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Full text of "La tercera celestina (tragicomedia de Lisandro y Roselia) : obra de pasatiempo y recreación, la cual trata de amores, (propia materia de mancebos) y de la malicia de las Alcahuetas"

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—  Se  han  tirado  de  este  volumen, 
—  exclusivamente 


—  reservado  a  los  suscriptores,  zn 

50  ejemplares  en  papel  de  hilo 
300  ejemplares  en  papel  pluma. 


La  reducción  literaria  de  esta  obra  es  propiedad  de 
D.  Joaquín  López  Barbadillo. —  Derechos  registrados. 


BIBLIOTECA  DE  LÓPEZ  BARBA- 
DILLO Y  SUS  AMIGOS.  -  ADMI- 
NISTRACIÓN:  PASEO  DE  LU- 
CHANA,  16.  -  TEL.  J-451.-  MADRID 


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LA  TERCERA 
CELESTINA 

(TRAGICOMEDIA 
DE  LISANDRO  Y  ROSELIA) 

OBRA  DE  PASATIEMPO  Y  RECREACIÓN 

LA  CUAL  TRATA  DE  AMORES 

(PROPIA  MATERIA  DE  MANCEBOS) 

Y  DE  LA  MALICIA  DE  LAS  ALCAHUETAS 

LA  ESCRIBIÓ  EL  MAESTRO 

SANCHO  DE  MUÑÓN 


TEÓLOGO,    NATURAL    DE   SALAMANCA 


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COPIA   V   REDUCCIÓN    HECHAS__ 
SIN  UNA  SOLA  ALTERACIÓN  Jl  •    S*»«íl 

POR 

JOAQUÍN  LÓPEZ  BARBADILLC 

QUE   LA   IMPRIME   A   SU   COSTA 


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NOTA  PRELIMINAR 


El  éxito  que  la  Tragicomedia  de  Calisto  y  Meli- 
bea, por  vez  primera  publicada  en  las  postrimerías 
del  siglo  XV,  logró  lo  mismo  entre  la  gente  docta 
que  entre  el  vulgo,  fué  uno  de  los  más  rápidos, 
justos  y  resonantes  que  registra  la  historia  de  la 
Literatura  universal.  Casi  incesantemente  se  repe- 
tían las  ediciones  del  portentoso  libro,  y  mientras 
resurgía  una  y  otra  vez,  siempre  con  igual  res- 
plandor de  sol  naciente,  sol  de  belleza  y  de  ver- 
dad, poetas  y  prosadores  complacíanse  en  rimarlo, 
en  glosarlo,  en  imitarlo,  en  continuarlo,  atraídos 
por  la  luz  deslumbradora  de  aquel  inagotable  foco 
de  viva  inspiración. 

Ya  en  1513  se  publicaba  una  Égloga  de  la  Tra- 
gicomedia de  Calisto  y  Melibea,  de  prosa  trobada 
en  metro  por  don  Pedro  de  Urrea,  dirigida  a  la  con- 
desa de  Arando,  su  madre,  en  que  aquel  noble 
procer  aragonés  tradujo  en  fácil  rima  una  pequeña 
parte  del  primer  acto  de  la  creación  de  Rojas. 


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NOTA  PRELIMINAR 


Poco  después  aparecía  otra  obra  poética  que 
trataba  igual  tema  y  de  que  sólo  nos  ha  que- 
dado el  título  en  el  Registro  de  la  librería  de  don 
Fernando  Colón:  Farsa  en  coplas  sobre  la  comedia 
de  Calisto  y  Melibea. 

Coetáneo  de  esta  farsa,  año  más,  año  menos, 
debió  de  ser  un  juglaresco  pliego  gótico,  que  po- 
seyó D.  Marcelino  Menéndez  y  Pelayo,  con  el 
Romance  nueuamente  impreso  de  Calisto  y  Meli- 
bea, que  trata  de  todos  sus  amores  y  de  las  desas- 
tradas muertes  suyas  y  de  las  muertes  de  sus  cria- 
dos Sempronio  y  Pármeno  y  de  la  muerte  de  aque- 
lla desastrada  mujer  Celestina  intercesora  en  sus 
amores: 

Un  caso  muy  señalado — quiero,  señores,  contar. 
Como  se  iba  Calisto — para  la  caza  cazar, 
En  huertas  de  Melibea — una  garza  vido  estar; 
Echado  le  había  el  falcón — que  la  oviese  de  tomar, 
El  falcón  con  gran  codicia — no  se  cura  de  tornar, 
Saltó  dentro  el  buen  Calisto — para  habello  de  buscar, 
Vido  estar  a  Melibea — en  el  medio  de  un  rosal. 
Ella  está  cogiendo  rosas — y  su  doncella  arrayán- 
Vino  después  (1540),  hecha  con  tan  mal  arte 
como  buena  intención,  una  Tragicomedia  de  Ca- 
listo y  Melibea,  nueuamente  trabada  y  sacada  de 
prosa  en  metro  castellano,  por  Juan  Sedeño,  vezi- 
no  y  natural  de  Aréualo. 

Y  así  como  los  poetas  se  ejercitaban  y  deleita- 
ban en  tales  paráfrasis  de  la  inmortal  obra,  pedazo 


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NOTA   PRELIMINAR 


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vivo  del  alma  española,  así  también  tres  distintos 
prosistas  se  rindieron  a  la  ocurrencia  tentadora  de 
imitarla  francamente  y  de  continuar  la  peregrina  y 
ejemplar  historia. 

Feliciano  de  Silva,  el  intrincado  autor  del  Don 
Florisel  de  Niquea,  el  novelista  de  las  «endiabladas 
y  revueltas  razones»  que  para  siempre  puso  Miguel 
de  Cervantes  en  la  picota  cómica,  tuvo  la  singular 
idea  de  volver  a  la  vida  a  Celestina,  y  en  1534,  en 
Medina  del  Campo,  se  estampaba,  salida  de  su  nu- 
men improvisador  y  desigual,  La  segunda  Celesti- 
na, en  la  que  se  trata  de  los  amores  de  un  caualle- 
ro  llamado  Felides  y  de  vna  donzella  de  clara  san- 
gre llamada  Polandria. 

A  los  dos  años,  en  Medina  del  Campo  también, 
surgía  de  molde  una  continuación  de  esta  conti- 
nuación. Era  obra  de  la  torpe  y  menguada  inven- 
tiva de  un  cierto  Gaspar  Gómez,  natural  de  Toledo, 
que  se  la  dedicaba  a  Feliciano  de  Silva:  Tercera 
parte  de  la  Tragicomedia  de  Celestina:  ua  pro- 
siguiendo los  amores  de  Felides  y  Polandria:  con- 
clúyense  sus  desposorios  y  la  muerte  y  desdichado 
fin  que  ella  uvo. 

Y  he  aquí,  por  fin,  nacido  el  libro,  insigne  mues- 
tra del  ingenio  español  y  prez  del  habla  castellana, 
que  ahora  va  a  gozar  el  lector:  Tragicomedia  de 
Lisandro  y  Roselia,  llamada  <^ Elida»  y  por  otro 
nombre  quarta  obra  y  tercera  Celestina. 

Apareció  anónimamente  en  1542,  sin  lugar  de 


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X  NOTA   PRELIMINAR 

impresión,  pero  se  puede  dar  por  cierto  que  salie- 
ra de  las  prensas  salmantinas  de  Juan  de  Junta.  Se 
divulgó  poco,  y  mientras  la  fábula  dramática  de 
Silva  conseguía  cuatro  ediciones  con  breves  in- 
tervalos, y  dos  la  de  Gaspar  Gómez  de  Toledo, 
ésta  quedó  sepultada  y  perdida  hasta  el  tercio  úl- 
timo del  siglo  XIX  (1872)  en  que  dos  beneméritos 
rebuscadores  de  rarezas  bibliográficas,  el  mar- 
qués de  la  Fuensanta  del  Valle  y  D.  José  Sancho 
Rayón,  la  reimprimieron  en  el  tercer  tomo  de  su 
Colección  de  libros  raros  y  curiosos.  Pero  todavía 
en  esa  moderna  estampación  limitadísima,  hecha 
conforme  a  una  cuidada  copia  que  de  la  primi- 
tiva tuvo  D.  Serafín  Estévanez  Calderón,  perma- 
neció ignorado  el  nombre  del  ingenio  que  pergeña- 
ra la  Tragicomedia  de  Lisandro  y  Roselia.  La  clave 
para  descifrarlo,  como  en  tantas  producciones 
análogas,  estaba  al  fin  del  libro,  en  las  acostum- 
bradas coplas  de  arte  mayor  puestas  de  añadidura, 
y  que  ahora  hemos  quitado  por  enfadosas  y  pro- 
lijas. Pero  era  tan  enrevesada  y  abstrusa  la  tal  cla- 
ve, que  sólo  cuando  ya  corría  impreso  el  volumen 
de  Fuensanta  y  Sancho  Rayón,  pudieron  la  pa- 
ciencia y  la  sagacidad  de  D.Juan  Eugenio  Hartzen- 
busch  dar  con  el  acertijo,  que  se  aclaró  tomando 
una,  dos  o  tres  letras  de  los  comienzos  de  veintiún 
versos  a  partir  del  quinto  de  la  cuarta  octava,  y  le- 
yendo hacia  arriba:  <^Es-ta  -  o-bra  -  con-pu-so  -  San- 
cho -  de  -  Mu-n-non  -  na-ta-ral-  de  -  Sa-la-man-ca> . 


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NOTA   PRELIMINAR  XI 

Y  este  nombre  de  Sancho  de  Muñón,  este  pre- 
claro nombre  de  un  gran  teólogo  que  no  consideró 
una  tarea  vil  tratar  de  amores,  va  ahora  en  nuestra 
edición,  por  la  primera  vez,  al  frente  de  su  libro. 

La  personalidad  de  Sancho  de  Muñón  está  in- 
disputablemente establecida  en  la  colección  de 
Estatutos  de  la  Universidad  de  Salamanca  impre- 
sos por  Andrés  de  Portonariis.  Allí  se  mienta  a  un 
maestro  Sancho  de  Muñón  que  en  1549  asistía  al 
claustro. 

Menéndez  y  Pelayo,  que  en  el  estudio  magistral 
sobre  la  Celestina  y  sus  imitaciones,  hecho  en  el 
tercer  tomo  de  los  Orígenes  de  la  novela,  dejó 
agotado  el  tema  de  cuanto  se  refiere  a  la  obra 
que  aquí  reproducimos,  cree  que  su  autor  «es  la 
misma  persona  que  un  doctor  don  Sancho  Sánchez 
de  Muñón  que  en  26  de  abril  de  1560  tomó  pose- 
sión de  la  plaza  de  Maestresala  de  la  Catedral  de 
México »  y  las  noticias  de  cuya  vida  alcanzan 
hasta  1601. 

Muy  joven  debió,  pues,  el  insigne  humanista  de 
concebir  y  escribir  su  creación,  que  el  magistral 
historiador  de  Las  ideas  estéticas  califica  de  joya 
literaria  y  a  la  que  considera  como  «la  mejor  ha- 
blada de  todas  las  Celestinas  después  de  la  pri- 
mera, de  cuyo  aliento  genial  carece,  pero  a  la  cual 
supera  en  elegancia  y  atildamiento  de  dicción, 
como  nacida  en  un  período  más  clásico  de  la 
prosa  castellana». 


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XII  NOTA   PRELIMINAR 

Vano  y  grotesco  empeño  sería  en  nosotros 
ensayar  un  juicio  propio  sobre  la  producción  de 
que  ya  dijo  cuanto  cabía  decir  el  glorioso  polí- 
grafo. Mejor  será  para  el  lector  que  le  ofrezca- 
mos lo  más  interesante  y  enjundioso  del  estudio 

del  maestro. 

«... 

«Natural  es  que  un  eclesiástico  de  respetable 
carácter  y  autoridad  como  el  Maestro  Sancho  de 
Muñón  tuviese  algún  reparo  en  confesarse  autor  de 
una  obra  de  tan  liviana  apariencia  y  desenfadado 
lenguaje...  Pero  no  se  arrepentía  de  haberla  com- 
puesto... Para  evitar  todo  peligro  de  mala  inteligen- 
cia, la  Tragicomedia  está  sembrada  de  reflexiones 
morales  y  aun  de  verdaderos  sermones,  muy  bien 
escritos,  como  todo  lo  demás,  pero  prolijos  e  im- 
pertinentes. El  papel  de  personaje  predicador  le 
desempeña  a  maravilla  Eubulo,  «hombre  de  hones- 
tas costumbres»,  criado  de  Lisandro,  que  constan- 
temente está  dando  consejos  a  su  amo  y  procura 
aparcarle  de  su  perdición.  Eubulo  no  es  sólo  un 
moralista  profesional  que  alecciona  a  la  juventud 
contra  los  peligros  del  loco  amor.  Sancho  de  Mu- 
ñón le  hace  intérprete  de  su  propio  pensamiento  en 
materias  mucho  más  graves  y  pone  en  su  boca  las 
más  audaces  ideas  del  grupo  llamado  erasmista,  al 
cual  indudablemente  pertenecía  como  casi  todos 
los  humanistas  españoles  y  no  pocos  teólogos  del . 
tiempo  de  Carlos  V. 


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NOTA   PRELIMINAR 


XIII 


»La  sátira  clerical  es  tan  libre  y  desnuda  en  la 
Tragicomedia  de  Lisandro  como  en  las  Celestinas 
anteriores,  pero  de  seguro  mejor  intencionada. 
Hay  rasgos  que  sacan  sangre,  como  lo  que  dice 
Elicia  de  la  amiga  del  cura  Bermejo  (pdg.  29  de  esta 
edición).  Pero  en  el  fondo  Sancho  de  Muñón  es  un 
teólogo  severo,  que  tiene  la  conciencia,  y  aun  pu- 
diéramos decir  el  orgullo  de  su  profesión... 

»La  acción  de  esta  tragicomedia  pasa  indisputa- 
blemente en  Salamanca,  y  por  cierto  que  Sancho 
de  Muñón  no  anda  muy  galante  con  sus  paisanas: 
;<  Ya  sabes  que  en  Salamanca  pocas  hermosas  hay, 
»y  esas  se  pueden  señalar  con  el  dedo»  (pdg.  65). 
Calventa,  émula  de  Elicia,  tenía  su  principal  clien- 
tela entre  los  cursantes  de  la  Universidad,  que  en 
su  casa  empeñaban  los  libros:  «Si  no  traen  dine- 
*ros,  que  dexen  prendas...  ¿No  miraste  la  rima  que 
*tenía  llena  de  Decretos  y  Baldos,  y  de  Scotos  y 
>Avicenas  y  otros  libros?»  (pdg.  29). 

»E1  gusto  que  domina  en  la  obra  es  el  de  las  an- 
tiguas comedias  humanísticas,  y  de  él  proceden 
sus  principales  defectos,  que  se  reducen  a  uno 
solo,  el  alarde  de  erudición  fácil  y  extemporáneo. 
No  necesitaba  alegar  a  cada  momento  aforismos 
y  centones  de  poetas  y  filósofos  antiguos  quien  se 
mostraba  tan  de  veras  clásico,  no  sólo  en  el  estilo 
jugoso  y  en  la  locución  pulquérrima,  sino  en  la 
composición  sencilla,  lógica  y  perfectamente  gra- 
duada. El  buen  gusto  con  que  borra  o  aminora 


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XIV  NOTA  PRELIMINAR 

muchos  defectos  de  las  Celestinas  precedentes,  y 
el  manso  y  regalado  son  que  sus  palabras  hacen 
como  gotas  cristalinas  cayendo  en  copa  de  oro, 
bastarían  para  indicar  la  fuente  nada  escondida 
donde  él  y  los  hombres  de  su  generación  habían 
encontrado  el  secreto  de  la  belleza.  Tal  libro,  por 
el  primor  con  que  está  compuesto,  es  digno  del 
más  glorioso  período  de  la  escuela  salmantina,  en 
que  salió  a  luz.  Pero  algo  le  perjudica  el  haber 
sido  concebido  y  madurado  en  un  ambiente  eru- 
dito y  universitario  y  no  en  la  libre  atmósfera  en 
que  andando  el  tiempo  había  de  desarrollarse  el 
genio  de  Cervantes. 

»En  las  situaciones  culminantes,  en  los  monólo- 
gos de  la  hechicera,  en  los  coloquios  de  Celestina 
y  Roselia  hay  cosas  dignas  de  ponerse  al  lado  de 
lo  mejor  de  la  Celestina  antigua,  con  la  desventaja 
de  haber  sido  escritas  medio  siglo  después.  Lás- 
tima que  el  talento  del  maestro  salmantino  no  se 
hubiese  ejercitado  en  un  argumento  de  pura  inven- 
ción suya,  que  siempre  le  hubiese  dado  más  gloria 
que  una  labor  de  imitación,  por  primorosa  que  sea. 
Pero  le  fascinó  el  prestigio  de  un  gran  modelo,  y 
renunció  a  su  originalidad  o  por  excesiva  modestia 
o  por  la  presunción  de  igualarle. 

» Al  revés  de  la  Segunda  Celestina,  tan  informe  y 
mal  compaginada,  tiene  la  Tragicomedia  de  Lisan- 
dro  y  Roselia  un  plan  sencillo  y  claro,  imitado  en 
parte  del  de  Fernando  de  Rojas,  pero  con  un  des- 


NOTA  PRELIMINAR 


XV 


enlace  nuevo,  que  basta  para  dar  alta  idea  del  ta- 
lento dramático  de  quien  le  concibió. 

»No  es  un  accidente  casual  el  que  lleva  a  la 
muerte,  desde  el  seno  del  placer  que  apenas  co- 
menzaban a  gustar,  a  Lisandro  y  Roselia,  sino  la 
fiera  ley  del  pundonor  familiar,  que  ordena  con- 
tra secreto  agravio  secreta  venganza,  y  arma  las 
ballestas  de  Beliscno  y  sus  escuderos  para  asae- 
tear a  los  dos  amantes  y  a  cuantos  habían  sido 
cómplices  en  la  deshonra  de  su  hermana.  La  es- 
cena es  verdaderamente  terrible,  y  su  efecto  se 
acrecienta  con  las  supersticiosas  invocaciones  de 
los  asesinos  pagados: 

'(Rebollo. — Yo  tengo  aquí  en  el  seno  una  nomi- 
»na  que  me  dio  mi  abuela  la  abacera,  que  quien  la 
»traxere  consigo  no  podrá  morir  a  cuchillo. 

y>Dromo, — También  mi  tía,  la  Luminaria,  me 
»vezó  unas  palabras,  que  en  cualquier  tiempo  que 
»las  dixere  les  caerán  luego  de  las  manos  las  espa- 
ldas de  los  que  se  estuvieren  acuchillando. 

y  Rebollo, — Es  verdad.  Otra  oración  muy  apro- 
»bada  me  enseñó  la  hortelana  amiga  de  mi  madre, 
»para  que  donde  hobiere  ruido,  si  se  rezare,  no  se 
»saque  sangre...»  (páginas  167  y  168). 

»Nadie  antes  de  Sancho  de  Muñón  había  empu- 
ñado con  tanto  brío  el  puñal  de  Melpómene,  y  no 
puede  negarse  que  en  su  obra  está  adivinada  y 
practicada  por  primera  vez  la  que  fué  luego  solu- 
ción casi  única  de  los  conflictos  de  honra  y  amor 


NOTA  PRELIMINAR 


en  nuestro  drama  romántico  del  siglo  xvii;  sin- 
gularidad en  que  no  ha  parado  hasta  ahora  la 
atención  de  la  crítica. 

»Menos  original  que  en  el  desenlace  se  mostró  el 
autor  de  la  tragicomedia  en  la  pintura  de  los  ca- 
racteres, donde  parece  que  su  único  empeño  fué 
beber  los  alientos  al  autor  de  la  Celestina,  hasta 
confundirse  con  él.  Roselia  es  una  linda  repetición 
de  Melibea,  pero  sin  la  llama  del  genio  que  hace 
inmortales  los  ardores  de  aquélla: 

Vivuntque  commissi  calores 

Aeoliae  fidibus  puellae. 
Lisandro  es  una  figura  más  apagada.  Sus  criados 
tienen  carácter  y  fisonomía  propia,  que  impide 
confundirlos  con  Sempronio  y  Pármeno.  Eubulo,  el 
hombre  de  buena  voluntad  o  de  buen  consejo,  es 
una  verdadera  creación,  que  no  se  desmiente  en 
obras  ni  en  palabras,  y  que  encarnando  el  sentido 
moral  y  aun  ascético  de  la  pieza,  es  el  único  que 
se  salva  de  la  universal  desolación... 

»Las  mejores  figuras  del  libro  son  sin  disputa 
Elicia  y  su  protector  el  rufián  Brumandilón.  Elicia 
no  es  Celestina,  pero  es  una  sobrina  digna  de  su 
tía  y  la  más  legítima  heredera  de  todo  el  caudal  de 
sus  malas  artes...  El  reposado  y  sentencioso  hablar 
de  Celestina,  su  ciencia  diabólica  y  secreta,  su  as- 
tucia refinada  y  cautelosa,  su  aparejo  de  trapace- 
rías y  maldades  no  se  desmienten  en  su  alumna, 
cuya  psicología  está  seriamente  estudiada. 


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NOTA  PRELIMINAR 


5 


» Brumandilón  es  un  tipo  más  en  la  galería  inau- 
gurada por  la  efigie  clásica  de  Centurio,  a  la  cual 
no  llega  ciertamente,  pero  supera  en  mucho  a  las 
bárbaras  copias  de  Galterio  y  Pandulfo.  Sancho  de 
Muñón,  como  delicado  humanista  que  era,  le  ha 
conservado  el  sabor  plautino  del  original,  y  pone 
en  su  boca  chistes  de  muy  buena  ley.  Se  habla  de 
las  hazañas  de  Diego  García  de  Paredes,  y  replica 
muy   satisfecho :    « Aquí  está    Brumandilón,    que, 

>  siendo  maestro  de  esgrima  en  Milán,  le  enseñó  a 
»jugar  de  todas  armas...  Y  él,  viendo  mi  esfuerzo 
»eu  los  golpes,  mi  osado  atrevimiento  para  aco- 
» meter  seis  armados,  rebanar  brazos,  cortar  pier- 
»nas,  arpar  gestos,  hender  cabezas  y  otros  miem- 
»bros,  con  mi  exemplo  salió  tan  diestro  y  animoso 
*como  veis»  (pdg.  72).  En  otra  parte  exclama:  «La 

>  diversidad  y  gran  variedad  de  las  hazañas  que 
>por  mí  han  pasado  por  diversos  reinos  y  ciuda- 
»des  me  privan  de  memoria  que  me  acuerde  de 
»los  casos  particulares  que  tengo  hechos  por  todo 
>el  mundo»  (pdg.  103). 

»Pero  demos  paz  a  la  pluma,  porque  para  copiar 
todo  lo  bueno  que  hay  en  la  Tragicomedia  de  Li- 
sandro  y  Roselia  necesitaríamos  de  mucho  espa- 
cio. Don  Juan  Eugenio  Hartzenbusch  la  calificó 
perfectamente  en  estos  términos:  «El  libro  es  de  lo 
» mejor  que  en  su  tiempo  se  escribió  en  castellano. 
»E1  autor  se  muestra  doctísimo  en  todo  género  de 
» letras,  conocedor  profundo  del  corazón  humano, 


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NOTA   PRELIMINAR 


» hábil  pintor  de  costumbres  y  personaje  por  mu- 
*chos  títulos  distinguido.  > 

»La  caprichosa  injusticia  de  la  suerte  sepultó  en 
olvido  su  obra  apenas  nacida.  Un  solo  contempo- 
ráneo alude  a  ella:  Alonso  de  Villegas,  en  su  Co- 
media Selvagia.  Y  ya  en  el  siglo  xvii  debía  de  ser 
rara,  puesto  que  don  Nicolás  Antonio  sólo  cita  un 
ejemplar  que  guardaba  entre  sus  libros  don  Loren- 
zo Ramírez  de  Prado,  sin  duda  como  cosa  pere- 
grina.» 


De  esta  manera  juzga  la  Tragicomedia  de  Sancho 
de  Muñón  el  más  autorizado  y  más  ilustre  de  sus 
comentadores.  Sólo  las  tachas  del  frecuente  ser- 
moneo y  de  la  erudición  fácil  y  extemporánea  y  la 
repetición  impertinente  de  citas  y  aforismos  puso 
Menéndez  y  Pelayo  a  tan  singular  producción. 

Hablando  de  la  primitiva  Celestina,  había  dicho 
antes  D.  Leandro  F'ernández  de  Moratín:  «Tiene 
» defectos  que  un  hombre  inteligente  haría  des- 
»aparecer  sin  añadir  por  su  parte  una  sílaba  al 
»texto;  y  entonces,  conservando  todas  sus  belle- 
>zas,  pudiéramos  considerarla  como  una  de  las 
> obras  más  clásicas  de  la  literatura  española.»  Si 
esto  cabía  hacer,  sin  profanación  y  sin  mengua  de 
aquel  libro,  sagrado  tronco  secular  de  que  surgie- 
ron tantas  pomposas  y  floridas  ramas  de  las  his- 
panas letras,  ¿cómo  no  hacerlo,  con  respetuoso 


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NOTA   PRELIMINAR  XIX 

cariño,  en  su  más  bello  y  fragante  retoño?  Lleva- 
dos de  un  ahincado  afán  de  acertar,  hemos  ido  qui- 
tando, para  hacer  esta  reimpresión,  cuanto  juzga- 
mos que  a  un  lector  de  ahora  pudiera  parecerle 
fatigoso  y  excusado.  Sin  añadir  por  nuestra  parte 
una  sílaba  al  texto,  según  la  moratiniana  expresión, 
creemos  haber  dejado  en  él,  con  tales  supresiones, 
toda  la  fluida  gracia,  toda  la  franca  libertad,  toda 
la  fuerza,  el  desenfado,  el  colorido,  la  desnuda  ver- 
dad, caliente  y  palpitante,  de  un  libro  que  es  tan 
de  hoy  como  de  ayer;  del  que  se  exhala,  no  un  ran- 
cio olor  de  curiosa  antigualla,  sino  el  perenne  y 
fresco  aroma  de  la  belleza  de  las  obras  de  arte  de 
todos  los  tiempos. 

Claro,  brillante,  sugeridor  espejo  de  la  vida,  con 
sus  remansos  de  dulzura  y  sus  ansiosas  fiebres,  sus 
risas  y  su  lloro,  su  irrefrenable  convulsión  bajo  el 
bravio  y  dominador  impulso  de  la  carne,  fué  la  di- 
vina y  humana  historia  de  pasión  de  Melibea  y  Ca- 
lixto. Espejo  claro  y  fiel  es  también  esta  otra  en 
que  aparecen  juntos  en  un  beso  infinito  y  mortal 
los  anhelantes  labios  de  Lisandro  y  RoseHa,  y  en 
que,  sobre  sus  rostros  nimbados  y  encendidos  por 
la  solar  aureola  del  amor,  ríe  con  su  desdentada  y 
bigotuda  boca  Celestina ... 

Joaquín  López  Barbadillo. 


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9  Cragícomcdto 

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Facsímile  de  la  portada  de  la  edición  principe. 


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COMIENZA  LA  OBRA 

SÍGUESE  LA  TRAGICOMEDIA  DE  LISANDRO  Y 
ROSELIA,  LLAMADA  ELIGÍA,  Y  POR  OTRO  NOM- 
BRE  CUARTA  OBRA  Y  TERCERA  CELESTINA 


ACTO   PRIMERO 


ARGUMENTO    DE    LA    PRIMERA    CENA 

Lisandro ,  noble  mancebo ,  pasando  por  cierta  calle ,  vio  a  la  ven- 
tana a  Roselia,  doncella  de  alta  guisa,  de  cuyo  amor  es  vencido. 
Trabaja  Oligides,  su  leal  criado,  con  muchas  razones  y  exemplos 
de  apartarle  de  este  propósito  y,  al  cabo,  como  ve  que  su  traba- 
jo es  en  balde ,  promete  de  darle  medios  como  pueda  llevar  a 
execución  sus  deseos. 


LISANDRO. — OLIGIDES. 


Lisandro. — ¡Válame  el  poderío  de  Dios!  * 
Oligides. — ¿Qué  es,  señor? 


en 


*     La  sugestión  que  la   Tragicomedia  de  Calixto  y  Melibea  ejerció 
el  espíritu  del  autor  de  la  de  Lisandro  y  Roselia  y  el  afán  que  en  su 


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SANCHO    DE    MUNON 


Lisandro. — Desplega  tus  ojos,  levanta  tu  sen- 
tido: verás  una  criatura  en  quien  Dios  soberana- 
mente se  esmeró  con  su  pincel  en  el  debuxo  de  su 
fermosura.  Apelles,  excelente  pintor,  no  supiera 
pintar  tan  perfecta  imagen,  ni  natura  pudiera  más 
obrar  en  su  perfección.  ¡Oh  divino  resplandor, 
que  deslumbras  como  sol  a  los  ojos  que  te  miran! 

Oligides. — ¿Dó  está? 

Lisandro. — Ya  es  traspuesta  la  nueva  lumbrera, 
aquella  que  con  aventajada  claridad  al  día  priva  de 
su  luz;  ya  el  envidioso  lienzo  se  interpuso  y  causó 
eclipse,  escureciendo  mi  corazón  con  una  profunda 
tiniebla. 

Oligides. — ¿Es  la  que  recostada  estaba  en  la 
ventana  del  encerado? 

Lisandro. — Esa  mesma:  la  que  preso  me  dcxa 
en  cárcel  de  amor.  ¡Oh!  Si  bien  la  vieras,  contem- 
plaras una  concorde  proporción  de  sus  miembros, 
un  lindo  talle  de  cuerpo,  un  rostro  de  serafín ,  unos 
ojos  matadores,  una  gracia,  en  cuanto  Dios  puso 
en  ella,  que  no  parece  sino  piedra  imán:  así  atrae 


obra  mostró  Sancho  de  Muñón  por  remedar  a  Fernando  de  Rojas ,  se 
advierten  desde  la  primera  línea  del  diálog-o,  Calixto  inicia  allí  la  acción 
diciendo:  «En  esto  veo,  Melibea,  la  grandeza  de  Dios».  Y  explica: 
«...  en  dar  poder  a  natura  que  de  tan  perfeta  hermosura  te  dotase». 
Aquí,  exclama  Lisandro:  «  ¡Válame  el  poderío  de  Dios!  ».  Y  es  porque 
ha  visto  a  la  criatura  «  en  quien  Dios  soberanamente  se  esmeró  con  su 
pincel  en  el  debuxo  de  su  fermosura».  Sería  prolijo  ir  insistiendo  a  lo 
largo  del  libro  sobre  estas  semejanzas  que  tan  manifiestamente  se  acu- 
san desde  el  primer  instante. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA  D 

y  mueve  aun  los  corazones  de  acero,  y  los  hom- 
bres para  sí  convierte  con  su  jocunda  vista,  no 
menos  que  Orfeo  con  su  dulce  arpa  las  bestias 
fieras  atraía  al  sonido  de  su  armonía. 

Oligides. — Señor,  ¿no  miras  que  estás  parado 
en  lugar  sospechoso  y  que  darás  que  decir  a  las 
gentes?  Menéate  y  vamos  de  aquí;  no  estés  hecho 
piedra  mármol. 

Lisandro. — ¿A  dó  iré  con  el  cuerpo,  pues  el 
alma,  que  regirle  había,  le  desamparó?  Mal  se  guía 
la  nao  sin  gobernalle,  mal  el  barco  sin  remo.  Mis 
pensamientos  todos  se  ocupan  en  Roselia,  y  por 
ende  estoy  fuera  de  mí. 

Oligides. — No  te  congoxes  por  lo  que  por  ven- 
tura sería  muy  fácil,  por  mis  medios,  de  alcanzar. 

Lisandro. — ¡Habla  cortés!  Sin  tiento  prometes  lo 
que  hacer  no  podrás.  Piensa  primero  lo  que  dices, 
no  te  sea  feo  después  volver  atrás  tu  palabra. 

Oligides. — Lo  dicho,  dicho. 

Lisandro. — No  puedo  creer  que  tal  dicha  en  mí 
cupiese  que  la  cerugía  de  mi  mortal  e  incurable 
llaga  esté  en  tus  manos  puesta;  por  imposible 
tengo  que  nadie  pueda  merecer  alcanzar  dama  tan 
soberana  en  todo  merecimiento. 

Oligides. — Señor,  yo,  cuando  pequeño,  fui  paje 
de  su  padre,  que  en  gloria  sea,  y  su  madre  quié- 
reme mucho,  y  por  este  amor  y  conocimiento  entro 
allá  y  salgo  y  hablo  con  Roselia.  Mira,  pues,  señor, 
si  te  puedo  servir  y  si  hay  lugar  de  cumplir  lo  pro- 


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b  SANCHO    DE    MUNON 

metido;  que,  un  día  que  otro,  yo  la  tomaré  sola 
aparte,  y  le  diré  de  ti  por  el  mejor  estilo  que  sepa. 
Pero  avisóte  que  te  metes  en  un  abismo  profundo, 
en  un  encenagado  piélago,  en  un  mar  sin  pie,  en  un 
entrincado  laberinto,  que  primero  que  de  él  salgas 
has  de  pasar  por  muchos  peligros,  trabajos  y  zozo- 
bras que  te  sobrevernán  si  prosigues  este  intento. 

Lisandro, — Por  demás  fatigas  tu  lengua  a  darme 
consejo:  dada  es  la  sentencia  que  yo  muera  en  tal 
demanda.  Aunque  mil  vidas  perdiese ,  las  daría  por 
bien  empleadas;  que  ya  ardo  en  fuego  de  amor, 
ya  se  emprendieron  mis  entrañas  con  sólo  el  res- 
plandor que  del  mirador  salía,  do  aquellos  pechos 
virginales  recostados  estuvieron. 

Oligides. — No  te  aflijas,  que  para  todo  hay 
remedio  sino  para  la  muerte.  Pésame  que  lo  más 
noble  que  tienes,  que  es  el  ánimo,  lo  sujetas  a 
cosas  mortales  y  lo  empleas  en  aquello  que  ni 
quietud  ni  reposo  puede  darte,  ni,  después  de 
alcanzado,  sosiego  y  gloria  permanente. 

Lisandro. — ¡Inmortal  es  la  que  yo  amo,  y  la  que 
vi  ángel  es,  moradora  del  cielo,  pues  su  angélica 
figura  sobrepuja  y  vence  con  belleza  a  todo  lo 
criado! 

Oligides. — ¿Ángel  te  parece  la  que  del  amor 
divino  te  retrae  y  del  Criador  a  la  criatura  tu  deseo 
inclina?  ¿La  que  descubre  camino  para  tu  perdi- 
ción? 

Lisandro.  —  Hora  déxame,  no  me  prediques. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA  / 

Oligides. — jOh  señor,  que  tuerces  a  manizquier- 
da,  y  hace  mucho,  agora  que  eres  mancebo,  esco- 
ger la  manderecha!  La  sangre  del  torpe  cabrón  te 
enternece,  doma  y  ablanda,  y  no  hace  mella  en  ti 
la  punta  acerada  de  verdaderas  razones  ni  señal  la 
palabra  de  Dios  que  a  dos  filos  corta. 

Lisandro. — Pierdes  trabajo;  no  me  quiebres  la 
cabeza  con  tus  porradas.  ¡Hi  de  puta,  el  necio! 
¡Qué  caramillos  arma  por  salirse  afuera  del  juego! 
¡Por  mi  vida,  Oligides,  no  solías  tú  ser  tan  sancto 
ni  lo  eres!  ¿Qué  es  esto? 

Oligides. — En  todas  las  cosas,  señor,  guardar  el 
medio  es  loable  cosa;  yo,  si  peco,  con  templanza 
peco. 

Lisandro. — ¿Qué  excesos  me  ves  tú  hacer? 

Oligides. — Meterte  en  el  amor,  en  quien,  como 
dice  el  cómico,  todos  estos  vicios  reinan:  injurias, 
sospechas,  enemistades,  envidias,  celos,  iras,  pe- 
cados, vigilia,  paz,  guerra,  tregua. 

Lisandro. — ¡Ay,  ay,  ay!  ¡Miserable  me  siento, 
ardo  en  amor,  vivo  me  quemo,  y  muero  y  no  sé 
qué  me  haga!  De  ti  me  quexo,  que  me  puedes  re- 
mediar y  no  quieres. 

Oligides. — Pues  dices  eso,  aunque  poco  puedo, 
mis  fuerzas  pondré  en  servirte  en  este  negocio,  y 
no  me  acuses  cuando  salieres  del  yerro  en  que 
estás  metido,  y  plega  a  Dios  que  en  paz  salgamos 
todos,  y  no  seamos  tus  sirvientes  cebo  de  anzuelo 
^p  o  carne  de  buitrera. 


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SANCHO    DE    MUNON 


Lisandro, — ¿Qué  piensas  hacer? 

Oligides. — Mañana  te  doy  la  respuesta. 

Lisandro. — En  tus  manos  encomiendo  mi  ánima 
y  mi  espíritu. 

Oligides. — En  las  de  Dios,  señor. 

Lisandro. — Llama. 

Oligides. — Entra,  que  abierto  está. 

Lisandro. — Di  a  esos  mozos  que  no  me  trayan 
de  cenar. 

Oligides. — No  te  apasiones:  cena;  no  dobles 
tus  males. 

Lisandro. — No  estoy  para  ello. 

Oligides. — A  más  vendrás  de  esta  vez  que  a  no 
comer;  mas,  ¿qué  se  me  da  a  mí?  Ahórquenlo  en 
buen  día  claro,  siquiera  se  muera  o  le  tome  el 
diablo.  Andaos  por  ahí  a  decir  verdades  y  moriréis 
por  los  hospitales.  ¡No  es  tiempo  de  eso!  Ya  me 
llamaba  sancto,  y,  ¡par  Dios!,  las  buenas  doctri- 
nas de  Eubulo,  criado  antiguo  de  esta  casa,  me 
habían  casi  convertido;  pero  poco  puedo  medrar 
con  sus  devociones  y  sanctidades ;  no  ando  yo  tras 
eso,  ni  es  esto  lo  que  busco.  Quiero  perquisar  y 
inquirir  con  mi  pensamiento  la  entrada  a  Roselia  y 
ser  alcahuete.  ¡Venga  el  bien  y  venga  por  do  qui- 
siere! ¡A  tuerto  o  a  derecho,  nuestra  casa  fasta  el 
techo,  que  buena  parte  me  cabrá  de  sus  amores, 
que,  a  río  revuelto,  como  dicen,  ganancia  de  pes- 
cadores ! 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


ARGUMENTO    DE    LA    SEGUNDA    CENA 

Después  de  ido  Oligides  a  dar  orden  como  su  señor  se  vea  con 
Roselia,  queda  Lisandro  manifestando  su  pasión  con  palabras 
muy  lastimeras  a  Eubulo ,  hombre  de  honestas  costumbres ,  cria- 
do suyo.  Este  nunca  cesa  de  darle  consejos  buenos,  aunque  por 
demás  se  fatiga.  Vuelve  Oligides  y  dice  que  hay  oportunidad 
para  ver  y  hablar  a  Roselia.  Cabalga  Lisandro;  van  delante  del 
sus  dos  mozos  de  espuelas  Siró  y  Geta;  éstos  pasan  entre  sí  co- 
sas muy  donosas,  de  las  que  entre  semejantes  suelen  pasar,  y  al 
cabo  burlan  de  los  desatinos  que  su  amo,  vencido  del  amor, 
dice  a  su  querida  Roselia.  Venido  Lisandro,  retráese  a  su  apo- 
sento. 


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LISANDRO.  —  EUBULO.  —  OLIGIDES.  —  SIRÓ.  —  GETA. 

Lisandro. — ¡Ay  de  mí!  Si  tan  discreto  fuese  para 
quexarme  como  soy  yunque  para  sufrir,  conoce- 
rías, Eubulo,  en  mis  abrasadas  palabras  el  fuego 
del  lastimado  corazón.  Cuanto  más  el  deseo  se 
aviva,  tanto  más  la  esperanza  me  fallece  de  gozar 
de  aquel  ángel  caído  del  cielo  para  enamorar  el 
mundo. 

Eubulo. — Señor,  si  vas  por  el  camino  de  tu  de- 
seo, créeme  que  no  irás  conforme  a  discreción  y 
honsa,  ca  la  pasión  que  te  ocupa  no  te  dexará 
juzgar  la  verdad.  No  te  arrojes  ni  abalances  en  esa 
hoguera  tan  apresuradamente,  sin  primero  mirar  lo 
que  haces;  que  quien  de  presto  se  determina,  muy 
de  espacio  se  arrepiente. 

Lisandro. — Bien  veo,  Eubulo,  que  a  tus  tan  sen- 
tenciosas  palabras  no  bastan   ningunas  fundadas 


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10  SANCHO    DE    MUÑÓN 


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razones;  pero,  ¿qué  quieres  que  haga,  que  a  las 
fuerzas  de  amor  el  resistir  es  querer  ser  ven- 
cido? 'I 

Eubulo. — El  huir  es  vencer;  por  ende,  huye  las  W 

ocasiones;  no  pases  más  por  su  puerta  ni  la  veas.  (L 

Lisandro. — ¿Qué   dices,  mal  mirado?  ¿Que  no  ^ 

vea  la  lumbre  de  aquellos  alindados  ojos  que  ale- 
gremente esclarecen  la  oscura  pena  de  mi  alma? 
¿Que  no  vea  aquel  cuerpo  glorificado,  en  quien 
Dios  francamente  repartió  sus  gracias?  ¿Que  no 
vea  aquella  soberana  pintura,  cuyas  sobras  de  fer-  ^^ 

mosura,  si  repartidas  fueran  por  todo  el  mundo, 
no  habría  cosa  fea  en  él?  ¡Llámame  acá  a  Oiigides, 
que  mucho  tarda! 

Eubulo. — (Escocióle  el  buen  consejo.) 

Lisandro. — ¿Qué  dices? 

Eubulo. — Digo  que  voy. 

Lisandro. — ¡Allá  irás!  ¡Al  diablo  tanto  discreto 

como  yo  tengo  en  esta  casa! 

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A? 
Eubulo. — Señor,  vesle  aquí:  viene  de  fuera.  7/ 

Oiigides. — De  tus  negocios,  señor.  ^ 

Lisandro. — ¡Oh    hermano   Oiigides!  ¡No    menos  £ 

alegre  me  haces  con  tu  venida,  que  deseoso  he  es-  /? 

tado  de  tu  presencia!  ¿Qué  has  pensado  en  mi  re-  ¿| 

medio?  /> 

Oiigides. — ¿Qué?  Que,  par  Dios,  vengo  de  allá;  ^¡ 

y  si  vas  luego,  verás  a  Roselia  en  la  ventana  de  h 

jaspe,  y  podrá  ser  que  la  hables  si  te  das  buena  'I 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


11 


maña;  que  su  madre  Eugenia  es  ida  a  ver  a  su  her- 
mano Menedemo,  que  malo  está. 

Lisandro. — ¿Y  tardabas  en  decírmelo?  ¡Mozos 
¡Siró! 

Siró. — Señor. 

Lisandro. — Saca  ese  cuartago  blanco,  y  límpialo 
y  ponle  las  mejores  guarniciones  y  más  ricas  que 
tengo.  ¿Tardas,  lerdo?  ¡Rabiosa  landre  y  fin  desas- 
trado te  arrebate!  ¡Así  eres  perezoso! 

Siró. — (Ahí  te  estarás,  don  necio  testarudo.  No 
se  le  cuece  el  pan;  en  un  momento  lo  querría  ver 
todo  hecho.) 


Lisandro. — Llégate  acá,  único  socorro  de  mis 
pasiones.  ¿Qué  nuevas  traes?  ¿Hablaste  con  aque- 
lla que  par  no  tiene  en  la  tierra,  y  en  el  cielo  com- 
pete con  los  bienaventurados? 

Oligides. — (Otro  Calixto  hereje  tenemos.)  * 


*  Repetidamente  Calixto ,  en  la  Celestina  de  Rojas ,  se  ve  acusado 
de  herejía  por  sus  ponderaciones  o  de  la  excelsitud  de  Melibea  o  del 
amor  que  él  la  profesa.  Acaso  el  más  curioso  pasaje  de  esta  cuerda  es 
el  sig-uiente : 

Calixto:  ...  Por  Dios  la  creo,  por  Dios  la  confieso,  e  no  creo  que  hay 
otro  soberano  en  el  cielo,  aunque  entre  nosotros  mora. — Sempronio: 
i  Ah  ,  ah  ,  ah  !  ¿  Gistes  qué  blasfemia  ?  ¿  Vistes  qué  ceg-uedad  ?  —  Ca- 
lixto: ¿  De  qué  te  ríes  ?  —  Sempronio :  Rióme  que  no  pensaba  que  había 
peor  invención  de  pecado  que  en  Sodoma.—  Calixto:  ¿Cómo?  — Sem- 
pronio :  Porque  aquellos  procuraron  abominable  uso  con  los  ángeles  no 
conocidos,  e  tú  con  el  que  confiesas  ser  Dios.  —  Calixto:  Maldito  seas, 
que  fecho  me  has  reir,  lo  que  no  pensé  ogaño.  (Tomo  I,  páginas  44  y  45, 
Madrid,  1913,  edición  Cejador.) 


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12 


SANCHO    DE    MUNON 


Lisandro, — ¿Qué  dices  de  Calixto? 

Oligides. — Que  no  tuvo  tanta  razón  para  amar 
a  Melibea,  aunque  fué  mucha,  como  tú  tienes  para 
querer  y  desear  a  Roselia. 

Lisandro. — ¿De  mi  señora  dices?  ¿Vístela? 

Oligides. — Vila. 

Lisandro. — ¿Qué  te  pareció? 

Oligides. — Una  estrella  del  cielo  caída. 

Lisandro. — Poco  dices. 

Oligides. — Un  retrato  sacado  de  la  hermosura 
de  Venus.  Vengo  de  allá,  y  estaba  Roselia  con  su 
madre,  y  por  esta  causa  no  se  ofreció  lugar  para 
en  secreto  manifestarle  tu  pasión;  mas  no  dexé  de- 
clarársela en  público  con  palabras  encubiertas,  si 
ella  me  quiso  entender. 

Lisandro. — Dime  eso,  que  me  es  sabroso  de  oir. 

Oligides. — A  la  fe,  preguntóme  Eugenia  con 
quién  vivía:  de  aquí  tomé  yo  ocasión  y  materia 
para  decir  de  ti  muchos  loores,  con  achaque  que 
tenía  buen  amo  y  que  estaba  a  mi  contento;  y  tan 
to  me  extendí  en  figurar  tus  perfecciones  por  ex- 
tenso, que  temo  haber  caído  en  sospecha  a  su  ma- 
dre, y  que  haya  sentido  mis  pasos.  Finalmente, 
dixe  que  de  pocos  días  acá  una  grave  dolencia  te 
tenía  en  la  cama,  y  en  esto  hice  del  ojo  a  Roselia; 
entonces  ella  sonrióse;  creo  que  me  entendió,  y  en 
Dios  y  en  mi  ánima  que  no  le  pesaba  cuando  de 
ti  me  oía  mentar,  que  bien  atenta  estuvo.  Así  que, 
señor,  como  el  aparejo  faltase  y  no  hubiese  opor- 


fe 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


13 


tunidad  a  lo  que  iba,  y  también  que  ia  madre  se 
componía  para  visitar  a  su  hermano,  despedíme,  y 
dejo  a  Roselia  en  la  ventana  que  sale  a  las  huertas. 

Lisandro. — ¿No  podías  tornar  después  que  se 
fué  Eugenia? 

Oligides. — ¡Allegaos  a  eso!  Déxala  tras  siete 
llaves. 


Lisandro. — ¿Viene  ese  caballo? 
Siró. — Señor,  vesle  aquí. 

Lisandro. — ¿Habías  tú  de  subir  en  él  o  yo?  ¡Lim- 
pia esas  ancas,  torpe! 

Siró. — Señor,  Geta  lo  almohazó. 

Lisandro. — ¡Lléveos  el  diablo  a  ti  y  a  él! 

Siró. — (A  ti  te  llevará,  pues  te  tiene  ya  por  suyo.) 

Geta. — ¿Qué  dexiste  de  mí? 

Siró. — Déxame,  que  temía  algún  palo  de  aquel 
desabrido  loco. 

Geta. — ¿Y  por  eso  me  habías  de  hacer  culpante 
de  tu  yerro?  Así  se  urden  ellas:  rascaba  yo  el  ca- 
ballo, y  íbalo  él  a  fregar  con  el  mandil  pisado  de 
la  muía  para  ensuciar  lo  que  yo  limpiaba.  ¡Hi  de 
puta,  si  me  vieras  hacer  cosa  que  no  debiera,  cómo 
lo  parlaras  luego!  Pues  si  yo  dixese  la  llaga  que 
heciste  al  caballo  alazán  en  el  bezo  con  el  acial 
cuando  lo  herraba,  no  estarías  más  un  día  en  casa. 
Si  quieres  que  digan  bien  de  ti.  Siró,  no  digas  mal 
de  ninguno. 


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14 


SANCHO    DE    MUNON 


Siró. — De  poco  te  enojas;  aparejado  eres  para 
hacer  ruido.  ¡Oye,  oye,  que  nuestro  halcón  ha  vis- 
to la  garza!  ¡Cómo  se  azora  y  se  entona!  Veamos 
lo  que  le  dice. 

Geta. — Colorado  se  paró. 

Siró. — Es  del  mucho  fuego  que  está  en  su  cora- 
zón y  resulta  por  la  cara. 

.  Lisandro. —  Entre  muchos  beneficios,  Roselia, 
que  de  Dios  recebidos  tengo,  hallo  por  suprema 
bondad  ponerme  en  cuenta  y  número  de  tus  ser- 
vidores, porque  ser  yo  tu  siervo  es  título  para  mí 
que  más  gloria  en  esta  vida  no  me  puede  venir.  No 
me  niegues,  señora,  tu  gracia  para  me  salvar,  pues 
las  sabrosas  encinas  amparan  los  cansados  y  aso- 
leados animales  para  les  dar  solaz. 

Geta. — ¿No  miras  cómo  se  turbó  delante  su 
dama?  Más  que  necedades  se  deja  decir. 

Siró. — No  te  maravilles;  que  el  amor  le  ciega. 

Lisandro. — No  seas  como  el  laurel,  de  que  no 
se  coge  sino  la  verdura  de  el  esperanza  sin  fruto 
de  galardón.  Y  pues  con  tu  vista  me  has  herido  de 
manera  que  no  pudiese  escapar  de  tus  manos,  en 
ellas  ofrezco  mi  vida,  que  en  sólo  tu  favor  consiste. 

Roselia. — El  favor,  Lisandro,  que  de  mí  habrás, 
si  en  tus  torpes  deseos  perseveras,  será  el  que  dio 
la  nombrada  Judich    al  soberbio    de  Holofernes 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


15 


porque,  con  el  mesmo  intento  que  muestras  en  tus 
deshonestas  palabras,  le  manifestó  su  ilícito  amor; 
y  de  mí  tomaría  tal  castigo  si  en  poder  me  viese 
de  tu  atrevido  pensamiento,  cual  la  dueña  Lucre- 
cia, forzada  de  Tarquino. 

Lisandro. — Antes  escogeré  que  des  fin  a  mi  vida 
que  principio  a  tus  enojos.  Cuanto  más,  ¿qué  ma- 
yor castigo  o  pena  quieres  de  mí  tomar  de  la  que 
me  has  causado?  Por  tanto,  te  suplico,  pues  en 
todo  sin  proporción  ni  comparación  te  aventajas, 
así  en  alta  y  serenísima  sangre  como  en  resplande- 
cientes virtudes,  que  uses  de  misericordia  con  este 
tu  cautivo  que  más  que  a  sí  te  ama;  que  no  es  de 
nobleza  satisfacer  con  ingratitud. 

Roselia. — ¡Vete  de  ahí,  loco!  ¡No  muevas  mi 
saña  a  más  ira  con  tus  atrevidas  y  torpes  razones! 

Lisandro. — ¡Perdona  mi  loco  atrevimiento  y  mi 
atrevida  osadía;  que  el  dolor  del  corazón  quita  el 
concierto  de  la  lengua !  ¡  No  te  muestres  tan  brava 
a  tan  manso  cordero,  que  como  vela  de  cera  se 
gasta  en  tu  servicio,  y  tú  en  pago  le  das  sólo  que 
muera. 

Siró. — Señor,  ¿con  quién  departes?  Roselia  es  ida. 

Lisandro. — Consuelo  es  a  los  penados  contar 
sus  fatigas. 


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Geta. — ¿Notaste,  Siró,  las  retólicas  de  nuestro 
amo? 

Siró. — ¿Y  cómo?  Dos  semejanzas  tengo  en  la 


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16 


SANCHO    DE    MUNON 


memoria  harto  subidas,  de  que  conté  aprove- 
charme en  una  carta  de  amores  que  he  de  enviar  a 
Trasilla,  aquella  moza  salada  de  doña  Estefanía. 

Geta. — ¿Entendístelas? 

Siró. — Bien. 

Geta. — Dime  lo  del  laurel,  que  el  apodo  de  la 
encina  claro  está:  que  ampara  los  fatigados  ani- 
males, esto  es,  los  hambrientos  puercos,  engor- 
dándolos con  bellota;  que  ansí  su  señora  le  engor- 
daría con  su  gracia. 

Siró. — ¡Por  San  Pelayo  que  lo  declaraste  bien; 
que  aun  yo  no  lo  entendía! 

Geta. — También  entendiera  lo  del  laurel,  sino 
que  no  estuve  atento;  porque  en  esto  dióme  Dios 
gracia  especial,  que  mi  madre  me  dixo  que  nací  en 
signo  de  letras. 

Siró. — Del  laurel  dijo  que  no  se  coge  sino  har- 
tura de  esperanza. 

Geta. — No  dirá  sino  de  panza. 

Siró. — Creo  que  sí. 

Geta. — Mira  cómo  caí  en  la  cuenta.  ¿Entiéndeslo? 

Siró. — Poco. 

Geta. — Este  dicho  conforma  con  el  precedente; 
porque  Panza  es  un  sancto  que  celebran  los  estu- 
diantes en  la  fiesta  de  Santantruejo ,  que  le  llaman 
«sancto  de   hartura»*;  y  así  Lisandro,  loando  a 


*  Según  Menéndez  y  Pelayo ,  acaso  no  fué  ajena  esta  fiesta  de 
Panza  al  nombre  que  Cervantes  dio  al  escudero  de  Don  Quijote.  (Orí- 
genes de  la  novela ,  t.  III,  págf.  CCXXIV.) 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


17 


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SU  señora,  la  llama  hartura  de  panza,  y  que  no 
sea  laurel  que  no  da  fruto. 

Siró. — ¿Dónde  aprendiste  tanto? 

Geta.— En  el  general  de  Física,  cuando  llevaba 
el  libro  a  un  popilo,  oí  al  bedel  de  las  escuelas 
echar  la  fiesta  de  Panza;  y  como  dicen  por  el  hilo 
se  saca  el  ovillo,  de  aquella  palabra  «panza>  saqué 
la  sentencia  de  nuestro  amo. 

Lisandro. — Mozos,  cerrad  las  puertas  de  la  calle. 
No  me  entre  acá  nadie.  A  cuantos  vinieren  me 
negad. 

Siró. — Hacerse  ha,  señor. 


I 


ARGUMENTO  DE  LA  TERCERA  CENA 
Después  que  Lisandro  se  ve  solo  en  su  retraimiento ,  al  son  de  su 
vihuela  canta  canciones  de  gran  sentimiento ,  en  que  manifiesta 
su  pena.  Estánle  un  poco  escuchando  sus  dos  escuderos  Oligides 
y  Eubulo,  discantando  sobre  las  palabras  que  le  oyen  decir. 
Siéntelos  Lisandro  y  manda  que  entren .  Da  gran  priesa  a  Oligi- 
des a  que  busque  remedio  para  su  mal ,  el  cual  todo  dice  Oligides 
estar  en  manos  de  la  nueva  Celestina,  Elicia,  sobrina  de  la  bar- 
buda ,  cuyo  saber  en  arte  de  alcahuetería  mucho  encarece .  Vanla 
a  llamar  Eubulo  y  Oligides ,  y  en  el  camino  declaran  toda  la  vida 
y  origen  de  ésta ,  y  por  muchas  razones  concluyen  en  que  va  sin 
ningún  color  de  verdad  la  fábula  que  de  la  resurrección  de  la 
vieja  Celestina  anda. 

OLIGIDES. — EUBULO. — LISANDRO. 

Oligides. — Bien  será  que  entremos,  no  se  mate 
ese  loco,  que  solo  en  la  cuadra  se  encerró  acom- 
pañado de  tinieblas. 


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18 


SANCHO  DE  MÜNON 


Eubulo. — Déxale;  que  la  oscuridad  y  desiertos 
consolación  es  para  los  tristes  enamorados. 
Oligides. — Su  voz  oyó,  que  trovando  está. 
Lisandro. — ¡Oh  vana  esperanza  mía, 
conviene  que  desesperes, 
pues  tu  desventura  guía 
la  contra  de  lo  que  quieres! 
Eubulo. — Bien   dice;   que  donde  falta  ventura, 
poco  aprovecha  esforzarse. 

Lisandro. — Cubre  tu  verde  color 
con  luto  de  triste  duelo , 
y  no  esperes  ya  consuelo 
que  consuele  tu  dolor. 
Oligides. —  ¡Qué    intolerable    trabajo    consigo 
traen  estos  caballeros  de  Cupido,  que  ningún  hu- 
mano consuelo  basta  a  consolar  sus  vidas  apasio- 
nadas!   Dulcemente  toca   la   vihuela;    por   Dios, 
llorar  me  hace. 

Eubulo. — Los  romances  y  cantos  de  amores  son 
para  él  tizones  que  refocilan  el  su  fuego  y  enconan 
más  la  llaga. 

Oligides.  —  Yo  había  oído  decir  que  las  lágri- 
mas y  sospiros  mucho  desenconan  el  corazón  do- 
lorido. * 

Eubulo.— En  otras  pasiones  sí,  pero  no  en  caso 
de  amores. 


*  * Sempronio:  ...  Dexemos  llorar  al  que  dolor  tiene,  que  las  lá- 
Sfrimas  e  sospiros  mucho  desenconan  el  corazón  dolorido.  »  (Celes- 
tina, I,  pág.  38,  edic.  cit.) 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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Lisandro. — ¿Quién  está  ahí  fuera? 

Oligides. — Señor,  nosotros. 

Lisandro. — Entrad  acá.  ¿No  veis  que  cuanto 
más  de  tormento  huyo,  tanto  más  se  me  acerca  la 
muerte  en  pensar  la  respuesta  que  hube  de  aquella 
cara  de  ángel  y  corazón  de  tigre? 

Eubulo. — Por  eso  es  bueno  estar  bien  con  Dios. 

(Oligides. — Calla  en  mal  punto;  no  le  mientes 
agora  devociones,  que  todas  las  cosas  tienen  su 
tiempo  y  sazón. 

Eubulo. — Las  cosas  de  Dios  en  todo  tiempo  y 
lugar  vienen  sazonadas. 

Oligides. — ¿No  callarás?  Cose  la  boca  si  no 
quieres  que  te  reña.) 

Lisandro. — ¿Qué  es  lo  que  habláis?  ¿Qué  sentís 
de  esto? 

Oligides. — Decíamos,  señor,  que  tienes  poco 
sufrimiento;  en  poca  agua  te  ahogas. 

Lisandro. — ¿En  poca?  ¿Qué  dolor  hay  igual  al 
mío,  ni  qué  tormento  o  afán  que  comparado  con 
el  mío  no  sea  descanso? 

Oligides. — Señor,  no  es  cordura  tomar  senderos 
nuevos  y  dexar  caminos  viejos:  el  seguro  camino 
es  el  de  las  carretas.  Dígolo,  porque  es  mejor 
acuerdo  que  una  mujer  entienda  en  esto  que  no  tú 
sin  tercero,  o  yo,  que  soy  sospechoso;  que,  al  fin, 
mal  se  tañe  la  vihuela  sin  tercera;  en  el  cielo,  sin 
medianera  no  se  alcanza  cosa  que  buena  sea,  cuanto 
más  en  el  suelo;  lo  demás  es  andar  de  muía  coxa. 


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20 


SANCHO  DE  MUÑÓN 


Lisandro. — ¿Conoces  tú  alguna? 

Oligides. — No  una,  sino  ciento.  Está  sembrada 
!a  ciudad  de  ellas:  no  hay  mujer  cantonera  que  no 
tenga  su  vieja  al  lado  para  que  sea  corredora  de 
estas  ventas  y  compras.  En  especial  conozco  una 
de  este  oficio,  la  más  principal  y  famosa  en  el 
pueblo  y  que  más  negocios  y  despachos  tiene,  así 
con  legos  como  con  clérigos,  ca  ninguna  cosa  toma 
entre  manos  que  no  salga  con  ella:  aunque  sea 
encerrada  tras  siete  paredes,  la  hará  venir  a  quien 
se  lo  encomendare.  Creo  que  es  un  poco  hechi- 
cera. 

Euhulo. — No  hay  otro  tan  eficaz  hechizo  como 
es  el  amor:  éste  a  las  muy  recogidas  trastorna,  y 
los  ermitaños  busca  por  los  yermos,  y  a  los  reli- 
giosos quita  la  atención  en  el  coro.  Esos  otros 
hechizos  poco  obran  donde  no  hay  amor. 

Lisandro. — ¿Podríala  yo  hablar? 

Oligides. — Yo  te  la  traeré  acá  con  que  me  des 
señal,  que  le  dé,  que  será  bien  pagada. 

Lisandro. — Dale  ese  par  de  doblas  y  tráemela 
luego  acá;  no  tardes.  Y  a  la  vuelta,  escogerás  de 
esa  caballeriza  un  caballo  para  ti,  en  que  rúes. 

Oligides. —  ¡Oh,  señor!  ¡Singular  merced!  Yo 
voy. 

Lisandro. — Dios  te  guíe.=¡Oh  grandeza  de  Dios! 
En  esto  muestras  tu  potencia:  en  dar  poder  a  mi 
inmérito  que  merezca  hablar  a  esta  vieja,  que  no 
puede  ser  sino  mujer  muy  honrada  si  tal  cosa  me 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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promete  de  traerme  a  mi  deseado  fin  y  mis  culpas 
y  pecados  no  sean  causa  de  perder  tan  gran 
premio. 

Eubulo. — Tus  delictos  y  ofensas  que  a  Dios  has 
cometido  darán  ocasión  a  que  tú  alcances  eso  y 
más. 

Lisandro. — ¡Calla:  no  hables  más  palabra! 

Eubulo. — Callaré,  por  tu  mal. 

Lisandro. — ¡Descortés,  ¿queréis  vos  contrade- 
cirme? ¡Tan  bueno  Pedro  como  su  amo!  Vete  con 
Oligides;  acompaña  aquella  dueña. 

Eubulo. — ¡Hola!,  ¡hola!  ¡Oligides,  ce! 

Oligides. — ¿Acá  vienes? 

Eubulo. — Vengo.  ¿Quién  es  esa  negra  señora 
que  venimos  a  traer  de  la  mano? 

Oligides. — Yo  te  lo  diré:  bien  habrás  oído  men- 
tar a  Celestina  la  barbuda,  la  que  tenía  el  Dios-os- 
salve  por  las  narices,  aquella  que  vivía  a  las  tene- 
rías. ¿No  caes? 

Eubulo. — ¡Oh!,  ¡oh!  ¡Di,  di,  que  ya  caigo,  que 
como  ha  habido  tantas  y  hay,  no  sabía  por  quién 
decías! 

Oligides. — Esta  dexó  dos  sobrinas,  Areusa  y 
Elicia.  Areusa  llevóla  Centurio  al  partido  de  Va- 
lencia; quedó  Elicia  ya  vieja  y  de  días,  la  cual, 
viendo  que  los  años  arrugaban  su  rostro  y  que  su 
casa  no  se  frecuentaba,  como  solía,  de  galanes,  ni 
menos  sus  amigos  la  visitaban,  determinó,  pues 


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SANCHO    DE    MUÑÓN 


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con  su  cuerpo  no  podía  ganar  de  comer,  ganallo 
con  el  pico  y  tomar  el  oficio  de  su  tía. 

Eubulo. — ¡Y  cómo  si  sabría  usar  del!  De  mala 
berenjena  nunca  buena  calabaza,  y  de  mal  cuervo 
nunca  buen  huevo.  Yo  oí  que  su  tía  la  dexó  por 
heredera,  en  el  testamento,  de  una  camarilla  que 
tenía  llena  de  alambiques,  de  redomillas,  de  barri- 
llejos  hechos  de  mil  facciones  para  que  mejor  exer- 
citase  el  arte  de  hechicería,  que  ayuda  mucho, 
según  dicen ,  para  ser  afamada  alcahueta.  ¡Ya  creo 
que  es  bien  diestra,  astuta  y  sagaz  en  estas  artes 
liberales! 

Oligides. — Éralo  en  días  de  la  madre  bendita, 
cuanto  más  agora  que  el  tiempo,  inventor  de  las 
cosas,  la  habrá  hecho  artera  y  enseñado  más  de  lo 
que  sabía,  y  ella,  con  la  experiencia  que  tiene,  ha 
conservado  lo  que  con  diligencia  alcanzó.  La  mes- 
ma  Celestina,  espantada  del  saber  de  su  sobrina, 
dijo  a  Areusa:  « ¡  Ay,  ay,  hija,  si  vieses  el  saber  de 
tu  prima,  y  cuánto  le  ha  aprovechado  mi  crianza  y 
mis  consejos  y  cuan  gran  maestra  está! »  Pues  esta 
Elicia,  por  que  más  se  cursase  su  casa  y  fuese  más 
conocida  y  tenida,  tomó  el  nombre  de  su  tía,  y  así 
se  llama  Celestina,  y  desto  se  jactaba  ella  a  su 
prima  Areusa  y  a  otras  muchas  personas,  adevi- 
nando  a  lo  que  había  de  venir,  si  bien  me  acuerdo, 
por  estas  palabras:  «Allí  estoy  aparrochada;  jamás 
perdetá  aquella  casa  el  nombre  de  Celestina,  que 
Dios  haya;  siempre  acuden  allí  mozas  conocidas  y 


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allegadas,  medio  parientas  de  las  que  ella  crió;  allí 
hacen  sus  conciertos,  de  donde  se  me  seguirá  algún 
provecho.  >  Y  muchos  extranjeros  que  no  conocie- 
ron a  Celestina  la  vieja  sino  de  oídas,  piensan  que 
es  ésta  aquella  antigua  madre,  porque  vive  en  la 
mesma  vecindad;  y  tienen  razón  de  creello,  ca  nin- 
guna remedó  tan  bien  las  pisadas  y  exemplos,  la 
vida  y  costumbres  de  la  vieja,  como  ésta;  que  en 
la  cuna  le  mostraba  a  parlar  las  palabras  de  que 
ella  usaba  para  sus  oficios,  de  manera  que  con  la 
leche  mamó  lo  que  sabe.  Así  que  si  Celestina  toma 
esta  empresa,  por  nuestro  queda  el  campo.  Bien 
puede  dormir  descuidado  Lisandro,  que  fasta  su 
cama  la  hará  venir  a  Roselia:  tanta  es  la  virtud 
que  en  su  lengua  tiene. 

Eubulo. — Ya  que  el  pecado  lo  quiso  que  tan  a 
pechos  busque  nuestro  amo  su  perdición,  ¿no 
sería  mejor  que  llamases  a  su  tía  la  barbuda,  pues 
ha  resucitado?  * 


*  Alusión  a  la  Segunda  comedia  de  Celefttina,  en  lo  qnal  (sic)  se 
trata  de  los  amores  de  vn  cauallero  llamado  Felides  y  de  vna  donzella 
de  clara  sangre  llamada  Polandria.  Es  en  esta  obra  de  Feliciano  de 
Silva,  impresa,  en  Medina  del  Campo,  ocho  años  antes  que  la  Tragi- 
comedia de  Lisandro  i¡  Roselia,  donde  se  encuentra  la  invención  de 
haber  resucitado  la  Celestina  de  Fernando  de  Rojas. 

Por  cierto  que  el  glorioso  autor  de  los  Orígenes  de  la  novela  padeció 
al  hablar  de  esto  (t.  III,  p.  CCV)  una  ofuscación  más  que  explicable  en 
maestro  que  sabía  y  enseñaba  tantas  disciplinas  científicas. 

Decía  Menéndez  y  Pelayo  : 

«  La  farsa  de  la  resurrección  de  Celestina  está  presentada  con  bas- 
tante habilidad  e  interés  y  tiene  el  mérito  de  que  no  se  descifra  hasta  la 


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SANCHO    DE    MUNON 


Oligides. — ¿Quién  te  lo  dixo? 

Eubulo. — No  se  suena  otra  cosa  en  la  ciudad. 

Oligides. — Engañaste. 

Eubulo. — Bien  sé,  aunque  la  vulgar  opinión  tiene 
que  resucitó,  que  estuvo  escondida  en  casa  del 
Arcediano,  por  vengarse  de  Sempronio  y  Parmeno. 

Oligides. — Menos  eso.  Habrás  de  saber  que 
Celestina  la  vieja  verdaderamente  murió,  y  la  ma- 
taron Sempronio  y  Parmeno  por  la  partición  de 
las  cien  monedas  y  la  cadenilla  que  le  dio  Calixto. 
Y  esto  ser  verdad  lo  afirman  hoy  día  los  vecinos 
que  se  hallaron  presentes  a  su  muerte  y  entierro, 
los  cuales  acudieron  a  las  voces  de  Celestina,  que 
se  quexaba  y  pedía  favor  diciendo:  «¡Justicia, 
justicia,  señores  vecinos,  que  me  matan  en  mi  casa 


última  escena  con  estas  palabras  de  Felides :  «  Pues  sabed  que  una  per- 
»sona  honrada  y  quien  a  Celestina  es  en  gran  car§fo  la  tuvo  escondida 
»todo  el  tiempo  que  se  dijo  que  era  muerta;  y  ella  con  sus  hechizos  hizo 
»parescer  todo  lo  pasado  para  se  vengfar  de  los  criados  de  Calixto,  por- 
»que  le  querían  tomar  lo  que  su  amo  le  había  dado;  y  hizo  con  sus  en- 
xcantamientos  parescer  que  era  muerta,  y  ag-ora  fingió  haber  resucita- 
»do...  Y  sea  en  gran  secreto,  porque  el  Arcediano  viejo  me  lo  dijo,  que 
»con  esto  le  quiso  pagar  muchas  deudas  de  cuando  era  mozo,  que  desta 
»buena  m'ijer  había  rescibido.»  (Colecciónele  libros  espaíioles  raros  o 
cariosos,  tomo  noveno,  págs.  513  y  514.) 

Y  lo  positivo  es  que  en  el  mismo  momento  en  que  aparece  Celestina 
en  la  obra  de  Feliciano  de  Silva  (séptima  cena)  ya  ella  misma  declara  y 
puntualiza,  con  sus  detalles  y  por  qués,  la  comedia  de  la  resurrección, 
hablando  a  su  comadre  Zenara  de  este  modo:  «...  Yo  me  quiero,  señora 
comadre,  contigo  declarar;  y  es  que  yo  vine  aquí  a  casa  del  señor  Arce- 
diano viejo,  como  a  casa  del  señor  y  padre,  a  ser  encubierta  de  la  ven- 
ganza que  de  los  criados  de  Calixto  yo  quise  tomar,  fingiendo  con  mis 
artes  que  era  muerta.»  (Pág.  64.) 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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estos  rufianes!»  *  Y  nuestra  Elicia,  en  la  historia, 
la  llora:  « ¡Muerta  es  mi  madre  y  mi  bien  todo!  >  Y 
también  la  oyeron  decir  a  su  prima  Areusa  estas 
palabras,  de  su  tía:  « ¡Ya  está  dando  cuenta  de  sus 
obras;  mil  cuchilladas  la  vi  dar  a  mis  ojos;  en  mi 
regazo  me  la  mataron!»  ¿Qué  más  claro  lo  quie- 
res? Ni  es  de  creer  que  la  justicia  degollara  a  los 
escuderos  de  Calixto  sin  hacer  suficiente  informa- 
ción si  murió  o  no;  en  especial  que  el  Corregidor 
eia  amigo  de  Calixto  y  fué  criado  de  su  padre 
según  verás  en  las  quexas  que  él  muestra  tener  di- 
ciendo: «¡Oh  cruel  juez,  y  qué  mal  pago  me  has 
dado  del  pan  que  de  mi  padre  comiste! »  Y  si  los 
degolló,  fue  porque  claramente  el  alguacil  que  aca- 
so pasaba  por  ahí,  rondando  la  noche,  oyó  los  gri- 
tos y  vio  la  sangre  por  el  suelo  y  a  Celestina  ten- 
dida, con  muchas  y  espesas  estocadas.  Ni  es  cosa 
de  decir  que  ella  tuvo  lugar  para  hacer  encantacio- 
nes o  algunos  embustes  para  no  morir,  porque  la 
tomaron  desapercibida  en  la  cama;  cuanto  más 
que  si  Celestina  estuviera  encubierta  en  casa  del 
Arcediano,  hiciéralo  saber  a  sus  sobrinas  secreta- 


^ 


*  Siempre  que  Sancho  de  Muñón  hace  una  referencia  a  dichos  o 
hechos  de  personajes  de  la  Celestina  es  escrupulosamente  textual.  Las 
cuatro  que  aquí  se  transcriben,  por  ejemplo,  están  tomadas  de  los 
auctos  doceno,  decimoquinto  y  catorceno.  Y  aun  muchas  veces,  sin 
alusión  expresa,  injerta  en  su  creación  frases  del  sublime  modelo,  como 
si,  más  bien  que  a  la  vista,  tuviese  el  libro  entero  en  la  memoria  y  en  el 
corazón. 


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SANCHO    DE    MUNON 


mente,  que  muy  congoxosas  estaban  por  la  muerte 
de  aquella  que  en  lugar  de  madre  tenían. 

Eubulo. — Agora  digo  que  me  libre  Dios  de  tan- 
tas mentiras  que  ni  traen  pies  ni  cabeza.  Con  todo, 
¿no  se  llamaba  Celestina  la  que  fué  alcahueta  en 
los  amores  de  Félidos  y  Polandria,  o  es  todo  men- 
tira? 

Oligides. — No,  que  verdad  fué  haber  esa  Celes- 
tina; pero  no  érala  barbuda,  sino  una  muy  amiga 
y  compañera  désta,  que  tomó  el  apellido  de  su  co- 
madre, como  agora  estotra,  por  la  causa  ya  dicha. 

Eubulo. — ¿Eso  me  dices?  Espantado  me  dexas. 

Oligides. — Sábete  que  esto  es  lo  que  pasa;  lo 
demás  son  ficciones. 

Eubulo. — Así  lo  creo  yo,  que  bien  me  parecía  a 
mí  esta  segunda  Celestina  no  ser  tan  sabia  como 
la  primera;  cierto,  otra  plática  tenía  la  otra.  Mas, 
dime,  ¿quién  es  aquel  mal  encarado  rufián  que  tiene 
esta  tercera  Celestina  a  cabo  de  su  vejez? 

Oligides. — ¿Brumandilón  dices?  También  te  lo 
diré:  éste  es  un  gran  fanfarrón  que  ha  corrido 
todas  las  puterías;  cuyo  esfuerzo  más  consiste  en 
feroces  palabras  que  en  el  efecto  de  las  armas.  A 
prima  faz  espantarte  ha,  según  echa  fieros  renega- 
do por  aquella  boca.  A  éste,  Elicia,  habrá  ocho 
años,  tomó  por  guarda  de  su  persona,  por  que  su 
casa  no  estuviese  sin  nombre  y  le  acaeciese  el 
desastre  que  a  su  tía  vino,  y  también  porque  cada 
noche  estudiantes  le  daban  grita,  y  Brumandilón, 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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como  perro  ladrador,  los  aventaba  y  oxeaba;  en 
demás,  que  quiso  guardar  el  consejo  que  cada  día 
la  madre  prudente  le  daba,  y  se  lo  acordó  al  punto 
que  había  de  morir,  cuando,  apremiada  de  los  dos 
que  la  mataron,  dixo :  « ¡  Si  aquella  que  allí  está  en 
aquella  cama  me  hubiese  a  mí  creído,  jamás  que- 
daría esta  casa  de  noche  sin  varón  ni  dormiríamos 
a  lumbre  de  pajas ! » 

Euhulo. — ¿Quién  son  dos  mujeres  galanas,  las 
de  los  verdugados  azules,  que  estaban  anteayer  a 
la  puerta,  pasando  nosotros  por  allí? 

Oligides. — Dos  sobrinas  suyas,  la  más  chica  se 
llama  Livia,  la  mayor  Drionea,  las  cuales  tienen  por 
oficio  remediar  necesidades  ajenas  y  socorrer  a  los 
necesitados  y  desatacados  envergonzantes,  y  aun 
Drionea  a  las  veces  me  muestra  la  mercaduría  de 
la  trastienda. 

Eubulo. — No  mientes  bellaquerías,  que  no  se 
sirve  Dios  de  ello. 

Oligides. — Alarga  el  paso,  que  nuestro  amo,  por 
más  ayna  que  vengamos,  dirá  que  hemos  tardado. 

Eubulo. — A  las  cosas  deseadas  todo  tiempo  es 
prolixo,  como  a  las  odiosas  breve. 

ARGUMENTO    DE    LA    CUARTA    CENA 

Antes  que  llamen  Eubulo  y  Oligides  en  casa  de  Celestina,  se 
paran  a  la  puerta  a  escuchar  los  castigos  y  reprensiones  que  da 
la  buena  madre  a  su  sobrina  Drionea.  Eubulo,  de  muy  sancto, 
quédase  a  la  puerta  y  Oligides  entra  y,  pasadas  muchas  cosas 


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SANCHO    DE    MUÑÓN 


donosas  con  tía  y  sobrina,  declara  su  embaxada.  Pártese  luego 
con  él  para  hablar  a  Lisandro,  el  cual  la  recibe  con  grande  ale- 
gría y  le  descubre  su  pasión.  Vuelve  Celestina  a  urdir  su  tela. 
Entretanto,  Oligides  va  a  llamar  a  Brumandilón,  el  fanfarrón  en 
cuya  encomienda  estaba  Celestina,  para  que  le  sea  favorable. 
Queda  Eubulo  dando  sus  buenos  consejos  a  Lisandro,  poniéndole 
delante  los  peligros  que  de  tales  casos  se  suelen  seguir,  de  los 
cuales  y  de  su  auctor  el  ciego  amante  se  burla. 


CELESTINA. —  DRIONEA. —  EUBULO. - 
POLO.  —  LISANDRO.  —  FILERÍN. 


LIVIA.- 


Oligides. — ¿No  oyes,  Eubulo?  Escucha,  escu- 
cha; no  llames. 


Celestina. — ¿Así,  doña  puta,  meter  habías  en 
casa  sin  mi  licencia  el  paje  del  Conde,  que  no  tiene 
más  de  lo  que  trae  a  cuestas?  ¡Mirad  qué  casas  o 
alhajas  o  qué  viñas  o  hogares  la  dexó  su  madre 
para  que  esté  un  momento  ociosa  sin  ganar  de 
comer!  Loquilla,  ¿parecióte  galán?,  ¿pagástete  de 
su  gentileza?  ¡Pues  de  esa  comerás!  ¡Malograda 
de  mi  hermana,  que  buen  siglo  haya!:  cuando  fué 
moza  como  tú ,  cierto  no  atendía  ella  esas  galanías 
o  disposiciones:  primero  se  informaba  si  eran 
hombres  de  caudal  los  que  la  festejaban,  y,  si  eran 
tales,  a  todos  les  mostraba  voluntad,  ora  fuesen 
feos,  ora  hermosos,  ora  viejos  o  mancebos;  a  los 
pelados,  enviábalos  a  espigar.  Tomaras,  ¡maldita 
seas!,  exemplo  de  nuestra  vecina  la  Calventa,  que 
primero  recibe  que  da:  si  no  traen  dineros,   que 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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dexen  prendas.  ¿Dónde  tenías  los  ojos  ayer  cuan- 
do la  fuimos  a  vesitar?  ¿No  miraste  la  alhaja  de 
atavíos,  y  la  rima  que  tenía  llena  de  decretos  y 
Baldos  y  de  Scotos  y  Avicenas  y  otros  libros? 
Llevóos  yo  allá  para  que  deprendáis  y  toméis  avi- 
sos y  doctrinas,  porque  más  ven  cuatro  ojos  que 
no  dos,  y  éntraos  por  un  oído  y  sáleos  por  otro. 
Castígame  mi  madre,  y  trómpoxelas  yo.  Otra  dili- 
gencia que  la  tuya  trae  nuestra  comadre  la  Pinta: 
en  mi  ánima,  con  el  pie  manda  la  justicia;  que  no 
se  toma  espada  ni  armas  que  no  pasen  por  su  re- 
gistro. ¡A  osadas  que  por  ti  pocos  ruidos  y  revuel- 
tas se  levanten!  ¡A  mi  seguro  que  no  alborotes  la 
ciudad  con  muertes,  para  ser  sonada  y  conocida 
como  la  hija  del  mesonero!  De  otra  manera  cum- 
plen el  sagrado  evangelio  Date  et  dahitur  vobis 
nuestras  amigas  de  la  Claustrilla  y  las  bagasas  de 
San  Cristóbal.  Pues  la  amiga  del  cura  Bermejo,  ¿de 
qué  ha  medrado  de  pocos  días  acá?;  el  axuar  y 
aparato  de  casa,  ¿quién  se  lo  dio?  ¿Esto  no  lo  ves 
tú?  Mira  que  te  mando  que  de  hoy  adelante  no  me 
entren  en  casa  si  no  fueren  clérigos,  o  nuestros 
confesores:  ya  me  entiendes.  ¿Piensas  que  estas 
del  oficio  que  te  he  contado  ganan  a  hilar  o  coser 
o  labrar,  las  sayas  de  terciopelo,  los  monjiles  de 
damasco,  las  saboyanas  de  grana  fina,  las  gorgne- 
ras y  cofias  tachonadas  con  oro  de  martillo  de 
muchas  perlas  y  joyas,  las  gargantillas^  y  collares 
de  aljófar,  los  fermalles  y  joyeles,  las  axorcas  y 


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SANCHO    DE    MUÑÓN 


anillos,  los  zarcillos,  las  camisas  y  mangas  de  Ca- 
licud  labradas  a  las  mil  maravillas?  jA  la  he,  enga- 
ñada vives  si  eso  piensas!  Vuelve  la  hoja,  malvada 
perversa,  haz  libro  nuevo,  no  muestres  la  pierna  ni 
aun  al  duque  que  sea,  si  no  traxere  el  dinero  en  la 
mano  o  buenas  prendas.  Cata  que  quien  adelante 
no  mira  atrás  se  cae;  cuando  no  pensares,  te  halla- 
rás vieja  como  yo,  y  si  no  tienes  algún  pegujal 
para  sustentar  la  vida  a  la  vejez  de  lo  que  ganares 
siendo  moza,  puédeste  quedar  a  buenas  noches. 
Sigue  mi  consejo,  que  sé  más  del  mundo  que  tú,  y 
donde  el  maravedí  se  dexa  hallar,  allí  debes  otro 
buscar,  y  no  entre  gente  palada,  que  no  tienen  más 
de  aquella  compostura  de  fuera. 

Drionea. — ¡Así  goce,  madre  Celestina,  que  no  le 
abrí  las  puertas  para  ese  efecto  que  piensas,  mas 
para  saber  de  mi  primo,  el  hijo  de  Ponza,  que  está 
con  su  amo! 

Celestina. — ¡Ay,  puta,  mala  rabia  te  entre  por 
ese  corazón!  ¿Por  eso  le  querías?  ¿A  mí,  que  las 
entiendo  y  he  pasado  por  ello,  quieres  engañar?  A 
perro  viejo,  nunca  cuz  cuz.  ¿Qué  hacíades  en  la 
camarilla  del  carbón,  encerrados  con  aldaba  y 
tranquilla?  ¡Buenos  traes  los  tocados  de  cisco! 

Drionea. — ¡Así  viva  yo,  que  por  fuerza  me  me- 
tió dentro  y  cerró  la  puerta  de  golpe! 

Celestina. — Gente  está  a  la  puerta;  acechando 
están  los  malogrados.=Bellacos,  ¿qué  escucháis? 
¡Por  el  alma  que  tengo  en  las  carnes,  si  con  un 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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palo  salgo,  las  cabezas  os  quiebre!  ¿No  nos  dexa- 
réis  en  nuestra  casa  vivir  bien,  escudriñadores  de 
vidas  ajenas? 

Oligides. — Tus  devotos  somos,  señora. 

Celestina. — ¡Ay,  maldito  seas!  Traidor,  ¿tú  eres? 
¡Hija  Drionea,  en  mis  brazos  le  tengo  el  que  tú 
deseabas! 

Drionea. — ¡Ay!  ¡Ay!  Déxamelo  abrazar.  ¡Ay! 
¡Ay!  ¿Es  él  o  no?  ¡El  es!  ¡Dame  otro  abrazo,  mi 
rey!  ¡A  mi  cargo  que  no  holgarás  tú  tanto  con  mi 
vista  como  yo  con  la  tuya! 

Oligides. — ¡Oh  perla  de  quien  el  cielo  se  ena- 
mora, y  yo  con  él! 

Celestina. — ¡Por  tu  vida,  hijo,  que  hablábamos 
de  tu  descuido;  que  ni  la  ves  ya  ni  la  visitas!  ¡Dolor 
de  la  que  en  ti  confía!  Yo  la  estaba  reñendo  por- 
que no  te  enviaba  a  llamar,  que  aquí  se  está  sola 
todo  el  día  ocupada  en  su  labor  sin  maldita  la 
recreación  de  hombre. 

Eubulo. — (¡Eso  os  falta,  putas!) 


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Drionea. — Déxale,  que  es  un  desconocido.  Mal 
me  haga  Dios  si  me  contenta  otro  sino  él:  este  co- 
razón se  me  alegra  cuando  lo  veo,  y  él  no  hace 
más  caso  de  mí  que  si  nunca  me  conociera.  Bien 
dicen  que  amores  nuevos  olvidan  viejos:  a  osadas 
que  bebes  los  aires  por  quien  yo  sé. 


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SANCHO  DE  MUÑÓN 


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Oligides. — ¿Por  quién  he  de  yo  penar  sino 
por  ti? 

Drionea. — A  la  he,  por  Carmisa. 

Oligides. — jHi,  hi,  hi! 

Drionea. — A  la  fe,  digo  la  verdad.  ¡Mirad  por 
quién!  ¡Donosa  visión! 

Celestina. — Calla;  que  quien  feo  ama,  hermoso 
le  parece;  hay  ojos  que  de  lagañas  se  agradan. 

Oligides. — No  te  enojes,  mi  Drionea. 

Celestina. — De  mucho  como  te  quiere,  te  pide 
celos. 


Eubulo. — ¡Oh  putas,  putas,  el  que  no  os  conoce 
os  compre!  Por  eso  me  voy,  que  quien  quita  la 
causa  quita  el  pecado.  ¡Jesús,  ya  me  encendía!  Lí- 
breme Dios  de  tentación  maligna.  ¡Ave  María!  ¡Ave 
María!  Vade  retro,  Satana. 

Oligides. — Mas  ¿qué  es  de  la  señora  Livia,  que 
no  la  veo? 

Celestina. — Arriba  está  con  dolor  de  muelas. 

Oligides. — ¡Ah,  señora  Livia!  Si  os  tienen  ence- 
rrada por  gran  tesoro,  razón  es;  mas  si  por  otra 
cosa,  injuria  es  que  hacen  a  Dios  en  no  dexar  ver 
sus  obras. 

Livia. — ¡Ay,  cuitada!  Métete  en  esa  nasa,  no 
suba  acá  el  amigo  de  mi  hermana. 

Polo. — ¡Mis  ojos!,  pláceme;   no    te   congoxes; 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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cubre  el  brocal  con  la  manta  o  trastorna  la  nasa 
sobre  mí. 

Livia. — Eso  es  mejor. 

Celestina, — No  te  responderá,  que  le  duelen 
mucho. 

Oligides. — Pues,  madre  mía,  toma  el  manto  y 
vamos,  que  la  cabeza  de  casa  peligra  y  hay  nece- 
sidad de  ti. 

Celestina. — ¡Ay!  ¡Dolor  de  la  que  no  tiene  que 
se  cobijar! 

Oligides. — Pídelo  prestado,  y  luego. 

Celestina.— 'Ho  estoy  en  barrio  que  sepan  dar  ni 
un  jarro  de  agua. 

Oligides. — Ya  te  entiendo :  toma  señal ,  por  que 
no  pienses  que  serás  burlada. 

Celestina. — ¡En  el  cielo  sea  pagado!  Drionea, 
hija,  daca  ese  bernio  raído,  pues  no  hay  otro. 

Oligides. — Quede  Dios  contigo,  señora;  yo  seré 
más  contino  en  adelante. 

Drionea. — Sí:  la  semana  que  no  haya  viernes  te 
esperaré. 


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Celestina. — ¿Qué  mal  es  el  de  tu  amo? 

Oligides.— Arde  en  amores  de  Roselia  y  creemos 
que  morirá  si  tú,  que  eres  única  en  esto,  no  le  re- 
medias. 

Celestina. — Gracias  a  Dios,  hijo,  que  sus  dones 
reparte  por  quien  quiere:  a  unos  da  el  don  de  pro- 

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SANCHO    DE    MUNON 


fetar,  a  otros  de  predicar,  a  otros  de  hacer  mila- 
gros; a  mí,  de  sanar  enfermos. 

Oligides. — Por  tanto  se  pone  el  pandero  en  tus 
manos,  que  lo  sabrás  bien  tañer. 

Celestina. — Ni  la  gr aveza  de  la  herida  sufre 
excusa  ni  el  precio  de  la  cura  menos  valor  por  la 
bondad  del  cerujano. 

Oligides. — Dexa  esos  rodeos,  que  tu  boca  será 
medida  de  lo  que  pidieres. 

Celestina. — Bien  es  que  me  entiendas,  que  yo 
vivo  de  mi  oficio:  esta  fué  la  herencia  que  me  dexa- 
ron  mis  padres  y  mi  tía,  que  Dios  perdone,  y, 
como  sabes  que  este  nuestro  trato  sea  tan  peligro- 
so, no  queremos  poner  la  mano  en  labor  tan  deli- 
cada sin  ver  el  por  qué;  que  cada  puntada  nos 
podría  costar  la  vida  si  no  fuese  por  nuestras  bue- 
nas diligencias;  aunque  caro  le  costó  a  mi  antece- 
sora la  negra  cadenilla:  que  habiéndose  librado  del 
toro,  cayó  en  el  arroyo;  huyendo  un  peligro,  cayó 
en  otro;  libróse  de  Pleberio  y  vino  a  dar  en  las 
manos  de  aquellos  malogrados  que  bien  escotaron 
la  tercera  parte  con  la  vida.  Si  en  estos  pleitos  me 
he  de  ver  con  vosotros,  dende  agora  me  tornaré  a 
mi  casa  y  me  despido  de  entender  en  ello;  que 
más  quiero  poco  con  seguridad,  que  mucho  con 
temor  de  perdello. 

Oligides. — Buena  pro  te  haga  lo  que  mi  amo  te 
diere,  que  ni  yo  seré  a  estorballo  ni  menos  después 
de  dado  te  ladraré  por  parte  o  partecilla.  Allá  te 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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aven  con  Dios,  y  entremos,  que  abierta  está  la 
puerta. 

Eubulo. — Señor,  aquí  viene  Celestina. 

Lisandro. —  ¡Oh  hombre  sin  comedimiento!  ¡Co- 
rre, baxa,  dale  la  mano  y  dile  que  suba  su  mer- 
ced! 

Eubulo. — No  es  mujer  de  tanta  cuenta. 

Lisandro. — Do  consiste  mi  bien  todo  y  mi  reme- 
dio, ¿dices  no  ser  señora  de  cuenta  y  de  mucha 
honra? 

¡Señora  mía,  señora  Celestina,  dame  la 
mano,  que  es  agrá  la  escalera,  ayudarte  he! 

Celestina. — ¡Atan  chico  santo  no  tanta  fiesta,  mi 
señor! 

Lisandro. — Pon  dos  coxines  aquí  a  la  señora. 
¿No  vienes,  rapaz?  ¡Ah,  rapaz!  Dale  dos  bofetadas, 
Eubulo. 

Filerm.—\Ay\  ¡Ay! 

Lisandro. — Ha  sido  tan  deseada  tu  venida,  ma- 
dre mía,  que  bien  se  puede  decir  que  nunca  mucho 
costó  poco.  Siéntese.  Ya  sabrás  que  Amor,  viendo 
embelesados  mis  ojos  en  la  contemplación  de  la 
más  hermosa  que  todas  las  mujeres  y  desplegadas 
las  velas  de  mi  deseo  en  pos  de  su  fermosura,  me 
puso  en  tal  estrecho,  que  si  en  esta  mi  cuita  no  me 
ayudas,  por  mejor  tengo  la  dichosa  muerte,  que 
todos  los  trabajos  ataja,  que  no  la  desesperada 


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36 


SANCHO    DE    MUÑÓN 


vida  donde  las  sombras  de  mi  tristura  se  engran- 
decen y  espesan. 

Celestina. — Señor,  con  pequeño  trabajo  no  se 
alcanzan  grandes  cosas,  que  por  eso  dicen:  «No  se 
toman  truchas  a  bragas  enxutas.»  Todo  eso  es  me- 
nester que  sufras  por  el  bien  que  habrás  tras  el 
mal  de  la  pena  que  agora  padeces. 

Lisandro. — Dichoso  sería  yo,  madre,  estar  de- 
bajo de  la  bandera  de  tantas  pasiones,  si  consi- 
guiesen la  victoria  que  tu  palabra  promete. 

Celestina. — Por  poco  que  tú  me  des,  mi  dicho 
habrá  su  efecto. 

Lisandro. — Toma  esta  esmeralda,  y  con  ella  reci- 
be mi  voluntad,  y  no  mires  al  don,  sino  al  dador, 
que  mayor  deseo  le  queda  que  poder  tiene  para 
gratificar  tu  trabajo. 

Celestina. — ¡Dios  te  dé  tanta  parte  en  el  cielo 
como  mereces  en  la  tierra;  que  tu  larga  franqueza 
pone  silencio  a  mi  lengua  a  darte  las  gracias  por 
tan  crecida  y  sobrada  merced!  Y  duerme  descui- 
dado, que  yo  soy  Celestina,  que  en  las  duras  peñas 
hago  camino,  y  con  hucia  desto  descansa,  y  quede 
Dios  contigo. 

Lisandro.  —  i  Y  él  guíe  t  u  reverenda  perso- 
na! 


¿Pareceos,  hermanos,  que  lo  hará  bien  esta  í(t 
mujer? 

&              Oligides. — ¡Y  cómo!  Aunque  tu  amor  fuese  fin-  fc 

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LISANDRO    Y    ROSELIA 


37 


gido,  ella  le  haría  parecer  verdadero;  que  en  esto 
tiene  las  veces  de  natura,  en  suplir  sus  defectos  y 
necesidades.  Solamente  es  menester  que  hables  a 
Brumandilón,  que  es  un  descarado  rufián  que  tomó 
la  vieja  por  su  guarda,  temiendo  el  desastre  de  su 
tía.  Este,  aunque  aprovechar  no  te  pueda,  pero 
puede  dañar  estorbando  lo  que  a  remediar  no 
basta;  que  si  ve  tantico  peligro  en  el  negocio,  por- 
que a  él  no  le  quepa  parte  persuadirá  a  Celestina 
que  en  ningunas  maneras  se  meta  en  danza  de 
espadas,  de  las  cuales  él  a  sabor  blasona,  siendo 
como  trueno,  que  espanta  y  no  hace  mal. 

Lisandro. — Tráemelo  luego  acá,  que  yo  le  haré 
mudar  de  propósito;  que,  en  semejantes  personas, 
dádivas  rompen  peñas,  y  lo  que  temor  acobarda, 
avaricia  incita.  ¿No  vas? 

Oligides. — Voy. 

Lisandro. — Y  tú,  ¿no  vas  con  él,  Eubulo? 

Eubulo. — Suplicóte,  señor,  rae  escuches  una  pa- 
labra. 

Lisandro, — Di,  y  con  brevedad.  (¿Qué  querrá 
este  necio,  que  ya  me  amohina?) 

Eubulo. — Señor,  en  todas  las  cosas  sabiamente 
ordenadas,  el  deliberar  es  primero  que  el  disponer; 
porque  en  lo  primero  hay  enmienda,  en  lo  segun- 
do arrepentimiento.  Así  que,  en  las  cosas  que  mu- 
cho va,  los  sabios  y  cuerdos  toman  consejo,  por 
que  después  no  se  arrepientan  de  la  errada  delibe- 


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SANCHO    DE    MUNON 


ración.  Mira  que  las  virtudes  con  dificultad  se 
ganan  y  con  facilidad  se  pierden;  si  agora  aflojas  y 
sueltas  la  rienda  al  apetito  y  lo  desenfrenas,  tarde 
lo  tornarás  en  obediencia. 

Lisandro. — ¿Has  dicho,  cuerdo? 

Eubulo. — Dixe,  aunque  no  todo  lo  que  quería. 

Lisandro. — ¡Pues  vete  de  ahí,  necio,  que  eso  yo 
me  lo  sabía,  y  cierra  esa  puerta! 

Eubulo.  —  (¡Malaventurado  de  hombre  que  en- 
tiende y  no  obra!  ¡Oh,  Lisandro,  Lisandro,  prosigue 
en  tu  locura,  que  tú  te  verás  en  mucho  tiempo  de 
arrepentirte  y  en  poco  lugar  de  remediarte!) 


ARGUMENTO    DE    LA    QUINTA    CENA 

Píntanse  muy  al  natural  los  fieros  de  Brumandílón  y  la  desorde- 
nada avaricia  de  los  alcahuetes.  Lisandro  toma  por  tercero  a 
Brumandilón  para  con  Celestina  en  sus  negocios,  a  lo  cual  se 
ofrece  este  fanfarrón,  vencido  con  los  dones  de  Lisandro. 


BRUMANDILÓN.  —  CELESTINA.  —  OLIGIDES. 
EUBULO. 


LISANDRO. 


Brumandilón. — ¡Oh,  pese  a  Tal!  Como,  a  las  ve- 
ces, de  los  flacos  animales  los  más  fuertes  son  opri- 
midos (que  una  pequeña  víbora  con  su  veneno 
mata  un  gran  toro,  y  un  suzuelo  ratón  pone  espan- 
to a  un  poderoso  elefante)  ansí  esta  desventurada 
vejezuela  con   sus  amenazas   quiere  acobardar  la 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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fuerza  de  mi  poder.  ¡Descreo  de  Tal,  con  la  puta! 
¡Que  haya  yo  corrido  la  casa  de  ceca  y  meca,  y  los 
cañaverales  y  los  olivares  de  Santander  *  y  pasan  ya 
de  cien  mujeres  las  que  me  han  sustentado  en  mi 
estado  y  honra  en  públicos  burdeles  y  todas  me 
han  tenido  acatamiento  con  obediencia,  y  que  esta 
hechicera  al  cabo  de  mi  vejez,  después  de  traídos 
treinta  años  los  atabales  a  cuestas,  burle  de  mí  con 
menosprecio!  Pues  yo  juro  por  el  dorado  chapín 
de  la  Magdalena,  que,  aunque  más  fieros  me  haga 
con  los  criados  de  Lisandro,  de  todo  lo  que  ganare 
ha  de  partir  conmigo  la  mitad;  que  no  en  balde 
pongo  mi  vida  a  riesgo  por  ella;  y,  si  porfía  en  sus 
trece,  no  es  mucho  que  la  mate,  según  soy  de  esta 
hechura.  Ya  se  me  ha  escapado  de  buena  cuando 
con  mi  pesada  mano  le  di  tal  torniscón  que  los 
dientes  le  quebré  en  la  boca  bañada  en  sangre;  y 
voto  a  la  sancta  Letanía,  que  si  un  poco  más  exten- 
diera el  brazo,  colmillos  y  muelas  todo  iba  al  suelo. 
Por  el  fuerte  y  galano  arnés  de  San  Miguel  Ángel, 
si  se  me  antoja,  a  papirotazos  le  quinte  los  dientes 
como  a  falsaria.  Según  soy  derrenegado  y  en  mis 
hechos  crudo,  en  punto  estoy  de  tomar  la  mi  porra 


*  La  misma  rufianesca  frase  se  lee  dos  veces  en  la  Segunda  Celes- 
tina: 

tPandulfo. —  ...  ¿No  sabes  tú,  señor,  que  teng^o  yo  corrido  a  ceca  y 
a  meca  y  a  los  olivares  de  Santander,  y  que  sé  dónde  roye  o  puede  roer 
el  zapato?»  (Pág.  174.) 

*Pandulfo. — ...  ¿Agfora  la  quiere  casar,  después  de  haber  corrido 
a  ceca  y  a  meca  y  a  los  olivares  de  Santander?»  (Pág.  192.) 


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SANCHO    DE    MUNON 


y  machacarle  aquella  cabeza  y  enviarla  al  infierno 
en  compañía  de  su  tía.  ¡Venga  después  la  Justicia 
con  sus  porquerones  a  prenderme,  que  no  creo  en 
quien  me  engendró  si  no  granizo  más  cuchilladas 
sobre  ellos  que  Dios  si  tiene  qué!  ¡Voto  a  Dios,  a 
todos,  sin  excepción  alguna,  haga  piezas  si  me  eno- 
jan, para  hacer  cazuela  de  ellos,  y  de  sus  huesos 
escarbadientes!  ¡Hi  de  puta,  qué  hombre  yo,  para 
que  rey  ni  roque  tenga  que  ver  conmigo!  Mas, 
¿qué  me  detengo,  y  no  voy  a  arrancarle  la  alma  de 
las  carnes,  o  que  me  dé  parte  de  la  ganancia?  ¡Ta!, 
¡ta!,  ¡ta!  ¡Abrios,  puertas! 

Celestina. — Ya  viene  el  loco  de  casa. 

Brumandilón. — ¡Si  no  fuese  porque  la  fortaleza 
sin  prudencia  es  habida  por  temeridad,  luego  en 
esta  hora  te  enviaría  a  cenar  con  Plutón!  ¡Si  quie- 
res enfrenar  el  furioso  brío  de  mis  desapoderados 
golpes  y  que  no  descarguen  sobre  ti,  daca  luego 
la  mitad  de  lo  que  te  dio  Lisandro,  que  todo  lo  he 
sabido;  donde  no,  dime  si  estás  confesada! 

Celestina. — Si  supieses  que  pocos  son  los  que  se 
han  perdido  por  callar,  y  muy  menos  los  que  se 
han  ganado  por  mucho  hablar,  tú  holgarías  de 
echar  una  mordaza  a  la  lengua;  cata  que  quien 
amenaza,  una  tiene  y  otra  espera;  nunca  las  pala- 
bras soberbiosas  hicieron  a  los  hombres  bienaven- 
turados. 

Brumandilón. — Mi  dicho  es  mi  hecho,  y  mis  ha- 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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zanas  tan  espantosas  son  de  oír  como  monstruosas 
de  ver;  que  hágote  saber  que  yo  soy  hombre  que 
lo  que  sé  decir  con  verdad,  lo  sé  executar  con  las 
armas. 

Celestina.— CaWa,  desconcertado  relox;  que  más 
son  los  amenazados  por  ti  que  no  los  heridos. 

Brumandilón. — Agora  lo  veremos  si  lo  que  haré 
será  prueba  de  lo  que  digo.  ¡Daca  lo  que  te  dio 
Lisandro;  si  no,  con  este  mi  puñal  te  escarbaré  el 
hondón  del  corazón! 

Ce/esí/na.^-(Quiérole  dar  parte  de  las  doblas; 
que  lo  principal  yo  me  lo  callaré.  ¡No  haga  algún 
desatino  este  lebrón,  como  el  judío  afrontado!) 
¡Ay,  sancta  Catalina!  ¡Apártate  allá!  ¡Mete  el  pu- 
ñal! ¿Tómete  por  defensión  y  eres  mi  ofensión? 
¡Crío  cuervo  que  me  saque  el  ojo!  ¡Tómatelo  todo 
para  ti  y  nada  para  mí,  que  yo  soy  como  la  cabra 
que  parió  para  el  lobo,  como  la  ave  curruca  que 
cría  y  mantiene  hijos  ajenos,  o  como  la  gallina  que 
con  mucho  sudor  saca  pollos  de  huevos  ajenos!  Ya 
pensé  que  esto  no  sabías;  pero  amores,  dolores  y 
dineros  mal  se  pueden  encubrir. 

Brumandilón. — Todo  eso  y  más  me  debes,  pues 
por  ti  asaz  veces  asiento  la  vida  al  tablero,  en  ven- 
tura de  perdella;  que,  ¡juro  a  Tal!,  la  fortaleza  en 
los  hombres  muchas  veces  es  causa  de  su  muerte. 
Dígolo  porque  anteayer  por  salvar  tu  fama  perdiera 
mi  vida,  por  confiar  mucho  en  la  virtud  de  mi  es- 
pada; que  como  toro  agarrochado  en  el  coso,  me 


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42 


SANCHO    DE    MUNON 


v¡  entre  siete  que  en  ti  pusieron  lengua;  si  no,  mira 
mi  capa  arpada  y  el  broquel  con  trescientas  pica- 
duras; pero  todavía  mi  blanca  espada  hizo  lugar: 
los  cuatro  se  me  escaparon  por  pies;  a  los  tres  dexo 
descalabrados;  al  uno  de  ellos,  si  no  traxera  cax- 
quete  de  Calatayud,  con  el  poderío  del  golpe  le 
hendiera  la  cabeza  fasta  los  hombros,  pero  no  le 
entró  sino  fasta  la  piamáter. 

Celestina. — Con  todas  tus  bravezas  y  fieros  no 
osaste  levantar  el  gaje,  del  suelo,  que  en  desafío  te 
echó  el  escudero  de  Chremes,  cuñado  de  Alisa, 
madre  de  la  malograda  Melibea. 

Brumandilón. — ¡Oh!  ¡Cómo  la  mala  fama  vuela 
como  ave  y  corre  como  moneda,  y  la  buena  se 
queda  en  casa  por  conseja  detrás  del  fuego!  Quien 
te  dixo  eso  ¿no  te  contó  los  espaldarazos  que  le  di 
un  día  antes?  ¿Pues  había  de  aflixir  al  aflixido?  ¿No 
vistes  contra  quién  había  de  mostrar  mi  ira  y  ar- 
did? Eso  fuera,  para  los  que  lo  vieran,  otro  espec- 
táculo cual  fué  el  del  escarabajo  con  el  águila,  o  de 
la  hormiga  con  el  león,  que  no  me  estuvo  bien, 
pues  señal  es  de  grande  cobardía  acometer  a  los 
menores  y  a  los  que  poco  pueden.  No  quiero  ensu- 
ciar mis  manos  en  tan  flacos  hechos,  porque  a  tan 
gran  corazón  como  el  mío  grandes  hazañas  son 
menester  para  que,  vencidas,  se  cuenten  por  aven- 
tajadas entre  las  que  hicieron  los  claros  y  ilustres 
varones. 

Celestina. — Pasos  oigo;  acá  suben;  no  sé  quién 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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es.  O  amigo,  o  enemigo,  o  malcriado  es,  pues  sube 
sin  llamar. 

Brumandilón. — ¡Oh!  ¡Por  Dios  que  lo  segundo 
es!  ¡Méteme  en  la  camarilla  de  las  hierbas!  ¡Cierra, 
cierra- presto  con  llave  por  de  fuera! 


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Celestina. — Zancadillas  va  dando  el  diablo  azo- 
tado; el  judío  lleva  en  el  cuerpo. 

Oligides. — ¿Qué  alboroto  éste,  madre? 

Celestina. — Calla,  calla,  que  mi  negro  duelo  se 
escondió  de  ti,  pensando  que  eras  el  escudero  con 
quien  hubo  palabras.  Tú  muda  el  tono  de  la  voz  y 
finge  que  lo  buscas  para  matar,  que  el  miedo  hará 
que  no  te  conozca,  perturbando  su  juicio  con  tropel 
de  fantasías  imaginadas;  que  bien  es  que  a  este  ba- 
ladren la  experiencia  del  temor  castigue  la  feroci- 
dad de  sus  arrufianadas  palabras  y  fieros  hinchados. 

Oligides. — Comienzo,  aunque  otra  cosa  le  que- 
ría.=Di,  señora:  ¿tienes  acá  a  Brumandilón,  que, 
¡por  vida  de  Tal!,  si  aquí  está,  luego  sus  maldades 
y  su  vida  acaben  juntamente? 

Celestina. — Por  cierto,  señor,  dos  días  ha  que  no 
le  he  visto. 

Oligides. — Dime  la  verdad. 

Celestina.— \Y  Jesús!  ¿Había  de  mentir? 

Brumandilón.— ¡Oh  desdichado  de  mí!  ¡Muerto 
soy  si  las  puertas  quiebran! 


44 


SANCHO    DE    MUNON 


Oligides. — ¡Que  no  te  creo!  ¡Que  quien  una  vez 
miente,  no  se  le  ha  de  dar  más  entera  fe!  Ya  me 
mentiste  el  otro  día  negándomelo;  por  ende,  dá- 
melo acá  si  no  quieres  haber  el  mesmo  fin  que  a  él 
espera. 

Celestina. — Afortunada  yo,  que  no  sé  del;  y 
por  que  lo  que  digo  sea  testimonio  de  mi  verdad, 
toma  las  llaves  de  las  cámaras  y  búscalo. 

Brumandilón. — (¡Ya,  ya  no  espero  más  vivir! 
¡Señor,  perdona  mis  pecados!  ¡Santo  Dios!  ¡Ya 
abre!  ¡Credo!) 

Oligides. — ¡Ah,  cuerpo  de  mí!  ¡Brumandilón! 
Quien  quiere  ser  temido,  forzado  es  que  tema. 

Brumandilón. — ¡Por  el  santo  Martirolojo  de  pe  a 
pa,  si  no  tuve  por  muy  averiguado,  cuando  me  es- 
condí, que  el  Corregidor  me  venía  a  prender  por 
ciertos  palos  que  di  la  noche  pasada,  y  que  dexaba 
en  celada  su  gente  y  él  subía  quedito  por  tomarme 
desapercibido  de  mi  broquel  y  espada!  Y  aun, 
¡voto  a  Tal!,  que  no  envíe  sus  justicias  a  mí;  él  en 
persona  viene  a  buscarme,  porque  sabe  que  ningu- 
na otra  vara  obedezco  sino  la  suya.  Y  si  quisiese 
también  ir  contra  él,  podía  despedazar  a  él  y  a  los 
suyos;  que  un  día  me  amostazó  las  narices,  y  no  sé 
qué  mala  respuesta  le  di,  y  disimuló,  y  tuvo  por  bien 
de  sufrirme.  Por  agora,  por  mejor  tuve  retraerme 
que  no  hacer  un  hecho  sonado,  por  donde  la  ciu- 
dad se  alterase  y  viniese  a  oídos  del  Rey.  Pero 


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después  que  sentí  no  ser  el  Corregidor,  de  coraje 
reventar  quería  en  no  poder  salir;  de  buena  te 
escapaste;  que  como  los  primeros  movimientos  no 
sean  en  nuestra  mano,  pudiera  ser  que,  sin  mirar, 
súbitamente  te  barrenara  con  una  estocada  teme- 
rosa o  tendiera  con  un  tiro  mortal.  ¡Da  gracias  a 
Dios,  que  de  buena  te  libró! 

Oligides. — Así  las  doy;  y  toma  la  capa,  que  Li- 
sandro,  mi  señor,  te  llama.=Y  adiós,  Celestina,  y  no 
descuides  el  negocio;  que  ya  sabes  que  la  luenga 
esperanza  aflixe  el  enamorado  corazón,  y  más  el  de 
mi  amo,  que  le  hierve. 

Celestina. — Vete,  que  en  cuidado  me  lo  tengo. 


Brumandilón. — Hermano  Oligides,  bien  creerás 
que  si  tu  amo  no  fuera,  que  no  me  tomara  allá 
aunque  enviara  otras  cien  veces  a  llamarme;  treinta 
caballeros  en  persona  me  vienen  a  buscar  y  me 
sacan  de  mi  casa  importunado,  o  para  afrontar 
nobles,  o  castigar  ruines,  o  cruzar  caras  de  putas, 
o  terciar  en  hacer  amistades,  porque  no  hallan 
otro  más  aparejado  y  dispuesto,  ni  más  diestro  en 
caso  de  refriegas.  Y  esta  es  la  causa  por  que  estoy 
huido  por  los  rincones;  que  quien  crueza  hace,  su 
peligro  busca:  de  justicias  digo,  o,  por  mejor  decir, 
de  sus  palillos,  que  a  otra  persona  no  temo;  que 
quien  de  armas  se  precia,  como  yo,  con  razón  nin- 
gún otro  peligro  debe  temer. 

Oligides. — Adelantóme,  y  aguarda  en  este  portal. 


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46  SANCHO    DE    MUÑÓN  ^ 

Brumandilón. — Así  lo  haré. 

Oligides. — Señor,  aquí  viene  conmigo  Bruman- 
dilón. Despacha  con  él  lo  más  ayna  que  pudieres; 
no  le  des  lugar  a  que  meta  más  palabras  de  las  que 
él  suele  fuera  de  todo  propósito,  que  en  historia  no 
habrás  leído  tan  gran  fanfarrón.  Su  persona  espan- 
tarte ha:  los  fieros,  como  los  quisieres;  los  hechos, 
por  el  cerro  de  Ubeda. 

Lisandro. — Dile  que  entre. 

Oligides. — Entra,  Brumandilón,  y  sigúeme. 

Brumandilón.  —  Las  manisicas  de  tu  merced 
beso. 

Lisandro. — Bien  seas  venido,  Brumandilón  ami- 
go. Tu  favor  y  ayuda  he  menester. 

Brumandilón. — Señor,  no  pases  más  adelante; 
que,  ¡juro  a  la  serpentina  vara  de  Arón  y  Moisés!, 
si  es  para  desafío,  o  afrenta,  o  matar  alguno,  antes 
será  hecho  que  mandado;  que  la  muerte  tengo  por 
vida,  en  tanto  que  sea  en  tu  servicio;  cuanto  más 
que  estas  son  mis  misas  y  mis  pasatiempos:  no 
creo  en  quien  me  parió  si  sueño  puedo  dormir  que 
bien  me  sepa  si  no  he  con  mi  espada  hecho  riza  de 
broqueles,  o  arpado  gestos,  o  cortado  miembros, 
o  he  molido  a  palos  los  alguaciles.  Pues  si  esto  me 
quieres,  dime  luego  las  personas  que  te  han  eno- 
jado, que  bien  pueden  doblar  por  ellos. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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Lisandro. — Agradezco  tu  animoso  ofrecimiento; 
que  tu  denodado  semblante  da  a  entender  mucho 
más  de  lo  que  dices. 

Brumandilón, — Y  cómo,  señor,  di. 

Lisandro. — Pero  para  tales  casos  mi  gente  basta. 

Brumandilón. — Anda,  señor;  que  más  hace  la 
virtud  que  la  muchedumbre. 

Oligides. — (¡Maldito  seas,  fanfarrón!  ¡Quién  te 
patease!  ¡A  mi  seguro  que  no  tovieses  los  pies  tan 
ligeros  para  huir  como  la  lengua  para  blasonar!) 

Lisandro. — Otra  cosa  te  quiero,  y  es  que  Celes- 
tina entiende  dar  remedio  con  su  buena  maña  a  mi 
fluctuoso  tormento,  que  la  hermosa  Roselia  me 
causó  desde  el  día  que  la  vi. 

Brumandilón. — ¡Ya,  ya;  no  me  digas  más! 

Lisandro. — Oyete,  que  no  es  lo  que  piensas; 
torna  acá.  Lo  que  quiero  rogarte  es,  pues  tienes 
tanta  cabida  con  Celestina,  que  no  sólo  no  impi- 
das o  estorbes  la  cura  mía  que  de  ella  espero,  mas 
la  importunes  que  en  esto  ponga  particular  diligen- 
cia, y  si  fuere  menester  se  lo  mandes,  que  ni  tú 
quedarás  quexoso  ni  ella  mal  pagada. 

Brumandilón. — ¡Por  la  clavazón  de  las  puertas 
celestes,  aun  todavía  el  corazón  me  da  latidos  y  el 
brazo  me  tiembla  de  lo  que  entendía  facer  si  me 
mandaras  que  sacara  a  Roselia  por  fuerza  de  armas 
y  la  entregara  en  tu  poder!  Y  holgara  dello,  por 
que  conocieras  quién  es  Brumandilón;  que  en  los 
peligros  se  muestra  la  bondad  del  esfuerzo.  Des- 


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48 


SANCHO    DE    MUÑÓN 


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Otro,  pierde  cuidado  que  no  quedará  por  negligen- 
cia de  Celestina,  ni  menos  yo  impidiré  cosa  que 
toque  al  menor  pelo  de  tu  servicio;  antes  seré  en 
acrecentallo.  De  la  mi  vieja  te  sé  decir  que  habla- 
lie  más  de  una  vez  en  su  oficio  es  dar  de  espuelas 
al  que  corre  y  despertar  al  que  vela.  ¡Así  den  di- 
neros, que  bailaremos  todos;  que  todas  cosas  obe- 
decen a  la  pecunia! 

Lisandro, — ¡Corre,  Eubulo!  Saca  de  mi  recáma- 
ra seis  canas  de  raso  carmesí  y  la  mi  capa  de  grana, 
y  dáselo  a  Brumandilón. 

Eubulo. — ¿La  de  fajas,  señor? 

Lisandro. — Esa  o  esotra. 

Brumandilón. — Si  las  gracias  de  tan  pujantes 
mercedes  te  hobiese  de  dar,  antes  fallecería  tiem- 
po para  decir  que  palabras  para  satisfacer;  pero  a 
las  obras  me  remito,  con  las  cuales  adelante,  como 
criado  tuyo  entiendo  servirte;  que  no  en  balde  te 
he  señalado  por  mi  señor,  pues  tan  en  derredor 
miras  mi  provecho  y  honra. 

Lisandro. — Que  no  se  dilate  mi  vida  o  muerte, 
pues  es  más  pena  aguardar  que  recibir  la  rigurosa 
sentencia. 

Brumandilón. — Todo  lo  dexará  y  el  tu  negocio 
será  el  primero  que  despache,  aunque  otros  del 
mesmo  jaez  en  cuantidad  y  calidad  traía  ya  entre 
manos  con  adelantada  paga. 


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Oligides. — Pagado  y  repagado  está. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


49 


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Brumandilón. — ¿Qué  le  dio? 

Oligides. — ¿Qué  le  dio?  Una  medalla  con  un 
cerco  de  oro,  y  en  ella  una  esmeralda  con  una  es- 
cultura de  Júpiter  como  deciende  a  juntarse  con 
Dánae  convertido  en  lluvia  de  oro,  de  harta  estima 
y  valor. 

Brumandilón. — ¿Eso  pasa,  y  encubriómelo  la 
puta  vieja?  ¡No  paro  más  aquí!  Quedaos  adiós, 
señores  compañeros. 

Oligides. — No  le  digas  que  yo  te  lo  dixe. 

Brumandilón. —  No  diré. 


Eubulo. — (Caro  le  costará  la  fruta  de  postre  en 
el  banquete  de  sus  amores,  pues  tal  comienzo  tiene 
la  comida.  ¡Todo  para  alcahuetas  y  mandiletes  y 
fementidos  lisonjeros;  nada  para  fieles  sirvientes! 
Mundo  es  que  corre:  unos  por  buenos  se  pierden, 
otros  por  malos  se  ganan.) 


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ACTO   SEGUNDO 


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ARGUMENTO    DE    LA    PRIMERA    CENA 

Tómanle  ansias  de  muerte  a  Celestina  por  la  dificultad  del  nego- 
cio encomendado;  mas,  considerada  su  destreza  y  el  aparejo 
que  en  todo  hay,  delibera  de  ir  a  hablar  a  Roselia  so  color  de  su 
oficio,  corredora  por  maneras  exquisitas.  Es  cosa  de  reir  ver  los 
negocios  que  dexa  encomendados  a  su  sobrina  Drionea.  Al  fin, 
ida  la  vieja,  despide  Livia  a  Polo,  su  amigo,  y  entra  Esclaravel  a 
Drionea,  su  querida. 

CELESTINA. —  DRIONEA. —  BRUMANDILÓN. —  POLO. —  LIVIA. 
ESCLARAVEL. 

Celestina. — Antes  que  tome  el  camino  para  casa 
de  Roselia,  quiero  en  la  mía  bien  pensar  con  repo- 
so lo  que  le  he  de  decir,  y  con  mucha  cautela  pro- 
veer con  qué  oro  doraré  la  pildora,  en  qué  copa 
dorada  disimularé  esta  purga,  con  qué  sobrehaz 
azucarada  cubriré  el  acíbar,  con  qué  dulzor  sabo- 
rearé la  amargura  de  estas  mis  confaciones,  con 
qué  cebo  esconderé  el  anzuelo;  finalmente,  cómo 
ocultaré  y  descubriré  una  mesma  cosa,  qué  mañas 
y  modos  tendré  para  celar  mis  ardides  engañosos 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


51 


y  manifestar  mi  intención,  que  me  entienda  y  no 
me  entienda,  que  quiera  enfadarse  y  no  pueda. 
Gran  prudencia  y  saber,  gran  sagacidad  y  astucia 
has  menester  aquí,  Celestina,  y  después  de  esto 
mucha  serenidad  en  el  rostro,  mucho  reposo  en  la 
persona,  mucha  templanza  en  la  plática,  para  que 
no  saque  por  puntos  la  malicia  de  mi  embaxada. 
¡Ay,  Madre  de  Dios,  y  qué  sudores  con  ansias  de 
muerte  rodean  mi  corazón!  En  pensar  en  lo  que 
me  he  metido,  las  piernas  se  me  cortan  y  la  sangre 
me  desampara.  Escarmentada  había  ya  de  estar  de 
las  veces  que  he  sido  empicotada  y  azotada  por 
este  mi  oficio  en  muchos  pueblos  de  Castilla,  y  no 
me  viniese  más  mal;  que  fructa  común  es  de  Bru- 
mandilón  y  de  mí  traer  las  espaldas  pintadas  con 
bandas  de  color  purpúreo  y  las  cabezas  con  mitras 
y  rocaderos.  jGuay  de  la  que  se  pone  a  perder  la 
vida!  En  mi  seso  me  estaba  yo  en  dejar  este  trato, 
si  la  maldita  y  insaciable  codicia  del  más  haber  no 
me  venciera;  mis  ganancillas  ciertas  tenía  por  otra 
parte  en  dar  medicinas  a  las  doncellas,  que  no 
paran;  a  las  casadas,  bebedizos  que  den  a  los  ma- 
ridos por  que  no  sientan  los  cuernos  que  a  vistas 
ojos  sus  mujeres  les  ponen,  evitando  rencillas  cor- 
nudales;  a  los  mancebos  mayorazgos,  bocados  con 
que  maten  sus  mesmos  padres,  porque  los  muertos 
abren  los  ojos  a  los  vivos  que  deseosos  estaban  de 
heredar;  a  las  enamoradas,  bienquerencias  y  polvi- 
llos que  atrayan  a  su  amor  a  los  canónigos  y  racio- 


52 


SANCHO    DE    MUNON 


ñeros  más  mozos  y  francos;  a  los  honestos,  man- 
dragora y  granos  de  helécho  con  que  puedan 
entrar  y  salir  do  quisieren  sin  ser  sentidos;  a  los 
amantes,  hechizos  de  cabello  o  cordón  con  que 
hagan  que  sus  amigas  les  amen,  y  aborrezcan  el 
que  amaban  y  amen  el  que  aborrecían.  Y  si  de 
este  oficio  usar  no  quiero  por  ser  también  peligro- 
so, loores  a  Dios  que  no  se  concluyó  ni  encerró 
en  él  mi  saber:  que  lapidaria,  herbolaria,  maestra 
de  hacer  afeites  y  de  hacer  virgos,  perfumera,  co- 
rredora, melecinera,  partera  y  un  poco  física  soy; 
entre  dueñas  y  señoras,  entre  doncellas  y  casadas, 
entre  monjas  y  frailes,  entre  clérigos  y  abades 
suelo  yo  tratar;  todos  me  han  menester  y  todos  me 
conocen,  y  todos  vienen  a  mí  para  que  remedie 
sus  necesidades;  no  parece  mi  casa  sino  botica, 
ansí  unos  entran  y  otros  salen  cargados  de  medici- 
nas, que  no  piden  cosa  que  no  esté  en  la  camarilla 
que  me  dexó  mi  tía,  que  buen  siglo  haya,  en  el 
testamento:  ahí  tengo  los  perfumes  que  falseaba, 
los  afeites  que  conficionaba,  las  aguas  de  rostro 
que  hacía,  y  otras  aguas  que  sacaba  para  oler,  los 
zumos  con  que  adelgazaba  los  cueros,  los  untos  y 
mantecas  que  tenía  y  los  aparejos  para  baños  y 
lexías,  los  aceites  que  sacaba  para  el  rostro,  y 
otras  muchas  cosas  que  con  mi  buen  trabajo  y  pro- 
pio sudor  y  mayor  experiencia  he  yo  adquirido, 
conviene  a  saber:  hieles  de  perro  negro  macho  y 
de  cuervo,  tripas  de  alacrán  y  cangrejo,  testículos 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


53 


de  comadreja,  meollos  de  raposa  del  pie  izquierdo, 
pelos  priápicos  del  cabrón,  sangre  de  murciélago, 
estiércol  de  lagartijas,  huevos  de  hormigas,  pelle- 
jos de  culebras,  pestañas  de  lobo,  tuétanos  de 
garza,  entrañudas  de  torcecuello,  rasuras  de  ara, 
ciertas  gotas  de  olio  y  crisma  que  me  dio  el  cura, 
zumos  de  peonia,  de  celidonia,  de  sarcocola,  de 
tryaca,  de  hipericón,  de  recimillos,  y  una  poca  de 
hierba  del  pito  que  hobe  por  mi  buen  lance;  tengo 
también  la  oración  del  cerco,  que  no  tenía  mi  tía, 
que  Dios  haya,  que  es  esta:  avis,  gravis,  seps, 
sipa,  unas,  infans,  virgo,  coronat;  y  si  todo  lo  de 
mi  tienda  hobiese  de  contar,  sería  cosa  para  nunca 
acabar.  Desdichada  de  mí,  este  oficio  me  bastaba; 
éste  mantiene  mi  casa,  sustenta  mi  honra  y  me 
hace  ser  temida  y  acatada  de  todos,  y  afama  mi 
nombre  por  la  ciudad,  que  nadie  hay  que  me  vea 
que  no  me  llame  «  madre  »  acá,  *  madre  »  acullá;  el 
uno  me  toma,  el  otro  me  dexa,  el  Vicario  me  con- 
vida, el  Arcediano  me  llama;  que  ningún  señor  de 
la  Iglesia  me  ve  que  no  quiera  ganar  por  la  mano 
cuál  me  llevará  primero  a  su  casa.  ¡Tristes  de  mis 
días  si  no  salgo  con  la  empresa!  Si  no  doy  buena 
cuenta  de  mí  en  estos  amores,  ¿que  será  de  mi 
creencia  en  que  me  tiene  el  pueblo?  Desconfiarán 
de  mis  artes,  aborrecerán  mis  caracteres  y  pala- 
bras, escupirán,  escarnecerán  de  mis  supersticio- 
nes, chufarán  de  mis  cerimonias,  burlarán  de  mis 
encantamentos,  no  darán  más  crédito  a  mis  agüe- 


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54 


SANCHO    DE    MUNON 


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ros;  todos  de  hoy  más  me  denostarán  con  baldo- 
nes, chufas,  escarnios,  injurias,  silbos,  ultrajes, 
risas,  desdenes,  burlas  y  con  otras  palabras  injurio- 
sas, y  ninguno  vendrá  más  a  mi  casa;  los  niños  por 
las  calles  irán  en  pos  de  mí  diciendo  puta,  hechi- 
cera, vieja,  falsa,  malhechora,  mondaria,  burladora, 
rabosa,  zancajosa,  trotaconventos,  saltabardales, 
encorozada,  azotada,  perfiletada,  alcahueta  y  otros 
muchos  ignominiosos  nombres;  finalmente,  que  de 
todo  mi  estado  caeré,  y  de  la  opinión  en  que  esta- 
ba puesta.  íYo  me  tengo  la  culpa,  que  quise  tomar 
mayor  peso  del  que  podía  llevar,  y  así  al  cabo 
caeré  con  la  carga!  ¡Mal  hice,  a  la  verdad,  en  no 
mirar  bien  la  calidad  del  negocio  antes  de  aceptar 
la  demanda  de  Lisandro!  ¡Cierto,  cegóme  la  canina 
hambre  y  sed  grande  y  hambrienta  codicia  de  las 
preseas  y  riquezas  que  de  ahí  esperaba!  Mas 
¿quién  soy  yo,  a  quien  temor  o  cobardía  ponga 
espanto  en  las  cosas  de  mi  oficio?  ¿Yo  no  soy  Eli- 
cia,  la  sobrina  de  Celestina,  la  que  heredó  nombre 
y  fama  y  hechos  de  la  mesma?  ¡Sé  que  Elicia  soy,  la 
insigne  alcahueta,  la  famosa  hechicera,  la  sabia  ni- 
gromántica! ¿Qué  denodadas  palabras,  qué  fieros 
o  ademanes  de  rufián,  qué  amenazas  de  muerte, 
qué  rigurosos  trances,  qué  peligros  inminentes 
jamás  a  mí  atemorizaron?  Veamos:  ¿Roselia  no  es 
mujer?  Sí;  luego  liviana;  que  las  mujeres  somos 
como  veletas,  que,  con  poco  aire,  volvemos  a 
todos  vientos.  ¿No  es  moza?  Sí;  luego  de  enamo- 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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rada  voluntad  y  lascivos  pensamientos;  que  los 
aguijones  de  la  carne,  y  más,  nueva,  algo  le  move- 
rán a  que  condecienda  a  mi  petición.  ¿No  es  her- 
mosa? Sí;  luego  no  casta;  que  pocas  veces  castidad 
y  hermosura  caben  en  un  objeto.  ¿Pues  Lisandro 
no  es  gentil  hombre,  dispuesto  y  galán?  ¿No  es 
mancebo  de  noble  linaje,  dotado  de  muchas  gra- 
cias, de  linda  crianza,  bien  hablado,  generoso, 
franco,  aparentado?  Sí;  luego  sobre  seguro  voy; 
que  estas  cosas  mucho  hacen  al  caso  para  que  en 
Roselia  con  más  facilidad  prenda  su  amor.  ¿Quién 
tengo  de  mi  parte?  ¡Al  amor,  que  todas  las  cosas 
vence!  ¡Al  amor,  que  seso  y  discreción  trastorna! 
¡Al  amor,  que  saltea  los  monasterios,  escala  los 
muros,  rompe  las  paredes,  mina  los  encerramien- 
tos, asierra  las  rejas,  trepa  por  las  ventanas, 
enciende  los  castos,  altera  los  devotos,  espanta  los 
sanctos!  ¡Encomiéndome  a  mis  familiares.  Lucifer, 
Astaroth,  Arangel,  Beiiath,  Sathan,  Bercebuth, 
Balan,  y  a  Rescoldapho,  el  mi  buen  amigo,  prínci- 
pes de  los  demonios,  que  me  den  buena  mandere- 
cha a  lo  que  voy!  ¡Sólo  os  suplico,  mis  buenos  ada- 
lides, perturbéis  la  fantasía  de  Roselia  con  deseos 
luxuriosos  y  cebéis  sus  pensamientos  con  tizones 
de  amor;  yo  soplaré  con  mis  fuelles  el  fuego  y  ati- 
zaré las  ascuas,  que  la  quemen  viva! 


Drionea. — Madre. 


¡Drionea,  hija! 


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56 


SANCHO    DE    MUNON 


Celestina. — Si  viniere  de  mucha  priesa  la  despo- 
sada que  hice  haber  aquel  hijo  del  racionero,  en  el 
tabladillo  hallarás  la  cazuela  pintada  de  los  virgos: 
toma  de  ahí  lo  que  sabes,  y  restaúrale  la  flor  per- 
dida, ni  más  ni  menos  de  como  me  lo  viste  hacer  a 
la  que  estotro  día  se  casó  con  el  carpintero;  y  si 
estoviere  muy  abierta,  cúrala  con  punto,  muy  sotil- 
mente.  Y  si  viniere  también  la  mujer  del  cordonero 
por  los  bebedizos,  en  el  barrillejo  de  barro  los  ha- 
llarás; dáselos,  y  que  los  polvorice  con  un  poco  de 
solimán  molido,  y  dile  que  han  de  ser  nueve  cande- 
lillas de  cera  las  que  me  dixo,  pasadas  las  doce  de 
la  noche.  Y  no  te  olvides  de  lo  que  has  de  hacer 
con  la  manceba  del  canónigo  mozo,  la  que  tuvo 
presa  el  Obispo  por  el  oHo. 

Drionea. — ¿Qué  respuesta  daré  a  Sigiril,  escu- 
dero de  Felides,  si  te  buscare,  que  ayer  vino  acá  y 
no  te  halló? 

Celestina. — ¡Dile  que  se  vaya  con  Dios  o  con  el 
diablo;  que  no  soy  yo  casamentera,  ni  menos  es  ese 
mi  oficio!  Allá  a  la  amiga  de  mi  tía  vaya  él  con  esas 
embaxadas,  o  a  los  parientes  de  Polandria,  que 
concierten  el  casamiento;  que  para  ese  caso  no  es 
menester  el  estudio  de  mis  artes,  ni  mucho  menos 
que  mi  tía  resucitara  o  apareciera,  como  holgaron 
de  mentir.  Dame  acá  esa  ropa  blanca  que  me 
encomendaron  que  vendiese,  de  aquella  señora 
malograda  que  murió  los  otros  días;  y  no  saques 
sino  lo  más  rico  y  vistoso:  esos  gorjales  aljofara- 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


57 


dos,  esas  cofias  estampadas,  y  todos  los  deshilados 
y  cosas  hechas  de  red  de  oro  y  seda;  que  lo  quiero 
llevar  a  parte  donde  no  se  perderá  nada  en  ello; 
que  buena  manera  será  esta  para  entrar  en  casa  de 
Roselia,  pues  soy  corredora. 

Drionea. — Toma. 

Ce /esíma.— Cierra  esas  puertas,  y  di  a  esos  que 
se  levanten,  que  ya  es  medio  día,  por  que  tenga  esa 
necia  espacio  para  tocarse. 

Drionea. — Sí  diré. 


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Bmmandilón.—Trapy  trap,  trap.  Putas,  abrí. 

Drionea. — (Putos  días  vivas.) 

Brumandilón. — ¡Abrí  presto,  no  me  hagáis  arro- 
jar las  puertas  por  el  suelo  de  otro  par  de  po- 
mazos! 

Drionea. — ¡Ay,  santa  Catalina!  ¿No  nos  darás 
huelgo?  ¡Veréis  qué  encapotado  viene! 

Brumandilón. — ¿Qué  es  de  la  vieja  ruin,  que  no 
creo  en  Tal  si  no  hago  con  ella  un  hecho  hazañoso 
que  sonado  sea?  ¿Dónde  está? 

Drionea. — Es  ida  al  negocio  que  sabes. 

Brumandilón. — Aquí  la  aguardo;  que  o  ella  me 
dará  la  medalla  o  me  ofrecerá  la  vida. 


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Drionea. — Ce,  ce,  señor  Polo,  ¿quieres  salir,  que 
Brumandilón  sentado  está  en  el  poyo  de  la  puerta? 

Polo. — ¡No  por  Dios!  Que  quedé  dalle  unos  di- 
neros que  me  pidió,  y  no  los  tengo. 


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58 


SANCHO    DE    MUÑÓN 


Drionea. — Pues  vente  conmigo,  que  por  los  co- 
rrales te  irás. 

Polo. — Amores,  ¿vendré  acá  a  la  noche? 

Livia. — No,  por  tu  vida;  no  te  haga  mala  la  salud. 

Polo. — Pues  mándame. 

Livia. — Que  no  te  olvides  de  las  mangas  de 
aguja  coloradas. 

Polo. — ¡Y  aun  perfumadas  te  las  prometo!=Se- 
ñora  Drionea,  encargóos  a  mi  Livia,  que  no  la  ha- 
ble otro,  pues  yo  la  sustento. 

Drionea. — Ay,  señor,  no  digas  eso;  que,  ¡vive 
Dios  y  reina!,  otro  hombre  no  la  habla  en  esa  parte 
sino  tú.  Es  muy  salada  rapaza  y  vergonzosa,  y 
quiérete  mucho. 

Polo. — Con  esa  confianza  me  voy. 

Drionea. — Pierde  cuidado,  y  salta  por  este  lugar, 
que  está  más  baxo. 


C. 


Esclaravel. —  ¡Ce,  ce,  señora  Drionea!  ¿Puedo 
entrar  seguro? 

Drionea. — ¡Trepa  quedito!  ¡No  hagas  ruido! 

Esclaravel. — ¿Está  allá  la  vieja? 

Drionea. — No;  daca  la  mano. 

Esclaravel. — Acá  estoy.  ¡Bésame! 

Drionea. — ¡Ay,  putillo! 

Esclaravel. — ¡No  pude  más!  ¡Está  queda! 

Drionea. — Gallito,  ¿no  olvidas  tus  mañas?  ¡Don- 
dequiera que  me  tomas,  ora  en  público,  ora  en  se- 
creto, no  miras  más!  Subamos  arriba,  no  nos  tome 


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I 


LISANDRO    Y    ROSELIA 


59 


Celestina  en  el  hurto,  como  me  contaste  que  Vul- 
cano  tomó  a  Mars  y  a  Venus. 

Esclaravel. — Vamos. 

Drionea. — ¡Ay,  bellaquillo!  ¿Quitándote  vas  las 
agujetas? 

Esclaravel — ¡Sí,  par  Dios!  ¡Sube  presto! 


ARGUMENTO    DE    LA    SEGUNDA    CENA 

Con  encubiertas  de  gran  artificio  habla  Celestina  a  Roselia  con 
muy  poca  ayuda  de  la  vecina ,  y,  acabado  con  ella  que  siquiera 
se  vea  con  Lisandro,  se  despide;  Roselia  finge  que  está  mal  dis- 
puesta; Melisa,  su  doncella,  entiende  todo  el  hecho. 

CELESTINA. —  MARIBAÑEZ. —  MELISA. —  ROSELIA. 

Celestina. — ¡Ay,  Dios!  ¿Es  aquella  que  veo  ir 
por  la  cuesta  arriba,  Eugenia,  la  madre  de  Rose- 
lia? Ella  es.  ¡Por  los  santos  de  Dios,  bien  está! 
¡Todo  se  adereza!  ¡Alégrate,  Celestina;  que  el  pre- 
cio de  la  ropa  blanca  será  la  sangre  de  aquella 
inocente!  ¿Llamaré?  ¿Pregonaré  mi  axuar?  Mejor 
es  allegarme  a  aquella  vecina  con  quien  me  entien- 
do, la  que  yo  encubrí  con  el  abad  en  mi  casa  asaz 
veces;  ahí  fingiré  que  vendo  cotones  de  Valencia, 
y  ella,  por  vía  de  vecindad,  puede  llegarse  a  Rose- 
lia, si  quiere  comprar  algo  de  esto;  que,  viendo  la 
curiosidad  y  valor  de  todo  ello,  como  muestra 
estar  hecho  con  sotiles  manos,  no  dexará  de  lla- 
marme y  yo  entrar  segura.=¡  Señora  amiga.  Dios 
mantenga! 


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SANCHO    DE    MUNON 


Maribañez. — ¡Oh,  madre  Celestina,  seas  muy 
bien  venida,  que  deseo  tenía  ya  de  te  ver! 

Celestina. — Calla,  que  mañana  nos  veremos  más 
despacio.  Agora  óyeme  dos  palabras:  has  de  sa- 
ber que  con  achaque  de  trama  vengo  a  buscar  la 
hija  de  nuestra  ama  Eugenia,  que  me  lo  encargó 
mucho  aquel  caballero  que  fué  mantenedor  en  las 
justas  pasadas,  y  así  me  lo  paga,  cierto,  mejor  que 
me  lo  pagó  el  abad  cuando  andaba  tras  ti  y  te 
hablé  en  ello. 

Maribañez. — ¡Mucho  va  de  Pedro  a  Pedro! 

Celestina. — Por  tanto,  pues  eres  vecina,  llégate 
ailá  y  diles  si  quieren  algo  de  esto;  que  en  la  mes- 
ma  moneda  te  lo  pagaré  cuando  no  catares. 

Maribañez, — Que  me  place  en  buena  fe. 

Ta,  ta,  ta. 

Melisa. — ¿Quién  está  ahí? 

Maribañez. — Doncella,  decí  a  la  señora  moza 
que  está  aquí  la  corredora,  que  me  vendió  unos 
volantes  y  trae  cosas  muy  galanas  y  ricas  de  ropa 
blanca;  si  quiere  algo  su  merced. 

Melisa. — Sí  diré. 


Roselia. — ¿Quién  es.  Melisa? 

Melisa. — Señora,  una  mujer  que  trae  lindas  co- 
sas a  vender,  y  obras  tan  bien  labradas  que  parece 
que  así  se  nacieron;  allí  viene  una  gorgnera  muy 
polida:  suplicóte,  señora,  me  la  compres. 


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LISANDRO    Y     ROSELIA 


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Roselia. — Dile  que  entre  en  ese  portal;  yo   me 
pararé  a  la  ventanilla  de  la  escalera. 


Melisa. — Tía,  entra,  que  ya  baxa  mi  señora. 

Celestina. — Pues  vete,  amiga,  y,  como  te  digo, 
para  traerle  a  tu  amor,  úntale  las  manos  con  aquel 
sebo  de  cabrón  cuando  entre  burlas  y  veras  se  las 
tomares,  y  di  estas  palabras  que  te  he  dicho,  que 
son  muy  aprobadas. 


Roselia. — Vieja  honrada,  muéstrame  eso  que 
traes. 

Celestina. — Ángel  mío,  no  lo  verás  bien,  que 
está  el  portal  obscuro;  espera,  que  yo  subiré  allá. 

Melisa. — (Toma,  por  ahí  ella  se  entremete  donde 
no  llaman.) 

Roselia. — Guarda  tú  esa  puerta,  Melisa,  y  avísa- 
me si  viniera  mi  señora  madre. 

Celestina. — (Todo  viene  a  pedir  de  boca.  Con 
pie  derecho  salí  de  casa,  sin  ver  ave  que  denotase 
mal  acaecimiento.  Sola  la  tengo,  sin  testigos  de  mi 
mensaje.) 

Roselia. — ¿Qué  hablas,  madre,  entre  dientes? 

Celestina. — Señora  hija,  acabo  tres  cuentas  de 
mi  rosario  que  me  falta  de  rezar  por  los  que  están 
en  pecado  mortal;  que  primero  nos  conviene  bus- 
car el  reino  de  los  cielos  y  después  entender  en 
estas  cosas  momentáneas  cuanto  basta  a  la  nece- 


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62 


SANCHO    DE    MUNON 


sidad  de  aquesta  miserable  vida;  lo  demás,  super- 
fluo  es  y  lleno  de  congoxas  y  zozobras. 

Roselia. — Por  mi  salud,  madre,  que  aciertas;  que 
al  fin  vana  cosa  es  amar  con  desorden  lo  presente 
y  no  tener  ojo  de  ir  allí  donde  es  el  gozo  perdu- 
rable. 

Celestina. — ¡Ay,  mi  señora!  ¿Dices  donde  no  se 
hartan  los  ojos  de  ver  ni  las  orejas  se  hinchen  de 
oir;  donde  ni  hay  trestura,  ni  noche,  ni  obscuridad; 
donde  siempre  se  celebra  pascua  y  fiesta  muy 
solemne;  donde  las  sillas  bienaventuradas,  llenas 
de  suavísimo  olor  y  flagrancia,  llenas  de  cantos  y 
modulaciones,  de  dulzor  y  alegría,  nos  esperan  a 
los  que  aquí  con  diligencia  trabajáremos  en  la  viña 
de  Dios? 

Roselia. — Ahí  digo. 

Celestina. — Los  ojos  se  me  arrasan  de  agua  y 
los  sentidos  se  me  roban,  el  entendimiento  se  me 
eleva  y  el  corazón  se  me  desmaya  y  toda  yo  estoy 
fuera  de  mí  cada  vez  que  oyó  mentar  aquel  paraíso 
de  deleites  y  aquellos  Campos  Elíseos;  que,  aun- 
que el  deseo  de  la  vida  es  natural  a  todos,  a  mí  el 
morir  me  sería  glorioso  en  tanto  que  fuese  a  gozar 
de  aquella  visión  beatífica. 

Roselia. — ¡Oh,  qué  bien  hablas,  bendita  madre! 
Bien  dicen  que  mejor  es  el  rústico  humilde  que 
sirve  a  Dios,  que  no  el  soberbio  filósofo  que  con- 
sidera el  curso  del  cielo. 

Celestina. — Mil  cosas  te  contaría  de  éstas,  seño- 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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ra  hija,  que  aprendí  en  compañía  de  las  beatas 
dominicas,  si  el  tiempo  nos  diese  lugar. 

Roselia. — Pues,  ¿qué  pides  por  este  garvín  he- 
cho de  red  de  oro,  así  como  está  aljofarado? 

Celestina. — Mi  reina,  esta  es  cosa  encomendada; 
espantarte  hías  de  lo  poco  que  de  aquí  he  yo  de 
sacar  por  mi  trabajo,  aunque  lo  venda  muy  bien, 
cuanto  más  si  lo  vendo  menos  de  lo  que  quiere  su 
dueño.  En  seis  piezas  de  oro  me  estimaron  este 
tranzadillo. 

Roselia. — Toma  cuatro,  por  ser  cosa  que  se  lo 
ha  puesto  otra. 

Celestina. — ¿Cuatro,  señora?  ¡En  mi  alma,  no  se 
pagan  las  manos,  pues  de  aljófar  tiene  más!  Pero, 
sin  más  regatear,  en  cinco  lo  toma  o  lo  dexa;  que 
yo  me  atrevo  a  dártelo  en  esto,  porque  sé  los  cau- 
dales de  las  señoras  doncellas  dónde  llegan,  y  cosa 
se  ofrecerá  en  que  me  puedas  remunerar  este  ser- 
vicio; que,  al  cabo,  sé  que  perder  con  los  buenos 
es  ganar,  y  con  decir  que  no  hallé  más,  cumpliré 
que  yo  seré  la  que  perderé  de  mi  derecho.  Míra- 
la bien,  que  es  pieza  muy  acabada  de  buena  y 
barata. 

Roselia. — Cara  es,  mas  toma;  que,  a  la  verdad, 
la  curiosidad  en  las  cosas,  hace  encarecer  la  obra 
de  ellas. 

Celestina. — ¿Caro  te  parece,  buena  señora? 
¡Bendito  seas  tú,  mi  Dios,  que  en  este  trato  tan 
poca  ganancia  se  me  sigue,  que,  con  haber  andado 


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64 


SANCHO    DE    MUNON 


arrastrada  todo  el  día,  habré  de  aquí  tan  poco  que 
no  bastará  a  poderme  hoy  sustentar!  ¡Sea  por  tu 
amor;  que  más  quiero  morder  las  paredes  de  ham- 
bre y  pasar  la  vida  con  afán  y  laceria  empleada  en 
tu  servicio,  que  no  enriquecer  en  otros  tractos  ilí- 
citos ! 

Rose  lia. — No  llores,  madre;  que  yo  te  favoreceré 
en  todo  lo  que  yo  pudiere. 

Celestina. — ¡Ay,  mi  señora  ,  si  supieses  por  qué 
lo  digo!,  pues  sábelo  Dios  y  yo  que  más  valdría  nii 
saya  y  manto  de  lo  que  vale,  si  quisiese  dar  oídos 
a  una  cierta  persona  de  esta  ciudad;  pero  mejor  es 
pobreza  con  un  poquito  de  honra  que  riquezas 
acompañadas  de  vituperio.  ¡Por  el  día  sancto  que 
es  hoy,  a  oro  me  pesa  por  que  le  hable  a  una  gen- 
til dama  de  este  pueblo,  ni  sé  quién  ni  quién  no!  El 
vive  hacia  San  Benito,  y  creo  que  se  llama  Li- 
sandro. 

Roselia. — (¡Oh  vieja,  cómo  temo  que  tus  pisadas 
y  luengo  preámbulo  y  tu  prolixa  arenga  y  devota 
salutación,  con  tus  falsos  presupuestos,  se  hayan 
enderezado  y  ordenado  para  inferir  tan  maldicta  y 
sospechosa  conclusión!) 

Celestina. — ¿Qué  es,  mi  señora,  que  no  te  en- 
tiendo? 

Roselia. — Tú  sabes  si  me  entiendes  o  no,  y  si  en 
estas  palabras  de  Dios  traes  envuelto  el  dimonio; 
que  entre  las  matizadas  y  bordadas  flores  se  es- 
conde la  culebra  ponzoñosa. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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Celestina. — Entiéndate  Dios,  que  yo  no  te  al- 
canzo. 

Roselia. — Dime,  pues,  a  quién  te  mandó  ha- 
blar. 

Celestina. — ¿Quién,  mi  señora?  ¿Lisandro? 

Roselia.— \No  me  repitas  su  nombre,  que  me 
turbas!  Respóndeme  a  lo  que  te  pregunto.  Veamos 
si  es  lo  que  yo  digo,  que  vienes  con  engaños. 

Celestina. — ¿Y  yo,  conózcolo  más  que  tú,  ni  sé 
quién  es,  ni  aguardé  a  que  me  lo  dixese?  ¡Mal  me 
conoces,  señora!  ¡Las  piernas  me  cortaría  primero 
que  diese  paso  a  tales  mensajes!  ¡En  ese  caso  nin- 
gún hombre  me  ha  de  hablar,  si  no  quiere  ser  mi 
capital  enemigo!  ¡Guárdeme  Dios  de  mala  hora! 
¿Montas  que  soy  yo  de  esas?  ¿Entre  qué  personas 
me  crié,  para  osar  de  tal  oficio?:  a  la  he,  entre  re- 
ligiosas, y  aun  de  las  más  encerradas.  Pero,  según 
pude  colegir  de  las  pocas  palabras  que  escuché  a 
Lisandro,  digo,  aquel  mancebo  caballero — ¡y  Je- 
sús, qué  sin  memoria  soy! — ,  algunas  señas  y  indi- 
cios te  daré.  Ella  era  en  su  boca  la  más  hermosa 
doncella  que  natura  formó,  no  sólo,  decía,  en  la 
ciudad,  mas  ni  aun  en  la  tierra,  en  todas  las  gra- 
cias y  perfecciones  acabada.  Por  aquí  sacarás  por 
quién  entendía  Lisandro,  digo,  aquel  señor  galán, 
que  preso  de  su  amor  loaba  la  que  mucho  quería. 
Ya  sabes  que  en  Salamanca  pocas  hermosas  hay,  y 
esas  se  pueden  señalar  con  el  dedo,  y  ¡por  tu  vida, 
mi  amor!  que  después  que  te  vi  he  pensado  sí  eras 


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66 


SANCHO    DE    MUNON 


tú  la  que  decía,  porque  tu  perfecta  fermosura  es 
argumento  que  no  entendía  por  otra. 

Roselia. — ¡Madre,  no  me  entres  por  esos  ro- 
deos! ¡Vete  con  Dios! 

Celestina. — ¿Qué  rodeos,  mi  señora?  ¿Piensas 
que  no  te  diría  el  nombre  de  ella,  si  me  acordase, 
por  quitarte  de  sospecha?  Mas,  sea  Dios  loado, 
que  ya  voy  acordándome:  Ro...  Ro...  Roselia  se 
llama  por  quien  pena,  según  me  dijo. 

Roselia. — ¿Según  te  dijo,  malvada  vieja?  ¿Qué? 
¿No  me  conoces  tú,  que  soy  yo  la  que  agora  men- 
taste? 

Celestina. — ¿Tú?  ¡Y  Jesús,  Jesús!  ¿Tú?  ¡No  lo 


creo! 


Roselia. — ¿Santiguaste,  mala  hembra,  bote  de 
malicias?  ¿Que  no  lo  sabes  tú?  ¿Esas  eran  las 
joyas  que  traías  a  vender,  las  fingidas  lagrimitas 
que  por  tus  haces  regabas,  los  devotos  consejos 
que  me  dabas,  las  sanctidades  con  que  venías,  las 
cuentas  que  rezabas,  las  encubiertas  y  disimuladas 
palabras  con  que  me  entrabas  a  dañar  mi  fama, 
tentar  mi  propósito,  combatir  mi  honestidad,  co- 
rromper mi  vergüenza,  ensuciar  mi  honra?  ¡Astuta 
vieja,  vaso  de  maldad,  maestra  de  malos  recaudos, 
discípula  del  diablo,  madre  de  todos  vicios!  ¿Eres 
tú  la  que  encorozaron  estotro  día  por  semejante 
caso,  que  a  ella  te  pareces  en  tus  obras?  ¿Con  ese 
mensaje  te  envió  ese  loco  para  que  publicases  su 
pasión  y  locura?  ¡Espera,  alcahueta;  que  tú  habrás 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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el  castigo  que  merece  tu  atrevida  osadía!=¡Melisa, 
Melisa!  ¡Llámame  acá  a  mi  hermano  Beliseno! 

Celestina. — ¡Señora,  no  juzgues  mis  palabras  sin 
que  primero  juzgues  mi  intención;  que  si  la  lengua 
resbaló,  no  tiene  culpa  el  corazón,  desdichada! 

Melisa. — ¿Qué  es,  señora?  ¿No  concluyes  con 
esa  mujer? 

Roselia. — ¡Esta  vieja,  que  me  viene  con  alcahue- 
terías de  aquel  que  estotro  día  me  vido  y  comenzó  a 
desvariar  en  aquellos  desatinos  que  viste!  ¡Este  es 
el  loco  atreguado  por  quien  me  habló  el  paje  que 
fué  de  mi  señor  padre,  que  en  gloria  sea!  ¡Pues, 
guárdese;  que  si  mi  hermano  le  coge,  él  le  dará  el 
pago! 

Celestina. — Se  tú  el  juez,  doncella  graciosa,  si 
yo  ni  tenía  noticia  de  la  señora,  ni  sabía  que  Lisan- 
dro  penaba  por  su  merced,  ni  menos  le  menté  pa- 
labra de  las  muchas  que  echaba  por  aquella  boca, 
como  hombre  que  estaba  para  morir,  y  pedía 
socorro  de  su  señora,  que  morir  le  hacía;  mas, 
simplemente  a  buena  fe  y  sin  mal  engaño,  le  conté 
lo  que  vino  a  coyuntura  de  no  sé  qué  hablamos. 
¿Tengo  yo  aquí  la  culpa?  ¡Cuitada  yo,  que  en  mala 
hora  nací  si  todo  lo  que  digo  y  hago  se  ha  de 
echar  a  mala  parte!  Si  yo,  mezquina,  te  contara  los 
sospiros  lastimosos  que  pregonaban  su  lastimado 
corazón  a  causa  tuya;  las  lágrimas  que  sus  rubi- 
cundas haces  regaban  en  oyendo  tu  nombre;  los 


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SANCHO  DE  MUNON 


desmayos  que  le  tomaban  en  acordándose  de  ti; 
los  dolores  que  le  atormentan  en  tu  crueldad;  los 
deseos  de  tu  suave  conversación  que  le  atribulan, 
y  otros  mil  cuentos  de  males  que  sostiene,  según 
dice,  después  que  del  homenaje  de  tus  ventanas 
asaeteaste  su  deseo;  si  esto  te  dixera  yo,  señora,  o 
supiera  que  eres  tú  aquella  por  quien  moría — aun- 
que, ciega  de  mí,  por  las  señas  de  hermosura  que 
me  daba,  había  yo  de  entender  luego  que  eras  tú — 
entonces  tenías  razón  de  culparme;  pero  si  ni  esto 
ni  lo  otro  me  salió  por  la  boca,  ¿de  qué  te  quexas? 

Melisa. — ajusta  y  razonable  es  tu  excusa,  madre 
mía. 

Roselia. — No  te  espantes,  vieja  honrada,  que 
haya  tomado  sospecha  de  tus  pláticas  por  lo  que 
ha  precedido  de  aquel  loco  y  acaso  tú  no  sabías. 

Celestina. — ¿Saber?  ¡Ansí  me  ayude  Dios  como 
yo  no  lo  sabía  más  que  agora  que  no  lo  sé!  Lo 
que  yo  vi  es  que  queda  en  la  cama  con  los  más 
espantosos  desmayos  que  nunca  vi,  puesto  en  el 
hilo  de  la  muerte;  y  así  como  está,  con  profundo 
clamor  los  sospiros  echa  fasta  el  cielo;  las  lágrimas 
le  verías,  mezcladas  con  sollozos,  de  hilo  en  hilo 
corriendo  por  aquellas  sus  mexillas,  más  resplan- 
decientes que  rubíes;  que  tanta  era  la  lástima  que 
me  puso  en  le  ver,  que  me  forzó  a  acompañalle  en 
su  tristeza  con  algunas  de  mis  lágrimas,  que,  sin 
sentillo,  me  brotaban  en  abundancia  por  mis  haces 
abajo.  ¡En  Dios  y  en  mi  ánima  que  en  acordándome 


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LISANDRO    V    ROSELIA 


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cuál  le  dexé,  tan  gran  compasión  me  toma  que,  si 
remediarle  pudiera,  aunque  fuera  con  la  sangre  de 
mis  brazos  lo  hiciera!  Pero  no  soy  yo  por  la  que  él 
pena;  que  no  me  hizo  Dios  tan  cruel  y  sin  piedad 
que,  si  yo  fuera,  dexara  morir  el  más  agraciado 
mancebo  y  galán  que  mis  ojos  vieron. 

Roselia. — Son  blasones  de  los  enamorados  decir 
que  mueren  por  amores. 

Celestina. — (¡Bien  está!  Ella  irá  poco  a  poco  a 
entrar  en  el  garlito:  en  las  palabras  y  en  el  sem- 
blante lo  veo;  que  por  las  palabras  y  señales  bien 
se  adevinan  los  pensamientos,  y  más,  que  el  color 
se  le  ha  vuelto  colorado;  encendida  la  tengo.) 

Roselia. — ¿Qué  dices,  madre?  Parece  que  te 
has  pasmado.  ¿Qué  estás  comidiendo? 

Celestina. — ¿Qué,  señora?  Que  sabe  poco  de 
las  cosas  naturales  el  que  piensa  que  de  amores  no 
puede  morir  uno;  porque  puede  ser  el  amor  tan 
vehemente  e  intenso  que  la  persona  que  el  tal 
amor  posee,  hecha  hética,  perezca.  Y  si  esto  es, 
mi  señora,  allá  te  aven  con  tu  conciencia  pues 
eres  causa  que  muera  aquel  amargo  sin  redemp- 
ción,  cuya  verdadera  salud  en  sola  tu  vista  consis- 
te; que  no  quería  el  cuitado  más  de  verte  y  ha- 
blarte. 

Roselia. — Todavía  me  augmentas  la  sospecha, 
pues  no  se  te  entiende  que  no  hemos  de  hacer 
mal  por  bien  que  se  siga. 

Celestina. — ¡Ay,  señora!  ¿Y  qué  mal  es,  o  qué 


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SANCHO  DE  MUNON 


pecado,  si  con  mi  vista  y  palabra  puedo  dar  la 
vida  al  doliente,  consentir  que  me  vea  y  hable?  ¡Y 
aun  es  obra  de  perfección  dar  industria  y  forma 
para  ello! 

Rose  lia. — Si  no  es  más  de  eso,  cosa  sancta  y 
buena  es. 

Celestina. —  ¿Y  cómo,  sancta?  Lo  contrario 
hacer,  sería  pecado  mortal;  porque  cualquier  que 
puede  a  otro  salvar  la  vida  sin  pecado  o  notable 
peligro  suyo,  y  no  lo  hace,  peca. 

Roselia. — Por  cierto  que  lo  haría,  no  más  por 
ser  servicio  de  Dios;  sino  que  temo  mi  peligro, 
que  al  fin  la  estopa  cabe  el  fuego  presto  prende. 

Celestina. — Donde  la  razón  y  virtud  enseñorean 
y  reinan  como  en  ti,  en  balde  ladra  el  sensual  ape- 
tito. Ni  pienses  que  te  perjudica  aquel  señor  en 
amarte  con  tan  ardiente  deseo:  yo  pondré  a  que 
me  corten  la  lengua,  que  no  lo  hace  a  mala  fin;  es 
una  bendicta  criatura,  un  ángel  en  limpieza;  yo 
juraré  que  en  sólo  verte  y  tener  una  poquita  de 
conversación  honesta  contigo,  quede  contento  y 
tú  satisfecha  de  la  obligación  que  tienes  a  socorrer 
al  enfermo. 

Roselia.— No  quiera  Dios  que  por  mi  causa 
muera  ese  señor  que  dices;  que  no  fuera  yo  tan 
cruel  para  él,  si  me  constara  de  su  buena  intención 
y  limpio  motivo  como  agora. 

Celestina. — Pues,  señora  mía,  da  forma  que  de 
noche  te  hable,  por  que  no  seáis  sentidos;  que  hoy 


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LISANDRO    Y    ROSELIA  71 

día  las  gentes,  por  nuestros  pecados,  son  llenas 
de  mil  sospechas,  juzgando  lo  exterior  y  no  enten- 

^  diendo  los  secretos  y  misterios  de  Dios. 

^  Roselia. — Quédese  para  el  jueves  en  la  noche, 

t  dadas  las  once. 

Celestina. — ¿Por  qué  lugar? 
f  Roselia.  — Por  las  ventanas  de  esta  mi  torre  que  (^ 

salen  a  dar  al  alcázar.  7/ 

p  Melisa. —  ¡Señora!  ¡Señora!  Mi  señora  Eugenia  ¡r 

- ,  asoma  por  la  calle.  ^) 

^  Roselia. — Pues  vete,  madre,  con  Dios.  ¿^ 

Celestina. — Los  ángeles  queden  en  tu  guarda. 


ARGUMENTO    DE    LA    TERCERA    CENA 


í 


A/e /zsa.— Señora,  ¿qué  te  dixo  la  vieja  después  W 

que  me  torné  a  abaxar?  ^ 

Roselia. — ¡No  sé!  ¡Déxame!  Ponme  dos  almoha-  ^ 

das  en  el  estrado:  iréme  a  echar,  que  me  siento  p 

mal  dispuesta.  J 

Melisa. — (¡Que  me  maten  si  no  es  ésta  la  nueva  'P 

Celestina  de  las  tenerías;  que  en  su  traje  y  plática  L 

ella  parece!  ¡A  osadas  que  dexa  urdido  algún  mal  y 
recabdo!  ¡En  hora  mala  vino  acá!) 


^*  Procura  OHgides  de  resistir  a  la  saña  que  Brumandilón  tiene  (n) 

/O)  contra  Celestina.  Viene  Celestina,  que  no  cabe  en  sí  de  placer  (G) 

y^  por  la  buena  respuesta  que  hobo  de  Roselia;  perturba  su  gozo  ^ 

7\  Brumandilón  con  sus  fieros;  finalmente  pónelos  en  paz  Oligides.  P 

(f  q 


72 


SANCHO  DE  MUNON 


Pasa  Celestina  después  de  esto  muchas  cosas  graciosas  con  su 

sobrina  Drionea,  y  vase  con  Oligides  a  dar  la  buena  respuesta 

a  Lisandro. 

OLIGIDES  .  —  BRUMANDILÓN  .  —  CELESTINA .  —  DRIONEA  . — 
ESCLARAVEL. — FILERÍN. LISANDRO. 

Oligides. — ¿Qué  haces,  Brumandilón?  ¿Ha  ve- 
nido Celestina  del  negocio?  Mas  ¿qué  es  esto  que 
veo?  A  punto  estás:  la  mano  en  la  empuñadura  y 
la  espada  medio  desenvainada. 

Brumandilón. — ¡Por  los  que  habitan  en  la  pro- 
fundidad del  Erebo!  ¡Media  hora  más  no  viva  la 
vieja  avarienta  si  no  me  da  la  mitad  de  lo  que  le 
dio  Lisandro!  ¡Déxala  venir! 

Oligides. — Donde  está  claro  no  poder  ganar 
honra,  locura  es  aventurar  la  persona.  Si  la  matas, 
puede  ser  que  te  asa  la  justicia  y  te  guinde  del 
rollo. 

Brumandilón. — ¿Qué  dices,  señor  Oligides?  No 
me  has  conocido,  pues  sábete  que  en  balde  traba- 
ja quien  piensa  en  mi  corazón  poner  miedo  o 
temor  de  justicia.  No  me  es  más  llevar  por  una 
calle  al  alguacil  y  a  su  gente  que  acorralar  seis 
becerras  mansas;  si  no,  pregúntale  cómo  le  fué 
habrá  tres  noches  en  la  calle  del  Lobo,  sobre  mi 
puta  Philena;  y  con  todo,  me  vino  a  pedir  perdón. 

Oligides. —  ¡Por  Dios  que  tus  hechos  en  armas 
se  van  pareciendo  a  las  hazañas  del  valiente  Diego 
García  de  Paredes,  el  de  nuestro  tiempo! 

Brumandilón.  —  Aquí   está    Brumandilón    que, 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


73 


siendo  maestro  de  esgrima  en  Milán,  le  enseñó  a 
jugar  de  todas  armas:  de  espada  sola,  de  espada  y 
capa,  de  espada  y  broquel,  de  dos  espadas,  de 
espada  y  rodela,  de  daga  y  broquel  grande,  de 
daga  sola  con  guante  aferrador,  de  puñal  contra 
puñal,  de  montante,  de  espada  de  mano  y  media, 
de  lanzón,  de  pica,  de  partesana,  de  bastón,  de 
floreo  y  de  otros  muchos  exercicios  de  armas;  y 
él,  viendo  mi  esfuerzo  en  los  golpes,  mi  osado 
atrevimiento  para  acometer  seis  armados,  rebanar 
brazos,  cortar  piernas,  arpar  gestos,  hender  ca- 
bezas y  otros  miembros,  con  mi  exemplo  salió  tan 
diestro  y  animoso  como  veis. 

Oligides. — ¡Hela,  hela;  asoma  Celestina:  alegre 


I 


viene! 


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Celestina. — ¿Qué  girifaltes,  qué  sacres,  qué  ne- 
blíes, qué  esmerejones,  qué  primas,  qué  tagarotes, 
qué  baharíes,  qué  alfaneques,  qué  azores,  qué  alco- 
tanes, qué  gavilanes,  qué  águilas  tan  subidas  en 
alto  vuelo  bastaran  a  abatir  en  tierra  con  sus  uñas 
la  páxara  escondida  en  las  nubes,  como  yo,  sabia 
Celestina,  con  mis  palabras  cautelosas  abatí  a  mi 
petición  al  muy  encerrado  propósito  de  Roselia? 
Cácela,  y  si  sus  pensamientos  fasta  aquí  volaban 
por  el  cielo  con  contemplaciones  de  Dios,  agora 
rastrearán  por  el  suelo  con  imaginaciones  de  la 
carne.  ¡Hi  de  puta,  qué  bien  lo  he  hecho!  ¡Para 
sancta  María  que  me  quiero  bien,  en  ver  que  n 


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74 


SANCHO    DE    MUNON 


pierdo  punto  a  mi  tía!  ¡  Ay  bonita,  cómo  te  enga- 
ñé! ¡Así  engañan  a  los  bobos,  con  especie  de  sanc- 
tidad  y  servicio  de  Dios!  Con  este  color  le  dixe  lo 
que  quise,  y  bien  me  estuvo.  ¿Quién  dubda  que  no 
sueñe  a  Lisandro  esta  noche?  ¡En  mi  alma,  no  estoy 
en  mí  de  placer!  ¡Ay,  ay!  ¡Ah  papagayos,  ah  ruise- 
ñores, ah  calandrias,  ah  canarios,  ah  sergueritos, 
ah  pardillos,  ah  verderones,  ah  gafarrones,  ah  tor- 
zuelos, ah  luganos,  ah  carrancas,  ah  jamarices,  ah 
todas  las  aves  del  canto  suave,  ¿oísme?  ¿Por  qué 
todas  en  uno  no  os  juntáis  a  cantar  la  mi  alegría 
que  llevo  en  este  corazón?  Sacabuches,  chirimías, 
atambores,  trompetas,  rabeles,  flautas,  dúlcemeles, 
guitarras,  vihuelas,  arpas,  laúdes,  clarines,  dul- 
zainas, añafiles,  órganos,  monacordios,  clavecím- 
banos,  clavicordios  y  salterios  y  todos  los  instru- 
mentos de  música:  con  vuestra  suave,  apacible  y 
sonora  armonía  y  canora  melodía,  resoná  por  el  aire 
mi  verdadera  mentira,  mi  virtuoso  vicio,  mi  en- 
demoniada sanctidad  que  tuve  para  aquella  señora. 

¡Ay,  que  me  fino! 

¡Ay,  que  fino  de  regocijo! 


fe 


Oligides. — ¡Buen  despacho  trae  la  madre!  Parece 
que  toda  se  querría  tornar  lenguas  para  hablar.  La 
alegría  que  en  aquel  cuerpecillo  de  malicias  no 
cabe,  rebosa  a  borbollones  por  la  boca  y  por  los 
ojos.=¡ Alarga  el  paso,  Celestina;  mueve  esos  pies, 
no  te  detengas,  aguija,  ea,  date  priesa! 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


75 


Brumandilón. — ¡Todas  las  paradillas  que  hace 
son  ratos  de  su  vida;  pues  —  ¡por  el  cerrojo  de 
Santa  Gadea  de  Burgos,  do  juran  los  hijos  de 
algo!  —  en  llegando,  más  no  viva  si  no  me  da  la 
medalla! 


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Ce Zesíma.— ¡Sálveos  Dios! 

Brumandilón. —  ¡Sálvete  el  diablo!  ¡Sus,  daca 
luego  la  medalla!  ¡No  me  hinchas  de  mostaza  las 
narices,  no  sea  el  dimonio  que  te  engañe!  ¡Ten 
memoria  de  las  veces  que  te  has  Hbrado  de  mis 
manos! 

Celestina. — ¡Válalo  el  diablo,  mozas;  con  qué 
me  salió  a  recibir  el  charlatán  glorioso!  ¿Medalla, 
o  qué?  ¡Una  higa  en  tu  ojo! 

Brumandilón. — ¡Suéltame,  señor  Oligides,  suél- 
tame; que  no  le  haré  otra  cosa  más  de  matalla! 

Oligides. — ¡Ea,  no  haya  más,  por  mi  vida!  ¡Ea, 
no  haya  más,  que  no  te  he  de  soltar!  ¡Acaba,  no 
seas  porfioso! 

Celestina. —  ¡Déxale  venir!  ¡Que  el  diablo  a  mí 
me  lleve  si  no  le  quiebro  la  cabeza  con  esta  pie- 
dra! ¿Medalla  quería?  ¿Por  cuál  carga  de  agua? 

Oligides. — No  seas  tú  también  demasiada,  Ce- 
lestina. Calla;  que  mejor  atavío  es  en  la  mujer  la 
templanza  en  la  lengua,  que  las  ricas  ropas  en  el 
cuerpo. 

Brumandilón. — ¡Ah  puta  embaidora,  alcahueta, 
hechicera! 


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76 


SANCHO  DE  MUNON 


Celestina. —  ¡Déxate  de  esos  baldones,  fanfa- 
rrón; que  nunca  con  palabras  injuriosas  y  feas  se 
acrecentó  el  esfuerzo  natural! 

Brumandilón. — ¿Aun  parláis?  ¡Agradeceldo  al 
buen  padrino!  ¡Oh,  pese  a  mis  males!,  ¿por  qué 
no  me  soltaste,  que  su  vida  y  maldades  acabaran 
en  un  tiempo? 

Celestina. — ¡Allá  al  que  te  dio  de  palos  haz  tú 
esos  fieros,  y  no  me  hagas  más  hablar! 

Oligides. — Mejor  estuviera  eso  por  decir,  Celes- 
tina, y  no  buscar  cinco  pies  al  gato. 

Brumandilón. — Y,  puta  alcoholada,  ¿no  sabes 
que,  sentado  a  tu  puerta  seguro  y  descuidado, 
cuatro  que  eran,  sólo  un  palo  me  alcanzaron  a 
traición,  y  fui  tras  ellos  y,  como  hacía  la  noche 
obscura,  de  ellos  perdí  de  vista,  de  ellos  se  me 
escaparon  por  pies?  ¡Pero  yo  los  buscaré,  y  des- 
creo  de  la  leche  que  mamé  si,  aunque  se  me  metan 
en  el  golfo  del  mar,  y  del  golfo  del  mar  en  el 
vientre  de  la  ballena,  y  del  vientre  de  la  ballena  en 
el  seno  de  Abraham,  no  se  me  escaparán  que  con 
esta  punta  de  mi  puñal  no  les  escarbe  los  aradores 
que  tuvieren  allá  en  lo  íntimo  de  sus  corazones! 
¡Yo  juraré  que  me  acometieron  por  otro,  porque 
no  creo  que  nadie  tuviese  tal  atrevimiento  contra 
Brumandilón;  pero  como  quiera  que  sea,  ¡por 
vida  de  estas  barbas  luengas  y  espesas!,  no  les 
cumple  más  parar  en  el  reino;  porque  si  los  topo, 
el  mayor  pedazo  de  ellos  será  menor  que  brizna 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


77 


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I 


de  cliente  de  vieja,  o  pedrecica  de  moleja  de  ara- 
dor, o  liendre;  más  menuzos  los  haré  que  carnero 
picado;  en  mi  espada  los  ensartaré  como  rubias! 

Oligides. — Después  se  averiguarán  esos  pleitos. 
Agora,  vamos,  Celestina. 

Brumandilón. — ¡No  me  la  lleves,  Oligides,  sin  que 
primero  sea  liberal  conmigo,  que  no  lo  he  de  ir  a 
hurtar  para  comer,  ni  menos  me  mantengo  de  rocío 
como  cigarra,  o  de  viento  como  camaleón!  ¡Basta 
que  le  hice   merced  de  la  vida  por  tu  intercesión! 

Celestina, — Que  no  me  está  bien  ni  me  pago  de 
ello.  ¡Vete  con  Dios  de  mi  casa,  que  no  te  quiero; 
no  me  des  pasión! 

Oligides. — ¡Oíos;  no  tornéis  a  reñir!  ¿Esta  me- 
dalla hase  de  partir  por  medio,  o  dártela  toda? 

Brumandilón. — Ni  uno  ni  otro;  mas  que  se  ven- 
da y  dividamos  igualmente,  como  hermanos,  el 
precio  de  ella,  pues  de  ninguna  cosa  es  buena  la 
posesión  sin  compañía. 

Celestina. — ¿Ya  no  te  di  dos  doblas?  ¿Qué  me 
pides  más? 

Brumandilón. — ¡La  medalla  o  la  vida! 

Celestina. — ¡No  tengo  medalla! 

Oligides. — Señor  Brumandilón,  hazme  este  pla- 
cer, que  no  se  hable  agora  más  en  ello,  que  agora 
no  hay  tiempo  para  esa  disputa,  porque  mi  amo 
queda  con  la  soga  a  la  garganta  esperando  su 
salud  o  desastrado  fin  en  la  respuesta  de  Celesti- 
na. No  nos  estorbes. 


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78 


SANCHO    DE    MUNON 


Brumandilón. — ¡Oh,  pese  a  Tal,  que  ha  de  salir 
con  la  suya  esta  vieja  esfalsaria!  ¡Sobre  cuernos, 
penitencia!  ¡Sobre  que  me  ha  engañado,  me  niega 
lo  que  a  vista  de  todos  le  dio  Lisandro! 

Celestina. — Espera,  Oligides:  daré  una  vista  a 
mi  gente;  que  luego  salgo. 

Oligides. — No  tardes. 

Celestina. — Abrí,  hijas. 

Drionea. — ¡Esclaravel,  baja  presto  y  vete  por  el 
lugar  acostumbrado,  que  mi  tía  viene! 

Esclaravel. — Pues,  amores,  como  digo,  en  dán- 
dome el  conde  librea  te  daré  esta  capa,  de  que 
hagas  un  sayuelo. 

Drionea. — Como  tú  quisieres,  pino  de  oro. 

Celestina. — ¿No  os  he  mandado  que  mientras 
no  estuviere  hombre  en  casa,  estén  las  puertas  de 
par  en  par  abiertas,  y  vosotras  al  umbral  senta- 
das? ¡Ah,  malditas  seáis,  si  no  me  tenéis  podrida  de 
enojo!  ¡Landre  que  os  mate!  Si  no  os  ven  ni  oyen, 
no  os  conocerán,  y  si  no  os  conocen,  nadie  ven- 
drá a  vosotras.  La  taberna  por  el  pendón  se  cono- 
ce, y  sin  pendón  nadie  acude  allá  a  comprar  vino. 
El  caminante  extranjero  no  acierta  el  mesón  sino 
por  la  tablilla  o  la  señal  colgada.  Bien  me  enten- 
déis: una  arriba  y  otra  abaxo.  Si  Livia  se  ocupó 
con  Polo,  ¿por  qué  tú,  Drionea,  no  baxaste  a  dar 


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LISANDRO    Y    ROSELIA  79 


í^         recabdo  a  los  que  vinieren  y  respuesta  a  los  que 

tme  buscaren? 
p  Drionea. — Ya  decendía,  que  me  estaba  compo- 

^^  niendo.  No  hayas  enojo,  que  todo  se  hizo  lo  que 

&         me  mandaste. 

o  Celestina. — ¿No  te   he   dicno    que   cuando    no 

hobiere  tiempo  de  afeitarte,  tomes  una  toca  y  te  la 
\[y  reboces  fingiendo  dolor  de  muelas,  y  te  cobijes  esa 
J  mantillina  colorada?  Medio  desnuda,  medio  vesti- 

da, los  pechos  de  fuera  con  un  disimulado  descui-  fe 

do,  en  faldetas  como  estás,  no  hay  tal  para  provo-  \u 

car  a  luxuria  los  hombres.  En  Dios  y  en  mi  con-  ^ 

Cj         ciencia  que  cuando  yo  era  moza  como  vosotras,  mi 
^/  desenvoltura,  mis  meneos  del  cuerpo,  mi  requiebro 

tí>y  de  ojos,  mi  dulce  y  delgada  voz,  bastaba  para  in- 

citar los  castos,   aunque    hermosura    me  faltara. 


Pues  ¿quién  vino  a  buscarme? 

Drionea. — Siete  personas  cuando  menos. 

Celestina. — ¿  Quién  ? 

Drionea.  —  La  mujer  del  sastre  envió  acá  que 
el  sábado  de  mañanita  va  a  la  vega;  que  avi- 
ses ai  estudiante  por  quien  la  hablaste,  que  ma- 
drugue. 

Celestina. — ¡Mirad  la  descarada!  Quedó  con  el 
c)  otro  ese  día  venir  a  mi  casa  disimulada,  y  hace 

conciertos  con  estotro.  ¿No  había  tiempo  para 
todo?  Di  adelante. 

Drionea. — El  doctor  viejo  envió  su  paje  a  saber 
&         si  hablaste  a  la  hija  de  la  lavandera. 


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80 


SANCHO  DE  MUNON 


Celestina. — ¡Oh,  que  se  me  olvidó!  Acuérda- 
melo mañana.  Di  más. 

Drionea. — La  beata  aquella  muy  penitente,  te 
estuvo  buen  rato  aquí  aguardando,  y,  como  no 
venías,  rogóme  que  te  encargase  mucho  que  esto- 
vieses  con  aquel  su  devoto,  de  quien  hobo  el  hijo, 
y  que  le  dixeses  en  secreto  que,  pues  nuestro 
Señor  tuvo  por  bien  darles  aquella  criatura  para 
su  servicio,  que  envíe  faxas  y  mantillas  para  en- 
volver al  niño  y  dineros  para  pagar  el  ama,  o  que 
lo  dé  a  criar. 

Celestina. — ¡Importuna  mujer!  ¿Ya  no  le  dio 
eso  y  esotro,  y  el  su  capirote  raído  por  cobija? 

Drionea. — También  aquella  doncella  que  tuvi- 
mos aquí  de  parto,  la  que  sacó  el  teólogo,  vino 
llorando  que  por  caridad  le  digas,  pues  es  hombre 
de  conciencia,  que  lo  haga  bien  con  ella  y  que  se 
acuerde  de  lo  que  le  es  en  cargo. 

Celestina. — Di;  que  eso  yo  lo  sé  bien. 

Drionea. — El  mozo  del  bachiller  vino  que  vayas 
a  la  tarde  a  echar  una  melecina  a  un  su  popilo. 

Celestina. — ¿No  le  he  dicho  que  mientras  mi 
comadre  Clara  viviere,  que  la  llamen,  porque  yo 
no  quiero  hacerle  mal  en  su  oficio,  que  es  mi 
amiga? 

Drionea. — Dice  que  está  mala  de  los  ojos  de 
una  siringada  que  le  soltó  un  escolar  al  tiempo 
que  sacaba  el  cañuto;  que,  como  le  mirase  unas 
almorranas  que  tenía  para  se  las  curar,  el  estu- 


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LISANDRO    Y    ROS£LIA 


81 


diante,  no  pudiendo  retener  el  puxo,  suelta  y  ro- 
cíale aquellos  hocicos  y  ciégale  los  ojos. 

Celestina. —  ¡Hi,  hi,  hil  ¡Mala  landre  que  te 
mate,  que  reír  me  has  hecho!  ¿Hay  más? 

Drionea. — La  manceba  del  clérigo  y  la  mujer 
del  cordonero  y  la  desposada  vinieron  aquí,  y 
hice  lo  que  me  mandaste. 

Celestina. — ¿Supiste  hacer  el  virgo? 

Drionea. — Muy  bien. 

Celestina. — Pues  come  vosotras;  no  me  aguar- 
déis; que  voy  a  consolar  a  aquel  loco  antes  que 
haga  algún  desatino. 

Drionea. — ¿Cómo  te  sucedió? 

Celestina. — De  perlas. 


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Oligides. — ¿No  baxas,  madre? 

Celestina. — Vamos. 

Oligides. — Dime  agora  lo  que  has  hecho;  que, 
según  te  vi  venir  alegre  y  dando  saltos  de  placer, 
por  mí  tengo  que  has  ablandado  aquella  breña  y 
duro  risco  y  que  traes  buen  recabdo.  Dímelo  por 
que  yo  contigo  me  alegre;  que  no  menos  que  tú 
holgaré  del  bien  de  mi  amo. 

Celestina. — (¡Ay,  bobo!  Antes  que  tú  nacieses 
entendía  yo  esas  malicias.  Quiere  que  se  lo  diga, 
para  ganar  por  la  mano  las  albricias  de  aquel  que 
en  el  triunfo  de  sus  locuras  no  estima  el  gasto.) 

Oligides. — ¿No  dices,  madre? 


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82 


SANCHO  DE  MUNON 


Celestina. — Cerca  estamos:  ahí  lo  oirás. 

Oligides. — Dígolo  porque  si  ruines  nuevas  traes, 
no  te  cumple  parecer  ante  los  ojos  de  aquel 
desabrido  ni  menos  yo  iré  con  esa  embaxada,  no 
quiebre  sobre  nosotros  el  enojo  que  tiene  de  la 
pasión  que  le  dan  sus  amores. 

Celestina. — (¡Otra  vez  a  doce!) 

Filerín. — Señor,  señor:  Celestina. 
Lisandro. — Daca  esas  ropas  de  martas  cebelli- 
nas: saldréla  a  recibir.  ¡Oh  Dios!  ¿Con  qué  viene? 

ARGUMENTO    DE    LA    CUARTA    CENA 

Apenas  puede  creer  Lisandro  la  buena  nueva  que  Celestina  le 
trae  de  su  señora ,  y  sobre  esto  pasa  con  ella  y  con  sus  criados 
muchas  cosas  llenas  de  donaire.  Despídese  Celestina  de  Lisandro. 
Todavía  el  gran  celo  de  Dios  incita  a  Eubulo  a  decir  sus  sanctas 
y  buenas  razones  a  Lisandro,  aunque  sabe  que  ha  por  ello  de  ser 
afrentado  del  embobecido  su  amo. 

CELESTINA. —  LISANDRO. —  EUBULO. —  OLIGIDES. — FILERÍN. 
MOZA. 

Celestina. — Metámonos  dentro,  señor  mío;  no 
estemos  aquí  en  la  calle  dando  cuenta  a  los  que 
pasan.  Allá  sabrás  bueno  o  malo,  o  lo  que 
fuere. 

Lisandro. — Señora  mía,  más  tormento  me  es  la 
esperanza  de  tu  palabra  que  las  prisiones  que  sos- 
tengo. 


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LISANDRO    V    ROSELIA 


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Celestina. — Dime,  señor  Lisandro,  ¿qué  merece 
la  que  hoy  en  este  día  aventuró  la  vida  en  tu  ser- 
vicio? 

Lisandro. — ¡Mucho  por  cierto,  si  trae  alguna 
esperanza  de  mi  bien! 

Celestina. — ¿Y  si  la  trayo? 

Lisandro. — ^Juzgóte  por  Dios. 

Celestina. — (¿Qué  como  yo  de  eso?) 

Lisandro. — Habla  alto,  madre,  que  te  entienda. 

Celestina. — Digo,  señor,  que  sólo  en  esto  me 
parezco  a  Dios:  en  no  comer  palabras,  sino  obras; 
que  palabras  y  plumas,  el  viento  las  lleva. 

Lisandro. — Pues,  ¿qué  quieres  tú,  madre,  y  sáca- 
me de  pena? 

Celestina. — Yo,  seguro  que  no  te  pida  tesoros 
ni  montes  de  oro,  si  no  fuese  para  casar  dos  sobri- 
nitas  mías  huérfanas. 

Lisandro. — ¡Pluguiese  al  Soberano  que  mi  deseo 
hobiese  su  efecto,  que  tu  petición  no  carecería  de 
cumplimiento! 

Celestina. — No  pasemos  más  adelante.  Yo  me 
obligo  de  te  la  hacer  haber,  con  que  des  tú  fe  de 
me  las  casar  honestamente. 

Lisandro. — Doite  mi  fe  y  palabra,  como  caba- 
llero, de  lo  hacer. 

Celestina. — A  eso  me  atengo,  pues  « al  buey 
por  el  cuerno  y  al  hombre  por  la  palabra  >,  dicen 
en  mi  tierra;  cuanto  más  que  en  los  nobles  y  gene- 
rosos como  tú,  el  nuevo  ofrecimiento  es  habido 


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84 


SANCHO    DE    MUNON 


por  nueva  obligación,  y  no  pierdo  las  albricias  de 
las  buenas  nuevas  que  oirás. 

Lisandro. — ¿Buenas  nuevas,  madre  mía?  ¡Daca 
esos  pies;  besarételos;  que  no  me  tengo  por  digno 
besar  tus  manos,  que  por  ventura  tocaron  la  ropa 
de  mi  señora!  Di  agora;  que  de  rodillas  se  ha  de 
recebir  la  palabra  salida  por  boca  de  aquel  ángel. 

Celestina. — ¡Por  mi  salud,  no  lo  consienta!  ¡Le- 
vántate, señor! 

Lisandro. — Pues  di. 

Celestina. — La  suma  de  ello  es  que  el  jueves,  a 
las  once  de  la  noche,  Roselia  te  saldrá  a  hablar 
por  las  ventanas  traseras  de  su  torre  que  miran  al 
alcázar. 

Lisandro. — ¿Qué  dices,  señora?  ¿Qué  dices, 
salvación  mía  y  bien  mío?  ¡Tórname  a  decir  eso! 
¡Explícate  más!  ¡Quizá  entendí  mal,  o  trastroqué 
las  palabras,  o  mi  poca  advertencia  causó  poco 
entendimiento! 

Oligides.— (Está  el  diablo  desbabado  oyendo,  y 
dice  que  no  tiene  atención.) 

Celestina. — Pasado  mucho  intervalo  de  tiempo, 
y  usando  yo  de  mis  artes  cautelosas  y  fingidos 
rodeos,  acabé  con  Roselia  que  te  viese  por  do 
dixe,  haciéndole  entender  que  tocaba  al  servicio 
de  Dios  ver  y  hablar  al  que  con  su  vista  y  palabra 
recuperaría  la  vida. 

Lisandro. — Mozos,  ¿estáis  ahí? 

Oligides. — Sí,  señor. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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Lisandro.— ¿Qué  dixo  la  señora? 

Oligides. — Que  Roselia,  dadas  las  once  de  la 
noche,  saldrá  a  las  ventanas  de  su  torre,  y  que  ahí 
le  hablarás. 

Lisandro, — Mira  no  te  engañes;  mira  si  enten- 
diste, como  yo ,  que  aquel  resplandeciente  lucero, 
cuando  el  prolixo  relox  tocare  las  once,  se  descu- 
brirá y  esclarecerá  la  calleja  del  alcázar,  y  de  ahí 
esparcirá  sus  refulgentes  rayos  por  mi  corazón  y 
dará  luz  a  mis  ojos.  ¿Es  esto? 

Oligides. — Eso  es,  en  sentencia. 

Lisandro. — ¡Oh  singular  merced!  ¡Oh  premio 
tan  sobrado  y  desmedido  a  mi  merecer!  ¡Oh  in- 
comparable don!  ¡Espejo  de  mi  vista,  lumbre  de 
mis  ojos,  dulzor  de  mi  ánima,  joya  preciosa  entre 
todas  las  perlas,  hermosa  ninfa  en  cuya  presencia 
todo  el  mundo  es  feo,  ¿qué  favor  es  este  que  me 
envías?  Mas  ¿qué  es  esto,  si  me  he  vuelto  loco,  sin 
seso,  hecho  frenético  de  suerte  que  con  la  mucha 
pasión,  trastornada  la  imaginativa,  fantasea  fin- 
giendo lo  que  deseaba?  ¡Ah,  señora!,  ¿tú  no  eres 
Celestina,  y  vosotros  mis  criados?  ¿No  me  es  ago- 
ra dicho  que  mi  señora  Roselia,  de  su  homenaje, 
cuasi  a  la  media  noche,  con  su  venida  descombra- 
rá mi  pecho  de  pasiones  y  remontará  las  mis  qui- 
méricas tinieblas  que  me  obscurecían? 

Oligides. — Sí,  sí,  sí.  Ea,  señor;  no  pasa  otra 
cosa  ni  hay  más  de  lo  que  oíste. 

Lisandro. — ¿Y  qué  fué? 


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86 


SANCHO    DE    MUNON 


Oligides. — ¿Y  no  lo  has  oído  seiscientas  veces? 
(¡Sancto  Dios,  y  qué  prolixo  hombre!)  Bien  dicen 
que  cuanto  más  deseada  es  la  cosa,  más  dura  es 
de  creer.  Pues  ten  atención  y  oye. 

Lisandro. — Di. 

Oligides. — Roselia,  el... 

Lisandro. — Espera,  no  dé  otro  sentido  del  que 
suena  tu  habla  y  pronuncia  tu  boca.  Veré  si  con- 
formamos. «Roselia,  mi  señora >... 

Oligides. — ...  el  jueves  en  la  noche... 

Lisandro. — ...  «el  jueves  en  la  noche >... 

Oligides. — ...  dadas  once... 

Lisandro. — ...  «dadas  once»... 

Oligides. — ...  te  verá  y  hablará... 

Lisandro. — Aguarda,  no  te  des  tanta  priesa. 
...  «me  verá  y  hablará»... 

Oligides. — ...  de  las  ventanas  de  su  torre  que 
caen  al  alcázar. 

Lisandro. — ...  «de  las  ventanas  de  su  torre  que 
caen  al  alcázar».  Es  así:  que  Roselia,  mi  señora,  el 
jueves,  dadas  las  once,  me  verá  y  hablará  de  las 
ventanas  de  su  torre. 

Oligides. — Que  sí,  que  sí,  que  sí.  (¡Válate  el 
diablo!) 

Lisandro. —  ¡Oh  bienaventuradas  orexas  mías, 
que  en  tan  breves  palabras  tan  sublimes  sentencias 
oís!  ¡Oh  mi  buena  madre!  Cuéntame  agora  todo  lo 
que  pasaste  con  aquella  señora,  y  dime  algunas 
palabras  consolatorias,  de  aquella  dulce  boca. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


87 


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Celestina. — Señor,  bástete  saber  que  del  casqui- 
Uo  de  la  saeta  que  a  ti  hirió  queda  ella  lastimada, 
y  aunque  parezca  que  por  vía  de  bien  quiso  con- 
ceder a  mi  ruego  y  satisfacer  a  tu  deseo  de  vella  y 
hablalla,  ella  vendrá  de  su  grado,  dando  de  pies 
y  manos,  a  lo  que  pretendemos;  que  la  vergüenza 
y  empacho,  común  a  todas,  hace  que  lo  que  la 
voluntad  otorga  la  boca  niegue;  aunque  yo  ¡par 
Dios!  no  me  curaba  de  esas  vergüenzas  cuando 
moza;  que  si  bien  me  parecía  alguno,  no  dexaba 
de  hacerle  señas  y  mostrarle  claramente  la  gana 
que  tenía. 

Filerín. — Señora,  una  moza  te  busca. 


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Celestina. — Pues,  mi  señor,  el  viernes  de  maña- 
na soy  acá  a  ver  cómo  te  fué  con  tu  dama,  para 
que  de  ahí  colija  y  sepa  en  qué  estado  está  el  ne- 
gocio y  en  qué  disposición  la  tenemos,  y  conforme 
a  esto  obrarán  mis  artes;  y  quédate  adiós. 

Lisandro. — Toda  la  corte  celestial  te  acompañe. 

Celestina.  —  ¿Qué  quieres,  hija? 

Moza. — Mi  señora  Angelina  te  suplica  que  vayas 
a  las  dos  a  juicio,  porque  aquel  estudiante  con 
quien  tú  la  desposaste  niega  ser  su  esposa. 

Celestina. — Dile  que  me  place,  que  yo  lo  haré 
de  mil  amores,  y  que  me  espere  en  su  casa,  que  de 
ahí  nos  iremos  entrambas  juntas. 


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88 


SANCHO    DE    MUNON 


Lisandro. — ¡Oh,  cómo  me  temo  no  me  acaezca 
agora  algún  infortunio  o  desastre!;  que  la  fortuna 
así  suele  usar  de  sus  casos  falaces  con  los  que  en 
prosperidad  pone  y  en  alta  cumbre  como  a  mí, 
de  manera  que  cuanto  más  alto  los  sube,  tanto 
más  baxo  los  derrueca  y  abate. 

Eubulo. — (¡Oh,  cuánto  sería  mejor  dejar  esas 
vanidades  y  contemplar  la  brevedad  de  la  vida  y 
el  fin  y  remate  de  ella;  que  al  fin  pasa  la  gloria  de 
este  mundo  y  sus  deseos  y  codicias!) 

Lisandro. — Oligides,  di  a  ese  sandio  que  calle 
si  no  quiere  palos;  que,  por  Dios,  creo  que  ha  de 
reventar  un  día  de  estos,  de  mucha  devoción.  Y 
mira  si  está  aderezado;  que  quiero  comer. 

Oligides.— Voy,  señor. 

Anda  acá,   Eubulo,  que 
eres  menester- 

Eubulo. — Ya,  ya.  A  buen  entendedor,  pocas 
palabras. 


ACTO    TERCERO 


ARGUMENTO   DE  LA  PRIMERA  CENA 

Va  Lisandro ,  armado ,  con  sus  criados ,  a  hablar  a  Roselia.  En- 
cuentra a  Beliseno,  hermano  de  ella,  que  anda  rondando  la 
calle,  porque  había  barruntado  el  negocio;  el  cual,  no  cono- 
ciendo a  Lisandro,  se  va.  Lisandro,  como  no  salía  su  señora, 
vase  a  quexar  a  Celestina ,  la  cual ,  después  que  se  excusa ,  le 
dice  que  note  una  carta  para  su  querida,  y  que  ella  se  la  dará 
y  le  hará  venir  a  su  propósito  con  su  buena  lengua. 


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LISANDRO. —  OLIGIDES. —  EUBULO. —  SIRÓ. CETA.  —  BELI- 
SENO.—  CASAJES.  —  GALFURRIO.  —  DROMO. —  REBOLLO. — 
CELESTINA.  —  LIVIA.  —  FILERÍN. 

Lisandro.  —  Oyes,  Oligides:  di  a  esos  mozos 
que  aderecen  las  armas  y  esté  todo  a  punto,  que 
es  hora. 

Oligides. — Señor,  agora  dio  las  nueve. 

Lisandro. — No  hace  al  caso;  que  bien  es  aperci- 
birnos con  tiempo.  ¿Qué  sabes  tú  si  Dios  agora 
hará  milagro  en  acelerar  el  curso  del  cielo,  como 
hizo  con  Josué  en  detenello?  Que  a  los  que  bien 
aman  nunca  les  faltan  desdichas,  a  los  cuales  no 


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SANCHO  DE  MUNON 


menos  Fortuna  les  es  contraria,  que  a  los  menos 
dignos  Amor  favorable. 

Oligides. — ¿Qué  armas  quieres,  señor? 

Lisandro. — Dame  a  mí  ese  montante.  Vosotros 
llevad  rodelas. 

Oligides. — Vístete  estas  corazas,  Eubulo. 

Eubulo. — Bástame  a  mí  zarahuelles  y  un  brazal 
izquierdo  con  la  rodela. 

Oligides. — Yo  vístome  el  jubón  fuerte  de  nudi- 
llos; que  a  mí  más  que  a  otro  me  trae  sobre  ojo 
para  me  matar  Beliseno,  hermano  de  Roselia,  des- 
pués que  sintió  mis  pasos  y  mis  entradas  y  salidas 
a  su  hermana  de  partes  de  Lisandro.  ¡Siró!  ¡Geta! 
¡Armaos  presto! 

Lisandro. — Quédense  esos  en  casa,  que  bastáis 
vosotros. 

Oligides. — ¡Oh,  señor,  vengan;  que  quien  a  sus 
enemigos  popa,  a  sus  manos  muere!  Bien  es  que 
vamos  a  recabdo. 

Lisandro. — ¿Quién  hay  que  nos  ande  a  los  zan- 
cajos por  aquí? 

Oligides. — Beliseno  el  mayorazgo,  hermano  de 
ella. 

Lisandro. — ¿Y  ha  venido  a  su  noticia  cosa  al- 
guna? 

Oligides. —  Tanto,  que  me  pesa;  porque  supo 
que  yo,  habiendo  sido  paje  de  su  padre,  con  este 
título  le  alcahueteaba  a  su  hermana  para  ti,  y  anda 
por  me  matar,  según  me  dixo  Galfurrio,  su  criado 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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y  mi  amigo;  y  también  me  dixo  que  te  cumple  a  ti 
traer  la  barba  sobre  el  hombro  y  andar  en  aviso, 
porque  cada  noche  fasta  las  once  pasea  la  calle  de 
banda  a  banda,  y  trae  espías  a  ver  si  te  puede 
coger;  que  fué  sabidor  de  cómo  los  otros  días  te 
requebraste  con  Roselia,  y  que  fasta  hoy  día  la 
sirves  y  festejas  con  mil  juegos  de  cañas,  y  justas, 
y  pomposos  atavíos  en  tu  persona  y  diversas 
libreas  en  tus  sirvientes,  en  los  cuales  siembras 
letras  de  tu  pasión,  bordadas  y  chapadas  las  ropas 
todas  del  nombre  de  la  dama;  que  aun  en  los  para- 
mentos de  los  caballos  y  en  la  cimera  del  yelmo 
huelgas  de  escrebir  su  nombre.  Con  todas  estas 
cosas,  ¿no  querías  ser  sentido?  Piensan  los  enamo- 
rados que  los  otros  tienen  los  ojos  quebrados. 
Pues  sábete  que  Beliseno  es  hombre  que  tiene 
sangre  en  el  ojo  y  mira  mucho  por  la  honra,  y  a 
su  mesma  hermana  matará  si  siente  el  menor  pelo 
del  mundo. 

Lisandro. — Pues  no  sólo  mi  hacienda ,  mas  tam- 
bién mi  vida  he  condenado  al  fisco  de  su  servicio, 
por  bien  empleada  doy  la  muerte  en  tanto  que 
ella  me  sirva.  Cuanto  más,  que  dientes  tuvo  mi 
linaje  que  los  supo  mostrar  en  tiempos  de  afrenta, 
y  lo  mesmo  haré  yo  a  quien  me  enojare  o  tocare 
al  menor  de  mi  casa.  ¡Y  déxate  de  eso,  y  vamos! 


Oligides.- 
secreta. 


•Atraviesa  por  esta  calle,  que  es  más 


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SANCHO  DE  MUNON 


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Lisandro. — ¡Hola!  Id  de  dos  en  dos,  por  que  no 
parezca  que  vamos  en  cuadrilla. 

Oligides. — Bien  dice.  Ce,  ce,  señor,  ¿ves  aquel 
bulto  de  hombres  arrimados  al  esquina? 

Lisandro. — Mucho  bien.  ¿Quién  son? 

Oligides. — Beliseno  con  su  gente.  ¡Ponte  en  pri- 
mera, que  se  acercan  y  poco  a  poco  se  van  jun- 
tando con  nosotros! 

Lisandro. — Hace  lugar:  jugaré  de  mi  montante 
en  esta  plazuela,  si  algo  fuere. 

Siró. — Geta,  ¿sabes  alguna  postura  de  espada? 

Geta. — Ponte  así  en  tercera. 

Beliseno. — Mozos,  no  se  menee  nadie  de  su  lu- 
gar sin  que  antes  sepan  quién  son,  no  paguen  jus- 
tos por  pecadores.  Si  fuere  Lisandro,  el  primero 
que  le  diere  una  estocada  y  le  derribare  en  el 
suelo,  tiene  de  mí  cincuenta  monedas. 

Casajes. — Señor,  ¿si  le  matamos?  • 

Beliseno. —  ¡  Muera ! 

Galfurrio.  —  ¡  Perdónele  Dios ! 

Casajes. —  ¡Bien  pueden  doblar  por  él! 

Dromo. —  ¡Recen  por  él  luego! 

Rebollo. — ¡Digámosle  todos  un  pater  noster, 
por  que  Dios  le  alumbre  a  conocimiento  de  sus 
pecados  y  no  pierda  el  alma  con  el  cuerpo! 

Beliseno. — Tiremos  la  calle  derecha;  que  no  son 
ellos,  si  no  me  engaño;  que  están  muy  retapados, 
y  creo  que  es  la  Justicia. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


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Galfurrio. — ¡No  hubiera  dicho  «Yo  soy»,  cuan- 
do cuatro  estocadas,  una  en  pos  de  otra,  le  rasga- 
ran las  telas  del  corazón. 

Casajes. —  ¡Por  el  sepulcro  de  Sanct  Vicente  de 
Ávila!  En  esta  piedra  estaba  aguzando  la  punta  de 
mi  espada  para  escarballe  las  entrañas. 

Dromo. — ¡Juro  a  los  Corporales  de  Daroca!  Yo, 
las  uñas,  por  que  hiciesen  buena  presa;  que  pensa- 
ba hacelle  tal  puerta  con  mi  espada  en  el  costado 
izquierdo,  que  con  las  uñas  le  arrancara  el  corazón. 

Rebollo. — ¡Oh,  pésete  Tal!  ¿Por  qué  no  era  él? 
¡Que  Galfurrio  dirá  si  le  pedí  prestado  su  pañi- 
zuelo  para  me  limpiar  después  la  mano  derecha; 
que,  ¡por  la  cruz  de  Carayaca!,  fasta  la  empuñadu- 
ra le  metiera  la  espada  y  me  bañara  la  mano  en 
sangre! 

Beliseno. — Mando  que  ninguno  haga  más  de 
matalle. 

Qalfurrio, — Si  fuere  en  nuestra  mano,  señor, 
podernos  moderar  fasta  sacarle  de  vida  no  más, 
harémoslo;  donde  no,  podrás  perdonar.  Tira, 
señor,  por  estotro  camino,  no  nos  encuentre  la 
Justicia  y  nos  desarme,  pues  no  te  quieres  dar  a 
conocer. 

Beliseno. — Vamos. 

Oligides. — ¡Señor,  está  siempre  a  punto  y  guarda 
la  entrada,  no  haga  Beliseno  alguna  zalagarda 
donde  quedemos  todos  apiolados! 


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SANCHO  DE  MUNON 


Euhulo. — Ya  se  fué. 

Lisandro. — Sentémonos  al  pie  de  la  torre  mien- 
tras se  hace  hora  y  sale  mi  señora.  =  ¡  Vosotros, 
hola! 

Siró. — Señor. 

Lisandro. — Poneos  a  esos  cantones  y  mirad 
quién  pasa. 

Siró. — Yo,  escóndome,  hermano  Geta,  tras  esta 
pizarra,  que  mal  va  este  negocio. 

Geta. — ¿Cabemos  entrambos? 

Siró. — Espera:  meteréme  yo  debaxo.  Ponte  ago- 
ra aquí  arrimado,  que  no  te  vean  los  que  pasan. 


Lisandro.— ¿Qué  hora  da  el  relox? 

Oligides. — Las  once. 

Lisandro. — Apartaos  allá,  no  vea  mi  señora  otra 
persona  más  de  la  mía;  no  se  turbe  de  ver  tanta 
gente,  y  se  empache  de  salir  a  hablarme. 

Euhulo. — Aquí  estaremos. 

Lisandro.— [HoXb.,  ce!,  ¿dormís? 

Oligides.— Señor,  no. 

Lisanrfro.— ¿Habéis  oído  el  relox? 

Oligides. — Poco  ha  que  dio  las  doce. 

Lisandro.— \Y  no  sale  aquella  resplandeciente 
luna  de  la  noche,  aquella  luminosa  hacha,  para 
alumbrar,  de  sus  finiestras,  la  profunda  tiniebla  de 
mi  corazón  preso  en  la  cárcel  de  su  servicio!=¡Ah, 


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señora!,  ¿oísme?  ¡Cata  que  si  la  esperanza  de  verte 
me  faltase,  tampoco  la  vida  se  podría  sostener! 
¿No  me  respondes? 

Oligides. — (¡A  esotra  puerta!  ¡AI  diablo  le  res- 
ponderá! ¡Está  la  otra  durmiendo  a  su  placer,  y 
oirálo!)  Señor,  mejor  sería  irnos  a  dormir  que  no 
guardalle  su  torre. 

Lisandro. — Esperemos  hasta  las  dos,  y,  si  no 
sale,  vamonos,  que  aquella  burladora  de  Celestina 
me  ha  engañado.  Desviaos,  no  estéis  conmigo;  no 
os  sienta,  si  saliere,  y  se  torne. 

Geta. —  ¡Po,  po!  ¡Y  cómo  hiedes,  Siró! 

Siró. — ¡Par  Dios!  Para  te  decir  la  verdad,  que 
pensé  que  alguno  te  engarrafaba  cuando  me  em- 
puxaste,  y  con  este  miedo  cagúeme. 

Geta. — Yo  te  doy  mi  fe  que  no  me  quedó  gota 
de  sangre  en  el  cuerpo  cuando  me  apreté  contigo; 
que  representóseme  por  hombre  aquella  piedra 
frontera. 


Oligides. — Señor,  las  dos  da.  Vamos,  que  ya  no 
saldrá. 

Lisandro. - 
atentamente 
agora  queda 

Oligides.- 

Lisandro. 
vieja. 


-¡Ay,  ay  de  mí;  que  como  mi  ánima 
esperaba  el  buen  o  mal  suceso,  así 
atónita,  sin  sentido  y  pasmada. 
Señor,  tarde  es;  vamonos  a  dormir. 
-No  lo  haré  fasta  ir  a  hablar  a  la 


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SANCHO  DE  MUNON 


O ligides.— Pues  tira  por  esta  acera.: 
Lisandro. — Llama. 


:Aquí  vive. 


Oligides.—\Y a\ ,  ¡ta!,  ¡ta!  ¡Celestina!  ¡Celestina! 
A  esotra  puerta,  que  aquesta  no  se  abre.  La  fuerza 
del  primer  sueño  vence  su  sentido  que  no  nos  oya. 

Lisandro. — Golpea  con  esta  piedra. 

O  ligides. — ¡Trap ! ,  ¡  trap ! 

Celestina. — Livia,  mochacha,  despierta  y  párate 
a  la  ventana;  verás  quién  es,  que  hunden  la  puerta 
a  golpes;  y  di  que  aguarde,  a  quien  fuere,  mien- 
tras me  visto;  que,  si  a  mano  viene,  alguna  debe 
estar  con  dolores  de  parto,  pues  a  tales  horas 
vienen. 

Livia. — Voy. 

¿Quién  está  ahí? 

Lisandro. — ¡Ah,  señora! 

Oligides. — Paso,  señor;  que  no  es  Celestina. 
Señora  Livia,  decid  a  Celestina  que  está  aquí  Li- 
sandro, mi  señor,  que  la  quiere  hablar. 

Livia. — Sí  diré. 

Tía,  aquel  caballero  de  Roselia 
te  busca. 

Celestina. — ¿El  mesmo,  o  algún  su  criado? 

Livia. — El  en  persona. 

Celestina. — Duelos  tenemos,  pues  a  tal  hora 
viene.  Daca  ese  ropón,  echarémelo  encima. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


97 


Livia.— Toma. 


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Celestina. — ¡Y  Jesús,  señor!  ¿A  tales  horas  por 
acá? 

Lisandro.— \Bitn  lo  has  hecho,  madre!  ¡Buena 
cuenta  has  dado  de  mi  negocio! 

Celestina. — ¿Qué  es,  mi  señor?  ¿No  salió  Rose- 
lia  a  hablarte? 

Lisandro.— No.  Por  ende,  mira  si  me  traes  bur- 
lado; que  temo  que  nada  le  dixiste. 

Celestina. — ¿Decir?  ¡Mal  me  haga  Dios,  y  no 
vea  esta  cruz  a  la  hora  de  mi  muerte,  si  no  se  lo 
dixe,  y  aun  de  tal  repicapunto  y  con  tal  astucia  y 
viveza  que  mi  tía,  que  Dios  haya,  no  supiera  me- 
jor decillo!  ¡Désas  soy!  ¡Mal  me  conoces!  ¡No  hay 
tal  mujer  en  el  reino,  de  mi  oficio,  como  yo!  ¡No 
son  estos  los  primeros  amores  en  que  he  entendido! 

Lisandro. — Pues  ¿qué  piensas  haber  sido  la  cau- 
sa de  faltar  mi  serafín  su  fe  y  palabra? 

Celestina. — Impedimentos  que  no  faltan;  cuanto 
más  que  el  temor  vergonzoso  la  habrá  retraído  de 
lo  que  por  ventura  más  que  tú  desearía.  Pero 
déxamela;  que  yo  la  ablandaré  más  que  cera,  y 
aun  la  derretiré  con  mi  plática  que  destile  en  lágri- 
mas de  tu  amor;  que  mi  lengua  allana  todas  esas 
asperezas  y  rigores;  una  continua  gotera  horada  la 
piedra;  las  hormigas  con  el  mucho  uso  gastan  los 
pedernales  y  hacen  camino  pasajero.  Tú,  señor, 
nota  de  mañanica  una  carta  en  que  le  declares  tu 


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98 


SANCHO    UE    MUNON 


pasión  y  te  quexes  de  su  fe  quebrantada,  y  lo  que 
más  supieres,  y  envíamela:  dársela  he.  Y  a  buenas 
noches;  que  me  toma  el  dolor  de  cabeza  si  me  des- 
velo con  esta  mi  negra  axaqueca. 

Lisandro.~A  ti  me  encomiendo,  señora. 

Oligides. — Adiós,  madre,  y  salúdame  a  mis  ojos. 

Celestina. — Andad  con  Dios,  mis  hijos,  que  sí 
haré. 


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Lisandro. — No  llames  recio,  no  nos  sientan  los 
vecinos.  ¿No  salen  esos  tacaños  a  abrir?  Bellacos, 
¿así  esperáis  a  vuestro  amo  que  os  da  de  comer? 
¿Qué  es  de  aquel  rapaz  Fílerinillo? 

Puto  rapaz, 
¿dormís?  ¡Espera,  que  yo  te  despertaré  con  una 
vuelta  de  cabello! 

Filerin. — ¡Señor,  yo  despertaré! 

Lisandro. — ¡Despierta!  ¡Despertad,  pues  vuestro 
amo  vela!  Enciéndeme  luego  una  vela  y  súbela  a 
mi  escritorio. 

Oligides. — Señor,  reposa  eso  poco  que  falta  de 
la  noche;  que  tiempo  hay  para  todo. 

Lisandro. — No  te  fatigan  mis  cuidados,  ni  te 
quitan  el  sueño  como  a  mí.  Anda,  vete  a  acostar  y 
cierra  esa  puerta. 

Filerin. — Yo...  yo...  juro  a  sant  Juan...  yo...  yo  lo 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


99 


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diga  a  mi  padre;  que  me  pe...e...la  y  me  abofete...ea; 
y...  y  que  me  asiente  co...con  otro  amo  mejor. 

Eubulo. — Calla,  hermanito,  no  llores;  que  quien 
bien  te  quiere  te  hará  llorar.  Si  buenos  principios 
llevares  de  pequeño,  cuando  grande  los  hallarás; 
que  las  buenas  costumbres  y  buena  crianza  de  la 
niñez  mucho  aprovechan  para  después  tener  fir- 
meza y  constancia  en  la  virtud;  que  «de  becerrillo 
verás  qué  buey  harás».  Si  desde  chico  te  vezas  a 
ser  virtuoso ,  siempre  adelante  amarás  lo  bueno,  y 
en  ello  te  deleitarás.  Esto  te  he  dicho,  Filerín, 
porque  parece  mal  los  mochachos  ser  rezongones 
y  desobedientes,  y  también  porque  juras  y  juegas, 
y  aun  sirves  de  mandilete,  que  es  peor;  que  yo  lo 
sé.  Y  mata  ese  cabo  de  candela  y  durmamos,  que 
es  tarde. 

ARGUMENTO  DE  LA  SEGUNDA  CENA 

Yendo  Oligides  a  dar  la  carta  a  Celestina,  encuentra  con  Bru- 
mandilón,  que  va  muy  denodado  a  matar  a  Celestina  porque  no 
le  dio  parte  de  la  medalla.  Conciértanse  entrambos  de  robar  a 
Celestina  y  huir,  temiendo  el  mal  fin  que  de  los  amores  de  L¡- 
sandro  se  espera,  porque  Beliseno  anda  muy  sobre  el  aviso. 
Llegados  a  casa  de  Celestina,  asegúranla  con  palabras  lo  mejor 
que  pueden.  Vase  Celestina  a  llevar  la  carta.  Quedan  Oligides  y 
Brumandilón  en  casa  con  las  dos  sobrinas. 


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I 


LISANDRO.  —  OLIGIDES .  —  BRUMANDILÓN .  —  CELESTINA. — 
DRIONEA. — LIVIA. —  CAPELLÁN. 

Lisandro.— Mozos,  levantaos,  y  llevad  esta  carta 
a  Celestina. 


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100 


SANCHO    DE    MUNON 


O ligides.- -Nunca  por  mucho  madrugar  amane- 
ce más  ayna.  ¿No  ves,  señor,  que  no  es  de  día? 

Lisandro.—A  tus  ojos,  vencidos  de  sueño.  Vís- 
tete en  un  aire,  y  toma  esta  letra  y  dásela,  que  la 
dé  lo  más  presto  que  pudiere  a  mi  señora;  y  dile 
de  mi  parte  que  le  suplico,  pues  mi  vida  pende  de 
su  lengua,  que  sepa  con  ella  darme  remedio  o,  si 
no,  que  abrevie  mi  pena.  Corre  en  un  vuelo. 

Oligides.— Ya  voy,  que  me  olvidaba  la  esco- 
fia. 

O  yo  no  veo,  o  aquel  es  Brumandilón.  =  i  Ah, 
Brumandilón,  ¿dónde  bueno  con  tanta  priesa?  ¿Es 
alguna  muerte  de  hombres? 

Brumandilón. — Los  vivos  lo  verán,  y  los  que 
nacieren  oirán  la  hazaña  que  voy  agora  a  hacer. 

Oligides. — ¡A  osadas  que  es  sobre  la  medalla! 

Brumandilón. — No  es  sobre  otra  cosa. 

Oligides. — Pues  allá  voy  yo  a  darle  esta  carta 
que  dé  a  Roselia. 

Brumandilón. — Anda  allá  y  serás  testigo  de  su 
muerte. 

Oligides.— Mas  hagamos  otra  cosa,  si  te  parece. 

Brumandilón. — Di. 

Oligides. — Bien  sabes  que  esta  vieja  es  cobdi- 
ciosa  y  avarienta. 

Brumandilón. — Sí  sé. 

Oligides. — Y  que  primero  le  sacarás  la  vida  que 
la  medalla. 


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LISANDRO    V    ROSELIA 


101 


Brumandilón.— Mucho  bien. 

Oligides. — Luego,  ¿qué  mejor  hecho  romano 
quieres  hacer  que  robarla  una  noche?  Y  si  tú  par- 
tes conmigo,  yo  te  daré  industria  para  ello;  que  si 
la  matas,  perderás  la  medalla  y  por  ventura  la  vida. 

Brumandilón. —  ¡De  eso  no  se  hable;  que  sólo 
Dios  es  bastante  a  quitármela;  otro,  no!  Pero  de 
esotro,  me  parece  bien,  hágase  luego;  no  se 
dilate. 

Oligides. — Hágote  saber  que,  bien  mirado,  cum- 
ple que  lo  hagamos,  porque  estos  amores  de 
Lisandro  son  peligrosos  y  creo  que,  por  bien  que 
libremos  todos,  así  sus  criados  como  los  que  die- 
ron causa  a  ello  no  escaparemos  o  de  degollados 
o  muertos  de  los  parientes  de  ella ,  que  son  de  los 
principales  de  la  ciudad,  o  desterrados  perpetua- 
mente con  alguna  mutilación  de  miembros;  y  pues 
hemos  de  huir,  bien  es  que  llevemos  las  bolsas 
aforradas. 

Brumandilón. — (Bien  dice  éste;  que  yo  en  pro- 
pósito me  tenía,  sin  eso  y  con  eso,  irme  de  aquí; 
que  ¡por  sancta  María!  mal  ojo  me  echa  Beliseno 
cada  vez  que  me  topa.  Quiero  vivir  a  mi  contento 
y  quitarme  de  revueltas;  que  más  quiero  vaca  en 
paz  que  pollos  con  agraz.) 

Oligides. — ¿No  te  determinas? 

Brumandilón. — Nada  me  mueves  por  esa  vía. 
¿No  te  he  dicho  que  no  temo  a  hombre  nacido,  ni 
al  diablo  que  sea?  Si  se  ha  de  hacer,  es  porque  de 


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102 


SANCHO    DE    MUNON 


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este  hurto  se  nos  seguirá  mucho  provecho  y  inte- 
rés; que  vivir  y  no  medrar  es  gran  pesar.  Yo  te 
digo  que  si  topamos  con  el  cofre  do  tiene  muchas 
piezas  y  joyas  de  oro  que  ha  ganado  por  este  su 
oficio,  saldremos  de  mal  año  y  mudaremos  el  pelo; 
que  quien  no  se  aventura  no  ha  ventura. 

O ligides.— Estése,  pues,  la  cosa  así,  y  disimúle- 
se. Veremos  si  le  da  más  Lisandro,  y  tú  no  dejes 
de  mirar  los  rincones  de  casa,  no  tenga  por  dicha 
escondido  algún  dinero  que  no  sepamos. 

Brumandilón. — Déxame  el  cargo.  Y  agora,  va- 
mos; pidiréle  dos  reales  para  comer;  que  seis  que 
me  dio  estotra  que  tengo  en  la  putería,  acabo  de 
perder  a  los  dados. 

Oligides. — En  ninguna  manera  le  mientes  la 
medalla,  por  que  descuide;  antes  te  aven  con  ella 
amorosamente. 

Brumandilón. — Bien;  aunque  no  es  de  mi  con- 
dición ni  me  pagué  jamás  de  mostrar  amistad  do 
no  la  hay.  Pero,  tornando  a  otro  propósito,  señor 
mío  Oligides,  ¿ves  dónde  estamos? 

Oligides. — Sí. 

Brumandilón. — ¡Por  el  bravo  y  venenoso  Can- 
cerbero, que  debajo  de  este  arco  de  los  Milagros 
rebané  a  dos  las  cabezas  a  cercén,  diez  años  ha, 
como  quien  rebana  dos  cohombros!  Que  el  diablo 
los  puso  juntos  y  los  hizo  iguales. 

Oligides. — Tanto  ha,  y  más,  que  estoy  en  este 
pueblo,  y  nunca  tal  oí. 


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^             Brumandilón. — Escucha,  que  miento;  que  no  fué  (nj 

j6)         sino  en  Córdoba,  en  otra  encrucijada  como  ésta;  ^ 

aquí  no  fué  sino  las  piernas.  La  diversidad  y  gran  'Á 

variedad  de  las  hazañas  que  por  mí  han  pasado  en  ¿j* 

diversos  reinos  y  ciudades,  me  privan  de  memoria  fo 

que  me  acuerde  de  los  casos  particulares  que  ten-  J 

(^         go  hechos  por  todo  el  mundo.  M' 

vi              Oligides. — Démonos  priesa,   que  la  puerta   de  {¿, 

^          Celestina  veo  abrir.  Entremos  de  rondón  y  tomé-  J 

C         mosla  en  la  cama.  Sube.  ío 

^  Celestina, — ¡Ce,  ce,  ce,  Drionea!  ¡Esconde  el 

jr>         capellán  presto,  presto;  que  viene  Oligides! 


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Drionea. — ¡Ay  mezquina;  que  no  hay  dónde! 
Celestina. — Mételo  en  esa  arca  del  pan. 


I 


^  Brumandilón. — ¡Ah,  vieja  desdentada,  aquí  te 

fe)        tengo!  No  te  me  irás  sin  que  me  pagues  lo  que  me 

debes. 

Celestina. — ¿Y  qué  te  debo,  centeno? 
Brumandilón. — Tres  veces  que  me  sacaron  a  la 

vergüenza  y  una  a  azotar,  por  tu  causa. 
fe  Celestina. — Y  a  mí,  ¿no  me  hicieron  obispo  de 

^        escala  entonces? 

j  Brumandilón. — ¿No  subes,  Oligides? 

(^  Oligides. — Ya,  que  vacio  las  aguas. 

e^  Buenos  días, 

(I        señora  Celestina. 

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104 


SANCHO  DE  MUÑÓN 


Celestina. — Vengas  en  buen  hora,  hijo. 

Brumandilón. — Dime,  vieja,  ¿no  tiemblas  en 
verme,  para  no  me  hacer  enojo  alguno? 

Celestina. — ¡  Par  Dios ,  no ! 

Brumandilón. — Pues  no  tengo  yo  gesto  de  eso; 
que  ¡por  vida  de  Tal!  cuando  me  lo  miro  en  el 
espejo,  así  horrible,  feroz  y  temeroso  como  es, 
cien  leguas  de  mí  huir  querría. 

Celestina. — ¡Arre  allá,  asno! 

Brumandilón. — ¡Por  la  sancta  Letanía,  si  no 
fuese  por  no  dejar  mis  zapatos  en  tu  barriga,  más 
coces  te  diese  que  letras  tiene  la  Biblia,  porque  no 
des  tan  mala  respuesta  y  tan  mal  galardón  a  quien 
defiende  tu  casa  de  ladrones,  y  tu  persona  de  los 
que  mal  te  quieren,  y  tu  honra  y  fama  de  malas 
lenguas! 

Celestina. — ¡Ándate  ahí,  con  tus  zaherimientos! 
Sola  una  vez  que  oxeó  a  voces  unos  popilos  que 
me  daban  la  matraca,  me  lo  zahiere  a  cada  paso  y 
me  da  con  ello  en  los  ojos. 

Brumandilón. — Después  de  tener  los  brazos 
cansados  de  dar  golpes  en  tu  servicio,  y  los  bro- 
queles y  espadas  hechas  piezas,  ¿me  dices  eso? 
Todos  te  besan  la  ropa  y  lo  que  huellas,  sólo  por 
mi  respecto,  porque  saben  que  no  son  más  sus 
vidas  de  lo  que  te  enojaren,  ¿y  no  lo  sabes  co- 
nocer? 

Celestina. — ¿A  mí  quieres  engañar  con  esas 
mentiras?  A  mí,  •  que  soy  Celestina,  y  por  otro         Q. 


,  ©í:5^<;.^5^^^<:-^^^=^^i-^s=^^^^:-^^á^<:.^^5^ 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


105 


nombre  Elicia,  sobrina  de  aquella  que  por  su  mu- 
cha fama  y  sabiduría  es  puesta  en  refrán  de  todos, 
¿piensas  echar  dado  falso  o  treta  encubierta?  ¡Mal 
pensado  lo  has! 

Brumandilón. — Si  tú  sabes  mucho,  también  sé 
yo  mi  salmo;  y  si  tú  eres  Celestina,  a  mí  llaman 
Brumandilón,  que  brumando  los  hombres  tomé 
nombre  del  hecho,  y  soy  nombrado  en  las  partes 
orientales;  también  soy  tuerto  y  tundidor,  y  más, 
de  Córdoba,  y  nací  en  el  Potro,  y  pasé  por  Xerez, 
y  tuve  la  pascua  en  Carmona,  y  ninguno  me  la 
hizo  que  no  me  la  pagase  con  setenas.  Por  ende, 
tú  guarte,  y  dame  dos  reales  que  te  pido  para 
comer. 

Celestina. — No  sé  si  los  tengo. 

Oligides. — ¡Dáselos  por  tu  vida,  Celestina,  y 
sed  amigos! 

Celestina. — Dos  reales,  y  cuatro,  daréselos  yo; 
pero  de  medalla  no  me  hable  nadie;  que  no  será 
esta,  si  yo  puedo,  la  cadenilla  de  mi  tía.  Toma 
cuatro  en  lugar  de  dos. 

Oligides.— Agora  me  contentas,  Celestina,  que 
te  llegas  a  razón;  y  sea  ésta  «pelea  de  por  Sant 
Juan,  paz  para  todo  el  año». 

Celestina. — ¡Ay!  Pluguiese  a  Dios  que  nuestras 
rencillas  pasadas  fuesen  como  calenturas  de  mayo, 
que  son  salud  para  todo  el  año. 

(Brumandilón. — Ce,  Oligides:  con  esto  piensa 
hacerme  pago.  Pues  callémonos  todos;  que  aquella 


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^^  106  SANCHO    DE    MUÑÓN  '^ 

¿ijf         arca  que  está  a  los  pies  de  la  cama  es,  si  no  me  ^ 

fe         engaño,  donde  está  metido  el  cofre  que  te  dixe.  p 

')  Oligides. — Bien  está.)  ^ 

Celestina.— ¿Qué  te   decía  al   oído?  ¿Pensáis  ^ 

algunas  malicias?  fe 

Oligides. — Que  estás  muy  seca  en  las  carnes,  de  j 

vieja,  y  que  no  vivirás  mucho  tiempo  por  curso  fc 

natural.  ¿, 

Celestina. — Así  como    estoy,    espero    yo    con  ^ 

vuestras  calavernas  echar  agua  bendicta  sobre  las 
sepulturas  de  mis  finados.  ¿No  sabéis,  bobos,  que 
tan  presto  va  el  cordero  como  el  carnero,  y  mu- 
chos rocines  viejos  vemos  cargados  de  pellejos  de 
corderos?  Pues  miráme  bien;  que  más  de  tres  cie- 
gos me  querrían  ver. 

Oligides. — Dexado  eso  aparte,  Celestina,  aquí 
trayo  la  carta  que  mandaste,  y  te  ruega  mi  amo 
que  te  des  priesa  a  su  remedio,  porque  Cupido 
fasta  las  plumas  mete  su  flecha  dorada  en  su  cora- 
zón, y  cruelmente  le  lastima  y  maltrata. 

Celestina. — Harta  diligencia  pongo  yo  en  ello; 
pero,  ¿qué  quieres  que  haga?  No  es  ninguno  obli- 
gado hacer  más  de  lo  que  sabe  y  puede. 

Brumandilón. — Paso,  paso;  no  se  pase  renglón 
que  yo  no  entienda;  dime  esto.  Que  ¡por  el  gran 
Brutervo  de  Ancona!  si  alguno  ha  maltratado, 
como  dices,  a  Lisandro,  mi  señor,  sea  el  quien 
fuere,  que  me  la  ha  de  pagar.  ¿Y  sabíaslo  tú,  OH-  ^ 

j        gides,  y  no  me  lo  decías?  ¡Dime  quién  es! 

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LISANDRO    Y    ROSELIA 


107 


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Oligides.—E\  dios  Cupido. 

Brumandilón.— ¿Dios  es?  Luego  en  el  cielo 
estará.  ¡Oh,  pese  a  Tal!  ¿Por  qué  no  hay  en  la 
tierra  otro  Dédalo  que  fabricara  a  los  hombres 
alas  para  volar,  como  hizo  a  su  hijo  Icaro?  ¡Que 
no  creo  en  ese  dios  Cupido  si,  aunque  allá  arriba 
estuviera,  no  me  la  pagara  y  bien  pagado,  por  que 
sepa  con  quién  se  toma! 

0/(g-/í/es.— (Finge  no  saber  lo  que  los  niños  han 
olvidado.) 

Brumandilón. — ¿Qué  dices? 

Oligides. — Digo  que  entre  nosotros  mora. 

Brumandilón. — ¿Entre  nosotros  y  callábaslo? 
¡Dímelo  dónde  está;  que,  aunque  esté  allá  lexos 
in  finibus  terrae,  do  Hércules  situó  sus  columnas, 
¡ay,  ay!,  ¡voto  a  Tal!,  le  iré  a  buscar! 

Celestina.— \Y  calla,  por  Dios!  ¡No  le  hagas 
mal,  que  es  un  niño  ciego,  hermoso,  doliente,  des- 
nudo y  guarnido  de  saetas! 

Brumandilón. — Séase  quien  se  fuere,  mozo  o 
niño,  o  viejo  o  diablo,  decidme  luego  dó  está.  ¡Oh 
bellaco!  ¿Abad  y  ballestero?  ¿Es  dios  y  frechero? 

Oligides. — Es  Amor  heroico.  ¿Sabes  tanta  poe- 
sía y  no  sabes  quién  es  Cupido? 

Brumandilón. — A  unos  escholares  oí  estos  nom- 
bres, pero  nunca  oí  mentar  a  Cupido. 

Celestina. — Es  una  sabrosa  fuerza  de  la  volun- 
tad; un  fuerte  pensamiento  de  la  cosa  amada,  con 
esperanza  de  alcanzalla. 


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108 


SANCHO    DE    MUNON 


Brumandilón. — De  manera  que  Cupido  ¿pasión 
es?  ¡Oh  dichoso!  ¡Que  si  hombre  fuera,  no  se  me 
escapara  que  no  muriera  a  mis  manos! 

Oligides. — Madre,  vete  ya,  que  yo  aquí  me  que- 
do. Hablaré  dos  palabras,  que  me  cumplen,  con 
Drionea. 

Celestina. — ¡Ay,  bellaco,  quien  no  te  enten- 
diese...! Pero  holgaos,  que  vuestro  tiempo  es.  Por 
ahí  pasamos,  y  hecimos  lo  que  pudimos,  su  madre 
de  esa  y  yo  cuando  éramos  de  su  edad.=Livia, 
báxame  acá  esas  cuentas. 

Oligides. — ¿Para  qué  las  quieres? 

Celestina. — ¿Para  qué?  Para  rezar  y  encomen- 
darme a  Dios  y  oir  mi  misa,  si  a  Dios  pluguiere, 
que  jamás  la  perdí.  Cerrad  esas  puertas  por  dentro. 

Oligides. — Aguárdame  ahí,  Brumandilón,  que 
luego  baxo. 

Brumandilón. — Aquí  me  quedo  con  estotra,  y 
despacha  presto. 

¡Ven  acá  tú,  Livia!  ¡Está  queda; 
xo,  xo! 

Livia. — ¡Par  Dios,  no  haré!  ¿Contino  has  de 
ser  bellaco?  ¡Quítate  allá,  que  hueles  a  viejo! 

Oligides. — ¡A  buen  tiempo  vengo,  señora  Drio- 
nea! A  lo  menos,  no  me  estorbará  ahora  el  verdu- 
gado. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


109 


Drionea. — ¡Ni  menos  a  mí  me  pesará  la  bolsa 
con  los  dineros  que  te  pedí! 

Oligides. — Toma  cuatro  reales,  que  yo  te  daré 
más. 

Drionea. — ¡Paso!  No  hundamos  la  cama  como 
estotro  día. 

Oligides.— ¿Y'itnts  vino?  Dame  a  beber;  esfor- 
zaré; que  la  vista  de  los  ojos  se  me  turba  y  la 
boca  tengo  seca. 

Drionea. — Mira  si  está  la  camarilla  de  mi  tía 
abierta.  En  la  su  cabecera  hallarás  la  bota  col- 
gada. 

Capellán, — ¡Señora,  despídelo  presto,  que  me 
ahogo! 

Drionea. — ¡Ay,  por  Dios,  no  te  bullas,  que  es  el 
mi  amigo  y  me  matará  si  te  siente! 

Oligides. — Cerrado  está. 

Drionea. — ¡A  punto  vienes!  ¡Ah,  hi  de  puta! 
¿Piensas  que  no  te  entendí  que  ibas  a  enristrar, 
por  no  dar  encuentro  feo?  * 


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*  Es  de  notar  !a  excesiva  crudeza  a  que  aquí  lleg^a  la  realista  vena 
cómica  de  Sancho  de  Muñón,  que  no  vacila,  para  dar  más  color  (color 
verde  rabioso)  a  la  liviana  escena,  en  suponer  que  entre  los  bastidores 
de  la  tragicomedia,  con  el  pretexto  de  salir  a  buscar  vino,  fué  a  buscar 
Olig-ides  en  las  libidinosas  prácticas  de  Onán  el  medio  de  «enristrar», 
para  volver  con  la  lanza  viril,  no  baxa,  sino  enhiesta  y  formidable,  pron- 
ta no  sólo  al  buen  encuentro  con  la  moza,  sino  a  conmover,  sacudir  y 


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110 


SANCHO  DE  MUNON 


Oligides. — Hice  bien,  porque  quien  trae  baxa 
la  lanza  topa  en  la  tela. 


Brumandilón. — ¡Hola  a  los  de  arriba!  ¡Paso, 
Cuerpo  de  Dios;  que  hundís  el  sobrado  y  nos 
echáis  acá  tierra! 


^ 


Capellán. — ¡Que  me  ahogo!   ¡Que  me  ahogo! 
¡Sancta  María!  ¡Confesión! 

Oligides.— ]ts\xSt  ¿qué  es  esto? 

Brumandilón.— ¿Qué  ruido  es  aquel?  ¡No  paro 
más  aquí!  ¡Abre,  abre,  huiré,  no  me  maten! 


Drionea. — Levántate  ayna,  abriré  el  arca,  no  se 
ahogue  ese  clérigo,  confesor  de  mi  tía,  que  lo  me- 
timos aquí  por  escondelle  de  Brumandilón,  que  se 
las  ha  jurado  porque  no  quiso  la  cuaresma  absol- 
verle ni  darle  la  Eucaristía. 

Oligides. — A  otro  perro  con  ese  hueso,  y  no  a 
mí,  que  las  entiendo;  más  mal  hay  en  Orihuela  que 
suena. 


hasta  desmoronar  la  casa  para   espanto  grandísimo  del    renegado,  la- 
drador Brumandilón. 

Y  esto  pintaba  un  sesudo  eclesiástico,  y  consentía  la  Santa  Inquisi- 
ción, y  hasta  tenía  la  obra  un  indudable  fin  honesto  y  ejemplar.  Todavía 
la  Verdad  osaba  andar  desnuda,  y  ningún  discreto  lector  huía  de  ella, 
porque  aún  no  había  llegado  el  tiempo  de  que  las  gentes  graves,  hon- 
radas y  virtuosas  considerasen  un  deber  hacer  con  ella  lo  que  Oligides 
en  la  presente  página,  está  haciendo  con  Drionea. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


111 


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Drionea. — ¡Por  tu  vida  y  mía,  que  no  te  miento; 
que  no  es  lo  que  piensas ! 

Oligides. — Yo  sé  lo  que  he  de  creer. 

Drionea. — Pues  no  lo  digas  a  nadie,  y  diréte  la 
verdad.  Este  es  el  capellán  que  nos  provee  de  la 
merced  de  Dios,  porque  le  damos  cabida  con  mi 
hermana  Livia. 

Oligides. — Fama  es  que  tú  eres  amiga  de  ese 
clérigo. 

Drionea. — ¿Yo?  ¡Líbreme  Dios!  ¡Por  el  siglo  de 
mi  madre  que  miente  quien  lo  dice!  ¡No  me  revol- 
viera con  clérigos  por  cuantos  haberes  hay  en  el 
mundo  todo! 

Capellán. — ¡Ay!  ¡Ay! 

Oligides. — Ya  torna  sobre  sí.  Échale  una  poca 
de  agua  y  volverá. 

Drionea. — Pues  vete,  Oligides,  que  habrá  empa- 
cho si  te  ve.  ¡Y,  por  los  ojos  que  tienes  en  la  cara, 
no  lo  digas  a  ánima  viva! 

Oligides. — Anda  ya,  que  hombre  secreto  soy. 
Plega  a  Dios  que  no  sea  lo  que  yo  sospecho. 

Drionea. — No  me  digas  eso,  que  me  corro. 

Oligides. — Quédate  con  Dios. 

Drionea. — Y  El  vaya  contigo. 


Oligides. — Brumandilón. 

Livia. — Fuese  huyendo,  pensando  que  era  otra 
cosa. 

Oligides.— \V aya  con  el  dimonio  el  puto  bala- 


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112 


SANCHO    DE    MUNON 


drón!  Señora  Livia,  con  un  beso  me  despido  de 
vos. 

Livia. — Eso  barato  lo  vendo. 

Oligides. — Quiero  agora  irme  a  dar  otro  verde 
con  mi  Carmisa,  que  no  hay  que  fiar  en  putas. 


ARGUMENTO    DE    LA    TERCERA     CENA 

Lleva  la  carta  Celestina,  y  por  el  camino  va  sacando  por  conje- 
turas qué  sea  la  causa  por  que  Roselia  faltó  a  su  palabra. 
Témese  mucho  no  la  haya  sentido  su  hermano  Beliseno,  y,  aun- 
que desde  la  ventana  le  hace  de  señas  Melisa,  no  se  le  cuece  el 
pan  hasta  que  Maribañez  envía  su  niño  y  Melisa  la  mete  en  la 
cámara  de  su  señora.  Con  sus  artes,  Celestina  hace  que  Roselia 
muy  claro  manifieste  su  ardiente  deseo ;  y  concierta  con  Celes- 
tina que  por  la  huerta  la  hable  Lisandro. 


CELESTINA.  —  ROSELIA. 


MELISA. —  NIÑO. —  MARIBAÑEZ. 
EUBULO. 


Celestina. — No  puedo  imaginar  ni  acabo  de 
pensar  qué  ha  sido  la  causa  por  que  Roselia  faltó 
su  palabra  y  no  salió  a  la  hora  y  tiempo  concer- 
tado. ¿Se  arrepintió?  No;  que  esto  tiene  el  amor, 
que  cuando  prende  hace  el  corazón  constante  y  no 
mudable,  y  cuanto  más  nos  esforzamos  a  apartallo 
de  la  memoria,  tanto  más  ella  se  refresca  con  sus 
lastimosas  pasiones.  ¿Lo  hace  de  medrosa,  por 
miedo  de  ser  sentida?  Tampoco;  que  la  voluntad 
enamorada  todo  lo  pospone  por  cumplir  su  ape- 
tito. Cuanto  más  que  mis  buenas  artes,  mis  subti- 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


113 


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les  engaños  y  mi  artificiosa  arenga  tienen  tal  vir- 
tud, que  a  las  muy  fuertes  hacen  dar  combos,  y  a 
las  flacas  y  tiernas  de  un  vaivén  derruecan.  Pero 
ellas,  adrede,  por  disimular  sus  pasiones,  y  aun  por 
dar  lugar  a  sus  deseos,  huelgan  de  hacerse  ciegas 
y  que  no  entienden  lo  que  les  decís,  haciendo  de 
las  enojadas,  y  hacen  alharacas  como  si  les  fuése- 
mos a  vender  moneda  falsa,  y  fingen  no  sé  qué 
hipocresías  de  «¡Guárdenos  Dios!»,  «¿A  mí  con 
tales  mensajes?»,  «¿Y  había  de  hacer  tal  vile- 
za?», «¿Vienes  a  dañar  mi  honra,  condenar  mí 
honestidad?»,  «¡Vete  de  mi  casa,  no  te  vean  más 
mis  ojos,  si  no  quieres  que  te  haga  matar!»  Todas 
son  puterías;  par  Dios  que  otro  les  queda  en  el 
buche;  porque  si  fuese  como  lo  parlan,  de  la  pri- 
mera palabra  que  les  hablásemos,  nos  habían  de 
echar  con  todos  los  diablos;  pero  juraré  que  no 
entra  mejor  pascua  por  sus  casas  que  nosotras... 
Pues,  ¿qué  será  la  causa?  ¿Impedimentos?  No; 
que  no  los  tiene.  ¿Fué  sentida?  No  sé;  si  así  es, 
nuestro  gozo  en  el  pozo;  que  a  ella  pondrán  en 
guarda,  y  a  Lisandro  espías,  y  a  mí  acortarán  los 
pasos.  Muy  en  dubda  estoy  de  lo  que  será,  y  cúm- 
pleme saberlo,  porque  si  esto  es,  valiérame  más 
quedarme  en  casa  con  las  piernas  cortadas  que  ir 
a  su  casa.  Quiérome  andar  por  aquí;  sabré  lo  que 
es  o  lo  que  no;  si  viere  oportunidad  para  entrar, 
entraré;  si  no,  tornaréme  a  mi  casa,  y  perdóneme 
Lisandro,  que  ya  hice  toda  mi  posibilidad  por  él 


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^^=^C5"1 


114 


SANCHO    DE    MUNON 


y  todo  mi  deber  y  saber.=Por  mi  ánima  que  me 
hace  del  ojo,  de  acullá,  de  la  ventana,  Melisa  su 
doncella...  Otra  vez  me  da  con  la  mano...  Luego, 
luego,  aunque  más  me  llames  con  la  cabeza...  ¡No 
sea  echadiza,-  y  se  arme  algún  ruidoso  hechizo 
para  me  tomar  en  la  gorrionera!  ¡No  se  diga  por 
mí  que  mucho  sabe  la  raposa,  pero  más  el  que  la 
toma!  Primero  sabré  de  mi  comadre  la  vecina  si 
ha  habido  cosa  nueva  o  mudanza  alguna  en  casa 
de  Eugenia. 


Rose  lia. — ¿No  viene? 

Melisa. — En  casa  de  Maribañez  entró. 

Roselia. — Envíala  a  llamar  con  esa  mochacha, 
que  no  lo  sienta  mi  señora,  y  te  aviso  que  no  la 
vea  entrar. 

Melisa. — Aquí  viene  el  niño  de  Maribañez.  Vea- 
mos qué  quiere,  y  si  es  enviado  a  eso. 

Roselia. — Dile  que  entre  acá.  ¿Viole  mi  señora? 

Melisa. — No;  que  está  devanando  un  poco  de 
seda. 


■^ 


Entrad,  mis  ojos.  ¿A  quién  buscáis? 
Niño. — A  señóla  mosa. 

Roselia. — ¿Qué  queréis,  mi  alma? 
Niño. — Señóla,  mi  made  dise  que  está  alí  la  mu- 
jel  de  la  ropa  banca,  que  tae  lo  que  le  mandaste. 
Roselia. — Corre,  decilde,  mi  vida,  que  venga. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA  115 


ío 


^            Niño. — Beso  las  manos  de  vuesta  mesed.  ^ 

^             Rose  lia.— \Dios  te  haga  bueno,  mis  entrañas!  S 

c  i 

I'            Niño. — Que  vayas.  c^ 

h             Celestina. — Luego,  mi   amor.  =  ¿Así   que   me  ji? 

^         dices  eso  por  muy  cierto,  hija  Maribañez?  De  otra  ^ 

|f?        manera  me  lo  habían  contado.  Pues  voy,  y  quédate  ¿j* 

:(.         adiós.  fe 

T)             Maribañez. — Dios  haga  tus  cosas  y  las  aderece  «^ 

como  deseas.  V 

Melisa. — Tía,  alza  las  haldas,  que  hacen  ruido,  j 
y  entra  muy  quedito  aquí  en  esta  recámara. 


p 


'^? 


Celestina. —  ¡Ay,   señora   de   mi   bien!    ¿Mala  ^ 

w.        estás?  £ 

^  Roselia. — No  es  nada,  madre,  sino  unos  desma-  /) 

tW         yos  de  corazón  que  me  tomaron  después  acá.  ¿>? 

Celestina. — (¡Bien  está;  mal  de  corazón  es;  tú  te  P. 

lo  dirás!)  ^j) 

Roselia. — ¿Qué  dices? 
Celestina. — Que  me  pesa  en  buena  fe. 
Roselia. — Vieja   honrada,    como    pasabas   por 
nuestra  puerta,  hícete  llamar  para  darte  descuento 
de  lo  que  pasa  y  que  no  me  tengas  por  mujer 
liviana  que  no  cumplo  mi  palabra.  Yo  no  quise 
salir  a  hablar  ese  tu  caballero,  porque  quien  nos 
viera  juzgara  lo  que  no  es;  y  como  las  mujeres 
tó        seamos  más  obligadas  a  nuestra  fama  que  a  núes-  fo 

@  @ 


116 


SANCHO  DE  MUNON 


tra  vida,  no  me  estuvo  bien  condenarme  a  mí  de 
culpa  por  librarle  a  él  de  pena. 

Celestina. — ¡Ay,  mi  ángel  y  mi  pascua  de  flo- 
res, cómo  te  lo  dices!  ¡No  parecen  tus  palabras 
sino  perlas  que  se  caen  de  esa  tu  boca  de  oro! 

Roselia. — Yo  lo  haría,  por  cierto,  si  mi  honra 
estuviese  salva  de  malos  juicios;  pero  no  pudiera 
remediar  su  mal  sin  amancillar  mi  "honestidad;  y 
si  la  mujer  la  honra  pierde,  nunca  la  cobra,  bien 
lo  ves  tú. 

Celestina. — Siendo  bien  de  noche,  como  a  las 
doce  o  a  la  una,  nadie  lo  barruntaría.  ¿Quién  lo 
ha  de  ver  o  oir,  todos  durmiendo? 

Roselia. — Anda,  que  las  paredes  han  oídos.  No 
hay  cosa,  por  más  secreta  que  sea,  que,  tarde  que 
temprano,  no  se  venga  a  descobrir. 

Celestina. — Señora...  (Mas  creo  que  será  bueno 
hablalle  a  las  claras  y  dexar  estos  servicios  de 
Dios;  que  en  buen  son  la  tengo.) 

Roselia. — ¿No  dices  lo  que  comenzado  habías? 

Celestina. — El  temor  de  tu  enojo  acobarda  mi 
lengua  y  le  pone  silencio,  que  no  ose  decir  lo  que 
diría  con  tu  licencia. 

Roselia. — Di  lo  que  quisieres. 

Celestina.  —  Ya  sabes,  señora,  que  Lisandro 
pena  por  ti  y  que  su  dolor  y  tormento  es  tan 
grande  que  le  quita  todo  otro  sentimiento.  Pues 
sábete  agora  que  está  en  disposición  de  perder  la 
vida  por  tus  amores  después  que  faltaste  la  pala- 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


117 


bra,  y  él  te  suplica  que  reciba  de  ti  galardón  de  su 
trabajo  en  tu  piedad,  y  no  muerte  en  tu  crueldad, 
y  que  de  esta  manera  remediarás  su  vida,  satisfa- 
ciendo a  su  deseo. 

Roselia. — ¡Si  el  castigo  que  merece  tu  osadía  en 
venirme  con  tan  torpe  demanda  no  perdonara  mi 
mansedumbre,  en  lugar  de  sufrirte  tomara  de  tu 
vida  venganza! 

Celestina. — Señora,  estemos  a  razón  y  no  lleves 
las  cosas  por  rigor. 

Roselia. — ¡Eso  quiero  yo,  mala  vieja,  por  que 
veas  que  cuanto  a  mí  me  sobra  de  razón  para  con- 
denarte, tanto  a  ti  te  falta  para  defenderte,  y 
cuanto  yo  soy  sufrida,  tanto  más  tú  sobresalida  en 
desvergüenza!  Dime,  ¿parécete  a  ti  bien  hecho 
que,  por  dar  fin  a  su  torpe  deseo,  dé  entrada  y 
principio  a  toda  mi  perdición?  ¿Quieres  tú  que 
con  mi  ignominia  alcance  él  victoria,  y  en  mi  vitu- 
perio soberbia?  ¿Quieres  que  dé  triste  vejez  a  mi 
madre,  y  que  ponga  mácula  en  mi  linaje?  ¿Qué 
dirán  las  gentes  de  mi  maleficio?  ¿Quieres  que 
haga  cosa  donde  se  me  siga  infamia  en  la  honra, 
peligro  en  la  persona,  perdimiento  en  el  mayor 
bien  que  natura  me  dio  y  aborrecimiento  de  los 
que  bien  me  quieren?  Finalmente,  ¿quieres  que 
viva  deshonrada  para  toda  mi  vida?  Respóndeme 
a  esto. 

Celestina. — Por  verdad,  mi  señora,  dime  qué 
vituperios  o  qué  infamias  hallas  seguirse  por  com- 


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118 


SANCHO    DE    MUÑÓN 


placer  al  más  alindado  galán  y  gentil  mancebo 
que  criatura  vio,  ni  natura  engendró,  ni  Dios  por 
agora  otro  crió.  ¡Como  que  no  fuese  cosa  común, 
que  cada  día  acaece,  que  doncellas  de  alta  guisa  y 
de  real  nacimiento,  hijas  de  grandes  señores,  no 
sólo  amaron  sus, amigos  y  servidores,  mas  muchas 
de  ellas  los  siguieron  hasta  sus  tierras,  donde  fue- 
ron recebidas  con  mucha  solemnidad,  acatamiento 
y  cerimonia!  Todas  por  amar  y  bienquerer  a  sus 
enamorados,  hicieron  memoria  de  sus  nombres, 
fama  de  su  fermosura  y  exemplo  de  su  hecho. 
¡Allá  a  las  que  con  sus  negros  y  esclavos  y  con  sus 
mozos  de  espuelas  trataron  de  abominables  amo- 
res, les  venga  la  infamia  que  merecen!  A  éstas  y 
otras  tales  es  de  dar  en  rostro  su  error,  pero  no  a 
las  que  lo  hacen  con  personas  de  alto  mereci- 
miento, como  es  nuestro  Lisandro;  de  tales  aman- 
tes ser  amada,  de  tales  servidores  ser  servida,  glo- 
ria es,  a  mi  ver,  y  descanso;  que  no  vituperio  o 
trabajo.  Si  él  no  fuera  quien  es,  hobiera  causa  para 
temer  el  juicio  de  las  gentes  y  el  mal  tratamiento 
de  tus  deudos;  pero  siendo  quien  es,  antes  te  lo 
tendrán  a  bien;  que  tan  hermoso  hombre  no  per- 
tenecía sino  para  tan  hermosa  mujer.  A  estotro 
que  dices  de  tu  peligro,  agora  está  por  ver  el 
poder  y  favor  grande  que  tiene  Lisandro  en  la  ciu- 
dad, para  te  hacer  segura  de  todo  el  mundo  si  fuere 
menester;  cuanto  más  que  yo  daré  manera  para 
que  lo  hagáis  secretamente  y  que  nadie  lo  sepa. 


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«W  LISANDRO    Y    ROSELIA  119  ^¡) 


O 


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Roselia, — Bien  que  todo  eso  sea;  pero  ¿quieres  ^ 

que  pierda  mi  virginidad,  y  la  corona  de  ella,  y  fe 

que  ofenda  a  Dios?  ^ 

Ce/esíma.— (¡Ya  va!  ¡Ya  va!  ¡Perdónete  Dios,  i? 

que  por  escalones  te  he  traído  a  lo  que  quiero!  ¡Ya  ^ 

no  está  tan  zahareña  ni  esquiva  como  antes!)  j 

Roselia, — >Cómo  dices?  '%* 

Celestina. — Digo,  señora,  que  de  diez  partes  de  (¿^ 

sanctos  apenas  hallarás  las  dos  que  fueren  vírge-  ^j 

P  nes:  pocos  escapan  de  la  antigua  carcoma  que  nos  Q, 

^j  dexaron  nuestros  primeros  padres.  Esta  comezón  *^y 

f$         de  la  carne  es  red  barredera  que  pesca  hombres  ^ 

p  y  mujeres  de  cualquier  estado  y  condición.  Y  esa  (\ 

(^  corona  o  laureola  de  las  vírgenes,  ¿qué  piensas  ^ 

^         que  es,  sino  un  gozo  accidental,  que  luego  recupe-  ^ 

*jÁ          raras  con  otras  obras  meritorias?  A  lo  que  dices  f> 

^         que  ofenderás  a  Dios,  ¿no  sabes  que  yerros  por  ^^ 

amores,  dignos  son  de  perdonar,  y  quien  no  cae  h 

no  se  levanta?  ^ 

Roselia. — ¡Ay  lastimada  de  mí,  que  del  primer  ^ 

día   que  me  habló  ese   caballero  siento  un  fuego  A 

escondido  en  este  mi  corazón  que  me  lo  abrasa,  J 

Q)         cubierto  con  las  cenizas  de  mi  vergüenza!   ¡Oh  w 

fl  desproveída  doncella  de  todo  consejo!,  ¿qué  en-  íL 

"^         cendido  calor  es  este?,  ¿qué  llama  tan  soberbia  y 

es  esta  que  en  mi  pecho  a  deshora  concebí  luego 
^)}  que  le  vi,  que  ni  me  aprovecha  mi  lucha  y  contien- 

SS         da,  ni  basta  razón  a  vencer  su  furor?  ¡Ea,  ea,  Ro- 

p         selia,  desecha  ese  fuego  de  ti!  ¡Muera,  muera  el  P^ 


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120 


SANCHO    DE    MUNON 


que  mi  deshonra  quiere!...  Mas  ¿qué  dixe,  desatina- 
da loca?  ¡Dios  le  dé  vida,  y  mucha;  que  bien  me 
es  lícito,  sin  le  amar,  desealle  vida!  ¿Qué  hizo  por 
donde  mereciese  ¡la  muerte  que  espera  si  no  le 
socorro?  ¿A  quién,  si  no  fuere  muy  cruel,  no  mo- 
verá la  florida  edad  de  Lisandro,  su  linaje  y  vir- 
tud? ¿Quién  que  lo  vea  no  se  aficionará  de  su  gen- 
tileza?... ¿Y  qué?  ¿He  de  hacer  traición  a  mi  ma- 
dre, y  placer  a  quien  otro  día  me  dexe  y  no  haya 
cuenta  de  mí  después  que  le  agrade  y  contente 
otra?...  Pero  no  tiene  cara  de  eso,  ni  es  de  esa 
casta,  ni  son  esas  sus  condiciones,  para  que  me 
engañe  o  se  olvide  de  mí;  que  quien  bien  ama, 
como  él,  tarde  olvida...  ¡Ay!,  ¡ay!,  ¡ay!,  ¡vencida 
soy,  cautiva  soy,  presa  soy  de  su  amor!  ¡Y  pues  tú, 
sabia  Celestina,  sotilmente,  con  los  fuelles  de  tu 
saber  animaste  el  mi  fuego  mortecino  y  despertas- 
te las  adormecidas  llamas,  por  Dios  vivo  te  con- 
juro, y  por  la  fe  que  debes  guardar  en  todo  secreto 
te  ruego,  me  seas  fiel  secretaria  en  todo  lo  que 
pasare  entre  Lisandro  y  mí! 

Celestina. — ¡Ay,  señora,  no  me  digas  eso,  que 
me  enojo!  ¡No  me  conoces!  ¡Como  creo  en  Dios, 
otra  mujer  más  secreta  que  yo  no  la  hay  en  el 
mundo!  ¡Antes  me  sacarían  la  lengua  por  el  colo- 
drillo, que  yo  tal  hablase!  ¡Soy  muda  para  esas 
cosas! 

Roselia. — Con  esa  confianza,  madre  mía,  te  des- 
cubro mi  corazón,  que  es  más  de  ese  señor  que 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


121 


mío.  Y  pues  la  estrechura  de  tiempo  no  consiente 
más  prolixidad  en  nuestro  razonamiento,  puedes 
le  decir  que  esta  noche,  pasadas  las  doce,  me  ven- 
ga a  hablar,  no  por  esta  torre,  que  es  lugar  peli- 
groso, así  por  estar  cerca  del  aposento  de  mi  ma- 
dre como  por  ser  paseado  y  rondado  por  fuera  de 
Beliseno,  mi  hermano,  pero  por  el  jardín,  que  es 
lugar  desviado  del  palacio.  De  ahí  dentro  me  pue- 
de ver  y  hablar,  que  yo  saldré  sin  falta  a  los  corre- 
dores que  salen  sobre  el  huerto. 

Melisa. — ¡Señora,  vayase  Celestina,  y  luego; 
que  se  levanta  mi  señora  y  puede  ser  que  entre 
acá! 

Roselia. — ¡Ay,  vete  por  Dios,  madre,  no  te  vea! 

Celestina. — Toma  esta  carta  de  Lisandro,  que 
me  olvidaba,  y  adiós. 


Eugenia. — ¿Con  quién  hablabas,  hija? 

Roselia. — A  Melisa  decía,  señora,  que  me  traxe- 
se  la  canastilla  de  la  labor,  que  ya  me  siento  mejor. 

Eugenia. — ¡Loores  a  Dios!  ¡Que  ya  me  temía  no 
entrase  por  esta  casa  esta  sorda  pestilencia  de 
este  año  de  cuarenta,  y  hiciese  en  ti,  que  Dios  nos 
libre,  estrena! 

Roselia. — No  era  nada,  señora,  sino  estos  mis 
desmayos  de  corazón. 

Eugenia. — Pues  siéntate  y  labra  esos  cabezones 
de  tu  hermano,  y  no  te  asomes  a  la  ventana;  que 


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122 


SANCHO    DE    MUNON 


las  vueltas  y  pasos  de  Lisandro  por  aquí,  y  las 
momerías  que  hace,  mi  hijo  las  vengará. 

Roselia. — ¡No  me  mientes  a  ese  loco,  que  no  le 
puedo  oir! 

Eugenia. — ¡Bien  haya  a  quien  te  pareces!  Que 
así  era  tu  tía  la  monja  cuando  estaba  en  el  siglo  y 
la  servían  caballeros  locos  como  éste.=Ven  acá, 
Melisa,  henchirás  las  almohadas  limpias,  y  vacia 
esotras,  que  están  muy  sucias...  Mas  quédate  con 
mi  hija,  que  las  mozas  lo  harán. 


I 


ARGUMENTO  DE  LA  CUARTA  CENA 

Lee  Roselia  la  carta  de  su  deseado  Lisandro,  y,  por  consejo  de 

Melisa,  su  secretaria,  aunque  con  dificultad,  encubre  el  fuego  de 

amor  con  que  toda  destila  en  lágrimas. 


ROSELIA.  —  MELISA. 

Roselia. — Melisa,  echa  esa  antepuerta;  leeremos 
la  carta.  ¡Oh,  carta,  carta,  si  en  pos  de  ti  viniese 
tu  auctor!  Pero  no  me  vendrá  a  mí  esa  alegría, 
que  tan  falta  soy  de  ventura  cuan  sobrada  de  des- 
dicha. 

Melisa. — De  eso  no  dubdes. 

Roselia. — ¿Qué  sabes  si  se  ha  enojado  de  la 
burla  que  le  hice,  y  no  quiera  más  venir? 

Melisa. — ¡Salieras  tú!  ¿Quién  te  lo  estorbaba? 

Roselia.  —  ¿Quién?  Mi  hermano,  que,  ¡mala 
muerte  haya,  plega  a  Dios!,  así  me  detuvo  fasta 
bien  tarde  en  pláticas. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


123 


9 


Melisa. — ¿Vino  después  que  te  dexé  acostada? 

Roselia. — ¿Agora  lo  sabes?  ¡Y  aun  me  hizo  fie- 
ros que  rae  mataría  si  ni  en  poco  ni  en  mucho  sen- 
tía cosa  de  mí! 

Melisa. — Cúmplete  avisar  no  te  sienta;  que,  a 
fin,  mira  por  la  honra. 

Roselia. — No  puedo  más,  hermana;  que  Cupido 
ha  mostrado  en  mí  todo  su  poder,  y  todas  las 
enerboladas  frechas  en  un  momento  asestó  contra 
mí,  y  los  ardientes  casquillos  de  sus  saetas  son 
cauterio  de  mi  corazón,  el  cual,  derretido,  destila 
lágrimas  por  los  ojos  y  sospiros  por  la  boca,  y  él 
queda  lleno  de  congoxa...  Mas,  ¡oh  carta  mía,  y  de 
mi  señor  enviada!,  quiérote  abrir  y  leer:  haréme 
cuenta  que  le  oyó,  y  con  sus  palabras  consolaré 
mi  ánima,  pues  a  los  atribulados  consuelo  pone 
hallar  a  sus  males  alguna  compañía. 

CARTA     DE     LISANDRO     A     ROSELIA 

«  Si  supiera  así  quexarme  como  sé  sentir  la  pena 
que  me  das,  antes  fallecería  papel  para  escrebir  y 
tiempo  para  decir  que  quexas  para  que  oyeses; 
pero  hallóme  tan  falto  de  discreción  para  te  las 
declarar  cuan  sobrado  de  desventura:  corazón 
tengo  para  sufrir  pasiones,  lengua  me  falta  para 
te  las  decir.  Herísteme  con  tu  vista,  y  prívasme  de 
ella  por  quitarme  todo  remedio.  Si  me  faltase  tu 
palabra  porque  a  mí  merecer  fallece,  no  te  culpo; 
pero  todavía  virtud  te  obliga  a  que  no  seas  mata- 


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124 


SANCHO    DE    MUÑÓN 


dora;  piedad  te  convida  a  que  hayas  compasión  en 
mi  cuita.  Cuanto  yo  más  con  todas  mis  fuerzas  sa- 
crifico a  ti  mi  tormento,  tanto  más  con  crueldad 
me  galardonas,  de  manera  que  siendo  liberal  en 
ofrecerte  mi  vida  y  todo  lo  que  la  sostiene,  eres  tú 
avarienta  en  el  rescate  de  ella.  No  sé  qué  te  mueve 
hacer  tan  poco  caso  del  que  mucho  te  ama;  no  es, 
por  cierto,  de  personas  generosas  galardonar  con 
menosprecio  y  olvido;  antes,  las  pagas  hacen  ma- 
yores que  los  trabajos  merecen.  Sólo  esto  te  su- 
plico, con  lo  cual  ceso:  que,  volviendo  los  ojos  de 
tu  misericordia  a  las  prisiones  que  en  tu  fe  sosten- 
go, así  mis  pasiones  con  obra  remedies  como  por 
mis  palabras  conoces  y  entiendes  mi  necesidad.» 


^ 


Roselia. —  ¡Sí  haré,  mi  señor!  ¡Oh  pertinaces 
orejas  mías,  que  sufristes  oir  palabras  de  tanto 
dolor  y  sentimiento!  ¡Oh  crueles  ojos,  que  atinas- 
tes  a  leer  tan  apasionada  letra  sin  mucha  copia  de 
lágrimas!  ¡Oh  empedernido  corazón,  que  calor  de 
tanto  fuego  no  bastó  a  enternecer  tu  dureza  en 
pesar  de  su  pena  y  en  congoxa  de  su  fatiga,  para 
que  mi  boca  pregonase  la  angustia  que  me  aumen- 
taba cada  renglón,  cada  palabra  y  cada  letra! 

Melisa. — Señora,  encubre  tu  pasión  y  disfrázala 
con  alegría  lo  mejor  que  pudieres,  no  la  entienda 
tu  madre  por  lo  que  te  ve  hacer;  que  si  anoche  no 
os  hablastes,  ésta,  placiendo  a  Dios,  gozarás  de  tu 
querido.  Sosiega  tu  corazón  y  ten  reposo  en  el 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


125 


cuerpo;  que,  par  Dios,  si  miran  en  ello,  fácilmente 
conozcan  todos  de  qué  pie  coxeas. 

Roselia. — Do  amor  se  aposenta,  ningún  reposo 
consiente. 

Melisa. —  Señora,  limpíate  los  ojos  y  toma  la 
labor,  que  a  Beliseno  sentí  hablar;  no  suba  acá. 

ARGUMENTO    DE    LA    QUINTA    CENA 

Va  Brumandilón  a  casa  de  Celestina,  muy  más  ancho  que  largo 
porque  Lisandro  le  ha  recibido  por  criado.  Acompaña  a  Celes- 
tina, que  va  a  llevar  la  sabrosa  y  alegre  nueva  a  Lisandro.  En 
el  camino  topan  a  Oligides.  Cuéntales  un  chiste  muy  donoso 
que  le  acaeció  en  casa  de  su  Carmisa.  Da  la  deseada  nueva 
Celestina  a  Lisandro.  Concierta  que  a  las  doce  de  la  noche 
escale  por  la  huerta.  Dale  diez  doblas  Lisandro  y  confírmale  la 
merced  del  casamiento  de  sus  sobrinas. 


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BRUMANDILÓN.  —  CELESTINA.  —  OLIGIDES. — LISANDRO. 

Brumandilón. —  No  sé,  ¡voto  a  Tal!,  cómo  mi 
nombre  no  es  mentado  por  toda  Castilla,  pues  mi 
fama  vuela  hasta  las  Italias.  Claro  está,  Celestina, 
que  si  Lisandro  no  viera  mis  valentísimas  fuerzas  y 
valerosas  hazañas,  que  no  me  recibiera  por  princi- 
pal hacedor  en  el  trance  de  sus  peligros. 

Celestina. — ¿Pues  qué?  ¿Estás  con  él? 

Brumandilón. — Después  que  me  fui  de  aquí, 
voyme  a  su  casa,  y  como  había  sabido  no  sé  qué 
muertes  que  he  hecho  por  ese  mundo  adelante 
muy  esforzadamente,  rogóme  que  le  sirviese  para 


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126 


SANCHO    DE    MUNON 


acompañarle  de  noche  cuando  saliere  fuera;  y 
agora  envíame  a  saber  de  ti  que  si  has  ya  hablado 
a  esa  Roselia. 

Celestina.— Anda  allá,  vamos,  que  ya  está  todo 
negociado;  diréselo. 

Brumandilón. — Vamos. 

Celestina. — ¿Así  que  me  dices  que  te  recibió? 

Brumandilón. — Y  aun  rogado,  que  fué  más.  ¿Tú 
piensas  que  se  hace  hecho  bueno  en  la  ciudad  sin 
mí,  o  revuelta  o  ruido  que  no  sea  yo  llamado  para 
ello?  Soy  como  el  buen  oficial,  que  nunca  le  falta 
quehacer.  Tantos  son  ya  los  rebatos  en  que  me  he 
visto,  que  no  menos  que  el  Buen  Capitán  tengo  en 
mi  cámara  los  blasones  de  mis  hechos  dignos  de 
perpetua  y  recordable  memoria,  con  otras  insig- 
nias de  mis  victorias;  donde  verás  pintados  más 
miembros  de  hombres  acuchillados  por  mis  manos 
que  días  hay  en  el  año:  piernas,  brazos,  pies, 
manos,  muslos,  quixadas,  huesos,  costillas,  peda- 
zos de  hombres,  cascos,  cabezas,  ancas,  espaldas 
enteras,  lomos,  tripas  hilvanadas,  sesos,  corazo- 
nes sacados,  pechos  atravesados,  orejas  cercena- 
das, astillas  arrancadas,  y  así  otros  que  dexo  de 
contar.  Y  muchas  veces  oyó  patadas  de  aquellos 
por  mí  muertos;  pero  por  eso  no  me  quitan  el  sue- 
ño esas  pocas  noches  que  allá  duermo. 

Celestina. — (¡Así  medres  como  tú  has  muerto 
alguno!) 

Brumandilón. — ¿  Qué  dices  ? 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


127 


Celestina. — Digo  que  dexes  ya  esa  mala  vida; 
que  «Dios  consiente,  y  no  para  siempre»;  «perro 
que  lobos  mata,  lobos  le  matan». 

Brumandilón. — ¿No  sabes  que  los  malos  no  han 
menester  más  de  ocasión  para  mal  hacer?  Con 
media  palabra  de  descortesía  me  sube  la  cólera,  y 
mato  tantos,  que  tienen  bien  que  entender  en  abrir 
sepulturas  la  gente  del  cordelejo. 

Celestina. —  ¡Sancto  Dios!  ¡Vuelve,  vuelve  la 
cabeza,  verás  a  Oligides  sangriento! 


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Brumandilón. —  ¿Qué  es  esto?  ¿Qué  es  esto, 
Oligides?  jDímelo  luego  quién  te  hirió,  que  no 
será  más  su  vida  de  lo  que  tú  tardarás  en  decír- 
melo! 

Celestina. — No  le  des  pena,  que  no  te  respon- 
derá. ¡Ay,  sancta  María,  que  Beliseno  le  habrá 
muerto ! 

Brumandilón. — ¡Cuerpo  de  Tal!  ¡Ase  del;  llevé- 
mosle en  brazos  a  curar,  pues  no  me  dice  quién 
son;  traba  de  ese  brazo! 

Oligides. — ¡Hi,  hi,  hi!  Estad  quedos,  que  no  es 
nada. 

Celestina. — ¡Doite  a  Satanás,  que  así  me  tur- 
baste! 

Brumandilón. — No  lo  creo.  Ase  dél.  ¿No  ves  la 
sangre  que  se  le  va? 

Oligides. — Si  me  quisieses  tú  dar  a  entender  lo 
que  a  un  truhán  sus  amigos,  según  cuenta  Pog- 


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128 


SANCHO    DE    MUNON 


gio  *,  persuadieron:  que  estaba  muerto;  el  cual 
fué  llevado  a  enterrar,  aunque  en  las  andas  no 
dejó  de  responder  a  los  que  daban  gracias  a  Dios 
por  su  muerte  que  juraba  a  Dios  que  si  vivo  estu- 
viera, como  iba  muerto,  que  ellos  se  las  pagaran. 

Brumandilón. — Destápate  y  creerte  hemos.  ¿Qué 
diablo  es  eso  que  traes  al  cuello  atado? 

Oligides. — Oidme,  contaréos  un  chiste  que  pasó 
con  Carmisa,  la  amiga  del  Bachiller,  de  que  mu- 
cho reiréis;  y  no  lo  sepa  Drionea,  Celestina. 

Celestina. — Di  qué;  no  hayas  miedo. 

Oligides. — Salido  de  tu  casa,  como  no  hallase  a 
Brumandilón... 

Brumandilón. — Fui  llamado  a  gran  priesa  para 
ser  padrino  en  cierto  desafio. 

Oligides. — ...fuíme  derecho  a  Carmisa,  y,  estan- 
do ella  y  yo  en  muchos  placeres  y  regocijos,  heos 
aquí  llama  a  la  puerta  el  Bachiller  su  amigo.  Yo  en 
esto  estaba  sin  sayo,  baxas  las  calzas,  y  quiso  más 
nuestra  desventura  que  al  tiempo  que  él  llegó 
daba  yo  una  gran  carcajada  de  risa,  contando  de 
allá  del  tu  capellán  metido  en  el  arca;  de  suerte 
que  sintió  hombre  en  casa,  y  mientras  más  nos  oía 
reir  y  las  voces  que  teníamos,  él  más  priesa  se 
daba  a  llamar.  Entonces  Carmisa,  cortada  de  la 
muerte,  no  supo  qué  se  hacer  más  de  esconderme 


*     Es  la  267  de  las  Facecias:  «De  un  muerto  que  estaba  vivo  y  que, 
cuando  le  llevaban  al  sepulcro,  habló  e  hizo  reir.» 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


129 


I 


en  baxo  de  una  cesta  de  colar,  que,  como  soy  de 
esta  marca  cagada,  cupe  en  ella.  El  Bachiller,  como 
no  le  abrieron  tan  presto  como  quería,  vase  y  trae 
consigo  sus  popilos  armados  para  derrocar  la 
puerta  y  matar  a  Carmisa  y  a  mí.  En  este  medio, 
la  vieja,  su  madre,  como  más  sabia  y  astuta,  sos- 
pechó a  lo  que  iría,  y  mata  de  presto  un  pato,  y 
hinche  con  la  sangre  el  gaznate,  y  rebózamelo  por 
este  cuello,  y  da  una  tijerada  en  la  morcilla  y 
brota  la  sangre,  y  párame  cual  veis.  En  esto  llega 
el  Bachiller  a  quebrar  las  puertas.  La  vieja  co- 
mienza a  dar  gritos  de  arriba:  «¡Escóndete,  señor, 
escóndete,  que  viene  la  Justicia!»;  torna  luego  a 
replicar:  «¡Ay,  que  no  es!  Está  quedo  y  curaré- 
moste.  Corre,  baxa  tú,  Carmisa;  abre  al  señor 
Bachiller,  que  bien  puede  entrar  él  solo».  Y  todo 
esto  decía  la  buena  madre  a  voz  alta,  que  la  oyese 
el  otro.  Viene  Carmisa  y  abre,  disimulando  otra 
turbación  de  la  que  tenía,  con  estas  palabras:  «¡Ay, 
mi  señor!,  que  tenemos  acá  un  herido,  el  cual 
dexa  por  muerto  a  un  lacayo  del  Conde,  y  pensa- 
mos que  eras  tú  la  Justicia  que  venía  tras  él,  y  por 
eso  nos  tardamos  en  abrir  mientras  le  escondía- 
mos». El  Bachiller,  puesta  la  punta  de  su  espada 
en  sus  pechos,  díxole  que  mentía;  que  aquellas 
risadas  no  eran  de  hombre  herido.  Carmisa  res- 
ponde: «¡Desdichada  yo!  Sube,  verlo  has;  que, 
como  se  le  iba  la  sangre  por  la  garganta,  donde  le 
hirieron,  de  dolor  graznaba  como  pato,  y  tú  pen- 


10 


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130 


SANCHO  DE  MUNON 


sarías  que  se  reía».  Entonces  el  Bachiller  sube  a 
ver  si  era  verdad,  y  como  me  vio  lleno  de  sangre, 
creyólo,  y  díceme:  «Hermano,  ¿quieres  algo?>  Yo, 
tapado  siempre  por  que  no  me  conociese,  grazno 
como  que  no  podía  hablar,  y  hacía  señas  con  los 
ojos  al  cielo.  El  Bachiller,  no  me  entendiendo,  pre- 
gunta lo  que  diría  yo.  Ella  dice:  «Que  llames  al 
zurujano»,  para  que  con  este  achaque  él  se  fuese, 
hecho  necio,  a  llamarlo,  y  yo  tuviese  lugar  de  me 
ir  sin  saber  él  quién  yo  era.  Y  así  me  vine  corrien- 
do cual  me  veis. 

Brumandilón. — ¿Y  qué  dirá  después  que  traiga 
al  zurujano  y  no  te  halle? 

Oligides.  —  Quien  hace  un  cesto  hace  cien- 
to; como  supieron  urdir  esta  mentira,  tramarán 
otras  cuarenta. 

Celestina. — Fácil  cosa  es  engañar  al  que  ama.= 
Y  aguijemos. 

Bfumandilón.— Dentro  estamos. 

Oligides. — ¿Traes  buenas  nuevas,  Celestina? 

Celestina. — jRebuenas!  Ya  hecho  es. 

Oligides. — Pues  suba  Brumandilón  a  decir  que 
estás  aquí,  que  yo  voyme  a  lavar  y  limpiar  de  esta 
sanguaza,  y  mudaré  otros  vestidos. 

Brumandilón. — Subo,  que  morador  soy  ya  de 
casa. 

Oligides.— ¿Cómo  así? 

Brumandilón. — Después  te  lo  contaré.=  ¡Albri- 
cias, albricias,  señor! 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


131 


ip  Lisandro.— ¿Qué  es,  amigo  Brumandilón,   que 

&  todo  es  tuyo? 

J  Brumandilón. — Pues  Roselia  es  toda  tuya. 

¿  Lisandro. — No  te  creo.  ¿Qué  es  de  Celestina? 

¿  Brumandilón. — Hela  aquí  entra. 


5 


Lisandro. — ¡Oh  canas  honradas,  oh  venerable 
senetud,  abrázame!  ¿Qué  es  esto  que  oyó,  madre 
Celestina?  ¿Es  verdad?  ¿Confírmaslo  tú? 

Celestina. — Así  lo  digo;  que,  por  mi  industria  y 
buenas  mañas  de  esta  pecadora  y  pobre  Celestina, 
Roselia  queda  por  tuya  y  te  ama  más  que  a  sí 
mesma  y  queda  encendida  en  el  fuego  de  tu  que- 
rer y  desea  más  verte  que  vivir. 

Lisandro. — ¡Oh  Dios!  ¡Si  verdad  es,  no  me  tro- 
caría por  un  bienaventurado  del  cielo! 

Celestina. — ¡Así  tuviese  yo  ciertas  cien  doblas 
como  ello  es  verdad! 

Lisandro. — Toma  estas  diez  piezas  de  oro  por 
agora,  que  después  que  la  alcance  te  daré  lo  que 
te  prometí  para  en  casamiento  de. esas  dos  tus 
sobrinas. 

Celestina. — Mientra  la  vida  me  durare,  jamás 
olvidaré  las  mercedes  que  me  haces,  y  aunque  mi 
ventura  y  tiempo  se  mude,  nunca  mi  voluntad 
para  servirte. 

Lisandro. — Pues  ¿qué  me  cuentas  de  mi  señora, 
madre  mía?  ¿De  cierto  me  saldrá  a  hablar  esta 
noche? 


®  ©^S5--0®^.-^c.,£s^.á^íiu;3^^'^rí><i.^'=^^  ^ 


132 


SANCHO    DE    MUNON 


Celestina. — Sin  falta;  y  por  tanto,  entre  doce  y 
una  irás,  no  por  las  ventanas  de  la  torre,  sino  por 
el  jardín ;  y  lleva  tus  escalas  para  entrar  dentro, 
que  ella  saldrá  a  los  miradores  que  caen  al  huerto, 
y  no  seas  negligente  o  vergonzoso  para  subirte  do 
ella  está,  y  aunque  te  parezca  empachada  y  que  la 
sientes  esquiva,  no  por  eso  dexes  de  hacer  lo  que 
debes,  que  ella,  se  holgará  que  seas  tú  desenvuelto. 

Lisandro. — Es  tan  alta  la  merced  que  mi  señora 
me  hace,  que,  juzgándome  indigno  de  tan  crecido 
beneficio,  dubdo  si  es  posible  lo  que  me  dices. 

Celestina. — Señor,  lo  que  dije  digo  otra  vez;  y 
por  no  alargar  los  testigos,  esta  noche  experimen- 
tarás por  las  obras  más  de  lo  que  agora  oyes. 

Lisandro. — Pues,  ¿por  qué  no  salió  ayer? 

Celestina. — Lo  que  yo  adevino  es  o  que  Belise- 
no  se  lo  estorbó  —  que  ni  sé  en  qué  ni  en  qué  no 
se  anduvo,  según  me  apuntó  Melisa  —  o  no  osó 
salir  de  empacho.  Pero  agora  que  ajeno  señorío 
manda  su  voluntad,  no  será  en  su  mano  dexar  de 
salir. 

Lisandro. — Mas  si  vio  a  su  hermano,  que  fasta 
cuasi  las  doce  se  detuvo  por  allí  con  sus  criados, 
y  por  eso  dexó  de  salir. 

Celestina. — Eso  sería. 

Brumandilón. — ¡Oh,  pese  a  Tal!  ¿Por  qué  ahí 
no  me  hallé?,  ¡que  no  creo  en  la  puta  que  me  pa- 
rió si  no  le  cortara  las  piernas,  y  con  ellas  le  diera 
de  palos! 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


133 


Celestina. — Señor,  pues  todo  queda  hecho — 
¡loores  a  Dios!  —  yo  me  voy,  y  mándame;  que  yo 
y  aquella  casilla  pobre  estamos  a  tu  servicio;  y  ten 
por  encomendadas  aquellas  mis  dos  sobrinitas. 

Lisandro. — ¡Oh  verdadera  salud  mía!,  ¿y  vaste? 
Pues  suplicóte  que  en  todas  tus  necesidades  acu- 
das acá,  que  de  mí  y  de  todo  cuanto  tengo  te  pue- 
des servir  como  cosa  propia.  Desotro  pierde  cui- 
dado, que  muy  presto  habrás  recabdo. 

Celestina. — En  buena  fe,  mi  señor,  no  con  me- 
nos voluntad  de  servirte  que  de  salvar  mi  ánima 
haré  lo  que  me  mandares.  Y  quédate  adiós. 

Lisandro. — Mozos,  acompañad  a  la  señora  hasta 
su  casa. 


¡Oligides!  ¡Oligides! 

Oligides. — Señor. 

Lisandro. — Aderecen  luego  lo  que  he  de  cenar, 
que  me  quiero  acostar  temprano;  y  tú  tendrás  cui- 
dado de  despertarme  a  las  diez. 


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ACTO    CUARTO 


ARGUMENTO    DE    LA    PRIMERA    CENA  . 

Recordando  Lisandro  de  un  sueño  profundo  y  suave  en  que  se 
soñaba  con  su  señora,  comienza  despierto  a  devanear,  contando 
por  vía  de  pregunta  en  lo  que  se  había  visto  entre  sueños.  Va 
Lisandro  con  su  gente;  velo  Beliseno  y  quiérele  acometer;  impí- 
denle  sus  criados,  dándole  a  entender  que  era  la  Justicia.  Méten- 
se,  para  vello,  en  una  rinconada.  Acaece  que  Lisandro  con  los 
suyos  se  va  también  ahí  a  recoger  por  no  ser  visto  de  Beliseno, 
y  dice  lo  que  ahí  pasó.  Sube  Lisandro  por  la  escala  al  jardín,  y 
vese  con  Roselia,  su  señora,  Beliseno,  que  acechaba  lo  que 
pasaba  con  su  hermana,  vase  muy  enojado,  con  propósito  de 
matarlos  a  todos  la  noche  siguiente.  Baxa  Lisandro  muy  alegre 
y  vase  para  su  casa. 

OLIGIDES. — LISANDRO. EU3ULO. BRUMANDILÓN. BELI- 
SENO.  GALFURRIO. CASAJES.  —  DROMO. —  REBOLLO. — 

MELISA. —  ROSELIA. 

Oligides. — Señor,  recuerda;  que  las  diez  son 
dadas. 

Lisandro. — ¡He,  he,  señora,  he! 

Oligides. — Oligides  soy  que  te  llamo.  Juraré  que 
se  sueña  con  la  otra. 


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I 


LISANDRO    Y    ROSELIA 


135 


Lisandro. — ¿Qué?...  ¡He!...  Sí.  k^ 

Oligides. — ¡Ah,  señor!  Despierta,  que  es  hora.  L 

Lisandro. — Aha...  Ay...  Ay...  ¿Sueño  es?  ¿Dor-  *^ 

mía?  ¿Qué,  no  estaba  yo  agora  con  Roselia?  ¿No  (I 
la  tenía  entre  mis  brazos  apretada?  ¿No  hubieron 

ya  execución  mis  deseos?  ¿No  subiste  tú  conmigo,  *^ 
Oligides,  por  el  huerto? 

Oligides. — No,  que  yo  me  acuerde.  ^ 
Lisandro. — ¿No?  ¿No  me  pusistes  las  escalas  de 

arriba  para  descendir  al  jardín  do  mi  señora  baxó?  r^ 

¿No  la  besé  ahí  con  mil  retozos  entre  unos  floridos  ^¡ 

jazmines  y  unas  hermosas  clavellinas?  Los  lirios,  h 

las  alegrías,  los  tréboles  y  alegres  alhelises,   las  % 

frescas  azucenas,  las  olorosas  albahacas,  los  toron-  ¿f 

jiles  y  artemisas,  las  rosas  y  violetas,  ¿no  fueron  jn 

testigos  de  aquel  azucarado  rato?  ¿No  nos  pasea-  J 

mos  después,  asidas  las  manos,  junto  a  una  fonte-  Jí» 

cica,  con  una  dulcísima  plática?  Y,  cabe  unos  ca-  sC 

muesos,  ¿no  nos  despedimos  con  dos  reverencias  7) 

y  sendos  besos,  cuando  los  paxaritos  mensajeros  Li 

de  la  alborada  comenzaban- a  cantar  con  un  suaví-  ^ 

simo  ruido?  ^ 

Oligides. — (Hecho  está  un  poeta  nuestro  amo;  £ 

mas  no  se  te  vuelva  el  sueño  del  perro.)  Ea,  señor,  7 

que  no  pende  tu  remedio  de  esas  imaginaciones,  & 

y  di  qué  armas  quieres.  í* 

Lisandro. — Descuelga    esas   corazas,   y   armaos 
todos. 

Brumandilón. — Quítame  allá  ese  embarazo  de 


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136 


SANCHO    DE    MUNON 


rodela,  que  yo  con  espada  y  capa  haré  más  que 
cuatro  hechos  reloxes. 

(Oligides. — Por  huir  más  liviano  lo  hace. 

Eubulo.— Ya  lo  veo;  déxale.) 

Oligides. — Señor,  a  punto  estamos, 

Lisandro. — Pues  vamos. 

Beliseno.  —  ¡Helos  dó  vienen!  ¡Apercebíosl  ¡Po- 
neos en  orden! 

(Galfurrio. —  ¡Muchos  son  los  contrarios!  Dé- 
mosle a  entender  que  no  son  ellos. 

Casajes. — Déxame  a  mí  hablar.)  Señor,  mira  lo 
que  haces,  no  sea  la  Justicia;  que  no  es  bien  aco- 
meter a  nadie  sin  saber  de  cierto  si  es  el  enemigo. 
Escondámonos  en  esta  rinconada ,  que  de  aquí  los 
veremos  pasar  y  sabremos  quién  son. 

Beliseno. — Meteos,  pues,  en  esa  calleja.  Yo  aquí 
me  quedo,  en  este  cantón. 

Oligides. — Señor,  mientra  da  las  doce,  metámo- 
nos  en  este  apartamiento,  no  pase  Beliseno  y  nos 
vea;  aunque  no  sé  qué  gente  parece  que  está 
dentro. 

Lisandro. — Bien  dices. 

Galfurrio. — ¡Hermanos,  que  entran  a  matarnos! 
¡Huyamos!  ¡Huyamos! 

Casajes. — ¡Oh  poderoso  Dios!  ¡Salgamos,  antes 
que  nos  tomen  la  entrada! 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


137 


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Rebollo. — ¡Dexa  la  adarga,  Dromo,  que  yo  todo 
lo  dexé! 

Dromo. — ¡Corre,  corre,  que  ya  la  eché,  y  la 
capa  también! 

Casajes. — ¡Galfurrio,  vuelve  la  cabeza  a  ver  si 
vienen  tras  nosotros! 

Galfurrio. — ¡Oh  sancto  Dios!  ¿Ves  el  peligro  en 
que  vamos  y  dícesme  eso?  ¡No  me  digas  nada, 
aguija,  aguija,  que  me  parece  que  nos  alcanzan! 

Casajes. — ¡Virgen  María!  ¡Metámonos  aquí  en 
esta  pocilga,  puesto  que  uno  veo  acullá  delante 
que  nos  va  a  cercar! 

Dromo. — Espera,  Rebollo;  entraré  yo. 

Rebollo. — ¡Al  diablo  el  que  tal  aguardase! 

Brumandilón. — He...  He...  Ay...  Cansado  estoy 
de  correr.  En  mi  seso  me  estuve  de  tomar  armas 
livianas;  si  los  pies  no  me  valieran,  éste  fuera  mi 
día.  Valientes  hombres  son  Galfurrio  y  Casajes  y 
ios  demás,  que,  iuego  que  nos  vieron  entrar  en  la 
rinconada,  dieron  tras  nosotros.  Desalados  venían 
en  mi  alcance :  en  mí  sólo  querían  descargar.  ¡  Hi 
de  puta,  si  me  cogieran  los  mancebos,  como  ala- 
nos se  encarnizaran  en  mi  persona!  Bien  está  que 
si  ellos  corrían  tras  mí,  yo  volaba...  Quiero  agora  ir 
a  buscar  a  Lisandro,  y  diréle  que  los  iba  a  atajar... 
Mas,  ¿qué  es  esto  que  veo?  Armas  y  capas  son. 
Mirad,  por  mi  vida,  si  lo  habían  dexado  todo  por 
me  alcanzar,  quién  los  aguardara...  ¿Aquél  es  Li- 


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138  SANCHO    DE    MUÑÓN 


Oligides. — Cata  do  viene  Brumandilón,  señor, 
esgrimiendo  con  la  espada  desnuda.  Cargado  vie- 
ne; no  sé  qué  trae  debaxo  del  sobaco. 


I 


Sandro  y  sus  criados?  Creo  que  sí;  quiérolo  mirar  í:p 

bien,  no  me  engañe,  y  me  maten  si  son  los  otros... 
El  es;  bien  está.  ¡Algo  te  iba  en  ello,  Brumandilón, 
saberlo! 


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Brumandilón. — ¡Oh  venturosos  hombres!  ¡Si  no 
tomaran  calzas  de  Villadiego  y  pusieran  pies  en 
polvorosa,  como  me  ofrecieron  estos  despojos  me 
ofrecieran  también  las  vidas! 

Lisandro. —  Acá  no  pensamos,  Brumandilón, 
sino  que  habías  huido  tú  de  ellos  y  ellos  de  nos- 
otros. 

Brumandilón. — ¡Sobre  eso,  señor,  me  mataría 
con  quien  tal  dixese,  de  mejor  gana  que  me  iba  a 
matar  con  estos  que  huyeron!  Me  adelanté  por  que 
no  se  me  fuesen  por  pies,  y  todavía,  en  viéndome 
que  volvía  a  ellos,  hurtáronme  el  cuerpo  y  des- 
aparecieron, dexándome  esto  que  ves  por  que 
no  impidiese  su  huida.  Yo,  señor,  como  me  he 
visto  en  algunos  arrebates  y  refriegas  cierto  más 
que  estos  mis  compañeros,  sé  mejor  en  qué  ^ 
manera  se    han   de  cazar  los    fugitivos.    El    aire  P 

me  dió  que  habían  de  huir,  y  por  ende  les  atajé         ^ 
los  pasos.  ^ 

t  Lisandro. — Estémonos  aquí  fasta  que  dé  la  hora.  n 

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I 


LISANDRO    Y    ROSELIA 


139 


Beliseno, — Mozos,  ¿qué  es  de  vosotros?  ¿Dónde 


venís 


Galfurrio.— ¿Dónde  venimos,  pese  a  Tal?  En 
pos  de  uno  que  sentimos  ser  de  la  cuadrilla. 

Casajes. — ¡Oh!  ¡Estoy  por  arrancarme  las  bar- 
bas pelo  a  pelo,  de  ver  que  se  nos  escapó  por  pies! 

Dromo. — ¡Por  los  sanctos  de  Palermo,  que  por 
aguijar  más  ayna  y  asirle  no  se  nos  escabullese, 
dejé  allá  mi  capa  y  espada  con  lo  demás! 

Rebollo. — ¡Oh,  derrenegó  de  la  leche  que  mamé, 
que  otro  tanto  hice  yo  y  no  me  aprovechó! 

Beliseno. — ¡Ce!  Aquellos  son,  sin  duda.  Acome- 
támosles. 

Galfurrio. — ¡Por  Dios,  señor,  buenos  estamos! 
¡Irnos  a  meter  en  las  manos  de  los  enemigos,  estan- 
do de  ellos  fatigados  de  correr,  de  ellos  sin  armas! 

Casajes. — Señor,  mejor  seso  será  acechar  de 
aquí,  que  no  nos  vean,  y  mirar  en  qué  anda  este 
Lisandro  y  qué  es  lo  que  pretende  en  sus  venidas 
a  tal  hora. 

Dromo. — Muy  bien  dicho  está;  que  si  tu  herma- 
na tiene  también  la  culpa,  agora  lo  veremos  en  lo 
que  hace,  si  le  sale  a  hablar  o  no. 

Rebollo. — Y  aun  mi  parecer  es  que  otra  noche 
vengamos  con  ballestas  y  que  todos  mueran,  por 
que  no  tengan  lugar  de  huir  y  así  se  escape  alguno 
como  estotro. 

Beliseno. — ¿No  veis  que  matarlos  así  es  especie 
de  traición? 


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140 


SANCHO  DE  MUNON 


Casajes. — ¡Anda,  señor,  que  a  un  traidor  dos 
alevosos!  ¿No  es  mayor  traición  la  que  éste  te 
trata? 

Beliseno. — Pues  estad  queditos  y  mirad  bien  lo 
que  es. 

Lisandro. — Hora  es.  Mozos,  guardad  bien  ese 
paso.  Ven  tú  conmigo,  Oligides;  arrima  esa  escala. 

Oligides, — Sube,  señor,  y  tente  no  cayas. 

Lisandro. — Sígueme.=Tórnala  a  poner,  báxaré 
al  huerto. 

Oligides. — Baxa,  señor. 

Melisa. — ¡Albricias,  señora!  ¡Tu  deseado  viene. 
Rose  lia. — ¿Dícesme  verdad? 
Melisa. — Sal  y  verlo  has. 

Lisandro. — ¿Es  mi  señora? 

Roselia. — ¿Quién  es?  ¡Ay,  mi  señor,  no  subas 
acá  si  no  quieres  que  me  vaya;  que  de  ahí  me  po- 
drás hablar! 

Lisandro. — No  huyas,  mi  bien,  si  no  quieres  que 
me  dexe  caer  destas  escalas  abaxo. 

Roselia.— \Oh,  desdichada  yo!  ¡No  subas! 

Lisandro. — ¡Perdona  mi  descortesía,  oh  mi  se- 
ñora y  mi  bien  todo!  ¡Cuántos  días  ha  que  desea- 
ba tu  presencia,  de  la  cual,  por  juzgarme  indigno, 
nunca  pensé  gozar!  ¡Oh,  cuánto  te  debo,  única 
lumbre  de  mi   vista:  que  si  tú  no  defendieras  la 


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I 


LISANDRO    Y    ROSELIA 


141 


entrada  a  mi  muerte,  presto  feneciera  en  tus  amo- 
res! 

Roselia. — Por  cierto,  mi  señor,  esa  fué  bastante 
causa,  sin  otras  muchas  que  hay,  que  a  mí  me  mo- 
vió para  que  no  consintiese  morir  criatura  tan 
bella  como  tú  eres. 

L/soAiífro.— Bien  veo,  mi  señora,  que  soy  indigno 
y  no  merecedor  de  esta  suavísima  conversación 
tuya,  destos  afables  y  dulzorados  coloquios,  desta 
sonoridad  y  dulcedumbre  de  tus  palabras.  Tu  en- 
cumbrada belleza,  tus  gracias  divinas,  tus  pujantes 
perfecciones,  tus  heroicas  virtudes  me  han  tenido 
cautivo  y  me  tendrán  mientra  los  espíritus  vitales 
rigieren  mis  miembros  y  dieren  vida  a  mi  cuerpo. 

Roselia. —  De  verdad,  señor  Lisandro,  agora 
hallo,  y  por  los  ojos  lo  veo,  mucho  más  haber  en 
ti  de  lo  que  me  decían. 

Lisandro. — Todo  lo  que  soy  yo  es  tuyo,  y  si 
algo  soy,  por  ti  lo  soy;  que  tu  hermosura  es  la  que 
sustenta  mi  vida,  y  tu  favor  de  todo  el  mundo  me 
hace  vencedor.  ¡Oh  descanso  mío;  téngote  en  mis 
brazos  y  no  lo  creo,  porque  más  es  mi  gloria  en 
verte  que  mis  trabajos  para  te  conocer! 

Roselia.  —  ¡Ea,  señor,  por  mi  vida  que  estemos 
quedos!  ¡No  seas  descortés,  apártate  allá,  no  lle- 
gues a  mí! 


Lisandro. — Suplicóte,  señora,  que  tu  favor  dis- 
pense en  mi  osadía,  y  pues  Dios  tan  francamente 
en  ti  distribuyó  sus  gracias,  ¿por  qué  eres  avarienta 


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142 


SANCHO    ÜE    MUNON 


en  las  repartir  con  aquel  que  la  vida  estima  en  poco 
perder  en  tu  servicio? 

Roselia. — ¡Ay,  mi  señor,  estén  quedas  tus  ma- 
nos! ¡No  me  deshonres! 

Lisandro.  \Ay  de  mí,  sin  ventura,  que  más  me 
valiera  acabar  luego  mis  tristes  días,  que  no  al  fin 
de  la  jornada!  ¡Oh  cruel  señora,  que  delante  tus 
ojos  y  en  tu  acatamiento  mi  muerte  ver  quieres,  y 
así  te  suplico  perdones  mis  descorteses  palabras  y 
mis  desvergonzadas  y  atrevidas  manos;  a  tus  pies 
me  echo  para  recebir  de  ti  perdón  o  que  hagas  de 
mí  justicia!  ¡Toma  mi  espada! 

Roselia. — ¡Levántate,  ángel  mío  y  mi  señor! 
¡Tuya  soy,  y  por  tuya  me  entrego  y  en  tus  manos 
me  pongo!  ¡Haz  de  mí  lo  que  quisieres  y  ordenares! 
Espera,  mi  vida:  enviaré  ja  doncella. 

Melisa,  corre, 
vete  cabe  la  cámara,  y  no  nos  sientan  levantadas. 

Melisa. — Bien  te  entiendo;  que  desviada  estoy. 

Roselia.  —  ¡Landre  que  te  mate,  que  no  es  lo 
que  piensas! 

¡Ay,  amor  mío,  ¿así  me  tratas?  ¡Ten 
cortesía,  mi  señor!  ¡No  descubras  aquellas  partes 
que  la  naturaleza  no  quiso  que  sin  vergüenza  se 
mostrasen ! 

Lisandro. — ¡Deja  a  mis  sentidos  por  entero  go- 
zar de  ti  en  mi  bienaventuranza,  pues  todos  en  mi 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


143 


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pasión  me  tuvieron  compañía!  ¡Consiente  que  mis 
manos  palpen  y  toquen  tus  delicados  miembros, 
tus  lindas  carnes,  más  blandas  y  amorosas  que 
seda;  permite  a  mis  ojos  que  vean  tus  piernas,  más 
blancas  que  copos  de  nieve,  pues  mi  indigna  boca 
gustó  de  tus  melifluos  besos  y  mis  orejas  se  delei- 
tan en  oir  tus  azucaradas  y  dulcísimas  palabras! 

Beliseno. — ¡Oh  Dios!  jY  tal  bellaquería  pasa! 
¡Y  escalaron! 

Galfurrio. — Detente,  señor,  no  vayas;  que  son 
muchos  y  no  ganarás  honra  en  lo  que  vas  a  hacer. 

Casajes. — ¡Sí,  sí,  señor!  Bien  dice  Galfurrio. 

Dromo.  —  ¡Pese  a  Tal,  y  qué  yerro  se  hiciera 
agora,  por  no  mirar!  Rebollo  habló  bien:  que 
mueran  asaeteados,  por  que  no  se  escapen. 

Rebollo,^ Asi  lo  digo  otra  vez:  que  nos  meta- 
mos en  el  huerto  donde  se  hace  la  fiesta,  y  ahí, 
escondidos  que  no  nos  vean  ni  sientan,  los  aguar- 
demos con  nuestras  ballestas  armadas. 

Beliseno. — Pues  no  falte  ninguno.  Y  vamos. 


Roselia. — ¡Ay,  amenguada  de  mí.  y  deshonrada! 

¡Oh  día  de  mi  perdición!  ¡Oh  hora  donde  perdí 

nombre  y  corona  de  virgen ! 
^  Lisandro. — ¡Oh  cuitado  de  mí!  Señora,  ¿así  te 

Sp         amorteces?  ¡Torna  en  ti,   mi  vida,  cata  que  me 
J  moriré! 

v?»  Roselia. — ¡Oh  mi  señor  Lisandro,  y  mi  corazón  í¿ 

®  é 


144 


SANCHO  DE  MUNON 


y  mi  alma!  ¡Tenme  en  adelante  por  tu  sierva  y 
captiva,  y  no  te  olvides  de  la  que  todo  lo  aventuró 
en  tu  servicio  y  lo  da  por  bien  empleado! 

Lisandro. — ¡No  digas  tal,  perla  preciosa;  que  es 
pecado:  que  el  siervo  yo  soy,  y  tú  la  señora;  que 
es  mi  dichosa  suerte  servirte  y  tú  mandarme,  yo 
obedecer  y  tú  regirme! 

Melisa. — Señora,  ¿hate  de  amanecer  ahí?  Des- 
pacio lo  tomas.  Acaba  ya,  que  más  hay  días  que 
longanizas. 

Lisandro. — Media  hora  no  es  pasada,  ¿y  quié- 
resme  llevar  a  mi  dios? 

Melisa. — No  se  siente  la  sucesión  y  curso  de 
tiempo  con  la  embriaguez  del  dulzor. 

Roselia. — Pues  nos  es  forzoso  partirnos,  conten- 
témonos que  mañana  a  la  mesma  hora  nos  veamos 
aquí  en  este  jardín,  que  yo  baxaré  por  tus  escalas. 
Y  pues  sabes,  mi  señor,  que  la  ausencia  es  enemi- 
ga de  amor,  no  tardes  en  tu  venida.  Por  agora,  el 
Ángel  Custodio  te  me  guarde  y  te  acompañe. 

Lisandro. — Y  el  que  te  crió  tan  hermosa  quede 
contigo. 

Pon  esa  escala. 
Oligides. — Baxa,  señor,  que  puesta  está. 

Lisandro. — ¿Qué  os  parece,  mozos?  ¿Vengo 
mudada  la  color,  pues  desciendo  del  paraíso? 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


145 


Oligides. — Descolorido  baxas. 

Lisandro. — ¿No  me  dais  el  parabién  de  los 
triunfos  de  mis  fatigas  pasadas?  ¡Despléguense  ya 
las  encogidas  banderas  de  mi  tristeza,  levántese  el 
pendón  de  mi  alegría,  y  la  devisa  y  blasón  de  mis 
armas  sea  esta  victoria  labrada  en  campo  morado, 
los  extremos  bordados  en  torno  con  este  letrero: 

Lisandro  y  su  Roselia 
dos  amantes  y  uno  son 
en  alma  y  en  corazón! 

¡Oh  Piérides  musas,  si  mi  gloria  a  vuestros  oídos 
veniesc,  cómo  la  cantaríades  desde  el  monte  Par- 
naso y  Helicón!  ¡Oh,  si  vivos  fueran  el  gran  poeta 
Homero  y  Virgilio,  cómo  metrificaran  con  sus  ver- 
sos heroicos  el  proceso  de  mis  amores!  ¡No  acae- 
ciera este  mi  hecho  en  tiempo  de  Herodoto  o 
Thucídides,  en  tiempo  de  Salustio  o  Tito  Livio, 
para  que  su  estilo  elocuente  lo  empleara  en  mate- 
ria tan  copiosa! 

£u6uZo.— (¡Bobear!) 

Brumandilón. — ¡Por  vida  de  Tal,  señor,  que  es- 
tamos acá  hombres,  sin  esos,  que  sabremos  em- 
plear nuestras  fuerzas  en  tu  servicio,  y  aun  susten- 
taré que  soy  para  más  que  todos  esos  hombres  de 
armas  que  has  mentado! 

Lisandro. — Calla,  que  son  historiadores  coro- 
nistas. 

Brumandilón, — Eso  bien. 


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146 


SANCHO    DE    MUÑÓN 


Lisandro.— Cenad  esas  puertas,  y  satisfagamos 
de  sueño  a  las  noches  pasadas. 


ARGUMENTO    DE    LA    SEGUNDA    CENA 

Disputa  Eubulo,  varón  sabio,  con  su  señor,  dándole  de  vestir, 

concluyéndole  que  el   sumo  bien  no  consiste  en  el  deleite,  lo 

contrario  de  lo  cual  quería  defender  su  amo. 

EUBULO. — LISANDRO. 

Eubulo. — Señor,  levántate,  que  es  tarde. 

Lisandro. — Abre  esas  ventanas  y  dame  de  vestir. 

Eubulo. — ¿Qué  jubón  quieres,  señor? 

Lisandro. — Dame  acá  ese  de  raso  encarnado,  y 
sácame  ese  sayo  de  las  bordaduras  recamadas  con 
pedrería.  Agora  veo  ser  verdadera  sentencia  que 
el  sumo  bien  consiste  en  el  deleite. 

Eubulo. — ¡  Oh  herejía  reprobada  en  nuestra  fe, 
y  error  condenado  de  la  seta  peripatética,  y  de 
todos  los  sabios  gentiles  palabra  acoceada! 

Lisandro. — ¿Cómo  así? 

Eubulo. — Por  cierto,  señor,  si  la  bienaventuranza 
del  hombre  está  puesta  en  el  torpe  deleite,  tam- 
bién es  necesario  que  digas  que  los  brutos  anima- 
les sean  bienandantes,  pues  se  deleitan  como  nos- 
otros y  gozan  de  los  mesmos  pasatiempos. 

Lisandro. — Calla,  mal  criado;  que  por  buenas 
palabras  me  haces  bestia. 

Eubulo. — ¿Quién  dubda,  señor,  que  si  el  apetito 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


147 


enseñorea  a  la  razón,  el  hombre  por  el  mesmo 
hecho  se  compara  a  bestia  y  no  es  mas  que  un 
bruto? 

Lisandro. — ¡Vete,  asno;  no  me  filosofees  más! 
Ensíllenme  un  caballo,  iré  a  oir  misa  a  Nuestra 
Señora  de  la  Vega. 

ARGUMENTO    DE    LA     TERCERA    CENA 

Levántanse  Oligides  y  Brumandilón  y  vanse  a  casa  de  Celes- 
tina, y  por  el  camino,  después  de  concertar  el  hurto,  blasona 
muclio  de  las  armas  Brumandilón.  Después  de  llegados,  escu- 
chan un  chiste  que  contaba  Celestina  liaberle  acaecido  con  un 
padre.  Entra  Brumandilón  y  pide  dineros  a  Celestina,  y  ella  no 
se  los  queriendo  dar,  pone  manos  en  ella.  La  vieja,  maltratán- 
dole de  palabra,  acúsalo  de  ingrato.  Oligides  los  pone  en  paz. 


I 


OLIGIDES.  —  BRUMANDILÓN. —  CELESTINA.  —  DRIONEA. 

Oligides. — Brumandilón,  vístete;  iremos  a  casa 
de  Celestina. 

Brumandilón. — De  la  boca  me  lo  quitaste.  Anda 
allá;  pediréle  seis  reales  que  he  menester. 

Oligides. — ¿Cuándo  determinas  que  se  haga 
aquello  que  concertamos? 

Brumandilón. — ¿  Qué  ? 

Oligides. — Lo  del  hurto. 

Brumandilón. — ¡Oh,  ya!  Esta  noche,  en  dejando 
a  Lisandro  acostado. 

Oligides. — Sea  así;  y  agora  miremos  por  qué 
parte  la  podremos   mejor   saltear   y    por   dónde 


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148 


SANCHO  DE  MUNON 


entraremos  más  seguros  que  no  nos  sientan  los 
vecinos. 

Brumandilón. — Señor  Oligides,  ¿oíste  una  valen- 
tía que  hicieron  dos,  agora  tres  años,  a  la  boca  de 
la  Rúa? 

Oligides. — Bien  sonada  fué,  y  aun  se  dijo  que 
tú  eras  uno  dellos,  así  te  lleve  el  diablo. 

Brumandilón. — ¡Mirad,  por  mi  vida!  ¡Aunque 
más  secreto  se  hizo,  vino  a  noticia  de  todos!  Pero 
no  me  espanto,  que  ¿tales  hechos  quién  osaría 
acometer,  si  Brumandilón  no?  Por  vida  de  Tal, 
eso  me  mueve  a  irme  fuera  de  aquí,  porque  no 
hay  herido,  no  hay  muerto,  no  hay  afrontado  en 
la  ciudad,  que  no  digan  hasta  los  niños:  «  Bruman- 
dilón le  acuchilló»,  «Brumandilón  lo  mató*,  «Bru- 
mandilón lo  afrontó»;  todos  piensan  que  yo  lo 
hago  todo;  y  puesto  que  en  lo  más  acierten,  pero 
todavía  me  pesa  que  me  tengan  por  revoltoso.  Por 
otro  tanto  me  salí  de  Córdoba. 

Oligides. — Escucha;  que  por  mí  sé  que  hablan 
del  capellán  que  te  conté. 

Celestina.— ¿í  de  eso  te  espantas,  sobrina? 
Pues  óyeme  otro  donaire  que  me  acaeció  siendo 
de  tu  edad  con  el  confesor  de  aquella  madre  de 
todas  nosotras,  que  buen  gozo  haya  al  alma  y 
reposo  al  cuerpo,  que  pluguiese  a  Dios  que  en 
algo  nos  pareciésemos  a  ella.  En  mi  alma,  cada  vez 
que  me  acuerdo  de  ella  no  puedo  tener  las  lágri- 


LISANDRO    Y    ROSELIA 


149 


mas  de  ver  que  después  acá  ninguna  ha  llegado  a 
su  zapato.  ¡Qué  sabia,  qué  diligente,  qué  astuta, 
qué  artera,  qué  solícita  era  en  todo  lo  que  sabía; 
qué  osada  para  entrar  y  salir  dondequiera;  qué 
lengua  tenía  para  engañar  aun  a  la  serpiente  ma- 
ligna que  engañó  a  nuestra  madre  Eva!  ¡Que  se  le 
daba  a  ella  mucho  que  la  encorozasen  o  la  emplu- 
masen o  le  diesen  quinientos  azotes!  ¡No  lo  esti- 
maba todo  en  el  baile  del  rey  don  Alonso!  Antes 
decía  a  los  que  la  iban  a  consolar:  « ¡Mira  qué  mal 
me  han  hecho:  si  me  conocían  diez,  conoceránme 
agora  ciento  I »  Siempre  vamos,  hija,  descayendo 
de  las  costumbres  de  los  pasados:  de  rocín  a  ruin. 

Drionea. — Pues,  ¿no  dices,  tía,  lo  que  pasaste 
con  aquel  padre? 

Celestina. — Ah,  ah,  que  no  me  acordaba.  Vino  a 
mí  una  tardecica  disfrazado  con  su  espada  y  capa 
y  su  cabellera,  a  purgar  sus  pecados  y  malos 
humores,  y  como  estuviese  en  mi  contemplación 
haciendo  penitencia  de  sus  malas  obras  y  elevado, 
llama  a  la  puerta  Sempronio,  mi  amigo.  Yo,  tur- 
bada, no  supe  qué  me  hacer  más  de  escondelle 
debaxo  la  cama.  Entra  Sempronio,  y  no  me  hubo 
trastornado  sobre  la  cama,  cuando  ella  se  quiebra 
y  se  hunde.  El  otro,  que  debaxo  estaba,  viéndose 
en  tanto  aprieto,  por  se  descabuUir  ásesele  la 
negra  cabellera  a  una  aldabilla,  y  queda  con  su 
corona  descubierta;  él,  por  se  cubrir  apriesa  y  no 
ser  conocido   de  Sempronio,  arrebata,    sin    más 


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150  SANCHO    DE    MUfíÓN 


^ 


mirar,  de  mi  bacineja,  que  tem'a  al  rinconcillo  de 

la  cama,  llena  de  meados,  y  embrócasela  sobre  la  {^ 

cabeza  y  párase  cual  la  mala  ventura.  c/ 

Drionea. — Y  Jesús,  madre,  ¿qué  excusa  toviste 
que  buena  fuese,  con  que  encubrieses  a  Sempronio 
lo  que  hacías  con  el  otro? 

Celestina. — ¡Bonita  que  eres!  ¡Sí  que  me  había  L 

a  mí  de  f altar  1  =  ¡ Ce,  Drionea,  corre;  componte  y  7¿^ 

atavíate;  para  ese  rostro  lucio,  que  está  aquí  OH-  ^ 

gides! 

Oligides. — Así  creo  yo,  Brumandilón,  que  fué 
estotro. 

Brumandilón. — Mirad  que  dubda;  entremos. 

Ce- 
lestina, daca  media  docena  de  reales  que  he  me- 
nester para  un  broquel;  que  este  mío  ya  está 
hecho  piezas  y  sin  aros,  en  tu  servicio. 

Celestina. — A  tu  amo  que  te  los  dé,  que  yo  no  ^ 

los  tengo. 

Brumandilón. — ¡Por  las  tres  furias   infernales!  "^ 

¡Si  no   fuera   por  no  ensuciar  mis  manos  en  tan  t> 

ruin  cosa,  más  bofetadas  te  diera  que  pelos  tienes!  // 

Celestina. — ¿Vos  a  mí?  ¿Vos  a  mí?  ¡Toma  para  '^ 

ftus  ojos,  bellaco  rufián!  C, 

Brumandilón.— ¿No   quieres   callar,  vieja  puta,  7) 

■^j  deslenguada?  ^ 

ñ  Celestina. — ¡A  la  he  que  si  voy  a  ese  coro  de  la  P_ 

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LISANDRO    Y    ROSELIA 


151 


5 


Iglesia  Mayor  o  a  esas  escuelas,  yo  traiga  quien  te 
hincha  las  medidas  y  te  cargue  de  leña! 

Brumandilón. — ¡Toma,  toma,  hechicera  alcoho- 
lada! ¡Agora  trae  quien  te  vengue! 

Oligides. — ¿Eso  has  de  hacer,  Brumandilón,  en 
mi  presencia?  ¡Acaba  ya:  suéltala! 

Celestina. — ¡Justicia,  justicia,  señores,  que  me 
mata  este  rufián! 

Oligides. — ¡Ora  ya,  Celestina,  no  vocees;  que 
no  te  ha  muerto! 

Celestina. — ¡Ay,  amarga  de  mí,  mezquina,  que 
un  colmillo  solo  que  tenía  me  ha  derrocado!  ¡Ay! 
¡Ay! 


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Drionea. — ¿Estabas  ahí,  señor,  y  consentiste  tal 
cosa? 

Oligides. — Mis  amores,  no  pude  más. 

Drionea. — ¡Andar  enhoramala!  ¿Es  aquí  mi  tía 
terrero  de  necios? 

Brumandilón. —  ¡Ea,  vos,  putilla!  ¡Callad! 

Drionea. — ¿Putilla?  ¡No  me  lo  dijeras  tú  si  yo 
tuviera  quien  respondiera  por  mí! 

Oligides. — Tampoco,  Brumandilón,  eso  no  es 
cosa  de  sufrir;  que  la  señora  Drionea  es  mujer 
honesta  y  buena. 

Drionea. — ¡Mirad  cuál  se  vino  el  cobarde  fanfa- 
rrón! ¿Piensas  que  somos  acá  algunas  bandorrillas 
como  con  las  quien  tratas? 

Brumandilón.— ¿Tomastes  alas,  señoreta? 


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152 


SANCHO    DE    MUNON 


Celestina. — ¡Para  el  mundo  que  nos  sostiene, 
don  bellaco,  desuellacaras,  mañana  te  haga  encla- 
var la  mano! 

Oligides. — No  fuiste  cuerda  en  decir  eso.  ¿No 
sabes  que  cuando  dos  hablan,  si  el  uno  se  enoja  y 
el  otro  no  responde,  aquél  es  más  sabio;  que  cuan- 
do uno  no  quiere,  dos  no  barajan;  ca,  de  otra  ma- 
nera, es  dar  de  estocadas  al  fuego  y  incitar  al 
airado? 

Celestina. — Anda,  señor,  que  más  sabe  el  loco 
en  su  casa  que  el  cuerdo  en  la  ajena,  que  no  es 
buen  seso  traer  el  asno  en  peso;  mas  hágame  miel 
y  comeránme  moscas,  y  tanto  es  Pedro  de  bueno 
que  no  le  medre  Dios.  Los  diablos  a  mí  me  lleven, 
si  el  Cabildo  lo  sabe,  si  no  sea  más  negra  de  lo 
que  piensa,  y  que  a  él  le  amargue  el  caldo:  así  no 
ha  de  haber  nadie  sin  su  alguacil. 

Oligides. — Calla  ya,  Celestina;  que  tanto  es  lo 
de  más  como  lo  de  menos. 

Celestina. — No  puedo  acaballo  con  este  mi  co- 
razón, ni  puede  templar  cordura  lo  que  destempla 
mi  negra  ventura.  Créeme,  Oligides,  que  el  vicio 
de  ingratitud  es  tan  grave  pecado,  que  los  roma- 
nos— según  dixo  nuestro  cura  el  domingo  pa- 
sado— no  hallando  igual  pena  que  le  dar,  lo  dexa- 
ron  sin  castigo.  ¿Quién  no  me  tuviera  sobre  sus 
ojos,  quién  no  me  tratara  con  mucha  reverencia  si 
de  mí  hobiera  recebido  lo  que  éste?  Pero,  ¡mal 
pecado!,    perdida    es   la  lexía  en   la  cabeza  del 


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LISANDRO    V    ROSELIA 


153 


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asno.  Nunca  lavé  cabeza  que  no  me  saliese  tinosa. 

Oligides. — Madre,  yo  sé  que  Brumandilón  se 
acuerda  del  bien  que  le  has  hecho  y  tiene  propó- 
sito  de  te  lo  servir;  que,  aunque  una  cosa  tenga 
mala,  muchas  tiene  buenas. 

Brumandilón.— ¡Pese  a  Tal!,  agora  que  me 
haces  hablar,  ¿quién  salió  estotra  noche  tras  los 
escolares  y  los  hizo  huir?  ¿Quién  traxo  su  espada 
cubierta  de  sangre?  ¿Quién  destroza  armas,  quie- 
bra espadas  y  hace  riza  de  broqueles  en  tu  servi- 
cio sino  yo?  i  Ah,  Cuerpo  de  Dios,  decirse  han  las 
verdades!  ¿Cuál  a  cuál  debe  más! 

Celestina. — ¡Guayas,  padre,  que  otra  hija  os 
nace!  ¡Por  un  día  que  acuchilló  el  perro  de  mi  ve- 
cina, que  me  ladraba  a  la  puerta,  dice  que  ha 
derramado  sangre  por  mi  causa! 

Oligides. — Celestina,  ya  este  hombre  tomaste 
por  guarda  de  tu  persona;  confórmate  con  él  lo 
más  que  pudieres,  que  la  verdadera  amistad  no  es 
otra  cosa  que  un  sumo  consentimiento,  así  en 
cosas  divinas  como  humanas,  con  un  buen  querer 
y  amor. 

Celestina. — Hijo,  bien  lo  veo,  mas  ¿qué  quie- 
res?; que  Brumandilón  es  tan  grosero  que  no  hay 
quien  lo  maje:  amigo  de  taza  de  vino,  el  pan  comi- 
do y  la  compañía  deshecha.  Nuestra  amistad  tiene 
fundamento  de  arena  y  estriba  en  interés,  y  por 
esto  con  poco  viento  cae  en  suelo  y  se  deshace. 

Oligides. — El  lo  hará  bien  de  hoy  más. 


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154 


SANCHO    DE    MUNON 


Celestina. — Ni  espero  ni  creo  sino  lo  que  veo. 

Oligides. — Ce,  ce,  Celestina,  dexando  uno  por 
otro:  ¿quién  son  aquellas  dos  rebozadas  de  los 
chapeos?  ¡Por  mi  vida  que  es  bonita  y  salada  la 
postrera!  =  i Ah  señora  hermosa!  ¿Eres  servida 
de  un  escudero?  =  No  me  responde. 

Brumandilón. — Ya  se  traspuso. 

Oligides. — ¿Conócesla,  Celestina? 

Celestina. — Mejor  que  a  mí:  a  la  delantera  vendí 
por  virgen  cuatro  veces,  a  cuatro  señores  de  la 
Iglesia,  y  la  otra  a  un  generoso. 

Oligides. — ¿Harásme  haber  a  la  trasera? 

Celestina. — Sí;  y  agora  sigúela,  por  que  vea  que 
haces  cuenta  della. 

Drionea. — ¡Ah  don  traidor!  ¿Tras  ella  vas? 
Anda,  anda:  amor  trompetero,  cuantas  veo,  tantas 
quiero. 

Oligides. — Por  mi  vida,  mis  amores,  más  estimo 
tu  pie  que  su  cara.  No  voy  sino  por  conocella. 

Drionea. — Amor  loco,  yo  por  vos  y  vos  por 
otro.  Perdida  es  quien  tras  perdido  anda.  Bien 
dicen:  ama  a  quien  no  te  ama  y  andarás  carrera 
vana.  Bien  lo  oí  todo. 

(Oligides. — Brumandilón,  quédate  tú  y  mira  bien 
lo  que  te  dixe,  y  aguárdame  ahí,  que  luego  vengo. 
Brumandilón. — Pues  ven  presto.) 


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^í  LISANDRO    Y    ROSELIA  155  * 


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ARGUMENTO  DE  LA  CUARTA  CENA 

Eubulo  da  diez  remedios  singulares  a  su  amo  para  que  se  aparte 
del  amor,  y  al  fin  Lisandro,  no  sufriendo  el  buen  consejo  de  tan 
leal  servidor,  envíale  a  dar  el  conocimiento  a  Celestina  por 
desechalle  de  sí.  Este  acto  es  muy  docto  y  lleno  de  doctrina. 

LISANDRO.  —  EUBULO. 


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Lisandro. — Llámame  acá  esos  mozos,   Eubulo. 

Eubulo. — Señor,  nadie  está  en  casa  sino  los 
mozos  de  espuelas  y  pajes  que  vinieron  contigo. 

Lisandro. — Diles  que  limpien  bien  ese  caballo  y 
llamen  al  maestro,  que  lo  castigue  de  la  cola. 

Eubulo. — Lo  ya  se  hace.  Señor,  pues  alcanzaste 
]>v    .      la  que  tanto  deseabas,  bien  es  que  te  apartes  de 
ese  vicio ;  que  de  hombres  es  pecar,  y  diabólica  es 
la  pertinacia  en  el  mal. 

Lisandro. — El  amor  que  está  en  el  alma  no 
puede  salir  sin  ella. 

Eubulo. — Yo  te  daré  remedios  para  ello  sin  que 
mueras. 

Lisandro. — Dilos. 

Eubulo. — Diez  remedios  hallo  que  cada  uno  de 
ellos  basta  a  desviar  tu  voluntad  del  amor.  El  pri- 
mero es  la  mudanza  del  lugar  donde  te  prendió; 
que,  como  al  cuerpo  enfermo  es  saludable  pasarse  Jó 

a  otra  parte  y  mudar  otros  aires  para  su  sanidad,  /¿ 

así  al  ánimo  apasionado  y  herido  desta  llaga  apro-         ^j 
vecha  mucho  mudarse  y  salir  fuera  del  juego,  a         Q^ 


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156 


SANCHO  DE  MUNON 


parte  donde  olvide.  El  segundo  es  evitar  y  huir 
todas  aquellas  cosas  que  te  traen  a  la  memoria  la 
hermosura  de  la  que  amas.  El  tercero  es  la  ocupa- 
ción en  otros  exercicios;  que  con  nuevos  cuidados 
y  negocios  se  olvidan  los  rastros  de  la  antigua  pa- 
sión: exercita  las  armas,  corre  caballos,  juega  la 
pelota,  toma  la  vihuela  y  tañe,  vete  a  tus  granjas 
y  huertas  y  labra  en  ellas.  El  cuarto  es  la  larga 
consideración,  pensar  de  contino  y  con  mucha 
atención  la  torpeza  de  este  pecado,  la  tristeza  que 
deja,  la  miseria  que  promete.  El  quinto  es  la  ver- 
güenza y  empacho  de  las  gentes,  que  a  muchos 
cura  desta  enfermedad,  en  especial  a  los  ánimos 
generosos  que  temen  no  anden  sus  famas  y  honra 
en  boca  y  lengua  de  todos  por  discante,  y  no 
quieren  ser  señalados  en  torpes  hechos.  El  sexto 
es  la  devota  lición  de  la  Sagrada  Escriptura  y 
sanctos  libros.  El  séptimo  es  el  contrapeso  de  las 
verdaderas  razones  a  las  falsas  opiniones  que  traen 
y  mueven  a  amar;  las  principales  causas  que  te 
compelen  a  amalla  son  estas,  si  no  me  engaño:  su 
buena  disposición,  su  elegante  fermosura,  su  mo- 
cedad, sus  riquezas,  su  alta  sangre  y  el  pasatiempo 
y  sabor  que  hallas  en  el  amor;  a  todo  esto  contra- 
pone sus  contrarios,  que  un  contrario  con  otro  se 
cura;  desta  manera,  si  agora  está  moza  dispuesta, 
hermosa,  piensa  que  ha  de  venir  a  ser  vieja,  enfer- 
ma y  fea;  si  agora  rica,  posible  es  que  venga  a  ser 
pobre,  y,  como  las  riquezas  hoy  día  hagan  linaje. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


157 


quedará  tenida  por  una  mujer  común;  y  si  la  ima- 
ginas un  vaso  de  heces  de  tierra,  y  esa  no  buena 
para  tapias,  como  cada  hijo  de  vecino,  a  mi  seguro 
que  no  hagas  hincapié  en  lo  accidental. 

Lisandro,— \E\  cuerpo  de  mi  señora  glorificado 
es,  necio! 

Eubulo. — El  octavo  es  el  libre  albedrío  y  poder 
que  tienes  para  querer  o  no  querer  dexarla  o 
tomarla,  amarla  o  aborrecella.  El  noveno  es  la 
hartura;  que  no  hay  manjar,  por  preciado  que  sea, 
que  no  empalague,  ni  vicio  que  no  harte. 

Lisandro. — Ningún  hastío  me  trae  el  amor  de 
aquella  seráfica  imagen. 

Eubulo. — Si  de  las  cosas  pasadas  argüises  las 
venideras,  fácilmente  confesarías  no  sólo  hastío, 
mas  vómito,  pesadumbre  y  enojo  haber  traído  a 
muchos  las  cosas  que  más  amaban.  El  décimo  y 
último  remedio  es  el  nuevo  amor;  que  amores 
nuevos  olvidan  viejos;  que,  como  un  clavo  expele 
otro  clavo  y  una  fuerza  quita  otra  fuerza,  así  un 
amor  saca  otro;  que  lo  que  una  mora  tiñe,  con 
otra  se  despinta.  Pero  porque  no  es  bueno  salir  de 
un  lodo  y  entrar  en  otro,  no  te  lo  aconsejo. 

Lisandro. — El  remedio  que  yo  busco  es  no  hallar 
cosa  que  me  pueda  estorbar  o  desviar  del  amor 
de  mi  señora. 

Eubulo. — Ella  te  pondrá  del  lodo;  al  fin,  no  hay 
peor  saber  que  no  querer. 

Lisandro. — Calla,  bobo,   que   sabes  poco   del 


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158 


SANCHO    DE    MUNON 


mundo.  No  miras  lo  que  dijo  aquel  sabio  empera- 
dor: «Hombre  que  no  es  enamorado,  no  puede  ser 
sino  necio.  > 

Eubulo. — Habló  entonces  como  viejo,  loco  y 
necio.  Yo  digo  que  hombre  que  es  enamorado  no 
puede  ser  sino  loco  y  sin  seso;  pues  la  nobleza  del 
alma  la  subjecta  a  la  servidumbre  de  la  carne  y  a 
una  flaca  mujer. 

Lisandro. — Ora,  sus,  déxate  deso,  y  lleva  este 
conocimiento  a  Celestina,  con  que  cobre  de  mis 
arrendadores  trescientas  doblas  para  casar  sus 
sobrinas. 


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ARGUMENTO    DE    LA    QUINTA    CENA 

Eubulo,  llegado,  topa  con  Oligides  y  Brumandilón,  a  los  cuales, 
como  viese  la  vida  ociosa  que  traían,  repréndelos  de  sus  vicios, 
donde  el  buen  Eubulo  hace  una  declamación  contra  los  ociosos, 
y  especialmente  reprende  a  Brumandilón  porque  es  un  fanfa- 
rrón. Llega  Celestina;  dale  Eubulo  el  conocimiento  y,  después 
de  dado,  también  la  castiga  de  palabra  ásperamente  por  sus 
alcahueterías,  y  al  fin  del  acto  declama  contra  todo  género  de 
hombres  que  mal  viven.  Este  acto  es  muy  provechoso  y  devoto. 


EUBULO.  —  OLIGIDES.  —  BRUMANDILÓN.  —  CELESTINA. 

Eubulo. — Aquel  es  Oligides  y  el  otro  Bruman- 
dilón, si  los  ojos  no  me  engañan;  de  casa  de  la 
buena  vieja  salen.  ,¡^ 


Oligides. — ¿Dónde  bueno,  Eubulo? 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


159 


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Eubiilo. — Voy  a  dar  este  conocimiento  a  Ce- 
lestina. 

Brumandilón. — No  la  hallarás  en  casa;  que  es 
ida  a  audiencia  sobre  el  pleito  de  Angelina  con 
Sancias,  que  en  buen  son  anda. 

Oligides. — No  pensé  que  tanta  era  la  fuerza  de 
Celestina  que  bastara  a  corromper  las  letras;  pero 
allá  van  leyes  do  quieren  reyes. 

Eubulo. — Mas  ¿qué  entrar  y  salir  hacéis  en  su 
casa?  Nunca  os  veo  sino  ir  y  venir  de  allá;  vida  de 
holgazanes  es  la  vuestra.  ¡Oh,  ocio,  ocio,  cuántos 
vicios  acarreas  a  los  hombres!  Tú  mantienes  la 
luxuria,  tü  entorpeces  el  cuerpo,  tú  enflaqueces  el 
espíritu,  tú  ofuscas  el  ingenio,  tú  disminuyes  la 
sciencia,  tú  embotas  la  memoria,  tú  traes  olvido, 
tú  revuelves  familias,  tú  trastornas  las  ciudades,  tú 
hundes  los  reinos,  tú  levantas  bandos  entre  pa- 
rientes, tú  desconciertas  las  repúblicas.  Creedme, 
hermanos,  que  no  sin  muchos  trabajos  se  alcanza 
la  gloria. 

Brumandilón.— ]>\o  creo  en  Tal  si  no  es  ella  la 
causa  por  que  nunca  dexo  descansar  a  mi  espada, 
sino  que  hiera  o  mate. 

Eubulo, — Hermosura  en  mujer  loca  y  palabras 
entre  locos  son  sortija  de  oro  en  hocico  de  puer- 
co. ¡Oh  Brumandilón,  Brumandilón,  si  te  conocie- 
ses, te  dejarías  de  blasonar! 

Brumandilón. — ¡Juro  al  tartáreo  Flegethon,  no 
es  más  en  mi  mano!  Por  mí  tengo  que  desciendo 


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160 


SANCHO    DE    MUNON 


del  linaje  del  cruel  Domiciano,  emperador  roma- 
no, el  que  contaste  a  la  mesa;  el  cual,  reposando 
dos  horas  la  comida  por  consejo  de  médicos  y 
encerrado  como  mandaban,  no  pudiese  executar 
la  rabia  de  su  crueldad,  tenía  costumbre  matar 
moscas  y  estrujar  la  sangre  de  ellas,  y  en  esto  reci- 
bía el  gran  pasatiempo,  como  tú  dixiste. 

Oligides. — Vamos,  si  hemos  de  ir,  que  allá  le 
darás  esa  obligación. 

Brumandilón. — ¡Hela!  ¡Hela  dó  viene! 


Celestina.  —  ¡Sálveos  Dios,  mis  hijos! 

Eubulo. — Dios  te  convierta,  madre;  y  toma  el 
precio  de  tus  alcahueterías,  que  allá  lo  pagarás  en 
el  otro  mundo. 

Celestina. — ¡Miraldo  el  sancto  de  Pajares!  Un 
día  de  estos  te  hemos  de  canonizar. 

Eubulo. — ¡Oh  mala  y  perversa  vieja!  ¡Oh  miem- 
bro de  Satanás!  ¡Oh  ministra  de  los  demonios, 
que  no  basta  que  estés  precita  y  condenada  al 
infierno,  sino  que  quieras  llevar  otros  en  pos  de  ti 
con  tu  exemplo  y  maldito  oficio!  ¡Este  es  diabólico 
pecado  incitar  a  otros  a  pecar!  ¡Si  tú  y  tus  seca- 
ees  fuésedes  quitadas  de  en  medio  de  las  gentes, 
cuántos  malos  recabdos  se  evitarían,  cuántos  ye- 
rros se  dexarían  de  acometer!  Vosotras  ensuciáis 
los  tálamos  con  adulterios,  vosotras  descasáis  las 
bien  casadas  con  desamor  de  sus  maridos,  vos- 
otras contamináis  las  vírgenes  con  luxuria  ,  vos- 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


161 


otras  encendéis  los  castos  propósitos  con  ponzo- 
ñosas palabras,  vosotras  causáis  sacrilegios  en  los 
monasterios,  muertes  y  ruidos  en  los  pueblos,  y  en 
las  casas  cizañas  entre  padres  y  hijos,  entre  her- 
manos y  hermanas.  Vosotras,  doncellas,  viudas, 
monjas,  casadas  y  por  casar,  todos  los  estados, 
todas  órdenes  de  vivir  perturbáis  con  vuestras 
engañosas  y  falsas  artes.  ¡Oh  alcahuetas,  alcahue- 
tas, si  por  vosotras  no  fuese,  no  habría  tantas 
malas  mujeres  en  el  mundo!  ¡Creo  que  es  pequeña 
la  pena  y  castigo  que  os  dan  las  leyes  de  nuestro 
reino,  cuyo  rigor  sería  bien  que  creciese,  pues 
crece  el  daño  y  estrago  que  hacéis  a  la  república! 

Celestina. — ¡Mirad  el  bellaco,  y  qué  se  deja 
decir!  ¿Y  de  qué  nos  hemos  de  mantener? 

Eubulo. — Nunca  a  los  suyos  Dios  les  falta. 

Oligides. — Quédese  esta  disputa  para  otro  día, 
y  vete  tú  con  Dios  a  tu  casa,  Celestina,  y  nosotros 
aguijemos,  no  pregunte  por  alguno  Lisandro  y  no 
halle  a  nadie. 

Brumandilón. — Bien  dices;  que  mucho  hemos 
tardado. 


5 


Oligides. — Anda,  Eubulo.  ¿Qué  vas  pensando? 

Eubulo. — Cuan  muchos  se  condenan  y  cuan 
pocos  se  salvan;  cuan  ancho,  cuan  pasajero  y  cuan 
real  camino  es  el  que  guía  a  la  muerte  eterna.  Por 
él  se  van  espaciando  los  reyes,  los  duques,  los 
condes,  los  caballeros,  los  hidalgos,  los  oficiales  y 


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162 


SANCHO    DE    MUNON 


pastores.  Por  ahí  se  pasean  los  pontífices,  los  car- 
denales, los  arzobispos  y  obispos,  los  beneficiados 
y  sacristanes,  con  un  descuido  como  si  nunca  hu- 
biesen de  llegar  allí  donde  los  halagos  de  la  vida, 
los  regalos  del  cuerpo,  las  honras,  las  riquezas,  los 
favores  y  todos  sus  pasatiempos  se  volvieran  en 
lamentaciones  y  llantos  perpetuos.  Ahí  serán  ator- 
mentados muy  cruelmente  los  papas  que  dieron 
largas  indulgencias  y  dispensaciones  sin  causa  y 
proveyeron  las  dignidades  de  la  Iglesia  a  personas 
que  no  las  merecían,  permitiendo  mil  pensiones  y 
simonías.  Ahí  los  obispos  y  arcedianos  que  pro- 
veen mal  los  beneficios,  teniendo  respecto  a  sus 
parientes  y  criados,  y  no  a  los  doctos  y  suficientes. 
Ahí  los  eclesiásticos  profanos  y  amancebados.  Ahí 
los  reyes  que  tiránicamente  gobernaron  sus  reinos 
y  los  que  no  dieron  los  oficios  y  cargos,  que  sue- 
len proveer,  a  personas  de  merecimiento.  Ahí  los 
duques  y  condes  y  los  grandes  señores  que  a  sus 
tierras  y  vasallos  con  muchos  tributos  molestaban. 
Ahí  los  caballeros  enamorados.  Ahí  los  letrados 
que  no  juzgaron  conforme  a  derecho  y  verdad  y 
no  obraron  según  sus  letras  les  enseñan.  Ahí  los 
logreros  y  usureros,  los  oficiales,  los  mercaderes  y 
tratantes  que  llevan  más  del  justo  precio  por  la 
cosa  que  venden,  y  con  juramentos  falsos  cambian 
sus  haciendas.  Ahí  los  criados  lisonjeros  que  con 
lisonjas  quieren  ganar  las  voluntades  de  sus  amos, 
conformándose  con  ellos  en  bueno  y  en  malo.  ¡Oh 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


163 


terrible  descuido  de  los  hombres!  ¡Oh  desvarío 
loco!  ¡Como  si  no  hubiese  otro  mundo,  y  no  hu- 
biesen de  fenecer  todas  las  cosas  del,  así  hace- 
mos hincapié  en  lo  que  presto  habrá  fin! 

Oligides. — En  casa  estamos.  Hártate  agora  de 
predicar,  que  no  te  oiré  más. 

Brumandilón. — Ni  yo  menos. 


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ACTO    QUINTO 

ARGUMENTO    DE    LA     PRIMERA     CENA 

Entra  Beliseno,  hermano  de  Roselia,  con  sus  criados  hablando 
la  gran  mengua  que  en  su  linaje  había  causado  Roselia,  su  her- 
mana. Su  escudero  Casajes  consuélalo  con  muchos  exemplos. 
Beliseno  determina  de  matar  a  Lisandro  y  a  Roselia  y  a  los 
demás.  Manda  esconder  sus  mozos  por  el  huerto  con  ballestas 
armadas. 

BELISENO.  —  CASAJES. —  GALFURRIO.  —  REBOLLO.  —  DROMO. 
ROSELIA. — MELISA. 

Beliseno. — Mozos,  ¿no  veis  qué  gran  deshonra  y 
infamia  dexa  esta  mala  hembra  a  mi  linaje? 

Casajes. — Las  cosas  comunes  y  que  acaecen  en 
personas  reales  y  en  casas  grandes,  no  se  han  de 
poner  en  cuenta  de  alguna  mácula,  ni  es  bien  mi- 
rado que  la  culpa  de  una  sola  decienda  a  toda  la 
generación.  Por  mi  fe,  señor,  más  vergonzosa  in- 
famia es  el  adulterio  de  la  propia  mujer  que  el 
yerro  de  la  hermana;  pero  es  cosa  tan  frecuente, 
tan  usada,  tan  común  en  todas  las  naciones,  y  más 
la  española,  que  apenas  escapa  alguno  sin  alguno; 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


165 


y  no  te  cuento  exemplos  de  los  que  poco  ha 
que  fueron  y  agora  son  presentes:  lo  uno,  porque 
sería  materia  para  hacer  larga  historia;  lo  otro, 
por  no  ofender  la  fama  de  los  que  viven.  Alargo, 
pues,  los  testigos  de  reyes  y  emperadores,  los  cua- 
les, por  ser  más  injuriados  que  tú,  te  pondrán 
algún  consuelo:  Filippo,  rey  de  los  macedones, 
tuvo  por  hijo  a  Alejandro  Magno,  señor  del  mun- 
do, y  por  su  mujer  a  Olimpia,  adúltera;  Ptolomeo 
fué  rey  de  Egipto,  y  marido  de  aquella  infame  y 
desastrada  Cleopatra;  Agamenón,  capitán  de  los 
griegos,  él  peleaba  en  Troya,  y  su  mujer,  Clitem- 
nestra,  se  holgaba  con  su  amigo  Egisto  en  Argos; 
Minos,  rey  de  los  cretenses,  hubo  desdicha  en  el 
adulterio  de  Pasifae;  Sylla,  dictador  de  los  roma- 
nos, no  sólo  por  Roma  y  toda  Italia,  mas  por  Ate- 
nas y  toda  Grecia  fué  notado,  entre  otras  cosas, 
por  cornudo;  ¿qué  te  diré  de  Agrippa,  yerno  de 
Augusto  César,  cuya  mujer  Julia  fué  tan  disoluta, 
que  ni  la  virtud  de  su  marido  ni  la  majestad  de  su 
padre  de  aquel  vicio  apartarla  pudieron?  Y  su 
hija  Julia  heredó  nombre  y  hechos  de  la  madre;  la 
cual  cometió  adulterio  a  Severo,  su  marido,  y  Do- 
micia  a  Domiciano,  y  Herculanilla  a  Claudio  Tibe- 
rio, emperador,  el  cual  fué  tan  desdichado  en  esto 
de  los  cuernos,  que  otra  mujer  que  tuvo,  llamada 
Mesalina,  oprobio  y  vituperio  del  imperio  romano, 
mientra  él  dormía,  ella  de  noche  corría  las  puterías 
de  Roma,  y  creo  que  no  hubo  burdel  en  la  ciudad 


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166 


SANCHO    DE    MUNON 


que  sus  espaldas  no  estrenasen.  Pues  ¿a  Sifaz, 
Masinisa  no  le  robó  la  mujer,  y  a  Filipo,  Herodes 
la  suya?  Y  a  Menelao,  Paris  le  sacó  la  mujer  del 
templo  de  Apollo  y  se  la  llevó  a  Troya,  y  a  otros 
muchos. 

Beliseno. — Poco  me  consuelan  duelos  ajenos. 
¡Con  matar  a  él  y  a  ella  vengaré  esta  injuria  y  satis- 
faré a  mi  honra! 

Casajes. — Tarde  vino  el  gato  con  la  longaniza. 
¿Después  de  hecho,  piensas  poner  remedio? 

Beliseno. — Más  vale  tarde  que  nunca.  Por  eso, 
vamos  al  huerto,  que  es  hora,  antes  que  los  otros 
vengan. 


,6. 


Escondeos  todos  tras  esos  árboles.  ¡Que- 
do; no  hagáis  ruido  y  seamos  sentidos! 

Galfurrio. — Yo  aquí  me  pongo. 

Beliseno. — Ven  acá  tú.  Rebollo;  ponte  cabe 
estas  parras. 

Rebollo. — Señor,  no ;  que  me  verán  con  la  luna. 

Beliseno. — Pues  escóndete  tras  ese  moral. 

Rebollo. — Agora  estoy  bien. 

Beliseno. — Tú,  Dromo,  aquí  te  pon  junto  a  la 
anoria,  tras  esa  pared,  no  muy  desviado  de  esotro. 

Dromo. — Aquí  estaré. 

Beliseno. — Anda  acá  tú,  Casajes.  Estarás  con- 
migo por  que,  si  yo  errare  el  golpe,  sueltes  en  pos 
de  mí. 

Casajes. — Sí  haré,  señor. 


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^  LISANDRO    Y    ROSELIA  167 

cjj  Beliseno. —  Hola,  Galfurrio. 

Gal  furrio. — Señor. 

Beliseno. — Mira  no  se  te  escape  el  que  echa  las 
escalas,  que  creo  que  es  el  traidor  de  Oligides. 

Galfurrio. — No  hará,  señor. 

Beliseno. — Y  avisóos  a  todos  que  ninguno  des- 
arme hasta  que  yo  comience,  porque  quiero  a  los  ^ 
dos,  cuando  estuvieren  juntos,  traspasalles  con  fe) 
una  saeta.                                                                               ^ 

Galfurrio. — Mucho  bien.  fe 

Beliseno. — Y  mira  que  mueran  todos  y  aquella  f¿ 

bellaca  de  la  doncella,  y  estad  queditos.  ¿Quién  "^ 

hizo  bullicio?  ^ 

Rebollo. — Señor,  Dromo;  que  se  le  cayó  la  ba-  ^ 

llesta.  k 

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Dromo. — Estoy  temblando  aquí  donde  me  ves;  ^¡¡ 

que  temo  no  vamos  por  lana  y  vengamos  tresqui-  .kf 

lados.  > 

Rebollo. — Yo  tengo  aquí  en  el  seno  una  nomina  c'i 

que  me  dio  mi  abuela  la  abacera,  que  quien  la  h 

traxere  consigo  no  podrá  morir  a  cuchillo. 

Dromo. — También  mi  tía,  la  Luminaria,  me  vezó 
unas  palabras  que  en  cualquier  tiempo  que  las 
dixere  les  caerán  luego  de  las  manos  las  espadas  '^ 

de  los  que  se  estuvieren  acuchillando. 

Rebollo. — Dilas. 

Dromo. — Christo  vivet,  Christus  vencet,  Chris- 
tos  reinas,  Christo  imperia,  Christus  me  defiendas. 


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168 


SANCHO    DE    MUNON 


Rebollo. — ¿Qué  quiere  decir  Cristo  imperia? 

Dromo. — ¿Y  no  lo  entiendes?  Cristo  es  empe- 
rador. 

Rebollo. — Es  verdad.  Otra  oración  muy  aproba- 
da me  enseñó  la  hortelana  amiga  de  mi  madre, 
para  que,  donde  hobiere  ruido,  si  se  rezare,  no  se 
saque  sangre,  que  dice:  Jesús  autem,  Jesús  innibat 
y  Jesús  non  me  tangibat. 

Dromo. — De  esas  daríate  mil,  que  me  mostró  la 
tripera  gorda,  entre  las  cuales  me  dixo  que  si 
dixésemos  cinco  veces  esta  oración:  Agios  isgros. 
Agios  atantos,  Agios  oteros,  Elegimas,  no  desma- 
yaríamos en   ruidos. 

Rebollo. — Por  Dios  que  tienes  razón;  que  siem- 
pre oí  decir  que  los  ajos  dan  mucho  esfuerzo  y 
ponen  corazón. 


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Beliseno. — ¡Ce,  armad  las  ballestas,  que  ya  sale 
aquella  puta  a  la  azotea,  y  quedo! 

Roselia. — ¿No  oíste  ruido,  Melisa?  ¿Es  entrado 
mi  señor? 

Melisa. — Sí  oí,  señora,  mas  no  ha  venido. 

Roselia. — Pues  ¿qué  bullía  en  el  huerto? 

Melisa. — Los  cipreses  serán,  que  se  menean  con 
este  blando  aire. 

Roselia. — Sentémonos  aquí  a  la  claridad  de  la 
luna  mientras  viene  el  mi  querido. 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


169 


ARGUMENTO  DE  LA   SEGUNDA   CENA 

Va  Lisandro  a  hablar  con  Roselia,  su  señora,  y  estando  con  ella 
en  una  sabrosa  y  dulcísima  conversación,  manda  soltar  Beliseno 
las  ballestas  que  tenían  armadas  contra  ellos,  y  matan  a  Lisan- 
dro  y  a  Roselia  y  a  su  doncella  Melisa.  Brumandilón,  viendo  el 
pleito  mal  parado,  determina  de  poner  por  obra  lo  que  él  y  Oli- 
gides  habían  concertado  días  ha,  y  para  este  efecto  toma  por 
compañía  a  Siró;  los  cuales,  por  robar  a  Celestina,  matan  a  ella 
y  a  su  sobrina  Drionea.  Livia  escapóse,  y  a  ellos  prendiólos 
el  Corregidor. 


LISANDRO. —  BRUMANDILÓN. —  OLIGIDES. EUBULO. — RO- 
SELIA.—  MELISA. —  BELISENO. —  CASAJES.^-  GALFURRIO. — 
REBOLLO  .  —  SIRÓ  .  —  GETA  .  —  CELESTINA  .  —  DRIONEA  .  — 
LIVIA.  —  CORREGIDOR. 

Lisandro. — No  parece  gente  por  la  calle,  ni  los 
enemigos  asoman. =Aguija,  Brumandilón;  no  te 
quedes  atrás. 

Brumandilón. — Luego,  luego,  que  doy  filos  ra- 
biosos a  mi  espada  carnicera  en  esta  piedra,  para 
que  con  un  golpe  haga  lo  que  por  muchos  había 
de  hacer;  la  cual  te  digo  que  jamás  se  desenvainó 
que  no  hiciese  riza  espantosa  en  aquellos  que  muy 
de  gana  no  me  daban  obediencia. 

Oligides.— Un  espadero  la  afilará,  que  tú  estra- 
garás los  filos. 

Brumandilón. — Si  en  eso  mis  dineros  gastase, 
no  me  bastaría  el  tesoro  de  Venecia,  según  las 
veces  se  embota  en  desafíos  y  revueltas. 


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170 


SANCHO    DE    MÜNON 


Oligides. — Déxate  de  palabras,  y  ven  si  quieres. 

Brumandilón. — Calla,  que  también  lo  hago  por 
que  no  digan  los  que  me  sintieren  ir  con  Lisandro: 
«Aquel  caballero  enemistado  es,  pues  Brumandi- 
lón le  acompaña». 

Oligides. — ¿Y  quién  te  conoce  a  ti  agora? 

Brumandilón. — ¡Voto  a  Tal,  agora  y  en  todo 
tiempo  no  hay  hombre  que  no  me  conozca  en  el 
aire  de  mi  andar;  que  siempre  me  suelo  hallar  en 
estas  diabluras,  y  que  todos  se  sirven  de  mí  para 
este  efecto! 

Oligides. — ¡Por  Dios  que  me  agradas,  Eubulo! 
¿Y  agora  vas  rezando? 

Eubulo. — Pues  ¿qué  quieres?  ¿Que  vaya  ha- 
blando palabras  ociosas  y  que  traen  poco  prove- 
cho? ¿No  sabes  que  hemos  de  dar  cuenta  de  cual- 
quier palabra  ociosa  en  aquel  día  donde  nuestras 
malas  obras  serán  juzgadas  por  tela  de  juicio  con 
mucho  rigor,  donde  estos  pasos  de  nuestro  amo 
le  serán  bien  contados  ante  el  divino  acatamiento, 
cuya  temerosa  sentencia  no  ha  lugar  de  apela- 
ción? 

Lisandro. — Cuelga  la  escala,  Oligides,  y  sube 
conmigo.  Vosotros  guardad  el  paso. 

Oligides. — Arriba  estamos.  Baxa,  señor,  con 
tiento,  que  los  garfios  están  mal  asidos,  porque  no 
hay  donde  prender  bien. 

Lisandro.— Ahaxo  estoy.  Hola,  desáselas,  que 
ha  de  baxar  mi  señora  aquí  al  jardín. 


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11 


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G. 


LISANDRO    Y    ROSELIA 


171 


Roselia. — ¡Oh  dulzura  de  mi  ánima!,  ¡oh  lum- 
bre de  mis  ojos!,  ¡oh  claridad  de  mis  tinieblas  y 
consuelo  de  mi  tristura!,  ponme  esas  escalas,' baxa- 
ré  allá;  que  entre  esas  floridas  y  olorosas  hierbas, 
al  murmurio  de  esa  fontecica,  nos  holgaremos. 

Lisandro. — ¡Baxa,  mi  Dios! 

Melisa. — Señora,  acá  me  quedo,  y  habla  paso, 
no  te  sientan. 

Roselia. — Bástame  a  mí  pensar  que  soy  de  mi 
señor  Lisandro,  para  ninguna  cosa  temer. 


f 


Lisandro. —  ¡Oh  joya  del  mundo!,  ¡oh  perla 
preciosa!,  ¡oh  tan  perfecta  en  hermosura  cuan 
llena  de  discreción!  Más  es  mi  alegría  en  verte 
que  mis  trabajos  en  haberte  conocido. 

Roselia. — Si  con  el  sol  todo  el  mundo  se  alegra, 
yo  mucho  más  con  tu  vista. 

Lisandro. — Cuanto  en  tu  ausencia,  señora  mía, 
soy  poseído  de  tristeza,  tanto  en  presencia  tuya 
gozo  de  la  alegría. 

Roselia. — No  menos,  en  buena  fe,  señor  mío, 
con  tu  venida  mi  corazón  está  lleno  de  gozo,  que 
lastimado  con  tu  tardanza  era  enemigo  de  alegría. 

Lisandro. — Si  la  memoria  de  tu  hermosura  no 
hobiera  seído  refrigerio  de  mis  pasiones,  ellas 
presto  me  consumieran. 

Roselia. — ¿Y  eso,  señor,  no  olvidas  tus  mañas? 

Lisandro. — Gloria  mía,  si  te  besé  y  di  paz,  fué 
por  quitar  la  guerra  de  mi  corazón. 


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172 


SANCHO    DE    MUÑÓN 


Roselia. — Ea,  señor  mío,  dexa  estar  las  ropas 
en  su  lugar. 

Lisandro. — Si  las  hiedras  que  andan  pecho  con 
tierra,  los  árboles  por  compasión  sobre  sí  las  reci- 
ben, ¿por  qué  tú,  señora  mía,  no  me  recibes  sobre 
tu  regazo? 

Roselia. — A  osadas,  señor,  que  tú  te  hartes  y 
me  olvides. 

Lisandro. — Aunque  la  agua  fría  mata  la  sed  al 
enfermo,  no  por  eso  se  quita  la  calentura,  mas 
antes  se  acrecienta.  ¡Oh  própera  fortuna,  en 
qué  sumo  deleite  me  has  puesto!  ¡Razón  es  que 
los  trabajos  se  olviden  donde  tanta  gloria  se 
posee! 

Roselia. — ¡Ay,  gozo  mío,  no  me  lastimes! 

Beliseno. — ¡Soltad  todos!  ¡Dexá  a  mí  los  dos, 
que  esta  saeta  los  enclavará  a  entrambos  como 
están ! 

Lisandro.  —  ¡Oh  sancto  Dios!  ¿Qué  es  esto? 
¡Muerto  soy!  ¡Confesión! 

Roselia. — ¡Oh,  válasme,  sancta  María,  que  el 
corazón  me  han  lastimado!  ¡Confesión! 

Beliseno. — ¡Agora,  agora  tira  a  la  doncella,  que 
sale  a  los  gritos! 

Melisa. — ¡Virgen  María,  ayúdame,  no  se  con- 
dene mi  ánima,  que  muerta  soy! 


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LISANDRO    Y    ROSELIA 


173 


Beliseno. — ¡Arma,  arma  presto,  Galfurrio,  no  se 
escape  el  de  arriba! 

Oligides.—\]ts\xs\  ¡Credo!  ¡Credo!  ¡Oh!  ¡Oh! 


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Beliseno. — Sus,  mozos,  vamos  de  aquí,  pues 
todo  está  hecho.  Y  no  vais  turbados,  por  ventura 
no  encontréis  con  la  Justicia  y,  viéndoos  alterados, 
por  sola  sospecha  os  prenda. 

Casajes. — Señor,  acojámonos  aquí  a  esta  iglesia, 
que  las  piernas  llevo  cortadas. 

Galfurrio.— Yo  también  voy  desmayado. 

Dromo. — Yo  lo  mesmo,  y  no  puedo  dar  más 
paso. 

Beliseno. — Pues  meteos  dentro,  que  ya  abrieron, 
y  sobíos  a  la  torre,  que  yo  os  sacaré  a  paz  y  salvo. 
Yo  voyme  a  casa  de  mi  tío  el  Conde. 

Rebollo. — Ayúdame  a  entrar,  Dromo,  que  no 
puedo  alzar  los  pies  del  suelo. 


t 


Siró. — ¡Oh  poderoso  Dios!,  ¿qué  oyó?  Un  lasti- 
moso ruido  lleno  de  alaridos  anda  en  la  huerta. 
¿Qué  será?  ¡Mas  si  matan  al  desdichado  nuestro 
amo! 

Geta. — ^Jesús,  ¿y  no  viste  caer  de  las  almenas  a 
Oligides  muerto,  que  no  sé  quién  le  tiró  una  saeta 
por  los  pechos? 

5z>o.— ¡Corre,  corre,  huyamos!  ¡No  nos  cerquen 
y  nos  quieran  también  matar! 


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174 


SANCHO    DE    MUNON 


Brumandilón. — ¿Qué  es  esto?  ¿Qué  es  esto? 
¡Oh!  ¿Dónde  huís,  compañeros? 

«SiVo.— ¡Oh,  señor  Brumandilón,  que  no  has  oído 
nada,  como  te  desviastes  lexos  del  huerto! 

Brumandilón. — ¿Qué  es? 

Siró. — ¡Todos  muertos,  si  las  voces  y  llantos  no 
nos  engañan! 

Brumandilón. — ¿  Muertos? 

Geta. — Por  estos  mis  ojos  vi  a  Oligides  caer  en 
tierra  asaeteado  hecho  pedazos,  los  sesos  por  cada 
parte. 

Brumandilón. — ¿Y  Eubulo? 

Geta. — Llorando  iba  a  casa  muy  triste. 

Brumandilón. — ¿Y  detenémonos?  Corramos  a 
más  correr,  no  salgan  a  hacernos  otro  tanto.  Por 
esta  calleja  huyamos  para  casa  de  Celestina. 

Siró. — No  llevo  ya  huelgo.  Sudando  voy. 

Brumandilón.  —  Cerca  estamos.  ¿Qué  es  de 
Geta? 

Siró. — Adelante  va.  No  cesa  de  correr. 

Brumandilón. — Vaya  con  Dios,  que  mejor  hare- 
mos, nosotros  dos  no  más,  lo  que  agora  diré.  Sá- 
bete que  Oligides  y  yo  habíamos  concertado  de 
robar  a  Celestina  y  hurtalle  un  cofre  que  tiene 
lleno  de  dineros  y  joyas,  y  irnos  fuera  de  aquí,  por 
el  peligro  grande  que  a  nuestras  vidas  se  recrecía 
de  estos  amores.  Ya  ves  en  qué  han  parado,  según 
me  decís,  y  ya  me  lo  vía  yo  esto;  que  a  buen 


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MSANDRO    Y    ROSELIA 


175 


I 


'3 


bocado,  buen  grito;  y  pues  Oligides  murió  y  nos- 
otros escapamos  de  esta  tormenta,  si  te  parece, 
hagamos  lo  que  el  otro  y  yo  habíamos  de  hacer,  y 
salteemos  a  Celestina  aquel  cofre  y  otras  cosas 
que  tuviere  buenas  y  vamonos  a  Sevilla,  que  ya  no 
cumple  más  estar  en  esta  ciudad. 

Siró. — Hágase,  y  partámonos  luego. 

Brumandilón. — Pues,  sus,  trepemos  por  estos 
corrales  mansito... 

Siró. — Cerrada  está  la  puerta  del  corral. 

Brumandilón. — Yo  la  abriré  con  maña,  que  con 
un  palo  está  atrancada...  Fuera  está...  Sube  agora 
pasito  conmigo...  Salva  el  paso  tercero,  que  está 
quebrado;  no  cayas  y  hagas  ruido. 

Siró. — Acá  estoy. 

Brumandilón. — Esta  es  su  cámara. 

Siró. — ¿Qué  remedio,  que  tiene  cerrado  por 
dentro? 

Brumandilón. — No  hay  aquí  otro  remedio  más 
de  desquiciar  la  puerta,  y,  si  voceare  la  vieja,  ma- 
tarla. 

Siró. — Empuxa  conmigo  recio. 

Brumandilón. —  Fuera  está  de  quicios;  entre- 
mos... Ase,  ase  del  cofre,  que  ese  es. 


C-¡  Celestina.  — \Ladronesl    ¡Ladrones!    ¡Señores 

y)  vecinos,  que  me  roban!  ¡Ladrones! 

^  Brumandilón.~\Ca\\a y  vieja  alcahueta;    si  no, 

(I  mataréte! 


®  0*Sr^O@^^^CL§©5=á^Q^í.5^Q..%s.^g-bQj^=í^^í^     a 


176 


SANCHO    DE    MUNON 


Celestina. — ¡Oh  bellaco  ladrón!  ¿Y  tú  me  has 
de  robar?  ¡No  quiero  sino  dar  gritos!  ¡Ladrones! 

Siro.—\Oh,  pecador  de  mí!  ¡Dale,  dale  antes 
que  dé  más  voces  y  seamos  sentidos! 

Brumandilón. — ¡Toma!  ¡Toma  otra  puñalada!... 
¡Dios  te  perdone!...  ¡Agora,  vocea! 

Celestina. — ¡Ay!  ¡Ay,  queme  ha  muerto!...  So- 
brinas!... ¡Confesión,  confesión! 

Drionea.  —  ¡Ay,  desdicha  amarga!  ¿Qué  es 
esto?...  ¡Vecinos,  que  han  muerto  a  mi  tía  estos 
ladrones!...  ¡Vecinos,  que  la  han  muerto! 

Siró. — ¡Oh,  pese  a  Tal!  ¡Mátala  presto  a  estotra, 
no  nos  descubra!  ¡Dale  bien! 

Drionea.— \]esús,  que  me  mata!  ¡Jesús,  que  me 
mata!  ¡Sancta  María!  ¡Muerta  soy!  ¡Confesión! 


I 


Livia. — ¡Ay,  mi  tía  y  hermana  muertas  son,  des- 
dichada! ¡Justicia!  ¡Justicia! 

Brumandilón. — ¡Corre,  corre  tú  tras  esotra! 
¡Mueran  todas,  pues  hemos  comenzado!  ¡Preso  por 
mil,  preso  por  mil  y  quinientos!  ¡Ásela,  ásela, 
antes  que  salga  fuera! 

Siró. — ¡Oh,  que  se  me  escapó!  ¡Huye,  huye,  que 
salen  muchos  vecinos  a  los  gritos  y  carga  mucha 
gente!...  ¡Oh  malaventurados  nosotros,  que  el 
Corregidor  viene  a  más  priesa!  ¡Huye  por  estotra 
calle  I 


^  ®íSrí>^^-Ss===^r^^^-Sír^^^<i-^?*^6^^i-^5^^^ 


LISANDRO    Y    ROSELIA 


177 


Brumandilón. — ¡Oh  desdichado  de  mí,  que  es  él! 
Siró. — ¡Guarte,  guarte,  que  veslo  ahí  viene! 
Corregidor. — ¡Sed  presos! 

ARGUMENTO    DE    LA    TERCERA    CENA 

Lamentación  de  Eugenia  por  la  muerte  de  su  única  y  muy  que- 
rida hija  Rosclia. 

EUGENIA. 

¡  Ay,  ay,  que  es  mi  hija  muerta!  ¡Oh  hija  mía  y 
todo  mi  bien!  ¿Qué  azote  tan  grande  es  este  que 
veo  delante  de  mí,  con  que  a  Dios  le  ha  aplacido 
por  mis  grandes  pecados  azotar  hoy  mi  casa?  ¿Qué 
desventura  es  la  que  me  ha  venido,  viendo  tan  sin 
pensar  y  tan  arrebatadamente  muerta  la  lumbre 
de  mis  ojos?  ¡Oh  hija  mía,  hija  mía,  descanso  de 
mis  trabajos,  consuelo  de  mis  penas,  alegría  de 
mis  tristezas,  remedio  de  mi  malaventurada  vejez 
y  soledad!  ¡Cuan  desastrado  fin  han  habido ,  hija 
mía,  las  esperanzas  vanas  que  yo  de  ti  imaginaba! 
¡Traída  en  mi  vientre  tanto  tiempo  y  con  tanta 
fatiga,  parida  con  tanto  dolor,  criada  con  tanto 
recelo  y  llegada  a  edad  mayor,  pensaba  yo,  desdi- 
chada madre,  pensaba  en  todo  mi  seso  darte  en 
breve  marido  conforme  al  estado  de  tus  padres,  y 
soñaba  de  ti  nietos  y  biznietos,  y  yernos  y  nueras 
y  otros  deudos  y  parentelas,  que  fueran  ayuda 
para  mi  vejez!  ¡Oh  hija,  hija,  en  cuánta  tristeza  y 


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13 


178 


SANCHO  DE  MUNON 


lloro  me  dexas  eso  poco  que  me  queda  de  vivir! 
Sólo  un  consuelo  tengo:  que  la  vida  que  sin  ti  he 
de  pasar  ha  de  ser  tan  amarga  y  dolorosa,  que 
presto  la  dexaré  y  me  llevarás  tras  ti.  ¡Y  plega 
aquel  muy  alto  Señor  que  si  yo  algún  servicio  le  he 
hecho  en  esta  vida  lo  galardone  en  esto  y,  pues  la 
que  tengo  de  tener  sin  ti  no  ha  de  ser  vida,  tenga 
por  bien  que  sea  yo  de  este  mismo  lugar  llevada 
contigo  a  enterrar  en  una  misma  sepultura,  por 
que,  apartadas  en  la  vida,  nos  tornemos  a  juntar 
en  la  muerte! 

ARGUMENTO     DE     LA     CUARTA    CENA 

Lamentación  de  Eubulo  por  la  muerte  de  su  señor  Lisandro. 
Aquí  Eubulo  hace  un  apostrofe  o  conversión  al  amor,  donde 
declama  contra  el  amor  muy  rigurosamente,  diciendo  del  to- 
dos los  daños  y  estragos  y  malos  recabdos  que  causa  entre 
los  hombres. 

EUBULO. 

¡Oh  señor  mío  Lisandro!  ¡Oh  mi  buen  señor! 
¿Qué  desastre  que  es  este  que  nos  ha  venido  con 
tu  muerte,  tan  arrebatada  y  tan  sin  pensar,  a  todos 
tus  criados,  a  todos  los  que  en  ti  nuestras  espe- 
ranzas habíamos  puesto,  a  todos  los  que  mante- 
nías y  hacías  mercedes?  ¿Qué  malaventura  es  esta 
que  en  un  momento  nos  ha  corrido?  ¿Qué  nueva 
tan  dolorosa  y  llena  de  llantos  será  esta  que  entre 
por  las  puertas  de  tu  triste  madre  y  de  tus  parien* 


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LISANDRO    V    ROSELIA 


179 


tes,  que  te  tenían  por  cabeza  de  todo  el  linaje? 
¡Oh,  mi  señor  y  mi  bien  todo,  que  en  ti  tenía  yo 
padre  y  madre,  en  ti  esperaba  reposo  y  descanso 
para  mi  vejez,  sin  ti  estoy  solo,  sin  ti  quedo  huér- 
fano, sin  ti  viviré  todos  los  días  de  mi  vida  tristes 
y  amargos!  ¡Oh  mal  logrado  mancebo,  que  aún 
no  habías  cumplido  veinte  y  cuatro  años,  ni  sabías 
qué  cosa  era  el  mundo,  ni  bien  gustado  de  sus 
placeres  aún  no  se  te  entendían  sus  engaños,  y 
quiso  Dios  llevarte  antes  de  tiempo  y  sin  poder 
confesar  tus  pecados;  ni  tuviste  lugar  de  hacer 
testamento,  ni  ordenar  tu  ánima,  ni  pagar  las  deu- 
das que  debías,  ni  los  dineros  que  sacaste  a  cam- 
bio para  tus  gastos  tan  superfluos  y  demasiados! 
¡Oh  mi  señor,  mi  señor!  ¡Veo  tu  cuerpo  delicadísi- 
mo atravesado  con  una  mortal  saeta,  tus  entrañas 
rasgadas,  tu  pecho  abierto  y  todos  tus  tiernos 
miembros  bañados  en  sangre!  ¡Véote  muerto  a 
manos  de  tus  enemigos  y  en  su  misma  casa,  donde 
sin  ninguna  mancilla,  sin  haber  alguna  lástima  de 
tu  fresca  juventud  y  florida  edad,  cruelmente  y  sin 
piedad  te  mataron,  y  no  como  quiera,  sino  con 
unas  enerboladas  frechas,  y  no  bastó  con  una,  mas 
cinco  te  tiraron  para  que  mayor  fuese  tu  dolor! 
¡Oh  compañeros  míos!,  ¡oh  criados  del  mal  logra- 
do mi  amo!,  ¡oh  señores  y  parientes  de  Lísandrol, 
¡oh  tú,  madre  desdichada,  a  cuya  noticia  aún  su 
muerte  no  ha  llegado!,  venid  y  ayudaréisme  a  llo- 
rar el  remate  y  postrimería  de  aquel  que  era  con-  C^ 

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180 


SANCHO    DE    MUNON 


suelo  y  esperanza  de  todos  vosotros.  ¡Oh  mi  señor 
y  mi  bien!,  ¿eres  tú  aquel  que  yo  llevé  recién  naci- 
do a  la  ama,  que  te  criase?,  ¿eres  tú  al  que  volví 
niño  destetado  a  casa  de  tu  padre?,  ¿eres  tú  el 
que  empuse  en  buenas  doctrinas  y  crianza,  que 
parecías  un  ángel  cuando  chico?,  ¿eres  tú  el  que 
enseñé  a  los  doce  años  a  correr  caballos  y  otros 
muchos  exercicios,  así  de  letras  como  de  armas?, 
¿eres  tú  el  que  hasta  los  veinte  y  un  años  fué  muy 
dado  a  la  virtud,  amigo  de  religión,  enemigo  del 
vicio,  amador  del  culto  divino?  ¡Ay,  ay!,  que 
nuestros  pecados  quisieron  que  te  juntases  con 
caballeros  viciosos  y  distraídos  y  te  acompañases 
con  ellos,  y  de  esta  manera  se  te  pegasen  sus  ma- 
las y  perversas  costumbres;  y  luego  que  perdiste 
el  temor  de  Dios,  venístete  a  meter  en  el  falso 
Cupido,  el  cualj  como  traidor,  cruel  y  sin  ley,  te 
dio  el  pago  que  suele  dar  a  sus  muy  leales  servi- 
dores. ¡Oh  amor,  amor!,  a  ti  me  vuelvo  y  de  ti  me 
quiero  quexar,  pues  tanto  mal  has  causado.  Bien 
te  apellidó  el  poeta:  «¡Oh  malvado  amor!,  ¿qué  no 
fuerzas  a  hacer  a  los  mortales?»,  porque  no  hay 
maldad,  no  hay  traición,  no  hay  bellaquería  que  no 
haga  y  piense  el  que  está  envuelto  contigo:  engaña 
los  amigos,  mata  los  parientes,  degüella  los  padres, 
desmiembra  los  hijos,  escala  las  ventanas,  saltea 
los  monasterios,  infama  las  honradas,  deshonra  las 
castas,  menosprecia  las  cosas  divinas,  gasta  la  ha- 
cienda,   roba,    derreñega,    prejúrase,    trasnocha. 


LISANDRO    Y    ROSELIA 


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vela,  trabaja,  piensa,  llora,  sospira,  ni  come  ni 
duerme,  pierde  el  alma  y  el  cuerpo.  ¿Qué  no  haces, 
amor?  Tú  estragas  la  hermosura,  tú  destruyes  las 
fuerzas,  tú  abates  debaxo  de  tu  bandera  los  altos 
deseos,  tú  consumes  el  patrimonio,  tú  huellas  la 
honra  y  la  fama,  tú  acortas  la  vida  y  acarreas 
muerte,  tú  has  metido  en  el  infierno  las  más  áni- 
mas que  allá  están,  tú  derruecas  las  casas,  tú  hun- 
des las  ciudades,  tú  ensucias  los  templos,  tú  re- 
vuelves los  reinos.  ¡Oh  maldito  y  perverso  amor, 
que  con  todas  las  virtudes  batallas  y  traes  continua 
guerra,  todas  las  excluyes  y  de  ninguna  quieres 
compañía!  ¿Cuál  es  ya  el  loco  y  atreguado  que, 
viendo  los  males  que  hace  el  amor,  no  huya  del  y 
lo  aborrezca  como  auctor  y  causa  de  todos  los 
malos  recabdos  que  en  la  vida  se  hacen?  Murió 
Lisandro,  generoso  caballero,  dispuesto,  mancebo, 
rico  y  valeroso;  murió  Roselia,  gentil  dama,  mujer 
moza,  de  casta,  y  sublimada  en  próspero  y  alto 
estado;  murió  su  doncella  muy  querida,  y  encubri- 
dora de  su  yerro;  murió  Oligides,  escudero  priva- 
do del  malogrado  mi  amo,  el  cual,  como  más  cul- 
pante por  haber  dado  entrada  a  su  perdición,  cayó 
de  las  almenas  y  se  despeñó  y  se  hizo  menuzos; 
murió  la  maldita  y  falsa  alcahueta  Celestina,  miem- 
bro de  Satanás;  murió  su  sobrina  Drionea,  mujer 
enamorada,  y  buena  discípula  que  había  sacado  la 
vieja  para  que  sucediese  en  su  lugar  en  todas  sus 
iji  alcahueterías    y    hechicerías;    sacarán    mañana    a         C, 

(^  m 


182 


SANCHO  DE  MUNON 


ajusticiar  a  Brumandilón,  taimado  rufián  y  gran 
fanfarrón,  y  a  Siró,  mozo  de  espuelas,  y  los  ahor- 
carán por  ladrones  y  homicidas.  Todo  esto  causas, 
amor,  cuyo  ancho  poder  por  que  a  mí  no  me  sojuz- 
gue, determino  irme  a  servir  a  Dios  en  un  yermo, 
donde  esté  apartado  de  tu  furia  y  de  los  placeres 
y  halagos  y  deleites  de  la  vida,  para  conseguir  la 
suma  bienaventuranza,  ad  quam  Deus  optimus 
maximus  nos  vehat. 


AQUÍ  SE  ACABA  LA  TRAGICOMEDIA  DE  LISAN- 
DRO  V  ROSELIA,  LLAMADA  ELICIA,  Y  POR  OTRO 
NOMBRE  CUARTA  OBRA  Y  TERCERA  CELESTINA, 
NUEVAMENTE  IMPRESA.  ACABÓSE  A  VEINTE  DÍAS 
DEL  MES  DE  DECIEMBRE.  AÑO  DEL  NASCIMIENTO 
DE  NUESTRO  SALVADOR  JESUCHRISTO  DE  MIL 
Y     QUINIENTOS     Y     CUARENTA      Y     DOS     AÑOS 


Índice 


Páginas. 

Anteportada III 

Detalle  de  la  tirada IV 

Portada V 

Nota  preliminar VH 

Facsímile  de  la  portada  de  la  edición 

príncipe 1 

Comienza  la  obra:  Acto  primero. .  3 

Acto  segfundo 50 

Acto  tercero 89 

Acto  cuarto 134 

Acto  quinto 164 


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Acabóse 

la  estampación  de  este  libro  en  Madrid, 

en  los  talleres  tipográficos  de  <^El  Imparciah, 

a  quince  días  andados  del  mes  de  abril 

de  mil  novecientos  dieciocho 


anos. 


LA  ACADEMIA  DE  LAS  DAMAS 

(LLAMADA  «SÁTIRA   SOTADICA  DE  LUISA  SIGEA 
SOBRE  LOS  ARCANOS   DEL  AMOR  Y  DE  VENUS») 

OBRA    FAMOSA    DEL    MAESTRO    DE    ARTE    ERÓTICO 

NICOLÁS    CHORIER 

Prólogo  y  traducción  de  JOAQUÍN  LÓPEZ  BARBADILLO 


«¿Qué  decir  de  esta  creación  celebérrima,  sino  que  es  una  inmortal 
obra  maestra  que  prende  un  rojo  incendio  lo  mismo  en  el  espíritu  que 
en  los  sentidos  del  lector?  Este  libro  contiene  en  su  estilo  magnífico, 
irisado,  recamado  de  hilillos  de  multicolores  matices  como  un  brocado 
antiguo,  todo   cuanto  la  imaginación  puede  concebir  y  glosar  sobre 

el  concreto  tema  de  la  pasión  carnal.* 
Así   se   expresa,   hablando   de   LA 
ACADEMIA  DE  LAS  DAMAS, 
el   admirable   crítico  francés   Octavio 
Uzanne.    Y    es   la  verdad.    Quizá   no 
exista  en  la  literatura  erótica  una  pro- 
ducción novelesca  más  rica,  más  varia- 
da, más  sugestiva,  más   completa,   ni 
más  noble  y  floridamente  escrita  que  la 
que  hoy  enriquece  nuestra  Biblioteca. 
Basta   citar  los   títulos   de  las  seis 
partes  de  que  consta  para  que  vislum- 
bre el  lector  el  interés  y  la  diversidad 
y  el  atractivo  de  sus  temas.  Son  los  si- 
guientes: La  escaramuza.   ^  El 
amor  como  en  Lesbos*  ^  Ana- 
tomía. ^  El  combate  nupcial.    íJ:   Historias  de  lasci- 
via. ^  Figuras  y  maneras. 

Sus  páginas  encierran  toda  la  gama  de  la  pasión  sexual,  desde  los 
furtivos  placeres  de  las  vírgenes  llenas  de  un  vago  y  tembloroso  anhe- 
lo hasta  la  perversión  del  amor  sáfico  y  del  amor  socrático;  desde  los 
dulces  y  confiados  goces  conyugales  hasta  el  bárbaro  uso  de  las  cé- 
lebres cadenas  y  candados  de  castidad  y  hasta  el  delirio  de  los  flage- 
lantes, que  de  la  sangre  y  del  dolor  hacían  el  acicate  del  deleite.  Y  en 
la  última  mitad  del  libro,  la  más  jugosa  y  bella,  se  pintan  en  vivífimas 


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•LA  ACADEMIA' 

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DE  LAS  DAMAS 

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escenas  todas  las  formas  y  figuras  y  modos  de  la  caricia  humana,  en 
un  universal  registro  y  guía  y  práctica  escuela  del  amor. 

Es  LA  ACADEMIA  DE  LAS  DAMAS,  en  fin,  una  obra 
cuyo  asunto  se  purifica  y  enaltece  con  las  galas  de  un  soberano  estilo, 
lleno  de  la  movible  gracia  de  una  escultura  helénica  de  sátiros  y  nin- 
fas; ha  dado  origen  a  volúmenes  enteros  de  comentario  e  investiga- 
ción de  moralistas,  eruditos  y  bibliófilos,  y  además  tiene  en  la  historia 
literaria  de  España  un  particular  interés  documental,  por  haber  sido 
atribuida  falsamente  a  una  docta  española. 

La  extensión  de  la  obra  nos  ha  obligado  a  dividirla  para  su  publi- 
cación en  dos  tomos,  completamente  independientes  en- 
tre sí  y  que  pueden  adquirirse  y  leerse  separada- 
mente* 

Cada  uno  de  ambos  tomos  constituye  un  volumen  lujosísimo,  con 
todas  las  páginas  impresas  a  dos  tintas  y  orladas  en  color,  y  se  ava- 
lora la  edición  con  cuatro  hermosas  láminas  fuera  del  tex- 
to, entre  las  cuales  va  una  curiosa  y  singular  estampa  satírica  fran- 
cesa titulada  «£/  cornudo  celoso  que  lleva  la  llave  y  la  mujer  que  lle- 
va la  cerradura-»,  sangrienta  mofa  del  Rey  Enrique  IV  y  de  su  con- 
cubina madama  de  Verneuil,  que  aparece  ostentando  el  cinturón  de 
castidad. 

Del  raro  libro  se  ha  hecho  una  edición  limitadísima  a  los  siguientes 
precios  por  volumen: 

Ejemplar  en  papel  pluma  especial,  cubierta  en 

PAPEL  FUERTE  (TIRADA  DE  300  EJEMPLARES).   CaDA 

TOMO CINCO    PESETAS. 

Ejemplar  ;EN  soberbio  papel  de  hilo  de  la  fabrica- 
ción EMPLEADA  POR  LA  «SOCIEDAD  DE  BIBLIÓFILOS 

Españoles»,  cubierta  en  pergamino  (tirada  de 

50  ejemplares).  Cada  tomo DIEZ  pesetas. 


Previo  el  envío  directo  del  importe  a  la  Administración,  en  giro  postal,  sobre 
monedero,  letra  de  fácil  cobro  o  cualquier  otro  efecto,  se  remitirán  uno  o  los  dos 
tomos  francos  de  porte,  en  paquete  certificado  y  cerrado,  sin  indicación  ninguna 
de  su  contenido,  al  Extranjero  ya  provincias.  En  Madrid  (teléfono  J. -451)  se 
servirá  y  se  pasará  el  correspondiente  recibo  a  domicilio. 

No  se  atenderá  eu  absoluto  ningún  pedido  de  fuera  de  Madrid 
que  no  venga  acompañado  de  su  importe. 


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