó y mandó al esclavo 
que cumpliese con su deber. En aquel momento 
la anciana, que habia sido ama de cria de mi 
.esposo, entró y arrojándose á sus pies para de- 
senojarle, « Hijo mió, » le dijo, « en premio de 
haberos criado, os suplico que me concedáis su 
gracia^ Considerad que quien mata padece la 
muerte , y que vais á mancillar vuestra repu- 
tación y perder el aprecio de los hombres. ¿Qué 
dirán de tan sangriento enojo? » Pronunció es- 
tas palabras con tono tan conmovido , y las 
acompañó de tantas lágrimas, que encarnaron 
en el ánimo de mi esposo 



tido. Después me mandó llevar por los mismos 
esclavos, ministros de sus iras , á una casa en 
donde la anciana me estuvo asistiendo esmera- 
damente. Guardé cama cuatro meses, y al fin 
curé ; pero desde entonces me quedaron, á pe- 
sar mío, las cicatrices que visteis ayer. Luego 
que estuve en estado de andar y salir , quise 
volver á casa de mi primer marido, pero no 
hallé mas que el sitio. Mi segundo esposo, en 
el arrebato de su cólera, no se habia contentado 
con derribarla , pues habia mandado arrasar 
toda la calle en que estaba situada. Esta violen- 
cia era sin duda inaudita, pero ¿contra quién 
me hubiera quejado ? El autor de ella habia to- 
mado sus medidas para ocultarse , y no he po- 
dido conocerle. Además, aun cuando lo hubiese 



VXaNftSI 




« Bien, » dijo á su nodriza, « le concedo la 
vida por amor vuestro; pero quiero que con- 
serve señales que le recuerden su delito. » A 
estas palabras, un esclavo me dio por orden 
suya con toda su fuerza en los costados y el pe- 
cho tantos golpes con un junco flexible que le- 
vantaba el pellejo y la carne, que perdí el sen- 



conocido, ¿ me hubiera atrevido á' quejarme del 
tratamiento que usaba conmigo , cuando veía 
que procedía de una potestad absoluta ? 

« Desconsolada y falta de todo, recurrí á mi 
querida hermana Zobeida, que acaba de referir 
su historia á vuestra majestad , y le conté mi 
desgracia. Acojióme con su bondad acostumbrada 



CUENTOS ÁRABES. 



115 



y me exhortó á sobrellevarla con paciencia. « He 
aquí, » me dijo, « lo que es el mundo ; nos arre- 
bata comunmente bienes, amigos y amantes, y 
á veces todo junto. » Al mismo tiempo , en 
prueba de lo que me decía, me contó la pérdida 
del joven príncipe ocasionada por los zelos de 
sus dos hermanas. Después me dijo de que 
modo habian sido trasformadas en perras, y fi- 
nalmente tras de haberme dado mil testimonios 
de amistad , me presentó á mi hermana menor, 
que se habia retirado á su casa después de la 
muerte de nuestra madre. 

« Dando gracias á Dios por vernos las tres 
juntas, determinamos vivir libres sin separarnos 
jamás. Hace tiempo que llevamos esta vida so- 
segada, y como estoy encargada del gasto de la 
casa, me entretengo en ir yo misma á comprar 
las provisiones que necesitamos. Ayer salí en 
busca de algunas y las hice traer por un manda- 
dero, hombre jovial que detuvimos para diver- 
tirnos. Al caer la noche, llegaron tres calendo» 
y nos suplicaron que los acojiésemos hasta el 
dia siguiente. Admitírnoslos bajo una condición 



que aceptaron , y después de haberlos hecho 
sentar i nuestra mesa, nos regalaban con un 
concierto á estilo suyo, cuando oímos llamar á la 
puerta. Eran tres mercaderes de Musul de muy 
buena traza, que nos pidieron el mismo favor 
que los calendos, y se lo concedimos bajo igual 
condición ; pero ni unos ni otros la cumplieron* 
No obstante, aunque estuviésemos en estado y 
con derecho de castigarlos, nos contentamos 
con exijirles la narración de sus historias, re- 
duciendo nuestra venganza á despedirlos, pri- 
vándolos del hospedaje que nos habian pedido, o 
El califa Harun Alraschid se alegró mucho de 
de saber lo que deseaba , y manifestó pública-* 
mente la admiración que le causaba todo lo que 
acababa de oir... « Pero, señor,» dijo al llegar 
aquí Gheherazada, « ya empieza á asomar el 
dia, y no puedo referir á vuestra majestad lo que 
hizo el califa para terminar el encanto de las 
dos perras negras. » Ghahriar, juzgando que la 
sultana concluiría la noche siguiente la historia 
de las cinco damas y de los tres calendos , se 
levantó y le dejó la vida hasta el dia siguiente. 



NOCHE LXIX. 



« Por Dios, hermana mia , n esclamó Diñar- 
zada antes del dia, « si no duermes, te ruego 
que nos cuentes cómo las dos perras negras re- 
cobraron su primera forma y lo que se hicieron 
los tres calendos.— Voy á satisfacer vuestra cu- 
riosidad, » respondió Gheherazada , y vuelta á 
Ghahriar, prosiguió en estos términos : 

Señor, luego que el califa hubo satisfecho su 
curiosidad , quiso dar pruebas de su grandeza y 
jenerosidad á los tres calendos y estender tam- 
bién á las damas los derrames de su munificen- 
cia. Dijo él mismo á Zobeida, sin valerse del mi- 
nisterio del gran visir : «Señora, ¿ esa hada que 
se os apareció en forma de serpiente y os im- 
puso tan riguroso precepto, no os dijo su mo- 
rada ó no os prometió volveros á ver y Resti- 
tuir las dos perras á su primer estado ? 

— o Caudillo de los creyentes , » respondió 
Zobeida , « me olvidé decir á vuestra majestad 
que la hada me entregó un paquerito de cabello, 



diciéndome que algún dia necesitaría de su pre- 
sencia, y que con tal que quemase dos pelos de 
su cabello, acudiría al punto , aun cuando estu- 
viera allende el Gáucaso. — Señora, » repuso el 
califa, <( ¿en dónde están esos cabellos?» Y res- 
pondiendo Zobeida que desde entonces habia 
tenido sumo esmero en llevarlos siempre con- 
sigo, los sacó, y entreabriendo un poco la celo- 
sía que la ocultaba , se los enseñó, a Bien, » 
repuso el califa, « hagamos venir la hada: no 
pudierais llamarla en ocasión mas oportuna, ya 
que yo lo deseo. 

Zobeida consintió en ello, trajeron fuego y 
puso encima todo el paquetito de cabello , y al 
punto el palacio se estremeció, y la hada se pre- 
sentó delante del califa bajo la forma de una 
dama ricamente vestida. « Caudillo de los cre- 
yentes, » dijo á este príncipe, « aquí esloy pronta 
á escuchar vuestros mandatos. La dama que 
acaba de llamarme por orden vuestra me ha 



11C 



LAS MIL Y l NA NOCHES. 



hecho un servicio importante, y en prueba de 
mi reconocimiento la he vengado de la perfidia 
de sus hermanas traformándolas en perras ; pero 
si vuestra majestad lo desea, voy á restituirlas 
á su forma natural. » 

— a Hermosa hada, » le respondió el cafifa, 
« no podéis darme mayor gusto : perdonadlas , 
y luego buscaré medios para consolarlas de tan 
crudo castigo ; pero antes tengo una súplica que 
•hacer á favor de la dama tan cruelmente mal- 
tratada por un marido desconocido. Como sa- 
béis tantísimas interioridades, de creer es que 
no ignoráis esta : hacedme el favor de nom- 
brarme el bárbaro que no se ha contentado con 
ejercer sobre ella tan gran crueldad , sino que 
además le ha arrebatado injustamente los bieoes 
que le pertenecían. Me pasma el que una acción 
tan injusta é inhumana no haya llegado á mis 
oidos. 

— « Para dar gusto á vuestra majestad , » re- 
plicó la hada, « restituiré á las dos perras su pri- 
mera forma, curaré á la dama de sus cicatrices, 
de modo que no se conocerá que haya estado 
herida, y luego os nombraré al que así la mal- 
trató. » 

El califa envió por las dos perras á casa de 
Zobeida, y cuando las hubieron traído , presen- 
taron una taza llena de agua á la hada, que la 
habia pedido. Pronunció sobre ella algunas pa- 
labras , que nadie entendió, y roció á Amina y 
á las dos perras , que se trasformaron en dos 
damas de peregrina belleza , desapareciendo 
. también las cicatrices de Amina. Entonces la 
hada dijo al califa : « Caudillo de los creyentes, 
ahora falta descubriros quien es el esposo des- 
conocido que buscáis : os toca muy de cerca , 
pues es el príncipe Amin ( 1 ) , vuestro hijo mayor, 
hermano del príncipe Mamun (2). Habiéndose 
enamorado de esta dama por la relación que le 
hicieron de su hermosura, halló un pretesto 
para traerla á su casa y se casó con ella. Por 
lo que toca á los golpes que le mandó dar, es 
disculpable en cierto modo, pues la dama su 
esposa habia obrado con alguna lijereza , y las 
disculpas que le dio eran propias para hacer 
creer que habia cometido mayor desliz. Esto es 



(1) Amin sucedió á su padre Harun Alraschid en el año 
193 de la héjira [800 de J. C). Apenas subió al trono, cuando 
se entregó sin freno a sus pasiones dominantes, esto es, H 
vino y las mujeres, y cometió actos desatinados que indi- 
caban incapacidad. Fué asesinado por orden de los ént- 
rales de su hermano Mamun. Tenia veinte y ocho años y 
habia reinado cinco. 

(i) Mamón, uno de los mas calibres califas de la dinaslia 
de los Abasides, sucedió, en el año 108 de la héjira (813 de 
J. C), á' su hermano Amin, y ocupó el trono mas de veinte 
años. Falleció en el año 218 de la héjira (833 de J. C), á los 
cuarenta y ocho años de edad. 



cuanto puedo decir para satisfacer vuestra cu- 
riosidad. » Al terminar estas palabras, saludó al 
califay desapareció, 

Aquel príncipe , lleno de admiración y con- 
tento de las variaciones que acababan de suce- 
der por su medio , hizo acciones de que se ha- 
blará eternamente. En primer lugar, mandó lla- 
mar al príncipe Amin, su hijo, le dijo que sabia 
su casamiento secreto y le informó de la causa 
de la herida de Amina. El príncipe no aguardó 
que su padre le hablara de volverla á tomar, y 
al punto la admitió como á esposa. 

Luego el califa declaró que daba su corazón 
y su mano á Zobeida , y propuso las otras tres 
hermanas á los tres calendos hijos de reyes , 
quienes las aceptaron por esposas con mucho 
reconocimiento. El califa les señaló á cada uno 
un magnífico palacio en Bagdad ; los colocó en 
los principales destinos de su imperio y los admi- 
tió en sus consejos. El primer cadí de Bagdad , 
llamado con testigos, esiendió los contratos ma- 
trimoniales, y el famoso califa Harun Alraschid 
mereció las bendiciones de todos por haber la- 
brado la dicha de tantas personas que habian 
esperimentado desgracias inauditas. 

Aun no era de dia cuando Cheherazada con- 
cluyó esta historia , tantas veces interrumpida 
y proseguida. Esto le dio lugar á empezar otra, 
y así dijo, dirijiendo la palabra al sultán : 

HISTORIA DE LAS TRES MANZANAS. 

Señor, ya tuve el honor de hablar á vuestra 
majestad de una salida que el califa Harun Alras- 
chid hizo una noche de su palacio; y es menes- 
ter que os refiera otra. Un dia aquel príncipe 
avisó al gran visir Jiafar para que se hallara en 
palacio la noche siguiente. « Visir , » le dijo , 
« quiero dar una vuelta por la ciudad y saber 
lo que se dice , y sobre todo enterarme de si 
están ó no contentos de los oficiales encargados 
de administrar justicia. Si hay alguno de quien 
haya motivo de queja, lo depondremos y susti- 
tuiremos con otro que cumpla mejor con sus 
obligaciones. Si al contrario los hay dignos de 
el ojio , guardaremos con ellos los miramientos 
que merecen. » El gran visir se presentó en 
palacio á la hora señalada : el califa , él y Mes- 
rur, jefe de los eunucos, se disfrazaron para no 
ser conocidos , y salieron los tres juntos. 

•Pasaron por varias plazas y mercados , y al 
entrar en una callejuela, vieron, á la claridad de 
la luna , un anciano con barba cana , de estatu- 
ra aventajada y que llevaba unas redes sobre la 
cabeza; asia con una mano un cesto de hojas de 
palmera y un palo nudoso. «Al parecer este 



CIENTOS ÁRABES. 



m 



anciano está menesteroso, » dijo el califa, «acer- 
quémonos y preguntémosle cuál es su suerte. — 
Buen hombre , » le dijo el visir , « ¿ quién eres? 
— Señor , » le respondió el anciano, « soy pes- 
cador; pero el mas escaso y desdichado de mi 
profesión. He salido de casa á pescar á las doce 
del dia, y desde entonces hasta ahora ni siquie- 
ra he cojido un pez. Sin embargo tengo esposa 
é hijos menores , y no me queda arbitrio para 
mantenerlos. » - 
El califa , movido á compasión, dijo al pesca- 



Llegaron á la orilla del Tigris ; el pescador 
echó las redes , y habiéndolas tirado , sacó un 
cofre muy cerrado y pesadísimo. El califa man- 
dó al punto al gran visir que le contara cien ze- 
quines y le despidió. Mesrur se echó al hombro 
el cofre por orden de su amo, que volvió pron- 
tamente á palacio , ansioso de saber lo que ha- 
bía dentro. Allí abrieron el cofre , y hallaron 
un gran cesto de hojas de palmera cerrado y 
cosido con hilo de lana encarnada. Para satisfa- 
cer la impaciencia del califa , no se tomaron la 




dor : «¿Tendrías ánimo para volver atrás y 
echar las redes una sola vez ? Te daremos cien 
zequines por lo que saques.» A esta propuesta, 
el pescador olvidó el cansancio del dia , cojió al 
califa la palabra y volvió hacia el Tigris con él , 
Jiafar y Mesrur , diciendo para consigo : « Estos 
señores parecen muy honrados y discretos para 
que no me gratiliquen de mi trabajo , y aun 
cuando no me dieran mas que la centésima par- 
te de lo que me prometen, seria mucho para mí.» 



molestia de descoserlo , cortaron prontamente 
el hilo con un cuchillo y sacaron del cesto un 
lio envuelto en una mala alfombra y atado con 
cuerdas. Desatadas estas y desenvuelto el lio , 
se horrorizaron con la vista de un cuerpo de 
mujer, mas blanco que la nieve y sajado á trozos. 
Aquí llegaba Cheherazada , cuando dejé de ha- 
blar advirtiendo que era de dia. La noche si- 
guiente , volvió á proseguir de este modo : 



118 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE LXX. 



Señor , vuestra majestad conceptuará mejor 
de lo que yo puedo espresarle , cuál fué el 
asombro del califa con espectáculo tan pavoro- 
so. Pero su pasmo hizo lugar á su ira, y echan- 
do al visir miradas enfurecidas , « ¡ Ah desas- 
trado ! )> le dijo , « ¿ asi estás zelando las accio- 
nes de mis pueblos ? i Se están cometiendo á 
mansalva en tu ministerio asesinatos en mi ca- 
pital, y arrojan á mis subditos al Tigris para que 
clamen allá venganza contra mí el dia del juicio 
final ! Si no vengas prontamente la muerte de 
esta mujer con el suplicio de su asesino , juro 
por el sagrado nombre de Dios que te mandaré 
ahorcar con cuarenta de tus parientes. — Cau- 
dillo de los creyentes , » le dijo el visir , «rue- 
go á vuestra majestad que me conceda algún 
tiempo para hacer mis pesquisas.— Te doy tres 
dias, » repuso el califa; « recapacita bien lo que 
haces. » 

El visir Jiafar se retiró á su casa confuso y 
apesadumbrado. « ¡ Ay de mí ! » decía , « ¿ có- 
mo podré yo hallar al asesino en una ciudad tan 
populosa como Bagdad , cuando probablemente 
habrá cometido este crimen sin testigos, y qui- 
zá ya está fuera de la población ? Otro en mi lu- 
gar sacaría de la cárcel á un desdichado y le 
mandaría dar muerte para contestar al califa ; 
pero yo no quiero tiznar, mi conciencia con este 
delito , y prefiero morir á salvarme á tales con- 
diciones. » 

Mandó á los oficiales de policía y justicia que 
estaban á sus órdenes que hicieran una pesquisa 
esmerada del reo. Estos pusieron en movimiento 
á su jente, y aun salieron ellos mismos, creyén- 
dose tan interesados como el visir en aquel 
asunto; pero todos sus afanes fueron infructuo- 
sos, y por grande que fuese su dilijencia, no lo- 
graron descubrir al autor del asesinato, y el vi- 
sir juzgó que, á no ser por un favor del cielo, 
estaba perdido. 

Con efecto, cumplidos los tres dias, llegó un 
ujier á casa del desgraciado ministro y le inti- 
mó que le siguiera. Obedeció este, y el califa le 
preguntó donde estaba el asesino. « Caudillo de 



los creyentes, » le respondió Jiafar, todo lloroso, 
« nadie ha podido darme la menor noticia. » El 
califa le reconvino con mucho enojo y mandó 
que le ahorcar^ delante de la puerta de palacio, 
y con él á cuarenta de los Barmecidas (1). 

Mientras estaban levantando las horcas y 
prendían en sus casas á los cuarenta Barmecidas, 
un pregonero recorrió por orden del califa todos 
los barrios de la ciudad gritando : a El que 
quiera tener el gusto de ver ahorcar al gran vi- 
sir Jiafar y cuarenta Barmecidas sus parientes, 
acuda á la plaza que está delante de pala- 
cio. D 

Cuando estuvo ya todo dispuesto, el juez cri- 
minal y gran número de guardias de palacio 
trajeron al gran visir con los cuarenta Barmeci- 
das, los colocaron cada uno al pié de la horca 
que les estaba destinada, y les pasaron al rede- 
dor del cuello el dogal correspondiente. El pue- 
blo, que se agolpaba en la plaza, no pudo pre- 
senciar tan lastimoso espectáculo sin amargura 
y sin derramar lágrimas ; porque el gran visir 
Jiafar y los Barmecidas estaban bienquistos por 
su honradez, jenerosidad y desinterés, no solo 
en Bagdad, sino también en todo el imperio del 
califa. 

Nada podia estorbar la ejecución de la orden 
de aquel príncipe adusto en demasía, é iban 
á quitar la vida á los hombres mas honrados de 
la ciudad, cuando un joven de agradable aspec- 
to y bien vestido atravesó la muchedumbre , se 
llegó al visir, y después de haberle besado la 
mano, « Soberano visir, » le dijo, « caudillo de 
los emires de esta corte, refujio de los pobres, 
no sois reo del crimen por que os traen aquí. 
Retiraos y dejadme purgar la muerte de la dama 

(t) U familia de los Barmecidas, de la que Jiafar, minis- 
tro de Harun, es uno de los mas célebres individuos, se 
granjeó en el Oriente por sus riquezas y jenerosidad una 
Hombradía , que ha aumentado la terrible catástrofe que 
puso termino á tanta prosperidad. Los Barmecidas, ó me- 
jor dicho, los Barmekidas, eran naturales de Balk y de 
ilustre cuna. Esta gran catástrofe ocurrió el 1.° de safar 
187 (49 de enero de 803) ; Jiafar fué degollado, é inmedia- 
tamente se dio orden para prender a su padre y hermano* 
con sus familias, y fueron enviados 6 Rahka en la Meso- 
potamia, donde terminaron sus dias en el cautiverio. 



CUENTOS ÁRABES. 



119 



arrojada al Tigris. Yo soy su asesino y merezco 
ser castigado, » 

Aunque esta arenga causase suma alegría al 
visir, no por eso dejó de apiadarse del joven, 
cuya fisonomía, en vez de ser aciaga, tenia sumo 
aliciente, é iba á responderle, cuando un hombre 
alto y de edad avanzada se abrió paso por me- 
dio del concurso, y acercándose al visir, le dijo : 
e Señor, no deis crédito á lo que os está dicien- 
do ese joven : yo fui el que maté á la dama ha- 
llada en el cofre, y sobre mí solo debe recaer 
el castigo. En nombre de Dios os ruego que no 
castiguéis al inocente por el culpado. — Señor, » 
repuso el joven encarándose con el visir, « os 
juro que yo fui el que cometí esa maldad, y que 
nadie en el mundo fué cómplice en ella. — Hijo 
mió, » interrumpió el anciano, a la desespera- 
ción os ha traido aquí y queréis anticipar vues- 
tro destino ; en cuanto á mí, hace tiempo que 
estoy en el mundo y debo no tenerle ya apego. 
Dejadme pues sacrificar mi vida por la vuestra. 
Señor, d añadió volviéndose al visir, « os repito 
de nuevo que yo soy el asesino ; mandadme dar 
muerte sin tardanza. » 

La pugna entre el anciano y el joven obligó 
al visir Jiafar a llevarlos á entrambos ante el 
califa, con el beneplácito del juez criminal, que 
se complacía en favorecerle. Cuando estuvo en 
la presencia de aquel príncipe, besó siete veces 
el suelo y habló de este modo : « Caudillo de los 
creyentes, traigo á vuestra majestad este an- 
ciano y este joven, que se culpan cada cual del 



asesinato de la dama. » Entonces el califa pre- 
guntó á los delincuentes cuál de los dos habia 
asesinado tan cruelmente á la dama y la habia 
arrojado al Tigris. El joven aseguró que era él ; 
pero el anciano sostenia por su parte lo con- 
trario. « Llevadlos, » dijo el califa al gran visir, 
cr y que los ahorquen á entrambos. — Pero, se- 
ñor, » dijo el visir, « si uno solo es delincuente, 
fuera injusto matar al otro. » 

A estas palabras, el joven prosiguió : a Juro 
por el Dios todopoderoso que ha levantado los 
cielos á la altura en que se hallan, que yo fui el 
quémate la dama á pedazos y la arrojé al Tigris 
cuatro dias atrás. No quiero participar con los 
justos del dia del juicio final, si lo que digo no 
es cierto. Así yo soy el que debo ser castigado.» 

El califa quedó atónito con aquel juramento, 
y le dio tanto mas crédito cuanto el anciano 
nada replicó, y por lo tanto encarándose con el 
joven, « Desastrado,» le dijo, « ¿por qué mo- 
tivo cometiste un crimen tan horroroso ? ¿ Y 
qué motivo puedes tener para haberte presen- 
tado á recibir la muerte? — Caudillo de los 
creyentes, » respondió, « si se escribiera todo 
lo que ha ocurrido entre esa dama y yo, seria 
una historia que pudiera ser útilísima á los 
hombres. — Refiérela pues, » replicó el califa, 
« yo te lo mando. » El joven obedeció y em 
pezó así su narración 

Cheherazada quería proseguir, pero hubo de 
suspender aquella historia hasta lo noche si- 
guiente. 



NOCHE LXXI. 



Chahriar se anticipó á la sultana y le pre- 
guntó lo que el joven habia referido al califa 
Harun Alraschid. Cheherazada tomó la palabra 
y habló en estos términos : 

HISTORIA DB LA DAMA ASESINADA Y DEL JOVEN, SU 
MARIDO. 

« Caudillo de los creyentes, ha de saber vues- 
tra majestad que la dama asesinada era mi 
esposa, hija de este anciano, que es mi tio pa- 



terno. Apenas habia cumplido doce años, cuando 
me la dio en matrimonio, y desde entonces han 
mediado otros once. Tuve de ella tres hijos, 
que están vivos, y debo hacerle la justicia de 
que nunca me dio el menor disgusto, pues era 
juiciosa, de buenas costumbres y cifraba todo 
su afán en complacerme. Por mi parte, yo la 
amaba mucho y me anticipaba á todos sus de- 
seos, muy lejos de contradecirlos. 

a Hace dos meses cayó enferma ; la asistí con 
cuanto esmero cupo en mi cariño, echando el 



129 



LAS MIL Y LINA NOCHES. 



resto para proporcionarle prontísima curación. 
Al cabo de un mes empezó á hallarse mejor y 
quiso ir al baño. Antes de salir de casa, me 
dijo : «Primo (porque siempre me llamaba asi), 
tengo deseo de comer manzanas, y me darias 
•mucho gusto, si pudieras proporcionarme algu- 
na ; hace tiempo que tenia este antojo, y te con- 
fieso que ha llegado á ser tan vehemente, que 
temo me suceda alguna desgracia, si no queda 
pronto satisfecho. — Haré cuanto pueda para 
complacerte, » le respondí. 

« Al punto fui en busca de manzanas á todas 
las plazas y tiendas, pero no pude hallar una 
sola, aunque ofrecía por ella un zequí. Volví á 
casa, desazonado de habec tomado inútilmente 
tanta molestia, y en cuanto á mi esposa, cuando 
volvió del baño y no vio las manzanas, sintió 
un pesar que no la dejó dormir en toda la no- 
che. Madrugué y anduve todos los huertos; 
pero con tan poco éxito como el día anterior. 
Encontré únicamente á un labrador anciano, 
quien me dijo que por mucha molestia que me 
diese, no las hallaría sino en el huerto de vues- 
tra majestad en Balsora. 

« Como yo amaba entrañablemente á mi mu- 
jer y no queria culparme de no echar el resto 
en complacerla, tomé un traje de viajero, y 
después de haberla enterado de mi intento, 
marché á Balsora. Dime tanta priesa, que es- 
tuve de vuelta á los quince dias y traje manza- 
nas que me habían costado un zequí cada una. 
Eran las única» que habia en el huerto, y el 
hortelano no habia querido dármelas mas bara- 
tas. Al llegar se las presenté á mi esposa ; pero 
me hallé con que ya se le habia pasado el an- 
tojo; así que se contentó con recibirlas y po- 
nerlas junto á sí. Continuaba sin embargo 
enferma, y no sabia qué remedio aplicar á su 
dolencia. 

a A pocos dias de mi llegada, halláudome sen- 
tado en mi tienda en el paraje público en donde 
se venden toda clase de ricas telas, vi entrar un 
gran esclavo negro de muy mala catadura, que 
llevaba en la mano una manzana que conocí ser 
una de las que yo habia traído de Balsora. No 
podia dudarlo, porque sabia que no habia nin- 
guna en Bagdad ni en todos los huertos de los 
alrededores. Llamé al esclavo, o Buen esclavo,» 
le dije, « infórmame en dónde has cojido esa 
manzana. — Es un regalo que me ha hecho mi 
querida, » respondió sonriéndose. « Hoy fui á 
verla y la hallé algo enferma. Vi que tenia allí 
tres manzanas, y le pregunté de donde se las 
habia ajenciado, y me respondió que su bonazo 
de marido habia emprendido un viaje de quince 
dias solo para írselas á buscar, y que se las ha- 



bia traído. Cenamos juntos, y al marcharme he 
cargado con esta. » 

« Semejante especie me causó un trastorno 
indecible. Me levanté, y después de haber cer- 
rado la tienda, corrí ansioso á mi casa y subí al 
aposento de mi mujer. Miré al pronto si estaban 
las tres manzanas , y no viendo mas que dos , 
pregunté qué se habia hecho de la otra. Enton- 
ces mi mujer, volviendo la cabeza hacia donde 
estaban las manzanas , y no viendo sino dos, 
me contestó con despego : « Primo, yo no sé 
lo que se habrá hecho. » A semejante respuesta 
creí desde luego que era cierto lo que me ha- 
bia dicho el esclavo , y arrebatado de zelos, 
desenvainé un cuchillo que llevaba en la cin- 
tura, y lo clavé en la garganta de aquella des- 
dichada. Luego le corté la cabeza, la descuar- 
ticé y formé un lio que oculté en un cesto, y 
después de haberlo cosido con hilo de lana en- 
carnada, lo encerré en un cofre que me eché al 
hombro después de anochecido y lo arrojé al 
Tigris. 

« Mis dos hijos menores estaban ya acostados 
y dormían , y el tercero estaba fuera : á la 
vuelta le hallé sentado junto á la puerta y llo- 
rando amargamente. Pregúntele la causa de su 
llanto, a Padre, » me dijo, « esta mañana le 
tomé á madre , sin que lo advirtiera, una de las 
tres manzanas que le trajisteis. La he guardado 
mucho rato, pero cuando estaba jugando en la 
calle con mis hermanos, un esclavo alto que pa- 
saba me la ha quitado, y llevándosela, he cor- 
rido tras él pidiéndosela mil veces , pero por 
mas que le dije que era de mi madre que es- 
taba enferma y que vos habíais hecho un viaje 
de quince dias en su busca , no ha querido de- 
volvérmela, y como yo le seguía clamando, se 
ha vuelto, me ha cascado , y luego ha echado á 
correr por varias calles estraviadas , de modo 
que le he perdido de vista. Desde entonces he 
ido á pasearme fuera de la ciudad aguardando 
que volvieseis para rogaros , padre, que no le 
digáis nada á madre, por temor de que esto em- 
peore su dolencia. » Al acabar estas palabras , 
se puso á llorar de nuevo. 

« La declaración injenua de mi hijo me causó 
una aflicción indecible. Conocí entonces lo su- 
mo de mi maldad , y me arrepentí , pero de- 
masiado tarde, de haber dado crédito á las im- 
posturas de aquel desastrado esclavo, quien ha- 
bía fraguado., sobre lo que le habia dicho mi 
hijo, la funesta fábula que yo habia tenido por 
una verdad. Mi tio, que está aquí presente, llegó 
en aquel momento; venia á ver á su hija ; pero 
en lugar de hallarla con vida, vino á saber por 
mí que va no existia, porque no le disfracé na- 



CUENTOS ÁRABES. 



121 



da, y sin aguardar que me condenara, me de- 
claré el mas criminal de todos los hombres. Sin 
embargo, en vez de hacerme justas reconven- 
ciones, juntó sus lágrimas con las mias y estu- 
vimos llorando al par tres dias continuos ; él la 
pérdida de una hija que siempre habia amado 
entrañablemente, y yo la de una mujer que es- 
taba idolatrando, y de que me habia privado 
por un término tan cruel y dando crédito con 
sobrada liviandad á las mentiras de un es- 
clavo. 



a Esta es , caudillo de los creyentes , la sin- 
cera confesión que vuestra majestad ha exijido 
de mí. Ya sabéis todas las circunstancias de mi 
crimen, y os ruego humildemente que dispon- 
gáis mi castigo. Por riguroso que sea, no me 
quejaré de él, y lo graduaré de muy benigno. 
« El califa quedó atónito 

Al pronunciar estas palabras, Cheherazada 
vio asomar el dia, y dejó de hablar ; pero la no- 
che siguiente prosiguió así su narración : 



NOCHE LXXII. 



Señor, el califa se quedó absorto con lo que 
el joven acababa de contarle ; pero aquel prín- 
cipe justiciero, juzgando que era mas digno de 
compasión que delincuente, abogó por él. « La 
acción de este jóyen, » dijo, « es disculpable 
ante Dios y tolerable entre los hombres. El pi- 
caro esclavo es el único causador de este asesi- 
nato, y él debe ser castigado. Por lo tanto, » 
añadió encarándose con el gran visir, « te doy 
tres dias para buscarlo, y si al cabo de ellos, 
no me lo traes, sufrirás la muerte en su lugar.» 

El desgraciado Jiafar, que se habia creído fue- 
ra de peligro, quedó aterrado con esta nueva 
orden del califa ; pero como no se atrevía á re- 
plicar al príncipe cuyo jenio conocia, se alejó de 
su presencia y se retiró á su casa bañados los 
ojos de lágrimas, persuadido de que solo le que- 
daban tres dias de vida. Estaba tan convencido 
de que no hallaría al esclavo , que no hizo la 
mas mínima pesquisa. « Es imposible, » decia, 
« que en una ciudad como Bagdad , en donde 
hay un sinnúmero de esclavos negros, encuen- 
tre al buscado. A menos que Dios me lo dé á co- 
nocer como me descubrió al asesino, nada pue- 
de salvarme. » 

Pasó los dos primeros dias inconsolable con 
su familia, que lloraba al rededor de él, queján- 
dose de la severidad del califa, y habiendo lle- 
gado el tercero, se dispuso para morir con ente- 
reza como un ministro íntegro que nada tenia 
que echarse en cara. Mandó llamar cadíes y 
testigos, que firmaron el testamento hecho en su 



presencia , y después abrazó á su mujer é hijos 
y les dio el postrer adiós. Toda su familia se 
deshacía en llanto formando una escena suma- 
mente trájica. Al fin llegó un palaciego, quien le 
dijo que el sultán se empeñaba mas y mas en 
saber noticias suyas y del esclavo negro que le 
habia mandado pesquisar, o Tengo orden, » aña- 
dió, « de llevaros ante su solio. » El visir aflijido 
se disponía á seguirle, pero cuando iba á salir, 
le trajeron la menor de sus hijas, que podia te- 
ner cinco ó seis años. Las mujeres que la cuida- 
ban venían á presentársela á su padre para que 
la viera por última vez. 

Como la quería entrañablemente, pidió al pa- 
laciego que se detuviera un momento , y acer- 
cándose á su hija, la tomó en brazos y besó re- 
petidas veces. Al besarla advirtió que tenia en 
el pecho un bultito que despedía olor, a Hija 
mia, » le dijo, « qué traes en el pecho ? — Que- 
rido padre, » le respondió, « es una manzana 
sobre la cual está escrito el nombre del califa 
nuestro señor y amo. Nuestro esclavo Rian me 
la vendió en dos zequines. » 

Al oír las palabras manzana y esclavo, el gran 
visir Jiafar prorumpió en un alarido de asombro 
con raptos de júbilo, y metiendo al punto la 
mano en el pecho de su hija, sacó la manzana. 
Mandó llamar al esclavo, que no estaba' lejos, se 
encaró con él y le dijo : « Bribón, ¿ en dónde 
cojiste esta manzana ? — Señor, » respondió el 
esclavo, « os juro que no la he robado en vues- 
tra casa ni en el huerto del califa. El otro dia 



«a 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



al pasar por una calle junto áunos niños que ju- 
gaban, vi que uno la tenia en la mano, se la 
quité y me la llevé. El niño vino corriendo de- 
trás de mí diciéndome que la manzana no era 
suya, sino de su madre que estaba enferma; que 
su padre había emprendido un largo viaje por 
satisfacer el deseo que tenia, y había traído tres, 
y que aquella era una de tantas que le había 
quitado á su madre sin que lo advirtiera. Por 
mas queme rogó que se la volviera, no quise 
hacerlo; la traje á casa y la vendí por dos zequi- 
nes á vuestra hija menor. Esto es cuanto tengo 
que deciros. » 

Jiafar estaba atónito, sin alcanzar cómo la be- 
llaquería de un esclavo había sido causa de la 
mnerte de una mujer inocente y casi de la suya. 
Llevó consigo al esclavo, y cuando estuvo delan- 
te del califa, le hizo á este príncipe una puntual 
narración de lo ocurrido. 

Indecible fué la estrañeza del califa, y no pu- 
do contenerse prorumpiendo en carcajadas. Al 
fin recobró un aspecto grave , y le dijo al visir 
que ya que su esclavo habia causado semejante 
desmán, merecía un castigo ejemplar, « Conven- 
go en ello, señor, » respondió el visir, « pero 
su crimen no es irremisible. Sé una historia to- 
davía mas peregrina de un visir del Cairo , lla- 
mado Nuredin (i) Alí, y de Bedredin (2) Hasan 
de Balsora. Como vuestra majestad se deleita en 
oír otras parecidas, estoy pronto á referírsela 
bajo el concepto de que si se le hace mas pre- 
ciosa que la recien sucedida, indultaréis á mi 
esclavo. — Consiento en ello, » replicó el cali- 
fa ; « pero os empeñáis en una ardua empresa, y 
no creo que podáis salvar á vuestro esclavo, 
porque la historia de las manzanas es muy es- 
traña. » Jiafar tomó entonces la palabra y empezó 
su narración en estos términos ; 

HISTORIA PE NUREDIN AU Y BEDREDIN HASAN. 

« Caudillo de los creyentes, habia en otro 
tiempo en Ejipto un sultán sumamente justiciero, 
y al propio tiempo benéfico t misericordioso, 
desprendido y cuyo valor causaba grandísimo 
respeto á sus vecinos. Amaba á los pobres y apa- 
drinaba á los sabios encumbrándolos á los pri- 
meros cargos del estado. El visir de aquel sultán 
era varón cuerdo, instruido, perspicaz y consu- 
mado en todas las ciencias. Este ministro tenia 
dos hijos muy hermosos y que seguían entram- 
bos sus propias huellas : el mayor se llamaba 



(1} Nuredin significa en árabe luz de la rclijion. 
(t: Bedredin significa la luna llena de la reí ij ion. 



Chemsedin (1) Mohamed (2), y el menor Nure- 
din Alí. Este segundo atesoraba principalmente 
cuantas prendas son dables en el hombre. Muer- 
to el visir su padre , el sultán envió por ellos, y 
habiendo mandado que los revistiesen con una 
túnica de visir, a Siento en el alma, » les dijo, 
cr la pérdida que acabáis de tener. Me causa 
tanto desconsuelo como á vosotros mismos, y 
para manifestaros mi aprecio, ya que vivís jun- 
tos y estáis perfectamente hermanados, os re- 
visto á entrambos con la misma dignidad. Id, é 
imitad á vuestro padre. » 

« Los dos nuevos visires dieron gracias al 
sultán por su dignación, y se retiraron á su ca- 
sa, en donde atendieron á las exequias del pa- 
dre. Al cabo de un mes hicieron su primera 
salida y fueron al consejo del sultán ; y desde 
entóncej continuaron asistiendo puntualmente 
los días que se juntaba. Siempre que el sultán 
iba á cazar, uno de los dos hei manos le acom- 
pañaba y lograban alternativamente aquella dis- 
tinción. Un dia que conversaban después de 
cenar sobre diferentes asuntos, la víspera de 
una cacería en que el mayor debia acompañar al 
sultán, aquel joven dijo á su segundo: «Her- 
mano mió, ya que todavía no nos hemos casado 
y vivimos tan unidos, me ocurre una especie : 
casémonos entrambos en un mismo dia con dos 
hermanas escojidas en cualquier familia que nos 
corresponda. ¿ Qué dices de mi propuesta ? — 
Digo, hermano, » respondió Nuredin Alí, «qué 
es digna de nuestra amistad. Es un pensamiento 
escelente, y por mi parte estoy dispuesto á ha- 
cer cuanto quieras. — j Oh ! aun hay mas, » re- 
puso Chemsedin Mohamed; «mi fantasía es 
muy voladora : suponiendo que nuestras muje- 
res conciban la primera noche de nuestras bo- 
das, y que luego den á luz en un mismo dia, la 
tuya un hijo, y la mia una hija, los casaremos 
uno con otro cuando lleguen á la edad compe- 
tente. — i Ah ! en cuanto á eso, » esclamo Nu- 
redin Alí, « es menester confesar que el intento 
es preciosísimo. Ese casamiento estrechará 
nuestra hermandad , y le doy gustoso mi con- 
sentimiento. Pero, hermano, » añadió, « ¿ si su- 
cediera que hiciésemos este casamiento, exijirias 
que mi hijo diese un dote á tu hija? — No hay 

(V Esto es, sol de la rclijion. 

(i) Mohamed ó Mohamet es el nombre que tenia el fun- 
dador del Islamismo, y los devotos musulmanes se hon- 
ran con llevar el mismo nombre que su profeta. « 1.a preo- 
cupación es tan jeueral, » dice Mr. Reinaud, « que los que 
so llaman asi pasan por seres privilejiados. En Constanti- 
nopla, cuando el estado corre peligro, el sultán escoje no- 
venta y dos Musulmanes de este nombre y les encarga 
que reciten ciertos capítulos del Alcorán ; asi se imajina 
asegurar la salvación del imperio. » (Monumentos persas 
y turcos, temo n, p»J. W . 



CUENTOS ÁRABES. 



1S3 



dificultad en ello, » replicó el mayor, « y estoy 
persuadido de que, además de los pactos cor- 
rientes del contrato matrimonia], no dejaríais de 
conceder en su nombre á lo menos tres mil 
zequines, tres buenas haciendas y tres esclavos. 
— En eso no convengo, » dijo el menor. a ¿ No 
somos hermanos y compañeros, revestidos am- 
bos con la misma dignidad ? Además, ¿ no sabe- 
mos, así tú como yo, lo que es justo ? Siendo el 
varón mas noble que la hembra, ¿ no te corres- 
pondería á ti dar un crecido dote á tu hija? A lo 
que veo, quieres aventajar tu caudal á costa 
ajena. » 

a Aunque Nuredin Alí decia estas palabras en 
tono de chanza, su hermano, que era un tanto 
caviloso, se le mostró agraviado. « ¡ Pobre hijo 
tuyo! » contestó con enfado, « ya que te atreves 
á preferirle á mi hija, y estraño esa osadía tuya 
de conceptuarlo el único digno de sus prendas. 
Debes haber perdido el juicio para quererte com- 
parar conmigo, diciendo que somos camaradas. 
Sábete, loco, que después de tu desvergüenza, 
no quisiera casar á mi hija con tu hijo, aun 
cuando le dieras mas riquezas de las que tie- 
nes. » Esta chistosa contienda de los dos her- 
manos sobre el matrimonio de sus hijos que aun 
no habían nacido trascendió mucho mas de lo 
regular. Chemsedin Mohamed se arrebató hasta 
amenazar á su hermano. « Si no hubiera de 
acompañar mañana al sultán, » dijo, a te trata- 
ría como mereces ; pero á la vuelta te desenga- 
ñarás de que un hermano menor debe hablar al 
mayor, no con esa insolencia, como acabas de 
hacerlo. » A estas palabras, se retiró á su habi- 
tación, y su hermano fué á acostarse en la suya. 

« Chemsedin Mohamed se levantó al dia si- 
guiente de madrugada, y marchó á palacio, de 
donde salió con el sultán, quien siguió el camino 
del Cairo hacia la parte de las Pirámides. En 
cuanto á Nuredin Alí, habia pasado la noche su- 
mamente desazonado, y después de haber con- 
siderado que no le era dable vivir por mas 
tiempo con un hermano que le trataba con tanta 
altivez, tomó allá una determinación. Mandó que 
le dispusieran una buena muía, se pertrechó 
con dinero, joyas y algunos víveres, y habiendo 
dicho á sus criados que iba á hacer un viaje de 
dos ó tres dias y que habia de ir solo, se marchó. 

« Cuando estuvo fuera del Cairo, marchó por 
el desierto hacia la Arabia : pero muñéndosele 
la muía en el camino, tuvo que proseguir su via- 
je á pié. Afortunadamente un correo que iba á 
Balsora le encontró y tomó en grupa, y cuando 
llegó ala ciudad, Nuredin Alise apeó y le dio 
gracias por el favor que le habia hecho. Yendo 
por las calles en busca de un alojamiento, vié 



venir hacia él un señor acompañado de un sé- 
quito crecido, y á quien todos los habitantes 
tributaban grandes obsequios, deteniéndose ren- 
didamente hasta que hubiera pasado. Nuredin 
Alí se paró como los demás, y vio que era el 
gran visir del sultán de Balsora, que recorría la 
ciudad para mantener con su presencia el orden 
y el sosiego. 

ce Aquel ministro fijó por casualidad los ojos 
en el joven , y le pareció de fisonomía agra- 
ciada : le miró con afecto, y viendo al pasar á 
su lado que estaba en traje de viandante, se de- 
tuvo para preguntarle quién era y de dónde ve- 
nia. « Señor, » le respondió Nuredin Alí , « soy 
ejipcio , natural del Cairo, y he abandonado mi 
pais, tan justamente enojado contra un pariente, 
que estoy decidido á viajar por todo el mundo 
y á morir antes que volver allá. » El gran visir, 
que era un venerable anciano, al oir estas pala- 
bras , le dijo : a Hijo mió, guárdate de ejecutar 
tu intento. No hay mas que desdicha por el 
mundo, y tú ignoras las penalidades que habrías 
de sufrir. Vente conmigo, y quizá te haré olvi- 
dar el motivo que te precisó á dejar tu pais. » 

« Nuredin Alí acompañó al gran visir de Bal- 
sora, quien habiendo pronto conocido sus rele- 
vantes prendas, le cobró afecto , de modo que 
un dia hablando con él en particular, le dijo : 
« Hijo mió , ya ves que me hallo en edad muy 
avanzada, y que según las apariencias, no vi- 
viré mucho tiempo. El cielo me ha concedido 
una hija única no menos hermosa que tú, y que 
se halla ahora en edad casadera. Varios señores 
de esta corte me la han pedido ya para sus hijos ; 
pero no he podido determinarme á concedér- 
sela. En cuanto á ti, te amo y hallo tan digno de 
mi parentesco, que prefiriéndote á todos los que 
me la han pedido, estoy pronto á aceptarte por 
yerno. Si admites gustoso el ofrecimiento que 
te hago, le declararé al sultán mi señor que te 
prohijo con este casamiento, y le suplicaré que 
te conceda la futura de mi dignidad de gran 
visir en el reino de Balsora. Al mismo tiempo, 
como necesito ya sosiego en la edad que tengo, 
te traspasaré, no solo el réjimen de todos mis 
bienes, sino también la administración de los 
negocios del estado. » 

« Aun no habia acabado el gran visir de Bal- 
sora estas razones tan halagüeñas y jenerosas , 
cuando Nuredin Alí se arrojó á sus plantas, y con 
espresiones que manifestaban el alborozo y re- 
conocimiento que rebosaban de su corazón , le 
respondió que estaba dispuesto á hacer cuanto 
gustase. Entonces el gran visir llamó á los prin- 
cipales empleados de su casa y les mandó que 
dispusiesen la sala principal y preparasen un 



124 



LAS MIL V UNA NOCHES. 



gran banquete. Luego mandó á casa de to- 
dos los señores de la corte y de la ciudad para 
que se tomaran la molestia de avistarse con él, 
y cuando estuvieron todos juntos , informado 
por Nuredin Alí de su linaje, dijo a estos seño - 
res, juzgando oportuno hablar así para satisfa- 
cer á aquellos cuyo entronque habia rehusado : 
« Voy á comunicaros, señores, una especie que 
he guardado reservada hasta este dia. Tengo un 
hermano que es gran visir del sultán de Ejipto, 
así como me cabe á mí la honra de serlo del 
sultán de este reino. Este hermano tiene un hijo 
único, que no ha querido enlazar en la corte de 
Ejipto, y me lo ha enviado para casarse con mi 
hija y estrechar mas y mas nuestra intimidad. 
Este hijo, á quien he reconocido como sobrino 



a su llegada, y á quien elijo por yerno , es este 
joven que aquí veis y os presento. Me lisonjeo 
de que le haréis el honor de asistir á su despo- 
sorio que he determinado celebrar en este dia. » 
Ninguno de aquellos señores podia llevar á mal 
que hubiera preferido su sobrino á todos los 
grandes partidos que se le habían ido presen- 
tando, y asi todos respondieron que obraba 
cual debia efectuando aquel casamiento , que 
asistirían gustosos i la ceremonia y deseaban 
que Dios le concediera muchos años de vida 
para ver los frutos de aquella venturosa unión. » 
Aquí llegaba Cheherazada, cuando viendo aso- 
mar el dia, interrumpió su narración, que pro- 
siguió así la noche siguiente : 



NOCHE LXXIII. 



Señor, el gran visir Jiafar prosiguió así la his- 
toria que referia al califa : « Apenas los señores 
que se habían juntado en casa del gran visir de 
Balsora hubieron manifestado á aquel ministro la 
complacencia que les cabía por el enlace de su 
hija con Nuredin Alí, se sentaron á la mesa. A 
los postres, sirvieron dulces, de los que, según 
costumbre, tomó cada cual lo que pudo llevarse, 
y entraron los cadíes con el contrato matrimo- 
nial. Los principales señores lo firmaron, y he- 
cho esto, se retiraron los convidados. 

« No habiendo quedado sino los de casa , 
el gran visir encargó á los que cuidaban del 
baño que habia mandado preparar, que llevasen 
á Nuredin Alí , quien halló ropa que no habia 
servido aun , de una finura y aseo que hechi- 
zaban, como también todo lo demás necesario al 
intento. Cuando hubieron limpiado , lavado y 
frotado al esposo, quiso volverse á vestir el traje 
que acababa de quitarse ; pero le presentaron 
otro de la mayor magnificencia. En tal estado 
y perfumado con las mas esqu ¡sitas esencias, se 
volvió á la presencia del gran visir su suegro , 
quien quedó prendado de su hermoso personal, 
y habiéndole hecho sentar á su lado, « Hijo mió, » 
le dijo, « me has declarado quien eres y el lu- 
gar que ocupabas fen la corte de Ejipto ; me di- 



jiste también que has tenido una contienda con 
tu hermano , y que por eso te ausentaste de tu 
pais ; te ruego que me hagas una entera confianza 
y me digas cuál fué el motivo de vuestra dis- 
puta. Debes tener ahora toda confianza en mí, 
y no ocultarme nada. »> 

a Nuredin Alí le refirió todas las circunstan- 
cias de su desavenencia con el hermano , y el 
gran visir no pudo oirías sin reírse. « ¡ Vaya 
una aprensión estraña ! » le dijo. « ¿ Es posible, 
hijo mió, que vuestra disputa haya llegado hasta 
ese punto por un casamiento imajinario? Siento 
que te hayas indispuesto con tu hermano por 
una causa tan frivola ; veo sin embargo que él 
tuvo culpa en ofenderse de lo que le dijiste 
chanceándote, y debo dar gracias al cielo de 
una desavenencia que me proporciona un yerno 
como tú. Pero ya es tarde, » añadió el anciano, 
« y hora que te retires. Vete , hijo mió , tu es- 
posa te aguarda, mañana te presentaré al sultán, 
y espero que te recibirá en términos muy satis- 
factorios para entrambos. » 

« Nuredin Alí se desvió del ya suegro para 
pasar al aposento de su esposa. Lo mas estraño, » 
prosiguió el visir Jiafar, « es que el mismo dia 
que se celebraba su boda en Balsora , Chemse- 
din Mohamed se casaba también en el Cairo, y 



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he aquí las circunstancias de su desposorio. 

« Luego que Nuredin Alí se hubo marcha- 
do del Cairo con ánimo de no volver jamás , 
Chemsedin Mohamed, el mayor, que habia 
ido á cazar con el sultán de Ejipto , habiendo 
vuelto al cabo de un mes , porque el sultán se 
habia dejado llevar de su afición á la caza y es- 
tado ausente todo aquel tiempo, corrió al apo- 
sento de Nuredin Alí ; pero se quedó atónito al 
saber que se habia marchado en una ínula el 
dia mismo de la caza del sultán, pretestando un 
viaje de tres dias, y que desde entonces no se le 
habia visto. Sintiólo tanto mas, cuanto no dudó 
de que la adustez con que le habia hablado era 
causa de su ausencia. Despachó un correo, que 
pasó por Damasco y llegó hasta Alepo ; pero 
Nuredin se hallaba entonces en Balsora. Cuando 
regresó el correo diciendo que no habia podido 
adquirir noticia alguna d» su paradero , Chem- 
sedin Mohamed determinó buscarle por otra 
parle , y entretanto tomó la determinación de 
casarse. Celebró su desposorio con la hija de 
uno de los principales y mas poderosos señores 



del Cairo, el mismo dia que su hermano se casó 
con la hija del gran visir de Balsora. 

« Aun sucedió mas, caudillo de los creyen- 
tes, » prosiguió Jiafar ; « al cabo de los nueve 
meses , la mujer de Chemsedin Mohamed dio á 
luz una niña en el Cairo, y el mismo dia la de 
Nuredin parió en Balsora un niño, que fué lla- 
mado Bedredin Hasan. El gran visir de Balsora 
manifestó su regocijo con grandes limosnas y 
funciones públicas que mandó hacer por el na- 
cimiento de su nieto. Luego, para dar A su 
yerno una prueba de lo satisfecho que estaba 
con él, fué á palacio á pedir humildemente al 
sultán que le concediera á Nuredin Alí la futura 
de su empleo, para que tuviera antes de morir 
el consuelo de ver á su yerno gran visir en su 
lugar. 

« El sultán , que habia visto con suma com- 
placencia á Nuredin Alí cuando se lo habían 
presentado después de su casamiento , y que 
desde entonces habia oido hablar siempre de él 
con muchos elojios, concedió la gracia que se le 
pedia con todo el agrado que podía desearse , y 



126 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



le mandó revestir en su presencia con el manto 
de gran visir. 

« Rebosaba de júbilo el suegro al día siguiente 
cuando vio á su yerno presidiendo en el consejo 
en su lugar, y desempeñando todas las funcio- 
nes de gran visir. Nuredin Alí las ejecutó tan 
cumplidamente que parecía haber estado ejer- 
ciendo toda su vida aquel cargo. Continuó pos- 
teriormente asistiendo al consejo, cuando los 
achaques de la vejez no permitieron la asisten- 
cia de su suegro. Este buen anciano falleció 
cuatro años después de aquel desposorio, con la 
satisfacción de ver un vastago de su familia que 



prometía sostenerla por mucho tiempo con 
lucimiento. 

« Nuredin Alí le tributó los últimos deberes 
con todo el cariño y reconocimiento debidos, y 
luego que Bedredin Hasan su hijo hubo cum- 
plido siete años, lo entregó á un escelente ayo, 
quien empezó á darle una educación digna de 
su nacimiento. Es cierto que halló en el niño un 
entendimiento despejado, perspicaz y abarcador 
de cuantas lecciones le suministraban. » 

Cheherazada iba á proseguir ; pero vio que era 
de día y suspendió su narración. A la noche is- 
guiente la prosiguió, y dijo al sultán de las Indias: 



NOCHE LXXIV. 



Señor, el gran visir Jiafar prosiguió la histo- 
ria que referia al califa : « Dos años después 
que Bedredin Hasan fué encargado al maestro 
que le enseñó á leer con perfección , aprendió 
el Alcorán de memoria ; su padre Nuredin Alí 
le proporcionó después otros profesores que cul- 
tivaron de tal modo su entendimiento, que á 
los doce años ya no los necesitaba. Entonces , 
como se habían formado ya sus facciones, cau- 
saba admiración á cuantos le miraban. 

<r Hasta entonces Nuredin Alí no había pen- 
sado sino en hacerle estudiar, y no le había 
presentado en público. Llevóle á palacio para 
proporcionarle el honor de saludar al sultán, 
quien le recibió con distinción. Los primeros 
que le vieron en la calle quedaron tan prenda- 
dos de su hermosura, que prorumpieron en rap- 
tos de asombro y le dieron mil bendiciones. 

« Como su padre trataba de hacerle capaz de 
ocupar un dia su puesto , nada perdonó al in- 
tento , y le hizo tomar parte en los mas arduos 
negocios, para imponerle desde luego en su de- 
sempeño. Finalmente hacia cuanto cabe para el 
adelantamiento de un hijo que le era tan que- 
rido, y empezaba ya á disfrutar del fruto de sus 
afanes, cuando le acometió de repente una en- 
fermedad, cuya violencia fué tal, que conoció 
que no estaba muy distante de su última hora. 
Así que no quiso hacerse ilusión , y se dispuso 
¿morir como un verdadero musulmán. En aquel 



momento precioso, no se olvidó de su querido 
hijo Bedredin ; lo mandó llamar y le dijo : 
« Hijo mió, ya ves que el mundo es perecede- 
ro ; solo aquel adonde pronto voy á pasar es el 
duradero por los siglos de los siglos. Preciso 
es que empieces desde ahora á entablar las mis- 
mas disposiciones que yo; prepárate á hacer 
este viaje sin sentimiento y sin que tu con- 
ciencia pueda remorderte por nada tocante á 
las obligaciones de un musulmán, ni á las de un 
hombre honrado. En cuanto á tu relijon, estás 
bastante instruido con lo que te han enseñado 
tus maestros y con lo que has leído. Por lo que 
toca al hombre de bien, voy á darte algunas 
instrucciones de que procurarás aprovecharte. 
Como es necesario conocerse á sí mismo, y no 
puedes tener de esto un conocimiento cabal sin 
saber quien yo soy, voy á comunicártelo. 

« Nací en Ejipto, y mi padre, tu abuelo, era 
primer ministro del sultán de aquel reino. Yo 
mismo obtuve el honor de ser nno de los visires 
de aquel propio sultán, con mi hermano, tu tio, 
que aun supongo vivo, que se llama Chemsedin 
Mohamed. Tuve que separarme de él y vine 
á este país, donde llegué al encumbrado puesto 
que hasta ahora he ocftpado. Pero sabrás todas 
estas particularidades mas circunstanciadamente 
por un cuadernito que tengo que darte. » 

a Al decir esto, Nuredin Alí sacó aquel cua- 
derno escrito de su puño y que llevaba siempre 



\ 



CUENTOS ÁRABES. 



127 



consigo, y dándoselo á Bedredin Hasan, <r To- 
ma , » le dijo, a lo leerás muy despacio ; halla- 
rás , entre varias especies, el dia de mi matri- 
monio y el de tu nacimiento. Son circunstancias 
de las que necesitarás quizá en lo sucesivo, y 
que deben obligarte á guardarlo desveladamen- 
te. » Bedredin Hasan , entrañablemente condo- 
lido al ver á su padre en aquel estado, y con- 
movido con sus razones , recibió el cuaderno , 
anegados los ojos en lágrimas y prometiéndole 
no desprenderse nunca de él. 

«r En aquel momento le sobrevino á Nuredin 
Alí un desmayo, que hizo creer que iba á espi- 
rar ; pero volvió en sí, y recobrando el habla, 
« Hijo mió , » le dijo, « la primera máxima que 
debo enseñarte , es que no te entregues fácil- 
mente á intimidades con toda clase de personas. 
El medio de vivir seguro es comunicarse con- 
sigo mismo, y ser reservado con los demás. 

« La segunda no cometer violencia con na- 
die, porque en tal caso, todos se levantarían 
c Mitra ti , y debes mirar el mundo como un 
acreedor que tiene derecho á tu moderación , 
compasión y tolerancia. 

« La tercera no contestar palabra cuando te 
injurien : cuando uno guarda silencio, dice el 



refrán, está fuera de peligro. En semejante oca- 
sion debes particularmente practicarlo. También 
sabes que con este motivo un poeta nuestro 
dijo que el silencio es la gala y salvaguardia de 
la vida , y que nunca debemos parecemos al 
hablar á la lluvia de una tormenta que todo lo 
destruye. Nunca se arrepintió alguien de haber 
callado, y sí muchas veces de haber hablado. 

a La cuarta no beber vino, porque es el orí- 
jen de todos los vicios. 

« La quinta economizar tus bienes : si no los 
malgastas, te servirán para precaverte de la ne- 
cesidad ; no por eso hay que acaudalar en de- 
masía y ser avariento : por pocos haberes que 
tengas, como los gastes cuando convenga, ten- 
drás muchos amigos, y por el contrario , si tie- 
nes muchas riquezas y haces mal uso de ellas , 
todos se apartarán de ti y te abandonarán. » 

« Finalmente Nuredin Alí continuó dando 
buenos consejos á su hijo hasta el último mo- 
mento de su vida, y cuando hubo muerto, se le 
hicieron magníficas exequias.... » Cuando Che- 
herazada decia estas palabras , penetró la luz 
del día, y remitió para la mañana siguiente la 
continuación de su historia. 



NOCHE IXXV. 



La sultana de las Indias se despertó á la hora 
acostumbrada , y tomó la palabra volviéndose á 
Chahriar. a Señor , » le dijo , « el califa no se 
cansaba de escuchar al gran visir Jiafar , quien 
prosiguió así su historia : « Enterraron á Nuredin 
Alí con todos los honores debidos á su dignidad. 
Bedredin Hasan de Balsora , que así le apellida- 
ron porque habia nacido en aquella ciudad , sin- 
tió entrañable desconsuelo con la muerte de su 
padre. En vez de contar un mes , según cos- 
tumbre , pasó dos llorando y solitario sin ver á 
nadie , ni aun salir para rendir acatamientos al 
sultán de Balsora , el cual enojado de tamaña 
desatención, y mirándola como un menosprecio 
de su corte y persona , se dejó arrebatar de su 
ira. Mandó llamar enfurecido al nuevo gran vi- 
sir , porque habia nombrado uno luego que su- 



po la muerte de Nuredin Alí , y le mandó que 
pasara á la casa del difunto y la confiscara, 
como también todas las haciendas y bienes, sin 
dejar nada á Bedredin Hasan , mandando que se 
apoderase de su persona. 

«El nuevo gran visir, acompañado de gran 
número de palaciegos , ministros de justicia y 
otros empleados , no tardó en ponerse en cami- 
no para desempeñar su comisión. Un esclavo de 
Bederdin Hasan , que se hallaba casualmente en- 
tre el concurso , apenas supo el intento del visir, 
se adelantó y corrió á avisar á su amo. Hallóle 
sentado en el umbral de su casa , tan afligido 
como si su padre acabase de morir , y arroján- 
dose á sus pies sin aliento, después de haberle 
i)esado el estremo de la túnica , « Huid , señor,» 
le dijo , « huid prontamente; — ¿ Qué ocurre ?» 



128 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



le preguntó Bedredin , alzando la cabeza, a ¿qué 
noticia me traes ? — Señor,» respondió el es- 
clavo,' a no hay que perder un instante. El sul- 
tán está furioso contra vos , vienen por orden 
suya á confiscar cuanto tenéis, y aun á apode- 
rarse de vuestra persona. » 

a Las razones de aquel esclavo fiel turbaron 
el ánimo de Bedredin Hasan. « ¿ Pero no tengo 
tiempo para entrar en mi aposento y tomar al- 
gún dinero y algunaí joyas? — No señor, » re- 
plicó el esclavo; « el gran visir estará aquí den- 
tro de un momento. Marchaos al punto, huid.» 
Bedredin Hasan se levantó atropelladamente de 
su asiento, se calzó las chinelas, y habiéndose 
cubierto la cabeza con el estremo de su vestido, 
para ocultar su rostro , huyó sin saber hacia 



dónde encaminaría sus pasos , para librarse del 
peligro que le amenazaba. La primera idea que 
le ocurrió fué llegar á la puerta mas inmediata 
de la ciudad. Corrió sin detenerse hasta el ce- 
menterio público, y como se acercaba la noche, 
determinó pasarla en el sepulcro de su padre. 
Era un edificio de bastante aparato en forma de 
cúpula que Nuredin Alí habia mandado cons- 
truir durante su vida ; pero encontró en el ca- 
mino un Judío muy rico , que era banquero y 
mercader de profesión. Volvia de un pueblo don- 
de habia tenido negocios y regresaba á la ciudad. 
« Este Judío conoció á Bedredin , y parándo- 
se , le saludó atentamente. » Calló Cheherazada 
al llegar aquí , porque ya amanecia ; pero prosi- 
guió á la noche siguiente : 



NOCHE LXXVI. 



Señor , el califa escuchaba con mucha aten- 
ción al gran visir Jiafar , que continuaba en es- 
tos términos : « El Judío , llamado Isaac , des- 
pués de haber saludado á Bedredin Hasan y ha- 
berle besado la mano , le dijo: « Señor, ¿ me 
atreveré á preguntaros á dónde vais á estas ho- 
ras , solo y tan azorado ? ¿ Tenéis alguna pesa- 
dumbre? — Sí, » respondió Bedredin; « me he 
quedado dormido hace poco , y mi padre se me 
ha aparecido en sueños. Me daba terribles mira- 
das como si estuviese enojado conmigo. Me he 
despertado con sobresalto y pavor y he venido 
al punto á orar sobre su sepulcro. — Señor , » 
replicó el Judío , que no podia saber porqué 
Bedredin Hasan habia salido de la ciudad , « co- 
mo el difunto gran visir , vuestro padre y mi 
señor de dichosa memoria , habia cargado con 
mercancías varios buques que aun están en la 
mar y que os pertenecen , os ruego que me deis 
la preferencia sobre los demás mercaderes. Me 
hallo en estado de comprar al contado los car- 
gamentos de todos vuestros buques, y para em- 
pezar, si queréis cederme el del primero que 
llegue á salvamento , estoy pronto á contaros 
mil zequines. Los traigo aquí en una bolsa y os 
los entregaré por adelantado, » Y diciendo esto, 
sacó un bolsón que llevaba debajo del brazo , 



oculto con el vestido , y se lo enseñó , sellado 
con su sello. 

<( En el estado en que se hallaba Bedredin Ha- 
san , echado de su casa y despojado de todo 
cuanto poseía en el mundo , consideró la pro- 
puesta del Judío como un favor del cielo , y no • 
dejó de aceptarla con suma alegría, « Señor , » 
le dijo entonces el Judío , « ¿me dais pues por 
mil zequines el cargamento del primero de vues- 
tros buques que llegue á este puerto? — Sí, te lo 
vendo en mil zequines, » respondió Bedredin 
Hasan , « y es negocio concluido. » Al punto el 
Judío le entregó la bolsa de los mil zequines, 
ofreciéndose á contarlos ; pero Bedredin le escu- 
só la molestia , diciéndole que se fiaba de él. 
« Ahora pues , » repuso el Judío , « tened , se- 
ñor , la dignación de darme un recibo que es- 
prese el ajuste que acabamos de hacer. » Y eli- 
diendo esto , sacó su tintero que llevaba en la 
cintura , y tomando de él una caña muy bien 
cortada , se la presentó con un pedazo de papel 
que halló en su cartera, y mientras que tenia en 
la mano el tintero , Bedredin Hasan escribió es- 
cribió estas palabras : 

a Este documento sirve para dar testimonio 
de que Bedredin Hasan de Balsora vendió al Ju- 
dío Isaac , por la cantidad de mil zequines que 



CUENTOS ÁRABES. 



129 



ha recibido , el cargamento del primero de sus 
bajeles que llegue á este puerto. 

« BEDREDIN BASAN DE B ALBORA. )) 

« Después de haber firmado este escrito , lo 
entregó al Judío , quien lo metió en su cartera y 
se despidió. Mientras Isaac proseguía su rumbo 
hacia la ciudad , Bedredin Hasan se encaminó 
hacia el sepulcro de su padre Nuredin Alí. Al 
llegar , se postró jcon el rostro contra el suelo, 
y anegados los ojos en llanto , empezó á lamen- 
tarse de su desdicha. « ¡ Ay de mí ! » decia , 
«¿qué será de ti, desgraciado Bedredin? ¿A 
dónde irás en busca de asilo contra el injusto 
príncipe que te persigue ? ¿ No bastaba tener que 
llorar la muerte de un padre tan querido ? ¿ era 
preciso que la fortuna añadiese una nueva des- 
ventura á mi justísimo quebranto? » Permane- 



ció mucho tiempo en aquel estado ; pero al fin 
se levantó , y habiendo apoyado la cabeza con- 
tra el sepulcro de su padre , se renovó su dolor 
con mayor vehemencia que antes , y no cesó de 
suspirar y quejarse , hasta que rendido al sueño, 
alzó la cabeza y tendiéndose á lo largo sobre el 
enlosado , se quedó dormido. 

a Apenas gozaba el regalo de aquel sosiego , 
cuando un jenio que habia fijado aquel diasu 
residencia en el cementerio, disponiéndose á 
correr el mundo por de noche , según su cos- 
tumbre , advirtió aquel joven tendido en el se- 
pulcro de Nuredin Alí. Entró , y como Bedredin 
estaba echado de espaldas, quedó absorto y pas- 
mado con su hermosura » Apuntó el dia, y 

Gheherazada suspendió su narración; pero la 
mañana siguiente, á la hora acostumbrada , la 
prosiguió en estos términos : 



NOCHE LXXVII. 



« Cuando el jenio , » siguió diciendo el gran 
visir Jiafar, « hubo considerado atentamente á 
Bedredin Hasan , habló así consigo : « Si se ha 
de juzgar de esta criatura por su buen personal, 
no puede menos de ser un ánjel del. paraíso ter- 
renal que Dios envia para encender los corazo- 
nes con su belleza. » Finalmente , después de 
haberle mirado con ahinco , se remontó por los 
aires y encontró casualmente una hada. Saludá- 
ronse recíprocamente, y luego el jenio le dijo : 
« Os ruego que bajeiy conmigo al cementerio 
donde tengo mi residencia , y os haré ver un 
portento de hermosura, no menos digno de 
vuestra admiración que de la mia. *> Consintió 
la hada, y se apearon entrambos en un instante, 
y al asomar sobre el sepulcro, «¿Qué tal?» 
dijo el jenio á la hada , enseñándole á Bedredin 
Hasan , « ¿ habéis visto nunca un joven tan pe- 
regrino como este ? » 

« La hada contempló atentamente á Bedredin, 
y luego volviéndose al jenio, « Os confieso, » le 
respondió, « que es un portento ; pero acabo de 
ver en el Cairo un objeto aun mas asombroso, 
de que voy á hablaros , si queréis escucharme. 
— Me daréis mucho gusto, » replicó el jenio. 
T. I. 



— Habéis de saber, » dijo la hada, «porque voy 
á tomar mi narración de muy atrás , que el sul- 
tán de Ejipto tiene un visir llamado Chemsedin 
Mohamed , padre de una hija que ha cumplido 
veinte años. Es la mujer mas hermosa y cabal 
que se haya visto ni oido. El sultán , enterado 
por la voz pública de la belleza de esta joven , 
mandó llamar uno de estos dias al visir su padre 
y le dijo : « He sabido que tenéis una hija en 
edad de tomar estado; estoy en ánimo de casar- 
me con ella ; ¿queréis concedérmela ? » El visir, 
que no aguardaba semejante propuesta, se que- 
dó algo cortado ; pero siempre en sí, en vez de 
aceptar gozoso lo que otros no hubieran dejado 
de hacer en su lugar, respondió al sultán : « Se- 
ñor, no soy digno del honor que vuestra majes- 
tad quiere dispensarme , y le ruego humilde- 
mente que no lleve á mal si me opongo á su 
intento. Ya sabéis que tenia un hermano llamado 
Nuredin Alí, distinguido como yo con la digni- 
dad de visir vuestro. Tuvimos una disputa, que 
dio motivo á que se ausentase, y desde entonces 
no he tenido noticia suya hasta hace cuatrQ dias, 
que he sabido que murió en Balsora , honrado 
con el alto cargo de gran visir de aquel reino. 

9 



130 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Ha dejado un hijo , y como en otro tiempo nos 
comprometimos á casar los que uno y otro tu- 
viésemos , siendo de diferente sexo , estoy per- 
suadido de que ha muerto con el ánimo de cele- 
brar este enlace. Por mi parte, yo quisiera cum- 
plir mi promesa , y suplico á vuestra majestad 
que me conceda esta gracia. Otros muchos 
señores hay en esta corle que tienen hijas como 



yo, y á quienes podéis honrar con vuestro pa- 
rentesco. » 

« Grande fué el enojo del sultán de Ejiplo 
contra Chemsedin Mohamed... » Calló Chehera- 
zada al llegar aquí , porque vio apuntar el dia. 
La noche siguiente prosiguió su narración y dijo 
al sultán de las Indias, haciendo hablar siempre 
al visir Jiafar con el califa Harun Alraschid : 



NOCHE LXXVm. 



« El sultán de Ejipto , ofendido de la osadía 
de Chemsedin Mohamed, le dijo en un arrebato 
de cólera que no pudo contener : « ¿ Así corres- 
pondéis á las mercedes que os dispenso humi- 
llándome hasta el punto de enlazarme con vues- 
tro linaje? Sabré vengarme de la preferencia 
que os atrevéis á dar á otros, y juro que vuestra 
hija no tendrá por marido sino el mas vil y con- 
trahecho de todos mis esclavos. » Al decir estas 
palabras, despidió disparadamente al visir, 
quien se retiró á su casa confuso y en estremo 
apesadumbrado. 

« Hoy el sultán ha mandado llamar á uno de 
sus palafreneros, que es jorobado y tan feo que 
horroriza; y después de haber dado orden á 
Chemsedin Mohamed que consienta en el casa- 
miento de su hija con este asqueroso esclavo , 
ha lindado estender y firmar el contrato ma- 
trimonial por varios testigos en su presencia. 
Están concluidos los preparativos de este des- 
posorio estra vagante , y ahora mismo todos los 
esclavos délos señores pertenecientes á la corte 
de Ejipto se hallan á la puerta de un baño, cada 
uno con su hachón en la mano. Aguardan que 
el palafrenero jorobado, que está dentro, se 
haya lavado y salga para llevarle á casa de su 
esposa , quien por su parte está ya peinada y 
vestida. Cuando salí del Cairo, las damas reuni- 
das se disponían á acompañarla con todas las 
galas nupciales á la sala en donde debe recibir 
al jorobado y le está ahora aguardando. La he 
visto, y os aseguro que no cabe mirarla sin em- 
beleso. » 

« Cuando la hada hubo dejado de hablar, el 
jenio le dijo : « Por mucho que digáis, no puedo 



persuadirme que la hermosura de esa joven 
aventaje á la de este mozo. — No quiero dispu- 
tar con vos , » replicó la hada ; « confieso que 
mereciera casarse con la hermosa doncella des- 
tinada al jorobado , y me parece que haríamos 
una acción digna de nosotros , si , oponiéndonos 
á la injusticia del sultán de Ejipto, pudiéramos 
sustituir este joven en lugar del esclavo. — Te- 
neis razón , » respondió el jenio ; « no podéis 
creer cuanto os agradezco esa idea ; burlemos la 
venganza del sultán de Ejipto, consolemos á un 
padre añlijido, y hagamos á su hija tan dichosa 
como desgraciada se está contemplando : vamos 
pues á echar el resto en el intento , estoy per- 
suadido de que por vuestra parte haréis otro 
tanto ; yo me encargo de llevarle al Cairo sin 
que se despierte, y dejo á vuestro cargo el tras- 
ladarle á otra parte cuando hayamos ejecutado 
nuestro proyecto. » 

« Luego que el jenio y la hada tuvieron dis- 
puesto cuanto conducía á su objeto, el jenio ar- 
rebató suavemente áBedredin, y llevándole por 
los aires con increíble velocidad , le dejó á la 
puerta de una hostería inmediata al baño de 
donde iba á salir el jorobado con el séquito de 
esclavos que le aguardaban. 

a Bedredin Hasan se despertó en aquel punto 
y se quedó atónito viéndose en medio de una 
ciudad que le era del todo desconocida. Quiso 
preguntar en dónde se hallaba ; pero el jenio le 
dio una palmada en el hombro y le avisó que 
no dijera palabra , y entregándole una hacha , 
«Vete, » le dijo, «júntate con aquellas jentes 
que ves á la puerta de aquel baño, y sigue con 
ellas hasta que entres en una sala en donde se 



CUENTOS ÁRABES. 



131 



van Á celebrar ciertas bodas. El novio es un jo- 
robado que fácilmente conocerás. Ponte á su 
derecha al entrar, y desde ahora abre la bolsa 
de zequines que tienes en el pecho , y vete dis- 
tribuyéndolos á los músicos , bailarines y baila- 
rinas. Cuando llegues á la Sala, no dejes de dar 
también á las esclavas que verás junto á la no- 
via, al acercarse á ti. Pero siempre que metas 
la mano en la bolsa , sácala llena de zequines y 
guárdate de economizarlos. Haz puntualmente 
cuanto te digo con mucha presencia de ánimo ; 
no te asombres de nada, á nadie temas, y confia 



en cuanto á lo demás en una potestad superior 
que dispone de tu suerte. » 

« El joven Bedredin , enterado de lo que de* 
bia hacer, se adelantó hacia la puerta del baño: 
su primera dilijencia fué encender su hacha á 
la de un esclavo; revuelto luego con los demás, 
como si perteneciera á algún señor del Cairo , 
siguió con ellos y acompañó al jorobado , quien 
salió del baño, montó en un caballo de la caba- 
lleriza del sultán...» 

Asomó el dia, y callóCheherazada,remitiendoá 
la mañana siguiente la continuación de su historia. 



NOCHE LXXK. 



Señor , el visir Jiafar prosiguió así : a Bedre- 
din Hasan, confundido con los músicos, bailari- 
nes y bailarinas que iban delante del jorobado , 
sacaba de cuando en cuando de la bolsa puña- 
dos de zequines que les distribuía. Como iba 
repartiendo su moneda con indecible gracejo , 
' todos los que participaban de sus jenerosidades 
volvían los ojos á él , y luego que le habían mi- 
rado , le conceptuaban tan donoso y lindo , que 
no podían quitar de él la vista. 

« Llegaron al fin á la puerta del visir Chem- 
sedim Mohamed , tio de Bedredin Hasan , quien 
estaba muy ajeno de imajinarse que tenia tan 
cerca á su sobrino. Los palaciegos , para evitar 
toda confusión , detuvieron á los esclavos que 
llevaban hachas y no quisieron dejarlos entrar. 
También rechazaron á Bedredin Hagan; pero los 
músicos , que tenian entrada libre , se pararon 
protestando que no entrarían , si no le dejaban 
pasar con ellos. « No es un esclavo , «decían ; 
« basta mirarle para conocerle. » Sin duda es 
un forastero que quiere ver por curiosidad las 
ceremonias que se observan en los desposorios 
en esta ciudad. » Y diciendo esto , le colocaron 
en medio de ellos y le hicieron entrar á pesar 
de los palaciegos. Le quitaron el hacha , que 
dieron al primero que se presentó , y después 
de haberle introducido en la sala , lo colocaron 
á la derecha del jorobado , quien se sentó en 
un trono magníficamente adornado junto á la 
hija del visir. 



« Se hallaba esta lujosamente ataviada ; pero 
se veía en su rostro una languidez ó mortal 
tristeza cuya causa no era difícil de adivinar , 
viendo á su lado á un marido tan contrahecho 
y poquísimo acreedor á su cariño. El tropel de 
mujeres de los emires , visires y palaciegos , 
con otras muchas damas de la corte y de la 
ciudad , estaban sentadas por ambos lados, al- 
go mas abajo , cada una según su categoría , y 
todas vestidas con tanta magnificencia, que for- 
maban una perspectiva vistosísima. Tenian to- 
das hachas encendidas. 

<( Cuando vieron entrar á Bedredin Hasan, 
echaron sobre él los ojos, y pasmadas cotí su 
hermosura, no podían dejar de mirarlo. Cuando 
estuvo sentado, no hubo una que no dejara su 
asiento para arrimarse á él y contemplarle mas 
de cerca, y fueron pocas las que, al retirarse 
para ocupar otra vez sus asientos, no se sintie- 
sen conmovidas entrañable y amorosamente. 

« La diferencia que había entre Bedredin Ha- 
san y el jorobado, cuyo aspecto repugnaba, pro- 
movió quejas en el concurso. « A ese hermoso 
joven, » dijeron las damas, « hay que entregar 
la novia, y no á ese horroroso jorobado. » No 
pararon en esto , pues se atrevieron á prorum- 
pir en baldones contra el sultan,-quien, abusan- 
do de su potestad absoluta, enlazaba así á la 
fealdad con la hermosura. También llenaron de 
improperios al jorobado y le dejaron confusísi- 
mo, muy á satisfacción de los circunstantes, 



132 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



cuyas rechiflas interrumpieron por un rato la 
música que resonaba en el salón. Al fin los mú- 
sicos volvieron á proseguir sus conciertos, y las 
mujeres que habían vestido á la novia se acer- 
caron á ella, o 



Al pronunciar estas palabras, advirtió Chehe- 
razada que era de dia. Al punto guardó silencio, 
y á la noche siguiente volvió á proseguir en es- 
tos términos : 



NOCHE LXXX. 



« Señor, » dijo Cheherazada al sultán de las 
Indias, « vuestra majestad no habrá olvidado 
que el gran visir Jiafar está hablando al califa 
Harun Alraschid. « Cada vez que la novia se 
mudaba de traje, se levantaba de su asiento, y 
seguida de sus mujeres, pasaba por delante del 
jorobado sin dignarse mirarle, é iba á presen- 
tarse á Bedredin Hasan para mostrarse á él con 
sus nuevos atavíos. Entonces Bedredin Hasan, 
siguiendo el consejo que le había dado el jenio, 
no dejaba de meter la mano en la bolsa y sacar 
puñados de zequines, distribuyéndolos á las mu- 
jeres que acompañaban á la novia ; tampoco se 
olvidaba de los músicos y bailarines, y era una 
diversión ver cómo se empujaban unos á otros 
para recojerlos, se le manifestaban agradecidí- 
simos, y le estaban denotando con señas cuanto 
deseaban que la novia fuera para él , y no para 
el jorobado. Las mujeres que la rodeaban le de- 
cían lo mismo y se recataban n\uy poco de que 
el jorobado las oyese, haciéndole mil escarnios, 
lo cual tenia divertidos á los circunstantes. 

« Cuando estuvo ya corriente su cambio de 
traje, los músicos dejaron de tocar y se retiraron 
haciendo seña á Bedredin Hasan para que se 
quedara. Otro tanto hacian las damas al mar- 
charse con todos los que no eran de la casa. La 
novia entró en un gabinete, á donde sus donce- 
llas la siguieron para desnudarla, y no quedaron 
en la sala sino el jorobado, Bedredin Hasan y 
algunos criados. El jorobado, enfurecido con- 
tra Bedredin, le miró de reojo y le dijo : « ¿Qué 
aguardas, porqué note retiras como los demás? 
Vete de aquí. » Como Bedredin no tenia ningún 
pretexto para quedarse allí, se salió con efecto; 
pero apenas estaba fuera de la sala, cuando el 
jenio y la hada se presentaron á él y le detuvie- 
ron : « ¿A dónde vas? » le dijo el jenio; «qué- 



date ; el jorobado no está ya en la sala, pues ha 
salido para cierta necesidad : entra y métete 
hasta el aposento de la novia. Cuando estés 
solo con ella, dile osadamente que eres su no- 
vio; que el ánimo del sultán era divertirse del 
jorobado, y que para consolar á este supuesto 
marido, le habéis mandado disponer un plato 
de crema en la caballeriza. Luego dile cuanto 
se te ocurra para persuadirla, lo cual no te será 
difícil, con una presencia tan aventajada, y que- 
dará prendada de que la hayan engañado por 
un rumbo tan halagüeño. Entretanto" vamos á 
dar orden para que el jorobado no vuelva, y no 
le estorbe de pasar la noche con tu esposa ; 
porque es la tuya, y no la de él. » 

« Mientras que el jenio estaba así alentando á 
Bedredin, enterándole de cuanto debia practi- 
car, el jorobado habia salido de la sala. El jenio 
entró en donde estaba, y tomando la forma de 
un gran gato negro , empezó á mayar horroro- 
samente. El jorobado echó á correr tras el gato, 
dando palmadas para sacarlo de allí; pero el 
gato, en vez de retirarse, se estiró con ojos cen- 
tellantes, encarándose atrevidamente al joroba- 
do, dando maullidos mas espantosos que antes, 
y creciendo de modo que pronto fué del tama- 
ño de un asno. Entonces el jorobado quiso pedir 
auxilio ; pero era tal el pavor que le tenia po- 
seído, que se quedó con la boca abierta sin po- 
der articular palabra. El jenio, sin darle tiempo 
para volver en sí , se trasformó al punto en un 
enorme búfalo, y bajo esta forma le gritó con 
una voz que aumentó su espanto : « Asqueroso 
jorobado. » A estas palabras, el palafrenero 
aterrado fué á parar al suelo, y cubriéndose la 
cabeza con la falda de su vestido, por no ver 
aquel espantoso animal, le respondió temblan- 
do : « Príncipe soberano de los búfalos, ¿qué 




quieres de mí? — Desdichado bicho, » le repli- 
có el jenio, « ¿tienes la temeridad de pensar 
en casarte con mi querida ? — Señor, » dijo el 
jorobado, « os suplico que me perdonéis : si soy 
delincuente, es por ignorancia; no sabia que 
esta dama tuviera un amante búfalo ; mandad 
cuanto queráis, y os juro que estoy pronto á 
obedeceros. — Por vida mia, » repuso el jenio, 
a que si no sales de aquí, ó no te estás callado 
hasta que salga el sol, si dices una sola palabra, 
te aplasto la cabeza. Entonces te permito que 
salgas de esta casa; pero á condición que te 
marches sin mirar atrás, y si té atreves á volver 
á ella, te costará la vida. » Dichas estas pala- 
bras, el jenio se trasformó en hombre, asió al 
jorobado por los pies, y habiéndolo arrimado á 
la pared con la cabeza para abajo : « Si te mue- 
ves antes que salga el sol, como ya te dije, » 
añadió, « te cojeré por los pies y te estrellaré la 
cabeza contra esa pared. » 

« Volviendo á Bedredin Hasan, alentado por 
el jenio y la presencia de la hada, habiendo 
vuelto á entrar en la sala, se habia introducido 
en el aposento nupcial, y sentado, aguardó el 
éxito de su aventura. Al cabo de algún tiempo, 
llegó la novia acompañada por una buena an- 



ciana, que se detuvo á la puerta exhortando al 
marido á que cumpliera con sus obligaciones, 
sin parar la atención en si era el jorobado ó no, 
y luego cerró la puerta y se retiró. 

<t La novia se quedó atónita, viendo, en vez 
del jorobado, á Bedredin Hasan, que se acercó 
á ella con ademan halagüeño, « ¿Cómo os ha- 
lláis aquí á estas horas? » le preguntó; «sin 
duda sois un compañero de mi marido. — No 
señora, » respondió Bedredin, « soy de otra 
clase que ese asqueroso jorobado. — ¿Qué es 
lo que decis?» repuso la novia; « ¿cómo ha- 
bláis así de mi esposo ? — ; El vuestro esposo, 
señora! » replicó Bedredin; « ¿cómo podéis 
manteneros tanto tiempo en ese concepto ? De- 
sengañaos de una vez, tantos primores no que- 
darán sacriücados al mas despreciable de todos 
los hombres. Yo soy, señora, el venturoso mor- 
tal á quien están destinados. El sultán ha que- 
rido divertirse , engañando así al visir, vuestro 
padre, y me ha elejido para vuestro verdadero 
esposo. Ya habéis podido notar cuanto se diver- 
tían de esta comedia las damas, músicos, baila- 
rines, vuestras criadas y demás sirvientes de 
casa. Hemos despedido al infeliz jorobado, quien 
se esta comiendo ahora una fuente de crema en 



134 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



la caballeriza, y podéis contar con que no vol- 
verá á presentarse delante de vuestros hermo- 
sos ojos. » 

« A estas palabras, la hija del visir, que había 
entrado en el aposento nupcial mas muerta que 
viva, mudó de semblante, derramándosele por 
el rostro un júbilo que Je dio nuevo realce para 
los ojos de Bedredin, « No me esperaba yo, » 
le dijo, « una estrañeza tan agradable, y ya me 
creía condenada á ser infeliz por todos los dias 
de mi vida ; pero mi ventura es tanto mayor en 
cuanto voy á poseer* un hombre digno de mi 
ternura, » Al decir esto, se acabó de desnudar 
y se metió en la cama. Por su parte Bedredin 



Hasan, embelesado al verse dueño de tantísimo 
hechizo, se desnudó prontamente. Colocó su 
vestido en un asiento y la bolsa que el Judío le 
había entregado, la cual estaba todavía llena, á 
pesar de cuanto habia sacado. Se quitó también 
el turbante para ponerse otro dispuesto para el 
jorobado, y se acostó en camisa y con calzon- 
cillos (1). Estos eran de raso azul y ceñidos 
con un cordón de oro. » 

Apuntaba la aurora, y Cheherazada se paró. 
A la mañana siguiente, habiéndose despertado á 
la hora acostumbrada, volvió á tomar el hilo de 
esta historia y la prosiguió en estos términos > 



NOCHE IXXXI. 



<r Cuando los dos amantes se hubieron dor- 
mido, » añadió el gran visir Jiafar, « el jenio 
que se habia juntado con la hada le dijo que era 
hora de acabar lo que habían empezado tan 
bien y dirijido hasta entonces. « No nos deje- 
mos sorprender por el dia que asomará pronto, » 
dijo, « id y arrebatad al joven sin despertarle.» 

« La hada entró en el aposento de los aman- 
tes, que dormían profundamente, arrebató por 
los aires á Bedredin Hasan en el estado en que 
se hallaba, esto es, en camisa y calzoncillos, y 
volando con el jenio en ímpetu velocísimo hasta 
|a puerta de Damasco en Siria, llegaron preci- 
samente en el momento en que los ministros de 
las mezquitas llamaban al pueblo en alta voz á 
la oración del amanecer. La hada depositó á 
Bedredin en el suelo, y dejándole junto á la 
puerta, se alejó con el jenio. 

« Abriéronse las puertas de la ciudad, y la 
Jente, que estaba ya reunida para salir, quedó 
sumamente admirada, viendo á Bedredin Hasan 
tendido en el suelo, en camisa y calzoncillos. 
Uno decia : a Ha salido tan arrebatadamente de 
casa de su querida, que no ha tenido tiempo de 
vestirse. — Mirad, » decía otro , « ¡ á lo que 
está uno espuesto ! Habrá pasado una parte de 
la noche bebiendo con sus amigos, se habrá em- 
briagado, y luego habiendo salido para alguna 
urjencia, en vez de volver á la casa, habrá ve- 



nido hasta aquí sin saber lo que hacia y le habrá 
sobrecojido el sueño. » Otros hablaban diversa- 
mente, y nadie podia adivinar por qué aventura 
se hallaba allí. Un vientecillo que empezó á 
soplar levantóle la camisa y dejó ver un pecho 
mas blanco que la nieve. Quedaron tan atónitos 
con aquella blancura que dieron un grito de ad- 
miración y despertaron al joven. Su asombro 
no fué menor que el de ellos, viéndose á la 
puerta de una ciudad, en donde nunca habia 
estado, y rodeado de un sinnúmero de jentes 
que le estaban mirando atentamente, a Seño- 
res, » les dijo, « decidme por favor en donde 
me hallo y lo que queréis de mí. » Uno de ellos 
tomó la palabra y le respondió : « Joven, aca- 
ban de abrir la puerta de esta ciudad, y al salir, 
os hemos hallado tendido en el estado en que 
estáis, y nos hemos parado á miraros. ¿ Habéis 
pasado aquí la noche y sabéis que os halláis en 
una de las puertas de Damasco ? — ¡En Damas- 
co ! » replicó Bedredin, « ; os burláis de mí ! 
esta noche al acostarme me hallaba en el Cairo. » 
A estas palabras, algunos, movidos á compa- 
sión, dijeron que era lástima que un joven tan 
hermoso hubiese perdido el juicio, y prosi- 
guieron su camino. 

(1) Todos loa Orientales se acuestan con calzoncillos, y 
es preciso tener presente esta circunstancia para lo su- 
cesivo. 



CIENTOS ÁRABES. 



135 



- « Hijo mió, » le dijo un buen anciano, «¿qué 
estáis diciendo ? ya que os halláis esta mañana 
en Damasco, ¿cómo podiais estar ayer noche 
en el Cairo? Eso no cabe. — Sin embargo, no 
hay duda en que así es, » repuso Bedredin, « y 
aun os juro que pasé todo el dia de ayer en Bal- 

x sora.» Apenas hubo dicho estas palabras, cuando 
todos prorumpieron en carcajadas y empezaron 
á gritar : « Está loco, está loco. » No obstante 
algunos le compadecían por su juventud, y uno 
de los circunstantes le dijo : « Hijo mió, debéis 
haber perdido el juicio ; no pensáis en lo que 
decis. ¿ Cómo puede ser que un hombre pase el 
dia en Balsora, la noche en el Cairo, y esté á la 
mañana siguiente en Damasco ? Sin duda que 
aun no estáis despierto : volved en vos. — Lo 
que digo, » repuso Bedredin Hasan, « es tan 
cierto, que ayer noche me casé en la ciudad del 

' Cairo. » Todos los que antes se reian volvieron 
á burlarse al oir estas palabras. « Cuidado, » le 
dijo el mismo que acababa de hablar ; « habréis 



soñado todo eso, y la ilusión tiene embargada 
vuestra mente. — Yo sé muy bien lo que digo,» 
respondió el joven ; « decidme vos mismo cómo 
es posible que haya ido en sueños al Cairo, en 
donde estoy persuadido que efectivamente es- 
tuve, en donde trajeron siete veces delante de 
mí á mi esposa, vestida cada vez con un traje 
nuevo, y en donde finalmente vi á un asqueroso 
jorobado con quien querían casarla. Decidme 
además lo que se han hecho mi vestido, tur- 
bante y bolsa de zequines que tenia en el Cai- 
ro. » 

a Aunque aseguraba que todo esto era posi- 
tivo, las personas que le escuchaban no hicie- 
ron mas que reírse, lo cual le causó tanto tras- 
torno, que el mismo no sabia ya qué pensar de 
todo lo que le había sucedido. » 

Empezaba á lucir él día en el aposento de 
Chahriar, y así Cheherazada guardó silencio ; 
pero prosiguió su narración á la mañana si- 
guiente. 



NOCHE LXXXII. 



« Señor, después que Bedredin Hasan se em- 
peñó en sostener que cuanto habia dicho era 
cierto, se levantó para entrar en la ciudad , y 
todos le siguieron voceando : « ¡ Está loco, está 
loco ! » A estos gritos, unos se asomaron á las 
ventanas, otros salieron á las puertas, y algunos, 
juntándose con los que seguían á Brededin, vo- 
ceaban también que estaba loco, sin saber de 
quien se trataba. El joven confuso llegó á la 
casa de un pastelero que abria su tienda, y en- 
tró dentro para salvarse de aquella gritería. 

« Aquel pastelero habia sido en otro tiempo ca- 
pitán de una cuadrilla de salteadores que robaban 
las caravanas, y aunque, desde que se habia ave- 
cindado en Damasco , no daba motivo de queja 
contra él, no dejaba de ser temido de cuantos 
le conocían. Por eso, desde la primeramirada que 
echó á la plebe que acompañaba á Bedredin , la 
aventó ejecutivamente. El pastelero, viendo que 
ya no quedaba nadie , hizo varias preguntas al 
joven, inquiriendo quién era y lo que le habia 
traido á Damaseo. Bedredin Hasan no le ocultó 



su nacimiento ni la muerte del gran visir su 
padre. Luego le refirió de qué moda habia sa- 
lido de Balsora, y cómo , habiéndose dormido 
la noche anterior sobre el sepulcro de su padre, 
se habia hallado al despertarse en el Cairo, en 
donde se habia casado con una dama. Final- 
mente le manifestó la estrañeza que le causaba 
hallarse en Damasco sin poder comprender tan- 
tas maravillas. 

« Vuestra historia es en estremo portentosa, » 
le dijo el pastelero ; « pero si queréis seguir mis 
consejos, no confiéis á nadie cuanto acabáis de 
decirme, y aguardad con paciencia que el cielo 
se digne terminar las desgracias que permite os 
aquejen. Quedaos conmigo hasta entonces, y 
como no tengo hijos, estoy pronto á reconoceros 
como tal , si consentís en ello. Cuando yo os 
haya prohijado, iréis libremente por la ciudad, 
y no estaréis espuesto á los insultos de la plebe. » 

« Aunque esta adopción no fuese muy hon- 
rosa para el hijo de un gran visir, Bedredin no 
dejó de admitir la propuesta del pastelero, con- 



136 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



ceptuando que era el mejor partido que debía 
tomar en su situación. El pastelero le dio un ves- 
tido, tomó testigos, y fué á declarar delante de 
un cadíque le reconocía por hijo ; y desde en- 
tonces Bedredin vivió en su casa bajo el nom- 
bre de Hasan y aprendió á hacer pasteles. 

« Mientras que esto sucedía en Damasco, la 
hija de Chemsedin se despertó, y no hallando á 
Bedredin á su lado, creyó que se había levan- 
tado sin querer interrumpir su sueño, y que 
pronto volvería. Aguardaba su vuelta , cuando 
el visir Chemsedin, su padre, entrañablemente 
apesadumbrado con la afrenta que creía haber 
recibido del sultán de Ejipto, llamó á la puerta 



de su aposento para llorar con ella su triste 
suerte. Llamóla por su nombre, y apenas hubo 
oído su voz, cuando se levantó para abrirle la 
puerta. Le besó la mano y recibió con ademan 
tan satisfecho, que el visir, que esperaba ha- 
llarla anegada en llanto y tan aflijida como él , 
quedó sumamente admirado. « j Desastrada! » 
le dijo enojado, a ¿así te presentas delante de 
mí? ¿Puedes estar contenta después del espan- 
toso sacrificio que acabas de hacer ? 

Al llegar aquí Cheherazada , dejó de hablar 
porque amanecía, y á la noche siguiente prosi- 
guió su narración y dijo al sultán de las Indias : 



NOCHE IXXXIII. 



«Señor, el gran visir Jiafar continuó refiriendo 
la historia de Bedredin Hasan : « Cuando la re- 
cien casada vio que su padre la reconvenía del 
contento que manifestaba , le dijo : « Señor, no 
me hagáis por favor tan injusta reconvención ; 
no me casé con el jorobado , que aborrezco mas 
que á la muerte ; no es mi esposo aquel mons- 
truo, pues todos le rechiflaron de tal modo que 
tuvo que esconderse , sino un joven hermosí- 
simo, á quien tuvo que ceder su lugar , y que 
es mi verdadero marido. — ¿ Con qué cuentos 
me vienes ? » contestó adustamente Chemsedin 
Mohamed? ¿Cómo? ¿no pasó la noche contigo 
el jorobado? — No señor, » respondió la joven, 
« no he dormido sino con el mozo de que os ha- 
blo, que tiene unos ojos rasgados y grandes 
cejas negras. » A estas palabras, el visir perdió 
el sufrimiento y se enfureció contra su hija. « ¡ Ah 
bribona ! i> le dijo , cr ¿ quieres que pierda el 
juicio con lo que me estás diciendo ? — Sois vos, 
padre mió, » replicó la hija, « el que me volvéis 
loca con vuestra incredulidad. — *¿ Luego no es 



cierto,» replicó el visir, a que el jorobado...? — 
Dejémonos del jorobado, » interrumpió la joven 
con precipitación ; « ¡ mal haya él ! Es terrible 
empeño que siempre me han de estar hablando 
de ese jorobado. Vuelvo á repetiros, padre mió, 
que no pasé la noche con él, sino con el que- 
rido esposo que ya os dije, y que debe de estar 
cerca de aquí. » 

« Chemsedin Mohamed salió para buscarle ; 
pero se quedó muy atónito al ver en su lugar al 
jorobado que estaba con la cabeza para abajo 
en la misma situación en que le había colocado 
el jenio. « ¿ Qué significa eso? » le dijo, a ¿ y 
quién te ha puesto así ? » El jorobado conoció 
al visir y le respondió : « ¡ Ah ! ¿ sois vos el que 
me queríais casar con la querida de un búfalo, 
la dama de un horroroso jenio? No me cojeréis 
ni seré ya vuestro dominguillo. » 

Al llegar aquí Cheherazada, entró la luz del 
dia en el aposento, y aunque hacia poco que 
había empezado, nada mas dijo por aquella no- 
che. A la mañana siguiente continuó asi : 






CUENTOS ÁRABES. 



137 



NOCHE LXXZIV. 



« Señor, de este modo prosiguió su historia el 
gran visir Jiafar: «Chemsedin Moharned creyó 
que el jorobado deliraba cuando le oyó hablar 
asi, y le dijo : « Quítate de ahí y ponte en pié. 
— No haré tal. » replicó el jorobado, « á menos 
que haya salido el sol. Habéis de saber que ha- 
biendo venido aquí ayer noche, se me apareció 
de repente un gato negro, que se fué volviendo 
tamaño como un búfalo ; no me he olvidado de 
lo que me dijo ; por lo tanto id á vuestros que- 
haceres y dejadme en paz. » El visir, en vez de 
retirarse, cojió al jorobado por los pies y le 
obligó á quedarse derecho. Entonces el jorobado 
echó á correr fuera de sí y sin mirar atrás, llegó 
á palacio , se presentó al sultán de Ejipto y le 
divirtió mucho* refiriéndole cómo le habia tra- 
tado el jenio. 

« Chemsedin Moharned volvió al aposento de 
su hija mas azorado que nunca sobre lo que es- 
taba deseando saber, a Hija alucinada, i> le dijo, 
« ¿ no puedes aclararme mas una aventura que 
me tiene atónito y caviloso? — Señor, » respon- 
dió la joven, a nada mas puedo añadir, sino lo 
que ya tuve el honor de deciros. Pero aquí es- 
tán, » añadió, « los vestidos de mi esposo que 
ha dejado en este asiento ; quizá os despejarán 
vuestras confusiones. » Y diciendo estas pala- 
bras, presentó el turbante de Bedredin al visir, 
quien lo cojió, y habiéndolo examinado muy de 
intento, « Se parece, » dijo, « al turbante de un 



visir, si no fuera á la moda de Musul. » Pero 
advirtiendo que habia algo cosido entre tela y 
forro, pidió unas tijeras, y habiéndolo desco- 
sido, halló unos papeles plegados. Era el cua- 
derno que Nuredin Alí habia dado al morir á su 
hijo Bedredin, quien lo habia ocultado allí para 
conservarlo mejor. Chemsedin Moharned abrió 
el cuaderno, reconoció la letra de su hermano 
Nuredin Alí y leyó este título : Para mi hijo Be- 
dredin Hasan. Antes que pudiera hacer re- 
flexión alguna, su hija le puso en la mano la bolsa 
que habia hallado debajo del vestido. Abrióla 
también ; y, como ya dije , estaba llena de ze- 
quines, porque, á pesar de las liberalidades de 
Bedredin Hasan, siempre habrá quedado llena 
por el esmero del jenio y de la hada. Leyó estas 
palabras rotuladas sobre la bolsa : Mil zequines 
pertenecientes al judio Isaac; y debajo estas 
que el Judío habia escrito antes de separarse de 
Bedredin Hasan : Entregados á Bedredin Ha- 
san por el cargamento que me ha vendido del 
primero de los buques de la pertenencia del di- 
funto Nuredin Alí , su padre , de feliz recorda- 
ción, cuando haya llegado á este puerto. Ape- 
nas acabó esta lectura, cuando prorumpió en un 
grito y se desmayó. » 

Cheherazada quería proseguir ; pero ya era 
de día , y el sultán de las Indias se levantó , de- 
terminado á saber la conclusión de aquella his- 
toria. 




188 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE LXXXV. 



Al dia siguiente Cheherazada dijo á Chabriar: 
« Señor , luego que el visir Chemsedin Moha*- 
med volvió de su desmayo con auxilio de su hi- 
ja y de las esclavas que habia llamado , « Hija 
mia , » le dijo , « no estrañes cuanto acaba de 
sucederme. La causa es tal que apenas podrás 
darle crédito. Ese esposo que ha pasado la no- 
che contigo es tu primo, el hijo de Nuredin Alí. 
Los mil zequines que están en esta bolsa me 
traen á la memoria la contienda que trabé con 
aquel hermano del alma : sin duda es el regalo 
de boda que te hace. Loado sea Dios en todo y 
por todo, y particularmente por esta maravillo- 
sa aventura que evidencia tan estremadamente 
su poderío. » Luego miró la letra de su herma- 
no y la besó repetidas veces, derramando copio- 
sas lágrimas. « ¿ Porqué no me es dado , » de- 
cía, « ver también aquí al mismo Nuredin y re- 
conciliarme con él ? 9 

« Leyó el cuaderno de estremo á estremo: halló 
las fechas déla llegada de su hermano á Balsora, 
de su casamiento, del nacimiento de Bedredin Ha- 
san y cuando , después de haber confrontado es- 
tas fechas con las de su enlace y del nacimiento 
de su hija en el Cairo, hubo admirado la relación 
que mediaba entre ellas y reflexionado que 
su sobrino era su yerno, se arrebató con ímpetus 



de sumo regocijo. Tomó el cuaderno y el rótulo 
de la bolsa , y fué á enseñárselos al sultán , 
quien le perdonó lo pasado , y quedó tan pas- 
mado con aquella historia, que la mandó poner 
por escrito con todas sus circunstancias para 
que pasara á la posteridad. 

a Sin embargo el visir Chemsedin Mohamed 
no podía comprender porqué su sobrino habia 
desaparecido; no obstante esperaba verle llegar 
á cada momento , y le aguardaba con la mayor 
impaciencia para abrazarle. Después de haberle 
aguardado en balde por espacio de siete días, le 
hizo buscar por todo el Cairo ; pero no pudo ad- 
quirir noticia alguna por muchas pesquisas que 
hizo , lo cual le causó estremado desasosiego. 
« He aquí , » esclamaba , a una' aventura muy 
estraña : á nadie le sucedió otro tanto. » 

a Con la incertidumbre de lo que podia suce- 
der mas adelante , creyó del caso poner por es- 
crito en qué estado se hallaba entonces su casa, 
cómo se habia celebrado la boda y estaban al- 
hajadas la sala y la habitación de su hija. Hizo 
también un lio con el turbante , la bolsa y el 
vestido de Bedredin , y lo guardó bajo llave. ...» 
Aquí tuvo que suspender su narración la sulta- 
na Cheherazada , y antes del amanecer al dia 
siguiente , prosiguió así su historia : 



NOCHE LXXXYI. 



« Señor, el gran visir Jiafar continuó de este 
modo : « Al cabo de algunos dias, la hija del 
visir Chemsedin Mohamed advirtió hallarse em- 
barazada, y con efecto dio á luz un hijo termina- 
dos los nueve meses. Suministraron una ama de 



leche al niño, y otras mujeres y esclavas para 
servirle, y su abuelo le llamó Ajib. 

« Cuando el niño llegó a los siete años, el vi- 
sir Chemsedin Mohamed, en vez de hacerle en- 
señar á leer en casa, le envió á la escuela con 



CUENTOS ÁRABES. 



139 



un maestro que merecía gran reputación, y dos 
esclavos estaban encargados de llevarle é ir por 
él todos los dias. Ajib jugaba con sus compañe- 
ros, y como eran todos de una clase inferior á 
la suya, guardaban con él el mayor miramiento , 
guiándose en esto por su maestro, quien le disi 
mulaba tal cual desliz que no solia perdonar á 
los demás. La ciega condescendencia que tenían 
con Ajib le vició en gran manera, volviéndose 
altivo é insolente y queriendo que sus compa- 
ñeros le consintiesen todo, sin que él les con- 
sintiese nada. Dominaba siempre, y si alguno 
se atrevía á oponerse á su voluntad , le decia 
mil baldones, y á veces no paraba hasta darle 
golpes. Al fin llegó á ser insufrible para todos 
sus compañeros, quienes se quejaron de él al 
maestro. Este les encargó al principio que tu- 
vieran paciencia ; pero cuando vio que no ha- 
cían mas que insolentar de remate al niño Ajib, 
aburrido él mismo de las molestias que le daba, 
les dijo : « Hijos míos , ya veo que Ajib es un 
insolente. Yaos enseñaré el medio de escarmen- 
tarle en términos que no vuelva á molestaros, y 
aun creo que no volverá mas á la escuela. Ma- 
ñana cuando llegue y estéis jugando con él, ro- 
deadle todos , y diga uno en alta voz : Quere- 
mos jugar, pero es bajo la condición de que los 
que jueguen digan su nombre y el de sus pa- 
dres. Miraremos como bastardos á todos los que 
rehusen hacerlo, y no permitiremos que jue- 
guen con nosotros. » El maestro les dio á enten- 
der el empacho que iban á causar al niño con 
aquel arbitrio , y se retiraron á sus casas muy 
contentos. 

« Al dia siguiente, hallándose todos reunidos, 
no dejaron de hacer lo que el maestro les habia 
encargado. Rodearon á Ajib, y tomando uno de 
ellos la palabra, « Juguemos, » dijo, « á un jue- 



go ; pero bajo la condición de que no jugará el 
que no pueda decir su nombre y el de sus pa- 
dres. » Respondieron todos , y aun el mismo 
Ajib , corriente. Entonces el que habia hablado 
les fué preguntando uno por uno, y todos res - 
pondieron á satisfacción, escepto Ajib, que dijo: 
« Me llamo Ajib, mi madre se llama Reina de 
hermosura, y mi padre Chemsedin Mohamed, 
visir del sultán. » 

« A estas palabras , todos los niños esclama- 
ron : « ¿Qué es lo que dices? Ajib, ese no es el 
nombre de tu padre, sino el de tu abuelo. — 
Malditos seáis de Dios,» replicó Ajib enojado; 
« ¿ cómo os atrevéis á decir que el visir Chem- 
sedin Mohamed, el visir, no es mi padre? » 
Los niños prorumpieron en grandes carcajadas : 
« No, no, es tu abuelo, y no jugarás con noso- 
tros, y aun nos guardaremos de acercarnos á 
ti. » Y al decir esto, se desviaron de él con mil 
mofas y continuaron riendo mas y mas entre 
ellos. Ajib quedó muy apesadumbrado con sus 
burlas y se echó á llorar. 

« El maestro, que estaba escuchando y lo 
habia oido todo , entró en aquel momento y en- 
carándose con Ajib, « ¿No sabes todavía, » le 
dijo, « que el visir Chemsedin Mohamed no es 
tu padre? Es tu abuelo, padre de tu madre la 
Reina de hermosura. Ignoramos como tú el nom- 
bre de tu padre, y solo sabemos que el sultán 
quería casar á tu madre con un palafrenero jo- 
robado; pero que un jenio pasó con ella la no- 
che. Esto te amarga, y así debe enseñarte á tra- 
tar á tus compañeros con menos altivez de la 
queliasta ahora has usado. » 

Amaneció cuando Cheherazada llegaba á este 
punto, y así dejó para la noche siguiente la 
narración de su historia. 



NOCHE 1XXXVII. 



« Señor, el Ajibito, apesadumbrado con el es- 
carnio de sus compañeros, se marchó de la es- 
cuela y volvió á casa llorando. Corrió al aposento 
de su madre la Reina de hermosura, la cual, so- 
bresaltada al verle tan desconsolado, le preguntó 



el motivo con afán. No pudo contestarle sino 
con medias palabras y con sollozos, tan en es- 
tremo angustiado estaba con su pesar, y solo en 
repetidas veces pudo referir la causa de su do- 
lor. Cuando hubo acabado, « En nombre de 



140 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Dios, madre, « añadió, » decidme quién es mi 
padre. — Hijo mió, » le respondió, o tu padre 
es el visir Chemsedin Mohamedque te está abra- 
zando todos los dias. — No me decisla verdad, » 
repuso el niño, « no es mi padre, sino el vues- 
tro. Pero yo, ¿de quién soy hijo ? j> A esta pre- 
gunta, la Reina de hermosura, trayendo á la me- 
moria la noche de sus desposorios seguida de 
tan larga viudez, empezó á derramar lágrimas, 
lamentándose amargamente del malogro de un 
esposo tan peregrino como Bedredin. 

« Mientras la Reina de hermosura lloraba por 
una parte y Ajib por otra, el visir Chemsedin en- 
tró y quiso saber la causa de su desconsuelo. La 
Reina de hermosura se la dijo, y le refirió el 
malísimo rato que Ajib habia pasado en la escue- 
la. Aquella narración conmovió entrañablemente 
al visir, quien mezcló su propio llanto con aque- 
llas lágrimas, y juzgando que todos hablaban en 
iguales términos del honor de • su hija, prorum- 
pió en ímpetus desesperados. En aquella apren- 
sión tan amarga y vehemente, marchó al palacio 
del sultán, y habiéndose postrado á sus pies, le 
suplicó humildemente que le permitiera hacer 
un viaje por las provincias del Levante, y par- 
ticularmente á Balsora, en busca de su sobrino 
Bedredin Hasan, diciendo que se le hacia insu- 



frible el rumor de la ciudad sobre que unjenio 
hubiese dormido con su hija, la Reina de hermo- 
sura. El sultán acompañó al visir en su pesar, 
aprobó su determinación y le permitió ejecutar- 
la, y aun le hizo estender un pliego, rogando en 
los términos mas corteses á los príncipes y se- 
ñores de los lugares en donde pudiera hallarse 
Bedredin, que consintieran en que el visir se le 
llevase consigo. . 

« Chemsedin Mohamed no halló palabras 
bastante espresivas para dar gracias al sultán 
por su dignación. Contentóse con postrarse ante 
su príncipe por segunda vez ; pero las lágrimas 
que corrían de sus ojos manifestaron bastante 
su reconocimiento. Por fin sedespidiódel sultán, 
después de haberle deseado toda clase de pros- 
peridades, y de vuelta á su casa, no pensó mas 
que en disponerse para su viaje. Los preparati- 
vos se hicieron con tanta prontitud, que al cabo 
de cuatro dias marchó acompañado de su hija, 
la Reina de hermosura y de su nietecito Ajib. » 

Cheherazada dejó de hablar en este punto ad- 
virtiendo que amanecía. El sultán de las Indias 
se levantó mny satisfecho de la narración de la 
sultana, y determinado á oir la continuación de 
su historia. Cheherazada satisfizo su curiosidad 
á la noche siguiente en estos términos : . 



NOCHE LXXXVIII. 



« Señor, el gran visir Jiafar dijo así al califa 
Harun Alraschid :' « Chemsedin Mohamed tomó 
el rumbo de Damasco con su hija la Reina de 
hermosura y su nieto Ajib. Caminaron diez y 
nueve dias seguidos sin detenerse en siiio algu- 
no; pero al vijésimo, habiendo llegado á una 
hermosísima pradera poco distante de las puer- 
tas de Damasco, se apearon y dieron orden para 
que se levantaran las tiendas á orillas de un rio 
que pasa por la ciudad y ameniza sus alrede- 
dores. 

(( El visir Chemsedin Mohamed manifestó que 
deseaba permanecer dos dias en aquel precioso 
paraje, y que al tercero proseguiría su viaje ; no 
obstante, permitió á los que le acompañaban 



que fueran á Damasco. Casi todos se valieron de 
aquel permiso ; unos llevados de la curiosidad 
de ver una ciudad de la que habían oido hablar 
tan aventajadamente, y otros para vender mer- 
cancías de Ejipto que llevaban consigo, ó com- 
prar telas y curiosidades del país. La Reina de 
hermosura, deseando que . su hijo Ajib tuviera 
también la satisfacción de pasearse por aquella 
ciudad famosa, mandó al eunuco negro que ser- 
via de ayo al niño, que le acompañara y tuviera 
cuidado de que no le sucediera desmán alguno. 
<( Ajib, magníficamente vestido, marchó con 
el eunuco, quien llevaba en la mano un grueso 
bastón. Apenas hubieron entrado en la ciudad, 
cuando Ajib, que era como un sol, llamó la 



CUENTOS ÁRABES. 



141 



atención de todos ; unos salían de sus casas 
para verle mas* de cerca, otros se asomaban á 
las ventanas , y los que pasaban por las calles 
no se contentaban con detenerse á mirarle, sino 
que le acompañaban, para lograr el gusto de 
contemplarle por mas tiempo. Finalmente no 
había uno que no le admirase y echase mil ben- 
diciones á los padres que tan hermoso niño ha- 
bían enjendrado. El eunuco y él llegaron por 
casualidad al umbral de la tienda de Bedredin 
Hasan, y allí se vieron rodeados de lal jeotío 
que les fué forzoso detenerse. 

« El pastelero que habia prohijado á Bedredin 



Hasan habia muerto años atrás, dejándole, como 
á su heredero, su tienda y todos sus bienes. Be- 
dredin era entonces amo de la tienda y ejercía 
tan primorosamente la profesión de pastelero, 
que gozaba de mucha reputación en Damasco. 
Viendo que tanta jente reunida delante de su 
puerta miraba atentamente á Ajib y al eunuco 
negro, se puso también á mirarlos. » 

Al llegar aquí Cheherazada, calló porque ya 
era de dia, y Ghahriar se levantó muy deseoso 
de saber lo que ocurrirá entre Ajib y Bedredin. 
La sultana satisfizo su afán al acabarse la noche 
siguiente, en que volvió á proseguir así : 



NUCHE LXXXIX. 



<( Bedredin Hasan, » dijo el visir Jiafar, « ha- 
biendo echado una mirada á Ajib, se sintió con- 
movido sin saber porqué. No le pasmaba como 
á los demás la peregrina hermosura de aquel 
niño : su turbación provenia de otra causa, para 
él muy recóndita : era la fuerza de la sangre 
que obraba en aquel tierno padre, el cual, de- 
jando sus quehaceres, se acercó á Ajib y le dijo 
en acento persuasivo : « Señorito mío, hacedme 
el favor de entrar en mi tienda y comer algo, 
para que tenga el gusto de estaros contemplan- 
do á mi espacio. » Pronunció estas palabras con 
tanta ternura que le asomaron las lágrimas á 
los ojos. El Ajibíto se sintió enternecido, y vol- 
viéndose al eunuco, « Este buen hombre, » le 
dijo, a tiene una fisonomía que me cautiva, y 
me habla de un modo tan cariñoso que no pue- 
do menos de complacerle. Entremos en su casa, 
y comamos de sus pasteles. — ¡ Por cierto, » le 
dijo el esclavo, « que seria bonito ver al hijo de 
un visir comiendo en la tienda de un pastelerb ! 
No permitiré semejante desdoro. — A la verdad, 
señorito, » esclamó entonces Bedredin Hasan, 
« muy crueles son los que os confian á un hom- 
bre que os trata con tanto despego. » Luego en- 
carándose con el eunuco, « Amigo mió, » aña- 
dió, « no estorbéis á este joven el que me con- 
ceda el favor que le pido. No me deis tan malísimo 
rato. Hacedme el honor de entrar vos mismo 
con él en mi tienda, y asi manifestaréis que si 



en el esterior sois moreno como una castaña, 
sois interiormente blanquísimo como ella. ¿Sa- 
béis, » prosiguió, « que tengo un secreto para 
volveros de negro blanco?» A estas palabras, 
el eunuco se echó á reir y preguntó á Bedredin 
qué secreto era aquel. « Voy á decíroslo, » res- 
pondió. Y al punto le recitó unos versos en ala- 
banza de los eunucos negros, diciendo que por 
su ministerio estaba seguro el honor de los sul- 
tanes, príncipes y grandes. El eunuco quedó 
prendado de aquellos versos, y cediendo á los 
ruegos de Bedredin, dejó que Ajib entrara en la 
tienda, acompañándole él mismo. 

« Gozosísimo Hasan con su logro, volviéndose 
á su faena, « Estaba haciendo, » les dijo, « pas- 
teles de crema; es preciso que los ^probéis, y 
estoy seguró de que los hallaréis escelentes, 
porque mi madre, que es primorosa en este par- 
ticular, me enseñó á hacerlos, y todas las casas 
de esta ciudad se surten de mi tienda. » Tras 
estas palabras, sacó del horno un pastel de cre- 
ma, y después de haberlo salpicado de granada 
y azúcar, se lo sirvió á Ajib, quien lo tuvo por 
esquisito. El eunuco, á quien Bedredin presentó 
otro, fué del mismo parecer. 

« Mientras estaban ambos comiendo, Bedredin 
Hasan contemplaba atentamente á Ajib, y re- 
presentándosele al mirarle que acaso tenia un 
hijo semejante de la bella esposa de quien habia 
sido tan pronta y cruelmente separado, aquella 




aprensión le hizo prorumpir en lágrimas. Tra- 
taba de ir haciendo preguntas al Ajibito relati- 
vamente á su viaje á Damasco ; pero el niño no 
tuvo tiempo de satisfacer su curiosidad ; porque 
el eunuco, que le instaba á que volviera á las 
tiendas de su abuelo, se le llevó luego que hubo 
comido, Bedredin Hasan no se contentó con se- 



guirlos con la vista, pues cerró su tienda pron- 
tamente y marchó tras ellos. » 

Cheherazada suspendió su narración en este 
punto, porque ya asomaba el día. Chahriar se 
levantó determinado á oiría hasta la conclusión, 
dejando vivir hasta entonces á la sultana. 



NOCHE XC. 



A la mañana siguiente, anles que amaneciera, 
Dinarzada despertó á su hermana , quien prosi- 
guió así su historia : « Bedredin Hasan , » dijo 
el visir Jiafar , « corrió pues en pos de Ajib y el 
eunuco , y los alcanzó antes que hubiesen llega- 
do á la puerta de la ciudad. El eunuco , advir- 
tiendo que lo» seguía , le mostró su estrañeza. 
íi Importunísimo sois ya , » le dijo enojado , 
« ¿qué queréis ? — Mi buen amigo , » le respon- 
dió Bedredin , « no os enfadéis : tengo fuera de 



la ciudad cierta dilijencia pendiente, de que 
ahora me he acordado , y á la que es preciso que 
acuda. » Esta respuesta no satisfizo al eunuco, 
quien volviéndose á Ajib, le dijo: « Vos tenéis la 
culpa de todo ; ya preveía yo que me arrepenti- 
ría de mi condescendencia; habéis querido en- 
trar en la tienda de este hombre , y yo fui un 
imprudente en permitíroslo. — Cabe, » dijo Ajib, 
« que con efecto tenga algún negocio fuera ele 
la ciudad , y los caminos están francos para to* 



CUENTOS ÁRABES. 



143 



dos. » Al decir esto , siguieron andando sin mi- 
rar atrás , hasta que habiendo llegado junto á» 
ias tiendas del visir , se volvieron para ver si 
Bedredin los iba siguiendo todavía. Entonces 
Ajib , observando que estaba á dos pasos de él, 
se coloreó alternativamente de encarnado y pá- 
lido , según los varios movimientos que le azo- 
raban. Temia que el visir , su abuelo , llegase á 
saber que habia entrado en la tienda de un pas- 
lelero y que habia comido pasteles , y así co- 
jiendo una piedra bastante gruesa que se halla- 
ba cerca, se la tiró , y acertándole en la frente , 
le cubrió de sangre ; luego echando á correr , se 
escapó á las tiendas con el eunuco, quien dijo 
;i Bedredin Hasan que no debia quejarse de aque- 
lla desgracia, pues la tenia merecida y él mis- 
mo se la habia acarreado. 



a Bedredin tomó el camino de la ciudad , ata- 
jando la sangre de la herida con el mandil que 
llevaba ceñido, c Hice mal , » decia para consi- 
go , a en desamparar mi casa para molestar á 
este niño ; porque solo me ha malparado, creí- 
do de que yo ideaba algún intento aciago para 
él. » Habiendo llegado á su casa , se mandó cu- 
rar y se consoló de aquella ocurrencia , reflexio- 
nando que habia en la tierra jentes mucho mas 
desgraciadas que él. » 

Calló la sultana de las Indias , cuando asomó 
el dia , y Chahriar se levantó compadeciendo á 
Bedredin é impaciente por saber la continuación 
de aquella historia. 



NOCHE XCI. 



Antes de acabarse la noche siguiente , Chehe- 
razada dijo al sultán de las Indias : a Señor , el 
gran visir Jiafar prosiguió así la historia de Be- 
dredin Hasan: «Bedredin continuó ejerciendo la 
profesión de pastelero en Damasco , y su tio 
Chemsedin Mohamed se marchó de allá tres dias 
después de su llegada. Tomó el camino de Eme- 
sa , pasó á Hamah , y desde allí á Alepo , en don- 
de se detuvo dos dias. Desde Alepo cruzó el Eu- 
frates , entró en la Mesopotamia , y habiendo 
atravesado Mardin, Musul , Seniar, Diarbekir y 
otras muchas ciudades , llegó finalmente á Bal- 
sora y pidió audiencia al sultán , quien se la con- 
cedió , cuando supo la encumbrada jerarquía de 
Chemsedin Mohamed. Acojióle amistosamente y 
le preguntó la causa de su viaje á Balsora. a Se- 
ñor , » respondió el visir Chemsedin Mohamed, 
« he venido en busca de noticias relativas al hijo 
de Nuredin Alí , mi hermano , que tuvo el honor 
de servir á vuestra majestad. — Hace tiempo que 
falleció Nuredin Alí , » replicó el sultán. « Por 
lo que toca á su hijo , todo cuanto podrán deci- 
ros es que á los dos meses de la muerte de su 
padre , desapareció de repente , y que nadie le 
ha visto desde entonces , por grande que haya 
sido el afán con que le he hecho buscar ; pero su 



madre , que es hija de uno de mis visires , vive 
todavía. » Chemsedin Mohamed le pidió permi- 
so para verla y llevarla consigo á Ejipto, y con- 
sintiendo en ello el sultán , no quiso diferir 
para el dia siguiente el tener aquella satisfac- 
ción , y haciendo que le mostrasen su vivienda, 
pasó al punto á ella , acompañado de su hija y 
de su nieto. 

« La viuda de Nuredin Alí residía en la casa 
donde habia vivido su marido hasta su muerte. 
Era un hermoso edificio , eleganteme. !e cons- 
truido y adornado con columnas de mármol; 
pero Chemsedin Mohamed no se paró á conside- 
rarlo. A su llegada besó la puerta y una lápida 
en que estaba estampado eñ letras de oro el 
nombre de su hermano. Preguntó por su cuñada, 
y los criados le dijeron que se hallaba en un pe- 
queño edificio en forma de cúpula , que le en- 
señaron en medio de un patio muy espacioso. 
Con efecto , aquella tierna madre solía pasar la 
mayor parte del dia y de la noche en el edificio 
que habia mandado construir , para representar 
el sepulcro de Bedredin Hasan , á quien creía 
muerto después de haberle aguardado en balde 
durante tanto tiempo. Hallábase entonces ocu- 
pada en llorar á aquel hijo querido , y Chemse- 



144 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



din Mohamed la encontró sumida en amarguísimo 
desconsuelo. 

« Saludóla con todo acatamiento , y habiéndo- 
le suplicado que suspendiera sus lágrimas , le 
dijo que era su cuñado y el motivo que le había 



obligado á marchar del Cairo y pasar á Balsora.» 
• Al acabar estas palabras , Cheherazada sus- 
pendió su narración , por ser ya de dia , y la 
prosiguió de este modo ante s de concluirse la 
noche siguiente : ~ --———- 




CUENTOS ÁRABES. 



146 



NOCHE XCII. 



« Ghemsedin Mohamed , » dijo el visir Jiafar, 
« habiendo enterado á su cuñada de lo ocurrido 
en el Cairo en la noche del desposorio de su hi- 
ja, y contado la estrañeza que le causaba el ha- 
llazgo del cuaderno cosido en el turbante de 
Bedredin , le presentó Ajib y la Reina de her- 
mosura. 

« Cuando la viuda de Nuredin Alí , que había 
permanecido sentada como una mujer que ya no 
tomaba parte en los negocios del mundo , hubo 
comprendido que el hijo querido que tanto llo- 
raba podia estar aun vivo , se levantó y abrazó 
á la Reina de hermosura y á su hijo Ajib , en 
quien reconoció las facciones de Bedredin , pro- 
rumpiendo en lágrimas de muy diverso jaez de 
las que antes derramaba. No podia cansarse de 
dar besos al niño , quien por su parte recibía 
sus caricias con todas las demostraciones de re- 
gocijo que le eran dables. « Señora, » dijo Chem- 
sedin Mohamed , « ya es hora que pongáis tár¿ 
mino á vuestro dolor y que enjugue!* vuestras 
lágrimas : preciso es que os dispongáis á venir 
con nosotros A Ejipto. El sultán de Balsora me 
permite que os lleve , y no dudo que os aven- 
dréis á mi intento. Vivo esperanzado de hallar 
por fin á vuestro hijo y mi sobrino , y si esto 
sucede , su historia , la vuestra , la de mi hija 
y la mia , merecerán celebrarse y llegar á la 
posteridad mas remota, n 

a La viuda de Nuredin Alí oyó gustosa aque- 
lla propuesta , y al punto mandó hacer los pre- 
parativos de su viaje. Entretanto Ghemsedin 
Mohamed pidió una segunda audiencia , y ha- 
biéndose despedido del sultán , quien le honró 
con mil finezas y le dio un magnífico presente y 
otro aun mas rico para el sultán de Ejipto , se 
marchó de Balsora , y otra vez siguió el camino 
de Damasco. 

« Cuando estuvo cerca de aquella ciudad, 
mandó levantar las tiendas fuera de la puerta 
por donde debia entrar, y dijo que se detendría 
tres dias para que descansaran las acémilas 
y comprar cuanto hallase mas peregrino y me- 
recedor de presentarlo al sultán de Ejipto. 
T. I. 



« Mientras estaba embargado en ir entresa- 
cándolas mas hermosas telas que le habían traí- 
do á su tienda los principales mercaderes, Ajib 
rogó al eunuco negro , su ayo , que le llevara á 
pasear por la ciudad , diciendo que deseaba ver 
cuanto habia visto antes muy de paso , y que 
tendria gusto en saber noticias del pastelero á 
quien habia tirado una piedra. Vino en ello el 
eunuco, y marchó con él á la ciudad, obtenido el 
beneplácito de su madre, la Reina de hermosura. 
' « Entraron en Damasco por la puerta del Pa- . 
' raiso, que era la mas inmediata á las tiendas del 
visir Chemsedin Mohamed. Recorrieron todas 
las plazas , sitios públicos y privados en que se 
vendían las mas ricas mercancías, y vieron la an- 
tigua mezquita de los Omíades (1) cuando el jen- 
tío se iba agolpando para hacer la oración (2) 
entre ei mediodía y el ponerse el sol. Luego pa- 
saron delante de la tienda de Bedredin Hasan , 
á quien hallaron otra vez afanado en trabajar 
pasteles do crema. « Os saludo , le dijo Ajib , 
« miradme. ¿Os acordáis de haberme visto? « A 
estas palabras, Bedredin le echó una mirada, y 
conociéndole ( i O efecto asombroso del amor 
paterno ! ) , sintió las mismas corazonadas que 
la primera vez ; se turbó , y en vez de respon- 
derle, enmudeció por largo rato. Sin embargo, 
habiendo vuelto en sí, « Señorito mió, » le dijo, 
a hacedme otra vez la merced de entrar en mi 
tienda con vuestro ayo y probaréis otro pastel 
de crema. Os suplico que me perdonéis la mo- 
lestia que os causé siguiéndoos fuera de la ciu- 
dad ; no era dueño da mí , ni sabia lo que me 

(I ) La célebre mezquita de tas Onriadr**, uno de los mas 
hermosos edificios dei Asia, fine construida por orden del 
«lita Walid I quien fftió los cimientos sobre las ruinas de 
la antigua iglesia de san Juan Baúl isla. Doce mil operarios 
estuvieron trabajando por ospicio de quince años en aquel 
magnifico edilicio , que costó cinco millones seiscientos 
mil dinares (doscientos veinte y cuatro millones de rea- 
Ios!. Empleáronse en su construcción los arquitectos mas 
hábiles de los estados del califa y del imperio griego. 
Seiscientas lámparas colgadas con cadenas ile oro despe- 
dían tan intenso resplandor, que causaban distracciones á 
los Musulmanes ; motivo por el cual quedaron reemplaza- 
das posteriormente con lámparas de hierro. 

(i) Bsta oración se hace todo el año, dos horas y media 
antes ile ponerse (*\ so!. 

ÍO 



146 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



hacia; me arrastrabais tras vos, sin que pudiera 
resistir á tan entrañable impulso. » 
Aquí dejó de hablar Cheherazada por ser ya 



de dia; pero á la mañana siguiente prosiguió en 
estos términos : 



NOCHE XCIII. 



«Caudillo de los creyentes,» dijo el visir 
Jiafar, « Ajib , pasmado al oir lo que le decia 
Bedredin , respondió : « Hay esceso en la amis- 
tad que me manifestáis , y no quiero entrar en 
vuestra tienda hasta que os hayáis comprometi- 



« haré todo cuanto me mandéis. » A estas pala- 
bras, Ajib y el eunuco entraron en la tienda. 

« Bedredin les sirvió al punto un pastel de 
crema , que no era menos delicado y esquisito 
que el anterior. «Venid, le dijo Ajib , «sentaos 




«"'«u^ 



do con juramento á no seguirme cuando salga. 
Si lo prometéis y sois hombre de palabra , os 
volveré á ver mañana , mientras el visir mi a- 
buelo compra los regalos para el sultán de Ejip- 
t , — Señorito mió , » replicó Bedredin Hasan , 



junto á mí y comed con nosotros . » Bedredin 
se sentó y quiso abrazar á Ajib para manifestar- 
le el gozo que le cabia al verse á su lado ; pero 
Ajib le rechazó diciéndole : Estaos quieto, vues- 
tra amistad se enardece en demasía. Conten- 



CUENTOS ARARES. 



147 



V 



taos con mirarme y conversar. » Obedeció Be- 
dredin y se puso á entonar una canción , cuyas 
palabras compuso de repente , en alabanza de 
Ajib ; no comió y no hizo mas que servir á sus 
huéspedes. Cuando hubieron acabado de comer, 
les presentó agua para lavarse , y una tohalla 
muy blanca para enjugarse las manos. Después 
tomó un vaso de sorbete y les preparó una gran 
laza en la que puso nieve muy limpia , y pre- 
sentándosela á Ajib , « Tomad , » le dijo , « es 
un sorbete (1) de rosa y el mas delicioso que se 
puede hallar en toda la ciudad ; nunca habéis 
probado regalo mas precioso. » . Ajib bebió con 
mucho gusto , y luego Bedredin Hasan presentó 
la taza al eunuco , quien la vació hasta la últi- 
ma gota. 

«Finalmente Ajib y su ayo, satisfechos, die- 
ron gracias al pastelero de haberlos agasajado 
con aquel estremo , y se retiraron prontamente 
porque era ya algo tarde. Llegaron á la tienda 
de Chemsedin Mohamed y se encaminaron pri- 



meramente á la de las damas. La abuela de Ajib 
se alegró al verle, y como tenia siempre en la men- 
te á su hijo Bedredin , no pndó contener sus lá- 
grimas al abrazar á Ajib. » ¡ Ay hijo mió , a le 
dijo , «mi gozo seria cabal , si tuviera el gusto 
de abrazar á tu padre Bedredin Hasan pomo te 
estoy abrazando. » Iba á ponerse entonces á la 
mesa para cenar ; le hizo sentar á su lado , con 
muchas preguntas acerca de su paseo, y dicién- 
dole que debia tener apetito , le sirvió un peda- 
zo de un pastel de crema , que ella misma ha- 
bía hecho y que era escelente, porque ya se ha 
dicho que los sabia hacer mejor que los mas 
afamados pasteleros. También presentó un peda- 
zo al eunuco ; pero así él como Ajib habían co- 
mido tanto en casa de Bedredin, que ni siquiera 
lo probaron. » 

Amaneció , y Cheherazada suspendió su nar- 
ración hasta la noche siguiente , que prosiguió 
en estos términos : 



NOCHE XCIV. 



« Ajib , apenas tocó al pedazo de pastel que 
su abuela le había presentado , cuando aparen- 
tando no ser de su gusto, lo dejó entero; y Cha- 
ban (2), que así se llamaba el ejmuco , hizo otro 
tanto. La viuda de Nuredin Alí advirtió con pe- 
sar que su nieto hacia poco caso de su pastel. 
«¡Cómo, hijo mió,» le dijo, «es posible que 
así desprecies la obra de mis propias manos I 
Sabe que nadie en el mundo es capaz de hacer 
tan buenos pasteles de crema, escepto tu padre 
Bedredin Hasan , á quien enseñé el arte de ha- 
cerlos iguales. — i Ah ! mi buena abuela , » es- 
clamó Ajib, « permitidme que os diga que si no 
los hacéis mejores , hay un pastelero en esta 
ciudad que os aventaja en ese arte : acabamos 
de comer en su tienda uno que estaba mucho 
mejor que este. » 

ít) El sorbete ó scherbet, como pronuncian los Árabes, 
es una bebida compuesta de zumo de limón ó de otras fru- 
tas, azúcar y agua, en la que se deshacen.algunos.dulces 
perfumados. 

(t).Los Mahometanos dan comunmente este nombre & 
los eunucos negros. 



« A estas palabras ; la abuela mirando de reo- 
jo al eunuco, « ¿Cómo , Chaban? » le dijo eno- 
jada, « ¿os han confiado la custodia de mi nieto 
para que le llevéis á casa délos pasteleros como 
un mendigo? — Señora, a respondió el eunu- 
co, «es cierto que nos hemos estado conversan- 
do un rato con un pastelero ; pero no hemos 
comido en su tienda. — Sí tal , » interrumpió 
Ajib , « entramos en su casa y comimos un pas- 
tel de crema, » La dama , todavía mas enojada 
que antes contra el eunuco , se levantó pronta- 
mente de la mesa, y corrió á la tienda de Chem- 
sedin Mohamed, á quien dio parte de la demasía 
del eunuco , en términos mas propios para eno- 
jar al visir contra el delincuente que para hacerle 
disimular su yerro, 

« Chemsedin Mohamed, que era naturalmente 
arrebatado , no perdió tan buena ocasión de en- 
colerizarse. Pasó al punto á la tienda de su cu- 
ñada y dijo al eunuco. « ¿Cómo, desastrado, 
has tenido el atrevimiento de abusar de la con- 
fianza que hice de tí ? » Chaban , aunque bas- 



148 



LAS MIL Y UNA NOCHES 



Unte convicto por el testimonio de Ajib , tomó 
el partido de negar otra vez el hecho ; pero sos- 
teniendo el niño lo contrario , decía : « Abuelo, 
os aseguro que hemos comido tanto uno y otro, 
que no necesitamos cenar , y aun el pastelero 
pos ha querido agasajar además con una gran 
taza de sotfcete. — j Y bien , picaro esclavo ! » 
esclamó el visir, volviéndose al eunuco, «¿aun 
* no quieres confesar que ambos entrasteis en casa 
de un pastelero y que habéis comido allí? » Cha- 
ban volvió á jurar descaradamente que no era 
verdad. « Eres un mentiroso , » le dijo entonces 
el visir , « y doy mas crédito á mi nieto que á 
ti. Sin embargo , si te comes todo ese pastel de 
crema que está sobre la mesa , quedaré persua- 
dido de que dices verdad. » 
. <( Aunque Chaban se había llenado hasta el 
garguero , se sujetó á esta prueba y tomó un pe- 
dazo del pastel; pero tuvo que arrojarlo de !a 
boca , porque le entraron náuseas. No obstante 
siguió mintiendo y dijo que había comido tanto 
la víspera , que aun no le habia vuelto el apetito. 
El visir , enojado con las mentiras del eunuco y 
convencido de que era delincuente, mandó que 
le tendiesen en el suelo y le dieran de palos. El 
desgraciado dio grandes alaridos al sufrir este 
castigo y confesó la verdad. « Es cierto , » es- 
clamó , « que hemos comido un pastel de crema 
en casa de un pastelero , y era cien veces mejor 
que el que está sobre la mesa. » 

« La viuda de Nuredin Alí creyó que Chaban 
ensalzaba la habilidad del pastelero solo por eno- 
jo contra ella y para apesadumbrarla ; por lo 



tanto, dirigiéndose á él le dijo: « No puedo creer 
que los pasteles de crema de ese' pastelero sean 
mas esquisitos que los míos. Quiero cerciorarme 
de ello ; sabes donde vive , y así vete á su casa 
y tráeme al punto uno. » Hablando así , dio di- 
nero al eunuco para que comprara el pastel , y 
este se marchó á la ciudad. Habiendo llegado á 
la tienda de Bedredin « Buen pastelero , » le 
dijo , « dadme un pastel de crema , pues una de 
nuestras damas desea probarlos. » Casualmente 
los habia entonces que salían del horno ; Bedre- 
din escojió el mejor , y dándosele al eunuco, 
« Tomad este , » le dijo , « os respondo de que 
es escelente , y puedo aseguraros que nadie es 
capaz de hacerlos iguales , sino mi madre , que 
quizá vive todavía. » 

Chaban regresó prontamente á las tiendas con 
el pastel de crema y lo presentó á la viuda de 
Nuredin , quien lo tomó con afán. Cortó un pe- 
dazo para comerlo; pero apenas lo hubo metido 
en la boca , cuando dio un gran grito y cayó 
desmayada. Chemsedin Mohamed , que estaba 
presente , se quedó atónito con la ocurrencia. 
Roció él mismo con agua el rostro de su cuñada 
y se afanó en asistirla. Luego que volvió en sí , 
« ¡ O cielos ! » esclamó , « sin duda debe ser 
mi hijo , mi querido Bedredin , el que hizo este 
pastel. » 

Cuando Cheherazada llegaba á este punto, 
empezó á amanecer. El sultán de las Indias se 
levantó para decir sus oraciones y celebrar con- 
sejo , y á la noche siguiente la sultana continuó 
así la historia de Bedredin Ha san : 



NOCHE XCV. 



« Cuando el visir Chemsedin Mohamed oyó 
decir á su cuñada que debía de ser Bedredin Ha- 
gan el que habia hecho el pastel de crema que 
el eunuco acababa de traer , sintió una alegría 
imponderable ; pero reflexionando que era sin 
fundamento y que según todas las muestras de- 
bía ser equivocada la suposición de la viuda de 
Nuredin , le dijo: « Pero, señora, ¿ porqué creéis 
eso ? i No puede hallarse un pastelero que sepa 
hacer tan bien los pasteles de crema como vues- 



tro hijo ? — Convengo , » respondió la viuda, 
« en que habrá pasteleros capaces de hacerlos 
tan buenos ; pero como yo los hago de un modo 
particular y nadie sabe el secreto sino mi hijo , 
fuerza es que sea él quien lo hizo. Alegrémonos, 
hermano mió , » añadió con alborozo , a al fin 
hemos hallado lo que buscamos y anhelamos 
tanto tiempo hace. — Señora , » replicó el visir, 
u os ruego*que moderéis vuestros ímpetus; pron- 
to sabremos á que atenernos. Mandaremos búa- 



CUENTOS ÁRABES. 



H9 



car al pastelero. Si es Bedredin Hasan , fácil- 
mente le conoceréis así vos como mi hija. Pero 
es preciso que ambas os ocultéis y le veáis sin 
ser vistas , porque no quiero que nuestro reco- 
nocimiento se verifique en Damasco. Es mi áni- 
mo dilatarlo hasta que estemos de vuelta en el 
Cairo, y allí os daré un consejo muy agradable. » 

« Al terminar estas palabras , dejó á las da- 
mas en su tienda y pasó á la suya. Allí mandó 
venir cincuenta sirvientes y les dijo.: «Tomad 
cada uno un palo y seguid á Chaban , quien os 
conducirá á casa de un pastelero de esta ciudad. 
Luego que lleguéis , romped y despedazad todo 
cuanto halléis en su tienda ; si os pregunta por- 
qué cometéis aquel descalabro , preguntadle so- 
lamente si ¿s ó no quien hizo el pastel de crema 
que fueron á buscar á su casa. Si os responde 
que sí , apoderaos de él , atadle y traédmelo ; 
pero guardaos de golpearle ni hacerle el menor 
daño. Idos y no perdáis tiempo. » 

« El visir fué prontamente obedecido ; sus 
criados , armados con garrotes y capitaneados 
por el eunuco negro , llegaron prontamente á 
casa de Bedredin Hasan , en donde rompieron 
platos , cazos , mesas y todos los demás muebles 
y utensilios que hallaron é inundaron la tienda 
de sorbete , crema y dulces. A esta vista, Bedre- 
din Hasan , todo despavorido , les dijo con voz 
lastimera : « ¿ Qué es eso , buenas jentes ? ¿ por- 
qué me atropellais así ? ¿ De qué se trata , qué 
he hecho ? — ¿ No eres td , » le dijeron , « el 
que hiciste el pastel de crema que vendiste á 
este eunuco ? — Sí , soy yo mismo , » respon- 
dió ; « ¿qué tienen que decir? Desafio á cual- 



quiera que lo haga mejor. » Pero en vez de res- 
ponderle , continuaron rompiéndolo todo, y ni 
siquiera respetaron el horno. 

« Sin embargo los vecinos acudieron al es- 
truendo , y pasmados al ver cincuenta hombres 
armados cometiendo semejante estrago, pregun- 
taban la causa de tamaña tropelía. Bedredin 
preguntó otra vez á-los desaforados : « Por favor, 
decidme, ¿qué crimen he cometido para que 
rompáis todo cuanto poseo? ¿ No eres tú , » res- 
pondieron , « el que hiciste el pastel de crema 
vendido á este eunuco? — Sí, soy yo, » repuso 
Bedredin ; « sostengo que era bueno , y no me- 
rezco que me tratéis injustamente como lo ha- 
céis. » Asiéronle sin escucharle , y habiéndole 
quitado la tela del turbante , se valieron de ella 
para maniatarlo , y luego sacándole por fuerza 
de la tienda , se le llevaron. 

« La vecindad, agolpada y compadecida de 
Bedredin , quiso oponerse á lo que intentaban 
los criados de Chemsedin Mohamod ; pero llega- 
ron en aquel punto algunos oficiales del gober- 
nador de la ciudad , que separaron al pueblo y 
favorecieron la prisión de Bedredin, porque 
Chemsedin Mohamed habia ido á casa del gober- 
nador de Damasco á informarle de la orden que 
habia dado y pedirle auxilio , lo cual aquel qdé 
mandaba en toda la Siria en nombre del sultán 
de Ejipto no habia podido negar al visir de su 
amo. Llevaban pues á Bedredin, á pesar de sus 
lágrimas y alaridos... » 

Nada mas pudo decir Cheherazada porque 
asomó el dia ; pero á la noche siguiente prosi- 
guió su narración y dijo al sultán de las Indias : 



NOCHE XCVI. 



« Señor, así continuó el visir Jiafar, dirijién- 
dose al califa : « Por mas que Bedredin Hasan 
preguntaba por el camino á las personas que le 
llevaban qué era lo que habian hallado en su 
pastel de crema, estos no le contestaban. Al fin 
llegó á las tiendas, donde le hicieron aguardar 
hasta que Chemsedin Mohamed volvió de casa 
. del gobernador de Damasco. 

« Luego que regresó, el visir preguntó por el 



pastelero y se lo trajeron. «Señor,» le dijo 
Bedredin , anegados los ojos en llanto , « ha- 
cedme el favor de decirme en qué os ofendí. — 
¡Ah desdichado!» respondió el visir, «¿no 
eres tú el que hiciste el pastel de crema que me 
enviaste? — Confieso que soy yo, » repuso Be- 
dredin : « ¿qué crimen hay en ello ? — Te cas- 
tigaré como mereces , » replicó Chemsedin Mo- 
hamed , « y te costará la vida el haber hecho 



150 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



un pastel tan malo. — ¡ Cielo santo ! » esclamó 
Bedredin , «r ¡qué es lo que oigo ! ¿ Es acaso un 
crimen que merezca la muerte el haber hecho 
un pastel malo?; — Sí, » dijo el visir, « y no de- 
bes esperar que te trate de otro modo. » 

« Mientras que así estaban conversando , las 
damas que. estabah ocultas observaban atenta- 
mente á Bedredin , á quien no tuvieron dificul- 
tad en conocer, á pesar de los años que habían 
mediado desde que le habian visto. El gozo que 
les cupo fué tan estremado , que cayeron des- 
mayadas, y cuando hubieron vuelto en sí, que- 
rían ir á arrojarse á los brazos de Bedredin ; 
pero la palabra que habian dado al visir de no 
presentarse enfrenó los impulsos mas entraña- 
bles de la naturaleza. 

« Como Chemsedin Mohamed habia determi- 
nado marcharse aquella misma noche , mandó 
recojer las tiendas y disponer los carruajes para 
emprender el viaje, y con respecto á Bedredin, 
mandó que le metieran en una jaula bien cer- 
rada y le colocasen encima de un camello. Luego 
que todo, estuvo dispuesto, el visir y su comitiva 
se pusieron en marcha. Caminaron el resto de 
la noche y el dia siguiente sin detenerse, y solo 
hicieron alto á la caida de la tarde. Entonces 
sitaron á Bedredin Hasan de la jaula para que 
tomara algún alimento-, pero cuidando de te- 



nerle desviado de su madre y de su mujer, y 
durante veinte dias que duró el viaje, le trata- 
ron del mismo modo. 

« Al llegar al Cairo , acamparon fuera de la 
ciudad por orden del visir Chemsedin Mohamed, 
quien mandó que le trajeran á Bedredin, delante 
del cual dijo á un carpintero que habia enviado 
á llamar : a Vete á buscar madera y levanta al 
punto una horca. — ¡Ay. de mí! señor,» dijo 
Bedredin, «¿qué queréis hacer con ella? — 
Colgarte , » replicó el visir, « y luego pasearte 
por todos los barrios de la ciudad, para que 
vean en tu persona un indigno pastelero que 
hace pasteles de crema sin ponerles pimienta. » 
A estas palabras, Bedredin Hasan esclamó de un 
modo tan gracioso que Chemsedin Mohamed 
tuvo trabajo en conservar su formalidad : 
a ¡Cielo satoto ! ¡ Con que me quieren sentenciar 
á una muerte tan cruel como ignominiosa por 
no haber puesto pimienta en un pastel de ere - 
ma ! » 

Aquí llegaba Cheherazada, cuando advirtiendo 
que era de dia , dejó de hablar. Chahriar se le- 
vantó riéndose del sobresalto de Bedredin , y 
muy deseoso de saberla continuación de aquella 
historia , que la sultana prosiguió de este modo 
á la mañana siguiente : 



NOCHE xcvn. 



«Señor, el califa Harun Alraschid, á pesar de 
su gravedad, no pudo dejar de reírse, cuando 
el visir Jiafar le dijo que Chemsedin Mohamed 
amenazaba ahorcar á Bedredin por no haber 
puesto pimienta en el pastel de crema que habla 
vendido á Chaban. « ¡ Como ! » decia Bedredin , 
« ¡me han roto todo cuanto tenia en mi casa, 
me han metido en una jaula, y finalmente se 
afanan por colgarme, y todo esto porque no 
puse pimienta en un pastel de crema! ¡Dios 
mío ! ¿quién oyó jamás hablar de semejante ra- 
reza? ¿Son estas acciones de Musulmanes, de 
personas que se jactan de probidad y justicia y 
que pratican toda clase de obras buenas? » Y di- 
ciendo esto lloraba amargamente, y luego reno- 



vando sus quejas , « No , » anadia , « nunca fué 
tratado viviente alguno con tanta injusticia y 
atropellamiento. ¿Es posible que haya quien sea 
capaz de quitar la vida á un hombre por no ha- 
ber puesto pimienta en un pastel de crema? 
Malditos sean todos los pasteles y la hora en que 
nací. ¡ Ojalá hubiera muerto en aquel momento!» 
« El inconsolable Bedredin no cesó de lamen- 
tarse, y cuando trajeron la horca, prorumpió 
en agudísimos gritos. « ¡ Oh cielos ! » dijo , 
« i podéis consentir que muera de un modo tan 
infame y doloroso I ¿ Y esto por qué crimen? No 
es por haber robado, asesinado ó renegado mi 
relijion , sino por no haber puesto pimienta en 
un pastel de crema. » 



CUENTOS ÁRABES. 



151 



« Como la noche estaba ya adelantada , el vi- 
sir Chemsedin Mohamed mandó que volvieran 
á meter á Bedredin en la jaula y le dijo : « Qué- 
date ahí hasta mañana ; no pasará el dia sin que 
te mande ahorcar. » Llevaron la jaula y la co- 
locaron sobre el camello que le habia Iraido 
desde Damasco. Cargaron al mismo tiempo las 
demás acémilas, y el visir habiendo montado á 
caballo, mandó que marchara delante el camello 
que llevaba á su ^pbrino , y entró en la ciudad 
acompañado de su comitiva. Después de haber 
atravesado varías calles por donde nadie pasaba, 
porque todo el vecindario estaba ya recojido , 
llegó á su casa y mandó descargar la jaula, pro- 
hibiendo que la abriesen hasta que él ¡o mandara. 

((Mientras descargaban las demás acémilas, 
llamó á parte á la madre de Bedredin Hasan y á 
su hija, y volviéndose á esta, u Loado sea Dios, 
hijamia,» le dijo, «que nos ha hecho hallar 
tan afortunadamente á tu primo y marido. Sin 
duda te acordarás como estaba dispuesto tu apo- 
sento la primera noche de tus bodas. Vete, 
manda que lo arreglen todo como estaba enton- 
ces, y dado caso que no te acuerdes, yo supliré 
con los apuntes que mandé tomar. Por mi parte 
voy á cuidar de lo demás. » 



u La Reina de hermosura fué á ejecutar albo- 
rozadamente cuanto su padre acababa de man- 
darle , y este empezó á disponerlo todo en la 
sala del mismo modo que se hallaba cuando 
Bedredin Hasan habia visto al palafrenero joro- 
bado del sultán de J?jipto. Al paso que iba leyen- 
do sus apuntes, los criados ponian cada mueble 
en su lugar. No se olvidaron del trono, ni tam- 
poco de las hachas encendidas, y cuando estuvo 
todo dispuesto en la sala , el visir entró en el 
aposento de su hija y colocó en un asiento el 
vestido de Bedredin y la bolsa de los zequines. 
Hecho esto, le dijo á la Reina de hermosura : 
«Desnúdate, hijamia, y acuéstate, y cuando 
entre Bedredin , quéjate de que ha estado mu- 
cho tiempo fuera y dile que. has estrañado so- 
bremanera no hallarle á tu lado al despertarte. 
Instale para que se vuelva á la cama, y mañana 
nos divertirás contándonos lo que haya ocurrido 
entre vosotros. » A estas palabras, salió del apo- 
sento de su hija y dejó que se acostase. » 

Cheherazada quería proseguir su narración ; 
pero hubo de suspenderla porque ya ama- 
necia. 



NOCHE XCYIII. 



Antes de acabarse la noche siguiente, el sul- 
tán de las Indias, que estaba muy impaciente 
por saber el desenlace de la historia de Bedre- 
din, despertó á Cheherazada y le dijo que pro- 
siguiera, lo cual ejecutó en estos términos : 
« Chemsedin Mohamed , » dijo el visir Jiafar al 
califa, (í mandó que salieran de la sala todos 
los criados que en ella habia, y que se marcha- 
ran, escepto dos ó tres á quienes mandó que- 
darse. Encargóles que fueran á sacar á Bedre- 
din de la jaula, que lo pusieran en camisa y 
y calzoncillos y le llevaran á la sala en donde 
le dejarían solo y cerrarían la puerta. 

« Bedredin Hasan, aunque oprimido de do- 
lor, se habia quedado dormido , de modo que 
los criados del visir le hubieron sacado de la 
jaula y puesto en camisa y calzoncillos ante* 



que se despertara , y le trasportaron á la sala 
con tanta prontitud, que no le dieron tiempo 
de volver en sí. Cuando se vio solo en la sala, 
tendió la vista por todas partes, y trayéndole á 
la memoria los objetos que estaba viendo el re- 
cuerdo de sus bodas, advirtió con asombro que 
era la idéntica sala en que habia visto al pala- 
frenero jorobado. Aumentóse su pasmo, cuando 
acercándose á la puerta de un aposento que es- 
taba entreabierta vio dentro su vestido en el 
mismo asiento en que se acordaba de haberlo de- 
jado la noche de sus bodas. « ! Santos cielos ! » 
dijo restregándose los ojos, < ¿ estoy despierto 
ó dormido? » 

« La Reina de hermosura , que le estaba ob- 
servando, después de haberse divertido con sus 
estrañezas, descorrió de improviso las cortinas 



15a 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



de la cama , y asomando la cabeza , « Mi que- 
rido dueño,» le dijo con acento cariñoso, « ¿qué 
hacéis á la puerta ? Volved á acostaros. Bas- 
tante tiempo habéis estado fuera. Quedé atónita 
al despertarme de no hallaros á mi lado. » Be- 
dredin Hasan se inmutó, cuando conoció que 
la dama que le hablaba era aquella hermosa 
joven con quien se acordaba de haber dormi- 
do. Entró en el aposento ; pero en vez de en- 
caminarse hacia el lecho, como estaba allá em- 
bargado con las especies de cuanto le habia su- 
cedido durante diez años, no pudiendo per- 
suadirse que todos aquellos acontecimientos 
hubiesen ocurrido en una sola noche, se acercó 
al asiento en donde estaban sus vertidos y la 
bolsa de zequines, y habiéndolos examinado 
con sumo ahinco, * !Por Dios vivo, » esclamó, 
«estas son estrañezas que sobrepujan á mis al- 
cances i » La dama, que se complacía en ver su 
turbación , le dijo : « Otra vez os pido , dueño 
mió, que os volváis á la cama. ¿ En qué os en-* 
treteneis?» A estas palabras, se acercó á la 
Reina de hermosura. « ¿Os ruego, señora, » le 
dijo , « ¿ que me enteréis de si hace mucho 
tiempo que estoy á vuestro lado ? — ¡ Qué pre- 
gunta me hacéis! » respondió la joven : « ! pues 
qué! ¿no os levantasteis poco ha? Debéis de 
estar muy absorto. — Señora , » repuso Be- 
dredin, a ciertamente que no estoy muy en mí. 
A la verdad me acuerdo de haber estado á vues- 
tro lado; pero también hago memoria de haber 
residido, desde entonces, diez años en Damasco, 
Si efectivamente he pasado aquí esta noche, no 
puedo haber estado ausente tanto tiempo. Estos 
dos actos son opuestos, y así por favor decidme 
lo que debo conceptuar acerca de ellos, y si mi 
casamiento es una ilusión , ó si mi ausencia es 
un sueño. — Sí señor, » repuso la Reina de her- 
mosura, <( sin duda soñasteis que habíais estado 
en Damasco, — Chistoso lance por cierto, » es* 
clamó Bedredin > riéndote á carcajadas. « Estoy 
ciarlo, aeñor*, que mi sueño va i divertiros 
mucho, laminaos que me hallé á las puertas do 



Damasco en camisa y calzoncillos , como estoy 
ahora ; que entré en la ciudad en medio de la 
gritería del populacho que me venia insultando ; 
que me refujié en casa de un pastelero , que me 
prohijó , enseñó su oficio y dejó á su muerte to- 
dos sus bienes, y que desde entonces seguí con 
tienda abierta. En suma, señora, me sucedieron 
tantas aventuras que seria muy largo contarlas, 
y cuanto puedo espresar es que hice acertada- 
mente en despertarme, porque iban á colgarme 
á una horca. — ¿ Y qué motivo tenían para tra- 
taros con tanta crueldad ? » dijo la Reina de 
hermosura mostrándose admirada. « Sin duda 
habíais cometido algún atentado. — No por 
cierto, » respondió Bedredin, « era por la causa 
mas estraña y ridicula del mundo. Todo mi de- 
lito se reducía á haber vendido un pastel de 
crema sin pimienta. — ¡ Gomo ! ¿ por eso os que- 
rían colgar? » dijo la Reina de hermosura, «no 
cabe duda que obraban injustísimamente. — 
Aun hay mas, » añadió Bedredin , « habían roto 
y hecho pedazos todo lo que tenia en mi tienda, 
por aquel maldito pastel en que me reconvenían 
de no haber puesto pimienta, y maniatándome 
luego, me enjaularon tan estrechamente , que 
me parece que todavía me siento condolido. 
Finalmente habían llamado á un carpintero y 
mandádole que levantara una horca para col- 
garme, j Pero bendito sea Dios, ya que todo esto 
es efecto de un sueño ! » 

Cuando Gheherazada llegó aquí, dejó de ha- 
blar, y Ghahriar no pudo menos de reírse de que 
Bedredin Hasan habia tenido una realidad por 
un sueño, o Debo confesar, » dijo, « que es 
lance chistoso, y estoy persuadido deque aldia 
siguiente el visir Chemsedin Mohamed y su cu- 
ñada se divertirían mucho. — Señor, » respondió 
la sultana, « ya se lo contaré á vuestra majestad 
la noche siguiente, si permite que viva hasta 
entóneos. » El sultán de las Indias se levantó sin 
contestar ; pero estaba muy ajeno de todo ia« 
tentó siniestro. 



-e». 



'4*- 



CUENTOS ÁRABES. 



153 



NOCHE XCIX. 






Despertóse Chehurazada antes del amanecer 
y anudó el hilo de su historia : a Señor, Bedredin 
no pasó la noche con sosiego ; despertábase de 
tanto en tanto y se preguntaba á sí mismo si 
soñaba ó estaba despierto. Desconfiaba de su 
felicidad, y procurando cerciorarse de ella, des- 
corría las cortinas y paseaba la vista por la ha- 
bitación. « No me engaño, » se decía, o este es 
el mismo aposento donde entré en lugar del 
jorobado, y estoy acostado con la hermosa joven 
que, le estaba destinada. » El dia qué asomaba 
nohabia desvanecido aun su desasosiego, cuando 
el visir Chemsedin Mohamed, su lio, llamó á la 
puerta y entró casi al mismo tiempo para sa- 
ludarle. 

« Grandísimo fué el pasmo de Bedredin Ha san, 
viendo de repente á un hombre que le era tan 
conocido , pero que ya no tenia el semblante 
justiciero con que habia pronunciado la senten- 
cia de su muerte. « ¡ Ah ! ¡ sois vos ! » esclamó, 
« ¡el que me tratasteis tan indignamente y con- 
denasteis á una muerte que todavía me horro- 
riza , por un pastel de crema sin pimienta 1 » 
El visir se echó á reir, y para sosegarle de una 
vez, le refirió como habia venido á su casa y se 
habia casado en lugar del palafrenero del sultán 
por la mediación de un jenio ; porque la narra- 
ción del jorobado le habia hecho adivinar la 
verdad. También le informó que habia descu- 
bierto el parentesco que mediaba entre ellos por 
un cuaderno escrito de puño de Nuredin Alí, y 
que por consecuencia de aquel descubrimiento, 
se habia marchado del Cairo é ido hasta Balsora 
para buscarle y saber noticias suyas. « Mi que- 
rido sobrino, » añadió abrazándole con mucha 
ternura , « espero que me perdones cuanto te 
hice padecer desde que conocí quien eras. He 
querido traerte á mi casa sin enterarte de tu 
ventura, que debe serte tanto mas grata cuanto 
te ha costado mayores quebrantos. Consuélate 
de todos tus pesares con el júbilo de verle res- 
tituido á unas personas que deben serte suma- 
mente queridas. Mientras te vistes, voy á avisará 
tu madre, que está muy ansiosa de abrazarte, y 



te traeré tu hijo, á quien visteen Damasco y ma- 
nifestaste tanta inclinación sin conocerle. » 

«No caben voces adecuadas para espresar 
debidamente cual fué el gozo de Bedredin 
cuando vio á su madre y i su hijo Ajib. Estas 
tres personas no cesaban de abrazarse con todas 
las demostraciones que traen consigo los vín- 
culos de la sangre y del cariño mas entrañable. 
La madre dijo á Bedredin las mayores ternezas : 
le habló del pesar que le habia estado causando 
una ausencia tan larga, y del llanto que habia 
derramado. Ajib, en vez de esquivar como en 
Damasco los abrazos de su padre, los recibia 
continuamente; y Bedredin Hasan, dividido en- 
tre dos objetos tan dignos de su amor, les daba 
á porfía entrañables pruebas de su cariño. 

« Mientras que esto ocurría en casa de Chem- 
sedin Mohamed, habia este visir ido á palacio 
para dar cuenta al sultán del éxito venturoso de 
su viaje. El sultán quedó tan prendado con la 
narración de aquella historia asombrosa, que la 
mandó escribir para que se conservara esme- 
radamente en los archivos del reino. Luego 
que Chemsedin Mohamed volvió á casa, se sen- 
tó á la mesa con toda su familia, pues habia 
mandado disponer un magnífico banquete y 
toda su servidumbre pasó aquel dia en medio 
de regocijos. » 

Cuando el visir Jiafar hubo terminado la his- 
toria de Bedredin Hasan, dijo al califa Harun 
Alraschid : « Caudillo de los creyentes, esto es 
lo que tenia que referir á vuestra majestad. » 
El califa conceptuó la historia por tan maravi- 
llosa que concedió sin* titubear el perdón del 
esclavo Rian, y para consolar al joven del dolor 
que tenia por haberse privado él mismo de una 
mujer á quien tanto amaba, aquel príncipe le 
dio en casamiento una de sus esclavas, lo colmó 
de bienes y le tuvo en suma privanza hasla su 

muerte « Pero, señor, » anadió Cheherazada, 

advirtiendo que asomaba el dia, « por muy agra- 
dable que sea la historia que acabo de referiros, 
otra sé que lo es mucho mas, y vuestra majes- 
tad convendrá en ello , si desea oiría en la no- 




che siguiente. Chahriar se levantó sin contes- 
tar, y muy incierto de lo que debia hacer, dijo 
entre sí : « La buena sultana cuenta unas histo- 
rias muy largas, y cuando una vez se ha empe- 
zado una, no hay medio de negarse á oiría 
hasta el fin. Acaso fuera mejor mandarle dar 



muerte ; pero no nos arrebatemos ; quizá la his- 
toria que me promete es mucho mas entrete- 
nida que las que me ha referido hasta ahora ; 
no debo privarme del placer de oiría; ya dis- 
pondré su muerte cuando esté concluida. » 



NOCHE C. 



Dinarzada no hizo falta en despertar antes del 
amanecer á la sultana de las Indias, la cual ha- 
biendo pedido á Chahriar permiso para empezar 
la historia que habia prometido referir, habló 
en estos términos : 



HISTORIA DEL JOROBAD1TO. 

En otro tiempo habia en Casgar, puehlo si- 
tuado en los confines de la Gran Tartaria , un 
sastre que tenia una mujer hermosísima, á quien 



CUENTOS ÁRABES. 



155 



amaba con ternura y de la que era correspon- 
dido, ün dia que estaba trabajando, vino á sen- 
tarse un jorobadito á la entrada de su tienda y 
empezó á cantar acompañándose ton una pan- 
dereta. El sastre le oyó con gusto y determinó 
entrársele en casa para que su mujer se divir- 
tiera. « Nos divertirá esta noche, » decia para 
sí, « con sus canciones chistosas. » Propúsoselo 
al jorabado, y este habiendo admitido, cerró la 
tienda y se le llevó consigo. 

Luego que llegaron, la mujer del sastre, que 
habia puesto la mesa, porque ya era hora de 
cenar, sirvió un plato de pescado que tenia 
frito. Sentáronse los tres á la mesa, pero des- 
graciadamente estando comiendo, se le atravesó 
al jorobado una espina eu la garganta, de cuyas 
resultas espiró á poco rato, sin que el sastre ni 
su mujer pudiesen auxiliarle. Quedaron ambos 
tanto mas sobresaltados con aquella ocurrencia, 
cuanto habia sucedido en su casa y tenían mo- 
tivo de temer que se les castigase como asesi- 
nos, si la justicia llegaba á saberlo. Sin embar- 
go, al marido se le ofreció un medio de liber- 
tarse del cadáver. Acordóse de que vivia al lado 
un médico judío, y así él y su mujer cojieron al 
jorobado, uno por los pies, y otro por la cabeza, 
y llamaron á la puerta del médico. Esta condu- 
cía á su aposento por una escalera muy angosta, 
y al punto baja una criada sin luz, abre y pre- 
gunta lo que quieren. « Vuélvete arriba , » le 
responde el sastre, « y dile á tu amo que le trae- 
mos un hombre muy enfermo para que le re- 
cete algún remedio. Toma, » añadió, poniéndole 
en la mano una moneda de plata, « dale esto de 
antemano para que se persuada que no intenta- 
mos que se moleste sin fruto. » Mientras la 
criada subía para comunicar, al médico judío 
aquella buena noticia, el sastre y su mujer lle- 
varon prontamente el cuerpo del jorobado, y 
dejándole en las primeras gradas de la escalera, 
se volvieron arrebatadamente á su casa. 

Entretanto la criada enteró al médico de que 



un hombre y una muger le aguardaban á la puer- 
ta y suplicaban que bajase-para ver un enfer- 
mo que habían traído, y entregándole el dinero 
.que acababa de recibir , el Judío , gozosísimo 
converse satisfecho por adelantado, creyó que le 
traian algún buen parroquiano y que urjia el pa- 
so. « Toma pronto una luz, » le dijo á la criada, 
« sigúeme. » Y diciendo esto , se adelantó hacia 
la escalera con tanto atropellamiento, sin aguar- 
dar á que le alumbraran, que tropezando con el 
jorobado , le hizo rodar toda Ja escalera. Poco 
faltó para que cayera y rodara con él. «Trae 
pronto luz , » gritó á la criada. Esta llegó al fin, 
el médico bajó con ella , y hallándose con un 
hombre muerto, quedó tan aterrado que empe- 
zó á invocar á Moisés , Aaron , Josué , Esdras y 
todos los profetas de su ley. « j Desgraciado de 
mí ! » decia, ¿ porqué bajé sin luz ? He acabado 
de matar á este enfermo. Soy causa de su muer- 
te, y estoy perdido, si no me socorre el asno de 
Esdras. ¡ Ay de mí ! pronto vendrán á buscar- 
me como asesino. » 

A pesar de la turbación que le azoraba , tuvo 
la precaución de cerrar la puerta , de miedo de 
que alguien, al pasar por la calle, echara de ver 
la desgracia de que se creia causa. Luego cojió 
el cadáver y le llevó al aposento de su mujer , 
que estuvo á punto de desmayarse cuando le vio 
entrar con tan infausta carga. « \ Ah ! estamos 
perdidos, » esclamó esta , si no hallamos algún 
medio de sacarnos ese cadáver de casa. Si lo 
tenemos hasta el amanecer, perderemos induda- 
blemente la vida. j Que desventura ! ¿Cómo ha- 
béis hecho para matar á ese hombre ? — No se 
trata ahora de eso, « repuso el Judío , «lo que 
importa es hallar remedio á un mal tan urjen- 
te....» Pero, señor, dijo Cheherazada, interrum- 
piendo en este punto su narración, no habia ati- 
nado que ya es de dia. A estas palabras calló, y 
á la noche siguiente prosiguió de este modo la 
historia del jorobadito. 




156 



US MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CI. 



£1 médico y su mujer se pusieron á recapaci- 
tar sobre los medios mas conducentes para sa- 
car el cadáver de casa durante la noche. £1 mé- 
dico, por muchas vueltas que le dio al asunto, no 
halló arbitrio para salir de apuro ; pero su mu- 
mujer, mas tracista, le dijo ; « Me ocurre una 
especie ; llevemos el cadáver á la azotea y eché- 
mosle por la chimenea en casa del musulmán 
nuestro vecino, 

« Era este uno de los proveedores del sultán 
á quien abastecía de aceite, manteca y toda cla- 
se de grasas. Tenia en su casa el almacén en 
que campeaban á sus anchuras ratas y ratones. 

El médico judió aprobó el medio propuesto, 
y así él como su mujer cojieron al jorobado, le 
llevaron á la azotea, y habiéndole atado unas 
cuerdas por los sobacos, le descolgaron por la 
chimenea en el aposento del proveedor con 
tanto tino, que vino á quedar en pié contra la 
pared como si estuviese vivo. Cuando conocie- 
ron que tocaba á tierra, quitaron las cuerdas y 
le dejaron en la postura que se ha dicho. Ape- 
nas habían bajado de la azotea y vuelto á su 
aposento, cuando el proveedor entró en el suyo. 
Volvía de una boda á la que le habían convidado 
aquella noche, y llevaba en la mano una linter- 
na. Pasmóse todo al ver, con la claridad de su 



luz, un hombre escondido en la chimenea ; pero 
como era de suyo animoso, se imajinó que era 
un ladrón, y empuñando un garrote, corrió al 
jorobado. « \ Esas tenemos! » le dijo, «yo creía 
que los ratones me comían la manteca y las gra- 
sas ; pero ahora veo que eres tú que bajas por la 
chimenea para robarme. Aguarda, no tendrás 
otra vez gana de volver. » Y diciendo esto, em- 
biste al jorobado y le descarga una lluvia de 
palos. El cadáver cae de cara contra el suelo, y 
el proveedor repite sus golpes ; pero al fin ob- 
servando que el cuerpo no daba señal de vida, 
se para á contemplarle, y viendo que era un ca- 
dáver, sobreviene la zozobra á la ira. « i Des- 
venturado ! » esclamó, « ¿ qué he hecho ? acabo 
de matar á este hombre. \ Ah ! me he dejado ar- 
rebatar de la venganza. Dios todopoderoso, per- 
dido estoy, si no es apiadáis de mí. ¡ Malditos 
sean mil veces los aceites y las grasas que son 
causa de una acción tan criminal ! » Quedóse 
pálido y sobrecojido, creyendo ver ya los minis- 
tros de la justicia que le llevaban al suplicio, y 
no sabia qué partido tomar. 

Empezó á asomar la aurora, y Gheherazada 
hubo de suspender su narración, aunque á la 
noche siguiente volvió á proseguirla y dijo al 
sultán de las Indias : 



NOCHE CU. 



Señor, el proveedor del sultán de Casgar, al 
embestir al jorobado, no había reparado en que 
lo era, y cuando lo advirtió, se desahogó en mal- 
diciones contra él. « Maldito jorobado, » escla- 



mó, « perro contrahecho, ¡ ojalá me hubieras 
robado todas las grasas y no te hubiese hallado 
aquí ! no me veria en el conflicto en que me ha- 
llo por culpa tuya y de tu fea joroba. Estrellas 



CUENTOS ÁRABES. 



157 



que lucís en los cielos, » añadió, « ocultad vues- 
tra luz en un peligro tan inminente. » Y dicien- 
do estas palabras, se echó á cuestas el cadáver, 
salió de su habitación, y encaminándose á la 
esquina de la calle, le colocó de pié apoyado 
contra una tienda, y volvió á su casa sin mirar 
hacia atrás.. 

Poco antes del amanecer, un mercader cris- 
tiano muy rico que abastecía el palacio del sul- 
tán de muchos menesteres, después de haber 
pasado la noche en una francachela, salió de 
casa para ir al baño. Aunque estaba beodo, no 
dejó de advertir que era ya de madrugada, y 
que pronto iban á llamar á la oración del ama- 
necer : por lo tanto arrebatando sus pasos, se 
daba priesa en llegar al baño por temor de que 
algún musulmán le encontrase al ir á la mez- 
quita y le llevasen preso por borracho. Sin em- 
bargo, cuando estuvo en la esquina de la calle, 
se paró para cierta urjencia contra la tienda en 
que el proveedor del sultán habia puesto el cuer- 
po del jorobado, el cual empujado, cayó sobre 
la espalda del mercader, quien creyendo que 
era un ladrón que le acometía, le derribó de un 
puñetazo que le dio en la cabeza : luego le des- 
cargó otros muchos y empezó á vocear ladrones. 

El guarda del barrio acudió á sus gritos, y 
viendo á un cristiano que maltrataba á un mu- 
sulmán (porque el jorobado era de nuestra reli- 
jion), « ¿Qué motivo tenéis, » le dijo, «para 
maltratar así á un musulmán? — Me ha querido 
robar, » respondió el mercader, « y me ha em- 
bestido para cojerme por la garganta. — Bas- 
tante os habéis vengado, » replicó el guarda, ti- 
rándole por el brazo, « quitaos de ahí. » Al 
mismo tiempo alargó la mano al jorobado para 
que se levantara , pero advirtiendo que estaba 
muerto, « ¡Oh! » prosiguió, «¿así se atreve 
un cristiano á asesinar á un musulmán?» Al 
terminar estas palabras, prendió al cristiano y 
le llevó á casa del teniente de policía, quien le 
puso preso hasta que el juez se hubiese levan- 
tado y pudiese proceder al interrogatorio del 



reo. Entretanto el mercader cristiano volvió de 
su embriaguez, y cuanto mas recapacitaba sobre 
su aventura, tanto menos podia comprender có- 
mo habia quitado la vida á un hombre dándole 
algunos puñetazos. 

£1 teniente déla policía, según relación del 
guarda, y visto el cadáver traído á su casa, su- 
jetó á un interrogatorio al mercader cristiano, 
quien* no pudo negar un crimen que no habia co- 
metido. Como el jorobado pertenecía al sultán, 
porque era uno de sus juglares, el teniente de 
policía no quiso dar muerte al cristiano sin cono- 
cer antes la voluntad de aquel príncipe. Al in- 
tento pasó á palacio y comunicó al sultán lo que 
ocurría, y este le dijo : « No puedo perdonar á 
un cristiano que mata á un musulmán : id y 
cumplid con vuestra obligación. » A estas pala- 
bras, el juez de policía mandó levantar una 
horca y envió pregoneros por toda la ciudad 
para que publicaran que iban á ahorcar á un 
cristiano que habia muerto á un musulmán. 

Sacaron al mercader de la cárcel, le condu- 
jeron al pié de la horca, y el verdugo habiéndole 
pasado el dogal en torno del cuello, iba á levan- 
tarle en alio, cuando el proveedor del sultán, 
rompiendo por medio del concurso, se adelantó 
gritando al verdugo: « Deteneos, deteneos, no 
fué él quien cometió el -asesinato, sina yo. » El 
teniente de policía, que asistía á la ejecución, 
hizo preguntas al proveedor, y este le refirió 
punto por punto cómo habia muerto al jorobado, 
y terminó diciendo que él habia llevado su cuer- 
po al sitio en donde el mercader cristiano lo ha- 
bia hallado. « Ibais, » añadió, « á matar á un 
inocente, pues no puede haber muerto á un hom- 
bre que ya no estaba vivo. Bastante es para mí 
haber asesinado á un musulmán, sin cargar aun 
mi conciencia con la muerte de un cristiano que 
no es delincuente. » 

Empezaba á rayar eldia, y por lo tanto Chehe- 
razada suspendió su narración hasta la noche 
siguiente : 




158 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE era. 



Señor, como el proveedor del sultán de Casgar 
se acusaba á sí mismo públicamente de ser el autor 
de la muerte del jorobado, el teniente de policía 
no pudo menos de hacer justicia al mercader. 
« Suelta í) , le dijo al verdugo, « suelta á ese cris- 
tiano , y ahorca en su lugar á este hombre, ya 
que es evidente, por su propia confesión , que 
es reo de tamaño delito. » El verdugo soltó ál 
mercader y le echó el dogal al proveedor, y 
cuando iba á ahorcarle, oyó la voz del médico 
judío que le rogaba con instancias que suspen- 
diera la ejecución , y se adelantaba abriéndose 
paso para llegar al pié de la horca. 

Guando estuvo delante del juez de policía, 
a Señor, » le dijo, « este musulmán que man- 
dáis ahojeár no ha merecido la muerte : yo solo 
soy delincuente. Ayer noche un hombre y una 
mujer á quienes no conozco , llamaron á mi 
puerta con un enfermo: mi criada fué á abrir 
sin luz y recibió de ellos una moneda de plata 
para que me avisara de su parte que me tomara 
la molestia de bajar y ver ál enfermo. En tanto 
que esta me lo comunicaba, trajeron al enfer- 
mo á lo alto de la escalera y se marcharon. 
Bajé sin aguardar á que mi criada encendiera 



una luz , y tropezando en la oscuridad con el 
enfermo, le hice rodar por la escalera ; al punto 
conocí que estaba muerto y que era el musul- 
mán jorobado cuya muerte queréis vengar. Coji- 
mos el cadáver mi mujer y yo, le llevamos á la 
azotea y desde allí le descolgamos por una chi- 
menea en la habitación de nuestro vecino el 
proveedor á quien ibais á castigar injustamente. 
El proveedor, hallándole en su casa, le ha tra- 
tado como un ladrón, aporreándole, y ha creido 
haberle muerto ; pero no fué así , según veis 
por mi declaración. Soy pues el único autor del 
asesinato, y aunque lo cometí á pesar mió, he 
determinado purgar mi culpa antes que cargar 
mi conciencia con la muerte dedos musulmanes, 
permitiendo que quitéis la vida al proveedor del 
sultán, cuya inocencia acabo de patentizar. Sol- 
tedle pues, y ponedme en su lugar, ya que nadie 
sino yo es causa de la muerte del jorobado. » 

La sultana Cheheraxada interrumpió su nar- 
ración en este punto , porque observó que era 
ya de dia. Chahriar se levantó y á la noche si- 
guiente, habiendo manifestado que deseaba sa • 
ber la continuación de la historia del jorobado, 
Cheherazada satisfizo así su curiosidad : 



NOCHE CIY. 



Señor, luego que el juez de policía estuvo 
persuadido de que el médico judío era el ase- 
sino, mandó al verdugo que le afianzase, po- 
niendo en libertad al proveedor del sultán. El 
médico tenia ya el dogal pasado al cuello, é iba 
á morir, cuando se oyó la voz del sastre que 



suplicaba al verdugo que no pasara adelante y 
atravesaba por medio de los circunstantes en- 
carándose con el teniente de policía, y llegado 
junto á él, le dijo : « Señor, poco ha faltado que 
hayáis quitado la vida á tres personas inocen- 
tes ; pero si tenéis la paciencia de escucharme, 



CUENTOS ÁRABES. 



159 



- vais á saber cuál es el verdadero asesino del 
jorobado. Si debe purgarse su muerte con la de 
otro, solo debe ser con la mia. Ayer antes del 
anochecer hallándome trabajando en mi tienda 
.y dispuesto á divertirme , llegó este jorobado 
medio beodo y se sentó á la puerta. Cantó por 
algún tiempo y le propuse que viniera á pasar 
la noche en casa, y habieudo consentido en ello, 
me le llevé conmigo. Nos sentamos á la mesa , 
le serví un pedazo de pescado, y al comerlo se 
le atravesó una espina en la garganta , y por 
mas que hicimos mi mujer y yo, quedó muerto 
.de repente. Desconsoladísimos con tamaño fra- 
caso y temiendo las consecuencias , llevamos el 
cadáver á la puerta del médico judío. Llamé y 
dije á la criada que acudió á abrir, que subiera 
prontamente y suplicara de nuestra parte á su 
amo que bajara á ver un enfermo ; y para que 
no se negara, le encargué que le entregase una 
moneda de plata que le di. Luego que subió , 



llevé al jorobado á lo alto de la escalera , y al 
punto salimos mi mujer y yo y nos retiramos á 
casa. El médico hizo rodar al jorobado al tro- 
pezar con él, y por eso ha creido que era causa 
de su muerte. Y no siendo así, dejadle libre y 
dadme la muerte. » 

El teniente de policía y todos los circunstan- 
tes no podian menos de pasmarse con las estra- 
ñas ocurrencias que habian acompañado la 
muerte del jorobado. « Suelta pues al médico 
judío,» dijo el juez al verdugo, «y cuelga al sas- 
tre, ya que confiesa su delito. Vaya que seme- 
jante historia es muy peregrina , y merece es- 
cribirse en letras de oro. » El verdugo soltó al 
médico y echó el cordel al cuello del sastre. 
Pero, señor, dijo Cheherazada interrumpiéndose 
en este punto , ya veo que es de dia , y debo 
suspender esta historia hasta mañana. El sultán 
de las Indias consintió en ello, y se levantó para 
ir á sus funciones acostumbradas. 



NOCHE GV. 



Luego que se despertó la sultana , volvió á 
proseguir en estos términos «Señor, mientras 
el verdugo estaba preparando el colgamiento 
del sastre, el sultán 'de Casgar, que no podia 
estar largo rato sin el jorobado su juglar, pre- 
guntó por él, y uno de sus oficiales le dijo : 
« Señor, el jorobado por quien pregunta vues- 
tra majestad se embriagó ayer y salió de pala- 
cio para ir por la ciudad, y esta mañana se le 
ha hallado muerto. Han llevado ante el juez de 
policía á un hombre acusado de haberle dado 
muerte, y al punto el juez mandó levantar labor- 
ea ; pero cuando iban á colgar al acusado, llegó un 
hombre y tras este otro que se acusan ambos del 
asesinato, y el teniente de policía se halla ahora 
preguntando á un tercer individuo que confiesa 
ser el verdadero asesino. » 

A estas palabras , el sultán de Casgar envió 
un guarda al lugar del suplicio. « Corre, » le 
dijo, « y manda al juez de policía que me traiga 
á los acusados y también el cuerpo del pobre 
jorobado , á quien quiero ver de nuevo. » Mar- 
chó el guarda, y llegando en el acto en que el 



verdugo iba á tirar la cuerda para ahorcar al 
sastre , le voceó descompasadamente que sus- 
pendiera la ejecución. El verdugo , conociendo 
al guarda, se detuvo, y soltó al sastre, y enton- 
ces el guarda acercándose al juez de policía, le 
declaró la voluntad del sultán. Obedeció el juez, 
y se encaminó á palacio con el sastre, el médico 
judio , el proveedor y el mercader cristiano , 
haciendo llevar por sus subalternos el cuerpo 
del jorobado. 

Cuando estuvieron todos delante del sultán , 
el juez de policía se postró á los pies de aquel 
príncipe, y cuando se hubo levantado, le refirió 
individualmente todo lo ocurrido. 

EL sultán conceptuó, esta historia tan pere- 
grina , que mandó á su cronista que la escri- 
biera con todas sus circunstancias, y luego vol- 
viéndose á los circunstantes , « ¿ Habéis oido 
nunca, » les dijo, « rareza mas asombrosa que 
la reciensucedida con motivo del jorobado mi 
juglar?» el mercader cristiano se postró enton- 
ces hasta locar el suelo con la frente y tomó así 
la palabra : « Poderoso monarca , yo sé una 



160 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



historia mas estraña todavía que la presente, y 
voy á contársela á vuestra majestad, si me con- 
cede su beneplácito. Son tales las circunstancias 
de ella, que nadie puede oirías sin conmoverse. » 
Permitióle el sultán que las refiriera, y él lo hizo 
en estos términos : 

HISTORIA QVU REFIRIÓ EL MERCADER CRISTIANO. 

« Señor , antes que empiece la narración que 
vuestra majestad se aviene á escuchar, debo ad- 
vertirle que no nací en dependencia alguna de 
su imperio , pues soy estranjero , natural del 
Cairo en Ejipto, de nación copto y cristiano. Mi 



padre era corredor y habia juntado bastante 
caudal que me dejó á su muerte. Seguí su ejem- 
plo y abracé su profesión. Hallándome un dia 
en el Cairo en la hostería pública de los tratan- 
tes en granos, se me acercó un joven mercader, 
mozo de buen personal y muy aseadamente ves- 
tido, y montado en un asno; saludóme, y desa- 
tando un pañuelo , en el que habia una muestra 
de ajonjolí, «¿Cuanto vale,» me dijo, «la medida 
mayor de ajonjolí de la calidad de este ? » 

Aquí calló Cheherazada , advirtiendo que era 
de dia ; pero á la noche siguiente continuó ha- 
blando en estos términos al sultán de las in- 
dias : 




CUENTOS ÁRABES. 



*G1 



NOCHE CVI. 



Señor , el mercader cristiano refiriendo su 
historia al sultán de Casgar, le dijo : « Examiné 
el ajonjolí que el mercader me enseñaba , y le 
respondí que valia á precio corriente cien drac- 
mas de plata la medida mayor. « Ajenciadme, » 
me dijo , « algún mercader que lo quiera á ese 
precio y llegaos á la puerta de la Victoria, don- 
de veréis un khan separado de toda habitación: 
allí os aguardaré. » Marchóse, dichas estas pala- 
bras y me dejó la muestra de ajonjolí que ense- 
ñé á varios mercaderes de la plaza , y estos me 
dijeron que tomarían todo el que tuviera á cien • 
to y diez dracmas de plata la medida , con lo 
cual yo ganaba diez dracmas, en cada una. Con- 
tento con esta ganancia , pasé á la puerta de la 
Victoria donde me aguardaba el mercader. Lle- 
vóme á su almacén, que estaba lleno de ajonjolí; 
habia ciento y cincuenta medidas que hice me- 
dir y cargar en asnos y las vendí por cinco mil 
dracmas 'de plata, u De esta cantidad, » me dijo 
el joven, «os corresponden quinientas dracmas 
por vuestro corretaje á razón de diez por medi- 
da, quedaos con ellas , y en cuanto á lo demás, 
como no lo necesito por ahora , cobradlo de los 
mercaderes, y ya me lo daréis cuando os lo pi- 
da. » Respondíle que tendría la cantidad pronta 
para cuando fuera á buscatía ó enviara por ella. 



Bésele la mano al separarnos, y me retiré muy 
satisfecho de su jenerosidad. 

« Estuve un mes sin volverle á ver, y al cabo 
de este tiempo se me presentó. <í ¿ En dónde es- 
tán » me dijo, a las cuatro mil y quinientas drac- 
mas que me debéis ? — Están prontas, a le res>- 
pondí, a voy á contároslas al punto.» Como esta- 
ba montado en un asno, le rogué que se apeara 
y me hiciera la merced de tomar un bocado con- 
migo, antes de recibirlas. « No, » me dijo, « aho- 
ra no puedo apearme, tengo un negocio urjente 
aquí cerca , pero vuelvo al punto y recojeré el 
dinero que os ruego tengáis pronto. » Marchóse 
dichas estas palabras; le aguardé, pero en vano, 
y no volvió sino un mes después. « He aquí , » 
dije para conmigo, « un mercader que tiene mu- 
cha confianza en mí, pues sin conocerme me de- 
ja cuatro mil quinientas dracmas de plata : otro 
no obraría así y temería que se las negasen. » 
Volvió al fin del tercer mes , también montado 
en su asno ; pero mas ricamente vestido que las 
o.tras veces. » 

Al llegar aquí, calló Cheherazada porque vio 
que era de día. Al acabarse la noche siguiente, 
prosiguió de esta manera haciendo hablar al 
mercader cristiano : 



NOCHE CVII. . 



tt Luego que vi al mercader, le salí al encuen- 
tro y le supliqué que se apeara, preguntándole 
al mismo tiempo si quería que le entregase el 
dinero que me habia dejado. « No es asunto 
T. 1. 



que apure, » me respondió con ademan gozoso; 
« ya sé que está en buenas manos; vendré á 
buscarlo cuando haya gastado el que tengo y no 
me quede ya renglón alguno. » Dicho esto, dio 

11 



102 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



un latigazo al asno y pronto le perdí de vista. 
« Bueno, » dije para conmigo, « me dice que le 
aguarde al cabo de la semana , y quizá no 
le volveré á ver en mucho tiempo; así que 
voy á negociar con su dinero y algo me pro- 
ducirá. » 

« No me engañé en mi conjetura, y medió un 
año sin que oyese hablar del mercader. Al 
cabo de este tiempo se me presentó tan rica- 
mente vestido como la última vez ; pero se mos- 
traba como absorto en sus. cavilaciones. Supli- 
quéle que me hiciera el favor de entrar en mi 
casa. « Corriente por esta vez, » me respondió," 
« pero ha de ser con la condición de que no 
haréis por mí el menor gasto estraordinario. — 
Haré cuanto queráis, » repuse yo, « y apeaos, 
que lo tendré á. fineza. » Hízok) en efecto y en- 



tró en mi casa. Di órdenes para el banquete 
que trataba de darle, y mientras nos servían 
nos pusimos á conversar. Cuando estuvo pronta 
la comida, nos sentamos á la mesa, y al punto 
advertí que cojia la comida con la mano izquier- 
da y estrañé no poco que no se valiese de la 
derecha. No sabia que pensar de esto. « Desde 
que conozco á este mercader, » decia para con- 
migo, « siempre me ha parecido. muy cortés : 
¿ obraría acaso de este modo por via de me- 
nosprecio ? ¿Por qué motivo no hace uso de la 
mano derecha ? » 

Entraba la luz en el aposento del sultán de 
las Indias, y así Cheherazada suspendió esta 
historia; pero la prosiguió á la mañana si- 
guiente, y dijo á Chahriar : 



NOCHE CYIII. 



Señor, el mercader cristiano estaba muy de- 
seoso de saber porqué su huésped comía con la 
mano izquierda : « Terminada la comida, » dijo, 
« y cuando mis criados hubieron alzado la 
mesa, dejándonos solos, nos sen l amos ambos 
en un sofá. Presenté al joven una pastilla esqui- 
sita, y también la tomó con la mano izquierda. 
« Señor, » le dije entonces, « os ruego que disi- 
muléis la libertad que me tomo preguntándoos 
de qué proviene que no os valéis de la mano 
derecha. Sin duda la tenéis lisiada. » En vez de 
responderme, dio un gran suspiro, y sacando 
el brazo derecho que hasta entonces liabia te- 
nido oculto bajo el vestido, me enseñó que 
tenia la mano cortada, lo cual me pasmó en 
estremo. « Sin duda os ha disonado, » me dijo, 
a que_coma_con la mano izquierda ; pero ya 
veis que no puedo 'prescindir de hacerlo. — 
¿Me adelantaré á preguntaros, » le repliqué, 
« por qué desgracia habéis perdido la mano 
derecha?» A esta pregunta derramó algunas 
lágrimas, y cuando se las hubo enjugado, me 
refirió su historia en los términos siguientes : 
« Habéis de saber, » me dijo, « que soy na- 
tural de Bagdad, hijo de un padre rico, y de 



mucha suposición en la ciudad por sus circuns- 
tancias. Apenas entré en la sociedad, me rela- 
cioné coa personas que habian viajado, y con- 
taban mil portentos del Ejipto, y particular- 
mente del gran Cairo, y embelesado con sus 
narraciones, quise emprender un viaje; pero 
mi padre vivía aun, y no hubiera accedido' á 
mis deseos. Murió al fin, y dejándome dueño de 
mis acciones, determiné ir al Cairo. Invertí una 
crecida cantidad en toda clase de telas finas de 
Bagdad y Musul, y me puse en camino. 

«Al llegar al Cairo me apeé en el khan, lla- 
mado de Mesrur, alquilé una habitación con su 
almacén, y en él deposité los fardos que habia 
traido conmigo en camellos. Hecho esto, entré 
en mi aposento, para descansar de las fatigas 
del camino, mientras que mis criados, á quie- 
nes habia dado dinero, fueron á comprar vitua- 
llas y guisaron la comida. Terminada esta, fui á 
visitar la fortaleza, algunas mezquitas, plazas y 
otros sitios dignos de ser vistos. 

« Al dia siguiente me vestí con mucho aseo, 
y habiendo sacado de algunos fardos unas riquí- 
simas telas, con ánimo de llevarlas al mercado, 
para ver lo que daban por ellas, las cargué en 



CUENTOS ÁRABES. 



163 



hombros de mis esclavos, y marché con ellos 
al mercado de los Circasianos. Pronto me vi 
rodeado de muchos corredores y pregoneros 
noticiosos de mi llegada. Díles muestras, y em- 
pezaron á enseñarlas por todo el mercado; pero 
ningún mercader me ofreció lo que me costaban 
de compra y gastos de viaje. Resentíale de ello, 



y quejándome á los corredores, « si queréis 
creernos, » me dijeron f a os enseñaremos un 
medio para que no perdáis en las telas. » 

Al llegar aquí se detuvo Cheherazada por que 
vio asomar el dia, y á la noche siguiente prosi- 
guió de este modo su narración : 



NOCHE CIX. 



El mercader cristiano siguió hablando al sul- 
tán de Casgar : « Habiéndome prometido los 
corredores, » me dijo el joven, « que me ense- 
ñarían un medio para que no perdiera en mis 
mercancías, pregúnteles lo qué debia hacer al 
intento. « Distribuidlas á varios mercaderes, » 
me respondieron; «las venderán á la menuda, y 
dos veces á la semana, el lunes y jueves, reco- 
jeréis el dinero que hayan juntado. De este 
modo ganaréis en vez de perder, y los merca- 
deres gananciarán también algo. Entretanto 
podéis divertiros y pasearos por la ciudad y por 
el Nilo. » 

« Seguí su consejo, llévelos conmigo á mi al- 
macén, del que saqué todas mis mercancías, y 
volviendo al mercado, las repartí á varios mer- 
caderes que me habían indicado como los mas 
pudientes, quienes me dieron un recibo firmado 
por testigos, bajo condición de que no les pedi- 
ría nada el primer mes. 

« Dispuestos así mis negocios, no pensé sino 
en divertirme y me relacioné con varios jóve- 
nes de mi edad que procuraban hacerme pasar 
el tiempo deleitosamente. Al cabo del primer 
mes, empecé á ver á los mercaderes dos veces 
á la semana, acompañado de un interventor 
para enterarme de sus libros de venta, y de un 
cambista para justipreciar el valor de las mone- 
das que me entregaban ; así los dias de cobro 
cuando me retiraba al khan de Mesrur, llevaba 
conmigo una crecida cantidad de dinero. Esto 
no me quitaba el ir en los dias intermedios á 
casa de uno ú otro mercader, y me entretenía 
en conversar con ellos, y ver lo que ocurría en 
el mercado. 



d Un lunes que estaba sentado en la tienda de 
un mercader , llamado Bedredin , una dama de 
distinción, como se dejaba conceptuar por sus 
ademanes, traje y una esclava vestida con sumo 
aseo, entró en la misma tienda y se sentó á mi la- 
do. Su esterior , junto con un donaire natural 
que se manifestaba en todos sus movimientos , 
me embelesó desde luego é infundió intensísimo 
deseo de conocerla mejor. Yo no sé si advirtió 
que me complacía en mirarla y si no le desagra- 
dó mi curiosidad, pues levantó el crespón que le 
caia sobre el rostro por encima de la muselina 
que lo cubría , y me dejó ver unos ojos negros 
y rasgados que me cautivaron. En suma, acabó, 
de enamorarme con el eco de su voz y sus mo- 
dales finísimos cuando saludó al mercader, y le 
preguntó por su salud desde que no le habia. 
visto. 

u Después de haber conversado largo rato con 
él de asuntos indiferentes , le dijo que andaba 
buscando una tela con fondo de oro, y que ve- 
nia á su tienda porque era la mas cumplida de 
todo el mercado, y que si la tenia , le haría gran 
favor en enseñársela. Bedredin le enseñó varias 
piezas, y habiéndose prendado de una de ellas, 
preguntó cuanto valia , y el mercader se la ce- 
dió por mil yciendracmas de plata. « Me avengo 
á daros ese dinero , » dijo la dama , «pero no' 
llevo tanto conmigo , y espero que me fiaréis 
hasta mañana y me dejaréis llevar la tela. No 
haré falla en enviaros mañana las mil y cien 
dracmas en que quedamos convenidos. — Se- 
ñora , » le respondió Bedredin , «con mucho 
gusto os fiara y dejara llevar la tela, si fuera mia; 
pero es de este mercader mozo, y hoy debo en- 




tregarle su dinero. — ¿Y qué motivo tenéis, » 
repuso la dama muy admirada, « para proceder 
así conmigo ? ¿ No soy parroquiana de vuestra 
tienda, y he faltado alguna vez en mandaros 
el dinero al dia siguiente, cuando he comprado 
telas y me las habéis dejado llevar sin pagar- 
las ? » El mercader convino en ello , « Eso es 
muy cierto , señora , » repuso ; « pero hoy nece- 
sito el dinero. — Puos bien , ahí tenéis vuestra 



tela, » dijo tirándosela, a y que Dios os confun- 
da como también á todos los mercaderes. Todos 
sois unos , y ninguna atención guardáis. » Di- 
chas estas palabras, se levantó y salió muy eno- 
jada contra Bedredin. » 

Aquí se paró Gheherazada viendo que amane- 
cía , y á la noche siguiente prosiguió de este 
modo: 



• NOCHE CX. 



El mercader cristiano continuó así su histo- 
ria : « Cuando vi,» me dijo el joven, « que la da- 
ma se marchaba , sentí que mi corazón se inte- 
resaba por ella y la llamé. « Señora , » le dije , 



a hacedme el favor de volver , quizá hallaré al- 
gún, medio para que ambos quedéis satisfechos.» 
Volvió diciendo que lo hacia por amor mió. 
«Señor Bedredin , » le dije entonces al merca- 



CUENTOS ÁRABES. 



1G5 



der, « ¿ cuanto pedís por esa tela ? — Mil y cien 
dracmas de plata , » me respondió , « no puedo 
darla por menos. — Entregádsela pues á esta 
señera , » repuse , « y que se la lleve. Os doy 
cien dracmas de ganancia , y voy á firmaros un 
recibo por esta cantidad , que cobraréis de las 
demás mercancías que tenéis de mi pertenen- 
cia. » Con efecto estendí el recibo , lo firmé y 
entregué á Bedredin, y luego presentando la te- 
la á la dama, « os la podéis llevar, señora , » le 
dije, « y por lo que toca al dinero, me lo envia- 
réis mañana ú otro dia , ó si me lo permilís , os 
la regalo. — No lo permitiré , » respondió : « y 
fuera indigna de presentarme ante los hombres, 
si no manifestara mi reconocimiento por el mo- 
do cortés y espresivo que usáis conmigo. Que 
Diosos premie , aumente vuestros bienes, os 
conceda una larga existencia y os abra , al mo- 
rir, la puerta de los cielos, y que toda la ciudad 
resuene con alabanzas de vuestra jenerosidad. » 
« Estas palabras me alentaron sobremanera, 
u Señora , » le dije , « concededme la dicha de , 
ver vuestro rostro por premio de haberos com- 
placido , y será pagarme con usura. » A estas 
palabras volvió la cabeza hacia mí, y alzando la 
muselina que le cubría el rostro, regaló mi vista 



con una beldad peregrina. Fué tal mi embeleso 
que no pude articular palabra ni espresarle 
cuánto sentía ; y no me hubiera cansado de mi- 
rarla; pero volvió á cubrirse prontamente, por 
temor de que alguien la viese, y habiendo deja- ' 
do caer el crespón, cojió la pieza de tela y se 
marchó de la tienda dejándome en un estado 
muy diverso del que tenia á mi llegada. Perma- 
necí por algún tiempo en una turbación y tras- 
torno indecibles, y antes de separarme del mer- 
cader, le pregunté si conocia á aquella dama. 
« Sí , » me respondió , « es hija de un emir que 
le dejó á su muerte inmensas riquezas. » 

u Luego que volví al khan de Mesrur, mis es- 
clavos me sirvieron la cena ; pero me fué impo- 
sible comer, y ni aun pude cerrar los ojos en 
toda la noche, que se me hi?o la mas larga de 
mi vida. Apenas amaneció me levanté esperan- 
zado de ver nuevamente al objeto que turbaba 
mi reposo; y anhelando agradarla, me vestí con 
mas esmero que el dia anterior. Volví á la tien- 
da de Bedredin. » 

Pero , señor, dijo Cheherazada , el dia , que 
veo asomar, me obliga á suspender mi narración. 
Dichas estas palabras calló, y á la noche siguiente 
volvió á tomar el hilo de su narración : 



NOCHE CXI. 



Señor, el joven de Bagdad prosiguió así sus 
aventuras, a Apenas había llegado á la tienda de 
Bedredin , cuando vi llegar á la dama , acompa- 
ñada de su esclava y vestida con mayor boato 
que el dia anterior. No miró siquiera al merca- 
der, y encarándose conmigo, « Señor, » me dijo, 
« ya veis que soy puntual en cumplir la palabra 
que ayer os di. Vengo á propósito para traeros 
el dinero, de que salisteis fiador sin conocerme 
con una jenerosidad que nunca se borrará de 
mi memoria. — Señora , no era asunto tan ur- 
jente, » le contesté ; a estaba sin zozobra por mi 
dinero, y siento que os hayáis tomado tanta mo- 
lestia. — No era justo, » repuso, « que yo abu- 
sase de vuestra atención, » Y diciendo esto, me 
entregó el dinero y se sentó á mi lado. 



« Entonces, aprovechando la ocasión que te- 
nia de conversar con ella , le hablé del cariño 
que me infundía ; pero se levantó y marchó ar- 
rebatadamente, como si se hubiera ofendido de 
la manifestación que acababa de hacerle. Se- 
guíla con la vista, mientras pude, y cuando hubo 
desaparecido , me despedí del mercader y salí 
del mercado sin saber á dónde me encaminaba. 
Estaba recapacitando esta ocurrencia, cuando 
sentí que me tiraban por detrás, y volviéndome 
para ver lo que era , conocí con alborozo á la 
esclava de la dama que me traia tan embargado. 
« Mi ama, » dijo, « que es aquella señora á quien 
acabáis de hablar en la tienda de un mercader, 
quisiera hablaros, y así tomaos la molestia de 
seguirme. » % Marché en pos de ella, y con efecto 



166 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



hallé á su ama sentada en la tienda de un cam- 
bista. 

u Hízome sentar á su lado, y tomando la pa- 
labra : «Mi querido señor, o me dijo, ano 
estrañeis que me haya marchado tan arrebata* 
damente. No he conceptuado oportuno corres- 
ponder favorablemente, en presencia de aquel 
mercader, á la declaración que me hicisteis de 
los impulsos que he merecido infundiros; pero 
muy lejos de tenerme por ofendida, confieso que 
me deleitaba en oíros, y me contemplo en es- 
tremo venturosa en tener por amante un sujeto 
de vuestras prendas. No sé qué impresión ha- 
brá producido en vos mi vista; pero en cuanto 
á mf , puedo aseguraros que desde que os vi, os 
cobré afecto. Desde ayer he estado embargada 
tras esas espresiones que me dijisteis, y mi afán 
en buscaros debe probaros que no me sois indi- 
ferente. — Señora, » repuse, arrebatado de pa- 



sión y regocijo, a nada podía oir para mi mas 
grato que lo que tenéis á bien decirme. No cabe 
cariño mas vehemente que el mío, y desde el 
venturoso momento en que os presentasteis á 
mi vista, mis sentidos quedaron embelesados de 
tantas gracias y mi corazón se rindió sin resis- 
tencia. No malogremos el tiempo en razona- 
mientos supérfluos, » interrumpió la dama; «no 
dudo de vuestra sinceridad y pronto estaréis 
persuadido de la mia. ¿Queréis favorecerme 
viniendo á mi casa, ó deseáis que vaya á la 
vuestra? — Señora, » le respondí, « soy foras- 
tero, y estoy alojado en un khan, que no es lu- . 
gar propio para recibir á una dama de vuestra 
jerarquía, y de tantas prendas, d 

Cheherazada iba á proseguir su narración; 
pero hubo de suspenderla porque empezó á 
amanecer. Al dia siguiente continuó de este 
modo, dejando hablar al joven de Bagdad : 



NOCHE CXII. 



« Mas del caso fuera , señora , » prosiguió el 
joven , « que tuvierais á bien indicarme vuestra 
casa , y tendré la satisfacción de ir á visitaros.» 
Consintió en ello la dama. « Pasado mañana es 
viernes, » me dijo, « y podéis venir después «de 
la oración del mediodía. Vivo en la calle de la 
Devoción, y no tenéis mas que preguntar por la 
casa de Abu Chaman, apellidado Bercut, ex-cau- 
dillo de los emires , y allí me hallaréis. » A es- 
tas palabras nos separamos , y pasé el dia si- 
guiente con la mayor impaciencia. 

« Llegado el viernes, madrugué y vestí el 
mejor traje que tenia , con una bolsa en que 
puse cincuenta monedas de oro, y marché mon- 
tado en un asno, que había ajustado la víspera, 
y acompañado del hombre que me lo habia al- 
quilado. Guando entramos en la calle de la De- 
voción , díjele al borriquero que preguntara por 
la casa del emir : se la enseñaron y me condujo 
á ella. Apéeme , le pagué y despedí , encargán- 
dole que se hiciera bien cargo de la casa en que 
me dejaba , y no. dejara de irme á buscar al dia 
siguiente para volver al khan de Meshir. 



« Llamé á la puerta , y al punto dos esclavas, 
blancas como la nieve y vestidas con mucho 
aseo, acudieron á abrir. « Entrad, » me dijeron, 
« nueslra ama os está esperando con suma im- 
paciencia. Hace dos dias que nos está hablando 
continuamente de vos. » Entré en el patio y vi 
un gran cenador con siete gradas y cercado con 
una verja que lo separaba de un hermosísimo 
jardín. Además de los árboles que lo ameniza- 
ban con su verdor y su sombra , habia miles de 
frutales brindando con esquisitos productos. 
Quedé embelesado con el gorjeo de infinitas 
aves que hermanaban sus trinos con el murmu- 
llo de un surtidor que se elevaba en medio de 
un jardín esmaltado de flores. Este surtidor era 
delicioso ; veíanse en los ángulos del pilón cua- 
tro grandísimos dragones dorados , que arroja- 
ban plateados caños de agua cristalina. Aquel 
paraíso me dio alto concepto de la conquista que 
habia hecho. Las dos esclavas me hicieron en- 
trar en un salón magníficamente alhajado, y 
mientras que una iba á avisar á su ama de mi 
llegada , la otra se quedó conmigo y me fué en- 



CUENTOS ÁRABES. 



167 



señando los varios primores del salón. » 

Al decir estas palabras , Gheherazada dejó de 
hablar , porque vio asomar el dia. Ghahriar se 
levantó -curioso de saber lo que baria el joven de 



Bagdad en el salón de la dama del Cairo. La sul- 
tana satisfizo al dia siguiente la curiosidad de 
aquel príncipe , prosiguiendo así esta historia: 



NOCHE CXIII. 



Señor, el mercader cristiano prosiguió ha- 
blando de este modo al sultán de Casgar : « No 
aguardé mucho en el salón , » me dijo el joven; 
«pronto llegó el dueño de mi corazón, ricamente 
engalanada con perlas y diamantes ; pero aun 
mas esplendorosa por el resplandor de sus ojos 
que por el de sus pedrerías. Su cuerpo , que no 



los primeros cumplimientos , nos sentamos am- 
bos en un sofá y conversamos con toda la satis- 
facción que imajinarse puede. Sirviéronnos los 
manjares mas delicados y esquisitos. Nos senta- 
mos á la mesa , y terminada la comida , volvimos 
á conversar hasta la noche. Entonces nos traje- 
ron un escelente vino y frutas propias para mo- 




cubria ya el vestido de calle , me pareció el mas 
torneado y air&so del mundo. No os diré la ale- 
gría mutua de nuestra vista , porque difícil me 
fuera espresarla. Básteos saber que después de 



ver la sed , y bebimos al eco de la música y can- 
ciones de las esclavas. El ama de la casa cantó 
también y acabó de enternecerme con sus can- 
tinelas y convertirme en amante apasionadísimo. 



168 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



En suma , pasé la noche disfrutando todo jénero 
de deleites. 

« A la mañana siguenle , después de haber 
puesto mañosamente bajo la cabecera de la cama 
la bolsa y las cincuenta monedas de oro , me des- 
pedí de la dama , quien me preguntó cuando vol- 
vería á verla : « Señora , » le respondí , « os 
prometo volver esía noche. » Manifestóse gozo- 
sísima con mi respuesta, me acompañó hasta la 
puerta , y al separarnos me suplicó que cum- 
pliera mi promesa. 

« Aguardábame á la puerta el borriquero con 
su asno. Monté y volví al khan de Mesrur. Al 
despedirle , le dije que no le pagaba para que 
volviera á buscarme por la tarde á cierta hora 
que le señalé. 



c< Luego que estuve en el khan , mi principal 
afán fué comprar un cordero y varias clases de 
pasteles que envié á la dama por un mandadero. 
Luego me empleé todo en algunos quehaceres 
importantes hasta que llegó el borriquero. En- 
tonces me marché con él á la casa de la dama, 
quien me recibió con tanto júbilo como el dia 
anterior , y me dio un banquete no menos es- 
pléndido que el primero. 

« A la mañana siguiente le dejé al marcharme 
otra bolsa con cincuenta monedas de oro, y vol- 
ví al khan de Mesrur » Aquí llegaba Chehe- 

jazada , cuando advirtiendo que amanecía , se 
lo avisó al sultán de las Indias , que se levantó 
sin decir palabra. A la noche siguiente , prosi- 
guió así la historia empezada : 



NOCHE CXIY. 



El mercader cristiano, vuelto al sultán de Cas- 
„ gar , le dijo : a El joven de Bagdad continuó su 
historia en estos términos : « Seguí visitando 
diariamente á la dama y dejándole cada vez una 
bolsa con cincuenta monedas de oro , y esto du- 
ró hasta que los mercaderes, á quienes habia 
dado mis mercancías para vender , no me debie- 
ron ya nada : en una palabra , me hallé sin di- 
nero y sin esperanza de tenerlo. 

« En tan horroroso conflicto y en vísperas de 
arrojarme á la desesperación , salí del khan sin 
saber lo que hacia , y me fui hacia el palacio en 
donde habia mucha jente agolpada para presen- 
ciar unos festejos que daba el sultán de Ejipto. 
Cuando hube llegado junto al concurso , me metí 
por medio de la jente , y casualmente me hallé 
junto á un jinete bien montado y ricamente ves- 
tido que llevaba en el arzón de su silla un saco 
entreabierto del que colgaba un cordón de seda 
verde. Puse la mano sobre el saco y me imajiné 
que el cordón debia ser el de una bolsa que es- 
taba dentro. Mientras lo estaba recapacitando, 
asomó al otro lado del jinete un mandadero con 
un haz de leña y pasó tan cerca de él , que hubo 
de volverse para impedir que la leña le tocase y 
rasgase sus vestidos. En aquel momento me ten- 



tó el demonio : así el cordón con una mano, y 
sirviéndome de la otra para abrir el saco , saqué 
la bolsa sin que nadie lo advirtiera. Era pesada 
y no dudé que estaba llena de oro ú plata. 

(( Cuando el mandadero hubo pasado , el jine- 
te , que sin duda sospechaba lo que yo habia 
hecho , mientras volvía la cabeza , metió la mano 
en el saco y no hallando la bolsa , me descargó 
tan terrible golpe con su hacha , que me tendió 
en el suelo. Los circunstantes se conmovieron 
con aquel ímpetu tan desaforado , y algunos 
asieron la brida del caballo para detener al jinete 
y preguntarle qué motivo tenia para atropellar- 
me , y si era lícito malparar en aquellos térmi- 
nos á un musulmán. « ¿ En qué os meléis? » ies 
respondió con desentono ; « no lo he hecho sin 
fundamento : es un ladrón. » A estas palabras 
me levanté , y todos tomando mi defensa , cla- 
maron que era un impostor y que no era posible 
que un joven como yo hubiera cometido la ini- 
cua acción que me imputaba ; jeneralmente sos- 
tenían que yo era inocente , y mientras detenían 
á su caballo para favorecer mi fuga , desgracia- 
damente llegó á pasar por allí el teniente de pc- 
licía , seguido de los suyos, y viendo tanta jente 
agolpada al rededor del jinete , se acercó , pre- 



CUENTOS ÁRABES. . 



169 



gunlando qué era lo que había sucedido. Todos 
acusaron al jinete de haberme maltratado injus- 
tamente , so pretesto de haberle robado. 

« El teniente de p'olicía no se paró en lo que le 
decían , y preguntó al jinete si sospechaba que 
otro que yo le hubiese robado. El jinete respon- 
dió que no, y le dijo los motivos que tenia para 
creer que sus sospechas no eran equivocadas. 
Luego que el teniente de policía le hubo escu- 
chado , mandó á los suyos que me prendieran y 
rejistraran , lo que ejecutaron inmediatamente, 



y uno de ellos , habiéndome hallado la bolsa , la 
enseñó públicamente. No pude sobrellevar tanta 
vergüenza y caí desmayado. El teniente de po- 
licía hizo que le trajesen la bolsa. » 

« Pero , señor , ya amanece , » dijo Chehera- 
zada, interrumpiendo su narración ; « si vuestra 
majestad me concede la vida hasta mañana , sa- 
brá la continuación de esta historia. » Chahriar, 
que lo. deseaba, se levantó. sin responderle y 
acudió a desempeñar sus rejias funciones. 



NOCHE CXV. 



Antes de acabarse la noche siguiente, la sulta- 
' na diríjió así la palabra á Chahriar : « Señor , el 
joven de Bagdad prosiguió su historia en «estos 
términos : « Cuando el teniente de policía, » di- 
jo, o tuvo la bolsa en su mano, preguntó al jinete 
si era la suya y cuánto dinero había dentro. El 
jinete la reconoció por ser la que le habían coji- 
do, y aseguró que habia dentro veinte zequines. 
El juez la abrió, y habiendo hallado que en efecto 
contenia aquella cantidad, se la devolvió y man- 
dándome comparecer ante él, « Joven, » me di- 
jo, « confiesa la verdad. ¿Fuiste tú el que to- 
maste la bolsa á esle jinete? Confiésalo y no 
aguardes á químe valga de tormentos. » Enton- 
ces bajé la vista y dije para conmigo : « Si niego 
el hecho, la bolsa que me han cojido me hará 
pasar por un impostor. » Así, para evitar un do- 
ble castigo, alcé la cabeza y confesé mi delito. 
Apenas hice esta confesión, cuando el teniente 
de policía, habiendo atestiguado el hecho, man- 
dó que me cortasen la mano, y la sentencia se 
ejecutó al punto, lo cual movió á compasión á 
todos los circunstantes : también noté en el ros- 
tro del jinete que no estaba menos conmovido 
que los demás. El teniente de policía quería man- 
darme cortar un pié ; pero supliqué al jinete que 
pidiera aquella.gracia por mí , y habiéndolo he- 
cho, la alcanzó. 

« Luego que el juez se marchó, el jinete se 
acercó á mí. « Ya veo, » me dijo, presentándo- 
me la bolsa, « que la necesidad os ha obligado á 



cometer una acción tan ruin é indigna de un 
joven de vuestras circunslancias ; ahí tenéis esa 
bolsa fatal, osla doy, y siento en el alma la des- 
gracia que os ha cabido. » Dichas estas palabras, 
se alejó, y como me hallaba muy débil con mo- 
tivo de la sangre q¿ie habia derramado, algunas 
buenas almas del barrio tuvieron la caridad de 
admitirme en su casa y darme un sorbo de vino. 
También me curaron el brazo y pusieron la ma- 
no en unos paños que llevé prendidos á Id cin- 
tura. 

(( Aun cuando me volviera al khan de Mesrur 
en aquel estado lastimoso, no hallara la asisten- 
cia que necesitaba, y por otra parle, era aven- 
turar mucho el presentarme á la hermosa dama. 
Quizá no querrá verme, decia, cuando sepa mi 
vileza. Sin embargo, me decidí á ello , y para 
que la jente no me siguiera, caminé por varias 
calles desviadas, y llegué al fin á casa de la da- 
ma, tan débil y cansado, que me tendí en un 
sofá con el brazo derecho oculto debajo de la 
ropa, esmerándome mucha en taparlo. 

(( Entretanto la dama, noticiosa de mi llegada 
y de los dolores que estaba padeciendo, vino con 
afán, y viéndome macilento y postrado, « Alma 
mía, » me dijo, « ¿qué tienes? » Disimulé y le 
respondí : « Señora, estoy padeciendo un gran 
dolor de cabeza. » Manifestóse muy condolida. 
« Siéntate, » repuso, porque me habia levantado 
para recibirla ; « dime como te ha sobrevenido 
ese quebranto : estabas tan bueno la última vez 



170 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



que tuve el gusto de verte. Alguna cosa me ocul- 
tas; dímelo todo. » Y como yo guardaba silen- 
cio, y en vez de responderle, derramaba lágri- 
mas, «No comprendo,» me dijo, «loque puede 
aquejarte. ¿Te he dado algún motivo de pena sin 
advertirlo, y vienes aquí para desengañarme 
con tu desvío? — No es eso, señora, » le res- 
pondí suspirando, « y tan injusto recelo encru- 
dece mas mi quebranto. » 

« No podia determinarme á declararle lo que 
verdaderamente lo ocasionaba. Llegó la noche y 
trajeron la cena. Rogóme que comiera ; pero co- 
mo no podia valerme sino de la mano izquierda, 



le rogué que me dispensase, dando por disculpa 
que no tenia apetito. « Lo tendrás, » me dijo, 
« cuando me hayas descubierto lo que tan tenaz- 
mente me ocultas : sin duda'tu desgana proviene 
tan solo de la pena que tienes en manifestarte. 
— I Ay de mí! señora, » repuse, « preciso será 
que al íin prorumpa. » Apenas dije estas pala- 
bras, cuando me presentó una copa con vino : 
a Toma, » me dijo , « y bebe, eso te dará áni- 
mo. » Alargué la mano izquierda y así la copa. » 
A estas palabras, advirtiendo Cheherazada que 
era de dia, dejó de hablar; pero á la noche si- 
guiente prosiguió en estos términos . 



NOCHE CXVI. 



« Así pues la copa, » dijo el joven, « y renové 
mi llanto y sollozos. « ¿Porqué lloras tan amar- 
gamente, » dijo entonces la dama, « ¿porqué co- 
jes la copa con la mano izquierda , y no con la 
derecha? — j Ah ! señora, » le respondí, « os 
suplico que me disculpéis ; tengo un tumor en la 
mano derecha. — Quiero verlo, » repuso, « y 
rebentarlo. » Me resistí diciéndole que aun no 
estaba en sazón, y me bebí todo el vino de la 
copa, que era muy grande. Los vapores de la 
bebida, el cansancio y la postración en que me 
hallaba, me acarrearon pronto un profundo 
sueño que duró ha*ta eldia siguiente. 

« Durante este tiempo, la dama queriendo sa- 
ber qué mal tenia en la mano derecha, alzó mi 
túnica, que la ocultaba, y vio con todo el asom- 
bro que se deja suponer como la tenia cortada, 
y que la llevaba envuelta en unos paños. Al 
punto comprendió, como era muy obvio, porqué 
habia resistido tanto á sus encarecidas instan- 
cías, y pasó la noche condoliéndose de mi des- 
dicha, no dudando qué me hubiese sucedido por 
amor suyo. 

« Al despertarme, noté en su rostro el sumo 
pesar que la estaba traspasando, y sin embargo 
nada me dijo por no apesadumbrarme. Me man- 
ado traer un caldo de gallina, dispuesto por su 
orden, y me hizo comer y beber, diciéndome 
que era para corroborarme. Después de esto, 
quise marcharme, pero me detuvo por la ropa. 
« No permitiré, » me dijo, « que salgas de aquí. 



Aunque norme lo digas, estoy persuadida de que . 
soy causa de la desgracia que te ha sucedido. El 
dolor que siento no me dejará vivir mucho tiem- 
po ; pero antes de morir he de ejecutar lo que 
tengo ideado en favor tuyo. » Dicho esto, man- 
dó llamar á un letrado y testigos, é hizo estender 
una donación de todos sus bienes. Luego que los 
hubo despedido satisfechos de su dilijencia, 
abrió un gran cofre en donde estaban todas las 
bolsas que yo le habia regalado desde el princi- 
pio de nuestros amores. « Están todas cabales, » 
me dijo, « no he tocado una sola : toma, aquí 
tienes la llave del cofre, eres dugño de todo. » 
Dile gracias por su jenerosidad y agasajo. « Na- 
da vale, » repuso, « lo que acabo de hacer, y 
no estaré contenta hasta que muera, para mani- 
festarte cuánto te amo. » Supliquéla con cariño- 
sa persuasiva que desistiera de tan aciaga deter- 
minación ; pero no pude conseguirlo, y el pesar 
de verme manco le causó una enfermedad de 
cinco ú seis semanas de cuyas resultas vino por 
fin á fallecer. 

«Después de haber llorado su muerte como 
debia, tomé posesión de lodos sus bienes que 
me habia dado á conocer, y de ellos formaba 
parte el ajonjolí que tuvisteis á bien vender por 
mi cuenta. » 

Cheherazada queria proseguir su narración ; 
pero siendo ya de dia, la suspendió hasta la no- 
che siguiente. 



CUENTOS ÁRABES. 



171 



NOCHE CXYII. 



£1 joven de Bagdad acabó de referir mi histo- 
ria al mercader cristiano diciéndole : a Lo que 
acabáis de oir debe disculparme por haber co- 
mido con la mano izquierda. Os agradezco infi- 
nito la molestia que os habéis tomado por mí. 
No puedo agradecer debidamente vuestra fideli- 
dad, y como tengo, á Dios gracias, bastantes 
bienes, aunque he gastado mucho, os ruego que 
aceptéis el regalo que os bago de la cantidad 
que me debéis. Además, tengo que proponeros 
una especie : como no puedo vivir en el Cairo 
después del lance que acabo de referiros, estoy 
resuelto á marcharme y no volver mas. Si que- 
réis acompañarme, negociaremos juntos y nos 
partiremos la granjeria. » 

a Cuando el joven de Bagdad hubo acabado 
su historia, » dijo el mercader cristiano, « le di 
gracias del mejor modo que me fué posible por 
el regalo que me hacia ; y en cuanto á su pro- 
puesta de viajar con él , le dije que la admitía 
gustoso, asegurándole que cuidaría de sus inte- 
reses como de los mios. 

(( Fijamos dia para nuestra partida, y cuando 
hubo llegado, emprendimos nuestro viaje. He- 
mos pasado por la Siria y la Mesopotamia, atra- 
vesado toda la Persia, deteniéndonos en muchas 
ciudades, y al fin llegamos , señor , á vuestra 
capital. Al cabo de algún tiempo, el joven me 
manifestó su ánimo de volverse á Persia y ave- 
cindarse allí, con lo cual ajustamos cuentas y 
nos separamos muy satisfechos uno de otro. Se 
marchó, y yo, señor, me he quedado en esta 
ciudad, donde me doy por dichosísimo con ser- 
vir á vuestra majestad. Esta es la historia que 
tenia que referiros. ¿No os parece mas asom- 
brosa que fe del jorobado-? » 

El sultán de Casgar se enojó contra el merca- 
der cristiano, a Mucha es tu osadía, » le dijo, 
« en atreverte á contarme una historia tan poco 
digna de mi atención y á compararla con la del 
jorobado. ¿Cómo pretendes persuadirme que 
las desvariadas aventuras de un joven libertino 
son mas admirables que las de mi juglar ? Voy á 



mandaros colgar á los cuatro para vengar su 
muerte. » 

A estas palabras, el proveedor aterrado se 
arrojó á las plantas del sultán, a Señor, » le 
dijo, a suplico á vuestra majestad que suspenda 
su justo enojo y me escuche, haciéndonos á to- 
dos gracia, si la historia que voy á referir á 
vuestra majestad es mas hermosa que la del jo- 
robado,—* Te concedo lo que pides, » respondió 
el sultán ; « habla. » El proveedor tomó enton- 
ces la palabra y dijo : 

HISTORIA REFERIDA POR EL PROYKEDOR DEL SULTÁN 
DE CASGAR. 

« Señor, un sujeto de alta categoría me con- 
vidó ayer á las bodas de su hija. No hice falta 
en ir de noche á la hora señalada, y me hallé 
en una junta de doctores, letrados y otras per- 
sonas principales de la ciudad. Terminadas las 
ceremonias, sirvieron un magnífico banquete, y 
sentándose todos á la mesa, comió cada cual lo 
que le pareció mas gustoso. Entre otros manja- 
res, había un guisado compuesto con ajo, que 
era escelente y del que todos querían probar, y 
como observamos que uno de los convidados se 
desentendía de aquel plato, aunque lo tuviese 
delante, le instamos para que siguiera nuestro 
ejemplo y tomara su porción. Suplicónos que 
no le hiciésemos mas instancias. « Me guardaré 
muy bien, » nos dijo, « de tocar á un guisado 
que tenga ajo; no tengo olvidado lo que me 
cuesta haberlo probado en otra ocasión. » Su- 
plicárnosle que nos refiriera porqué tenia tan 
suma aversión al ajo; pero el amo de la casa, 
sin darle tiempo á que nos contestara, le dijo : 
« ¿ Así honráis á mi mesa? Ese plato es delica- 
do ; y así no hay que empeñaros en dejar de 
comerlo ; debéis hacerme esta fineza como los 
demás. — Señor, » le respondió el convidado, 
que era un mercader de Bagdad, « no creáis 
que proceda así con estudiado melindre ; estoy 
propenso á complaceros , si absolutamente así 




lo queréis; pero será bajo condición de que, 
después de haberlo probado, me he de lavar 
cuarenta veces las manos con álcali, otras tan- 
tas con ceniza de la misma planta, y también 
con jabón : no llevaréis á mal que obre así por 
no quebrantar el juramento que tengo hecho de 
no comer nunca guisado con ajo, sino bajo esta 
condición. » 



Al acabar estas palabras, Gheherazada calló 
viendo asomar el dia, y Chahriar se levantó 
muy ansioso de saber porqué aquel mercader 
habia jurado lavarse ciento y veinte veces des- 
pués de haber comido el guisado con ajo. La 
sultana satisüzo su curiosidad la noche siguiente 
en estos términos : 



NOCHE CXVIII. 



El proveedor siguió hablando al sultán de 
Casgar : « El amo de la casa, » dijo, « no que- 
riendo dispensar al mercader de probar el gui- 
sado con ajo, mandó á sus criados que tuvieran 
pronta la palangana con agua alcalina, ceniza 
de la misma planta y jabón, para que el merca- 
der se lavara tantas veces como quisiera. Luego 
que hubo dado esta orden, se encaró con el 
mercader. « Haced como nosotros, » le dijo ; 



« no os fallarán álcali, ceniza de. la misma 
planta y jabón. » 

« El mercader, como enojado de la violencia 
con que se le trataba, alargó la mano y cojió 
un pedazo que llevó á la boca temblando, y co- 
mió con una repugnancia xjue estrañamos lodos 
sobremanera. Pero lo que nos causó mayor ad- 
miración, fué ver que solo tenia cuatro dedos, 
faltándole el pulgar, lo cual ninguno habia 



CUENTOS ÁRABES. 



173 



echado de ver, aunque hubiese comido ya de 
otros platos. El amo de la .casa tomó al punto la 
palabra. «¿Cómo es que no tenéis pulgar?» 
le dijo; « ¿y por qué ocurrencia lo habéis per- 
dido? Debe de ser con algún motivo que haréis 
el favur de referir á la concurrencia para su 
recreo. — Señor, » respondió el mercader, « no 
solo me falta el pulgar de la mano derecha, 
sino también el de la izquierda. » Al mismo 
tiempo alargó la mano izquierda y nos hizo ver 
que era cierto lo que decia. « Aun hay mas, » 
añadió , (( también me faltan los pulgares de 
ambos pies, y podéis creerlo. Estoy estropeado 
de este modo por una aventura inaudita, que 
no me niego á referiros si tenéis la paciencia de 
oiría. No os causará menos estrañeza que com- 
pasión ; pero permitidme antes que me lave las 
manos. » A estas palabras, se levantó de la 
mesa, y habiéndose lavado ciento y veinte ve- 
ces, volvió á ocupar su asiento, y nos refirió su 
historia en los términos siguientes : 

o Habéis de saber, señores, como en el rei- 
nado del califa Harun Alraschid, mi padre vivía 
en Bagdad, de donde soy natural, y era tenido 
por uno de los mas ricos mercaderes de la ciu- 
dad ; pero como era hombre dado á los deleites, 



amigo de francachelas, y desatendía sus nego- 
cios, en vez de heredar grandes haberes á su 
muerte, necesité toda la economía imajinable 
para pagar las deudas que habia dejado. Logré 
sin embargo pagarlas todas, y con mis afanes 
mi suerte empezó á tomar una faz risueña. 

« Estando abriendo la tienda una mañana, 
pasó delante de mi puerta una dama montada 
en una muía, acompañada de un eunuco y de 
dos esclavos; se paró. Apeóse con ayuda del 
eunuco, le dio la mano y le dijo : « Ya os habia 
yo dicho, señora, que veniais demasiado tem- 
prano ; ya veis que todavía no hay nadie en el 
mercado, y si me hubierais creído, os hubierais 
escusadola molestia que tendréis en aguardar.» 
La dama miró á todas partes, y viendo que con 
efecto no habia otra tienda abierta que la mia, 
se acercó saludándome y me rogó que la per- 
mitiera descansar mientras llegaban los demás 
mercaderes. Correspondí á su cumplimiento 
como debia. » 

No hubiera parado aquí Cheherazada, á no 
haberle impuesto silencio la luz del dia. El sul- 
tán de las Indias, que deseaba oir la continuación 
de aquella historia, aguardó con impaciencia la 
noche siguiente. 



NOCHE CXIX: 



Dinarzada despertó á la sultana, y esta dirijió 
la palabra al sultán y le dijo : « Señor , el mer- 
cader prosiguió de este modo la narración em- 
pezada : a La dama se sentó en mi tienda, y ob- 
servando que no habia en el mercado sino el 
eunuco y yo, se descubrió el rostro para respi- 
rar el ambiente. Nunca vi beldad tan cabal : ver- 
la y amarla con pasión fué para mí una misma 
cosa. Tuve continuamente los ojos clavados en 
ella, y me pareció que no le desagradaba mi 
ahinco ; porque me dio tiempo para mirarla á 
mis ensanches , y tan solo se cubrió el rostro 
cuando la obligó la zozobra de ser notada. 

a Luego que se hubo tapado , me dijo que iba 
en busca de varias telas de las mas hermosas y 
ricas , que me nombró , preguntándome si las 
tenia. « ¡ Ay ! señora , » le respondí, « soy un 



mercader principiante, y no tengo medios para 
emprender tales negocios , y siento infinito no 
tener nada de lo que deseáis ; pero en llegando 
los mercaderes , para escusaros la molestia de 
andar tiendas, iré, si os parece bien, á tomarles 
lo que estáis apeteciendo: me dirán el justo pre- 
cio, y sin moveros de aquí, podéis hacer vues- 
tras compras. » Consintió en ello la dama, y tu- 
ve con ella una conversación que duró tanto 
mas rato , cuanto yo le hacia creer que aun no 
habían llegado los mercaderes principales. 

« Quedé tan embelesado con su injenio, como 
lo estaba ya con la hermosura de su rostro; pe- 
ro al fin hube de privarme del hechizo de su 
presencia y conversación ; fui en busca de las 
lelas que apetecía , y cuando hubo escojido las 
que fueron de su gusto, fijamos el precio á cin- 



174 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



co mil dracmas de plata acuñada. Hizo un lio 
que entregué al eunuco, quien se lo puso deba- 
jo del brazo. La dama se levantó y se despidió 
de mí , acompañándola yo con la vista hasta la 
puerta del mercado , y no cesando de mirarla 
hasta que estuvo montada en su muía. 

« Apenas desapareció la beldad, cuando reca- 
pacité que el amor me habia hecho cometer un 
gran yerro. Tan preocupado estaba mi espíritu, 
que no habia advertido que se iba sin pagar y 
ni siquiera le habia preguntado quién era ni 



dónde vivía. Reflexioné además que era deudor 
de una gran cantidad á varios mercaderes que 
quizá no tendrían la paciencia de aguardar. Fui- 
me á ellos y me escusé cuanto pude , diciéndo- 
les que la dama era persona conocida. Final- 
mente volví á mi casa tan enamorado como per- 
plejo con una deuda tan crecida. » 
Aquí llegaba Cheherazada, cuando dejó de ha- 
blar, viendo asomar el dia. A la noche siguien- 
te prosiguió de esta manera : 



NOCHE CXX. 



« Pedí á mis acreedores, » dijo el mercader, 
K un plazo de ocho dias para satisfacerles , y al 
cabo de este tiempo viéndome apurado, volví á 
pedirles otro plazo igual. Consintieron en ello ; 
pero al dia siguiente vi llegar á la dama monta- 
da en su muía , con el mismo acompañamiento 
y á la misma hora que la primera vez. 

« Encaminóse á mi tienda. « Algo os he he- 
cho aguardar, » me dijo , « pero al fin os traigo 
el dinero de las telas que compré el otro dia : 
llevadlo á casa de un cambista y que vea si es 
de ley y si está la cuenta cabal. » El eunuco, 
que llevaba el dinero, vino conmigo á casa del 
cambista, y este halló la cantidad cabal y en 
buena moneda. Volví y aun tuve la suerte de 
conversar con la dama , hasta que estuvieron 
abiertas todas las tiendas del mercado. Aunque 
hablábamos de asuntos triviales, no obstante les 
daba cierto jiro que Iqs hacia parecer nuevos, 
convenciéndome deque no me habia equivocado 
al juzgar desde la primera conversación que te- 
nia mucho talento. 

« Luego que hubieron llegado los mercaderes 
y abierto sus tiendas, llevé lo que debia á aque- 
llos que me habían fiado las telas, y no tuve di- 
ficultad en conseguir que me dejasen otras que 
la dama me habia pedido. Tomé por valor de 
mil monedas de oro , y la dama se llevó los jé- 
neros sin pagarlos, sin decirme nada ni darse á 
conocer. Lo que me pasmaba era que ella nada 
aventuraba y que yo quedaba sin resguardo y 
sin saber quien me reintegraría , dado caso que I 



no volviese á verla. » La cantidad que acaba de 
pagarme es bastante crecida, » decia para con- 
migo, « pero me deja empeñado por otra mucho 
mayor. Acaso será alguna estafadora que solo 
me ha embaucado ahora para engañarme á su 
salvo. Los mercaderes no la conocen y acudirán 
á mí. » Mi amor no era harto intenso para que 
dejara de hacer sobre este punto amarguísimas 
reflexiones , y mi zozobra fué por cada dia en 
aumento durante un mes que medió, sin que re- 
cibiese noticia alguna de la dama. Los mercade- 
res empezaron á azorarse , y ya estaba pronto 
para vender cuanto tenia para cumplir con ellos, 
cuando la vi volver una mañana con el mismo 
acompañamiento que las demás veces. 

«Tomad las balanzas , » me dijo, «para pe- 
sar el oro que os traigo. » Estas palabras acaba- 
ron de desvanecer mi recelo , y aumentaron mi 
pasión. Antes de contar el dinero, me hizo va- 
rias preguntas , y entre otras quiso saber si es- 
taba casado. Respondíle que no, y que nunca lo 
habia estado. Entonces le dijo al eunuco, al en - 
tregarle el oro : « Prestadnos vuestra mediación 
para concluir nuestro negocio. » El eunuco se 
echó á reir, y habiéndome llevado á un lado , 
me hizo pesar el oro. Mientras lo estaba pesan- 
do, el eunuco me dijo al oido : « Al parecer es- 
tais enamorado de mi ama , y estraño mucho 
que no os hayáis atrevido á declararle vuestra 
pasión : ella os ama aun mas de lo que la amáis. 
No creáis que necesite vuestras telas, pues solo 
viene aquí porque le habéis infundido un cariño 



CIENTOS ÁRABES. 



175 



entrañable. Por eso os preguntó si estabais ca- 
sado. Si queréis, no tenéis mas que hablarle, y 
en vuestra mano está casaros con ella. — Es 
cierto , » le respondí , a que he sentido ímpetus 
de amor para con ella desde el primer momento 
que la vi ; pero no me atrevía á pretender la 
dicha de agradarle. Soy suyo en un todo y no 
dejaré de agradeceros el servicio que me estáis 
haciendo. » 

« En una palabra , acabé de pesar las mone- 
das de oro, y mientras que las volvía al saco, 
el eunuco le dijo á la dama que yo estaba con* 



lentísimo, pues era la espresion en que estaban 
convenidos de antemano. Al punto la dama, 
que estaba sentada, se levantó y marchó dicién- 
dome que me enviaría al eunuco y que no tenia 
mas que hacer lo que me dijese de parte suya. 
« Llevé á cada mercader el dinero que le de- 
bía y aguardé con impaciencia al eunuco du-" 

ranle algunos días. Llegó al fin » Pero, 

señor, dijo Gheherazada al sultán de las Indias, 
ya asoma el dia y debo callar. Hízolo así, y á la 
mañana siguiente prosiguió así su narración : 



NOCHE CXXI. 



O 



« Recibí al eunuco placenteramente, » dijo el 
mercader de Bagdad , « y le pregunté por su 
ama. «Sois,» me respondió, a el amante mas 
venturoso del mundo ; enferma viene á estar de 
cariño ; no se puede anhelar con mas afán el 
veros , y si dispusiera de sus acciones, vendría 
á buscaros y pasaría gustosa en vuestra compa- 
ñía todos los momentqp de su vida. — Me ha 
parecido por su noble porte y sus modales cor- 
tesanos, » le dije, « que era alguna dama de su- 
posición. — No os habéis equivocado, » replicó 
el eunuco : « as la predilecta de Zobeida , es- 
posa del califa , la cual la quiere con tanto mas 
ahinco cuanto la ha criado desde la niñez y le 
encarga todas las compras que tiene que hacer. 
Empeñada en casarse, ha declarado á la esposa 
del caudillo de los creyentes que os habia co- 
brado cariño y le ha pedido su consentimiento. 
Zobeida le dijo que se lo daba : pero que antes 
quería veros , para juzgar por sí de la elección , 
y que en caso de ser acertada, costearía los gas- 
tos de la boda. Ya veis que vuestra dicha es 
segura, pues si agradasteis á la íntima, no me- 
nos habéis de prendar á la dueña , que no trata 
sino de complacerla, y que no quisiera violentar 
su inclinación. No falta mas que ir á palacio , y 
para eso he venido; á vos os toca determinaros. 
— Decidido estoy , » repliqué , « y pronto á se- 
guiros do quiera me llevéis. — Muy bien, » re- 
puso el eunuco; «pero ya sabéis que los hom- 



bres no entran en los aposentos de las damas 
de palacio, y que solo se os puede introducir en 
ellos tomando disposiciones que requieren el 
mayor sijilo. La predilecta las ha tomado todas; 
por vuestra parte haced cuanto esté en vuestra 
mano , y sobre todo sed callado , porque os va 
en ello la vida. » 

« Asegúrele que haria por puntos cuanto se 
me mandase. « Es menester pues, » me dijo , 
« que á la caída de la noche vayáis á la mezquita 
que Zobeida , esposa del califa , ha mandado 
edificar á orillas del Tigris, y que allí aguardéis 
que se os vaya á buscar. » Consentí en todo lo 
que él quiso; aguardé la llegada de la noche 
con impaciencia , y entonces marché á la mez- 
quita , asistí á la oración , que se dice hora y 
media después de puesto el sol , y me quedé el 
último en el templo. 

« Pronto vi llegar una barca , cuyos remeros 
eran eunucos. Desembarcaron y trajeron á la 
mezquita varios cofres grandes , y después se 
retiraron, quedando tan solo el que habia acom- 
pañado á la dama y me habia hablado por la 
mañana. También vi entrar á la dama ; y le salí 
al encuentro, manifestándole que estaba pronto 
á ejecutar sus órdenes. « No hay que perder 
tiempo, » me dijo, y diciendo y haciendo, abrió 
uno de los cofres y me mandó que me metiera 
dentro. «Estoes necesario,» añadió, «para 
vuestra seguridad y la mía. Nada temáis y dejad 



176 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



lo demás á cargo mió. » Me habia adelantado 
ya de sobras para retroceder ; hice lo que de- 
seaba , y al punto cerró el cofre con llave. 
Luego el eunuco , que estaba en el secreto , lla- 
mó á los demás que habian traído los cofres, y 
se los hizo llevar otra vez á la barca ; cuando la 
dama y el eunuco estuvieron embarcados, em- 
pezaron á remar para llevarme al aposento de 
Zobeida. 

« Entretanto, yo estaba haciendo formalísimas 
reflexiones , y considerando el peligro en que 
me hallaba , me arrepentí de haberme espues'o 
tantísimo, é hice promesas y votos que no eran 
del caso. 



« La barca pasó delante de la puerta del pa- 
lacio del califa, desembarcaron los cofres y los 
llevaron al aposento del capataz de los eunucos, 
que tiene la llave del de las damas y no deja 
entrar nada sin haberlo rejistrado prolijamente. 
Eslaba acostado, y fué preciso despertarle y 

hacerle levantar » «Pero señor,» dijo en 

este punto Cheherazada , « ya veo asomar el 
dia. » Chahriar se levantó para celebrar su con- 
sejo, determinado á oir al dia siguiente la conti- 
nuación de una historia que hasta entonces ha- 
bia escuchado con tanto deleite. 



NOCHE CXXII. 



La sultana de las Indias se despertó poco an- 
tes del amanecer, y prosiguió en estos téfminos 
la historia del mercader de Bagdad : « El eunu- 
co mayor, enfadado de que le interrumpían el 
sueño, riñó mucho á la predilecta porque volvía 
tan tarde. « No saldréis tan bien librada como 
os lo imajinais, » le dijo ; « ninguno de estos co- 
fres pasará sin que se haya abierto y sin que yo 
lo visite escrupulosamente. » Al mismo tiempo 
mandó á los eunucos que los fueran trayendo 
uno tras otro á su presencia y los fueran abrien- 
do. Empezaron por el cofre en que yo eslaba 
encerrado : cojiéronlo y lleváronlo , apoderán- 
dose de mí un susto indecible : creí que era 
llegada mi última hora. 

a La interesada , que tenia la llave , protestó 
que no la daria ni consentiría en que se abriera 
aquel cofre. « Ya sabéis , » dijo , « que todo lo 
que traigo es para uso de Zobeida , vuestra ama 
y la mía. Este cofre está lleno de mercancías 
preciosas que me han confiado unos mercaderes 
recien llegados. Además contiene muchas bote- 
Hitas de agua de la fuente de Zeinzem , enviadas 
de la Meca. Si alguna se rompiera , se echarían 
á perder las mercancías y seriáis responsable : 
la esposa del caudillo de los creyentes se venga- 
ría de vuestra insolencia. » En suma, habló con 
tanta entereza, que el eunuco no se atrevió á 
rejistrar el cofre en que me hallaba ni tampoco 



los demás. « Pasad pues , » dijo con enojo , « an- 
dad. » Abrieron el aposento de las damas y lle- 
varon dentro todos los cofres. 

« Apenas los hubieron entrado , cuando de re- 
pente oí vocear : « Ahí viene el califa. » Estas 
palabras aumentaron mi espanto en términos 
que no sé como no quetlé muerto en el acto. Con 
efecto , llegaba el califa. « ¿ Qué traéis en esos 
cofres ? » le dijo á la íntima. — « Caudillo de los 
creyentes , » respondió esta , « son telas recien 
llegadas que ía esposa de vuestra majestad ha 
deseado ver. — Abridlos , » repuso el califa , 
« yo también quiero verlas. » La interesada 
quiso escusarse observándole que aquellas telas 
solo eran propias para damas y que seria privar 
á su esposa del gusto que tendría en verlas la 
primera. « Abridlos , repito , » replicó el califa, 
<( yo os lo mando. » Volvió la dama á insistir en 
que su majestad la esponia al enojo de su ama, 
obligándole á faltar á su fidelidad. « No , no , » 
repuso él , «os prometo que no os hará ningún 
cargo : abridlos y no me hagáis aguardar mas. » 

« Fué forzoso obedecer , y entonces sentí tan 
mortal zozobra , que aun me estremezco al re- 
cordarla. El califa se sentó, y mandó entonces 
la dama traer á su presencia todos los cofres 
uno tras otro y los fué abriendo. Deseando alar- 
gar , le hacia observar todos los primores de 
cada tela en particular, queriendo apurar su pa- 



CUENTOS ÁRABES. 



177 



ciencia ; pero no lo consiguió. Gomo no estaba 
menos interesada que yo en no abrir el cofre en 
que me hallaba , no se daba priesa á que lo tra- 
jeran, aunque era el tínico que faltaba rejistrar. 
« Acabemos , » dijo el califa , « veamos también 
lo que hay en ese cofre. » No puedo decir si en 



aquel momento estaba yo muerto ó vivo , pero 
no creía librarme de tan gran peligro. » 

A estas palabras , Cheherazada vio asomar el 
dia é interrumpió su narración ; pero al acabarse 
la noche siguiente , prosiguió de esta manera : 



NOCHE CXXIII. 



« Guando la predilecta de Zobeida , » dijo el 
mercader de Bagdad , o vio que el califa quería 
absolutamente que abriera el cofre en que yo 
estaba , « En cuanto á este , » le dijo , « vuestra 
majestad tne hará la merced de dispensarme por 
ahora, pues encierra preciosidades que solo pue- 
do enseñarle en presencia de su esposa. — Muy 
bien , » dijo el califa , « estoy satisfecho ; man- 
dad que lleven los cofres. « Mandó la dama al 
punto que los llevasen á su cuarto , y allí empecé 
á respirar. 

« Luego que se hubieron retirado los eunucos 
que los habían traído , abrió prontamente aquel 
en que yo me hallaba encerrado. « Salid , » me 
dijo, apuntándome la puerta de una escalera que 
conducía á un aposento ; subid y aguardadme. » 
Apenas hubo cerrado tras mí la puerta , cuando 
el califa entró., y se sentó sobre el cofre de que 
yo acababa de salir. El motivo de esta visita era 
un arranque de curiosidad que no hablaba con- 
migo , pues el príncipe quería hacerle pregun- 
tas sobre lo que había visto /i oido en la ciudad, 
y después de haber conversado bastante rato 
con ella, se marchó, retirándose á su aposento. 

« Cuando la íntima se vio libre , vino á bus- 
carme y se disculpó de todos los sobresaltos que 
me había causado. « Mi zozobra no ha sido me- 
nor que la vuestra ; no debéis dudarlo , ya que 
estuve padeciendo por amor vuestro y por mí, 
que corría igual peligro. Otra en mi lugar no 
hubiera quizá tenido espíritu para salir de tan 
apurado trance. Se necesitaba tanto arrojo como 
serenidad , ó mas bien era preciso abrigar todo 
el amor que yo os tengo para salir de tal aprieto; 
pero serenaos , nada hay ya que temer. » Des- 
pués de haber conversado por algún tiempo con 
mucha ternura , « Ya es hora , » me dijo , « que 
T. I. 



descanséis f acostaos ; mañana os presentaré á 
Zobeida á cualquiera hora de! dia , lo cual es 
muy fácil , porque el califa no la ve sino de no- 
che. » Sosegado con estas palabras f dormí con 
bastante desahogo , ó si mi sueño fué alguna vez 
interrumpido con sobresaltos , fueron estos agra- 
dables , causados por la esperanza de poseer una 
dama de tanto injenio y belleza. 

a A la mañana siguiente , la predilecta de Zo- 
beida , antes de presentarme á su ama , me en- 
teró de como debia estar en su presencia , y m 
dijo casi las preguntas que la princesa me haría, 
dictándome las competentes contestaciones. He- 
cho esto , me llevó á una sala adornada con unb 
magnificencia , riqueza y gusto nunca vistos. 
Luego que entré , salieron del gabinete de Zo- 
beida veinte esclavas de edad avanzada, vesti- 
das uniforme y lujosamente , y se formaron en 
dos hileras con sumo decoro delante de un trono. 
Siguiéronlas otras veinte damas muy jóvenes y 
vestidas del mismo modo que las primeras , aun- 
que con la diferencia de ser sus trajes algo mas 
elegantes. Zobeida llegó con ellas en ademan er- 
guido y majestuoso , tan cargada de pedrerías y 
joyas , que apenas podia moverse. Se sentó en 
el trono. Se me olvidaba deciros que la acom- 
pañaba su dama predilecta , la que se quedó en 
pié á su derecha , mientras que las esclavas, al- 
go mas separadas , se formaban á entrambos la- 
dos del solio. 

« Luego que la esposa del califa se hubo sen- 
tado , las esclavas que habían entrado primera- 
mente me hicieron seña para que me acercase. 
Adelánteme en medio de las dos alas que forma- 
ban , y me postré con la frente hasta el suelo á 
los pies de la princesa , la que me mandó levan- 
tar y me hizo el agasajo de informarse de mi 

12 







nombre , familia y bienes ; á todo lo cual res- 
pondí á su satisfacción. Esta la conocí no solo 
por su rostro , sino por las palabras que tuvo la 
dignación de dirijirme. « Me alegro mucho , » 
ine dijo , cí que mi hija ( así llamaba á su dama 
predilecta ) , porque la miro como tal , después 
de haberme esmerado en su educación , haya 
hecho una elección tan acertada : la apruebo y 
consiento en que os caséis ambos. Dispondré yo 



misma los preparativos de vuestras bodas ; pero 
antes necesito á mi hija por diez dias. Durante 
este tiempo hablaré al califa , y conseguiré su 
beneplácito ; y vos os quedareis acá , y se os 
cuidará debidamente. » 

Al decir estas palabras , Cheherazada calló, 
por ser ya de dia , y á la mañana siguiente pro- 
siguió de este modo : 



NOCHE CXXIV. 



« Permanecí diez dias en el aposento de las 
damas del califa , » dijo el mercader de Bagdad, 
a En todo este tiempo estuve privado del gusto 



de ver á mi dama ; pero me agasajaron tantísi- 
mo por disposición suya , que tuve motivo para 
quedar muy satisfecho. 



CIENTOS ÁRABES. 



179 



« Zobeida habló al califa de la determinación 
que habia tomado de casar á su predilecta , y el 
príncipe , dejándola dueña de hacer cuanto qui- 
siere , concedió á la dama una cantidad crecida 
para contribuir garbosamente á su colocación. 
Pasados los diez dias , Zobeida mandó estender 
el contrato matrimonial , que le fué presentado 
en debida forma. Hiciéronse los preparativos de 
la boda , llamaron músicos , bailarines y baila- 
rínas, y hubo durante nueve dias grandes rego- 
cijos en palacio. El décimo dia estaba destinado 
para la ceremonia del casamiento , y la novia 
fué llevada al baño por un lado y yo por otro. 
De noche , me senté á la mesa , y me sirvieron 
toda clase de manjares y guisados , y entre es- 
tos uno con ajo como el que acabo de probar. 
Se me hizo tan halagüeño , que casi no toqué á 
los demás platos ; pero desgraciadamente al le- 
vantarme de la mesa , me contenté con enjugar- 
me las manos, en vez de lavármelas bien , des- 
cuido que hasta entonces nunca habia tenido. 

« Como era de noche , suplieron la claridad 
del dia con una gran iluminación en el aposento 
de las damas. Empezaron á tocar los músicos, 
los bailarínes mostraron su habilidad y todo el 
palacio resonó con gritería de regocijo. Llevá- 
ronnos á mi mujer y á mí á una gran sala, y nos 
hicieron sentar en dos tronos. Las mujeres de 
su servicio la hicieron mudar muchas veces de 
traje y le pintaron el rostro de diferentes modos, 
según estilo en el desposorio , y cada vez que 
mudaba de traje, venian á presentármela. 

« Termináronse al fin todas aquellas ceremo- 
nias y nos llevaron al tálamo nupcial. Luego que 
nos dejaron solos, me acerqué á mi esposa para 
abrazarla ; pero en vez de corresponder á mis 
demostraciones, me rechazó reciamente y pro- 
rumpió en alaridos horrorosos que atrajeron 



pronto al aposento á todas la damas deseosas de 
saber el motivo de aquellos gritos. En cuanto á 
mí , quedé inmóvil de asombro y sin tener si- 
quiera fuerzas para preguntarle la causa. « Que- 
rida hermana, » le dijeron, « ¿ qué os ha suce- 
dido en el poco tiempo que estamos fuera de 
aquí? Decídnoslo para que os auxiliemos. — 
Quitad, » esclamó, « quitadme de delante á ese 
asqueroso. — ¡ Cómo, señora! » le dije, «¿en 
qué puedo haberos ofendido para merecer vue - 
tro enojo? — Sois un puerco, » me respondió 
enfurecida, « habéis comido ajos y no os habéis 
lavado las manos. ¿ Creéis que yo permitiré que 
un hombre tan asqueroso se acerque á mí para 
apestarme ? — Tendedle en el suelo, » añadió 
encarándose con las damas, « y que me traigan 
un látigo. )> Al punto me tiraron al suelo , y 
mientras unas me tenían asido por los brazos y 
otras por los pies, mi mujer enarbolando el lá- 
tigo, me azotó sin compasión hasta que le falta- 
ron las fuerzas. Entonces dijo á las damas : 
« Cojedle y mandadle preso al teniente de po- 
licía para que le mande cortar la mano con que 
comió el guisado con ajo. » 

(( A estas palabras, prorumpí : « Dios todopo- 
deroso , después de haberme molido á golpes, 
me condenan para colmo de quebranto á tener 
la mano cortada ; ¿ y porqué ? ¡ por haber co- 
mido de un guisado con ajo y haberme trascor- 
dado de lavarme las manos ! ¡ Cuánto enojo por 
tan pequeña causa ! Llévese el diablo todos los 
guisados con ajo y malditos sean el cocinero que 
lo preparó y el que me lo trajo. » 

Aquí se paró la sultana Cheherazada , obser- 
vando que era de dia. Chahriar se levantó riendo 
á carcajadas del enojo de la dama predilecta, y 
muy ansioso de saber el desenlace de esta his- 
toria. 



NOCHE CXXV. 



A la mañana siguiente , Cheherazada se des- 
pertó antes del amanecer, y volvió á proseguir su 
narración : « Todas las damas que me habían 
visto azotar de aquel modo, » dijo el mercader 
de Bagdad, « se apiadaron de mí , cuando oye- 



ron que se trataba de mandarme cortarla mano, 
a Querida hermana, » le dijeron á la predilecta, 
« os propasáis en gran manera con vuestras iras. 
Seguramente que este hombre no sabe portarse 
é ignora vuestra jerarquía y las consideraciones 



18) 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



que merecéis ; pero os rogamos que no hagáis 
caso del yerro que ha cometido, y que se lo 
perdonéis. — Aun no estoy satisfecha, » repuso 
la dama; « quiero que aprenda á vivir y que 
lleve señales de su desaseo, para que nunca en 
su vida coma guisado con ajo sin lavarse después 
las manos. » Las damas no amainaron por esto, 
y arrojándose á sus pies y besándole la mano ; 
« Nuestra buena señora , » le dijeron , « por 
Dios, moderad vuestro enojo y concedcdnos la 
gracia que os pedimos. » La dama nada con- 
testó ; pero se levantó prorumpiendo en baldo- 
nes y salió del aposento ; todas la siguieron , 
: dejándome solo y desconsolado. 

« Diez dias permanecí sin ver mas que á una 
vieja esclava queme Iraia de comer. Pregúntele 
noticias de la dama predilecta. « Está enferma, » 
me dijo la esclava , « del olor peslífero que le 
hicisteis respirar. ¿ Yo no sé también como os 
habéis descuidado de lavaros las manos después 
de haber comido de aquel maldito guisado? — 
¿ Es posible, » dije entonces para conmigo, « que 
la delicadeza de estas damas llegue á tal estremo, 
y que sean tan vengativas por una culpa tan 
leve? » Sin embargo, aun amaba á mi mujer 
á pesar de su crueldad, y así no dejé de compa- 
decerla. 

« Un dia la esclava me dijo : « Vuestra esposa 
se halla restablecida ; ha ido al baño y me ha 
dicho que vendrá á veros mañana. Así tened 
paciencia y procurad darle gusto en todo. Es 
una persona muy sensata , cabal y muy querida 
de todas las damas que sirven á Zobeida, nues- 
tra respetable ama. » 



« Con efecto , mi mujer vino al dia siguiente 
y me dijo : « Demasiado buena soy en veniros 
á ver tras la ofensa que me habéis hecho ; pero 
no puedo avenirme á una reconciliación hasta 
que os haya castigado como merecéis por no 
haberos lavado las manos después de haber co- 
mido de un guisado con ajo. » Dichas estas pa- 
labras, llamó á las damas , quienes por orden 
suya me tendieron en el suelo , y después de 
haberme atado, la primorosa cojió una navaja 
de afeitar y tuvo la barbarie de cortarme ella 
misma los cuatro pulgares* Una de las damas me 
aplicó cierta raiz para estancar la sangre ; pero 
á pesar de esto, me desmayé con la que habia 
derramado y el dolor agudo que sentía. 

« Volví de mi desmayo, y me dieron un poco 
de vino para que cobrara fuerzas. « ¡ Ah l se- 
ñora, » le dije entonces á mi esposa, «si me 
sucede alguna vez que coma de un guisado con 
ajo , os juro que me lavaré las manos ciento y 
veinte veces con álcali, ceniza de la misma 
planta y jabón. *— Pues bien, » dijo mi mujer, 
« con esa cohdícion consiento en olvidar lo pa- 
sado y vivir con vos, tratándoos como á mi 
marido. » 

« He aquí, señores, » añadió el mercader de 
Bagdad mirando á los circunstantes, el motivo 
porqué rehusé comer del guisado con ajo que 
tenia delante. » 

Empezaba á apuntar el dia , y Cheherazada 
calló hasta la mañana siguiente, en que volvió á 
proseguir en estos términos : 



NOCHE CXXVI, 



« Señor, el mercader de Bagdad acabó su his- 
toria : « Las damas me pusieron en las heridas 
la raiz de que ya hablé para atajar la sangre, 
y aplicáronme también bálsamo de la Meca, que 
no se podia suponer falsificado, porque lo ha- 
bían tomado en la botica del califa. Por la virtud 
de aquel bálsamo admirable, quedé enteramente 
curado en muy pocos dias, y mi mujer y yo se- 
guimos viviendo juntos y tan unidos como si 



nunca hubiera comido guisado con ajo. Como 
siempre habia gozado de mi libertad , me fasti- 
diaba mucho verme encerrado en el palacio del 
califa ; sin embargo , no quería manifestárselo 
á mi esposa por miedo de desagradarle. Cono- 
ciólo, y yo también advertí que estaba muy dis- 
puesta á salir de palacio. El reconocimiento solo 
la detenía junto á Zobeida ; pero tenia tanto 
despejo y supo pintar allá tan espresivamente á 



CUENTOS ÁRABES. 



181 



su ama la violencia que yo padecía en no vivir 
en la oiudad con mis iguales, como estaba acos- 
tumbrado, que aquella estélente princesa con- 
sintió en privarse del placer de tener á su lado 
á su íntima y le concedió lo que ambos deseá- 
bamos. 

« Por eso, al cabo de un mes de nuestro enla- 
ce, vi llegar á mi esposa con muchos eunucos 
que llevaban cada uno un saco de dinero. Luego 
que se hubieron marchado, » No me habéis ma- 
nifestado, D me dijo, « el tedio que os causa 
vuestra residencia en la corte ; pero yo lo he co- 
nocido y he hallado afortunadamente medios de 
daros gusto : mi ama Zobeida nos permite que 
nos marchemos de palacio y nos regala cincuen- 
ta mil zequines para que vivamos cómodamente 
en la ciudad. Tomad diea mil, é id á compraros 
una casa. » 

« Pronto halló una por aquel precio, y habién* 
dola amueblado con toda magnificencia, nos mu- 
damos á ella. Compramos gran número de escla- 
vos de ambos sexos y empezamos á darnos una 
vida muy regalada; pero no duró mucho tiempo, 
pues al cabo de un año, mi mujer cayó enferma 
y murió en pocos días. 



« Hubiera podido volverme á casar y seguir 
viviendo distinguidamente en Bagdad ; pero el 
deseo de correr mundo mo infundió otros inten- 
tos. Vendí mi casa, y habiendo comprado toda 
clase de mercancías, me junté con una caravana 
y pasé á Persia. Desde allí tomé el camino de 
Samarcanda, y luego vine á fijarme en esta ciu- 
dad. » 

« He aquí, señor, » dijo el proveedor que ha- 
blaba al sultán de Gasgar, « la historia que refi- 
rió ayer aquel mercader de Bagdad á la tertulia 
eñ que yo me hallaba. — Esa historia, » dijo el 
sultán, « tiene algo de estraordinario ; pero no 
puede compararse con la del jorobado. » Enton- 
ces el médico judío se adelantó , y postrándose 
ante el trono de aquel príncipe, le dijo ; « Señor, 
si vuestra majestad se digna escucharme, con- 
ceptúo que va á quedar satisfecho de la historia 
que estoy pronto á contarle. — Habla pues, » 
dijo el sultán, « pero no esperes que te conceda 
la vida, s¡ no es mas peregrina que la del joro- 
bado. » 

La sultana Gheherazada se detuvo al llegar 
aquí, porque era de dia, y á la noche siguiente 
prosiguió en estos términos : 



NOCHE CXXVII. 



Señor, dijo, el médico judío , viendo que el 
sultán de Gasgar estaba pronto á oirle, tomó asi 
la palabra : 

HISTORIA REFfiRIDA POR EL MftDlCO JUDÍO. 

« Señor, cuando yo estudiaba la medicina en 
Damasco y empezaba á ejercor tan precioso arle 
con alguna reputación, un esclavo vino á bus- 
carme para visitar á un enfermo en casa del go- 
bernador de la ciudad. Pasó allá y me hicieron 
entrar en un aposento donde hallé un joven de 
aventajada presencia ; pero muy postrado por 
la enfermedad que padecia. Salúdele sentándo- 
me junto á él, y aunque no respondió á mi cum- 
plimiento, . me hizo seña con los ojos para in- 
dicarme que me oía y mo daba las gracias. 
« Señor, » le dije, « dadme la mano para que os 



tome el pulso. » En vez de alargarme la dere- 
cha, me presentó la izquierda, lo cual me admiró 
bastante. « Vaya una ignorancia, » dije para 
conmigo, « no saber que se le da al médico la 
mano derecha, y no la izquierda. » Púlsele, y 
habiéndole recetado una bebida, mo retiré. 

a Continué mis visitas durante nueve días, y 
siempre que quise pulsarle, me alargó la mano 
izquierda. Al décimo dia me pareció que estaba 
tiueno, y le dije que ya podia ir al bailo. El go- 
bernador de Damasco que se hallaba presente, 
queriendo manifestarme cuan satisfecho estaba 
de mí, mandó que me vistiesen en su prosencia 
un magnífico traje, diciéndome que me nombraba 
médico del hospital de la ciudad, y también de 
su casa, á donde podia ir á comer con toda 
franqueza, cuando lo tuviese por conveniente. 

« El joven hizo también conmigo varias de- 



182 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



mostraciones de amistad, y me suplicó que le 
acompañara al baño. Fuimos allá, y cuando sus 
criados le hubieron desnudado, vi que le faltaba 
la mano derecha. También advertí que estaba 
recien cortada, y que era causa de la enfermedad 
que me habían ocultado. Mientras le aplicaban 
medicamentos propios para curarle prontamen- 
te, me habían llamado para precaver que la ca- 
lentura, que se le había declarado, tuviera fatales 
consecuencias. Quedé absorto y aun apesadum- 
brado de verle en aquel estado, y advirtiéndolo, 
« Médico, » me dijo, « no estrañeis ver qué 
tengo la mano cortada : algún día os diré cual 
fué la causa y oiréis una historia de las mas sin- 
gulares. » 

a Sentámonos á la mesa después de haber sa- 
lido del baño ; luego nos pusimos á conversar, 
y entre otras particularidades, me preguntó si 
podia, sin perjuicio para su salud, ir á dar un 
paseo fuera de la ciudad al jardin del goberna- 
dor. Respondíle que no solo podia hacerlo, sino 



que le seria muy saludable tomar el ambiente. 
« Si así es, » replicó, « venios conmigo y allí os 
contaré mi historia. » Díjele que estaba á sus ór- 
denes en lo restante del día, y habiendo man- 
dado á sus criados que le llevaran con que hacer 
colación, salimos y nos encaminamos al jardin 
del gobernador. Dimos dos ó tres vueltas, y ha- 
biéndonos sentado en una alfombra que sus cria- 
dos tendieron á la sombra de un árbol frondoso, 
el joven empezó asi la narración de su historia : 
« Nací en Musul, y mi familia es una de las 
mas esclarecidas de la ciudad. Mi padre era el 
mayor de diez hijos que dejó mi abuelo á su 
muerte, todos vivos y casados, pero de todos 
ellos, mi padre fué el único que tuvo sucesión, # 
y aun esta se redujo á mí. Desvelóse por mi edu- 
cación y me hizo aprender cuanto debia saber un 
joven de mi clase... » « Pero, señor, » dijo Che- 
herazada, interrumpiéndose en este punto, a ya 
asoma la aurora, y me impone silencio. » A es- 
tas palabras calló, y el sultán se levantó. 



NOCHE CXXVIII. 



A la mañana siguiente, Cheherazada volvió á 
tomar el hilo de su historia. £1 médico judío 
continuó hablando al sultán de Gasgar y le dijo : 
« El joven de Musul prosiguió así su narración : 

« Ya era crecido y empezaba á tener alguna 
suposición en el mundo, cuando me hallé un 
viernes en la oración de mediodía, con mi padre 
y mis tios en la gran mezquita de Musul. Después 
de la oración, todos se marcharon, y solo que- 
daron mi padre y mis tios, quienes se sentaron 
sobre la alfombra tendida por toda la mezquita. 
Sentéme yo también, y hablando de varios asun- 
tos, recayó la conversación sobre los viajes. Ce,- 
lebraron las preciosidades y estrañezas de algu • 
nos reinos y de sus principales ciudades ; pero 
uno de mis tios dijo que si había de darse crédi- 
to á las relaciones de infinitos viajeros, no había 
en el mundo pais mas hermoso que el Ejipto y 
el Nilo, y por lo que refirió, vine á formar de 
aquel pais un concepto tan aventajado, que desde 
aquel punto abrigué el deseo de hacer aquel 
viaje. Lo que mis otros tios dijeron para dar la 



preferencia á Bagdad y al Tigris, llamando á Bag- 
dad la verdadera residencia de la relijion musul- 
mana y la metrópoli de todas las ciudades de la 
tierra, ninguna impresión hizo en mí. Mi padre 
fué del parecer del tío que había hablado á favor 
del Ejipto, lo cual me causó suma alegría, a Por 
mucho que digan, » esclamó, «el que no ha visto 
el Ejipto no ha visto lo que es mas singular del 
mundo. La tierra es toda de oro, esto es, tan fér- 
til que enriquece á sus habitantes. Todas las mu- 
jeres cautivan con Su hermosura ó sus finos 
modales. Y en cuanto al Nilo, ¿qué rio hay mas 
admirable, qué aguas fueron mas li jeras y delicio- 
sas ? Hasta el cieno que arrastra cuando sale de 
madre abónalos campos, que producen sin tra- 
bajo mil veces mas que los otros países, á pesar 
de los afanes que cuesta el cultivarlos. Escuchad 
lo que decía á los Ejipcios un poeta al tener que 
dejarlos : « Vuestro Nilo os colma diariamente 
de bienes y solo para vosotros corre de tan lejos, 
i Ay de mí ! al ausentarme, mis lágrimas correrán 
con tanta abundancia como sus agnas ; vosotros 



CUENTOS ÁRABES. 



183 



seguiréis gozando de sus halagos, al paso que yo 
estoy condenado á carecer de todos ellos. » 

« Si tendéis la vista, *> anadió mi padre, «por 
el lado de la isla que forman los dos brazos 
principales del Nilo, i qué variedad de arbole- 
das, qué esmalte de toda clase de flores, qué 
cantidad prodijiosa de ciudades, aldeas, canales 
y otros mil objetos agradables ! Si volvéis vues- 
tras miradas hacia el lado opuesto en dirección 
á la Etiopía, ¡ qué campo tan grandioso para la 
admiración ! La mejor comparación que puede 
hacerse del verdor de tantas campiñas regadas 
por los diferentes canales de la isla es la de unas 
brillantes esmeraldas engastadas en plata. ¿ No 
es el gran Cairo la ciudad mas populosa, rica y 
considerable del universo ? ¡ Cuántos magníficos 
edificios, ya públicos, ya particulares! Si os 
dirijis á las Pirámides, quedaréis mudos de 
asombro é inmóviles al aspecto de aquellas mo- 
les de piedras de enorme tamaño que se levan- 
tan hasta los cielos, y tendréis que confesar que 



los Faraones, que emplearon tantos hombres y 
tantas riquezas en construirlas, han aventajado 
en magnificencia é invención con aquellos mo- 
numentos, tan dignos de su memoria, no solo á 
todos los monarcas que vinieron tras ellos en 
Ejipto, sino á todos los de la tierra. Estos mo- 
numentos, tan antiguos que los sabios no pueden 
avenirse acerca de la época en que fueron cons- 
truidos, aun descuellan hoy dia, y durarán tanto 
como los siglos. Paso en silencio las ciudades 
marítimas del reino de Ejipto, como Damieta, 
Roseta y Alejandría, á donde infinitas naciones 
van á buscar toda clase de granos y telas y otros 
mil objetos para la comodidad y las delicias de 
los hombres. Os hablo con conocimiento de 
causa : allí pasé algunos años de mi juventud, y 
mientras viva los contaré entre los mas agrada- 
bles de mi vida. » Así hablaba Cheherazada, 
cuando hirió su rostro la luz del dia que empe- 
zaba á apuntar. Al punto guardó silencio ; pero 
á la noche siguiente prosiguió de esta manera : 



NOCHE CXXIX. 



« Mis tios no tuvieron nada que replicar á mi 
padre, » dijo el joven de Musul, <r y convinieron 
en todo cuanto acababa de decir relativo al 
Nilo, el Cairo y todo el reino de Ejipto. En cuan- 
to á mí, quedé con la imajinacion tan acalorada, 
que no pude dormir en toda la noche. De allí á 
algún tiempo, mis tios dieron ellos mismos á 
conocer cuanto les habia impresionado la des- 
cripción de mi padre, pues le propusieron em- 
prender todos juntos el. viaje á Ejipto. Admitió 
su propuesta, y como eran ricos mercaderes, 
determinaron llevar consigo mercancías que 
fuesen de pronto despacho. Supe que estaban 
haciendo sus preparativos de marcha : fui á 
verme con mi padre, y arrasados los ojos de 
lágrimas le supliqué que me dejara ir con él, 
concediéndome algunas mercancías para ven- 
derlas por mi cuenta, a Aun sois demasiado jo- 
ven, » me dijo, « para emprender el viaje de 
Ejipto : son muy penosas las fatigas de la jor- 
nada, y además estoy convencido de que allí os 
perderíais. » Estas palabras no me apearon de 



mi afán por los viajes. Valíme del influjo que 
tenían mis tios con mi padre, y al fin recabaron 
que fuese con ellos hasta Damasco, en donde 
me dejarían mientras ellos proseguirían su viaje 
á Ejipto. « La ciudad de Damasco, » dijo mi pa- 
dre, <c tiene también sus primores, y es preciso 
que se contente con el permiso que le doy de ir 
hasta allí. » Por grande que fuera el deseo que 
tenia de ver el Ejipto tras lo que habia oido, era 
mi padre, y hube de conformarme con su vo- 
luntad. 

« Marché de Musul con mis tios y con él. Atra- 
vesamos la Mesopotamia, pasamos el Eufrates, 
llegamos á Alepo, y tras algunos dias de residen- 
cia, seguimos á Damasco, cuya vista me sobre- 
cojió halagüeñamente. Hospedámonos todos en 
el mismo khan y me hallé en una ciudad grande, 
populosa y muy bien fortificada. Pasamos algu- 
nos dias paseándonos por todos los jardines 
deliciosos que hay en sus alrededores y convi- 
nimos en que tenían razón los que decían que 
Damasco se hallaba en el centro de un paraíso. 



184 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Mis tios trataron en fin de proseguir su viaje ; 
pero antes vendieron mis mercancías, efectuán- 
dolo tan ventajosamente para mí, que gané qui- 
nientos por ciento : aquella venta me produjo 
una cantidad crecida, cuya posesión fué para 
mí un cúmulo de complacencias, 

« Mi padre y mis tios me dejaron pues en 
Damasco y prosiguieron su viaje. Después de su 
marcha, tuve gran cuidado de no malgastar mi 
dinero. No obstante alquilé una casa magnífica : 
era toda de mármol, adornada con pinturas en 
que abundaban el oro y el azul, y tenia un jar- 
din con varios y vistosos surtidores. Quise alha- 
jarla, no con el lujo que requería la suntuosidad 
de la habitación ; pero á lo menos con bastante 
aseo para un joven de mi oíase, Habia pertene- 
cido en otro tiempo á uno de los principales se- 



ñores de la ciudad , llamado 1 Modum Abdalá 
Ibrahim, y era á la sazón de un rico joyero, 
á quien pagaba yo dos jerifes al mes. Tenia bas- 
tantes criados y vivia distinguidamente, convi- 
dando á veces á comer á los conocidos, y otras 
yendo á comer á sus casas. Así pasaba el tiempo 
en Damasco, aguardando la vuelta de mi padre : 
ninguna pasión alteraba mi sosiego, y el trato 
de personas honradas era mi único recreo. 

(( Un dia que estaba sentado á la puerta de 
mi casa tomando el fresco, una dama ricamente 
vestida y que parecía de personal agraciado, se 
acercó á mí y me preguntó si vendía telas. Di- 
ciendo esto se entró en la casa. » 

En este punto Gheherazada calló viendo que 
amanecía, y á la noche siguiente prosiguió en 
estos términos : 



NOCHE CXXX. 



«Cuando vi, » dijo el joven de Musul, «que 
la dama se habia entrado en mi casa, me levan- 
té, cerré la puerta y la llevé á una sala donde le 
rogué que se sentara. « Señora, » le dije, « tenia 
hace algun tiempo telas muy dignas de parar en 
esas manos ; mas ahora ninguna me queda ; y lo 
siento infinito. » Se quitó el velo que le cubría el 
rostro, y dejó campear ante mis ojos una her- 
mosura cuyo aspecto me movió á impulsos que 
aun no habían llegado á mi noticia. « No nece- 
sito telas, » me respondió, « vengo tan solo á 
veros, y pasar aquí la noche, si esto puede com- 
placeros : no os pido mas que una lijera cola- 
ción. » 

« Enajenado con tanta dicha, mandé á mis 
criados que nos trajeran toda clase de frutas y 
algunas botellas de vino. Fuimos al punto ser-* 
vidos y pasamos hasta media noche comiendo y 
bebiendo : en suma , nunca habia pasado una 
noche tan placentera como aquella. A la ma- 
drugada quise poner diez jerifes en la mano 
déla dama; pero la retiró. «No he venido á 
veros, » dijo, a con miras interesadas, y me 
estáis agraviando. Muy lejos de recibir de vos 
dinero alguno, quiero al contrario que lo recibáis 
de mí, sin lo cual no volveré á visitaros. » Y al 



mismo tiempo sacó diez jerifes de su bolsa y me 
precisó á'que los tomase. « Aguardadme dentro 
de tres dias, » me dijo, «* al anochecer. » A estas 
palabras, se despidió de mí, y yo sentí que al 
marcharse se me llevaba el corazón. 

« Al cabo de tres dias no hizo falta en volver 
á la hora espresada, y yo tampoco dejé de re- 
cibirla con todo el júbilo de un hombre que la 
aguardaba con impaciencia. Pasamos la tarde y 
la noche como la vez primera, y al dia siguiente 
prometió, al marcharse, que volvería dentro de 
tres dias ; pero no quiso irse hasta que hube re- 
cibido otros diez jerifes. 

« Volvió por la^tercera vez, y cuando el vino 
nos hubo enardecido á entrambos , me dijo : 
« Corazón mió , ¿ qué pensáis de mí ? ¿ No soy 
hermosa y divertida ? — Señora , » le respondí , 
«esa pregunta es muy escusada; todas las prue- 
bas de "cariño que os estoy dando deben con- 
venceros de que os amo ; estoy enajenado de 
veros y poseeros; sois ini reina y sultana, y col- 
máis toda la dicha de mi vida. — ¡ Ah ! estoy se- 
gura , » me dijo , « que dejaríais de hablar asi , 
si hubieseis visto á una amiga mia mas joven y 
hermosa que yo ; es de temple tan festivo, que 
haría reir aun á los mas melancólicos. Preciso 



CUENTOS ÁRABES, 



185 



es que la traiga conmigo : le be hablado de vos, 
y por lo que le he dicho, arde toda en deseos 
de veros. Me ha rogado que le proporcione esta 
satisfacción ; pero no me he atrevido á compla- 
cerla sin haberos hablado antes. — Señora , » 
repliqué, « haréis lo que gustéis ; pero por mu- 
cho que ensalcéis á vuestra amiga, reto á su es* 
tremada hermosura para ver si os arrebata un 
corazón taír intensamente apasionado de vues- 
tros primores, que nada es capaz de hacérselos 
olvidar. — Cuidado con lo que decís , » replicó 
la dama , « os aviso que voy á poner vuestro 
amor á una prueba muy violenta. » 



« Así quedamos , y á la madrugada al mar* 
charse, en lugar de diez jerifes, me dio quince, 
qu* tuve que aceptar. Acordaos,» me dijo, «de 
que dentro de dos dias tendréis otra convidada, 
y pensad en regalarla mucho, mucho ; vendre- 
mos á la hora 'acostumbrada , cuando esté ya 
puesto el sol. » Mandé adornar la sala y dispo- 
ner una colación fina para el día en que habian 
de venir. » 

En este punto so interrumpió Cheherazada 
advirtiendo que era de día, y á la noche sigui- 
ente prosiguió así : 



NOCHE CXXXI. 



Señor , el joven de Musul siguió refiriendo su 
historia al médico judío: «Aguardé á las dos 
damas con impaciencia, y al fin llegaron á la 
caida de la tarde ; se descubrieron una y otra , 
y si me habia embargado la hermosura de la 
primera, mucho mas me traspasó la vista.de su 
amiga. Tenia las facciones lindas y un rostro 
perfecto , una tez trasparente , y unos ojos tan 
centellantes, que apenas cabia sobrellevar su 
brillantez. Dile gracias por el obsequio que le 
merecía y le rogué que me escusara si no la re- 
cibía según su mérito. « Dejémonos de cumpli- 
mientos, » me dijo , «á mi me tocaría daros 
gracias porque habéis permitido [que mi amiga 
me trajera aquí ; pero ya que gustáis] de admi- 
tirme, dejémonos de ceremonias y no pensemos 
mas que en divertirnos. » 

« Como habia dado orden de que nos sirvie- 
sen la colación luego que hubieran llegado las 
damas, pronto nos sentamos á la mesa. Hallába- 
me frente á la recien llegada, que no cesaba de 
mirar con espresiva sonrisa. No pude resistir á 
sus miradas vencedoras , y se hizo dueña de mi 
corazón , sin contraresto por mi parte ; pero al 
paso que me estaba flechando á raudales el ca- 
riño, lo cobró igualmente para conmigo, y lejos 
de ocultarlo, me disparó sus saetillas harto pun- 
zantes. 

« La otra dama que nos estaba observando, 
al pronto no hizo mas que reírse. « Bien os lo 



dije yo, » esclamó encarándose conmigo, « que 
hallaríais á mi amiga en estremo seductora , y 
ya advierto que habéis quebrantado el juramen- 
to de serme fiel.*-* Señora, » le contesté, riéndo- 
me también como ella , « tendríais motivo de 
queja , si no me mostrase atento con una dama 
que me habéis traído y á la que amáis ; ambas 
pudierais reconvenirme de que no sé hacer los 
honores de mi casa. 

a Seguimos bebiendo ; pero al paso que el vi- 
no nos iba enardeciendo , la recien llegada y yo 
nos echábamos unas ojeadas con tan escaso co- 
medimiento, que su amiga llegó á encelarse vio- 
lentamente , como al punto nos lo manifestó 
aciagamente. Se levantó y salió diciéndonos que 
volvía en seguida ; pero de allí á poco, la dama 
que habia quedado conmigo mudó de semblan- 
te , se vio asaltada de tremendas convulsiones , 
y al fin rindió el alma entre mis brazos, mien- 
tras que llamaba á mis criadas para que me a- 
yudaran á asistirla. Salgo arrebatadamente, pre- 
gunto por la otra dama, y mis criados me dicen 
que habia -abierto la puerta de la calle y se ha- 
bia marchado. Entonces sospeché, y con certe- 
za, que ella habia causado la muerte de su ami- 
ga, y con efecto, habia tenido la maña y la mal- 
dad de echar un veneno muy violento en la úl- 
tima copa que le habia ofrecido. 

«Acongójeme entrañablemente con tamaño 
trance ; « ¿ qué haré ? » dije para conmigo ; 



186 



LAS MIL Y LNA NOCHES. 



(( ¿ qué va á ser de mí ? » Juzgando que no ha- 
bía tiempo que perder, mandé á mis criados que 
levantasen con el mayor silencio , á la claridad 
de la luna , una de las losas de mármol con que 
estaba empedrado el patio de mi casa, y que 
abriesen una sepultura, en donde enterraron el 
cuerpo de la infeliz dama. Luego que hubieron 
vuelto á colocar la losa de mármol, me vestí en 
traje de camino, tomé cuanto dinero tenia, y lo 
cerré todo, hasta la puerta de la casa, lacrándo- 
la y poniéndole mi sello. Fui á verme con el jo- 
yero á quien pertenecía, pagúele el alquiler que 



le estaba debiendo , y además un año adelanta- 
do, y dándole la llave, le rogué que me la guar- 
dara. » Un negocio urgente, » le dije, «me obli- 
ga á ausentarme por algún tiempo, y es preciso 
que me vea con mis tios en el Cairo. « Final- 
mente me despedí de él, y al punto monté á ca- 
ballo y me puse en camino con mis criados que 
me estaban aguardando. » 

Empezó á asomar el dia , y así Cheherazada 
dejó su narración para la noche siguiente, en 
que prosiguió de este modo : 



NOCHE CXXXII. 



a Mi viaje fué prospero , » dijo el joven de 
Musul , y llegué al Cairo sin tropiezo. Allí hallé 
á mis tios, quienes se quedaron atónitos al ver- 
me. Diles por disculpa que me había cansado de 
aguardarlos , y que no recibiendo noticia suya , 
el desasosiego me había hecho emprender aquel 
viaje. Acojiéronme con cariño , y prometieron 
hacer de modo que mi padre no llevara á mal 
mi salida de Damasco sin permiso suyo. Alóje- 
me con ellos en el mismo khan, y vi todo cuan- 
to era digno de verse en el Cairo. 

« Como habían acabado de vender sus mer- 
cancías , hablaban de regresar á Musul , y ya 
empezaban á hacer sus preparativos para la 
marcha ; pero no habiendo visto cuanto anhela- 
ba visitar en Ejipto, dejé á mis tios, me fui á 
hospedar en un barrio muy apartado de su khan, 
y no me dejé ver hasta que se hubieron mar- 
chado. Anduvieron buscándome por toda la ciu- 
dad ; pero no dando conmigo , se imajinaron 
que remordiéndome la conciencia por haber ve- 
nido á Ejipto contra la voluntad de mi padre, 
habia vuelto á Damasco sin decirles nada , y se 
fueron esperanzados de encontrarme allí y lle- 
varme consigo. 

«Quédeme pues en el Cairo después de su 
marcha y permanecí tres años para satisfacer la 
curiosidad que tenia de ver todas las maravillas 
del Ejipto. Durante aquel tiempo , tuve cuidado 
de enviar dinero al joyero , rogándole que me 
guardara su casa , porque trataba de volver á 



Damasco , y residir allí algunos años mas. Nada 
me sucedió en el Cairo que merezca mentarse ; 
pero sin duda os quedaréis pasmados con lo que 
me ocurrió cuando volví á Damasco. 

« Al llegar á dicha ciudad , fui á apearme á 
casa del joyero, quien me recibió con alegría, y 
quiso acompañarme hasta mi casa, para hacerme 
ver que nadie habia entrado durante mi ausen- 
cia. Con efecto, permanecía el sello cabal sobre 
la cerradura, y habiendo entrado, lo hallé todo 
en el mismo ser en que lo habia dejado. 

« Al barrer la sala en que habia comido con 
las damas, uno de mis criados halló un collar de 
oro en forma de cadena , en el que estaban en- 
gastadas á trechos diez perlas muy gruesas* y 
perfectas; me lo trajo , y lo conocí por ser el 
que habia visto ai cuello de la joven que habia 
muerto envenenada. Comprendí que se le habia 
desprendido y caído sin que yo lo echara de 
ver. No pude mirarlo sin derramar lágrimas al 
acordarme de una persona tan apreciable, y á 
la que habia visto fenecer tan aciagamente. Lo 
envolví y coloqué esmeradamente en mi pecho. 

« Pasé algunos dias en recobrarme de las fa- 
tigas del viaje, y luego empecé á visitar á todos 
mis antiguos conocidos. Engólfeme en toda clase 
de recrees, é insensiblemente fui gastando todo 
mi dinero. En aquella situación, en vez de ven- 
der mis muebles , determiné desprenderme del 
collar ; pero como no era intelijente en perlas , 
me manejé torpísimamente , como vais á oir. 



CUENTOS ÁRABES. 



187 



a Fui al mercado , y llamando á parte á un 
corredor, le enseñé el collar y le dije que trata- 
ba de venderlo y que lo hiciese ver á los princi- 
.pales joyeros. El corredor se quedó asombrado 
viendo aquella joya. « ¡ Qué preciosidad tan pe- 
regrina ! » esclamó , después de haberlo mirado 
atentamente ; « nunca nuestros mercaderes han 
visto joya tan rica : voy á darles un buen rato y 
no dudéis de que á porfía ofrecerán un crecido 
precio por ella. » Llevóme á una tienda, y ca- 
sualmente era la del dueño de mi casa. « Aguar- 
dadme aquí , » me dijo el corredor, « pronto 
volveré á daros respuesta. » 

« Mientras iba con mucha reserva de tienda 
en tienda enseñando el collar, me senté junto 
al joyero , quien se alegró de verme y empeza- 
mos á conversar sobre diferentes asuntos. Vol- 
vió el corredor, y llamándome á parte , en vez 
de decirme que valuaban el collar en mas de 
mil jerifes, me aseguró que no querían dar por 
él sino cincuenta. « Me han dicho , » añadió , 
a que las perlas son falsas, y así ved si queréis 
darlo por ese precio. » Dile crédito, y como ne- 
cesitaba dinero, «Id,» le dije, aereólo que 
decís y á los que lo entienden mejor que yo; 
dádselo y traedme pronto el dinero. » 

« El corredor habia venido á ofrecerme cin- 
cuenta jerifes de parte del mas rico joyero del 
mercado , el cual habia hecho esta oferta , tan 
solo para sondearme, y saber si conocía bien el 
valor de lo que vendía. Así es que apenas supo 
mi respuesta , cuando llevó al corredor á casa 
del teniente de policía, y dijo enseñando el co- 
llar : « Señor, me han robado este collar, y el 
ladrón, disfrazado de mercader, ha tenido la 
osadía de venir á venderlo y se halla ahora mis- 
mo en el mercado. Se contenta, » añadió, «con 
cincuenta jerifes por una joya que vale dos mil, 
y no cabe mejor prueba de que es un ladrón. » i 



a El teniente de policía me mandó prender 
inmediatamente, y cuando estuve en su presen- 
cia , me preguntó si el collar que tenia en la 
mano era el mismo que yo quería vender al 
mercader. Respondíle que sí. « ¿ Y es cierto , » 
añadió , « que estéis dispuesto á darlo por cin- 
cuenta jerifes? » Convine en ello. « Pues bien,» 
dijo entonces con tono burlón, « que le apaleen, 
y pronto nos dirá con su hermoso traje de mer- 
cader que es un picaro ladrón : que le den de 
palos hasta que lo confíese. » La violencia de 
los golpes me hizo decir una mentira : confesé, 
aunque no era verdad, que habia robado el co- 
llar, y al punto el teniente de policía me mandó 
cortar la mano. 

« Esta ocurrencia metió mucho ruido en el 
mercado , y apenas hube vuelto á casa , cuando 
llegó' el dueño de ella, a Hijo mió, » me dijo , 
a me parecéis un joven juicioso y bien criado. 
¿ Cómo es posible que hayáis cometido una ac- 
ción tan indigna como la que acabo de saber ? 
Vos mismo me dijisteis que teníais bienes , y no 
dudo que me habréis dicho la verdad. ¿ Porqué 
no me pedisteis dinero? Os lo hubiera prestado 
con gusto ; pero tras lo que acaba de suceder, 
no puedo permitir que habitéis por mas tiempo 
mi casa : así , tomad vuestro partido y búscaos 
otra habitación. » Estas palabras me causaron 
sumo pesar y rogué al joyero con lágrimas en 
los ojos que me dejara vivir tres dias mas en la 
casa, lo cual me concedió. 

« ¡ Ay de mí ! » esclamé, « ¡ qué desgracia y 
qué afrenta ! ¿Me atreveré á volver á Musul , y 
podrá persuadir á mi padre de mi inocencia 
todo cuanto pueda decirle ? » 

Aquí se detuvo Cheherazada, porque ya aso- 
maba el dia ; pero á la mañana siguiente prosi- 
guió de este modo : 



NOCHE CXXXIII. 



« Tres dias después de haberme sucedido esta 
desgracia,» dijo el joven de Musul, «con la 
mayor estrañeza vi entrar en casa una cuadrilla 
de esbirros del teniente de policía con el dueño 



de la casa y el mercader que me habia acusado 
falsamente de haberle robado el collar de per- 
las. Pregúnteles qué traían ; pero en vez de res- 
ponderme , me maniataron diciéndome mil bal- 



188 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



dones, y que el collar pertenecía al gobernador 
de Damasco , quien lo había perdido tres años 
atrás, y que en la misma apoca habia desapare- 
cido una de sus hijas. Juzgad de mi turbación 
al saber esta noticia. Sin embargo, tomé una re- 
solución. « Le diré la verdad al gobernador, » 
dije para conmigo, «y á él tocará perdonarme 
ó mandarme dar muerte. » 

« Guando me presentaron á él , observé que 
me miraba con ojos de compasión , lo cual me 
pareció de buen agüero. Me mandó desatar, y 
luego encarándose con el joyero mi acusador, y 
con el dueño de la casa , « ¿ Es este , » les dijo , 
« el hombre que ofreció en venta el collar de 
perlas? » Apenas le hubieron respondido que sí,, 
cuando dijo : « Estoy seguro de que no robó el 
collar y estraño muchísimo que se le haya tra- 
tado con tanta injusticia. » Alentado con estas 
palabras, «Señor,» le dije, «os juro que con 
efecto soy inocente , y aun estoy persuadido de 
que el collar nunca perteneció á mi acusador, á 
quien nunca vi , y cuya ruin alevosía es causa 
de queme hayan tratado tan vilmente. Es cierto 
que confesé haber cometido el robo ; pero esta 
confesión fué contra mi conciencia , arrancada 
por los tormentos y por un motivo que estoy 
pronto á deciros , si tenéis la bondad de escu- 
charme. — Basta con esto , » replicó el gober- 



nador, « para que se os haga al punto una parte 
de la justicia que os es debida. Que lleven de 
aquí, » añadió, « al falso acusador y que padez- 
ca el mismo suplicio que hizo padecer á este 
hombre, cuya inocencia me es patente. » 

« Ejecutaron al punto la orden del goberna- 
dor, llevándose al joyero y castigándole como lo 
merecía. Hecho esto, el gobernador mandó des- 
pejar la sala y me dijo : « Hijo mió, contadme 
sin temor de qué modo vino á parar en vuestras 
manos este collar y no me ocultéis nada. » En- 
tonces le descubrí todo lo que habia ocurrido, y 
le confesé que habia preferido pasar por ladrón 
á descubrir aquella trájica aventura. « ¡ Dios 
poderoso ! » esclamó el gobernador luego que 
hube acabado de hablar, «vuestros juicios son 
incomprensibles y debemos acatarlos sin mur- 
murar. Recibo con toda sumisión el golpe que 
os habéis dignado descargarme, » Luego enca- 
rándose conmigo, « Hijo mió, » me dijo, « des- 
pués de haber oido la causa de vuestra desgra- 
cia, de la que estoy muy apesadumbrado, voy á 
referiros también la mia. Sabed que soy padre 
de esas dos damas de que acabáis 9e hablarme.» 

Al acabar estas palabras, Gheheraiada vio 
que amanecía, é interrumpió su narración hasta 
la noche siguiente. 



NOCHE CXXXIY; 



« Señor, he aquí lo que el gobernador de Da- 
masco dijo al joven de Musul : « Hijo mió, ha • 
beis de saber que la primera dama que tuvo la 
desvergüenza de iros á buscar á casa era la 
mayor de todas mis hijas. La habia casado en el 
Cairo con uno de sus primos, hijo de mi her- 
mano. Murió su marido, y volvió á casa estra- 
gada con mil perversidades que habia aprendido 
en Ejipto. Antes de su llegada, su hermana 
segunda, que murió de un modo tan lastimoso 
en vuestros brazos, era muy juiciosa y nunca 
me habia dado motivo alguno para quejarme de 
sus costumbres. La mayor contrajo estrecha 
amistad con ella é insensiblemente la fué per- 
virtiendo al par de ella misma. 



« El día después de la muerte de la segunda, 
como no la vi al sentarme á la mesa , pregunté 
por ella á la mayor, que habia vuelto á casa ; 
pero en vez de responderme, se puso á llorar 
tan amargamente que formé una aciaga con- 
jetura. Instóla para que me dijera lo que deseaba 
saber. « Padre mió, » me respondió sollozando, 
« lo único que puedo deciros es que mrtiermana 
se puso ayer su mejor traje, su hermoso collar de 
perlas, que salió, y que desde entonces no la he 
vuelto á ver. » Hice buscar á mi hija por toda la 
ciudad ; pero no pude adquirir ninguna noticia 
acerca de su desgraciada suerte. Sin embargo, 
la mayor, que sin duda se arrepentía de sus fu- 
riosos zelos , no cesó de atlijirse y llorar la 



CUENTOS ÁRABES. 



189 



muerte de su hermana ; hasta se privó de todo 
sustento , y de este modo puso fin á su triste 
existencia. 

« He aquí, » prosiguió el gobernador, « cual 
es la condición de los hombres ; tales son las 
desgracias á que están espuestos. Pero, hijo 
mió , » añadió , « ya que somos ambos igual- 
mente desgraciados, unamos nuestras penas y 
no nos abandonemos uno á otro. Os doy en ca- 
samiento otra hija que tengo ; es mas joven que 
sus hermanas, y en nada se les parece por su 
comportamiento. También es mucho mas her- 
mosa que ellas, y os aseguro que es de una ín- 
dole propia para haceros feliz. No tendréis otra 
casa que la mia, y á mi muerte seréis mis únicos 
herederos. — Señor, » le dije, « estoy corrido 
con tantísima dignación , y nunca podré mani- 
festaros debidamente mi reconocimiento. — No 
hablemos mas de eso, » interrumpió el gober- 
nador* « y no perdamos el tiempo en palabras 
superlluas. » Dicho esto, mandó llamar testigos 
y estender un contrato matrimonial ; y luego me 
casé con su hija sin ceremonia. 



siderables ; finalmente , ya habéis podido ver, 
desde que venis á casa del gobernador, de 
cuanta consideración gozo á su lado. Sabed ade- 
más que un hombre enviado por mis. tios á 
Ejipto, con el único objeto de buscarme , ha- 
biendo descubierto á su tránsito que me hallaba 
en esta ciudad, me entregó ayer una carta de 
su parte. Me avisan la muerte de mi padre y me 
instan para que vaya á Musul á recojer su suce- 
sión ; pero como el parentesco y amistad del 
gobernador me enlazan con él y no me permiten 
ausentarme, he mandado un poder para que se 
encarguen de todo cuanto me pertenece. Tras 
lo que acabáis de oir, espero que disimularéis 
la grosería que cometí durante el curso de mi 
enfermedad , presentándoos la mano izquierda 
en vez de la derecha. » 

« He aquí, » dijo el médico judío al sultán de 
Casgar, « lo que me refirió el joven de Musul. 
Permanecí en Damasco mientras vivió el gober- 
nador, y á su muerte, corno me hallaba en la 
ílor de mi edad, tuve la curiosidad de viajar. 
Recorrí toda la Persia y todas las Indias, y al fin 







<» No se contentó con castigar al joyero que 
me habia acusado falsamente , sino que confiscó 
á mi favor todos sus bienes, que son muy con- 



me avecindé en vuestra capital, donde estoy 
ejerciendo la profesión de médico. » 

El sultán de Casgar halló esta historia bas- 



190 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



tante agradable. « Confieso, » le dijo al Judío, 
« que lo que acabas de referir es estraordinario ; 
pero francamente, la historia del jorobado lo 
es mucho mas y muy divertida ; así no esperes 
que te conceda la vida ni tampoco á los demás ; 
voy á mandaros ahorcar á los cuatro. — Aguar- 
dad, señor, v esclamó el sastre, adelantándose 
y postrándose á los pies del sultán : ya que 
vuestra majestad gusta de historias chistosas, 
no le desagradará la que tengo que contarle. — 
Corriente, también voy á escucharte, » le dijo 
el sultán ; « pero no te lisonjees de que te deje 
vivir, á menos que digas alguna aventura mas 
entretenida que la del joFobado. » Entonces el 
sastre, como si estuviera seguro del hecho, 
tomó la palabra con mucha confianza, y empezó 
su narración en los términos siguientes : 

HISTORIA QUE REFIRIÓ EL SASTRE. 

« Señor, un vecino de esta ciudad me convidó 
dos días atrás á un banquete que daba ayer ma- 
ñana á sus amigos : fui á su casa muy temprano, 
y hallé unas veinte personas reunidas. 



& No aguardábamos mas que al amo de la casa 
que habia salido para algún asunto , cuando le 
vimos llegar acompañado de un joven forastero 
muy bien vestido, de agraciada presencia, pero 
cojo. Nos levantamos todos, y en obsequio del 
amo de casa, rogamos al joven que se sentara 
con nosotros en el sofá. Iba á hacerlo, cuando, 
ad virtiendo un barbero que era de la reunión, 
dio algunos pasos hacia atrás y quiso marcharse. 
El amo de casa , admirado de su ademan , lo 
detuvo. « ¿ A dónde vais? » le dijo ; « os traigo 
conmigo para que me honréis en el banquete 
que doy á mis amigos , y apenas llegáis , ¿ ya 
queréis salir ? — Señor, » respondió el joven, 
« por Dios os ruego que no me detengáis y que 
permitáis que me vaya. No puedo menos de 
horrorizarme viendo á este maldito barbero ; 
aunque ha nacido en un pais en que todos son 
blancos, se parece mucho á un Etíope ; pero 
tiene el alma aun mas negra y horrorosa que el 
rostro. » 

Empezó á apuntar el din, y Cheherazada in- 
terrmupió su narración hasta la noche si- 
guiente. 



NOCHE CXXXV. 



« Quedamos todos absortos con aquellas pa- 
labras , » prosiguió el sastre , « y empezamos á 
formar pobrísimo concepto del barbero, sin sa- 
ber si el joven forastero tenia fundado motivo 
para hablar de él en tales términos, y aun pro- 
testamos que no consentiríamos que se sentase 
á la mesa un hombre de quien nos hacían una 
pintura tan horrorosa. El amo de la casa rogó 
al forastero que nos dijera los motivos que tenia 
para aborrecer al barbero. « Señores, » nos dijo 
entonces el joven , « habéis de saber como este 
maldito barbero es causa de que estoy cojo y de 
que me haya sucedido el lance mas fiero que 
imajinarse pueda ; por eso he jurado huir de to- 
do paraje donde se halle , y aun de la ciudad en 
que viva ; por eso me marché de Bagdad , en 
donde le dejé , y emprendí un viaje tan largo 
para avecindarme en esta ciudad , situada en el 
centro de la Gran Tartaria , lisonjeándome con 



la esperanza de que nunca le volvería á ver. Sin 
embargo , hele aquí todavía ; y así , señores , 
tengo que privarme , á pesar mió , del honor de 
divertirme con todos Vds. Voy á ausentarme hoy 
mismo de esta ciudad , y á descansar , si puedo, 
en algún paraje que me trasponga á su vista. » 
Dichas estas palabra j, estaba en ademan de 
marcharse , pero el amo de la casa lo detuvo 
otra vez rogándole que se quedara con nosotros 
y nos refiriera la causa de la aversión que pro- 
fesaba al barbero , el cual permanecía entretanto 
cabizbajo y callado. Juntamos nuestras súplicas 
á las del amo de la casa , y al fin el joven , ce- 
diendo á nuestras encarecidas instancias, se sen- 
tó en el sofá y nos refirió así su historia , vuelto 
de espaldas al barbero ,. por temor de verle. 

« Mi padre ocupaba en la ciudad un lugar pre- 
eminente , y así podia aspirar á los principales 
empleos, mas antepuso siempre una vida sose- 



CUENTOS ÁRABES. 



191 



gada á todos los honores á que era acreedor. No 
tuvo otro hijo que yo, y cuando falleció , desco- 
llaba ya mi entendimiento y me hallaba en edad 
de disponer de los grandes bienes que me había 
dejado. No los malgasté locamente , antes bien 
hice de ellos un uso que me granjeó el aprecio 
de todos. 

(v Aun no habia esperimentado pasión alguna, 
y lejos de avenirme al amor , debo confesar , 
para vergüenza mia , que huia tenazmente del 
trato de las mujeres. Un dia que me hallaba en 
la calle , vi venir hacia mí una cuadrilla de da- 
mas, y para no encontrarme con ellas , me metí 
por una callejuela que abocaba á la derecha , y 
me senté en un banco junto á una puerta. Hallá- 
bame enfrente de una ventana en la que habia 
un hermoso tiesto de flores , y mis ojos estaban 
clavados en ella , cuando se abrió de repente y 
vi asomarse á una dama joven cuya hermosura 
me deslumbró. Dióme al punto una mirada , y 
mientras regaba las llores con una mano mas 
blanca que el alabastro , me clavó la vista con 
una sonrisa que me infundió tanto cariño , como 
aversión habia tenido hasta entonces á todas las 
mujeres. Luego que hubo regado las flores y 
dádome otra mirada seductora que acabó de tras- 
pasarme el corazón , volvió á cerrar la ventana 
y me dejó en una turbación y un trastorno in- 
decibles. 

« Hubiera permanecido por mucho tiempo en 
aquel estado , á no ser por el ruido que oí en la 
calle y que me hizo volver en mí. Torcí la ca- 
beza al levantarme, y vi que era el primer cadí 
de la ciudad , montado en una muía y acompa- 
ñado de cinco ó seis criados. Apeóse á la puerta 
de la casa cuya ventana habia abierto la señorita; 
entró , y así conjeturé que era su padre. 

« Volví á casa en un estado muy diferente del 
que habia salido , azorado con una pasión tanto 



mas violenta en cuanto nunca habia sentido sus 
efectos. Metíme en cama con una calentura ar- 
diente que llenó de pesar á toda mi familia. Mis 
parientes , que me amaban , sobresaltados con 
una enfermedad tan repentina , acudieron pron- 
tamente y me importunaron mucho para que les 
dijera la causa , pero yo me guardé muy bien de 
comunicársela. Mi silencio les causó una zozobra 
que los médicos no pudieron desvanecer , por- 
que no entendían mi dolencia , y así sus reme- 
dios , lejos de mejorarme , me iban empeorando. 

« Mis parientes empezaban ya á desconfiar de 
mi vida , cuando vino á casa una vieja conocida 
suya sabedora de mi enfermedad ; consideróme 
atentamente f y después de haberme examinado, 
conoció , no sé por qué casualidad , la cansa de 
mi enfermedad. Llamólos á parte y les rogó que 
la dejaran sola conmigo y mandaran retirar á 
todos los criados. 

« Luego que todos se marcharon del aposento, 
se sentó á la cabecera de la cama. « Hijo mió , » 
me dijo , ce os habéis obstinado hasta ahora en 
ocultar la causa de vuestro mal , pero no nece- 
sito que me la declaréis , tengo bastante espe- 
riencia para calar este secreto , y no me negaréis 
que estáis enfermo de amor. Puedo curaros, con 
tal que me digáis quién es la venturosa dama 
que ha logrado flechar un corazón tan insensible 
como el vuestro , porque tenéis la reputación de 
no querer á las damas , y yo no he sido la única 
que lo he advertido ; pero al fin ha sucedido lo 
que yo habia previsto , y me alegro de tener 
una ocasión de sacaros de este conflicto, » 

a Pero , señor , a dijo en este punto la sultana 
Cheherazada , a ya empieza á amanecer y debo 
suspender mi narración. » Chahriar se levantó 
al punto , muy ansioso de oir la continuación de 
una historia , cuyo principio habia escuchado 
con tanto placer. 



NOCHE CXXXYI. 



« Señor , » dijo á la mañana siguiente Chehe- 
razada , a el joven cojo prosiguió así su historia: 
« Luego que la vieja me habló de este modo , se 
detuvo para oir mi respuesta , pero aunque sus 



palabras hubiesen hecho en mí mucha impre- 
sión , no me atrevía á descubrir el fondo de mi 
interior. Volvíme solamente hacia la vieja y di 
un gran suspiro sin decir una palabra. «¿No ha- 



192 



LAS MIL V UNA NOCHES. 



blais por vergüenza s » añadió , v ó por falta de 
confianza ten mí? ¿ Ponéis en duda los efectos de 
mi promesa? Un sinnúmero de jóvenes conoci- 
dos vuestros pudiera citaros que se han hallado 
en los mismos apuros y á los que he aliviado. » 

« En suma, la buena mujer me dijo tantas 
ternezas , que rompí el silencio , le declaré mi 
mal , informándole del lugar en donde había vis- 
to el objeto que lo causaba y esplicándole todas 
las circunstancias de mi aventura. « Podéis con- 
tar con mi reconocimiento , » le dije , « si me 
proporcionáis la dicha de ver á aquella beldad 
encantadora y declararle la pasión en que estoy 
ardiendo por ella. — Hijo mió , » me respondió 
la vieja , «conozco muy bien la persona de quien 
me habláis , y no cabe duda en que es hija del 
primer cadí de esta ciudad, como os habéis 
imajinado. No estraño que la améis , pues es la 
hermosura mas peregrina y cariñosa de Bagdad; 
pero lo que me desconsuela es que se la tiene 
por muy orgullosa y que es difícil hablarle. Ya 
sabéis cuan esmerados son nuestros jueces en el 
cumplimiento de las crudísimas leyes que tienen 
á las mujeres en tan violenta sujeción , y que 
aun lo son mucho mas en su observancia respec- 
to á sus familias , y el cadí que habéis visto es 
mas adusto en este punto que todos los demás. 
Gomo no hacen mas que predicar á sus hijas que 
es un grandísimo delito el dejarse ver de los 
hombres s la mayor parte de ellas viven tan 
preocupadas s que nunca alzan la vista en la ca- 
lle, si por casualidad tienen que salir. Supongo 
que la hija del primer cadí no es de tal temple; 
mas no por eso preveo que tenga menas obstá- 
culos que vencer por su parte y por la de su 
padre. Ojalá amaseis á otra dama * pues no ten- 
dría que vencer tantísimas dificultades. Echaré 
el resto , y aunque se requiere tiempo * no hay 
que desesperanzaros , y vivid confiado en mí. » 

« Marchóse la anciana, y como recapacité muy 
al vivo cuantos obstáculos n;e acababa de mani- 
festar , aumentóse mi dolencia con la zozobra de 
que saliesen frustrados sus intentos. Volvió al dia 
siguiente y leí en su rostro que no traia albricias 
sobre el particular. Con efecto , me dijo : » No 
me engañé , dijo mió , pues median aun mas tro- 
piezos que la vijilancia de un padre. Amáis á un 
objeto empedernido que se complace en hacer 
delirar de amor á todos los que cautiva , y no 
quiere darles el menor alivio ; me escuchó con 
placer , mientras le hablé del sumo quebranto 
que os está causando , pero apenas abrí la boca 



para pedirle que os permitiera verla y con ver- 
sar con ella, cuando me dijo clavándome una 
terrible mirada : « Es mucha osadía la vuestra 
de hacerme semejante propuesta ; os prohibo 
que volváis á poner los pies aquí para hablarme 
de tales desvarios. » 

« Mas no hay que desesperarse por eso , » 
prosiguió la vieja , « no me canso tan fácilmen- 
te , y con tal que no se os acabe la paciencia , 
espero que lograremos el intento. » En resu- 
men » , dijo el joven , « la buena mensajera 
hizo en balde otras muchas tentativas con la tre- 
menda enemiga de mi sosiego , y el pesar que 
sentí empeoró de tal modo mi dolencia que los 
médicos me desahuciaron enteramente. Se me 
miraba ya como á un hombre que no aguardaba 
mas que la muerte , cuando la anciana vino á 
darme la vida. 

a Para que ninguno la entendiera, me dijo al 
oido : « Pensad en el regalo que me habéis de 
hacer por la buena noticia que os traigo. » Es- 
tas palabras surtieron para mí un efecto porten- 
toso, é incorporándome en la cama, le respondí 
con alborozo : » No os hará falta el regalo ; ¿ qué 
tenéis que decirme? — Mi amado señor, » re- 
puso, <( pronto tendré el gusto de que hayáis 
recobrado la salud y que estéis contento de mí. 
Ayer fui á la casa de vuestra querida, y la hallé 
de buen humor. Presénteme con rostro descon- 
solado, di algunos suspiros y derramé copiosas 
lágrimas. « Buena mujer, » me dijo, « ¿ qué es 
loque tenéis y porqué venís tan aflijida?— ¡ Ay 
de mí I querida señorita,» le respondí» «vengo 
de casa del joven de quien os hablaba el Otro 
dia : no hay remedio, va á perder la vida por 
amor vuestro ; gran lástima es por cierto, y 
mucha la crueldad con que le traíais. — No sé,» 
replicó» « ¿ porqué me suponéis causa de su 
muerte? ¿Cómo puedo haber contribuido á 
ella? — ¿Cómo ? » repuse, « pues ¡qué! ¿no 
os dije el otro dia que estaba sentado delante de 
vuestra ventana cuando la abristeis para regar 
un tiesto de flores ? Vio ese milagro de hermo- 
sura, esos hechizos que vuestro espejo os está 
de continuo retratando; desde entonces se va 
consumiendo, y su enfermedad se agravó en 
términos que se halla al fin reducido al lamen- 
table estado que os digo. » 

Aquí dejó de hablar Cheherazada, porque vio 
asomar el dia, y á la noche siguiente prosiguió 
de este modo la historia del joven cojo de Bag- 
dad : 



~d-€i 



CUENTOS ÁRABES. 



133 



NOCHE CXXXVII. 



# « Señor, la vieja siguió refiriendo al' joven 
enfermo de amor la conversación que habia te- 
nido con la hija del cadí : « Os acordáis, seno- 
ra, » añadí, « con cuanto rigor me tratasteis 
últimamente, cuando quise hablaros de su enfer- 
medad y proponeros un medio para librarle del 
peligro en que se hallaba. Volví á su casa al 
salir de aquí, y apenas conoció en mi rostro que 
no lé traia noticia halagüeña, cuando le recre- 
ció su dolencia. Desde entonces, señora, está á 
punto de perder la vida, y no sé si pudierais 
salvársela, dado caso que os apiadaseis de su 
situación. 

« He aquí lo que le dije, » añadió la anciana. 
« Conmovióse con la aprensión de vuestra 
muerte, y mudó de semblante, a ¿ Es cierto lo 
que referís,» me dijo, « y que efectivamente 
esté enfermo por amor mió ? — ¡ Ah ! señora, » 
repuse, « demasiado cierto es, y ¡ ojalá fuera 
falso! — ¿Y creéis, » replicó, «que la espe- 
ranza de verme y hablarme pueda contribuir 
á sacarle del peligro en que se halla ? — Acaso 
sí , » le dije , « y si me lo mandáis, probaré 
este remedio. — Pues bien, » replicó suspiran- 
do, » hacedle confiar en que me verá ; pero 
no debe prometerse otras finezas, á menos que 
pretenda casarse conmigo y que mi padre con- 
sienta en este enlace. — Señora, 9 esclamé, ■ 
a sois muy bondadosa : voy á ver al señorito y 
á participarle como tendrá el gusto de conver- 
sar con vos. — Me parece que el momento mas 
á propósito para este avistamiento, » me dijo 
la dama, a será el viernes próximo cuando di- 
gan la oración del mediodía. Que observa cuan- 
do salga mi padre de casa, y que venga al ponto 
á esta calle, si se halla con fuerzas para llegarse 
aquí. Le veré llegar desde mi ventana, y ba- 
jaré á abrirle. Conversaremos todo el rato de la 
oración, y se retirará antes que vuelva mi padre.» 
« Hoy es martes, » prosiguió la anciana, 
« hasta el viernes podéis recobraros un poco, y 
disponeros á esta encuentro. » AI paso que la 
buena abuela me estaba hablando, sestia amai- 
nar mi dolencia, ó mas bien me hallé curado, 
T. I. 



al acabar su relación. « Tomad, » le dije, dán- 
dole una bolsa llena ; « á vos sola debo mi res- 
tablecimiento, doy por mejor empleado este 
dinero que el que di á los médicos, que no hi- 
cieron mas que atormentarme durante mi en- 
fermedad. » 

« Luego que la anciana se marchó, me sentí 
con bastantes fuerzas para levantarme. Mis 
parientes , gozosísimos de verme tan mejora- 
do, me dieron mil parabienes y se retiraron á 
su estancia. 

« Llega el viernes á la madrugada la anciana, 
cuando empezaba á vestirme con el mejor traje 
que tenia. « No os pregunto cómo os halláis, » 
me dijo, a pues el afán que traéis me da á co- 
nocer lo que debo conceptuar : ¿ pero no vais á 
bañaros antes de ir á casa del primer cadí ? — 
Mediaría demasiado rato, » le respondí ; « me 
contentaré con mandar por un barbero y ha- 
cerme afeitar cabeza y barba. » Al punto dije á 
un esclavo que fuera á buscar uno que fuese 
aventajado en su profesión y muy dilijente. 

« El esclavo me trajo á este malhadado bar- 
bero que aquí veis, quien me dijo, después de 
haberme saludado : a Señor, se os conoce en el 
rostro que no estáis bueno. *> Respondíle que 
acababa de pasar una enfermedad, « Deseo, » 
repuso, «que Dios os libre de toda clase de 
males, y que su gracia os acompañe siempre. — 
Confio, » le repliqué, a que cumplirá vuestro 
deseo que oe agradezco infinito. — Ya que salis 
de una enfermedad, » dijo, « ruego á Dios que 
os conserve la salud ; ahora decidme de qué se 
trata : he traído mis navajas y mis lancetas, 
¿ queréis que os afeite ó que os sangre? — Aca- 
bo de deciros, » repuse, « que salgo de una en • 
fermedad, y así podéis imajinaros que no os 
mandé llamar sino para que me afeitéis; daos 
priesa y no perdamos tiempo en hablar, porque 
tengo que hacer y me aguardan á las doce en 
punto. )> 

Cheherazada calló al acabar estas palabras, 
porque asomaba el dia, y á la mañana siguiente 
prosiguió de esta manera : 

13 



104 



US MIL \ UNA NOCHES. 



NOCHE CXXXVIII. 



« El barbero, » dijo el joven cojo de Bagdad, 
o empleó largo rato en desatar su estuche y 
afilar sus navajas ; en vez de poner agua en su 
bacía, sacó del estuche un astrolabio muy cu- 
rioso, salió del aposento y se fué al medio del 
patio á tomar la altura del sol. Volvió con la 
misma gravedad, y al entrar me dijo : « Creo 
que os alegraréis, señor, de saber que hoy es el 
viernes décimo octavo de la luna de safar del 
año 653, desde la retirada de nuestro gran pro- 
feta de la Meca á Medina, y del año 7320 desde 
la época del gran Iskender con dos astas ; y que 
la conjunción de Marte y Mercurio significa que 
no podéis escojer mejor tiempo que hoy, ni me- 
jor hora para afeitaros. Pero por otra parte, 
esta misma conjunción os es de infausto agüero, 
pues me anuncia que corréis en este día un gran 
peligro, no dé perder la vida , sino de una in- 
comodidad que os durará el resto de vuestros 
dias; debéis estarme agradecido del aviso que 
os doy, para que os guardéis de tamaño fracaso : 
sentina mucho que os sucediese. » 

a Imajinaos, señores, cuanto enfado me dio 
el haber caído en manos de un barbero tan ha- 
blador y estravagante ; ¡qué terrible contra- 
tiempo para un amante que se estaba acicalando 
para una cita ! a Poco me importan, » le dije 
enojado, «vuestros avisos y pronósticos : no 
os mandé llamar para consultaros sobre la as- 
trolojía ; habéis venido para afeitarme : así que, 
sea pronto, y si no, marchaos y mandaré por 
otro barbero. » 

« Señor, » me respondió con una flema ca- 



paz de hacerme perder la paciencia , « ¿qué 
motivo tenéis para incomodaros? ¿Sabéis que 
hay muy pocos barberos que se me parezcan y 
que no hallaríais uno solo que me iguale, aun 
cuando lo buscarais con un candil ? Habéis man- 
dado por un barbero, y en mí tenéis, no solo al 
mas hábil de Bagdad, sino también un médico 
consumado, un químico profundo, un astrólogo 
que no se engaña, un retórico perfecto, un lójico 
sutil, un matemático habilísimo en la jeometría, 
aritmética, astronomía y todas las sutilezas del 
áljebra, y un historiador que sabe los sucesos 
de todos los reinos del universo. Además, po- 
seo todas las partes de la filosofía, tengo en la 
memoria todas nuestras leyes y tradiciones. 
Soy poeta, arquitecto ; ¿pero qué cosa hay que 
yo no sepa? Nada hay oculto para mí en la natu- 
raleza. Vuestro difunto padre, á quien tributo 
lágrimas cuando me acuerdo de él, estaba muy 
persuadido de mi mérito : me quería, me aga- 
sajaba, citándome en todas las tertulias como el 
primer hombre del mundo : quiero, por recono- 
cimiento y amistad por él, tomaros bajo mi 
protección, y precaveros de cuantas desventu- 
ras os amaguen los astros. » 

(( A estas palabras no pude menos de reírme, 
á pesar de mi enfado, u ¿ Acabaréis pronto, ha- 
blador interminable, » esclamé, « y queréis afei- 
tarme ? » 

Al llegar aquí Cheherazada, interrumpió la 
historia del cojo de Bagdad, porque advirtió que 
amanecía ; pero á la noche siguiente prosiguió 
de este modo ; 



CUENTOS ÁRABES. 



185 



NOCHE cxxxn. 



El cojo dijo refiriendo su historia : « Señor, » 
replicó el barbero, « me agraviáis llamándome 
hablador : al contrario, todos me dan el honroso 
adjetivo de callado. Tenia seis hermanos á quie- 
nes con razón hubierais podido llamar habla- 
dores, y para que los conozcáis, os diré que el 
mayor se llamaba Bacbuc, el segundo Bakba- 
rah, el tercero Bakbac, el cuarto Alcuz, el quinto 
Alnaschar y el sexto Chacabac. Eran unos mo- 
lestos charlatanes ; pero yo, el menor, soy cir- 
cunspecto y lacónico en mi habla. » 

« Por favor, señores mios , poneos en mi lu- 
gar : ¿ qué partido podia yo tomar viéndome tan 
cruelmente asesinado ? « Dale tres monedas de 
oro, » le dije al esclavo encargado del gasto de 
casa, « y que se vaya y me deje en paz, pues 
ya no quiero afeitarme por hoy. — Señor, » 
me dijo entonces el barbero, a qué es lo que 
estáis diciendo ? Yo no he venido á buscaros, 
vos sois el que habéis mandado por mí, y ya 
que es así, juro á fe de Musulmán, que no sal- 
dré de esta casa hasta que os haya afeitado. No 
es culpa mia, si no conocéis lo que valgo. Vuestro 
difunto padre me hacia mas justicia , y siempre 
que me enviaba á buscar para sangrarle, me hacia 
sentará su lado, y entonces era un embeleso oir 
las lindezas que yo \g decia. Estaba perpetua- 
mente absorto y como arrebatado, y cuando 



habia concluido, « ¡ Ah ! » esclamaba, a soi» 
una fuente inagotable de saber, y nadie se apro- 
xima á la profundidad de vuestro entendimiento. 
— Mi amado señor, » le respondia yo , a me 
hacéis mas favor del que merezco. Si digo algo 
de bueno, es por la atención que os dignáis con- 
cederme : vuestras liberalidades son las que me- 
infunden todos estos sublimes pensamientos que 
logran agradaros. — Un dia que estaba embe- 
lesado con un discurso asombroso que yo aca- 
baba de pronunciar ; 

« Que le den, » dijo, « cien monedas de oro 
y le pongan uno de mis mas ricos vestidos. »; 
Al punto recibí aquel regalo, saqué su horós- 
copo y hallé que era el mas venturoso del mun- 
do, y aun pujé mucho mas con mi .agradece; 
miento, porque le sangré con ventosas. »; . 

« No paró aquí el barbero, y empezó otra lar- 
guísima relación que duró mas de media hora. 
Cansado de oirle, y viendo que pasaba el tiempo 
sin que estuviese mas adelantado, ya no sabia 
qué decirle. « No, » esclamé, « imposible es que 
haya en el mundo un hombre igual, que se com- 
plazca en martirizar á los demás. » 

Empezó á amanecer, y Cheherazada suspen- 
dió aquí su narración. Al dia siguiente la prosi- 
guió en estos términos : 



NOCHE CXI. 



« Me figuré, » dijo el cojo de Bagdad, « que 
conseguida algo hablando al barbero con suavi- 
dad. « Por Dios, » le dije, « dejaos de primores 



retóricos y despachad luego ; ya os dije que me 
llama fuera de casa un negocio de la mayor im- 
portancia. » A estas palabras se echó á reir. 



196 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



a Logro muy laudable fuera, » dijo, a si nuestro 
espíritu se mantuviera siempre en la misma si- 
tuación y si fuésemos siempre cuerdos y atina- 
dos : sin embargo atribuyo el enojo que habéis 
sentido contra mí á vuestra enfermedad, que ha 
causado ese trastorno en vuestra índole : por 
eso necesitáis de algunas instrucciones, y nada 
mejor podéis hacer que seguir el ejemplo de 
vuestro padre y abuelo. Venían á consultarme 
en todos sus negocios, y sin vanidad puedo de- 
cir que me daban albricias por mis consejos. 
Mirad, señor, casi nunca logra uno lo que em- 
prende, si no recurre á los consejos de personas 
ilustradas : dice el refrán que nunca llega uno 
á ser hombre de pro sin tomar el consejo de otro 
tal ; yo me ofrezco á vuestra disposición, y no 
tenéis mas que mandar. 

— « ¿ Con que no puedo conseguir, » inter- 
rumpí, « que dejéis todas esas hablas intermi- 
nables, que de. nada sirven sino para quebrarme 
la cabeza y malograr mis quehaceres? Afeitad- 
me pues ó marchaos. » Diciendo esto , me le- 
vanté colérico dando una patada en el suelo. 

« Cuando vio queme enfadaba de veras, « Se- 
ñor, » me dijo, « no os enojéis, pues vamos á em- 
pezar.» Con efecto, me lavó la cabeza y empezó á 
afeitarla ; pero apenas me hubo pasado un poco 
la navaja , cuando se paró para decirme : « Se- 
ñor, sois pronto de jenio ; debierais tener á raya 



esos arrebatos que vienen del demonio. Además 
merezco cierta consideración por mis años , sa- 
ber y prendas esclarecidas. » 

— « Afeitadme , » le dije interrumpiéndole 
otra vez, « y dejaos dé hablar. — ¿ Con que te- 
neis, » repuso, « algún negocio urjente? apuesto 
que no me engaño. — Hace dos horas que os 
lo estoy diciendo, » repliqué, « y ya debierais 
haberme afeitado. — Moderad vuestro afán, » 
me dijo ; « quizá no habéis pensado bien lo que 
vais á hacer : casi siempre se arrepiente uno 
cuando despacha sus quehaceres atropellada- 
mente. Quisiera que me dijerais cual es ese ne- 
gocio que tanto urje, y os diría mi parecer : por 
lo demás, os sobra tiempo, ya que solo os aguar- 
dan á las doce y aun faltan tres horas. — Eso 
no es del caso, » le dije ; < los hombres de ho- 
nor y de palabra se anticipan siempre á la hora 
dada. Pero advierto que entreteniéndome en 
hablar, incurro en el achaque de los barberos 
charlatanes ; daos priesa en afeitarme. » 

« Cuanto mas apuro manifestaba yo, tanto 
menos se apresuraba en obedecerme. Dejó la 
navaja para tomar el astrolabio , y luego dejó 
este por aquella. » 

Cheherazada se interrumpió viendo que ama - 
necia, y dejó para la noche siguiente la continua- 
ción de la historia empezada. 




CUENTOS ARABKS. 



197 



NOCHE CXLI. 



«El barbero volvió á dejar otra vez la navaja,») 
prosiguió el cojo, a cojió otra vez el astrolabio 
y me dejó medio afeitado para ir á ver qué hora 
era. Volvió y me dijo : a Señor, ya sabia yo que 
no me engañaba; aun faltan tres horas para las 
doce ; es un hecho positivo, ó todas las reglas 
de la astronomía son falsas. — ¡ Cielo santo ! » 
esclamé, « mi paciencia está apurada, y ya no 
puedo aguantar mas. Maldito barbero, plaga hu- 
mana, estoy por abalanzarme á ti y ahogarte. — 
Despacito, caballero, » me dijo con acento sose- 
gado y sin inmutarse con mi arrebato ; « ¿ no 
tenéis aprensión de recaer enfermo ? no os ar- 
rebatéis , voy á serviros al punto. » Diciendo 
estas palabras, volvió á meter el astrolabio en 
el estuche, cojió otra vez la navaja, la repasó 
en el cuero que tenia atado á la cintura, y siguió 
afeitándome ; pero entretanto no pudo menos 
de hablar, a Si quisierais decirme, señor, » me 
dijo, « cuál es ese asunto que tenéis á las doce, 
os daría algún consejo que pudiera seros prove- 
choso. » Díjele para satisfacerle que algunos 
amigos me aguardaban para darme una comida 
y regocijarse conmigo por el restablecimiento 
de mi salud. 

« Guando el barbero oyó hablar de una comi- 
da, « Dios os bendiga en este día como en todos 
Jos demás , » esclamó ; « ahora me recordáis 
que ayer convidé á cuatro ó cinco amigos para 
que vinieran hoy á comer conmigo ; me habia 
olvidado, y aun no tengo hecha disposición al- 
guna. — No paséis cuidado por eso, » le dije ; 
a aunque como fuera, mi despensa está siempre 
provista. Os regalo todo cuanto en ella se halle, 
y aun os mandaré dar todo el vino que queráis, 
porque lo tengo escelente en mi bodega ; pero 
es menester que acabéis prontamente de afei- 
tarme, y acordaos que si mi padre os hacia re- 
galos por oiros hablar, yo os los hago para que 
calléis. » 

a No se contentó con la palabra que le daba. 
« Dios os premie, » esclamó, « el favor que me 
hacéis ; pero enseñadme ahora esas provisiones 
para que vea si hay bastante para obsequiar á 



mis amigos. Quiero que estén contentos del buen 
trato que les voy á dar. — Tengo, » le dije, « un 
cordero, seis capones, una docena de gallinas y 
con que hacer cuatro platos. » Mandé á un es- 
clavo que trajera al punto todo esto y cuatro 
grandes cántaros de vino, u Todo esto es muy 
bueno, » repuso el barbero ; « pero se necesi- 
tarían algunas frutas y los condimentos para el 
guiso. « Mandé que le dieran todo lo que pedia : 
dejó de afeitarme para examinarlo todo por par- 
tes, y como este rejistro duró cerca de media 
hora, yo prorumpí en baldones y me estuve 
desesperando ; pero con todo eso el malvado no 
se daba mas priesa. Sin embargo volvió á tomar 
la navaja y me afeitó por un rato , hasta que 
parándose de repente, « Nunca hubiera creído, 
señor, » me dijo, « que fuerais tan jeneroso, y 
empiezo á conocer que vuestro difunto padre ha 
dejado un digno sucesor. Seguramente yo no 
merecía los favores con que me estáis colmando, 
y os aseguro que conservaré de ellos un reco- 
nocimiento perpetuo ; porque habéis de saber, 
señor, que nada tengo sino lo que me viene de 
la jenerosidad de los hombres honrados como 
vos ; en lo que me asemejo á Zantut que da 
friegas á los que van al baño, á Sali que vende 
garbanzos tostados por las calles, á Salut que 
vende habas, á Akerscha que vende yerbas , á 
Abu Mekares que riega las calles para sentar el 
polvo, y á Casen de la guardia del califa. Todos 
estos hombres nunca están melancólicos : no 
son incómodos ni disputadores; mas contentos 
con su suerte que el califa en medio de su corte, 
siempre están alegres, prontos á cantar y bailar 
y tienen cada uno su canción y su danza par- 
ticular con que divierten á toda la ciudad de 
Bagdad ; pero lo que mas aprecio en ellos, es 
que no son graodes charlatanes, como vuestro 
esclavo que tiene el honor de hablaros. Mirad, 
señor, esta es la canción y el baile de Zantut 
que da friegas á la jente en el baño : atended y 
ved si le imito bien. » 

Aquí paró Cheherazada advirtiendo que era de 
dia ,y á la mañana siguiente prosiguió de este modo : 



196 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CXLII. 



<( El barbero cantó la canción y bailó la danza 
da Zantut, » continuó el cojo, « y por mas que 
hice para que interrumpiera 6us bufonadas, no 
paró hasta que hubo remedado por entero á 
cuantos había ido nombrando. Hecho esto, y 
vuelto á mi, « Señor, » me dijo, a voy á man- 
dar por toda esta jente honrada, y si habéis de 
creerme, haréis bien en veniros con nosotros y 
dejaréis á vuestros amigos, que quizá son algu- 
nos grandes habladores que os aturdirían con 
sus razones fastidiosas, y os darían una enfer- 
medad peor que la que habéis tenido ; en vez 
de que en mi casa no hallaréis mas que di- 
versión. » 

« A pesar de mi enojo no pude menos de reir 
de sus locuras. Quisiera no tener nada que ha- 
cer, » le dije, « y con gusto admitiera la pro- 
puesta que me hacéis yendo gustoso á divertirme 
con vosotros ; pero os ruego que me escuseis, 
pues hoy estoy comprometido ; otro dia estaré 
mas espedito y comeremos juntos ; acabad de 
afeitarme y volveos pronto á casa, quizá ya estén 
allá vuestros amigos. — Señor, » repuso , « no 
me neguéis el favor que os pido, venid á diver- 
tiros con la reunión preciosa que voy á tener. 
Si hubieseis estado una sola vez con esas buenas 
jentes, hubierais quedado tan bien hallado que 
os desentenderíais gustoso por ellos de vuestros 
amigos. — No hablemos mas de eso, » le res- 
pondí, « no puedo ir á vuestra comida. » 

« Nada aventajé á buenas , y el barbero re- 
plicó : « Ya que no queréis veniros conmigo , 
habéis de permitir que os acompañe. Voy á lle- 
var á casa lo que me habéis dado ; mis amigos 
comerán si quieren ; volveré al punto, no quiero 
faltar á la atención de acompañaros, pues sois 
acreedora este obsequio. — i Cielos ! *> esclamé 
entonces, <r ¿pon que no podré librarme hoy de 
ese hombre tan angustioso ? Por el Dios vivo, » 
le dije, (( terminad vuestras razones importunas ; 
id por vuestros amigos, comed, bebed, divertios 
y dejadme la libertad de ir con los mios. Quiero 
marcharme solo, no necesito que nadie me acom- 
pañe ; además, os he de confesar que el lugar á 



donde voy no es un paraje en que podáis ser 
admitido, pues solo me quieren ámi. — Eso es 
burlarse, señor, si vuestros amigos os han con- 
vidado para una comida, ¿ qué motivo podéis 
tener para que no os acompañe ? Estoy seguro 
de que tendrán gusto en que les llevéis un hom- 
bre como yo, que está siempre de buen humor 
y sabe divertir agradablemente á los convidados. 
Por mucho que digáis, esto es hecho ; os acom- 
paño á pesar vuestro. » 

«Estas palabras, señores mios , me pusieron 
en gran conflicto. «¿Cómo me libraré de este 
maldito barbero?» deciapara conmigo ; «si me 
empeño en contradecirle, no acabaremos nues- 
tra contienda. » Además oia que ya llamaban 
por la primera vez á la oración de mediodía , y 
que era hora de marcharme : así tomé el par- 
tido de no decir palabra, aparentando consentir 
en que viniera conmigo. Entonces acabó de 
afeitarme , y hecho esto , le dije : « Tomad al- 
gunos de mis criados para que os lleven esas 
provisiones , y volved pronto ; os quedo aguar- 
dando y no me marcharé sin vos. » 

« Salió por fin y acabé prontamente de ves- 
tirme. Oí llamar á la oración por la última vez, 
y me di priesa en marcharme ; pero el maldito 
barbero, maliciando mi intención, se había con- 
tentado con ir con mis criados hasta un punto 
desde donde podía verlos entrar en su casa. Se 
había encubierto tras una esquina para ace- 
charme y seguirme, y con efecto, cuando llegué 
á la puerta del cadí, volví la cabeza y lo descu- 
brí con espanto á la entrada de la calle. 

« La puerta del cadí estaba entreabierta , y al 
entrar vi á la anciana que me aguardaba, y que, 
después de haber cerrado la puerta , me acom- 
pañó al aposento de la señorita ; pero apenas 
empezaba á conversar con ella , cuando oímos 
rumor por la calle. La dama se asomó á la ven- 
tana , y por 1.a celosía vio que era el cadí su pa- 
dre que volvía ya de la oración. Miré también al 
mismo tiempo, y vi al barbero sentado enfrente 
en el mismo poyo , desde el cual habia visto yo 
á mi querida del alma. 



CUENTOS ÁRABES. 



199 



a Entonces tuve dos motivos de zozobra , la 
llegada del cadí por una parte , y por otra la 
presencia del barbero. La señorita me esplayó 
respecto á lo primero, diciéndome que su padre 
nunca subia á su aposento , y como habia pre- 
visto que podia suceder semejante contratiempo, 
habia discurrido los medios de hacerme salir 
con toda seguridad ; pero la bachillería del 
malvado barbero me daba suma zozobra ; y vais 
á ver que mi temor no era infundado. 

« Luego que el cadí entró en casa, dio él mis- 
mo de palos á un esclavo que lo habia mere- 
cido. Daba este agudos alaridos , que se oian en 
la calle ; el barbero se figuró que era yo quien 
voceaba y á quien estaban maltratando. Em- 
bargado con esta aprensión, prorumpe en alari- 
dos pavorosos , se rasga los vestidos , se echa 
polvo sobre la cabeza , pide auxilio á los veci- 
nos, que acuden al punto preguntándole qué 
tiene y qué auxilio pueden aprontarle. « ¡ Ay de 
mí ! )> esclama, «están asesinando á mi amo, á 
mi caro protector ; » y sin mas esplicaciones 
corre á mi casa dando voces, y vuelve acompa- 
ñado de todos mis criados armados con palos. 
Llaman con ímpetu disparatado á la puerta del 
cadí , quien envia un esclavo para que vea lo 
que ocurre ; pero este , despavorido , vuelve á 
su amo y le dice : « Señor, mas de diez mil 
hombres quieren entrar en casa por fuerza y 
empiezan á derribar la puerta. » 

El cadí acude al punto él mismo , abre la 
puerta y pregunta qué quieren. Su presencia ve- 
nerable no alcanza á infundir respeto á mis cria- 
dos, quienes le dicen descocadamente : « Mal- 
dito cadí, perro cadí, ¿qué motivo tenéis para 
asesinar á nuestro amo? ¿Qué os ha hecho? — 



Buena jente , d les respondió el cadí , « y ¿por- 
qué he de asesinar yo á vuestro amo, si no le 
conozco, ni me ha ofendido? Abierta está mi 
casa, entrad y buscadle vosotros mismos. — 
Le habéis apaleado , » dijo el barbero ; « hace 
poco que oí sus alaridos. — Pero os repilo , » 
replicó el cadí, « ¿en qué ha podido ofenderme 
vuestro amo, para que yo haya tenido que mal- 
tratarle como decis ? ¿ Está por ventura en mi 
casa? Y si está en ella, ¿ cómo ha" podido entrar 
y quién le ha admitido ? — No me engañaréis 
con vuestra gran barba, picaro cadí, » repuso el 
barbero ; « sé muy bien lo que digo. Vuestra 
hija ama á nuestro amo y le ha dado una cita 
en vuestra casa durante la oración del medio- 
día ; sin duda os lo han avisado , habéis vuelto, 
y hallándole, habéis mandado á vuestros criados 
que le apaleasen ; pero no habéis cometido á 
vuestro salvo esa acción malvada ; enteraremos 
de todo al califa , y él nos hará justicia. Dejadle 
salir y volvédnosle pronto , si no , vamos á en- 
trar y á sacarle para vergüenza vuestra. — No 
hay necesidad de hablar tanto ni meter tanto 
ruido, » repuso el cadí i « si lo que decis es cier- 
to , os doy permiso para que entréis y le bus- 
quéis. » Apenas el cadí pronunció estas palabras, 
cuando el barbero y mis criados se arrojaron á 
la casa como unos furiosos, y empezaron á bus- 
carme por todas partes. » 

Al llegar aquí Cheherazada , dejó de hablar, 
porque ya amanecía. Chahriar se levantó rién- 
dose del afán intempestivo del barbero , y muy 
ansioso de saber lo que habia ocurrido en la casa 
del cadí y por qué suceso el joven se habia en- 
cojado. La sultana satisfizo á su curiosidad al día 
siguiente, y prosiguió en estos términos : 



NOCHE CXMI. 



El sastre siguió refiriendo al sultán de Casgar 
la historia que habia empezado. « Señor, » dijo, 
« el joven prosiguió asi : a Oyendo todo lo que 
el barbero decia al cadí, busqué donde ocultar- 
me , y no hallé otro sitio sino un gran cofre va- 
cío, en el que me metí y cerré. El barbero, des- 
pués de haber rejistrado por todas partes , no 



dejó de venir al aposento en que yo estaba. 
Acercóse al cofre, abriólo , y viéndome dentro, 
asió de él , se lo cargó sobre la cabeza y se lo 
llevó. Bajó una escalera bastante elevada, atra- 
vesó velozmente un patio y llegó al fin á la 
puerta de la calle. Mientras me llevaba , por 
desgracia se abrió el cofre , y entonces no pu- 



200 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



diendo aguantar la vergüenza de verme espuesto 
á las miradas y voces del populacho que nos se- 
guía, me arrojé á la calle con tanta precipitación, 
que me hice una herida en la pierna , de cuyas 
resultas he quedado cojo. Al pronto no sentí el 
daño que me habia hecho , y aun me levanté 
para zafarme por medio de una pronta fuga del 
escarnio de la plebe. Tiréle algunos puñados de 
oro y plata con que estaba llena mi bolsa , y 
mientras que -se abalanzaba á recojerlos , me 
escapé por calles allá escusadas ; pero el mal- 
dito barbero , aprovechándose de la astucia de 
que yo me había valido para librarme de la 
muchedumbre, echó á correr detrás de mí, gri- 
tando hasta desgañitarse : « Deteneos , señor : 
¿porqué corréis tanto? Si supierais cuanto he 
sentido que el cadí os haya tratado así , á vos 
que sois tan jeneroso y á quien tanto debemos 
yo y mis amigos. ¿ No os dije yo que esponiais 
vuestra vida empeñándoos en no querer que os 
acompañara ? Ya veis lo que os ha sucedido por 
culpa vuestra ; y si yo no me hubiese empeñado 
en seguiros para ver á donde ibais, ¿qué os hu- 
bierais hecho ? ¿ A dónde vais , señor? aguar- 
dadme. » 

« Así clamaba por la calle el malhadado bar- 
bero, y no se contentaba con haber movido tan- 
tísimo alboroto en el barrio del cadí, sino que 
también quería entonces que toda la ciudad lo 
supiera. Enfurecíme con impulsos de aguardarle 
y ahogarle ; pero con esto solo hubiera hechQ 
mas ruidoso mi conflicto. Tomé otro partido, y 
como advertí que sus alaridos agolpaban mucha 
jente á las puertas y ventanas, entré en un khan, 
cuyo amo me era conocido. Hállele á la puerta 
atraído por el estruendo, a Por Dios, » le dije, 
« hacedme el favor de impedir que aquel mente- 
cato entre aquí tras mí. » Prometiómelo y cum- 
plió su palabra ; pero no sin trabajo, porque el 
porfiado barbero quería entrar á pesar suyo, y 
no se retiró sin decirle mil. baldones, y desde 
allí hasta su casa se fué refiriendo á cuantos en- 
contraba el gran servicio que suponía haberme 
hecho. 

a He aquí cómo me libré de un hombre tan 
molesto. El amo del khan me rogó que le con- 
tara mi aventura : se la referí, pidiéndole que 
me dejara un aposento hasta que estuviese cura- 
do. « Señor, » me dijo, « me parece que esta- 
ríais con mas comodidad en vuestra casa. — No 
quiero volver allá, » le respondí ; « ese maldito 
barbero no dejaría de acudir : me acosaría dia- 
riamente, y al fin me moriría de angustia por 
tenerle continuamente á la vista. Además, des- 
pués de lo que me ha sucedido hoy, no puedo 
determinarme á permanecer por mas tiempo en 



esta ciudad. Quiero ir á donde me lleve mi ruin 
estrella. » Con efecto luego que estuve curado, 
tomé todo el dinero que conceptué podia necesi- 
tar, é hice donación de mis bienes á mis parien- 
tes. 

a Marchéme pues de Bagdad, señores, y lle- 
gué aquí esperanzado de no tropezar con este 
malditísimo barbero en un país tan remoto del 
mió ; y sin embargo lo encuentro en medio de 
vosotros. No estrañeis pues el afán con que me 
retiro, porque debéis desde luego suponer la 
congoja que me ha de causar la vista de un hom- 
bre que me ha acarreado mi cojera y reducido á 
la amarguísima precisión de vivir lejos de mis 
parientes, mis amigos y mi patria. » Al acabar 
estas palabras, el mancebo cojo se levantó y sa- 
lió del aposento. El amo de la casa le acompañó 
hasta la puerta, manifestándole cuanto sentía 
haberle dado, aunque sin culpa suya, tanto mo- 
tivo de sentimiento. 

« Cuando el joven se hubo marchado, » pro- 
siguió el sastre, « quedamos todos atónitos con 
su historia. Volvimos nuestras miradas hacia el 
barbero, y le dijimos que era muy culpado, si 
era cierto lo que acabábamos de oir. « Seño- 
res, )> nos respondió alzando la cabeza, que has- 
ta entonces habia tenido baja ; « el silencio que 
he guardado, mientras que ese joven ha estado 
hablando, debe serviros de testimonio de que 
nada ha dicho en que no convenga con él. Pero 
como quiera que sea, sostengo que he debido 
hacerlo que hice, y si no, sed vosotros mismos 
los jueces : ¿no se habia metido en un aprieto 
del que no hubiera salido tan á su salvo sin mi 
auxilio ? Muy afortunado es en que le cueste solo 
una pierna lisiada. ¿ No me he espuesto yo á un 
peligro mucho mayor para sacarle de una casa 
en donde yo creía que le estaban atropellando ? 
¿ Tiene motivo para quejarse de mí é insultarme 
en términos tan violentos ? Esto es lo que se ga- 
na con servir á ingratos. Me culpa de ser habla- 
dor ; esa es una calumnia. De siete hermanos 
que éramos, yo soy el que hablo menos y el que 
tengo mas talento, y para que convengáis en ello, 
señores mios, voy á contaros mi historia y la 
suya. Favorecedme con vuestra atención. 

HISTORIA DEL BARBERO. 

« En el reino del califa Mostanser Billah (1), » 
prosiguió, u príncipe tan famoso por sus inmen- 

(1) Mostanser Billa h, Irijésimo sexto califa abaside, subió 
al trono el año 1226 de nuestra era (023 de la héjira). Esto 
principe, uno de los mejores de su dinastía, se hizo en es- 
tremo recomendable por justiciero y dadivoso. Un dia que 
estaba rejistrando los caudales atesorados por sus ante- 
cesores, asombrado á la vista de una cisterna llena de 



CUENTOS ÁRABES. 



201 



sas liberalidades con los pobres, diez salteadores 
atajaban los caminos en los alrededores de Bag- 
dad y cometían muchos robos y crueldades inau- 
ditas. Enterado el califa ,. hizo llamar al juez de 
policía, pocos dias antes de la fiesta del Bairan, 
y le mandó, so pena de la vida, que se los tra- 
jera todos. » 



Cheherazada dejó de hablar en este punto para 
avisar al sultán de las Indias que ya amanecía. 
Aquel príncipe se levantó, y á la noche siguien- 
te la sultana tomó otra vez el hilo de su histo- 



ria. 



NOCHE CXLIY. 



« El juez de policía, » prosiguió el barbero, 
« practicó sus dilijencias y puso tanta jen te en 
campaña, que los diez salteadores fueron cojidos 
el dia mismo del Bairan. Casualmente me estaba 
yo paseando entonces por la orilla del Tigris, y 
vi diez hombres, bastante bien vestidos, que se 
embarcaban en una lancha. Si hubiese reparado 
en la guardia que los escoltaba, fácilmente hu- 
biera conocido que eran malhechores ; pero tan 
solo reparé en sus personas, y embargado con 
la aprensión de que eran jentes que iban á di- 
vertirse y á pasar la fiesta en algún banquete, 
entré en la barca con ellos sin decir palabra, es- 
peranzado de alternar con ellos en aquel paseo. 
Bajamos por el Tigris y desembarcamos delante 
del alcázar del califa. Tuve tiempo para volver 
en mí y advertir que me habia equivocado. Al 
salir de la barca, nos vimos rodeados por una 
nueva escuadra de guardias, que nos ataron y 

oro, dijo : « ¡Ojalá pueda yo vivir harto tiempo para hacer 
buen uso de estas riquezas por tanlos años sepultadas! — 
Señor,» respondió uno de sus cortesanos, « vuestro abuelo 
Naser abrigaba un anhelo muy contra puesto. Viendo que 
faltaban dos brazas para que esta cisterna estuviese lle- 
na, deseaba vivir bastante tiempo para verla enteramente 
colmada. Cuéntase que en las nuches del mes de ramadan, 
dedicado al ayuno, mandaba poner en las calles de Bag- 
dad mesas muy bien servidas y á las que podían sentaise 
todos los Musulmanes. El paso siguiente ofrece un ejemplo 
de liberalidad que raya en profusión. Mostanser habiendo 
visto un dia desde lo alto de su alcázar trajes tendidos en 
las azoteas de muchas casas, preguntó el motivo, y supo 
que los vestidos que veía eran los de muchos habitantes 
de Bagdad, que les habían lavabo y puesto á secar para 
solemnizar la fiesta del Bairan. « ;Es posible, » dijo el ca- 
lifa, « que haya entre mis subditos tan crecido número de 
personas sin medios para comprarse un vestido con que 
celebrar el Bairan?» Al punto mandó hacer gran canti- 
dad do balas de oro, que el califa y sus corlesanos dis- 
pararon con ballestas á todas las azoteas en que habia 
ropa tendida. Mostanser falleció en el año 1242 de J.-C. (64) 
de la héjira), de edad de cincuenta y un años. 



llevaron á la presencia del califa. Me dejé atar 
como los demás sin decir palabra : y en efecto, 
¿ de qué me hubiera servido hablar y oponer re- 
sistencia? Esto no hubiera conducido sino á que 
los guardias me maltrataran sin escucharme, 
porque son unos bárbaros que en nada reparan. 
Yo me hallaba con los salteadores, y bastaba esto 
para quecreyesen que yo debia ser uno de tantos. 
« Luego que estuvimos delante del califa, man- 
dó que se castigara á los diez facinerosos. « Que 
les corten la cabeza á esos diez malvados, » dijo ; 
y al punto el verdugo nos puso en línea al alcan- 
ce de su mano, y felizmente me hallé colocado 
el último. Decapitó á los diez ladrones, empe- 
zando por el primero, y cuando llegó á mí, se 
paró. El califa, viendo que el verdugo no me to- 
caba, se enojó. « ¿ No te he mandado, » le dijo, 
« que cortes la cabeza á diez ladrones ? ¿ Porqué 
no la cortas sino á nueve ? — Caudillo de los 
creyentes, » respondió el verdugo, « guárdeme 
Dios de no haber ejecutado la orden de vuestra 
majestad : aquí están en el suelo diez cadáveres 
y otras tantas cabezas cortadas como puede ver. » 
Cuando el califa hubo verificado por sí mismo que 
el verdugo decia verdad, me miró con estrañeza, 
y no advirtiéndome fisonomía de salteador, 
« Buen anciano, » me dijo, « ¿por qué casuali- 
dad os halláis envuelto con esos desastrados, 
dignos de mil muertes ? Yo le respondí : « Cau- 
dillo de los creyentes, voy á deciros la verdad : 
he visto esta mañana que entraban en una barca 
esos diez hombres, cuyo castigo acaba de hacer 
patente la justicia de vuestra majestad ; me em- 
barqué con ellos, persuadido de que iban á cele- 
brar este dia, que es el mas grande de nuestra 
relijion. » 



202 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



a El califa no pudo menos de reírse de mi 
aventura, y obrando de muy diferente modo que 
ese joven cojo que me trata de hablador, admi- 
ró mi discreción y constancia en guardar silen- 
cio. « Caudillo de los creyentes, » le dije , ano 
estrañe vuestra majestad que haya callado en 
un trance en que cualquier otro hubiera tenido 
ganas de hablar. Hago una profesión particular 
de callar, y por esta virtud he merecido el glo- 
rioso título de silencioso , pues así me llaman 
para distinguirme de los seis hermanos que he te- 
nido. Este es el fruto que he sacado de mi filoso- 
fía : en una palabra, esta virtud constituye toda 
mi gloria y felicidad. 

— « Mucho me alegro, » me dijo riéndose el 
califa, « que os hayan dado un dictado del que 
tan buen uso estáis haciendo ; pero decidme , 
¿ qué clase de hombres eran vuestros hermanos? 
¿ se os parecían en algo ? — De ningún modo, » 
le repliqué; « eran todos á cual mas decidor; y en 
cuanto á su personal, habia también una gran 
diferencia entre ellos y yo : el primero era joro- 
bado ; el segundo mellado ; el tercero tuerto ; el 
cuarto ciego ; el quinto desorejado , y el sexto 
tenia los labios hendidos. Les han sucedido lan- 
ces que os harían formar concepto de sus índo- 
les, si vuestra majestad me permitiera referírse- 
los. » Como me pareció que el califa se mostra- 
ba deseoso de oírlos, proseguí sin aguardar sus 
órdenes. 

HISTORIA DEL PRIMER HERMANO DEL BARBERO. 

« Señor, le dije, mi hermano mayor, llamado 
Bacbuc , el jorobado , era sastre. Cuando hubo 



acabado su aprendizaje , alquiló una tienda en- 
frente de un molino ; pero como aun no tenia 
parroquianos, lo pasaba trabajosamente ; al pa- 
so que el molinero estaba muy acomodado y po- 
seía una hermosísima mujer. Un dia que mi 
hermano estaba trabajando en su tienda, alzó la 
cabeza y vio á la molinera asomada á la venta- 
na y que miraba á la calle. Hallóla tan hermosa 
que vino á quedar prendado de ella. En cuanto 
á la molinera , ningun«caso hizo de él ; cerró la 
'ventana y no volvió á asomar en todo el dia. 
Sin embargo, el pobre sastre no hizo mas que 
alzar la cabeza y los ojos al molino , y mientras 
se estaba afanando, mas de una vez se punzó 
los dedos, y su trabajo aquel dia no fué muy 
cumplido. Por la tarde, cuando hubo de cerrar 
su tienda, hízosele cuesta arriba, porque espe- 
raba que la molinera se asomaría otra vez : mas 
al fin tuvo que cerrarla y retirarse á su habita- 
ción, en donde pasó una malísima noche. Ver- 
dad es que con este motivo se levantó mas tem- 
prano, y que la impaciencia de ver á su querida 
le llevó antes á su tienda ; pero tampoco logró 
■su anhelo en todo el dia, pues la molinera no se 
asomó sino una sola vez, aunque bastó esto pa- 
ra que mi hermano quedase muy enamorado. 
El tercer dia, tuvo mas motivo de satisfacción 
que los otros dos ; la molinera le dio casualmen- 
te una mirada, y lo sobrecojió con los ojos cla- 
vados en ella, con lo cual conoció lo que estaba 
pasando en su interior. » 

Cheherazada interrumpió su narración , por- 
que ya amanecía , y á la noche siguiente la pro- 
siguió así : 



NOCHE CX1V. 



Señor , el barbero siguió refiriendo la historia 
de su hermano mayor : « Caudillo de los cre- 
yentes , » dijo , hablando siempre al califa Mos- 
tanser Billuh , « habéis de saber que apenas la 
molinera se enteró del cariño de mi hermano , 
cuando , en vez de enfadarse , determinó diver- 
tirse á costa suya. Miróle con semblante risueño; 
mi hermano la miró también , pero de un modo 



tan chistoso , que la molinera cerró al punto la 
ventana , por no soltar una carcajada que diera 
á conocer á mi hermano cuan ridículo le parecia. 
El inocente Bacbuc interpretó esta acción á su 
favor y no dejó de lisonjearse de que le habían 
mirado con buenos ojos. 

« La molinera determinó pues divertirse mas 
y mas á costa de mi hermano. Tenia una pieza 



CUENTOS ÁRABES. 



203 



de hermosa tela con que trataba de hacerse un 
vestido , envolvióla en un pañuelo bordado de 
seda , y se la envió por una muchacha esclava 
que tenia. Esta , bien impuesta , fué á la tienda 
del sastre y le dijo : « Mi ama os saluda , y rue- 
ga que le hagáis un vestido con esta pieza de 
tela , según el corte de este otro que os envia: 
muda de vestido con mucha frecuencia , y será 
una parroquiana que os tendrá cuenta. » Mi her- 
mano conceptuó que la molinera estaba enamo- 
rada de él , y aun creyó que le enviaba que hacer 
por lo que habia mediado entre ellos , para de- 
mostrarle que habia calado lo íntimo de su co- 
razón. Embargado con este afán , encargó á la 
esclava que dijera á su ama que iba á dejarlo 
todo para servirla , y que el vestido estaría pron- 
to para eldia siguiente. Con efecto, trabajó en él 
con tanto ahinco que lo acabó aquel mismo dia. 

« Al siguiente , la muchacha esclava vino á 
ver si el vestido estaba acabado , y Bacbuc se lo 
dio muy bien doblado diciéndole : « Estoy muy 
interesado en dar gusto á vuestra ama para que 
me haya olvidado de su vestido. Quiero empe- 
ñarla con mi dilijencia en no valerse en adelante 
sino de mí. » Dio la muchacha algunos pasos en 
ademan de marcharse ; luego volviéndose le dijo 
al oido á mi hermano : « Ahora que me acuerdo, 
mi ama me ha encargado que os salude de su 
parte , y os pregunte cómo habéis pasado la no- 
che ; en cuanto á ella , os ama tanto que no ha 
podido dormir. — Decidle , » respondió enaje- 
nado mi hermano mentecato , « que estoy ar- 
diendo todo en amor por ella , y que hace cuatro 
noches que no he cerrado los ojos. » Después de 
este cumplimiento por parte de la molinera , se 
lisonjeó de que no suspiraría mucho tiempo en 
balde tras sus finezas. 

« Aun no hacia un cuarto de hora que la es- 



clava habia dejado á mi hermano , cuando la vio 
volver con una pieza de raso. « Mi ama, » le 
dijo , a está muy satisfecha de su vestido , pues 
le sienta á las mil maravillas; pero como quiere 
llevarlo con calzones nuevos , os ruega que le 
hagáis pronto unos con esta pieza de raso. — 
Muy bien , » respondió Bacbuc , « estarán pron- 
tos hoy mismo , antes que salga de la tienda , 
venidlos á buscar antes del anochecer. » La mo- 
linera se asomó muchas veces á la ventana , mos- 
trándose á mi hermano para estimularle en su 
tarea. Este trabajaba con afán , y los calzones 
quedaron pronto acabados. La esclava vino por 
ellos ; pero no le trajo al sastre el dinero que 
habia desembolsado para los forros del vestido y 
calzones , ni con que pagar la hechura de uno y 
otro. Entretanto aquel malhadado amante , á 
cuya costa se estaban divirtiendo sin que él lo 
advirtiera , no habia comido nada en todo aquel 
dia , y tuvo que pedir prestadas algunas mone- 
das de cobre para comprar con que cenar. Al 
dia siguiente, luego que abrió la tienda, entró 
la esclava y le dijo que el molinero deseaba ha- 
blarle. » « Mi ama , » añadió , « le ha dicho tan- 
tos bienes de vuestro obrar , que desea que tra- 
bajéis también para él. Lo ha hecho con intento 
de que las relaciones que se entablen entre vos 
y él contribuyan al logro de lo que ambos de- 
seáis. » Mi hermano se dejó persuadir , y fué al 
molino con la esclava ; el molinero le agasajó, 
y presentándole una pieza de tela , le dijo : « Ne- 
cesito camisas ; aquí hay tela para ellas ; me 
parece que podéis sacar veinte , y si sobra tela, 
me la volveréis. » 

Cheherazada , viendo la claridad que ilumina- 
ba el aposento de Chahriar , calló al acabar estas 
palabras, dejando para la noche siguiente la 
continuación de la historia de Bacbuc. 



NOCIE CX1YI. 



« Mi hermano , » prosiguió el barbero , <t tuvo 
que hacer para cinco ó seis dias con las veinte 
camisas para el molinero , quien le dio después 
otra pieza de tela para que le hiciera igual nú- 
mero de calzones. Cuando estuvieron acabados, 



Bacbuc se los llevó al molinero , quien le pre- 
guntó cuanto era su trabajo , á lo que mi herma- 
no le dijo que se contentaría con veinte dracmas 
de plata. El molinero llamó entonces á la esclava 
y le dijo que le trajera las.balanzas para ver si 



204 



LAS MIL Y UNA ¡SOCHES. 



era de peso el dinero que iba á darle. La escla- 
va , que estaba avisada , miró á mi hermano con 
enojo , dándole á entender que iba á echarlo á 
perder todo , si recibía dinero. Así lo entendió 
y rehusó tomarlo , aunque lo necesitaba y me 
había pedido prestado para comprar el hilo con 
que habia cosido las camisas y calzones. Al salir 
de casa del molinero , vino á rogarme que le 
dejara algún dinero , diciéndome que no le pa- 
gaban. Dile algunas monedas de cobre que te- 
nia en la bolsa , y con esto vivió algunos días, 
aunque solo se mantenía de papas , y aun de 
ellas con suma escasez. 

« Un dia entró en casa del molinero , que es- 
taba ocupado en sus quehaceres , y creyendo 
este que mi hermano iba á pedirle dinero , se 
lo ofreció ; pero la esclava , que se hallaba pre- 
sente , le hizo otra vez una seña , lo cual le es- 
torbó el admitirlo, respondiendo al molinero 
que no iba por eso á su casa , sino para infor- 
marse de su salud. El molinero se lo agradeció 
y le dio que hacer otro vestido. Bacbuc se lo lle- 
vó hecho al dia siguiente , el molinero sacó su 
bolsa , pero bastó que la esclava diera una mi- 
rada á mi hermano para que este le dijera al 
molinero : « Vecino , no es asunto de apuro , ya 
arreglaremos cuentas otra vez. » Así aquel po- 
bre tonto se retiró á su tienda con tres grandes 
achaques ; esto es , enamorado , hambriento y 
sin dinero. 

a La molinera pecaba de avarienta y mal in- 
tencionada ; no se contentó con frustrar á mi 
hermano de lo que se le debia , sino que movió 



á su marido para que se vengara del amor que 
le estaba profesando, y se valieron del siguiente 
medio. El molinero convidó una noche á Bacbuc 
á cenar , y después de haberle tratado mal , le 
dijo : « Amigo , quedaos aquí , porque ya es tar- 
de para que os retiréis. » Diciendo esto, lo llevó 
á un lugar del molino en que habia una cama. 
Allí lo dejó y se retiró con su mujer al aposento 
donde solían dormir. A media noche , el moli- 
nero fue á buscar á mi hermano. « Vecino , » le 
dijo , « ¿ estáis durmiendo ? Tengo la muía en- 
ferma y mucho trigo que moler , y así me ha- 
ríais gran favor si dierais vueltas al molino en 
su lugar. » Bacbuc , deseando manifestarle que 
era hombre dispuesto , le respondió que estaba 
pronto á darle gusto y que no tenia mas que en- 
señarle lo que habia de hacer. Entonces el mo- 
linero lo ató por la cintura como una muía que 
da vueltas á la tahona, y luego alargándole un 
latigazo , « Vamos , vecino , » le dijo — « ¿ Y 
porqué me pegáis ? » le preguntó mi hermano. 
« Es para daros ánimo , » le respondió el moli- 
nero , « porque á no ser así , mi muía no ca- 
mina. » Bacbuc estrañó aquel procedimiento; 
pero sin embargo no se atrevió á quejarse. 
Cuando hubo dado cinco ó seis vueltas , quiso 
descansar ; pero el molinero le descargó una 
docena de latigazos , gritándole : a Ánimo , ve- 
cino , no hay que pararse; caminad sin cobrar 
aliento , si no , echaríais á perder la harina. » 

Al llegar aquí, se detuvo Cheherazada porque 
vio que amanecía, y á la mañana siguiente prosi- 
guió de este modo : 




CUENTOS ÁRABES. 



205 



NOCHE CXLVII. 



u El molinero precisó á mi hermano á dar 
vueltas á su tahona toda la noche, y al amanecer 
le dejó atado, y al fin acudió la esclava y le de- 
sató, a ¡ Ah ! ¡ cuánto os hemos compadecido mi 
buena ama y yo! » esclamó la malvada; « nin- 
guna parte nos cabe en la burla que os ha hecho 
el amo. » El desventurado Bacbuc nada respon- 
dió, tan cansado y molido estaba de los golpes ; 
pero se volvió á casa formando el firme propó- 
sito de no pensar mas en la molinera. 

c< La narración de esta historia, » prosiguió el 
barbero, « hizo reir al califa. « Vete, » me dijo, 
« vuélvete á casa ; van á darte algo de mi parte 
para consolarte de haber errado el convite que 
esperabas. — Caudillo de los creyentes, » re- 
pliqué, « ruego á vuestra majestad que me per- 
mita no recibir nada hasta que le haya referido 
la historia de mis demás hermanos. » El califa 
me manifestó con su silencio que estaba pronto 
á escucharme ; y así proseguí en estos términos : 

HISTORIA DEL SEGUNDO HERMANO DEL BARBERO. 

« Mi segundo hermano, llamado Bakbarah, el 
mellado, andando un dia por la ciudad, encon- 
tró á cierta vieja, en una calle estraviada, que se 
le acercó y le dijo : « Tengo una palabrita que 
deciros y os ruego que os paréis un momento. » 
Paróse mi hermano preguntándole lo que venia 
á querer, y ella repuso : « Si os huelga venir 
conmigo, os llevaré á un magnífico palacio en 
donde veréis á una señora mas hermosa que la 
luz. Os admitirá con mucho gusto, y os dará 
una colación con esquisitos vinos. No necesito 
esplicarme mas. — ¿ Y es cierto lo que me de- 
cís ? » replicó mi hermano. — « No soy una 
mentirosa, » repuso la vieja, « nada os propon- 
go que no sea positivo ; pero escuchad lo que 
os exijo : hay que manifestar cordura, hablar 
poco y tener infinita condescendencia, » Bakba- 
rah se sujetó á estas condiciones, la anciana 
echó á andar delante, y él la siguió. Llegaron á 
la puerta de un gran palacio , en donde habia 
muchos criados y esclavos que quisieron detener 



á mi hermano ; pero luego que la vieja habló, lo 
dejaron pasar á sus anchuras. Entonces esta se 
volvió á mi hermano y le dijo : « Cuidado, no 
olvidéis que la señorita á cuya casa os traigo, 
prefiere sobre todo la suavidad y decoro, y que 
no quiere que la contradigan. Con tal que le deis 
gusto en esto, podéis contar con que alcanzaréis 
de ella cuanto podéis apetecer. » Bakbarah le 
dio gracias por el consejo y prometió aprove- 
charse de él. 

« La anciana le hizo entrar en un hermoso 
edificio que correspondía á la magnificencia del 
palacio ; habia alrededor una galería, y en el 
centro se veia un precioso jardín. Díjole que se 
sentara en un sofá ricamente guarnecido y que 
aguardara un momento, pues iba á participar su 
llegada á la dueña. 

« Mi hermano, que en su vida habia entrado 
en paraje tan suntuoso , se estuvo empapando 
largo rato en tantísimos primores como atesora- 
ba aquella estancia, y juzgando de su ventura 
por la magnificencia que presenciaba , apenas 
podia contener su alborozo. Pronto oyó un gran 
bullicio causado por una cuadrilla de esclavas 
festivas que se acercaron áél dando carcajadas, 
y en medio de ellas advirtió una señorita de pe- 
regrina hermosura, que se daba fácilmente á 
conocer por su ama por los miramientos que 
merecía á todas. Bakbarah, que se prometía una 
conversación particular con la dama, se quedó 
pasmado al verla llegar con tanto acompaña- 
miento. Sin embargo, las esclavas se revistieron 
de mucha gravedad al acercársele, y cuando la 
beldad estuvo junto al sofá, mi hermano se le- 
vantó y le hizo su rendida cortesía. Ocupó la 
joven el asiento principal, y habiéndole rogado 
que volviera á sentarse, le dijo con semblante 
risueño : « Me alegro mucho de veros, y os de- 
seo cuanta ventura podáis apetecer. — Señora, » 
le respondió Bakbarah, « ninguna mayor puede 
caberme que la honra de presentarme ante vues- 
tros ojos. — Me parece que tenéis el jenio festi- 
vo, » replicó, « y que estaréis dispuesto á que 
pasemos alegremente el tiempo juntos. » 



21)6 



MIL Y UNA NOCHES. 



« Al punto mandó que sirvieran la colación, 
y cubrieron una mesa con varios canastillos de 
frutas y dulces. Sentóse con las esclavas y con 
mi hermano, y como este se hallaba enfrente de 
ella, cuando abría la boca para comer, la dama 
advertía que era mellado, y se lo hacia reparar 
á las esclavas, que se echaban á reir con ella. 
Bakbarah, que de cuando en cuando alzaba la 
cabeza para mirarla y la veia reir, se imajinó 
que era del alegrón de su venida, y que pronto 
despediría á sus esclavas para quedarse a solas 
con él. La joven juzgó cuales eran sus pensa- 
mientos, y complaciéndose en mantenerle en 
equivocación tan halagüeña, le dijo mil lindezas 
y le fué presentando con suma fineza lo mas 
esquisito. 

« Terminada la colación, se levantaron déla 



mesa ; diez esclavas tomaron instrumentos y se 
pusieron á tocar y cantar, mientras qye otras 
empezaron á bailar. Mi hermano bailó también 
para terciar espresivamente en el regocijo, y la 
señorita lo hizo igualmente. Después de haber 
bailado por algún rato, se sentaron para cobrar 
aliento ; la señora mandó que le dieran un vaso 
de vino y miró á mi hermano con semblante ri- 
sueño para denotarle que iba á beber á su salud. 
El se levantó y se quedó en pié mientras bebia. 
Cuando ella hubo acabado, en vez de volver el 
vaso, lo mandó llenar y lo presentó á mi herma- 
no para que brindara. » 

Cheherazada quería proseguir su narración ; 
pero observando que era de dia, dejó de hablar 
hasta la noche siguiente. 




NOCHE CXLVIII. 



Señor, el barbero prosiguió la historia de Bak- 
barah diciendo : « Mi hermano tomó el vaso de 
mano de la señorita besándosela, y bebió en pié, 
reconocido á la distinción que recibia ; luego la 
joven lo hizo sentar á su lado, le estuvo hala- 
gando y le pasó la mano por la espalda, dándole 



palmaditas de tanto en tanto. Embriagado con 
estas finezas, se juzgaba el mas venturoso de 
todos los hombres y se sentía dispuesto á reto- 
zar con aquella hermosa joven ; pero no se atre- 
vía d tomarse esta libertad delante de tantas 
esclavas que tenían los ojos clavados en él, rién- 



CÜKNTOS ÁRABES. 



ao7 



dose continuamente con su diversión. La dama 
siguió dándole palmaditas, y al fin le descargó 
tal bofetón que le dejó parado. Sonrojóse, y se 
levantó para alejarse de ellas, y entonces la an- 
ciana que le habia traido le miró de modo que le 
dio á entender que tenia culpa, y no se acordaba 
del consejo que le habia dado para que fuera 
condescendiente. Reconoció su yerro, y para en- 
mendarlo se acercó á la joven, aparentando no 
haberse desviado de ella por enfado. Ella le tiró 
del brazo, le hizo sentar otra vez á su lado y 
continuó haciéndole mil caricias maliciosas. Sus 
esclavas, que solo trataban tle recrearla, toma- 
ron parte en la diversión : una le daba al pobre 
Bakbarah fuertes papirotazos en la nariz, otra 
le tiraba las orejas como si quisiera arrancárse- 
las, y algunas le daban bofetones que pasaban 
de chanza. Mi hermano lo aguantaba todo con 
un sufrimiento asombroso, y aun aparentaba un 
semblante placentero ; y mirando á la anciana 
con sonrisa forzada, le decía : « Bien me lo ha- 
bíais dicho que hallaria una dama buena, ama- 
ble y encantadora. ¡ Cuánto os debo! — Aun eso 
no es nada; » le respondía la vieja, « mas veréis 
dentro de poco. » La joven tomó entonces la 
palabra, y dijo á mi hermano : « Sois uu hom- 
bre honrado y me alegro de hallaros tanta apa- 
cibilidad y condescendencia con mis caprichillos, 
y un jenio tan conforme con el mío. — Señora, » 
repuso Bakbarah, prendado de aquel agasajo; 
« ya no soy dueño de mí, soy todo vuestro y po- 
déis disponer de mi albedrfo. — ¡Qué compla- 
cencia me causáis con esa sumisión ! » replicó 
la dama, « y para manifestároslo, quiero que 
también la tengáis. Traed, » añadió, « el per- 
fume y el agua de rosa. » A estas palabras sa- 
lieron dos esclavas y volvieron al punto, una 
con un braserillo de plata en el que habia ma- 
dera de aloe de la mas esquisita, con la que le 
perfumó, y la otra con agua de rosa con que le 
roció rostro y manos. Mi hermano estaba fuera 
de sí, tal era su alborozo al verse tratar tan ho- 
noríficamente. 

« Tras esta ceremonia , la joven mandó á las 
esclavas que habían tocado y cantado antes, 
que volvieran á proseguir sus conciertos. Obe- 
decieron, y entretanto la dama llamó á otra es- 
clava y le dio orden de que se llevara á mi her- 
mano diciéndole : « Hacedle lo que sabéis, y 
cuando hayáis acabado, volvedle aquí. » Bak- 
barah, que oyó esta orden, se levantó pronta- 
mente, y acercándose á la anciana, que también 
se habia levantado para acompañarle, le rogó 
que le dijera lo que le querían hacer. « Nuestra 
ama está ansiosa, » le respondió al oido la vieja, 
« de ver qué facha haréis disfrazado de mujer, 



y esta esclava tiene encargo de llevaros consigo, 
pintaros las cejas, afeitaros el bigote y vestiros 
de mujer. —Pueden pintarme las cejas, si quie- 
ren, » replicó mi hermano, « porque podré la- 
varme; pero en cuanto á dejarme afeitar, ya 
veis que no debo consentirlo, ¿pues cómo me 
atrevería á presentarme sin bigotes? — No os 
opongáis á lo que se os pide, » repuso la ancia- 
na, « pues lo echaríais á perder todo. Os aman, 
quieren haceros feliz ; ¿ y seria posible que ma- 
lograseis por unos feos bigotes las finezas mas 
peregrinas que un hombre puede alcanzar ? » 
Rindióse Bakbarah á las razones de la vieja, y 
sin decir palabra se dejó llevar por la esclava á 
un aposento en donde le pintaron las cejas de 
encarnado, le afeitaron los bigotes y quisieron 
cortarle también la barba; pero la docilidad de 
mi hermano no pudo llegar á tanto. « ¡Oh ! en 
cuanto á mi barba, no consentiré en manera al- 
guna que me la corten. » Hízole cargo la esclava 
de que era por demás haberle quitado los bigo- 
tes, si no quería consentir en que le cortaran la 
barba ; que un rostro barbudo no cuadraba con 
un vestido de mujer, y que se pasmaba de que 
un hombre parase la atención en su barba, cuan- 
do iba á poseer la muchacha mas hermosa de 
Bagdad. La vieja añadió otras razones á las 
instancias de la esclava y amenazó á mi herma- 
no con el desagrado déla dama. En suma, le hizo 
tantos y tales cariños, que les dejó hacer todo 
cuanto quisieron. 

« Luego que estuvo vestido de mujer, se le 
llevaron á la señorita, á quien entró tal tenta- 
ción de risa que se dejó caer sobre el sofá en 
que estaba sentada. Otro tanto hicieron las es- 
clavas, palmoteando de modo que mi hermano 
se quedó sumamente corrido. La dama se in- 
corporó, y sin dejar de reir, le dijo : « Tras la 
condescendencia que habéis tenido conmigo, 
fuera culpable en no amaros de todo corazón, 
pero es preciso que aun hagáis algo por amor 
mió, esto es, que bailéis con ese traje. Bak- 
barah obedeció, y así la dama como las escla- 
vas bailaron con él, riendo como unas locas. 
Después de haber bailado largo rato, se abalan- 
zaron todas al desventurado, y le dieron tantos 
bofetones, puñetazos y puntapiés, que cayó en 
el suelo casi sin sentido. La anciana le ayudó á 
levantarse, y sin darle tiempo á que se resintiera 
de los malos tratamientos que acababan de ha- 
cerle, « Consolaos, » le dijo al oido, « habéis 
llegado por fin al término de vuestros padeci- 
mientos, y vais á recibir la recompensa. » 

Asomaba ya el dia, y la sultana Cheherazada 
calló, dejando la continuación de esta historia 
para la noche siguiente. 



LAS MIL Y l?NA NOCHES. 



NOCHE CXLEL 



« La vieja,» dijo el barbero,» siguió hablando 
á Bakbarah : « No os queda que hacer sino una 
cosilla, pero sumamente frivola. Habéis de sa- 
ber que mi ama acostumbra no dejarse acercar 
por los que ama, cuando ha bebido un poco 
como hoy, á menos que estén en camisa. Cuando 
se han desnudado, toma un poco la delantera y 
echa á correr por la galería delante de ellos y 
de uno en otro aposento, hasta que la alcanzan. 
Este es uno de sus caprichos ; pero por mucha 
ventaja que os lleve, pronto la cojeréis con 
vuestra lijereza y ajilidad. Desnudaos pronto 
sin ningún reparo. » 

« Mi hermano se habia adelantado en dema- 
sía para retroceder. Desnudóse, y entretanto la 
dama se quitó el vestido y se quedó en ropas 
menores para correr con mas lijereza. Cuando 
estuvieron ambos prontos para emprender la 
carrera, la dama tomó veinte pasos de delantera 
y echó á correr con velocidad imponderable. 
Mi hermano la siguió á todo escape, no sin mo- 
ver la risa de todas las esclavas que estaban 
palmoteando. La dama, en lugar de perder la 
ventaja que al pronto le llevaba, iba ganando 
cada vez mas terreno, le hizo dar dos ó tres 
vueltas por la galería, y luego se metió por 
un pasadizo oscuro, escapándose por una re- 
vuelta que tenia muy sabida. Bakbarah , que 
la seguía siempre, habiéndola perdido de vista 
en el pasadizo, tuvo que ir menos á priesa, á 
causa de la oscuridad. Al fin divisó una luz , 
hacia la cual se encaminó, y salió por una puer- 



ta que al punto se cerró á su espalda. Imaji- 
naos su asombro, cuando se halló en una calle 
de curtidores. No quedaron estos menos pas- 
mados al verle en camisa, con las cejas pinta- 
das de encarnado, sin barba ni bigotes. Empe- 
zaron á palmotear , á acosarle con gritos, y 
algunos echaron á correr tras él y le ciñeron las 
nalgas con sus pieles. Detuviéronle al fin, y 
montándole en un asno que encontraron casual- 
mente, le pasearon por la ciudad en medio de 
las mofas de toda la plebe. 

« Para coronar su fracaso, al pasar por de- 
lante déla casa del juez de policía, este majis- 
trado quiso saber la causa de aquel alboroto, y 
los curtidores le dijeron que habían visto salir á 
mi hermano en aquel estado por una puerta del 
aposento de las mujeres del gran visir, que caía 
á la calle. Con este motivo, el juez mandó que le 
dieran cien palos al desgraciado Bakbarah en 
las plantas de los pies y lo echaran de la ciudad, 
prohibiéndole volver á ella. 

« He aquí, caudillo de los creyentes, » le dije 
al califa Mostanser Billah, « la aventura de mi 
hermano segundo que deseaba referir á vuestra 
majestad. Bakbarah ignoraba que las damas de 
nuestros principales señores se divierten á veces 
á costa de los jóvenes bastante mentecatos para 
caer en semejantes lazos. » 

Aquí tuvo que pararse Cheherazada, porque 
vio asomar el dia, y á la noche siguiente prosi- 
guió su narración. 




CUENTOS ÁRABES. 



2Ó9 



NOCHE CI. 



Señor, el barbero, sin parar su relación, pasó 
á esplicar la historia de su tercer hermano. 

HISTORIA DEL TERCER HERMANO DEL BAItBERO. 

« Caudillo de los creyentes, » le dije al califa, 
«mi tercer hermano se llamaba Bakbac, era 
ciego, y como su mala suerte le redujo á men- 
digar, iba de puerta en puerta pidiendo li- 
mosna. Se amaestró tantísimo en ir solo por las 
calles , que prescindía de lazarillo. Solia lla- 
mar á las puertas y no responder hasta que le 
habían abierto. Un dia llamó á la puerta de una 
casa, y el amo que se hallaba solo, gritó: « ¿Quién 
llama ? » Mi hermano, en vez de contestar, vol- 
vió á llamar ; y aunque por segunda vez pre- 
guntó el amo de la casa quién estaba allí, tam- 
poco respondió. Bajó, abrió la puerta, y pre- 
guntó á mi hermano qué buscaba. « Que me deis 
una limosna por Dios, « le dijo Bakbac. — « ¿ A 
lo que parece, sois ciego ? » repuso el amo de la 
casa. — « Sí, por mi desgracia. — Alargad la 
mano. » Alargósela mi hermano , creyendo que 
iba á darle alguna cosa ; pero tomándosela el 
amo, no hizo mas que guiarle para subir á su ha- 
bitación. Juzgó Bakbac que le llevaba para dar- 
le de comer, como le sucedía en otras partes, 
con bastante frecuencia; mas cuando estuvieron 
en el aposento, el amo le soltó la mano, fuese á 
su asiento/y volvióle á preguntar qué se le ofre- 
cía. « Ya os he dicho, » contestó Bakbac, « que 
os pedia una limosna por Dios. — Buen ciego, 
lo mas que puedo hacer por vos es rogar á Dios 
que os restituya la vista. — Bien podíais decír- 
melo á la puerta,» replicó mi hermano, « y 
ahorrarme el trabajo de subir. — Y vos, simplón, 
bien podíais responder luego de haber llamado, 
cuando os pregunté quién va, y evitará los ve- 
cinos el trabajo de bajar á abrir, ya que os res- 
ponden. — ¿Y qué me queréis pues ? » dijo mi 
hermano. — Ya os tengo dicho, » respondió el 
amo, « Dios os ampare. — Siendo asi , ayudad- 
me á bajar, ya que me ayudasteis á subir. — De- 
lante tenéis la escalera ; bajad solo, si os place, » 
T. I. 



Empezó á bajar mi hermano, pero fuésele el pié 
á la mitad de la escalera, y resbaló hasta bajo, 
lastimándose los ríñones y la cabeza. — Levan- 
tóse con sumo trabajo, y fuese murmurando y 
quejándose del amo de aquella casa, el cual se 
quedó riendo á carcajadas. 

« Al salir, pasaban por allí dos ciegos cama- 
radas suyos que le conocieron la voz, j detuvié- 
ronse para preguntarle qué tenia. Contóles lo 
que le habia pasado, díjoles que en todo el dia 
no habia hallado cosa alguna, y añadió : « Su- 
plicóos me acompañéis hasta mi casa para to- 
mar delante de vosotros un poco de dinero del 
que los tres tenemos en común y comprar de 
qué cenar. » Convinieron en ello, y fuéronse los 
tres á su casa. 

<( Preciso es advertir que el amo de la casa 
de donde mi hermano salió tan mal parado era 
un ladrón, muy sagaz y mal intencionado ; el 
cual, como oyera desde la ventana lo que dijo 
Bakbac á sus compañeros, fuéles siguiendo, y 
entró con ellos en el miserable albergue de mi 
hermano. Sentáronse los ciegos, y dijo mi her- 
mano : « Hermanos, es necesario cerrar la puer- 
ta, y ver que no haya aquí ningún estraño. » 
Muy apurado se vio el ladrón al oir aquellas pa- 
labras; pero notando que había casualmente 
una cuerda que colgaba del techo, agarróse á 
ella y mantúvose encaramado mientras los ciegos 
cerraban la puerta y tantearon todo el aposento 
con sus palos. Tomada esta precaución y senta- 
dos otra vez, bajó el de la cuerda y fué á sen- 
tarse poquito á poco junto á mi hermano, que, 
pensando estar solo con los ciegos, les dijo : 
« Hermanos, puesto que me habéis hecho deposi- 
tario del dinero que hace tiempo recojemos los 
tres, voy á probaros que no desmerezco la con- 
fianza que en mí tenéis . Ya sabéis que la última 
vez que contamos, teníamos diez mil dracmas, 
y las pusimos en diez talegos. Ahora veréis quo 
están intactos. » Y alargando la mano por deba- 
jo de unos trastos viejos, sacó uno tras otro los 
talegos, y entregándolos á sus camaradas, pro- 
siguió : « Aquí están ; por el peso conoceréis que 

14 



210 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



están cabales, ó bien, si queréis, vamos á con- 
tarlos. » Pero, habiéndole contestado sus cama- 
radas que se fiaban de su honradez, abrió un 
talego y sacó diez dracmas, sacando igual can- 
tidad cada uno de los demás. 

« En seguida volvió á poner mi hermano los 
talegos en su lugar , y luego le dijo uno de los 
ciegos que no tenia necesidad de gastar aquel 
dia cosa alguna para cenar, porque él tenia pro- 
visiones suficientes para los tres , merced á la 
caridad de la jente de bien. Con esto sacó de su 
zurrón pan, queso y algunas frutas, lo puso todo 
encima de una mesa , y principiaron á comer. 
El ladrón estaba á la derecha de mi hermano, é 
iba escojiendo lo mejor y comiendo con ellos; 
pero por mas que procuraba no hacer ruido , 
sintióle Bakbac como mascaba, y voceó al pun- 
to í « ¡ Estamos perdidos ! ; entre nosotros hay 
un estraño ! » Y diciendo esto , alargó la mano , 
asió del brazo al ladrón, y echósele encima gri- 
tando | al ladrón ! y dándole fuertes puñetazos ; 
los demás ciegos aumentaron la vocería* apa- 
leando al ladrón , quien por su parte se defen- 
dió lo mejor que pudo ; como era robusto y tenia 
la ventaja de ver á donde asestaba sus golpes , 
dábalos muy tremendos, ora al uno, ora al otro, 
cuando le dejaban libre para hacerlo, y gritaba 
también ¡ ladrones ! aun mas recio que sus con- 
trarios. Al oir aquel estruendo, acudieron pronto 
los vecinos , echaron la puerta abajo y costóles 
sumo trabajo despartir á los combatientes, has- 



ta quf habiéndolo por fin conseguido, preguntá- 
ronles la causa de aquella riña. « Señores, » dijo 
mi hermano sin desasirse del ladrón, a este 
hombre que aquí tengo es un ladrón que se ha 
introducido en mi casa para robarnos el poco 
dinero que tenemos. » El ladrón , en cuanto vio 
llegar á los vecinos, habia cerrado los ojos, y 
íinjiéndose ciego también, dijo : «Señores, este 
es un embustero ; os juro , por el nombre de 
Dios y la vida del califa , que yo estoy asociado 
con ellos, y se niegan á darme la parte que me 
toca ; los tres se han declarado contra mi , y 
pido se me haga justicia. » Los vecinos no qui- 
sieron entender de su contienda y los llevaron 
á todos ante el juez de policía. 

«Puestos ante el majistrado, el ladrón, sin 
aguardar á que le preguntasen , y haciéndose 
siempre el ciego, dijo : « Señor, puesto que te- 
neis á \ ueslro cargo la administración de justi- 
cia por parte del califa, cuyo poder haga Dios 
prosperar, os declararé que mis tres compañe- 
ros y yo somos igualmente criminales; pero 
como estamos comprometidos mediante jura- 
mento á no declarar sino á fuerza de palos, caso 
que queráis saber nuestro crimen, no tenéis mas 
que mandarnos apalear, empezando por mí. » 
Mi hermano quería hablar,, pero le impusieron 
silencio, y sujetaron al palo al ladrón. » 

Al decir esto , observando Cheherazada que 
ya era de dia , interrumpió su narración , y á la 
noche siguiente la prosiguió de este modo : 



NOCHE CLI. 



« Puesto al palo el ladrón , » dijo el barbero , 
« tuvo bastante constancia para sufrir veinte ó 
treinta golpes, hasta que aparentando que le 
vencía el dolor, abrió primero un pjo, y después 
el otro, clamando misericordia y rogando al juez 
de policía que mandase parar los palos. Quedó 
el juez admirado de ver que el ladrón le miraba 
con los ojos abiertos, y le dijo : « i Ah ! picaro, 
¿qué viene á ser ese milagro? - Señor,» dijo 
el ladrón, «vpy á descubriros un secreto im- 
portante, si prometéis perdonarme y me dais la 
sortija que tenéis en el dedo y os sirve de sello ; 



estoy pronto á poneros en claro todo el miste- 
rio. )> 

«El juez mandó suspender el apaleamiento, 
entrególe la sortija y le ofreció perdonarle. 
« Fiado en vuestra promesa, » repuso el ladrón, 
«os declaro, señor, que mis camaradas y yo 
vemos muy claro todos cuatro , y nos finjimos 
ciejos para entrar libremente en las casas y pe- 
netrar hasta los aposentos de las mujeres, donde 
abusamos de su flaqueza ; confieso además que 
con este ardid tenemos ganadas diez mil drac- 
mas en sociedad, y que habiendo en estedia 



CUENTOS ÁRABES. 



211 



pedido á mis cofrades las dos mil y quinientas I 
que me corresponden por mi parte, me las han 
negado, porque les lie manifestado que yo que- 
ría retirarme , y ellos , por temor de que yo los 
delatase , se han arrojado sobre mí y me han 
maltratado del modo que pueden atestiguar las 
personas que á vuestra presencia nos han traí- 
do. Espero, señor, de vuestra justicia, que me 
haréis restituir las dos mil y quinientas dracmas 
que me pertenecen, y si queréis que mis cama- 
radas confiesen ser verdad lo que yo digo, man- 
dad que les sean aplicados tres veces tantos pa- 
los como yo he recibido , y veréis como abren 
los ojos lo mismo que yo. » 

« Mi hermano y los otros dos ciegos trataron 
de sincerarse de tan horrenda impostura ; pero 
el juez ni oírlos quiso, diciendo : « ¡Malvados, 
así os atrevéis á fmjiros ciegos para engañar á 
la jente implorando su caridad y cometer tan 
perversas acciones ! — Es una impostura K m es- 
clamó mi hermano. « Es falso que veamos nin- 
guno de nosotros : á Dios tomamos por testigo.» 
« En balde fué cuanto dijo mi hermano, pues 
tanto él como sus camaradas recibieron doscien- 
tos palos cada uno. El juez estaba esperando 
que abriesen los ojos, y atribuía á suma terque- 
dad lo que era imposible que sucediese ; y en- 
tretanto el ladrón iba diciendo á los ciegos : 
<( Desastrados , abrid los ojos , y no deis lugar á 
que os maten á palos. » Y en seguida, encarán- 
dose con el majistrado, le decia : « Señor, estoy 
viendo que llevarán al estremo su maldad y que 
por mas que se haga , no abrirán los ojoa, pues 
sin duda no quieren pasar por la vergüenza de 
leer su condena en las miradas de los demás : 
lo mejor es perdonarles y hacer que venga al- 
guno conmigo para, tomar las diez mil dracmas 
que tienen escondidas. » 

« El juez, harto crédulo , mandó acompañar 
por uno de sus dependientes al ladrón , quien 
trajo los diez talegos ; y contándole dos mil y 
quinientas dracmas , quedóse él con las demáá, 
y compadeciéndose de mi hermano y sus com- 
pañeros, contentóse con desterrarlos. En cuanto 
supe yo lo que le había sucedido á mi hermano, 
corrí en su busca , y habiéndome esplicado su 
desgracia , llévele sijilosamente á la ciudad , don- 
de me hubiera sido fácil sincerarle con el juez 
de policía y hacer castigar al ladrón cual mere- 
cía ; mas no me atreví á ello , por temor de que 
á mí también me sucediese algún fracaso. 

« De este modo terminé la triste aventura del 
bueno de mi hermano ciego ; la que no dio me- 
nos que reír al califa que las demás que había 
oído contar. Volvió á mandar que me diesen al- 
guna cosa ; mas yo , sin esperar la ejecución 



de su orden , di principio á la historia de mi . 
cuarto hermano. 

HISTORIA DEL CUARTO HERMAKO DEL BARRERO. 

a Alcuz era el nombre de mi cuarto hermano, 
el cual quedó tuerto de resultas de lo que ten- 
dré el honor de esplicar á vuestra majestad, y 
era cortador de profesión. Tenia habilidad par- 
ticular para criar y enseñar á topetarse los mo- 
ruecos, por cuyo medióse habia granjeado el 
conocimiento y la amistad de los principales 
señores , que tienen gusto en ver aquella suerte 
de peleas , á cuyo objeto crian moruecos en su 
casa. Tenia por otra parte muchos parroquia- 
nos , porque en su tienda habia siempre la mejor 
carne del mercado , pues como era muy rico, 
no perdonaba gasto para ajenciar el mejor ga- 
nado. 

« Un día que estaba en su tienda , presentóse 
un anciano con barba blanca muy larga , compró 
seis libras de carne , entrególe el dinero y se 
marchó. Notando mi hermano que aquel dinero 
era muy hermoso , muy blanco y muy bien acu- 
ñado , lo puso aparte en un cofre. Por espacio 
de cinco meses, ningún dia dejó aquel viejo de 
ir á tomar la misma cantidad de carne , pagán- 
dola con la misma moneda, y mi hermano con- 
tinuó depositándola en el lugar separado. 

« Al cabo de aquel tiempo , teniendo Alcuz 
que comprar una manada de carneros y querien- 
do pagarlos con aquellas lindas monedas , abrió 
el cofre , y quedó estraordinariamente asombra- 
do viendo que, en lugar de ellas, no habia mas 
que hojas redondas. Principió á darse fuertes 
golpes á la cabeza , echando tales gritos que al 
instante atrajeron á los vecinos , quienes que- 
daron tan admirados como él al saber lo que pa- 
saba. « ¡ Quisiera Dios , » esclamó llorando mi 
hermano , « que ese maldito viejo se presentara 
aquí en este momento con su traza hipocritona ! » 
No bien hubo dicho estas palabras , cuando lo 
vio venir á lo lejos , y corriendo hacia él arre- 
batadamente, echóle mano, y voceó cuanto 
pudo : « ¡ Favor , musulmanes, favor ! Oid la 
picardía que me ha hecho este mal hombre. » 
Al mismo tiempo contó al jentío que se habia 
agolpado lo mismo que ya habia esplicado á sus 
vecinos ; y después que hubo concluido , el vie- 
jo le dijo con mucha sorna : « Mas os valiera 
que me soltarais y me desagraviaseis con esta 
acción de la afrenta que me dais delante de tan- 
ta jente , evitándome así el disgusto de daros á 
vos otra mayor. — ¿ Qué tenéis que decir de 
mí ? » le replicó mi hermano : a yo soy un hom- 
bre que ejerzo honradamente mi profesión , y 



212 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



:no-os temo. — ¿ Con que , vos queréis que lo pu- 
blique ? » repuso el anciano con el mismo tono; 
«pues bien : sabed todos , » añadió encarándo- 
se con el pueblo , « que en lugar de vender 
carne de carnero , vende carne humana. — a Sí, 
sí, » continuó entonces el viejo; « ahora mismo 
tenéis un hombre degollado y colgado fuera de 
la tienda como un carnero ; no hay mas que ir 
allá , y veráse como digo verdad. » 

« Antes de abrir el cofre donde estaban las 
hojas, mi hermano habia muerto un carnero^ y 
lo habia colgado como siempre fuera de la tien- 
da; así que, protestaba ser falso cuanto decia el 
anciano ; mas á pesar de sus protestas, el cré- 
dulo populacho se dejó preocupar contra un 
hombre á quien se imputaba un hecho tan atroz, 
y quiso averiguarlo al instante. Obligaron á mi 
hermano á soltar al viejo, apoderáronse de él, 
y corrieron furibundos hacia su tienda, donde 
hallaron efectivamente al hombre degollado y 
colgado tal como habia dicho el acusador ; pues 
es preciso saber que este viejo era mago, y los 
habia alucinado á todos, lo mismo que habia 
hecho con mi hermano haciéndole tomar las 
hojas por dinero. 

« Al ver aquello, uno de los que tenían asido 
á Alcuz, dándole un fuerte puñetazo, le dijo : 



«Ola, picaro, ¿así te atreves á hacernos comer 
carne humana? » Y el viejo, que tampoco le 
habia dejado, le descargó otro con que le quitó 
un ojo. Tampoco anduvieron escasos en apor- 
rearle cuantos le pudieron alcanzar ; y no con- 
tentos con maltratarle, lleváronle ante el juez 
de policía, á quien presentaron el supuesto ca- 
dáver como cuerpo del delito. « Señor, » le dijo 
el mago, « este hombre que aquí os presentamos 
tiene la barbarie de matar á las personas y ven- 
der su carne en vez de la de carnero : el pú- 
blico espera con ansia que hagáis con él un cas- 
tigo ejemplar. » El juez oyó con paciencia la 
disculpa de mi hermano, mas parecióle tan in- 
verosímil lo del dinero mudado en hojas, que le 
trató de impostor, y juzgando por lo que veia, 
mandóle descargar quinientos palos. En seguida 
le obligó á decir donde tenia el dinero, quíteselo 
todo, y le condenó á destierro perpetuo, des- 
pués de haberle espuesto á la vergüenza por 
todo el pueblo hasta tres dias repetidos, mon- 
tado sobre.un camello. » 

Al llegar á este punto, dijo Cheherazada á 
Chahriar : « Gran señor, la luz del dia que ya 
descubro me impone silencio. » Calló, y á la no- 
che siguiente continuó distrayendo al sultán de 
las Indias en estos términos : 



NOCHE CLII. 



He aquí como prosiguió el barbero la historia 
de Alcuz. « Cuando sucedió esta trájica aventura 
á mi cuarto hermano, yo me hallaba ausente de 
Bagdad. Retiróse á paraje recóndito; donde per- 
maneció hasta que tuvo curada la magulladura 
de los palos que en el espinazo le habían des- 
cargado ; y cuando se halló en estado de poder 
andar, marchóse de noche y por caminos des- 
viados á una ciudad donde nadie le conocía, y 
allí en un cuarto que alquiló se estuvo sin salir 
casi nunca de dia. Cansado por fin de vivir 
siempre encerrado, fuese un dia á pasear por 
un arrabal, donde sintió repentinamente un 
gran estruendo de caballos que tras él venían. 
Hallábase casualmente cerca de la puerta de una 
casa grande ; y como de resultas de lo que le 



habia pasado, todo le sobresaltaba, temió que 
aquellos soldados de á caballo no viniesen á 
prenderle, y así fué que abrió la puerta para 
esconderse ; pero habiéndola vuelto á cerrar y 
metídose en un gran patio, saliéronle al encuen- 
tro dos criados que le agarraron por los cabe- 
zones diciéndole : « Gracias á Dios, que vos 
mismo venis á poneros en nuestras manos : 
valga por lo que nos habéis dado que hacer en 
tres noches seguidas que nos habéis tenido sin 
dormir, y merced á nuestra maña, si hemos 
podido librar nuestras vidas de la dañada inten- 
ción que traiais. » 

« Juzgad cuan atónito quedaría mi hermano 
con aquella bienvenida. « Hombres de Dios, » 
les contestó, « ignoro lo que me estáis dicien- 



CUENTOS ÁRABES. 



213 



do, y sin duda me equivocáis con otro. — No, 
no, » repusieron, « ya sabemos que tanto vos 
como vuestros compinches sois ladrones de pro- 
fesión ; pues no contentos con haber robado á 
á nuestro amo todo lo que tenia y reducídole á 
la mendiguez, aun armáis asechanzas contra su 
vida. Y si no, veamos si conserváis la navaja 
que teníais anoche en la mano cuando nos per- 
seguíais. » Diciendo esto, le rejistraron y hallá- 
ronle encima una navaja. « ¡ Qué tal ! » le dije- 
ron asiéndole mas fuertemente, « ¿ aun os atre- 
veréis á negar que sois un ladrón ? — ¿ Cómo 
es eso ? » replicó mi hermano, « ¿ no puede un 
hombre llevar navaja sin ser ladrón ? Escuchad 
mi historia, » añadió, « y estoy seguro de que, 
en vez de tenerme en tan mal concepto, os 
compadeceréis de mis desgracias. » Muy ajenos 
los criados de escucharle, arrojáronse encima 
de él, le pisotearon, desnudáronle y rasgáronle 
la camisa ; y viendo entonces las cicatrices que 
en las espaldas tenia, « ¡Ah! perro, » le dijeron 
sacudiéndole mas recio, « tratabas de hacernos 
creer que eras un hombre de bien, y tu espinazo 
nos dice ahora quien eres. — ¡ Infeliz de mi ! » 
esclamó mi hermano, « muy graves han de ser 
mis pecados para que, después de haber sido 
maltratado tan injustamente, lo tenga que ser 
otra vez sin mas culpa que la primera. » 

« En lugar de ablandarse los dos criados con 
sus lamentos, lleváronle al juez de policía, quien 
le dijo : «¿Cómo has tenido atrevimiento para 
entrar en su casa y perseguirlos con la navaja 
en la mano ? — Señor, » respondió el pobre Al- 
cuz, « no hay hombre en el mundo mas inocente 
que yo, y estoy perdido, si vos no os dignáis 
oirme con paciencia ; creed que soy verdadera- 
mente digno de compasión. — Señor, » dijo in- 
terrumpiéndole uno de los criados, « no deis 
oidos á un ladrón que se introduce en las casas 



para robar y asesinar á la jente. Si dudáis en 
creernos, no tenéis mas que mirarle el espi- 
nazo. )> Al decir esto, desnudó las espaldas de 
mi hermano y las enseñó al juez, el cual mandó, 
sin necesidad de mas averiguaciones , que acto 
continuo le diesen cien corbachadas, y que des- 
pués le paseasen por la ciudad sobre un came- 
llo, con un hombre que iba delante gritando ; 
« Mirad cómo son castigados los que se intro- 
ducen furtivamente en las casas. » 

« Concluido este paseo, echáronle fuera de la 
ciudad, con prohibición de volver á poner los 
pies en ella; y habiéndome dicho donde se ha- 
llaba unas personas que después de esta des- 
gracia le encontraron, fui á verle y acompáñele 
secretamente á Bagdad, donde le socorrí del 
mejor modo que me permitían mis cortas fa- 
cultades. . 

u El califa Mostanser Billah , » prosiguió el 
barbero, « ya se rió menos de esta historia que 
de las pasadas, y tuvo la bondad de compade- 
cerse del malhadado Alcuz. Quiso otra vez que 
me diesen alguna cosa para que me marchara ; 
pero sin dar tiempo á que se llevara á efecto su 
orden, volví á tomar la palabra diciendo : « Mi 
soberano dueño y señor, ya veis que soy corto 
en el hablar ; y puesto que vuestra majestad me 
ha hecho la gracia de oirme hasta aquí, supli- 
cóle tenga ía dignación de escuchar también las 
aventuras de mis otros dos hermanos, que no 
dudo le divertirán tanto como las anteriores. 
Vuestra majestad podrá redondear con ellas toda 
una historia, que no creo desdiga de las demás 
de su librería. Así tendré el honor de deciros 
que mi quinto hermano se llamaba Alnaschar.. .» 
« Pero advierto que ya amanece, » dijo en este 
punto Cheherazada ; calló, y á la noche siguiente 
continuó su discur6o?de este modo : 




2U 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CLIII. 



« Señor, el barbero siguió hablando en estos 
términos : 

HISTORIA DEL QUINTO HERMANO DEL BARBERO. 

a En tanto que vivió nuestro-padre, Alnaschar 
fué muy perezoso; pues en vez de trabajar para 
ganarse el sustento, no se avergonzaba de irlo 
á mendigar por las noches, y al dia siguiente se 
mantenía con lo que habia recojido. Murió 
nuestro padre de vejez, dejándonos por toda 
herencia setecientas dracmas de plata, las que 
nos repartimos con igualdad, de modo que nos 
cupieron ciento por parte. Alnaschar, que jamás 
96 habia visto con tanto dinero junto, hallóse 
muy apurado en darle empleo, y estuvo mucho 
tiempo cavilando sobre el particular, hasta que 
por fin resolvió invertirlo en vasos, botellas y 
otros enseres de vidriería, que fué á comprar 
en casa de un mercader por mayor. Colocó toda 
su mercancía en una canasta, y alquilando una 
linda tiendecita , sentóse allí con la canasta 
delante y de espaldas á la pared, esperando que 
viniesen los compradores. Hallándose en esta 
posición, clava la vista sobre su canasta, em- 
pieza á discurrir, y en medio de sus cavilacio- 
nes prorumpe en las siguientes palabras con 
voz bastante alta para que las oyese un sastre 
que tenia por vecino : « Esta canasta, » dijo, 
« me cuesta cien dracmas, y hé aquí todo lo 
que poseo en el mundo. Vendiéndolo al por me- 
nor, fácilmente haré doscientas dracmas, y vol- 
viendo á emplear estas doscientas dracmas en 
vidriería, juntaré cuatrocientas. Continuando de 
este modo, reuniré con el tiempo cuatro mil 
dracmas; de cuatro mil, fácilmente llegaré á 
ocho mil ; y cuando llegue á tener diez mil, de- 
jaré la vidriería y me haré joyero. Negociaré en 
diamantes, perlas y toda clase de pedrerías; y 
como atesoraré cuantas riquezas pueda apete- 
cer, compraré una hermosa casa, muchas here- 
dades, esclavos; eunucos, caballos... tendré rica 
y abundante mesa y haré mucho estruendo en 
el mundo. Llamaré á mi casa á todos los músi- 



cos de la ciudad, bailarines y bailarinas. No pa- 
raré aun aquí, pues si Dios es servido, juntaré 
hasta cien mil dracmas ; y cuando sea rico de 
cien mil dracmas, me tendré en tanto como un 
príncipe , y pediré por esposa á la hija del gran 
visir, mandando decir á este ministro que habré 
oido contar maravillas de la hermosura, discre- 
ción, talento y demás altas prendas de su hija, 
y finalmente que le daré mil monedas de oro 
para la primera noche de mi desposorio. Si el 
visir fuese tan descortés que me negase su hija, 
lo que es imposible. que suceda, iré á robarla á 
sus propias barbas y la llevaré á mi casa contra 
su voluntad. 

« En cuanto esté casado con la hija del gran 
visir , le compraré diez eunucos negros , los mas 
jóvenes y mas gallardos que se encuentren. Ves- 
tiré á lo príncipe; y montado en un hermoso ca- 
ballo , con una silla de oro fino y una mantilla 
de tisú realzada de perlas y diamantes , rae pa- 
searé por la ciudad , acompañado de esclavos 
que irán delante y detrás de mí , y me presen- 
taré al palacio del visir á la vista de los grandes 
Y é pequeños , que me tributarán rendidos acata- 
mientos. Me apearé en casa del visir junto á la 
misma escalera , subiré descollando entre mis 
criados , que en dos filas á derecha é izquierda 
irán en procesión , y el gran visir me recibirá 
como á su yerno , cediéndome su asiento y co- 
locándose inferior á mí para darme mas realce. 
Si esto acontece , como no dudo , dos de mi ser- 
vidumbre llevarán una bolsa de mil monedas de 
oro cada uno , y tomaré una , diciendo al pre- 
sentársela : Aquí eslán mil monedas de oro que 
prometí para la primera noche de nuestro des- 
posorio ; luego le ofreceré la otra , diciendo : 
Tomad , ahí tenéis otras tantas para evidencia- 
ros que sé cumplir mi palabra y que doy mas de 
lo que ofrezco. — Con tamaño arranque no se 
hablará por donde quiera sino de mi jenero- 
sidad. 

« Regresaré á mi casa con el mismísimo boa- 
to. Mi esposa me mandará algún oficial para 
cumplimentarme sobre la visita que habré hecho 



CUENTOS ÁRABES. 



215 



al visir su padre , y yo regalaré al oficial un pre- 
cioso vestido , y le despediré con un rico pre- 
sente. Si ella trata de enviarme otro , no lo acep- 
taré , y despediré al portador. No permitiré que 
salga de su aposento bajo ningún pretesto , por 
mas preciso que aparezca , sin mi previo cono- 
cimiento, y cuando yo tenga á bien visitarla, lo 
haré de modo que le infunda respeto á mi per- 
sona. En una palabra , no habrá casa mas ento- 
nada que la mia. Yo siempre estaré ricamente 
vestido. Cuando por la noche me retire con ella, 
me sentaré en el puesto de honor , y aparentaré 
ínfulas de gravedad , sin volver la cabeza á de- 
recha ni á izquierda; hablaré muy poco, y mien- 
tras mi mujer , que será hermosa como la luna 
llena , permanezca en pié delante de mí con to- 
dos sus ajavíos , yo haré como si no la viese ; y 
sus damas , que estarán en torno de ella , me 
dirán : « Nuestro querido amo y señor , mirad á 
vuestra esposa, á vuestra humilde servidora 
que delante de vos está esperando que la acari- 
ciéis ; mirad cuan apesadumbrada está porque 
■ ni tan solo os dignáis mirarla. Ya se halla cansa- 
da de permanecer tanto tiempo en pié ; decidle 



á lo menos que se siente, » Yo no contestaré 
. la menor palabra á esta arenga , á fin de aumen- 
tar su estrañeza y su quebranto ; ellas se arro- 
jarán á mis pies, y cuando hayan pasado largo 
rato en aquel ademan , suplicándome que me 
deje ablandar , levantaré finalmente la cabeza y 
les echaré una mirada distraida , y volveré á la 
idéntica postura. Juzgando ellas que mi mujer 
no estará bastante bien vestida y aderezada , la 
acompañarán á su retrete para mudarla , y en- 
tretanto yo también me levantaré y me pondré 
un vestido aun mas magnífico que el anterior. 
Volverán ellas otra vez á la carga ; me hablarán 
en los mismos términos , y yo me complaceré 
en no mirar á mi mujer hasta tanto que me ha- 
yan rogado y suplicado con las mismas instan- 
cias y tanto rato como la vez primera. Así , ya 
principiaré desde el primer dia del matrimonio 
á enseñarle el modo con que pienso tratarla to- 
do el tiempo de su vida. » 

Viendo aparecer el dia , calló la sultana Che- 
herazada , y á la noche siguiente volvió á to- 
mar el hilo de su historia , diciendo al sultán de 
las Indias lo siguiente : 



NOCHE CLIV. 



Señor, he aquí como prosiguió el barbero 
hablador la historia de su quinto hermano : <t Pa- 
sadas las ceremonias nupcialeá , » continuó Al- 
naschar , « tomaré de la mano de uno de mis 
criados , que estará á mi lado , una bolsa de 
quinientas monedas de oro y la daré á las don- 
cellas para que me dejen solo con mi esposa. 
Cuando se hayan retirado, mi mujer se acostará 
primero, y en seguida me acostaré yo , dándo- 
le la espalda , y asi pasaré toda la noche sin de- 
cirle una sola palabra. Al dia siguiente no de- 
jará ella de quejarse á su madre , la mujer del 
gran visir, del poco aprecio que le manifiesto y 
de mi orgullo ; y entonces mi corazón rebosará 
de placer. Vendrá su madre en busca mia ; me 
besará las manos con respeto y me dirá : « Se- 
ñor ( pues no se atreverá á nombrarme su yer- 
no, por temor de ofenderme hablándome con 
demasiada familiaridad) , ruégoos encarecida- 



mente no os desdeñéis de mirar á mi hija y acer- 
caros á ella ; os aseguro que ella no trata sino 
de agradaros y os ama con toda su alma. » Pero 
por mas que hable mi suegra , yo no le contes- 
taré palabra, y me mantendré cabal en mi gra- 
vedad. Entonces ella se arrojará á mis pies, me 
los besará repetidas veces y me dirá : a Señor, 
¿ podríais poner en duda el recato de mi hija? 
juróos que la he tenido siempre á mi lado , y 
que sois el primer hombre que le ha visto la 
cara ; cesad de tenerla tan apesadumbrada ; 
concededle la gracia de mirarla , de hablarle y 
de fortalecerla en la buena voluntad que tiene 
de satisfaceros en todo y por todo. » Nada de 
esto me inmutará ; y al verlo mi suegra , toma- 
rá un vaso de vino , y poniéndolo en la mano 
de su hija , le dirá : « Preséntale tú misma este 
vaso de vino ; no cabe que tenga la crueldad de 
rehusarlo de una mano tan bella. » Mi mujer se 



216 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



llegará con el vaso , y permanecerá de pié y 
temblorosa delante de mí ; y cuando vea que yo 
no me vuelvo á mirarla y me aferró en mi de- 
saire , me dirá bañados en lágrimas los ojos : 
« Corazón mió , alma mia , amable señor mío, 
os ruego , por los favores que el cielo os dispen- 
sa , que me hagáis la merced de recibir este 
vaso de vino de la mano de esta mas humilde 
servidora vuestra. » Yo no obstante tendré buen 
cuidado de no mirarla* todavía ni responderle. 
« Querido esposo mió , » continuará ella , baña- 
da mas y mas en su llanto , y acercándome el 
vaso á la boca , «no pararé hasta que haya 
conseguido que bebáis. » Cansado ya de sus rue- 
gos , le lanzaré una mirada terrible y le daré un 
buen bofetón á la cara , repeliéndola con el pié 
tan fuertemente , que irá á caer á la otra parte 
del sofá. » 

«Tan absorto estaba mi hermano en estas 
quiméricas ilusiones , que representó al vivo la 
escena con el pié , y quiso su mala suerte que 
diera tan recio con su canasta llena de vidrio, 
que de lo alto de su tienda la echó á la calle, 
quedando por consiguiente toda su mercancía 
hecha mil pedazos. 

« El sastre su vecino , que habia oido aquel 



estravagante soliloquio , dio una gran risotada 
cuando yió caer la canasta. « \ Oh ! ¡ qué malva- 
do eres ! » le dijo á mi hermano. « ¿No debieras 
morirte de vergüenza en ajar á una novia que 
ningún motivo de queja te ha dado ? i Muy bru- 
tal debes de ser que desoigas el llanto y los ha- 
lagos de una señorita tan preciosa ! Si yo me 
hallara en lugar del gran visir tu suegro , te 
mandaría dar cien corbachadas , y te haria pa- 
sear por la ciudad con las alabanzas que me- 
reces. » 

f a Con este fracaso , volvió en sí mi hermano; 
y viendo que su orgullo insufrible era causa de 
que le hubiese sucedido , golpeóse la cara , ras- 
góse los vestidos y se puso á llorar dando ala- 
ridos , á los que pronto acudieron los vecinos y 
se detuvieron los transeúntes que iban á la ora- 
ción del mediodía , los cuales pasaban'en mayor 
número que los demás dias, porque casualmen- 
te era viernes. Los unos se compadecieron de 
Alnáschar , y los otros no hicieron mas que reírse 
de su estravagancia ; pero lo cierto es que la 
vanidad que se le habia subido á la cabeza se 
habia disipado con su hacienda , y él seguía llo- 
rando amargamente su mala suerte, cuando vi- 
no á pasar por allí una señora de suposición , 




CUENTOS ÁRABES. 



217 



montada en una muía ricamente enjaezada. Mo- 
vióla á compasión el estado de mi hermano , y 
preguntando quién era y porqué lloraba , le di- 
jeron únicamente que era un infeliz que habia 
empleado el poco caudal que tenia en la compra 
de una canasta de vidrio , y que esta se le ha- 
bía caido rompiéndosele toda la vidriería. Al 
punto se volvió la señora hacia un eunuco que 
la acompañaba , y le dijo : a Dadle lo que llevéis 
encima. » Obedeció el eunuco , poniendo en ma- 
nos de mi hermano un bolsillo con quinientas 
monedas de oro ; y fué tal el gozo que recibió 
mi hermano con aquel dinero , que dio mil ben- 
diciones á la señora , y cerrando la tienda , don- 
k de ya no era necesaria su presencia , marchóse 
á su casa. 

(( Estaba haciendo mil reflexiones sobre la 
gran ventura que acababa de tener, cuando oyó 
llamar á la puerta; antes de abrir preguntó 
quién era, y conociendo por la voz que era una 
mujer, abrió, y ella le dijo : « Hijo mió, vengo 



á pediros un favor ; es la hora de la oración, y 
quisiera lavarme; para poderla hacer permi- 
tidme que entre en vuestra casa á tomar un 
jarro de agua. » Miró mi hermano á aquella mu- 
jer, y aunque no la conoció, viendo que ya era 
de edad avanzada, otorgóle lo que pedia, dán- 
dole un jarro Heno de agua. Volvió en seguida 
á sentarse, y pensando siempre en su última 
aventura, puso el dinero en un cinto largo y 
estrecho. Entretanto hizo la vieja su oración, y 
después vino á ver á mi hermano, postróse dos 
veces dando con la frente en el suelo, cual si 
hubiese querido rogar á Dios, y levantándose en 
seguida, dijo á mi hermano que le deseaba mil 
felicidades. » 

La luz de la aurora que empezaba á despun- 
tar obligó á Gheherazada á suspender su nar- 
ración, que á la noche siguiente prosiguió de 
este modo, siempre hablando como en boca del 
barbero : 



NOCHE CLV. 



« Ya dijimos que la vieja deseaba mil felici- 
dades á mi hermano, en agradecimiento á su 
urbanidad; pero como iba vestida muy pobre- 
mente, y se humillaba de aquel modo delante 
de él, juzgó que le pedia limosna, y él le pre- 
sentó dos monedas de oro. Retrocedió la vieja 
con estrañeza y como ofendida, diciendo : 
« i Gran Dios ! ¿ qué significa eso? ¿acaso me te- 
neis por una de esas pordioseras que hacen pro- 
fesión de introducirse descaradamente en las 
casas para pedir limosna? guardad el dinero, 
que, á Dios gracias, no me hace falta; yo per- 
tenezco á una señora joven de esta ciudad, que 
es muy hermosa y al propio tiempo muy rica, 
y no permite que yo carezca de cosa alguna. » 

« No echó de ver mi hermano el ardid de la 
vieja, que si bien habia rehusado las dos mo- 
nedas de oro, era tan solo con el fin de lograr 
mas ; y preguntóle si podía proporcionarle el 
logro de ver á aquella señora. eCon mucho 
gusto, » le contestó ella ; « tendrá una satisfac- 
ción en casarse con vos, y os hará donación de 



todos sus bienes, juntamente con su persona. 
Tomad vuestro dinero, y seguidme. » Deslum- 
hrado ya con el hallazgo de una gran cantidad 
de dinero, y casi al mismo tiempo de una mujer 
rica y hermosa, no se detuvo en mas conside- 
raciones, y tomando las quinientas monedas de 
oro, dejóse guiar por la vieja. 

a Fuese ella delante, y él la siguió de lejos 
hasta la puerta de una casa grande, donde se 
detuvo á llamar, llegando él allí al tiempo que 
una joven esclava griega abría la puerta. La 
vieja le hizo entrar primero atravesando un pa- 
tio muy bien enlosado, y le introdujo en un 
salón cuyos adornos le corroboraron en el buen 
concepto que habia fonnado de la señora de la 
casa. Mientras la anciana se fué para avisar á 
la señora, él tomó asiento, quitóse el turbante, 
porque tenia calor, y púsolo á su lado. A poco 
rato vio entrar á la señorita, cuya vista le asom- 
bró, no tanto por la riqueza de sus vestidos 
como por su hermosura. Levantóse al instante, 
y la señorita le rogó espresivamente que vol- 



218 



LAS MIL Y UNA NOCHES 



viese á sentarse, sentándose ella también á su 
lado. Manifestóle que estaba muy satisfecha de 
verle , y tras algunos otros agasajos , le dijo : 
a No estamos aquí con bastante comodidad^ 
dadme la mano, y venid conmigo. » Dióle ella 
la suya, y condújole á un aposento retirado, 
donde estuvo conversando un rato con^él, y 
luego le dejó diciendo : « Quedaos aquí; estoy 
con vos al instante. » Quedóse allí esperando, y 
á poco, en lugar de lajdama, vio llegar un es- 
clavo negro muy alto con un sable en la mano, 
y lanzando sobre mi hermano terribles miradas, 
« ¿Qué haces tú aquí?» le dijo con altivez. 
Quedó tan atónito Alnaschar á su vista, que ni 
siquiera tuvo aliento para responder. El esclavo 
le desnudó, quitóle el oro que llevaba, y des- 
cargóle algunos sablazos que le magullaron las 
carnes. Cayó por tierra el infeliz sin movimien- 
to, aunque no habia perdido el uso de los sen- 
tidos ; y creyendo el negro que habia muerto, 
pidió sal, y trájola en un grande azafate la es- 
clava griega ; frotaron con ella las heridas de mi 
hermano, quien tuvo bastante fortaleza de áni- 
mo para resistir el intenso dolor que estaba pa- 
deciendo, sin dar Ja menor señal de vida. Ha- 
biéndose retirado el negro y la esclava griega, 
vino la anciana que le habia armado aqueHa ase- 
chanza, cojióle por los' pies y arrastróle hasta 
un escotillón, por donde Je dejó caer. Hallóse 



en un subterráneo con varios cuerpos de per- 
sonas asesinadas, lo que echó de ver luego que 
volvió en sí, pues el golpe de la caida le habia 
hecho perder el sentido. La sal con que le fro- 
taron las heridas le conservó la vida, y poco á 
poco fué recobrando el brio necesario para 
tenerse en pié, hasta que pasados dos dias, 
abrió de noche el escotillón, y observando que 
en el patio habia un sitio á propósito para es- 
conderse, permaneció allí hasta el amanecer. 
Entonces vio comparecer á la maldida vieja, 
quien abrió la puerta de la calle y se marchó en 
busca de otra caza. A fin que ella no le viese, 
no salió de aquella ladronera hasta pasado un 
rato que ella hubo salido, y vino á refujiarse en 
mi casa, donde me contó todas las aventuras 
que en tan corto tiempo le habían sucedido. 

« Al cabo de un mes ya estuvo enteramente 
curado de las heridas, mediante los remedios 
muy eficaces que yo le fui aplicando. Habiendo 
resuelto vengarse de la vieja que con tanta 
crueldad le habia engañado, hizo al efecto una 
bolsa que pudiese contener quinientas monedas 
de oro, y en vez de monedas, la llenó de trozos 
de vidrio. » 

Al concluir estas palabras, observó Chehera- 
zada que ya habia amanecido, y suspendió su 
narración hasta la noche siguiente.. 



NOCHE CLTI. 



« Atóse mi hermano, » dijo el barbero, « el 
talego de vidrios á manera de ceñidor, disfra- 
zóse de vieja, y se proveyó de un sable que 
ocultó debajo del vestido. Un dia por la mañana 
encontró á la vieja que se paseaba por la ciudad 
buscando á quien causar algún desmán. Llegóse 
á ella, y remedando la voz de mujer, le dijo : 
«¿ Pudierais proporcionarme un pesillo, pues 
acabo de llegar de Persia, y he traido quinien- 
tas monedas en oro, y quisiera ver si están cor- 
rientes ? — A nadie podíais encaminaros mejor 
que á mí, » le dijo la anciana : « venid conmigo 
á casa de mi hijo, que precisamente es cambista, 
y él mismo cuidará de pesároslas y os ahorrará 



ese trabajo ; pero es preciso que vayamos pron- 
to para que le hallemos en casa antes de ir á la 
tienda. » Siguióla mi hermano hasta la casa 
donde le habia introducido la vez primera, y 
abrió la puerta la esclava griega. 

« La vieja acompañó á mi hermano á la sala, 
donde le dijo que esperase un poco , que iba á 
llamar á su hijo. Presentóse el supuesto hijo bajo 
la forma de un feísimo esclavo negro, y dijo 
á mi hermano : « Vieja maldita, levántate y si- 
gúeme. » Diciendo esto, anduvo adelante para 
conducirle al sitio donde quería asesinarle. Le- 
vantóse Alnaschar, siguióle, y sacando el sable 
que tenia debajo del vestido, tiróle una cuchi- 



CUENTOS ÁRABES. 



219 



Hada por detrás al pescuezo, con tal acierto que 
le derribó la cabeza. Al instante la cojió con una 
mano, y con la otra arrastró el cuerpo hasta el 
subterráneo, donde le arrojó. La esclava griega, 
que ya estaba acostumbrada á aquella operación, 
no tardó en presentarse con el azafate lleno de 
sal ; pero al ver á Alnaschar con el sable en la 
mano y sin el velo con que tenia cubierta la 
cara, dejó caer el azafate y echó á correr ; mas 
mi hermano corrió mas que ella, la cojió, y le 
hizo rodar la cabeza de un sablazo. Acudió tam- 
bién al ruido la vieja bribona, y antes que pu- 
diese escapársele, agarróla diciendo : « \ Mal- 
vada ! ¿ me conoces ?— ¡ Dios mió ! » respondió 
temblando; «¿quién sois, señor? yo no hago 
memoria de haberos visto en mi vida. » — Y 
él le contestó : « Soy aquel en cuya casa entraste 
el otrodia para lavarte y hacer la hipócrita ora- 
ción ; ¿ te acuerdas? » Entonces ella se echó de 
rodillas para pedirle perdón ; pero él la des- 
cuartizó. 

a Ya no faltaba mas que la señora, la cual 
ignoraba lo que acababa de suceder en su casa. 
Buscóla, y hallóla en un aposento, donde estuvo 
á punto de desmayarse en cuanto le vio apare- 
cer. Ella le rogó le perdonase la vida, y él tuvo 
la generosidad de concedérsela , diciéndole : 
a Señora, ¿cómo es posible que estéis con tan 
mala jente como estos de quienes acabo de to- 
mar justa venganza ? » — Y ella le contestó : 
« Yo era mujer de un mercader honrado ; la mal- 
dita vieja, cuya maldad no conocía , venia á 
verme algunas veces, y un dia me dijo : « Se- 
ñora, en mi casa estamos de boda, y os diver- 
tiréis mucho, si queréis honrarnos con vuestra 
presencia. » — Déjeme persuadir, tomé el me- 
jor vestido que tenia, y, con un bolsillo de cien 
monedas de oro, seguí la, y me acompañó á esta 
casa, donde encontré al negro, que me detuvo 
por fuerza, y hace tres años que estoy aquí des- 
hecha en amargo llanto. — Según las fechorías 
de ese negro detestable, » repuso mi hermano, 
«preciso es que tenga recogidas inmensas rique- 
zas. — Son tantas, » respondió ella , « que se- 
réis rico para toda la vida, si conseguís llevá- 
roslas: seguidme y lo veréis. » Acompañó á 



Alnaschar á un aposento, donde efectivamente 
habia varios cofres llenos de oro, y él no podia 
volver en sí del pasmo que le causó el contem- 
plarlos. « Id en busca de jente, » le dijo ella, 
«y volved pronto para llevároslo todo.» Mi 
hermano no dio lugar á que se lo dijera dos ve- 
ces, y salió, no estando fuera mas que el tiempo 
necesario para reunir á diez hombres, con quie- 
nes volvió á la casa, y quedó admirado al hallar 
la puerta espedí ta ; pero pasmóse mucho mas, 
cuando, al entrar en el cuarto donde estaban 
los cofres, vio que no quedaba ninguno. La se- 
ñora , mas astuta y dilijente que él, los habia 
mandado quitar ; pero á falta de los cofres, y 
no queriendo volverse con las manos vacías, 
mandó cargar todos los muebles que encontró 
en las salas y guardaropas, con lo cual habia 
mas que suficiente para indemnizarse de las 
quinientas monedas de oro que le habían ro- 
bado ; pero al salir de la casa, se olvidó de cer- 
rar la puerta. Los vecinos, que habían conocido 
á mi hermano y visto entrar y salir á los alha- 
meles, fueron corriendo á dar parte al juez de 
policía de aquella mudanza de muebles que les 
pareció sospechosa. Alnaschar pasó la noche 
con bastante sosiego ; pero a la mañana si- 
guiente, cuando iba á salir de su casa, encon- 
tró á la puerta veinte dependientes del juez de 
policía que le echaron mano diciéndole : « Se- 
guidnos, que el señor juez quiere hablaros. » 
Rogóles mi hermano que no se diesen tanta 
prisa, y ofrecióles dinero para que le dejasen 
huir; pero en vez de escucharle, le .ataron y se 
le llevaron á viva fuerza. Al pasar por una calle, 
dieron con un amigo de mi hermano, quien se 
detuvo para informarse como era que le lleva- 
ban preso, y también les propuso una buqna 
suma para que le soltaran y dijeran al juez que 
no le habían hallado ; pero nada pudo conse- 
guir, y Alnaschar fué presentado al juez de po- 
licía. » 

Cheherazada suspendió su narración, porque 
notó que era ya de dia, y á la noche siguiente 
volvió á tomar el hilo, contando al sultán de las 
Indias lo siguiente: 






220 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CLYII. 



« Señor, » prosiguió el barbero, « cuando los 
celadores hubieron llevado á mi hermano ante 
el juez de policía, aquel majistrado le dijo: 
a Decid donde tomasteis los muebles que ayer 
mandasteis llevar á vuestra casa. — Señor, » 
respondió Alnaschar, « voy á deciros la pura 
verdad; pero antes permitidme que apele á 
vuestra clemencia, y os suplico me deis palabra 
de no castigarme. — Os la doy, » respondió el 
juez. Entonces le esplicó mi hermano sin rebozo 
cuanto le habia sucedido, y cuanto habia eje- 
cutado desde el dia en que la anciana habia ido 
á rezar á su casa, hasta que echó menos á la 
dama en el cuarto donde la habia dejado des- 
pués de haber muerto al negro, la esclava griega 
y la vieja ; y con respecto á lo que se habia lle- 
vado á su casa, suplicó al juez le dejase con una 
parte por lo menos para indemnizarse de las 
quinientas monedas de oro que le habian robado. 

« El juez, sin prometer cosa alguna á mi her- 
mano, mandó algunos dependientes á su casa 
para recojér todo lo que en ella habia ; y cuan- 
do le hubieron noticiado que ya no quedaba 
nada, y que todo estaba depositado en su guarda- 
muebles , mandó á mi hermano que saliese 
inmediatamente de la ciudad y que no volviese 
mas á ella en toda su vida, porque temia que 
no fuese á quejarse de su injusticia al califa. 
Salió Alnaschar de la ciudad sin quejarse, y fué 
á refujiarse á otra. En el camino tropezó con 
unos salteadores que le quitaron cuanto llevaba, 
dejándole en cueros vivos como el dia en que 
nació. No bien supe yo esta ocurrencia tan las- 
timosa, tomé un vestido y fui en su busca ; y 
después de haberle consolado lo mejor que pude, 
llévele conmigo y le introduje reservadamente 
en la ciudad, donde le cuidé con el ipismo es- 
mero que á los demás hermanos. 

HISTORIA DEL SEXTO HERMANO DEL BARBERO. 

« Ya no me queda para contar sino la historia 
de mi sexto hermano, llamado Schacabac, el de 
los labios hendidos. Primero tuvo maña para 



hacer producir muy bien las cien dracmas de 
plata que le tocaron en dote, lo mismo que á los 
demás hermanos , de modo que llegó á verse 
bastante acomodado ; pero de resultas de un 
fracaso quedó reducido á la necesidad de pedir 
limosna para subsistir, y desempeñábalo con 
maestría, pues tenia particular habilidad en pro- 
porcionarse entrada en las casas grandes por 
medio de los oficiales y criados, á fin de llegar á 
hablar con los amos y escitar su compasión. 

« Pasaba un dia delante de un magnífico pala- 
cio, por cuya elevada puerta se veia un espa- 
cioso patio donde habia una multitud de lacayos, 
y llegándose á uno de ellos, preguntóle de quien 
era aquel palacio. « ¿ De dónde sois, buen 
hombre, que me venis haciendo semejante pre- 
gunta ? ¿ No os da á conocer todo lo que veisque. 
este alcázar es de un Barmecida? (1) » Mi her- 
mano, que estaba ya enterado de la jenerosidad 
y liberalidad de los Barmecidas, se fué encaran- 
do con los varios porteros que habia, y pidióles 
una limosna ; pero ellos le contestaron : « Pasad 
adelante, pues nadie os estorba la entrada, y 
vos mismo ved al señor de la casa, que no os 
volveréis descontento. » 

« No esperaba mi hermano tanta cortesanía, y 
dando gracias á los porteros, entró con su per- 
miso en el palacio, que por ser tan grandioso, 
tardó mucho tiempo en llegar al aposento del 
Barmecida. Penetró finalmente hasta un grande 
edificio cuadrado de hermosísima, arquitectura, 
y entró por un atrio, tras el cual descubrió un 
jardin muy delicioso con caminos de morrillo 
de varios matices que alegraban la vista. Casi 
todos los aposentos inferiores que en torno rei- 
naban eran descubiertos, y se cerraban con 
grandes cortinas que ocultaban los rayos del 
sol, y se abrían para tomar el fresco cuando ha- 
bia tramontado. 

« Un sitio tan deleitoso hubiera causado ad- 
miración á mi hermano, á no tener el ánimo lan 



(1) Los Barmecidas, como ya se ha dicho, eran de una fa- 
milia noble de Persia establecida en Bagdad. 



CUENTOS ÁRABES. 



221 



aquejado. Entró por fin en un salón ricamente 
adornado y pintado de follajes de oro y azul, 
donde descubrió á un hombre venerable con 
una larga barba' blanca, que estaba sentado en el 
sitio de honor de un sofá, por lo que juzgó que 
era el señor de la casa. Efectivamente, era el 
mismo Barmecida, que le recibió con el mayor 
afecto, preguntándole qué se le ofrecía. « Se- 
ñor, » le respondió mi hermano en acento lasti- 
mero, « soy un infeliz que necesito la asistencia 
de las personas poderosas y liberales como vos. 
A nadie mejor podia haberme encaminado que á 
un señor dotado de mil prendas relevantes. » 

« Manifestóse admirado el Barmecida de la 
respuesta de mi hermano, y llevando sus dos 
manos al pecho, como para rasgarse el vestido 
en señal de quebranto , « ¿ Es posible, » escla- 
mó, « que estando yo en Bagdad, un hombre de 
vuestras circunstancias se halle en tal necesi- 
dad ? Esto no puedo yo consentirlo. » Persua- 
dido mi hermano con aquellas demostraciones 
de que iba á darle una prueba nada equívoca de 
su liberalidad, dióle mil bendiciones y díjole 
que le deseaba toda suerte de prosperidades. 
« No quiero que se diga que yo os he desampa- 
rado, » repuso el Barmecida, « ni consiento en 
que vos me abandonéis á mí. — Juróos, señor,» 
replicó mi hermano, « que no he comido cosa 
alguna en todo el dia. — ¿ Es cierto, » dijo el 
Barmecida , « que á la hora que es estéis en 
ayunas ? ¡ Pobre hombre I ¡ está muñéndose de 
hambre ! Ola , muchacho, » añadió esforzando 
la voz, a traigan al punto el agua y la palanga- 
na para lavarnos las manos. » Y sin embargo de 
que no compareció criado alguno ni vio mi her- 
mano palangana ni agua, no por esto dejó el 



Barmecida de restregarse las manos lo mismo 
que si alguien le hubiese estado echando agua, 
y mientras aquello hacia, iba diciendo á mi her- 
mano : <c Vaya, llegaos y lavaos las manos con- 
migo. » Juzgó mi hermano con aquello que el 
señor Barmecida era amigo de chanzas, y como 
él también era de condición jovial y sabia por 
otra parte que los pobres deben ser avenibles 
con los ricos para sacar de ellos buen partido, 
llegóse á él é hizo lo que él estaba haciendo. 

« Vamos, » dijo el Barmecida, « traigan la co- 
mida pronto, que no tengamos que esperar » Des- 
pués de haber dicho estas palabras, aunque no 
habian traído cosa alguna, hizo como si hubiese 
tomado algo en un plato, y empezó á llevarlo á 
la boca y á mascar aire, diciendo á mi herma- 
no: «Comed, buen huésped, comed lo mismo que 
si estuviereis en vuestra casa. Comed, pues pa- 
ra estar hambriento, paréceme, amigo, que an- 
dáis con hartos cumplimientos. — Nada de eso, 
señor, » le contestó Schacabac, remedando lo 
mejor que podia sus muecas ; « ya veis que no 
pierdo el tiempo y que desempeño perfecta- 
mente mi papel. — ¿Qué tal os parece este 
pan ? » añadió el Barmecida ; a ¿ no es verdad 
que es escelente ? — Ciertamente, señor, » res- 
pondió mi hermano, sin ver mas pan que otro 
manjar alguno, «jamás lo había comido tan 
blanco y esquisito. — Siendo así, « repuso el 
Barmecida, « rellenaos bien de éJ, que os juro 
que la panadera que tan buen pan amasa me 
costó quinientas monedas de oro. » 

Quería continuar Cheherazada, pero el dia la 
interrumpió al decir estas palabras, y á la no- 
che siguiente prosiguió de este modo : 



NOCHE CLVIII. 



« Después de haber hablado el Barmecida de 
su esclava panadera, y hecho mil alabanzas de 
su pan, qne mi hermano tan solo estaba co- 
miendo idealmente, gritó : « Muchacho, tráenos 
otro plato; » y aunque ningún muchacho se vio, 
siguió diciendo á mi hermano : Vaya, buen hués- 
ped, probad de este guisado y decidme si habéis 



comido jamás carnero hecho con trigo monda- 
do, que con este pueda compararse. — Riquísi- 
mo está, » respondió mi hermano, « y como á 
tal le estoy tratando cual merece. — ¡ Que me 
place ! » dijo el señor Barmecida, « es tal la sa- 
tisfacción que tengo de veros comer de tan bue- 
na gana, que os ruego no dejéis nada de este 



±11 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



plato, ya que tanto os gusta. » A poco rato, pi- 
dió un ganso con salsa agridulce, hecha con vi- 
nagre, miel, pasas, garbanzos é higos secos, cu- 
yo guisado fué servido como lo habia sido el de 
carnero. « ¡ Ah ! ¡ que gordo está el ganso ! » 
dijo el Barmecida, » tomad una pierna y una 
pechuga ; pero haced de modo que os quede 
apetito para los muchos cubiertos que aun fal- 
tan. » Pidió en efecto otros muchos platos dife- 
rentes : y mi hermano, al propio tiempo que se 
estaba muriendo de hambre, hizo ademan de 
comer de todo ; ponderó muy particularmente 
un cordero relleno de alfónsigos que mandó 
servir, y lo fué del mismo modo que los platos 
anteriores. « ¡ Oh ! lo que es este manjar, » di- 
jo el señor Barmecida, « no se come mas que en 
mi casa, y me daréis gusto si os saciáis bien de 
él. « Diciendo esto, hizo como si tuviese un pe- 
dazo en la mano, y llegándolo á la boca de mi 
hermano, añadió : « Tomad, comed este boca- 
do, y me diréis si tengo razón en alabar ese 
plato. » Alargó mi hermano la cabeza , abrió 
la boca , y aparentó que tomaba , mascaba y 
engullía el bocado con sumo placer, a Bien sa- 
bia yo, » repuso el Barmecida, « que os habia 
de gustar. — Jamás comí cosa mas delicada,» 
contestó mi hermano-, a y es preciso confesar 
que es espléndida vuestra mesa. — Traigan aho- 
ra el saínete , » gritó el Barmecida ; « no 
dudo que ha de contentaros tanto como el cor- 
dero. ¿Qué tal, qué os parece? — Deliciosísi- 
mo, » respondió Schacabac ; « sabe al ámbar, 
al clavo especia , á la nuez moscada, al jenji- 
bre, al pimiento y á las yerbas mas olorosas, 
cuyos aromas están proporcionados de modo 
que el uno no embota al otro, y todos se perci- 
ben á un mismo tiempo ; ¡ oh ! ¡ qué placer ! — 
Veamos pues si honráis cual se merece este saí- 
nete, » replicó el Barmecida ; « comed, comed 
os ruego. — Ea, muchacho, » añadió esforzando 
la voz , « tráigannos otro saínete. — No mas, 
por Dios, » interpuso mi hermano ; juróos, se- 
ñor, que me es imposible pasar nada mas : es- 
toy que reviento. 

— a Levanten pues todo esto, dijo el Barme- 
cida, « y traigan las frutas. » Estuvo un rato es- 
perando, como para dar lugar á que los criados 
sirviesen, y luego añadió : Probad estas almen- 
dras, que son buenas y frescas. « Ambos hicie- 
ron ademan de mondar las almendras y comer- 
las, y rogando en seguida el Barmecida á mi 
hermano que tomase otra friolera , le dijo : 
« Ahí tenéis frutas de todas clases, empanadas, 
confituras secas, compotas : tomad lo que mas 
os agrade ; » y luego alargando la mano como 
si hubiese presentado alguna cosa, a tomad, d 



añadió, esta pastilla, que es escelente para faci- 
litar la digestión. » Schacabac aparentó tomarla, 
diciendo : « Señor, también tiene almizcle. — Es- 
tas pastillas se hacen en mi casa, » respondió el 
Barmecida, « y tanto en esto como en todo lo que 
en ella se hace, nada se escatima. » Aun volvió 
á instar á mi hermano para que comiese, di- 
ciéndole : Para un hombre que estaba sin desa- 
yunarse cuando entró en esta casa , paréceme, 
amigo, que habéis comido muy poco. — Juro á 
vuestra señoría, » respondió mi hermano, á 
quien le dolían las quijadas á fuerza de mascar 
al aire, « que me hallo tan lleno que no sabría 
donde meter un solo bocado mas. — Ahora, 
huésped mío, » repuso el Barmecida, « preciso 
es que bebamos, puesto que tan bien hemos co- 
mido (1). ¿Supongo que beberéis vino ? — Su 
señoría me dispensará de beber vino, » dijo mi 
hermano, « porque es cosa que me está vedada. 
— Escrupuloso sois en demasía,» replicó el 
Barmecida : « imitadme á mí. — Para compla- 
ceros lo beberé, » dijo Schacabac, «pues que os 
empeñáis en que nada falte á vuestro banquete; 
pero como yo no tengo costumbre de beber vi- 
no, temo faltar á la urbanidad y tal vez al res- 
peto que se os debe, por lo que os suplico otra 
vez me dispenséis de beber vino, pues yo me con- 
tentaré con un trago de agua. — No, no, » dijo el 
Barmecida, « vos habéis de beber vino.» Mandó 
al mismo tiempo que trajeran vino, mas este 
no fué mas real que los guisados y las frutas ; apa- 
rentó echarse de beber y beber primero, y luego 
haciendo como si sirviese á mi hermano y le pre- 
sentase él vaso, dijo: « Bebed á mi salud, y á ver 
si me decís que tal os parece este vino. » Mostró 
mi hermano tomar el vaso, miróle de cerca co- 
mo para ver si el vino tenia buen color, llevólo 
á las narices para juzgar si olia bien , y haciendo 
en seguida un rendido acatamiento al Barmecida 
para demostrarle que se tomaba la libertad de 
beber á su salud, hizo al fin ademan de beber 
con toda la apariencia de un hombre que está 
bebiendo regaladamente. « Señor, » dijo, a ha- 
llo escelente este vino, pero á mi entender, no 
es bastante fuerte. — Si lo deseáis de mas fuer- 
za, » respondió el Barmecida, ano tenéis mas que 
pedir, pues en mi bodega Jo hay de muchas ca- 
lidades ; á ver si este os gustará.» Con esto hizo 
ademan de echar de otro vino, primero para sí 
y Juego para mi hermano, y repitió tantas veces 
la misma operación, que linjiendo Schacabac 
habérsele calentado la cabeza con la bebida, 
principio á hacer el borracho, y levantando la 
mano, dio al Barmecida un golpe tan recio en 

(1) Los Orientales, y en particular los Jtohomctanos, no 
benen hasta el fln de la coñuda. 



(TEMOS ARARES. 



223 



la cabeza que le echó por tierra ; iba á descar- 
garle mas golpes, pero presentándole el Barme- 
cida el brazo para evitarlo, le dijo: «¿Estáis 
loco ? )> A lo que se contuvo mi hermano, di- 
ciéndole : «Señor, os habéis dignado recibir en 
vuestra casa á este esclavo vuestro y darle un 
espléndido banquete, y en vez de limitaros co- 
mo debíais á darle de que comer, le habéis he- 
cho beber vino, sin embargo de que os dijo que 
seria fácil os faltase al respeto debido ; lo que 
siento en el alma , y os pido por ello perdón. » 



« No bien hubo concluido estas palabras , 
cuando, en lugar de encolerizarse el Barmccida, 
soltó la risa á carcajada suelta, diciendo : «Mu- 
cho tiempo habia que estaba buscando un hom- 
bre de vuestro jenio... » «Pero, gran señor, » 
dijo Cheherazada al sultán de las Indias, « yo 
no echaba de ver que ya ha amanecido. » Le- 
vantóse al punto Chahriar, y á la noche siguiente 
la sultana prosiguió su relación en estos tér- 
minos : 



NOCHE CLIX. 



Señor, he aquí cómo prosiguió el barbero la 
historia de su sexto hermano : « El Barmecida 
hizo á Schacabac toda clase de obsequios, y le 
dijo : « No tan solo os perdono el golpe que me 
habéis dado, sino que deseo que en lo sucesivo 
seamos amigos y no tengáis mas casa que la 
mia ; puesto que os habéis acomodado tan bien 
á mi jenio y tenido paciencia para aguantar la 
broma hasta el fin, ahora vamos realmente á 
comer. » Al concluir estas palabras, dio algunas 
palmadas, y mandó á varios criados que fueron 
acudiendo que pusiesen la mesa , en lo que fué 
prontamente obodecido, y mi hermano pudo en- 
tonces paladear todos los manjares que solo 
idealmente habia probado. Después de la comi- 
da, sirvieron vino, y al propio tiempo se pre- 
sentaron muchas esclavas hermosas y ricamente 
vestidas, las cuales entonaron varías canciones 
agradables acompañadas con armoniosos ins- 
trumentos. En suma, nada faltó para que Scha- 
cabac quedase mas que satisfecho de la digna- 
ción y agasajo del Barmecida, que estando pren- 
dado de él , tratóle con familiaridad y le mandó 
dar un vestido de su guardaropa. 

« Comprendió el Barmecida que mi hermano 
tenia tanto desempeño y discreción para todos 
los quehaceres, que á los pocos dias ya le con- 
fió el cuidado de toda su casa y hacienda, cuyo 
empleo estuvo sirviendo á las mil maravillas 
por espacio de veinte años ; murió al cabo de 
este tiempo el jeneroso Barmecida, acabado por 
la vejez, y como no dejara heredero alguno, to- 



dos sus bienes fueron confiscados i favor del 
principe, y con ellos todos los que habia allega- 
do mi hermano ; de suerte que viéndose este 
reducido i su primitivo estado, juntóse con una 
caravana de peregrinos de la Meca, con intento 
de hacer aquella romería socorrido por sus li- 
mosnas, pero por sus desventuras se vio ataca- 
da la caravana y robada por un número de Be- 
duinos mayor que el de los peregrinantes. Mi 
hermano quedó esclavo de un Beduino que le 
apaleó durante muchos dias para precisarle á 
ajenciarse el rescate, aunque le protestó que 
era por demás que le maltratase, diciéndole : 
« Soy vuestro esclavo, y podéis hacer de mí lo 
que os plazca; pero tened por cierto que estoy 
sumido en la desdicha, y que carezco de medios 
para rescatarme. » Por mas que dijo mi herma- 
no manifestándole su pobreza y procurando 
ablandarle con sus lágrimas, nada pudo conse- 
guir del Beduino, antes viendo este frustrada la 
esperanza que habia concebido de sacar de él 
una buena cantidad, enfurecióse de modo que 
tomíindo una navaja, hendióle Mos labios, á fin 
de vengarse con esta inhumanidad del malogro 
que le habia cabido. 

« Tenia el Beduino una mujer muy hermosa, 
y cuando iba á sus correrías, solía dejar solo á 
mi hermano con ella , la cual entonces no per- 
donaba medio para hacer llevaderos á mi her- 
mano los rigores de la servidumbre, dándole á 
entender que le amaba ; pero él no se atrevía á 
corresponder á su pasión, por no tener que 




arrepentirse luego , y procuraba evitar hallarse 
á solas con ella tanto como ella buscaba ocasión 
de lograrlo. 

Estaba tan viciada en retozar y holgarse con 
el pobre Schacabac cuantas veces le veia, que 
una lo hizo á tiempo que lo observó su marido, 
y aquel dia le avino á mi hermano por sus pe- 
cados de juguetear también con ella, sin notar 
que los estaba mirando el Beduino ; quien juz- 
gando por lo que veia que se solían holgar des- 
honestamente , y enfureciéndose, con tamaña 
sospecha, arrojóse sobre mi hermano, le lisió 
bárbaramente, y montándole sobre un camello, 
le llevó á la cumbre de una altísima montaña, 
donde le dejó desamparado. Estaba aquella mon- 
taña junto al cartiino de Bagdad, donde le vieron 
unos pasajeros y me dieron noticia de que allí 
estaba; trasládeme allí á toda prisa, hállele en 
el estado mas infeliz que cabe imajinar, y dán- 
dole los auxilios que necesitaba, llévele otra vez 
á la ciudad. 

« Esto conté al califa Mostanser Bjllah, » aña- 
dió el barbero, « y aquel príncipe me aplaudió 
con nuevas carcajadas, c Ahora sí, » me dijo, 
« que ya no dudo que os dieron con justicia el 



Ululo de callado, y no habrá quien diga lo con- 
trario ; sin embargo por ciertas causas que yo 
me sé, os mando que salgáis inmediatamente de 
la ciudad, y haced de modo que yo no oiga ha- 
blar mas de vos. » Fué preciso obedecer, y pasé 
muchos años viajando en países lejanos, hasta 
que al fin supe que habia muerto el califa , con 
cuyo motivo regresé á Bagdad, donde no hallé • 
vivo á ninguno de mis hermanos. En esta oca- 
sión fué cuando hice al joven cojo el importante 
servicio que habéis oido, y sois testigos de su 
ingratitud y tropelía, prefiriendo apartarse de 
mí y de su patria mas bien que darme pruebas 
de su reconocimiento. Cuando supe que se ha- 
bia marchado de Bagdad, puesto que nadie supo 
decirme de fijo á donde se habia encaminado, 
no por esto dejé de ponerme en camino para 
buscarle, y hace ya mucho tiempo que corro de 
una á otra provincia, habiéndole encontrado en 
este dia cuando menos lo pensaba. No esperaba 
por cierto hallarle tan enconado contra mí. » 

En esto observó Cheherazada que era de dia, 
calló, y á la siguiente noche volvió á tomar de 
este modo el hilo de su historia : 



I 



CUENTOS ÁRABES. 



225 



NOCHE CIX. 



Señor, el sastre acabó de contar al sultán de 
Gasgar la historia del joven cojo y del barbero 
de Bagdad del modo que ayer tuve el honor de 
esplicarlo á vuestra majestad, a Cuando el bar- 
bero hubo terminado su relación, » añadió, 
« conocimos que no le faltaba razón al joven 
para acusarle de hablador ; pero quisimos que 
permaneciese con nosotros y participase del fes- 
tín que nos tenia dispuesto el amo de la casa. 
Sentémonos á la mesa, y nos divertimos hasta la 
oración de la tarde, hora en que se deshizo la 
reunión, y yo me vine á trabajar á mi tienda 
hasta que fuese la de retirarme á mi casa. 

« En este intervalo sucedió lo de presentarse 
medio achispado delante de mi tienda el joro- 
b&dito, cantando y tocando el pandero ; y juz- 
gando que con él no dejaría de proporcionar 
entretenimiento á mi mujer, llévele á casa con- 
migo. Mi consorte nos dio un plato de pescado, 
del que ofrecí un trozo al jorobadillo, y él lo 
comió sin reparar que tenia una espina ; procu- 
ramos en vano socorrerle, y por mas que luci- 
mos, cayó sin sentido á nuestra presencia, cau- 
sándonos tal trastorno y espanto aquella nove- 
dad tan aciaga, que nos dimos priesa en sacar 
el cuerpo de nuestra casa y logramos con ardid 
que lo recibiese en la suya el médico judío. Este 
le bajó al aposento del proveedor, quien le tras- 
ladó á la calle^donde se creyó que el mercader 
le habia muerto. Esto es, señor, » añadió el 
sastre, « lo que tenia que decir para satisfacer á 
vuestra majestad, á quien corresponde pronun- 
ciar si somos dignos de su clemencia ó de su 
enojo, de vida ó de muerte. 

El sultán de Gasgar manifestó en su semblante 
un viso de complacencia que restituyó la vida 
al sastre y sus compañeros. « No puedo negar, » 
dijo, « que me han interesado mas la historia 



del joven cojo , la del barbero y las aventuras 
de sus hermanos , que el cuento de mi bufón ; 
pero antes de dejaros ir á vuestras casas á los 
cuatro y de enterrar el cuerpo del jorobado, de- 
searía ver á ese barbero que es causa de que yo 
os perdone, y puesto que se halla en mi capital, 
fácilmente podrá satisfacerse mi curiosidad. » 
Al propio tiempo despachó un ujier para que 
fuese k buscarle con el sastre que sabia su pa- 
radero. 

Pronto estuvieron de vuelta el ujier y el sas- 
tre, acompañados del barbero, que presentaron 
al sultán. El barbero era un anciano de noventa 
años, con la barba y las cejas blancas como la 
nieve, las orejas caidas y la nariz muy larga ; á 
cuya vista no pudo el sultán contener la risa, 
diciéndole : « Hombre callado , me ban infor- 
mado de que sabíais cuentos portentosos, y 
desearía que me contaseis algunos. — Gran 
señor, » contestó el barbero, « dejando á parte 
por ahora los cuentos que yo pueda saber , su- 
plico humildemente á vuestra majestad me per- 
mita enterahne de lo que hacen aquí en su pre- 
sencia este cristiano, este judío, este musuliqan 
y ese jorobado muerto que allí en el suelo veo 
tendido. » Rióse el sultán de la llaneza del bar- 
bero, y replicóle : « ¿ Y eso á vos qué os im- 
porta? — Señor, » repuso el barbero, « me im- 
porta hacer semejante pregunta, para que sepa 
vuestra majestad que yo no soy grande hablador, 
como suponen algunos, sino un hombre á quien 
llaman con justicia el callado. » 

Sobrecojida Cheherazada con la luz del dia 
que principiaba á alumbrar el aposento del sul- 
tán de las Indias, interrumpió su relación*, y 
prosiguióla luego á la noche siguiente en estos 
términos : 



-»« 



<3~ 



T. I. 



15 



m 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CLXI. 



« Señor, el sultán de Casgar tuvo la condes- 
cendencia de satisfacer la curiosidad del bar- 
bero, mandando que le contasen la historia del 
jorobado, puesto que tanto aparentaba desearlo ; 
y cuando la hubo escuchado el barbero, meneó 
la cabeza f orno para dar á entender que habia 
allí gato encerrado, y esclamó : « Á la verdad , 
esta historia es peregrina ; mas dejen que reco- 
nozca de cerca á ese jorobado. » Llegóse al 
muerto, sentóse junto á él, tomó la cabeza sobre 
sus rodillas, y después de haberla mirado con 
mucho ahinco, prorumpió repentinamente en tan 
destemplada carcajada, y con tan poco mira- 
miento, que se dejó caer de espaldas por el 
suelo, sin considerar que se hallaba delante del 
sultán dé Gasgar. Levantóse en seguida sin parar 
de reír, diciendo : « Bien dicen, y con razón, 
que nadie muere sin causa : si jamás historia 
alguna ha merecido ser escrita con letras de oro, 
es la dé este jorobado. » 

Al oirle hablar de aquel modo, todos tuvieron 
al barbero por un bufón ó por un caduco, y el 
sultán le dijo ; o Hombre callado , decidme , 
¿ cómo es que os reis tan destempladamente? — 
Señor, » respondió el barbero, « os*juro por el 
numen benévolo de vuestra majestad, que este 
jorobado no está muerto ; y si ahora mismo no 
consigo probaros que aun vive, quiero que me 
tengan por el hombre mas estravagante del 
mundo, » Al concluir estas palabras , sacó una 
caja en que tenia varios específicos, y que siem- 
pre traia consigo por lo que pudiese ocurrir, y 
tomó una redomita de bálsamo con que restregó 
un buen rato el cuello del jorobado ; luego sacó 
de su estuche un instrumento de hierro bruñido 
que afianzó entre los dientes, y habiéndole 
abierto la boca, metióle por la garganta unas 
tenacillas con que le sacó el pedacito de pescado 
con la espina , y los enseñó á todos los circuns- 
tantes. Al punto estornudó el jorobado , alargó 
los brazos y las piernas , abrió los ojos y dio 
otras muchas muestras de vida. 

Tanto el sultán de Casgar como todos los que 
presenciaron aquella primorosa operación que- 
daron menos atónitos de ver resucitado al joro- 
bado, después de pasar toda una noche y la 



mayor parte del día sin dar la menor señal de 
vida, que del mérito y la capacidad del barbero, 
á quien , no obstante sus tachas , empezaron á 
mirar como un gran personaje. Rebosando el 
sultán de júbilo y admiración, mandó que se es- 
cribiese la historia del jorobado, juntamente con 
la del barbero, á fin de que su memoria se eter- 
nizase cual merecía; y no satisfecho aun con 
esto , y con la mira de que el sastre, el médico 
judío , el proveedor y el mercader cristiano tu- 
viesen un agradable recuerdo de la aventura que 
les habia ocasionado el fracaso del jorobado, 
quiso qufe, antes de marcharse á sus casas, reci- 
biesen un vestido riquísimo cada uno , y se lo 
mandó poner en su presencia : al barbero le se- 
ñaló una crecida pensión y se le quedó consigo. 
De este modo terminó la sultana Cheherazada 
esta larga serie de aventuras á que diera ocasión 
la supuesta muerte del jorobado? y como ya 
empezaba á rayar el día, guardó silencio ; visto 
lo cual, se le encaró su querida hermana Dinar- 
zada, cutiéndole : « Princesa y sultana mia , la 
historia que acabáis de contar me complace tanto 
mas cuanto termina con una novedad para mí 
inesperada , pues creí absolutamente muerto el 
jorobado. — A mí me ha gustado esta estrañeza, » 
dijo Ghahriar, a no menos que las aventuras de 
los hermanos del barbero. — También es muy 
divertida, » añadió Dinarzada, « la historia del 
cojito de Bagdad. — Mucho lo celebro, querida 
hermana, » dijo la sultana, « £ puesto que he 
tenido la dicha de no fastidiar al sultán, nuestro 
amo y señor, si su majestad se dignase conser- 
varme aun la vida, mañana tuviera el honor de 
contarle la historia de los amores de Abulhasan 
Ali Ebn Becar y de Chemselnihar, predilecta del 
califa Harun Alraschild , la cual es tan digna de 
su atención y de la vuestra como la historia del 
jorobado. » El sultán de las Indias ; que no es- 
taba disgustado de las historias que le habia con- 
tado Cheherazada , se dejó llevar del placer de 
escuchar la que le prometía , y levantóse para 
rezar y asistir al consejo , sin manifestar en lo 
mas" mínimo la buena voluntad que tenia ala 
sultana, 



■I 



CUENTOS AIUBES. 



t» 



NOCHE CLXII. 



Dinarzada, que cuidaba siempre de dispertar á 
su hermana , llamóla aquella noche á la hora 
acostumbrada, diciéndole : « Querida hermana, 
pronto va á llegar el dia ; contadnos, os ruego, 
antes que amanezca, alguna de las agradables 
historias que sabéis. — Noliay que pensar en 
otras, » tlijo Chahriar, « sino en la de los amo- 
res de Abulhasan Ali Ebn Becar y de Chemselni- 
har , predilecta del califa Harun Alraschid. — 
Señor, » dijo Cheherazada, « estoy dispuesta á 
satisfacer vuestra curiosidad ; y al punto princi- 
pió de este modo : 

HISTORIA DE ABULHASAN ALI EBN BECAR Y DE CHRMSEL- 
NIHAR, MUY QUERIDA DEL CLIAFA DARUN ALRASCHID. 

En el reinado de Harun Alraschid había en 
Bagdad un droguero que se llamaba Abulhasan 
Ebn Thaher, hombre muy poderoso en riquezas, 
y de un personal gallardo y vistoso : tenia mas 
discreción y urbanidad que la que comunmente 
tienen los de su profesión ; y su rectitud, buena 
fe y jovialidad eran partes para que todos le 
amasen y apeteciesen su compañía. El califa, que 
eslaba enterado de su mérito, tenia depositada 
en él su total confianza, tanto que dejaba á su 
cuidado el proveer á las damas de su corte de 
cuantas alhajas pudiesen necesitar, como vesti- 
tidos, muebles y joyas, lo que desempeñaba con 
asombroso discernimiento y maestría. 

Sus prendas aventajadas y el arrimo del califa 
llamaban á su casa á los lujos de los emires y 
demás oficiales de graduación, de modo que allí 
era el punto de reunión de toda la nobleza de la 
corte ; pero entre los jóvenes señores que diaria- 
mente le visitaban, habia unoá quien distinguía 
entre los demás, y con quien habia contraído en- 
trañable intimidad, y este se llamaba Abulhasan 
Ali Ebn Becar, y descendía de uua antigua fami- 
lia real de Persia, que aun subsistía en Bagdad 
después que los musulmanes habían conquistado 
aquel reino. Parecía que la naturaleza habia echa- 
do el resto con aquel príncipe en cuantas pren- 
das caben en cuerpo y alma : su rostro era her- 



mosísimo , airoso su talle , jentil en su garbo, y 
tan halagüeña su fisonomía que se hacia impo- 
sible verle sin amarle ; en su trato , siempre se 
espresaba con términos propios y selectos, y 
usaba un lenguaje ameno y peculiar , teniendo 
hasta su voz no sé qué aliciente que cautivaba á 
cuantos la oían : añádase á todo esto su talento 
sumo, con cuyo auxilio juzgaba y hablaba de todo 
alinadísimamente, teniendo por otra parte tal 
modestia y comedimiento, que nunca adelantaba 
palabra alguna sin esmerarse en evitar toda 
ofensa. 

Con semejantes dotes como las que acabo de 
manifestar, no debe estrañarse que Ebn Thaher le 
sobrepusiera á todos los señores de la corte, cuya 
mayor parte adolecían de los vicios contrapues- 
tos á tantísimas virtudes. Estando un dia aquel 
príncipe en casa de Ebn Thaber, vieron llegar 
una dama montada en una muía negra y blanca, 
acompañada de diez mujeres á pié , todas muy 
hermosas , á juzgar por su traza y por lo que 
permitía ver el velo que les cubría la cara. La 
dama llevaba un ceñidor de color de rosa , de 
cuatro dedos de ancho , en el que centelleaban 
perlas y diamantes de tamaño estraordinario ; y 
por lo tocante á la belleza, fácil era descubrir 
que la suya á la de todas sus mujeres sobresalía 
tanto como aventaja la luna llena á la creciente 
que solo tiene dos dias. Venia de comprar alguna 
alhaja , y teniendo que hablar con Ebn Thaher, 
entró en su tienda, que era grande y espaciosa, 
y él la recibió con todas las muestras del mas 
profundo acatamiento, rogándole que se sentase 
en el lugar preferente que le señaló con la mano. 

Al propio tiempo , quiso el príncipe de Persia 
avalorar la coyuntura favorable que se le presen- 
taba de hacer ver su finura y galantería, arre- 
glando la almohada de tejido con fondo de oro 
en que habia de recostarse la dama, después de 
lo cual se retiró con prontitud para que ella se 
sentase. Saludóla en seguida besando la alfom- 
bra de sus pies , y volviéndose á levantar, per- 
maneció de pié delante de ella, á la parte infe- 
rior del sofá. Todo era llaneza para ella en cast| 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



de Ebn Thaher, y alzándose el velo, ofreció ala 
vista del príncipe persa una hermosura tan es- 
tremada, que le hirió hasta lo íntimo del cora- 
zón. La dama por su parte no pudo menos de 
mirar al príncipe , cuya vista produjo en ella 
igual impresión. « Señor, » le dijo en acento 
cariñoso, a tened á bien el sentaron » Obedeció 
el príncipe de Persia , sentándose á la orilla del 
sofá; pero clavándole mas y mas los ojos, y 
bebia sediento á raudales el veneno de la pasión. 
No tardó ella en hacerse cargo de cuanto estaba 
pasando en aquel interior, cuyo descubrimiento 
acabó de inflamarla mutuamente ; y levantándose 
para llegarse á Ebn Thaher, díjole muy quedito 
el motivo de su visita, y luego le preguntó el 
nombre y el pais del príncipe de Persia, á lo que 
él respondió : Señora mia , este joven señor se 
llama Abulhasan Ali Ebn Becar, y es un príncipe 
de sangre real. » 

Contentísima quedó la señora de saber que el 
sujeto á quien amaba ya con ahinco fuese de tan 
encumbrada esfera, y añadió : « ¿ Sin duda 
querréis decir que desciende de los reyes de 
Persia ? — Efectivamente, señora, » replicó Ebn 
Thaher , « los últimos reyes de Persia son sus 
ascendientes, y desde la conquista de aquel 
reino, los príncipes de su casa se han hecho muy 
recomendables en la corte de los califas. — Mu- 



cho me complacéis dándome á conocer este joven 
señor, y os ruego que cuando yo os mande esta 
mujer, » añadió señalando á una de sus esclavas, 
a paira avisaros que vengáis á verme , hagáis de 
modo que él os acompañe, porque deseo que vea 
la magnificencia de mi casa , á fin de que pueda 
publicar que entre las personas de categoría de 
Bagdad no domina la avaricia ; enteraos de lo 
que os encargo , y procurad no faltar en un 
ápice, porque si así no lo cumpliereis , yor me 
incomodara contra vos y no volviera en mi vida 
á vuestra casa. » 

No era tan escaso de alcances Ebn Thaher 
que dejara de conceptuar por estas palabras 
los ímpetus de la dama, y le respondió : « Prin- 
cesa, reina mia, guárdeme el cielo de daros ja- 
más motivo alguno de queja contra mí : vues- 
tras órdenes son leyes para mí, absolutamente 
inviolables. » Despidióse acto seguido la dama, 
dedicando una cabezadita expresiva á Ebn Tha- 
ber, y clavando en el príncipe persa una mirada 
intensísima, montó en su muJa y marchóse. 

Calló en este punto la sultana Cheherazada, 
con liarlo sentimiento del sultán de las Indias, 
que se vio precisado á levantarse á causa de la 
luz del dia que estaba resplandeciendo. A la 
noche siguiente prosiguió aquella historia, di- 
ciendo á Chahriar : * 



NOCHE CLXIII. 



Señor, ciegamente enamorado el príncipe de 
Persia de aquella dama , siguióla con la vista 
mientras pudo alcanzarla, y aun después de 
mucho rato que ya no la veia, conservaba fijos 
los ojos en el rumbo por donde se habia mar- 
chado, hasta tanto que le advirtió Ebn Thaher 
que mirase en lo que hacia, porque habia algu- 
nas personas que le estaban reparando y ya 
empezaban á reirse de él, por verle en aquel 
ademan. «¡ Ay de mí sin ventura!» le dijo el 
príncipe, « estoy seguro que tanto Ja jente como 
vos me compadecierais, si supieseis que la di- 
vina señora que acaba de salir de vuestra casa 
se lleva consigo la mejor parte de mi ser, y que 
cuanto de él me queda no anhela sino entre- 



garse á ella igualmente. Decidme, os lo ruego 
encarecidamente, quién es esa mujer tirana que 
fuerza á los hombres á amarla, sin dar cabida á 
reflexiones ni miramientos. — Señor, » le con- 
testó Ebn Thaher, « es la famosa Chemselnihar, 
la predilecta del califa nuestro amo. — Con jus- 
ticia lleva este nombre, » replicó el príncipe , 
<* porque es mas hermosa que el sol en un dia 
sereno. — Así es la verdad, » repuso Ebn Tha- 
her, « y por esto la ama, ó mas bien la adora el 
caudillo de los creyentes, quien me tiene hecho 
el especial encargo de aprontarle cuanto me 
pida, y aun de anticiparme en cuanto me quepa 
á ofrecerle todo aquello que pueda ser de su 
gusto. )) 



CUENTOS ÁRABES. 



229 



Hablábale de este modo á fiii de retraerle de 
engolfarse en unos amores que solo podían tener 
un resultado infeliz ; pero aquello mas bien fué # 
parte para inflamar su pasión. « Harto habia ya* 
maliciado, encantadora Chemselnihar, » escla- 
mó, a que me habia de estar vedado encumbrar 
hasla tu elevación mi pensamiento ; mas aunque 
desahuciado de correspondencia, conozco tam- 
bién que no estará en mí dejar de idolatrarte : 
si, yo te amaré, y me daré por satisfecho lla- 
mándome esclavo del objeto mas hermoso que 
el sol alumbra. » 

Mientras el príncipe de Persia quedaba consa- 
grando su corazan á la bella Ghemsclnihar, esta 
señora, en el camino de su palacio, iba cavilando 
sobre los medios de ver al príncipe y hablarle á 
sus anchuras ; y no bien llegó á su casa, cuando 
envió á Ebn Thaher la mujer que le habia mos- 
trado, en quien tenia depositada toda su con- 
fianza, para decirle que viniese á'Verla sin per- 
der momento con el príncipe de Persia. Llegó la 
esclava á la tienda de Ebn Thaher á tiempo que 
todavía estaba hablando con el príncipe y pro- 
curando disuadirle con poderosísimas razones 
de amar á la íntima del califa; y al verlos jun- 
tos, les dijo : « Señores, mi esclarecida señora 
Chemselnihar, primera predilecta del comenda- 
dor de los creyentes, os suplica vengáis á su 
palacio, donde os está esperando. » Para mani- 
estar que estaba pronto á. obedecer, levantóse 
al instante Ebn Thaher sin responder cosa al- 
guna á la esclava, y adelantóse para seguirla 
bien á pesar suyo; y el príncipe la siguió igual- 
mente sin reflexionar en el peligro que traía 
consigo aquella visita, bastándole para concep- 
tuarse á su salvo la presencia de Ebn Thaher, 
que tenia libre entrada en casa de la señora. Si- 
guieron pues á Ja esclava, que iba un poco ade- 
lantada, y entraron tras ella en el palacio del ca- 
lifa, esperándolos ella en la puerta de la casa de 
Chemselnihar, que estaba abierta, para acom- 
pañarlos hasta un gran salón, donde les dijo se 
sentasen. 

Imajinó el príncipe de Persia que se hallaba 
en uno de aquellos deliciosos alcázares que para 
el otro mundo nos tienen prometidos, pues en 
su vida habia visto maravilla alguna que se 
aproximase á la magnificencia del sitio en que 
estaba : las alfombras, las almohadas que ser- 
vían de respaldo y los demás realces del sofá, 
los muebles, los adornos y la arquitectura, eran 
tan ricos y preciosos que llenaban de asombro. 
A poco rato de estar sentados Ebn Thaher y el 
príncipe, presentóse una esclava negra muy 
aseada á servirles una mesa llena de varios y de- 
licados manjares, que por el olor delicioso que 



despedían podia juzgarse de la finura de los 
condimentos. La esclava que los habia acompa- 
ñado no se separó de ellos en tanto que estu- 
vieron comiendo, antes bien anduvo solícita en 
instarles á comer de los manjares que sabia eran 
mas delicados, al paso que otras esclavas les 
sirvieron escelente vino al fin de la comida. Al 
concluir, les presentaron á cada uno por sepa- 
rado una palangana con un hermoso jarro de 
oro lleno de agu^ para lavarse las-manos, y tra- 
jéronles en seguida perfume de aloe en un bra- 
serillo también de oro, con que se perfumaron 
la barba y los vestidos ; no faltó tampoco el agua 
de olor, que presentaron en un tazón de oro 
guarnecido de diamantes y rubíes, hecho á pro- 
pósito para este uso y vertérsela en ambas ma- 
nos, con las cuales ellos se restregaron, según 
costumbre, la barba y toda la cara. Volvieron 
después á sus asientos, pero no bien estuvieron 
sentados cuando les rogó la esclava que se le- 
vantasen y la siguiesen , y los guió por una 
puerta del salón á otro miíy grandioso de mara- 
villosa estructura, que consistía en una cúpula 
sumamente elegante, sostenida por cien colunas 
de mármol blanquísimo como alabastro, cuyas 
basas y capiteles estaban adornados de cuadrú- 
pedos y pájaros dorados de varias especies. La 
alfombra de aquel salón estraordinario era de 
una sola pieza con fondo dé oro y realce de ra- 
milletes de rosas de seda colorada y blanca, y 
la cúpula estaba igualmente pintada de arabes- 
cos, cuyo conjunto presentaba un golpe de vista 
en estremo embelesante. En todos los interco- 
lunios habia un pequeño sofá, guarnecido igual- 
mente con grandes vasos de porcelana, cristal, 
jaspe, azabache, pórfido, ágata y otros mine- 
rales preciosos, guarnecidos de oro y pedrerías. 
Los espacios que dejaban las colunas ormaban 
otros tantos balcones con arrimadillos guarneci- 
dos al modo qne los sofaes, los cuales daban 
vista al jardín mas delicioso del mundo. Sus ca- 
minos estaban formados de guijarros de dife- 
rentes matices que representaban la alfombra 
del salón en figura circular; de modo que mi- 
rando la alfombra de dentro y la de fuera , 
parecía que la cúpula y el jardín con toda 
su amenidad estuviesen en la misma alfom- 
bra. Al estremo de los arriates la vista ter- 
minaba en derredor sobre dos canales de agua 
cristalina como la de manantial , los cuales 
guardaban la misma figura circular que la 
cúpula, y estando el uno mas elevado que el 
otro, se iba derramando el agua en este último 
á manera de cascada ; al márjen de este canal 
inferior estaban colocados á trechos unos her- 
mosos jarros de bronce dorado , alternativa- 










mente guarnecidos de arbustos y flores. Los 
arriates formaban divisiones entre grandes es- 
pacios plantados de rectos y copados árboles, 
donde mil pajarillos diversos hadan con sus 
trinos un melodioso concierto y divertían la 
vista con sus varios movimientos y con las ri- 
ñas, ya inocentes, ya enconadas, que andaban 
trabando por los aires. Detuviéronse largo rato 
el príncipe de Persia y Ebn Thaner contem- 
plando aquella gran magnificencia , prorum- 
piendo en esclamaciones de estrañeza y admi- 
ración cada vez que alguna particularidad nueva 
descubrían, con especialidad el príncipe de Per- 
sia que jamás habia visto objetos que con los 
que estaba viendo pudiesen parangonarse; y 
no obstante que Ebn Thahcr ya se habia inter- 
nado tal cual vez hasta aquel sitio encantador, 
todavía observaba maravillas que le parecían 
enteramente nuevas. En conclusión, no podían 
saciarse de admirar tantas preciosidades como 



allí juntas estaban, y en medio de aquel grato 
arrobamiento ofrecióseles á la vista una tropa 
de ninfas galanamente trajeadas, repartidas to- 
das á cierta distancia de la cúpula, cada una en 
un asiento de plátano de Indias, adornado de 
cuadriles de hilo de plata, con un instrumento 
músico en la mano, aguardando el punto en que 
se les diese la señal para tocar. 

Llegáronse entrambos al balcón que enfrente 
de ellas caia, y volviendo la vista á su derecha, 
vieron un gran patio desde el cual por unas 
gradas se subia al jardín, y en cuyo alrededor 
habia espléndidas habitaciones. Habiéndose que- 
dado solos, por haberse desviado de ellos la 
esclava, entretuviéronse en la siguiente plática: 
« Por lo que á vos toca, que sois hombre de re- 
flexión, » dijo el príncipe de Persia, « no dudo 
que debéis mirar con mucha satisfacción todos 
esos testimonios de poderío y grandeza, puesto 
quo yo mismo opino que no puede haber en el 



CUENTOS ÁRABES. 



231 



mundo porteólo mas admirable; pero cuando 
considero que esta es la morada esplendorosa 
de la para mí harto interesante Chemselnihar, 
y que quien aquí la guarda es el primer monarca 
de la tierra, confiésoos que me conceptúo el 
mas desventurado de todos los mortales : paré- 
ceme que no puede darse suerte mas cruel que 



la mía, idolatrando á un objeto subdito de mi 
competidor, y cabalmente en un sitio donde es- 
te dominador es tan poderoso que ni aun ahora 
mismo estoy seguro de la vida. » 

No dijo mas Cheherazada aquella noche , por- 
que vio la luz del dia , y á la siguiente habló al 
sultán de las Indias de este modo : 



NOCHE CLXIY 



Señor , á lo que yo esplique anoche á vuestra 
majestad que dijo el príncipe de Persia , contes- 
tó Ebn Thaher lo siguiente ; « ¡ Ojalá pudiese 
yo prometer á vuestra señoría un paradero tan 
feliz en sus amores , como puedo responderle de 
la seguridad de su vida ! Aunque este soberbio 
alcázar pertenece al califa, quien lo mandó 
construir espresamente para Chemselnihar, con 
el nombre de Palacio de las Delicias Eternas, 
y aunque forme parte del suyo , sabed sin em- 
bargo que esta señora vive en él con entera in- 
dependencia , sin que la molesten eunucos para 
zelar sus acciones. Tiene su casa particular , y 
dispone allí con dominio absoluto , saliendo á la 
ciudad sin pedir permiso á nadie , regresando 
cuando bien le parece , y no viéndola jamás el 
califa sin mandarle antes á Mesrur , su eunuco 
mayor , para avisarla que se prepare para reci- 
birle. De consiguiente podéis estar sin zozobra y 
clavar toda la atención en el concierto con que, 
según veo, trata Chemselnihar de obsequiaros. » 

Al proferir Ebn Thaher estas últimas pala- 
bras , advirtieron ambos que venia la esclava 
confldente de la dama, la cual dio orden á las 
doncellas que estaban allá sentadas que canta- 
sen acompañadas de sus instrumentos. Al ins- 
tante rompieron todas juntas la música , como 
en señal de floreo , y después de tocar algún ra- 
to , empezó á cantar una sola , acompañándose 
con un laúd , que pulsaba con admirable maes- 
tría. Advertida de antemano del tema que debia 
entonar , dijo una letra tan conforme á los im- 
pulsos del príncipe de Persia , que este no pu- 
do menos de aplaudir luego de terminada la co- 
pla , esclamando : « ¿ Atesoráis acaso el don de 
calar los corazones , y sabéis por ventura lo que 



pasa en el mió que con tamañas palabras ha- 
béis querido darnos un ensayo de vuestra voz 
encantadora , puesto que ni yo mismo me hu- 
biera espresado en otros términos ? » Nada res- 
pondió la doncella á aquella pregunta , antes 
prosiguió cantando otras varias coplas que de 
tal modo conmovieron al príncipe , que con lá- 
grimas en los ojos repitió algunas , con lo que 
estaba dando á conocer que se aplicaba á sí 
mismo su concepto. Apurados por fin sus can- 
tares , levantóse con sus compañeras y entona- 
ron todas juntas , espresando con sus palabras 
que iba á salir la luna con toda su brillantez, y 
que pronto la verian aproximarse al sol : lo que 
significaba que Chemselnihar estaba á punto de 
salir , y que pronto el príncipe de Persia goza- 
ría de su vista. 

Efectivamente , volviendo Ebn Thaher y el 
príncipe la vista hacia el patio , advirtieron que 
venia la esclava confidenta seguida de diez ne- 
gras que con sumo trabajo llevaban un gran tro- 
no de plata maciza de peregrina estructura , que 
les mandó colocar delante de ellos á cierta dis- 
tancia ; hecho lo cual , se retiraron las esclavas 
negras tras los árboles que formaban la entrada 
de una calle. Adelantáronse después en dos filas 
veinte doncellas , todas hermosas y ricamente 
vestidas en traje uniforme , cantando y tañendo 
cada una el instrumento que llevaba , y colocá- 
ronse por ambos lados cerca del trono. 

Todas estas particularidades tenían al prínci- 
pe de Persia y á Ebn Thaher tanto mas absortos 
cuanto mayor era su afán por saber en qué ter- 
minarían , hasta que por fin vieron llegar á la 
misma puerta por donde habían venido las diez 
negras que trajeron el trono y las otras veinte 



232 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



llegadas últimamente , con otras diez doncellas 
no menos hermosas y bien vestidas ; que se de- 
tuvieron allí algún rato esperando á la predilec- 
ta , quien finalmente se presentó y se colocó en 
medio de ellas. 



£1 dia , que ya empezaba á alumbrar el apo- 
sento de Chahriar , impuso silencio á Chehera- 
zada , quien á la noche siguiente prosiguió de 
este modo : 



NOCHE CLXV. 



Colocada Chemselnihar en medio de las diez 
doncellas que á la puerta la habían estado aguar- 
dando, fácil era distinguirla de las demás, tanto 
por su estatura y su señorío majestuoso , como 
por una especie de manto de una tela muy lije- 
ra de oro y azul celeste que prendida á la espal- 
da llevaba por encima del vestido , el cual de 
suyo era el mas adecuado , mas digno y mas 
magnífico que cabe imajinar : las perlas , los 
diamantes y rubíes que le servían de aderezo, 
en„vez de confundirse por su profusión , eran en 
corto número, pero escojidos y de un valor ines- 
timable. Adelantóse con sumo garbo , represen- 
tando con bastante esmero la carrera del sol por 
medio de las nubes que reciben sus destellos 
sin empañarlos ; y fué á sentarse en el trono de 
plata que le estaba destinado. 

Desde el punto en que el príncipe de Persia 
descubrió á Chemselnihar , faltáronle ojos para 
mirarla , y dijo á Ebn Thaher. « No hay necesi- 
dad de preguntar por el objeto que uno busca, 
en cuanto se presenta á la vista , pues desapa- 
rece la duda en asomando la verdad. Esa beldad 
encantadora que ahí estáis viendo es el oríjen 
de mis quebrantos y amarguras , y ahora lo ben- 
digo todo y lo bendeciré de hoy mas eternamen- 
te, por violentos que sean sus embates , y por 
larga que sea su duración. Al verla , ya no soy 
dueño de mí mismo ; pertúrbase mi alma , y se 
rebela , palpando que se desvive y forcejea por 
desampararme. ¡ Ah ! j huye de una vez alma 
inia , ya te lo concedo ; pero sea para el bien 
y conservación de este frájil cuerpo! Vos , harto 
cruel Ebn Thaher , sois el causador de tamaño 
trastorno : creísteis proporcionarme surtió delei- 
te acompañándome á este sitio , y á lo que veo, 
he venido aquí para completar, mi perdición. 
¡ Ah ! perdonadme , » añadió volviendo en si, i 



« j cuánto me engaño ! yo soy quien vine de mi 
grado , y de nadie puedo quejarme si no de mí 
mismo. » Al concluir estas palabras derramó 
abundantes lágrimas , y Ebn Thaher le dijo : 
« Pláceme que me hagáis justicia : cuando os 
dije que Chemselnihar era la predilecta del ca- 
lifa , os lo dije con el intento de precaver esa 
pasión aciaga que vos mismo estáis fomentando 
en vuestro pecho ; y ahora mismo todo lo que 
estáis viendo debe retraeros de sus ímpetus, ha- 
ciendo por no conservar sino arranques de gra- 
titud por el honor que os ha dispensado Chem- 
selnihar mandándome que aquí os trajera. Re- 
cobrad vuestra razón estraviada , y poneos en 
estado de presentaros á ella como lo requiere el 
decoro ; ved que ya se acerca ; si hubiese lugar 
para ello , os prometo que tomara otras precau- 
ciones ; mas ya que todo está hecho , quiera 
Dios que no tengamos que arrepentimos. Lo 
único que debo añadiros , es que el amor es un 
traidor que puede conduciros á un despeñadero 
del cual no tengáis salida. » 

Nada mas pudo decir Ebn Thaher, porque en 
aquel punto llegó Chemselnihar , la cual se sen- 
tó en su trono y saludó á entrambos con una 
donosa cabezada ; pero clavó la vista en el prín- 
cipe de Persia , y hablándose mutuamente un 
lenguaje mudo salpicado de suspiros , dijéronse 
en poquísimo rato mucho mas que con palabras 
"hubieran podido decirse en largo coloquio. Cuan- 
to mas Chemselnihar al príncipe contemplaba , 
mas conocía este en sus miradas que no le era 
persona indiferente ; y ella por su parte , ya 
persuadida de la pasión del príncipe , teníase 
por la mujer mas venturosa del mundo. Desvió 
finalmente los ojos de él para mandar que lle- 
gasen las primeras doncellas que habían empe- 
zado á cantar , las cuales se levantaron , y míen- 



CUENTOS ÁRABES. 



233 



tras se iban adelantando , se fueron desembos- 
cando las negras de las grandiosas arboledas 
donde se ocultaban , trajeron sus sitiales y co- 
locáronlos cerca del balcón de la cúpula donde 
se hallaban Ebn Thaher y el príncipe de Persia, 
de modo que las sillas así dispuestas , con el 
trono de la predilecta y las doncellas que á sus 
lados estaban , vinieron á formar un semicírculo 
delante de ellos. 

Cuando las doncellas que estuvieron antes 
sentadas en aquellas sillas hubieron vuelto á to- 
mar asiento con permiso de Chemselnihar , que 
se lo dio por medio de una seña , aquella dama 
encantadora elijió la que debia cantar, la cual, 
después de haber templado su laúd , entonó un 
cantar cuyo tema era : que dos amantes que se 
están correspondiendo se profesan perfecto y 
estremado cariño , que sus corazones , aunque 
en dos cuerpos distintos , tan solo forman uno, 
y que si á sus deseos se opone algún obstáculo, 
pueden decirse con lágrimas en los ojos : a Si 
nos queremos porque el uno agrada al otro , 
¿ podráse culparnos á nosotros ? cúlpese al des- 
tino que lo dispuso. » 

Chemselnihar dio á conocer de tal modo en 
sus ojos y ademanes que aquellas palabras de- 
bían aplicarse á ella y al príncipe de Persia , que 
este no pudo contenerse . y levantándose un 
poco , adelantóse por encima del balaustre que 
le servia de apoyo, é hizo seña á una de las 
compañeras de la doncella que acababa de can- 
tar para que le escuchase , pues se hallaba cerca 
de él , y le dijo : a Prestadme atención , y ha- 
cedme el favor de acompañar con vuestro laúd 
la canción que voy á entonar. » Y principió una 
cantata cuya letra tierna y ardiente manifestaba 
al vivo el estremo de su pasión. No bien hubo 



concluido , Chemselnihar dijo al propio tenor á 
una de sus doncellas : « Atendedme á mí tam- 
bién , y acompañadme. » En eso cantó de un 
modo tan estremado que no hizo sino abrasar 
mas y mas el corazón del Príncipe de Persia, 
el cual respondió con otro cantar todavía mas 
acalorado que el anterior. 

Habiéndose declarado por medio del canto en- 
trambos amantes su mutuo cariño, no pudo 
Chemselnihar resistir al ímpetu del suyo , y toda 
fuera de sí , bajó del trono en que estaba y se 
encaminó á la puerta del salón , donde le salió 
arrebatadamente al encuentro el príncipe , que 
habia penetrado su intento. Encontráronse de- 
bajo de la puerta, donde se dieron las manos y 
se abrazaron con tal delirio , que vinieron á que- 
dar desmayados , y hubieran dado en el suelo, 
á no haberlo estorbado las doncellas que si- 
guieron á Chemselnihar, sosteniéndolos y acom- 
pañándolos á un sofá , donde los hicieron vol- 
ver en sí á fuerza de bañarles el rostro con 
aguas olorosas y hacerles respirar todo jénero 
de espíritus. 

Cuando hubieron recobrado los sentidos, lo 
primero que hizo Chemselnihar fué mirar á to- 
das partes si veia á Ebn Thaher , y no viéndole, 
preguntó solícita dónde estaba. Ebn Thaher se 
habia retirado por respeto mientras las donce- 
llas estaban afanadas con su señora , y temía 
con razón algún resultado amarguísimo de lo 
que acababa de presenciar ; y en cuanto oyó 
que le llamaba Chemselnihar , llegóse á su pre- 
sencia. 

En este punto suspendió su narración la sul- 
tana Cheherazada , porque vio rayar el dia , y á 
la noche siguiente prosiguió de este modo : 



NOCHE CLXVI. 



Alegróse Chemselnihar de ver á Ebn Thaher, 
y se lo manifestó en estos términos : o Bonda- 
doso Ebn Thaher, no sé de qué modo podré 
pagaros las infinitas obligaciones que os debo ; 
pues sin vos jamás hubiera conocido al prín- 
cipe de Persia ni amado al hombre mas apre- 
ciable del mundo. Sin embargo, quedad per- 



suadido de que no moriré ingrata , y que mi 
reconocimiento igualará en lo posible al bene- 
ficio que de vos he recibido. » Ebn Thaher solo 
contestó á este agasajo con un profundo acata- 
miento y deseando á la predilecta el logro de 
todos sus deseos. 
Entonces Chemselnihar se volvió hacia el 



234 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



príncipe de Persia, que estaba sentado á su la- 
do, y mirándole con una especie de rubor por 
lo que entre ellos habia mediado, le dijo : « Se- 
ñor, estoy mas que segura de que me amáis, 
pero por mas ardiente que sea vuestro cariño, 
no dudéis que el mió es tan violento como el 
vuestro. Mas ¡ay! no debemos congratularnos 
con nuestra suerte, porque , por mas conformi- 
dad que haya entre vuestros impulsos y los 
mios, no preveo, tanto para vos como para mí, 
sino quebrantos y zozobras mortales. No tene- 
mos mas remedio para nuestros males que 
amarnos siempre, entregarnos á la voluntad del 
cielo y esperar lo que disponga de nuestro des- 
tino. — Señora, » le contestó el príncipe de Per- 
sia , « me haríais sumo disfavor en dudar un 
solo instante de la constancia de mi pasión, la 
cual está empapada en mi alma hasta el punto 
de poder asegurar que forma su mejor parte y 
que subsistirá aun después de mi muerte ; ni las 
penas, ni los tormentos, ni los obstáculos, nada 
alcanzará á retraerme de amaros. » Al concluir 
estas palabras, derramó abundantes lágrimas, y 
Chemselnihar tampoco pudo contener las suyas. 

Ebn Thaher se aprovechó de aquel momento 
para hablar á la dama , diciéndole : « Permi- 
tidme, señora, que os advierta como, en vez 
de verter lágrimas, debierais alegraros de veros 
juntos. No sé á qué viene vuestro desconsuelo ; 
y si ahora es tal, ¿ qué será cuando la necesi- 
dad os obligue á separaros? Mas, ¡qué digo 
cuando os obligue f harto tiempo hac« que aquí 
estamos, y bien conocéis, señora, que es hora 
ya de que nos retiremos. — ¡ Ah ! ¡ qué cruel- 
dad es la vuestra ! » replicó Chemselnihar. 
« Vos, que sabéis la causa de mi llanto, ¿porqué 
no os habéis de compadecer del estado infeliz 
en que me veo? ¡ Triste fatalidad | ¿Porqué he 
de estar sujeta á la tiránica ley que me prohibe 
gozar de lo único que amo en el mundo ? » 

Como estaba persuadida de que cuanto le ha- 
bia dicho Ebn Thaher era por puro afecto, así 
no se ofendió de sus palabras, antes sacó prove- 
cho de ellas. Efectivamente, hizo una seña á la 
esclava su confidente, y saliendo esta al instante, 
trajo á poco rato un desayuno de frutas en una 
mesita de plata que colocó entre su ama y el 
príncipe de Persia. Escojió Chemselnihar la me- 
jor que habia, y la presentó al príncipe, rogán- 
dole que comiese por el amor que le profesaba. 
Tomóla, y llevóla á su boca por la parte donde 
ella la habia tocado ; y luego ofreció también 



una á Chemaelnihar, que la aceptó asimismo y 
comió con la misma fineza. Tampoco se olvidó 
el brindar á Ebn Thaher, el cual, conceptuán- 
dose mal seguro, prefiriera con mil amores el 
hallarse en su casa; y si tomó tal cual frutilla, 
fué por mera condescendencia. Después del ser- 
vicio, trajeron una palangana de plata con agua 
en un jarro de oro, y laváronse todos las manos, 
volviendo en seguida á sus asientos ; entonces 
tres negras de las diez que habia trajeron cada 
una una copa de cristal de roca llena de esqui- 
sito vino sobre un platillo de oro, y las coloca- 
ron delante de Chemselnihar, del príncipe de 
Persia y Ebn Thaher. 

Á fin de lograr mas desahogo, Chemselnihar 
hizo quedar solamente las diez negras con otras 
diez doncellas que sabian cantar y tocar instru- 
mentos, y despidiendo toda la demás jenle, tomó 
una copa, y con ella en la mano cantó unas 
coplas amorosas, acompañándolas con su laúd 
una de las doncellas. Al concluir, bebió» y to- 
mando en seguida una de las otras dos copas, 
presentóla al príncipe rogándole que bebiese 
por su amor, así como ella acababa de beber 
por el suyo. Recibióla él con raptos de pasión y 
deleite, mas antes de beber, quiso también can- 
tar una canción acompañado de otra doncella, 
y mientras cantaba, brotáronle abundantes lá- 
grimas de sus ojos, por cuya razón espresó en 
su canto que no sabia si era el vino que ella le 
habia presentado lo que iba á beber, ó bien sus 
propias lágrimas. Finalmente , Chemselnihar 
presentó la última copa á Ebn Thaher, quien le 
dio gracias por su fineza y por el agasajo con 
que le distinguía. 

Tomó en seguida de manos de una de sus 
doncellas un laúd, á cuya tañido' cantó con ar- 
ranques tan alcalorados, que ninguna reserva al 
parecer la contenia ; y el príncipe de Persia, 
clavados en ella los ojos, permaneció immóvil 
cual si estuviese encantado. Estando en esto 
llegó toda trastornada la esclava confidente, y 
dijo á su ama : « Señora, Mesrur, con otros dos 
oficiales y varios eunucos que los acompañan, 
están á la puerta y dicen que tienen que habla- 
ros de parte del califa. » Al oir estas palabras 
entrambos convidados se inmutaron y principia- 
ron á temblar, creyendo segura su perdición, 
pero Chemselnihar los serenó con una sonrisa. 

Traslucióse la claridad del dia, que obligó á 
Cheherazada á interrumpir su narración •, y á la 
noche siguiente la continuó de este modo : 



CUENTOS ÁRABES. 



236 



NOCHE CLXVH. 



Después de haber desvanecido la zozobra del 
príncipe de Persia y Ebn Thaher, Chemselnihar 
encargó á la confidente que fuese á entretener 
á Mesrur y á los otros dos oficiales del calila, 
hasta que ella estuviese en disposición de reci- 
birlos y los mandase avisar. Al punto dio la or- 
den para que se cerrasen todas las ventanas del 
salón y que se descolgaran las cortinas pintadas 
que estaban á la parte del jardín ; y después de 
haber asegurado al príncipe y á Ebn Thaher que 
ya podían quedarse allí sin temor, salió por la 
puerta que daba al jardín, y volvióla á cerrar. 
Sin embargo, por mas que ella les dijo que es- 
taban seguros, les atormentó mas y mas la pri- 
mera zozobra en su soledad. 

Luego que Chemselnihar estuvo en el jardín 
con las doncellas que la habían seguido, mandó 
retirar todos los asientos que habían ocupado 
las doncellas que tañeron los instrumentos en- 
frente del balcón desde el cual el príncipe de 
Persia y Ebn Thaher las habian escuchado ; y 
cuando quedó por fin corriente cuanto habia 
dispuesto, sentóse en el trono de plata, y mandó 
decir á la esclava confidente que diese entrada 
al primer eunuco y á sus dos oficiales subalter- 
nos. 

Presentáronse seguidos de veinte eunucos 
negros, todos lucidamente vestidos, con el sable 
en cinto, y un ceñidor de oro de cuatro dedos 
de ancho ; y no bien descubrieron á lo lejos á la 
predilecta Chemselnihar, hiciéronle su rendido 
acatamiento, al que correspondió ella desde su 
asiento. Cuando estuvieron mas cerca, levan- 
tóse ella para ir á recibir á Mesrur, que iba de- 
lante de todos, y preguntóle qué noticias traia. 
Él le contestó : « Señora, el caudillo de los 
creyentes me envia para deciros que ya no 
puede vivir mas tiempo privado de vuestra pre- 
sencia, y que está en ánimo de visitaros esta 
noche; lo que os participo á fin de que os pre- 
paréis para recibirle. No duda, señora, que le 
agasajaréis con tanto placer cuanta es la impa- 
ciencia que tiene de hallarse con vos. » 

Al oir estas razones de Mesrur, la predilecta 



Chemselnihar se postró rendidamente en demos- 
tración de la obediencia con que recibía la or- 
den del califa, y en seguida dijo : « Ruégoos que 
manifestéis al adalid de los creyentes que siem- 
pre será una gloria para mí el dar cumplimiento 
á los mandatos de su majestad, y que esta su 
esclava se esmerará en recibirle con todo el 
acatamiento que le es debido. » Al mismo tiempo 
mandó á la esclava confidente que dispusiese 
que las negras destinadas al intento pusiesen el 
palacio en estado de recibir al califa :« Ya veis,» 
le dijo á Mesrur, ce que se requiere algún rato 
para disponer todo esto ; así os encargo hagáis 
de modo que tenga alguna espera, á fin de que 
á su llegada no nos halle desprevenidas. » 

Habiéndose retirado con su comitiva el eu- 
nuco mayor, Chemselnihar volvió al salón su- 
mamente desconsolada por tener que despedir 
al príncipe de Persia antes de lo que se habia 
prometido ; y como llegase á él con los ojos ba- 
ñados de lágrimas, acrecentóse el sobresalto de 
Ebn Thaher, por atribuirlas á motivos mas si- 
niestros, u Harto conozco , señora , » dijo el 
príncipe, « que venís á noticiarnos que es pre- 
cisa nuestra separación; mas con tal que no 
medie otra continjenfcia mas aciaga, espero que 
el cielo me dará toda la resignación que nece- 
sito para sobrelleva* vuestra ausencia. — ¡ Ay ! 
corazón mió, alma mia, d interpuso la muy ena- , 
morada Chemselnihar, a ¡ cuan feliz os consi- 
dero y cuan desdichada me veo, comparando 
vuestra suerte con la mia ! No dudo que os aque- 
jará esta privación, mas á esto se reducen vues- 
tros padecimientos y os será fácil consolaros 
con la esperanza de volverme á ver. Mas yo, 
¡santos cielos! jaqué prueba tan rigurosa me 
veo sentenciada! No tan solo quedaré privada 
de la vista de lo único que amo, sino que habré 
de aguantar la de un objeto que por vos me es 
tan odioso. Y en efecto, con la llegada del califa, 
¡ no me ha de ser mas sensible vuestra partida ! 
Empapada como estoy en vuestra imájen idola- 
trada, ¿cómo podré mostrar á ese príncipe el 
gozo que ha estado viendo en mis ojos cuantas 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



veces ha estado conmigo? Cuando le hable, mi 
espíritu estará en otra parte, y los mas leves fa- 
vores que le conceda á su amor, serán otras 
tantas puñaladas que me traspasarán el cora- 
zón. ¡Cómo he de aguantar sus espresiones y 
sus halagos ! Juzgad, príncipe, qué tormentos 
serán los mios desde el momento en que deje 
de veros. » Las lágrimas que derramó y los so- 
llozos incesantes le embargaron el habla. El 
príncipe de Persia trató de replicarle, mas no 
tuvo fuerzas para tanto, pues su propio que- 
branto y el que veia padecer á su amante le* te- 
tenian absolutamente mudo. 

Ebn Thaher, que tan solo ansiaba verse fuera 
del palacio, tuvo que consolarlos diciéndoles que 
se armasen de paciencia ; pero vino á interrum- 
pirle la esclava confidente, diciendo á Chemsel- 
nihar : a Señora, no hay que perder tiempo ; ya 
van llegando los eunucos, y sabéis que pronto 
vendrá el califa. — ¡ Santos cielos ! ¡ qué cruel 



es esta separación! » esclamó la enamorada. 
<( Despachad, » dijo á su confidente ; « acompa- 
ñadlos á la galería que de una parte da al jardín 
y de la otra al Tigris ; y cuando la noche esté 
muy oscura, haced que salgan ambos con toda 
seguridad por la puerta escusada. » Al concluir 
estas palabras, dio un tierno abrazo al príncipe 
de Persia , sin poder proferir palabra alguna, y 
fué á recibir al califa , trastornada como se deja 
discurrir. 

La esclava confidente acompañó al príncipe y 
á Ebn Thaher á la galería que le espresó Chem- 
selnihar, y los dejó allí encerrados, asegurán- 
doles que no tenían nada que temer y que vol- 
vería á sacarlos cuando fuese tiempo. 

Mas ya va amaneciendo , dijo en este punto 
Chehc razada, y me permitiréis, ó gran señor, 
que guarde silencio. Á la noche siguiente prosi- 
guió de este modo su narración : 



NOCHE CLXVIII. 



Señor, no bien se hubo retirado la esclava 
confidente de Chemselnihar , cuando ya el prín- 
cipe de Persia y Ebn Thaher , olvidando lo que 
les había dicho de que no tenian nada que te- 
mer, principiaron á rejistrar toda la galería y 
quedaron sobrecojidos de un terror pánico al 
reconocer que no había paraje alguno por donde 
pudiesen escaparse, en caso que al califa ó alguno 
de su servidumbre les ocurriese ir allí. 

De repente vieron un gran resplandor hacia la 
parte del jardín , por entre las celosías , lo que 
les llevó á examinar de donde procedía, y vieron 
que lo ocasionaban cien antorchas de blanca 
cera que llevaban en la mano otros tantos jóve- 
nes eunucos negros. Seguían á estos mas de 
otros tantos eunucos de mas edad, todos perte- 
necientes á la guardia de las damas del palacio 
del califa, con sable en mano, y vestidos al igual 
de los demás que he dicho ; y detrás venia el 
califa, teniendo á Mesrur, jefe de los eunucos, á 
la derecha, y á Vasif, su segundo, á la izquierda. 

Chemselnihar estaba esperando al califa á la 
entrada de una calle de árboles, acompañada de 



veinte mujeres , todas ellas de asombrosa be- 
lleza y adornadas de collares y pendientes de 
gruesos diamantes, que venían á cubrirles la ca- 
beza. Cantaban al son de los instrumentos que 
traían y formaban un deleitoso concierto. Luego 
que la predilecta descubrió al califa, adelantóse 
y postróse á sus plantas, en cuyo acto dijo para 
sí estas palabras : « Príncipe de Persia, si vues- 
tros ojos son testigos de lo que estoy haciendo, 
juzgad cuan rigurosa es mi suerte : ante vos 
quisiera yo humillarme de este modo , que por 
cierto no lo repugnara mi corazón. » 

Embriagado el califa con la vista de Chemsel- 
nihar, « Levantad, señora, » le dijo, « llegaos, 
que no puedo disculparme á mí mismo del mu- 
cho tiempo que me he privado del gusto de ve- 
ros. » Al concluir estas palabras, tomóle la ma- 
no, y dirijiéndole otras palabras cariñosas , fué 
á sentarse en el trono de plata que le mandó 
traer Chemselnihar. Sentóse ella delante de él 
en un sillón, y las veinte doncellas formaron cír- 
culo en derredor , sentadas en otras sillas , al 
tiempo que los eunucos se dispersaron por el 



■ ■ i f * 







jardín á cierta distancia unos de otros , á fin de 
que el califa pudiese gozar mas cómodamente 
del fresco de la noche. • 

Cuando estuvo sentado el califa, tendió la vista 
al rededor, y vio con gran satisfacción todo el 
jardin iluminado de infinidad de otras luces , á 
mas de las antorchas que los jóvenes eunucos 
traían ; mas notó que el salón estaba cerrado, y 
estrañándolo, pidió le dijesen la causa. Habíase 
dispuesto así muy de intento para sobrecogerle, 
y no bien acabó de hablar, abriéronse todas las 
ventanas á un mismo tiempo, y viole iluminado 
al esterior y al interior de un modo incompara- 
blemente mas primoroso que en cuantas veces 
lo habia visto. « Entiendo, encantadora Chem- 
selnihar, » dijo viendo aquel espectáculo, « que 
habéis tratado de hacerme saber que hay no- 
ches tan hermosas como los'dias mas bellos; y se- 
gún lo que estoy mirando, debo confesar que es 
verdad. » 

Volvamos al príncipe de Persia y á Ebn 
Thaher, á quienes dejamos en la galería. No 
podia Ebn Thaher admirar lo bastante todo 
aquello que á su vista se estaba ofreciendo , y 
dijo : % Ya soy de edad harto avanzada , y son 



muchas las grandes funciones que he presen- 
ciado en el discurso de mi vida, pero dudo que 
pueda verse perspectiva mas asombrosa, ni que 
ostente mayor grandiosidad. Tolo lo que nos 
cuentan de los alcázares encantados no admite 
comparación con el prodijioso espectáculo que á 
la vista tenemos. ¡ Qué riqueza, qué magnificen- 
cia ! )> 

No paraba su atención el príncipe de Persia 
en aquellos esplendorosos objetos que tanto cau- 
tivaban á Ebn Thaher, pues sus ojos no veían 
mas que á Chemselnihar , y sumíale en estre- 
mado desconsuelo la presencia del califa. « Que- 
rido Ebn Thaher, » esclamó, « ¡ ojalá tuviera yo 
el ánimo desahogado para embargarme , como 
vos, en lo que debiera causarme admiración ! 
Mas ¡ ay ! i cuan diverso es el estado en que me 
hallo! Cuantos objetos tenemos delante tan solo 
sirven para acrecentar mi quebranto. ¿Cómo 
cabe que vea al califa en conversación familiar 
con la que yo adoro , sin morirme de congoja y 
desesperación ? ¡ Ah ! ¿ un amor tan entrañable 
como el mió ha de ir al través por tamaño per- 
sonaje, por todo un califa? ¡ Diosmio! ¡ cuan 
adversa, cuan inhumana es mi estrella ! No ha 



238 



LAS- MIL Y A NOCHES. 



I 



nada que me tenia por el amante mas venturoso 
del orbe , y ahora me siento en el corazón una 
llaga que me da la muerte. Ya no puedo mas re- 
sistir, querido Ebn Thaher; mi sufrimiento está 
de remate ; el penar me postra , y mi valor ya 
está exánime. » Al proferir estas palabras, vio 
que ocurría en el jardin alguna cosa, novedad 
que le obligó á guardar silencio y fijar su aten- 
ción. 

Era que el califa habia mandado á una de las 
doncellas que cantase á su laúd, y ella daba 
principio á su canto. Dijo unas espresiones fogo- 
sísimas, y persuadido el califa de que las can- 
taba por orden de Ghetoselnihar, que ea otras 
ocasiones le habia dado semejantes muestras de 
afecto, interpretólas á su favor, aunque por esta 
vez no fuese tal el ánimo de aquella, que lases* 
laba aplicando al ídolo de sus entrañas Ali Ebn 
Becar ; y dejóse apoderar de un dolor tan vehe- 
mente por tener delante de sí un objeto cuya 
presencia ya no le era dable tolerar , que cayó 
desmayada sobre el respaldo del sillón , y hu- 
biera venido a) suelo por no tener este brazos 
de apoyo, si al punto no acudieran algunas de 
sus doncellas á darle auxilio, llevándola al salón. 

Sobrecojldo Ebu Thaher con aquella novedad, 
desde la galería donde estaba , volvió la cabeza 
hacia el príncipe de Persia, y en lugar de verle 
asomado á la zelosía mirando como él , quedó 
sumamente pasmado de verle tendido á sus pies 
sin movimiento alguno. Con aquel terminanle 
desengaño acabó de conocer el estremo de pa- 
sión que profesaba el príncipe á Chemselnihar, 
y no pudo menos de admirar aquel raro efecto 
de simpatía , el cual le causó sumo quebranto á 
causa del sitio donde se hallaban. En balde fue- 
ron todos sus conatos para hacerle volver en sí ; 
y hallándose en aquel apuro, abrió la puerta de 
la galería la confidente de Chemselnihar, y en- 



tró sin aliento y como si ya hubiese perdido el 
lino. « Venid pronto , » esclamó , « salid con- 
migo. Todo es confusión en este sitio, y creo 
que ha llegado nuestro último dia. — ¿Y cómo 
queréis que salgamos ? » respondió Ebn Thaher 
con voz que daba á conocer su desconsuelo. « Ha- 
cedme el favor de llegaros, y ved el príncipe en 
que estado se halla. » Viéndole desmayado la es- 
clava, corrió por agua sin perder tiempo en pala- 
bras ociosas, y regresó en un instante. 

Por Un, volvió en sí el principe de Persia , 
después de haberle echado agua á la cara, y 
Ebn Thaher le dijo : « Príncipe, ved que corre- 
mos peligro de perder la vida, si permanecemos 
mas tiempo en este lugar : rccojed vuestras 
fuerzas, y salgamos pronto de aquí. » Estaba 
tan débil que no pudo levantarse solo ; y dán- 
dole la mano Ebn Thaher y la confidente, sostu- 
viéronle por ambos lados, y acompañáronle 
hasta un portillo de hierro que daba salida ha- 
cia el rio Tigris. Salieron por allí y anduvieron 
hasta un canalizo que tenia comunicación con 
el rio , donde dio unas palmadas la confidente , 
y al punto apareció un esquife que vino hacia 
ellos con solo un remero. Ali Ebn Becar y su 
compañero se embarcaron, y la esclava confi- 
dente se quedó á la orilla del canal. Luego que 
el príncipe estuvo sentado en el esquife, alargó 
una mano hacia el palacio , y colocando la otra 
sobre el corazón , prorumpió con voz doliente 
en estas palabras : « Bien idolatrado de mi 
alma, recibid con esta mano mi fe, mientras 
con la otra os aseguro que mi corazón conser- 
vará eternamente el fuego en que por vos se 
está abrasando. » 

Al llegar á este punto, notó Cheherazada que 
ya era de dia, y calló hasta la noche siguiente , 
en que prosiguió de este modo : 



NOCHE CIXIX. 



Seguía bogando el barquero con todas sus 
fuerzas , y la esclava confidente de Chemselni- 
har acompañó el esquife por la roárjen del canal 
hasta llegar á la madre del rio Tigris, donde se 



despidió del príncipe y Ebn Thaher , por serte 
imposible pasar mas adelante. 

Aun no habia recobrado el principe sus fuer- 
zas, y procuraba consolarle su compañero txhor* 



CUENTOS ÁRABES. 



289 



tándole para que se revistiese de brios, dicién- 
dole : « Juzgad que cuando echemos pié á tierra, 
tendremos aun que andar largo trecho para lle- 
gar á mi casa; pues no os aconsejo que nos 
encaminemos á la vuestra, que está mucho mas 
lejos, por ser muy tarde y por el estado en que 
os halláis, habiendo además peligro de que la 
ronda diese con nosotros. » Por fin salieron del 
esquife, pero el príncipe estaba tan débil que no 
le era posible andar, lo que dio mucho que dis- 
currir á Ebn Thaher : pero acordóse de que en 
aquella vecindad tenia un amigo íntimo, y á du- 
ras penas llevó al príncipe hasta su albergue. 
Recibiólos el amigo con mucha satisfacción, y 
después que les hubo hecho tomar asiento, pre- 
guntóles de dónde venían tan tarde ; y díjole 
Ebn Thaher : « He sabido esta noche que un 
sujeto que me debe una cantidad bastante cre- 
cida de dinero estaba en ánimo de emprender 
un largo viaje, y sin perder tiempo he ido en su 
busca, habiendo encontrado en el camino á este 
joven señor que aquí veis, á quien debo muchas 
atenciones; como él conoce á mi deudor, ha 
tenido á bien acompañarme, y entre los dos 
hemos podido á mucha costa reducir á buenos 
términos á aquel hombre, aunque para lograrlo 
se nos ha hecho tan tarde. Al regreso, hallán- 
donos muy cerca de vuestra casa, este buen 
señor, á quien debo grandes consideraciones, se 
ha sentido indispuesto, y he aquí porqué me he 
visto en la precisión de llamará vuestra puerta, 
lisonjeándome que os avendréis gustoso á dar- 
nos hospedaje por esta noche. » 

El amigo de Ebn Thaher se dio por satisfecho 
con esta fábula, díjoles que eran muy bienveni- 
dos, y ofreció al príncipe, aunque no le cono- 
cia, toda clase de asistencia; pero Ebn Thaher 
tomó la palabra en lugar del príncipe, y dijo que 
el mal que tenia no necesitaba mas que reposo. 
Por estas razones conoció el amigo que desea- 
ban descansar, y por tanto los acompañó á un 
aposento, donde los dejó solos. 

Si algo durmió el príncipe de Persia, fué con 
interrupción de pesadísimos sueños en que veía 
á Ghemselnihar desmayada á los pies del califa, 
lo que le mantenía en su desconsuelo. Ebn 
Thaher, que ansiaba verse en su casa, pues no 
dudaba que su familia estaría con mortal sobre- 
salto, porque era la primera vez que dormía 
fuera de casa, madrugó muchísimo y se marchó 
después de haberse despedido de su amigo, que 
también se había levantado para rezar la ora- 
ción del alba. Llegado á su casa con el príncipe 
de Persia, que harto hizo en poder llegar hasta 
allí, lo primero que este hizo fué echarse sobre 
un sofá, cansado como si acabase de hacer un 



larguísimo viaje. Gomo no se hallaba en estado 
de poder trasladarse á su casa, Ebn Thaher le 
mandó arreglar una alcoba, y para que sus pa- 
rientes no estuviesen con cuidado, envió un 
criado á decirles donde y como se encontraba. 
Al mismo tiempo encargó al príncipe de Persia 
que se esplayase, que mandase en su casa y 
dispusiese de cuanto le pareciese. « Acepto gus- 
toso, » dijo el príncipe, « los oficiosos ofreci- 
mientos que me hacéis; pero no quisiera in- 
comodaros, y os ruego hagáis como si no es- 
tuviera en vuestra casa, pues si os tomáis la 
menor incomodidad, no quisiera permanecer un 
momento en ella. » 

Luego que Ebn Thaher estuvo algún tanto 
sosegado, esplicó á su familia cuanto había pasa- 
do en el palacio deChemselnihar,y terminó dan- 
do gracias á Dios por haberle librado del peligro 
que habia corrido. Los principales criados del 
príncipe de Persia vinieron á recibir sus órde- 
nes en casa de Ebn Thaher, y también acudieron 
allí muchos amigos suyos que tuvieron noticia 
de su indisposición, pasando con él la mayor 
parte del dia, con cuya compañía, aunque no 
pudo orillar los aciagos pensamientos que le 
aquejaban, logró sin embargo dar algunas tre- 
guas á su quebranto. Quería marcharse antes 
de la noche, mas conociendo su fiel amigo Ebn 
Thaher que estaba aun apocado, le precisó á 
quedarse hasta el dia siguiente, y á fin de pro- 
porcionarle distracción dióle á la noche un con- 
cierto de voces é instrumentos : lo que solo 
sirvió para reproducir en la memoria del prín- 
cipe el de la noche anterior, enconando mas 
bien que aliviando su desconsuelo. Así es que 
al dia siguiente parecía habérsele agravado la 
dolencia, en vista de lo cual ya no se opuso Ebn 
Thaher al intento que tenia el príncipe de reti- 
rarse á su casa, cuidando él mismo de hacerlo 
trasladar á ella y acompañarle. Cuando estuvie- 
ron solos en su aposento, hízole presente todos 
los motivos que tenia para hacer un conato je- 
neroso y vencer una pasión cuyo término no 
podía menos de redundar, así á él como á su 
querida, en aciagas resultas; á lo que contestó 
el príncipe ; «¡ Ah ! querido Ebn Thaher, ¡cuan 
llano es para vos dar semejante consejo, pero 
cuan arduo me esa mí el seguirlo ! Conozco que 
es muy útil, mas no puedo aprovecharme de él. 
Ya lo tengo dicho, llevaré al sepulcro el amor 
que profeso á Chemselnihar.» Viendo Ebn Tha- 
her que nada podia conseguir con sus reflexio- 
nes, despidióse del príncipe para marcharse. 

Al ver Cheherazada que ya amanecía, guardó 
silencio, y á la noche siguiente continuó de este 
modo: 



240 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CLXX. 



El príncipe de Persia le detuvo, diciéndole : 
« Bondadoso Ebn Thaher, aunque os he decla- 
rado que no estaba en m£ el seguir vuestros con- 
sejos, suplicóos no me condenéis ni dejéis por 
ello de- continuarme las pruebas de vuestra 
amistad; la mayor que podéis darme es tenerme 
al corriente de la suerte de mi querida Chem- 
selnihar, pues la incertidumbre en que me hallo 
relativamente á ella y las mortales aprensiones 
que me causa su desmayo son las que me tienen 
en la prostracion que me echáis en cara. — Se- 
ñor, » le respondió Ebn Thaher, « confiad en 
que su desmayo no habrá tenido funestos resul- 
tados, y que su confidente no tardará en venir 
á enterarme de cuanto haya ocurrido; y en 
cuanto lo sepa, no dejaré de venir á haceros de 
todo una relación puntualísima. » 

Habiendo dejado en esta confianza al príncipe 
de Persia , volvió á su casa Ebn Thaher, y en 
vano estuvo aguardando todo el dia á la confi- 
dente de Ghemselnihar, pues no asomó, como 
tampoco el dia siguiente. El afán que traia por 
saber de la salud del príncipe no le permitió 
pasar mas tiempo sin verle, y fuese á su casa 
con ánimo de alentarle. Hallóle en la cama, tan 
doliente como antes, y rodeado de varios ami- 
gos y facultativos que se valian de todos los re- 
cursos del arte para indagar la causa de su en- 
fermedad. En cuanto vio á Ebn Thaher, miróle 
sonriéndose para manifestarle en primer lugar 
que se alegraba de verle, y en segundo, cuan 
equivocados andaban los médicos en sus conje- 
turas para descubrir el oríjen de su dolencia. 

Fuéronse retirando amigos y médicos hasta 
venir á quedar solos el enfermo y Ebn Thaher ; 
y entonces acercándose este á su lecho, le pre- 
guntó cómo se hallaba desde que no le habia 
visto. « Solo puedo deciros, » contestó el prín- 
cipe, «que mi amor, el cual se va acrecentando 
cada vez mas, y la incertidumbre del estado de 
Ghemselnihar, aumentan por momentos mi mal 
y me reducen á un estado que acongoja en gran 
manera á todos mis parientes y amigos, y des- 
camina á los facultativos. No podéis formar con- 



cepto de lo que estoy padeciendo al ver tanta 
jente como me importuna y de quien no me está 
bien desprenderme, pues tan solo vuestra com- 
pañía me proporciona algún consuelo ; pero os 
suplico no me ocultéis nada, y me digáis lo que 
sabéis de Chemselnihar. ¿ Habéis visto á su con- 
fidente ? ¿ qué os ha dicho ? » Ebn Thaher con- 
testó que no la habia visto, y no bien hubo dado 
al príncipe esta aciaga noticia, cuando le aso- 
maron las lágrimas á los ojos, sin poder articu- 
lar una sola palabra, tan acongojado tenia el 
corazón. « Dispensad, príncipe, » replicó Ebn 
Thaher, « que os diga que sois harto propenso á 
estaros así angustiando. Enjugad, por Dios, esas 
lágrimas , porque pudiera entrar alguno de 
vuestros criados, y no ignoráis la reserva con 
que debéis guardar vuestros afectos, que con 
esa flaqueza pudieran traslucirse. » Por mas que 
dijo el discreto confidente, no pudo el príncipe 
reprimir su llanto, esclamando luego que logró 
recobrar el uso del habla : « Cuerdo Ebn Thaher, 
fácil me será estorbar que mi lengua revele los 
arcanos del corazón; pero ningún poder tengo 
sobre mi llanto, mediando la zozobra que me 
está acosando por Chemselnihar : si este adora- 
ble y único objeto de mis anhelos faltara del 
mundo, ni un momento pudiera yo existir. — 
Orillad esa aprensión tan congojosa, » repuso 
Ebn Thaher; « no dudéis que Chemselnihar vive 
todavía, y si no os ha mandado noticias suyas, 
es porque no le ha cabido coyuntura, y confio 
que no llegará la noche sin que las recibáis. » 
Díjole además'otras varias razones para conso- 
larle, y en seguida se despidió. 

A poco de haber llegado á su casa Ebn Tha- 
her, se presentó la confidente de Chemselnihar 
con semblante muy angustiado, lo que le hizo 
formar dolorosas conjeturas ; y habiéndole pre- 
guntado por su señora , ella le contestó : « Dad- 
me vos primero noticias para sacarme del afán 
en que me dejó el haber visto marcharse al 
príncipe de Persia en aquel estado. » Esplicóle 
Ebn Thaher lo que ella deseaba saber, y al con- 
cluir, la esclava le dijo : « No queda haciendo 



CUENTOS ÁRABES. 



25 1 



menos mi señora por el príncipe de Persia que 
este ha padecido y padece aun por ella : cuando 
me hube separado de vosotros, volví al salón , 
donde hallé á Chemselnihar, que aun no habia 
vuelto en sí , por mas auxilios que se hubiesen 
aprontado. El califa estaba sentado á su inme- 
diación dando muestras de sumo quebranto , y 
preguntando á todas las doncellas y á mí parti- 
cularmente si podíamos alcanzar la causa de su 
dolencia ; pero guardamos el secreto, y dijímosle 
lo contrario de lo que sabíamos. Sin embargo 
todas estábamos llorosas al verla padecer tanto 
rato, y no perdonábamos medio para propor- 
cionarle todo jénero de alivio. Por fin , era ya 
media noche cuando volvió en sí, de lo que 
mostró mucho contento el califa, el cual habia 
tenido el empeño de esperar hasta entonces , y 
preguntó á Chemselnihar de qué podia venirle 
aquel trastorno. Luego que conoció su voz, hizo 
un esfuerzo para incorporarse , y besándole los 
pies antes de darle tiempo que se lo estorbase , 
le dijo : « Señor, he de quejarme del cielo pur 
haberme negado la gracia completa de espirar 
á los pies de vuestra majestad para que conoz- 
cáis hasta que punto estoy penetrada de vues- 
tras finezas. — Estoy mas que persuadido de 
que me amáis, » le dijo el califa , « pero quiero 
que os conservéis por mi amor. Probablemente 
habréis hecho hoy algún esceso que os habrá 



ocasionado esa indisposición : cuidad otra vez de 
evitar que tal suceda. Me alegro de veros mejor, 
y os aconsejo que paséis aquí la noche, en lugar 
de volver á vuestro aposento , no fuese que os 
perjudicase el movimiento. » En esto mandó 
traer un poco de vino , y quiso que lo bebiera 
para corroborarse , y en seguida se despidió de 
ella y retiróse á su morada. 

« Luego que hubo salido el califa , mi señora 
me hizo seña de acercarme , y con mucha soli- 
citud me preguntó noticias vuestras. Asegúrele 
qué yít habia tiempo que vos habíais salido de 
palacio, y esto la sosegó algún tanto. Le callé el 
desmayo del príncipe, por temor de hacerla re- 
caer en el mismo estado de que le habia costado 
volver; pero fué infructuoso mi afán, como lo 
oiréis ahora. « Príncipe,» esclamó, «desde hoy 
me desentiendo de todo recreo , mientras esté 
privada de tu vista. Si he podido interesar tu 
corazón, tú has movido también el mió; y 
puesto que tu llanto no ha de cesar hasta que 
me hayas hallado , justo es que yo llore y me 
acongoje hasta que seas devuelto á mi pasión. » 
Al concluir estas palabras , las que pronunció 
con ímpetus de entrañable cariño, cayó otra vez 
desmayada en mis brazos. » 

Aquí vio Cheherazada la claridad del dia , y 
calló hasta la noche siguiente , en que continuó 
de este modo : 



NOCHE CLXXI. 



• La confidente de Chemselnihar siguió refi- 
riendo á Ebn Thaher cuanto habia sobrevenido 
á su señora desde su primer desmayo, diciendo : 
« Tardamos aun largo rato en hacerla volver en 
sí, y cuando por finjlo conseguimos , yo le dije : 
— « Está visto, señora, que os habéis empeñado 
en dejaros morir, y hacernos fenecer á noso- 
tras también : ruégoos, en nombre del príncipe 
de Persia , por quien os interesa vivir, que ha- 
gáis por conservar vuestra existencia; dejaos 
persuadir, os lo suplico, y alentaos por lo que 
os debéis á vos misma, al amor del príncipe y al 
cariño que nosotras os profesamos. — Estoy en- 
trañablemente agradecida, » contestó, « á vues- 
T. L 



tro esmero , á vuestro afán y á vuestros conse- 
jos; mas ¡ay! ¿de qué provecho me pueden 
servir? Ni siquiera una vislumbre de esperanza 
nos puede halagar : solo en la tumba hallaremos 
el fin de nuestros quebrantos. » Una de mis com- 
pañeras quiso distraerla de tan aciagos pensa- 
mientos entonando una canción sobre el laúd ; 
pero ella la mandó callar, y dispuso que se sa- 
liese con las demás á fin de pasar la no- 
che á solas conmigo. ¡Qué noche, santos cie- 
los! Pasóla empapada en lágrimas y acosada 
de sollozos , nombrando sin cesar al príncipe 
de Persia, y lamentándose de la suerte que la 
habia destinado para el califa, á quien no 

16 



2*2 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



podia amar, y no á él á quien estaba idolatrando. 

« Al dia siguiente , no hallándose á su placer 
en el salón, ayúdela á pasar á su aposento, donde 
luego que llegó vinieron á verla por orden del 
califa todos los médicos de! palacio, no tardando 
mucho en llegar este mismo príncipe. Los re- 
medios que los médicos recetaron á Chemselni- 
har fueron tanto menos eficaces cuanto ignora- 
ban el oríjen de su dolencia , y ef trastorno que 
le causaba la presencia del califa no hacia mas 
que aumentársela. Sin embargo , esta noche ha 
descansado algún poco , y luego que ha disper- 
tado me ha encargado que os viniese á ver para 
saber noticias del príncipe de Persia. — Ya os 
he dicho el estado en que se halla , » le contestó 
Ebn Thaher ; «así, volved con vuestra señora , 
y aseguradle que el príncipe de Persia estaba es- 
perando saber de ella con igual impaciencia á la 
suya. Exortadla sobre todo á reportarse y espar- 
cirse para evitar ante el califa toda espresion 
que pudiera perdernos á todos. — En cuanto á 
mí,» replicó la confidente, «os confieso que 
estoy temiendo algún desastre por sus arreba- 
tos ; pues me he tomado la llaneza de decirle lo 
que pensaba sobre el particular, y estoy persua- 
dida de que no llevará á mal que le vuelva á 
hablar de lo mismo por parte vuestra. » 

Como Ebn Thaher acababa de llegar de la ca- 
sa del príncipe de Persia, no juzgó oportuno vol- 
ver á verle tan pronto y desatender ciertos ne- 
gocios importantes que le sobrevinieron al llegar 
á su casa : no fué allá hasta la caida del sol , y 
halló al príncipe solo y en el misrno estado que 
por la mañana ; y así que vio á Ebn Thaher, le 
dijo : «No dudo que tenéis muchos amigos; 
mas no saben por cierto lo que valéis , como lo 
estáis demostrando con ese afán incesante , los 
cuidados que traéis, y el trabajo que os tomáis 



cuando se trata de servirlos. Lo mucho que con 
tanto afecto hacéis por mí me abochorna , y no 
sé de qué modo podré pagároslo. — Príncipe, » 
le contestó Ebn Thaher, «orillemos por ahora 
esas razones : no tan solo estoypronto á perder 
un ojo por conservar uno vuestro , sino hasta á 
sacrificar mi vida por la vuestra. No se trata 
ahora de esto : vengo para deciros que Chem- 
selnihar me ha mandado su confidente para sa- 
ber noticias vuestras , y al mismo tiempo para 
dármelas suyas; y podéis contar con que cuanto 
le he dicho no es sino aquello que puede haberle 
corroborado el concepto de vuestro amor vehe- 
mentísimo para con su señora , y el tesón con 
que la estáis idolatrando. » En seguida le contó 
menudamente lo mismo que le habia dicho la 
esclava confidente ; y el príncipe le estuvo es- 
cuchando con mil vaivenes de zozobra, zelos, 
cariño y compasión que le fué infundiendo su 
relación, haciendo sobre cada particularidad 
que iba oyendo todas las reflexiones dolientes ó 
consoladoras de que era capaz un amante tan 
sumamente apasionado. 

Tanto se fué alargando su conversación , que 
siendo ya muy entrada la noche, quiso el prín- 
cipe de Persia que Ebn Thaher se quedase en su 
casa. Á la madrugada , mientras aquel íntimo 
amigo regresaba á la suya , vio que se le acer- 
caba una mujer, que luego conoció ser la confi- 
dente de Chemselnihar, la cual le dijo : « Mi 
señora me manda saludaros , y os ruega entre- 
guéis este billete al principe de Persia. » Tomó 
el celoso Ebn Thaher el papel, y retrocedió con 
la esclava confidente á la casa del referido prín- 
cipe. 

Suspendió en este punto su narración Chehe- 
razada, por ver que ya era de dia, y á la noche 
siguiente prosiguió de este modo : 



NOCHE CLXXII. 



Señor, dijo Cheherazada al sultán de las In- 
dias, cuando Ebn Thaher estuvo en el palacio 
del príncipe de Persia con la confidente de 
Chemselnihar, rogóle que esperase un rato en 
la antesala ; y luego que le vio el príncipe, pre- 



guntóle con ahinco qué noticias le traía. «La 
mejor que pudierais apetecer, » le contestó Ebn 
Thaher ; « sois correspondido con el mismo es- 
tremo que vos amáis. Ahí tenéis, en la antesala, 
á la confidente de Chemselnihar, que os trae 



CUENTOS ÁRABES. 



244 



una carta de su ama , y no espera sino vuestro 
permiso para entrar. — ¡ Que entre ! » esclamó 
el príncipe con raptos de júbilo. Y al decir esto, 
incorporóse para recibirla. 

Gomo los criados del príncipe habían salido 
del cuarto en cuanto vieron entrar á Ebn Thaher 
para dejarlos á solas, salió este á abrir la puerta 
á la confidente. Conocióla desde luego el prín- 
cipe y recibióla con sumo agasajo. Ella le dijo : 
« Señor, sé todo lo que habéis padecido después 
que tuve el honor de acompañaros al esquife 
que debia llevaros; pero confio que la carta que 
os traigo conducirá para vuestra curación. » Al 
decir esto , presentóle el billete , y al tomarlo , 
besólo repetidas veces, abriólo y leyó las siguien- 
tes palabras : 

CARTA DE CHEMSELNIHAR AL PRINCIPE DE PERS1A 
ALI EBN BECAR. 

a La persona que os entregue la presente os 
dará noticias mias mejor que yo pudiera hacer- 
lo, pues ni yo misma me conozco desde que dejé 
de veros. Privada de vuestra presencia, pro- 
curo embelesarme con escribiros estos renglo- 
nes mal formados, con el mismo placer que si 
lograra la dicha de estaros hablando. 

<r Dicen que la paciencia es un remedio para 
todos los males, y sin embargo acibara los mios 
en vez de aliviarlos. Aunque vuestra imájen 
esté entrañablemente estampada en mi interior, 
mis ojos anhelan la dicha de estar viendo de 
continuo el orijinal, y perderán toda su luz, si 
han de carecer mucho tiempo de tamaña satis- 
facción. ¿ Puedo lisonjearme de que los vues- 
tros estén igualmente ansiosos por verme? Sí; 
lo puedo, pues me lo han dado á entender con 
sus tiernas miradas. ¡Cuan venturosa seria 
Chemselnihar, y también vos, príncipe, si mis 
deseos, tan conformes con los vuestros, no se 
encontrasen con obstáculos insuperables. Estos 
me acongojan tanto mas, cuanto son todos causa 
de nuestro quebranto. 

« Estos ímpetus que van mal rasgueando mis 
dedos y que espreso con indecible deleite, re- 
pitiéndolos muchas veces, brotan de lo íntimo 
de mi corazón y de la incurable llaga que me 
tenéis hecha, mil veces bendita, á pesar del 
mortal desconsuelo que estoy padeciendo con 
vuestra ausencia. Nada fuera todo cuanto se 
opone á nuestros amores, si tan sólo me fuese 
dable el veros alguna vez á mis anchuras. En- 
tonces os poseería: ¿y qué mas pudiera anhelar? 

« No creáis que mis palabras digan mas de 
lo que estoy pensando. ¡ Ay ! cualesquiera que 
sean las espresiones de que me valga, siento 
que conceptúo mucho mas de lo que digo. Mis 



ojos están en vela perpetua, derramando lágri- 
mas, hasta que os vuelvan á ver ; mi corazón 
inconsolable tan solo á vos anhela ; los suspiros 
que despido, cuantas veces pienso en vos, esto 
es, á cada instante ; mi imajinacion, que no me 
presenta otro objeto que mi amado príncipe ; 
las quejas que doy al cielo por los rigores de mi 
suerte ; finalmente mi tristeza, zozobras y tor- 
mentos, que no me dan tregua desde que os he 
perdido, harto están atestiguando cuanto os es- 
cribo. 

« ¡ Cuan desventurada soy de haber nacido 
para amar desahuciada de gozar lo que estoy 
amando ! Esta dolorosa aprensión me acosa ea 
tal estremo, que causara mi muerte, á no estar 
persuadida de que me correspondéis ; pero este 
grato consuelo contrapesa mi desesperación y 
me aficiona á la vida. Decidme que siempre me 
amáis : guardaré preciosamente- vuestra carta, 
la leeré mil veces al dia, y sufriré mis quebran* 
tos con menos impaciencia. Deseo que el cielo 
se desenoje con nosotros y nos proporcione oca- 
siones para decirnos desahogadamente que nos 
amamos y que esta pasión sea sempiterna* 
Adiós. Saludo á Ebn Thaher, á quien ambos de- 
bemos tantos favores. » 

El príncipe de Persia no se contentó con leer 
esta carta una vez. Parecióle que la había leido 
con poco ahinco ; volvióla á leer mas pausada- 
mente, y mientras lo hacia, daba melancólicos 
suspiros, derramaba lágrimas y manifestaba su 
regocijo y su pasión, según se sentía conmovido 
con la lectura. Finalmente, no se saciaba de 
mirar los renglones rasgueados por una mano 
tan querida, é iba á leerlos por tercera vez, 
cuando Ebn Thaher le advirtió que la confidente 
no podía perder mucho rato, y que debia tratar 
de la contestación, a ¡ Ay de mí ! » esclamó el 
príncipe, « ¿cómo queréis que conteste á un 
billete tan afectuoso? ¿En qué términos me es- 
presaré en medio de la turbación que padezco? 
Mi espíritu está azorado con un mar de pensa- 
mientos crueles, y mis conceptos se desvane- 
cen luego que los he concebido para da/ lugar 
á otros. ¿ Cómo podré sujetar el papel y Jlevar 
la caña (1) para formar letras, trascendiendo 4 
mi cuerpo los vaivenes de mi alma? » 

Al decir esto, sacó de un bufete que estaba 
cerca 'de él una caña cortada y un tintero. 

Cheherazada suspendió su narración, ad vir- 
tiendo que era de dia, y á la mañana siguiente la 
prosiguió de esta manera : 

(1) Los Árabes, Persas y Turcos, cuando escriben, sujetan 
el panel con la mano izquierda* apoyándola en la rodilla, y 
escriben con m «terecha, valiéndose de una cana cortada 
como nuestras plumas. Esta esjiecic de caña no está hue- 
ca, y se parece a un junco, aunque tiene mas cons stencia. 



2*4 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CLXXIII. 



Señor, el príncipe de Persia, antes de ponerse 
á escribir, entregó la carta de Chemselnihar á 
Ebn Thaher y le pidió que la tuviese abierta 
delante mientras escribía, para que, echando 
los ojos encima, viese mejor lo que debia con- 
testar. Empezó á escribir ; pero las lágrimas 
que se desprendían de sus ojos sobre el papel 
le precisaron repetidas veces á pararse para 
darles libre desahogo. Al fin acabó la carta, y 
poniéndola en manos de Ebn Thaher, « Leedla, 
os ruego, » le dijo, « y hacedme el favor de ver 
si el desconcierto que reina en mi ánimo me ha 
permitido formar una contestación atinada. » 
Tomóla Ebn Thaher y leyó lo que sigue : 

CONTESTACIÓN DEL PRINCIPE DE PERSIA AL BILLETE 
DE CHEMSELNIHAR. 

« Hallábame sumido en mortal desconsuelo, 
cuando me entregaron vuestra carta. Solo al 
verla me sentí arrebatado con un júbilo inde- 
cible, y al conocer los caracteres de vuestra 
hermosa diestra, traspasó mis ojos una luz mas 
ardiente que aquella que perdieron al cerrarse 
los vuestros de repente á los pies de mi com- 
petidor. Las palabras contenidas en ese billete 
espresivo son otros tantos destellos esplendoro- 
sos que han disipado las tinieblas íjue oscurecían 
mi alma. Por ellas conozco cuanto estáis pade- 
ciendo por amor mió, y también que no igno- 
ráis lo mucho que por vos me aqueja, y así me 
consuelan en mi quebranto. Por una parte me 
hacen derramar copiosas lágrimas , y por 
otra parte encienden en mi corazón un fuego 
que le sostiene y me salva al ir á espirar de 
dolor. Ni un momento de sosiego he tenido 
desde nuestra cruel separación. Solo vuestro 
billete vino á dar algún alivio á tantísimo dolor. 
He guardado un ansioso silencio hasta el punto 
en que lo recibí, y entonces recobré el habla. 



Hallábame sumido en pavorosa melancolía, y 
vuestro escrito me ha infundido un júbilo que 
al punto resplandeció en . mis ojos y semblante. 
Pero tan sumo fué mi asombro al recibir una 
fineza no merecida, que no sabia por donde 
empezar para manifestaros mi reconocimiento. 
Finalmente, después de haberlo besado repeti- 
das veces, como una prenda preciosa de vues- 
tra dignación, lo leí y releí, quedando atónito 
con mi dicha. Queréis que os diga que siempre 
os amo. ¡ Ah ! aun cuando no os amara en tan 
sumo grado, no podría menos de adoraros tras 
las pruebas que me dais de un cariño tan estre- 
mado. Sí, os amo, alma mia, y me tendré por 
venturoso en arder toda mi vida en el precioso 
fuego que encendisteis en mi pecho. Nunca me 
quejaré del intensísimo ardor que me abrasa, y 
por agudo que sea el martirio que me causa 
vuestra ausencia, lo sobrellevaré esforzada- 
mente con la esperanza de veros algún dia. 
i Ojalá fuera hoy mismo, y que en vez de en- 
viaros mi carta, me fuera dable aseguraros per- 
sonalmente que ardo por vos de pasión ! Las 
lágrimas no me permiten decir mas. Adiós. » 

Ebn Thaher no pudo menos de llorar al leer 
los últimos renglones, y devolvió la carta al 
príncipe de Persia, asegurándole que nada ha- 
bía que retocar en ella. El príncipe la cerró, y 
después de haberla sellado, « Acercaos, por 
favor, » le dijo á la confidente de Chemselni- 
har, que estaba algo desviada; « aquí tenéis la 
contestación que doy á la carta de vuestra que- 
rida ama. Os ruego que se la llevéis y la salu- 
déis en mi nombre. » La esclava confidente 
tomó el billete y se retiró con Ebn Thaher. 

Al acabar estas palabras, la sultana de las 
Indias calló, porque ya amanecía, dejando para 
la noche siguiente la continuación de esta his- 
toria. 



CUENTOS ÁRABES. 



245 



NOCHE CLXXIV. 



Ebn Thaher acompañó algún trecho á la es- 
clava confidente , y luego volvió á casa , en 
donde se puso á recapacitar sobre el trato amo- 
roso en que por su fatalidad se hallaba compro- 
metido. Reflexionó que el príncipe de Persia y 
Ghemselnihar , á pesar del sumo interés que 
tenían en ocultar su correspondencia , obraban 
con tan poca reserva que no podia estar secreta 
por mucho tiempo, y de aquí sacó cuantas con- 
secuencias debían ocurrir á un hombre sensato. 
« Si Chemselnihar fuera una dama cualquiera, » 
se decia, « contribuiría con todo mi ahinco á 
hacerla feliz con su amante ; pero es la predi- 
lecta del califa, y nadie puede intentar impune- 
mente el galantear á la que ama. Su enojo caerá 
al pronto sobre Chemselnihar ; el príncipe de 
Persia perderá la vida, y yo me veré arrollado 
en su desventura. Sin embargo, tengo que mi- 
rar por la conservación de mi honor, sosiego, 
familia y bienes. Preciso es pues que me es- 
cude, mientras está en mi mano. » 

Estas especies lo tuvieron embargado todo 
aquel dia , y á la mañana siguiente fué á casa 
del príncipe de Persia , con ánimo de echar el 
resto para precisarle á vencer su pasión. Con 
efecto , le advirtió cuanto ya le tenia manifesta- 
do , aunque sin provecho : que haría mucho 
mejor en emplear todo su brío en sofocar la in- 
clinación que abrigaba para con Chemselnihar, 
mas bien que dejarse arrollar por ella ; pues 
era tanto mas espuesta en cuanto su competidor 
era mas poderoso. «Finalmente , señor, » aña- 
dió , « si habéis de creerme , procurad triunfar 
de vuestro amor ; si no , os esponeis á perderos 
con Chemselnihar , cuyos dias deben seros- mas 
apreciables que los propios vuestros. Os doy 
este consejo como un amigo , y algún dia me lo 
agradeceréis. » 

El príncipe escuchó á Ebn Thaher con impa- 
ciencia. No obstante le dejó decir cuanto quiso, 
y luego cuando tomó la palabra, « Ebn Thaher, » 
le dijo , « ¿creéis que yo pueda dejar de amar 
á Chemselnihar, amándome ella tan entrañable- 
mente ? No teme esponer su vida por mí , ¿ y 



queréis que me afane yo ahora por preservar la 
mia ? No ; suceda lo que sucediere , amaré á 
Chemselnihar hasta el postrer suspiro. » 

Ebn Thaher , lastimado con la temeridad del 
príncipe de Persia , se marchó precipitadamen- 
te y se retiró á su casa , en donde , trayendo á 
su mente las reflexiones del dia anterior, se 
puso á recapacitar eficazmente en el partido que 
debía tomar. En aquel momento vino á verle un 
joyero íntimo amigo suyo. Esle había advertido 
que Ja confidente de Chemselnihar iba con mu- 
cha frecuencia á casa de Ebn Thaher, quien pa- 
saba todo el dia con el príncipe de Persia, cuya 
enfermedad era sabida de todos , aunque se ig- 
norase la causa. Todo esto le había dado que 
maliciar , y como Ebn Thaher le pareció pensa- 
tivo , juzgó que algún negocio de entidad le te- 
nia perplejo , y suponiendo alcanzarlo , le pre- 
guntó qué le podia ofrecer la esclava confidente 
de Chemselnihar. Ebn Thaher quedó sobreco- 
jido con esta pregunta y quiso disimular dicién- 
dole que venia con tanta frecuencia á su casa 
por una pequenez, « No me habláis sin rebozo, » 
le replicó el joyero, « y vais á persuadirme , con 
vuestro disimulo , que esa pequenez es un nego- 
cio mas importante de lo que al pronto creí. » 

Viendo Ebn Thaher que su amigo le instaba 
tanto , le dijo : « Es cierto que el negocio as de 
la mayor importancia. Estaba en ánimo de en- 
cubrirlo ; pero como sé el interés que tomáis 
en cuanto me atañe , prefiero el franquearme 
sin límites al veros maliciar lo que no existe. No 
os encargo el secreto , pues con lo que voy á 
deciros , conoceréis cuan importante es el reser- 
varlo. » Tras esto le refirió los amores de Chem- 
selnihar y del príncipe de Persia. « Ya sabéis, » 
añadió después , « cuanto valimiento tengo en 
la corte y en toda la ciudad con los grandes y 
las damas de primera clase. \ Qué vergüenza 
fuera para mí , si llegaran á descubrirse tan te- 
merarios amores ! Pero ¡ qué digo ! quedaría- 
mos perdidos mi familia y yo. He aquí lo que 
me tiene tan preocupado ; pero acabo de tomar 
una determinación. Me deben bastante , y yo 



246 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



también tengo cantidades que satisfacer ; voy á 
vincularme en pagar á mis acreedores y reco- 
brar mis créditos ; y cuando haya puesto á buen 
recaudo mis haberes , me retiraré á Balsora , y 
allí permaneceré hasta que haya pasado la bor- 
rasca que estoy previendo. El cariño que profeso 
á Chemselnihar y al príncipe de Persia me hace 
partícipe de los quebrantos que pueden sobre- 
venirles ; ruego á Dios que les dé á conocer el 
peligro á que se esponen y que los conserve; pero 
si su suerte adversa es que sus amores lleguen 
á conocimiento del califa , á lo menos estaré á 
cubierto de su resentimiento , porque no los 
creo tan mal intencionados que quieran despe- 
narme con ellos. Si tal sucediera , su ingratitud 
seria estremada; seria recompensar mal los ser- 
vicios que les he hecho y los buenos consejos 
que les he dado, sobre todo al príncipe de Per- 
fila, que aun pudiera salir del trance, si lo qui- 
siera con todas veras. Fácil le es marcharse de 
Bagdad como yo , y la ausencia le haría olvidar 
insensiblemente una pasión que no hará mas que 
aumentar mientras se empeñe en permanecer 
aquí. » , 



Atónito estuvo oyendo el joyero la narración 
de Ebn Thaher. «Lo que acabáis de referirme, » 
le dijo , « es de tal entidad , que no alcanzo á 
comprender cómo Chemselnihar y el príncipe 
de Persia se han dejado avasallar por un amor 
tan violento. Por mas recia que sea la inclina- 
ción que los atrae mutuamente , en vez de ce- 
der cobardemente, debían resistirla y hacer me- 
jor uso de su razón. ¿Cómo han podido aluci- 
narse sobre las aciagas consecuencias de su 
amor ? ¡ Qué lamentable ceguedad ! Alcanzo co- 
mo vos todas las consecuencias ; pero sois sen- 
sato y prudente , y la resolución que habéis 
tomado merece mi aprobación: de ese modo 
únicamente podéis escudaros contra los funes- 
tos acontecimientos que debéis temer. » Después 
de esta conversación, el joyero se levantó y 
despidió de Ebn Thaher. 

Señor , dijo en este punto Cheherazada, em- 
pieza á amanecer , y no debo entretener por 
mas tiempo á vuestra majestad. Calló , y á la 
mañana siguiente prosiguió en estos térmi- 
nos: 




NOCHE CLXXV. 



Antes que se marchara el joyero , Ebn Thaher 
no hizo falta en suplicarle , por la amistad que 
los hermanaba , que nada dijera de cuanto aca- 
baba de oir. « Estad seguro , » le dijo el joyero, 



« de que os guardaré el secreto con riesgo de 
la vida. » 

Dos días. después de esta conversación , pasó 
el joyero por delante de la tienda de Ebn Tha- 



CUENTOS ÁRABES, 



247 



her , y viéndola cerrada , no puso duda en que 
su amigo había ejecutado el intento consabido. 
Para cerciorarse de su presunción , preguntó á 
un vecino si sabia porqué no estaba abierta , y 
este le respondió que Ebn Thaher habia empren- 
dido un viaje. Nada mas quiso saber, y al punto 
se acordó del principe de Persia. « Desgraciado 
príncipe , » dijo allá en su interior , « ¡ qué pe- 
sar tendréis cuando sepáis esta noticia ! ¿ Por 
qué medio seguiréis vuestra correspondencia 
con Chemselnihar? Temo que moráis de deses- 
peración , os compadezco y es forzoso que os 
resarza del malogro de un confidente harto 
apocado. » 

El negocio que lo habia movido á salir era de 
poca importancia , y así lo dejó por entonces, 
y aunque solo conocía al príncipe de Persia por 
haberle vendido algunas joyas, no dejó de pasar 
á su casa. Habló con un criado y le suplicó que 
dijera á su amo que deseaba verle por un nego- 
cio importantísimo. Pronto volvió el criado y 
acompañó al joyero al aposento del príncipe , 
que estaba reclinado en un sofá con la cabeza 
recostada sobre un almohadón. Gomo se acordó 
de haberle visto , se incorporó para recibirle, 
y le dijo que era muy bien venido ; y habiéndo- 
le rogado que tomara asiento, le preguntó en 
qué podía servirle , ó si venia á participarle al- 
guna noticia relativa á él mismo. « Príncipe , » 
le respondió el joyero , « aunque no tengo la 
honra de seros particularmente conocido , me 
he arrestado á veniros á ver , llevado del afán 
de manifestaros mi afecto comunicándoos una 
nueva que os atañe , y confio en que disculpa- 
réis mi osadía á favor de mi sanísimo intento. » 

Tras esto , el joyero empezó á hablar y pro- 
siguió de este modo : « Príncipe , habéis de sa- 
ber como hace años traigo negocios con Ebn 
Thaher, y conjeniando en gran manera , esta- 
mos íntimamente relacionados. Me consta que 
es conocido vuestro , y que hasta ahora ha pro- 
curado serviros en cuanto le ha cabido ; esto lo 
he sabido de él mismo , porque nada me oculta, 
así como yo ningún secreto tengo para él. Acabo 
de pasar por delante de su tienda , y he estra- 
ñado verla cerrada. He preguntado á un vecino 
el motivo , y ha dicho que hace dos dias Ebn 
Thaher se despidió de él y de los demás veci- 
nos , ofreciéndoles sus servicios en Balsora , á 
donde iba para un negocio importantísimo. Poco 
satisfecho con esta contestación é interesado en 
lo que le toca , me he determinado á pregunta- 
ros $i sabéis algo acerca de una marcha tan ar- 
rebatada, a 

A estas palabras , que el joyero se habia es- 
merado en pulir cuanto le fué dable para lograr 



su intento , el príncipe de Persia se inmutó re- 
pentinamente y miró al joyero con ojos en que 
se leia el desconsuelo que le causaba aquella no- 
ticia. « Estraño mucho lo que rae decis , » res- 
pondió , « y no podia sucederme desventura 
mas amarga. — « Sí , » esclamó , anegados los 
ojos en llanto , « estoy perdido , si es cierto lo 
que me decis. ¡ Ebn Thaher , que era todo mi 
consuelo y en quien cifraba todas mis esperan- 
zas , me desampara ! Ya no debo pensar en vivir 
tras un golpe tan tremendo. » 

No necesitó el joyero oir mas para conven- 
cerse plenamente de la violenta pasión del prín- 
cipe de Persia. La mera amistad no prorumpe 
en semejante lenguaje ; solo el amor es capaz de 
causar tan vivos impulsos. 

El príncipe permaneció por algún rato embar- 
gado todo en angustiosas reflexiones. Al fin alzó 
la cabeza , y encarándose con un esclavo , a Ve- 
te á casa de Ebn Thaher , » le dijo, « habla con 
alguno de sus criados , y sabe si es cierto que 
se marchó á Balsora. Corre y vuelve pronto á 
comunicarme lo que sepas. » Mientras volvía el 
esclavo, el joyero procuró hablar al príncipe de 
asuntos indiferentes ; pero este no se enteró de 
lo que hablaba , tan embebido estaba en su mor- 
tal zozobra. Ora se persuadía que Ebn Thaher 
no se habia marchado , ora no le cabia la menor 
duda , cuando repasaba las palabras que aquel 
confidente le habia dicho en la última visita 
que le habia hecho, y el ímpetu con que se ha- 
bia ido. 

Llegó por fin el esclavo del príncipe, y dijo 
que habia hablado con un criado de Ebn Thaher, 
quien le habia asegurado que ya no se hallaba 
en Bagdad, pues habia salido para Balsora dos 
dias antes. « Al salir de casa de Ebn Thaher, » 
añadió el esclavo, a se me acercó una joven 
bien vestida, y habiéndome preguntado sí me 
hallaba en vuestra servidumbre, me dijo que te- 
nia que hablaros, y al mismo tiempo me ha ro- 
gado que la dejara venir conmigo. Está en la 
antesala, y creo que quiere entregaros una car- 
ta de parte de alguna persona de suposición. » 
El príncipe dio orden al punto para que la de- 
jaran entrar, no dudando de que era la esclava 
confidente de Chemselnihar, como en efecto era 
la misma. El joyero la conoció por haberla visto 
algunas veces en casa de Ebn Thaher, quien le 
habia dicho lo que traia. No podia llegar mas 
oportunamente para estorbar que el príncipe se 
entregase á su desesperación. Saludóle... Pero, 
señor, dijo al llegar aquí Cheherazada, advierto 
que ya amanece, y así dejaré para mañana la 
conclusión de esta historia. 



248 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CLXXVI. 



El príncipe de Persia devolvió el saludo á la 
confidente de Chemselnihar. El joyero se habia 
levantado al verla entrar y retirado á un lado 
para dejarlos hablar sin reparo. Luego que la 
conQdente hubo conversado un rato con el prín- 
cipe, se despidió de él y salió, dejándole muy 
diferente de lo que antes estaba. Sus ojos aso- 
maron mas centellantes y su rostro mas placen- 
tero, lo cual hizo conceptuar al joyero que la 
esclava acallaba de darle noticias favorables de 
sus amores. 

Volvió á sentarse el joyero junto al príncipe, y 
le dijo sonriéndose : « Á lo que veo, príncipe, 
tenéis negocios importantes en el palacio del ca- 
lifa. » El príncipe de Persia, muy sobrecojido, 
y aun asustado con estas palabras, contestó al 
joyero : * ¿ Y porqué suponéis que tengo nego- 
cios en el palacio del califa? — Me lo presumo, » 
replicó el joyero, « por la esclava que acaba de 
salir. — ¿Y de quién creéis que sea esta escla- 
va? » repuso el príncipe. — « De Chemselni- 
har, predilecta del califa, » dijo el joyero. « Co- 
nozco, # añadió, « no solo á la esclava, sino 
también á su ama, quien á veces me ha honrado 
viniendo á comprar joyas á mi tienda. Además 
sé que Chemselnihar no guarda reserva alguna 
con esta esclava, á quien veo de algunos dias á 
esta parte yendo y viniendo por las calles, y á 
mi entender, harto azorada. Me figuro que se 
trata de algún negocio importante relativo á su 
ama. » 

Turbóse el príncipe de Persia con las espre- 
siones del joyero y dijo en su interior : « Cier- 
tamente no me hablaría así, si no maliciara ó 
supiera mi secreto. » Enmudeció por un rato, 
no sabiendo qué partido tomar, y al fin se en- 
caró con el joyero y le dijo : « Acabáis de hablar 
de un modo que me da motivo para conceptuar 
que sabéis mucho mas de lo que decis ; importa 
en gran manera á mi sosiego que lo sepa á las 
claras, y así os suplico que no me ocultéis el 
menor ápice sobre el asunto. » 

Entonces el joyero, que ya estaba dispuesto 
para satisfacer su deseo, le fué refiriendo por 



puntos la conversación que habia tenido con 
Ebn Thaher, dándole á entender que estaba en- 
terado de sus relaciones con Chemselnihar, y no 
dejó de decirle que Ebn Thaher, atemorizado 
del riesgo que corría á título de confidente, le 
habia comunicado el intento que traia de reti- 
rarse á Balsora y permanecer allí, hasta que 
abonanzase la tormenta de que estaba tan teme- 
roso, a Eso es lo que ha ejecutado, » añadió el 
joyero, «y estraño que haya podido resolverse 
á desampararos en medio de la situación en que 
me manifestó que os hallabais. En cuanto á mí, 
príncipe, os confieso que vuestro afán me ha 
conmovido ; vengo á ofreceros mis servicios, y 
si os debo la fineza de admitirlos, me compro- 
meto á guardaros la misma lealtad que Ebn 
Thaher. Os prometo ante todo mayor tesón, es- 
tando pronto á sacrificaros mi honor y mi vida, 
y para que no dudéis de mi sinceridad, juro, 
por todo lo mas sagrado de nuestra relijion, 
guardaros un secreto inviolable. Persuadios pues, 
príncipe, que en mí hallaréis el amigo que ha- 
béis perdido. » Estas palabras sosegaron al prín- 
cipe, y le consolaron de la ausencia de Ebn 
Thaher. « Mucho me alegro, » le dijo al joyero, 
que podáis resarcirme el malogro que acabo de 
padecer. No hallo espresiones para manifesta- 
ros mi agradecimiento, ruego á Dios que premie 
vuestra jenerosidad, y admito gustoso la oferta 
oficiosa que me estáis haciendo. « ¿Creeríais, » 
añadió, « que la confidente de Chemselnihar me 
ha estado hablando de vos ? Me dijo que vos fuis- 
teis el que aconsejasteis á Ebn Thaher que se mar- 
chara de Bagdad. Estas son las últimas palabras 
que me habló al despedirse, y aun me pareció 
que así lo estaba creyendo. Pero no se os hace 
justicia, y no me cabe duda en que se equivoca, 
tras todo lo que acabáis de espresarrae. — Prín- 
cipe, » le replicó el joyero, « os he hecho un 
relato individual de la conversación que tuve 
con Ebn Thaher. Verdad es que no me opuse á 
su intento cuando me declaró que pensaba reti- 
rarse á Balsora, y aun le dije que obraba como 
varón atinado ; mas no por eso dejéis de poner 



CUENTOS" ÁRABES. 



249 



en mí vuestra confianza, pues estoy pronto á 
serviros con cuanta eficacia me sea dable. Si 
obráis de otro modo, no por eso dejaré de 
guardar relijiosamente el secreto, como me he 
comprometido con mi juramento. — Ya os dije, » 
repuso el príncipe, « que no daba crédito á las 
palabras de la confidente. Su afán le ha hecho 
maliciar esa estremada doblez sin fundamento, 
y debéis disculparla como yo lo hago. » 

Continuaron aun por largo rato su conversa- 
ción, y juntos deliberaron sobre los medios mas 
adecuados para seguir la correspondencia del 
príncipe con Chemselnihar. Convinieron en que 
era preciso desimpresionar primero á la confi- 
dente, que estaba tan injustamente preocupada 
contra el joyero. El príncipe se encargó de sacar- 



la de aquel descamino la primera vez que la vie- 
ra, y de rogarla que se encaminara al joyero 
cuando tuviese «que darle algún billete ó comu- 
nicarle alguna especie de parte de su ama. Con 
efecto, juzgaron que no debia presentarse tan i 
menudo en casa del príncipe, porque así podía 
dar motivo á que se descubriera lo que importa- 
ba tantísimo tener muy oculto. Finalmente el 
joyero se levantó y despidió del príncipe des- 
pués de haberle repetido que tuviera en él toda 
su confianza. 

La sultana Cheherazada dejó de hablar en este 
punto, porque ya empezaba á amanecer, y á la 
noche inmediata prosiguió su narración del mo- 
do siguiente : 



NOCHE CLXXVII. 



Señor, cuando el joyero se retiraba á casa, 
halló en la calle una carta que alguien habia 
perdido ; recojióla, y como no estaba cerrada, 
la abrió y leyó lo siguiente : 

CARTA DE CHEMSELNIHAR AL PRÍNCIPE DE PERSIA. 

a Mi confidente acaba de comunicarme una 
noticia que no me desconsuela menos de lo que 
debe entristeceros. Verdad es que perdemos 
mucho con la ausencia de Ebn Thaher ; pero no 
dejéis por eso, amado príncipe, de pensar en 
vuestra conservación. Si nuestro confidente nos 
desampara llevado de un terror pánico, consi- 
deremos que es un quebranto que no hemos 
podido evitar y del que es forzoso consolarnos. 
Confieso que carecemos de Ebn Thaher cuando 
nías necesitábamos de su auxilio ; pero armémo- 
nos de paciencia contra este golpe imprevisto y 
no dejemos de amarnos inalterablemente. For- 
taleced vuestro pecho contra este descarrío ; no 
se alcanza sin trabajo lo que se anhela. No nos 
desanimemos ; confiemos en que el cielo nos se- 
rá propicio y que veremos cumplidos nuestros 
afanes tras tantos padecimientos. Adiós. » 

Mientras que el joyero habia estado conver- 
sando con el príncipe de Persia, la confidente 



habia tenido lugar para volver á palacio y parti- 
cipar á su ama la desagradable noticia de la 
marcha de Ebn Thaher ; Chemselnihar habia es- 
crito al punto este postrer billete, y mandado á 
su confidente para llevarlo al príncipe, y esta lo 
habia perdido en el camino. 

Alegróse el joyero de haberlo hallado, porque 
le proporcionaba un medio de sincerarse para 
el concepto de la confidente, trayéndola al pa- 
raje apetecido. Cuando acababa de leerlo, vio á 
la esclava que lo estaba buscando con suma zo- 
zobra, mirando á todas partes. Cerrólo pronta- 
mente y se lo metió en el pecho ; pero la escla- 
va advirtió su acción y corrió tras él. « Señor, » 
le dijo, « he perdido la carta que teníais ahora 
en la mano, y os ruego que me la devolváis. » 
El joyero hizo como que no la oia, y prosiguió 
su camino para casa. No cerró la puerta tras 
sí, para qne la confidente le siguiera y pudiera 
entrar, lo cual esta no dejó de hacer, y cuando 
estuvo en su aposento, « Señor, » le dijo, « no 
podéis hacer uso de la carta que acabáis de ha- 
llar ; y no pondríais dificultad en volvérmela, si 
supierais de parte de quien es, y el sujeto á 
quien va dirijida. Además, me permitiréis os 
diga que no podéis honradamente retenerla. » 

£1 joyero hizo sentar á la confidente antes de 



250 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



le, y luego le dijo : « ¿ No es verdad 
que la carta de que se trata es de Chemselnihar 
y que va para el príncipe de Persia ? » La escla- 
va, que no esperaba semejante pregunta, se in- 
mutó en gran manera. « Parece que os turbáis 
con esta pregunta, » repuso ; « pero habéis de 
saber que no os la hago por bachillería. Hubie- 
ra podido devolveros el papel en la calle ; pero 
he querido traeros aquí, porque deseo mani- 
festaros -un desengaño. Decidme, ¿os parece 
justo achacar un suceso adverso á aquellos que 
ninguna parte tuvieron en él ? Eso, sin embargo, 
es lo que hicisteis, diciendo al príncipe de Per- 
sia que yo fui el que aconsejé á Ebn Thaher que 
saliera de Bagdad para su resguardo. No inten- 
to desperdiciar el rato sincerándome para con 
vos ; basta que el príncipe de Persia esté plena- 
mente persuadido de mi inocencia en este pun- 
to. Os diré solamente que, en vez de haber 
contribuido á la partida de Ebn Thaher, la he 
sentido en el alma, no por la amistad que me- 
dia entre nosotros, sino por compasión con el 
príncipe á quien dejaba y cuyas relaciones con 
Chemselnihar me habia descubierto. Luego que 
estuve seguro de que Ebn Thaher no se 



hallaba ya en Bagdad, fui á presentarme al 
príncipe cuando me visteis en su casa, para co- 
municarle esta novedad y ofrecerle los mismos 
servidos que él le hacia. He conseguido mi ob- 
jeto /y con tal que tengáis en mí tanta confian* 
za como teniais én Ebn Thaher, en vuestra ma- 
no estará el valeros provechosamente de mi in- 
tervención. Comunicad á vuestra ama lo que 
acabo de deciros, asegurándola de que aun 
cuando debiera perecer comprometiéndome en 
una correspondencia tan espuesta , no me arre- 
pentiré de haberme sacrificado por dos amantes 
tan dignos uno de otro. » 

La confidente escuchó al joyero con suma satis- 
facción, y le rogó que disimulara el mal concep- 
to en que le habia tenido llevada de su afán por 
los intereses de su ama. « Me cabe grandísima 
satisfacción, » añadió, « en que el príncipe y 
Chemselnihar hallen en vos un hombre tan ade- 
cuado para ocupar el lugar de Ebn Thaher. No 
dejaré de manifestar á mi ama la buena volun- 
tad que le profesáis. » 

Dejó de hablar Cheherazada, advirtiendo que 
era de dia, y á la noche siguiente prosiguió de 
esta manera : 



NOCHE CLXXVIII. 



Luego que la confidente hubo manifestado al 
joyero el júbilo que le cabia al verle tan dis- 
puesto á servir al príncipe de Persia y á Chem- 
selnihar, sacó del pecho el billete, y se lo de- 
volvió diciéndole : « Tomad, llevádselo pronta- 
mente al principe de Persia, y volved por acá 
para que yo vea su contestación. No os olvidéis 
de comunicarle la conversación que hemos te- 
nido. » 

La confidente tomó la carta y se la llevó al 
príncipe, quien dio al punto contestación, y al 
volver á palacio, pasó por casa del joyero y se 
la enseñó : 

CONTESTACIÓN DEL PRÍNCIPE DE PERSIA Á 
CHEMSELNIHAR. 

« Vuestro precioso billete surtió grandísimo 



efecto ; mas no tanto cual yo apeteciera. Procu- 
ráis consolarme por el malogro de Ebn Thaher. 
I Ay de mí ! por mucho que lo sienta, no es mas 
que una parte muy menguada de los quebrantos 
que me acosan. Estáis enterada de todo, y sa- 
béis que solo vuestra presencia es capaz de ali- 
viarlos. ¿ Cuándo llegará el dia en que pueda 
gozar de ella sin zozobra? ¡ Cuan distante lo 
conceptúo ! ó mas bien, ¿ hemos de estar te- 
miendo que nunca lo llegaremos á ver ? Me man- 
dáis que me conserve, y os obedeceré, porque 
me he desapropiado de todo albedrío para se- 
guir tan solo el vuestro. Adiós. » 

Luego que el joyero leyó la carta, se la devol- 
vió á la confidente, quien le dijo al marcharse : 
« Señor, voy á hacer de modo que mi ama ten- 
ga la misma confianza en vos que tenia en Ebn 
Thaher. Mañana pasaré por aquí. » Con efecto, 



CUENTOS ÁRABES. 



251 



al dia siguiente la vio llegar con un aspecto que 
demostraba suma satisfacción. « Vuestro sem- 
blante, » dijo el joyero, « me da á conocer que 
habéis dispuesto el ánimo de Chemselnihar como 
deseabais. — Verdad es, » respondió la confi- 
dente, « y vais á saber de que modo lo he con- 
seguido. Hallé ayer á Chemselnihar que me 
aguardaba con impaciencia. Le entregué la carta 
del príncipe ; leyóla anegados los ojos en llanto, 
y como vi que al acabarla iba á sumirse en su 
desconsuelo acostumbrado, « Señora, » le dije, 
« sin duda os aqueja la ausencia de EbnThahcr ; 
pero permitidme que os suplique en nombre de 
Dios que no os azoréis mas sobre ese punto. He- 
mos hallado otro sujeto como él que se ofrece á 
serviros con igual afán, y que es mas á propó- 
sito por su mayor intrepidez. » Entonces le ha- 
blé de vos, » prosiguió la esclava « y le referí 
el motivo que os habia llevado á casa del prín- 
cipe de Persia. Finalmente le aseguré que guar- 
daríais inviolablemente la reserva, y que esta- 
bais resuelto á favorecer sus amores con todo 
vuestro ahinco. Con esto se manifestó bastante 
consolada. « j Ah ! ¡ cuánto debemos el príncipe 
de Persia y yo, » esclamó, « al hombre honrado 
de quien habíais ! Quiero conocerle, verle y oir 
de su boca cuanto acabáis de espresarme, y 
darle gracias por una jenerosidad inaudita con 
personas por quienes nada le obliga á intere- 
sarse con tanto empeño. Su vista me causará re- 
gocijo, y echaré el resto en corroborarle en tan 
unos intentos. No dejéis de ir mañana en su 
busca, y traerle á mi presencia. » Por lo tanto, 
señor, tomaos la molestia de venir conmigo á 
palacio, n 

Sebresaltóse el joyero á estas palabras de la 
confidente. « Vuestra ama, » repuso, « me per- 
mitirá que le diga como no ha recapacitado 
harto de veras lo que está requiriendo de mi. 
Como Ebn Thaher tenia entrada en la corte, po- 
día pasar por todas partes , y los oficiales que 
le conocían le franqueaban á sus anchuras el 
palacio de Chemselnihar ; ¿ pero cómo me he de 
atrever yo á entrar allí? Vos misma veis que 
esto no cabe, y así os ruego que manifestéis á 
Chemselnihar los motivos que deben retraerme 
de darle esta satisfacción , y esponerme á las 



infaustas consecuencias que pudieran sobreve- 
nir. Por poco que pare la atención , hallará que 
es arriesgarme infinito, y luego, á mi parecer, 
infructuosamente. » 

La confidente procuró serenar al joyero. 
« Pues qué, ¿ os imajinais, » le dijo, « que Chem- 
selnihar esté tan privada de razón que os espon- 
ga al menor peligro llamándoos á palacio, cuan- 
do aguarda de vos tan importantes servicios ? 
Recapacitad vos mismo que no corréis peligro 
alguno. Demasiado interesadas estamos mi ama 
y yo para comprometeros torpemente y á cie- 
gas. Podéis fiaros de mí y dejaros llevar. Cuan- 
do estéis de vuelta, vos mismo confesaréis que 
eran infundadas vuestras zozobras. » 

Allanóse el joyero á las reconvenciones de la 
confidente y se levantó para acompañarla ; pero 
por mucho que se jactara naturalmente de ente- 
reza, era tal el pavor que se le habia apoderado, 
que temblaba como un azogado. « En ese es- 
tado, » le dijo la esclava, « ya veo que vale mu- 
cho mejor que os quedéis en casa y que Chem- 
selnihar tome otras disposiciones para veros, y 
no me cabe duda en que vendrá á visitaros ella 
misma para satisfacer el deseo que tiene de co- 
noceros : así , señor, no salgáis, pues estoy se- 
gura de que no tardaréis en verla. » La confi- 
dente habia acertado , pues no bien contó á 
Chemselnihar el susto del joyero, esta se dis- 
puso á ir á su casa. 

Recibióla con todas las demostraciones del 
mas sumiso acatamiento, y cuando se hubo sen- 
tado, como estaba algo cansada del camino que 
habia andado, alzó el velo y dejó ver al joyero 
una hermosura que le dio á conocer cuan dis- 
culpable era el principe de Persia en haber en- 
tregado su corazón á la predilecta del califa. 
Chemselnihar saludó al joyero con cariñosa son- 
risa y le dijo : « No he podido saber con qué 
empeño os habéis interesado por el príncipe de 
Persia y por mí, sin formar al punto el intento 
de agradecéroslo en persona. Doy gracias al 
cielo que nos ha resarcido tan pronto el malogro 
de Ebn Thaher. » 

Cheherazada tuvo que pararse en este punto, 
con motivo de ser ya de dia, y á la mañana si- 
guiente prosiguió de este modo su narración : 



152 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CLXXIX. 



Otras muchas ternezas espresó Chemselnihar 
al joyero y luego se retiró á palacio. El joyero 
fué inmediatamente á comunicar esta visita al 
príncipe de Persia, quien le dijo al verle : « Os 
estaba aguardando con suma impaciencia ; la es- 
clava confidente me ha traido una caria de su 
ama ; pero su contenido no me ha llenado. Cua- 
lesquiera que sean las esperanzas de la amable 
Chemselnihar, nada me atrevo á prometerme, y 
mi sufrimiento se está apurando. No acierto á 
formar intento alguno. La partida de Ebn Thaher 
me tiene desesperado ; era mi arrimo : con él lo 



he perdido todo. Con él podia lisonjearme con 
alguna esperanza por la entrada espedila que 
lograba en las habitaciones de Chemselnihar. » 
Á estas palabras, que el príncipe pronunció 
con tanto ímpetu sin dar al joyero tregua para 
contestar, este le dijo : « Principe, no cabe in • 
teresarse mas en vuestros quebrantos de lo que 
yo me conduelo, y si os dignáis tener la pacien- 
cia de escucharme, veréis que puedo proporcio- 
naros algún alivio. » Entonces el príncipe calló 
y prestó atención. « Ya veo, » replicó el joyero, 
« que el único medio de daros gusto es hacer 




CUENTOS ÁRABES. 



253 



de modo que podáis conversar libremente con 
Chemselnihar. Voy á rodearos ese logro, y des- 
de mañana me dedicaré al intento. No es forzoso 
que os espongais entrando en palacio ; ya sabéis 
por esperiencia que es un paso muy aventura- 
do. Sé un lugar mas adecuado para este avista- 
miento, y en el que estaréis á buen recaudo. » 

Al acabar el joyero estas palabras, el prínci- 
pe le dio un estrecho abrazo. « Con esa encan- 
tadora promesa resucitáis, » le dijo, « á un des- 
venturado amante que se habia sentenciado á 
muerte. Á lo que veo , he resarcido colmada- 
mente la pérdida de Ebn Thaher ; todo cuanto 
hiciereis será bien hecho ; á vos me entrego por 
entero. » 

Luego que el principe hubo dado gracias al 
joyero por el afán que le manifestaba, se retiró 
este á su casa, á donde fué á buscarle al dia si- 
guiente la confidente de Chemselnihar. Él le di- 
jo que habia lisonjeado al príncipe de Persia con 
que pronto veria á su amante. « Para eso ven- 
go, » le respondió la confidente, « y así vamos 
á idear nuestras disposiciones. Me parece, » 
añadió « que esta casa seria bastante cómoda 
para el avistamiento. — Muy bien pudiera reci- 
birlos aquí, » repuso el joyero ; pero me ha pa- 
recido que estarán con mayor libertad en otra 
casa que tengo y que está actualmente desalqui- 
lada. Pronto la habré amueblado con bastante 
aseo para recibirlos. — Si es así, » replicó la 
confidente, « no queda ya mas que hacer con- 
sentir á Chemselnihar. Voy á decírselo, y den- 
tro de un rato volveré á daros respuesta. » 

Con efecto anduvo muy dilijen te, volviendo 
de allí á poco, y comunicó al joyero que su ama 
no haría falta en acudir á la cita al anochecer. 
Al mismo tiempo le entregó una bolsa, dicién- 
dole que era para los gastos de la colación. El 
joyero la llevó al punto á la casa en que los 
amantes debian verificar su encuentro, para que 



supiera en donde estaba y pudiera acompañar ¿ 
su ama ; y luego que se hubieron separado, fué 
á pedir prestada, en casa de sus amigos, vajilla 
de oro y plata, alfombras, ricos almohadones y 
otros muebles, con los cuales adornó su casa 
con mucha magnificencia. Cuando lo tuvo todo 
dispuesto, pasó á verse con el príncipe de Persia. 

Figuraos cual seria el gozo del príncipe cuan- 
do el joyero le dijo que iba en su busca para 
llevarle á la casa que tenia dispuesta pam reci- 
bir á entrambos amantes. Esta noticia le hizo 
olvidar sus pesares y padecimientos. Vistióse un 
traje magnífico y salió sin acompañamiento con 
el joyero, quien le fué llevando por calles muy 
estra viadas para que nadie los observara, y le 
introdujo al fin en la casa donde se pusieron á 
conversar hasta la llegada de Chemselnihar. 

No aguardaron largo rato á la enamorada 
hermosura. Llegó después de la oración, al po- 
nerse el sol, con su confidente y otras dos es- 
clavas. Imposible me fuera espresaros el rapto 
de alborozo que se apoderó de entrambos aman- 
tes á la vista uno de otro. Sentáronse en el sofá, 
mirándose sin poder hablar, tan fuera estaban 
de sí. Pero cuando recobraron el uso del habla, 
se desquitaron de aquel silencio, diciéndose ta- 
les ternezas que hicieron llorar al joyero, á la 
confidente y á las otras dos esclavas. Sin embar- 
go, el primero enjugó sus lágrimas para aviar 
la colación, que trajo el mismo. Los amantes 
comieron y bebieron poco, y tras esto, habién- 
dose sentado otra vez en el sofá , Chemselnihar pre- 
guntó al joyero si tenia laúd ó algún otro instru- 
mento. El joyero, que se habia esmerado en 
surtirse de cuanto podia complacerla, le apron- 
tó el laúd apetecido. La predilecta lo estuvo 
templando un rali lio, y luego se puso á cantar. 

Aquí se paró Cheherazada, porque empezaba 
á amanecer, y á la noche siguiente prosiguió de 
esta manera : 



NOCHE CLXXX. 



En el momento en que Chemselnihar tenia es- 
tático al príncipe de Persia , espresándole su 
pasión en versos repentinos, se oyó un gran es- 



truendo , y al punto se presentó muy sobresal* 
tado un esclavo que el joyero habia traído con- 
sigo, diciendo que estaban violentando la puerta; 



•254 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



que había preguntado quién era, pero que en 
vez de responderle , habían repetido los golpes. 
El joyero sobresaltado dejó al príncipe con 
Chemselnihar para ir á cenciorarse de esta mala 
noticia. Ya se hallaba en el patio , cuando divisó 
en medio de la oscuridad una cuadrilla de hom- 
bres armados con sables y bayonetas , que ha- 
bían volcado la puerta y se adelantaban en de- 
rechura hacia él. Arrimóse prontamente á la 
pared , y sin que le viesen , los dejó pasar , y 
contó hasta diez. 

Como no le cabia servir del menor auxilto al 
príncipe de Persia y á Chemselnihar , se con- 
tentó con lamentarse de su suerte y determinó 
huir. Salió de su casa y fué á refujiarse á la de 
un vecino que aun no estaba acostado , no du- 
dando de que tamaña violencia se hacia de or- 
den del califa , á quien sin duda habían informa- 
do del avistamiento de su idolatrada con el 
príncipe de Persia. Desde la casa en que estaba 
oculto , oyó el estrépito que movían en la suya, 
el cual duró hasta media noche. Entonces , pa- 
reciéndole que todo estaba sosegado , rogó al 
vecino que le dejara un sable , y saliendo arma- 
do , se adelantó hasta la puerta de su casa y 
entró en el patio , en donde tropezó despavori- 
damente con un hombre que le preguntó quién 
era. Conoció por la voz que era su esclavo. 
« ¿Cómo hicistes ,*» le dijo , « para que la ron- 
da no te cojiera? — Señor, me oculté en un 
rincón del patio y salí tan pronto como dejé de 
oir estruendo. Pero no es la ronda la que ha 
entrado en casa , sino unos ladrones que sa- 
quearon poco hace una en este barrio. Es de 
creer que habrán observado los ricos muebles 
que aquí mandasteis traer y que los hayan ape- 
tecido. » 

El joyero conceptuó probable la conjetura de 
su esclavo. Recorrió la casa , y vio en efecto 
que los ladrones se habian llevado los ricos 
muebles del aposento destinado á Chemselnihar 
y á su amante , robando la vajilla de oro y plata, 
y finalmente que no habian dejado la menor 
alhaja. Sumo fué su desconsuelo. « ¡ Oh cielos ! » 
esclamó , « ¡ estoy perdido sin remedio ! » 
¿ Qué dirán mis amigos y qué escusa les daré 
cuando les diga que unos salteadores forzaron 
mi casa y robaron lo que tan jenerosamente me 
habian prestado ? Será preciso que los indem- 
nice de la pérdida que les he causado. Además, 
¿qué se han hecho el príncipe de Persia y 
Chemselnihar ? Este lance meterá tanto ruido, 
que es imposible no llegue á oidos del califa. 
Sabrá esta cita , y serviré de víctima á su eno- 
jo. * El esclavo , que le era muy fiel , procuró 
consolarle. «Con respecto á Chemselnihar, » 



le dijo, « los ladrones se habrán contentado con 
quitarle sus joyas , y podéis creer que se habrá 
retirado á palacio con sus esclavas; igual suerte 
habrá cabido al príncipe de Persia ; asi podéis 
confiar en que el califa ignorará siempre esta 
aventura. En cuanto á la pérdida que han tenido 
vuestros amigos, es una desgracia que no pu- 
disteis evitar. Saben muy bien que abundan 
mucho los ladrones y que han tenido la osadía 
de saquear , no solo la casa de que os hablé , sino 
también otras muchas de los principales seño- 
res de la corte ; y no ignoran que , á pesar de 
las órdenes que se han dado para cojerlos , no 
se ha podido prender ninguno por muchas pes- 
quisas que se han hecho. Cumpliréis restituyen- 
do á vuestros amigos el valor de las alhajas que 
os robaron , y aun , á Dios gracias , os quedará 
con que vivir. » 

Entretanto que amanecía , el joyero mandó á 
su esclavo que compusiera del mejor modo po- 
sible la puerta derribada , y luego se volvió con 
su esclavo á la casa en que vivia , rumiando 
desconsoladamente cuanto le habia sucedido. 
« Ebn Thaher , » iba diciendo para sí , « fué 
mas cuerdo que yo ; habia previsto este fracaso 
en que yo he venido á tropezar ciegamente. 
¡ Ojalá no me hubiese nunca metido en una tra- 
moya que quizá me costará la vida ! » 

Apenas amaneció, corrió por la ciudad la no- 
ticia de la casa robada , y atrajo á casa del jo- 
yero á varios amigos y vecinos , los cuales , so- 
color de condolerse de su quebranto , ansiaban 
saber los pormenores. No dejó de darles gracias 
por el interés que le manifestaban y tuvo al me- 
nos el consuelo de ver que nadie le hablaba de 
Chemselnihar ni del príncipe de Persia , con lo 
cual se figuró que estaban en su casa ó seguros 
en alguna parte. 

Cuando el joyero se quedó solo , sus criados 
le sirvieron de comer; pero apenas probó boca- 
do. Eran sobre las doce , cuando un esclavo suyo 
se llegó á decirle que habia á la puerta un hom- 
bre que no conocía y que deseaba hablarle. El 
joyero , no queriendo recibir en su casa á un 
desconocido , se levantó y fué á hablarle á la 
puerta. « Aunque no me conocéis , » le dijo el 
hombre, « yo os conozco muy bien y vengo á 
tratar de un negocio importante. » Á estas pa- 
labras el joyero le suplicó que pasase adelante. 
« No , )> replicó el desconocido , « mejor es que 
os toméis la molestia de veniros conmigo hasta 
la otra casa que tenéis. — ¿Cómo sabéis, » re- 
puso el joyero , « que tengo otra casa ? — Lo 
sé , » respondió el desconocido ; « no tenéis 
mas que veniros conmigo sin temer nada ; tengo 
que comunicaros una especie que os causará 



\ 



CUENTOS ÁRABES. 



255 



suma satisfacción. » El joyero se marchó al pnn- 
tp con él , y después de haberle referido por el 
camino de qué modo habia sido robada la casa 
donde iban , le dijo que no estaba en estado de 
poderle recibir en ella. 

Cuando llegaron delante de la casa y el des- 
conocido vio que la puerta estaba medio rota, 
« Vamos adelante , » le dijo al joyero ; « Ya veo 
que me habéis dicho la verdad. Voy á llevaros 
á un sitio donde estaremos con toda comodi- 
dad. » Al decir esto , echaron otra vez á andar 
y caminaron todo lo restante del dia sin parar- 
se. El joyero , cansado del camino que habia 
hecho, y acongojado viendo que se acercaba 
la noche y que el desconocido caminaba siempre 
sin decirle á donde quería llevarle , empezaba á 
desazonarse, cuando llegaron á un sitio que 
conducía al Tigris. Luego que estuvieron á la 
orilla del rio , se embarcaron en un barquichue- 
lo y pasaron á la márjen opuesta. Entonces el 
desconocido llevó al joyero por una larga calle, 
en la que nunca habia estado , y después de ha- 
berle hecho pasar por varias calles estravíadas, 
se paró á una puerta que abrió. Hizo pasar al 
joyero , cerró la puerta con una gruesa barra de 
hierro y le condujo á otro aposento , donde ha- 
bia otros diez hombres que no eran menos des- 
conocidos para el joyero que su acompañante. 

Estos diez hombres recibieron marcialmentc 
al joyero. Dijéronle que se sentara , lo que él 



ejecutó al punto. Mucho lo necesitaba , porque. 
no solo estaba sin aliento de haber caminado 
tanto rato , sino que la zozobra que se habia 
apoderado de él al verse entre jentes tan pro- 
pias para causarla , no le hubiera dejado per- 
manecer en pié. Como aguardaban á su princi- 
pal para cenar , luego que este llegó , sirvieron 
la cena. Se lavaron las manos , y obligaron al 
joyero á hacer otro tanto y á que se sentara con 
ellos á la mesa. Terminada la cena , preguntá- 
ronle si sabia con quiénes estaba hablando ; res- 
pondió que no , y que ignoraba el barrio y el 
lugar en que se hallaba, a Contadnos vuestra 
aventura de esta noche , » le dijeron , « y no 
nos disfracéis nada. » El joyero , atónito á estas 
palabras , les respondió : « Señores mios , pro- 
bablemente la sabéis ya. — Es cierto , replica- 
ron , « que el joven y la dama que estaban ayer 
noche en vuestra casa nos la han contado ; pero 
la queremos oir de vuestra boca. » Esto fué bas- 
tante para que entendiera el joyero que hablaba 
con los salteadores que habían robado su casa. 
« Señores mios , » esclamó , <r estoy sumamente 
zozobroso por ese joven y esa dama ; ¿podríais 
darme noticias suyas ? » 

Al llegar aquí Cheherazada , se interrumpió 
para avisar al sultán de las Indias que asomaba 
el dia, y guardó silencio hasta la noche si- 
guiente. 



NOCHE CLXXXI. 



Señor, preguntando el joyero á los ladrones 
si podían darle noticias del joven y de la dama, 
« No os apuréis por ellos, » respondieron ; « es- 
tan en lugar seguro y sin novedad. » Al decir 
esto, le apuntaron dos gabinetes, asegurándole 
que estaban cada uno por separado en ellos. 
«Nos han dicho, » añadieron, « que solo vos 
estáis sabedor de cuanto les atañe. Luego que 
lo hemos sabido , hemos guardado con ellos 
cuantos miramientos son dables por considera- 
ción vuestra. Muy lejos de haber usado de vio- 
lencia, les hemos franqueado toda clase de aten- 
ciones, y ninguno de nosotros quisiera haberles 



hecho el menor daño. Lo mismo os decimos 
por lo que á vos toca, y podéis tener en noso- 
tros la mayor confianza. » 

El joyero, sosegado con estas palabras y con- 
tento de que el príncipe de Persia y Chemselni- 
har no tuviesen novedad, se esmeró en interesar 
mas y mas á los salteadores en su favor. Dióles 
mil elojios y bendiciones y les dijo : « Señores, 
confieso que no tengo la honra de conoceros ; 
pero es una gran dicha para mí el no seros des- 
conocido y no acabaré jamás de agradeceros la 
fortuna que este conocimiento me ha proporcio- 
nado. Dejando á parte una acción tan humana, 



256 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



# veo que solo los de vuestra esfera son capaces 
de guardar un secreto, de modo que nunca sea 
descubierto; y si hay algún lance arduo, sabéis 
desempeñarlo con acierto, valor é intrepidez. 
Fundado en estas prendas , que con razón os 
corresponden , no pongo dificultad en referiros 
mi historia y la de las otras dos personas que 
hallasteis en mi casa , con toda la puntualidad 
que me habéis pedido. » 

Luego que el joyero hubo tomado estas pre- 
cauciones para interesar á los ladrones en la 
narración que iba á hacerles, la cual no podia 
menos de surtir buen efecto en cuanto lo podia 
conceptuar, les refirió, sin omitir nada, los 
amores del príncipe de Persia y de Chemsel- 
nihar desde el principio^ hasta la cita que les 
habia proporcionado en sil casa. 

Grande fué la estrañeza de los ladrones cuando 
oyeron todos estos pormenores. « ¡ Cómo ! » es- 
clamaron cuando el joyero hubo concluido, 
« ¿es posible que el joven sea el ilustre Ali Ebn 
Becar, príncipe de Persia, y la dama la hermosa 
y célebre Chemselnihar? » El joyero les juró 
que lo que decia era cierto , y añadió que no 
debian estrañar que unas personas tan distingui- 
das tuviesen repugnancia en darse á conocer. 

Entonces los salteadores fueron á echarse uno 
tras otro á los pies del principe y de Chemsel- 
nihar, y les suplicaron que les perdonasen, pro- 
testando que no les hubiera sucedido nada, si 
hubiesen sabido qué clase de personas eran an- 
tes de entrar en la casa del joyero. « Procura- 
remos enmendar el yerro que hemos cometido,» 
añadieron, y volviéndose á incorporar con él le 
espresaron : « Mucho sentimos no poderos vol- 
ver todo lo que se os ha robado, pues parte de 
ello yá no está en nuestro poder; os rogamos 
que os contentéis con la plata que vamos á po- 
ner en vuestras manos. » 

El joyero se tuvo por dichosísimo con el fa- 
vor que le hacían. Cuando los ladrones hubieron 
entregado la plata, trajeron al príncipe de 
Persia y á Chemselnihar, y les dijeron, como 
también al joyero, que iban á llevarlos á un si- 
tio, desde el cual podrían retirarse cada uno á 
su casa ; pero que antes querían que se compro- 
metiesen con juramento á no descubrirlos. El 
príncipe de Persia, Chemselnihar y el joyero les 
dijeron que hubieran podido fiarse de su pala- 
bra ; pero que ya que lo deseaban, juraban so- 
lemnemente guardarles una fidelidad inviolable. 
Al punto los ladrones, satisfechos de su jura- 
mento, salieron con ellos. 

Por el camino, el joyero, cuidadoso por no ver 
á la confidente y á las dos esclavas, se acercó á 
Chemselnihar y le rogó que le dijese qué se ha- 



bían hecho, a Ninguna noticia sé de ellas, » res- 
pondió, « y lo único que puedo deciros, es que 
nos arrebataron de vuestra casa, que cruzamos 
el agua y fuimos conducidos á la casa de donde 
salimos. » 

Chemselnihar y el joyero no pudieron con- 
versar por mas tieEipo. Se dejaron llevar por 
los ladrones con el principe y llegaron á la orilla 
del rio. Los salteadores cojieron una barca, se 
embarcaron con ellos y los pasaron á la márjen 
opuesta. 

Oyóse al desembarcar un estruendo, y era de 
una ronda á caballo, que acudía velozmente y 
llegó en el momento en que la barca se alejaba 
de la orilla llevándose los salteadores. 

El comandante de la tropa preguntó al prín- 
cipe, á Chemselnihar y al joyero de dónde ve- 
nían tan tarde y quiénes eran. Como estaban 
sobrecojidos de pavor, y por otra parle temían 
decir alguna palabra que les perjudicase, se 
quedaron atónitos. Sin embargo era preciso que 
hablasen, y eso es lo que hizo el joyero, que es- 
taba algo menos trastornado. « Señor, » respon- 
dió, a en primer lugar puedo aseguraros que 
somos jente honrada de esta ciudad. Aquellos 
que van en la barca que se va alejando son unos 
ladrones que asaltaron la noche pasada la casa 
en que nos hallábamos. La saquearon y nos lle- 
varon á su madriguera, en donde, tras de va- 
lemos de todos cuantos medios suaves hemos 
podido, hemos conseguido nuestra libertad y 
que nos trajesen aquí. Nos han restituido una 
parte de lo que nos habían robado , como po- 
déis ver. » Y diciendo esto, enseñó al coman- 
dante la plata que llevaba envuelta. 

No satisfecho este con la contestación del 
joyero, se acercó á él y al príncipe de Persia, 
mirándolos uno tras otro. « Confesedme, » les 
dijo, « quién es esta dama, cómo la conocéis y 
en qué barrio vivís. » 

Esta pregunta los puso en grande aprieto, y 
no sabían qué responder; pero Chemselnihar 
venció la dificultad, llamó á parte al coman- 
dante, y apenas le hubo hablado , cuando se 
apeó con grandes demostraciones de respeto y 
atención y mandó á su jente que trajeran dos 
barcas. 

Cuando llegaron estas, el comandante hizo 
embarcar en una á Chemselnihar y en la otra al 
príncipe de Persia y al joyero con dos soldados 
en cada embarcación, y con orden de que los 
acompañaran hasta el punto que apeteciesen. 
Las dos barcas tomaron un camino enteramente 
opuesto. Nosotros no atendemos por ahora sino 
á la que llevaba al príncipe de Persia y al 
joyero. 



CUENTOS ÁRABES. 



257 



El príncipe, para evitar molestias á los que le 
acompañaban, les dijo que llevaría consigo al 
joyero y les puntualizó el barrio en que vivía. 
Con esta indicación los conductores tocaron con 
la barca delante del palacio del califa, con lo 
cual se sobrecojieron el príncipe y el joyero, 
aunque sin atreverse á manifestar sus temores. 
Aunque habían oído la orden del comandante, 
sin embargo se imajinaron que iban á meterlos 
en el cuerpo de guardia, para ser presentados 
al califa al día siguiente. 

Empero, no era este el ánimo de los conduc- 
tores, pues habiendo desembarcado para reu- 
nirse con su jente, los recomendaron á un ofi- 
cial de la guardia del califa, quien les dio dos 
soldados para que los acompañaran por tierra 



al palacio del príncipe de Persia, que estaba 
distante del rio. Llegaron por fin; pero tan can- 
sados, que apenas podían moverse. 

Este sumo cansancio, junto con la amargura 
del príncipe de Persia por el aciago contratiempo 
que le había sobrevenido, como también á Chem» 
selnihar, privándole de la esperanza de otra vi- 
sita, le causó un desmayo al sentarse en un sofá. 
Mientras que la mayor parte de sus criados es- 
taban solícitos en hacerle volver en sí, los dt- 
más cercaron al joyero, rogándole que les dijera 
lo que había sucedido al príncipe cuya ausencia 
los había tenido en un sobresalto indecible. 

Tras estas palabras, Gheherazada calló, por- 
que ya empezaba á amanecer, dejando para el 
día siguiente la continuación de su historia. 



NOCHE CLXXXII. 



Señor, ayer dije á vuestra majestad que mien- 
tras algunos criados estaban afanados en hacer 
volver al príncipe de su desmayo, otros pregun- 
taban al joyero lo que le había sucedido á su 
amo. El joyero, que tenia buen cuidado en no 
descubrirles lo que no bebían saber, les respon- 
dió que el caso era muy estraño ; pero que no 
era aquella ocasión para contárselo y que era 
mejor atender al príncipe. Afortunadamente, 
este volvió entonces en sí, y los que habian he- 
cho aquella pregunta con tanto afán se alejaron 
ó callaron sumisamente, y gozosos en estremo 
deque no le hubiese durado por mas tiempo el 
parasismo. 

Aunque el príncipe de Persia recobró el sen- 
tido, sin embargo quedó tan postrado, que ape- 
nas podía abrir la boca para hablar. No respon- 
día sino con señas, aun á sus padres que le 
hablaban, y aun se hallaba en el mismo estado, 
á la madrugada, cuando se le despidió por fin el 
joyero. El príncipe solo le respondió con una 
mirada y alargándole la mano ; y viendo que 
ba cargado con la plata que los ladrones le ha- 
bían devuelto, hizo señas á un criado para que 
se la tomara y llevara á su casa. 

La familia del joyero le había estado aguar- 
dando con suma zozobra el día que había salido 
T. I. 



con el hombre que preguntara por él, y á quien 
no conocían, y había supuesto que le había so- 
brevenido algún lance peor que el primero, lue- 
go que pasó la hora en que debía haber vuelto. 
Su esposa, hijos y criados estaban muy acongo- 
jados cuando llegó. Regocijáronse sobremanera 
al verle ; pero se sobresaltaron al hallarle tan 
demudado en tan breve tiempo. La fatiga del dia 
anterior, y la noche, pasada siempre temeroso 
y desvelado, habian ocasionado aquella muta- 
ción, de modo que estaba desconocido. Como se 
sentía muy abatido, permaneció dos dias en su 
casa para restablecerse, y solo vio algunos ínti- 
mos amigos á quienes había encargado que fran- 
quearan la entrada. 

Al tercer dia, el joyero sintiendo que habia 
recobrado algunas fuerzas, creyó que se au- 
mentarían si salía á tomar el ambiente, y así se 
marchó á la tienda de un rico mercader amiga 
suyo, con el cual estuvo conversando por largo 
rato. Cuando se levantaba para despedirse de su 
amigo y retirarse, advirtió una mujer que le ha- 
cia señas, y conoció que era la confidente de 
Chemselnihar. En el vaivén de su júbilo y rece- 
lo, se retiró mas prontamente sin mirarla. Ella 
le siguió, como el joyero se lo habia presumido, 
porque el lugar en que se hallaba no era á pro- 

17 



258 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



pósito para conversar con ella. Como caminaba 
algo de priesa, la confidente, no pudiendo seguir- 
le, le voceaba de tanto en tanto que la aguar- 
dara. Él la oía ; pero tras lo que le habia suce- 
dido, no quería hablarle en público, por temor 
de que se maliciara que tenia ó hubiera tenido 
relaciones con Chemselnihar. Con efecto era 
sabido en Bagdad que pertenecía á la predilecta 
y que hacia todas sus compras. Prosiguió del 
mismo paso y llegó á una mezquita no muy con- 
currida y en donde sabia que no habría enton- 
ces nadie. La confidente entró tras él, y pudie- 
ron conversar sin testigos. 

El joyero y la confidente de Chemselnihar se 
manifestaron recíprocamente cuanta compla- 
cencia tenían en volverse á ver, después de la 
estraña aventura ocasionada por los ladrones, y 
sus recelos uno por otro, sin hablar del que to- 
caba á su persona. 

El joyero quería que la confidente empezara 
á referirle cómo se habia escapado con las dos 
esclavas, y luego que le diera noticias de Chem- 
selnihar desde que no la habia visto. Pero la 
confidente se mostró tan solícita por saber antes 
lo que le habia sucedido desde su separación 
tan imprevista, que hubo de satisfacerla. « He 
aquí, » dijo al concluir, « lo que de mí desea- 
bais saber : ahora contadme por vuestra parte 
lo que ya os he preguntado. » 

« Luego que vi asomar los ladrones, » dijo la 
confidente, « me imajiné, sin mirarlos bien, que 
eran unos soldados de la guardia del califa que 
este enviaba, por haber sabido la cita de Chem- 
selnihar, para quitarle la vida , y también al 
príncipe de Persia y á todos nosotros. Embarga- 
da con esta aprensión, subí al punto á la azotea 
de vuestra casa, mientras que los ladrones en- 
traron en el aposento en que se hallaban el 



príncipe de Persia y Chemselnihar, y las dos 
esclavas me siguieron prontamente. Pasamos de 
una en otra azotea, y al fin llegamos á la de una 
casa habitada por jente muy honrada, que nos 
recibió con muchas atenciones y con quien pa- 
samos la noche. 

« Á la madrugada, después de haber dado 
gracias al amo de la casa por el favor que nos 
habia hecho, regresamos al palacio de Chemsel- 
nihar. Entramos azoradísimas, y tanto mas acon- 
gojadas, cuanto ignorábamos cuál habia sido el 
paradero de nuestros dos desventurados aman- 
tes. Las demás mujeres de Chemselnihar se que- 
daron atónitas cuando vieron que volvíamos sin 
ella. Dijímosles, como ya estábamos conveni- 
das, que se habia quedado encasa de una amiga 
suya y que debia mandar por nosotras para irla 
á buscar cuando quisiese volver, y esta escusa 
las satisGzo. 

« Sin embargo, pasé el dia sumamente desa- 
zonada, y cuando llegó la noche, abrí la puerta 
de atrás y vi un barquichuelo en el canal que 
desemboca sobre el rio. Llamé al barquero y le 
pedí que fuera siguiendo el rio, á ver si descu- 
bría una dama, y que si la encontraba, que la 
trajera consigo. 

« Aguardé su vuella con las dos esclavas, que 
estaban no menos zozobrosas que yo, y eran 
las doce de la noche, cuando llegó el mismo 
barquichuelo con dos hombres dentro y una 
mujer recostada en la popa. Luego que tocó á 
tierra la embarcación, los dos hombres ayuda- 
ron á la mujer á levantarse y á desembarcar, y 
la conocí por Chemselnihar, con sumo alborozo 
de volverla á ver y de que no estaba perdida. » 

Cheherazada terminó aquí su narración por 
esta noche ; pero á la siguiente dijo al sultán de 
las Indias : 



NOCHE CLXXXIII. 



Señor, ayer dejamos á la confidente de Chem- 
selnihar en la mezquita, donde referia al joyero lo 
que le habia sucedido desde su últimoavistamien- 
to f y las circunstancias de kt vuelta de la predilec- 
ta á su palacio, y prosiguió de esta manera : 



« Alargué la mano á Chemselnihar para ayu- 
darla á apearse. Mucho necesitaba mi auxilio, 
porque apenas podia tenerse en pié. Luego que 
hubo desembarcado, me dijo al oido en acento 
acongojado, que fuera á buscar una bolsa de 



CUENTOS ÁRABES. 



259 



mil piezas de oro y se la diera á los dos solda- 
dos que la habian acompañado. Déjela en manos 
de las dos esclavas para que la sostuvieran, y 
después de haber dicho á los soldados que me 
aguardaran un rato, corrí á buscar la bolsa y 
volví prontamente. Dísela á los dos soldados, 
pagué al barquero y cerré la puerta. 

(( Alcancé á Chemsclnihar, que aun no habia 
llegado á su aposento, y sin perder tiempo, la 
desnudamos y metimos en la cama , en donde 
quedó toda la noche, como si fuera á exhalar el 
postrer suspiro. 

(( Al dia siguiente, las demás esclavas se mos- 
traron deseosas de verla ; pero les dije que ha- 
bia vuelto muy quebrantada, y que necesitaba 
descansar para restablecerse. Entretanto las dos 
esclavas y yo le aprontamos cuantos auxilios 
imajinarse pueden, y cuanto cabia en nuestro 
cariño. Al pronto se empeñó en no querer tomar 
nada, y hubiéramos desconfiado de su vida, á 
no haber advertido que recobraba algunas fuer- 
zas con el vino que le dábamos de cuando en 
cuando. En fin, á fuerza de ruegos vencimos su 
tenacidad y la obligamos á que comiera. 

« Guando vi que se hallaba en estado de ha- 
blar (porque hasta entonces no habia hecho mas 
que llorar, jemir y suspirar), le pregunté que 
me dijera por favor á qué casualidad debía el 
haberse librado del poder de los ladrones. 
« ¿ Porqué pedís, » me dijo con un profundo 
suspiro, « que renueve la causa de mi descon- 
suelo ? ¡ Ojalá los ladrones me hubiesen quitado 
la vida en vez de conservármela ; mis quebran- 
tos estarían terminados, pues solo vivo para pa- 
decer mas ! » 

a Señora, » repliqué, « os ruego que accedáis 
á mis súplicas. No ignoráis qué los degraciados 
esperimentan cierto, consuelo, refiriendo sus 
mas horrendas aventuras. Lo que yo os pido os 
aliviará, si tenéis la dignación de concedér- 
melo. » 

« Escuchad pues, » me dijo, « la estrañeza 
mas lamentosa que pueda suceder á una per- 
sona tan apasionada como yo, que creia no te- 
ner nada mas que desear. Cuando vi entrar á 
los ladrones con el sable y puñal en mano, creí 
que el príncipe de Persia y yo habíamos llegado 
á nuestra última hora, y no sentia la muerte, 
al pensar que iba á morir con él. En vez de 
arrojarse sobre nosotrospara traspasarnos el co- 
razón, como yo lo estaba temiendo, dos reci- 
bieron orden de custodiarnos, y los demás hi- 
cieron lios de todo lo que habia en el aposento 
y habitaciones contiguas. Cuando hubieron aca- 
bado, cargaron los lios al hombro y salieron 
llevándonos consigo. 



« En el camino, uno de los que me acompa- 
ñaban me preguntó quién era y le dije que era 
una bailarina. Igual pregunta le hizo al prín- 
cipe, quien respondió que era un vecino de la 
ciudad. 

(( Cuando llegamos á su casa , aumentóse 
nuestro pavor, cuando juntándose al rededor de 
mí, y habiendo considerado mi traje y las ricas 
joyas con que estaba adornada, maliciaron que 
les habia ocultado mi jerarquía. « Una bailarina 
no va tan bien vestida, » me dijeron; « confe- 
sad claramente quien sois. » 

«Como vieron que no les respondía, «¿Y 
vos, quién sois? » le preguntaron al príncipe de 
Persia. « Ya vemos que un vecino cualquiera no 
tiene ese porte. » Tampoco los satisfizo acerca 
de lo que deseaban saber. Díjoles solamente que 
habia ido á ver al joyero, que nombró, y á di- 
vertirse con él, y que á él le pertenecía la casa 
en que nos habian hallado. 

— « Conozco á ese joyero, » dijo al punto 
uno de los salteadores, que parecía tener entre 
ellos cierta autoridad ; « le debo algún favor, 
sin que él lo sepa, y sé que tiene otra casa ; me 
encargo de traerle aquí mañana, y no os solta- 
remos , *> añadió , « hasta que sepamos de él 
quienes sois. Entretanto no se os hará ningún 
daño. )> 

« Al dia siguiente trajeron al joyero, y cre- 
yendo hacernos un servicio, como en efecto 
así fué, declaró á los ladrones quienes éramos. 
Estos vinieron al punto á pedirrtie perdón, y 
creo que otro tanto hicieron con el príncipe de 
Persia que estaba en otra vivienda, y me pro- 
testaron que no hubieran forzado la casa en 
que nos habian hallado, á saber que era del 
joyero. Inmediatamente nos llevaron á todos á 
orillas del rio, y nos embarcaron en una lan- 
cha que nos trasladó á la orilla opuesta ; pero 
apenas habíamos desembarcado, cuando se 
acercó á nosotros una ronda de caballería. 

« Llamé al comandante á un lado, me nom- 
bré y le dije que al volver de casa de una ami- 
ga la noche anterior, los ladrones, que pasaban 
á la otra orilla, me habian detenido y llevado 
consigo; que les habia dicho quien era, y que 
al soltarme habian hecho igual gracia, á mego 
mío, á los dos sujetos que me acompañaban, 
por haberles asegurado que eran conocidos 
mios. El comandante echó pié á tierra y me 
manifestó que se tenia por dichoso en servir- 
me ; luego mandó por dos esquifes y me hizo 
embarcar en uno de ellos con los dos soldados 
que visteis y me custodiaron hasta aquí; en 
cuanto al príncipe de Persia y el joyero, los 
envió en el otro, también con otros dos sóida- 




dos, para que los acompañaran y dejaran en su 
casa con toda seguridad. 

« Tengo la confianza, » añadió al terminar y 
derramando copiosas lágrimas, « que no les 
habrá sucedido nada desde nuestra separación, 
y no dudo que el pesar del príncipe será igual al 
mió. El joyero, que nos ha servido con tanto 
afán, merece ser resarcido de la pérdida que ha 
padecido por causa nuestra ; así no dejéis de 
tomar mañana dos bolsas de mil piezas de oro 
cada una y llevárselas de mi parte, preguntán- 
dole por el príncipe de Persia. » 

« Guando mi buena ama hubo acabado, pro- 
curé adquirir noticias del príncipe de Persia, 
persuadiéndola que hiciera esfuerzos para ven- 
cerse á sí misma tras el peligro que habia cor- 



rido, y del que solo se habia librado por un mi- 
lagro. « No me repliquéis, » repuso, a y haced 
lo que os mando. » 

« Vime precisada á callar y he venido para 
obedecerla; fui á vuestra casa, en donde no os 
hallé ; desconfiada de hallar en donde me dije- 
ran que podiais estar, faltó poco para que fuera 
á casa del príncipe de Persia; pero no me 
atreví á ejecutarlo ; he dejado al pasar las dos 
bolsas en casa de un conocido : aguardadme 
aquí, no tardaré mucho en traéroslas. » 

Advirtió Cheherezada que amanecía, y calló 
tras estas palabras. A la noche siguiente prosi- 
guió la misma historia y dijo al sultán de las 
Indias : 



—^^ "«i fo^^l^ll^v yu^ tn «ft » 



CUENTOS ÁRABES. 



261 



NOCHE CIXXXIV. 



Señor, la confidente acudió luego á la mez- 
quita con las dos bolsas para el joyero. « To- 
mad, » le dijo, a y cumplid con vuestros ami- 
gos. — Aquí hay, » repuso el joyero, « mucho 
mas de lo que necesito ; pero no me atrevería á 
rehusar la fineza que una dama tan cortés y 
jenerosa franquea á su humilde servidor. Os 
ruego le aseguréis que conservaré eternamente 
el recuerdo de sus agasajos. » Convino con la 
confidente en que iría á buscarle á la casa en 
que le habia visto por la primera vez, cuando 
tuviera algo que mandarle de parte de Chemsel- 
nihar y á saber noticias del príncipe de Persia ; 
y tras esto se separaron. 

El joyero se volvió á su casa muy satisfecho, 
no solo porque tenia con que pagar á sus ami- 
gos, sino porque veia que nadie sabia en Bagdad 
que el príncipe de Persia y Chemselnihar se 
hallaban en su casa cuando le habían robado. 
Es verdad que se lo habia manifestado á los 
ladrones ; pero estaba confiado en su reserva. 
Por otra parte no tenían bastantes relaciones 
para temer por su conducto peligro alguno, 
aun cuando lo hubiesen divulgado. Á la ma- 
drugada visitó á los amigos que le habían ser- 
vido, y no tuvo dificultad en dejarlos satisfe- 
chos. Aun le sobró mucho dinero para amue- 
blar con sumo aseo la casa robada, poniendo en 
ella algunos criados para que la habitaran. Así 
olvidó el peligro que habia corrido, y de noche 
fué á visitar al príncipe de Persia. 

La servidumbre del príncipe que recibió al 
joyero le dijo que llegaba oportunamente ; que 
el príncipe se hallaba enfermo de sumo cuidado 
y que no articulaba ni una palabra. Hiciéronle 
entrar en su aposento muy callandito, y le 
halló tendido en su lecho, con los ojos cerrados 
y en un estado que le movió í compasión : sa- 
ludóle tocándole la mano, y le exhortó á que 
cobrara ánimo. 

El príncipe de Persia conoció al joyero ; abrió 
los ojos y le miró de un modo que le dio á en- 
tender cuan suma era su postración, por de 
contado, infinitamente mayor que cuantas ha- 



bia padecido desde la primera vez de su comu- 
nicación con Chemselnihar : asióle la mano, y 
estrechándosela para manifestarle su cariño, le 
dijo con escasa voz que le agradecía la molestia 
que se tomaba de visjtar á un príncipe tan des- 
graciado y aflijido. 

a Príncipe, » repuso el joyero, « os ruego que 
no mentéis los servicios que os he hecho ; de- 
seara que hubiesen tenido mejor éxito : hable- 
mos de vuestra salud, pues en el estado en que 
os veo, mucho temo que os dejéis abatir, y que 
no toméis el alimento que necesitáis. » 

Los criados que estaban cerca del príncipe, 
su señor, aprovecharon aquella coyuntura para 
decirle al joyero que les habia costado muchí- 
simo hacerle tomar alimento , que se iba re- 
matando mas y mas, y que hacia tiempo que 
nada habia tomado. Esto indujo al joyero á su- 
plicar al príncipe que permitiera á sus criados 
le trajesen algún alimento y que lo tomase ; lo 
cual consiguió con vivísimas instancias. 

Luego que el príncipe de Persia hubo comido 
mas abundantemente de lo que hasta entonces 
habia hecho, mandó á sus criados que le deja- 
sen á solas con el joyero, y cuando se hubieron 
marchado, le dijo : « En medio xle la desventura 
que me aqueja, me llega al alma el sumo que- 
branto que habéis padecido por causa mia; 
justo es que piense en recompensároslo ; pero 
antes os ruego que me digáis si habéis tenido 
alguna noticia de Chemselnihar desde el mo- 
mento en que hube de separarme de ella. » 

El joyero, informado por la confidente, le re- 
firió cuanto sabia de la llegada de Chemselnihar 
á su palacio, del estado en que se habia hallado 
hasta entonces, y que ya recobrada habia en- 
viado la confidente en busca de noticias suyas. 

El príncipe de Persia tan solo contestó al 
joyero con lágrimas y suspiros ; luego hizo un 
esfuerzo para levantarse, mandó llamar á sus 
criados y fué en persona á su gabinete, y allí 
mandó separar ricos muebles y plata labrada, 
dando orden para que los llevaran á casa del 
joyero. 



262 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Este no quería aceptar el regalo que el prín- 
cipe le hacia ; pero aunque le manifestó que 
Chemselnihar le había enviado mas de lo que 
necesitaba para reintegrar á sus amigos, quiso 
sin embargo ser obedecido. El joyero prorurn- 
pió en demostraciones de rubor con aquel es- 
ceso de liberalidad, mas no hallaba espresiones 
para agradecer. Quería despedirse; pero el 
príncipe le suplicó que se quedara, y continua- 
ron conversando una parte de la noche. 

A la madrugada el joyero entró á ver al prín- 
cipe antes de marcharse, y este le hizo sentar á 
su lado, a Ya sabéis, » le dijo, a que en todo se 
lleva un fin : el de un amante es poseer sin obs- 
táculo al objeto adorado ; si llega á perder esta 
esperanza, no debe pensar en vivir : ya compren- 
déis que esa es la fatal situación en que yo me 
hallo. Con efecto , desde él punto en que por 
dos veces me conceptué en la cumbre de mis 
anhelos, me vi frustrado cruelmente de tan ido- 
latrado objeto. Tras esto, no me queda mas ar- 
bitrio que el de avenirme con la muerte : ya me 
la hubiera dado, si no me prohibiera mi re- 
lijion el ser homicida de mí mismo ; pero no 
es necesario que la anticipe, pues conozco 
que no la aguardaré mucho tiempo. » Calló tras 
estas palabras, dando rienda suelta á sus suspi- 
ros, lágrimas y sollozos. 

El joyero, que no sabia otro medio de re- 
traerle de aquellos ímpetus desesperados que 
trayéndole á la memoria su querida Chemselni- 
har y dándole alguna vislumbre de esperanza, 
le dijo que temia que la confidente hubiese lle- 
gado ya y que convenia que volviera pronta- 
mente ácasa. o Os dejo ir, » le dijo el principe, 



« y si la veis, ruégoos le encarguéis que asegure 
á Chemselnihar que si fallezco pronto, como lo 
espero, la amaré hasta el postrer suspiro y 
hasta el sepulcro, d 

Regresó el joyero á su casa , y permaneció 
confiado en que asomaría la confidente. Esta 
llegó de allí á algunas horas ; pero llorosa y en 
el mayor desconcierto. El joyero, sobresaltado, 
le preguntó con afán lo que tenia. 

« Chemselnihar, el príncipe de Persia , vos y 
yo, » repuso la confidente, « estamos perdidos. 
Escuchad la* infausta nueva que supe ayer al 
volver á palacio, después de haberos dejado. 

« La predilecta había mandado castigar, por 
alguna falla, á una de las esclavas que la acom- 
pañaban el dia que estuvo en vuestra casa. La es- 
clava enojada, acechando el momento de estar 
abierta la puerta de palacio , se-ha marchado, y 
no ponemos duda en que lo habrá declarado 
todo á uno de los eunucos de la guardia que la 
ha recojido. 

« Aun hay mas ; la otra esclava compañera 
suya se ha escapado también al palacio del ca- 
lifa, á quien creemos que habrá descubierto todo, 
porque hoy el califa ha enviado , en busca de 
Chemselnihar, veinte eunucos, que la han con- 
ducido á palacio. He hallado medio de ocultar- 
me y veniros á avisar de todo esto. No sé lo que 
habrá sucedido; pero nada bueno estoy ante- 
viendo. Como quiera quesea, os ruego que guar- 
déis el secreto. » 

Empezaba á amanecer, y así la sultana Che- 
herazada suspendió su narración hasta la noche 
siguiente. 



NOCHE CLXXXV. 



Señor, la confidente añadió á lo que acababa 
de decir al joyero, que era conveniente que sin 
pérdida de tiempo fuese á verse con el prín- 
cipe de Persia y le comunicara aquella novedad, 
para que estuviera pronto á cualquiera trance. 
No le pudo decir mas y se marchó de repente 
sin aguardar su respuesta. 

I Qué hubiera podido responderle el joyero en 



el estado en que se hallaba ? Permaneció iumó- 
vil y como aterrado. Sin embargo, vio que el 
negocio urjia, y violentándose en gran manera, 
se fué á ver al príncipe de Persia. u Príncipe, » 
le dijo, « armaos de paciencia, entereza y tesón, 
y preparaos para el mas terrible golpe que ha- 
béis recibido en vuestra vida. 
— « Decidme en resumen lo que hay, » repuso 



CUENTOS ÁRABES. 



263 



el príncipe, « y no me tengáis por mas tiempo 
dudoso. Estoy pronto á morir, si es preciso. » 

Refirióle el joyero lo que la confidente aca- 
baba de comunicarle. « Ya veis, » añadió, « que 
vuestra pérdida es cierta. Levantaos y huid 
prontamente ; los momentos son preciosos. No 
debéis esponeros á las iras del califa, y aun me- 
nos á confesar nada en medio de los tormentos.» 

Poco faltó para que el príncipe espirase de 
congoja, pavor y quebranto. Estuvo cavilando 
un, rato, y luego preguntó al joyero cuál era su 
dictamen sobre el trance en que se hallaba. « El 
único partido que os queda, » repuso el joyero, 
(( es montar al punto á caballo y seguir el ca • 
mino de Ámbar (1) para llegar mañana antes del 
amanecer. Tomad de vuestros criados los que 
creáis conveniente , con buenos caballos, y per- 
mitid que os acogipañe en vuestra fuga. » 

El príncipe de Persia , viendo que no tenia 
otro partido que tomar, dio orden para los pre- 
parativos mas prontos, tomó dinero y joyas, y 
después de haberse despedido de su madre, se 
marchó arrebatadamente de Bagdad, con el jo- 
yero y los criados que habia escojido. 

Caminaron lo restante del dia y toda la noche, 
sin detenerse en paraje alguno hasta las dos de 
la madrugada, en que atropellados con tan larga 
jornada, y rendidos los caballos, se apearon 
para descansar. 

Aun no habían tenido tiempo de tomar alien- 
to, cuando se vieron repentinamente acometidos 
por una crecida gavilla de salteadores. Defendié- 
ronse largo rato con gran bizarría ; pero los cria- 
dos del príncipe cayeron todos muertos, y en- 
tonces el príncipe y el joyero rindieron las ar- 
mas y se entregaron á discreción. Los forajidos 
les concedieron la vida ; pero luego que se hu- 
bieron apoderado de los caballos y bagajes, los 
despojaron, y al retirarse con su presa, los de- 
jaron en el mismo sitio. 

Cuando los robadores se hubieron alejado, 
« ¿ Qué tal ? » dijo el aflijido príncipe al joyero, 
« ¿ qué decis de nuestra aventura y del estado 
en qué nos hallamos ? ¿ No me hubiera sido me- 
jor haberme quedado en Bagdad aguardando la 
muerte, cualquiera que fuese ? 

— a Príncipe, » repuso el joyero, « es un de- 
creto de la voluntad de Dios ; le, place ponernos 
á prueba enviándonos quebranto sobre quebran- 
to. A nosotros toca dejarnos de murmuraciones 
y recibir con entera sumisión estas desgracias 
de su mano. No nos detengamos aquí, y busque- 
mos algún lugar donde hallemos auxilio en nues- 
tra desventura. 

(1) Ámbar era una ciudad á orillas del Tigris, á veinte 
leguas de Bagdad. 



— « Dejadme morir, » le dijo el príncipe de 
Persia; «poco importa que muera aquí ó en 
otra parte. Quizá en el momento en que esta- 
mos hablando, Chemselnihar ya no existe, y no 
debo tratar de vivir faltando ella. » El joyero le 
persuadió á fuerza de ruegos. Caminaron largo 
rato y hallaron una mezquita abierta , en donde 
entraron y pasaron lo restante de Ja noche. 

Al amanecer, llegó un hombre solo á la mez- 
quita , y se puso á hacer oración. Cuando hubo 
acabado, divisó, al volverse, al príncipe de Per- 
sia y al joyero que estaban sentados en un rin- 
cón, y acercándose á ellos, los saludó con suma 
cortesía. « Si no me engaño, » les dijo, « me pa- 
rece que sois forastero?. » 

Tomó el joyero la palabra. «No os engañáis,» 
le respondió y « nos han robado esta noche vi- 
niendo de Bagdad, como podéis colejir del estado 
en que nos hallamos , y necesitamos auxilio ; 
mas no sabemos á quien volvernos. — Si queréis 
tomaros la molestia de venir á mi casa , » les 
respondió el hombre, « os daré gustoso el auxi- 
lio que pueda. » 

Á este jeneroso ofrecimiento, el joyero se vol- 
vió al príncipe y le dijo al oido : «Ya veis, 
príncipe, que este hombre no sabe quienes so- 
mos, y debemos temer que venga otro y nos 
conozca. Me parece que no debemos rehusar el 
favor que quiere hacernos. — Á vuestra elección 
lo dejo , » respondió el príncipe , « consiento en 
cuanto queráis. » 

El hombre , que vio que el joyero y el prín- 
cipe de Persia estaban en consulta , se imajinó 
que ponían reparo en admitir la oferta que les 
hacia, y así les preguntó á que se determinaban. 
« Estamos prontos á seguiros , » respondió el 
joyero ; « lo que nos da pena es que estamos 
desnudos y que tenemos vergüenza de presen- 
tarnos en tal estado. 

Afortunadamente el hombre pudo darles parte 
de sus vestidos para que se cubriesen, y luego 
los llevó á su casa. Apenas llegaron á ella, 
cuando les mandó dar á cada uno un traje bas- 
tante decente , y suponiendo que tendrían gran 
necesidad de comer y que les gustaría estar á 
solas, les envió varios manjares por una esclava. 
Pero apenas comieron, sobre todo el príncipe de 
Persia , que se hallaba tan decaído y postrado , 
que el joyero llegó á temer por su vida. 

El amo de la casa les hi?o varias visitas du- 
rante el dia, y de noche, como sabia que nece- 
sitaban descansar, los dejó solos; pero el joyero 
tuvo pronto que llamarle para que asistiera á la 
muerte del príncipe de Persia. Advirtió que este 
resollaba con mas fatiga y vehemencia , lo cual 
le dio á entender que le quedaban muy pocos 




momentos de vida. Acercóse á él , y el príncipe 
le dijo : « Esto es hecho, ya lo veis, y me alegro 
que presenciéis la última hora de mi vida. La 
pierdo con mucha satisfacción , y no os digo el 
motivo , pues ya lo sabéis. Siento no morir en 
brazos de mi querida madre, que siempre me 
amó entrañablemente, y á quien siempre tributé 
el respeto debido. Sumo será su desconsuelo por 
no haber logrado el amargo alivio de cerrarme 
los ojos , y sepultarme con sus propias manos. 
Manifestada cuanto lo siento y rogadle de mi 



parte que mande trasladar mi cuerpo á Bagdad, 
para que riegue mi sepulcro con sus lágrimas , 
y me asista con sus oraciones. » No se olvidó del 
amo de la casa ; dióle gracias por la jenerosa 
acojida que le había dispensado, y después de 
haberle rogado por favor que consintiera en que 
su cuerpo quedara depositado en su casa , hasla 
que fuesen á buscarlo, exhaló el postrer aliento. 
Aquí llegaba Cheherazada , cuando advirtió 
que asomaba el dia , y así dejó de hablar hasta 
la noche inmediata. 



-Q tr~ — 



CUENTOS ÁRABES. 



265 



NOCHE CLXXXYI. 



í 



Señor, al dia siguiente de la muerte del prín- 
cipe de Persia , aprovechó el joyero la propor- 
ción de una numerosa caravana que se encami- 
naba á Bagdad , á donde llegó sin novedad. No 
hizo mas que entrar en su casa y mudarse de 
traje , y pasó al palacio del difunto príncipe de 
Persia, en donde se sobresaltaron, no viendo al 
príncipe con él. Pidió que avisaran á la madre 
del príncipe que deseaba hablarle, y no tardaron 
en admitirle al estrado en que se hallaba con 
muchas sirvientas. « Señora, » le dijo el joyero, 
« con un ademan que demostraba la fatal noticia 
que iba á comunicarle , « Dios os conserve y os 
colme de favores. No ignoráis que Dios dispone 
de nosotros como le place... » 

La dama no dio lugar al joyero para que se 
esplicara. a ¡ Ah ! » esclamó , « venis á partici- 
parme la muerte de mi hijo. » Al mismo tiempo 
prorumpió en pavorosos gritos, que, mezclados 
con Jos de sus criadas , renovaron las lágrimas 
del joyero. Dio rienda á su dolor antes que le 
dejara proseguir en su narración. Al fin suspen- 
dió sus lágrimas y jemidos, y le rogó que prosi- 
guiera y no le ocultara la menor circunstancia 
de tan ¿olorosa separación. Satisfízola el joyero, 
y cuando hubo acabado, la dama le preguntó si 
el príncipe su hijo no le habia encargado en sus 
últimos momentos alguna particularidad para 
ella. Él le aseguró que su mayor pesar habia 
sido morir lejos de ella , y que su único deseo 
habia sido que mandara trasladar su cuerpo á 
Bagdad. Al dia siguiente muy de mañana , se 
puso en camino acompañada de sus sirvientas y 
de la mayor parte de sus esclavos. 

Cuando el joyero , que se habia detenido con 
la madre del príncipe de Persia , vio marchar á 
esta dama, volvió á su casa todo apesadumbrado 
con la muerte de un príncipe tan cabal y amable 
en la primavera de sus dias. 

Iba andando embargado en sus pensamientos, 
cuando se le presentó una mujer y se paró de- 
lante de él. Alzó la vista y vio que era la confi- 
dente de Chemselnihar, llorosa y vestida de 
luto. Á esta vista renovó su llanto sin despegar 



los labios para hablarle, y continuó encaminán- 
dose á su casa , siguiéndole la confidente , que 
entró con él. 

Sentáronse , y el joyero , tomando el primero 
la palabra , preguntó con un profundo suspiro á 
la confidente si sabia la muerte del príncipe de 
Persia y si era él á quien lloraba. « ¡ Ay de mí ! 
no es por él, » esclamó ; «puesto que ha muerto 
aquel príncipe tan amable , no ha sobrevivido 
mucho tiempo á su querida Chemselnihar. Almas 
bellas, » añadió, a en cualquiera parte en que os 
halléis, debéis estar muy contentas de poderos 
amar en adelante sin obstáculo. Vuestros cuer- 
pos eran un estorbo para vuestros deseos , y el 
cielo os ha librado de él para reuniros. » 

El joyero , que ignoraba la muerte de Chem- 
selnihar y que aun no habia reparado en que la 
confidente iba vestida de luto, sintió nuevo que- 
branto al saber aquella noticia, o ¿Ha muerto 
Chemselnihar? » esclamó. — Ha muerto , » re- 
puso la confidente llorando amargamente, a y 
por ella llevo luto. Las circunstancias de su fa- 
llecimiento son tan estrañas que merecen ser 
sabidas ; pero antes que os las refiera, os ruego 
me entere ; s por puntos de la muerte del prín- 
cipe de Persia , á quien lloraré toda mi vida, 
como también á Chemselnihar, mi muy amada 
señora. » 

El joyero dio á la confidente la satisfacción 
que apetecía, y luego que se lo hubo contado 
todo, hasta la marcha de la madre del príncipe 
de Persia que acabada de ponerse en camino 
para traer á Bagdad el cadáver de su hijo, a Os 
acordáis, » le dijo, « que os referí como el califa 
habia mandado por Chemselnihar : era cierto, 
como lo habíamos presumido, que el califa ha- 
bia sabido los amores de Chemselnihar y del 
príncipe de Persia por ambas esclavas, á quienes 
habia ido preguntando separadamente. Vais á 
figuraros que se airó mucho contra Chemsel- 
nihar y dio pruebas de zelos y de venganza eje- 
cutiva contra el principe de Persia ; pero no 
sucedió así, y ni siquiera se acordó del prín- 
cipe ; compadeció á Chemselnihar, y es de 



266 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



creer que se atribuyó á sí mismo lo que habia 
sucedido, por el permiso que le habia dado para 
ir libremente por la ciudad sin acompañamiento 
de eunucos. No cabe formar otro concepto tras 
el modo estraordinario con que se portó con 
ella, como vais á oir. 

« El califa la recibió con rostro sereno, y 
cuando hubo notado el desconsuelo que la aco- 
saba sin empañar su hermosura (porque se 
presentó ante él sin manifestar estrañeza ni zozo- 
bra) , « Chemselnihar, » le dijo con una con- 
descendencia digna de su señorío, « no puedo 
sobrellevar que os presentéis delante de mí con 
un aspecto que me desconsuela entrañable- 
mente. Ya sabéis con qué pasión os he amado 
siempre, y debéis de estar convencida de su es- 
tremo por todas las pruebas de amor que os he 
ido dando. No he variado y os amo mas que 
nunca. Tenéis enemigos, y ellos me han infor- 
mado contra vuestra conducta ; pero todo cuanto 
han podido decirme no me hace mella. Dejad 
pues esa melancolía y disponeos para recrearme 
esta noche, como soléis, con algún primor agra- 
dable y divertido. » Díjole otras muchas terne- 
zas, y la hizo entrar en un magnífico aposento 
contiguo al suyo, en dónde le encargó que le 
aguardara. 

« La desconsolada Chemselnihar se mostró 
agradecida á tantísima dignación ; pero cuanto 
mas se hacia cargo de lo infinito que debia al 
califa, tanto mas adolecia de quebranto, al verse 
para siempre separada del príncipe de Persia, 
sin el cual ya no podia vivir. 

« Aquel trance de pasión entre el califa y 
Chemselnihar, » prosiguió la confidente, ((acae- 
ció mientras vine á hablaros, y supe todos estos 
pormenores de 'mis compañeras que estaban 
presentes ; pero luego que os dejé , acudí á 
ChemseUiihar y presencié lo que ocurrió de 
noche. Hállela en el aposento ya citado, y corno 
se presumió que llegaba de vuestra casa , me 
mandó acercar, y sin que. nadie la oyera, « Os 
agradezco mucho, » me dijo, « el servicio que 
acabáis de hacerme; siento que será el pos- 
trero. » No dijo mas, y yo no me hallaba en 
estado de poderle dar algún consuelo. 

« El califa entró de noche al son de los ins- 
trumentos que tocaban las mujeres de Chemsel- 
nihar, y sirvieron al punto la colación. Asió á su 
predilecta de la mano y la hizo sentar en el sofá 
junto á sí. Pero fué tal la violencia con que se 
avino á complacerle , que la vimos espirar de 
allí á algunos instantes. Con efecto, apenas se 
sentó cuando cayó tendida. El califa creyó que 
era un desmayo, y lo mismo pensamos nosotras. 
Procuramos auxiliarla ; pero no volvió en sí ; y 
he aquí como la perdimos. 



a Honróla el califa con sus lágrimas, que no 
pudo contener, y antes de retirarse á su apo- 
sento, mandó romper todos los instrumentos, lo 
cual se ejecutó inmediatamente. Pasé toda la 
noche junto al cadáver ; le lavé y amortajé yo 
misma, regándole con mis lágrimas, y á la ma- 
ñana siguiente fué sepultada por orden del califa 
en un magnífico mausoleo que habia mandado 
construir en el lugar que ella misma habia es- 
cojido. Ya que deben traer á Bagdad el cuerpo 
del príncipe, estoy resuelta á hacer de modo que 
le pongan en el mismo sepulcro. » 

Mucho maravilló al joyero la determinación 
de la confidente. « ¿ En qué pensáis ? » le dijo ; 
« nunca lo consentirá el califa. — Creéis que 
eso sea imposible, » repuso la confidente; « pero 
no lo es, y vos mismo lo confesaréis cuando os 
haya dicho que el califa ha dado libertad á to- 
das las esclavas de Chemselnihar, concediendo 
á cada una, una pensión suficiente para subsistir, 
y me ha encargado de cuidar y guardar su se- 
pulcro con rentas cuantiosas para su conserva- 
ción y mi subsistencia particular. Además , el 
califa, que no ignora los amores del príncipe y 
de Chemselnihar, como ya os lo dije, y que no 
se ha escandalizado de ellos, no se opondrá de 
ningún modo á este deseo. » El joyero no con- 
testó palabra y solo rogó á la confidente que le 
llevara al sepulcro, para hacer oración. Grande 
fué su pasmo cuando vio llegar la muchedumbre 
de ambos sexos que se agolpaba de todos los 
barrios de Bagdad. No pudo acercarse mucho, y 
cuando hubo dicho su oración, « Ya no hallo 
imposible la ejecución de lo que habéis imaji- 
nado, » le dijo á la confidente al juntarse con 
ella, a Vamos á publicar lo que ambos sabemos 
de sus amores, y particularmente de la muerte 
del príncipe de Persia, acaecida casi al mismo 
tiempo. Antes que llegue su cuerpo, todo Bag- 
dad acudirá á pedir que no se le separe del de 
Chemselnihar. » El intento salió á medida de su 
deseo, y el dia en que debia llegar el cuerpo, 
un numeroso concurso salió á su encuentro á 
mas de siete leguas de la ciudad. 

La confidente aguardó á la puerta de la ciu- 
dad, en donde se presentó á la madre del prín- 
cipe ; y le suplicó, en nombre de toda la ciudad, 
que ansiosamente lo deseaba, permitiera que los 
dos amantes, que no habian tenido mas que un 
corazón desde que habian empezado á amarse 
hasta su muerte, tuviesen un mismo sepulcro. 
I,a madre consintió en ello, y el cuerpo fué lle- 
vado al sepulcro de Chemselnihar en medio de 
un numerosísimo concurso de todas clases y co- 
locado junto á ella. Desde entonces todo el ve- 
cindario de Bagdad, y aun los estranjeros de 



V 



CUENTOS ÁRABES. 



867 



todos los parajes del mundo habitados por mu- 
sulmanes, oo han cesado de profesar suma ve- 
neración á este sepulcro y de hacer en él sus 
oraciones. 

Esto es, señor, dijo Cheherazada, advirtiendo 
también que era de dia, lo que tenia que referir 
á vuestra majestad de los amores de la hermosa 
Chemselnihar, predilecta del califa Harun Alras- 
chid, y del amable Ali Ebn Becar, príncipe de 
Persia. 



Cuando Dinarzada vio que la sultana su her- 
mana había dejado de hablar, le dio las mas 
espresivas gracias por el entretenimiento que le 
habia porporcionado con la narración de una his- 
toria tan interesante. Si el sultán me permite 
vivir mañana, repuso Cheherazada, te referiré 
la de Nuredin y la hermosa Persa , que te pare- 
cerá mucho mas entretenida. Calló, y ef sultán, 
no pudiendo determinarse á darle muerte, trató 
de escucharla en la noche siguiente. 



NOCHE CLXXXYII. 



HISTORIA DE NUREDIN Y LA HERMOSA PERSA. 

Por mucho tiempo la ciudad de Balsora fué 
capital de un reino tributario de los califas. El 
rey que lo gobernaba en la época del califa 
Harun Alraschid se llamaba Zinebi, siendo am- 
bos primos, hijos de dos hermanos. Zinebi no 
habia creído conveniente confiar la administra- 
ción de sus estados á un solo visir, y habia ele- 
jido dos, llamados Khacan y Sauy. 

El primero era afable, oficioso y liberal, y se 
complacía en favorecer á todos en cuanto estaba 
en su mano, sin faltar á la justicia que debía ad- 
ministran así no habia uno en la corte de Bal- 
sora, la ciudad y todo el reino que no le respe- 
tara y pregonara los elojios que merecía. 

Sauy era de muy diversa índole; siempre 
estaba de humor avinagrado y se mostraba ar- 
rogante con todos, sin distinción de clase ó dig- 
nidad. Además, muy lejos de hacer buen uso 
de las grandes riquezas que poseía, era de ava- 
ricia consumada, hasta el estremo de privarse 
de lo mas necesario. Nadie podía sufrirle, y 
nunca se habían oído de él mas que vituperios. 
Lo que le hacia mas aborrecible, era la grande 
aversión que abrigada á Khacan, no cesando de 
desconceptuarle cuanto podía con el rey. 

Un dia que el rey de Bálsora descansaba des- 
pués del consejo, discurriendo con sus dos visi- 
res y otros individuos de palacio, recayó la 
conversación sobre las mujeres esclavas, que se 
compran y consideran al par de las mujeres 
habidas en legítimo matrimonio. Unos preten- 



dían que bastaba comprar una esclava hermosa y 
bien formada , para consolarse de las mujeres 
que uno tiene que tomar por entronques ó inte- 
reses de familia, y que no siempre están dota- 
das de una gran hermosura ni de las demás per- 
fecciones del cuerpo. 

Oíros sostenían, y Khacan era de la misma 
opinión, que la hermosura y todas las prendas 
corporales no eran las únicas dotes que debían 
buscarse en una esclava, y que era preciso que 
estuviesen acompañadas de talento, juicio, mo- 
destia, agrado, y si posible fuera, de muchos 
conocimientos. Fundábanse en que nada es mas 
aventajado para las personas que tienen que ad- 
ministrar grandes negocios, que el hallar, des-, 
pues de haber pasado el dia en afanosa tarea, 
solaz y entretenimiento en una conversación 
provechosa y amena. « Porque en suma, » ana- 
dian, <í tener una esclava solo para verla y satis- 
facer una pasión que nos es común con los irra- 
cionales, es no diferenciarse de estos. » 

El rey fué del parecer de los segundos , y lo 
dio á conocer mandando á Khacan que le com- 
prase una esclava de consumada belleza , dotada 
de todas las buenas prendas que acababan de 
enumerarse, y sobre todo que fuera muy ins- 
truida. 

Sauy , envidiando el honor que el rey hacia á 
Khacan , pues habia sido de opinión contraria, 
m Señor , » repuso , « difícil será hallar una es- 
clava tan cabal como vuestra majestad la pide. 
Si llega á hallarse , lo que dificulto , la compra- 
rá muy barata, si le cuesta Un solo diez mil mo- 



LAS MIL Y INA NOCHES. 



nedas de oro. — « Sauy , » replicó el rey , « sin 
duda esa cantidad os parece muy crecida ; pue- 
de serlo para vos , mas no para mí. » Y al mis- 
mo tiempo el rey mandó á su tesorero mayor 
que enviase las diez mil monedas de oro á casa 
de Khacan. 

A su vuelta , envió por los corredores que 
andaban en la venta de esclavas , y les encargó 
que tan pronto como hallasen una de las pren- 
das sobredichas , se lo participaran. Los corre- 
dores , ya para servir al visir Khacan , ya por su 
interés particular , le prometieron poner todo 
ahinco en descubrir alguna cual la apetecia. 
Casi no se pasaba dia sin que le presentaran al- 
guna, pero siempre le hallaba alguna nulidad. 

Un dia muy de madrugada que Khacan iba al 
palacio del rey , se le presentó un corredor muy 
solícito y le notició que un mercader persa, 
llegado la víspera , tenia de venta una esclava 
de consumada belleza y muy superior á cuantas 
podia haber visto. « Por lo que toca á su desem- 
peño , » añadió , « el mercader responde que 
puede habérselas con los primeros sabios y eru- 
ditos del mundo. » 

Khacan , alegre con esta noticia , que le daba 
la esperanza de complacer al rey , le dijo que le 
llevara la esclava á la hora que debia volver á 
casa , y prosiguió su camino. 

El corredor no hizo falta á la hora señalada, 
y Khacan halló en la esclava una belleza tan su- 
perior á lo que se prometía , que desde aquel 
momento le dio el nombre de hermosa Persa. 
Como era despejada é instruidísima, pronto co- 
noció por la conversación que con ella tuvo, que 
en vano buscaría otra esclava que la aventajara 
en alguna de las prendas que el rey exijia , y 
así le preguntó al corredor cuanto pedia por ella 
el mercader persa. 

« Señor , » respondió el corredor , « es un 
hombre que no tiene masque una palabra y pro- 
testa que no puede darla por menos de diez mil 
monedas de oro , y aun me ha jurado que , sin 
contar sus desvelos, afanes y el tiempo que ha- 
ce que la está educando, casi ha gastado esa 
cantidad , ya en maestros para los ejercicios del 
cuerpo , para instruirla y labrar su entendimien- 
to , ya en vestirla y mantenerla. Como la juzgó 
digna de un rey , desde que la compró en su ni- 
ñez echó el resto en cuanto podia contribuir á 
que ocupara algún dia un puesto aventajado. 
Toca toda clase de instrumentos , canta , baila y 
escribe mejor que los mas hábiles pendolistas, 
compone versos , y no hay libro que no haya 
leído. Nunca se ha oido decir que una esclava 
supiera los primores que esta posee. » 

El visir Khacan , que conocía el mérito de la 



hermosa Persa mucho mejor que el corredor, 
pues este solo hablaba de ella por lo que le ha- 
bia dicho el mercader , no quiso dejar para otra 
hora aquel ajuste , y asi envió por el mercader 
al sitio en que dijo el corredor que se le ha- 
llaría. 

Cuando el mercader persa llegó , Khacan le 
dijo : « No quiero comprar la esclava para mí, 
sino para el rey ; pero hay que vendérsela algo 
mas barata. — Señor, » respondió el mercader, 
« grande honor fuera para mí , si pudiera rega- 
lársela á su majestad, pero esto escede á las fa- 
cultades de un mercader como yo. No pido por 
la esclava mas que el dinero desembolsado para 
formarla y hacerla tal cual es , y lo que os pue- 
do asegurar es que su majestad habrá hecho 
una compra de que va á quedar muy satisfecho.» 

El visir Khacan no quiso andar regateando; 
mandó entregarla cantidad al mercader, y este, 
antes de retirarse , le dijo : « Señor , ya que la 
esclava está destinada para el rey , me permiti- 
réis os diga que está sumamente cansada del 
largo viaje que ha hecho para venir aquí. Aun- 
que ahora es una hermosura sin igual , otra co- 
sa será si la retenéis tan solo quince dias en 
vuestra casa , y mandáis se la trate debidamen- 
te. Al cabo de este tiempo , si se la presentáis 
al rey , os servirá de realce el agasajo. Ya veis 
como está un tantillo atezada ; pero luego que 
haya ido dos ó tres veces al baño y la hayáis 
vestido como corresponde , estará tan mudada, 
que la veréis infinitamente mas hermosa. » 

Khacan se atuvo al consejo del mercader y 
determinó cumplirlo. Hospedó á la hermosa 
Persa en un aposento inmediato al de su mu- 
jer , á quien encargó que la hiciera comer con 
ella y la cuidara como á dama que pertenecía al 
rey. También le mandó hacer varios trajes de 
ricas telas y de los mejores cortes , y antes de 
separarse de ella , le dijo : « No puede caberos 
mayor dicha de la que acabo de proporcionaros. 
Juzgadlo vos misma ; os he comprado para el 
rey , y espero que tendrá mayor satisfacción en 
poseeros de la que yo logro en haber cumplido 
el encargo que me dio. Creo oportuno avisaros 
que tengo un hijo dotado de bastante despejo, 
pero joven , jovial y emprendedor , y así guar- 
daos bien de él , dado caso que se os acerque. » 
La hermosa Persa le agradeció el consejo , y 
habiéndole asegurado que lo cumpliría, se des- 
pidió del visir. 

Nuredin , pues así se llamaba el hijo de Kha- 
can , solia entrar anchamente en el aposento de 
su madre y comer con ella. Era de personal 
agraciado , mozo y arrogante , y con su despe- 
jo y afluencia lograba persuadir cuanto quería. 



' CUENTOS ÁRABES. 



Vio á la hermosa Persa , y desde su primer en- 
cuentro , aunque sabia que su padre la habia 
comprado para el rey y asi se lo habia declara- 
do , no por eso se retrajo de galantearla. Dejóse 
avasallar por la hermosura que al pronto le ha- 
bia cautivado , y la conversación que tuvo con 
ella le hizo tomar la determinación de valerse 
de toda clase de arbitrios para quitársela al rey. 

La hermosa Persa conceptuó por su parte á 
Nuredin amabilísimo. « El visir me honra mu- 
cho , » se decia en su interior , « con haberme 
comprado para darme al rey de Balsora ; muy 
venturosa fuera , aun cuando se contentara con 
darme tan solo á su hijo. » 

Nuredin estuvo muy dilijente en aprovechar 
las proporciones que tenia de ver á una beldad 
que le tenia tan enamorado , y solia conversar, 
reir y chancearse con ella , y nunca se marcha- 
ba hasta que su madre le precisaba. « Hijo mió,» 
le repetía , « no le está bien á un joven como tú 
el estar siempre en el aposento de las mujeres. 
Márchate y procura hacerte acreedor á suceder 
algún día á tu padre en su encumbramiento. » 

Como hacia tiempo que la hermosa Persa no 
habia ido al baño , á causa del largo viaje que 
acababa de hacer , á los cinco ó seis días de 
comprada , la mujer del visir Khacan tuvo cui- 
dado de mandar calentar para ella el que tenia 
el visir en su casa. Envióla con algunas de sus 
esclavas , á las que encargó que la sirvieran 
como si fuera ella misma , y que al salir del 
baño , le pusieran un magnífico vestido que le 
habia mandado hacer. Se habia esmerado tanto 
mas cuanto deseaba alegar por mérito aquel es- 
mero para con el visir su marido , y darle á co- 
nocer cuanto se interesaba en todo lo que podia 
agradarle. 

Al salir del baño , la hermosa Persa , mil ve- 
ces mas linda de lo que habia parecido á Khacan 
cuando la comprara , se presentó á la esposa de 
este visir , la que tuvo trabajo en conocerla. 

La hermosa Persa le besó la mano con mucho 
' gracejo y le dijo : « Señora , no sé cómo me ha- 
llaréis con el vestido que os habéis tomado la 
molestia de mandarme hacer. Vuestras mujeres 
me adulan sin duda , cuando me aseguran que 
me cae tan bien que estoy desconocida ; decid- 
me la verdad , pues en el caso que así fuera , á 
vos debería , señora , todo el realce que me da. 

— « Hija mía , » repuso la mujer del visir, 
« no debéis tener por lisonja lo que os han dicho 
mis mujeres ; el vestido os está muy bien , y 
traéis del baño una hermosura tan superior á la 
que teniais antes , que yo misma no os conozco. 
Si creyera que el baño estuviera aun á punto, 
iría á tomarlo. Además estoy en una edad que 



requiere se use con frecuencia. — Señora , » re- 
puso la hermosa Persa , < nada sé que respon- 
der á las atenciones quo me dispensáis sin ha- 
berlas merecido. En cuanto al baño, está á 
punto , y si queréis ir , no perdáis momento. 
Vuestras esclavas pueden deciros lo mismo 
que yo. » 

La mujer del visir consideró que hacia dias 
que no habia estado en el baño (1) y quiso apro- 
vechar la coyuntura. Se lo manifestó á sus cria- 
das, y estas se surtieron pronto de todo lo 
necesario. La hermosa Persa se retiró á su apo- 
sento, y la mujer del visir, antes de marcharse 
al baño, encargó á dos esclavitas que se mantu- 
viesen junto á ella, con orden de que no dejaran 
entrar á Nuredin, si se presentaba. 

Mientras la mujer del visir Khacan estaba en 
el baño, y la hermosa Persa permanecía sola, 
llegó Nuredin, y como no halló á su madre en 
su aposento, fué al de la hermosa Persa y se en- 
contró con las dos esclavas en la antesala. Pre- 
guntóles en donde estaba su madre, á lo que 
respondieron que habia ido al baño, a ¿Y ha ido 
también la hermosa Persa ? » replicó Nuredin. 
— « Ya ha vuelto, » repusieron las esclavas, « y 
se halla en su aposento; tenemos orden de vues- 
tra madre para no dejaros entrar, o 

El aposento de la hermosa Persa estaba cer- 
rado con una mampara. Nuredin se adelantó 
para entrar, y las dos esclavas se pusieron de- 
lante para estorbárselo. Cojiólas á ambas del 
brazo, y echándolas fuera de la antesala, cerró 
la puerta tras ellas. Corrieron al baño dando 
agudos gritos, y noticiaron con llanto á su seño- 
ra que Nuredin habia entrado á pesar suyo en 
el aposento de la hermosa Persa y que las habia 
echado de allí. 

La noticia de tan sumo desacato causó á la 
buena señora amarguísima pesadumbre. Dejó el 



(1) Los baños del Oriente son muy diversos de los nues- 
tros, y se hallarán sobre este punto 'pormenores tan es- 
merados como curiosos en el primer tomo de las Cartas 
de Savary sobre el Ejipto y en los Viajes de Chardino, 
t. V, p. 19>, edic. de Langles. 

« Las mujeres son muy aficionadas á estos baños, » dice 
Savary. « Van á ellos á lo menos una vez la semana, y lle- 
van consigo esclavas acostumbradas á servirlas. Mas sen- 
suales que los hombre*), después de haber pasado por los 
preparativos comunes, se lavan el cuerpo y sobre todo la 
cabeza con agua de rosa. Allí las peinadoras les entrenzan 
sus largas cabelleras negras, que empapan con esencias 
preciosas, en vez de polvos y mantequillas. Allí se tiúen el 
estremo de los párpados y se alargan las cejas con cokel, 
y también se pintan las unas de pies y manos con henné, 
que les da un color rosado. La ropa y los vestidos se pasan 
pjr el suave vapor de la madera de aloe. Cuando han com- 
pletado su atavio, se quedan en el aposento estertor y 
pasan el dia en banquetas. Las cantarínas vienen á ejecu- 
tar delante de ellas bailes voluptuosos ó á cantar cancio- 
nes y también & referirles aventuras amorosas. » (Cartas de 
Savary, tomo 1.) 



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baño y se vistió arrcbaladaiiicuíe ; pero anles 
que hubiese acabado y acudido al aposento de la 
hermosa Persa, ya Nuredin habia salido y se ha- 
bía puesto en salvo. 

La hermosa Persa se quedó absorta al ver en- 
trar á la mujer del visir llorosa y como fuera de 
sí. « Señora, d le dijo, « ¿me atreveré á pregun- 
taros de dónde os proviene ese fatal desconsue- 



lo? ¿Qué desgracia os ha sucedido en el baño 
para precisaros á salir tan pronto de él? 

— « ¿Cómo, » esclamó la mujer del visir, 
o podéis hacerme esa pregunta tan sosegada- 
mente, después que mi hijo Nuredin ha entrado 
en vuestro aposento y se ha estado A solas con 
vos? ¿ Podia sucedemos mayor desgracia tanto 
á él como á mí ? 



CUENTOS ÁRABES. 



271 



— «Por favor, señora, » repuso la hermosa 
Persa, « ¿ qué desventura cabe sucederos á vos 
y á Nuredín por lo que ha hecho ? — ¿ Cómo? » 
replicó la mujer del visir, « ¿ no os dijo mi 
marido que os ha comprado para el rey, y no os 
avisó quo os guardaseis de él ? 

— « No lo he olvidado, señora, » repuso otra 
vez la hermosa Persa; « pero Nuredin vino á 
decirme que el visir su padre habia variado de 
ánimo, y que en vez de destinarme para el rey, 
como antes ideaba , le habia hecho don de mi 
persona. Creíle señora, y como esclava acostum- 
brada á obedecer desde mi tierna niñez, no pu- 
de ni debí oponerme á su albedrío. Y aun añadi- 
ré que lo hice con tanta menor repugnancia, en 
cuanto le habia cobrado cariño por la llaneza 
con que nos veíamos. Pierdo sin pesar la espe- 
ranza de pertenecer al rey, y me tendré por muy 
dichosa en pasar toda mi vida con Nuredin. » 

Á estas palabras de la hermosa Persa, « ¡Oja- 
. lá fuera verdad lo que decis, » dijo la mujer del 
visir, « grande fuera mi alegría. Pero Greedme, 
Nuredin es un impostor ; os ha engañado, y no 
es posible que su padre le haya hecho ese pre- 
sente como os ha dicho, i Cuan desventurado es, 
y cuánto lo soy yo ! ¡ Qué fatales consecuencias 
debe temer su padre y nosotros por él ! Mis lá- 
grimas, mis súplicas no podrán enternecerle ni 
alcanzar su perdón. Su padre va á sacrificarle á 
su justo enojo luego que sepa la violencia que 
os hizo. » Al acabar estas palabras, se puso á 
llorar amargamente, y sus esclavas remedaron 
su ejemplo, pues no temían menos que ella por 
!a vida de Nuredin. 

El visir Khacan llegó poco después, y se que- 
dó todo atónito viendo á su esposa y esclavas 
deshechas en llanto, y á la hermosa Persa muy 
melancólica. Preguntóles la causa de su descon- 
suelo, y todas reforzaron sus alaridos y su llan- 
to en vez de responderle. Sorprendióle mucho 
su silencio, y dirijiéndose á su mujer, le dijo : 
« Quiero absolutamente que me declaréis qué 
motivo tenéis para llorar, y que me digáis la 
verdad. » 

La desconsolada señora no pudo menos de 
satisfacer á su marido. « Prometedme pues, 
señor, » repuso, « que no os enojaréis contra 
mí de lo que voy á deciros, pues os aseguro que 
ninguna culpa lengo. » Y sin aguardar su res- 
puesta, prosiguió diciendo : « Mientras estaba 
yo en el baño con mis esclavas, ha venido vues- 
tro hijo y se ha valido de esta ocasión para im- 
buir á la hermosa Persa en que ya no queríais 
darla al rey y que se la habiais regalado. No os 
diré lo que hizo después de tan insigne false- 
dad, pues ya os lo podéis imajinar. Este es el 



motivo de mi desconsuelo por amor vuestro y 
suyo, sin que me quede la confianza de implorar 
vuestra clemencia. » 

Imposible fuera espresar la pesadumbre del 
visir Khacan, cuando supo el desacato de su hijo 
Nuredin. « ; Ah ! » esclamó mesándose la barba 
y retorciéndose las manos, « j de este modo , 
hijo infame é indigno de ver la luz del dia, ar- 
rojas á tu padre por un despeñadero desde la 
cumbre de su dicha, y le pierdes , causando tu 
propia ruina l El rey no se contentará con tu 
sangre y la mia para vengarse de tamaño ul- 
traje. » 

Su mujer trató de consolarle. « No os afli- 
jáis, » le dijo, « fácilmente juntaré diez mil mo- 
nedas de oro con una parte de mis joyas, y 
compraréis otra esclava que sea mas hermosa y 
digna del rey. 

— « ¿ Y creéis, » repuso el visir, « que yo 
me apuro tantísimo por el malogro de diez mil 
monedas de oro? Aquí no se trata de esa pér- 
dida, ni aun de la de todos mis bienes, que tam- 
poco me inmutaría, se trata de la de mi honor, 
que me es mas precioso que todos los bienes del 
mundo. — Paréceme sin embargo, señor, » re- 
puso la dama, « que no es de tan suma entidad 
lo que puede reponerse con dinero. 

— « ¿ Qué es lo que decis? » replicó el visir, 
ct ¿ ignoráis que Sauy es mi enemigo mortal ? 
¿ Creéis que cuando sepa este hecho, no irá á 
triunfar de mí ante el mismo rey ? « Vuestra ma- 
jestad, » le dirá Sauy, « no habla sino del afec- 
to y esmero de Khacan por su servicio ; no obs- 
tante, acaba de manifestar cuan indigno es de 
tanta consideración. Recibió diez mil monedas 
de oro para comprarle una esclava. Cumplió con 
esta comisión, y nunca se vio mujer tan her- 
mosa ; pero en vez de presentársela á vuestra 
majestad, juzgó del caso el regalársela á su hijo. 
« Hijo mió, » le dijo, « tomad esa esclava, para 
vos es, pues la merecéis mejor que el rey. Su 
hijo, » añadirá con su malicia acostumbrada, 
« la ha tomado y se devierte diariamente con 
ella. El hecho es tal cual tengo el honor de ase- 
gurárselo á vuestra majestad, y ella misma pue- 
de cerciorarse de todo. — ¿No veis , añadió el 
visir, « que entonces los encargados del rey 
vendrán á forzar mi casa y á robar la esclava, 
siguiéndose otras muchas tropelías inevitables ? 

— « Señor, » repuso la dama al visir su ma- 
rido, confieso que es mucha la maldad de Sauy 
y que es capaz de presentar el hecho tan alevo- 
samente como decis, si tuviera el mas mínimo 
conocimiento de él ; ¿ pero puede él ni nadie sa- 
ber lo que se encubre en el interior de vuestra 
casa? Aun cuando se maliciase y el rey os ha- 



272 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



blase de esto, ¿ no podéis decirle que habiendo 
rejistrado detenidamente á la esclava, no la ha- 
béis hallado tan digna de su majestad como os 
pareció al pronto ; que el mercader os engañó, y 
que si bien es cierto que tiene una hermosura sin 
igual, dista mucho de atesorar el alcance y la 
habilidad que os habían celebrado ? El rey os 
creerá sobre vuestra palabra, y Sauy padecerá 
el bochorno de haber logrado tan poco su per- 
nicioso intento como otras muchas veces en que 
ha tratado de perjudicaros infructuosamente. 
Sosegaos pues, y si queréis creerme, enviad en 
busca de los corredores y decidles que no estáis 
gustoso con la hermosa Persa, y encargadles que 
os busquen otra esclava. » 

Como este consejo le pareció muy acertado 
al visir Khacan , se aquietó un tanto , y tomó 
el partido de seguirlo : pero en nada amainó su 
enojo contra su hijo Nuredin. 

Este no se presentó en todo el dia, ni aun se 
atrevió á buscar un asilo en casa de alguno de 
los jóvenes con quienes estaba relacionado , por 
temor de que su padre le fuera á buscar allí. 
Marchóse de la ciudad y se refujió en un jardín, 
á donde nunca había ido y en el que no le cono- 
cían. No volvió hasta muy tarde, cuando sabia 
que su padre se habia retirado ; é hizo que las 
esclavas de su madre le abrieran la puerla y le 
admitieran sin ningún ruido. Salió al dia siguien- 
te antes que su padre estuviera levantado , y 
tuvo que manejarse con la propia cautela por 
espacio de un mes, con sumo quebranto suyo. 
Con efecto, las esclavas no le lisonjeaban, pues 
le declaraban llanamente que el visir su padre 
insistía en el mismo enojo , protestando que le 
mataría, si asomaba por su presencia. 

La mujer de aquel ministro sabia por sus es- 
clavas que Nuredin volvía diariamente ; pero no 
se atrevía á encargarse de rogar á su marido que 
le perdonara. Al fin se resolv ió y le dijo un dia : 
« Señor, » hasta ahora no me he atrevido á ha- 
blaros de vuestro hijo. Suplicóos que me permi- 
táis preguntaros lo que pensáis hacer con él. 
No cabe en un hijo el ser mas criminal para con 
su padre de lo que viene á serlo Nuredin. Os ha 
defraudado de un grande honor y de la satisfac- 
ción de presentar al rey una esclava tan cabal 
como la hermosa Persa ; pero al cabo, ¿ qué in- 
tención tenéis ? ¿ Queréis perderle enteramente ? 
En vez de un mal en el que ya no debéis pensar, 
os acarrearéis otro mayor, en que no os paráis. 
¿ No teméis que el mundo , que es malicioso , 
busque porqué vuestro hijo huye de vos, y adi- 
vine la verdadera causa que queréis tener oculta? 
Si tal sucediera , habríais incurrido cabalmente 
en la desventura que estabais ansiando evitar. 



— «Señora, » repuso el visir, « loque decises 
muy acertado ; pero no puedo determinarme á 
perdonar á Nuredin hasta que le haya escarmen- 
tado cual merece. — Harto escarmiento le ca- 
brá, » repuso la dama, «cuando hayáis hecho 
lo que se me ocurre. Vuestro hijo viene aquí 
todas las noches , cuando estáis retirado ; pasa 
aquí mismo la noche, y sale antes que os levan- 
téis. Aguardadle hoy cuando venga, y haced 
come si quisierais matarle. Acudiré á su de- 
fensa, y manifestando que le concedéis la vida á 
mi ruego, le obligaréis á que tome la hermosa 
Persa bajo cualquiera condición que os cumpla. 
La está queriendo, y sé que la hermosa Persa . 
tampoco le aborrece. » 

Khacan se avino á este dictamen : así, antes 
que abrieran á Nuredin á la hora acostumbrada, 
se ocultó detrás de la puerta, y luego que la 
abrieron, se arrojó sobre él y le tendió en el 
suelo. Nuredin volvió el rostro y conoció á su 
padre, que tenia un puñal en la mano en ademan 
de quitarle la vida. * 

La madre de Nuredin llegó en aquel punto, y 
deteniendo el brazo del visir, « ¿Qué vais á ha- 
cer, señor? » esclamó. — « Dejadme, » replicó 
el visir, « que mate á este hijo indigno. — ¡ Ah 
señor! » repuso la madre, « antes matadme á 
mí; no permitiré nunca que mancilléis vuestras 
manos con vuestra propia sangre. » Aprovechó 
Nuredin aquella tregua. « Padre mió, » esclamó 
anegado en llanto, « imploro vuestra clemencia 
y misericordia ; concededme el perdón que os 
pido en nombre de aquel de quien lo esperáis 
en el dia en que debemos comparecer todos á su 
presencia. 

Khacan dejó que le desasieran el puñal de la 
mano, y luego que hubo soltado á Nuredin, este 
se echó á sus pies y se los besó, para manifes- 
tarle cuanto se arrepentía de haberle ofendido. 
« Nuredin, » le dijo, « da gracias á tu madre, 
te perdono por consideración con ella , y aun 
consiento en darte la hermosa Persa ; pero á 
condición de que prometas con juramento no 
mirarla como esclava, sino como á mujer tuya, 
esto es, que no la venderás ni repudiarás jamás. 
Como es despejada y juiciosa, al revés de ti, 
estoy persuadido de que enfrenarás esos arre- 
batos de la mocedad que pueden perderlo. » 

Jamás se atreviera Nuredin á esperar que su 
padre le tratara con tanta induljencia, y así le 
dio gracias muy entrañables y le hizo gustosí- 
simo el juramento que apetecía. La hermosa 
Persa y él quedaron contentísimos uno con otro, 
y el visir sumamente satisfecho de su fino en- 
lace. 

El visir Khacan no daba lugar á que el rey le 



CUENTOS ÁRABES. 



273 



hablara de la comisión que íe habia dado, esme- 
rándose en suscitar el punto, espresándole las 
dificultades que hallaba en cumplirla á satisfac- 
ción de su majestad; en una palabra, supo ma- 
nejarse con tal discreción, que por fin el sultán 
trascordó el asunto. Sauy llegó á entender algo 
de lo que habia ocurrido; pero como Khacan se 
habia granjeado de tal manera la privanza del 
rey, no se atrevió á mover aquella especie. 

Hacia un año que habia sucedido esta ocur- 
rencia tan delicada, sin resultado siniestro, cual 
se estuvo recelando aquel ministro, cuando fué 
un dia al baño y tuvo que dejarlo repentina- 
mente por un negocio urjentísimo, estando aca- 
lorado; sobrecojióle el ambiente demasiado frió, 
y le ocasionó una fluxión de pecho que le obligó 
á guardar cama. Atacóle luego una calentura, se 
agravó la dolencia, y advirtiendo que no estaba 
lejos de su hora postrera, habló así á Nuredin, 
que nunca se apartaba de su cabecera : « Hijo 
mió, ignoro si habré hecho el buen uso que de- 
bía de las riquezas con que Dios tuvo á bien fa- 
vorecerme ; ya veo que de nada me sirven para 
librarme de la muerte. Lo único que te pido al 
espirar, es que te acuerdes de la promesa que 
me hiciste respecto á la hermosa Persa. Muero 
contento con la confianza de que nunca la olvi- 
darás. » 

Estas fueron las últimas palabras que pronun- 
ció el visir Khacan. Espiró poco después, con 
sumo duelo de los suyos y de toda la corte y la 
ciudad. Le echó menos el rey, como ministro 
sabio, celoso y fiel, y toda la ciudad le lloró 
como á su padre y bienhechor. Nunca se habian 
visto en Balsora exequias mas honoríficas. Los 
visires, emires, y jeneralmente todos los grandes 
de la corte se afanaron por llevar en hombros 
su atahud, unos tras otros, hasta el lugar de su 
sepultura, á la que le acompañaron llorando to- 
dos los ricos y pobres de la ciudad. 

Nuredin dio terminantes muestras de la gran- 
de aflicción qne debia causarle la pérdida que 
acababa de padecer, y vivi6 por algún tiempo 
sin ver á nadie. Por fin un dia permitió que de- 
jaran entrar á un amigo intimo. Este procuró 
consolarle, y como le vio propenso á oirle, le 
dijo que después de haber tributado á la memo- 
ria de su padre el duelo debido y satisfecho ple- 
namente á cuanto requería el decoro, era ya 
tiempo de que se presentase en el mundo, viera 
á sus amigos y sostuviera el lugar que le habian 
granjeado su mérito y nacimiento. « Faltaría- 
mos, » añadió, « á las leyes naturales, y aun á 
las civiles, si al morir nuestros padres, no les 
tributáramos los deberes que exije de nosotros 
el cariño, y se nos tendría por insensibles, Pero 
T. I. 



luego que hemos cumplido con ellos, sin que 
puedan reconvenirnos en manera alguna, esta- 
mos obligados á volver á la misma vida que an- 
tes, y hacer como los demás. Enjugad pues 
vuestro llanto y recobrad ese aspecto jovial que 
siempre derramó regocijo por donde quiera que 
os habéis hallado. » 

El consejo de aquel amigo era muy acertado, 
y Nuredin evitara todas las desventuras que le 
sucedieron, si lo hubiese ido siguiendo con to- 
da la puntualidad que se requería. Dejóse per- 
suadir sin violencia, agasajó á su amigo y cuan- 
do quiso retirarse, le suplicó que volviera al dia 
siguiente y trajera consigo tres ó cuatro de sus 
íntimos. Insensiblemente fué componiendo una 
tertulia de diez jóvenes de su edad, y pasaba 
con ellos el tiempo en banquetes y continuos 
regocijos, no habiendo dia que no los despidie- 
ra á cada cual con un regalo. 

Á veces, para complacer mas á sus amigos, 
Nuredin mandaba llamar á la hermosa Persa, 
que tenia la condescendencia de obedecerle, pe- 
ro que no aprobaba aquella escesiva profusión. 
Decíale sin rebozo su modo de pensar en estos 
términos : « No dudo que el visir, vuestro pa- 
dre, os habrá dejado grandes riquezas ; pero 
por muchas que sean, no llevéis á mal que una 
esclava os represente que pronto vais á apurar- 
las, si continuáis con esa vida. Cabe muy bien 
el regalar tal cual vez á sus amigos y divertirse 
con ellos ; pero si se toma por costumbre, se va 
caminando á paso redoblado á la desdicha. Mu- 
cho mejor haríais, para vuestro honor y reputa- 
ción, en seguir las huellas de vuestro difunto 
padre y poneros en situación de alcanzar los al- 
tos cargos en que tanta nombradía logró gran- 
jearse. » 

Nuredin escuchaba á la linda Persa sonrién- 
dose, y cuando habia concluido , « Hermosa 
mia,» le contestaba placenteramente, «dejémo- 
nos de eso y no pensemos mas que en divertir- 
nos. Mi difunto padre me ha tenido siempre en 
una gran sujeción ; quiero gozar de la libertad 
tras la que tanto suspiré antes de su fallecimien- 
to. Bastante tiempo me queda para sujetarme á 
la vida arreglada de que habláis ; un joven de 
mi edad debe gozar de los recreos de la juven- 
tud. » 

Lo que también contribuyó á menoscabar los 
haberes de Nuredin, fué que nunca quería ajus- 
tar cuentas con su mayordomo. Despedíale 
cuando se presentaba con el libro. «Vete, ve- 
te, » le decia, « ya me fio de ti ; ten cuidado de 
que puedas proporcionarme siempre buena vida. 

— « Como queráis, señor, » replicaba el mayor- 
domo ; a sin embargo me permitiréis que os re- 

18 



274 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



cuerde el proverbio que dice, que el que mucho 
gasta y nunca ajusta cuentas, se halla al fin re- 
ducido á la mayor desdicha sin haberlo echado 
de ver. No contento con hacer un gasto exhor- 
bitante en vuestra mesa, dais á manos llenas. 
Vuestros tesoros no pueden bastar para tanto, 
aunque fueran tan grandes como cerros. — Ve- 
te,» le repetia Nuredin, « no necesito tns leccio- 
nes ; sigue dándome de comer, y no te metas en 
lo demás. » 

Entretanto los amigos de Nuredin acudían 
puntualísimos á su mesa y no malograban coyun- 
tura para abusar de su desprendimiento. Adulá- 
banle y ensalzaban sus acciones mas indiferen- 
tes ; sobre todo no dejaban de encomiar todo 
cuanto le pertenecía , y este modo de proceder 
le redundaba en sumo gravamen. « Señor, d le 
decia uno, « el otro dia pasé por la posesión que 
tenéis en tal sitio ; la casa es magnífica y está 
ricamente amueblada ; el jardín es un paraíso 
de delicias. — Me alegro mucho que os guste 
tanto , » respondía Nuredin ; « que me traigan 
pluma, papel y tinta, y no se hable mas de ella; 
es vuestra , yo os la regalo. » Otros apenas le 
habían alabado alguna de las casas, baños y hos- 
terías que le pertenecían y daban crecida renta, 
cuando les hacia donación de ellas. La hermosa 
Persa le representaba el mal que hacia ; pero en 
vez de escucharla, seguía derrochando cuanto 
le quedaba á todo trance. 

Finalmente , Nuredin no hizo en todo el año 
mas que regalarse y divertirse, malgastando los 
grandes bienes que sus predecesores y el buen 
visir su padre habían adquirido ó conservado 
con muchos afanes y desvelos. Acababa de me- 
diar un año cuando llamaron un dia á la puerta 
de la sala en que estaba la mesa. Había despe- 
dido á los esclavos y se había encerrado con sus 
amigos para gozar mayor ensanche. 

Uno de estos quiso levantarse ; pero Nuredin 
le ganó por mano y fué á abrir él mismo. Era el 
mayordomo el que llamaba, y Nuredin, querien- 
do saber lo que traia, se adelantó un poco fuera 
de la sala y entornó la puerta. 

El amigo, que había querido levantarse y que 
habia visto al mayordomo , curioso de saber lo 
que traia con Nuredin , se metió detrás de la 
puerta y oyó que aquel decia : a Señor, os pido 
mil perdones de veniros á interrumpir en medio 
de vuestros recreos. Lo que tengo que comuni- 
caros me parece de tan suma entidad , que he 
creído indispensable tomarme esta libertad. 
Acabo de ajustar las cuentas y hallo que ha su- 
cedido lo que tiempo atrás habia previsto y mil 
veces os avisé , esto es , que ya no tengo un 
cuarto de todas las cantidades que me habéis 



dado para vuestros gastos. Los demás fondos 
que me habíais asignado también están exhaus- 
tos, y vuestros colonos y todos los que os paga- 
ban rentas me han manifestado tan claramente 
que habéis traspasado á otros lo que os tenían 
arrendado, que ya nada puedo exijirles en nom- 
bre vuestro. Aquí tenéis mis cuentas, rejistrad • 
las, y si queréis que continúe sirviéndoos, se- 
ñaladme otros fondos ó permitidme que me 
retire. » Nuredin quedó tan atónito con estas 
palabras , que no pudo contestarle una palabra. 

El amigo, que estaba escuchando y que lo 
habia oido todo , volvió á la sala y comunicó á 
los demás lo que acababa de saber, a Á voso- 
tros toca , » les dijo , « el aprovecharos de este 
aviso ; en cuanto á mí, os manifiesto como hoy 
es el último dia que vengo á casa de Nuredin. 
— Siendo así , » repusieron los demás , a tam- 
poco tenemos nada que hacer aquí ni para qué 
volver, » 

Llegó entonces Nuredin , y por muy buen 
semblante que pusiese para animar á los convi- 
dados, con todo no pudo disimular en término? 
que no conociesen como era cierto lo que aca- 
baban de saber. Apenas se habia vuelto a sentar, 
cuando uno de los amigos se levantó y le dijo : 
a Señor, siento no poder estar por mas tiempo 
en vuestra compañía : os ruego no llevéis á mal 
que me vaya. — ¿ Porqué os vais tan pronto? » 
repuso Nuredin. — « Señor, mi esposa está de 
parto, y no ignoráis que la presencia de un ma- 
rido es muy necesaria en semejante caso. » Hizo 
una profunda cortesía y se marchó. De allí á un 
rato , otro se retiró con cierto pretesto ; los de- 
más hicieron lo mismo, hasta que no quedó uno 
solo de los diez amigos que estaban formando la 
reunión de Nuredin. 

Este nada sospechó de la determinación que 
habían tomado sus amigos de no volverle á ver. 
Fué al aposento de la hermosa Persa y se puso 
á conversar con ella de lo que le habia dicho 
su mayordomo, dando estremadas muestras 
de un verdadero arrepentimiento por el descon- 
cierto en que se hallaban sus negocios, 

a Señor, » le dijo la hermosa Persa, «permi- 
tidme os diga que no habéis querido atender 
sino á vuestro dictamen ; ahora veis lo que os 
ha sucedido. No me equivocaba, cuando os pro- 
nosticaba el siniestro paradero que debíais espe- 
rar. Lo que me desconsuela es que aun no veis 
todo el estremo de tan amarga desventura. 
Cuando yo quería daros mi parecer, « Regocijé- 
monos, » me decíais, a y aprovechemos las ho- 
ras felices que la suerte nos franquea mientras 
nos es propicia ; quizá no estará siempre de tan 
buen talante. *> Pero yo os respondía , y tenía 



CUENTOS ÁRABES. 



275 



razón, que nosotros labramos nuestra buena 
suerte con una conducta atinada. No habéis que- 
rido escucharme, y me he visto precisada á de- 
jaros obrar á pesar mió. 

— « Confieso , » repuso Nuredin , a que hice 
mal en no seguir los provechosos consejos que 
me habéis dado con asombrosa cordura ; pero 
si he malgastado mis bienes , ha sido con mis 
mejores amigos; los conozco, son honrados y 
reconocidos, y estoy seguro de que no vendrán 
á desampararme. — Señor, » replicó la hermosa 
Persa, « si no tenéis otro recurso que el recono- 
cimiento de vuestros amigos, creedme, vuestra 
esperanza está mal fundada, y con el tiempo me 
lo diréis. 

— « Hermosa Persa , » respondió Nuredin, 
« tengo mejor opinión que vos del auxilio que 
me franquearán. Desde mañana quiero irlos á 
visitar antes que se tomen la molestia de venir 
como solian, y me veréis volver con la gran 
cantidad de dinero que todos ellos me habrán 
aprontado. Mudaré de vida, como estoy resuelto, 
y beneüciaré este dinero por medio de algún 
negocio, » 

No hizo falta Nuredin en ir al dia siguiente á 
casa de sus diez amigos que .vivían en una mis- 
ma calle ; llamó á la primera puerta que se pre- 
sentó á su vista y en donde vivia uno de los mas 
ricos. Acudió una esclava, y antes que abriera, 
preguntó quién llamaba. « Decid á vuestro 
amo, )> respondió Nuredin, « que es el hijo del 
difunto visir Khacan. » Abrió la esclava, le in- 
trodujo en una sala, entró en el aposento en que 
se hallaba su amo, á quien participó que Nure- 
din venia á verle. <i j Nuredin ! » repuso el amo 
en tono de -iesprecio y en alta voz de modo que 
este lo oyó; « vete, dile que no estoy en casa, y 
lo mismo le dirás cuantas veces venga. » Volvió 
la esclava y dio por respuesta á Nuredin que 
había creído que su amo estaba en casa; pero 
que se habia equivocado.* 

Nuredin salió abochornado. « ¡ Ah pérfido y 
mal hombre! » esclamó; « ayer me protestabas 
que no tenia mejor amigo que tú, y hoy me tra- 
tas de un modo tan indigno. » Fué á llamar á la 
puerta de otro amigo, y este mandó decirle lo 
mismo que el primero. Igual respuesta recibió 
del tercero y de todos los demás hasta el déci- 
mo, aunque todos estaban en casa. 

Entonces fué cuando Nuredin volvió en ri y 
reconoció el yerro tan irreparable que habia 
cometido en dar aquel fácil crédito á las demos- 
traciones de tan falsos amigos y á sus protestas 
de amistad todo el tiempo que te habian visto en 
estado de hacerles suntuoso* regalo» y colmar- 
los de beneficios. « Es cierto, » se decía lloroso, 



u que un hombre feliz cual yo lo era se parece 
á un árbol cargado de fruta : mientras tiene al- 
guna, le rodean y se la cojen, y cuando ya no 
tiene ninguna, se alejan de él y lo dejan solo. » 
Violentóse fuera de casa ; pero luego que volvió 
á ella, sé sumió en su amargo desconsuelo, y 
acudió á esplayarle la hermosa Persa. 

Luego que esta vio llegar á Nuredin tan afli- 
jido, se presumió que no habia hallado entre sus 
amigos, el auxilio que esperaba, « ¿ Qué tal, se- 
ñor?» le dijo, «estáis ahora convencido de la 
verdad de cuanto yo os habia pronosticado ? — 
Ah mi buena amiga, » esclamó , « demasiado 
cierto ha sido vuestro vaticinio. Ninguno quiso 
conocerme, verme ni hablarme ; nunca hubiera 
creído que me trataran tan cruelmente unas per- 
sonas que me deben tantísimas obligaciones y 
por las cuales me he desangrado. Ya no soy 
dueño de mí, y estoy temiendo cometer alguna 
acción indigna de mí en la situación lamentable 
en que me hallo, y en medio de la desesperación 
que me acosa, si no me ayudáis con vuestros 
atinados consejos. — Señor, » repuso la her- 
mosa Persa, « el único remedio que os queda 
en vuestra desventura es que vendáis vuestros 
esclavos y muebles y viváis con su producto, 
hasta que el cielo os muestre alguna otra senda 
para salir de tal desamparo. » 

Sumamente cuesta arriba le pareció á Nure- 
din este remedio ; ¿ pero qué hubiera podido 
hacer en la necesidad en que se hallaba para 
mantenerse? Vendió primeramente sus esclavos, 
que entonces eran otras tantas bocas inútiles 
que le hubieran causado un gasto muy superior 
al que podia sobrellevar. Vivió por algún tiempo 
con el dinero que sacó, y cuando llegó á que- 
dar exhausto, mandó llevar sus muebles á la 
plaza pública, en donde se vendieron por mucho 
menos de su justo valor, aunque hubiese algu- 
nos muy preciosos y que habian costado cuan- 
tiosas sumas. Con esto subsistió durante bas- 
tante tiempo ; pero al fin se halló sin dinero y 
sin tener que vender para ajenciark), y mani- 
festó á la hermosa Persa su estremado que- 
branto. 

No se esperaba Nuredin la respuesta que le 
dio aquella juiciosa joven. « Señor, » le dijo, 
« soy vuestra esclava, y ya sabéis que el difunto 
visir vuestro padre me compró por diez mil mo- 
nedas de oro. Conozco que desde entonces he 
menguado en valor; pero coa todo estoy per- 
suadida de que aun me podéis vender por una 
cantidad muy aproximada, Creedme; no dudéis 
en llevarme at mercado y venderme; con el 
dinero que recibiréis, podréis ir á comerciar en 
otro pueblo donde no seáis conocido, y así ha- 



276 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



liaréis medios de vivir, si no en suma opulen- 
cia, al menos de un modo que os tenga placen- 
tero y venturoso. 

— « Ah hermosa Persa, » esclamó Nuredin, 
« ¿ es posible que hayáis llegado á idear seme- 
jante pensamiento? ¿Os he dado tan pocas 
pruebas de cariño para que me creáis capaz de 
semejante vileza? ¿Y aun cuando la tuviera, po- 
dría hacerlo sin ser perjuro, tras el juramento 
que hice á mi difunto padre de no venderos 
nunca? Antes morir que faltar á él y separarme 
de vos, á quien amo, no digo tanto como á mí 
mismo, sino mucho mas. Al hacerme una pro- 
puesta tan descaminada, me dais á conocer que 
falta mucho para que me améis tanto como yo 
os amo. 

— « Señor, » repuso la hermosa Persa, « es- 
toy convencida de que me amáis cuanto decís, 
y sabe Dios si la pasión que os- tengo es inferior 
á la vuestra y con cuanta repugnancia os hago 
la propuesta que tanto os indispone contra mí. 
Basta acordaros que la necesidad carece de ley 
para desvanecer las razones que me dais. Os 
amo á tal punto, que no cabe me améis mas, y 



puedo aseguraros que nunca dejaré de profesa- 
ros la misma pasión, cualquiera que sea el amo 
Á que pertenezca ; y no tendré mayor placer en 
el mundo que reunirme con vos luego que vues- 
tros negocios os permitan rescatarme, como lo 
espero. He aquí, lo confieso, una necesidad muy 
cruel para entrambos ; pero al cabo, no veo otro 
medio para salir del conflicto. » 

Nuredin, que conocía muy bien la verdad de 
lo que la hermosa Persa acabada de represen- 
tarle, y que no tenia otro recurso para evitar 
una pobreza ignominiosa, se vio precisado á to- 
mar el partido que ella le habia propuesto. Así 
la llevó al mercado donde vendían á las muje- 
res esclavas, con un pesar indecible. Acudió á 
un corredor llamado Haji Hasan. « Haji Hasan, » 
le dijo, « he aquí una esclava que voy á vender; 
ve cuanto querrán dar por ella. » 

Haji Hasan hizo entrar á Nuredin y á la her- 
mosa Persa en un aposento, y luego que esta se 
levantó el velo que le cubría el rostro, « Señor, » 
dijo Haji Hasan á Nuredin, « ¿no es esta la es- 
clava que el difunto visir vuestro padre compró 
por diez mil monedas de oro? » Aseguróle Nu- 




CUENTOS ÁRABES. 



277 



redin que era la misma, y Haji Hasan, hacién- 
dole esperar que sacaría una crecida suma, le 
prometió que echaría el resto para que la com 
prasen al precio mas elevado que fuese dable. 

Haji Hasan y Nuredin salieron del aposento, 
y el primero dejó encerrada á la hermosa Persa. 
Luego se fué en busca de mercaderes ; pero es- 
taban ocupados en comprar esclavas griegas, 
francesas, africanas, tártaras y de otras nacio- 
nes, de modo que hubo de aguardar á que hu- 
biesen hecho sus compras. Luego que las hubie- 
ron terminado y casi todos estuvieron reunidos, 
< Señores mios, » les dijo con una jovialidad 
que se manifestaba en su rostro y sus adema- 
nes, a no todo lo redondo es avellana, ni todo lo 
largo higo, ni todo lo encarnado carne, ni todos 
los huevos están frescos. Quiero decir con esto 
que habéis visto y comprado muchas esclavas 
en vuestra vida ; pero que nunca habéis visto 
una sola que pueda compararse con la que os 
anuncio : esta es la perla de las esclavas. Venid, 
seguidme, que yo os la dejaré ver. Quiero que 
vosotros mismos me digáis á qué precio debo 
pregonarla. » Los mercaderes acompañaron á 
Haji Hasan, y este les abrió la puerta del apo- 
sento donde se hallaba le hermosa Persa. Vié- 
ronla con asombro, y todos á una convinieron 
en que no se la podía pregonar por menos de 
cuatro mil monedas de oro. Salieron del apo- 
sento, y Haji Hasan, que fué con ellos, habiendo 
cerrado la puerta, se puso á vocear sin alejarse: 
« Por cuatro mil monedas de oro la esclava 
persa. » 

Ningún mercader había pujado todavía y se 
estaban apalabrando sobre lo que trataban de 
hacer, cuando llegó el visir Sauy, y viendo á 
Nuredin en el mercado, « Sin duda, » dijo para 
consigo, « Nuredin viene á vender algunos mue- 
bles (porque sabia que había hecho algunas 
ventas), ó quiere comprar una esclava. » Ade- 
lantóse, y Haji Hasan gritó otra vez : « Por cua- 
tro mil monedas de oro la esclava persa. » 

Esta tasación hizo juzgar á Sauy que la es- 
clava debía de ser de una hermosura peregrina, 
y al punto tuvo gran deseo de verla. Dirijió su 
caballo en derechura á Haji Hasan , que estaba 
rodeado de mercaderes. « Abre la puerta, » le 
dijo, « y déjame ver la esclava. » No era cos- 
tumbre que un particular viera una esclava 
cuando los mercaderes la habian visto y la es- 
taban ajustando ; pero estos no se atrevieron á 
escudarse con su derecho contra la autoridad de 
un visir, y Haji Hasan no pudo escusarse de 
abrir la puerta y hacer seña á la hermosa Persa 
para que se acercara, de modo que Sauy pu- 
diera verla sin apearse. 



El visir se quedó pasmado al ver una esclava 
de tan suma belleza, y como había tratado varias 
veces con el corredor, no le era desconocido 
su nombre y así le dijo : <c Haji Hasan, ¿no la 
estás pregonando por cuatro mil monedas de 
oro? — Sí señor, » respondió aquel; « estos 
mercaderes han convenido poco ha en que debía 
pedirse ese precio. Aguardo á que ofrezcan mas. 

— Ya daré yo ese dinero, » repuso Sauy, « si 
nadie ofrece mas por ella. » Y al mismo tiempo 
dio á los mercaderes una mirada que manifes- 
taba su deseo de que no pujasen. Era tan temido 
de todos, que se guardaron muy bien de abrir 
los labios, ni aun para quejarse del derecho que 
les usurpaba. 

Cuando el visir Sauy hubo esperado algunos 
momentos y vio que ningún mercader pujaba, 
« ¿ Vamos, ¿ qué aguardas? » le dijo á Haji Ha- 
san ; « vete en busca del vendedor y ajusta con 
él á cuatro mil monedas de oro, ó infórmate de 
lo que quiere hacer. » Aun no sabia que la es- 
clava fuera de Nuredin. 

Haji Hasan, que había cerrado ya la puerta 
del aposento, fué á verse con Nuredin. « Señor,» 
le dijo, « siento anunciaros una mala noticia : 
vuestra esclava va á ser vendida por casi nada. 

— ¿Y por qué motivo? » repuso Nuredin. — 
« Señor, » replicó Haji Hasan, «al principio iba 
prósperamente el asunto. Luego que los merca- 
deres hubieron visto vuestra esclava, me encar- 
garon que la pregonase por cuatro mil monedas 
de oro. Empecé á ofrecerla á este precio, y al 
punto llegó el visir Sauy, y su presencia selló 
los labios de los mercaderes que yo veía dis- 
puestos á pujarla á lo menos á la misma canti- 
dad que costó al difunto visir vuestro padre. 
Sauy no quiere dar mas que cuatro mil mone- 
das de oro, y muy á pesar mió vengo á traeros 
una propuesta tan poco razonable. La esclava 
es vuestra ; pero nunca os aconsejaré que se la 
entreguéis á ese precio. Ya le conocéis, y todos 
saben su modo de obrar. Además de que la es- 
clava vale infinitamente mas, es bastante per- 
verso para buscar algún medio de no pagaros. 

— « Haji Hasan, » replicó Nuredin, « te agra- 
dezco el consejo ; no temas que yo consienta 
que mi esclava sea vendida al enemigo de mi 
familia. Tengo mucha necesidad de dinero ; pero 
prefiriera morir en el mayor desamparo al per- 
mitir que le sea entregada. Una sola circunstan- 
cia te encargo, y es, que puesto que sabes todos 
los usos y artimañas, me digas lo que debo ha- 
cer para dejarle burlado. 

— a Señor, » respondió Haji Hasan, « eso es 
muy obvio. Finjid que os habéis enojado contra 
vuestra esclava y jurado llevarla al mercado; 



278 



.LAS MIL Y UNA NOCHES. 



pero que no entendíais venderla, y que lo que 
hicisteis fué tan solo para cumplir vuestro jura- 
mento : esto satisfará á todo el mundo, y Sauy 
no podrá deciros nada. Venios pues, y en el 
momento en que la presente á Sauy, como si 
fuera de consentimiento vuestro y estuviera he- 
cho el ajuste, recobradla dándole algunos gol- 
pes y lleváosla á casa. — Doyte gracias, » le dijo 
Nuredin, « ya verás como sigo tu consejo. » 

Haji Hasan volvió al aposento, lo abrió, y ha- 
biendo avisado en pocas palabras á la hermosa 
Persa, para que no se sobresaltara por lo que 
iba á sucederle, la cojió por el brazo y la llevó 
al visir Sauy, que estaba todavía delante de la 
puerta. «Señor, * le dijo presentándosela, « he 
aqui la esclava; tomadla, vuestra es. » 

Aun no había acabado Haji Hasan estas pala- 
bras, cuando Nuredin asió á la linda Persa y 
tirándola á si, le dio un bofetón. « Venid, imper- 
tinente, » le dijo en alta voz de modo que todos 
le oyeron, « y volved á casa. Vuestro mal jenio 
me obligó á jurar que os llevaría al mercado ; 
pero no que os vendería. Aun os necesito, y 
tiempo queda para hacerlo cuando no tenga 
nada. » 

El visir Sauy se enojó mucho de la acción de 
Nuredin. «Desastrado libertino, » esclamó, 
« ¿ quieres hacernos creer que aun te queda al- 
go que vender además de esa esclava ? Y al mis- 
mo tiempo guió su caballo hacia él para quitarle 
la hermosa Persa. Ofendido Nuredin de la afren- 
ta que le hacia el visir, no hizo mas que soltar 
á la esclava y decirle que le aguardara, y echan- 
do mano á la brida del caballo, lo hizo cejar al- 
gunos pasos. « Maldito viejo, » le dijo entonces 
al visir, ce te arrancaría al punto el alma, si no 
me detuviera la consideración de los que están 
presentes. » Como Sauy no era querido de na- 
die, y por el contrario todos le aborrecían, ni 
uno solo de los circunstantes dejó de alegrarse 
que Nuredin le hubiese abochornado. Manifestá- 
ronselo con señas, dándole á entender que po- 
día vengarse como juzgara oportuno y que na- 
die tomaría parte en su contienda. 

Sauy quiso hacer un esfuerzo para obligar á 
Nuredin á que soltara la bridado su caballo ; pero 
este, que era fuerte y ájil, alentado por el inte- 
rés que le manifestaban los circunstantes, le ti- 
ró del caballo en medio de la calle, y dándole 
muchos golpes, le ensangrentó la cabeza contra 
el enlosado. Diez esclavos que escoltaban á Sauy 
quisieron desenvainar los sables y echarse so- 
bre Nuredin ; pero los mercaderes se pusieron 
por medio y se lo impidieron. « ¿ Qué queréis 
hacer? * les dijeron ; « ¿novéis que si uno es vi- 
sir, el otro es hijo de visir? Dejadles que se ar- 



reglen entre sí ; quizá se avendrán uno de estos 
dias, y si hubieseis muerto á Nuredin, ¿creéis 
que vuestro amo, por poderoso que sea, pudiera 
libraros de la justicia? » Cansóse al fin Nuredin 
de golpear al visir Sauy ; dejóle tendido en la 
calle, asió de la mano á la hermosa Persa y vol- 
vió á su casa en medio de las aclamaciones del 
pueblo, que le elojiaba por la acción que acaba- 
ba de hacer. 

Sauy, molido de golpes, se levantó con mucho 
trabajo, ayudándole sus esclavos ; y su pesadum- 
bre fué mortal, viéndose cubierto de Iodo y san- 
gre. Apoyóse en los hombros de dos esclavos, y 
en aquel estado, se encaminó á palacio á vista 
de todo el mundo, con un sonrojo tanto mayor, 
cuanto nadie le compadecía. Cuando estuvo bajo 
las ventanas del rey, se puso á vocear implo- 
rando su justicia de un modo lastimoso. Mandó- 
le llamar el rey, y luego que se presentó, pre- 
guntóle quién le habia maltrado y puesto en 
aquel estado. « Señor, » esclamó Sauy, « basta 
que goce del favor de vuestra majestad y tenga 
parte en sus sagrados consejos, para ser tratado 
del modo indigno que acaban de hacerlo. — De- 
jémonos de esclamaciones, » repuso el rey, a y 
decidme tan solo lo que ha sido y quién es el 
ofensor, pues haré que se arrepienta, si es cul- 
pado. 

— « Señor, » dijo entonces Sauy refiriendo el 
caso de un modo favorable para sí, « fui al mer- 
cado de las esclavas para comprar yo mismo 
una cocinera que necesito ; llegué y hallé que 
estaban pregonando una esclava por cuatro mil 
monedas de oro. Mandé que me la trajeran y la 
hallé hermosísima ; apenas la hube examinado 
con suma satisfacción, cuando pregunté quién 
era el dueño, y supe que se vendía por orden de 
Nuredin, hijo del difunto visir Khacan. 

« Vuestra majestad debe acordarse que hace 
dos ó tres años mandó entregar diez mil mone 
das de oro á aquel visir encargándole que os 
comprara por aquella suma una esclava. Empleó 
aquel dinero en comprar esta ; pero en vez de 
presentarla á vuestra majestad, no la conceptuó 
digna del intento y se la regaló á su hijo. Desde 
la muerte del padre, este se ha comido y mal- 
gastado todo cuanto tenia, y no quedándole 
masque esta esclava, se determinó á venderla, 
y con efecto así mandó que se hiciese en nom- 
bre suyo. Le mandé llamar, y sin hablarle de la 
perfidia de su padre con vuestra majestad, « Nu- 
redin, » le dije con la mayor cortesía, « los mer- 
caderes han tasado, á lo que parece, la esclava 
en cuatro mil monedas de oro. No dudo que la 
pujarán á competencia; pero creedme, dádmela 
por las cuatro mil monedas, pues quiero com- 



CUENTOS ÁRABES. 



279 



prarla para regalársela al rey nuestro señor y 
amo, á quien haréis Con esto un obsequio. Esto 
valdrá mucho mas de lo que pudieran daros los 
mercaderes. * 

« En vez de responderme con el debido de- 
coro, el insolente me miró con altivez. « Mal- 
dito viejo, w me dijo, « prefiriera dar de balde 
mi esclava á un Judío, antes que vendértela. — 
Pero Nuredin, » repuse yo sin acalorarme, aun- 
que tuviese motivo para ello, « no consideráis, 
al hablar así, que injuriáis al rey que "hizo á 
vuestro padre lo que era, como también me con- 
firió á mí el alto cargo que estoy disfrutando. » 

« Este reparo, que debia desenojarle, le airó 
mucho mas. Abalanzóse á mí como un furioso, 
sin la menor consideración á mi edad y aun mas 
á mi encumbrado cargo, me ha tirado del caba- 
llo, y después de haberme golpeado á su antojo, 
me dejó en el estado en que vuestra majestad 
me está viendo. Ruégole considere que padezco 
por sus intereses un oprobio tan manifiesto. » 
Al acabar estas palabras, bajó la cabeza y la tor- 
ció para dar*rienda suelta á su llanto. 

El rey, sobrecojido y airado contra Nuredin 
con esta relación artificiosa, manifestó en su ros- 
tro estremado enfurecimiento. Volvióse al capi- 
tán de su guardia, que estaba junto á él, y le 
dijo ! « Tomad cuarenta hombres, y cuando 
hayáis saqueado la casa de Nuredin y dado órde- 
nes para que la arrasen, traédmele con su es- 
clava. » 

Aun no habia salido el capitán del aposento 
del rey, cuando un ujier que oyó dar la orden, 
tomó la delantera. Llamábase Sanjiar y habia si- 
do en otro tiempo esclavo del visir Khacan, quien 
le habia colocado en palacio, en donde habia lo- 
grado algunos ascensos. 

Sanjiar, reconocido á su antiguo amo é inte- 
resadísimo por Nuredin, á quien habia visto na- 
cer, y que conocía el encono que abrigaba Sauy 
á la familia de Khacan, no habia podido oir aque- 
lla orden sin estremecerse. « La acción de Nu- 
redin, » recapacitó, « no puede ser tan villana 
como Sauy la ha pintado, ha predispuesto al 
rey, y este va á dar muerte á Nuredin, sin que 
tenga lugar para sincerarse. » Fué tal la dilijen- 
cia con que caminó, que llegó á tiempo para 
avisarle de lo que acababa de ocurrir en palacio 
y darle lugar á que se salvara con la hermosa 
Persa. Llamó á la puerta de tal modo que Nure- 
din hubo de abrir él mismo, porque no tenia 
quien le sirviese. « Señor, » le dijo Sanjiar, 
« no podéis permanecer por mas tiempo en Bal- 
sera : marchaos y salvaos sin perder momento. 

— « ¿ Y qué motivo hay para que me mar- 
che? » repuso Nuredin. — « Marchaos, » replicó 



Sanjiar « y llevaos á la esclava. En resumen, 
Sauy acaba de referir al rey, pintándole á sú 
modo, lo que ha ocurrido entre Vos y él, y el 
capitán de la guardia me sigue con cuarenta sol- 
dados para prenderos y también á vuestra escla- 
va. Tomad estas cuarenta monedas de oro para 
que podáis buscar un asilo : mas os daría, si las 
llevara conmigo. Disimulad, si no me detengo 
mas ; os dejo á pesar mió, por el bien dé en- 
trambos y por el interés que tengo en que no nte 
vea el capitán de la guardia. » Sanjiar no le dio 
tiempo á Nuredin mas que para darle gracias, y 
se retiró. 

Nuredin fué á comunicar á la hermosa 
Persa la necesidad en que ambos se hallaban 
de marcharse arrebatadamente, y echándose 
esta el velo, salieron al punto de su casa. Tu- 
vieron la suerte de alejarse de la ciudad sin 
que nadie advirtiera su salida, y aun de llegar á 
la boca del Eufrates, que no estaba distante, y 
embarcarse en un bajel que iba á zarpar. 

Con efecto, cuando llegaron, el capitán se 
hallaba sobre cubierta én medio de los pasaje- 
ros. Muchachos, » les preguntaba 4 « ¿ estáis 
aquí todos ? ¿ Tenéis algo mas que hacer, ó se 
os ha olvidado algo en la ciudad ? Á lo que res- 
pondieron todos que no faltaba nadie y que po- 
dia dar la vefa cuando quisiera. Apenas Nuredin 
estuvo embarcado, cuando preguntó á donde se 
dirijia la embarcación, y se alegró de saber que 
iba á Bagdad. El capitán mandó levar el ancla, 
dio la vela, y el buque se alejó de Balsora con 
viento favorable. 

Vamos ahora á lo que vino á suceder mien- 
tras que Nuredin se salvaba con la hermosa 
Persa de Balsora y de las iras del rey i 

El capitán de la guardia llegó á casa de Nure- 
din y llamó á la puerta. Viendo que nadie pa- 
recía para abrir, la mandó tirar al suelo, y los 
soldados entraron atropelladamente. Pesquisa- 
ron á diestro y siniestro los rincones, y no ha- . 
liaron ni á Nuredin ni á su esclava. El capitán de 
la guardia mandó preguntar, y aun lo hizo en 
persona, á los vecinos, para saber si los habían 
visto ; pero aun cuando tal hubiera sucedido, ni 
uno solo quería mal á Nuredin, antes al contra- 
rio, le amaban, y por tanto no hubieran dicho 
especie alguna que pudiera perjudicarle. Mien- 
tras estaban saqueando y arrasando la casa, fué 
á llevar esta noticia al rey, quien le contestó que 
los buscase por donde quiera, pues quería que 
se cumpliese su orden. 

El capitán de la guardia se afanó en practicar 
nuevas pesquisas, y el rey despidió al visir 
Sauy, dispensándole mucho honor. « Id, » le 
dijo, » volved á vuestra casa y no paséis cui- 



280 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



dado sobre el castigo de Nuredin : yo mismo os 
vengaré de su desacato. » 

Para valerse de todos los medios, el rey mandó 
pregonar por toda la ciudad que daria mil mo- 
nedas de oro á quien le trajera á Nuredin y á su 
esclava, y que mandaría castigar ejemplarmente 
4 quien los hubiese encubierto. Pero por mu- 
cho afán que se tomó, fuéle imposible adquirir 
noticia alguna de ellos, y el visir Sauy solo tuvo 
el consuelo de ver que el rey se habia puesto de 
su parte. 

Entretanto Nuredin y la hermosa Persa se 
adelantaban y proseguían su viaje con toda 
prosperidad. Aportaron al fin en Bagdad, y 
cuando el capitán, gozoso de haber terminado 
su travesía, descubrió la ciudad, «Muchachos,» 
esclamó encarándose con los pasajeros, « ale- 
graos : hela allí esa grande y asombrosa ciudad 
á donde se agolpa una concurrencia jeneral y 
perpetua de todas las partes del mundo. Aquí 
hallaréis una población crecidísima, y no ten- 
dréis el frío intolerable del invierno, ni los es- 
cesivos calores del verano. Gozaréis de una 
primavera perpetua con sus flores y de los deli- 
ciosos frutos del otoño. » 
. Luego que la embarcación hubo anclado cerca 
de la ciudad, se fueron marchando los pasaje- 
ros, dirijiéndose cada cual á su 'alojamiento. 
Nuredin pagó cinco monedas de oro por su 
tránsito y desembarcó inmediatamente con la 
hermosa Persa ; pero como nunca habia estado 
en Bagdad, no sabia dónde hospedarse. Cami- 
naron mucho tiempo siguiendo los jardines 
situados en la orilla del Tigris, y vieron uno 
que estaba ceñido de hermosa y larguísima 
cerca. Al llegar al estremo, torcieron por una 
calle dilatada y enlosada toda, y descubrie- 
ron la verja, y junto á ella una grandiosa 
fuente. 

. Hallábase la verja cerrada; pero habia un 
pasillo abierto y un sofá á cada -lado. « Muy 
agradable es este sitio, » dijo Nuredin á la her- 
mosa Persa ; « se acerca la noche, y ya hemos 
comido antes de desembarcar : por lo tanto 
soy de parecer que pasemos aquí la noche, y 
mañana tendremos tiempo de buscar aloja- 
miento. — Ya sabéis, señor, » respondió la her- 
mosa Persa, « que vuestra voluntad es la mia : 
no pasemos de aquí , ya que así lo deseáis. » 
Bebieron agua de la fuente y se recostaron sobre 
uno de los sofaes, en donde estuvieron conver- 
sando por un rato. Al fin se apoderó de ellos 
el sueño y se quedaron dormidos al grato mur- 
mullo de las aguas. 

El jardín pertenecía al califa, y en el centro 
habia un gran cenador llamado el Cenador de las 



pinturas, porque su principal adorno consistía 
en Cuadros á lo persa de mano de muchos ar- 
tistas de aquel país, llamados por el califa al in- 
tento. El grande y magnífico salón que formaba 
este cenador estaba alumbrado por noventa 
ventanas, de las que colgaban otras tantas ara- 
ñas, que solo se encendían cuando el califa iba 
á pasar allí la noche, y el tiempo estaba tan 
apacible, que no soplaba el menor ambiente. 
Entonces formaban una iluminación halagüeña 
que se»avistaba desde muy lejos en la campiña, 
y desde gran parte de la ciudad. 

Sólo habitaba aquel jardín el encargado de su 
custodia, y era un anciano llamdo Jeque Ibra- 
him, á quien el califa habia dado aquel destino 
en recompensa de sus servicios. Habíale re- 
comendado el califa que tuviera sumo cuidado 
de no dar entrada á toda clase de jentes, y so- 
bre todo en no consentir que se sentaran en los 
dos sofaes que estaban fuera de la verja, para 
que estuviesen siempre aseados, castigando á 
los que allí encontrase. 

Jeque Ibrahim habia tenido que salir para al- 
gún quehacer y aun no habia vuelto. Cuando 
llegó aun habia bastante luz para que advirtiera 
que dos personas estaban durmiendo en uno de 
los sofaes, cubierta la cabeza con un paño, para 
precaverse de los mosquitos. « Muy bien. » dijo 
para consigo Jeque Ibrahim, « estas jentes están 
contraviniendo á la orden del califa ; voy á en- 
señarles el acatamiento que le deben » Abrió la 
puerta sin rumor, y á poco rato volvió con un 
palo en la mano y el brazo arremangado. Iba á 
descargar un golpe con todo su ahinco ; pero se 
contuvo. « Detente, »prorumpió, «vasa maltra- 
tarlos sin considerar que son acaso unos foraste- 
ros que no saben en donde hospedarse é ignoran 
el ánimo del califa ; vale mas que sepas antes 
quienes son. » Alzó con sumo tiento el paño que 
les tapaba la cabeza, y su admiración fué estre- 
mada cuando vio un joven tan bien formado y 
una mujer tan hermosa. Despertó á Nuredin ti- 
rándole un tantillo por los pies. 

Nuredin alzó al punto la cabeza , y luego que 
vio á sus pies un anciano con larga barba, se in- 
corporó, y habiéndose arrodillado y asídole 
la mano, que besó, le dijo : « Padre mió, Dios 
os guarde. ¿ Se os ofrece algo ? — Hijo mió, » 
repuso Jeque Ibrahim, « ¿ quién sois y de dónde 
venis ? — Somos unos estranjeros que acabamos 
de llegar, » respondió Nuredin y tratábamos de 
pasar aquí la noche hasta mañana. — Mal esta- 
ríais aquí, » replicó Jeque Ibrahim, « venid, en- 
trad, os proporcionaré un lecho mas cómodo, 
y la vista del jardin, que es hermosísima, os 
recreará mientras es aun de día. — ¿Es vuestro 



CUENTOS ÁRABES. 



281 



este jardín?» preguntó Nuredin. — a Cierta- 
mente es mió , » repuso con una sonrisa Jeque 
lbrahim ; a es una herencia de mi padre : entrad, 
os repito, os alegraréis de verlo. » 

Levantóse Nuredin manifestando á Jeque- 
lbrahim cuanto le agradecía su atención, y en- 
tró en el jardín con la hermosa Persa. lbrahim 
cerró la puerta, y caminando delante, los llevó 
á un sitio desde el cual vieron la disposición, el 
ámbito y la hermosura del jardin de una mirada. 

Nuredin habia visto en Balsora jardines gran- 
diosoa ; pero ninguno de ellos podía entrar en 
cotejo con este. Cuando lo hubo examinado to- 



do y se hubo paseado por algunas alamedas, se 
volvió al anciano que le acompañaba y le pre- 
guntó por su nombre. Cuando este le respondió 
que se llamaba Jeque lbrahim, o Debo confesa- 
ros, » dijo Nuredin, a que este jardín es á todas 
luces asombroso : ¡ que Dios os conserve por 
mucho tiempo en él ! No cabe agradeceros de- 
bidamente la fineza que nos habéis franqueado, 
dejándonos ver un sitio tan peregrino. Justo es 
que de algún modo os manifestemos nuestro 
lino agradecimiento, y asi tomad ; aquí tenéis 
dos monedas de oro, y os ruego que enviéis en 
busca de algunos manjares para holgamos y 
divertirnos, » 




a»a 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Al ver las dos monedas de oro, Jeque Ibra- 
him, que era muy interesado, se regocijó en 
gran manera ; tomólas, y dejando á Nuredin y á 
la hermosa Persa para desempeñar el encargo, 
porque estaba solo, « Vaya unas buenas jentes, » 
repetía gozosamente en su interior ; « me hu- 
biera perjudicado mucho si hubiese cometido la 
torpeza de atropelladas y echarlas de aquí. Con 
la décima parte de este dinero podré regalarlos 
como unos príncipes, y lo demás me lo quedaré 
por mi trabajo. » 

Mientras Jeque Ibrahim fué á comprar la cena 
para sus huéspedes y para sí, Nuredin y la her- 
mosa Persa se pasearon por el jardin y llegaron 
al cenador de las pinturas que estaba en el 
centro. Paráronse al pronto á contemplar su ad- 
mirable construcción y grandiosidad , y luego 
que hubieron dado vuelta al rededor mirándolo 
por todas partes, subieron á la puerta del salón 
por una gradería de mármol blanco ; pero la ha- 
llaron cerrada. 

Nuredin y la hermosa Persa acababan de ba- 
jar la escalera, cuando llegó Jeque Ibrahim car- 
gado de abastos, « Amigo, » le dijo con estrañeza 
Nuredin, « ¿ no nos dijisteis que este jardin era 
vuestro? — Sí lo dije, » repuso Jeque Ibrahim, 
« y lo repito ; ¿ porqué me hacéis esa pregunta T 
— ¿Ese magnífico cenador, » repuso Nuredin , 
« os pertenece también? » No esperaba Jeque 
Ibrahim que le hiciesen semejante pregunta, y 
se quedó un tanto suspenso, « Si digo que no 
es mió, » recapacitó, a al punto me preguntarán 
cómo es posible que sea el amo del jardin , y no lo 
sea del cenador. » Como habia querido aparen- 
tar que el jardin era suyo , otro tanto quiso ha- 
cer respecto al cenador. « Hijo mió, » repuso, 
(( el cenador y el jardin van juntos, ambos son 
de mi pertenencia. — Siendo así, * replicó en- 
tonces Nuredin , « y ya que nos concedéis la 
hospitalidad por esta noche, os ruego que nos 
hagáis el favor de dejarnos ver el interior, pues 
por lo que se ve, no puede menos de ser de una 
magnificencia estraordinaria* » 

Hubiera sido una desatención en Jeque Ibra- 
him desairar á Nuredin en lo que le pedia, después 
de haberle manifestado tan buena voluntad. Ade- 
más consideró que el califa no le habia mandado 
avisar según acostumbraba, y que por lo tanto 
no iría allí aquella noche, y que podia dejar ce- 
nar á sus huéspedes en el cenador, y aun hacer 
otro tanto con ellos. Dejó sus provisiones al pié 
de la escalera, y fué en busca de la llave á su habi- 
tación. Volvió pronto con luz, y abrió la puerta. 

Nuredin y la hermosa Persa entraron en el 
salón y lo juzgaron tan peregrino que no podían 
cansarse de admirar su hermosura y riqueza. 



Con efecto, dejando á parte las pinturas, los so- 
faes eran magníficos, y además de las arañas 
que colgaban en cada ventana, habia en los en- 
trepaños un brazo de plata que sostenía un can- 
delera. Nuredin, al presenciar aquellos objetos, 
no pudo menos de acordarse de la esplendidez 
en que habia vivido, prorumpiendo en algunos 
suspiros. 

Entretanto Jeque Ibrahim trajo los manjares, 
dispuso la mesa junto á un sofá, y cuando todo 
estuvo pronto, Nuredin, la hermosa Persa y él 
se sentaron á cenar gustosísimos. Luego que hu- 
bieron acabado y lavádose las manos , Nuredin 
abrió una ventana y llamó á la hermosa Persa. 
« Acercaos, » le dijo, « y admirad conmigo la 
grandiosa vista y la hermosura del jardin á la 
claridad de la luna : es una perspectiva embele- 
sante. » Acercóse la esclava, y disfrutaron jun- 
tos aquella vista, mientras que Jeque Ibrahim 
levantaba la mesa. 

Cuando este hubo acabado y reunídose con 
sus huéspedes, preguntóle Nuredin si no tenia 
alguna bebida con que pudiera obsequiarlos. 
« ¿ Qué bebida apetecéis ? » repuso Ibrahim. 
< ¿ Por ventura sorbete ? Lo tengo muy esquisito, 
pero ya sabéis, hijo mió, que no es bebida para 
después de cenar. 

— « Ya lo sé , » replicó Nuredin ? « por lo 
tanto no es sorbete lo que os pedimos, sino otra 
bebida : estraño que no me entendáis. — Luego 
es vino lo que queréis, » añadió Jeque Ibrahim. 

— « Ahora lo habéis acertado, » le dijo Nure- 
din ; « si lo tenéis, os agradeceré que nos trai- 
gáis una botella. Ya sabéis que se acostumbra 
beber un poco después de cenar hasta tanto que 
se hace hora de acostarse. 

— « i Guárdeme Dios de tener vino en mi 
casa, » esclamó Jeque lbrahin, « y aun de acer- 
carme á un lugar en donde lo tengan! Un hom- 
bre como yo, que ha ido cuatro veces en pere- 
grinación á la Meca, ha renunciado al vino para 
toda su vida. 

— a Sin embargo, me haríais singular fineza 
en proporcionarnos un par de sorbos, » repuso 
Nuredin ; « y si no os sirve de molestia, os ense- 
ñare un medio para que entréis en la taberna 
sin que toquéis la vasija que contenga el vino. 

— Bajo esa condición consiento en ello, » dijo 
Ibrahim ; « no tenéis mas que decirme lo que he 
de hacer. 

— <( Cuando entramos en el jardin, vimos un 
asno alado á la reja, » dijo entonces Nuredin ; 
<( sin duda os pertenece y debéis de serviros de 
él cuando lo necesitáis* Tomad, ahí tenéis otras 
dos monedas de oro s llevaos el asno con sus 
cestos, é id á la primera taberna sin acercaros, 



CUENTOS ÁRABES. 



287 



sino en cuanto queráis; dadle algo al primero 
que pase por allí y rogadle que vaya con el 
asno hasta la taberna y compre dos cántaros 
de vino que colocarán en ambos cestos, y que 
os traiga el asno después de haber pagado el 
vino con el dinero que le habréis dado. No ten- 
dréis mas que guiar al asno hasta aquí, y noso- 
tros mismos sacaremos los cántaros de los ces- 
tos. De este modo nada haréis que os pueda 
causar la mas mínima repugnancia. » 

Aquellas otras dos monedas de oro surtieron 
grandísimo efecto en el ánimo de Jeque Ibra- 
him. « | Ay hijo mió ! » esclamó cuando Nuredin 
hubo acabado, « ya tengo entendido lo discreto 
que sois. Á no ser por vos, nunca se me hu- 
biera ocurrido ese medio de ajenciaros vino sin 
escrúpulo. » Marchóse para ir á cumplir su 
comisión y la desempeñó por la posta, Á su 
llegada, bajó Nuredin, sacó los cántaros de los 
cestos y los Hevó al estrado. 

Jeque Ibrahim llevó el asno al paraje en don- 
de habia ido á buscarlo, y cuando volvió, díjole 
Nuredin : « Mucho os agradecemos la molestia 
que os habéis tomado ; pero aun nos falta algo. 
— ¿ Qué mas puedo hacer en servicio vuestro ?» 
repuso Ibrahim. — « No tenemos copas, » dijo 
Nuredin, « y nos vendrían bien algunas frutas 
si las tenéis. — No hay mas que pedir, » res- 
pondió Ibrahim, « de nada careceréis en cuanto 
sea dable. » 

Bajó el anciano, y dispuso luego una mesa 
cubierta de hermosas bandejas cuajadas de va- 
rias especies de frutas, con copas de oro y plata, 
y cuando les hubo preguntado si necesitaban 
alguna otra cosa, se retiró sin quererse quedar, 
aunque le instaron encarecidamente. 

Nuredin y la hermosa Persa volvieron á sen- 
tarse á la mesa y empezaron á beber del vino, 
que les pareció escelente. « ¿Qué tal, hermosa 
mia? » dijo Nuredin á la esclava Persa, « ¿no 
os parece que somos muy afortunados en que 
la casualidad nos haya traído á un sitio tan em- 
belesante ? Alegrémonos y repongámonos de la 
angustiosa vida que hemos tenido en toda la 
travesía. ¿ Puede caberme dicha mayor que el 
verme á vuestro lado con la copa en la mano ? » 
Bebieron varias veces conversando placentera- 
mente, y cantando alternativamente algunas 
coplillas. 

Como ambos tenian una voz sobresaliente, 
con especialidad la linda esclava, su canto atrajo 
á Jeque Ibrahim, quien los estuvo escuchando 
largo rato desde afuera sin dejarse ver. Al fin 
asomó la cabeza á la puerta. « Ánimo, señor, » 
le dijo á Nuredin, creyéndole ya beodo; crme 
alegro de veros tan sumamente jovial. 



— « j Ah I Jeque Ibrahim, » esclamó Nuredin 
volviéndose hacia él, « | qué hombre tan hon- 
rado sois I y i cuántos favores os debemos I 
Aunque no nos atrevamos á ofreceros un trago, 
no por eso dejéis de entrar. Venid, acercaos, y 
á lo menos hacednos el agasajo de terciar en 
nuestra compañía. — Proseguid, proseguid, » 
repuso Ibrahim, « me contento con oir vuestros 
lindos cantares; » y diciendo esto, se marchó. 

Advirtió la hermosa Persa que Jeque Ibrahim 
se habia parado á la entrada y se lo avisó á Nu- 
redin. « Ya veis, señor, » añadió, «que mani- 
fiesta gran aversión al vino ; pero no pierdo la 
esperanza de hacérselo beber, si queréis hacer 
lo que yo os diga. — ¿De qué se trata? * pre- 
guntó Nuredin; « no tenéis mas que hablar, 
haré todo cuanto queráis. — Inducidle tan solo 
á que entre y se quede con nosotros, » dijo la 
esclava ; « de allí á poco echadle de beber y 
presentadle la copa ; si lo rehusa, bebed y apa- 
rentad que os quedáis dormido ; lo demás Corre 
de mi cuenta. » 

Comprendió Nuredin la intención de la her- 
mosa Persa; llamó á Jeque Ibrahim para que 
se asomase á la puerta. « Jeque Ibrahim, » le 
dijo, « somos vuestros huéspedes y nos habéis 
acojido jenerosamente, ¿queréis negarnos la 
fineza de honrarnos con vuestra compañía? No 
os pedimos que bebáis, y sí solo que tengamos 
el gusto de veros, o 

Ibrahim se dejó persuadir, entró y se sentó 
en el estremo del sofá que estaba mas inmediato 
á la puerta, « Ahí no estáis bien , » le dijo Nu- 
redin , « y no podemos tener el gusto de veros. 
Acercaos os ruego, y sentaos junto á esta seño- 
ra , que sin duda os lo permitirá. — Haré pues 
lo que apetecéis , » dijo Ibrahim , y se acercó 
sonriéndose por el placer que iba á disfrutar 
junto á una mujer tan linda , y se sentó á cierta 
distancia de la hermosa Persa. Nuredin le pidió 
que entonara algún cantar en pago del favor que 
Jeque Ibrahim les dispensaba, y cantó al punto 
uno que le enajenó. 

Cuando la hermosa Persa hubo acabado de 
cantar , Nuredin echó vino en una copa y se la 
presentó á Ibrahim. « Amigo , » le dijo , » brin- 
dad os ruego , á nuestra salud. — Señor, » re- 
puso el viejo retirándose como si se horrorizara 
con solo ver el vino , « ruégoos que me dispen- 
séis, pues ya os dije que haco tiempo me aparté 
de ese licor. — Ya que absolutamente no que- 
réis brindar á nuestra salud , » dijo Nuredin, 
« permitiréis que yo beba á la vuestra. » 

Mientras que Nuredin bebia, la hermosa Per- 
sa cortó media manzana , y presentándosela á 
Ibrahim, « No habéis querido beber , » le dijo, 



V. 



LAS MIL Y UNA NOCHES 



(( pero no creo que pongáis el mismo reparo en 
probar esta manzana que es deliciosa. » Ibrahim 
no pudo rehusarla de una mano tan linda , y 
tomándola con un acatamiento , la llevó á la bo- 
ca. Con este motivo la esclava le dijo algún re- 
quiebro , y entretanto Nuredin se tendió en el 
sofá y aparentó dormirse. Al punto la hermosa 
Persa se acercó á Jeque Ibrahim y le dijo que- 
dito: «Lo veis, pues siempre procede así cuan- 
do nos estamos solazando juntos. Apenas ha be- 
bido algunos tragos , cuando se queda dormido 
y me deja sola ; pero creo que me haréis com- 
pañía mientras duerma. » 

La hermosa Persa tomó una copa , llenóla de 
vino*, y presentándosela á Jeque Ibrahim, « to- 
mad , » le dijo , « y brindad á mi salud , voy á 
hacer otro tanto á la vuestra. » Escrupulizó el 
anciano con mil reparos y le suplicó que le dis- 
pensara ; pero ella le instó tanto , que al fin, 
vencido por sus halagos y ruegos, tomó la copa 
y la apuró hasta la última gota. 

El buen viejo era aficionado al trago ; pero 
se avergonzaba de beber delante de aquellas per- 
sonas desconocidas. SoJia ir á la taberna como 
otros muchos , y no había tomado las precau- 
ciones que Nuredin le habia apuntado para com- 
prar el vino. Habia ido á buscarlo sin ceremonia 
á casa de un tabernero conocido suyo al res- 
guardo de la oscuridad , y habia ahorrado el 
dinero que hubiera tenido que dar á otro , se- 
gún la propuesta de Nuredin. 

Mientras Jeque Ibrahim acababa de comer la 
mitad de la manzana después de haber bebido, 
la hermosa Persa le llenó otra vez la copa, que 
bebió con menos reparo ; á la tercera nc^puso 
ninguno , y estaba vaciando la cuarta , cuando 
Nuredin dejó de aparentar que dormia. Incor- 
poróse , y mirando al viejo , « ¡ Ola , ola , Je- 
que Ibrahim , » le dijo , « ¡ con que os he so- 
brecojido ! me dijisteis que os habíais despedido 
del vino ; mas parece que lo sorbéis garbosa- 
mente. » 

Atónito Ibrahim con el inesperado lance , se 
coloreó sobremanera. Sin embargo no por eso 
dejó de apurar la copa , y cuando hubo conclui- 
do , « Señor , » dijo sonriéndose , a si he pecado, 
mi culpa debe recaer sobre esta señora , y no 
sobre mí : ¿cómo cabia resistir á tantísimo em- 
beleso ? » 

La linda Persa , á una con Nuredin , aparentó 
abogar por el anciano. « Jeque Ibrahim , » le 
dijo , « dejadle hablar, no hay que Violentaros: 
seguid bebiendo y alegraos y gózaos. » De allí 
á poco Nuredin se echó de beber é hizo otro 
tanto á la hermosa Persa , y viendo Ibrahim que 
Nuredin no se acordaba de él , tomó una copa 



y se la presentó diciéndole: « Y yo? ¿no queréis 
que beba ? » 

Á estas palabras, Nuredin y la hermosa Persa 
prorumpieron en carcajadas y siguieron divir- 
tiéndose , riendo y bebiendo hasta las doce de 
la noche. Entonces reparó la hermosa Persa en 
que la mesa solo estaba alumbrada por una luz: 
« Jeque Ibrahim , » dijo al buen abuelo , « nos 
habéis traído tan solo una vela , cuando aquí 
vemos tantas hermosas bujías. Hacednos la 
fineza de encenderlas para que veamos mas 
claro. » 

Jeque Ibrahim usó de los ensanches que suele 
acarrear el vino cuando la cabeza se va calen- 
tando , y por no interrumpir la conversación 
que seguía con Nuredin , o Encendedlas vos 
misma , » le dijo á la preciosa esclava , « eso os 
cuadra mejor que á mí; pero cuidado que en- 
cendáis mas de cinco ó seis. » La linda Persa se 
levantó , cojió una bujía , la encendió á la luz 
que estaba sobre la mesa , y sin pararse en lo 
que Ibrahim le decía, encendió las noventa 
bujías. 

De allí á un rato como Jeque Ibrahim se ha- 
llaba conversando sobre otro asunto con la her- 
mosa esclava, Nuredin le rogó por su parte que 
encendiera algunas arañas, y Jeque Ibrahim le 
respondió, sin advirtir que todas las bujías esta- 
ban encendidas : «Muy perezoso debéis ser ó 
muy poco brio tenéis , si no podéis encenderlas 
vos mismo. Id, encendedlas ; pero que no pasen 
de tres. » Nuredin , en vez de obedecerle , las 
encendió todas , y abrió las noventa ventanas, 
sin que Ibrahim lo reparase, tan entretenido 
estaba con la hermosa Persa. 

Casualmente el califa Harun Alraschid no es- 
taba todavía acostado. Hallábase en un salón de 
su palacio que daba sobre el Tigris , y desde el 
cual se veia el jardín con el cenador de las pin- 
turas. Abrió una ventana , y quedó todo atónito 
al ver el cenador tan iluminado , con tanto mas 
motivo, éhanlo al pronto conceptuó que tamaño 
resplandor provenia de algún incendio en la 
ciudad. El gran visir Jiafar estaba aun con él y 
solo aguardaba el momento en que el califa se 
retirarse para volverse á casa. El califa le llamó 
muy enojado. « Visir descuidado, » le dijo, «ven 
aquí, acércate ; mira el cenador de las pinturas, 
y dime porqué está iluminado á estas horas, no 
hallándome yo allí, d 

El gran visir se estremeció á semejante nove- 
dad , temiendo que fuese cierta. Acercóse , y 
quedó aun mas sobrecojido, cuando vio que era 
cierto lo que el califa le decía. Sin embargo, era 
preciso hallar algún pretexto para aplacarle , y 
así le dijo : « Caudillo de los creyentes, lo único 



CUENTOS ÁRABES. 



285 



que puedo decir á vuestra majestad es que habrá 
unos cuatro ó cinco dias se me presentó Jeque 
Ibrahim y me manifestó que deseaba juntar á 
los ministros de su mezquita para cierta cere- 
monia que pensaba celebrar en el feliz reinado 
de vuestra majestad. Pregúntele qué era lo que 
apetecía con aque'. motivo , y me rogó consi- 
guiera de vuestra majestad que se le permitiera 
celebrar la reunión y la ceremonia en el cena- 
dor. Despedíle dictándole que podia hacerlo, 
y que no haría falta en comunicárselo á vuestra 
majestad, á quien pido mil perdones por haberlo 
olvidado. Probablemente Jeque Ibrahim ha es- 
cojido esta noche para la ceremonia , y al obse- 
quiar á los ministros de su mezquita , sin duda 
ha querido darles un buen rato con esa ilumi- 
nación. 

— a Jiafar, » repuso el califa con cierto de- 
sentono que estaba manifestando lo poco satis- 
fecho que quedaba con lo que acababa de decir, 
«cometiste dos yerros indisculpables : el pri- 
mero por haber dado permiso á Ibrahim para 
que celebrara esa ceremonia en mi cenador ; un 
mero conserje no es un empleado de tal suposi- 
ción que merezca tanta honra ; el segundo por 
no haberte enterado de la verdadera intención 
de ese buen hombre. Con efecto ♦ estoy persua- 
dido de que no ha tenido otra que la de ver si 
conseguiría alguna gratificación para ayudarle 
á costear el gasto. Tú no has caido en el caso. » 

El visir Jiafar se alegró de que el califa to- 
mase el asunto por aquel rumbo, y echándose la 
culpa de lo que acababa de achacarle, confesó 
francamente que habia hecho mal en no dar al- 
gunas monedas de oro á Ibrahim. «Siendo así,» 
añadió sonriéndose el califa, «justo es que se te 
castigue de tamaños yerros; pero el castigo será 
leve , y es que pasarás como yo lo que faifa de 
la noche con esas buenas jentes, pues me ale- 
graré de estar con ellos. Mientras voy á ponerme 
un traje de paisano, vete á disfrazar con Mcsrur 
y venios ambos conmigo. » Por mas que el visir 
Jiafar quiso advertir al califa que era tarde y 
que ya se habrían retirado , este respondió que 
absolutamente quería ir. Como nada habia de 
cuanto el visir le habia dicho, este se amohinó 
con aquella determinación; pero era forzoso 
obedecer sin réplica. 

El califa salió pues de palacio disfrazado de 
paisano , con el gran visir Jiafar y Mesrur, jefe 
de los eunucos, y anduvo por las calles de Bag- 
dad hasta que llegó al jardín. Hallábase abierta 
la verja por descuido de Jeque Ibrahim , quien 
se había olvidado de cerrarla al volver de la ta- 
berna. El califa quedó escandalizado. « Jiafar, » 
le dijo al gran visir, « ¿ qué significa esta verja 



abierta á tales horas? ¿Acostumbrará dejarla 
abierta Jeque Ibrahim todas las noches? Mas 
vale suponer que ha incurrido en este yerro en 
medio de los apuros de la fiesta. » 

El califa entró en el jardin , y cuando llegó al 
cenador, como no quería subir al salón sin sa- 
ber antes lo que en él sucedía, consultó con el 
gran visir si se subiría á uno de los árboles mas 
inmediatos para cerciorarse de todo. Pero el 
gran visir, acercándose á la puerta del salón , 
reparó que estaba abierta y se lo avisó. Jeque 
Ibrahim la habia dejado así cuando Nuredin y la 
hermosa Persa le habían persuadido que les hi- 
ciera compañía. 

Desistió el califa de su primer intento , subió 
calladamente á la puerta del salón, y como esta 
se hallaba entreabierta, podia ver á los que es- 
taban dentro sin ser visto. Suma fué su estra- 
ñeza , cuando advirtió una dama de peregrina 
belleza y un joven muy gallardo sentados á la 
mesa con Jeque Ibrahim. Tenia este la copa en 
la mano y estaba diciendo á la linda Persa : 
« Mi preciosa dama , un buen bebedor nunca 
debe empinar sin cantar antes alguna letrilla. 
Hacedme el favor de escucharme , pues la que 
voy á cantar es lindísima. » 

Jeque Ibrahim se puso á cantar, y el califa se 
admiró tanto mas , cuanto habia ignorado hasta 
entonces que bebiese vino, y que siempre le 
habia tenido por hombre manso y juicioso. Apar- 
tóse de la puerta con la misma cautela con que 
se habia acercado á ella , y juntándose con el 
gran visir Jiafar, que estaba en la escalera algu- 
nas gradas mas abajo, « Sube, » le dijo, « y mi- 
ra si los que están ahí dentro son ministros de 
la mezquita como quisiste dar á entender. » 

Por el tono con que el califa pronunció estas 
palabras, conoció el gran visir que el trance le 
iba á redundar en algún quebranto. Subió , y 
mirando por la rendija de la puerta , tembló de 
espanto por su persona cuando vio las mismas 
tres personas en la situación y el estado en que 
se hallaban. Volvió á juntarse con el califa, con- 
fuso y sin saber qué decir. « ¡ Qué trastorno I » 
esclamó el califa, «¿hase visto atrevimiento 
igual de venirse á divertir en mi jardin y cena- 
dor, dándoles Jeque Ibrahim libre entrada, con- 
sintiéndolos y divirtiéndose con ellos? Sin em- 
bargo no creo que se pueda ver una pareja tan 
linda. Antes que manifieste mi enojo, quiero 
enterarme mas y saber quiénes son estos jóve- 
nes y con qué motivo se hallan aquí. » Volvió á 
la puerta para observarlos otra vez , y el visir, 
que le siguió, se quedó detres de él mientras te- 
nia los ojos clavados en los huéspedes. Ambos 
oyeron que Ibrahim decía á la hermosa Persa : 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



« MI amable señora, I apetecéis por ventura algo 
mas para redondear vuestro júbilo en esta no- 
che?-*- Me parece,» repuso la linda esclava, 
a que nada faltaría , si tuvierais un instrumento 
con que pudiese acompañarme y quisiereis de- 
jármelo. — Señora,» replicó Jeque Ibrabim, 
a ¿ sabéis tocar el laúd ? — Traédmelo , » le res- 
pondió la primorosa esclava, v pronto os lo haré 
ver. » 

Jeque Ibrabim no tuvo que ir muy lejos, pues 
sacó up laúd de una alacena y lo presentó á la 
bermosa Persa , quien se puso á templarlo. En- 
tretanto el califa volviéndose al gran visir Jiafar, 
le dijo : « Mira , la preciosa dama va á tocar el 
laúd : si tañe bien, le perdonaré, como también 
al joven por amor suyo; en cuanto á ti , no por 
eso dejaré de mandarte ahorcar, — Soberano 
señor ; » repuso el visir, « siendo así , pido á 
Dios que toque mal. — ¿Y porqué ? a replicó el 
califa. — « Cuantos mas seamos , » respondió el 
visir, «mas podremos consolarnos muriendo en 
tan buena compañía. » El califa, que era amigo 
de chistes, se echó á reir con aquel arranque, y 
volviéndose hacia la rendija de la puerta , se 
puso á escuchar á la hermosa Persa. 

Esta recorría las cuerdas con una soltura que 
dio á entender al califa que tocaba primorosisi- 
mamente ; luego entonó su cantar acompañán- 
dose con el laúd , y fué tal la maestría y halago 
que estuvo mostrando , que el califa se quedó 
embelesado. 

Luego que la linda Persa hubo acabado de 
cantar, el califa bajó la escalera , siguiéndole el 
visir Jiafar, y cuando estuvo al pié de ella, « En 
mi vida , » le dijo, « he oido una voz tan pere- 
grina, ni un laúd tan bien pulsado, Isaac, á 
quien tenia yo por el mejor tocador del mundo, 
no se le acerca. Estoy tan gozoso que quiero 
entrar para oiría tocar delante de mí. Vamos h 
ver cómo lo conseguiremos. 

— « Caudillo de los creyentes , » repuso el 
gran visir, « si entráis y Jeque Ibrahim os cono- 
ce , se quedará muerto de pavor. — Eso es lo 
que me apura, » repuso el califa, «y sentiría ser 
causa de su muerte al cabo de tanto tiempo que 
me está sirviendo. Se me ocurre una especia 
que podrá salir acertada : quédate aquí con 
Mesrur, y aguardad en la primera calle á que 
vuelva. » 

Como el Tigris pasaba cerca de allí, el califa 
habia ideado hacer pasar gran cantidad de agua 
por una gran bóveda bien enlosada, para formar 
un estanque á donde se retraía el mejor pescado 
del Tigris. Los pescadores lo sabían muy bien y 
hubieran querido pescar allí á sus anchuras ; 
pero el califa habia prohibido terminantemente 



á Jeque Ibrahim que dejase entrar á nadie. Sin 
embargo aquella misma noche habia entrado un 
pescador que pasaba por delante de la verja del 
jardín tras el califa, y hallándola abierta, se ha- 
bia aprovechado de la ocasión adelantándose en 
el jardín hasta el estanque.* 

Este pescador habia echado sus redes é iba 
á sacarlas, cuando el califa presumiéndose, se- 
gún el descuido de Jeque Ibrahim, lo que habia 
sucedido y queriendo aprovecharse de esta 
ocurrencia para su intento, llegó al mismo 
sitio. Á pesar de su disfraz, el pescador le cono- 
ció y al punto se arrojó á sus pies pidiéndole 
perdón y disculpándose con su pobreza. « Le- 
vántate y nada temas, » repuso el califa, o tira 
solamente las redes y veamos qué pescado vas 
á sacar. » 

El pescador, sosegado, ejecutó prontamente 
lo que el califa apetecía, y sacó cinco ó seis 
hermosos peces, y el califa habiendo escojido 
dos de los mas grandes, se los mandó atar por 
la cabeza con un mimbre y luego le dijo al pes- 
cador : « Dame tu vestido y toma el mió, » El 
cambio se hizo en brevísimo rato, y luego que 
el califa estuvo vestido de pescador con el cal- 
zado y el turbante correspondiente, « Toma tus 
redes, » le dijo al pescador, « y vete de aquí. j> 

Luego que el pescador se marchó, contentí- 
simo de su buena suerte, el califa cojió los dos 
peces y se fué en busca del gran visir Jiafar y 
Mesrur. Paróse delante de ellos, y el gran visir 
no le conoció y le dijo : « ¿ Qué es lo que quie- 
res ? sigue tu camino. » El califa se echó á reir, 
y entonces el visir le conoció. « Soberano se- 
ñor, » esclamó , «¿es posible que seáis vos ? 
no os conocía y os pido mil perdones por mi 
descortesía. Ahora podéis entrar en el salón sin 
temor de que Jeque Ibrahim os conozca. — 
Quedaos pues aquí, » les dijo, « mientras que 
voy á representar mi pape}. » 

Subió el califa al salón y llamó á la puerta. 
Nuredin, que lo oyó el primero, se lo avisó á 
Jeque Ibrahim, y este preguntó quién llamaba. 
El califa abrió la puerta, y dando un paso en el 
salón como para dejarse ver, « Jeque Ibrahim, » 
le respondió, « soy el pescador Kerín; he no- 
tado que estabais obsequiando á vuestros ami- 
gos, y como acabo de pescar dos hermosísimos 
peces, vengo á preguntaros si los necesitáis. » 

Alegráronse Nuredin y la hermosa Persa 
oyendo hablar de pescado. « Ibrahim, » le dijo 
al punto la linda esclava , « os ruego que le 
mandéis entrar para que veamos su pescado. » 
El anciano ya no se hallaba en estado de pre- 
guntar al iinjido pescador cómo habia llegado 
hasta allí, y solo pensó en complacer i la 



cuentos Arares. 



997 



amable Persa, Volvióse pues con mucho trabajo 
hacia la puerta y le dijo tartamudeando al califa, 
á quien lenia por un pescador ; « Acércate, 
buen ladrón nocturno, acércate y déjate ver. » 

Adelantóse el califa remedando todas los mo- 
dales de un pescador, y presentó los dos peces, 
u Hermoso pescado es por cierto, » dijo la 
linda Persa, « comería gustosa de él, gi estu- 
viera bien guisado, — Tiene razón la señora, » 
repuso Jeque Ibrahim, « ¿ qué quieres que ha- 
gamos con tu pescado sin que esté guisado? 
Mira, vete, guísalo tú mismo y tráenoslo ; ha- 
llarás en mi cocina todo cuanto necesites. » 

Volvió el califa á juntarse con el gran visir 
Jiafar y le dijo : « Jiafar, me han hecho muy 
buen recibimiento; pero me piden que estén 
los peces guisados, — Voy á guisarlos yo mis- 
mo, » repuso el gran visir, « pronto estará 
hecho, — Tengo tanto empeño en conseguir mi 
objeto, » replicó el califa, a que yo mismo me 
encargaría de ello. Ya que represento tan bien 
el pescador, puedo hacer de cocinero \ en mi 
mocedad me he entrometido á cocinar y me salí 
con mi intento. » Al decir esto, se encaminó á 
la habitación de Jeque Ibrahim , siguiéndole el 
gran visir y Mesrur. 

Pusieron los tres mano á la obra, y aunque la 
cocina no era grande, con todo como nada falta- 
ba de cuanto se necesitaba , pronto hubieron 
guisado sus peces. Llevólos el califa, y al servir- 
los, puso un limón delante de cada uno, para que 
se sirvieran de él si querían. Comieron con mu- 
cho apetito ; particularmente Nuredin y la her- 
mosa Persa, y el califa se mantuvo en pié delante 
de ellos. 

Cuando hubieron acabado, Nuredin miró al 
califa y le dijo : « Pescador, no puede darse me- 
jor pescado y nos has complacido en gran ma- 
nera. » Al mismo tiempo metió la mano en el 
pecho y sacó su bolsa en la que había treinta 
monedas de oro, resto de las cuarenta que le ha- 
bía dado á su partida Sanjiar, ujier del palacio 
del rey de Balsora, « Toma, » le dijo *, « mas te 
diera si tuviese. Á haberte conocido antes de ha- 
ber consumido mis bienes, te pusiera en salvo de 
tu pobreza, mas no por eso dejes de admitirlo, co- 
mo si el regalo fuera mucho mas considerable. » 

Tomó el califa la bolsa, dando gracias á Nu- 
redin, y conociendo que era oro lo que habia 
dentro, « Señor, » le dijo, a no cabe agradece- 
ros cumplidamente tantísima jenerosidad : di- 
choso el que trata con jente honrada como vos; 
pero antes que me retire, permitidme os haga 
una suplica y que me la concedáis. Veo aquí un 
laúd, y supongo que esta señora sabe tocarlo. Si 
pudierais conseguir de ella que me hiciera el fa- 



vor de tocar tan solo una sonata, me volvería 
contentísimo, pues es un instrumento á que ten- 
go particular afición. 

« Hermosa Persa, » dijo al punto Nuredin, en- 
carándose con la esclava, « os pido esa fineza, 
y espero* que no me la negaréis. » La joven tomó 
el laúd, y habiéndolo templado, tocó y cantó al 
mismo tiempo una tonada que arrebató al califa. 
Al acabar, siguió tocando sin cantar, y lo hizo 
con tanta suavidad y señorío que el califa quedó 
enajenado. 

Cuando la linda Persa dejó de tocar, « ¡ Cie- 
los I » esclamó el califa, « ¡ qué voz, que ejecu- 
ción ! Nunca se cantó mejor ni tocó tan bien el 
laúd, nunca se vio ni oyó primor semejante. » 

Nuredin, acostumbrado á dar lo que le perte- 
necía á todos los que se lo elojiaban, « Pesca- 
dor, » repuso, « ya veo que lo entiendes; ya que 
tanto te agrada, tuya es, te la regalo. » Al mis- 
mo tiempo se levantó, cojió su vestido, que se 
habia quitado, disponiéndose á marcharse y á 
dejar al califa, á quien conceptuaba un pescador, 
en posesión de la hermosa Persa. 

Ésta, sumamente pasmada de la jenerosidad 
de Nuredin, le detuvo. « Señor, » le dijo mirán- 
dole cariñosamente « ¿á dónde os queréis mar- 
char ? Volveos á sentar, os ruego, y escuchad 
lo que voy á cantar. » Hizo Nuredin lo que de- 
seaba, y entonces tocando el laúd y mirándole 
con ojos anegados en llanto, cantó unos versos 
repentinos y le reconvino espresivamente por el 
escaso cariño que le mostraba, ya que tan fácil- 
mente y con tanto desvío la abandonaba á Ke- 
rin. Al concluir, dejó el laúd á un lado y se cu- 
brió el rostro con el pañuelo para ocultar sus 
lágrimas, que no podia contener. 

Nada contestó Nuredin á estas reconvencio- 
nes, y con su silencio manifestó que se arrepen- 
tía de la donación que habia hecho. Pero el ca- 
lifa, asombrado de lo que acababa de oir, le dijo : 
« Señor, á lo que veo, esta dama tan hermosa 
y peregrina, que acabáis de regalarme con tanta 
jenerosidad, es vuestra esclava y vos sois su 
amo» — Es cierto, Kerin, » replicó Nuredin, « y 
mucho mas te pasmaras, si le refiriera todas las 
desventuras que me han sobrevenido por causa 
suya. — Por favor, señor, » repuso el califa, 
desempeñando muy bien el papel de pescador, 
« hacedme la fineza de referirme vuestra his- 
toria. 

Nuredin, que acababa de prorumpir en otros 
rasgos de mayor entidad, aunque solo le creía 
un pescador, consintió en complacerle. Refirióle 
toda su historia, empezando por la compra que 
el visir su padre había hecho de la hermosa 
Persa para el rey de Balsora, y nada omitió de 



288 



LAS MIL Y UNA NOCHES, 



lo que habia hecho y le había sucedido en Bag- 
dad con ella hasta aquel momento. 

Guando Nuredin hubo acabado, a ¿ V ahora á 
dónde vais ? » le preguntó el califa. — « ¿ Á 
dónde voy? » respondió el joven, aá donde 
Dios me guie. — Si queréis creerme, » repuso 
el califa, « no pasaréis de aquí : antes debéis 
volveros á Balsora. Voy á daros una esquela que 
entregaréis al rey de mi parte ; veréis como os 
recibe placenteramente en habiéndola leido, y 
que nadie se meterá con vos. 

— o Kerin, » repuso Nuredin, «muy estraño 
es cuanto me dices ; nunca se oyó que un pes- 
cador como tú estuviese en correspondencia con 
un rey. — No debéis estrañarlo,» replicóel califa, 
«hemos estudiado juntos con los mismos maes- 
tros, y siempre hemos sido los amigos mas finos 
del mundo. Es cierto que la suerte no nos ha sido 
igualmente propicia : le ha hecho rey, y á mí 
pescador; pero esta desigualdad en nada menos- 
caba nuestro cariño. Quiso sacarme de mi esta- 
do con todas las instancias que cabían en nues- 
tra intimidad. Yo me contenté con el aprecio 
que le merezco en no rehusarme un ápice de 
cuanto le pido en obsequio de mis amigos : de- 
jadme obrar ; allá veréis los resultados. 

Nuredin se avino á cuanto apetecía el califa, 
y como habia en el salón recado de escribir , el 
califa estendió la siguiente carta al rey de Balso- 
ra, poniendo eir el estremo del papel esta fór- 
mula en letrita sumamente menuda : « En nom- 
bre de Dios misericordiosísimo, » en prueba de 
que requería ser absolutamente obedecido. 

CARTA DEL CALIFA HARUN ALRASCHID AL REY DB 
BALSORA. 

«Harun Alraschid, hijo de Mahdi, envía esta 
carta á su vecino Mohamed Zinebi. Luego que 
Nuredin, hijo del visir Khacan, portador de es- 
ta carta, te la haya entregado y tú la hayas leí- 
do, te despojarás al instante del manto sobera- 
no, se lo echarás sobre los hombros, haciéndo- 
le sentar en tu lugar, y cuidado que dejes de 
hacerlo. Adiós.» 

El califa cerró la carta y la selló , y sin mani- 
festar á Nuredin su contenido, « Tomad, » le di- 
jo, « é id á embarcaros inmediatamente en un 
bajel que va á dar la vela, pues sale diariamen- 
te uno á la misma hora ; ya dormiréis cuando 
os hayáis embarcado. Nuredin tomó la carta y 
marchó con el poco dinero que tenia sobre sí, 
cuando el ujier Sanjiar le habia dado su bolsa ; 
y la linda Persa, desconsolada de su partida, se 
tendió en el sofá derramando lágrimas. » 

Apenas Nuredin habia salido del salón, cuan- 



do Jeque Ibrahim, que habia guardado silencio du- 
rante todo lo que acababa de ocurrir, miró al cali- 
fa, á quien siempre tenia por el pescador Kerin, y 
le dijo: «Escucha Kerin, nos has venido á traer 
dos peces que á lo mas valen veinte monedas de 
cobre , y te han dado una bolsa y una esclava : 
¿ te imajinas que todo esto será para tí ? Te de- 
claro que quiero la esclava á medias. En cuanto 
á la bolsa, enséñame lo que hay dentro : si es 
plata, tomarás una moneda para ti ; si es oro, yo 
me lo quedaré todo y te daré algunas monedas 
de cobre que me quedan en el bolsillo. » 

Para comprender bien lo que sigue, dijo Che- 
herazada, es de advertir que el califa, antes de 
llevar al salón el plato de pescado ya corriente, 
habia mandado al gran visir Jiafar que fuese 
prontamente á palacio y le trajera cuatro cria- 
dos y un vestido y le aguardara al otro lado del 
cenador hasta que llamase por una de las ven- 
tanas. El gran visir habia cumplido esta orden, 
y él, Mesrur y los cuatro criados estaban aguar- 
dando á que diera la señal. 

Vuelvo á mi narración , añadió la sultana : El 
califa , disfrazado de pescador, contestó resuel- 
tamente á Jeque Ibrahim : «Amigo mió, no sé 
lo que contiene la bolsa ; sea plata ú oro, os da- 
ré gustoso la mitad ; pero en cuanto á la esclava, 
la quiero para mí solo. Si no queréis admitir las 
condiciones que os propongo, nada tendréis. » 

Jeque Ibrahim, ciego de ira con esta insolen- 
cia, pues tal le parecía en un pescador con res- 
pecto á él, asió una de las porcelanas que habia 
sobre la mesa y se la tiró al califa. Este evitó, fá- 
cilmente el golpe de un hombre beodo ; la por- 
celana fué á dar contra la pared y se destrozó 
en mil pedazos. Jeque Ibrahim , mas y mas en- 
furecido por haber errado el golpe, toma una 
vela que estaba sobre la mesa, se levanta dan- 
do traspieses, y baja por una escalerilla escusa- 
da en busca de un garrote. 

El califa llama por una de las ventanas. El 
gran visir Mesrur y los cuatro criados le quitan 
arrebatadamente el traje de pescador y le ponen 
el que le habían traído. Están aun afanados en 
redondear su faena con el califa, sentado ya en 
el trono que habia en el salón, cuando Jeque 
Ibrahim, á impulsos de su codicia, vuelve em- 
puñando un varapalo, y ansiosísimo de vengar- 
se del supuesto pescador. Pero, en vez de en- 
contrarle, ve su vestido en medio del salón y al 
califa sentado en su solio con el gran visir y 
Mesrur á su lado. Pásmase todo y duda si está 
despierto ó durmiendo. El califa se echa á reir 
por su asombro y le dice: «Jeque Ibrahim, 
¿ qué quieres ? ¿ qué buscas ? » 

Ibrahim, que ya no podia dudar de que era el 



CUENTOS ÁRABES. 



289 



califa, se arroja á sus pies, con el rostro y su 
larga barba pegadas al suelo, « Caudillo de los 
creyentes,» prorumpe, «vuestro vil esclavo os 
ha ofendido, implora vuestra clemencia y os pi- 
de mil perdones. En aquel momento los criados 
habian acabado de vestirle, y le contesta apeán- 
dose del trono : ((Levántate, ya estás perdonado. » 

Encaróse luego el califa con la línda Persa, 
que había suspendido su quebranto al ver que 
el jardín y el cenador eran de aquel principe , y 
no de Jeque Ibrahim, como este lo había aparen- 
tado , y que era él mismo el que se habia dis- 
frazado de pescador. « Hermosa Persa , » le dijo, 
« levantaos y seguidme. Debéis conocer quien 
soy tras lo que acabáis de ver, y que no soy de 
jerarquía que necesito afianzar el regalo que 
Nuredin me hizo de vuestra persona con una 
jenerosidad sin igual. Le he enviado á Balsora 
para ser rey, y también os enviaré para que 
seáis reina tan pronto como le remita los des- 
pachos necesarios para su ensalzamiento. En- 
tretanto tendréis un aposento en mi palacio, y 
se os tratará según vuestras prendas. » 

Estas palabras sosegaron y consolaron en gran 
manera á la hermosa Persa con el júbilo de 
saber que Nuredin, á quien amaba entrañable- 
mente, acababa de ser encumbrado á tan alto 
señorío. El califa cumplió la palabra que acababa 
de dar, y aun la recomendó á su esposa Zobeida , 
tras de haberle comunicado la gracia que habia 
dispensado á Nuredin. 

El regreso de Nuredin á Balsora fué mas prós- 
pero y veloz de lo que le cumplía apetecer para 
su dicha. Al llegar, no vio á pariente ni amigo ; 
se encaminó al palacio del rey , y llegó cuando 
aquel príncipe estaba dando audiencia. Atravesó 
el concurso, levantando la carta : le hicieron 
lugar y la presentó. Recibióla el rey , y habién- 
dola abierto, se inmutó al leerla. Besóla tres 
veces, é iba á ejecutar la orden, cuando le 
ocurrió enseñársela al visir Sauy , enemigo mor- 
tal de Nuredin. 

El visir, que habia conocido á este y que 
estaba cavilando ansiosamente sobre el intento 
que habría traido, no quedo menos atónito que 
el rey con la orden que contenia la carta , y como 
esta no le interesaba menos que á él , discurrió 
al punto un medio de eludirla. Aparentó no ha- 
berla leido bien y se volvió de costado para leerla 
otra vez. Entonces, sin que nadie lo advirtiera 
ni que se conociese á menos de mirar con mucho 
ahinco, arrancó mañosamente la fórmula que 
habia en el encabezamiento para demostrar que 
el califa quería ser obedecido en términos abso- 
lutos, se la metió en la boca y la tragó. 

Hecho esto, encaróse al rey, le devolvió la 
T. 1. 



carta y le dijo en voz baja : « Y bien, sefior, 
¿ cuál es el ánimo de vuestra majestad ? — Mi 
ánimo es hacer lo que el califa manda , d con- 
testó el rey. — « Guardaos de hacerlo, señor, » 
respondió el malvado visir, « parece la letra del 
califa ; pero la carta no tiene fórmula. » El rey 
la habia advertido anteriormente ; pero con su 
turbación se figuró que se habiá engañado, 
puesto que ya no la veía. 

« Señor, j> prosiguió el visir, « es de creer 
que el califa habrá concedido esta carta á Nure- 
din, en vista de las quejas que le habrá dado 
contra vuestra majestad y contra mí, para qui- 
társelo de delante ; pero no ha sido su intención 
que ejecutéis su contenido. Además, habéis de 
considerar que no ha enviado un espreso con la 
patente, sin lo cual es nula. Jamás se destrona 
un. rey sin mediar esta formalidad ; cualquiera 
otro pudiera presentarse también con una carta 
falsa ; esto nunca se ha practicado así; vuestra 
majestad puede fiar en mi palabra y respondo 
de las consecuencias. » 

El rey Zinebi se dejó persuadir y puso á Nu- 
redin en manos del visir Sauy , quien le llevó á 
su casa con fuerza armada. Luego que llegó , le 
mandó dar de palos hasta que quedó como 
muerto, y en aquel estado le mandó llevar á 
una cárcel, encargando que le empozaran eft 
una mazmorra, y que no le dieran mas que pan 
y agua. 

Cuando Nuredin , molido de golpes, volvió en 
sí y se vio en aquel calabozo , empezó á exhalar 
mil lamentosos gritos quejándose de su des- 
graciada suerte. « j Ah ! pescador, »* esclamó , 
« ! cuánto mo engañaste y cuan necio fui en 
creerte ! ¿ Podia yo aguardar una suerte tan 
cruel tras el bien que te hice ? Con todo Dios te 
bendiga, pues no puedo creer que tu intención 
fuese siniestra , y tendré paciencia hasta el tér- 
mino de mis males. » 

Diez días permaneció en esta situación el 
cuitado Nuredin , y el visir Sauy no se olvidó 
de que le habia puesto en aquel encierro. Deter- 
minado á hacerle perder la vida de un modo 
afrentoso, no se atrevió sin embargo á obrar 
por su propria autoridad. Para lograr su perni- 
cioso intento, cargó varios esclavos con ricos 
presentes y fué á presentarse al rey. « Señor, » 
le dijo con diabólica malicia , « he aquí lo que 
el nuevo rey suplica á vuestra majestad que 
acepte á su advenimiento á la corona. » 

Comprendió el rey lo que Sauy quería darle 
á entender. « j Cómo ! » repuso , « ¿ aun vive 
ese desastrado ? Me creia que le habías mandado 
dar muerte. — Señor, » replicó Sauy, « no me 
incumbe á mí mandar quitar la vida á nadie ; 

19 



¡MO- 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



esto toca á vuestra majestad. — Vete , » dijo el 
rey , « y mándale degollar ; yo te doy mi per- 
miso. — Señor, » respondió entonces Sauy, 
« estoy sumamente agradecido á vuestra majestad 
de la justicia que me dispensa ; pero como Nu- 
redin me hizo tan públicamente la afronta que 
ya sabe, yo le pido por favor que permita que 
la ejecución se celebre delante del palacio y que 
los pregoneros vayan á vocearla por todos los 
barrios de la ciudad , para que nadie ignore que 
ha sido plenamente castigada la ofensa que se 
me hizo. » Concedióle el rey lo que quería , y 
los pregoneros, cumpliendo su deber, fueron 
contristando en gran manera la ciudad. Estaba 
muy reciente la memoria de las virtudes del 
padre, para que nadie oyera sin indignación 
que el hijo iba á padecer muerte afrentosa á 
instancias y por la maldad del visir Sauy. 

Este fué á la cárcel en persona , acompañado 
de unos veinte esclavos , ministros de su cruel- 
dad. Trajéronle á Nuredin , y le mandó montar 
en un ruin caballejo y en pelo. El joven preso, 
viéndose en poder de su enemigo, « Triunfas, » 
le dijo , « y abusas de tu situación ; pero confio 
en la verdad de estas palabras de uno de nues- 
tros libros : « Juzgáis injustamente, y dentro de 
poco vosotros mismos seréis juzgados. » El visir 
Sauy , que verdaderamente triunfaba en su in- 
terior, « ¡ Cómo ! insolente , » replicó , « ¿ aun te 
atreves á insultarme? Vete, te lo perdono; 
suceda lo que quiera , con tal que te haya visto 
degollar en presencia de todo Balsora. También 
debes saber lo que dice otro libro : « ¿ Qué 
importa mOrir el dia después de la muerte de 
un enemigo ? » 

Aquel ministro implacable en su encono y 
enemistad , rodeado de una parte de sus escla- 
vos armados , mandó que los demás llevaran á 
Nuredin, y se encaminó á palacio. El pueblo 
estuvo á punto de abalanzarse á él , y le hubiera 
apedreado , si alguien hubiera dado el ejemplo. 
Cuando le hubo llevado á la plaza de palacio , 
delante del aposento del rey , le dejó en manos 
del verdugo y fué á presentarse al rey, que se 
hallaba ya en su gabinete, pronto á saciar sus 
ojos con el sangriento espectáculo que se pre- 
paraba. 

La guardia del rey y los esclavos del visir 
Sauy tuvieron mucho trabajo en contener al 
pueblo, que estremaba sus conatos, aunque en 
balde, para romper las filas y arrebatar á Nure- 
din. Acercóse á este el verdugo y le dijo : 
« Señor, os suplico que me perdonéis vuestra 
muerte ; soy un esclavo , y como tal tengo que 
cumplir con mi obligación; si no tenéis que 



mandar, disponeos á morir, porque el rey va á 
darme muy pronto la señal. » 

En aquel momento cruel . a ¿ No habrá alguna 
persona caritativa, » dijo el aflijido Nuredin, 
volviendo la cabeza á uno y otro lado , « que 
me dé un poco de agua para apagar la sed ? » 
Trajéronle al punto un vaso, que fué pasando 
de mano en mano hasta él. El visir Sauy , que 
advirtió este retardo, voceó al verdugo desde 
la ventana del gabinete del rey donde se hallaba : 
« ¿ Á qué aguardas? Descarga. » Á estas pala- 
bras bárbaras é inhumanas resonaron en toda 
la plaza tremendas imprecaciones contra él ; y 
el rey, celoso de su autoridad, no aprobó 
aquella libertad en su presencia, como lo mani- 
festó gritando que se aguardase. Otro motivo 
tenia para ello , pues alzando en aquel momento 
la vista hacia una calle que estaba en frente del 
palacio y desembocaba en la plaza, descubrió 
una cuadrilla de jinetes que llegaban á escape. 
« Visir, » le dijo al punto á Sauy ; « ¿ qué es 
aquello? mira. » Este, que se receló de lo que 
podia ser, instó al rey para que diera la señal 
al verdugo. « No, » repuso el rey; « antes 
quiero saber quienes son esos jinetes. » Era el 
gran visir Jiafar con su comitiva que llegaba de 
Bagdad de parte del califa. 

Para saber el inolivo.de la ida de aquel mi- 
nistro á Balsora, advertiremos que después de 
la salida de Nuredin con la carta del califa, 
este no se había acordado, al dia siguiente ni 
en los sucesivos, de enviar un espreso con la 
patente de que habia hablado á la linda Persa. 
Hallábase en el palacio imperial , que era el de 
las mujeres, y al pasar delante de un aposento , 
oyó una hermosísima voz. Paróse, y apenas 
hubo oido algunas palabras que manifestaban el 
dolor de la ausencia, cuando preguntó á un 
oficial de los eunucos que le acompañaba , qué 
mujer era la que vivia en aquel aposento, y el 
oficial le respondió que era la esclava del joven 
señor á quien habia enviado á Balsora para ser 
rey en lugar de Mohamed Zinebi. 

« ¡ Ah pobre Nuredin, hijo de Khacan ! » es- 
clamó al punto el califa, « mucho me he olvida- 
do de ti. Que venga al punto el visir Jiafar. » 
Llegó aquel ministro, y el califa le dijo : « Jia- 
far, no me he acordado de enviar la patente 
para que Nuredin sea reconocido por rey de 
Balsora. No hay tiempo que perder; toma al- 
guna jente y caballos de posta y marcha al punto 
á Balsora. Si Nuredin ya no existe, manda ahor- 
car al visir Sauy; si no está muerto, traétele 
con el rey y su visir. » 

El gran visir Jiafar, sin detenerse , montó á 
caballo, marchó inmediatamente con una es- 



cuentos Árabes. 



291 



colta de los empleados de su casa, y llegó á 
Balsora del modo y en el momento que hemo9 
espresado. Luego que entró en la plaza, abrióse 
la muchedumbre para dejarle él paso libre, pi- 
diendo la gracia de Nuredin, y entró en el pala- 
cio con igual rapidez hasta la escalera , en 
donde se apeó. 

El rey de Balsora, que habia conocido al pri- 
mer ministro del califa, le salió al encuentro y 
le recibió á la entrada de su aposento. El gran 
visir preguntó al pronto si Nuredin estaba vivo, 
y en tal caso, dijo que se le trajeran. Respondió 
el rey que aun vivia, y mandó que se le presen- 



enemigo. « Caudillo de los creyentes, » repuso 
Nuredin, « por mucho daño que me haya hecho 
ese hombre perverso y haya procurado causar á 
mi difunto padre, me tendría por el mas infame 
de todos los hombres, si manchara mis manos 
con su sangre. » Aprobóle el califa su jenerosw 
dad y mandó que se hiciera justicia por mano 
del verdugo. 

El califa quiso enviar á Nuredin á Balsora para 
reinar allí ; pero este le suplicó que le dispen- 
sara de aquel honor. « Caudillo de los creyen- 
tes, » repuso, <( la ciudad de Balsora me será 
siempre odiosa tras lo que me sucedió, y así 




tasen. Como compareció alado , mandó que le 
dieran libertad y que se apoderaran del visir 
Sauy, amarrándole con los mismos cordeles. 

El gran visir Jiafar no durmió mas que una 
noche en Balsora ; marchóse á la mañana si- 
guiente, y según la orden que tenia, se llevó 
consigo á Sauy, el rey de Balsora y Nuredin. 
Cuando llegó á Bagdad, los presentó al califa, y 
habiéndole dado cuenta de su viaje, y particu- 
larmente del estado en que habia hallado á Nu- 
redin y del modo como se le habia tratado por 
consejo y encono de Sauy, el califa propuso á 
Nuredin que cortara él mismo la cabeza á su 



suplico á vuestra majestad me permita cumplir 
el juramento que tengo hecho de no volver allá 
en mi vida. Pondria toda mi gloria en hacerle 
los mayores servicios junto á su persona, sí tu- 
viese la dignación de concederme esta gracia. » 
El califa le admitió en el número de sus corte- 
sanos, le devolvió la linda Persa y le colmó de 
tantos bienes, que vivieron juntos hasta la 
muerte con cuanta felicidad pudieron apetecer. 
En cuanto al rey de Balsora, contentóse el 
califa con darle á conocer cuanta atención debia 
poner en la elección de sus visires, y le envió 
otra vez i su reino, 



•292 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CLXXXVIII. 



Al dia siguiente antes de amanecer, Dinarzada 
despertó á la sultana Cheherazada, y esta refirió 
al sultán de las Indias la historia de Camaralza- 
man, según lo habia prometido, y dijo : 

HISTORIA DE LOS AMORES DE CAMARALZAMAN, PRÍN- 
CIPE DE LA ISLA DE LOS HIJOS DE KHALEDAN , Y DE 
RADURA, PRINCESA DE LA CHINA. 

Señor, á unos veinte dias de navegación de 
las costas de Persia, habia en el anchuroso pié- 
lago una isla llamada de los hijos de Khaledan. 
Estaba dividida en varías y grandiosas provin- 
cias de suma entidad por muchas ciudades po- 
pulosas y florecientes que componen un reino 
poderosísimo. En otro tiempo estaba gobernada 
por un rey llamado Ghahzaman, que tenia cua- 
tro mujeres de lejítimo matrimonio, todas hijas 
de reyes, y sesenta concubinas. 

Ghahzaman se conceptuaba el monarca mas 
venturoso de la tierra por el sosiego y prosperi- 
dad de su reinado. Una sola particularidad me- 
noscababa su dicha, y era que siendo anciano, 
carecía de hijos, á pesar de tan crecido número 
de mujeres. No sabia á qué atribuir aquella es- 
terilidad, y en su desconsuelo, miraba como la 
mayor desventura que pudiera sucederle el mo- 
rir sin dejar tras sí un sucesor de su sangre. 
Disimuló por mucho tiempo el agudo pesar que 
le atormentaba, y sufría tanto mas en cuanto se 
violentaba para no manifestarlo. Al fin rompió 
el silencio, y un dia habiéndose quejado amar- 
gamente de su desdicha á su gran visir, con 
quien estaba conversando á solas, le preguntó 
si no sabia algún medio para remediarlo. 

• « Si lo que vuestra majestad me pregunta, » 
respondió aquel sabio ministro, «dependiera de 
las reglas comunes de la humana sabiduría, 
pronto se le rodeara la satisfacción que con 
tanto afán está apeteciendo ; pero confieso que 
mi esperiencia y conocimientos no alcanzan á lo 
que se me propone : solo á Dios se puede recur- 
rir en tales necesidades : en medio de nuestras 
prosperidades, que nos le hacen á veces olvi- 



dar, se complace en mortificamos de algún 
modo, para que nos acordemos de él, reconoz- 
camos su omnipotencia y le pidamos lo que solo 
de él debetpos esperar. Tenéis subditos cuya 
profesión particular es honrarle y servirle y vi- 
vir trabajosamente por amor suyo : mi opinión 
fuera que vuestra majestad les hiciese limosnas 
y los exhortara á juntar sus plegarias con las 
vuestras .- quizás en tantísimo número se hallará 
alguno bastante puro y grato á Dios para alcan- 
zar que colme vuestros anhelos. » 

El rey Chahzaman aprobó mucho aquel con- 
sejo, por el que dio gracias al gran visir. Mandó 
repartir cuantiosas limosnas á todas las comuni- 
dades de hombres consagrados á Dios. También 
llamó á los superiores, y después de haberlos 
obsequiado con un banquete frugal, les mani- 
festó su ánimo, rogándoles que se lo comunica- 
ran á los devotos que estaban bajo su direc- 
ción. 

Chahzaman consiguió del cielo lo que desea- 
ba, manifestándose muy pronto embarazada una 
de sus mujeres, que al cabo de nueve meses dio 
á luz un precioso niño. En acción de gracias, 
envió nuevas limosnas á las comunidades de los 
devotos musulmanes, dignas de su grandeza y 
poderío, y se celebró el nacimiento del prín- 
cipe, no solo en su capital, sino también por 
toda la estension de sus estados, por medio do 
recocijos públicos que duraron toda una sema- 
na. Lleváronle el príncipe luego que vino á luz, 
y le halló tan hermoso que le dio el nombre de 
Camaralzaman ó Luna del siglo. 

Este príncipe fué criado con esmeradísimo 
ahinco, y cuando tuvo la edad competente, el 
sultán le dio un ayo muy cuerdo con sabios 
maestros. Aquellos personajes tan sobresalientes 
en su desempeño le fueron descubriendo una 
índole candorosa, dócil y capaz de recibir cuan- 
tas instrucciones quisieron darle, ya en cuanto 
al arreglo de sus costumbres, ya por lo que toca 
á los conocimientos que debía atesorar un prín- 
cipe tan poderoso. Aprendió luego también to- 
dos sus ejercicios, y los ejecutaba con una gra- 



CUENTOS ÁRABES. 



293 



cía y maestría asombrosa, causando á todos 
embeleso, y particularmente al sultán su padre. 

Cuando el príncipe cumplió quince años, el 
sultán, que le amaba con ternura y le daba con- 
tinuamente pruebas de su cariño, ideó el intento 
de darle la mas señalada bajando del trono y 
poniéndole en su lugar. Comunicóselo á su gran 
visir, diciendo : « Temó que mi hijo malogre en 
la ociosidad de la juventud, no solo Lodas las 
prendas con que le colmó la naturaleza, sino 
. también las que se granjeó con tanto aprove- 
chamiento por la buena educación que he pro- 
curado darle. Como ya estoy en una edad en 
que debo tratar de retirarme, me hallo casi de- 
terminado á confiarle las riendas del gobierno 
y á pasar el resto de mis dias con la satisfacción 
de verle reinar. Llevo ya largo plazo de afanes, 
y necesito descanso. » 

El gran visir no quiso hacer objeciones que 
disuadieran al sultán de su determinación : al 
contrario, aprobó su pensamiento. « Señor, » 
respondió, « el príncipe es todav/a muy joven, 
en mi concepto, para cometerle tan temprano 
una carga tan pesada como la de gobernar un 
estada poderoso. Vuestra majestad teme con 
motivo que se corrompa en la ociosidad ; mas 
para remediarlo , ¿ no fuera mas acertado ca- 
sarle antes? el matrimonio liga é impide que un 
príncipe se descamine con devaneos. Así vues- 
tra majestad le admitiría en sus consejos, en 
donde aprendería poco á poco á sostener dig- 
namente el esplendor y peso de vuestra corona, 
de que estaríais á tiempo de despojaros en fa- 
vor suyo, cuando por vuestra propia esperien- 
cia le juzgaseis capaz. » 

Chahzaman dio el consejo de su primer mi- 
nistro por muy acertado, y luego que le hubo 



despedido, mandó llamar al príncipe Camaral- 
zaman. 

El príncipe, que hasta entonces siempre ha- 
bía visto al sultán su padre á ciertas horas de- 
terminadas sin necesidad de que se le llamara, 
estrañó algún tanto aquel mandato. En vez de 
presentarse ante él con su llaneza acostum- 
brada, le saludó con sumo respeto y se paró en 
su presencia con la vista baja. 

Advirtió el sultán el encojimiento del prín- 
cipe. « Hijo mió, » le dijo en acento agasajador, 
« ¿ sabes con qué motivo te mandé llamar? — 
Señor, » respondió modestamente el principe, 
« solo Dios penetra hasta el fondo de los cora- 
zones : con gusto lo oiré de boca de vuestra 
majestad. — Te he mandado llamar, » repuso 
el sultán, « para decirte que deseo casarte. 
¿ Qué te parece de este pensamiento? » 

Con sumo disgusto oyó estas palabras el prín- 
cipe Camaralzaman. Trastornáronle , cubriósele 
el rostro de un frío sudor, y no sabia qué res- 
ponder. Al cabo de un rato de silencio, con- 
testó : « Señor, os ruego que me perdonéis si 
me muestro confuso al oir semejante declara- 
ción, pues no me la aguardaba en tan tierna mo- 
cedad, y aun no sé si podré determinarme aW 
gun dia al matrimonio, no solo por el engorro 
que dan las mujeres, como conozco muy bien, 
sino por lo que he leído en nuestros autores de 
sus picardías , maldades y perfidias. Quizá no 
siempre seré del mismo parecer : con todo me 
es preciso algún plazo para avenirme á lo que 
vuestra majestad requiere de mí. » 

Cheherazada quería proseguir ; pero vio que 
el sultán de las Indias se levantaba ya, porque 
amanecía, y así dejó de hablar. A la noche si- 
guiente prosiguió de esta manera : 



NOCHE CLXXXIX. 



Señor, la respuesta del príncipe Camaralza- 
man aflijió en estremo al sultán su padre , ha- 
ciéndosele dolorosísima tanta repugnancia al 
matrimonio. Con todo, no quiso tratarla de de- 
sobediencia, ni usar de la potestad paternal, y 



se contenió con decirle : « No quiero violen- 
tarte en este punto ; te doy tiempo para que lo 
pienses y consideres que un príncipe como tú, 
destinado á gobernar un gran reino , debe pen- 
sar ante todo en proporcionarse un sucesor. 



•2)4 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Esta satisfacción tuya ha de redundar en ven- 
laja mia, para quien es muy grato verme revivir 
en ti y en los hijos que tengas. » 

Nada mas dijo Chahzaman al príncipe su hijo. 
Admitióle en el consejo de sus estados y le dio 
todos los motivos de estar contento que podia 
desear. Al cabo de un año le llamó á solas y le 
dijo : « Hijo mió, ¿ has recapacitado sobre el 
proyecto que tenia de casarte el año pasado ? 
¿ Te negarás todavía á darme el júbilo que 
aguardo de tu obediencia, y quieres que me 
muera sin disfrutar ese logro ? » 

Apareció el príncipe menos confuso que la 
primera vez, y no titubeó mucho tiempo en 
responder con entereza en estos términos : 
« Señor, no he dejado de pensarlo con el de- 
bido ahinco ; pero después de haberlo premedi- 
tado con madurez, me he corroborado mas en 
la resolución de vivir libre de los vínculos del 
matrimonio. Con efecto , los quebrantos infini- 
tos que las mujeres han causado en todas épo- 
cas por el universo, como lo dicen sin rebozo 
nuestras historias, y lo que todos los dias estoy 
oyendo decir de sus dobleces, son los motivos 
que me persuaden á no tener en la vida relación 
alguna con ellas. Así, vuestra majestad me per- 
donará, si me atrevo á manifestarle que es por 
demás hablar de casarme. » Al decir esto se 
despidió de su padre repentinamente sin aguar- 
dar otra respuesta. 

Cualquier otro monarca se hubiera contenido 
á duras penas en vista del atrevimiento con que 
el príncipe su hijo acabada de hablarle, y le 
hubiera hecho arrepentirse de su demasía ; pero 
le quería en estremo y deseaba valerse de todos 
los medios suaves antes de violentarle. Comu- 
nicó á su primer ministro el nuevo motivo de 
pesar que acababa de darle Camaralzaman. 



« He seguido vuestro consejo, » le dijo ; « pero 
mi hijo manifiesta mayor repugnancia en ca- 
sarse de la que tenia la primera vez que le 
hablé , y se ha espresado de un modo tan atre- 
vido, que he necesitado toda mi apacibilidad y 
moderación para no enojarme contra él. Los 
padres que piden hijos con tanto ardor como 
yo pedí este son otros tantos insensatos que 
andan tras la privación de aquel sosiego que 
está en su mano gozar á sus anchuras. Decidme, 
os ruego, por qué medios he de doblegar un. 
ánimo tan rebelde á mi albedrío. 

— « Señor, » repuso el gran visir, « con pa- 
ciencia se llega á cabo de muchas empresas : 
acaso esta no es de tal naturaleza que se con- 
siga por semejante medio ; pero vuestra majes- 
tad no tendrá que reconvenirse de haber obrado 
con demasiada precipitación, si concede otro 
año al principe para que se consulte á sí mismo. 
Si durante este plazo cae en la cuenta, tendrá 
tanta mas satisfacción, cuanto no se habrá va- 
lido para obligarle sino de la condescendencia 
paternal. Si, por el contrario, se aferra en su 
obstinación, entonces, me parece que, acabado 
el año, podrá declararle vuestra majestad en 
pleno consejo que conviene al bien del estado 
que se case. No es de creer que falte al debido 
respeto delante de un cuerpo tan esclarecido, 
honrado con vuestra presencia. » 

El sultán, que deseaba con tanto anhelo ver 
al principe su hijo casado, y á quien parecían 
años los momentos de dilación, tuvo trabajo en 
determinarse á aguardar tanto tiempo. Cedió 
sin embargo á las razones de su gran visir, que 
no le cabia desaprobar. 

Ya empezaba á amanecer, y Cheherazada sus- 
pendió su narración, dejándola para la noche 
siguiente, en que dijo al sultán. 



NOCHE CXC. 



Señor , luego que el gran visir se marchó , el 
sultán fué al aposento de la madre del príncipe 
Camaralzaman á quien había manifestado va- 
rias veces el vehemente deseo que tenia de ca- 
sarle. Cuando le hubo referido con pesadumbre 



de que modo acababa de desairarle por la se- 
gunda vez , y apuntado la induljencia que aun 
quería dispensarle , por consejo de su gran vi- 
sir , « Señora , » le dijo , a sé que tiene en vos 
mas confianza que en mi , que le habláis y qué 



CUENTOS ARABKS. 



•295 



os escucha con mas agrado. Os ruego que apro- 
vechéis el momento de hablarle formalmente y 
hacerle entender que si insiste en su terquedad, 
me obligaráal fin á valerme de medios estremos, 
que me serian muy desagradables y le harían 
arrepentirse de haberme desobedecido. » 

Fatima , pues así se llamaba la madre de Ca- 
maralzaman , indicó al príncipe su hijo , la pri- 
mera vez que le vio t que estaba informada de 
la nueva desatención que habia tenido con el 
sultán su padre al tratarse de su casamiento , y 
cuanto sentia que le hubiese dado tanto motivo 
de enojo. « Señora, » repuso Camaralzaman, 
« os ruego que no renovéis mi dolor sobre este 
punto. Temería que en mi enojo soltase alguna 
espresion impropia del respeto que os debo. » 
Fatima conoció por esta respuesta que la herida 
estaba muy reciente , y nada mas \e % dijo por 
aquella vez. 

De allí á algún tiempo , creyó haber hallado 
ocasión de hablarle sobre el mismo asunto , con 
mas esperanza de ser atendida. « Hijo mío , » le 
dijo , « te ruego me digas qué motivos te pue- 
den causar tanta aversión al matrimonio. Si no 
tienes otro que el de la doblez y maldad de las 
mujeres , este es muy frivolo y desatinado. No 
quiero tomar la defensa de las mujeres malva- 
das : estoy muy persuadida de que son en gran 
número ; pero es una injusticia culparlas á todas 
de tales. ¡ Ay ! hijo mió , no te fijas sino en aque- 
llas de que hablan nuestros libros , y que á la 
verdad han causado grandísimos trastornos que 
no quiero escusar ; pero no haces caso de tantos 
monarcas, sultanes y príncipes particulares, cu- 
yas tiranías , barbaries y crueldades horrorizan 
al leerlas en las historias que hemos estado le- 
yendo juntos. Por una mujer hallarás mil de 
esos bárbaros y tiranos ; y las mujeres honra- 
das y juiciosas que tienen la desgracia de casarse 
con aquellos furiosos , ¿ crees que sean muy di- 
chosas? 

— « Señora , » replicó Camaralzaman , « no 
dudo que hay gran número de mujeres atinadas, 
virtuosas , suaves y de buenas costumbres, j Oja- 
lá todas se os pareciesen ! Lo que me repugna 
es la elección dudosa que ha de hacer un hom- 
bre para casarse , ó mas bien , que no se le deja 
muchas veces en libertad de hacerla á su al- 
bedrío. 

« Supongamos que esté avenido á contraer un 
enlace , como lo desea con tanta impaciencia el 
sultán mi padre ; ¿ qué esposa me dará ? Sin du- 
da una princesa que va á pedir á algún príncipe 
vecino suyo , quien se tendrá por muy dichoso 
en enviársela. Hermosa ó fea , preciso será que 
la tome. Concedo que ninguna otra princesa 



pueda comparársele en belleza , pero ¿ quién 
puede asegurar que tendrá talento , que será 
candorosa , amena y halagüeña , que su con- 
versación será de asuntos sólidos , y no de- tra- 
jes , galas , dijes y otras fruslerías que deben 
repugnar á todo hombre sensato ; en una pala- 
bra , que no será vanidosa , altanera é insultan- 
te , y que no consumirá todo un estado en sus 
gastos frivolos, en vestidos, pedrerías , joyas y 
lujo disparatado? 

« Va veis , señora , en este solo punto infini- 
tos motivos para que me repugne el matrimo- 
nio. Concedo que esa princesa sea tan perfecta 
y cabal que no pueda tachársela de ninguna de 
estas nulidades ; otros muchos motivos tengo 
aun mas poderosos para no desistir de mi pare- 
cer ni de mi determinación. 

— «¿Cómo, hijo mió,» repuso Fatima, 
« aun tienes otros motivos , á mas de los que 
acabas de decir? Con todo yo me empeñaba en 
responderte á ellos y cerrarte la boca con una 
palabra. — No por eso debéis dejar de hacerlo, 
señora , » replicó el príncipe : « quizá tendré al- 
guna objeción á vuestra respuesta. 

— « Quería decir , hijo mió , » añadió enton- 
ces Fatima , « que le es fácil á un príncipe, 
cuando ha tenido la desgracia de casarse con 
una princesa tal cual acabas de pintar , de de- 
jarla y dar órdenes terminantes para imposibi- 
litarle el que arruine el estado. 

— a Señora , » repuso* el príncipe Camaral- 
zaman , » ¿no veis qué pesadumbre tan amarga 
es para un príncipe la de tener que recurrir á 
tal estremo ? ¿ No vale mas , para su nombradía 
y sosiego , que no se esponga á ella? 

— a Pero, hijo mió , » insistió Fatima , « á 
lo que parece , tratas de ser el postrero de los 
reyes de tu estirpe que han reinado con tanta 
gloria en las isl^s de los hijos de Khaledan. 

« Señora , » contestó el príncipe , « no deseo 
sobrevivir al rey mi padre. Aun cuando muriera 
antes que él , no habría motivo para estrañarlo, 
tras tantos ejemplos de hijos que mueren antes 
que sus padres. Pero siempre es glorioso para 
un linaje de reyes acabar en un príncipe tan dig- 
no de serlo como procuraré mostrarfne al par 
de mis predecesores y del que le dio principio. » 

Desde entonces Fatima tuvo con frecuencia 
otras conversaciones con el príncipe Camaral- 
zaman , valiéndose de todos los medios posibles 
para desarraigar su aversión; pero siempre bur- 
ló cuantas razones pudo darle , con otras á las 
que ella no sabia que responder, y permaneció 
firme en su propósito. 

Trascurrió el año , y con gran pesar del sultán 
Chahzaman , el príncipe no dio la menor señal 



a»e 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



de haber variado de opinión. Un dia de consejo 
solemne que se hallaban reunidos todos los visi- 
res , primeros oficiales de la corona y jenerales 
del .ejército t el sultán tomó la palabra y dijo al 
príncipe ; « Hijo mió , hace tiempo que t& ma- 
nifesté el anhelo con que deseaba verte casado, 
y esperaba de tí mas condescendencia con un 
padre que solo te pedia una determinación razo- 
nable, Tras tan tenaz resistencia por tu parte, 
que ha apurado mi paciencia , te propongo lo 
mismo en presencia de mi consejo. Ya no es 
para complacer á un padre , á quien no debie- 
ras haber desairado : es porque así lo requiere 
el bien de mis estados , y porque todos estos en- 
flores te lo piden conmigo. Declárate pues, para 
que tome las providencias oportunas t según sea 
tu respuesta. » 

El príncipe Camaralzaman respondió con tan 
poco miramiento, ornas bien tan arrebatada- 
mente • que el sultán, airado con aquel sonrojo 
en pleno consejo , esclamó ; a j Cómo ! hijo des- 
castado , i así tienes la insolencia de hablar á tu 
padre y sultán, I » Dichas estas palabras , man- 
dóle prender y llevar á una torre antigua y 
desamparada < donde le dejaron encerrado con 
una cama , algunos muebles y libros y un solo 
esclavo para servirle. 

Camaralzaman , bien hallado con la libertad 
d© recrearse con sus libros , miró su encierro 
con bastante indiferencia. De noche se lavó , y 
después de haber leido algunos capítulos del Al- 
coran , con el mismo sosiego que si estuviera en 
su aposento en el palacio del sultán su padre, 
se acostó sin apagar la lámpara, que dejó junto 
á su lecho , y se quedó dormido. 

En aquella torre habia un pozo que servia de 
asilo durante el dia á una hada llamada Maimu- 
na , hija de Damriat , rey ó caudillo de una lejion 
de jenios. Eran las doce de la noche , cuando 
Maimuna salió del pozo para ir por el mundo, 
según costumbre , i donde la llevaba la curiosi- 
dad. Admiróse de ver luz en el aposento del prín- 
cipe Camaralzaman, Entró en él , y sin hacer 
alto ea el esclavo que estaba tendido á la puer- 
ta , se acercó al lecho , cuya magnificencia lla- 
mó su atención , y quedó aun mas atónita viendo 
á un joven acostado. 



El príncipe Camaralzaman tenia el rostro me- 
dio cubierto. Maimuna se lo destapó y vio el 
mas hermoso joven que hasta entonces hubiese 
visto en todos los parajes de la tierra habitada 
que solia recorrer. « \ Qué resplandor I » dijo 
para sí , «ó mas bien , ¿qué prodijio de hermo- 
sura será cuando estén abiertos estos ojos ocul- 
tos por unos párpados tan bien formados ? ¿Qué 
motivo podrá haber dado para que se le trate de 
un modo tan indigno de la alta clase á que per- 
tenece ? » Es de saber que la hada ya tenia co- 
nocimiento de este joven y malició el caso. 

Maimuna no podía cansarse de admirar al 
príncipe Camaralzaman ; pero al fin , habiéndole 
besado en ambas mejillas y en medio de la fren- 
te sin despertarle , volvió á cubrirle como antes 
y emprendió su vuelo por los aires. Habiéndose 
elevado hasta la rejion media , oyó un rumor de 
alas , lo cual la obligó á volar hacia aquel lado, 
Al acercarse , conoció que era un jenio el que 
movia aquel ruido; pero un jenio de los que son 
rebeldes á Dios ; en cuanto á Maimuna , era de 
aquellos á quienes el gran Salomón obligó á rer 
conocerle desde aquel tiempo. 

El jenio , que se llamaba Danha?ch y que era 
hijo de Chamhurasch , conoció también á Mai- 
muna ; pero con gran sobresalto. Con efecto, 
sabia que tenia gran superioridad sobre él por 
su sumisión á Dios. Hubiera querido evitar su 
encuentro ; pero se halló tan cerca de ella , que 
no habia medio entre pelear ó ceder, 

Danbasch se anticipó á Maimuna y con hu- 
milde acento le dijo ; a Valiente Maimuna , ju- 
radme por el gran nombre de Dios que no me 
haréis daño , y por mi parte os prometo no ha- 
céroslo. 

— «Maldito jenio,» repuso Maimuna, «¿qué 
daño puedes hacerme? No te temo.: con todo 
me avengo á franquearte tamaño favor, y te 
hago el juramento que pides. Dime ahora de 
dónde vienes, lo que has visto y hecho esta no- 
che. — Hermosa dama , » respondió Danhasch , 
<r llegáis muy á punto para oir un lance en es* 
tremo peregrino. » 

La sultana Cheherazada no pudo proseguir, 
porque ya asomaba el dia ; así dejó su narración 
para la noche siguiente : 



^¿b]aI^^||a|U|A^|A|||^| ^TSp^ 



CUENTOS ÁRABES. 



«97 



NOCHE CXCI. 



Señor, Danhasch, el jenio rebelde á Dios, 
prosiguió y dijo á Maimuna : « Ya que lo deseáis 
os diré que vengo de los confines de la China , 
desde donde se otean las últimas islas de este 
hemisferio... Pero, hermosa Maimuna,» dijo 
Danhasch, que temblaba de miedo en presencia 
de la hada y apenas acertaba á proseguir, «¿me 
prometéis indultarme y dejarme en plena liber- 
tad , en habiendo satisfecho á vuestras pregun- 
tas? 

— « Prosigue , maldito , » replicó Maimuna , 
« y nada temas. ¿ Me conceptúas acaso tan ale- 
vosa como tú mismo y capaz de quebrantar el 
gran juramento que te hice ? Cuenta con decirme 
la verdad, si no, te cortaré las alas, y te trataré 
como mereces. » 

Danhasch*, algún tanto rehecho con estas ra- 
zones de Maimuna, a Mi querida señora,» repu- 
so , « nada os diré que no sea cierto ; tened so- 
lamente la dignación de escucharme. £1 pais de 
la China de donde vengo es uno de los mayores 
y mas poderosos reinos de la tierra, del cual 
dependen las últimas islas de aquel hemisferio 
consabido. El rey. actual se llama Gayur y tiene 
una hija única, la mas hermosa que se vio en el 
orbe desde que existe. Ni vos, ni yo, ni los je- 
mos de vuestro partido, ni los del mió, ni todos 
los hombres juntos , tenemos términos adecua- 
dos, espresiones harto significativas, ó suficiente 
elocuencia para rasguear un retrato con asomos 
de semejanza á la realidad. Tiene el cabello cas- 
taño y tan poblado que le llega hasta los pies y 
que se parece á un hermoso racimo cuyos gra- 
nos son de un tamaño estraordinario, cuando lo 
riza sobre su cabeza. Después del cabello, tiene 
la frente tan lisa como el espejo mas terso, con 
asombroso primor en su hechura; los ojos ne- 
gros, fogosos y centellantes; la nariz propor- 
cionada; la boca pequeña y sonrosada; los 
dientes como dos hileras de perlasque se aven- 
tajan en blancura i las mas finas; y cuando 
mueve la lengua para hablar, va derramando un 
sonido suave y lisonjero y se espresa con pala- 
bras que eslán retratando la travesura de su 



injenio. El mas hermoso alabastro no es tan 
blanco cual su pecho. En suma, por este escaso 
bosquejo, fácilmente juzgaréis que no hay en el 
mundo hermosura mas sobresaliente y acabada. 

« El que no conociera al rey , padre de esta 
princesa, juzgaría, en vista de las pruebas que 
le está dando de cariño, que se halla enamorado 
de su hija. Nunca amante hizo por la querida 
mas idolatrada lo que se Je ha visto hacer por 
ella. Con efecto , nunca idearon allá los zelos 
mas violentos lo que le ha hecho inventar y 
ejecutar el afán de incomunicarla y reservarla 
para el que debe ser su consorte. Para que no 
se aburriera en el retiro en que la tiene guar- 
dada, le ha'mandado construir siete palacios que 
se aventajan á cuanto se ha visto y oido. 

« El primero es de cristal de roca, el segundo 
de bronce, el tercero de tersísimo acero, el 
cuarto de otra clase de bronce mas precioso que 
el susodicho y que el mismo acero, el quinto de 
piedra imán, el sexto de plata, y el séptimo de 
oro macizo. Los ha amueblado con un lujo inau- 
dito , cada cual por un rumbo proporcionado á 
la materia do que están construidos. No se han 
olvidado en los jardines que de ellos dependen 
praderas esmaltadas de flores, estanques, surti- 
dores, azequias, cascadas, alamedas intermina- 
bles y en las que nunca llega á penetrar el sol ; 
todo con diversa simetría en cada verjel. Final- 
mente, el rey Gayur ha manifestado que el amor 
paterno'solo le ha ocasionado un gasto inmenso. 

«Sabedores por la fama de aquella beldad 
incomparable, los reyes vecinos mas poderosos 
enviaron á pedirla en matrimonio por medio de 
solemnes embajadas. El rey de la China dispensó 
á todas igual agasajo ; mas como no quería ca- 
sar á la princesa sino con su beneplácito, y esta 
no se avenia á ninguno de los partidos propues- 
tos, si los embajadores se retiraban poco satis- 
fechos por lo que toca á su intento, á lo menos 
se marchaban contentísimos con las atenciones 
y obsequios que les habían cabido. 

(( Señor,)) decia la princesa al rey de la China, 
« queréis casarme y os figuráis agradarme con 



298 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



esto. Vivo persuadida de Lodo y os lo agradezco 
en estremo. ¿Pero dónde hallaré, lejos de vues- 
tra majestad, palacios tan ricos y tan deleitosos 
jardines ? Confieso que por vuestra dignación en 
nada me hallo violentada y que me tributan los 
mismos honores que á vuestra persona. Estas 
son ventajas que no hallaría en ningún otro lu- 
gar del mundo , cualquiera que fuese el esposo 
que elijiese. Los maridos siempre quieren ser 
dueños, y yo no tengo jenio para dejarme man- 
dar. » 
Tras muchas embajadas llegó una de parle de 



« El rey de la China, sumamente airado con- 
tra la princesa , repuso : « Hija mia , sois una 
loca, y como tal os voy á tratar. » Y con efecto, 
la mandó encerrar en un aposento de uno de los 
siete palacios , y solo le dio diez mujeres para 
hacerle compañía y servirla , siendo su nodriza 
la principal. Luego, para que los reyes vecinos 
que le habían enviado embajadas no pensasen 
mas en ella , les comunicó la aversión que tenia 
al malrimonio. Y no dudando que verdadera- 
mente estaba loca, mandó pregonar que si habia 
algún médico harto consumado para curarla, no 




un rey mas opulento y poderoso que cuantos se 
habían presentado. El rey de la China se lo co- 
municó á la princesa su hija y le encareció cuan 
aventajado le seria admitirlo por esposo. Su- 
plicóle la princesa que la dispensase de aquel 
enlace, y le dio las mismas razones que antes. 
Instóla , pero en vez de avenirse , la princesa 
trató con sumo desacato al rey su padre y le dijo 
enojada : « Señor, no me habléis mas de ese 
matrimonio ni de otro alguno ; si no, me clavaré 
un puñal en el pecho , y me libraré de vuestras 
instancias. » 



enia mas que presentarse, y que se la daría en 
recompensa por esposa. 

« Hermosa Maimuna , » prosiguió Danhasch , 
«en tal estado se halla aquel negocio, y no 
hago falta en ir diariamente á contemplar aque- 
lla hermosura incomparable, á quien sentiría 
causar el menor daño, á pesar de mi malicia na- 
tural. Venid á verla, os lo ruego, pues merece 
toda fatiga , y cuando hayáis conocido por vos 
misma que no soy un mentiroso , estoy persua- 
dido de que me agradeceréis el que os haya en- 
señado una princesa que no tiene igual por lo 



CUENTOS ÁRABES. 



299 



que toca á la hermosura. Estoy pronto á servi- 
ros de- guia, y no tenéis mas que mandar. » En 
vez de responder á Danhasch, Maimuna prorum- 
pió en grandes carcajadas que duraron largo 
rato ; y Danhasch , que no sabia a qué atribuir- 
las, se quedó todo atónito. Cuando la hada hubo 
acabado de reír, « Vaya , vaya , » le dijo , « td 
quieres engañarme. Creia que ibas á hablarme 
de alguna novedad muy peregrina, y me hablas 
de una mozuela. ¿Qué dirías, maldito, si hu- 
bieses visto como yo el hermoso príncipe que 
acabo de mirar en este momento, y á quien amo 
tanto como lo merece? Verdaderamente fuera 
muy diverso el caso, pues vinieras á enloquecer. 

— « Amable Maimuna , » repuso Danhasch , 
«¿rae cabrá el arrojo de preguntaros quién 
puede ser ese príncipe deque habláis? — Sabe,» 
Je dijo Maimuna, « que le ha sucedido con corla 
diferencia lo mismo que á la princesa de que 
acabas de hablarme. El rey su padre quería ca- 
sarle á viva fuerza , y tras muchas y repetidas 
instancias, ha declarado sin rebozo que no que- 
ría. Por eso ahora está encerrado en la antigua 
torre en que habito , y donde acabo de asom- 
brarme. 

— « No quiero contradeciros , » repuso Dan- 
hasch, «pero hermosa dama, me permitiréis 
creer, hasta que haya visto á vuestro príncipe , 
que ningún mortal se aproxima á la belleza de 



mi princesa. — Cállate , maldito , » replicó Mai- 
muna ; « otra vez te repito que eso no puede 
ser. — No quiero aferrarme en contradeciros, » 
añadió Danhasch ; « el mejor medio de conven- 
ceros de si es cierto ó falso lo que os digo , es 
admitir la propuesta que os hice de venir á ver 
á mi princesa y enseñarme después vuestro 
príncipe. 

« No necesito tomarme esa molestia, » dijo 
Maimuna; «otro medio hay para que ambos 
quedemos satisfechos, y es que traigas á tu 
princesa y la coloques en el lecho del príncipe. 
De este modo nos será fácil compararlos uno 
con otro y zanjar nuestra disputa. » 

Avínose Danhasch á lo que deseaba la hada, 
y quería volverse al punto á la China ; pero 
Maimuna le detuvo diciendo : « Aguarda, ven y 
te enseñaré antes la torre en donde debes dejar 
á la princesa. » Volaron juntos hasta la torre, y 
cuando Maimuna se la hubo enseñado á Dan- 
hasch, « Vete á buscar á la princesa, » le dijo, 
« y date priesa, aquí me hallarás. Pero escucha, 
espero que me pagues una apuesta , si mi prín- 
cipe es mas hermoso que tu princesa, y con- 
siento también en pagártela, si esta es mas her- 
mosa que aquel. » 

Entraba la luz en el aposento, y Cheherazada 
dejó de hablar hasta la noche siguiente, en que 
dijo al sultán de las Indias : 



NOCHE CXCII. 



Señor, Danhasch se alejó de la hada, y ha- 
biéndose trasladado á la China, volvió con in- 
creíble velocidad, cargado con la hermosa prin- 
cesa dormida. Recibióla Maimuna, é introdu- 
ciéndola en el aposento del príncipe Camaralza- 
man, la colocaron en el lecho á su lado. 

Cuando el príncipe y la princesa estuvieron 
así uno junto á otro, hubo una gran disputa so- 
bre la preferencia de su hermosura entre el je- 
nio y la hada. Pasaron harto rato admirándolos 
y comparándolos mudamente. Danhasch rompió 
el silencio y dijo á Maimuna : a Ya veis que mi 
princesa es, como os Jo dije, mucho mas her- 
mosa que vuestro príncipe. ¿ Lo dQdais todavía? 



— « | Cómo si lo dudo ! » repuso Maimuna, 
« sí por cierto, lo dudo. Debes estar ciego para 
no ver que mi príncipe se aventaja mucho á tu 
princesa. Confieso que esta es hermosa ; pero 
no te atropelles, compáralos sin preocupación, 
y verás que la realidad es lo que yo digo. 

— « Aun cuando empleara masrato en compa- 
rarlos, » repuso Danhasch, «no variaría de dic- 
tamen. He visto á la primera ojeada lo que aho- 
ra estoy viendo, y el tiempo no me haría formar 
otro concepto. Con todo, hermosa Maimuna, 
cedo, si lo deseáis. — No quiero que así sea , » 
replicó Maimuna, «ni que un maldito jenk) como 
tú me haga gracia. Nos atendremos, en cuanto 



800 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



á la decisión, á un arbitro, y si no te avienes, 
te consideraré como vencido. » 

Danhasch, que estaba propenso á complacer 
á Maimuna, consintió en lo que pedia ; y esta 
golpeó la tierra con el pié, y al punto apareció 
un jenio horrendo jorobado, tuerto y cojo, con 
seis astas en la cabeza y las manos y pies con 
uñas retorcidas. Luego que salió de la tierra y 
vio á Maimuna, se echó á sus pies, y permane- 
ciendo arrodillado, le preguntó lo que deseaba 
y en qué podia servirla. 

« Levantaos, Caschcasch, » le dijo, « os he 
llamado para que decidáis en una contienda que 
traigo con este maldito Danhasch. Echad la vis- 
ta sobre esa cama, y decidnos imparcialmente 
cuál os parece mas hermoso, el joven ó la dama. » 

Caschcasch miró al príncipe y á la princesa 
con estraordinario asombro y estrañeza, y luego 
que los hubo contemplado sin poderscdecidir, 
m Señora, » dijo á Maimuna, « os confieso que 
os engañaría, si dijera que el uno me parece 
mas hermoso que el otro. Cuanto mas los miro, 
mas hallo que cada uno está atesorando en alto 
grado la hermosura de que ambos están, á mi 
entender, dotados ; y no tiene el uno el menor 
defecto por donde se pueda decir que ceda al 
otro. Si uno ú otro tienen alguno, solo hay á mi 
juicio un medio para deslindarlo, y este es des- 
pertarlos uno tras otro, conviniendo en que 
tendrá menos hermosura aquel que manifieste 
mas amor, mas afán, y aun arrebato. » 

El consejo de Caschcash gustó igualmente á 
Maimuna y á Danhasch. La hada se trasformó 
en pulga, y saltó al cuello de Camaralzaman y 
le picó tan reciamente que se despertó y echó 
la mano, pero sin ningún fruto, porque Mai- 
muna había dado un salto hacia atrás y reco- 
brado su forma acostumbrada, quedando invi- 
sible como los dos jenios, para presenciar lo 
que iba á hacer. 

Al retirar la mano, el príncipe la dejó caer 
sobre el brazo de la princesa de la China. Abrió 
los ojos y quedó absolutamente atónito al ver 
una dama tan hermosa acostada á su lado. Alzó 
la cabeza y se apoyó sobre el codo para consi- 
derarla mejor. La tierna mocedad de la princesa 
y su hermosura incomparable le abrasaron al 
punto con tal pasión cual hasta entonces no 
habia llegado á sentir, y de la que se habia 
guardado con tanta aversión. 

Apoderóse el amor en términos violentísimos 
de su corazón, y no pudo menos de prorumpir : 
« ¡ Qué hermosura ! ¡ qué embeleso ! ¡ corazón 
mió I ¡ alma mia 1 » Y diciendo estas palabras, 
le besó la frente, las mejillas y la boca con tan 
poquísima cautela, que se hubiera despertado, 



á no ser que estaba aletargada por ensalmo de 
Danhasch. 

« ¡ Cómo, hermosa dama ! » dijo el príncipe, 
« ¿ no os despertáis á estas pruebas de amor 
del príncipe Camaralzaman ? Quien quiera que 
seáis, no soy indigno del vuestro. » Iba á des- 
pertarla, pero se contuvo de repente. « ¿ Seria 
acaso esta dama, » dijo allá para consigo, « la 
que el sultán mi padre quería darme en casa^ 
miento ? Ha hecho mal en no dejármela ver an- 
tes. No le hubiera ofendido con mi desobedien- 
cia y público arrebato contra él, y se hubiera 
escusado el sonrojo que le he causado. » El 
príncipe Camaralzaman se arrepintió de corazón 
del gran yerro que habia cometido, y otra vez 
estuvo á punto de despertar a la princesa de la 
China, a Quizá, » recapacitó conteniéndose, 
« el sultán mi padre quiere sobrecojerme; sin 
duda ha enviado á esta dama para probar si 
verdaderamente abrigo tantísima aversión al 
matrimonio como he manifestado. ¿ Quién sabe 
si la habrá traido él mismo, # y si estará oculto 
para dejarse ver y avergonzarme de mi finji- 
miento ? Este segundo yerro seria mucho mayor 
que el primero. Como quiera que sea, me con- 
tentaré con este anillo para acordarme de 
ella. '» 

Aquel anillo lo tenia la princesa en un dedo. 
Se lo fué sacando con sumo tiento, y en su lu- 
gar le puso el suyo. Luego le volvió la espalda, 
y no medió largo rato sin quedarse tan profun- 
damente dormido como antes por encanto de 
los jenios. 

Luego que el príncipe Camaralzaman se 
quedó de nuevo dormido, Danhasch se tras- 
formó también en pulga, y picó á la princesa 
en el labio inferior. Despertóse sobresaltada, 
incorporóse, y habiendo abierto los ojos, quedó 
muy pasmada al verse acostada con un hombre. 
De la estrañeza pasó al arrobamiento, y de este 
á un derrame de júbilo en que prorumpió ape- 
nas hubo visto que era un joven tan cabalmente 
formado y tan hechicero. 

« ! Cómo ! » esclamó , « ¿ sois vos el que mi 
padre me habia destinado para esposo? Por 
muy desgraciada me tengo en no haberlo sa- 
bido, pues no le hubiera enojado contra mí, y 
no hubiera estado privada tanto tiempo de un 
marido á quien no puedo menos de amar con 
todo mi corazón. Despertaos, despertaos : no le 
está bien á un marido dormir tanto la primera 
noche de boda. » 

Al decir estas palabras, la princesa asió al 
príncipe Camaralzaman del brazo y le sacudió 
de tal modo, que se hubiera despertado, si Mai- 
muna no le hubiera recargado el sueño, aumen- 



CUENTOS ÁRABES. 



301 



lando su ensalmo* Volvió á sus conatos para 
despertarle, y viendo que no lo conseguía, 
a ¿ Qué os ha sucedido ? » le dijo. « ¿ Si se 
habrá valido de la majia algún competidor en- 
vidioso de vuestra dicha y la mia, y si os habrá 
sepultado en este tan tremendo letargo cuando 
debéis estar mas despierto que nunca ? » Asióle 
de la mano, y besándosela desaladamente, advir- 
tió que tenia un anillo en un dedo. Parecióle 
tan igual «1 suyo, que se convenció de que era 
el mismo, cuando vio que ella tenia otro puesto 
en su lugar. No comprendió cómo se había eje- 
cutado aquel trueque; pero no dudó en que 
fuese una señal cierta de sn matrimonio. Can- 
sada de la molestia infructuosa en que se habia 
estremado para despertarle, y segura, á su en- 
tender, de. que no se le frustraría, « Ya que no 
puedo tener b dicha de despertaros, » dijo, 
« no me empeño por mas tiempo en interrum- 
' pir vuestro sueño : adiós. » Y habiéndole dado 



un beso en la mejilla al pronunciar estas últi- 
mas palabras, se volvió á acostar y pronto se 
quedó dormida. 

Cuando Maimuna vio que podía hablar sin 
temor de que la princesa de la China sfe desper- 
tara, « ¿ Qué tal, maldito? » le dijo á Danhasch, 
¿ has visto y te has convencido de que tu prin- 
cesa es menos hermosa que mi príncipe ? Vete, 
te perdono la apuesta que me debes. Otra vez 
créeme cuando te asegure una proposición. » Y 
volviéndose á Caschcasch, « En cuanto á vos, » 
añadió, a os doy gracias. Cojed á la princesa 
con Danhasch y depositadla en su lecho á donde 
él os lleve. » Los jenios ejecutaron la orden de 
Maimuna, y esta se retiró á su pozo. 

Empezaba á rayar el día, y calló la sultana 
Cheherazada. El sultán de las Indias se levantó, 
y por la noche siguiente la sultana siguió refl • 
riendo el mismo cuento en estos términos : 



NOCHE CXCIII. 



CONTINUAMOS DE LA HlSTOBlA DE CAMARALZAMAN. 

Señor, cuando á la mañana siguiente se des- 
pertó el príncipe Camaralzaman, miró á su lado 
para ver si aun estaba allí la dama que habia 
visto la noche anterior, y no hallándola junto á 
sí, « Ya me lo pensaba, » se dijo en sí mismo, 
(( que era una sorpresa que me estaba guar • 
dando el rey mi padre : hice bien en estar 
sobre roí. » Despertó al esclavo que aun dor- 
mía, y le dio priesa para que le vistiera sin de- 
cirle nada. El esclavo le trajo agua : lavóse, y 
después de haber dicho sus oraciones, tomó un 
libro y se puso á leer. 

Hechos estos ejercicios acostumbrados, Ca- 
maralzaman llamó al esclavo y le dijo : « Ven 
aquí y no mientas. Dime cómo vino la dama 
que estuvo acostada esta noche conmigo y 
quién la trajo aquí. 

— «Príncipe, » respondió el esclavo atónito; 
<c ¿ de qué dama habláis? — De la que vino ó 
me trajeron esta nofche,» repuso el príncipe, 
a y que estuvo acostada conmigo. — Príncipe, t 



replicó el esclavo, « os juro que no lo sé. ¿ Y 
cómo pudiera haber venido esa dama, cuando 
yo estuve tendido á la puerta ? 

— <( Eres un mentiroso y un bribón , » dijo 
el príncipe, «y estás mancomunado para des- 
consolarme mas y hacerme rabiar. » Á estas 
palabras, le dio un bofetón que le tiró al suelo, 
y después de haberle pisoteado, le ató por de- 
bajo los brazos con la cuerda del pozo, y ha- 
biéndole bajado, le zambulló varias veces en el 
agua. « Tente por ahogado, » esclamó, « si no 
dices pronto quién es la dama y quién la trajo 
aquí. » 

El esclavo, muy apurado viéndose metido en 
el agua, dijo para consigo : « Sin duda el prín- 
cipe ha perdido el juicio con el dolor, y solo 
puedo librarme con una mentira. Príncipe, » 
dijo con tono suplicante, « concededme la 
vida, os ruego, y prometo deciros el hecho tal 
cual es. » 

El príncipe sacó al eselavo y te dio priesa 
para que hablara. Cuando estuvo fuera del 
pozo , « Príncipe , » le dijo el esclavo temblando , 



3t>2 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



« ya veis que do puedo complaceros en el es- 
tado en que me hallo : dadme tiempo para que 
vaya á mudarme de ropa. — Te lo coacodo, » 
repuso el príncipe; « pero no pierdas un mo- 
mento, y guárdate de ocultarme la verdad. » 

Salió el esclavo , y habiendo cerrado la puerta, 
corrió á palacio en el estado en que se hallaba. 
Estaba el rey conversando con su primer visir y 
se le quejaba de la mala noche que habia pasado 
con motivo de la desobediencia y criminal arre- 
bato del príncipe su hijo. 

Aquel ministro procuraba consolarle y darle 
á entender que el príncipe mismo le habia dado 
motivo para tenerle sujeto. « Señor, » le decia , 
« vuestra majestad no debe arrepentirse de ha- 
berle puesto preso. Debe persuadirse de que 
con el tesón de tenerle algún tiempo encerrado , 
orillará esos ímpetus de la mocedad , y que al 
fin se allanará á cuanto se le requiera. » 

El gran visir acababa estas palabras , cuando 
el esclavo se presentó al rey Chahzaman. « Se- 
ñor, » le dijo , a mucho siento venir á participar 
á vuestra majestad una noticia que le causará 
sumo disgusto. Lo que el príncipe dice de una 
dama que ha estado acostada con él esta noche 
y el modo con que me ha maltratado, como 
puede ver vuestra majestad , me dan á conocer 
que no está en su sano juicio. » Luego refirió 
circunstanciadamente cuanto el príncipe habia 
dicho y hecho , en términos que corroboraron 
sus primeras razones. 

El rey , que no espertaba aquel nuevo motivo 
de pesadumhre, « He aquí, » dijo á su primer 
ministro, « un incidente muy desagradable y 
muy ajeno de lo que me haciais esperanzar poco 
ha. Id, no perdáis un instante; ved vos mismo 
lo que pasa y venid á comunicármelo. » 

El gran visir obedeció inmediatamente, y 
al entrar en el aposento del príncipe, le halló 
sentado y con todo sosiego con un libro en la 
mano que estaba leyendo. Saludóle , y sentán- 
dose á su lado , a Grande es el enojo que tengo 
contra vuestro esclavo, » le dijo, « por haber 
venido á sobresaltar al rey vuestro padre con la 
noticia que acaba de traerle. 

— a ¿ Qué noticia es esa, » repuso el príncipe, 
« que puede haberle causado tamaño sobresalto? 
Mayor motivo tengo yo de quejarme de mi es- 
clavo. 

— « Príncipe, » replicó el visir, « no quiera 
Dios que sea cierto lo que de vos ha referido. El 
buen estado en que os veo , y en que ruego á 
Dios os conserve , me da á conocer que es falso 
cuanto dijo. — Acaso , » dijo el príncipe, « no 
se esplicó bien ; y ya que habéis venido, quiero 
preguntaros, pues debéis saberlo, en dónde 



está la dama que durmió conmigo esta noche. » 
El gran visir se quedó pasmado á esta pre- 
gunta. « Príncipe, » respondió, « no estrañeis 
la admiración que me causa lo que me pregun- 
táis , ¿ Cómo fuera posible que hubiese penetrado 
de noche hasta este sitio , no digo una dama , 
sino ningún hombre , pues solo se puede entrar 
por la puerta, y pisando á vuestro esclavo? 
Vamos, recapacitad, y apuraréis que habéis 
tenido un sueño que os ha encarnado muy hon- 
damente. 

— « Todo eso no es del caso, » repuso el 
príncipe con desentono , « quiero saber que se 
ha hecho aquella dama , y estoy aquí en paraje 
en que sabré hacerme obedecer. » 

Á estas palabras, dichas con entereza , el gran 
visir se halló en grandísimo apuro y trató de 
salir del paso del mejor modo posible. Habló 
apaciblemente al príncipe y le preguntó , en los 
términos mas humildes y comedidos, si él mismo 
habia visto aquella dama. 

« Sí , sí , » repuso el príncipe , « la he visto, 
y muy bien he advertido que la habíais enviado 
para tentarme. Ha representado muy bien el 
papel que le encargasteis, no boqueando una 
palabra, haciéndose la dormida y marchándose 
tan pronto como yo volví á entregarme al sueño. 
Ya lo sabéis sin duda , pues no habrá dejado de 
referíroslo. 

— « Príncipe, » replicó el visir, « os juro 
que nada absolutamente hay de todo cuanto 
acabo de oir de vuestra boca , y que ni el rey 
vuestro padre ni yo hemos enviado la dama de 
que habláis, y ni siquiera soñado semejante 
intento. Permitidme os diga otra vez que sin 
duda habéis visto esa dama en sueños. 

— « ¿ Venis aquí á burlaros de mí, » repuso 
otra vez el príncipe enojado , « y para decirme 
cara á cara que lo que os he referido es un sue- 
ño ? » En esto le asió de la barba y le descargó 
tantos golpes como le permitieron sus fuerzas. 

El pobre gran visir aguantó con sufrimiento, 
por respeto , los ímpetus del príncipe Camaral- 
zaman. « Heme aquí, » recapacitó, « en el 
mismo caso que el esclavo : por muy afortunado 
me tendré, si logro librarme como él de tan 
gran peligro. « En medio de los golpes que el 
príncipe le estaba dando , « Príncipe , » esclamó, 
« os ruego que me concedáis un momento de 
audiencia. » El príncipe, cansado de darle gol* 
pes , le dejó hablar. 

« Os confieso, » dijo entonces el gran visir 
con disimulo, « que hay algo de lo que sospe- 
cháis. Pero no ignoráis la necesidad en que 
está un ministro de ejecutar las órdenes del rey 
su fimo, Si tenéis la dignación de permitírmelo, 



CUENTOS ÁRABES. 



303 



estoy pronto á ir á decirle de vuestra parte 
cuanto mandéis. — Os lo permito , » le dijo el 
príncipe, « id y decidle qtio quiero casarme 
con la dama que me envió ó me trajo y que 
durmió esta noche conmigo ; daos priesa y 
iraedme la contestación. » El gran visir hizo un 
rendido acatamiento al marcharse, y solo se 
creyó seguro cuando esyivo fuera de la torre y 
hubo cerrado la puerta. 

Presentóse al rey Chahzaman con un descon- 
suelo que le apesadumbró por el pronto. « ¿ Qué 
tal ? » le preguntó el monarca , « ¿ en qué es- 
tado habéis hallado á mi hijo ? — Señor, » res- 
pondió el ministro, « demasiado cierto es lo 
que el esclavo refirió á vuestra majestad. » 
Contóle la conversación que habia tenido con 



Camaralzaman > el arrebato de aquel príncipe 
cuando trató de representarle que no era posible 
que hubiese dormido con él la dama de que 
hablaba, el atropellamiento que habia recibido 
y el ardid de que se habia valido para librarse 
de sus manos. 

Chahzaman, tanto mas apesadumbrado cuanto 
estaba siempre amando entrañablemente al prín- 
cipe, quiso cerciorarse por sí mismo de la ver- 
dad , y así fué á la torre llevando consigo al 
gran visir. 

Pero, señor, dijo al llegar aquí Cheherazada, 
advierto que ya asoma el dia. Guardó silencio, 
y á la noche siguiente , prosiguiendo su narra- 
ción , dijo al sultán de las Indias : 



NOCHE CXCIV. 



Señor, el príncipe Camaralzaman recibió con 
respeto al rey su padre en la torre donde estaba 
encerrado. Sentóse el rey , y habiendo mandado 
al príncipe que tomara asiento junto á él , le 
hizo varias preguntas á las que contestó con 
mucha cordura. Y de tanto en tanto miraba al 
gran visir como para decirle que no veia que el 
príncipe hubiese perdido el juicio, como se lo 
habia asegurado, y que sin duda él no estaba 
muy cuerdo. 

Al fin el rey habló de la dama al príncipe y 
le dijo : « Hijo mió , te ruego me digas qué dama 
es esa que ha dormido contigo esta noche , á lo 
que parece. 

— « Señor, » respondió el príncipe , « ruego 
á vuestra majestad que no aumente el pesar que 
ya me han causado en este punto : hacedme 
mas bien la merced de dármela en matrimonio. 
Por mucha aversión que hasta ahora os haya 
manifestado contra las mujeres, tan prendado 
estoy de esa tierna beldad , que no pongo reparo 
en confesaros mi flaqueza. Estoy pronto á re- 
cibirla de vuestra mano , como una fineza im- 
ponderable. » 

Quedóse absorto el rey Chahzaman de la res- 
puesta del príncipe , tan remota , en su concep- 
to de la cordura que acababa de manifestar. 



a Hijo mió , » repuso , « tus palabras me causan 
una estrañeza sin igual. 

« Te juro por la corona que debo trasponerte, 
que nada sé de la dama que me estás mentando. 
Ninguna parte tengo en ello , si ha venido algu- 
na. ¿Y cómo hubiera podido penetrar en esta 
torre sin mi consentimiento ? Porque todo lo que 
te ha dicho mi gran visir ha sido tan solo para 
sosegarte. Debes haber tenido un sueño : te rue- 
go que lo mires bien y lo pienses. 

— « Señor , i> repuso el príncipe , « me tu- 
viera por indigno de las bondades de vuestra 
majestad , si no dier¿ crédito á los afianzamien- 
tos que me estáis dando. Pero os suplico que os 
toméis la molestia de escucharme , y juzgar si es 
un sueño lo que voy á referiros. » 

El príncipe Camaralzaman refirió entonces á 
su padre cómo se habia despertado. Encareció- 
le la belleza y primores de la dama que habia 
tenido á su lado , el amor que le habia señorea- 
do al punto , y cuanto habia hecho en balde 
para despertarla. No le ocultó tampoco lo que le 
habia obligado á despertarse y volverse á dor- 
mir después de haber cambiado su anillo con el 
de la dama. Finalmente , al concluir , le presen- 
tó esta joya que llevaba en el dedo , añadiendo; 
« Señor , ya conocéis el mió , pues varias veces 



30* 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



lo habéis visto. Tras esto espero que os conven- 
ceréis de que no he perdido el juicio, como os 
lo han hecho creer. » 

Conoció claramente el rey Chahzaman la ver- 
dad de lo que el príncipe su hijo acababa de re- 
ferirle , y no supo qué contestar; quedando tan 
atónito que enmudeció por largo rato. 

El príncipe se aprovechó de aquella coyuntu- 
ra y le dijo : « Señor , es tan violenta la pasión 
que estoy sintiendo tras aquella embelesante jo- 
ven , cuya sin par imájen conservo estampada 
en mi interior , que no alcanzan mis fuerzas á 
resistirla. Os suplico que os compadezcáis de 
mí, y me proporcionéis la dicha de poseerla. 

— a Tras lo que acabo de oir y en vista de 
ese anillo , » repuso el rey Chahzaman , « no 
me cabe duda en que tu pasión es verdadera y 



El rey Chahzaman sacó al príncipe de la torre 
y le llevó á palacio , en donde Camaralzaman, 
desesperado de amar con tanto estremo á una 
desconocida , se metió al punto en la cama. £1 
rey se encerró y lloró varios dias con él , sin 
quererse enterar de los negocios de su reino. 

Su primer ministro , que era el único que lo- 
graba entrada libremente , vino un dia á repre- 
sentarle que toda su corte , y aun los pueblos 
empezaban á murmurar de no verle y de que 
no administraba diariamente justicia, según cos- 
tumbre , y que no respondia de los trastornos 
que pudieran acontecer. « Suplico á vuestra 
majestad , » le dijo , « se haga cargo del asunto. 
Estoy persuadido de que vuestra: presencia 
amortigua el dolor del príncipe , y que la suya 
alivia el vuestro ; pero debéis tratar de la con - 




que has visto á la dama que te la infundió para 
siempre. ¡ Ojalá yo la conociese ! Hoy mismo 
quedarías satisfecho , y yo seria el padre mas 
venturoso del orbe. Pero ¿ en dónde cabe el bus- 
carla ? ¿ cómo y por dónde entró aquí sin que 
yo lo haya sabido y sin mi consentimiento? 
¿Porqué ha entrado tan solo para dormir aquí, 
para dejarte ver su hermosura , inflamarte de 
amor mientras dormía , y desaparecer mientras 
estabas dormido ? Nada entiendo , hijo mió , de 
tamaño acontecimiento , y si el cielo no nos es 
propicio, será causa de tu muerte y de la mia. » 
Al acabar estas palabras , asió al príncipe de la 
mano, añadiendo: « Ven, vamos á condolernos 
juntos , tú de un amor desahuciado , y yo de 
verte traspasado y no poder remediar tu que- 
branto. 9 



servacion del estado. Tened á bien que os pro- 
ponga que os trasladéis con el príncipe al castillo 
del islote cercano al puerto , y que allí deis au- 
diencia dos veces por semana. Mientras estéis 
desempeñando tan alto ministerio lejos del prín- 
cipe , la amenidad de aquel sitio , el grato am- 
biente y la maravillosa perspectiva qae allí se 
disfrutan, harán que el príncipe sobrelleve vues- 
tra corta ausencia con apacible resignación. » 

El rey Chahzaman aprobó aquel consejo , y 
luego que estuvo amueblado el palacio, que no 
había habitado de mucho tiempo á aquella par- 
te , se trasladó allá con el príncipe , de quien 
solo se separaba para dar las dos audiencias ne- 
cesarias. Lo restante del tiempo lo pasaba al 
lado de su lecho , ya procurando consolarle , ya 
condoliéndose al par de su quebranto. 



CUENTOS ARARES. 



30a. 



CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DE LA PRINCESA DE LA 
CUIN'A. 

Mientras que esto sucedía en la capital del rey 
Chahzaman , los dos jenios Danhasch y Casch- 
casch habían llevado la princesa de la China al 
palacio donde su padre la tenia encerrada , ten- 
diéndola de nuevo en su propio lecho. 

Al dia siguiente , cuando la princesa se des- 
pertó , miró hacia todas partes , y viendo que el 
príncipe Camaralzaman no estaba allí , llamó á 
sus mujeres con tantísimo ahinco que las hizo 
acudir prontamente y rodear su lecho. La nodri- 
za , que se presentó á la cabezera , le preguntó 
lo que deseaba , y si le habia sucedido algo. 

« Decidme , » repuso la princesa , « ¿ qué se 
ha hecho el joven que ha dormido conmigo esta 
noche y á quien amo entrañablemente? — Prin- 
cesa , » respondió la nodriza , « nada compren- 
demos de lo que estáis diciendo , si no os espli- 
cais mas. 

« — Esta noche , » dijo la princesa , « estaba 
acostado junto á mí un joven , el mejor mozo y 
el mas embelesante que cabe idearse , le estuve 
halagando por largo rato y haciendo cuanto pu- 
de para despertarle , sin conseguirlo : os pre- 
gunto dónde está. ' 

« — Princesa , » respondió la nodriza , <r sin 
duda os queréis mofar de nosotras. ¿ Queréis le- 
vantaros? — Hablo formalmente,» replicó la 
princesa , « y quiero saber en dónde eslá. — 
Pero princesa , » insistió la nodriza , « anoche 



estabais sola cuando os acostasteis , y nadie en- 
tró aquí para dormir con vos , á lo menos que 
nosotras sepamos. » 

La princesa de la China se destempló , y asien- 
do á la nodriza por la cabeza t le dio varios bo- 
fetones y puñetazos , esclamando : « Me lo dirás, 
bruja ramplona , ó te mataré. » 

La nodriza forcejeó para desasirse , y habién- 
dolo conseguido, corrió en busca de la reina de 
la China , madre de la princesa. Presentóse á 
ella anegados los ojos en llanto , y el rostro las- 
timado , con suma estrañeza de la reina , la que 
le preguntó quién la habia dejado tan mal pa- 
rada. 

« Señora , » dijo la nodriza , a ya veis como 
me ha magullado la princesa , y seguramente 
me hubiera muerto , á no haberme librado de 
sus manos. » Luego le refirió el motivo de su 
airado arrebato , de lo cual la reina no quedó 
menos desconsolada que atónita, u Ya veis, se- 
ñora , » añadió al acabar , « que la princesa no 
está en su juicio cabal. Vos misma lo conoceréis, 
si os tomáis la molestia de venirla á ver. » 

El cariño de la reina de la China estaba muy 
interesado en lo que acababa de oir; así que, 
mandando á la nodriza que le acompañara , fué 
á ver á la princesa , su hija. 

Iba á proseguir la sultana Cheherazada , pero 
advirtió que ya rayaba el dia. Calló , y conti- 
nuando á la noche siguiente , dijo al sultán de 
las Indias-: 



NOCHE CXCV. 



Señor , la reina de la China se sentó junto á 
la princesa su hija , en llegando al aposento don- 
de estaba encerrada , y después de haberse in- 
formado de su salud , le preguntó qué motivo 
de desconlento tenia contra su nodriza, pues la 
habia maltratado hasta aquel eslremo. « Hija 
mia, » le dijo , « eso es muy mal hecho y nunca 
debe arrebatarse tan desaforadamente una gran- 
de princesa como tú. 

« — Señora, respondió la princesa , « ya veo 
que vuestra majestad viene también á burlarse 
T, L 



de mí ; pero le declaro que no tendré sosiego 
hasta que me haya casado con el precioso joven 
que durmió esta noche conmigo. Debéis saber 
donde está , y os suplico que le mandéis volver. 
« — Hija mia , » repuso la reina , « me dejas 
atónita , y nada comprendo de lo que dices. » 
La princesa , desacatando á su madre , contestó: 
« Señora , así el rey mi padre como vos me ha- 
béis estado acosando para precisarme á que me 
casase cuando carecía de tamaña vocación. Ahora 
la tengo , y quiero absolutamente lograr por es- 

20 



306 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



poso al mancebo de quien os he hablado , y si 
no , voy á matarme. » 

Procuró la reina usar de blandura con la prin- 
cesa. « Hija mía , » le dijo , « ya sabes que es- 
tás sola en tu aposento , y que ningún hombre 
puede entrar en él. » Pero la princesa, en vez 
de escucharla , la interrumpió y cometió estra- 
ñezas que obligaron á la reina á retirarse con 
sumo desconsuelo , y á ir á comunicar al rey 
cuanto ocurría. 

Este quiso cerciorarse por sí mismo del he- 
cho , y habiendo pasado al aposento de la prin- 
cesa su hija , le preguntó si era cierto lo que 
acababa de saber. « Señor , » respondió la jo- 
ven , « no hablemos de eso ; hacedme la mer- 
ced de volverme el esposo que ha dormido esta 
noche conmigo. 

« — ¿Cómo, hija mía, » repuso el rey, « ha 
dormido alguien contigo está noche? — ¿Cómo, 
señor, » replicó la princesa sin darle tiempo 
para proseguir, « me preguntáis si ha dormido 
alguien conmigo ? Vuestra majestad no lo igno- 
ra. Es el joven mas cabal que se haya visto , y 
para que vuestra majestad no dude que ese jo- 
ven ha estado acostado conmigo y que hice mil 
conatos para despertarle sin haberlo conseguido, 
mirad este anillo. » Alargó la mano , y el rey de 
la China no supo qué decir cuando vio que era 
el anillo de un hombre ; pero como nada podia 
comprender de cuanto le decia , y la habia en- 
cerrado por loca , lo creyó mucho mas que an- 
tes. Así , sin hablarle mas , por temor de que 
prorumpiera en algún desmán contra su perso- 
na ó contra los que se le acercasen , la mandó 
aherrojar y custodiar con mas vijilancia , deján- 
dole tan solo su nodriza para servirla , y guar- 
dia competente á la puerta. 

El rey de la China, inconsolable con la des- 
- ventura acaecida á la princesa su hija de haber 
perdido el juicio, trató de buscar algún medio 
para curarla. Reunió su consejo, y habiéndole 
espuesto el estado en que se hallaba la prince- 
sa, a Si alguno de vosotros, » añadió « está do- 
tado de la competente suficiencia para curarla, 
y lo consigue, se la daré en matrimonio, y le 
nombraré heredero de mis estados y corona 
después de mi muerte. » 

El afán de poseer una hermosa princesa y la es- 
peranza de gobernar algún dia un reino tan pode- 
roso como el de la China, hicieron mucha mella 
en el ánimo de un emir ya anciano que se hallaba 
presente en el consejo. Como era consumado en 
la majia, se lisonjeó de conseguirlo y se ofreció 
al rey. « Consiento en ello, » repuso este mo- 
narca, pero antes debo advertiros que es á con- 
dición de que os mandaré cortar la cabeza, si 



no lo conseguís. No fuera justo que merecieseis 
tan sumo galardón sin aventuraros por vuestra 
parte á algún quebranto. Lo que os digo debe 
entenderse para todos los demás que se fueren 
presentando en pos vuestro, dado caso que no 
admitáis estas condiciones ó nada consigáis. » 

Aceptó el emir las condiciones propuestas, y 
el rey le condujo al aposento de la princesa , la 
cual se cubrió el rostro cuando le vio llegar. 
« Señor, » le dijo, » vuestra majestad me sobre- 
coje trayéndoine á un hombre que no conozco , 
y de quien la relijion me prohibe que me deje 
ver. — Hija mia, » repuso el rey, « su presencia 
no debe escandalizarle. Es uno de mis emires 
que te pide por esposa. — Señor, » replicó la 
princesa, «no es el que me habéis dado ya, y 
cuya fe he recibido con el anillo que llevo pues- 
to. No llevéis á mal que no acepte otro. » 

El emir esperaba que la princesa baria ó (li- 
ria mil estra vagancias, y quedó muy atónito 
viéndola sosegada y hablando con tanta cordura , 
y así se enteró de que su locura solo consistía 
en un violento amor que no podia menos de ser 
fundado. No se atrevió á comunicárselo al rey, 
y este no hubiera podido consentir que la prince- 
sa diera su corazón á otro á que al mismo á quien 
quería dar su mano. Pero postrándose ante sus 
pies, « Señor, » le dijo, « tras lo que acabo de 
oir, fuera en balde que yo tratase de curar á la 
princesa. No tengo remedios adecuados para su 
dolencia, y mi vida está á la disposición de 
vuestra majestad. » El rey , enojado de la inca- 
pacidad del emir y de la molestia que le habia 
dado, le mandó degollar. 

Á pocos dias, echando el resto por la curación 
de la princesa, aquel monarca mandó publicar 
en su capital que si habia algún médico, astrólo- 
go ú mago del competente desempeño para vol- 
verle el juicio, no tenia mas que presentarse, á 
condición de perder la cabeza si no la curaba. 
Otro tanto mandó publicar por todas las princi- 
pales ciudades de sus estados y en las cortes de 
los príncipes sus vecinos. 

El primero que se presentó fué un astrólogo 
y mago, que el rey mandó llevar por un eunu- 
co á la cárcel de la princesa. El astrólogo sacó 
un astrolabio, una pequeña esfera, un braserillo 
de un saco que llevaba debajo del brazo, y tam- 
bién varias drogas propias para fumigaciones, 
un vaso de cobre y otras muchas baratijas, y 
pidió fuego. 

La princesa de la China preguntó qué signifi- 
caban todos aquellos preparativos. «Princesa, » 
respondió el eunuco, «son para conjurar al es- 
píritu maligno de que estáis poseída, encerrarle 
en el vaso que veis, y echarlo al fondo del mar. 



cuentos árabes. 



307 



— «Maldito astrólogo,» esclamó la. princesa, 
<( has de saber que no necesito de todos esos 
preparativos, que estoy muy cuerda, y que tú 
mismo eres un insensato. Si tu poder alcanza á 
tanto, traéme al que amo : este es el mejor ser- 
vicio que puedes hacerme. — Princesa, » repli- 
có el astrólogo, «siendo así, no de mí, sino del 
rey vuestro padre debéis esperarlo. » Volvió al 
talego cuanto había sacado, muy apesadumbrado 
de haberse comprometido á curar una enferme- 
dad imaginaria. 

Cuando el eunuco hubo vuelto con el astrólo- 
go ante el rey de la China, no aguardó aquel 
á que el eunuco hablara al rey, sino que le dijo 
con suma osadía : « Señor, según vuestra ma- 
jestad mandó publicar y ella misma me confir- 
mó creí que la princesa estaba loca, y me halla- 
ba seguro de hacerla recobrar el juicio por me- 
dio de arcanos que me reservo en mi interior ; 
pero muy pronto he conocido que no tiene otra 
enfermedad que la de amar, y mi arte no se es- 
tiende hasta remediar la dolencia amorosa : 
vuestra majestad le administrará mejor remedio 
que otro alguno, cuando tenga á bien darle el 
marido que pide. » 

El rey trató al astrólogo de insolente y le 
mandó cortar la cabeza. Para no cansar á vues- 
tra majestad con repeticiones, entre astrólogos, 
médicos y magos , se presentaron cincuenta , 
que tuvieron todos la misma suerte y sus cabe- 
zas se fueron colocando sobre las puertas de la 
ciudad. 

HISTORIA DK MARZAVAN Y C0KT1MACI0N DF. LA DE 
CAMAR ALZABAN. 

La nodriza de la princesa de la China tenia 
un hijo llamado Marza van, hermano de leche de 



' la princesa, que se habia criado y educado con 
ella. Su intimidad habia sido tan estrecha du- 
rante la niñez, todo el tiempo que habían estado 
juntos, que sg trataban de hermano y hermana, 
aun cuando, mas entrados en edad, fué preciso 
separarlos. 

Entre varias ciencias con que Marzavan habia 
cultivado su entendimiento desde l(fs asomos de 
su mocedad, se habia inclinado particularmente 
al estudio de la jastrolojía judiciaria, la jeoman- 
cia y otras ciencias recónditas, en las que se ha- 
bia granjeado cabal maestría. No contento con 
lo que habia aprendido de sus maestros, habia 
empezado á viajar tan luego como se habia sen- 
tido con bastantes fuerzas para sobrellevar fati- 
gas violentas. Ningún varón afamado habia en 
ciencias ó artes que no hubiese ido á buscar á 
las ciudades mas remolas y con quien no hu- 
biera estado bastante tiempo para imponerse 
en todos los conocimientos que eran de su 
gusto. 

Al cabo de una ausencia de muchos años, 
Marzavan volvió al fin á la capital de la China y 
se quedó pasmado al ver encima de la puerta 
por donde entró las cabezas cortadas y alinea- 
das de los pretendientes. Luego que hubo en- 
trado en su casa, preguntó porqué estaban allí, 
y sobre todo se informó de la princesa, su her- 
mana de leche, de quien no se habia olvidado. 
Como no pudieron satisfacer á su primera pre- 
gunta sin responder á la segunda, supo en globo 
con amargo sentimiento lo que deseaba, en tan- 
to que su madre, como nodriza de la princesa, 
pudiera decirle mas. 

Aquí suspendió Cheherazada su narración por 
aquella noche, yá la siguiente continuó en estos 
términos : 




NOCHE CXCVI. 



Señor, aunque la nodriza, madre de Marza- 
van, estuviese muy atareada con la princesa de 
la China , sin embargo , apenas supo que habia 
vuelto su querido hijo, cuando halló medio de 
salir, abrazarle y conversar con él algunos mo- 



mentos. Después que le hubo contado con sumo 
desconsuelo el lamentable estado en que se ha- 
llaba la princesa, y el motivo por que el rey de la 
China la estaba tratando con tamaña violencia, 
Marzavan le preguntó si podia proporcionarle 



308 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



un avistamiento reservado con ella , sin que el 
rey lo supiera. Recapacitó un rato la madre, y 
al fin le dijo : « Hijo mió, nada puedo decirte 
por ahora sobre este punto, pero aguárdame 
mañana á la misma hora, y te daré la repuesta.» 

Como nadie, sino la nodriza, podia acercarse 
á la princesa sin permiso del eunuco que man- 
daba la guardia que estaba custodiando la puer- 
ta, y la buena anciana sabia que era todavía 
muy bisoño en la servidumbre del rey y que 
ignoraba cuanto habia ocurrido antes en la corte, 
se encaró con él y le dijo : « Ya sabéis que yo 
crié y eduqué á la princesa ; pero quizá igno- 
ráis que la crié con una hija mia de la misma 
edad, que se ha casado poco tiempo ha. La prin- 
cesa, que la honra siempre con su amistad, qui- 
siera verla ; pero que fuera sin que nadie la viese 
entrar ni salir. » 

La nodriza iba á proseguir ; pero el eunuco la 
interrumpió diciéndole : « Eso basta, haré siem- 
pre con mucho gusto cuanto me sea posible en 
obsequio de la princesa. Id vos misma en busca 
de vuestra hija en anocheciendo , y traedla 
cuando el rey esté retirado, que se le abrirá la 
puerta. 

Anocheció y acudió la nodriza con su hijo 
Marzavan. Disfrazóle ella misma de mujer, de 
modo que nadie hubiera advertido que era un 
hombre, y le llevó consigo. El eunuco , supo- 
niendo que era su hija, les abrió la puerta y los 
dejó entrar juntos. 

Antes de presentar á Marzavan, la nodriza se 
acercó á la- princesa y le dijo : « Señora, no es 
una mujer la que veis, sino mi hijo Marzavan, 
recien llegado de sus viajes, á quien he logrado 
introducir aquí con este disfraz. Espero que le 
permitiréis que os tribute sus rendimientos. » . 

Al oir el nombre de Marzavan , la princesa 
manifestó entrañable gozo. « Acércate, hermano 
mió, » dijo al punto a Marzavan, « y quítate ese 
velo ; nunca estuvo vedado á dos hermanos el 
verse á rostro descubierto. » 

Marzavan la saludó con grandísimo respecto, 
y antes que hablara, la princesa prosiguió de 
este modo : « Me alegro de verte bueno después 
de una ausencia de tantos años, sin haber dado 
noticias tuyas, ni aun á tu madre. 

— « Princesa, » repuso Marzavan, «os agra- 
dezco infinito tantísima dignación. Esperaba ad- 
quirir á mi llegada mejores noticias vuestras de 
las que he sabido y presencio con dolor. Sin 
embargo me alegro de haber llegado á tiempo 
para administraros, después de tantos que nada 
consiguieron, el específico que estáis necesi- 
tando. Aun cuando no sacara otro fruto de mis 
esludios y viajes, me tendría por colmadamente 



recompensado. » 

Al acabar estas palabras , Marzavan sacó un 
libro y varios dijes de que se habia provisto y 
que habia creído necesarios, según el informe 
que su madre le habia hecho de la enfermedad 
de la princesa. Estanque vio tantos preparati- 
vos, esclamó : « ¿ Cómo, hermano mió, también 
eres de aquellos que se figuran que estoy loca? 
Desengáñate y escúchame. » 

La princesa refirió á Marzavan toda su histo- 
ria , sin omitir la menor circunstancia , ni el 
anillo cambiado por el suyo, que le enseñó, 
a Nada te he ocultado , » añadió, « de cuanto 
acabas de oir : es cierto que hay algo que no 
comprendo y que da motivo á creer que no es- 
toy en mi juicio cabal ; pero no hacen caso de lo 
principal, que es tal cual lo digo. » 

Calló la princesa, y Marzavan, atónito, en- 
mudeció por largo rato cabizbajo. Al fin alzó la 
cabeza, y tomando la palabra, « Princesa, » le 
dijo, ct si es cierto lo que acabáis de referirme, 
como no lo dudo, no pierdo la esperanza de pro- 
porcionaros ese logro que estáis anhelando. Rué- 
goos tan solo que os arméis por algún tiempo de 
sufrimiento, hasta que recorra los reinos que me 
faltan , y en sabiendo mi regreso , estad segura 
de que no estará muy distante aquel por quien 
suspiráis con tantísima vehemencia. » Dichas 
estas palabras, Marzavan se despidió de la prin- 
cesa y se marchó al dia siguiente. 

Fué viajando de ciudad en ciudad, de provin- 
cia en provincia y de isla en isla, y en cuantas 
partes llegaba, le repetían mas y mas el nombre 
de la princesa Badura y su peregrina historia. 

Al cabo de quatro meses, nuestro viajero llegó 
á Tarf , ciudad marítima rica y populosa , en 
donde ya no oyó hablar de la princesa Badura, 
sino del príncipe Camaralzaman, á quien decían 
enfermo y cuya historia referían, con muy corta 
diferencia, en los mismos términos que la de la 
princesa Badura. Marzavan rebosó de gozo, in- 
quirió en qué paraje del mundo se hallaba aque 
príncipe, y se lo manifestaron. Habia dos cami- 
nos, uno por mar y tierra, y otro solo por mar, 
que era el mas breve. 

Marzavan prefirió este último camino , y se 
embarcó en un buque mercante que tuvo prós- 
pera navegación hasta la vista de la capital del 
reino de Chahzaman. Pero antes de entrar en el 
puerto , el buque tocó por su desventura y la 
torpeza del piloto en un peñasco, y se fué á pi- 
que no lejos del palacio en que estaba el príncipe 
Camaralzaman , y donde se hallaba entonces el 
rey Chahzaman con su gran visir. 

Marzavan sabia nadar perfectamente : no ti- 
tubeó en echarse á la mar y desembarcar al pié 



CUENTOS ÁRABES, 



300 



del palacio del rey Cbahzaman , en donde fué 
recibido y agasajado de orden del gran visir y 
según el ánimo del rey. Diéronle otro traje, y 
cuando estuvo recobrado, le llevaron al gran 
visir, quien habia mandado que se le presenta- 
sen. 

Gomo Marzavan era un joven agraciado y de 
linda presencia, aquel ministro le bizo muy fina 
acojida y formó alto concepto de su persona por 
sus respuestas atinadas y agudas á cuantas pre- 
guntas le hizo. Fué mas y mas adviniendo que 
atesoraba muchos conocimientos , y esto le mo- 
vió a decirle : « Al oiros,' veo que no sois hombre 
vulgar. ¡ Ojalá que en vuestros viajes hubieseis 
aprendido algún arcano para sanar á un en- 
fermo que está causando tiempo ha sumo des- 
consuelo en esta corte ! » 

Respondióle Marzavan que quizá hallaría re- 
medio, según fuese la enfermedad. 

Entonces el gran visir le refirió el estado en 
que se hallaba el príncipe Gamaralzaman, enta- 
blando la narrativa desde su oríjen. No le ocultó 
nada de su nacimiento tan deseado, de su edu- 
cación, el deseo del rey Chahzaman de casarle 
joven, la resistencia del príncipe y su estraordi- 
naria aversión á un enlace, su desobediencia 
en pleno consejo, su prisión, sus devaneos su- 
puestos, que se habían trasformado en una vio- 
lenta pasión por una desconocida, sin otro fun- 
damento que un anillo, que el príncipe suponía 
pertenecer á aquella dama que quizá no existia. 

A estas palabras del gran visir, Marzavan se 
alegró infinito de que, á pesar de su naufrajk), 
hubiese llegado tan prósperamente á donde se 
hallaba el que estaba buscando. Conoció á no 



dudarlo que el príncipe Camaralzaman era por 
quien estaba ardiendo de amor la princesa de la 
China, la que era el objeto de los anhelos del 
príncipe. Ño se franqueó con el gran visir, y 
solo le dijo que si viera al príncipe, pudiera 
formar mejor concepto del específico que le ha- 
cia al caso. « Seguidme, » le dijo el gran visir, 
« hallaréis al rey junto á él, quien me ha mani- 
festado ya que deseaba veros. » 

Lo primero que embargó á Marzavan, al en- 
trar en el aposento del príncipe, fué verle en su 
lecho, lánguido y con los ojos cerrados. Aunque 
se hallaba en aquel estado, sin miramiento al- 
guno con el rey Chahzaman, padre del príncipe, 
que estaba sentado junto á él, ni con el príncipe 
á quien podia ofender tanta llaneza, no pudo 
menos de esclamar : « i Cielos ! ¡ no hay objeto 
mas parecido en el mundo ! » Quería decir que 
le estaba viendo muy parecido á la princesa de la 
China, y en efecto, las facciones eran en estrerao 
semejantes. 

* Estas palabras de Marzavan movieron la cu- 
riosidad del príncipe Camaralzaman, que abrió 
los ojos y le miró. Marzavan, que tenia mucha 
perspicacia, utilizó la ocasión y al punto le obse- 
quió en verso. Aunque de un modo disfrazado, 
en que el rey y el gran visir nada comprendie- 
ron, le retrató tan al vivo lo que le habia suce- 
dido con la princesa de la China, que no le cupo 
dudar de que la conocía y pudiera darle noti- 
cias de ella. Al punto sintió un gozo que se tras- 
lució en sus ojos y semblante. 

La sultáha Cheherazada nada mas pudo decir 
aquella noche. Á la siguiente el sultán la dejó 
proseguir, y ella habló en estos términos : 



NOCHE CXCVII. 



Señor, cuando Marzavan hubo acabado su 
agasajo en verso sobrecojicndo deleitosamente 
al príncipe Camaralzaman, este se tomó la li- 
bertad de hacer seña con la mano al rey su 
padre para que se quitara de su asiento, y de- 
jara que Marzavan se sentase. 

El rey, prendado de ver en el príncipe su 
hijo un cambio que le esperanzaba halagüeña- 



mente, se levantó, cojió á Marzavan de la mano 
y le obligó á que sé sentara en el mismo lugar 
que acababa de dejar. Preguntóle quién era y de 
dónde venia, y luego que Marzavan le hubo res- 
pondido que era subdito del rey de la China y 
que venia de sus estados, « Quiera Dios, » . le 
dijo, « que saquéis á mi hijo de su profunda 
melancolía ; os lo agradeceré infinito, y las prue- 



310 



LAS MIL Y UNA iNOCHES. 



bas de mi reconocimiento serán tan señaladas, 
que toda la tierra reconocerá que nunca servicio 
alguno habrá sido mejor recompensado. » Al 
acabar estas palabras, dejó al príncipe su hijo 
conversando desahogadamente con Marzavan, 
mientras que él se regocijaba con su gran visir 
por tan venturoso encuentro. 

Marzavan se acercó al oido del príncipe, y 
hablándole quedo, le dijo : « Hora es ya, se- 
ñor, que dejéis de melancolizaros con tanto es- 
tremo. La dama por quien estáis padeciendo 
me es conocida, pues es la princesa Badura, 
hija del rey de la China que se llama Gayur. 
Puedo asegurároslo, por lo que ella misma me 
ha estado refiriendo de su aventura y lo que he 
sabido ya de la vuestra. La princesa no aguanta 
menos por amor vuestro de lo que vos estáis 
padeciendo por el suyo. » Luego le fué diciendo 
cuanto sabia de la historia de la princesa desde 
la noche aciaga en que se habían visto de un 
modo tan peregrino, sin omitir el tratamiento 
del rey de la China con los novios de la princesa 
Badura con su soñada locura. « Sois el único, » 
añadió, « que podéis curarla cabalmente y pre- 
sentaros sin zozobra ; pero antes de emprender 
tan largo viaje, es fuerza que estéis de todo 
punto restablecido : entonces dispondremos todo 
lo conducente á nuestro intento. Pensad pues en 
recobrar la salud. » 

Las palabras de Marzavan encarnaron tantí- 
simo en el interior del príncipe Camaralzaman, 
que se halló aliviado con la esperanza que le 
cabia y se sintió con bastantes fuerzaS para le- 
vantarse, pidiendo á su padre que le dejara 
vestirse con acento que le causó suma compla- 
cencia. 

El rey se contentó con abrazar á Marzavan en 
agradecimiento, sin averiguar los medios de 
que se habia valido para surtir tan asombroso 
efecto y salió del aposento del príncipe con el 
gran visir para pregonar aquella nueva tan plau- 
sible. Mandó que se hiciesen regocijos durante 
muchos dias, hizo donativos á sus oficiales y al 
pueblo, dio limosnas á los pobres y mandó po- 
ner en libertad á todos los presos. Resonaron 
voces de júbilo en la capital, y muy luego en 
todos los estados del rey Chahzaman. 

El príncipe Camaralzaman, sumamente menos- 
cabado de salud con desvelos dilatados y larguí- 
sima abstinencia, casi de toda clase de alimen - 
tos, recobró pronto la sanidad. Cuando conoció 
que se hallaba restablecido en términos de 
sobrellevar las fatigas de un viaje, llamó á Mar- 
zavan á solas y le dijo : « Querido Marzavan, 
ya es tiempo que cumpláis la promesa que me 
hicisteis. Con el afán de ver á la hechicera prin- 



cesa y poner fin á los tormentos que la aquejan 
por amor mió, conozco que volvería al mismo 
estado en que me habéis visto, si no nos mar- 
chásemos pronto. Una circunstancia me acon- 
goja, y me hace temer la dilación, y es el cariño 
desalado del rey mi padre, que nunca podrá de- 
terminarse á concederme permiso para que me 
ausente de su lado. Si no halláis algún medio 
para remediarlo, no sé lo que será de mí; pues 
ya veis que nunca me pierde de vista. » Al aca- 
bar estas palabras, el príncipe no pudo contener 
su llanto. 

« Príncipe, » repuso Marzavan, « ya he pre- 
visto el gran obstáculo de que habláis : á mí me 
toca hacer de modo que no nos detenga. El pri- 
mer intento de mi viaje fué proporcionar á la 
princesa de la China la libertad, y esto por todos 
los motivos de la mutua amistad que nos profe- 
samos desde la cuna y el afán y cariño que por 
otra parte le debo. Faltaría á mi obligación, si 
no lo aprovechase para su consuelo y el vues- 
tro , y no me valiera de cuantos medios están á 
mi alcance. He aquí pues lo que tengo ideado 
para zanjar el tropiezo de alcanzar el permiso 
del rey vuestro padre, tal cual entrambos lo 
apetecemos. Aun no habéis salido desde mi lle- 
gada : manifestadle que deseáis tomar el am- 
biente puro, y pedidle permiso para ir dos ó 
tres dias á cazar conmigo : según toda probabi- 
lidad, no os lo negará, y cuando 1o hayáis con- 
seguido, daréis orden para que nos tengan á 
cada uno dos buenos caballos prontos, uno para 
montar y otro de repuesto, y en cuanto á lo 
demás, dejadlo á mi cargo. 

Al dia siguiente, el principe Camaralzaman 
aprovechó la ocasión y manifestó al rey su pa- 
dre el deseo que tenia de .espaciarse por la cam- 
piña, y le pidió que le dejara ir á caza por uno 
ó dos dias con Marzavan. « Corriente, » le dijo 
el rey, « pero á condición que no pasaréis fuera 
mas de una noche. Por el pronto el ejercicio 
pudiera serte dañino, y una ausencia mas larga 
me causaría zozobra. » El rey mandó que le 
dieran los mejores caballos, y él mismo se 
esmeró en que todo lo tuviese á punto. Dis- 
puesta la cacería, le abrazó, y habiendo reco- 
mendadado á Marzavan que mirara mucho por 
él, le dejó marchar. 

El príncipe y Marzavan salieron al campo, y 
para desentenderse de los dos palafreneros que 
conducíanlos caballos de repuesto, aparentaron 
ir cazando y se alejaron de la ciudad tanto como 
les fué posible. A la caida de la noche se detu- 
vieron en un parador de caravanas, en donde 
cenaron y durmieron hasta las doce de la noche. 
Marzavan, que se despertó el primero, llamó al 



CIENTOS ÁRABES. 



311 



príncipe Camaralzaman, sin recordar los pala- 
freneros. Rogó al príncipe que le diera su ves- 
tido y tomara otro que había traído uno de los 
sirvientes. Montaron cada uno el caballo de 
repuesto que les habían traído, y luego que 
Marzavan hubo tomado de la brida el caballo de 
uno de los palafreneros, emprendieron su ca- 
mino, marchando á paso largo. 

Al amanecer, los dos jinetes se hallaron en un 
bosque, y luego en una encrucijada de cuatro 



Preguntóle el príncipe á Marzavan cuál era 
su intento. « Príncipe, » respondió este, adian- 
do el rey vuestro padre vea esta noche que no 
volvéis y sepa por nuestros palafreneros que 
nos hemos marchado sin ellos, mientras dor- 
mían, no dejará de poner jente en movimiento 
para que corra tras nosotros. Los que vengan 
por esta parte y encuentren este vestido en- 
sangrentado, creerán que alguna fiera os ha 
devorado, y que yo he tenido que escaparme 




i," LL 



caminos. Allí Marzavan rogó al príncipe que le 
aguardara un momento y entró en el bosque. 
Mató el caballo del palafrenero, rasgó el vestido 
que el príncipe se habia quitado, lo manchó 
con sangre, y al incorporarse con el príncipe, lo 
arrojó en medio del camino. 



temeroso de sus iras. El rey, que ya no os con- 
ceptuará vivo, según su relación, dejará de bus- 
caros y nos dará lugar á proseguir nuestro 
viaje sin zozobra de que vengan en nuestro 
alcance. La precaución es algo violenta, pues 
causamos un desmán terrible á un padre, partí- 



312 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



cipándole la muerte de un hijo á quien ama tan 
entrañablemente. Pero el alborozo del rey vues- 
tro padre será tanto mayor, cuando sepa que 
estáis vivo y gozoso. — Buen Marzavan, » re- 
puso el príncipe, « no puedo menos de apro- 
bar tan injenioso ardid y os debo una nueva 
fineza. » 

El príncipe y Marzavan , provistos de buenas 
joyas para su gasto, prosiguieron su viaje por 
mar y tierra, sin hallar otro obstáculo que el de 
los dias que les fué preciso emplear. Llegaron 
por fin á la capital de la China, en donde Mar- 
zavan, en vez de llevar al príncipe á su casa, 
le hizo apear en un parador público para los 
estranjeros. Allí permanecieron tres dias des- 



cansando de las fatigas del viaje , y en aquel 
breve plazo, Marzavan mandó hacer un traje de 
astrólogo para disfrazar al príncipe. Pasados los 
tres dias, fueron juntos al bailo, en donde Mar- 
zavan hizo que el príncipe se vistiera el traje 
de astrólogo, y al salir del baño, le acompañó 
hasta el palacio del rey de la China y le dejó 
para ir á avisar de su llegada á su madre, no- 
driza de la princesa Badura, para que se lo co- 
municara á dicha princesa. 

Al llegar aquí la sultana Cheherazada advir- 
tió que ya amanecía, y al punto dejó la conti- 
nuación de su historia para !a noche siguiente, 
en que prosiguió así : 



NOCHE CXCVIII. 



Señor, el príncipe Camaralzainan, impuesto 
por Marzavan en lo que debia practicar, y per- 
trechado de todo lo correspondiente á un as- 
trólogo, y vestido como tal, se adelantó hasta 
la puerta del palacio del rey de la China, y pa- 
rándose, voceó, á presencia de la guardia y de 
los porteros : a Soy astrólogo y vengo á curar 
á la respetable princesa Badura, hija del muy 
alto y poderoso monarca Gayur, rey de la China, 
bajo las condiciones propuestas por su majes- 
tad de casarme con ella si lo consigo, ó de per- 
der de lo contrario la vida. » 

Además de los guardas y porteros del rey, 
se agolparon un sinnúmero dq curiosos al re- 
dedor del príncipe Camaralzaman, atraídos por 
la novedad. Con efecto, ya hacia tiempo que no 
se habia presentado ningún médico, astrólogo ú 
mago después de tantos trájicos ejemplares de 
los que habían salido frustrados en su empresa. 
-Se creia que ya no habia otros en el mundo, ó 
que á lo menos no los habia tan insensatos. 

Al ver el hermoso semblante del príncipe, su 
gallarda traza y tierna mocedad, no hubo uno 
que no le compadeciese. « ¿ En qué pensáis , 
señor ? » le dijeron los que se hallaban inme- 
diatos á él. ce ¿ Cuál es vuestro devaneo en es- 
poner así á una muerte segura una vida que 
está dando lan grandiosas esperanzas ? ¿ No os 



horrorizáis con la vista de las cabezas cortadas 
que están sobre las puertas? En nombre de 
Dios, desistid de eso intento desatinado, y reti- 
raos. » 

Á pesar de estas reconvenciones, el príncipe 
Camaralzaman se mantuvo firme, y en vez de 
escuchar á aquellos consejeros, como vio que 
nadie se presentaba para introducirle en pala- 
cio , repitió el mismo grito con una serenidad 
que hizo estremecer á todos los circunstantes. 
Entonces estos esclamaron : « Está resuelto á 
morir, Dios se conduela de su mocedad y de 
su alma. » Voceó por tercera vez, y al lin llegó 
el gran visir en persona de parte del rey de la 
China. 

Aquel ministro acompañó á Camaralzaman á 
la presencia del rey. El príncipe, apenas le di- 
visó en su solio, cuando se postró y besó la 
tierra en su presencia. El rey, que de todos 
aquellos á quienes una presunción desatinada 
habia hecho acudir, no habia visto ninguno que 
mereciese su atención, se condolió entrañable- 
mente de Camaralzaman, coa motivo del peli- 
gro á que se esponia. Tratóle también con mas 
consideración, permitiéndole que se acercara y 
sentara junto á su persona. « Joven, » le dijo, 
« con dificultad puedo creer que hayáis adqui- 
rido á vuestra edad bastante esperiencia para 



CUENTOS ÁRABES. 



313 



atreveros á curar á mi hija. Deseara que lo lo- 
graseis, y os la daria en matrimonio, no solo 
sin repugnancia, sino con la mayor complacen- 
cia, al paso que hubiera sentido en el alma 
el haberla concedido á cualquiera de los que 
os antecedieron. Pero os manifiesto muy á mi 
pesar que si erráis la curación, esa mocedad 
tierna y lozana no obstará para mandaros de- 
gollar. 

— « Señor, » repuso el príncipe, « debo dar 
infinitas gracias á vuestra majestad por el ho- 
nor que me hace y tanta dignación como ma- 
nifiesta con un desconocido. No vengo de pais 
tan remoto, cuyo nombre no ha quizá sonado 
aun por vuestros estados , para no ejecutar el 
intento que me ha traído. ¿ Qué se diría de mi 
liviandad, si desistiera de tan jeneroso empeño 
tras tantísimas fatigas y riesgos sobrellevados ? 
¿ No vendría vuestra majestad misma á orillar 
el aprecio que le ha merecido mi persona ? Si 
muero, señor, será con la satisfacción de no 
haber desmerecido- ese concepto tras de ha- 
berlo gozado. Os suplico pues que no me ten- 
gáis por mas tiempo en este afán de dar á cono- 
cer lo positivo de mi arte, por el esperimento á 
que estoy pronto á sujetarme. » 

El rey de la China mandó al eunuco, guarda 
de la princesa Badura, que se hallaba presente, 
que llevara al príncipe Camaralzaman al apo- 
sento de la princesa su hija. Antes que se mar- 
chase, le dijo que aun era dueño de orillar su 
empeño ; pero el príncipe no le escuchó , y 
acompañó al eunuco en alas de aquel denuedo 
é ímpetu asombroso. 

El eunuco llevó al príncipe Camaralzaman, y 
cuando estuvieron en una larguísima galería, á 
cuyo estremo se hallaba el aposento de la prin- 
cesa, el príncipe, que se vio tan cerca del ob- 
jeto que le habia hecho derramar tantas lágri- 
mas y por el cual no habia cesado de suspirar 
en tanto tiempo, aceleró el paso y se adelantó 
al eunuco. 

Este se dio también priesa y tuvo dificultad 
en alcanzarle. « ¿ Á dónde vais con ese arre- 
bato ? » le dijo , asiéndole del brazo ; a no 
podéis entrar sin mí." Preciso es que traigáis 
sumo afán por fenecer, puesto que corréis de 
tal modo á la muerte. Ninguno de los astrólo- 
gos que he visto y acompañado al paraje , á 
donde sobrado pronto llegaréis, se ha disparado 
con tantísimo ímpetu. 

— « Amigo mió , » repuso el príncipe mi- 
rando al eunuco y siguiéndole, « sábete que 
todos esos astrólogos no estaban seguros de su 
ciencia como yo lo estoy de la mia, sabían po- 
sitivamente que perderían la vida, si no alcan- 



zaban su objeto, y ninguna seguridad tenían de 
conseguirlo. Por eso tenian razón en temblar al 
irse acercando al lugar á donde voy y en donde 
estoy seguro de hallar mi felicidad. » Pronun- 
ciaba estas palabras, cuando llegaron á la 
puerta. Abrióla el eunuco é introdujo al prín- 
cipe en un salón que comunicaba con el apo- 
sento de la princesa por medio de una mampara 
que estaba cerrada. 

Antes de entrar, paróse el príncipe , y ha- 
blando mas despacio que antes, por temor de 
que le oyeran en el aposento de la princesa, 
« Para convencerte, » le dijo al eunuco, « que 
no cabe presunción, capricho, ni fuegos de mo- 
cedad en mi designio, dejo á tu elección estos 
dos medios : ¿ prefieres que cure á la princesa 
en tu presencia, ó desde aquí, sin pasar mas 
adelante y sin verla ? » 

El eunuca se quedó atónito con la entereza 
de su habla. Trocó entonces el príncipe su de- 
nuedo en formalidad. « No importa, » le con- 
testó el eunuco , « que sea allí ó aquí. Como 
quiera, os granjearéis nombradía inmortal, no 
solo en esta corte, sino también por toda la 
tierra habitada. 

— « Vale mucho mas , » repuso el príncipe, 
que la cure sin verla, para que des testimonio 
de mi habilidad. Por mas ansioso que esté de 
ver una princesa de tan encumbrada jerarquía, 
que debe ser mi esposa; con todo, por conside- 
ración á ti, quiero privarme de tamaña satisfac- 
ción por un rato. » Como estaba surtido de 
cuanto correspondía á un astrólogo, sacó tintero 
y papel y escribió este billete á la princesa de 
la China : 

BILLETE DEL PRINCIPE CAMARALZAMAN A LA PRINCESA 
DE LA CHINA. 

a Adorable princesa, el enamorado príncipe 
Camaralzaman no os habla de los infinitos que- 
brantos que está padeciendo desde la noche tan 
aciaga en que vuestra hermosura le arrebató la 
libertad que tenia dispuesto conservar toda su 
vida. Os comunica tan solo que entonces os dio 
su corazón, en medio de vuestro sueño embele- 
sante, aunque intempestivo, que le privó del 
vivísimo resplandor de vuestros hermosos ojos, 
á pesar de sus conatos para que los abrieseis. 
Atrevióse á daros su anillo en prenda de su 
amor, y á tomar en cambio el vuestro, que os 
envia en este billete. Si os dignáis devolvérselo 
en testimonio recíproco del vuestro, se tendrá 
por el mas venturoso de todos los amantes. Si 
no, aunque desechado, recibirá el golpe mortal 
con tanta mas resignación, en cuanto lo recibirá 



314 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



por amor vuestro. Aguarda vuestra contestación 
en Ja antesala. » 

Cuando el príncipe hubo acabado este billete, 
puso dentro el anillo de la princesa sin dejárselo 
ver al eunuco, y al dárselo le dijo : « Amigo, 
lleva esto á tu señora. Si no se cura al golpe en 
leyendo este billete y viendo lo que lleva den- 



tro, te permito que pregones como soy el mas 
indigno y desvergonzado de todos los astró- 
logos presentes y venideros. » 

Rayaba el dia cuando la sultana Cheherazada 
acabó estas palabras , y hubo de dejar para la 
hoche siguiente la continuación de la historia. 



NOCHE CXCIX. 



Señor, el eunuco entró en el aposento de la 
princesa de la China, y presentándole el billete 
que le enviaba el príncipe Camaralzaman, «Prin- 
cesa , » le dijo , « acaba de llegar un astrólogo 
mas temerario que todos los demás, y pretende 
que vais á quedar curada luego que hayáis leido 
este billete y visto lo que hay en su interior. 
Deseara que no fuera un impostor. » 

La princesa Badura tomó el billete y lo abrió 
con harto despego ; pero luego que hubo visto 
su anillo, ni siquiera se paró á leerlo. Levantóse 
arrebatadamente, rompió la cadena que la tenia 
atada con el ímpetu de su alegría , y corriendo 
á la puerta , la abrió. La princesa y el príncipe 
se conocieron recíprocamente, y al punto arro- 
jándose á los brazos uno de olro , se abrazaron 
tiernamente, y enmudeciendo con su júbilo, se 
miraron largo rato atónitos al volverse á ver tras 
su primer encuentro, que no podían comprender. 
La nodriza, que había acudido .con la princesa, 
los hizo entrar en el aposento, en donde la 
princesa devolvió su anillo al príncipe. «To- 
madlo, » le dijo, « no pudiera guardarlo sin res- 
tituiros el vuestro , que quiero guardar toda mi 
vida. Uno y otro no pueden estar en mejores 
manos. » 

Entretanto el eunuco había ido á comunicar 
al rey de la China lo que acababa de suceder. 
« Señor, » le dijo, « todos los astrólogos, médi- 
cos y demás personajes que han tratado de cu- 
rar hasta ahora á la princesa eran unos igno- 
rantes. Este recien venido no se ha valido de 
embolismos, conjuros de espíritus malignos, 
aromas ni otros arbitrios; la ha curado sin 
verla.» Refirióle loque había ocurrido; y el 
rey, gozosamente admirado, acudió al punto al 



aposento de la princesa á quien abrazó estrecha- 
mente. Otro tanto hizo con el príncipe, y asiendo 
su mano, la enlazó con la de la princesa y dijo : 
« Afortunado estranjero , cualquiera que seáis 
cumplo mi promesa y os doy mi hija por espo- 
sa. Con todo , al veros , no es posible me per- 
suada que seáis lo que parecéis y habéis querido 
hacerme creer. » 

El príncipe Camaralzaman dio gracias al rey 
en los términos mas rendidos para manifestarle 
mejor su reconocimiento. « En cuanto á mi per- 
sona, señor, » prosiguió, « es cierto que no soy 
astrólogo, como vuestra majestad lo ha supuesto. 
Solo he vestido este traje para merecer el pre- 
cioso entronque con el mas poderoso monarca 
del universo. Nací príncipe, hijo dé reyes : lla- 
móme Camaralzaman , y mi padre Chahzaman 
reina en las islas bastante conocidas de los Hijos 
de Khaledan. » Luego le refirió su historia y le 
dio á conocer cuan peregrino era el oríjen de su 
pasión y de la correspondencia que merecía á 
la princesa , comprobadas con el cambio de los 
anillos. 

Cuando el príncipe Camaralzaman hubo con- 
cluido , « Una historia tan estraordinaria , » es- 
clamó el rey, « merece ser conocida de la pos- 
teridad. La mandaré escribir, y cuando haya 
depositado el orijinal en los archivos de mi reino, 
la haré pública para que desde mis estados pase 
á los demás. » 

Aquel mismo dia se celebró el desposorio y 
se hicieron solemnes regocijos en toda la China. 
Marzavan no quedó olvidado : el rey de la China 
le admitió en su corte, honrándole con un cargo 
eminente, y prometiendo elevarle á otros de 
mavor entidad. 



CUENTOS ÁRABES. 



315 



El príncipe Camaralzaman y la princesa Ba- 
dura , entrambos en la cumbre de sus ardientes 
anhelos, gozaron el sumo embeleso del himeneo, 
y durante muchos meses , el rey de la China no 
cesó de manifestar su regocijo con repetidas 
funciones. 

En medio de aquellas deMcias , el príncipe 
Camaralzaman tuvo un sueño una noche , en el 
cual le pareció ver al rey su padre tendido en su 
lecho , y pronto á exhalar el postrer suspiro , y 
que decia : «Aquel hijo que enjendré y tan 
entrañablemente quise, me ha abandonado y es 
causa de mi muerte. » Despertóse el príncipe 
lanzando un profundo suspiro que despertó tam- 
bién á la princesa , y esta le preguntó por qué 
suspiraba. « ¡ Ay de mí ! » esclamó el príncipe, 
«quizá en el momento en que estoy hablando, 
ya mi padre no existe. » Y le refirió el motivo 
que tenia para que le azorase tan aciago recuer- 
do. La princesa , que solo ansiaba complacerle , 
y que conoció que el deseo de volver á ver á 
su padre pudiera menoscabar su embeleso per- 
maneciendo con ella en un pais tan remoto, nada 
le dijo del intento que ideó desde luego , y en 
aquel mismo dia habiéndosele proporcionado 
ocasión de hablar á solas con el rey de la China, 
«Señor,» le dijo besándole la mano, «tengo 
una fineza que pedir á vuestra majestad , y le 
ruego no me la niegue. Mas para que no con- 
ceptuéis que os la pido á instancia del príncipe 
mi marido , os aseguró antes que ninguna parte 
tiene en ella. Lo que os pido es que consintáis 
en que vaya á ver con él al rey Chahzaman mi 
suegro. 

— « Hija mia , » repuso el rey , « por amarga 
que me haya de ser tu ausencia , no puedo me- 
nos de aprobar esa determinación. Es digna de 
ti, no obstante las fatigas de tan largo viaje. Id, 
consiento en ello ; pero á condición de que no 
os detendréis mas de un año en la corte del rey 
Chahzaman. Aquel monarca consentirá, lo es- 
pero, en que obremos así y tengamos alternati- 
vamente á nuestro lado , él su hijo y su nuera , 
yo mi hija y mi yerno. » 

La princesa participó la anuencia del rey de 
la China al príncipe Camaralzaman , que pro- 
rumpió en raptos de alborozo , y le agradeció 
aquella nueva prueba de cariño que acababa de 
darle. 

El rey de la China dispuso los preparativos 
del viaje, y cuando estuvieron corrientes, mar- 
chó con ellos y los acompañó algunas jornadas. 
Al fin se separaron derramando unos y otros 
muchas lágrimas. El rey los abrazó tiernamente, 



y habiendo encargado al príncipe que amara 
siempre á la princesa su hija como hasta enton- 
ces , los dejó proseguir su viaje y regresó á su 
capital. 

Apenas el príncipe Camaralzaman y la prin- 
cesa Badura hubieron enjugado sus lágrimas, 
cuando no pensaron mas que en la alegría que 
habia de causar al rey Chahzaman el verlos y 
abrazarlos y la que ellos mismos disfrutarían. 

Hacia un mes que caminaban, cuando llegaron 
á un soto dilatado y frondosísimo que estaba brin- 
dando con su apacible sombra. Como era esce- 
sivo el calor aquel dia , el príncipe Camaralza- 
man juzgó oportuno acampar allí y se lo 
comunicó á la princesa Badura , que se avino 
con tanta mayor complacencia cuanto ella mis- 
ma lo estaba deseando. Apeáronse en el sitio 
mas ameno, y cuando estuvo levantada la tienda, 
la princesa Badura , que se habia sentado á la 
sombra, entró en ella, mientras que el príncipe 
daba sus órdenes para que acampase su comi- 
tiva. Para mayor desahogo, la princesa se quitó 
el ceñidor, que sus mujeres le colocaron á su 
lado, y luego hallándose cansada, se quedó 
dormida y todas la dejaron sola. 

Cuando el príncipe Camaralzaman hubo to- 
mado sus disposiciones , volvió á la tienda , y 
viendo que la princesa dormia , entró y tomó 
calladamente asiento. En tanto que le entraba 
el sueño , cojió el ceñidor de la princesa : miró 
uno tras otro los diamantes y rubíes que lo ador- 
naban , y advirtió una bolsita esmeradamente 
cosida sobre la tela y cerrada con un cordón. 
Tocóla y sintió que habia dentro algún dije que 
hacia como resistencia. Deseoso de saber lo que 
era, abrió la bolsa y sacó una cornalina grabada 
con figuras y caracteres que le eran desconoci- 
dos, o Preciso es,» dijo allá en su interior, «que 
esta cornalina sea de mucho valor ; pues de otro 
modo no la llevaría mi princesa sobre sí con 
tanto esmero por temor de perderla. » 

Era con efecto un ensalmo que la reina de la 
China habia regalado á la princesa su hija , para 
hacerla feliz , según decia, mientras lo llevara 
consigo. 

Á fin de hacerse cargo, salió el principe fuera 
de la tienda que estaba oscura , y quiso exami- 
narlo á las claras. Mientras lo tenia en la palma 
de la mano, un pájaro se arrojó de repente so- 
bre él y se lo arrebató. 

Cuando llegaba aquí la sultana Cheherazada, 
ya empezaba á amanecer ; así dejó de hablar 
hasta la noche siguiente en que dijo al sultán 
Chahriar : 



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316 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CC. 



Señor, á vuestra majestad cabe juzgar mejor 
de lo que yo pudiera espresarle , el asombro y 
quebranto de Camaralzaman , cuando el pájaro 
le hubo arrebatado el ensalmo de la mano. Á 
esta novedad amarguísima, acaecida por una 
curiosidad intempestiva y que defraudaba á la 
princesa de un objeto tan precioso , permaneció 
inmóvil por largo rato. 

SEPARACIÓN DEL PRINCIPE CAMARALZAMAN Y DE I.A 
PRINCESA BADURA. 

El pájaro voló y se posó en el suelo á corta 
distancia con el ensalmo en el pico. El príncipe 
se adelantó, esperanzado de que lo soltase; 
pero luego que se acercó, el pájaro echó á 
volar, y por segunda vez se paró. Camaralzaman 
siguió tras él , pero el pájaro se tragó el talismán 
y voló mas lejos. Entonces el príncipe , que era 
muy diestro, esperó que le mataría de una pe- 
drada y volvió á perseguirle. Cuanto mas el 
pájaro se alejaba, tanto mas se empeñaba Ca- 
maralzaman en seguirle y no perderle de vista. 

De valle en valle y de cerro en cerro, el 
pájaro fué atrayendo todo el dia al príncipe 
Camaralzaman, alejándose de la pradera y de 
la princesa Badura , y de noche , en vez de me- 
terse en alguna zarza en donde Camaralzaman 
hubiera podido sorprenderle en la oscuridad , 
se posó en la copa de. un árbol frondoso , en 
donde estaba con toda seguridad. 

El príncipe , desesperado de haberse tomado 
en balde tanta molestia , deliberó si volvería á 
sus tiendas. « ¿ Pero por dónde volveré? » pro- 
rumpió para sí mismo. « ¿ Subiré ó bajaré los 
cerros y valles por donde he venido ? ¿ No me 
estraviaré en las tinieblas y me lo permitirán 
mis fuerzas? Y aun cuando lo pudiera, ¿ me 
atrevería á presentarme delante de la princesa 
sin devolverle su ensalmo ? » Acosado con tan 
amarga cavilación y estremado cansancio, de 
hambre , sed y sueño, se tendió y pasó la noche 
al pié del árbol. 

Al dia siguiente, apenas se despertó, cuando 



el pájaro dejó el árbol y echó á volar, siguién- 
dole el príncipe todo el dia con tan poco éxito 
como el anterior, alimentándose de yerbas ó 
frutos que hallaba por su tránsito. Otro tanto 
hizo hasta en el décimo dia , siguiendo al pájaro 
con la vista desde la mañana hasta la noche, 
pasando esta al pié del árbol , y el pájaro en su 
cima. 

Al undécimo dia , llegaron á una gran ciudad , 
el pájaro volando siempre, y Camaralzaman 
observándole continuamente. Cuando el pájaro 
estuvo cerca de los muros de la ciudad, empren- 
dió su vuelo y desapareció enteramente á la vista 
de Camaralzaman, quien perdió la esperanza de 
volverle á ver y de recobrar el ensalmo de la 
princesa Badura. 

Camaralzaman , inconsolable , entró en la 
ciudad , que estaba ediíicaba á orillas del mar 
y tenia un hermosísimo puerto. Anduvo mucho 
tiempo por las calles sin saber á dónde iba ni lo 
que hacia, y llegó al puerto. Siguió la orilla 
hasta la puerta de un jardín que estaba abierta 
y en la cual se presentó. El jardinero , que era 
un buen anciano dedicado á su cultivo, alzó 
entonces la cabeza , y apenas le vio y conoció 
que era estranjero y musulmán, cuando le con- 
vidó á que entrara y cerrara tras sí la puerta. 

Entró el príncipe, hizo lo que el anciano le 
decia, y acercándose á él, le preguntó porque le 
habia hecho tomar aquella precaución. « Veo f » 
respondió el hortelano , « que sois un estranjero 
recien llegado y musulmán , y esta ciudad está 
en gran parte habitada por idólatras que profe- 
san mortal aversión á los musulmanes, y aun 
tratan muy mal á los que aquí seguimos la reli- 
jion de nuestro profeta. Sin duda lo ignoráis, y 
me parece un milagro que hayáis llegado hasta 
aquí sin tropiezo. Con efecto, estos idólatras 
están asechando con sumo ahinco á los musul- 
manes ostronjeros cuando llegan , para hacerlos 
caer en algún lazo, si no están enterados de 
antemano en sus maldades. Doy gracias á Dios 
de que os ha traido á lugar seguro. » 

Camaralzaman agradeció á aquel buen hombre 



CUENTOS ÁRABES. 



317 



la acojida que le daba tan jenerosamente , escu- 
dándole contra todo desacato. Quería estenderse 
mas; pero el jardinero le interrumpió dicién- 
dole : (( Dejémonos de cumplimientos, estáis 
cansado y debéis tener necesidad de comer : 
venid á descansar. » Llevóle á su casita, y luego 
que el príncipe hubo comido bastante de lo que 
le presentó con halagüeño agasajo, pidióle que 
le dijera el objeto de su llegada á aquel pueblo. 

Satisfizo el príncipe al hortelano, y cuando 
hub^ concluido su historia sin ocultarle nada, le 
preguntó en seguida por qué camino podria 
volverse á los estados del rey su padre ; « por- 
que empeñarme, » añadió, « en juntarme con 
la princesa fuera un imposible al cabo de once 
dias que me he separado de ella por una aven- 
tura tan peregrina. ¿ Quién sabe si todavía 
existe? » Con tan aciago recuerdo, no pudo 
menos de prorumpir en lágrimas. 

En respuesta á lo que Camaralzaman acababa 
de preguntar , el hortelano le dijo que habia un 
año de camino desde la ciudad en que se hallaba 
hasta los países habitados únicamente por mu- 
sulmanes, mandados por príncipes de su reli- 
jion ; pero que era fácil pasar por mar á la isla 
de Ébano en mucho menos plazo , y que desde 
allí podia pasarse á las islas de los Hijos de 
Khaledan ; que todos los años salia un buque 
mercante para las isla de Ébano, y que podria 
aprovechar aquella coyuntura para regresar 
desde allí á las islas de los Hijos de Khaledan. 
« Si hubieseis llegado algunos dias antes, *> aña- 
dió, « os hubierais embarcado en el que dio á la 
vela este año. Entretanto que marche el del año 
próximo, si os queréis quedar conmigo, os 
ofrezco mi casa, tal cual es, con la mejor vo- 
luntad. » 

El príncipe Camaralzaman se tuvo por afor- 
tunado en hallar aquel asilo en un lugar en que 
no tenia ningún conocimiento ni le interesaba 
adquirirlos. Aceptó el ofrecimiento y se quedó 
con el jardinero. En tanto que llegaba el mo- 
mento de la partida del buque mercante para 
la isla de Ébano, se dedicaba al cultivo del 
huerto durante el día; y de noche, cuando nada 
le distraía de pensar en su querida princesa Ba- 
dura , la pasaba suspirando y lamentándose de 
su suerte. Dejarémosle aquí para volver á la 
princesa Badura , que dejamos dormida en su 
tienda. 

HISTORIA DK LA PRINCESA BADURA , DESPUÉS DE LA 
SEPARACIÓN DEL PRINCIPE CAMARALZAMAN. 

La princesa durmió largo rato , y al desper- 
tarse , se quedó asombrada de que el príncipe no 



estuviese junta á ella. Llamó á sus mujeres y les 
preguntó si sabían en donde paraba. Cuando le 
estaban diciendo que le habian visto entrar, 
pero no salir, descubrió , al tomar su ceñidor, 
que estaba abierta la bolsa y que no contenia el 
ensalmo. No dudó que Camaralzaman lo hubiese 
tomado para ver su contenido y que se lo de- 
volviese. Aguardóle hasta la noche, con sumo 
desasosiego , y no podia comprender lo que le 
tenia tanto tiempo ausente. Como vio que era 
ya de noche cerrada y que no volvia , se apesa- 
dumbró indeciblemente. Maldijo mil veces el 
ensalmo y á su fabricante ; y á no haberla con- 
tenido el respeto, se hubiera desahogado en 
imprecaciones contra la reina, su madre, que 
le habia hecho tan funesto regalo. Desconsola- 
dísima con este lance, tanto mas doloroso cuanto 
ignoraba como el ensalmo podia ser causa de la 
separación del príncipe , no perdió el juicio ; al 
contrario, tomó una determinación animosa y 
desusada entre las personas de su sexo. 

Nadie sabia en el campamento que el príncipe 
hubiese desaparecido , sino Badura y sus muje- 
res ; porque los criados se hallaban descansando 
ó durmiendo por las tiendas. Temiendo que le 
hiciesen traición , si llegaban á saberlo, enfrenó 
sus propios ímpetus, y prohibió á sus mujeres 
que prorumpieran en dicho ó hecho que causara 
la menor sospecha. Luego se quitó su vestido , 
tomó otro de Camaralzaman, de quien era muy 
parecida , de modo que todos la tuvieron por 
ól al dia siguiente, cuando se presentó y les 
mandó levantar las tiendas y ponerse en ca- 
mino. Cuando todo estuvo pronto, hizo entrar á 
una de sus mujeres en la litera , y montando á 
caballo , prosiguió su viaje. 

Al cabo de varios meses de marcha , la prin- 
cesa, que habia proseguido su viaje bajo el 
nombre del príncipe Camaralzaman , para pasar 
á la isla de los Hijos de Khaledan f llegó á la 
capital del reino de la isla de Ébano , cuyo mo- 
narca reinante se llamaba Ármanos. Como los 
primeros que desembarcaron para proporcio- 
narle alojamiento hicieron correr la voz de que 
el buque recien llegado traía á bordo al príncipe 
Camaralzaman, que volvia de un largo viaje, y 
á quien el recio temporal habia precisado á 
tocar allí, pronto llegó la noticia al palacio 'del 
rey. 

Aquel monarca , acompañado de gran parte 
de su corte, salió al punto al encuentro de la 
princesa , y la halló cuando acababa de desem- 
barcar y se encaminaba al alojamiento que le 
tenian dispuesto. Recibióla como al hijo de un 
rey amigo , con quien habia vivido siempre en 
perfecta armonía , y la llevó á palacio , donde 



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la hospedó con luda su comitiva, sin hacer caso 
de las instancias que le hizo para que la dejara 
vivir privadamente. Tratóla además con todos 
los honores imajinables y la estuvo agasajando 



tres dias con estraordinaria magnificencia. 

Al cabo de aquel tiempo , viendo el rey Ár- 
manos que la princesa , á quien tenia siempre 
por el príncipe Camaralzaman , hablaba de em- 



CUENTOS ÁRABES. 



319 



barcarse y proseguir su viaje , prendado de un 
príncipe tan gallardo y de tan galana presencia 
é injenio , la cojió á solas y le dijo : « Príncipe , 
ya veis que me hallo en edad muy avazanda, 
con muy pocas esperanzas de vivir largo tiempo, 
y estoy con el sentimiento de no tener un hijo á 
quien dejar mi reino. El cielo me ha dado sola- 
mente una hija única, de una hermosura que 
solo puede parangonarse con la de un principe 
tan gallardo , bien nacido y cabal , cual vos sois. 
En vez de pensar en volver á vuestro pais , ad- 



mitidla de mi mano con mi corona , que depongo 
desde ahora á favor vuestro, y quedaos con 
nosotros. Hora es ya que descanse , después de 
haberla sostenido durante tantos años, y no me 
cabe hacerlo en mejor ocasión , cuando mis 
estados pueden ser gobernados por tan digno 
sucesor. » 

La sultana Cheherazada quería proseguir; 
pero asomaba el dia , y tuvo que enmudecer. Á 
la noche siguiente dijo al sultán de las Indias : 



NOCHE CCI. 



Señor, el ofrecimiento jeneroso del rey de la 
isla de Ébano, de dar su hija única en matrimo- 
nio á la princesa Badura, que no podia admitir- 
la, por ser mujer, y de cederle sus estados, la 
puso en un conflicto que no aguardaba. Impro- 
prio era de una princesa como ella declararle 
que no era el príncipe Camaralzaman , sino su 
esposa, y desengañar al rey, después de haberte 
asegurado que era aquel príncipe y haber soste- 
nido tan bien hasta entonces el papel de tal. 
Temia con fundamento que si le rehusaba en el 
afán que le manifestaba por la conclusión de 
aquel matrimonio , trocaría su benevolencia en 
aversión y odio, y aun atentara contra su vida. 
Además, no sabia si hallaría al príncipe Camaral- 
zaman en la corte del rey Chahzaman su padre. 

Estas consideraciones y la de adquirir un 
reino para el príncipe su marido, dado caso que 
volviera á hallarle, determinaron á la princesa 
á aceptar el partido que acababa de proponerle 
el rey Ármanos. Así, después de haber perma- 
necido largo rato sin hablarle, con un rubor que 
le cubrió el rostro . y que el rey atribuyó a su 
modestia , le respondió : a Señor ; estoy suma- 
mente agradecido á vuestra majestad del favo- 
rable concepto que le merezco, y del honor que 
me hace, que no merezco y no me atrevo á re- 
husar; pero señor, » añadió, «solo acepto este 
grandioso entronque á condición que vuestra 
majestad me asistirá con sus consejos , y que 
nada haré sin que antes haya merecido su apro- 
bación. » 



Ajuslado de este modo el casamiento, se fijó 
el dia siguiente para la ceremonia, y la princesa 
Badura avisó entretanto á sus oficiales , que 
también la tenían por el príncipe Camaralza- 
man , de cuanto iba á ocurrir, para que no lo 
estrañasen, y les aseguró que todo se efectuaba 
con el consentimiento de la princesa Badura. 
También habló á sus mujeres y les encargó que 
guardaran bien el sijilo. 

El rey de la isla de »,bano, ufano de haberse 
granjeado un yerno de quien estaba tan pren- 
dado, juntó al dia siguiente su consejo, y de- 
claró que daba la princesa su hija en matrimo- 
nio al príncipe Camaralzaman , á quien habia 
hecho sentar á su lado, que le entregaba su co- 
rona y les mandaba que le reconociesen por su 
rey y le tributasen sus homenajes. Al acabar es- 
las palabras, bajó del trono, y luego que la prin- 
cesa Badura subió á él y se sentó en su lugar, 
recibió el juramento de fidelidad y el rendi- 
miento de los señores mas poderosos de la isla 
de Ébano que se hallaban presentes. 

Al salir del consejo, se celebró solemnemente 
por toda la ciudad la proclamación del nuevo 
rey; mandáronse ejecutar regocijos durante 
muchos dias y se despacharon correos por todo 
el reino para que se observasen las mismas ce- 
remonias y demostraciones de alborozo. 

Á la noche todo el palacio se entregó al rego- 
cijo, y Hayatalnefusa (así se llamaba la prin- 
cesa de la isla de Ébano) fué cdhducida á la 
princesa Badura, á quien todos tuvieron por un 



320 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



hombre, con un aparato verdaderamente rejio. 
Terminadas las ceremonias, se quedaron solas y 
se acostaron. 

Á la madrugada, mientras la princesa Badura 
estaba recibiendo en junta jeneral los parabie- 
nes de toda la corte, con motivo de su casa- 
miento y como nuevo monarca, el rey Ármanos 
y la reina pasaron al aposento de su hija y le 
preguntaron cómo habia pasado la noche. En 
vez de rc.ponderles, bajó los ojos, y la tristeza 
que asomó en su rostro dio á conocer que no 
estaba satisfecha. 

Para consolar á la princesa Hayatalnefusa, el 
rey Ármanos le dijo : « Hija mió, eso no debe 
ailijirle : cuando el príncipe Gamaralzaman des- 
embarcó aquí, solo pensaba en volverse cuanto 
antes junto al rey Chahzaman su padre. Aunque 
le hayamos retenido por un vínculo de que debe 
estar muy satisfecho, con todo debemos creer 
que tiene gran sentimiento de verse privado de 
repente de la esperanza de volverle á ver nun- 
ca, como tampoco á ningún otro individuo de 
su familia. Debes pues aguardar, porque tan 
pronto como hayan cedido un poco esos ímpe- 
tus de carillo filial , se portará como buen ma- 
rido. » 

La princesa Badura, bajo el nombre de Cama- 
ralzaman'y como rey de la isla de Ébano, empleó 
todo el dia , no solo en recibir los parabienes 
de su corte, sino también pasando revista á las 
tropas y desempeñando otras funciones rejias, 
con un señorío é intelijencia que le merecieron 
la aprobación de cuantos estuvieron presentes. 

Era de noche cuando volvió al aposento de la 
reina Hayatalnefusa, y conoció muy bien, por el 
empacho con que aquella princesa la recibió, 
que tenia muy presente la noche anterior. Pro- 
curó desvanecer su descontento con una larga 
conversación que tuvo con ella y en la que echó 
el resto de su persuasiva para convencerla de 
que la amaba entrañablemente. Dióle al fin 
tiempo de acostarse, y entretanto se puso á de- 
cir sus oraciones ; pero estas fueron tan largas 
que la reina Hayatalnefusa se quedó dormida. 
Entonces dejó de rezar y se acostó junto á ella 
sin despertarla, no menos pesarosa de represen- 
tar un papel que no le correspondía, que de la 
pérdida de su querido Camaralzaman , por el 
cual no cesaba de suspirar. Levantóse al dia si- 
guiente al rayar el dia, antes que Hayatalnefusa 
estuviese despierta, y acudió al consejo en traje 
rejio. 

£1 rey Ármanos no hizo falta en visitar aquel 
dia á su hija y la halló llorosa y desconsolada. 
Bastóle esto para que calara el motivo de tantí- 
simo desconsuelo. Airado con aquel menospre- 



cio, pues tal se lo imajinaba, y cuya causa no 
podía comprender, « Hija mia, » le dijo , « ten 
aun paciencia hasta la noche próxima; he ele- 
vado á tu marido á mi trono ; pero sabré ha- 
cerle bajar de él y arrojarle vergonzosamente, 
si no te da la satisfacción que debe. Aun no sé 
si me contentaré con tan suave castigo, con es- 
tos ímpetus de ira que siento al verte tratada 
tan vergonzosamente. La afrenta no es á ti, sino 
á mi persona. » 

Aquella noche, la princesa Badura volvió muy 
tarde al aposente de Hayatalnefusa como la an- 
terior; se puso á conversar con ella y quiso de- 
cir sus oraciones mientras se acostaba ; pero 
Hayatalnefusa la detuvo y obligó á volverse á 
sentar. « ¡Como,!» le dijo, « á lo que veo, 
¿queréis tratarme todavía esta noche en los 
mismos términos que las dos anteriores? De- 
cidme, os ruego, ¿en qué puede disgustaros una 
princesa como yo, que no solo os ama, sino que 
os adora y se mira como la mas venturosa de 
todas las de su clase con tener por marido á un 
príncipe tan amable? Otra en mi lugar, no digo 
ofendida, sino ultrajada de un modo tan sensi- 
ble, tendría buena ocasión de vengarse con solo 
abandonaros á vuestra malvada suerte; pero 
aun cuando no os amara con tantísimo estremo, 
como bondadosa y condolida de toda desven- 
tura, no dejaría de avisaros que el rey mi padre 
está irritadísimo de vuestro proceder, y que 
solo aguarda el dia de mañana para daros, sí 
continuáis, pruebas de su justo enojo. Hacedme 
el favor de no desesperar á una princesa que no 
puede menos de amaros. » 

Estas palabras dejaron perpleja á la princesa 
Badura. No dudó de la sinceridad de Hayatal- 
nefusa : la tibieza con que el rey Ármanos la 
habia recibido aquel dia le habia dado á cono- 
cer el esceso de su descontento. El único medio 
de sincerar su conducta era confiar su sexo á 
Hayatalnefusa ; pero aunque tenia previsto que 
tendría que venir á parar en semejante declara- 
ción, con todo temblaba, incierta de si la prin- 
cesa lo tendría á bien ó á mayor ultraje, Cuando 
hubo considerado que si el príncipe Camaralza- 
man vivía aun, necesariamente debía pasar por 
la isla de Ébano para regresar al reino del rey 
Chahzaman , 'que debía conservarse para él , y 
que no podía hacerlo , si no se descubría á la 
princesa Hayatalnefusa , se aventuró á hacerlo. 

Como la princesa Badura habia quedado sus- 
pensa, Hayatalnefusa, enardecida , iba á prose- 
guir, cuando aquella la detuvo con estas pala- 
bras : a Amable y hermosa princesa, » le dijo, 
« confieso que tengo culpa ; pero espero que me 



CUENTOS ÁRABES. 



321 



perdonéis y guardéis el sijilo que vdV á confia- 
ros para mi descargo. » 
• Al mismo tiemp» !a princesa Badura se des- 
cubrió el pecho. «Ved, princesa, » prosiguió, 
«si una mujer de vuestra clase merece ser 
perdonada. Estoy persuadida de que lo haréis 
de buen corazón, cuando os haya referido 
mi historia, y sobre todo el fracaso que me ha 
precisado á representar este papel. » 

Cuando la princesa Badura hubo acabado de 
darse á conocer á la princesa de la isla de Éba- 
no, le rogó por segunda vez que le guardara se- 
creto y tuviera á bien aparentar que era verda- 
deramente su marido, hasta la llegada del prín- 
cipe Camaralzaman, á quien esperanzaba reci- 
bir muy presto. 

« Princesa, » repuso Hayatanelfusa, « estraño 
destino fuera que un matrimonio tan venturoso 
como el vuestro debiese ser de tan poca dura- 
ción, después de un amor recíproco tan porten- 
toso. Deseo como vos que el cielo os reúna muy 
pronto. Entretanto, estad segura de que guar- 
daré relijiosamente el secreto que acabáis de 



confiarme. Tendré el mayor placer en ser la 
única que os conozca por lo que sois en el gran 
reino de la isla de Ébano, mientras lo gobernáis 
tan dignamente como habéis empezado. Os pe- 
dia amor, y ahora os declaro que estaré conten- 
tísima si os dignáis concederme vuestra amis- 
tad. » Dichas estas palabras, las dos princesas 
se abrazaron tiernamente y se acostaron después 
de haberse dado mil pruebas de recíproca intimi- 
dad. 

Según costumbre del pais, era preciso mani- 
festar públicamente que se habia consumado el 
matrimonio : las dos princesas hallaron medio 
de zanjar aquel tropiezo. Así las mujeres de la 
princesa Hayatalnefusa quedaron engañadas al 
dia siguiente, y engañaron al rey Ármanos, á 
su esposa y á toda la corte. De este modo la 
princesa Badura continuó gobernando sosegada- 
mente con satisfacción del rey y de todo el reino. 

Nada mas dijo por aquella noche la sultana 
Cheherazada, porque ya asomaba la luz del dia. 
Á la noche siguiente prosiguió de esta manera : 



NOCHE CCII. 



CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DEL PRÍNCIPE CAMA- 
RALZAMAN DESDE SU SEPARACIÓN DE LA PRINCESA 
BADURA. 

Señor, mientras que en la isla de Ébano se 
hallaban los negocios en el estado que vuestra 
majestad ha podido juzgar por el final de mi 
última narración, el príncipe Camaralzaman se 
hallaba jardineando en la ciudad de los idólatras. 

Un dia de madrugada en que el príncipe se 
disponía á trabajar en el jardín, según costum- 
bre, el buen jardinero se lo estorbó y le dijo : 
« Los idólatras celebran hoy una gran fiesta, y 
como se abstienen de todo trabajo para pasarla 
en reuniones y regocijos públicos, tampoco 
quieren que los musulmanes trabajen ; y estos, 
para conservar su amistad, se divierten en asis- 
tir á sus espectáculos, que son de suyo muy vis- 
tosos. Así por hoy podéis reposaros. Os dejo 
aquí, y como se acerca el tiempo en que debe 
T. I. 



dar la vela para la isla de Ébano el buque mer- 
cante de que os habléT voy á ver á algunos ami- 
gos é informarme por ellos de cuando saldrá ; 
al mismo tiempo ajustaré vuestro embarque. » El 
jardinero se vistió su mejor traje y salió de casa. 

Cuando el príncipe Caramalzaman se vio solo, 
en vez de participar en el alborozo público que 
resonaba por toda la ciudad, su inacción le tra- 
jo á la memoria, mas de recio que nunca, el 
aciago recuerdo de su querida princesa. Ensi- 
mismado todo^ suspiraba paseándose por el jar- 
din cuando le obligó á alzar la cabeza y á pa- 
rarse el bullicio que dos pájaros traían en un 
árbol. 

Camaralzaman estuvo mirando con asombro 
como aquellos pájaros peleaban desaforada- 
mente á picotazos, y que al cabo de pocos ins- 
tantes, uno de ellos cayó muerto al pié del ár- 
bol. El pájaro que habia quedado vencedor echó 
á volar y desapareció, 

21 



m 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Muy luego otros dos pájaros mayores que ha- 
bían visto la pelea desde lejos llegaron por otra 
parte, se colocaron uno á la cabeza, y otro á los 
pies del muerto , le miraron algún tiempo me- 
neando la cabeza de un modo que estaba di- 
ciendo su quebranto, y le escavaron un hoyo con 
sus garras, en el cual le enterraron sin demora. 

Luego que los dos pájaros hubieron cubierto 
el boyo con la tierra que habían sacado, echa- 
ron á volar y pronto volvieron , asiendo con el 
pico, uno por el ala y otro por una pata, al pá- 
jaro homicida, que daba espantosos alaridos y 
hacia grandísimos esfuerzos para escaparse. Fi- 
nalmente le abrieron el buche , le sacaron las 
entrañas, y dejando el cuerpo en aquel sitio , 
echaron á volar. 

Gamaralzaman estuvo pasmado todo el rato 
que duró aquel espectáculo peregrino. Acercóse 
al árbol en que habia ocurrido , y echando la 
vista sobre las entrañas dispersas, advirtió una 
cosa encarnada que salía del buche que habían 
desgarrado los pájaros vengadores. Recojiólo, 
y sacando lo que parecía encarnado, halló que 
era el ensalmo de la princesa Badura , su muy 
amada esposa, que tantas lágrimas y suspiros le 
habia hecho derramar desde que el pájaro se lo 
habia arrebatado. « ¡ Cruel ! » esclamó mirando 
al pájaro, « te complacías en hacer daño; bien 
hayan los que me han vengado, castigándote 
por la muerte de su semejante. » 

Imposible fuera espresar el rapto de gozo del 
príncipe Camaralzaman. « Querida princesa , » 
esclamó otra vez, «este momento felicísimo, 
que me restituye lo que os era tan precioso, es 
sin duda un presajio que me anuncia que tam- 
bién os volveré á hallar, y quizá mas pronto de 
lo que conceptúo. Bendito sea el cielo que me 
envía esta dicha, y al mismo tiempo me da la 
esperanza de la mayor que puedo desear. » 

Al terminar estas palabras, el príncipe besó el 
ensalmo, lo envolvió y se lo ató esmeradamente 
al brazo. En su desconsuelo , habia pasado casi 
todas las noches en vela. Pero durmió sosega- 
damente la noche que siguió á tan venturosa 
ocurrencia, y al día siguiente , cuando se hubo 
puesto al amanecer su traje de trabajo, fué á 
lomar órdenes del jardinero, quien le rogó que 
echara al suelo un árbol viejo que ya no daba 
fruto. 

Camaralzaman cojió una hacha y fué á ponerlo 
en ejecución. Cuando estaba cortando una raíz, 
dio un golpe sobre un bulto que opuso resisten- 
cia y metió mucho estruendo. Separó la tierra y 
descubrió una gran lámina de bronce, debajo de 
la cual halló una escalera de diez gradas. Dajó 
por ella, y cuando estuvo al pié, vio una bodega 



de doce varas cuadradas, en la que contó cin- 
cuenta vasijas de bronce colocadas al rededor, 
cada una con su tapa. Destapólas una tras otra, 
y las halló todas llenas de oro en polvo. Salió 
de la bodega, sumamente satisfecho con el des- 
cubrimiento de tan rico tesoro, colocó la plan- 
cha sobre la escalera y acabó de derribar el ár- 
bol mientras volvía el jardinero. 

Este habia sabido el día anterior que dentro 
de pocos días debía salir el bajel que ejecutaba 
anualmente el viaje de la isla de Ébano; pero 
no habian podido decirle puntualmente el día, 
remitiéndole al siguiente. Habia ido allá y volvió 
con un semblante que indicaba la buena noticia 
que traía á Camaralzaman. a Hijo mío, » le dijo 
(porque acostumbraba tratarle así, usando del 
privilejio de sus años), a regocijaos y disponeos 
á marchar dentro de tres días : el buque dará la 
vela aquel dia sin falta , y he convenido con el 
capitán en cuanto á vuestro embarque y pasaje. 

— a Nada mas grato podiais anunciarme en el 
estado en que me hallo, » repuso Camaralzaman. 
« En desquite, también tengo que comunicaros 
una noticia de que debéis alegraros. Tomaos la 
molestia de veniros conmigo, y veréis la buena 
suerte que el cielo os envía. » 

El príncipe llevó al jardinero al lugar en donde 
habia derribado el árbol , le hizo bajar á la bo- 
dega, y cuando le hubo enseñado el gran número 
de vasijas que habia llenas de oro en polvo , le 
manifestó su regocijo de que Dios recompen- 
saba al lin su virtud y todas las molestias que 
habia padecido durante tantos años. 

« ¿ Qué queréis decir con eso ? » replicó el jar- 
dinero; a¿os imajinais acaso que yo quiera 
apropiarme ese tesoro ? Todo él es vuestro , y 
ninguna parte pretendo de él. Hace ochenta 
años que murió mi padre, y desde entonces no 
he hecho sino revolver la tierra de este jardín 
sin haberlo descubierto. La prueba de que os 
estaba destinado es que Dios ha permitido que 
lo hallaseis. Mas propio es de un príncipe como 
vos, que no de mí, asomado como estoy al se- 
pulcro y que nada necesito. Dios os lo envia 
oportunamente en el trance de acudir á los es- 
tados que deben perteneceros, y en los que ha- 
réis buen uso de estas riquezas. » 

El príncipe Camaralzaman no quiso ceder al 
jardinero en punto á jenerosidad, con cuyo 
motivo trabaron allá su contienda. Al fin le pro- 
testó que nada tomaría, si no se quedaba con 
la mitad por su parte , y habiéndose avenido el 
jardinero, se compartieron hasta veinte y cinco 
vasijas para cada uno. 

Hecha la repartición , a Hijo mió, » le dijo el 
jardinero, « eso no basta ; ahora se trata de 



CUENTOS ÁRABES. 



323 



embarcar esas riquezas en el buque con tanta 
reserva que nadie lo sepa; si no, os espondriais 
á penderías. No hay aceitunas en la isla de 
Ébano, y las que se llevan de aquí se venden 
ventajosamente. Ya sabéis que tengo buena 
provisión de las que cojo en mi jardín. Tenéis 
que tomar cincuenta vasijas para llenarlas de 
oro en polvo hasta la mitad , y lo demás con 
aceitunas, y las haremos llevar al buque cuando 
os embarquéis. » 

Camaralzaman siguió este buen consejo y 
empleó lo restante del dia en arreglar las cin- 
cuenta vasijas; y temiendo que se le perdiera el 
ensalmo de la princesa Badura que llevaba en 
el brazo, tuvo la precaución de ponerlo en una 
de ellas, haciendo una señal para reconocerla. 
Cuando hubo acabado, como se acercaba la 
noche, se retiró con el jardinero, y conversando 
con él , le refirió la pelea de los dos pájaros y 
las circunstancias de aquella aventura que le 
habia proporcionado el recobro del ensalmo de 
la princesa Badura, de lo cual no quedó menos 
asombrado que complacido el jardinero por 
amor suyo. 

Sea con motivo de sus años, ó que se hubiese 
azorado demasiado aquel dia, el jardinero pasó 
una noche trabajosa ; agrávesele la indisposición 
al dia siguiente, y empeoró á la madrugada del 
tercer dia. Al amanecer, el capitán del buque y 
algunos marineros llamaron á la pueria del 
jardín. Preguntaron á Camaralzaman, que les 
abrió , en dónde estaba el pasajero que debía 
embarcarse en su buque. « Soy yo, » respondió 
el príncipe ; « el jardinero que os pidió pasaje 
para mí se halla enfermo y no puede hablaros ; 
no dejéis de entrar y llevaros las vasijas de acei- 
tunas que están aquí , como también mi equi- 



paje, y os seguiré tan pronto como me haya 
despedido de él. » 

Los marineros se llevaron uno y otro, y al 
marcharse , el capitán dijo á Camaralzaman : 
« No dejéis de venir pronto ; el viento es favo- 
rable y no aguardo mas que vuestro embarque 
para dar la vela. » 

Luego que el capitán y los marineros se hu- 
bieron marchado, Camaralzaman volvió á la ca- 
becera del jardinero para despedirse de él y 
darle gracias por todos los buenos servicios que 
le habia merecido. Pero le halló agonizando, y 
apenas pudo conseguir de él que hiciera su pro- 
fesión de fe , según costumbre de los buenos 
musulmanes en el acto de la muerte, cuando le 
vio espirar. 

Precisado el príncipe Camaralzaman á irse á 
embarcar, hizo las mayores dilijencias para tri- 
butar al difunto los últimos deberes. Lavó su 
cuerpo, le amortajó, y después de haberle abier- 
to una huesa en el jardín (porque los Mahome- 
tanos no tenian cementerio público en aquella 
ciudad de idólatras, porque no eran tolerados), 
le enterró solo y no acabó hasta el anochecer. 
Corrió á embarcarse sin pérdida de tiempo, y 
también se llevó consigo la llave del jardín, 
para dársela al propietario de la casa, dado caso 
que pudiera hacerlo, ó á alguna persona de con- 
fianza en presencia de testigos , para que se la 
entregara. Pero al llegar al puerto , supo que el 
buque habia levado el ancla horas antes, y que 
lo habían perdido de vista. Añadieron que no 
habia dado la vela sino después de haberle 
aguardado mas de tres horas. 

Cheherazada iba á proseguir ; pero empezaba 
á rayar el dia , y suspendió su historia hasta la 
noche siguiente, en que dijo al sultán de las Indias: 



NOCHE CCIII. 



Señor, fácilmente debéis juzgar cuan sumo 
seria el desconsuelo del príncipe Camaralza- 
man, teniendo que permanecer todavía en un 
pais donde carecía de toda relación, y aguardar 
otro año para aprovechar la ocasión que aca- 
baba de malograr. Lo que mas le desconsolaba 



era que se habia desprendido del ensalmo de la 
princesa Badura y que lo tuvo por perdido. Sin 
embargo, no le quedó otro arbitrio que el de 
regresar al jardín de donde habia salido, alqui- 
lárselo al propietario, seguir cultivándolo, y 
llorar su desventura. Como no podia resistir el 



321 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



afán de cultivarlo solo, tomó un muchacho, y 
por no perder la otra parte del tesoro que le 
correspondía por muerte del jardinero, que 
habia fallecido sin herederos, puso el oro en 
polvo en otras cincuenta vasijas, que también 
acabó de llenar de aceitunas, para embarcarlas 
consigo en su tiempo. 

Mientras el príncipe Camaralzaman entraba 
en un nuevo año de fatiga, quebrantos y desa- 
sosiego, la nave proseguía su derrota con viento 
favorable, y llegó prósperamente á la capital de 
la isla de Ébano. 

Como el palacio estaba en la orilla del mar, 
el nuevo rey, ó mejor dicho, la princesa Ba- 
dura, que divisó el buque desde el momento en 
que iba á entrar en el puerto á toda vela, pre- 
guntó que embarcación era aquella, y le res- 
pondieron que aportaba todos los años de la 
ciudad de los idólatras en la misma estación 
y que solia venir cargada de ricas mercan- 
cías. 

La princesa, siempre preocupada con el re- 
cuerdo del príncipe, en medio del boato que la 
cercaba, se figuró que • Camaralzaman podia 
hallarse embarcado en él, y le ocurrió ganarle 
por la mano y salirle al encuentro, no para 
darse á conocer (porque conceptuaba que no la 
conocería), sino á Dn de enterarse y providen- 
ciar lo conducente para su mutuo reconoci- 
miento. Á título de informarse por sí misma de 
las mercancías, rejistrarlas ante todos y elejir 
las mas preciosas que le cuadrasen, mandó que 
le trajesen un caballo. Encaminóse al puerto, 
acompañada de muchos oficiales que se halla- 
ban en su corte, y llegó en el punto mismo de 
estar desembarcando el capitán. Mandóle que 
se presentara y quiso saber de él de dónde 
venia, cuánto tiempo habia empleado en su tra- 
vesía, qué encuentros habia tenido en ella, si 
traia algún estranjero de suposición, y sobre 
todo, de qué estaba cargado el buque. 

El capitán satisfizo á todas sus preguntas, y 
en cuanto a los pasajeros, le aseguró que solo 
traia algunos mercaderes que solían hacer 
aquel viaje y traficaban en ricas telas de dife- 
rentes países, pedrerías, almizcle, ámbar gris, 
alcanfor, algalia, especias, drogas medicinales, 
aceitunas, y otros renglones. 

ta princesa Badura era muy aficionada á las 
aceitunas, y tan pronto como oyó hablar de 
ellas, le dijo al capitán : « Tomo para mí todas 
cuantas tengáis ; mandadlas desembarcar inme- 
diatamente y haremos trato. En cuanto á las 
detrÍL? mercancías, avisaréis á lus mercaderes 
(\i\) nr traigan las nns hermosas antes de ma- 
n'f , - , 'r! ts á -«a-lie. 



— « Señor, » replicó el capitán, qué la con- 
ceptuaba rey de la isla de Ébano, como en 
efecto lo era bajo el traje que vestía, « tengo á 
bordo cincuenta vasijas grandes ; pero son de 
un mercader que se quedó en tierra. Yo mismo 
le encargué que dilijenciase-, y le aguardé bas- 
tante rato , mas viendo que no llegaba , y 
que su tardanza m-3 defraudaba de un viento 
favorable , se me apuró la paciencia y di la 
vela. — No dejéis por eso de desembarcarlas, 
» dijo la princesa ; « no obstante podéis ven- 
derlas. » 

El capitán envió su esquife á bordo, y pronto 
volvió cargado con las vasijas de aceitunas. Pre- 
guntó la princesa cuánto podían valer todas en 
la isla de Ébano. « Señor, » respondió el capi- 
tán, « el mercader es muy pobre ; vuestra ma- 
jestad no le hará gran merced dándole por ellas 
mil monedas de plata. 

— r « Para que esté contento , » repuso la 
princesa, <r y en consideración á lo que me 
decis de su pobreza , se os entregarán mil 
monedas dp oro, que tendréis cuidado de po- 
ner en sus manos. » Dio orden para el pago, 
y habiendo hecho llevar las vasijas, regresó á 
palacio. 

Como iba anocheciendo, la princesa Badura 
se retiró al interior del palacio, entró en el 
aposento de la princesa Hayatalnefusa y mandó 
que le trajeran las cincuenta vasijas de aceitu- 
nas. Abrió una para que las probase y hacer 
por su parte otro tanto y la vació en una 
gran fuente. Indecible fué su asombro al ver 
que las aceitunas estaban cubiertas de oro en 
polvo : (( i Qué aventura y qué portento I » es- 
clamó. Mandó á las damas de Hayatalnefusa que 
abrieran y vaciaran las demás vasijas en su pre- 
sencia, y su admiración se acrecentó cuando 
vio que en todas ellas las aceitunas estaban 
mezcladas con oro en polvo. Pero cuando llega- 
ron á vaciar la vasija en la que Camaralzaman 
habia ocultado su ensalmo, y lo hubo visto, fué 
tal su pasmo, que cayó desmayada. 

La princesa Hayatalnefusa y sus damas socor- 
rieron á la princesa Badura y la hicieron volver 
en sí rociándole el rostro. Cuando hubo reco- 
brado el sentido, cojió el hechizo y lo besó 
repetidas veces. Pero como no quería esplicarse 
delante de la comitiva de la princesa, que igno- 
raba su disfraz, y siendo ya hora de acostarse, 
la despidió. « Princesa, » le dijo á Hayatalnefusa 
luego que estuvieron solas, «después de lo que 
os tengo referido de mi historia, sin duda ha- 
bréis conocid > que me desmayé á la vista de 
este du\ Es el mió y el que nos separó al prín- 
cipe C'imaralr'.aman, mi caro esposo, y ú mí. Fué 



CUENTOS ÁRABES. 



325 



causa de una separación muy dolorosa para en- 
trambos, y estoy persuadida de que va á serlo 
de nuestra próxima reunión. » 



« acerca del mercader á quien pertenecían las 
aceitunas que compré ayer. Me parece que me 
dijisteis que le habiais dejado en tierra en la 



• y 





ui 



tuvam ■íjt; tli;,,, 



Al dia siguiente, luego que amaneció, la prin- 
cesa Badura envió en busca del capitán del bu- 
que, y cuando llegó, « Informadme, » le dijo, 



ciudad de los idólatras : ¿ podéis decirme lo que 
hacia allí ? 
— « Señor, » respondió el capitán, « puedo 



320 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



asegurar á vuestra majestad una particularidad 
que sé por mí mismo. Habia ajustado su embar- 
que con un jardinero muy viejo, quien me dijo 
que le hallada en su jardín, cuya situación me 
esplicó, y en el cual trabajaba con él ; por eso 
dije á vuestra majestad que era pobre ; yo mismo 
fui á buscarle y avisarle al jardín para que acu- 
diese á embarcarse, y he hablado con él. 

— u Siendo así, » repuso la princesa Ba- 
dura , « es menester que deis la vela hoy 
mismo, regreséis á la ciudad de los idólatras y 
me traigáis á ese joven jardinero, que es mi 
deudor ; si no, os declaro que confiscaré, no 
solo las mercancías que os pertenecen y las de 
los mercaderes que han venido á bordo de vues- 
tro buque, sino también que vuestra vida y las 
de los mercaderes me responderán del cumpli- 
miento de esta orden. Desde ahora van á em- 
bargar los almacenes en que se hallan, y no se 
levantará el embargo hasta que me hayáis en- 
tregado el hombre que os pido : esto es lo que 
tenia que deciros ; id , y haced lo que os 
mando. » 

El capitán nada pudo replicar á aquella orden, 
cuya ejecución debia redundarle en sumo que- 
branto para sus negocios, como también á los 
mercaderes. Se lo notificó y no se dieron me- 
nos priesa que él en embarcar inmediatamente 
las provisiones de víveres y agua que necesita- 
ban para el viaje. Todo se ejecutó con tanta 
dilijencia, que dio la vela aquel mismo dia. 

El buque logró próspera navegación, y el 
capitán tomó tan bien sus medidas, que llegó 
de noche ante la ciudad de los idólatras. Guando 
se hubo acercado tanto como creyó conve- 
niente, no mandó echar el ancla ; pero mientras 



que el buque estaba á la capa, desembarcó en 
su lancha y saltó en tierra en un paraje poco 
distante del puerto, y de allí marchó al jardín 
de Camaralzaman , con seis marineros de su 
confianza. 

El príncipe no dormía á la sazón ; aquejábale 
mas y mas su separación de la hermosa prin- 
cesa de la China, su esposa, y detestaba el mo- 
mento en que se habia dejado arrastrar de la 
curiosidad, no solo de abrir, sino de tocar su 
ceñidor. Así pasaba las horas propias del 
sueño, cuando oyó llamar á la puerta del jardín. 
Acudió prontamente medio desnudo, y apenas 
abrió, cuando el capitán y los marineros se 
echaron sobre él sin decir palabra, le llevaron 
á viva fuerza á su lancha, y de allí al bajel, que 
dio la vela luego que estuvieron embarcados. 

Camaralzaman , que hasta entonces habia 
guardado silencio al par que el capitán y los 
marineros, preguntó al primero, luego que le 
conoció, qué motivo tenia para tratarle con 
tanta violencia. « ¿ No sois deudor del rey de la 
isla de Ébano ? » le preguntó en contestación el 
capitán. — « ¡ Yo deudor del rey de la isla de 
Ébano ! » repuso el príncipe con estrañeza : no 
le conozco, nunca tuve negocios con él, ni puse 
los pies en su reino. — Eso lo debéis saber 
mejor que yo, » replicó el capitán; « vos mismo 
le hablaréis; entretanto quedaos aquí y tened 
paciencia. » 

Al llegar á este punto, Cheherazada tuvo que 
suspender su narración para dar tiempo al sul- 
tán de las indias de levantarse y desempeñar 
sus funciones acostumbradas» Á la noche si- 
guiente prosiguió de este modo su narrativa : 



NOCHE CCIV. 



Señor, el príncipe Camaralzaman fué arre- 
batado de su jardín del modo que referí ayer á 
vestra majestad. El buque no tuvo menos suerte 
en llegar á la isla de Ébano que al irle á cojer 
en la ciudad de los idólatras. Aunque ya era de 
noche cuando echó el ancla en el puerto . el ca- 
pitán no por eso dejó de desembarcar y llevar 



el príncipe Camaralzaman al palacio , en donde 
pidió que se le presentara al rey. 

La princesa Badura, que se habia retirado ya 
al palacio interior, apenas supo su llegada y la 
del príncipe Camaralzaman , salió para hablarle. 
Al punto echó los ojos sobre el príncipe por 
quien tantas lágrimas habia derramado desde su 



CUENTOS ÁRABES. 



3*7 



separación , y le conoció bajo el mezquino traje 
que vestía. En cuanto al príncipe, que temblaba 
delante de un rey á quien debía responder de 
una deuda imajinaria, ni siquiera tuvo la menor 
aprensión de que estuviera presente la que con 
tanto afán estaba ansiando hallar de nuevo. Si 
la princesa se dejara llevar de su inclinación , 
se abalanzara á él , y se diera á conocer al abra- 
zarle ; pero se contuvo y creyó que les intere- 
saba á entrambos que sostuviera aun por algún 
tiempo el papel de rey , antes de descubrirse. 
Contentóse con recomendarle á un oflcial que 
se hallaba presente, encargándole que cuidara 
de su persona y la tratara bien hasta el dia 
siguiente. 

Cuando la princesa Badura hubo atendido á 
todo lo concerniente al príncipe Camaralzaman, 
se volvió al capitán para reconocer el importante 
servicio que acababa de hacerle : encargó á 
otro oficial que fuera al punto á desembargar 
sus mercaderías y las de los mercaderes , y le 
despidió regalándole un rico diamante que le 
recompensó con ventaja del viaje que acababa 
de ejecutar. Díjole además que podía guardar las 
mil monedas de oro pagadas por las vasijas de 
aceitunas , y que ya se arreglaría con el mercader 
que acababa de traer. 

Finalmente, volvió al aposento de la princesa 
de la isla de Ébano, á la cual comunicó su re- 
gocijo, rogándole no obstante que le guardara 
todavía el secreto , y conloándole las disposicio- 
nes que creia oportuno tomar antes de darse á 
conocer al príncipe Camaralzaman y tratarle 
como debía. « Tan grande distancia hay de un 
jardinero á un gran príncipe tal cual es, que 
seria espuesto trasponerlo instantáneamente de 
la ínfima clase del pueblo á lugar tan encum- 
brado, por mucha justicia que tenga en hacerlo. » 
La princesa de la isla de Ébano, muy lejos de 
faltar á la fidelidad , aprobó su intento. Le ase- 
guró que contribuiría á'él con suma compla- 
cencia , y que no tenia mas que avisarla de lo 
que de ella deseaba. 

Al dia siguiente la princesa de la .China , bajo 
el nombre , traje y autoridad del rey de la isla 
de Ébano, después de haber cuidado de que el 
príncipe Camaralzaman fuera al baño muy de 
madrugada , y haberle hecho vestir un traje de 
emir ó gobernador de provincia , le mandó ad- 
mitir en el consejo, en donde llamó la atención 
de todos los señores que estaban allí reunidos, 
por sn gallarda presencia y continente majes- 
tuoso. 

La princesa Badura misma quedó prendada al 
mirarle tan aventajado como le habia visto tan- 
tas veces, lo cual ía enardeció para elojiarle en 



pleno consejo. Luego que hubo ocupado el lugar 
que le correspondía entre los emires, « Seño- 
res, » dijo la princesa encarándose con ellos, 
(( Camaralzaman, que hoy os doy por compañero 
no desmerece respecto á vosotros. Harto le he 
tratado en mis viajes para responder de sus 
circunstancias, y puedo aseguraros que se dará 
á conocer á vosotros, no solo por su valor y 
otras mil prendas , sino por su esclarecido de- 
sempeño. » 

Camaralzaman se quedó atónito al oir que el 
rey de la isla de Ébano, al cual estaba muy 
ajeno de tener por mujer, y aun menos por su 
idolatrada princesa, le habia nombrado y afir- 
mado que le conocía, estando seguro de que 
nunca se había encontrado con él en paraje 
alguno. Mucho mas se admiró de los elojios 
escesivos que acababa de oir. 

Con todo, estas alabanzas pronunciadas por 
unos labios llenos de majestad no le perturbaron. 
Recibiólas con una modestia que manifestó 
cuanto las merecía, pero que no le envanecían. 
Postróse ante el trono del rey y dijo al levan- 
tarse : « Señor, no hallo espresiones para agra- 
decer á vuestra majestad el sumo realce que 
tiene á bien darme, y aun menos tanta digna- 
ción. Haré cuanto me quepa á fin de merecerla. 

Al salir del consejo, un oficial condujo al 
príncipe á una casa magnífica que la princesa 
Badura habia mandado alhajar de intento para 
él. Allí halló oficiales y sirvientes prontos para 
recibir sus órdenes, y una cuadra llena de her- 
mosísimos caballos; todo ello para sostener la 
jerarquía de emir á que acababa de ser ensal- 
zado ; y cuando estuvo en su gabinete, su 
mayordomo le presentó un cofre lleno de oro 
para su gasto. Cuanto menos podía alcanzar de 
donde le venia aquella dicha , tanto mas admi- 
rado estaba , y nunca le ocurió que la princesa 
de la China fuese la autora de todo. 

Al cabo de dos ó tres dias , la princesa Ba- 
dura, para dar al príncipe Camaralzaman mas 
libre entrada junto á su persona , y al mismo 
tiempo mas realce, le honró con el cargo de 
tesorero mayor, que acababa de quedar vacante. 
Desempeñó el príncipe este empleo con tanta 
integridad , aunque cumpliendo con todos , que 
se granjeó, no solo la amistad de los señores de 
la corte, sino también el afecto de todo el pue- 
blo por su rectitud y sus larguezas. 

Camaralzaman hubiera sido el mas venturoso 
de todos los hombres, viéndose en tanto vali- 
miento en la corte de un rey estranjero , pues 
por tal le reputaba , y hallándose tan apreciado 
de todos , si hubiese poseído á su princesa. En 
medio de su dicha , estaba siempre inconsolable 



328 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



por no saber de ella ninguna noticia en un pais 
por el que al parecer debía haber transitado, 
desde el tiempo que se habia separado de ella de 
un modo tan doloroso para entrambos. Hubiera 
podido recelarse de algo, si la princesa Badura 
hubiese conservado el nombre de Camaralzaman 
que habia tomado al vestir su traje; pero se lo 
habia mudado al subir al trono y tomado el del 
rey Ármanos, para tributar aquel honor á su 
suegro. De este modo no se la conocía ya sino 
con el nombre de rey Ármanos el joven , y tan 
solo algún palaciego se acordaba del nombre de 
Camaralzaman que usó al llegar á la corte de la 
isla de Ébano. Camaralzaman no lograba todavía 
bastante familiaridad con ellos para saberlo; 
pero al fin podia" tenerla. 

Como la princesa Badura temia que esto suce- 
diera y estaba deseando que Camaralzaman de- 
biera á ella sola su reconocimiento , determinó 
poner fin á sus propios tormentos y á los que le 
estaba viendo padecer. Con efecto , habia ad- 
vertido que cuantas veces conversaba con él de 
los negocios que estaban á su cargo, exhalaba á 
ratos hondos suspiros que solo á ella podían 
encaminarse. Vivia además ella misma en una 
violencia de la que estaba resuelta á despren- 
derse sin mediar ya mas tiempo; y luego la 
amistad de los señores, el afán y cariño del 
pueblo , todo contribuía á ceñir sus sienes, sin 
obstáculo, con la corona de la isla de ¿baño. 

Apenas la princesa Badura tomó esta deter- 
minación , de acuerdo con la princesa Hayatal- 
nefusa , llamó á solas al príncipe Camaralzaman 
y le dijo : « Camaralzaman , tengo que hablaros 
sobre un asunto de larga plática, acerca del 
cual necesito vuestro dictamen , y como no veo 
que pueda hacerlo á mis anchuras sino de noche, 
venios á palacio , y avisad que no os aguarden , 
pues ya cuidaré que os proporcionen un dormi- 
torio. » 

Acude Camaralzaman á palacio puntualísima- 
mente cual se lo habia mandado la princesa 
Badura , le lleva esta á su vivienda interior , y 
habiendo despedido al eunuco mayor, encar- 
gándole únicamente que tuviera cerrada la 
puerta , le conduce lejos del aposento de la prin- 
cesa Hayatalnefusa, á su dormitorio acostum- 
brado. 

Cuando el príncipe y la princesa estuvieron 
en el aposento , donde no habia mas que una 
cama , y estuvo cerrada la puerta , la princesa 
saca de una cajita el ensalmo , y presentándoselo 
á Camaralzaman, a Hace tiempo, » le dice, 
« que un astrólogo me regaló este dije ; como 
sois intelijente en todo, « ¿ podréis decirme 
para qué es bueno? » 



Camaralzaman coje el ensalmo y se acerca á 
la luz para examinarlo. Luego que lo hubo co- 
nocido con una admiración que sirvió de suma 
complacencia á la princesa Badura , « Señor , » 
esclamó , « vuestra majestad me pregunta para 
qué sirve esta alhaja ; ¡ ay de mí I solo sirve 
para matarme de quebranto, si no hallo pronto 
á la princesa mas halagüeña y encantadora que 
se haya conocido, á la que perteneció y de cuyo 
malogro fué causa : ocasiónemela por un es- 
traño acaecimiento , cuya narración movería á 
compasión á vuestra majestad, si quisiera to- 
marse la molestia de escucharla. 

— « Otra vez me 'la referiréis, » repuso la 
princesa; « pero me complazco en deciros, * 
añadió, « que ya sé algo de ella : vuelvo al 
punto ; aguardadme algunos instantes. » 

Dichas estas palabras, la princesa Badura 
entró en un gabinete , en donde se despojó del 
rejio turbante , y habiéndose puesto su tocado y 
traje de mujer, con el ceñidor que llevaba el dia 
de su separación, volvió á entrar en el apo- 
sento. 

El príncipe Camaralzaman conoció al pronto 
á su querida princesa, corrió hacia ella, y abra- 
zándola entrañablemente, « ¡ Ah, ! » esclamó, 
« ; cuanto agradezco al rey que me haya sobre- 
cojido de un modo tan halagüeño 1 — No con- 
téis con ver al rey, » repuso la princesa estre- 
chándole luego anegada en lágrimas : « en mí 
veis al rey: sentémonos, y os esplicaré este 
enigma. » 

Sentáronse, y la princesa refirió al príncipe 
la determinación que habia tomado en el prado 
en que acamparan juntos la última vez, tan 
pronto como se hizo cargo de cuan en balde le 
aguardaba ; como la habia llevado á cabo hasta 
su llegada á la isla de Ébano, en donde se habia 
visto precisada á casarse con la princesa Haya- 
talnefusa y aceptar la corona que el rey Ármanos 
le habia ofrecido con motivo de su casamiento ; 
de qué modo la princesa, cuyo mérito le ponde- 
ró habia escuchado la manifestación que le hi- 
ciera de su. sexo ; y finalmente la aventura del 
ensalmo hallado en una de las vasijas de aceitu- 
nas y oro en polvo que habia comprado, lo cual 
habia dado motivo á que mandara en su busca 
á la ciudad de los idólatras. 

Cuando la princesa Badura hubo acabado, 
quiso que el príncipe le comunicara por qué 
acaecimiento el dije habia sido causa de su se- 
paración. Complacióla en esto, y luego, <|tie hu- 
bo concluido, se le quejó tiernamente de que 
hubiese tenido la crueldad de hacerle padecer 
tanto tiempo. Dióle ella las razones que ya diji- 



cuentos Arares. 



329 



,mos, y luego, como ya era muy tarde, se acos- 
taron. 
Jnterrumpióse Cheherazada en este punto, 



porque asomaba el dia, y á la noche siguiente 
dijo así : 



NOCHE CCV. 



Señor, el príncipe Camaralzaman y la prin- 
cesa Badura se levantaron á la mañana siguien- 
te luego que amaneció ; pero la princesa dejó el 
traje rejio para vestir el de mujer y mandó al 
eunuco mayor que fuera á rogar al rey Arma - 
nos, su suegro, que se tomara la molestia de 
pasar á su aposento. 

Cuando el rey Ármanos llegó, fué indecible 
su estrañeza viendo á una dama que le era des- 
conocida, y al tesorero mayor, al que no corres- 
pondía entrar en el palacio interior, como tam- 
poco á ningún señor de la corte. Al sentarse, 
preguntó en dónde estaba el rey. 

« Señor, » dijo la princesa a ayer era el rey, 
y hoy solo soy la princesa de la China, esposa 
del verdadero príncipe Caramalzaman, hijo le- 
jítimo del rey Chahzaman. Si vuestra majestad 
quiere tomarse la molestia de oir nuestra histo- 
ria, espero que no llevará á mal este inocente 
engaño. » El rey Ármanos le dio audiencia y la 
estuvo escuchando con pasmo desde el princi- 
pio hasta el fin. 

Cuando hubo concluido, «Señor,» añadió la 
princesa, « aunque en vuestra relijion las muje- 
res no se avienen con la libertad que tienen los 
maridos de tomar muchas esposas, con todo, si 
vuestra majestad consiente en dar la princesa 
Hayatalnefusa, su hija, en matrimonio al prínci- 
pe Camaralzaman, le cedo gustosa el puesto y 
dignidad de reina que por derecho le corres- 
ponden, y me contento con el segundo lugar. 
Aun cuando no le fuera debida esta preferencia, 
no dejaría de concedérsela tras el servicio que 
le debo por el sijilo que tan jenerosamente me 
estuvo guardando. Si vuestra majestad se atiene 
á su consentimiento, ya la he prevenido sobre 
esto, y respondo que estará muy contenta. » 

El rey Ármanos escuchó con admiración el 
relato de la princesa Badura, y cuando esta hubo 
acabado, « Hijo mió, » le dijo al príncipe Cama- 



ralzaman, volviéndose hacia él, aya que la 
princesa Badura vuestra esposa á quien habia 
tenido hasta ahora por mi yerno, con un engaño 
de que no me cabe el querellarme , veis como 
me asegura que está dispuesta á dividir vuestro 
lecho con mi hija , no me queda mas que saber 
si consentís en casaros con ella y admitir la co- 
rona que la princesa Badura mereciera llevar 
toda su vida, si no antepusiera dejarla por amor 
vuestro. — Señor, » respondió el príncipe Ca- 
maralzaman , « por vehemente que sea el deseo 
que tengo de volver á ver al rey mi padre , las 
obligaciones que debo á vuestra Jiajestad y á la 
princesa Hayatalnefusa son tan estremadas que 
nada puedo rehusarle. » 

Aquel mismo dia Camaralzaman fué procla- 
mado rey , y se casó con gran pompa , y quedó 
muy satisfecho de la hermosura, injenio y cariño 
de la princesa Hayatalnefusa. 

Las dos reinas continuaron viviendo juntas 
con la misma intimidad y estrechez que antes , 
muy satisfechas de la igualdad que el rey Cama- 
ralzaman observaba respecto á ellas , admitién- 
dolas alternativamente en su lecho. 

Cada una dio á luz un hijo el mismo año , y 
casi en igual fecha , celebrándose con grandes 
regocijos el nacimiento de ambos príncipes. 
Camaralzaman dio el nombre de Amjiad al pri- 
mero que dio á luz la reina Badura, y el de Asad 
al que habia enjendrado la reina Hayatalnefusa. 

HISTORIA DE LOS PRÍNCIPES AMJfAD Y ASAD. 

Los dos príncipes fueron criados con ince- 
sante esmero , y cuando fueron adultos , no tu- 
vieron sino un mismo ayo, los mismos maestros 
en las ciencias y nobles artes, que el rey Cama- 
ralzaman les mandó enseñar, y el mismo profe- 
sor en cada ejercicio. La estrecha amistad que 
se tenían uno á otro desde la niñez habia dado 



330 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



motivo para tanta uniforminad , que fué mas y 
mas en aumento. 

Con efecto , cuando estuvieron en edad de 
tener cada uno su casa separada , estaban tan 
unidos que rogaron al rey Camaralzaman su pa- 
dre que les concediera una sola para los dos. 
Consiguiéronlo , y así tuvieron los mismos ofi- 
ciales y sirvientes, un mismo aposento y la idén- 
tica mesa. Insensiblemente Camaralzaman tuvo 
tanta confianza en su capacidad y honradez, que 
luego que hubieron cumplido veinte años , no 
tenia reparo en confiarles alternativamente el 
encargo de presidir el consejo , cuando iba á 
cazar durante algunos dias. 

Como los dos príncipes eran igualmente her- 
mosos y gallardos , ambas reinas se habían en- 
cariñado con ellos en tal estremo que la princesa 
Badura abrigaba mas inclinación á Asad, hijo de 
la reina Hayatalnefusa, que no á Amjiad su pro- 
pio hijo, y que la reina Hayatalnefusa quería 
mas á Amjiad que no á Asad, que era el suyo. 

Las reinas conceptuaron al pronto aquella in- 
clinación como un carino que provenia del es- 
ceso del que se profesaban siempre una á otra. 
Pero al paso que los príncipes fueron creciendo, 
aquella amistad vino á parar en una inclinación 
vehemente , y al fin esta en un amor violento , 
cuando se presentaron ante ellas con primores 
que acabaron de enajenarla?. Se hacian cargo 
de su temeraria pasión y echaron el resto para 
enfrenarla. Pero la familiaridad con que los veian 
diariamente y la costumbre de aclamarlos desde 
su tierna niñez , no cabiéndoles ya el despren- 
derse de sus mutuos halagos y alabanzas , las 
abrasaron por fin con tanta vehemencia , que 
perdieron el sueño y el apetito. Por su desgracia 
y la de los príncipes mismos, estos, acostumbra- 
dos á sus demostraciones , no maliciaron en lo 
mas mínimo aquella pasión tan aborrecible. 

Como entrambas reinas se habian franqueado 
su pasión, y no tenian bastante descaro para 
declararse cada una de palabra al príncipe que 
amaba , convinieron en que se esplicarian por 
escrito , y para efectuar tan pernicioso intento , 
se aprovecharon de la ausencia del rey Cama- 
ralzaman , que habia ido á una cacería durante 
tres ó cuatro dias. 

Cuando se marchó el rey , el príncipe Amjiad 
presidió el consejo y administró justicia hasta 
las tres de la tarde. Al salir del consejo de vuelta 
á palacio , un eunuco le habló á solas y le pre- 
sentó un billete de parte de la reina Hayatalne- 
fusa. Tomólo Amjiad , y se horrorizó al leerlo. 
« i Cómo , malvado 1 » dijo al eunuco al aca- 
bar de leer» y desenvainando el sable, «¿es 
esa la fidelidad que debes á tu señor y rey?» 



Y diciendo estas palabras, le cortó la cabeza. 

Después de esta acción , Amjiad enfurecido 
fué á ver á la reina Badura, su madre, y con un 
desentono que estaba manifestando su saña , le 
enseñó el billete y la enteró de su contenido , 
después de haberle dicho de que mano venia. 
En vez de escucharle , la reina Badura se enco- 
lerizó. « Hijo mió , » repuso , « lo que estáis di- 
ciendo es una calumnia é impostura ; la reina 
Hayatalnefusa es honrada, y estraño mucho que 
os atreváis á hablarme de ella con tanta inso- 
lencia. » Á estas palabras , el príncipe se arre- 
bató contra la reina su madre. « Sois todas tan 
malvadas unas como otras, » esclamó ; « si no 
me detuviera el respeto que debo al rey mi pa- 
dre, este dia fuera el último de la vida de Haya- 
talnefusa. » 

La reina Badura podía juzgar muy bien , por 
el ejemplo de su hijo Amjiad , que el príncipe 
Asad, no menos pundonoroso que él, tampoco 
acojeria favorablemente la manifestación que 
trataba de hacerle. Mas no por eso desistió de 
su torpe intento, y le escribió también un billete 
al dia siguiente , que confió á una anciana que 
tenia entrada en palacio. 

Esta aprovechó también la coyuntura de en- 
tregar el billete al príncipe Asad á la salida del 
consejo, que acababa de presidir por turno. El 
príncipe lo tomó, y habiéndolo leido, se dejó 
arrebatar de su ira, y sin decir palabra, desnudó 
el sable y castigó á la vieja como merecía. Cor- 
rió al aposento de la reina Hayatalnefusa , su 
madre , con el billete en la mano. Quiso ense- 
ñárselo; pero ella no le dio siquiera tiempo 
para hablar. <r Ya sé lo que me quieres, » escla- 
mó , « y eres tan mentecato como tu hermano 
Amjiad. Vete , retírate y nunca vuelvas á pre- 
sentarte delante de mí. » 

Asad quedó cortado á estas palabras, que no 
esperaba , y que le causaron tal enojo que poco 
faltó para que prorumpiera en algún estremo fa- 
tal ; pero se contuvo y se retiró sin replicar, 
por temor de verter alguna espresion indigna de 
su grandeza de alma. Como el príncipe Amjiad 
nada le habia dicho del billete que habia reci< 
bido el dia anterior, y según lo que acababa de 
decirle la-reina su madre , entendía que no era 
menos criminal que la reina Badura , fué á re- 
convenirle amistosamente y juntar mutuamente 
sus respectivos quebrantos. 

Las dos reinas, desahuciadas con la virtud 
inesperada de ambos príncipes, en vez de vol- 
ver en sí ateniéndose á los impulsos maternales 
de la naturaleza, acordaron el estenninio de sus 
queridos. Imbuyeron á sus damas que estos 
habian tratado de violentarlas; y para mejor 



CUENTOS ÁRABES. 



331 



aparentarlo, prorumpieron en lágrimas, alaridos 
é imprecaciones, acostándose en un mismo le- 
cho, como si su resistencia las hubiera reducido 
á tan suma postración. 



Pero, señor, dijo Cheherazada , ya asoma el 
dia y es hora de guardar silencio. Calló, y á la 
noche siguiente prosiguió la misma historia y 
dijo al sultán de las Indias : . 



NOCHE CCVI. 



Señor, ayer dejamos á las dos reinas descas- 
tadas, todas frenéticas con su determinación 
monstruosa de acabar con entrambos príncipes 
sus hijos. Al dia siguiente, el rey Camaralzaman, 
al volver de la, caza, estrañó sobremanera el 
hallarlas acostadas juntas y sin consuelo y en un 
estado que , finjiéndolo con estrenlada propie- 
dad, le movió á compasión. Preguntóles con 
afán lo que les habia sucedido. 

A esta pregunta , las dos alevosas reinas re- 
doblaron sus gritos y sollozos, y tras encareci- 
das instancias , la reina Badura tomó al fin la 
palabra y dijo i « Señor, en medio del justo do- 
lor que nos acosa , no debiéramos ver la luz, 
tras el ultraje que nos han hecho los principes 
vuestros hijos con un desenfreno sin ejemplar. 
Por una trama indigna de su nacimiento , han 
tenido en vuestra ausencia el atrevimiento y la 
irracionalidad de mancillar nuestro honor. Dis- 
pénsenos vuestra majestad de decir mas ; baste 
nuestro desconsuelo pai*a hacerle comprender 
lo demás. » 

El rey mandó llamar á entrambos príncipes , 
y les quitara la vida él mismo, si no le detuvie- 
ra el rey Ármanos, su* suegro, que se hallaba 
presente. «Hijo mió,» le dijo, «¿qué vais á 
hacer ? ¿Queréis ensangrentar vuestras manos y 
vuestro palacio con vuestra misma prole? Otros 
medios hay de castigarlos, si es cierto que sean 
delincuentes. » Procuró aplacarle, y le rogó que 
escudriñara cumplidamente si era cierto que 
hubiesen cometido el crimen de que se les acu- 



Camaralzaman pudo contenerse y no ser el 
verdugo de sus propios hijos; pero después de 
haberlos mandado prender, envió de noche por 
un emir llamado Jiondar, á quien dio orden de 
que les quitara la vida fuera de la ciudad, en el 
paraje que juzgase oportuno, y no*volviera sin 



traer sus vestidos en prueba de haber ejecutado 
la orden que le daba. 

Jiondar caminó toda la noche, y á la mañana 
siguiente, cuando se hubo apeado, intimó lloran- 
do á los dos príncipes la orden que tenia. «Prín- 
cipes, »- les dijo, «esta orden es muy cruel, y 
para mí es una pesadumbre el que se me haya 
elejido para ejecutarla. ¡ Ojalá pudiera escusar- 
me de hacerlo ! — Cumplid vuestro deber , » 
repusieron los príncipes ; « ya sabemos que no 
sois la causa de nuestra muerte : os la perdona- 
mos con todo corazón. » 

Al decir estas palabras, los dos principes se 
abrazaron y dieron el postrer adiós, con tanta 
ternura, que estuvieron largo rato sin acertar á 
separarse. El príncipe Asad fué el primero que 
se aparejó á recibir el golpe mortal. « Empezad 
por mí, » le dijo á Jiondar, « que no tenga el 
dolor de ver morir á mi querido hermano Am- 
jiad. » Este se opuso, y Jiondar no pudo presen- 
ciar, sin derramar copiosas lágrimas, su contien- 
da que estaba demostrando cuan entrañable y 
cabal era su intimidad. 

Al fin terminaron aquel altercado tan doloro- 
so y pidieron á Jiondar que los atara juntos y 
los pusiera en lo situación mas cómoda para 
darles al mismo tiempo el golpe mortal. « No 
defraudéis, » añadieron, « del consuelo de mo- 
rir juntos á dos hermanos desventurados, para 
quienes todo ha sido común desde que se hallan 
en el mundo, hasta su inocencia, o 

Jiondar concedió á los dos príncipes lo que 
apetecian : alólos, y cuando los hubo puesto en el 
estado que creyó mas ventajoso para no errar 
el descabezarlos de un sablazo, les preguntó si 
tenian algo que mandarle antes de morir. 

«Una sola cosa os pedimos,» respondieron los 
dos príncipes, a y es que á vuestra vuelta ase- 
guréis al rey nuestro padre que morimos ino- 



332 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



centes ; pero que no le achacamos la efusión de 
nuestra sangre. Con efecto, sabemos que no es- 
tá bien informado de la verdad del crimen que 
se nos imputa. » Prometióles Jiondar que no 
dejaria de hacerlo, y al mismo tiempo desen- 
vainó el sable. Su caballo, que estaba atado á 
un árbol junto á él, asonmbrado con aquel ade- 



El caballo, que era animoso, se encabritó de- 
lante de Jiondar y se emboscó hasta la mayor 
espesura. Siguióle Jiondar, y los relinchos del 
caballo despertaron á un león que dormía : este 
acudió, y en vez de dirijirse al caballo, se en- 
caminó á Jiondar tan pronto como llegó á verlo. 

Jiondar ya no pensó en su caballo : vióse en 




man y el resplandor del sable, rompió la brida, 
se escapó y echó á correr por el campo. 

Era un caballo de mucho precio, ricamente 
enjaezado, que Jiondar hubiera sentido perder, 
y turbado con este incidente, en vez de cortar 
la cabeza á los príncipes, tiró el sable y corrió 
Iras el caballo para cojerlo. 



el mayor conflicto para la conservación de su 
vida, sorteando el embate del león, que, sin 
perderle de vista, le seguía de cerca por entre 
los árboles. En aquel trance, «Dios no me en- 
viaría este castigo » decia allá interiormente, 
« si no fueran inocentes los príncipes á quienes 
el rey me ha mandado quitar la vida ; y por 



CUENTOS ÁRABES. 



333 



desgracia no tengo mi sable para defenderme.» 

En tanto que Jiondar corría tras el caballo, 
los dos príncipes se sintieron abrasados de una 
sed ardiente, causada por el temor de la muer- 
te, á pesar de su generosa determinación de 
avenirse á la orden cruel del rey su padre. El 
príncipe Amjiad advirtió á su hermano que no 
estaban lejos de un manantial, y le propuso que 
se desataran y fueran á beber. « Hermano, » 
repuso el príncipe Asad, « no merece la pena 
el apagar la sed para el poco tiempo que nos 
queda de vida ; bien podremos aguantar aun 
algunos momentos. » 

Amjiad no hizo caso de aquel reparo, y ha- 
biéndose desatado, hizo otro tanto con su her- 
mano, aunque á pesar suyo : fueron al manan- 
tial, y luego que hubieron apagado la sed, oye- 
ron el rujidó del león y grandes alaridos en el 
bosque donde se habían internado el caballo y 
Jiondar. Amjiad asió al punto el sable que ha- 
bía dejado este. «Hermano mío,» le dijo á 
Asad; «corramos en auxilio del desgraciado 
Jiondar: quizá llegaremos á tiempo para sacarle 
del peligro en que se halla. » 

Ambos príncipes, sin perder momento, llega- 
ron cuando el león acababa de tirar al suelo á 
Jiondar. El león, viendo que el príncipe Amjiad 
se adelantaba hacia él con el sable levantado , 
soltó su presa y se abalanzó á él todo enfurecí- 
do ; recibióle el príncipe con intrepidez y le 
descargó un sablazo con tantísimo brío y maes- 
tría, que'le dejó tendido. 

Luego que Jiondar conoció que debia la vida 
á los dos príncipes , se arrojó á sus pies y les 
dio gracias del gran servicio que les debia , en 
términos que manifestaban su reconocimiento. 
« Príncipes, » les dijo levantándose y besán- 
doles las manos , arrasados los ojos en lágrimas, 
« guárdeme Dios de menoscabar vuestra vida , 
después del auxilio sin igual que acabáis de fran- 
quearme. Nunca se le echará en cara al emir 
' Jiondar el haber sido capaz de tamaña ingra- 
titud. 

— « El servicio que os hemos prestado , » 
respondieron los príncipes, « no debe servir de 
óbice para ejecutar vuestra orden : cojamos 
antes á vuestro caballo y volvamos al sitio donde 
nos habíais dejado, » Poco trabajo tuvieron en 
cojer el caballo , cuya fogosidad había amainado 
y estaba cercano ; pero cuando hubieron vuelto 



junto al manantial, por muchas instancias que 
hicieron al emir, no pudieron recabar de su 
entereza que les diera la muerte. « Lo único que 
os pido , » les dijo , « y que os ruego me con- 
cedáis, es que os arregléis con lo que puedo 
daros de mi traje y me deis cada uno vuestro 
vestido marchándoos tan lejos que el rey vuestro 
padre no oiga ya nunca hablar de vosotros. » 

Los príncipes tuvieron que consentir en lo 
que quiso, y luego que le hubieron dado cada 
uno su vestido y se cubrieron con lo que les dio 
del suyo, el emir Jiondar les entregó todo el 
dinero que llevaba y se despidió de ellos. 

Cuando el emir se hubo separado de los prín- 
cipes, entró en el bosque, manchó los vestidos 
con la sangre del león , y prosiguió su camino 
hasta la capital de la isla de Ébano. Á su llegada , 
el rey Camaralzaman le preguntó si habia cum- 
plido fielmente con la orden que le habia dado. 
« Señor, » respondió Jiondar, presentándole los 
vestidos de los príncipes , « aquí están las prue- 
bas. » 

— « Decidme , » repuso el rey, « cómo reci- 
bieron el castigo que les mandé dar. — Señor, » 
lo recibieron con entereza asombrosa, y con 
suma resignación á los decretos de Dios , mani- 
festando la sinceridad con.que profesaban su 
relijion ; pero particularmente con gran respeto 
á vuestro majestad y una sumisión indecible á 
su sentencia. « Morimos inocentes , » decían , 
« pero sin murmurar. Recibimos nuestra muerte 
de la mano de Dios , y la perdonamos al rey 
nuestro padre : sabemos que no se le ha dicho 
la verdad. » 

Camaralzaman , conmovido con aquella nar- 
zacion del emir Jiondar, rejistró las faltriqueras 
de los vestidos que habían pertenecido á los 
príncipes, empezando por el de Amjiad , y halló 
un billete que abrió y leyó. Apenas hubo cono- 
cido que lo habia escrito la reina Hayatalnefusa , 
no solo por su letra, sino por un rizo de su ca- 
bello que estaba dentro , cuando se estremeció. 
Luego rejistró temblando las faltriqueras de 
Asad, y hallando el billete de la reina Badura, 
le sobrecojió un pasmo tan repentino, que cayó 
desmayado. 

La sultana Cheherazada , advirtiendo que 
rayaba el dia , dejó de hablar hasta la noche 
siguiente en que prosiguió de esta manera : 



334 



LAS MIL Y ¥NA NOCHES. 



NOCHE CCVII. 



Señor, jamás hubo pesar comparable al que 
sintió Camaralzaman cuando volvió de su des- 
mayo. « ¿ Qué has hecho, padre bárbaro? » es- 
clamó ; « i has asesinado á tus hijos que eran 
inocentes ! ¿ Su cordura , modestia , obediencia 
y sumisión á todas tus voluntades y en fin su 
virtud no estaban desde luego abogando por 
ellos? Padre ciego, ¿ mereces que la tierra te 
sostenga tras una bastardía tan abominable? Yo 
mismo me he despeñado en este abismo , y este 
es el castigo con que Dios me apena , por no 
haber perseverado en la aversión á las mujeres 
con que nací. No sinceraré vuestro delito con 
vuestra misma sangre, aborrecibles mujeres: 
no , no sois dignas dp mis iras. Pero confúndame 
el cielo , si os vuelvo á ver jamás. 

El rey Camaralzaman fué puntualísimo en el 
cumplimiento de su promesa. Aquel mismo dia 
mandó trasladar á las dos reinas á un aposento 
separado , en donde permanecieron bajo compe- 
tente custodia , y en su vida volvió á verlas. 

Mientras que el rey Camaralzaman se estaba 
así acongojando por el malogro de sus hijos, 
habiéndolo' causado él mismo con un arrebato 
inconsiderado, los dos príncipes andaban er- 
rantes por los desiertos, desviándose de los 
pueblos y evitando el encuentro de las jentes ; 
no vivían sino de yerbas y frutas silvestres , y 
solo bebían el agua estancada de la lluvia que 
hallaban en el hueco de los peñascos. -Durante 
la noche , para guardarse de las fieras , dormían 
y velaban alternativamente. 

Al cabo de un mes llegaron á la falda de un 
monte espantoso , de piedra negra , y al parecer 
inaccesible. Advirtieron sin embargo un camino 
trillado ; pero lo hallaron tan angosto y traba- 
joso , que no quisieron aventurarse en él. Con la 
confianza de hallar otro menos áspero, siguieron 
dándole vueltas y caminaron durante cinco dias; 
pero fué en balde todo aquel ahinco, pues al fin 
tuvieron que volver al camino que habían dejado. 
Pero halláronlo tan intransitable que estuvieron 
deliberando mucho rato antes de trepar por él. 
Al fin se fueron alentando y empezaron á subir. 



Cuanto mas se adelantaban los príncipes, 
tanto mas agrio y empinado les^arecia el monte, 
y varias veces estuvieron próximos á desistir de 
su intento. Cuando uno estaba cansado y el otro 
lo advertía, este se paraba y recobraban aliento. 
k veces venían á estar ambos tan rendidos, que 
les faltaban las fuerzas. Entonces no pensaban 
en seguir su marcha , sino en morir de fatiga y 
quebranto. Pasado un rato , cuando habían reco- 
brado algún aliento, se estimulaban mutuamente 
y volvían á proseguir su camino. 

Á pesar de su dilijencia , brío y tesón , no les 
fué posible llegar á la cumbre en todo el dia. 
Sobrecojiólos la noche, y el príncipe Asad se 
halló tan postrado y exánime, que se paró de 
repente. « Hermano mió, » le dijo á Amjiad , 
no puedo mas y voy á rendir el alma. — Des- 
cansemos cuanto quieras, a repuso Amjiad, 
parándose con él , y cobra ánimo. Ya ves que 
nos queda muy poco por subir y que nos favo- 
rece la luna. » 

Al cabo de media hora de descanso, Asad 
hizo un nuevo esfuerzo, y al fin treparon á lo 
alto del monte, en donde se pararon de nuevo. 
Amjiad fué el primero que se levantó y vio un 
árbol á corta distancia. Llegóse á él y halló que 
era un granado cubierto de gruesas granadas, y 
á cuyo pié manaba una fuente. Corrió á comu- 
nicar esta buena noticia á Asad, y le trajo á la 
sombra del árbol y cerca de la fuente ; comie- 
ron cada uno su granada , y luego se quedaron 
dormidos. 

Al dia siguiente cuando se despertaron , « Va- 
mos, hermano, » dijo Amjiad á Asad, a prosiga- 
mos nuestro rumbo : ya veo que el monte es 
menos empinado por esta parte que por la otra 
y no tenemos mas que bajar. » Pero Asad estaba 
tan cansado del dia anterior, que le fué preciso 
descansar hasta tres dias para reponerse entera- 
mente. Pasáronlos conversando , como ya varias 
veces lo habían hecho , del amor desenfrenado 
de sus madres, que los habia reducido á lan 
lamentable situación. « Pero si Dios se ha decla- 
rado por nosotros, » decían > « de un modo tan 



CUENTOS ÁRABES. 



335 



patente, debemos sobrellevar nuestros males 
con sufrimiento y consolarnos con la esperanza 
de quel al fin los veremos terminados. » 

Pasados los tres dias, ambos hermanos se 
pusieron de nuevo en camino, y como el monte 
se esplayaba por aquella parte , tardaron cinco 
dias en llegar á la llanura. Por fin descubrieron 
con sumo alborozo una ciudad grandiosa. « Her- 
mano, » dijo entonces Amjiad á Asad, « ¿ no 
eres del mismo parecer que yo , que te quedes 
en algún paraje fuera de la ciudad , á donde ven- 
dré á buscarte, mientras voy á informarme cómo 
se llama esa ciudad y en qué pais nos hallamos ? 
Á la vuelta traeré comestibles. Bueno es que no 
entremos juntos , en el caso de que haya algún 
peligro que temer. 

— « Hermano mió, » respondió Asad, apruebo 
mucho tu dictamen ; es acertado y prudente ; 
pero si uno de los dos debe separarse, nunca 
coasentiré que seas tú, y así me permitirás que 
yo me encargue de la empresa, j Qué pesar seria 
para mí , si te sobreviniera algún quebranto ! 

— « Pero hermano , » repuso Amjiad , « lo 
mismo que tú temes por mí debo yo temerlo 
por ti , y así te ruego que me dejes marchar y 
me aguardes con paciencia. — Nunca lo permi- 
tiré , » replicó Asad , « y si me sucede algo , 
tendré el consuelo de saber que estás salvo. » 
Amjiad hubo de ceder y se detuvo bajo unos 
árboles en la falda del monte. 

EL PRÍNCIPE ASAD DETENIDO AL ENTRAR EN LA CIUDAD 
DE LOS MAGOS. 

El principe Asad tomó dinero de la bolsa que 
llevaba Amjiad , y prosiguió su camino hasta la 
ciudad. Apenas hubo entrado en la primera calle, 
cuando se juotó con un venerable anciano bien 
vestido, y que llevaba un bastón en la mano. 
Como no dudó que era sujeto de suposición y que 
no querría engañarle,» Señor, » le dijo, a os ruego 
que me ensenéis el camino de la plaza pública. » 

El anciano miró al príncipe con cierta sonrisa 
y le dijo : a Hijo mió , sin duda sois estranjero , 
pues de otro modo no me haríais semejante pre- 
gunta. — Sí señor, lo soy, » repuso Asad. 
— a Bien venido seáis, » replico el anciano; 
« grande honor es para nuestro pais que un 
joven de tan gallarda presencia se haya tomado 
la molestia de venirlo á ver. Pero decidme, 
¿ qué negocios tenéis en la plaza pública ? 

— a Señor, » respondió Asad, « hace dos 
meses que un hermano mió y yo hemos salido de 
un pais muy lejano. Desde entonces no hemos 
cesado dé caminar, y hoy mismo hemos llegado. 
Mi hermano , cansado de tan largo viaje , se ha 



quedado en la falda del monte, y yo vengo en 
busca de víveres para entrambos. 

— «Hijo mió , » repuso otra vez el anciano, 
u muy al caso habéis venido , y lo celebro por 
amor vuestro y de ese hermano. Hoy he convi- 
dado á comer á muchos amigos y me ha quedado 
gran cantidad de manjares , á los que nadie ha 
tocado. Venios conmigo, os agasajaré cuanto 
me quepa , y cuando hayáis acabado , os lleva- 
réis para vos y vuestro hermano con que vivir 
muchos dias. No os toméis la molestia de ir á 
gastar el dinero en la plaza, pues los viajeros 
jamás lo tienen de sobras. Además , mientras 
comáis os informaré, mejor que nadie, de las 
circunstancias de nuestra ciudad. Una persona 
como yo que ha pasado con distinción por los 
cargos mas honrosos no debe ignorarlas. Tam- 
bién debéis alegraros de haberos encontrado 
conmigo mas bien que con otro alguno , porque 
habéis de saber que no todos son como yo. Os 
aseguro que aquí hay jente perversa. Venid 
pues, quiero que conozcáis la diferencia que 
hay entre un hombre honrado como yo , y mu- 
chos que se precian de serlo y no lo son. 

— a Os agradezco infinitamente , » repuso el 
príncipe Asad, « la buena voluntad que me es- 
tais manifestando. Me fio enteramente de vos, 
y estoy pronto á ir donde queráis. » 

El anciano siguió caminando junto á Asad , 
riéndose interiormente, y por temor de que 
Asad lo advirtiera, le hablaba de varios asuntos 
para ratificarle en el favorable concepto que de 
él habia formado, <* Es preciso confesar,» le 
decia , o que habéis tenido mucha suerte en ve- 
niros á mí mas bien que á otro. Doy gracias á 
Dios de haberos encontrado : ya sabréis, cuando 
lleguéis á casa, por qué os digo esto. » 

El anciano llegó al fin á su casa é hizo entrar 
á Asad en una gran sala , en la que vio cuarenta 
ancianos que formaban un círculo al rededor de 
un fuego encendido que estaban adorando. 

Con aquella vista , el príncipe Asad se horro- 
rizó tanto al ver hombres harto insensatos para 
tributar su culto á la criatura con preferencia al 
Criador, cuanto temió viéndose engañado y en 
sitio atan bominable. 

Mientras Asad estaba inmóvil de estrañeza , el 
astuto anciano saludó á los cuarenta circuns- 
tantes y les dijo, a Devotos adoradores del fuego, 
feliz es este dia para nosotros. ¿ En dónde está 
Gazban ? » añadió : « que le llamen. » 

Á estas palabras, pronunciadas en alta voz, 
un negro, que las oyó desde una habitación baja, 
se presentó , y apenas vio al desconsolado Asad , 
cuando comprendió para que le habían llamado. 
Corrió á él, le tiró al suelo de un golpe y 



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LAS MIL Y UNA NOCHES. 



le ató los brazos con asombrosa dilijencia. 
Cuando hubo acabado, « Llévale abajo, » le 
mandó el anciano . a y no dejes de decir á mis 
hijas Bostana y Cabame que le apaleen cada dia 
y le den por alimento un pan por la mañana y 
otro por la noche : con esto podrá vivir hasta la 



salida del buque para el mar azul y la montaña 
del fuego ; haremos de él un sacrificio grato á 
nuestra divinidad. » 

La sultana Cheherazada no prosiguió aquella 
noche, porque ya amanecía ; pero á la siguiente 
habló así al sultán de las Indias : 



NOCHE CCVIII. 



Señor, luego que el anciano hubo dado la 
orden cruel de que ayer hablé , Gazban asió á 
Asad maltratándole , le hizo bajar debajo de la 
sala, y después de haberle hecho pasar por 
muchas puertas , hasta una mazmorra á donde 
se bajaba por una escalerilla , le ató por los pies 
á una cadena muy gruesa y pesada. Luego que 
hubo acabado, fué á avisar á las hijas del an- 
ciano , pero este ya les estaba hablando. « Hijas 
mías, » les dijo, « bajad y apalead como sabéis al 
musulmán que acabo de cojer, sin ninguna con- 
sideración : de este modo manifestaréis que 
sois buenas adoradoras del fuego. » 

Bostana y Cabame , criadas en el odio contra 
todos los musulmanes, recibieron esta orden con 
júbilo. Bajaron al punto al calabozo , desnudaron 
á Asad y le apalearon sin ninguna compasión, 
hasta que le sacaron sangre y que perdió el sen- 
tido. Después de esta bárbara ejecución , le pu- 
sieron al lado un pan y un cántaro de agua y se 
retiraron. 

Asad no volvió en sí hasta largo rato después, 
y fué para derramar dos torrentes de lágrimas, 
lamentándose de su desdicha, aunque con el 
consuelo de que su hermano Amjiad se habia 
librado de aquel fracaso. 

£1 príncipe Amjiad aguardó á su hermano 
Asad hasta la noche en la falda del monte, con 
sumo desasosiego. Cuando vio que eran las dos , 
las tres, y aun las cuatro de la tarde, y que no 
habia vuelto, poco faltó para que se desesperase, 
y pasó la noche én aquella amarguísima zozobra. 
Apenas amaneció, encaminóse á la ciudad. Es- 
trañó desde luego el ver tan pocos musulmanes. 
Detuvo al primero que encontró y le preguntó 
cómo se llamaba aquella población. Supo que 
era la ciudad de los magos, asi llamada porque 
los adoradores del fuego eran en mayor número 



y habia muy pocos musulmanes. También, pre- 
guntó cuánto habia desde allí á la isla de '.baño, 
y le respondieron que por mar habia unos cua- 
tro meses de navegación y por tierra un año de 
viaje. El sujeto á quien se habia dirijido se des- 
vió tras estas contestaciones, y siguió su camino, 
como que estaba de priesa. 

Amjiad , que solo habia puesto seis semanas 
en venir de la isla de ,bano con su hermano 
Asad, no podia comprender cómo habían echo 
tantísimo camino en tan corto tiempo, á menos 
que fuera por encanto ó que el rumbo del monte 
por donde habían venido fuese mas breve y no 
practicado á causa de su escabrosidad. Cami- 
nando por la ciudad, separó en la tienda de un 
sastre, que conoció á su traje por musulmán, 
así como ya habia conocido al que habia dete- 
nido antes. Sentóso junto á él después de ha- 
berle saludado, y le refirió el conflicto en que 
se hallaba. 

Cuando el príncipe Amjiad hubo acabado, 
« Si vuestro hermano, » repuso el sastre, « ha 
caído en poder de algún mago, podéis contar 
con que no le volveréis á ver jamás. Está per- 
dido sin recurso, y os aconsejo que os consoléis 
y procuréis guardaros de igual desventura. Al 
efecto, si me queréis creer, os quedaréis con- 
migo, y os enteraré de todos los ardides pro- 
pios de estos magos , para que os guardéis de 
ellos cuando salgáis. » Amjiad, inconsolable por 
haber perdido á su hermano Asad, admitió la 
oferta y díó gracias al sastre por el agasajo* que 
le dispensaba. 

HISTORIA DEL PRÍNCIPE AMJIAD Y DE UNA DAMA DE LA 
CIUDAD DE LOS MAGOS. 

El príncipe Amjiad no salió por la ciudad du- 



CUENTOS ÁRABES. 



337 



rante un mes , sino en compañía del sastre ; al 
fin se aventuró á ir solo al baño. Un dia, cuando 
pasaba por una calle, encontró á una dama que 
venia hacia él. 

La dama , que vio un joven agraciado y que 
acababa de salir del baño, alzó el velo y le pre- 
guntó con semblante risueño y miradas amoro- 
sas á dónde se encaminaba. Arajiad no pudo 
resistir á los primores que estaba manifestando. 
« Señora, » respondió , « voy á mi casa ó la 
vuestra, eso queda á vueslra elección. 

— « Señor, » respondió la dama con hala- 
güeña sonrisa, « las damas de mi clase no lle- 
van á los hombres á su casa, sino que van á la 
de ellos. » 

Amjiad se vio en sumo ahogo con esta con- 
testación inesperada. No se atrevía á llevarla á 
casa de su huésped, que su hubiera escandali- 
zado, perdiendo así la protección de que tanto 
necesitaba en una ciudad donde habia que vivir 
con tan solícita cautela. Bisoño además en la 
población, no sabia paraje alguno á donde lle- 
varla, y no podia determinarse á malograr tan 
venturoso encuentro. En esta incertidumbre, 
determinó entregarse á la suerte , y sin contes- 
tar tomó la delantera, y le siguió la dama. 

El príncipe Amjiad la llevó largo rato de calle 
en calle, de barrio en barrio, de plaza en plaza, 
y cuando ya ambos estaban cansados de andar, 
se metió por una calle, en el fondo de la cual se 
veia una gran puerta cerrada de una casa de es- 
tertor vistoso, con dos poyos, uno á cada lado 
de la entrada. Amjiad se sentó en uno , como 
para cobrar aliento , y la dama, mas cacada 
que él, sentóse en el otro. 

Cuando la dama se hubo sentado , « Con que 
esta es vuestra casa, » le dijo á Amjiad. — « Ya 
lo veis , señora , » respondió el príncipe. — 
« Por qué no abrís pues? » repuso la descono- 
cida ; « ¿ á qué aguardáis? — Hermosa mia, ♦> 
replicó Amjiad, « es porque no tengo la llave ; 
se la dejé á mi esclavo y le di un encargo de 
que no puede estar de vuelta todavía , y como 
le he mandado que después de haber cumplido 
mi encargo , fuese á comprar, tendremos que 
aguardarle todavía muy despacio. » 

Las dificultades que hallaba el príncipe en sa- 
tisfacer su pasión, de la cual empezaba á arre- 
pentirse, le habían hecho idear aquella salida , 
con la esperanza de que la dama lo creería, y 
que enojada , le dejaría allí é iría en busca de 
fortuna por otra parte ; pero se equivocó. 

« Vaya un esclavo harto necio en hacernos 

aguardar así, » repuso la dama ; a yo misma le 

castigaré como lo merece, si vos no lo hacéis , 

cuando esté de vuelta. No es decoroso qu$ me 

T, I. 



esté sola á una puerta con un hombre. » Al de- 
cir esto, se levantó y cojió una piedra para 
romper la cerradura, que, según costumbre del 
país, era de madera y muy endeble. 

Amjiad , sobresaltado con tamaño intento , 
quiso oponérsele. « Señora, » le dijo, « ¿qué vais 
á hacer ? Tened á bien sosegaros. — ¿ Qué te- 
neis que temer ? » repuso la dama ; « ¿ no es 
vuestra la casa ? Gran negocio por cierto una 
cerradura de madera rota : fácil es poner otra.» 
Rompió la cerradura , y cuando estuvo abierta 
la puerta, entró en la casa andando delante. 

Amjiad se creyó perdido al ver forzada la 
puerta de la casa : titubeó si debía entrar á po- 
nerse en salvo del peligro que tenia por indu- 
dable, é iba á tomar este último partido, cuando 
la dama se volvió y vio que no entraba. « ¿ Qué 
tenéis ? ¿por qué no entráis en vuestra casa ? » 
le dijo la dama. — « Estaba mirando, señora, » 
respondió , « si mi esclavo volvía , y temo que 
nada esté pronto. — Venid, venid; estaremos 
mejor aquí que no afuera mientras llega. » 

El príncipe Amjiad entró, á pesar suyo, en 
un patio espacioso y bien enlosado. Desde el 
patio subió por algunas gradas á un gran reci- 
bidor, en donde vieron él y la dama una gran 
sala abierta y muy bien amueblada , y en ella 
una mesa con manjares esquisitos, y otra cu- 
bierta de toda clase de hermosas frutas y un 
aparador atestado de botellas con vino. 

Cuando Amjiad vio estos preparativos, ya no 
dudó de su muerte. « Estás perdido, pobre Am- 
jiad, » estuvo diciendo para consigo; a no so- 
brevivirás mucho tiempo á tu querido hermano 
Asad. » La dama, al contrario, prendada de es- 
pectáculo tan halagüeño, a ¿ Cómo, señor, » es- 
clamó, ((temíais que nada hubiese pronto? Va 
veis con todo que vuestro esclavo ha hecho mas 
de lo que creíais. Pero si no me engaño, estos 
preparativos son para otra dama. No importa, 
que venga la tal dama , y os prometo no tener 
zelos. El favor que os pido , es que me prome- 
táis que la sirva y á vos también. » 

Amjiad no pudo menos de reírse del chiste de 
la dama , por muy acongojado que se hallara. 
« Señora, » repuso, pensando en otra cosa muy 
diferente que le entristecía, « os aseguro que no 
hay nada de lo que os imajinais : esto es sola- 
mente mi comida diaria. » Como no osaba colo- 
carse á la mesa que no se había dispuesto para 
él, quiso sentarse en el sofá; pero la dama se 
lo estorbó. « ¿Qué hacéis? » le dijo; « debéis 
tener gana después del baño : sentémonos á la 
mesa, comamos y regocijémonos, d 

Amjiad se vio precisado á hacer lo que la 
dama quiso : sentáronse á la mesa y empezaron 

22 



338 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



á comer. Después de los primeros bocados, la 
dama cojió una copa y una botella , se echó de 
beber y brindó la primera á la salud de Amjiad. 
Luego volvió á llenar la copa y la presentó á 
Amjiad, quien le correspondió. 

Cuanto mas cavilaba Amjiad acerca de su 
aventura, tanto mas atónito estaba , al ver que 
el amo de la casa no comparecía, y aun , que, 
siendo las habitaciones tan lujosas , no hubiese 
siquiera un solo criado. « Peregrina fuera en 
verdad mi ventura, » decia para sí mismo, « si 
el amo no volviera hasta que yo haya salido de 
tamaño atascadero. » Mientras estaba embargado 
con estos pensamientos y otros mas temibles, la 
clama seguía comiendo y bebiendo de cuando en 
cuando, y le obligaba á hacer otro tanto. Esta- 
ban en los postres, cuando llegó el amo de la 
casa. 

Era este el caballerizo mayor del rey de los 
magos y se llamaba Bahader. La casa le perte- 
necía ; pero tenia otra, en la que habitaba por 
lo regular. Esta solo le servia para divertirse en 
particular con tres ó cuatro amibos predilectos ; 
hacia llevar todo de su casa, y sus criados aca- 
baban de salir poco antes que llegasen Amjiad y 
la dama. 

Bahader llegó sin acompañamiento, y disfra- 
zado, como solía, un poco antes de la hora que 



había señalado á sus amigos. No quedó poco em- 
bargado al ver la puerta de su casa quebran- 
tada. Entró con gran sijilo, y oyendo que ha- 
blaban y se divertían en la sala, se arrimó á la 
pared y sacó un poco la cabeza á la puerta para 
ver qué clase de jente era. Viendo que eran un 
joven y una dama que estaban comiendo á la 
mesa dispuesta para sus amigos y para sí, y que 
el quebranto no era tan sumo como se lo había 
imajinado, determinó divertirse. 

La dama, que estaba vuelta de espalda, no 
podia ver al caballerizo ; pero Amjiad lo notó al 
pronto cuando estaba con la copa en ía mano. 
Inmutóse con aquella vista, y clavó los ojos en 
Bahader, quien le hizo seña de que no dijera 
nada y fuera á hablarle. 

Amjiad bebió y se levantó : « ¿ Adonde vais? » 
le preguntó la dama. — « Señora , » le dijo Am- 
jiad , « quedaos , os ruego ; pronto estoy de 
vuelta ; tengo que salir para una necesidad. » 
Halló á Bahader, que le aguardaba en la entrada 
y le llevó al patio para hablarle sin ser oido de 
la dama. 

Á estas palabras advirtió Cheherazada que ya 
era hora de que el sultán de las Indias se levan- 
tase , y suspendió su historia hasta la noche si- 
guiente , en que prosiguió de esle modo : 



NOCHE CCIX. 



Señor , cuando Bahader y el príncipe Am- 
jiad estuvieron en el patio, el primero preguntó 
al príncipe por qué aventura se hallaba en su 
casa con la dama y por qué habían violentado la 
puerta. 

« Señor , » respondió Amjiad , « debo pare- 
ceros muy culpado; pero si queréis tener sufri- 
miento para escucharme , espero que me halla- 
réis muy inocente. » Prosiguió su narración , 
refiriéndole en pocas palabras el lance tal cual 
era , sin ocultarle nada ; y para convencerle de 
que era incapaz de cometer una acción tan baja 
como la de forzar una casa , no le disimuló que 
era príncipe ni tampoco el motivo por que se ha- 
llaba en la ciudad de los magos. 



Bahader , que era naturalmente amigo de lo 
estranjeros , se alegró de que se le rodeara oca- 
sión de servir á uno de la clase de Amjiad. Con 
efecto , no dudó de su sinceridad , en vista de 
sus modales atentos y de sus espresiones come- 
didas y cultas, a Príncipe , » le dijo , « me ale- 
gro mucho de que se me proporcione coyuntura 
de serviros en un encuentro tan chistoso como 
el que acabáis de referirme. Muy lejos de turbar 
la fiesta , me servirá de suma complacencia el 
contribuir á vuesta satisfacción. Antes de comu- 
nicaros lo que pienso sobre esto , creo deberos 
decir que soy caballerizo mayor del rey y que 
me llamo Bahader , tengo una casa en la que ha- 
bito jeneralmente , y esta solo me sirve para 



CIENTOS ÁRABES. 



33» 



recrearme algunas veces con mis amigos. Ha- 
béis hecho creer á esa dama que teníais un es- 
clavo , aunque no hay tal ; quiero ser ese escla- 
vo , y para que eso no os repugne ni os escuseis, 
os repito que lo quiero absolutamente , y pronto 
sabréis el motivo. Volved pues á sentaros y se- 
guid divirtiéndoos , y cuando vuelva dentro de 
un rato y me presente en traje de esclavo , re- 
ñidme mucho y aun no temáis golpearme ; os 
serviré todo el rato que estéis en la mesa y has- 
ta la noche. Dormiréis en mi casa , como tam- 
bién la dama, y mañana la despediréis. Tras 
esto procuraré haceros servicios de mas entidad. 



á su primer encuentro. Luego que se marcha- 
ron , salió y se vistió un traje de esclavo. 

El príncipe Amjiad se juntó con la dama, muy 
complacido de que la casualidad le hubiese lle- 
vado á una casa que pertenecía á un sujeto tan 
distinguido y que tan cortesmente se portaba 
con él. Al sentarse otra vez á la mesa , « Se- 
ñora , » le dijo , « os pido mil perdones de mi 
descortesía y del mal humor que tengo con la 
ausencia de mi esclavo ; el bribón me lo pagará 
y le haré ver si debe estar tanto tiempo fuera. 

« — Eso no debe desazonaros , » repuso la 
dama ; « peor para él : si comete yerros, ya los 




Id pues sin perder tiempo. » Amjiad quiso re- 
plicar : pero el caballerizo mayor no se lo per- 
mitió , y le precisó á que volviera junto á la 
dama. 

Apenas Amjiad habia vuelto á la sala , cuando 
llegaron los amigos que el caballerizo mayor 
habia convidado. Pidióles encarecidamente que 
le escusasen por aquel dia , dándoles á enten- 
der que aprobarían el motivo cuando lo supiesen 



pagará. No pensemos en él , y sí tan solo en di- 
vertirnos. » 

Siguieron sentados á la mesa , con tanto mas 
gozo de Amjiad , cuanto ya no le quedaba ras- 
tro de la zozobra por lo que sucedería con la 
indiscreción de la dama , la cual no debia for- 
zar la puerta , aun cuando la casa hubiera per- 
tenecido á Amjiad. No estuvo menos jovial que 
la amiga , y se dijeron mil requiebros , bebien- 



340 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



do mas que comiendo , hasta la llegada de Ba- 
hader ,. disfrazado de esclavo. 

Bahader entró como un esclavo , acongoja- 
dísimo al ver que su amo estaba acompañado, 
y que volvía tan larde. Se arrojó á sus pies be- 
sando la tierra para implorar su clemencia , y 
cuando se hubo levantado , permaneció en pié 
con las manos cruzadas y cabizbajo , aguardan- 
do que le mandasen algo. 

« Picaro esclavo, » le dijo Amjiad con una 
mirada y un desentono violento, « ¿dime si hay 
en el mundo un esclavo peor que tú ? ¿ A dónde 
has ida? ¿Qué has estado haciendo para vol- 
ver á esta hora ? 

« — Señor , » repuso Bahader , « os pido 
perdón ; vengo de hacer los encargos que me 
disteis : no creí que volvieseis tan temprano. 

o — Eres un bribón , » replicó Amjiad , « y 
te moleré á palos para que aprendas á no men- 
tir ni faltar á tu obligación. » Levantóse , cojió 
un palo y le dio dos ó tres golpes á la lijera , y 
luego volvió á sentarse á la mesa. 

La dama no se contentó coíi aquel castigo, y 
levantándose luego , cojió el palo y dio tantos 
golpes á Bahader , que á este le saltaron las lá- 
grimas á los ojos. Amjiad , escandalizado de la 
libertad que se tomaba y porque maltrataba á 
un oficial de tanta suposición , clamaba que era 
bastante , sin que le atendiese. « Dejadme en 
paz , » decia , « quiero satisfacerme y enseñarle 
á que no esté tanto tiempo fuera. » Y continua- 
ba siempre con tanta furia , que Amjiad hubo 
de levantarse y quitarle el palo , que no soltó 
sin mucha resistencia. Como vio que ya no po- 
día golpear á Bahader, se volvió á sentar y le 
dijo mil baldones. 

Bahader se enjugó las lágrimas y quedó en 
pié para servirles de beber. Cuando vio que no 
bebian ni comían , levantó la mesa , barrió la 
sala , puso todo el ajuar en su sitio , y luego 
que anocheció , fué encendiendo las bujías. 
Cada vez que entraba ó salia, la dama no dejaba 
de reñirle , amenazarle é insultarle , con gran 
descontento de Amjiad, que de:eaba quedar bien 



con él y no se atrevia á decirle nada. Cuando 
fué hora de acostarse , Bahader les preparó una 
cama en el sofá , y se retiró á un aposento que 
estaba en frente y en donde no tardó en dormir- 
se tras tanta fatiga. 

Amjiad y la dama conversaron todavía media 
hora , y antes de acostarse , la dama hubo de. 
salir. Al pasar por la entrada, oyó que Bahader 
estaba roncando ya , y como había visto un sa- 
ble en la sala , « Señor, » dijo á Amjiad al vol- 
ver , » os ruego que hagáis una cosa por amor 
mió. — ¿ Qué puedo hacer para serviros ? » re- 
puso Amjiad. — « Hacedme el favor de tomar 
ese sable , » replicó la dama , « y cortarle la 
cabeza á vuestro esclavo. » 

Amjiad quedó pasmado con tamaña propues- 
ta , que atribuyó al vino que habia bebido la 
dama. « Señora , » le dijo , « dejemos á mi es- 
clavo ; no merece la pena de que penséis en él; 
ya le castigué , vos también lo habéis hecho, 
y esto basta ; además estoy muy contento con 
él , y no acostumbra cometer semejantes yerros. 

— « No me doy por satisfecha , » repuso la 
dama furiosa , « quiero que ese bribón muera; 
y si no es de vuestra mano , será de la mia. » 
Diciendo estas palabras , coje el sable , lo des- 
envaina , y echa á correr para ejecutar su mal- 
vado intento. 

Amjiad la alcanza á la entrada , y le dice : 
« Señora , es preciso complaceros , ya que así 
lo deseáis : sentiría que cualquiera otro sino yo 
quitara la vida á mi esclavo. » Cuando la dama 
le hubo entregado el sable , « Venid , seguid- 
me , » añadió , « no metamos ruido , por temor 
de que se despierte. » Entraron en el aposento 
en donde dormía Bahader; pero en vez de des- 
cargarle el golpe , Amjiad lo asestó contra la 
dama y le cortó la cabeza , que cayó encima de 
Bahader. 

Ya empezaba á amanecer, cuando Cheheraza- 
da decia estas palabras ; advirtiólo y dejó de ha- 
blar. A la noche siguiente prosiguió de esta ma- 
nera. 




CUENTOS ÁRABES. 



3*1 



NOCHE CCX. 



Señor, la cabeza de la dama hubiera inter- 
rumpido el sueño del caballerizo mayor al caer 
encima de él, aun cuando no le hubiera desper- 
tado el eco del sablazo. Atónito al ver á Amjiad 
con el sable ensangrentado y el cuerpo de la da- 
ma tendido en el suelo sin cabeza, le preguntó 
qué significaba aquello. Amjiad le reíirió lo qne 
habia ocurrido, y al acabar añadió : « Para es- 
torbar qne esa furia os quitase la vida, no he 
hallado otro medio que el de quitársela á ella 
misma. 

— « Señor, » repuso Bahader, lleno de reco- 
nocimiento, « personas de vuestra sangre y tan 
jenerosas son incapaces de favorecer tan per- 
versas acciones. Sois mi libertador, y no puedo 
agradecéroslo como corresponde. » Después de 
haberle abrazado para manifestarle mejor cuan 
agradecido le estaba, dijo : « Hay que sacar es- 
te cadáver de aquí antes que amanezca, y es lo 
que voy á hacer. » Amjiad se opuso y dijo que 
él mismo le llevaría, ya que habia hecho la 
muerte. « Un recien llegado á esta ciudad, cual 
vos sois, no conseguiría nada, » repuso Baha- 
der. ((Dejadme obrar á mí, y descuidad. Si no 
vuelvo antes del amanecer, será señal de que 
me habrá sobrecojido alguna patrulla, y por si 
acaso, voy á haceros por escrito donación de 
la casa con todos sus muebles ; no tendréis mas 
que vivir en ella. » 

Luego que Bahader hubo escrito y entregado 
la'donacion al príncipe Amjiad, metió el cuerpo 
de la dama y la cabeza en un saco, se lo echó 
al hombro y caminó de calle en calle siguiendo 
el camino del mar. Poco le fallaba para llegar, 
cuando encontró al juez de policía que audaba 
haciendo su ronda. Los dependientes del juez 
le detuvieron, abrieron el saco y hallaron den- 
tro el cuerpo y la cabeza de la dama degollada. 
£1 juez, que conoció al caballerizo mayor á pe- 
sar de su disfraz, se le llevó consigo, y no atre- 
viéndose á darle muerte á causa de su dignidad, 
sin comunicárselo al rey, se le llevó á la maña- 
na siguiente. Apenas supo el rey por el relato 
del juez la negra acción qué habia cometido, 



pues así lo creía según los indicios, cuando pro- 
rumpió en baldones contra el matador. « ¡ Con 
que así degüellas á mis subditos para robarlos, » 
esclamó, «y echas sus cuerpos al mar" para 
ocultar tu maldad! ¡Á la horca con él al punto ! » 

Por inocente que estuviese Bahader, escuchó 
esta sentencia de muerte con toda la resignación 
posible y no dijo una palabra para sincerarse. 
Llevósele el juez, y mientras disponían la hor- 
ca, mandó pregonar por toda la ciudad que á 
Jas doce se haria justicia de un asesinato come- 
tido por el caballerizo mayor. 

El príncipe Amjiad, que habia aguardado en 
balde al caballerizo mayor, quedó exánime al 
oir el pregón desde la casa en que se hallaba. 
« Si alguno debe morir por haber muerto á tan 
perversa mujer, » dijo para consigo, « no es el 
caballerizo mayor, sino yo, y no permitiré que 
se castigue al inocente en lugar del culpado. » 
Y sin deliberar mas, salió y se encaminó á la 
plaza, en donde debía hacerse la ejecución, 
ante el pueblo que de todas partes acudia. 

Luego que Amjiad vio comparecer al juez que 
llevaba á Bahader á la horca, fué á presntarse 
á él. «Señor, » le dijo, «vengo á declararos y 
aseguraros que el caballerizo mayor á quien 
vais á matar, es muy inocente de la muerte de 
la dama. Yo soy el que cometí el crimen ; si tal 
se puede llamar quitar la vida á una mujer 
aborrecible que iba á matar al caballerizo ma- 
yor ; he aquí lo que sucedió. » 

Guando el príncipe Amjiad hubo informado 
al juez como se le ha"bia acercado la dama al 
salir del baño, de que modo habia sido causa 
de que entrara en la casa de recreo del caballe- 
rizo mayor y de todo cuanto habia ocurrido, y 
que se habia visto precisado á cortarle la cabe- 
za para salvar ía vida al caballerizo mayor, el 
juez suspendió la ejecución y le llevó á palacio 
con el caballerizo. 

El rey quiso que Amjiad mismo le refiriese 
todo, y este, para darle á conocer su. inocencia 
y la del caballerizo mayor, aprovechó la coyun- 
tura para referir su historia y la de su hermano 



342 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Asad, desde el principio hasta su llegada y el 
momento en que hablaba. 

Cuando el príncipe hubo acabado, el rey le 
dijo : « Príncipe, me alegro que esta ocasión 
me haya proporcionado el gusto de conoceros : 
os concedo, no solo la vida, sino que también 
lo hago á mi caballerizo mayor, á quien elojio 
por la buena intención que ha tenido y á quien 
repongo en su empleo ; á vos os nombro gran 
visir, para consolaros del injusto proceder, 
aunque disculpable, que el rey, vuestro padre, 
ha tenido con vos. Con respecto al príncipe 
Asad, os permito que empleéis toda la autoridad 
que os acabo de conferir para saber su para* 
dero. » 

Luego que Amjiad hubo dado gracias al rey 
de la ciudad y del país de los magos y hubo to- 
mado posesión del cargo de gran visir , se valió 
de cuantos medios son imajinables para hallar 
al príncipe, su hermano. Mandó prometer por 
los pregoneros, en todos los barrios de la ciu- 
dad, una crecida gratificación á los que se le 
trajeran, ó siquiera le comunicaran alguna noti- 
cia de él. Puso jente en campaña ; pero por 
muchas dilijencias que hizo, no pudo recabar la 
menor noticia. 

CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DEL PRÍNCIPE ASAD. 

Entretanto Asad continuaba aherrojado en la 
mazmorra donde le habia empozado el astuto 
anciano, y Bostana y Cabame, sus hijas, le mal- 
, trataban con la misma crueldad. Acercóse la 
íiesta solemne délos adoradores del fuego, y 
fletaron un bajel que solia hacer el viaje de la 
montaña del fuego. Cargáronlo, de mercancías , 
puestas al cuidado de un capitán llamado Beh- 
ram, muy adicto á la relijion de los magos. 
Cuando se halló en estado de dar la vela , este 
mandó embarcar á Asad en una caja ; cuajada 
por mitad de mercancías, con bastantes resqui- 
cios en las tablas para que pudiera respirar, y 
mandó bajar la caja al fondo de la bodega. 

Antes que el buque saliera, el gran visir Am- 
jiad, hermano de Asad , á quien habían avisado 
que los adoradores del fuego solian sacrificar 
cada año un musulmán en la montaña del fuego, 
y que Asad , que acaso habia caido en sus ma- 
nos , podia muy bien estar destinado á tan bár- 
bara ceremonia, quiso visitarlo él mismo. Mandó 
que todos los marineros y pasajeros subiesen 
sobre cubierta , mientras que los suyos rejistra- 
ron todo el buque ; pero no hallaron á Asad , 
pues estaba muy oculto. 



Hecho el rejistro, salió el buque del puerto, y 
cuando estuvo en alta mar, Behram mandó sa- 
car á Asad de la caja y le hizo aherrojar para 
afianzarle, por miedo de que, no ignorando que 
iban á sacrificarle , la desesperación le hiciera 
arrojarse al mar. 

Al cabo de algunos dias de navegación , se 
volvió contrario el viento favorable que hasta 
entonces habia acompañado al buque, y se au - 
mentó de tal modo, que levantó furiosa tormenta. 
El buque no solo perdió su derrota , sino que 
Behram y su piloto no sabían dónde se hallaban 
y temían á cada paso tropezar con algún peñasco 
y estrellarse contra él. En lo mas estremado de 
la tempestad, divisaron tierra, y Behram la co- 
noció por el paraje en que se hallaban el puerto 
y la capital de la reina Marjiana, y sintió en ello 
suma pesadumbre. 

Con efecto . aquella reina era musulmana y 
mortal enemiga de los adoradores del fuego. No 
solo no permitía que ninguno tocase en sus es- 
tados, sino que ni siquiera toleraba que ninguno 
de sus buques anclase en él. 

Sin embargo ya no podia evitar Behram la 
entrada en el puerto de la capital de aquella 
reina , á menos que fuera á encallar y perderse 
en la costa, que estaba cuajada de peñascos es- 
pantosos. En aquel trance , celebró consejo con 
su piloto y marineros. « Muchachos , » les dijo , 
« ya veis en qué apuro nos hallamos. Una de 
dos , ó hemos de perecer en las olas , ó hemos 
de libramos de la reina Marjiana; pero ya cono- 
céis su odio implacable contra nuestra relijion y 
todos cuantos la profesan. No dejará de apode- 
rarse del buque y mandarnos quitar á todos la 
vida sin misericordia. Solo veo un remedio que 
acaso nos saldrá bien : soy de parecer que le 
quitemos la cadena al musulmán que llevamos y 
que le vistamos de esclavo. Cuando la reina 
Marjiana me mande comparecer y me pregunte 
cuál es mi tráfico , le responderé que soy mer- 
cader de esclavos y que he guardado uno solo 
para que me sirva de amanuense porque sabe 
leer y escribir. Querrá verle , y como es agra- 
ciado y de su relijion , se compadecerá de él y 
no dejará de proponerme que se le venda , y 
con este motivo nos permitirá permanecer en el 
puerto hasta que el temporal abonance. Si dis- 
currís algún arbitrio mejor, decídmelo y os es- 
cucharé. » El piloto y los marineros aplaudieron 
su propuesta, y quedó admitida. 

La sultana Cheherazada hubo de pararse á 
estas palabras , porque ya amanecía , y á la no- 
che siguiente prosiguió así la misma historia : 



CUENTOS ÁRABES. 



343 



NOCHE CCXI. 



Señor, Behram mandó quitar la cadena al 
príncipe Asad y le hizo vestir un traje de escla- 
vo , correspondiente al cargo de escribane del 
buque , bajo cuyo carácter queria presentarle á 
la reina Marjiana. Apenas estuvo en el estado en 
que deseaba, cuando el buque entró en el puerto 
y descolgó el ancla. 

Luego que la reina Marjiana , cuyo palacio 
estaba situado hacia el mar, de modo que el jar- 
din se estendia hasta la playa, hubo visto que el 
buque habia fondeado , cuando mandó avisar al 
capitán que fuera á hablarle , y para satisfacer 
antes su curiosidad, pasó á aguardarle en el 
mismo jardín. 

Behram , que estaba prevenido , desembarcó 
luego con el príncipe Asad , después de haber 
exijido de él que confirmara que era su esclavo 
y su escribano , y fué llevado ante la reina Mar- 
jiana. Se echó á sus pies , y después de haberle 
manifestado la necesidad que le habia precisado 
á refujiarse en su puerto , le dijo que era trafi- 
cante de esclavos , y que Asad , que le acompa- 
ñaba , era el único que le quedaba y que guar- 
daba para que le sirviera de escribano. 

Asad habia agradado á la reina Marjiana desde 
el momento que le habia visto, y esta se alegró 
al saber que era esclavo. Determinada á com- 
prarle á cualquier precio , le preguntó cómo se 
llamaba. 

a Gran reina-, » replicó Asad arrasados los 
ojos, « ¿ vuestra majestad me pregunta mi nom- 
bre ó el que tengo en el dia ? — ¡ Cómo ! » re- 
puso la reina, « ¿ tenéis acaso dos nombres? — 
¡Ay de mí!» replicó Asad, «demasiado cierto 
es ; en otro tiempo me llamaban Asad (muy ven- 
turoso), y ahora me llamo Motar (destinado á 
ser sacrificado). » 

Marjiana, que no podia penetrar el verdadero 
sentido de aquella respuesta, la aplicó al estado 
de su esclavitud y conoció al mismo tiempo que 
tenia mucho talento. « Ya que sois escritor, » le 
dijo , « no dudo que seáis pendolista , dejadme 
ver vuestra letra. » 

Asad, provisto de un tintero que llevaba en la 



cintura y de papel, pues Behram no habia olvi- 
dado estas circunstancias para persuadir á la 
reina lo que deseaba que creyera , se apartó un 
poco y escribió estas sentencias relativas á su 
desdicha. 

« El ciego se desvia de la huesa en la que el 
intelijente se deja caer. El ignorante se encum- 
bra á los honores con palabras que nada signi- 
fican : el sabio permanece en el polvo con su 
elocuencia. El musulmán se halla en el mayor 
desamparo con todas sus riquezas, el infiel 
triunfa en medio de sus bienes. No se puede es- 
perar que cambien los lances , pues es decreto 
del Todopoderoso que así permanezca. » 

Asad presentó el papel á la reina Marjiana , 
quien no admiró menos la moralidad de las sen- 
tencias que la hermosura de la letra, y esto fué 
bástante para acabar de inflamar su corazón y 
moverlo á compasión para con él. Apenas hubo 
acabado de leerlo, cuando encarándose con Beh- 
ram, le dijo : « Elije , ó venderme este esclavo 
ó regalármele ; quizá te tendrá mas cuenta el 
conformarte con lo segunde. » 

Replicó Behram, con harta insolencia, que no 
tenia elección que hacer, que necesitaba el es- 
clavo y queria retenerle. 

La reina Marjiana, ofendida de aquella osadía, 
no quiso hablar mas á Behram ; cojió al prín- 
cipe Asad del brazo , le hizo pasar por delante 
de ella, y llevándole á su palacio, mandó decir 
á Behram que le confiscaría todas sus mercan- 
cías y prendería fuego al buque en medio del 
puerto , si pasaba en él la noche. Behram se vio 
precisado á volverse al buque , muy apesadum- 
brado , y mandar disponerlo todo para dar la 
vela, aunque la tormenta no estaba enteramente 
aplacada. 

La reina Marjiana, después de haber manda- 
do, al entrar en palacio, que le sirvieran pron- 
tamente la cena , llevó á Asad á su aposento y 
le mandó que se sentara á su lado. Asad quiso 
escusarse diciendo que no correspondía á un es- 
clavo honor tan relevante. 

« ¡ Á un esclavo ! » repuso la reina, « hace un 



3ii 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



momento que lo erais ; pero ya no lo sois. Sen- 
taos junto á mí , os repito , y referidme vuestra 
historia , porque lo que habéis escrito por via 
de muestra y el desacato de ese traficante de 
esclavos me dan á entender que debe ser es- 
traordinaria. » 

El príncipe Asad obedeció, y cuando estuvo 
sentado, dijo : « Poderosa reina, vuestra majes- 
tad no se engaña ; mi historia es verdaderamente 
peregrina y mucho mas de lo que puede imaji- 
narse. Los pesares y tormentos increíbles que 
yo estuve padeciendo y el jénero de muerte á 
que estaba destinado, de que me he librado por 
su rejia jenerosidad, le darán á conocer la gran- 
deza de su beneficio , que nunca olvidaré. Pero 
antes de entrar en este pormenor que horroriza, 
permítame vuestra majestad que empiece la 
narración de mis desventuras de mas atrás. » 

Tras esta introducción, que avivó la curiosi- 
dad de Marjiana , Asad empezó enterándola de 
su nacimiento rejio y del de su hermano Amjiad, 
de su mutua intimidad, y de la odiosa pasión de 
sus madres, convertida en odio cruel, causa de 
su estraña suerte. Luego pasó á la ira del rey su 
padre, al modo casi milagroso con que habían 
salvado sus vidas, y finalmente la pérdida que 
habia hecho de su hermano, y el largo y dolo- 
roso encierro del que le habian sacado para 
sacrificarle en la montaña del fuego. 

Cuando Asad hubo terminado su narración, 
la reina Marjiana, airada mas que nunca contra 
los adoradores del fuego, le dijo : « Príncipe, á 
pesar de la aversión que siempre tuve á los 
adoradores del fuego, no he dejado de proceder 
con ellos humanamente ; pero después del bár- 
baro tratamiento que os han dado y su abomi- 
nable intento de ofreceros en holocausto á su 
fuego, les declaro desde ahora una guerra á 
muerte. » Quería esplayarse mas sobre este 
punto, pero sirvieron la cena y se sentó á la 
mesa con el príncipe Asad, embelesada en verle 
y oírle, y enajenada tras él con una pasión, que 
esperaba manifestar muy pronto en ocasión 
oportuna. « Príncipe, » le dijo, « es preciso que 
os desquitéis de tantos ayunos y ruines comidas 
que os dieron los desapiadados adoradores del 
fuego. Necesitáis alimento tras tanto padecer ; 
y diciéndole estas finezas y otras semejantes, le 
servia repetidos platos y copas incesantes. La 
comida duró largo rato, y el príncipe Asad 
bebió algo mas de lo que debia. 

Cuando se levantó la mesa , Asad necesitó 
salir y aprovechó el momento para que la reina 
no lo advirtiera. Bajó al patio, y viendo que la 
puerta del jardín estaba abierta, se entró en él, 
y tras los primores que lo realzaban, se estuvo 



paseando por él muy despacio. Llegóse al fin á 
un surtidor que constituía el principal adorno, 
se lavó rostro y manos para refrescarse, y que- 
riendo descansar sobre el césped que lo ro- 
deaba, se quedó dormido. 

Acercábase entonces la noche, y Behrain, 
que no quería dar motivo á que la reina Mar- 
jiana ejecutara su amenaza, habia levado ya el 
ancla, en estremo apesadumbrado con el malo- 
gro de Asad, al ver así frustradas sus esperanzas 
de sacrificarle ; procuraba no obstante conso • 
larse, ya que la tempestad habia cesado y que 
con vienio favorable se iba alejando. Luego que 
hubo salido del puerto con el remolque de su 
lancha, antes de subirla á bordo, « Muchachos, » 
les dijo á los marineros que estaban dentro, 
« aguardad, no subáis, voy á mandaros dar los 
barriles para la aguada y os aguardaré por este 
sitio. » Los marineros, que no sabían en donde 
podrían hacerla, quisieron escusarse ; pero como 
Behram habia hablado á la reina en el jardín y 
habia observado el surtidor, « Id á desembarcar 
delante del jardín del palacio,» repuso, « saltad 
la cerca que es mu y baja, y hallaréis bastante agua 
en la concha que está en el centro del jardín. » 

Los marineros . fueron á desembarcar en 
donde Behram les habia dicho, y después de 
haberse echado cada uno al hombro un barril 
en desembarcando, fácilmente traspusieron la 
cerca. Al llegar al surtidor, advirtieron un 
hombre acostado que estaba durmiendo , se 
acercaron á él y le conocieron por Asad. Se di- 
vidieron en dos cuadrillas, y mientras que unos 
llenaban los barriles de agua, sin meter ruido, 
otros rodearon á Asad y le estuvieron ace- 
chando para prenderle en el caso de que se 
despertase. Dióles el tiempo necesario, y luego 
que tuvieron llenos los barriles y cargados en 
hombros de los que debían llevarlos, los demás 
se apoderaron de él, sin darle tiempo á que lo 
advirtiese, y pasándole por encima de la cerca, 
le embarcaron y trasladaron al buque á fuerza 
de remos. Cuando llegaron á bordo, «Capitán, » 
esclamaron con grandes carcajadas, « mandad 
que toquen los pífanos y tambores, pues os 
traemos vuestro esclavo. » 

Behram, que no alcanzaba cóino los marine- 
ros habian podido encontrar y cojer á Asad, y 
que tampoco acertaba á divisar á este en la 
lancha, á causa de. la oscuridad, aguardó con 
impaciencia que hubiesen subido á bordo para 
preguntarles qué era lo que querían decir ; pero 
cuando le vio delante de sus ojos, no pudo con- 
tener su alborozo, y sin informarse de qué 
medio se habian valido para hacer un her- 
mosa presa, mandó que le volvieran á poner la 




cadena , y después de haber recojido la bar- 
quilla dentro del buque, tendió todas las velas 
y se dirijió hacia la montaña del fuego. 



La sultana Cheherazada no pasó adelante por 
aquella noche, y en la siguiente dijo al sultán de 
las Indias : 



NOCHE CCXII. 



Señor, ayer terminé espresando á vuestra ma- 
jestad que Behram se habia dirijido hacia la mon- 
taña del fuego, sumamente contento de que sus 
marineros le hubiesen vuelto el príncipe Asad. 

Entretanto la reina Marjiana estaba con la 



mayor zozobra ; al pronto no se sobresaltó 
cuando advirtió que el príncipe Asad habia sa- 
lido, y no dudando que volvería luego, le 
aguardó sosegadamente. Al cabo de algún rato, 
viendo que no parecía, empezó á desazonarse. 



346 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Mandó á sus mujeres que fueran á ver en dónde 
estaba ; estas le buscaron y ninguna noticia le 
trajeron. Llegó la noche, y le mandó buscar 
con luminarias; pero también fué en balde. 

Entonces la reina Marjiana, en alas de su 
impaciencia y sobresalto, fué á buscarle ella 
misma á la luz de algunos hachones, y como 
advirtió que la puerta del jardin estaba abierta, 
entró en él y lo recorrió con sus mujeres. 
Al pasar junto al surtidor, observó una babu- 
cha sobre el césped , que mandó recojer, y 
asi ella como sus mujeres la reconocieron por 
una de las que llevaba el príncipe. Esto, y el 
agua vertida cerca de la concha, le hicieron 
creer que Behram podia muy bien haberle 
preso. Al punto mandó á saber si estaba aun en 
el puerto, y sabiendo que habia dado la vela un 
poco antes del anochecer, que se habia dele- 
nido algún tiempo en aquellas aguas y que su 
lancha habia hecho aguada en el jardin, avisó 
al comandante de diez buques de guerra que 
tenia en el puerto, siempre tripulados y prontos 
á salir á la menor señal, que quería embarcarse 
en persona al dia siguiente á la una. 

El comandante tomó sus providencias, reunió 
los capitanes, oficiales, marineros y soldados, y 
todo estuvo embarcado á la hora que ella habia 
dispuesto. Embarcóse, y cuando la escuadra es- 
tuvo fuera del puerto y á la vela , manifestó al 
comandante su intención. « Quiero, » le dijo, 
« que. hagáis fuerza de vela y deis caza al buque 
mercante que salió del puerto ayer tarde. Os lo 
doy, si lo apresáis ; pero de lo contrario, me 
responderéis con la vida. » 

Los diez buques dieron caza á la embarca- 
ción de Behram y nada vieron. Descubriéronle 
al amanecer del tercer dia, y á las doce le ro- 
dearon de modo que no podia escaparse. 

Luego que el cruel Behram divisó los diez 
buques, se presumió que era la escuadra de la 
reina Marjiana que le perseguia, y en aquel mo- 
mento estaba apaleando á Asad, porqua desde 
su embarque en el puerto de la ciudad de los 
magos, no habia dejado un solo dia de tratarle 
del mismo modo, y con este motivo le maltrató 
mas que de costumbre. Vióse en gran aprieto 
hallándose rodeado. Si guardaba á Asad, se de- 
claraba reo, y si le quitaba la vida, temia que 
quedase alguna señal. Mandó que le quitasen la 
cadena, y cuando le hubieron sacado sobre cu- 
bierta y se le hubieron presentado, « Tú eres la 
causa, » dijo, « de que nos persigan ; » y á es- 
tas palabras le arrojó al mar. 

El principe Asad, que sabia nadar, se valió 
de pies y manos con tanto ahinco, ayudado de 
las olas, que logró llegar á tierra. Cuando es- 



tuvo en la playa lo primero que hizo fué dar 
gracias á Dios de haberle librado de tan gran 
peligro y sacado por segunda vez del poder de 
los adoradores del fuego. Desnudóse después, y 
habiendo esprimido el agua de sus vestidos, los 
tendió sobre un peñasco, en donde pronto se 
enjugaron, ya por el ardor del sol como por el 
calor de la peña. 

Entretanto descansó lamentando su desgra- 
cia» sin saber en qué pais se hallaba, ni hacia 
dónde se dirijiria. Al fin recojió sus vestidos y 
anduvo sin alejarse de la costa, hasta que halló 
un camino que luego fué siguiendo. Anduvo 
mas de diez dias por un pais en que nadie habi - 
taba y en el que hallaba tan solo frutas silves- 
tres y algunas plantas en las márjenes de los 
arroyos, que le servían de alimento. Al cabo 
llegó junto á una ciudad que conoció por la de 
los magos, en la que le habían maltratado tanto 
y era gran visir su hermano Amjiad. Sintió 
sumo gozo, pero determinó no acercarse á nin- 
gún adorador del fuego, y solo á algún musul- 
mán, porque se acordaba de haber observado 
algunos la primera vez que habia entrado. 
Como era tarde, y ya sabia que las tiendas es- 
taban cerradas y que hallaría poca jente en las 
calles, tomó el partido de detenerse en el ce- 
menterio, que estaba inmediato á la ciudad y en 
el cuad habia muchos sepulcros en forma de 
mausoleos, y en uno de ellos se metió, determi- 
nado á pasar allí la noche. 

Volvamos ahora á la embarcación de Behram: 
no tardó en verse acometida por todos lados por 
los buques de la reina Marjiana, luego que hubo 
arrojado al príncipe Asad á la mar. Abordó el 
buque en que estaba la reina , y al acercarse, 
como no se hallaba en estado de hacer resisten- 
cia , Breham mandó recojer las velas en señal 
de rendición. 

La reina Marjiana pasó en persona al buque, 
y preguntó á Behram en donde estaba el joven 
que habia tenido el atrevimiento de llevarse de 
su palacio. « Reina , » respondió Behram , « ju- 
ro á vuestra majestad que no está en mi buque; 
puede' mandarle buscar , y así conocerá mi ino- 
cencia. » 

Marjiana mandó reconocer el buque con toda 
la escrupulosidad posible ; pero no hallaron al 
que tan apasionadamente deseaba descubrir, ya 
porque le amaba , como por la jenerosidad que 
le era naturaf. Estuvo á punto de quitarle á 
Behram la vida por su propia mano ; pero se 
reprimió , contentándose con embargarle buque 
y cargamento , enviándole por tierra con todos 
sus marineros y dejándole tan solo la lancha 
para desembarcar. 



CUENTOS ÁRABES. 



34T 



Behram , acompañado de sus marineros , lle- 
gó á la ciudad de los magos lá misma noche que 
Asad se habia detenido en el cementerio y re- 
tirado en el sepulcro. Como la puerta estaba 
cerrada , tuvo también que buscar en el cernen- 
- terio algún sepulcro para aguardar en él que 
fuera de día y que la abrieran. 

Desgraciadamente para Asad , Behram pasó 
cerca de aquel en que se hallaba. Entró y. vio 
un hombre que dormia envuelta la cabeza en su 
vestido. Asad se dispertó con el ruido , y levan- 
tando la cabeza , preguntó quién iba. 

Behram le conoció al pronto : « ¡ Ah sois vos, » 
le dijo , « el causador de mi ruina ! No se os ha 
sacrificado este año ; pero no os escaparéis así 
el venidero. » Al decir estas palabras , se echó 
sobre él , le metió el pañuelo en la boca para 
imposibilitarle el gritar , y le mandó atar por 
sus marineros. 

Á la madrugada , luego que abrieron la puerta 
de la ciudad , fácil le fué á Behram llevar á Asad 
á casa del anciano que tantísimo le habia atro- 



pellado , por calles estraviadas en las que nadie 
se habia levantado. Luego que hubo entrado, 
le mandó bajar al mismo calabozo de donde le 
habían sacado , é informó al anciano del triste 
motivo de su vuelta y del éxito desgraciado de 
su viaje. El perverso anciano no se olvidó de 
mandar á sus hijas que malparasen mas que an- 
tes , si era posible , al desventurado príncipe. 

Asad se quedó atónito al presenciar el idéntico 
sitio en que ya habia padecido tan sumo marti- 
rio ; y con la zozobra de los mismos tormentos 
de los que habia conceptuado librarse para siem- 
pre , lloraba el rigor de su suerte , cuando vio 
entrar á Bostana con un palo , un pan y un cán- 
taro de agua. Estremecióse á la vista de aquella 
mujer cruel y con solo el recuerdo de los supli- 
cios diarios que aun tenia que estar aguantando 
un a ño para morirdespues de un modo horroroso. 

Cuando la sultana Cheherazada pronunciaba 
estas últimas palabras , ya asomaba el dia , y 
así dejó de hablar , guardando para la noche si- 
guiente la continuación de su historia. 



NOCHE CCXIII. 



Señor , Bostana trató al desgraciado príncipe 
Asad tan cruelmente como lo habia hecho du- 
rante su primer encierro. Los lamentos, quejas 
y entrañables súplicas de Asad , que le pedia 
que no le maltratase , unidas á sus lágrimas , fue- 
ron tan persuasivas , que Bostana no pudo me- 
nos de enternecerse y derramar lágrimas con 
él. « Señor, » le dijo, cubriéndole las espaldas, 
« os pido mil perdones de la crueldad con que 
hasta aquí os he tratado y cuyos efectos acabáis 
de sentir tan amargamente. Hasta ahora no he 
podido desobedecer aun padre injustamente en- 
conado con vos y desalado por acabaros ; pero 
al fin aborrezco esta barbarie. Consolaos , vues- 
tros males se han acabado y voy á procurar la 
enmienda de todos mis delitos , cuya bastardía 
estoy por fin conociendo , por medio de mejores 
procederes. Hasta ahora me habéis tenido por 
una infiel ; ahora miradme como una musulma- 
na. Ya tengo alguna instrucción que me ha dado 
de vuestra relijion una esclava que me sirve. 



Espero que querréis acabar lo que ella empezó. 
Para daros una prueba de mi sana intención, 
pido perdón de todas mis ofensas al Dios verda- 
dero por los viles tratamientos que os he dado, 
y tengo confianza en que me proporcione algún 
medio para poneros en plena libertad, » 

Estas palabras fueron un bálsamo consolador 
para el príncipe Asad. Dio gracias á Dios porque 
habia movido el corazón de Bostana , y después 
de haberle agradecido los impulsos benéficos 
que le estaba mostrando ; echó el resto para 
corroborarlos , no solo acabando de instruirla 
en la relijion musulmana, sino refiriéndole ade- 
más su historia y todas sus desgracias en medio 
de su alto nacimiento. Cuando estuvo entera- 
mente seguro de su tesón , le preguntó cómo 
haria para estorbar que su hermana Cabame lo 
supiera y bajase á maltratarle por su parle. 
« No os apesadumbréis por eso , » repuso Bos- 
tana ; « ya sabré hacer de modo que no vuelva 
á veros. » 



m 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Con efecto , Bostana logró siempre evitar el 
que Cabame bajara al calabozo. Acudía con fre- 
cuencia á ver al príncipe Asad , y en vez de lle- 
varle pan y agua , le surtía de vino y finos man- 
jares , que mandaba aderezar á dos esclavas 
musulmanas que la servían. Comia también de 
cuando en cuando con él y hacia cuanto estaba 
de su parte para consolarle. 

Algunos días después , hallándose Bostana á 
la puerta de la casa , oyó un pregonero que pu- 
blicaba alguna novedad. Como no entendía lo 
que era , porque el voceador estaba demasiado 
distante y se acercaba para pasar delante de la 
casa , se metió dentro , y teniendo la puerta 
entre abierta , vio que caminaba delante del 
gran visir Amjiad , hermano del príncipe Asad, 
acompañado de muchos oficiales y gran número 
de servidores que iban delante y detrás de él. 
El pregonero se hallaba á algunos pasos de la 
puerta , cuando repitió este pregón en alta voz: 
« El escelente é ilustre gran visir, aquí presen- 
te , busca á su querido hermano que se separó 
de él un año atrás. Las señales son estas. Si al- 
guien le tiene guardado en su casa ó sabe su 
paradero , su escelencia manda que se le pre- 
sente ó le dé noticia , prometiendo recompen- 
sarle cumplidamente. Si alguien le oculta y llega 
á descubrirse , su escelencia declara que le cas- 
tigará de muerte, con su mujer , hijos y demás 
familia , y mandará arrasar su casa. » 

Apenas Bostana oyó estas palabras , cuando 
cerró prontamente la puerta y corrió al calabozo 
de Asad. « Príncipe, » le dijo muy gozosa , « ha. 
llegado el término de vuestras desventuras : se- 
guidme al punto. » Asad , que estaba sin cadena 
desde el primer dia que le habian vuelto al ca- 
labozo , la siguió hasta la calle , en donde Bosta- 
na se puso á vocear : « ¡ Aquí está, aquí está ! » 
El gran visir, que no estaba muy distante , se 
volvió. Asad conoció á su hermano , y corrien- 
do á él , le abrazó. Amjiad , que también le co- 
noció al punto , le estrechó entre sus brazos , le 
hizo montar el caballo de uno de sus oficiales 
que se apeó, y le llevó al palacio en triunfo , en 
donde le presentó al rey , que le nombró su 
visir. 

Bostana , que no habia querido volver á casa 
de su padre , que fué arrasada aquel mismo dia, 
y que no habia perdido de vista al príncipe Asad, 
fué enviada al aposento de la reina. El anciano 
su padre y Behram , presentados al rey con sus 
familias, fueron condenados á muerto. Se echa- 
ron á sus pies é imploraron su clemencia. « No 
hay perdón para vosotros , » repuso el rey , « á 
menos que renunciéis á la adoración del fuego y 
abracéis la relijion musulmana. » Salvaron sus 



vidas tomando este último partido , como tam- 
bién Cabame , hermana de Bostana , y sus fa- 
milias. 

En consideración á que Behram se habia he- 
cho musulmán , Amjiad , que quiso recompen- 
sarle de la pérdida que habia padecido antes de 
merecer su perdón , le admitió en el número de 
sus principales oficíales y le hospedó en su casa. 
Behram , enterado en pocos dias de la historia 
de Amjiad , su bienhechor , y de su hermano 
Asad , les propuso que mandaran habilitar un 
buque y que los restituiría al rey Camaraízaman,, 
su padre. « Según es de presumir , » les dijo, 
« habrá conocido vuestra inocencia y deseará 
con impaciencia volveros á ver. Dado caso que 
así no fuese , fácil será dársela á conocer antes 
de desembarcarse ; y si aun conserva su injusta 
aprensión , no tendréis mas que la molestia de 
volveros por acá. » 

Los dos hermanos admitieron el ofrecimiento 
de Behram ; hablaron de su intento al rey, quien 
lo aprobó y mandó alistar un buque. Behram se 
afanó en su habilitación con toda eficacia , y 
cuando estuvo pronto á dar la vela , los prínci- 
pes fueron á despedirse una mañana del rey, 
antes de embarcarse. Mientras que cumplimen- 
taban al monarca y le daban gracias por su dig- 
nación , se oyó un gran estruendo en toda la 
ciudad , y al mismo tiempo llegó un oficial anun- 
ciando que se aproximaba un ejército numeroso 
y que nadie sabia quien le capitaneaba. 

Sobresaltóse el rey con tan infausta nueva 
y entonces Amjiad , tomando la palabra , le dijo: 
« Señor , aunque acabo de poner en manos de 
vuestra majestad la dignidad de primer ministro 
con que me habia honrado , con todo estoy 
pronto á servirle aun , y le ruego que me per- 
mita ir á ver cuál es ese enemigo que viene á 
atacarnos en vuestra capital , sin haberos decla- 
rado antes la guerra. « Rogóselo el rey , y al 
punto marchó con una coila comitiva. 

El príncipe Amjiad no tardó en descubrir el 
ejército , que le pareció muy crecido , y se iba 
adelantando. Las avanzadas que tenían allá sus 
órdenes le recibieron amistosamente y le lleva- 
ron ante una princesa, que se paró con todo su 
ejército para hablarle. El príncipe Amjiad le hi- 
zo un rendido acatamiento , y le preguntó si 
venia como amiga ó enemiga , y en este último 
caso , qué motivo de queja tenia contra el rey» 
su señor. 

« Vengo como amiga, » respondió la princesa, 
« y ningún motivo tengo do descontento contra 
el rey de los magos. Sus estados y los mios 
están situados de tal modo, que es muy remoto el 
que nos sobrevenga alguna desavenencia. Vengo 



CUENTOS ÁRABES. 



349 



tan solo en demanda de un esclavo llamado 
Asad , que me ha robado un capitán de esta 
ciudad, llamado Behram, el mas insolente de 
todos los hombres, y espero que vuestro rey me 
hará justicia cuando sepa que soy Marjiana. 

cr Poderosa reina, *> repuso el príncipe Amjiad, 
« delante tenéis al hermano de ese esclavo que 
con tanto afán estáis buscando. Le habia perdido 
y le he vuelto á hallar. Venid, yo mismo os le 
entregaré y tendré la honra de informaros de 
todo lo demás : el rey mi amo logrará la mayor 
complacencia en veros. » 

Mientras el ejército de la reina Marjiana se 
fué acampando por disposición suya en aquel 
mismo sitio, el príncipe Amjiad la acompañó 
hasta la ciudad y hasta palacio, en donde la 
presentó al rey : y después que este la hubo 
recibido como merecia , el príncipe Asad , que 
se hallaba presente y la habia conocido desde el 
momento en que habia entrado, pasó á cumpli- 
mentarla. La reina le estaba manifestando el 
gozo que le cabia en volverle á ver, cuando 
vinieron á decir al rey que un ejército mas cre- 
cido que el primero se adelantaba por otra parte 
de la ciudad. 

El rey de los magos, mas sobresaltado que 
antes de la llegada de un segundo ejército mas 
temible que el primero, según él mismo juzgaba 
por las nubes de polvo que iba levantando en su 
marcha, y que ya ocultaban el cielo; « Amjiad, » 
esclamó « ¿ qué es esto? He aquí un nuevo 
ejército que va á anonadarnos. » 

Comprendió Amjiad Ja intención' del rey, 
montó á caballo y corrió a galope al encuentro 
de la nueva hueste. Mostró á los primeros que 
encontró que deseaba hablar al que la mandaba , 
y le llevaron delante de un rey, al que conoció 
por la corona que llevaba en la cabeza. Tan 
pronto como le descubrió , se apeó , y cuando 
estuvo cerca de él y se hubo echado á sus plan- 
tas con el rostro pegado al suelo, le preguntó 
qué deseaba del rey su señor. 

Me llamo Gayur, « repuso el rey, » y soy 
soberano de la China. He salido de mis estados 
atormentado del deseo de saber noticias de una 
hija llamada Badura , á quien casé años hace con 
el príncipe Camaralzaman, hijo de Chahzaman, 
rey de las islas de los Hijos de Khaledan. Per- 
mití á este príncipe que fuera áver al rey su 
padre, á condición que volviera á verme al cabo 
de un año con mi hija ; sin embargo , desde en- 
tonces nada he sabido de ellos. Vuestro monarca 
harja suma fineza á un padre inconsolable, 
comunicándole lo que pueda saber de ellos. » 

El príncipe Amjiad, que á estas palabras 
advirtió que hablaba con el rey, su abuelo, le 



besó la mano con ternura , respondiéndole : 
« Señor, vuestra majestad me perdonará esta 
libertad , cuando sepa que me la tomo , para tri- 
butarle mis respetos como á mi abuelo. Soy hijo 
de Camaralzaman , actual soberano de la isla de 
Ébano, y de la reina Badura, tras la cual os estáis 
afanando, y no dudo que entrambos disfrutan 
cabal salud en su reino. » 

E! rey de la China , ulano de ver á su nieto , 
le abrazó al punto entrañablemente , y este en- 
cuentro inesperado los bañó á uno y á otro en 
lágrimas de alegría. Preguntado el príncipe 
Amjiad por el motivo que le habia traído á aquel 
pais estranjero , le refirió ¿oda su historia y la 
del príncipe Asad , su hermano , y cuando hubo 
acabado, « Hijo mió , » dijo el rey de la China , 
« no es justo que unos príncipes inocentes 
como sois estéis padeciendo por mas tiempo. 
Consolaos , yo os volveré á vuestro padre y lo 
arreglaré todo. Volveos y comunicad mi llegada 
á vuestro hermano. » 

Mientras que el rey de la China se acampaba 
en el paraje en que el príncipe Amjiad le habia 
encontrado, este volvió á traer la contestación 
al rey de los magos , que le aguardaba con suma 
impaciencia. El rey estrañó sobremanera el saber 
que un monarca tan poderoso como el de la 
China hubiese emprendido un viaje tan dilatado 
y trabajoso, movido del deseo de ver á su hija, 
y que estuviera tan cerca de su capital. Inme- 
diatamente dio órdenes para que se le obse- 
quiase , y se dispuso á salirle al encuentro. 

Entretanto asomó otra nube de polvo por 
distinta parte de la ciudad, y pronto se supo 
que era un tercer ejército que llegaba , lo cual 
obligó al rey á quedarse y á rogar al príncipe 
Amjiad que fuera á ver lo que venia á pedir. 

Marchó Amjiad, y esta vez le acompañó el 
príncipe Asad. Se encontraron con que era el 
ejército de Camaralzaman , su padre , que venia 
á buscarlos. Habia manifestado tantísimo que- 
branto por haberlos perdido , que el emir Jiondar 
le habia venido á declarar de qué modo les habia 
conservado la vida : lo cual le habia hecho tomar 
la determinación de buscarlos por donde quiera 
que se hallasen. 

Aquel desconsoladísimo padre abrazó á los 
dos príncipes , derramando á raudales lágrimas 
de alegría, que coronaron felicísimamente el 
llanto de aflicion que por tanto tiempo habia 
corrido de sus ojos. Apenas los príncipes le in- 
formaron que el rey de la China, su suegro, 
acababa de llegar aquel mismo dia , cuando , 
acompañado de ellos, fué á verle á su campa- 
mento con un corto séquito. Aun no habían 
andado mucho, cuando divisaron un cuarto 



350 



LAS MIL Y UNA NOCHES 



ejército que se adelantaba con mucho orden , 
llegando al parecer por la parte de Persia. 

Camaralzaman dijo á los príncipes sus hijos 
que fueran á ver qué hueste era aquella , y que 
él los aguardaría. Marcharon al punto, y á su 
llegada fueron presentados al rey que mandaba 
el ejército. Después de haberle saludado rendi- 
damente, le preguntaron con qué intento se 
aproximaba tanto á la capital del rey de los ma- 
gos. 

Hallábase presente el gran visir y tomó la 
palabra diciendo : « El rey á quien venís á ha- 
blar es Ghahzaman , soberano de las islas de los 
Hijos de Khaledan, que viaja tiempo ha con el 
tren que veis, buscando al príncipe Camaralza- 
man, su hijo, que salió de sus estados anos atrás. 
Si sabéis algunas noticias de él, le haréis singu- 
lar fineza en comunicárselas. » 

Los príncipes no contestaron sino que traerían 
muy luego la respuesta , y volvieron á galope á 
participar á Camaralzaman que el último ejército 
que acababa de llegar, era el del rey Ghahzaman 
su padre, que le mandaba en persona. 

La estrañeza , alborozo y quebranto de haber 
desamparado al rey, su padre, sin despedirse 
de él , causaron laniísimo trastorno en el ánimo 
de Camaralzaman , que cayó desmayado cuando 
supo que se hallaba tan cerca ; volvió al fin en 
sí por el esmero de los'príncipes Amjiad y Asad, 
y cuando se sintió con bastantes fuerzas , fué á 
echarse á los pies del rey Chahzaman. 

Tiempo hacia que no se habia visto encuentro 
tan tierno entre un padre y un hijo. Chahzaman 
se quejó cariñosamente al rey Camaralzaman 
por la insensibilidad con que habia procedido, 
alejándose de él de un modo tan inhumano, y 
Camaralzaman le manifestó verdadero pesar 
por el yerro que el amor le habia hecho come- 
ter. 

Los tres reyes y la reina Marjiana permane- 
cieron tres días en la corte del rey de los magas , 
quien los obsequió espléndidamente. Estos tres 
dias fueron también notables por el casamiento 
del príncipe Asad con la reina Marjiana y del 
príncipe Amjiad con Bostana, en consideración 
al servicio que habia franqueado á Asad. Final- 
mente, los tres reyes y la reina Marjiana con su 
esposo se retiraron cada cual á. su reino. En 
cuanto á Amjiad, el rey de los magos, que le 
habia cobrado cariño y que era ya muy anciano, 
le ciñó la corona , y Amjiad echó el resto en 
destruir el culto del fuego y propagar en sus 
estados la relijion musulmana. 



H1ST0RU I» S1NDBAD EL MARIX0. 

Señor, en el reinado del califa Harun Airas- 
chid, habia en Bagdad un pobre mandadero 
llamado Hindbad. Un día que hacia un calor 
escesivo, llevaba una carga muy pesada de es- 
tremo á estremo de la ciudad. Como estaba muy 
cansado del camino que habia andado , y aun 
le quedaba mucho por andar, llegó á una calle, 
en que soplaba un suave záfiro y cuyo enlosado 
estaba regado con agua de rosa. No pudiendo 
desear sitio mas á propósito para descansar y 
cobrar fuerzas, tiró su carga al suelo y se sentó 
encima, cerca de una casa grandiosa. 

Echó luego de ver que habia acertado en de- 
tenerse en aquel paraje, porque halagó á su ol- 
fato un esquisito aroma de leña de aloe y de 
pastillas que salia por las ventenas del edificio, 
y que meclándose al olor del agua de rosa, aca- 
baba de embalsamar el ambiente. Además oyó 
dentro un concierto de varios instrumentos 
acompañados del armonioso gorjeo de un sin- 
número de ruiseñores y otros pájaros propios 
del clima de Bagdad. Aquella grata melodía y el 
olor de varios manjares que se percibía le hi- 
cieron juzgar que allí habia algún banquete y 
que se estaban divirtiendo. Quiso saber quien 
vivia en aquella casa , que no conocía , porque 
no habia tenido frecuentes ocasiones de pasar 
por aquella calle. Para satisfacer su curiosidad, 
se acercó á unos criados ricamente vestidos, que 
vio á la puerta, y preguntó á uno de ellos cómo 
se llamaba el amo de aquella casa. «¡Cómo! » 
le respondió el criado, « ¿vivis en Bagdad é 
ignoráis que esta es la morada del señor Sind- 
bad el marino, famoso viajero que ha corrido 
todos los mares que alumbra el sol? » El man- 
dadero, que habia oído hablar de las riquezas de 
Sindbab, no pudo menos de envidiar á un hom- 
bre cuya suerte le parecía tan venturosa como 
la suya desgraciada. Sus reflexiones le turbaron 
el ánimo, alzó los ojos al cielo y dijo bastante 
alto para que le oyeran : « Poderoso criador de 
todas las cosas, considerad la diferencia que 
media entre Sindbad y yo : estoy de continuo 
padeciendo mil afanes y quebrantos, y con tra- 
bajo puedo alimentarme con mi familia, de ruin 
pan de cebada, mientras que el venturoso Sind- 
bad gasta con profusión inmensas riquezas y 
trae su vida de delicia en delicia. ¿ Qué ha he- 
cho para alcanzar de vos tan grato destino, y 
qué he hecho yo para merecer uno tan riguro- 
so? » Al acabar estas palabras, descargó .su 
planta sobre la tierra, á guisa de hombre tras- 
pasado de amargura y desesperación. 

Permanecía aun embargado en sus aciagos 



CUENTOS ÁRABES. 



351 



pensamientos, cuando vio salir de la casa un 
criado, que se acercó á él , y asiéndole del bra- 
zo , le dijo : « Venid , seguidme ; el señor Sind- 
bad, mi amo, quiere hablaros. » 



Empezó á amanecer, cuando Gheherazada 
llegó á este punto de su historia, y así la dejó 
para la noche siguiente. 



NOCHE CCXIV. 



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Señor, fácilmente puede imajinarse vuestra 
majestad que Hindbad no quedó poco sobreco- 
jido con el cumplimiento que le hacían. Después 
de lo que acababa de decir, temía que Sindbad 
le enviara á buscar para atropellarle ; por lo 
tanto quiso disculparse diciendo que no podía 
dejar su carga en medio de la calle. Pero el 
criado de Sindbad le aseguró que tendrían cui- 
dado de ella, y de tal modo le instó por la or- 
den que se le había dado , que el mandadero 
hubo de ceder á sus ruegos. 

El criado le introdujo en un salón donde ha- 
bía un crecido concurso al rededor de una mesa 
cubierta de toda clase de manjares delicados. 
En el asiento de honor, se veía un personaje 
grave, pero agraciado y venerable, con su larga 
barba blanca (1), y destrás de él había en pié 
muchos oficiales y dependientes, solícitos en 
servirle. Aquel señor era Sindbad. El manda- 
dero, cuya turbación creció á la visja de tanta 
jente y de tan magnífico festín, saludó á la con- 
currencia temblando. Sindbad le dijo que se 
acercara , y después de haberle hecho sentar á 
su derecha , le servio él mismo de comer, y le 
hizo dar de beber de un escelente vino del que 
habia abundante provisión. 

Al acabarse la comida , notando Sindbab que 
los convidados ya no comian. tomó la palabra, 
y encarándose con Hindbad, á quien trató de 
hermano, según costumbre de los Árabes cuando 
se hablan familiarmente , le preguntó cómo se 
llamaba y cuál era su profesión. « Señor, » le 
respondió , « me llamo Hindbad. — Me alegro 

(i) Sabido es que en el Oriente so considera la barba co- 
mo un adorno, y los Orie. talos hacen caso particular de 
este signo distintivo del hombre. El último rey de Persía, 
Felh-Aii-Schali, tenia una barba negrísima, y tan larpa,.qiie 
le llegaba a la cintura. Los súb litos del schah conceptua- 
ban tan peregrina barba como señal del favor divino, y les 
causaba admiración, siendo el objeto de sus conversacio- 
nes. (Véase el Viaje a Armenia v Persa por M. Jaubert, pa- 
jina 178.) 



de veros. » replicó Sindbad , « y os respondo 
que todos los circunstantes os conocen también 
con satisfacción ; pero deseara saber por vues- 
tra boca lo que poco ha deciais en la calle. » 
Antes de sentarse á la mesa, Sindbad habia oido 
por una ventana cuanto habia dicho, y le habia 
mandado llamar. 

Á esta pregunta, Hindbad, sonrojadisimo , 
bajó la cabeza y repuso : « Señor, os confieso 
que la fatiga me habia puesto de perverso hu- 
mor y que solté algunas palabras indiscretas 
que os ruego me perdonéis. — ¡ Oh ! no creáis,» 
replicó Sindbad, « que sea tan injusto que os 
guarde el mas mínimo rencor. Comprendo vues- 
tra situación, y en vez de reconveniros por 
vuestras quejas, os compadezco ; pero es pre- 
ciso que os desengañe acerca de la equivocación 
en que al parecer estáis respecto á mí. Sin duda 
os eslais figurando que adquirí sin molestia y 
trabajo todas las comodidades y el desahogo de 
que me veis disfrutar. Desengañaos : no he lle- 
gado á tan feliz estado sino tras haber padecido 
durante muchos años todos los trabajos físicos 
y mentales que la imnjinacion puede idear. Sí, 
señores mios, » añadió encarándose con toda la 
concurrencia , « puedo aseguraros que estos 
afanes son tan estraordinarios, que son capaces 
de quitar á los hombres mas codiciosos de ri- 
quezas el fatal arrojo de cruzar los mares para 
granjearlas. Acaso me habéis oido hablar con- 
fusamente de mis estrañas aventuras y de los 
peligros que corrí en el mar durante los siete 
viajes que hice y ya que se rodea la ocasión , 
voy á haceros una narración puntual que me 
parece no oiréis con desagrado. » 

Como Sindbad quería referir su historia, par- 
ticularmente á causa del mandadero, antes de 
empezarla, mandó que llevasen la carga que 
habia dejado en la calle al lugar que Hindbad 
indicó, y luego habló en estos términos ; 



352 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



PRIMEE VIAJE DE SINDBAD EL MARINO. 

« Heredé de mi familia cuantiosos bienes y 
malgasté la mayor parte de ellos en los deva- 
neos de la juventud ; pero al fin volví de mi ce- 
guedad, y recapacitando conmigo mismo , co- 
nocí que las riquezas eran perecederas y que 
pronto se veia el término de ellas , cuando se 
obraba tan desatinadamente como yo. Por otra 
parte reflexioné que estaba por desgracia des- 
perdiciando en una vida descarriada el tiempo, 
que es lo mas precioso del mundo. También 
consideré que la peor de todas las desventuras 
era ser necesitado en la vejez. Acordéme de es- 
las palabras del gran Salomón , que en otro 
tiempo habia oido á mi padre : « Que es menos 
sensible hallarse en el sepulcro que en la po- 
breza. » Asaltado por todas estas reflexiones, 
reuní los restos de mi patrimonio ; vendí públi- 
camente todos los muebles que tenia ; me rela- 
cioné con algunos mercaderes que traficaban 
por mar ; consulté con los que me parecieron 
capaces de darme sanos consejos ; en una pa- 
labra, determiné sacar partido del poco dinero 
que me quedaba, y una vez tomada esta reso- 
lución, no tardé en llevarla á cabo. Pasé á Bal- 
sora[, y allí me embarqué con otros muchos 
mercaderes en un bajel que habíamos fletado en 
común. 



u Dimos la vela y nos dirijimos á las indias 
orientales por el golfo Pérsico, formado por las 
costas de la Arabia Feliz á la derecha, y las de 
la Persia á la izquierda, y cuya mayor anchura 
es de setenta leguas, según la opinión común. 
Fuera de este golfo, el mar del Levante y el de 
las Indias es muy anchuroso ; tiene á un lado 
por linderos las costas de Abisinia, y cuatro mil 
quinientas leguas de largo hasta las islas de 
Vakvak. Pronto sentí lo que se llama el mareo ; 
pero muy luego me restablecí, y desde entonces 
no he padecido ya semejante incomodidad. 

« Durante el curso de nuestra navegación, 
tocamos en varias islas, y vendimos, ó cambia- 
mos nuestra mercancías. Un dia que estábamos 
á la vela, nos cojió una calma cerca de un islote 
casi á flor de agua, que por su verdor se pare- 
cía á una pradera. El capitán mandó recojer las 
velas y permitió que bajasen á tierra los indi- 
viduos de la embarcación que lo deseasen, y 
fui yo uno de los que desembarcaron. 

« Pero en el momento en que nos estábamos 
divirtiendo en comer y beber y descansando de 
las fatigas de la navegación, la isla se conmovió 
de repente y nos dio un violento embale. » 

Á estas palabras, Cheherazada se detuvo por- 
que ya asomaba el dia, y al terminarse la no- 
che siguiente, prosiguió así su narración : 



NOCHE CCXV': 



Señor, Sindbad continuó su historia dicien- 
do : « Advirtieron desde el buque el vaivén de 
la isla, y nos gritaron que nos embarcásemos 
prontamente, y que íbamos á perecer todos, 
pues lo que teníamos por isla era el lomo de 
una ballena. Los mas dilijentes se salvaron en 
la lancha : otros se echaron á nado ; en cuanto 
á mí, me hallaba todavía sobre el islote ó mas 
bien sobre la ballena, cuando se sumerjió en 
el mar, y no tuve tiempo sino para asirme de 
un gran madero que habían traído del buque 
para hacer fuego. Sin embargo el capitán, ha- 
biendo recibido á bordo á los que estaban en la 
lancha y recojido á los que nadaban, quiso apro- 



vecharse de un viento fresco y favorable que 
empezaba á soplar : mandó desplegar las ve- 
las, y así me quitó la esperanza de alcanzar el 
buque. 

a Quedé pues á la merced de las olas, impe- 
lido ya de un lado, ya de otro ; disputé contra 
ellas mi vida todo aquel dia y en la noche si- 
guiente. Á la mañana ya no tenia fuerzas, y 
desesperanzaba de evitar la muerte, cuando 
una ola me arrojó afortunadamente contra una 
isla. La orilla era alta y tajada, y hubiera tenido 
mucho trabajo en subir á ella, si no me hubie- 
sen facilitado la subida algunas raices de árbo- 
les que la suerte parecía haber conservado en 



CUENTOS ÁRABES. 



35) 



aquel sitio para mi salvación. Me tendí sobre la 
tierra y permanecí sin- sentido hasta que fué dia 
claro y salió el sol. 

« Entonces, aunque estaba muy débil por la 
lucha que habia traido con el mar y no haber 
tomado ningún alimento desde el dia anterior, 
no dejé de arrastrarme buscando algunas yer- 
bas propias para comer. Hallé algunas, y tuve* 
la dicha de encontrar un manantial de escelente 
agua, que no contribuyó poco á mi restableci- 
miento. Habiendo recobrado las fuerzas, me 
adelanté tierra á dentro, caminando sin seguir 
determinado rumbo. Entré en una* hermosa lla- 
nura, en la que habia un caballo que estaba pa- 
ciendo. Encaminé mis pasos hacia aquella parte, 
fluctuando entre el temor y la alegría, porque 
ignoraba si iba á buscar mi muerte mas bien 
que una ocasión de salvar mi vida. Al acer- 
carme, observé que era una yegua atada á una 
estaca. Su hermosura llamó mi atención : pero 
mientras la estaba mirando, oí la voz de un 
hombre que hablaba debajo de tierra. De allí á 
un rato, aquel hombre se presentó y acercán- 
dose á mí, me preguntó quién era. Conléle mi 
aventura, y luego cojiéndome de la mano, me 
hizo entrar en una gruta, en la que habia otras 
personas, que no quedaron menos atónitas al 
verme de lo que yo quedé al hallarlas allí. 

a Comí de algunos manjares que aquellas 
jen tes me presentaron, y habiéndoles pregun- 
tado lo que hacían en un lugar, al parecer, tan 
desierto, me respondieron que eran palafrene- 
ros del rey Mihrajio, soberano de aquella isla ; 
que todos los años en la misma estación solían 
llevar allí las yeguas del rey, que ataban, como 
ya lo habia visto, para que las cubriese un ca- 
ballo marino que salía del mar; cuyo animal, 
después de haberlas cubierto , quería devorar- 
las; pero que se lo impedían con sus alaridos y 
le precisaban á volverse al mar ; que estando 
las yeguas preñadas, se las llevaban, y que los 
caballos que nacían de ellas estaban destinados 
para el rey y llamados caballos marinos. Aña- 
dieron que debían marcharse al dia siguiente, y 
que si hubiera llegado un dia mas tarde, hubie- 
ra perecido sin remedio, porque las habitacio- 
nes estaban muy distantes, y me hubiera sido 
imposible llegar á ellas sin guia. 

« Mientras que así conversaban conmigo, el 
caballo marino salió del mar, como me lo ha- 
bían dicho, se echó sobre la yegua, la cubrió y 
quiso devorarla : pero los palafreneros metie- 
ron muchísimo estruendo, el cual le hizo soltar 
su presa y engolfarse en el mar, 

a Al dia siguiente tomaron el camino de la ca- 
pital de la isla con las yeguas, y los acompañé. 
T. 1. 



Á nuestra llegada, el rey Mihrajio, á quie.i me 
presentaron, me preguntó quién era y por qué 
acaso me hallaba en sus estados. Luego que 
hube satisfecho debidamente su curiosidad, me 
manifestó que se interesaba mucho en mi des- 
gracia, y mandó que tuvieran cuidado de mí y 
me proporcionaran todo cuanto necesitase. Esto 
se ejecutó de un modo que no tuve sino moti- 
vos de congratularme de su jenerosidad y de la 
puntualidad de sus empleados. 

« Siendo mercader, me relacioné con los de 
mi profesión. Buscaba particularmente á los 
que eran estranjeros, ya para saber de ellos no- 
ticias de Bagdad, como para hallar alguno con 
quien pudiese volverme; porque la capital del 
rey Mihrajio está situada á. orillas del mar y 
tiene un hermoso puerto, en el que entran cada 
dia buques de varias naciones del mundo. Tam- 
bién procuraba acompañarme con los sabios de 
las Indias y me complacía en oírlos hablar ; mas 
no por esto dejaba de hacer regularmente la 
corte al rey, ni de conversar con los goberna- 
dores y príncipes tributarios suyos que rodea- 
ban su persona. Me hacían mil preguntas acerca 
de mi pais, y por mi parte, queriendo instruir- 
me en las costumbres y leyes de sus estados, les 
preguntaba cuanto me parecía merecerla curio- 
sidad. 

a Bajo el dominio del rey Mihrajio, hay una 
isla llamada Casel. Me habian asegurado que se 
oía en ella todas las noches un sonido de timba- 
les, lo cual ha dado márjen á la opinión que 
tienen los marineros de que Dejial (I) ha fijado 
allí su morada. Quise presenciar aquel portento, 
y vi durante la travesía peces de ciento y dos- 
cientos codos de largo, que causan mas temor 
que daño, pues son tan tímidos, que huyen al 
dar algún golpe sobre cubierta. Observé otros 
peces que solo tenían un codo de largo, y cuya 
cabeza se parecía á la de los buhos. 

« Á mi regreso , hallándome un dia en el 
puerto, entró un buque, y luego que hubo 
echado el ancla , empezaron á descargar las 
mercancías, y los mercaderes á quienes perte- 
necían las mandaban llevar á los almacenes. Al 
echar una ojeada sobre algunos fardos y los ró- 
tulos que indicaban de quien eran, vi mi nom- 
bre sobre algunos de ellos; y después de haber- 
los examinado detenidamente , no dudé que 
fuesen los que habia cargado en el buque en 
que me habia embarcado en Balsora. Conocí 
también al capitán ; pero como estaba persua- 
dido de que me creia muerto, me acerqué á él 

íl) Dejial, entre los mahometanos, es lo m'sm o que el An- 

83 



35 í- 



LAS MIL Y LISA NOCHES. 



y le pregunté de quién eran los fardos que veia. 
« Llevaba á bordo, » rae respondió, a un mer- 
cader de Bagdad que se llamaba Sindbad. Ln 



ballena de enorme tamaño que se había quedado 
dormida á flor de agua. Apenas sintió el calor 
del fuego encendido sabré el lomo para co- 




d'a que oslábamos cerca de una isla, pues tal nos 
parecía, desembarcó con otros pasajeros en 
aquella supuesta isla, que no era mas que una 



cinar, cuando empezó i moverle y á sumer- 
jirse en el mar. La mayor parte de 4as per- 
sonas que estaban encima se ahogaron, y el 



CUENTOS ÁRABES. 



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desgraciado Sindbad fué uno de tantos. Estos 
fardos eran suyos y he determinado negociarlos 
hasta que encuentre alguno de su familia á quien 
pueda restituir las ganancias y el capital. — Ca- 
pitán, » le dije entonces, « yo soy ese Sindbad 



á quien creéis difunto, y que no lo está, y esos 
fardos son de mi pertenencia... » Nada mas 
dijo Cheherazada por aquella noche; pero á la 
siguiente prosiguió así : 



NOCHE CCXVI. 



Sindbad dijo asi á los circunstantes : a Cuando 
el capitán del buque me oyó hablar de este 
modo, « Dios poderoso, » esclamó, ¿« de quién 
puede uno fiarse en estos tiempos ? ya no hay 
buena fe entre los hombres : yo yí con mis pro- 
pios ojos perecer á Sindbad; también lo han 
visto como yo los pasajeros que estaban á bor- 
do, ¿y os atrevéis á decir que sois Sindbad ? 
¡ qué osadía ! Al veros, cualquiera creyera que 
sois un hombre honrado, y sin embargo estáis 
diciendo una falsedad horrorosa para apodera- 
ros de unos bienes que no os pertenecen. — 
Tomaos un poco de paciencia, » le respondí al 
capitán, «y hacedme el favor de escuchar lo 
que voy á deciros. — Pues bien, » repuso, 
¿ « qué vais á decir ? Hablad, ya os escucho. » 
Entonces le referí de que modo me habia sal- 
vado y por que casualidad habia encontrado á 
los palafreneros del rey Mihrajio, quienes me 
habían traido á la corte. 

«Estas palabras le hicieron fuerza; pero 
pronto quedó persuadido de que no era un im- 
postor , porque llegaron algunos pasajeros de 
su buque que me conocieron, y me dieron gran* 
des parabienes, manifestándome el júbilo que 
tenían en volverme á ver. Por fin, él mismo me 
conoció, y arrojándose entre mis brazos, « Loa- 
do sea Dios, » me dijo, « de que os habéis li- 
brado felizmente de tan gran peligro ; no puedo 
manifestaros bástante la satisfacción que espe- 
rimento. Aquí están vuestros bienes ; tomadlos, 
vuestros son, haced de ellos lo que queráis. » 
Díle las gracias, alabé su honradez, y en prue- 
ba de mi agradecimiento, le rogué que aceptase 
algunas mercancías ; pero no quiso admitirlas. 

« Escojí lo mas precioso en mis fardos y se lo 
regalé al rey Mihrajio. Como aquel príncipe sa- 
bia la desgracia que me habia sucedido, me 



preguntó en donde habia ajenciado tan ricos 
jéneros. Referíle por qué casulidad atiababa de 
recobrar mis mercancías, tuvo la dignación de 
manifestarme su alegría, admitió el presente y 
me hizo otros mucho mas considerables. Des- 
pués de esto me despedí de él y me embarqué 
en el mismo buque ; pero antes de verificarlo, 
cambié las mercaderías que me quedaban con- 
tra otras del país. Llevé conmigo madera de 
aloe, sándalo, alcanfor, nuez moscada, clavo, 
pimienta y jenjibre. Pasamos por varias islas y 
fondeamos por fin en Balsora, donde desembar- 
qué con un valor de cien mil cequines. Recibió- 
me mi familia y la volví á ver con todo el júbi- 
lo que puede causar el mas entrañable cariño. 
Compré esclavos de ambos sexos, hermosas 
campiñas y edifiqué una casa grandiosa. Así me 
avecindé con ánimo de olvidar los quebran- 
tos que habia padecido y de disfrutar los place- 
res de la vida. » 

Aquí se paró Sindbad y mandó á los músicos 
que prosiguiesen sus conciertos, que habían in- 
terrumpido con la narración de su historia. 
Continuaron comiendo y bebiendo hasta la no- 
che, y cuando fué hora de retirarse, Sindbad 
mandó que le trajeran una bolsa de cien zequi- 
nos, y dándosela al mandadero, le dijo ; « To- 
mad, Hindbad, volveos á casa, y mañana no 
hagáis falta en venir á oir la continuación de 
mis aventuras. » El mandadero se retiró todo 
sonrojado con tan honorífico agasajo, y mai 
con el regalo. La relación que hizo en su 
casa fué muy agradable á su esposa é hijos, 
quienes no dejaron de dar gracias á Dios del 
bien qué les hacia la Providencia por mano de 
Sindbad. 

Al dia siguiente, Hindbad se vistió con mas 
aseo que la víspera y volvió á casa del jeneroso 



356 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



viajero, quien le recibió con semblante risueño 
y le hizo mil estremos de intimidad. Luego que 
hubieron llegado los convidados, sirvieron la 
comida y todos se sentaron á la mesa. Cuando 
hubieron acabado de comer, Sindbad tomó la 
palabra: y encarándose con los circunstantes, 
les dijo : « Señores, os ruego me deis audiencia y 
os digneis escuchar las aventuras de mi segun- 
do viaje, pues son mas dignas de vuestra aten- 
ción que las del primero. » Todos guardaron 
silencio y Sindbad habló en estos términos : 

SEGUNDO VIAJE DF SINDBAD EL MARINO. 

« Después de mi primer viaje, determiné pa- 
sar sosegadamente en Bagdad el resto de mis 
días, como ayer tuve el gusto de íroslo refirien- 
do. Pero no tardé en cansarme de una vida 
ociosa : Volvióse á apoderar de mi el afán de 
viajar y.negbciar por mar : compré mercancías 
propias para el tráfico que tenia ideado, y me 
marché por segunda .vez con otros mercaderes 
cuya honradez tenia esperimentada, Nos embar- 



camos en un buen buque, y habiéndonos enco- 
mendado á Dios, emprendimos nuestra navega- 
ción. 

« Íbamos de isla en isla y hacíamos cambios 
ventajosísimos. Un dia bajamos á una que esta- 
ba toda arbolada con frutales, pero tan desierta 
que no pudimos descubrir ni albergue ni habi- 
tantes. Fuimos á respirar el aire por las prade- 
ras y por las márjenes de los arroyos que las 
regaban. 

« Mientras unos se divertían cojiendo flores 
y otros alcanzando frutas , cojí mis provisiones 
y el vino que había llevado conmigo y me senté 
junto á un arroyo de agua cristalina que se/pen- 
teaba entre unos árboles frondosos. Hice una 
comida de mi satisfacción , y luego el sueño se 
apoderó de mis sentidos. No os diré si dormí 
mucho rato; pero cuando me desperté , ya no 
vi el buque al ancla. » 

Cheherazada hubo de interrumpir esta histo- 
ria poique ya rayaba el dia , y á la noche si- 
guiente prosiguió de este modo el segundo viaje 
de Sindbad : 



NOCHE CCXVII. 



« Me quedé atónito , » dijo Sindbad , « no 
viendo ya el buque en donde estaba anclado; 
levánteme , miré á todas partes y no vi ni uno 
solo de los mercaderes que habian bajado á la 
isla conmigo. Divisé tan solo el buque á la vela; 
pero tan lejano que á poco rato lo perdí de 
vista. 

a A vuestra imajinacion dejo las reflexiones 
que hice en situación tan amarga. Poco me faltó 
para fenecer de pesadumbre ; di lamentosos ala- 
ridos , me golpeé la cabeza y me revolqué por 
el suelo , quedando largo rato abismado en un 
laberinto de especies á cual mas horrorosa , y 
cien veces me reconvine de no haberme conten- 
tado con el primer viaje que debia haberme 
quitado para siempre el afán de emprender 
otros ; pero todos mis lamentos eran infructuo- 
sos y mi arrepentimiento fuera del caso. 

<( Por fin me resigné con la voluntad de Dios, 
y sin saber lo que seria de mí , subí á la copa 



de un árbol y miré hacia todas partes á ver si 
descubría algún objeto que me diera ciertos aso- 
mos de esperanza. Al tender los ojos por el mar, 
no vi mas que cielo y agua ; pero habiendo ob- 
servado por parte de la tierra cierto bulto blan- 
co , bajé del árbol , y llevando los víveres que 
me quedaban, me dirijí hacia aquel objeto, que 
estaba tan remoto , que apenas podía distinguir 
lo que era. 

« Cuando estuve á una distancia regular, ob- 
servé que era una bola blanca de un tamaño 
portentoso. Cuando estuve cerca , la toqué y la 
hallé muy suave. Dile vueltas al rededor para 
ver si no tenia alguna abertura , y no pude des- 
cubrir ninguna , al paso que me pareció imposi- 
ble subir encima , porque era muy lisa. Podia 
tener cincuenta pasos de circunferencia. 

<r El sol iba á ponerse entonces, y se oscure- 
ció de repente como si lo ocultara alguna nube 
densa. Pero si aquella oscuridad me dejó atóni- 



CUENTOS ÁRABES. 



337 



to , mucho mas lo quedé , cuando advertí que 
la causaba una ave de un tamaño y grueso es- 
traordinarios , que venia volando hacia mí. 
Acordémc de una ave llamada roe, de la que 
me habían hablado mjichas veces los marineros, 
y saqué en conclusión que la gruesa bola que 
tan lo habia admirado debia ser un huevo de 
aquella ave. En efecto , bajó y se posó encima 
del huevo como para empollarlo. Al verle venir, 
me arrimé mucho contra el huevo , de modo 
que tuve delante una de las patas del ave , que 
era tan gruesa como un tronco de árbol. A teme 
á ella fuertemente con la tela envuelta en mi 
turbante, con la esperanza de que el roe me sa- 
caría de aquella isla desierta , cuando empren- 
diese su vuelo al dia siguiente. Con efecto , des- 
pués de haber pasado la noche en aquella situa- 
ción , luego que amaneció , el ave echó á volar 
y me levantó tan alto que ya no veia la tierra; 
luego bajó de repente con tanta velocidad , que 
ni siquiera me sentía. Cuando el roe se hubo 
parado y me vi en tierra, desaté prontamente 
el nudo que me tenia sujeto á su pata. Apenas 
habia acabado de desatarme , cuando dio un pi- 
cotazo á una serpiente de enorme lonjitud , y 
cojiéndola , emprendió otra vez su vuelo. 

« El lugar en que me dejó era un valle muy 
hondo , rodeado por todas partes de montes 
tan elevados , que se confundían con las nubes, 
y tan escarpados , que no habia ningún camino 
por donde pudiera subirse. Hálleme en una nue- 
va incertidumbre , y comparando aquel lugar 
con la isla desierta que acababa de abandonar, 
juzgué que nada habia aventajado en el cambio. 

« Eché á andar por aquel valle , y noté que 
estaba sembrado de diamantes, algunos de ellos 
de asombroso tamaño. Complacíme mucho en 
mirarlos ; pero muy pronto divisé á lo lejos 
otros objetos que disminuyeron mucho mi pla- 
cer y que no pude contemplar sin susto. Era un 
gran número de serpientes , tan gruesas y lar- 
gas , que cualquiera de ellas hubiera podido 
tragar un elefante. Se retiraban durante el dia 
á sus cuevas , en las que se ocultaban á causa 
del roe , su enemigo , y solo salían de ellas de 
noche. 

« Pasé el dia recorriendo el valle y descan- 
sando de tanto en tanto en los parajes mas có- 
modos. Sin embargo al ponerse el sol , me reti- 
ré á una cueva en la que juzgué que estaría se- 
guro. Tapé la entrada , que era baja y estrecha, 



con una piedra bastante gruesa para precaverme 
de las serpientes ; pero que no ajustaba de tal 
modo que no entrase un poco de luz. Cené con 
una parte de mis provisiones , al ruido de las 
serpientes que empezaron á salir. Sus espanto- 
sos silbidos me causaron sumo terror , y ya po- 
déis figuraros que no me dejaron pasar la noche 
muy sosegadamente. Cuando amaneció , las ser- 
pientes se retiraron , y entonces salí temblando 
de mi cueva , y puedo decir que anduve largo 
rato sobre los diamantes , sin curarme de reco- 
jerlos. Al fin me senté , y á pesar de la zozobra 
que me traia azorado , como no habia cerrado 
los ojos en toda la noche , me quedé dormido, 
después de haber comido otra vez de mis provi- 
siones. Pero apenas había cerrado los ojos, 
cuando cayó junto á mí un bulto que metió mu- 
cho ruido y me despertó ; era un gran pedazo 
de carne fresca : y al punto vi caer otras muchas 
de la cumbre de los riscos en diferentes parajes. 

« Siempre habia mirado como un cuento lo 
que varias veces habia oído decir á los marine- 
ros y á otras personas relativamente al valle de 
los diamantes , y la maña de que se valían algu- 
nos mercaderes para sacar de allí aquellas pie- 
dras preciosas, y entonces conocí que no me 
habían engañado. Con efecto, aquellos merca- 
deres se encaminan al valle en la temporada! 
en que las águilas tienen cria. Cortan carne y la 
tiran al valle en grandes pedazos , á los que se 
prenden los diamantes sobre cuyas puntas caen. 
Las águilas , que son en aquel país mas fuertes 
que en otras partes , se arrojan sobre estos pe- 
dazos de carne , y los llevan á sus nidos en lo 
alto de los peñascos , para servir de alimento á 
sus polluelos. Entonces los mercaderes acuden 
á los nidos y con sus voces obligan á las águilas 
á alejarse , y cojen los diamantes que hallan 
pegados á los pedazos de carne. Se valen de 
esta maña , porque no hay otro medio de sacar 
los diamantes de aquel vaJle , que es todo un 
derrumbaderro al cual no se puede bajar. 

« Hasta entonces habia creído que me seria 
imposible salir de aquel abismo , que conside- 
raba como mi sepulcro ; pero mudé de parecer, 
y lo que acababa de ver me hizo imajínar un 
medio para conservar mi vida. » 

Amaneció al llegar aquí Cheherazada , y así 
dejó para la noche siguiente la continuación de 
esta historia. 



H¿toJ¿C|||a|l||U|Al||^^f#4áa. 



368 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CCXVffl. 



Señor , dijo Cheherazada , encarándose coa 
el sultán dq las Indias* Sindbad continuó refi- 
riendo las aventuras de su segundo viaje á la 
concurrencia que le escuchaba : « Empecé á jun- 
tar los diamantes mas gruesos que se ofrecieron 
á mi vista y llené con ellos la bolsa de cuero 
que me habia servido para guardar mis provi- 
siones. Gojf después el pedazo de carne que me 
pareció mas largo y lo até fuertemente al rede- 
dor del cuerpo con la tela de mi turbínte , y en 
aquel estado me tendí boca abajo con la bolsa 
de cuero atada á la cintura , de modo que no 
podia caerse. 

(( Apenas me puse en este estado , cuando 
acudieron las águilas : cada una se apoderó de 
un pedazo de carne , y una de las mas fuertes 
habiéndome levantado con el pedazo de carne 
con que estaba envuelto , me llevó á su nido en 
la cumbre del monte. Los mercaderes no deja- 
ron de vocear para amedrentar á las águilas , y 
cuando las hubieron obligado á soltar su presa, 
uno de ellos se acercó á mí : pero enmudeció al 
verme. Serenóse sin embargo , y en vez de pre- 
guntarme por qué incidente me hallaba allí» em- 
pezó á insultarme, preguntándome por qué le 
robaba lo que era suyo. « Ya me hablaréis, » 
le dije , u con mas humanidad , cuando me ha- 
yáis conocido mejor. Consolaos , » añadí ; « ten- 
go diamantes para vos y para mí en mayor nú- 
mero de lo que pueden tener todos los demás 
mercaderes juntos. Si los tienen , es por casua- 
lidad ; pero yo mismo he escojido en el interior 
del valle los que traigo en esta bolsa que veis. » 
Al decir esto , se la enseñé. Aun no habia aca- 
bado de hablar, cuando los demás mercaderes 
que me estaban mirando se agolparon al rede- 
dor de mí , muy admirados de verme , y yo 
acrecenté su estrañeza con la narración de mi 
historia. No admiraron tanto el ardid que habia 
ideado para salvarme como mi arrojo en inten- 
tarlo. 

Lleváronme al parador en donde vivían todos 
juntos , y allí , habiendo abierto mi bolsa en su 
presencia , se quedaron pasmados del tamaño 



de mis diamantes , y me confesaron que en to- 
das las cortes en que habían estado , no habían 
visto ninguno que se aproximase á los mios. 
Rogué al mercader , á quien pertenecía el nido 
á donde habia sido trasladado (porque cada 
mercader tenia el suyo) , roguéle , repito , que 
escojiera por su parte tantos como quisiera. 
Contentóse con uno solo , y aun tomó el menos 
grueso , é instándole yo á que tomara otros sin 
temor de perjudicarme , « No , » me dijo , a con 
este estoy satisfecho , pues es bastante precioso 
para escusarme la molestia de hacer en adelante 
otros viajes y asegurarme una vida decorosa. » 

« Pasé lajiocho con aquellos mercaderes, i 
quienes por segunda vez conté mi historia para 
satisfacción de los que no la habían oido. No 
podia contener mi júbilo, cuando reflexionaba 
que estaba libre de los peligros de que os he 
hablado. Me parecía que era un sueño lo que me 
pasaba, y no podia acabar de creer que ya nada 
tuviese que recelar. 

« Ya hacia dias que los mercaderes tiraban 
pedazos de carne al valle, y «como todos se mos- 
traban contentos con los diamantes que les ha- 
bían cabido en suerte, nos marchamos todos 
juntos al día siguiente , y caminamos por unos 
altos montes en los que había serpientes de ta- 
maño estraordínario , pero logramos irlas evi- 
tando todas. Llegamos al primer puerto, y desde 
allí pasamos á la isla de Roha, en donde se en- 
cuentra el árbol que produce el alcanfor y que 
es tan grueso y frondoso que cien hombres pue- 
den estar cómodamente á su sombra. El jugo de 
que se forma el alcanfor mana por una abertura 
que se hace en lo alto del árbol y se recoje en 
un vaso, en el que adquiere consistencia y llega 
á ser lo que se llama alcanfor. El jugo» una vez 
sacado, el árbol se seca y muere. 

« En la misma isla hay rinocerontes, que son 
unos animales mas pequeños que el elefante y 
mas grandes que el búfalo ; tienen una asta en- 
cima de la nariz, de un codo de largo : esta 
asta es sólida y cortada por el medio desde un 
cabo á otro. Encima se ven algunas rayas que 



CUEiNTOS ÁRABES. 



359 



representan la figura de un hombre. El rinoce- 
ronte pelea con el elefante , le hiere con el asta 
por debajo del vientre, le levanta en alto y le 
lleva sobre la cabeza , pero como la sangre y la 
grasa del elefante le corren sobre los ojos y le 
ciegan, cae al suelo, y lo que vais á estrañar, 
llega el roe, que los arrebata á entrambos con 
sus garras y los lleva para servir de alimento á 
sus polluelos. 

<c Voy orillando otras muchas estrañezas de 
aquella isla, por no cansaros. Allí cambié algu- 
nos diamantes por buenas mercancías. Luego 
fuimos á otras islas , y finalmente, después de 
haber tocado en varias islas mercantes de tierra 
firme , llegamos á Balsora , y desde allí pasé á 
Bagdad. Hice muchas limosnas á los pobres y 
disfruté honrosamente de las inmensas riquezas 
que habia traido conmigo y ganado con tanta 
fatiga. )> 

Así refirió Sindbad su segundo viaje. Mandó 
otra vez que dieran cien zequines á Hindbad y 
le convidó para el dia siguiente á fin de que 
oyera la narración del tercer viaje. 

Los convidados volvieron á sus casas, y acu- 
dieron al dia siguiente á la misma hora á casa 
de Sindbad , como también el mandadero , que 
habia olvidado ya su anterior miseria. Sentá- 
ronse á la mesa, y después de la comida, Sind- 
bad pidió audiencia y refirió de este modo su 
tercer viaje : 



TERCER VIAJE DE SIXDBAD EL UARUtO. 

« Pronto perdí , en los deleites de la vida que . 
disfrutaba , el recuerdo de los peligros corridos 
durante mis dos viajes ; pero como estaba en la 
flor de mi edad, me cansé de vivir en el ocio, y 
cerrando los ojos á los nuevos peligros que de r > 
seaba arrostrar, salí de Bagdad con ricas mer- 
cancías del pais, que mandé trasladar á Balsora. 
Allí me embarqué con otros mercaderes. Em- 
prendimos una larga navegación y tocamos en 
muchos puertos y traficamos con cuantioso be- 
neficio. 

<( Un dia que nos hallábamos en alta mar, 
fuimos acometidos por una horrible borrasca 
que nos hizo perder nuestro rumbo. Duró algu- 
nos dias y nos arrojó delante del puerto de una 
isla , en el que el capitán hubiera deseado no 
entrar; pero tuvimos que echar el ancla. Afer- 
radas las velas, el capitán nos dijo : a Esta isla 
y las contiguas están habitadas por unos salvajes 
muy velludos que vendrán á acometernos. Aun- 
que son enanos, es preciso no oponerles la 
menor resistencia, porque son en mayor numero 
que las langostas, y si llegáramos á matar uno 
de ellos, se echarían todos sobre nosotros y nos 
asesinarían. » 

Asomó el dia en el aposento de Chahriar, é 
interrumpió á Cheherazada , quien dejó su nar- 
ración para la noche siguiente. 



NOCHE CCXIX. 



<( Las palabras del capitán , » dijo Sindbad , 
« consternaron á todos los pasajeros . y prouto 
conocimos que era demasiado cierto lo que aca- 
baba dé decirnos. Vimos asomar gran número 
de asquerosos salvajes, todo el cuerpo cubierto 
de un vello rojo y de unos dos pies de alto. Se 
echaron á nado y rodearon al punto el buque. 
Nos hablaban al acercarse, pero no entendíamos 
su lenguaje. Se asieron de la orilla y de las jar- 
cías de la embarcación y subieron por todas 
partes sobre cubierta, con tanta ajilidad y rapi- 
dez como si tuvieran alas. 

a Contemplamos aquella invasión con el pa- 



vor que se deja suponer, sin osar defendernos 
ni decirles una sola palabra para retraerlos de 
su intento, que maliciábamos ser funesto. Con 
efecto, soltaron las velas, cortaron el cable del 
ancla sin tomarse el trabajo de levarla, y des- 
pués de haber atracado el buque á tierra, nos 
hicieron desembarcar á todos. Llevaron luego 
el buque á otra isla de donde habían venido. 
Todos los viajeros iban evitando esmeradamente 
aquella en que entonces nos hallábamos, y era 
espuesto detenerse en ella por el motivo que 
vais á saber ; pero fuénos preciso aguantar con 
sufrimiento nuestro desmán. 



361 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



« Nos alejamos de la playa, internándonos en 
la isla, y hallamos algunas frutas y yerbas, de 
las que comimos para prolongar, en cuanto nos 
fuera posible , el postrer momento de nuestra 
vida, porque aguardábamos una muerte cierta. 
Después de haber andado bastante, descubrimos 
á lo lejos un gran edificio, hacia el cual diriji- 
mos nuestros pasos. Era un palacio bien cons- 
truido y muy espacioso , que team una puerta 



« El sol se ponía , y mientras nos hallábamos 
en tan lamentable situación , se abrió con gran 
estruendo la puerta del aposento, y vimos salir 
una horrenda figura de hombre negro del alto 
de una palmera. Tenia en medio de la frente un 
solo ojo, encarnado y centelleante como ascua. 
Los dientes de delante , que eran muy largos y 
puntiagudos , le salían de la boca , tan hendida 
como la de un cabalto, y el labio inferior le col- 







de ébano, con dos hojas, que abrimos empuján- 
dolas. Entramos en el patio, y vimos enfrente 
un espacioso aposento con una antesala , en la 
que habia á un lado un montón de huesos huma- 
nos , y al otro gran número de asadores. Estre- 
mecímonos á aquella vista , y como estábamos 
muy cansados de la marcha, nos (laquearon las 
piernas , caímos en el suelo poseídos de un es- 
panto mortal, y permanecimos largo rato inmó- 
viles. 



gaba hasta el pecho. Sus orejas se parecían á las 
de un elefante y le cubrían los hombros. Tenia 
las uñas largas y corvas como las garras de las 
aves de rapiña. Al aspecto de tan espantoso ji- 
gante, perdimos el sentido y nos quedamos 
yertos 

« Por fin volvimos de nuestro desmayo y le 
vimos sentado mirándonos ahincadamente. Lue- 
go que nos hubo contemplado largo rato, se 
acercó á nosotros, alargó la mano hacia mí, me 



CUENTOS ÁRABES. 



361 



cojió por la nuca, y dándome vueltas á diestro 
y siniestro, como un carnicero á una cabeza de 
carnero, me miró, y viendo que no tenia mas 
que huesos, me soltó. Fué cojiendo á los demás 
uno por uno , los rejistró del mismo modo , y 
como el capitán era el mas gordo de todos , le 
levantó con una mano , como yo levantaría un 
gorrión , y le pasó un asador por medio del 
cuerpo. Después encendió una gran hoguera, le 
asó y se le comió á cenar en el aposento á donde 
se habia retirado. Terminada la comida , volvió 
á la entrada, se tendió y pronto quedó dormido, 
roncando estrepitosamente, y su sueño duró 
hasta la madrugada. En cuanto á nosotros , nos 
fué imposible disfrutar el menor descanso y pa- 
samos la noche en la mas tremenda zozobra. Al 
amanecer, el jigante se despertó y salió , deján- 
donos en el palacio. 

<( Cuando le juzgamos distante , rompimos el 
pavoroso silencio que habíamos estado guar- 
dando toda la noche, y contristándonos todos 
como á porfía mutuamente, hicimos resonar el 
palacio con lamentos y alaridos. Aunque éramos 
en bastante número, y no teníamos mas que un 
solo enemigo , no se nos oceurrió al pronto el 
pensamiento de librarnos de él con su muerte. 
Este intento , aunque de muy ardua ejecución , 
era sin embargo el que debíamos naturalmente 
idear. 

« Deliberamos sobre otros muchos medios, 
pero no nos fijamos en ninguno, y resignándo- 
nos á lo que Dios tuviera á bien disponer de 
nosotros, pasamos el dia recorriendo la isla, 
alimentándonos de frutas y plantas como á la 
llegada. Al anochecer buscamos algún sitio para 
ponernos á cubierto ; pero no hallarnos ninguno, 
y á pesar nuestro tuvimos que regresar al 
palacio. 

« El jigante no dejó de volver y comerse á 
cenar uno de nuestros compañeros, y tras esto 
se quedó dormido, roncando hasta el dia, en 
que salió dejándonos como la víspera. Nuestra 
situación nos pareció tan horrorosa , que muchos 
de mis compañeros estuvieron á punto de arro- 
jarse al mar, antes que aguardar tan bárbara 
muerte, y luego andaban incitando á los demás 
á que siguieran su consejo. Pero uno de ellos , 
tomando la palabra, dijo : « Nos está vedado el 
darnos la muerte, y aun cuando no lo fuera, ¿no 



es mas acertado que busquemos un medio para 
librarnos del bárbaro que nos está guardando 
un paradero tan horroroso ? » 

« Como me había ocurrido un intento acerca 
de esto, se lo comuniqué á mis compañeros, 
quienes lo aprobaron, a Hermanos, » les dije 
entonces, « ya sabéis que hay mucha madera 
en la playa , y si queréis creerme , haremos 
algunas balsas que puedan llevarnos, y cuando 
estén concluidas, las dejaremos en la costa 
hasta que juzguemos conveniente valemos de 
ellas. Entretanto pondremos en ejecución el 
pensamiento que os propuse para librarnos del 
jigante; si sale bien, podremos aguardar aquí 
algún bajel que nos saque de esta isla fatal ; si 
al contrario, erramos el golpe, huiremos á 
nuestras balsas y nos haremos á la mar. Confieso 
que nos aventuramos á perder la vida, espo- 
niéndonos al furor de las olas en tan frájiles 
embarcaciones; pero aun cuando debiéramos 
perecer, ¿no es mas tolerable que el piélago 
nos trague , que no ese monstruo que ya ha de- 
vorado á dos compañeros nuestros ? » Mi pare- 
cer fué aprobado, y construimos balsas capaces 
de llevar cada una tres personas. 

« Regresamos al palacio al anochecer, y el 
jigante llegó poco después de nosotros. Fué 
preciso presenciar de nuevo el suplicio de otro 
compañero ; pero al fin he aquí de que modo 
nos vengamos de la crueldad" del jigante. Luego 
que hubo acabado su bárbara cena , se tendió 
boca arriba y se quedó dormido. Al oirle roncar 
como solía, nueve de los mas atrevidos y yo 
cojimos cada uno un asador, pusimos la pimía 
en el fuego hasta que estuvo candente, y luego 
se las clavamos á una en el ojo y se lo rebenta- 
mos. 

(( El dolor que sintió el jigante le arrancó un 
espantoso alarido. Levantóse arrebatadamente 
y tendió los brazos á diestro y siniestro para 
asir alguno de nosotros y sacrificarle á su saña. 
Pero tuvimos lugar de alejarnos de él y echarnos 
en el suelo por parajes en que no podia encon- 
trarnos bajo sus pies. Después de habernos 
buscado en balde, halló la puerta á tientas y 
salió dando espantosos ahullidos. » 

Nada mas dijo Cheherazada por aquella no- 
che ; pero á la siguiente prosiguió de este modo : 



3Í& 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CCXX. 



€ Salimos del palacio detrás del jigante , » \ 
prosiguió Sindbad , « y llegamos á la orilla del 
mar, en donde estaban nuestras balsas. Las 
echamos al agua y aguardamos que amaneciera 
para embarcarnos en el caso que viésemos venir 
al jigante con algún guia de su especie ; pero 
nos lisonjeábamos de que si no parecía cuando 
hubiese salido el sol , y aun oíamos sus ahullidos 
que resonaban continuamente, seria una prueba 
de que habría perdido la vida , en cuyo caso 
era nuestro ánimo permanecer en la isla , y no 
aventurarnos en las balsas. Pero apenas rayó el 
dia , cuando divisamos á nuestro cruel enemigo 
acompañado de dos jigantes de igual estatura 
que él , que le guiaban , y otros muchos que 
caminaban tras él aceleradamente. 

« Á esta vista , no titubeamos en embarcarnos 
en las balsas y empezamos á alejarnos de la 
playa á todo remo. Los jigantes , que lo advir- 
tieron , cojieron grandes piedras , acudieron á 
la orilla , entraron en agua hasta medio cuerpo 
y nos las tiraron tan diestramente , que , escepto 
la balsa en que yo estaba, todas las demás que- 
daron hechas pedazos , ahogándose los hombres 
que las montaban. En cuanto á mí y mis dos 
compañeros, como echábamos el resto en la 
boga , nos hallamos mas adelantados en el mar 
y fuera del alcance de las piedras. 

a Cuando estuvimos en alta mar, fuimos el 
juguete de) viento y de las olas que nos arroja- 
ban acá y acullá , y pasamos aquel dia y la noche 
siguiente en una cruel incertidumbre acerca de 
nuestra suerte; pero al otro dia tuvimos la 
suerte de aportar en una isla donde nos salva- 
mos con mucha algazara. Allí hallamos esce- 
lentes frutas, que nos fueron de grande auxilio 
para recobrar las fuerzas que habíamos perdido 
casi de todo punto. 

« De noche nos dormimos á la orilla del mar; 
pero nos despertó el estruendo que metia con 
sus escamas arrastrándose á tierra una serpiente 
de enorme corpulencia. Acercóse tanto á noso- 
tros , que se tragó á uno de mis dos compañeros , 
á pesar de los gritos y estremos que hizo para 



librarse de la serpiente , quien le sacudió varias 
veces, y habiéndole aplastado contra el suelo, 
acabó de tragarle. Al punto mi compañero y yo 
echamos á correr,- y aunque bastante lejos, 
oímos poco después un ruido , por el cual juz- 
gamos que la serpiente iba volviendo los huesos 
del desgraciado que habia arrebatado. Con 
efecto, al dia siguiente nos horrorizamos al 
verlos. « i Oh cielos! » esclamé entonces, « ¡ á 
lo que estamos espuestos! Ayer nos congratulá- 
bamos de haber librado nuestras vidas de la cruel- 
dad de un jigante y del ímpetu de las olas, y he- 
mos tenido aquí un paradero no menos pavoroso. 

«Observamos, al pasearnos, un árbol muy 
elevado , en el cual acordamos pasar la noche 
siguiente para ponernos en sal vo. Comimos frutas 
como el dia anterior, y al anochecer trepamos 
al árbol. Pronto oimos á la serpiente que se 
acercó silbando hasta el pié del árbol en que 
estábamos. Levantóse siguiendo el tronco, y en- 
contrando á mi compañero que estaba mas 
abajo que yo, se le tragó de repente y se retiró. 

« Permanecí en el árbol hasta el amanecer, y 
entonces bajé de él mas muerto que vivo. Con 
efecto , no podía esperar otra suerte que la de 
mis dos compañeros, y este pensamiento me 
estremeció de pies á cabeza , y así di algunos 
pasos para lanzarme al mar ; pero como es grato 
vivir tanto comose pueda, contrasté aquel ímpetu 
de desesperación y me resigné á la voluntad de 
Dios que dispone á su albedrío de nuestras vidas. 

a No dejé de reunir sin embargo gran cantidad 
de ramas y espinas secas. Hice varios haces que 
até juntos, después de haber formado un gran 
círculo al rededor del árbol f y até algunos otros 
de través por encima para cubrirme la cabeza. 
Hecho esto, me encerré en aquel círculo á la 
caída de la noche, con el triste consuelo de no 
haber desatendido nada para precaverme de la 
suerte cruel que me estaba amenazando. La ser- 
piente no dejó de volver y dar vueltas al rededor 
del árbol , ansiando devorarme ; pero no pudo 
conseguirlo , por el resguardo que habia fabri- 
cado, y en vano hizo hasta el amanecer lo que 



CUENTOS ÁRABES. 



363 



hace un gato cuando sitia á un ratón en un asilo 
á donde no alcanza á penetrar. Al fin lució el 
dia , y se retiró ; pero no me atreví á salir de 
mi fortaleza hasta la salida del sol. 

a Hálleme tan cansado del trabajo que habia 
tenido y era tantísimo lo que habia padecido de 
su pestífero aliento , que la muerte me parecía 



preferible á aquel horror, y así me alejé del 
árbol , y sin acordarme de la resignación del dia 
anterior, corrí hacia el mar con intento de pre- 
cipitarme en él. » 

Á estas palabras, Cheherazada dejó de hablar 
viendo que rayaba el dia, y á la noche siguiente 
prosiguió su historia , y dijo al sultán : 



NOCHE CCXXI. 



Señor, así refirió Sindbad la conclusión de su 
tercer viaje : « Dios se compadeció de mi deses- 
peración, pues en el acto de arrojarme al mar, 
divisé una embarcación, aunque harto distante 
de la orilla. Grité con todo mi ahinco para que 
me oyesen y tremolé la tela de mi turbante pa- 
ra que me vieran. Gonseguílo : toda la tripula- 
ción reparó en mí, y el capitán me envió su 
lancha. Guando llegué á bordo, los mercaderes 
y marineros me preguntaron con mucho afán 
por qué acaso me hallaba en aquella isla desier- 
ta, y luego que les hube referido cuanto me su- 
cediera, los mas ancianos me dijeron que ha- 
bían oído hablar varias veces de los jiganles 
que vivían en aquella isla, y que les habían ase- 
gurado que eran antropófagos y que comían los 
hombres, no solo asados, sino también crudos ; 
respecto á las serpientes, añadieron que tam- 
bién abundaban allí mismo, que se ocultaban de 
dia y se presentaban de noche. Después de ha- 
berme manifestado su alborozo al verme libre 
de tantísimos peligros, no dudando que necesi- 
tase comer , se afanaron en obsequiarme con 
lo mejor que tenían , y el capitán , notando que 
mi vestido estaba andrajoso, tuvo la jenerosidad 
de darme uno de los suyos. 

« Navegamos por algún tiempo ; tocamos en 
varias islas, y al fin llegamos á la de Salahat, de 
la cual se saca el sándalo, que es una madera 
muy usada en medicina. Entramos en el puerto 
y echamos el ancla. Los mercaderes empezaron 
á desembarcar sus mercancías para venderlas ó 
cambiarlas. Entretanto el capitán me llamó y 
me dijo: Hermano, tengo en depósito unas 
mercancías que pertenecían á un mercader que 
navegó algún tiempo en mi buque ; como ha 



muerto, quiero beneficiarlas para dar cuenta de 
ellas á sus herederos cuando llegue á encontrar 
alguno. » Los fardos de que hablaba estaban ya 
sobre la cubierta y me los enseñó diciendo: « Es- 
tas son las mercancías de que se trata ; espero 
que os encargaréis de negociarlas, satisfacién- 
doos el derecho acostumbrado por la molestia 
que os toméis. » Consentí en ello, dándole las 
gracias porque me proporcionaba una ocasión 
para no estar ocioso. 

El escribano del buque iba rejistrando todos 
los fardos con los nombres de los mercaderes á 
quienes pertenecían. Habiendo preguntado al 
capitán bajo qué nombre quería que anotase los 
que acababa de confiarme, « Apuntad, » dijo el 
capitán, «bajo el nombre de Sindbad el mari- 
no. » No pude oir mi nombre sin inmutarme , y 
encarándome con el capitán, le conocí por aquel 
que en mi segundo viaje me habia abandonado 
en la isla en que me dormí á la márjen de un 
arroyo y que habia dado la vela sin aguardarme 
ó hacerme buscar. Al pronto no le habia cono- 
cido por lo muy mudado que estaba desde que 
no le habia visto. 

4 En cuanto á él, creyéndome muerto, no es 
estraño que no me conociese. « Capitán, » le 
dije, «¿no decis que se llamaba Sindbad el 
mercader dueño de estos fardos ? — Sí, » me 
respondió, «así se llamaba, era de Bagdad y se 
habia embarcado en mi buque en Balsora. Un 
dia que desembarcamos en una isla para hacer 
aguada y cojer algunas frutas, no sé por qué 
equivocación di la vela sin advertir que no ha- 
bia vuelto á bordo con los demás. Nadie lo ad- 
virtió sino al cabo de cuatro horas. Teníamos 
viento en popa y tan fresco, que nos fué impo- 



964 



LAS. MIL Y UNA NOCHES. 



sible virar de bordo para recojerle. — ¿Con que 
le creéis difunto ? » repuse. — « Seguramente,» 
replicó. — « Pues bien , capitán , » lé dije , 
« abrid los ojos y conoced á ese Sindbad á quien 
dejasteis en aquella isla desierta. Me dormí jun- 
to á un arroyo, y cuando me desperté, ya no vi 



nadie de la embarcación. » Á estas palabras, el 
capitán se paró á mirarme. » 

Al llegar aquí, advirtió Cheherazada que ya 
amanecía, y hubo de parar hasta la noche si- 
guiente en que prosiguió así : 



NOCHE CCXXII. 



« El capitán , » dijo Sindbad , « después de 
haberme mirado atentamente, me conoció al fin. 
<( Loado sea Dios , » esclamó abrazándome ; 
« me alegro de que la suerte os haya desagra- 
viado por mí. Aquí están vuestras mercancías, 
que he tenido cuidado de conservar y beneficiar 
en todos los puertos en que he tocado; os las 
devuelvo con las ganancias que he sacado. » 
Tomólas, manifestando al capitán todo el agra- 
decimiento que merecía. 

« Desde la isla de Salahat, fuimos á otra, en 
donde me surtí de clavo, canela y otras espe- 
cias. Cuando estuvimos distantes, vimos una 
tortuga que tenia veinte codos de largo ; tam- 
bién observamos un pescado que se parecía á 
una vaca : tenia leche, y su pellejo es tan duro 
que sirve comunmente para escudos; vi otro 
que tenia la figura y el color de un camello. 
Finalmente, después de una larga navegación, 
llegué á Balsora, y de allí regresé á Bagdad, con 
tantas riquezas, que ignoraba la cantidad de 
ellas. Di á los pobres parte considerable de mis 
ganancias y añadí otras grandes posesiones á 
las que ya había adquirido. » 

Asi terminó Sindbad la historia de su tercer 
viaje ; mandó que diesen otros cien zequines á 
Hindbad, convidándole á comer para el dia si- 
guiente y á oir la narración de su cuarto viaje. 
Hindbad y los demás convidados se retiraron, y 
al dia siguiente cuando estuvieron juntos, Sind- 



bad tomó la palabra al acabarse la comida y 
prosiguió sus aventuras. 

CUARTO VIAJE DE SINDBAD EL MARINO. 

« Los placeres y diversiones á que me entre- 
gué á la vuelta de mi tercer viaje no tuvieron 
bastante atractivo para retraerme de emprender 
aun otro. Déjeme arrebatar por la pasión de 
traficar y ver objetos nuevos, arreglé mis nego- 
cios, y habiendo acopiado las mercancías mas 
adecuadas para los lugares á donde trataba de ir, 
sali, seguí el camino de Persia, cuyas provincias 
atravesé, y llegué á un puerto de mar en el que 
me embarqué , dimos la vela , y ya habíamos 
tocado en varios puertos de tierra firme y en 
algunas islas orientales, cuando un dia que na- 
vegábamos con mucha velocidad , nos sobreco- 
jió un viento que obligó al capiLan á tomar rizos 
y dar todas las órdenes necesarias para evitar 
el peligro que nos estaba amenazando. Pero to- 
das nuestras precauciones fueron inservibles : 
la maniobra se frustró, las velas quedaron he- 
chas trizas , y el buque no pudiendo ya gober- 
nar, dio contra un peñasco , y se estrelló de 
modo que se ahogaron varios mercaderes y 
marineros, perdiéndose el cargamento. » 

Aquí llegaba Cheherazada , cuando vio rayar 
el dia. Paróse , y Chahriar se levantó. Á la no- 
che siguiente continuó así el cuarto viaje : 



©<5= 



CUENTOS ÁRABES. 



365 



NOCHE CCXXIII. 



« Tuve la suerte, » prosiguió Sindbad, « de 
asirme á una labia con otros mercaderes y ma- 
rineros. Llevónos la corriente á una isla que es- 
taba delante de nosotros, y en la que hallamos 
frutas y agua dulce , que sirvieron para resta- 
blecer nuestras fuerzas. Descansamos aquella 
noche en el lugar á donde el mar nos habia ar- 



« Al dia siguiente, luego que salió el sol, nos 
alejamos de la playa, é internándonos en la isla, 
descubrimos habitaciones á las que nos acerca- 
mos. Á nuestra llegada, acudieron muchos ne- 
gros, nos rodearon, se apoderaron de nosotros, 
hicieron una especie de reparto y nos llevaron 
á sus casas. 




rojado, sin haber tomado disposición alguna 
sobre lo que debíamos practicar, á causa del 
abatimiento en que estábamos con tan gran fra- 
caso. 



u Cuponos en suerte á cinco compañeros y á 
mí ir á un mismo sitio. Nos hicieron sentar y 
nos sirvieron de cierta yerba , convidándonos 
por señas á que comiésemos de ella. Mis com* 



366 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



pañeros, sin reflexionar que los que la ofrecían 
no la probaban , no pensaron mas que en el 
hambre que los acosaba y se abalanzaron á 
aquel manjar. En cuanto á mí, recelándome de 
algún engaño, no quise siquiera probarla, lo 
cual me aprovechó porque muy luego advertí 
, que mis compañeros habían perdido el seso , y 
que al hablarme no sabían lo que se decían. 

« Sirviéronnos después arroz aderezado con 
aceite de coco, y mis compañeros comieron de 
él en gran cantitad. Yo no hice mas que pro- 
barlo. Los negros nos habían presentado aquella 
yerba para trastornarnos el juicio y quitarnos 
asL el pesar que debía causarnos el triste cono- 
cimiento de nuestra suerte , y nos daban arroz 
para engordarnos. Como eran antropófagos, su 
ánimo era comernos cuando estuviésemos en 
sazón. Esto fué lo que sucedió á mis compañe- 
ros, quienes ignoraron su suerte, porque no es- 
taban en su sana cordura. Habiendo conservado 
la mia , ya os podéis figurar, señores , que en 
voz de engordar copio los demás, me puse mas 
Haco de lo que estaba. El temor de la muerte 
de que estaba continuamente sobrecojido, con- 
vertía en veneno todos los alimentos que to- 
maba. Me sobrevino una languidez que me fué 
muy provechosa, porque los negros , habiendo 
muerto y comido á mis compañeros, no pasaron 



adelante, y viéndome seco, descarnado y enfer- 
mo , aplazaron ni muerte para otra coyuntura. 

« Entretanto tenia mucha libertad , y casi no 
reparaban en mis acciones, y así me alejé un dia 
de las habitaciones de los negros, decidido á 
escaparme. Un anciano que lo advirtió y mali- 
ció mi intento me voceó reciamente que vol- 
viera; pero en vez de obedecerle, apresuré el 
paso y pronto le perdí de vista. No habia enton- 
ces en las habitaciones sino aquel anciano, pues 
las demás negros estaban ausentes y no debían 
volver hasta el anochecer, lo que acostumbra- 
ban hacer con frecuencia. Por eso, estando se- 
guro de que ya no estarían á tiempo para cor- 
rer en pos de mí cuando supiesen mi fuga,- 
caminé hasta la noche , en que me paré para 
descansar un poco y comer de los víveres que 
llevaba. Pero pronto proseguí mi camino y con- 
tinué andando durante siete dias , evitando los 
poblados. Vivía de cocos, que me proporciona- 
ban al mismo tiempo comida y bebida. 

« Al octavo dia llegué cerca del mar y descu- 
brí hombres blancos, como yo, afanados en co- 
jer pimienta, que abundaba mucho. Su quehacer 
me fué de buen agüero, y no tuve ninguna difi- 
cultad en acercarme á ellos. » 

Nada mas dijo Cheherazada hasta la noche 
siguiente, en que habló así : 



NOCHE CCXXIV. 



« Los hombres que estaban cojiendo pi- 
mienta, » prosiguió Sindbad, « me salieron Si 
encuentro ; luego que me vieron me pregunta- 
ron en árabe quién era y de dónde venia. Con- 
tento al oirlés hablar como yo, satisfice gustoso 
su curiosidad, refiriéndoles como habia naufra- 
gado y llegado á aquella isla, en donde habia 
caido en manos de los negros. « Pero esos 
negros,» me dijeron, « comen los hombres. 
¿ Por qué milagro os habéis librado de su cruel- 
dad ? » Híceles la misma relación que acabáis 
de oir, y quedaron sumamente admirados. 

« Quédeme con ellos hasta que hubieron co- 
jido la pimienta que necesitaban , y luego me 
hicieron embarcar en el bajel que los habia 



conducido allí, y pasamos á otra isla de la cual 
habían venido. Me presentaron á su rey, que 
era un buen príncipe. Tuvo la paciencia de es- 
cuchar la relación de mis aventuras, que le 
pasmaron en estremo. Luego me mandó dar 
otros vestidos y dispuso que tuvieran cuidado 
de asistirme. 

« La isla estaba pobladísima y era abundante 
de toda clase de renglones, y la ciudad en que 
residía el rey hacia un tráfico de mucha entidad. 
Aquel agradable asilo empezó á consolarme de 
mi desventura, y los agasajos que aquel jene- 
roso príncipe me dispensaba acabaron de resti- 
tuirme á mis glorias. Con efecto, nadie le me- 
recía tan suma privanza, y por consiguiente no 



CUENTOS ÁRABES. 



367 



había un individuo en la corte y la ciudad que 
no se desviviese por complacerme. Así pronto 
me miraron como un hombre solariego , mas 
bien que como advenedizo. 

« Noté una particularidad harto peregrina. 
Todos, y aun el mismo rey, montaban á caballo 
sin brida y sin estribos. Con este motivo me 
tomé un dia la libertad de preguntarle por qué 
su majestad no se valia de avíos tan cómodos, 
y me respondió que le hablaba de unos inventos 
cuyo uso no era conocido en sus estados. 

a Fui al punto á casa de un carpintero y le 
mandé hacer el alma de una silla, según el mo- 
delo que le di. Luego la guarnecí yo mismo con 
pelo y cuero y la. adorné con un bordado de 
oro. Después me valí de un herrero que hizo un 
bocado de la forma que le fui explicando, y 
también le mandé hacer unos estribos. 

« Cuando todo estuvo acabado , presenté 
aquellos arreos al rey, y los probé con uno de 
sus caballos. Montó el monarca en él, y quedó 
tan satisfecho de la invención, que me mani- 
festó su complacencia con garbosos rasgos. No 
pude escusarme de hacer otras sillas para sus 
ministros y principales oficiales de su casa, 
quienes me hicieron todos regalos que en poco 
tiempo me enriquecieron. También hice algu- 
nas para los sujetos principales de la ciudad, 
con lo cual me granjeé suma reputación y mi- 
ramiento. 

« Como yo solia acudir á palacio con es- 
mero, me dijo el rey un dia : a Sindbad, yo te 
amo y sé que todos mis subditos, que te cono- 
cen, te aprecian muchísimo. Tengo que pedirte 
una fineza, y es forzoso que me la concedas. — 
Señor, » le respondí, • no hay objeto en que 
no esté pronto á manifestar mi obediencia á 
vuestra majestad ; tiene sobre mí un poder ab- 
soluto. — Quiero casarte, » replicó el rey, 
« para que el matrimonio te detenga en mis 
estados y ya no pienses en tu patria. » Como 
yo no me atrevía á oponerme á la voluntad del 
príncipe, me dio por esposa una dama de su 
corle, noble, hermosa, recalada y rica. Verifi- 
cado el desposorio, me fui á habitar con la 
dama y viví con ella durante algún tiempo en 
la mejor armonía. No obstante, estaba poco sa- 
tisfecho con mi estado; mi ánimo era esca- 
parme á la primera coyuntura y regresar á 
Bagdad, cuyo recuerdo no podía borrar mi feliz 
estado. 

(( Tales eran mis intentos, cuando cayó en- 
ferma y murió la mujer de un vecino con el 
cual habia contraído íntima amistad. Fui á su 
casa para consolarle, y hallándole sumido en 
amarguísimo desconsuelo, « Así Diog os guarde,» 



le dije acercándome á él , « y os conceda lar- 
guísima vida. — i Ay de mí I » me respondió, 
« ¿ cómo queréis que alcance la gracia que me 
deseáis, si no me queda mas que una hora de 
vida ? — ¡ Oh 1 » repuse , « no os estéis ahí 
atormentando con aprensión tan aciaga, pues 
yo vivo esperanzado de que no sucederá seme- 
jante fracaso, y que tendré el gusto de poseeros 
aun por mucho tiempo. — Deseo, » replicó, 
« que vuestra vida sea de larga duración ; en 
cuanto á mí, todo se acabó, pues hoy me en- 
tierran con mi mujer : tal es la costumbre que 
nuestros antepasados establecieron en esta isla 
y que han observado inviolablemente. Al ma- 
rido vivo se le en tierra con su difunta , y á la 
mujer viva con el marido muerto. Nada puede 
salvarme ; todos se avienen á esta ley. » 

« Mientras que me estaba hablando de tan 
estraña barbarie, cuya noticia me sobresaltó, 
llegaron en cuerpo los parientes, amigos y veci- 
cinos para asistir á las exequias. Vistieron el 
cadáver de la mujer con su mas rico traje, como 
si fuera un dia de boda, y la adornaron con to- 
das sus joyas. Luego tomaron en hombros el 
ataúd descubierto, y la comitiva se puso en 
marcha. Encabezaba el marido aquel duelo, y 
seguia el cuerpo de su mujer. Encamináronse á 
un cerro, y cuando hubieron llegado, levanta- 
ron una gruesa piedra que cubría la entrada de 
lin pozo muy profundo, y allí bajaron el cadá- 
ver, sin quitarle el traje ni las joyas. Hecho 
esto, el marido abrazó á sus parientes y amigos, 
se metió en un ataúd, sin oponer resistencia, 
con un cantarillo de agua y siete panecillos, y 
luego le bajaron del mismo modo que lo habían 
hecho con su mujer. El cerro era dilatado y se 
estendia hasta servir de límite al mar, y el pozo 
era muy profundo. Terminada la ceremonia, 
volvieron á colocar la piedra sobre la entrada. 

« No necesito deciros, señores, que presencié 
desconsoladamente aquellos funerales. Todas 
las demás personas que asistieron á ellos se 
manifestaron poquísimo conmovidas, acostum- 
bradas á ver muchas veces lo mismo. Mas no 
pude menos de franquearme con el rey dicién- 
dole lo que pensaba sobre este punto. « Señor,» 
le dije, « no está en mi mano el desechar la 
estrañeza de esta costumbre que reina en vues- 
tros estados enterrando á los vivos con los di- 
funtos. He viajado mucho y he tratado á jentes, 
de muchas naciones, y nunca oí hablar de ley 
tan inhumana. — < ¿ Qué quieres, Sindbad ? » me 
respondió el rey, « es una ley común, á la que 
yo mismo estoy avasallado : me enterrarán vivo 
con la reina mi esposa, si muere antes que yo. 
— Pero, señor, » le dije, « ¿ me atreveré á pre- 



368 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



gunlar á vuestra majestad si los estranjeros es- 
tán obligados á seguir esa costumbre ? — Sin 
duda, » repuso el rey sonriéndose del motivo 
de mi pregunta : « no están esceptuados cuando 
están casados en esta isla. » 

« Volví acongojado á casa con esta respuesta. 
La zozobra de que mi esposa muriera primero 
y que me enterraran vivo con ella me sujeria 
reflexiones muy angustiosas. Sin embargo, ¿ qué 
remedio cabia en tamaño quebranto? Fué pre- 



ciso armarse de paciencia y dejarlo á la volun- 
tad de Dios. Empero temblaba á la menor in- 
disposición que apuntaba á mi mujer ; pero ¡ ay 
de mí ! pronto se realizaron mis zozobras, pues 
adoleció verdadera y gravemente y murió en 
pocos dias. » 

Á estas palabras, Cheherazada terminó su 
narración por aquella noche, y en la inmediata 
prosiguió así : 



NOCHE CCXXV. 



« Haceos cargo de mi conflicto, j> dijo Sind- 
bad. « Ser enterrado vivo no me parecía un fin 
menos lamentable que el de ser devorado por 
antropófagos. Sin embargo, no cabia arbitrio. 
El rey, acompañado de toda su corte, quiso 
honrar con su presencia las exequias, y todos 
los personajes de la ciudad me hicieron también 
el obsequio de asistir á mi entierro. 

« Guando todo estuvo dispuesto para la cere- 
monia, colocaron el cuerpo de mi mujer en un 
ataúd con todas sus joyas y atavíos, y la comi- 
tiva emprendió su marcha. Como segundo galán 
de tan lamentable trajedia , seguía inmediata- 
mente el ataúd de mi mujer, anegados los ojos 
en llanto y lamentándome de mi desgraciada 
suerte. Antes de llegar al cerro, quise hacer 
una tentativa en el ánimo de los circunstantes. 
Encáreme primeramente con el rey, después 
con todos los que se hallaron al rededor de mí, 
é inclinándome delante de ellos hasta el suelo 
para besar el estremo de su vestido, les pedí 
que tuvieran compasión de mí. « Considerad, » 
les decía, « que soy estranjero, y no debo estar 
comprendido en una ley tan rigurosa, pues 
tengo otra mujer é hijos en mi país. » Por mas 
que pronuncié estas palabras con acento lasti- 
mero, nadie se enterneció; al contrario, se 
apresuraron á bajar al pozo el cuerpo de mi 
mujer, y poco después me descolgaron también 
en otro ataúd descubierto con un cantarillo de 
agua y siete panes. Terminada.por fin aquella 
ceremonia, tan funesta para mí, colocaron la 
piedra en la entrada del pozo, á pesar de mi 



sumo quebranto y de mis lamentables gritos. 

« Al paso que me acercaba al fondo, descu- 
bría, á la escasa vislumbre que calaba de lo 
alto, la disposición de aquel lugar subterráneo. 
Era una cueva muy estensa y que podía tener 
cincuenta codos de hondo. Pronto sentí un he- 
dor insufrible que despedían muchos cadáveres 
que había á derecha é izquierda, y aun creí oír 
que los últimos que habían bajado vivos daban 
el postrer suspiro. Con todo, cuando llegué 
abajo, salté prontamente del ataúd, y me alejé 
de los cadáveres, tapándome las narices. Me 
tendí en el suelo y permanecí largo rato anegado 
en llanto. Entonces recapacitando sobre mi 
triste suerte, « Es cierto, » decía, « que Dios 
dispone de nosotros según los decretos de su 
Providencia; pero, pobre Sindbad, ¿ no es 
culpa tuya si te ves condenado á una muerte 
tan estraña ? ¡ Ojalá hubieses perecido en al- 
guno de los naufrajios de que te salvaste ! no 
morirías ahora de modo tan lento y terribie 
en todas sus circunstancias. Pero tú te los has 
acarreado con tu maldita codicia. ¡ Ah desven- 
turado! ¿ no era mejor que te hubieses que- 
dado en tu casa, disfrutando el producto de tus 
afanes ? » 

(dales eran las querellas infructuosas con 
que hacia resonar la cueva, lastimándome la 
cabeza y el pecho de rabia y desesperación y 
engolfándome en las aprensiones mas horroro- 
sas. Con todo, en vez de llamar la muerte en 
mi auxilio, el amor á la vida asomó todavía en 
mi interior y me animó á prolongar mi3 dias. 



CUEiNTOS ÁRABES. 



Fui á tientas, y tapándome las narices, á buscar 
el pan y el agua que estaban en mi ataúd, y me 
puse á comer. 

« Aunque la oscuridad que reinaba en la cue- 
va era tan densa que no se distinguía el día de 
la noche, no por eso dejé de encontrar mi ataúd, 
y me pareció que la estancia era mas espaciosa 



y estaba mas llena de cadáveres de lo que al 
pronto había creído. Viví algunos días con mi 
pan y agua; pero al fin, no teniendo mas, me 
preparé á morir... » 

Cheherazada dejó de hablará estas últimas 
palabras, y á la noche inmediata habló en estos 
términos ; 



NOCHE CCXXVI. 



a Ya no aguardaba mas que la muerte, » pro- 
siguió Sindbad, « cuando oí levantar la piedra. 
Bajaron un cadáver y una persona viva. El 
muerto era un hombre. Natural es tomar deter- 
minaciones estraordinarias en los grandes apu- 
ros ; cuando bajaban la mujer, me acerqué al 
lugar en que debia colocarse su ataúd, y cuando 
advertí que cubrían la entrada del pozo, descar- 
gué sobre la cabeza de la desgraciada dos ó tres 
grandes golpes con un gran hueso con que me 
habia armado. Quedó aturdida, ó mejor diré, 
la maté ; y como no hacia este acto inhumano 
sino para aprovecharme del pan y agua que es- 
taban en el ataúd, tuve provisiones para algu- 
nos días. Al cabo de este tiempo bajaron una 
mujer muerta y un hombre vivo : maté al hom- 
bre del mismo modo, y como, felizmente para 
mí, hubo entonces una especie de mortandad 
en la ciudad, no carecí de viveres, valiéndome 
siempre del mismo arbitrio. 

<c Un dia que acababa de matar una mujer, oí 
respirar y andar. Adelánteme hacia donde salía 
el ruido ; oí respirar con mas fuerza, y me pa- 
reció ver un objeto que huia. Seguí aquella 
especie de sombra , que se paraba á veces y 
respiraba siempre al huir cuando yo me acer- 
caba á ella. La perseguí tanto rato y fui tan 
lejos, que al fin divisé una luz que parecía una 
estrella. Fui andando hacía esta luz, perdién- 
dola á veces de vista, según me la ocultaban los 
obstáculos; pero siempre volvía á hallarla, y al 
fin descubrí que provenia de una hendidura de 
la peña, bastante ancha para pasar por ella. 

« Á este descubrimiento, me paré un rato 
para recobrarme de la violenta conmoción que 
habia sentido ; luego, habiéndome adelantado 
T. I. 



hasta la hendidura, pasé por ella y me hallé en 
la orilla del mar. Imajinaos el estremo de mi 
júbilo ; fué tal que me costó persuadirme que no 
era un sueño. Cuando me convencí de que era 
una realidad positiva y mis sentidos hubieron 
vuelto á su asiento acostumbrado, comprendí 
que el ser que habia oído respirar y habia se- 
guido, era algún animal salido del mar queso- 
lia entrar en la gruta para alimentarse de cadá- 
veres. 

« Escudriñé el monte y observé que estaba 
situado entre la ciudad y el mar, sin tener comu- 
nicación por ningún camino, porque estaba tan 
empinado, que la naturaleza no lo habia hecho 
asequible. Póstreme en la playa para dar gra- 
cias á Dios de la merced que acababa de ha- 
cerme. Volví después á la cueva para recojer el 
pan, que salí á comer á la luz del dia con mejor 
apetito del que habia tenido desde que me 
habían empozado en aquel pavoroso sitio. 

« Volví otra vez á dentro, y á tientas recojí 
en los ataúdes todos los diamantes, rubíes, per- 
las, brazaletes y preseas de oro, y por fin cuan- 
tas ricas telas hallé á mano. Llévelo todo á la 
orilla del mar, hice varios líos con las cuerdas 
que habían servido á descolgar los ataúdes y los 
dejé en la playa, aguardando una ocasión pro- 
picia, sin miedo de que la lluvia los echase á 
perder, por cuanto á la sazón era verano. 

« Al cabo de dos ó tres días, divisé un bajel 
que acababa de salir del puerto y pasó muy 
cerca del paraje en donde me hallaba. Hice se- 
ñas con la tela de mi turbante y voceé con 
cuanto brio me fué dable para que me oyesen. 
Lógrelo, y echaron la lancha para recojerme. 
Preguntándome los marineros por qué desgra- 

24 



370 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



cia me hallaba en aquel paraje, respondí que 
me habia salvado dos dias antes de un naufrajio 
con las mercancías que estaban viendo. Afor- 
tunadamente para mí, aquellas jentes, sin pa- 
rarse en el lugar donde me hallaba, ni si era 
verosímil lo que les decía, se contentaron con 
mi respuesta, y me llevaron con mis lios. 

« Cuando llegarnos á bordo, el capitán, satis- 
fecho en su interior con su fineza, y embargado 
con la maniobra del buque, tuvo igualmente á 
bien creer el supuesto naufrajio que le dije ha- 
ber padecido. Ofrecíle algunas piedras precio- 
sas ; pero no quiso aceptarlas. 

'« Pasamos por delante de muchas islas, y 
entre otras la llamada de las Campanas, que 
dista diez jornadas de la de Serendib, y seis de 
la de Kela, en la cual desembarcamos. En ella 
hay minas de plomo, caña de Indias y escelente 
alcanfor. 

a El rey de la isla de Kela es riquísimo y po- 
deroso, estendiéndose su autoridad á toda la 
isla de las Campanas, que tiene dos jornadas de 
ancho, y cuyos habitantes son tan bárbaros que 
aun comen carne humana. Después de haber 
traficado aventajadamente en aquella isla, di- 
mos la vela y tocamos en otros muchos puer- 
tos. Finalmente, llegué con toda felicidad á 
Bagdad con infinitas riquezas, que es por demás 
el irlas refiriendo. Para dar gracias á Dios por 
los favores que me Jiabia hecho, di muchas li- 
mosnas, ya para el sosten de varias mezquitas, 
como para la subsistencia de los pobres, y em- 
pecé ádiverlime con mis parientes y amigo?. » 

Aquí acabó Sindbad la narración de su cuarto 
viaje, que causó á sus oyentes mas admiración 
que los tres anteriores. Hizo un nuevo presente 



de cien zequines á Hindbad, á quien rogó que 
volviera con los demás el dia siguiente á la 
misma hora, para comer con él y oir la narra- 
ción de su quinto viaje. Hindbad y los denwLi 
convidados se despidieron de él y se retiraron. 
Al dia siguiente, en estando juntos, se sentaren 
á la mesa, y al acabarse la comida, que dur/> 
tanto como las demás, Sindbad empezó de este 
modo la relación de su quinto viaje : 

QUINTO VIAJE DE SINDBAD EL MARINO. 

« Los recreos vinieron á borrar de mi memo 
ria todos los tropiezos y quebrantos que habia 
padecido, sin poderme desarraigar la pasión <!*; 
emprender nuevos viajes. Por eso compré mer- 
cancías, las mandé enfardar y cargar en carrua- 
jes y me encaminé con ellas al primer puerlo 
de mar. Allí, para no depender de patrones y 
tener un buque á mis órdenes, me tomé el tra - 
bajo de mandar construir uno y lo equipé á mi 
costa. Luego que estuvo corriente, cargué en él 
mis mercancías, me embarqué, y como no tenia 
cargamento completo, admití á varios mercado- 
res de diferentes naciones con sus jéneros. 

a Dimos la vela al primer viento favorable y 
nos hicimos á la mar. Al cabo de una larga na- 
vegación, el primer lugar en que desembarca- 
mos fué una isla desierta, en la que hallamos el 
huevo de un roe, de un tamaño semejante al 
que os dije anteriormente. Contenia un roe pró- 
ximo á salir á luz, pues el pico empezaba á aso- 
mar. » 

Á estas palabras, Cheherazada calló, pues ya 
entraba la luz en el aposento del sultán de las 
Indias. Á la noche siguiente prosiguió así : 



NOCHE CCXXVII. 



Sindbad el marino dijo, al referir su quinto 
viaje : « Los mercaderes que se habían embar- 
cado en mi bajel, y que habian desembarcado 
conmigo, rompieron el huevo á hachazos é hi- 
cieron una abertura por la cual sacaron el roe á 
pedazos y lo asaron. Yo les habia advertido con 



muchas veras que no tocaran al huevo, pero no 
quisieron escucharme. 

«Apenas hubieron acabado el banquete, 
cuando aparecieron en el aire, bastante lejos de 
nosotros, dos grandes nubes.El capitán que yo 
habia asalariado para gobernar la nave, sabien- 



CUENTOS ARABSE. 



371 



do por esperiencia lo que significaba aquello, 
clamó que eran los padres del roe y nos instó á 
que nos embarcásemos prontamente para evitar 
el fracaso que estaba previendo. Seguimos su 
consejo con afán y nos hicimos á la mar con 
toda prontitud. 

« Entretanto los dos roes se acercaron dando 
espantosos alaridos, que redoblaron, cuando 
vieron el estado en que se hallaba el huevo y 
que el pollo no existia. Tendieron su vuelo ha- 
cia el paraje de donde habían venido, con in- 
tención de vengarse, y desaparecieron por un 
rato, mientras nosotros forzamos vela para ale- 
jarnos y evitar lo que no dejó de sucedemos. 

« Volvieron y observamos que tenían cada 
uno en las garras un peñasco de enorme tama- 
ño. Guando estuvieron cabalmente sobre mi bu- 
que, se pararon, y cerniéndose en el aire, uno 
de ellos soltó el peñasco que tenia agarrado, 
pero gracias á la maestría del piloto, que hizo 
virar el buque echando á la banda el timón, no 
cayó encima, y sí al lado en el mar, que se en- 
treabrió de modo que casi se le descubrió el fon- 
do. La otra ave, por nuestra desgracia, dejó 
caer el peñasco tan puntualmente sobre el me- 
dio del buque, que lo estrelló é hizo mil peda- 
zos. Todos los marineros y pasajeros quedaron 
aplastados ó sumerjidos. Yo fui uno de los últi- 
mos ; pero volviendo sobre el agua, tuve la 
suerte de asirme de una tabla. Así agarrado, y 
ayudándome ya con un brazo, ya con el otro, 
favoreciéndome el viento y la corriente, llegué 
á una isla, cuya playa era muy brava, pero con 
todo vencí aquella dificultad y me salvé. 

« Sentéme sobre la yerba para recobrarme 
un poco de la fatiga, y luego habiéndome levan- 
tado, me entré por la isla para reconocer el ter- 
reno. Me pareció que me hallaba en un jardín 
delicioso : veía por todas partes árboles , unos 
cargados de frutas verdes, y otros de flores, y 
arroyos de agua cristalina que daban mil revuel- 



tas. Comí de aquellas frutas, que hallé escelen- 
tes, y bebí de aquella agua, que me convidaba 
á beber. 

« A la caida de la noche me tendí sobre la 
yerba en un paraje bastante cómodo ; pero no 
dormí ni una hora, y mi sueño fué tan solo á 
ratos , por la zozobra de verme solo en un lug; r 
tan desierto. Así pasé la mayor parte de la no- 
che en estremo inconsolable y reconviniéndorr.c 
por la insensatez que habia padecido en no que- 
darme en casa en vez de emprender aquel i'lti- 
mo viaje. Estas reflexiones me arrebataron hasta 
el punto de intentar un crimen contra mi exis- 
tencia ; pero la luz del dia desvaneció mi deses- 
peración. Levánteme y fui andando entre l<s 
árboles, no sin zozobra. 

« Habiéndome internado un tanto por 4a isla , 
descubrí un anciano que me pareció muy que- 
brantado. Estaba sentado á la orilla de un ar- 
royo , y al pronto me imajiné que era alguno 
que habia naufragado como yo. Acerquéme á 
él, salúdele, y solo me contestó con una escasa 
cabezada. Pregúntele lo que estaba haciendo 
allí; pero en vez de contestarme, me hizo seña 
que le tomara en hombros y le pasara al otro 
lado del arroyo, dándome á entender que era 
para cojer fruta. 

« Creí que necesitaba aquel favor ; por lo tanto 
e tomé en hombros y atravesé el arroyo. « Ba- 
jad , » le dije entonces agachándome para ayu- 
darle ; pero en vez de bajarse (y aun me rio 
cuando me acuerdo) , aquel anciano , que me 
habia parecido tan decrépito , pasó lijeramenlc 
al rededor de mi cuello sus dos piernas , cu^o 
pellejo era semejante al de una vaca, poniéndose 
á horcajadas sobre mis hombros , apretándome 
tanto la garganta como si quisiera ahogarme. 
Sobrecojido de susto, cai desmayado. » 

Cheherazada hubo de suspender su narración, 
porque ya amanecía, y á la noche siguiente con- 
tinuó de esta manera : 




372 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



NOCHE CCXXYIII. 



u Á pesar de mi desmayo, » dijo Sindbad, a el 
importuno anciano se mantuvo siempre asido 
del cuello, y solo separó un poco las piernas 
para que pudiera volver en mí. Cuando hube 
recobrado el sentido, me apoyó fuertemente un 
pié contra el pecho, y golpeándome reciamente 
con el otro en el costado , me obligó á que me 
levantara á pesar mió. Luego que estuve en pié, 
me hizo andar por debajo de los árboles ; me 
precisó á que me parase para cojer y comer las 
frutas que encontrábamos; no me soltaba du- 
rante el dia , y cuando yo quería descansar de 
noche , se tendía en el suelo conmigo , siempre 
asido de mi pescuezo. Todas las mañanas me 
despertaba empujándome, y luego que me habia 
levantado, me hacia andar apretándome con sus 
pies. Imajinaos, señores, cual seria mi congoja 
viéndome abrumado de aquella carga, sin podér- 
mela quitar de encima. 

« Un dia hallé en el camino muchas calabazas 
secas , que se habían caido de un árbol , y ha- 
biendo cojido una bastante gruesa , la limpié 
bien y esprími dentro de ella el jugo de varios 
racimos de uva, fruta que abundaba en aquella 
isla y que encontrábamos á cada paso. Cuando 
hube llenado la calabaza, la puse en un paraje 
al que tuve la maña de hacer que el viejo me 
llevase á pocos días. Allí cojí la calabaza, y lle- 
vándola á la boca , bebí un escelente vino , que 
me hizo olvidar por un rato el pesar mortal que 
me tenia angustiado. Esta bebida me dio ánimo, 
y aun me puso alegre , de modo que empecé á 
cantar y á saltar caminando. 

u £1 anciano , que advirtió el efecto que me 
habia causado aquella bebida y que le llevaba 
con mas lijereza de lo que solía , me hizo seña 
para que le dejara beber de ella : preséntele la 
calabaza , cojióla , y como el licor le pareció 
agradable , la apuró hasta la última gota. Bebió 
bastante para embriagarse : cuando los vapores 
del vino se le subieron á la cabeza , empezó á 
cantar á su modo y á menearse sobre mis hom- 
bros. Los saltos que daba le hicieron arrojar lo 
que tenia en el estómago, y sus piernas se aflo- 



jaron un poco , de modo que viendo que ya no 
me apretaba , le tiré al suelo en donde quedó 
sin movimiento. Entonces cójí una gruesa pie- 
dra y le aplasté con ella la cabeza. 

«Grande fué mi alegría al verme libre de 
aquel maldito viejo , y me encaminé hacia la 
orilla del mar, en donde encontré algunos mari- 
neros pertenecientes á un bajel que acababa de 
fondear para hacer aguada y cojer algunas fru- 
tas. Quedaron muy admirados al verme y oir 
las circunstancias de mi aventura. «Habíais 
caído,» me dijeron, «en manos del Viejo del 
mar, y sois el primero á quien no ha ahogado. 
Nunca abandonaba á los que habia cojido, hasta 
que los habia ahogado , y ha hecho esta isla cé- 
lebre por las muchas personas que ha muerto. 
Los marineros y mercaderes que desembarca- 
ban en ella nunca se atrevían á internarse, sino 
en partidas. » 

«Después de haberme informado de todas 
estas particularidades, me llevaron consigo á su 
buque, cuyo capitán se manifestó gozoso en ad- 
mitirme, cuando supo cuanto me habia sucedido. 
Pronto dio la vela , y al cabo de algunos días de 
navegación, fondeamos en el puerto de una 
gran ciudad, cuyas casas estaban edificadas con 
grandiosos sillares. 

« Uno de los mercaderes de la nave , que me 
habia cobrado amistad, me obligó á que lé acom- 
pañara, y me llevó á un parador destinado para 
servir de albergue á los mercaderes estranjeros. 
Otóme un gran saco ; luego habiéndome reco- 
mendado á algunos hombres de la ciudad , que 
llevaban como yo su saco , y rogádoles que me 
llevaran consigo á cojer cocos, «Id, » me dijo, 
« seguidlos y haced como ellos, y no os alejéis, 
porque os espondriais. » Dióme víveres para 
aquel dia y me marché con aquella jente. 

« Llegamos á un gran bosque de árboles muy 
elevados y rectos y cuyo tronco era tan liso que 
no era posible subir por él hasta las ramas donde 
estaba el fruto. Todos los árboles eran cocales, 
cuya fruta queríamos cojer. Á entrar en el bos- 
que , vimos gran número de monoS y micos , 



CUENTOS ÁRABES. 



373 



que huyeron luego que nos descubrieron , y se 
subieron á la copa de los árboles con ajilidad 
asombrosa. » 



Cheherazada quena proseguir, pero ya aso- 
maba el dia, y así dejó la continuación para la 
noche siguiente. 



NOCHE CCXXK. 



« Los mercaderes con quienes me hallaba, » 
prosiguió Sindbad, «juntaron piedras y las ti- 
raron con toda su fuerza á las copas de los árbo- 
les contra los monos. Imité su ejemplo , y vi 
que aquellos animales, conociendo nuestro in- 
tento, iban cojiendo los cocos afanadamente, y 
nos los tiraban con jestos que demostraban su 
ira y encono. Amontonamos los cocos, y de 
cuando en cuando tirábamos piedras para enco- 
lerizar á los monos. Por este medio llenábamos 
nuestros sacos, lo cual de otro modo nos hu- 
biera sido imposible. 

« Logrado el intento, nos volvimos á la ciu- 
dad, en donde el mercader que me habia en- 
viado al bosque me dio el valor del saco de co- 
cos que habia traido. « Continuad, » me dijo, 
« é id todos los dias á hacer lo mismo hasta que 
hayáis ganado con que poderos volver á vues- 
tro pais. » Dile gracias por su buen consejo, é 
insensiblemente fui acopiando tantos cocos, que 
importaban una cantidad considerable. 

« El buque donde habia llegado se habia 
marchado con unos mercaderes que lo habían 
cargado de cocos. Aguardé la llegada de otro, 
que pronto fondeó en el puerto de aquella ciu- 
dad en busca de cargamento igual. Mandé em- 
barcar todos los cocos que me pertenecían, y 
• cuando estuvo pronto á dar la vela, fui á des- 
pedirme del mercader á quien tanto debia. No 
pudo embarcarse conmigo, porque aun no habia 
redondeado sus negocios. 

« Salimos y nos encaminamos hacia la isla en 
donde abunda la pimienta. Desde allí pasamos 
á la isla de Coman, que da la mejor madera de 
aloe, y cuyos habitantes observan la ley invio- 
lable de no beber vino ni consentir ningún lu- 
panar. En estas dos islas cambié mis cocos por 
pimienta y madera de aloe, y fui con otros mer- 
caderes á la pesca de las perlas, en donde tomé 
buzos asalariados por mi cuenta. Pescaron gran 



canutad de perlas muy gruesas y redondas. 
Volví á embarcarme en un bajel que llegó prós- 
peramente á Balsora ; desde allí regresé á Bag- 
dad, en donde saqué mucho dinero de la pi- 
mienta, madera de aloe y perlas que habia 
traido. Distribuí en limosnas la décima parte de 
mis ganancias , como en mis viajes anteriores, 
y procuré descansar de mis fatigas con toda 
clase de recreos. » 

Al acabar estas palabras, Sindbad mandó que 
dieran otros cien zequines á Hindbab, quien se 
retiró con los demás convidados. Al dia si- 
guiente concurrió la misma reunión á casa del 
rico Sindbad , quien , después de haber obse- 
quiado á los circunstantes, pidió audiencia y 
refirió su sexto viaje del modo que voy á de- 
ciros : 

SEXTO VIAJE DE SINDBAD EL MARINO. 

« Señores, » les dijo, « sin duda estáis deseo- 
sos de saber cómo, después de haber naufragado 
cinco veces y haber corrido tantos riesgos, pude 
determinarme otra vez á probar fortuna y bus- 
car nuevas desdichas. Cuando lo reflexiono, yo 
mismo me pasmo, y seguramente debia arreba- 
tarme por ese rumbo mi estrella. Como quiera 
que sea , al cabo de un año de descanso, me 
preparé para emprender un sexto viaje, á pesar 
de los ruegos de mis parientes y amigos , que 
todos echaron el resto por detenerme. 

« En vez de encaminarme al golfo Pérsico, 
atravesé otra vez varias provincias de la Persia 
y de las Indias y llegué á un puerto de mar, en 
donde me embarqué en un buque velero, cuyo 
capitán estaba en ánimo de emprender una 
larga navegación. Esta fué con efecto larguísi- 
ma; pero al mismo tiempo tan desventurada, 
que capitán y piloto perdieron su rumbo, de 
modo que ignoraban donde nos hallábamos. 



374 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



Por fin lo conocieron ; pero no tuvimos motivo 
para alegrarnos cuantos íbamos en el buque, 
cuando un dia vimos con suma estrañeza que 
el capitán se levantaba de su asiento dando ala- 
ridos. Tiró al suelo el turbante, empezó á me- 
sarse la barba y á golpearse la cabeza, como un 
hombre á quien la desesperación ha trastornado 
el juicio. Preguntárnosle por qué se desesperaba 
de aquel modo « Os anuncio, » nos respondió, 
que nos hallamos en el paraje mas peligroso del 
mar. Una corriente rapidísima se lleva al bu- 



ce Hecho esto, díjonosel capitán : «Dios acaba 
de hacer lo que ha sido de su agrado. Podemos 
abrir cada uno nuestra huesa y darnos el adiós 
postrero, porque estamos en un lugar tan fu- 
nesto, que ninguno de cuantos fueron arrojados 
aquí antes que nosotros volvió nunca á su pais.» 
Estas palabras nos causaron mortal aflicción y 
nos abrazamos unos á otros anegados en llanto 
y lamentando nuestra desgraciada suerte. 

« El monte á cuya falda nos hallábamos for- 
maba la costa de una isla muy larga y estensa. 




r^ 



que, y vamos á perecer todos dentro de un 
cuarto de hora. Rogad á Dios que nos libre de 
este peligro : no podemos evitarlo, si no se 
apiada de nosotros. » Á estas palabras, mandó 
aferrar velas ; pero las cuerdas se rompieron en 
la maniobra, y el buque, sin que fuera posible 
remediarlo, fué arrebatado por la corriente á la 
falda de un monte inaccesible, en donde encalló 
y se abrió, aunque de modo que al paso que 
salvamos nuestras vidas pudimos desembarcar 
nuestros víveres y ma3 prociosa » mercancías. 



Estaba cubierta de trozos de embarcaciones que 
habían naufragado, y presuminos que se habia 
perdido allí mucha jente , á vista de los monto- 
nes de huesos que se encontraban de trecho en 
trecho y nos horrorizaban en estremo. Increíble 
parecia también la gran cantidad de mercancías 
y riquezas que se presentaban por todas partes 
á nuestra vista. Pero todos estos objetos solo 
sirvieron para aumentar el desconsuelo que nos 
estaba acosando. Así como los rios en todas 
pactes corren á echarse en el mar, allí, al con- 



CUENTOS ÁRABES. 



375 



trario, un rio caudaloso de agua dulce se aleja 
del mar y se interna en la costa pasando por 
una cueva lóbrega, cuya abertura es sumamente 
alta y ancha. Lo mas notable de aquel sitio es 
que las piedras del monte son de cristal, de ru- 
bíes ó de otras piedras preciosas» También se ve 
un manantial de una especie de pez ó resina 
que corre al mar, y que los peces tragan y luego 
restituyen convertido en ámbar gris , que arro- 
jan las olas sobre la arena que está cubierta de 
él. También se encuentran árboles, que son la 
n^ayor parte de madera de aloe y no desmerece 
en bondad de la de Coman. 

« Para terminar la descripción de aquel sitio, 
que puede llamarse un abismo, puesto que nada 
vuelve de él, debo decir que es imposible que 
los buques puedan alejarse cuando se han 
acercado á cierta distancia. Si los impele el 
viento de mar, este y la corriente los pierden, 



y si se hallan allí cuando sopla el viento de 
tierra, que pudiera favorecer su desvio, la al- 
tura del monte lo detiene y ocasiona una calma 
que franquea el empuje de la corriente que los 
lleva contra la costa , en donde se estrellan , 
como le sucedió al nuestro. Para completar 
aquella desventura , no es posible trepar á la 
cumbre del monte ni salvarse por ningún pa- 
raje. 

« Permanecimos en la playa como hombres 
que han perdido el juicio y aguardábamos la 
muerte de dia en dia. Al principio habíamos 
hecho partes iguales de los víveres, y así cada 
ano vivió mas ó menos que sus compañeros, 
según su temperamento y el uso que hizo de sus 
provisiones. » 

Cheherazada dejó de hablar, viendo que aso- 
maba el dia, y al siguiente prosiguió de este 
modo la narración empezada : 



NOCHE CCXXX. 



a Los que murieron primero , » prosiguió 
Sindbad , « fueron sepultados por los demás ; 
eu cuanto á mí, tributé lbs últimos ayes á todos 
mis compañeros, lo cual no debéis estrañar, 
porque, además de haber economizado mejor 
que ellos las provisiones que me habían cabido 
en suerte, guardaba reservadas otras que habia 
tenido cuidado de ocultar á mis compañeros. 
Con todo, cuando enterré al último, me queda- 
ban tan pocos víveres, que juzgué que no po- 
dría existir mucho tiempo , de modo que me 
abrí yo mismo mi sepultura, determinado á ten- 
derme en ella , ya que no habia quien me en- 
terrase. Os confieso que al afanarme con seme- 
jante tarea, no pude menos de acordarme de 
que era yo mismo causa de mi perdición, y me 
arrepentí de haberme comprometido en este 
último viaje. No paré en estas reflexiones : me 
ensangrenté las manos á bocados, y poco faltó 
para que anticipase mi muerte. 

« Pero Dios se apiadó aun de mí y me inspiró 
la idea de ir hasta el rio que se simaba bajo la 
bóveda de la cueva. Allí, después de haber 



examinado el rio con todo ahinco, dije acá para 
conmigo : « Este rio que se oculta asi debajo de 
la tierra debe salir por algún paraje. Cons- 
truyendo una balsa y abandonándome en ella á 
la corriente del agua, llegaré á una tierra habi- 
tada ó pereceré : en este caso, no habré hecho 
sino cambiar de muerte ; si al contrario salgo 
de este sitio fatal, no solo evitaré la desventu- 
rada suerte de mis compañeros , sino que ha- 
llaré acaso alguna nueva ocasión de enrique- 
cerme. ¿Quién sabe si la fortuna me aguarda al 
salir de este pavoroso escollo para indemni - 
zarme con usura de mi naufrajio ? » 

« No titubeé, después de esta cavilación, en 
formar una balsa ; hícela con buenos maderos y 
gruesos cables, porque habia bastante en quo 
escojer ; átelos fuertemente y formé una peque.m 
embarcación bastante sólida. Cuando estuvo con- 
cluida, la cargué con algunos fardos de rubíes, 
esmeraldas, ámbar gris, cristal de roca y telas 
preciosas. Habiendo puesto todas aquellas pre- 
ciosidades en equilibrio y habiéndolas atado 
bien, me embarqué en la balsa con dos peque- 



376 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



ños remos, que no me había olvidado de hacer, 
y dejándome llevar por la corriente del rio, allá 
me arrojé á la voluntad de Dios. 

a Luego que estuve debajo de la bóveda, ya 
no vi luz ; las aguas me llevaban sin que pu- 
diese advertir el rumbo que sentía : pasé algu- 
nos diasen aquella oscuridad, sin divisar nunca 
un rayo de luz. Una vez hallé la bóveda tan 
baja que faltó poco para que me lastimase la ca- 
beza, lo cual me puso alerta para evitar seme- 
jante peligro. Durante aquel tiempo, solo comia 
de los víveres que me quedaban lo que natural- 
mente necesitaba para sostener la vida ; pero 
por suma que fuese mi frugalidad, acabé con 
mis provisiones. Entonces, sin que pudiera evi- 



durante tu sueño Dios cambiará tu suerte de 
mala en buena. » 

a Uno de los negros que entendía el árabe, 
habiéndome oido hablar así, se adelantó y tomó 
la palabra, a Hermano, » me dijo, « no estre- 
néis el vernos. Habitamos la campiña que veis, 
y hemos venido hoy á regar nuestro» campos 
con el agua de este rio que sale del monte inme- 
diato. Hemos advertido que el agua arrastraba 
algún bulto; hemos acudido inmediatamente 
para ver lo que era, y hemos hallado que era 
una balsa ; uno de nosotros se echó á nado y la 
condujo aquí. La hemos atado, como veis, y 
estábamos aguardando á que os despertaseis. Os 
rogamos que nos contéis vuestra historia, que 




tarto, un sueño suave se apoderó de mis senti- 
dos : No me cabe deciros sí dormí mucho tiem- 
po; pero al despertarme me vi con asombro en 
una dilatada campiña, en la orilla de un rio en 
donde estaba atada mi balsa y rodeado de mu- 
chos negros. Levánteme luego que los vi, y los 
saludé. Me hablaron, pero no comprendí su 
lenguaje. 

a En aquel momento me sentí tan arrebatado 
de regocijo, que no sabia si estaba despierto. 
Persuadido al fin de que no dormía, recité en 
alta voz estos versos arábigos. « Invoca á la 
Omnipotencia, y acudirá en tu auxilio. No tie- 
nes que pensar en otra cosa. Cierra los ojos, y 



debe ser muy peregrina. Decidnos cómo os ha- 
béis aventurado por este rio y de dónde venís. » 
Respondíles que me diesen primero de comer, y 
que después satisfaría su curiosidad. 

« Presentáronme varias clases de manjares, 
y cuando hube tomado algún alimento, les hice 
una puntual relación de cuanto me habia suce- 
dido, la cual parecieron escuchar con admira- 
ción. Luego que hube acabado , « Esa es, » me 
dijeron por boca del intérprete, quien les habia 
esplicado lo que yo acababa de decir, esa es 
una historia muy particular. Es preciso que vos 
mismo se la comuniquéis al rey, por ser harto 
estraor diñaría para que se la refiera el mismo á 



CUENTOS ÁRABES. 



377 



quien ha sucedido. » Respondíles que estaba 
pronto á hacer lo que quisiesen. 

a Los negros enviaron por un caballo, que 
pronto llegó. Me lo hicieron montar, y mientras 
que unos caminaron delante de mí para ense- 
narme el camino, los demás, que eran los mas 



robustos, tomaron la balsa en hombros con los 
fardos que conducía y empezaron á seguirme. » 
Á estas palabras, Gheherazada hubo de sus- 
pender su relación, porque asomaba el día. Al 
acabarse la noche siguiente, prosiguió en estos 
términos : 



NOCHE CCXXXI. 



c Caminamos juntos, » dijo Sindbad, « hasta 
la ciudad de Serendib, porque asi se llamaba la 
isla en que me hallaba. Los negros me presenta- 
ron á su rey. Me acerqué á su trono y le saludé 
como se acostumbra hacerlo á los reyes de las 
Indias, esto es, me postré á sus pies y besé la 
tierra. Aquel príncipe me mandó levantar, y 
recibiéndome con semblante afable , me hizo 
adelantar y tomar asiento á su lado. Preguntóme 
primeramente cómo me llamaba, y habiéndole 
respondido que mi nombre era Sindbad, apelli- 
dado el marino, con motivo de los muchos via- 
jes que habia emprendido por mar, añadí que 
era ciudadano de Bagdad. «¿Pero cómo os ha- 
lláis en mis estados? » añadió, a y ¿cómo ha- 
béis llegado á ellos ? » 

« Nada le oculté al rey ; hícete la misma nar- 
ración que acabáis de oir, y fueron tales su es- 
trañeza y asombro, que mandó que se escribiera 
mi aventura en letras de oro para que se con- 
servara en los archivos de su reino. Luego tra- 
jeron la balsa y abrieron los fardos en su pre- 
sencia. Admiró la gran cantidad de madera de 
aloe y ámbar gris ; pero sobre todo los rubíes y 
esmeraldas, pues no habia ninguna en su tesoro 
que pudiera compararse con las mias. 

tt Observando que consideraba aquellas pre- 
ciosidades con embeleso y que las iba mirando 
muy por menor, me postré y me tomé la liber- 
tad de decirle : Señor, no solo mi persona está 
al servicio de vuestra majestad, sino también la 
carga de la balsa, y le ruego que disponga de 
ella como de un bien que le pertenece.» Díjome 
sonriéndose : « Sindbad, me guardaré muy bien 
de quitaros la iaas mínima parte de lo que Dios 
os ha dado. Lejos de disminuir vuestras rique- 
zas, pretendo aumentarlas, y no quiero que 



salgáis de mis estados sin llevar pruebas de mi 
liberalidad. » Solo respondí á estas palabras 
exhalando votos por la prosperidad del rey y 
alabando su dignación y jenerosidad. Encargó á 
uno de sus oficiales que tuviera cuidado de mi 
asistencia, y me mandó dar criados que me sir- 
vieran á espensas suyas. Aquel empleado cum- 
plió fielmente las órdenes de su señor, é hizo 
trasladar á la habitación donde me alojaron 
todos los fardos con que estaba cargada la 
balsa. 

« Diariamente á ciertas horas iba á hacer mi 
corte al rey, y lo restante del tiempo lo em- 
pleaba en ver la ciudad y lo que me parecía 
mas digno de mi curiosidad. 

« La isla de Serendib está situada bajo la 
línea equinoccial : así los di as y las noches son 
siempre de doce horas ; y tiene ochenta leguas 
de largo y otras tantas de ancho. La capital 
está situada en el estremo de un hermoso valle, 
formado por un monte que está en medio de la 
isla, y que es el mas elevado que hay en el 
mundo. Con efecto, se descubre desde el mar, 
cuando aun faltan tres dias de navegación. Allí se 
encuentran rubíes, muchas clases de minerales, 
y todas las peñas son de esmeril, que es una 
piedra metálica que sirve para cortar las piedras 
preciosas. También se ve toda clase de árboles 
y plantas peregrinas, sobre todo el cedro y el 
cocal. En sus orillas y en las embocaduras de 
sus ríos, se pescan también perlas, y en algunos 
de sus valles se encuentran diamantes. Hice por 
devoción un viaje al monte á donde Adán fué 
enviado después de su destierro del paraíso 
terrenal, y tuve la curiosidad de subir hasta la 
cumbre. 

« Cuando volví á la ciudad, supliqué al rey 



378 



LAS MIL Y INA NOCHES. 



que me permitiera regresar á mi pais, lo cual 
me concedió con mucha afabilidad. Me obligó á 
admitir un rico presente que mandó sacar de 
su tesoro, y cuando fui á despedirme de él, me 
encargó otro regalo mucho mas importante y 
una carta para el jefe de los creyentes, nuestro 
soberano señor, diciéndome : « Os ruego que 
presentéis de mi parte este regalo y esta carta 
al califa Harun Alraschid y le aseguréis mi 
amistad. » Tomé respetuosamente el regalo y la 
caria, prometiendo á su majestad que ejecutaría 
puntalmente las órdenes de que tenia á bien 
encargarme. Antes que me embarcase, aquel 
monarca envió en busca del capitán y los mer- 
caderes que debian embarcarse conmigo, y les 
mandó que me trataran con agasajo. 

« La carta del rey de Serendib estaba escrita 
sobre la piel de cierto animal, muy precioso 
por su escasez y cuyo color tira á amarillo. Los 
caracteres de esta carta eran azulados, y he 
aquí lo que contenían en lengua india : 

« £1 rey de las Indias, ante quien marchan mil 
elefantes, que vive en un palacio en cuyo techo 
centellean cien mil rubíes, y que posee en su 
tesoro veinte mil coronas engastadas con dia- 
mantes, al califa Harun Alraschid : 

« Aunque el presente que os enviamos es de 
corta entidad , no por eso dejéis de admitirlo 
como hermano y amigo , en consideración á la 



amistad que os abrigamos en nuestro corazón y 
de la que nos complacemos en daros un testi- 
monio. Igual lugar os pedimos en la vuestra, 
pues creemos merecerla , siendo de una cate- 
goría igual á la que os realza. Os lo suplicamos 
á título de hermano. Adiós. » 

u El presente consistía : primero , en un vaso 
de un solo rubí , ahuecado y trabajado en copa, 
de medio pié de alto , y un dedo de macizo, 
cuajado de perlas muy redondas , y todas del 
peso de media dracma ; segundo , en una piel de 
serpiente que tenia las escamas grandes como 
una moneda común de oro y que tenia la pro- 
piedad de preservar de enfermedad á quien se 
acostaba sobre ella ; tercero, en cincuenta mil 
dracmas de madera de aloe de la mas esquisita 
y treinta granos de alcanfor del tamaño de un 
alfónsigo ; y finalmente , acompañaba á todo esto 
una esclava de hermosura peregrina, y cuyos 
vestidos estaban cubiertos de piedras preciosas. 

« £1 buque dio la vela , y después de una larga 
y próspera navegación*, desembarcamos en Bal- 
sora , y desde allí pasé á Bagdad. Lo primero 
que hice á mi llegada fué cumplir el encargo 
que se me habia cometido. » 

Nada mas dijo Cheherazada porque asomaba 
el dia, y dejó para la noche siguiente la conti- 
nuación de esta historia. 



NOCHE CCXXXII. 



« Tomé la carta del rey de Serendib , » pro- 
siguió Sindbad, « y fui á presentarme á la 
puerta del caudillo de los creyentes , seguido de 
la hermosa esclava y de las personas de mi 
familia que llevaban los presentes de que estaba 
encargado. Dije el motivo que allí me traia , y 
al punto me llevaron ante el trono del califa. 
Salúdele postrándome, y después de haberle 
hecho una arenga muy concisa , le presenté la 
carta y los regalos. Cuando hubo leido lo que le 
escribía el rey de Serendib , me preguntó si era 
cierto que aquel príncipe fuese tan poderoso y 
opulento como aparecía en su carta. Póstreme 
por segunda vez , y habiéndome vuelto á levan- 



tar, « Caudillo de los creyentes , » le respondí t 
« puedo asegurar á vuestra majestad que en 
nada exajera sus riquezas y poderío, pues de 
uno y otro fui testigo. No cabe objeto capaz de 
causar mas admiración que la magnificencia de 
su palacio. Cuando aquel monarca quiere pre- 
sentarse en público , se le coloca un trono encima 
de un elefante , y allí se sienta y camina en medio 
de dos hileras compuestas de ministros , priva- 
dos y palaciegos. Delante de él , sobre el mismo 
elefante, va un oficial que empuña una lanza de 
oro , y detrás del trono va otro en pié que lleva 
una columna de oro en cuyo remate hay una 
esmeralda de medio pié de largo y una pulgada 



CUENTOS ÁRABES. 



379 



de grueso. Va precedido de una guardia de mil 
hombres , vestidos de brocado y montados en 
otros tantos elefantes ricamente enjaezados. 

« Mientras que el rey va andando , el oficial 
que está delante de él en el mismo elefante va 
como pregonando : « He aquí al gran monarca, 
al poderoso y temible sultán de las Indias , cuyo 
palacio centellea tachonado de cien mil rubíes y 
que posee veinte mil coronas de diamantes. He 
aquí al monarca coronado, mas grande de lo 
que nunca lo fueron el ínclito Solimán y el gran 
Mihrajio. » 

« Luego que ha pronunciado estas palabras, 



sabiduría de ese rey, » me dijo , « se manifiesta 
en su carta , y tras lo que acabáis de manifes- 
tarme, es preciso confesar que su cordura es 
digna de sus pueblos y estos dignos de ella. » Á 
estas palabras, me dispidió, tras de haberme 
favorecido con un precioso regalo. » 

Sindbad acabó de hablar y sus oyentes se reti- 
raron ; pero Hindbad recibió antes cien zequines. 
Al dia siguiente volvieron á casa de Sindbad, 
quien refirió en estos términos su séptimo y último 
viaje : 

SÉPTIMO Y ULTIMO VIAJE DE SINDBAD. 




el oficial que va detrás del trono vocea : « Este 
monarca tan grande y poderoso ha de morir, ha 
de morir, ha de morir. » El oficial que va de- 
lante clama entonces : « Loor al que vive y no 
muere. » 

a Además , el rey de Serendib es tan justo que 
no hay jueces en su capital , ni tampoco en las 
demás partes de su estados; sus pueblos no los 
necesitan : ellos mismos saben y observan pun- 
tual ísimamen te la justicia y nunca se apartan de 
su obligación. Así los tribunales y majistrados 
estarían por demás en aquel pais. » El califa se 
mostró muy satisfecho de mi razonamiento. « La 



« Al regresar de mi sexto viaje , orillé todo 
pensamiento de emprender otros. Por otra parte 
me hallaba en una edad que estaba requiriendo 
reposo , y habia resuelto no esponerme mas á 
los peligros á que tantas veces habia estado 
espuesto. Así no pensaba mas que en pasar pla- 
centeramente lo restante de mi vida. Un dia que 
estaba obsequiando á unos amigos, entró uno de 
mis criados á avisarme que un oficial del califa 
preguntaba por mí. Al punto me levanté de la 
mesa y le salí al encuentro. « El califa, » me dijo, 
« me ha encargado que venga á deciros que 
quiere hablaros. » Marché á palacio con el oficial, 



380 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



quien me presentó á aquel príncipe, á quien 
saludé postrándome á sus pies, a Sindbad , » me 
dijo, « es preciso que me hagáis un servicio: 
esto es, que vayáis á llevar mi repuesta y mis 
presentes al rey de Serendib. Es justo que cor- 
responda á su cortesanía. » 

« La orden del califa fué un rayo para mí. 
« Caudillo de los creyentes, » le dije, « estoy 
pronto á ejecutar todo cuanto vuestra majestad 
me mande; pero le ruego humildemente que 
piense que estoy aburrido de las fatigas increí- 
bles que tengo ya padecidas, y aun que hice 
voto de no salir nunca de Bagdad. » Con este 
motivo aproveché la ocasión de referirle todas mis 
aventuras, que tuvo á bien escuchar hasta el fin. 

« Luego que hube dejado de hablar, a Con- 
fieso, » me dijo , o que esos acontecimientos son 
muy estraordinarios ; pero con todo no deben 
retraeros de emprender por amor mió el viaje 
que os encargo. Solo se trata de que vayáis á la 
isla de Serendib y cumpláis el encargo que os 
doy. Hecho esto, seréis dueño de volver ; pero es 
preciso que vayáis, porque ya veis que no seria 
decoroso ni propio de mi dignidad que fuese 
deudor del rey de aquella isla. » Como vi que el 
califa exijia absolutamente que lo hiciese, le 
manifesté que estaba dispuesto á obedecerle, lo 
cual le sirvió de suma complacencia y me mandó 
entregar mil zequines para gastos de viaje. 

« Á pocos dias estuve corriente , y luego que 
me hubieron entregado los presentes del califa 
y una carta escrita de su puño, tomé el camino 
de Balsora y allí me embarqué. Mi navegación 
fué muy próspera y llegué á la isla de Serendib. 
Allí espuse á los ministros el encargo que traia 
y les rogué que me hicieran dar audiencia, en lo 
cual estuvieron puntualísimos. Lleváronme á 
palacio con toda distinción, y allí saludé al rey, 
postrándome según costumbre. « Aquel monarca 
me conoció al punto y manifestó suma alegria de 
volverme á ver. « ¡ Ah! Sindbad, » me dijo, 
« bien venido seáis. Os juro que he pensado 
muchas veces en vos desde vuestra partida. 
Bendigo este dia , ya que nos volvemos á ver. » 
Dile gracias por su dignación, y luego le pre- 



senté la carta y los regalos del califa , que red* 
bió con mucha satisfacción. 

« El califa le enviaba una completa cama de 
brocado , tasada en mil zequines , cien vestidos 
de riquísima tela , otros ciento de tela blanca , 
la mas fina del Cairo , Suez , Cufa y Alejandría ; 
otra cama carmesí y otra de diferente hechura ; 
un vaso de ágata mas ancho que hondo , de un 
dedo de macizo y medio pié de diámetro , cuyo 
interior representaba, en bajo relieve, un hombre 
semi arrodillado que iba á disparar una flecha 
contra un león ; y finalmente , nna rica mesa 
que, según tradiciones, había pertenecido al 
gran Salomón. La carta del califa iba en estos 
términos : 

« Salud , en el nombre del supremo Guia del 
recto camino , al poderoso y feliz sultán , de 
parte de Abdalá Harun Alraschid , á quien Dios 
lia colocado en el puesto de honor después de 
sus antepasados de venturosa memoria. 

« Con alegría recibimos vuestra carta y os 
enviamos esta, salida á luz del consejo de nues- 
tra Puerta , jardin de sumos injenios. Esperamos 
que al pasar por ella la vista , conoceréis nuestra 
buena intención y qi:e os será grata. Adiós. » 

« El rey de Serendib se alegró de ver que el 
califa correspondía á la amistad que le había 
manifestado. A poco tiempo de esta audiencia , 
solicité la de mi despedida , que tuve trabajo en 
conseguir. Lógrela al fin, y el rey, al despe- 
dirme, me hizo un presente de mucha conside- 
ración. Embarquéme al punto con ánimo de 
volver á Bagdad ; pero no tuve !a suerte de 
llegar como k> esperaba, y Dios lo dispuso de 
otro modo. 

« Tres ó cuatro dias después de nuestra par- 
tida , fuimos atacados por unos corsarios , que 
se apoderaron con tanta mayor facilidad de 
nuestro buque, en cuanto no se hallaba en estado 
de defensa. Algunos quisieron resistirse, pero 
les costó la vida ; en cuanto á mí y á los que 
tuvieron la cordura de no oponerse ai intento de 
los corsarios , quedamos esclavos. » 
* Asomaba el dia, y Cheherazada suspendió 9U 
narración hasta la noche siguiente. 



-£3^ 



CUENTOS ÁRABES, 



asi 



noche ccxxxin. 



Señor , dijo la sultana , Siodbad prosiguió re- 
firiendo las aventuras de su último viaje : « Lue- 
go que los corsarios nos hubieron desnudado á 
todos y dádonos malos vestidos en lugar de los 
nuestros , nos llevaron á una grande isla muy 
distante , en donde nos vendieron. 

a Caí en manos de un rico mercader, el cual, 
apenas me compró , cuando me llevó á su casa, 
me dio bien de comer y me vistió de esclavo. 
A pocos dias , como no se habia informado to- 
davía de mí , me preguntó si sabia algún oficio. 
Respondíle , sin darme á conocer , que no era 
un artesano , sino un mercader de profesión , y 
que los corsarios que me habian vendido me 
habían quitado cuanto tenia. « Pero decidme , » 
repuso , « ¿ no sabríais disparar el arco ? » Res- 
pondíle que era uno de los ejercicios de mi 
mocedad , y que desde entonces no lo habia 
olvidado. 

« Dióme entonces un arco y flechas, y ha- 
biéndome hecho montar detrás de él sobre un 
elefante , me llevó á un bosque á algunas leguas 
de- la ciudad y muy estenso. Internámonos en 
él, y cuando juzgó conveniente apearse, me 
hizo bajar , y enseñándome un árbol frondoso, 
« Trepad á ese árbol , » me dijo , « y tirad á los 
elefantes que veáis pasar ; porque hay muchísi- 
mos en este bosque. Cuando hayáis tendido al- 
guno, venid á comunicármelo. » Dicho esto, me 
dejó comestibles , volvióse á la ciudad , y yo 
quedé en el árbol al acecho durante toda la 
noche. 

« Ninguno vi en toda ella , pero á la madru- 
gada al asomar el sol , vi comparecer gran nú- 
mero , les tiré algunas flechas , y al fin cayó 
uno tendido. Los demás se retiraron y me deja- 
ron en libertad de ir á avisar á mi amo de la caza 
que acababa de hacer. Con motivo de esta noti- 
cia , me dio una buena comida , alabó mi destre- 
za y me hizo mucho agasajo. Luego fuimos jun- 
tos al bosque y abrimos un hoyo en el que en- 
terramos al elefante que yo habia muerto. Mi 
amo intentaba volver cuando el animal se hubie- 



se podrido , para recojer los colmillos y traficar 
con ellos. 

(( Continué aquella cacería por espacio de dos 
meses , y no pasaba día en que no matase al- 
gún elefante. No siempre me ponia al acecho en 
el mismo árbol ; unas veces me colocaba en uno, 
y otras en otro. Una mañana que aguardaba la 
llegada de los elefantes , advertí con admiración 
que, en vez de pasar por delante de mí , atra- 
vesando el bosque como de costumbre , se para- 
ron y acercaron á mí con tan horroroso estruen- 
do , y en tanto número , que cubrían la tierra y 
la hacían temblar. Acercáronse al árbol en que 
estaba subido y lo rodearon con las trompas le- 
vantadas y los ojos clavados en mí. A tan estra- 
ño espectáculo , permanecí inmóvil y me sobre- 
cojió tal espanto , que el arco y las flechas se 
me cayeron de las manos. 

« No era Vano mi temor , pues así que Iqs 
elefantes me hubieron mirado un rato , uno de 
los mayores abrazó el tronco del árbol con su 
trompa é hizo tal esfuerzo , que lo arrancó y 
derribó en el suelo. Caí con el árbol ; pero el 
animal me cojió con su trompa y me colocó so- 
bre su lomo , sobre el que me senté mas muerto 
que vivo , con la aljaba colgada á la espalda. 
Luego se puso al frente de todos los demás, que 
le seguían de tropel , y me llevó á un paraje , en 
donde , habiéndome dejado en el suelo , se reti- 
ró con todos los demás que le acompañaban. 
Imajinaos , si es posible , el estado en que me 
hallaba ; creia soñar. Por fin, después de haber 
permanecido largo rato en el mismo sitio , no 
viendo ya ningún elefante, me levanté y obser- 
vé que me hallaba en una loma bastante estensa, 
cubierta de huesos y colmillos de elefantes. Con- 
fieso que á esta vista hice muchas reflexiones. 
Adnjiré el instinto de aquellos animales y no du- 
dé que era aquel su cementerio y que me hu- 
biesen traído allí para enseñármelo y que yo de- 
jase de perseguirlos , ya que lo hacia con la 
única mira de lograr los colmillos. Np me detuve 
en la loma ; encaníjeme á la ciudad /y después 



382 



LAS MIL Y UNA NOCHES. 



de haber andado un dia y una noche , llegué á 
casa de mi amo. No encontré ningún elefante en 
el camino , lo cual me dio á conocer que se ha- 
bían internado en ef bosque , para que pudiera 
ir sin tropiezo á la loma. 

« Luego que mi amo me vio , « ¡ Ah ! pobre 
Sindbad , » me dijo, u estaba sumamente ansio- 
so de saber lo que había sido de ti. Fui al bos- 
que : hallé un árbol recien arrancado , y en el 
suelo el arco y las flechas , y así , después de 
haberte buscado en balde , perdí la esperanza 
de volverle á ver. Cuéntame lo que te ha suce- 
dido y por qué casualidad estás todavía vivo. » 
Satisfice á su curiosidad , y al dia siguiente , ha- 
biendo ido juntos á la loma , conoció con suma 
alegría la verdad de todo cuanto le habia refe- 
rido. Cargamos el elefante en que habíamos ido 
con todos los colmillos que podia llevar , y 
cuando estuvimos de vuelta , « Hermano , » me 
dijo, «porque ya no quiero trataros como es- 
clavo , después del descubrimiento que acabáis 
de hacerme y que será mi fortuna , Dios os col- 
me de toda clase de bienes y prosperidades. 
Declaro ante él que os doy la libertad , y vais 
á saber lo que os tenia oculto. 

a Los elefantes de ese bosque dan cada año 
muerte á un sinnúmero de esclavos que envia- 
mos en busca de marfil. Por muchos consejos 
que les demos, tarde ó temprano perecen por 
el ardid imponderable de esta ralea. Dios os ha 
librado de sus iras y solo á vos ha concedido ta- 
maño favor; prueba de que os quiere y os ne- 
cesita en el mundo para el bien que debéis hacer 



en él. Me proporcionáis un beneficio indecible: 
hasta ahora no hemos podido ajenciar el marfil, 
sino esponiendo la vida de nuestros esclavos; y 
he aquí que por vuestro medio se ha enriqueci- 
do toda nuestra ciudad. No creéis que pretenda 
haberos recompensado con la libertad que aca- 
báis de recibir ; quiero añadir á este don bienes 
de mayor cuantía. Pudiera inducir á (oda la 
ciudad á que os constituyera riquísimo ; pero es 
una gloria que yo solo quiero tener. » 

« Á estas palabras amistosas , le respondí : 
« Amo , guárdeos Dios. La libertad que me con- 
cedéis basta para retribuirme de cuanto he po- 
dido hacer ; solo os pido en pago del servicio 
que he tenido la suerte de haceros , como tam- 
bién á esta ciudad , que me permitáis volver á 
mi pais. — Bien , » replicó , « el viento monzón 
traerá pronto algunos bajeles que vienen á car- 
gar de marfil , y entonces podréis iros , y os da- 
ré medios para que os restituyáis á vuestro pais. » 
Agradecíle otra vez la libertad que acababa de 
darme y el ánimo propicio que manifestaba. 
Permanecí en su casa hasta que llegaron las em- 
barcaciones , y entretanto hicimos tantos viajes 
á la loma , que llenamos los almacenes de mar- 
fil . Otro tanto hicieron todos los mercaderes de 
la ciudad , que traficaban como él , pues aquel 
descubrimiento no pudo estarles mucho tiempo 
oculto. » 

A estas palabras, advirtiendo Cheherazaca 
que amanecía , suspendió su narración , deján- 
dola para la noche siguiente , en que dijo así 
al sultán de las Indias : 



NOCHE CCXXXIV. 



Señor , Sindbad prosiguió la narración de su 
séptimo viaje y dijo : « Llegaron al fin los bu- 
ques , y mi amo , habiendo escojido él mismo la 
mejor embarcación , la cargó á medias de mar- 
fil por mi cuenta. También mandó llevar á bordo 
toda clase de abastos para la travesía , y ade- 
más me precisó á que aceptara presentes de mu- 
cho valor y algunas curiosidades del pais. Des- 
pués de haberle manifestado mi agradecimiento 
por todos los beneficios que me habia dispensa- 



do , me embarqué. Dimos la vela , y como era 
muy estraordinaria la aventura que me había 
proporcionado la libertad , mi espíritu estaba 
siempre embargado en sus pormenores. 

« Tocamos en algunas islas para tomar víve- 
res frescos. Nuestro buque habia salido de un 
puerto de tierra firme de las Indias, y al mismo 
tuvo que volver , y así para evitar los peligros 
del mar hasta Balsora , mandé desembarcar el 
marfil que me pertenecía , con ánimo de prose- 



CUENTOS ÁRABES. 



383 



guir mi viaje por tierra. Saqué del marfil una 
crecida cantidad ; compré varias estrañezas para 
regalar , y cuando estuve pronto , me junté con 
una numerosa caravana de mercaderes. Perma- 
necí mucho tiempo en camino y padecí bastante; 
pero con sufrimiento , al reflexionar que no te- 
nia que temer borrascas , corsarios , serpientes, 
ni todos los demás peligros á que habia estado 
espuesto. 

«Termináronse al fin todas estas fatigas y 
llegué felizmente á Bagdad. Lo primero que hi- 
ce fué irme á presentar al califa y darle cuenta 
de mi embajada. Aquel monarca me dijo que lo 
largo de mi viaje le habia causado cierta zozo- 
bra; pero que.sicmpre habia esperado que Dios 
no me desampararía. Guando le referí la aven- 
tura de los elefantes, se mostró muy admirado, 
y hubiera rehusado creerlo á no constarle tan 
cumplidamente mi veracidad. Parecióle tan pe- 
regrina aquella historia y las demás que le con- 
té, que mandó á uno de sus secretarios que las 
escribiera en caracteres de oro para conservar- 
las en su archivo. Retíreme contentísimo del 
honor y de los presentes que me hizo , y des- 
pués me esplayé todo en recreos con mis pa- 
rientes y amigos. » 

Así acabó Sindbad la narración de su séptimo 



y último viaje, y luego encarándose con Hind- 
bad « ¿ Qué tal amigo mió ? » añadió, « ¡ habéis 
oido nunca que alguno haya padecido tanto co- 
mo yo ó que un mortal se haya hallado en tan 
amargos trances ? ¿ No os parece justo que dis- 
frute una vida amena y sosegada tras tantísimos 
trabajos ? » Al concluir estas palabras, Hindbad 
se acercó á él, y besándole la mano, le dijo : 
« Debo confesar, señor, que habéis corrido es- . 
pantosos peligros. Mis padecimientos en nada 
pueden compararse con los vuestros : si mo 
acongojan al padecerlos, me consuelo con el es- 
caso producto que me proporcionan. Merecéis, 
no solamente una vida placentera, sino que 
también sois digno de todos los bienes que po- 
seéis, ya que tan buen uso hacéis de ellos y sois 
tan jeneroso. Seguid pues viviendo placentera- 
mente hasta la hora de vuestro fallecimiento. » 

Sindbad mandó que le dieran otros cien ze- 
quines, le admitió en el número de sus amigos, 
le hizo dejar el oficio de mandadero, y quiso 
que continuara yendo á comer á su casa para 
que se acordara toda la vida de Sindbad el ma- 
rino. 

Cheherazada, viendo que aun no amanecía, 
siguió hablando, y empezó otra historia. 



FIN DEL TOMO PRIMERO. 




ÍNDICE 



DE LO QUE CONTIENE ESTE TOMO. 



Páginas. 

Disertación sobre las Mil y una Noches, ... 1 

Historia del saltan de las Indias 7 

El Asno, el Buey y el Labrador 13 

Noche I. El Mercader y el Jenio 16 

Noche II 18 

Noche III 19 

Noche IV. Historia del primer anciano y de 

la cierva 20 

Noche V 22 

Noche VI. Historia del segundo anciano y de 

los dos perros negros 23 

Noche VII 25 

Noche VIII 26 

Historia del pescador 27 

Noche IX id. 

Noche X 28 

Noche XI. Historia del Rey griego y del mé- 
dico Duban 30 

Noche XII 31 

Noche XIII 32 

Noche XIV. Historia Sel marido y del loro. . 33 

Noche XV 34 

Historia del Visir castigado.. . . 35 

Noche XVI 36 

Noche XVII 38 

Noche XVIII id. 

Noche XIX 40 

Noche XX 41 

Noche XXI 43 

Noche XXII. Historia del joven Rey de las 

islas negras 44 

Noche XXIII 45 

Noche XXIV 46 

Noche XXV 48 

Noche XXVI 49 

Noche XXVII 51 

Noche XXVIII. Historia de tres calendos, hU 
jos de Reyes v y de cinco 

damas de Bagdad 53 

Noche XXIX 54 

Noche XXX 55 

Noche XXXI 56 

Noche XXXII 58 

Noche XXXIII 59 

Noche XXXIV 60 

Noche XXXV 62 

Noche XXXVI id. 

Noche XXXVII 64 

T. I. 



Paginas. 
Historia del primer calendo, 

hijo de Rey 65 

Noche XXXVIII 66 

Noche XXXIX 68 

Noche XL. Historia del segundo calendo, hijo 

de Rey 70 

Noche XLI 71 

Noche XLII 72 

Noche XLIII 73 

Noche XLIV. 75 

Noche XLV 76 

Noche XLVI 77 

Historia del envidioso y del* en- 
vidiado 78 

Noche XLVII 79 

Noche XLVIII 80 

Noche XUX 82 

Noche L 84 

Noche LI 85 

Noche LII 86 

Noche LUÍ. Historia del tercer calendo, hijo 

de Rey 87 

Noche LIV 89 

NocriE LV 91 

Noche LVI 93 

Noche LVII 94 

Noche LVIII fl« 

Noche LIX 97 

Noche LX 98 

Noche LXI 99 

Noche LXII 101 

Noche LXI II. Historia de Zobeidar 104 

Noche LXIV 106 

Noche LXV 107 

Noche LXVI 109 

Noche LXVII. Historia de Amina 111 

Noche LXVIII 113 

Noche LXIX Uf> 

Historia de las tres manzanas, i i* 

Noche LXX 118 

Noche LXXI, Historia de la dama asesinada y 

del joven su marido. .... 119 

Noche LXXII 121 

Historia de Nuredin Alf y Be- 

dredin Hasan 122 

Noche LXXIH 121 

Noche LXXIV 1¿6 

Noche LXXV \%¡ 

25 



386 



ÍNDICE. 



Páginas. 

Noche LXXVI 128 

Noche LXXVII 129 

Noche LXXVIIÍ 130 

Noche LXXIX 131 

Noche LXXX 132 

Noche LXXXI ÍM 

Noche LXXXII 135 

Noche LXXXIII 136 

Noche LXXXIV % 137 

Noche LXXXV 138 

Noche LXXXVI id. 

Noche LXXXVII 139 

Noche LXXXVIU 140 

Noche LXXXIX 141 

Noche XC 142 

Noche XGI 143 

Nochk XCII 145 

Noche XCIII 146 

Noche XCIV 147 

Noche XCV 148 

Noche XGVI 149 

Noche XGVII 150 

Noche XCVIII. . . . • 151 

Noche XCIX 153 

Noche C. Historia del jorobadito 154 

Noche ¿I 156 

Noche CU • id. 

Noche CIII 158 

Noche CIV ' id. 

Noche CV 159 

Historia que refirió el mercader 

cristiano 160 

Noche CVl 161 

Noche CVII id. 

Noche CVIU 162 

Noche CIX 163 

Noche CX 164 

Noche CXI 165 

Noche CXII 166 

'Noche CXHI 167 

Noche CXIV 168 

Noche CXV 169 

Noche CXV1 170 

Noche CXVIl. Historia referida por el pro- 
veedor del sullan de Caegar. 171 

Noche CXVIIl 172 

Noche CXIX 173 

Noche CXX 174 

Noche CXXl 175 

Noche CXXII 176 

Nochk CXXIH 177 

Noche CXXIV 178 

Noche CXXV 179 

Noche CXXVI 180 

Noche CXXVII. Historia referida por el -mé- 
dico judío 18! 

Nochk CXXVI1I 182 

Noche CXXIX : 183 

Noche CXXX 18i 

Noche CXXXÍ 185 

Noche CXXXU 186 



Páginas 

Noche CXXXII1 187 

Noche CXXXIV 188 

Historia que refirió el sastre. 190 

Noche CXXXV id. 

Noche CXXXVI 191 

Noche CXXXVH 193 

Noche CXXXVHI 194 

Noche CXXXIX 195 

Noche CXL id. 

Noche CXLI 197 

Noche CXLH 19K 

Noche CXLIU 199 

Historia del barbero -00 

Noche CXLIV 201 

Historia del primer hermano 

del barbero 202 

Noche CXLV ¡d. 

Noche CXLVI 203 

Noche CXLVH. Historia del segundo hermano 

del barbero 2**5 

Noche CXLVIII. . 206 

Noche CXLIX 208 

Noche CL. Hisioria del tercer hermano del 

barbero 209 

Noche CLI 210 

Historia del cuarto hermano del 

barbero 211 

Noche CLII 212 

Noche CLIÜ. Historia del quinto hermano del 

barbero 214 

Noche CLIV *i* 

Noche CLV 217 

Noche CLVI : 218 

Noche CLV1I Historia del sexto hermano del 

barbero 220 

Noche CLVHI 221 

Noche CLIX *2* 

Nochk CLX 225 

Noche CLXI 226 

Nocue CLXII. Historia de Abul Hasan Ali 
Ebn Becar y de Chemselni- 
har, muy querida del califa 

Harun AIraschid 227 

Noche CLXIH 22K 

Noche CLX1V 231 

Noche CLXV . .- .'.... 232 

Noche CLXVI 233 

Noche CLXVH 235 

Noche CLXV III 236 

Noche CLXIX 238 

Noche CLXX 240 

Noche CLXXI 241 

Noche CLXXII . .* 242 

Carta de Chemselnihar al 
principe de Persia Alí Ebn 

Becar 243 

Noche CLXXIII. Contestación del príncipe de 
Persia al billete de Chem- 
selnihar 244 

Noche CLXXIV 245 

Noche CLXXV 246 



ÍNDICE. 



387 



Páginas. 

Noche CLXXVf 248 

Noche CLXXVII. Carta de Cbemselnihar, al 

príncipe de Persia. . . . 249 
Noche CLXXVIII. Contestación del príncipe 
de Persia á Chemsel- 

nihar 250 

Noche CLXXIX i 252 

Noche CLXXX 253 

Noche CLXXXI 255 

Noche CLXXXII 257 

Noche CLXXXIH 258 

Noche CLXXXIV i¿6l 

Noche CLXXXV 262 

Noche CLXXXVI 265 

Noche CLXXXVII Historia de Nuredin y la 

hermosa Persa 267 

Carta del califa Harán Al- 
raschid al Rey de Bal- 
so ra 288 

Noche CLXXXVIH. Historia de los amores 
de Camaralzaman, prin- 
cipe de la isla de los 
hijos de Khaledan, y de 
Badura, 'princesa de la 

China 292 

Noche CLXXXIX . 293 

Noche CXC 294 

Noche CXCI 297 

Noche CXCll 299 

Noche CXC 111. Continuación de la historia de 

Camaralzaman 301 

Noche CXCIV 303 

Continuación de la historia de 
la princesa de la China . 305 

Noche CXCV id. 

Historia de Marzavan y conti- 
nuación de la de Camaralzaman. 307 

Noche CXCV1 , . . id. 

Noche CXCVfl 309 

Noche CXCVIII 312 

Billete del príncipe Cama- 
ralzaman á la princesa 

de la China 313 

Noche CXCIX 314 

Noche CC. Separación del príncipe Camaral- 
zaman y de la princesa Badura. 316 
Historia de la princesaBadura, 
después de Ja separación del 
principe Camaralzaman. . . . 317 

Noche CCI 319 

Noche CCII Continuación de la historia del 
príncipe Camaralzaman desde 
su separación de la princesa 
Badura 321 



Pftpinas. 

Noche CC1H 323 

Noche CCIV : 326 

Noche CCV. Historia de los príncipes Amjiad 

y Asad 329 

Nochk CCV1 331 

Noche CCYU 334 

£1 príncipe Asad detenido al en- 
trar en la ciudad de los Ma- 
gos 335 

Noche CCVIII. Historia del príncipe Amjiad y 
de una dama de la ciudad 

de los Magos 336 

Noche CCIX 338 

Noche CCX 341 

Continuación de la historia del 

príncipe Asad. 342 

Noche CCXI 343 

Noche CCXII 345 

Nocue CCXIII 347 

Historia de Sindbad el Marino. 350 

Noche CCX1V 351 

Primer viaje de Sindbad el ma- 

Vino 352 

Noche CCXV id. 

Noche CCXVI 355 

Segundo viaje de Sindbad el 

marino 356 

Noche CCXVII id. 

Noche CCXVIII 358 

Tercer viaje de Sindbad el 

marino.. 359 

Noche CCXIX id. 

Noche CCXX. . . 362 

Noche CCXXI 363 

Noche CCX XI I. Cuarto viaje de Sindbad el 

marino.. : 364 

Noche CCXXIII 365 

Nochb CCXXIV 366 

Noche CCXXV. . . * 368 

Noche CCXXVí 369 

Quinto viaje de Sindbad el 

marino 370 

Noche CCXXVII. . . í id. 

Noche CCXXVIII 372 

Noche CCXXIX. Sexto viaje de Sindbad el 

marino 373 

Noche CCXXX 375 

Noche CCXXXI 377 

Noche CCXXXII 378 

. Sétimo y último viaje de 

Sindbad 379 

Noche CCXXXIIt 381 

Noche CCXXXIV 382 



París. — imprenta i'sp.iíiu1a de dcbuisso* y O, cal e de Goq-Héron, 5. 



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