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LO QUE SÉ POR Mí
ES PROPIEDAD
COPYRIGHT, 1922,
BY JOSÉ MARÍA CARRETERO
Ttp. yagUcs. -Doct«r Pour<juc<,4.-Madrld.-Tcléfono.30-76 M.
DEDICATOR I A
PARA ill GRAX AMIGO V ADMI-
RADO MAESTRO FRANCISCO
VERDUGO, QUE CON sus al-
tas INSPIRACIONES TANTA PAR-
TE TOMÓ EN MIS LABORES
PERIODÍSTICAS, CON TODO RE-
CONOCIxMIENTO Y DEVOCIÓN,
El Caballero Audaz.
^ BENAVENTE jS
En cuanto tomé asiento en una butaca en-
fundada, don Jacinto me dijo:
—¿Usted fumará?
Y, sin esperar mi respuesta, salió rápido en
busca de un cigarro.
Aquella habitación era una salita un poco
añeja y sin ningún relieve, ni artístico, ni sun-
tuoso. Más bien modesta. Un enorme tigre di-
secado que había delante del sofá nos mira-
ba fieramente con sus pupilas de cristal crema.
Don Jacinto volvió con una caja de tabacos
habanos. Eran enormes.
—No sé si serán buenos— me dijo ofrecién-
dome—. Acaban de regalármelos...
—Grandes sí que son. A mi medida.
—No, eso no; ya ve usted, yo, a pesar de lo
pequeño que soy, fumo siempre cigarros muy
grandes .
Y después, aparentando una gran frialdad,
EL CABALLERO AUDAZ
pero con una poca de inquietud, don Jacinto se
acomodó en la butaca de enfrente y comenzó a
fumar .
Todos conocéis el perfil agudo y la sonrisa
perenne de este dramaturgo. Alguien ha dicho
en estos días que sus ojos pequeños y negros
se clavan en su interlocutor como dos lance-
tas... Esto es una fantasía. Don Jacinto jamás
mira de frente. Mientras habla o escucha, sus
inquietas pupilas van de un lado a otro, y si a
ratos quedan fijas, es en el suelo. Su conver-
sación va siempre acompañada por los movi-
mientos aristocráticos de sus manos, delicada-
mente ensortijadas; pero unos movimientos
apacibles, sin brusquedades, sin jamás separar
los codos del cuerpo. Todos sus gestos son de
rendimiento, de hnmildad; observándole, cues-
ta trabajo creer que este caballero menudo,
que parece un rezagado del siglo Renacimien-
to, sea el autor de Los malhechores del bien, de
La noche del sábado y de Los intereses crea-
dos. Más en armonía con su escogidita figura y
con su mansa humildad hubiese estado escribir
oraciones sagradas y devocionarios religiosos.
Yo, un poco azorado, porque no viéndolo los
ojos no podía saber el juicio que estaría for-
mando el maestro de mí, comencé preguntán-
dole:
8
LO QUE SE POR MI
—¿Cuánto tiempo piensa usted dedicarme,
don Jacinto?...
—¡Oh, el que usted necesite; una hora, y si
es preciso más, más!
— Sobra... Hablaremos primero de su niñez.
¿Nació usted en Madrid?
— En la calle del León, no recuerdo qué nú-
mero... Allí viví hasta los cuatro años...
—¿A qué edad comenzaron a despertarse en
usted las aficiones literarias?...
—Mis aficiones teatrales, desde muy niño...
Siempre mi jug^uete ha sido el teatro. Yo hacía
obritas teatrales para después tener el placer
de representarlas en el teatro de muñecos, y
esto me divertía tanto como pueda divertir a la
juventud de ahora jugar al golf, al tennis y al
foot-ball... Mi placer no estaba en escribir las
obras, sino en representarlas.
—¿Nunca cultivó usted otra literatura que la
teatral?
— Algo hice en crónicas y cuentos, pero
poco.
—¿Cuáles fueron sus primeros trabajos lite-
rarios?...
Dos libros: El teatro fantástico y Cartas de
mujeres.
—¿Y su primera obra?
—La primera estrenada, El nido ajeno.
EL CABALLERO AUDAZ
—¿Pero no la primera que había escrito?
—No, no. Ya había hecho muchas que Ma-
rio, después de leerlas, me las fué rechazando
con muy buen acuerdo.
— ¿Por qué?— le pregunté extrañado.
— Porque no eran buenas. Yo las he leído
después, y no me han g:ustado.
Hizo una pausa. Dio unas cuantas chupadas
a su habano y, muy fríamente, continuó:
—Claro que ahora me pasa lo mismo con las
que estreno: no me g'ustan ni pizca.
—Entonces, ¿a usted no le agrada ver desde
el público sus obras?. . .
—¡Oh, no!— rechazó rápido— . Rara vez asis-
to a una representación. Cuando, por tratarse
de un homenaje o de una función benéfica, me
obligan a ello, paso muy mal rato; me arre-
piento hasta de haberla escrito.
— Y eso, ¿por qué?
— Principalmente, porque me aburro; ya se
sabe uno sílaba por sílaba todo lo que allí se
va a decir... Además, se advierte lo malo, y lo
bueno ya no emociona.
—¿Me han dicho que a los ensayos de sus
obras no asiste usted tampoco?
—No; no voy a los ensayos para no quitarles
a los cómicos espontaneidad... Es mejor, por-
que así cada uno interpreta su papel como lo
10
LO QUE S t POR M
siente. ¿Para qué contrariarles?. . . Por esta
misma razón, mis obras apenas tienen acota-
ciones.
—¿Cuál es la obra de su repertorio que me-
jor se ha representado la noche de su es-
treno?...
— Señora ama.
Hicimos una pausa... Don Jacinto, en sus
respuestas, no tenía un titubeo. Siempre, sin le-
vantar la vista, contestaba sencillamente, con-
cisamente. Proseguí:
—Dígame usted, don Jacinto, ¿y cuando es-
trenó usted El nido ajeno, gustó?...
—Al público, sí; a la crítica, no.
—¿Qué edad tenía usted entonces?...
—La edad a que las mujeres empiezan a des-
confiar de los hombres: veintitrés años.
—¿Y le costó a usted mucho trabajo es-
trenar?
—No; mi padre era el médico de Mario; fui a
tiro hecho.
—¿Escribe usted con facilidad?...
— Sí, porque no me pongo delante de las
cuartillas hasta que en mi imaginación tengo
bien tejida la obra y muy pensado el diálogo...
—Según eso, usted medita mucho sus obras.
—Muchísimo.
—Pues viéndole a usted en público y obser-
11
EL CABALLERO AUDAZ
vándole, da la sensación de que no se preocupa
de ellas gran cosa.
Esto le molestó un poco a don Jacinto.
Su vocecita nasal protestó de ello como de
un absurdo...
— ¡Ah, pues no, las pienso mucho! La prueba
de ello es que cuando estoy en plan de trabajo
duermo poco, no como casi nada y me desme-
joro considerablemente.
—Por lo regular, <fcuántas horas acostumbra
usted a dormir?
—Pocas. Generalmente, cuatro, y muchas
temporadas, sólo dos.
—¿Entonces se acuesta usted muy tarde?...
—Sí, hago la vida de noche; porque por el
día, ¿qué tengo yo que hacer en el mundo?...
Acostumbro a acostarme de tres a cuatro de la
madrugada. A las nueve me entran el choco-
late, y ya, leyendo y tomando apuntes, per-
manezco en la cama hasta las tres de la tarde.
—¿Escribe usted en la cama?
—No, señor; esas son tonterías que me adju-
dican; puede usted desmentirlas.
— ¿Le emocionan a usted los estrenos?
—Cuando empezaba, no; ahora, cada vez
más; y es que, claro, va siendo mayor la res-
ponsabilidad de uno y es mayor el compromiso
de acertar.
12
LO QUE SE POR Mi
—¿Toma usted apuntes de la realidad para
sus obras?
—Casi todas tienen por base la realidad, y
algunas son la realidad misma... En Señora
ama, por ejemplo, no puse más que las cuar-
tillas y la tinta. Recuerdo que los dos prime-
ros actos los hice en el pueblo, y luego, cuando
quise seguirla aquí, no pude, porque había ol-
vidado el modismo del lenguaje, y tuve que
volverme otro mes allí para terminarla.
—¿Cuántas obras tiene usted estrenadas?
—Setenta y cuatro.
—¿Cuál le gusta a usted más?
— Señora ama.
—¿Cuál fué la más aplaudida?
— La malquerida y La ciudad alegre.
— A propósito de esta obra... Usted, claro
es, se ha propuesto poner de manifiesto los
males de nuestra patria.
—Sí; de eso no cabe la menor duda.
—Y el público se pregunta: ¿cómo don Ja-
cinto, que es un hombre de imaginación privi-
legiada, al mismo tiempo que nos presenta los
males no nos presenta el remedio?...
Don Jacinto sonrió muy humilde, muy cor-
tés, pero muy irónico.
—Al público que piense así le digo lo mismo
que le dije a nuestro Rey como contestación a
13
EL CABALLERO AUDAZ
idéntica advertencia: «El remedio está en hacer
todo lo contrario de lo que hacen los muñecos
de mi farsa. En renunciar a todos los egoísmos
personales en aras de un santo egoísmo pa-
trio... En no consentir que de los negocios pú-
blicos y de la gobernación del Estado se apo-
deren Crispirles cínicos y desvergonzados. Ahí
está el remedio.»
Todo esto lo decía Benavente sin que se al-
terase en lo más mínimo el tono de su voz..,,
sin apartarse para nada de su eterna indife-
rencia.
—¿Cuánto dinero le lleva a usted producido
el teatro? . . .
Meditó un instante. Después:
— A mí, algo...; a otros, mucho...; pero como
no he llevado la cuenta de lo mío, y mucho me-
nos la de ellos, no lo sé.
—Aproximadamente...— calculé yo— ¿dos mi-
llones de pesetas?
— ¡Ay!... No me remuerde la conciencia de
haberme gastado tanto.
Hizo un silencio, y prosiguió:
— Yo no juego ni bebo, y mi vivir, como us-
ted ve, es modesto. ¿Adonde podía haber ido
ese dinero? Le advierto a usted que la gente
está muy equivocada respecto a mis ingresos
como autor. Yo, hasta hace cuatro años, ni
14.
LO QUE SE POR Mi
siquiera he podido vivir de la renta de mi
teatro.
—¿Cuál es el rasgo más personal de su ca-
rácter, don Jacinto?
— ¡Oh! ¡Cualquiera sabe eso! ¿Quiénes capaz
de conocerse a sí mismo? Mejor que yo, le con-
testaría mi criada a esa pregunta.
—¿Pero usted sabrá cuáles son sus vicios y
sus virtudes?
—¡Menos!... El amor propio y la vanidad nos
hacen creer que nuestros vicios son virtudes y
las virtudes de los demás son vicios... Además,
¿quién es capaz de clasificarlos?
—Cuando comenzó usted a escribir para el
teatro, ¿qué autores le gustaban más?
—Shakespeare, Echegaray y algunos más.
—¿Y ahora?...
—No me ponga usted en el caso de molestar
a muchos para alabar a pocos...
—¿Cuál ha sido la mayor alegría de su
vida?...
Don Jacinto hizo un gesto de desaliento, y
tras él quedó un momento perplejo.
—No sé— repuso al fin—. Desde luego, lite-
raria no ha sido... Eso depende del estado de
ánimo en que se encuentra uno... A lo mejor,
lo que hoy nos da un minuto de dicha, mañana
nos aburre espantosamente.
15
EL CABALLERO AUDAZ
—¿Y su mayor tristeza?
—Tampoco lo sé. Yo he perdido a mi padre,
y le quería mucho.
—Siendo como es usted el dramaturgo más
aplaudido de España, y tal vez de Europa, ¿ha
visto usted realizado su ideal?
—¡Oh, no! Aparte las lisonjas, yo preferiría
haber sido un gran actor... Me hubiera diverti-
do más.
— ¿Quién es su mejor amigo?
— Eso ellos lo sabrán... El que yo más dis-
tingo es muy difícil decirlo, porque se moles-
tarían los demás... Y las sinceridades que
cuestan tan caras y que no redundan en be-
neficio de nada, es un lujo que debe supri-
mirse.
—¿Y su mayor enemigo?
— No creo tenerle.
—Tal vez Pérez de Ayala— le dije en broma.
Él rió muy discretamente; pero conteniendo
alguna frase traviesa que la sustituyó por. . .
—No creo— repuso con ironía—. Con el tiem-
po es posible que llegue a serlo. .. Y si esto le
beneficia en algo, a mí me parecerá muy bien,
porque es buen muchacho.
—A propósito. Dígame usted algo sobre esa
revista que sostiene con usted un duelo lite-
rario.
li
LO Q V B se POR MI
—No sé a qué revista se refiere usted.
—\ España.
— ¡ Ah, ya! Que sus redactores me admiraban
antes mucho; tanto es, que como son «gentes
serias»— según ellos—, yo comencé a creerles,
y por poco me lleno de vanidad. Después vino
la guerra, y en cuanto vieron que yo era ger-
manófilo, ya decidieron no admirarme y poner-
se de acuerdo en que desde entonces yo co-
menzaba a decaer... Y el caso es que cuando se
fundó España no les parecía yo tan mal, porque
me pidieron mi colaboración; de una manera
un poco impertinente, pero me la pidieron .
—¿Le inquieta a usted la crítica?...
-No.
—¿Y las censuras?
—Me distraen.
—Pues, ¿qué le inquieta a usted de la vida?
—Nada.
— ¿Ni la muerte?
—La muerte no me preocupa. Las enferme-
dades sucias y largas, sí.
—¿Cuáles son sus más grandes amores?
—Mi madre y una ahijadita que tengo allá
en el pueblo, en Aldeaencabo.
—Dicen que esa chiquilla...— insinué.
—Sí, que es mía— terminó él—. iDios me
libre! Esas son necedades que inventan.
2-U 17
EL CABAL LEfíO AUDAZ
— ¿No ha tenido usted nunca una pasión
amorosa?...
-No.
— ¡Pues si también dicen que tuvo usted amo-
res con una célebre actriz de la Comedia!...
—Nada; tonterías. Yo a esa actriz la he co-
nocido siempre comprometida. Es cierto que
tuve con ella muchas simpatías y que la quise
mucho, pero como a otras.
—¿Cuál ha sido su mayor fracaso teatral?
— La gata de Angora y Los polichinelas.
Bueno, esta última fué un pateo espantoso.
—¿A qué político admira usted más?
— Sile contesto con sinceridad, a ninguno.
—¿Cuáles son sus literatos predilectos?
—Como prosista, Galdós; como poeta, Rubén
Darío.
—¿Y sus pintores preferidos?
— Sorolla y Romero de Torres.
—¿Qué actor le g^usta a usted más?
Tuvo un momento de indecisión.
—Fernando Díaz de Mendoza me parece e|
más completo— decidió al fin.
—¿Y qué actriz?
—Déjeme usted un poco de galantería para
las que no me gustan. Ponga usted que mu-
chas.
—¿Cree usted que España, en relación con
18
LO QUE S B P O Q M t
el resto de Europa, está en decadencia lite-
raria?
— ¡Quiá! Dentro de lo que nosotros somos,
no creo que desmerezca nada; al contrario.
—De la guerra, ¿para qué hemos de ha-
blar?...
—Todo el mundo sabe cómo pienso, porque
no me he recatado de decirlo en mis crónicas...
Soy germanófilo antes, ahora y después de la
guerra.
—¿Qué proyectos literarios tiene usted?
—Sólo tengo pensado darle en el otoño una
obra a Margarita Xirgu.
—¿Es usted perezoso para escribir?
—No; a pesar de lo que dice la gente, no soy
perezoso. Ahí está mi labor de este año.
—¿Cuánto tiempo tarda usted en hacer una
comedia en tres actos?
—Veintitantos días; estas de este año, ningu-
na me ha llevado más tiempo.
— Cuénteme usted alguna anécdota que ten-
ga relación con su vida de autor.
Benavente meditó un momento. Después
dijo:
—Ahora mismo, solamente me acuerdo de
una muy cómica, en la que fué protagonista
mi cocinera... Era la noche del estreno de La
comida de la?, fieras. Estaba la pobre mujer en
19
EL CABALLEPO AUDAZ
su localidad, y al salir yo al público a saludar,
sentí que a su alrededor había bronca... Luego
me enteré. Una que estaba al lado de ella, al
verme, exclamó descorazonada: «¡Ay, pobre-
cito; tiene cara de hambre, como todos los es-
critores!» Mi cocinera, que oyó esto, se lanzó
sobre ella como una arpía, diciéndole: «¡Oig^a
usted, so... señora; que mi señorito come muy
bien, porque yo le guiso todos los días muy ri-
cas chuletas!... ¡Ya quisiera usted!»
Y don Jacinto, mientras contaba esto con
mucha gracia, sonreía más satisfecho que
cuando hablábamos de sus glorias literarias.
20
—Su apellido de usted, ¿es Xirgu o Xirgú?
¿Con acento o sin acento?..,
—Sin acento: Xirgn— se apresuró a contestar
Marg^arita— . Todo el mundo ha dado en lla-
marme Xirg"ú, V ime da un coraje!...
— Es un apellido muy orig^inal y que se
presta mucho para la celebridad— comenté.
— Sí, ¿verdad?... La cruz de la equis— y la
gfenial artista hacía una cruz con los dedos ín-
dices—le hace muy bien y llama mucho la aten-
ción... Además, el nombre Marg"arita combina
perfectamente. Al principio de aparecer yo en
el teatro se creyó que era un seudónimo; pero
¡no hay tal!: es mi nombre.
Calló Margfarita, bajó los ojos, y con Sfesto
hechiceramente ingfenuo posó la mirada en sus
pulidas manos, que, una sobre otra, estaban
aquietadas en sus rodillas.
¿Es bella Margarita?... No sé qué deciros.
21
E v'WTb'a vrWp o A inri z
Yo, sentado frente a ella, la contemplaba de
hito en hito y me hacía la misma pregunta...
¿Es bella esta mujer?... Mientras permanece en
silencio parece una mujer algo extraña y un
poco dura de facciones; pero cuando se siente
mirada, y sobre todo cuando habla de arte, de
luchas pasadas, de triunfos, de ilusiones pre-
téritas, entonces se transfigura de tal forma,
que sé muestra como una belleza extraordi-
naria .
Charla mucho, y la charla en sus labios
—que no han podido todavía eliminar el acen-
to catalán— tiene algo de misterio, de risa y de
dolor al mismo tiempo; ese algo es lo que sub-
yuga y va poco a poco adueñándose de la ad-
miración del que la escucha.
Muy morena, tan morena, que su piel tiene
trechos— las ojeras, la barbilla, el cuello— por
donde broncea. Sus ojos, muy grandes y muy
negros, brillan a veces con un fulgor siniestro,
como los de una tigresa... Nunca están quie-
tos. Van delante de su palabra para daros la
perfecta sensación de la alegría, del dolor, de
la tristeza, del placer.
La nariz, casi perfecta, de levísimas aletas,
respinga un poco por la punta. Su boca, gran-
de, inmensamente grande, siempre ríe, dejan-
do asomar entre sus sangrientos y finos labios
2i
LO QUE SE POR Mi
los dientes, también grandes, pero blanquísi-
mos. Como la endrina es su cabellera, que se
desborda sobre su nuca, ondulada, brillante,
copiosa.
Aquella tarde su g"entil figura, más bien alta,
estaba ataviada con una sencillez elegante. Un
vestido de seda, color naranja, ceñíale perfec-
tamente las firmes redondeces de su cuerpo.
Permanecía sentada en una panzuda butaqui-
ta, con una pierna cruzada sobre la otra, y
bajo la fimbria de la falda de inflados pan-
nicrs asomaba el hechizo de sus diminutos
piececitos, calzados con zapato de raso negro,
que contrastaba lindamente con la media de
seda blanca.
En la habitación paredeña, que era una al-
coba, un caballero daba paseos de un lado a
otro.
Campúa contemplaba a la Xirgu con deleite.
Yo proseguí:
—Y dígame usted, Margarita, ¿cuánto tiem-
po hace que apareció usted en el teatro?...
—Ocho años...
—¿Siempre de primera actriz?...
Margarita rió mi inocencia.
— iOh, no!... Verá usted: Yo, desde pequeña,
desde que tenía cmco años, sentía una indo-
mable vocación por el teatro... Recuerdo que
23
fi L CABALLERO AUDAZ
en mi casa, en Barcelona, me pasaba la vida
declamando, y como a otras niñas, cuando van
visitas a sus casas, se les dice: «Anda, fulani-
ta, baila, canta, toca el piano», a mí, ya se sa-
bía, mi gracia infantil era recitar versos o tro-
zos de obras delante de todas las amistades de
mis padres. A los quince años tomé parte en
varias funciones de aficionados. Alguien adi-
vinó en mí condiciones de actriz y me aconse-
jó que me dedicara de lleno al teatro. Seguí
aquellos consejos y accedí a contratarme como
damita joven en el teatro Romea, con ocho pe-
setas diarias. Allí hice Mar y cielo, de Quime-
ra; Noche de amoí , Los pebres menestrales y
Teresa Raquhi; pero llegó un momento en que
llegué a desempeñar papeles de primera ac-
triz, y el empresario, aunque encantado de mi
concurso, no me aumentaba el sueldo; seguía,
pues, con las ocho pesetas.
—Y usted, ¿por qué no protestó?
— iBah! A mí me daba mucha vergüenza.
Pero verá usted: a la temporada siguiente me
hicieron proposiciones Novedades y l^rincipal.
Novedades me daba veinticinco pesetas y
Principal quince. Yo, que más que el dinero
deseaba crear, tener un éxito mío, contesté
que donde se estrenara Juventud de príncipe
allí iba yo. En el Principal se quedaron con
'J4
LO Q U I' SE P O fí M
esta obra y, en efecto, yo la estrené. Fué un
éxito ruidoso. Después estrené Salomé^ otro
éxito delirante; pero las autoridades encontra-
ron en Salomé algfo pecaminoso, y nos cerra-
ron el teatro. A la temporada siguiente, que
ganaba cuarenta pesetas diarias, fué cuando
me contrató Da Rosa para una toiiniée por
España y América.
—¿Qué contrato llevaba usted?...
—Me ofreció veinte duros diarios en España
3" cincuenta en oro en América, y un beneficio
al veinticinco por ciento en cada sitio donde
diéramos más de cuatro funciones.
—¿Estaba ya contratado Thuillier?...
— No, señor. A Thuillier lo contrató por mi
indicación. Da Rosa no lo veía con buenos
ojos. Pero yo necesitaba un director de escena
para compartir la responsabilidad y hacer
frente a la compañía... Fig"úrese usted: 5-0 era
muy joven y no me consideraba con fuerzas
suficientes para llevar sobre mí todo el peso
de la toHvuée; entonces pensé en un director.
Mi ideal hubiera sido Díaz de Mendoza; pero
como se trataba de un imposible, di el nombre
de Thuillier,..
—¿Y cómo es que no han continuado en com-
pañía?...
Margarita hizo un gracioso mohín, levan-
EL CABALLERO AUDAZ
tando sus cejas arqueadas y finas y surcando
la tersa frente con tres arrugas.
—De eso, mejor es no hablar... Thuillier se
equivocó.
Hizo unos instantes de silencio; después,
sonriendo cruelmente, prosiguió:
— Todos los que me ven siempre tan risueña,
tan chiquilla y tan alegre, creen que yo soy
fácil de manejar, y se equivocan. Yo soy una
mujer, o muy fácil para todo lo de la vida, o
imposible; muy fácil, porque con razones lo-
gra cualquier persona convencerme de que
debo hacer una cosa; ahora bien: si no me
convence con razones, por imposición y por
fuerza soy indominable.
—Y cuando Da Rosa la contrató, ¿sabía us-
ted el castellano?...
— Ni una palabra. Yo siempre hablé el cata-
lán y mi teatro fué catalán. El castellano lo
aprendí en poco tiempo, en menos de un año;
pero ¡figúrese usted con qué miedo trabajaría
las primeras veces!... ¡Horroroso!...
—¿Cuántas funciones va usted a dar en la
Princesa?...
—Hasta el 24 de este mes.
—¿Cuál es la obra preferida por usted?
—¡Salomé!, hasta ahora.
—Y de la Princesa, ¿adonde va usted?
2(5
LO QUE SE POR M I
—Haré una corta tournée por provincias, y
después, al Gran Casino de San Sebastián,
donde estaré del 10 de agosto al 18 de sep-
tiembre.
—¿Qué obras lleva usted?
— Llevo seis del repertorio de Benavente.
Entre ellas, La princesa Bebé, La malquerida,
Los buhos. La señorita se aburre, Los ojos de
los íuuertos. De Valle- Inclán estrenaré El yer-
mo de las almas y otras... ¡Y ya veremos!...
—¿Las obras de qué autor se adaptan más a
su temperamento artístico?
Dudó unos momentos.
—No sé cuál decirle a usted. Nuestros auto-
res predilectos son aquellos que nos hacen
obras a propósito para nuestro temperamento,
¿no es eso?... Pero en mí no ocurre esto, por-
que hasta ahora yo soy la que ha ido a los
autores, no los autores a mí. Echegaray, Be-
navente, los Quintero y otros hicieron teatro
pensando en la Guerrero o en la Pino, y esto
es muy principal; veremos el día que yo estre-
ne obras al corte y a medida de mi tempera-
mento.
—¿Está usted satisfecha de su debut en Ma-
drid?
Sonrió con inefable alegría:
—¡Oh! ¡Muy satisfecha! ¡Satisfechísima! Yo
27
I
EL CABALLEÍ^O AUDAZ
temía al público de Madrid como al de ninguna
parte. Era el tribunal que con su fallo iba a
decidir mi causa artística... ¿De qué me hu-
biera servido mi espléndida toiirnée por Amé-
rica y provincias si no gusto aquí?... De nada;
pero se alzó el telón, y cuando \^o en las pri-
meras escenas levanté los ojos y observé con
qué respeto, con qué atención se adelantaban
las cabezas para escucharme, como si se hu-
biese tratado de una artista ya consagrada,
respiré satisfecha.
Y Margarita daba un profundo suspiro de
triunfo.
—Y la temporada próxima, ¿trabajará usted
en Madrid?
—Veremos, Depende de que tenga teatro;
hasta ahora no lo tengo.
Se detuvo; después, entornando los ojos con
deleite, continuó:
—¡Mi ilusión es hacer aquí toda la tempo-
rada!
—¿Es usted casada, Margarita?...— inquirí.
—Sí, señor; mi marido está aquí.
Y me indicó la alcoba donde paseaba el ca-
ballero.
—¿Podríamos hacerle una fotografía con su
esposo?— propuso Campúa, cejijunto, mirando
de soslayo a la alcoba.
28
LO Q ü ñ S R P O fí Mí
—Con mucho gusto -accedió ella; y, diri-
giéndose al marido, continuó—: Pepito, Pepito,
r-quieres que nos retratemos juntos?...
—¡No! Déjame a mí de retratos— contestó,
desde la alcoba, una voz desabrida, tintada de
acento catalán.
—Anda, Pepito; si ahora es moda. ¿No has
visto a A'zoyín con su esposa?... Sí, Pepito,
para que mamá nos vea juntos... Anda, Pe-
pito...
Su voz era suplicante y mimosa, como la de
una chicuela.
—Te he dicho que me dejes de tonterías
—rechazó de nuevo y más agriamente el ma-
rido.
No desistió la esposa. Alzóse y fué a la alco-
ba. A los pocos instantes volvió acompañada
de él... Es un joven alto, seco, barbilampiño,
de rostro encogido por una perpetua expresión
de sorpresa,. Seguramente creyó que desde su
altura social no debía descender para peque-
neces, y... no nos saludó ni con un movimien-
to de cabeza. Campúa y yo nos miramos asom-
brados...
— ¿Dónde nos ponemos?— preguntó ella.
— Donde ustedes quieran — contestó Cam-
púa—. En ese sofá mismo.
— Pues v^n, Pepito; sentémonos aquí.
39
EL CABALLEJO AUDAZ
El marido se dejó llevar. Cuando estuvieron
sentados, Marg:arita, entre risa sana, risa de
juventud, risa de triunfo, agregó burlona -
mente:
—Supongamos que estamos representando
la escena de «el sofá», de Boh Jnati Tenorio^
y tú, todo rendido, me estás diciendo: «¿No es
verdad, paloma mía...?»
Su voz tierna, dulce como las notas me-
lódicas de un arpa, no arrancó ni una leve
sonrisa al marido, que, con malestar de es-
píritu, completamente divorciado de aquel
ambiente, se concretaba a darle chupadas
con cierto énfasis a un cigarro de veinte cén-
timos.
— Al verme retratado van a decir que todos
los maridos son más viejos que yo.
—No te quejes por ser joven, hombre— le
consoló la esposa — . ¡Ya llegarás a viejo!...
Es algo mayor que yo, y no lo parece— agre-
gó, dirigiéndose a nosotros.
—Pues ¿qué edad tiene usted, Margarita?...
—le pregunté.
—Veinticinco años.
En sus labios frescos, las palabras «veinti-
cinco años> fueron un soplo de juventud.
Campúa hizo sus fotografías, y yo di por
terminadas mis sencillas preguntas.
30
LO QUE SE POR M ¡
Después ofrendamos a la genial artista un
apretón de manos, y salimos.
Ya en la escalera, me dijo Campúa al oído:
—Chico, ¿has visto?... ¡Qué mujer!...
—¡Qué mujer!— repetí yo.
—¡Qué lástima!...
—¡Qué lástima!...
31
i VALLE-INCLÁN
Tenía yo entonces una docena de años— de
esto hace diez y seis— y acababa de llegar a
Madrid. Nos conocimos, o mejor dicho, le co-
nocí, en una casa de huéspedes de la calle Ma-
yor, 18. Él era igual que ahora: un hombre ex-
traño, un caballero de pesadilla, que parecía
escapado de un lienzo del <Greco»... Tenía
algo de fantasma, mucho de místico y al^^o de
loco. Su barba era una abundosa madeja negra
que le caía sobre el pecho, yendo a fundirse en
los tonos oscuros de sus trajes. Usaba enton-
ces una gran melena alisada hacia atrás. Eran
sus ojos pardos y agresivos, y sus cejas, dos in-
tensos bordes negros. Estaba muy enflaqueci-
áo, y bajo la piel lívida de sus sienes se podían
contar las azulosas venas. Aquel rostro tema
algo del Nazareno; tal vez el matiz pálido y té-
trico, tal vez la expresión serena y soñadora
de místico enamorado de un ideal. Recuerdo
3-H »
EL CABALLERO AUDAZ
que a mí me infundía algo de pavor y sugestión
al mismo tiempo. Si me tropezaba con él en los
pasillos oscuros, dábame miedo, y, sin embargo,
me gustaba observarle cuando estaba aposen-
tado en el comedor, y placíame oírle discutir
exaltado con los demás huéspedes, }'■ me agra-
daban en extremo las frases cariñosas que de
vez en cuando, con gesto arisco y voz atipla-
da, me dirigía: «Hola, buen mozo», me saluda-
ba; y al mismo tiempo, con su mano de cera,
descarnada y fría, acariciábame la frente o me
daba unos leves golpecitos en la nuca. Y aquel
raro huésped, que contaba cosas tan entreteni-
das y estupendas, que por entonces era dueño
de sus dos brazos y que no había escrito nada en
periódicos ni libros, tenía una autoridad enor-
me e indiscutible sobre los demás. Era consi-
derado como un superhombre. Y a pesar de
que iba algo extravagante con un macferlán y
un sombrero de copa repelado, todos le llama-
ban «Don Ramón>, y don Ramón possía como
nadie ese privilegio misterioso de captación de
ánimo; era un imperativo hipnotizador. Si du-
rante las discusiones le decía a alguno: «¡Es
usted un bruto!», el agredido le disculpaba pa-
cientemente, diciendo: «Nada, cosas de don
Ramón.»
Mas un día «Don Ramón» desapareció, y ya,
LO QUE se P o f? Mi
cuando al cabo del tiempo le volví a ver, tenía
la barba más corta, se había quedado manco y
escribía en El Iniparcial.
La g^loria le hizo a don Ramón olvidarse de
este pequeño amigo.
Perdona, lector.
4: * 4>
Hoy «Don Ramón» nos recibe en su hogar:
un pisito coquetón, donde todo es arte, lujo y
luz. En su compañía están Ricardo Baroja y
Anselmo Miguel Nieto.
«Don Ramón» ha variado muy poco. Tiene
las mismas barbas, tal vez un poco más creci-
das }'■ con el triste aderezo de algunos hilos pla-
teados, y la misma mirada burlona, agresiva e
indómita. No conserva la larga melena, sino
que ahora lleva su cabeza, alta de occipital,
pelada al rape. Unas gruesas gafas de concha
se agarran como tenazas a sus sienes ambari-
nas. Más pálido que antes, tal vez, y también
más reposado de espíritu.
Ante su presencia de monje soñador y legen-
dario o de caballero de horca y cuchillo, hemos
sentido revivir en nosotros los ya olvidados
miedos de la infancia.
3.5
B L CABALLEJO AUDAZ
—¿Se acuerda usted, Valle-Inclán?— le hemos
preguntado nosotros.
—Mucho; de aquellos tiempos, mucho.
—¿Qué edad tendría usted entonces?...
—No sé. Ajuste usted. Nací el año 70, y de
eso hace ya quince o diez y seis años.
— En efecto: eso hace. lY qué de cosas han
ocurrido desde entonces 1...
Y tras estas palabras hemos hecho un silen-
cio para rememorar, para que nuestra imagi-
nación se torture y se deleite recordando el pa-
sado.
Nosotros estamos hundidos en una muelle bu-
tacona. El poeta permanece de pie, apoyado
de espaldas en el radiador de la calefacción.
Los reflejos de sus lentes no nos dejan verle los
ojos. La manga izquierda de su americana cae
sin brazo.
—¿Cómo fué perder el brazo?— le pregun-
tamos.
—A consecuencia de un flemón difuso pro-
ducido por la herida de un gemelo del puño.
—No me explico... Cuéntemelo usted.
— Notieneimportancia. Manolo Bueno, a quien
quiero mucho, y yo tuvimos una discusión. Él,
en el acaloramiento de la controversia, me su-
jetó la mano, y al apretar, me clavó el gemelo
aquí, en el mismo canto de la muñeca. Nada,
36
LO QUE SE POR MI
un rasguño sin importancia; pero pasaron ocho
días y la mano se fué hinchando, y yo sentía
unos dolores desesperados; consulté a los mé-
dicos y me dijeron que aquello era un flemón
difuso; en seguida me lo dilataron, y no fué su-
ficiente. Aquella noche de la operación leí yo
en el Heraldo que el torero Ángel Pastor había
muerto de un flemón igual al que yo tenía...
Esto me dejó algo perplejo, y al llegar el mé-
dico le dije mi propósito de que me amputara
el brazo; él no se decidía, pero yo insistí.
«Nada, doctor— le dije—; estoy decidido a que
hoy mismo me corte usted el brazo; así des-
aparecerán dolores y peligros.» Y aquel mis-
mo día me amputaron el brazo por encima del
codo; mas la infección ya se había corrido y
tuvieron que volver a cortar al día siguiente
por el mismo hombro.
— ¿Le darían a usted cloroformo las dos
veces?
— ¡Ah! No, señor; ninguna. Me opuse a ello.
—¿Y cómo pudo resistir usted la operación?
—Sin moverme y sin proferir un grito ni el
más leve quejido... Recuerdo que para ver yo
bien las amputaciones hubo necesidad de pe-
larme el lado izqtiierdo de la barba, y así... ¡con
la cabeza vuelta, presencié todo!
— |Es horrible eso!... iUsted es un hombre
37
t L C A B A L L B fí O AUDAZ
estoico!— exclamamos, al mismo tiempo que
un escalofrío de horror nos corría por los
huesos.
—Soy un poco sereno, sí -responde el maes-
tro con voz desazonada y sin darle impor-
tancia.
—¿Para usted constituirá una gran desgracia
haber quedado manco?
— ¡Quiá, no, señor! —rechaza, rápido, Valle-
Inclán— . No necesito para nada el brazo per-
dido. Vamos, no lo echo de menos en absoluto.
Me valgo con el derecho para todo.
—¿Sin ayuda de nadie?
—Sin auxilio de nadie escribo, me desnudo,
me visto, me lavo, como; en ñn, todo, todo lo
que usted puede hacer con las dos manos, lo
hago yo con la derecha. Es más: me corto las
uñas, parto la carne, mondo la fruta, me hago
los lazos de las corbatas del frac y construyo
mueblecitos de papel... Solamente he echado
de menos el brazo perdido, cuando murió mi
pobre hija...
La voz de Valle Inclán se entristece. Nos-
otros esperamos, identificados con su dolor, a
que continúe.
—Se moría y yo no pude abrazarla, como
hubiese deseado.
—Entonces, ¿no tiene usted hijos?...
3S
LO QUE SE POR Mi
—Sí; me queda la mayorcita, de siete años;
pero mi pequeña, que, tanto Josefina como yo,
la adorábamos, quedó muerta allá, en Galicia.
¡Un horror!
Hubo una pausa; después le preguntamos:
—¿Usted es gallego?...
—Sí, señor; nacido en Puebla del Deán. To-
dos los años pasamos en aquellas tierras siete
u ocho meses. Terminaremos por irnos a vivir
allí definitivamente. ¡Aquella quietud, aquella
sinceridad!... ¡Muy hermosos aquellos lugares!
—¿Allí estudió usted?...
—No, señor. Estudié en Santiago hasta ter-
minar la carrera de Leyes.
—¿Y empezó usted a escribir?...
Meditó un instante; después exclama:
— Mi mujer se acordará en qué fecha publi-
qué mi primer libro.
Y dirigiéndose a la puerta, inquiere:
-Josefina... Josefina... ¿Recuerdas en qué
año di mi primer libro?
Una voz dulce responde:
—Sí, Ramón; en 1902.
Y a poco entra en el estudio la compañera
del poeta.
Recordad, y a todos os será familiar y sir»-
pática esta dama menuda y dulce, siempre son-
riente y siempre aniñada, que se llama Josefina
39
EL CABALLERO AUDAZ
Blanco. Lejos del teatro, sigue siendo una ar-
tista llena de tremuleces y sonrisas. Le hemos
ofrecido nuestros respetos, y después continua-
mos dialogando con el poeta:
—¿Tendrá usted gran afición a la literatura?
—No, seflor; ni antes ni ahora. Mi deseo es
no escribir. Llenar cuartillas me molesta, y
sólo recurro a ella cuando tengo necssidad. Me
cuesta mucho trabajo, mucho.
«-No lo comprendo. Entonces, ¿cómo nació
en usted la idea de hacerse literato?...
—No sé. Cuando usted me conoció, hace diez
y seis aflos, todavía no se me había ocurrido
coger la pluma ni para escribir una carta.
—¿Le parecía a usted difícil?
— Quiá, no, señor; todo lo contrario: me pa-
recía y me parece demasiado fácil. Creo since-
ramente que es una de las muchas cosas que
no tienen mérito alguno. A mí me llamaba la
atención extraordinariamente y me llenaba de
asombro lo mal, lo pésimamente que se escri-
bía entonces. Claro que yo tenía un sentido li-
terario, y a mi juicio, todas aquellas reputacio-
nes de escritores eran injustas. Había muchos
señores que no escribían más que necedades, y
se les llamaba matstros y sabios. lEl delirio! . . .
Y entonces, seguro yo de escribir mejor que se
hacía entonces, me lancé a demostrarlo... Du-
40
LO Q U ñ S B P O íí Mí
rante unos meses que estuve en la cama escribí
unas Memorias... Nada; por pasar el rato. Yo
era amigo de Machado y de Villaespesa, y me
acuerdo que cuando fueron a verme se las leí.
«Esto se parece a La Virgen de la Koca, de
d'Annunzio. Es muy hermoso»— me dijo Villa-
espesa.
—Y aquellas Memoiias, ¿qué libro fué des-
pués?...
—Sonata dg otoño. . . Siguieron animándome
los amigos y escribí las otras tres Sonatas.
— ¿Y cuántos libros tiene usted ya publi-
cados?
—Veinticinco.
—Y de todos, ¿cuál le gusta a usted más?
—Me gustan más las Sonatas; pero Romance
dg lobos lo creo mejor hecho.
—¿Y le producen a usted mucho?...
— Muy poco; para vivir. Al principio apenas
se vendían; ahora, algo más, y como yo los
edito y administro, sin dejarlos pasar por
la serie de cribas tradicionales, me vienen
a dejar treinta o treinta y cinco mil pesetas
al año.
—¿Produce usted con facilidad?
— Me cuesta gran trabajo empezar; mas des-
pués numero las cuartillas antes de escribir,
en la seguridad de que no desperdicio ningu-
41
EL CABALLERO AUDAZ
na... Yo trabajo siempre en la cama... Y antes
de casarme me acostaba también para comer,
y se daba el caso de ponerme malo si comía
fuera del lecho. Yo digo que debo tener alma
de senador romano.
—¿Lee usted mucho?
—No. Ahora me hace daño hasta leer.
—¿Cuáles son sus más grandes aficiones?
La pintura, el baile y los toros... La Imperio,
la Tórtola y la Ars^entinita me producen una
gran emoción estética..., un gran placer artís-
tico. ¡Porque en el buen baile se juntan todas
las más bellas cosas!: La música, el color, la
belleza, el movimiento, el arte, la línea. Yo no
voy a ningún teatro sino a ver bailar. Respec-
to a los toros, me entusiasman; sólo que a mí
me parece que el público no entiende una jota
de toros, los críticos menos que el público
y los toreros menos que el público y los críti-
cos; yo creo que el único que entiende de toros
es el toro, porque a lo menos embiste hoy lo
mismo que hace cuatro mil años. Toda esa
campaña que los escritores cursis han hecho
contra las corridas de toros, me parece ridicu-
la. A mi juicio, los toros es la única educación
que tenemos aquí. Una fiesta de toros es lo más
hermoso que se pudo imaginar. La emoción, el
arte, la valentía, la luz.. . Yo, en Belmonte, por
42
LO QUE SE POR M t
ejemplo, admiro el tránsito. Aquel hombre,
que lejos del toro es feo, pequeño, ridículo,
encogido, sin belleza, al reunirse con el toro
se transfigura y nos parece maravilloso, y nos
arrastra y nos emociona. Ese es el arte en las
corridas de toros. ¿Hay nada más hermoso que
ese tránsito, esa transfiguración, esa armonía
de contrarios? El pueblo griego, que ha sido
el más artista, veía morir al héroe en la trage-
dia y le amaba más, porque convertía la emo-
ción en materia artística; antes nosotros éra-
mos así: moría un torero en la plaza y conti-
nuaba la lidia, porque éramos un país fuerte
y, ante todo, artista. Bueno; pues ahora con-
vertimos todo en materia sentimental, y llora-
mos como mujeres; y un pueblo bien templado,
que sabía hacer del dolor avalónos de arte,
que se iba a los cementerios de romería, que le
gustaban los crímenes, nos lo quieren conver-
tir en un pueblo de llorones ... Y esa es la labor
que está llevando a cabo esa prensa ridicula
que siempre está con lamentaciones cursis,
que se duele de que muera un teniente en la
guerra. ¡Hombre! Muere un teniente, como si
murieran cincuenta. ¿Hay cosa más lógica y
natural que un teniente muera en la guerra y
un torero en la plaza?. ..
Calla un momento Valle-Inclán. La luz se ha
43
£ L CABALLERO AUDAZ
ido, y él, en el centro de la habitación, parece
un fantasma.
— Y dígame, amigo Valle; ¿Qué opina usted
del teatro contemporáneo en relación con el
pasado?
Dudó un momento; después, trenzándose la
barba con los dedos, exclama:
— Es una pregunta que me deja un poco per-
plejo; sin embargo, procuraré contestar a ella.
Mire usted: Si Lope de Vega viriese hoj, lo
más probable es que no fuese autor dramático,
sino novelista, i Habría que oír al Fénix cuan-
do los empresarios le hablasen de las conre-
niencias de escribir manso y pacato para no
asustar a las niñas del abono!... El autor dra-
mático con capacidad y honradez literaria hoy
lucha con dificultades insuperables, y la mayor
de todas es el mal gusto del público. Fíjese us-
ted que digo el mal gusto y no la incultura. Un
público inculto tiene la posibilidad de educar-
se, y esa es la misión del artista. Pero un pú-
blico corrompido con el melodrama y la come-
dia ñoña es cosa perdida. Vea usted el público
de la Princesa.
—¿De modo que usted no cree en la labor
cultural y artística de Díaz de Mendoza?...
—Creo que no ha hecho lo que debía hacer,
lo que podía hacer y lo que acaso desea hacer.
44
LO QUE SE POR MI
—Y usted, ¿a qué lo atribuye?...
—A falta de energía. Díaz de Mendoza es un
hombre sin carácter. Amoldó siempre sus gus-
tos a los gustos del público. María hubiera he-
cho todo lo contrario. ¡Esa sí que es un gran
carácter! Pero, claro, lya es muy tardel... Yo
creo que un artista, ante todo, debe tener nor-
mas que imponer al público, e imponerlas, y si
no hay público, crearlo. Ese es un gran orgu-
llo. Cuando yo escribí mi primer libro, vendí
cinco ejemplares. Era todo el público que en-
tonces podía haber para mi literatura. |Y por
esto no se me ocurrió robar el público hecho
—como las escobas del cuento—; el público
que otros habían creado y que correspondía
a los modos de su arte, ajeno y extraño a mí...
El artista debe imponerse al público cuando
está seguro de su honradez artística, y si no lo
hace así es porque carece de personalidad y
de energía.
—Ahora una pregunta... que tal vez le mo-
leste a usted.
—Venga.
—Dicen que tiene usted mal carácter.
—Yo no tengo mal carácter; lo que no me
gusta es la vida en común. Soy enemigo de las
adulaciones y de ese ridículo intercambio de
cortesías hipócritas.
45
ti CÁBALLEf?0 A U D A Z
—¿Qué trabajos prepara usted?
— Ahora vo}' a publicar un libro místico que
se llama La lampa) a maravillosa, y luego ten-
go que hacer una tragedia para la Xirgu, que
se llamará Pan divino.
—Creo que en América le han ocurrido a us-
ted muchas aventuras.
—¡Oh, en Américal Muchísimas... Verá us-
ted. Una vez...
Y la florida fantasía del maestro corrió has-
ta desbordarse...
— ¡Oh, si yo dispusiera de espacio!...
Le observé atentamente.
Tiene el g-esto afable y risueño, algo infan-
til; los ojos, oscuros y vivísimos, y la cabeza,
pequeña y redonda. Su frente es muy amplia,
y aun parece más porque se prolong^a algo en
el frontal, que ya comienza a quedarse mondo
de cabellos. Es muy insinuante y muy simpá-
tico, no con esa simpatía amasada por el trato
social, sino con la otra simpatía, espontánea y
mundana, que sale del corazón y que se adue-
ña en seguida de las gentes.
Estábamos en su pisito de la calle de Meso-
nero Romanos , encerrados en un coquetón
despacho adornado con cortinas y biombos
egipcios.
Tallaví, recostado en una meridiana, con
cierta indolencia andaluza, me contaba su
vida... Yo, dando chupadas a la pipa inglesa
47
ñ L CABALLERO AUDAZ
que acababa de regalarme, le escuchaba sia
perder palabra.
Fuera repiqueteó el timbre. El actor, enton*
ees, llamó a su ayuda de cámara.
—Juan, que no entre aquí nadie. ¡Nadie, ab-
solutamente nadie!., .—ordenó. Y volvimos a
enhebrar la charla.
—¿Entonces, vive usted solo?... —inquirí,
—Solo... Hago una vida un poco desperdi-
gada..., un poco desordenada... En lo posible
me aparto de la abrumadora monotonía coti-
diana... iTodos los días, a las mismas horas,
hacer lo mismo!... ¡No! Yo me revuelvo un
poco contra eso.
—Usted, ¿es de Málaga?
—No, señor, soy africano; nacido en Melilla;
mi padre era militar y estaba allí destinado.
En Málaga, adonde fui siendo muy pequeño,
me crié e hice mis primeros y mis últimos es-
tudios. ¿Conoce usted Málaga?
—Sí, señor.
—¡Qué bonita es!... Cuando yo estoy de mal
humor pienso en mi infancia entre sus palme-
ras, sus naranjos y a la orilla de su mar, y
estos recuerdos son como un sedante delicioso
para mis nervios...
—¿Desde pequeño demostraría usted su in-
clinación por el teatro?
48
LO Q U B S B POP Mí
—No, señor. Yo no fui aficionado jamás, ni
pertenecí a ninguna Academia de declama-
ción... Y ahora me alegro mucho; no me gusta
ese procedimiento de hacer actores; desconfío
bastante de él.
—Pues ¿a qué edad hizo usted su entrada en
la vida teatral?...
Meditó un momento, encendió un cigarro, y. . .
—Verá usted. Yo tenía un íntimo amigo que
era violinista en una orquesta de zarzuela.
«¿Eres capaz— me dijo un día— de venirte a
Vélez- Málaga con nosotros y trabajar con
nuestra compañía?...» «¿De qué?...— le interro-
gué yo, muy asombrado—. ¿De traspunte? ¿De
tramoyista?... ¿De acomodador? O ¿de qué?...»
«No, hombre; de cómico.» Aquella respuesta
de mi amigo me dejó helado. .. Pero acepté. A
los pocos días debutaba yo con algunos pape-
litos. Algún tiempo después, y haciéndome
ilusiones sore mi porvenir teatral, me embar-
qué con rumbo a Barcelona; como capital de
resistencia llevaba conmigo seis reales 3' el
pasaje pagado... Allí tuve la suerte de que me
contratase en seguida Paco Fuentes.
—¿Cuál ha sido en arte su maestro?...
—Ninguno... Empecé a trabajar con todos
los actores que cultivaban el latiguillo, y, sin
embargo, ye me rebelaba contra esa manera
4-u 49
EL CABALLEJO AUDAZ
de sentir el teatro... En las compañías era el
actor que menos aplaudían; pero al final de la
temporada quedaban elogios para mi trabajo.
— ¿Cuándo vino usted a Madrid primera-
mente? - '^^ *^"='"
—Creo que hace doce afíos. Vine a lá Come-
dia, con Morano y con la Pino; allí me contra-
taron para hacer Las Flores. . . En 1904 formé
compafíía y me fui a Gijón a todo evento, con
"el decidido propósito de hacer el teatro por mí
sentido... Debuté con La Intrusa^ de Maeter-
linck, y todo el mundo me creía loco. Recuerdo
que un señor de allí me pregfuntó muy indig-
nado: « Pero , hombre , este melodrama tan
malo, ;de quién es?> Y yo le dije: «Del repre-
sentante de la compañía, que es muy bruto.»
Reímos. El genial actor prosiguió:
— iOhl, me han ocurrido cosas graciosísi-
mas. Una vez, en una capital de provincia,
salimos toda la compañía al escenario y silba-
mos al público, por salvaje.
—A ver, ¿cómo fué eso?...— pregunté.
'-Poníamos aquella noche La Intrusa... El
teatro estaba completamente lleno. Y en esta
obra se levanta el telón y está la escena sola
durante un espacio de tiempo que nunca es
menos de medio minuto. Bueno, pues, ¡claro!,
así se hizo en aquella capital de provincia. Y
50 ' "
LO Q U R 3 ñ P O ^ MI
el público, al ver que se levantaba el telón y
que nadie salía ni le decía nada, ¿qué creyó?
Que no estábamos vestidos..., y rompieron en
una silba enorme... Entonces yo llamé a toda
la compañía, y les contestamos con una pita
horrorosa... Callaron ellos y continuamos nos-
otros media hora más. ¡Figúrese usted!...
—¿A qué horas estudia usted?...
—De madrugada, con el libro delante, y por
la mañana, con la memoria.
—¿Hace usted estudios de actitudes y gestos
ante el espejo?
— ¡Oh, no!... El gesto no lo puede jamás ver
el actor,por muy bueno que sea el espejo...; tie-
ne que sentirlo, estar en situación; en una pala-
bra: ser el personaje que representa... Y jamás
he estudiado del natural, sino dentro de mí
mismo... Claro que hay casos patológicos cu-
yas manifestaciones características conviene
conocer. Ya ve usted, cuando comencé a estu-
diar Los espectros me pasaba la vida en el ma-
nicomio. Para algo es posible que me sirviera;
pero para poco. Yo creo que en arte todo está
en nosotros mismos; no tenemos más que bus"
car el yo.
—¿Cuáles son las obras que hace usted con
más agrado?...
—Ha lili et y Ótelo. Son las dos en las cuales
51
EL CABALLERO AUDAZ
encuentro más escollos y dificultades para el
actor... ¡Yo siento un miedo terrible cuando
estudio una obra!... Es una responsabilidad
enorme la nuestra. . .
—¿Tiene usted buena memoria?
—Fatal. Me cuesta mucho trabajo aprender
los papeles.
—¿Llora usted con facilidad en escena?
— Sí, señor. Me basta atender a mi interlo-
cutor. En mi vida particular también soy fácil
para llorar; una delicadeza, una ternura, en
fin, una insignificancia, me roza la sensibi-
lidad...
—¿Qué predilecciones tiene usted en la vida?
—¡Hombre, el teatro!... Yo quiero al teatro
entrañablemente; después, a mis hijos. Y al
mismo tiempo, lo que más me interesa son las
mujeres; la mujer es lo único que tiene verda-
dera importancia en la vida; luego, la literatu-
ra y la pintura y todo lo que usted quiera;
pero, ¡oh, la mujer!...
En el fervor de la charla, Tallaví se remon-
taba en su actitud y en su expresióa hasta los
linderos de su genial arte.
—¿Supongo que habrá usted hecho dinero
con el teatro?
—He hecho bastante y he gastado más. Es-
toy, metálicamente, como el primer día que
52
LO QUE SE POR Mi
comencé: sin una peseta; en eso no he variado;
y ¡no crea usted!, que sobre el ahorro he me-
ditado una vez que otra; no sé quién lleva ra-
zón: el que ahorra lo que gana y después se lo
deja a los obispos, o el que se siente obispo y
lo gasta. ¿Que a la vejez está uno sin un cénti.
mo? Y ¿para qué se quiere el dinero cuando ya
es uno vieio?...
—¿Cuál es el dramaturgo español que más
le gusta?...
—Don Benito. . . De casi todas sus obras re-
cordará usted el nombre del protagonista, del
hombre... No ocurre eso con el teatro de Bena-
vente, por ejemplo. Muy bello el teatro de don
Jacinto, pero, si acaso, quedará en la imagina-
ción del espectador el nombre de la heroína o
alguna frase ingeniosa. Para el teatro galdo-
siano se necesitan actores de nervio; para el
benaventino, sobra con galancetes discretos.
Guimerá, para mi gusto, también es un dra-
maturgo macho.
—Y actores, ¿cuál le gusta a usted más?
—Esa es una pregunta un poco intenciona-
da... Y siento no poderla contestar a su gusto;
pero es el caso, que yo he visto muy pocos ac-
tores. Con las actrices me pasa lo mismo. Me
han dicho que la Xirgu es muy interesante.
—En efecto— elogié sinceramente.
53
EL CABALLBfíO AUDAZ
— No la conozco, y tengo vivos deseos de
verla trabajar...
Detúvose un momento; después me pre-
guntó:
—¿Conoce usted a María Gámez?...
— No, señor.
— ¡Ah!, pues ya verá usted— elogió- ; es una
gran actriz de comedia.
—¿Qué obras piensa usted estrenar durante
la próxima temporada en el Infanta Isabel?
— La casa quemada, de Dicenta; Esclavitud ,
de Pinillos, y otras de Linares Rivas y Luce-
ño. ¡Ah!, también estrenaré una hermosísima
de Florencio Sánchez, el autor de Los muer-
tos.., Y, claro, además, mi repertorio: Namlet,
Los espectros, Ótelo, La Intrusa...
—¿Y de Benavente?...
— No tengo nada, ni pienso pedírselo.
—¡Qué de adversidades le han ocurrido a us-
ted hasta conseguir la temporada!...
—No me han sorprendido. Soy un hombre
algo infortunado; pero tengo voluntad; por
ella he aceptado trabajar en el Infanta Isabel...
Ya en mi deseo, o mejor dicho, en mi obstina-
ción de hacer esta temporada en Madrid, hu-
biese trabajado encima de una mesa.
—Pues será un éxito.. . Trae usted una com-
pañía numerosa y de consideración.
54
LO Q U t SE POR MI
—Sí; por lo meaos €n el escenario, tenemos
asegurado el lleno.
Cortamos nuestra conversación periodística
y hablamos como dos antiguos camaradas...
¿De mujeres?... ¿De amores?... ¡De la vidal
HOMENAJE
•' MUERE NUESTRO AMIGO DEL KlMAíVíÜ. ,B^
' ab ojít.
Nos conocimos liará unos meses, en su pisito
de la calle de Mesonero Romanos. Yo fui a ha-
cerle un trabajo periodístico para La Esfei.a.,.
Con el primer apretón de manos, Pepe Tallaví
se apoderó de mi amistad... Hay individuos
que los tratamos durante toda la vida y jamás
llegamos a saber dialogar con ellos. Un abismo
nos separa. Y a lo mejor, son buenos, afables,
y. hasta se esfuerzan en sernos simpáticos.
Sin embargo, nuestros espíritus no aceptan
la camaradería. Hay otros, en cambio, que al
chocar nuestras palabras con las suyas nace
una amistad entrañable... Parece que ya los
hemos tratado y querido en otra vida anterior
y que, al conocernos, reanudamos nuestras pa»»
sadas fraternidades... Esto nos ocurrió a P^ipe
y a mí... Aquella misma tarde, dejando ?. un
lado el asunto que nos obligó a conocernos, ha-.
55
B L CABALLERO AUPA
biabamos de arte, de literatura..., iqué sé yo!...
Cuando, a las diez de la noche, después de
haber cenado juntos, nos separamos, yo le lla-
maba a él Tallufo y él a mí José-Mari.
A mí, el gesto leal y caballeroso del gran
actor, un gesto de terciopelo, tras el cual se
atisbaba una voluntad de acero, me cautivó...
Además, la fortaleza física es simpatía: subyu-
ga, atrae... Tallaví rebosaba salud, estaba pic-
tórico de vida y de energías.
—Tengo que adelgazar un poco— me decía— .
Estoy algo fondón para hacer mi repertorio...;
¿verdad, «elegantito»?
«Elegantito». Esta era su palabra familiar,
la primera que tenía siempre en sus labios para
acariciar a sus buenos amigos... «Hola, elegan-
tito.» «¿Qué hay, elegantito?» «No te enfades,
elegantito...»
Yo presentí la muerte de Tallaví hace tiem-
po... No había motivo fundado para ello; pero,
no sé por qué, la presentí.
Fué el día de los Inocentes. . . Pepe Tallaví
gustaba de reunimos a la hora de comer en su
nueva casa de la calle de Espalter a unos cuan-
tos caraaradas... Aquel día éramos Manolo Me-
rino, Tomás Borras, Mariano Díaz de Mendo-
za, Luis Gabaldón y yo... La comida fué ex-
quisita; pero el pobre Pepe no disfrutó de ella,
51
5;.-y.^.
L O Q U a 6 £ POP MI
«porque estaba algo malucho del estómago...»
Eso decía él para quitarle importancia a su en-
fermedad... Yo, que le tenía a mi lado, le ob-
servaba detenidamente... Había ya adelgazado
bastante, y sus movimientos tenían un aban-
dono de postración, una dejadez trágica. .. Ha-
cía esfuerzos para sonreír, por alternar en
nuestras conversaciones . por disfrutar con
nuestras ocurrencias; pero... |su espíritu no
estaba ya allí! A las tres nos abandonó para
asistir a su obligación: al ensa)-©... Yo, al ver-
le ir, le dije a Manolo Merino: «Desgraciada
mente, Tallaví va a vivir poco... Me parece
que la Muerte anda ya a su alrededor...»
Hace pocos días, Tomasito Borras me envió
a decir que Pepe Tallufo estaba en Madrid y
que venía muy enfermo... Aquella misma no- '
che, bajo una luna abrileña, fui a su casa... '
Allí estaban María Gámez— su hermana espi-
ritual—, Merino, Avecilla, Borras y el repre-
sentante de Tallaví, Rafael Barón. Amigos
todos del alma. Familias espirituales creadas
en la lucha con la vida. . . En todos los rostros ,
estaba estereotipado el angustioso desaliento...
iPepe se moría!...
Al hacerle los médicos la operación se encon-
traron sorprendidos desagradablemente con
que el genial actor lo que tenía en sus entra-
57
EL CABALLERO AUDAZ
ñas era ua monstruoso cáncer que le devo-
raba...
Allí, en el despacho castellano de Pepe Ta» ,
llaví, hemos pasado horas y horas... Las iba
contando un reloj de bronce, que nos abruma-, ¡
ba con su monótono //'c-^ac... De madrugada; a^;
cada instante, gemía una puerta; después, unos
pasos callados y un nuevo amigo...: los Quin-
tero..., Sassone..., Pinillos..., el médico..., ¡el
sacerdote!... Por los pasillos, como una sombra
de claustro, vagaba una hermana de la Cari-
dad... Hasta que la muerte se llevó al genial
intérprete del príncipe Yorik... ¡Pobre Tallu-
fo!... En una suprema delicadeza de su gran
alma de artista, quiso darle el último «adiós» a
sus amigos entrañables... Y aquel instante fué
el más dramático de la vida del trágico... Nun-
ca lo olvidaré. En la semipenumbra de la alco-
ba quedaba en tinieblas el lecho del moribui^-/
do. Bajo la colcha de damasco rojo yacía, cas^
inerte, el cuerpo de nuestro amigo. Sobre el
hueco albo de las almohadas quedaba recorta-
do su perfil esquelético, que recordaba el de
Dante. Sus mejillas, veladas por un gris bron-
cíneo, ya color de tierra. Una mano seca y am-
barina se crispaba entre el embozo de las man-
tas. Ya en la habitación comenzaba a respirar-
se el aire pastoso de los ataúdes. Nos habló...
5b
LO QUE SE POR Mi
Hablaba sin despegar los párpados, como si
soñara en alta voz... Sin embargo, su lucidez
era absoluta; su voz estaba extenuada: voz de
entregado , de prisionero , de vencido , para
quien la muerte ya es un alivio y la está sin-
tiendo pisar muy cerca.
¡Pobre amigo!... ¡Gran artista!...
Poco tiempo nos hemos tratado, y, sin em-
bargo, al partir para la Eternidad, me parece
que te llevas para siempre algo de mi corazón
entre tus cerrados párpados. ¡Las ilusiones de
luchar por nada!... Ya ves lo que valían todos
tus nobles empeños en la vida: ¡unos cuantos
renglones, como estos míos, y unas cuantas
lágrimas, como estas mías!...
59
LOS PRINCIPES
DE KAPURTALA
Y tomamos asiento alrededor de una peque-
ña mesita de té, al lado de los príncipes de Ka-
purtala, los cuales estaban rodeados de su sé-
quito y atendidos por dos altos negros indios
tocados con grandes turbantes.
—¿Tomarán ustedes té con nosotros?— nos
invitó amablemente, con encantadora vocecita,
la angelical Princesa.
—Con mucho gusto— aceptamos, y al mismo
tiempo pensábamos que, a pesar de los años
pasados en el extranjero, Anita Delgado no
supo abandonar su gracioso y fino ceceo mala-
gueño.
Extraordinariamente bella esta princesita de
leyenda, que fué trasplantada desde un esce-
nario de España a un palacio de la India. Alta,
flexible, ondulada, con una natural distinción
de serena majestad. Su cabecita pequeña, de
cabellos negros abundantes, que es un encanto
«1
B L CABALLERO AUDAZ
de gallardía, parece haber nacido para osten-
ftar una diadema de perlas. Tiene el cutis como
hecho de nácar; la boca, roja, breve y óruel; y
sus ojos muy grandes, muy negros y un poqui-
tín melancólicos, miran con una dulzura infan-
til. Los dientes son como los ricos collares de
perlas que resbalaban sobre las deliciosas tur-
gencias de su pecho, muy descotado y muy
blanco, casi tanto como los ricos y frágiles en-
cajes que lo rodean. Por entre el milagro de sus
cabellos asoman las grandes esmeraldas que
penden de sus orejitas... Viste como la más
refinada 'parisina, y sus manos laríí^as. puntia-
gudas y muy pulidas, salpicadas de piedras
preciosas, parecen dos serpientes de armiño
hechas para acariciar.
Al mismo tiempo que comenzamos nuestra
conversación, la Princesita sacó de su bolsillo
de oro y brillantes una pequeñita pitillera,
también de oro, y nos obsequió con unos ciga-
rrillos. Encendió ella uno, y con gracia natural
y distinguida comenzó a darle pequeñas chu-
paditas, y después iba soltando poco a poco el
humo. Eran unos cigarrillos deliciosos; su aro-
ma de sándalo producía un inefable bienestar
en nuestro espíritu. El Príncipe seguía con cu-
riosidad indiferente todos nuestros movimien-
tos. Al observar que no fumaba, le pregunté:
62
LO Q U ñ S B P O Q MI
-íi! —¿Su Alteza no fuma?. . .
no . — lOh! Sí, mucho— me contestó en mal pro-
nunciado castellano—. Pero del tabaco de mi
princesa, no, porque tiene sándalo sagrado.
—Pues son exquisitos— comenté yo, sabo-
reando el mío.
—Los fabrican en el Cairo expresamente
para mí— dijo ella.
El Príncipe permanecía recostado en su
asiento con una indolencia muy oriental. Ves-
tía a la europea y llevaba detalles de marcada
elegancia. Estaba muy bien encuadrado allí,
en el hall del Ritz.
Es un hermoso tipo indio. Su cuerpo, altísi-
mo, es esbelto, vigoroso y recio. Con su tez
cobriza contrasta la blancura de sus frescos y
muy limpios dientes. Siempre sonríe con frial-
dad. Sus negros, grandes y brillarites ojos tie-
nen una mirada ardiente y dominadora. Repre-
senta unos treinta y cinco años, y parece un
príncipe de Las mil y mía noches.
—Hablemos como amigos; prescinda usted
por una vez de su calidad de periodista, y le
contaré cosas muy curiosas de la India. . .—me
dijo la Princesa. ; .<-'I '*^i^
—Pero, ¿por qué esa oposición a que sea" el
periodista el que converse con usted, Prin-
cesa?
63
tL CABALLBPO AUDAZ
— ¡No quiero! Pero no me llame usted prin-
cesa. Llámeme Anita. Así como así, aquí, en
España, es en el único sitio donde puedo oír mi
nombre de pila... ¡Y me gusta tanto!... Tanto
como mi Málaga de mi alma.
—Pues, ¿cómo es eso?— inquirí— . ¿Allá, en
la India, no sigue usted llamándose Ana?...
—No. Al casarme varié de nombre... Me
llamo Amor de principe, porque por ese nom-
bre abrí el libro de mi destino el día de mis
bodas con el Raja. Allí dicen que es un nom-
bre de suerte. No sé yo; hasta ahora soy muy
feliz, muy feliz.
Al observar que tomaba notas, agregó rápi-
da, con un delicioso mohín de enfado:
—¿Pero no desiste usted de la interviú?
—Resultará muy interesante. Y, ¿por qué ese
miedo, Anita?
—Si no es miedo; es sencillamente que yo
estoy muy dolida de los periodistas espa-
ñoles.
—¿Por qué?
—Me han hecho mucho daño. No han cesado
de ponerme en ridículo. ..Ya mí me parece
que yo, por ser mujer, por ser española y por
ir a ocupar un trono extranjero, merecía un
poco más de respeto de mis compatriotas.
— ¡Pero, Anita, yo no «ef!...
64
LO Q U B se P o » Mi
— lOh, sí, señor! Ha habido caballeros que
han escrito sobre mi pasado cuantas fantasías
se les ocurrieron. Hasta hubo un majadero de
autor que, según creo, me puso en solfa en el
teatro de Apolo. ¿Por qué?... Yo amo a España
sobre todas las cosas. ¿Por qué los españoles
no me han de corresponder noblemente?
La dulce voz de la Princesa denotaba una
profunda emoción. En sus ojos preciosos ha-
bíase aumentado la melancolía. Brillaban mu-
cho y parecían quererse romper en rocío de
lágrimas.
—No crea usted, Anita— disculpé yo—. Nos-
otros la queremos a usted como una princesita
nuestra. Si usted no tiene inconveniente, yo
colocaré la verdad en su sitio y todas esas his-
torias quedarán desvanecidas. ¿Dónde conoció
usted al Príncipe?
—Aquí... El vino invitado para las bodas
reales, el año 1906.
—¿No trabajaba usted en el Kursaal?
—Sí, señor; era una artista honrada, como
hay muchas. Verá usted. Yo nací en Málaga,
de donde es toda mi familia. ¿Conoce usted
Málaga?
—Mucho.
—iQué bonita!... -►dijo con deleite. Después
continuó—: Allí tenía mi padre un café; me
5 II 65
B L CABALLERO AUDAZ
acuerdo que se llamaba el «Café de la Casta-
ña», y estaba en la plaza del Siglo. ¡El nombre
tiene gracia!... Bueno, pues, ¡hijo!, las cosas
vinieron mal y de mal en peor, y hubo necesi-
dad de traspasar el negocio, y con el dinero
que nos dieron por él nos vinimos a Madrid a
ver si mi padre encontraba colocación. Mi her-
mana y yo, que nos habíamos educado en el
colegio de la Concepción, éramos dos niñas
muy correctas; pero aquí, en Madrid, nos hici-
mos amigas de una vecina que era maestra de
baile flamenco, y nos convenció para que
aprendiéramos a bailar. Figúrese usted, yo
apenas tenía quince años y todo eso me pare-
ció de perlas. Aprendimos a bailar mediana-
mente unas sevillanas, un bolero, una jota y
un ole. Mientras tanto, los catorce mii reales
que había traído mi padre de la venta del café
se habían gastado sin encontrar donde meter
la cabeza.
Hizo una pausa Anita. Acarició su collar de
perlas .
— ¡Vinieron días muy difíciles!— prosiguió— .
Y entre estas negruras, la profesora de baile
encendió en nosotras la vida del teatro. «Era-
mos guapitas. Podíamos seguir siendo honra-
das y ayudar a nuestros padres, etc.»; la eter-
na historia. Nos decidimos y nos contrataron
66
LO QUE 3 B POR Mi
en el Kursaal como pareja de bailes andaluces,
ganando treinta reales diarios y bajo el nom-
bre de Las Camelias. Nuestros padres nos
acompañaban y estaban allí con nosotras todo
el tiempo.
—¿Tenía usted novio?
—No, señor; si 5''o era una niña: tenía quince
años, poco más o menos. Ya en la vida de tea-
tro, me apené mucho, porque me di cuenta de
que aquello no se había hecho para nuestros
caracteres: éramos sositas y sin mundo. Pero,
¿qué le íbamos a hacer?... Era nuestra tabla
de salvación, y, lo que es más importante toda-
vía, la de nuestros padres. Una noche, a los
pocos días de estar trabajando, vino a visitar-
me un señor. Era el intérprete del hotel de Pa-
rís. Me habló de un príncipe extranjero que
me había visto trabajar, el cual me ofrecía
cinco mil pesetas por ciertas amabilidades. Yo
me indig-né. Me tenía por una mujer honrada,
aunque pobre, y no podía comprender que na-
die formara otra idea de mí; le envié varios in-
sultos por medio del intérprete al príncipe
desconocido, y después de la función lloré
como una tonta... jMe consideraba tan des-
graciada!.. . Al día siguiente recibí un enorme
boiiquetáe camelias y una carta. Era del prín-
cipe. Me daba sus excusas muy rendidas y se
67
B L CABALLRRO AUDAZ
despedía, entre amables frases, de mí, porque
al siguiente día pensaba regresar a París.
Bien; yo, como comprenderá usted, no le di
importancia a nada de esto; uno de tantos ga-
lanteos de teatro. Pasaron varios días, y una
noche se presentó a verme el mismo intérprete
del hotel de París. Traía una carta del secreta-
rio del príncipe. En ella se me proponía irme
a pasar unos días con su alteza a París, por lo
cual recibiría a vuelta de correo, si lo acepta-
ba, cien mil pesetas. Durante algunos instan-
tes me hizo dudar aquella oferta. Figúrese us-
ted: en nuestra angustiosa situación, aquello
era la tranquilidad y el porvenir de nuestra
casa... Pero no pude dominar mi repugnancia
por lo que yo consideraba una venta, y m.e de-
cidí a rechazarla con este recadito: «Le dice
usted a ese príncipe, que o casamiento o nada,
y eso si me gusta, que si no, tampoco.» Co-
rrieron algunas bromas entre las compañeras
sobre el Raja, y pasaron unos días. Yo ya no
me acordaba de tal cosa, cuando una tarde
—en ocasión en que estaba en mi casa hacién-
dole un retrato a mi hermana nuestro íntimo
amigo el pintor Oroz— se presentó un extranje-
ro preguntando por mí .
—¿Dónde vivía usted?
—En la calle del Arco de Santa María, creo
68
LO QUE SE P O J^ MI
que 23, sexto piso, interior. Bueno: el desco-
nocido no cabía por la puerta del piso y no sa-
bía una palabra de español; pero Oroz, que
habla muy bien el francés, supo quién era y lo
que deseaba...
Calló un instante la Princesa y llevóse un
pomito de sales a la nariz. Yo pregunté, im-
paciente:
—Y, ¿quién era?
—El capitán de la escolta del Príncipe de
Kapurtala; me traía una carta de Su Alteza y
amplios poderes. En la carta— que, por cierto,
la llevo siempre conmigo— el Príncipe me ex-
presaba, con mucha gentileza, que no podía
vivir sin mí, que le habían cautivado mis con-
diciones y que me proponía un casamiento con-
migo. En caso de aceptar, debía considerar al
dador de la carta, Mr. Mayér, como un servi-
dor mío, el cual me llevaría a París, acompa-
ñada de todas las personas de mi familia, y allí
arreglaríamos nuestra boda.
—¿Usted se volvería loca de alegría?
—No lo crea usted. Tuve miedo. No me de-
cidí, me decidieron, y lloré mucho, no sé por
qué. Recuerdo que aquella noche, estando en
un palco del Kursaal, acompañada de Valle-
Inclán, Romero de Torres, Oroz, Baroja, La
Imperto y La Fornarina, todos me aconseja -
69
t L CABALLERO AUDAZ
ron que debía aceptar el ofrecimiento del Prín-
cipe; pero bien sabe Dios que yo fui a París
como quien va al matadero. ¡Creía una de ne-
cedades!...
—¿V fué usted con toda la familia?
— No, señor; mi papá se quedó aquí; pero
nos acompañó el arnsla señor Oroz, que, como
le decía a usted, era niuy aaiigo de casa. Y
aquí viene lo más fantástico. Durante el viaje
fui yo muy preocupada pensando lo que le iba
a decir a • Príncipe. Me toi airaba la idea de te-
ner que íingirle cariño a un liomore que ni si-
quiera conocía. Llegamos. En la esíación nos
esperaba un secreiaiio de Su Akeza, varios es-
clavos y unos automóviles. Nos llevaron a un
alojamiento suntuObO, lieno de comodidades y
magnificencia; pero el Piíncipe no aparecía
por ninguna parte. Al fin, un secretario me
entregó una carta de él. En eila me decía Su
Alteza que debía instalarme en aquella casa,
que él mismo habúi amueblado para mí, y que
allí no me faltaría n^da, ni dine'^o, ni alhajas,
ni respetos, y que él, dándose cuenta exacta de
mi situación, no se avisparía conmigo hasta
tanto que yo aprendiese perfectamente el fran-
cés, pues no quería expresarme sus sentimien-
tos por medio de otra persona,
—Qué raro— exclamó Campúa, mirando al
70
LO QUE S B P O Q MI
Príncipe, que, con sumo deleite, escuchaba nues-
tra conversación y reía.
— ¡Hay más!— prosiguió Anita— . Esa carta
iba acompañada de una nota con la distribu-
ción que yo había de hacer de los días. No se
me ha olvidado. Levantarme a las siete; baño,
toilette y desayuno; de ocho a diez, montar a
caballo y pasear por el bosque; de diez a once,
piano; de doce a una, francés e inglés; de tres a
cuatro, billar; de cuatro a cinco, siesta; de cin-
co a ocho, pasear en coche o en automóvil, y
de diez a doce, teatro. Para todas estas cosas
tenía profesores qne se pusieron a mi disposi-
ción y, además, dos damas de compañía, una
francesa y otra inglesa, que por cierto son las
que me acompañan en este viaje.
La Princesa se detuvo para acariciar con los
ojos a su marido. Siguió:
—Todos los días recibía una carta del Prín-
cipe; pero continuaba sin verle.
—Entonces, ¿no le conocía usted?...
—No, señor; pero le presentía tal como es.
En mi alcoba había un gran óleo de él vestido
con el traje indiano, y puede decirse que ese
lienzo y su rara y caballeresca conducta en-
cendieron en mi pecho el interés y el amor.
Tenía muchas ganas de verle, y me apliqué a
aprender el francés; a los seis meses sabía ha-
71
EL CABALLERO AUDAZ
blarlo perfectamente; se lo mandé a decir, y
una mañana, cuando paseaba sobre los lomos
de mi Yip por el Bosque de Bolonia, surgió un
apuesto jinete que se acercó a mi lado. Era el
Príncipe... Y nada más... Yo me enamoré, más
que nada, por su exquisita delicadeza; él fué a
la India a preparar nuestro matrimonio, y en
el mes de enero entré yo en Kapurtarla acogi-
da con el entusiasmo del pueblo, y a los pocos
días i;e celebraron nuestras bodas. Tenía yo
diez y seis años, y subida sobre un enorme ele-
fante, rodeada de nuestros leales, aromada con
mirra, cantada por miles de voces plañideras,
alentada por músicas y gritos de regocijo, pa-
recíame soñar... Era aquello superior a todo
lo que pueda usted imaginarse.
—¿Fué usted sola a la India?...
—Sólita.
—¿No le dio a usted miedo?. . .
—¿De quién? ¿De mi príncipe, que me adora-
ba con toda su alma y yo a él?... Lo que sí me
pareció es que mi ser había roto toda relación
con este planeta, y que había encarnado en
otro. ¡Era la vida tan distinta!...
Calló la Princesa. Yo interrogué al Prín-
cipe:
—¿Luego Su Alteza es soberano indio?...
—Desde los cinco años de edad, en que mi
72
LO Q U E S B POR Mi
padre murió, soy príncipe real de Kapurtala,
que es un bello Estado independiente de la pro-
vincia de Punjab.
—¿Por qué leyes se rige su Estado?
—Por leyes análog-as a las ing^lesas, pues es-
tamos bajo el protectorado de la Gran Bretaña.
Sobre las Indias circulan fantasías disparata-
das: somos poco civilizados, cortamos las ca-
bezas a g^ranel, damos venenos a todo pasto,
nos comemos a nuestras mujeres y qué sé yo
cuántas tonterías más. No hay tal cosa.
Y volviendo sus ojos ardientes hacia Anita,
y sonriendo infantil y meloso, le preguntó:
—¿Verdad, Amor de príncipe^ que no corta-
mos cabezas a nadie?
—j losú! —cXdimó la linda—. Ni cabezas ni
nada. Ya ven ustedes que yo me conservo tan
completa como me fui.
—Con el cutis más transparente— agregué yo.
—Sí, es posible; porque allí, en la India, me
doy tres baños de leche diarios. . . ; pero no me
pinto nada, nada, como ustedes ven.
—Príncipe: ¿ama usted mucho a la Princesa?
—le pregunté.
—Mucho, muy amada. Es una divina angé-
lica, que hace de la vida una filigrana de feli-
cidad. En Kapurtala es muy querida y muy
comprendida por mi pueblo.
73
EL CABALLERO AUDAZ
La niña princesa, tan halagada, rió como
una chicuela satisfecha.
—Según tengo entendido, son ustedes muy
aficionados a viajar.
—Es el gran placer de Su Alteza. Viajar con
un libro en la mano. Verlo todo y leer todo
Buscar la belleza donde esté. Él conoce todo
el mundo; no hay rincón en la tierra que no
haya visitado.
—Ahora vamos a California— medió el Prín-
cipe—, que es lo único que me falta por co-
nocer.
—Y dígame, Príncipe: ¿Su Alteza tiene va-
rias mujeres?
— ¡Oh, sí; mujeres, muchas; pero la Princesa
es la Princesa.
Anita no pudo reprimir un gesto de amar-
gura, y en una explosión de celos, deploró:
—Sí, ¡muchas mujeres! Son costumbres de
allí, ¿sabe usted?... Ellas le esperan mientras
que él está a mi lado... Le esperan desde hace
ocho añ(.)S, que no se separa para nada de mi
vera... Allí, en la India, ningún hombre puede
abandonar a la mujer que fué su amante, y
tiene la obligación de mantenerla según su je-
rarquía.
—Y esas mujeres, ¿viven con usted, Anita?
—¡No! ¡Qué disparate!...— rechazó rápida—.
74
LO QUE ó B P O 1^ Mr
Ellas están recluidas en sus palacios; y como
son indias, no pueden salir a la calle ni dejarse
ver por nadie... Yo no conozco a ninguna.
—¿Y usted tampoco puede dejarse v^er?
—Yo, sí; yo vivo a la europea, aunque visto
indistintamente el traje indiano o el europeo;
es decir, visto más el indiano, porque me favo-
rece mucho; y para las ceremonias de la Corte
estoy obligada a ello.
— ¿Pasan ustedes mucho tiempo en Kapur-
tala?
— El invierno, generalmente, porque allí re-
sulta muy agradable. En París tenemos nues-
tra segunda casa, con caballerizas, caballos de
carrera, a los cuales es muy aficionado mi ma-
rido, y demás.
—¿Qué vida hace usted en la India?...
—Mire usted: me levanto a las siete, monto
a caballo y, acompañada de mis damas, de
mis esclavos y de mis chacales, voy a dar un
paseo por el monte, y allí corremos liebres,
gamuzas y zorros.
—¿Ha dicho usted chacales?
—Sí, chacales amaestrados y fieles, que,
como perros leales, nos acompañan y defien-
den contra las fieras. Por la tarde jugamos al
tennis, al polo o al billar, o patinamos, según
el tiempo.
75
e L CABALLERO AUDAZ
—La comida de la India, ¿es muy distinta de
la de aquí?
—Muy distinta. Sin embargo, en nuestro
palacio se pone con frecuencia el puchero an-
daluz y la paella, porque le gusta mucho al
Príncipe. Siempre viajamos con nuestros coci-
neros. Treinta personas venimos ahora. Trae-
mos doscientos cuarenta baúles, habiendo te-
nido que pagar, por exceso de equipaje, desde
París, veinte mil francos. Ahora bien, que via-
jamos siempre con agua de la India, leche y
legumbres para condimentar comidas, pues Su
Alteza así lo quiere.
—¿Tienen ustedes algún hijo?
—Uno de ocho años. ¡Más bonito!... Verá us-
ted, ahora me lo traerán.
—¿Cuántos idiomas habla el Raja?
—Español, francés, inglés, persa, italiano e
indostánico.
—No se le olvide a usted decir— me advirtió
el Príncipe— que amo mucho a España, y una
prueba de ello es que entre todas las mujeres
del mundo elegí una española, porque no en-
contré otra más digna de compartir la sobera-
nía de mi Estado. También haga usted constar
mi ferviente amistad con Inglaterra, y que en
la guerra actual le he ofrecido toda clase de
recursos, y he enviado diez mil infantes de
76
LO QUE SE POR M [
Kapurtala para que se batan contra los alema-
nes en el África Oriental, al frente de los cua-
les pienso ponerme cuando regrese de Amé-
rica.
—¿Abandonan ustedes pronto Madrid?
—Esta noche, si Dios quiere— dijo la Prince-
sa—, saldremos para Sevilla. Allí pasaremos
la feria, y en Cádiz embarcaremos con rumbo
a América.
Aquel si Dios quiere me sugirió una última
pregunta:
— Princesa: ¿Sigue usted siendo católica
apostólica?
—Hasta los huesos. Mi marido, respecto a la
religión, me dejó en una absoluta libertad.
Y los hechiceros ojos de Anita se entornaron
dulcemente. ¡Oh, princesa oriental, qué linda
eres!...
77
Un buen día nuestro director me ha dicho:
—Es preciso que vaya usted a Barcelona...
Tiene usted que hacer allí unas cuantas visitas
interesantes: Guimerá, Apeles Mestres, Igle-
sias, Juan Manen, Granados, María Barrien-
tos. Casas, Güell y otros muchos de gran mé-
rito.
La orden me pareció de perlas, porque yo
guardo un gratísimo recuerdo de Barcelona, y
la acaté al momento.
—Mañana, si a usted le parece . . .
—Muy bien; mientras antes, mejor.
Al día siguiente tomábamos Campúa y yo el
expreso de la Ciudad Condal. Cuando amane-
cimos, nuestro horizonte, en vez del cielo y la
tierra que habíamos dejado, era mar y cielo,
ante el cual se regocijaban nuestros ojos.
79
EL CABALLERO AUDAZ
Describiros Barcelona sería inocente. Estoy
seguro de que todos mis lectores la conocéis y
que todos habéis sentido orgullo de que este
pedazo de tierra y mar, tan europeo, tan in-
dustrial, tan bello y tan trabajador, sea es-
pañol.
Es una colmena Barcelona. . . Una colmena
perfumada con el aroma castizamente hispano
de las flores de sus ramblas. Claro que no fal-
tan zánganos; pero éstos son los vividores de
la política que asoman por allí a turbar con su
abejorreo pernicioso el laborar constante de
las abejitas.
¡Qué hermosa es Barcelonal . . . Yo, las ñores
que he admirado en sus ramblas y en sus jar-
dines no las he visto en parte alguna. . . Y un
país donde se crían tantas y tan bellas flores
tiene que ser un país de artistas y de espíritus
delicados.
Hay unas rosas blancas, veladas por un diá-
fano tinte crema, de una belleza extraordina-
ria. Rosas dignas de ser pintadas por Rusiflol
y cantadas en las estrofas admirables de Ape-
les Mestres. Contemplándolas se siente la vo-
luptuosidad de la Naturaleza. . .
Barcelona, ¡qué bella eresl
80
LO O U ñ 3 B P Ó ^ Mí
—¿Dónde vivirá Guimerá?— nos preguntába-
mos Campúa y yo, mientras que, sentados en
la terraza de la Maison Dorée, apurábamos un
Qtwimel,
La gran plaza de Cataluña era un hervidero
de gente que caminaba de prisa... El movi-
miento de tranvías, automóviles y coches era
extraordinario. De vez en cuando pasaba una
muchachuela de catorce o quince años con el
pelo cortado . . .
—Esa ha tenido el tifus. . .—oíamos decir en
derredor.
Y esta nota triste a cada instante.
Pilin, la linda y grácil billetera, de zapatos
de terciopelo y medias de torzal, que engaña
con sus coqueteos prometedores y palabrerías
a los asiduos de la Maison, llegó hasta nuestra
mesa a ofrecernos un décimo . . .
—¿Quiere?. . . ¡Que puede que le toque!
Se nos ocurrió una idea.
—Oye, niña: ¿Tú conoces a don Ángel Gui-
merá?—le pregunté.
—¡Ya lo creo!...— repuso, haciendo un mohín
muy cómico de enojo—. ¿Cómo no le iba a co-
nocer?
— ¿Y viene por aquí?
—No, señor. Acostumbra a ir al café Conti-
nental. Ahora mismito estará allí...
6-n 81
ñL CABALLEJO AUDAZ
La muchacha, que era hsta y simpática
como un diabhllo, nos dirigió ya una última
mirada de camaradas.
Cuando nosotros nos levantamos, unos po-
llos la acosaban en la mesa de al lado, y ella
se defendía heroicamente.
—¡No!. .. Tocar, no... ¿Eh? ¿Pa qué?... ¡Las
manit^s, quietas! . . .
Descendimos por la rambla de Canaletas y
llegamos al café Continental.
En cuanto llegamos vimos a don Ángel Qui-
mera presidiendo un grupo de más de veinte
contertulios.
— ¡Don Ángel!. . .
Al sentirse nombrar, el insigne dramaturgo
se levantó rápidamente, aunque frenado por
las tinieblas de sus ojos.
Ante todo, nos dio la mano con esa franca
cordialidad de los catalanes. . .
—¿Qué desean ustedes?. . .
—Somos Campúa y El Caballero Audas.
—Basta— nos dijo sonriendo—. Me supongo
a qué vienen ustedes, y hacen muy bien, por-
que ya por aquí echábamos de menos su vi-
sita. . .
Don Ángel Guimerá es un viejecito alto y
delgado, como don Benito Pérez Galdós...
También tiene una naturaleza de roble y tam-
S2
LO QUE S B í> O i^ Mí
bien le falta casi la vista... La íu¿ dejando so-
bre las macilentas cuartillas con pedazos de su
alma. Al peso de los años se agobió su cuerpo
y perdieron seguridad sus pasos. Es ya un glo-
rioso jirón de la bandera catalana, que, con
don Benito, forman la victoriosa enseña de las
letras españolas.
Tiene la barba blanca y descuidada; la
frente, muy espaciosa, y sobre su cabeza se al-
zan como montones de ceniza sus cabellos ve-
nerables. En el trato es afectuoso y paternal.
De vez en cuando os da un golpecito cariñoso,
al mismo tiempo que os dirige un sincero ha-
lago. Su alma, como todas las almas buenas,
¡buenas!, no ha pasado de la niñez. Segura-
mente no conoce ni de pensamiento el pecado
mortal. A las cuatro palabras que cruzamos
ya sentíamos hacia él un afecto tierno y entra-
ñable. . . Ya le cogíamos del brazo y ya hubié-
semos besado sus manos temblorosas con la
misma unción sagrada que besamos las de
nuestros abuelos.
— Son las cuatro— nos dijo en una confiden-
cia llena de bondad, al mismo tiempo que se
aseguraba los gruesos lentes de roca—; estoy a
la disposición de ustedes hasta las seis y media.
—¿Le parece a usted que demos un paseo en
coche? . , .
43
EL CABALLBf?0 AUDAZ
—Muy bien. . . Muy bien. . . ¡Mejor!— aceptó.
Salimos del café . . . Subimos al primer coche
que pasaba.
—¿Adonde vamos?— preguntó don Ángel...
—Adonde usted quiera. . . Usted, que conoce
esto, sabrá mejor que nosotros el sitio a pro-
pósito.
—Iremos al parque de Montjuich, que es
muy lindo... Allí le han levantado una estatua
a ManeliCf que no he visto todavía.
Y en catalán dio la orden al cochero.
Mientras atravesábamos las populosas ca-
lles, yo le preguntaba y le preguntaba ince-
santemente.
— Va usted poco por Madrid, don Ángel, y
allí le queremos y admiramos a usted muchí-
simo.
—No crea, que he ido siete u ocho veces. . .
Yo también quiero mucho al público madrile-
ño, y es que poco a poco se ha ido captando
mi afecto, porque me ha tratado con una con-
sideración incomprensible. Hasta el punto que
muchas veces me he equivocado y he tenido
que rectificar juicios que tenía hechos. . .
—¿Cuáles?. . .
—Sobre algunas obras mías, que, por ser de-
masiado fuertes, he pensado: «Esto no va a
gustar en Madrid.» Y después han sido éxitos
84
LO Q U b SE POR MI
tan grandes como aquí; y entonces he dicho:
«¡Caramba!»
—¿Usted es catalán?
—No, señor... Yo so}^ de Tenerife. A los
siete años me trasplantaron aquí, y aquí quie-
ro morir. Mi padre era de Tarragona, y mi ma-
dre, canaria. Cuando llegué a Cataluña no
sabía hablar ni una palabra en catalán. Ade-
más, no me gustaba. . . Al oírlo hablar me ha-
cía el efecto de que disputaban... ¡Oh, des-
pués buen cariño le he tomado!
—Entonces, ¿estudió usted aquí?
—Comencé mi educación primaria en Ven-
drell..., en una escuela municipal. Después, ya
en Barcelona, me sometí a los estudios de los
Escolapios.
—¿Y guarda usted buen recuerdo de ellos?
Muy bueno. Hasta el punto que le voy a con-
tar a usted un caso que se lo demostrará.
Cuando la «semana trágica», un grupo de re-
volucionarios llegó hasta el Colegio de los Es-
colapios y le prendió fuego. . . Yo, al saberlo,
acudí corriendo, por si con mi presencia con-
tenía los desmanes.. . Ya era tarde. Ardía y
todo estaba casi destruido. . . Las techumbres
de los cuartos se habían derrumbado... Yo
busqué en las negras ruinas de la fachada el
balcón de la celda donde yo había pasado los
85
EL CABAL L E P O AUDAZ
mejores años de mi niñez, y sentí una emoción
muy extraña y muy triste al contemplar por el
hueco, sin puertas ni cristales, un jirón de cie-
lo estrellado.
—¿Qué carrera siguió usted?. . .—seguimos
inquiriendo.
—Ninguna; yo no he seguido carrera. Todo
lo más, el grado.
—¿Y cómo se despertaron en usted los senti-
mientos literarios? . . .
—Pues nada; que mi salida del colegio coin-
cidía con el movimiento literario catalán; me
incorporé a él y empecé a escribir versos.
Tengo una idea de que la primera poesía que
publiqué se titulaba El alcalde y el niottarca.
Después había un periódico que se llamaba La
A^tninalla, y allí comencé a publicar diversi-
dad de cosas. Más tarde concurrí a los juegos
florales, y en todos fui premiado, y hasta un
año obtuve los tres premios.
—¿Cuál fué la primera obra teatral que es-
trenó usted?
—Gala Placidia, una tragedia en tres actos
que me estrenaron en el teatro Principal unos
muchachos amigos míos.
— ¿Tuvo éxito?
— Sí, un éxito resonante, porque era un gé-
nero nuevo aquí; después la recogieron las
5U
LO QUE 3 ñ PO/? MI
compañías y se hizo en Novedades. Y animado
por el aplauso, seguí la senda teatral.
—¿Cuántos actos lleva usted estrenados?
— No sé; muchos. Unos ciento.
—¿Cuál fué la primera obra de usted que se
tradujo al castellano?
—María Rosa, que se estrenaba en Madrid
al mismo tiempo que aquí Borras. La tradu-
jo—¡y muy bien por cierto!— Echegaray. Yo
iba a ir la noche del estreno, pero pensé: «Lo
más natural es que esté donde se estrena la
obra en la lengua en que fué escrita ...» A la
noche siguiente fui a Madrid... Pero, ¡espere
usted, que estoy loco! María Rosa no fué la
primera que se tradujo al castellano... Fué
Mar y cielo, traducida por Gaspar; la estrenó
aquí Rafael Calvo, y fué la última obra que
hizo, porque el pobre murió en aquellos días;
entonces la estrenó su hermano Ricardo en
Madrid.
—Hablemos de Tierra baja. ¿Cómo se le ocu-
rrió a usted el asunto de esa obra?
—Como se ocurren todos... Meditando y me
ditando sobre ellos... Por cierto que cuando la
estaba terminando nos encontramos en Zara-
goza, en unos juegos florales, don José Eche-
garay y yo. Don José estaba esperando este
drama para traducirlo por encargo de María
87
EL CABALLERO AUDAZ
Guerrero y, claro, al verme se interesó por él.
«¿Cómo se va a titular?», me preguntó. *Tierra
haja-»^ le repuse. Y él frunció el ceño. No le
había agradado el título. En aquel momento,
viendo don José una legión de hombres que
avanzaban por una senda, preguntó: «¿Qué
son aquéllos?» «Aquellos son— dijo el alcal-
de—gentes de tierra baja.* Qué coincidencia,
¿verdad?
—¿Cuándo se estrenó en castellano?
—Antes que en catalán... Y la estrenó Fer-
nando Díaz de Mendoza. Quiero hacer constar
esto, porque hay un equívoco. Le achacan el
estreno a Borras.
—¿Fué un éxito muy grande?
—Tuvo el mismo éxito que todas las demás
obras mías; pero con el tiempo ha ido este éxi-
to creciendo, no sé por qué...
—Porque es una obra hermosísima— comen-
té, entusiasmado.
—Para mi gusto, las tengo mejores....
—¿Cuál le gusta a usted más?
—Del todo, ninguna. Escenas de unas, pala-
bras de otras. . . Momentos. . . Momentos don-
de se advierte que sintió uno la inspiración. . .
Cuidado se puso igual por igual para hacer
todas. Pasa como con los hijos. ¿Por qué son
unos más guapos o más listos que otros?...
»8
LO QUE S £ POP MI
¡Quién sabe! Sin embargo, si he de ser since-
ro, le diré a usted que la que más me llena de
mis obras es La reina vieja. Ahora hace algún
tiempo que no escribo, porque las compañías
están muy mal organizadas ... La última obra
juzgada en Madrid ha sido La reina joven...
—En efecto, y alguien vio que en esta obra
trataba usted de presentar personajes muy co-
nocidos en la política española, y sobre todo
en la catalana.
—No, no pensé en tal cosa. Yo traté de de-
mostrar que por muy opuestos que sean los
sentimientos políticos de dos personas, puede
tejerse entre ambos el amor, que salta por
todo... Ahora, en la actualidad, lo que preparo
es un drama: ¡esús vuelve. De esta obra está
enamorada María Guerrero, piorque le he con-
tado el asunto. Tengo, además, ya terminados,
El iuutid9 a -ni y Por derecho divino.
—¿Escribe usted con facilidad?
—Sí, generalmente, si escribo a gusto cosas
que a mí se me ocurran. Ha}- ocasiones en que
uno siente una fuerza sobrenatural que lo
manda y que lo inspira, y entonces se escribe
como un sonámbulo. . . Ya ve usted, 3-0 tengo
una obra que el héroe es un anarquista: La
fiesta del trigo . . . ¿Cómo escribí yo esto?
—¿Cuánto lleva usted cobrado de sus obras?
89
EL CABALLERO AUDAZ
—No sé, hijo. . . Yo jamás cuento el dinero.
Lo cobro y lo echo al cajón sin saber lo que
tengo. Cuando se acaba, se acabó. Me produ-
cirán al mes unos trescientos duros... Pero,
¡caso raro!...: yo, a pesar de que ya tengo
más de setenta años, todavía no escribo mi-
rando al producto. . . Hago literatura como la
hacía a los diez y siete años, por verdadero
romanticismo; si no se representasen mis
obras, las escribiría para mi entretenimiento y
el de mis amigos. . .
—¿Tiene usted familia?
— No, señor; de sangre, no. Pero vivo des-
de mozo con un amigo y con su familia,
que, por dictados del corazón, es la mía. Soy
soltero.
— ¿Por vocación o por contrariedades?
—No lo sé; porque me he ido quedando así.
Llegamos al parque de Montjuich. Un jardín
coronando una montaña. Abajo, en derredor,
se extendía Barcelona, enorme, abigarrada,
con sus chimeneas vomitando humo, con sus
austeras torres. A la derecha, en el fondo,
como una nube verde que besara el suelo, ten-
díase el mar. Hasta nosotros llegaba el es-
truendo confuso de la gran capital. . . Silbaba
un tren. Gemía una sirena. Cantaba un ruise-
ñor en el parque.
90
LO Q U B SE POR Mí
Y mientras, nosotros contemplábamos la es-
cultura de Montserrat hecha a Manelic.
Allí, en bronce, estaba el protagonista de
Tierra baja^ con su cayada sobre los hombros,
atravesada, con sus brazos colgados de ella,
con su gorro y su frente altiva. Parecía cantar,
bajo el purísimo añil del cielo, su poema de
amor v libertad. ..
91
¿^ LUGA DE TENA 5'
Esta tarde, lector, vamos a conversar con
un caballero extraordinario... Su voluntad es
recta y firme; su conciencia, como un crisol;
su pecho, como un castillo feudal, lleno de
amor a la Patria, donde rebotan los dardos que
le dirigen los que no se sienten vivificados por
la excelsa llama. Este caballero es periodista,
y claro que lo extraordinario en él no es pre-
cisamente la profesión. Periodistas somos mu-
chos, unos mejores y otros peores: abundan
tanto los primeros como los segundos. Es muy
corriente el escritor profesional que vive de
embujar cuartillas y más cuartillas; también
lo es el que se deja en silencio, ignorado, los
sesos sobre la mesa de la redacción, para nu-
trir el buche político de su director; y hay un
tercero que utiliza la pluma como trampolín
para ambiciones políticas.
93
B L C A b A I L B tí O AUDAZ
Nuestro visitado no pertenece a ninguno de
estos tres tipos corrientes. Es de otra hornada,
donde no se coció más que él. Juzgad vosotros
mismos. Un día, cuando este caballero era un
mozo de veinte años, y después de haberse ex-
perimentado en visitas a tierras extrañas, se
encontró en su patria dueño de dos millones
de pesetas. ¿Qué hacer con tan crecida suma?...
Un espíritu ahorrativo e indiferente la hubiese
empleado en comprar papel -cupón, y si se
sentía seducido por la política, con la renta de
sus dineros a buen seguro que, cultivando la
amistad de un Romanones, llegaría a ser mi-
nistro. A un mujeriego, vicioso 3' alocado, se
le hubiesen ido los billetes tras de un naipe o
de una vida fácil; pero aquel mozo, que era un
espíritu fuerte y bien templado, que quería lu-
char e imponerse, ser útil a su patria, dirigió
la vista a la Prensa; no a la prensa que se con-
vierte en esclava y pregonera del amo, sino
a la prensa patriótica e independiente, que es
la anhelada por todos... Triunfó en toda la lí-
nea. Y aquí lo singular de este hombre: cuan-
do a la puerta de sus talleres llamaron los di-
rectores políticos para ofrecerle un envidiable
y suculento plato en la merienda del presu-
puesto nacional, él siempre rehusó fríamente:
«¡Ah! No. Perdónenme, pero no acepto; más
94
LO Q U B SE POR MI
que hacer decretos y Reales órdenes en el Mi-
nisterio, me seduce hacer patria desde la direc-
ción <Xq A B C...»
Sabido por todos esto, encontraréis justifica-
do que el cronista califique a don Torcuato
Luca de Tena de hombre extraordinario. En
otro terreno, si me fuera dado espacio, yo es-
cribiría un centenar de cuartillas sobre la in-
neg"able inñuencia en la cultura y en las letras
de este hombre, incansable Trabajador, que ha
hecho evolucionar al periodismo, colocando a
España al nivel, y tal vez por encima, de las
más adelantadas naciones de Europa.
—¿Está don Torcuato? — hemos preguntado
con parquedad, tras de cerrar la cancela de
hierro y cristales para que cesara el azorante
repiqueteo del timbre que anunciaba nuestra
entrada .
—No puedo decirles. Hagan el favor de su-
bir al principal; allí lo sabrán -nos contesta el
portero.
Y un poco abrumados por el profundo silen-
cio que nos rodea, avanzamos por la suntuosa
y amplia escalera, cuyos rellanos los alegran
hermosas plantas naturales. En el piso princi-
pal entregamos a un ordenanza nuestra tarjeta
y esperamos viendo reflejar nuestra imagen
en un gran espejo que sobre su jardinera pa-
B L CABALLEJO Á U D AZ
rece piolong^ar la galería. Un bolones menudo
y vivaracho nos examina con curiosidad. Vuel-
ve el ordenanza y tras de él el secretario de
don Torcuato, que nos invita a seguirle... El
señor Luca de Tena está en la nave de máqui-
nas. Atravesamos una oñcina— tal vez sea la
redacción—, seguimos por una galería, nos
deslizamos por una escalera de caracol, nos
acomodamos en un ascensor que desciende dos
pisos y que nos deja en la nave de máquinas.
Ya allí, nos hemos quedado un instante quie-
tos, estupefactos, asombrados, contemplando
la grandiosidad de esta nave que se extiende
ante nuestra vista. El cronista, que ha visitado
los más renombrados rotativos ingleses, fran-
ceses y alemanes, no encontró en ellos nada
comparable con esta gran sala, sin una colum-
na, donde hay más de treinta máquinas, donde
trabajan y se mueven holgadamente más de
cien obreros bajo la luz azulosa que desparra
man una veintena de focos eléctricos, y donde
la atmósfera es pura y transparente como en
medio de la Castellana.
A la derecha, y rodeado de un grupo de
obreros, atalayamos al hombre cuyo cerebro
levantó este palacio periodístico, honra de la
prensa española. Atravesamos las secciones
de encuademación y llegamos hasta donde
96
LO QUE SE POR Mi
está don Torcuato, que nos acoge con su gen-
til amabilidad.
—Perdónenme que los reciba aquí, pero es-
tamos probando esta nueva máquina — nos
dice, mostrándonos una gran rotativa de cua-
tro cuerpos , enorme como un acorazado,
veloz como una centella y silenciosa como
una respiración. Cuatro hombres recogen los
ejemplares áe A B C, que, perfectamente
impresos y plegados, arroja por sus plega-
doras...
—Es magnífica esta máquina, don Torcuato
—exclamamos nosotros maravillados.
—La Casa Koéning Bauer— nos replica el se-
ñor Luca de Tena— la ha construido expresa-
mente para tirar ABC. Con ella se obtiene
un rendimiento de velocidades asombroso. Po-.
demos tirar, poniéndola a su marcha máxima,
ciento veinte mil ejemplares, de ocho páginas,
en una hora, perfectamente impresos, como
está usted viendo.
—¿Le habrá costado a usted un pico?...
— Hasta este momento llevo gastado en ella
ciento cincuenta mil francos.
— Y la tirada diaria, ¿se hace ya en ella?
—No, señor... Estamos desde hace ^ .r;os
días haciendo ensayos; hoy ya podemos decir
que el ensayo es general, con decorado y todo,
7 -II 97
EL CABALLERO AUDAZ
porque está tirando una de las ediciones de
provincias.
—Solamente usted en España, don Torcuato,
tiene coraje para gastarse más de treinta mil
duros en una máquina.
—Eso significa poco comparado con la labor
que hay que hacer desde que se le ocurre a
uno adquirirla hasta que la ve ya funcionando;
no se puede usted imaginar lo de estudios, ¡nú-
meros, viajes, visitas! Luego, ya aquí, no apar-
tarse de ella y presenciar su montaje desde el
primero hasta el último ovalillo... Yo. amigo
Andas, me he puesto más de una vez la blusa
azul para a3'udar en mis talleres a los obreros.
Y también he vendido por las calles el Blanco
y Negro.
—Tiene un mérito enorme que usted, riquí-
simo, soli.citado en la vida política para ocupar
elevados puestos, prefiera a todo este desvelo
constante y este continuo y duro trabajar.
—No sé si tiene mérito o no; pero esto no lo
sacrifico por nada; más de una vez se me han
acercado ofreciéndome un puesto en la política,
y siempre he renunciado a ello por no adulte-
rar la independencia áe A B C, que es donde
tengo puestos todos mis amores.
' —Canalejas, ;le ofreció a usted una cartera?
—Sí, sefior: la de í-^omento; pero yo no acep-
98
LO QUE SE POR Mi
té. López Domínguez, en otra ocasión, la Di-
rección de Correos, y esto, entonces, le confie-
so a usted que me hizo dudar, porque yo tenía
estudiado un plan de reformas en Correos; por
cierto que de él entresaqué el franqueo concer-
tado y los giros de prensa, que gracias a mi
iniciativa se llevó a cabo. Sagasta también me
ofreció una Subsecretaría, y tampoco acepté.,
Yo entiendo que el cargo de director de un pe-
riódico es incompatible con cualquier puesto
político, porque no hay posibilidad de sustraer
al periódico del influjo que ejerza la idea y los
intereses del partido.
—¿Cuántas horas dedica usted al trabajo?...
—Catorce horas diarias; generalmente estoy
en esta casa hasta las cinco de la madrugada.
— ¡Claro que tiene usted una afición desme-
dida por el periodismo!...
— Una tendencia loca desde que tenía cator-
ce años, que fui director de un periódico grá-
fico titulado La Educación; porque cada uno
nacemos, para una cosa, y yo, por lo visto,
nací para dirigir periódicos.
Hay un momento de silencio Don Torcuato,
con sus grandes quevedos redondos, de con-
cha, sigue todos los movimientos de la má-
quina.
— ¿Quiere usted contarnos — le pregunta-
99
EL CABALLERO AUDAZ
mes— su vida pasada, que será muy intere-
sante?...
—Con mucho gusto, y si no es interesante,
es la vida de un hombre trabajador. Yo nací
en Sevilla; mis padres, que poseían una gran
fortuna, me enviaron a Madrid a estudiar.
Aquí, cuando tenía catorce años, como le dije
aates, se me ocurrió, en compañía de otros dos
o tres camaradas, fundar un periódico del cual
fui director... Conseguimos que salieran varios
números, y después murió... Entretanto, yo,
que seguía la carrera diplomática, fui a los
quince años agregado a nuestra Embajada en
Marruecos. Por Tánger, Fez y otros puntos
marroquíes estuve varios años. Volví a Espa-
ña, y habiendo puesto la casa bancaria de mi
familia una sucursal en Madrid, me designa-
ron a mí para llevar la dirección de ella... Tra-
bajaba, sí, bastante; pero me quedaba tiempo
para divertirme... Montaba mucho a caballo,
asistía a los teatros y dedicaba dos meses del
año a viajar por el extranjero...
— Y en medio de esa vida tan grata, ¿cómo
fué ocurrí rsele fundar Blanco y Negro?— in-
quirimos nosotros extrañados.
—Verá usted... En uno de mis viajes a Mu-
nich me entusiasmó Fliegender Bliitter, que
sabe usted es uno de los mejores periódicos de
100
LO QUE SE P O Q MI
Europa, y con envidia pensé si en Espaíia,
donde entonces no teníamos más revista que
Madrid Cómico, no podríamos con el tiempo
tener una gran ilustración como Fliegcndeí
Blattcr. Ya vuelto a Madrid, lamentaba yo en
una tertulia que en España no supiéramos ha-
cer un buen periódico. Uno de los contertulios
saltó y dijo: «Aquí sobran artistas para poder
hacerlo; lo que falta es dinero.» «Yo tengo todo
el dinero que haga falta»— repuse yo—. Y ma-
nos a la obra.. . De aquella noche y de aquella
tertulia salió Blanco y Negro, a quince cénti-
mos, de cuyo primer número tiramos veinte
mil ejemplares, y se agotó en seguida. Y ha
sido un hijo tan agradecido, que yo preparé
cuatro mil pesetas para fundarlo y jamás me
ha hecho tocar a ellas. Desde que nació se
pagó él, triunfó en la calle y se fué instalando
con holgura. Y nadie puede darse una idea de
lo que yo he luchado... En Barcelona, cuando
los vendedores se me negaron a vender Blanco
y Negro a veinte céntimos porque querían la
comisión de siete cada ejemplar en vez de cin-
co, cogí el tren, me planté allí, recluté a jor-
nal unos cuantos muchachos, y yo, al frente de
ellos, como un capataz, pues si no los ven-
dedores no los dejaban, recorrí las ramblas
voceando y vendiendo Blanco y Negro, y re-
101
ñ L CABALLEPO AUDAZ
cuerdo que llegué a vender veinticinco ejem-
plares.
—Con A B C, ¿empezó usted perdiendo di-
nero?...
— Sí, señor. Llegué a perder hasta ochocien-
tas mil pesetas, haciendo enormes tiradas.
¿Cómo se explica esto?...
—Usted lo sabe i.^ual que yo: sólo el papel
que lleva ABC vale los tres céntimos en que
tenemos que dar el periódico a los vendedores,
y los anuncios se hicieron esperar bastante;
así, que cada número me costaba dos o tres
mil pesetas de pérdida, hasta que con pacien-
cia y serenidad liemos llegado a tener un res-
petable número de anuncios que nos permite
poder dar a tres céntimos lo que damos...
—Es muy hermosa esta instalación.
—Por lo menos, para que resulte higiénica
y trabajen con gusto los obreros, he puesto en
ella mis cinco sentidos. Merced al sistema
norteamericano que tenemos para la re-
novación de aire, jamás se respira la at-
mósfera viciada. ¿Ve usted? No hay humo,
a pesar de que se está fumando todo el día.
La temperatura es igual en cualquier estación
del año.
—¿Estarán muy contentos sus obreros?
—Sí, señor. Hago por ellos todo lo que hu-
102
L O Q U B S t POR Mí
manamente puedo, y tengo la ilusión de qu e
me quieren,
—Y de política, ¿qué me dice usted?...
—Yo en política, cuando fui diputado, que
lo fui cuatro veces por Martos, era sagastino.
Hoy, como le he dicho a usted antes, soy neu-
tral. Hay quien me creía conservador y mau-
rista; nada de eso: no soy de nadie. Ahora
bien: como he demostrado, soy patriota y en
Maura admiro los procedimientos desinteresa-
dos, sanos y viriles, que serán los únicos capa-
ces de engrandecer a España. Un espíritu de
justicia me ha inspirado el no colaborar en la
gran ignominia de escarnecerlo, porque es el
único hombre quizás que no tiene, ante nada
ni ante nadie, que inclinar su nobilísima frente
y rezar el Yo pecador . ABC, que es como un
ciudadano honrado, aunque sea independiente,
tiene que llevar a los hogares la verdad diáfa-
na, y desvanecer leyendas antipatriotas como
la de Ferrer, la de Maura y la de La Cierva.
Cesa de hablar don Torcuatc.
Frente a nosotros sigue la Koening vomi-
tando ejemplares. El señor Romea, atildado,
con su bigote largo y frágil, sus aborrascados
cabellos peinados hacia atrás y con gesto deli-
cado e ingenuo, va de un lado a otro atendien-
do a todo. Por último, se acerca a don Torcua-
iW3
EL CABALLERO AUDAZ
to y le desliza una pregunta. Don Torcuato lo
escucha; después levanta la cabeza, lo mira
primero y luego le habla. De vez en cuando,
con su mano derecha, en un movimiento habi-
tual se acaricia el bigote.
Nosotros, mientras, meditamos, y en nuestra
imaginación se tienden dos paralelos: don An-
tonio Maura y don Torcuato Luca de Tena.
104
EL SULTÁN
MULEY-HAFFID
Tuve que esperar un gran rato. El Sultán,
según me dijo una camarerita coquetona y
charlatana, estaba almorzando y acababa de
empezar. Había dado órdenes de que nadie lo
molestara durante su yantar, que debía de ser
abundante y suculento, a juzgar por los reple-
tos bandejones de comida que iban metiendo
los camareros en su cuarto.
Yo encendí un cigarro y me puse a pasear
lentamente por el amplio pasillo del piso pri-
mero del Palace.
Observé que concurría mucha gente a este
piso, muchos conocidos, que pasaban por mi
lado y me saludaban familiarmente. ¿Qué ocu-
rría? Pronto lo iba a saber por labios del sim-
patiquísimo Duque de Tovar, que llegaba, muy
orondo, acompañado de su inseparable amigo
Lago.
105
B L CABAL LBRO AUDAZ
—¡Querido Duque! — exclamé, estrechando
su mano.
—Amigo Anda':-, ¿qué hay? ¿Viene usted de
verlos?...
—¿No; estoy esperando a que termine de al-
marzar.
—Pero ¿están almorzando? ¿Tan pronto?...
¡No es posible! ¿Ha visto usted qué bien estuvo
el más chico ayer en Valencia?
—¿A quien se refiere usted, Duque?...
—A los Gallos.
— ¡Ah, a los Gallos! Y yo hablaba del Sultán,
que es por quien voy a ser recibido.
—¡Ya! Pues es muy amigo mío. Me conoce
mucho por conducto de los Mannesmann. Dele
usted recuerdos de mi parte; ya vendré yo a
verlo. ¡Ah!, y dígale que si le gustaron los tres
magníficos leones de Hamburgo que le regalé.
—¡Vaya un regalito!
Marchó el Duque y quedé solo. En uno de
los ángulos esperaban también unos fotógra-
fos. Poco tiempo más; acaso el necesario fiara
conversar unos momentos con la rubia, gentil
y rafaelesca Marquesa de la Plata, en cuyo
álbum de viaje tuve que estampar mi firma, y
debajo precisamente de la de Josclito. Haceos
cargo de mi confusión. Josclito y yo toreando
a la limón. Cuando digna, altiva, angelical, des-
106
LO QUE 6 E P O /? Af /
apareció la noble Marquesa tras el caracol de
la escalera, se acercó un camarero a decirme
que Su Majestad Muley-Haffid me esperaba.
Lo seguí. Me crucé en el camino con tres
morazos que abandonaban la habitación del
Sultán. Eran bastos, recios y desgarbados; las
chilabas de estambre se les caían por las espal-
das. Llevaban las cabezas rapadas y sus anda-
res iban acompañados de un vaivén bestial.
La habitación de Muley Hafñd no estaba cus-
todiada por esclavos, como la de su hermano
Abd-el-Azís. Penetramos.
Frente a la puerta, sentado a usanza moru-
na sobre un sofá, nos esperaba el Sultán. En
pie, a su lado, permanecía un joven rubio, ves-
tido a la europea. Apenas Muley-Haffid se dig-
nó contestar a nuestra reverencia. Antes de
hablar nosotros nos dirigió la palabra el joven
rubio de cabellos rizados. El Sultán le instaba
en árabe, y él parecía obedecer un penoso
mandato.
—Yo soy el secretario y el intérprete de Su
Majestad Muley-Haffid — comenzó diciendo el
muchacho .
—¿Pero usted es europeo?— observé yo.
—Sí, señor; ¿no lo advierte usted? Soy ma-
drileño. Pues bien: mi magnifico señor me dice
que le prevenga a usted, señor Anda:::, que ha
107
EL CABALLBRO AUDAZ
leído el artículo que escribió usted sobre su
hermano, y que ha podido ver en él que es us-
ted demasiado... curioso..., vamos... demasia-
do... preguntón, y que procure usted moles-
tarle a él lo menos posible, sobre todo con pre-
guntas que no sean discretas.
Te confieso, querido lector, que esto me des-
concertó un poco, y un algo más la actitud
sonriente con que el Sultán seguía las palabras
de su secretario.
— ¡Ah, caramba!— repuse, no dándome por
aludido— ; ¡es muy amablesumagnífico señor!...
—Sí; muy simpático— abundó el secretario,
con ingenuidad—; no tiene más que el genio
muy fuerte.
— Bah, ¡eso será en Marruecos! —Y variando
de conversación, pregunté—: ¿Sabe hablar es-
pañol?...
—No, señor. Lo entiende, pero no lo habla.
—¿Y francés?...
—No, no habla más que árabe. Pero me ad-
vierte que su augusta voluntad es que todas las
preguntas se las dirija usted a él, y yo le con-
testaré lo que Su Majestad me diga.
—Perfectamente —convine.
Esperaba MuleyHaffid que comenzaran mis
preguntas, y me examinaba con altanería y
desconfianza. Yo, por mi parte, lo miraba con
108
LO QUE SE POR MI
indiferente insolencia... Advertí en seguida
que, aunque físicamente son dos gotas de agua,
Muley-Haffid, en el trato, es el reverso de su
hermano Abd-el-Azís. Dijimos que Abd-el-Azís
es un gran señor. Muley-Haffid es un gran
ftioro^ déspota, dominador, descortés; su edu-
cación no fué refrescada por los aires euro-
peos.
Ahora bien: tiene un soberbio tipo de Sultán
bravio y sanguinario. De estatura elevadísi-
ma, cuerpo muy fornido, rostro altivo y bron-
cíneo—casi senegalés — . En sus ojos, muy
grandes y negros, se advierte, tras su habitual
expresión melancólica, un espíritu frío, cruel
y perverso. Pero Muley Haffid es, ante todo,
guerrero; lo denuncian sus grandes manos,
que a cada instante buscan vanamente, en la
cintura, el puño de la gumía.
Ríe... ríe siempre, mostrando la verdosa
dentadura, cubierta en sus picaduras por gotas
de oro. ¡Ah! Pero no te fíes de esta risa del
Sultán. A mí me produce escalofríos. No es
una risa sana; es una sonrisa pérfida. Segura-
mente estaba su rostro adobado por esta suave
risita cuando presenció la muerte del Roghi en
la jaula de las fieras.
Usa gran barba, como la endrina crespa y
rizada. Las vestiduras poco han de diCeren-
109
t L CABALLERO AUDAZ
ciarse de las de su hermano; tal vez las de
aquél sean más ricas. Muley-Haffid no luce
ninsTuna joya.
--Señor— comencé diciéndole, después de to-
mar asiento frente a él—, ¿tú eres mayor o me-
nor que tu hermano Abd-el-Azi's?
—No sé --me contestó por boca del secre-
tario,
—¡Cómo, majestad! ¿No sabes la edad que
tienes?...— insistí yo, asombrado.
—Sé la edad que tengo; pero no quiero de-
círtela; y además, si en vez de estar aquí estu-
viéramos en Marruecos, ya te hubiera manda-
do a un calabozo.
Me aterré y proseg:uí, fing"iendo amilana-
miento:
—¿Por qué, señor? ¿Cuándo incurrí en tu có-
lera?...
—Has de saber que en Marruecos es una
g^rave ofensa preg'uutar la edad.
~¡Ah, sí! Pues perdona, señor— repuse 5''0,
afectando sentimiento — ; pero aquí, en ítspaña,
no ofende esa pregunta más que a las señoras.
Ahora bien: como estamos en España y a mí
me interesa saber tu edad, vuelvo a pregun-
tártela.
—Y porque estamos en España te contesto.
Tengo treinta y dos años.
1! J
LO Q U B SE P O Q MI
—¿A qué obedece tu viaje?. . .
—Al deseo de recrearme un poco y a la ne-
cesidad de tomar las aguas de Marmolejo, que
me habían recomendado los médicos. Pero de
allí he tenido que venir en seguida, porque la
estancia era muy molesta; no tenía comodida-
des ningunas.
—¿Es la segunda vez que visitas España,
verdad?
—Sí, la segunda.
—¿Te gusta, señor?
—Si no me hubiera gustado, no hubiese vuelto.
—¿Esperas ser recibido por nuestro Rey?
—Sí; esta tarde visitaré a vuestro Sultán.
—He leído en los periódicos que tienes el
propósito de reunirte en ésta con tu hermano
Abd-el-Azís. ¿Es cierto?
—No; no es cierto —rechazó rápido.
—Por lo que advierto, no hay las mejores
relaciones entre tú y tu hermano.
—Ni las mejores ni las peores. El uno no debe
existir para el otro; esta es la razón de que los
dos nos creamos con el mismo derecho para
una misma cosa. ¡El uno no existe para el otro!
De mi superioridad en valor tuvo una prueba
en Marrakesch, donde derroté sus tropas, yo
al frente de las mías, y me proclamé Sultán.
—Pero a ti, señor, te destronó ]\lu1í.'y Jusef .
111
t L CABALLERO AUDAZ
—Mientes. Le dejé yo el trono, ¿Es que igno-
ras tú que en el momento que yo me levante en
armas volveré a ser quien fui en Marruecos?
—Algo de eso tengo entendido, señor; pero,
¿tú aspiras a volver al trono?...
—Esa es una pregunta necia; porque mira:
cuando a uno se le cae de la mano una moneda,
si es de plata se agacha en seguida a cogerla,
y si es de cobre se agacha más lentamente;
pero el que se caiga no quiere decir que se re-
nuncie a ella ni que sea de otro. ¿No es esto?
A mí se me ha escapado de las manos el trono
de Marruecos, y como es mío, como me perte-
nece por mi descendencia del Profeta, volveré
a poseerlo.
Las palabras del Sultán eran firmes.
—Y dime, señor, ¿qué vida acostumbras a
hacer en Marruecos?...
—A esa pregunta no contesto.
— ¿Por qué, señor?- pregunté, extrañado.
— Porque la vida que yo hago en Tánger la
conoce todo el mundo, y la parte que no cono-
ce todo el mundo es la parte privada, y esa,
como comprenderás, no te la voy a confiar a ti.
Sonreímos Campúa y yo. El Sultán preguntó
rápido, clavando en nosotros sus ojos de lince:
—Te sonríes, ¿por qué?...
—Majestad, porque eres muy amable y muy
112
Lo Q Ü B se POR M t
simpático; da gusto tratarte; deben estar en-
cantados tus esclavos y esclavas.
— Te advierto — me dijo Campúa en voz
baja— que, como sigas por ese camino, este
gachó nos va a echar violentamente del cuarto.
—Soy del mismo parecer— le contesté yo.
—¿Sí?— siguió Campúa—. Pues convendría
liacjale las fotografías antes.
— ¿Eh?... ¿Qué te dice ese?~inquinó el Sul-
tán, sonriendo... siempre.
—Nada, señor; me dice que desea hacerte
unas fotografías. Una escribiendo, por ejemplo.
—No; nada de escribir. Podéis hacérmelas
así, como estoy; pero no consiento que se ha-
gan más de tres.
Comenzó Campúa su labor. Yo, entre placa
T placa, continuaba preguntándole:
—¿Cuáles son tus aficiones predilectas, Ma-
jestad?...
—La caza dé fieras. También rae gusta do-
mesticar tigres y leones. Allí, en Tánger, po-
seo un pequeño parque zoológico.
—Tengo entendido que te agrada la poesía.. .
—Mucho— replicó con cierto énfasis—. Yo
hago versos. Si me leyera vuestro poeta Vi-
llaespesa, tendría más clara visión de la reali-
dad árabe.
— Y el automóvil, ¿te distrae?...
8-51 113
EL CABALLERO AUDAZ
—Si; me encanta pasear en él; pero yo no lo
conduzxo ni lo entiendo.
Hubo una breve pausa. Campúa llevaba ya
cuatro placas, y el Sultán protestó.
—He dicho tres, no más que tres, y ya me
has hecho cuatro.
— No lo creas, señor; no llevo más que dos.
—Bien; pues terminad ya y marcharos, que
yo tengo mucho que hacer, y sobre todo, deseo
quedarme solo.
Seguía sentado, con las piernas cruzadas, j
movía con impaciencia los pies, calzados con
medias de lana. Las sandalias doradas queda-
ron abandonadas en el suelo, ante el sofá.
—Nos marcharemos, señor, en cuanto hable-
mos algo de la guerra europea.
—Yo, sobre eso, no te he de contestar nada.
Es decir, te diré, únicamente, que lamento,
como todo el mundo, la guerra.
—Tus simpatías, ¿por quién están?
—Esa pregunta me molesta.
— Pero, señor, si se la hice idéntica a tu buen
hermano y se dignó contestarla. ¿Qué de par-
ticular tiene que tus estudios, o tus aficiones, o
tu amistad, o tu admiración, te inclinen más a
un lado que a otro? No creas, yo también ten-
go mis simpatías.
•—Pero las tuyas no interesan a nadie.
^14
L O Q_u _^ ^ 4^_^ 9__R^ t^^i
—Ya lo se; y porque las tuyas interesan
quiero saberlas.
El Sultán meditó un instante. Después, con
cauta 3' ladina diplomacia, repuso:
—Puedes decir que mi espíritu está con los
franceses. ¡Tiene que ser asi! Con ellos convi-
vimos allá en África.
¡Oh! No era sincero. Continué:
—Me extrafía, señor, esto, teniendo tan
grande amistad como tienes con los Mannes*
mann.
—Y ¿quién te dijo que yo tenía amistad con
los Mannesmann?
—Tu amigo el Duque de Torar.
—¿Y quién es el Duque de Tovar?...
—Señor, un grande de España, que te regaló
tres leones.
— ¡Bah! Ni conozco a los Mannesmann, ni al
Duque de Tovar, ni a mí me ha regalado nadie
tres leones. Yo todas mis fieras las he compra-
do en Hamburgo con mi dinero.
—Y dime, majestad magnánima, ;qué opinas
del protectorado francés y español en las zo-
nas de Marruecos?
Esta pregunta movió todo el recio cuerpo del
Sultán. Agitóse nerviosamente; pero sin apa-
garse su sonrisita, contestó:
- Eso ya es asunto pasado, y a las cosas
115
ñ L CABALLEJO AUDAZ
que pasaron no se les puede decir más que
adiós. ¿No es así?
Asentimos; él prosiguió:
—El protectorado se venía ejerciendo en
África desde quince años antes que 3^0 subiera
al trono. Lo que ocurría es que estaba en ges-
tación. Es decir, era un árbol que existía y se
estaba robusteciendo. Durante mi reinado arro-
jó el árbol, desgraciadamente, las primeras
yemas, }'■ ahora ya se está cogiendo el fruto
maduro. ¿Comprendes, cristiano?
Comprendía. Lo que no me decían sus labios
cárdenos lo adivinaba en su mirada azaba-
chada.
Dudé antes de hacerle mi última pregunta.
Al fin me decidí,
—¿Es cierto, señor, que tú mandaste matar
al Roghi?...
—Es cierto. Lo mandé matar porque el Roghi
era un bandido como el Raisuhi. Con su muer-
te, que la quiso Alá, hice un gran bien a mi
Imperio.
—¿Y lo mandaste matar en la forma que se
dice?...
El rostro de Muley-Haffid se inmutó leve-
mente.
—A rer— inquirió con despotismo — ; ¿en qué
forma se dice y quién lo íice?...
r.6
LO Q U t SE P O R M I
— Yo no lo creo, Majestad; pero se cuenta,
es decir, a mí me lo ha contado un servidor
tuyo, que arrojaste al Roghi a una jaula donde
lo esperaban tres leones, precisamente los que
te había regalado el Duque de Tovar; que las
fieras, en vez de devorar a su huésped, lo mi-
raron con indiferencia; que entonces el Roghi,
bravio y amenazador, 3' sin aparentar miedo
alguno ante las fieras, se abalanzó con ímpetu
a los barrotes de la jaula tras de los cuales
presenciabas tú regocijado el espectáculo, y
afeó tu conducta, te desafió a entrar en el cu-
bil, te llamó cobarde 3' negó que tú fueras el
descendiente del Profeta; entonces tú, confuso
y aterrado, iracundo y desde rios9, ordenaste a
tus esclavos que mataran al Roghi a balazos.
Tus askaris te obedecieron. Esto cuenta la
gente, señor.
Mi relato causó pésimo efecto en el ánimo
del Sultán. Como movido por un resorte, pú-
sose en pie sin hacer caso de las zapatillas, y
con el rostro encendido en cólera }'■ gesticulan-
do amenazador, me señaló la puerta de la ha-
bitación. Nos insultaba en árabe; el secretario,
interponiéndose, nos tradujo sus dicterios.
Un /ro/) í/^ r^/é* evidentemente innecesario.
Hay gestos y actitudes de significado univer-
sal. A encontrarme con Muley-Haffid en su
117
EL CABALLÉ R O A U D A Z
palacio de Tánger, aquello hubiera supuesto
una rápida capitis ditiiinudo parcial o total del
cronista...
—Dice mi gran señor que o se marchan us-
tedes o llama a sus esclavos para que os echen.
— ¡Ah, no— protesté yo—, que no se moleste
tu magnífico señor! Nos marchamos nosotros
por nuestro pie.
Y diciendo esto cogí mi fkxible, y sin perder
de vista al Sultán, que parecía una estatua de
basalto, salimos. Tras de nosotros sonó la puer-
ta violentamente.
¡Palabra de honor, lectores!
lU
Mientras que Campúa se ensañaba con la
preciosa modelo haciéndole un centenar de
fotografías en el gabinete, yo curioseaba por
todos los rincones de la alcoba. De vez en
cuando saltaba la voz mimosa y aniñada de
Merceditas, protestando cariñosamente contra
mi inaudita audacia.
— ¡Pero ese hombre!... ¡Enterándose de todoe
mis secretos!...
El lecho era de bronce y cristal, con el dosel
de gasas y encajes... A la derecha estaba la
mesita escritorio, y sobre ella, alguna carta,
de cuyo contenido yo, muy indiscretamente,
me enteré, y los papeles de las obras que la
artista tiene en estudio... Abrí los cajones de
la mesa escritorio. Merceditas, al oír el ruido,
protestó airadamente.
—¿Qué hace usted, hombre de Dios?... ¡Va-
lia
B L CABALLERO AUDAZ
mos! . . . Hasta dentro de los cajones me está
andando. iHabráse visto!...
Y su fingida desesperación mimosilla se rom-
pía en una risa cristalina y contagiosa... Tro-
pecé con un paquetito de cartas, presas con
una cinta color plomo... «Cartas de especta-
dores», rezaba arriba... Leí la primera... «Ado-
rable y bellísima señorita: No puedo seguir
más en esta situación, y cojo la pluma para
decirla que estoy locamente enamorado de us-
ted. Desde que comenzó la temporada vengo
todas las noches a tener la dicha de contem-
plarla. Ocupo siempre la butaca núm. iO de la
illa cuarta. Si después de verme no le soy a
usted indiferente, para demostrármelo pónga-
se un clavel del adjunto ramo en el pecho... Y
si así es, me hará usted el hombre más feliz
del mundo, y mi fortuna— cerca de ochenta mil
duros— y mi vida las pondré a su disposición.
La idolatra, Naiciso Regidor.^
No estaba mal. Yo solté la carcajada y re-
nuncié a leerme las cien compañeras más, con-
cebidas, sin duda, en la misma forma.
—Veo que recibe usted muchas cartas de es-
pectadores enamorados. ..—le dije a Merce-
ditas.
— jYaha dado usted con ellas!...— gritó.
Y variando de tono, prosiguió:
120
LO Q U ñ SE P O Q MI
—Algunas... Tontos; ño se figure usted que
yo me creo que nadie se enamora de nadie tan
fulminantemente.
A los pies de la cama había una chaisclon-
s^ííc, con media docena de cojines y almohado-
nes de seda...
—Ya puedes salir— me avisó Campúa, que
había terminado de hacer las fotografías.
—Verdaderamente— le dije a Merceditas, al
mismo tiempo que me acercaba a ella— que hay
habitaciones de las cuales no quisiera uno sa-
lir nunca.
— iVaya unos caprichos!— comentó ella.
Pasamos a la sala, suntuosa, y allí tomamos
asiento.
La linda actriz estaba en la intimidad de su
casa más inmensamente bella que en el esce-
nario. Vestía un traje de seda silenciosa color
limón. La piel de su escote parecía alabrastro,
y sus brazos, perfectamente torneados, dos
serpientes de nácar. Las dos grandes perlas de
sus pendientes recibían los reflejos del traje y
parecían también verdes.
— Está usted muy bonita, Mercedes -comen-
cé diciéndola, tras la serena contemplación.
—No; eso no, porque no lo so}'— repuso ella.
—Sea usted sincera. ¿Usted cree ser guapa
o fea?
B L CAQALLEffO AUDAZ
—Ni lo uno ni lo otro. De verdad...
Hizo una pausa; después prosig-uió:
—No creo que soy bella; pero sí creo que
tengo muchos atractivos que suplen la falta de
belleza.
— ¿Cuáles?
—Los que me tratan dicen que tengo un po-
quitín de talento...
Y al decir esto , hizo un delicioso mohín de
rubor.
—¿Qué es lo que cree usted que tiene más
bonito físicamente?...
—Hombre, los ojos; es de lo mejorcito que
hay en casa. ¿Opina usted lo mismo?...
Tras de intentar una selección, tuve que con-
fesar mi fracaso.
—La verdad, no sé escoger.
—Siempre galante.
—¿Tenía usted desde pequeña gran voca-
ción por el teatro?
— Muchísima... En la soledad de mi alcoba
me recitaba los papeles de casi todas las obras
de Echegaray y Galdós... Yo soñaba con el día
en que fuese una primera actriz... Era mi su-
prema ilusión.
—¿Qué actriz le gustaba a usted más enton-
ces?...
—Entonces y ahora, la Guerrero.
122
LO QUE S B P O Q MI
—¿Y Rosario Pino?
Los magníficos ojos verdes de Mercedes se
quedaron fijos en los míos, queriendo adivinar
la intención de mi pregunta. No lo consiguió, y
repuso:
—Sí, Rosario Pino también me gusta mucho;
pero no tanto como la Guerrero... Si fuese
al contrario, lo confesaría. ¿Por qué no? Yo,
en cuestiones de arte, soy muy sincera y pro-
curo desligarme de toda pasión.
—¿Cuál es el rasgo característico de su ca-
rácter, Merceditas?
—El que debe ser en todo el mundo: volun-
tad. Yo tengo una voluntad de acero. Aquello
que me propongo, lo realizo por encima de
todo, hasta de las torturas de mi espíritu...
Detesto la abulia.
—¿Cuál ha sido el día más feliz de su
vida?...
—El día que he hecho La princesa Bebé por
primera vez .
—¿Por qué?...
—¡Qué sé yo!... Tenía la aspiración de ver-
me aplaudida en esta obra, que es una de mis
preferidas; por eso la escogí para mi bene-
ficio.
—¿Las obras de qué autor le gustan a usted
más?...
123
EL CABALLERO AUDAZ
—¡Oh!...— repuso sin titubear.— Las de Ja-
cinto... La prueba es que pienso hacer todo su
repertorio.
Yo quise poner en un aprieto a Merceditas,
Y la pregunté:
—Siendo Benavente su autor predilecto, po-
drá usted decirme, de todo su teatro, ¿cuál
pensamiento le gusta más?...
—Muchos.
—Sobre todos habrá uno.
Meditó.
— Sí; espere usted que lo recuerde bien... Soy
tan nerviosa, que a veces cuando más ágil
quiero tener la memoria me acomete una am-
nesia absoluta... Ya me acuerdo. Lo dice la
princesa Bebé en el primer acto: «Para una mu-
jer, NADA TIENE SENTIDO EN LA VIDA SíNO EL
AMOR.»
Meditamos un momento sobre la frase... En
los labios de Mercedes resultaba una paradoja.
Después...
— rCuál es el día más triste que ha tenido
usted en su vida?
—El día que se quemó el teatro de la Come-
dia. Fué para mí un golpe espantoso. No so-
lamente por las pérdidas materiales ni por los
contratiempos artísticos: unos vestidos, unas
alhajas..., eso ^qué más da?... Un teatro donde
124
LO QUE 3 B POP Mí
trabajar, ^abía yo que no habría de íaltarme...
¡Pero mi escenario de la Comedia, testig:o de
todas mis inquietudes de la juventud, de todas
mis luchas, de todos mis triunfos, donde esta-
ban todos los mejores recuerdos de mi vida,
desaparecía bajo un montón de cenizas. Ho-
rroroso; le dig;o a usted que horroroso- Yo no
he experimentado jamás una angustia tan
g-rande como ésta.
—Y ahora, ¿está usted plenamente satisfe-
cha de la vida? . . .
— A ratos... A veces, cuando no me sale bien
una cosa, me pongo frenética y quisiera, ¡qué
sé yo!..., suicidarme, porque me considero la
criatura más desgraciada del mundo... Des-
pués pasa el chubasco, y ¡tan feliz!.. .
—¿Es usted caprichosa?...
—Mucho y vehementísima.
—¿Ha llorado usted muchas veces?...
—¡Oh!... Casi todos los días de mi vida...
—¿Por motivos de amor?.. .
— ¡Bah! ¡No!... Por contrariedades artísti-
cas. Un papel que me cuesta trabajo apren-
der, una frase que no matizo bien, un gesto...
Anoche, sin ir más lejos, me llevé una llantina
enorme porque me equivoqué en escena. . .
—Estaba yo en el teatro... No tuvo impor-
tancia.,.
■t25
EL C A B A L !, B P O AUDAZ
— ¡Ah!, ¿con que estaba usted en el teatro 3'
no entró a mi cuarto a consolarme? Picaro.
Y Merceditas hizo un gesto coquetón de pa-
tita feliz que tiene derecho a las caricias de
todo el mundo.
Entonces se me ocurrió una prejfunta ab-
surda:
—Si no hubiese otro remedio, y en la nece-
sidad de elegir, ¿qué animal le gustaría a us-
ted ser?...
—Pantera... — contestó ella, rápida y alti-
va—. ¡Qué lindo animal!... Me han prometido
una muy pequeñita... Ya verá usted qué mona.
—¿Qué cosa de la vida le inquieta a usted
más?...
—La superstición. ¡Oh, soy horriblemente
supersticiosa; de tal manera, que influye no-
tablemente en mi arte... Si antes de salir a es-
cena advierto algo que me anuncia mal presa-
gio, ya mis nervios no me dejan trabajar, ni
vivir, ni nada...
-— ^A qué edad desea usted morirse?.. .
—Joven; cuando empiece a estar fea.
—¿De qué enfermedad?... Escoja usted.
—Del corazón— dijo, entornando I«s ojos so-
ñadores.
Reímos.
-¡Ah!¿Por qué ríe usted?— inqoirié—. ¿Es
126
LO QUE S B P O I? MI
que yo no tengo derecho a moi irme del cora-
zón?...
—Derecho, sí; pero corazón...
—¿Sí?... Pues por exceso de corazón me pa-
san cosas muy desagradables.
—¿Qué ambiciones tiene usted para lo por-
A'enir?...
—No crea usted que me contento con poco.
En mi arte desearía llegar a ser la actriz más
genial del mundo, la más popular y la más
querida, ¿eh? Creo que so}^ sincera.
—¿Y en su vida íntima?...
—¡Oh! En mi vida íntima, amar, ser amada
y morirme sin saber lo que son desengaños...
Si llego a la vejez— que no lo deseo— ambicio-
no mucha tranquilidad...
— ¿Sin hijos?...
—Mire usted, me gustaría tener hijos...
—¿Cuál es su mejor amigo?...
—Jacinto Benavente... Yo admiro y quiero a
Jacinto con toda mi alma... Es muy bueno y
tiene un talento extraordinario...
—Y su mayor enemigo, ¿quién es?...
—Si lo tengo, no le concedo ni la importan-
cia de haber reparado en él. Yo desprecio a
mis enemigos... Además, las mujeres no tene-
mos enemigos, sino enemigas. Y ¡ay de la qut
no las tiene!
127
t L CABAL LBÍ^Ú AUDAZ
—¿Qué pintor le gusta a usted más?
—Manolo Benedito.
— Está bien — la dije, sonriendo—; si no
es uno de los mejores pintores del día,
por lo menos es joven y tiene entusiasmo,
ideales...
—Hubo un silencio. Después le preg:unlé;
—¿Le gustan a usted los toros?
—Algo, no mucho; me gusta ir a la plaza, y
hasta a ratos me emociona la lidia y me con-
tagio con el entusiasmo del público; pero no
me apasionan...
—¿Y los toi eros?. . .
—¡Vaya una preguntita!... Regular. Me gus-
tan más en la plaza que en el trato.
— Pues un infortimado torero estuvo mu}-
enamorado de usted. . .
—Sí — contestó, entristecida—; estuvo muj'
enamorado... y nada más...
—Dicen que es usted una mujer un poco
cruel, ¿es cierto?. ..
—¡Oh, no!— protestó IMerceditas— . Yo soy
muy buena; ahora bien: cuando me hacen daño
o se meten conmigo, siento indominables de-
seos devengarme... Sí, soy vengativa, no lo
puedo remediar.
Y como viera que nos reíamos incrédulos,
prosiguió:
123
LO QUE S B P O R M i
—Usted hágame algo malo; ya verá cómo
me las paga...
—Sería para mí un honor— contesté sincera-
mente—. Y ahora le voy a hacer una pregun.
tita de pronóstico. ¿Ha estado usted enamora-
da alguna vez?...
-^De haberlo estado, lo seguiría estando;
pero esa pregunta pertenece a la vida íntima.
Que lo adivine el curioso lector, y si ni», que
él me enamore a su gusto y de quien más le
plazca. Comprenda usted, amigo Audas, que
ima confesión de ese género, por mi parte,
podría perjudicarme, y yo ya le he dicho a us-
ted que soy, ante todo y sobre todo, una mu-
jer-voluntad.
—¿Cuántos años tiene usted, Merceditas?
Hizo un espantijo muy salado.
—Y sigue usted con las preguntas incontes-
tables. A fuerza de mentir siempre una edad
distinta, ya no sé la que en realidad tengo...
Cuando, hace diez o doce años, nos conocimos,
recuerdo que yo era mucho más joven que
usted...
—Sí, en efecto, ¡mucho!, dos años. Tenía
usted quince y yo diez y siete. . . Adoraba yo
sus tirabuzones negros como la endrina y su
cuello blanco como la luna. Una noche le pro-
puse a usted que nos fugásemos a pie.. . A us-
9-H 129
B L CABALLERO AUDAZ
ted le aterró la idea de andar por la carretera
oscura y silenciosa, tropezando con los mon-
tones de grava. Ahora comprendo que la pro-
posición no era muy tentadora...
—Y, sobre todo -abundó Merceditas— , como
sabía que hacerle a usted caso era desperdi-
ciarme. . .
—[Brava sinceridad!...
— jPor Dios, no vaya a decir nada de esto!
—clamó ella.
— lAh! ¿Con que de sperdi ciarse?,.. Lo diré,
lo diré para que sus admiradores y mis admi-
radoras sepan a qué atenerse respecto a los
dos...
Y la monísima actriz reía y reía, simulando
una deliciosa confusión que estaba muy lejos
de su espíritu •
130
—¡Hola, chiqíict!
— Querido Blasco. ¿Cómo está usted?...
—Mejor que nunca... /C//í:7... ¡Pero qué es-
tatura! ¡Qué grueso! ¡Cómo ha cambiado us-
ted!...
—Y usted también, Blasco... Está usted más
joven, más alegre, más elefante.
Pepe Francés, que le acompañaba, robuste-
ció mi observación.
—En efecto -dijo, observándolo al través de
sus gfrandes y oscuros lentes bordeados de con-
cha—: es usted otro hombre, Blasco; desde
aquellos tiempos de La Novela Ilustrada hasta
ahora ha variado usted enormemente. Sin bar-
ba, sin tripa, tan atildado, con cierta pátina pa-
risiense.
Y así era. Este Blasco sonriente y alegre a
quien saludábamos en su cuarto del Palace Ho-
tel, no recordaba al Blasco revolucionario e
131
irx CABAL
inquieto de hace doce años. Ahora, en vez de
aquella barba rizada 3^ puntiaguda, tan carac-
terística, tiene el rostro completamente rasura-
do, con tanto esmero que por alg-unos sitios
brotó la sangre. Lleva el bigote cuidadosamen-
te cortado a la inglesa. Su cabeza, de rizada
cabellera, ya ha comenzado a quedarse monda,
conservando como trofeo de su antiguo esplen-
dor una greña crespa y desaliñada que a ve-
ces cae sobre la amplia y rugosa frente. Las
manos del insigne novelista están muy puli-
das y aderezadas con algunos sencillos aretes
de oro.
No había terminado de vestirse; estaba en
mangas de camisa: una camisa verde, cruzada
por unos tirantes de seda verde, que sujetaban
los pantalones azules, elegantemente plancha-
dos. Sus botas eran de charol y lona.
Nosotros tomamos asiento al lado del venta-
nal, cerca del lecho, sobre el cual, entre el des-
orden de las ropas, había cartas, telegramas,
libros, el saco de viaje y la americana azul con
el rojo botón de la Legión de Honor.
Blasco permanecía de pie en el centro de la
habitación, con las manos metidas en el bolsi-
llo del pantalón.
Hablaba, hablaba siempre con una. pos se de
hombre de mundo para el cual no hay secretos
132
LO Q U B SE POR MI
en la vida; su voz chillona no está en armonía
con su gesto de comediante francés.
—Se dice que ha venido usted a asuntos re-
lacionados con la guerra europea — le insi-
nuamos.
— ¡Oh, no es cierto!... Son fantasías. El objeto
de mi viaje a España es visitar mi familia, salu-
dar a mis editores. Ya lo digo en una carta que
dirijo a los diarios. ¿A qué iba a venir si no?...
—Se dice que a convencer al Gobierno de la
conveniencia de una intervención.
—Eso es un dislate que han lanzado mis ene-
migos... Yo no soy partidario de que España
intervenga en la guerra; creo que se debe man-
tener en una neutralidad favorable a los alia-
dos. Claro que debe estar prevenida; pero nada
de intervenir... -{Qué iba a resolver la ayuda
nuestra en esa contienda gigantesca donde los
cuerpos de ejército de seiscientos mil hom-
bres..,? ¡Nada! ¡Créalo usted, nada!
—¿Vencerán los aliados?...
—Yo creo firmemente en el triunfo de ellos,
por una serie de razones que no expongo por-
que resultaría una conferencia . Sí, desde lue-
go. Cada día que pasa representa una nueva
seguridad de triunfo para los aliados.
—¿Cuánto tiempo cree usted que durará la
guerra?..,
133
Ft L CAfíALLfíPO AUDAZ
—Será larga, muy larga. Tal vez sea la paz
en 1917, tal vez en 1918; pero no antes.
Hizo una pausa. Se puso la americana.
—Hablemos de usted, Blasco. ¿Cuántos años
tiene usted?...
—Nací en enero de 186S. No ten^o que decir-
le a usted que en Valencia. La primera vez
que me di cuenta de mi existencia fué al oír el
estruendo de los cañones. La ciudad era bom
bardeada en uno de los movimientos revolucio-
narios de la época. Después, mi niñez se des-
arrolló entre los accidentes de la guerra car-
lista, que fué terrible en la región valenciana.
—Tal vez esta primera iniciación de la vida
ha influido en el resto de su existencia.
—Seguramente — afirmó Blasco — . Bueno;
pues luego, teniendo doce años, cuando estaba
en un colegio dirigido por curas recibiendo
una educación estrechamente religiosa, yo
mismo me fui formando una mentalidad muy
distinta al ambiente que me rodeaba. Tenía
una gran afición a la lectura y leía todos los li-
bros que caían en mi mano, libros que pedía
prestados en mis salidas del colegio a todos los
que conocía, especialmente a un barbero
amigo.
—¿Recuerda usted qué lecturas fueron las
que más le impresionaron en aquella época?..,
LO Q U S 5 B POR M ¡
—Sí, señor. La vida de Jesús, de Renán, y
los Estudios de la Edad Media, de Pi y Mar-
gall. Después fui estudiante en la Universidad,
porque, «aunque me esté mal en decirlo», yo
también soy abogado. Al mismo tiempo que
inicié mis estudios de futuro jurisconsulto, em-
pecé mi vida de político de acción. Apenas te-
nía diez y seis años y ya era una fig^urita den-
tro del partido republicano, que entonces vivía
apartado de la legalidad y dedicado a las cons-
piraciones. Confieso que fui siempre un mal
estudiante. Mi deseo era entrar en la marina
de guerra; pero por exigencia de mi madre
tuve que seguir una carrera más pacífica. No
perdí ningún curso; estudiaba tenazmente quin-
ce días antes de los exámenes, aprendiéndolo
todo de memoria con una facilidad igual a la
que tenía para olvidarlo poco después. Rara
vez asistía a las clases. Me había ya tentado el
demonio de la literatura y huía de las aulas
universitarias para pasar la mañana vagando
por los senderos de la risueña vega valenciana
o tenderme en la playa a la sombra de una
barca contemplando las espumas del Medite-
rráneo y soñando con el cisne de Lohengrin.
Sólo entraba en la Universidad en los días de
revuelta, para provocar y dirigir la pedrea con-
tra reaccionarios y liberales. Recuerdo que los
U5
EL CABALLERO AUDAZ
bedeles, cuando me veían en el claustro, de tar-
de en tarde, se ponían en guardia. «Ave de mal
agüero, que anuncia la tempestad»— decía Pa-
lanca, el padre del actor.
—¿A qué edad fué usted por primera vez
procesado?...
—Siendo todavía estudiante me senté en el
banquillo de los acusados por una de las pocas
poesías que he escrito en mi vida. Era un so-
neto contra los reyes: todos los reyes de la
tierra; me indultaron de la pena de seis meses
de arresto en vista de la edad, pues sólo tenía
diez y seis años; pero yo creo ahora que este
indulto fué también por lástima, teniendo en
cuenta lo malo que era el soneto.
Reímos; él continuó:
—Al fin, fui abogado; pero la terminación de
mis estudios sirvió para que me dedicase con
toda mi actividad a los trabajos revoluciona-
rios. Yo no soy político rii lo he sido nunca.
Recuerdo que cuando Salmerón me ofreció el
Ministerio de Instrucción pública, yo rechaza-
ba la oferta diciéndole: «A mí me dan ustedes
la Embajada de Constantinopla.» Y es eso: que
yo no sentí el politiqueo. Sentía la lucha. Soy
un agitador, un artista enamorado de la ac-
ción, y recuerdo mi juventud con sus conspira-
ciones novelescas, sus viajes peligrosos, sus
136
idas nocturnas a los alrededores de los cuarte-
les en espera de un regimiento que nunca lle-
gaba a salir, con más agrado y entusiasmo que
las tardes grises, monótonas y vulgares del
Parlamento,
—¿Fué usted condenado muchas veces por
Tribunales civiles y militares?
—jUf!, muchísimas. Calculando el tiempo que
fui a la cárcel por días, semanas o meses, pue-
do afirmar que la tercera parte de este período
la pasé a la sombra o huyendo. He estado preso
unas treinta veces. Los años 1890 y 1891 los
pasé emigrado en París, viviendo en el Barrio
Latino, y sólo pude volverá España cuando die-
ron una amnistía a los reos políticos. En 1895,
cuando j-a había fundado El Pueblo, ocurrió
en Valencia un gran choque de las masas po-
pulares y la Guardia civil. Hubo numerosas
bajas por ambas partes. La región fué declara-
da en estado de sitio; yo tuve que huir, e hice
bien, pues tengo la certeza de que, si me apre-
san, no existiría ya a estas horas. Huí a Italia
disfrazado de marinero. Cuando se sosegó
todo, volví a España; pero unos correligiona-
rios, sobradamente entusiastas, se lanzaron al
campo contra mi voluntad, levantando varias
partidas que se tirotearon con la Guardia ci-
vil. Inmediatamente las autoridades t^omaron
1.7
EL CABALLERO AUDAZ
la precaución que era ya de costumbre: «Blas-
co Ibáñez a la cárcel», porque, según dijo un
fiscal, «no se movía en Valencia una hoja sin
que yo lo mandase». Esta vez comparecí en un
cuartel ante un Consejo de guerra. Una escena
teatral, de la que me acuerdo aún con cierta
satisfacción artística. Después de un largo de-
bate, me leyeron la sentencia, por lo noche, en
medio del patio, entre bayonetas y a la luz de
un farol agujereado por las balas de los míos.
¡Una escena de la Revolución francesa!... Me
condenaron a no recuerdo cuántos años de pre-
sidio.,., de presidio, ¿eh?... Perdí hasta el nom-
bre, pues durante mucho tiempo fui simple-
mente el número trescientos tantos. Me afeita-
ron, me cortaron el pelo al rape, y en los días
de revista tenía que vestirme con el traje gris
y el gorro, como mis compañeros de hospedaje,
todos ellos personajes de marca en su mundo.
Estaban sentenciados a grandes penas. Pero,
sin embargo, guardo de todos ellos cierto re-
cuerdo de gratitud, pues me trataban con un
respeto fraternal y al mismo tiempo admirativo,
procurando mejorar mi situación. A uno de
ellos, sentenciado a muerte, le pude pagar sus
atenciones procurándole su evasión. Viví todo
un año en aquel presidio. |Un año!... Esto se
dice muy pronto, amigo Amla^. Al fin salí, no
136
L O Q U ñ S ñ P O /? ^i i
por indulto, sino por conmutación de pena,
como un criminal vulgar, teniendo en cuenta
la buena conducta que había observado en el
encierro. El viejo Cánovas, queme distinguía
con una animosidad especial, me trajo deste-
rrado a Madrid para tenerme a la vista. Los
republicanos, para sacarme de esta situación,
me proclamaron diputado en las primeras
elecciones. ¡Diputado yo, que había abominado
siempre de esta investidura!... Me cansé pron-
to y dimití el cargo, dedicándome a otras cosas
más en armonía con mi espíritu.
Calló. Nosotros exclamamos:
—Ha vivido usted mucho y muy de prisa.
—Y así viviré siempre— se apresuró él a con-
testar—. He viajado mucho, he emprendido
las más diversas y contradictorias empresas,
he arrostrado peligros, amo los negocios, más
que por los resultados positivos, por el gusto
de vencer las dificultades que ofrecen.
—¿Cómo empezó usted su vida literaria?
—Con la publicación de los Citottos valen-
danos. Antes había escrito varios novelones
históricos que aparecieron en folletines de pe-
riódicos y luego en volúmenes que, afortuna-
damente, desaparecieron. Después publiqué
Arrorj y tartana y toda la serie de novelas que
reflejan la vida de Levante.
139
B L CABALLERO AUDAZ
—¿Todas sus novelas eslán recogidas de la
realidad?
—Todas. Escribo lo que veo..., lo que me im-
presiona, y retengo perfectamente un paisaje,
una conversación o un ambiente. Mi novela La
bal vaca tiene su historia. Cuando yo estaba
escondido en la trastienda de una taberna del
puerto esperando la ocasión para huir a Italia,
y con la perspectiva de ser fusilado, me entre-
tuve escribiendo en unos cuadernillos ds papel
de cartas un cuento, al que puse por título Ven-
gnjisa morisca. Pude huir a Italia, y al volver
fui condenado a presidio; pasaron varios años,
y un día el correligionario dueño de la taberna
me entregó los papeles que había dejado olvi-
dados en su casa. Eran el cuento. Al releerlo
presentí qne de alh' podía 3^0 hacer una novela.
Y así lo hice. En poco tiempo desarrollé La
barraca^ que fué la primera novela que me dio
celebridad en España y fuera de ella.
— ¿Cuántos libros lleva usted publicados"^
—No lo sé... Yo no los he contado nunca, ni
esto me interesa. Me ocupo de mis libros mien-
tras los pienso y los escribo. Apenas los he
terminado no vuelvo a acordarme de ellos y los
olvido a veces completamente.
—¿A qué idiomas han sido traducidos?
—Todos ellos al francés, y una gran parte al
140
LO QUE S B POR MI
inglés, al alemán y al italiano. Tengo muchos
traducidos a todas las lenguas de Europa, has-
ta al griego moderno, al tcheque y al ruteno.
En Rusia casi soy su novelista popular; ade-
más, existe allí lo que no hay aquí: una colec-
ción de «Obras completas de Blasco Ibáñez».
—¿Qué capital ha reunido usted con la litera-
tura?
—¡Oh! Eso, no sé. Al mismo tiempo que es-
critor he sido otras cosas, todo menos hombre
de administración, y el dinero, cuando llega a
mis manos, lo gasto sin averiguar de dónde
procede.
—Su residencia actual, ¿es París?
—Sí, señor. Habito un pequeño hotel cerca
del Bosque de Bolonia. Me seduce tener a mi
disposición, como si fuera mío, este parque, el
primero del mundo, y paseo por él dos horas
todos los días. Ahora estoy escribiendo la His-
toria de la guerra, sin más documentos que los
que yo puedo proporcionarme directamente en
los informes del Estado Mayor y en mis viajes
al campo de batalla. Además de este hotelito
de París, ¡tengo tantos domicilios!... Casa en
Valencia, casa en Malvarrosa, casa en Madrid
—calle de Salas—, casa en Buenos Aires, casa
a orillas del Panamá, cerca de las fronteras
del Paraguay y del Brasil, en pleno bosque
141
EL CABALLERO AUDAZ
semitropical. ¡Y las casas que tendré to-
davía!
— Cuéntenos usted alguna anécdota.
Blacco hizo un gesto de horror, y exclamó:
—¡Tengo tantas, tantas!... Un día, en París,
almorzando en casa de mi editor francés Cal-
mann Levy, en compañía de varios escritores,
me dijo Anatole France: «El día que usted pu-
blique sus memorias habrá producido la más
interesante desús novelas.» Y asi es. Yo he
tratado a las gentes más diversas y he vivido
en las capas sociales más opuestas y contra-
dictorias. S03' amigo íntimo de presidentes de
República y traté al depuesto emperador de
Turquía, Abdul Hamid, al que llamaban El
Tirano Rojo. He sufrido las angustias del cén-
timo en mezquinas empresas editoriales de Es-
paña, y he manejado millones en mis trabajos
de América. He estado en presidio, y años
después, sin buscarlo, he entrado en los salones
más cerrados del gran mundo de París y otras
capitales. He sido escritor, colonizador y gue-
rrero. He creado libros y he creado pueblos.
Una voz mía la han obedecido miles de hom-
bres, jugándose sus vidas, al mismo tiempo
que yo, al frente de ellos, me jugaba la mía.
Tengo en mi cuerpo, como recuerdo de estas
aventuras, las cicatrices de dos balazos y al-
LO QUE SE POR Mi
gunos rasguños. Presiento que no he termina-
do aún, 5^ que en los veinte años que me pueden
restar de vida todavía el Destino me reserva
nuevas aventuras. Yo, amig'o Andas, soy una
fuerza suelta que a veces encuentra ocasión de
funcionar normal e intensamente. No creo
nada de esto incompatible con mis aficiones de
artista; es más: creo seg^uir con ello una tradi-
ción nacional, la verdadera tradición de la li-
teratura española. Nuestros escritores de otros
tiempos, a partir de Cervantes, fueron hombres
de acción: soldados, navegantes, conquistado-
res, en una palabra, hombres de pelea, muy
distintos del literato profesional y sedentario;
hombres de acción que corrían el mundo, vi-
vían la vida, veían las cosas por sus propios
ojos y no a través de los libros; y cuando no
tenían otra ocupación más urgente e impor-
tante se dedicaban a escribir, empleando la li-
teratura como una válvula de escape.
143
Al entrar en la redaccióa aquella tarde, me
dijo ei portfcio:
—Aquí ha estado un señor esperando a
usted.
— ¿Mucho rato?— pregunté, por responder
alg-o.
—Una media hora.
—¿No dejó tarjeta?
—No, señor; ni dijo su nombre.
— ¡Bah!- pensé medio en alto—, ya volverá
quien sea.
Pero una voz me detuvo:
—¿Señor Audaz?
Me encontré ante un caballero que jamás
había visto y que me parecía algo extraordi-
nario.
—Servidor de usted— repuse, haciendo una
reverencia a mi desconocido, el cual me ofre-
ció bu mano con UTia llaue2a singular.
10-ii 145
t t. CABAL itPO Á L b A Z
Era un potentado, seguramente. En uno
Úm sus dedos llevaba un enorme .v magnifico
brillante del tamaño de un «escudo», cogido
con cuatro garras de platino; lucía alguna
sortija más, y sobre la corbata otro gran bri-
llaate.
Su rostro y su aspecto me inquietaron, inte-
resándome al momento. Repito que no era un
hombre vulgar. Más bien alto que bajo. Delga-
do. Su faz morena, larga, enjuta, rugosa y pul-
cramente afeitada, tenía una expresión de in-
diferencia mundana, llena de atracción y sim-
patía. Sus ojos negros, ojos vivos de psicólogo,
miraban con ese detenimiento con que se bucea
en la oscuridad.
Su indumentaria no estaba en armonía con
los brillantes; era sencilla y hasta descuidada:
un trajecito a cuadros, una corbata de muelle
y unas botas negras de cordones muy deslus-
tradas y casi abiertas. Aquel hombre tenía as-
pecto de detective norteamericano.
—Le esperaba a usted— me dijo con acento
extranjero, al mismo tiempo que estrechaba
mi mano.
— ¡Ah!— exclamé . ¿Acaso es usted un señor
que vino antes, según me han dicho?
—El mismo. Llegué en su busca, y en rista
de que tardaba usted, me he sentado iranqui-
14Ü
lo Q Ü t S t P O í^ MI
lamente en mi automóvil a esperarle. Tenía un
gran deseo de conocer a usted.
—Veamos. ¿En qué puedo serle útil?— me
ofrecí.
— ¡Ah!, a mí en nada— rechazó con absoluta
indiferencia.
—¿Luego entonces?...— inquirí yo, ya intere-
sado.
—Luego entonces, que he venido a conocer-
le por la única satisfacción de tener el placer
de estrechar su mano.
—Muchas gracias, señor — exclamé, algo
confuso por las originales formas de mi in-
terlocutor.
Él, sin darle importancia a la cortesía, pro-
siguió con frialdad:
—Yo soy Abraham Ratner. ¿No ha oído us-
ted nunca mi nombre?
—¿Ratner, Ratner?...— repuse yo, recordan-
do—. Sí, señor; he oído este nombre y no re-
cuerdo...
—Medite usted un poco más— me invitó.
— ¡Ah, ya! ¿Es usted ese feliz mortal multi-
millonario ruso del cual hablan estos días
los periódicos?
—El mismo, para servir a usted-afirmó él.
—Mucho gusto... Pero pasemos a mi des-
pacho
147
EL CABALLERO AUDAZ
—Me parece muy bien.
Aquel caballero fantástico me siguió hasta
mi compartimiento. Después dejó su flexible y
su gabán sobre una silla, sacó su gran petaca
y me ofreció un «águila imperial».
—Yo— comenzó diciendo con lentitud— soy
lector de usted; un lector asiduo y entusiasta.
—Gracias, señor— le interrumpí.
—No hacen falta. Pero a usted le parecerá
extraordinario lo que voy a decirle .
—Veamos.
—Ahora, hace poco tiempo, he estado a pun-
to de hacer un viaje desde Barcelona con el
solo objeto de conocer a usted personalmente;
fué cuando publicó usted la interviú del señor
general Huertas.
Al oír este nombre, me previne. No estaba
yo muy seguro de haber dejado complacidos a
los partidarios ni a los detractores del ex pre-
sidente de la República mejicana.
—¿Le pareció a usted bien?— le pregunté con
indiferencia.
—Sí, señor; magnífica.
—Hizo una pausa. Comprendí que se trataba
de un enemigo del general. Continuó:
-Yo soy uno de los más grandes amigos del
señor general Huertas, y en aquella interviú
le estuve oyendo hablar. Ahora bien: usted no
148
L o Q U b SE POR MI
pudo sustraerse a cierto ambiente desfavora-
ble que en España rodea al ex presidente de
Méjico... Este ambiente— 3-0, que no soy me-
jicano, pero que he vivido allí quince años—
tengo el deber de decirle a usted que es injus-
to... ¡Muy injusto!
—¡Veo, señor Ratner, que a usted no le hizo
gracia la información del general.
—Le doy a usted mi palabra de honor que
sí; me encantó. Es más: recuerdo que el mismo
día que se publicó tuve ocasión de ver al señor
Huertas en un café de Barcelona, y le dije es-
tas o parecidas palabras: «Así es usted, mi ge-
neral; ni el pintor más notable hubiese hecho
un retrato más perfecto de su persona; en esta
interviú está todo lo malo de usted; falta algo
de lo bueno.» Y asiera, en efecto. El general
Huertas era aquél; pero estudiado sin el dete-
nimiento necesario, bajo una impresión de mo-
mento.
—¿Pues qué juicio le merece a usted el ge-
neral?
—Para mí, además de todo eso que decía us-
ted de él, que tengo que confesar que es cierto,
me parece un hombre admirable, un gran pa-
triota mejicano, un hombre desinteresado }'• de
una capacidad mental superhumana. ¡Así, su-
perhumana!
149
B L CABALLERO AUDAZ
—Y un dictador cruel— agregué yo.
—Cruel, no; justo... Un dictador a la medida
de Méjico, como lo necesitan los mejicanos...
Algún día me dará usted la razón. Durante su
presidencia demostró no ser enemigo de los
extranjeros y ha suministrado justicia a todo
el mundo, a excepción de los bandidos, a quie-
nes él sabe tratar de una forma muy enérgica
y característica,
—Celebro mucho que me dé usted todos esos
antecedentes, señor Ratner, porque ro tengo
el propósito de hacer algo sobre Méjico, y vi-
niendo de persona tan autorizada como usted,
bien pudieran serme útiles. Si mal no recuer-
do, en la interviú que tuve el honor de hacer
al general mejicano me ceñí en absoluto a su
conversación, poniendo solamente de mi cose-
cha la impresión que recibió mi espíritu.
—Ya lo sé, señor; por eso digo que estaba
muy bien. Yo he vivido quince años en Méjico;
mi capital lo hice allí: nació de trescientas pe-
setas, con las cuales desembarqué en Tampico.
Al año siguiente aquellas trescientas pesetas se
habían convertido en un millón de pesos.
— ¡Caramba! — exclamé maravillado — . ¿Y
me da usted su palabra de honor de que ese
capital lo hizo usted trabajando solamente.^...
—le pregunté sonriendo y en tono de chanza.
150
LO QUE 3 B POP Mí
—¡Palabra de honor que no hice más que
trabajar con suerte! Verá usted. Yo pertenez-
co a una familia rusa de mediana posición. A
los veintidós años emigré por imposiciones del
destino; fui a caer en Tampico, como pude caer
en el Ecuador. Allí entré a trabajar de bracero
en una casa española, cuya razón social era
«José Ignacio Isusi»; me daban un peso diario.
A los cuatro meses ya había conseguido llegar
al puesto más alto de la casa: era apoderado
general. Al poco tiempo, por una pequeña can-
tidad—trescientas pesetas—, adquirí una ne-
gociación mezquina: una agencia de periódi-
cos; y con una idea que yo tuve, que era el
despacho de paquetes por correo, a los pocos
meses el capital de la negociación se había ele-
vado a un millón de pesos oro. Después me de-
diqué a negocios bancarios y fué creciendo mi
capital como la espuma.
—¿Cuánto tiene usted en la actualidad?
—Unos quinientos millones de pesetas en
efectivo, además de los intereses que he dejado
en Méjico, y los cuales han sido atropellados
por Villa y Carranza.
—Y dígame usted, señor Ratner, ¿por qué
abandonó usted Méjico?
—Porque me temía lo que está sucediendo, y
como yo era íntimo amigo de Huertas, no qui-
151
EL C A fí A L L E P O AUDAZ
se exponerme a ser blanco de los bandidos ac-
tuales. Yo, señor, salí de Méjico antes que el
señor general, un poco antes.
— ¿Pero usted tendrá noticias fidedignas de la
situación mejicana?
—¡Oh! ¡Ya lo creo, mi amigo!... Figúrese
usted. En Méjico, actualmente, existe una
anarquía... Allí no se respeta ni la propiedad,
ni el derecho, ni la justicia. Los extranjeros
son atropellados inicuamente, y privados de
sus bienes, y— lo que es más triste para uste-
des—los españoles son los que menos garantía
y menos seguridades tienen, es decir, los per-
seguidos con más saña... ¡Pobres españoles!
Claro que de esto tiene la culpa el Gobierno
vuestro, que no se preocupa de defenderlos.
Créame usted, señor: Méjico necesita lo antes
posible, para que no se desmorone por com-
pleto, un dictador, un hombre de hierro, un
político con entereza, que aplique la ley y la
justicia sin contemplaciones de ningún gé-
nero.
—Y ¿cree usted que ese hombre es su amigo
el general Huertas?— le pregunté intenciona-
damente.
Ratner es un hombre mundano, un hombre
hábil, y, rápidamente, con una sonrisa iróni-
ca, desechó mi maliciosa interrogación.
152
LO QUE S ñ POR M
—No, amigo Andas, no quiero decir lo que
usted cree. El señor general Huertas no volve-
rá a Méjico, porque ningún dictador que dejó
su puesto volvió a ocuparlo. Será otro...
—¿Quién?
—No sé. Es un incógnito por el momento;
pero Dios quiera que sea pronto, pues un país
donde no hay garantía para las vidas, para los
bienes, ni para las mujeres, ni para los niños,
es un país perdido, que si sigue así corre el pe-
ligro de ser conquistado por ese vecino fuerte
y ambicioso que se llama Wilson.
—¿Qué le parece a usted Villa?
—Un patibulario.
—¿Y Carranza?
—Un farsante capaz de todo lo malo: esto
se lo juro a usted con la mano sobre el co-
razón .
Y al decir esto el señor Ratner se dio solem-
nemente con la palma de la diestra sobre el
pecho. Después continuó:
—Ya ve usted, si esos bandidos algún día
llegaran a ser fuertes, a mí me ahorcarían sin
remedio por esto que estoy diciendo. Yo lo sé;
pero no puedo por menos que decirlo, porque
es la ¡santa verdad!
Hubo un silencio. V\ humo de los tabacos iba
tejiendo un tul azulino en la habitación. Con-
loa
EL CABALLERO AUDAZ
fieso que a mí me agradaba oír hablar al mul-
timillonario. A ól, por su parte, observé que le
complacía sobremanera la fraternidad de nues-
tro diálogo.
—¿Piensa usted, Sr. Ratner, instalarse defi-
nitivamente en España?— le pregunté.
—Con el tiempo, sí. Ahora, por lo pronto,
salgo para Andalucía esta misma noche. Quie-
ro conocer esos bellos ojos de las mujeres es-
pañolas. Después embarcaré con rumbo a los
Estados Unidos, y más tarde tornaré a Barce-
lona, donde pienso establecerme.
Consultó el reloj. Se puso de pie.
—Antes de abandonarle— me dijo lentamen-
te—se servirá usted aceptar un pequeño re-
cuerdo mío. ¡Quién sabe si no volveremos a
vernos más, y yo quiero que usted conserve
una agradable impresión de mi visita.
Y al mismo tiempo que decía esto, sacóse
del dedo la gran sortija del brillante y me la
ofreció, diciéndome cariñosamente:
—Tenga usted.
—Gracias, señor Ratner— rehusé yo termi-
nantemente—. No hay motivo para este re-
galo.
— ¡Oh!, sí hay motivo. La molestia que le he
causado con mi visita y con todo lo que le he
dicho, que maldito lo que le importa,
154
LO QUE SE P O n Mí
—Sí me importa— protesté— . ¡Ya lo creo!
Tanto, que tal vez haga de su charla una in-
formación que puede resultar muy intere-
sante.
—Lo que usted quiera. Me es indiferente.
Pero, desde luego, ¿no quiere usted aceptar
este pequeño recuerdo de un lector suyo?...
Continuaba con la sortija en la mano.
—Ese, no... Otro de menos importancia, sí.
—Le advierto a usted, amigo mío, que para
mí esto no tiene importancia ninguna.
Fijándome en un pequeño lápiz de plata que
asomaba por el bolsillo de su chaleco, pro-
seguí:
—Acepto como recuerdo de su visita ese lá-
piz. Me será muy útil para mis notas.
El multimillonario volvió otra vez la sor-
tija a su dedo, y entregándome el lápiz, mur-
muró:
—Sea, mi amigo... Quien se engaña es
usted.
Guardé el lápiz y di una larga chupada al
cigarro. Katner advirtió mi deleite de fu-
mador.
—¿Le gusta a usted este tabaco?— me pre-
guntó.
—Sí, muy agradable— afirmé, aspirando su
aroma .
J55
EL CABALLERO AUDAZ
Entonces el simpático millonario, como to-
cado por un resorte, fué a mi mesa y, revol-
viendo entre mis papeles, me dijo:
—¿Tiene usted un esqueleto para poner un
telegrama?...
—No; pero es lo mismo: póngalo en una
cuartilla -le dije, ofreciéndole un bUjc.
Entonces el señor Ratner escribió con lige-
reza:
*■ Casas Dojnenec/i, Cristina^ 12. — Barce-
lona .
»Env(e inmedialamenle mil cigarros pitros
de los que yo fumo a <^El Caballero Audaz», *^La
Esfera», Salgo es/a noche para Andalucía.
Abrahaní Z. Ralucr.*
Te confieso, lector, que ante esa inespera-
da esplendidez me quedé un poco perplejo.
Pero en seguida reaccioné. En realidad, para
aquel hombre fantástico mil puros habanos
suponían lo que para mí un cigarrillo de
papel.
— ¡Qué hombre tan especial es usted, señor
Ratner!... — comenté, mirándole de hito en hi-
to—. Indiscutiblemente, es usted un hombre
raro...
—Perfectamente; acepto esa clasificación...
LO Q U B S B POR Mi
Y tal vez no esté usted equivocado... Si hubie-
se muchos hombres como yo en el mundo, no
habría bastante oro para nosotros. ¡No olvide
usted que con trescientos francos he hecho mi
capital y no era tan alto como usted!...
157
Una casa callada y modesta. Por todo orna-
to, libros, cariñosamente encuadernados. Por
todo alimento y fortaleza para la lucha, una
venerable mujer, torpe— por los años— en el
andar, pero precisa y noble en el decir, que
comparte los azares y laureles del hijo del poe-
ta. Porque gústale a la anciana señora escu-
char antes que nadie los madrigales y estro-
fas de su niño cantor, no será extraño encon-
trarla con frecuencia al lado de él, con los ojos
ya llenos de sombra, perdidos en la nada, pero
con el oído atento a los endecasílabos que va
pergeñando su hijo.
Este es el hogar del nuevo y joven académi-
co Ricardo León, y sin las dolencias que de
continuo le acosan, diríamos que es el hogar
de un hidalgo feliz.
Ricardo León es un hombre pequeñito, quie-
158
t L CABALLERO A U D AZ
to, encogido. Es la modestia perbonificada. En
vez de hablar, parece que murmura, acucia-
do tal vez por el temor de que su voz disuene
de las demás. Si anda, casi arrastra los pies,
procurando hacer el menor ruido posible. Si
da la mano, su apretón es suave, inadverti-
do. Yo he querido contrastar la sinceridad de
la modestia de este literato, y después de aco-
modarme en su sillón de trabajo, le he dicho
una cosa que yo creía estupenda.
—Mire, Ricardo: usted sabe perfectamente
que yo soy un hombre sincero para el püblic©;
es decir, que el único valor que tienen mis in-
formaciones se lo da la verdad de lo que veo y
de lo que siento.
— En efecto—ha respuesto él, complacido.
—Pues bien: 3^0, antes de tener esta conver-
sación con usted, deseo que me conteste a una
pregunta. Si en mi información hay algo de
crítica para su persona o para su obra, ;usted
no se molestará?. . ,
—¡Qué disparate! — ha exclamado el poeta,
sin mostrar el menor recelo por mi prefacio—.
No me conoce usted, amigo mío; yo no soy lo
que algunos creen a juzgar por mi vida de re-
lativo apartamiento. Desde mi rincón de estu-
dio y de trabajo procuro salir cuanto puedo
de mí mismo, con el espíritu abierto a lodas
160
LO Q U B 3 B POR Mi
las ideas, a todas las opiniones, por adversus
que fueren a las mías. Yo me hice escritor ri-
yiendo más que leyendo y más a fuerza de gol-
pes que de halagos. La crítica, no ya la hon-
rada y sincera, sino la más apasionada y ri-
gurosa, me hace mucho bien. La alabanza a
todas horas es una dama que acaricia y ener-
ra. Me incitan más al trabajo y a la lucha los
desabrimientos que las lisonjas. Atendiendo al
refrán «del enemigo el consejo», procuro apro-
vechar todas las lecciones, aun aquellas que
vienen con la acritud o el rencor. Siempre he
sentido menos vanidad que ambición, y nunca
enamorado de mis obras, soy yo mismo el crí-
tico más implacable de ellas. . . Así, pues, que
tiene usted, no solamente mi autorización— que
no le era menester— para censurarme, sino mi
colaboración y mi voto incondicional.
El sosiego y convencimiento con que Ricar-
do León dijo esto me mostraron su espíritu hu-
milde, perfectamente equilibrado, sazonado
con la modestia.
Viste de negro, sin atildamiento; más bien
con desaliño. Su piel tiene colóreos bermejos.
Una pelusilla azafranada apenas cubre su ca-
beza. El bigote recio y descuidado también
tiene tonos rojos. Sus ojos, pequeños, miran, a
través de gruesos lentes de roca, con esa ex-
ll-ii 161
BLCABALL^RO AUDAZ
presión ingenua tan característica en los
miopes.
Es aná'dvz, malagueño, este literato, cuya
prosa está recriada en soleras cervantinas;
pero en vez del porte altivo y gallardo de los
hombres de la Andalucía, tiene el aspecto sen-
cillo e insignificante de un buen hidaJg^o nacido
en Castilla.
—No parece usted andaluz— le dije yo, pen-
sando en alta voz.
—Pues nací en Málaga— protestó él, ufa-
no—el día de Santa Teresa del año 77.
—Siga usted; ¿qué más . . .
—Mi padre era militar. Un hombre admira-
ble; tenía un alto concepto de la vida y procu-
raba, de una forma clara y sencilla, irlo invo-
lucrando en mi espíritu. Yo no he conocido a
nadie que me enseñe a vivir rectamente, como
lo hacía mi padre. Mi espíritu comenzaba
a manifestarse anunciando un hombre de
acción. Yo soñaba con la bandera, el fusil y el
enemigo; quería ser militar. Físicamente iba
muy bien encaminado: era un muchacho sano,
ágil y musculoso. ¡Cuánto daría yo por volver
a aquellos días de la infancia! . . .
Hizo una pausa León; 3^0 esperé; después
prosiguió:
—Y todo cambió cuando, a los doce años,
102
LO QUE 3 E POR Mi
perdí a mi padre. La adversidad más implaca-
ble nos acorralaba; pero ¡en todas sus mani-
festaciones!: dolor, pobreza, enfermedades. En
fin, no quiero recordar. El caso es que a mí se
me presentó una dolencia que desde entonces
no me abandona, y yo estoy agradecido a ella.
Como yo hiciera un gesto de asombro, él
prosiguió rápido:
—Sí, porque verá usted: mi enfermedad me
ha tornado de hombre de acción en hombre
reflexivo; y de mis soledades en casa ha salido
el escritor. De haberme yo cuajado en un hom-
bre sano y fuerte, hubiera sido un militar, un
batallador, pero jamás un poeta.
—¿A qué edad hizo usted los primeros ensa-
yos literarios?. . .—le pregunté.
—Comencé a emborronar cuartillas en mi
adolescencia. Me gustaba mucho leer, sobre
todo las novelas de Julio Verne, y después es-
cribía bajo la influencia de estas lecturas;
pero, claro, sin pies ni cabeza. Es decir, que
yo tenía una vena romántica desde niño, que
las impresiones que iba recibiendo las aplicaba
indistintamente.
—¿Fué usted periodista en Málaga?. . .
—Sí, señor; fui periodista exaltado. Y yo
mismo me asombro de haber sido un escritor
de esos... ¿cómo diría yo?... vamos, de los
163
EL CABALLERO AUDAZ
temidos. Hice mis campañas y tuve mis éxitos.
Escribía en la La Información^ en La Unión
Conservadora, en Luz y Sombra y en casi to-
dos los periódicos de allí; yo, entonces, me
creía un luchador, ¡un hombre temible! Pero
en esto me llama el Banco para ocupar una
plaza, ganada por oposición cinco años antes,
y me veo oblig^ado a ir a Santander. iQué con-
traste tan grande! De la vida alborozada y
ágil de Málaga, a la vida austera y apacible de
Santander. ¡Y cómo influye en uno el medio
ambiente! . . . Yo, en Santander, era otro. Tam-
bién comencé a colaborar en los diarios de allí;
pero, sin darme cuenta, había cambiado la plu-
ma de periodista por la de poeta. Aquel paisa-
je de la montaña, aquella vida ondulada sua-
vemente, la lectura de Pelayo, de Escalante,
de Pereda y de tantos otros ilustres Santande-
rinos, y el trato de gentes muy reposadas y
sensatas, me fueron modelando. De todas estas
cosas nació mi primera novela: Casta de hi-
dalgos.
—¿Y de Santander vino usted a Madrid?
—Volví a Málaga, y allí escribí mi Comedia
sentimental.
—¿A los cuántos años de escribir su primer
libro ha sido usted llamado a la Academia?. . .
—A los cuatro años.
1(J4
LO Q U B S B P O í? MI
—¿Tenía usted antigua amistad con Maura?
—No, señor. Don Antonio lo ha dicho en su
notable discui'so, y así fué nuestro conoci-
miento. A raíz del inicuo atentado de Artal,
Maura leyó mis novelas en su retiro de Mallor-
ca y espontáneamente me hizo la merced de
escribirme una carta de amables alabanzas,
muy gratas para mí. Al mismo tiempo, según
he sabido después, escribió a Rodríguez Ma-
rín, hablándole encomiásticamente de mis li-
bros, y le anunciaba su deseo de que me lla-
mara a la Academia; pero advirtiendo que yo
no debía saber nada de tal propósito, «pues a
este joven escritor— decía— hay que añejarlo
un poco».
—¿Y qué impresión le causó a usted el acto
de leer su discurso y tomar posesión de su car-
go de académico? . . .
—Figúreselo usted: una emoción y un miedo
enormes. Me parecía, y aun me parece, un
sueño.
—¿Tenía usted muchos deseos de ser acadé-
mico?. ..
—Hombre, para un escritor esto constituye
la cumbre en su carrera. Adviértol*^ a usted
con absoluta sinceridad que yo estoy seguro
de que no me he elevado hasta esa cumbre
con alas de mis valimientos y mi sabiduría,
165
ñ L CABALLERO AUDAZ
sino con la nidulgencia y la bondad de los
demás.
— ¿Cuál de sus libros es el que más se vende?
— El amor de los amores.
—¿Cual es el que más le gusta a usted?
—Yo, aunque considero estos libros como
ensayos, o más bien como balbuceos, y creo
que aun he de hacer algo más serio, los que
más me gustan hasta ahora, es decir, los que
veo mejor hechos, son Comedia sentimental y
La escuela de los sofistas. En cambio, el que
me parece más flaco y el que me ha dado más
que hacer ha sido Los Centauros.
—Ahora hace tiempo que no labora usted. . .
—En efecto: llevo dos años sin producir. Es-
toy en un alto. Yo a esto le llamo un holgón o
barbecho: dejar reposar la tierra y al mismo
tiempo pararme a reflexionar sobre lo hecho y
lo que debo hacer.
—¿Usted traza al detalle el plan de sus no-
velas antes de escribirlas?
—No, señor. Los libros me llevan a mí más
que yo a los libros.
—Qué le gusta a usted más, ¿escribir en ver-
so o en prosa? . . .
—Por mi gusto sólo haría versos. De ser
algo, soy poeta, y de aquí nacen los más g^ra-
ves defectos de mi prosa y de mis obras nove-
lee
LO QUE S B POP MI
leseas. Tengo el oído lan acostumbrado al rit-
mo poético, que a veces me cuesta no poco
trabajo sacudir ese compás que adultera la
prosa, robándola su ritmo propio, su llaneza y
sinceridad. Los excesos de la fantasía me con-
ducen también a un vicioso lirismo que desfi-
gura la realidad con arrebatos intemperantes
de palabra y de concepto. Así, 5^0 no me juzgo
novelista; soy un poeta que hace novelas, Al
revés del famoso personaje, escribo en verso
sin saberlo, y casi siempre, acabada una pági-
na, tengo que dedicarme a «cazar endecasíla-
bos» y a cortarles la cabeza, salvo los casos
en que le dan cierta gracia y misteriosa seduc-
ción al período estas invasiones del metro, y
aun de la rima.
Ya de pie, dispuesto a salir, exclamé:
—Una última pregunta, León: A juicio de
usted, ¿pasa España por un momento de deca-
dencia o de apogeo?. . .
—Yo creo— dijo Ricardo, rápido, al mismo
tiempo que limpiaba los cristales de sus len-
tes—que vivimos, no en un ocaso, sino en
una clarísima alborada. Todo induce a creer
en el renacimiento del genio español en el
mundo; la preocupación aguda, dolorosa, ca-
lenturienta, de cuantas cuestiones se refieren a
nuestro pasado y a lo porvenir, el cultivo cada
167
B L CABALLBRO AUDAZ
día más intenso de la ciencia, de las artes,
«a un sentido tan moderno y en el fondo tan
•«pañol, el movimiento creciente de la acción
social, la intervención de la mujer en todos los
órdenes de la vida y del espíritu, son robustas
señales de juventud y actividad. Lo que sucede
es que la política— la única excepción— lo cu-
bre todo con apariencias de nulidad y abati-
miento. En la gran colmena española se traba-
ja con ímpetu febril; pero quien nos observa
desde afuera, sin conocernos bien, no advierte
la callada labor de las abejas, sino el zumbido
de los zánganos. Además, contribuye también
a nuestro mal esta condición nacional esquiva,
solitaria, rebelde, indisciplinada. Cada español
es un reyezuelo absoluto; abundan entre nos-
otros las individualidades enérgicas, podero-
sas, originales, mas con tendencia siempre a
la soledad, a un huraño desvío, a un previo
desdén de todo lo ajeno. Siempre fuimos así;
pero los grandes ideales de religión y de con-
quista de otros siglos acertaron a unir con po-
derosa argamasa estos robustos sillares, a jun-
tar la raza entera en un solo haz, militante,
agresivo, lleno de vida y de fuerza, que pro-
dujo aquella explosión magnífica del siglo xvr.
Rotos hoy aquellos vínculos, es menester tra-
barloi d« nuevo o erear otros para que no se
IM
LO QUE S B POP MI
malogren por íalta de cohe&ioíi los vivos es-
fuerzos individuales. A este fin, lo más urgen-
te es barrer de la política a los que hacen ofi-
cio y granjeria de ella, y emprender una cru-
zada arrolladora, de carácter hondamente pa-
triótico y popular, donde todos, respetando
mutuamente sus ideas 3' sus fueros, coincidan
siquiera en un solo punto común. ¿Es posible
que los españoles de hogaño no coincidamos
siquiera en un solo anhelo?. . . Basta coincidir
en el amor de la patria. . . Con esto y con un
caudillo generoso, inmaculado, muy español,
muy valeroso y prudente, capaz de empuñar
la espada y la bandera y de mover las muche-
dumbres, ;no lograremos resurgir?. . .
—Es posible todavía . . . —le contesté.
—Yo lo creo firmemente— aseguró él con ar-
dimiento juvenil—; por eso soy maurista. . .
166
Antes de acercarme a Onofroff permanecí
unos momentos de pie allí, en aquel escenario
que más parece una cuadra... Había una at-
mósfera apestada e irrespirable.
La pequeña y encantadora rubia de Marck,
que parece una menina de Velázquez, paseaba
con un brazo enlazado a la cintura de la don-
cella, con la cual parloteaba en francés.
En un rincón, dos malabaristas ensayaban
trucos con platos y tazas. Estaban rodeados
de varios artistas más, que les hacían obser-
vaciones en francés, inglés o italiano. Una
mujer guapa y muy pintada le hablaba con
mucho mimo y le daba terrones de azúcar a
\mgriffon, que para estar más cerca del ama
se hallaba subido sobre una jaula de madera.
De fuera llegaban las carcajadas y el murmu-
llo del público. Ahora era un oleaje de risas.
Tonino y su augusto compañero estaban ha-
171
EL CABALLERO AUDAZ
ciendo la corrida de toros... De vez en cuando
entraba Leonard estallando dentro de su frac
verde de portero; después volvía al público a
dar sus acostumbradas voces destempladas y
desagradables 3' recibir un par de bofetadas
de los clo-iViis. ¡Definitivo!...
El viejo Parish, con su chistera y su levita,
pasó por nuestro lado, con andar inseguro, y
nos saludó en inglés...
Onofroff seguía hablando con Marck, el do-
mador de leones mansos. Yo esperaba pacien-
temente a que rompieran su charla para acer-
carme.
Muchos conoceréis ya a Onofroff; es un hom-
bre altísimo, esbelto, arrogante. De su atildada
elegancia no se escapa ningún detalle: el frac
impecable con los botonesde pasta, el cuello
de pajarita, los zapatos de charol, la leon-
tina, la camelia blanca prendida del ojal del
frac y el pañuelo de hilo perfumado con
Pompe ia .
Al íin tocó el timbre que llamaba a Marck a
escena, y entonces quedó Onofroff solo. Yo me
acerqué a él en el momento que comenzaba a
acariciar el hocico del griffon.
—Señor Onofroff...
El profesor, al oírse nombrar, alzó nervio-
samente la cabeza y se encontró frente a mí...
172
LO QUE se P o ¡? MI
En seguida, con un gesto muy insinuante, muy
expresiv^o, me saludó. Después me dijo:
—Usted hará el favor de dispensarme alguna
incorrección que cometa en el lenguaje, por-
que no domino bien el español.
—¡Nada de eso!... Al contrario: veo que lo
habla usted perfectamente,
Y así era en efecto; pero él repuso:
—Necesito una poca a3''uda..., ¿sabe? Vea-
mos; ¿qué desea usted de mí?
—Deseo— expliqué yo, un poco amilanado —,
primero, que tenga usted la bondad de conven-
cerme particularmente de sus experimentos,
de los cuales dudo, y segundo, que converse-
moíi un gran rato sobre ellos.
—Respecto a lo primero, señor, yo no sé si
podré convencerle. Si usted es un caballero
que viene a desafiar mis experimentos, yo no
acepto; ahora bien: si usted, con fe y voluntad,
desea someterse a ellos... ¡eso j-^a varía!
—Deseo someterme a ellos.
— ¡Ah! Bien; pues veamos ahora si hay su-
feto. Ponga la palma de su mano sobre la mía.
Obedecí.
—Ahora— me gritó él— aunque quiera usted
retirarla no podrá, porque yo no quiero. Y fíje-
se bien en que no se la aprisiono, que no están
más que en contacto... Tire... ¡Tire usted!...
173
B L CABALLERO AUDAZ
Yo, haciendo un esfuerzo supremo, traté de
despegar mi mano de la suya. ¡Imposible! Era
alg:o como un imán poderoso o como una plan-
cha electrizada. En mis tirones arrastraba ha-
cia mí el cuerpo de Onofroff ; pero las palmas
de las manos continuaban unidas como una
sola pieza.
—¿De qué le sirven sus fuerzas, mi amigo?
—gritó él en tono de chanza.
Tiré con más ahinco. ¡Nada!
—Ya basta— dijo él.
Y las manos se separaron como por encanto,
como si hubiese cesado el fluido que las uíiía.
Onofroff, entonces, me dio una palmaditaen
la mejilla .
—Está usted un poco pálido— observó— ; eso
demuestra que ya empieza usted a creer en
mí... Terminará usted por ser mi mejor amigo.
Hablaba Onofroff con un acento cariñoso,
casi paternal; siempre con sus ojos melados
fijos en los míos.
—Haré con usted más experimentos en mi
casa, si usted nos honra con su visita.
— ¿Cuándo?— le pregunté yo.
—¿Cuándo?... ¿Cuándo?... —murmuró él, in-
terrogándose a sí mismo—. Hoy es sábado...
Mañana, domingo, es día de dormir... Pasado
mañana, ¿le parece a usted bien?
174
LO Q U ñ S E P O R MI
—Muy bien— afirmé.
—Pues pasado mañana, durante todo el día,
será usted tan amable, tan galante, que irá a
visitarme a la mía casa.
—¿Dónde se hospeda usted?— inquirí.
— rsio le hace a usted falta saberlo- repuso
Onofroff, sonriendo enigmático.
—Pero, señor Onofroff, ¿cómo voy a ir sin
saber las señas?...
—Señor amigo: Onofroff no piensa imposi-
bles; yo le prometo a usted, delante de todos
estos señores— y señaló el grupo de artistas
que nos rodeaba—, que pasado mañana la sub-
conciencia de usted le conducirá adonde yo
vivo y donde yo, muy rendidamente, le estaré
esperando.
—¡Eso es imposible!— aseguré.
—Para la voluntad de Onofroff no hay nada
imposible— afirmó él—. Más o menos difícil...
tal vez. En fin, me toca salir—. Y me tendió
la mano al mismo tiempo que me decía: «Has-
ta pasado mañana; allí, en mi casa, hablaremos
de cuanto usted desee, y le someteré a mis ex-
perimentos.
—No creo que nos veamos. Más valiera ci-
tarnos al detalle— apuré yo con desconfianza.
—Descuide, señor. Yo le tengo empeñada
mi palabra. Claro que parto de la ba^e de que
175
eLCABALLEf?0 AUDAZ
su voluntad ha de estar neutral; esto es, que
no ha de esforzarse en verme o no verme...
Vaya, adiós... Mucho gusto...
Y Onofroff , después de hacerme un saludo
gentilísimo y arrogante, salió al público.
Sonaron aplausos.
A los cinco minutos estaba en el centro de
la pista rodeado de quince mozalbetes, que,
como unos autómatas, ejecutaban sus manda-
tos. Sentí una inmensa compasión de aquellos
seres de los cuales parecía haber huido el espí-
ritu, y que, como unos maniquíes de gestos gro-
tescos, se movían y accionaban mecánicamen-
te, con los ojos fijos y la mirada perdida en la
nada. En aquellos rostros sin expresión, sin
soplo de vida, había una mueca trágica... Algo
de ataúd y de manicomio al mismo tiempo.
El púbUco reía..., reía. Yo me sentí invadi-
do por un profundo horror, y... comencé a
creer...
Muy de mañana, el lunes salí a la calle para
reanudar mis quehaceres cotidianos, un poco
abandonados por las emociones del domingo .
Casi, casi había olvidado la cita original de
Onofrofí, Sólo me cuidé de pensar en ella para
17ti
LO QUE S B POR NI
tomar la resolución de no ir inconscientemen-
te por ningún hotel. Con seguridad, Onofroff
—pensé— se hospedará en el Palace o en el
Ritz.
Toda la mañana la pasé en el Ayuntamien-
to. Cuando volví a la calle eran cerca de las
doce. Una nube negra nos amenazaba con un
aguacero. Esperé un instante el tranvía; pasa-
ba atestado de gente. Entonces, no sé por qué,
se me ocurrió la idea de ir al Real en busca de
unas localidades para la función de aquella
noche... Tracé en mi imaginación el camino
más corto, y muy diligente lo emprendí. Me
encaminé por la calle de Luzón; desde allí fui
atravesando las calles estrechas, tristes y un
poco tortuosas de este pedazo del Madrid an-
tiguo.
Comenzó a llover. Entonces yo me detuve
un instante a ponerme el impermeable. No ha-
bía terminado, cuando sobre mí escuché una
voz enérgica que me llamaba:
—¡Señor Audaz!.. .
Alcé la cabeza y creí estar soñando..., estar
loco. ¡Era Onofroff!, ¡el mismo Onofroff!, el
que me miraba, acodado sobre un balcón de
un piso primero, sonriendo burlón.
—¡Pero...!— clamé yo, invadido por un esca-
lofrío de terror.
12 II 177'
ti CABALLERO AUDAZ
—Si, soy yo, Onoírofí. Vamos, suba, que le
estoy esperando hace diez minutos y llueve
muy seriamente.
Anonadado, transido de sorpresa, pero con
un deseo inmenso de hablar con aquel hombre
extraño, subí al piso.
Onofroff, correctamente vestido de chaquet,
me esperaba en el recibimiento. Al verme, ex-
clamó, dándome su mano:
— Está usted nervioso y pálido; cálmese. No
merece la pena. Esta atracción a distancia que
he efectuado con usted es muy sencilla; dijera-
mo3 la infancia de mi ciencia.
—Pero ¿es posible que me esperase usted,
Oiiofroff?— le pregunté, sin salir de mi perple-
jidad.
—¿Cómo no?... Había dicho a mi señora que
Tendría usted a comer, y su cubierto está pre-
parado.
En efecto: pasamos al comedor. Espera-
ban cuatro cubiertos. El los señaló con •!
dedo:
—Para mi señora, para mi hija, para usted
y para mí.
—¿Y qué calle es ésta?— le pregunté.
—Calle de la Unión, número cuatro, primero.
Un cuarto amueblado que hemos tomado, por-
qut a mí no me gusta la vida de hotel.
\n
LO Q_Jl__^ ^ ^ P o f^ Mi
- Expliqueine u.^ted. ¿Como me ha hecho ub
ted venir hasta aquí?...
— Muy sencillamente, amigo; por medio de
la sugestión. Usted es un sujeto sumamente
sensible, sumamente nervioso. De^sde que la
otra noche le sometí, está usted completamen-
te influenciado por mf, y de mi sistema nervio-
so al suyo hay una corriente hertziana que, sin
darse usted cuenta, le ha traído hasta aquí.
Esto no tiene nada de particular.
Y diciendo esto me ofreció un cigarrillo,
mientras yo temblaba.
—¿Y esto es hipnotismo?...
—No, señor. Verá usted. Hipnotismo— pala-
bra que, como usted sabe, se deriva del griego
ypnos, que significa sueño—, es eso: el sueño
provocado, para cuya realización son necesa-
rias dos voluntades, una activa y otra pasiva.
Naturalmente que la segunda tiene que resis-
tir la influencia de la primera... Esto es lo que
yo he hecho en el Circo.
—Y el hipnotizado, ¿qué sensaciones experi-
menta?...
— Absolutamente ninguna. Queda incons-
ciente, vacío de inteligencia y, por consiguien-
te, no padece ningún cansancio.
—¿Y el operador?...
- ¡Ah! El operador, cuando ka ejercido sm
179
EL C A 3 A L r. E Q O AUDAZ
podei sobre varios sujetos, experimenta una
fatiga muy grande.
—Y ¿qué condiciones necesita reunir un in-
dividuo para ser buen operador?...
—Voluntad, nervios, superioridad física y
haberlo estudiado.
—¿Cuáles son mejores sujetos para ser hip-
notizados?
— Los que voluntariamente se entregan al
profesor... Las mujeres, y sobre todo las his-
téricas, son más fáciles de sugestionar; pero
hay el inconveniente de que casi todas experi-
mentan crisis nerviosas después de la hipnoti-
zación.
—Un individuo que sea buen sujeto para hip-
notizado, ¿reúne a su vez condiciones para hip-
notizar?
—Sí..., sí..., con preferencia...
—¿Cuántas ramificaciones tiene el hipnotis-
mo?... Y perdone que le moleste tanto. iPero
es tan interesante!...
—No me molesta; al contrario. El hipnotis-
mo tiene tres estados: letargía, catalepsia y
sonambulismo. La letargía es el sueño muy
profundo; en este estado la conciencia se ex-
tingue completamente, los sentidos están abo-
lidos y, por lo tanto, las facultades han des-
aparecido; es el estado de muerte aparente o,
130
LO QUE SE POP MI
por lo menos, de un síncope. La catalepsia es
una manifestación especial del sistema nervio-
so, idéntica a la muerte, como usted sabe, ca-
racterizada por la rigidez de los músculos, la
tensión del sistema nervioso y la casi absten-
ción del corazón . El sonambulismo da al suje-
to la libertad y el uso de sus facultades para
emplearlas en la ejecución de los actos que el
operador le comunica con la sugestión .
—Y la sugestión, ¿tiene que ser verbal?
—No, señor; puede ser verbal, mental o por
medio de pases o contacto físico . Usted ha ve-
nido aquí por sugestión mental, porque ya la
otra noche tendí una corriente de atracción al
darle la mano.
—Y dígame usted, Onofroff, ¿cuánto tiempo
podría usted tener a un individuo sumido en la
catalepsia?. . .
— Mucho... Administrándole alimento por
medio de sonda, puede prolongarse todo lo que
se quiera.
—¿Y no es peligroso el hipnotismo para el
sujeto?. . .
Onofroff se encogió de hombros ; después
me explicó:
—Es siempre peligroso el hipnotismo en ma-
nos de un operador incauto y sin experiencia;
pero este peligro desaparece a medida que el
ISl
B L C A B A L L E fí O AUDAZ
profesor va adquiriendo conocimientos prácti
COS. El hipnotismo es un arma terrible. Se
pueden cometer crímenes, se puede robar, se
puede abusar de las mujeres.
— ¿Qué es científicamente la fascina-
ción?...
—El estado hipnótico producido por la mi-
rada.
—Los animales, ¿son susceptibles de fas-
cinar?
—Sí, señor, todos; con preferencia, las aves
y los felinos. Yo he fascinado leones.
—¿Cómo es eso?... Cuéntemelo usted.
—Nada. Que entré con Malleu en la jaula,
por una apuesta que hicimos, y los leones, que
eran muy fieros, sintieron el fluido de mi mi-
rada y fueron dominados. Otra cosa analogía
me pasó con un hermoso toro. Trabajaba yo
en Zaragoza y era por las fiestas del Pilar. Se
celebraba aquella tarde una gran corrida de
toros. Yo me quedé sin localidad; pero como
me unía una gran amistad con Guerra, éste
me colocó en el callejón, y me dijo: «Ozté no
ze mueva de ahí...» Pero llega un toro que sal-
ta dentro; al echarme yo fuera se me engancha
nn pie, me caigo y al levantarme me encuen-
tro frente al toro, que se arrancaba hacia mí.
Entonces lo miro, me acerco más a él t el bi-
LO Q Ü ñ S B P O í^ k 1
cho se detiene, y allí lo ture quieto hasta que
Tino Guerra.
—¿Cuánto tiempo lleva usted de operador?
— lOh! Unos treinta y tantos años.
—Pues ¿a qué edad empezó usted?
—A los diez y ocho .
— ¿Cómo descubrió usted sus condiciones
para hipnotizar?
—Mire usted: yo soy italiano; a los catorce
años quedé huérfano, y unos tíos míos que vi-
vían en Toulouse tiraron de mí. Allí empecé a
estudiar la carrera de médico . Tenía yo allí
una novia camarera . Una noche habíamos ha-
blado del hipnotismo cuatro o cinco amigos.
Ella estaba con nosotros, y yo le dije en bro-
ma: «Mírame, que te voy a dormir.» La chica
me miró, y al momento quedó hipnotizada.
Pero aquí nuestros apuros: no podíamos des-
pertarla; toda la noche la pasamos aplicándole
procedimientos; a la mañana siguiente fui en
busca de mi catedrático, que al momento la
despertó y nos reprendió enérgicamente. Yo
hice un esfuerzo de voluntad, estudié bastante,
y al año ya hacía todo lo que hago hoy.
—Vamos a ver, Onofroff , ¿cómo lleva usted
a cabo la transmisión del pensamiento?
--Muy sencillamente. Yo me autosugestiono.
Dejo mi cerebro sin ning^una idea mía, en un
IW
B L CABALLERO AUDAZ
estado completamente neutral, para que reciba
el fluido del cerebro que me lia de mandar, y
mi voluntad queda sometida, supeditada a la
voluntad de otro, mediante este estado aleico
que yo obtengo voluntariamente. Así es que
yo soy el ejecutor, pero mi cerebro es el del
que manda. Una prueba: piense usted una cosa
que 5-0 pueda ejecutar \' mándemela hacer con
el pensamiento.
Terminado de decir esto.Onofroff cerró fuer-
temente los ojos. Yo pensé que se quitara el
chaquet y se rjusiera el mío. Al momento rea-
lizó la operación. Se movía como sacudido
por una corriente eléctrica; pero se despojó
del chaquet, me quitó el mío, se lo puso y a mí
me dejó en mang^as de camisa... Pensé que
me pusiera el suyo, y al momento lo hizo. . .
Quedé maravillado de este caballer© extraordi-
nario.
1^
Llevábamos esperando más de diez minutos.
Campúa, el de los ojos volcánicos, curioseaba
las dedicatorias de los retratos; yo descorría
los dedos distraídamente sobre el amarillento
teclado del piano, cuyas notas parecían de
acordeón.
Estábamos en el gabinete donde trabajaba el
autor de El terrible Pérez. No sé si acertaré a
daros una lig-era idea del abrumador desorden
que reina en esta habitación. Hay sus notas de
arte en unos cuadros de Martínez Abades, que
representan escenas de las obras más aplaudi-
das de García Alvarez. Delante de uno de los
balcones está colocada una camilla pequeña;
sobre ella, seis o siete lápices y dos o tres tacos
de cuartillas. Allí acostumbra a sentarse a tra-
bajar el graciosísimo autor de Las cacaiúas. En
el centro del gabinete hay otra mesa de come-
185
g L C A B A L L B R O AUDAZ
dor, sobre la cual se confunden libros, botellas,
tijeras, periódicos, cigarrillos, pastillas de brea,
cepillos, un bote de bicarbonato y unas ligas de
caballero sin estrenar. En un ángulo, el piano,
este buen amigo de Enrique, en cuyas notas
buscó refugio a su pena en los días que un
gran desengaño llenó de pesar su alma confia-
da y buena. También de este piano han salido
regocijantes y popularísimas canciones.
—Son las doce y media— exclamó Campúa—
y este es \in fresco. Muy capaz es de haberse
vuelto del otro lado y seguir durmiendo.
—Opino lo mismo que tú. Vamos a ver.
Con algún sigilo nos acercamos a una puerta
que comunicaba con otra habitación. La entre-
abrimos y escuchamos un ronquido de venda-
val. Campúa y 3^0 nos miramos atónitos, in-
dignados. La habitación estaba en penumbras;
pero allá, en el fondo, distinguimos un lecho
Luis XV, y tendido sobre él, a Enrique, decidi-
do a pasarse durmiendo hasta las cuatro de la
tarde.
—¡Enrique! ¡Enrique!... ¿Qué es esto?...— le
grité, al mismo tiempo que lo sacudía cariflo-
samente para despertarlo.
Y García Alvarez, desperezándose, con 'los
párpados cargados de sueño y el gesto anona-
dado, exclamó:
186
LO QUE SE P O /? M /
—Pues esto es una cosa que no debe hacerse
con los amigos.
No hice caso de sus protestas.
—¡Vístete ahora mismo!
—¿Para qué?
—Tú vístete y no repliques -agregó Cam-
púa.
— Pero, hombre, jno avasalléis de ese
modol ¿Qué es lo que queréis hacer conmi-
go?...—inquirió con gesto de víctima ador-
milada.
—Ya lo verás.
—¿Y no os vais si no me visto?...
—¡Qué nos hemos de ir. Si no te vistes tú, te
vestimos nosotros.
—Pues mira, os lo agradecería.
— ¡Anda, hombre, anda!
—Seré una exhalación... ¡Ya veréis!
Y después de abrir la boca diez o doce veces,
frotarse los ojos y estirar y retorcer los brazos,
saltó del lecho.
Para dar a mis lectores idea de la rapidez
eléctrica de nuestro visitado, les diré que a la
una menos cinco comenzó a vestirse y acica-
larse, y a las cuatro menos cuatro minutos sa-
líamos de su casa. Un coche de punto nos es-
peraba en la puerta.
—¿Adonde vamos?— indagó Enrique.
l>7í
EL CABALLERO AUDAZ
—¡Al restaiirafit más próximo!— exclamé yo,
que llevaba una debilidad que no he sentido
jamás por ningún amigo.
A los pocos minutos estábamos instalados en
una mesa del Lion-Bar. En el comedor grande
hallábanse reunidos los mauristas en la frater-
nidad de un banquete. Hasta nosotros llegaban
los «Maura, sí» y los frenéticos aplausos. Al
advertir esto García Alvarez, preguntó con in-
genuidad:
—Oye, ¿estará mal que yo esté aquí tan cer-
ca de los mauristas?... Porque como soy de
García Prieto...
Reímos este inocente escrúpulo político.
iVIientras que Campúa se las entendía con el
camarero ordenando el weiiu, yo empecé a in-
terrogar a García Alvarez, que ya devoraba
un panecillo de Viena.
— Dime, Enrique, ¿cuántas obras tienes es-
trenadas?...
—Ochenta, entre saínetes, zarzuelas, come-
dias, pasillos y revistas— me contestó con la
boca llena de pan.
— Y entremeses, ¿no tienes?
—Ahora los traerán...
Se rió el chiste. Dicho por él, que es el hom-
bre de más vis cómica que he conocido, tenía
gracia. Continué:
188
LO QUE S B P O í? MI
—De las obras que has estrenado, ¿cuál te
parece mejor?...
— jHombre, en este momento, con el hambre
que tengo, la que me parece mejor es El
pollo!...
—¿Qué pollo?
—El pollo Tejada.
—¿Y después?
—Los cocineros, Los rancheros y La torta de
Reyes, y hasta que coma algo no me pregun-
tes, porque no se me ocurrirán más que los títu-
los nutritivos.
—Llegó el camarero y nos sirvió un sucu-
lento plato. Después de apurarlo, proseguimos
el diálogo:
—¿Cuántos años tienes, Enrique?...
—Se quedó un instante perplejo.
—Mira: pon los que quieras, pero ya puedes
calcular, por mi natural frescura y fragan-
cia, que soy mucho más joven que Antoñito
Casero.
—¿Y a qué edad empezaste a escribir?
—Cuando tenía diez y nueve años estrené mi
primera obra, que fué La trompa de casa, en
el teatro Eslava...
—¿Cuál es la obra que más dinero te ha pro-
ducido?...
—No me hagas caso, pero yo creo que La
139
t L CABALLEJO AUDAZ
Nianha de Cádi¿\ La ahgvia de la hucrla,
El pobre Valbucna, Alina de Dios; a éstas
han seg"uido El peí ro chico, El terrible Péraz
y otras.
—¿Cuántos colaboradores has tenido?.. .
—Muchísimos.
—¿Con quién te has entendido mejor para
colaborar?
Meditó el «Rey del Chiste» . Su perenne ex-
presión de aburrimiento y somnolencia tornóse
en un gesto de triste decepción y honda amar-
gura; después, con espontánea nobleza, ex-
clamó:
—Con Arniches... Lo uno no quita lo otrOy y
como eso es la verdad, yo no debo decir otra
cosa. ¿Oyes tú?. . .
Y con un poco de remordimiento por haber
entristecido al buen amigo, acudí rápido con
el aturdimiento de una nueva pregunta:
—A ti qué te gusta más, Enrique, ¿hacer
libros o hacer música?...
Hacer música.
—¿Qué números se han popularizado de tus
obras?...
—Muchísimos... «El Pompón», de El pobre
I albiie na: t\ *Bdi\áomQVdi, Baldomera», de El
ratón, y muchos más. Figúrate que yo habré
hecho en esta Tida más de doscientos números
19-)
de música, y todavía mis queridos companeros
me llanan el «maestro García». ¿Oyes tú?
— ;Cuál ha sido en el teatro tii caracterís-
tica?...
—Las tiples.
—Tú tendrás muchas anécdotas de tu vida.
Cuéntame alguna.
—Muchas, ¿oyes tú?..., muchas; casi todas
entre coristas hembras, segundas tiples y de-
más; pero no te las relato, porque eso «lo sa-
ben las madres»... ¡Hombre! Se me ocurre
una. Verás. Hace algunos años concerté una
fuga con una selecta tiple muy popular enton-
ces porque en una revista cantaba un couplet,
llamado del «carbón», que armaba un ciscoio-
das las noches. Quedamos en que me esperaría
en un coche y nos iríamos a Troncoso, donde
vivía un tío suyo. Pero ya sabes mi carácter,
chico; quiso Morfeo que me quedase profunda-
mente dormido a la hora precisa de la cita.
Cuando desperté, había pasado la hora conve-
nida, y ¡tres más!, en cuyo tiempo se enteró la
familia de la esperante y la restituyó al domi-
cilio entre denuestos y de los otros. Resumien-
do: que, por quedarme dormido como un tron-
co, no fuimos a Troncoso. A los tres días la
bella tiple me decía, llorando a lágrima viva
—y que viva muchos añas—: «¡Ay, Enrique
191
EL CABALLEJO AUDAZ
qué decepción!... Esto, que era el sueño de
toda mi vida...» «Ha quedado reducido a una
siesta»— le contesté yo.
—¿Recuerdas alguna que no sea pasional?
—Recuerdo bastantes— repuso Enrique, des-
pués de rememorar unos segundos—; pero en la
imposibilidad de referírtelas todas, voy a con-
tarte una que te dará exacta idea de mi debili-
dad de carácter. Había salido para Lisboa una
notable compañía, dirigida por el gracioso Emi-
lio Orejón -que en paz descanse— y de la cual
era empresario don Manuel Reyes, aquel hom-
bre tan rumboso y tan apasionado por el arte
lírico. A los pocos días, Alfredo Navacerrada,
su representante en Madrid, vino a buscarme
una mañana y, con engaños, pretextando no
sé si un paseo o una jira campestre, me sacó de
casa, de idéntica forma que me habéis sacado
hoy vosotros, pero en vez de traerme a un res-
taurante me llevó a la estación de las Delicias
y me zampó en un vagón de primera, donde
había una señora de ídem, y entregándome un
billete de ídem ídem, me espetó de buenas a
ídencs estas alarmantes palabras: «¡Querido
Enrique! Tengo el gusto de participarte que
vas a Lisboa, donde te espera Reyes dispuesto
a tratarte como a un príncipe. ■» «¿Y con qué
objeto voy Lisboa?», pregunte, estupefacto.
192
LO QUE se POP Mi
«Con esta maleta», me respondió, entregán-
dome un saco de mano. Y antes de que yo pu-
diera reponerme de mi sorpresa, partió el tren.
Hay que advertir que yo iba sin dinero y sin
viandas, es decir, que en aquel momento no
era ni capitali-ita. ni viandante. Yo confié en
que mi compañera de viaje, que era guapa y
robusta, llevaría algo de carne; pero, ¡que si
quieres! A los pocos momentos me convencí
que no llevaba más qae la que la Naturaleza,
pródiga, le había concedido. Al llegara Lega-
nés iya iba loco! La ^aszisa había comenzado
sus e-tragos en mi des'erro estómago, y mira-
ba a mi compañera de viaje con la misma fero-
cidad de un ancropófago. Se detuvo el tren, y
una voz bronca anunció: <f¡Fueri]abrada!... un
mínu'.o.» Yo vi oj^ilar an:e mis desalentados
ojos a la propia Tía Javiera agitando un serón
abarrotado de rosquillas. Y el tren siguió su
marcha, para volver a detenerse, y otra voz
gritó: «¡Cabañasl. .. dos minutos.» Yo, que
soy may añcionado al buen tabaco, di un salto;
pero pron'io reflexioné que Cabanas sin comer
era una locura. El hambre condnuába en au-
mento. Afortunadamente, e': tren no se detuvo
ni en ViV.amielm.t'^i Cebol'z. porque si se de-
tiene borro del napa los dos piíeolos susodi-
chos. Y, desfallecido, aniquilado, soñando con
13-11 193
B L CABALLERO AUDAZ
solomillos, chuletas de ternera, muslos de
pollo y otras estupideces por el estilo, entré en
Lisboa. En el andén esperaban mi llegada cua-
renta o cincuenta individuos de la compariia,
con el sirapátieu Reyes y Pascual Frutos al
frente. Al asomarme a la ventanilla, jt;ritaron
todos con entusiasmo: «i Viva García Alva-
rez!.,.» Y yo, que estaba viendo que no vivía
ni cinco minutos más, vociferé, sacando fuer-
zas áe flaqueza: *\\5n lestauj'ant!... ¡Un r^5-
lauraní, que me muero!...» La carcajada fué
múltiple y atronadora. En esto fijáronse mis
ojos en la puerta del jefe de estación, sobre la
cual, en letras enormes, se leía: «CHEFE ES-
TACr^AO.» Vi el cielo abierto. Descendí del va-
g'ón, como uri rayo, y empecé a gritar: «¡El
jefe!... ¡Queme traigan al jefe!... «¿Para qué
lo quieres?», me preguntó Frutos. «¡¡Para co-
mérmelo, porque así, asao, debe estar riquí-
simol!» Y si no me sujetan entre todos yo aca-
bo mis días en la cárcel de Lisboa.
—¡Cállate 5'^a, Enrique!— pudo decir Cam-
púa, casi ahogado por una carcajada, y con la
mano puesta en el costado—. ¡Que no puedo
reírme más, chico!... De verdad... ¡que me due-
le el vacío!...
—Pero, Pepe, ¿es posible que tengas algo
vado en tu cuerpo después de la barbaridad
194
LO Q U P 5 E P O í^ MI
que has comido?...— preguntó Enrique con có-
mica sorpresa.
Se repitieron las risas.
En esto el Sr. Ossorio y Gallardo, que presi-
día el banquete maurista, al saber que estaba*
mos allí, nos envió un recado invitándonos a
pasar al salón, donde se nos haría un cariñoso
recibimiento. Nosotros rehusamos tan gallar-
da galantería, correspondiendo a ella envián-
dole nuestras tarjetas, respaldadas con estas
palabras: «¡¡Maura, sí!!»
Oímos vivas a La Esfera, a Mundo Gráfico y
a algo más...
Encendimos nuestros vegueros y salimos a
la calle. Allí nos encontramos con Polo, el des-
nutrido autor cómico. Enrique mandó detener
un coche.
—Ese caballo no puede con nosotros— ex-
clamó Campúa al ver las hechuras del flacucho
jaco.
—Ya lo creo, señorito— aseguró el cochero—.
Ayer, sin ir más lejos, estuvo en el Campa-
mento.
—Y ganó el campeonato de tiro— agregó En-
rique, muy serio.
Cuando el coche marchaba con los cuatro,
amontonados en sus asientos, yo le pregunté
al Rey del Chiste:
195
EL CABALLERO AUDAZ
—¿Qué obras preparas?
—La Venus de piedra, con López Monís,
música de Alonso y mía. La estrenaremos en
Apolo a principios de temporada. Veréis qué
gracia tiene; aquí la traigo— dijo, sacando del
bolsillo un libro de cuartillas—. También tengo
una comedia en dos actos para Cervantes, en
colaboración con este simpático Polo, que lleva
por título El farol de Diós^cnes,
—¿Se tratará del filósofo?...
—No; se trata de un sereno.
Y sin decir una palabra más, García Alva-
rez comenzó la lectura de La Venus de piedra.
Hasta el cochero se desternillaba de risa.
196
Del Anselmi artista al Anselmi caballero
particular existe una diferencia asombrosa.
El repertorio teatral del prodigioso cantan-
te, compuesto en su mayoría por tipos suma-
mente espirituales, hondamente románticos,
casi aromados con un poco de perfume de mu-
jer, ha ido formando el error de que Pepe An-
selmi es afeminado y hasta histérico, cual una
doncellita caprichosa... También ha contribuí-
do a fomentar esta idea esa colección de retra-
tos en que el artista aparece con actitudes y
gestos un poco afectados... Yo quiero desva-
necer, en lo que pueda, esta equivocación...
Anselmi, en su trato, es varonil, crudamente
varonil; tiene cosas de chico mimado, pero ja-
rnos afeminamientos de ninguna clase...
Aquella tarde corría por las encinadas del
Pardo como un chicuelo travieso; se internaba
entre los chaparrales, fingiéndose el salvaje
197
EL CABALLERO AUDAZ
de la selva; imitaba a Belmonte, dando recor-
tes a un toro imaginario con su largo gabán
marrón; se revolcaba por el suelo, y tenía en
todo instante una broma infantil para cada
uno de sus amigos... Solamente se quedaba un
poco perplejo cuando alguien le recordaba que
dos días después tendría que cantar Los pesca-
dores... en el Real.
Físicamente, todos conocéis a Anselmi... Su
bella presencia personal es la de un buen ar-
tista: pintor, violinista, escultor y tenor...
Alto, de proporciones gallardas, de movimien-
tos arrogantes, siempre está en possc de retra-
to. Su cabeza es una cabeza de estudio...: re-
donda, de tez terrosa, de facciones bastas,
pero armónicas, ojos azules, mirada alegre y
casi siempre interrogadora. Su frente, espa-
ciosa, demasiado prolongada, porque sus lar-
gos cabellos ondulados comienzan ya a aban-
donarla... Habla mucho y ríe mucho. Y su
charla, muy pintoresca, revela una sólida cul-
tura... De todo sabe un poco, y su alma, un
algo soñadora, siente, sobre todas las cosas,
la filosofía optimista...
—Yo, mi querido señor— me decía, sentado
bajo una encina—, siento la necesidad de leer
mucho..., y después escribo un poco,,. Hago
literatura..., pensamientos filosóficos que sur-
198
1
LO Q U B se P o í? MI
gen de mi choque con la vida... ¿No? ¿Me en-
tiende?
Esta preg^unta me la hizo porque se expre-
saba en italiano...
—Si; le entiendo; pero ¿no habla usted es-
pañol?
—¡Oh! No. ¡Muy mal!... Francés, bien; in-
glés, casi bien, y español, mal. .. No es posible
hacer diversas cosas a la perfección; la ener-
gía intelectual no da tanto de sí... Gracias
que se consiga dominar una materia, no a la
perfección, porque perfecto no hay nada... Es
decir, sí..., una cosa...: Eso...
Y Anselmi señalaba al cielo, que aquella
tarde era de un azul cobalto transparente. El
sol iba hundiéndose tras los lejanos confines
de la Casa de Campo. El tenor jugueteaba con
su bastón, haciendo rayitas en la tierra...
— ¿Ama usted mucho el campo? — le pre-
gunté .
—Y ¿cómo no amarlo, mi querido señor?...
¿Quién, teniendo un alma de artista, no siente
la voluptuosidad de la Naturaleza?... Yo amo
el campo, y lo necesito para la robustez de mi
garganta y para el recreo de mi espíritu. . .
— ¿ Ha estado usted unos días algo afó -
nico?.. .
—Si,,,, ^í¡ bastante,.. Me he pasado sin ha*
199
B L CABALLERO AUDAZ
blar absolutamente nada tres diab... Mi larin-
ge es muy delicada, y siempre que vengo a
Madrid se asusta de los cambios tan bruscos
de temperatura... Es un tributo que vengo
pagando todos los años, como el hotel y el
coche...
—¿Usted es romano?...
— No.. ., no, mi querido señor. Yo soy sici-
liano... Nacido en Cattaro... jOh, mi Sicilia!...
Y las pupilas azules de Anselmi miraron con
melancolía al cielo. . .
Yo continué . . .
— ¿Pertenecía usted a una familia hu-
milde o...?
No me dejó terminar.
—¡Oh!... ¡No!... Mis padres eran los Mar-
queses de ..., célebres artistas trágicos. Y
mi infancia al lado de ellos era estar en la
gloria...
—Desde pequeño, ¿tenía usted gran afición
por la música?...
—Locura; con una caña con agujeritos he-
chos por mi tocaba todo lo que oía... En vista
de esta pasión, mis padres resolvieron que
aprendiese el violín... A los diez y seis años
era un concertista .muy afamado, que ganaba
mis buenas liras... Ocho años estuve siendo el
artista del violín...
2C0
LO Q U B .^^ B _P P_J:__a J
—¿Y cómo iué descubrir sub coüdiciones de
tenor?
—No sé cómo. .. El violín se encariñó de ello.
Yo quería cantar como mi violín. El fué mi
maestro; por eso lo amo tanto... El violín es el
corazón de mi arte; la laringe, sólo una facul-
tad... Yo no tuve jamás maestro... Dice Aris-
tóteles que «el mejor maestro de uno es uno
mismo...» A esto me atengo siempre,
— ¿Dónde cantó usted por primera vez?
—En Genova, y canté J^igolctto.
—¿Y desde entonces triunfó usted?...
Anselmi rió con una modestia infantil.
—¿Triunfar?... ¿Triunfar?... Yo sólo debo
decir que desde entonces vengo cantando, y
de eso hace ahora, precisamente, catorce
años.
—Pues ¿qué edad tiene usted?...
—Treinta y ocho años. ..
Hizo un gesto de cómica pesadumbre; des-
pués murmuró:
—¡Muchos años!... ¡Muchos!... ¿Verdad?
Ya llevo gastada más de la mitad de mi
vida . . .
—¿Cuánto dinero habrá usted ganado en
todo el tiempo que lle\'a trabajando?
— Quince o diez y seis millones de francos...
—¿Y los conserva usted?. ..
201
E t CABAL LñfíO AUDAZ
—¡Oh! No, señor. Yo apenas tengo para vi-
vir... ¡Que ya es bastante tener!. .. Créame...
—¿Ante qué público le grusta a usted más
cantar? . . .
Anselmi dudó un momento. Al fin se de-
cidió...
—En los países latinos, porque son de mi
raza y de mi espíritu... Exteriorizan sus im-
presiones artísticas, y esto, que es muy temi-
ble, también resulta muy agradable... Yo tra-
bajo en Madrid, y si gusto, el público me
idolatra. .. ¡Ah, si no gusto, me castiga!. ,. En
Inglaterra o Rusia, para saber si gusto hay
que ir a la taquilla...
—Me han dicho que le teme usted mucho al
público de Madrid...
—Yo, mi querido señor, soy un artista que
tiene conciencia de su arte y de lo que cobra,
y, como es lógico, todos mis esfuerzos y mis
sentidos los pongo en hacerme digno de mi
fama y de que mi sueldo sea bien ganado...
Así es que yo, que, como buen siciliano, tengo
el corazón de acero, que no se amilana ante
ningún peligro, cuando voy a cantar tengo
miedo... ¡un miedo espantoso!... Sobre todo,
al paraíso...
Y el artista hacía gestos de terror. .. Prosi-
guió:
202
I. o Q U ñ SE POR A/ /
—La noche aíites y la noche después de ha-
ber cantado, jamás duermo. Esto le dará a us-
ted justa idea de mi excitación nerviosa... ¡P"s
tan sumamente delicado mi arte!... Sostenien-
do una conversación, usted y yo y todo el
mundo tiene a veces un titubeo, o se equivoca,
o tropieza; pues bien: si cantando ante las seis
u ocho mil personas que están pendientes de
la frágil garganta de un artista le ocurre algo
de esto, se ha hundido para siempre... ¡Esta es
mi profesión!... Un torero puede tener una
tarde mala; pero en otra, si tiene suerte, reco-
bra su prestigio. Un cantante, no. Un cantante
está perdido.
—¿Y piensa usted retirarse pronto?
Anselmi me miró sorprendido .
—Mientras que tenga facultades y arte, no...
Yo no soy un artista de órgano; soy un artista
de cerebro y de corazón...
—¿Es usted ahorrativo?...
—¡Oh, mucho, mucho!...— dijo con afecta-
ción cómica—; pregúnteselo usted a mi queri-
da esposa... Ella es mi administradora... Des-
de un año que estuve en Portugal y dejé allí
todos mis sueldos y tuve que pedir dinero a
casa para regresar, ella tomó la resolución de
acompañarme.
Anselmi reía como un chicuelo travieso.
203
n L C A B A L L P. Q o AUDAZ
— cUuc vida hace usted?...
—Consagrado a mi profesión.
—¿Se levanta usted temprano?...
—A las ocho... Estudio, leo mucho, escribo
alguna literatura para mi uso particular, y es-
cribo música... Aquí, en España, como com-
positor no se me conoce; pero yo tengo más
de cien composiciones...
—¿Qué es lo que le gusta más de la vida?
— La mujer y la música; son los dos polos
de todos mis sentimientos... Por la música y
la mujer lloro, río, canto y vivo... ¡Nada más
adorable! Cuando yo estoy triste, apenado,
corro a refugiarme en las caricias de mi dama
o en las notas de mi violín... Los besos y las
palabras cariñosas de ella vuelven a mí la ale-
gría de vivir; mi violín me trae la poesía de la
vida... Un hombre no es nada; un hombre y
una mujer es la vida; un hombre, una mujer
y una buena música es la felicidad.
El tenor se expresaba con apasionamiento,
acompañándose con gesto de artista que sabe
sentir hondamente.
—Y dígame usted, Anselmi: ¿recibirá usted
muchas cartas perfumadas de amor?...
—Siempre se exagera... La mujer es atraída
por el que triunfa. ¡Pero no hasta el punto de
enloquecer, ni mucho menos! De rez en cuan-
204
LO QUE 55 pop MI
do recibo alguna epístola de la pobre niña que
cree encontrar en mí al caballero de Grieux
que yo represento. Si me viesen fuera de es-
cena, rectificarían en seguida. Claro, yo me
abstengo de desvanecer estas quimeras, por-
que lo más bonito que hay bajo el cielo es un
sueño dorado en una cabecita de veinte años,
dorada también, si es posible.
Anselmi consultó su reloj de oro, donde, en
vez de cifras, están puestas las letras de su
nombre y apellido , y de un salto se puso
en pie :
— Son las cuatro menos cuarto , y a las
cuatro tengo ensayo, mi querido señor. . . Va-
monos...
Y echamos a andar.
Amalia, la bella dama de Anselmi, montó
en su automóvil, acompañada por Senarega y
por Fabra, dos íntimos amigos del maravilloso
tenor. Anselmi subió a nuestro aido con Cam-
púa y conmigo...
Y conforme nos íbamos acercando al teatro
Real, su espíritu iba nublándose. . .
—lOh, qué cara cuesta la gloria!...— pensa-
ba yo al observar este fenómeno...
203
^VJ!^'
¡ELLOS
ün aplauso, un poco alborozado y muy en-
tusiasta, de todos los que en silencio habíamos
escuchado la melancólica composición, premió
la labor musical de don Narciso López. El, en-
tonces, girando sobre la banqueta del piano,
se volvió a nosotros, sonriendo un poco confu-
so y muy agradecido, de igual manera que,
durante veinte años, desde su plataforma de
director de la orquesta de Apolo, se volvía a
reverenciar a «su público» y a recibir los
aplausos que le prodigaban . . .
Ahora estábamos en el manicomio de Es-
querdo, en el pabelloncito coquetón del di-
rector, y después de una comida de invita-
dos—esas comidas que pesan en el estómago y
en el espíritu—, con la cual don Jaime Esquer-
do ha querido agasajarnos a Pepe Campúa y
a mí, que hemos acudido a este lugar, no sola-
mente con el propósito de hacer una informa-
1 4- II 209
EL CABALLEUO AUDAZ
ción un poco triste, sino también con el deseo
(le preparar el camino por si algún día— ¡quién
sabe!...— la razón nos abandona y, ausentes
de alma, tenemos que cobijarnos en este trági-
co hogar de la locura . • .
Y el gran artista don Narciso exclamó con
voz transida de tristeza:
—Esta melodía es un capricho musical que
he compuesto en mi celda del manicomio du-
rante mis amargos días de demencia.
Hubo un silencio, durante el cual en mi ima-
ginación saltaban y se repetían las notas pere-
zosas y tristes que acababa de oír. Era una
hermosa melodía dulce y melancólica que bien
claramente nos hablaba de un alma nublada,
de un espíritu torvo. . .
—Don Narciso ha estado muy mal . . . muy
mal— nos informó don Jaime—. Su monomanía
era de persecución. Ya, por fortuna, está com-
pletamente curado, y antes de primero de año
le daremos el alta y. . . a vivir, a volver a sus
labores artísticas.
—¿Recuerda usted sus días de locura, don
Narciso?— le preguntamos.
— Sólo he olvidado seis u ocho días... Del
resto me acuerdo como de un sueño. ¡Una pe-
sadilla horrible! . . . Mire usted, me ahogaba de
melancolía y de terror. En todo el mundo veía
210
LO Q U B SE POR Mí
deseos de asesinarme... Mi familia, mis po-
bres hijas, al ver mi desvarío, lloraban, sin
poder contenerse... ¡Espantoso, espantoso,
amigo ^ mías!. . . Yo, antes de volver a ese te-
rrible estado, prefiero la muerte... ¡Sí, la
muerte mil veces!. . . ¡Es horrible!
De los ojos del maestro brotaban lágrimas, y
poco faltó para que nos contagiase su llanto...
—La mejor prueba de que está curado en
absoluto y para siempre es que recuerda los
días de demencia— explicó Esquerdo; y des-
pués, señalándonos a un caballero alto y co-
rrecto, de ojos azules, que estaba sentado junto
a mí, prosiguió—: Aquí, don Carlos Montoro,
a quien he tenido el gusto de presentar a us-
tedes durante la comida, también estuvo muy
mal, y ya, por mi parte, está dado de alta y,
cuando él lo desee, puede abandonar el mani-
comio.
— ¡Ah!, ¿también?. . .—murmuré yo, fijándo-
dome atentamente en el aludido. Era joven,
guapo y correcto. . . Sus ojos, azules, color de
acero, expresaban una melancolía infinita,
pero una melancoh'a serena que le daba más
interés.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?...— le
pregunté.
—Cerca de cinco años.
211
t L CABALLERO AUDAZ
—Entonces entró usted muy joven.
—A los veinte años.
— ¡Ah, caramba! A la edad de las gran-
des quimeras y de las intensas pasiones. ¿Tal
vez? . . .
— Sí— lamentó el caballero, sonriendo—, yo
enloquecí por una mujer... No comprendo,
pero fué así.
— Cuénteme... cuénteme... Será interesante.
—Nada, una novia que tenía desde niño allá
en Málaga, de donde soy. Mi carrera de mari-
no me obligó una vez a hacer un viaje largo...
Cuando volví ya no era aquella mujer mía.
Otro hombre supo cogerla por el corazón me-
jor que yo... Se había casado. Al darme mi
madre la noticia me pareció que el mundo me
aplastaba y perdí la razón... Una locura fu-
riosa... Recuerdo de ella: Como si unas lla-
maradas hubiesen invadido mi ser y, sobre
todo, mi cerebro... Para calmarme, sentía la
necesidad de destruir todo lo humano y lo di-
vino. . . Matar era mi obsesión. . . ¡Pobre ma-
dre mía! ¡Cuánto sufrió durante los días que
estuve en casa! ... Al íin me trajeron al mani-
comio. . . Cuatro años permanecí preso de mi
demencia. . . Cuatro años fascinado día y no-
che por la imagen de Estrella, que así se lla-
maba. Unas veces la veía ardiendo; otras, en-
212
LO QUE SE P O J^ M /
sangrentada; otras, flotando muerta sobre el
mar; otras, con cuerpo de animales raros...
Pero la veía ante mí tan precisa y tan tangi-
ble, que sólo porque sé que he estado loco me
avengo a creer que no era ella . . .
—¿Y cómo curó usted?...
—Un día, hace poco, al levantarme, me la
encontré en la salita de mi celda.
—Pero esta vez, ¿era de verdad?— pregunté,
interesado.
— Sí— medió don Jaime—. Creímos que esta
brusca emoción podía curar a don Carlos, y
solicitamos el concurso de la dama, que ya
había enviudado.
—Bueno; lo cierto es— prosiguió don Car-
los, que al verla ante mí, vestida de negro,
sentí algo así como si la mano que aprisionaba
mi cerebro me hubiese soltado, dejando paso a
las ideas normales; como si la venda que tapa-
ba mis sentidos se hubiese desprendido; ¡qué
sé yo!... como si otro sujeto que había dentro
de mí, dominando mi voluntad, me hubiese
abandonado... Es más: en aquel momento me
di cuenta de que había estado loco y que des-
pertaba de mi desvarío, y me lo expliqué
todo... hasta la presencia de Estrella allí...
No era ni su sombra... Había envejecido y se
había desmejorado horriblemente... Recuerdo
213
EL CABALLERO AUDAZ
que, al advertir su turbación y su miedo, lo pri-
mero que le dije, después de saludarnos, fué:
«Eres cobarde, mujer; tiemblas de terror por-
que te crees a merced de un loco; tranquilíza-
te. Lo he estado; pero ahora mismo estoy bien;
tú acabas de curarme...» Yseg^uimos hablando
normalmente. Y aquí viene lo más raro y lo
más triste tal vez... Aquella mujer, por la cual
yo había enloquecido, conforme íbamos ha-
blando y yo la iba observando se alejaba de
mi espíritu, hasta que llegó un momento en
que no me expliqué que yo hubiese estado
enamoradísimo de ella... Al final de nuestra
entrevista me era indiferente; es más: me pe-
saba un poco su conversación, porque no tenía
nada que decirle ni me interesaba nada de su
vida... Al verla marchar exclamé al oído de mi
enfermero: «¡Y que yo haya estado loco por
esa mujer!...»
— Y desde entonces está bien— terminó don
Jaime—. Pero vamos a visitar el estableci-
miento antes que se vaya la luz...
Salimos al jardín... Era una tarde dorada,
pero fría. Por los paseos estaban diseminados
los enfermos, recibiendo la caricia del sol...
Unos hablaban solos; otros paseaban febril-
mente, poseídos de una inquietud mecánica;
los más hacían gestos incomprensibles; algu-
214
LO QUE SE POR MI
nos proferían gritos inarticulados e incoheren-
tes.. . A nuestro lado , un muchacho joven
simulaba tocar el víolín, sin tener el instru-
mento, sino con las manos en flexión, y se con-
gestionaba como si en efecto estuviese hacien-
do un gran esfuerzo corporal... Era horroroso
el espectáculo. Daban ganar de huir... Nuestra
presencia llamó la tención de pocos, pues los
más nos miraban indiferentes, como si no nos
vieran. Y los ojos de aquellos hombres, cuyos
andares vacilantes de sonámbulos eran trági-
cos, imponían..., unas veces, por su vago mi-
rar, y otras, por su demasiada expresión...
—¿Cuántos enfermos hay en la actualidad?
—le pregunté al Director.
—Ciento setenta y siete hombres y ochenta
mujeres.
—¿Luego abunda más la locura en el hom-
bre?...
-No, señor; es que la mujer es más fácil de
manejar, y las familias no se deciden a traer-
las al Sanatorio.
—¿Cuál es la locura más frecuente?
—Delirio de grandezas, que se agudiza más
fieramente mientras más inteligencia y más
cultura tuvo el sujeto.
—¿Quiénes están más predispuestos a la
enajenación mental?
215
EL CABALLERO AUDAZ
—¡Oh!, los sujetos de gran capacidad inte-
lectual. Aquí, ya verá usted, hay individuos
de una cultura extraordinaria y de una fanta-
sía portentosa.
—Esta enfermedad, ¿es hereditaria?
—Casi siempre... En muchos casos ataca a
los hijos de los alcohólicos, y otras veces se
produce como consecuencia de enfermedades
adquiridas en vida crapulosa.
—¿Y se curan muchos?...
— Sí, bastantes, si la enfermedad ataca al
sistema nervioso; cuando se aloja en el cere-
bro, es casi imposible... Aquí damos de alta
completamente curados un quince por ciento
anual.
—¿Qué procedimiento emplean ustedes?...
—No es posible concretarse sobre esto. Cada
caso pide un tratamiento distinto; el g-eneral
es la alimentación, la tranquilidad y la higie-
ne; que el individuo recobre el sueño, lo que
conseguimos por medio de hipnóticos, y al mis-
mo tiempo le vamos medicinando levemente,
y por medio de la persuasión, sin contrariarlo
grandemente, procuramos desvanecer sus
sombras y sus inquietudes.
—Cuando están furiosos, ¿se les castiga?...
—jamás. Por lo general, los enfermos todos
son furiosos si se les contraría bruscamente, y
216
LO QUE S B POR MI
como aquí no se emplea ese procedimiento,
raro es el caso de un enfermo furioso. . . Si tal
ocurre, se le aisla y se le vig"ila conveniente-
mente. . .
—¿No se les permitirá usar armas?. . .
—¡Quite usted, por Dios!... Ni a los enfer-
meros siquiera. . . El reglamento lo prohibe.
Resueltamente, y como un hipnotizado, se
acercó a nosotros un enfermo... Tendría trein-
ta y cinco años, y conservábalas líneas y el
aspecto de un gran señor. Sus ojos ahuevados
miraban quietamente.
—Este caballero— me advirtió don Jaime-
es profesor de Ciencia y padece delirio de
grandezas. ..—Después, dirigiéndose al enfer-
mo, prosiguió—: Buenas tardes, don Alberto.
Estes señores son unos amigos que desean ha-
blar con usted.
—¡Hablarme a mí!— exclamó el loco, sor-
prendido y mirándonos fijamente—. ¿Y sabéis,
acaso, quién soy yo? Yo soj" Alfonso XIII,
Guillermo II, Nicolás I, Jorge V. . . Soy todos
los monarcas del mundo involucrados en uno
solo verdadero... Tiburcio... Anacleto, Pas-
cual . . . , Robustiano.
—¿Son sus nombres de usted?...
—¿Mi nombre?... ¿Mi nombre?... No sé cómo
me llamo; por eso siempre firmo con cuatro o
217
EL CABALLERO AUDAZ
seis nombres... Yo he sido herido en los Bal-
kanes anteayer; pero quedé como un valien-
te... En cada bolsillo llevo a un monarca... He
aquí a Jorge V—y al decir esto sacó del bolsi-
llo el pañuelo de las narices—; he aquí a Nico-
lás II— y sacó una cajetilla—; he aquí a Alfon-
so XIII—}'' sacó una bufanda—, 803' el hombre
más libre del Universo... Y teng:o más millo-
nes que nadie... Bueno, hablo todos los idio-
mas, ¿a que no me entendéis?... Harasipní;
harasipón chi per i pitón cu a cua. Es el ruso,
imbéciles.
La conversación lenta, seria 3' sentenciosa
de aquel enfermo la interrumpió otro; era más
viejo. Se acercó, y nos dijo, acompañando sus
palabras con un gesto de conmiseración:
— No le hagáis caso... El señor está comple-
tamente ido...— Y sin atender la mirada fulgu-
rante del compañero, prosiguió—: Yo pongo
huevos y doy el do de pecho... Ahora estoy
criando masa encefálica; pero no puedo llegar
a constituirla por completo, porque los alimen-
tos que nos dan en esta casa son muy malos:
carnes rojas en particular; ¿y quieren ustedes
decirme cómo se puede formar masa gris co-
miendo carne roja?... Imposible...— Y tras de-
cir esto, se alejó riendo escandalosamente.
Pasamos por una galería donde estaban gru-
218
LO Q U ñ SE POR MI
pos de locos jug^ando a las cartas y a las
carambolas; los paños de las mesas estaban
llenos de «sietes». Todos nos saludaban respe-
tuosamente, y muchos se acercaban a hablar-
nos de su manía... Uno era adivinador de pen-
samiento. Otro tenía cuerpo de caballo... Es-
querdo nos iba informando de aquellas vidas
trágicas.
Subimos a las celdas. Muy limpias, muy so-
leadas,.. Al fin llegamos al cuarto de Emilio
Carreras... ¡Pobre Carreras!... Allí estaba,
postrado en una gran butacona, cubierta su
cabeza por una clásica gorrilla madrileña. Era
el mismo que tanto nos hizo reír con su gracia
chispeante desde el escenario de Apolo... Y él,
que tantas neurastenias quitó con su arte ma-
ravilloso, ahora era devorado por la locura...
Como su rostro no expresase nada al ver-
nos, le pregunté:
—Emilio, ¿no me reconoces?
El alzó los ojos y me miró con frialdad. . .
Aquella mirada entre idiota e indiferente la
sentí en el corazón... Hubo un penoso silen-
cio y...
—Somos nosotros, Emilio— le dijo Campúa,
apretando cariñosamente su mano...
Nada, no despegó sus labios. La misma mi-
rada y la misma indiferencia... Era tremendo
219
EL CABALLEJ^O AUDAZ
aquello... Estábamos ante un muerto en vida...
Con las lágrimas en los ojos abandonamos al
amigo . . .
Y como esta información se hace demasiado
larga, y no quiero que digáis que 5^0 también
he perdido la razón escribiendo, dejo para mi
próximo artículo el hablaros de ellas, de las
pobres locas...
220
¡ELLAS!
Y penetramos por una pequeña puertecita
que había en la reja en el patio de las locas.
Era amplísimo y cuadrado. Por los soporta-
les y por el surtidor que tiene en el centro da la
sensación sedante del patio de un claustro. So-
bre los bancos de madera y sobre los escalones
que dan acceso al interior del edificio estaban
sentadas las pobres locas. Nuestra entrada fué
acogida con gritos extraños y con agudas car-
cajadas: carcajadas trágicas que nos transían
con un calofrío de terror. Las había jóvenes y
viejas, frescas y marchitas, repugnantes y de-
seables. Sin embargo, advertí que eran más
numerosas las mujeres bellas. ¿Por qué?... No
sé. La locura es posible que tenga buen gusto
y prefiera tejer su hábito blanco con las almas
221
ñ L CABALLERO AUDAZ
más halag-adas. Casi todas llevaban flores en la
cabeza, y las que no, hierbajos. También mu-
chas tenían los cabellos sueltos.
—¿Qué locura es la más frecuente en la mu-
jer?—le preg^unté a don Jaime.
— La genésica. Sin embargo, se repiten los
mismos casos que en el hombre. ¿Ve usted
aquella rubia que está enseñando las piernas?
Es la marquesa X; su monomanía es de perse-
cución.
Yo miré pasajeramente a la aludida; pero la
que más llamaba mi atención era una damita
de unos veinte años que, apo5'ada en el muro,
se abrasaba de melancolía. Llevaba esparcida
sobre los hombros la negra melena. Su rostro
tenía una belleza extraordinaria. Al acercar-
nos nosotros, la hermosísima loca alzó sus ojos
negros y nos miró con una avidez muda...
Después avanzó de puntillas hasta mí, y con
una voz muy queda y muy trémula, voz que
parecía un suspiro de su ser, exclamó:
—¿Eres tú, Luis? . . .
— vSí, yo soy — la contesté.
Un ansia fulguró en las negras pupilas de la
loca.
—¿Tú?-..— volvió a preguntarme.
Y aquel asombrado ¿/z?.^ expresaba bien cla-
ramente el por qué de aquella locura de amor.
222
LO Q U B S B POR Mí
—Sí, yo— torné a mentir, en mi afán de bu-
cear en los laberintos de aquel espíritu.
— A ver si tienes la cicatriz.— Y al decir esto
me quitó el sombrero, y con sus ojos fijos y ex-
tasiados me examinó la frente.— No; no tienes
la cicatriz que yo te hice... No; tú no eres mi
Luis. . . Mi Luis ha muerto. . . Yo le he matado. . .
Yo le he matado. . .
—¿Cuándo le ha matado usted?
—Ayer..., esta noche... No sé...; pero le he
matado. Le veo en el otro mundo.
Y los ojos de la bella loca quedaban fijos y
suspensos en el aire, mirando al lado opuesto
a nosotros, como si en realidad una dulce vi-
sión la fascinara.
—¿Por qué está loca esta mujer?
—Es un caso original— nos explicó Esquerdo
confidencialmente—. Esta señora es sevillana;
pertenece a una de las principales familias de
Andalucía. Se llama Carolina Sanz. Pues bien:
a los diez y siete años— hace tres— se casó, en-
amoradísima, con un militar... Tuvieron un
hijo... Una noche, esta dama soñó que su ma-
rido le era infiel y que estaba allí mismo, a su
lado, amando a otra mujer... Se levantó del
lecho, fué al despacho, cogió la pistola y dis-
paró tres tiros sobre el lecho conyugal, donde
dormían tranquilamente el marido y el hijito...,
Í323
EL CABALLERO AUDAZ
con tan mala suerte, que a los dos los dejó allí
muertos... Desde entonces está enferma, y en
su monomanía de interpretación cree ver en
todos los hombres al esposo asesinado.
—¡Es espantoso!...
Mientras que hablábamos, una mujer de unos
sesenta años le hacía guiños desvergonzados y
deshonestos a Pepe Campúa. ..
—¡Qué rico eres!... ^¡Mírame, ladrón! ¡Ay,
qué ojos tienes!... ¡Qué ojos!... ¡Qué ojos!...
Al mismo tiempo, con el cuerpo gordo y ba-
rrigudo hacíale contorsiones cómicas... Era
muy triste aquello, espantosamente triste; pero
reíamos todos...
—¿Es usted el inspector de manicomios?...
—me preguntó upa joven menudita y linda,
con los cabellos prematuramente grises .
—Sí, señora, ¿qué desea usted?...
—Quería decirle a usted que yo estoy aquí
recluida indebidamente, por mandato de mi
marido, que es un canalla...
—¿Y eso?...
—Pues nada; que él quiere estar libre para
gastarse mi fortuna en juergas y con otras mu-
jeres... A fuerza de dinero ha conseguido que
me declaren loca; pero yo, señor, no estoy loca;
jse lo juro a usted!... Estoy desesperada de ver-
me aquí, entre esta pobre gente.
2*24
LO QUE SE POR MI
Era tan sensata toda la conversación de esta
mujer, que a mí me sorprendió, y dirigiéndo-
me a don Taime, le dije:
—Esta señora parece más cuerda que nos-
otros.
Esquerdo sonrió mi inocencia, y sonriendo
a la pequeñita dama, le preguntó:
— Vamos a ver, doña Blanca, ¿qué piensa
usted hacer al salir de aquí?...
— ¡Ah, hijo mío!... Volveré a mi casa...
— Y en su casa hará usted una vida correcta.
— Ya lo creo... Con un poco de libertad, por-
que yo soy partidaria del amor libre... La
noche que se me apetezca y lo tenga por
conveniente me marcharé por ahí con quien
quiera...
—Eso no me parece bien, doña Blanca— in-
tervine yo.
— ¡Ah, no!... ¿Y, en cambio, le parecerá mag-
níficamente marcharse usted?...
—El hombre...
—¡Qué el hombre ni qué ocho cuartos! Dios
le dio la misma naturaleza al hombre que a la
mujer, y no vamos a hacer caso de la cochina
sociedad, que quiere esclavizarnos a las seño-
ras... ¡No y no!... Y si sigue usted contra-
riándome, le doy dos bofetadas que le quito la
cara.
t&-i( 22»
EL CABAL VE ü O AUDAZ
—No; descuide usted, doña Blanca— excla-
mé 3'o, un poco alarmado por la amenaza—.
Usted, siempre que hable conmigo, llevará
razón.
—¡Pues no faltaba más!— se quedó murmu-
rando, mientras nosotros seguíamos recorrien-
do el patio.
— ¿Qué? — me dijo el Doctor—. ¿Está loca
o no?
— Loca completamente— contesté rápido—.
Y dígame usted, Doctor... Estas pobres gen-
tes, separadas por el abismo de la inconscien-
cia de sus familias, ¿cómo pasan la Noche-
buena?...
—Lo mejor posible... No crea usted, procura-
mos que se diviertan, y casi lo conseguimos. ..
Esta noche es la única noche del año en que
cenan reunidos ellos y ellas... La cena es ex-
traordinaria; a base, como es natural, del clá-
sico besugo, y les servimos la mesa el personal
directivo y facultativo del manicomio. Después
se celebra una función de teatro, en la que to-
man parte enfermos y enfersias... Y más tar-
de se baila y se canta... No crea usted, lo pa-
san bien.
—¿Sabe usted que me agrada todo eso? Yo,
si usted me invita, vendré este año a pasar la
Nochebuena con los locos.
226
LO QUE SE POR MI
— Invitado... Nos ayudará usted a servir la
mesa.
Una muchachuela de quince o diez y seis
años estaba mu^' entretenida ai lado de la verja
poniéndose hojas de palmera sobre sus cabe-
llos rubios... Mu}^ linda y muy angelical era la
muchacha. Su rostro, inmóvil, espantosamen-
te inmóvil, no expresó nada al vernos... Yo la
hablé:
—¿Señorita?...
Su faz siguió insensible, expresando sólo
una infantil inconsciencia, que era la fija in-
sensatez de su dolor.
-Esta señorita quedó loca a los siete años...
No sabe de la vida más que hay flores y que
Dios la acompaña siempre. . .
Ella, al oír el nombre divino, rompió su si-
lencio en una extraviada alegría...
—Sí, Dios... ¿Tú ves a Dios..., juanito? Vo
le veo..., le siento..., me sigue a todas partes...
Miradle... Miradle.— Y con su larga y pálida
mano de princesita de leyenda nos señalaba,
ellos...
Caía ya la tarde cuando Campúa y yo regre-'
sábamos a Madrid... El sol, en medio de una
mancha purpurina, daba los últimos estertores,
tiñendo los campos con su resplandor de ho-
237
ñ L CABALLERO AUDAZ
güera y fundiendo en un tono rojizo toda la
gama de colores campestres. El «^w/o corría, y
el manicomio quedaba a nuestra espalda. Cam-
púa y yo íbamos abismados en muy tristes
pensamientos... El fué quien rompió el silencio:
— .-Sabes lo que estoy pensando?— me dijo.
-Sí.
— ¿Qué?— inquirió.
—Estabas pensando lo mismo que yo; que si
fueran muy frecuentes estas visitas al manico-
mio, terminaríamos por enloquecer.
—Justo— afirmé.
Lector: es mucho más triste un manicomio
que un cementerio .
298
El doctor Serrano impregnó un algodón en
iodo, y después, entre chirigota y chirigota, lo
colocó sobre la roja herida del torero, cuya aber-
tura tenía el tamaño de un duro. Campúa no
pudo resistir una exclamación de horror, al
mismo tiempo que, volviendo la cabeza hacia
el balcón, esquivaba la cura cruel. Yo me con-
traje involuntariamente, como si hubiera roza-
do por mis carnes la tortura del herido. Él, en
cambio, permaneció frío, indiferente, como si
nada fuera con su cuerpo. Ni un estremeci-
miento, ni una contracción. Apenas desvane-
cióse un instante su perenne sonrisa . Era un
valiente este gitano.
Alguien, un literato, un torero o un artista
de los que estábamos allí, admirado de su es-
toicismo, le preguntó:
—¿Qué, ¿no te pica, Juan?...
229
B L CABALLERO AUDAZ
— Qui... quid, ho... hombre— repuso él con su
leng^ua tartamuda y con su habitual buen hu-
mor—. Si... esto da ma... más gusto que la Ban-
da Municipal.
Todos reímos.
"EX fenómeno estaba recostado de ríñones so-
bre su elegante lecho inglés de caoba ma-
queada. Casi desnudo. Una camiseta y unos
calzoncillos de seda cubríanle las carnes, de-
jando al descubierto sus recios brazos de puja-
dos músculos. Por entre la camiseta asomaba,
pendiente de una cadenita de oro, un manojo
de medallas: las reliquias del matador, que él
besa con frecuencia. Seguramente, allí estaría
la Macarena.
En el cuadrante de hilo quedaba recortado el
perfil absurdo y desquiciado del lidiador. Su tez.
macilenta, casi broncínea; sus dientes, blanquí-
simos e iguales; sus ojos, negros, que miran pro-
funda y melancólicamente desde las cuencas
hundidas; las mandíbulas, desencajadas, como
las délos Austrias, que imprimen en los ros-
tros que así las tienen una simpatía sugesti-
va... Pulcramente peinado, j»^ la coleta, como
una culebrilla de ébano, trepaba retorcida por
su nuca, quedando prendida por una horquilla
invisible en el alisamiento de la impecable
raya.
230
LO QUE SE POR MI
Cuando hubo acabado el médico de vendarle
el muslo, nos preguntó:
— Qué, ¿nos vamos a dar un paseo?
—¡Vamonos! — aceptamos.
Ayudado por Conde, su mozo de estoques,
comenzó a vestirse rápidamente. En un mo-
mento quedó el torero hecho un dandy dentro
de un elegante traje negro . No le faltaba un
detalle de buen gusto. Cogió un bastón, y sali-
mos. Un /7»7(9r^ y un grupo de chicos nos es-
peraban en la calle. Al aparecer el torero
hubo una exclamación: «¡Eh! ¡Belmonte! ¡Bel-
monte!...>
—¿Está usted mejor?— se acercó un chicuel®
a preguntarle.
—Sí, hombre— repuso el torero en condes-
cendiente broma— . ¡Se vive... de milagro; pero
se vive!
Después, volviéndose a nosotros, comentó:
—¿Ha visto usted qué respetuoso es ese cha-
val? Es raro, porque, generalmente, suelen de-
cirme: «¿Qué tal, Jiíaniyo?*
—Y ¿a usted le hace gracia eso? Me parece
que no, ¿verdad?
—Hombre, a mí no me gusta que me tutee
nadie a quien yo no tuteo: es un mutuo respeto
al que tenemos derecho todos los hombres.
Se acercó un pobre a pedirle limosna. El le
231
B L CABALLERO AUDAZ
dio un duro. En seguida, otra, y otro duro. Nos
acomodamos en el coche, que partió con direc-
ción al Retiro. Y empecé preguntándole:
—¿Cuándo podrá usted torear, Juan?
— ¡No sé; veremos! Si esto sigue progresan-
do, tal vez el diez y seis en Málaga. Esta noche
me voy a Sevilla con objeto de entrenarme un
poco.
Belmonte, por el defecto de su lengua, habla
lentamente, pero con corrección. Cecea mu-
cho, y en el trato es todo lo contrario de lo que
aparenta ser en la plaza. Charlando con él,
desaparece el melancólico, el taciturno, el trá-
gico del redondel, y se nos muestra bromista,
risueño, alegre, superficial. Su espíritu es el de
un niño de pocos años; cualquier chiste le hace
reír. Las cosas más serias, al pasar por su
conversación, recogen una broma oportuna.
Su mirada es la de un hombre inteligente, que
quiere enterarse de todo.
—¿Cómo nació en usted la afición a los toros,
Belmonte?
—Hombre, eso sí que no puedo decírselo. Yo
creo que lo llevaba en la masa de la sangre.
Allí, en Sevilla, como usted sabe, existe la ob-
sesión del toreo. No se vive más que para los
toros. Todos torean. Raro es el camarero que
mientras le sirve a uno un chato de Montilla o
232
LO QUE S B P O Q Mí
un ponche de café no le da al parroquiano una
verónica con el paño o un pase natural con la
botella del agua. Y este ambiente es el que for-
ma desde la niñez al torero. Yo allí, con los
chicos de Triana, en vez de jugar a otras co-
sas, había formado una cuadrilla y dábamos
corridas, donde nos revolcaba el toro de
mimbre,
—¿Dónde toreó usted el primer becerro?
— Verá usted. Yo, ante la banasta, era muy
valiente, hasta el punto que se me consideraba
como el primer matador; pero los amigos me
decían: «Juaniyo, ¡qué jindama pasarías tú
delante de un becerro!» Yo, la verdad, también
lo creía. Entonces, para cerciorarme bien,
acordamos reunir entre todos un duro que
costaba torear un becerro en la Venta de Cara"
ancha; recuerdo que era tan grande mi deseo,
que puse, además del mío, el dinero que les co-
rrespondía pagar a varios de los muchachos .
Llegó el día... Yo, la noche anterior, la había
pasado sin cerrar los ojos; no sé si de miedo o
de ilusión. Nos soltaron el becerro. Usted no
puede imaginarse lo grande que nos pareció.
Ninguno salíamos a torearlo. Al fin yo me im-
puse al miedo, y fui el primero que me dirigí al
torete y le di una larga cambiada. Me resultó
tan bien, que ya me creí un Lagartijo.
233
EL CABALLERO AUDAZ
—¿Usted ya había presenciado muchas corri-
das de toros?
—Ninguna. Yo he visto muy pocas corridas.
La cuestión es que, cuando chico, me pasaba
toda la semana reuniendo dinero perro a perro
para ir a los novillos; pero lleg'aba el día de la
corrida, y me daba lástima Enastarme de pronto
la pesetilla que había conseguido juntar. Vo
salí a torear formalmente sin haber presencia-
do más que una corrida de novillos.
—Entonces, ¿quién fué su maestro?— le pre-
j^unté extrañado.
—Yo creo que en el toreo no se enseña ni se
aprende. El que sabe, sabe porque sí, y el que
no, no haj^ Dios que le enseñe. Bueno; pues
después de esta becerrada nos reuníamos una
pandilla de chicos y nos íbamos de noche a Ta-
blada. Toreábamos desnudos, porque teníamos
que atravesar el río a nado, dejando la ropa
en la orilla. Y allí, a la luz de la luna o de un
farolillo de acetileno, competíamos en veróni-
cas, en pases de pecho, y, sobre todo, en re-
volcones. Las verónicas eran mi especialidad.
Muchas veces nos sorprendió el alba vendán-
donos las heridas que nos larg-aban las vacas.
—¿Con qué toreaban ustedes?
—Con una blusilla que teníamos allí enterra-
da. Cuando estábamos llevando esta vida se
234
LO QUE SE POR MI
organizó una becerrada sin picadores, y salí yo
de matador. Me tocó un becerrete manejable,
y quedé como las propias rosas. Aquella fué la
primera tarde que me llevaron en hombros a
Triana.
Calló para deleitarse en el recuerdo; des-
pués:
—Se empezó a hablar de mí, y en una novi-
llada benéfica consiguieron sacarme algunos
amigos. Y no quiero acordarme de aquella tar-
de. Me tocó un toro veleto, que me quitó el tipo.
¡Qué fatigas pasé! Yo estaba loco, extenuado,
lleno de indignación; me abrazaba al cuello del
toro, llorando, y lo abofeteaba. Por fin, me lo
echaron al corral, después de haberme tirado
por los aires más de veinte veces y haberle
dado yo más de cien pinchazos. ¡Lo que yo
lloré aquella noche! Entonces abandoné mis
aficiones taurinas, y con unas grandes deses-
peranzas me agarré al trabajo de bracero.
Una azada y un pozo. Cavaba a destajo y has-
ta bien entrada la noche. No tenía otro reme-
dio. En casa no había una gorda, y yo era ua
zagalón que debía dar mi rendimiento. Dos
años estuve sin torear. Un día Calderón me
sacó de mis casillas. Y volví al ruedo, dispues-
to a quedar bien o a que un toro me calase defi-
nitivamente. Se dio una buena tarde. Y lo demás
225
EL CABALLERO AUDAZ
lo saben todos. Tuve una racha de suerte, y me
bautizaron con el nombre de El Fenómeno .
El trianero hizo una pausa, llena de indife-
rencia y de frialdad.
—¿Cuáles son los toros que le agradan más?
—le pregunté.
^No tengo predilección. Me da igual. Los
que salgan bravos. Yo no entiendo de toros
una palabra. Dicen que los miuras son difíci-
les, y con miuras he logrado mis mayores
triunfos. ¡Cualquiera sabe!
— ¿Cuál torero le gusta a usted más?
—Usted no me va a creer; pero yo le juro
por mi salud que no soy inteligente, ni en to-
ros ni en toreros. Yo veo que todos los compa-
ñeros que alternan conmigo torean muy bien.
No sé cuál lo hace mejor ni peor. Es más: yo
no me doy cuenta de si toreo bien o mal. Hago
siempre lo que sé: unas veces gusta y otras no.
El público sabrá por qué.
—¿Qué le parecía a usted Bombita?
—No le he visto torear nunca. Y a Machaco
le vi sólo dos veces que toreó conmigo.
—¿Usted presiente las tardes que va a quedar
bien?
Dudó unos segundos. Después exclamó re-
sueltamente:
— Le diré a usted... ¡Si! Ha}^ días en que, sin
23«
LO QUE 3 E P O í^ M I
saber por qué, sale uno al redondel mosca per -
dio y y entonces no sabe uno ni meterse en el
burladero, y otros, en cambio, estamos alegres
y todo sale bien.
—¿Ha tenido usted alguna vez miedo delante
de un toro?
— ¡Hombre, muchas veces! Mejor dicho,
¡siempre! ¿Quién es el gachó que no tiene jin-
dama delante de un toro? Ahora bien: ese mie-
do insuperable que le hace a uno perder la
conciencia de lo que es, ése no lo he sentido yo
l'amás. Para mí es preferible la cornada de un
toro a la vergüenza de una pita.
—¿Le emocionan a usted las ovaciones?
—Muy pocas veces. En la última feria de Se-
villa se me saltaron las lágrimas. La gente, de
pie, aplaudiendo, la música tocando y yo lleva-
do en hombros. Resultaba imponente.
— ¿Cuál es la tarde que ha estado usted
mejor?
—Creo que fué en Écija. ¡Qué tarde!
—¿Quién le enseñó a usted el pase de moli-
nete?
—Nadie. Un día, toreando en Huelva, me sa-
lió un toro muy bravo, con el cual me harté de
hacer cosas. Ya no sabía más, y entonces
intenté ese molinete, que no me resultó mal del
todo.
237
t L CABALLERO AUDAZ
—¿Tiene usted presentimientos de su vida fu-
tura?
—Ninguno. Yo creo a ojos cerrados en el
sino. Una prueba: yo jamás hablé a un empre-
sario para que me sacase a torear, 5', sin em-
bargo, he toreado en todas partes. Estaba de
Dios.
— ¿Es usted supersticioso?...
—Nada absolutamente. Mi mejor amigo es
un tuerto, el cual me ha estado acompañando
mucho tiempo a todas las corridas. Era lo pri-
mero que veía por la mañana y al salir a la.
plaza.
—¿Cuánto dmero lleva usted ganado?
—No sé; ahorrados, unos cien mil duros.
—¿Cuándo piensa usted retirarse?
—Cualquier día... que le tome asco a los to-
ros. Pero, ¿en qué me iba a ocupar?
—¿Ante qué público le gusta más torear?
—Me da igual. Mis mejores faenas las he he-
cho por los pueblos.
Pasó un silencio. Estábamos en el paseo de
coches del Retiro, Nos cruzamos con un auto,
donde iban dos bellas damas. Una nos arrojó
una rosa, al mismo tiempo que decía: «¡Para
Belmonte!»
El agasajado agradeció con una sonrisa. YO'
aproveché la ocasión para preguntarle:
238
LO QUE SE P O f¿ Mí
—Dicen que las mujeres le traen a usted de
cabeza.
—¡Hombre, sí, me gustan mucho!- contestó
riendo—. ¿A quién no le agrada una ít^c/í/ bien
puesta?
—¿Tiene usted novia?— inquirí.
—¡Cantará! Eso ya es querer saber dema-
siado.
—Le advierto a usted que esto no es para
contarlo.
Me miró fijamente. Después repuso con más
seriedad:
—Pues si es así, de hombre a hombre, le diré
a usted que sí: tengo novia y estoy enamoradí-
simo de ella.
—¿Y cuándo piensa usted casarse?
—Dentro de este año. Ahora, de esto le rue-
go a usted que no diga ni una palabra. Son co-
sas que no se pueden tomar a chufla.
—Ni una palabra. Juanito; pero, dígame us-
ted, ¿quién es?...
—¡Una muchacha! — contestó él, con tono
zumbón .
—Ya lo comprendo; pero, ¿cómo se llama?
—¡Dolores!— repuso el trianero gitano, sabo-
reando el nombre.
—¿De Sevilla?
—No, señor; de Madrid.
239-
EL CABALLERO AUDAZ
— ¡Ah! ¡Ya!— exclamé yo, recordando a una
bella niña de la aristocracia, hija de un alto
personaje de la política, a la cual el trianero
había brindado la muerte de su toro una tarde.
—Se llama Dolores..., y vive en la Castella-
na, ¿verdad?
Belmoiite prestó su asentimiento cou una
sonrisa.
—La misma; pero ni una palabra. ¡No sea
usted malartge!
Yo evadí, sin prometer.
Una florista le echó un clavel. Él le dio una
moneda de plata.
— Dicen por ahí que Joselito y usted no son
buenos amigos.
—Leyendas. Joselito y yo seremos dos bue-
nos compañeros, aunque los apasionados se
empeñen en lo contrario. En la plaza, ante la
muerte, todos nos queremos bien, aunque cada
uno defienda noblemente su puesto y procure
quedar lo mejor posible. ¿Qué tiene que ver lo
uno con lo otro?...
—Con qué le gusta a usted más torear, ¿con
la muleta o con la capa?
—Con la muleta.
— ¿Piensa usted poner banderillas alguna vez?
—Veremos . Pero yo soy muy poco ágil para
asa suerte.
LO QUE SE POR MI
—¿Qué aficiones tiene usted además de los
toros?
—Acosar y derribar me gusta más que el to-
reo. Después, leer y el cinematógrafo.
—Dicen que con Vicente Pastor le agrada a
usted torear más que con ningún otro.
— Me es indiferente. Eso lo dicen porque
como Vicente Pastor y yo hemos toreado jun-
tos fuera de España, suponen, con razón, que
nuestra amistad es más entrañable. Vicente
Pastor es muy bueno y un compañero muy ca-
bal. Pero en la plaza me es igual estar con él
que con otro.
Nos detuvimos en la Rosaleda. El trianero
echó pie a tierra trabajosamente. En todos los
coches que pasaban se oía la misma exclama-
ción:
— ¡Belmonte! ¡Belmonte!... ¡Belmonte el trá-
gico!
Y él reía...
16 II 241
ÍNDICE
índice
Páginas
Benaveníe 7
La Xirgu 21
Valle-Inclán 33
Tallaví 47
Los príncipes de Kapurtala 61
Guimerá 79
Luca de Tena 9^
El Sultán Muley Haffid 105
La Pérez de Vargas 119
Blasco Ibáñez 13!
Ratner, el multimillonario 145
Ricardo León 159
Onofroff, el fascinador 171
García Alvarez 185
Anselmi 197
En el hogar de la locura 207
Belmoníe 22'>
245
ÍNDICE DE LAS DIEZ SERIES
LO QUE SÉ POR Mí
(CONFESIONES DELSIGLO)
ÍNDICE -DE -LOS -TOMOS. PUBLICADOJ
indice de la primera serie.
Pérez Galdós.
La infanta Isabel.
Maura.
Cavia.
Pepito Arrióla.
Don Jaime de Borbón .
María Guerrero y Fernando
Díaz de Mendoza.
Dicenta.
Palacio Valdés.
Borras.
Unamuno.
Condesa de Pardo Bazán.
Manolo Bueno.
<Azorín».
Vives.
Pío Baroja.
Duquesa de Canaleias.
En el barrio Gañí.
Bombita.
índice de la segunda serie.
Benavente.
La Xirgu.
Valle-lnclán.
Tallaví.
Los príncipes de Kapurtala.
Quimera.
Luca de Tena.
El sultán Muley Haffid.
La Pérez de Varg-as.
Blasco Ibáñez.
Ratner, el multimillona-
rio.
Ricardo León.
Onofroff, el fascinador.
García Alvarez.
Anselmi.
En el hogar de la locura.
Belmonte.
índice de ia tercera serie.
Echegraray.
Hermanos Quintero.
Tórtola Valencia.
El ex sultán Abd-cl-Azís.
Felipe Trigo.
Francisco Morano.
La reina de los gitanos ru-
sos.
El maestro Bretón.
Su majestad «El rey de los
ladrones.»
Nieves Suárez.
La Biblioteca Nacional.
Enrique Gómez Carrillo.
Carlos Arniches.
Ramón Peña.
Consuelilo, la fascinadora.
Don José Francos Rodríguez.
El Rdo. P, Zacarías Martí-
nez.
Los liliputienses.
Gaona.
índice de la cuarta serie.
María Palou.
Emilio Thuillier.
Eugenio Selles.
Ochoa, el luchador.
Santiago Rusiñol.
«La Argenlinita>.
Emilio Carrere.
Raquel Meller.
Méndez Alanís.
Loreto Prado y Enrique Chi-
cote.
Antonio de Hoyos y Vinent.
Rafaela Abadía.
Gregorio Martínez Sierra.
Huertas, el ex presidente.
Juan Mane'n.
Entre héroes inválidos.
Un ladrón de guante blanco.
Jacinto Octavio Picón.
«E¡ Caballero Audaz» y José
María Carretero.
Joselito.
índice de la quinta serie.
Pastora, la apasionada.
Linares Rivas,
María Gámcz.
José Francés.
Los curas pobres.
Eduardo Marquina.
Los remeros vascos.
Ernesto Vilches,
El maestro Morera.
El demonio en Montserrat.
Eduardo Zamacois.
La guerra vista por nuestros
estrategas. (Un general in-
cógnito.)
Pompeyo Gener.
Petit-sou.
El Conde de Güel.
La artista de la Macarena.
El maestro Serrano.
El caballero del sombrero de
paia.
La escuela del hogar.
Ignacio Iglesias.
Pastor.
índice de la sexta serie.
Juüta Fons.
La remonta militar de Jabal-
quinto.
Ortega Munilla.
La Goya.
La caridad madrileña.
Torres-Quevedo.
Rosario Pino.
Pérez Zúñiga.
El gigante Vendéen y el ena-
no <Don Paquito».
El maestro Villa.
«Gioconda».
Antonio Zozaya.
Natalio Rivas,
Emérita Esparza.
El dolor de la infancia.
Los pasos de un baila-
rín o la danza de la
muerte.
El joven «Silvela».
Gallo.
índice de la séptima serie.
María Barrientos.
El maestro Arbós.
José Santiago.
Conouelo Hidalgo.
El barón de San Malato.
El doctor Slocker.
María Esparza .
Alejandro Lerroux.
Rosa Rodrigo.
Don Tomás Luceño.
Matilde Moreno.
Jaime Pahissa.
Guyta Real.
Eugenio D'Ors.
Ramón Pérez de Ayala.
El presidente caído.
Pepe Moncayo.
Cambó.
Carpió.
índice de la octava serie.
Pablo Iglesias-
María Fernanda Ladrón de
Guevara.
El Marqués de Cabriñana.
Adela Carboné.
Antonio Casero.
Titta Ruffo.
Sofía Casanova.
SaiVv=idor Rueda.
Titto Schipa.
Irene López Heredia.
Felipe Sassone.
Alfonso Costa.
Carmencita Jiménez.
El Marqués de Villaviciosa
de Asturias.
Pedro Muñoz Seca.
Amalia Isaura.
José R. Carracido.
«La Argentiniía».
índice de la novena serie.
Genoveva Vix.
Ind.ilecio Prieto.
Anita Martüs.
Arturo Rubinstein.
Concha Espina.
Casimiro Ortas.
Martínez Anido.
Ángel Lancho.
Rafaelita Haro.
El actor Bonafé.
Julián Besteiro.
Un rey negro muy civilizado.
Carmencita Moragas.
Una visita al Hospital Pro-
vincial.
El doctor Recasens.
El formidable Jak Johnson.
El maestro Pérez Casas.
Apeles Mestres.
Dionisio Pérez.
El doctor Navarro Cánovas.
Don Manuel Saralegui.
Miguel Otamendi.
¡¡Los pobres vergonzantes!!
índice de la décima y última serie.
Prólogo: Las cosas que un
español audaz ha oído.
Sara Bernhardl.
Antonio Fernández Bordas.
Esperanza Iris.
Luis de Tapia.
Luisa Pucliol.
El maestro Luna.
Pedro Mata.
Angelita Vilar.
El pianista Saüer.
«La Goya».
El anarquista Matlieu,
El coronel Castro Girona,
heroico soldado de España
Don Eduardo Marislany.
Los dos mosqueteros. — Pri-
mera parte: GómezGarrillo
Los dos mosqueteros. — Se-
gunda parte: Benigno Vá-
rela.
Don Santiago Ramón y CajaL
OBRAS
DE
"EL CABALLERO AUDAZ"
EDITADAS POR «MUNDO LATINO»
Desamor (novela).
La virgen desnuda (novela).
La bien pagada (novela).
En carne viva.
La sin ventura (novela).
El divino pecado.
Emocionario.— Almas y paisajes.
De pecado en pecado (novelas).
Lo que sé por mí (interviús con celebridades con-
temporáneas).—Diez series.
Con el pie en el corazón (novela).
PRÓXIMAS A PUBLICARSE
Horas cortesanas.— Ambientes.
El jefe político (novela).
Hombre de amor (novela).
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