hp%
:f%h!^
\.^
■« - . - r >*
*'>»-■.,
^>*r*.'
¿►1^:*-^^%^
fcSTrsx^-o^ o'-^
'f^r^ t^y^ \ *^JÍ*4{Pí.\-'
1 J*"/ ■ *" ■" 4» * ' ■; j.
— Se han tirado de este volumen,
— exclusivamente
— reservado a los suscriptores, zn
50 ejemplares en papel de hilo
300 ejemplares en papel pluma.
La reducción literaria de esta obra es propiedad de
D. Joaquín López Barbadillo. — Derechos registrados.
BIBLIOTECA DE LÓPEZ BARBA-
DILLO Y SUS AMIGOS. - ADMI-
NISTRACIÓN: PASEO DE LU-
CHANA, 16. - TEL. J-451.- MADRID
t^uñóvo , Somalí O ele. Lisaviíir¿) y l^t>í=»«.\<a
|>
lOlíy
DE
mEiBMMmmf
LA TERCERA
CELESTINA
(TRAGICOMEDIA
DE LISANDRO Y ROSELIA)
OBRA DE PASATIEMPO Y RECREACIÓN
LA CUAL TRATA DE AMORES
(PROPIA MATERIA DE MANCEBOS)
Y DE LA MALICIA DE LAS ALCAHUETAS
LA ESCRIBIÓ EL MAESTRO
SANCHO DE MUÑÓN
TEÓLOGO, NATURAL DE SALAMANCA
Uai|i(>-
COPIA V REDUCCIÓN HECHAS__
SIN UNA SOLA ALTERACIÓN Jl • S*»«íl
POR
JOAQUÍN LÓPEZ BARBADILLC
QUE LA IMPRIME A SU COSTA
íTrr.Míií7...i/iiiiii(ii.i(,|iq/<iiiniiiM))iii)iiiJil
■■<?>
©Oíar^í:-Se'*Srtc:..Sí§^^riCLÍs^^^<;J^»!,^
NOTA PRELIMINAR
El éxito que la Tragicomedia de Calisto y Meli-
bea, por vez primera publicada en las postrimerías
del siglo XV, logró lo mismo entre la gente docta
que entre el vulgo, fué uno de los más rápidos,
justos y resonantes que registra la historia de la
Literatura universal. Casi incesantemente se repe-
tían las ediciones del portentoso libro, y mientras
resurgía una y otra vez, siempre con igual res-
plandor de sol naciente, sol de belleza y de ver-
dad, poetas y prosadores complacíanse en rimarlo,
en glosarlo, en imitarlo, en continuarlo, atraídos
por la luz deslumbradora de aquel inagotable foco
de viva inspiración.
Ya en 1513 se publicaba una Égloga de la Tra-
gicomedia de Calisto y Melibea, de prosa trobada
en metro por don Pedro de Urrea, dirigida a la con-
desa de Arando, su madre, en que aquel noble
procer aragonés tradujo en fácil rima una pequeña
parte del primer acto de la creación de Rojas.
&&^iriñJi9^^QirA^9^S^<:Ji(§^S^(ij!^^ ®
0 Q^^^'^-S^'^^^^^^^'^'^iis'^'^^'^-^^s^^
VIH
NOTA PRELIMINAR
Poco después aparecía otra obra poética que
trataba igual tema y de que sólo nos ha que-
dado el título en el Registro de la librería de don
Fernando Colón: Farsa en coplas sobre la comedia
de Calisto y Melibea.
Coetáneo de esta farsa, año más, año menos,
debió de ser un juglaresco pliego gótico, que po-
seyó D. Marcelino Menéndez y Pelayo, con el
Romance nueuamente impreso de Calisto y Meli-
bea, que trata de todos sus amores y de las desas-
tradas muertes suyas y de las muertes de sus cria-
dos Sempronio y Pármeno y de la muerte de aque-
lla desastrada mujer Celestina intercesora en sus
amores:
Un caso muy señalado — quiero, señores, contar.
Como se iba Calisto — para la caza cazar,
En huertas de Melibea — una garza vido estar;
Echado le había el falcón — que la oviese de tomar,
El falcón con gran codicia — no se cura de tornar,
Saltó dentro el buen Calisto — para habello de buscar,
Vido estar a Melibea — en el medio de un rosal.
Ella está cogiendo rosas — y su doncella arrayán-
Vino después (1540), hecha con tan mal arte
como buena intención, una Tragicomedia de Ca-
listo y Melibea, nueuamente trabada y sacada de
prosa en metro castellano, por Juan Sedeño, vezi-
no y natural de Aréualo.
Y así como los poetas se ejercitaban y deleita-
ban en tales paráfrasis de la inmortal obra, pedazo
)@tSg^cLSg^=á^c.Ss=^¿^0®^^^'2.Ss^^^^<;Je^=^^ (
NOTA PRELIMINAR
Sf
vivo del alma española, así también tres distintos
prosistas se rindieron a la ocurrencia tentadora de
imitarla francamente y de continuar la peregrina y
ejemplar historia.
Feliciano de Silva, el intrincado autor del Don
Florisel de Niquea, el novelista de las «endiabladas
y revueltas razones» que para siempre puso Miguel
de Cervantes en la picota cómica, tuvo la singular
idea de volver a la vida a Celestina, y en 1534, en
Medina del Campo, se estampaba, salida de su nu-
men improvisador y desigual, La segunda Celesti-
na, en la que se trata de los amores de un caualle-
ro llamado Felides y de vna donzella de clara san-
gre llamada Polandria.
A los dos años, en Medina del Campo también,
surgía de molde una continuación de esta conti-
nuación. Era obra de la torpe y menguada inven-
tiva de un cierto Gaspar Gómez, natural de Toledo,
que se la dedicaba a Feliciano de Silva: Tercera
parte de la Tragicomedia de Celestina: ua pro-
siguiendo los amores de Felides y Polandria: con-
clúyense sus desposorios y la muerte y desdichado
fin que ella uvo.
Y he aquí, por fin, nacido el libro, insigne mues-
tra del ingenio español y prez del habla castellana,
que ahora va a gozar el lector: Tragicomedia de
Lisandro y Roselia, llamada <^ Elida» y por otro
nombre quarta obra y tercera Celestina.
Apareció anónimamente en 1542, sin lugar de
e ®':Sr!í^^^^==^^^^-s^?''^r^^.s^==^^^^^s^^s^^i.se^^
X NOTA PRELIMINAR
impresión, pero se puede dar por cierto que salie-
ra de las prensas salmantinas de Juan de Junta. Se
divulgó poco, y mientras la fábula dramática de
Silva conseguía cuatro ediciones con breves in-
tervalos, y dos la de Gaspar Gómez de Toledo,
ésta quedó sepultada y perdida hasta el tercio úl-
timo del siglo XIX (1872) en que dos beneméritos
rebuscadores de rarezas bibliográficas, el mar-
qués de la Fuensanta del Valle y D. José Sancho
Rayón, la reimprimieron en el tercer tomo de su
Colección de libros raros y curiosos. Pero todavía
en esa moderna estampación limitadísima, hecha
conforme a una cuidada copia que de la primi-
tiva tuvo D. Serafín Estévanez Calderón, perma-
neció ignorado el nombre del ingenio que pergeña-
ra la Tragicomedia de Lisandro y Roselia. La clave
para descifrarlo, como en tantas producciones
análogas, estaba al fin del libro, en las acostum-
bradas coplas de arte mayor puestas de añadidura,
y que ahora hemos quitado por enfadosas y pro-
lijas. Pero era tan enrevesada y abstrusa la tal cla-
ve, que sólo cuando ya corría impreso el volumen
de Fuensanta y Sancho Rayón, pudieron la pa-
ciencia y la sagacidad de D.Juan Eugenio Hartzen-
busch dar con el acertijo, que se aclaró tomando
una, dos o tres letras de los comienzos de veintiún
versos a partir del quinto de la cuarta octava, y le-
yendo hacia arriba: <^Es-ta - o-bra - con-pu-so - San-
cho - de - Mu-n-non - na-ta-ral- de - Sa-la-man-ca> .
®®*3r^53g*^as-iO^^^-iQj^5:S5^^i&S^sa5-;5 Q
© ^^^^'^•^^^^^'^^S^^^^^^^Sig^S^^^Ji^^Q^
NOTA PRELIMINAR XI
Y este nombre de Sancho de Muñón, este pre-
claro nombre de un gran teólogo que no consideró
una tarea vil tratar de amores, va ahora en nuestra
edición, por la primera vez, al frente de su libro.
La personalidad de Sancho de Muñón está in-
disputablemente establecida en la colección de
Estatutos de la Universidad de Salamanca impre-
sos por Andrés de Portonariis. Allí se mienta a un
maestro Sancho de Muñón que en 1549 asistía al
claustro.
Menéndez y Pelayo, que en el estudio magistral
sobre la Celestina y sus imitaciones, hecho en el
tercer tomo de los Orígenes de la novela, dejó
agotado el tema de cuanto se refiere a la obra
que aquí reproducimos, cree que su autor «es la
misma persona que un doctor don Sancho Sánchez
de Muñón que en 26 de abril de 1560 tomó pose-
sión de la plaza de Maestresala de la Catedral de
México » y las noticias de cuya vida alcanzan
hasta 1601.
Muy joven debió, pues, el insigne humanista de
concebir y escribir su creación, que el magistral
historiador de Las ideas estéticas califica de joya
literaria y a la que considera como «la mejor ha-
blada de todas las Celestinas después de la pri-
mera, de cuyo aliento genial carece, pero a la cual
supera en elegancia y atildamiento de dicción,
como nacida en un período más clásico de la
prosa castellana».
OO^STí^^s-Se^^sr^c.s^í^^r-^i^fr^r^'i-^^
^:¿í^<;^5^^^Q.SíP^~^^^-í^??*^C^^-^=^^^i^^
XII NOTA PRELIMINAR
Vano y grotesco empeño sería en nosotros
ensayar un juicio propio sobre la producción de
que ya dijo cuanto cabía decir el glorioso polí-
grafo. Mejor será para el lector que le ofrezca-
mos lo más interesante y enjundioso del estudio
del maestro.
«...
«Natural es que un eclesiástico de respetable
carácter y autoridad como el Maestro Sancho de
Muñón tuviese algún reparo en confesarse autor de
una obra de tan liviana apariencia y desenfadado
lenguaje... Pero no se arrepentía de haberla com-
puesto... Para evitar todo peligro de mala inteligen-
cia, la Tragicomedia está sembrada de reflexiones
morales y aun de verdaderos sermones, muy bien
escritos, como todo lo demás, pero prolijos e im-
pertinentes. El papel de personaje predicador le
desempeña a maravilla Eubulo, «hombre de hones-
tas costumbres», criado de Lisandro, que constan-
temente está dando consejos a su amo y procura
aparcarle de su perdición. Eubulo no es sólo un
moralista profesional que alecciona a la juventud
contra los peligros del loco amor. Sancho de Mu-
ñón le hace intérprete de su propio pensamiento en
materias mucho más graves y pone en su boca las
más audaces ideas del grupo llamado erasmista, al
cual indudablemente pertenecía como casi todos
los humanistas españoles y no pocos teólogos del .
tiempo de Carlos V.
!
í0c^-:iC.$®^^g^Q,Ss^.Sr^Q.S^í.^^Q^S^^5^<;.^'^%^c^
©0«srí5<5-s^*^r^^^e==^srí)<í.5e=-^^^^'Sg^^5^^^^ ©
NOTA PRELIMINAR
XIII
»La sátira clerical es tan libre y desnuda en la
Tragicomedia de Lisandro como en las Celestinas
anteriores, pero de seguro mejor intencionada.
Hay rasgos que sacan sangre, como lo que dice
Elicia de la amiga del cura Bermejo (pdg. 29 de esta
edición). Pero en el fondo Sancho de Muñón es un
teólogo severo, que tiene la conciencia, y aun pu-
diéramos decir el orgullo de su profesión...
»La acción de esta tragicomedia pasa indisputa-
blemente en Salamanca, y por cierto que Sancho
de Muñón no anda muy galante con sus paisanas:
;< Ya sabes que en Salamanca pocas hermosas hay,
»y esas se pueden señalar con el dedo» (pdg. 65).
Calventa, émula de Elicia, tenía su principal clien-
tela entre los cursantes de la Universidad, que en
su casa empeñaban los libros: «Si no traen dine-
*ros, que dexen prendas... ¿No miraste la rima que
*tenía llena de Decretos y Baldos, y de Scotos y
>Avicenas y otros libros?» (pdg. 29).
»E1 gusto que domina en la obra es el de las an-
tiguas comedias humanísticas, y de él proceden
sus principales defectos, que se reducen a uno
solo, el alarde de erudición fácil y extemporáneo.
No necesitaba alegar a cada momento aforismos
y centones de poetas y filósofos antiguos quien se
mostraba tan de veras clásico, no sólo en el estilo
jugoso y en la locución pulquérrima, sino en la
composición sencilla, lógica y perfectamente gra-
duada. El buen gusto con que borra o aminora
® 0':Srí5^i-^5'*sr^^i-s^^^^í-Ss=^^6^^i-s^^^r^^i^^^^
I Q^¿i^^.^^^Sír^^iS!(S'^Siri>^-^s''^^'^-^&'^^
XIV NOTA PRELIMINAR
muchos defectos de las Celestinas precedentes, y
el manso y regalado son que sus palabras hacen
como gotas cristalinas cayendo en copa de oro,
bastarían para indicar la fuente nada escondida
donde él y los hombres de su generación habían
encontrado el secreto de la belleza. Tal libro, por
el primor con que está compuesto, es digno del
más glorioso período de la escuela salmantina, en
que salió a luz. Pero algo le perjudica el haber
sido concebido y madurado en un ambiente eru-
dito y universitario y no en la libre atmósfera en
que andando el tiempo había de desarrollarse el
genio de Cervantes.
»En las situaciones culminantes, en los monólo-
gos de la hechicera, en los coloquios de Celestina
y Roselia hay cosas dignas de ponerse al lado de
lo mejor de la Celestina antigua, con la desventaja
de haber sido escritas medio siglo después. Lás-
tima que el talento del maestro salmantino no se
hubiese ejercitado en un argumento de pura inven-
ción suya, que siempre le hubiese dado más gloria
que una labor de imitación, por primorosa que sea.
Pero le fascinó el prestigio de un gran modelo, y
renunció a su originalidad o por excesiva modestia
o por la presunción de igualarle.
» Al revés de la Segunda Celestina, tan informe y
mal compaginada, tiene la Tragicomedia de Lisan-
dro y Roselia un plan sencillo y claro, imitado en
parte del de Fernando de Rojas, pero con un des-
NOTA PRELIMINAR
XV
enlace nuevo, que basta para dar alta idea del ta-
lento dramático de quien le concibió.
»No es un accidente casual el que lleva a la
muerte, desde el seno del placer que apenas co-
menzaban a gustar, a Lisandro y Roselia, sino la
fiera ley del pundonor familiar, que ordena con-
tra secreto agravio secreta venganza, y arma las
ballestas de Beliscno y sus escuderos para asae-
tear a los dos amantes y a cuantos habían sido
cómplices en la deshonra de su hermana. La es-
cena es verdaderamente terrible, y su efecto se
acrecienta con las supersticiosas invocaciones de
los asesinos pagados:
'(Rebollo. — Yo tengo aquí en el seno una nomi-
»na que me dio mi abuela la abacera, que quien la
»traxere consigo no podrá morir a cuchillo.
y>Dromo, — También mi tía, la Luminaria, me
»vezó unas palabras, que en cualquier tiempo que
»las dixere les caerán luego de las manos las espa-
ldas de los que se estuvieren acuchillando.
y Rebollo, — Es verdad. Otra oración muy apro-
»bada me enseñó la hortelana amiga de mi madre,
»para que donde hobiere ruido, si se rezare, no se
»saque sangre...» (páginas 167 y 168).
»Nadie antes de Sancho de Muñón había empu-
ñado con tanto brío el puñal de Melpómene, y no
puede negarse que en su obra está adivinada y
practicada por primera vez la que fué luego solu-
ción casi única de los conflictos de honra y amor
NOTA PRELIMINAR
en nuestro drama romántico del siglo xvii; sin-
gularidad en que no ha parado hasta ahora la
atención de la crítica.
»Menos original que en el desenlace se mostró el
autor de la tragicomedia en la pintura de los ca-
racteres, donde parece que su único empeño fué
beber los alientos al autor de la Celestina, hasta
confundirse con él. Roselia es una linda repetición
de Melibea, pero sin la llama del genio que hace
inmortales los ardores de aquélla:
Vivuntque commissi calores
Aeoliae fidibus puellae.
Lisandro es una figura más apagada. Sus criados
tienen carácter y fisonomía propia, que impide
confundirlos con Sempronio y Pármeno. Eubulo, el
hombre de buena voluntad o de buen consejo, es
una verdadera creación, que no se desmiente en
obras ni en palabras, y que encarnando el sentido
moral y aun ascético de la pieza, es el único que
se salva de la universal desolación...
»Las mejores figuras del libro son sin disputa
Elicia y su protector el rufián Brumandilón. Elicia
no es Celestina, pero es una sobrina digna de su
tía y la más legítima heredera de todo el caudal de
sus malas artes... El reposado y sentencioso hablar
de Celestina, su ciencia diabólica y secreta, su as-
tucia refinada y cautelosa, su aparejo de trapace-
rías y maldades no se desmienten en su alumna,
cuya psicología está seriamente estudiada.
I
Í=¿^<í-^^=^^5,SS^^:í<;-^*=^^<^-^**^í><í.^*^^^^^8 '
^ #:^^<;J^^g^Q^^S^.S^Q.^^^:á^C5,5^^^^Q^y^^^^
NOTA PRELIMINAR
5
» Brumandilón es un tipo más en la galería inau-
gurada por la efigie clásica de Centurio, a la cual
no llega ciertamente, pero supera en mucho a las
bárbaras copias de Galterio y Pandulfo. Sancho de
Muñón, como delicado humanista que era, le ha
conservado el sabor plautino del original, y pone
en su boca chistes de muy buena ley. Se habla de
las hazañas de Diego García de Paredes, y replica
muy satisfecho : « Aquí está Brumandilón, que,
> siendo maestro de esgrima en Milán, le enseñó a
»jugar de todas armas... Y él, viendo mi esfuerzo
»eu los golpes, mi osado atrevimiento para aco-
» meter seis armados, rebanar brazos, cortar pier-
»nas, arpar gestos, hender cabezas y otros miem-
»bros, con mi exemplo salió tan diestro y animoso
*como veis» (pdg. 72). En otra parte exclama: «La
> diversidad y gran variedad de las hazañas que
>por mí han pasado por diversos reinos y ciuda-
»des me privan de memoria que me acuerde de
»los casos particulares que tengo hechos por todo
>el mundo» (pdg. 103).
»Pero demos paz a la pluma, porque para copiar
todo lo bueno que hay en la Tragicomedia de Li-
sandro y Roselia necesitaríamos de mucho espa-
cio. Don Juan Eugenio Hartzenbusch la calificó
perfectamente en estos términos: «El libro es de lo
» mejor que en su tiempo se escribió en castellano.
»E1 autor se muestra doctísimo en todo género de
» letras, conocedor profundo del corazón humano,
5^^Q..^5==^^^^^=^^^^^.^5^^r^^.^s^^rts";^-Se^^
NOTA PRELIMINAR
» hábil pintor de costumbres y personaje por mu-
*chos títulos distinguido. >
»La caprichosa injusticia de la suerte sepultó en
olvido su obra apenas nacida. Un solo contempo-
ráneo alude a ella: Alonso de Villegas, en su Co-
media Selvagia. Y ya en el siglo xvii debía de ser
rara, puesto que don Nicolás Antonio sólo cita un
ejemplar que guardaba entre sus libros don Loren-
zo Ramírez de Prado, sin duda como cosa pere-
grina.»
De esta manera juzga la Tragicomedia de Sancho
de Muñón el más autorizado y más ilustre de sus
comentadores. Sólo las tachas del frecuente ser-
moneo y de la erudición fácil y extemporánea y la
repetición impertinente de citas y aforismos puso
Menéndez y Pelayo a tan singular producción.
Hablando de la primitiva Celestina, había dicho
antes D. Leandro F'ernández de Moratín: «Tiene
» defectos que un hombre inteligente haría des-
»aparecer sin añadir por su parte una sílaba al
»texto; y entonces, conservando todas sus belle-
>zas, pudiéramos considerarla como una de las
> obras más clásicas de la literatura española.» Si
esto cabía hacer, sin profanación y sin mengua de
aquel libro, sagrado tronco secular de que surgie-
ron tantas pomposas y floridas ramas de las his-
panas letras, ¿cómo no hacerlo, con respetuoso
k
t
^=^^C.SS^:á^C:^S^¿^(;.^==::5^QJS^^^^Ci.^^^
g)^S^<:.^^=^^í^^^:^^^^^:S(5^^^^:.^(S^S^^^^
NOTA PRELIMINAR XIX
cariño, en su más bello y fragante retoño? Lleva-
dos de un ahincado afán de acertar, hemos ido qui-
tando, para hacer esta reimpresión, cuanto juzga-
mos que a un lector de ahora pudiera parecerle
fatigoso y excusado. Sin añadir por nuestra parte
una sílaba al texto, según la moratiniana expresión,
creemos haber dejado en él, con tales supresiones,
toda la fluida gracia, toda la franca libertad, toda
la fuerza, el desenfado, el colorido, la desnuda ver-
dad, caliente y palpitante, de un libro que es tan
de hoy como de ayer; del que se exhala, no un ran-
cio olor de curiosa antigualla, sino el perenne y
fresco aroma de la belleza de las obras de arte de
todos los tiempos.
Claro, brillante, sugeridor espejo de la vida, con
sus remansos de dulzura y sus ansiosas fiebres, sus
risas y su lloro, su irrefrenable convulsión bajo el
bravio y dominador impulso de la carne, fué la di-
vina y humana historia de pasión de Melibea y Ca-
lixto. Espejo claro y fiel es también esta otra en
que aparecen juntos en un beso infinito y mortal
los anhelantes labios de Lisandro y RoseHa, y en
que, sobre sus rostros nimbados y encendidos por
la solar aureola del amor, ríe con su desdentada y
bigotuda boca Celestina ...
Joaquín López Barbadillo.
®0*^^<i.5^*^g^íi^S=^:^6^Q-S^^^^^i.Sí5*ca^Q-5^
9 Cragícomcdto
tronomb^ gitana oliia
ytcrfcraCddItno*
1
Facsímile de la portada de la edición principe.
#^-5'í,2^==^r^^:J^===á^^:^^^^Srí)^i..^5^í^^
!
CMIm II. lili I ■ ll> ■ ll.lltW— — — W ■ ■"■■■
COMIENZA LA OBRA
SÍGUESE LA TRAGICOMEDIA DE LISANDRO Y
ROSELIA, LLAMADA ELIGÍA, Y POR OTRO NOM-
BRE CUARTA OBRA Y TERCERA CELESTINA
ACTO PRIMERO
ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA
Lisandro , noble mancebo , pasando por cierta calle , vio a la ven-
tana a Roselia, doncella de alta guisa, de cuyo amor es vencido.
Trabaja Oligides, su leal criado, con muchas razones y exemplos
de apartarle de este propósito y, al cabo, como ve que su traba-
jo es en balde , promete de darle medios como pueda llevar a
execución sus deseos.
LISANDRO. — OLIGIDES.
Lisandro. — ¡Válame el poderío de Dios! *
Oligides. — ¿Qué es, señor?
en
* La sugestión que la Tragicomedia de Calixto y Melibea ejerció
el espíritu del autor de la de Lisandro y Roselia y el afán que en su
OC^^5^«i^©^^^^i5g^^^^<:-Sg=*^^'^^^^=^^^-^5=*^
ee^^^'^^'^'^^'^^'^'^^-'^'^^^^^^'^-^^'^s^^^^ e
SANCHO DE MUNON
Lisandro. — Desplega tus ojos, levanta tu sen-
tido: verás una criatura en quien Dios soberana-
mente se esmeró con su pincel en el debuxo de su
fermosura. Apelles, excelente pintor, no supiera
pintar tan perfecta imagen, ni natura pudiera más
obrar en su perfección. ¡Oh divino resplandor,
que deslumbras como sol a los ojos que te miran!
Oligides. — ¿Dó está?
Lisandro. — Ya es traspuesta la nueva lumbrera,
aquella que con aventajada claridad al día priva de
su luz; ya el envidioso lienzo se interpuso y causó
eclipse, escureciendo mi corazón con una profunda
tiniebla.
Oligides. — ¿Es la que recostada estaba en la
ventana del encerado?
Lisandro. — Esa mesma: la que preso me dcxa
en cárcel de amor. ¡Oh! Si bien la vieras, contem-
plaras una concorde proporción de sus miembros,
un lindo talle de cuerpo, un rostro de serafín , unos
ojos matadores, una gracia, en cuanto Dios puso
en ella, que no parece sino piedra imán: así atrae
obra mostró Sancho de Muñón por remedar a Fernando de Rojas , se
advierten desde la primera línea del diálog-o, Calixto inicia allí la acción
diciendo: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios». Y explica:
«... en dar poder a natura que de tan perfeta hermosura te dotase».
Aquí, exclama Lisandro: « ¡Válame el poderío de Dios! ». Y es porque
ha visto a la criatura « en quien Dios soberanamente se esmeró con su
pincel en el debuxo de su fermosura». Sería prolijo ir insistiendo a lo
largo del libro sobre estas semejanzas que tan manifiestamente se acu-
san desde el primer instante.
n
f
!
,o
t
0 Q^^^^<J^^^^>;^^i.5^^'-i^S^=S^^^S^^^^^¿^^
!
D
í;¿^^^-^'^r^c-s®^*sg^<:-Ss^^s^^^g^t^
LISANDRO Y ROSELIA D
y mueve aun los corazones de acero, y los hom-
bres para sí convierte con su jocunda vista, no
menos que Orfeo con su dulce arpa las bestias
fieras atraía al sonido de su armonía.
Oligides. — Señor, ¿no miras que estás parado
en lugar sospechoso y que darás que decir a las
gentes? Menéate y vamos de aquí; no estés hecho
piedra mármol.
Lisandro. — ¿A dó iré con el cuerpo, pues el
alma, que regirle había, le desamparó? Mal se guía
la nao sin gobernalle, mal el barco sin remo. Mis
pensamientos todos se ocupan en Roselia, y por
ende estoy fuera de mí.
Oligides. — No te congoxes por lo que por ven-
tura sería muy fácil, por mis medios, de alcanzar.
Lisandro. — ¡Habla cortés! Sin tiento prometes lo
que hacer no podrás. Piensa primero lo que dices,
no te sea feo después volver atrás tu palabra.
Oligides. — Lo dicho, dicho.
Lisandro. — No puedo creer que tal dicha en mí
cupiese que la cerugía de mi mortal e incurable
llaga esté en tus manos puesta; por imposible
tengo que nadie pueda merecer alcanzar dama tan
soberana en todo merecimiento.
Oligides. — Señor, yo, cuando pequeño, fui paje
de su padre, que en gloria sea, y su madre quié-
reme mucho, y por este amor y conocimiento entro
allá y salgo y hablo con Roselia. Mira, pues, señor,
si te puedo servir y si hay lugar de cumplir lo pro-
@^*S5^0g*^^Og*.a5n)<:.^^??^^^<ii5s^!á^ ®
b SANCHO DE MUNON
metido; que, un día que otro, yo la tomaré sola
aparte, y le diré de ti por el mejor estilo que sepa.
Pero avisóte que te metes en un abismo profundo,
en un encenagado piélago, en un mar sin pie, en un
entrincado laberinto, que primero que de él salgas
has de pasar por muchos peligros, trabajos y zozo-
bras que te sobrevernán si prosigues este intento.
Lisandro, — Por demás fatigas tu lengua a darme
consejo: dada es la sentencia que yo muera en tal
demanda. Aunque mil vidas perdiese , las daría por
bien empleadas; que ya ardo en fuego de amor,
ya se emprendieron mis entrañas con sólo el res-
plandor que del mirador salía, do aquellos pechos
virginales recostados estuvieron.
Oligides. — No te aflijas, que para todo hay
remedio sino para la muerte. Pésame que lo más
noble que tienes, que es el ánimo, lo sujetas a
cosas mortales y lo empleas en aquello que ni
quietud ni reposo puede darte, ni, después de
alcanzado, sosiego y gloria permanente.
Lisandro. — ¡Inmortal es la que yo amo, y la que
vi ángel es, moradora del cielo, pues su angélica
figura sobrepuja y vence con belleza a todo lo
criado!
Oligides. — ¿Ángel te parece la que del amor
divino te retrae y del Criador a la criatura tu deseo
inclina? ¿La que descubre camino para tu perdi-
ción?
Lisandro. — Hora déxame, no me prediques.
)>á^<i^.í^<:^=»%^c.^s^¿^<:J5%5^c.S©»á^<i^<
LISANDRO Y ROSELIA /
Oligides. — jOh señor, que tuerces a manizquier-
da, y hace mucho, agora que eres mancebo, esco-
ger la manderecha! La sangre del torpe cabrón te
enternece, doma y ablanda, y no hace mella en ti
la punta acerada de verdaderas razones ni señal la
palabra de Dios que a dos filos corta.
Lisandro. — Pierdes trabajo; no me quiebres la
cabeza con tus porradas. ¡Hi de puta, el necio!
¡Qué caramillos arma por salirse afuera del juego!
¡Por mi vida, Oligides, no solías tú ser tan sancto
ni lo eres! ¿Qué es esto?
Oligides. — En todas las cosas, señor, guardar el
medio es loable cosa; yo, si peco, con templanza
peco.
Lisandro. — ¿Qué excesos me ves tú hacer?
Oligides. — Meterte en el amor, en quien, como
dice el cómico, todos estos vicios reinan: injurias,
sospechas, enemistades, envidias, celos, iras, pe-
cados, vigilia, paz, guerra, tregua.
Lisandro. — ¡Ay, ay, ay! ¡Miserable me siento,
ardo en amor, vivo me quemo, y muero y no sé
qué me haga! De ti me quexo, que me puedes re-
mediar y no quieres.
Oligides. — Pues dices eso, aunque poco puedo,
mis fuerzas pondré en servirte en este negocio, y
no me acuses cuando salieres del yerro en que
estás metido, y plega a Dios que en paz salgamos
todos, y no seamos tus sirvientes cebo de anzuelo
^p o carne de buitrera.
I
S
f
e ®^5^^L§6?^sr^<^^^^^<i^s^^srí>«iigí^^
8
SANCHO DE MUNON
Lisandro, — ¿Qué piensas hacer?
Oligides. — Mañana te doy la respuesta.
Lisandro. — En tus manos encomiendo mi ánima
y mi espíritu.
Oligides. — En las de Dios, señor.
Lisandro. — Llama.
Oligides. — Entra, que abierto está.
Lisandro. — Di a esos mozos que no me trayan
de cenar.
Oligides. — No te apasiones: cena; no dobles
tus males.
Lisandro. — No estoy para ello.
Oligides. — A más vendrás de esta vez que a no
comer; mas, ¿qué se me da a mí? Ahórquenlo en
buen día claro, siquiera se muera o le tome el
diablo. Andaos por ahí a decir verdades y moriréis
por los hospitales. ¡No es tiempo de eso! Ya me
llamaba sancto, y, ¡par Dios!, las buenas doctri-
nas de Eubulo, criado antiguo de esta casa, me
habían casi convertido; pero poco puedo medrar
con sus devociones y sanctidades ; no ando yo tras
eso, ni es esto lo que busco. Quiero perquisar y
inquirir con mi pensamiento la entrada a Roselia y
ser alcahuete. ¡Venga el bien y venga por do qui-
siere! ¡A tuerto o a derecho, nuestra casa fasta el
techo, que buena parte me cabrá de sus amores,
que, a río revuelto, como dicen, ganancia de pes-
cadores !
f
@0=^^^<i^S=^-^^^i^=^^^^^;.^?5^'i^^ ^^^ ®
4> ®.Sr5>^^-^ts^^^^^-5^7-=^^^^-^S'==^r^'^^^
t
I
LISANDRO Y ROSELIA
ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA
Después de ido Oligides a dar orden como su señor se vea con
Roselia, queda Lisandro manifestando su pasión con palabras
muy lastimeras a Eubulo , hombre de honestas costumbres , cria-
do suyo. Este nunca cesa de darle consejos buenos, aunque por
demás se fatiga. Vuelve Oligides y dice que hay oportunidad
para ver y hablar a Roselia. Cabalga Lisandro; van delante del
sus dos mozos de espuelas Siró y Geta; éstos pasan entre sí co-
sas muy donosas, de las que entre semejantes suelen pasar, y al
cabo burlan de los desatinos que su amo, vencido del amor,
dice a su querida Roselia. Venido Lisandro, retráese a su apo-
sento.
I
I
f
1
'4
LISANDRO. — EUBULO. — OLIGIDES. — SIRÓ. — GETA.
Lisandro. — ¡Ay de mí! Si tan discreto fuese para
quexarme como soy yunque para sufrir, conoce-
rías, Eubulo, en mis abrasadas palabras el fuego
del lastimado corazón. Cuanto más el deseo se
aviva, tanto más la esperanza me fallece de gozar
de aquel ángel caído del cielo para enamorar el
mundo.
Eubulo. — Señor, si vas por el camino de tu de-
seo, créeme que no irás conforme a discreción y
honsa, ca la pasión que te ocupa no te dexará
juzgar la verdad. No te arrojes ni abalances en esa
hoguera tan apresuradamente, sin primero mirar lo
que haces; que quien de presto se determina, muy
de espacio se arrepiente.
Lisandro. — Bien veo, Eubulo, que a tus tan sen-
tenciosas palabras no bastan ningunas fundadas
@©::Sr^<:J^'^¿í6^í:^^^^á^Q.5í?=^-^^í^^ ®
í.5^Q.^5=^^r^Q-^í:áí^<;.^*^r^í.^q^í:S^
10 SANCHO DE MUÑÓN
I"
razones; pero, ¿qué quieres que haga, que a las
fuerzas de amor el resistir es querer ser ven-
cido? 'I
Eubulo. — El huir es vencer; por ende, huye las W
ocasiones; no pases más por su puerta ni la veas. (L
Lisandro. — ¿Qué dices, mal mirado? ¿Que no ^
vea la lumbre de aquellos alindados ojos que ale-
gremente esclarecen la oscura pena de mi alma?
¿Que no vea aquel cuerpo glorificado, en quien
Dios francamente repartió sus gracias? ¿Que no
vea aquella soberana pintura, cuyas sobras de fer- ^^
mosura, si repartidas fueran por todo el mundo,
no habría cosa fea en él? ¡Llámame acá a Oiigides,
que mucho tarda!
Eubulo. — (Escocióle el buen consejo.)
Lisandro. — ¿Qué dices?
Eubulo. — Digo que voy.
Lisandro. — ¡Allá irás! ¡Al diablo tanto discreto
como yo tengo en esta casa!
/'
A?
Eubulo. — Señor, vesle aquí: viene de fuera. 7/
Oiigides. — De tus negocios, señor. ^
Lisandro. — ¡Oh hermano Oiigides! ¡No menos £
alegre me haces con tu venida, que deseoso he es- /?
tado de tu presencia! ¿Qué has pensado en mi re- ¿|
medio? />
Oiigides. — ¿Qué? Que, par Dios, vengo de allá; ^¡
y si vas luego, verás a Roselia en la ventana de h
jaspe, y podrá ser que la hables si te das buena 'I
^■.á^<^.^^^á^c^-?=^§^c:-g^==íá>^Q.^^^^r:)<L^^^^
LISANDRO Y ROSELIA
11
maña; que su madre Eugenia es ida a ver a su her-
mano Menedemo, que malo está.
Lisandro. — ¿Y tardabas en decírmelo? ¡Mozos
¡Siró!
Siró. — Señor.
Lisandro. — Saca ese cuartago blanco, y límpialo
y ponle las mejores guarniciones y más ricas que
tengo. ¿Tardas, lerdo? ¡Rabiosa landre y fin desas-
trado te arrebate! ¡Así eres perezoso!
Siró. — (Ahí te estarás, don necio testarudo. No
se le cuece el pan; en un momento lo querría ver
todo hecho.)
Lisandro. — Llégate acá, único socorro de mis
pasiones. ¿Qué nuevas traes? ¿Hablaste con aque-
lla que par no tiene en la tierra, y en el cielo com-
pete con los bienaventurados?
Oligides. — (Otro Calixto hereje tenemos.) *
* Repetidamente Calixto , en la Celestina de Rojas , se ve acusado
de herejía por sus ponderaciones o de la excelsitud de Melibea o del
amor que él la profesa. Acaso el más curioso pasaje de esta cuerda es
el sig-uiente :
Calixto: ... Por Dios la creo, por Dios la confieso, e no creo que hay
otro soberano en el cielo, aunque entre nosotros mora. — Sempronio:
i Ah , ah , ah ! ¿ Gistes qué blasfemia ? ¿ Vistes qué ceg-uedad ? — Ca-
lixto: ¿ De qué te ríes ? — Sempronio : Rióme que no pensaba que había
peor invención de pecado que en Sodoma.— Calixto: ¿Cómo? — Sem-
pronio : Porque aquellos procuraron abominable uso con los ángeles no
conocidos, e tú con el que confiesas ser Dios. — Calixto: Maldito seas,
que fecho me has reir, lo que no pensé ogaño. (Tomo I, páginas 44 y 45,
Madrid, 1913, edición Cejador.)
I
é^^^^^^Sl^'é^^'íSf^ff'^^^^^^j!^'^^ Q
® @Ká^^.^^*^^Qj^*;:^^C,^5=^^^^-§(?^^^
12
SANCHO DE MUNON
Lisandro, — ¿Qué dices de Calixto?
Oligides. — Que no tuvo tanta razón para amar
a Melibea, aunque fué mucha, como tú tienes para
querer y desear a Roselia.
Lisandro. — ¿De mi señora dices? ¿Vístela?
Oligides. — Vila.
Lisandro. — ¿Qué te pareció?
Oligides. — Una estrella del cielo caída.
Lisandro. — Poco dices.
Oligides. — Un retrato sacado de la hermosura
de Venus. Vengo de allá, y estaba Roselia con su
madre, y por esta causa no se ofreció lugar para
en secreto manifestarle tu pasión; mas no dexé de-
clarársela en público con palabras encubiertas, si
ella me quiso entender.
Lisandro. — Dime eso, que me es sabroso de oir.
Oligides. — A la fe, preguntóme Eugenia con
quién vivía: de aquí tomé yo ocasión y materia
para decir de ti muchos loores, con achaque que
tenía buen amo y que estaba a mi contento; y tan
to me extendí en figurar tus perfecciones por ex-
tenso, que temo haber caído en sospecha a su ma-
dre, y que haya sentido mis pasos. Finalmente,
dixe que de pocos días acá una grave dolencia te
tenía en la cama, y en esto hice del ojo a Roselia;
entonces ella sonrióse; creo que me entendió, y en
Dios y en mi ánima que no le pesaba cuando de
ti me oía mentar, que bien atenta estuvo. Así que,
señor, como el aparejo faltase y no hubiese opor-
fe
©^^^S^^i^'S^^^^-^^^i^^^S^S'^^^'^^^ ^
LISANDRO Y ROSELIA
13
tunidad a lo que iba, y también que ia madre se
componía para visitar a su hermano, despedíme, y
dejo a Roselia en la ventana que sale a las huertas.
Lisandro. — ¿No podías tornar después que se
fué Eugenia?
Oligides. — ¡Allegaos a eso! Déxala tras siete
llaves.
Lisandro. — ¿Viene ese caballo?
Siró. — Señor, vesle aquí.
Lisandro. — ¿Habías tú de subir en él o yo? ¡Lim-
pia esas ancas, torpe!
Siró. — Señor, Geta lo almohazó.
Lisandro. — ¡Lléveos el diablo a ti y a él!
Siró. — (A ti te llevará, pues te tiene ya por suyo.)
Geta. — ¿Qué dexiste de mí?
Siró. — Déxame, que temía algún palo de aquel
desabrido loco.
Geta. — ¿Y por eso me habías de hacer culpante
de tu yerro? Así se urden ellas: rascaba yo el ca-
ballo, y íbalo él a fregar con el mandil pisado de
la muía para ensuciar lo que yo limpiaba. ¡Hi de
puta, si me vieras hacer cosa que no debiera, cómo
lo parlaras luego! Pues si yo dixese la llaga que
heciste al caballo alazán en el bezo con el acial
cuando lo herraba, no estarías más un día en casa.
Si quieres que digan bien de ti. Siró, no digas mal
de ninguno.
® O^^^'^-Sj^.-^^'^'-^^^^r^-'^'^s"^^ ®
m Qéi^^^^^^^^^'^^.S'S^^^^^s^^^':.^^^^^'^^^^
14
SANCHO DE MUNON
Siró. — De poco te enojas; aparejado eres para
hacer ruido. ¡Oye, oye, que nuestro halcón ha vis-
to la garza! ¡Cómo se azora y se entona! Veamos
lo que le dice.
Geta. — Colorado se paró.
Siró. — Es del mucho fuego que está en su cora-
zón y resulta por la cara.
. Lisandro. — Entre muchos beneficios, Roselia,
que de Dios recebidos tengo, hallo por suprema
bondad ponerme en cuenta y número de tus ser-
vidores, porque ser yo tu siervo es título para mí
que más gloria en esta vida no me puede venir. No
me niegues, señora, tu gracia para me salvar, pues
las sabrosas encinas amparan los cansados y aso-
leados animales para les dar solaz.
Geta. — ¿No miras cómo se turbó delante su
dama? Más que necedades se deja decir.
Siró. — No te maravilles; que el amor le ciega.
Lisandro. — No seas como el laurel, de que no
se coge sino la verdura de el esperanza sin fruto
de galardón. Y pues con tu vista me has herido de
manera que no pudiese escapar de tus manos, en
ellas ofrezco mi vida, que en sólo tu favor consiste.
Roselia. — El favor, Lisandro, que de mí habrás,
si en tus torpes deseos perseveras, será el que dio
la nombrada Judich al soberbio de Holofernes
5.^-:5Q.^i*^^Q.SS==^á^Q.^^=5^^:.^^=5^Q.^==.2^ '
©5Sg^«:.^=^96^Q^^==:35^c;.^^^SS^Q^^-S^(:.^g^^
f
LISANDRO Y ROSELIA
15
porque, con el mesmo intento que muestras en tus
deshonestas palabras, le manifestó su ilícito amor;
y de mí tomaría tal castigo si en poder me viese
de tu atrevido pensamiento, cual la dueña Lucre-
cia, forzada de Tarquino.
Lisandro. — Antes escogeré que des fin a mi vida
que principio a tus enojos. Cuanto más, ¿qué ma-
yor castigo o pena quieres de mí tomar de la que
me has causado? Por tanto, te suplico, pues en
todo sin proporción ni comparación te aventajas,
así en alta y serenísima sangre como en resplande-
cientes virtudes, que uses de misericordia con este
tu cautivo que más que a sí te ama; que no es de
nobleza satisfacer con ingratitud.
Roselia. — ¡Vete de ahí, loco! ¡No muevas mi
saña a más ira con tus atrevidas y torpes razones!
Lisandro. — ¡Perdona mi loco atrevimiento y mi
atrevida osadía; que el dolor del corazón quita el
concierto de la lengua ! ¡ No te muestres tan brava
a tan manso cordero, que como vela de cera se
gasta en tu servicio, y tú en pago le das sólo que
muera.
Siró. — Señor, ¿con quién departes? Roselia es ida.
Lisandro. — Consuelo es a los penados contar
sus fatigas.
m
,fr
Geta. — ¿Notaste, Siró, las retólicas de nuestro
amo?
Siró. — ¿Y cómo? Dos semejanzas tengo en la
©©^^^^i.^^^^-:i^:^^á^^^^^==¿^Q.§^^=.^rí>^^^
® Q^^)^^^.^^^^'^^^^^^^^'^^^^^'^'^^^^^'^^^
16
SANCHO DE MUNON
memoria harto subidas, de que conté aprove-
charme en una carta de amores que he de enviar a
Trasilla, aquella moza salada de doña Estefanía.
Geta. — ¿Entendístelas?
Siró. — Bien.
Geta. — Dime lo del laurel, que el apodo de la
encina claro está: que ampara los fatigados ani-
males, esto es, los hambrientos puercos, engor-
dándolos con bellota; que ansí su señora le engor-
daría con su gracia.
Siró. — ¡Por San Pelayo que lo declaraste bien;
que aun yo no lo entendía!
Geta. — También entendiera lo del laurel, sino
que no estuve atento; porque en esto dióme Dios
gracia especial, que mi madre me dixo que nací en
signo de letras.
Siró. — Del laurel dijo que no se coge sino har-
tura de esperanza.
Geta. — No dirá sino de panza.
Siró. — Creo que sí.
Geta. — Mira cómo caí en la cuenta. ¿Entiéndeslo?
Siró. — Poco.
Geta. — Este dicho conforma con el precedente;
porque Panza es un sancto que celebran los estu-
diantes en la fiesta de Santantruejo , que le llaman
«sancto de hartura»*; y así Lisandro, loando a
* Según Menéndez y Pelayo , acaso no fué ajena esta fiesta de
Panza al nombre que Cervantes dio al escudero de Don Quijote. (Orí-
genes de la novela , t. III, págf. CCXXIV.)
I
® ®'^^^.S@«^^^^<í^^^^'^0^=*á^^:..^==^^<;J^==^ ®
LISANDRO Y ROSELIA
17
f
I
i
SU señora, la llama hartura de panza, y que no
sea laurel que no da fruto.
Siró. — ¿Dónde aprendiste tanto?
Geta.— En el general de Física, cuando llevaba
el libro a un popilo, oí al bedel de las escuelas
echar la fiesta de Panza; y como dicen por el hilo
se saca el ovillo, de aquella palabra «panza> saqué
la sentencia de nuestro amo.
Lisandro. — Mozos, cerrad las puertas de la calle.
No me entre acá nadie. A cuantos vinieren me
negad.
Siró. — Hacerse ha, señor.
I
ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA
Después que Lisandro se ve solo en su retraimiento , al son de su
vihuela canta canciones de gran sentimiento , en que manifiesta
su pena. Estánle un poco escuchando sus dos escuderos Oligides
y Eubulo, discantando sobre las palabras que le oyen decir.
Siéntelos Lisandro y manda que entren . Da gran priesa a Oligi-
des a que busque remedio para su mal , el cual todo dice Oligides
estar en manos de la nueva Celestina, Elicia, sobrina de la bar-
buda , cuyo saber en arte de alcahuetería mucho encarece . Vanla
a llamar Eubulo y Oligides , y en el camino declaran toda la vida
y origen de ésta , y por muchas razones concluyen en que va sin
ningún color de verdad la fábula que de la resurrección de la
vieja Celestina anda.
OLIGIDES. — EUBULO. — LISANDRO.
Oligides. — Bien será que entremos, no se mate
ese loco, que solo en la cuadra se encerró acom-
pañado de tinieblas.
\^^<^^^:^^<^.^^^^S^^^^3g^Sí^'í^-^B^^^
18
SANCHO DE MÜNON
Eubulo. — Déxale; que la oscuridad y desiertos
consolación es para los tristes enamorados.
Oligides. — Su voz oyó, que trovando está.
Lisandro. — ¡Oh vana esperanza mía,
conviene que desesperes,
pues tu desventura guía
la contra de lo que quieres!
Eubulo. — Bien dice; que donde falta ventura,
poco aprovecha esforzarse.
Lisandro. — Cubre tu verde color
con luto de triste duelo ,
y no esperes ya consuelo
que consuele tu dolor.
Oligides. — ¡Qué intolerable trabajo consigo
traen estos caballeros de Cupido, que ningún hu-
mano consuelo basta a consolar sus vidas apasio-
nadas! Dulcemente toca la vihuela; por Dios,
llorar me hace.
Eubulo. — Los romances y cantos de amores son
para él tizones que refocilan el su fuego y enconan
más la llaga.
Oligides. — Yo había oído decir que las lágri-
mas y sospiros mucho desenconan el corazón do-
lorido. *
Eubulo.— En otras pasiones sí, pero no en caso
de amores.
* * Sempronio: ... Dexemos llorar al que dolor tiene, que las lá-
Sfrimas e sospiros mucho desenconan el corazón dolorido. » (Celes-
tina, I, pág. 38, edic. cit.)
G
!
?^^'^Qj^á^<í^§^¿^o-.J^==.Sr:)<:.^5=í^S^;;J^^ ^
© 0íS5^íi.^?==^r^^J^^*^^«i-2^^^r^Oísr^^s.§g^^
LISANDRO Y ROSELIA
19
Lisandro. — ¿Quién está ahí fuera?
Oligides. — Señor, nosotros.
Lisandro. — Entrad acá. ¿No veis que cuanto
más de tormento huyo, tanto más se me acerca la
muerte en pensar la respuesta que hube de aquella
cara de ángel y corazón de tigre?
Eubulo. — Por eso es bueno estar bien con Dios.
(Oligides. — Calla en mal punto; no le mientes
agora devociones, que todas las cosas tienen su
tiempo y sazón.
Eubulo. — Las cosas de Dios en todo tiempo y
lugar vienen sazonadas.
Oligides. — ¿No callarás? Cose la boca si no
quieres que te reña.)
Lisandro. — ¿Qué es lo que habláis? ¿Qué sentís
de esto?
Oligides. — Decíamos, señor, que tienes poco
sufrimiento; en poca agua te ahogas.
Lisandro. — ¿En poca? ¿Qué dolor hay igual al
mío, ni qué tormento o afán que comparado con
el mío no sea descanso?
Oligides. — Señor, no es cordura tomar senderos
nuevos y dexar caminos viejos: el seguro camino
es el de las carretas. Dígolo, porque es mejor
acuerdo que una mujer entienda en esto que no tú
sin tercero, o yo, que soy sospechoso; que, al fin,
mal se tañe la vihuela sin tercera; en el cielo, sin
medianera no se alcanza cosa que buena sea, cuanto
más en el suelo; lo demás es andar de muía coxa.
, ^éí^<^^ts^^<^^=^^^^iS^^^^-'^.^^^ss^^^5^^^<i,^g){
20
SANCHO DE MUÑÓN
Lisandro. — ¿Conoces tú alguna?
Oligides. — No una, sino ciento. Está sembrada
!a ciudad de ellas: no hay mujer cantonera que no
tenga su vieja al lado para que sea corredora de
estas ventas y compras. En especial conozco una
de este oficio, la más principal y famosa en el
pueblo y que más negocios y despachos tiene, así
con legos como con clérigos, ca ninguna cosa toma
entre manos que no salga con ella: aunque sea
encerrada tras siete paredes, la hará venir a quien
se lo encomendare. Creo que es un poco hechi-
cera.
Euhulo. — No hay otro tan eficaz hechizo como
es el amor: éste a las muy recogidas trastorna, y
los ermitaños busca por los yermos, y a los reli-
giosos quita la atención en el coro. Esos otros
hechizos poco obran donde no hay amor.
Lisandro. — ¿Podríala yo hablar?
Oligides. — Yo te la traeré acá con que me des
señal, que le dé, que será bien pagada.
Lisandro. — Dale ese par de doblas y tráemela
luego acá; no tardes. Y a la vuelta, escogerás de
esa caballeriza un caballo para ti, en que rúes.
Oligides. — ¡Oh, señor! ¡Singular merced! Yo
voy.
Lisandro. — Dios te guíe.=¡Oh grandeza de Dios!
En esto muestras tu potencia: en dar poder a mi
inmérito que merezca hablar a esta vieja, que no
puede ser sino mujer muy honrada si tal cosa me
@@=^^<:.^'^=^-t^'=-^^^^^-y:,^^^^^:Js==^^ ©
^^■i
LISANDRO Y ROSELIA
21
f
promete de traerme a mi deseado fin y mis culpas
y pecados no sean causa de perder tan gran
premio.
Eubulo. — Tus delictos y ofensas que a Dios has
cometido darán ocasión a que tú alcances eso y
más.
Lisandro. — ¡Calla: no hables más palabra!
Eubulo. — Callaré, por tu mal.
Lisandro. — ¡Descortés, ¿queréis vos contrade-
cirme? ¡Tan bueno Pedro como su amo! Vete con
Oligides; acompaña aquella dueña.
Eubulo. — ¡Hola!, ¡hola! ¡Oligides, ce!
Oligides. — ¿Acá vienes?
Eubulo. — Vengo. ¿Quién es esa negra señora
que venimos a traer de la mano?
Oligides. — Yo te lo diré: bien habrás oído men-
tar a Celestina la barbuda, la que tenía el Dios-os-
salve por las narices, aquella que vivía a las tene-
rías. ¿No caes?
Eubulo. — ¡Oh!, ¡oh! ¡Di, di, que ya caigo, que
como ha habido tantas y hay, no sabía por quién
decías!
Oligides. — Esta dexó dos sobrinas, Areusa y
Elicia. Areusa llevóla Centurio al partido de Va-
lencia; quedó Elicia ya vieja y de días, la cual,
viendo que los años arrugaban su rostro y que su
casa no se frecuentaba, como solía, de galanes, ni
menos sus amigos la visitaban, determinó, pues
^
¡"K.
k
l®.^^C.S«%^-5C.Sg^.%^cJfS»¿^<;^..5^5jg=^^íJg=@ @
^m^'T^<iJ^=^^^.z^'^S^-:^'íS^--3^^^.^f^^^^
22
SANCHO DE MUÑÓN
I
^?
<$
con su cuerpo no podía ganar de comer, ganallo
con el pico y tomar el oficio de su tía.
Eubulo. — ¡Y cómo si sabría usar del! De mala
berenjena nunca buena calabaza, y de mal cuervo
nunca buen huevo. Yo oí que su tía la dexó por
heredera, en el testamento, de una camarilla que
tenía llena de alambiques, de redomillas, de barri-
llejos hechos de mil facciones para que mejor exer-
citase el arte de hechicería, que ayuda mucho,
según dicen , para ser afamada alcahueta. ¡Ya creo
que es bien diestra, astuta y sagaz en estas artes
liberales!
Oligides. — Éralo en días de la madre bendita,
cuanto más agora que el tiempo, inventor de las
cosas, la habrá hecho artera y enseñado más de lo
que sabía, y ella, con la experiencia que tiene, ha
conservado lo que con diligencia alcanzó. La mes-
ma Celestina, espantada del saber de su sobrina,
dijo a Areusa: « ¡ Ay, ay, hija, si vieses el saber de
tu prima, y cuánto le ha aprovechado mi crianza y
mis consejos y cuan gran maestra está! » Pues esta
Elicia, por que más se cursase su casa y fuese más
conocida y tenida, tomó el nombre de su tía, y así
se llama Celestina, y desto se jactaba ella a su
prima Areusa y a otras muchas personas, adevi-
nando a lo que había de venir, si bien me acuerdo,
por estas palabras: «Allí estoy aparrochada; jamás
perdetá aquella casa el nombre de Celestina, que
Dios haya; siempre acuden allí mozas conocidas y
#a=^^^^s^=^^^^-^^.>^i-fe^^^i.^===^^^^^^ '
^ 0^?r^^.^ir^^*^í:-S@^^^í:-2^=^*S^-.^í^
LISANDRO Y ROSELIA
23
^
allegadas, medio parientas de las que ella crió; allí
hacen sus conciertos, de donde se me seguirá algún
provecho. > Y muchos extranjeros que no conocie-
ron a Celestina la vieja sino de oídas, piensan que
es ésta aquella antigua madre, porque vive en la
mesma vecindad; y tienen razón de creello, ca nin-
guna remedó tan bien las pisadas y exemplos, la
vida y costumbres de la vieja, como ésta; que en
la cuna le mostraba a parlar las palabras de que
ella usaba para sus oficios, de manera que con la
leche mamó lo que sabe. Así que si Celestina toma
esta empresa, por nuestro queda el campo. Bien
puede dormir descuidado Lisandro, que fasta su
cama la hará venir a Roselia: tanta es la virtud
que en su lengua tiene.
Eubulo. — Ya que el pecado lo quiso que tan a
pechos busque nuestro amo su perdición, ¿no
sería mejor que llamases a su tía la barbuda, pues
ha resucitado? *
* Alusión a la Segunda comedia de Celefttina, en lo qnal (sic) se
trata de los amores de vn cauallero llamado Felides y de vna donzella
de clara sangre llamada Polandria. Es en esta obra de Feliciano de
Silva, impresa, en Medina del Campo, ocho años antes que la Tragi-
comedia de Lisandro i¡ Roselia, donde se encuentra la invención de
haber resucitado la Celestina de Fernando de Rojas.
Por cierto que el glorioso autor de los Orígenes de la novela padeció
al hablar de esto (t. III, p. CCV) una ofuscación más que explicable en
maestro que sabía y enseñaba tantas disciplinas científicas.
Decía Menéndez y Pelayo :
« La farsa de la resurrección de Celestina está presentada con bas-
tante habilidad e interés y tiene el mérito de que no se descifra hasta la
k
f
®@«:^^íi-5s^-9r^^iJ5®^=^Ss-^cJís5^
24
SANCHO DE MUNON
Oligides. — ¿Quién te lo dixo?
Eubulo. — No se suena otra cosa en la ciudad.
Oligides. — Engañaste.
Eubulo. — Bien sé, aunque la vulgar opinión tiene
que resucitó, que estuvo escondida en casa del
Arcediano, por vengarse de Sempronio y Parmeno.
Oligides. — Menos eso. Habrás de saber que
Celestina la vieja verdaderamente murió, y la ma-
taron Sempronio y Parmeno por la partición de
las cien monedas y la cadenilla que le dio Calixto.
Y esto ser verdad lo afirman hoy día los vecinos
que se hallaron presentes a su muerte y entierro,
los cuales acudieron a las voces de Celestina, que
se quexaba y pedía favor diciendo: «¡Justicia,
justicia, señores vecinos, que me matan en mi casa
última escena con estas palabras de Felides : « Pues sabed que una per-
»sona honrada y quien a Celestina es en gran car§fo la tuvo escondida
»todo el tiempo que se dijo que era muerta; y ella con sus hechizos hizo
»parescer todo lo pasado para se vengfar de los criados de Calixto, por-
»que le querían tomar lo que su amo le había dado; y hizo con sus en-
xcantamientos parescer que era muerta, y ag-ora fingió haber resucita-
»do... Y sea en gran secreto, porque el Arcediano viejo me lo dijo, que
»con esto le quiso pagar muchas deudas de cuando era mozo, que desta
»buena m'ijer había rescibido.» (Colecciónele libros espaíioles raros o
cariosos, tomo noveno, págs. 513 y 514.)
Y lo positivo es que en el mismo momento en que aparece Celestina
en la obra de Feliciano de Silva (séptima cena) ya ella misma declara y
puntualiza, con sus detalles y por qués, la comedia de la resurrección,
hablando a su comadre Zenara de este modo: «... Yo me quiero, señora
comadre, contigo declarar; y es que yo vine aquí a casa del señor Arce-
diano viejo, como a casa del señor y padre, a ser encubierta de la ven-
ganza que de los criados de Calixto yo quise tomar, fingiendo con mis
artes que era muerta.» (Pág. 64.)
6#^^^:-^=^^^^^:.^^Sg-:i^^.§«^^^^':^^^^^«iJ^^ '
© S^^^^^.^=^^^^i-^s^^rs^:-^s'='=^^^^-^^?^
LISANDRO Y ROSELIA
25
f
i
estos rufianes!» * Y nuestra Elicia, en la historia,
la llora: « ¡Muerta es mi madre y mi bien todo! > Y
también la oyeron decir a su prima Areusa estas
palabras, de su tía: « ¡Ya está dando cuenta de sus
obras; mil cuchilladas la vi dar a mis ojos; en mi
regazo me la mataron!» ¿Qué más claro lo quie-
res? Ni es de creer que la justicia degollara a los
escuderos de Calixto sin hacer suficiente informa-
ción si murió o no; en especial que el Corregidor
eia amigo de Calixto y fué criado de su padre
según verás en las quexas que él muestra tener di-
ciendo: «¡Oh cruel juez, y qué mal pago me has
dado del pan que de mi padre comiste! » Y si los
degolló, fue porque claramente el alguacil que aca-
so pasaba por ahí, rondando la noche, oyó los gri-
tos y vio la sangre por el suelo y a Celestina ten-
dida, con muchas y espesas estocadas. Ni es cosa
de decir que ella tuvo lugar para hacer encantacio-
nes o algunos embustes para no morir, porque la
tomaron desapercibida en la cama; cuanto más
que si Celestina estuviera encubierta en casa del
Arcediano, hiciéralo saber a sus sobrinas secreta-
^
* Siempre que Sancho de Muñón hace una referencia a dichos o
hechos de personajes de la Celestina es escrupulosamente textual. Las
cuatro que aquí se transcriben, por ejemplo, están tomadas de los
auctos doceno, decimoquinto y catorceno. Y aun muchas veces, sin
alusión expresa, injerta en su creación frases del sublime modelo, como
si, más bien que a la vista, tuviese el libro entero en la memoria y en el
corazón.
@@^^«i.SS=^^^^<^-§^^5^^Í^-. t. -^ -%r^^^
26
SANCHO DE MUNON
mente, que muy congoxosas estaban por la muerte
de aquella que en lugar de madre tenían.
Eubulo. — Agora digo que me libre Dios de tan-
tas mentiras que ni traen pies ni cabeza. Con todo,
¿no se llamaba Celestina la que fué alcahueta en
los amores de Félidos y Polandria, o es todo men-
tira?
Oligides. — No, que verdad fué haber esa Celes-
tina; pero no érala barbuda, sino una muy amiga
y compañera désta, que tomó el apellido de su co-
madre, como agora estotra, por la causa ya dicha.
Eubulo. — ¿Eso me dices? Espantado me dexas.
Oligides. — Sábete que esto es lo que pasa; lo
demás son ficciones.
Eubulo. — Así lo creo yo, que bien me parecía a
mí esta segunda Celestina no ser tan sabia como
la primera; cierto, otra plática tenía la otra. Mas,
dime, ¿quién es aquel mal encarado rufián que tiene
esta tercera Celestina a cabo de su vejez?
Oligides. — ¿Brumandilón dices? También te lo
diré: éste es un gran fanfarrón que ha corrido
todas las puterías; cuyo esfuerzo más consiste en
feroces palabras que en el efecto de las armas. A
prima faz espantarte ha, según echa fieros renega-
do por aquella boca. A éste, Elicia, habrá ocho
años, tomó por guarda de su persona, por que su
casa no estuviese sin nombre y le acaeciese el
desastre que a su tía vino, y también porque cada
noche estudiantes le daban grita, y Brumandilón,
4
)®.5^cu§^-:Sf^Q.=^-5V5-Q^5-.^:i<;.^^.^t5(;.^%á^ '
0^5^c:.S^5^:ar^<;.gí5^%>5Cj^=^^-í,Q^^^
LISANDRO Y ROSELIA
27
m
&
como perro ladrador, los aventaba y oxeaba; en
demás, que quiso guardar el consejo que cada día
la madre prudente le daba, y se lo acordó al punto
que había de morir, cuando, apremiada de los dos
que la mataron, dixo : « ¡ Si aquella que allí está en
aquella cama me hubiese a mí creído, jamás que-
daría esta casa de noche sin varón ni dormiríamos
a lumbre de pajas ! »
Euhulo. — ¿Quién son dos mujeres galanas, las
de los verdugados azules, que estaban anteayer a
la puerta, pasando nosotros por allí?
Oligides. — Dos sobrinas suyas, la más chica se
llama Livia, la mayor Drionea, las cuales tienen por
oficio remediar necesidades ajenas y socorrer a los
necesitados y desatacados envergonzantes, y aun
Drionea a las veces me muestra la mercaduría de
la trastienda.
Eubulo. — No mientes bellaquerías, que no se
sirve Dios de ello.
Oligides. — Alarga el paso, que nuestro amo, por
más ayna que vengamos, dirá que hemos tardado.
Eubulo. — A las cosas deseadas todo tiempo es
prolixo, como a las odiosas breve.
ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA
Antes que llamen Eubulo y Oligides en casa de Celestina, se
paran a la puerta a escuchar los castigos y reprensiones que da
la buena madre a su sobrina Drionea. Eubulo, de muy sancto,
quédase a la puerta y Oligides entra y, pasadas muchas cosas
m
)=^^^:-S^^=^¿r:>í-^==cá^Q^5:á§-:ií;.%.=^^^^^ ,
© Q^é^i>^i^^G^^^^.2^'=S^^3^^á^<^3^^S¡^-:¡'^3^^
28
SANCHO DE MUÑÓN
donosas con tía y sobrina, declara su embaxada. Pártese luego
con él para hablar a Lisandro, el cual la recibe con grande ale-
gría y le descubre su pasión. Vuelve Celestina a urdir su tela.
Entretanto, Oligides va a llamar a Brumandilón, el fanfarrón en
cuya encomienda estaba Celestina, para que le sea favorable.
Queda Eubulo dando sus buenos consejos a Lisandro, poniéndole
delante los peligros que de tales casos se suelen seguir, de los
cuales y de su auctor el ciego amante se burla.
CELESTINA. — DRIONEA. — EUBULO. -
POLO. — LISANDRO. — FILERÍN.
LIVIA.-
Oligides. — ¿No oyes, Eubulo? Escucha, escu-
cha; no llames.
Celestina. — ¿Así, doña puta, meter habías en
casa sin mi licencia el paje del Conde, que no tiene
más de lo que trae a cuestas? ¡Mirad qué casas o
alhajas o qué viñas o hogares la dexó su madre
para que esté un momento ociosa sin ganar de
comer! Loquilla, ¿parecióte galán?, ¿pagástete de
su gentileza? ¡Pues de esa comerás! ¡Malograda
de mi hermana, que buen siglo haya!: cuando fué
moza como tú , cierto no atendía ella esas galanías
o disposiciones: primero se informaba si eran
hombres de caudal los que la festejaban, y, si eran
tales, a todos les mostraba voluntad, ora fuesen
feos, ora hermosos, ora viejos o mancebos; a los
pelados, enviábalos a espigar. Tomaras, ¡maldita
seas!, exemplo de nuestra vecina la Calventa, que
primero recibe que da: si no traen dineros, que
fe
®
gi=%-.5..^-¿%^c;S©^^t;^>ár5c^5^í^g=»sr5c%=© >
*
^
m
LISANDRO Y ROSELIA
29
m
í
dexen prendas. ¿Dónde tenías los ojos ayer cuan-
do la fuimos a vesitar? ¿No miraste la alhaja de
atavíos, y la rima que tenía llena de decretos y
Baldos y de Scotos y Avicenas y otros libros?
Llevóos yo allá para que deprendáis y toméis avi-
sos y doctrinas, porque más ven cuatro ojos que
no dos, y éntraos por un oído y sáleos por otro.
Castígame mi madre, y trómpoxelas yo. Otra dili-
gencia que la tuya trae nuestra comadre la Pinta:
en mi ánima, con el pie manda la justicia; que no
se toma espada ni armas que no pasen por su re-
gistro. ¡A osadas que por ti pocos ruidos y revuel-
tas se levanten! ¡A mi seguro que no alborotes la
ciudad con muertes, para ser sonada y conocida
como la hija del mesonero! De otra manera cum-
plen el sagrado evangelio Date et dahitur vobis
nuestras amigas de la Claustrilla y las bagasas de
San Cristóbal. Pues la amiga del cura Bermejo, ¿de
qué ha medrado de pocos días acá?; el axuar y
aparato de casa, ¿quién se lo dio? ¿Esto no lo ves
tú? Mira que te mando que de hoy adelante no me
entren en casa si no fueren clérigos, o nuestros
confesores: ya me entiendes. ¿Piensas que estas
del oficio que te he contado ganan a hilar o coser
o labrar, las sayas de terciopelo, los monjiles de
damasco, las saboyanas de grana fina, las gorgne-
ras y cofias tachonadas con oro de martillo de
muchas perlas y joyas, las gargantillas^ y collares
de aljófar, los fermalles y joyeles, las axorcas y
m
I
;9=:S^-:)^:^,?.áJric;^Í^.^Q.S^
30
SANCHO DE MUÑÓN
anillos, los zarcillos, las camisas y mangas de Ca-
licud labradas a las mil maravillas? jA la he, enga-
ñada vives si eso piensas! Vuelve la hoja, malvada
perversa, haz libro nuevo, no muestres la pierna ni
aun al duque que sea, si no traxere el dinero en la
mano o buenas prendas. Cata que quien adelante
no mira atrás se cae; cuando no pensares, te halla-
rás vieja como yo, y si no tienes algún pegujal
para sustentar la vida a la vejez de lo que ganares
siendo moza, puédeste quedar a buenas noches.
Sigue mi consejo, que sé más del mundo que tú, y
donde el maravedí se dexa hallar, allí debes otro
buscar, y no entre gente palada, que no tienen más
de aquella compostura de fuera.
Drionea. — ¡Así goce, madre Celestina, que no le
abrí las puertas para ese efecto que piensas, mas
para saber de mi primo, el hijo de Ponza, que está
con su amo!
Celestina. — ¡Ay, puta, mala rabia te entre por
ese corazón! ¿Por eso le querías? ¿A mí, que las
entiendo y he pasado por ello, quieres engañar? A
perro viejo, nunca cuz cuz. ¿Qué hacíades en la
camarilla del carbón, encerrados con aldaba y
tranquilla? ¡Buenos traes los tocados de cisco!
Drionea. — ¡Así viva yo, que por fuerza me me-
tió dentro y cerró la puerta de golpe!
Celestina. — Gente está a la puerta; acechando
están los malogrados.=Bellacos, ¿qué escucháis?
¡Por el alma que tengo en las carnes, si con un
m
t
f
*(p
I
Q @^^^<^5=*^^^:-^5^^^r^^:J^g^^--:)':^{y-^^
LISANDRO Y ROSELIA
31
palo salgo, las cabezas os quiebre! ¿No nos dexa-
réis en nuestra casa vivir bien, escudriñadores de
vidas ajenas?
Oligides. — Tus devotos somos, señora.
Celestina. — ¡Ay, maldito seas! Traidor, ¿tú eres?
¡Hija Drionea, en mis brazos le tengo el que tú
deseabas!
Drionea. — ¡Ay! ¡Ay! Déxamelo abrazar. ¡Ay!
¡Ay! ¿Es él o no? ¡El es! ¡Dame otro abrazo, mi
rey! ¡A mi cargo que no holgarás tú tanto con mi
vista como yo con la tuya!
Oligides. — ¡Oh perla de quien el cielo se ena-
mora, y yo con él!
Celestina. — ¡Por tu vida, hijo, que hablábamos
de tu descuido; que ni la ves ya ni la visitas! ¡Dolor
de la que en ti confía! Yo la estaba reñendo por-
que no te enviaba a llamar, que aquí se está sola
todo el día ocupada en su labor sin maldita la
recreación de hombre.
Eubulo. — (¡Eso os falta, putas!)
I
Drionea. — Déxale, que es un desconocido. Mal
me haga Dios si me contenta otro sino él: este co-
razón se me alegra cuando lo veo, y él no hace
más caso de mí que si nunca me conociera. Bien
dicen que amores nuevos olvidan viejos: a osadas
que bebes los aires por quien yo sé.
¿Sg^<;^-^^^^
i^^^^J^S
^^>.:^=^<^^>^-c:J^^^^-^cL.^^ár^c.^^^-íí<:^-.^^<^^
32
SANCHO DE MUÑÓN
k
Oligides. — ¿Por quién he de yo penar sino
por ti?
Drionea. — A la he, por Carmisa.
Oligides. — jHi, hi, hi!
Drionea. — A la fe, digo la verdad. ¡Mirad por
quién! ¡Donosa visión!
Celestina. — Calla; que quien feo ama, hermoso
le parece; hay ojos que de lagañas se agradan.
Oligides. — No te enojes, mi Drionea.
Celestina. — De mucho como te quiere, te pide
celos.
Eubulo. — ¡Oh putas, putas, el que no os conoce
os compre! Por eso me voy, que quien quita la
causa quita el pecado. ¡Jesús, ya me encendía! Lí-
breme Dios de tentación maligna. ¡Ave María! ¡Ave
María! Vade retro, Satana.
Oligides. — Mas ¿qué es de la señora Livia, que
no la veo?
Celestina. — Arriba está con dolor de muelas.
Oligides. — ¡Ah, señora Livia! Si os tienen ence-
rrada por gran tesoro, razón es; mas si por otra
cosa, injuria es que hacen a Dios en no dexar ver
sus obras.
Livia. — ¡Ay, cuitada! Métete en esa nasa, no
suba acá el amigo de mi hermana.
Polo. — ¡Mis ojos!, pláceme; no te congoxes;
m
m
r/
LISANDRO Y ROSELIA
33
cubre el brocal con la manta o trastorna la nasa
sobre mí.
Livia. — Eso es mejor.
Celestina, — No te responderá, que le duelen
mucho.
Oligides. — Pues, madre mía, toma el manto y
vamos, que la cabeza de casa peligra y hay nece-
sidad de ti.
Celestina. — ¡Ay! ¡Dolor de la que no tiene que
se cobijar!
Oligides. — Pídelo prestado, y luego.
Celestina.— 'Ho estoy en barrio que sepan dar ni
un jarro de agua.
Oligides. — Ya te entiendo : toma señal , por que
no pienses que serás burlada.
Celestina. — ¡En el cielo sea pagado! Drionea,
hija, daca ese bernio raído, pues no hay otro.
Oligides. — Quede Dios contigo, señora; yo seré
más contino en adelante.
Drionea. — Sí: la semana que no haya viernes te
esperaré.
7;
f
f
Celestina. — ¿Qué mal es el de tu amo?
Oligides.— Arde en amores de Roselia y creemos
que morirá si tú, que eres única en esto, no le re-
medias.
Celestina. — Gracias a Dios, hijo, que sus dones
reparte por quien quiere: a unos da el don de pro-
4
m
34
SANCHO DE MUNON
fetar, a otros de predicar, a otros de hacer mila-
gros; a mí, de sanar enfermos.
Oligides. — Por tanto se pone el pandero en tus
manos, que lo sabrás bien tañer.
Celestina. — Ni la gr aveza de la herida sufre
excusa ni el precio de la cura menos valor por la
bondad del cerujano.
Oligides. — Dexa esos rodeos, que tu boca será
medida de lo que pidieres.
Celestina. — Bien es que me entiendas, que yo
vivo de mi oficio: esta fué la herencia que me dexa-
ron mis padres y mi tía, que Dios perdone, y,
como sabes que este nuestro trato sea tan peligro-
so, no queremos poner la mano en labor tan deli-
cada sin ver el por qué; que cada puntada nos
podría costar la vida si no fuese por nuestras bue-
nas diligencias; aunque caro le costó a mi antece-
sora la negra cadenilla: que habiéndose librado del
toro, cayó en el arroyo; huyendo un peligro, cayó
en otro; libróse de Pleberio y vino a dar en las
manos de aquellos malogrados que bien escotaron
la tercera parte con la vida. Si en estos pleitos me
he de ver con vosotros, dende agora me tornaré a
mi casa y me despido de entender en ello; que
más quiero poco con seguridad, que mucho con
temor de perdello.
Oligides. — Buena pro te haga lo que mi amo te
diere, que ni yo seré a estorballo ni menos después
de dado te ladraré por parte o partecilla. Allá te
«
t
Sfee-sc
Q^}^<.^*^^^ocJ^=^^<:.^=^S^^l3^^^^<^^^.^^^:^
LISANDRO Y ROSELIA
35
aven con Dios, y entremos, que abierta está la
puerta.
Eubulo. — Señor, aquí viene Celestina.
Lisandro. — ¡Oh hombre sin comedimiento! ¡Co-
rre, baxa, dale la mano y dile que suba su mer-
ced!
Eubulo. — No es mujer de tanta cuenta.
Lisandro. — Do consiste mi bien todo y mi reme-
dio, ¿dices no ser señora de cuenta y de mucha
honra?
¡Señora mía, señora Celestina, dame la
mano, que es agrá la escalera, ayudarte he!
Celestina. — ¡Atan chico santo no tanta fiesta, mi
señor!
Lisandro. — Pon dos coxines aquí a la señora.
¿No vienes, rapaz? ¡Ah, rapaz! Dale dos bofetadas,
Eubulo.
Filerm.—\Ay\ ¡Ay!
Lisandro. — Ha sido tan deseada tu venida, ma-
dre mía, que bien se puede decir que nunca mucho
costó poco. Siéntese. Ya sabrás que Amor, viendo
embelesados mis ojos en la contemplación de la
más hermosa que todas las mujeres y desplegadas
las velas de mi deseo en pos de su fermosura, me
puso en tal estrecho, que si en esta mi cuita no me
ayudas, por mejor tengo la dichosa muerte, que
todos los trabajos ataja, que no la desesperada
I
í:á^^S^;^ÍC^Q^.;Sr^Q.¿f5^::Sg^<^^^
36
SANCHO DE MUÑÓN
vida donde las sombras de mi tristura se engran-
decen y espesan.
Celestina. — Señor, con pequeño trabajo no se
alcanzan grandes cosas, que por eso dicen: «No se
toman truchas a bragas enxutas.» Todo eso es me-
nester que sufras por el bien que habrás tras el
mal de la pena que agora padeces.
Lisandro. — Dichoso sería yo, madre, estar de-
bajo de la bandera de tantas pasiones, si consi-
guiesen la victoria que tu palabra promete.
Celestina. — Por poco que tú me des, mi dicho
habrá su efecto.
Lisandro. — Toma esta esmeralda, y con ella reci-
be mi voluntad, y no mires al don, sino al dador,
que mayor deseo le queda que poder tiene para
gratificar tu trabajo.
Celestina. — ¡Dios te dé tanta parte en el cielo
como mereces en la tierra; que tu larga franqueza
pone silencio a mi lengua a darte las gracias por
tan crecida y sobrada merced! Y duerme descui-
dado, que yo soy Celestina, que en las duras peñas
hago camino, y con hucia desto descansa, y quede
Dios contigo.
Lisandro. — i Y él guíe t u reverenda perso-
na!
¿Pareceos, hermanos, que lo hará bien esta í(t
mujer?
& Oligides. — ¡Y cómo! Aunque tu amor fuese fin- fc
m #
í.^^<LS^>5i^^^-S(r=^^':í-S?^'^^^^■^^^^^
I
LISANDRO Y ROSELIA
37
gido, ella le haría parecer verdadero; que en esto
tiene las veces de natura, en suplir sus defectos y
necesidades. Solamente es menester que hables a
Brumandilón, que es un descarado rufián que tomó
la vieja por su guarda, temiendo el desastre de su
tía. Este, aunque aprovechar no te pueda, pero
puede dañar estorbando lo que a remediar no
basta; que si ve tantico peligro en el negocio, por-
que a él no le quepa parte persuadirá a Celestina
que en ningunas maneras se meta en danza de
espadas, de las cuales él a sabor blasona, siendo
como trueno, que espanta y no hace mal.
Lisandro. — Tráemelo luego acá, que yo le haré
mudar de propósito; que, en semejantes personas,
dádivas rompen peñas, y lo que temor acobarda,
avaricia incita. ¿No vas?
Oligides. — Voy.
Lisandro. — Y tú, ¿no vas con él, Eubulo?
Eubulo. — Suplicóte, señor, rae escuches una pa-
labra.
Lisandro, — Di, y con brevedad. (¿Qué querrá
este necio, que ya me amohina?)
Eubulo. — Señor, en todas las cosas sabiamente
ordenadas, el deliberar es primero que el disponer;
porque en lo primero hay enmienda, en lo segun-
do arrepentimiento. Así que, en las cosas que mu-
cho va, los sabios y cuerdos toman consejo, por
que después no se arrepientan de la errada delibe-
©O'^^^'^Sf^^l^'^^ZSfG^^^^iJí^-:^^^^^
38
SANCHO DE MUNON
ración. Mira que las virtudes con dificultad se
ganan y con facilidad se pierden; si agora aflojas y
sueltas la rienda al apetito y lo desenfrenas, tarde
lo tornarás en obediencia.
Lisandro. — ¿Has dicho, cuerdo?
Eubulo. — Dixe, aunque no todo lo que quería.
Lisandro. — ¡Pues vete de ahí, necio, que eso yo
me lo sabía, y cierra esa puerta!
Eubulo. — (¡Malaventurado de hombre que en-
tiende y no obra! ¡Oh, Lisandro, Lisandro, prosigue
en tu locura, que tú te verás en mucho tiempo de
arrepentirte y en poco lugar de remediarte!)
ARGUMENTO DE LA QUINTA CENA
Píntanse muy al natural los fieros de Brumandílón y la desorde-
nada avaricia de los alcahuetes. Lisandro toma por tercero a
Brumandilón para con Celestina en sus negocios, a lo cual se
ofrece este fanfarrón, vencido con los dones de Lisandro.
BRUMANDILÓN. — CELESTINA. — OLIGIDES.
EUBULO.
LISANDRO.
Brumandilón. — ¡Oh, pese a Tal! Como, a las ve-
ces, de los flacos animales los más fuertes son opri-
midos (que una pequeña víbora con su veneno
mata un gran toro, y un suzuelo ratón pone espan-
to a un poderoso elefante) ansí esta desventurada
vejezuela con sus amenazas quiere acobardar la
)^-.^3i^^^^^Í^^^^^^^^^^^^^^^:¿^<:3Q^^^^^.^^ i
xs^m®
LISANDRO Y ROSELIA
39
Q^
ü
fuerza de mi poder. ¡Descreo de Tal, con la puta!
¡Que haya yo corrido la casa de ceca y meca, y los
cañaverales y los olivares de Santander * y pasan ya
de cien mujeres las que me han sustentado en mi
estado y honra en públicos burdeles y todas me
han tenido acatamiento con obediencia, y que esta
hechicera al cabo de mi vejez, después de traídos
treinta años los atabales a cuestas, burle de mí con
menosprecio! Pues yo juro por el dorado chapín
de la Magdalena, que, aunque más fieros me haga
con los criados de Lisandro, de todo lo que ganare
ha de partir conmigo la mitad; que no en balde
pongo mi vida a riesgo por ella; y, si porfía en sus
trece, no es mucho que la mate, según soy de esta
hechura. Ya se me ha escapado de buena cuando
con mi pesada mano le di tal torniscón que los
dientes le quebré en la boca bañada en sangre; y
voto a la sancta Letanía, que si un poco más exten-
diera el brazo, colmillos y muelas todo iba al suelo.
Por el fuerte y galano arnés de San Miguel Ángel,
si se me antoja, a papirotazos le quinte los dientes
como a falsaria. Según soy derrenegado y en mis
hechos crudo, en punto estoy de tomar la mi porra
* La misma rufianesca frase se lee dos veces en la Segunda Celes-
tina:
tPandulfo. — ... ¿No sabes tú, señor, que teng^o yo corrido a ceca y
a meca y a los olivares de Santander, y que sé dónde roye o puede roer
el zapato?» (Pág. 174.)
*Pandulfo. — ... ¿Agfora la quiere casar, después de haber corrido
a ceca y a meca y a los olivares de Santander?» (Pág. 192.)
^
I
Q
@>;^~5C.Sg*&ff-ií,Se^.5ir-.í,S^^^':^»'^^í^S'«^^«^í?=@ @
40
SANCHO DE MUNON
y machacarle aquella cabeza y enviarla al infierno
en compañía de su tía. ¡Venga después la Justicia
con sus porquerones a prenderme, que no creo en
quien me engendró si no granizo más cuchilladas
sobre ellos que Dios si tiene qué! ¡Voto a Dios, a
todos, sin excepción alguna, haga piezas si me eno-
jan, para hacer cazuela de ellos, y de sus huesos
escarbadientes! ¡Hi de puta, qué hombre yo, para
que rey ni roque tenga que ver conmigo! Mas,
¿qué me detengo, y no voy a arrancarle la alma de
las carnes, o que me dé parte de la ganancia? ¡Ta!,
¡ta!, ¡ta! ¡Abrios, puertas!
Celestina. — Ya viene el loco de casa.
Brumandilón. — ¡Si no fuese porque la fortaleza
sin prudencia es habida por temeridad, luego en
esta hora te enviaría a cenar con Plutón! ¡Si quie-
res enfrenar el furioso brío de mis desapoderados
golpes y que no descarguen sobre ti, daca luego
la mitad de lo que te dio Lisandro, que todo lo he
sabido; donde no, dime si estás confesada!
Celestina. — Si supieses que pocos son los que se
han perdido por callar, y muy menos los que se
han ganado por mucho hablar, tú holgarías de
echar una mordaza a la lengua; cata que quien
amenaza, una tiene y otra espera; nunca las pala-
bras soberbiosas hicieron a los hombres bienaven-
turados.
Brumandilón. — Mi dicho es mi hecho, y mis ha-
0^^^c..^=^íir^c.J^^:^--:í<i.^¿f:C:íQ^S^^^ '
(9:^g^«^.í??^:^^C;Jí9^^^^^^^^^^^'^^6^^^-^^=^
t
LISANDRO Y ROSELIA
41
i
zanas tan espantosas son de oír como monstruosas
de ver; que hágote saber que yo soy hombre que
lo que sé decir con verdad, lo sé executar con las
armas.
Celestina.— CaWa, desconcertado relox; que más
son los amenazados por ti que no los heridos.
Brumandilón. — Agora lo veremos si lo que haré
será prueba de lo que digo. ¡Daca lo que te dio
Lisandro; si no, con este mi puñal te escarbaré el
hondón del corazón!
Ce/esí/na.^-(Quiérole dar parte de las doblas;
que lo principal yo me lo callaré. ¡No haga algún
desatino este lebrón, como el judío afrontado!)
¡Ay, sancta Catalina! ¡Apártate allá! ¡Mete el pu-
ñal! ¿Tómete por defensión y eres mi ofensión?
¡Crío cuervo que me saque el ojo! ¡Tómatelo todo
para ti y nada para mí, que yo soy como la cabra
que parió para el lobo, como la ave curruca que
cría y mantiene hijos ajenos, o como la gallina que
con mucho sudor saca pollos de huevos ajenos! Ya
pensé que esto no sabías; pero amores, dolores y
dineros mal se pueden encubrir.
Brumandilón. — Todo eso y más me debes, pues
por ti asaz veces asiento la vida al tablero, en ven-
tura de perdella; que, ¡juro a Tal!, la fortaleza en
los hombres muchas veces es causa de su muerte.
Dígolo porque anteayer por salvar tu fama perdiera
mi vida, por confiar mucho en la virtud de mi es-
pada; que como toro agarrochado en el coso, me
»:á^C.g^=i.á^Qj^^->0^5¿á§Vi.^^=:^*^ ^
i^i^'^^fS^^^^^^S^^S^^.^ÍS^'^í^^i.^^^St^'^^
42
SANCHO DE MUNON
v¡ entre siete que en ti pusieron lengua; si no, mira
mi capa arpada y el broquel con trescientas pica-
duras; pero todavía mi blanca espada hizo lugar:
los cuatro se me escaparon por pies; a los tres dexo
descalabrados; al uno de ellos, si no traxera cax-
quete de Calatayud, con el poderío del golpe le
hendiera la cabeza fasta los hombros, pero no le
entró sino fasta la piamáter.
Celestina. — Con todas tus bravezas y fieros no
osaste levantar el gaje, del suelo, que en desafío te
echó el escudero de Chremes, cuñado de Alisa,
madre de la malograda Melibea.
Brumandilón. — ¡Oh! ¡Cómo la mala fama vuela
como ave y corre como moneda, y la buena se
queda en casa por conseja detrás del fuego! Quien
te dixo eso ¿no te contó los espaldarazos que le di
un día antes? ¿Pues había de aflixir al aflixido? ¿No
vistes contra quién había de mostrar mi ira y ar-
did? Eso fuera, para los que lo vieran, otro espec-
táculo cual fué el del escarabajo con el águila, o de
la hormiga con el león, que no me estuvo bien,
pues señal es de grande cobardía acometer a los
menores y a los que poco pueden. No quiero ensu-
ciar mis manos en tan flacos hechos, porque a tan
gran corazón como el mío grandes hazañas son
menester para que, vencidas, se cuenten por aven-
tajadas entre las que hicieron los claros y ilustres
varones.
Celestina. — Pasos oigo; acá suben; no sé quién
k
&
íi
@@5%-ií.^^áirt¡Os^Sí§-:,i.Sg»=%-5'i^íá?-;Uí'g=>£^^(:>^5
LISANDRO Y ROSELIA
43
es. O amigo, o enemigo, o malcriado es, pues sube
sin llamar.
Brumandilón. — ¡Oh! ¡Por Dios que lo segundo
es! ¡Méteme en la camarilla de las hierbas! ¡Cierra,
cierra- presto con llave por de fuera!
I
^
®
Celestina. — Zancadillas va dando el diablo azo-
tado; el judío lleva en el cuerpo.
Oligides. — ¿Qué alboroto éste, madre?
Celestina. — Calla, calla, que mi negro duelo se
escondió de ti, pensando que eras el escudero con
quien hubo palabras. Tú muda el tono de la voz y
finge que lo buscas para matar, que el miedo hará
que no te conozca, perturbando su juicio con tropel
de fantasías imaginadas; que bien es que a este ba-
ladren la experiencia del temor castigue la feroci-
dad de sus arrufianadas palabras y fieros hinchados.
Oligides. — Comienzo, aunque otra cosa le que-
ría.=Di, señora: ¿tienes acá a Brumandilón, que,
¡por vida de Tal!, si aquí está, luego sus maldades
y su vida acaben juntamente?
Celestina. — Por cierto, señor, dos días ha que no
le he visto.
Oligides. — Dime la verdad.
Celestina.— \Y Jesús! ¿Había de mentir?
Brumandilón.— ¡Oh desdichado de mí! ¡Muerto
soy si las puertas quiebran!
44
SANCHO DE MUNON
Oligides. — ¡Que no te creo! ¡Que quien una vez
miente, no se le ha de dar más entera fe! Ya me
mentiste el otro día negándomelo; por ende, dá-
melo acá si no quieres haber el mesmo fin que a él
espera.
Celestina. — Afortunada yo, que no sé del; y
por que lo que digo sea testimonio de mi verdad,
toma las llaves de las cámaras y búscalo.
Brumandilón. — (¡Ya, ya no espero más vivir!
¡Señor, perdona mis pecados! ¡Santo Dios! ¡Ya
abre! ¡Credo!)
Oligides. — ¡Ah, cuerpo de mí! ¡Brumandilón!
Quien quiere ser temido, forzado es que tema.
Brumandilón. — ¡Por el santo Martirolojo de pe a
pa, si no tuve por muy averiguado, cuando me es-
condí, que el Corregidor me venía a prender por
ciertos palos que di la noche pasada, y que dexaba
en celada su gente y él subía quedito por tomarme
desapercibido de mi broquel y espada! Y aun,
¡voto a Tal!, que no envíe sus justicias a mí; él en
persona viene a buscarme, porque sabe que ningu-
na otra vara obedezco sino la suya. Y si quisiese
también ir contra él, podía despedazar a él y a los
suyos; que un día me amostazó las narices, y no sé
qué mala respuesta le di, y disimuló, y tuvo por bien
de sufrirme. Por agora, por mejor tuve retraerme
que no hacer un hecho sonado, por donde la ciu-
dad se alterase y viniese a oídos del Rey. Pero
© &Si^''^3^5^^^^l^-^^^^^..¿í^=^^^^^-5^
k
LISANDRO Y ROSELIA
45
J
después que sentí no ser el Corregidor, de coraje
reventar quería en no poder salir; de buena te
escapaste; que como los primeros movimientos no
sean en nuestra mano, pudiera ser que, sin mirar,
súbitamente te barrenara con una estocada teme-
rosa o tendiera con un tiro mortal. ¡Da gracias a
Dios, que de buena te libró!
Oligides. — Así las doy; y toma la capa, que Li-
sandro, mi señor, te llama.=Y adiós, Celestina, y no
descuides el negocio; que ya sabes que la luenga
esperanza aflixe el enamorado corazón, y más el de
mi amo, que le hierve.
Celestina. — Vete, que en cuidado me lo tengo.
Brumandilón. — Hermano Oligides, bien creerás
que si tu amo no fuera, que no me tomara allá
aunque enviara otras cien veces a llamarme; treinta
caballeros en persona me vienen a buscar y me
sacan de mi casa importunado, o para afrontar
nobles, o castigar ruines, o cruzar caras de putas,
o terciar en hacer amistades, porque no hallan
otro más aparejado y dispuesto, ni más diestro en
caso de refriegas. Y esta es la causa por que estoy
huido por los rincones; que quien crueza hace, su
peligro busca: de justicias digo, o, por mejor decir,
de sus palillos, que a otra persona no temo; que
quien de armas se precia, como yo, con razón nin-
gún otro peligro debe temer.
Oligides. — Adelantóme, y aguarda en este portal.
■S@.:^^<:^=^^^^.^á?ciQ,^¿^íí,-oQ,%5^^^'i^^ '
m
46 SANCHO DE MUÑÓN ^
Brumandilón. — Así lo haré.
Oligides. — Señor, aquí viene conmigo Bruman-
dilón. Despacha con él lo más ayna que pudieres;
no le des lugar a que meta más palabras de las que
él suele fuera de todo propósito, que en historia no
habrás leído tan gran fanfarrón. Su persona espan-
tarte ha: los fieros, como los quisieres; los hechos,
por el cerro de Ubeda.
Lisandro. — Dile que entre.
Oligides. — Entra, Brumandilón, y sigúeme.
Brumandilón. — Las manisicas de tu merced
beso.
Lisandro. — Bien seas venido, Brumandilón ami-
go. Tu favor y ayuda he menester.
Brumandilón. — Señor, no pases más adelante;
que, ¡juro a la serpentina vara de Arón y Moisés!,
si es para desafío, o afrenta, o matar alguno, antes
será hecho que mandado; que la muerte tengo por
vida, en tanto que sea en tu servicio; cuanto más
que estas son mis misas y mis pasatiempos: no
creo en quien me parió si sueño puedo dormir que
bien me sepa si no he con mi espada hecho riza de
broqueles, o arpado gestos, o cortado miembros,
o he molido a palos los alguaciles. Pues si esto me
quieres, dime luego las personas que te han eno-
jado, que bien pueden doblar por ellos.
^^:^^<:J^*á^c,^=^^^^<:^5=;á^-y;,%..^^Q.^^^^ i
I
LISANDRO Y ROSELIA
47
Lisandro. — Agradezco tu animoso ofrecimiento;
que tu denodado semblante da a entender mucho
más de lo que dices.
Brumandilón, — Y cómo, señor, di.
Lisandro. — Pero para tales casos mi gente basta.
Brumandilón. — Anda, señor; que más hace la
virtud que la muchedumbre.
Oligides. — (¡Maldito seas, fanfarrón! ¡Quién te
patease! ¡A mi seguro que no tovieses los pies tan
ligeros para huir como la lengua para blasonar!)
Lisandro. — Otra cosa te quiero, y es que Celes-
tina entiende dar remedio con su buena maña a mi
fluctuoso tormento, que la hermosa Roselia me
causó desde el día que la vi.
Brumandilón. — ¡Ya, ya; no me digas más!
Lisandro. — Oyete, que no es lo que piensas;
torna acá. Lo que quiero rogarte es, pues tienes
tanta cabida con Celestina, que no sólo no impi-
das o estorbes la cura mía que de ella espero, mas
la importunes que en esto ponga particular diligen-
cia, y si fuere menester se lo mandes, que ni tú
quedarás quexoso ni ella mal pagada.
Brumandilón. — ¡Por la clavazón de las puertas
celestes, aun todavía el corazón me da latidos y el
brazo me tiembla de lo que entendía facer si me
mandaras que sacara a Roselia por fuerza de armas
y la entregara en tu poder! Y holgara dello, por
que conocieras quién es Brumandilón; que en los
peligros se muestra la bondad del esfuerzo. Des-
«
í
)@=á^^^ i^.^.^^g^^'^Q.^ Ji^.-^%.:ái^;^-. 5^ 0
#o
48
SANCHO DE MUÑÓN
(fe
Otro, pierde cuidado que no quedará por negligen-
cia de Celestina, ni menos yo impidiré cosa que
toque al menor pelo de tu servicio; antes seré en
acrecentallo. De la mi vieja te sé decir que habla-
lie más de una vez en su oficio es dar de espuelas
al que corre y despertar al que vela. ¡Así den di-
neros, que bailaremos todos; que todas cosas obe-
decen a la pecunia!
Lisandro, — ¡Corre, Eubulo! Saca de mi recáma-
ra seis canas de raso carmesí y la mi capa de grana,
y dáselo a Brumandilón.
Eubulo. — ¿La de fajas, señor?
Lisandro. — Esa o esotra.
Brumandilón. — Si las gracias de tan pujantes
mercedes te hobiese de dar, antes fallecería tiem-
po para decir que palabras para satisfacer; pero a
las obras me remito, con las cuales adelante, como
criado tuyo entiendo servirte; que no en balde te
he señalado por mi señor, pues tan en derredor
miras mi provecho y honra.
Lisandro. — Que no se dilate mi vida o muerte,
pues es más pena aguardar que recibir la rigurosa
sentencia.
Brumandilón. — Todo lo dexará y el tu negocio
será el primero que despache, aunque otros del
mesmo jaez en cuantidad y calidad traía ya entre
manos con adelantada paga.
I
I
Oligides. — Pagado y repagado está.
í.%^^.^5=^..^§-i(:.^^¿^-.c;,§g:.¿^^ ;
© Q^^^'^^^^^^^^^S^^^^^'^^Sif^-^Si^'^^^^^^
LISANDRO Y ROSELIA
49
^
Brumandilón. — ¿Qué le dio?
Oligides. — ¿Qué le dio? Una medalla con un
cerco de oro, y en ella una esmeralda con una es-
cultura de Júpiter como deciende a juntarse con
Dánae convertido en lluvia de oro, de harta estima
y valor.
Brumandilón. — ¿Eso pasa, y encubriómelo la
puta vieja? ¡No paro más aquí! Quedaos adiós,
señores compañeros.
Oligides. — No le digas que yo te lo dixe.
Brumandilón. — No diré.
Eubulo. — (Caro le costará la fruta de postre en
el banquete de sus amores, pues tal comienzo tiene
la comida. ¡Todo para alcahuetas y mandiletes y
fementidos lisonjeros; nada para fieles sirvientes!
Mundo es que corre: unos por buenos se pierden,
otros por malos se ganan.)
I ' I
#táí^Q^5^:Sc^^i.^=^^%-:>í^^?^^^^^5^^r^^.^5^^
ACTO SEGUNDO
m
ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA
Tómanle ansias de muerte a Celestina por la dificultad del nego-
cio encomendado; mas, considerada su destreza y el aparejo
que en todo hay, delibera de ir a hablar a Roselia so color de su
oficio, corredora por maneras exquisitas. Es cosa de reir ver los
negocios que dexa encomendados a su sobrina Drionea. Al fin,
ida la vieja, despide Livia a Polo, su amigo, y entra Esclaravel a
Drionea, su querida.
CELESTINA. — DRIONEA. — BRUMANDILÓN. — POLO. — LIVIA.
ESCLARAVEL.
Celestina. — Antes que tome el camino para casa
de Roselia, quiero en la mía bien pensar con repo-
so lo que le he de decir, y con mucha cautela pro-
veer con qué oro doraré la pildora, en qué copa
dorada disimularé esta purga, con qué sobrehaz
azucarada cubriré el acíbar, con qué dulzor sabo-
rearé la amargura de estas mis confaciones, con
qué cebo esconderé el anzuelo; finalmente, cómo
ocultaré y descubriré una mesma cosa, qué mañas
y modos tendré para celar mis ardides engañosos
(0;a==^-i^iJ^=^^^^':-^'*^^^<i^^^^^'^-^=*'^^
:) 9=^^^-^?^^^<i-^5===:Sri'i-^S^r^'í-^^*^
LISANDRO Y ROSELIA
51
y manifestar mi intención, que me entienda y no
me entienda, que quiera enfadarse y no pueda.
Gran prudencia y saber, gran sagacidad y astucia
has menester aquí, Celestina, y después de esto
mucha serenidad en el rostro, mucho reposo en la
persona, mucha templanza en la plática, para que
no saque por puntos la malicia de mi embaxada.
¡Ay, Madre de Dios, y qué sudores con ansias de
muerte rodean mi corazón! En pensar en lo que
me he metido, las piernas se me cortan y la sangre
me desampara. Escarmentada había ya de estar de
las veces que he sido empicotada y azotada por
este mi oficio en muchos pueblos de Castilla, y no
me viniese más mal; que fructa común es de Bru-
mandilón y de mí traer las espaldas pintadas con
bandas de color purpúreo y las cabezas con mitras
y rocaderos. jGuay de la que se pone a perder la
vida! En mi seso me estaba yo en dejar este trato,
si la maldita y insaciable codicia del más haber no
me venciera; mis ganancillas ciertas tenía por otra
parte en dar medicinas a las doncellas, que no
paran; a las casadas, bebedizos que den a los ma-
ridos por que no sientan los cuernos que a vistas
ojos sus mujeres les ponen, evitando rencillas cor-
nudales; a los mancebos mayorazgos, bocados con
que maten sus mesmos padres, porque los muertos
abren los ojos a los vivos que deseosos estaban de
heredar; a las enamoradas, bienquerencias y polvi-
llos que atrayan a su amor a los canónigos y racio-
52
SANCHO DE MUNON
ñeros más mozos y francos; a los honestos, man-
dragora y granos de helécho con que puedan
entrar y salir do quisieren sin ser sentidos; a los
amantes, hechizos de cabello o cordón con que
hagan que sus amigas les amen, y aborrezcan el
que amaban y amen el que aborrecían. Y si de
este oficio usar no quiero por ser también peligro-
so, loores a Dios que no se concluyó ni encerró
en él mi saber: que lapidaria, herbolaria, maestra
de hacer afeites y de hacer virgos, perfumera, co-
rredora, melecinera, partera y un poco física soy;
entre dueñas y señoras, entre doncellas y casadas,
entre monjas y frailes, entre clérigos y abades
suelo yo tratar; todos me han menester y todos me
conocen, y todos vienen a mí para que remedie
sus necesidades; no parece mi casa sino botica,
ansí unos entran y otros salen cargados de medici-
nas, que no piden cosa que no esté en la camarilla
que me dexó mi tía, que buen siglo haya, en el
testamento: ahí tengo los perfumes que falseaba,
los afeites que conficionaba, las aguas de rostro
que hacía, y otras aguas que sacaba para oler, los
zumos con que adelgazaba los cueros, los untos y
mantecas que tenía y los aparejos para baños y
lexías, los aceites que sacaba para el rostro, y
otras muchas cosas que con mi buen trabajo y pro-
pio sudor y mayor experiencia he yo adquirido,
conviene a saber: hieles de perro negro macho y
de cuervo, tripas de alacrán y cangrejo, testículos
&
!
S#=^^^^^S=^^"^^:-Sg^%*^«5-^t^^^^^^i^5^^^
LISANDRO Y ROSELIA
53
de comadreja, meollos de raposa del pie izquierdo,
pelos priápicos del cabrón, sangre de murciélago,
estiércol de lagartijas, huevos de hormigas, pelle-
jos de culebras, pestañas de lobo, tuétanos de
garza, entrañudas de torcecuello, rasuras de ara,
ciertas gotas de olio y crisma que me dio el cura,
zumos de peonia, de celidonia, de sarcocola, de
tryaca, de hipericón, de recimillos, y una poca de
hierba del pito que hobe por mi buen lance; tengo
también la oración del cerco, que no tenía mi tía,
que Dios haya, que es esta: avis, gravis, seps,
sipa, unas, infans, virgo, coronat; y si todo lo de
mi tienda hobiese de contar, sería cosa para nunca
acabar. Desdichada de mí, este oficio me bastaba;
éste mantiene mi casa, sustenta mi honra y me
hace ser temida y acatada de todos, y afama mi
nombre por la ciudad, que nadie hay que me vea
que no me llame « madre » acá, * madre » acullá; el
uno me toma, el otro me dexa, el Vicario me con-
vida, el Arcediano me llama; que ningún señor de
la Iglesia me ve que no quiera ganar por la mano
cuál me llevará primero a su casa. ¡Tristes de mis
días si no salgo con la empresa! Si no doy buena
cuenta de mí en estos amores, ¿que será de mi
creencia en que me tiene el pueblo? Desconfiarán
de mis artes, aborrecerán mis caracteres y pala-
bras, escupirán, escarnecerán de mis supersticio-
nes, chufarán de mis cerimonias, burlarán de mis
encantamentos, no darán más crédito a mis agüe-
@@^sr^<^^s^^s^^i.3s^^s^Q.^r^^^-^??^s^c,^^
O^:^^^^^:^^^^.^^-^^^^-^^^^^^^*^-^?*®^^^^^
54
SANCHO DE MUNON
!
ros; todos de hoy más me denostarán con baldo-
nes, chufas, escarnios, injurias, silbos, ultrajes,
risas, desdenes, burlas y con otras palabras injurio-
sas, y ninguno vendrá más a mi casa; los niños por
las calles irán en pos de mí diciendo puta, hechi-
cera, vieja, falsa, malhechora, mondaria, burladora,
rabosa, zancajosa, trotaconventos, saltabardales,
encorozada, azotada, perfiletada, alcahueta y otros
muchos ignominiosos nombres; finalmente, que de
todo mi estado caeré, y de la opinión en que esta-
ba puesta. íYo me tengo la culpa, que quise tomar
mayor peso del que podía llevar, y así al cabo
caeré con la carga! ¡Mal hice, a la verdad, en no
mirar bien la calidad del negocio antes de aceptar
la demanda de Lisandro! ¡Cierto, cegóme la canina
hambre y sed grande y hambrienta codicia de las
preseas y riquezas que de ahí esperaba! Mas
¿quién soy yo, a quien temor o cobardía ponga
espanto en las cosas de mi oficio? ¿Yo no soy Eli-
cia, la sobrina de Celestina, la que heredó nombre
y fama y hechos de la mesma? ¡Sé que Elicia soy, la
insigne alcahueta, la famosa hechicera, la sabia ni-
gromántica! ¿Qué denodadas palabras, qué fieros
o ademanes de rufián, qué amenazas de muerte,
qué rigurosos trances, qué peligros inminentes
jamás a mí atemorizaron? Veamos: ¿Roselia no es
mujer? Sí; luego liviana; que las mujeres somos
como veletas, que, con poco aire, volvemos a
todos vientos. ¿No es moza? Sí; luego de enamo-
I
^^^§^^.3^5^é^<:J^^^S^QS^<s>^^^.^'^¿^Q3^^^ Q
(^C5<^-Ss--=sr5<^-Ss*^^<^-S5r=3r5í^'S^«As^^^=;-Sí5=<
LISANDRO Y ROSELIA
55
I
I
f
rada voluntad y lascivos pensamientos; que los
aguijones de la carne, y más, nueva, algo le move-
rán a que condecienda a mi petición. ¿No es her-
mosa? Sí; luego no casta; que pocas veces castidad
y hermosura caben en un objeto. ¿Pues Lisandro
no es gentil hombre, dispuesto y galán? ¿No es
mancebo de noble linaje, dotado de muchas gra-
cias, de linda crianza, bien hablado, generoso,
franco, aparentado? Sí; luego sobre seguro voy;
que estas cosas mucho hacen al caso para que en
Roselia con más facilidad prenda su amor. ¿Quién
tengo de mi parte? ¡Al amor, que todas las cosas
vence! ¡Al amor, que seso y discreción trastorna!
¡Al amor, que saltea los monasterios, escala los
muros, rompe las paredes, mina los encerramien-
tos, asierra las rejas, trepa por las ventanas,
enciende los castos, altera los devotos, espanta los
sanctos! ¡Encomiéndome a mis familiares. Lucifer,
Astaroth, Arangel, Beiiath, Sathan, Bercebuth,
Balan, y a Rescoldapho, el mi buen amigo, prínci-
pes de los demonios, que me den buena mandere-
cha a lo que voy! ¡Sólo os suplico, mis buenos ada-
lides, perturbéis la fantasía de Roselia con deseos
luxuriosos y cebéis sus pensamientos con tizones
de amor; yo soplaré con mis fuelles el fuego y ati-
zaré las ascuas, que la quemen viva!
Drionea. — Madre.
¡Drionea, hija!
0 ^
56
SANCHO DE MUNON
Celestina. — Si viniere de mucha priesa la despo-
sada que hice haber aquel hijo del racionero, en el
tabladillo hallarás la cazuela pintada de los virgos:
toma de ahí lo que sabes, y restaúrale la flor per-
dida, ni más ni menos de como me lo viste hacer a
la que estotro día se casó con el carpintero; y si
estoviere muy abierta, cúrala con punto, muy sotil-
mente. Y si viniere también la mujer del cordonero
por los bebedizos, en el barrillejo de barro los ha-
llarás; dáselos, y que los polvorice con un poco de
solimán molido, y dile que han de ser nueve cande-
lillas de cera las que me dixo, pasadas las doce de
la noche. Y no te olvides de lo que has de hacer
con la manceba del canónigo mozo, la que tuvo
presa el Obispo por el oHo.
Drionea. — ¿Qué respuesta daré a Sigiril, escu-
dero de Felides, si te buscare, que ayer vino acá y
no te halló?
Celestina. — ¡Dile que se vaya con Dios o con el
diablo; que no soy yo casamentera, ni menos es ese
mi oficio! Allá a la amiga de mi tía vaya él con esas
embaxadas, o a los parientes de Polandria, que
concierten el casamiento; que para ese caso no es
menester el estudio de mis artes, ni mucho menos
que mi tía resucitara o apareciera, como holgaron
de mentir. Dame acá esa ropa blanca que me
encomendaron que vendiese, de aquella señora
malograda que murió los otros días; y no saques
sino lo más rico y vistoso: esos gorjales aljofara-
t
í^5^<:J@=^ír:yQJS=^^á^-.^5^á^Q.J@=:í^-i:^^ <
m
LISANDRO Y ROSELIA
57
dos, esas cofias estampadas, y todos los deshilados
y cosas hechas de red de oro y seda; que lo quiero
llevar a parte donde no se perderá nada en ello;
que buena manera será esta para entrar en casa de
Roselia, pues soy corredora.
Drionea. — Toma.
Ce /esíma.— Cierra esas puertas, y di a esos que
se levanten, que ya es medio día, por que tenga esa
necia espacio para tocarse.
Drionea. — Sí diré.
9>
Bmmandilón.—Trapy trap, trap. Putas, abrí.
Drionea. — (Putos días vivas.)
Brumandilón. — ¡Abrí presto, no me hagáis arro-
jar las puertas por el suelo de otro par de po-
mazos!
Drionea. — ¡Ay, santa Catalina! ¿No nos darás
huelgo? ¡Veréis qué encapotado viene!
Brumandilón. — ¿Qué es de la vieja ruin, que no
creo en Tal si no hago con ella un hecho hazañoso
que sonado sea? ¿Dónde está?
Drionea. — Es ida al negocio que sabes.
Brumandilón. — Aquí la aguardo; que o ella me
dará la medalla o me ofrecerá la vida.
<n
I
Drionea. — Ce, ce, señor Polo, ¿quieres salir, que
Brumandilón sentado está en el poyo de la puerta?
Polo. — ¡No por Dios! Que quedé dalle unos di-
neros que me pidió, y no los tengo.
f
I
©©'^^íí.^g^^ir^Os^.^^c;^^**^^)^:^^^:^^^^^ (
0.^-ic:,^5^5^c^.^::,^-t^Qj^5^5^c^^.,^^c^^
58
SANCHO DE MUÑÓN
Drionea. — Pues vente conmigo, que por los co-
rrales te irás.
Polo. — Amores, ¿vendré acá a la noche?
Livia. — No, por tu vida; no te haga mala la salud.
Polo. — Pues mándame.
Livia. — Que no te olvides de las mangas de
aguja coloradas.
Polo. — ¡Y aun perfumadas te las prometo!=Se-
ñora Drionea, encargóos a mi Livia, que no la ha-
ble otro, pues yo la sustento.
Drionea. — Ay, señor, no digas eso; que, ¡vive
Dios y reina!, otro hombre no la habla en esa parte
sino tú. Es muy salada rapaza y vergonzosa, y
quiérete mucho.
Polo. — Con esa confianza me voy.
Drionea. — Pierde cuidado, y salta por este lugar,
que está más baxo.
C.
Esclaravel. — ¡Ce, ce, señora Drionea! ¿Puedo
entrar seguro?
Drionea. — ¡Trepa quedito! ¡No hagas ruido!
Esclaravel. — ¿Está allá la vieja?
Drionea. — No; daca la mano.
Esclaravel. — Acá estoy. ¡Bésame!
Drionea. — ¡Ay, putillo!
Esclaravel. — ¡No pude más! ¡Está queda!
Drionea. — Gallito, ¿no olvidas tus mañas? ¡Don-
dequiera que me tomas, ora en público, ora en se-
creto, no miras más! Subamos arriba, no nos tome
0€^^^^^=-^^'^^-^=*^'€^^^-^=^^'^-%==^^^^5x?^r^^:^
í
f
*
I
LISANDRO Y ROSELIA
59
Celestina en el hurto, como me contaste que Vul-
cano tomó a Mars y a Venus.
Esclaravel. — Vamos.
Drionea. — ¡Ay, bellaquillo! ¿Quitándote vas las
agujetas?
Esclaravel — ¡Sí, par Dios! ¡Sube presto!
ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA
Con encubiertas de gran artificio habla Celestina a Roselia con
muy poca ayuda de la vecina , y, acabado con ella que siquiera
se vea con Lisandro, se despide; Roselia finge que está mal dis-
puesta; Melisa, su doncella, entiende todo el hecho.
CELESTINA. — MARIBAÑEZ. — MELISA. — ROSELIA.
Celestina. — ¡Ay, Dios! ¿Es aquella que veo ir
por la cuesta arriba, Eugenia, la madre de Rose-
lia? Ella es. ¡Por los santos de Dios, bien está!
¡Todo se adereza! ¡Alégrate, Celestina; que el pre-
cio de la ropa blanca será la sangre de aquella
inocente! ¿Llamaré? ¿Pregonaré mi axuar? Mejor
es allegarme a aquella vecina con quien me entien-
do, la que yo encubrí con el abad en mi casa asaz
veces; ahí fingiré que vendo cotones de Valencia,
y ella, por vía de vecindad, puede llegarse a Rose-
lia, si quiere comprar algo de esto; que, viendo la
curiosidad y valor de todo ello, como muestra
estar hecho con sotiles manos, no dexará de lla-
marme y yo entrar segura.=¡ Señora amiga. Dios
mantenga!
^
9'^^r^<^A9^^<^^^===^r:>^%-^-^c^^^s^'S^^^
60
SANCHO DE MUNON
Maribañez. — ¡Oh, madre Celestina, seas muy
bien venida, que deseo tenía ya de te ver!
Celestina. — Calla, que mañana nos veremos más
despacio. Agora óyeme dos palabras: has de sa-
ber que con achaque de trama vengo a buscar la
hija de nuestra ama Eugenia, que me lo encargó
mucho aquel caballero que fué mantenedor en las
justas pasadas, y así me lo paga, cierto, mejor que
me lo pagó el abad cuando andaba tras ti y te
hablé en ello.
Maribañez. — ¡Mucho va de Pedro a Pedro!
Celestina. — Por tanto, pues eres vecina, llégate
ailá y diles si quieren algo de esto; que en la mes-
ma moneda te lo pagaré cuando no catares.
Maribañez, — Que me place en buena fe.
Ta, ta, ta.
Melisa. — ¿Quién está ahí?
Maribañez. — Doncella, decí a la señora moza
que está aquí la corredora, que me vendió unos
volantes y trae cosas muy galanas y ricas de ropa
blanca; si quiere algo su merced.
Melisa. — Sí diré.
Roselia. — ¿Quién es. Melisa?
Melisa. — Señora, una mujer que trae lindas co-
sas a vender, y obras tan bien labradas que parece
que así se nacieron; allí viene una gorgnera muy
polida: suplicóte, señora, me la compres.
t
)0.%->CL^s^?^^Q.^x^r><::,^y^.3f^Q^S^ (
@ Q^^^^^s'^^^^^^-^^^^Sfs^^^^^^^^S^^^
LISANDRO Y ROSELIA
61
Roselia. — Dile que entre en ese portal; yo me
pararé a la ventanilla de la escalera.
Melisa. — Tía, entra, que ya baxa mi señora.
Celestina. — Pues vete, amiga, y, como te digo,
para traerle a tu amor, úntale las manos con aquel
sebo de cabrón cuando entre burlas y veras se las
tomares, y di estas palabras que te he dicho, que
son muy aprobadas.
Roselia. — Vieja honrada, muéstrame eso que
traes.
Celestina. — Ángel mío, no lo verás bien, que
está el portal obscuro; espera, que yo subiré allá.
Melisa. — (Toma, por ahí ella se entremete donde
no llaman.)
Roselia. — Guarda tú esa puerta, Melisa, y avísa-
me si viniera mi señora madre.
Celestina. — (Todo viene a pedir de boca. Con
pie derecho salí de casa, sin ver ave que denotase
mal acaecimiento. Sola la tengo, sin testigos de mi
mensaje.)
Roselia. — ¿Qué hablas, madre, entre dientes?
Celestina. — Señora hija, acabo tres cuentas de
mi rosario que me falta de rezar por los que están
en pecado mortal; que primero nos conviene bus-
car el reino de los cielos y después entender en
estas cosas momentáneas cuanto basta a la nece-
.1'
I
B>^^'^s^(^^^^^<is^>^'J^r^<i.^f§*=^^'^^9^
62
SANCHO DE MUNON
sidad de aquesta miserable vida; lo demás, super-
fluo es y lleno de congoxas y zozobras.
Roselia. — Por mi salud, madre, que aciertas; que
al fin vana cosa es amar con desorden lo presente
y no tener ojo de ir allí donde es el gozo perdu-
rable.
Celestina. — ¡Ay, mi señora! ¿Dices donde no se
hartan los ojos de ver ni las orejas se hinchen de
oir; donde ni hay trestura, ni noche, ni obscuridad;
donde siempre se celebra pascua y fiesta muy
solemne; donde las sillas bienaventuradas, llenas
de suavísimo olor y flagrancia, llenas de cantos y
modulaciones, de dulzor y alegría, nos esperan a
los que aquí con diligencia trabajáremos en la viña
de Dios?
Roselia. — Ahí digo.
Celestina. — Los ojos se me arrasan de agua y
los sentidos se me roban, el entendimiento se me
eleva y el corazón se me desmaya y toda yo estoy
fuera de mí cada vez que oyó mentar aquel paraíso
de deleites y aquellos Campos Elíseos; que, aun-
que el deseo de la vida es natural a todos, a mí el
morir me sería glorioso en tanto que fuese a gozar
de aquella visión beatífica.
Roselia. — ¡Oh, qué bien hablas, bendita madre!
Bien dicen que mejor es el rústico humilde que
sirve a Dios, que no el soberbio filósofo que con-
sidera el curso del cielo.
Celestina. — Mil cosas te contaría de éstas, seño-
f
^55^.Q,^=^á^C,^^~B5p-,S5-^P)Q^§^5^^ i
#c:^^Qií5^^^^;-^=^r^c;.^y=*^^^;-^::^^c:.^^
0
I
f
I
LISANDRO Y ROSELIA
63
ra hija, que aprendí en compañía de las beatas
dominicas, si el tiempo nos diese lugar.
Roselia. — Pues, ¿qué pides por este garvín he-
cho de red de oro, así como está aljofarado?
Celestina. — Mi reina, esta es cosa encomendada;
espantarte hías de lo poco que de aquí he yo de
sacar por mi trabajo, aunque lo venda muy bien,
cuanto más si lo vendo menos de lo que quiere su
dueño. En seis piezas de oro me estimaron este
tranzadillo.
Roselia. — Toma cuatro, por ser cosa que se lo
ha puesto otra.
Celestina. — ¿Cuatro, señora? ¡En mi alma, no se
pagan las manos, pues de aljófar tiene más! Pero,
sin más regatear, en cinco lo toma o lo dexa; que
yo me atrevo a dártelo en esto, porque sé los cau-
dales de las señoras doncellas dónde llegan, y cosa
se ofrecerá en que me puedas remunerar este ser-
vicio; que, al cabo, sé que perder con los buenos
es ganar, y con decir que no hallé más, cumpliré
que yo seré la que perderé de mi derecho. Míra-
la bien, que es pieza muy acabada de buena y
barata.
Roselia. — Cara es, mas toma; que, a la verdad,
la curiosidad en las cosas, hace encarecer la obra
de ellas.
Celestina. — ¿Caro te parece, buena señora?
¡Bendito seas tú, mi Dios, que en este trato tan
poca ganancia se me sigue, que, con haber andado
)a.5^Q,9s^^^ci^^::^-:ic:^-r-%-.^-^^^^ ^
64
SANCHO DE MUNON
arrastrada todo el día, habré de aquí tan poco que
no bastará a poderme hoy sustentar! ¡Sea por tu
amor; que más quiero morder las paredes de ham-
bre y pasar la vida con afán y laceria empleada en
tu servicio, que no enriquecer en otros tractos ilí-
citos !
Rose lia. — No llores, madre; que yo te favoreceré
en todo lo que yo pudiere.
Celestina. — ¡Ay, mi señora , si supieses por qué
lo digo!, pues sábelo Dios y yo que más valdría nii
saya y manto de lo que vale, si quisiese dar oídos
a una cierta persona de esta ciudad; pero mejor es
pobreza con un poquito de honra que riquezas
acompañadas de vituperio. ¡Por el día sancto que
es hoy, a oro me pesa por que le hable a una gen-
til dama de este pueblo, ni sé quién ni quién no! El
vive hacia San Benito, y creo que se llama Li-
sandro.
Roselia. — (¡Oh vieja, cómo temo que tus pisadas
y luengo preámbulo y tu prolixa arenga y devota
salutación, con tus falsos presupuestos, se hayan
enderezado y ordenado para inferir tan maldicta y
sospechosa conclusión!)
Celestina. — ¿Qué es, mi señora, que no te en-
tiendo?
Roselia. — Tú sabes si me entiendes o no, y si en
estas palabras de Dios traes envuelto el dimonio;
que entre las matizadas y bordadas flores se es-
conde la culebra ponzoñosa.
í
¡t
t
!
c?
./
LISANDRO Y ROSELIA
65
Celestina. — Entiéndate Dios, que yo no te al-
canzo.
Roselia. — Dime, pues, a quién te mandó ha-
blar.
Celestina. — ¿Quién, mi señora? ¿Lisandro?
Roselia.— \No me repitas su nombre, que me
turbas! Respóndeme a lo que te pregunto. Veamos
si es lo que yo digo, que vienes con engaños.
Celestina. — ¿Y yo, conózcolo más que tú, ni sé
quién es, ni aguardé a que me lo dixese? ¡Mal me
conoces, señora! ¡Las piernas me cortaría primero
que diese paso a tales mensajes! ¡En ese caso nin-
gún hombre me ha de hablar, si no quiere ser mi
capital enemigo! ¡Guárdeme Dios de mala hora!
¿Montas que soy yo de esas? ¿Entre qué personas
me crié, para osar de tal oficio?: a la he, entre re-
ligiosas, y aun de las más encerradas. Pero, según
pude colegir de las pocas palabras que escuché a
Lisandro, digo, aquel mancebo caballero — ¡y Je-
sús, qué sin memoria soy! — , algunas señas y indi-
cios te daré. Ella era en su boca la más hermosa
doncella que natura formó, no sólo, decía, en la
ciudad, mas ni aun en la tierra, en todas las gra-
cias y perfecciones acabada. Por aquí sacarás por
quién entendía Lisandro, digo, aquel señor galán,
que preso de su amor loaba la que mucho quería.
Ya sabes que en Salamanca pocas hermosas hay, y
esas se pueden señalar con el dedo, y ¡por tu vida,
mi amor! que después que te vi he pensado sí eras
^©^-r^^^-S^s^^^^^í-^^'^^^'i.^ff'^r^^^.^^
66
SANCHO DE MUNON
tú la que decía, porque tu perfecta fermosura es
argumento que no entendía por otra.
Roselia. — ¡Madre, no me entres por esos ro-
deos! ¡Vete con Dios!
Celestina. — ¿Qué rodeos, mi señora? ¿Piensas
que no te diría el nombre de ella, si me acordase,
por quitarte de sospecha? Mas, sea Dios loado,
que ya voy acordándome: Ro... Ro... Roselia se
llama por quien pena, según me dijo.
Roselia. — ¿Según te dijo, malvada vieja? ¿Qué?
¿No me conoces tú, que soy yo la que agora men-
taste?
Celestina. — ¿Tú? ¡Y Jesús, Jesús! ¿Tú? ¡No lo
creo!
Roselia. — ¿Santiguaste, mala hembra, bote de
malicias? ¿Que no lo sabes tú? ¿Esas eran las
joyas que traías a vender, las fingidas lagrimitas
que por tus haces regabas, los devotos consejos
que me dabas, las sanctidades con que venías, las
cuentas que rezabas, las encubiertas y disimuladas
palabras con que me entrabas a dañar mi fama,
tentar mi propósito, combatir mi honestidad, co-
rromper mi vergüenza, ensuciar mi honra? ¡Astuta
vieja, vaso de maldad, maestra de malos recaudos,
discípula del diablo, madre de todos vicios! ¿Eres
tú la que encorozaron estotro día por semejante
caso, que a ella te pareces en tus obras? ¿Con ese
mensaje te envió ese loco para que publicases su
pasión y locura? ¡Espera, alcahueta; que tú habrás
em^€^
Q^^J-^^'^^^r^^^^^s'=S^<^^^^>§^^i.^s^^^^^3^^
'^-i^ícr
LISANDRO Y ROSELIA
67
f
3
I
el castigo que merece tu atrevida osadía!=¡Melisa,
Melisa! ¡Llámame acá a mi hermano Beliseno!
Celestina. — ¡Señora, no juzgues mis palabras sin
que primero juzgues mi intención; que si la lengua
resbaló, no tiene culpa el corazón, desdichada!
Melisa. — ¿Qué es, señora? ¿No concluyes con
esa mujer?
Roselia. — ¡Esta vieja, que me viene con alcahue-
terías de aquel que estotro día me vido y comenzó a
desvariar en aquellos desatinos que viste! ¡Este es
el loco atreguado por quien me habló el paje que
fué de mi señor padre, que en gloria sea! ¡Pues,
guárdese; que si mi hermano le coge, él le dará el
pago!
Celestina. — Se tú el juez, doncella graciosa, si
yo ni tenía noticia de la señora, ni sabía que Lisan-
dro penaba por su merced, ni menos le menté pa-
labra de las muchas que echaba por aquella boca,
como hombre que estaba para morir, y pedía
socorro de su señora, que morir le hacía; mas,
simplemente a buena fe y sin mal engaño, le conté
lo que vino a coyuntura de no sé qué hablamos.
¿Tengo yo aquí la culpa? ¡Cuitada yo, que en mala
hora nací si todo lo que digo y hago se ha de
echar a mala parte! Si yo, mezquina, te contara los
sospiros lastimosos que pregonaban su lastimado
corazón a causa tuya; las lágrimas que sus rubi-
cundas haces regaban en oyendo tu nombre; los
68
SANCHO DE MUNON
desmayos que le tomaban en acordándose de ti;
los dolores que le atormentan en tu crueldad; los
deseos de tu suave conversación que le atribulan,
y otros mil cuentos de males que sostiene, según
dice, después que del homenaje de tus ventanas
asaeteaste su deseo; si esto te dixera yo, señora, o
supiera que eres tú aquella por quien moría — aun-
que, ciega de mí, por las señas de hermosura que
me daba, había yo de entender luego que eras tú —
entonces tenías razón de culparme; pero si ni esto
ni lo otro me salió por la boca, ¿de qué te quexas?
Melisa. — ajusta y razonable es tu excusa, madre
mía.
Roselia. — No te espantes, vieja honrada, que
haya tomado sospecha de tus pláticas por lo que
ha precedido de aquel loco y acaso tú no sabías.
Celestina. — ¿Saber? ¡Ansí me ayude Dios como
yo no lo sabía más que agora que no lo sé! Lo
que yo vi es que queda en la cama con los más
espantosos desmayos que nunca vi, puesto en el
hilo de la muerte; y así como está, con profundo
clamor los sospiros echa fasta el cielo; las lágrimas
le verías, mezcladas con sollozos, de hilo en hilo
corriendo por aquellas sus mexillas, más resplan-
decientes que rubíes; que tanta era la lástima que
me puso en le ver, que me forzó a acompañalle en
su tristeza con algunas de mis lágrimas, que, sin
sentillo, me brotaban en abundancia por mis haces
abajo. ¡En Dios y en mi ánima que en acordándome
@a^rt^<í-^^^.^:.^=^ir^ ^^^5^=5^*^^^^^ ^
!
LISANDRO V ROSELIA
69
cuál le dexé, tan gran compasión me toma que, si
remediarle pudiera, aunque fuera con la sangre de
mis brazos lo hiciera! Pero no soy yo por la que él
pena; que no me hizo Dios tan cruel y sin piedad
que, si yo fuera, dexara morir el más agraciado
mancebo y galán que mis ojos vieron.
Roselia. — Son blasones de los enamorados decir
que mueren por amores.
Celestina. — (¡Bien está! Ella irá poco a poco a
entrar en el garlito: en las palabras y en el sem-
blante lo veo; que por las palabras y señales bien
se adevinan los pensamientos, y más, que el color
se le ha vuelto colorado; encendida la tengo.)
Roselia. — ¿Qué dices, madre? Parece que te
has pasmado. ¿Qué estás comidiendo?
Celestina. — ¿Qué, señora? Que sabe poco de
las cosas naturales el que piensa que de amores no
puede morir uno; porque puede ser el amor tan
vehemente e intenso que la persona que el tal
amor posee, hecha hética, perezca. Y si esto es,
mi señora, allá te aven con tu conciencia pues
eres causa que muera aquel amargo sin redemp-
ción, cuya verdadera salud en sola tu vista consis-
te; que no quería el cuitado más de verte y ha-
blarte.
Roselia. — Todavía me augmentas la sospecha,
pues no se te entiende que no hemos de hacer
mal por bien que se siga.
Celestina. — ¡Ay, señora! ¿Y qué mal es, o qué
I
)^^^Qj>ís'^!^^:.S!^^S^':iQ^^^.-Jkj^.^
^.5^C^^j^.5^c;i^5=.:.^^(^.^:,,^g^(;:^^^^
70
SANCHO DE MUNON
pecado, si con mi vista y palabra puedo dar la
vida al doliente, consentir que me vea y hable? ¡Y
aun es obra de perfección dar industria y forma
para ello!
Rose lia. — Si no es más de eso, cosa sancta y
buena es.
Celestina. — ¿Y cómo, sancta? Lo contrario
hacer, sería pecado mortal; porque cualquier que
puede a otro salvar la vida sin pecado o notable
peligro suyo, y no lo hace, peca.
Roselia. — Por cierto que lo haría, no más por
ser servicio de Dios; sino que temo mi peligro,
que al fin la estopa cabe el fuego presto prende.
Celestina. — Donde la razón y virtud enseñorean
y reinan como en ti, en balde ladra el sensual ape-
tito. Ni pienses que te perjudica aquel señor en
amarte con tan ardiente deseo: yo pondré a que
me corten la lengua, que no lo hace a mala fin; es
una bendicta criatura, un ángel en limpieza; yo
juraré que en sólo verte y tener una poquita de
conversación honesta contigo, quede contento y
tú satisfecha de la obligación que tienes a socorrer
al enfermo.
Roselia.— No quiera Dios que por mi causa
muera ese señor que dices; que no fuera yo tan
cruel para él, si me constara de su buena intención
y limpio motivo como agora.
Celestina. — Pues, señora mía, da forma que de
noche te hable, por que no seáis sentidos; que hoy
■3
P
f
I
I
® ©^°^^:-^='^^^^i-»^f*^^^^i-^=^^^=i-2^===^^ @
f
LISANDRO Y ROSELIA 71
día las gentes, por nuestros pecados, son llenas
de mil sospechas, juzgando lo exterior y no enten-
^ diendo los secretos y misterios de Dios.
^ Roselia. — Quédese para el jueves en la noche,
t dadas las once.
Celestina. — ¿Por qué lugar?
f Roselia. — Por las ventanas de esta mi torre que (^
salen a dar al alcázar. 7/
p Melisa. — ¡Señora! ¡Señora! Mi señora Eugenia ¡r
- , asoma por la calle. ^)
^ Roselia. — Pues vete, madre, con Dios. ¿^
Celestina. — Los ángeles queden en tu guarda.
ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA
í
A/e /zsa.— Señora, ¿qué te dixo la vieja después W
que me torné a abaxar? ^
Roselia. — ¡No sé! ¡Déxame! Ponme dos almoha- ^
das en el estrado: iréme a echar, que me siento p
mal dispuesta. J
Melisa. — (¡Que me maten si no es ésta la nueva 'P
Celestina de las tenerías; que en su traje y plática L
ella parece! ¡A osadas que dexa urdido algún mal y
recabdo! ¡En hora mala vino acá!)
^* Procura OHgides de resistir a la saña que Brumandilón tiene (n)
/O) contra Celestina. Viene Celestina, que no cabe en sí de placer (G)
y^ por la buena respuesta que hobo de Roselia; perturba su gozo ^
7\ Brumandilón con sus fieros; finalmente pónelos en paz Oligides. P
(f q
72
SANCHO DE MUNON
Pasa Celestina después de esto muchas cosas graciosas con su
sobrina Drionea, y vase con Oligides a dar la buena respuesta
a Lisandro.
OLIGIDES . — BRUMANDILÓN . — CELESTINA . — DRIONEA . —
ESCLARAVEL. — FILERÍN. LISANDRO.
Oligides. — ¿Qué haces, Brumandilón? ¿Ha ve-
nido Celestina del negocio? Mas ¿qué es esto que
veo? A punto estás: la mano en la empuñadura y
la espada medio desenvainada.
Brumandilón. — ¡Por los que habitan en la pro-
fundidad del Erebo! ¡Media hora más no viva la
vieja avarienta si no me da la mitad de lo que le
dio Lisandro! ¡Déxala venir!
Oligides. — Donde está claro no poder ganar
honra, locura es aventurar la persona. Si la matas,
puede ser que te asa la justicia y te guinde del
rollo.
Brumandilón. — ¿Qué dices, señor Oligides? No
me has conocido, pues sábete que en balde traba-
ja quien piensa en mi corazón poner miedo o
temor de justicia. No me es más llevar por una
calle al alguacil y a su gente que acorralar seis
becerras mansas; si no, pregúntale cómo le fué
habrá tres noches en la calle del Lobo, sobre mi
puta Philena; y con todo, me vino a pedir perdón.
Oligides. — ¡Por Dios que tus hechos en armas
se van pareciendo a las hazañas del valiente Diego
García de Paredes, el de nuestro tiempo!
Brumandilón. — Aquí está Brumandilón que,
®S^^^^^-=^9*^á^^í^''^^^:-^tí^^>^-^S===*^^~-^^
^^^^3^^^^^^:,S>cs^S^^L^^éi^^..^s*^^
LISANDRO Y ROSELIA
73
siendo maestro de esgrima en Milán, le enseñó a
jugar de todas armas: de espada sola, de espada y
capa, de espada y broquel, de dos espadas, de
espada y rodela, de daga y broquel grande, de
daga sola con guante aferrador, de puñal contra
puñal, de montante, de espada de mano y media,
de lanzón, de pica, de partesana, de bastón, de
floreo y de otros muchos exercicios de armas; y
él, viendo mi esfuerzo en los golpes, mi osado
atrevimiento para acometer seis armados, rebanar
brazos, cortar piernas, arpar gestos, hender ca-
bezas y otros miembros, con mi exemplo salió tan
diestro y animoso como veis.
Oligides. — ¡Hela, hela; asoma Celestina: alegre
I
viene!
,&
Celestina. — ¿Qué girifaltes, qué sacres, qué ne-
blíes, qué esmerejones, qué primas, qué tagarotes,
qué baharíes, qué alfaneques, qué azores, qué alco-
tanes, qué gavilanes, qué águilas tan subidas en
alto vuelo bastaran a abatir en tierra con sus uñas
la páxara escondida en las nubes, como yo, sabia
Celestina, con mis palabras cautelosas abatí a mi
petición al muy encerrado propósito de Roselia?
Cácela, y si sus pensamientos fasta aquí volaban
por el cielo con contemplaciones de Dios, agora
rastrearán por el suelo con imaginaciones de la
carne. ¡Hi de puta, qué bien lo he hecho! ¡Para
sancta María que me quiero bien, en ver que n
r^
f
I
(i§ Q^^^'^-.^g^-^^^^.^Í^^^^^^H-^^^^^l^^^^^
74
SANCHO DE MUNON
pierdo punto a mi tía! ¡ Ay bonita, cómo te enga-
ñé! ¡Así engañan a los bobos, con especie de sanc-
tidad y servicio de Dios! Con este color le dixe lo
que quise, y bien me estuvo. ¿Quién dubda que no
sueñe a Lisandro esta noche? ¡En mi alma, no estoy
en mí de placer! ¡Ay, ay! ¡Ah papagayos, ah ruise-
ñores, ah calandrias, ah canarios, ah sergueritos,
ah pardillos, ah verderones, ah gafarrones, ah tor-
zuelos, ah luganos, ah carrancas, ah jamarices, ah
todas las aves del canto suave, ¿oísme? ¿Por qué
todas en uno no os juntáis a cantar la mi alegría
que llevo en este corazón? Sacabuches, chirimías,
atambores, trompetas, rabeles, flautas, dúlcemeles,
guitarras, vihuelas, arpas, laúdes, clarines, dul-
zainas, añafiles, órganos, monacordios, clavecím-
banos, clavicordios y salterios y todos los instru-
mentos de música: con vuestra suave, apacible y
sonora armonía y canora melodía, resoná por el aire
mi verdadera mentira, mi virtuoso vicio, mi en-
demoniada sanctidad que tuve para aquella señora.
¡Ay, que me fino!
¡Ay, que fino de regocijo!
fe
Oligides. — ¡Buen despacho trae la madre! Parece
que toda se querría tornar lenguas para hablar. La
alegría que en aquel cuerpecillo de malicias no
cabe, rebosa a borbollones por la boca y por los
ojos.=¡ Alarga el paso, Celestina; mueve esos pies,
no te detengas, aguija, ea, date priesa!
I
0^^5^o^L^¿ír^^.%^^-^c^%^-^<:J^5:^C^;iS^^ (3
<§i '9^^^ --Hy--^^ ^í^<^^í:.¿^^.S6^^,:9^^^^ví ^^^i^O'#
LISANDRO Y ROSELIA
75
Brumandilón. — ¡Todas las paradillas que hace
son ratos de su vida; pues — ¡por el cerrojo de
Santa Gadea de Burgos, do juran los hijos de
algo! — en llegando, más no viva si no me da la
medalla!
i.
t
Ce Zesíma.— ¡Sálveos Dios!
Brumandilón. — ¡Sálvete el diablo! ¡Sus, daca
luego la medalla! ¡No me hinchas de mostaza las
narices, no sea el dimonio que te engañe! ¡Ten
memoria de las veces que te has Hbrado de mis
manos!
Celestina. — ¡Válalo el diablo, mozas; con qué
me salió a recibir el charlatán glorioso! ¿Medalla,
o qué? ¡Una higa en tu ojo!
Brumandilón. — ¡Suéltame, señor Oligides, suél-
tame; que no le haré otra cosa más de matalla!
Oligides. — ¡Ea, no haya más, por mi vida! ¡Ea,
no haya más, que no te he de soltar! ¡Acaba, no
seas porfioso!
Celestina. — ¡Déxale venir! ¡Que el diablo a mí
me lleve si no le quiebro la cabeza con esta pie-
dra! ¿Medalla quería? ¿Por cuál carga de agua?
Oligides. — No seas tú también demasiada, Ce-
lestina. Calla; que mejor atavío es en la mujer la
templanza en la lengua, que las ricas ropas en el
cuerpo.
Brumandilón. — ¡Ah puta embaidora, alcahueta,
hechicera!
>c:.^^^-:,Qj^
'^^-^q^^^^'^^B ^
^>.S5^^:.^s^^3^Q-^=íá^^.^?^Sr^^-^5^^rt)^^-^?^
76
SANCHO DE MUNON
Celestina. — ¡Déxate de esos baldones, fanfa-
rrón; que nunca con palabras injuriosas y feas se
acrecentó el esfuerzo natural!
Brumandilón. — ¿Aun parláis? ¡Agradeceldo al
buen padrino! ¡Oh, pese a mis males!, ¿por qué
no me soltaste, que su vida y maldades acabaran
en un tiempo?
Celestina. — ¡Allá al que te dio de palos haz tú
esos fieros, y no me hagas más hablar!
Oligides. — Mejor estuviera eso por decir, Celes-
tina, y no buscar cinco pies al gato.
Brumandilón. — Y, puta alcoholada, ¿no sabes
que, sentado a tu puerta seguro y descuidado,
cuatro que eran, sólo un palo me alcanzaron a
traición, y fui tras ellos y, como hacía la noche
obscura, de ellos perdí de vista, de ellos se me
escaparon por pies? ¡Pero yo los buscaré, y des-
creo de la leche que mamé si, aunque se me metan
en el golfo del mar, y del golfo del mar en el
vientre de la ballena, y del vientre de la ballena en
el seno de Abraham, no se me escaparán que con
esta punta de mi puñal no les escarbe los aradores
que tuvieren allá en lo íntimo de sus corazones!
¡Yo juraré que me acometieron por otro, porque
no creo que nadie tuviese tal atrevimiento contra
Brumandilón; pero como quiera que sea, ¡por
vida de estas barbas luengas y espesas!, no les
cumple más parar en el reino; porque si los topo,
el mayor pedazo de ellos será menor que brizna
f
«
k
i)^^c.^^^^<xJvy^¿^Q^^á^Q.^^¿^<;.^^^^Q,^(|
, @.Sr^üí^?íá^<;-^r^:^^<i.^s=^^^'i-&?^:^^'^^^^
LISANDRO Y ROSELIA
77
I
I
de cliente de vieja, o pedrecica de moleja de ara-
dor, o liendre; más menuzos los haré que carnero
picado; en mi espada los ensartaré como rubias!
Oligides. — Después se averiguarán esos pleitos.
Agora, vamos, Celestina.
Brumandilón. — ¡No me la lleves, Oligides, sin que
primero sea liberal conmigo, que no lo he de ir a
hurtar para comer, ni menos me mantengo de rocío
como cigarra, o de viento como camaleón! ¡Basta
que le hice merced de la vida por tu intercesión!
Celestina, — Que no me está bien ni me pago de
ello. ¡Vete con Dios de mi casa, que no te quiero;
no me des pasión!
Oligides. — ¡Oíos; no tornéis a reñir! ¿Esta me-
dalla hase de partir por medio, o dártela toda?
Brumandilón. — Ni uno ni otro; mas que se ven-
da y dividamos igualmente, como hermanos, el
precio de ella, pues de ninguna cosa es buena la
posesión sin compañía.
Celestina. — ¿Ya no te di dos doblas? ¿Qué me
pides más?
Brumandilón. — ¡La medalla o la vida!
Celestina. — ¡No tengo medalla!
Oligides. — Señor Brumandilón, hazme este pla-
cer, que no se hable agora más en ello, que agora
no hay tiempo para esa disputa, porque mi amo
queda con la soga a la garganta esperando su
salud o desastrado fin en la respuesta de Celesti-
na. No nos estorbes.
^
#.^^^^^^-.^L9^=:;5V^'^^.^^.5^o^g .^
78
SANCHO DE MUNON
Brumandilón. — ¡Oh, pese a Tal, que ha de salir
con la suya esta vieja esfalsaria! ¡Sobre cuernos,
penitencia! ¡Sobre que me ha engañado, me niega
lo que a vista de todos le dio Lisandro!
Celestina. — Espera, Oligides: daré una vista a
mi gente; que luego salgo.
Oligides. — No tardes.
Celestina. — Abrí, hijas.
Drionea. — ¡Esclaravel, baja presto y vete por el
lugar acostumbrado, que mi tía viene!
Esclaravel. — Pues, amores, como digo, en dán-
dome el conde librea te daré esta capa, de que
hagas un sayuelo.
Drionea. — Como tú quisieres, pino de oro.
Celestina. — ¿No os he mandado que mientras
no estuviere hombre en casa, estén las puertas de
par en par abiertas, y vosotras al umbral senta-
das? ¡Ah, malditas seáis, si no me tenéis podrida de
enojo! ¡Landre que os mate! Si no os ven ni oyen,
no os conocerán, y si no os conocen, nadie ven-
drá a vosotras. La taberna por el pendón se cono-
ce, y sin pendón nadie acude allá a comprar vino.
El caminante extranjero no acierta el mesón sino
por la tablilla o la señal colgada. Bien me enten-
déis: una arriba y otra abaxo. Si Livia se ocupó
con Polo, ¿por qué tú, Drionea, no baxaste a dar
ñ^}^^-^'^J^^^^^^^^'H^.-^^^^}^'^,^^s^^
I
í
í
p
LISANDRO Y ROSELIA 79
í^ recabdo a los que vinieren y respuesta a los que
tme buscaren?
p Drionea. — Ya decendía, que me estaba compo-
^^ niendo. No hayas enojo, que todo se hizo lo que
& me mandaste.
o Celestina. — ¿No te he dicno que cuando no
hobiere tiempo de afeitarte, tomes una toca y te la
\[y reboces fingiendo dolor de muelas, y te cobijes esa
J mantillina colorada? Medio desnuda, medio vesti-
da, los pechos de fuera con un disimulado descui- fe
do, en faldetas como estás, no hay tal para provo- \u
car a luxuria los hombres. En Dios y en mi con- ^
Cj ciencia que cuando yo era moza como vosotras, mi
^/ desenvoltura, mis meneos del cuerpo, mi requiebro
tí>y de ojos, mi dulce y delgada voz, bastaba para in-
citar los castos, aunque hermosura me faltara.
Pues ¿quién vino a buscarme?
Drionea. — Siete personas cuando menos.
Celestina. — ¿ Quién ?
Drionea. — La mujer del sastre envió acá que
el sábado de mañanita va a la vega; que avi-
ses ai estudiante por quien la hablaste, que ma-
drugue.
Celestina. — ¡Mirad la descarada! Quedó con el
c) otro ese día venir a mi casa disimulada, y hace
conciertos con estotro. ¿No había tiempo para
todo? Di adelante.
Drionea. — El doctor viejo envió su paje a saber
& si hablaste a la hija de la lavandera.
k
r¿?^cu^ :?^-r^^-3^^=^^Q.^ .fL^^.%=^-:9r^^~^í^r-^^*t)Cj^^
80
SANCHO DE MUNON
Celestina. — ¡Oh, que se me olvidó! Acuérda-
melo mañana. Di más.
Drionea. — La beata aquella muy penitente, te
estuvo buen rato aquí aguardando, y, como no
venías, rogóme que te encargase mucho que esto-
vieses con aquel su devoto, de quien hobo el hijo,
y que le dixeses en secreto que, pues nuestro
Señor tuvo por bien darles aquella criatura para
su servicio, que envíe faxas y mantillas para en-
volver al niño y dineros para pagar el ama, o que
lo dé a criar.
Celestina. — ¡Importuna mujer! ¿Ya no le dio
eso y esotro, y el su capirote raído por cobija?
Drionea. — También aquella doncella que tuvi-
mos aquí de parto, la que sacó el teólogo, vino
llorando que por caridad le digas, pues es hombre
de conciencia, que lo haga bien con ella y que se
acuerde de lo que le es en cargo.
Celestina. — Di; que eso yo lo sé bien.
Drionea. — El mozo del bachiller vino que vayas
a la tarde a echar una melecina a un su popilo.
Celestina. — ¿No le he dicho que mientras mi
comadre Clara viviere, que la llamen, porque yo
no quiero hacerle mal en su oficio, que es mi
amiga?
Drionea. — Dice que está mala de los ojos de
una siringada que le soltó un escolar al tiempo
que sacaba el cañuto; que, como le mirase unas
almorranas que tenía para se las curar, el estu-
t
t
l0^5^Q.^.*2^<;^=í^-í<;;.^5^_^^5=^^Q,^=¿^.c:^
m^^<^,^^S^^^3^^^^.^^.^(s'^é^<:^^5^^^<=^
LISANDRO Y ROS£LIA
81
diante, no pudiendo retener el puxo, suelta y ro-
cíale aquellos hocicos y ciégale los ojos.
Celestina. — ¡Hi, hi, hil ¡Mala landre que te
mate, que reír me has hecho! ¿Hay más?
Drionea. — La manceba del clérigo y la mujer
del cordonero y la desposada vinieron aquí, y
hice lo que me mandaste.
Celestina. — ¿Supiste hacer el virgo?
Drionea. — Muy bien.
Celestina. — Pues come vosotras; no me aguar-
déis; que voy a consolar a aquel loco antes que
haga algún desatino.
Drionea. — ¿Cómo te sucedió?
Celestina. — De perlas.
#
í^
Oligides. — ¿No baxas, madre?
Celestina. — Vamos.
Oligides. — Dime agora lo que has hecho; que,
según te vi venir alegre y dando saltos de placer,
por mí tengo que has ablandado aquella breña y
duro risco y que traes buen recabdo. Dímelo por
que yo contigo me alegre; que no menos que tú
holgaré del bien de mi amo.
Celestina. — (¡Ay, bobo! Antes que tú nacieses
entendía yo esas malicias. Quiere que se lo diga,
para ganar por la mano las albricias de aquel que
en el triunfo de sus locuras no estima el gasto.)
Oligides. — ¿No dices, madre?
0€^sr^sO®*á5":>OQ'^:ar:i^^^^§r>^^ @
I #^5^^^J5^=•r^><iJ5'*^-t>^:^^'^^^^^..^*»»•^^^^^
82
SANCHO DE MUNON
Celestina. — Cerca estamos: ahí lo oirás.
Oligides. — Dígolo porque si ruines nuevas traes,
no te cumple parecer ante los ojos de aquel
desabrido ni menos yo iré con esa embaxada, no
quiebre sobre nosotros el enojo que tiene de la
pasión que le dan sus amores.
Celestina. — (¡Otra vez a doce!)
Filerín. — Señor, señor: Celestina.
Lisandro. — Daca esas ropas de martas cebelli-
nas: saldréla a recibir. ¡Oh Dios! ¿Con qué viene?
ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA
Apenas puede creer Lisandro la buena nueva que Celestina le
trae de su señora , y sobre esto pasa con ella y con sus criados
muchas cosas llenas de donaire. Despídese Celestina de Lisandro.
Todavía el gran celo de Dios incita a Eubulo a decir sus sanctas
y buenas razones a Lisandro, aunque sabe que ha por ello de ser
afrentado del embobecido su amo.
CELESTINA. — LISANDRO. — EUBULO. — OLIGIDES. — FILERÍN.
MOZA.
Celestina. — Metámonos dentro, señor mío; no
estemos aquí en la calle dando cuenta a los que
pasan. Allá sabrás bueno o malo, o lo que
fuere.
Lisandro. — Señora mía, más tormento me es la
esperanza de tu palabra que las prisiones que sos-
tengo.
I
@®.^-:>c,%<^|"-,cí.gg^=^^<;.^=^:>Q^¿^^ O
0 ©^^*^'^-^^»ar^'^5s=^^-í)C-S^^^":>c.S«^^§^<;-Si^^
LISANDRO V ROSELIA
83
Celestina. — Dime, señor Lisandro, ¿qué merece
la que hoy en este día aventuró la vida en tu ser-
vicio?
Lisandro. — ¡Mucho por cierto, si trae alguna
esperanza de mi bien!
Celestina. — ¿Y si la trayo?
Lisandro. — ^Juzgóte por Dios.
Celestina. — (¿Qué como yo de eso?)
Lisandro. — Habla alto, madre, que te entienda.
Celestina. — Digo, señor, que sólo en esto me
parezco a Dios: en no comer palabras, sino obras;
que palabras y plumas, el viento las lleva.
Lisandro. — Pues, ¿qué quieres tú, madre, y sáca-
me de pena?
Celestina. — Yo, seguro que no te pida tesoros
ni montes de oro, si no fuese para casar dos sobri-
nitas mías huérfanas.
Lisandro. — ¡Pluguiese al Soberano que mi deseo
hobiese su efecto, que tu petición no carecería de
cumplimiento!
Celestina. — No pasemos más adelante. Yo me
obligo de te la hacer haber, con que des tú fe de
me las casar honestamente.
Lisandro. — Doite mi fe y palabra, como caba-
llero, de lo hacer.
Celestina. — A eso me atengo, pues « al buey
por el cuerno y al hombre por la palabra >, dicen
en mi tierra; cuanto más que en los nobles y gene-
rosos como tú, el nuevo ofrecimiento es habido
$
^
@
, Q^^)v^3^^-^C.^?^*S5^rQ-Sís=-^^SS-u<i^?^^
84
SANCHO DE MUNON
por nueva obligación, y no pierdo las albricias de
las buenas nuevas que oirás.
Lisandro. — ¿Buenas nuevas, madre mía? ¡Daca
esos pies; besarételos; que no me tengo por digno
besar tus manos, que por ventura tocaron la ropa
de mi señora! Di agora; que de rodillas se ha de
recebir la palabra salida por boca de aquel ángel.
Celestina. — ¡Por mi salud, no lo consienta! ¡Le-
vántate, señor!
Lisandro. — Pues di.
Celestina. — La suma de ello es que el jueves, a
las once de la noche, Roselia te saldrá a hablar
por las ventanas traseras de su torre que miran al
alcázar.
Lisandro. — ¿Qué dices, señora? ¿Qué dices,
salvación mía y bien mío? ¡Tórname a decir eso!
¡Explícate más! ¡Quizá entendí mal, o trastroqué
las palabras, o mi poca advertencia causó poco
entendimiento!
Oligides.— (Está el diablo desbabado oyendo, y
dice que no tiene atención.)
Celestina. — Pasado mucho intervalo de tiempo,
y usando yo de mis artes cautelosas y fingidos
rodeos, acabé con Roselia que te viese por do
dixe, haciéndole entender que tocaba al servicio
de Dios ver y hablar al que con su vista y palabra
recuperaría la vida.
Lisandro. — Mozos, ¿estáis ahí?
Oligides. — Sí, señor.
f)
# 0^s§-i^^,^^^5iri»^^-Ss=^=^r^«i.s^'^^^^^~^=^^
i
í
LISANDRO Y ROSELIA
85
Lisandro.— ¿Qué dixo la señora?
Oligides. — Que Roselia, dadas las once de la
noche, saldrá a las ventanas de su torre, y que ahí
le hablarás.
Lisandro, — Mira no te engañes; mira si enten-
diste, como yo , que aquel resplandeciente lucero,
cuando el prolixo relox tocare las once, se descu-
brirá y esclarecerá la calleja del alcázar, y de ahí
esparcirá sus refulgentes rayos por mi corazón y
dará luz a mis ojos. ¿Es esto?
Oligides. — Eso es, en sentencia.
Lisandro. — ¡Oh singular merced! ¡Oh premio
tan sobrado y desmedido a mi merecer! ¡Oh in-
comparable don! ¡Espejo de mi vista, lumbre de
mis ojos, dulzor de mi ánima, joya preciosa entre
todas las perlas, hermosa ninfa en cuya presencia
todo el mundo es feo, ¿qué favor es este que me
envías? Mas ¿qué es esto, si me he vuelto loco, sin
seso, hecho frenético de suerte que con la mucha
pasión, trastornada la imaginativa, fantasea fin-
giendo lo que deseaba? ¡Ah, señora!, ¿tú no eres
Celestina, y vosotros mis criados? ¿No me es ago-
ra dicho que mi señora Roselia, de su homenaje,
cuasi a la media noche, con su venida descombra-
rá mi pecho de pasiones y remontará las mis qui-
méricas tinieblas que me obscurecían?
Oligides. — Sí, sí, sí. Ea, señor; no pasa otra
cosa ni hay más de lo que oíste.
Lisandro. — ¿Y qué fué?
k
I
w
86
SANCHO DE MUNON
Oligides. — ¿Y no lo has oído seiscientas veces?
(¡Sancto Dios, y qué prolixo hombre!) Bien dicen
que cuanto más deseada es la cosa, más dura es
de creer. Pues ten atención y oye.
Lisandro. — Di.
Oligides. — Roselia, el...
Lisandro. — Espera, no dé otro sentido del que
suena tu habla y pronuncia tu boca. Veré si con-
formamos. «Roselia, mi señora >...
Oligides. — ... el jueves en la noche...
Lisandro. — ... «el jueves en la noche >...
Oligides. — ... dadas once...
Lisandro. — ... «dadas once»...
Oligides. — ... te verá y hablará...
Lisandro. — Aguarda, no te des tanta priesa.
... «me verá y hablará»...
Oligides. — ... de las ventanas de su torre que
caen al alcázar.
Lisandro. — ... «de las ventanas de su torre que
caen al alcázar». Es así: que Roselia, mi señora, el
jueves, dadas las once, me verá y hablará de las
ventanas de su torre.
Oligides. — Que sí, que sí, que sí. (¡Válate el
diablo!)
Lisandro. — ¡Oh bienaventuradas orexas mías,
que en tan breves palabras tan sublimes sentencias
oís! ¡Oh mi buena madre! Cuéntame agora todo lo
que pasaste con aquella señora, y dime algunas
palabras consolatorias, de aquella dulce boca.
I
\:S^'z,^§^é!^^:.3^''=S^.^^=^S^<i.^'^^^^:^^
LISANDRO Y ROSELIA
87
^
oí?
Celestina. — Señor, bástete saber que del casqui-
Uo de la saeta que a ti hirió queda ella lastimada,
y aunque parezca que por vía de bien quiso con-
ceder a mi ruego y satisfacer a tu deseo de vella y
hablalla, ella vendrá de su grado, dando de pies
y manos, a lo que pretendemos; que la vergüenza
y empacho, común a todas, hace que lo que la
voluntad otorga la boca niegue; aunque yo ¡par
Dios! no me curaba de esas vergüenzas cuando
moza; que si bien me parecía alguno, no dexaba
de hacerle señas y mostrarle claramente la gana
que tenía.
Filerín. — Señora, una moza te busca.
I
Celestina. — Pues, mi señor, el viernes de maña-
na soy acá a ver cómo te fué con tu dama, para
que de ahí colija y sepa en qué estado está el ne-
gocio y en qué disposición la tenemos, y conforme
a esto obrarán mis artes; y quédate adiós.
Lisandro. — Toda la corte celestial te acompañe.
Celestina. — ¿Qué quieres, hija?
Moza. — Mi señora Angelina te suplica que vayas
a las dos a juicio, porque aquel estudiante con
quien tú la desposaste niega ser su esposa.
Celestina. — Dile que me place, que yo lo haré
de mil amores, y que me espere en su casa, que de
ahí nos iremos entrambas juntas.
00*í5^O«^a5~:)O^Oy:>Qj^*í9^<:^=í^-b'iJ^^^^c,^r^
88
SANCHO DE MUNON
Lisandro. — ¡Oh, cómo me temo no me acaezca
agora algún infortunio o desastre!; que la fortuna
así suele usar de sus casos falaces con los que en
prosperidad pone y en alta cumbre como a mí,
de manera que cuanto más alto los sube, tanto
más baxo los derrueca y abate.
Eubulo. — (¡Oh, cuánto sería mejor dejar esas
vanidades y contemplar la brevedad de la vida y
el fin y remate de ella; que al fin pasa la gloria de
este mundo y sus deseos y codicias!)
Lisandro. — Oligides, di a ese sandio que calle
si no quiere palos; que, por Dios, creo que ha de
reventar un día de estos, de mucha devoción. Y
mira si está aderezado; que quiero comer.
Oligides.— Voy, señor.
Anda acá, Eubulo, que
eres menester-
Eubulo. — Ya, ya. A buen entendedor, pocas
palabras.
ACTO TERCERO
ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA
Va Lisandro , armado , con sus criados , a hablar a Roselia. En-
cuentra a Beliseno, hermano de ella, que anda rondando la
calle, porque había barruntado el negocio; el cual, no cono-
ciendo a Lisandro, se va. Lisandro, como no salía su señora,
vase a quexar a Celestina , la cual , después que se excusa , le
dice que note una carta para su querida, y que ella se la dará
y le hará venir a su propósito con su buena lengua.
¿«1
LISANDRO. — OLIGIDES. — EUBULO. — SIRÓ. CETA. — BELI-
SENO.— CASAJES. — GALFURRIO. — DROMO. — REBOLLO. —
CELESTINA. — LIVIA. — FILERÍN.
Lisandro. — Oyes, Oligides: di a esos mozos
que aderecen las armas y esté todo a punto, que
es hora.
Oligides. — Señor, agora dio las nueve.
Lisandro. — No hace al caso; que bien es aperci-
birnos con tiempo. ¿Qué sabes tú si Dios agora
hará milagro en acelerar el curso del cielo, como
hizo con Josué en detenello? Que a los que bien
aman nunca les faltan desdichas, a los cuales no
&e^^^cS^^^^-^^^.^^^^<:.^fc^^^r-J
r-ar^<í.5^*©®
^^S^<:.3^'Sf^^:.S^^¿^KS%^S^<i.S¡S^S^<^S^^^^
90
SANCHO DE MUNON
menos Fortuna les es contraria, que a los menos
dignos Amor favorable.
Oligides. — ¿Qué armas quieres, señor?
Lisandro. — Dame a mí ese montante. Vosotros
llevad rodelas.
Oligides. — Vístete estas corazas, Eubulo.
Eubulo. — Bástame a mí zarahuelles y un brazal
izquierdo con la rodela.
Oligides. — Yo vístome el jubón fuerte de nudi-
llos; que a mí más que a otro me trae sobre ojo
para me matar Beliseno, hermano de Roselia, des-
pués que sintió mis pasos y mis entradas y salidas
a su hermana de partes de Lisandro. ¡Siró! ¡Geta!
¡Armaos presto!
Lisandro. — Quédense esos en casa, que bastáis
vosotros.
Oligides. — ¡Oh, señor, vengan; que quien a sus
enemigos popa, a sus manos muere! Bien es que
vamos a recabdo.
Lisandro. — ¿Quién hay que nos ande a los zan-
cajos por aquí?
Oligides. — Beliseno el mayorazgo, hermano de
ella.
Lisandro. — ¿Y ha venido a su noticia cosa al-
guna?
Oligides. — Tanto, que me pesa; porque supo
que yo, habiendo sido paje de su padre, con este
título le alcahueteaba a su hermana para ti, y anda
por me matar, según me dixo Galfurrio, su criado
t
© ®=S^O^*SS^<;J6".ffl5^«.S«*^^í.^=>Sri^<^'Ss-i-^-^«#9
®
t
LISANDRO Y ROSELIA
91
y mi amigo; y también me dixo que te cumple a ti
traer la barba sobre el hombro y andar en aviso,
porque cada noche fasta las once pasea la calle de
banda a banda, y trae espías a ver si te puede
coger; que fué sabidor de cómo los otros días te
requebraste con Roselia, y que fasta hoy día la
sirves y festejas con mil juegos de cañas, y justas,
y pomposos atavíos en tu persona y diversas
libreas en tus sirvientes, en los cuales siembras
letras de tu pasión, bordadas y chapadas las ropas
todas del nombre de la dama; que aun en los para-
mentos de los caballos y en la cimera del yelmo
huelgas de escrebir su nombre. Con todas estas
cosas, ¿no querías ser sentido? Piensan los enamo-
rados que los otros tienen los ojos quebrados.
Pues sábete que Beliseno es hombre que tiene
sangre en el ojo y mira mucho por la honra, y a
su mesma hermana matará si siente el menor pelo
del mundo.
Lisandro. — Pues no sólo mi hacienda , mas tam-
bién mi vida he condenado al fisco de su servicio,
por bien empleada doy la muerte en tanto que
ella me sirva. Cuanto más, que dientes tuvo mi
linaje que los supo mostrar en tiempos de afrenta,
y lo mesmo haré yo a quien me enojare o tocare
al menor de mi casa. ¡Y déxate de eso, y vamos!
Oligides.-
secreta.
•Atraviesa por esta calle, que es más
a@*^^<í^s=^^^^<í^^^^':^^'==^^<^-^^^^^-^'*^^<í^^^ ^
h^^S^'<9rrS>^Sí^.Z3(c^^<i.SfiS'^^
92
SANCHO DE MUNON
I
Lisandro. — ¡Hola! Id de dos en dos, por que no
parezca que vamos en cuadrilla.
Oligides. — Bien dice. Ce, ce, señor, ¿ves aquel
bulto de hombres arrimados al esquina?
Lisandro. — Mucho bien. ¿Quién son?
Oligides. — Beliseno con su gente. ¡Ponte en pri-
mera, que se acercan y poco a poco se van jun-
tando con nosotros!
Lisandro. — Hace lugar: jugaré de mi montante
en esta plazuela, si algo fuere.
Siró. — Geta, ¿sabes alguna postura de espada?
Geta. — Ponte así en tercera.
Beliseno. — Mozos, no se menee nadie de su lu-
gar sin que antes sepan quién son, no paguen jus-
tos por pecadores. Si fuere Lisandro, el primero
que le diere una estocada y le derribare en el
suelo, tiene de mí cincuenta monedas.
Casajes. — Señor, ¿si le matamos? •
Beliseno. — ¡ Muera !
Galfurrio. — ¡ Perdónele Dios !
Casajes. — ¡Bien pueden doblar por él!
Dromo. — ¡Recen por él luego!
Rebollo. — ¡Digámosle todos un pater noster,
por que Dios le alumbre a conocimiento de sus
pecados y no pierda el alma con el cuerpo!
Beliseno. — Tiremos la calle derecha; que no son
ellos, si no me engaño; que están muy retapados,
y creo que es la Justicia.
)®^^-^i^i^^^s^r^^^j^^^s^^r^^.5¡í^^i^ #
Q^¿^'V^^S^^^^:.^í^^:^^':i<^.^fc^^^^'i^^
LISANDRO Y ROSELIA
93
ip
Galfurrio. — ¡No hubiera dicho «Yo soy», cuan-
do cuatro estocadas, una en pos de otra, le rasga-
ran las telas del corazón.
Casajes. — ¡Por el sepulcro de Sanct Vicente de
Ávila! En esta piedra estaba aguzando la punta de
mi espada para escarballe las entrañas.
Dromo. — ¡Juro a los Corporales de Daroca! Yo,
las uñas, por que hiciesen buena presa; que pensa-
ba hacelle tal puerta con mi espada en el costado
izquierdo, que con las uñas le arrancara el corazón.
Rebollo. — ¡Oh, pésete Tal! ¿Por qué no era él?
¡Que Galfurrio dirá si le pedí prestado su pañi-
zuelo para me limpiar después la mano derecha;
que, ¡por la cruz de Carayaca!, fasta la empuñadu-
ra le metiera la espada y me bañara la mano en
sangre!
Beliseno. — Mando que ninguno haga más de
matalle.
Qalfurrio, — Si fuere en nuestra mano, señor,
podernos moderar fasta sacarle de vida no más,
harémoslo; donde no, podrás perdonar. Tira,
señor, por estotro camino, no nos encuentre la
Justicia y nos desarme, pues no te quieres dar a
conocer.
Beliseno. — Vamos.
Oligides. — ¡Señor, está siempre a punto y guarda
la entrada, no haga Beliseno alguna zalagarda
donde quedemos todos apiolados!
aO^^*r:>^5-Sg*<Síir^c;5s=».^^c:.^.!^^^ 0)
94
SANCHO DE MUNON
Euhulo. — Ya se fué.
Lisandro. — Sentémonos al pie de la torre mien-
tras se hace hora y sale mi señora. = ¡ Vosotros,
hola!
Siró. — Señor.
Lisandro. — Poneos a esos cantones y mirad
quién pasa.
Siró. — Yo, escóndome, hermano Geta, tras esta
pizarra, que mal va este negocio.
Geta. — ¿Cabemos entrambos?
Siró. — Espera: meteréme yo debaxo. Ponte ago-
ra aquí arrimado, que no te vean los que pasan.
Lisandro.— ¿Qué hora da el relox?
Oligides. — Las once.
Lisandro. — Apartaos allá, no vea mi señora otra
persona más de la mía; no se turbe de ver tanta
gente, y se empache de salir a hablarme.
Euhulo. — Aquí estaremos.
Lisandro.— [HoXb., ce!, ¿dormís?
Oligides.— Señor, no.
Lisanrfro.— ¿Habéis oído el relox?
Oligides. — Poco ha que dio las doce.
Lisandro.— \Y no sale aquella resplandeciente
luna de la noche, aquella luminosa hacha, para
alumbrar, de sus finiestras, la profunda tiniebla de
mi corazón preso en la cárcel de su servicio!=¡Ah,
I
|0::^^<^^.^^C,^S=^:^-^^;.^^^^O®^.5^Q,^;í¿^=-^ 0
LISANDRO Y ROSELIA
95
señora!, ¿oísme? ¡Cata que si la esperanza de verte
me faltase, tampoco la vida se podría sostener!
¿No me respondes?
Oligides. — (¡A esotra puerta! ¡AI diablo le res-
ponderá! ¡Está la otra durmiendo a su placer, y
oirálo!) Señor, mejor sería irnos a dormir que no
guardalle su torre.
Lisandro. — Esperemos hasta las dos, y, si no
sale, vamonos, que aquella burladora de Celestina
me ha engañado. Desviaos, no estéis conmigo; no
os sienta, si saliere, y se torne.
Geta. — ¡Po, po! ¡Y cómo hiedes, Siró!
Siró. — ¡Par Dios! Para te decir la verdad, que
pensé que alguno te engarrafaba cuando me em-
puxaste, y con este miedo cagúeme.
Geta. — Yo te doy mi fe que no me quedó gota
de sangre en el cuerpo cuando me apreté contigo;
que representóseme por hombre aquella piedra
frontera.
Oligides. — Señor, las dos da. Vamos, que ya no
saldrá.
Lisandro. -
atentamente
agora queda
Oligides.-
Lisandro.
vieja.
-¡Ay, ay de mí; que como mi ánima
esperaba el buen o mal suceso, así
atónita, sin sentido y pasmada.
Señor, tarde es; vamonos a dormir.
-No lo haré fasta ir a hablar a la
96
SANCHO DE MUNON
O ligides.— Pues tira por esta acera.:
Lisandro. — Llama.
:Aquí vive.
Oligides.—\Y a\ , ¡ta!, ¡ta! ¡Celestina! ¡Celestina!
A esotra puerta, que aquesta no se abre. La fuerza
del primer sueño vence su sentido que no nos oya.
Lisandro. — Golpea con esta piedra.
O ligides. — ¡Trap ! , ¡ trap !
Celestina. — Livia, mochacha, despierta y párate
a la ventana; verás quién es, que hunden la puerta
a golpes; y di que aguarde, a quien fuere, mien-
tras me visto; que, si a mano viene, alguna debe
estar con dolores de parto, pues a tales horas
vienen.
Livia. — Voy.
¿Quién está ahí?
Lisandro. — ¡Ah, señora!
Oligides. — Paso, señor; que no es Celestina.
Señora Livia, decid a Celestina que está aquí Li-
sandro, mi señor, que la quiere hablar.
Livia. — Sí diré.
Tía, aquel caballero de Roselia
te busca.
Celestina. — ¿El mesmo, o algún su criado?
Livia. — El en persona.
Celestina. — Duelos tenemos, pues a tal hora
viene. Daca ese ropón, echarémelo encima.
I
O^^^^^^.^-'^^^A.^e'^^'^^^-^S'^^S^^i.^^ (
# B^^^^^^^'^'^i^^^'^-^S'^€^^>^^^S^^^^3(5^=^^
LISANDRO Y ROSELIA
97
Livia.— Toma.
I
Celestina. — ¡Y Jesús, señor! ¿A tales horas por
acá?
Lisandro.— \Bitn lo has hecho, madre! ¡Buena
cuenta has dado de mi negocio!
Celestina. — ¿Qué es, mi señor? ¿No salió Rose-
lia a hablarte?
Lisandro.— No. Por ende, mira si me traes bur-
lado; que temo que nada le dixiste.
Celestina. — ¿Decir? ¡Mal me haga Dios, y no
vea esta cruz a la hora de mi muerte, si no se lo
dixe, y aun de tal repicapunto y con tal astucia y
viveza que mi tía, que Dios haya, no supiera me-
jor decillo! ¡Désas soy! ¡Mal me conoces! ¡No hay
tal mujer en el reino, de mi oficio, como yo! ¡No
son estos los primeros amores en que he entendido!
Lisandro. — Pues ¿qué piensas haber sido la cau-
sa de faltar mi serafín su fe y palabra?
Celestina. — Impedimentos que no faltan; cuanto
más que el temor vergonzoso la habrá retraído de
lo que por ventura más que tú desearía. Pero
déxamela; que yo la ablandaré más que cera, y
aun la derretiré con mi plática que destile en lágri-
mas de tu amor; que mi lengua allana todas esas
asperezas y rigores; una continua gotera horada la
piedra; las hormigas con el mucho uso gastan los
pedernales y hacen camino pasajero. Tú, señor,
nota de mañanica una carta en que le declares tu
t
a®==^^^:^S=^=^^Q.%^*^^<;^s^:l^:.%^á^Q,^5=^^ ,
^^^^(^.^j^^^^íJ^í^^.í^íl.Sg'*;^-:?^^^^
98
SANCHO UE MUNON
pasión y te quexes de su fe quebrantada, y lo que
más supieres, y envíamela: dársela he. Y a buenas
noches; que me toma el dolor de cabeza si me des-
velo con esta mi negra axaqueca.
Lisandro.~A ti me encomiendo, señora.
Oligides. — Adiós, madre, y salúdame a mis ojos.
Celestina. — Andad con Dios, mis hijos, que sí
haré.
í©
f
Lisandro. — No llames recio, no nos sientan los
vecinos. ¿No salen esos tacaños a abrir? Bellacos,
¿así esperáis a vuestro amo que os da de comer?
¿Qué es de aquel rapaz Fílerinillo?
Puto rapaz,
¿dormís? ¡Espera, que yo te despertaré con una
vuelta de cabello!
Filerin. — ¡Señor, yo despertaré!
Lisandro. — ¡Despierta! ¡Despertad, pues vuestro
amo vela! Enciéndeme luego una vela y súbela a
mi escritorio.
Oligides. — Señor, reposa eso poco que falta de
la noche; que tiempo hay para todo.
Lisandro. — No te fatigan mis cuidados, ni te
quitan el sueño como a mí. Anda, vete a acostar y
cierra esa puerta.
Filerin. — Yo... yo... juro a sant Juan... yo... yo lo
í^^^iSi^^'^^^'^^Sf^-^^^^Ji'S'^^^^^^^'^^^ '
LISANDRO Y ROSELIA
99
r
I
fe
diga a mi padre; que me pe...e...la y me abofete...ea;
y... y que me asiente co...con otro amo mejor.
Eubulo. — Calla, hermanito, no llores; que quien
bien te quiere te hará llorar. Si buenos principios
llevares de pequeño, cuando grande los hallarás;
que las buenas costumbres y buena crianza de la
niñez mucho aprovechan para después tener fir-
meza y constancia en la virtud; que «de becerrillo
verás qué buey harás». Si desde chico te vezas a
ser virtuoso , siempre adelante amarás lo bueno, y
en ello te deleitarás. Esto te he dicho, Filerín,
porque parece mal los mochachos ser rezongones
y desobedientes, y también porque juras y juegas,
y aun sirves de mandilete, que es peor; que yo lo
sé. Y mata ese cabo de candela y durmamos, que
es tarde.
ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA
Yendo Oligides a dar la carta a Celestina, encuentra con Bru-
mandilón, que va muy denodado a matar a Celestina porque no
le dio parte de la medalla. Conciértanse entrambos de robar a
Celestina y huir, temiendo el mal fin que de los amores de L¡-
sandro se espera, porque Beliseno anda muy sobre el aviso.
Llegados a casa de Celestina, asegúranla con palabras lo mejor
que pueden. Vase Celestina a llevar la carta. Quedan Oligides y
Brumandilón en casa con las dos sobrinas.
fe
íi
I
LISANDRO. — OLIGIDES . — BRUMANDILÓN . — CELESTINA. —
DRIONEA. — LIVIA. — CAPELLÁN.
Lisandro.— Mozos, levantaos, y llevad esta carta
a Celestina.
a0^^->C-Ss^C-uQj^S^<5^<:,g;5=^^VX^g^*^ ®
^--^i
100
SANCHO DE MUNON
O ligides.- -Nunca por mucho madrugar amane-
ce más ayna. ¿No ves, señor, que no es de día?
Lisandro.—A tus ojos, vencidos de sueño. Vís-
tete en un aire, y toma esta letra y dásela, que la
dé lo más presto que pudiere a mi señora; y dile
de mi parte que le suplico, pues mi vida pende de
su lengua, que sepa con ella darme remedio o, si
no, que abrevie mi pena. Corre en un vuelo.
Oligides.— Ya voy, que me olvidaba la esco-
fia.
O yo no veo, o aquel es Brumandilón. = i Ah,
Brumandilón, ¿dónde bueno con tanta priesa? ¿Es
alguna muerte de hombres?
Brumandilón. — Los vivos lo verán, y los que
nacieren oirán la hazaña que voy agora a hacer.
Oligides. — ¡A osadas que es sobre la medalla!
Brumandilón. — No es sobre otra cosa.
Oligides. — Pues allá voy yo a darle esta carta
que dé a Roselia.
Brumandilón. — Anda allá y serás testigo de su
muerte.
Oligides.— Mas hagamos otra cosa, si te parece.
Brumandilón. — Di.
Oligides. — Bien sabes que esta vieja es cobdi-
ciosa y avarienta.
Brumandilón. — Sí sé.
Oligides. — Y que primero le sacarás la vida que
la medalla.
>=:5^Q.=^¿^Q.^S=*.^-:^Q.^.¿^Q.S^..5^ I
© #^s^^i-s^^^r^^i^^?^:^^^^:-^^^^^^:-^^srt)<i^^
t
f
LISANDRO V ROSELIA
101
Brumandilón.— Mucho bien.
Oligides. — Luego, ¿qué mejor hecho romano
quieres hacer que robarla una noche? Y si tú par-
tes conmigo, yo te daré industria para ello; que si
la matas, perderás la medalla y por ventura la vida.
Brumandilón. — ¡De eso no se hable; que sólo
Dios es bastante a quitármela; otro, no! Pero de
esotro, me parece bien, hágase luego; no se
dilate.
Oligides. — Hágote saber que, bien mirado, cum-
ple que lo hagamos, porque estos amores de
Lisandro son peligrosos y creo que, por bien que
libremos todos, así sus criados como los que die-
ron causa a ello no escaparemos o de degollados
o muertos de los parientes de ella , que son de los
principales de la ciudad, o desterrados perpetua-
mente con alguna mutilación de miembros; y pues
hemos de huir, bien es que llevemos las bolsas
aforradas.
Brumandilón. — (Bien dice éste; que yo en pro-
pósito me tenía, sin eso y con eso, irme de aquí;
que ¡por sancta María! mal ojo me echa Beliseno
cada vez que me topa. Quiero vivir a mi contento
y quitarme de revueltas; que más quiero vaca en
paz que pollos con agraz.)
Oligides. — ¿No te determinas?
Brumandilón. — Nada me mueves por esa vía.
¿No te he dicho que no temo a hombre nacido, ni
al diablo que sea? Si se ha de hacer, es porque de
f
S=^^^i-Sí5='=é^<:-Ser^^^^^^^^^^^-St^
€)
102
SANCHO DE MUNON
f
este hurto se nos seguirá mucho provecho y inte-
rés; que vivir y no medrar es gran pesar. Yo te
digo que si topamos con el cofre do tiene muchas
piezas y joyas de oro que ha ganado por este su
oficio, saldremos de mal año y mudaremos el pelo;
que quien no se aventura no ha ventura.
O ligides.— Estése, pues, la cosa así, y disimúle-
se. Veremos si le da más Lisandro, y tú no dejes
de mirar los rincones de casa, no tenga por dicha
escondido algún dinero que no sepamos.
Brumandilón. — Déxame el cargo. Y agora, va-
mos; pidiréle dos reales para comer; que seis que
me dio estotra que tengo en la putería, acabo de
perder a los dados.
Oligides. — En ninguna manera le mientes la
medalla, por que descuide; antes te aven con ella
amorosamente.
Brumandilón. — Bien; aunque no es de mi con-
dición ni me pagué jamás de mostrar amistad do
no la hay. Pero, tornando a otro propósito, señor
mío Oligides, ¿ves dónde estamos?
Oligides. — Sí.
Brumandilón. — ¡Por el bravo y venenoso Can-
cerbero, que debajo de este arco de los Milagros
rebané a dos las cabezas a cercén, diez años ha,
como quien rebana dos cohombros! Que el diablo
los puso juntos y los hizo iguales.
Oligides. — Tanto ha, y más, que estoy en este
pueblo, y nunca tal oí.
I
!
k
.-5^^í:,^;Sg-:5<:Js^^r^c.^^^'V«^?¿=^=S^-^^^
9 t
^ LISANDRO Y ROSELIA 103 J
^ Brumandilón. — Escucha, que miento; que no fué (nj
j6) sino en Córdoba, en otra encrucijada como ésta; ^
aquí no fué sino las piernas. La diversidad y gran 'Á
variedad de las hazañas que por mí han pasado en ¿j*
diversos reinos y ciudades, me privan de memoria fo
que me acuerde de los casos particulares que ten- J
(^ go hechos por todo el mundo. M'
vi Oligides. — Démonos priesa, que la puerta de {¿,
^ Celestina veo abrir. Entremos de rondón y tomé- J
C mosla en la cama. Sube. ío
^ Celestina, — ¡Ce, ce, ce, Drionea! ¡Esconde el
jr> capellán presto, presto; que viene Oligides!
?
Drionea. — ¡Ay mezquina; que no hay dónde!
Celestina. — Mételo en esa arca del pan.
I
^ Brumandilón. — ¡Ah, vieja desdentada, aquí te
fe) tengo! No te me irás sin que me pagues lo que me
debes.
Celestina. — ¿Y qué te debo, centeno?
Brumandilón. — Tres veces que me sacaron a la
vergüenza y una a azotar, por tu causa.
fe Celestina. — Y a mí, ¿no me hicieron obispo de
^ escala entonces?
j Brumandilón. — ¿No subes, Oligides?
(^ Oligides. — Ya, que vacio las aguas.
e^ Buenos días,
(I señora Celestina.
m
I
I
)^^^^..^^S^^^<::.^5'^^^^^^^ÍS^:S^<i,^^^^
104
SANCHO DE MUÑÓN
Celestina. — Vengas en buen hora, hijo.
Brumandilón. — Dime, vieja, ¿no tiemblas en
verme, para no me hacer enojo alguno?
Celestina. — ¡ Par Dios , no !
Brumandilón. — Pues no tengo yo gesto de eso;
que ¡por vida de Tal! cuando me lo miro en el
espejo, así horrible, feroz y temeroso como es,
cien leguas de mí huir querría.
Celestina. — ¡Arre allá, asno!
Brumandilón. — ¡Por la sancta Letanía, si no
fuese por no dejar mis zapatos en tu barriga, más
coces te diese que letras tiene la Biblia, porque no
des tan mala respuesta y tan mal galardón a quien
defiende tu casa de ladrones, y tu persona de los
que mal te quieren, y tu honra y fama de malas
lenguas!
Celestina. — ¡Ándate ahí, con tus zaherimientos!
Sola una vez que oxeó a voces unos popilos que
me daban la matraca, me lo zahiere a cada paso y
me da con ello en los ojos.
Brumandilón. — Después de tener los brazos
cansados de dar golpes en tu servicio, y los bro-
queles y espadas hechas piezas, ¿me dices eso?
Todos te besan la ropa y lo que huellas, sólo por
mi respecto, porque saben que no son más sus
vidas de lo que te enojaren, ¿y no lo sabes co-
nocer?
Celestina. — ¿A mí quieres engañar con esas
mentiras? A mí, • que soy Celestina, y por otro Q.
, ©í:5^<;.^5^^^<:-^^^=^^i-^s=^^^^:-^^á^<:.^^5^
!
LISANDRO Y ROSELIA
105
nombre Elicia, sobrina de aquella que por su mu-
cha fama y sabiduría es puesta en refrán de todos,
¿piensas echar dado falso o treta encubierta? ¡Mal
pensado lo has!
Brumandilón. — Si tú sabes mucho, también sé
yo mi salmo; y si tú eres Celestina, a mí llaman
Brumandilón, que brumando los hombres tomé
nombre del hecho, y soy nombrado en las partes
orientales; también soy tuerto y tundidor, y más,
de Córdoba, y nací en el Potro, y pasé por Xerez,
y tuve la pascua en Carmona, y ninguno me la
hizo que no me la pagase con setenas. Por ende,
tú guarte, y dame dos reales que te pido para
comer.
Celestina. — No sé si los tengo.
Oligides. — ¡Dáselos por tu vida, Celestina, y
sed amigos!
Celestina. — Dos reales, y cuatro, daréselos yo;
pero de medalla no me hable nadie; que no será
esta, si yo puedo, la cadenilla de mi tía. Toma
cuatro en lugar de dos.
Oligides.— Agora me contentas, Celestina, que
te llegas a razón; y sea ésta «pelea de por Sant
Juan, paz para todo el año».
Celestina. — ¡Ay! Pluguiese a Dios que nuestras
rencillas pasadas fuesen como calenturas de mayo,
que son salud para todo el año.
(Brumandilón. — Ce, Oligides: con esto piensa
hacerme pago. Pues callémonos todos; que aquella
QQ^^'^^Si^'^^'^SiS^^^^S^^^^^^.^^^^é^^J^^S^ Q
k
fe (a
^^ 106 SANCHO DE MUÑÓN '^
¿ijf arca que está a los pies de la cama es, si no me ^
fe engaño, donde está metido el cofre que te dixe. p
') Oligides. — Bien está.) ^
Celestina.— ¿Qué te decía al oído? ¿Pensáis ^
algunas malicias? fe
Oligides. — Que estás muy seca en las carnes, de j
vieja, y que no vivirás mucho tiempo por curso fc
natural. ¿,
Celestina. — Así como estoy, espero yo con ^
vuestras calavernas echar agua bendicta sobre las
sepulturas de mis finados. ¿No sabéis, bobos, que
tan presto va el cordero como el carnero, y mu-
chos rocines viejos vemos cargados de pellejos de
corderos? Pues miráme bien; que más de tres cie-
gos me querrían ver.
Oligides. — Dexado eso aparte, Celestina, aquí
trayo la carta que mandaste, y te ruega mi amo
que te des priesa a su remedio, porque Cupido
fasta las plumas mete su flecha dorada en su cora-
zón, y cruelmente le lastima y maltrata.
Celestina. — Harta diligencia pongo yo en ello;
pero, ¿qué quieres que haga? No es ninguno obli-
gado hacer más de lo que sabe y puede.
Brumandilón. — Paso, paso; no se pase renglón
que yo no entienda; dime esto. Que ¡por el gran
Brutervo de Ancona! si alguno ha maltratado,
como dices, a Lisandro, mi señor, sea el quien
fuere, que me la ha de pagar. ¿Y sabíaslo tú, OH- ^
j gides, y no me lo decías? ¡Dime quién es!
)
C^
.-sg-iQi^s==^^^.^^.^-.^i-§??=^^^^^€^
LISANDRO Y ROSELIA
107
5
1)
<0)
&
Oligides.—E\ dios Cupido.
Brumandilón.— ¿Dios es? Luego en el cielo
estará. ¡Oh, pese a Tal! ¿Por qué no hay en la
tierra otro Dédalo que fabricara a los hombres
alas para volar, como hizo a su hijo Icaro? ¡Que
no creo en ese dios Cupido si, aunque allá arriba
estuviera, no me la pagara y bien pagado, por que
sepa con quién se toma!
0/(g-/í/es.— (Finge no saber lo que los niños han
olvidado.)
Brumandilón. — ¿Qué dices?
Oligides. — Digo que entre nosotros mora.
Brumandilón. — ¿Entre nosotros y callábaslo?
¡Dímelo dónde está; que, aunque esté allá lexos
in finibus terrae, do Hércules situó sus columnas,
¡ay, ay!, ¡voto a Tal!, le iré a buscar!
Celestina.— \Y calla, por Dios! ¡No le hagas
mal, que es un niño ciego, hermoso, doliente, des-
nudo y guarnido de saetas!
Brumandilón. — Séase quien se fuere, mozo o
niño, o viejo o diablo, decidme luego dó está. ¡Oh
bellaco! ¿Abad y ballestero? ¿Es dios y frechero?
Oligides. — Es Amor heroico. ¿Sabes tanta poe-
sía y no sabes quién es Cupido?
Brumandilón. — A unos escholares oí estos nom-
bres, pero nunca oí mentar a Cupido.
Celestina. — Es una sabrosa fuerza de la volun-
tad; un fuerte pensamiento de la cosa amada, con
esperanza de alcanzalla.
^%^C^r
:f*^^<:,^-'^^'=^-^' -^^r=^^^<:J.V^^í>'=-^®@
!>=á^c;.^5==^5^<;Ji^5.=Q^c;.S^..Sr^(^S^
108
SANCHO DE MUNON
Brumandilón. — De manera que Cupido ¿pasión
es? ¡Oh dichoso! ¡Que si hombre fuera, no se me
escapara que no muriera a mis manos!
Oligides. — Madre, vete ya, que yo aquí me que-
do. Hablaré dos palabras, que me cumplen, con
Drionea.
Celestina. — ¡Ay, bellaco, quien no te enten-
diese...! Pero holgaos, que vuestro tiempo es. Por
ahí pasamos, y hecimos lo que pudimos, su madre
de esa y yo cuando éramos de su edad.=Livia,
báxame acá esas cuentas.
Oligides. — ¿Para qué las quieres?
Celestina. — ¿Para qué? Para rezar y encomen-
darme a Dios y oir mi misa, si a Dios pluguiere,
que jamás la perdí. Cerrad esas puertas por dentro.
Oligides. — Aguárdame ahí, Brumandilón, que
luego baxo.
Brumandilón. — Aquí me quedo con estotra, y
despacha presto.
¡Ven acá tú, Livia! ¡Está queda;
xo, xo!
Livia. — ¡Par Dios, no haré! ¿Contino has de
ser bellaco? ¡Quítate allá, que hueles a viejo!
Oligides. — ¡A buen tiempo vengo, señora Drio-
nea! A lo menos, no me estorbará ahora el verdu-
gado.
@®^^-:5'^>.^^=á^^:,^^*Sr^Qj5^^.Sr5^^=S'^^
m
LISANDRO Y ROSELIA
109
Drionea. — ¡Ni menos a mí me pesará la bolsa
con los dineros que te pedí!
Oligides. — Toma cuatro reales, que yo te daré
más.
Drionea. — ¡Paso! No hundamos la cama como
estotro día.
Oligides.— ¿Y'itnts vino? Dame a beber; esfor-
zaré; que la vista de los ojos se me turba y la
boca tengo seca.
Drionea. — Mira si está la camarilla de mi tía
abierta. En la su cabecera hallarás la bota col-
gada.
Capellán, — ¡Señora, despídelo presto, que me
ahogo!
Drionea. — ¡Ay, por Dios, no te bullas, que es el
mi amigo y me matará si te siente!
Oligides. — Cerrado está.
Drionea. — ¡A punto vienes! ¡Ah, hi de puta!
¿Piensas que no te entendí que ibas a enristrar,
por no dar encuentro feo? *
í
* Es de notar !a excesiva crudeza a que aquí lleg^a la realista vena
cómica de Sancho de Muñón, que no vacila, para dar más color (color
verde rabioso) a la liviana escena, en suponer que entre los bastidores
de la tragicomedia, con el pretexto de salir a buscar vino, fué a buscar
Olig-ides en las libidinosas prácticas de Onán el medio de «enristrar»,
para volver con la lanza viril, no baxa, sino enhiesta y formidable, pron-
ta no sólo al buen encuentro con la moza, sino a conmover, sacudir y
a@==^^<.^=^^^^«í-s^==^¿^<:.^^=^r^^^-^=^
^ ©^¿^y^-^s^^^r^'^-^^í^-scL^^.^tic^.s"^'^^^^.^^^^^
110
SANCHO DE MUNON
Oligides. — Hice bien, porque quien trae baxa
la lanza topa en la tela.
Brumandilón. — ¡Hola a los de arriba! ¡Paso,
Cuerpo de Dios; que hundís el sobrado y nos
echáis acá tierra!
^
Capellán. — ¡Que me ahogo! ¡Que me ahogo!
¡Sancta María! ¡Confesión!
Oligides.— ]ts\xSt ¿qué es esto?
Brumandilón.— ¿Qué ruido es aquel? ¡No paro
más aquí! ¡Abre, abre, huiré, no me maten!
Drionea. — Levántate ayna, abriré el arca, no se
ahogue ese clérigo, confesor de mi tía, que lo me-
timos aquí por escondelle de Brumandilón, que se
las ha jurado porque no quiso la cuaresma absol-
verle ni darle la Eucaristía.
Oligides. — A otro perro con ese hueso, y no a
mí, que las entiendo; más mal hay en Orihuela que
suena.
hasta desmoronar la casa para espanto grandísimo del renegado, la-
drador Brumandilón.
Y esto pintaba un sesudo eclesiástico, y consentía la Santa Inquisi-
ción, y hasta tenía la obra un indudable fin honesto y ejemplar. Todavía
la Verdad osaba andar desnuda, y ningún discreto lector huía de ella,
porque aún no había llegado el tiempo de que las gentes graves, hon-
radas y virtuosas considerasen un deber hacer con ella lo que Oligides
en la presente página, está haciendo con Drionea.
6'@=á^'^-^SS^~'5g*^^<:j@*s^í.^tá5^;.Sg5>^í,tJgí.í
fe
®
^ U^^^'^-^S^^^'^'^rg^^^^^-^'^^^^^^^S^'^^^^
LISANDRO Y ROSELIA
111
t
t
Drionea. — ¡Por tu vida y mía, que no te miento;
que no es lo que piensas !
Oligides. — Yo sé lo que he de creer.
Drionea. — Pues no lo digas a nadie, y diréte la
verdad. Este es el capellán que nos provee de la
merced de Dios, porque le damos cabida con mi
hermana Livia.
Oligides. — Fama es que tú eres amiga de ese
clérigo.
Drionea. — ¿Yo? ¡Líbreme Dios! ¡Por el siglo de
mi madre que miente quien lo dice! ¡No me revol-
viera con clérigos por cuantos haberes hay en el
mundo todo!
Capellán. — ¡Ay! ¡Ay!
Oligides. — Ya torna sobre sí. Échale una poca
de agua y volverá.
Drionea. — Pues vete, Oligides, que habrá empa-
cho si te ve. ¡Y, por los ojos que tienes en la cara,
no lo digas a ánima viva!
Oligides. — Anda ya, que hombre secreto soy.
Plega a Dios que no sea lo que yo sospecho.
Drionea. — No me digas eso, que me corro.
Oligides. — Quédate con Dios.
Drionea. — Y El vaya contigo.
Oligides. — Brumandilón.
Livia. — Fuese huyendo, pensando que era otra
cosa.
Oligides.— \V aya con el dimonio el puto bala-
0&S^^-':^zSiS'^á}^r^<:,^^^^^
m #==^6^^^-^'^^^^i.^==^^^^5^-^^^i..%?í^^
112
SANCHO DE MUNON
drón! Señora Livia, con un beso me despido de
vos.
Livia. — Eso barato lo vendo.
Oligides. — Quiero agora irme a dar otro verde
con mi Carmisa, que no hay que fiar en putas.
ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA
Lleva la carta Celestina, y por el camino va sacando por conje-
turas qué sea la causa por que Roselia faltó a su palabra.
Témese mucho no la haya sentido su hermano Beliseno, y, aun-
que desde la ventana le hace de señas Melisa, no se le cuece el
pan hasta que Maribañez envía su niño y Melisa la mete en la
cámara de su señora. Con sus artes, Celestina hace que Roselia
muy claro manifieste su ardiente deseo ; y concierta con Celes-
tina que por la huerta la hable Lisandro.
CELESTINA. — ROSELIA.
MELISA. — NIÑO. — MARIBAÑEZ.
EUBULO.
Celestina. — No puedo imaginar ni acabo de
pensar qué ha sido la causa por que Roselia faltó
su palabra y no salió a la hora y tiempo concer-
tado. ¿Se arrepintió? No; que esto tiene el amor,
que cuando prende hace el corazón constante y no
mudable, y cuanto más nos esforzamos a apartallo
de la memoria, tanto más ella se refresca con sus
lastimosas pasiones. ¿Lo hace de medrosa, por
miedo de ser sentida? Tampoco; que la voluntad
enamorada todo lo pospone por cumplir su ape-
tito. Cuanto más que mis buenas artes, mis subti-
Q
, 0'=^^-^?^s^^i-^^^g^'^^g^^r^^^^^=^^^i-^?^^^^^^©@
?
LISANDRO Y ROSELIA
113
}
les engaños y mi artificiosa arenga tienen tal vir-
tud, que a las muy fuertes hacen dar combos, y a
las flacas y tiernas de un vaivén derruecan. Pero
ellas, adrede, por disimular sus pasiones, y aun por
dar lugar a sus deseos, huelgan de hacerse ciegas
y que no entienden lo que les decís, haciendo de
las enojadas, y hacen alharacas como si les fuése-
mos a vender moneda falsa, y fingen no sé qué
hipocresías de «¡Guárdenos Dios!», «¿A mí con
tales mensajes?», «¿Y había de hacer tal vile-
za?», «¿Vienes a dañar mi honra, condenar mí
honestidad?», «¡Vete de mi casa, no te vean más
mis ojos, si no quieres que te haga matar!» Todas
son puterías; par Dios que otro les queda en el
buche; porque si fuese como lo parlan, de la pri-
mera palabra que les hablásemos, nos habían de
echar con todos los diablos; pero juraré que no
entra mejor pascua por sus casas que nosotras...
Pues, ¿qué será la causa? ¿Impedimentos? No;
que no los tiene. ¿Fué sentida? No sé; si así es,
nuestro gozo en el pozo; que a ella pondrán en
guarda, y a Lisandro espías, y a mí acortarán los
pasos. Muy en dubda estoy de lo que será, y cúm-
pleme saberlo, porque si esto es, valiérame más
quedarme en casa con las piernas cortadas que ir
a su casa. Quiérome andar por aquí; sabré lo que
es o lo que no; si viere oportunidad para entrar,
entraré; si no, tornaréme a mi casa, y perdóneme
Lisandro, que ya hice toda mi posibilidad por él
>^^-^^.5s^=^^ri<i.Sg=^^Q-^^^^r^->jfs^.^^-.^^
^^=^C5"1
114
SANCHO DE MUNON
y todo mi deber y saber.=Por mi ánima que me
hace del ojo, de acullá, de la ventana, Melisa su
doncella... Otra vez me da con la mano... Luego,
luego, aunque más me llames con la cabeza... ¡No
sea echadiza,- y se arme algún ruidoso hechizo
para me tomar en la gorrionera! ¡No se diga por
mí que mucho sabe la raposa, pero más el que la
toma! Primero sabré de mi comadre la vecina si
ha habido cosa nueva o mudanza alguna en casa
de Eugenia.
Rose lia. — ¿No viene?
Melisa. — En casa de Maribañez entró.
Roselia. — Envíala a llamar con esa mochacha,
que no lo sienta mi señora, y te aviso que no la
vea entrar.
Melisa. — Aquí viene el niño de Maribañez. Vea-
mos qué quiere, y si es enviado a eso.
Roselia. — Dile que entre acá. ¿Viole mi señora?
Melisa. — No; que está devanando un poco de
seda.
■^
Entrad, mis ojos. ¿A quién buscáis?
Niño. — A señóla mosa.
Roselia. — ¿Qué queréis, mi alma?
Niño. — Señóla, mi made dise que está alí la mu-
jel de la ropa banca, que tae lo que le mandaste.
Roselia. — Corre, decilde, mi vida, que venga.
a0^^í^<i^*=^irí><í-^íf^'^""í>^í.^=*=^";^^ '
0>*^^^^?^^'":^í^^*==^r^-^^-^^^^^^^^^^^*^^5^^^
LISANDRO Y ROSELIA 115
ío
^ Niño. — Beso las manos de vuesta mesed. ^
^ Rose lia.— \Dios te haga bueno, mis entrañas! S
c i
I' Niño. — Que vayas. c^
h Celestina. — Luego, mi amor. = ¿Así que me ji?
^ dices eso por muy cierto, hija Maribañez? De otra ^
|f? manera me lo habían contado. Pues voy, y quédate ¿j*
:(. adiós. fe
T) Maribañez. — Dios haga tus cosas y las aderece «^
como deseas. V
Melisa. — Tía, alza las haldas, que hacen ruido, j
y entra muy quedito aquí en esta recámara.
p
'^?
Celestina. — ¡Ay, señora de mi bien! ¿Mala ^
w. estás? £
^ Roselia. — No es nada, madre, sino unos desma- /)
tW yos de corazón que me tomaron después acá. ¿>?
Celestina. — (¡Bien está; mal de corazón es; tú te P.
lo dirás!) ^j)
Roselia. — ¿Qué dices?
Celestina. — Que me pesa en buena fe.
Roselia. — Vieja honrada, como pasabas por
nuestra puerta, hícete llamar para darte descuento
de lo que pasa y que no me tengas por mujer
liviana que no cumplo mi palabra. Yo no quise
salir a hablar ese tu caballero, porque quien nos
viera juzgara lo que no es; y como las mujeres
tó seamos más obligadas a nuestra fama que a núes- fo
@ @
116
SANCHO DE MUNON
tra vida, no me estuvo bien condenarme a mí de
culpa por librarle a él de pena.
Celestina. — ¡Ay, mi ángel y mi pascua de flo-
res, cómo te lo dices! ¡No parecen tus palabras
sino perlas que se caen de esa tu boca de oro!
Roselia. — Yo lo haría, por cierto, si mi honra
estuviese salva de malos juicios; pero no pudiera
remediar su mal sin amancillar mi "honestidad; y
si la mujer la honra pierde, nunca la cobra, bien
lo ves tú.
Celestina. — Siendo bien de noche, como a las
doce o a la una, nadie lo barruntaría. ¿Quién lo
ha de ver o oir, todos durmiendo?
Roselia. — Anda, que las paredes han oídos. No
hay cosa, por más secreta que sea, que, tarde que
temprano, no se venga a descobrir.
Celestina. — Señora... (Mas creo que será bueno
hablalle a las claras y dexar estos servicios de
Dios; que en buen son la tengo.)
Roselia. — ¿No dices lo que comenzado habías?
Celestina. — El temor de tu enojo acobarda mi
lengua y le pone silencio, que no ose decir lo que
diría con tu licencia.
Roselia. — Di lo que quisieres.
Celestina. — Ya sabes, señora, que Lisandro
pena por ti y que su dolor y tormento es tan
grande que le quita todo otro sentimiento. Pues
sábete agora que está en disposición de perder la
vida por tus amores después que faltaste la pala-
Ir
f^5^c.^5^:á^.(i.^5*á^<:..^^¿^:5Q^g.=á^-,^^^ 0
© (9^^r^^"^«*^^^«i.5s^^=^^^-^?==^^^^^^^^^^.^r^^^
LISANDRO Y ROSELIA
117
bra, y él te suplica que reciba de ti galardón de su
trabajo en tu piedad, y no muerte en tu crueldad,
y que de esta manera remediarás su vida, satisfa-
ciendo a su deseo.
Roselia. — ¡Si el castigo que merece tu osadía en
venirme con tan torpe demanda no perdonara mi
mansedumbre, en lugar de sufrirte tomara de tu
vida venganza!
Celestina. — Señora, estemos a razón y no lleves
las cosas por rigor.
Roselia. — ¡Eso quiero yo, mala vieja, por que
veas que cuanto a mí me sobra de razón para con-
denarte, tanto a ti te falta para defenderte, y
cuanto yo soy sufrida, tanto más tú sobresalida en
desvergüenza! Dime, ¿parécete a ti bien hecho
que, por dar fin a su torpe deseo, dé entrada y
principio a toda mi perdición? ¿Quieres tú que
con mi ignominia alcance él victoria, y en mi vitu-
perio soberbia? ¿Quieres que dé triste vejez a mi
madre, y que ponga mácula en mi linaje? ¿Qué
dirán las gentes de mi maleficio? ¿Quieres que
haga cosa donde se me siga infamia en la honra,
peligro en la persona, perdimiento en el mayor
bien que natura me dio y aborrecimiento de los
que bien me quieren? Finalmente, ¿quieres que
viva deshonrada para toda mi vida? Respóndeme
a esto.
Celestina. — Por verdad, mi señora, dime qué
vituperios o qué infamias hallas seguirse por com-
f
® ©^^^C^6^¿^'i^^^^^Q-$g^^^<1.^5.á^Q.^^:.5^Q^^ ®
118
SANCHO DE MUÑÓN
placer al más alindado galán y gentil mancebo
que criatura vio, ni natura engendró, ni Dios por
agora otro crió. ¡Como que no fuese cosa común,
que cada día acaece, que doncellas de alta guisa y
de real nacimiento, hijas de grandes señores, no
sólo amaron sus, amigos y servidores, mas muchas
de ellas los siguieron hasta sus tierras, donde fue-
ron recebidas con mucha solemnidad, acatamiento
y cerimonia! Todas por amar y bienquerer a sus
enamorados, hicieron memoria de sus nombres,
fama de su fermosura y exemplo de su hecho.
¡Allá a las que con sus negros y esclavos y con sus
mozos de espuelas trataron de abominables amo-
res, les venga la infamia que merecen! A éstas y
otras tales es de dar en rostro su error, pero no a
las que lo hacen con personas de alto mereci-
miento, como es nuestro Lisandro; de tales aman-
tes ser amada, de tales servidores ser servida, glo-
ria es, a mi ver, y descanso; que no vituperio o
trabajo. Si él no fuera quien es, hobiera causa para
temer el juicio de las gentes y el mal tratamiento
de tus deudos; pero siendo quien es, antes te lo
tendrán a bien; que tan hermoso hombre no per-
tenecía sino para tan hermosa mujer. A estotro
que dices de tu peligro, agora está por ver el
poder y favor grande que tiene Lisandro en la ciu-
dad, para te hacer segura de todo el mundo si fuere
menester; cuanto más que yo daré manera para
que lo hagáis secretamente y que nadie lo sepa.
I
#0^'^^«i.s^^^^^^.^^^^"ti<í-s^^*^^^^.s^^ 6?
© f
«W LISANDRO Y ROSELIA 119 ^¡)
O
!
Roselia, — Bien que todo eso sea; pero ¿quieres ^
que pierda mi virginidad, y la corona de ella, y fe
que ofenda a Dios? ^
Ce/esíma.— (¡Ya va! ¡Ya va! ¡Perdónete Dios, i?
que por escalones te he traído a lo que quiero! ¡Ya ^
no está tan zahareña ni esquiva como antes!) j
Roselia, — >Cómo dices? '%*
Celestina. — Digo, señora, que de diez partes de (¿^
sanctos apenas hallarás las dos que fueren vírge- ^j
P nes: pocos escapan de la antigua carcoma que nos Q,
^j dexaron nuestros primeros padres. Esta comezón *^y
f$ de la carne es red barredera que pesca hombres ^
p y mujeres de cualquier estado y condición. Y esa (\
(^ corona o laureola de las vírgenes, ¿qué piensas ^
^ que es, sino un gozo accidental, que luego recupe- ^
*jÁ raras con otras obras meritorias? A lo que dices f>
^ que ofenderás a Dios, ¿no sabes que yerros por ^^
amores, dignos son de perdonar, y quien no cae h
no se levanta? ^
Roselia. — ¡Ay lastimada de mí, que del primer ^
día que me habló ese caballero siento un fuego A
escondido en este mi corazón que me lo abrasa, J
Q) cubierto con las cenizas de mi vergüenza! ¡Oh w
fl desproveída doncella de todo consejo!, ¿qué en- íL
"^ cendido calor es este?, ¿qué llama tan soberbia y
es esta que en mi pecho a deshora concebí luego
^)} que le vi, que ni me aprovecha mi lucha y contien-
SS da, ni basta razón a vencer su furor? ¡Ea, ea, Ro-
p selia, desecha ese fuego de ti! ¡Muera, muera el P^
mB^^^^^^is^^^'^j^^^^^^^'^^^^^^^r^^^.^s^^
120
SANCHO DE MUNON
que mi deshonra quiere!... Mas ¿qué dixe, desatina-
da loca? ¡Dios le dé vida, y mucha; que bien me
es lícito, sin le amar, desealle vida! ¿Qué hizo por
donde mereciese ¡la muerte que espera si no le
socorro? ¿A quién, si no fuere muy cruel, no mo-
verá la florida edad de Lisandro, su linaje y vir-
tud? ¿Quién que lo vea no se aficionará de su gen-
tileza?... ¿Y qué? ¿He de hacer traición a mi ma-
dre, y placer a quien otro día me dexe y no haya
cuenta de mí después que le agrade y contente
otra?... Pero no tiene cara de eso, ni es de esa
casta, ni son esas sus condiciones, para que me
engañe o se olvide de mí; que quien bien ama,
como él, tarde olvida... ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡vencida
soy, cautiva soy, presa soy de su amor! ¡Y pues tú,
sabia Celestina, sotilmente, con los fuelles de tu
saber animaste el mi fuego mortecino y despertas-
te las adormecidas llamas, por Dios vivo te con-
juro, y por la fe que debes guardar en todo secreto
te ruego, me seas fiel secretaria en todo lo que
pasare entre Lisandro y mí!
Celestina. — ¡Ay, señora, no me digas eso, que
me enojo! ¡No me conoces! ¡Como creo en Dios,
otra mujer más secreta que yo no la hay en el
mundo! ¡Antes me sacarían la lengua por el colo-
drillo, que yo tal hablase! ¡Soy muda para esas
cosas!
Roselia. — Con esa confianza, madre mía, te des-
cubro mi corazón, que es más de ese señor que
t
(B^^^^'^^^^^^^'^^^^^^^^^^^^^'^^^s^^^^^^''^^^^'^^^^
LISANDRO Y ROSELIA
121
mío. Y pues la estrechura de tiempo no consiente
más prolixidad en nuestro razonamiento, puedes
le decir que esta noche, pasadas las doce, me ven-
ga a hablar, no por esta torre, que es lugar peli-
groso, así por estar cerca del aposento de mi ma-
dre como por ser paseado y rondado por fuera de
Beliseno, mi hermano, pero por el jardín, que es
lugar desviado del palacio. De ahí dentro me pue-
de ver y hablar, que yo saldré sin falta a los corre-
dores que salen sobre el huerto.
Melisa. — ¡Señora, vayase Celestina, y luego;
que se levanta mi señora y puede ser que entre
acá!
Roselia. — ¡Ay, vete por Dios, madre, no te vea!
Celestina. — Toma esta carta de Lisandro, que
me olvidaba, y adiós.
Eugenia. — ¿Con quién hablabas, hija?
Roselia. — A Melisa decía, señora, que me traxe-
se la canastilla de la labor, que ya me siento mejor.
Eugenia. — ¡Loores a Dios! ¡Que ya me temía no
entrase por esta casa esta sorda pestilencia de
este año de cuarenta, y hiciese en ti, que Dios nos
libre, estrena!
Roselia. — No era nada, señora, sino estos mis
desmayos de corazón.
Eugenia. — Pues siéntate y labra esos cabezones
de tu hermano, y no te asomes a la ventana; que
^
t
|:..,Sg^Cj^c$^Q,^r^(;.^:^^^^J^|^^g^^.^^^ (^
c>.~*S^c;Í55c^5-^^i^,5'.á^^.%-.á^oC^^
122
SANCHO DE MUNON
las vueltas y pasos de Lisandro por aquí, y las
momerías que hace, mi hijo las vengará.
Roselia. — ¡No me mientes a ese loco, que no le
puedo oir!
Eugenia. — ¡Bien haya a quien te pareces! Que
así era tu tía la monja cuando estaba en el siglo y
la servían caballeros locos como éste.=Ven acá,
Melisa, henchirás las almohadas limpias, y vacia
esotras, que están muy sucias... Mas quédate con
mi hija, que las mozas lo harán.
I
ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA
Lee Roselia la carta de su deseado Lisandro, y, por consejo de
Melisa, su secretaria, aunque con dificultad, encubre el fuego de
amor con que toda destila en lágrimas.
ROSELIA. — MELISA.
Roselia. — Melisa, echa esa antepuerta; leeremos
la carta. ¡Oh, carta, carta, si en pos de ti viniese
tu auctor! Pero no me vendrá a mí esa alegría,
que tan falta soy de ventura cuan sobrada de des-
dicha.
Melisa. — De eso no dubdes.
Roselia. — ¿Qué sabes si se ha enojado de la
burla que le hice, y no quiera más venir?
Melisa. — ¡Salieras tú! ¿Quién te lo estorbaba?
Roselia. — ¿Quién? Mi hermano, que, ¡mala
muerte haya, plega a Dios!, así me detuvo fasta
bien tarde en pláticas.
^
).Sr^c.&:j^£^.=;,^g^*%^c^-^^^^^^^,á^,^.^^^
LISANDRO Y ROSELIA
123
9
Melisa. — ¿Vino después que te dexé acostada?
Roselia. — ¿Agora lo sabes? ¡Y aun me hizo fie-
ros que rae mataría si ni en poco ni en mucho sen-
tía cosa de mí!
Melisa. — Cúmplete avisar no te sienta; que, a
fin, mira por la honra.
Roselia. — No puedo más, hermana; que Cupido
ha mostrado en mí todo su poder, y todas las
enerboladas frechas en un momento asestó contra
mí, y los ardientes casquillos de sus saetas son
cauterio de mi corazón, el cual, derretido, destila
lágrimas por los ojos y sospiros por la boca, y él
queda lleno de congoxa... Mas, ¡oh carta mía, y de
mi señor enviada!, quiérote abrir y leer: haréme
cuenta que le oyó, y con sus palabras consolaré
mi ánima, pues a los atribulados consuelo pone
hallar a sus males alguna compañía.
CARTA DE LISANDRO A ROSELIA
« Si supiera así quexarme como sé sentir la pena
que me das, antes fallecería papel para escrebir y
tiempo para decir que quexas para que oyeses;
pero hallóme tan falto de discreción para te las
declarar cuan sobrado de desventura: corazón
tengo para sufrir pasiones, lengua me falta para
te las decir. Herísteme con tu vista, y prívasme de
ella por quitarme todo remedio. Si me faltase tu
palabra porque a mí merecer fallece, no te culpo;
pero todavía virtud te obliga a que no seas mata-
l.£^
rt)<:.5^^C^,c.gS^¿ig-t>Og^¿^^^--->^=^=^^ i
9^^^^-^5^^^^i.^=^%^^-%^^^^i-^^'^r^^i-^=^:^^^i^<
124
SANCHO DE MUÑÓN
dora; piedad te convida a que hayas compasión en
mi cuita. Cuanto yo más con todas mis fuerzas sa-
crifico a ti mi tormento, tanto más con crueldad
me galardonas, de manera que siendo liberal en
ofrecerte mi vida y todo lo que la sostiene, eres tú
avarienta en el rescate de ella. No sé qué te mueve
hacer tan poco caso del que mucho te ama; no es,
por cierto, de personas generosas galardonar con
menosprecio y olvido; antes, las pagas hacen ma-
yores que los trabajos merecen. Sólo esto te su-
plico, con lo cual ceso: que, volviendo los ojos de
tu misericordia a las prisiones que en tu fe sosten-
go, así mis pasiones con obra remedies como por
mis palabras conoces y entiendes mi necesidad.»
^
Roselia. — ¡Sí haré, mi señor! ¡Oh pertinaces
orejas mías, que sufristes oir palabras de tanto
dolor y sentimiento! ¡Oh crueles ojos, que atinas-
tes a leer tan apasionada letra sin mucha copia de
lágrimas! ¡Oh empedernido corazón, que calor de
tanto fuego no bastó a enternecer tu dureza en
pesar de su pena y en congoxa de su fatiga, para
que mi boca pregonase la angustia que me aumen-
taba cada renglón, cada palabra y cada letra!
Melisa. — Señora, encubre tu pasión y disfrázala
con alegría lo mejor que pudieres, no la entienda
tu madre por lo que te ve hacer; que si anoche no
os hablastes, ésta, placiendo a Dios, gozarás de tu
querido. Sosiega tu corazón y ten reposo en el
^
. Q^S^^^^s'^^^^S^^^¿^^:^^^r^^^.^^S^<^.^^^^^'i3^
LISANDRO Y ROSELIA
125
cuerpo; que, par Dios, si miran en ello, fácilmente
conozcan todos de qué pie coxeas.
Roselia. — Do amor se aposenta, ningún reposo
consiente.
Melisa. — Señora, limpíate los ojos y toma la
labor, que a Beliseno sentí hablar; no suba acá.
ARGUMENTO DE LA QUINTA CENA
Va Brumandilón a casa de Celestina, muy más ancho que largo
porque Lisandro le ha recibido por criado. Acompaña a Celes-
tina, que va a llevar la sabrosa y alegre nueva a Lisandro. En
el camino topan a Oligides. Cuéntales un chiste muy donoso
que le acaeció en casa de su Carmisa. Da la deseada nueva
Celestina a Lisandro. Concierta que a las doce de la noche
escale por la huerta. Dale diez doblas Lisandro y confírmale la
merced del casamiento de sus sobrinas.
i
BRUMANDILÓN. — CELESTINA. — OLIGIDES. — LISANDRO.
Brumandilón. — No sé, ¡voto a Tal!, cómo mi
nombre no es mentado por toda Castilla, pues mi
fama vuela hasta las Italias. Claro está, Celestina,
que si Lisandro no viera mis valentísimas fuerzas y
valerosas hazañas, que no me recibiera por princi-
pal hacedor en el trance de sus peligros.
Celestina. — ¿Pues qué? ¿Estás con él?
Brumandilón. — Después que me fui de aquí,
voyme a su casa, y como había sabido no sé qué
muertes que he hecho por ese mundo adelante
muy esforzadamente, rogóme que le sirviese para
© 0¿^<i.^.^^.C^.^S^¿^(:.J^5^.5^o^^,:^^
126
SANCHO DE MUNON
acompañarle de noche cuando saliere fuera; y
agora envíame a saber de ti que si has ya hablado
a esa Roselia.
Celestina.— Anda allá, vamos, que ya está todo
negociado; diréselo.
Brumandilón. — Vamos.
Celestina. — ¿Así que me dices que te recibió?
Brumandilón. — Y aun rogado, que fué más. ¿Tú
piensas que se hace hecho bueno en la ciudad sin
mí, o revuelta o ruido que no sea yo llamado para
ello? Soy como el buen oficial, que nunca le falta
quehacer. Tantos son ya los rebatos en que me he
visto, que no menos que el Buen Capitán tengo en
mi cámara los blasones de mis hechos dignos de
perpetua y recordable memoria, con otras insig-
nias de mis victorias; donde verás pintados más
miembros de hombres acuchillados por mis manos
que días hay en el año: piernas, brazos, pies,
manos, muslos, quixadas, huesos, costillas, peda-
zos de hombres, cascos, cabezas, ancas, espaldas
enteras, lomos, tripas hilvanadas, sesos, corazo-
nes sacados, pechos atravesados, orejas cercena-
das, astillas arrancadas, y así otros que dexo de
contar. Y muchas veces oyó patadas de aquellos
por mí muertos; pero por eso no me quitan el sue-
ño esas pocas noches que allá duermo.
Celestina. — (¡Así medres como tú has muerto
alguno!)
Brumandilón. — ¿ Qué dices ?
t
k
SS^^'^^^^-^^^^^-^^^^^^-^^^^^'^-^s^^^^T^:^^ ^
, <^.s^o<^<^'^§^^^.^ís=^^^^<^^-^<^^y^^^
!
í
LISANDRO Y ROSELIA
127
Celestina. — Digo que dexes ya esa mala vida;
que «Dios consiente, y no para siempre»; «perro
que lobos mata, lobos le matan».
Brumandilón. — ¿No sabes que los malos no han
menester más de ocasión para mal hacer? Con
media palabra de descortesía me sube la cólera, y
mato tantos, que tienen bien que entender en abrir
sepulturas la gente del cordelejo.
Celestina. — ¡Sancto Dios! ¡Vuelve, vuelve la
cabeza, verás a Oligides sangriento!
k
Brumandilón. — ¿Qué es esto? ¿Qué es esto,
Oligides? jDímelo luego quién te hirió, que no
será más su vida de lo que tú tardarás en decír-
melo!
Celestina. — No le des pena, que no te respon-
derá. ¡Ay, sancta María, que Beliseno le habrá
muerto !
Brumandilón. — ¡Cuerpo de Tal! ¡Ase del; llevé-
mosle en brazos a curar, pues no me dice quién
son; traba de ese brazo!
Oligides. — ¡Hi, hi, hi! Estad quedos, que no es
nada.
Celestina. — ¡Doite a Satanás, que así me tur-
baste!
Brumandilón. — No lo creo. Ase dél. ¿No ves la
sangre que se le va?
Oligides. — Si me quisieses tú dar a entender lo
que a un truhán sus amigos, según cuenta Pog-
ée^^^^^í^s^^-^^^^-^r^'^^-^^T^-^'^-^^^^^-fe^^^'^^^^ ^
128
SANCHO DE MUNON
gio *, persuadieron: que estaba muerto; el cual
fué llevado a enterrar, aunque en las andas no
dejó de responder a los que daban gracias a Dios
por su muerte que juraba a Dios que si vivo estu-
viera, como iba muerto, que ellos se las pagaran.
Brumandilón. — Destápate y creerte hemos. ¿Qué
diablo es eso que traes al cuello atado?
Oligides. — Oidme, contaréos un chiste que pasó
con Carmisa, la amiga del Bachiller, de que mu-
cho reiréis; y no lo sepa Drionea, Celestina.
Celestina. — Di qué; no hayas miedo.
Oligides. — Salido de tu casa, como no hallase a
Brumandilón...
Brumandilón. — Fui llamado a gran priesa para
ser padrino en cierto desafio.
Oligides. — ...fuíme derecho a Carmisa, y, estan-
do ella y yo en muchos placeres y regocijos, heos
aquí llama a la puerta el Bachiller su amigo. Yo en
esto estaba sin sayo, baxas las calzas, y quiso más
nuestra desventura que al tiempo que él llegó
daba yo una gran carcajada de risa, contando de
allá del tu capellán metido en el arca; de suerte
que sintió hombre en casa, y mientras más nos oía
reir y las voces que teníamos, él más priesa se
daba a llamar. Entonces Carmisa, cortada de la
muerte, no supo qué se hacer más de esconderme
* Es la 267 de las Facecias: «De un muerto que estaba vivo y que,
cuando le llevaban al sepulcro, habló e hizo reir.»
^=:5^<:-^^^^Q,^5=^¿^.Q,^^¿^Q,^S*:^%-iO,,^^ (
^'^^Q..^s=^^^t:..^^=^^<::-^=*á^^:-S^?^
LISANDRO Y ROSELIA
129
I
en baxo de una cesta de colar, que, como soy de
esta marca cagada, cupe en ella. El Bachiller, como
no le abrieron tan presto como quería, vase y trae
consigo sus popilos armados para derrocar la
puerta y matar a Carmisa y a mí. En este medio,
la vieja, su madre, como más sabia y astuta, sos-
pechó a lo que iría, y mata de presto un pato, y
hinche con la sangre el gaznate, y rebózamelo por
este cuello, y da una tijerada en la morcilla y
brota la sangre, y párame cual veis. En esto llega
el Bachiller a quebrar las puertas. La vieja co-
mienza a dar gritos de arriba: «¡Escóndete, señor,
escóndete, que viene la Justicia!»; torna luego a
replicar: «¡Ay, que no es! Está quedo y curaré-
moste. Corre, baxa tú, Carmisa; abre al señor
Bachiller, que bien puede entrar él solo». Y todo
esto decía la buena madre a voz alta, que la oyese
el otro. Viene Carmisa y abre, disimulando otra
turbación de la que tenía, con estas palabras: «¡Ay,
mi señor!, que tenemos acá un herido, el cual
dexa por muerto a un lacayo del Conde, y pensa-
mos que eras tú la Justicia que venía tras él, y por
eso nos tardamos en abrir mientras le escondía-
mos». El Bachiller, puesta la punta de su espada
en sus pechos, díxole que mentía; que aquellas
risadas no eran de hombre herido. Carmisa res-
ponde: «¡Desdichada yo! Sube, verlo has; que,
como se le iba la sangre por la garganta, donde le
hirieron, de dolor graznaba como pato, y tú pen-
10
0^^y^^^*5^Cj^5?»Sg-S.Se=:;^5-í><:iíiS^>^^ Q
130
SANCHO DE MUNON
sarías que se reía». Entonces el Bachiller sube a
ver si era verdad, y como me vio lleno de sangre,
creyólo, y díceme: «Hermano, ¿quieres algo?> Yo,
tapado siempre por que no me conociese, grazno
como que no podía hablar, y hacía señas con los
ojos al cielo. El Bachiller, no me entendiendo, pre-
gunta lo que diría yo. Ella dice: «Que llames al
zurujano», para que con este achaque él se fuese,
hecho necio, a llamarlo, y yo tuviese lugar de me
ir sin saber él quién yo era. Y así me vine corrien-
do cual me veis.
Brumandilón. — ¿Y qué dirá después que traiga
al zurujano y no te halle?
Oligides. — Quien hace un cesto hace cien-
to; como supieron urdir esta mentira, tramarán
otras cuarenta.
Celestina. — Fácil cosa es engañar al que ama.=
Y aguijemos.
Bfumandilón.— Dentro estamos.
Oligides. — ¿Traes buenas nuevas, Celestina?
Celestina. — jRebuenas! Ya hecho es.
Oligides. — Pues suba Brumandilón a decir que
estás aquí, que yo voyme a lavar y limpiar de esta
sanguaza, y mudaré otros vestidos.
Brumandilón. — Subo, que morador soy ya de
casa.
Oligides.— ¿Cómo así?
Brumandilón. — Después te lo contaré.= ¡Albri-
cias, albricias, señor!
f
0®^^a^^><:-^=*^S^»í:^^='»=^^^;.SS^'?^í^^ '
{§ B^^^^^^^i^^^^^^s^^'^^^^^^^-^^^^'^'^^
LISANDRO Y ROSELIA
131
ip Lisandro.— ¿Qué es, amigo Brumandilón, que
& todo es tuyo?
J Brumandilón. — Pues Roselia es toda tuya.
¿ Lisandro. — No te creo. ¿Qué es de Celestina?
¿ Brumandilón. — Hela aquí entra.
5
Lisandro. — ¡Oh canas honradas, oh venerable
senetud, abrázame! ¿Qué es esto que oyó, madre
Celestina? ¿Es verdad? ¿Confírmaslo tú?
Celestina. — Así lo digo; que, por mi industria y
buenas mañas de esta pecadora y pobre Celestina,
Roselia queda por tuya y te ama más que a sí
mesma y queda encendida en el fuego de tu que-
rer y desea más verte que vivir.
Lisandro. — ¡Oh Dios! ¡Si verdad es, no me tro-
caría por un bienaventurado del cielo!
Celestina. — ¡Así tuviese yo ciertas cien doblas
como ello es verdad!
Lisandro. — Toma estas diez piezas de oro por
agora, que después que la alcance te daré lo que
te prometí para en casamiento de. esas dos tus
sobrinas.
Celestina. — Mientra la vida me durare, jamás
olvidaré las mercedes que me haces, y aunque mi
ventura y tiempo se mude, nunca mi voluntad
para servirte.
Lisandro. — Pues ¿qué me cuentas de mi señora,
madre mía? ¿De cierto me saldrá a hablar esta
noche?
® ©^S5--0®^.-^c.,£s^.á^íiu;3^^'^rí><i.^'=^^ ^
132
SANCHO DE MUNON
Celestina. — Sin falta; y por tanto, entre doce y
una irás, no por las ventanas de la torre, sino por
el jardín ; y lleva tus escalas para entrar dentro,
que ella saldrá a los miradores que caen al huerto,
y no seas negligente o vergonzoso para subirte do
ella está, y aunque te parezca empachada y que la
sientes esquiva, no por eso dexes de hacer lo que
debes, que ella, se holgará que seas tú desenvuelto.
Lisandro. — Es tan alta la merced que mi señora
me hace, que, juzgándome indigno de tan crecido
beneficio, dubdo si es posible lo que me dices.
Celestina. — Señor, lo que dije digo otra vez; y
por no alargar los testigos, esta noche experimen-
tarás por las obras más de lo que agora oyes.
Lisandro. — Pues, ¿por qué no salió ayer?
Celestina. — Lo que yo adevino es o que Belise-
no se lo estorbó — que ni sé en qué ni en qué no
se anduvo, según me apuntó Melisa — o no osó
salir de empacho. Pero agora que ajeno señorío
manda su voluntad, no será en su mano dexar de
salir.
Lisandro. — Mas si vio a su hermano, que fasta
cuasi las doce se detuvo por allí con sus criados,
y por eso dexó de salir.
Celestina. — Eso sería.
Brumandilón. — ¡Oh, pese a Tal! ¿Por qué ahí
no me hallé?, ¡que no creo en la puta que me pa-
rió si no le cortara las piernas, y con ellas le diera
de palos!
&
m
f
LISANDRO Y ROSELIA
133
Celestina. — Señor, pues todo queda hecho —
¡loores a Dios! — yo me voy, y mándame; que yo
y aquella casilla pobre estamos a tu servicio; y ten
por encomendadas aquellas mis dos sobrinitas.
Lisandro. — ¡Oh verdadera salud mía!, ¿y vaste?
Pues suplicóte que en todas tus necesidades acu-
das acá, que de mí y de todo cuanto tengo te pue-
des servir como cosa propia. Desotro pierde cui-
dado, que muy presto habrás recabdo.
Celestina. — En buena fe, mi señor, no con me-
nos voluntad de servirte que de salvar mi ánima
haré lo que me mandares. Y quédate adiós.
Lisandro. — Mozos, acompañad a la señora hasta
su casa.
¡Oligides! ¡Oligides!
Oligides. — Señor.
Lisandro. — Aderecen luego lo que he de cenar,
que me quiero acostar temprano; y tú tendrás cui-
dado de despertarme a las diez.
I
@@':^^«i^@'*=^^«!.§g'*Sg^<;.5g'¿^Q.%íí^^C.^^
ACTO CUARTO
ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA .
Recordando Lisandro de un sueño profundo y suave en que se
soñaba con su señora, comienza despierto a devanear, contando
por vía de pregunta en lo que se había visto entre sueños. Va
Lisandro con su gente; velo Beliseno y quiérele acometer; impí-
denle sus criados, dándole a entender que era la Justicia. Méten-
se, para vello, en una rinconada. Acaece que Lisandro con los
suyos se va también ahí a recoger por no ser visto de Beliseno,
y dice lo que ahí pasó. Sube Lisandro por la escala al jardín, y
vese con Roselia, su señora, Beliseno, que acechaba lo que
pasaba con su hermana, vase muy enojado, con propósito de
matarlos a todos la noche siguiente. Baxa Lisandro muy alegre
y vase para su casa.
OLIGIDES. — LISANDRO. EU3ULO. BRUMANDILÓN. BELI-
SENO. GALFURRIO. CASAJES. — DROMO. — REBOLLO. —
MELISA. — ROSELIA.
Oligides. — Señor, recuerda; que las diez son
dadas.
Lisandro. — ¡He, he, señora, he!
Oligides. — Oligides soy que te llamo. Juraré que
se sueña con la otra.
9::SS-t;'^í-*.§r^'-v.ac?=^^r^C-^^í^
I
LISANDRO Y ROSELIA
135
Lisandro. — ¿Qué?... ¡He!... Sí. k^
Oligides. — ¡Ah, señor! Despierta, que es hora. L
Lisandro. — Aha... Ay... Ay... ¿Sueño es? ¿Dor- *^
mía? ¿Qué, no estaba yo agora con Roselia? ¿No (I
la tenía entre mis brazos apretada? ¿No hubieron
ya execución mis deseos? ¿No subiste tú conmigo, *^
Oligides, por el huerto?
Oligides. — No, que yo me acuerde. ^
Lisandro. — ¿No? ¿No me pusistes las escalas de
arriba para descendir al jardín do mi señora baxó? r^
¿No la besé ahí con mil retozos entre unos floridos ^¡
jazmines y unas hermosas clavellinas? Los lirios, h
las alegrías, los tréboles y alegres alhelises, las %
frescas azucenas, las olorosas albahacas, los toron- ¿f
jiles y artemisas, las rosas y violetas, ¿no fueron jn
testigos de aquel azucarado rato? ¿No nos pasea- J
mos después, asidas las manos, junto a una fonte- Jí»
cica, con una dulcísima plática? Y, cabe unos ca- sC
muesos, ¿no nos despedimos con dos reverencias 7)
y sendos besos, cuando los paxaritos mensajeros Li
de la alborada comenzaban- a cantar con un suaví- ^
simo ruido? ^
Oligides. — (Hecho está un poeta nuestro amo; £
mas no se te vuelva el sueño del perro.) Ea, señor, 7
que no pende tu remedio de esas imaginaciones, &
y di qué armas quieres. í*
Lisandro. — Descuelga esas corazas, y armaos
todos.
Brumandilón. — Quítame allá ese embarazo de
$
136
SANCHO DE MUNON
rodela, que yo con espada y capa haré más que
cuatro hechos reloxes.
(Oligides. — Por huir más liviano lo hace.
Eubulo.— Ya lo veo; déxale.)
Oligides. — Señor, a punto estamos,
Lisandro. — Pues vamos.
Beliseno. — ¡Helos dó vienen! ¡Apercebíosl ¡Po-
neos en orden!
(Galfurrio. — ¡Muchos son los contrarios! Dé-
mosle a entender que no son ellos.
Casajes. — Déxame a mí hablar.) Señor, mira lo
que haces, no sea la Justicia; que no es bien aco-
meter a nadie sin saber de cierto si es el enemigo.
Escondámonos en esta rinconada , que de aquí los
veremos pasar y sabremos quién son.
Beliseno. — Meteos, pues, en esa calleja. Yo aquí
me quedo, en este cantón.
Oligides. — Señor, mientra da las doce, metámo-
nos en este apartamiento, no pase Beliseno y nos
vea; aunque no sé qué gente parece que está
dentro.
Lisandro. — Bien dices.
Galfurrio. — ¡Hermanos, que entran a matarnos!
¡Huyamos! ¡Huyamos!
Casajes. — ¡Oh poderoso Dios! ¡Salgamos, antes
que nos tomen la entrada!
t
LISANDRO Y ROSELIA
137
^J
Rebollo. — ¡Dexa la adarga, Dromo, que yo todo
lo dexé!
Dromo. — ¡Corre, corre, que ya la eché, y la
capa también!
Casajes. — ¡Galfurrio, vuelve la cabeza a ver si
vienen tras nosotros!
Galfurrio. — ¡Oh sancto Dios! ¿Ves el peligro en
que vamos y dícesme eso? ¡No me digas nada,
aguija, aguija, que me parece que nos alcanzan!
Casajes. — ¡Virgen María! ¡Metámonos aquí en
esta pocilga, puesto que uno veo acullá delante
que nos va a cercar!
Dromo. — Espera, Rebollo; entraré yo.
Rebollo. — ¡Al diablo el que tal aguardase!
Brumandilón. — He... He... Ay... Cansado estoy
de correr. En mi seso me estuve de tomar armas
livianas; si los pies no me valieran, éste fuera mi
día. Valientes hombres son Galfurrio y Casajes y
ios demás, que, iuego que nos vieron entrar en la
rinconada, dieron tras nosotros. Desalados venían
en mi alcance : en mí sólo querían descargar. ¡ Hi
de puta, si me cogieran los mancebos, como ala-
nos se encarnizaran en mi persona! Bien está que
si ellos corrían tras mí, yo volaba... Quiero agora ir
a buscar a Lisandro, y diréle que los iba a atajar...
Mas, ¿qué es esto que veo? Armas y capas son.
Mirad, por mi vida, si lo habían dexado todo por
me alcanzar, quién los aguardara... ¿Aquél es Li-
@@^^^Q.^^¿^'í.^^^^<;.^=^^^^^-^5^^¥^'=-^=^^^ ^
■7^^^^<^9^^ifr><l^^^^^^'iS^ys;-^S^-^^
138 SANCHO DE MUÑÓN
Oligides. — Cata do viene Brumandilón, señor,
esgrimiendo con la espada desnuda. Cargado vie-
ne; no sé qué trae debaxo del sobaco.
I
Sandro y sus criados? Creo que sí; quiérolo mirar í:p
bien, no me engañe, y me maten si son los otros...
El es; bien está. ¡Algo te iba en ello, Brumandilón,
saberlo!
f
I?
Brumandilón. — ¡Oh venturosos hombres! ¡Si no
tomaran calzas de Villadiego y pusieran pies en
polvorosa, como me ofrecieron estos despojos me
ofrecieran también las vidas!
Lisandro. — Acá no pensamos, Brumandilón,
sino que habías huido tú de ellos y ellos de nos-
otros.
Brumandilón. — ¡Sobre eso, señor, me mataría
con quien tal dixese, de mejor gana que me iba a
matar con estos que huyeron! Me adelanté por que
no se me fuesen por pies, y todavía, en viéndome
que volvía a ellos, hurtáronme el cuerpo y des-
aparecieron, dexándome esto que ves por que
no impidiese su huida. Yo, señor, como me he
visto en algunos arrebates y refriegas cierto más
que estos mis compañeros, sé mejor en qué ^
manera se han de cazar los fugitivos. El aire P
me dió que habían de huir, y por ende les atajé ^
los pasos. ^
t Lisandro. — Estémonos aquí fasta que dé la hora. n
m é
f
a
I
LISANDRO Y ROSELIA
139
Beliseno, — Mozos, ¿qué es de vosotros? ¿Dónde
venís
Galfurrio.— ¿Dónde venimos, pese a Tal? En
pos de uno que sentimos ser de la cuadrilla.
Casajes. — ¡Oh! ¡Estoy por arrancarme las bar-
bas pelo a pelo, de ver que se nos escapó por pies!
Dromo. — ¡Por los sanctos de Palermo, que por
aguijar más ayna y asirle no se nos escabullese,
dejé allá mi capa y espada con lo demás!
Rebollo. — ¡Oh, derrenegó de la leche que mamé,
que otro tanto hice yo y no me aprovechó!
Beliseno. — ¡Ce! Aquellos son, sin duda. Acome-
támosles.
Galfurrio. — ¡Por Dios, señor, buenos estamos!
¡Irnos a meter en las manos de los enemigos, estan-
do de ellos fatigados de correr, de ellos sin armas!
Casajes. — Señor, mejor seso será acechar de
aquí, que no nos vean, y mirar en qué anda este
Lisandro y qué es lo que pretende en sus venidas
a tal hora.
Dromo. — Muy bien dicho está; que si tu herma-
na tiene también la culpa, agora lo veremos en lo
que hace, si le sale a hablar o no.
Rebollo. — Y aun mi parecer es que otra noche
vengamos con ballestas y que todos mueran, por
que no tengan lugar de huir y así se escape alguno
como estotro.
Beliseno. — ¿No veis que matarlos así es especie
de traición?
00.:^fry:<S^==c^5r^<:J5^*.^-,<;>5^=S^"i^^^^ <
9^^^^^?^^^^i^s===^^^i-^^^^<^-^^«S6^^i-^?^^^^-^
140
SANCHO DE MUNON
Casajes. — ¡Anda, señor, que a un traidor dos
alevosos! ¿No es mayor traición la que éste te
trata?
Beliseno. — Pues estad queditos y mirad bien lo
que es.
Lisandro. — Hora es. Mozos, guardad bien ese
paso. Ven tú conmigo, Oligides; arrima esa escala.
Oligides, — Sube, señor, y tente no cayas.
Lisandro. — Sígueme.=Tórnala a poner, báxaré
al huerto.
Oligides. — Baxa, señor.
Melisa. — ¡Albricias, señora! ¡Tu deseado viene.
Rose lia. — ¿Dícesme verdad?
Melisa. — Sal y verlo has.
Lisandro. — ¿Es mi señora?
Roselia. — ¿Quién es? ¡Ay, mi señor, no subas
acá si no quieres que me vaya; que de ahí me po-
drás hablar!
Lisandro. — No huyas, mi bien, si no quieres que
me dexe caer destas escalas abaxo.
Roselia.— \Oh, desdichada yo! ¡No subas!
Lisandro. — ¡Perdona mi descortesía, oh mi se-
ñora y mi bien todo! ¡Cuántos días ha que desea-
ba tu presencia, de la cual, por juzgarme indigno,
nunca pensé gozar! ¡Oh, cuánto te debo, única
lumbre de mi vista: que si tú no defendieras la
}^5^Q..^9^^-:iQ^9>^:é^Q.^'=5íríí'^-^==^^r^
@.5^-.J^5===^^^^-^?==^^^^%^^^^^^5"==^^
I
LISANDRO Y ROSELIA
141
entrada a mi muerte, presto feneciera en tus amo-
res!
Roselia. — Por cierto, mi señor, esa fué bastante
causa, sin otras muchas que hay, que a mí me mo-
vió para que no consintiese morir criatura tan
bella como tú eres.
L/soAiífro.— Bien veo, mi señora, que soy indigno
y no merecedor de esta suavísima conversación
tuya, destos afables y dulzorados coloquios, desta
sonoridad y dulcedumbre de tus palabras. Tu en-
cumbrada belleza, tus gracias divinas, tus pujantes
perfecciones, tus heroicas virtudes me han tenido
cautivo y me tendrán mientra los espíritus vitales
rigieren mis miembros y dieren vida a mi cuerpo.
Roselia. — De verdad, señor Lisandro, agora
hallo, y por los ojos lo veo, mucho más haber en
ti de lo que me decían.
Lisandro. — Todo lo que soy yo es tuyo, y si
algo soy, por ti lo soy; que tu hermosura es la que
sustenta mi vida, y tu favor de todo el mundo me
hace vencedor. ¡Oh descanso mío; téngote en mis
brazos y no lo creo, porque más es mi gloria en
verte que mis trabajos para te conocer!
Roselia. — ¡Ea, señor, por mi vida que estemos
quedos! ¡No seas descortés, apártate allá, no lle-
gues a mí!
Lisandro. — Suplicóte, señora, que tu favor dis-
pense en mi osadía, y pues Dios tan francamente
en ti distribuyó sus gracias, ¿por qué eres avarienta
aS^^^^'^-^^^^^'^^-^s^'^^^^'^'^^^-^^^^^-^'^^ ^
(0 ©¿■^ri<i^6^^§"^'^5s^«s^-i<^-*s^c..^^^^
142
SANCHO ÜE MUNON
en las repartir con aquel que la vida estima en poco
perder en tu servicio?
Roselia. — ¡Ay, mi señor, estén quedas tus ma-
nos! ¡No me deshonres!
Lisandro. \Ay de mí, sin ventura, que más me
valiera acabar luego mis tristes días, que no al fin
de la jornada! ¡Oh cruel señora, que delante tus
ojos y en tu acatamiento mi muerte ver quieres, y
así te suplico perdones mis descorteses palabras y
mis desvergonzadas y atrevidas manos; a tus pies
me echo para recebir de ti perdón o que hagas de
mí justicia! ¡Toma mi espada!
Roselia. — ¡Levántate, ángel mío y mi señor!
¡Tuya soy, y por tuya me entrego y en tus manos
me pongo! ¡Haz de mí lo que quisieres y ordenares!
Espera, mi vida: enviaré ja doncella.
Melisa, corre,
vete cabe la cámara, y no nos sientan levantadas.
Melisa. — Bien te entiendo; que desviada estoy.
Roselia. — ¡Landre que te mate, que no es lo
que piensas!
¡Ay, amor mío, ¿así me tratas? ¡Ten
cortesía, mi señor! ¡No descubras aquellas partes
que la naturaleza no quiso que sin vergüenza se
mostrasen !
Lisandro. — ¡Deja a mis sentidos por entero go-
zar de ti en mi bienaventuranza, pues todos en mi
)0
fe
(^#=%^:ic.s^¿3ir^^.%^%^-<^s-sr'*^>^^5'===^ Q
^:=^^í:.^5^:Sr5í;.ÍS..:^-)^5^^'^u<^9^*^^
LISANDRO Y ROSELIA
143
^.
W
^
pasión me tuvieron compañía! ¡Consiente que mis
manos palpen y toquen tus delicados miembros,
tus lindas carnes, más blandas y amorosas que
seda; permite a mis ojos que vean tus piernas, más
blancas que copos de nieve, pues mi indigna boca
gustó de tus melifluos besos y mis orejas se delei-
tan en oir tus azucaradas y dulcísimas palabras!
Beliseno. — ¡Oh Dios! jY tal bellaquería pasa!
¡Y escalaron!
Galfurrio. — Detente, señor, no vayas; que son
muchos y no ganarás honra en lo que vas a hacer.
Casajes. — ¡Sí, sí, señor! Bien dice Galfurrio.
Dromo. — ¡Pese a Tal, y qué yerro se hiciera
agora, por no mirar! Rebollo habló bien: que
mueran asaeteados, por que no se escapen.
Rebollo,^ Asi lo digo otra vez: que nos meta-
mos en el huerto donde se hace la fiesta, y ahí,
escondidos que no nos vean ni sientan, los aguar-
demos con nuestras ballestas armadas.
Beliseno. — Pues no falte ninguno. Y vamos.
Roselia. — ¡Ay, amenguada de mí. y deshonrada!
¡Oh día de mi perdición! ¡Oh hora donde perdí
nombre y corona de virgen !
^ Lisandro. — ¡Oh cuitado de mí! Señora, ¿así te
Sp amorteces? ¡Torna en ti, mi vida, cata que me
J moriré!
v?» Roselia. — ¡Oh mi señor Lisandro, y mi corazón í¿
® é
144
SANCHO DE MUNON
y mi alma! ¡Tenme en adelante por tu sierva y
captiva, y no te olvides de la que todo lo aventuró
en tu servicio y lo da por bien empleado!
Lisandro. — ¡No digas tal, perla preciosa; que es
pecado: que el siervo yo soy, y tú la señora; que
es mi dichosa suerte servirte y tú mandarme, yo
obedecer y tú regirme!
Melisa. — Señora, ¿hate de amanecer ahí? Des-
pacio lo tomas. Acaba ya, que más hay días que
longanizas.
Lisandro. — Media hora no es pasada, ¿y quié-
resme llevar a mi dios?
Melisa. — No se siente la sucesión y curso de
tiempo con la embriaguez del dulzor.
Roselia. — Pues nos es forzoso partirnos, conten-
témonos que mañana a la mesma hora nos veamos
aquí en este jardín, que yo baxaré por tus escalas.
Y pues sabes, mi señor, que la ausencia es enemi-
ga de amor, no tardes en tu venida. Por agora, el
Ángel Custodio te me guarde y te acompañe.
Lisandro. — Y el que te crió tan hermosa quede
contigo.
Pon esa escala.
Oligides. — Baxa, señor, que puesta está.
Lisandro. — ¿Qué os parece, mozos? ¿Vengo
mudada la color, pues desciendo del paraíso?
)a)=:%^Cj^O^(::.^¿^C^J^:,5^Q.^5:=:5^Q.%^
^ ®"í^^'::.5^^^r^^:..ss=^s^<i^^^s^'i-s^^rí'^^-^5^^
!
LISANDRO Y ROSELIA
145
Oligides. — Descolorido baxas.
Lisandro. — ¿No me dais el parabién de los
triunfos de mis fatigas pasadas? ¡Despléguense ya
las encogidas banderas de mi tristeza, levántese el
pendón de mi alegría, y la devisa y blasón de mis
armas sea esta victoria labrada en campo morado,
los extremos bordados en torno con este letrero:
Lisandro y su Roselia
dos amantes y uno son
en alma y en corazón!
¡Oh Piérides musas, si mi gloria a vuestros oídos
veniesc, cómo la cantaríades desde el monte Par-
naso y Helicón! ¡Oh, si vivos fueran el gran poeta
Homero y Virgilio, cómo metrificaran con sus ver-
sos heroicos el proceso de mis amores! ¡No acae-
ciera este mi hecho en tiempo de Herodoto o
Thucídides, en tiempo de Salustio o Tito Livio,
para que su estilo elocuente lo empleara en mate-
ria tan copiosa!
£u6uZo.— (¡Bobear!)
Brumandilón. — ¡Por vida de Tal, señor, que es-
tamos acá hombres, sin esos, que sabremos em-
plear nuestras fuerzas en tu servicio, y aun susten-
taré que soy para más que todos esos hombres de
armas que has mentado!
Lisandro. — Calla, que son historiadores coro-
nistas.
Brumandilón, — Eso bien.
©©ta^c.S©*^S^Qj.Sí^^Os^*Q^Q,9s^;^^Q.^5^^
, #^á>g^Q.^í5^=:^^Q.5g^::^^<:^^íí9r^Q,^5^^
146
SANCHO DE MUÑÓN
Lisandro.— Cenad esas puertas, y satisfagamos
de sueño a las noches pasadas.
ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA
Disputa Eubulo, varón sabio, con su señor, dándole de vestir,
concluyéndole que el sumo bien no consiste en el deleite, lo
contrario de lo cual quería defender su amo.
EUBULO. — LISANDRO.
Eubulo. — Señor, levántate, que es tarde.
Lisandro. — Abre esas ventanas y dame de vestir.
Eubulo. — ¿Qué jubón quieres, señor?
Lisandro. — Dame acá ese de raso encarnado, y
sácame ese sayo de las bordaduras recamadas con
pedrería. Agora veo ser verdadera sentencia que
el sumo bien consiste en el deleite.
Eubulo. — ¡ Oh herejía reprobada en nuestra fe,
y error condenado de la seta peripatética, y de
todos los sabios gentiles palabra acoceada!
Lisandro. — ¿Cómo así?
Eubulo. — Por cierto, señor, si la bienaventuranza
del hombre está puesta en el torpe deleite, tam-
bién es necesario que digas que los brutos anima-
les sean bienandantes, pues se deleitan como nos-
otros y gozan de los mesmos pasatiempos.
Lisandro. — Calla, mal criado; que por buenas
palabras me haces bestia.
Eubulo. — ¿Quién dubda, señor, que si el apetito
©.5^<^Jgí^^Qj^5.5^Q,^=.á^Q^§==.5^Qj^y^ 0
# ®^á^^i.^?*©^cL5s=^^rtíí:^^^^=á>^Q-^^i^
LISANDRO Y ROSELIA
147
enseñorea a la razón, el hombre por el mesmo
hecho se compara a bestia y no es mas que un
bruto?
Lisandro. — ¡Vete, asno; no me filosofees más!
Ensíllenme un caballo, iré a oir misa a Nuestra
Señora de la Vega.
ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA
Levántanse Oligides y Brumandilón y vanse a casa de Celes-
tina, y por el camino, después de concertar el hurto, blasona
muclio de las armas Brumandilón. Después de llegados, escu-
chan un chiste que contaba Celestina liaberle acaecido con un
padre. Entra Brumandilón y pide dineros a Celestina, y ella no
se los queriendo dar, pone manos en ella. La vieja, maltratán-
dole de palabra, acúsalo de ingrato. Oligides los pone en paz.
I
OLIGIDES. — BRUMANDILÓN. — CELESTINA. — DRIONEA.
Oligides. — Brumandilón, vístete; iremos a casa
de Celestina.
Brumandilón. — De la boca me lo quitaste. Anda
allá; pediréle seis reales que he menester.
Oligides. — ¿Cuándo determinas que se haga
aquello que concertamos?
Brumandilón. — ¿ Qué ?
Oligides. — Lo del hurto.
Brumandilón. — ¡Oh, ya! Esta noche, en dejando
a Lisandro acostado.
Oligides. — Sea así; y agora miremos por qué
parte la podremos mejor saltear y por dónde
®@^^0^=^íáí^<;^S*=£^(;.^5^=á^'i.^^:^
í^r^(;.§S^.á^Oes^;S§^c;.S^»*S^(;.^.^
148
SANCHO DE MUNON
entraremos más seguros que no nos sientan los
vecinos.
Brumandilón. — Señor Oligides, ¿oíste una valen-
tía que hicieron dos, agora tres años, a la boca de
la Rúa?
Oligides. — Bien sonada fué, y aun se dijo que
tú eras uno dellos, así te lleve el diablo.
Brumandilón. — ¡Mirad, por mi vida! ¡Aunque
más secreto se hizo, vino a noticia de todos! Pero
no me espanto, que ¿tales hechos quién osaría
acometer, si Brumandilón no? Por vida de Tal,
eso me mueve a irme fuera de aquí, porque no
hay herido, no hay muerto, no hay afrontado en
la ciudad, que no digan hasta los niños: « Bruman-
dilón le acuchilló», «Brumandilón lo mató*, «Bru-
mandilón lo afrontó»; todos piensan que yo lo
hago todo; y puesto que en lo más acierten, pero
todavía me pesa que me tengan por revoltoso. Por
otro tanto me salí de Córdoba.
Oligides. — Escucha; que por mí sé que hablan
del capellán que te conté.
Celestina.— ¿í de eso te espantas, sobrina?
Pues óyeme otro donaire que me acaeció siendo
de tu edad con el confesor de aquella madre de
todas nosotras, que buen gozo haya al alma y
reposo al cuerpo, que pluguiese a Dios que en
algo nos pareciésemos a ella. En mi alma, cada vez
que me acuerdo de ella no puedo tener las lágri-
LISANDRO Y ROSELIA
149
mas de ver que después acá ninguna ha llegado a
su zapato. ¡Qué sabia, qué diligente, qué astuta,
qué artera, qué solícita era en todo lo que sabía;
qué osada para entrar y salir dondequiera; qué
lengua tenía para engañar aun a la serpiente ma-
ligna que engañó a nuestra madre Eva! ¡Que se le
daba a ella mucho que la encorozasen o la emplu-
masen o le diesen quinientos azotes! ¡No lo esti-
maba todo en el baile del rey don Alonso! Antes
decía a los que la iban a consolar: « ¡Mira qué mal
me han hecho: si me conocían diez, conoceránme
agora ciento I » Siempre vamos, hija, descayendo
de las costumbres de los pasados: de rocín a ruin.
Drionea. — Pues, ¿no dices, tía, lo que pasaste
con aquel padre?
Celestina. — Ah, ah, que no me acordaba. Vino a
mí una tardecica disfrazado con su espada y capa
y su cabellera, a purgar sus pecados y malos
humores, y como estuviese en mi contemplación
haciendo penitencia de sus malas obras y elevado,
llama a la puerta Sempronio, mi amigo. Yo, tur-
bada, no supe qué me hacer más de escondelle
debaxo la cama. Entra Sempronio, y no me hubo
trastornado sobre la cama, cuando ella se quiebra
y se hunde. El otro, que debaxo estaba, viéndose
en tanto aprieto, por se descabuUir ásesele la
negra cabellera a una aldabilla, y queda con su
corona descubierta; él, por se cubrir apriesa y no
ser conocido de Sempronio, arrebata, sin más
©OíS^Q.Se'^.á^c^.Ss'^.a^i;.^::.^^^^^^.^^
150 SANCHO DE MUfíÓN
^
mirar, de mi bacineja, que tem'a al rinconcillo de
la cama, llena de meados, y embrócasela sobre la {^
cabeza y párase cual la mala ventura. c/
Drionea. — Y Jesús, madre, ¿qué excusa toviste
que buena fuese, con que encubrieses a Sempronio
lo que hacías con el otro?
Celestina. — ¡Bonita que eres! ¡Sí que me había L
a mí de f altar 1 = ¡ Ce, Drionea, corre; componte y 7¿^
atavíate; para ese rostro lucio, que está aquí OH- ^
gides!
Oligides. — Así creo yo, Brumandilón, que fué
estotro.
Brumandilón. — Mirad que dubda; entremos.
Ce-
lestina, daca media docena de reales que he me-
nester para un broquel; que este mío ya está
hecho piezas y sin aros, en tu servicio.
Celestina. — A tu amo que te los dé, que yo no ^
los tengo.
Brumandilón. — ¡Por las tres furias infernales! "^
¡Si no fuera por no ensuciar mis manos en tan t>
ruin cosa, más bofetadas te diera que pelos tienes! //
Celestina. — ¿Vos a mí? ¿Vos a mí? ¡Toma para '^
ftus ojos, bellaco rufián! C,
Brumandilón.— ¿No quieres callar, vieja puta, 7)
■^j deslenguada? ^
ñ Celestina. — ¡A la he que si voy a ese coro de la P_
m m
!
m
} Q^^^<^s^^^^<i.^<s'=S^'^^^ís'^^^^^^^>^^
LISANDRO Y ROSELIA
151
5
Iglesia Mayor o a esas escuelas, yo traiga quien te
hincha las medidas y te cargue de leña!
Brumandilón. — ¡Toma, toma, hechicera alcoho-
lada! ¡Agora trae quien te vengue!
Oligides. — ¿Eso has de hacer, Brumandilón, en
mi presencia? ¡Acaba ya: suéltala!
Celestina. — ¡Justicia, justicia, señores, que me
mata este rufián!
Oligides. — ¡Ora ya, Celestina, no vocees; que
no te ha muerto!
Celestina. — ¡Ay, amarga de mí, mezquina, que
un colmillo solo que tenía me ha derrocado! ¡Ay!
¡Ay!
k
Drionea. — ¿Estabas ahí, señor, y consentiste tal
cosa?
Oligides. — Mis amores, no pude más.
Drionea. — ¡Andar enhoramala! ¿Es aquí mi tía
terrero de necios?
Brumandilón. — ¡Ea, vos, putilla! ¡Callad!
Drionea. — ¿Putilla? ¡No me lo dijeras tú si yo
tuviera quien respondiera por mí!
Oligides. — Tampoco, Brumandilón, eso no es
cosa de sufrir; que la señora Drionea es mujer
honesta y buena.
Drionea. — ¡Mirad cuál se vino el cobarde fanfa-
rrón! ¿Piensas que somos acá algunas bandorrillas
como con las quien tratas?
Brumandilón.— ¿Tomastes alas, señoreta?
sa'^r^^í-fe'^^^^í-Ss^^^^i^^^^^'^^s^^^'^-^s^
^:áí^c;.§eM^^:-Sí5^^^^i..^?^rí>^i-2^=^^5^
152
SANCHO DE MUNON
Celestina. — ¡Para el mundo que nos sostiene,
don bellaco, desuellacaras, mañana te haga encla-
var la mano!
Oligides. — No fuiste cuerda en decir eso. ¿No
sabes que cuando dos hablan, si el uno se enoja y
el otro no responde, aquél es más sabio; que cuan-
do uno no quiere, dos no barajan; ca, de otra ma-
nera, es dar de estocadas al fuego y incitar al
airado?
Celestina. — Anda, señor, que más sabe el loco
en su casa que el cuerdo en la ajena, que no es
buen seso traer el asno en peso; mas hágame miel
y comeránme moscas, y tanto es Pedro de bueno
que no le medre Dios. Los diablos a mí me lleven,
si el Cabildo lo sabe, si no sea más negra de lo
que piensa, y que a él le amargue el caldo: así no
ha de haber nadie sin su alguacil.
Oligides. — Calla ya, Celestina; que tanto es lo
de más como lo de menos.
Celestina. — No puedo acaballo con este mi co-
razón, ni puede templar cordura lo que destempla
mi negra ventura. Créeme, Oligides, que el vicio
de ingratitud es tan grave pecado, que los roma-
nos— según dixo nuestro cura el domingo pa-
sado— no hallando igual pena que le dar, lo dexa-
ron sin castigo. ¿Quién no me tuviera sobre sus
ojos, quién no me tratara con mucha reverencia si
de mí hobiera recebido lo que éste? Pero, ¡mal
pecado!, perdida es la lexía en la cabeza del
t
f
l.^^<i^ls^áí^^L^^^^é^Q.^^^é^<:J^c5>^Q3^
, Q^^^^.^^5=^^z3c^-^Sí^^:^^^¡»^^:l^>S^^^s=^^
k
LISANDRO V ROSELIA
153
f
í
asno. Nunca lavé cabeza que no me saliese tinosa.
Oligides. — Madre, yo sé que Brumandilón se
acuerda del bien que le has hecho y tiene propó-
sito de te lo servir; que, aunque una cosa tenga
mala, muchas tiene buenas.
Brumandilón.— ¡Pese a Tal!, agora que me
haces hablar, ¿quién salió estotra noche tras los
escolares y los hizo huir? ¿Quién traxo su espada
cubierta de sangre? ¿Quién destroza armas, quie-
bra espadas y hace riza de broqueles en tu servi-
cio sino yo? i Ah, Cuerpo de Dios, decirse han las
verdades! ¿Cuál a cuál debe más!
Celestina. — ¡Guayas, padre, que otra hija os
nace! ¡Por un día que acuchilló el perro de mi ve-
cina, que me ladraba a la puerta, dice que ha
derramado sangre por mi causa!
Oligides. — Celestina, ya este hombre tomaste
por guarda de tu persona; confórmate con él lo
más que pudieres, que la verdadera amistad no es
otra cosa que un sumo consentimiento, así en
cosas divinas como humanas, con un buen querer
y amor.
Celestina. — Hijo, bien lo veo, mas ¿qué quie-
res?; que Brumandilón es tan grosero que no hay
quien lo maje: amigo de taza de vino, el pan comi-
do y la compañía deshecha. Nuestra amistad tiene
fundamento de arena y estriba en interés, y por
esto con poco viento cae en suelo y se deshace.
Oligides. — El lo hará bien de hoy más.
&@^S^^^^^'^^'i^^ff^^i^<i.S!S^=^^'^.^^
154
SANCHO DE MUNON
Celestina. — Ni espero ni creo sino lo que veo.
Oligides. — Ce, ce, Celestina, dexando uno por
otro: ¿quién son aquellas dos rebozadas de los
chapeos? ¡Por mi vida que es bonita y salada la
postrera! = i Ah señora hermosa! ¿Eres servida
de un escudero? = No me responde.
Brumandilón. — Ya se traspuso.
Oligides. — ¿Conócesla, Celestina?
Celestina. — Mejor que a mí: a la delantera vendí
por virgen cuatro veces, a cuatro señores de la
Iglesia, y la otra a un generoso.
Oligides. — ¿Harásme haber a la trasera?
Celestina. — Sí; y agora sigúela, por que vea que
haces cuenta della.
Drionea. — ¡Ah don traidor! ¿Tras ella vas?
Anda, anda: amor trompetero, cuantas veo, tantas
quiero.
Oligides. — Por mi vida, mis amores, más estimo
tu pie que su cara. No voy sino por conocella.
Drionea. — Amor loco, yo por vos y vos por
otro. Perdida es quien tras perdido anda. Bien
dicen: ama a quien no te ama y andarás carrera
vana. Bien lo oí todo.
(Oligides. — Brumandilón, quédate tú y mira bien
lo que te dixe, y aguárdame ahí, que luego vengo.
Brumandilón. — Pues ven presto.)
I
I
f
m - m
^í LISANDRO Y ROSELIA 155 *
J
ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA
Eubulo da diez remedios singulares a su amo para que se aparte
del amor, y al fin Lisandro, no sufriendo el buen consejo de tan
leal servidor, envíale a dar el conocimiento a Celestina por
desechalle de sí. Este acto es muy docto y lleno de doctrina.
LISANDRO. — EUBULO.
t
Lisandro. — Llámame acá esos mozos, Eubulo.
Eubulo. — Señor, nadie está en casa sino los
mozos de espuelas y pajes que vinieron contigo.
Lisandro. — Diles que limpien bien ese caballo y
llamen al maestro, que lo castigue de la cola.
Eubulo. — Lo ya se hace. Señor, pues alcanzaste
]>v . la que tanto deseabas, bien es que te apartes de
ese vicio ; que de hombres es pecar, y diabólica es
la pertinacia en el mal.
Lisandro. — El amor que está en el alma no
puede salir sin ella.
Eubulo. — Yo te daré remedios para ello sin que
mueras.
Lisandro. — Dilos.
Eubulo. — Diez remedios hallo que cada uno de
ellos basta a desviar tu voluntad del amor. El pri-
mero es la mudanza del lugar donde te prendió;
que, como al cuerpo enfermo es saludable pasarse Jó
a otra parte y mudar otros aires para su sanidad, /¿
así al ánimo apasionado y herido desta llaga apro- ^j
vecha mucho mudarse y salir fuera del juego, a Q^
é^^^'^'^^'^^'^^^íff^'^^^'^'^ís'^^^'^'^^ ^
9íS§-b^;.Sí5'.5^Q^S=í5S^Q.^^ísSg^;..g^^
156
SANCHO DE MUNON
parte donde olvide. El segundo es evitar y huir
todas aquellas cosas que te traen a la memoria la
hermosura de la que amas. El tercero es la ocupa-
ción en otros exercicios; que con nuevos cuidados
y negocios se olvidan los rastros de la antigua pa-
sión: exercita las armas, corre caballos, juega la
pelota, toma la vihuela y tañe, vete a tus granjas
y huertas y labra en ellas. El cuarto es la larga
consideración, pensar de contino y con mucha
atención la torpeza de este pecado, la tristeza que
deja, la miseria que promete. El quinto es la ver-
güenza y empacho de las gentes, que a muchos
cura desta enfermedad, en especial a los ánimos
generosos que temen no anden sus famas y honra
en boca y lengua de todos por discante, y no
quieren ser señalados en torpes hechos. El sexto
es la devota lición de la Sagrada Escriptura y
sanctos libros. El séptimo es el contrapeso de las
verdaderas razones a las falsas opiniones que traen
y mueven a amar; las principales causas que te
compelen a amalla son estas, si no me engaño: su
buena disposición, su elegante fermosura, su mo-
cedad, sus riquezas, su alta sangre y el pasatiempo
y sabor que hallas en el amor; a todo esto contra-
pone sus contrarios, que un contrario con otro se
cura; desta manera, si agora está moza dispuesta,
hermosa, piensa que ha de venir a ser vieja, enfer-
ma y fea; si agora rica, posible es que venga a ser
pobre, y, como las riquezas hoy día hagan linaje.
I
í==^^í-^s=*^^rti^i-s§^^^<i-^5^^=^^"-%==^^^^^ f$
5=:Sg-:>c;.^y^^§-><:.S^.-5^c.^5=^^Qj^^53g^Q^^
LISANDRO Y ROSELIA
157
quedará tenida por una mujer común; y si la ima-
ginas un vaso de heces de tierra, y esa no buena
para tapias, como cada hijo de vecino, a mi seguro
que no hagas hincapié en lo accidental.
Lisandro,— \E\ cuerpo de mi señora glorificado
es, necio!
Eubulo. — El octavo es el libre albedrío y poder
que tienes para querer o no querer dexarla o
tomarla, amarla o aborrecella. El noveno es la
hartura; que no hay manjar, por preciado que sea,
que no empalague, ni vicio que no harte.
Lisandro. — Ningún hastío me trae el amor de
aquella seráfica imagen.
Eubulo. — Si de las cosas pasadas argüises las
venideras, fácilmente confesarías no sólo hastío,
mas vómito, pesadumbre y enojo haber traído a
muchos las cosas que más amaban. El décimo y
último remedio es el nuevo amor; que amores
nuevos olvidan viejos; que, como un clavo expele
otro clavo y una fuerza quita otra fuerza, así un
amor saca otro; que lo que una mora tiñe, con
otra se despinta. Pero porque no es bueno salir de
un lodo y entrar en otro, no te lo aconsejo.
Lisandro. — El remedio que yo busco es no hallar
cosa que me pueda estorbar o desviar del amor
de mi señora.
Eubulo. — Ella te pondrá del lodo; al fin, no hay
peor saber que no querer.
Lisandro. — Calla, bobo, que sabes poco del
j*5^oí^J^^-^Q.^@==^^^Q..^^.^^Q.^s=:;á^<;,^^
l^:;5^<;.%=:í^r^C;.5S^::^^<;^^:^-,C:.^é^^
158
SANCHO DE MUNON
mundo. No miras lo que dijo aquel sabio empera-
dor: «Hombre que no es enamorado, no puede ser
sino necio. >
Eubulo. — Habló entonces como viejo, loco y
necio. Yo digo que hombre que es enamorado no
puede ser sino loco y sin seso; pues la nobleza del
alma la subjecta a la servidumbre de la carne y a
una flaca mujer.
Lisandro. — Ora, sus, déxate deso, y lleva este
conocimiento a Celestina, con que cobre de mis
arrendadores trescientas doblas para casar sus
sobrinas.
'^
ARGUMENTO DE LA QUINTA CENA
Eubulo, llegado, topa con Oligides y Brumandilón, a los cuales,
como viese la vida ociosa que traían, repréndelos de sus vicios,
donde el buen Eubulo hace una declamación contra los ociosos,
y especialmente reprende a Brumandilón porque es un fanfa-
rrón. Llega Celestina; dale Eubulo el conocimiento y, después
de dado, también la castiga de palabra ásperamente por sus
alcahueterías, y al fin del acto declama contra todo género de
hombres que mal viven. Este acto es muy provechoso y devoto.
EUBULO. — OLIGIDES. — BRUMANDILÓN. — CELESTINA.
Eubulo. — Aquel es Oligides y el otro Bruman-
dilón, si los ojos no me engañan; de casa de la
buena vieja salen. ,¡^
Oligides. — ¿Dónde bueno, Eubulo?
&@=á^'^.^^^^^<í«:^=^^ríí^i.^^'=^^^i-^5^^§^^:-^^^
t
#.S^c;.ge?^5^^i-^r^g^<^^-^^<^5-cc,-^^
LISANDRO Y ROSELIA
159
io
f
•Ti
k
Eubiilo. — Voy a dar este conocimiento a Ce-
lestina.
Brumandilón. — No la hallarás en casa; que es
ida a audiencia sobre el pleito de Angelina con
Sancias, que en buen son anda.
Oligides. — No pensé que tanta era la fuerza de
Celestina que bastara a corromper las letras; pero
allá van leyes do quieren reyes.
Eubulo. — Mas ¿qué entrar y salir hacéis en su
casa? Nunca os veo sino ir y venir de allá; vida de
holgazanes es la vuestra. ¡Oh, ocio, ocio, cuántos
vicios acarreas a los hombres! Tú mantienes la
luxuria, tü entorpeces el cuerpo, tú enflaqueces el
espíritu, tú ofuscas el ingenio, tú disminuyes la
sciencia, tú embotas la memoria, tú traes olvido,
tú revuelves familias, tú trastornas las ciudades, tú
hundes los reinos, tú levantas bandos entre pa-
rientes, tú desconciertas las repúblicas. Creedme,
hermanos, que no sin muchos trabajos se alcanza
la gloria.
Brumandilón.— ]>\o creo en Tal si no es ella la
causa por que nunca dexo descansar a mi espada,
sino que hiera o mate.
Eubulo, — Hermosura en mujer loca y palabras
entre locos son sortija de oro en hocico de puer-
co. ¡Oh Brumandilón, Brumandilón, si te conocie-
ses, te dejarías de blasonar!
Brumandilón. — ¡Juro al tartáreo Flegethon, no
es más en mi mano! Por mí tengo que desciendo
5<^-^Q.^S^^á^Q^=^á^c;..^^=^l^<;.%^::^^ ¿)
© S'¿í^^i-^^96^^i-S^r==^ri^^c?^=^^^..^^
160
SANCHO DE MUNON
del linaje del cruel Domiciano, emperador roma-
no, el que contaste a la mesa; el cual, reposando
dos horas la comida por consejo de médicos y
encerrado como mandaban, no pudiese executar
la rabia de su crueldad, tenía costumbre matar
moscas y estrujar la sangre de ellas, y en esto reci-
bía el gran pasatiempo, como tú dixiste.
Oligides. — Vamos, si hemos de ir, que allá le
darás esa obligación.
Brumandilón. — ¡Hela! ¡Hela dó viene!
Celestina. — ¡Sálveos Dios, mis hijos!
Eubulo. — Dios te convierta, madre; y toma el
precio de tus alcahueterías, que allá lo pagarás en
el otro mundo.
Celestina. — ¡Miraldo el sancto de Pajares! Un
día de estos te hemos de canonizar.
Eubulo. — ¡Oh mala y perversa vieja! ¡Oh miem-
bro de Satanás! ¡Oh ministra de los demonios,
que no basta que estés precita y condenada al
infierno, sino que quieras llevar otros en pos de ti
con tu exemplo y maldito oficio! ¡Este es diabólico
pecado incitar a otros a pecar! ¡Si tú y tus seca-
ees fuésedes quitadas de en medio de las gentes,
cuántos malos recabdos se evitarían, cuántos ye-
rros se dexarían de acometer! Vosotras ensuciáis
los tálamos con adulterios, vosotras descasáis las
bien casadas con desamor de sus maridos, vos-
otras contamináis las vírgenes con luxuria , vos-
'5
@@^ág^<;Jí^á^';^==%^5.Sg'«s^<;.%=.%^<;,^%s^<:^í@ @
LISANDRO Y ROSELIA
161
otras encendéis los castos propósitos con ponzo-
ñosas palabras, vosotras causáis sacrilegios en los
monasterios, muertes y ruidos en los pueblos, y en
las casas cizañas entre padres y hijos, entre her-
manos y hermanas. Vosotras, doncellas, viudas,
monjas, casadas y por casar, todos los estados,
todas órdenes de vivir perturbáis con vuestras
engañosas y falsas artes. ¡Oh alcahuetas, alcahue-
tas, si por vosotras no fuese, no habría tantas
malas mujeres en el mundo! ¡Creo que es pequeña
la pena y castigo que os dan las leyes de nuestro
reino, cuyo rigor sería bien que creciese, pues
crece el daño y estrago que hacéis a la república!
Celestina. — ¡Mirad el bellaco, y qué se deja
decir! ¿Y de qué nos hemos de mantener?
Eubulo. — Nunca a los suyos Dios les falta.
Oligides. — Quédese esta disputa para otro día,
y vete tú con Dios a tu casa, Celestina, y nosotros
aguijemos, no pregunte por alguno Lisandro y no
halle a nadie.
Brumandilón. — Bien dices; que mucho hemos
tardado.
5
Oligides. — Anda, Eubulo. ¿Qué vas pensando?
Eubulo. — Cuan muchos se condenan y cuan
pocos se salvan; cuan ancho, cuan pasajero y cuan
real camino es el que guía a la muerte eterna. Por
él se van espaciando los reyes, los duques, los
condes, los caballeros, los hidalgos, los oficiales y
eñ^^^'^^'^^'^^^'^-^S^^^'i^^^^^^'^^'^^
1 (B^^^^^.^G'^^^'^-^is^^^'^Si^^s^''^^^
162
SANCHO DE MUNON
pastores. Por ahí se pasean los pontífices, los car-
denales, los arzobispos y obispos, los beneficiados
y sacristanes, con un descuido como si nunca hu-
biesen de llegar allí donde los halagos de la vida,
los regalos del cuerpo, las honras, las riquezas, los
favores y todos sus pasatiempos se volvieran en
lamentaciones y llantos perpetuos. Ahí serán ator-
mentados muy cruelmente los papas que dieron
largas indulgencias y dispensaciones sin causa y
proveyeron las dignidades de la Iglesia a personas
que no las merecían, permitiendo mil pensiones y
simonías. Ahí los obispos y arcedianos que pro-
veen mal los beneficios, teniendo respecto a sus
parientes y criados, y no a los doctos y suficientes.
Ahí los eclesiásticos profanos y amancebados. Ahí
los reyes que tiránicamente gobernaron sus reinos
y los que no dieron los oficios y cargos, que sue-
len proveer, a personas de merecimiento. Ahí los
duques y condes y los grandes señores que a sus
tierras y vasallos con muchos tributos molestaban.
Ahí los caballeros enamorados. Ahí los letrados
que no juzgaron conforme a derecho y verdad y
no obraron según sus letras les enseñan. Ahí los
logreros y usureros, los oficiales, los mercaderes y
tratantes que llevan más del justo precio por la
cosa que venden, y con juramentos falsos cambian
sus haciendas. Ahí los criados lisonjeros que con
lisonjas quieren ganar las voluntades de sus amos,
conformándose con ellos en bueno y en malo. ¡Oh
i)
ri<^
© ©^5^^í-2^==^^<i-S^=^^^c:^^'=^^'^>.^5^^
LISANDRO Y ROSELIA
163
terrible descuido de los hombres! ¡Oh desvarío
loco! ¡Como si no hubiese otro mundo, y no hu-
biesen de fenecer todas las cosas del, así hace-
mos hincapié en lo que presto habrá fin!
Oligides. — En casa estamos. Hártate agora de
predicar, que no te oiré más.
Brumandilón. — Ni yo menos.
^e^^^^^ii&^^^^i^f§'<s^^:Sf§^'§i^'^^^'^^<^^
ACTO QUINTO
ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA
Entra Beliseno, hermano de Roselia, con sus criados hablando
la gran mengua que en su linaje había causado Roselia, su her-
mana. Su escudero Casajes consuélalo con muchos exemplos.
Beliseno determina de matar a Lisandro y a Roselia y a los
demás. Manda esconder sus mozos por el huerto con ballestas
armadas.
BELISENO. — CASAJES. — GALFURRIO. — REBOLLO. — DROMO.
ROSELIA. — MELISA.
Beliseno. — Mozos, ¿no veis qué gran deshonra y
infamia dexa esta mala hembra a mi linaje?
Casajes. — Las cosas comunes y que acaecen en
personas reales y en casas grandes, no se han de
poner en cuenta de alguna mácula, ni es bien mi-
rado que la culpa de una sola decienda a toda la
generación. Por mi fe, señor, más vergonzosa in-
famia es el adulterio de la propia mujer que el
yerro de la hermana; pero es cosa tan frecuente,
tan usada, tan común en todas las naciones, y más
la española, que apenas escapa alguno sin alguno;
^.^^CiJ^!^^Q^^=>=:S^c;%*:5^Q.^^^á^c^^
®
0.á3r:)Q-%=^^r^«i.i^=^%^«i.s©=^rí>^í-^e*5Ss^>^^
I
LISANDRO Y ROSELIA
165
y no te cuento exemplos de los que poco ha
que fueron y agora son presentes: lo uno, porque
sería materia para hacer larga historia; lo otro,
por no ofender la fama de los que viven. Alargo,
pues, los testigos de reyes y emperadores, los cua-
les, por ser más injuriados que tú, te pondrán
algún consuelo: Filippo, rey de los macedones,
tuvo por hijo a Alejandro Magno, señor del mun-
do, y por su mujer a Olimpia, adúltera; Ptolomeo
fué rey de Egipto, y marido de aquella infame y
desastrada Cleopatra; Agamenón, capitán de los
griegos, él peleaba en Troya, y su mujer, Clitem-
nestra, se holgaba con su amigo Egisto en Argos;
Minos, rey de los cretenses, hubo desdicha en el
adulterio de Pasifae; Sylla, dictador de los roma-
nos, no sólo por Roma y toda Italia, mas por Ate-
nas y toda Grecia fué notado, entre otras cosas,
por cornudo; ¿qué te diré de Agrippa, yerno de
Augusto César, cuya mujer Julia fué tan disoluta,
que ni la virtud de su marido ni la majestad de su
padre de aquel vicio apartarla pudieron? Y su
hija Julia heredó nombre y hechos de la madre; la
cual cometió adulterio a Severo, su marido, y Do-
micia a Domiciano, y Herculanilla a Claudio Tibe-
rio, emperador, el cual fué tan desdichado en esto
de los cuernos, que otra mujer que tuvo, llamada
Mesalina, oprobio y vituperio del imperio romano,
mientra él dormía, ella de noche corría las puterías
de Roma, y creo que no hubo burdel en la ciudad
®t^^sis^^i^s^^¿^^i^^^^^<iS^^s^<:jiS'^s^^j^^s^ 9
í;:^-:iQ.^.:Sr^Q.^5^:S^Q^^.,S^Q..^=.,S^<íJ^^
166
SANCHO DE MUNON
que sus espaldas no estrenasen. Pues ¿a Sifaz,
Masinisa no le robó la mujer, y a Filipo, Herodes
la suya? Y a Menelao, Paris le sacó la mujer del
templo de Apollo y se la llevó a Troya, y a otros
muchos.
Beliseno. — Poco me consuelan duelos ajenos.
¡Con matar a él y a ella vengaré esta injuria y satis-
faré a mi honra!
Casajes. — Tarde vino el gato con la longaniza.
¿Después de hecho, piensas poner remedio?
Beliseno. — Más vale tarde que nunca. Por eso,
vamos al huerto, que es hora, antes que los otros
vengan.
,6.
Escondeos todos tras esos árboles. ¡Que-
do; no hagáis ruido y seamos sentidos!
Galfurrio. — Yo aquí me pongo.
Beliseno. — Ven acá tú. Rebollo; ponte cabe
estas parras.
Rebollo. — Señor, no ; que me verán con la luna.
Beliseno. — Pues escóndete tras ese moral.
Rebollo. — Agora estoy bien.
Beliseno. — Tú, Dromo, aquí te pon junto a la
anoria, tras esa pared, no muy desviado de esotro.
Dromo. — Aquí estaré.
Beliseno. — Anda acá tú, Casajes. Estarás con-
migo por que, si yo errare el golpe, sueltes en pos
de mí.
Casajes. — Sí haré, señor.
^0.5^<lJ^^:á^C^55:á^Q.^:5=á^QJS^:=á^^ (^
C^ Q^'^'^^fg^^^-^.^&'^Q^'^^S'^'^^^^-^ts^^
^ LISANDRO Y ROSELIA 167
cjj Beliseno. — Hola, Galfurrio.
Gal furrio. — Señor.
Beliseno. — Mira no se te escape el que echa las
escalas, que creo que es el traidor de Oligides.
Galfurrio. — No hará, señor.
Beliseno. — Y avisóos a todos que ninguno des-
arme hasta que yo comience, porque quiero a los ^
dos, cuando estuvieren juntos, traspasalles con fe)
una saeta. ^
Galfurrio. — Mucho bien. fe
Beliseno. — Y mira que mueran todos y aquella f¿
bellaca de la doncella, y estad queditos. ¿Quién "^
hizo bullicio? ^
Rebollo. — Señor, Dromo; que se le cayó la ba- ^
llesta. k
I
Dromo. — Estoy temblando aquí donde me ves; ^¡¡
que temo no vamos por lana y vengamos tresqui- .kf
lados. >
Rebollo. — Yo tengo aquí en el seno una nomina c'i
que me dio mi abuela la abacera, que quien la h
traxere consigo no podrá morir a cuchillo.
Dromo. — También mi tía, la Luminaria, me vezó
unas palabras que en cualquier tiempo que las
dixere les caerán luego de las manos las espadas '^
de los que se estuvieren acuchillando.
Rebollo. — Dilas.
Dromo. — Christo vivet, Christus vencet, Chris-
tos reinas, Christo imperia, Christus me defiendas.
•X.'.
I
a©*9r^^í^s'^^=%^^^-s^^=^^<¡-^í?=^^'^^^^
Q^^¡^<:l^^^^<^^^^^^^^S¡í§^S^^^.^ÍS'^&^
168
SANCHO DE MUNON
Rebollo. — ¿Qué quiere decir Cristo imperia?
Dromo. — ¿Y no lo entiendes? Cristo es empe-
rador.
Rebollo. — Es verdad. Otra oración muy aproba-
da me enseñó la hortelana amiga de mi madre,
para que, donde hobiere ruido, si se rezare, no se
saque sangre, que dice: Jesús autem, Jesús innibat
y Jesús non me tangibat.
Dromo. — De esas daríate mil, que me mostró la
tripera gorda, entre las cuales me dixo que si
dixésemos cinco veces esta oración: Agios isgros.
Agios atantos, Agios oteros, Elegimas, no desma-
yaríamos en ruidos.
Rebollo. — Por Dios que tienes razón; que siem-
pre oí decir que los ajos dan mucho esfuerzo y
ponen corazón.
f
Beliseno. — ¡Ce, armad las ballestas, que ya sale
aquella puta a la azotea, y quedo!
Roselia. — ¿No oíste ruido, Melisa? ¿Es entrado
mi señor?
Melisa. — Sí oí, señora, mas no ha venido.
Roselia. — Pues ¿qué bullía en el huerto?
Melisa. — Los cipreses serán, que se menean con
este blando aire.
Roselia. — Sentémonos aquí a la claridad de la
luna mientras viene el mi querido.
^®^^<i^i^^^S^(iJi^^Qj^=^Si^<:3^^:>Q^<z^^ @
^ ®^S6^<i-Sg=^=5>rt><;^j=^¿^^:,5s=^.a^
LISANDRO Y ROSELIA
169
ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA
Va Lisandro a hablar con Roselia, su señora, y estando con ella
en una sabrosa y dulcísima conversación, manda soltar Beliseno
las ballestas que tenían armadas contra ellos, y matan a Lisan-
dro y a Roselia y a su doncella Melisa. Brumandilón, viendo el
pleito mal parado, determina de poner por obra lo que él y Oli-
gides habían concertado días ha, y para este efecto toma por
compañía a Siró; los cuales, por robar a Celestina, matan a ella
y a su sobrina Drionea. Livia escapóse, y a ellos prendiólos
el Corregidor.
LISANDRO. — BRUMANDILÓN. — OLIGIDES. EUBULO. — RO-
SELIA.— MELISA. — BELISENO. — CASAJES.^- GALFURRIO. —
REBOLLO . — SIRÓ . — GETA . — CELESTINA . — DRIONEA . —
LIVIA. — CORREGIDOR.
Lisandro. — No parece gente por la calle, ni los
enemigos asoman. =Aguija, Brumandilón; no te
quedes atrás.
Brumandilón. — Luego, luego, que doy filos ra-
biosos a mi espada carnicera en esta piedra, para
que con un golpe haga lo que por muchos había
de hacer; la cual te digo que jamás se desenvainó
que no hiciese riza espantosa en aquellos que muy
de gana no me daban obediencia.
Oligides.— Un espadero la afilará, que tú estra-
garás los filos.
Brumandilón. — Si en eso mis dineros gastase,
no me bastaría el tesoro de Venecia, según las
veces se embota en desafíos y revueltas.
i©;ar:>Q^g^;S^<:^^;.a5-iQ^^:.=^-b<;J^^.as-t>.;^
'0
170
SANCHO DE MÜNON
Oligides. — Déxate de palabras, y ven si quieres.
Brumandilón. — Calla, que también lo hago por
que no digan los que me sintieren ir con Lisandro:
«Aquel caballero enemistado es, pues Brumandi-
lón le acompaña».
Oligides. — ¿Y quién te conoce a ti agora?
Brumandilón. — ¡Voto a Tal, agora y en todo
tiempo no hay hombre que no me conozca en el
aire de mi andar; que siempre me suelo hallar en
estas diabluras, y que todos se sirven de mí para
este efecto!
Oligides. — ¡Por Dios que me agradas, Eubulo!
¿Y agora vas rezando?
Eubulo. — Pues ¿qué quieres? ¿Que vaya ha-
blando palabras ociosas y que traen poco prove-
cho? ¿No sabes que hemos de dar cuenta de cual-
quier palabra ociosa en aquel día donde nuestras
malas obras serán juzgadas por tela de juicio con
mucho rigor, donde estos pasos de nuestro amo
le serán bien contados ante el divino acatamiento,
cuya temerosa sentencia no ha lugar de apela-
ción?
Lisandro. — Cuelga la escala, Oligides, y sube
conmigo. Vosotros guardad el paso.
Oligides. — Arriba estamos. Baxa, señor, con
tiento, que los garfios están mal asidos, porque no
hay donde prender bien.
Lisandro.— Ahaxo estoy. Hola, desáselas, que
ha de baxar mi señora aquí al jardín.
I
11
í:^^?_§[s^¥^<:A7==sriOg=ss^í.^=sSri<:-Sg=»^^«-Ss'©0
G.
LISANDRO Y ROSELIA
171
Roselia. — ¡Oh dulzura de mi ánima!, ¡oh lum-
bre de mis ojos!, ¡oh claridad de mis tinieblas y
consuelo de mi tristura!, ponme esas escalas,' baxa-
ré allá; que entre esas floridas y olorosas hierbas,
al murmurio de esa fontecica, nos holgaremos.
Lisandro. — ¡Baxa, mi Dios!
Melisa. — Señora, acá me quedo, y habla paso,
no te sientan.
Roselia. — Bástame a mí pensar que soy de mi
señor Lisandro, para ninguna cosa temer.
f
Lisandro. — ¡Oh joya del mundo!, ¡oh perla
preciosa!, ¡oh tan perfecta en hermosura cuan
llena de discreción! Más es mi alegría en verte
que mis trabajos en haberte conocido.
Roselia. — Si con el sol todo el mundo se alegra,
yo mucho más con tu vista.
Lisandro. — Cuanto en tu ausencia, señora mía,
soy poseído de tristeza, tanto en presencia tuya
gozo de la alegría.
Roselia. — No menos, en buena fe, señor mío,
con tu venida mi corazón está lleno de gozo, que
lastimado con tu tardanza era enemigo de alegría.
Lisandro. — Si la memoria de tu hermosura no
hobiera seído refrigerio de mis pasiones, ellas
presto me consumieran.
Roselia. — ¿Y eso, señor, no olvidas tus mañas?
Lisandro. — Gloria mía, si te besé y di paz, fué
por quitar la guerra de mi corazón.
\e-S^^iJi§^¿^^<^^i^s^S^<i.SfS^¿^'^^^ ®
172
SANCHO DE MUÑÓN
Roselia. — Ea, señor mío, dexa estar las ropas
en su lugar.
Lisandro. — Si las hiedras que andan pecho con
tierra, los árboles por compasión sobre sí las reci-
ben, ¿por qué tú, señora mía, no me recibes sobre
tu regazo?
Roselia. — A osadas, señor, que tú te hartes y
me olvides.
Lisandro. — Aunque la agua fría mata la sed al
enfermo, no por eso se quita la calentura, mas
antes se acrecienta. ¡Oh própera fortuna, en
qué sumo deleite me has puesto! ¡Razón es que
los trabajos se olviden donde tanta gloria se
posee!
Roselia. — ¡Ay, gozo mío, no me lastimes!
Beliseno. — ¡Soltad todos! ¡Dexá a mí los dos,
que esta saeta los enclavará a entrambos como
están !
Lisandro. — ¡Oh sancto Dios! ¿Qué es esto?
¡Muerto soy! ¡Confesión!
Roselia. — ¡Oh, válasme, sancta María, que el
corazón me han lastimado! ¡Confesión!
Beliseno. — ¡Agora, agora tira a la doncella, que
sale a los gritos!
Melisa. — ¡Virgen María, ayúdame, no se con-
dene mi ánima, que muerta soy!
^"®tS^Q.5@:i¿Í^Q.Í@'í:^-><;^*^^<:.%^^^
, gi^s^^^^^^^^^^.s^^^s^^.^s'S^^i^s^^^^:^^^
LISANDRO Y ROSELIA
173
Beliseno. — ¡Arma, arma presto, Galfurrio, no se
escape el de arriba!
Oligides.—\]ts\xs\ ¡Credo! ¡Credo! ¡Oh! ¡Oh!
t;
&
Beliseno. — Sus, mozos, vamos de aquí, pues
todo está hecho. Y no vais turbados, por ventura
no encontréis con la Justicia y, viéndoos alterados,
por sola sospecha os prenda.
Casajes. — Señor, acojámonos aquí a esta iglesia,
que las piernas llevo cortadas.
Galfurrio.— Yo también voy desmayado.
Dromo. — Yo lo mesmo, y no puedo dar más
paso.
Beliseno. — Pues meteos dentro, que ya abrieron,
y sobíos a la torre, que yo os sacaré a paz y salvo.
Yo voyme a casa de mi tío el Conde.
Rebollo. — Ayúdame a entrar, Dromo, que no
puedo alzar los pies del suelo.
t
Siró. — ¡Oh poderoso Dios!, ¿qué oyó? Un lasti-
moso ruido lleno de alaridos anda en la huerta.
¿Qué será? ¡Mas si matan al desdichado nuestro
amo!
Geta. — ^Jesús, ¿y no viste caer de las almenas a
Oligides muerto, que no sé quién le tiró una saeta
por los pechos?
5z>o.— ¡Corre, corre, huyamos! ¡No nos cerquen
y nos quieran también matar!
®®í^^«:^^^=^^aJs=^¿^<;J>S===¿^<^^**^^Q.^^5^¿^
^ ©^Sr^<i-^=^9$-^^Sg*í^:i^{5-^-t)^:-^5'^=S^Q.^=^^Q^
174
SANCHO DE MUNON
Brumandilón. — ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
¡Oh! ¿Dónde huís, compañeros?
«SiVo.— ¡Oh, señor Brumandilón, que no has oído
nada, como te desviastes lexos del huerto!
Brumandilón. — ¿Qué es?
Siró. — ¡Todos muertos, si las voces y llantos no
nos engañan!
Brumandilón. — ¿ Muertos?
Geta. — Por estos mis ojos vi a Oligides caer en
tierra asaeteado hecho pedazos, los sesos por cada
parte.
Brumandilón. — ¿Y Eubulo?
Geta. — Llorando iba a casa muy triste.
Brumandilón. — ¿Y detenémonos? Corramos a
más correr, no salgan a hacernos otro tanto. Por
esta calleja huyamos para casa de Celestina.
Siró. — No llevo ya huelgo. Sudando voy.
Brumandilón. — Cerca estamos. ¿Qué es de
Geta?
Siró. — Adelante va. No cesa de correr.
Brumandilón. — Vaya con Dios, que mejor hare-
mos, nosotros dos no más, lo que agora diré. Sá-
bete que Oligides y yo habíamos concertado de
robar a Celestina y hurtalle un cofre que tiene
lleno de dineros y joyas, y irnos fuera de aquí, por
el peligro grande que a nuestras vidas se recrecía
de estos amores. Ya ves en qué han parado, según
me decís, y ya me lo vía yo esto; que a buen
^•;á^-íA5^^^:^-bQjgícá^<:.^5^á^Q.^5í^5^ #
, ®>a^'i.^*^^c^g^^^c3g«=S5^c.%^s^'iíe^5^'^se'©©
MSANDRO Y ROSELIA
175
I
'3
bocado, buen grito; y pues Oligides murió y nos-
otros escapamos de esta tormenta, si te parece,
hagamos lo que el otro y yo habíamos de hacer, y
salteemos a Celestina aquel cofre y otras cosas
que tuviere buenas y vamonos a Sevilla, que ya no
cumple más estar en esta ciudad.
Siró. — Hágase, y partámonos luego.
Brumandilón. — Pues, sus, trepemos por estos
corrales mansito...
Siró. — Cerrada está la puerta del corral.
Brumandilón. — Yo la abriré con maña, que con
un palo está atrancada... Fuera está... Sube agora
pasito conmigo... Salva el paso tercero, que está
quebrado; no cayas y hagas ruido.
Siró. — Acá estoy.
Brumandilón. — Esta es su cámara.
Siró. — ¿Qué remedio, que tiene cerrado por
dentro?
Brumandilón. — No hay aquí otro remedio más
de desquiciar la puerta, y, si voceare la vieja, ma-
tarla.
Siró. — Empuxa conmigo recio.
Brumandilón. — Fuera está de quicios; entre-
mos... Ase, ase del cofre, que ese es.
C-¡ Celestina. — \Ladronesl ¡Ladrones! ¡Señores
y) vecinos, que me roban! ¡Ladrones!
^ Brumandilón.~\Ca\\a y vieja alcahueta; si no,
(I mataréte!
® 0*Sr^O@^^^CL§©5=á^Q^í.5^Q..%s.^g-bQj^=í^^í^ a
176
SANCHO DE MUNON
Celestina. — ¡Oh bellaco ladrón! ¿Y tú me has
de robar? ¡No quiero sino dar gritos! ¡Ladrones!
Siro.—\Oh, pecador de mí! ¡Dale, dale antes
que dé más voces y seamos sentidos!
Brumandilón. — ¡Toma! ¡Toma otra puñalada!...
¡Dios te perdone!... ¡Agora, vocea!
Celestina. — ¡Ay! ¡Ay, queme ha muerto!... So-
brinas!... ¡Confesión, confesión!
Drionea. — ¡Ay, desdicha amarga! ¿Qué es
esto?... ¡Vecinos, que han muerto a mi tía estos
ladrones!... ¡Vecinos, que la han muerto!
Siró. — ¡Oh, pese a Tal! ¡Mátala presto a estotra,
no nos descubra! ¡Dale bien!
Drionea.— \]esús, que me mata! ¡Jesús, que me
mata! ¡Sancta María! ¡Muerta soy! ¡Confesión!
I
Livia. — ¡Ay, mi tía y hermana muertas son, des-
dichada! ¡Justicia! ¡Justicia!
Brumandilón. — ¡Corre, corre tú tras esotra!
¡Mueran todas, pues hemos comenzado! ¡Preso por
mil, preso por mil y quinientos! ¡Ásela, ásela,
antes que salga fuera!
Siró. — ¡Oh, que se me escapó! ¡Huye, huye, que
salen muchos vecinos a los gritos y carga mucha
gente!... ¡Oh malaventurados nosotros, que el
Corregidor viene a más priesa! ¡Huye por estotra
calle I
^ ®íSrí>^^-Ss===^r^^^-Sír^^^<i-^?*^6^^i-^5^^^
LISANDRO Y ROSELIA
177
Brumandilón. — ¡Oh desdichado de mí, que es él!
Siró. — ¡Guarte, guarte, que veslo ahí viene!
Corregidor. — ¡Sed presos!
ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA
Lamentación de Eugenia por la muerte de su única y muy que-
rida hija Rosclia.
EUGENIA.
¡ Ay, ay, que es mi hija muerta! ¡Oh hija mía y
todo mi bien! ¿Qué azote tan grande es este que
veo delante de mí, con que a Dios le ha aplacido
por mis grandes pecados azotar hoy mi casa? ¿Qué
desventura es la que me ha venido, viendo tan sin
pensar y tan arrebatadamente muerta la lumbre
de mis ojos? ¡Oh hija mía, hija mía, descanso de
mis trabajos, consuelo de mis penas, alegría de
mis tristezas, remedio de mi malaventurada vejez
y soledad! ¡Cuan desastrado fin han habido , hija
mía, las esperanzas vanas que yo de ti imaginaba!
¡Traída en mi vientre tanto tiempo y con tanta
fatiga, parida con tanto dolor, criada con tanto
recelo y llegada a edad mayor, pensaba yo, desdi-
chada madre, pensaba en todo mi seso darte en
breve marido conforme al estado de tus padres, y
soñaba de ti nietos y biznietos, y yernos y nueras
y otros deudos y parentelas, que fueran ayuda
para mi vejez! ¡Oh hija, hija, en cuánta tristeza y
'^^'^^^^^'^''^^^^^^^''^^^^^^s'^^'^^^^ ®
13
178
SANCHO DE MUNON
lloro me dexas eso poco que me queda de vivir!
Sólo un consuelo tengo: que la vida que sin ti he
de pasar ha de ser tan amarga y dolorosa, que
presto la dexaré y me llevarás tras ti. ¡Y plega
aquel muy alto Señor que si yo algún servicio le he
hecho en esta vida lo galardone en esto y, pues la
que tengo de tener sin ti no ha de ser vida, tenga
por bien que sea yo de este mismo lugar llevada
contigo a enterrar en una misma sepultura, por
que, apartadas en la vida, nos tornemos a juntar
en la muerte!
ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA
Lamentación de Eubulo por la muerte de su señor Lisandro.
Aquí Eubulo hace un apostrofe o conversión al amor, donde
declama contra el amor muy rigurosamente, diciendo del to-
dos los daños y estragos y malos recabdos que causa entre
los hombres.
EUBULO.
¡Oh señor mío Lisandro! ¡Oh mi buen señor!
¿Qué desastre que es este que nos ha venido con
tu muerte, tan arrebatada y tan sin pensar, a todos
tus criados, a todos los que en ti nuestras espe-
ranzas habíamos puesto, a todos los que mante-
nías y hacías mercedes? ¿Qué malaventura es esta
que en un momento nos ha corrido? ¿Qué nueva
tan dolorosa y llena de llantos será esta que entre
por las puertas de tu triste madre y de tus parien*
®
' @íá^c;.^=^^^íi%*;;S^í;^5*í^6^Q^=^r^Q^S=^:^
LISANDRO V ROSELIA
179
tes, que te tenían por cabeza de todo el linaje?
¡Oh, mi señor y mi bien todo, que en ti tenía yo
padre y madre, en ti esperaba reposo y descanso
para mi vejez, sin ti estoy solo, sin ti quedo huér-
fano, sin ti viviré todos los días de mi vida tristes
y amargos! ¡Oh mal logrado mancebo, que aún
no habías cumplido veinte y cuatro años, ni sabías
qué cosa era el mundo, ni bien gustado de sus
placeres aún no se te entendían sus engaños, y
quiso Dios llevarte antes de tiempo y sin poder
confesar tus pecados; ni tuviste lugar de hacer
testamento, ni ordenar tu ánima, ni pagar las deu-
das que debías, ni los dineros que sacaste a cam-
bio para tus gastos tan superfluos y demasiados!
¡Oh mi señor, mi señor! ¡Veo tu cuerpo delicadísi-
mo atravesado con una mortal saeta, tus entrañas
rasgadas, tu pecho abierto y todos tus tiernos
miembros bañados en sangre! ¡Véote muerto a
manos de tus enemigos y en su misma casa, donde
sin ninguna mancilla, sin haber alguna lástima de
tu fresca juventud y florida edad, cruelmente y sin
piedad te mataron, y no como quiera, sino con
unas enerboladas frechas, y no bastó con una, mas
cinco te tiraron para que mayor fuese tu dolor!
¡Oh compañeros míos!, ¡oh criados del mal logra-
do mi amo!, ¡oh señores y parientes de Lísandrol,
¡oh tú, madre desdichada, a cuya noticia aún su
muerte no ha llegado!, venid y ayudaréisme a llo-
rar el remate y postrimería de aquel que era con- C^
® m
f ©
180
SANCHO DE MUNON
suelo y esperanza de todos vosotros. ¡Oh mi señor
y mi bien!, ¿eres tú aquel que yo llevé recién naci-
do a la ama, que te criase?, ¿eres tú al que volví
niño destetado a casa de tu padre?, ¿eres tú el
que empuse en buenas doctrinas y crianza, que
parecías un ángel cuando chico?, ¿eres tú el que
enseñé a los doce años a correr caballos y otros
muchos exercicios, así de letras como de armas?,
¿eres tú el que hasta los veinte y un años fué muy
dado a la virtud, amigo de religión, enemigo del
vicio, amador del culto divino? ¡Ay, ay!, que
nuestros pecados quisieron que te juntases con
caballeros viciosos y distraídos y te acompañases
con ellos, y de esta manera se te pegasen sus ma-
las y perversas costumbres; y luego que perdiste
el temor de Dios, venístete a meter en el falso
Cupido, el cualj como traidor, cruel y sin ley, te
dio el pago que suele dar a sus muy leales servi-
dores. ¡Oh amor, amor!, a ti me vuelvo y de ti me
quiero quexar, pues tanto mal has causado. Bien
te apellidó el poeta: «¡Oh malvado amor!, ¿qué no
fuerzas a hacer a los mortales?», porque no hay
maldad, no hay traición, no hay bellaquería que no
haga y piense el que está envuelto contigo: engaña
los amigos, mata los parientes, degüella los padres,
desmiembra los hijos, escala las ventanas, saltea
los monasterios, infama las honradas, deshonra las
castas, menosprecia las cosas divinas, gasta la ha-
cienda, roba, derreñega, prejúrase, trasnocha.
LISANDRO Y ROSELIA
181
vela, trabaja, piensa, llora, sospira, ni come ni
duerme, pierde el alma y el cuerpo. ¿Qué no haces,
amor? Tú estragas la hermosura, tú destruyes las
fuerzas, tú abates debaxo de tu bandera los altos
deseos, tú consumes el patrimonio, tú huellas la
honra y la fama, tú acortas la vida y acarreas
muerte, tú has metido en el infierno las más áni-
mas que allá están, tú derruecas las casas, tú hun-
des las ciudades, tú ensucias los templos, tú re-
vuelves los reinos. ¡Oh maldito y perverso amor,
que con todas las virtudes batallas y traes continua
guerra, todas las excluyes y de ninguna quieres
compañía! ¿Cuál es ya el loco y atreguado que,
viendo los males que hace el amor, no huya del y
lo aborrezca como auctor y causa de todos los
malos recabdos que en la vida se hacen? Murió
Lisandro, generoso caballero, dispuesto, mancebo,
rico y valeroso; murió Roselia, gentil dama, mujer
moza, de casta, y sublimada en próspero y alto
estado; murió su doncella muy querida, y encubri-
dora de su yerro; murió Oligides, escudero priva-
do del malogrado mi amo, el cual, como más cul-
pante por haber dado entrada a su perdición, cayó
de las almenas y se despeñó y se hizo menuzos;
murió la maldita y falsa alcahueta Celestina, miem-
bro de Satanás; murió su sobrina Drionea, mujer
enamorada, y buena discípula que había sacado la
vieja para que sucediese en su lugar en todas sus
iji alcahueterías y hechicerías; sacarán mañana a C,
(^ m
182
SANCHO DE MUNON
ajusticiar a Brumandilón, taimado rufián y gran
fanfarrón, y a Siró, mozo de espuelas, y los ahor-
carán por ladrones y homicidas. Todo esto causas,
amor, cuyo ancho poder por que a mí no me sojuz-
gue, determino irme a servir a Dios en un yermo,
donde esté apartado de tu furia y de los placeres
y halagos y deleites de la vida, para conseguir la
suma bienaventuranza, ad quam Deus optimus
maximus nos vehat.
AQUÍ SE ACABA LA TRAGICOMEDIA DE LISAN-
DRO V ROSELIA, LLAMADA ELICIA, Y POR OTRO
NOMBRE CUARTA OBRA Y TERCERA CELESTINA,
NUEVAMENTE IMPRESA. ACABÓSE A VEINTE DÍAS
DEL MES DE DECIEMBRE. AÑO DEL NASCIMIENTO
DE NUESTRO SALVADOR JESUCHRISTO DE MIL
Y QUINIENTOS Y CUARENTA Y DOS AÑOS
Índice
Páginas.
Anteportada III
Detalle de la tirada IV
Portada V
Nota preliminar VH
Facsímile de la portada de la edición
príncipe 1
Comienza la obra: Acto primero. . 3
Acto segfundo 50
Acto tercero 89
Acto cuarto 134
Acto quinto 164
I t
m
@®=:^^<i.^='^^«í^?^^^Qj^^=^^^^?^^<;-^^=^^^^ #
Acabóse
la estampación de este libro en Madrid,
en los talleres tipográficos de <^El Imparciah,
a quince días andados del mes de abril
de mil novecientos dieciocho
anos.
LA ACADEMIA DE LAS DAMAS
(LLAMADA «SÁTIRA SOTADICA DE LUISA SIGEA
SOBRE LOS ARCANOS DEL AMOR Y DE VENUS»)
OBRA FAMOSA DEL MAESTRO DE ARTE ERÓTICO
NICOLÁS CHORIER
Prólogo y traducción de JOAQUÍN LÓPEZ BARBADILLO
«¿Qué decir de esta creación celebérrima, sino que es una inmortal
obra maestra que prende un rojo incendio lo mismo en el espíritu que
en los sentidos del lector? Este libro contiene en su estilo magnífico,
irisado, recamado de hilillos de multicolores matices como un brocado
antiguo, todo cuanto la imaginación puede concebir y glosar sobre
el concreto tema de la pasión carnal.*
Así se expresa, hablando de LA
ACADEMIA DE LAS DAMAS,
el admirable crítico francés Octavio
Uzanne. Y es la verdad. Quizá no
exista en la literatura erótica una pro-
ducción novelesca más rica, más varia-
da, más sugestiva, más completa, ni
más noble y floridamente escrita que la
que hoy enriquece nuestra Biblioteca.
Basta citar los títulos de las seis
partes de que consta para que vislum-
bre el lector el interés y la diversidad
y el atractivo de sus temas. Son los si-
guientes: La escaramuza. ^ El
amor como en Lesbos* ^ Ana-
tomía. ^ El combate nupcial. íJ: Historias de lasci-
via. ^ Figuras y maneras.
Sus páginas encierran toda la gama de la pasión sexual, desde los
furtivos placeres de las vírgenes llenas de un vago y tembloroso anhe-
lo hasta la perversión del amor sáfico y del amor socrático; desde los
dulces y confiados goces conyugales hasta el bárbaro uso de las cé-
lebres cadenas y candados de castidad y hasta el delirio de los flage-
lantes, que de la sangre y del dolor hacían el acicate del deleite. Y en
la última mitad del libro, la más jugosa y bella, se pintan en vivífimas
SP
•LA ACADEMIA'
V
DE LAS DAMAS
^■v
1 L^MAM >StTim SOTWICA
^■■'
oe LUÍ»» yotA
^K
«1..1- .M UCM »o. «"O. ' tt -e-n»
H^
Kk-
xwoKU aa iuovu^»>i>u . uxM"!
^t
.(!U.v»t.utSTlt_i.rsiMCJl*»«Tt
>W:
EL MAB3TBO NICOLW CHOBIEP
Vlm.
KJAOUlN LÓPEZ BABBADILUD
K
^ — -111::::::^
eOiaOH ILUSTÍAO* CQ.-.-
escenas todas las formas y figuras y modos de la caricia humana, en
un universal registro y guía y práctica escuela del amor.
Es LA ACADEMIA DE LAS DAMAS, en fin, una obra
cuyo asunto se purifica y enaltece con las galas de un soberano estilo,
lleno de la movible gracia de una escultura helénica de sátiros y nin-
fas; ha dado origen a volúmenes enteros de comentario e investiga-
ción de moralistas, eruditos y bibliófilos, y además tiene en la historia
literaria de España un particular interés documental, por haber sido
atribuida falsamente a una docta española.
La extensión de la obra nos ha obligado a dividirla para su publi-
cación en dos tomos, completamente independientes en-
tre sí y que pueden adquirirse y leerse separada-
mente*
Cada uno de ambos tomos constituye un volumen lujosísimo, con
todas las páginas impresas a dos tintas y orladas en color, y se ava-
lora la edición con cuatro hermosas láminas fuera del tex-
to, entre las cuales va una curiosa y singular estampa satírica fran-
cesa titulada «£/ cornudo celoso que lleva la llave y la mujer que lle-
va la cerradura-», sangrienta mofa del Rey Enrique IV y de su con-
cubina madama de Verneuil, que aparece ostentando el cinturón de
castidad.
Del raro libro se ha hecho una edición limitadísima a los siguientes
precios por volumen:
Ejemplar en papel pluma especial, cubierta en
PAPEL FUERTE (TIRADA DE 300 EJEMPLARES). CaDA
TOMO CINCO PESETAS.
Ejemplar ;EN soberbio papel de hilo de la fabrica-
ción EMPLEADA POR LA «SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS
Españoles», cubierta en pergamino (tirada de
50 ejemplares). Cada tomo DIEZ pesetas.
Previo el envío directo del importe a la Administración, en giro postal, sobre
monedero, letra de fácil cobro o cualquier otro efecto, se remitirán uno o los dos
tomos francos de porte, en paquete certificado y cerrado, sin indicación ninguna
de su contenido, al Extranjero ya provincias. En Madrid (teléfono J. -451) se
servirá y se pasará el correspondiente recibo a domicilio.
No se atenderá eu absoluto ningún pedido de fuera de Madrid
que no venga acompañado de su importe.
^-i..-^í'^f¿l=
.A
üniversity of Toronto
library
DO NOT
REMOVE
THE
CARD
FROM
THIS
POCKET
Acmé Library Card Pocket
Under Pat. "Ref. Index File"
Made by LIBRARY BUREAU
,m^
•V- »#^l
^- 'J
i*-*
.^7<5
Ar,^