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Full text of "Lo que sé por mi (confesiones del siglo)"

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LO  QUE  SÉ  POR  Mí 


ES     PROPIEDAD 

COPYRIGHT,       1922, 
BY  JOSÉ  MARÍA  CARRETERO 


Ttp.  yagUcs.  -Doct«r  Pour<juc<,4.-Madrld.-Tcléfono.30-76  M. 


DEDICATOR I  A 


PARA  ill  GRAX  AMIGO  V  ADMI- 
RADO   MAESTRO    FRANCISCO 

VERDUGO,  QUE  CON  sus  al- 
tas INSPIRACIONES  TANTA  PAR- 
TE TOMÓ  EN  MIS  LABORES 
PERIODÍSTICAS,  CON  TODO  RE- 
CONOCIxMIENTO    Y    DEVOCIÓN, 

El    Caballero    Audaz. 


^      BENAVENTE      jS 


En  cuanto  tomé  asiento  en  una  butaca  en- 
fundada, don  Jacinto  me  dijo: 

—¿Usted  fumará? 

Y,  sin  esperar  mi  respuesta,  salió  rápido  en 
busca  de  un  cigarro. 

Aquella  habitación  era  una  salita  un  poco 
añeja  y  sin  ningún  relieve,  ni  artístico,  ni  sun- 
tuoso. Más  bien  modesta.  Un  enorme  tigre  di- 
secado que  había  delante  del  sofá  nos  mira- 
ba fieramente  con  sus  pupilas  de  cristal  crema. 

Don  Jacinto  volvió  con  una  caja  de  tabacos 
habanos.  Eran  enormes. 

—No  sé  si  serán  buenos— me  dijo  ofrecién- 
dome—. Acaban  de  regalármelos... 

—Grandes  sí  que  son.  A  mi  medida. 

—No,  eso  no;  ya  ve  usted,  yo,  a  pesar  de  lo 
pequeño  que  soy,  fumo  siempre  cigarros  muy 
grandes . 

Y  después,  aparentando  una  gran  frialdad, 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

pero  con  una  poca  de  inquietud,  don  Jacinto  se 
acomodó  en  la  butaca  de  enfrente  y  comenzó  a 
fumar . 

Todos  conocéis  el  perfil  agudo  y  la  sonrisa 
perenne  de  este  dramaturgo.  Alguien  ha  dicho 
en  estos  días  que  sus  ojos  pequeños  y  negros 
se  clavan  en  su  interlocutor  como  dos  lance- 
tas... Esto  es  una  fantasía.  Don  Jacinto  jamás 
mira  de  frente.  Mientras  habla  o  escucha,  sus 
inquietas  pupilas  van  de  un  lado  a  otro,  y  si  a 
ratos  quedan  fijas,  es  en  el  suelo.  Su  conver- 
sación va  siempre  acompañada  por  los  movi- 
mientos aristocráticos  de  sus  manos,  delicada- 
mente ensortijadas;  pero  unos  movimientos 
apacibles,  sin  brusquedades,  sin  jamás  separar 
los  codos  del  cuerpo.  Todos  sus  gestos  son  de 
rendimiento,  de  hnmildad;  observándole,  cues- 
ta trabajo  creer  que  este  caballero  menudo, 
que  parece  un  rezagado  del  siglo  Renacimien- 
to, sea  el  autor  de  Los  malhechores  del  bien,  de 
La  noche  del  sábado  y  de  Los  intereses  crea- 
dos. Más  en  armonía  con  su  escogidita  figura  y 
con  su  mansa  humildad  hubiese  estado  escribir 
oraciones  sagradas  y  devocionarios  religiosos. 

Yo,  un  poco  azorado,  porque  no  viéndolo  los 
ojos  no  podía  saber  el  juicio  que  estaría  for- 
mando el  maestro  de  mí,  comencé  preguntán- 
dole: 

8 


LO        QUE        SE        POR       MI 

—¿Cuánto  tiempo  piensa  usted  dedicarme, 
don  Jacinto?... 

—¡Oh,  el  que  usted  necesite;  una  hora,  y  si 
es  preciso  más,  más! 

— Sobra...  Hablaremos  primero  de  su  niñez. 
¿Nació  usted  en  Madrid? 

— En  la  calle  del  León,  no  recuerdo  qué  nú- 
mero...  Allí  viví  hasta  los  cuatro  años... 

—¿A  qué  edad  comenzaron  a  despertarse  en 
usted  las  aficiones  literarias?... 

—Mis  aficiones  teatrales,  desde  muy  niño... 
Siempre  mi  jug^uete  ha  sido  el  teatro.  Yo  hacía 
obritas  teatrales  para  después  tener  el  placer 
de  representarlas  en  el  teatro  de  muñecos,  y 
esto  me  divertía  tanto  como  pueda  divertir  a  la 
juventud  de  ahora  jugar  al  golf,  al  tennis  y  al 
foot-ball...  Mi  placer  no  estaba  en  escribir  las 
obras,  sino  en  representarlas. 

—¿Nunca  cultivó  usted  otra  literatura  que  la 
teatral? 

— Algo  hice  en  crónicas  y  cuentos,  pero 
poco. 

—¿Cuáles  fueron  sus  primeros  trabajos  lite- 
rarios?... 

Dos  libros:  El  teatro  fantástico  y  Cartas  de 
mujeres. 

—¿Y  su  primera  obra? 

—La  primera  estrenada,  El  nido  ajeno. 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

—¿Pero  no  la  primera  que  había  escrito? 

—No,  no.  Ya  había  hecho  muchas  que  Ma- 
rio, después  de  leerlas,  me  las  fué  rechazando 
con  muy  buen  acuerdo. 

— ¿Por  qué?— le  pregunté  extrañado. 

— Porque  no  eran  buenas.  Yo  las  he  leído 
después,  y  no  me  han  g:ustado. 

Hizo  una  pausa.  Dio  unas  cuantas  chupadas 
a  su  habano  y,  muy  fríamente,  continuó: 

—Claro  que  ahora  me  pasa  lo  mismo  con  las 
que  estreno:  no  me  g'ustan  ni  pizca. 

—Entonces,  ¿a  usted  no  le  agrada  ver  desde 
el  público  sus  obras?. . . 

—¡Oh,  no!— rechazó  rápido— .  Rara  vez  asis- 
to a  una  representación.  Cuando,  por  tratarse 
de  un  homenaje  o  de  una  función  benéfica,  me 
obligan  a  ello,  paso  muy  mal  rato;  me  arre- 
piento hasta  de  haberla  escrito. 

— Y  eso,  ¿por  qué? 

— Principalmente,  porque  me  aburro;  ya  se 
sabe  uno  sílaba  por  sílaba  todo  lo  que  allí  se 
va  a  decir...  Además,  se  advierte  lo  malo,  y  lo 
bueno  ya  no  emociona. 

—¿Me  han  dicho  que  a  los  ensayos  de  sus 
obras  no  asiste  usted  tampoco? 

—No;  no  voy  a  los  ensayos  para  no  quitarles 
a  los  cómicos  espontaneidad...  Es  mejor,  por- 
que así  cada  uno  interpreta  su  papel  como  lo 

10 


LO        QUE        S    t        POR       M 

siente.  ¿Para  qué  contrariarles?. . .  Por  esta 
misma  razón,  mis  obras  apenas  tienen  acota- 
ciones. 

—¿Cuál  es  la  obra  de  su  repertorio  que  me- 
jor se  ha  representado  la  noche  de  su  es- 
treno?... 

— Señora  ama. 

Hicimos  una  pausa...  Don  Jacinto,  en  sus 
respuestas,  no  tenía  un  titubeo.  Siempre,  sin  le- 
vantar la  vista,  contestaba  sencillamente,  con- 
cisamente. Proseguí: 

—Dígame  usted,  don  Jacinto,  ¿y  cuando  es- 
trenó usted  El  nido  ajeno,  gustó?... 

—Al  público,  sí;  a  la  crítica,  no. 

—¿Qué  edad  tenía  usted  entonces?... 

—La  edad  a  que  las  mujeres  empiezan  a  des- 
confiar de  los  hombres:  veintitrés  años. 

—¿Y  le  costó  a  usted  mucho  trabajo  es- 
trenar? 

—No;  mi  padre  era  el  médico  de  Mario;  fui  a 
tiro  hecho. 

—¿Escribe  usted  con  facilidad?... 

— Sí,  porque  no  me  pongo  delante  de  las 
cuartillas  hasta  que  en  mi  imaginación  tengo 
bien  tejida  la  obra  y  muy  pensado  el  diálogo... 

—Según  eso,  usted  medita  mucho  sus  obras. 

—Muchísimo. 

—Pues  viéndole  a  usted  en  público  y  obser- 

11 


EL       CABALLERO        AUDAZ 

vándole,  da  la  sensación  de  que  no  se  preocupa 
de  ellas  gran  cosa. 

Esto  le  molestó  un  poco  a  don  Jacinto. 

Su  vocecita  nasal  protestó  de  ello  como  de 
un  absurdo... 

— ¡Ah,  pues  no,  las  pienso  mucho!  La  prueba 
de  ello  es  que  cuando  estoy  en  plan  de  trabajo 
duermo  poco,  no  como  casi  nada  y  me  desme- 
joro considerablemente. 

—Por  lo  regular,  <fcuántas  horas  acostumbra 
usted  a  dormir? 

—Pocas.  Generalmente,  cuatro,  y  muchas 
temporadas,  sólo  dos. 

—¿Entonces  se  acuesta  usted  muy  tarde?... 

—Sí,  hago  la  vida  de  noche;  porque  por  el 
día,  ¿qué  tengo  yo  que  hacer  en  el  mundo?... 
Acostumbro  a  acostarme  de  tres  a  cuatro  de  la 
madrugada.  A  las  nueve  me  entran  el  choco- 
late, y  ya,  leyendo  y  tomando  apuntes,  per- 
manezco en  la  cama  hasta  las  tres  de  la  tarde. 

—¿Escribe  usted  en  la  cama? 

—No,  señor;  esas  son  tonterías  que  me  adju- 
dican; puede  usted  desmentirlas. 

— ¿Le  emocionan  a  usted  los  estrenos? 

—Cuando  empezaba,  no;  ahora,  cada  vez 
más;  y  es  que,  claro,  va  siendo  mayor  la  res- 
ponsabilidad de  uno  y  es  mayor  el  compromiso 
de  acertar. 

12 


LO        QUE       SE       POR       Mi 

—¿Toma  usted  apuntes  de  la  realidad  para 
sus  obras? 

—Casi  todas  tienen  por  base  la  realidad,  y 
algunas  son  la  realidad  misma...  En  Señora 
ama,  por  ejemplo,  no  puse  más  que  las  cuar- 
tillas y  la  tinta.  Recuerdo  que  los  dos  prime- 
ros actos  los  hice  en  el  pueblo,  y  luego,  cuando 
quise  seguirla  aquí,  no  pude,  porque  había  ol- 
vidado el  modismo  del  lenguaje,  y  tuve  que 
volverme  otro  mes  allí  para  terminarla. 

—¿Cuántas  obras  tiene  usted  estrenadas? 

—Setenta  y  cuatro. 

—¿Cuál  le  gusta  a  usted  más? 

— Señora  ama. 

—¿Cuál  fué  la  más  aplaudida? 

— La  malquerida  y  La  ciudad  alegre. 

— A  propósito  de  esta  obra...  Usted,  claro 
es,  se  ha  propuesto  poner  de  manifiesto  los 
males  de  nuestra  patria. 

—Sí;  de  eso  no  cabe  la  menor  duda. 

—Y  el  público  se  pregunta:  ¿cómo  don  Ja- 
cinto, que  es  un  hombre  de  imaginación  privi- 
legiada, al  mismo  tiempo  que  nos  presenta  los 
males  no  nos  presenta  el  remedio?... 

Don  Jacinto  sonrió  muy  humilde,  muy  cor- 
tés, pero  muy  irónico. 

—Al  público  que  piense  así  le  digo  lo  mismo 
que  le  dije  a  nuestro  Rey  como  contestación  a 

13 


EL       CABALLERO       AUDAZ 

idéntica  advertencia:  «El  remedio  está  en  hacer 
todo  lo  contrario  de  lo  que  hacen  los  muñecos 
de  mi  farsa.  En  renunciar  a  todos  los  egoísmos 
personales  en  aras  de  un  santo  egoísmo  pa- 
trio... En  no  consentir  que  de  los  negocios  pú- 
blicos y  de  la  gobernación  del  Estado  se  apo- 
deren Crispirles  cínicos  y  desvergonzados.  Ahí 
está  el  remedio.» 

Todo  esto  lo  decía  Benavente  sin  que  se  al- 
terase en  lo  más  mínimo  el  tono  de  su  voz..,, 
sin  apartarse  para  nada  de  su  eterna  indife- 
rencia. 

—¿Cuánto  dinero  le  lleva  a  usted  producido 
el  teatro? . . . 

Meditó  un  instante.  Después: 

— A  mí,  algo...;  a  otros,  mucho...;  pero  como 
no  he  llevado  la  cuenta  de  lo  mío,  y  mucho  me- 
nos la  de  ellos,  no  lo  sé. 

—Aproximadamente...— calculé  yo— ¿dos  mi- 
llones de  pesetas? 

— ¡Ay!...  No  me  remuerde  la  conciencia  de 
haberme  gastado  tanto. 

Hizo  un  silencio,  y  prosiguió: 

— Yo  no  juego  ni  bebo,  y  mi  vivir,  como  us- 
ted ve,  es  modesto.  ¿Adonde  podía  haber  ido 
ese  dinero?  Le  advierto  a  usted  que  la  gente 
está  muy  equivocada  respecto  a  mis  ingresos 
como  autor.  Yo,  hasta  hace  cuatro  años,  ni 

14. 


LO        QUE        SE        POR       Mi 

siquiera  he  podido  vivir  de  la  renta  de  mi 
teatro. 

—¿Cuál  es  el  rasgo  más  personal  de  su  ca- 
rácter, don  Jacinto? 

—  ¡Oh!  ¡Cualquiera sabe  eso!  ¿Quiénes  capaz 
de  conocerse  a  sí  mismo?  Mejor  que  yo,  le  con- 
testaría mi  criada  a  esa  pregunta. 

—¿Pero  usted  sabrá  cuáles  son  sus  vicios  y 
sus  virtudes? 

—¡Menos!...  El  amor  propio  y  la  vanidad  nos 
hacen  creer  que  nuestros  vicios  son  virtudes  y 
las  virtudes  de  los  demás  son  vicios...  Además, 
¿quién  es  capaz  de  clasificarlos? 

—Cuando  comenzó  usted  a  escribir  para  el 
teatro,  ¿qué  autores  le  gustaban  más? 

—Shakespeare,  Echegaray  y  algunos  más. 

—¿Y  ahora?... 

—No  me  ponga  usted  en  el  caso  de  molestar 
a  muchos  para  alabar  a  pocos... 

—¿Cuál  ha  sido  la  mayor  alegría  de  su 
vida?... 

Don  Jacinto  hizo  un  gesto  de  desaliento,  y 
tras  él  quedó  un  momento  perplejo. 

—No  sé— repuso  al  fin—.  Desde  luego,  lite- 
raria no  ha  sido...  Eso  depende  del  estado  de 
ánimo  en  que  se  encuentra  uno...  A  lo  mejor, 
lo  que  hoy  nos  da  un  minuto  de  dicha,  mañana 
nos  aburre  espantosamente. 

15 


EL       CABALLERO      AUDAZ 

—¿Y  su  mayor  tristeza? 

—Tampoco  lo  sé.  Yo  he  perdido  a  mi  padre, 
y  le  quería  mucho. 

—Siendo  como  es  usted  el  dramaturgo  más 
aplaudido  de  España,  y  tal  vez  de  Europa,  ¿ha 
visto  usted  realizado  su  ideal? 

—¡Oh,  no!  Aparte  las  lisonjas,  yo  preferiría 
haber  sido  un  gran  actor...  Me  hubiera  diverti- 
do más. 

— ¿Quién  es  su  mejor  amigo? 

— Eso  ellos  lo  sabrán...  El  que  yo  más  dis- 
tingo es  muy  difícil  decirlo,  porque  se  moles- 
tarían los  demás...  Y  las  sinceridades  que 
cuestan  tan  caras  y  que  no  redundan  en  be- 
neficio de  nada,  es  un  lujo  que  debe  supri- 
mirse. 

—¿Y  su  mayor  enemigo? 

— No  creo  tenerle. 

—Tal  vez  Pérez  de  Ayala— le  dije  en  broma. 

Él  rió  muy  discretamente;  pero  conteniendo 
alguna  frase  traviesa  que  la  sustituyó  por. . . 

—No  creo— repuso  con  ironía—.  Con  el  tiem- 
po es  posible  que  llegue  a  serlo. ..  Y  si  esto  le 
beneficia  en  algo,  a  mí  me  parecerá  muy  bien, 
porque  es  buen  muchacho. 

—A  propósito.  Dígame  usted  algo  sobre  esa 
revista  que  sostiene  con  usted  un  duelo  lite- 
rario. 

li 


LO       Q    V  B       se       POR      MI 

—No  sé  a  qué  revista  se  refiere  usted. 

—\  España. 

— ¡  Ah,  ya!  Que  sus  redactores  me  admiraban 
antes  mucho;  tanto  es,  que  como  son  «gentes 
serias»— según  ellos—,  yo  comencé  a  creerles, 
y  por  poco  me  lleno  de  vanidad.  Después  vino 
la  guerra,  y  en  cuanto  vieron  que  yo  era  ger- 
manófilo,  ya  decidieron  no  admirarme  y  poner- 
se de  acuerdo  en  que  desde  entonces  yo  co- 
menzaba a  decaer...  Y  el  caso  es  que  cuando  se 
fundó  España  no  les  parecía  yo  tan  mal,  porque 
me  pidieron  mi  colaboración;  de  una  manera 
un  poco  impertinente,  pero  me  la  pidieron . 

—¿Le  inquieta  a  usted  la  crítica?... 

-No. 

—¿Y  las  censuras? 

—Me  distraen. 

—Pues,  ¿qué  le  inquieta  a  usted  de  la  vida? 

—Nada. 

—  ¿Ni  la  muerte? 

—La  muerte  no  me  preocupa.  Las  enferme- 
dades sucias  y  largas,  sí. 

—¿Cuáles  son  sus  más  grandes  amores? 

—Mi  madre  y  una  ahijadita  que  tengo  allá 
en  el  pueblo,  en  Aldeaencabo. 

—Dicen  que  esa  chiquilla...— insinué. 

—Sí,  que  es  mía— terminó  él—.  iDios  me 
libre!  Esas  son  necedades  que  inventan. 

2-U  17 


EL      CABAL  LEfíO      AUDAZ 

—  ¿No  ha  tenido  usted  nunca  una  pasión 
amorosa?... 

-No. 

— ¡Pues  si  también  dicen  que  tuvo  usted  amo- 
res con  una  célebre  actriz  de  la  Comedia!... 

—Nada;  tonterías.  Yo  a  esa  actriz  la  he  co- 
nocido siempre  comprometida.  Es  cierto  que 
tuve  con  ella  muchas  simpatías  y  que  la  quise 
mucho,  pero  como  a  otras. 

—¿Cuál  ha  sido  su  mayor  fracaso  teatral? 

— La  gata  de  Angora  y  Los  polichinelas. 
Bueno,  esta  última  fué  un  pateo  espantoso. 

—¿A  qué  político  admira  usted  más? 

— Sile  contesto  con  sinceridad,  a  ninguno. 

—¿Cuáles  son  sus  literatos  predilectos? 

—Como  prosista,  Galdós;  como  poeta,  Rubén 
Darío. 

—¿Y  sus  pintores  preferidos? 

— Sorolla  y  Romero  de  Torres. 

—¿Qué  actor  le  g^usta  a  usted  más? 

Tuvo  un  momento  de  indecisión. 

—Fernando  Díaz  de  Mendoza  me  parece  e| 
más  completo— decidió  al  fin. 

—¿Y  qué  actriz? 

—Déjeme  usted  un  poco  de  galantería  para 
las  que  no  me  gustan.  Ponga  usted  que  mu- 
chas. 

—¿Cree  usted  que  España,  en  relación  con 

18 


LO        QUE       S    B       P    O    Q       M   t 

el  resto  de  Europa,  está  en  decadencia  lite- 
raria? 

— ¡Quiá!  Dentro  de  lo  que  nosotros  somos, 
no  creo  que  desmerezca  nada;  al  contrario. 

—De  la  guerra,  ¿para  qué  hemos  de  ha- 
blar?... 

—Todo  el  mundo  sabe  cómo  pienso,  porque 
no  me  he  recatado  de  decirlo  en  mis  crónicas... 
Soy  germanófilo  antes,  ahora  y  después  de  la 
guerra. 

—¿Qué  proyectos  literarios  tiene  usted? 

—Sólo  tengo  pensado  darle  en  el  otoño  una 
obra  a  Margarita  Xirgu. 

—¿Es  usted  perezoso  para  escribir? 

—No;  a  pesar  de  lo  que  dice  la  gente,  no  soy 
perezoso.  Ahí  está  mi  labor  de  este  año. 

—¿Cuánto  tiempo  tarda  usted  en  hacer  una 
comedia  en  tres  actos? 

—Veintitantos  días;  estas  de  este  año,  ningu- 
na me  ha  llevado  más  tiempo. 

—  Cuénteme  usted  alguna  anécdota  que  ten- 
ga relación  con  su  vida  de  autor. 

Benavente  meditó  un  momento.  Después 
dijo: 

—Ahora  mismo,  solamente  me  acuerdo  de 
una  muy  cómica,  en  la  que  fué  protagonista 
mi  cocinera...  Era  la  noche  del  estreno  de  La 
comida  de  la?,  fieras.  Estaba  la  pobre  mujer  en 

19 


EL      CABALLEPO      AUDAZ 

su  localidad,  y  al  salir  yo  al  público  a  saludar, 
sentí  que  a  su  alrededor  había  bronca...  Luego 
me  enteré.  Una  que  estaba  al  lado  de  ella,  al 
verme,  exclamó  descorazonada:  «¡Ay,  pobre- 
cito;  tiene  cara  de  hambre,  como  todos  los  es- 
critores!» Mi  cocinera,  que  oyó  esto,  se  lanzó 
sobre  ella  como  una  arpía,  diciéndole:  «¡Oig^a 
usted,  so...  señora;  que  mi  señorito  come  muy 
bien,  porque  yo  le  guiso  todos  los  días  muy  ri- 
cas chuletas!...  ¡Ya  quisiera  usted!» 

Y  don  Jacinto,  mientras  contaba  esto  con 
mucha  gracia,  sonreía  más  satisfecho  que 
cuando  hablábamos  de  sus  glorias  literarias. 


20 


—Su  apellido  de  usted,  ¿es  Xirgu  o  Xirgú? 
¿Con  acento  o  sin  acento?.., 

—Sin  acento:  Xirgn— se  apresuró  a  contestar 
Marg^arita— .  Todo  el  mundo  ha  dado  en  lla- 
marme Xirg"ú,  V  ime  da  un  coraje!... 

—  Es  un  apellido  muy  orig^inal  y  que  se 
presta  mucho  para  la  celebridad— comenté. 

— Sí,  ¿verdad?...  La  cruz  de  la  equis— y  la 
gfenial  artista  hacía  una  cruz  con  los  dedos  ín- 
dices—le hace  muy  bien  y  llama  mucho  la  aten- 
ción... Además,  el  nombre  Marg"arita  combina 
perfectamente.  Al  principio  de  aparecer  yo  en 
el  teatro  se  creyó  que  era  un  seudónimo;  pero 
¡no  hay  tal!:  es  mi  nombre. 

Calló  Margfarita,  bajó  los  ojos,  y  con  Sfesto 
hechiceramente  ingfenuo  posó  la  mirada  en  sus 
pulidas  manos,  que,  una  sobre  otra,  estaban 
aquietadas  en  sus  rodillas. 

¿Es  bella  Margarita?...  No  sé  qué  deciros. 

21 


E  v'WTb'a  vrWp  o  A  inri  z 

Yo,  sentado  frente  a  ella,  la  contemplaba  de 
hito  en  hito  y  me  hacía  la  misma  pregunta... 
¿Es  bella  esta  mujer?...  Mientras  permanece  en 
silencio  parece  una  mujer  algo  extraña  y  un 
poco  dura  de  facciones;  pero  cuando  se  siente 
mirada,  y  sobre  todo  cuando  habla  de  arte,  de 
luchas  pasadas,  de  triunfos,  de  ilusiones  pre- 
téritas, entonces  se  transfigura  de  tal  forma, 
que  sé  muestra  como  una  belleza  extraordi- 
naria . 

Charla  mucho,  y  la  charla  en  sus  labios 
—que  no  han  podido  todavía  eliminar  el  acen- 
to catalán— tiene  algo  de  misterio,  de  risa  y  de 
dolor  al  mismo  tiempo;  ese  algo  es  lo  que  sub- 
yuga y  va  poco  a  poco  adueñándose  de  la  ad- 
miración del  que  la  escucha. 

Muy  morena,  tan  morena,  que  su  piel  tiene 
trechos— las  ojeras,  la  barbilla,  el  cuello— por 
donde  broncea.  Sus  ojos,  muy  grandes  y  muy 
negros,  brillan  a  veces  con  un  fulgor  siniestro, 
como  los  de  una  tigresa...  Nunca  están  quie- 
tos. Van  delante  de  su  palabra  para  daros  la 
perfecta  sensación  de  la  alegría,  del  dolor,  de 
la  tristeza,  del  placer. 

La  nariz,  casi  perfecta,  de  levísimas  aletas, 
respinga  un  poco  por  la  punta.  Su  boca,  gran- 
de, inmensamente  grande,  siempre  ríe,  dejan- 
do asomar  entre  sus  sangrientos  y  finos  labios 

2i 


LO        QUE       SE       POR       Mi 

los  dientes,  también  grandes,  pero  blanquísi- 
mos. Como  la  endrina  es  su  cabellera,  que  se 
desborda  sobre  su  nuca,  ondulada,  brillante, 
copiosa. 

Aquella  tarde  su  g"entil  figura,  más  bien  alta, 
estaba  ataviada  con  una  sencillez  elegante.  Un 
vestido  de  seda,  color  naranja,  ceñíale  perfec- 
tamente las  firmes  redondeces  de  su  cuerpo. 
Permanecía  sentada  en  una  panzuda  butaqui- 
ta,  con  una  pierna  cruzada  sobre  la  otra,  y 
bajo  la  fimbria  de  la  falda  de  inflados  pan- 
nicrs  asomaba  el  hechizo  de  sus  diminutos 
piececitos,  calzados  con  zapato  de  raso  negro, 
que  contrastaba  lindamente  con  la  media  de 
seda  blanca. 

En  la  habitación  paredeña,  que  era  una  al- 
coba, un  caballero  daba  paseos  de  un  lado  a 
otro. 

Campúa  contemplaba  a  la  Xirgu  con  deleite. 
Yo  proseguí: 

—Y  dígame  usted,  Margarita,  ¿cuánto  tiem- 
po hace  que  apareció  usted  en  el  teatro?... 

—Ocho  años... 

—¿Siempre  de  primera  actriz?... 

Margarita  rió  mi  inocencia. 

— iOh,  no!...  Verá  usted:  Yo,  desde  pequeña, 
desde  que  tenía  cmco  años,  sentía  una  indo- 
mable vocación  por  el  teatro...  Recuerdo  que 

23 


fi  L      CABALLERO      AUDAZ 

en  mi  casa,  en  Barcelona,  me  pasaba  la  vida 
declamando,  y  como  a  otras  niñas,  cuando  van 
visitas  a  sus  casas,  se  les  dice:  «Anda,  fulani- 
ta,  baila,  canta,  toca  el  piano»,  a  mí,  ya  se  sa- 
bía, mi  gracia  infantil  era  recitar  versos  o  tro- 
zos de  obras  delante  de  todas  las  amistades  de 
mis  padres.  A  los  quince  años  tomé  parte  en 
varias  funciones  de  aficionados.  Alguien  adi- 
vinó en  mí  condiciones  de  actriz  y  me  aconse- 
jó que  me  dedicara  de  lleno  al  teatro.  Seguí 
aquellos  consejos  y  accedí  a  contratarme  como 
damita  joven  en  el  teatro  Romea,  con  ocho  pe- 
setas diarias.  Allí  hice  Mar  y  cielo,  de  Quime- 
ra; Noche  de  amoí ,  Los  pebres  menestrales  y 
Teresa  Raquhi;  pero  llegó  un  momento  en  que 
llegué  a  desempeñar  papeles  de  primera  ac- 
triz, y  el  empresario,  aunque  encantado  de  mi 
concurso,  no  me  aumentaba  el  sueldo;  seguía, 
pues,  con  las  ocho  pesetas. 
—Y  usted,  ¿por  qué  no  protestó? 
— iBah!  A  mí  me  daba  mucha  vergüenza. 
Pero  verá  usted:  a  la  temporada  siguiente  me 
hicieron  proposiciones  Novedades  y  l^rincipal. 
Novedades    me    daba    veinticinco    pesetas   y 
Principal  quince.  Yo,  que  más  que  el  dinero 
deseaba  crear,  tener  un  éxito  mío,  contesté 
que  donde  se  estrenara  Juventud  de  príncipe 
allí  iba  yo.  En  el  Principal  se  quedaron  con 

'J4 


LO        Q    U    I'        SE        P    O    fí       M 

esta  obra  y,  en  efecto,  yo  la  estrené.  Fué  un 
éxito  ruidoso.  Después  estrené  Salomé^  otro 
éxito  delirante;  pero  las  autoridades  encontra- 
ron en  Salomé  algfo  pecaminoso,  y  nos  cerra- 
ron el  teatro.  A  la  temporada  siguiente,  que 
ganaba  cuarenta  pesetas  diarias,  fué  cuando 
me  contrató  Da  Rosa  para  una  toiiniée  por 
España  y  América. 

—¿Qué  contrato  llevaba  usted?... 

—Me  ofreció  veinte  duros  diarios  en  España 
3"  cincuenta  en  oro  en  América,  y  un  beneficio 
al  veinticinco  por  ciento  en  cada  sitio  donde 
diéramos  más  de  cuatro  funciones. 

—¿Estaba  ya  contratado  Thuillier?... 

—  No,  señor.  A  Thuillier  lo  contrató  por  mi 
indicación.  Da  Rosa  no  lo  veía  con  buenos 
ojos.  Pero  yo  necesitaba  un  director  de  escena 
para  compartir  la  responsabilidad  y  hacer 
frente  a  la  compañía...  Fig"úrese  usted:  5-0  era 
muy  joven  y  no  me  consideraba  con  fuerzas 
suficientes  para  llevar  sobre  mí  todo  el  peso 
de  la  toHvuée;  entonces  pensé  en  un  director. 
Mi  ideal  hubiera  sido  Díaz  de  Mendoza;  pero 
como  se  trataba  de  un  imposible,  di  el  nombre 
de  Thuillier,.. 

—¿Y  cómo  es  que  no  han  continuado  en  com- 
pañía?... 

Margarita  hizo  un  gracioso  mohín,  levan- 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

tando  sus  cejas  arqueadas  y  finas  y  surcando 
la  tersa  frente  con  tres  arrugas. 

—De  eso,  mejor  es  no  hablar...  Thuillier  se 
equivocó. 

Hizo  unos  instantes  de  silencio;  después, 
sonriendo  cruelmente,  prosiguió: 

— Todos  los  que  me  ven  siempre  tan  risueña, 
tan  chiquilla  y  tan  alegre,  creen  que  yo  soy 
fácil  de  manejar,  y  se  equivocan.  Yo  soy  una 
mujer,  o  muy  fácil  para  todo  lo  de  la  vida,  o 
imposible;  muy  fácil,  porque  con  razones  lo- 
gra cualquier  persona  convencerme  de  que 
debo  hacer  una  cosa;  ahora  bien:  si  no  me 
convence  con  razones,  por  imposición  y  por 
fuerza  soy  indominable. 

—Y  cuando  Da  Rosa  la  contrató,  ¿sabía  us- 
ted el  castellano?... 

— Ni  una  palabra.  Yo  siempre  hablé  el  cata- 
lán y  mi  teatro  fué  catalán.  El  castellano  lo 
aprendí  en  poco  tiempo,  en  menos  de  un  año; 
pero  ¡figúrese  usted  con  qué  miedo  trabajaría 
las  primeras  veces!...  ¡Horroroso!... 

—¿Cuántas  funciones  va  usted  a  dar  en  la 
Princesa?... 

—Hasta  el  24  de  este  mes. 

—¿Cuál  es  la  obra  preferida  por  usted? 

—¡Salomé!,  hasta  ahora. 

—Y  de  la  Princesa,  ¿adonde  va  usted? 

2(5 


LO        QUE        SE        POR       M   I 

—Haré  una  corta  tournée  por  provincias,  y 
después,  al  Gran  Casino  de  San  Sebastián, 
donde  estaré  del  10  de  agosto  al  18  de  sep- 
tiembre. 

—¿Qué  obras  lleva  usted? 

— Llevo  seis  del  repertorio  de  Benavente. 
Entre  ellas,  La  princesa  Bebé,  La  malquerida, 
Los  buhos.  La  señorita  se  aburre,  Los  ojos  de 
los  íuuertos.  De  Valle- Inclán  estrenaré  El  yer- 
mo de  las  almas  y  otras...  ¡Y  ya  veremos!... 

—¿Las  obras  de  qué  autor  se  adaptan  más  a 
su  temperamento  artístico? 

Dudó  unos  momentos. 

—No  sé  cuál  decirle  a  usted.  Nuestros  auto- 
res predilectos  son  aquellos  que  nos  hacen 
obras  a  propósito  para  nuestro  temperamento, 
¿no  es  eso?...  Pero  en  mí  no  ocurre  esto,  por- 
que hasta  ahora  yo  soy  la  que  ha  ido  a  los 
autores,  no  los  autores  a  mí.  Echegaray,  Be- 
navente, los  Quintero  y  otros  hicieron  teatro 
pensando  en  la  Guerrero  o  en  la  Pino,  y  esto 
es  muy  principal;  veremos  el  día  que  yo  estre- 
ne obras  al  corte  y  a  medida  de  mi  tempera- 
mento. 

—¿Está  usted  satisfecha  de  su  debut  en  Ma- 
drid? 

Sonrió  con  inefable  alegría: 

—¡Oh!  ¡Muy  satisfecha!  ¡Satisfechísima!   Yo 

27 


I 


EL       CABALLEÍ^O      AUDAZ 

temía  al  público  de  Madrid  como  al  de  ninguna 
parte.  Era  el  tribunal  que  con  su  fallo  iba  a 
decidir  mi  causa  artística...  ¿De  qué  me  hu- 
biera servido  mi  espléndida  toiirnée  por  Amé- 
rica y  provincias  si  no  gusto  aquí?...  De  nada; 
pero  se  alzó  el  telón,  y  cuando  \^o  en  las  pri- 
meras escenas  levanté  los  ojos  y  observé  con 
qué  respeto,  con  qué  atención  se  adelantaban 
las  cabezas  para  escucharme,  como  si  se  hu- 
biese tratado  de  una  artista  ya  consagrada, 
respiré  satisfecha. 

Y  Margarita  daba  un  profundo  suspiro  de 
triunfo. 

—Y  la  temporada  próxima,  ¿trabajará  usted 
en  Madrid? 

—Veremos,  Depende  de  que  tenga  teatro; 
hasta  ahora  no  lo  tengo. 

Se  detuvo;  después,  entornando  los  ojos  con 
deleite,  continuó: 

—¡Mi  ilusión  es  hacer  aquí  toda  la  tempo- 
rada! 

—¿Es  usted  casada,  Margarita?...— inquirí. 

—Sí,  señor;  mi  marido  está  aquí. 

Y  me  indicó  la  alcoba  donde  paseaba  el  ca- 
ballero. 

—¿Podríamos  hacerle  una  fotografía  con  su 
esposo?— propuso  Campúa,  cejijunto,  mirando 
de  soslayo  a  la  alcoba. 

28 


LO       Q   ü   ñ       S   R       P   O    fí       Mí 

—Con  mucho  gusto  -accedió  ella;  y,  diri- 
giéndose al  marido,  continuó—:  Pepito,  Pepito, 
r-quieres  que  nos  retratemos  juntos?... 

—¡No!  Déjame  a  mí  de  retratos— contestó, 
desde  la  alcoba,  una  voz  desabrida,  tintada  de 
acento  catalán. 

—Anda,  Pepito;  si  ahora  es  moda.  ¿No  has 
visto  a  A'zoyín  con  su  esposa?...  Sí,  Pepito, 
para  que  mamá  nos  vea  juntos...  Anda,  Pe- 
pito... 

Su  voz  era  suplicante  y  mimosa,  como  la  de 
una  chicuela. 

—Te  he  dicho  que  me  dejes  de  tonterías 
—rechazó  de  nuevo  y  más  agriamente  el  ma- 
rido. 

No  desistió  la  esposa.  Alzóse  y  fué  a  la  alco- 
ba. A  los  pocos  instantes  volvió  acompañada 
de  él...  Es  un  joven  alto,  seco,  barbilampiño, 
de  rostro  encogido  por  una  perpetua  expresión 
de  sorpresa,.  Seguramente  creyó  que  desde  su 
altura  social  no  debía  descender  para  peque- 
neces, y...  no  nos  saludó  ni  con  un  movimien- 
to de  cabeza.  Campúa  y  yo  nos  miramos  asom- 
brados... 

—  ¿Dónde  nos  ponemos?— preguntó  ella. 

—  Donde  ustedes  quieran  — contestó  Cam- 
púa—. En  ese  sofá  mismo. 

—  Pues  v^n,  Pepito;  sentémonos  aquí. 

39 


EL      CABALLEJO      AUDAZ 

El  marido  se  dejó  llevar.  Cuando  estuvieron 
sentados,  Marg:arita,  entre  risa  sana,  risa  de 
juventud,  risa  de  triunfo,  agregó  burlona - 
mente: 

—Supongamos  que  estamos  representando 
la  escena  de  «el  sofá»,  de  Boh  Jnati  Tenorio^ 
y  tú,  todo  rendido,  me  estás  diciendo:  «¿No  es 
verdad,  paloma  mía...?» 

Su  voz  tierna,  dulce  como  las  notas  me- 
lódicas de  un  arpa,  no  arrancó  ni  una  leve 
sonrisa  al  marido,  que,  con  malestar  de  es- 
píritu, completamente  divorciado  de  aquel 
ambiente,  se  concretaba  a  darle  chupadas 
con  cierto  énfasis  a  un  cigarro  de  veinte  cén- 
timos. 

— Al  verme  retratado  van  a  decir  que  todos 
los  maridos  son  más  viejos  que  yo. 

—No  te  quejes  por  ser  joven,  hombre— le 
consoló  la  esposa  —  .  ¡Ya  llegarás  a  viejo!... 
Es  algo  mayor  que  yo,  y  no  lo  parece— agre- 
gó, dirigiéndose  a  nosotros. 

—Pues  ¿qué  edad  tiene  usted,  Margarita?... 
—le  pregunté. 

—Veinticinco  años. 

En  sus  labios  frescos,  las  palabras  «veinti- 
cinco años>  fueron  un  soplo  de  juventud. 

Campúa  hizo  sus  fotografías,  y  yo  di  por 
terminadas  mis  sencillas  preguntas. 

30 


LO        QUE        SE        POR       M    ¡ 

Después  ofrendamos  a  la  genial  artista  un 
apretón  de  manos,  y  salimos. 
Ya  en  la  escalera,  me  dijo  Campúa  al  oído: 
—Chico,  ¿has  visto?...  ¡Qué  mujer!... 
—¡Qué  mujer!— repetí  yo. 
—¡Qué  lástima!... 
—¡Qué  lástima!... 


31 


i      VALLE-INCLÁN 


Tenía  yo  entonces  una  docena  de  años— de 
esto  hace  diez  y  seis— y  acababa  de  llegar  a 
Madrid.  Nos  conocimos,  o  mejor  dicho,  le  co- 
nocí, en  una  casa  de  huéspedes  de  la  calle  Ma- 
yor, 18.  Él  era  igual  que  ahora:  un  hombre  ex- 
traño, un  caballero  de  pesadilla,  que  parecía 
escapado  de  un  lienzo  del  <Greco»...  Tenía 
algo  de  fantasma,  mucho  de  místico  y  al^^o  de 
loco.  Su  barba  era  una  abundosa  madeja  negra 
que  le  caía  sobre  el  pecho,  yendo  a  fundirse  en 
los  tonos  oscuros  de  sus  trajes.  Usaba  enton- 
ces una  gran  melena  alisada  hacia  atrás.  Eran 
sus  ojos  pardos  y  agresivos,  y  sus  cejas,  dos  in- 
tensos bordes  negros.  Estaba  muy  enflaqueci- 
áo,  y  bajo  la  piel  lívida  de  sus  sienes  se  podían 
contar  las  azulosas  venas.  Aquel  rostro  tema 
algo  del  Nazareno;  tal  vez  el  matiz  pálido  y  té- 
trico, tal  vez  la  expresión  serena  y  soñadora 
de  místico  enamorado  de  un  ideal.  Recuerdo 

3-H  » 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

que  a  mí  me  infundía  algo  de  pavor  y  sugestión 
al  mismo  tiempo.  Si  me  tropezaba  con  él  en  los 
pasillos  oscuros,  dábame  miedo,  y,  sin  embargo, 
me  gustaba  observarle  cuando  estaba  aposen- 
tado en  el  comedor,  y  placíame  oírle  discutir 
exaltado  con  los  demás  huéspedes,  }'■  me  agra- 
daban en  extremo  las  frases  cariñosas  que  de 
vez  en  cuando,  con  gesto  arisco  y  voz  atipla- 
da, me  dirigía:  «Hola,  buen  mozo»,  me  saluda- 
ba; y  al  mismo  tiempo,  con  su  mano  de  cera, 
descarnada  y  fría,  acariciábame  la  frente  o  me 
daba  unos  leves  golpecitos  en  la  nuca.  Y  aquel 
raro  huésped,  que  contaba  cosas  tan  entreteni- 
das y  estupendas,  que  por  entonces  era  dueño 
de  sus  dos  brazos  y  que  no  había  escrito  nada  en 
periódicos  ni  libros,  tenía  una  autoridad  enor- 
me e  indiscutible  sobre  los  demás.  Era  consi- 
derado como  un  superhombre.  Y  a  pesar  de 
que  iba  algo  extravagante  con  un  macferlán  y 
un  sombrero  de  copa  repelado,  todos  le  llama- 
ban «Don  Ramón>,  y  don  Ramón  possía  como 
nadie  ese  privilegio  misterioso  de  captación  de 
ánimo;  era  un  imperativo  hipnotizador.  Si  du- 
rante las  discusiones  le  decía  a  alguno:  «¡Es 
usted  un  bruto!»,  el  agredido  le  disculpaba  pa- 
cientemente, diciendo:  «Nada,  cosas  de  don 
Ramón.» 
Mas  un  día  «Don  Ramón»  desapareció,  y  ya, 


LO        QUE       se       P    o    f?       Mi 

cuando  al  cabo  del  tiempo  le  volví  a  ver,  tenía 
la  barba  más  corta,  se  había  quedado  manco  y 
escribía  en  El  Iniparcial. 

La  g^loria  le  hizo  a  don  Ramón  olvidarse  de 
este  pequeño  amigo. 

Perdona,  lector. 


4:      *      4> 

Hoy  «Don  Ramón»  nos  recibe  en  su  hogar: 
un  pisito  coquetón,  donde  todo  es  arte,  lujo  y 
luz.  En  su  compañía  están  Ricardo  Baroja  y 
Anselmo  Miguel  Nieto. 

«Don  Ramón»  ha  variado  muy  poco.  Tiene 
las  mismas  barbas,  tal  vez  un  poco  más  creci- 
das }'■  con  el  triste  aderezo  de  algunos  hilos  pla- 
teados, y  la  misma  mirada  burlona,  agresiva  e 
indómita.  No  conserva  la  larga  melena,  sino 
que  ahora  lleva  su  cabeza,  alta  de  occipital, 
pelada  al  rape.  Unas  gruesas  gafas  de  concha 
se  agarran  como  tenazas  a  sus  sienes  ambari- 
nas. Más  pálido  que  antes,  tal  vez,  y  también 
más  reposado  de  espíritu. 

Ante  su  presencia  de  monje  soñador  y  legen- 
dario o  de  caballero  de  horca  y  cuchillo,  hemos 
sentido  revivir  en  nosotros  los  ya  olvidados 
miedos  de  la  infancia. 

3.5 


B  L      CABALLEJO      AUDAZ 

—¿Se  acuerda  usted,  Valle-Inclán?— le  hemos 
preguntado  nosotros. 

—Mucho;  de  aquellos  tiempos,  mucho. 

—¿Qué  edad  tendría  usted  entonces?... 

—No  sé.  Ajuste  usted.  Nací  el  año  70,  y  de 
eso  hace  ya  quince  o  diez  y  seis  años. 

— En  efecto:  eso  hace.  lY  qué  de  cosas  han 
ocurrido  desde  entonces  1... 

Y  tras  estas  palabras  hemos  hecho  un  silen- 
cio para  rememorar,  para  que  nuestra  imagi- 
nación se  torture  y  se  deleite  recordando  el  pa- 
sado. 

Nosotros  estamos  hundidos  en  una  muelle  bu- 
tacona.  El  poeta  permanece  de  pie,  apoyado 
de  espaldas  en  el  radiador  de  la  calefacción. 
Los  reflejos  de  sus  lentes  no  nos  dejan  verle  los 
ojos.  La  manga  izquierda  de  su  americana  cae 
sin  brazo. 

—¿Cómo  fué  perder  el  brazo?— le  pregun- 
tamos. 

—A  consecuencia  de  un  flemón  difuso  pro- 
ducido por  la  herida  de  un  gemelo  del  puño. 

—No  me  explico...  Cuéntemelo  usted. 

— Notieneimportancia.  Manolo  Bueno,  a  quien 
quiero  mucho,  y  yo  tuvimos  una  discusión.  Él, 
en  el  acaloramiento  de  la  controversia,  me  su- 
jetó la  mano,  y  al  apretar,  me  clavó  el  gemelo 
aquí,  en  el  mismo  canto  de  la  muñeca.  Nada, 

36 


LO        QUE       SE        POR       MI 

un  rasguño  sin  importancia;  pero  pasaron  ocho 
días  y  la  mano  se  fué  hinchando,  y  yo  sentía 
unos  dolores  desesperados;  consulté  a  los  mé- 
dicos y  me  dijeron  que  aquello  era  un  flemón 
difuso;  en  seguida  me  lo  dilataron,  y  no  fué  su- 
ficiente. Aquella  noche  de  la  operación  leí  yo 
en  el  Heraldo  que  el  torero  Ángel  Pastor  había 
muerto  de  un  flemón  igual  al  que  yo  tenía... 
Esto  me  dejó  algo  perplejo,  y  al  llegar  el  mé- 
dico le  dije  mi  propósito  de  que  me  amputara 
el  brazo;  él  no  se  decidía,  pero  yo  insistí. 
«Nada,  doctor— le  dije—;  estoy  decidido  a  que 
hoy  mismo  me  corte  usted  el  brazo;  así  des- 
aparecerán dolores  y  peligros.»  Y  aquel  mis- 
mo día  me  amputaron  el  brazo  por  encima  del 
codo;  mas  la  infección  ya  se  había  corrido  y 
tuvieron  que  volver  a  cortar  al  día  siguiente 
por  el  mismo  hombro. 

—  ¿Le  darían  a  usted  cloroformo  las  dos 
veces? 

— ¡Ah!  No,  señor;  ninguna.  Me  opuse  a  ello. 

—¿Y  cómo  pudo  resistir  usted  la  operación? 

—Sin  moverme  y  sin  proferir  un  grito  ni  el 
más  leve  quejido...  Recuerdo  que  para  ver  yo 
bien  las  amputaciones  hubo  necesidad  de  pe- 
larme el  lado  izqtiierdo  de  la  barba,  y  así...  ¡con 
la  cabeza  vuelta,  presencié  todo! 

— |Es  horrible  eso!...  iUsted  es  un  hombre 

37 


t  L      C  A  B  A  L  L  B  fí  O      AUDAZ 

estoico!— exclamamos,  al  mismo  tiempo  que 
un  escalofrío  de  horror  nos  corría  por  los 
huesos. 

—Soy  un  poco  sereno,  sí  -responde  el  maes- 
tro con  voz  desazonada  y  sin  darle  impor- 
tancia. 

—¿Para  usted  constituirá  una  gran  desgracia 
haber  quedado  manco? 

— ¡Quiá,  no,  señor!  —rechaza,  rápido,  Valle- 
Inclán— .  No  necesito  para  nada  el  brazo  per- 
dido. Vamos,  no  lo  echo  de  menos  en  absoluto. 
Me  valgo  con  el  derecho  para  todo. 

—¿Sin  ayuda  de  nadie? 

—Sin  auxilio  de  nadie  escribo,  me  desnudo, 
me  visto,  me  lavo,  como;  en  ñn,  todo,  todo  lo 
que  usted  puede  hacer  con  las  dos  manos,  lo 
hago  yo  con  la  derecha.  Es  más:  me  corto  las 
uñas,  parto  la  carne,  mondo  la  fruta,  me  hago 
los  lazos  de  las  corbatas  del  frac  y  construyo 
mueblecitos  de  papel...  Solamente  he  echado 
de  menos  el  brazo  perdido,  cuando  murió  mi 
pobre  hija... 

La  voz  de  Valle  Inclán  se  entristece.  Nos- 
otros esperamos,  identificados  con  su  dolor,  a 
que  continúe. 

—Se  moría  y  yo  no  pude  abrazarla,  como 
hubiese  deseado. 

—Entonces,  ¿no  tiene  usted  hijos?... 

3S 


LO        QUE       SE       POR       Mi 

—Sí;  me  queda  la  mayorcita,  de  siete  años; 
pero  mi  pequeña,  que,  tanto  Josefina  como  yo, 
la  adorábamos,  quedó  muerta  allá,  en  Galicia. 
¡Un  horror! 

Hubo  una  pausa;  después  le  preguntamos: 

—¿Usted  es  gallego?... 

—Sí,  señor;  nacido  en  Puebla  del  Deán.  To- 
dos los  años  pasamos  en  aquellas  tierras  siete 
u  ocho  meses.  Terminaremos  por  irnos  a  vivir 
allí  definitivamente.  ¡Aquella  quietud,  aquella 
sinceridad!...  ¡Muy  hermosos  aquellos  lugares! 

—¿Allí  estudió  usted?... 

—No,  señor.  Estudié  en  Santiago  hasta  ter- 
minar la  carrera  de  Leyes. 

—¿Y  empezó  usted  a  escribir?... 

Meditó  un  instante;  después  exclama: 

— Mi  mujer  se  acordará  en  qué  fecha  publi- 
qué mi  primer  libro. 

Y  dirigiéndose  a  la  puerta,  inquiere: 
-Josefina...  Josefina...  ¿Recuerdas  en  qué 

año  di  mi  primer  libro? 
Una  voz  dulce  responde: 
—Sí,  Ramón;  en  1902. 

Y  a  poco  entra  en  el  estudio  la  compañera 
del  poeta. 

Recordad,  y  a  todos  os  será  familiar  y  sir»- 
pática  esta  dama  menuda  y  dulce,  siempre  son- 
riente y  siempre  aniñada,  que  se  llama  Josefina 

39 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

Blanco.  Lejos  del  teatro,  sigue  siendo  una  ar- 
tista llena  de  tremuleces  y  sonrisas.  Le  hemos 
ofrecido  nuestros  respetos,  y  después  continua- 
mos dialogando  con  el  poeta: 

—¿Tendrá  usted  gran  afición  a  la  literatura? 

—No,  seflor;  ni  antes  ni  ahora.  Mi  deseo  es 
no  escribir.  Llenar  cuartillas  me  molesta,  y 
sólo  recurro  a  ella  cuando  tengo  necssidad.  Me 
cuesta  mucho  trabajo,  mucho. 

«-No  lo  comprendo.  Entonces,  ¿cómo  nació 
en  usted  la  idea  de  hacerse  literato?... 

—No  sé.  Cuando  usted  me  conoció,  hace  diez 
y  seis  aflos,  todavía  no  se  me  había  ocurrido 
coger  la  pluma  ni  para  escribir  una  carta. 

—¿Le  parecía  a  usted  difícil? 

— Quiá,  no,  señor;  todo  lo  contrario:  me  pa- 
recía y  me  parece  demasiado  fácil.  Creo  since- 
ramente que  es  una  de  las  muchas  cosas  que 
no  tienen  mérito  alguno.  A  mí  me  llamaba  la 
atención  extraordinariamente  y  me  llenaba  de 
asombro  lo  mal,  lo  pésimamente  que  se  escri- 
bía entonces.  Claro  que  yo  tenía  un  sentido  li- 
terario, y  a  mi  juicio,  todas  aquellas  reputacio- 
nes de  escritores  eran  injustas.  Había  muchos 
señores  que  no  escribían  más  que  necedades,  y 
se  les  llamaba  matstros  y  sabios.  lEl  delirio! . . . 
Y  entonces,  seguro  yo  de  escribir  mejor  que  se 
hacía  entonces,  me  lancé  a  demostrarlo...  Du- 

40 


LO        Q    U  ñ       S   B       P   O   íí      Mí 

rante  unos  meses  que  estuve  en  la  cama  escribí 
unas  Memorias...  Nada;  por  pasar  el  rato.  Yo 
era  amigo  de  Machado  y  de  Villaespesa,  y  me 
acuerdo  que  cuando  fueron  a  verme  se  las  leí. 
«Esto  se  parece  a  La  Virgen  de  la  Koca,  de 
d'Annunzio.  Es  muy  hermoso»— me  dijo  Villa- 
espesa. 

—Y  aquellas  Memoiias,  ¿qué  libro  fué  des- 
pués?... 

—Sonata  dg  otoño. . .  Siguieron  animándome 
los  amigos  y  escribí  las  otras  tres  Sonatas. 

—  ¿Y  cuántos  libros  tiene  usted  ya  publi- 
cados? 

—Veinticinco. 

—Y  de  todos,  ¿cuál  le  gusta  a  usted  más? 

—Me  gustan  más  las  Sonatas;  pero  Romance 
dg  lobos  lo  creo  mejor  hecho. 

—¿Y  le  producen  a  usted  mucho?... 

— Muy  poco;  para  vivir.  Al  principio  apenas 
se  vendían;  ahora,  algo  más,  y  como  yo  los 
edito  y  administro,  sin  dejarlos  pasar  por 
la  serie  de  cribas  tradicionales,  me  vienen 
a  dejar  treinta  o  treinta  y  cinco  mil  pesetas 
al  año. 

—¿Produce  usted  con  facilidad? 

— Me  cuesta  gran  trabajo  empezar;  mas  des- 
pués numero  las  cuartillas  antes  de  escribir, 
en  la  seguridad  de  que  no  desperdicio  ningu- 

41 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

na...  Yo  trabajo  siempre  en  la  cama...  Y  antes 
de  casarme  me  acostaba  también  para  comer, 
y  se  daba  el  caso  de  ponerme  malo  si  comía 
fuera  del  lecho.  Yo  digo  que  debo  tener  alma 
de  senador  romano. 

—¿Lee  usted  mucho? 

—No.  Ahora  me  hace  daño  hasta  leer. 

—¿Cuáles  son  sus  más  grandes  aficiones? 

La  pintura,  el  baile  y  los  toros...  La  Imperio, 
la  Tórtola  y  la  Ars^entinita  me  producen  una 
gran  emoción  estética...,  un  gran  placer  artís- 
tico. ¡Porque  en  el  buen  baile  se  juntan  todas 
las  más  bellas  cosas!:  La  música,  el  color,  la 
belleza,  el  movimiento,  el  arte,  la  línea.  Yo  no 
voy  a  ningún  teatro  sino  a  ver  bailar.  Respec- 
to a  los  toros,  me  entusiasman;  sólo  que  a  mí 
me  parece  que  el  público  no  entiende  una  jota 
de  toros,  los  críticos  menos  que  el  público 
y  los  toreros  menos  que  el  público  y  los  críti- 
cos; yo  creo  que  el  único  que  entiende  de  toros 
es  el  toro,  porque  a  lo  menos  embiste  hoy  lo 
mismo  que  hace  cuatro  mil  años.  Toda  esa 
campaña  que  los  escritores  cursis  han  hecho 
contra  las  corridas  de  toros,  me  parece  ridicu- 
la. A  mi  juicio,  los  toros  es  la  única  educación 
que  tenemos  aquí.  Una  fiesta  de  toros  es  lo  más 
hermoso  que  se  pudo  imaginar.  La  emoción,  el 
arte,  la  valentía,  la  luz.. .  Yo,  en  Belmonte,  por 

42 


LO       QUE       SE       POR      M   t 

ejemplo,  admiro  el  tránsito.  Aquel  hombre, 
que  lejos  del  toro  es  feo,  pequeño,  ridículo, 
encogido,  sin  belleza,  al  reunirse  con  el  toro 
se  transfigura  y  nos  parece  maravilloso,  y  nos 
arrastra  y  nos  emociona.  Ese  es  el  arte  en  las 
corridas  de  toros.  ¿Hay  nada  más  hermoso  que 
ese  tránsito,  esa  transfiguración,  esa  armonía 
de  contrarios?  El  pueblo  griego,  que  ha  sido 
el  más  artista,  veía  morir  al  héroe  en  la  trage- 
dia y  le  amaba  más,  porque  convertía  la  emo- 
ción en  materia  artística;  antes  nosotros  éra- 
mos así:  moría  un  torero  en  la  plaza  y  conti- 
nuaba la  lidia,  porque  éramos  un  país  fuerte 
y,  ante  todo,  artista.  Bueno;  pues  ahora  con- 
vertimos todo  en  materia  sentimental,  y  llora- 
mos como  mujeres;  y  un  pueblo  bien  templado, 
que  sabía  hacer  del  dolor  avalónos  de  arte, 
que  se  iba  a  los  cementerios  de  romería,  que  le 
gustaban  los  crímenes,  nos  lo  quieren  conver- 
tir en  un  pueblo  de  llorones ...  Y  esa  es  la  labor 
que  está  llevando  a  cabo  esa  prensa  ridicula 
que  siempre  está  con  lamentaciones  cursis, 
que  se  duele  de  que  muera  un  teniente  en  la 
guerra.  ¡Hombre!  Muere  un  teniente,  como  si 
murieran  cincuenta.  ¿Hay  cosa  más  lógica  y 
natural  que  un  teniente  muera  en  la  guerra  y 
un  torero  en  la  plaza?. .. 
Calla  un  momento  Valle-Inclán.  La  luz  se  ha 

43 


£  L      CABALLERO      AUDAZ 

ido,  y  él,  en  el  centro  de  la  habitación,  parece 
un  fantasma. 

— Y  dígame,  amigo  Valle;  ¿Qué  opina  usted 
del  teatro  contemporáneo  en  relación  con  el 
pasado? 

Dudó  un  momento;  después,  trenzándose  la 
barba  con  los  dedos,  exclama: 

— Es  una  pregunta  que  me  deja  un  poco  per- 
plejo; sin  embargo,  procuraré  contestar  a  ella. 
Mire  usted:  Si  Lope  de  Vega  viriese  hoj,  lo 
más  probable  es  que  no  fuese  autor  dramático, 
sino  novelista,  i Habría  que  oír  al  Fénix  cuan- 
do los  empresarios  le  hablasen  de  las  conre- 
niencias  de  escribir  manso  y  pacato  para  no 
asustar  a  las  niñas  del  abono!...  El  autor  dra- 
mático con  capacidad  y  honradez  literaria  hoy 
lucha  con  dificultades  insuperables,  y  la  mayor 
de  todas  es  el  mal  gusto  del  público.  Fíjese  us- 
ted que  digo  el  mal  gusto  y  no  la  incultura.  Un 
público  inculto  tiene  la  posibilidad  de  educar- 
se, y  esa  es  la  misión  del  artista.  Pero  un  pú- 
blico corrompido  con  el  melodrama  y  la  come- 
dia ñoña  es  cosa  perdida.  Vea  usted  el  público 
de  la  Princesa. 

—¿De  modo  que  usted  no  cree  en  la  labor 
cultural  y  artística  de  Díaz  de  Mendoza?... 

—Creo  que  no  ha  hecho  lo  que  debía  hacer, 
lo  que  podía  hacer  y  lo  que  acaso  desea  hacer. 

44 


LO       QUE       SE       POR      MI 

—Y  usted,  ¿a  qué  lo  atribuye?... 

—A  falta  de  energía.  Díaz  de  Mendoza  es  un 
hombre  sin  carácter.  Amoldó  siempre  sus  gus- 
tos a  los  gustos  del  público.  María  hubiera  he- 
cho todo  lo  contrario.  ¡Esa  sí  que  es  un  gran 
carácter!  Pero,  claro,  lya  es  muy  tardel...  Yo 
creo  que  un  artista,  ante  todo,  debe  tener  nor- 
mas que  imponer  al  público,  e  imponerlas,  y  si 
no  hay  público,  crearlo.  Ese  es  un  gran  orgu- 
llo. Cuando  yo  escribí  mi  primer  libro,  vendí 
cinco  ejemplares.  Era  todo  el  público  que  en- 
tonces podía  haber  para  mi  literatura.  |Y  por 
esto  no  se  me  ocurrió  robar  el  público  hecho 
—como  las  escobas  del  cuento—;  el  público 
que  otros  habían  creado  y  que  correspondía 
a  los  modos  de  su  arte,  ajeno  y  extraño  a  mí... 
El  artista  debe  imponerse  al  público  cuando 
está  seguro  de  su  honradez  artística,  y  si  no  lo 
hace  así  es  porque  carece  de  personalidad  y 
de  energía. 

—Ahora  una  pregunta...  que  tal  vez  le  mo- 
leste a  usted. 

—Venga. 

—Dicen  que  tiene  usted  mal  carácter. 

—Yo  no  tengo  mal  carácter;  lo  que  no  me 
gusta  es  la  vida  en  común.  Soy  enemigo  de  las 
adulaciones  y  de  ese  ridículo  intercambio  de 
cortesías  hipócritas. 

45 


ti      CÁBALLEf?0      A  U  D  A  Z 

—¿Qué  trabajos  prepara  usted? 

— Ahora  vo}'  a  publicar  un  libro  místico  que 
se  llama  La  lampa) a  maravillosa,  y  luego  ten- 
go que  hacer  una  tragedia  para  la  Xirgu,  que 
se  llamará  Pan  divino. 

—Creo  que  en  América  le  han  ocurrido  a  us- 
ted muchas  aventuras. 

—¡Oh,  en  Américal  Muchísimas...  Verá  us- 
ted. Una  vez... 

Y  la  florida  fantasía  del  maestro  corrió  has- 
ta desbordarse... 

—  ¡Oh,  si  yo  dispusiera  de  espacio!... 


Le  observé  atentamente. 

Tiene  el  g-esto  afable  y  risueño,  algo  infan- 
til; los  ojos,  oscuros  y  vivísimos,  y  la  cabeza, 
pequeña  y  redonda.  Su  frente  es  muy  amplia, 
y  aun  parece  más  porque  se  prolong^a  algo  en 
el  frontal,  que  ya  comienza  a  quedarse  mondo 
de  cabellos.  Es  muy  insinuante  y  muy  simpá- 
tico, no  con  esa  simpatía  amasada  por  el  trato 
social,  sino  con  la  otra  simpatía,  espontánea  y 
mundana,  que  sale  del  corazón  y  que  se  adue- 
ña en  seguida  de  las  gentes. 

Estábamos  en  su  pisito  de  la  calle  de  Meso- 
nero Romanos ,  encerrados  en  un  coquetón 
despacho  adornado  con  cortinas  y  biombos 
egipcios. 

Tallaví,  recostado  en  una  meridiana,  con 
cierta  indolencia  andaluza,  me  contaba  su 
vida...  Yo,  dando  chupadas  a  la  pipa  inglesa 

47 


ñ  L      CABALLERO      AUDAZ 

que  acababa  de  regalarme,  le  escuchaba  sia 
perder  palabra. 

Fuera  repiqueteó  el  timbre.  El  actor,  enton* 
ees,  llamó  a  su  ayuda  de  cámara. 

—Juan,  que  no  entre  aquí  nadie.  ¡Nadie,  ab- 
solutamente nadie!., .—ordenó.  Y  volvimos  a 
enhebrar  la  charla. 

—¿Entonces,  vive  usted  solo?... —inquirí, 

—Solo...  Hago  una  vida  un  poco  desperdi- 
gada..., un  poco  desordenada...  En  lo  posible 
me  aparto  de  la  abrumadora  monotonía  coti- 
diana... iTodos  los  días,  a  las  mismas  horas, 
hacer  lo  mismo!...  ¡No!  Yo  me  revuelvo  un 
poco  contra  eso. 

—Usted,  ¿es  de  Málaga? 

—No,  señor,  soy  africano;  nacido  en  Melilla; 
mi  padre  era  militar  y  estaba  allí  destinado. 
En  Málaga,  adonde  fui  siendo  muy  pequeño, 
me  crié  e  hice  mis  primeros  y  mis  últimos  es- 
tudios. ¿Conoce  usted  Málaga? 

—Sí,  señor. 

—¡Qué  bonita  es!...  Cuando  yo  estoy  de  mal 
humor  pienso  en  mi  infancia  entre  sus  palme- 
ras, sus  naranjos  y  a  la  orilla  de  su  mar,  y 
estos  recuerdos  son  como  un  sedante  delicioso 
para  mis  nervios... 

—¿Desde  pequeño  demostraría  usted  su  in- 
clinación por  el  teatro? 

48 


LO       Q   U  B       S   B       POP      Mí 

—No,  señor.  Yo  no  fui  aficionado  jamás,  ni 
pertenecí  a  ninguna  Academia  de  declama- 
ción... Y  ahora  me  alegro  mucho;  no  me  gusta 
ese  procedimiento  de  hacer  actores;  desconfío 
bastante  de  él. 

—Pues  ¿a  qué  edad  hizo  usted  su  entrada  en 
la  vida  teatral?... 

Meditó  un  momento,  encendió  un  cigarro,  y. . . 

—Verá  usted.  Yo  tenía  un  íntimo  amigo  que 
era  violinista  en  una  orquesta  de  zarzuela. 
«¿Eres  capaz— me  dijo  un  día— de  venirte  a 
Vélez- Málaga  con  nosotros  y  trabajar  con 
nuestra  compañía?...»  «¿De  qué?...— le  interro- 
gué yo,  muy  asombrado—.  ¿De  traspunte?  ¿De 
tramoyista?...  ¿De  acomodador?  O  ¿de  qué?...» 
«No,  hombre;  de  cómico.»  Aquella  respuesta 
de  mi  amigo  me  dejó  helado. ..  Pero  acepté.  A 
los  pocos  días  debutaba  yo  con  algunos  pape- 
litos.  Algún  tiempo  después,  y  haciéndome 
ilusiones  sore  mi  porvenir  teatral,  me  embar- 
qué con  rumbo  a  Barcelona;  como  capital  de 
resistencia  llevaba  conmigo  seis  reales  3'  el 
pasaje  pagado...  Allí  tuve  la  suerte  de  que  me 
contratase  en  seguida  Paco  Fuentes. 

—¿Cuál  ha  sido  en  arte  su  maestro?... 

—Ninguno...  Empecé  a  trabajar  con  todos 
los  actores  que  cultivaban  el  latiguillo,  y,  sin 
embargo,  ye  me  rebelaba  contra  esa  manera 

4-u  49 


EL      CABALLEJO     AUDAZ 

de  sentir  el  teatro...  En  las  compañías  era  el 
actor  que  menos  aplaudían;  pero  al  final  de  la 
temporada  quedaban  elogios  para  mi  trabajo. 

—  ¿Cuándo  vino  usted  a  Madrid  primera- 
mente? -  '^^  *^"='" 

—Creo  que  hace  doce  afíos.  Vine  a  lá  Come- 
dia, con  Morano  y  con  la  Pino;  allí  me  contra- 
taron para  hacer  Las  Flores. . .  En  1904  formé 
compafíía  y  me  fui  a  Gijón  a  todo  evento,  con 
"el  decidido  propósito  de  hacer  el  teatro  por  mí 
sentido...  Debuté  con  La  Intrusa^  de  Maeter- 
linck,  y  todo  el  mundo  me  creía  loco.  Recuerdo 
que  un  señor  de  allí  me  pregfuntó  muy  indig- 
nado: « Pero  ,  hombre ,  este  melodrama  tan 
malo,  ;de  quién  es?>  Y  yo  le  dije:  «Del  repre- 
sentante de  la  compañía,  que  es  muy  bruto.» 

Reímos.  El  genial  actor  prosiguió: 

— iOhl,  me  han  ocurrido  cosas  graciosísi- 
mas. Una  vez,  en  una  capital  de  provincia, 
salimos  toda  la  compañía  al  escenario  y  silba- 
mos al  público,  por  salvaje. 

—A  ver,  ¿cómo  fué  eso?...— pregunté. 

'-Poníamos  aquella  noche  La  Intrusa...  El 
teatro  estaba  completamente  lleno.  Y  en  esta 
obra  se  levanta  el  telón  y  está  la  escena  sola 
durante  un  espacio  de  tiempo  que  nunca  es 
menos  de  medio  minuto.  Bueno,  pues,  ¡claro!, 
así  se  hizo  en  aquella  capital  de  provincia.  Y 

50  '   " 


LO       Q   U   R       3   ñ       P   O   ^      MI 

el  público,  al  ver  que  se  levantaba  el  telón  y 
que  nadie  salía  ni  le  decía  nada,  ¿qué  creyó? 
Que  no  estábamos  vestidos...,  y  rompieron  en 
una  silba  enorme...  Entonces  yo  llamé  a  toda 
la  compañía,  y  les  contestamos  con  una  pita 
horrorosa...  Callaron  ellos  y  continuamos  nos- 
otros media  hora  más.  ¡Figúrese  usted!... 

—¿A  qué  horas  estudia  usted?... 

—De  madrugada,  con  el  libro  delante,  y  por 
la  mañana,  con  la  memoria. 

—¿Hace  usted  estudios  de  actitudes  y  gestos 
ante  el  espejo? 

—  ¡Oh,  no!...  El  gesto  no  lo  puede  jamás  ver 
el  actor,por  muy  bueno  que  sea  el  espejo...; tie- 
ne que  sentirlo,  estar  en  situación;  en  una  pala- 
bra: ser  el  personaje  que  representa...  Y  jamás 
he  estudiado  del  natural,  sino  dentro  de  mí 
mismo...  Claro  que  hay  casos  patológicos  cu- 
yas manifestaciones  características  conviene 
conocer.  Ya  ve  usted,  cuando  comencé  a  estu- 
diar Los  espectros  me  pasaba  la  vida  en  el  ma- 
nicomio. Para  algo  es  posible  que  me  sirviera; 
pero  para  poco.  Yo  creo  que  en  arte  todo  está 
en  nosotros  mismos;  no  tenemos  más  que  bus" 
car  el  yo. 

—¿Cuáles  son  las  obras  que  hace  usted  con 
más  agrado?... 

—Ha lili et  y  Ótelo.  Son  las  dos  en  las  cuales 

51 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

encuentro  más  escollos  y  dificultades  para  el 
actor...  ¡Yo  siento  un  miedo  terrible  cuando 
estudio  una  obra!...  Es  una  responsabilidad 
enorme  la  nuestra. . . 

—¿Tiene  usted  buena  memoria? 

—Fatal.  Me  cuesta  mucho  trabajo  aprender 
los  papeles. 

—¿Llora  usted  con  facilidad  en  escena? 

—  Sí,  señor.  Me  basta  atender  a  mi  interlo- 
cutor. En  mi  vida  particular  también  soy  fácil 
para  llorar;  una  delicadeza,  una  ternura,  en 
fin,  una  insignificancia,  me  roza  la  sensibi- 
lidad... 

—¿Qué  predilecciones  tiene  usted  en  la  vida? 

—¡Hombre,  el  teatro!...  Yo  quiero  al  teatro 
entrañablemente;  después,  a  mis  hijos.  Y  al 
mismo  tiempo,  lo  que  más  me  interesa  son  las 
mujeres;  la  mujer  es  lo  único  que  tiene  verda- 
dera importancia  en  la  vida;  luego,  la  literatu- 
ra y  la  pintura  y  todo  lo  que  usted  quiera; 
pero,  ¡oh,  la  mujer!... 

En  el  fervor  de  la  charla,  Tallaví  se  remon- 
taba en  su  actitud  y  en  su  expresióa  hasta  los 
linderos  de  su  genial  arte. 

—¿Supongo  que  habrá  usted  hecho  dinero 
con  el  teatro? 

—He  hecho  bastante  y  he  gastado  más.  Es- 
toy, metálicamente,  como  el  primer  día  que 

52 


LO       QUE       SE       POR       Mi 

comencé:  sin  una  peseta;  en  eso  no  he  variado; 
y  ¡no  crea  usted!,  que  sobre  el  ahorro  he  me- 
ditado una  vez  que  otra;  no  sé  quién  lleva  ra- 
zón: el  que  ahorra  lo  que  gana  y  después  se  lo 
deja  a  los  obispos,  o  el  que  se  siente  obispo  y 
lo  gasta.  ¿Que  a  la  vejez  está  uno  sin  un  cénti. 
mo?  Y  ¿para  qué  se  quiere  el  dinero  cuando  ya 
es  uno  vieio?... 

—¿Cuál  es  el  dramaturgo  español  que  más 
le  gusta?... 

—Don  Benito. . .  De  casi  todas  sus  obras  re- 
cordará usted  el  nombre  del  protagonista,  del 
hombre...  No  ocurre  eso  con  el  teatro  de  Bena- 
vente,  por  ejemplo.  Muy  bello  el  teatro  de  don 
Jacinto,  pero,  si  acaso,  quedará  en  la  imagina- 
ción del  espectador  el  nombre  de  la  heroína  o 
alguna  frase  ingeniosa.  Para  el  teatro  galdo- 
siano  se  necesitan  actores  de  nervio;  para  el 
benaventino,  sobra  con  galancetes  discretos. 
Guimerá,  para  mi  gusto,  también  es  un  dra- 
maturgo macho. 

—Y  actores,  ¿cuál  le  gusta  a  usted  más? 

—Esa  es  una  pregunta  un  poco  intenciona- 
da... Y  siento  no  poderla  contestar  a  su  gusto; 
pero  es  el  caso,  que  yo  he  visto  muy  pocos  ac- 
tores. Con  las  actrices  me  pasa  lo  mismo.  Me 
han  dicho  que  la  Xirgu  es  muy  interesante. 

—En  efecto— elogié  sinceramente. 

53 


EL      CABALLBfíO      AUDAZ 

— No  la  conozco,  y  tengo  vivos  deseos  de 
verla  trabajar... 

Detúvose  un  momento;  después  me  pre- 
guntó: 

—¿Conoce  usted  a  María  Gámez?... 

— No,  señor. 

— ¡Ah!,  pues  ya  verá  usted— elogió-  ;  es  una 
gran  actriz  de  comedia. 

—¿Qué  obras  piensa  usted  estrenar  durante 
la  próxima  temporada  en  el  Infanta  Isabel? 

— La  casa  quemada,  de  Dicenta;  Esclavitud , 
de  Pinillos,  y  otras  de  Linares  Rivas  y  Luce- 
ño.  ¡Ah!,  también  estrenaré  una  hermosísima 
de  Florencio  Sánchez,  el  autor  de  Los  muer- 
tos.., Y,  claro,  además,  mi  repertorio:  Namlet, 
Los  espectros,  Ótelo,  La  Intrusa... 

—¿Y  de  Benavente?... 

— No  tengo  nada,  ni  pienso  pedírselo. 

—¡Qué  de  adversidades  le  han  ocurrido  a  us- 
ted hasta  conseguir  la  temporada!... 

—No  me  han  sorprendido.  Soy  un  hombre 
algo  infortunado;  pero  tengo  voluntad;  por 
ella  he  aceptado  trabajar  en  el  Infanta  Isabel... 
Ya  en  mi  deseo,  o  mejor  dicho,  en  mi  obstina- 
ción de  hacer  esta  temporada  en  Madrid,  hu- 
biese trabajado  encima  de  una  mesa. 

—Pues  será  un  éxito.. .  Trae  usted  una  com- 
pañía numerosa  y  de  consideración. 

54 


LO       Q    U  t       SE       POR       MI 

—Sí;  por  lo  meaos  €n  el  escenario,  tenemos 
asegurado  el  lleno. 

Cortamos  nuestra  conversación  periodística 
y  hablamos  como  dos  antiguos  camaradas... 
¿De  mujeres?...  ¿De  amores?...  ¡De  la  vidal 

HOMENAJE 

•'      MUERE  NUESTRO  AMIGO  DEL  KlMAíVíÜ.  ,B^ 

'  ab  ojít. 

Nos  conocimos  liará  unos  meses,  en  su  pisito 
de  la  calle  de  Mesonero  Romanos.  Yo  fui  a  ha- 
cerle un  trabajo  periodístico  para  La  Esfei.a.,. 
Con  el  primer  apretón  de  manos,  Pepe  Tallaví 
se  apoderó  de  mi  amistad...  Hay  individuos 
que  los  tratamos  durante  toda  la  vida  y  jamás 
llegamos  a  saber  dialogar  con  ellos.  Un  abismo 
nos  separa.  Y  a  lo  mejor,  son  buenos,  afables, 
y. hasta  se  esfuerzan  en  sernos  simpáticos. 

Sin  embargo,  nuestros  espíritus  no  aceptan 
la  camaradería.  Hay  otros,  en  cambio,  que  al 
chocar  nuestras  palabras  con  las  suyas  nace 
una  amistad  entrañable...  Parece  que  ya  los 
hemos  tratado  y  querido  en  otra  vida  anterior 
y  que,  al  conocernos,  reanudamos  nuestras  pa»» 
sadas  fraternidades...  Esto  nos  ocurrió  a  P^ipe 
y  a  mí...  Aquella  misma  tarde,  dejando  ?.  un 
lado  el  asunto  que  nos  obligó  a  conocernos,  ha-. 

55 


B  L      CABALLERO      AUPA 

biabamos  de  arte,  de  literatura...,  iqué  sé  yo!... 

Cuando,  a  las  diez  de  la  noche,  después  de 
haber  cenado  juntos,  nos  separamos,  yo  le  lla- 
maba a  él  Tallufo  y  él  a  mí  José-Mari. 

A  mí,  el  gesto  leal  y  caballeroso  del  gran 
actor,  un  gesto  de  terciopelo,  tras  el  cual  se 
atisbaba  una  voluntad  de  acero,  me  cautivó... 
Además,  la  fortaleza  física  es  simpatía:  subyu- 
ga, atrae...  Tallaví  rebosaba  salud,  estaba  pic- 
tórico de  vida  y  de  energías. 

—Tengo  que  adelgazar  un  poco— me  decía— . 
Estoy  algo  fondón  para  hacer  mi  repertorio...; 
¿verdad,  «elegantito»? 

«Elegantito».  Esta  era  su  palabra  familiar, 
la  primera  que  tenía  siempre  en  sus  labios  para 
acariciar  a  sus  buenos  amigos...  «Hola,  elegan- 
tito.»  «¿Qué  hay,  elegantito?»  «No  te  enfades, 
elegantito...» 

Yo  presentí  la  muerte  de  Tallaví  hace  tiem- 
po... No  había  motivo  fundado  para  ello;  pero, 
no  sé  por  qué,  la  presentí. 

Fué  el  día  de  los  Inocentes. . .  Pepe  Tallaví 
gustaba  de  reunimos  a  la  hora  de  comer  en  su 
nueva  casa  de  la  calle  de  Espalter  a  unos  cuan- 
tos caraaradas...  Aquel  día  éramos  Manolo  Me- 
rino, Tomás  Borras,  Mariano  Díaz  de  Mendo- 
za, Luis  Gabaldón  y  yo...  La  comida  fué  ex- 
quisita; pero  el  pobre  Pepe  no  disfrutó  de  ella, 

51 


5;.-y.^. 


L    O       Q   U  a       6   £       POP       MI 

«porque  estaba  algo  malucho  del  estómago...» 
Eso  decía  él  para  quitarle  importancia  a  su  en- 
fermedad... Yo,  que  le  tenía  a  mi  lado,  le  ob- 
servaba detenidamente...  Había  ya  adelgazado 
bastante,  y  sus  movimientos  tenían  un  aban- 
dono de  postración,  una  dejadez  trágica. ..  Ha- 
cía esfuerzos  para  sonreír,  por  alternar  en 
nuestras  conversaciones .  por  disfrutar  con 
nuestras  ocurrencias;  pero...  |su  espíritu  no 
estaba  ya  allí!  A  las  tres  nos  abandonó  para 
asistir  a  su  obligación:  al  ensa)-©...  Yo,  al  ver- 
le ir,  le  dije  a  Manolo  Merino:  «Desgraciada 
mente,  Tallaví  va  a  vivir  poco...  Me  parece 
que  la  Muerte  anda  ya  a  su  alrededor...» 

Hace  pocos  días,  Tomasito  Borras  me  envió 
a  decir  que  Pepe  Tallufo  estaba  en  Madrid  y 
que  venía  muy  enfermo...  Aquella  misma  no- ' 
che,  bajo  una  luna  abrileña,  fui  a  su  casa...  ' 
Allí  estaban  María  Gámez— su  hermana  espi- 
ritual—, Merino,  Avecilla,  Borras  y  el  repre- 
sentante de  Tallaví,  Rafael  Barón.   Amigos 
todos  del  alma.  Familias  espirituales  creadas 
en  la  lucha  con  la  vida. . .  En  todos  los  rostros  , 
estaba  estereotipado  el  angustioso  desaliento... 
iPepe  se  moría!... 

Al  hacerle  los  médicos  la  operación  se  encon- 
traron sorprendidos  desagradablemente  con 
que  el  genial  actor  lo  que  tenía  en  sus  entra- 

57 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

ñas  era  ua  monstruoso  cáncer  que  le  devo- 
raba... 

Allí,  en  el  despacho  castellano  de  Pepe  Ta» , 
llaví,  hemos  pasado  horas  y  horas...  Las  iba 
contando  un  reloj  de  bronce,  que  nos  abruma-,  ¡ 
ba  con  su  monótono //'c-^ac...  De  madrugada;  a^; 
cada  instante,  gemía  una  puerta;  después,  unos 
pasos  callados  y  un  nuevo  amigo...:  los  Quin- 
tero..., Sassone...,  Pinillos...,  el  médico...,  ¡el 
sacerdote!...  Por  los  pasillos,  como  una  sombra 
de  claustro,  vagaba  una  hermana  de  la  Cari- 
dad... Hasta  que  la  muerte  se  llevó  al  genial 
intérprete  del  príncipe  Yorik...  ¡Pobre  Tallu- 
fo!...  En  una  suprema  delicadeza  de  su  gran 
alma  de  artista,  quiso  darle  el  último  «adiós»  a 
sus  amigos  entrañables...  Y  aquel  instante  fué 
el  más  dramático  de  la  vida  del  trágico...  Nun- 
ca lo  olvidaré.  En  la  semipenumbra  de  la  alco- 
ba quedaba  en  tinieblas  el  lecho  del  moribui^-/ 
do.  Bajo  la  colcha  de  damasco  rojo  yacía,  cas^ 
inerte,  el  cuerpo  de  nuestro  amigo.  Sobre  el 
hueco  albo  de  las  almohadas  quedaba  recorta- 
do su  perfil  esquelético,  que  recordaba  el  de 
Dante.  Sus  mejillas,  veladas  por  un  gris  bron- 
cíneo, ya  color  de  tierra.  Una  mano  seca  y  am- 
barina se  crispaba  entre  el  embozo  de  las  man- 
tas. Ya  en  la  habitación  comenzaba  a  respirar- 
se el  aire  pastoso  de  los  ataúdes.  Nos  habló... 

5b 


LO        QUE       SE       POR       Mi 

Hablaba  sin  despegar  los  párpados,  como  si 
soñara  en  alta  voz...  Sin  embargo,  su  lucidez 
era  absoluta;  su  voz  estaba  extenuada:  voz  de 
entregado ,  de  prisionero ,  de  vencido ,  para 
quien  la  muerte  ya  es  un  alivio  y  la  está  sin- 
tiendo pisar  muy  cerca. 

¡Pobre  amigo!...  ¡Gran  artista!... 

Poco  tiempo  nos  hemos  tratado,  y,  sin  em- 
bargo, al  partir  para  la  Eternidad,  me  parece 
que  te  llevas  para  siempre  algo  de  mi  corazón 
entre  tus  cerrados  párpados.  ¡Las  ilusiones  de 
luchar  por  nada!...  Ya  ves  lo  que  valían  todos 
tus  nobles  empeños  en  la  vida:  ¡unos  cuantos 
renglones,  como  estos  míos,  y  unas  cuantas 
lágrimas,  como  estas  mías!... 


59 


LOS     PRINCIPES 
DE    KAPURTALA 


Y  tomamos  asiento  alrededor  de  una  peque- 
ña mesita  de  té,  al  lado  de  los  príncipes  de  Ka- 
purtala,  los  cuales  estaban  rodeados  de  su  sé- 
quito y  atendidos  por  dos  altos  negros  indios 
tocados  con  grandes  turbantes. 

—¿Tomarán  ustedes  té  con  nosotros?— nos 
invitó  amablemente,  con  encantadora  vocecita, 
la  angelical  Princesa. 

—Con  mucho  gusto— aceptamos,  y  al  mismo 
tiempo  pensábamos  que,  a  pesar  de  los  años 
pasados  en  el  extranjero,  Anita  Delgado  no 
supo  abandonar  su  gracioso  y  fino  ceceo  mala- 
gueño. 

Extraordinariamente  bella  esta  princesita  de 
leyenda,  que  fué  trasplantada  desde  un  esce- 
nario de  España  a  un  palacio  de  la  India.  Alta, 
flexible,  ondulada,  con  una  natural  distinción 
de  serena  majestad.  Su  cabecita  pequeña,  de 
cabellos  negros  abundantes,  que  es  un  encanto 

«1 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

de  gallardía,  parece  haber  nacido  para  osten- 
ftar  una  diadema  de  perlas.  Tiene  el  cutis  como 
hecho  de  nácar;  la  boca,  roja,  breve  y  óruel;  y 
sus  ojos  muy  grandes,  muy  negros  y  un  poqui- 
tín  melancólicos,  miran  con  una  dulzura  infan- 
til. Los  dientes  son  como  los  ricos  collares  de 
perlas  que  resbalaban  sobre  las  deliciosas  tur- 
gencias de  su  pecho,  muy  descotado  y  muy 
blanco,  casi  tanto  como  los  ricos  y  frágiles  en- 
cajes que  lo  rodean.  Por  entre  el  milagro  de  sus 
cabellos  asoman  las  grandes  esmeraldas  que 
penden  de  sus  orejitas...  Viste  como  la  más 
refinada 'parisina,  y  sus  manos  laríí^as.  puntia- 
gudas y  muy  pulidas,  salpicadas  de  piedras 
preciosas,  parecen  dos  serpientes  de  armiño 
hechas  para  acariciar. 

Al  mismo  tiempo  que  comenzamos  nuestra 
conversación,  la  Princesita  sacó  de  su  bolsillo 
de  oro  y  brillantes  una  pequeñita  pitillera, 
también  de  oro,  y  nos  obsequió  con  unos  ciga- 
rrillos. Encendió  ella  uno,  y  con  gracia  natural 
y  distinguida  comenzó  a  darle  pequeñas  chu- 
paditas,  y  después  iba  soltando  poco  a  poco  el 
humo.  Eran  unos  cigarrillos  deliciosos;  su  aro- 
ma de  sándalo  producía  un  inefable  bienestar 
en  nuestro  espíritu.  El  Príncipe  seguía  con  cu- 
riosidad indiferente  todos  nuestros  movimien- 
tos. Al  observar  que  no  fumaba,  le  pregunté: 

62 


LO       Q    U  ñ       S   B       P   O   Q      MI 

-íi!   —¿Su  Alteza  no  fuma?. . . 
no  .  — lOh!  Sí,  mucho— me  contestó  en  mal  pro- 
nunciado castellano—.  Pero  del  tabaco  de  mi 
princesa,  no,  porque  tiene  sándalo  sagrado. 

—Pues  son  exquisitos— comenté  yo,  sabo- 
reando el  mío. 

—Los  fabrican  en  el  Cairo  expresamente 
para  mí— dijo  ella. 

El  Príncipe  permanecía  recostado  en  su 
asiento  con  una  indolencia  muy  oriental.  Ves- 
tía a  la  europea  y  llevaba  detalles  de  marcada 
elegancia.  Estaba  muy  bien  encuadrado  allí, 
en  el  hall  del  Ritz. 

Es  un  hermoso  tipo  indio.  Su  cuerpo,  altísi- 
mo, es  esbelto,  vigoroso  y  recio.  Con  su  tez 
cobriza  contrasta  la  blancura  de  sus  frescos  y 
muy  limpios  dientes.  Siempre  sonríe  con  frial- 
dad. Sus  negros,  grandes  y  brillarites  ojos  tie- 
nen una  mirada  ardiente  y  dominadora.  Repre- 
senta unos  treinta  y  cinco  años,  y  parece  un 
príncipe  de  Las  mil  y  mía  noches. 

—Hablemos  como  amigos;  prescinda  usted 
por  una  vez  de  su  calidad  de  periodista,  y  le 
contaré  cosas  muy  curiosas  de  la  India. .  .—me 
dijo  la  Princesa.  ;  .<-'I  '*^i^ 

—Pero,  ¿por  qué  esa  oposición  a  que  sea"  el 
periodista  el  que  converse  con  usted,  Prin- 
cesa? 

63 


tL      CABALLBPO      AUDAZ 

—  ¡No  quiero!  Pero  no  me  llame  usted  prin- 
cesa. Llámeme  Anita.  Así  como  así,  aquí,  en 
España,  es  en  el  único  sitio  donde  puedo  oír  mi 
nombre  de  pila...  ¡Y  me  gusta  tanto!...  Tanto 
como  mi  Málaga  de  mi  alma. 

—Pues,  ¿cómo  es  eso?— inquirí— .  ¿Allá,  en 
la  India,  no  sigue  usted  llamándose  Ana?... 

—No.  Al  casarme  varié  de  nombre...  Me 
llamo  Amor  de  principe,  porque  por  ese  nom- 
bre abrí  el  libro  de  mi  destino  el  día  de  mis 
bodas  con  el  Raja.  Allí  dicen  que  es  un  nom- 
bre de  suerte.  No  sé  yo;  hasta  ahora  soy  muy 
feliz,  muy  feliz. 

Al  observar  que  tomaba  notas,  agregó  rápi- 
da, con  un  delicioso  mohín  de  enfado: 

—¿Pero  no  desiste  usted  de  la  interviú? 

—Resultará  muy  interesante.  Y,  ¿por  qué  ese 
miedo,  Anita? 

—Si  no  es  miedo;  es  sencillamente  que  yo 
estoy  muy  dolida  de  los  periodistas  espa- 
ñoles. 

—¿Por  qué? 

—Me  han  hecho  mucho  daño.  No  han  cesado 
de  ponerme  en  ridículo.  ..Ya  mí  me  parece 
que  yo,  por  ser  mujer,  por  ser  española  y  por 
ir  a  ocupar  un  trono  extranjero,  merecía  un 
poco  más  de  respeto  de  mis  compatriotas. 

—  ¡Pero,  Anita,  yo  no  «ef!... 

64 


LO        Q    U  B       se       P   o    »       Mi 

— lOh,  sí,  señor!  Ha  habido  caballeros  que 
han  escrito  sobre  mi  pasado  cuantas  fantasías 
se  les  ocurrieron.  Hasta  hubo  un  majadero  de 
autor  que,  según  creo,  me  puso  en  solfa  en  el 
teatro  de  Apolo.  ¿Por  qué?...  Yo  amo  a  España 
sobre  todas  las  cosas.  ¿Por  qué  los  españoles 
no  me  han  de  corresponder  noblemente? 

La  dulce  voz  de  la  Princesa  denotaba  una 
profunda  emoción.  En  sus  ojos  preciosos  ha- 
bíase aumentado  la  melancolía.  Brillaban  mu- 
cho y  parecían  quererse  romper  en  rocío  de 
lágrimas. 

—No  crea  usted,  Anita— disculpé  yo—.  Nos- 
otros la  queremos  a  usted  como  una  princesita 
nuestra.  Si  usted  no  tiene  inconveniente,  yo 
colocaré  la  verdad  en  su  sitio  y  todas  esas  his- 
torias quedarán  desvanecidas.  ¿Dónde  conoció 
usted  al  Príncipe? 

—Aquí...  El  vino  invitado  para  las  bodas 
reales,  el  año  1906. 

—¿No  trabajaba  usted  en  el  Kursaal? 

—Sí,  señor;  era  una  artista  honrada,  como 
hay  muchas.  Verá  usted.  Yo  nací  en  Málaga, 
de  donde  es  toda  mi  familia.  ¿Conoce  usted 
Málaga? 

—Mucho. 

—iQué  bonita!... -►dijo  con  deleite.  Después 
continuó—:  Allí  tenía  mi  padre  un  café;  me 

5  II  65 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

acuerdo  que  se  llamaba  el  «Café  de  la  Casta- 
ña», y  estaba  en  la  plaza  del  Siglo.  ¡El  nombre 
tiene  gracia!...  Bueno,  pues,  ¡hijo!,  las  cosas 
vinieron  mal  y  de  mal  en  peor,  y  hubo  necesi- 
dad de  traspasar  el  negocio,  y  con  el  dinero 
que  nos  dieron  por  él  nos  vinimos  a  Madrid  a 
ver  si  mi  padre  encontraba  colocación.  Mi  her- 
mana y  yo,  que  nos  habíamos  educado  en  el 
colegio  de  la  Concepción,  éramos  dos  niñas 
muy  correctas;  pero  aquí,  en  Madrid,  nos  hici- 
mos amigas  de  una  vecina  que  era  maestra  de 
baile  flamenco,  y  nos  convenció  para  que 
aprendiéramos  a  bailar.  Figúrese  usted,  yo 
apenas  tenía  quince  años  y  todo  eso  me  pare- 
ció de  perlas.  Aprendimos  a  bailar  mediana- 
mente unas  sevillanas,  un  bolero,  una  jota  y 
un  ole.  Mientras  tanto,  los  catorce  mii  reales 
que  había  traído  mi  padre  de  la  venta  del  café 
se  habían  gastado  sin  encontrar  donde  meter 
la  cabeza. 

Hizo  una  pausa  Anita.  Acarició  su  collar  de 
perlas . 

—  ¡Vinieron  días  muy  difíciles!— prosiguió— . 
Y  entre  estas  negruras,  la  profesora  de  baile 
encendió  en  nosotras  la  vida  del  teatro.  «Era- 
mos guapitas.  Podíamos  seguir  siendo  honra- 
das y  ayudar  a  nuestros  padres,  etc.»;  la  eter- 
na historia.  Nos  decidimos  y  nos  contrataron 

66 


LO        QUE       3  B       POR       Mi 

en  el  Kursaal  como  pareja  de  bailes  andaluces, 
ganando  treinta  reales  diarios  y  bajo  el  nom- 
bre de  Las  Camelias.  Nuestros  padres  nos 
acompañaban  y  estaban  allí  con  nosotras  todo 
el  tiempo. 

—¿Tenía  usted  novio? 

—No,  señor;  si  5''o  era  una  niña:  tenía  quince 
años,  poco  más  o  menos.  Ya  en  la  vida  de  tea- 
tro, me  apené  mucho,  porque  me  di  cuenta  de 
que  aquello  no  se  había  hecho  para  nuestros 
caracteres:  éramos  sositas  y  sin  mundo.  Pero, 
¿qué  le  íbamos  a  hacer?...  Era  nuestra  tabla 
de  salvación,  y,  lo  que  es  más  importante  toda- 
vía, la  de  nuestros  padres.  Una  noche,  a  los 
pocos  días  de  estar  trabajando,  vino  a  visitar- 
me un  señor.  Era  el  intérprete  del  hotel  de  Pa- 
rís. Me  habló  de  un  príncipe  extranjero  que 
me  había  visto  trabajar,  el  cual  me  ofrecía 
cinco  mil  pesetas  por  ciertas  amabilidades.  Yo 
me  indig-né.  Me  tenía  por  una  mujer  honrada, 
aunque  pobre,  y  no  podía  comprender  que  na- 
die formara  otra  idea  de  mí;  le  envié  varios  in- 
sultos por  medio  del  intérprete  al  príncipe 
desconocido,  y  después  de  la  función  lloré 
como  una  tonta...  jMe  consideraba  tan  des- 
graciada!.. .  Al  día  siguiente  recibí  un  enorme 
boiiquetáe  camelias  y  una  carta.  Era  del  prín- 
cipe. Me  daba  sus  excusas  muy  rendidas  y  se 

67 


B  L      CABALLRRO      AUDAZ 

despedía,  entre  amables  frases,  de  mí,  porque 
al  siguiente  día  pensaba  regresar  a  París. 
Bien;  yo,  como  comprenderá  usted,  no  le  di 
importancia  a  nada  de  esto;  uno  de  tantos  ga- 
lanteos de  teatro.  Pasaron  varios  días,  y  una 
noche  se  presentó  a  verme  el  mismo  intérprete 
del  hotel  de  París.  Traía  una  carta  del  secreta- 
rio del  príncipe.  En  ella  se  me  proponía  irme 
a  pasar  unos  días  con  su  alteza  a  París,  por  lo 
cual  recibiría  a  vuelta  de  correo,  si  lo  acepta- 
ba, cien  mil  pesetas.  Durante  algunos  instan- 
tes me  hizo  dudar  aquella  oferta.  Figúrese  us- 
ted: en  nuestra  angustiosa  situación,  aquello 
era  la  tranquilidad  y  el  porvenir  de  nuestra 
casa...  Pero  no  pude  dominar  mi  repugnancia 
por  lo  que  yo  consideraba  una  venta,  y  m.e  de- 
cidí a  rechazarla  con  este  recadito:  «Le  dice 
usted  a  ese  príncipe,  que  o  casamiento  o  nada, 
y  eso  si  me  gusta,  que  si  no,  tampoco.»  Co- 
rrieron algunas  bromas  entre  las  compañeras 
sobre  el  Raja,  y  pasaron  unos  días.  Yo  ya  no 
me  acordaba  de  tal  cosa,  cuando  una  tarde 
—en  ocasión  en  que  estaba  en  mi  casa  hacién- 
dole un  retrato  a  mi  hermana  nuestro  íntimo 
amigo  el  pintor  Oroz— se  presentó  un  extranje- 
ro preguntando  por  mí . 

—¿Dónde  vivía  usted? 

—En  la  calle  del  Arco  de  Santa  María,  creo 

68 


LO        QUE       SE        P   O    J^       MI 

que  23,  sexto  piso,  interior.  Bueno:  el  desco- 
nocido no  cabía  por  la  puerta  del  piso  y  no  sa- 
bía una  palabra  de  español;  pero  Oroz,  que 
habla  muy  bien  el  francés,  supo  quién  era  y  lo 
que  deseaba... 

Calló  un  instante  la  Princesa  y  llevóse  un 
pomito  de  sales  a  la  nariz.  Yo  pregunté,  im- 
paciente: 

—Y,  ¿quién  era? 

—El  capitán  de  la  escolta  del  Príncipe  de 
Kapurtala;  me  traía  una  carta  de  Su  Alteza  y 
amplios  poderes.  En  la  carta— que,  por  cierto, 
la  llevo  siempre  conmigo— el  Príncipe  me  ex- 
presaba, con  mucha  gentileza,  que  no  podía 
vivir  sin  mí,  que  le  habían  cautivado  mis  con- 
diciones y  que  me  proponía  un  casamiento  con- 
migo. En  caso  de  aceptar,  debía  considerar  al 
dador  de  la  carta,  Mr.  Mayér,  como  un  servi- 
dor mío,  el  cual  me  llevaría  a  París,  acompa- 
ñada de  todas  las  personas  de  mi  familia,  y  allí 
arreglaríamos  nuestra  boda. 

—¿Usted  se  volvería  loca  de  alegría? 

—No  lo  crea  usted.  Tuve  miedo.  No  me  de- 
cidí, me  decidieron,  y  lloré  mucho,  no  sé  por 
qué.  Recuerdo  que  aquella  noche,  estando  en 
un  palco  del  Kursaal,  acompañada  de  Valle- 
Inclán,  Romero  de  Torres,  Oroz,  Baroja,  La 
Imperto  y  La  Fornarina,  todos  me  aconseja - 

69 


t  L      CABALLERO      AUDAZ 

ron  que  debía  aceptar  el  ofrecimiento  del  Prín- 
cipe; pero  bien  sabe  Dios  que  yo  fui  a  París 
como  quien  va  al  matadero.  ¡Creía  una  de  ne- 
cedades!... 

—¿V  fué  usted  con  toda  la  familia? 

— No,  señor;  mi  papá  se  quedó  aquí;  pero 
nos  acompañó  el  arnsla  señor  Oroz,  que,  como 
le  decía  a  usted,  era  niuy  aaiigo  de  casa.  Y 
aquí  viene  lo  más  fantástico.  Durante  el  viaje 
fui  yo  muy  preocupada  pensando  lo  que  le  iba 
a  decir  a  •  Príncipe.  Me  toi  airaba  la  idea  de  te- 
ner que  íingirle  cariño  a  un  liomore  que  ni  si- 
quiera conocía.  Llegamos.  En  la  esíación  nos 
esperaba  un  secreiaiio  de  Su  Akeza,  varios  es- 
clavos y  unos  automóviles.  Nos  llevaron  a  un 
alojamiento  suntuObO,  lieno  de  comodidades  y 
magnificencia;  pero  el  Piíncipe  no  aparecía 
por  ninguna  parte.  Al  fin,  un  secretario  me 
entregó  una  carta  de  él.  En  eila  me  decía  Su 
Alteza  que  debía  instalarme  en  aquella  casa, 
que  él  mismo  habúi  amueblado  para  mí,  y  que 
allí  no  me  faltaría  n^da,  ni  dine'^o,  ni  alhajas, 
ni  respetos,  y  que  él,  dándose  cuenta  exacta  de 
mi  situación,  no  se  avisparía  conmigo  hasta 
tanto  que  yo  aprendiese  perfectamente  el  fran- 
cés, pues  no  quería  expresarme  sus  sentimien- 
tos por  medio  de  otra  persona, 

—Qué  raro— exclamó  Campúa,  mirando  al 

70 


LO       QUE       S   B       P   O   Q      MI 

Príncipe,  que,  con  sumo  deleite,  escuchaba  nues- 
tra conversación  y  reía. 

—  ¡Hay  más!— prosiguió  Anita— .  Esa  carta 
iba  acompañada  de  una  nota  con  la  distribu- 
ción que  yo  había  de  hacer  de  los  días.  No  se 
me  ha  olvidado.  Levantarme  a  las  siete;  baño, 
toilette  y  desayuno;  de  ocho  a  diez,  montar  a 
caballo  y  pasear  por  el  bosque;  de  diez  a  once, 
piano;  de  doce  a  una,  francés  e  inglés;  de  tres  a 
cuatro,  billar;  de  cuatro  a  cinco,  siesta;  de  cin- 
co a  ocho,  pasear  en  coche  o  en  automóvil,  y 
de  diez  a  doce,  teatro.  Para  todas  estas  cosas 
tenía  profesores  qne  se  pusieron  a  mi  disposi- 
ción y,  además,  dos  damas  de  compañía,  una 
francesa  y  otra  inglesa,  que  por  cierto  son  las 
que  me  acompañan  en  este  viaje. 

La  Princesa  se  detuvo  para  acariciar  con  los 
ojos  a  su  marido.  Siguió: 

—Todos  los  días  recibía  una  carta  del  Prín- 
cipe; pero  continuaba  sin  verle. 

—Entonces,  ¿no  le  conocía  usted?... 

—No,  señor;  pero  le  presentía  tal  como  es. 
En  mi  alcoba  había  un  gran  óleo  de  él  vestido 
con  el  traje  indiano,  y  puede  decirse  que  ese 
lienzo  y  su  rara  y  caballeresca  conducta  en- 
cendieron en  mi  pecho  el  interés  y  el  amor. 
Tenía  muchas  ganas  de  verle,  y  me  apliqué  a 
aprender  el  francés;  a  los  seis  meses  sabía  ha- 

71 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

blarlo  perfectamente;  se  lo  mandé  a  decir,  y 
una  mañana,  cuando  paseaba  sobre  los  lomos 
de  mi  Yip  por  el  Bosque  de  Bolonia,  surgió  un 
apuesto  jinete  que  se  acercó  a  mi  lado.  Era  el 
Príncipe...  Y  nada  más...  Yo  me  enamoré,  más 
que  nada,  por  su  exquisita  delicadeza;  él  fué  a 
la  India  a  preparar  nuestro  matrimonio,  y  en 
el  mes  de  enero  entré  yo  en  Kapurtarla  acogi- 
da con  el  entusiasmo  del  pueblo,  y  a  los  pocos 
días  i;e  celebraron  nuestras  bodas.  Tenía  yo 
diez  y  seis  años,  y  subida  sobre  un  enorme  ele- 
fante, rodeada  de  nuestros  leales,  aromada  con 
mirra,  cantada  por  miles  de  voces  plañideras, 
alentada  por  músicas  y  gritos  de  regocijo,  pa- 
recíame soñar...  Era  aquello  superior  a  todo 
lo  que  pueda  usted  imaginarse. 

—¿Fué  usted  sola  a  la  India?... 

—Sólita. 

—¿No  le  dio  a  usted  miedo?. . . 

—¿De  quién?  ¿De  mi  príncipe,  que  me  adora- 
ba con  toda  su  alma  y  yo  a  él?...  Lo  que  sí  me 
pareció  es  que  mi  ser  había  roto  toda  relación 
con  este  planeta,  y  que  había  encarnado  en 
otro.  ¡Era  la  vida  tan  distinta!... 

Calló  la  Princesa.  Yo  interrogué  al  Prín- 
cipe: 

—¿Luego  Su  Alteza  es  soberano  indio?... 

—Desde  los  cinco  años  de  edad,  en  que  mi 

72 


LO       Q   U  E       S   B       POR      Mi 

padre  murió,  soy  príncipe  real  de  Kapurtala, 
que  es  un  bello  Estado  independiente  de  la  pro- 
vincia de  Punjab. 

—¿Por  qué  leyes  se  rige  su  Estado? 

—Por  leyes  análog-as  a  las  ing^lesas,  pues  es- 
tamos bajo  el  protectorado  de  la  Gran  Bretaña. 
Sobre  las  Indias  circulan  fantasías  disparata- 
das: somos  poco  civilizados,  cortamos  las  ca- 
bezas a  g^ranel,  damos  venenos  a  todo  pasto, 
nos  comemos  a  nuestras  mujeres  y  qué  sé  yo 
cuántas  tonterías  más.  No  hay  tal  cosa. 

Y  volviendo  sus  ojos  ardientes  hacia  Anita, 
y  sonriendo  infantil  y  meloso,  le  preguntó: 

—¿Verdad,  Amor  de  príncipe^  que  no  corta- 
mos cabezas  a  nadie? 

—j losú!  —cXdimó  la  linda—.  Ni  cabezas  ni 
nada.  Ya  ven  ustedes  que  yo  me  conservo  tan 
completa  como  me  fui. 

—Con  el  cutis  más  transparente— agregué  yo. 

—Sí,  es  posible;  porque  allí,  en  la  India,  me 
doy  tres  baños  de  leche  diarios. . . ;  pero  no  me 
pinto  nada,  nada,  como  ustedes  ven. 

—Príncipe:  ¿ama  usted  mucho  a  la  Princesa? 
—le  pregunté. 

—Mucho,  muy  amada.  Es  una  divina  angé- 
lica, que  hace  de  la  vida  una  filigrana  de  feli- 
cidad. En  Kapurtala  es  muy  querida  y  muy 
comprendida  por  mi  pueblo. 

73 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

La  niña  princesa,  tan  halagada,  rió  como 
una  chicuela  satisfecha. 

—Según  tengo  entendido,  son  ustedes  muy 
aficionados  a  viajar. 

—Es  el  gran  placer  de  Su  Alteza.  Viajar  con 
un  libro  en  la  mano.  Verlo  todo  y  leer  todo 
Buscar  la  belleza  donde  esté.  Él  conoce  todo 
el  mundo;  no  hay  rincón  en  la  tierra  que  no 
haya  visitado. 

—Ahora  vamos  a  California— medió  el  Prín- 
cipe—, que  es  lo  único  que  me  falta  por  co- 
nocer. 

—Y  dígame,  Príncipe:  ¿Su  Alteza  tiene  va- 
rias mujeres? 

—  ¡Oh,  sí;  mujeres,  muchas;  pero  la  Princesa 
es  la  Princesa. 

Anita  no  pudo  reprimir  un  gesto  de  amar- 
gura, y  en  una  explosión  de  celos,  deploró: 

—Sí,  ¡muchas  mujeres!  Son  costumbres  de 
allí,  ¿sabe  usted?...  Ellas  le  esperan  mientras 
que  él  está  a  mi  lado...  Le  esperan  desde  hace 
ocho  añ(.)S,  que  no  se  separa  para  nada  de  mi 
vera...  Allí,  en  la  India,  ningún  hombre  puede 
abandonar  a  la  mujer  que  fué  su  amante,  y 
tiene  la  obligación  de  mantenerla  según  su  je- 
rarquía. 

—Y  esas  mujeres,  ¿viven  con  usted,  Anita? 

—¡No!  ¡Qué  disparate!...— rechazó  rápida—. 

74 


LO       QUE       ó   B       P   O    1^      Mr 

Ellas  están  recluidas  en  sus  palacios;  y  como 
son  indias,  no  pueden  salir  a  la  calle  ni  dejarse 
ver  por  nadie...  Yo  no  conozco  a  ninguna. 

—¿Y  usted  tampoco  puede  dejarse  v^er? 

—Yo,  sí;  yo  vivo  a  la  europea,  aunque  visto 
indistintamente  el  traje  indiano  o  el  europeo; 
es  decir,  visto  más  el  indiano,  porque  me  favo- 
rece mucho;  y  para  las  ceremonias  de  la  Corte 
estoy  obligada  a  ello. 

—  ¿Pasan  ustedes  mucho  tiempo  en  Kapur- 
tala? 

— El  invierno,  generalmente,  porque  allí  re- 
sulta muy  agradable.  En  París  tenemos  nues- 
tra segunda  casa,  con  caballerizas,  caballos  de 
carrera,  a  los  cuales  es  muy  aficionado  mi  ma- 
rido, y  demás. 

—¿Qué  vida  hace  usted  en  la  India?... 

—Mire  usted:  me  levanto  a  las  siete,  monto 
a  caballo  y,  acompañada  de  mis  damas,  de 
mis  esclavos  y  de  mis  chacales,  voy  a  dar  un 
paseo  por  el  monte,  y  allí  corremos  liebres, 
gamuzas  y  zorros. 

—¿Ha  dicho  usted  chacales? 

—Sí,  chacales  amaestrados  y  fieles,  que, 
como  perros  leales,  nos  acompañan  y  defien- 
den contra  las  fieras.  Por  la  tarde  jugamos  al 
tennis,  al  polo  o  al  billar,  o  patinamos,  según 
el  tiempo. 

75 


e  L      CABALLERO      AUDAZ 

—La  comida  de  la  India,  ¿es  muy  distinta  de 
la  de  aquí? 

—Muy  distinta.  Sin  embargo,  en  nuestro 
palacio  se  pone  con  frecuencia  el  puchero  an- 
daluz y  la  paella,  porque  le  gusta  mucho  al 
Príncipe.  Siempre  viajamos  con  nuestros  coci- 
neros. Treinta  personas  venimos  ahora.  Trae- 
mos doscientos  cuarenta  baúles,  habiendo  te- 
nido que  pagar,  por  exceso  de  equipaje,  desde 
París,  veinte  mil  francos.  Ahora  bien,  que  via- 
jamos siempre  con  agua  de  la  India,  leche  y 
legumbres  para  condimentar  comidas,  pues  Su 
Alteza  así  lo  quiere. 

—¿Tienen  ustedes  algún  hijo? 

—Uno  de  ocho  años.  ¡Más  bonito!...  Verá  us- 
ted, ahora  me  lo  traerán. 

—¿Cuántos  idiomas  habla  el  Raja? 

—Español,  francés,  inglés,  persa,  italiano  e 
indostánico. 

—No  se  le  olvide  a  usted  decir— me  advirtió 
el  Príncipe— que  amo  mucho  a  España,  y  una 
prueba  de  ello  es  que  entre  todas  las  mujeres 
del  mundo  elegí  una  española,  porque  no  en- 
contré otra  más  digna  de  compartir  la  sobera- 
nía de  mi  Estado.  También  haga  usted  constar 
mi  ferviente  amistad  con  Inglaterra,  y  que  en 
la  guerra  actual  le  he  ofrecido  toda  clase  de 
recursos,  y  he  enviado  diez  mil  infantes  de 

76 


LO       QUE       SE       POR       M  [ 

Kapurtala  para  que  se  batan  contra  los  alema- 
nes en  el  África  Oriental,  al  frente  de  los  cua- 
les pienso  ponerme  cuando  regrese  de  Amé- 
rica. 

—¿Abandonan  ustedes  pronto  Madrid? 

—Esta  noche,  si  Dios  quiere— dijo  la  Prince- 
sa—, saldremos  para  Sevilla.  Allí  pasaremos 
la  feria,  y  en  Cádiz  embarcaremos  con  rumbo 
a  América. 

Aquel  si  Dios  quiere  me  sugirió  una  última 
pregunta: 

—  Princesa:  ¿Sigue  usted  siendo  católica 
apostólica? 

—Hasta  los  huesos.  Mi  marido,  respecto  a  la 
religión,  me  dejó  en  una  absoluta  libertad. 

Y  los  hechiceros  ojos  de  Anita  se  entornaron 
dulcemente.  ¡Oh,  princesa  oriental,  qué  linda 
eres!... 


77 


Un  buen  día  nuestro  director  me  ha  dicho: 

—Es  preciso  que  vaya  usted  a  Barcelona... 
Tiene  usted  que  hacer  allí  unas  cuantas  visitas 
interesantes:  Guimerá,  Apeles  Mestres,  Igle- 
sias, Juan  Manen,  Granados,  María  Barrien- 
tos.  Casas,  Güell  y  otros  muchos  de  gran  mé- 
rito. 

La  orden  me  pareció  de  perlas,  porque  yo 
guardo  un  gratísimo  recuerdo  de  Barcelona,  y 
la  acaté  al  momento. 

—Mañana,  si  a  usted  le  parece . . . 

—Muy  bien;  mientras  antes,  mejor. 

Al  día  siguiente  tomábamos  Campúa  y  yo  el 
expreso  de  la  Ciudad  Condal.  Cuando  amane- 
cimos, nuestro  horizonte,  en  vez  del  cielo  y  la 
tierra  que  habíamos  dejado,  era  mar  y  cielo, 
ante  el  cual  se  regocijaban  nuestros  ojos. 


79 


EL     CABALLERO      AUDAZ 

Describiros  Barcelona  sería  inocente.  Estoy 
seguro  de  que  todos  mis  lectores  la  conocéis  y 
que  todos  habéis  sentido  orgullo  de  que  este 
pedazo  de  tierra  y  mar,  tan  europeo,  tan  in- 
dustrial, tan  bello  y  tan  trabajador,  sea  es- 
pañol. 

Es  una  colmena  Barcelona. . .  Una  colmena 
perfumada  con  el  aroma  castizamente  hispano 
de  las  flores  de  sus  ramblas.  Claro  que  no  fal- 
tan zánganos;  pero  éstos  son  los  vividores  de 
la  política  que  asoman  por  allí  a  turbar  con  su 
abejorreo  pernicioso  el  laborar  constante  de 
las  abejitas. 

¡Qué  hermosa  es  Barcelonal . . .  Yo,  las  ñores 
que  he  admirado  en  sus  ramblas  y  en  sus  jar- 
dines no  las  he  visto  en  parte  alguna. . .  Y  un 
país  donde  se  crían  tantas  y  tan  bellas  flores 
tiene  que  ser  un  país  de  artistas  y  de  espíritus 
delicados. 

Hay  unas  rosas  blancas,  veladas  por  un  diá- 
fano tinte  crema,  de  una  belleza  extraordina- 
ria. Rosas  dignas  de  ser  pintadas  por  Rusiflol 
y  cantadas  en  las  estrofas  admirables  de  Ape- 
les Mestres.  Contemplándolas  se  siente  la  vo- 
luptuosidad de  la  Naturaleza. . . 

Barcelona,  ¡qué  bella  eresl 


80 


LO       O   U  ñ       3   B      P  Ó  ^      Mí 

—¿Dónde  vivirá  Guimerá?— nos  preguntába- 
mos Campúa  y  yo,  mientras  que,  sentados  en 
la  terraza  de  la  Maison  Dorée,  apurábamos  un 
Qtwimel, 

La  gran  plaza  de  Cataluña  era  un  hervidero 
de  gente  que  caminaba  de  prisa...  El  movi- 
miento de  tranvías,  automóviles  y  coches  era 
extraordinario.  De  vez  en  cuando  pasaba  una 
muchachuela  de  catorce  o  quince  años  con  el 
pelo  cortado . . . 

—Esa  ha  tenido  el  tifus. .  .—oíamos  decir  en 
derredor. 

Y  esta  nota  triste  a  cada  instante. 

Pilin,  la  linda  y  grácil  billetera,  de  zapatos 
de  terciopelo  y  medias  de  torzal,  que  engaña 
con  sus  coqueteos  prometedores  y  palabrerías 
a  los  asiduos  de  la  Maison,  llegó  hasta  nuestra 
mesa  a  ofrecernos  un  décimo . . . 

—¿Quiere?. . .  ¡Que  puede  que  le  toque! 

Se  nos  ocurrió  una  idea. 

—Oye,  niña:  ¿Tú  conoces  a  don  Ángel  Gui- 
merá?—le  pregunté. 

—¡Ya  lo  creo!...— repuso,  haciendo  un  mohín 
muy  cómico  de  enojo—.  ¿Cómo  no  le  iba  a  co- 
nocer? 

— ¿Y  viene  por  aquí? 

—No,  señor.  Acostumbra  a  ir  al  café  Conti- 
nental. Ahora  mismito  estará  allí... 

6-n  81 


ñL      CABALLEJO      AUDAZ 

La  muchacha,  que  era  hsta  y  simpática 
como  un  diabhllo,  nos  dirigió  ya  una  última 
mirada  de  camaradas. 

Cuando  nosotros  nos  levantamos,  unos  po- 
llos la  acosaban  en  la  mesa  de  al  lado,  y  ella 
se  defendía  heroicamente. 

—¡No!. ..  Tocar,  no...  ¿Eh?  ¿Pa  qué?...  ¡Las 
manit^s,  quietas! . . . 

Descendimos  por  la  rambla  de  Canaletas  y 
llegamos  al  café  Continental. 

En  cuanto  llegamos  vimos  a  don  Ángel  Qui- 
mera presidiendo  un  grupo  de  más  de  veinte 
contertulios. 

—  ¡Don  Ángel!. . . 

Al  sentirse  nombrar,  el  insigne  dramaturgo 
se  levantó  rápidamente,  aunque  frenado  por 
las  tinieblas  de  sus  ojos. 

Ante  todo,  nos  dio  la  mano  con  esa  franca 
cordialidad  de  los  catalanes. . . 

—¿Qué  desean  ustedes?. . . 

—Somos  Campúa  y  El  Caballero  Audas. 

—Basta— nos  dijo  sonriendo—.  Me  supongo 
a  qué  vienen  ustedes,  y  hacen  muy  bien,  por- 
que ya  por  aquí  echábamos  de  menos  su  vi- 
sita. . . 

Don  Ángel  Guimerá  es  un  viejecito  alto  y 
delgado,  como  don  Benito  Pérez  Galdós... 
También  tiene  una  naturaleza  de  roble  y  tam- 

S2 


LO       QUE       S   B       í>  O   i^      Mí 

bien  le  falta  casi  la  vista...  La  íu¿  dejando  so- 
bre las  macilentas  cuartillas  con  pedazos  de  su 
alma.  Al  peso  de  los  años  se  agobió  su  cuerpo 
y  perdieron  seguridad  sus  pasos.  Es  ya  un  glo- 
rioso jirón  de  la  bandera  catalana,  que,  con 
don  Benito,  forman  la  victoriosa  enseña  de  las 
letras  españolas. 

Tiene  la  barba  blanca  y  descuidada;  la 
frente,  muy  espaciosa,  y  sobre  su  cabeza  se  al- 
zan como  montones  de  ceniza  sus  cabellos  ve- 
nerables. En  el  trato  es  afectuoso  y  paternal. 
De  vez  en  cuando  os  da  un  golpecito  cariñoso, 
al  mismo  tiempo  que  os  dirige  un  sincero  ha- 
lago. Su  alma,  como  todas  las  almas  buenas, 
¡buenas!,  no  ha  pasado  de  la  niñez.  Segura- 
mente no  conoce  ni  de  pensamiento  el  pecado 
mortal.  A  las  cuatro  palabras  que  cruzamos 
ya  sentíamos  hacia  él  un  afecto  tierno  y  entra- 
ñable. . .  Ya  le  cogíamos  del  brazo  y  ya  hubié- 
semos besado  sus  manos  temblorosas  con  la 
misma  unción  sagrada  que  besamos  las  de 
nuestros  abuelos. 

—  Son  las  cuatro— nos  dijo  en  una  confiden- 
cia llena  de  bondad,  al  mismo  tiempo  que  se 
aseguraba  los  gruesos  lentes  de  roca—;  estoy  a 
la  disposición  de  ustedes  hasta  las  seis  y  media. 

—¿Le  parece  a  usted  que  demos  un  paseo  en 
coche? . , . 

43 


EL      CABALLBf?0      AUDAZ 

—Muy  bien. . .  Muy  bien. . .  ¡Mejor!— aceptó. 

Salimos  del  café . . .  Subimos  al  primer  coche 
que  pasaba. 

—¿Adonde  vamos?— preguntó  don  Ángel... 

—Adonde  usted  quiera. . .  Usted,  que  conoce 
esto,  sabrá  mejor  que  nosotros  el  sitio  a  pro- 
pósito. 

—Iremos  al  parque  de  Montjuich,  que  es 
muy  lindo...  Allí  le  han  levantado  una  estatua 
a  ManeliCf  que  no  he  visto  todavía. 

Y  en  catalán  dio  la  orden  al  cochero. 

Mientras  atravesábamos  las  populosas  ca- 
lles, yo  le  preguntaba  y  le  preguntaba  ince- 
santemente. 

— Va  usted  poco  por  Madrid,  don  Ángel,  y 
allí  le  queremos  y  admiramos  a  usted  muchí- 
simo. 

—No  crea,  que  he  ido  siete  u  ocho  veces. . . 
Yo  también  quiero  mucho  al  público  madrile- 
ño, y  es  que  poco  a  poco  se  ha  ido  captando 
mi  afecto,  porque  me  ha  tratado  con  una  con- 
sideración incomprensible.  Hasta  el  punto  que 
muchas  veces  me  he  equivocado  y  he  tenido 
que  rectificar  juicios  que  tenía  hechos. . . 

—¿Cuáles?. . . 

—Sobre  algunas  obras  mías,  que,  por  ser  de- 
masiado fuertes,  he  pensado:  «Esto  no  va  a 
gustar  en  Madrid.»  Y  después  han  sido  éxitos 

84 


LO       Q   U   b       SE       POR      MI 

tan  grandes  como  aquí;  y  entonces  he  dicho: 
«¡Caramba!» 

—¿Usted  es  catalán? 

—No,  señor...  Yo  so}^  de  Tenerife.  A  los 
siete  años  me  trasplantaron  aquí,  y  aquí  quie- 
ro morir.  Mi  padre  era  de  Tarragona,  y  mi  ma- 
dre, canaria.  Cuando  llegué  a  Cataluña  no 
sabía  hablar  ni  una  palabra  en  catalán.  Ade- 
más, no  me  gustaba. . .  Al  oírlo  hablar  me  ha- 
cía el  efecto  de  que  disputaban...  ¡Oh,  des- 
pués buen  cariño  le  he  tomado! 

—Entonces,  ¿estudió  usted  aquí? 

—Comencé  mi  educación  primaria  en  Ven- 
drell...,  en  una  escuela  municipal.  Después,  ya 
en  Barcelona,  me  sometí  a  los  estudios  de  los 
Escolapios. 

—¿Y  guarda  usted  buen  recuerdo  de  ellos? 

Muy  bueno.  Hasta  el  punto  que  le  voy  a  con- 
tar a  usted  un  caso  que  se  lo  demostrará. 
Cuando  la  «semana  trágica»,  un  grupo  de  re- 
volucionarios llegó  hasta  el  Colegio  de  los  Es- 
colapios y  le  prendió  fuego. . .  Yo,  al  saberlo, 
acudí  corriendo,  por  si  con  mi  presencia  con- 
tenía los  desmanes.. .  Ya  era  tarde.  Ardía  y 
todo  estaba  casi  destruido. . .  Las  techumbres 
de  los  cuartos  se  habían  derrumbado...  Yo 
busqué  en  las  negras  ruinas  de  la  fachada  el 
balcón  de  la  celda  donde  yo  había  pasado  los 

85 


EL      CABAL  L  E P  O      AUDAZ 

mejores  años  de  mi  niñez,  y  sentí  una  emoción 
muy  extraña  y  muy  triste  al  contemplar  por  el 
hueco,  sin  puertas  ni  cristales,  un  jirón  de  cie- 
lo estrellado. 

—¿Qué  carrera  siguió  usted?. .  .—seguimos 
inquiriendo. 

—Ninguna;  yo  no  he  seguido  carrera.  Todo 
lo  más,  el  grado. 

—¿Y  cómo  se  despertaron  en  usted  los  senti- 
mientos literarios? . . . 

—Pues  nada;  que  mi  salida  del  colegio  coin- 
cidía con  el  movimiento  literario  catalán;  me 
incorporé  a  él  y  empecé  a  escribir  versos. 
Tengo  una  idea  de  que  la  primera  poesía  que 
publiqué  se  titulaba  El  alcalde  y  el  niottarca. 
Después  había  un  periódico  que  se  llamaba  La 
A^tninalla,  y  allí  comencé  a  publicar  diversi- 
dad de  cosas.  Más  tarde  concurrí  a  los  juegos 
florales,  y  en  todos  fui  premiado,  y  hasta  un 
año  obtuve  los  tres  premios. 

—¿Cuál  fué  la  primera  obra  teatral  que  es- 
trenó usted? 

—Gala  Placidia,  una  tragedia  en  tres  actos 
que  me  estrenaron  en  el  teatro  Principal  unos 
muchachos  amigos  míos. 

—  ¿Tuvo  éxito? 

—  Sí,  un  éxito  resonante,  porque  era  un  gé- 
nero nuevo  aquí;   después  la  recogieron  las 

5U 


LO        QUE        3    ñ       PO/?       MI 

compañías  y  se  hizo  en  Novedades.  Y  animado 
por  el  aplauso,  seguí  la  senda  teatral. 

—¿Cuántos  actos  lleva  usted  estrenados? 

— No  sé;  muchos.  Unos  ciento. 

—¿Cuál  fué  la  primera  obra  de  usted  que  se 
tradujo  al  castellano? 

—María  Rosa,  que  se  estrenaba  en  Madrid 
al  mismo  tiempo  que  aquí  Borras.  La  tradu- 
jo—¡y  muy  bien  por  cierto!— Echegaray.  Yo 
iba  a  ir  la  noche  del  estreno,  pero  pensé:  «Lo 
más  natural  es  que  esté  donde  se  estrena  la 
obra  en  la  lengua  en  que  fué  escrita ...»  A  la 
noche  siguiente  fui  a  Madrid...  Pero,  ¡espere 
usted,  que  estoy  loco!  María  Rosa  no  fué  la 
primera  que  se  tradujo  al  castellano...  Fué 
Mar  y  cielo,  traducida  por  Gaspar;  la  estrenó 
aquí  Rafael  Calvo,  y  fué  la  última  obra  que 
hizo,  porque  el  pobre  murió  en  aquellos  días; 
entonces  la  estrenó  su  hermano  Ricardo  en 
Madrid. 

—Hablemos  de  Tierra  baja.  ¿Cómo  se  le  ocu- 
rrió a  usted  el  asunto  de  esa  obra? 

—Como  se  ocurren  todos...  Meditando  y  me 
ditando  sobre  ellos...  Por  cierto  que  cuando  la 
estaba  terminando  nos  encontramos  en  Zara- 
goza, en  unos  juegos  florales,  don  José  Eche- 
garay  y  yo.  Don  José  estaba  esperando  este 
drama  para  traducirlo  por  encargo  de  María 

87 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

Guerrero  y,  claro,  al  verme  se  interesó  por  él. 
«¿Cómo  se  va  a  titular?»,  me  preguntó.  *Tierra 
haja-»^  le  repuse.  Y  él  frunció  el  ceño.  No  le 
había  agradado  el  título.  En  aquel  momento, 
viendo  don  José  una  legión  de  hombres  que 
avanzaban  por  una  senda,  preguntó:  «¿Qué 
son  aquéllos?»  «Aquellos  son— dijo  el  alcal- 
de—gentes de  tierra  baja.*  Qué  coincidencia, 
¿verdad? 

—¿Cuándo  se  estrenó  en  castellano? 

—Antes  que  en  catalán...  Y  la  estrenó  Fer- 
nando Díaz  de  Mendoza.  Quiero  hacer  constar 
esto,  porque  hay  un  equívoco.  Le  achacan  el 
estreno  a  Borras. 

—¿Fué  un  éxito  muy  grande? 

—Tuvo  el  mismo  éxito  que  todas  las  demás 
obras  mías;  pero  con  el  tiempo  ha  ido  este  éxi- 
to creciendo,  no  sé  por  qué... 

—Porque  es  una  obra  hermosísima— comen- 
té, entusiasmado. 

—Para  mi  gusto,  las  tengo  mejores.... 

—¿Cuál  le  gusta  a  usted  más? 

—Del  todo,  ninguna.  Escenas  de  unas,  pala- 
bras de  otras. . .  Momentos. . .  Momentos  don- 
de se  advierte  que  sintió  uno  la  inspiración. . . 
Cuidado  se  puso  igual  por  igual  para  hacer 
todas.  Pasa  como  con  los  hijos.  ¿Por  qué  son 
unos  más  guapos  o  más  listos  que  otros?... 

»8 


LO        QUE        S    £        POP       MI 

¡Quién  sabe!  Sin  embargo,  si  he  de  ser  since- 
ro, le  diré  a  usted  que  la  que  más  me  llena  de 
mis  obras  es  La  reina  vieja.  Ahora  hace  algún 
tiempo  que  no  escribo,  porque  las  compañías 
están  muy  mal  organizadas ...  La  última  obra 
juzgada  en  Madrid  ha  sido  La  reina  joven... 

—En  efecto,  y  alguien  vio  que  en  esta  obra 
trataba  usted  de  presentar  personajes  muy  co- 
nocidos en  la  política  española,  y  sobre  todo 
en  la  catalana. 

—No,  no  pensé  en  tal  cosa.  Yo  traté  de  de- 
mostrar que  por  muy  opuestos  que  sean  los 
sentimientos  políticos  de  dos  personas,  puede 
tejerse  entre  ambos  el  amor,  que  salta  por 
todo...  Ahora,  en  la  actualidad,  lo  que  preparo 
es  un  drama:  ¡esús  vuelve.  De  esta  obra  está 
enamorada  María  Guerrero,  piorque  le  he  con- 
tado el  asunto.  Tengo,  además,  ya  terminados, 
El  iuutid9  a -ni  y  Por  derecho  divino. 

—¿Escribe  usted  con  facilidad? 

—Sí,  generalmente,  si  escribo  a  gusto  cosas 
que  a  mí  se  me  ocurran.  Ha}-  ocasiones  en  que 
uno  siente  una  fuerza  sobrenatural  que  lo 
manda  y  que  lo  inspira,  y  entonces  se  escribe 
como  un  sonámbulo. . .  Ya  ve  usted,  3-0  tengo 
una  obra  que  el  héroe  es  un  anarquista:  La 
fiesta  del  trigo . . .  ¿Cómo  escribí  yo  esto? 

—¿Cuánto  lleva  usted  cobrado  de  sus  obras? 

89 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

—No  sé,  hijo. . .  Yo  jamás  cuento  el  dinero. 
Lo  cobro  y  lo  echo  al  cajón  sin  saber  lo  que 
tengo.  Cuando  se  acaba,  se  acabó.  Me  produ- 
cirán al  mes  unos  trescientos  duros...  Pero, 
¡caso  raro!...:  yo,  a  pesar  de  que  ya  tengo 
más  de  setenta  años,  todavía  no  escribo  mi- 
rando al  producto. . .  Hago  literatura  como  la 
hacía  a  los  diez  y  siete  años,  por  verdadero 
romanticismo;  si  no  se  representasen  mis 
obras,  las  escribiría  para  mi  entretenimiento  y 
el  de  mis  amigos. . . 

—¿Tiene  usted  familia? 

— No,  señor;  de  sangre,  no.  Pero  vivo  des- 
de mozo  con  un  amigo  y  con  su  familia, 
que,  por  dictados  del  corazón,  es  la  mía.  Soy 
soltero. 

— ¿Por  vocación  o  por  contrariedades? 

—No  lo  sé;  porque  me  he  ido  quedando  así. 

Llegamos  al  parque  de  Montjuich.  Un  jardín 
coronando  una  montaña.  Abajo,  en  derredor, 
se  extendía  Barcelona,  enorme,  abigarrada, 
con  sus  chimeneas  vomitando  humo,  con  sus 
austeras  torres.  A  la  derecha,  en  el  fondo, 
como  una  nube  verde  que  besara  el  suelo,  ten- 
díase el  mar.  Hasta  nosotros  llegaba  el  es- 
truendo confuso  de  la  gran  capital. . .  Silbaba 
un  tren.  Gemía  una  sirena.  Cantaba  un  ruise- 
ñor en  el  parque. 

90 


LO       Q    U   B       SE       POR       Mí 

Y  mientras,  nosotros  contemplábamos  la  es- 
cultura de  Montserrat  hecha  a  Manelic. 

Allí,  en  bronce,  estaba  el  protagonista  de 
Tierra  baja^  con  su  cayada  sobre  los  hombros, 
atravesada,  con  sus  brazos  colgados  de  ella, 
con  su  gorro  y  su  frente  altiva.  Parecía  cantar, 
bajo  el  purísimo  añil  del  cielo,  su  poema  de 
amor  v  libertad. .. 


91 


¿^     LUGA  DE  TENA     5' 


Esta  tarde,  lector,  vamos  a  conversar  con 
un  caballero  extraordinario...  Su  voluntad  es 
recta  y  firme;  su  conciencia,  como  un  crisol; 
su  pecho,  como  un  castillo  feudal,  lleno  de 
amor  a  la  Patria,  donde  rebotan  los  dardos  que 
le  dirigen  los  que  no  se  sienten  vivificados  por 
la  excelsa  llama.  Este  caballero  es  periodista, 
y  claro  que  lo  extraordinario  en  él  no  es  pre- 
cisamente la  profesión.  Periodistas  somos  mu- 
chos, unos  mejores  y  otros  peores:  abundan 
tanto  los  primeros  como  los  segundos.  Es  muy 
corriente  el  escritor  profesional  que  vive  de 
embujar  cuartillas  y  más  cuartillas;  también 
lo  es  el  que  se  deja  en  silencio,  ignorado,  los 
sesos  sobre  la  mesa  de  la  redacción,  para  nu- 
trir el  buche  político  de  su  director;  y  hay  un 
tercero  que  utiliza  la  pluma  como  trampolín 
para  ambiciones  políticas. 

93 


B  L      C  A  b  A  I  L  B  tí  O      AUDAZ 

Nuestro  visitado  no  pertenece  a  ninguno  de 
estos  tres  tipos  corrientes.  Es  de  otra  hornada, 
donde  no  se  coció  más  que  él.  Juzgad  vosotros 
mismos.  Un  día,  cuando  este  caballero  era  un 
mozo  de  veinte  años,  y  después  de  haberse  ex- 
perimentado en  visitas  a  tierras  extrañas,  se 
encontró  en  su  patria  dueño  de  dos  millones 
de  pesetas.  ¿Qué  hacer  con  tan  crecida  suma?... 
Un  espíritu  ahorrativo  e  indiferente  la  hubiese 
empleado  en  comprar  papel -cupón,  y  si  se 
sentía  seducido  por  la  política,  con  la  renta  de 
sus  dineros  a  buen  seguro  que,  cultivando  la 
amistad  de  un  Romanones,  llegaría  a  ser  mi- 
nistro. A  un  mujeriego,  vicioso  3'  alocado,  se 
le  hubiesen  ido  los  billetes  tras  de  un  naipe  o 
de  una  vida  fácil;  pero  aquel  mozo,  que  era  un 
espíritu  fuerte  y  bien  templado,  que  quería  lu- 
char e  imponerse,  ser  útil  a  su  patria,  dirigió 
la  vista  a  la  Prensa;  no  a  la  prensa  que  se  con- 
vierte en  esclava  y  pregonera  del  amo,  sino 
a  la  prensa  patriótica  e  independiente,  que  es 
la  anhelada  por  todos...  Triunfó  en  toda  la  lí- 
nea. Y  aquí  lo  singular  de  este  hombre:  cuan- 
do a  la  puerta  de  sus  talleres  llamaron  los  di- 
rectores políticos  para  ofrecerle  un  envidiable 
y  suculento  plato  en  la  merienda  del  presu- 
puesto nacional,  él  siempre  rehusó  fríamente: 
«¡Ah!  No.  Perdónenme,  pero  no  acepto;  más 

94 


LO        Q    U  B       SE       POR       MI 

que  hacer  decretos  y  Reales  órdenes  en  el  Mi- 
nisterio, me  seduce  hacer  patria  desde  la  direc- 
ción <Xq  A  B  C...» 

Sabido  por  todos  esto,  encontraréis  justifica- 
do que  el  cronista  califique  a  don  Torcuato 
Luca  de  Tena  de  hombre  extraordinario.  En 
otro  terreno,  si  me  fuera  dado  espacio,  yo  es- 
cribiría un  centenar  de  cuartillas  sobre  la  in- 
neg"able  inñuencia  en  la  cultura  y  en  las  letras 
de  este  hombre,  incansable  Trabajador,  que  ha 
hecho  evolucionar  al  periodismo,  colocando  a 
España  al  nivel,  y  tal  vez  por  encima,  de  las 
más  adelantadas  naciones  de  Europa. 

—¿Está  don  Torcuato?  —  hemos  preguntado 
con  parquedad,  tras  de  cerrar  la  cancela  de 
hierro  y  cristales  para  que  cesara  el  azorante 
repiqueteo  del  timbre  que  anunciaba  nuestra 
entrada . 

—No  puedo  decirles.  Hagan  el  favor  de  su- 
bir al  principal;  allí  lo  sabrán -nos  contesta  el 
portero. 

Y  un  poco  abrumados  por  el  profundo  silen- 
cio que  nos  rodea,  avanzamos  por  la  suntuosa 
y  amplia  escalera,  cuyos  rellanos  los  alegran 
hermosas  plantas  naturales.  En  el  piso  princi- 
pal entregamos  a  un  ordenanza  nuestra  tarjeta 
y  esperamos  viendo  reflejar  nuestra  imagen 
en  un  gran  espejo  que  sobre  su  jardinera  pa- 


B  L      CABALLEJO      Á  U  D  AZ 

rece  piolong^ar  la  galería.  Un  bolones  menudo 
y  vivaracho  nos  examina  con  curiosidad.  Vuel- 
ve el  ordenanza  y  tras  de  él  el  secretario  de 
don  Torcuato,  que  nos  invita  a  seguirle...  El 
señor  Luca  de  Tena  está  en  la  nave  de  máqui- 
nas. Atravesamos  una  oñcina— tal  vez  sea  la 
redacción—,  seguimos  por  una  galería,  nos 
deslizamos  por  una  escalera  de  caracol,  nos 
acomodamos  en  un  ascensor  que  desciende  dos 
pisos  y  que  nos  deja  en  la  nave  de  máquinas. 
Ya  allí,  nos  hemos  quedado  un  instante  quie- 
tos, estupefactos,  asombrados,  contemplando 
la  grandiosidad  de  esta  nave  que  se  extiende 
ante  nuestra  vista.  El  cronista,  que  ha  visitado 
los  más  renombrados  rotativos  ingleses,  fran- 
ceses y  alemanes,  no  encontró  en  ellos  nada 
comparable  con  esta  gran  sala,  sin  una  colum- 
na, donde  hay  más  de  treinta  máquinas,  donde 
trabajan  y  se  mueven  holgadamente  más  de 
cien  obreros  bajo  la  luz  azulosa  que  desparra 
man  una  veintena  de  focos  eléctricos,  y  donde 
la  atmósfera  es  pura  y  transparente  como  en 
medio  de  la  Castellana. 

A  la  derecha,  y  rodeado  de  un  grupo  de 
obreros,  atalayamos  al  hombre  cuyo  cerebro 
levantó  este  palacio  periodístico,  honra  de  la 
prensa  española.  Atravesamos  las  secciones 
de  encuademación  y   llegamos  hasta  donde 

96 


LO       QUE       SE       POR       Mi 

está  don  Torcuato,  que  nos  acoge  con  su  gen- 
til amabilidad. 

—Perdónenme  que  los  reciba  aquí,  pero  es- 
tamos probando  esta  nueva  máquina  —  nos 
dice,  mostrándonos  una  gran  rotativa  de  cua- 
tro cuerpos ,  enorme  como  un  acorazado, 
veloz  como  una  centella  y  silenciosa  como 
una  respiración.  Cuatro  hombres  recogen  los 
ejemplares  áe  A  B  C,  que,  perfectamente 
impresos  y  plegados,  arroja  por  sus  plega- 
doras... 

—Es  magnífica  esta  máquina,  don  Torcuato 
—exclamamos  nosotros  maravillados. 

—La  Casa  Koéning  Bauer— nos  replica  el  se- 
ñor Luca  de  Tena— la  ha  construido  expresa- 
mente para  tirar  ABC.  Con  ella  se  obtiene 
un  rendimiento  de  velocidades  asombroso.  Po-. 
demos  tirar,  poniéndola  a  su  marcha  máxima, 
ciento  veinte  mil  ejemplares,  de  ocho  páginas, 
en  una  hora,  perfectamente  impresos,  como 
está  usted  viendo. 

—¿Le  habrá  costado  a  usted  un  pico?... 

— Hasta  este  momento  llevo  gastado  en  ella 
ciento  cincuenta  mil  francos. 

— Y  la  tirada  diaria,  ¿se  hace  ya  en  ella? 

—No,  señor...  Estamos  desde  hace  ^  .r;os 
días  haciendo  ensayos;  hoy  ya  podemos  decir 
que  el  ensayo  es  general,  con  decorado  y  todo, 

7 -II  97 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

porque  está  tirando  una  de  las  ediciones  de 
provincias. 

—Solamente  usted  en  España,  don  Torcuato, 
tiene  coraje  para  gastarse  más  de  treinta  mil 
duros  en  una  máquina. 

—Eso  significa  poco  comparado  con  la  labor 
que  hay  que  hacer  desde  que  se  le  ocurre  a 
uno  adquirirla  hasta  que  la  ve  ya  funcionando; 
no  se  puede  usted  imaginar  lo  de  estudios,  ¡nú- 
meros, viajes,  visitas!  Luego,  ya  aquí,  no  apar- 
tarse de  ella  y  presenciar  su  montaje  desde  el 
primero  hasta  el  último  ovalillo...  Yo.  amigo 
Andas,  me  he  puesto  más  de  una  vez  la  blusa 
azul  para  a3'udar  en  mis  talleres  a  los  obreros. 
Y  también  he  vendido  por  las  calles  el  Blanco 
y  Negro. 

—Tiene  un  mérito  enorme  que  usted,  riquí- 
simo, soli.citado  en  la  vida  política  para  ocupar 
elevados  puestos,  prefiera  a  todo  este  desvelo 
constante  y  este  continuo  y  duro  trabajar. 

—No  sé  si  tiene  mérito  o  no;  pero  esto  no  lo 
sacrifico  por  nada;  más  de  una  vez  se  me  han 
acercado  ofreciéndome  un  puesto  en  la  política, 
y  siempre  he  renunciado  a  ello  por  no  adulte- 
rar la  independencia  áe  A  B  C,  que  es  donde 
tengo  puestos  todos  mis  amores. 
'   —Canalejas,  ;le  ofreció  a  usted  una  cartera? 

—Sí,  sefior:  la  de  í-^omento;  pero  yo  no  acep- 

98 


LO       QUE       SE       POR       Mi 

té.  López  Domínguez,  en  otra  ocasión,  la  Di- 
rección de  Correos,  y  esto,  entonces,  le  confie- 
so a  usted  que  me  hizo  dudar,  porque  yo  tenía 
estudiado  un  plan  de  reformas  en  Correos;  por 
cierto  que  de  él  entresaqué  el  franqueo  concer- 
tado y  los  giros  de  prensa,  que  gracias  a  mi 
iniciativa  se  llevó  a  cabo.  Sagasta  también  me 
ofreció  una  Subsecretaría,  y  tampoco  acepté., 
Yo  entiendo  que  el  cargo  de  director  de  un  pe- 
riódico es  incompatible  con  cualquier  puesto 
político,  porque  no  hay  posibilidad  de  sustraer 
al  periódico  del  influjo  que  ejerza  la  idea  y  los 
intereses  del  partido. 

—¿Cuántas  horas  dedica  usted  al  trabajo?... 

—Catorce  horas  diarias;  generalmente  estoy 
en  esta  casa  hasta  las  cinco  de  la  madrugada. 

—  ¡Claro  que  tiene  usted  una  afición  desme- 
dida por  el  periodismo!... 

— Una  tendencia  loca  desde  que  tenía  cator- 
ce años,  que  fui  director  de  un  periódico  grá- 
fico titulado  La  Educación;  porque  cada  uno 
nacemos,  para  una  cosa,  y  yo,  por  lo  visto, 
nací  para  dirigir  periódicos. 

Hay  un  momento  de  silencio  Don  Torcuato, 
con  sus  grandes  quevedos  redondos,  de  con- 
cha, sigue  todos  los  movimientos  de  la  má- 
quina. 

—  ¿Quiere   usted   contarnos  —  le  pregunta- 

99 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

mes— su  vida  pasada,  que  será  muy  intere- 
sante?... 

—Con  mucho  gusto,  y  si  no  es  interesante, 
es  la  vida  de  un  hombre  trabajador.  Yo  nací 
en  Sevilla;  mis  padres,  que  poseían  una  gran 
fortuna,  me  enviaron  a  Madrid  a  estudiar. 
Aquí,  cuando  tenía  catorce  años,  como  le  dije 
aates,  se  me  ocurrió,  en  compañía  de  otros  dos 
o  tres  camaradas,  fundar  un  periódico  del  cual 
fui  director...  Conseguimos  que  salieran  varios 
números,  y  después  murió...  Entretanto,  yo, 
que  seguía  la  carrera  diplomática,  fui  a  los 
quince  años  agregado  a  nuestra  Embajada  en 
Marruecos.  Por  Tánger,  Fez  y  otros  puntos 
marroquíes  estuve  varios  años.  Volví  a  Espa- 
ña, y  habiendo  puesto  la  casa  bancaria  de  mi 
familia  una  sucursal  en  Madrid,  me  designa- 
ron a  mí  para  llevar  la  dirección  de  ella...  Tra- 
bajaba, sí,  bastante;  pero  me  quedaba  tiempo 
para  divertirme...  Montaba  mucho  a  caballo, 
asistía  a  los  teatros  y  dedicaba  dos  meses  del 
año  a  viajar  por  el  extranjero... 

— Y  en  medio  de  esa  vida  tan  grata,  ¿cómo 
fué  ocurrí rsele  fundar  Blanco  y  Negro?— in- 
quirimos nosotros  extrañados. 

—Verá  usted...  En  uno  de  mis  viajes  a  Mu- 
nich me  entusiasmó  Fliegender  Bliitter,  que 
sabe  usted  es  uno  de  los  mejores  periódicos  de 

100 


LO       QUE       SE        P   O    Q       MI 

Europa,  y  con  envidia  pensé  si  en  Espaíia, 
donde  entonces  no  teníamos  más  revista  que 
Madrid  Cómico,  no  podríamos  con  el  tiempo 
tener  una  gran  ilustración  como  Fliegcndeí 
Blattcr.  Ya  vuelto  a  Madrid,  lamentaba  yo  en 
una  tertulia  que  en  España  no  supiéramos  ha- 
cer un  buen  periódico.  Uno  de  los  contertulios 
saltó  y  dijo:  «Aquí  sobran  artistas  para  poder 
hacerlo;  lo  que  falta  es  dinero.»  «Yo  tengo  todo 
el  dinero  que  haga  falta»— repuse  yo—.  Y  ma- 
nos a  la  obra.. .  De  aquella  noche  y  de  aquella 
tertulia  salió  Blanco  y  Negro,  a  quince  cénti- 
mos, de  cuyo  primer  número  tiramos  veinte 
mil  ejemplares,  y  se  agotó  en  seguida.  Y  ha 
sido  un  hijo  tan  agradecido,  que  yo  preparé 
cuatro  mil  pesetas  para  fundarlo  y  jamás  me 
ha  hecho  tocar  a  ellas.  Desde  que  nació  se 
pagó  él,  triunfó  en  la  calle  y  se  fué  instalando 
con  holgura.  Y  nadie  puede  darse  una  idea  de 
lo  que  yo  he  luchado...  En  Barcelona,  cuando 
los  vendedores  se  me  negaron  a  vender  Blanco 
y  Negro  a  veinte  céntimos  porque  querían  la 
comisión  de  siete  cada  ejemplar  en  vez  de  cin- 
co, cogí  el  tren,  me  planté  allí,  recluté  a  jor- 
nal unos  cuantos  muchachos,  y  yo,  al  frente  de 
ellos,  como  un  capataz,  pues  si  no  los  ven- 
dedores no  los  dejaban,  recorrí  las  ramblas 
voceando  y  vendiendo  Blanco  y  Negro,  y  re- 

101 


ñ  L      CABALLEPO      AUDAZ 

cuerdo  que  llegué  a  vender  veinticinco  ejem- 
plares. 

—Con  A  B  C,  ¿empezó  usted  perdiendo  di- 
nero?... 

— Sí,  señor.  Llegué  a  perder  hasta  ochocien- 
tas mil  pesetas,  haciendo  enormes  tiradas. 
¿Cómo  se  explica  esto?... 

—Usted  lo  sabe  i.^ual  que  yo:  sólo  el  papel 
que  lleva  ABC  vale  los  tres  céntimos  en  que 
tenemos  que  dar  el  periódico  a  los  vendedores, 
y  los  anuncios  se  hicieron  esperar  bastante; 
así,  que  cada  número  me  costaba  dos  o  tres 
mil  pesetas  de  pérdida,  hasta  que  con  pacien- 
cia y  serenidad  liemos  llegado  a  tener  un  res- 
petable número  de  anuncios  que  nos  permite 
poder  dar  a  tres  céntimos  lo  que  damos... 

—Es  muy  hermosa  esta  instalación. 

—Por  lo  menos,  para  que  resulte  higiénica 
y  trabajen  con  gusto  los  obreros,  he  puesto  en 
ella  mis  cinco  sentidos.  Merced  al  sistema 
norteamericano  que  tenemos  para  la  re- 
novación de  aire,  jamás  se  respira  la  at- 
mósfera viciada.  ¿Ve  usted?  No  hay  humo, 
a  pesar  de  que  se  está  fumando  todo  el  día. 
La  temperatura  es  igual  en  cualquier  estación 
del  año. 

—¿Estarán  muy  contentos  sus  obreros? 

—Sí,  señor.  Hago  por  ellos  todo  lo  que  hu- 

102 


L    O        Q    U   B       S    t        POR       Mí 

manamente  puedo,  y  tengo  la  ilusión  de  qu  e 
me  quieren, 

—Y  de  política,  ¿qué  me  dice  usted?... 

—Yo  en  política,  cuando  fui  diputado,  que 
lo  fui  cuatro  veces  por  Martos,  era  sagastino. 
Hoy,  como  le  he  dicho  a  usted  antes,  soy  neu- 
tral. Hay  quien  me  creía  conservador  y  mau- 
rista;  nada  de  eso:  no  soy  de  nadie.  Ahora 
bien:  como  he  demostrado,  soy  patriota  y  en 
Maura  admiro  los  procedimientos  desinteresa- 
dos, sanos  y  viriles,  que  serán  los  únicos  capa- 
ces de  engrandecer  a  España.  Un  espíritu  de 
justicia  me  ha  inspirado  el  no  colaborar  en  la 
gran  ignominia  de  escarnecerlo,  porque  es  el 
único  hombre  quizás  que  no  tiene,  ante  nada 
ni  ante  nadie,  que  inclinar  su  nobilísima  frente 
y  rezar  el  Yo  pecador .  ABC,  que  es  como  un 
ciudadano  honrado,  aunque  sea  independiente, 
tiene  que  llevar  a  los  hogares  la  verdad  diáfa- 
na, y  desvanecer  leyendas  antipatriotas  como 
la  de  Ferrer,  la  de  Maura  y  la  de  La  Cierva. 

Cesa  de  hablar  don  Torcuatc. 

Frente  a  nosotros  sigue  la  Koening  vomi- 
tando ejemplares.  El  señor  Romea,  atildado, 
con  su  bigote  largo  y  frágil,  sus  aborrascados 
cabellos  peinados  hacia  atrás  y  con  gesto  deli- 
cado e  ingenuo,  va  de  un  lado  a  otro  atendien- 
do a  todo.  Por  último,  se  acerca  a  don  Torcua- 

iW3 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

to  y  le  desliza  una  pregunta.  Don  Torcuato  lo 
escucha;  después  levanta  la  cabeza,  lo  mira 
primero  y  luego  le  habla.  De  vez  en  cuando, 
con  su  mano  derecha,  en  un  movimiento  habi- 
tual se  acaricia  el  bigote. 

Nosotros,  mientras,  meditamos,  y  en  nuestra 
imaginación  se  tienden  dos  paralelos:  don  An- 
tonio Maura  y  don  Torcuato  Luca  de  Tena. 


104 


EL  SULTÁN 
MULEY-HAFFID 


Tuve  que  esperar  un  gran  rato.  El  Sultán, 
según  me  dijo  una  camarerita  coquetona  y 
charlatana,  estaba  almorzando  y  acababa  de 
empezar.  Había  dado  órdenes  de  que  nadie  lo 
molestara  durante  su  yantar,  que  debía  de  ser 
abundante  y  suculento,  a  juzgar  por  los  reple- 
tos bandejones  de  comida  que  iban  metiendo 
los  camareros  en  su  cuarto. 

Yo  encendí  un  cigarro  y  me  puse  a  pasear 
lentamente  por  el  amplio  pasillo  del  piso  pri- 
mero del  Palace. 

Observé  que  concurría  mucha  gente  a  este 
piso,  muchos  conocidos,  que  pasaban  por  mi 
lado  y  me  saludaban  familiarmente.  ¿Qué  ocu- 
rría? Pronto  lo  iba  a  saber  por  labios  del  sim- 
patiquísimo Duque  de  Tovar,  que  llegaba,  muy 
orondo,  acompañado  de  su  inseparable  amigo 
Lago. 


105 


B  L      CABAL  LBRO      AUDAZ 

—¡Querido  Duque!  —  exclamé,  estrechando 
su  mano. 

—Amigo  Anda':-,  ¿qué  hay?  ¿Viene  usted  de 
verlos?... 

—¿No;  estoy  esperando  a  que  termine  de  al- 
marzar. 

—Pero  ¿están  almorzando?  ¿Tan  pronto?... 
¡No  es  posible!  ¿Ha  visto  usted  qué  bien  estuvo 
el  más  chico  ayer  en  Valencia? 

—¿A  quien  se  refiere  usted,  Duque?... 

—A  los  Gallos. 

— ¡Ah,  a  los  Gallos!  Y  yo  hablaba  del  Sultán, 
que  es  por  quien  voy  a  ser  recibido. 

—¡Ya!  Pues  es  muy  amigo  mío.  Me  conoce 
mucho  por  conducto  de  los  Mannesmann.  Dele 
usted  recuerdos  de  mi  parte;  ya  vendré  yo  a 
verlo.  ¡Ah!,  y  dígale  que  si  le  gustaron  los  tres 
magníficos  leones  de  Hamburgo  que  le  regalé. 

—¡Vaya  un  regalito! 

Marchó  el  Duque  y  quedé  solo.  En  uno  de 
los  ángulos  esperaban  también  unos  fotógra- 
fos. Poco  tiempo  más;  acaso  el  necesario  fiara 
conversar  unos  momentos  con  la  rubia,  gentil 
y  rafaelesca  Marquesa  de  la  Plata,  en  cuyo 
álbum  de  viaje  tuve  que  estampar  mi  firma,  y 
debajo  precisamente  de  la  de  Josclito.  Haceos 
cargo  de  mi  confusión.  Josclito  y  yo  toreando 
a  la  limón.  Cuando  digna,  altiva, angelical,  des- 

106 


LO        QUE       6    E       P    O    /?       Af    / 

apareció  la  noble  Marquesa  tras  el  caracol  de 
la  escalera,  se  acercó  un  camarero  a  decirme 
que  Su  Majestad  Muley-Haffid  me  esperaba. 

Lo  seguí.  Me  crucé  en  el  camino  con  tres 
morazos  que  abandonaban  la  habitación  del 
Sultán.  Eran  bastos,  recios  y  desgarbados;  las 
chilabas  de  estambre  se  les  caían  por  las  espal- 
das. Llevaban  las  cabezas  rapadas  y  sus  anda- 
res iban  acompañados  de  un  vaivén  bestial. 
La  habitación  de  Muley  Hafñd  no  estaba  cus- 
todiada por  esclavos,  como  la  de  su  hermano 
Abd-el-Azís.  Penetramos. 

Frente  a  la  puerta,  sentado  a  usanza  moru- 
na sobre  un  sofá,  nos  esperaba  el  Sultán.  En 
pie,  a  su  lado,  permanecía  un  joven  rubio,  ves- 
tido a  la  europea.  Apenas  Muley-Haffid  se  dig- 
nó contestar  a  nuestra  reverencia.  Antes  de 
hablar  nosotros  nos  dirigió  la  palabra  el  joven 
rubio  de  cabellos  rizados.  El  Sultán  le  instaba 
en  árabe,  y  él  parecía  obedecer  un  penoso 
mandato. 

—Yo  soy  el  secretario  y  el  intérprete  de  Su 
Majestad  Muley-Haffid  — comenzó  diciendo  el 
muchacho . 

—¿Pero  usted  es  europeo?— observé  yo. 

—Sí,  señor;  ¿no  lo  advierte  usted?  Soy  ma- 
drileño. Pues  bien:  mi  magnifico  señor  me  dice 
que  le  prevenga  a  usted,  señor  Anda:::,  que  ha 

107 


EL      CABALLBRO      AUDAZ 

leído  el  artículo  que  escribió  usted  sobre  su 
hermano,  y  que  ha  podido  ver  en  él  que  es  us- 
ted demasiado...  curioso...,  vamos...  demasia- 
do... preguntón,  y  que  procure  usted  moles- 
tarle a  él  lo  menos  posible,  sobre  todo  con  pre- 
guntas que  no  sean  discretas. 

Te  confieso,  querido  lector,  que  esto  me  des- 
concertó un  poco,  y  un  algo  más  la  actitud 
sonriente  con  que  el  Sultán  seguía  las  palabras 
de  su  secretario. 

— ¡Ah,  caramba!— repuse,  no  dándome  por 
aludido— ;  ¡es  muy  amablesumagnífico  señor!... 

—Sí;  muy  simpático— abundó  el  secretario, 
con  ingenuidad—;  no  tiene  más  que  el  genio 
muy  fuerte. 

— Bah,  ¡eso  será  en  Marruecos! —Y  variando 
de  conversación,  pregunté—:  ¿Sabe  hablar  es- 
pañol?... 

—No,  señor.  Lo  entiende,  pero  no  lo  habla. 

—¿Y  francés?... 

—No,  no  habla  más  que  árabe.  Pero  me  ad- 
vierte que  su  augusta  voluntad  es  que  todas  las 
preguntas  se  las  dirija  usted  a  él,  y  yo  le  con- 
testaré lo  que  Su  Majestad  me  diga. 

—Perfectamente  —convine. 

Esperaba  MuleyHaffid  que  comenzaran  mis 
preguntas,  y  me  examinaba  con  altanería  y 
desconfianza.  Yo,  por  mi  parte,  lo  miraba  con 

108 


LO       QUE       SE       POR      MI 

indiferente  insolencia...  Advertí  en  seguida 
que,  aunque  físicamente  son  dos  gotas  de  agua, 
Muley-Haffid,  en  el  trato,  es  el  reverso  de  su 
hermano  Abd-el-Azís.  Dijimos  que  Abd-el-Azís 
es  un  gran  señor.  Muley-Haffid  es  un  gran 
ftioro^  déspota,  dominador,  descortés;  su  edu- 
cación no  fué  refrescada  por  los  aires  euro- 
peos. 

Ahora  bien:  tiene  un  soberbio  tipo  de  Sultán 
bravio  y  sanguinario.  De  estatura  elevadísi- 
ma,  cuerpo  muy  fornido,  rostro  altivo  y  bron- 
cíneo—casi senegalés  — .  En  sus  ojos,  muy 
grandes  y  negros,  se  advierte,  tras  su  habitual 
expresión  melancólica,  un  espíritu  frío,  cruel 
y  perverso.  Pero  Muley  Haffid  es,  ante  todo, 
guerrero;  lo  denuncian  sus  grandes  manos, 
que  a  cada  instante  buscan  vanamente,  en  la 
cintura,  el  puño  de  la  gumía. 

Ríe...  ríe  siempre,  mostrando  la  verdosa 
dentadura,  cubierta  en  sus  picaduras  por  gotas 
de  oro.  ¡Ah!  Pero  no  te  fíes  de  esta  risa  del 
Sultán.  A  mí  me  produce  escalofríos.  No  es 
una  risa  sana;  es  una  sonrisa  pérfida.  Segura- 
mente estaba  su  rostro  adobado  por  esta  suave 
risita  cuando  presenció  la  muerte  del  Roghi  en 
la  jaula  de  las  fieras. 

Usa  gran  barba,  como  la  endrina  crespa  y 
rizada.  Las  vestiduras  poco  han  de  diCeren- 

109 


t  L      CABALLERO      AUDAZ 

ciarse  de  las  de  su  hermano;  tal  vez  las  de 
aquél  sean  más  ricas.  Muley-Haffid  no  luce 
ninsTuna  joya. 

--Señor— comencé  diciéndole,  después  de  to- 
mar asiento  frente  a  él—,  ¿tú  eres  mayor  o  me- 
nor que  tu  hermano  Abd-el-Azi's? 

—No  sé --me  contestó  por  boca  del  secre- 
tario, 

—¡Cómo,  majestad!  ¿No  sabes  la  edad  que 
tienes?...— insistí  yo,  asombrado. 

—Sé  la  edad  que  tengo;  pero  no  quiero  de- 
círtela; y  además,  si  en  vez  de  estar  aquí  estu- 
viéramos en  Marruecos,  ya  te  hubiera  manda- 
do a  un  calabozo. 

Me  aterré  y  proseg:uí,  fing"iendo  amilana- 
miento: 

—¿Por  qué,  señor?  ¿Cuándo  incurrí  en  tu  có- 
lera?... 

—Has  de  saber  que  en  Marruecos  es  una 
g^rave  ofensa  preg'uutar  la  edad. 

~¡Ah,  sí!  Pues  perdona,  señor— repuse  5''0, 
afectando  sentimiento  —  ;  pero  aquí,  en  ítspaña, 
no  ofende  esa  pregunta  más  que  a  las  señoras. 
Ahora  bien:  como  estamos  en  España  y  a  mí 
me  interesa  saber  tu  edad,  vuelvo  a  pregun- 
tártela. 

—Y  porque  estamos  en  España  te  contesto. 
Tengo  treinta  y  dos  años. 

1!  J 


LO       Q   U  B       SE       P   O   Q      MI 

—¿A  qué  obedece  tu  viaje?. . . 

—Al  deseo  de  recrearme  un  poco  y  a  la  ne- 
cesidad de  tomar  las  aguas  de  Marmolejo,  que 
me  habían  recomendado  los  médicos.  Pero  de 
allí  he  tenido  que  venir  en  seguida,  porque  la 
estancia  era  muy  molesta;  no  tenía  comodida- 
des ningunas. 

—¿Es  la  segunda  vez  que  visitas  España, 
verdad? 

—Sí,  la  segunda. 

—¿Te  gusta,  señor? 

—Si  no  me  hubiera  gustado,  no  hubiese  vuelto. 

—¿Esperas  ser  recibido  por  nuestro  Rey? 

—Sí;  esta  tarde  visitaré  a  vuestro  Sultán. 

—He  leído  en  los  periódicos  que  tienes  el 
propósito  de  reunirte  en  ésta  con  tu  hermano 
Abd-el-Azís.  ¿Es  cierto? 

—No;  no  es  cierto —rechazó  rápido. 

—Por  lo  que  advierto,  no  hay  las  mejores 
relaciones  entre  tú  y  tu  hermano. 

—Ni  las  mejores  ni  las  peores.  El  uno  no  debe 
existir  para  el  otro;  esta  es  la  razón  de  que  los 
dos  nos  creamos  con  el  mismo  derecho  para 
una  misma  cosa.  ¡El  uno  no  existe  para  el  otro! 
De  mi  superioridad  en  valor  tuvo  una  prueba 
en  Marrakesch,  donde  derroté  sus  tropas,  yo 
al  frente  de  las  mías,  y  me  proclamé  Sultán. 

—Pero  a  ti,  señor,  te  destronó  ]\lu1í.'y  Jusef . 

111 


t  L      CABALLERO      AUDAZ 

—Mientes.  Le  dejé  yo  el  trono,  ¿Es  que  igno- 
ras tú  que  en  el  momento  que  yo  me  levante  en 
armas  volveré  a  ser  quien  fui  en  Marruecos? 

—Algo  de  eso  tengo  entendido,  señor;  pero, 
¿tú  aspiras  a  volver  al  trono?... 

—Esa  es  una  pregunta  necia;  porque  mira: 
cuando  a  uno  se  le  cae  de  la  mano  una  moneda, 
si  es  de  plata  se  agacha  en  seguida  a  cogerla, 
y  si  es  de  cobre  se  agacha  más  lentamente; 
pero  el  que  se  caiga  no  quiere  decir  que  se  re- 
nuncie a  ella  ni  que  sea  de  otro.  ¿No  es  esto? 
A  mí  se  me  ha  escapado  de  las  manos  el  trono 
de  Marruecos,  y  como  es  mío,  como  me  perte- 
nece por  mi  descendencia  del  Profeta,  volveré 
a  poseerlo. 

Las  palabras  del  Sultán  eran  firmes. 

—Y  dime,  señor,  ¿qué  vida  acostumbras  a 
hacer  en  Marruecos?... 

—A  esa  pregunta  no  contesto. 

— ¿Por  qué,  señor?-  pregunté,  extrañado. 

— Porque  la  vida  que  yo  hago  en  Tánger  la 
conoce  todo  el  mundo,  y  la  parte  que  no  cono- 
ce todo  el  mundo  es  la  parte  privada,  y  esa, 
como  comprenderás,  no  te  la  voy  a  confiar  a  ti. 

Sonreímos  Campúa  y  yo.  El  Sultán  preguntó 
rápido,  clavando  en  nosotros  sus  ojos  de  lince: 

—Te  sonríes,  ¿por  qué?... 

—Majestad,  porque  eres  muy  amable  y  muy 

112 


Lo       Q    Ü  B       se       POR       M   t 

simpático;  da  gusto  tratarte;  deben  estar  en- 
cantados tus  esclavos  y  esclavas. 

—  Te  advierto  —  me  dijo  Campúa  en  voz 
baja— que,  como  sigas  por  ese  camino,  este 
gachó  nos  va  a  echar  violentamente  del  cuarto. 

—Soy  del  mismo  parecer— le  contesté  yo. 

—¿Sí?— siguió  Campúa—.  Pues  convendría 
liacjale  las  fotografías  antes. 

— ¿Eh?...  ¿Qué  te  dice  ese?~inquinó  el  Sul- 
tán, sonriendo...  siempre. 

—Nada,  señor;  me  dice  que  desea  hacerte 
unas  fotografías.  Una  escribiendo,  por  ejemplo. 

—No;  nada  de  escribir.  Podéis  hacérmelas 
así,  como  estoy;  pero  no  consiento  que  se  ha- 
gan más  de  tres. 

Comenzó  Campúa  su  labor.  Yo,  entre  placa 
T  placa,  continuaba  preguntándole: 

—¿Cuáles  son  tus  aficiones  predilectas,  Ma- 
jestad?... 

—La  caza  dé  fieras.  También  rae  gusta  do- 
mesticar tigres  y  leones.  Allí,  en  Tánger,  po- 
seo un  pequeño  parque  zoológico. 

—Tengo  entendido  que  te  agrada  la  poesía.. . 

—Mucho— replicó  con  cierto  énfasis—.  Yo 
hago  versos.  Si  me  leyera  vuestro  poeta  Vi- 
llaespesa,  tendría  más  clara  visión  de  la  reali- 
dad árabe. 

—  Y  el  automóvil,  ¿te  distrae?... 

8-51  113 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

—Si;  me  encanta  pasear  en  él;  pero  yo  no  lo 
conduzxo  ni  lo  entiendo. 

Hubo  una  breve  pausa.  Campúa  llevaba  ya 
cuatro  placas,  y  el  Sultán  protestó. 

—He  dicho  tres,  no  más  que  tres,  y  ya  me 
has  hecho  cuatro. 

— No  lo  creas,  señor;  no  llevo  más  que  dos. 

—Bien;  pues  terminad  ya  y  marcharos,  que 
yo  tengo  mucho  que  hacer,  y  sobre  todo,  deseo 
quedarme  solo. 

Seguía  sentado,  con  las  piernas  cruzadas,  j 
movía  con  impaciencia  los  pies,  calzados  con 
medias  de  lana.  Las  sandalias  doradas  queda- 
ron abandonadas  en  el  suelo,  ante  el  sofá. 

—Nos  marcharemos,  señor,  en  cuanto  hable- 
mos algo  de  la  guerra  europea. 

—Yo,  sobre  eso,  no  te  he  de  contestar  nada. 
Es  decir,  te  diré,  únicamente,  que  lamento, 
como  todo  el  mundo,  la  guerra. 

—Tus  simpatías,  ¿por  quién  están? 

—Esa  pregunta  me  molesta. 

— Pero,  señor,  si  se  la  hice  idéntica  a  tu  buen 
hermano  y  se  dignó  contestarla.  ¿Qué  de  par- 
ticular tiene  que  tus  estudios,  o  tus  aficiones,  o 
tu  amistad,  o  tu  admiración,  te  inclinen  más  a 
un  lado  que  a  otro?  No  creas,  yo  también  ten- 
go mis  simpatías. 

•—Pero  las  tuyas  no  interesan  a  nadie. 

^14 


L  O Q_u  _^ ^  4^_^  9__R^ t^^i 

—Ya  lo  se;  y  porque  las  tuyas  interesan 
quiero  saberlas. 

El  Sultán  meditó  un  instante.  Después,  con 
cauta  3'  ladina  diplomacia,  repuso: 

—Puedes  decir  que  mi  espíritu  está  con  los 
franceses.  ¡Tiene  que  ser  asi!  Con  ellos  convi- 
vimos allá  en  África. 

¡Oh!  No  era  sincero.  Continué: 

—Me  extrafía,  señor,  esto,  teniendo  tan 
grande  amistad  como  tienes  con  los  Mannes* 
mann. 

—Y  ¿quién  te  dijo  que  yo  tenía  amistad  con 
los  Mannesmann? 

—Tu  amigo  el  Duque  de  Torar. 

—¿Y  quién  es  el  Duque  de  Tovar?... 

—Señor,  un  grande  de  España,  que  te  regaló 
tres  leones. 

—  ¡Bah!  Ni  conozco  a  los  Mannesmann,  ni  al 
Duque  de  Tovar,  ni  a  mí  me  ha  regalado  nadie 
tres  leones.  Yo  todas  mis  fieras  las  he  compra- 
do en  Hamburgo  con  mi  dinero. 

—Y  dime,  majestad  magnánima,  ;qué  opinas 
del  protectorado  francés  y  español  en  las  zo- 
nas de  Marruecos? 

Esta  pregunta  movió  todo  el  recio  cuerpo  del 
Sultán.  Agitóse  nerviosamente;  pero  sin  apa- 
garse su  sonrisita,  contestó: 

-  Eso  ya  es  asunto  pasado,  y  a  las  cosas 

115 


ñ  L      CABALLEJO      AUDAZ 

que  pasaron  no  se  les  puede  decir  más  que 
adiós.  ¿No  es  así? 

Asentimos;  él  prosiguió: 

—El  protectorado  se  venía  ejerciendo  en 
África  desde  quince  años  antes  que  3^0  subiera 
al  trono.  Lo  que  ocurría  es  que  estaba  en  ges- 
tación. Es  decir,  era  un  árbol  que  existía  y  se 
estaba  robusteciendo.  Durante  mi  reinado  arro- 
jó el  árbol,  desgraciadamente,  las  primeras 
yemas,  }'■  ahora  ya  se  está  cogiendo  el  fruto 
maduro.  ¿Comprendes,  cristiano? 

Comprendía.  Lo  que  no  me  decían  sus  labios 
cárdenos  lo  adivinaba  en  su  mirada  azaba- 
chada. 

Dudé  antes  de  hacerle  mi  última  pregunta. 
Al  fin  me  decidí, 

—¿Es  cierto,  señor,  que  tú  mandaste  matar 
al  Roghi?... 

—Es  cierto.  Lo  mandé  matar  porque  el  Roghi 
era  un  bandido  como  el  Raisuhi.  Con  su  muer- 
te, que  la  quiso  Alá,  hice  un  gran  bien  a  mi 
Imperio. 

—¿Y  lo  mandaste  matar  en  la  forma  que  se 
dice?... 

El  rostro  de  Muley-Haffid  se  inmutó  leve- 
mente. 

—A  rer— inquirió  con  despotismo  — ;  ¿en  qué 
forma  se  dice  y  quién  lo  íice?... 

r.6 


LO       Q    U   t       SE       P    O   R      M   I 

—  Yo  no  lo  creo,  Majestad;  pero  se  cuenta, 
es  decir,  a  mí  me  lo  ha  contado  un  servidor 
tuyo,  que  arrojaste  al  Roghi  a  una  jaula  donde 
lo  esperaban  tres  leones,  precisamente  los  que 
te  había  regalado  el  Duque  de  Tovar;  que  las 
fieras,  en  vez  de  devorar  a  su  huésped,  lo  mi- 
raron con  indiferencia;  que  entonces  el  Roghi, 
bravio  y  amenazador,  3'  sin  aparentar  miedo 
alguno  ante  las  fieras,  se  abalanzó  con  ímpetu 
a  los  barrotes  de  la  jaula  tras  de  los  cuales 
presenciabas  tú  regocijado  el  espectáculo,  y 
afeó  tu  conducta,  te  desafió  a  entrar  en  el  cu- 
bil, te  llamó  cobarde  3'  negó  que  tú  fueras  el 
descendiente  del  Profeta;  entonces  tú,  confuso 
y  aterrado,  iracundo  y  desde rios9,  ordenaste  a 
tus  esclavos  que  mataran  al  Roghi  a  balazos. 
Tus  askaris  te  obedecieron.  Esto  cuenta  la 
gente,  señor. 

Mi  relato  causó  pésimo  efecto  en  el  ánimo 
del  Sultán.  Como  movido  por  un  resorte,  pú- 
sose en  pie  sin  hacer  caso  de  las  zapatillas,  y 
con  el  rostro  encendido  en  cólera  }'■  gesticulan- 
do amenazador,  me  señaló  la  puerta  de  la  ha- 
bitación. Nos  insultaba  en  árabe;  el  secretario, 
interponiéndose,  nos  tradujo  sus  dicterios. 

Un  /ro/)  í/^  r^/é*  evidentemente  innecesario. 
Hay  gestos  y  actitudes  de  significado  univer- 
sal. A  encontrarme  con  Muley-Haffid  en  su 

117 


EL      CABALLÉ  R  O      A  U  D  A  Z 

palacio  de  Tánger,  aquello  hubiera  supuesto 
una  rápida  capitis  ditiiinudo  parcial  o  total  del 
cronista... 

—Dice  mi  gran  señor  que  o  se  marchan  us- 
tedes o  llama  a  sus  esclavos  para  que  os  echen. 

— ¡Ah,  no— protesté  yo—,  que  no  se  moleste 
tu  magnífico  señor!  Nos  marchamos  nosotros 
por  nuestro  pie. 

Y  diciendo  esto  cogí  mi  fkxible,  y  sin  perder 
de  vista  al  Sultán,  que  parecía  una  estatua  de 
basalto,  salimos.  Tras  de  nosotros  sonó  la  puer- 
ta violentamente. 

¡Palabra  de  honor,  lectores! 


lU 


Mientras  que  Campúa  se  ensañaba  con  la 
preciosa  modelo  haciéndole  un  centenar  de 
fotografías  en  el  gabinete,  yo  curioseaba  por 
todos  los  rincones  de  la  alcoba.  De  vez  en 
cuando  saltaba  la  voz  mimosa  y  aniñada  de 
Merceditas,  protestando  cariñosamente  contra 
mi  inaudita  audacia. 

— ¡Pero  ese  hombre!...  ¡Enterándose  de  todoe 
mis  secretos!... 

El  lecho  era  de  bronce  y  cristal,  con  el  dosel 
de  gasas  y  encajes...  A  la  derecha  estaba  la 
mesita  escritorio,  y  sobre  ella,  alguna  carta, 
de  cuyo  contenido  yo,  muy  indiscretamente, 
me  enteré,  y  los  papeles  de  las  obras  que  la 
artista  tiene  en  estudio...  Abrí  los  cajones  de 
la  mesa  escritorio.  Merceditas,  al  oír  el  ruido, 
protestó  airadamente. 

—¿Qué  hace  usted,  hombre  de  Dios?...  ¡Va- 
lia 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

mos! . . .  Hasta  dentro  de  los  cajones  me  está 
andando.  iHabráse  visto!... 

Y  su  fingida  desesperación  mimosilla  se  rom- 
pía en  una  risa  cristalina  y  contagiosa...  Tro- 
pecé con  un  paquetito  de  cartas,  presas  con 
una  cinta  color  plomo...  «Cartas  de  especta- 
dores», rezaba  arriba...  Leí  la  primera...  «Ado- 
rable y  bellísima  señorita:  No  puedo  seguir 
más  en  esta  situación,  y  cojo  la  pluma  para 
decirla  que  estoy  locamente  enamorado  de  us- 
ted. Desde  que  comenzó  la  temporada  vengo 
todas  las  noches  a  tener  la  dicha  de  contem- 
plarla. Ocupo  siempre  la  butaca  núm.  iO  de  la 
illa  cuarta.  Si  después  de  verme  no  le  soy  a 
usted  indiferente,  para  demostrármelo  pónga- 
se un  clavel  del  adjunto  ramo  en  el  pecho...  Y 
si  así  es,  me  hará  usted  el  hombre  más  feliz 
del  mundo,  y  mi  fortuna— cerca  de  ochenta  mil 
duros— y  mi  vida  las  pondré  a  su  disposición. 
La  idolatra,  Naiciso  Regidor.^ 

No  estaba  mal.  Yo  solté  la  carcajada  y  re- 
nuncié a  leerme  las  cien  compañeras  más,  con- 
cebidas, sin  duda,  en  la  misma  forma. 

—Veo  que  recibe  usted  muchas  cartas  de  es- 
pectadores enamorados. ..—le  dije  a  Merce- 
ditas. 

— jYaha  dado  usted  con  ellas!...— gritó. 

Y  variando  de  tono,  prosiguió: 

120 


LO       Q   U   ñ       SE       P   O   Q       MI 

—Algunas...  Tontos;  ño  se  figure  usted  que 
yo  me  creo  que  nadie  se  enamora  de  nadie  tan 
fulminantemente. 

A  los  pies  de  la  cama  había  una  chaisclon- 
s^ííc,  con  media  docena  de  cojines  y  almohado- 
nes de  seda... 

—Ya  puedes  salir— me  avisó  Campúa,  que 
había  terminado  de  hacer  las  fotografías. 

—Verdaderamente— le  dije  a  Merceditas,  al 
mismo  tiempo  que  me  acercaba  a  ella— que  hay 
habitaciones  de  las  cuales  no  quisiera  uno  sa- 
lir nunca. 

—  iVaya  unos  caprichos!— comentó  ella. 

Pasamos  a  la  sala,  suntuosa,  y  allí  tomamos 
asiento. 

La  linda  actriz  estaba  en  la  intimidad  de  su 
casa  más  inmensamente  bella  que  en  el  esce- 
nario. Vestía  un  traje  de  seda  silenciosa  color 
limón.  La  piel  de  su  escote  parecía  alabrastro, 
y  sus  brazos,  perfectamente  torneados,  dos 
serpientes  de  nácar.  Las  dos  grandes  perlas  de 
sus  pendientes  recibían  los  reflejos  del  traje  y 
parecían  también  verdes. 

— Está  usted  muy  bonita,  Mercedes  -comen- 
cé diciéndola,  tras  la  serena  contemplación. 

—No;  eso  no,  porque  no  lo  so}'— repuso  ella. 

—Sea  usted  sincera.  ¿Usted  cree  ser  guapa 
o  fea? 


B  L      CAQALLEffO      AUDAZ 

—Ni  lo  uno  ni  lo  otro.  De  verdad... 

Hizo  una  pausa;  después  prosig-uió: 

—No  creo  que  soy  bella;  pero  sí  creo  que 
tengo  muchos  atractivos  que  suplen  la  falta  de 
belleza. 

—  ¿Cuáles? 

—Los  que  me  tratan  dicen  que  tengo  un  po- 
quitín  de  talento... 

Y  al  decir  esto ,  hizo  un  delicioso  mohín  de 
rubor. 

—¿Qué  es  lo  que  cree  usted  que  tiene  más 
bonito  físicamente?... 

—Hombre,  los  ojos;  es  de  lo  mejorcito  que 
hay  en  casa.  ¿Opina  usted  lo  mismo?... 

Tras  de  intentar  una  selección,  tuve  que  con- 
fesar mi  fracaso. 

—La  verdad,  no  sé  escoger. 

—Siempre  galante. 

—¿Tenía  usted  desde  pequeña  gran  voca- 
ción por  el  teatro? 

— Muchísima...  En  la  soledad  de  mi  alcoba 
me  recitaba  los  papeles  de  casi  todas  las  obras 
de  Echegaray  y  Galdós...  Yo  soñaba  con  el  día 
en  que  fuese  una  primera  actriz...  Era  mi  su- 
prema ilusión. 

—¿Qué  actriz  le  gustaba  a  usted  más  enton- 
ces?... 

—Entonces  y  ahora,  la  Guerrero. 

122 


LO        QUE       S    B       P   O    Q       MI 

—¿Y  Rosario  Pino? 

Los  magníficos  ojos  verdes  de  Mercedes  se 
quedaron  fijos  en  los  míos,  queriendo  adivinar 
la  intención  de  mi  pregunta.  No  lo  consiguió,  y 
repuso: 

—Sí,  Rosario  Pino  también  me  gusta  mucho; 
pero  no  tanto  como  la  Guerrero...  Si  fuese 
al  contrario,  lo  confesaría.  ¿Por  qué  no?  Yo, 
en  cuestiones  de  arte,  soy  muy  sincera  y  pro- 
curo desligarme  de  toda  pasión. 

—¿Cuál  es  el  rasgo  característico  de  su  ca- 
rácter, Merceditas? 

—El  que  debe  ser  en  todo  el  mundo:  volun- 
tad. Yo  tengo  una  voluntad  de  acero.  Aquello 
que  me  propongo,  lo  realizo  por  encima  de 
todo,  hasta  de  las  torturas  de  mi  espíritu... 
Detesto  la  abulia. 

—¿Cuál  ha  sido  el  día  más  feliz  de  su 
vida?... 

—El  día  que  he  hecho  La  princesa  Bebé  por 
primera  vez . 

—¿Por  qué?... 

—¡Qué  sé  yo!...  Tenía  la  aspiración  de  ver- 
me aplaudida  en  esta  obra,  que  es  una  de  mis 
preferidas;  por  eso  la  escogí  para  mi  bene- 
ficio. 

—¿Las  obras  de  qué  autor  le  gustan  a  usted 
más?... 

123 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

—¡Oh!...— repuso  sin  titubear.— Las  de  Ja- 
cinto... La  prueba  es  que  pienso  hacer  todo  su 
repertorio. 

Yo  quise  poner  en  un  aprieto  a  Merceditas, 
Y  la  pregunté: 

—Siendo  Benavente  su  autor  predilecto,  po- 
drá usted  decirme,  de  todo  su  teatro,  ¿cuál 
pensamiento  le  gusta  más?... 

—Muchos. 

—Sobre  todos  habrá  uno. 

Meditó. 

— Sí;  espere  usted  que  lo  recuerde  bien...  Soy 
tan  nerviosa,  que  a  veces  cuando  más  ágil 
quiero  tener  la  memoria  me  acomete  una  am- 
nesia absoluta...  Ya  me  acuerdo.  Lo  dice  la 
princesa  Bebé  en  el  primer  acto:  «Para  una  mu- 
jer, NADA  TIENE  SENTIDO  EN  LA  VIDA  SíNO  EL 
AMOR.» 

Meditamos  un  momento  sobre  la  frase...  En 
los  labios  de  Mercedes  resultaba  una  paradoja. 
Después... 

—  rCuál  es  el  día  más  triste  que  ha  tenido 
usted  en  su  vida? 

—El  día  que  se  quemó  el  teatro  de  la  Come- 
dia. Fué  para  mí  un  golpe  espantoso.  No  so- 
lamente por  las  pérdidas  materiales  ni  por  los 
contratiempos  artísticos:  unos  vestidos,  unas 
alhajas...,  eso  ^qué  más  da?...  Un  teatro  donde 

124 


LO       QUE       3   B       POP       Mí 

trabajar,  ^abía  yo  que  no  habría  de  íaltarme... 
¡Pero  mi  escenario  de  la  Comedia,  testig:o  de 
todas  mis  inquietudes  de  la  juventud,  de  todas 
mis  luchas,  de  todos  mis  triunfos,  donde  esta- 
ban todos  los  mejores  recuerdos  de  mi  vida, 
desaparecía  bajo  un  montón  de  cenizas.  Ho- 
rroroso; le  dig;o  a  usted  que  horroroso-  Yo  no 
he  experimentado  jamás  una  angustia  tan 
g-rande  como  ésta. 

—Y  ahora,  ¿está  usted  plenamente  satisfe- 
cha de  la  vida? . . . 

— A  ratos...  A  veces,  cuando  no  me  sale  bien 
una  cosa,  me  pongo  frenética  y  quisiera,  ¡qué 
sé  yo!...,  suicidarme,  porque  me  considero  la 
criatura  más  desgraciada  del  mundo...  Des- 
pués pasa  el  chubasco,  y  ¡tan  feliz!.. . 

—¿Es  usted  caprichosa?... 

—Mucho  y  vehementísima. 

—¿Ha  llorado  usted  muchas  veces?... 

—¡Oh!...  Casi  todos  los  días  de  mi  vida... 

—¿Por  motivos  de  amor?.. . 

— ¡Bah!  ¡No!...  Por  contrariedades  artísti- 
cas. Un  papel  que  me  cuesta  trabajo  apren- 
der, una  frase  que  no  matizo  bien,  un  gesto... 
Anoche,  sin  ir  más  lejos,  me  llevé  una  llantina 
enorme  porque  me  equivoqué  en  escena. . . 

—Estaba  yo  en  el  teatro...  No  tuvo  impor- 
tancia.,. 

■t25 


EL      C  A  B  A  L  !,  B  P  O      AUDAZ 

— ¡Ah!,  ¿con  que  estaba  usted  en  el  teatro  3' 
no  entró  a  mi  cuarto  a  consolarme?  Picaro. 

Y  Merceditas  hizo  un  gesto  coquetón  de  pa- 
tita feliz  que  tiene  derecho  a  las  caricias  de 
todo  el  mundo. 

Entonces  se  me  ocurrió  una  prejfunta  ab- 
surda: 

—Si  no  hubiese  otro  remedio,  y  en  la  nece- 
sidad de  elegir,  ¿qué  animal  le  gustaría  a  us- 
ted ser?... 

—Pantera...  —  contestó  ella,  rápida  y  alti- 
va—. ¡Qué  lindo  animal!...  Me  han  prometido 
una  muy  pequeñita...  Ya  verá  usted  qué  mona. 

—¿Qué  cosa  de  la  vida  le  inquieta  a  usted 
más?... 

—La  superstición.  ¡Oh,  soy  horriblemente 
supersticiosa;  de  tal  manera,  que  influye  no- 
tablemente en  mi  arte...  Si  antes  de  salir  a  es- 
cena advierto  algo  que  me  anuncia  mal  presa- 
gio, ya  mis  nervios  no  me  dejan  trabajar,  ni 
vivir,  ni  nada... 

-— ^A  qué  edad  desea  usted  morirse?.. . 

—Joven;  cuando  empiece  a  estar  fea. 

—¿De  qué  enfermedad?...  Escoja  usted. 

—Del  corazón— dijo,  entornando  I«s  ojos  so- 
ñadores. 

Reímos. 

-¡Ah!¿Por  qué  ríe  usted?— inqoirié—.  ¿Es 

126 


LO       QUE       S   B       P  O   I?      MI 

que  yo  no  tengo  derecho  a  moi  irme  del  cora- 
zón?... 

—Derecho,  sí;  pero  corazón... 

—¿Sí?...  Pues  por  exceso  de  corazón  me  pa- 
san cosas  muy  desagradables. 

—¿Qué  ambiciones  tiene  usted  para  lo  por- 
A'enir?... 

—No  crea  usted  que  me  contento  con  poco. 
En  mi  arte  desearía  llegar  a  ser  la  actriz  más 
genial  del  mundo,  la  más  popular  y  la  más 
querida,  ¿eh?  Creo  que  so}^  sincera. 

—¿Y  en  su  vida  íntima?... 

—¡Oh!  En  mi  vida  íntima,  amar,  ser  amada 
y  morirme  sin  saber  lo  que  son  desengaños... 
Si  llego  a  la  vejez— que  no  lo  deseo— ambicio- 
no mucha  tranquilidad... 

— ¿Sin  hijos?... 

—Mire  usted,  me  gustaría  tener  hijos... 

—¿Cuál  es  su  mejor  amigo?... 

—Jacinto  Benavente...  Yo  admiro  y  quiero  a 
Jacinto  con  toda  mi  alma...  Es  muy  bueno  y 
tiene  un  talento  extraordinario... 

—Y  su  mayor  enemigo,  ¿quién  es?... 

—Si  lo  tengo,  no  le  concedo  ni  la  importan- 
cia de  haber  reparado  en  él.  Yo  desprecio  a 
mis  enemigos...  Además,  las  mujeres  no  tene- 
mos enemigos,  sino  enemigas.  Y  ¡ay  de  la  qut 
no  las  tiene! 

127 


t  L      CABAL  LBÍ^Ú      AUDAZ 

—¿Qué  pintor  le  gusta  a  usted  más? 
—Manolo  Benedito. 

—  Está  bien  —  la  dije,  sonriendo—;  si  no 
es  uno  de  los  mejores  pintores  del  día, 
por  lo  menos  es  joven  y  tiene  entusiasmo, 
ideales... 

—Hubo  un  silencio.  Después  le  preg:unlé; 

—¿Le  gustan  a  usted  los  toros? 

—Algo,  no  mucho;  me  gusta  ir  a  la  plaza,  y 
hasta  a  ratos  me  emociona  la  lidia  y  me  con- 
tagio con  el  entusiasmo  del  público;  pero  no 
me  apasionan... 

—¿Y  los  toi  eros?. . . 

—¡Vaya  una  preguntita!...  Regular.  Me  gus- 
tan más  en  la  plaza  que  en  el  trato. 

—  Pues  un  infortimado  torero  estuvo  mu}- 
enamorado  de  usted. . . 

—Sí  — contestó,  entristecida—;  estuvo  muj' 
enamorado...  y  nada  más... 

—Dicen  que  es  usted  una  mujer  un  poco 
cruel,  ¿es  cierto?. .. 

—¡Oh,  no!— protestó  IMerceditas— .  Yo  soy 
muy  buena;  ahora  bien:  cuando  me  hacen  daño 
o  se  meten  conmigo,  siento  indominables  de- 
seos devengarme...  Sí,  soy  vengativa,  no  lo 
puedo  remediar. 

Y  como  viera  que  nos  reíamos  incrédulos, 
prosiguió: 

123 


LO       QUE       S    B       P   O   R       M  i 

—Usted  hágame  algo  malo;  ya  verá  cómo 
me  las  paga... 

—Sería  para  mí  un  honor— contesté  sincera- 
mente—. Y  ahora  le  voy  a  hacer  una  pregun. 
tita  de  pronóstico.  ¿Ha  estado  usted  enamora- 
da alguna  vez?... 

-^De  haberlo  estado,  lo  seguiría  estando; 
pero  esa  pregunta  pertenece  a  la  vida  íntima. 
Que  lo  adivine  el  curioso  lector,  y  si  ni»,  que 
él  me  enamore  a  su  gusto  y  de  quien  más  le 
plazca.  Comprenda  usted,  amigo  Audas,  que 
ima  confesión  de  ese  género,  por  mi  parte, 
podría  perjudicarme,  y  yo  ya  le  he  dicho  a  us- 
ted que  soy,  ante  todo  y  sobre  todo,  una  mu- 
jer-voluntad. 

—¿Cuántos  años  tiene  usted,  Merceditas? 

Hizo  un  espantijo  muy  salado. 

—Y  sigue  usted  con  las  preguntas  incontes- 
tables. A  fuerza  de  mentir  siempre  una  edad 
distinta,  ya  no  sé  la  que  en  realidad  tengo... 
Cuando,  hace  diez  o  doce  años,  nos  conocimos, 
recuerdo  que  yo  era  mucho  más  joven  que 
usted... 

—Sí,  en  efecto,  ¡mucho!,  dos  años.  Tenía 
usted  quince  y  yo  diez  y  siete. . .  Adoraba  yo 
sus  tirabuzones  negros  como  la  endrina  y  su 
cuello  blanco  como  la  luna.  Una  noche  le  pro- 
puse a  usted  que  nos  fugásemos  a  pie.. .  A  us- 

9-H  129 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

ted  le  aterró  la  idea  de  andar  por  la  carretera 
oscura  y  silenciosa,  tropezando  con  los  mon- 
tones de  grava.  Ahora  comprendo  que  la  pro- 
posición no  era  muy  tentadora... 

—Y,  sobre  todo  -abundó  Merceditas— ,  como 
sabía  que  hacerle  a  usted  caso  era  desperdi- 
ciarme. . . 

—[Brava  sinceridad!... 

— jPor  Dios,  no  vaya  a  decir  nada  de  esto! 
—clamó  ella. 

—  lAh!  ¿Con  que  de sperdi ciarse?,..  Lo  diré, 
lo  diré  para  que  sus  admiradores  y  mis  admi- 
radoras sepan  a  qué  atenerse  respecto  a  los 
dos... 

Y  la  monísima  actriz  reía  y  reía,  simulando 
una  deliciosa  confusión  que  estaba  muy  lejos 
de  su  espíritu  • 


130 


—¡Hola,  chiqíict! 

—  Querido  Blasco.  ¿Cómo  está  usted?... 

—Mejor  que  nunca...  /C//í:7...  ¡Pero  qué  es- 
tatura! ¡Qué  grueso!  ¡Cómo  ha  cambiado  us- 
ted!... 

—Y  usted  también,  Blasco...  Está  usted  más 
joven,  más  alegre,  más  elefante. 

Pepe  Francés,  que  le  acompañaba,  robuste- 
ció mi  observación. 

—En  efecto  -dijo,  observándolo  al  través  de 
sus  gfrandes  y  oscuros  lentes  bordeados  de  con- 
cha—: es  usted  otro  hombre,  Blasco;  desde 
aquellos  tiempos  de  La  Novela  Ilustrada  hasta 
ahora  ha  variado  usted  enormemente.  Sin  bar- 
ba, sin  tripa,  tan  atildado,  con  cierta  pátina  pa- 
risiense. 

Y  así  era.  Este  Blasco  sonriente  y  alegre  a 
quien  saludábamos  en  su  cuarto  del  Palace  Ho- 
tel, no  recordaba  al  Blasco  revolucionario  e 

131 


irx      CABAL 


inquieto  de  hace  doce  años.  Ahora,  en  vez  de 
aquella  barba  rizada  3^  puntiaguda,  tan  carac- 
terística, tiene  el  rostro  completamente  rasura- 
do, con  tanto  esmero  que  por  alg-unos  sitios 
brotó  la  sangre.  Lleva  el  bigote  cuidadosamen- 
te cortado  a  la  inglesa.  Su  cabeza,  de  rizada 
cabellera,  ya  ha  comenzado  a  quedarse  monda, 
conservando  como  trofeo  de  su  antiguo  esplen- 
dor una  greña  crespa  y  desaliñada  que  a  ve- 
ces cae  sobre  la  amplia  y  rugosa  frente.  Las 
manos  del  insigne  novelista  están  muy  puli- 
das y  aderezadas  con  algunos  sencillos  aretes 
de  oro. 

No  había  terminado  de  vestirse;  estaba  en 
mangas  de  camisa:  una  camisa  verde,  cruzada 
por  unos  tirantes  de  seda  verde,  que  sujetaban 
los  pantalones  azules,  elegantemente  plancha- 
dos. Sus  botas  eran  de  charol  y  lona. 

Nosotros  tomamos  asiento  al  lado  del  venta- 
nal, cerca  del  lecho,  sobre  el  cual,  entre  el  des- 
orden de  las  ropas,  había  cartas,  telegramas, 
libros,  el  saco  de  viaje  y  la  americana  azul  con 
el  rojo  botón  de  la  Legión  de  Honor. 

Blasco  permanecía  de  pie  en  el  centro  de  la 
habitación,  con  las  manos  metidas  en  el  bolsi- 
llo del  pantalón. 

Hablaba,  hablaba  siempre  con  una.  pos  se  de 
hombre  de  mundo  para  el  cual  no  hay  secretos 

132 


LO        Q    U  B       SE        POR       MI 

en  la  vida;  su  voz  chillona  no  está  en  armonía 
con  su  gesto  de  comediante  francés. 

—Se  dice  que  ha  venido  usted  a  asuntos  re- 
lacionados con  la  guerra  europea  —  le  insi- 
nuamos. 

—  ¡Oh,  no  es  cierto!...  Son  fantasías.  El  objeto 
de  mi  viaje  a  España  es  visitar  mi  familia,  salu- 
dar a  mis  editores.  Ya  lo  digo  en  una  carta  que 
dirijo  a  los  diarios.  ¿A  qué  iba  a  venir  si  no?... 

—Se  dice  que  a  convencer  al  Gobierno  de  la 
conveniencia  de  una  intervención. 

—Eso  es  un  dislate  que  han  lanzado  mis  ene- 
migos... Yo  no  soy  partidario  de  que  España 
intervenga  en  la  guerra;  creo  que  se  debe  man- 
tener en  una  neutralidad  favorable  a  los  alia- 
dos. Claro  que  debe  estar  prevenida;  pero  nada 
de  intervenir...  -{Qué  iba  a  resolver  la  ayuda 
nuestra  en  esa  contienda  gigantesca  donde  los 
cuerpos  de  ejército  de  seiscientos  mil  hom- 
bres..,? ¡Nada!  ¡Créalo  usted,  nada! 

—¿Vencerán  los  aliados?... 

—Yo  creo  firmemente  en  el  triunfo  de  ellos, 
por  una  serie  de  razones  que  no  expongo  por- 
que resultaría  una  conferencia .  Sí,  desde  lue- 
go. Cada  día  que  pasa  representa  una  nueva 
seguridad  de  triunfo  para  los  aliados. 

—¿Cuánto  tiempo  cree  usted  que  durará  la 
guerra?.., 

133 


Ft  L      CAfíALLfíPO      AUDAZ 

—Será  larga,  muy  larga.  Tal  vez  sea  la  paz 

en  1917,  tal  vez  en  1918;  pero  no  antes. 

Hizo  una  pausa.  Se  puso  la  americana. 

—Hablemos  de  usted,  Blasco.  ¿Cuántos  años 
tiene  usted?... 

—Nací  en  enero  de  186S.  No  ten^o  que  decir- 
le a  usted  que  en  Valencia.  La  primera  vez 
que  me  di  cuenta  de  mi  existencia  fué  al  oír  el 
estruendo  de  los  cañones.  La  ciudad  era  bom 
bardeada  en  uno  de  los  movimientos  revolucio- 
narios de  la  época.  Después,  mi  niñez  se  des- 
arrolló entre  los  accidentes  de  la  guerra  car- 
lista, que  fué  terrible  en  la  región  valenciana. 

—Tal  vez  esta  primera  iniciación  de  la  vida 
ha  influido  en  el  resto  de  su  existencia. 

—Seguramente  —  afirmó  Blasco  —  .  Bueno; 
pues  luego,  teniendo  doce  años,  cuando  estaba 
en  un  colegio  dirigido  por  curas  recibiendo 
una  educación  estrechamente  religiosa,  yo 
mismo  me  fui  formando  una  mentalidad  muy 
distinta  al  ambiente  que  me  rodeaba.  Tenía 
una  gran  afición  a  la  lectura  y  leía  todos  los  li- 
bros que  caían  en  mi  mano,  libros  que  pedía 
prestados  en  mis  salidas  del  colegio  a  todos  los 
que  conocía,  especialmente  a  un  barbero 
amigo. 

—¿Recuerda  usted  qué  lecturas  fueron  las 
que  más  le  impresionaron  en  aquella  época?.., 


LO       Q    U  S       5   B       POR       M   ¡ 

—Sí,  señor.  La  vida  de  Jesús,  de  Renán,  y 
los  Estudios  de  la  Edad  Media,  de  Pi  y  Mar- 
gall.  Después  fui  estudiante  en  la  Universidad, 
porque,  «aunque  me  esté  mal  en  decirlo»,  yo 
también  soy  abogado.  Al  mismo  tiempo  que 
inicié  mis  estudios  de  futuro  jurisconsulto,  em- 
pecé mi  vida  de  político  de  acción.  Apenas  te- 
nía diez  y  seis  años  y  ya  era  una  fig^urita  den- 
tro del  partido  republicano,  que  entonces  vivía 
apartado  de  la  legalidad  y  dedicado  a  las  cons- 
piraciones. Confieso  que  fui  siempre  un  mal 
estudiante.  Mi  deseo  era  entrar  en  la  marina 
de  guerra;  pero  por  exigencia  de  mi  madre 
tuve  que  seguir  una  carrera  más  pacífica.  No 
perdí  ningún  curso;  estudiaba  tenazmente  quin- 
ce días  antes  de  los  exámenes,  aprendiéndolo 
todo  de  memoria  con  una  facilidad  igual  a  la 
que  tenía  para  olvidarlo  poco  después.  Rara 
vez  asistía  a  las  clases.  Me  había  ya  tentado  el 
demonio  de  la  literatura  y  huía  de  las  aulas 
universitarias  para  pasar  la  mañana  vagando 
por  los  senderos  de  la  risueña  vega  valenciana 
o  tenderme  en  la  playa  a  la  sombra  de  una 
barca  contemplando  las  espumas  del  Medite- 
rráneo y  soñando  con  el  cisne  de  Lohengrin. 
Sólo  entraba  en  la  Universidad  en  los  días  de 
revuelta,  para  provocar  y  dirigir  la  pedrea  con- 
tra reaccionarios  y  liberales.  Recuerdo  que  los 

U5 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

bedeles,  cuando  me  veían  en  el  claustro,  de  tar- 
de en  tarde,  se  ponían  en  guardia.  «Ave  de  mal 
agüero,  que  anuncia  la  tempestad»— decía  Pa- 
lanca, el  padre  del  actor. 

—¿A  qué  edad  fué  usted  por  primera  vez 
procesado?... 

—Siendo  todavía  estudiante  me  senté  en  el 
banquillo  de  los  acusados  por  una  de  las  pocas 
poesías  que  he  escrito  en  mi  vida.  Era  un  so- 
neto contra  los  reyes:  todos  los  reyes  de  la 
tierra;  me  indultaron  de  la  pena  de  seis  meses 
de  arresto  en  vista  de  la  edad,  pues  sólo  tenía 
diez  y  seis  años;  pero  yo  creo  ahora  que  este 
indulto  fué  también  por  lástima,  teniendo  en 
cuenta  lo  malo  que  era  el  soneto. 

Reímos;  él  continuó: 

—Al  fin,  fui  abogado;  pero  la  terminación  de 
mis  estudios  sirvió  para  que  me  dedicase  con 
toda  mi  actividad  a  los  trabajos  revoluciona- 
rios. Yo  no  soy  político  rii  lo  he  sido  nunca. 
Recuerdo  que  cuando  Salmerón  me  ofreció  el 
Ministerio  de  Instrucción  pública,  yo  rechaza- 
ba la  oferta  diciéndole:  «A  mí  me  dan  ustedes 
la  Embajada  de  Constantinopla.»  Y  es  eso:  que 
yo  no  sentí  el  politiqueo.  Sentía  la  lucha.  Soy 
un  agitador,  un  artista  enamorado  de  la  ac- 
ción, y  recuerdo  mi  juventud  con  sus  conspira- 
ciones novelescas,  sus  viajes  peligrosos,  sus 

136 


idas  nocturnas  a  los  alrededores  de  los  cuarte- 
les en  espera  de  un  regimiento  que  nunca  lle- 
gaba a  salir,  con  más  agrado  y  entusiasmo  que 
las  tardes  grises,  monótonas  y  vulgares  del 
Parlamento, 

—¿Fué  usted  condenado  muchas  veces  por 
Tribunales  civiles  y  militares? 

—jUf!, muchísimas.  Calculando  el  tiempo  que 
fui  a  la  cárcel  por  días,  semanas  o  meses,  pue- 
do afirmar  que  la  tercera  parte  de  este  período 
la  pasé  a  la  sombra  o  huyendo.  He  estado  preso 
unas  treinta  veces.  Los  años  1890  y  1891  los 
pasé  emigrado  en  París,  viviendo  en  el  Barrio 
Latino, y  sólo  pude  volverá  España  cuando  die- 
ron una  amnistía  a  los  reos  políticos.  En  1895, 
cuando  j-a  había  fundado  El  Pueblo,  ocurrió 
en  Valencia  un  gran  choque  de  las  masas  po- 
pulares y  la  Guardia  civil.  Hubo  numerosas 
bajas  por  ambas  partes.  La  región  fué  declara- 
da en  estado  de  sitio;  yo  tuve  que  huir,  e  hice 
bien,  pues  tengo  la  certeza  de  que,  si  me  apre- 
san, no  existiría  ya  a  estas  horas.  Huí  a  Italia 
disfrazado  de  marinero.  Cuando  se  sosegó 
todo,  volví  a  España;  pero  unos  correligiona- 
rios, sobradamente  entusiastas,  se  lanzaron  al 
campo  contra  mi  voluntad,  levantando  varias 
partidas  que  se  tirotearon  con  la  Guardia  ci- 
vil. Inmediatamente  las  autoridades  t^omaron 

1.7 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

la  precaución  que  era  ya  de  costumbre:  «Blas- 
co Ibáñez  a  la  cárcel»,  porque,  según  dijo  un 
fiscal,  «no  se  movía  en  Valencia  una  hoja  sin 
que  yo  lo  mandase».  Esta  vez  comparecí  en  un 
cuartel  ante  un  Consejo  de  guerra.  Una  escena 
teatral,  de  la  que  me  acuerdo  aún  con  cierta 
satisfacción  artística.  Después  de  un  largo  de- 
bate, me  leyeron  la  sentencia,  por  lo  noche,  en 
medio  del  patio,  entre  bayonetas  y  a  la  luz  de 
un  farol  agujereado  por  las  balas  de  los  míos. 
¡Una  escena  de  la  Revolución  francesa!...  Me 
condenaron  a  no  recuerdo  cuántos  años  de  pre- 
sidio.,., de  presidio,  ¿eh?...  Perdí  hasta  el  nom- 
bre, pues  durante  mucho  tiempo  fui  simple- 
mente el  número  trescientos  tantos.  Me  afeita- 
ron, me  cortaron  el  pelo  al  rape,  y  en  los  días 
de  revista  tenía  que  vestirme  con  el  traje  gris 
y  el  gorro,  como  mis  compañeros  de  hospedaje, 
todos  ellos  personajes  de  marca  en  su  mundo. 
Estaban  sentenciados  a  grandes  penas.  Pero, 
sin  embargo,  guardo  de  todos  ellos  cierto  re- 
cuerdo de  gratitud,  pues  me  trataban  con  un 
respeto  fraternal  y  al  mismo  tiempo  admirativo, 
procurando  mejorar  mi  situación.   A  uno  de 
ellos,  sentenciado  a  muerte,  le  pude  pagar  sus 
atenciones  procurándole  su  evasión.  Viví  todo 
un  año  en  aquel  presidio.  |Un  año!...  Esto  se 
dice  muy  pronto,  amigo  Amla^.  Al  fin  salí,  no 

136 


L    O        Q    U   ñ        S   ñ        P    O    /?    ^i    i 

por  indulto,  sino  por  conmutación  de  pena, 
como  un  criminal  vulgar,  teniendo  en  cuenta 
la  buena  conducta  que  había  observado  en  el 
encierro.  El  viejo  Cánovas,  queme  distinguía 
con  una  animosidad  especial,  me  trajo  deste- 
rrado a  Madrid  para  tenerme  a  la  vista.  Los 
republicanos,  para  sacarme  de  esta  situación, 
me  proclamaron  diputado  en  las  primeras 
elecciones.  ¡Diputado  yo,  que  había  abominado 
siempre  de  esta  investidura!...  Me  cansé  pron- 
to y  dimití  el  cargo,  dedicándome  a  otras  cosas 
más  en  armonía  con  mi  espíritu. 

Calló.  Nosotros  exclamamos: 

—Ha  vivido  usted  mucho  y  muy  de  prisa. 

—Y  así  viviré  siempre— se  apresuró  él  a  con- 
testar—. He  viajado  mucho,  he  emprendido 
las  más  diversas  y  contradictorias  empresas, 
he  arrostrado  peligros,  amo  los  negocios,  más 
que  por  los  resultados  positivos,  por  el  gusto 
de  vencer  las  dificultades  que  ofrecen. 

—¿Cómo  empezó  usted  su  vida  literaria? 

—Con  la  publicación  de  los  Citottos  valen- 
danos.  Antes  había  escrito  varios  novelones 
históricos  que  aparecieron  en  folletines  de  pe- 
riódicos y  luego  en  volúmenes  que,  afortuna- 
damente, desaparecieron.  Después  publiqué 
Arrorj  y  tartana  y  toda  la  serie  de  novelas  que 
reflejan  la  vida  de  Levante. 

139 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

—¿Todas  sus  novelas  eslán  recogidas  de  la 
realidad? 

—Todas.  Escribo  lo  que  veo...,  lo  que  me  im- 
presiona, y  retengo  perfectamente  un  paisaje, 
una  conversación  o  un  ambiente.  Mi  novela  La 
bal  vaca  tiene  su  historia.  Cuando  yo  estaba 
escondido  en  la  trastienda  de  una  taberna  del 
puerto  esperando  la  ocasión  para  huir  a  Italia, 
y  con  la  perspectiva  de  ser  fusilado,  me  entre- 
tuve escribiendo  en  unos  cuadernillos  ds  papel 
de  cartas  un  cuento,  al  que  puse  por  título  Ven- 
gnjisa  morisca.  Pude  huir  a  Italia,  y  al  volver 
fui  condenado  a  presidio;  pasaron  varios  años, 
y  un  día  el  correligionario  dueño  de  la  taberna 
me  entregó  los  papeles  que  había  dejado  olvi- 
dados en  su  casa.  Eran  el  cuento.  Al  releerlo 
presentí  qne  de  alh'  podía  3^0  hacer  una  novela. 
Y  así  lo  hice.  En  poco  tiempo  desarrollé  La 
barraca^  que  fué  la  primera  novela  que  me  dio 
celebridad  en  España  y  fuera  de  ella. 

— ¿Cuántos  libros  lleva  usted  publicados"^ 

—No  lo  sé...  Yo  no  los  he  contado  nunca,  ni 
esto  me  interesa.  Me  ocupo  de  mis  libros  mien- 
tras los  pienso  y  los  escribo.  Apenas  los  he 
terminado  no  vuelvo  a  acordarme  de  ellos  y  los 
olvido  a  veces  completamente. 

—¿A  qué  idiomas  han  sido  traducidos? 

—Todos  ellos  al  francés,  y  una  gran  parte  al 

140 


LO        QUE       S    B       POR       MI 

inglés,  al  alemán  y  al  italiano.  Tengo  muchos 
traducidos  a  todas  las  lenguas  de  Europa,  has- 
ta al  griego  moderno,  al  tcheque  y  al  ruteno. 
En  Rusia  casi  soy  su  novelista  popular;  ade- 
más, existe  allí  lo  que  no  hay  aquí:  una  colec- 
ción de  «Obras  completas  de  Blasco  Ibáñez». 

—¿Qué  capital  ha  reunido  usted  con  la  litera- 
tura? 

—¡Oh!  Eso,  no  sé.  Al  mismo  tiempo  que  es- 
critor he  sido  otras  cosas,  todo  menos  hombre 
de  administración,  y  el  dinero,  cuando  llega  a 
mis  manos,  lo  gasto  sin  averiguar  de  dónde 
procede. 

—Su  residencia  actual,  ¿es  París? 

—Sí,  señor.  Habito  un  pequeño  hotel  cerca 
del  Bosque  de  Bolonia.  Me  seduce  tener  a  mi 
disposición,  como  si  fuera  mío,  este  parque,  el 
primero  del  mundo,  y  paseo  por  él  dos  horas 
todos  los  días.  Ahora  estoy  escribiendo  la  His- 
toria de  la  guerra,  sin  más  documentos  que  los 
que  yo  puedo  proporcionarme  directamente  en 
los  informes  del  Estado  Mayor  y  en  mis  viajes 
al  campo  de  batalla.  Además  de  este  hotelito 
de  París,  ¡tengo  tantos  domicilios!...  Casa  en 
Valencia,  casa  en  Malvarrosa,  casa  en  Madrid 
—calle de  Salas—,  casa  en  Buenos  Aires,  casa 
a  orillas  del  Panamá,  cerca  de  las  fronteras 
del  Paraguay  y  del  Brasil,  en  pleno  bosque 

141 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

semitropical.  ¡Y  las  casas  que  tendré  to- 
davía! 
—  Cuéntenos  usted  alguna  anécdota. 
Blacco  hizo  un  gesto  de  horror,  y  exclamó: 
—¡Tengo  tantas,  tantas!...  Un  día,  en  París, 
almorzando  en  casa  de  mi  editor  francés  Cal- 
mann  Levy,  en  compañía  de  varios  escritores, 
me  dijo  Anatole  France:  «El  día  que  usted  pu- 
blique sus  memorias  habrá  producido  la  más 
interesante  desús  novelas.»  Y  asi  es.  Yo  he 
tratado  a  las  gentes  más  diversas  y  he  vivido 
en  las  capas  sociales  más  opuestas  y  contra- 
dictorias. S03'  amigo  íntimo  de  presidentes  de 
República  y  traté  al  depuesto  emperador  de 
Turquía,  Abdul  Hamid,  al  que  llamaban  El 
Tirano  Rojo.  He  sufrido  las  angustias  del  cén- 
timo en  mezquinas  empresas  editoriales  de  Es- 
paña, y  he  manejado  millones  en  mis  trabajos 
de  América.  He  estado  en  presidio,  y  años 
después,  sin  buscarlo,  he  entrado  en  los  salones 
más  cerrados  del  gran  mundo  de  París  y  otras 
capitales.  He  sido  escritor,  colonizador  y  gue- 
rrero. He  creado  libros  y  he  creado  pueblos. 
Una  voz  mía  la  han  obedecido  miles  de  hom- 
bres, jugándose  sus  vidas,  al  mismo  tiempo 
que  yo,  al  frente  de  ellos,  me  jugaba  la  mía. 
Tengo  en  mi  cuerpo,  como  recuerdo  de  estas 
aventuras,  las  cicatrices  de  dos  balazos  y  al- 


LO        QUE        SE        POR       Mi 

gunos  rasguños.  Presiento  que  no  he  termina- 
do aún,  5^  que  en  los  veinte  años  que  me  pueden 
restar  de  vida  todavía  el  Destino  me  reserva 
nuevas  aventuras.  Yo,  amig'o  Andas,  soy  una 
fuerza  suelta  que  a  veces  encuentra  ocasión  de 
funcionar  normal  e  intensamente.  No  creo 
nada  de  esto  incompatible  con  mis  aficiones  de 
artista;  es  más:  creo  seg^uir  con  ello  una  tradi- 
ción nacional,  la  verdadera  tradición  de  la  li- 
teratura española.  Nuestros  escritores  de  otros 
tiempos,  a  partir  de  Cervantes,  fueron  hombres 
de  acción:  soldados,  navegantes,  conquistado- 
res, en  una  palabra,  hombres  de  pelea,  muy 
distintos  del  literato  profesional  y  sedentario; 
hombres  de  acción  que  corrían  el  mundo,  vi- 
vían la  vida,  veían  las  cosas  por  sus  propios 
ojos  y  no  a  través  de  los  libros;  y  cuando  no 
tenían  otra  ocupación  más  urgente  e  impor- 
tante se  dedicaban  a  escribir,  empleando  la  li- 
teratura como  una  válvula  de  escape. 


143 


Al  entrar  en  la  redaccióa  aquella  tarde,  me 
dijo  ei  portfcio: 

—Aquí  ha  estado  un  señor  esperando  a 
usted. 

— ¿Mucho  rato?— pregunté,  por  responder 
alg-o. 

—Una  media  hora. 

—¿No  dejó  tarjeta? 

—No,  señor;  ni  dijo  su  nombre. 

—  ¡Bah!- pensé  medio  en  alto—,  ya  volverá 
quien  sea. 

Pero  una  voz  me  detuvo: 

—¿Señor  Audaz? 

Me  encontré  ante  un  caballero  que  jamás 
había  visto  y  que  me  parecía  algo  extraordi- 
nario. 

—Servidor  de  usted— repuse,  haciendo  una 
reverencia  a  mi  desconocido,  el  cual  me  ofre- 
ció bu  mano  con  UTia  llaue2a  singular. 

10-ii  145 


t  t.      CABAL  itPO     Á  L  b  A  Z 

Era  un  potentado,  seguramente.  En  uno 
Úm  sus  dedos  llevaba  un  enorme  .v  magnifico 
brillante  del  tamaño  de  un  «escudo»,  cogido 
con  cuatro  garras  de  platino;  lucía  alguna 
sortija  más,  y  sobre  la  corbata  otro  gran  bri- 
llaate. 

Su  rostro  y  su  aspecto  me  inquietaron,  inte- 
resándome al  momento.  Repito  que  no  era  un 
hombre  vulgar.  Más  bien  alto  que  bajo.  Delga- 
do. Su  faz  morena,  larga,  enjuta,  rugosa  y  pul- 
cramente afeitada,  tenía  una  expresión  de  in- 
diferencia mundana,  llena  de  atracción  y  sim- 
patía. Sus  ojos  negros,  ojos  vivos  de  psicólogo, 
miraban  con  ese  detenimiento  con  que  se  bucea 
en  la  oscuridad. 

Su  indumentaria  no  estaba  en  armonía  con 
los  brillantes;  era  sencilla  y  hasta  descuidada: 
un  trajecito  a  cuadros,  una  corbata  de  muelle 
y  unas  botas  negras  de  cordones  muy  deslus- 
tradas y  casi  abiertas.  Aquel  hombre  tenía  as- 
pecto de  detective  norteamericano. 

—Le  esperaba  a  usted— me  dijo  con  acento 
extranjero,  al  mismo  tiempo  que  estrechaba 
mi  mano. 

—  ¡Ah!— exclamé  .  ¿Acaso  es  usted  un  señor 
que  vino  antes,  según  me  han  dicho? 

—El  mismo.  Llegué  en  su  busca,  y  en  rista 
de  que  tardaba  usted,  me  he  sentado  iranqui- 

14Ü 


lo        Q    Ü   t        S    t        P    O    í^       MI 

lamente  en  mi  automóvil  a  esperarle.  Tenía  un 
gran  deseo  de  conocer  a  usted. 

—Veamos.  ¿En  qué  puedo  serle  útil?— me 
ofrecí. 

— ¡Ah!,  a  mí  en  nada— rechazó  con  absoluta 
indiferencia. 

—¿Luego  entonces?...— inquirí  yo,  ya  intere- 
sado. 

—Luego  entonces,  que  he  venido  a  conocer- 
le por  la  única  satisfacción  de  tener  el  placer 
de  estrechar  su  mano. 

—Muchas  gracias,  señor  —  exclamé,  algo 
confuso  por  las  originales  formas  de  mi  in- 
terlocutor. 

Él,  sin  darle  importancia  a  la  cortesía,  pro- 
siguió con  frialdad: 

—Yo  soy  Abraham  Ratner.  ¿No  ha  oído  us- 
ted nunca  mi  nombre? 

—¿Ratner,  Ratner?...— repuse  yo,  recordan- 
do—. Sí,  señor;  he  oído  este  nombre  y  no  re- 
cuerdo... 

—Medite  usted  un  poco  más— me  invitó. 

— ¡Ah,  ya!  ¿Es  usted  ese  feliz  mortal  multi- 
millonario ruso  del  cual  hablan  estos  días 
los  periódicos? 

—El  mismo,  para  servir  a  usted-afirmó  él. 

—Mucho  gusto...  Pero  pasemos  a  mi  des- 
pacho 

147 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

—Me  parece  muy  bien. 

Aquel  caballero  fantástico  me  siguió  hasta 
mi  compartimiento.  Después  dejó  su  flexible  y 
su  gabán  sobre  una  silla,  sacó  su  gran  petaca 
y  me  ofreció  un  «águila  imperial». 

—Yo— comenzó  diciendo  con  lentitud— soy 
lector  de  usted;  un  lector  asiduo  y  entusiasta. 

—Gracias,  señor— le  interrumpí. 

—No  hacen  falta.  Pero  a  usted  le  parecerá 
extraordinario  lo  que  voy  a  decirle . 

—Veamos. 

—Ahora,  hace  poco  tiempo,  he  estado  a  pun- 
to de  hacer  un  viaje  desde  Barcelona  con  el 
solo  objeto  de  conocer  a  usted  personalmente; 
fué  cuando  publicó  usted  la  interviú  del  señor 
general  Huertas. 

Al  oír  este  nombre,  me  previne.  No  estaba 
yo  muy  seguro  de  haber  dejado  complacidos  a 
los  partidarios  ni  a  los  detractores  del  ex  pre- 
sidente de  la  República  mejicana. 

—¿Le  pareció  a  usted  bien?— le  pregunté  con 
indiferencia. 

—Sí,  señor;  magnífica. 

—Hizo  una  pausa.  Comprendí  que  se  trataba 
de  un  enemigo  del  general.  Continuó: 

-Yo  soy  uno  de  los  más  grandes  amigos  del 
señor  general  Huertas,  y  en  aquella  interviú 
le  estuve  oyendo  hablar.  Ahora  bien:  usted  no 

148 


L    o       Q    U   b       SE       POR      MI 

pudo  sustraerse  a  cierto  ambiente  desfavora- 
ble que  en  España  rodea  al  ex  presidente  de 
Méjico...  Este  ambiente— 3-0,  que  no  soy  me- 
jicano, pero  que  he  vivido  allí  quince  años— 
tengo  el  deber  de  decirle  a  usted  que  es  injus- 
to... ¡Muy  injusto! 

—¡Veo,  señor  Ratner,  que  a  usted  no  le  hizo 
gracia  la  información  del  general. 

—Le  doy  a  usted  mi  palabra  de  honor  que 
sí;  me  encantó.  Es  más:  recuerdo  que  el  mismo 
día  que  se  publicó  tuve  ocasión  de  ver  al  señor 
Huertas  en  un  café  de  Barcelona,  y  le  dije  es- 
tas o  parecidas  palabras:  «Así  es  usted,  mi  ge- 
neral; ni  el  pintor  más  notable  hubiese  hecho 
un  retrato  más  perfecto  de  su  persona;  en  esta 
interviú  está  todo  lo  malo  de  usted;  falta  algo 
de  lo  bueno.»  Y  asiera,  en  efecto.  El  general 
Huertas  era  aquél;  pero  estudiado  sin  el  dete- 
nimiento necesario,  bajo  una  impresión  de  mo- 
mento. 

—¿Pues  qué  juicio  le  merece  a  usted  el  ge- 
neral? 

—Para  mí,  además  de  todo  eso  que  decía  us- 
ted de  él,  que  tengo  que  confesar  que  es  cierto, 
me  parece  un  hombre  admirable,  un  gran  pa- 
triota mejicano,  un  hombre  desinteresado  }'•  de 
una  capacidad  mental  superhumana.  ¡Así,  su- 
perhumana! 

149 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

—Y  un  dictador  cruel— agregué  yo. 

—Cruel,  no;  justo...  Un  dictador  a  la  medida 
de  Méjico,  como  lo  necesitan  los  mejicanos... 
Algún  día  me  dará  usted  la  razón.  Durante  su 
presidencia  demostró  no  ser  enemigo  de  los 
extranjeros  y  ha  suministrado  justicia  a  todo 
el  mundo,  a  excepción  de  los  bandidos,  a  quie- 
nes él  sabe  tratar  de  una  forma  muy  enérgica 
y  característica, 

—Celebro  mucho  que  me  dé  usted  todos  esos 
antecedentes,  señor  Ratner,  porque  ro  tengo 
el  propósito  de  hacer  algo  sobre  Méjico,  y  vi- 
niendo de  persona  tan  autorizada  como  usted, 
bien  pudieran  serme  útiles.  Si  mal  no  recuer- 
do, en  la  interviú  que  tuve  el  honor  de  hacer 
al  general  mejicano  me  ceñí  en  absoluto  a  su 
conversación,  poniendo  solamente  de  mi  cose- 
cha la  impresión  que  recibió  mi  espíritu. 

—Ya  lo  sé,  señor;  por  eso  digo  que  estaba 
muy  bien.  Yo  he  vivido  quince  años  en  Méjico; 
mi  capital  lo  hice  allí:  nació  de  trescientas  pe- 
setas, con  las  cuales  desembarqué  en  Tampico. 
Al  año  siguiente  aquellas  trescientas  pesetas  se 
habían  convertido  en  un  millón  de  pesos. 

—  ¡Caramba!  — exclamé  maravillado  —  .  ¿Y 
me  da  usted  su  palabra  de  honor  de  que  ese 
capital  lo  hizo  usted  trabajando  solamente.^... 
—le  pregunté  sonriendo  y  en  tono  de  chanza. 

150 


LO       QUE       3   B       POP       Mí 

—¡Palabra  de  honor  que  no  hice  más  que 
trabajar  con  suerte!  Verá  usted.  Yo  pertenez- 
co a  una  familia  rusa  de  mediana  posición.  A 
los  veintidós  años  emigré  por  imposiciones  del 
destino;  fui  a  caer  en  Tampico,  como  pude  caer 
en  el  Ecuador.  Allí  entré  a  trabajar  de  bracero 
en  una  casa  española,  cuya  razón  social  era 
«José  Ignacio  Isusi»;  me  daban  un  peso  diario. 
A  los  cuatro  meses  ya  había  conseguido  llegar 
al  puesto  más  alto  de  la  casa:  era  apoderado 
general.  Al  poco  tiempo,  por  una  pequeña  can- 
tidad—trescientas pesetas—,  adquirí  una  ne- 
gociación mezquina:  una  agencia  de  periódi- 
cos; y  con  una  idea  que  yo  tuve,  que  era  el 
despacho  de  paquetes  por  correo,  a  los  pocos 
meses  el  capital  de  la  negociación  se  había  ele- 
vado a  un  millón  de  pesos  oro.  Después  me  de- 
diqué a  negocios  bancarios  y  fué  creciendo  mi 
capital  como  la  espuma. 

—¿Cuánto  tiene  usted  en  la  actualidad? 

—Unos  quinientos  millones  de  pesetas  en 
efectivo,  además  de  los  intereses  que  he  dejado 
en  Méjico,  y  los  cuales  han  sido  atropellados 
por  Villa  y  Carranza. 

—Y  dígame  usted,  señor  Ratner,  ¿por  qué 
abandonó  usted  Méjico? 

—Porque  me  temía  lo  que  está  sucediendo,  y 
como  yo  era  íntimo  amigo  de  Huertas,  no  qui- 

151 


EL      C  A  fí  A  L  L  E  P  O      AUDAZ 

se  exponerme  a  ser  blanco  de  los  bandidos  ac- 
tuales. Yo,  señor,  salí  de  Méjico  antes  que  el 
señor  general,  un  poco  antes. 

— ¿Pero  usted  tendrá  noticias  fidedignas  de  la 
situación  mejicana? 

—¡Oh!  ¡Ya  lo  creo,  mi  amigo!...  Figúrese 
usted.  En  Méjico,  actualmente,  existe  una 
anarquía...  Allí  no  se  respeta  ni  la  propiedad, 
ni  el  derecho,  ni  la  justicia.  Los  extranjeros 
son  atropellados  inicuamente,  y  privados  de 
sus  bienes,  y— lo  que  es  más  triste  para  uste- 
des—los españoles  son  los  que  menos  garantía 
y  menos  seguridades  tienen,  es  decir,  los  per- 
seguidos con  más  saña...  ¡Pobres  españoles! 
Claro  que  de  esto  tiene  la  culpa  el  Gobierno 
vuestro,  que  no  se  preocupa  de  defenderlos. 
Créame  usted,  señor:  Méjico  necesita  lo  antes 
posible,  para  que  no  se  desmorone  por  com- 
pleto, un  dictador,  un  hombre  de  hierro,  un 
político  con  entereza,  que  aplique  la  ley  y  la 
justicia  sin  contemplaciones  de  ningún  gé- 
nero. 

—Y  ¿cree  usted  que  ese  hombre  es  su  amigo 
el  general  Huertas?— le  pregunté  intenciona- 
damente. 

Ratner  es  un  hombre  mundano,  un  hombre 
hábil,  y,  rápidamente,  con  una  sonrisa  iróni- 
ca, desechó  mi  maliciosa  interrogación. 

152 


LO        QUE        S    ñ        POR       M 


—No,  amigo  Andas,  no  quiero  decir  lo  que 
usted  cree.  El  señor  general  Huertas  no  volve- 
rá a  Méjico,  porque  ningún  dictador  que  dejó 
su  puesto  volvió  a  ocuparlo.  Será  otro... 

—¿Quién? 

—No  sé.  Es  un  incógnito  por  el  momento; 
pero  Dios  quiera  que  sea  pronto,  pues  un  país 
donde  no  hay  garantía  para  las  vidas,  para  los 
bienes,  ni  para  las  mujeres,  ni  para  los  niños, 
es  un  país  perdido,  que  si  sigue  así  corre  el  pe- 
ligro de  ser  conquistado  por  ese  vecino  fuerte 
y  ambicioso  que  se  llama  Wilson. 

—¿Qué  le  parece  a  usted  Villa? 

—Un  patibulario. 

—¿Y  Carranza? 

—Un  farsante  capaz  de  todo  lo  malo:  esto 
se  lo  juro  a  usted  con  la  mano  sobre  el  co- 
razón . 

Y  al  decir  esto  el  señor  Ratner  se  dio  solem- 
nemente con  la  palma  de  la  diestra  sobre  el 
pecho.  Después  continuó: 

—Ya  ve  usted,  si  esos  bandidos  algún  día 
llegaran  a  ser  fuertes,  a  mí  me  ahorcarían  sin 
remedio  por  esto  que  estoy  diciendo.  Yo  lo  sé; 
pero  no  puedo  por  menos  que  decirlo,  porque 
es  la  ¡santa  verdad! 

Hubo  un  silencio.  V\  humo  de  los  tabacos  iba 
tejiendo  un  tul  azulino  en  la  habitación.  Con- 
loa 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

fieso  que  a  mí  me  agradaba  oír  hablar  al  mul- 
timillonario. A  ól,  por  su  parte,  observé  que  le 
complacía  sobremanera  la  fraternidad  de  nues- 
tro diálogo. 

—¿Piensa  usted,  Sr.  Ratner,  instalarse  defi- 
nitivamente en  España?— le  pregunté. 

—Con  el  tiempo,  sí.  Ahora,  por  lo  pronto, 
salgo  para  Andalucía  esta  misma  noche.  Quie- 
ro conocer  esos  bellos  ojos  de  las  mujeres  es- 
pañolas. Después  embarcaré  con  rumbo  a  los 
Estados  Unidos,  y  más  tarde  tornaré  a  Barce- 
lona, donde  pienso  establecerme. 

Consultó  el  reloj.  Se  puso  de  pie. 

—Antes  de  abandonarle— me  dijo  lentamen- 
te—se servirá  usted  aceptar  un  pequeño  re- 
cuerdo mío.  ¡Quién  sabe  si  no  volveremos  a 
vernos  más,  y  yo  quiero  que  usted  conserve 
una  agradable  impresión  de  mi  visita. 

Y  al  mismo  tiempo  que  decía  esto,  sacóse 
del  dedo  la  gran  sortija  del  brillante  y  me  la 
ofreció,  diciéndome  cariñosamente: 

—Tenga  usted. 

—Gracias,  señor  Ratner— rehusé  yo  termi- 
nantemente—. No  hay  motivo  para  este  re- 
galo. 

—  ¡Oh!,  sí  hay  motivo.  La  molestia  que  le  he 
causado  con  mi  visita  y  con  todo  lo  que  le  he 
dicho,  que  maldito  lo  que  le  importa, 

154 


LO       QUE       SE       P   O  n      Mí 

—Sí  me  importa— protesté— .  ¡Ya  lo  creo! 
Tanto,  que  tal  vez  haga  de  su  charla  una  in- 
formación que  puede  resultar  muy  intere- 
sante. 

—Lo  que  usted  quiera.  Me  es  indiferente. 
Pero,  desde  luego,  ¿no  quiere  usted  aceptar 
este  pequeño  recuerdo  de  un  lector  suyo?... 

Continuaba  con  la  sortija  en  la  mano. 

—Ese,  no...  Otro  de  menos  importancia,  sí. 

—Le  advierto  a  usted,  amigo  mío,  que  para 
mí  esto  no  tiene  importancia  ninguna. 

Fijándome  en  un  pequeño  lápiz  de  plata  que 
asomaba  por  el  bolsillo  de  su  chaleco,  pro- 
seguí: 

—Acepto  como  recuerdo  de  su  visita  ese  lá- 
piz. Me  será  muy  útil  para  mis  notas. 

El  multimillonario  volvió  otra  vez  la  sor- 
tija a  su  dedo,  y  entregándome  el  lápiz,  mur- 
muró: 

—Sea,  mi  amigo...  Quien  se  engaña  es 
usted. 

Guardé  el  lápiz  y  di  una  larga  chupada  al 
cigarro.  Katner  advirtió  mi  deleite  de  fu- 
mador. 

—¿Le  gusta  a  usted  este  tabaco?— me  pre- 
guntó. 

—Sí,  muy  agradable— afirmé,  aspirando  su 
aroma . 

J55 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

Entonces  el  simpático  millonario,  como  to- 
cado por  un  resorte,  fué  a  mi  mesa  y,  revol- 
viendo entre  mis  papeles,  me  dijo: 

—¿Tiene  usted  un  esqueleto  para  poner  un 
telegrama?... 

—No;  pero  es  lo  mismo:  póngalo  en  una 
cuartilla  -le  dije,  ofreciéndole  un  bUjc. 

Entonces  el  señor  Ratner  escribió  con  lige- 
reza: 

*■  Casas  Dojnenec/i,  Cristina^  12.  —  Barce- 
lona . 

»Env(e  inmedialamenle  mil  cigarros  pitros 
de  los  que  yo  fumo  a  <^El  Caballero  Audaz», *^La 
Esfera»,  Salgo  es/a  noche  para  Andalucía. 
Abrahaní  Z.  Ralucr.* 

Te  confieso,  lector,  que  ante  esa  inespera- 
da esplendidez  me  quedé  un  poco  perplejo. 
Pero  en  seguida  reaccioné.  En  realidad,  para 
aquel  hombre  fantástico  mil  puros  habanos 
suponían  lo  que  para  mí  un  cigarrillo  de 
papel. 

— ¡Qué  hombre  tan  especial  es  usted,  señor 
Ratner!... — comenté,  mirándole  de  hito  en  hi- 
to—. Indiscutiblemente,  es  usted  un  hombre 
raro... 

—Perfectamente;  acepto  esa  clasificación... 


LO       Q    U  B       S   B       POR       Mi 

Y  tal  vez  no  esté  usted  equivocado...  Si  hubie- 
se muchos  hombres  como  yo  en  el  mundo,  no 
habría  bastante  oro  para  nosotros.  ¡No  olvide 
usted  que  con  trescientos  francos  he  hecho  mi 
capital  y  no  era  tan  alto  como  usted!... 


157 


Una  casa  callada  y  modesta.  Por  todo  orna- 
to, libros,  cariñosamente  encuadernados.  Por 
todo  alimento  y  fortaleza  para  la  lucha,  una 
venerable  mujer,  torpe— por  los  años— en  el 
andar,  pero  precisa  y  noble  en  el  decir,  que 
comparte  los  azares  y  laureles  del  hijo  del  poe- 
ta. Porque  gústale  a  la  anciana  señora  escu- 
char antes  que  nadie  los  madrigales  y  estro- 
fas de  su  niño  cantor,  no  será  extraño  encon- 
trarla con  frecuencia  al  lado  de  él,  con  los  ojos 
ya  llenos  de  sombra,  perdidos  en  la  nada,  pero 
con  el  oído  atento  a  los  endecasílabos  que  va 
pergeñando  su  hijo. 

Este  es  el  hogar  del  nuevo  y  joven  académi- 
co Ricardo  León,  y  sin  las  dolencias  que  de 
continuo  le  acosan,  diríamos  que  es  el  hogar 
de  un  hidalgo  feliz. 

Ricardo  León  es  un  hombre  pequeñito,  quie- 

158 


t  L      CABALLERO      A  U  D  AZ 

to,  encogido.  Es  la  modestia  perbonificada.  En 
vez  de  hablar,  parece  que  murmura,  acucia- 
do tal  vez  por  el  temor  de  que  su  voz  disuene 
de  las  demás.  Si  anda,  casi  arrastra  los  pies, 
procurando  hacer  el  menor  ruido  posible.  Si 
da  la  mano,  su  apretón  es  suave,  inadverti- 
do. Yo  he  querido  contrastar  la  sinceridad  de 
la  modestia  de  este  literato,  y  después  de  aco- 
modarme en  su  sillón  de  trabajo,  le  he  dicho 
una  cosa  que  yo  creía  estupenda. 

—Mire,  Ricardo:  usted  sabe  perfectamente 
que  yo  soy  un  hombre  sincero  para  el  püblic©; 
es  decir,  que  el  único  valor  que  tienen  mis  in- 
formaciones se  lo  da  la  verdad  de  lo  que  veo  y 
de  lo  que  siento. 

— En  efecto—ha  respuesto  él,  complacido. 

—Pues  bien:  3^0,  antes  de  tener  esta  conver- 
sación con  usted,  deseo  que  me  conteste  a  una 
pregunta.  Si  en  mi  información  hay  algo  de 
crítica  para  su  persona  o  para  su  obra,  ;usted 
no  se  molestará?. . , 

—¡Qué  disparate!  — ha  exclamado  el  poeta, 
sin  mostrar  el  menor  recelo  por  mi  prefacio—. 
No  me  conoce  usted,  amigo  mío;  yo  no  soy  lo 
que  algunos  creen  a  juzgar  por  mi  vida  de  re- 
lativo apartamiento.  Desde  mi  rincón  de  estu- 
dio y  de  trabajo  procuro  salir  cuanto  puedo 
de  mí  mismo,  con  el  espíritu  abierto  a  lodas 

160 


LO        Q    U  B       3    B       POR       Mi 

las  ideas,  a  todas  las  opiniones,  por  adversus 
que  fueren  a  las  mías.  Yo  me  hice  escritor  ri- 
yiendo  más  que  leyendo  y  más  a  fuerza  de  gol- 
pes que  de  halagos.  La  crítica,  no  ya  la  hon- 
rada y  sincera,  sino  la  más  apasionada  y  ri- 
gurosa, me  hace  mucho  bien.  La  alabanza  a 
todas  horas  es  una  dama  que  acaricia  y  ener- 
ra.  Me  incitan  más  al  trabajo  y  a  la  lucha  los 
desabrimientos  que  las  lisonjas.  Atendiendo  al 
refrán  «del  enemigo  el  consejo»,  procuro  apro- 
vechar todas  las  lecciones,  aun  aquellas  que 
vienen  con  la  acritud  o  el  rencor.  Siempre  he 
sentido  menos  vanidad  que  ambición,  y  nunca 
enamorado  de  mis  obras,  soy  yo  mismo  el  crí- 
tico más  implacable  de  ellas. . .  Así,  pues,  que 
tiene  usted,  no  solamente  mi  autorización— que 
no  le  era  menester— para  censurarme,  sino  mi 
colaboración  y  mi  voto  incondicional. 

El  sosiego  y  convencimiento  con  que  Ricar- 
do León  dijo  esto  me  mostraron  su  espíritu  hu- 
milde, perfectamente  equilibrado,  sazonado 
con  la  modestia. 

Viste  de  negro,  sin  atildamiento;  más  bien 
con  desaliño.  Su  piel  tiene  colóreos  bermejos. 
Una  pelusilla  azafranada  apenas  cubre  su  ca- 
beza. El  bigote  recio  y  descuidado  también 
tiene  tonos  rojos.  Sus  ojos,  pequeños,  miran,  a 
través  de  gruesos  lentes  de  roca,  con  esa  ex- 

ll-ii  161 


BLCABALL^RO      AUDAZ 

presión  ingenua  tan  característica  en  los 
miopes. 

Es  aná'dvz,  malagueño,  este  literato,  cuya 
prosa  está  recriada  en  soleras  cervantinas; 
pero  en  vez  del  porte  altivo  y  gallardo  de  los 
hombres  de  la  Andalucía,  tiene  el  aspecto  sen- 
cillo e  insignificante  de  un  buen  hidaJg^o  nacido 
en  Castilla. 

—No  parece  usted  andaluz— le  dije  yo,  pen- 
sando en  alta  voz. 

—Pues  nací  en  Málaga— protestó  él,  ufa- 
no—el día  de  Santa  Teresa  del  año  77. 

—Siga  usted;  ¿qué  más . . . 

—Mi  padre  era  militar.  Un  hombre  admira- 
ble; tenía  un  alto  concepto  de  la  vida  y  procu- 
raba, de  una  forma  clara  y  sencilla,  irlo  invo- 
lucrando en  mi  espíritu.  Yo  no  he  conocido  a 
nadie  que  me  enseñe  a  vivir  rectamente,  como 
lo  hacía  mi  padre.  Mi  espíritu  comenzaba 
a  manifestarse  anunciando  un  hombre  de 
acción.  Yo  soñaba  con  la  bandera,  el  fusil  y  el 
enemigo;  quería  ser  militar.  Físicamente  iba 
muy  bien  encaminado:  era  un  muchacho  sano, 
ágil  y  musculoso.  ¡Cuánto  daría  yo  por  volver 
a  aquellos  días  de  la  infancia! . . . 

Hizo  una  pausa  León;  3^0  esperé;  después 
prosiguió: 

—Y  todo  cambió  cuando,  a  los  doce  años, 

102 


LO       QUE       3  E       POR      Mi 

perdí  a  mi  padre.  La  adversidad  más  implaca- 
ble nos  acorralaba;  pero  ¡en  todas  sus  mani- 
festaciones!: dolor,  pobreza,  enfermedades.  En 
fin,  no  quiero  recordar.  El  caso  es  que  a  mí  se 
me  presentó  una  dolencia  que  desde  entonces 
no  me  abandona,  y  yo  estoy  agradecido  a  ella. 

Como  yo  hiciera  un  gesto  de  asombro,  él 
prosiguió  rápido: 

—Sí,  porque  verá  usted:  mi  enfermedad  me 
ha  tornado  de  hombre  de  acción  en  hombre 
reflexivo;  y  de  mis  soledades  en  casa  ha  salido 
el  escritor.  De  haberme  yo  cuajado  en  un  hom- 
bre sano  y  fuerte,  hubiera  sido  un  militar,  un 
batallador,  pero  jamás  un  poeta. 

—¿A  qué  edad  hizo  usted  los  primeros  ensa- 
yos literarios?. .  .—le  pregunté. 

—Comencé  a  emborronar  cuartillas  en  mi 
adolescencia.  Me  gustaba  mucho  leer,  sobre 
todo  las  novelas  de  Julio  Verne,  y  después  es- 
cribía bajo  la  influencia  de  estas  lecturas; 
pero,  claro,  sin  pies  ni  cabeza.  Es  decir,  que 
yo  tenía  una  vena  romántica  desde  niño,  que 
las  impresiones  que  iba  recibiendo  las  aplicaba 
indistintamente. 

—¿Fué  usted  periodista  en  Málaga?. . . 

—Sí,  señor;  fui  periodista  exaltado.  Y  yo 
mismo  me  asombro  de  haber  sido  un  escritor 
de  esos...  ¿cómo  diría  yo?...   vamos,  de  los 

163 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

temidos.  Hice  mis  campañas  y  tuve  mis  éxitos. 
Escribía  en  la  La  Información^  en  La  Unión 
Conservadora,  en  Luz  y  Sombra  y  en  casi  to- 
dos los  periódicos  de  allí;  yo,  entonces,  me 
creía  un  luchador,  ¡un  hombre  temible!  Pero 
en  esto  me  llama  el  Banco  para  ocupar  una 
plaza,  ganada  por  oposición  cinco  años  antes, 
y  me  veo  oblig^ado  a  ir  a  Santander.  iQué  con- 
traste tan  grande!  De  la  vida  alborozada  y 
ágil  de  Málaga,  a  la  vida  austera  y  apacible  de 
Santander.  ¡Y  cómo  influye  en  uno  el  medio 
ambiente! . . .  Yo,  en  Santander,  era  otro.  Tam- 
bién comencé  a  colaborar  en  los  diarios  de  allí; 
pero,  sin  darme  cuenta,  había  cambiado  la  plu- 
ma de  periodista  por  la  de  poeta.  Aquel  paisa- 
je de  la  montaña,  aquella  vida  ondulada  sua- 
vemente, la  lectura  de  Pelayo,  de  Escalante, 
de  Pereda  y  de  tantos  otros  ilustres  Santande- 
rinos,  y  el  trato  de  gentes  muy  reposadas  y 
sensatas,  me  fueron  modelando.  De  todas  estas 
cosas  nació  mi  primera  novela:  Casta  de  hi- 
dalgos. 

—¿Y  de  Santander  vino  usted  a  Madrid? 

—Volví  a  Málaga,  y  allí  escribí  mi  Comedia 
sentimental. 

—¿A  los  cuántos  años  de  escribir  su  primer 
libro  ha  sido  usted  llamado  a  la  Academia?. . . 

—A  los  cuatro  años. 

1(J4 


LO       Q    U  B       S   B       P   O    í?      MI 

—¿Tenía  usted  antigua  amistad  con  Maura? 

—No,  señor.  Don  Antonio  lo  ha  dicho  en  su 
notable  discui'so,  y  así  fué  nuestro  conoci- 
miento. A  raíz  del  inicuo  atentado  de  Artal, 
Maura  leyó  mis  novelas  en  su  retiro  de  Mallor- 
ca y  espontáneamente  me  hizo  la  merced  de 
escribirme  una  carta  de  amables  alabanzas, 
muy  gratas  para  mí.  Al  mismo  tiempo,  según 
he  sabido  después,  escribió  a  Rodríguez  Ma- 
rín, hablándole  encomiásticamente  de  mis  li- 
bros, y  le  anunciaba  su  deseo  de  que  me  lla- 
mara a  la  Academia;  pero  advirtiendo  que  yo 
no  debía  saber  nada  de  tal  propósito,  «pues  a 
este  joven  escritor— decía— hay  que  añejarlo 
un  poco». 

—¿Y  qué  impresión  le  causó  a  usted  el  acto 
de  leer  su  discurso  y  tomar  posesión  de  su  car- 
go de  académico? . . . 

—Figúreselo  usted:  una  emoción  y  un  miedo 
enormes.  Me  parecía,  y  aun  me  parece,  un 
sueño. 

—¿Tenía  usted  muchos  deseos  de  ser  acadé- 
mico?. .. 

—Hombre,  para  un  escritor  esto  constituye 
la  cumbre  en  su  carrera.  Adviértol*^  a  usted 
con  absoluta  sinceridad  que  yo  estoy  seguro 
de  que  no  me  he  elevado  hasta  esa  cumbre 
con  alas  de  mis  valimientos  y  mi  sabiduría, 

165 


ñ  L      CABALLERO      AUDAZ 

sino  con  la  nidulgencia  y  la  bondad  de  los 
demás. 

— ¿Cuál  de  sus  libros  es  el  que  más  se  vende? 

— El  amor  de  los  amores. 

—¿Cual  es  el  que  más  le  gusta  a  usted? 

—Yo,  aunque  considero  estos  libros  como 
ensayos,  o  más  bien  como  balbuceos,  y  creo 
que  aun  he  de  hacer  algo  más  serio,  los  que 
más  me  gustan  hasta  ahora,  es  decir,  los  que 
veo  mejor  hechos,  son  Comedia  sentimental  y 
La  escuela  de  los  sofistas.  En  cambio,  el  que 
me  parece  más  flaco  y  el  que  me  ha  dado  más 
que  hacer  ha  sido  Los  Centauros. 

—Ahora  hace  tiempo  que  no  labora  usted. . . 

—En  efecto:  llevo  dos  años  sin  producir.  Es- 
toy en  un  alto.  Yo  a  esto  le  llamo  un  holgón  o 
barbecho:  dejar  reposar  la  tierra  y  al  mismo 
tiempo  pararme  a  reflexionar  sobre  lo  hecho  y 
lo  que  debo  hacer. 

—¿Usted  traza  al  detalle  el  plan  de  sus  no- 
velas antes  de  escribirlas? 

—No,  señor.  Los  libros  me  llevan  a  mí  más 
que  yo  a  los  libros. 

—Qué  le  gusta  a  usted  más,  ¿escribir  en  ver- 
so o  en  prosa? . . . 

—Por  mi  gusto  sólo  haría  versos.  De  ser 
algo,  soy  poeta,  y  de  aquí  nacen  los  más  g^ra- 
ves  defectos  de  mi  prosa  y  de  mis  obras  nove- 
lee 


LO       QUE       S   B       POP       MI 

leseas.  Tengo  el  oído  lan  acostumbrado  al  rit- 
mo poético,  que  a  veces  me  cuesta  no  poco 
trabajo  sacudir  ese  compás  que  adultera  la 
prosa,  robándola  su  ritmo  propio,  su  llaneza  y 
sinceridad.  Los  excesos  de  la  fantasía  me  con- 
ducen también  a  un  vicioso  lirismo  que  desfi- 
gura la  realidad  con  arrebatos  intemperantes 
de  palabra  y  de  concepto.  Así,  5^0  no  me  juzgo 
novelista;  soy  un  poeta  que  hace  novelas,  Al 
revés  del  famoso  personaje,  escribo  en  verso 
sin  saberlo,  y  casi  siempre,  acabada  una  pági- 
na, tengo  que  dedicarme  a  «cazar  endecasíla- 
bos» y  a  cortarles  la  cabeza,  salvo  los  casos 
en  que  le  dan  cierta  gracia  y  misteriosa  seduc- 
ción al  período  estas  invasiones  del  metro,  y 
aun  de  la  rima. 
Ya  de  pie,  dispuesto  a  salir,  exclamé: 
—Una  última  pregunta,  León:  A  juicio  de 
usted,  ¿pasa  España  por  un  momento  de  deca- 
dencia o  de  apogeo?. . . 

—Yo  creo— dijo  Ricardo,  rápido,  al  mismo 
tiempo  que  limpiaba  los  cristales  de  sus  len- 
tes—que vivimos,  no  en  un  ocaso,  sino  en 
una  clarísima  alborada.  Todo  induce  a  creer 
en  el  renacimiento  del  genio  español  en  el 
mundo;  la  preocupación  aguda,  dolorosa,  ca- 
lenturienta, de  cuantas  cuestiones  se  refieren  a 
nuestro  pasado  y  a  lo  porvenir,  el  cultivo  cada 

167 


B  L      CABALLBRO      AUDAZ 

día  más  intenso  de  la  ciencia,  de  las  artes, 
«a  un  sentido  tan  moderno  y  en  el  fondo  tan 
•«pañol,  el  movimiento  creciente  de  la  acción 
social,  la  intervención  de  la  mujer  en  todos  los 
órdenes  de  la  vida  y  del  espíritu,  son  robustas 
señales  de  juventud  y  actividad.  Lo  que  sucede 
es  que  la  política— la  única  excepción— lo  cu- 
bre todo  con  apariencias  de  nulidad  y  abati- 
miento. En  la  gran  colmena  española  se  traba- 
ja con  ímpetu  febril;  pero  quien  nos  observa 
desde  afuera,  sin  conocernos  bien,  no  advierte 
la  callada  labor  de  las  abejas,  sino  el  zumbido 
de  los  zánganos.  Además,  contribuye  también 
a  nuestro  mal  esta  condición  nacional  esquiva, 
solitaria,  rebelde,  indisciplinada.  Cada  español 
es  un  reyezuelo  absoluto;  abundan  entre  nos- 
otros las  individualidades  enérgicas,  podero- 
sas, originales,  mas  con  tendencia  siempre  a 
la  soledad,  a  un  huraño  desvío,  a  un  previo 
desdén  de  todo  lo  ajeno.  Siempre  fuimos  así; 
pero  los  grandes  ideales  de  religión  y  de  con- 
quista de  otros  siglos  acertaron  a  unir  con  po- 
derosa argamasa  estos  robustos  sillares,  a  jun- 
tar la  raza  entera  en  un  solo  haz,  militante, 
agresivo,  lleno  de  vida  y  de  fuerza,  que  pro- 
dujo aquella  explosión  magnífica  del  siglo  xvr. 
Rotos  hoy  aquellos  vínculos,  es  menester  tra- 
barloi  d«  nuevo  o  erear  otros  para  que  no  se 

IM 


LO       QUE       S   B       POP       MI 

malogren  por  íalta  de  cohe&ioíi  los  vivos  es- 
fuerzos individuales.  A  este  fin,  lo  más  urgen- 
te es  barrer  de  la  política  a  los  que  hacen  ofi- 
cio y  granjeria  de  ella,  y  emprender  una  cru- 
zada arrolladora,  de  carácter  hondamente  pa- 
triótico y  popular,  donde  todos,  respetando 
mutuamente  sus  ideas  3'  sus  fueros,  coincidan 
siquiera  en  un  solo  punto  común.  ¿Es  posible 
que  los  españoles  de  hogaño  no  coincidamos 
siquiera  en  un  solo  anhelo?. . .  Basta  coincidir 
en  el  amor  de  la  patria. . .  Con  esto  y  con  un 
caudillo  generoso,  inmaculado,  muy  español, 
muy  valeroso  y  prudente,  capaz  de  empuñar 
la  espada  y  la  bandera  y  de  mover  las  muche- 
dumbres, ;no  lograremos  resurgir?. . . 

—Es  posible  todavía . . .  —le  contesté. 

—Yo  lo  creo  firmemente— aseguró  él  con  ar- 
dimiento juvenil—;  por  eso  soy  maurista. . . 


166 


Antes  de  acercarme  a  Onofroff  permanecí 
unos  momentos  de  pie  allí,  en  aquel  escenario 
que  más  parece  una  cuadra...  Había  una  at- 
mósfera apestada  e  irrespirable. 

La  pequeña  y  encantadora  rubia  de  Marck, 
que  parece  una  menina  de  Velázquez,  paseaba 
con  un  brazo  enlazado  a  la  cintura  de  la  don- 
cella, con  la  cual  parloteaba  en  francés. 

En  un  rincón,  dos  malabaristas  ensayaban 
trucos  con  platos  y  tazas.  Estaban  rodeados 
de  varios  artistas  más,  que  les  hacían  obser- 
vaciones en  francés,  inglés  o  italiano.  Una 
mujer  guapa  y  muy  pintada  le  hablaba  con 
mucho  mimo  y  le  daba  terrones  de  azúcar  a 
\mgriffon,  que  para  estar  más  cerca  del  ama 
se  hallaba  subido  sobre  una  jaula  de  madera. 
De  fuera  llegaban  las  carcajadas  y  el  murmu- 
llo del  público.  Ahora  era  un  oleaje  de  risas. 
Tonino  y  su  augusto  compañero  estaban  ha- 

171 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

ciendo  la  corrida  de  toros...  De  vez  en  cuando 
entraba  Leonard  estallando  dentro  de  su  frac 
verde  de  portero;  después  volvía  al  público  a 
dar  sus  acostumbradas  voces  destempladas  y 
desagradables  3'  recibir  un  par  de  bofetadas 
de  los  clo-iViis.  ¡Definitivo!... 

El  viejo  Parish,  con  su  chistera  y  su  levita, 
pasó  por  nuestro  lado,  con  andar  inseguro,  y 
nos  saludó  en  inglés... 

Onofroff  seguía  hablando  con  Marck,  el  do- 
mador de  leones  mansos.  Yo  esperaba  pacien- 
temente a  que  rompieran  su  charla  para  acer- 
carme. 

Muchos  conoceréis  ya  a  Onofroff;  es  un  hom- 
bre altísimo,  esbelto,  arrogante.  De  su  atildada 
elegancia  no  se  escapa  ningún  detalle:  el  frac 
impecable  con  los  botonesde  pasta,  el  cuello 
de  pajarita,  los  zapatos  de  charol,  la  leon- 
tina, la  camelia  blanca  prendida  del  ojal  del 
frac  y  el  pañuelo  de  hilo  perfumado  con 
Pompe  ia . 

Al  íin  tocó  el  timbre  que  llamaba  a  Marck  a 
escena,  y  entonces  quedó  Onofroff  solo.  Yo  me 
acerqué  a  él  en  el  momento  que  comenzaba  a 
acariciar  el  hocico  del  griffon. 

—Señor  Onofroff... 

El  profesor,  al  oírse  nombrar,  alzó  nervio- 
samente la  cabeza  y  se  encontró  frente  a  mí... 

172 


LO       QUE       se       P  o   ¡?      MI 

En  seguida,  con  un  gesto  muy  insinuante,  muy 
expresiv^o,  me  saludó.  Después  me  dijo: 

—Usted  hará  el  favor  de  dispensarme  alguna 
incorrección  que  cometa  en  el  lenguaje,  por- 
que no  domino  bien  el  español. 

—¡Nada  de  eso!...  Al  contrario:  veo  que  lo 
habla  usted  perfectamente, 

Y  así  era  en  efecto;  pero  él  repuso: 

—Necesito  una  poca  a3''uda...,  ¿sabe?  Vea- 
mos; ¿qué  desea  usted  de  mí? 

—Deseo— expliqué  yo,  un  poco  amilanado  —, 
primero,  que  tenga  usted  la  bondad  de  conven- 
cerme particularmente  de  sus  experimentos, 
de  los  cuales  dudo,  y  segundo,  que  converse- 
moíi  un  gran  rato  sobre  ellos. 

—Respecto  a  lo  primero,  señor,  yo  no  sé  si 
podré  convencerle.  Si  usted  es  un  caballero 
que  viene  a  desafiar  mis  experimentos,  yo  no 
acepto;  ahora  bien:  si  usted,  con  fe  y  voluntad, 
desea  someterse  a  ellos...  ¡eso  j-^a  varía! 

—Deseo  someterme  a  ellos. 

— ¡Ah!  Bien;  pues  veamos  ahora  si  hay  su- 
feto.  Ponga  la  palma  de  su  mano  sobre  la  mía. 

Obedecí. 

—Ahora— me  gritó  él— aunque  quiera  usted 
retirarla  no  podrá,  porque  yo  no  quiero.  Y  fíje- 
se bien  en  que  no  se  la  aprisiono,  que  no  están 
más  que  en  contacto...  Tire...  ¡Tire  usted!... 

173 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

Yo,  haciendo  un  esfuerzo  supremo,  traté  de 
despegar  mi  mano  de  la  suya.  ¡Imposible!  Era 
alg:o  como  un  imán  poderoso  o  como  una  plan- 
cha electrizada.  En  mis  tirones  arrastraba  ha- 
cia mí  el  cuerpo  de  Onofroff ;  pero  las  palmas 
de  las  manos  continuaban  unidas  como  una 
sola  pieza. 

—¿De  qué  le  sirven  sus  fuerzas,  mi  amigo? 
—gritó  él  en  tono  de  chanza. 

Tiré  con  más  ahinco.  ¡Nada! 

—Ya  basta— dijo  él. 

Y  las  manos  se  separaron  como  por  encanto, 
como  si  hubiese  cesado  el  fluido  que  las  uíiía. 

Onofroff,  entonces,  me  dio  una  palmaditaen 
la  mejilla . 

—Está  usted  un  poco  pálido— observó— ;  eso 
demuestra  que  ya  empieza  usted  a  creer  en 
mí...  Terminará  usted  por  ser  mi  mejor  amigo. 

Hablaba  Onofroff  con  un  acento  cariñoso, 
casi  paternal;  siempre  con  sus  ojos  melados 
fijos  en  los  míos. 

—Haré  con  usted  más  experimentos  en  mi 
casa,  si  usted  nos  honra  con  su  visita. 

—  ¿Cuándo?— le  pregunté  yo. 

—¿Cuándo?...  ¿Cuándo?... —murmuró  él,  in- 
terrogándose a  sí  mismo—.  Hoy  es  sábado... 
Mañana,  domingo,  es  día  de  dormir...  Pasado 
mañana,  ¿le  parece  a  usted  bien? 

174 


LO       Q   U  ñ       S   E       P   O   R      MI 

—Muy  bien— afirmé. 

—Pues  pasado  mañana,  durante  todo  el  día, 
será  usted  tan  amable,  tan  galante,  que  irá  a 
visitarme  a  la  mía  casa. 

—¿Dónde  se  hospeda  usted?— inquirí. 

— rsio  le  hace  a  usted  falta  saberlo-  repuso 
Onofroff,  sonriendo  enigmático. 

—Pero,  señor  Onofroff,  ¿cómo  voy  a  ir  sin 
saber  las  señas?... 

—Señor  amigo:  Onofroff  no  piensa  imposi- 
bles; yo  le  prometo  a  usted,  delante  de  todos 
estos  señores— y  señaló  el  grupo  de  artistas 
que  nos  rodeaba—,  que  pasado  mañana  la  sub- 
conciencia  de  usted  le  conducirá  adonde  yo 
vivo  y  donde  yo,  muy  rendidamente,  le  estaré 
esperando. 

—¡Eso  es  imposible!— aseguré. 

—Para  la  voluntad  de  Onofroff  no  hay  nada 
imposible— afirmó  él—.  Más  o  menos  difícil... 
tal  vez.  En  fin,  me  toca  salir—.  Y  me  tendió 
la  mano  al  mismo  tiempo  que  me  decía:  «Has- 
ta pasado  mañana;  allí,  en  mi  casa,  hablaremos 
de  cuanto  usted  desee,  y  le  someteré  a  mis  ex- 
perimentos. 

—No  creo  que  nos  veamos.  Más  valiera  ci- 
tarnos al  detalle— apuré  yo  con  desconfianza. 

—Descuide,  señor.  Yo  le  tengo  empeñada 
mi  palabra.  Claro  que  parto  de  la  ba^e  de  que 

175 


eLCABALLEf?0      AUDAZ 

su  voluntad  ha  de  estar  neutral;  esto  es,  que 
no  ha  de  esforzarse  en  verme  o  no  verme... 
Vaya,  adiós...  Mucho  gusto... 

Y  Onofroff ,  después  de  hacerme  un  saludo 
gentilísimo  y  arrogante,  salió  al  público. 

Sonaron  aplausos. 

A  los  cinco  minutos  estaba  en  el  centro  de 
la  pista  rodeado  de  quince  mozalbetes,  que, 
como  unos  autómatas,  ejecutaban  sus  manda- 
tos. Sentí  una  inmensa  compasión  de  aquellos 
seres  de  los  cuales  parecía  haber  huido  el  espí- 
ritu, y  que,  como  unos  maniquíes  de  gestos  gro- 
tescos, se  movían  y  accionaban  mecánicamen- 
te, con  los  ojos  fijos  y  la  mirada  perdida  en  la 
nada.  En  aquellos  rostros  sin  expresión,  sin 
soplo  de  vida,  había  una  mueca  trágica...  Algo 
de  ataúd  y  de  manicomio  al  mismo  tiempo. 

El  púbUco  reía...,  reía.  Yo  me  sentí  invadi- 
do por  un  profundo  horror,  y...  comencé  a 
creer... 


Muy  de  mañana,  el  lunes  salí  a  la  calle  para 
reanudar  mis  quehaceres  cotidianos,  un  poco 
abandonados  por  las  emociones  del  domingo . 
Casi,  casi  había  olvidado  la  cita  original  de 
Onofrofí,  Sólo  me  cuidé  de  pensar  en  ella  para 

17ti 


LO        QUE       S    B       POR       NI 

tomar  la  resolución  de  no  ir  inconscientemen- 
te por  ningún  hotel.  Con  seguridad,  Onofroff 
—pensé— se  hospedará  en  el  Palace  o  en  el 
Ritz. 

Toda  la  mañana  la  pasé  en  el  Ayuntamien- 
to. Cuando  volví  a  la  calle  eran  cerca  de  las 
doce.  Una  nube  negra  nos  amenazaba  con  un 
aguacero.  Esperé  un  instante  el  tranvía;  pasa- 
ba atestado  de  gente.  Entonces,  no  sé  por  qué, 
se  me  ocurrió  la  idea  de  ir  al  Real  en  busca  de 
unas  localidades  para  la  función  de  aquella 
noche...  Tracé  en  mi  imaginación  el  camino 
más  corto,  y  muy  diligente  lo  emprendí.  Me 
encaminé  por  la  calle  de  Luzón;  desde  allí  fui 
atravesando  las  calles  estrechas,  tristes  y  un 
poco  tortuosas  de  este  pedazo  del  Madrid  an- 
tiguo. 

Comenzó  a  llover.  Entonces  yo  me  detuve 
un  instante  a  ponerme  el  impermeable.  No  ha- 
bía terminado,  cuando  sobre  mí  escuché  una 
voz  enérgica  que  me  llamaba: 

—¡Señor  Audaz!.. . 

Alcé  la  cabeza  y  creí  estar  soñando...,  estar 
loco.  ¡Era  Onofroff!,  ¡el  mismo  Onofroff!,  el 
que  me  miraba,  acodado  sobre  un  balcón  de 
un  piso  primero,  sonriendo  burlón. 

—¡Pero...!— clamé  yo,  invadido  por  un  esca- 
lofrío de  terror. 

12 II  177' 


ti      CABALLERO      AUDAZ 

—Si,  soy  yo,  Onoírofí.  Vamos,  suba,  que  le 
estoy  esperando  hace  diez  minutos  y  llueve 
muy  seriamente. 

Anonadado,  transido  de  sorpresa,  pero  con 
un  deseo  inmenso  de  hablar  con  aquel  hombre 
extraño,  subí  al  piso. 

Onofroff,  correctamente  vestido  de  chaquet, 
me  esperaba  en  el  recibimiento.  Al  verme,  ex- 
clamó, dándome  su  mano: 

— Está  usted  nervioso  y  pálido;  cálmese.  No 
merece  la  pena.  Esta  atracción  a  distancia  que 
he  efectuado  con  usted  es  muy  sencilla;  dijera- 
mo3  la  infancia  de  mi  ciencia. 

—Pero  ¿es  posible  que  me  esperase  usted, 
Oiiofroff?— le  pregunté,  sin  salir  de  mi  perple- 
jidad. 

—¿Cómo  no?...  Había  dicho  a  mi  señora  que 
Tendría  usted  a  comer,  y  su  cubierto  está  pre- 
parado. 

En  efecto:  pasamos  al  comedor.  Espera- 
ban cuatro  cubiertos.  El  los  señaló  con  •! 
dedo: 

—Para  mi  señora,  para  mi  hija,  para  usted 
y  para  mí. 

—¿Y  qué  calle  es  ésta?— le  pregunté. 

—Calle  de  la  Unión,  número  cuatro,  primero. 
Un  cuarto  amueblado  que  hemos  tomado,  por- 
qut  a  mí  no  me  gusta  la  vida  de  hotel. 

\n 


LO       Q_Jl__^       ^   ^       P    o   f^       Mi 

-  Expliqueine  u.^ted.  ¿Como  me  ha  hecho  ub 
ted  venir  hasta  aquí?... 

—  Muy  sencillamente,  amigo;  por  medio  de 
la  sugestión.  Usted  es  un  sujeto  sumamente 
sensible,  sumamente  nervioso.  De^sde  que  la 
otra  noche  le  sometí,  está  usted  completamen- 
te influenciado  por  mf,  y  de  mi  sistema  nervio- 
so al  suyo  hay  una  corriente  hertziana  que,  sin 
darse  usted  cuenta,  le  ha  traído  hasta  aquí. 
Esto  no  tiene  nada  de  particular. 

Y  diciendo  esto  me  ofreció  un  cigarrillo, 
mientras  yo  temblaba. 

—¿Y  esto  es  hipnotismo?... 

—No,  señor.  Verá  usted.  Hipnotismo— pala- 
bra que,  como  usted  sabe,  se  deriva  del  griego 
ypnos,  que  significa  sueño—,  es  eso:  el  sueño 
provocado,  para  cuya  realización  son  necesa- 
rias dos  voluntades,  una  activa  y  otra  pasiva. 
Naturalmente  que  la  segunda  tiene  que  resis- 
tir la  influencia  de  la  primera...  Esto  es  lo  que 
yo  he  hecho  en  el  Circo. 

—Y  el  hipnotizado,  ¿qué  sensaciones  experi- 
menta?... 

—  Absolutamente  ninguna.  Queda  incons- 
ciente, vacío  de  inteligencia  y,  por  consiguien- 
te, no  padece  ningún  cansancio. 

—¿Y  el  operador?... 

-  ¡Ah!  El  operador,  cuando  ka  ejercido  sm 

179 


EL      C  A   3  A   L  r.  E  Q  O      AUDAZ 

podei  sobre  varios  sujetos,  experimenta  una 
fatiga  muy  grande. 

—Y  ¿qué  condiciones  necesita  reunir  un  in- 
dividuo para  ser  buen  operador?... 

—Voluntad,  nervios,  superioridad  física  y 
haberlo  estudiado. 

—¿Cuáles  son  mejores  sujetos  para  ser  hip- 
notizados? 

— Los  que  voluntariamente  se  entregan  al 
profesor...  Las  mujeres,  y  sobre  todo  las  his- 
téricas, son  más  fáciles  de  sugestionar;  pero 
hay  el  inconveniente  de  que  casi  todas  experi- 
mentan crisis  nerviosas  después  de  la  hipnoti- 
zación. 

—Un  individuo  que  sea  buen  sujeto  para  hip- 
notizado, ¿reúne  a  su  vez  condiciones  para  hip- 
notizar? 

—Sí...,  sí...,  con  preferencia... 

—¿Cuántas  ramificaciones  tiene  el  hipnotis- 
mo?... Y  perdone  que  le  moleste  tanto.  iPero 
es  tan  interesante!... 

—No  me  molesta;  al  contrario.  El  hipnotis- 
mo tiene  tres  estados:  letargía,  catalepsia  y 
sonambulismo.  La  letargía  es  el  sueño  muy 
profundo;  en  este  estado  la  conciencia  se  ex- 
tingue completamente,  los  sentidos  están  abo- 
lidos y,  por  lo  tanto,  las  facultades  han  des- 
aparecido; es  el  estado  de  muerte  aparente  o, 

130 


LO        QUE       SE       POP       MI 

por  lo  menos,  de  un  síncope.  La  catalepsia  es 
una  manifestación  especial  del  sistema  nervio- 
so, idéntica  a  la  muerte,  como  usted  sabe,  ca- 
racterizada por  la  rigidez  de  los  músculos,  la 
tensión  del  sistema  nervioso  y  la  casi  absten- 
ción del  corazón .  El  sonambulismo  da  al  suje- 
to la  libertad  y  el  uso  de  sus  facultades  para 
emplearlas  en  la  ejecución  de  los  actos  que  el 
operador  le  comunica  con  la  sugestión . 

—Y  la  sugestión,  ¿tiene  que  ser  verbal? 

—No,  señor;  puede  ser  verbal,  mental  o  por 
medio  de  pases  o  contacto  físico .  Usted  ha  ve- 
nido aquí  por  sugestión  mental,  porque  ya  la 
otra  noche  tendí  una  corriente  de  atracción  al 
darle  la  mano. 

—Y  dígame  usted,  Onofroff,  ¿cuánto  tiempo 
podría  usted  tener  a  un  individuo  sumido  en  la 
catalepsia?. . . 

—  Mucho...  Administrándole  alimento  por 
medio  de  sonda,  puede  prolongarse  todo  lo  que 
se  quiera. 

—¿Y  no  es  peligroso  el  hipnotismo  para  el 
sujeto?. . . 

Onofroff  se  encogió  de  hombros ;  después 
me  explicó: 

—Es  siempre  peligroso  el  hipnotismo  en  ma- 
nos de  un  operador  incauto  y  sin  experiencia; 
pero  este  peligro  desaparece  a  medida  que  el 

ISl 


B  L      C  A  B  A  L  L  E  fí  O      AUDAZ 

profesor  va  adquiriendo  conocimientos  prácti 
COS.  El  hipnotismo  es  un  arma  terrible.  Se 
pueden  cometer  crímenes,  se  puede  robar,  se 
puede  abusar  de  las  mujeres. 

—  ¿Qué  es  científicamente  la  fascina- 
ción?... 

—El  estado  hipnótico  producido  por  la  mi- 
rada. 

—Los  animales,  ¿son  susceptibles  de  fas- 
cinar? 

—Sí,  señor,  todos;  con  preferencia,  las  aves 
y  los  felinos.  Yo  he  fascinado  leones. 

—¿Cómo  es  eso?...  Cuéntemelo  usted. 

—Nada.  Que  entré  con  Malleu  en  la  jaula, 
por  una  apuesta  que  hicimos,  y  los  leones,  que 
eran  muy  fieros,  sintieron  el  fluido  de  mi  mi- 
rada y  fueron  dominados.  Otra  cosa  analogía 
me  pasó  con  un  hermoso  toro.  Trabajaba  yo 
en  Zaragoza  y  era  por  las  fiestas  del  Pilar.  Se 
celebraba  aquella  tarde  una  gran  corrida  de 
toros.  Yo  me  quedé  sin  localidad;  pero  como 
me  unía  una  gran  amistad  con  Guerra,  éste 
me  colocó  en  el  callejón,  y  me  dijo:  «Ozté  no 
ze  mueva  de  ahí...»  Pero  llega  un  toro  que  sal- 
ta dentro;  al  echarme  yo  fuera  se  me  engancha 
nn  pie,  me  caigo  y  al  levantarme  me  encuen- 
tro frente  al  toro,  que  se  arrancaba  hacia  mí. 
Entonces  lo  miro,  me  acerco  más  a  él  t  el  bi- 


LO       Q   Ü   ñ       S  B       P   O   í^      k    1 

cho  se  detiene,  y  allí  lo  ture  quieto  hasta  que 
Tino  Guerra. 

—¿Cuánto  tiempo  lleva  usted  de  operador? 

— lOh!  Unos  treinta  y  tantos  años. 

—Pues  ¿a  qué  edad  empezó  usted? 

—A  los  diez  y  ocho . 

—  ¿Cómo  descubrió  usted  sus  condiciones 
para  hipnotizar? 

—Mire  usted:  yo  soy  italiano;  a  los  catorce 
años  quedé  huérfano,  y  unos  tíos  míos  que  vi- 
vían en  Toulouse  tiraron  de  mí.  Allí  empecé  a 
estudiar  la  carrera  de  médico .  Tenía  yo  allí 
una  novia  camarera .  Una  noche  habíamos  ha- 
blado del  hipnotismo  cuatro  o  cinco  amigos. 
Ella  estaba  con  nosotros,  y  yo  le  dije  en  bro- 
ma: «Mírame,  que  te  voy  a  dormir.»  La  chica 
me  miró,  y  al  momento  quedó  hipnotizada. 
Pero  aquí  nuestros  apuros:  no  podíamos  des- 
pertarla; toda  la  noche  la  pasamos  aplicándole 
procedimientos;  a  la  mañana  siguiente  fui  en 
busca  de  mi  catedrático,  que  al  momento  la 
despertó  y  nos  reprendió  enérgicamente.  Yo 
hice  un  esfuerzo  de  voluntad,  estudié  bastante, 
y  al  año  ya  hacía  todo  lo  que  hago  hoy. 

—Vamos  a  ver,  Onofroff ,  ¿cómo  lleva  usted 
a  cabo  la  transmisión  del  pensamiento? 

--Muy  sencillamente.  Yo  me  autosugestiono. 
Dejo  mi  cerebro  sin  ning^una  idea  mía,  en  un 

IW 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

estado  completamente  neutral,  para  que  reciba 
el  fluido  del  cerebro  que  me  lia  de  mandar,  y 
mi  voluntad  queda  sometida,  supeditada  a  la 
voluntad  de  otro,  mediante  este  estado  aleico 
que  yo  obtengo  voluntariamente.  Así  es  que 
yo  soy  el  ejecutor,  pero  mi  cerebro  es  el  del 
que  manda.  Una  prueba:  piense  usted  una  cosa 
que  5-0  pueda  ejecutar  \'  mándemela  hacer  con 
el  pensamiento. 

Terminado  de  decir  esto.Onofroff  cerró  fuer- 
temente los  ojos.  Yo  pensé  que  se  quitara  el 
chaquet  y  se  rjusiera  el  mío.  Al  momento  rea- 
lizó la  operación.  Se  movía  como  sacudido 
por  una  corriente  eléctrica;  pero  se  despojó 
del  chaquet,  me  quitó  el  mío,  se  lo  puso  y  a  mí 
me  dejó  en  mang^as  de  camisa...  Pensé  que 
me  pusiera  el  suyo,  y  al  momento  lo  hizo. . . 
Quedé  maravillado  de  este  caballer©  extraordi- 
nario. 


1^ 


Llevábamos  esperando  más  de  diez  minutos. 
Campúa,  el  de  los  ojos  volcánicos,  curioseaba 
las  dedicatorias  de  los  retratos;  yo  descorría 
los  dedos  distraídamente  sobre  el  amarillento 
teclado  del  piano,  cuyas  notas  parecían  de 
acordeón. 

Estábamos  en  el  gabinete  donde  trabajaba  el 
autor  de  El  terrible  Pérez.  No  sé  si  acertaré  a 
daros  una  lig-era  idea  del  abrumador  desorden 
que  reina  en  esta  habitación.  Hay  sus  notas  de 
arte  en  unos  cuadros  de  Martínez  Abades,  que 
representan  escenas  de  las  obras  más  aplaudi- 
das de  García  Alvarez.  Delante  de  uno  de  los 
balcones  está  colocada  una  camilla  pequeña; 
sobre  ella,  seis  o  siete  lápices  y  dos  o  tres  tacos 
de  cuartillas.  Allí  acostumbra  a  sentarse  a  tra- 
bajar el  graciosísimo  autor  de  Las  cacaiúas.  En 
el  centro  del  gabinete  hay  otra  mesa  de  come- 

185 


g  L      C  A  B  A  L  L  B  R  O      AUDAZ 

dor,  sobre  la  cual  se  confunden  libros,  botellas, 
tijeras,  periódicos,  cigarrillos,  pastillas  de  brea, 
cepillos,  un  bote  de  bicarbonato  y  unas  ligas  de 
caballero  sin  estrenar.  En  un  ángulo,  el  piano, 
este  buen  amigo  de  Enrique,  en  cuyas  notas 
buscó  refugio  a  su  pena  en  los  días  que  un 
gran  desengaño  llenó  de  pesar  su  alma  confia- 
da y  buena.  También  de  este  piano  han  salido 
regocijantes  y  popularísimas  canciones. 

—Son  las  doce  y  media— exclamó  Campúa— 
y  este  es  \in  fresco.  Muy  capaz  es  de  haberse 
vuelto  del  otro  lado  y  seguir  durmiendo. 

—Opino  lo  mismo  que  tú.  Vamos  a  ver. 

Con  algún  sigilo  nos  acercamos  a  una  puerta 
que  comunicaba  con  otra  habitación.  La  entre- 
abrimos y  escuchamos  un  ronquido  de  venda- 
val. Campúa  y  3^0  nos  miramos  atónitos,  in- 
dignados. La  habitación  estaba  en  penumbras; 
pero  allá,  en  el  fondo,  distinguimos  un  lecho 
Luis  XV,  y  tendido  sobre  él,  a  Enrique,  decidi- 
do a  pasarse  durmiendo  hasta  las  cuatro  de  la 
tarde. 

—¡Enrique!  ¡Enrique!...  ¿Qué  es  esto?...— le 
grité,  al  mismo  tiempo  que  lo  sacudía  cariflo- 
samente  para  despertarlo. 

Y  García  Alvarez,  desperezándose,  con  'los 
párpados  cargados  de  sueño  y  el  gesto  anona- 
dado, exclamó: 

186 


LO        QUE       SE       P   O    /?       M    / 

—Pues  esto  es  una  cosa  que  no  debe  hacerse 
con  los  amigos. 

No  hice  caso  de  sus  protestas. 

—¡Vístete  ahora  mismo! 

—¿Para  qué? 

—Tú  vístete  y  no  repliques -agregó  Cam- 
púa. 

—  Pero,  hombre,  jno  avasalléis  de  ese 
modol  ¿Qué  es  lo  que  queréis  hacer  conmi- 
go?...—inquirió  con  gesto  de  víctima  ador- 
milada. 

—Ya  lo  verás. 

—¿Y  no  os  vais  si  no  me  visto?... 

—¡Qué  nos  hemos  de  ir.  Si  no  te  vistes  tú,  te 
vestimos  nosotros. 

—Pues  mira,  os  lo  agradecería. 

— ¡Anda,  hombre,  anda! 

—Seré  una  exhalación...  ¡Ya  veréis! 

Y  después  de  abrir  la  boca  diez  o  doce  veces, 
frotarse  los  ojos  y  estirar  y  retorcer  los  brazos, 
saltó  del  lecho. 

Para  dar  a  mis  lectores  idea  de  la  rapidez 
eléctrica  de  nuestro  visitado,  les  diré  que  a  la 
una  menos  cinco  comenzó  a  vestirse  y  acica- 
larse, y  a  las  cuatro  menos  cuatro  minutos  sa- 
líamos de  su  casa.  Un  coche  de  punto  nos  es- 
peraba en  la  puerta. 

—¿Adonde  vamos?— indagó  Enrique. 

l>7í 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

—¡Al  restaiirafit  más  próximo!— exclamé  yo, 
que  llevaba  una  debilidad  que  no  he  sentido 
jamás  por  ningún  amigo. 

A  los  pocos  minutos  estábamos  instalados  en 
una  mesa  del  Lion-Bar.  En  el  comedor  grande 
hallábanse  reunidos  los  mauristas  en  la  frater- 
nidad de  un  banquete.  Hasta  nosotros  llegaban 
los  «Maura,  sí»  y  los  frenéticos  aplausos.  Al 
advertir  esto  García  Alvarez,  preguntó  con  in- 
genuidad: 

—Oye,  ¿estará  mal  que  yo  esté  aquí  tan  cer- 
ca de  los  mauristas?...  Porque  como  soy  de 
García  Prieto... 

Reímos  este  inocente  escrúpulo  político. 

iVIientras  que  Campúa  se  las  entendía  con  el 
camarero  ordenando  el  weiiu,  yo  empecé  a  in- 
terrogar a  García  Alvarez,  que  ya  devoraba 
un  panecillo  de  Viena. 

— Dime,  Enrique,  ¿cuántas  obras  tienes  es- 
trenadas?... 

—Ochenta,  entre  saínetes,  zarzuelas,  come- 
dias, pasillos  y  revistas— me  contestó  con  la 
boca  llena  de  pan. 

— Y  entremeses,  ¿no  tienes? 

—Ahora  los  traerán... 

Se  rió  el  chiste.  Dicho  por  él,  que  es  el  hom- 
bre de  más  vis  cómica  que  he  conocido,  tenía 
gracia.  Continué: 

188 


LO        QUE       S    B        P   O    í?       MI 

—De  las  obras  que  has  estrenado,  ¿cuál  te 
parece  mejor?... 

— jHombre,  en  este  momento,  con  el  hambre 
que  tengo,  la  que  me  parece  mejor  es  El 
pollo!... 

—¿Qué  pollo? 

—El  pollo  Tejada. 

—¿Y  después? 

—Los  cocineros,  Los  rancheros  y  La  torta  de 
Reyes,  y  hasta  que  coma  algo  no  me  pregun- 
tes, porque  no  se  me  ocurrirán  más  que  los  títu- 
los nutritivos. 

—Llegó  el  camarero  y  nos  sirvió  un  sucu- 
lento plato.  Después  de  apurarlo,  proseguimos 
el  diálogo: 

—¿Cuántos  años  tienes,  Enrique?... 

—Se  quedó  un  instante  perplejo. 

—Mira:  pon  los  que  quieras,  pero  ya  puedes 
calcular,  por  mi  natural  frescura  y  fragan- 
cia, que  soy  mucho  más  joven  que  Antoñito 
Casero. 

—¿Y  a  qué  edad  empezaste  a  escribir? 

—Cuando  tenía  diez  y  nueve  años  estrené  mi 
primera  obra,  que  fué  La  trompa  de  casa,  en 
el  teatro  Eslava... 

—¿Cuál  es  la  obra  que  más  dinero  te  ha  pro- 
ducido?... 

—No  me  hagas  caso,  pero  yo  creo  que  La 

139 


t  L      CABALLEJO      AUDAZ 

Nianha  de  Cádi¿\  La  ahgvia  de  la  hucrla, 
El  pobre  Valbucna,  Alina  de  Dios;  a  éstas 
han  seg"uido  El  peí  ro  chico,  El  terrible  Péraz 
y  otras. 

—¿Cuántos  colaboradores  has  tenido?.. . 

—Muchísimos. 

—¿Con  quién  te  has  entendido  mejor  para 
colaborar? 

Meditó  el  «Rey  del  Chiste» .  Su  perenne  ex- 
presión de  aburrimiento  y  somnolencia  tornóse 
en  un  gesto  de  triste  decepción  y  honda  amar- 
gura; después,  con  espontánea  nobleza,  ex- 
clamó: 

—Con  Arniches...  Lo  uno  no  quita  lo  otrOy  y 
como  eso  es  la  verdad,  yo  no  debo  decir  otra 
cosa.  ¿Oyes  tú?. . . 

Y  con  un  poco  de  remordimiento  por  haber 
entristecido  al  buen  amigo,  acudí  rápido  con 
el  aturdimiento  de  una  nueva  pregunta: 

—A  ti  qué  te  gusta  más,  Enrique,  ¿hacer 
libros  o  hacer  música?... 

Hacer  música. 

—¿Qué  números  se  han  popularizado  de  tus 
obras?... 

—Muchísimos...  «El  Pompón»,  de  El  pobre 
I albiie na:  t\  *Bdi\áomQVdi,  Baldomera»,  de  El 
ratón,  y  muchos  más.  Figúrate  que  yo  habré 
hecho  en  esta  Tida  más  de  doscientos  números 

19-) 


de  música,  y  todavía  mis  queridos  companeros 
me  llanan  el  «maestro  García».  ¿Oyes  tú? 

— ;Cuál  ha  sido  en  el  teatro  tii  caracterís- 
tica?... 

—Las  tiples. 

—Tú  tendrás  muchas  anécdotas  de  tu  vida. 
Cuéntame  alguna. 

—Muchas,  ¿oyes  tú?...,  muchas;  casi  todas 
entre  coristas  hembras,  segundas  tiples  y  de- 
más; pero  no  te  las  relato,  porque  eso  «lo  sa- 
ben las  madres»...  ¡Hombre!  Se  me  ocurre 
una.  Verás.  Hace  algunos  años  concerté  una 
fuga  con  una  selecta  tiple  muy  popular  enton- 
ces porque  en  una  revista  cantaba  un  couplet, 
llamado  del  «carbón»,  que  armaba  un  ciscoio- 
das  las  noches.  Quedamos  en  que  me  esperaría 
en  un  coche  y  nos  iríamos  a  Troncoso,  donde 
vivía  un  tío  suyo.  Pero  ya  sabes  mi  carácter, 
chico;  quiso  Morfeo  que  me  quedase  profunda- 
mente dormido  a  la  hora  precisa  de  la  cita. 
Cuando  desperté,  había  pasado  la  hora  conve- 
nida, y  ¡tres  más!,  en  cuyo  tiempo  se  enteró  la 
familia  de  la  esperante  y  la  restituyó  al  domi- 
cilio entre  denuestos  y  de  los  otros.  Resumien- 
do: que,  por  quedarme  dormido  como  un  tron- 
co, no  fuimos  a  Troncoso.  A  los  tres  días  la 
bella  tiple  me  decía,  llorando  a  lágrima  viva 
—y  que  viva  muchos  añas—:  «¡Ay,  Enrique 

191 


EL      CABALLEJO      AUDAZ 

qué  decepción!...  Esto,  que  era  el  sueño  de 
toda  mi  vida...»  «Ha  quedado  reducido  a  una 
siesta»— le  contesté  yo. 

—¿Recuerdas  alguna  que  no  sea  pasional? 

—Recuerdo  bastantes— repuso  Enrique,  des- 
pués de  rememorar  unos  segundos—;  pero  en  la 
imposibilidad  de  referírtelas  todas,  voy  a  con- 
tarte una  que  te  dará  exacta  idea  de  mi  debili- 
dad de  carácter.  Había  salido  para  Lisboa  una 
notable  compañía,  dirigida  por  el  gracioso  Emi- 
lio Orejón  -que  en  paz  descanse— y  de  la  cual 
era  empresario  don  Manuel  Reyes,  aquel  hom- 
bre tan  rumboso  y  tan  apasionado  por  el  arte 
lírico.  A  los  pocos  días,  Alfredo  Navacerrada, 
su  representante  en  Madrid,  vino  a  buscarme 
una  mañana  y,  con  engaños,  pretextando  no 
sé  si  un  paseo  o  una  jira  campestre,  me  sacó  de 
casa,  de  idéntica  forma  que  me  habéis  sacado 
hoy  vosotros,  pero  en  vez  de  traerme  a  un  res- 
taurante me  llevó  a  la  estación  de  las  Delicias 
y  me  zampó  en  un  vagón  de  primera,  donde 
había  una  señora  de  ídem,  y  entregándome  un 
billete  de  ídem  ídem,  me  espetó  de  buenas  a 
ídencs  estas  alarmantes  palabras:  «¡Querido 
Enrique!  Tengo  el  gusto  de  participarte  que 
vas  a  Lisboa,  donde  te  espera  Reyes  dispuesto 
a  tratarte  como  a  un  príncipe. ■»  «¿Y  con  qué 
objeto   voy    Lisboa?»,   pregunte,  estupefacto. 

192 


LO        QUE       se       POP       Mi 

«Con  esta  maleta»,  me  respondió,  entregán- 
dome un  saco  de  mano.  Y  antes  de  que  yo  pu- 
diera reponerme  de  mi  sorpresa,  partió  el  tren. 
Hay  que  advertir  que  yo  iba  sin  dinero  y  sin 
viandas,  es  decir,  que  en  aquel  momento  no 
era  ni  capitali-ita.  ni  viandante.  Yo  confié  en 
que  mi  compañera  de  viaje,  que  era  guapa  y 
robusta,  llevaría  algo  de  carne;  pero,  ¡que  si 
quieres!  A  los  pocos  momentos  me  convencí 
que  no  llevaba  más  qae  la  que  la  Naturaleza, 
pródiga,  le  había  concedido.  Al  llegara  Lega- 
nés  iya  iba  loco!  La  ^aszisa  había  comenzado 
sus  e-tragos  en  mi  des'erro  estómago,  y  mira- 
ba a  mi  compañera  de  viaje  con  la  misma  fero- 
cidad de  un  ancropófago.  Se  detuvo  el  tren,  y 
una  voz  bronca  anunció:  <f¡Fueri]abrada!...  un 
mínu'.o.»  Yo  vi  oj^ilar  an:e  mis  desalentados 
ojos  a  la  propia  Tía  Javiera  agitando  un  serón 
abarrotado  de  rosquillas.  Y  el  tren  siguió  su 
marcha,  para  volver  a  detenerse,  y  otra  voz 
gritó:  «¡Cabañasl. ..  dos  minutos.»  Yo,  que 
soy  may  añcionado  al  buen  tabaco,  di  un  salto; 
pero  pron'io  reflexioné  que  Cabanas  sin  comer 
era  una  locura.  El  hambre  condnuába  en  au- 
mento. Afortunadamente,  e':  tren  no  se  detuvo 
ni  en  ViV.amielm.t'^i  Cebol'z.  porque  si  se  de- 
tiene borro  del  napa  los  dos  piíeolos  susodi- 
chos. Y,  desfallecido,  aniquilado,  soñando  con 

13-11  193 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

solomillos,  chuletas  de  ternera,  muslos  de 
pollo  y  otras  estupideces  por  el  estilo,  entré  en 
Lisboa.  En  el  andén  esperaban  mi  llegada  cua- 
renta o  cincuenta  individuos  de  la  compariia, 
con  el  sirapátieu  Reyes  y  Pascual  Frutos  al 
frente.  Al  asomarme  a  la  ventanilla,  jt;ritaron 
todos  con  entusiasmo:  «i Viva  García  Alva- 
rez!.,.»  Y  yo,  que  estaba  viendo  que  no  vivía 
ni  cinco  minutos  más,  vociferé,  sacando  fuer- 
zas áe  flaqueza:  *\\5n  lestauj'ant!...  ¡Un  r^5- 
lauraní,  que  me  muero!...»  La  carcajada  fué 
múltiple  y  atronadora.  En  esto  fijáronse  mis 
ojos  en  la  puerta  del  jefe  de  estación,  sobre  la 
cual,  en  letras  enormes,  se  leía:  «CHEFE  ES- 
TACr^AO.»  Vi  el  cielo  abierto.  Descendí  del  va- 
g'ón,  como  uri  rayo,  y  empecé  a  gritar:  «¡El 
jefe!...  ¡Queme  traigan  al  jefe!...  «¿Para  qué 
lo  quieres?»,  me  preguntó  Frutos.  «¡¡Para  co- 
mérmelo, porque  así,  asao,  debe  estar  riquí- 
simol!»  Y  si  no  me  sujetan  entre  todos  yo  aca- 
bo mis  días  en  la  cárcel  de  Lisboa. 

—¡Cállate  5'^a,  Enrique!— pudo  decir  Cam- 
púa,  casi  ahogado  por  una  carcajada,  y  con  la 
mano  puesta  en  el  costado—.  ¡Que  no  puedo 
reírme  más,  chico!...  De  verdad...  ¡que  me  due- 
le el  vacío!... 

—Pero,  Pepe,  ¿es  posible  que  tengas  algo 
vado  en  tu  cuerpo  después  de  la  barbaridad 

194 


LO       Q   U   P       5   E       P   O    í^       MI 

que  has  comido?...— preguntó  Enrique  con  có- 
mica sorpresa. 

Se  repitieron  las  risas. 

En  esto  el  Sr.  Ossorio  y  Gallardo,  que  presi- 
día el  banquete  maurista,  al  saber  que  estaba* 
mos  allí,  nos  envió  un  recado  invitándonos  a 
pasar  al  salón,  donde  se  nos  haría  un  cariñoso 
recibimiento.  Nosotros  rehusamos  tan  gallar- 
da galantería,  correspondiendo  a  ella  envián- 
dole  nuestras  tarjetas,  respaldadas  con  estas 
palabras:  «¡¡Maura,  sí!!» 

Oímos  vivas  a  La  Esfera,  a  Mundo  Gráfico  y 
a  algo  más... 

Encendimos  nuestros  vegueros  y  salimos  a 
la  calle.  Allí  nos  encontramos  con  Polo,  el  des- 
nutrido autor  cómico.  Enrique  mandó  detener 
un  coche. 

—Ese  caballo  no  puede  con  nosotros— ex- 
clamó Campúa  al  ver  las  hechuras  del  flacucho 
jaco. 

—Ya  lo  creo,  señorito— aseguró  el  cochero—. 
Ayer,  sin  ir  más  lejos,  estuvo  en  el  Campa- 
mento. 

—Y  ganó  el  campeonato  de  tiro— agregó  En- 
rique, muy  serio. 

Cuando  el  coche  marchaba  con  los  cuatro, 
amontonados  en  sus  asientos,  yo  le  pregunté 
al  Rey  del  Chiste: 

195 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

—¿Qué  obras  preparas? 

—La  Venus  de  piedra,  con  López  Monís, 
música  de  Alonso  y  mía.  La  estrenaremos  en 
Apolo  a  principios  de  temporada.  Veréis  qué 
gracia  tiene;  aquí  la  traigo— dijo,  sacando  del 
bolsillo  un  libro  de  cuartillas—.  También  tengo 
una  comedia  en  dos  actos  para  Cervantes,  en 
colaboración  con  este  simpático  Polo,  que  lleva 
por  título  El  farol  de  Diós^cnes, 

—¿Se  tratará  del  filósofo?... 

—No;  se  trata  de  un  sereno. 

Y  sin  decir  una  palabra  más,  García  Alva- 
rez  comenzó  la  lectura  de  La  Venus  de  piedra. 
Hasta  el  cochero  se  desternillaba  de  risa. 


196 


Del  Anselmi  artista  al  Anselmi  caballero 
particular  existe  una  diferencia  asombrosa. 

El  repertorio  teatral  del  prodigioso  cantan- 
te, compuesto  en  su  mayoría  por  tipos  suma- 
mente espirituales,  hondamente  románticos, 
casi  aromados  con  un  poco  de  perfume  de  mu- 
jer, ha  ido  formando  el  error  de  que  Pepe  An- 
selmi es  afeminado  y  hasta  histérico,  cual  una 
doncellita  caprichosa...  También  ha  contribuí- 
do  a  fomentar  esta  idea  esa  colección  de  retra- 
tos en  que  el  artista  aparece  con  actitudes  y 
gestos  un  poco  afectados...  Yo  quiero  desva- 
necer, en  lo  que  pueda,  esta  equivocación... 
Anselmi,  en  su  trato,  es  varonil,  crudamente 
varonil;  tiene  cosas  de  chico  mimado,  pero  ja- 
rnos afeminamientos  de  ninguna  clase... 

Aquella  tarde  corría  por  las  encinadas  del 
Pardo  como  un  chicuelo  travieso;  se  internaba 
entre  los  chaparrales,  fingiéndose  el  salvaje 

197 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

de  la  selva;  imitaba  a  Belmonte,  dando  recor- 
tes a  un  toro  imaginario  con  su  largo  gabán 
marrón;  se  revolcaba  por  el  suelo,  y  tenía  en 
todo  instante  una  broma  infantil  para  cada 
uno  de  sus  amigos...  Solamente  se  quedaba  un 
poco  perplejo  cuando  alguien  le  recordaba  que 
dos  días  después  tendría  que  cantar  Los  pesca- 
dores... en  el  Real. 

Físicamente,  todos  conocéis  a  Anselmi...  Su 
bella  presencia  personal  es  la  de  un  buen  ar- 
tista: pintor,  violinista,  escultor  y  tenor... 
Alto,  de  proporciones  gallardas,  de  movimien- 
tos arrogantes,  siempre  está  en  possc  de  retra- 
to. Su  cabeza  es  una  cabeza  de  estudio...:  re- 
donda, de  tez  terrosa,  de  facciones  bastas, 
pero  armónicas,  ojos  azules,  mirada  alegre  y 
casi  siempre  interrogadora.  Su  frente,  espa- 
ciosa, demasiado  prolongada,  porque  sus  lar- 
gos cabellos  ondulados  comienzan  ya  a  aban- 
donarla... Habla  mucho  y  ríe  mucho.  Y  su 
charla,  muy  pintoresca,  revela  una  sólida  cul- 
tura...  De  todo  sabe  un  poco,  y  su  alma,  un 
algo  soñadora,  siente,  sobre  todas  las  cosas, 
la  filosofía  optimista... 

—Yo,  mi  querido  señor— me  decía,  sentado 
bajo  una  encina—,  siento  la  necesidad  de  leer 
mucho...,  y  después  escribo  un  poco,,.  Hago 
literatura...,  pensamientos  filosóficos  que  sur- 

198 


1 


LO        Q    U   B       se        P   o    í?       MI 

gen  de  mi  choque  con  la  vida...  ¿No?  ¿Me  en- 
tiende? 

Esta  preg^unta  me  la  hizo  porque  se  expre- 
saba en  italiano... 

—Si;  le  entiendo;  pero  ¿no  habla  usted  es- 
pañol? 

—¡Oh!  No.  ¡Muy  mal!...  Francés,  bien;  in- 
glés, casi  bien,  y  español,  mal. ..  No  es  posible 
hacer  diversas  cosas  a  la  perfección;  la  ener- 
gía intelectual  no  da  tanto  de  sí...  Gracias 
que  se  consiga  dominar  una  materia,  no  a  la 
perfección,  porque  perfecto  no  hay  nada...  Es 
decir,  sí...,  una  cosa...:  Eso... 

Y  Anselmi  señalaba  al  cielo,  que  aquella 
tarde  era  de  un  azul  cobalto  transparente.  El 
sol  iba  hundiéndose  tras  los  lejanos  confines 
de  la  Casa  de  Campo.  El  tenor  jugueteaba  con 
su  bastón,  haciendo  rayitas  en  la  tierra... 

—  ¿Ama  usted  mucho  el  campo?  — le  pre- 
gunté . 

—Y  ¿cómo  no  amarlo,  mi  querido  señor?... 
¿Quién,  teniendo  un  alma  de  artista,  no  siente 
la  voluptuosidad  de  la  Naturaleza?...  Yo  amo 
el  campo,  y  lo  necesito  para  la  robustez  de  mi 
garganta  y  para  el  recreo  de  mi  espíritu. . . 

—  ¿  Ha  estado  usted  unos  días  algo  afó  - 
nico?.. . 

—Si,,,,  ^í¡  bastante,..  Me  he  pasado  sin  ha* 

199 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

blar  absolutamente  nada  tres  diab...  Mi  larin- 
ge es  muy  delicada,  y  siempre  que  vengo  a 
Madrid  se  asusta  de  los  cambios  tan  bruscos 
de  temperatura...  Es  un  tributo  que  vengo 
pagando  todos  los  años,  como  el  hotel  y  el 
coche... 

—¿Usted  es  romano?... 

— No.. .,  no,  mi  querido  señor.  Yo  soy  sici- 
liano... Nacido  en  Cattaro...  jOh,  mi  Sicilia!... 

Y  las  pupilas  azules  de  Anselmi  miraron  con 
melancolía  al  cielo. . . 

Yo  continué . . . 

—  ¿Pertenecía  usted  a  una  familia  hu- 
milde o...? 

No  me  dejó  terminar. 

—¡Oh!...  ¡No!...  Mis  padres  eran  los  Mar- 
queses de  ...,  célebres  artistas  trágicos.  Y 
mi  infancia  al  lado  de  ellos  era  estar  en  la 
gloria... 

—Desde  pequeño,  ¿tenía  usted  gran  afición 
por  la  música?... 

—Locura;  con  una  caña  con  agujeritos  he- 
chos por  mi  tocaba  todo  lo  que  oía...  En  vista 
de  esta  pasión,  mis  padres  resolvieron  que 
aprendiese  el  violín...  A  los  diez  y  seis  años 
era  un  concertista  .muy  afamado,  que  ganaba 
mis  buenas  liras...  Ocho  años  estuve  siendo  el 
artista  del  violín... 

2C0 


LO        Q    U    B        .^^    B      _P  P_J:__a  J 

—¿Y  cómo  iué  descubrir  sub  coüdiciones  de 
tenor? 

—No  sé  cómo. ..  El  violín  se  encariñó  de  ello. 
Yo  quería  cantar  como  mi  violín.  El  fué  mi 
maestro;  por  eso  lo  amo  tanto...  El  violín  es  el 
corazón  de  mi  arte;  la  laringe,  sólo  una  facul- 
tad... Yo  no  tuve  jamás  maestro...  Dice  Aris- 
tóteles que  «el  mejor  maestro  de  uno  es  uno 
mismo...»  A  esto  me  atengo  siempre, 

— ¿Dónde  cantó  usted  por  primera  vez? 

—En  Genova,  y  canté  J^igolctto. 

—¿Y  desde  entonces  triunfó  usted?... 

Anselmi  rió  con  una  modestia  infantil. 

—¿Triunfar?...  ¿Triunfar?...  Yo  sólo  debo 
decir  que  desde  entonces  vengo  cantando,  y 
de  eso  hace  ahora,  precisamente,  catorce 
años. 

—Pues  ¿qué  edad  tiene  usted?... 

—Treinta  y  ocho  años. .. 

Hizo  un  gesto  de  cómica  pesadumbre;  des- 
pués murmuró: 

—¡Muchos  años!...  ¡Muchos!...  ¿Verdad? 
Ya  llevo  gastada  más  de  la  mitad  de  mi 
vida . . . 

—¿Cuánto  dinero  habrá  usted  ganado  en 
todo  el  tiempo  que  lle\'a  trabajando? 

—  Quince  o  diez  y  seis  millones  de  francos... 

—¿Y  los  conserva  usted?. .. 

201 


E  t      CABAL  LñfíO      AUDAZ 

—¡Oh!  No,  señor.  Yo  apenas  tengo  para  vi- 
vir... ¡Que  ya  es  bastante  tener!. ..  Créame... 

—¿Ante  qué  público  le  grusta  a  usted  más 
cantar? . . . 

Anselmi  dudó  un  momento.  Al  fin  se  de- 
cidió... 

—En  los  países  latinos,  porque  son  de  mi 
raza  y  de  mi  espíritu...  Exteriorizan  sus  im- 
presiones artísticas,  y  esto,  que  es  muy  temi- 
ble, también  resulta  muy  agradable...  Yo  tra- 
bajo en  Madrid,  y  si  gusto,  el  público  me 
idolatra. ..  ¡Ah,  si  no  gusto,  me  castiga!. ,.  En 
Inglaterra  o  Rusia,  para  saber  si  gusto  hay 
que  ir  a  la  taquilla... 

—Me  han  dicho  que  le  teme  usted  mucho  al 
público  de  Madrid... 

—Yo,  mi  querido  señor,  soy  un  artista  que 
tiene  conciencia  de  su  arte  y  de  lo  que  cobra, 
y,  como  es  lógico,  todos  mis  esfuerzos  y  mis 
sentidos  los  pongo  en  hacerme  digno  de  mi 
fama  y  de  que  mi  sueldo  sea  bien  ganado... 
Así  es  que  yo,  que,  como  buen  siciliano,  tengo 
el  corazón  de  acero,  que  no  se  amilana  ante 
ningún  peligro,  cuando  voy  a  cantar  tengo 
miedo...  ¡un  miedo  espantoso!...  Sobre  todo, 
al  paraíso... 

Y  el  artista  hacía  gestos  de  terror. ..  Prosi- 
guió: 

202 


I.    o        Q    U   ñ        SE       POR       A/    / 

—La  noche  aíites  y  la  noche  después  de  ha- 
ber cantado,  jamás  duermo.  Esto  le  dará  a  us- 
ted justa  idea  de  mi  excitación  nerviosa...  ¡P"s 
tan  sumamente  delicado  mi  arte!...  Sostenien- 
do una  conversación,  usted  y  yo  y  todo  el 
mundo  tiene  a  veces  un  titubeo,  o  se  equivoca, 
o  tropieza;  pues  bien:  si  cantando  ante  las  seis 
u  ocho  mil  personas  que  están  pendientes  de 
la  frágil  garganta  de  un  artista  le  ocurre  algo 
de  esto,  se  ha  hundido  para  siempre...  ¡Esta  es 
mi  profesión!...  Un  torero  puede  tener  una 
tarde  mala;  pero  en  otra,  si  tiene  suerte,  reco- 
bra su  prestigio.  Un  cantante,  no.  Un  cantante 
está  perdido. 

—¿Y  piensa  usted  retirarse  pronto? 

Anselmi  me  miró  sorprendido . 

—Mientras  que  tenga  facultades  y  arte,  no... 
Yo  no  soy  un  artista  de  órgano;  soy  un  artista 
de  cerebro  y  de  corazón... 

—¿Es  usted  ahorrativo?... 

—¡Oh,  mucho,  mucho!...— dijo  con  afecta- 
ción cómica—;  pregúnteselo  usted  a  mi  queri- 
da esposa...  Ella  es  mi  administradora...  Des- 
de un  año  que  estuve  en  Portugal  y  dejé  allí 
todos  mis  sueldos  y  tuve  que  pedir  dinero  a 
casa  para  regresar,  ella  tomó  la  resolución  de 
acompañarme. 

Anselmi  reía  como  un  chicuelo  travieso. 

203 


n  L      C  A   B  A   L  L  P.  Q  o       AUDAZ 

—  cUuc  vida  hace  usted?... 

—Consagrado  a  mi  profesión. 

—¿Se  levanta  usted  temprano?... 

—A  las  ocho...  Estudio,  leo  mucho,  escribo 
alguna  literatura  para  mi  uso  particular,  y  es- 
cribo música...  Aquí,  en  España,  como  com- 
positor no  se  me  conoce;  pero  yo  tengo  más 
de  cien  composiciones... 

—¿Qué  es  lo  que  le  gusta  más  de  la  vida? 

— La  mujer  y  la  música;  son  los  dos  polos 
de  todos  mis  sentimientos...  Por  la  música  y 
la  mujer  lloro,  río,  canto  y  vivo...  ¡Nada  más 
adorable!  Cuando  yo  estoy  triste,  apenado, 
corro  a  refugiarme  en  las  caricias  de  mi  dama 
o  en  las  notas  de  mi  violín...  Los  besos  y  las 
palabras  cariñosas  de  ella  vuelven  a  mí  la  ale- 
gría de  vivir;  mi  violín  me  trae  la  poesía  de  la 
vida...  Un  hombre  no  es  nada;  un  hombre  y 
una  mujer  es  la  vida;  un  hombre,  una  mujer 
y  una  buena  música  es  la  felicidad. 

El  tenor  se  expresaba  con  apasionamiento, 
acompañándose  con  gesto  de  artista  que  sabe 
sentir  hondamente. 

—Y  dígame  usted,  Anselmi:  ¿recibirá  usted 
muchas  cartas  perfumadas  de  amor?... 

—Siempre  se  exagera...  La  mujer  es  atraída 
por  el  que  triunfa.  ¡Pero  no  hasta  el  punto  de 
enloquecer,  ni  mucho  menos!  De  rez  en  cuan- 

204 


LO        QUE       55       pop       MI 

do  recibo  alguna  epístola  de  la  pobre  niña  que 
cree  encontrar  en  mí  al  caballero  de  Grieux 
que  yo  represento.  Si  me  viesen  fuera  de  es- 
cena, rectificarían  en  seguida.  Claro,  yo  me 
abstengo  de  desvanecer  estas  quimeras,  por- 
que lo  más  bonito  que  hay  bajo  el  cielo  es  un 
sueño  dorado  en  una  cabecita  de  veinte  años, 
dorada  también,  si  es  posible. 

Anselmi  consultó  su  reloj  de  oro,  donde,  en 
vez  de  cifras,  están  puestas  las  letras  de  su 
nombre  y  apellido ,  y  de  un  salto  se  puso 
en  pie : 

—  Son  las  cuatro  menos  cuarto ,  y  a  las 
cuatro  tengo  ensayo,  mi  querido  señor. . .  Va- 
monos... 

Y  echamos  a  andar. 

Amalia,  la  bella  dama  de  Anselmi,  montó 
en  su  automóvil,  acompañada  por  Senarega  y 
por  Fabra,  dos  íntimos  amigos  del  maravilloso 
tenor.  Anselmi  subió  a  nuestro  aido  con  Cam- 
púa  y  conmigo... 

Y  conforme  nos  íbamos  acercando  al  teatro 
Real,  su  espíritu  iba  nublándose. . . 

—lOh,  qué  cara  cuesta  la  gloria!...— pensa- 
ba yo  al  observar  este  fenómeno... 


203 


^VJ!^' 


¡ELLOS 


ün  aplauso,  un  poco  alborozado  y  muy  en- 
tusiasta, de  todos  los  que  en  silencio  habíamos 
escuchado  la  melancólica  composición,  premió 
la  labor  musical  de  don  Narciso  López.  El,  en- 
tonces, girando  sobre  la  banqueta  del  piano, 
se  volvió  a  nosotros,  sonriendo  un  poco  confu- 
so y  muy  agradecido,  de  igual  manera  que, 
durante  veinte  años,  desde  su  plataforma  de 
director  de  la  orquesta  de  Apolo,  se  volvía  a 
reverenciar  a  «su  público»  y  a  recibir  los 
aplausos  que  le  prodigaban . . . 

Ahora  estábamos  en  el  manicomio  de  Es- 
querdo,  en  el  pabelloncito  coquetón  del  di- 
rector, y  después  de  una  comida  de  invita- 
dos—esas comidas  que  pesan  en  el  estómago  y 
en  el  espíritu—,  con  la  cual  don  Jaime  Esquer- 
do  ha  querido  agasajarnos  a  Pepe  Campúa  y 
a  mí,  que  hemos  acudido  a  este  lugar,  no  sola- 
mente con  el  propósito  de  hacer  una  informa- 

1 4-  II  209 


EL       CABALLEUO       AUDAZ 

ción  un  poco  triste,  sino  también  con  el  deseo 
(le  preparar  el  camino  por  si  algún  día— ¡quién 
sabe!...— la  razón  nos  abandona  y,  ausentes 
de  alma,  tenemos  que  cobijarnos  en  este  trági- 
co hogar  de  la  locura .  • . 

Y  el  gran  artista  don  Narciso  exclamó  con 
voz  transida  de  tristeza: 

—Esta  melodía  es  un  capricho  musical  que 
he  compuesto  en  mi  celda  del  manicomio  du- 
rante mis  amargos  días  de  demencia. 

Hubo  un  silencio,  durante  el  cual  en  mi  ima- 
ginación saltaban  y  se  repetían  las  notas  pere- 
zosas y  tristes  que  acababa  de  oír.  Era  una 
hermosa  melodía  dulce  y  melancólica  que  bien 
claramente  nos  hablaba  de  un  alma  nublada, 
de  un  espíritu  torvo. . . 

—Don  Narciso  ha  estado  muy  mal . . .  muy 
mal— nos  informó  don  Jaime—.  Su  monomanía 
era  de  persecución.  Ya,  por  fortuna,  está  com- 
pletamente curado,  y  antes  de  primero  de  año 
le  daremos  el  alta  y. . .  a  vivir,  a  volver  a  sus 
labores  artísticas. 

—¿Recuerda  usted  sus  días  de  locura,  don 
Narciso?— le  preguntamos. 

— Sólo  he  olvidado  seis  u  ocho  días...  Del 
resto  me  acuerdo  como  de  un  sueño.  ¡Una  pe- 
sadilla horrible! . . .  Mire  usted,  me  ahogaba  de 
melancolía  y  de  terror.  En  todo  el  mundo  veía 

210 


LO        Q    U   B        SE       POR       Mí 

deseos  de  asesinarme...  Mi  familia,  mis  po- 
bres hijas,  al  ver  mi  desvarío,  lloraban,  sin 
poder  contenerse...  ¡Espantoso,  espantoso, 
amigo  ^  mías!. . .  Yo,  antes  de  volver  a  ese  te- 
rrible estado,  prefiero  la  muerte...  ¡Sí,  la 
muerte  mil  veces!. . .  ¡Es  horrible! 

De  los  ojos  del  maestro  brotaban  lágrimas,  y 
poco  faltó  para  que  nos  contagiase  su  llanto... 

—La  mejor  prueba  de  que  está  curado  en 
absoluto  y  para  siempre  es  que  recuerda  los 
días  de  demencia— explicó  Esquerdo;  y  des- 
pués, señalándonos  a  un  caballero  alto  y  co- 
rrecto, de  ojos  azules,  que  estaba  sentado  junto 
a  mí,  prosiguió—:  Aquí,  don  Carlos  Montoro, 
a  quien  he  tenido  el  gusto  de  presentar  a  us- 
tedes durante  la  comida,  también  estuvo  muy 
mal,  y  ya,  por  mi  parte,  está  dado  de  alta  y, 
cuando  él  lo  desee,  puede  abandonar  el  mani- 
comio. 

— ¡Ah!,  ¿también?. .  .—murmuré  yo,  fijándo- 
dome  atentamente  en  el  aludido.  Era  joven, 
guapo  y  correcto. . .  Sus  ojos,  azules,  color  de 
acero,  expresaban  una  melancolía  infinita, 
pero  una  melancoh'a  serena  que  le  daba  más 
interés. 

—¿Cuánto  tiempo  lleva  usted  aquí?...— le 
pregunté. 

—Cerca  de  cinco  años. 

211 


t  L       CABALLERO      AUDAZ 

—Entonces  entró  usted  muy  joven. 

—A  los  veinte  años. 

— ¡Ah,  caramba!  A  la  edad  de  las  gran- 
des quimeras  y  de  las  intensas  pasiones.  ¿Tal 
vez? . . . 

— Sí— lamentó  el  caballero,  sonriendo—,  yo 
enloquecí  por  una  mujer...  No  comprendo, 
pero  fué  así. 

— Cuénteme...  cuénteme...  Será  interesante. 

—Nada,  una  novia  que  tenía  desde  niño  allá 
en  Málaga,  de  donde  soy.  Mi  carrera  de  mari- 
no me  obligó  una  vez  a  hacer  un  viaje  largo... 
Cuando  volví  ya  no  era  aquella  mujer  mía. 
Otro  hombre  supo  cogerla  por  el  corazón  me- 
jor que  yo...  Se  había  casado.  Al  darme  mi 
madre  la  noticia  me  pareció  que  el  mundo  me 
aplastaba  y  perdí  la  razón...  Una  locura  fu- 
riosa... Recuerdo  de  ella:  Como  si  unas  lla- 
maradas hubiesen  invadido  mi  ser  y,  sobre 
todo,  mi  cerebro...  Para  calmarme,  sentía  la 
necesidad  de  destruir  todo  lo  humano  y  lo  di- 
vino. . .  Matar  era  mi  obsesión. . .  ¡Pobre  ma- 
dre mía!  ¡Cuánto  sufrió  durante  los  días  que 
estuve  en  casa! ...  Al  íin  me  trajeron  al  mani- 
comio. . .  Cuatro  años  permanecí  preso  de  mi 
demencia. . .  Cuatro  años  fascinado  día  y  no- 
che por  la  imagen  de  Estrella,  que  así  se  lla- 
maba. Unas  veces  la  veía  ardiendo;  otras,  en- 

212 


LO        QUE       SE       P    O    J^       M   / 

sangrentada;  otras,  flotando  muerta  sobre  el 
mar;  otras,  con  cuerpo  de  animales  raros... 
Pero  la  veía  ante  mí  tan  precisa  y  tan  tangi- 
ble, que  sólo  porque  sé  que  he  estado  loco  me 
avengo  a  creer  que  no  era  ella . . . 

—¿Y  cómo  curó  usted?... 

—Un  día,  hace  poco,  al  levantarme,  me  la 
encontré  en  la  salita  de  mi  celda. 

—Pero  esta  vez,  ¿era  de  verdad?— pregunté, 
interesado. 

— Sí— medió  don  Jaime—.  Creímos  que  esta 
brusca  emoción  podía  curar  a  don  Carlos,  y 
solicitamos  el  concurso  de  la  dama,  que  ya 
había  enviudado. 

—Bueno;  lo  cierto  es— prosiguió  don  Car- 
los, que  al  verla  ante  mí,  vestida  de  negro, 
sentí  algo  así  como  si  la  mano  que  aprisionaba 
mi  cerebro  me  hubiese  soltado,  dejando  paso  a 
las  ideas  normales;  como  si  la  venda  que  tapa- 
ba mis  sentidos  se  hubiese  desprendido;  ¡qué 
sé  yo!...  como  si  otro  sujeto  que  había  dentro 
de  mí,  dominando  mi  voluntad,  me  hubiese 
abandonado...  Es  más:  en  aquel  momento  me 
di  cuenta  de  que  había  estado  loco  y  que  des- 
pertaba de  mi  desvarío,  y  me  lo  expliqué 
todo...  hasta  la  presencia  de  Estrella  allí... 
No  era  ni  su  sombra...  Había  envejecido  y  se 
había  desmejorado  horriblemente...  Recuerdo 

213 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

que,  al  advertir  su  turbación  y  su  miedo,  lo  pri- 
mero que  le  dije,  después  de  saludarnos,  fué: 
«Eres  cobarde,  mujer;  tiemblas  de  terror  por- 
que te  crees  a  merced  de  un  loco;  tranquilíza- 
te. Lo  he  estado;  pero  ahora  mismo  estoy  bien; 
tú  acabas  de  curarme...»  Yseg^uimos  hablando 
normalmente.  Y  aquí  viene  lo  más  raro  y  lo 
más  triste  tal  vez...  Aquella  mujer,  por  la  cual 
yo  había  enloquecido,  conforme  íbamos  ha- 
blando y  yo  la  iba  observando  se  alejaba  de 
mi  espíritu,  hasta  que  llegó  un  momento  en 
que  no  me  expliqué  que  yo  hubiese  estado 
enamoradísimo  de  ella...  Al  final  de  nuestra 
entrevista  me  era  indiferente;  es  más:  me  pe- 
saba un  poco  su  conversación,  porque  no  tenía 
nada  que  decirle  ni  me  interesaba  nada  de  su 
vida...  Al  verla  marchar  exclamé  al  oído  de  mi 
enfermero:  «¡Y  que  yo  haya  estado  loco  por 
esa  mujer!...» 

— Y  desde  entonces  está  bien— terminó  don 
Jaime—.  Pero  vamos  a  visitar  el  estableci- 
miento antes  que  se  vaya  la  luz... 

Salimos  al  jardín...  Era  una  tarde  dorada, 
pero  fría.  Por  los  paseos  estaban  diseminados 
los  enfermos,  recibiendo  la  caricia  del  sol... 
Unos  hablaban  solos;  otros  paseaban  febril- 
mente, poseídos  de  una  inquietud  mecánica; 
los  más  hacían  gestos  incomprensibles;  algu- 

214 


LO        QUE       SE        POR       MI 

nos  proferían  gritos  inarticulados  e  incoheren- 
tes.. .  A  nuestro  lado ,  un  muchacho  joven 
simulaba  tocar  el  víolín,  sin  tener  el  instru- 
mento, sino  con  las  manos  en  flexión,  y  se  con- 
gestionaba como  si  en  efecto  estuviese  hacien- 
do un  gran  esfuerzo  corporal...  Era  horroroso 
el  espectáculo.  Daban  ganar  de  huir...  Nuestra 
presencia  llamó  la  tención  de  pocos,  pues  los 
más  nos  miraban  indiferentes,  como  si  no  nos 
vieran.  Y  los  ojos  de  aquellos  hombres,  cuyos 
andares  vacilantes  de  sonámbulos  eran  trági- 
cos, imponían...,  unas  veces,  por  su  vago  mi- 
rar, y  otras,  por  su  demasiada  expresión... 

—¿Cuántos  enfermos  hay  en  la  actualidad? 
—le  pregunté  al  Director. 

—Ciento  setenta  y  siete  hombres  y  ochenta 
mujeres. 

—¿Luego  abunda  más  la  locura  en  el  hom- 
bre?... 

-No,  señor;  es  que  la  mujer  es  más  fácil  de 
manejar,  y  las  familias  no  se  deciden  a  traer- 
las al  Sanatorio. 

—¿Cuál  es  la  locura  más  frecuente? 

—Delirio  de  grandezas,  que  se  agudiza  más 
fieramente  mientras  más  inteligencia  y  más 
cultura  tuvo  el  sujeto. 

—¿Quiénes  están  más  predispuestos  a  la 
enajenación  mental? 

215 


EL       CABALLERO       AUDAZ 

—¡Oh!,  los  sujetos  de  gran  capacidad  inte- 
lectual. Aquí,  ya  verá  usted,  hay  individuos 
de  una  cultura  extraordinaria  y  de  una  fanta- 
sía portentosa. 

—Esta  enfermedad,  ¿es  hereditaria? 

—Casi  siempre...  En  muchos  casos  ataca  a 
los  hijos  de  los  alcohólicos,  y  otras  veces  se 
produce  como  consecuencia  de  enfermedades 
adquiridas  en  vida  crapulosa. 

—¿Y  se  curan  muchos?... 

— Sí,  bastantes,  si  la  enfermedad  ataca  al 
sistema  nervioso;  cuando  se  aloja  en  el  cere- 
bro, es  casi  imposible...  Aquí  damos  de  alta 
completamente  curados  un  quince  por  ciento 
anual. 

—¿Qué  procedimiento  emplean  ustedes?... 

—No  es  posible  concretarse  sobre  esto.  Cada 
caso  pide  un  tratamiento  distinto;  el  g-eneral 
es  la  alimentación,  la  tranquilidad  y  la  higie- 
ne; que  el  individuo  recobre  el  sueño,  lo  que 
conseguimos  por  medio  de  hipnóticos,  y  al  mis- 
mo tiempo  le  vamos  medicinando  levemente, 
y  por  medio  de  la  persuasión,  sin  contrariarlo 
grandemente,  procuramos  desvanecer  sus 
sombras  y  sus  inquietudes. 

—Cuando  están  furiosos,  ¿se  les  castiga?... 

—jamás.  Por  lo  general,  los  enfermos  todos 
son  furiosos  si  se  les  contraría  bruscamente,  y 

216 


LO        QUE        S    B        POR       MI 

como  aquí  no  se  emplea  ese  procedimiento, 
raro  es  el  caso  de  un  enfermo  furioso. . .  Si  tal 
ocurre,  se  le  aisla  y  se  le  vig"ila  conveniente- 
mente. . . 

—¿No  se  les  permitirá  usar  armas?. . . 

—¡Quite  usted,  por  Dios!...  Ni  a  los  enfer- 
meros siquiera. . .  El  reglamento  lo  prohibe. 

Resueltamente,  y  como  un  hipnotizado,  se 
acercó  a  nosotros  un  enfermo...  Tendría  trein- 
ta y  cinco  años,  y  conservábalas  líneas  y  el 
aspecto  de  un  gran  señor.  Sus  ojos  ahuevados 
miraban  quietamente. 

—Este  caballero— me  advirtió  don  Jaime- 
es  profesor  de  Ciencia  y  padece  delirio  de 
grandezas.  ..—Después,  dirigiéndose  al  enfer- 
mo, prosiguió—:  Buenas  tardes,  don  Alberto. 
Estes  señores  son  unos  amigos  que  desean  ha- 
blar con  usted. 

—¡Hablarme  a  mí!— exclamó  el  loco,  sor- 
prendido y  mirándonos  fijamente—.  ¿Y  sabéis, 
acaso,  quién  soy  yo?  Yo  soj"  Alfonso  XIII, 
Guillermo  II,  Nicolás  I,  Jorge  V. . .  Soy  todos 
los  monarcas  del  mundo  involucrados  en  uno 
solo  verdadero...  Tiburcio...  Anacleto,  Pas- 
cual . . . ,  Robustiano. 

—¿Son  sus  nombres  de  usted?... 

—¿Mi  nombre?...  ¿Mi  nombre?...  No  sé  cómo 
me  llamo;  por  eso  siempre  firmo  con  cuatro  o 

217 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

seis  nombres...  Yo  he  sido  herido  en  los  Bal- 
kanes  anteayer;  pero  quedé  como  un  valien- 
te... En  cada  bolsillo  llevo  a  un  monarca...  He 
aquí  a  Jorge  V—y  al  decir  esto  sacó  del  bolsi- 
llo el  pañuelo  de  las  narices—;  he  aquí  a  Nico- 
lás II— y  sacó  una  cajetilla—;  he  aquí  a  Alfon- 
so XIII—}''  sacó  una  bufanda—,  803'  el  hombre 
más  libre  del  Universo...  Y  teng:o  más  millo- 
nes que  nadie...  Bueno,  hablo  todos  los  idio- 
mas, ¿a  que  no  me  entendéis?...  Harasipní; 
harasipón  chi per  i  pitón  cu  a  cua.  Es  el  ruso, 
imbéciles. 

La  conversación  lenta,  seria  3'  sentenciosa 
de  aquel  enfermo  la  interrumpió  otro;  era  más 
viejo.  Se  acercó,  y  nos  dijo,  acompañando  sus 
palabras  con  un  gesto  de  conmiseración: 

— No  le  hagáis  caso...  El  señor  está  comple- 
tamente ido...— Y  sin  atender  la  mirada  fulgu- 
rante del  compañero,  prosiguió—:  Yo  pongo 
huevos  y  doy  el  do  de  pecho...  Ahora  estoy 
criando  masa  encefálica;  pero  no  puedo  llegar 
a  constituirla  por  completo,  porque  los  alimen- 
tos que  nos  dan  en  esta  casa  son  muy  malos: 
carnes  rojas  en  particular;  ¿y  quieren  ustedes 
decirme  cómo  se  puede  formar  masa  gris  co- 
miendo carne  roja?...  Imposible...— Y  tras  de- 
cir esto,  se  alejó  riendo  escandalosamente. 

Pasamos  por  una  galería  donde  estaban  gru- 

218 


LO        Q    U  ñ       SE       POR       MI 

pos  de  locos  jug^ando  a  las  cartas  y  a  las 
carambolas;  los  paños  de  las  mesas  estaban 
llenos  de  «sietes».  Todos  nos  saludaban  respe- 
tuosamente,  y  muchos  se  acercaban  a  hablar- 
nos de  su  manía...  Uno  era  adivinador  de  pen- 
samiento. Otro  tenía  cuerpo  de  caballo...  Es- 
querdo  nos  iba  informando  de  aquellas  vidas 
trágicas. 

Subimos  a  las  celdas.  Muy  limpias,  muy  so- 
leadas,.. Al  fin  llegamos  al  cuarto  de  Emilio 
Carreras...  ¡Pobre  Carreras!...  Allí  estaba, 
postrado  en  una  gran  butacona,  cubierta  su 
cabeza  por  una  clásica  gorrilla  madrileña.  Era 
el  mismo  que  tanto  nos  hizo  reír  con  su  gracia 
chispeante  desde  el  escenario  de  Apolo...  Y  él, 
que  tantas  neurastenias  quitó  con  su  arte  ma- 
ravilloso, ahora  era  devorado  por  la  locura... 

Como  su  rostro  no  expresase  nada  al  ver- 
nos, le  pregunté: 

—Emilio,  ¿no  me  reconoces? 

El  alzó  los  ojos  y  me  miró  con  frialdad. . . 
Aquella  mirada  entre  idiota  e  indiferente  la 
sentí  en  el  corazón...  Hubo  un  penoso  silen- 
cio y... 

—Somos  nosotros,  Emilio— le  dijo  Campúa, 
apretando  cariñosamente  su  mano... 

Nada,  no  despegó  sus  labios.  La  misma  mi- 
rada y  la  misma  indiferencia...  Era  tremendo 

219 


EL      CABALLEJ^O      AUDAZ 

aquello...  Estábamos  ante  un  muerto  en  vida... 
Con  las  lágrimas  en  los  ojos  abandonamos  al 
amigo . . . 

Y  como  esta  información  se  hace  demasiado 
larga,  y  no  quiero  que  digáis  que  5^0  también 
he  perdido  la  razón  escribiendo,  dejo  para  mi 
próximo  artículo  el  hablaros  de  ellas,  de  las 
pobres  locas... 


220 


¡ELLAS! 


Y  penetramos  por  una  pequeña  puertecita 
que  había  en  la  reja  en  el  patio  de  las  locas. 

Era  amplísimo  y  cuadrado.  Por  los  soporta- 
les y  por  el  surtidor  que  tiene  en  el  centro  da  la 
sensación  sedante  del  patio  de  un  claustro.  So- 
bre los  bancos  de  madera  y  sobre  los  escalones 
que  dan  acceso  al  interior  del  edificio  estaban 
sentadas  las  pobres  locas.  Nuestra  entrada  fué 
acogida  con  gritos  extraños  y  con  agudas  car- 
cajadas: carcajadas  trágicas  que  nos  transían 
con  un  calofrío  de  terror.  Las  había  jóvenes  y 
viejas,  frescas  y  marchitas,  repugnantes  y  de- 
seables. Sin  embargo,  advertí  que  eran  más 
numerosas  las  mujeres  bellas.  ¿Por  qué?...  No 
sé.  La  locura  es  posible  que  tenga  buen  gusto 
y  prefiera  tejer  su  hábito  blanco  con  las  almas 

221 


ñ  L      CABALLERO      AUDAZ 

más  halag-adas.  Casi  todas  llevaban  flores  en  la 
cabeza,  y  las  que  no,  hierbajos.  También  mu- 
chas tenían  los  cabellos  sueltos. 

—¿Qué  locura  es  la  más  frecuente  en  la  mu- 
jer?—le  preg^unté  a  don  Jaime. 

— La  genésica.  Sin  embargo,  se  repiten  los 
mismos  casos  que  en  el  hombre.  ¿Ve  usted 
aquella  rubia  que  está  enseñando  las  piernas? 
Es  la  marquesa  X;  su  monomanía  es  de  perse- 
cución. 

Yo  miré  pasajeramente  a  la  aludida;  pero  la 
que  más  llamaba  mi  atención  era  una  damita 
de  unos  veinte  años  que,  apo5'ada  en  el  muro, 
se  abrasaba  de  melancolía.  Llevaba  esparcida 
sobre  los  hombros  la  negra  melena.  Su  rostro 
tenía  una  belleza  extraordinaria.  Al  acercar- 
nos nosotros,  la  hermosísima  loca  alzó  sus  ojos 
negros  y  nos  miró  con  una  avidez  muda... 
Después  avanzó  de  puntillas  hasta  mí,  y  con 
una  voz  muy  queda  y  muy  trémula,  voz  que 
parecía  un  suspiro  de  su  ser,  exclamó: 

—¿Eres  tú,  Luis? . . . 

— vSí,  yo  soy  — la  contesté. 

Un  ansia  fulguró  en  las  negras  pupilas  de  la 
loca. 

—¿Tú?-..— volvió  a  preguntarme. 

Y  aquel  asombrado  ¿/z?.^ expresaba  bien  cla- 
ramente el  por  qué  de  aquella  locura  de  amor. 

222 


LO        Q    U   B        S   B        POR       Mí 

—Sí,  yo— torné  a  mentir,  en  mi  afán  de  bu- 
cear en  los  laberintos  de  aquel  espíritu. 

— A  ver  si  tienes  la  cicatriz.— Y  al  decir  esto 
me  quitó  el  sombrero,  y  con  sus  ojos  fijos  y  ex- 
tasiados  me  examinó  la  frente.—  No;  no  tienes 
la  cicatriz  que  yo  te  hice...  No;  tú  no  eres  mi 
Luis. . .  Mi  Luis  ha  muerto. . .  Yo  le  he  matado. . . 
Yo  le  he  matado. . . 

—¿Cuándo  le  ha  matado  usted? 

—Ayer...,  esta  noche...  No  sé...;  pero  le  he 
matado.  Le  veo  en  el  otro  mundo. 

Y  los  ojos  de  la  bella  loca  quedaban  fijos  y 
suspensos  en  el  aire,  mirando  al  lado  opuesto 
a  nosotros,  como  si  en  realidad  una  dulce  vi- 
sión la  fascinara. 

—¿Por  qué  está  loca  esta  mujer? 

—Es  un  caso  original— nos  explicó  Esquerdo 
confidencialmente—.  Esta  señora  es  sevillana; 
pertenece  a  una  de  las  principales  familias  de 
Andalucía.  Se  llama  Carolina  Sanz.  Pues  bien: 
a  los  diez  y  siete  años— hace  tres— se  casó,  en- 
amoradísima, con  un  militar...  Tuvieron  un 
hijo...  Una  noche,  esta  dama  soñó  que  su  ma- 
rido le  era  infiel  y  que  estaba  allí  mismo,  a  su 
lado,  amando  a  otra  mujer...  Se  levantó  del 
lecho,  fué  al  despacho,  cogió  la  pistola  y  dis- 
paró tres  tiros  sobre  el  lecho  conyugal,  donde 
dormían  tranquilamente  el  marido  y  el  hijito..., 

Í323 


EL       CABALLERO       AUDAZ 

con  tan  mala  suerte,  que  a  los  dos  los  dejó  allí 
muertos...  Desde  entonces  está  enferma,  y  en 
su  monomanía  de  interpretación  cree  ver  en 
todos  los  hombres  al  esposo  asesinado. 

—¡Es  espantoso!... 

Mientras  que  hablábamos,  una  mujer  de  unos 
sesenta  años  le  hacía  guiños  desvergonzados  y 
deshonestos  a  Pepe  Campúa. .. 

—¡Qué  rico  eres!...  ^¡Mírame,  ladrón!  ¡Ay, 
qué  ojos  tienes!...  ¡Qué  ojos!...  ¡Qué  ojos!... 

Al  mismo  tiempo,  con  el  cuerpo  gordo  y  ba- 
rrigudo hacíale  contorsiones  cómicas...  Era 
muy  triste  aquello,  espantosamente  triste;  pero 
reíamos  todos... 

—¿Es  usted  el  inspector  de  manicomios?... 
—me  preguntó  upa  joven  menudita  y  linda, 
con  los  cabellos  prematuramente  grises . 

—Sí,  señora,  ¿qué  desea  usted?... 

—Quería  decirle  a  usted  que  yo  estoy  aquí 
recluida  indebidamente,  por  mandato  de  mi 
marido,  que  es  un  canalla... 

—¿Y  eso?... 

—Pues  nada;  que  él  quiere  estar  libre  para 
gastarse  mi  fortuna  en  juergas  y  con  otras  mu- 
jeres... A  fuerza  de  dinero  ha  conseguido  que 
me  declaren  loca;  pero  yo,  señor,  no  estoy  loca; 
jse  lo  juro  a  usted!...  Estoy  desesperada  de  ver- 
me aquí,  entre  esta  pobre  gente. 

2*24 


LO        QUE        SE        POR       MI 

Era  tan  sensata  toda  la  conversación  de  esta 
mujer,  que  a  mí  me  sorprendió,  y  dirigiéndo- 
me a  don  Taime,  le  dije: 

—Esta  señora  parece  más  cuerda  que  nos- 
otros. 

Esquerdo  sonrió  mi  inocencia,  y  sonriendo 
a  la  pequeñita  dama,  le  preguntó: 

— Vamos  a  ver,  doña  Blanca,  ¿qué  piensa 
usted  hacer  al  salir  de  aquí?... 

— ¡Ah,  hijo  mío!...  Volveré  a  mi  casa... 

— Y  en  su  casa  hará  usted  una  vida  correcta. 

— Ya  lo  creo...  Con  un  poco  de  libertad,  por- 
que yo  soy  partidaria  del  amor  libre...  La 
noche  que  se  me  apetezca  y  lo  tenga  por 
conveniente  me  marcharé  por  ahí  con  quien 
quiera... 

—Eso  no  me  parece  bien,  doña  Blanca— in- 
tervine yo. 

— ¡Ah,  no!...  ¿Y,  en  cambio,  le  parecerá  mag- 
níficamente marcharse  usted?... 

—El  hombre... 

—¡Qué  el  hombre  ni  qué  ocho  cuartos!  Dios 
le  dio  la  misma  naturaleza  al  hombre  que  a  la 
mujer,  y  no  vamos  a  hacer  caso  de  la  cochina 
sociedad,  que  quiere  esclavizarnos  a  las  seño- 
ras... ¡No  y  no!...  Y  si  sigue  usted  contra- 
riándome,  le  doy  dos  bofetadas  que  le  quito  la 
cara. 

t&-i(  22» 


EL      CABAL  VE  ü  O      AUDAZ 

—No;  descuide  usted,  doña  Blanca— excla- 
mé 3'o,  un  poco  alarmado  por  la  amenaza—. 
Usted,  siempre  que  hable  conmigo,  llevará 
razón. 

—¡Pues  no  faltaba  más!— se  quedó  murmu- 
rando, mientras  nosotros  seguíamos  recorrien- 
do el  patio. 

—  ¿Qué?  —  me  dijo  el  Doctor—.  ¿Está  loca 
o  no? 

— Loca  completamente— contesté  rápido—. 
Y  dígame  usted,  Doctor...  Estas  pobres  gen- 
tes, separadas  por  el  abismo  de  la  inconscien- 
cia de  sus  familias,  ¿cómo  pasan  la  Noche- 
buena?... 

—Lo  mejor  posible...  No  crea  usted,  procura- 
mos que  se  diviertan,  y  casi  lo  conseguimos. .. 
Esta  noche  es  la  única  noche  del  año  en  que 
cenan  reunidos  ellos  y  ellas...  La  cena  es  ex- 
traordinaria; a  base,  como  es  natural,  del  clá- 
sico besugo,  y  les  servimos  la  mesa  el  personal 
directivo  y  facultativo  del  manicomio.  Después 
se  celebra  una  función  de  teatro,  en  la  que  to- 
man parte  enfermos  y  enfersias...  Y  más  tar- 
de se  baila  y  se  canta...  No  crea  usted,  lo  pa- 
san bien. 

—¿Sabe  usted  que  me  agrada  todo  eso?  Yo, 
si  usted  me  invita,  vendré  este  año  a  pasar  la 
Nochebuena  con  los  locos. 

226 


LO        QUE        SE        POR       MI 

— Invitado...  Nos  ayudará  usted  a  servir  la 
mesa. 

Una  muchachuela  de  quince  o  diez  y  seis 
años  estaba  mu^'  entretenida  ai  lado  de  la  verja 
poniéndose  hojas  de  palmera  sobre  sus  cabe- 
llos rubios...  Mu}^  linda  y  muy  angelical  era  la 
muchacha.  Su  rostro,  inmóvil,  espantosamen- 
te inmóvil,  no  expresó  nada  al  vernos...  Yo  la 
hablé: 

—¿Señorita?... 

Su  faz  siguió  insensible,  expresando  sólo 
una  infantil  inconsciencia,  que  era  la  fija  in- 
sensatez de  su  dolor. 

-Esta  señorita  quedó  loca  a  los  siete  años... 
No  sabe  de  la  vida  más  que  hay  flores  y  que 
Dios  la  acompaña  siempre. . . 

Ella,  al  oír  el  nombre  divino,  rompió  su  si- 
lencio en  una  extraviada  alegría... 

—Sí,  Dios...  ¿Tú  ves  a  Dios...,  juanito?  Vo 
le  veo...,  le  siento...,  me  sigue  a  todas  partes... 
Miradle...  Miradle.— Y  con  su  larga  y  pálida 
mano  de  princesita  de  leyenda  nos  señalaba, 
ellos... 

Caía  ya  la  tarde  cuando  Campúa  y  yo  regre-' 
sábamos  a  Madrid...  El  sol,  en  medio  de  una 
mancha  purpurina,  daba  los  últimos  estertores, 
tiñendo  los  campos  con  su  resplandor  de  ho- 

237 


ñ   L       CABALLERO       AUDAZ 

güera  y  fundiendo  en  un  tono  rojizo  toda  la 
gama  de  colores  campestres.  El  «^w/o  corría,  y 
el  manicomio  quedaba  a  nuestra  espalda.  Cam- 
púa  y  yo  íbamos  abismados  en  muy  tristes 
pensamientos...  El  fué  quien  rompió  el  silencio: 

— .-Sabes  lo  que  estoy  pensando?— me  dijo. 

-Sí. 

— ¿Qué?— inquirió. 

—Estabas  pensando  lo  mismo  que  yo;  que  si 
fueran  muy  frecuentes  estas  visitas  al  manico- 
mio, terminaríamos  por  enloquecer. 

—Justo— afirmé. 

Lector:  es  mucho  más  triste  un  manicomio 
que  un  cementerio . 


298 


El  doctor  Serrano  impregnó  un  algodón  en 
iodo,  y  después,  entre  chirigota  y  chirigota,  lo 
colocó  sobre  la  roja  herida  del  torero,  cuya  aber- 
tura tenía  el  tamaño  de  un  duro.  Campúa  no 
pudo  resistir  una  exclamación  de  horror,  al 
mismo  tiempo  que,  volviendo  la  cabeza  hacia 
el  balcón,  esquivaba  la  cura  cruel.  Yo  me  con- 
traje involuntariamente,  como  si  hubiera  roza- 
do por  mis  carnes  la  tortura  del  herido.  Él,  en 
cambio,  permaneció  frío,  indiferente,  como  si 
nada  fuera  con  su  cuerpo.  Ni  un  estremeci- 
miento, ni  una  contracción.  Apenas  desvane- 
cióse un  instante  su  perenne  sonrisa .  Era  un 
valiente  este  gitano. 

Alguien,  un  literato,  un  torero  o  un  artista 
de  los  que  estábamos  allí,  admirado  de  su  es- 
toicismo, le  preguntó: 

—¿Qué,  ¿no  te  pica,  Juan?... 

229 


B  L      CABALLERO      AUDAZ 

— Qui...  quid,  ho...  hombre— repuso  él  con  su 
leng^ua  tartamuda  y  con  su  habitual  buen  hu- 
mor—. Si...  esto  da  ma...  más  gusto  que  la  Ban- 
da Municipal. 

Todos  reímos. 

"EX  fenómeno  estaba  recostado  de  ríñones  so- 
bre su  elegante  lecho  inglés  de  caoba  ma- 
queada. Casi  desnudo.  Una  camiseta  y  unos 
calzoncillos  de  seda  cubríanle  las  carnes,  de- 
jando al  descubierto  sus  recios  brazos  de  puja- 
dos músculos.  Por  entre  la  camiseta  asomaba, 
pendiente  de  una  cadenita  de  oro,  un  manojo 
de  medallas:  las  reliquias  del  matador,  que  él 
besa  con  frecuencia.  Seguramente,  allí  estaría 
la  Macarena. 

En  el  cuadrante  de  hilo  quedaba  recortado  el 
perfil  absurdo  y  desquiciado  del  lidiador.  Su  tez. 
macilenta,  casi  broncínea;  sus  dientes,  blanquí- 
simos e  iguales;  sus  ojos,  negros,  que  miran  pro- 
funda y  melancólicamente  desde  las  cuencas 
hundidas;  las  mandíbulas,  desencajadas,  como 
las  délos  Austrias,  que  imprimen  en  los  ros- 
tros que  así  las  tienen  una  simpatía  sugesti- 
va... Pulcramente  peinado,  j»^  la  coleta,  como 
una  culebrilla  de  ébano,  trepaba  retorcida  por 
su  nuca,  quedando  prendida  por  una  horquilla 
invisible  en  el  alisamiento  de  la  impecable 
raya. 

230 


LO        QUE        SE        POR       MI 

Cuando  hubo  acabado  el  médico  de  vendarle 
el  muslo,  nos  preguntó: 

— Qué,  ¿nos  vamos  a  dar  un  paseo? 

—¡Vamonos!  —  aceptamos. 

Ayudado  por  Conde,  su  mozo  de  estoques, 
comenzó  a  vestirse  rápidamente.  En  un  mo- 
mento quedó  el  torero  hecho  un  dandy  dentro 
de  un  elegante  traje  negro .  No  le  faltaba  un 
detalle  de  buen  gusto.  Cogió  un  bastón,  y  sali- 
mos. Un  /7»7(9r^  y  un  grupo  de  chicos  nos  es- 
peraban en  la  calle.  Al  aparecer  el  torero 
hubo  una  exclamación:  «¡Eh!  ¡Belmonte!  ¡Bel- 
monte!...> 

—¿Está  usted  mejor?— se  acercó  un  chicuel® 
a  preguntarle. 

—Sí,  hombre— repuso  el  torero  en  condes- 
cendiente broma— .  ¡Se  vive...  de  milagro;  pero 
se  vive! 

Después,  volviéndose  a  nosotros,  comentó: 

—¿Ha  visto  usted  qué  respetuoso  es  ese  cha- 
val?  Es  raro,  porque,  generalmente,  suelen  de- 
cirme: «¿Qué  tal,  Jiíaniyo?* 

—Y  ¿a  usted  le  hace  gracia  eso?  Me  parece 
que  no,  ¿verdad? 

—Hombre,  a  mí  no  me  gusta  que  me  tutee 
nadie  a  quien  yo  no  tuteo:  es  un  mutuo  respeto 
al  que  tenemos  derecho  todos  los  hombres. 

Se  acercó  un  pobre  a  pedirle  limosna.  El  le 

231 


B  L      CABALLERO       AUDAZ 

dio  un  duro.  En  seguida,  otra,  y  otro  duro.  Nos 
acomodamos  en  el  coche,  que  partió  con  direc- 
ción al  Retiro.  Y  empecé  preguntándole: 

—¿Cuándo  podrá  usted  torear,  Juan? 

— ¡No  sé;  veremos!  Si  esto  sigue  progresan- 
do, tal  vez  el  diez  y  seis  en  Málaga.  Esta  noche 
me  voy  a  Sevilla  con  objeto  de  entrenarme  un 
poco. 

Belmonte,  por  el  defecto  de  su  lengua,  habla 
lentamente,  pero  con  corrección.  Cecea  mu- 
cho, y  en  el  trato  es  todo  lo  contrario  de  lo  que 
aparenta  ser  en  la  plaza.  Charlando  con  él, 
desaparece  el  melancólico,  el  taciturno,  el  trá- 
gico del  redondel,  y  se  nos  muestra  bromista, 
risueño,  alegre,  superficial.  Su  espíritu  es  el  de 
un  niño  de  pocos  años;  cualquier  chiste  le  hace 
reír.  Las  cosas  más  serias,  al  pasar  por  su 
conversación,  recogen  una  broma  oportuna. 
Su  mirada  es  la  de  un  hombre  inteligente,  que 
quiere  enterarse  de  todo. 

—¿Cómo  nació  en  usted  la  afición  a  los  toros, 
Belmonte? 

—Hombre,  eso  sí  que  no  puedo  decírselo.  Yo 
creo  que  lo  llevaba  en  la  masa  de  la  sangre. 
Allí,  en  Sevilla,  como  usted  sabe,  existe  la  ob- 
sesión del  toreo.  No  se  vive  más  que  para  los 
toros.  Todos  torean.  Raro  es  el  camarero  que 
mientras  le  sirve  a  uno  un  chato  de  Montilla  o 

232 


LO        QUE        S    B        P    O    Q       Mí 

un  ponche  de  café  no  le  da  al  parroquiano  una 
verónica  con  el  paño  o  un  pase  natural  con  la 
botella  del  agua.  Y  este  ambiente  es  el  que  for- 
ma desde  la  niñez  al  torero.  Yo  allí,  con  los 
chicos  de  Triana,  en  vez  de  jugar  a  otras  co- 
sas, había  formado  una  cuadrilla  y  dábamos 
corridas,  donde  nos  revolcaba  el  toro  de 
mimbre, 

—¿Dónde  toreó  usted  el  primer  becerro? 

— Verá  usted.  Yo,  ante  la  banasta,  era  muy 
valiente,  hasta  el  punto  que  se  me  consideraba 
como  el  primer  matador;  pero  los  amigos  me 
decían:  «Juaniyo,  ¡qué  jindama  pasarías  tú 
delante  de  un  becerro!»  Yo,  la  verdad,  también 
lo  creía.  Entonces,  para  cerciorarme  bien, 
acordamos  reunir  entre  todos  un  duro  que 
costaba  torear  un  becerro  en  la  Venta  de  Cara" 
ancha;  recuerdo  que  era  tan  grande  mi  deseo, 
que  puse,  además  del  mío,  el  dinero  que  les  co- 
rrespondía pagar  a  varios  de  los  muchachos . 
Llegó  el  día...  Yo,  la  noche  anterior,  la  había 
pasado  sin  cerrar  los  ojos;  no  sé  si  de  miedo  o 
de  ilusión.  Nos  soltaron  el  becerro.  Usted  no 
puede  imaginarse  lo  grande  que  nos  pareció. 
Ninguno  salíamos  a  torearlo.  Al  fin  yo  me  im- 
puse al  miedo,  y  fui  el  primero  que  me  dirigí  al 
torete  y  le  di  una  larga  cambiada.  Me  resultó 
tan  bien,  que  ya  me  creí  un  Lagartijo. 

233 


EL       CABALLERO       AUDAZ 

—¿Usted  ya  había  presenciado  muchas  corri- 
das de  toros? 

—Ninguna.  Yo  he  visto  muy  pocas  corridas. 
La  cuestión  es  que,  cuando  chico,  me  pasaba 
toda  la  semana  reuniendo  dinero  perro  a  perro 
para  ir  a  los  novillos;  pero  lleg'aba  el  día  de  la 
corrida,  y  me  daba  lástima  Enastarme  de  pronto 
la  pesetilla  que  había  conseguido  juntar.  Vo 
salí  a  torear  formalmente  sin  haber  presencia- 
do más  que  una  corrida  de  novillos. 

—Entonces,  ¿quién  fué  su  maestro?— le  pre- 
j^unté  extrañado. 

—Yo  creo  que  en  el  toreo  no  se  enseña  ni  se 
aprende.  El  que  sabe,  sabe  porque  sí,  y  el  que 
no,  no  haj^  Dios  que  le  enseñe.  Bueno;  pues 
después  de  esta  becerrada  nos  reuníamos  una 
pandilla  de  chicos  y  nos  íbamos  de  noche  a  Ta- 
blada. Toreábamos  desnudos,  porque  teníamos 
que  atravesar  el  río  a  nado,  dejando  la  ropa 
en  la  orilla.  Y  allí,  a  la  luz  de  la  luna  o  de  un 
farolillo  de  acetileno,  competíamos  en  veróni- 
cas, en  pases  de  pecho,  y,  sobre  todo,  en  re- 
volcones. Las  verónicas  eran  mi  especialidad. 
Muchas  veces  nos  sorprendió  el  alba  vendán- 
donos las  heridas  que  nos  larg-aban  las  vacas. 

—¿Con  qué  toreaban  ustedes? 

—Con  una  blusilla  que  teníamos  allí  enterra- 
da.  Cuando  estábamos  llevando  esta  vida  se 

234 


LO        QUE        SE       POR       MI 

organizó  una  becerrada  sin  picadores,  y  salí  yo 
de  matador.  Me  tocó  un  becerrete  manejable, 
y  quedé  como  las  propias  rosas.  Aquella  fué  la 
primera  tarde  que  me  llevaron  en  hombros  a 
Triana. 

Calló  para  deleitarse  en  el  recuerdo;  des- 
pués: 

—Se  empezó  a  hablar  de  mí,  y  en  una  novi- 
llada benéfica  consiguieron  sacarme  algunos 
amigos.  Y  no  quiero  acordarme  de  aquella  tar- 
de. Me  tocó  un  toro  veleto,  que  me  quitó  el  tipo. 
¡Qué  fatigas  pasé!  Yo  estaba  loco,  extenuado, 
lleno  de  indignación;  me  abrazaba  al  cuello  del 
toro,  llorando,  y  lo  abofeteaba.  Por  fin,  me  lo 
echaron  al  corral,  después  de  haberme  tirado 
por  los  aires  más  de  veinte  veces  y  haberle 
dado  yo  más  de  cien  pinchazos.  ¡Lo  que  yo 
lloré  aquella  noche!  Entonces  abandoné  mis 
aficiones  taurinas,  y  con  unas  grandes  deses- 
peranzas me  agarré  al  trabajo  de  bracero. 
Una  azada  y  un  pozo.  Cavaba  a  destajo  y  has- 
ta bien  entrada  la  noche.  No  tenía  otro  reme- 
dio. En  casa  no  había  una  gorda,  y  yo  era  ua 
zagalón  que  debía  dar  mi  rendimiento.  Dos 
años  estuve  sin  torear.  Un  día  Calderón  me 
sacó  de  mis  casillas.  Y  volví  al  ruedo,  dispues- 
to a  quedar  bien  o  a  que  un  toro  me  calase  defi- 
nitivamente. Se  dio  una  buena  tarde. Y  lo  demás 

225 


EL       CABALLERO      AUDAZ 

lo  saben  todos.  Tuve  una  racha  de  suerte,  y  me 
bautizaron  con  el  nombre  de  El  Fenómeno . 

El  trianero  hizo  una  pausa,  llena  de  indife- 
rencia y  de  frialdad. 

—¿Cuáles  son  los  toros  que  le  agradan  más? 
—le  pregunté. 

^No  tengo  predilección.  Me  da  igual.  Los 
que  salgan  bravos.  Yo  no  entiendo  de  toros 
una  palabra.  Dicen  que  los  miuras  son  difíci- 
les, y  con  miuras  he  logrado  mis  mayores 
triunfos.  ¡Cualquiera  sabe! 

— ¿Cuál  torero  le  gusta  a  usted  más? 

—Usted  no  me  va  a  creer;  pero  yo  le  juro 
por  mi  salud  que  no  soy  inteligente,  ni  en  to- 
ros ni  en  toreros.  Yo  veo  que  todos  los  compa- 
ñeros que  alternan  conmigo  torean  muy  bien. 
No  sé  cuál  lo  hace  mejor  ni  peor.  Es  más:  yo 
no  me  doy  cuenta  de  si  toreo  bien  o  mal.  Hago 
siempre  lo  que  sé:  unas  veces  gusta  y  otras  no. 
El  público  sabrá  por  qué. 

—¿Qué  le  parecía  a  usted  Bombita? 

—No  le  he  visto  torear  nunca.  Y  a  Machaco 
le  vi  sólo  dos  veces  que  toreó  conmigo. 

—¿Usted  presiente  las  tardes  que  va  a  quedar 
bien? 

Dudó  unos  segundos.  Después  exclamó  re- 
sueltamente: 

— Le  diré  a  usted...  ¡Si!  Ha}^  días  en  que,  sin 

23« 


LO        QUE        3    E       P    O    í^       M   I 

saber  por  qué,  sale  uno  al  redondel  mosca  per - 
dio  y  y  entonces  no  sabe  uno  ni  meterse  en  el 
burladero,  y  otros,  en  cambio,  estamos  alegres 
y  todo  sale  bien. 

—¿Ha  tenido  usted  alguna  vez  miedo  delante 
de  un  toro? 

— ¡Hombre,  muchas  veces!  Mejor  dicho, 
¡siempre!  ¿Quién  es  el  gachó  que  no  tiene  jin- 
dama delante  de  un  toro?  Ahora  bien:  ese  mie- 
do insuperable  que  le  hace  a  uno  perder  la 
conciencia  de  lo  que  es,  ése  no  lo  he  sentido  yo 
l'amás.  Para  mí  es  preferible  la  cornada  de  un 
toro  a  la  vergüenza  de  una  pita. 

—¿Le  emocionan  a  usted  las  ovaciones? 

—Muy  pocas  veces.  En  la  última  feria  de  Se- 
villa se  me  saltaron  las  lágrimas.  La  gente,  de 
pie,  aplaudiendo,  la  música  tocando  y  yo  lleva- 
do en  hombros.  Resultaba  imponente. 

—  ¿Cuál  es  la  tarde  que  ha  estado  usted 
mejor? 

—Creo  que  fué  en  Écija.  ¡Qué  tarde! 

—¿Quién  le  enseñó  a  usted  el  pase  de  moli- 
nete? 

—Nadie.  Un  día,  toreando  en  Huelva,  me  sa- 
lió un  toro  muy  bravo,  con  el  cual  me  harté  de 
hacer  cosas.  Ya  no  sabía  más,  y  entonces 
intenté  ese  molinete,  que  no  me  resultó  mal  del 
todo. 

237 


t  L      CABALLERO      AUDAZ 

—¿Tiene  usted  presentimientos  de  su  vida  fu- 
tura? 

—Ninguno.  Yo  creo  a  ojos  cerrados  en  el 
sino.  Una  prueba:  yo  jamás  hablé  a  un  empre- 
sario para  que  me  sacase  a  torear,  5',  sin  em- 
bargo, he  toreado  en  todas  partes.  Estaba  de 
Dios. 

— ¿Es  usted  supersticioso?... 

—Nada  absolutamente.  Mi  mejor  amigo  es 
un  tuerto,  el  cual  me  ha  estado  acompañando 
mucho  tiempo  a  todas  las  corridas.  Era  lo  pri- 
mero que  veía  por  la  mañana  y  al  salir  a  la. 
plaza. 

—¿Cuánto  dmero  lleva  usted  ganado? 

—No  sé;  ahorrados,  unos  cien  mil  duros. 

—¿Cuándo  piensa  usted  retirarse? 

—Cualquier  día...  que  le  tome  asco  a  los  to- 
ros. Pero,  ¿en  qué  me  iba  a  ocupar? 

—¿Ante  qué  público  le  gusta  más  torear? 

—Me  da  igual.  Mis  mejores  faenas  las  he  he- 
cho por  los  pueblos. 

Pasó  un  silencio.  Estábamos  en  el  paseo  de 
coches  del  Retiro,  Nos  cruzamos  con  un  auto, 
donde  iban  dos  bellas  damas.  Una  nos  arrojó 
una  rosa,  al  mismo  tiempo  que  decía:  «¡Para 
Belmonte!» 

El  agasajado  agradeció  con  una  sonrisa.  YO' 
aproveché  la  ocasión  para  preguntarle: 

238 


LO        QUE        SE        P    O    f¿       Mí 

—Dicen  que  las  mujeres  le  traen  a  usted  de 
cabeza. 

—¡Hombre,  sí,  me  gustan  mucho!-  contestó 
riendo—.  ¿A  quién  no  le  agrada  una  ít^c/í/ bien 
puesta? 

—¿Tiene  usted  novia?— inquirí. 

—¡Cantará!  Eso  ya  es  querer  saber  dema- 
siado. 

—Le  advierto  a  usted  que  esto  no  es  para 
contarlo. 

Me  miró  fijamente.  Después  repuso  con  más 
seriedad: 

—Pues  si  es  así,  de  hombre  a  hombre,  le  diré 
a  usted  que  sí:  tengo  novia  y  estoy  enamoradí- 
simo de  ella. 

—¿Y  cuándo  piensa  usted  casarse? 

—Dentro  de  este  año.  Ahora,  de  esto  le  rue- 
go a  usted  que  no  diga  ni  una  palabra.  Son  co- 
sas que  no  se  pueden  tomar  a  chufla. 

—Ni  una  palabra.  Juanito;  pero,  dígame  us- 
ted, ¿quién  es?... 

—¡Una  muchacha!  —  contestó  él,  con  tono 
zumbón . 

—Ya  lo  comprendo;  pero,  ¿cómo  se  llama? 

—¡Dolores!— repuso  el  trianero  gitano,  sabo- 
reando el  nombre. 

—¿De  Sevilla? 

—No,  señor;  de  Madrid. 

239- 


EL      CABALLERO      AUDAZ 

— ¡Ah!  ¡Ya!— exclamé  yo,  recordando  a  una 
bella  niña  de  la  aristocracia,  hija  de  un  alto 
personaje  de  la  política,  a  la  cual  el  trianero 
había  brindado  la  muerte  de  su  toro  una  tarde. 

—Se  llama  Dolores...,  y  vive  en  la  Castella- 
na, ¿verdad? 

Belmoiite  prestó  su  asentimiento  cou  una 
sonrisa. 

—La  misma;  pero  ni  una  palabra.  ¡No  sea 
usted  malartge! 

Yo  evadí,  sin  prometer. 

Una  florista  le  echó  un  clavel.  Él  le  dio  una 
moneda  de  plata. 

— Dicen  por  ahí  que  Joselito  y  usted  no  son 
buenos  amigos. 

—Leyendas.  Joselito  y  yo  seremos  dos  bue- 
nos compañeros,  aunque  los  apasionados  se 
empeñen  en  lo  contrario.  En  la  plaza,  ante  la 
muerte,  todos  nos  queremos  bien,  aunque  cada 
uno  defienda  noblemente  su  puesto  y  procure 
quedar  lo  mejor  posible.  ¿Qué  tiene  que  ver  lo 
uno  con  lo  otro?... 

—Con  qué  le  gusta  a  usted  más  torear,  ¿con 
la  muleta  o  con  la  capa? 

—Con  la  muleta. 

— ¿Piensa  usted  poner  banderillas  alguna  vez? 

—Veremos .  Pero  yo  soy  muy  poco  ágil  para 
asa  suerte. 


LO        QUE       SE        POR       MI 

—¿Qué  aficiones  tiene  usted  además  de  los 
toros? 

—Acosar  y  derribar  me  gusta  más  que  el  to- 
reo. Después,  leer  y  el  cinematógrafo. 

—Dicen  que  con  Vicente  Pastor  le  agrada  a 
usted  torear  más  que  con  ningún  otro. 

— Me  es  indiferente.  Eso  lo  dicen  porque 
como  Vicente  Pastor  y  yo  hemos  toreado  jun- 
tos fuera  de  España,  suponen,  con  razón,  que 
nuestra  amistad  es  más  entrañable.  Vicente 
Pastor  es  muy  bueno  y  un  compañero  muy  ca- 
bal. Pero  en  la  plaza  me  es  igual  estar  con  él 
que  con  otro. 

Nos  detuvimos  en  la  Rosaleda.  El  trianero 
echó  pie  a  tierra  trabajosamente.  En  todos  los 
coches  que  pasaban  se  oía  la  misma  exclama- 
ción: 

—  ¡Belmonte!  ¡Belmonte!...  ¡Belmonte  el  trá- 
gico! 

Y  él  reía... 


16 II  241 


ÍNDICE 


índice 


Páginas 

Benaveníe 7 

La  Xirgu 21 

Valle-Inclán 33 

Tallaví 47 

Los  príncipes  de  Kapurtala 61 

Guimerá 79 

Luca  de  Tena 9^ 

El  Sultán  Muley  Haffid 105 

La  Pérez  de  Vargas 119 

Blasco  Ibáñez 13! 

Ratner,  el  multimillonario 145 

Ricardo  León 159 

Onofroff,  el  fascinador 171 

García  Alvarez 185 

Anselmi 197 

En  el  hogar  de  la  locura 207 

Belmoníe 22'> 


245 


ÍNDICE  DE  LAS  DIEZ  SERIES 


LO  QUE  SÉ    POR  Mí 

(CONFESIONES  DELSIGLO) 

ÍNDICE -DE -LOS -TOMOS.   PUBLICADOJ 


indice   de   la   primera  serie. 


Pérez  Galdós. 

La  infanta  Isabel. 

Maura. 

Cavia. 

Pepito  Arrióla. 

Don  Jaime  de  Borbón . 

María  Guerrero  y  Fernando 

Díaz  de  Mendoza. 
Dicenta. 
Palacio  Valdés. 


Borras. 

Unamuno. 

Condesa  de  Pardo  Bazán. 

Manolo  Bueno. 

<Azorín». 

Vives. 

Pío  Baroja. 

Duquesa  de  Canaleias. 

En  el  barrio  Gañí. 

Bombita. 


índice  de   la  segunda  serie. 


Benavente. 

La  Xirgu. 

Valle-lnclán. 

Tallaví. 

Los  príncipes  de  Kapurtala. 

Quimera. 

Luca  de  Tena. 

El  sultán  Muley  Haffid. 

La  Pérez  de  Varg-as. 


Blasco  Ibáñez. 
Ratner,  el  multimillona- 
rio. 
Ricardo  León. 
Onofroff,  el  fascinador. 
García  Alvarez. 
Anselmi. 

En  el  hogar  de  la  locura. 
Belmonte. 


índice   de   ia  tercera  serie. 


Echegraray. 
Hermanos  Quintero. 
Tórtola  Valencia. 
El  ex  sultán  Abd-cl-Azís. 
Felipe  Trigo. 
Francisco  Morano. 


La  reina  de  los  gitanos  ru- 
sos. 

El  maestro  Bretón. 

Su  majestad  «El  rey  de  los 
ladrones.» 

Nieves  Suárez. 


La  Biblioteca  Nacional. 
Enrique  Gómez  Carrillo. 
Carlos  Arniches. 
Ramón  Peña. 
Consuelilo,  la  fascinadora. 


Don  José  Francos  Rodríguez. 
El  Rdo.  P,  Zacarías  Martí- 
nez. 
Los  liliputienses. 
Gaona. 


índice  de  la  cuarta  serie. 


María  Palou. 
Emilio  Thuillier. 
Eugenio  Selles. 
Ochoa,  el  luchador. 
Santiago  Rusiñol. 
«La  Argenlinita>. 
Emilio  Carrere. 
Raquel  Meller. 
Méndez  Alanís. 
Loreto  Prado  y  Enrique  Chi- 
cote. 


Antonio  de  Hoyos  y  Vinent. 

Rafaela  Abadía. 

Gregorio  Martínez  Sierra. 

Huertas,  el  ex  presidente. 

Juan  Mane'n. 

Entre  héroes  inválidos. 

Un  ladrón  de  guante  blanco. 

Jacinto  Octavio  Picón. 

«E¡  Caballero  Audaz»  y  José 

María  Carretero. 
Joselito. 


índice  de  la  quinta  serie. 


Pastora,  la  apasionada. 

Linares  Rivas, 

María  Gámcz. 

José  Francés. 

Los  curas  pobres. 

Eduardo  Marquina. 

Los  remeros  vascos. 

Ernesto  Vilches, 

El  maestro  Morera. 

El  demonio  en  Montserrat. 

Eduardo  Zamacois. 

La  guerra  vista  por  nuestros 


estrategas.  (Un  general  in- 
cógnito.) 

Pompeyo  Gener. 

Petit-sou. 

El  Conde  de  Güel. 

La  artista  de  la  Macarena. 

El  maestro  Serrano. 

El  caballero  del  sombrero  de 
paia. 

La  escuela  del  hogar. 

Ignacio  Iglesias. 

Pastor. 


índice  de   la   sexta  serie. 


Juüta  Fons. 

La  remonta  militar  de  Jabal- 

quinto. 
Ortega  Munilla. 
La  Goya. 

La  caridad  madrileña. 
Torres-Quevedo. 


Rosario  Pino. 
Pérez  Zúñiga. 

El  gigante  Vendéen  y  el  ena- 
no <Don  Paquito». 
El  maestro  Villa. 
«Gioconda». 
Antonio  Zozaya. 


Natalio  Rivas, 

Emérita  Esparza. 

El  dolor  de  la  infancia. 

Los    pasos    de   un   baila- 


rín   o   la    danza    de   la 

muerte. 
El  joven  «Silvela». 
Gallo. 


índice  de  la  séptima  serie. 


María  Barrientos. 
El  maestro  Arbós. 
José  Santiago. 
Conouelo  Hidalgo. 
El  barón  de  San  Malato. 
El  doctor  Slocker. 
María  Esparza . 
Alejandro  Lerroux. 
Rosa  Rodrigo. 
Don  Tomás  Luceño. 


Matilde  Moreno. 
Jaime  Pahissa. 
Guyta  Real. 
Eugenio  D'Ors. 
Ramón  Pérez  de  Ayala. 
El  presidente  caído. 
Pepe  Moncayo. 
Cambó. 
Carpió. 


índice  de  la  octava  serie. 


Pablo  Iglesias- 
María   Fernanda   Ladrón   de 

Guevara. 
El  Marqués  de  Cabriñana. 
Adela  Carboné. 
Antonio  Casero. 
Titta  Ruffo. 
Sofía  Casanova. 
SaiVv=idor  Rueda. 
Titto  Schipa. 


Irene  López  Heredia. 

Felipe  Sassone. 

Alfonso  Costa. 

Carmencita  Jiménez. 

El  Marqués  de  Villaviciosa 

de  Asturias. 
Pedro  Muñoz  Seca. 
Amalia  Isaura. 
José  R.  Carracido. 
«La  Argentiniía». 


índice   de   la  novena  serie. 


Genoveva  Vix. 

Ind.ilecio  Prieto. 

Anita  Martüs. 

Arturo  Rubinstein. 

Concha  Espina. 

Casimiro  Ortas. 

Martínez  Anido. 

Ángel  Lancho. 

Rafaelita  Haro. 

El  actor  Bonafé. 

Julián  Besteiro. 

Un  rey  negro  muy  civilizado. 


Carmencita  Moragas. 
Una  visita  al  Hospital  Pro- 
vincial. 
El  doctor  Recasens. 
El  formidable  Jak  Johnson. 
El  maestro  Pérez  Casas. 
Apeles  Mestres. 
Dionisio  Pérez. 
El  doctor  Navarro  Cánovas. 
Don  Manuel  Saralegui. 
Miguel  Otamendi. 
¡¡Los  pobres  vergonzantes!! 


índice  de   la  décima  y  última  serie. 


Prólogo:  Las  cosas  que  un 

español  audaz  ha  oído. 
Sara  Bernhardl. 
Antonio  Fernández  Bordas. 
Esperanza  Iris. 
Luis  de  Tapia. 
Luisa  Pucliol. 
El  maestro  Luna. 
Pedro  Mata. 
Angelita  Vilar. 
El  pianista  Saüer. 


«La  Goya». 

El  anarquista  Matlieu, 

El  coronel  Castro  Girona, 
heroico  soldado  de  España 

Don  Eduardo  Marislany. 

Los  dos  mosqueteros. — Pri- 
mera parte:  GómezGarrillo 

Los  dos  mosqueteros.  — Se- 
gunda parte:  Benigno  Vá- 
rela. 

Don  Santiago  Ramón  y  CajaL 


OBRAS 


DE 


"EL  CABALLERO  AUDAZ" 

EDITADAS   POR   «MUNDO    LATINO» 


Desamor  (novela). 
La  virgen  desnuda  (novela). 
La  bien  pagada  (novela). 
En  carne  viva. 
La  sin  ventura  (novela). 
El  divino  pecado. 
Emocionario.— Almas  y  paisajes. 
De  pecado  en  pecado  (novelas). 
Lo  que  sé  por  mí  (interviús  con  celebridades  con- 
temporáneas).—Diez  series. 
Con  el  pie  en  el  corazón  (novela). 

PRÓXIMAS  A  PUBLICARSE 

Horas  cortesanas.— Ambientes. 
El  jefe  político  (novela). 
Hombre  de  amor  (novela). 


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