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University of Toronto
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LOS ARGONAUTAS
OBRAS DKÍ^ AUTOR
CUENTOS VALENCIANOS.
LA CONDENADA (cuentos).
EN EL PAÍS DEL ARTE (viajes).
ARROZ Y TARTANA (novela).
FLOR DE MAYO (novela).
LA BARRACA (novela).
ENTRE NARANJOS (novela),
SÓNNICA LA CORTESANA (novela).
CAÑAS Y BARRO (novela).
LA CATEDRAL (novela).
EL INTRUSO (novela).
LA BODEGA (novela).
LA HORDA (novela).
LA MAJA DESNUDA (novela).
ORIENTE (viajes).
SANGRE Y ARSNA (novela).
LOS MUERTOS MANDAN (novela).
LUNA BENAMOR (novelas).
ARGENTINA Y SUS GRANDEZAS (viajes).
LOS ARGONAUTAS (novela).
EN PREPARACIÓN
LA CIUDAD DE LA ESPERANZA (novela).
LA TIERRA DE TODOS (novela).
LOS MURMULLOS DE LA SELVA (novela)
Es PROPIEDAD —Reservados todos los derechos de reproducción,
traducción y adaptación. —Copyright 1914, by Blasco Ibáñez
'^% Vicente Blasco Ibáñez
LOS ARGONAUTAS
NOVELA —
19.000
A 0\
Editorial PROxMETEO
VALENCIA
OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR
Trrres maüdites (Traducción de
G. Hérelle), París.
Fleur de Mai (Traducción de G.
Hérelle), París.
BoüE ET RoSEAUX (Traduccióu de
Maurice Bixio), París.
CONTES EspAGNOLS ( Traduccióu
de G. Menetrier), París.
Dans l'ombre de la cathédrale
(Traducción de G. Hérelle), París.
Térras malditas (Traducción de
Napoleáo Toscano), Lisboa.
A Cathedral (Traducción de Ri-
veiro de Carvalho y Moraes Ro-
sa), Lisboa.
DiE Kathedrale (Traduccióu de
Josy Priems), Zurich.
Flor de Mayo (Traducción de
Josy Priems), Zurich.
Erdplüch (Traducción de Wil-
helm Thal), Berlín.
SCHILPUND Schlamm (Traduccióu
de Wilhelm Thal), Berlín.
Der Eindringling (Traducción
de J. Broutá), Berlín.
De Vloek (Traducción del doctor
A. A. Fokker), Haarlem.
Waar Oranjeboomen Bloeien
(Traducción del Dr. A. A. Fok-
ker), Amsterdáu.
Chalupa (Traducción de A. Plk-
hart), Pra8:a.
Marná Chlouba (Traducción de
A. Pikhart), Praga.
Ah, il pane!... (Traducción de F.
Gelormini), Palermo.
HVAD EN Mand har at gove (Tra-
ducción de Johanne Alien), Co-
penhague.
ViNNYi Sklad (Traducción de M.
Watson), Petersburgo.
Bodega (Traducción de K. G.), Pe-
tersburgo.
Prokliatac Pole (Traducción de
M. Watson), Petersburgo.
SoBOR (Traducción de M. Watson),
Petersburgo.
DuoySoy vistrel (Traduccióu de
M. Watson), Petersburgo.
Geleznodorognoy Zaiaz (Tra-
ducción de M. Watson), Peters-
burgo.
Naloguiza obnagnenaia (Tra-
ducción de M. Watson), Peters-
burgo.
Arenes sanglantes (Traduccióu
de G. Hérelle), París.
La Horde (Traducción de G. Hé-
relle), París.
A CORTEZAN de Sagunto (Traduc-
cióu de Riveiro de Carvalho y
Moraes Rosa), Lisboa.
O Intruso (Traducción de Carva-
lho), Lisboa.
LMntrus (Traducción de Renée
Lafont), París.
A Adega (Traducción de E. Sonsa
Costa), Lisboa-Río Janeiro.
Sur les Orangers (Traducción de
G. Menetrier), París.
Les M0BT6 commandent (Traduc-
ción de Berta Delaunay), París.
SoNNiCA (Traducción de Francés
Douglas), Nueva York.
The Blood of the Arena (Tra-
ducción de Francés Douglas),
Chicago.
The Shadow of the Cathedral
(Traducción de W. A. Guillespie),
Londres-Nueva York.
Blood and sand (Traducción de
W. A. Guillespie). Londres.
Obras completas de Blasco Ibá-
Sez (en ruso). Edición en 16 volú-
menes con un retrato del autor
(Traducción de Taitiana Herzens-
tein y otros), Moscou.
LOS ARGONAUTAS
Al sentir un roce en el cuello, Fernando de Ojeda
soltó la pluma y levantó la cabeza. Una palmera enana
movía detrás de él con balanceo repentino sus anchas
manos de múltiples y puntiagudos dedos. Para evitarse
este contacto avanzó el sillón de junco, pero no pudo
seguir escribiendo. Algo nuevo había ocurrido en torno
de él mientras con el pecho en el filo de la mesa y los
ojos sobre los papeles huía lejos, muy lejos, acompañado
en esta fuga ideal por el leve crujido de la pluma.
Vio con el mismo aspecto exterior cosas y personas
al salir de su abstracción; pero una vida interna, rui-
dosa y móvil parecía haber nacido en las cosas hasta
entonces inanimadas, mientras la vida ordinaria callaba
y se encogía en las personas, como poseída de súbita ti-
midez.
Sus ojos, fatigados por la escritura, huían de las am-
pollas eléctricas del techo, inflamadas en plena tarde,
para reposarse en los rectángulos de las ventanas que
encuadraban el azul grisáceo de un día de invierno. La
blancura de la madera laqueada temblaba con cierto re-
flejo húmedo que parecía venir del exterior. Dos salones
agrandados por la escasez de su altura eran el campo
visual de Ojeda. En el primero, donde estaba él, mez-
clábase á la blancura uniforme de la decoración el ver-
6 V. BLASCO IBANBZ
de charolado de las palmeras de invernáculo, el verde
pictórico de los enrejados de madera tendidos de pilas-
tra á pilastra y el verde amarillento y velludo de unas
paiTas artificiales, cuyas hojas parecían retazos de ter-
ciopelo. Sillones de floreada cretona en torno de las
mesas de bambú fonnaban islas, á las que se acogían
grupos de personas para embadurnar con manteca y
mermeladas el pan tostado, husmear el perfume del té ó
seguir el burbujeo de las aguas minerales teñidas de ja-
rabes y licores.
Camareros rubios de corta chaqueta azul y botones
dorados pasaban con la bandeja en alto por los canali-
zos de este archipiélago humano, sorteando los promon-
torios de los respaldos, los golfos y penínsulas formados
por las rodillas. Una vidriera, de pared á pared, for-
mada de pequeños cristales biselados, dejaba ver el sa-
lón inmediato, blanco también, pero con adornos de
oro. Los asientos tapizados de seda rosa, igual á la que
adornaba los planos de las paredes, estaban ocupados
por señoras. El ambiente era más limpio que en el jardín
de invierno, donde una atmósfera de humo de habano y
tabaco con perfume de opio notaba sobre las plantas. Más
allá de estos corros femeninos en torno de las mesas de té,
media docena de músicos, uniformados lo mismo que los
camareros, agrupábanse sobre una tarima, alrededor de
un piano de cola. Sus cabezas rubias de germanos y los
arcos de sus violines destacábanse sobre los rectángulos
luminosos de cuatro ventanas que cerraban la perspec-
tiva. Al otro lado de los cristales, ligeramente turbios
por la humedad exterior, movíase, pasando de una á
otra ventana, con lento balanceo, una especie de colum-
na, esbelta, amarilla, de invisible término, acompañán-
dola fieles en este cambio de situación, regular y acom-
pasado como el de un péndulo, unas líneas negras y
oblicuas semejantes á cuerdas.
Todo estaba lo mismo que una hora antes, cuando el
té humeaba en la taza de Ojeda, ahora vacía, y blan-
queaban sobre la mesa los pliegos cubiertos al presente
de compactas líneas. Las personas cercanas á él fuma-
ban silenciosas ó seguían sus conversaciones con lenti-
tud soñolienta. Del fondo del segundo salón llegaban,
LOS ARGONAUTAS 7
confundidos con risas de mujeres y choque de bandejas,
los tecleos del piano y los gemidos de los violines: del
techo, coloreado á la vez por el reflejo azul de la tarde
y el frío resplandor de las ampollas eléctricas, descen-
dían gorjeos de pájaros como una evocación campestre
que parecía animar la artificial rigidez del jardín con-
trahecho. Por la parte exterior se deslizaban de ventana
en ventana los bustos de unos paseantes, siempre los
mismos, ocultándose para volver á aparecer con regula-
ridad casi mecánica; como si se moviesen en un espacio
reducido, con los pasos contados. Niños rubios, sosteni-
dos por criadas cobrizas, adherían á los cristales las ro-
sadas ventosas de sus labios, empañándolos con círculos
de vaho, y agitaban las manecitas para saludar á las
madres y hermanas que estaban en los salones.
Algo nuevo había sobrevenido, sin embargo, mien-
tras Ojeda escribía. Su sillón, antes inmóvil, con sólida
estabilidad, parecía agitado por estremecimientos ner-
viosos, lo mismo que una bestia que jadea afirmada so-
bre sus patas. La taza, como si la animase de pronto un
alma traviesa, iba á pequeños saltos, repiqueteando en
su plato, de un extremo á otro del velador. Unas jaulas
de bronce pendientes del techo empezaban á balancear-
se, y dentro de ellas saltaban los canarios, sin dejar de
cantar, buscando en el vaivén de esta prisión un punto
inmóvil. Las cortinillas de las ventanas, sujetas por sus
abrazaderas, agitábanse bajo un soplo invisible. El suelo
de mosaico, liso, unido, inerte á la vista, parecía ondu-
lar como si por debajo de él mugiese un huracán. Al
sordo zumbido de la gente que ocupaba los dos salones
uníase un retintín continuo de platos, vidrios y made-
ras. Todo cantaba de pronto, como si una vida extraña
resucitase los objetos inanimados, haciéndolos conversar
con voces y golpeteos: el cuchillo contra el vaso, la cu-
chara contra la botella, el sillón contra la mesa, la fos-
forera de loza contra el búcaro de flores.
En un rincón del invernáculo, alineadas sobre un
aparador, las cafeteras y teteras parecían deliberar con
la solemnidad de un consejo de ancianos, chocando gra-
vemente sus barrigas metálicas. Un cesto de lilas blan-
cas colocado en el centro de la pieza estremecíase como
8 V. BLASCO IBÁfíBZ
un montón de nieve tocado por un remolino. Las paredes
inmóviles, firmes, de un espesor considerable á juzgar
por los profundos quicios de puertas y ventanas, estaban
prontas á animarse igualmente á impulsos de esta vida
misteriosa. Permanecían en silencio, con la calma de las
construcciones que desafían á los siglos; pero Ojeda vién-
dolas se acordaba de ciertas personas que aun estando
calladas inspiran la certeza, no se sabe por qué, de que
tienen buena voz y aman el canto. Estas paredes blan-
cas, que parecían de una sola pieza, podían crujir tam-
bién con internos roces, uniendo sus crepitaciones y que-
jidos al concierto de los objetos.
Una puerta sin cerrar se movió por unos instantes
como un abanico loco, hasta que con un golpe igual á
un pistoletazo avisó á los domésticos, que corrieron á
asegurarla. Y este estremecimiento de huracán invisi-
ble, parecía más extraño en el ambiente cerrado y bien
calafateado de los salones, cada vez más denso y tibio
por la respiración de las gentes, el humo de los cigarros
y el vaho de las tazas. Los niños rubios habían desapa-
recido de las ventanas; los paseantes, cada vez más es-
casos, transitaban por el exterior con el busto inclina-
do, llevándose una mano á la gorra y ladeando la cara
para defender los ojos y las narices de algo molesto: los
velos femeniles crujían lo mismo que banderas ó se ele-
vaban en espirales de color, manteniéndose rebeldes á
las manos enguantadas que pretendían aprisionarlos.
Algunos que avanzaban abombando el pecho con aire
de reto y la cabeza descubierta, sentían en torno de su
frente el trágico despeinamiento de Medusa; un llamear
de cabellos echados atrás, como si una fuerza invisible
intentase arrancarlos.
Transcurrían ahora largos espacios de tiempo sin
que los vidrios reflejasen el paso de una persona. Pero
algo nuevo vino á asomarse á la vez á todos ellos. Era
una faja de color azul, mate y opaca, que empezaba por
marcarse levemente en el lilo inferior de las ventanas.
Luego subía y subía lentamente con la ascensión del
agua que hierve, hasta llenar la mitad del rectángulo
de cristal; permanecía inmóvil un momento, temblando
en ella lejanos redondeles de espuma, ojos curiosos que
LOS ARGONAUTAS 9
intentaban contemplar el interior de los salones, y poco
después se iniciaba su descenso con gran lentitud, ce-
diendo el paso á la triste claridad de la tarde sin sol. Y
cuando las ventanas de un lado quedaban libres de este
testigo azul, las del lado opuesto estaban invariable-
mente ocupadas por él.
Ojeda vio correr ante su mesa, con angustiosa pre-
mura, á una señora pálida que se llevaba un pañuelo á
la boca. Luego pasó tras ella, apoyada en el brazo de
un doméstico, una dama sexagenaria que hablaba en
portugués con voz doliente. Algunos de sus vecinos se
levantaron, deslizándose por la gran escalera con ba-
laustres de tallada caoba, que venía á terminar en la
puerta del jardín de invierno. Abríanse grandes claros
en la concurrencia. Desaparecían las gentes con discre-
ción, en suave retirada, sin que se enterasen los demás
de por dónde habían escapado. La pequeña orquesta
pareció adquirir mayor sonoridad al quedar vacíos los
salones: sus instrumentos de cuerda lloraban como si
anunciasen una desgracia en la melancolía azul de la
tarde. En torno de las mesas languidecían las conversa-
ciones. Muchos cerraban los ojos como si les preocupasen
tristes recuerdos. Dos puertas abiertas al mismo tiempo
dieron entrada por un instante á una manga de aire
frío, arrollador, cargado de humedad y emanaciones
salitrosas, que hizo arremolinarse flores y plantas y
volar algunos papeles sobre las mesas.
Defendió Fernando los suyos entre ambas manos, y
al restablecerse la calma se arrellanó en el sillón con
un regodeo voluptuoso. Sentía el orgullo de su salud, la
certeza de que ésta no había de turbarse en medio de la
zozobra creciente que se revelaba en la tristeza de mu-
chos ojos y la palidez de muchos rostros. Era el placer
egoísta del que contempla el peligro ajeno desde un
lugar seguro. Además experimentaba una satisfacción
animal al apreciar su asiento mullido, el ambiente tibio,
las plantas y flores que le rodeaban. Así debían ser las
grandes alegrías de los esquimales, encogidos en su vi-
vienda apestosa durante el invierno, mientras afuera
sopla el huracán y cae la nieve.
Aspiró el humo de su cigarro, llamó á un camarero
10 V. BLASCO IBÁÑBZ
para que se llevase el servicio de té, que le molestaba
con incesantes tintineos, y buscó en los papeles el pliego
interrumpido.
—¿Qué estaba yo escribiendo?. . .
Al murmurar acariciábase el bigote con el cabo del
estilógrafo, mientras sus ojos recorrían las páginas em-
borronadas para restablecer la ilación de las ideas. Ol-
vidóse instantáneamente del lugar en donde estaba; pasó
de golpe á un mundo distinto, un mundo sólo de él, que
parecía latir en los pliegos ennegrecidos por la escri-
tura. A impulsos del deseo avanzaba por éstos, releyendo
su pensamiento como si fuese de otro, encontrando una
deleitación melancólica y dolorosa al unirse de nuevo
con sus recuerdos.
«En Lisboa sólo pude escribirte unas líneas en una
postal. Me faltó el tiempo. El tren llegó con retraso; luego
el registro de los equipajes en la Aduana, y el trasatlán-
tico que estaba ya fondeado en el río, mugiendo á cada
instante como el que no quiere esperar. ;Y yo que soy
tan torpe para los menesteres vulgares de la vida!..
Recuerda cuántas veces te has reído de mi inutilidad en
nuestros viajes... Nuestros viajes ¡ay! tan lejanos, jtan
lejanos! que no sé cuándo volverán á repetirse... Por
fortuna encontré en el tren á un compañero: un tal Isi-
dro Maltrana, tipo curioso, al que conocí vagamente en
mis tiempos de bohemia heroica, y que va como yo á
Buenos Aires. La identidad de nuestros destinos nos ha
hecho intimar rápidamente. Hace unas sesenta horas que
estamos juntos, y no parece sino que hemos andado apa-
reados toda la vida. El dice que quiere ser mi secretario,
ó más bien, mi escudero, en esta aventura estupenda
(|ue acabo de emprender. En Lisboa entró en funciones,
encargándose de las tareas enojosas del embarque...
¿Pero por qué te cuento esto? Tal vez por distraerme
por engañarme, por miedo á evocar los recuerdos de
nuestro último día, que aun parecen envolverme como
esos perfumes intensos y tenaces que nos siguen á todas
partes. ¡El domingo pasado! ¿Te acuerdas? ¿te acuer-
das?... Sólo han transcurrido tres días: aun me parece
sentir en mis manos el contacto de tus cabellos; aun es-
cucho tu voz; aun veo tus ojos. Te respiro en esta solé-
LOS ARGONAUTAS 11
dad. Llevo en el bolsillo, sobre mi pecho, tu último pa-
ñuelo. Vienes conmigo... ¡Y estamos ya tan lejos el uno
del otro!...»
Ojeda cesó de leer unos momentos, conmovido por sus
propias palabras. Frases vulgares, de una banalidad an-
tigua como el mundo: todos los enamorados debían decir
lo mismo. Tal vez aquellos camareros de chaqueta azul
escribían en su idioma los mismos conceptos á las frau-
lein rubias de Hamburgo y de Brema. Pero el amor es
como la muerte y como todos los grandes accidentes de
la existencia. En otros parece regular, ordinario, sin
que merezca atención; pero cuando se experimenta lo
mismo en la propia persona, adquiere las proporciones
inauditas de uno de esos acontecimientos que deben in-
fluir en la suerte del mundo.
Para él había ocurrido tres días antes en Madrid, al
anochecer de un domingo, un suceso enorme, igual á los
que cambian el curso de la humanidad ó el aspecto del
planeta. Y convencido de esto, quería abarcar con la
pluma la grandeza infinita de su desolación.
«Aparentábamos serenidad, confianza en el porvenir,
certeza de volver á vernos; pero de pronto nos era impo-
sible fingir por más tiempo y había lágrimas en nuestros
ojos y en nuestra voz... Y sin embargo, este dolor casi
no era nada; había en él más preocupación que realidad.
Aun podíamos vernos; aun podíamos hablarnos. Llorába-
mos como se llora en la casa de un muerto cuando está
todavía de cuerpo presente. El dolor parece anestesiado
por el aturdimiento de la catástrofe; hay todavía una
realidad que sirve de consuelo; queda aún el cuerpo
ante la vista: se llora más por el futuro que por el pre-
sente. Lo terrible es cuando se lo llevan, y no queda
nada y hay que abrazarse para siempre al recuerdo...
Yo me consideraba el otro día al separarme de ti el más
infeliz de los hombres, y ahora pienso con envidia en
aquellos instantes. ;Te veía aún!... Y ahora cada mo-
mento que transcurre me aleja más de ti; cada vuelta de
las hélices establece una separación mayor entre nos-
otros; un minuto representa centenares de metros; una
hora una distancia enorme, que no podríamos salvarhi
en un día aunque marchásemos apoyados el uno en el
12 V. BLASCO IBÁÑBZ
Otro, mirándonos en los ojos, olvidados del mundo. Nues-
tros cielos van á ser distintos; nuestras estrellas serán
otras: cuando tú vivas en los esplendores de la prima-
vera, yo sentiré los fríos del invienio: cuando tú des-
piertes como una alondra, con el sol que entrará por tus
balcones, yo gemiré en medio de la noche murmurando
tu nombre... ;Y será en vano! La desesperante extensión
de una mitad del planeta va á interponerse entre nos-
otros... jAy! ¡quién me devolverá tus ojos amados de re-
flejos de oro; tus brazos suaves de blancura de hostia; tu
voz ceceante de infantil arrullo; tu boca de lacre; tu pe-
cho neumático, cojín de ensueños y de olvido!...»
Evocaba en su memoria, con el relieve de las cosas
vivientes, su último día en Madrid... Una gran mancha
roja temblaba sobre el empapelado de una pared. Era el
reflejo de incendio del carbón amontonado en la chime-
nea, única luz del dormitorio. Y sobre el fondo rojo,
parpadeante, una sombra horizontal, de contornos hu-
manos. Ojeda conocía bien las líneas de este cuerpo: era
ella, pegada á él, bajo las cubiertas de la cama, empe-
queñecida, humilde por el dolor de una desesperación
silenciosa... El también permanecía callado, con la nuca
en las almohadas; percibiendo entre sus brazos el dulce
contacto de unas espaldas sedosas, revueltas en blondas;
sintiendo en un hombro la leve pesadumbre de su cabe-
za, que parecía querer ocultarse, hundirse. Una caricia
húmeda refrescaba su cuello: tal vez era el contacto de
su boca abandonada; tal vez eran lágrimas. Y los dos
permanecían en dolorosa inmovilidad, temiendo que sus
ojos se encontrasen, evitando una palabra que hiciese
estallar la callada pena; pero los dos, al flngir esta indi-
ferencia heroica, se adivinaban mutuamente.
Sus caricias habían sido tristes, desesperadas; algo
semejante — pensaba Ojeda — á los amores de un conde-
nado á muerte en vísperas del suplicio. El goce animal
les había hecho olvidar la realidad por algún tiempo,
pero al sobrevenir el cansancio y la hartura, los dos ex-
perimentaban la misma decepción del enfermo que ve
reaparecer sus dolores luego de un paliativo con el que
creía sanar para siempre... ;Y no había más! ;Y la hora
terrible estaba más próxima que antes!...
LOS ARGONAUTAS 13
Al través de los balcones cerrados llegaban los ruidos
de la estrecha calle popular. Un vendedor pregonaba
patatas asadas llamándolas «chuletas de huerta» con
melancólico quejido, como si cantase una desgracia.
Ojeda le saludó mentalmente, con cierta emoción, y pen-
só que tal vez hncía ella lo mismo. Nunca le habían vis-
to; no sabían ciertamente si era un hombre, un niño ó
una vieja, pero durante cuatro años le oían todas las
tardes de cita amorosa, siempre á la misma hora, sir-
viéndoles su grito de aviso cronométrico. Seguramente
eran las seis y media. ¡Adiós! ¡adiós! ¡Cuándo volverían
á oirle!... Luego pasó un tropel de chicuelos voceando
los periódicos de la tarde, con la reseña de la corrida de
toros. Un piano de manubrio rompió á tocar, en medio
de la calle, un vals de opereta vienesa, con apresurado
tecleo y acompañamiento de timbres. Se oía la voz del
organillero pidiendo á gritos que «le echasen algo» de
los balcones. Cuando callaba el piano venía de lejos un
runruneo de guitarra con choque de castañuelas y férreo
retintín de triángulo. Una voz bravia de cantor nómada
entonaba una jota, venerable música del terruño, mie-
dosa de aventurarse en el centro de Madrid y que se ex-
tingue lentamente en el refugio de los barrios populares.
Igualmente les había visitado muchas tardes este canto
medioeval, evocando en el cerrado dormitorio un re-
cuerdo de excursiones en automóvil por las altiplanicies
de Castilla; una visión de llanuras de rastrojo con hilos
de agua bordeados de álamos; cubos de fortaleza soste-
niéndose erguidos entre montones de ruinas; pueblos de
color pardo; torres de iglesia con nidos de cigüeñas en
el remate. ¡Adiós! ¡También adiós!
De pronto un sonido metálico, de mística vibración,
suave como la voz de una mujer, cortó el aire, envol-
viendo los ruidos de la calle. Era para Ojeda la más
amada de las visitas invisibles que llegaban á buscarles
en su encierro amoroso.
— La campana de don Miguel — murmuró tristemente
una boca junto á su cuello.
Sí; la campana de don Miguel, la que todas las tar-
des les avisaba el momento de sacudir la dulce pereza,
de levantarse y comenzar los preparativos de partida...
14 V. BLASCO IBANEZ
«Don Miguel» era Cervantes, y la campana la de un con-
vento inmediato donde aquél había sido enterrado. Nadie
conocía su tumba. Sus huesos se pulverizaban revueltos
con los de los sacristanes y antiguos vecinos del barrio;
pero era indiscutible que allí habían dado tierra á su
cadáver, y esto bastaba para Fernando. Y desconocien-
do la personalidad del convento y de sus habitantes fe-
meninos, la campana de las pobres monjas era siempre
para los dos amantes «la campana de don Miguel».
Sentían gran satisfacción y hasta orgullo ingiriendo
en sus ocultos amores el recuerdo del famoso hidalgo.
Ojeda, que era poeta, había decidido tomar aquella casa,
para sus encuentros amorosos, sólo por la vecindad del
convento. Además este barrio popular y sucio había sido
el de los grandes autores del Siglo de Oro, el llamado
«barrio de los poetas». En el espacio de tres pequeñas
calles habían vivido casi á un tiempo los hombres más
célebres de la literatura castellana.
Cuando al cerrar la noche salía Fernando, sintiendo
en su brazo el brazo de la amante y en la muñeca el
dulce cosquilleo de sus dedos juguetones, deteníase algu-
nas veces en la angosta acera antes de ganar las calles
amplias del centro de la ciudad. «Esta era la casa de
Lope de Vega...» Esta no; era otra que ocupaba el mis-
mo sitio, y tenía un huerto, y en él, á la sombra de
contados árboles, escribía aquel trabajador portentoso
comedias á centenares y versos á millones. Vestía la so-
tana; pero llevaba bajo de ella, por la noche, su buena
espada de Toledo para poner en fuga á los enemigos que
le salían al encuentro. Galante y desalmado en su juven-
tud como don Juan, habíase acogido, viendo próxima la
vejez, al seguro de la Iglesia para decir su misa entre un
acto terminado de escribir y otro que empezaba á versi-
ficar. Las hojas secas de su huerto crujían bajo las am-
plias sayas de pizpiretas comediantas que venían en
busca de madrigales improvisados por el maestro á
puerta cerrada. Y en una casa próxima había vivido
Quevedo, y más allá otros poetas de menos renombre...
El respeto del viajero por las ruinas «donde ha ocu-
rrido algo», sentíalo Ojeda al pasar por estas calles
angostas, con el pavimento desigual cubierto de sucie-
LOS ARGONAUTAS 15
dades, grupos de chicuelos jugando «al toro» en las
esquinas, comadres sentadas ante las puertas, por la^
que se esparcían vahos de puchero pobre, y balcones que
goteaban una humedad de ropa vieja puesta á secar. Por
estos mismos lugares había pasado también, siglos antes,
un sacerdote de alta frente remangándose la sotana en
los charcos y llevándose la otra mano á los bigotes y la
perilla con gesto de antiguo soldado. Era don Pedro Cal-
derón. Las procesiones del barrio habían visto formar
muchas veces en ellas á un anciano enjuto, de barbillas
blancas, tartamudo, con una mano mutilada, el hidalgo
Cervantes, veterano de guerras famosas que aguardaba
la hora de la muerte con melancólica resignación sin
otro título que el de «Esclavo de la Hermandad del Santo
Sacramento.»
— ;La campana de don Miguel! — repitió una voz junto
á Ojeda— . Hay que tener resolución... ¡Arriba!
Y entre el revoloteo de las cubiertas repelidas, pasó
sobre él un cuerpo de satinados y firmes contactos. La
vio de pie ante la chimenea, envuelta en fulgores de
horno que inflamaban con un tono arrebolado las naca-
radas blancuras de su desnudez. Protestó, como siempre,
al notar que el amante, incorporándose en la cama,
buscaba el conmutador eléctrico. Nada de luz: ella
gustaba de comenzar sus arreglos al fulgor de la chime-
nea. Más adelante podría encender. Y vagó por la habi-
tación buscando de mueble en mueble las piezas de ropa
esparcidas al azar, en la locura pasional del primer mo-
mento. Pasaba del resplandor de la chimenea á los rin-
cones de sombra, preocupada con estas rebuscas, mos-
trando, en su impúdica distracción, al agacharse y
erguirse, las más recónditas intimidades. Cada vez que
tornaba al círculo de luz, una nueva prenda cubría su
cuerpo.
Fernando la seguía con la vista desde el fondo del
lecho, iluminada inferiormente de rojo y con el busto
perdido en la penumbra. Bregaba jadeante y frunciendo
el ceño con la angostura del corsé, que se resistía á en-
cerrarla en su molde. Siempre ocurría lo mismo: su
cuerpo, después de los supremos espasmos, parecía dila-
tarse en el reposo de la más noble de las fatigas. La veía
16 V. BLASCO IBÁfíBZ
encerrada en un mallón de seda, vestido interior im-
puesto por la estrechez de los trajes de moda, con cierto
aire masculino y gracioso de doncel medioeval, agitan-
do sus crenchas cortas de gruesos bucles negros, su pelo
verdadero, libre de los postizos del peinado, que espera-
ban sobre el mármol de la chimenea el momento del aco-
ple. La dama elegante, de gesto altivo é irónico, tomaba
en la intimidad un aspecto de paje.
Después él se veía de pie, yendo hacia ella, con la
voz ronca y temblona de emoción. «jPaje adorado!...
;Y no verte más! ¡Perderte dentro de poco!...»
Pero la amante, arreglándose el pelo ante el espejo,
hablaba con una frialdad fingida, temblándole la voz.
«Vístete... Vamonos pronto. ¡Y pensar que una noche
como esta tengo que ir con tía al Real!... ¡Qué rabia!»
Un estrépito de metales golpeados arrancó á Ojeda
de su ensimismamiento. Esta impresión le hizo temblar,
mientras su memoria retrogradaba al presente.
De nuevo se encontró en el invernáculo, ante los
pliegos de la carta empezada. Los camareros recogían
del suelo las teteras y bandejas, inmóviles poco antes
sobre un aparador. El movimiento de las cosas era cada
vez más violento. Casi toda la gente había desaparecido
mientras soñaba Fernando con los ojos entornados. Algu-
nos sillones mecíanse solos, como si quisieran juguetear
entre ellos al verse sin ocupación: las mesas abandonadas,
crujían ladeándose lo mismo que en las evocaciones de
espíritus. Sólo quedaba en las ventanas un débil resplan-
dor lívido: la luz eléctrica descendía conquistadora de
los techos, invadiendo hasta los últimos rincones. En el
salón de lujo algunas señoras pelirrubias, de mejillas
rojas, hacían labores, ó con las gafas caladas leían pe-
riódicos ilustrados. La música continuaba sonando im-
perturbable para ellas y los camareros.
Quiso arrancarse Fernando de este paladeo de recuer-
dos melancólicos. «;A escribir!» Necesitaba terminar la
carta, pues al amanecer del día siguiente llegarían á
puerto... Pero la música le retuvo, paralizando su volun-
tad con la vibración de algo conocido. ¿Qué cantaba el
violoncello?... Vio de pronto, como trazada en el aire
por los sones graves del instrumento, la varonil figura
LOS ARGONAUTAvS 17
de Wolfram de Escliembaeh, el noble trovador consejero
de Tanhauser el maldito, y su imaginación puso pala-
bras al canto melancólico de las cuerdas. «;0h tú, mi
dulce estrella de la tarde, que lanzas desde el fondo del
cielo tu suave resplandor!...» El wagneriano canto le
hizo recordar otra estrella aparecida en un momento
doloroso de su existencia, y de nuevo olvidó el presente
y quedó inmóvil en su asiento, como un cuerpo sin alma,
como un fakir en rígida meditación, en torno del cual
crecen las lianas y se enroscan las serpientes mientras
su espíritu vive á miles de leguas.
Se vio en la calle mal alumbrada, levantándose el
cuello del gabán mientras ella se estremecía en su abri-
go de pieles. Les hacía temblar el brusco tránsito del
dormitorio caldeado al vientecillo glacial del anochecer.
Salieron de la casa con cierto encogimiento, sin atre-
verse á mirar los muebles y los cuadros, modesta deco-
ración reunida al azar cuatro años antes. Guardaban
demasiados recuerdos para contemplarlos con indiferen-
cia, y ellos se habían propuesto mantener hasta el últi-
mo momento su fíngida serenidad. Ojeda dio unos duros
á la portera, que les salía al paso arrebujada en un man-
tón para abrir los cristales del zaguán. Le adelantaba
la propina del próximo mes.
—¡Que Dios se lo pague, señoritos! Tápense bien que
hace mucho frío... ¡Hasta mañana, señoritos!
Fernando se conmovió con las palabras de la buena
mujer. ¡Cuándo sería ese mañana!... Mañana vendría su
viejo criado á levantar la casa, á llevarse aquellos mue-
bles que él le regalaba para evitar la profanación de una
venta.
Ella, al dar algunos pasos en la calle, se detuvo y
ordenó imperiosamente:
—¡Escupe!...
¿Por qué?... Pasada la sorpresa, él obedeció. Eecor-
daba que en todos sus viajes, cada vez que se creían fe-
lices en un lugar, formulaba su amante el mismo deseo.
«Escupe para que volvamos.» Equivalía á dejar algo de
sus personas que alguna vez había de atraerlos irresis-
tiblemente. Hizo lo mismo ella, y súbitamente tranqui-
lizada se agarró de su brazo. Los menudos pies, monta-
18 V. BLASCO IBÁÑEZ
dos en altos tacones, vacilaban doloridos cada vez que
descendían de la acera al arroyo empedrado con guija-
rros desiguales. Por esto se apoyaba con fuerza en Oje-
da, haciéndole sentir del hombro á la rodilla el adora-
ble y firme contacto de su cuerpo.
— Volverás, Fernando— murmuraba—. Se lo he pedi-
do... á quien tú sabes, y así será. Tú te ríes de estas
cosas, tú eres un impío, pero para eso estoy yo: para
pedir por ti y que salgas en bien de esta aventura que
se te ha metido en la cabeza.
¿Volver á Madrid?... Ojeda recordaba las palabras de
su amante cuando al empezar la tarde se habían reuni-
do. Ya que él se iba en la misma noche, ella saldría
para París dos días después.
— jY así lo haré! —afirmaba la mujer—. jOh Madrid!
¡cómo lo odio! ¡qué horror quedarme aquí para siem-
pre!... Y bien mirado, lo que temo es vivir en él... sin
ti... ¡Pobrecito Madrid! ¡yo que lo quiero tanto! ¡yo que
te he conocido viviendo en él!... Pero no, no podría estar
aquí una semana más. Te vería por todos lados; cada
calle nos guarda un recuerdo. No; decididamente... lo
detesto. Pero tú volverás; dinie que volverás pronto.
Piensa que has escupido para volver, y eso es impor-
tante. No vendrás aquí mismo... conforme... Pero vol-
verás á Europa. ¡Y esto es Europa, Fernando!... Nos
juntaremos en París, y si ño en Suiza... ó si te parece
mejor, en Italia, ó tal vez en Atenas ó el Cairo. Todo lo
conocemos. ¡Hemos sido felices en tantos lugares!... Pero
dime cuándo vas á volver. ¡Dímelo cierto!... ¡no me en-
gañes!
El rostro de Fernando se crispó con una risa doloro-
sa. ¡Volver! Aun no había emprendido el viaje, y al tér-
mino de él le aguardaba lo desconocido, con sus aven-
turas y misterios. Volvería pronto; cuando más iba á
tardar un año. ¡Palabra!
—¡Un año!...— murmuró ella—. ¡Maldito dinero!
Pasaban ante el convento y tuvieron que bajar de la
acera cediendo el paso á unas devotas enmantilladas de
negro que se dirigían á la iglesia. Ojeda inclinó la ca-
beza. «¡Adiós, don Miguel!» Se despedía mentalmente
del ilustre vecino. Aquel había sido un hombre comple-
LOS ARGONAUTAS 19
to, un hombre representativo de su época: soldado de
mar y tierra, cautivo rebelde, héroe ignorado, creyente
y mujeriego... adulador sin éxito de nobles y ricos. Sólo
había faltado en la vida intensa del gran hidalgo el em-
barque para las Indias.
En las calles en cuesta que descendían á la Carrera
de San Jerónimo, unos terrenos sin edificar dejaban
abierto un ancho espacio de cielo entre las casas. Los
ojos de los dos se fijaron al mismo tiempo en una estre-
lla que resaltaba sobre las otras con brillo extraordina-
rio. El, volviendo la mirada hacia su compañera, creyó
ver el reflejo del astro, como un punto de luz, en el
temblor de una lágrima. A través del velillo del som-
brero columbraba su pálido perfil, empequeñecido por
un gesto de dolorosa timidez, los labios apretados, las
alillas de la nariz dilatadas por la angustia, una raya
profunda entre las cejas; la arruga vertical que anun-
ciaba siempre las preocupaciones y los enfados.
—Oye, y no te burles— dijo ella rompiendo el silen-
cio— . Quería pedirte que cuando estés allá y te acuer-
des un poco de mí contemples á esta misma hora esa
estrella. Lo pensé anoche... lo he pensado todas estas
noches. Tú la mirarás acordándote de mí, y yo la mira-
ré al mismo tiempo. Será como en las novelas... jy quién
sabe si algo de nosotros llegará á encontrarse! ¡Hay en
el mundo cosas tan misteriosas!...
Lo decía con acento de desesperada humildad, como
un condenado á muerte que se acoge á la más absurda
esperanza, y Ojeda, después de contestarle, se arrepin-
tió de su franqueza. ¡Pobre María Teresa! Cuando ella
contemplase la estrella al anochecer, él estaría viendo
el sol de las primeras horas de la tarde. Y aunque para
los dos fuese de noche al mismo tiempo, ¡quién sabe si
luciría sobre sus cabezas el mismo astro!... Cada hemis-
ferio de la tierra tiene su cielo y sus constelaciones.
Ella bajó la frente, anonadada. «¡Tan lejos! ¡tan
lejos!...» Con voz queda siguió haciendo preguntas, cu-
riosa por conocer la distancia que iba á separarlos y
atemorizada al mismo tiempo por su magnitud. ¿Y era
cierto que una carta tardaría cerca de un mes en esta-
blecer la comunicación entre sus pensamientos? ¿Y trans-
20 V. BLASCO IBÁNBZ
curriría un espacio de tiempo igual para obtener la res-
puesta?... Ellos que se habían creído infelices cuando en
sus cortas separaciones, viviendo el uno en Madrid y el
otro en París, pasaban dos días sin noticias.
—Óyeme bien— dijo acortando el paso y fijando sus
ojos en los de Fernando con imperiosa resolución—. No
quiero que te vayas. ¡No te irás; no debes irte!... Me
dice el corazón que va á ocurrir algo malo.
Golpeaba el suelo con un pie: apretaba convulsiva-
mente con su garrita enguantada una muñeca de Ojeda,
como si temiese verlo desaparecer.
El tuvo un movimiento de impaciencia. ¡Quedarse!...
Era imposible, le aguardaban allá. ¿Cómo podía ocurrír-
sele esto en el último momento?. . . Además nada adelan-
tarían con tal resolución. Unas horas de felicidad con la
esperanza de que no iban á separarse, y luego, al día
siguiente, las mismas exigencias que le obligarían á
partir, la misma necesidad de rehacer su vida.
— No, Teri; tú sabes que debo marcharme. Tú misma
me lo aconsejaste; te pareció bien que fuese como un va-
liente á la conquista de la fortuna. Hace un mes que ha-
blamos del viaje con relativa tranquilidad, y ahora...
ahora te opones como una niña. Valor; mírame á mí.
¿Crees que no sufro como tú?. . .
Pero ella bajaba la cabeza con obstinación. Habían
hablado del viaje durante un mes tranquilamente por-
que todavía estaba lejos. Confiaba... sin saber en qué:
no quería pensar. Era algo como la muerte, que todos
sabemos que vendrá á su hora; pero la vemos tan lejos...
¡tan lejos!... Guardaba cierta calma cuando el viaje era
sólo un motivo de conversación; pero ahora era una
readilad, un hecho que iba á ocurrir dentro de unas
horas, y no podía resignarse.
—Y no te veré, Fernando; ¡piénsalo bien! No te veré
y pasarán días, semanas, meses, ¡quién sabe si años!...
Y tú tampoco me verás, y sólo habrá entre nosotros pe-
dazos de papel en los que intentaremos poner el alma y
sólo pondremos letras. ¡Señor! ¡Terminar así... tal vez
para siempre, cuando hemos pasado cuatro años juntos,
creyendo morir si transcurrían unas semanas sin ver-
nos!...
LOS ARGONAUTAS 21
Estaban en la Carrera de San Jerónimo, marchando
en dirección contraria á la gran corriente de gentío que
remontaba la calle hacia el interior de la ciudad. Las
familias burguesas, endomingadas, llevaban blanquea-
dos los zapatos por el polvo de los paseos. Grupos de
Iiombres comentaban con enérgica gesticulación los in-
cidentes de la corrida de novillos de aquella tarde. Mu-
jeres del pueblo, tirando de la mano de sus pequeños,
seguían al marido, que iba con la capa caída, la gorra
ladeada y los ojos brillantes, canturreando todos algún
coro de la zarzuela de moda. Venían de merendar en las
Ventas y paladeaban la última alegría del vino barato,
la tortilla de escabeche y la contemplación del mísero
paisaje de las afueras, más abundante en techos de cinc,
polvo y pianos de manubrio que en aguas y árboles.
— ;Qué rabia me da esta gente!— decía Teri mirándo-
los con hostilidad y evitando su contacto—. No, rabia
no; ipobrecitos! Tal vez envidia... ¡Pensar que ellos se
quedan y que tú te vas!... Son más dichosos que nos-
otros: vivirán aquí donde tan felices hemos sido.
Luego añadió con un acento de infantil ligereza que
contrastaba con su máscara trágica y el brillo lunar de
sus ojos:
— Mira, en vez de irte á América, de escribir versos y
todas esas ambiciones de judío que te vienen de pronto
por ganar dinero, debías ser uno de éstos; albañil, por
ejemplo: no, albañil no; podías caerte de un andamio,
ipobrecito mío!... Carpintero; eso es; ó ebanista... Eba-
nista mejor. Y estarías de lo más guapo con tu capa y
tu gorra; y yo con mantón y moño alto, lleno de peine-
tas. Y ahora nos iríamos á nuestro barrio cogiditos del
brazo; no como vamos, sino más alegres, y mañana de
buena mañana tú al taller y yo á buscar á mi hombre á
mediodía con la cestita llena, y comeríamos juntos en
un banco de paseo ó al borde de una acera... Y mi hom-
bre, como es buen mozo, seguramente que gustaría á
otras, y yo me pelearía con ellas y les arrancaría el
moño... Di, ¿no me crees capaz de reñir por ti, para que
no se te lleve otra?... Pero el mundo está mal arreglado.
;Y pensar que estas pobres gentes tal vez nos envidien
á nosotros!... ;A ti que te vas sin saber por qué ni para
22 V. BLASCO IBÁÑBZ
qué! ¡A raí que seguramente voy á morir!... No hay jus-
ticia, Señor; ni pizca de justicia.
Este deseo de vida popular transformó repentinamen-
te sus ademanes y lenguaje.
—¡Dinero cochino!,., ¡dinero indecente! El tiene la
culpa de todo lo que nos pasa. Por él te vas tú y me
quedo yo muerta de pena. ¡Pero Señor! ¿no podría ser
ese dinero canalla como el sol, como el aire, que es de
todos y para todos? Las mujeres no entendemos de mu-
chas cosas, pero yo creo que así debía arreglarse el mun-
do para que las gentes fuesen felices... Y si no puede ser
así, que lo supriman al muy ladrón... No; no hables; no
me irrites con tus palabrotas de sabio; no me hagas la
contra, mira que estoy muy nerviosa. Di conmigo:
«¡Muera el dinero!»
Y como si con estas palabras hubiese desahogado
toda su indignación, añadió mansamente:
— El caso es que hago mal en insultar á ese bandido.
Huye de nosotros, pero él volverá; volverá pronto y se-
remos felices. Deja que se termine mi pleito con los hijos
de mi marido; va á ser de un momento á otro y acabará
bien, todos me lo dicen. Entonces no llevaré esta vida
de pobreza disimulada, de bohemia elegante; no tendré
que ceñirme á mi viudedad y á los regalos de mi tía; y
seré rica y tú no sufrirás más, no trabajarás, pues te
mantendré yo... ¡yo! ¡tu María Teresa, que será tu mu-
jercita!
Sintió como el brazo de Ojeda se estremecía bajo su
mano; como su cuerpo, pegado á ella en el ritmo de la
marcha, parecía repelerla con sobresalto.
— No vayas á empezar como siempre, Fernando. Mira
que no lo sufro... Sí señor, te mantendré; será mi mayor
gloria. Tú te marchas por mí, por hacerte rico, por ro-
dearme de lujos y comodidades, y vas, ¡pobrecito mío!
como un soldado va á la guerra, á sufrir, á matarte de
fatiga. ¿Y no quieres que si yo llego á ser rica te dé lo
mío?... ¡A callar! Ya sabes que no te aguanto cuando te
pones tonto con tus caballerías... Sí señor, te mantendré,
te guardaré como un pájaro en su jaula, y harás versos
ó no harás nada. Cumplirás conmigo sólo con quererme
mucho. Y yo me daré el gusto de sostener á mi hombre,
LOS ARGONAUTAS 2B
de regalarlo y miniarlo, de preocuparme con sus cosas
y llevarlo hecho siempre un brazo de mar. Serás mi
chulo; serás mi «socio», como dicen las de los barrios
bajos... A veces me acuerdo de algunas vendedoras que
he visto en la plaza de la Cebada, con sus enaguas muy
almidonadas y sus buenos pendientes de oro. Ellas ven-
den, trabajan, manejan el dinero, y el hombrecito está
á sus espaldas sin hacer otra cosa que proporcionar á la
razón social su autoridad de macho ó guardar el puesto
cuando la socia se ausenta. ¡Qué delicia! Así te quisiera
yo. ¡Todo lo mío para ti!... Mi chulo rico, déjame soñar.
Déjame hacerme ilusiones. No me contradigas. No me
gustas cuando te pones tan digno, tan caballeresco. Más
te querría si fueses ladrón; me parecerías más intere-
sante... ¡Ay! ¡me siento tan triste!... ¡Tan triste!
Estaban ahora en el Salón del Prado, alejados del
movimiento de la gran calle, caminando entre macizos
de verdura, por una avenida solitaria en cuyo suelo tra-
zaban los focos de luz grandes redondeles blancos.
Callaba María Teresa, como si la excitación de su
falsa alegría hubiese cesado de golpe al contacto de esta
soledad. Apretó con más fuerza el brazo de Fernando y
rozándole el rostro con el ala de su sombrero, murmuró:
— Di, ¿y si me fuese contigo?...
Era una súplica, un murmullo tímido, una petición
que se considera imposible, pero que se formula como
última esperanza.
Ojeda sonrió tristemente. ¡Partir juntos!... Una feli-
cidad en la que había pensado muchas veces; pero él
ignoraba cuál iba á ser su vida allá. Seguramente de
penalidades y miserias sin cuento. ¡Y ella, criatura de
lujo, acostumbrada á las comodidades del dinero, quería
seguirle en su incierta aventura!... No; estas resolucio-
nes extremas sólo eran aceptables en el teatro. La vida
tiene otras exigencias. Es posible el sacrificio como algo
momentáneo, heroico, que sólo puede durar poco tiempo:
¡pero el sacrificio por toda una existencia!...
— Recuerda, Teri, tu frase habitual: «La vida es la
vida.» Hay que darla lo que es suyo. Vendrías conmigo
valerosamente, y á los primeros pasos la escasez de di-
nero, la falta de consideración de las personas, el escán-
24 V. BLASCO IBÁÑEZ
dalo que dejaríamos á nuestras espaldas, la pérdida de
los intereses que estás defendiendo, se encargarían de
demostrarnos nuestra locura. Y tú callarías porque me
quieres, y lo soportarías todo con resignación; lo creo;
te conozco bien... ¡Pero el remordimiento de habei*
accedido yo á tu locura! ¡La tristeza de no haberme
opuesto con mi experiencia de hombre! ¡El miedo de
adivinar en una palabra tuya, en una mirada, la lamen-
tación del pasado! Entonces sería cuando nos perde-
ríamos para siempre. No; mejor es separarnos ahora.
Yo volveré pronto, te lo juro. ¡Y quién sabe!... Tú ven-
drás allá... más adelante: cuando yo sepa cuál puede
ser mi suerte.
Ella se soltó bruscamente de su brazo, anduvo algu-
nos pasos titubeante, y casi se desplomó sobre un banco.
Su diestra, oprimiendo un minúsculo pañuelo, pasó entre
el velillo y el rostro para cubrirse los ojos. Lloraba;
lloraba silenciosamente, sin estremecimientos ni hipos
de dolor, como si su llanto fuese una función natural
largamente contrariada. Por fin se abría paso la deses-
peración, adormecida toda la tarde, engañada por los
momentos de olvido voluptuoso. Y las lágrimas sucedían
á las lágrimas, trazando luminosas tortuosidades sobre
el fondo mate de su cutis. Al alzarse el velo para enju-
garlas, Ojeda vio un triángulo de arrugas en las comi-
suras de sus ojos, un cerco de negrura cadavérica en
torno de ellos. La nariz parecía más afilada, la boca
más profunda: era una mujer distinta á la que media
hora antes buscaba sus ropas á la luz de la chimenea.
Diez años habían caído de golpe sobre su cabeza. Su faz
parecía arañada por el cansancio y la pena.
Fernando suplicó como un niño atemorizado. ¡Valor!
Debía sobreponerse á sus emociones. Teri era valiente
cuando quería.
— Te vas — gimió ella, sin escucharle — . Ahora me
convenzo. Hasta este instante no había visto claro. Es
cierto que te vas. ¡Y no hay remedio!... ¡Qué cosa tan
horrible!
Así permanecieron mucho tiempo: María Teresa,
apoyada en el respaldo del banco, con una mano en el
rostro y la otra perdida en el manguito; Fernando, de
LOS ARGONAUTAS 25
pie, intentando infundirla valor con palabras incohe-
rentes. Los dos temblaban de frío sin darse cuenta de
ello, estremecidos por el viento glacial que hacía oscilar
los focos de luz. El dolor los mantenía como alejados de
sus cuerpos, sordos á sus sensaciones, insensibles á toda
impresión externa.
Avanzaban lentamente, por una calle inmediata al
paseo, las rojas linternas de un coche de alquiler.
— Llámalo— dijo ella con resolución, incorporándo-
se— . Acabemos pronto; esto no puede durar más tiem-
po... Mejor que nos separemos aquí.
El asintió con la cabeza. Sí; mejor sería. ¡Para qué
prolongar este martirio!...
Y cuando el coche se detuvo, María Teresa marchó
hacia él, irguiendo el busto, pero con paso vacilante,
volviendo el rostro para no ver á Ojeda. Titubeó un
momento al poner el pie en el estribo, y acabó por re-
troceder.
—Págale y que se vaya... Iremos á pie hasta la Cibe-
les. Nos veremos un momento más.
Fernando aprobó otra vez. El dolor anulaba su vo-
luntad, y por esto aceptó como una dicha la prolonga-
ción de su tormento.
Volvieron á tomarse del brazo y caminaron silencio-
sos, lentamente. Sus ojos se rehuían. Evitaban hablarse,
temiendo despertar con las palabras su desesperación.
Les bastaba sentirse el uno junto al otro, percibir las
vibraciones de sus dos vidas con el roce de sus cuerpos
puestos en contacto. Teri parecía obsesionada por sus
recuerdos y murmuró unas palabras, como si hablase
con ella misma, con una voz monótona y vagorosa, igual
á la de los que sueñan:
— La semana que viene... ¿te acuerdas? La semana
que viene hará cuatro años que nos conocimos.
Ojeda sintió disiparse su torpeza con este recuerdo,
pero continuó marchando en silencio. ¡Cuatro años...
sólo cuatro años! Y habían sido tan largos y nutridos
como todo el resto de su vida... ¡Más, mucho más! Su
existencia anterior apenas contaba para él; era como un
limbo de sucesos incoloros. Su verdadera vida había
comenzado junto á María Teresa.
26 V. BLASCO IBÁÑBZ
Pensaba con irónica conmiseración en su existencia
fintes de conocerla. Creía entonces haber paladeado to-
das las variedades y complicaciones del amor, y hasta
se consideraba hastiado de ellas. Había tenido por suyas
mujeres de alto precio, arrebatándolas en una puja de
generosidad á los amigos más íntimos, con quebranto
de su fortuna. jLo que había malgastado años antes,
cuando á la muerte de su madre se vio en posesión de
una fortuna algo mermada por sus prodigalidades de
hijo de familia!... Sus amores en la buena sociedad ha-
bían alcanzado igualmente cierta resonancia. Aun guar-
daba en el pecho una ligera cicatriz, un puntazo recibi-
do en un duelo con cierto señor que, después de tolerar
ciegamente todos los amigos anteriores de su esposa, se
había sentido de pronto terriblemente celoso de Ojeda.
El amor le hacía encogerse de hombros en aquella época
de su vida: un pasatiempo como la ambición ó como el
juego; un dulce engaño para entretenerse. El estaba de
vaielta á los treinta y dos años de esta mentira que llena
el mundo, mantiene la vida y es la principal ocupación
de la humanidad.
Todo le había sido fácil en los primeros tiempos. Re-
cordaba á su madre, una señora pálida y cortés, de
personalidad algo borrosa, que parecía encogerse como
oprimida por la majestad del esposo. Su amor á Fernan-
do, el hijo primogénito, era el único sentimiento vehe-
raente que desdoblaba y hacía vibrar con energía su
dulce pasividad. Recordaba también á su padre, impo-
nente personaje triunfador en el Parlamento durante
veinte años por la corrección con que sabía llevar la
levita así como por sus discursos solemnes, que duraban
tardes enteras ante los escaños vacíos. Hablaba inglés
y alemán, lo que le proporcionaba cierto prestigio mis-
terioso, indiscutible, y cada vez que su partido era lla-
mado al poder, su nombre figuraba el primero en la lista
(le ministros. Nadie osaba disputarle la dirección de las
relaciones diplomáticas. Jamás se había sorprendido la
inás pequeña mota en su levita ni el más leve rastro de
idea propia en sus palabras. Y junto con todo esto, una
corrección hidalga, que le acompañaba hasta en los me-
nores actos de su vida; una rectitud señoril y bondado-
LOS ARGONAUTAS 27
^ que parecía ennoblecer su rimbombante mediocridad
intelectual.
Ojeda le había admirado hasta los veinte años, dán-
dole preferencia en sus afectos sobre la madre buena,
dulce é insignificante. Había paladeado en las tribunas
del Congreso tardes de orgullo y de gloria, pensando
que aquel señor que desde el banco azul hacía resonar
la. cúpula con su voz grave y movía los brazos con tanta
elegancia, era el autor de su existencia. Luego, cuando
la afición á los versos le sacó del círculo solemne y en-
tonado en que se movía su familia y vivió en el Ateneo
y en las redacciones de los periódicos, su facultad ad-
mirativa fué achicándose, y sin dejar de sentir cierta
veneración por la personalidad moral de su padre, cre-
yó menos en la valía de su inteligencia.
Al morir este personaje, en vísperas de ser ministro
por séptima vez, Fernando acababa de ingresar en el
cuerpo diplomático, como si con esto siguiese una tradi-
ción de familia. Apenas cesaron de hablar los periódicos
«de la irreparable pérdida que había sufrido el país» con
la muerte del hombre ilustre, hízose el silencio en torno
de su recuerdo, con esa facilidad de olvido que acompa-
ña á los hombres del teatro y de la política. Siempre que
Fernando encontraba al jefe del partido ó algún otro
personaje ilustre, amigo de su padre, era objeto de pre-
sentaciones. «Este es el chico de Ojeda... ¡Pobre Ojeda!
Un hombre que valía mucho.» Y tras este responso con-
tinuaban su plática sobre accidentes de la política. Mien-
tras tanto, la madre vivía encerrada en la estupefacción
dolorosa que le había producido aquella muerte, consi-
derándola algo inaudito, inexplicable, como si los per-
sonajes del calibre de su esposo no pudiesen morir, y se
imaginaba á todo el país en el mismo estado de ánimo.
Quiso avanzar Fernando en su carrera, ir destinado
á una legación, y la buena señora no se atrevió á opo-
nerse á sus deseos. Ella quedaría en Madrid con su hija,
mientras el primogénito daba en el extranjero nuevo
lustre al apellido del padre. Los graves señores volvie-
ron á evocar por unos momentos á su olvidado compa-
ñero. «Hay que hacer algo por el chico de Ojeda.» Y
Fernando pasó diez años fuera de España como secreta-
28 V. BLASCO IBÁÑEZ
rio de legación, con frecuentes traslados que le hicieron
viajar desde las naciones del Norte de Europa á las re-
públicas de la América del Sur, siempre acompañado
por la protección de los amigos del «malogrado perso-
naje». Pero esta protección aparecía cada vez más leja-
na, más tenue, como el recuerdo ya esfumado del grande
hombre. El hijo del eterno ministro, habituado á la adu-
lación y á la influencia social desde los tiempos en que
era estudiante, iba notando el vacío de la indiferencia
en torno de su personalidad diplomática. Nada signiñca-
ba ya ser «el chico de Ojeda». Ahora eran «los chicos»
de otros personajes de gloria más reciente los que mere-
cían los empujes del favor. Además una falta absoluta
de adaptación le hacía chocar con los superiores, que le
consideraban intolerable por su independencia. Empe-
zaba á hablar con desprecio de «la carrera». En una lega-
ción, el ministro, que había alcanzado sus ascensos, an-
tes de que se inventasen las máquinas de escribir, por el
primor caligráfico con que copiaba los protocolos, decía
á Ojeda con irónica superioridad: «¡Qué letra tan pésima
la suya!... ¿Y usted hace versos? ¿Y usted presume de
literato?» Otros jefes le echaban en cara sus aficiones
«ordinarias», su marcada intención deevitar las reunio-
nes entonadas del mundo diplomático para juntarse con
la bohemia del país, juventud melenuda que recitaba
versos y discutía á gritos, en torno de los ajenjos, bajo
nubes de tabaco. Un ministro había escrito durante un
año entero á Madrid para que sacasen de su legación al
secretario Ojeda, individuo peligroso, que muchos tenían
por socialista. En realidad, sólo deseaba alejarle para
que la ministra recobrase su calma de buen tono y no se
comprometiera con un inferior cantando romanzas y
recitando poesías en la penumbra del anochecer.
Su fama llegó hasta el ministerio de Estado. «¡Lás-
tima de chico! ¡La maldita literatura! ¡Si el grande
hombre levantase la cabeza!» Y todos, jefes de sección,
ministros de diversas categorías, secretarios y hasta
agregados repetían lo mismo. «Tiene talento, es un ori-
ginal; pero le falta el pliegue.» El tal pliegue significaba
su falta de adaptación á «la carrera», su rebeldía á mol-
dearse en las tradiciones y frivolidades de la vida di-
LOS ARGONAUTAS 29
plomática... j Para lo que valía la dichosa carrera! Su
madre le enviaba todos los meses una cantidad tres ó
cuatro veces superior al sueldo que él percibía. Su her-
mana Lola, á pesar de la admiración, que le hacía ver en
él un conjunto de todas las gallardías y seducciones va-
roniles, protestaba contra las maternales larguezas. Todo
para el hijo que andaba por el extranjero paseando su
casaca dorada, y para ella, que había de buscar un ma-
rido, los regateos y estrecheces. ¡Armonías de familia!...
En algunos países de América él y sus compañeros se
lamentaban de que un conductor de automóvil ó un
encargado de hotel ganase mayor sueldo que un diplo-
mático. Por esto las ilusiones de su vida de miseria es-
plendorosa giraban siempre en torno del matrimonio,
ambicionando todos una novia rica para hacer buena
figura en «la carrera».
El deseo de no contrariar á su madre, que veía en la
diplomacia la única ocupación digna, fué lo que mantu-
vo á Fernando en su puesto; pero al morir la pobre se-
ñora presentó la renuncia. Habituado á recibir ayudas
pecuniarias sin ocuparse directamente del manejo de sus
intereses, Ojeda se creyó rico, muy rico, viéndose pro-
pietario de una casa en Madrid y muchas tierras en An-
dalucía. Su hermana estaba casada con un ingeniero,
hombre formal, que había hecho su fortuna en la Amé-
rica del Sur, ayudado por algunos parientes. Era el
talento administrativo de la familia, y Fernando se bur-
laba de su honrada simplicidad, sin dejar por esto de
admirarle. Dominábalo su mujer con el prestigio del
nacimiento: estaba orgulloso de ser el yerno postumo
del «ilustre señor Ojeda» y recordaba sus glorias con
más frecuencia que los hijos. La familia de la suegra
proporcionaba grandes satisfacciones á su vanidad.
Aunque aquélla no había disfrutado otro título honorí-
fico que el de esposa de un grande hombre, estaba em-
parentada con varias condesas, marquesas y grandes de
España, de cuyos honores y distinciones llevaba cuenta
exacta el ingeniero. Su orgullo bonachón creía haber
perdido lamentablemente el tiempo cuando terminaba
el año sin haber hecho noventa visitas á estas ilustres da-
mas, á las que llamaba por antonomasia «nuestras tías».
30 V. BLASCO IBÁÑBZ
Ojeda le confió sus bienes para seguir sin preocupa-
ciones una vida doble de placeres. Pasaba sin transición
del mundo en que le había colocado su nacimiento á otro
]nás humilde, hacia el cual le empujaban sus aficiones
artísticas. En un mismo día charlaba de mujeres, juego
y caballos, con la juventud desocupada y elegante de
ios clubs aristocráticos; luego pasaba la tarde en el pobre
estudio de algún artista «independiente y desconocido»,
tuteándose con melenudos de botas destrozadas que tal
vez no habían almorzado; asistía después á un té donde
flirteaba con damas de fama contradictoria, y comía en
un palacio ó en una taberna de bohemios, puesto de
frac para ir luego al teatro Real.
El amanecer le sorprendía en los gabinetes de Tor-
nos, con camaradas de infancia y hembras de alto pre-
cio, y otras veces en los camarotes de un colmado con
guitarristas, toreros, «socias» de mantón y «fraternales
amigos» que le tuteaban y cuyos apellidos no conocía
bien: hombres con brillantes enormes, rumbosos, dicha-
racheros, que habían estado algunas veces en la cárcel
ó bordeaban con frecuencia sus puertas.
Tenía cierta reputación entre la gente literaria de
escalera abajo, que grita y pugna por subir. «Un mu-
chacho simpático y de talento... ¡Lástima que sea rico!»
Y los que se compadecían de su riqueza le llamaban al
mismo tiempo simpático por la facilidad con que se pres-
taba á un donativo de cinco duros. Reunió en un vo-
lumen impreso sus poesías... iMagnífico! Era Musset.
Lanzó otro tomo... ¡Soberbio! Era Baudelaire. Publicó
un tercer libro... ¡Colosal! Era... el mismísimo Espíritu
Santo hecho poesía. Los versos no estorban á nadie y son
ocupación de gran señor, por lo mismo que no dan di-
nero. Escribió un drama heroico, un drama caballeres-
co, la epopeya de los conquistadores en las Indias vírge-
nes, con estrofas sonoras en las que vibraba un tintineo
de espadas y corazas, y los profesionales recibieron son-
riendo como hienas á este niño de buena familia que
venía á quitarles el pan de la mesa. Muy bonitos los
versos, pero «aquello no era teatro». Resultaba dema-
siado poeta para la escena.
En este tiempo encontró á María Teresa. Fué en casa
LOS ARGONAUTAS 81
de una de las parientas de su madre; en el té de una
condesa que figuraba entre las veneradas «tías» del ma-
rido de Lola. Iba á estas reuniones Fernando cuando de
cinco á siete de la tarde no encontraba mejor distracción
á su aburrimiento. Sabía de antemano lo que le pregun-
tarían sus ilustres parientas, viejas pretenciosas de pelo
teñido y dentadura semejante á un juego de dominó.
«Pero grandísimo perdido, ¿cuándo te casas?...» Y si él
se resignaba á asistir á estas reuniones era justamente
para no casarse, para aprovechar el tedio de algu-
na señora que se trasladaba humillada de un salón
á otro sin encontrar compañía, iniciando con ella pláti-
cas sentimentales que terminaban á veces en algo más
positivo.
En la pieza donde estaba instalado el «buffet» en-
contró á María Teresa. Acababa de llegar de París, donde
vivía largas temporadas. Una rápida aparición en Ma-
drid y luego á huir otra vez. La molestaban y la hacían
reir á un tiempo la curiosidad malsana y la altivez mie-
dosa de sus amigas. Fingían sorpresa al verla, la abraza-
ban, admiraban su traje, hacían elogios de su hermosu-
ra, le pedían datos sobre las últimas modas, y escapaban ,
procurando no tropezarse con ella otra vez.
Ojeda la conocía vagamente. Su marido había sido
de «la carrera», un antiguo plenipotenciario que actual-
mente vegetaba retirado en una ciudad de provincia.
Años antes la había visto en una comida, en la emba-
jada de España en París, cuando ella estaba recién
casada é iba con su marido á ocupar la legación ante
una corte de la Europa Septentrional. Fernando la había
deseado con su ávida admiración juvenil. ¡Qué mujer!...
Pero ella, orgullosa de su belleza y de su nuevo rango,
apenas se fijó en el modesto secretario de una legación
americana, de paso en París. Sólo tenía sonrisas para
los personajes importantes que la rodeaban, y un gesto
de agradecimiento para aquel viudo, rico y viejo, que
contrariando á sus hijos la había hecho su esposa. Pro-
cedente de una familia de militares pobres y gloriosos,
veíase convertida de pronto, por el entusiasmo casi senil
de su marido, en una gran señora diplomática, rodeada
de todas las comodidades de la riqueza, sin tener ya que
32 V. BLASCO IBÁÑEZ
sufrir el tormento de una mediocridad con la que habían
pugnado desde la niñez sus gustos de mujer elegante.
Luego Fernando no la vio más. ¡Pero había oído tan-
tas cosas de ella!... Los hijos del marido se encargaban
de propalarlas, y todas las amigas de María Teresa las
repetían con la secreta fruición de demoler á una com-
pañera que inspira envidia. ¡Quién podría conocer la
verdad! Lo cierto fué que el viejo marido, dimitiendo
de pronto su plenipotencia, se vino á vivir en España;
unas veces en Madrid, evitando el contacto con sus
liijos, á los que guardaba cierto rencor; otras en pro-
vincias, dedicándose, según decían, á grandes empresas
agrícolas. Ella permaneció en París, y de tarde en tarde
escapaba á la península para ver á su marido, restable-
ciéndose entre los dos por breves días cierto simulacro
de reconciliación; pero en realidad — según las ami-
gas— estos viajes eran únicamente para procurarse di-
nero.
Los ojos de María Teresa parecieron atraerle, y los
dos se saludaron como antiguos conocidos. Ella le feli-
citó sonriente y maternal por sus versos, que indudable-
mente no había leído, y por el drama, que no conocería
nunca. Casi era un grande hombre. ¡Cómo podía imagi-
nárselo así cuando le había visto por primera vez en
París!...
— Además, me han dicho que es usted un grandísimo
«golfo».
Ojeda se inclinó sonriente, con exagerada cortesía.
— Y usted también, según dicen, parece un poco
«golfa».
Dudó ella un momento con el ceño fruncido, no sa-
biendo si enfadarse por estas palabras, y al fin acabó
por lanzar el gorjeo de su risa.
—Venga usted, y nos sentaremos en aquel rincón.
Con usted es imposible enfadarse. ¡Qué tipo tan intere-
sante! Vamos á burlarnos un poco de toda esta gente...
Nosotros hemos visto otras cosas.
Pasaron la tarde hablando de los países que llevaban
visitados, de las gentes de «la carrera» que habían cono-
cido, interrumpiendo estos recuerdos para reírse á dúo
de los que pasaban por el comedor y comunicarse sus
LOS ARaONAüTAS 33
maledicencias. Ai iiablar se miraban de frente con una
fijeza curiosa, como extrañados de no liaberse conocido
antes, adivinando cada uno con rápida clarividencia lo
(¿ue pensaba el otro; pensamientos que se desarrollaban
fuera del curso de sus palabras. Al día siguiente sin-
tieron la necesidad de verse... y al otro... y al otro.
Ella se preocupaba de su vida; le acosaba con preguntas
para conocerla con todos sus detalles; la hacían reir
mucho sus relatos de aventuras en los bajos fondos de
Madrid.
—Quisiera ver eso; conocer sus bohemios, sus cantao-
ras. Lléveme con usted, Fernandito; sea usted bueno. Yo
conozco algo de París, pero lo de aquí es indudablemen-
te más interesante, más típico... Debe oler á puchero.
Estos deseos caprichosos desaparecieron de golpe
después de la caída... si es que hubo caída. Fueron el
uno del otro casi sin saber cómo, por impulso natural y
fácil, sin enterarse ciertamente de cuál de los dos apun-
tó el primer intento y cuándo se inició la realización.
Ella no se tomó el trabajo de ñngir la más leve resisten-
cia, de coquetear con negativas sonrientes acompañadas
de ojos aprobadores.
— Desde que te vi adiviné que esto iba á ser... y ha
sido. Tú pensarás lo que quieras; tal vez me crees más
fácil de lo que soy. Pero contigo ¡para qué fingimien-
tos!...
Como Teri se marchaba á París, él se fué también,
y comenzó lo que llamaba Fernando la mejor época de
su existencia: una vida de concentración egoísta á dos,
de ceguera y olvido para todo lo que estaba más allá de
ellos, cortada por frecuentes viajes emprendidos al azar
de una lectura ó de un recuerdo histórico. «¡Qué hermo-
so besarnos entre las columnas del Partenón!» Y empren-
dían un viaje á Grecia. «¡Qué delicia ver el desierto los
dos juntitos desde lo alto de las Pirámides!» Y salían para
Egipto... Y así fueron á contemplar, tomados del talle y
con las cabezas juntas, el sol de media noche en Norue-
ga, el Kremlin cubierto de nieve, las palmeras del oasis
de Biskra y las azules corrientes del Bosforo, sin contar
otras excursiones más vulgares en busca del canal ve-
neciano, la colina toscana ó el lago suizo como fondo
34 V. BLASCO IBÁÑEZ
decorativo de un amor que ansiaba abarcar todo el vi^jo
mundo en su insolente felicidad. Pronto notó Ojeda una
transformación en el carácter de Teri. Perdía por mo-
mentos su alegre inconsciencia de pájaro loco. Era más
grave en sus palabras; mostraba una mesura conserva-
dora en sus juicios sobre el amor. Ella, que al principio
le incitaba á narrar las aventuras de su pasado, riendo
gozosa cuanto más incontables eran, palidecía ahora
con un gesto de protesta.
— No quiero oirte — decía tapándose los oídos—. ¡Calla,
por Dios! Me repugnas cuando recuerdo esas cosas...
Acabaré por no quererte.
En sus viajes la acometían repentinos celos cada vez
que Fernando miraba á una viajera de buena presencia.
Luego fué él quien se sorprendió, preguntando con sorda
irritación para desentrañar los misterios del pasado.
¿Qué existencia había sido la de Teri antes de que ellos
se conociesen? ¿Por qué murmuraban tanto de su vida en
aquella corte septentrional? ¿Por qué se había separado
de su marido?... Debía hablar sin miedo; él lo aceptaba
todo por adelantado; no había sido en su tiempo.
Pero Teri movía la cabeza negativamente, con una
tenacidad reflexiva en el gesto y unos ojos de misterio,
como mujer que sabe que en amor las confesiones fran-
cas no se olvidan ni se perdonan.
—Todo mentiras... calumnias. Nada tengo que con-
tarte. Olvida eso; no te atormentes... No hubo nada, y
aunque algo hubiese... ¡yo no te conocía entonces! ¡no
te conocía!
Y con esta exclamación cerraba y justiñcaba todo
su pasado.
Ella miraba á Fernando como algo propio que le per-
tenecía para siempre. Más de una vez había protestado
en los hoteles de la facilidad con que daban alojamien-
to á ciertas aventureras, con grave peligro de la paz
matrimonial. A fuerza de titularse «Madame Ojeda»,
había olvidado su verdadera situación y se indignaba,
con todo el fervor que inspira el derecho de propiedad,
sólo al pensar que alguna mujer pudiera arrebatarle su
«marido».
Cuando fatigados de tantos viajes recalaban en Ma-
LOS ARGONAUTAS 36
drid y vivían separados por algún tiempo, ól en casa de
su hermana, ella con una tía á la que consideraba como
una segunda madre, esta separación parecía enardecer
sus celos. Viéndose Teri por las tardes en el cerrado dor-
mitorio, adonde llegaba suave y quejumbroso el sonido
de «la campana de don Miguel», tenía de pronto ex-
abruptos coléricos.
—Ya vives en tu Madrid, donde has hecho tantas pi-
cardías... ;A saber si estarás engañándome con alguna,
grandísimo ladrón!
Después de estas explosiones de ira se apelotonaba
contra él, humilde y tímida.
—Es porque tengo miedo de perderte; de que otra me
quite á mi hombre. Quisiera asegurarte para siempre;
tenerte atado de una patita como un jilguero. Di, ¡si nos
casáramos! ;Qué tranquilidad!... Tú que sabes tanto,
contesta. ¿Llegaremos á casarnos alguna vez?...
También Fernando, que durante los primeros meses
sólo veía en María Teresa una conquista más, una mujer
elegante y hermosa que halagaba su masculina vanidad ,
sufría de pronto iguales cóleras. El, que al principio
no deseaba saber y olvidaba voluntariamente el pasado
con todas las vaguedades calumniosas que había oído
acerca de Teri, sentíase poseído de pronto por una cu-
riosidad dolorosa y malsana, un deseo de gozar cruel-
mente haciéndose daño, y aprovechaba los momentos de
abandono para hacerla hablar, queriendo conocer sus
amores antiguos.
-—¡Cuando te digo que no he tenido ninguno!...— pro-
testaba ella—. Créeme, tú has sido el primero y serás el
último.
Ponía en sus ojos el asombro ingenuo y en su voz la
humildad infantil de la mujer que necesita ser creída...
Ojeda también necesitaba creer. ¡Para qué fatigarse en
esta cacería del pasado! Y con repentina confianza, de-
seaba lo mismo que su amante un casamiento que con-
solidaría su felicidad.
El egoísmo del amor estallaba en María Teresa, con
deseos crueles.
~¡Ay, cuándo se morirá Joaquín!... ¡Para lo que sirve
en el mundo!
36 V. BLA8C0 IBÁNEZ
Joaquín era el marido, y ella, por iuformes de sus
amigos ó por las cortas entrevistas que tenía con el viejo
al volver á España, calculaba laís probabilidades de su
muerte.
—Está peor; casi chochea. Esto va á terminar de un
momento á otro.
La sensible María Teresa, que se apiadaba de los pe-
rros abandonados en la calle y reñía con los cocheros
cuando levantaban el látigo sobre las bestias, hablaba
fríamente de la muerte, como si únicamente tuviera en-
trañas para su amor y el resto del mundo careciese de
interés. Ojeda la escuchaba con cierto remordimiento.
¡Desear la muerte de un pobre señor que no les había
hecho daño alguno y al que inferían desde lejos diaria-
mente un sinnúmero de misteriosas ofensas! ;Qué cobar-
día!... Pero el egoísmo amoroso acabó por despertar en
él igualmente, con una crueldad implacable. Aquel viejo
estúpido por el privilegio de su riqueza la había poseído
el primero; había paladeado las mismas dichas que él,
pero con el encanto de la novedad. Bien podía morirse...
i Que se muera!
Y se murió de pronto, mientras ellos estaban muy
lejos: y al regresar á Madrid á toda prisa, aturdidos por
la feliz noticia, les salió al encuentro algo que no habían
conocido hasta entonces: el valor del dinero, lo difícil
que es echarle la mano encima cuando se empeña en
huir, la necesidad material y prosaica sobre la que des-
cansan todas las ilusiones y deseos de la vida.
Don Joaquín se había ido del mundo sin dejar á su
mujer otra renta que una pensión del gobierno como
viuda del ministro plenipotenciario; un poco más de lo
que ella daba á su doncella en París. Una parte de su
fortuna procedía de la primera esposa y pasaba á los
hijos; la otra parte, que era considerable, aparecía do-
nada en vida á los mismos hijos, que habían vuelto á su
gracia en los últimos años.
La primera idea de la impetuosa María Teresa fué
comprar un revólver é ir matando por turno á los hijos
y las hijas de su marido, á más de yernos y nueras, sin
perdonar á los nietos. ¡Raza maldita! ¡Ladrones! ¿Y para
esto había sacrificado los primeros años de su juventud
h09. AUaONATTTA,S 07
A un viejo tonto, renunciando al amor?... Pero no; él era
l)ueno y la (quería. Muchas veces le había asegurado ({Uc
dejaba las cosas bien arregladas para despu(^y de su
muerte. Kran lOvS otros, <{uc intentaban robarla... Y de-
sistiendo de la compra del revólver, se lanzó en las
aventuras de un pleito con el fervor apasionado que des-
piertan en algunas mujeres los incidentes, embrollóos y
peleas de todo litigio. Ella demostraría que la familia
de su marido había abusado de la flojedad mental de éste
en los. últimos meses, para despojarla con documentos
falsos.
Fernando acogió el contratiempo con frialdad. En
el fondo de su ánimo le había repugnado siempre que el
dinero del viejo entrase en su casa al unirse é\ legal-
mente con María Teresa.
—No te apures; tal vez sea mejor así. Cuenta sólo con-
migo. Yo trabajaré, si es preciso.
Pero también á él le aguardaba otra sorpresa por
boca de su cuñado, hombre de orden que hacía algiln
tiempo deseaba rendirle cuentas. Varias hipotecas pesa-
ban sobre sus bienes desde la época en que Fernando
llevaba una vida alegre, y á esto había que añadir las
fuertes cantidades que adeudaba á la familia. Los viajes
con Teri habían devorado mucho dinero. Ojeda quedó
perplejo, como si despertase ante el montón de papeles
que le presentaba el ingeniero, y que repelió con gesto
de gran señor. Nada adelantaba examinándolos: lo que
decía su cuñado debía ser cierto. El pobre hombre se
excusó con humildad. Había tardado en hablar por
miedo á que Fernando se disgustase: él estaba dispuesto
á todos los sacrificios; pero tenía dos hijos, Lola andaba
en trámites para darle el tercero, y temía sus protestas
de mujer ordenada y económica que no quiere dejarse
arruinar por un hermano. El ingeniero tenía un proyec-
to.., ¿Por qué no se casaba con una mujer rica? ;Con su
figura y su nombre! ;Un Ojeda!... El sabía mejor que
nadie lo que representaba este apellido.
—No; prefiero trabajai\ Yo saldré adelante.
Y vendiendo bienes para reunir fondos, Fernando se
lanzó en los negocios con una ceguera que no admitía
consejos. Además jugaba fuerte en el club hasta la ma-
í]8 V. BLANCO IBÁÑÍ13Z
drugada, en busca de fugitivas ganancias. ¡Ay, su amor!
;8U pobre amor liumillado y envilecido por \m preocu-
paciones del dinero!.,, ¡Adiós las inconsciencias de pá-
jaro errante, el desprecio por Uus previsiones del maña-
na!... Sus besos tenían muchas veces el crispamiento
de caricias desesperadas: quedábanse de pronto absor-
tos los dos y tenían miedo de preguntarse en qué pen-
saban. Algunas tardes, en el desorden del lecho, el
tañido de «la campana de don Miguel» sorprendía á
Ojeda hablando seriamente de un gran negocio, de una
combinación con amigos del club, indiferente y frío ante
la carne adorada que no podía contemplar en otros
tiempos sin cubrirla de fogosas caricias.
Ella, por su parte, hablaba del pleito, la gran em-
presa de su vida, con todas las vehemencias del interés
material y del odio. Pasaban por su boca adorable pala-
])ras curialescas, términos del procedimiento, aprendi-
dos con pronta asimilación en sus conferencias con los
abogados. El triunfo era seguro, pero habría que espe-
rar un poco. Y mientras tanto, su exterior señoril iba
sufriendo una transformación, que no se escapaba á los
ojos de Fernando. Transcurrían meses y meses sin que
algo fresco viniera á adornar su belleza, ávida en otra
lípoca de costosas novedades. Al sucederse las estaciones
reaparecían los mismos vestidos del año anterior, hábil-
mente retocados. Su guardarropa de París podía sacarla
de apuros por mucho tiempo. Hablaba con entusiasmo
de pobres muchachas de Madrid que, bajo sus indica-
ciones, liacían prodigios en el arreglo de ropas y som-
breros. Las joyas vistosas, primeros regalos con que
el marido había domado sus esquiveces de jovenzuela,
sólo se mostraban de tarde en tarde después de miste-
riosos encierros en poder de prestamistas. Algunas ha-
bían desaparecido para siempre.
María Teresa hacía elogios de la generosidad de su
tía. Ella se ocupaba de su mantenimiento y sus diver-
siones, orgullosa de ostentarla á su lado en teatros y
fiestas. Era capaz de darle toda su fortuna, pero tenía
hijas, y éstas batallaban á todas horas contra la influen-
cia de su prima.
A veces, con una timidez ruborosa y huyendo la
LOS ARGONAUTAÍt 39
vista, preguntaba á Ojeda por el estado de sus negocios.
«iSi tuvieras un dinero que necesito!...»
Y cuando (31 con apresuramiento satisfacía su de-
manda, María Teresa parecía arrepentirse.
— iQué vergüenza! ¡Yo pidiéndote dinero!... Es para
algo importante; ya sabes... el pleito. Pero en ñn, como
liemos de casarnos, todo lo nuestro debe ser común.
Cuando yo salga con la mía, ya no tendrás que trabajar,
¡pobrecito mío!; ya no penarás con tus negocios.
Los tales negocios no podían marchar peor. En me-
nos de un año había sufrido Fernando dos pérdidas con-
siderables en empresas ilusorias á las que le arrastraron
ciertos amigos del club, tan inexpertos como él. El juego
contribuía igualmente á disminuir su fortuna. De tarde
en tarde una ganancia que le inspiraba gran fe en el
porvenir, y traía como consecuencia regalos y genero-
sidades para Teri. Después de estos breves períodos de
optimismo, la silenciosa cólera al ver desmoronarse len-
tamente sus esperanzas.
En esta situación, cuando no sabía qué hacer y se
sentía dominado por un desaliento mortal, pasó por Ma-
drid un español rico residente en Buenos Aires, tío de
su cuñado. Aquel hombre, que había huido de su tierra
perseguido por la pobreza treinta años antes, hablaba
de millones como de algo familiar, y se burlaba de la
mediocridad de los negocios peninsulares. Las conver-
saciones con este señor, que comía muchas veces en casa
de su sobrino, escuchado y admirado por toda la familia
como un caudillo triunfante, fueron para Ojeda como
otros tantos latigazos aplicados á su voluntad dormi-
da. La ascensión realizada por este antiguo rústico y
otros muchos de su clase, ¿por qué no intentarla él?... Y
con un esfuerzo corajudo, temblando como si confesase
una infidelidad amorosa, expuso sus propósitos á María
Teresa. Quería partir; necesitaba ser rico para ella, sólo
para ella. Aquel pariente de su cuñado prometía ayu-
darle, y él, con los restos de su fortuna, podía intentar
en América algo fructuoso y de rápido éxito.
Fernando insistía especialmente en la rapidez de su
viaje. Asunto de un año, ó de dos cuando más; y aun así
podría ir y volver algunas veces. Ella debía hacerse la
40 V. BTABCO ÍBÁÑ12Z
ilusión de que amaba á un militar que salía para la
guerra; pero una guerra sin peligro de muerte.
Teri le escuchaba pálida, con los ojos lacrimosos,
pero acabó por aprobar su resolución. Bí, debía partir;
era mejor que trabajase en un ambiente más propicio y
favorable que el del viejo mundo.
Para amortiguar su pena intentaron embellecer el
próximo viaje con reminiscencias románticas y opti-
mismos tradicionales. El iba á ser como los paladines
de los viejos romances que salían á correr luengas tie-
ndas para hacer presentes á su dama. Volvería trayen-
do millones, y otra vez conocerían la existencia opulen-
ta, con viajes de lujo por todo el mundo, grandes ho-
teles, automóvil á perpetuidad, y podrían sacar del
cautiverio de la usura los collares de perlas y las joyas
luminosas. Un sacrificio de dos años: ni uno más. Todos
saben que en América basta este tiempo para que un
hombre inteligente conquiste riquezas. ¡Las consiguen
allá tantos imbéciles!... Recordaban algunas comedias
en las que el protagonista enamorado sale al final del
primer acto camino del Nuevo Mundo para hacer fortu-
na, y al empezar el segundo ya es millonario y está de
vuelta. Se notan en él algunas transformaciones que no
le van mal: unas cuantas canas prematuras, la faz tos-
tada, las facciones más enérgicas y angulosas; pero sólo
han transcurrido quince minutos desde que bajó el telón
hasta que vuelve á subir. En la realidad, no serían
(juince minutos, serían quince meses; tal vez dos años:
]:>ero bien podía hacerse el sacrificio de este tiempo á
cambio de afirmar la felicidad.
Así habían pasado las últimas semanas, hablando
del viaje, discutiendo sus preparativos, forjándose ilu-
siones sobre los resultados, pero viéndolo siempre en
lontananza; hasta que de pronto les avisaba el zarpazo
de lo inmediato, de lo inevitable. Y Ojeda, al despertar
de esta vertiginosa evocación de recuerdos que sólo ha-
bía durado algunos segundos y abarcaba todo un perío-
do de su existencia, se veía caminando por el Salón del
Prado, en una noche fría, al lado de una mujer que mar-
chaba con desmayo, como si al término del paseo la espe-
rase la muerte; evitando su palabra, evitando su mirada.
LOS ARGONAUTAS 41
—Hasta aquí nada más— dijo Teri al llegar cerca de
[a fuente de Cibeles -. No; no me beses, me haría mucho
daño; no tendría tuerzas para irme... La mano tampo-
co... No; j adiós! ¡adiós!
Lo apartaba de ella como si tuese un extraño; volvía
hx cabeza por no verle. De pronto, llamando á un coche
para que la aguardase, huyó.
Fernando quedó inmóvil largo rato viendo cómo so
alejaba con lento traqueteo el vehículo de alquiler hacia
la Puerta de Alcalá. Dentro de la caja vetusta y crujiente
se alejaban sus esperanzas, la razón de ser de su vida.
I Y así eran en la realidad las grandes separaciones, los
hondos dolores: sin sonoras palabras, sin frases elocuen-
tes; completamente distintas de como se ven en los tea-
tros y en los libros!...
Las horas anteriores á la partida, transcurridas en
el hotelito de su cuñado, allá en lo alto de la Castellana,
se le aparecían ahora como un tormento de la intimidad
familiar. En su habitación el equipaje en desorden, y su
viejo sirviente ocupado con los últimos preparativos: en
el comedor los hijos de Lola que no querían acostarse
sin despedirse de él. «Tío, tráenos un loro... Tío, una
mona... Cuando vuelvas, acuérdate, tío, de traer un ne-
grito...» Y su hermana, que había tomado un aire pro-
tector con la emoción de la partida, le sermoneaba ma-
ternalmente. A ver si hacía allá una vida más seria y
remediaba sus locuras. El marido aprobaba la cordura
conyugal con afirmaciones optimistas. Tenía la certeza
de que Fernando iba á triunfar: su tío le aguardaba
allá, y era hombre que podía ayudarle mucho. Y llevado
de su exactitud en los negocios, aburríale una vez más
con el relato de las gestiones que estaba haciendo para
liquidar en efectivo los restos de su fortuna, y los plazos
y forma en que iría remitiéndole las cantidades.
A las once de la noche se vio Ojeda dentro de un au-
tomóvil camino de la estación del Norte, pasando por
calles solitarias y dormidas, en las que empezaban á es-
tacionarse los serenos. No había querido que le acompa-
ñasen su hermana y su cuñado, evitándose así las últi-
mas expansiones familiares. Cerca de la estación vio al
dpblar una esquina el teatro Real. ¡Adiós, recuerdos!
42 V. BLASCO TBÁÑEZ
; AdióS; María Teresa! Ella estaría allí en un palco, rodea-
tía de luz, con 8u tía y sus amigas, tal vez bajo hambrien-
tas miradas do codicia varonil fijas en las tersas blan-
curas de su escote. Y él lejos! ¡cada vez más lejos!...
Al bajar del automóvil encontró desiertos los alrede-
dores de la estación. Era un tren el suyo de escasos via-
jeros; un simple coche dormitorio que por la línea de
cintura iba á unirse con el expreso de Portugal en la es-
tación de las Delicias. Cerca de la entrada vio algunos
mozos que venían hacia él para apoderarse de sus male-
tas y un coche de alquiler, inmóvil, con el cochero soño-
liento y el caballo husmeando el suelo. Algo blanco,
encuadrado por una ventanilla, se agitaba en su obscuro
interior. La luz de un farol de gas arrancó de este bulto
un reflejo irisado, un fulgor de piedras preciosas. Ojeda,
sin darse cuenta de su avance, se vio junto á la porte-
zuela del carruaje... Era ella, envuelta en una capa de
seda y pieles, con las plumas de su peinado dobladas
por la exigua altura del techo; ella, empolvada, pinta-
da para disimular su palidez, con gruesos brillantes en
los lóbulos y una fijeza trágica en los ojos desmesurada-
mente abiertos.
— Quería verte sin que tú me vieras—murmuró con
voz quejumbrosa — . Verte una vez más. Me he escapado
del Real... No podía vivir pensando que aun estabas
aquí. Y ahora, ¡adiós!... No; besos, no. ¡Adiós!
El cochero, obedeciendo sin duda á una orden ante
rior, dio un latigazo al caballo, y Fernando tuvo que
apartarse. Una rueda pasó junto á sus pies. Al borrarse
instantáneamente la visión blanca, columbró la agita-
ción de un pañuelo y creyó oir un gemido.
Los andenes de la estación estaban desiertos, lóbre-
gos. Sólo brillaban las estrellas rojas de unos cuantos
faroles, astros perdidos en las tinieblas, bajo el enorme
caparazón de hierro de la techumbre. En la vía central
una locomotora y un vagón que aislados parecían un
juguete.
Fernando vio que sólo iba á tener por compañeros de
viaje á los individuos de una familia. ¡Pero qué fami-
lia!... Llenaba casi todos los compartimentos del vagón,
y en torno de ella y de una montaña de equipajes, agi-
LOS APwCtONAUTAS 48
tábaiise más de doce servidores: portei-os de botel, ca-
mareros movilizados, mozos de carga, automovilista-s.
Sintióse contento de esta vecindad: einpezaba á estar
i'.ntre los suyos. A<|uena familia necesariamente debía
ser argentina; una de esas familias que ocupa todo el
piso de nn gran hotel, llena un vagón entero, alquila el
costado de un buque y estrechamente unida se desplaza
de un hemisferio á otro sin abandonar otra cosa que los
muebles. El jefe de la tribu daba órdenes y propinas; la
señora, alta, carnuda, majestuosa, con el talle algo de-
formado por la maternidad, leía la guía de ferrocarriles
á través de sus lentes de oro. Cerca de ella tres jóvenes
elegantes, las hijas, y dos igualmente adornadas, pero
de mayor edad: las cuñadas del señor. Un poco más
lejos, la suegra, venerable matrona vestida de negro, de
aire aseñorado y resuelto, que cuidaba de las niñas más
pequeñas. Luego los hijos varones, que eran muchos, y
á Ojeda le producían eí efecto visual de una tubería de
órgano, cuando por casualidad se colocaban en fila, de
mayor á menor. El más grande con la cara afeitada, fu-
mando, y un aire resuelto de hombre que lo sabe todo y
nada le queda por ver. Pensó Fernando al examinarlo
que indudablemente llevaba en sus maletas algunas foto-
grafías de bellezas profesionales de París con dedicato-
rias de pasión. «.4. mon cher coco de Buenos Aires, ^ Los
hermanos pequeños exhibían regocijados varias pan-
deretas adquiridas recientemente, con suertes de toreo
pintadas en el parche, y algunas banderillas ensangren-
tadas procedentes de la corrida de la tarde.
Después venía el personal auxiliar de la familia: un
ayuda de cámara andaluz que lanzaba un che á cada dos
palabras para que no le confundiesen con los de la tierra;
una institutriz británica, roja y malhumorada; una don-
cella gallega con vestido negro y cuello y puños mas-
culinos; otra de pelo cerdoso, achocolatada de tez, los
ojos achinados, oblicuos. Y la familia entera con un as-
pecto de audacia tranquila, de inmutable atrevimiento;
robustos, duros y grandes por la alimentación carnívora
desde el momento del destete; mirándolo todo, llamán-
dose á gritos, introduciéndose por las puertas en irrup-
ción arrolladura, como si todo fuese suyo.
44 V. BLASCO IBÁÑEZ
Se. consideró Ojeda empequeñecido por el número y
♦^1 esplendor de sus compañeros de viaje, ¡El dinero que
costaría mover esta tribu, acostumbrada á vivir siempre
en un cuadro de abundancia y comodidades! tíiO que
tendría detriís de él aquel caballero, puesto de cliactué y
sombrero de media copa, jefe de la caravana, al que los
sirvientes llamaban «doctor»!... ;A lo que se presta el
trigo! ¡Lo que podía dar el vientre de las vacas!...
Pero una confianza repentina se apoderó de él, pen-
sando en los ascendientes de esta gente lujosa, toda ella
uniformada con arreglo á las últimas novedades de Pa-
rís. Los abuelos, ó quién sabe si los padres, habían sali-
do como él camino de las tierras nuevas en busc^i de
fortuna. Como él no, indudablemente peor; en un buque
de vela, llevando bajo del brazo los zapatos para pro-
longar su uso, aceptando los ranchos de á bordo como un
regalo desconocido... Tal vez llegaba un poco tarde,
pero raro sería que no le hubiesen dejado alguna migaja.
Y mirando á la banda feliz cual si una simpatía de
oculto parentesco le uniese de pronto á todos ellos, mur-
muró alegremente, con la primera alegría que había
experimentado en mucho tiempo: «Allá vamos todos,
queridos amigos.»
El recuerdo de la noche pasada en el ti*en, noche de
insomnio en compañía de la imagen de Teri envuelta en
su capa blanca, con las plumas ondulantes sobre el pei-
nado y dos astros en las orejas, le hizo recordar que
tenía ante él una carta sin concluir, y otra vez concen-
trando su mirada se vio en el jardín de invierno del
trasatlántico.
Estaba solo. No quedaba en el salón ninguna de las
extranjeras rubicundas que hacían labores y ojeaban
revistas. Los músicos habían desaparecido. El silencio
nocturno sólo era cortado por leves crujidos de la ma-
dera y el balanceo de los objetos.
Ojeda se decidió á escribir.
«Ten fe en nuestro destino. No desesperes: tal vez
nuestro amor necesitaba de esta prueba para fortale-
cerse. Lo importante es que me ames, pues si tú me
amas, no hay potencia adversa en el mundo que pueda
separarnos... ¿Te acuerdas de aquella tarde en el Real
um ARaONAUTAS 45
cuando escuchamos juntos el primer acto de El ocaso de
los dioses? Nuestras cabezas, casi unidas, parecían beber
la música del mago, y con la música las palabras; pala-
bras de poeta, de uno de los más grandes poetas de amor
c|uc han existido; grandiosas y fuertes, dignas de héroes.
La walkyria, convertida en mujer, estremecida aún por
la sorpresa de la iniciación carnal, se despedía de Sig-
l'rido, el héroe virgen que acababa igualmente de cono-
cer el amor. El afán de aventuras, de nuevas empre-
sas, le impulsaba á correr el mundo. Eli hombre no debí3
permanecer en estéril contemplación a los pies de su
amada, eternamente. Debe hacer grandes cosas por ella;
debe aprovechar la fe y la energía que vierte el amor on
el vaso de su alma. Al separarse conocen lo mismo que
nosotros las primeras amarguras del alejamiento, pero
son inconmovibles como semidioses.
»— ¡Oh si Brunilda fuese tu alma para acompañarte
en tus correrías!— dice ella ansiosa de seguirle.
»--Es siempre por ella que se inflama mi coraje— con-
testa el héroe.
» —¿Entonces serás tú Sigfrido y Brunilda juntos?
»— Allí donde yo me halle, los dos estarán presentes.
»— La roca donde yo te aguardo, ¿quedará entonces
desierta?
»— ¡No! porque no haciendo más que uno, allí donde
estés tú estaremos los dos.
» — ¡Oh dioses augustos, seres sublimes, venid á saciar
vuestras miradas en nosotros!... Alejados el uno del otro,
¿quién nos separará?... Separados el uno del otro, ¿quién
podrá alejarnos?...
»— ¡Salud á ti, Brunilda, resplandeciente estrella! ¡Sa-
lud, valiente amor!
»--¡Saludá ti, Sigfrido! ¡Lumbrera victoriosa! ¡Salud,
vida triunfante!
» Ellos no lloran, Teri, y se muestran grandes y sere-
nos en su despedida, no porque son hijos de dioses, sino
porque tienen una confianza de niños, una fe ingenua y
sana en la eternidad de su amor. Seamos como ellos; en-
juguemos nuestras lágrimas y miremos de frente las
sombras del porvenir sin miedo alguno, con la certeza
de que hemos de ser más poderosos que el destino. Diga-
46 V. BLASCO IBÁÑBZ
BIOS igaalmeute: «Alejados el uno del otro, ¿quién nos
separará?... Separados el uno del otro, ¿quién podrá ale-
jamos?» Allí donde yo me halle, estaremos los dos; porque
los dos no somos más que uno, y donde tú te encuentres,
mi alma irá contigo. ¡Salud, oh Teri, resplandeciente
estrella! ¡Salud, radiante amor!...»
Cuando hubo cerrado la carta, salió del Jardín de
invierno con paso algo inseguro por lo movedizo del
suelo. Abrió una puerta de gran espesor, semejante á un
portón de muralla, y tuvo que llevarse una mano á la
gorra al mismo tiempo que le envolvía una tromba gla-
cial. Se vio en uno de los paseos del buque. A un lado,
paredes blancas y charoladas, reflejando la luz de los
íaros eléctricos del techo, y sillones abandonados en
larga tila: al lado opuesto una barandilla forrada de
lona, ostentando entre columna y columna, como ador-
no decorativo, unos rollos salvavidas de color rojo, con
el nombre del buque pintado en blanco: Goethe, Más allá
de la baranda, el misterio; una intensa negrura que de-
voraba el resplandor eléctrico, no dejándole avanzar
más que algunas pulgadas en sus entrañas sombrías;
espumarajos fosforescentes, rumor sordo de fuerzas in-
visibles que avisaban su presencia con choques y rebu-
llimientos.
Ojeda vio venir hacia él con paso vacilante á un hom-
bre vestido de smoking que le saludó desde lejos.
—¡Cómo se mueve el amigo Goethe! Ni que acabase
de beber en la taberna de Auerbach con los alegres com-
padres de su poema.
Era Maltrana que se había preparado para la comi-
da, satisfecho de esta ordenanza suntuaria del buque,
de gran novedad para él. Confesaba á Fernando que
tenía hambre y se había vestido con anticipación, cre-
yendo adelantar de este modo la llamada al comedor.
Él aire del mar—según él— convertía su estómago en
una jaula de fieras.
— Esta noche va á bailar un poco el vapor, pero al
amanecer fondearemos en Tenerife. Fíjese en mí, noble
amigo: creo que para un hombre que se embarca por
vez primera, no lo hago del todo mal.
De espaldas al mar abarcabaen'una mirada de sa-
LOS ARGONAUTAS 47
tisfacción la nítida brillantez del buque, la limpieza del
suelo, la prodigalidad del alumbrado, los fragmentos de
salón que se veían á través de las ventanas.
—Que vida, ¿eli, amigo Ojeda?... La comida á sus ho-
ras, á toque de trompeta; la mesa puesta cuatro veces
al día; un ejército de camareros y doncellas, la mayor
parte de los cuales me entienden con dificultad, lo que
es una ventaja para prolongar la conversación y cono-
cerse mejor. Cada uno revestido con sus mejores ropas,
como si el smoking fuese la casulla del culto del estó-
mago, cerveza fresca como el hielo, música gratis á cada
instante, y una adorable sociedad; una sociedad conde-
nada á vivir junta, así se enfade ó esté alegre, á mos-
trarse cada uno con su verdadera fisonomía, pues no
hay comediante que sostenga sus fingimientos en una
representación tan larga y continua... Y nadie puede
huir; y nadie está obligado á pensar ni á hacer nada; y
todos nos ofrecemos en espectáculo tales como somos.
Comer bien y... lo otro, si es que se presenta una buena
ocasión: he aquí el programa... ¡Lástima que nuestra
vida no haya sido así siemprel... ¡lástima que no lo será
cuando lleguemos á la otra acera de esta calle azul I
II
Una marcha militar despertó á Ojeda soiíando sobre
su cabeza con grau estrépito de marciales cobres. Por
la ventana del camarote entraba un rayo de sol trazan-
do sobre la pared temblonas y cristalinas ondulaciones,
reflejo de las aguas invisibles. El buque avanzaba lenta-
inente y al ñn quedó inmóvil, mientras arriba continuaba
rugiendo la música su marcha triunfal, que parecía evo-
car un desñle de águilas bicéfalas con las alas extendi-
das sobre masas de cascos puntiagudos.
Tenerife. Miró Fernando por entre las cortinillas y
sólo vio un mar azul y tranquilo; las aguas unidas y lu-
minosas de una bahía en calma. La tierra estaba al otro
costado del buque. Y como conocíala isla por haber ba-
jado a ella en anteriores navegaciones, volvió á acostarse
para gozar despierto del regodeo de la pereza, mientras
en los camarotes inmediatos chocaban puertas, se cruza-
ban llamamientos en distintos idiomas, y sonaba en los
corredores un trote de gentes apresuradas, atraídas por
el encanto de la tierra nueva.
Una hora después subió Ojeda á las cubiertas supe-
riores. El buque, al inmovilizarse, parecía otro. Había
perdido el aspecto de mansión cerrada y bien calafatea-
da que tenía en los días anteriores. Puertas y ventanas
estaban abiertas, dejando entrar á chorros, junto con el
sol, un aire cargado de efluvios de vegetación calien-
te. Los pájaros cantaban en sus jaulas con repentina
confianza al sentirlas inmóviles. Las plantas del inver-
náculo parecían expandirse moviendo acompasadamen-
te sus manos verdes, como si saludasen á las hermanas
de la orilla próxima. Flores frescas que aun mantenían
hOH ARGONAUTA .^ 49
CU SUS pétalos el rocío de los campos, agrupábanse sobre
las mesas del comedor. Los pasajeros asentaban sus pies
con extráñela y satisfacción en el suelo, inmóvil y firme
como el de una isla, deíipués de la inestabilidad ruido-
sa de la neche anterior.
Al salir Fernando á la cubierta de paseo, sintió enre-
darse sus piernas en un montón de telas vistosas, exten-
didas junto á la puerta, al mismo tiempo que zumbaba
en sus oídos el griterío de una muchedumbre. Le pareció
estar en una feria de las que se celebran semanalmente
al aire libre en los pueblos de España. Había que abrir-
se paso con los codos entre los grupos compactos. Bancos
y sillas estaban convertidos en mostradores.
Invadía el suelo un oleaje multicolor de cálidas tin-
tas, remontándose hasta lo alto de las barandillas y los
huecos de las ventanas. Eran mantelerías con calados
sutiles, semejantes á telas de araña; pañuelos de seda de
tonos feroces que daban á los ojos una sensación de calor;
kimonos con aves y ramajes de oro; leves pijamas que
parecían confeccionados con papel de fumar; almohado-
nes multicolores como mosaicos; velos blancos ó negros
recamados de plata que traían á la memoria las viudas
trágicas de la India subiendo al son de una marcha
fúnebre á la hoguera conyugal. Los productos de aguja
de las isleñas canarias mezclábanse con la pacotilla
chillona venida de Asia. Vendedores andaluces ó indos-
tánicos gesticulaban entre los grupos de pasajeros ala-
bando sus mercaderías con sonora hipérbole española ó
con un balbuceo mezcla de todas las lenguas.
Ojeda se vio asaltado por unos hombres cobrizos y
pequeños, de cara ancha y corta, mostachos de brocha
y ojos ardientes con manchas de tabaco en las córneas.
Tenían el aspecto de perros de presa, chatos y bigotudos;
pero buenos perros humildes que agarrados á él ladraban
con suavidad: «Señor, compra la mía colcha bonita para
la tuya madama.» «Señor, una echarpa: todo barato.»
Los vendedores de la tierra pasaban ofreciendo caja^
de cigarros empapelados de plata, con las marcas más
famosas de Cuba, á pesar de que procedían de la^ fábri-
cas de Tenerife. A cada momento abordaban nuevas
barcas al trasatlántico, cargadas de fardos, Susconduc-
50 V. BLASCO TBÁÑEZ
toros subían la escala con agilidad simiesca, y tendien-
do una cuerda izaban las mercaderías, estableciendo á
continuación un nuevo puesto. La.s frutas de la isla es-
parcían en el paseo su perfume tropical: impregnaba la
banana el ambiente con la esencia de su pulpa de miel.
Algunos vendedores iban de un lado á otro ofreciendo
hamacas de hilo ó grandes sillones de junco trenzado,
enormes y majestuosos como tronos. No se podía caminar
por el buque sin recibir empellones de la gente, golpes
de sillas cambiadas de lugar, ó enredarse los pies en los
montones de telas. Fernando se refugió en el final del
paseo que daba sobre la proa, acodándose en la baran-
dilla junto al bombo y los instrumentos de cobre aban-
donados por los músicos.
Alzaba la isla en el fondo su escalonamiento de mon-
tañas volcánicas, con cuadriláteros de tierra cultivada
moteados de blancas casitas. En la parte inferior, junto
á la masa azul del mar, extendían las fortificaciones es-
pañolas sus viejos baluartes, rematados en los ángulos
por garitas salientes de piedra. La ciudad era de color
rosa y sobre ella se erguían los campanarios de varias
iglesias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográ-
ficas marcaban en el espacio las líneas de su cuerpo
casi inmaterial, dejando ver el cielo á través del férreo
trama je.
Más arriba de la ciudad, en una arruga de la monta-
ña, ondeaba la bandera de un castillo moderno: un hotel
elegante al que venían á respirar los tísicos septentrio-
nales. Y entre el muelle y el trasatlántico un anchuroso
espacio de bahía con gabarras chatas para el transporte
del carbón abandonadas sobre su amaiTe y cabeceando
en la soledad; vapores de diversas banderas en torno de
cuyos flancos agitábase el movimiento de la carga con
chirridos de grúas y hormigueo de embarcaciones me-
nores; veleros de carena verde, que parecían muertos,
sin un hombre en la cubierta, tendiendo en el espacio los
brazos esqueléticos de sus arboladuras; rugidos de sire-
nas anunciando una partida próxima, y otros rugidos
avisando desde el fondo del horizonte la inmediata lle-
gada; banderas belgas que en lo alto de un mástil iban
á las desembocaduras del Congo; proas inglesas que ve-
LOS ARGONAUTAS 51
nían del Cabo ó torcían el rumbo Inicia las Antillas y el
golfo de Méjico; buques de todas laa nacionalidades que
marchaban en línea recta bacía el Sur en buscfi de la3
costas del Braííil y las repúblicas del Plata; cascos de
cinco palOvS descansando en espera de órdenes, de vuel-
ta de la China, el Indostán ó Australia; vapores de pabe-
llón tricolor en ruta hacia los puertos africanos de la
Francia colonial; goletas españolas dedicadas al cabo-
taje del archipiélago canario y las escalas de Marruecos.
La isla risueña é indolente, en mitad de la encrucija-
da de los grandes caminos que llevan á África y Améri-
ca, parecía contemplar impasible este movimiento de la
navegación mundial, mientras proporcionaba por unas
horas el alimento negro del carbón á los organismos hu-
meantes que llegaban y partían sin conocerla; festonea-
da en su costa por una áspera flora de chnmberas y
pitas; guardando tras las volcánicas montañas del lito-
ral el secreto de sus ocultos valles tropicales; escalando
el cielo con una sucesión de cumbres sobre las cuales
flotaban las blancas vedijas de las nnbes, y ostentando
sobre esta masa de vellones el pico del Teide, nn casque-
te cónico, estriado de nieves, que era como la borla ó
botón del inmenso solideo de tierra surgido del Océano.
Alrededor del Goethe habíase establecido un pueblo
flotante y movible que se deslizaba por sus flancos con
acompañamiento de choques de proas, enredos de palas
y continuos llamamientos á las filas de cabezas curiosas
que orlaban los diversos pisos del trasatlántico. Eran
lanchas de remo, barcas de vela, pequeños vaporcitos,
robustas gabarras con montones de carbón.
Filas de hombres blancos qne parecían disfrazados
de negros penetraban en el buque por las portas abier-
tas en sus dos costados, llevando al hombro grandes
cestos que esparcían polvo de hulla. En las embarcacio-
nes menores había mercaderes que, puestos de pie y agi-
tados como polichinelas por las ondulaciones de la bahía,
regateaban sus telas exóticas con la muchedumbre de
tercera clase amontonada en las bordas á proa y á popa.
De otras barcas, cargadas con pirámides de frutas, par-
tían al vuelo en ruda trayectoria naranjas y racimos de
bananas, hacia las manos ávidas de los emigrantes, que
52 V. BLASCO IBAÑEZ
retornaban monedas envueltas en papeles. l>a nacionali-
dad del buque influía en la^s transacciones comerciales,
y los mercaderes de acento andaluz lo vendían todo por
marcos y por pfenings.
Canoaíj poco más grandes que artesas iban tripuladas
por muchachos desnudos, de color de chocolate, relu-
cientes con el agua que se escurría de sus miembros.
Mientras uno bogaba moviendo unos remos no mayores
que palas, el otro, acurrucado en la popa por el frío de
Icis continuas inmersiones, rugía á todo pulmón: «¡Ca-
ballero, eche dos marcos, y los alcanzo!» «¡Caballero
cinco marcos, y paso por debajo del buque!» «¡Caballe-
ro... caballero!» Era un griterío que emergía incesante-
mente á ras del agua; una continua apelación al «ca-
ballero» para que pusiese á prueba la agilidad natatoria
de la pillería del puerto. Y cuando la pieza blanca caía
en el abismo, el nadador iba á su alcance con la cabeza
baja y las manos juntas en forma de proa, dejando la
piragua balanceante detrás de sus pies con el impulso
del salto. El cuerpo bronceado tomaba una claridad de
marfil en el cristal verde de las aguas removidas. Se le
veía agitar los miembros junto al casco de la nave, como
unas tijeras blancas que se abrían y cerraban acompasa-
damente, hasta que volviendo á la superficie con la mo-
neda en la boca y echándose atrás el mechón húmedo
que caía sobre su frente, ganaba la canoa con una agili-
dad de mono y volvía á temblar de frío, implorando á
todo pulmón la generosidad del «caballero».
Ojeda, ocupado en seguir las evoluciones de los pe-
queños buzos, sintió de pronto que le tocaban en un
hombro y que alguien se acodaba en la baranda junto
á él.
—¿Pero usted no ha querido bajar á tierra?...
Maltrana levantó los hombros. ¿Para qué?... Habían
salido de buena mañana algunos vaporcitos llenos de
pasajeros; familias mareadas aún por el balanceo de la
noche y ávidas de asentar el pie en suelo firme; dama«
rubias que soñaban con excursiones al interior olvi-
dando que el buque sólo iba á detenerse el tiempo ne-
cesario para hacer carbón: unas cuatro horas. Hasta un
señor alemán, que todos llamaban «doktor», sin saber
LOS ARU0NAUTA8 53
ciertamente el por qué del título, le había preguntado,
al enterai^sc por vez primera de que Tenerife era isla
española, si tendría tiempo para presenciar una coiTÍda
de toros. Y Maltrana reía pensando en la posibilidad de
una corrida imaginaria, á las siete de la mañana, orga-
nizada á toda prisa para dar gusto al «doktor». Nadie
le liabía invitado á bajar á tierra, y él deseaba evitarse
gastos. El amigo Fernando estaba enterado del poco di-
nero con que emprendía su viaje. En fuerza de impor-
tunar á los amigos de los periódicos de Madrid, había
podido conseguir un billete de favor, un pasaje de pri-
mera clase, pagando lo que pagaban los de tercera.
— En justicia yo debía ir abajo comiendo rancho, con
todo ese rebaño de judíos y cristianos, rusos, alemanes,
turcos, españoles... y ¡demonios coronados!, pues aquí
vienen gentes de todos los países. Pero soy lo que llaman
un pobre de levita, y alguna vez había de servir para
algo bueno la santa desigualdad social, base, según di-
cen, del orden y las buenas costumbres.
be contar con más tiempo para la visita del interior
de la isla, no se habría quedado en el buque. ¿Pero para
ver la ciudad y sus vecinos?... Bastantes españoles lleva-
ba conocidos en España y sobradas veces había tenido
que escribir de los asuntos de las Canarias sin haberlas
vivSto nunca. Ahora sólo le interesaba los países nuevos.
y Maltrana añadió mirando la isla:
—Esto es la portería de Europa. Le hallo cierta seme-
janza con los perros caseros que surgen al paso de los
que salen y los que entran. Cuando creemos estar en el
Océano sin límites aparece la isla ante el buque y lo de-
tiene para husmearlo. Al que se va le dice: «Anda con
Dios, hijo, y no vuelvas por aquí si no traes dinero.
Antes que te parta un rayo.» Y al americano que viene
lo saluda con amabilidad de portera: «Bien venido sea
usted á la casa de su abuelita si trae plata que gastar...»
No me interesa esta tierra, que es como el rabo de un
mundo que dejamos iHrás. Denec) verme cuanto nntes on
el otro hemisferio^ á ver cómo pinta por .allá la suerte.
Soy lo mismo que esos enfermos que van de balneario
en balneario, siempre con la esperanza de que en el
próximo les espera la salud.
54 V. BLASCO IBÁÑEZ
Todos en el buque deseaban llegar al término del
viaje. Maltrana veía un signo de impaciencia en la ra-
pidez con que los pasajeros cambiaban de vestido, cre-
yendo haber avanzado considerablemente, cuando aun
estaban cerca de Europa. Todavía era invierno, pero
muchos, ilusionados por la marcha hacia el Sur, habían
creído oportuno al tocar en Tenerife subir á cubierta
con trajes de verano, gorras blancas ó sombreros de paja.
Las señoras, que en los días anteriores iban por el buque
con gruesos paletos hombrunos, envueltas en velos como
odaliscas, mostraban ahora la rosada pulpa de su carne
á través de los encajes de las blusas.
— Empieza para nosotros el verano— dijo Maltrana—,
y con el verano las ilusiones. Los que venimos por vez
primera camino de América, sentimos el mismo prejui-
cio de los sabios del tiempo de Colón, que afirmaban
que sólo podía encontrarse oro allí donde hubiese negros
é hiciera mucho calor... Al sentir que el sol nos quema
con más fuerza que en Europa, creemos estar menos
alejados de la fortuna.
Permanecieron los dos amigos largo rato en silencio.
Llegaban hasta ellos las ondulaciones del gentío al abrir
círculo en torno de los vendedores que exhibían nuevas
mercaderías. Ojeda se sintió molestado por esta confu-
sión de gritos y empellones. «¿Si nos fuésemos arriba?...»
Y por una de las escaleras que arrancaban de la cubierta
de paseo, subieron al último piso del buque, llamado en
el lenguaje de á bordo «cubierta de botes».
Nadie. Los ojos, habituados á la suavidad de los ta-
biques blancos del piso inferior, á su penumbra ligera-
mente azul, que le daba el aspecto de un paseo conven-
tual, parpadeaban por exceso de luz en la cubierta de
arriba, donde vastos espacios quedaban á cielo libre,
caldeándose las tablas bajo el fulgor solar. Algunos tol-
dos extendían sombras rectangulares y negruzcas sobre
el suelo amarillento.
Por primera vez subía Ojeda á esta cubierta. El frío
les había retenido á todos abajo en íoi^ días anteriores.
Sólo Maltrana, inquieto y curioso jx^r Jas novedades de
Ja navegación, había ido de un lado á otro, desde el
puente del capitán á los profundos sollados, iniciando
LOS ARGONAUTAS 55
conversaciones, lo mismo en las salas de los pasajeros
de primera clase que en los departamentos de proa y
popa, donde se hacinaban los emigrantes.
—Me gusta esta cubierta—dijo con entusiasmo— por-
que es el único lugar donde uno se entera de que va en
un buque. Abajo, salones, comedores, majestuosas esca-
leras, camareros de corbata blanca, pasillos con habita-
ciones numeradas; un verdadero hotel. A no ser que el
piso se mueve de vez en cuando, creería uno vivir en un
balneario de moda. Hay que levantarse del asiento, dar
un paseo y asomarse á la barandilla para convencerse de
que se está en el mar. Aquí no: aquí se siente uno mari-
no; puede abarcarse por entero el redondel del Océano,
que no termina nunca y en el que siempre ocupamos
el centro por más que avancemos. Mire usted, Ojeda, qué
cosas tan majestuosas lleva en su cabeza el amigo Goethe.
Y con el orgullo de un descubridor iba mostrando
las maravillas de esta cubierta, por la que había paseado
en los días anteriores, cuando el mar era de un tono lí-
vido, el cielo plomizo y un viento cortante soplaba de
proa á popa.
—Fíjese usted en la chimenea; esa torre amarilla y
enorme que vista de cerca casi da miedo. jEl dinero que
expele convertido en humo! Tiene algo de campanario,
y abajo, en lo más profundo del buque, está el templo,
el santuario del fuego, con sus altares inflamados que
producen el vapor. ¿Eh? ¿qué le parece la imagen? Se la
brindo para unos versos... Y con ser tan robusta la chi-
menea, mire como está aprisionada y sostenida por va-
rios tirantes para que no la tumbe el viento. Vea usted
esos cuatro ventiladores que la rodean como si fuesen
su pollada: cuatro trombones amarillos con la boca pin-
tada de rojo, por los que podríamos colarnos los dos á la
vez. Llevan el aire á las profundidades de las máquinas
y los hornos. Digamos que son las ojivas que ventilan
esta catedral de acero y hulla.
Luego, echando la cabeza atrás, remontaba su mira-
da hasta lo alto de los dos mástiles del buque.
—¿Distingue usted cuatro hilos que sujetos á dos tras-
tes van de un palo á otro? Parecen un cordaje de guita-
rra y son la red de la telegrafía radiográfica. Los hilos
56 V. BLAíSCO IBÁÑEZ
bajan á la casilla del telegrafista, y si se acerca usted
oirá un chirrido semejante al de los huevos en aceite:
algo así como si el empleado friese los despachos antes
de servirlos al público... Y todas esas cajas enormes de
cristales deslustrados, esas cúpulas alambradas, son cla-
raboyas que dan luz á salones y escaleras. Vistas de
abajo brillan con dibujos de colores mosaicos complica-
dos, escudos de naciones, y aquí arriba parecen estufas
opacas como las de los invernáculos... Esta cubierta tie-
ne sus habitantes; es un pueblo aparte, el barrio alto, la
Acrópolis, donde viven los Arcontes que dirigen nuestra
república movible. Mire usted á proa esa manzana de
camarotes, con paredes blancas y zócalos grises. Allí
están las viviendas del soberano comandante y sus mi-
nistros los oficiales. En torno de ellos los camarotes de
la gente rica, la aristocracia, que busca siempre la som-
bra de la autoridad. Sobre el techo, un pequeño pasco,
la última toldilla del buque: en la parte delantera, el
puente, algo así como el ministerio del Interior, donde
se vigila día y noche por el mantenimiento del orden:
cerca de él la oficina telegráfica, ó sea el ministerio de
Relaciones Exteriores. Insubordínese usted, y sonará un
pito en el puente, que haga surgir por una escotilla, como
diablos de teatro, cuatro rubios forzudos con anclas azu-
les tatuadas en los biceps, que le lleven á dormir en la
barra... Que un peligro amenace la estabilidad de nues-
tro pequeño Estado, y el Poder Ejecutivo lanzará una
circular eléctrica á las otras potencias que navegan in-
visibles, reclamando su pronta intervención.
Maltrana volvió los ojos hacia la popa, más allá de
la chimenea y los ventiladores de las máquinas.
—Allí tiene la Acrópolis otra manzana de viviendas,
])cro sólo la habitan gentes ordinarias: algo así como las
chozas villanescas que se alzaban lo mismo que verrugas
ante las puertas de los castillos. Es nuestra Dirección
General de Higiene: los lavaderos, el taller de plancha-
do y el gimnasio con un sinnúmero de aparatos movidos
por la electricidad, invenciones diabólica f5 que le estiran
A usted, le encogen, le rascan la espalda y le cosquillean
como un rosario de hormigas.
—¡Cosa de ver el lavadero, amigo O jeda!— continuó
LOS ARGONAUTAS bl
iras una pausa—. ¡Lástima que esté ahora cerrado! Hay
unas máquinas con cilindros, lo mismo <^ue rotativas de
periódicos; sólo que en vez de largar pliegos impresos,
sueltan camisas, sueltan pantalones, sueltan sábanas,
montañas de ropa blanca como sólo se verían si desalo-
jasen de golpe toda una calle de tiendas... El planchado
aun es más interesante. Imagínese tres mozas rubias y
metidas en carnes, la falda corta, y sobre ella una blusa
larga rayada que deja al descubierto los brazos de blan-
cura germánica y una pechuga á lo Rubens. Ayer pasé
con ellas la tarde, viendo cómo sudaban las pobrecitas
dándole á las planchas eléctricas, y cómo reían al oirme
hablar horas enteras sin entender una palabra. Les lar-
gaba dicharachos de los nuestros con algún que otro pe-
llizco para apreciar la dureza de sus blusas. ¡Cuestión
de pasar el rato! Y ellas abrían los ojos y se sonrojaban
diciendo la,.. la... Le he de llevar á usted mañana
cuando no nos vean. Yo le presentaré: no tenga usted
miedo. ¡Si soy lo más amigo!...
Luego Isidro se fijó en los costados de la cubierta,
donde estaban pendientes de sus pescantes de acero dos
filas de botes.
—Hermosas balleneras de madera pulida y lustrosa
como el piso de un salón. FJn cada una de ellas podemos
metemos cincuenta personas: y el mástil, la vela, los
remos, todo lo necesario está guardado en su vientre,
bajo la caperuza de lona que lo cubre. Cuando nos acer-
quemos al término del viaje descansarán dentro del bu-
que amarradas entre esas cuñas que hay en el suelo;
pero durante la navegación van suspendidas afuera,
prontas á ser echadas al agua en caso de peligro... ¿Y esc
bosque de trombones amarillos con boca roja que surge
por todos lados, como gargantas de dragón? Son tentá-
culos que el vientre del buque echa en el espacio para
cazar oxígeno; trompas de acero que con el impulso de
la marcha van chupando vida... No extrañe, Ojeda, que
me ponga lírico. Yo no he viajado como usted. Todo es
nuevo para este pobrete, que pasó .su vida rodando por
casas de huéspedea de las más Iva ratas; y en cuanto á
buques, no ha visto otros que las barquillas del estan-
que del Retiro... Y esto es grande; ¡muy grande!
58 V. BLASCO IBÁÑBZ
Calló un instante, como si concentrase su pensamien-
to para apreciar mejor tanta grandeza, y luego continuó:
—Lo que nos rodea aun es más enorme. Se sabe por
los libros que el mar es inmenso; pei^o la inmensidad en
]a lectura no es más que una palabra. Hay que colocar-
se en ella, sentir el extravío de la imaginación ante
el espacio sin límites, hacer comparaciones... Ayerme
paseaba yo por el buque. Para recorrer la cubierta de
abajo, que sólo ocupa el centro, necesitaba doscientos
pasos: unas cuantas vueltas y se siente uno fatigado
como después de una marcha. Grandes salones, un cafe
igual á los de las ciudades, comedores en los que caben
cientos de personas, largos y complicados pasillos lo
mismo que en los hoteles, dormitorios de alta numera-
ción, almacenes, músicas, y la gente formando clases
separadas, estableciendo divisiones sociales, lo mismo
que si estuviéramos en tierra. ;Qué grande! ¡todo que
grande!... Y esto mirando solamente los barrios privile-
giados, el castillo central del buque, con sus recovecos,
escaleras, baños, gabinetes de aseo y tubos de calor y
de frío. La blancura de la luz eléctrica surgiendo en
todo rincón donde puede aglomerarse un poco de som-
bra: el agua manando de los grifos cada tres metros,
para una minuciosa limpieza; las alfombras mullidas
amortiguando los pasos; un olor higiénico de droguería
esparciendo perfumes desinfectantes allí donde las tris-
tes necesidades humanas se desembarazan de su sucie-
dad. Esto es un palacio encantado.
Siguió Isidro la descripción del buque. Había que
contar además los barrios populares de proa y de popa:
Jas aglomeraciones de emigrantes que comen y beben tal
vez con más abundancia que en su tierra, y cantan y
sueñan porque van hacia la esperanza. Y bajo de ellos,
máquinas que encadenan las fuerzas misteriosas y ma-
lignas; almacenes de víveres como los de una ciudad
que se prepara á ser sitiada; depósitos de mercaderías,
fardos de telas, maquinarias agrícolas, artículos de
construcción, riquezas de la moda; todo lo que necesi-
tan ]úH pueblos jóvenes paní el desarrollo de su adelanto
Ncíftigmoso. Y esta grandeza de hotel monstruo, de tn-
raván-serrallo, de pueblo flotante, infundía á todos los
LOS ARGONAUTAS 59
pa&ajeros un sentimiento de seguridad, como si estuvie-
ran en tierra ñrme. ¿Quién podría destruir los gruesos
muros de acero, las ventanas sólidas, los muebles pe-
sados, las maquinarias de arrolladorcs latidos? Nada
importaba que el suelo se moviese; esto no podía dismi-
nuir su confianza: era \xn incidente nada más. Vivían
de espaldas al Océano y sólo tenían ojos para los gran-
des inventos de los hombres. Todos acababan por olvi-
dar el abismo que estaba debajo de sus pies y hacían la
misma vida que en tierra. Únicamente cuando en sus
paseos llegaban á la proa ó la popa y se encontraban con
el mar inmenso, sentían la impresión del que despierta
tendido junto á un precipicio. ¡Nada! nada más que un
azul intenso hasta la raya del horizonte, y un azul má>s
claro en el cielo. Algunas veces, allá en el fondo, un
punto negro casi imperceptible, un jironcito tenue de
vapor, un buque igual al otro, tal vez más grande...
— Y sin embargo — continuó Maitrana — , con menos
valor que una hormiga en medio de las llanuras de la
Mancha... Las máquinas, los salones, las murallas de
acero, nada, absolutamente nada ante la inmensidad
del majestuoso azul. Un simple bufido suyo, y se nos
sorbe... Y para evitarnos esta mala impresión, cesamos
de mirar el Océano y nos metemos buque adentro á oír
música en los salones, á tomar cerveza en el café, á es-
cuchar chismorreos de los que parece que depende la
suerte del mundo. ¡Qué animal tan interesante el hom-
bre, amigo Ojeda!... Como bestia de razón, conoce la
enormidad del peligro mejor que las otras bestias; pero
vive alegre porque dispone del olvido, y tiene además la
certeza de que existe una Providencia sin otra ocupación
que velar por él.
Contemplando otra vez las enormes proporciones del
buque, parecía arrepentirse de sus palabras.
—A pesar de la grandeza del mar, esto también es
grande. Nuestras apreciaciones son siempre relativas:
nunc^ nos falta un motivo de comparación con algo ma-
yor para humillar nuestra Hoberbiíi. Tai tierra os grande,
y los liombreí^, para perpetuar bu recuerdo <le ella, llevan
miles de años degoUándoBe, inventando nuevas maneras
de entenderse con los dioses, ó escribiendo en tablas,
60 V. BLASCO IBÁÑBZ
pergaminos y papeles, para que su nombre quede con
unas cuantas líneas en el libraco que llaman Historia,..
Y la tal tienda es en el mar del espacio menos, mucho
menos que el Goethe en medio del Océano: menos que
un grano de carbón perdido en las tres mil toneladas
de hulla que pasan por sus carboneras. Más allá del
forro de la atmósfera nos ignoran, no existimos. Y plane-
tas cien veces, mil veces más grandes que la tierra, son
ante la inmensidad una porquería como nosotros: y el
padre sol que nos mantiene tirantes de la rienda, y al
que bastaría un leve avance de su coram vóbis de fuego
para hacernos cenizas, no es más que un pobre diablo,
uno de tantos bohemios de la inmensidad que á su vez
contempla otro planeta que es su señor... Y así hasta no
acabar nunca.
Calló Isidro unos instantes como si reflexionase y
luego añadió:
— Pero todo es igualmente relativo si miramos hacia
abajo. A este Goethe se lo puede tragar una tempestad,
conforme; pero con su panza de acero y su triple quilla,
es como una isla en medio de estos mares, que hace me-
nos de un siglo se llevaban lo mismo que plumas á las
fragatas y bergantines en que fueron á América los
ascendientes de los millonarios actuales. El buen Pinzón,
arreglador de las famosas carabelas, se santiguaría con
un asombro de marino devoto si resucitase en este buque
y viese sus brujerías. Y él y los grandes navegantes de
su tiempo, que avanzaron con los ojos en la brújula, se
rieron tal vez de los nautas fenicios, griegos y cartagi-
neses, que no osaban perder de vista las montañas. Y
éstos, á su vez, debieron mirar con lástima á los hom-
bi*es desnudos y negros que en las costas africanas salían
al encuentro de sus trirremes sobre canoas de cueros ó
de cortezas. Y el primero que á fuerza de hacha y de
fuego vació el tronco de un árbol y se echó al agua en
él, fué un semidiós para los infelices que habían de pasar
ríos y estuarios nadando como anguilas... Miremos siem-
pre, abajo, amigo Ojeda, par.» tranquilidad nuestra, y
digamos que el Goethe es un gran buque, y que en él se
vive perfectamente. Entendamos la existencia como una
respetable señora que anoche, cuando más se movía el
LO.S AROONAÜTA^Í 61
l)uque, y en esta última cubierta había una obscuridad
que metía miedo, cbiilaudo el viento como mil legiones
de demonios, se escandalizaba de que mucüois hombres
fuesen al comedor ^m smoking y las artií>tas alemanas
fumasen cigarrillos en el invernáculo.
Ojeda se complacía en escuchar la facundia exube-
rante de su amigo. Las novedades de aquella vida marí-
tima infundíanle una movilidad infatigable.
—Es usted el duende del buque— dijo— . En dos días
lo ha corrido por completo, y no hay rincón que no co-
nozca ni secreto que se le escape.
Maltrana se excusó modestamente. Aun le faltaba
ver mucho, pero acabaría por enterarse de todo: luengos
días de navegación quedaban por delante. En cuanto á
los pasajeros, pocos había que él no conociese. Luchaba
en algunos con la falta de medios de expresión: ciertas
mujeres sólo hablaban alemán, pero en fuerza de son-
risas y manotees, él acabaría por hacerse comprender.
De los que podían entenderle en español ó francés (que
eran la mayor parte) se tenía por amigo, pero amigo
íntimo. Y Ojeda sonrió al oirle hablar con entusiasmo
de esta intimidad que databa de tres días.
—Conozco el buque mejor que la casa de doña Mar-
garita, mi patrona, donde he vivido ocho años. Puedo
describirlo sin miedo á equivocarme. Este hotel movible
tiene diez pisos. Los tres últimos, los más profundos,
están cerrados. Son las bodegas de transporte, donde se
amontonan fardos voluminosos, pedazos de maquinaria
metidos en cajones que bajan las grúas por las escotillas
y se alinean como los libros de una biblioteca. Todas
estas mercaderías ocupan dos secciones del buque á proa
y á popa, y en medio se halla el departamento de má-
quinas. La luz eléctrica se encarga de iluminar este
mundo, que puede llamarse submarino, pues está más
abajo de la línea de flotación: los ventiladores que re-
montan sus bocas hasta aquí, son sus pulmones... Luego
viene lo que llaman cubierta principal, con los dormito-
rios de la gente de tercera; á proa unos cuatrocientos, á
popa muchos más; y entre ellos los almacenes de ropa
del servicio del buque y los depósitos de equipajes, la cá-
mara fuerte para guardar paquetes y muestras, los cama-
()2 V. BLASCO IBANTOZ
T<>(os del V)ajo personal, Uxs cámaras frigoríñeafí, que son
enormes y guardan gran parte de nuestra alimentación,
y el depósito de la corre^^pondencia, un almacén repleto
de sacos que contienen... ¡quién puede saberlo! notician
de vida y de muerte—como diría usted en sus versos—,
riquezas, juramentos de amor, el alma de todo un conti-
nente que va al encuentro del otro...
Se detuvo un momento para añadir con expresión de
misterio:
— Y además hay el cuarto del tesoro. Ahí no he entra-
do yo, amigo Ojeda. Es un cuarto blindado en el que no
penetra ni el comandante. Un oficial responsable guarda
la llave. Pero he estado en la puerta y le confieso que
sentía cierta emoción. ¿Sabe usted cuánto dinero lleva-
mos bajo de nuestros pies? Quince millones; pero no en
papelotes, sino en oro acuñado y reluciente, en libras
esterlinas y monedas de veinte marcos. Los embarcaron
en dos remesas en Hamburgo y Southampton: es dinero
que los bancos de Europa envían á los de la Argentina
para hacer préstamos á los agricultores, ahora que se
preparan á recoger las cosechas. Y en todos los viajes
de ida ó vuelta nunca va de vacío el tal tesoro. Me han
contado que los millones están en cajas de acero forra-
das de madera y con precintos; de lo más monas: quince
kilos cada una; ochenta mil libras apiladitas en el inte-
rior... Diga, Fernando, ¿no le tienta á usted esta vecin-
dad? ¿no le conmueve?
Ojeda hizo un movimiento de hombros, como para
indicar lo inútil de una respuesta.
—Con mucho menos que tuviéramos— continuó Mal-
trana — , usted no se vería obligado á meterse en aven-
turas de colonización y yo viviría hecho un personaje,
¡lastima que no estemos en los tiempos heroicos y ro-
mánticos, cuando lord Byron y Espronceda cantaban el
pirata! Sublevábamos usted y yo á la gente de tercera,
echábamos al mar al capitán y todos los tripulantes,
desembarcábamos en una isla á los pasajeros serios, des-
tapábamos los miles de botellas y toneles que hay en los
almacenes y nos íbaiuos... ya se vería adonde, con todas
las mozas rubias polacas y vienesas de la compañía de
opereta que viene abajo. Por supuesto que usted y yo
L08 ARfíONAlTTAS i^?4
dormiríamos en ol cuarto del tesoro sobro esas cajas in-
teresantes. ¿Qué le parece la idea?...
- Hombre, me gusta- dijo Feniancio riendo —. Eíí todo
uu programa; reflexionaré sobre ello.
— Pero los tiempos presentes no son de acciones gran-
des—añadió Maltrana— , y los héroes tienen que expa-
triarse, para remover terrones ó lustrar zapatos, al otro
lado del Océano... No pensemos en ser superhombres
gloriosos; seamos mediocres y continuemos nuestra des-
cripción... Sobre la cubierta principal está la que llaman
cubierta superior. En la proa y la popa alojamientos de
marineros, hospitales, almacenes de útiles de navega-
ción, cocinas para los emigrantes, y entre ambos extre-
mos camarotes y más camarotes para la gente de pri-
mera clase, peluquerías, baños y gabinetes de aseo por
todos lados. Y aquí termina el verdadero casco del bu-
que, lo que puede llamarse el vaso navegante, la cons-
trucción igual y uniforme de una punta á otra, sin des-
igualdades en la cubierta.
Quedó perplejo Isidro, como si le ocurriese un pensa-
miento nuevo.
— No sé si habrá notado lo que yo, amigo Ojeda; pero
apenas subí á este trasatlántico me fijé en una particu-
laridad, tal vez por mi desconocimiento de la navega-
ción actual y por la costumbre de ver barcos antiguos
en los libros. En otros tiempos, cuando se navegaba ba-
tallando, el hombre colocó torres en los dos extremos de
la nave y quedaron establecidos los castillos de proa y
de popa. En el de delante iban los combatientes; en el
centro, bajo é indefenso, la chusma; en la popa el jefe y
su séquito. Al venir tiempos de paz y seguridad, los
progresos de la arquitectura naval fueron rebajando los
castillos esculpidos como altares, con mascarones, trito-
nes y ondinas; pero la popa continuó siendo el lugar de
honor, el aposento de los privilegiados. Y tal es la fuerza
de la rutina, que hasta hace pocos años en los buques
de vapor el sitio de preferencia era la popa, sobre la hé-
lice que lo hace temblar todo y donde es más violento el
balanceo. Sólo ayer, como quien dice, se han enterado
de que en una nave en movimiento el punto medio es el
que menos oscila, y los antiguos castillos de proa y de
64 V. BLA,S<íO IBÁÑRZ
}>opa se han corrido uno hacia otro, junt/indose en el
centro, que es para el pa.sa.jero el lugar de mayor esta-
bilidad, Aliora I oh buques parecen montañas vistos des-
de lejo.^; antet) eran monstruos de dos cabeza.s unída.s
por un cuerpo casi ti flor de agua... Desde lo alto de esta
cubierta no adivinamos siquiera la existencia de la popa
y de la proa, que están tres pisos por debajo de nosotros.
El castillo central es un mundo aparte. Las gentes viven
en sus compartimentos sin enterarse de lo que pasa en
el resto de la embarcación. Tal vez sea yo el único que
salga de él en todo el viaje. Los privilegiados encuen-
tran satisfechas sus necesidades sin abandonar este ba-
rrio lujoso, y ni por curiosidad bajan las escaleras que
conducen á los barrios pobres... Pero hay que reconocer
que su vecindario es sucio y hay en ellos un hedor de
rancho agrio.
Maltrana hizo un movimiento de hombros, como in-
dicando que iba á terminar su descripción.
-Lo demás ya lo conoce usted, pues pertenece al ra-
dio en que nos movemos. La cubierta llamada de salón,
porque en el lado de proa tiene el salón comedor, y des-
pués de él los camarotes de lujo, y las cocinas de las
gentes de primera, con la repostería, la panadería, las
bodegas y frigoríficos para el servicio diario. Yo voy
siempre después de media noche á echar una ojeada á la
cocina. Espectáculo interesante ver cómo sacan el pan
de los hornos: ;un perfume suculento! Una noche vendrá
usted conmigo... Sobre esta cubierta está la que llaman
de paseo, con el salón de música y el jardín de invier-
no; más allá el comedor de los niños y los criados de los
pasajeros, y en la parte que mira á popa el fumoir, ó
mejor para nosotros, «el café», que parece uno de los es-
tablecimientos de su clase en tierra ñrme. Sobre la cu-
bierta de paseo la de los botes, en la que estamos ahora,
y más por encima esa toldilla que sirve de techumbre
á los camarotes del alto personal del buque, y tiene en
la parte delantera el puente, con su cuarto de derrota
para el oficial de guardia y su depósito de cartas de na-
vegación.
Calló Isidro, como si ya no encontrase nada que con-
tar, pero luego añadió sonriente:
LOS ARGONAUTAS 66
—Y todavía hay alguien que vive más arriba de esta
montaña de pisos: el muecín del buque, el vigía ó ser-
viola que va de noche en lo que llaman el «nido». El tal
nido es esa especie de pulpito de acero en el que sólo
cabe una persona y que está adosado al palo trinquete.
De noche, cuando la campana del puente marca el paso
de cada media hora, el vigía contesta allá arriba con
otra campana y grita á través de la bocina unas pala-
bras, que en la obscuridad parece que vienen de las nu-
bes. Es un bramido en alemán como los que suelta el
dragón que mata Sigfrido en la selva. Anoche me expli-
caron lo que dice el serviola al oficial del puente. «Sin
novedad; todas las luces van encendidas.» Las luces son
las de posición del buque. Y si calla, porque se duerme,
va á terminar el sueño amarrado á la barra.
—Todo eso lo sé; yo he navegado algo...— dijo Oje-
da — . Pero más que el buque me interesa los que van en
él. Usted, en su calidad de duende, debe conocerlos á
todos.
Isidro levantó la cabeza con orgullo. ¡A todos, sí se-
ñor! No había en el barco pasajero mejor relacionado
que él. Por las mañanas abordaba á los primeros que
subían á la cubierta. «Buenos días, señor. ¿Qué tal la
noche?» Había gentes afectuosas que le contestaban con
agradecimiento, entablando amistosa conversación, como
si se conociesen de larga fecha; otros, recelosos y hura-
ños, respondían con gruñidos y continuaban su paseo.
Las familias argentinas habían acogido al principio su
desbordante familiaridad con una extrañeza altiva. ¡Via-
jan tantos aventureros hacia su país!... Pero al notar que
no era gringo^ sino gallego puro, se ablandaban, mostrán-
dose más comunicativas, como si encontrasen algo en él
que les hacía recordar á sus ascendientes. Algunas niñas
hasta le habían preguntado si era amigo del rey y en
qué época del año se daban los bailes de corte... Con los
que no podían entenderlo se expresaba en fuerza de cor-
tesías y guiños, que provocaban risas comunicativas.
Las artistas de opereta prorrumpían al verle en carcaja-
das y frases incomprensibles.
—Aunque parezca inmodestia, debo declarar que aquí
he caído de pie. Soy de lo más simpático á estas gentes:
66 V. BLASCO IBÁÑBZ
si presentase mi candidatura para algo, ni uno solo me
negaría el voto. Todos amigos... ¡Y qué mezcla! Vienen
ricos de fortuna indiscutible, como ese doctor y su in-
mensa tribu que hicieron el viaje con nosotros desde
Madrid; la viuda de Moruzaga, otra argentina, con sus
cinco hijas, unas niñas modositas y simpáticas que reci-
tan monólogos en francés, se entienden entre ellas en
inglés, y á veces, por condescendencia, hablan conmigo
en castellano; y con ellos otros propietarios de menos
brillo, pero igualmente sólidos, que vuelven á sus estan-
cias del interior. ¡Gentes interesantes y buenas! Yo las
venero. Si pusieran de dos en dos sus vacas y ovejas, de
seguro que llegarían de aquí á Buenos Aires: si coloca-
sen en fila las gavillas de trigo que cosechan al año,
podría formarse con ellas un cinturón que abarcase el
globo terráqueo.
Ojeda acogía con risas estas hipérboles, y su amigo
pareció amoscarse.
—Sí señor; así es, y no rebajo nada. Da orgullo tener
unos amigos como estos... Viene también un archimillo-
nario, un gringo, que es rey no sé de qué; creo que del
carbón en el puerto de Buenos Aires, ó del lino, ó del
maíz: no lo recuerdo. Los demás ricos se alejan de él
porque no es de su clase, porque aun queda memoria de
cuando iba con zapatones de clavos y comía polenta en
las tabernas del muelle. Es un fundador de dinastía; un
Bonaparte que lucha por hacerse reconocer de las otras
familias reales, ennoblecidas por la tradición. Sus nie-
tos serán gentes distinguidas, pero él paga su triunfo
aguantando murmuraciones y desprecios. Me alegro de
que lo traten mal. ¡Hombre más orgulloso! Apenas me
contesta cuando lo saludo; parece que tenga miedo de
que le pida algo. Su mujer, más joven que él, es una es-
pecie de cocinera frescachona, en la que usted segura-
mente se habrá fijado. Yo creo que no se despoja ni para
dormir del uniforme de su riqueza: á las siete de la ma-
ñana ya está en la cubierta con un collar de perlas, ta-
mañas como huevos de gorrión, tan escandalosamente
llamativas, que cualquiera, á no conocer su fortuna, las
creería falsas... Y para completar la cuadrilla de los
ricos vienen tres compatriotas nuestros, dos de Buenos
LOS ARGONAUTAS 67
Aires y uno de Montevideo, antiguos tenderos que llevan
cuarenta años en América... Excelentes personas; honra-
dotes, campechanos y un poco burdos. Me regalan buenos
consejos, no me prestarían cinco duros si se los pidiese
y dejan que pague yo cuando tomamos algo. Se los pre-
sentaré un día de estos. Empiezan invariablemente sus
sermones morales de un modo que inspira entusiasmo.
«Ustedes los periodistas, que son medio locos...» «Usted,
que no hará nada en América porque es hombre de plu-
ma...» Y todos ellos convienen en que para hacer camino
hay que haberse educado detrás de un mostrador, ini-
ciándose en el sublime arte de vender por cincuenta lo
que vale diez, gastanto sólo dos de los cuarenta de ga-
nancia.
Reflexionó Maltrana un buen rato para reunir sus
recuerdos.
— Y de los ricos de América creo haber terminado la
lista. Pero aun viene gente más interesante. Un obispo
italiano que viaja á expensas de una familia acomodada.
Son gentes establecidas de antiguo en un barrio de allá
que llaman la Boca. Lo traen á todo gasto para ense-
ñarlo á sus amigos y conocidos y decirles: «No crean
que somos cualquiera cosa en nuestro país. Miren este
Monseñor, que es pariente nuestro.» Y lo rodean con ve-
neración, como si fuese la bandera de la familia; lo lle-
van del brazo, «Monseñor por aquí», «Monseñor por
allá» , y el pobre jornalero eclesiástico llegado á obispo
parece un sonámbulo, aturdido por tantos cuidados y
honores. Yo creo que le obligan todas las noches á que
se ponga la cruz de oro sobre el pecho para entrar en el
comedor, y si se olvida le riñen... Viene otro cura, un
abate francés de barbas luengas, con aire de marino,
que ha sido contratado para dar conferencias católicas
en un teatro de Buenos Aires. Iniciativa de las señoras
argentinas residentes en París, que desean borrar el
sabor de impiedad que han dejado otros. Y también te-
nemos un conferencista de temas sociológicos, que creo
es italiano. Hay para todos los gustos... Y cinco ó seis
cocotas francesas, que van allá por sexta vez porque
han recibido buenas noticias de la cosecha, las personas
más tranquilas, calladas y modositas dea bordo; y todo
68 V. BLASCO IBÁNEZ
el rebaño de cabras rubias y locas de la compañía de
opereta; y un sinnúmero de comisionistas de modas y
joyería, machos y hembras; y unas dos docenas de co-
merciantes alemanes establecidos en América, cuadra-
dos, bonachones, calmosos, pero que sacan unas uñas
de tigre cuando hablan de negocios... y judíos, muchos
judíos. Según he leído, en el primer viaje de Colón ya
se embarcaron dos en las carabelas, y desde entonces
no han cesado de ir. En el Nuevo Mundo sólo hay pre-
ocupaciones de raza para el negro, y como nadie se lija
en ellos pierden el rencor que inspira la persecución y
acaban por confundirse con los demás... A propósito;
también viene un banquero de París, un señor condeco-
rado, de barbas rojas y largas, que usted habrá visto
por las mañanas en el paseo con las piernas envueltas
en una piel y estudiando mamotretos llenos de cifras.
Va al Brasil por sus negocios. Su mujer ostenta á todas
horas un collar enorme de perlas; pero son menores que
las de la esposa del gringo, y esto hace que las dos se
miren con el rabillo del ojo, apretando los labios...
Vaciló un momento para reconstituir en su memoria
la lista de los ausentes.
— Hay también unos americanos del Norte, en los que
habrá usted reparado por el ruido que mueven. Van
afeitados, con pantalones anchos y un botón en la so-
lapa, insignia de no sé qué sociedad de su país. A todas
horas destapan champan en el fumadero; piden la caja
de cigarros, y meten la mano para abarcar muchos de
una vez; cantan á gritos y son el tormento de los músi-
cos, pues siempre están exigiendo que toquen: ¡Míusic!
¡Miiisíc!.,, Viene también sola una dama yanqui, alta,
buena moza. Su marido la espera en Eío Janeiro; tiene
no sé qué negocios en el interior del Brasil... Y varias
muchachas alemanas que van á casarse en América sin
conocer á sus novios. El matrimonio, según parece, se
arregla por cartas y retratos. El colono ó el mecáni-
co que llega á establecerse en los pueblos de la Argen-
tina ó las selvas brasileñas, envía una carta á su pue-
blo: «Kemítanme una muchacha de estas y las otras
condiciones. Ahí van tres mil marcos para ropa y el
pasaje.» Y la muchacha se embarca sin conocer al fu-
LOS ARGONAUTAS 69
turo esposo más que en busto fotográfico; y su única
preocupación es que al verle resulte de buena estatu-
ra... Hay también... Pero aquí, amig-o Ojeda, no sé
qué decir.
Pareció dudar Maltrana y al ñn añadió:
- Hay una señorita que va con sus padres, la gentil
Nélida, mezcla de caracteres y sang-res que desorienta
al más listo, y le confieso que me da mucho que pensar.
Su padre es alemán, su madre de una de las repúblicas
del Pacífico; ella nació en Argentina, pero desde los
nueve años ha vivido en Berlín. Es esa muchacha que
usted habrá visto en el paseo, siempre acompañada de
hombres; muy alta, esbelta, con la falda corta, tan ce-
ñida, que no puede dar un paso sin que la tela moldee
todo su cuerpo. Lleva el pelo cortado en melena de paje,
lo mismo que las cupletistas... Yo no he conocido Ivdstti
ahora pájaros de esta especie. Allá en Madrid la gente
es de menos complicaciones... Tenemos también unos
cuantos muchachos bien trajeados, de vaga nacionali-
dad, que hablan con soltura diversos idiomas. No los he
calado bien. Pueden ser comisionistas de comercio que
fingen aires de personaje, barones arruinados en busca
de una americana rica, ó ladrones elegantes como los
de las novelas. ¡Vaya usted á saber!... Pero aquí ter-
mina mi relato por ahora. Ya vuelve la gente de tierra.
Vamos abajo, á oir sus impresiones de Tenerife.
En la cubierta de paseo continuaba la bulliciosa fe-
ria. Los pasajeros habían terminado sus compras, y eran
ahora las camareras del buque y los steivard los que
aprovechaban los últimos momentos para hacer sus ad-
quisiciones con mayor baratura. En el viaje de regreso
el Goethe no tocaba en Tenerife para hacer carbón, y
olios, con el pensamiento puesto en Hamburgo, compra-
ban vistosas telas, pañuelos y manteles para regalarlos
á los que les esperaban allá.
Maltrana se detuvo junto á un indostánico que re-
gateaba con una joven. Estaba ella en el quicio de una
puerta, temerosa de dejarse ver á la luz del sol y mos-
trando al mismo tiempo su casi desnudez, cubierta con
un simple kimono rosa, que transparentaba el contorno
de su cuerpo. Los brazos y parte del pecho delataban
70 V. BLASCO IBÁSbZ
la frescura de un baño reciente. Se había levantado
tarde y acababa de subir á toda prisa á la cubierta para
hacer sus compras, antes de que se marchasen los ven-
dedores. El hombre cobrizo ensalzaba la riqueza de una
túnica azul con ramajes y pájaros blancos que ella tenía
entre sus manos.
—Me pide dos libras, ¿qué le parece?— dijo la joven
sonriendo á Maltrana, mientras éste daba con el codo á
su compañero.
Ojeda adivinó por esta señal que era Nélida. Ella le
miró sonriente, con la misma sonrisa que dedicaba á
todos los hombres. Por primera vez se fijaba en él. Fer-
nando la vio más alta, más joven que Teri, pero con un
aspecto vulgar y atrevido que le fué antipático. Sólo sus
ojos de pupilas de ámbar, que tomaban con la luz un
reñejo de oro, le recordaron ¡ay! los otros. Tal vez no
eran iguales; pero él los llevaba abiertos y brillantes en
su imaginación, y la más leve semejanza le hacía creer
en una identidad completa.
— Me quedo con esto— dijo Nélida mirando amorosa-
mente la asiática vestidura — . Pero no tengo dinero: ha-
brá qae pedir las dos libras á mamá... ¿No han visto
ustedes á mamá?
Y sin aguardar la respuesta, desapareció escalera
abajo entre el revoloteo de la tela rosa, semejante á
tenue nube que transparentaba la firme silueta de su
cuerpo desnudo.
Aparecieron en el paseo los excursionistas llegados
de tierra. Pegábanse á los flancos del trasatlántico las
lanchas de vapor para devolverle su cargamento huma-
no. Las mujeres, llevando grandes ramos de flores, co-
rrían hacia sus camarotes ó charlaban con las amigas
que se habían quedado en el buque, lo mismo que si
regresasen de una larga expedición. ¡Venían de Es-
paña! ¡ya conocían España! Ún país más que añadir á
sus relatos de viajes.
Los hombres, con anchos sombreros empolvados, los
gemelos pendientes de un hombro y empuñando toda-
vía el bastón de paseo, hablaban solemnemente de su
viaje. Para muchos era el primer suelo que habían pi-
sado después de su salida de Hamburgo ó de París. El
LOS ARGONAUTAS 71
buque se había detenido muy poco en Vigo y en Lisboa.
Comentaban á coro el atraso y la pereza de aquella tie-
rra. Todas las lecturas antiguas sobre España, todos los
prejuicios y errores tradicionales reaparecían de go]i>e
con sólo un paseo de dos horas por una isla de África.
El «doktor» alemán, que pedía una corrida de toros á
las siete de la mañana, alardeaba de sus conocimientos
hispánicos llamando «cuadrilleros» á todos los que ha-
bía encontrado en tierra vistiendo uniforme. También
hablaba de familiares de la Inquisición, recordando á
los curas gordos y morenos que salían de la iglesia en
busca del casero chocolate, luego de decir su misa.
Se lamentaba un joven belga, al que muchos llama-
ban «barón», de las calles en cuesta y de los coches. ¡Ni
un solo automóvil!... Las mujeres, asomadas á las ven-
tanas como odaliscas.
— Y pensar—dijo Ojeda á su amigo— que tal vez algu-
no de éstos escrii)irá un artículo titulado «Mi viaje á
España».
Un hombre subido de color, con vistosa corbata y
pantalones recogidos á la inglesa, esforzaba su acento
lento y meloso para demostrar indignación.
—¡No me diga!... ¡Valiente zoquete fui en bajar! Cua-
tro veses he ido á Europa, y nunca he querido conoser
la España. Ahí no hay adelantos: ahí no hay nada. A
raí déme usted la Inglaterra... Ojalá nos hubiesen des-
cubierto los ingleses. Yo estoy por lasivilisasión, ¿sabe,
amigo?... Mucha sivilisasión.
Maltrana sonrió al mismo tiempo que lo mostraba á
su amigo.
— Ese que habla es Pérez... Pérez de no sé qué repu-
bliquita de las que dan cara al Pacífico. Me han dicho
que en su país para ser algo hay que probar que se des-
ciende de ocho abuelos indios y media docena de ne-
gros. El blanco queda abajo. Desde la bendita indepen-
dencia no han podido rascarse con tranquilidad. Todos
los años corren á un presidente y de vez en cuando
fusilan al que alcanzan y queman el cadáver para que
no deje semilla. «Y yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe,
amigo?...» Vamonos allá para no oirle.
Se sentaron en el extremo del paseo que daba sobre
72 V. BLASCO TTJÁÑEZ
proa, entre las ventanas clel salón y una gran vidriera,
desde la cual se abarcaba toda la parte anterior del na-
vio. En el castillo de proa algunos marineros empezaban
los preparativos para levar el ancla. Oficiales y contra-
maestres recorrían la cubierta empujando á los vende-
dores, haciéndoles cerrar á toda prisa sus fardos, cor-
tando bruscamente la tenacidad de los últimos regateos.
Deslizábanse los paquetes colgando de cuerdas desde
las bordas á los botes, que cabeceaban en torno de la
escala. Los nadadores lanzaron sus últimos gritos: «Ca-
ballero, un marco. Eche un marco, caballero, que se va
el vapor.»
— Confieso, amigo Ojeda — dijo Maltrana, — , que siento
la emoción del que se ve ante la boca negra de una ca-
verna y se pregunta: «¿Qué habrá dentro?...» Aquí la
caverna es azul y luminosa, pero la inquietud no por
esto resulta menor... ¿Qué voy á encontrar más allá de
esta isla? ¿Cuándo volveremos por aquí? Afortunada-
mente contam^os con el apoyo de la esperanza... la espe-
ranza buena y equitativa para todos, pues á todos los
que vamos en este cascarón nos asiste por igual... Yo
hago este viaje por ganar dinero, por el ansia de saber
qué es eso de la riqueza; y no lo hago sólo por mí. Ten-
go un hijo, y aunque uno se ría de ciertos burgueses que
justifican sus malas acciones y sus latrocinios con la
cualidad de padres de familia, crea usted que esto de la
paternidad nos impulsa á grandes cosas y nos hace va-
lerosos como héroes... Usted también va allá por el ansia
de dinero. Un hombre de su clase, que tiene lo que usted
tenía en Madrid (¡yo lo sé todo!) no cambia de vida sin
un motivo poderoso.
— Yo... — dijo Fernando con perplejidad — : sí... por el
dinero, como usted... Y ¡quién sabe! Tal vez por algo
que no es la riqueza; por otros deseos menos explica-
1)1 es.
Había reflexionado mucho durante la noche ante-
rior, y ahondando en sus decisiones, encontraba en ellas
motivos inconscientes, no sospeclmdos hasta entonces,
que le hacían avanzar con un empujón tan rudo como
el deseo de riqueza. Parecía cantar en sus oídos la poé-
tica romanza de Heine, en la que describe cómo el caba-
LOS ARGONAUTA AS 73
llero Tanhauser se arrancó de los brazos de Venus por
sólo el gusto de conocer de nuevo el dolor humano. «;0h
Venus, mi bella dama! Los vinos exquisitos y los tiernos
besos tienen ahito mi corazón. Siento sed de sufrimien-
tos. Hemos bromeado mucho, hemos reído demasiado:
las lágrimas me dan ahora envidia, y es de espinas y
no de rosas que quiero ver coronada mi cabeza!...» El
hombre vive en eterno descontento. Tal vez huya él
también, como el poeta amante de la diosa, por hartura
de felicidad y sed de dolores.
De pronto, junto á ellos, rompió á tocar la banda de
música una marcha triunfal. El techo del paseo y los
gruesos cristales del mirador temblaron con el rugido
armonioso de los cobres.
—Ya zarpa el buque— dijo Maltrana levantándose de
un salto—. Mire usted cómo se va moviendo la isla.
;Nos vamos! ¡nos vamos!... Eso que toca la música es
magníñco; jamás he oído nada tan solemne; es el saludo
á la esperanza, la gran marcha triunfal de la ilusión.
Y como poseído de un irresistible deseo de movilidad,
huyó de su amigo.
¡La esperanza!... Ojeda, sin abandonar su asiento
tornó á verse lejos, muy lejos, como en la tarde anterior.
Estaba en París, y María Teresa volvía de una excur-
sión á las tiendas de modas. Esta vez era un libro su
única compra. Lo había adquirido en los almacenes del
Louvre, entusiasmada por su baratura y hermosa en-
cuademación. ¡Adorable Teri! ¡Siempre mujer! Ella, á
la que concedía Fernando más talento que á muchas
hembras literarias, compraba sus libros en las tiendas
de modas entre una pieza de encajes y una docena de
guantes
Era una traducción francesa de las tragedias de Es-
quilo. En días sucesivos leyeron con las cabezas juntas,
como los amantes adúlteros del poema dantesco. «¡Qué
hermoso! — exclamaba ella — . ¿Y dices que esto tiene mi-
les de años? ¡Si es de lo más moderno! ¡Si parece de
ahora!...» Llevada de su caprichosa imaginación, lamen-
tábase de que las palabras nobles y melancólicas de
Prometeo no fuesen acompañadas de música. «Una mú-
sica de Wágner, ¿me entiendes? de nuestro amado don
74 V. BLASCO IBÁÑBZ
Ricardo... O mejor de Beethoveii; algo así como la iVb-
vena Sinfonía.» Fernando recordaba la escena que los
había hecho comulgar á los dos en el estremecimiento
de la admiración. Prometeo, encadenado á la roca; y en
torno de él, chapoteando en las olas, las clementes Oceá-
nidas, las ninfas del mar apiadadas del suplicio del
héroe. «¿Qué has hecho, desgraciado, para que así te
castiguen los dioses?» «He enseñado á los mortales á
que no piensen en la muerte», contesta Prometeo. «¿Y
cómo lo conseguiste?» «Les he hecho conocer la ciega es-
peranza.»
Y durante millares de años reinaba sobre el mundo
la divinidad benéfica y consoladora que el héroe som-
brío había dado á los humanos, pagando esta generosi-
dad con el tormento de sus entrañas rasgadas por el
águila, «perro alado de Zeus». Ella conducía los reba-
ños de hombres en armas; ella había aleteado ante las
proas de los descubridores; ella conmovía con su paso
quedo el silencio cerrado donde meditan sabios y artis-
tas; ella guiaba las muchedumbres ansiosas de bienestar
y amplio emplazamiento que se descuajan de un hemis-
ferio para ir á replantarse en el otro.
Fernando la vio; la vio venir con sus ojos entorna-
dos, por encima del azul del mar, como una burbuja de
oro desprendida del sol, como un harapo de luz que
acabó por detenerse sobre el filo de la proa, lo mismo
que las imágenes divinas que adornaban las naves de
los primeros argonautas.
Sus alas se tendían majestuosas en el éter como ve-
las cóncavas; su túnica arremolinábase atrás, en plie-
gues armoniosos, impelida por el viento. Era igual á la
Victoria de Samotracia, y lo mismo que á ella, le fal-
taba la cabeza.
Por esto acabó de conocerla Ojeda. Ella no piensa;
ella no tiene ojos...
Era la esperanza, la ciega esperanza que con el
avance de su torso señalaba al Sur.
III
Después del almuerzo los pasajeros del Goethe oyeron
sonar á proa la banda de música, con la lejanía soño-
lienta que infunde la inmensidad del Océano á todas las
vibraciones.
— Van á vacunar á los de tercera — dijo Maltrana,
siempre enterado de lo que ocurría en el buque.
Estaban aún frente á la isla, costeando sus rugosas
montañas, pétreo oleaje de antiguas erupciones llegadas
liasta el mar. Bajaban por las laderas como ovejas en
tropel blancas viviendas, medio ocultas algunas de ellas
en los repliegues sombreados de verde. Por encima de
las cumbres iba pasando la caperuza nevada del Teide
como una cabeza curiosa, ocultándose ó apareciendo se-
gún el buque marchaba cerca ó lejos de la costa.
Maltrana no podía mantenerse tranquilo en el jar-
dín de invierno mientras tomaba el café con Fernando.
Ocurría á bordo algo extraordinario sin que él lo pre-
senciase.
—¿Le parece que vayamos á ver la gente de tercera? ..
Debe ser interesante.
Descendieron las escaleras de dos pisos y saliendo del
castillo central viéronse en la explanada de proa, al pie
del palo trinquete. Bajo el gran toldo que sombreaba este
espacio aglomerábase el hedor sudoroso de una muche-
dumbre. El médico del buque y varios ayudantes, todos
con blusas blancas, ocupaban el centro junto á una mesa
cargada de botiquines. Y al son de la música pasaban
los emigrantes en interminable fila, todos con un brazo
descubierto que presentaban á la lanceta del vacuna-
dor. El primer oficial, secundado por los ayudantes de
76 V. BLASCO ibAnrz
la comisaría, organizaba el desfile, cuidando de que
todos después de arremangarse el brazo presentasen con
Ja otra mano el papel de su pasaje.
El acto de la vacunación era á la vez un recuento.
Al partir de Tenerife, última escala del viejo mundo,
empezaba el gran viaje; nadie había de entrar en el
buque hasta América, y la comisaría necesitaba cono-
cer el número de las gentes que iban á bordo. Los ma-
rineros recorrían los sollados,, los obscuros pasadizos,
las bodegas, hasta los más apartados rincones, en busca
de viajeros ocultos, empujando á los fugitivos que pre-
tendían evitarse esta operación.
Los oficiales alemanes llamaban á cada momento
para dar sus órdenes á un empleado de la comisaría,
hombre grueso y de bigotes canos que se expresaba en
distintos idiomas, pasando de uno áotro con asombrosa
facilidad. Maltranay él se saludaron afectuosamente.
— Ese es don Carmelo — dijo á Ojeda — , un compatrio-
ta nuestro. Habla todas las lenguas de Europa; además
el árabe, y creo que un poco el japonés. Y con toda su
sabiduría aquí le tiene usted ganando unos cuantos mar-
cos, sin otra satisfacción que ostentar una gorra de uni-
forme y que los emigrantes le llamen oficial. Lo busco
todos los días en su despacho, que está abajo, siempre
con la luz encendida, y charlamos de lo que ocurre en
el buque. ¡Qué hombre! Ahí donde le ve, hizo sus estu-
dios en Málaga, él sólito, yendo por el puerto de barco
en barco y diciendo á todo marino que encontraba abu-
rrido: «Vamos á echar un párrafo en su idioma, com-
pañero.»
Mientras hablaba Isidro de la mujer y los hijos de
su amigo, andaluces trasplantados á Hamburgo, y de
las escaseces pecuniarias de éste, que le obligaban á
buscar entre los pasajeros ricos uno que quisiera entre-
tener los ocios de la travesía estudiando idiomas, don
Carmelo gritó con el acento de su tierra:
— ¡Too Dios con er papé en la mano! ¡que se vea bien!
Y repetía la orden en italiano, en francés, en portu-
gués y en árabe.
Habían desfilado los hombres, y eran ahora las mu-
jeres con una escolta de chiquillos las que se iban pre-
LOS ARGONAUTAS 77
sentando á recibir la vacunación. Pasaban ante el mé-
dico brazos membrudos con la blancura y la firmeza de
la carne septentrional; brazos grasosos en los que se
hundían los dedos de los operadores; brazos de redondez
ambarina, semejantes á los de las mujeres de Ticiano.
pero que ostentaban en su parte alta un obscuro trián-
gulo de roñosa suciedad.
Luchaban al destaparse las mujeres con las mangas
de la camisola ó de la gruesa elástica, y en este forcejeo
se les abría el pecho, mostrando escapularios y meda-
llas sobre las flacideces de la maternidad. Las hembras
árabes, morenas y huesosas, iban casi desnudas bajo
sus batones rayados; las gruesas napolitanas, de cabello
revuelto y ojos de brasa, devolvían al corpino con tran-
quilo impudor las saltonas exuberancias surgidas al
desabrocharse; las castellanas angulosas, de pelo acei-
toso y retinto, peinadas como vírgenes prerraiaelistas,
cubrían prontamente su brazo con triples forros y se
alejaban ruborizadas, moviendo la corta y bailarinesca
balumba de los zagalejos trasudados. Unos chiquillos
berreaban agarrándose á sus madres, trémulos de pavor
al ver las blusas blancas de los operadores; otros, con el
sombrero en el cogote y mostrando la sonrisa marfileña
de sus dientes de lobo, se disputaban por quién avanza-
ría primero el brazo, como si aquello fuese una fiesta.
Maltrana explicaba á su amigo el orden en que iban
divididos los emigrantes. La proa era para «los latinos»:
españoles, italianos, portugueses, franceses, árabes, ju-
díos del Mediodía y hasta egipcios. Nadie podía adivi-
nar el latinismo de estas últimas gentes; pero así los
había encasillado la comisaría. En la parte de popa se
aglomeraban otras naciones: alemanes, rusos y judíos,
muchos judíos de diversas procedencias, polacos, galit-
cianos, rutenos, moscovitas y balkánicos, cocinando
aparte según las preocupaciones y ritos de su religión,
lios israelitas llevaban carne sacrificada por los rabinos
de Hamburgo. La bulliciosa latinidad gozaba el privile-
gio sobre las otras castas de beber vino en las comidas
dos veces por semana y tomar chocolate al amanecer
otras dos veces, en vez del café habitual.
Las lamentaciones de don Carmelo que juraba para
78 V. BLASCO IBÁÑBZ
él solo con grandes aspavientos, interrumpieron á Mal-
trana.
—¡Mardita sea mi arma! Ya me extrañaba yo que
hisiésemos er viaje sin sorpresas. ¡Pero cámara: que no
haya medio de librarse de esa gente!...
Cambió algunas palabras en alemán con el primer
oñcial y luego gritó á unos camareros españoles que es-
taban al servicio de «los latinos»:
— A vé esos güenos mozos; ¡tráiganlos pa acá!
Avanzaron seis jóvenes, con la cabeza descubierta,
las ropas haraposas y los pies metidos en zapatos rotos
ó alpargatas deshilacliadas.
— ¿De moo que no tenéis pasaje y os habéis metió aquí
de polisones sin má ni má, como si esto juese la casa é
toos? ¿Y creéis que esto va á quear ansí?... Tú, ¿de onde
eres?
Y los seis polisones fueron contestando al interroga-
torio de don Carmelo. Uno era de Tenerife y los restan-
tes procedían de Andalucía y Galicia. Se habían intro-
ducido ocultamente en varios buques que los echaron en
tierra al llegar á Canarias. ;Y á buscar de nuevo un es-
condrijo en la bodega de otro barco!... Así pensaban
llegar, fuese como fuese, adonde se habían propuesto.
Los seis querían ir á Buenos Aires, y como bestias hu-
mildes, resignadas de antemano á los golpes que creían
merecer, bajaban las cabezas, contentos con su desgra-
cia si lograban alcanzar el término del viaje.
Don Carmelo habló en voz baja con el primer oficial.
— Etá bien — dijo solemnemente—. Pero como aquí
nadie viene sin pasaje y el buque no pué retroceer por
vosotros, vais á golveros nadando á Tenerife. La isla
está ahí cerquita.
Y señalaba la costa que se veía en lontananza, entre
la borda del buque y el filo del toldo. El oficial se acari-
ciaba impasible la barba rubia mientras el intérprete
traducía sus órdenes. Las mujeres abrían los ojos con
asombro y terror.
— Que pongan una escaleriya pa que sartén con más
faciliá — ordenó don Carmelo.
Los camareros le obedecieron, colocando una peque-
ña escalera contra la borda, mientras el intérprete repe-
LOS ARGONAUTAS 79
tía la orden. «¡Al agua, muchachos! E un remojonsito
na más.»
Los polisones de más edad seguían con la cabeza
baja, entre incrédulos y aterrados, dudando de que esta
orden pudiese ser cierta, pero dudando igualmente de
que todo fuese una burla, habituados á durezas y casti-
gos en los buques que les habían servido de refugio.
Uno que era casi un niño se atrevió á mirar por encima
de la borda, apreciando con ojos de espanto la distancia
enorme que se extendía entre el buque y la costa.
— ¡Yo no quiero!... ¡no quiero morir!... ¡Yo quiero irá
Buenos Aires! ¡Madre!... ¡Mamita!
Y se echó al suelo gimiendo, agitando las piernas
para repeler á los que se acercasen. Comenzaron á par-
tir suspiros y exclamaciones de los grupos de mujeres.
Don Carmelo miró al primer oficial, que seguía acari-
ciándose la barba.
— Güeno, niños; será pa más tarde. A la noche os
iréis nadando. Mientras tanto que os vacunen y luego
comeréis... A ver: unos pantalones viejos pa estos güenos
mozos; no es caso de que vayan enseñando las vergüen-
sas al pasaje... Pero queda convenido, ¿eh, niños? á la
noche os marcharéis nadando.
Súbitamente, tranquilizados \o^ polisones, se dejaron
llevar por los marineros, que los empujaban rudamente,
acogiendo este trato con humildad y agradecimiento.
— Hay que ser enérgico — dijo don Carmelo á los dos
amigos, poniendo un gesto feroz — . Si no juese así, too
er buque se llenaría de gente sin pasaje. Cuatro van á
ir á las máquinas; siempre hasen farta fogoneros; y los
dos más pequeños ayudarán á la limpiesa de las cubier-
tas. Podíamos desembarcarlos en Río Janeiro, pero er
comandante es bueno y de seguro que los yevaremos
hasta Buenos Aires. Los tunantes van á salirse con la
suya.
La música continuaba sonando y se reanudó el des-
file de los brazos arremangados ante el grupo de blusas
blancas.
Ojeda estaba impresionado por la escena anterior.
Creía oir aún los gemidos del mozuelo pataleando en la
cubierta. «¡Yo no quiero morir! ¡Yo quiero ir á Buenos
80 V. BLASCO IBÁÑEZ
Aires!...» El vagabundo de los puertos tenía la misma
ilusión que él y casi todos los que habitaban las cubier-
tas superiores. Dormitando entre los fardos y barricas
de un muelle, había visto también á la diosa alada y sin
cabeza; había sentido la caricia de la esperanza. Y allá
marchaban todos, afrontando la nostalgia del recuerdo
ó las necesidades del presente; revueltos, confundidos,
igualados por la ilusión común... ¡Buenos Aires! ¡Qué
magia poderosa la de este nombre, que hacía correr á
los miserables, como ratones hambrientos, para ocultar-
se en las entrañas de los buques!...
Se impacientó Maltrana ante la monotonía del des-
lile
— Después de éstos vacunarán á los de popa: gente
menos limpia y presentable que «los latinos», con largas
melenas y gabanes de piel de carnero. Arriba estaremos
mejor.
Y subieron á lo más alto del buque, á la cubierta de
los botes, buscando la sombra de un toldo y dos sillones
libres para descansar en la soledad azul impregnada de
luz. La mayoría del pasaje prefería quedarse abajo re-
fugiada en la suave penumbra de la cubierta de paseo.
Maltrana saludó á una señora que leía tendida en un
largo sillón, la espalda sobre un cojín, mostrando entre
la flor nivea y rizada de su faldamenta el arranque de
unas piernas enfundadas en seda blanca y los altos ta-
cones de los zapatos. Fernando, advertido por el codo
del compañero, se ñjó en sus cabellos, de un rubio obs-
curo, recogidos en forma de casco; en sus ojos claros y
temblones como gotas de agua marina, que se elevaron
unos instantes del libro para mirarle con tranquila fije-
za; en el color blanco de su cuello, una blancura de
miga de pan, ligeramente dorada por el sol y la brisa
del mar.
— Es la yanqui, la señora que come cerca de nuestra
mesa — murmuró Isidro — . Habla con poca gente; apenas
se saluda con algunas viejas de á bordo; rehuye el trato
de los demás. Yo soy el único hombre con quien cambia
el saludo, pero cuando intento hablarla finge que no me
entiende... Y sin embargo adivino en ella un carácter
alegre y varonil; debe ser un agradable compañero; no
LOS ARGONAUTAS ' 81
hay más que ver con qué gracia sonríe. jQué hoyuelos
tan cucos se le forman junto á la boca! ¡cómo se le ater-
ciopelan los ojos!.. Pero no hay confianza todavía en-
tre las gentes de á bordo; parece que estamos todos de
visita.
Sentáronse á alguna distancia de la norteamericana
y ésta volvió á bajar los ojos sobre el libro, ladeándose
en su sillón para ignorar la presencia de los recién lle-
gados.
Tenían ante ellos el azul del Océano, liso, denso, sin
una arruga, y en el fondo, por la parte de popa, un
triángulo de sombra que empañaba el horizonte, una
especie de nube gris y piramidal, que era la isla... Cal-
ma absoluta. Sentados en mitad de la cubierta, no al-
canzaban á ver las espumas que la velocidad de la mar-
cha arremolinaba contra los flancos del buque. Desde
esta altura sus ojos abarcaban únicamente el segundo
término, ó sea el mar inmóvil, que parecía cubierto de
una costra diáfana y transparente, una costra de vidrio
reflejando el azul denso y pastoso de la profundidad. A
no ser por las vedijas negras que se escapaban de la
chimenea, para quedar flotando en la calma bochornosa
de la tarde, se hubiese podido creer que el buque no
marchaba... Y la isla siempre á la vista, como los países
encantados de las leyendas que parecen avanzar tras los
pasos del que huye.
Un silencio de sesteo extendía su paz abrumadora
sobre la cubierta inundada de luz. Bajo los toldos se
percibían leves ronquidos, acompasadas respiraciones,
dorsos vueltos al exterior sobre las sillas largas, cabe-
zas incrustadas en almohadas ó descansando sobre el
respaldo, con los ojos entornados y la boca abierta á la
frescura de la sombra. Crujía el piso en los lugares cal-
deados, bajo el paso tardo de algún transeúnte. Subían
los ecos de la música, lejanos, adormecidos, como si
surgiesen de las profundidades del mar. Venían del otro
lado de la chimenea gritos de niños y choques de ma-
deras, revelando los diversos incidentes de un juego es-
portivo. El sol de la tarde incendiaba todo el poniente
con su lluvia cegadora.
. —¿Por qué llamarían á esto el «Mar Tenebroso»?
82 V. BLASCO IBÁÑBZ
— djjo Maltrana, que no podía permanecer callado largo
tjempo.
Estas palabras despertaron en los dos el recuerdo
de antiguas lecturas. Ojeda pensó en su drama poético
de los conquistadores, cuya preparación le había obli-
gado á estudiar la epopeya de los navegantes que des-
cubrieron las tierras vírgenes. Isidro se acordó de los
trabajos realizados en su época de mercenario de la lite-
ratura, cuando andaba á caza de notas en bibliotecas y
archivos para la confección de un libro que había de
firmar cierto personaje, ansioso de entrar en una Aca-
demia.
— Siempre es tenebroso lo que ignoramos — contestó
Ojeda—. Una nube en el horizonte, ó varios días sin sol,
bastaron para llamar Tenebroso á un mar en el que se
avanzaba con indecisión, temiendo las sorpresas del
misterio y el perder de vista las costas. Yo confieso
que la geografía del Mar Tenebroso, antes de que la
brújula hiciera posibles las largas exploraciones, es una
geografía que me encanta y rejuvenece: algo así como
esos cuentos de hadas que nos deleitan como un perfume
de flores marchitas al evocar las primeras impresiones
de la niñez.
Y los dos enumeraron en su animada conversación
todos los intentos de los hombres, desde remotos siglos,
por romper el misterio del Mar Tenebroso. Los nautas
cartagineses bajaban hacia el Sur por las costas de Áfri-
ca, trayendo, después de un periplo de varios años, col-
millos de elefantes, que suspendían de los templos, ador-
nos vistosos, pellejos de hombres peludos y con rabo que
debieron ser envolturas de grandes orangutanes. Y tal
valor concedía el Senado á estos descubrimientos, que
guardaba como un secreto de Estado la ruta de los na-
vegantes, viendo en las tierras lejanas un seguro refu-
gio para su pueblo si una guerra infortunada hacía ne-
cesaria la expatriación.
En este mar de las tinieblas, más allá de las colum-
nas de Hércules, habían colocado Homero y Hesíodo el
Elíseo, morada de los bienaventurados, las Gorgonias,
tierra de eterna primavera, y las Hespéridas, con sus
manzanas de oro, guardadas por un dragón de fuego.
LOS ARGONAUTAS 83
Luego eran los navegantes árabes los que se lanzaban
en el mar de las tinieblas, y sus geógrafos poblaban el
misterio de las soledades marinas con poéticas invencio-
nes, aderezando los descubrimientos lo mismo que un
cuento de Las mil y una noches. El emir Edrisi hablaba
de las islas de Uac-uac, último término del mundo en el
siglo XII por la parte de Oriente: islas tan abundantes
en riquezas, que los monos y los perros llevaban colla-
res de oro. Un árbol, del que había grandes bosques,
daba su nombre á las islas: el uac-uac, llamado así por-
que gritaba ó ladraba con iguales sonidos á todo el que
ponía por vez primera el pie en el archipiélago. Y este
árbol tenía en la extremidad de sus ramas primero
abundantes flores, y luego, en vez de frutas, hermosas
muchachas, vírgenes beldades, que podían ser objeto de
exportación para los harenes.
Por el Occidente habían avanzado los hermanos Al-
magrurinos, ocho moros vecinos de Lisboa que mucho
antes de 1147 — año en que los musulmanes fueron ex-
pulsados de la ciudad — juntaron las provisiones necesa-
rias para un largo viaje, «no queriendo volver sin pene-
trar hasta el extremo del Mar Tenebroso». Así descubrían
la isla de «los carneros amargos» y la isla de «los hom-
bres rojos», pero se vieron obligados á tornar á Lisboa
faltos de víveres, ya que no podían comer por su mal
sabor los carneros de las tierras descubiertas. En cuanto
á los «hombres rojos», eran de gran estatura, piel rojiza
y «cabellera no espesa, pero larga hasta los hombros»;
rasgos que hicieron pensar á muchos si los hermanos
Almagrurinos habrían llegado á tocar en alguna isla
oriental de América.
Al mismo tiempo que la geografía árabe hacía surgir
tierras del Mar Tenebroso, la leyenda cristiana lo po-
blaba con islas no menos maravillosas. Cuando los moros
invadían la Península derrotando al rey Roderico, una
muchedumbre de cristianos, llevando á su frente á siete
obispos, se había embarcado, para huir Océano aden-
tro, hasta dar con una isla en la que fundaban siete ciu-
dades. Muchos navegantes portugueses, arrebatados por
la tempestad, habían ido á parar á esta isla, donde eran
magníficamente tratados por gentes que hablaban su
84 V. BLASCO IBÁÑBZ
mismo idioma y tenían iglesias. Pero así que intentaban
volverse á su tierra, se oponían los habitantes, deseosos
de que se guardase secreta la existencia de la «Isla de
las Siete Ciudades». Unos que habían logrado regresar,
enseñaban arenas de aquellas playas, que eran de oro
casi puro. Pero al armarse nuevas expediciones para ii*
á su descubrimiento, jamás se acertaba con el camino.
Otra isla, la de San Brandan ó San Borombón, ocu-
paba á las gentes de mar durante varios siglos; isla fan-
tasma que todos veían y en la que nadie llegaba á poner
el pie. San Brandan, abad escocés del siglo VI, que llegó
á dirigir tres mil monjes, se embarcaba con su discípulo
San Maclovio para explorar el Océano en busca de unas
islas que poseían las delicias del Paraíso y estaban ha-
bitadas por inñeles. Durante la navegación, un día de
Navidad, el santo ruega á Dios que le permita descubrir
tierra donde desembarcar para decir su misa con la
debida pompa, é inmediatamente surge una isla ante
las espumas que levanta la galera. Terminados los ofí-
cios divinos, cuando San Borombón vuelve al barco con
sus acólitos, la tierra se sumerge instantáneamente en
las aguas. Era una ballena monstruosa que por mandato
del Señor se había prestado á este servicio.
Después de vagar años enteros por el Océano, des-
embarcan en una isla, y encuentran, tendido en un se-
pulcro, el cadáver de un gigante. Los dos santos monjes
lo resucitan, tienen con él conferencias interesantes, y
tan razonable y bien educado se muestra, que acaban
por convertirle al cristianismo y lo bautizan. Pero á los
quince días el gigante se cansa de la vida, desea la
muerte para gozar de las ventajas de su conversión en-
trando en el cielo, y solicita permiso cortésmente para
morirse otra vez, petición razonable á la que acceden
los santos. Y desde entonces ningún mortal logra pene-
trar en la isla de San Borombón. Algunos marineros de
las Canarias la ven de muy cerca en sus navegaciones;
los hay que llegan á amarrar sus bateles en los árboles
de la orilla, entre restos de buques cubiertos de arena,
pero siempre surge una tempestad inesperada, un tem-
blor de tierra, y el mar los arroja lejos. Y pasan siglos
y siglos sin que nadie ponga el pie en sus playas. Los
LOS ARGONAUTAS 85
habitantes de Tenerife la veían claramente en ciertas
épocas del año y se presentaban á las autoridades cien-
tos de testigos declarando su configuración: dos grandes
montañas con un valle verde en el centro.
— América estaba descubierta por entero — dijo Oje-
da — cuando todavía enviaban los vecinos de Tenerife
expediciones á su costa, por estas aguas, en busca de
la famosa tierra de San Borombón. Y la isla, que se de-
jaba ver perfectamente desde lo alto de las montañas,
difuminábase en el horizonte y acababa por perderse
cuando alguien iba á su encuentro en un buque. Hubo
muchas expediciones, unas pagadas por los regidores
de la isla, otras de particulares, pero todas sin éxito; y
la gente, cada vez más convencida de la existencia de
San Borombón, achacaba estos fracasos á la impericia
de los expedicionarios antes que renunciar al encanto
de lo maravilloso. Casi todos los mapas de la época si-
tuaban esta isla en las inmediaciones de las Canarias, y
ochenta años antes de la independencia de las colonias,
cuando la América española iba ya pensando en decla-
rarse mayor de edad, todavía salió de Tenerife una ex-
pedición mandada por un caballero respetable, y como
se trataba de empresa misteriosa, iban con él dos frailes
en el buque. Algunos creían que esta isla fantasma era
el lugar del Paraíso terrenal, donde viven en bienaven-
turanza eterna Elias y Enoch... La santa poesía se apro-
vecha siempre de las ficciones populares, y por esto el
Tasso, al encantar al caballero Rinaldo en los mágicos
jardines de Armida, los coloca en una isla de las Cana-
rias, recordando sin duda la tradición de la de San Bo-
rombón.
Luego los dos amigos hablaron de la Atlántida, tierra
sorbida por las convulsiones del lecho del Océano y que
sólo había dejado como recuerdo de su existencia una
tradición de poderosos gigantes en diversas teogonias:
Hércules batiendo sus columnas entre España y África
y juntando dos mares; Dhoulcarnain (El de los dos cuer-
nos) y Chidr (El personaje verde) ^ héroes de la fábula
árabe inspirada en las tradiciones fenicias, abriendo un
canal entre el Mar Tenebroso, ó sea el Atlántico, y el
Mar Damasceno, el Mediterráneo.
86 V. BLASCO IBÁÑEZ
La ciencia helénica había adivinado á través de las
poéticas ficciones la verdadera forma del xjlaneta. En
los primeros tiempos era la tierra un disco que flotaba
sobre las aguas del río Océano, ligeramente inclinado
hacia el Sur por el peso de la abundante vegetación del
trópico. Pero los pitagóricos sustituían esta hipótesis
con la afirmación de la esfericidad del planeta, y después
de esto no había que hacer grandes esfuerzos para ima-
ginarse la posibilidad de navegar desde el extremo de
Europa, ó sea desde España, á las costas orientales de
Asia, siguiendo el rumbo de occidente. Aristóteles y
Strabón hablaban de un «solo mar que bañaba á la vez
las costas opuestas de los dos continentes», añadiendo
que en muy pocos días podía ir un buque desde las co-
lumnas de Hércules á la parte más oriental de Asia.
Estas ideas se conservaban y propagaban á través
de ]a Edad Media entre los hombres de estudio. Muchos
Padres de la Iglesia siguieron considerando la tierra
como una superficie plana, con arreglo á la fantástica
geografía del monje bizantino Cosmas Indicopleustes.
pero en conventos y universidades se transmitían pe-
queños grupos las tradiciones de la antigüedad, las doc-
trinas de Aristóteles, comentadas y difundidas por los
árabes de España, los rabinos arabizantes, Alberto el
Grande y otros sabios cristianos. La geografía de Ptolo-
meo era admitida por los hombres cultos.
Preocupaba el continente asiático á la Europa me-
dioeval, puesta en contacto con él por las invasiones de
los musulmanes y las expediciones de los cruzados. Se
conocían por relatos antiguos las conquistas de Alejan-
dro hasta el Ganges y las correrías de algunos procón-
sules romanos, pero quedaba una parte del continente,
misteriosa y desconocida: el Asia Ultraganges, la más
grande y la más rica. El lujo de las cortes europeas
hacía cada vez más necesarios los productos de la India,
traídos por las caravanas á través de las áridas mesetas
asiáticas: las especierías, el marfil y la seda. Los sacerdo-
tes budistas y cristianos, por religioso proselitismo rea-
lizaban osados viajes que iban ensanchando el horizonte
geográfico y el de las ideas. Con la llegada de las cara-
vanas se difundían las asombrosas noticias del reino del
LOS ARGONAUTAS 87
Preste Juan y las maravillas de las ciudades de mármol
y oro, enormes como naciones, que se levantaban junto
á los ríos del Catay ó en las islas de Cipango. Písanos,
venecianos y genoveses, aprov echadores de la brújula
inventada por los árabes, iban en busca de los produc-
tos del Asia siguiendo el mar Kojo ó cruzando el mar
Caspio. Osados aventureros escribían con espíritu ro-
mancesco el relato de sus largos años de aventuras, y
los viajes de Marco Polo y Nicolás Conti interesaban
como un libro de caballerías.
El entusiasmo religioso hablaba de embajadas diri-
gidas á los papas por el Preste Juan ó el gran Kan de
la Tartaria, poderosos señores que desde el fondo de sus
palacios querían entrar en relación con la cristiandad y
convertirse á la verdadera fe. Pero las embajadas que-
dábanse siempre en el camino y únicamente llegaba
como disperso algún europeo renegado que iba descri-
biendo las maravillas de las ciudades asiáticas con una
exuberancia que enardecía las imaginaciones. La lec-
tura de los libros santos hacía revivir en los doctores
cristianos la memoria de las ricas tierras del Asia orien-
tal. Se recordaban las flotas enviadas por Salomón al
monte Sopora, que otros llamaban Ofir y algunos creían
ser la isla de Taprobana. Las naos del sabio rey des-
pués de tres años volvían cargadas de oro, plata, pie-
dras preciosas, pavones y colmillos de elefantes. San
Isidoro afirmaba que la isla Taprobana «hervía de per-
las y elefantes y que en ella el oro era más fino, los ele-
fantes más grandes y las margaritas y perlas más pre-
ciosas que en la India». Junto á la Taprobana había dos
islas, la de Chrise, que era toda de oro, y la de Argyra
toda de plata. Estas islas de montañas preciosas estaban
pobladas de hormigas, grandes como perros y veneno-
sas como grifos, que sacaban con sus patas el oro de la
tierra, y hacían bolas abandonándolas en la playa. Los
marinos de Salomón aguardaban mar afuera á que las
bestias se alejasen en busca de comida, y entonces des-
embarcaban, y con gran prisa iban cargando las bolas
de oro, para hacer al día siguiente la misma operación.
Llegar á la India, ponerse en contacto con sus rique-
zas, apoderarse de sus pedrerías y sus especias de exótico
88 V. BLASCO IBÁÑEZ
perfume, entrar en la ciudad de Quinsay, urbe mons-
truosa de treinta y cinco leguas de ámbito con «dos-
cientos puentes de mármol sobre gruesas columnas de
extraña magnificencia», fué el ensueño con que empezó
su vida el siglo XV, para no finalizar hasta haberlo rea-
lizado.
La parte de Europa más avanzada en el Océano, la
península ibérica, era el lugar de partida de todas las
intentonas para descubrir la ruta misteriosa de la India
por Oriente y por Occidente. El contacto con los árabes
españoles había acostumbrado á sus navegantes al uso
de la brújula, impulsándolos á apartarse de las costas.
Los marinos portugueses, gallegos y cántabros comer-
ciaban con las Islas Británicas y las repúblicas anseá-
ticas del Báltico: los marinos catalanes y mallorquines,
rivales de los italianos en el comercio de Oriente, usaban
cartas de navegar desde mediados del siglo XIII. Las
Ordenanzas de Aragón disponían que cada galera lle-
vase dos cartas marinas cuando los demás buques de la
cristiandad navegaban sin otros rumbos que el instinto y
la costumbre. Raimundo Lulio hablaba de la fabricación
en Mallorca de instrumentos náuticos, groseros sin duda,
pero asombrosos para aquella época, los cuales servían
para determinar el tiempo y la altura del polo á bordo
de las naves. Un marino catalán, Jaime Ferrer, avan-
zando en el Mar Tenebroso, llegó á Río de Oro, cinco
grados más al Sur del Cabo Non, que los portugueses,
ochenta y seis años después, creyeron ser los primeros
en haberlo doblado.
El infante don Enrique de Portugal, gran protector
de descubrimientos, fundaba en el Algarbe la Academia
de Sagres para los estudios geográficos, y los individuos
de ella, viejos navegantes y médicos hebreos aficionados
á la cosmografía, elegían como presidente á un piloto
catalán, maese Jacobo de Mallorca. Españoles y portu-
gueses, al explorar las costas de África ó arriesgarse
Océano adentro, se establecían en las islas, que eran
como puestos avanzados en esta guerra tenaz con el
misterio del Mar Tenebroso. El archipiélago délas Ca-
narias, las islas de los Azores, Madera y Cabo Verde,
convertíanse en lugares de parada y descanso para los
LOS ARGONAUTAS 89
nautas atrevidos y al mismo tiempo en lugares de
observación para los que soñaban con nuevas expedi-
ciones. El misterio del Océano los retenía allí, y se
casaban con isleñas hijas de europeos, constituyendo
nuevas familias de marinos.
Eran los pobladores de aquellas islas á modo de los
ejércitos destacados largos años en una frontera, que aca-
ban por crear ciudades y producir generaciones aparte.
El Mar Tenebroso, violado por estos intrusos en su hu-
raña soledad, iba librándoles á regañadientes, poco á
poco, el secreto de sus lejanos horizontes inexplorados.
En los hogares isleños se hablaba de los hallazgos que
hacía todo navegante que por tomar vientos mejores se
alejaba de las islas conocidas, Martín Vicente recogía
en su navio un «madero labrado por artificio y á lo que
juzgaba no con hierro» luego de haber venteado durante
muchos días el Poniente. Pero Correa, casado con una
cuñada de Colón, encontraba en la isla de Puerto Santo
un madero labrado en la misma forma, además de varias
cañas tan gruesas, «que en un cañuto de ellas podían
caber tres azumbres de agua ó de vino».
Los vecinos de las islas de los Azores, siempre que
soplaban recios vientos de Poniente ó Noroeste, encon-
traban en sus playas grandes pinos arrastrados por las
olas. En la isla de las Flores, una do este archipiélago,
«había echado la mar dos cuerpos de hombres muertos
que parecían tener las caras muy anchas y de otro gesto
que tienen los cristianos». También se hablaba de que
en las cercanías de la isla habían aparecido ciertas al-
madías con casas movedizas, embarcaciones extrañas
que no podían hundirse y que al ser arrastradas por una
tempestad habían perdido tal vez sus tripulantes.
Un Antonio Leme, habitante de Madera, corriendo
con su barco un mal tiempo hacia Poniente, juraba ha-
ber divisado tres islas: otro vecino de Madera enviaba
peticiones al rey de Portugal para que le diese una nave,
con la que descubriría una isla que afirmaba haber visto
todos los años en determinadas épocas. Y en las Cana-
rias, así como en las Azores, también veían los habitan-
tes tierras nuevas que surgían en el horizonte al llegar
ciertos meses, y que para el vulgo eran las de las tradi-
90 V. BLASCO IBÁÑBZ
ciones marítimas: la isla de las Siete Ciudades y la de
San Borombón, pintadas por algunos cartógrafos en sus
mapas con los títulos de «Antilia» y «Mano de Satán».
Los de mayores conocimientos explicaban con aiTeglo
á los escritores antiguos la naturaleza de estas tierras,
tan pronto visibles como ocultas, y que frecuentemente
cambiaban de lugar. Plinio había hablado de enormes
arboledas del Septentrión que el mar socava, y como
son de grandes raíces flotan sobre las olas y de lejos
parecen islas. Séneca había descrito la naturaleza de
ciertas tierras de la India, que por ser de piedra liviana
y esponjosa van sobrenadando en el Océano.
La Antilia salía al encuentro de los marinos extra-
viados por la tempestad, dando lugar con su rápida
aparición á nuevas expediciones. Diego Detiene, patrón
de carabela, que llevaba como piloto á un Pedro de
Yelasco, vecino de Palos, salía de la isla de Fayal
cuarenta años antes de los descubrimientos de Colón, y
avanzando cientos de leguas mar adentro, encontraba
indicios de tierra; pero á ñnes de Agosto había de re-
troceder temiendo la proximidad del invierno. Vicente
Díaz, piloto de Tavira, realizaba otra expedición hacia
Poniente, pero había de volverse por la escasez de sus
provisiones. Otros navegantes salían á la descubierta
de estas islas ocultas y nadie volvía á saber de ellos.
Se hablaba mucho de un piloto que había consegui-
do pisar las tierras ignotas. Unos le consideraban viz-
caíno, de los que hacían el comercio con Francia é Ingla-
terra; otros portugués, que navegaba de Lisboa á la
Mina; los más le tenían por andaluz y le llamaban Alon-
so Sánchez de Huelva. Una tempestad había sorpren-
dido su barco entre Canarias y Madera, llevándolo hasta
una gran isla, que se creyó luego fuese la de Santo Do-
mingo. Desembarcó Sánchez, tomó la altura, hizo agua
y leña y volvió hacia las tierras conocidas, pero tan
penoso fué el viaje que murieron de hambre y cansan-
cio doce hombres de los diez y siete que formaban su
tripulación, y los cinco restantes llegaron en tal estado
á las Azores, que fallecieron al poco tiempo. Esto ocu-
rría en 1484, ocho años antes del descubrimiento de las
Indias. Cuando las primeras expediciones españolas des-
LOS ARGONAUTAS 91
embarcaron en las costas de Cuba, sus naturales, en
fi*ecuente comunicación con los de la isla Española ó
Santo Domingo, les hablaron de otros hombres blancos
y barbudos que algún tiempo antes habían llegado
sobre una nave.
—Gente interesante la que que se reunía en estas is-
las avanzadas del Mar Tenebroso— dijo Maltrana— .
Navegantes ávidos de novedad, hombres de estudio
que á la vez eran hombres de acción, sentíanse atraídos
todos ellos por el misterio del Océano. Luego de nave-
gar desde los hielos de la isla de Thule al puerto de San
Jorge de la Mina (donde los lusitanos hacían acopio de
negros para venderlos en Lisboa), acababan por esta-
blecerse en los archipiélagos portugueses ó españoles,
sin que nadie supiese gran cosa de su existencia ante-
rior. Se parecían á los aventureros de vida novelesca y
obscura, que en nuestros tiempos surgen en las minas
del África del Sur, en las praderas de Australia, en el
Oeste de los Estados Unidos ó en las pampas de la Ar-
gentina, vagabundos cuya verdadera nacionalidad se
ignora, que llevan con ellos un ensueño, una energía
latente, y se introducen por medio del matrimonio en
familias poderosas que les ayudan, acabando por triun-
far. Después de la victoria ocultan aún con más cuidado
su origen, amontonando sobre él testimonios contradic-
torios é inverosímiles.
—En las Azores— dijo Ojeda — vivió durante diez y
seis años, casado con una hija del gobernador de Fayaí,
el cosmógrafo Martín Behaín, constructor del primer
globo terrestre que se conoce, y el cual es considerado
por unos caballero bohemio de raza eslava, por otros
noble portugués dado á las aventuras, y por los más,
simple mercader de paños nacido en Nuremberg. Y al
mismo tiempo, casado con una hija de Muñiz de Peles -
trelo, antiguo gobernador de la isla de Puerto Santo,
vivía otro aventurero, navegante en diversos mares y
de obscuro pasado, un tal Cristóbal Colón...
— Usted que ha estudiado las cosas de aquella época,
amigo Ojeda— preg'untó Maltrana — , ¿cómo ve al famoso
Almirante?...
— Le advierto que yo tengo una opinión muy pei^o-
92 V. BLASCO IBÁÑBZ
nal. Siento por él una simpatía de clase: era un poeta.
En su libro de Las profecías se han encontrado versos
mediocres, pero ingenuos, que indudablemente son de
él. Adoro su imaginación, que infunde á muchos de sus
actos cierto carácter poético; su amor á lo maravilloso,
su religiosidad extremada de marinero metido en teolo-
gías, que le hace decir cosas heréticas sin saberlo, y le
impulsa á escoger libros religiosos poco aceptados...
Admiro su coraje, su tenacidad para realizar un ensue-
ño. Y lo que en él me inspira más afecto es que no fué
un verdadero hombre de ciencia, frío y lógico, de los
que usan la razón como único instrumento y desdeñan
las otras facultades, sino un intuitivo de más fantasía
que estudios, semejante á Edison y á otros inventores
de nuestra época, que tampoco son verdaderos hombres
de ciencia y saltan del absurdo á la verdad, producien-
do sus obras por adivinación lo mismo que los artistas...
Un hombre extraordinario y misterioso, lleno de con-
tradicciones y complejidades como un héroe de novela
moderna: y lo prueba el hecho de que transcurridos
cuatro siglos todavía se discute sobre su persona y no
se sabe con certeza su origen.
—Yo odio el Colón convencional fabricado por el vul-
go— dijo Isidro — . Ese Colón que ven todos, lo mismo
que en las estatuas y los cuadros, con el capotillo forra-
do de pieles, una mano en la esfera terrestre (que cono-
cía menos que cualquier escolar de nuestra época) y con
la otra señalando á Poniente, como quien dice: «Allá
está América; la veo y voy á ir por ella...» Y Colón mu-
rió sin enterarse de que las tierras descubiertas eran un
mundo nuevo y desconocido; diciendo en su carta al Papa
que había explorado trescientas leguas de la costa de
Asia y la isla de Cipango, con otras muchas á su alre-
dedor... Las trescientas leguas asiáticas eran las costas
atlánticas de la América Central, y Cipango (ó sea el
Japón) la isla de Santo Domingo. El fué quien menos
valor científico dio al descubrimiento, viendo en sus
viajes una simple empresa política y comercial. De la
novedad de las tierras encontradas no tuvo la menor
sospecha: eran para él las costas orientales de Asia, la
India Ultraganges, y por esto las bautizó con el nombre
LOS ARGONAUTAS 93
de Indias. Y en la carta en que daba cuenta del primer
descubrimiento á su amigo y protector Luis Santáugel,
ministro de Hacienda de la corona de Aragón y judío
converso, declaraba que de las tierras descubiertas «ha-
bían hablado otros muchos antes que él, pero por con-
jetura y sin alegar de vista», refiriéndose á los viajeros
que habían hablado y escrito sobre los misterios de Asia.
La contemplación del mar y la calma de la tarde in-
citaron á los dos amigos á seguir allí, continuando su
plática, en la que evocaban pasadas lecturas, interrum-
piéndose muchas veces el uno al otro para añadir un
nuevo dato.
Colón había encontrado el resumen de toda la cien-
cia de su época en el tratado De imagine mundi, del
cardenal Pedro de Aliaco, teólogo, matemático, cosmó-
grafo, astrólogo, y uno de los que asistieron al Concilio
de Constanza, donde fué quemado Juan Huss. El ejem-
plar De imagine mundi le acompañaba en todos sus via-
jes. Las Casas había visto este libro, ya ajado y cubierto
de anotaciones en los últimos años de Colón. Este encon-
traba reunido en la obra de Aliaco todo lo que podía
animarle en su propósito de pasar al Asia por breve
camino navegando hacia Occidente. Las afirmaciones
de Aristóteles y su comentador Averroes, y las de Séne-
ca, daban todas ellas por segura la posibilidad de llegar
en pocos días con viento favorable desde el extremo más
avanzado de España hasta la India. La escasa distancia
entre los dos extremos del mundo conocido afirmábala
igualmente el cardenal con el testimonio de Plinio, que
da á la India una grandeza desmesurada, la tercera
parte del mundo habitado, con ciento diez y ocho nacio-
nes; de modo que el Asia ocupaba todo el mar Pacífico,
toda la América y avanzaba hacia Europa llenando
parte del Atlántico.
Oponíanse á esto otras doctrinas, afirmando que en
el planeta era más el espacio ocupado por el mar que el
de la tierra firme; pero Colón, como todos los que se
sienten poseídos de una idea fija, desechaba lo que no
parecía de acuerdo con su opinión, rebuscando nue-
vos y extraños argumentos para afirmarla. El desente-
rró—dándole el valor de un libro santo— el Apocalipsis
94 V. BLASCO IBÁÑBZ
de Esdras, judío visionario del siglo primero que vivía
fuera de Palestina. Y apoyándose en Esdras, que afirma-
ba que seis partes del mundo están en seco y sólo la sép-
tima la ocupan los mares, todavía, poco antes de morir,
cuando llevaba hechos tres viajes de descubrimiento,
escribía Colón á los Eeyes Católicos: «Digo que el mundo
no es tan grande como dice el vulgo y el enjuto de ello
es seis partes y la séptima solamente cubierta de agua.»
También en los libros sagrados y en la literatura
clásica encontraba argumentos en su apoyo. Unos ver-
sos de la tragedia Medea, de Séneca, eran para él profe-
cía indiscutible, «Vendrán los días— dice el coro — en
que el Océano añojará sus lazos y surgirá una nueva
tierra, y un marinero semejante á Tifis, el que guió á
Jasón, será el descubridor, y ya no aparecerá la isla de
Thule como la última de las tierras.» Buscaba apoyo
igualmente en el Antiguo Testamento, interpretando
obscuras palabras de Isaías, y al dar cuenta de su des-
cubierta, decía que con ella se habían cumplido sim-
plemente las predicciones de aquel profeta.
Su misticismo fantaseador, y la convicción de que
las tierras nuevas encontradas por él tocaban con el
oriente asiático, le impulsaban á dar por realizados los
más bizarros descubrimientos. En la costa de Venezue-
la, al notar en el Océano la gran extensión de agua
dulce de la desembocadura del Orinoco, declaraba este
río «uno de los cuatro que bañan el Paraíso Terrenal».
Y para dar emplazamiento al Paraíso que, según sus
autores favoritos, está situado en la cumbre de una gran
montaña, escribía á los Eeyes Católicos afirmando que
«el mundo no es redondo en la forma que dicen los anti-
guos, sino en la forma de una pera, que es toda muy
redonda, salvo allí donde tiene el pezón, que es lo más
alto; ó como quien tiene una pelota muy redonda y en-
cima de ella coloca una teta de mujer, y esta parte del
pezón es la más alta y más propincua al cielo». El pezón
del mundo estaba en la costa de Paria, cerca del Orino-
co, y en esta altura inaccesible vivían Elias y Enoch
esperando el Juicio Final.
Las arenas de oro encontradas en la Española le
hacían adivinar el verdadero nombre de esta isla. Era
LOS ARGONAUTAS 95
la Cipango de Marco Polo y de los viajeros asiáticos;
pero antes había sido la tierra de Oñr, adonde Salomón
enviaba sus navios.
En todas sus cartas el deseo de riquezas y la espe-
ranza de encontrarlas mezclábanse con un entusiasmo
religioso por sus viajes, que iban á proporcionar á la
Iglesia la conquista de millones de almas perdidas en la
idolatría. «El oro es bueno, Señora—escribía á la reina—,
y tal es su poder, que saca las almas del purgatorio y
las lleva al Paraíso.» Y á la vez que ingenuamente ex-
ponía esta impiedad, deseaba reunir mucho oro para
armar un ejército á su costa de cien mil infantes y diez
mil caballos, con el cual prometía al Papa rescatar el
Santo Sepulcro del poder de los inñeles y contener el
avance de los turcos. Cuando al final se convencía de
que el oro no era abundante y costaba mucho de aco-
piar, proponía, para la obra santa de la conquista de
Jerusalén, establecer un comercio de esclavos indios en
la Península, tráfico que podía dar una ganancia anual
de cuarenta millones de maravedís. Y á continuación
enviaba las primeras muestras de indígenas al mercado
de Sevilla.
— Todo era extraordinario y contradictorio en aquel
hombre — dijo Ojeda — . Se nota en él ese desequilibrio
que, según parece, es condición de los genios.
— Aun es más misterioso su origen — contestó Maltra-
na — , y biógrafos é historiadores llevan cuatro siglos
disputando sobre los diversos lugares de, su nacimiento
en el señorío de Genova. Algunos hasta le creen galle-
go, nacido en Pontevedra, y se fundan en que en la
época de su nacimiento existían familias de marineros
en aquella costa, llamados unos Colón y otros Fonterro-
sa (los dos apellidos del Almirante), y todos ellos, según
parece, de origen judío. Yo doy poca importancia en la
vida de un hombre al lugar de su nacimiento. Cada uno
nace donde puede: donde le dejan nacer, y esto nada
significa en la formación de nuestro carácter.
— Así es. Nuestra patria verdadera está allí donde es-
bozamos el alma; donde aprendemos á hablar, á coordi-
nar las ideas por medio del lenguaje y nos moldeamos
en una tradición.
% V. BLASCO IBÁÑBZ
— Recuerde, amigo Ojeda, los documentos que nos
quedan del Almirante. No hay uno solo escrito en ita-
liano; ni la más insignificante palabra de su idioma
natal se escapa en ellos; siempre usa el latín ó el caste-
llano, y al castellano le llama «nuestro romance». El,
tan aficionado á las citas literarias y los versos, nunca
menciona un autor de la rica literatura italiana, que
parece ignorar. Américo Vespucio, que era de Italia,
saca á colación, en sus relaciones geográficas, al Dante
y á Petrarca. Colón cita únicamente á los autores de la
antigüedad: «el Aristóteles», Plinio, Séneca, etc., y con
ellos los árabes españoles, San Isidoro, el rey Alfonso y
muchos rabinos hispanos, en cuyas doctrinas parece
muy versado. Este genovés ilustre, cuando escribe á
Micer Nicolao Oderigo, embajador de Genova en Espa-
ña, le escribe en castellano, como escribía á todos,
cuando no usaba del latín. Muchos años antes, al pla-
near en Lisboa su empresa de descubierta, se dirige á
Toscanelli, el anciano cosmógrafo florentino, para co-
nocer nuevos datos de la ciencia de entonces que le
afirmasen en sus propósitos. No se sabe qué dijo en la
carta de petición; lo natural era recomendarse á su be-
nevolencia como compatriota, y sin embargo, Toscane-
lli, el famoso «Paulo físico», cuando le contesta desde su
tierra enviándole el plano geográfico que tanto le valió
para los descubrimientos, da á entender que lo cree por-
tugués y le habla del esforzado valor de los navegantes
de su país... Alegan muchos, para justificar ese desco-
nocimiento del italiano tan extraordinario en un geno-
vés, que Colón salió de su patria á los catorce años para
no volver más. ¿Pero el idioma natal puede olvidarse
tan por completo cuando se le ha hablado hasta los ca-
torce años?...
— A mí tampoco me apasiona el lugar de su naci-
miento— dijo Ojeda — . Ya he dicho que el hombre es del
país donde se forma y cuya lengua habla. Me interesa
la persona más que la cuna... Pero tenemos el testimo-
nio del mismo Colón, que no deja lugar á dudas. En sus
cartas, en la institución del mayorazgo para su descen-
dencia, en su testamento, en todo papel que escribe en
los últimos años, muestra cierto interés en hacer saber
LOS ARGONAUTAS 97
que es de Genova, como si adivinase las objeciones de
la posteridad sobre su origen.
— Lo dice hartas veces — interrumpió Isidro malicio-
samente— , lo repite con sobrada insistencia para creer
en su sinceridad. Exhibe la condición de ligur, pero no
añade lo más mínimo sobre sus ascendientes ó la paren-
tela que indudablemente le quedaría en Italia. La única
vez que menciona familia, es para dar á entender de un
modo velado que bien pudiera ser pariente de los Co-
lombos, famosos almirantes de Genova. En esta decla-
ración ven algunos el secreto de su genovesismo. El
vagabundo Colón y Fonterrosa, marino gallego, portu-
gués, judío ó lo que fuese, pudo ver grandes ventajas
en este parentesco, por la semejanza de apellidos, y más
aún si deseaba ocultar su origen en una época en que el
cristianismo pegaba duro sobre los de raza hebraica y
preparaba su expulsión de muchas naciones. Se ha de-
mostrado que es puramente ilusorio este parentesco con
los Colombos almirantes y falsos también los relatos de
los combates de su mocedad en las galeras genovesas
frente al puerto de Lisboa, así como su milagrosa sal-
vación sobre un madero. ¿Por qué no podría serlo igual-
mente el genovesismo de ese italiano que ignora su len-
gua y no se acuerda de cómo es su país, pues jamás lo
alude para compararlo con las tierras descubiertas?...
— Ciertamente, fué un hombre enigmático. Su vida se
asemeja á esas montañas altísimas que reciben en la
cumbre los rayos del sol, mientras abajo los valles y
laderas están en la sombra. Sabemos de él con certeza
á partir de sus cincuenta y seis años, cuando emprende
el primer viaje: los ocho años anteriores pasados en la
corte de España solicitando apoyo están en la penum-
bra; los de su vida en Portugal aun son más inciertos,
y todo el resto, hasta el nacimiento, queda envuelto en
una obscuridad absoluta, que se ha prestado y se pres-
tará á las hipótesis más diversas. Su existencia en Es-
paña es un misterio. ¿Desde cuándo vivió en ella?... Los
biógrafos lo hacen pasar únicamente por Andalucía y
Castilla en sus tiempos de solicitante; y sin embargo.
Colón, siendo viejo, contaba á Las Casas cómo le habían
servido de apoyo en sus planes de descubierta ciertas
98 V. BLASCO IBÁÑEZ
pláticas con Pero Velasco, un marinero que había hecho
grandes navegaciones, y al que conoció en Murcia.
— Hay que tener en cuenta, amigo Ojeda, que en cier-
tos países la calidad de extranjero da gran prestigio á
todo el que ofrece una idea nueva. En aquellos tiempos
los marinos genoveses eran los de más fama, los que
habían llegado más lejos en sus exploraciones. Entonces
no había telégrafo, ni periódicos de información, y un
hombre movedizo y viajero podía cambiar fácilmente
de personalidad y vivir largos años sin que nadie le re-
conociese. Mientras estaba abajo no corría peligro de
que la superchería fuese descubierta, y si llegaba el
éxito para él, la patria que se había atribuido era la
primera en enorgullecerse de este ciudadano hasta en-
tonces ignorado... Yo no tengo empeño en sostener que
Colón fuese genovés ó no lo fuese: me es igual. A mí,
como á usted, lo que me interesa es el hombre que por
su misticismo extraño y su carácter contradictorio es
como un resumen de la fusión de razas en la España
medioeval; un conjunto de fanatismos, ambiciones de
gloria y codicias de mercader. Veo en él una mezcla de
rabino avaro, moro fantaseador y guerrero romántico,
ansioso de rescatar los Santos Lugares para devolver
millones de almas á su Dios. Pero reconozco que de ser
cierta la hipótesis del cambio de nacionalidad, fué este
uno de los mayores aciertos de su vida.
Isidro hacía memoria de la existencia en España de
aquel aventurero, Colombo para unos. Colome para
otros, pero que siempre se apellidó Colón en sus propios
escritos. Conseguía alojamiento y mesa en la casa de un
personaje como el contador Quintanilla, favorito de los
reyes; le protegían los priores de ricos conventos; tenía
pláticas con la gente de la corte, y al fin le escuchaban
los monarcas, mientras España andaba revuelta en las
últimas guerras con los moros, había de atender á los
choques políticos en Francia é Italia, tenía poco dinero
y necesitaba tiempo y reñexión para cosas más urgen-
tes é inmediatas que buscar un nuevo camino que lle-
vase á «la tierra de las especierías»... ¡Si se hubiese
presentado como español! El mismo Almirante contaba
á sus amigos cómo en los puertos de la península había
LOS ARGONAUTAS 99
encontrado viejos marineros que navegando hacia Po-
niente columbraron señales indudables de nuevas tie-
rras. En Puerto de Santa María había hablado con un
«marinero tuerto» que cuarenta años antes, en un viaje
á Irlanda, alejado de esta isla por el mal tiempo, vio
una gran tierra que imaginaba fuese la Tartaria. En
Cádiz y en el puerto de Palos hablábase de los países
desconocidos como de algo indiscutible; pero los nave-
gantes andaluces, gallegos ó levantinos, gentes rudas y
humildes, se hubieran asustado ante la idea de ir á la
corte para exponer su opinión. Los mismos Pinzones,
que eran en su patria notabilidades de campanario por
haberse hecho ricos con los viajes á Oriente y al Norte
de Europa y se mostraban tan convencidos como Colón
de la posibilidad de los descubrimientos, no habrían
conseguido ser escuchados al proponer la gran empresa
sin profecías bíblicas y textos clásicos, basándose úni-
camente en su experiencia de pilotos.
— Pensaba yo ahora — interrumpió Ojeda — en la Vida
del Almirante^ escrita por su hijo don Fernando, el hijo
bastardo, el hijo del amor, habido con una señora cor-
dobesa cuando Colón era casi anciano, y que tal vez
por eso fué mirado siempre con especial predilección...
A la edad de catorce años acompañó á su padre en el
último viaje de descubrimiento, el más penoso de todos.
Estuvo á su lado en las largas navegaciones, cuya mo-
notonía incita á hablar; pasó con él horas de peligro,
que son horas de confesión; pudo conocer mejor que
nadie las obscuridades de su primera vida, antes de la
celebridad, y sin embargo, al escribir los orígenes del
Almirante muestra una visible incertidumbre, como si
poseyese un secreto que teme hacer público. El mismo
don Fernando afirma francamente que su padre, así
como fué ascendiendo en fama, tuvo empeño en «que
fuese menos conocido y cierto su origen y su patria»...
Reconoce que el Almirante era genovés, porque así lo
afirmaba él; pero se nota en sus palabras cierto mis-
terio.
—Cuando don Cristóbal dispone de sus bienes— con-
tinuó Maltrana — , ordena que se destine cierta cantidad
al mantenimiento de uno de la familia para que se esta-
100 V. BLASCO IBÁÑBZ
blezca en Genova y tome allá mujer, con el fin de que
existan siempre Colones en la ciudad. ¿No le quedaban
parientes en Liguria?... Parece que él y sus hermanos
sean producto de una generación espontánea, sin ascen-
dientes ni colaterales, lo que le obliga á este trasplante
de una rama de la familia para dejar bien demostrado
que Genova fué su nación... En el testamento reparte
sus bienes entre hijos y hermanos y deja varias mandas
para genoveses ó personas de origen genovés... pero
todos residentes en Portugal y alejados muchos años de
su país de origen; mercaderes que conoció y trató du-
rante su permanencia en Lisboa cuando estaba casado
con la hija de otro genovés, circunstancia que bien pu-
diera haber inñuído en la decisión de su nacionalidad.
Estas mandas se adivina que son restituciones por prés-
tamos que le hicieron en sus años de miseria. Hasta
ordena que se le entregue cierto dinero «á un judío que
moraba á la puerta de la judería de Lisboa» , el único
en todo el testamento que figura sin nombre. Parientes
de Genova no menciona uno siquiera, ni deja nada para
residentes en Italia. Sus recuerdos de genovés no van
más allá de la colonia genovesa establecida en Portu-
gal... A mí me inspiran poca confianza las afirmaciones
del Almirante en lo de su nacionalidad... y en otras
muchas cosas...
Ojeda acogió estas palabras con un gesto de asombro.
— No quiero decir — continuó Isidro — que el grande
hombre fuese embustero á sabiendas, pero tenía el de-
fecto ó la cualidad de todos los que, viniendo de abajo,
llegan á una altura gloriosa. Arreglaba á su gusto los
sucesos de la vida anterior; desfiguraba el pasado de
acuerdo con sus conveniencias. Era como algunos mi-
llonarios del presente, que en sus primeros tiempos de
riqueza confiesan con orgullo las miserias de los años ju-
veniles; pero luego, cuando crecen sus hijos y forman di-
nastía, empiezan á avergonzarse de su origen é inventan
parientes opulentos y capitales ilusorios con los que ini-
ciaron las primeras empresas. El Almirante, al dictar su
testamento, habla con amargura de que los reyes sólo
dedicaron á su obra un millón ó cuento de maravedís,
y que «él tuvo que gastar el resto»... Y eso lo decía á
LOS ARGONAUTAS 101
la hora de su muerte, en un país donde todos le habían
conocido yendo tras de la corte como parásito solici-
tante, sin dinero y sin hogar, alojado en conventos, im-
plorando pequeños subsidios para moverse de una ciu-
dad á otra... Habían bastado catorce años para una
falta de memoria tan estupenda.
— A mí me sorprende el poco caso que hicieron de él
durante su vida los que llamaba compatriotas suyos.
En la colección de sus cartas hay algunas quejándose al
embajador genovés Oderigo porque no le contestan de
allá. Envía al Banco de San Jorge de la ciudad de Ge-
nova todos sus papeles en depósito, y los señores del
Banco, sólo después de algún tiempo, le dan una res-
puesta por indicación de Oderigo; y esta respuesta,
aunque amable, no prueba que el gobierno genovés se
entusiasmase mucho con sus hazañas. Parece natural
que tratándose de un hijo del país que había descubier-
to un nuevo camino para el Oriente asiático, la Señoría
genovesa celebrase esto de algún modo. Y sin embargo,
la gran República comercial permanece callada, ignora
á Colón, y sólo uno de sus funcionarios le escribe para
darle las gracias cuando hace un regalo valioso á la
ciudad que llama su patria... Que Colón era extranje-
ro lo tengo por indudable: lo prueba además la carta
de naturalización que dieron los Eeyes Católicos á su
hermano menor, don Diego, que era sacerdote, para que
pudiese gozar en Castilla de beneficios y rentas. Pero
en ese documento hay algo también que se presta al
misterio. Se naturaliza español á Colón el menor por
haber nacido fuera de España y ser extranjero, pero no
se dice una palabra de su nacionalidad primitiva, del
lugar de su cuna; no se menciona á Genova para nada...
¿Qué había de raro en el origen de estos Colones para
que todo lo referente á sus personas tendiese siempre á
la confusión?...
—En los últimos años — dijo Maltrana — tenía el Almi-
rante cierto empeño en aparecer como extranjero, y por
esto insiste tanto en lo de su origen ligur. Adivinaba
próximo el pleito que tuvieron después sus descendien-
tes con la Corona. Hombre astuto y precavido, daba
por cierto el incumplimiento de los derechos exorbitan-
102 V. BLASCO IBÁÑEZ
tes que á cambio de sus descubiertas le liabía reconoci-
do la buena reina Isabel, generosa é imprevisora como
todas las mujeres de alta idealidad cuando se meten en
negocios... Ya sabe usted que á Colón, por el compro-
miso que firmaron los reyes, le correspondía la décima
parte de todo lo que descubriese y de lo que tras él pu-
dieran descubrir los que siguiesen su camino. Es absur-
do imaginarse una familia, la familia de los Colones,
propietaria absoluta de la décima parte de todo el con-
tinente americano y á más de esto la décima parte de
las islas de Oceanía, cuyo hallazgo fué consecuencia del
de América .. Por esto el rey Fernando, experto hom-
bre de negocios, miró siempre con recelo los tratos en-
tre el Almirante y la reina. No fué enemigo de la em-
presa, como dicen algunos, pero le pareció insensata la
facilidad con que su esposa había accedido á todas las
peticiones del navegante... Y Colón, en los últimos años,
adivinando las dificultades en que se verían sus descen-
dientes para sostener la absurda herencia, repetía en to-
dos los documentos que era de Genova, aconsejaba á sus
hijos que se pusiesen en contacto con el gobierno de la
República, y se valía de halagos y súplicas para con-
quistar su favor y el de los poderosos mercaderes del
Banco de San Jorge.
— Y usted, Maltrana, ¿es también de los que le creen
judío?
— Yo no creo nada cuando faltan pruebas y sólo hay
inducciones. Pero los que opinan así no se apoyan en el
vacío. Aquel hombre extraordinario tenía todos los ca-
racteres del antiguo hebreo: fervor religioso hasta el
fanatismo; aficiones prof éticas; facilidad de mezclar á
Dios en los asuntos de dinero. Para descubrir la India,
según él dijo en sus cartas á los reyes, «no me valió ra-
zón ni matemática; llanamente se cumplió lo que dijo
Isaías...»
Y lo que había dicho Isaías en uno de sus salmos
era, según Colón, que antes de acabarse el mundo se
habían de convertir todos los hombres, y que de España
saldría quien les enseñase la verdadera religión. Ade-
más de Isaías apelaba á la autoridad de Esdras, judío
olvidado, y en varios de sus escritos figuraban cartas
LOS ARGONAUTAS 103
de rabinos conversos. Viejo ya redactaba su famoso
libro de Las Profecías^ desvarío místico en el que hizo
cálculos sobre la duración de la tierra, tomando como
base los profetas bíblicos. Y el resultado de sus refle-
xiones fué anunciar que sólo le quedaban al mundo cien-
to cincuenta años de vida, pues había de perecer segu-
ramente en 1656.
— Se nota en él — dijo Ojeda — algo de la exaltación
feroz de los antiguos hebreos, que siempre que consti-
tuían nacionalidad se perseguían y degollaban por que-
rellas religiosas. En nuestra historia los inquisidores
más temibles fueron de origen judío, y ¿quién sabe si
una gran parte del fanatismo español no se debe á la
sangre hebrea que se ingirió en la formación deñnitiva
de nuestro pueblo?... El judío de aquellas épocas no
perdía jamás de vista el negocio en medio de sus ensue-
ños místicos, y apreciaba el oro como algo divino. Así
fué Colón.
Tenía visiones divinas, como la de Jamaica, en la
que le habló Dios en persona, y al mismo tiempo añr-
maba: «El oro es excelentísimo, y con él quien lo tiene
hace cuanto quiere en el mundo, y tal es su poder que
echa las almas al Paraíso.» Emprendía sus viajes en
nombre de la Santísima Trinidad, afirmando que su
obra era «lumbre del Espíritu Santo», pues lo enviaba
á la India para que esparciese el Evangelio y salvase
las almas, y luego proponía la venta de indígenas hasta
que diesen una renta de cuarenta millones anuales.
Cargaba dos navios de esclavos para venderlos en Es-
paña y recomendaba á su hermano don Bartolomé que
tuviese gran cuidado con la mercancía y llevase justa
cuenta en lo que correspondiese á cada uno, «pues hay
que mirar en todo la conciencia, porque no hay otro
bien mejor, salvo servir á Dios, y todas las cosas de este
mundo son nada, y Dios es para siempre».
— Además — interrumpió Maltrana — , basta leer la
descripción que hacen Las Casas y otros historiadores
del tipo físico del Almirante: bermejo, cariluengo, la
nariz aguileña, pecoso, enojadizo, elocuente y muy duro
para los trabajos.
—La codicia es notoria en él; pero codiciosos fueron
104 V. BLASCO IBÁÑEZ
igualmente todos los que intervinieron en estos descu-
brimientos. Es verdad que los otros iban francamente
por el oro, y Colón, además del oro, deseaba servir á su
religión conquistando millones de almas. En realidad,
nadie pensó que estas expediciones pudiesen tener un
resultado científico. Iban á la India porque era rica;
iban en busca de la tierra del Gran Kan, soberano de
la China, preocupados únicamente con sus tesoros. Co-
lón se embarcó llevando una carta de los Reyes para el
Gran Kan, escrita en latín, carta que le acreditaba como
embajador extraordinario, y apenas en las costas de
Cuba — que él creía tierra firme — pudo entender por la
mímica de los indígenas que en el interior vivía un gran
monarca, mostróse regocijado, adivinando en este caci-
que humilde al rico emperador de Catay.
Enviaba tierra adentro con sus papeles diplomáti-
cos á un judío converso de Murcia, que por conocer
algunas lenguas orientales iba con él de intérprete, y
este mensajero, después de larga marcha, sólo encon-
traba un jefe de tribu á la sombra de su techumbre de
hojas, rodeado de concubinas bronceadas.
— Yo admiro — continuó Ojeda — la ilusión casi infan-
til que acompaña á Colón hasta la muerte, haciéndole
encontrar en todas partes riquezas y recuerdos bíbli-
cos c La Isla Española es la Ofir de Salomón con sus
áureas minas; un gran río forzosamente debe venir del
Paraíso; una montaña es una pera, centro del mundo,
y en el pezón está la cuna del género humano; la costa
de Veragua es el Áurea de donde sacó el rey David tres
mil quintales de oro, dejándolos en testamento á su hijo.
No ve una tierra nueva sin cantar Salve Regina «y otras
prosas», como él dice en su lenguaje... Y este mismo
soñador piadoso da lecciones de astucia y traición á su
teniente el caballero aragonés Mosén Pedro Marguerit,
para que prenda á Caonabo, belicoso cacique, y le re-
comienda que le envíe emisarios con buenas palabras
hasta que éste venga á visitarle. «Y como por ser indio
anda desnudo — le dice poco más ó menos — , y si huyese
sería difícil haberlo á las manos, regaladle una camisa
y vestídsela luego, y un capuz, y un cinto por donde le
podías tener é que no se vos suelte.»
LOS ARGONAUTAS 105
Pasó ante los dos amigos muy erguida, con el libro
bajo el brazo, la dama norteamericana, que hasta enton-
ces había estado leyendo en su sillón. Varias veces sor-
prendió Fernando por encima del volumen unos ojos cla-
ros fijos en él, y que al encontrarse con los suyos volvían
hacia las páginas.
— La hora del té — dijo Maltrana — . Estas inglesas la
adivinan con una exactitud cronométrica... Si le pare-
ce, no bajaremos hasta luego. Debe estar repleto el jar-
dín de invierno.
Encendieron cigarrillos y quedaron los dos con los
ojos entornados contemplando las espirales de humo que
se desarrollaban sobre el fondo azul.
— Otra mentira que me irrita — dijo Isidro á los pocos
momentos — es la de las persecuciones que la ignorancia
de la Iglesia hizo sufrir al Almirante. Yo no tengo nada
que ver con la Iglesia, pero reconozco que esta inven-
ción es una de las necedades más grandes, si no la
mayor, que podemos apuntarnos en nuestra cuenta los
que figuramos en el gremio de los impíos. El vulgo ex-
tranjero, que tiene un patrón hecho, siempre el mismo,
para las cosas de España, pensó que al haber descu-
bierto Colón un nuevo mundo, del que no tenía noticia el
Dios de la Biblia, forzosamente debieron perseguirle las
gentes de Iglesia con mortales odios. Hasta hay cuadros
célebres que representan el llamado «Congreso de Sala-
manca», con obispos muy puestos de mitra y báculo
(algo así como el coro episcopal de La Africana)^ que
discuten geografía y gritan anatema contra el impío,
apartándose de él. Y Colón, arrogante y sereno, como
un tenor que sabe de antemano que triunfará en el últi-
mo acto...
Ojeda rió de las palabras de Maltrana.
—Imagínese — continuó éste — el salto que hubiese
dado el autor de Las Profecías, el amigo de Isaías y de
Esdrás, al ocurrírsele la idea de que podía existir un
nuevo mundo desconocido por el Dios del Génesis, y
cuyos habitantes no procedían de Adán y Eva, ni de la
dispersión de los hijos de Noé. Cuando menos se habría
creído objeto de una alucinación diabólica, y de atre-
verse á enunciar su pensamiento, no hubiera sufrido
106 V. BLASCO IBÁÑBZ
pena mayor que la de encierro por demencia... Pero
Colón sólo hablaba de ir al antiguo mundo conocido
por el camino de Occidente, y esto nada tenía de heré-
tico, fundamentándolo además en autores clásicos y Pa-
dres de la Iglesia. No hubo otro congreso que una con-
troversia, por encargo real, con los profesores de la
Universidad de Salamanca, y en esta disputa científica,
celebrada en el convento de San Esteban, el profesorado
se mostró contrario al descubridor, mientras los monjes
dominicos y otros religiosos aceptaban sus planes como
verosímiles. Esto se comprende. Los frailes miraban al
místico Colón como un allegado suyo, y además eran
sacerdotes de vida popular habituados al contacto con
las poblaciones de la costa, que hablaban frecuente-
mente de las tierras nuevas. La ciencia fué la única que
se opuso á los proyectos del descubridor, como tantas
veces la hemos visto oponerse á toda innovación»..
^ Calló Maltrana, como para reñexionar mejor, y luego
añadió:
— Yo no me burlo por esto de los catedráticos de Sala-
manca ni los considero ignorantes. Sabían lo que podía
saberse en su época y defendían sus conocimientos. Un
niño de hoy sabe más que ellos, y puede reírse de su
ciencia; pero falta saber cómo reirán los escolares del
siglo XXV de los sabios que ahora veneramos. Nadie ha
guardado un extracto de esta disputa de Salamanca:
únicamente se sabe que los catedráticos negaban á
Colón que en tres años pudiese ir y volver, como afir-
maba, desde España á la costa oriental de Asia. Y en
esto tenían razón: ellos estaban en lo cierto. Poseían una
idea más exacta del tamaño de Asia y del tamaño de la
tierra; daban al Océano desconocido un espacio seme-
jante al que ocupan el Atlántico y el Pacífico juntos y
lo tenían por inmenso é infranqueable para los medios
de navegación de entonces. Pero los pobres sabios de
Salamanca, lo mismo que Colón, ignoraban la existencia
de América, y América, cansada de vivir en el misterio,
salió al paso del navegante, el cual murió ignorándola.
Y resultó que los que tenían una noción de la tierra más
aproximada á la verdad, quedaron ante la historia como
unos borricos, y el visionario que basaba sus planes en
LOS ARGONAUTAS 107
que «el mundo es más chico que dicen, y seis partes de
él están enjutas y una sola con agua», aparece como un
sabio consagrado por el triunfo...
— Así es — dijo Ojeda — . Hay que imaginar por un mo-
mento que no hubiese existido América; suprimir en
hipótesis el Nuevo Mundo, y ver á Colón, que creía la
tierra una tercera parte más pequeña y las costas de
Asia á unas setecientas leguas de las Canarias, lanzán-
dose con sus barquitos Océano adelante, teniendo que
navegar por todo el Atlántico y todo el Pacífico hasta
encontrarse con las islas del Japón ó las costas de la
China.
—¡Un absurdo!— interrumpió Maltrana— . Una cosa
imposible teniendo en cuenta lo que eran las carabelas,
su escaso repuesto de víveres y la necesidad de descan-
sar en oportunas escalas. Hubiesen perecido al insistir
en la empresa, ó lo que es casi seguro, se habrían vuel-
to. Para llegar solamente á las Antillas, el mismo Colón
sintió desmayar su voluntad en el primer viaje más de
una vez, lo que no es raro, pues la fe más sólida ñaquea
al verse sumida en lo desconocido. Cuando llevaba na-
vegadas setecientas leguas comenzó á dudar si el Asia
estaría más lejos de lo que él creía, y fué entonces cuan-
do Pinzón el mayor, el férreo Martín Alonso, con la tes-
tarudez de los homÍ)res enérgicos que esperan salir de
un mal paso atropellándolo todo, le gritaba desde su
carabela: «¡Adelante! ¡Adelante!»
— Ahí tiene usted otra patraña, amigo Isidro. La
pretendida mala fe de Pinzón con el descubridor; sus
manejos para sublevarle la gente; el intento de las tri-
pulaciones españolas de echar al agua al Almirante vol-
viéndose luego á su país; el plazo de tres días que le
concedieron para morir si no encontraba tierra...
— ¡Qué leyenda estúpida! — exclamó Maltrana—. Al
valgo le place ver los personajes históricos á su gusto,
como héroes de novela folletinesca que arrostran toda
clase de asechanzas para que al ñn trin.nfe su inocencia
en el último capítulo. La actuación de un traidor, de un
personaje sombrío y fatal es necesaria para que por un
efecto de contraste resalte con mayor relieve la grande-
za magnánima del protagonista. Y en esta novela co-
108 V. BLASCO IBÁÑEZ
lombiana el traidor es el honrado Martín Alonso, que lo
puso todo en la empresa del descubrimiento para no
sacar nada y perder encima la vida. Usted conoce la
verdadera historia. Cuando Colón, vagabundo de in-
cierta nacionalidad, andaba por Palos no sabiendo qué
hacer, Pinzón le escuchó y le animó con sus informes de
viejo navegante del Océano, convencido de la existen-
cia de nuevas tierras.
Los reyes concedían su licencia al aventurero para
el primer viaje, pero con esto no se adelantaba su reali-
zación. La tesorería real había librado con gran esfuer-
zo un millón de maravedís procedente de unos censos
de Valencia, pero la cantidad era insuficiente. Colón
llevaba una orden para que en el puerto de Palos le fa-
cilitasen embarcaciones, pero nadie le obedecía. En
aquellos tiempos de nacionalidad apenas formada y co-
municaciones difíciles, el poderío de los monarcas sólo
era verdadero allí donde ellos estaban presentes. Las ór-
denes reales, cuando iban lejos, se acataban y no se cum-
plían. Colón, con el mandato de los monarcas, intentó
alistar gente, pero los marineros reclutados á la fuerza
se desbandaban y huían. Tal fué su desesperación, que
hasta pensó en tripular las naves con hombres sacados
de las cárceles.
Y en este apuro, cuando veía su empresa próxima al
fracaso, Martín Alonso Pinzón, el rico de Palos, el ar-
mador, que podía descansar para siempre de las penali-
dades del Océano, se ofreció con gallardo arranque á
interesarse en la expedición y aventurar en ella parte
de sus bienes, la mitad de lo que habían dado los mo-
narcas. El buscó y preparó buenas embarcaciones y
«puso mesa», según el lenguaje de la época, para alistar
marineros, ofreciéndose como fianza á los que quisieran
hacer el viaje, y anunciando que él iría también. Esto
bastaba para que acudiera la mejor gente de la costa y
todos los preparativos se efectuasen con rapidez...
— Tenemos el relato del primer viaje escrito por el
mismo Almirante, su diario de navegación, que no
puede ser más monótono. Viento favorable, buena mar,
indicios de tierra, maderas que notan, pájaros que can-
tan en los mástiles de las carabelas como anunciando la
LOS ARGONAUTAS 109
proximidad de costas invisibles. Pero esto era un fondo
poco interesante para la figura del héroe, y muchos años
después de su muerte, ciertos historiadores ganosos de
dar emoción trágica á sus relatos, inventaron lo de
la sublevación de las tripulaciones que, asustadas, que-
rían retroceder, y la amenaza al Almirante de echarlo
al agua si no descubría tierra en el plazo de tres días. Y
Pinzón juega en todo esto el papel de un traidor caute-
loso, que fomenta los miedos ridículos de una marinería
acostumbrada á navegaciones más azarosas... En el
relato de su viaje, el Almirante, que era de carácter
receloso y muy dado á ver traiciones y asechanzas en
todas partes, no dice una palabra de intentos de revuel-
ta, y varias veces, durante la navegación, aproxima su
nave á la de Martín Alonso, le llama, entablan amistosa
plática desde el puente, y se envían con una cuerda la
famosa carta de Toscanelli para esclarecer sus dudas.
— Colón — dijo Ojeda — era de mayores conocimientos
científicos que su consocio, el marino de Palos; pero
reconocía en éste más pericia en el arte de navegar, en
el manejo de los buques y de los hombres... Hubo efec-
tivamente un plazo de tres días; pero este plazo no se
lo dieron al Almirante sus marineros, sino que fué él
quien se lo concedió á Pinzón, que solicitaba cambiar de
rumbo. Notábanse á ambos lados de los buques señales de
tierra, pero el Almirante continuaba siempre en la misma
dirección, creyendo estar entre las islas de Cipango, ó
sea en el archipiélago japonés. «Todo aquello se vería á
la vuelta.» El deseaba llegar cuanto antes á tierra firme,
al imperio de Catay, á la China, para visitar al Gran
Kan, entregarle sus credenciales y hacer acopio de oro.
Pero Martín Alonso, menos iluso, consideraba necesario
tocar cuanto antes en alguna tierra, y don Cristóbal
acabó por acceder á que cambiase de rumbo, con la con-
dición de que si en tres días no encontraban costa, vol-
verían al primitivo...
— Y apenas se sigue la ruta de Pinzón, surge la peque-
ña isla antillana, etapa primera del gran descubrimiento,
que dura luego más de un siglo... Tal vez nadie hizo
tanto por la gloria de Colón como su consocio al cam-
biar de rumbo. Imagínese usted si el Almirante, en su
lio V. BLASCO IBÁÑBZ
prisa de ver al Gran Kan, sigue la primera dirección y
va á dar en las costas actuales de los Estados Unidos.
De seguro que no vuelve, y el mundo se queda sin tener
noticia de su descubrimiento.
— Sí; no vuelve — dijo Ojeda — . Es muy probable; es
casi seguro. Para la pequeña expedición, que sumaba
en conjunto unos noventa hombres, y no había hecho
verdaderos preparativos de guerra, fué una suerte abor-
dar en los archipiélagos paradisíacos del mar de las An-
tillas, con sus poblaciones mansas, tímidos rebaños hu-
manos en los que cazaban su alimento los caníbales de
las otras islas. Si los .tres barquitos con su puñado de
tripulantes se encuentran al tocar tierra con los indios
íeroces de la América del Norte ó los belicosos aztecas
de Méjico, de seguro que no vuelven... ;y se acabó
Colón!
— Sólo al final del viaje— continuó Maltrana— habla
el Almirante de su compañero con cierto encono. Al na-
vegar por las costas de Cuba tuvieron mal tiempo, y
Colón se refugió con su carabela en un abrigo de la cos-
ta, mientras el otro, marinero más atrevido y confiado
en su habilidad, seguía adelante. Estuvieron separados
unos días, y esto bastó para que Colón sospechase que
Martín Alonso había tenido de los indios noticias de
mucho oro é iba á buscarlo por su cuenta como un ami-
go infiel. ¡Disputas de consocios que se temen y se vigi-
lan!... Y el caso fué que iguales riquezas encontraron el
uno y el otro... ¡Nada! A la vuelta, el Almirante, que
montaba una carabela por haber perdido su navio ma-
yor en un bajo, tiene que refugiarse en las Azores
— donde intentan prenderle los portugueses — , y luego
en Lisboa, donde otra vez corre el peligro de verse pre-
so. Mientras tanto Martín Alonso afronta la tormenta
sin hacer escala alguna y llega directamente á España,
pero tan derrotado y enfermo, que muere inmediata-
mente. Y nadie le devuelve el medio cuento de marave-
dís que puso en la empresa — cantidad que fué sin duda
la que se atribuyó Colón en su testamento como gasto
hecho por él — ; se esparce el silencio en torno de su nom-
bre; luego, cuando reaparece, es para que algunos au-
tores le atribuyan intentos poco leales; y el vulgo se ha
LOS AROONAUTAS 111
imaginado, durante siglos, al honrado Martín Alonso
como una especie de barítono de ópera, barbudo, som-
brío, envidioso, que intriga, rodeado de un coro de ma-
rineros, contra la gloria y la vida del tenor.
— Pero usted no negará, Maltrana, que el Almirante
fué perseguido y maltratado de resultas de su goberna-
ción en Santo Domingo. Acuérdese de Bobadilla, el co-
misionado de los reyes: acuérdese de cómo lo envió con
grillos á España.
— Sí; reconozco que lo trataron «con descortesía»,
estas fueron las palabras de la reina Isabel, su decidida
protectora. Lo trataron sin respeto á su edad y sus mé-
ritos; con arreglo á los duros procedimientos judiciales
de la época; procedimientos que el mismo Colón emiplea-
ba igualmente con sus inferiores. Pero que fuese una in-
justicia caprichosa, como quiere la leyenda, esto es dis-
cutible. Se puede ser un gran argonauta descubridor de
tierras y un pésimo gobernante.
— Hay además que tener en cuenta las ilusiones que
había fomentado en todos los que le siguieron en el se-
gundo viaje; gente aventurera, levantisca y ansiosa de
enriquecerse. Iban á las minas del rey Salomón, á Ofir,
á Cipango; no había más que agacharse para recoger
bolas de oro. Y se encontraron allá con que todo falta-
ba, y para recolectar un poco de oro había que sufrir
horriblemente. El gobernador, con el ansia de amonto-
nar riquezas y contrariado por los obstáculos, mostrá-
base huraño, atribuyendo la falta de éxito á la pereza
de los individuos de la colonia. Y hubo rebeliones, ba-
tallas entre los conquistadores, y Colón, que tenía la
mano pesada y el carácter autoritario, castigó dura-
mente á sus inferiores.
— Los castigaba como si quisiera vengarse en ellos de
persecuciones sufridas por sus ascendientes... Cuando
Bobadilla llegó á la isla, enviado por los reyes en vista
de las súplicas y quejas de los colonos, el Almirante
había ahorcado en la semana anterior siete españoles,
cinco más estaban en la fortaleza de Santo Domingo es-
perando el instante de morir, con la cuerda al cuello, y
su hermano el Adelantado tenía otros diez y siete meti-
dos en un pozo, para enviarlos igualmente á la horca.
112 V. BLASCO IBÁÑBZ
Bobadilla no fué, en sus procedimientos, más que un
justiciero expeditivo á estilo de la época. El mismo Las
Casas, amigo del Almirante, reconoce que era «persona
de rectitud». Al ser enviado Colón á España preso y con
grillos, la reina lamentó mucho esta descortesía, pero
no le repuso en el gobierno de la isla, prohibiéndole
además que volviese á ella. Se echó tierra al asunto,
porque doña Isabel deseaba, según un autor de la épo-
ca, «que las verdaderas causas de lo ocurrido quedasen
ocultas, pues más quería ver á Colón enmendado que
maltratado». Y el mismo Colón, en una carta, confesaba
haber cometido faltas, que necesitaban el perdón de los
reyes, «porque mis yerros— decía— no han sido con el
fin de hacer mal».
Maltrana añadió después de una breve pausa:
— También existe otro embuste legendario, la muerte
de Colón en Valladolid, en plena miseria, pobre víctima
de la ingratitud del rey Fernando. ¿Qué más podía hacer
éste por él? El antiguo vagabundo era Almirante, car-
go el más honorífico de la nación, pues lo había creado
un monarca para uno de sus tíos. Su hijo, de obscuro
origen é incierta sangre, lo había casado el rey Fernan-
do con una sobrina suya. Gozaba además Colón por ca-
pitulaciones públicas la décima parte de todo lo que se
ganase en la India. Pero como de allá no venía nada,
según confesión del mismo don Cristóbal, de aquí que
no poseyese riquezas. En cuanto á morir en la miseria,
como supone el vulgo, basta decir que el testamento de
Colón lo firman siete criados suyos, y este lujo de ser-
vidumbre no significa indigencia.
— Tiempos eran aquellos de pobreza — dijo Ojeda — .
Los mismos reyes andaban siempre apurados de dinero,
la hacienda pública era menos regular que ahora, y la
nación, esquilmada por las guerras con los moros y la
de Ñapóles, no podía ayudar mucho á unos descubri-
mientos que sólo habían dado como resultado el hallaz-
go de islas improductivas en las que perecían los hom-
bres. Algo olvidado murió el Almirante. La gente, en
España y fuera de ella, no prestó atención al suceso: el
descubridor se había sobrevivido á su fama. En los ocho
años que siguieron al primer descubrimiento se habló
LOS ARGONAUTAS 113
mucho de él; luego, en los cinco últimos, el silencio y la
indiferencia. Había ido á conquistar las riquezas de
Oriente, y nadie veía las tales riquezas: era simplemente
el descubridor de unas islas de la extrema Asia. El tam-
bién lo creía así, y sólo años después, cuando Núñez de
Balboa encontró el Pacífico, el llamado mar del Sur,
fué cuando Europa pudo enterarse de que el Asia de
Colón era un mundo nuevo que tenía otro Océano á sus
espaldas.
— La facilidad con que Europa entera acogió los re-
latos de un obscuro piloto italiano, Américo Vespucio,
el cual, atribuyéndose glorias ajenas, bautizó con su
nombre el nuevo continente, demuestra cuan olvidado
estaba Colón, no en España, sino fuera de ella. Este
bautizo de América es injusto, pero no carece de lógica.
Colón sólo había descubierto el Asia, y en esta fe murió.
Américo Vespucio fué el primero que hizo saber al mun-
do— gracias á las sucesivas exploraciones de los mari-
nos españoles — que esta mentida Asia era un continente
nuevo, y los editores alemanes é italianos de sus escri-
tos dieron su nombre á las lejanas tierras. Un cínico
atrevimiento de librería que ha triunfado para siem-
pre... Pero el vulgo, amigo Ojeda, quiere que sus héroes
sean desgraciados para amarlos con la simpatía de la
conmiseración. Vea usted á Goethe, el más grande tal
vez de los poetas de nuestra época. Lo admiramos, pero
no nos inspira una simpatía familiar, porque fué dicho-
so en su existencia; tuvo amores con grandes damas,
desempeñó altos cargos palaciegos, gobernó un país,
vivió en la hartura. Nos gusta más Homero ciego y
vagabundo; Cervantes, que según la gente no tuvo que
cenar cuando terminó el Quijote; Shakespeare cómico
de la legua y empinando el codo en las cervecerías;
Beethoven pobre y sordo... y Colón muriendo de ham-
bre sobre unas pajas, sin haber recibido blanca por sus
descubrimientos .
— Mucho hay de eso — dijo Ojeda con exaltación — ,pero
yo admiro al Almirante, fuese de donde fuese y tuviera
la sangre que tuviera, como un soñador enérgico que
no descansó hasta levantar una punta del misterio que
envolvía al mundo. Admiro en él sus errores estupen-
8
114 V. BLASCO IBÁÑBZ
dos y las teorías bizarras que por caminos tortuosos le
llevaron hasta la verdad. Es el último grande hombre
de la Edad Media, el nieto de los alquimistas, de los via-
jeros maravillosos, de los sabios rabínicos, de los na-
vegantes árabes, de los iluminados cristianos, que abre
á la vida moderna la mitad del planeta para que se
ensanche. A mí me conmueven sus candideces y sus
ignorancias, cuando va por el mundo nuevo viendo por
todas partes los vestigios del mundo antiguo. Me causan
deleite las descripciones que hace en sus cartas de las
tierras que descubre; los suelos «follados» por las patas
de misteriosas «animalías»; la caza en las selvas á los
«gatos paúles», nombre que en su tiempo se daba á los
monos; la visita que recibe á bordo en el último viaje
de «dos muchachas muy ataviadas, la más vieja de once
años, que treLÍsm polvos de hechizos escondidos», y am-
bas, según dice el viejo Almirante á los reyes, «con
tanta desenvoltura que no harían más unas p...» jY qué
energía la del hombre!
Ojeda hablaba con cierta emoción del último viaje
del nauta siempre en busca del oro que huía ante él,
viaje de trágico dolor, en plena ancianidad, con una
pierna ulcerada, los ojos casi ciegos, teniendo á su lado
al hijo pequeño, pobre infante que cree haber arrastra-
do á la muerte. Los buques están encallados, las tripu-
laciones hambrientas y sublevadas, los indios de Jamai-
ca se muestran hostiles, nada puede esperar ya de los
hombres, pero se consuela con visiones celestes que se
le aparecen de noche, sobre el alcázar de popa, y le
hablan... También lo admiraba en los peligros del re-
greso de su primer viaje; peligros en los que le iba algo
más que la existencia: la pérdida de la gloria que con-
sideraba entre sus manos. Una tempestad que volcaba
muchos navios dentro del río de Lisboa, alcanzábale en
pleno Océano, montando una carabela maltratada por
la navegación en los mares de la India y que hacía agua
por todas partes.
—Cree que Pinzón se ha perdido en el otro buque y
que sólo queda él para dar al mundo la gran noticia: la
gran noticia que todos ignorarán si él perece. Tal vez
otros descubridores del Mar Tenebroso sufrieron este re-
LOS ARaONAUTAS 115
vés del destino luego de reconocer las tierras nuevas.
¡Morir con el secreto!...
Y Colón escribe en pergaminos la reseña de su des-
cubrimiento, los mete en toneles y arroja éstos á las
olas, sin que los marineros sospechen lo que encierran,
pues creen que se trata de un acto de devoción para
apaciguar á los elementos. La tempestad arrecia, y el
Almirante hace traer tantos garbanzos como personas
van en la carabela, señala uno con un cuchillo y revol-
viéndolos en su bonete invita á la chusma á meter la
mano. El que saque el garbanzo marcado con una cruz
irá de romero á Santa María de Guadalupe llevando un
cirio de cinco libras... Y es el Almirante el que saca el
garbanzo. Luego echan las mismas suertes para ir en
romería á Santa María de Loreto, «en la Marca de An-
cona, tierra del Papa», y como le toca á un simple
proel, Colón le promete ayudarle con sus dineros para
el viaje. La borrasca va en aumento al día siguiente,
vuelven á echar suertes para velar toda una noche en
Santa Clara de Moguer, y otra vez designa el garbanzo
al Almirante.
Pero como estas promesas no logran domar á las po-
tencias hostiles del Océano y la carabela se tumba, falta
de lastre (una imprevisión del Almirante), y los basti-
mentos de comida están casi agotados, hacen el voto de
ir todos, apenas lleguen á tierra, en procesión y en ca-
misa hasta la primera iglesia que encuentren bajo la
advocación de la Virgen.
— Y cuando el temporal los echa al fin en Lisboa, lle-
vaba Colón más de doce días de inmovilidad en su banco
de popa, dormitando á ratos, con las piernas mojadas
por la lluvia y las olas. Esta prueba fué la más tremen-
da de su vida. ¡Poseer una verdad que iba á conmover
el mundo y morir con ella!... Pero basta de Colón, ami-
go Maltrana. Ya hemos hablado bastante; vamos á to-
mar el té.
Abandonaron sus asientos, y al dirigirse á una de las
escalerillas para descender al paseo notaron en el mar
varias curvas negras y veloces que asomaban un ins-
tante sobre el agua, sumiéndose y reapareciendo más
lejos entre burbujeo de espumas.
116 V. BLASCO IBÁÑEZ
— Son atunes — dijo Maltrana — . O tal vez sean delfi-
nes... ¡Quién sabe!
—De seguro que no son sirenas— repuso Ojeda.
Caminaron algunos pasos y añadió:
— Es lástima que no queden sirenas. Y sin embargo,
aun las había en tiempos de Colón.. . ¿No sabe usted eso?
El vio salir tres «muy altas sobre el mar», cerca de la
embocadura de un río de Santo Domingo. Y dice Las
Casas que al Almirante no le llamaron la atención por-
que había visto otras muchas en sus navegaciones de
mozo por las costas de Guinea y la Manegueta, y que
las sirenas no son tan hermosas como las pintan, «pues
en cierto modo tienen forma de hombre en la cara».
IV
Erguidos ante sus atriles con militar rigidez, ento-
naban los músicos una marcha solemne, que servía de
acompañamiento á los pasajeros en su entrada al come-
dor. Los hombres vestían de frac ó de smoking, guardan-
do en una mano la gorra de viaje. Algunos se detenían
en las puertas formando grupos para ver á las señoras
que iban saliendo de los camarotes de preferencia ó
venían de los de abajo por la gran escalera de doble
rampa, con un roce de finas ropas interiores.
Deslizábanse rápidas todas ellas, entre saludos y
sonrisas, para sumirse más allá de las mamparas de
cristales en un mar de luz, en el que nadaban los co-
lores de inquietas banderas. Una estela de polvos de
tocador y vagas esencias de jardín artificial seguía
el aleteo de las faldas desmayadas y flácidas, con bri-
llantes pajuelas de oro ó plata: el crujiente arrastre de
los tejidos sedosos; el brillo de las espaldas desnudas
suavizadas con una capa de blanquete; la tersura de
las nucas, sobre las que se elevaba el edificio de un
peinado extraordinario, el primero de una navegación
que únicamente se había prestado hasta entonces á ex-
hibir sombreros de paseo y velos de odalisca.
En el antecomedor lucía un gran cartel pintarrajea-
do, con una pareja danzante, y una inscripción gótica
en alemán y en español: «Esta noche baile.» Y el anun-
cio parecía esparcir por todo el buque un regocijo de
colegio en libertad. «Esta noche baile», repetían las
personas de grave aspecto, como si se prometiesen un
sinnúm^ero de misteriosas satisfacciones.
118 V. BLASCO IBÁÑEZ
Saludábanse por vez primera, con espontáneos mo-
vimientos de cabeza, gentes que ignoraban todavía sus
respectivos nombres. Durante la tarde habíanse enta-
blado grandes amistades en la cubierta de paseo. Mu-
chachas de diversa nacionalidad, que no se habían visto
nunca y tal vez no volverían á verse al salir del buque,
agrupábanse atraídas por la simpatía que les inspiraba
el género de belleza de la nueva amiga ó la distinción
de sus vestidos. Empezaban hablando en varios idio-
mas, para expresarse al fin en castellano. Caminaban
tomadas del talle lo mismo que si fuesen compañeras
de pensión, y antes de que terminase la noche iban á
tutearse, entusiasmadas por una amistad que conside-
raban eterna y databa de unas cuantas horas. Las ma-
dres se sonreían unas á otras sin conocerse — arrastradas
por las afinidades de sus hijas — , con una complicidad
de compañeras de profesión, y acababan igualmente
formando grupos, para hablar de los dolores y satisfac-
ciones que proporciona la familia, de las brillantes cua-
lidades de sus retoños, de los desengaños é ingratitudes
que tal vez les reservaba el porvenir á las pobrecitas...
como si las compadeciesen y envidiasen al mismo tiem-
po. Algunas, vestidas de negro con una austeridad mon-
jil, acometían desde las primeras frases el elogio y el
lamento de sus difuntos maridos.
Verificábase una aproximación general, como si todos
en el buque despertasen de pronto reconociéndose an-
tiguos parientes. Hasta entonces los que habían salido
de Hamburgo fingían ignorar á los embarcados en Bou-
logne, navegando juntos sin saludarse por el mar de
Gascuña y de Cantabria, extensión de lívido azul, bajo
un cielo gris. La vista de pequeñas ballenas chapotean-
do en el golfo entre surtidores de espuma, les había
hecho cruzar algunas palabras, replegándose á conti-
nuación en su huraño aislamiento. Juntos habían aco-
gido con un mutismo de altivez á los que subieron en
Lisboa, sospechosos intrusos que venían á inmiscuirse
en la tranquilidad de los primeros ocupantes; y así
habían navegado hasta Tenerife. Pero ahora empezaba
el verdadero viaje: la vida común lejos de toda tierra,
sin que un nuevo chorro de extraños pudiese turbar
LOS ARGONAUTAS 119
esta paz de convento flotante, y todos se sentían unidos
por repentina fraternidad.
Hasta el Océano parecía reflejar bondadosamente la
alegre camaradería de los pasajeros. El tapiz tenía bajo
el pie la consistencia de la tierra firme; los objetos man-
teníanse en grave inmovilidad; penetraba por las ven-
tanas la brisa oceánica en suaves ráfagas, una brisa
discreta que no hacía saltar la velutina de la epidermis
ni ponía en desorden los peinados; una brisa regulada,
domesticada, como la que refresca los salones en las
playas de moda. Los estómagos, encogidos hasta enton-
ces por la ruda novedad de la navegación, se dilataban
con voluptuoso desperezo, admirando en el comedor las
prodigalidades del servicio. Crujían en los camarotes
las cerrajas de las maletas; desatábanse correas y pa-
quetes; abandonaban las ropas sus encierros, y las ma-
nos diligentes sacudían pliegues y ordenaban piezas con
toda calma, sin miedo al vahído del cansancio y á la
movilidad que arroja personas y objetos de un ángulo á
otro de la inquieta habitación.
Todos pasaban el contenido de los equipajes á los
armarios y las perchas, cuidando después del arreglo
de sus personas. Diez días para llegar á Río Janeiro, la
escala más próxima: ¡diez días de vida común! ¡Toda
una existencia cuyo vacío había que poblar con diver-
siones y nuevas amistades!... Y la fiesta del cumpleaños
del Emperador, la primera del viaje, difundía por el
buque un regocijo de escolares que empiezan sus vaca-
ciones.
Entre las pilastras del comedor ondulaban abullo-
nadas las banderas de diversos pueblos. Guirnaldas
de rosas contrahechas y bombillas eléctricas de varios
matices tendíanse de capitel á capitel. Al final del salón,
sobre una columna rodeada de plantas y teniendo como
fondo el pabellón alemán, erguíase un gran busto de
yeso, el del héroe de la fiesta, con fieros y majestuosos
bigotes. Sóbrelas mesas aleteaban pequeñas banderas,
una por cada comensal: la de su respectiva naciona-
lidad.
El culto á los trapos de colores— religión de última
hora, adorada con fanatismo por el público de hoteles
120 V. BLASCO IBÁÑEZ
cosmopolitas, trasatlánticos y trenes internacionales,
gente que vive gustosa fuera de su país — extendía por
todo el comedor, como una primavera de percalina, la
floración de sus diversos tonos. La bandera germánica,
sombreada por su faja negra, mezclábase con el bulli-
cioso tricolor de la francesa, la púrpura británica, el
verde de la italiana, que parece un reflejo de mar lati-
no, la cruz blanca suiza, las barras y enrejados de las
encandinavas y el reventón de cohete rojo y dorado de
la española. Sobre las otras mesas, como hijas vistosas
que en la frescura de su juventud no temen la bizarría
de lo llamativo, lucían el verde y ámbar brasileños, de
un tono igual al de los frutos tropicales; el sol majes-
tuoso y las barras de la ribera uruguaya; el aleteo pri-
maveral albo y celeste del pabellón argentino; la blanca
estrella chilena sobre un cielo de intenso azul, y la
gran constelación de la América del Norte amontonan-
do en el arranque del rojo septagrama su rebaño de
asteroides.
Antes de servirse el primer plato surgieron protes-
tas. Se negaban algunos pasajeros á sentarse, mirando
iracundos la bandera que cubría con intrusos colores el
montón de platos de su cubierto. Querían la suya, la de
su país. Ellos pagaban lo mismo que los demás: á bordo
todos eran iguales y su república valía tanto como
cualquiera otra de América... Los camareros, azorados
cual si fuese á estallar una conflagración internacional,
salían á toda prisa del comedor y regresaban trayen-
do con ellos al mayordomo, sonriente y confuso á la
vez, como un gerente de restorán de moda que implora
perdón por olvidos en el servicio.
— No tenemos su bandera, señor: desolado, completa-
mente desolado... Yo le prometo que en el próximo viaje
cuidaré de tenerla... Por el momento, si el señor quiere,
hágame el honor de contentarse con esta otra... Al fin
todos vamos á Buenos Aires.
Y sustituía la bandera de la protesta con otra argenti-
na, que era la más abundante, la que adornaba los cu-
biertos de todas las personas de problemática nacionali-
dad. El hombre acababa por conformarse, vencido tal
vez por el perfume de la sopa que humeaba en los
LOS ARGONAUTAS 121
platos, pero atacaba su comida con un mohín de pena,
como un señor á quien le han amargado la noche.
Pasaban los camareros sosteniendo con ambas ma-
nos vasijas de metal, de cuyas bocas surgían golletes
de botellas entre pedazos de hielo. Sonaban incesante-
mente los estampidos del vino espumoso. Muchos se
creían en una posición equívoca si no acompañaban su
comida con champan en esta noche de fiesta.
La nutrición era la misma para todos, como si se
hubiesen trastornado las bases sociales y vivieran some-
tidos á un régimen igualitario. Pero el afán de singula-
rizarse asombrando al vecino tomaba su desquite en
los líquidos, y equivalían á títulos de suprema distinción
las botellas que figuraban en las mesas: unas blancas
y puntiagudas como agujas góticas, cuyas etiquetas
evocaban la imagen del padre Rhin pasando entre cas-
tillos y peinando sus barbas de espuma en los puentes
medioevales; otras negras con la cabezota de corcho
afirmada en un casco de alambres y láminas metáli-
cas, llevando sobre los hombros, cual regio toisón, el
collar obscuro y las letras de oro de su champañesco
origen.
Ojeda y Maltrana ocupaban una mesa en el centro
del comedor con otros dos pasajeros: un señor de pati-
llas blancas, parco en el hablar, que siempre llegaba
con retraso á las comidas y pasaba el resto del tiempo
encerrado en su camarote. Era el doctor Eubau, viejo
médico residente en Montevideo. El otro, con la cabeza
gris y el bigote extrañamente rubio, pequeño de cuerpo
y de un perfil aquilino, se decía francés y vivía en París,
pero hablaba el alemán con tanta soltura y estaba tan
habituado á los usos germánicos, que los del buque,
creyéndolo compatriota, habían colocado ante su cu-
bierto la bandera del Imperio. Todos los años iba á Amé-
rica para visitar las joyerías de varios países de las que
era proveedor, y al mismo tiempo importaba en Europa
pieles y plumas. Mostrábase preocupado desde que en-
tró en el vapor con la busca de compañeros para una
partida de hridge, y su tristeza era grande al ver que en
el fumadero sólo jugaban éi poker. Todos los días al sen-
tarse á la mesa el señor Munster quedaba pensativo,
122 V. BLASCO IBÁÑBZ
sin dejar por esto de mover las mandíbulas, y acababa
por formular la misma pregunta en un castellano gan-
goso:
— ¿Pero de veras que ninguno de ustedes conoce el
bridge?,,. ;Un juego tan distinguido!
Maltrana, que se había familiarizado con él atrevi-
damente desde los primeros momentos, creyendo encon-
trar en su vaga nacionalidad cierto perfume de sina-
goga, le invitaba á monstruosas partidas de poker ^ en
las que debían arriesgarse miles y miles de francos. Y
lo decía con un aplomo desdeñoso, como si tuviese á su
disposición todos los millones encerrados en el fondo
del buque.
Aprovechó Isidro esta comida extraordinaria para
ir mostrando á Ojeda las gentes mencionadas por él en
conversaciones anteriores. Por encima de las banderas,
las cabezas inclinadas ante los platos y las guirnaldas
de verdura, pasaba revista á todos los que titulaba pom-
posamente «mis amigos».
— Hoy no falta nadie; sala llena. Bien se ve que tene-
mos buen tiempo... Los buques son como los muebles
viejos que después de una sacudida sueltan, al quedar
inmóviles, un rosario de bichos cuya existencia nadie
sospechaba. ¡Qué de caras desconocidas!... Han estado
ocultos como cucarachas en el agujero de sus camarotes,
aguantando el mareo, y hoy es la primera vez que su-
ben al comedor. Mire usted el abate de las conferencias;
hermosa cabeza de corsario con sus barbazas negras.
Nadie adivinaría su sotana, que desde aquí no puede
verse. Mire también á las señoras viejas sentadas junto
á él; ¡con qué arrobamiento le contemplan mientras
come!... Fíjese en la mesa del centro, la más grande del
salón; es para catorce pasajeros y la ocupa el doctor
Zurita con su familia. ¡Hombre generoso y campechano!
¡Como si nos conociésemos toda la vida! Siempre que
hablo con él me ofrece un puro magnífico: «Che^ Mal-
trana; oiga, galleguito simpático...» Y crea usted que es
un hombre de gran sentido, que sabe ver las cosas como
pocos... Eche una mirada al obispo, con toda su familia
de admiradores tiránicos. Le han obligado á ponerse la
sotana de seda con faja carmesí. ¡Y cómo le brilla la
LOS ARGONAUTAS 123
cruz! Sin duda la han limpiado en común para quitarle
el vaho del mar...
Maltrana continuó después de una breve pausa:
— Esa señora que entra retrasada, tan alta y buena
moza es una chilena. ¡Qué mujer, eh, Ojeda! ¡Qué cue-
llo, qué andares de reina, qué brillantes!... Pero no hay
ilusiones posibles. El barbudo hermosote que avanza
pisándole la cola del vestido es el esposo; dos metros de
talla; se ruboriza cuando tiene que hablar con un extra-
ño, pero se le adivinan unos músculos de boxeador y
una gran facilidad para dar «puñete», como él dice...
Los que ocupan la mesa con ellos son todos del mismo
país: muchachos grandotes y buenazos que vuelven de
Alemania; gente simpática y franca que me quiere y
distingue. Siempre que me encuentran en los alrededo-
res del café me saludan del mismo modo: «Vamos á
tomar una copa.» Y dos noches seguidas les oigo hablar
de «curarse» antes de ir á dormir; ellos, tan sanotes,
que parecen desafiar á las enfermedades. Me gustaría
saber qué demonio de cura es esa.
Calló por unos instantes mientras sus ojos seguían
explorando el salón entre el boscaje de adornos multi-
colores. El viejo médico comía lentamente, preocupado
con el funcionamiento de su dentadura, de una regu-
laridad y una brillantez equívocas. El joyero entre plato
y plato calábase los lentes para examinar á las señoras,
como si inventariase el valor de sus diamantes. Maltrana
continuó en voz más baja:
— Aquellas tres damas guapetonas, de perfil majes-
tuoso, con los ojos negros y grandes, son de la Repúbli-
ca Oriental. Fíjese en los brazos, amigo Ojeda; ¡qué
blancura! ¡qué armónica carnosidad! Son Ticianos de
pelo negro. ;Y pensar que en Montevideo los hombres
se divierten armando una guerra cada dos años, como
si les aburriese vivir en tan buena compañía!... Allá en
las mesas del fondo se mantienen las argentinas en gru-
pos aparte. Parecen haberse escapado de las láminas de
un periódico chic; esbeltas y elegantes como las artistas
de los teatros de París que lanzan la última moda; pero
menos... etéreas, más sólidas, mejor nutridas, sin tram-
pantojos ni mentiras en su construcción, como hijas de
124 V. BLASCO IBÁÑBZ
un pueblo joven que tiene su suerte confiada á los ñan-
cos de la mujer... Y en las demás mesas, ¡qué de cabe-
zas rubias!... Las grandes damas de la opereta han sa-
cado lo mejor de su vestuario teatral. Sus trajes podrían
cantar solos La viuda alegre y todas las obras en las que
figura un baile del gran mundo... Y en las otras mesas,
rubias y más rubias, pero hinchadas de grasa, con el
talle cuadrado, las manos cuadradas y la cara barniza-
da por el sol. Después las verá usted arriba. Trajes de
gala que datan de un matrimonio remoto; medias blan-
cas con zapatos negros; collares de nodriza entre joyas
valiosas... Son las compañeras de los germanos esparci-
dos por América; valerosas señoras que después de un
viaje por Europa vuelven á fregar los platos de la es-
tancia ó de la tienda. Unas se quedan en el almacén de
Buenos Aires. Otras irán á las costas del Pacífico, al
Paraguay ó al corazón del Brasil á continuar su vida
de ahorro...
Sonrió después maliciosamente, designando una
mesa junto á la entrada.
— Es la mesa de «la cuarentena», y la llamo así porque
en ella encorrala el mayordomo á todo el pasaje sospe-
choso. Ahí están las cocotas francesas, tan dignas, tan
modositas, tan bien criadas. Van vestidas como siempre
para que conste que no desean llamar la atención. Algu-
nas no se han peinado siquiera y llevan la cabeza oculta
en un turbante de velos. Además, guardan lo mejor del
equipaje para sus empresas de tierra firme... Con ellas
está Conchita, una paisana nuestra, una madrileña que
come estirada y seria, pues la pobre sólo puede entender
por señas á sus compañeras. Algunas veces, volviendo la
cara, habla con don José, un cura español que ocupa
la mesa inmediata. Y mezclados con este rebaño feme-
nino comen varios muchachos alemanes, rubios, oreju-
dos y de mandíbula fuerte, niños tímidos que al hablar
se cuadran como reclutas, lo que no les impide meter-
se América adentro á difundir valerosamente la quinca-
lla de Hamburgo y de Berlín, en muía, en piragua ó á
pie, llevando el muestrario á la espalda lo mismo que
una mochila.
— ¡Qué interesante el comisionista alemán!— dijo Oje-
I.OS ARGONAUTAS 125
da — . Tal vez con el tiempo haya quien lo cante lo mismo
que á los paladines medioevales que corrían el mundo
por difundir la gloria de su dama. Hoy la dama es la
industria, y la gloria .la nota de pedidos. Allí donde
existe, en todo el globo, un grupo de hombres recién
instalado que lucha con la selva, los pantanos, las fie-
bres y las bestias, allí se presenta inmediatamente el
comisionista rubio con su muestrario; y para no perder
el tiempo aprende durante el camino á balbucear el
idioma del país.
— ¡Las latas que me dan estos muchachos — exclamó
Maltrana — , y las que me darán, para evitarse el pago
de un maestro!... Han bajado en Tenerife únicamente
para comprar libros españoles y pasan las horas con
ellos, rumiando las breves lecciones tomadas en Berlín.
Cuando tienen una duda me buscan por todo el barco
ó consultan la sabiduría gramatical de fraulein Con-
chita, su compañera de mesa... ¡Gente tenaz, que no
conoce el cansancio ni el ridículo! Sus triunfos obscuros
van á ser más positivos que las victorias de los feldma-
riscales de su ejército. A la larga resultará que descu-
brimos y colonizamos nosotros un mundo nuevo para
gloria y provecho del libro mayor de Hamburgo y de
Brema.
Interrumpió Isidro su charla para examinar un nue-
vo plato que el camarero acababa de colocar ante él.
Pero á los pocos momentos volvió la cabeza en direc-
ción al gran busto blanco.
— ¡Qué cambio el de nuestros tiempos, amigo Ojeda!
¡Qué transformación de valores!... El oro y el comercio,
que en otras épocas sólo eran para la gente despreciable
acorralada en las juderías, reinan ahora como fuerzas
directoras del mundo... Y si lo duda usted, ahí tiene al
amigo de los bigotes tiesos que nos preside, místico y
guerrero como Lohengrin, músico y genial como Nerón,
siempre con coraza y casco de aletas, y que sin embar-
go pasará á la Historia con el título de primer viajante
de comercio de nuestra época.
Ojeda escuchaba con ojos distraídos la charla de su
compañero.
En los largos intermedios que dejaba el servicio, be-
126 V. BLASCO IBÁÑBZ
bía el champan de su copa, sin percatarse de su insis-
tencia. Isidro cuidaba de la botella amorosamente, ha-
ciéndola girar en el cubo de hielo para su enfriamien-
to. Llenaba luego apresuradamente las copas, como si
su vacío le infundiese horror, y apenas sentía disminuir
el peso de la botella, reclamaba con vigilante previsión
el envío de otra. Dirigía equitativamente este gasto ex-
traordinario: las buenas cuentas mantienen las amista-
des. Una botella la pagaría el doctor Rubau, que ape-
nas había tomado algunas gotas mezcladas con agua
mineral; otra, su gran amigo Munster; otra, Ojeda... y
él se reservaba modestamente para el banquete siguien-
te. Sus ojos, cada vez más animados y saltones, acom-
pañaron la mirada distraída de su amigo hasta la pró-
xima mesa, ocupada por una mujer sola.
— ¡Mire usted á nuestra vecina, la yanqui! Una real
moza: tal vez la más elegante de todas. No parece la
misma que vemos arriba puesta siempre de gran som-
brero y gabán largo... ¡Qué escote! ¡Y qué hermosa
torre de pelo, entre rubio y ceniciento!... Le advierto,
camarada, que ella también le ha mirado muchas veces,
así, como la que no quiere mirar, con el rabillo del ojo...
Usted le interesa, amigo Ojeda; me consta. Esta tarde,
después del té, he hablado con ella, si es que nuestra
conversación puede llamarse hablar. Sabe un poquito
de francés y otro poquito de español. Yo no conozco
una palabra de inglés; pero al fin nos hemos entendido
por adivinación. Y mansamente, como quien no quiere
saber nada, me ha preguntado por mi amigo, y yo ¡figú-
rese!... le he dicho que era usted un gran poeta, un no-
table personaje; he hablado de su familia, de su gran
fortuna, de que va á América por el solo gusto de pasear,
y de las muchas señoras que se deja en Madrid muer-
tas de pena...
Fernando hizo un movimiento de protesta.
— No se enfade, Ojeda; no se queje. Estas cosas no
hacen daño y dan prestigio. Déjeme á mí que conozco
la vida... ¿Que no le interesa á usted esa señora? No
importa; siempre es bueno adquirir importancia á los
ojos de una mujer... Está bien: no se irrite. Beba un
poco.
LOS ARGONAUTAS 127
Y llenó la copa de Ojeda, después de una rápida dis-
cusión, en la que no parecieron fijarse sus compañeros
de mesa. Un zumbido de conversaciones cada vez más
fuerte diluía los sonidos de la música que llegaban del
antecomedor. El vaho de los platos, las respiraciones
humanas, la radiación de las luces iban densificando el
ambiente. Maltrana, para desvanecer la contrariedad de
su amigo, siguió hablando:
— Ese matrimonio que come dos mesas más allá, es
también norteamericano: los esposos Lowe. El ha vivido
en el Japón, en China, en Australia, en el Cabo, aquí
en el buque vive en el gimnasio, y cuando sale de él se
pasea con unas chaquetas á rayas de colores de lo más
extrañas: unas chaquetas de clown, que son á lo que
parece los uniformes de famosos clubs esportivos. Ella
canta romanzas italianas, y sólo espera que la inviten
para hacernos oir su voz. Mistress Power— porque le ad-
vierto que ese es el nombre de nuestra vecina — sólo se
trata en el buque con esta pareja de compatriotas. Se
mantiene en un aislamiento sonriente; algunos saludos
con las señoras más respetables, y nada más... Y sin
embargo, sabe mejor que yo los nombres y la categoría
social de casi todos los pasajeros. ¡Mujer más hábil!...
Tal vez por esto mantiene á distancia á los otros ameri-
canos.
Y designaba con los ojos á los ocupantes de la mesa
inmediata.
—Gente buena, pero escandalosa — continuó — ; cow-
boy s en traje de domingo -que van á estudiar la ganade-
ría de las Pampas; comisionistas de Nueva York que sa-
can á puñados los billetes de Banco de los bolsillos del
pantalón y necesitan cantar á cada momento para que
se fijen en ellos... Ya se han bebido seis botellas y roto
dos. Ahora, con el entusiasmo del champan, se llevan á
los labios las banderitas que tienen ante los platos y
ponen los ojos en blanco. «¡Americain! ¡Americain!..,»
En la mesa siguiente está Martorell, aquel muchacho
con lentes y bigote rubio; un catalán, del que creo ha-
berle hablado. También es poeta: lleva ganadas no sé
cuántas rosas naturales y englantinas de oro en Juegos
Florales; pero siempre en catalán, porque este ruiseñor
128 V. BLA.SCO IBÁNBZ
es mudo cuando se sale del jardín de su tierra. En Cas-
tilla— como él llama á todos los países que hablan espa-
ñol— el poeta se dedica á la banca. Una fiera, amigo
mío, para asuntos de dinero. Le aconsejo que no se meta
á luchar con este camarada poético en un certamen de
tanto por ciento, porque de seguro que le roba hasta la
lira. En Madrid nos hablaba mucho de Buenos Aires,
donde ha estado dos veces. Parece que hay grandes re-
formas que hacer en eso de los Bancos, ideas nuevas
que implantar para que el dinero se multiplique; y allá
va Martorell como un Mesías del descuento... También
se lo presentaré: es buen muchacho. ¡Quién sabe á lo
que puede llegar! . . .
Luego Maltrana hacía un gesto exagerado de horror,
una mueca que era como la caricatura del miedo.
— Y junto al catalán... el hombre misterioso; ese ve-
cino mío de camarote del que le he hablado algunas
veces. Es el que va con traje de luto, todo afeitado. No
habla con sus vecinos y come con una gravedad sacerdo-
tal, lo mismo que si estuviese celebrando un rito. ¿Quién
cree usted que puede ser?... Huye de la gente, y cuando
yo le hablo en francés, que parece ser su idioma, me
contesta con mucha cortesía, con demasiada cortesía, y
de repente se aleja muy estirado, como si existiese entre
nosotros una diferencia social que no permite la fami-
liaridad... ¡Y vaya usted á adivinar, con esa cara afei-
tada que lo mismo puede ser de magistrado que de có-
mico, sacerdote ó mayordomo de casa grande!... Yo lo
encuentro lúgubre como un doctor de los cuentos de
Hoffmann. Además me preocupa el camarote misterio-
so, ese camarote entre el suyo y el mío, siempre cerra-
do y cuya llave guarda él cuidadosamente. Una vez al
día abre la puerta, entra, inspecciona unos minutos,
vuelve á salir y hasta el día siguiente... Ni una pala-
bra, ni un grito, ni el más leve ruido; y eso que yo mu-
chas noches aplico la oreja á la madera del tabique ó
miro en el corredor por el ojo de la cerradura. ¡Nada!...
¿Quién cree usted que podrá ser?
Calló Isidro frunciendo el ceño bajo la preocupación
de este misterio.
— Tal vez un diplomático que va en misión secreta y
LOS ARGONAUTAS 129
por eso huye ele la gente; algún financiero que viaja
para comprar de golpe todas las vías férreas de Améri-
ca y teme que le pillen el secreto; un empleado inñel que
se lleva la caja y tiene el camarote abarrotado de sacos
de oro. ¡Lástima no saberlo con certeza!... Aquí hay
misterio; un misterio gordo á lo Sherlok Holmes: y lo
más extraño es que cuando le pregunto al mayordomo
del buque, él, tan amigacho mío, se hace el tonto como
si no me comprendiese... Verá usted, Ojeda, como algo
ocurre con este hombre antes de que termine el viaje.
En cualquier puerto lo reciben con músicas, discursos
y banderas, ó sube la policía y le asegura las manos
con esposas... Parece orgulloso y al mismo tiempo re-
vela una timidez incompatible con el mucho dinero.
¿Quién será?...
Maltrana llenó su copa y bebió, como si con esto
quisiese acelerar sus averiguaciones sobre el «hombre
misterioso». Después el champan y la buena comida
parecieron ejercer sobre él una inñuencia benévola.
— Confieso á usted, Ojeda, que nunca me he sentido
mejor, y por mi voluntad podía prolongarse este viaje
hasta el fin del mundo. ¡Ojalá fuese el Goethe vagando
por el Océano, como el «Holandés errante», siempre que
no se agotasen sus repuestos de víveres y bebidas!...
¿Qué falta aquí?... Mujerío elegante y hermoso que
puede verse de cerca y le dirige á uno la palabra como
á un amigo antiguo; buena mesa, fiestas, bailes y au-
sencia total de moneda. Todo se paga con bonos, ó se
arreglan cuentas en el despacho del mayordomo al final
del viaje. ¡Y este tiempo de primavera! ¡Y este buque
que es una isla!... Nunca me he visto en otra; ni en Ma-
drid cuando me convidaban á comer los políticos de
segunda clase para que escribiese bien de ellos; ni en
París cuando hacía traducciones españolas para las casas
editoriales y engañaba el hambre en los bodegones del
barrio Latino... ¡Y pensar que doña Margarita mi pa-
trona, con un cariño que data de ocho años, rezará por
el pobre don Isidro que va navegando por los mares!
¡Y pensar que á estas horas en nuestro café de la Puerta
del Sol se preguntarán aquellos chicos melenudos, que
lo saben todo y no han visto el mundo por un agujero,
9
130 V. BLASCO IBÁÑEZ
«¿Quesera del sinvergüenza de Maltrana?»! Y el más
gracioso contestará seguramente: «Debe estar en la
panza de un tiburón...» ¡Pobrecitos!
Servían los camareros el helado cuando sonó el fuerte
repiqueteo de un cuchillo contra una copa. Quedó in-
móvil la servidumbre, circularon siseos imponiendo si-
lencio y todas las cabezas se volvieron hacia un mismo
punto del comedor.
— El amigo Neptuno va á hablar — dijo Isidro.
Este Neptuno era el comandante del buque; enorme
como un gigante cuando estaba sentado, é igual á los
demás si se ponía en pie, irguiendo el hercúleo tronco
sobre unas piernas cortas. La barba dorada y canosa
invadía arrolladora una parte de su rostro rubicundo,
esparciéndose luego sobre el pecho; y en medio de esta
cascada fluvial abríase una sonrisa de bondad, casi in-
fantil. Cuando pasaba por las cubiertas, le rodeaban los
niños colgándose de su levita, danzando ante sus rodi-
llas, pidiendo que los levantase lo mismo que una plu-
ma entre sus brazos membrudos. Al encontrarse con
Isidro extremaba su sonrisa, como si adivinase en él
un ingenio gracioso, á pesar de que no podían enten-
derse bien, pues en sus pláticas no iban más allá de
unas cuantas palabras de italiano mezcladas con otras
tantas de español.
Vistiendo un smoking azul con galones de oro, bri-
llándole la calvicie sudorosa y acariciándose las bar-
bas, iba desenredando lentamente su madeja oratoria.
Una gran parte del auditorio no le comprendía, pero
todos conservaban la mirada puesta en él, con la fijeza
de la incomprensión, aumentándose por esto los titu-
beos verbales del marino.
— No parece que se explica mal Neptuno — dijo Mal-
trana en voz baja — . Ahora está hablando de su empe-
rador. Ha dicho kaiser dos veces; eso lo entiendo...
¡Eaza notable! Creo que á los capitanes alemanes les
dan lecciones de oratoria en Hamburgo y además les
enseñan á bailar. Sin tales requisitos la compañía no
entrega un buque á uno de estos padres de familia... Lo
mismo son los músicos de á bordo. Por la mañana pre-
paran los baños y limpian las escupideras, antes del
LOS ARaONAUTAS 131
almuerzo tocan instrumentos de metal, por la noche ins-
trumentos de cuerda, y todo lo hacen gratis, pues no
cuentan con otra remuneración que las propinas de los
pasajeros. ¡Cualquiera se mete en concurrencia con estas
gentes!... ¿Pero por qué se entusiasman tanto los alema-
nes, Fernando? ¿Qué dice ahora el amigo Neptuno?
— Dentschland Dentschland ilber alies ^ üher alies in der
Welt.
— ¿Y qué es eso?
— «Alemania sobre todo; sobre todo lo del mundo.»
El capitán elevó su copa dando por terminado el
discurso, y los que le comprendían pusiéronse de pie,
hombres y mujeres, instantáneamente, alzando también
sus copas. «¡HoM», gritó Neptuno; y todos contestaron
lo mismo con una regularidad mecánica, como el grito
de un regimiento que responde á la voz de su coronel.
«¡Ilochf», volvió á decir; pero esta vez, amaestrados por
el ejemplo, contestaron los pasajeros en masa con un
alborozo discordante, y el tercer «.¡Hoch!y> fué un cacareo
general, repitiendo muchos con delectación la palabra
por lo mismo que ignoraban su significado.
Un rugido de trompetería guerrera saludó desde el
antecomedor el final del brindis, y los criados reanuda-
ron apresuradamente el servicio.
—Aquí ya no dan más— dijo Maltrana después de los
postres—. Subamos al jardín de invierno á tomar el
café.
Ocuparon los dos amigos una mesita inmediata á
una de las puertas. Desde allí veían la ascensión por la
amplia escalera de todos los que abandonaban el come-
dor. Pasaron ante ellos los hijos mayores del doctor
Zurita con otros jóvenes argentinos que regresaban de
París. Todos saludaron á Maltrana con amigable fami-
liaridad. Sonreían al verle, recordando tal vez los cuen-
tos con que amenizaba sus tertulias en el fumadero á
altas horas de la noche cuando finalizaban por cansan-
cio las partidas de poker,
—Hermosa juventud— dijo á Ojeda su compañero—.
Fíjese en los tipos: altos, musculosos, esbeltos y con
una gran agilidad en los miembros. Deben ser famosos
bailarines de tango. ¡Excelentes muchachos; todos ami-
132 V. BLASCO IBÁÑJSZ
gos míos!... Vea sus dientes sanos de lobo joven; su pelo
tan abundante, que necesitan aplastarlo con pomada
hasta formar dos almohadillas lustrosas. No queda en
sus cabezas donde plantar un cabello más. Son hermosos
ejemplares del cultivo intensivo de la pilosidad... Y las
manos finas aunque estén deformadas por los ejercicios
de fuerza; y los pies pequeños, reducidos, altos de em-
peine, cuidados con meticulosidad; de día siempre en-
cerrados en charol con cañas de colores, de noche con
forro de seda calada y escarpines que martirizarían á
muchas señoras. Son pies que parecen tener una vida
aparte, pies sabios que pueden seguir sin error las más
difíciles combinaciones del baile... Y eJlas igualmente,
¡qué finura de extremidades!... En esta Arca de Noé,
amigo Fernando, se reconoce el origen étnico de cada
uno sólo con mirar al suelo... Mire esos otros que
suben.
Y sonreían los dos viendo ascender por los peldaños
algunos pies de masculina dimensión, á pesar de que
asomaban bajo una corola de faldas recogidas. Tras
ellos subían enormes zapatos de hombre embetunados
y de fuerte morro, que dejaban en la alfombra una
huella de pesadez. Muchos comerciantes que se habían
endosado el frac en honor del soberano, guardaban
sobre su abdomen la gruesa cadena de oro, cargada
como un relicario de medallones, dijes, lápices y feti-
ches, y en los pies los fuertes botines de uso diario.
Ojeda acogió con incrédula sonrisa las consideracio-
nes de su amigo acerca de la superioridad de una raza
sobre otra por la finura de las extremidades.
— Los «latinos», como usted dice, Maltrana, somos
bellamente ligeros, más «alados» que estas gentes del
Norte. Se ve la influencia aristocrática de los conquis-
tadores andaluces en los pies breves y graciosos de
las sudamericanas. El indio también tiene el pie peque-
ño... Pero ¡quién sabe si el mundo no está destinado á
ser una presa de los pies grandes! Fíjese con qué auto-
ridad insolente y ruidosa van avanzando esos navios de
cuero y cartón. Allí donde se detienen se incrustan, y
la pesada voluntad que los habita tiene que hacer un
esfuerzo para cambiarlos de lugar. Marchan sin gracia
LOS AKG()Nx\UTA8 133
y con lentitud, pero lo que ellos cubren es suyo y no lo
abandonan. Nuestros pies son más graciosos, tienen algo
del salto del pájaro, pero dejan poca huella.
Sonó una risa femenil, ruidosa, petulante, en la que
se adivinaba un deseo de hacer volver las cabezas.
Ascendió por la escalera un vestido de color de sangre,
y tras de su cola majestuosamente suelta, varios fracs
parecían correr para alcanzarlo y dominarlo.
— Nélida, nuestra amiga Nélida, con la escolta de
admiradores — dijo Maltrana — . Todas las naciones de á
bordo están representadas en su séquito amoroso. Sólo
faltamos nosotros; pero tengo la certeza de que si usted
no va á ella, ella le buscará.
Admiraba su boca de «tigresa en celo», según él de-
cía; boca de húmedo carmesí, en la que brillaba lumi-
noso el nácar de una dentadura voraz. Al abrirse con
el desperezo de la risa, los dientes, un tanto agudos,
parecían surgir de su estuche rojo como salen las uñas
de la zarpa de un felino.
Ocupó una mesa ella sola y al momento la rodearon
sus acompañantes. Hablaba en alemán, inglés, francés
y español con todos ellos, llevándose á los labios un ci-
garrillo sin encender. Uno de los adoradores se inclinó
ofreciéndole la llama de un fósforo.
— Ese es el que llaman «el barón» — dijo Maltrana — :
un belga que nos abruma con su hermosura de Antinóo,
petulante é insufrible lo mismo que esas muchachas que
alcanzan en un concurso el premio de belleza... Por el
momento es el preferido.
— ¡Nélida!... ¡Nélida!— gritó una voz de mujer.
Era la mamá que, desde una mesa cercana, preten-
día corregir con este llamamiento la audacia de su hija.
Podía tolerarse que fumasen las artistas; pero no una
señorita que viajaba con sus padres. Bastaba ver la
actitud de las damas que estaban en el jardín de in-
vierno: fingían no reparar en ella, pero se adivinaba en
sus ojos una impresión de escándalo... Todo esto pare-
ció decirlo la madre con su mirada y su breve llama-
miento. Pero Nélida se limitó á contestar fríamente:
«¡Mamá!», y encogiéndose de hombros siguió fumando.
La madre se replegó vencida, cruzó los brazos sobre el
134 V. BLASCO IBÁÑBZ
vientre y quedó con la inmovilidad de una esfinge co-
briza al lado de su esposo, que hablaba con un vecino.
— Ese padre es admirable — dijo Isidro — , tan admira-
ble como la niña. Vea su aire de patriarca, sus barbas
y melenas canas, la mansedumbre con que habla y la
deferencia con que escucha. Por dos veces se declaró en
quiebra hace años; pero en América se olvidan pronto
estas cosas, y según parece, vuelve ahora para reanudar
sus antiguos trabajos.
Había perdido en Europa gran parte de su fortuna,
pues lo que alcanza éxito á un lado del Océano no ob-
tiene buen resultado en el otro, y regresaba después de
catorce años de ausencia con el propósito de explotar
varios negocios estupendos según él que aun le queda-
ban por allá.
— Creo que es una mina — continuó— en el Norte de
la república, cerca de Bolivia, no sé si de petróleo, de
diamantes ó de libras esterlinas recién acuñadas. Ha
olido que soy pobre, y no se digna exponerme sus pla-
nes, pero ya verá usted cómo se le aproxima así que se
percate de que desea trabajar en América y lleva dinero
para eso. Le va á proponer algún negocio como se
lo está proponiendo en este momento á Pérez, el que se
sienta á su lado; Pérez el anglómano que se indignaba
esta mañana en Tenerife; el «amigo de la civilización»...
Y si el señor Kasper se digna interesar á usted en sus
asuntos, inútil es decirle que su fortuna está hecha. ¡Pa-
dre extraordinario! ...
Y Maltrana contemplaba al bondadoso patriarca con
una admiración irónica.
— De vez en cuando se da cuenta de que existe su
hija, y la acaricia bondadosamente. La madre, con el
buen sentido que ha podido salvar de la oleada de grasa
que invade su cuerpo, llama la atención de su marido
sobre la conducta de Nélida. Los escrúpulos y preocu-
paciones de una educación recibida en una república
del Pacífico la hacen protestar de los escándalos de esta
muchacha, que nada tiene suyo, que física y moral-
mente pertenece al padre, y que mira con cierta supe-
rioridad, cual si fuese una nodriza ó una criada vieja,
á la mulatona que la llevó en el vientre... Y el padre se
LOS ARGONAUTAS 135
conmueve y abraza á Nélida. «¡Pobrecita! las personas
atrasadas no saben cómo debe educarse una joven mo-
derna. Es la ignorancia, el fanatismo de la gente que
habla español...» Y Nélida, que á su vez se acuerda de
que tiene un padre, le acaricia las melenas con mano-
seos de gata amorosa y suspira agradecida: «Papá...
papá...» La familia más interesante de todo el buque.
Y aun falta el otro, el «guardia de corps».
Y señalaba un jovencito moreno, subido de color,
sentado entre los adoradores de Nélida.
— Es el hermano pequeño, el único que se asemeja á
la madre. Acompaña á Nélida por todo el buque, y ella
lo acepta como una prolongación de la familia, porque
esta vigilancia honorable le permite ir sola entre los
hombres. El muchacho es medio imbécil, le dan ataques
epilépticos, habla con incoherencia. Cuando ella tiene
interés en quedarse sola lo envía al camarote para que
busque cualquiera cosa, y el chico se resiste recordando
que debe obedecer á mamá. Pero intervienen los ado-
radores de la hermana, amigos que le dan champan y
buenos cigarros, y acaba por ausentarse, hasta que se
tropieza con la madre, que le riñe por haber olvidado
sus deberes...
Ojeda, interesado de pronto por este relato, miraba
á Nélida.
— Los dos hermanos — continuó Maltrana — se odian
con un odio de raza, y por la noche se disputan y se
pegan. Ella enseña á sus amigos las marcas de los gol-
pes; él oculta los arañazos bajo una capa de polvos, pero
afirma con un rencor balbuciente que se lo contará todo
á su hermano el mayor, el único equilibrado de la fa-
milia, un centauro de la pampa, un estanciero, al que
respeta el padre, adora la madre y tiene un miedo ho-
rrible la hermosa Nélida. Cuando habla de él se pone
pálida. Se ve que este mozo del campo no cree en «la
educación de una joven á la moderna» y arregla á palos
los problemas de honor. La niña tiembla al pensar en la
futura entrevista y en lo que pueda decir el hermanito,
que la amenaza con sus revelaciones: por ella no llega-
ríamos nunca á Buenos Aires... Pero sus terrores pasan
pronto: los olvida apenas se ve rodeada de hombres.
136 V. BLASCO IBÁÑEZ
Cuando se acaricia los labios con su lengua de gata, es
capaz de saltar por encima del vengador de la pampa
que tanto miedo le infunde.
Otra vez los ojos negros de la madre, ojos abultados
y dulces que recordaban la mirada lacrimosa de los
llamas andinos, se fijaron en la hija con una severidad
titubeante. «¡Nélida!», volvió á gritar. Pero Nélida no se
dignó responder, y bebiendo el resto de su taza púsose
de pie, encendiendo otro cigarrillo. El grupo de fieles se
levantó tras ella. Iban á pasear por la cubierta hasta la
hora del baile. Salieron en tropel, y el hermano quiso
reunirse con su madre, pero ésta se indignó:
— Anda vos con Nélida, grandísimo zonzo. ¿A qué
venís acá?... No la perdás de vista.
Con éste, que era de su color y de su sangre, mos-
trábase autoritaria la buena señora, obligándolo á correr
detrás de Nélida.
El doctor Zurita, arrellanado en su sillón, seguía con
los ojos entornados las espirales de humo de un gran ci-
garro. Las damas de su familia hablaban con otras ar-
gentinas de las mesas inmediatas.
— Le hago falta á mi buen doctor — dijo Maltrana — .
Se está aburriendo con la charla de las señoras... Yo
también siento la falta del magnífico cigarro que segu-
ramente me guarda... ¿Usted sale á la cubierta, Ojeda?...
Voy en busca del tributo.
Al aproximarse al doctor, éste pareció despertar
al mismo tiempo que rebuscaba en los bolsillos de su
smoking.
— Che y Maltrana; venga para acá, galleguito simpáti-
co... Tome uno de hoja.
Y le entregó un cigarro enorme, al mismo tiempo
que añadía en voz baja:
—Siéntese, amigo, y conversemos... Diga qué le pa-
reció esta fiesta de los gringos. ;Qué pavada! ¿No?...
Ojeda salió á la cubierta. La luz de los reverberos
incrustados en el techo de las dos calles, iluminaba de
alto á abajo á los paseantes, sin que sus cuerpos proyec-
tasen sombra en el suelo. Caminaban apresuradamen-
te, con una movilidad de bestias enjauladas, lo mismo
que se camina en los colegios, los conventos y los presi-
LOS ARGÓN A UTAS 137
dios, buscando suplir con la rapidez de la locomoción lo
limitado del espacio. Los mujeres desfilaban masculi-
namente, á grandes zancadas, temiendo la exuberancia
adiposa de una digestión inmóvil. Desafiábanse los gru-
pos á quién daba los pasos más largos, y circulaban
con una rapidez de fuga entre las ventanas de los salo-
nes y los grupos acodados en las barandas.
Más allá del nimbo de luz láctea en que iba envuelto
el buque, extendían el mar y la noche el misterio de su
obscuro azul, punteado de fosforescencias de agua y
fulgores siderales. Algunos miraban las estrellas, dis-
cutiendo sus nombres. Gentes del otro hemisferio ojea-
ban impacientes el horizonte, creyendo ver asomar á
ras del agua la famosa Cruz del Sur... No se distinguía
aún; pero dentro de cuatro ó cinco días la verían ele-
varse majestuosa en el firmamento. Y muchos parecían
entusiasmados con esta esperanza, como si al contem-
plar la constelación admirada desde la niñez se creye-
sen ya en sus casas.
La noche era calurosa. Muchas gorras habían que-
dado abandonadas en las perchas del antecomedor.
Las cabezas erguíanse descubiertas sobre el satinado
triángulo de las pecheras, brillando al pasar junto á los
reverberos con reflejos de laca negra. Ni el más leve
soplo de brisa desordenaba la armonía de los peinados
femeninos. Al cruzarse los grupos, en su apresurada
marcha se saludaban, como si no se hubiesen visto
en mucho tiempo. Cambiaban sonrisas y guiños, lo mis-
mo que en el paseo de una ciudad. Todas las mesas
del fumadero estaban ocupadas. Algunos grupos tenían
ante ellos un pequeño mantel verde y paquetes de nai-
pes. Ojeda, en una de sus vueltas, vio al señor Munster
á la puerta del café. Al fin iba á realizar sus deseos; ya
tenía medio formada su partida de hridge. Había con-
quistado en el salón á la madre de Nélida, y creía poder
contar igualmente con Mrs. Power. A pesar de esto
volvió á repetir con una tenacidad de maniático:
— ¡Qué extraño que usted no sepa, señor! ;Un juego
tan distinguido!...
Fernando, cansado de circular entre los grupos que
al encontrarse en sus vueltas se inmovilizaban obstru-
138 V. BLASCO IBÁÑBZ
yendo el paso, se detuvo en la parte de proa, apoyán-
dose en la barandilla. Sus ojos experimentaron la volup-
tuosidad del descanso al sumirse en el obscuro azul
poblado de suaves luces. Circulaba á su espalda el mo-
vimiento acompañado de vivos resplandores: ante él la
silenciosa calma del mar tropical, dormido como un
lago sin riberas.
Estaba triste. La alegría del champan que le había
acompañado al levantarse de la mesa, convertíase aho-
ra, al quedar solo, en una melancolía inexplicable.
Ojeda se comparaba á ciertas vasijas en cuyo interior
los líquidos más dulces se agrian, perdiendo su perfu-
me. ¡Ay, el doloroso recuerdo de lo que dejaba atrás!...
Un sentimiento confuso de despecho y envidia unía-
se á su tristeza. Así como el buque iba entrando en los
mares tranquilos de inmóvil esmeralda, en las noches
cálidas pobladas de titilaciones de espuma y de luz,
parecía transformarse. Un ambiente de dulce compli-
cidad, de bondadosa protección, extendíase desde los
salones lujosos á los más profundos camarotes. Hombres
y mujeres de idiomas diferentes que habían subido al
trasatlántico en distintos puertos y lo abandonarían en
diversas tierras se buscaban, se saludaban, se sonreían,
para acabar paseando juntos, hablando en alta voz pa-
labras sin interés, y mirándose al mismo tiempo fija-
mente en las pupilas, inclinando la cabeza el uno hacia
el otro como impulsados por una atracción irresistible.
Obscuros instintos servían de guía á la gran masa para
seleccionar sus afectos, fraccionándose en grupos de
dos seres, según las afinidades de sus gustos ó las ocul-
tas atracciones reflejadas en los ojos. Se modelaba aque-
lla noche el boceto de lo que iba á ser esta sociedad,
lejos del resto de la tierra, vagabunda sobre una cas-
cara de acero en el desierto de los mares. Este mundo
efímero que sólo podía durar diez ó doce días, ofrecería
los mismos incidentes de un mundo que durase siglos.
Los diez días iban á representar en la vida de muchos
tanto como diez años.
Alguien había saltado al buque en las últimas esca-
las. No era la esperanza sin cabeza y con alas la única
intrusa. Venía oculto en los profundos sollados — como
LOS ARGONAUTAS 139
aquellos vagabundos descubiertos á la salida de Te-
nerife—, y al verse en pleno mar de romanza, tran-
quilo y luminoso, deslizábase furtivamente de su es-
condrijo, iba examinando las caras de sus compañeros
de viaje, los aparejaba según sus gustos, é invisible y
benévolo, empujábalos unos hacia otros. Una atmósfera
nueva se esparcía por las entrañas del buque. Respira-
ban los pechos otro aire, provocador de inexplicables
suspiros. Los que hasta entonces habían dormitado tran-
quilamente, arrullados por las ondulaciones del Océa-
no, se revolverían en adelante inquietos durante las
noches tranquilas y estrelladas, no pudiendo conciliar
el sueño.
Los ojos femeniles iban á descubrir inesperadas
atracciones en el mismo hombre contemplado con
aversión ó indiferencia durante los primeros días del
viaje. Las mujeres se transformaban con una valoriza-
ción creciente, apareciendo más seductoras á cada
puesta de sol, como si el trópico comunicase nueva
savia á las hermosuras decaídas; como si la proa del
navio, al partir las olas buscando las soledades del
Ecuador, se aproximase á la legendaria Fontana de
Juventud, soñada' por los conquistadores.
Ojeda conocía á este intruso, invisible y juguetón,
que revolucionaba el trasatlántico: y el intruso lo cono-
cía igualmente, desde algunos años antes. Tal vez le ro-
zase como á los otros con sus alas de mariposa inquieta,
pero al reconocerle, seguiría su camino. Nada tenía que
hacer con él... Y esta certeza de permanecer al margen
de la vida pasional que iba á desarrollarse en medio del
Océano, amargaba á Fernando. Viajero por amor, ten-
dría que contemplar la felicidad ajena, como los eremi-
tas del desierto contemplaban las rosadas y fantásticas
desnudeces evocadas por el maligno. ¡Ay, quién podría
darle en viviente realidad la imagen algo esfumada
que latía en su recuerdo!... ¡Pasear sintiendo el dulce
brazo en su brazo; soñar arriba, en la última cubierta,
ocultos tras un bote, las bocas juntas, la mirada perdi-
da en el infinito; vivir toda una vida en tres metros de
espacio, entre los tabiques de un camarote, despertando
del amoroso anonadamiento con la campana del puente
140 V. BLASCO ÍBÁÑJíJi^.
que sonaba en la inmensidad oceánica, discreta y tími-
da, como la otra campana monjil!... Y sumiendo Fer-
nando su mirada en los borbotones de espuma, motea-
dos de puntos de luz que resbalaban por el flanco del
navio, gimió mentalmente, con un llamamiento angus-
tioso:
— ¡Oh Teri!... ¡Alegría de mi existencia!
Una ligera tos le hizo volver la cabeza, y vio junto
á él, apoyada en la baranda, á Mrs. Power, su vecina
del comedor. Un tul azulado cubría la desnudez de su
escote. Llevábase á la boca el cabo dorado de un ciga-
rrillo, y un surtidor de humo partía de sus labios toman-
do reflejos de iris bajo el resplandor eléctrico, antes de
perderse en la obscuridad.
El primer movimiento de Ojeda fué de molestia y de
cólera, como el que en mitad de un ensueño dulce se ve
despertado. Aborrecía á esta mujer hermosa, por su tie-
sura varonil: no podía soportar la mirada de sus ojos
claros de fijeza insolente, que parecían retar á un duelo
á muerte.
Quiso volver la cabeza hacia el Océano, pero ella no
le dio tiempo.
— ¿Es la luna? — preguntó en inglés señalando una
leve mancha láctea á ras del horizonte.
— Tal vez— respondió Fernando en el mismo idio-
ma— . Pero no... Creo que la luna sale más tarde,
Y tras este cambio breve de palabras, que recordaba
los diálogos incoherentes de un método de lenguas, los
dos se vieron súbitamente aproximados. Ojeda no supo
si fué él quien avanzó por instinto ó ella con la varonil
intrepidez de su raza; pero sus codos se tocaron en la
barandilla y sus cabezas quedaron separadas únicamen-
te por una pequeña lámina de atmósfera.
Mrs. Power preguntó á Fernando por su amigo,
sonriendo al recordar su movilidad y el lenguaje híbrido
y pintoresco con que la saludaba todas las mañanas.
Un tipo interesante míster Maltrana: ¡lástima que ella
no pudiese entender muchas de sus palabras!... Y el re-
cuerdo de las dificultades de lenguaje que se sufrían á
bordo le sirvió para justificar su aproximación á Ojeda.
Necesitaba un amigo que conociese su idioma. Con-
LOS ARGONAUTAS 141
versaba de vez en cuando con los Lowe, aquel matri-
monio de compatriotas suyos; pero... Y hacía un gesto
de altivez para indicar que no eran de su clase.
A la tropa de americanos ruidosos la mantenía ale-
jada. Eran viajantes de comercio, ganaderos de las pra-
deras, gente ordinaria. Se aburría con las señoras de
otras nacionalidades que hablaban inglés. Ella había
gustado siempre de la sociedad de los hombres... Luego
interrumpió el curso de la conversación para preguntar
á Ojeda cuánto tiempo había vivido en los Estados Uni-
dos, y al enterarse de que nunca había estado allá pro-
rrumpió en una exclamación de asombro. ¡Ahó! Se
echaba atrás como si la acabase de ofender una falta
imperdonable de respeto. Pero se repuso inmediatamen-
te de esta impresión de desagrado.
-—¡All right! Usted me enseñará el español y yo le
perfeccionaré en el inglés. Se adivina que lo aprendió
en Londres. Los americanos lo hablamos mejor; eso lo
sabe todo el mundo.
Y convencida de la superioridad de su país sobre
todo lo existente, propuso á Fernando que fuese su ami-
go con igual gesto que si contratase un buen servidor
para su casa. A impulsos de su franqueza dominadora,
no ocultaba que se había enterado de la historia de él,
así como de las de todos los que en el buque atraían su
atención.
— Usted es poeta, lo sé, y yo nada tengo áepoetical: se
lo advierto... Mi padre sí; mi padre era alemán y muy
dado á las cosas del sentimentalismo. Yo he nacido para
los negocios, y ayudo á mi marido. ¡Si no fuese por mí!...
Un paseante interrumpió la conversación. Era el
señor Munster, que llevándose una mano al casquete,
suplicaba humildemente:
—Señora, acuérdese de su promesa... La aguardamos
en el salón para nuestra partida de hridge. Usted sólo
falta para que empecemos.
Mrs. Power sonrió con una amabilidad feroz. «Lue-
go iré.» Y Munster, comprendiendo lo enojoso de su pre-
sencia, se retiró discretamente antes de que la dama le
volviese la espalda.
Ella siguió hablando de su carácter; un carácter
142 V. BLASCO IBÁÑEZ
práctico, incompatible con la ilusión poetical. Atacaba
ferozmente el odiado fantasma de la poesía, como si
viese en él un motivo de errores y desgracias. Luego
habló de su marido con un entusiasmo tenaz, molesto
para Ojeda. Era más alto que él y de una distinción
que conquistaba el respeto de todos. Había nacido en la
Quinta Avenida de Nueva York, hijo de un famoso ban-
quero; pero la familia estaba arruinada.
— Usted, señor, es de los más distinguidos de á bor-
do, y por esto hablo con usted... Pero no llega ni con
mucho á míster Power. Le falta algo. Usted lleva la
corbata de un color y el pañuelo de otro. Mi país es el
único donde el hombre puede llamarse elegante. Míster
Power no saldrá á la calle si no lleva del mismo tono la
corbata, el pañuelo y los calcetines. Es lo menos que
puede hacer un gentleman que se respeta.
Pero Fernando apenas escuchaba estas lecciones,
expuestas con gravedad científica. Sentíase perturbado
por una embriaguez ascendente, como si el vino que
poco antes parecía contraerse con tristeza en su interior
hiciese explosión de nuevo, avasallando sus sentidos.
Fijábase en los ojos de la norteamericana, en sus pupilas
líquidas y temblonas, que se destacaban del nácar de
las córneas con el brillo de una luz cambiante, reflejo
mixto de malicia y de candidez.
Acariciábale un perfume que venía de ella como una
música lejana y conocida. Tal vez fuese ilusión de sus
sentidos, excitados por el recuerdo; tal vez una errónea
semejanza al encontrarse por vez primera, luego de su
embarque, al lado de una mujer elegante. Aquella ame-
ricana olía lo mismo que la otra; esparcía uno de esos
perfumes indefinibles que no pueden adquirirse, pues
carecen de nombre; un perfume irreal, que es como el
uniforme impalpable que envuelve á las mujeres de
todos los países acostumbradas á una vida de comodi-
dades y refinamientos; perfume de carne cuidada con
amor, de epidermis pulida por el frote higiénico: «olor
de agua», según decía Ojeda.
«¡Oh Teri!... ¡Teri!» Sus ojos encontraban también
una semejanza fraternal en el cuello esbelto y ligera-
mente inclinado, lo mismo que el vastago de una flor
LOS ARGONAUTAS 143
que se ladea graciosamente bajo su peso; en las manos
de blancura de hostia, con uñas abombadas y brillantes,
parecidas á pétalos de rosa.
Era Mrs. Power; bastaba ver sus ojos de agua con-
movida, escuchar su palabra glacial de mujer de nego-
cios para convencerse de su identidad; pero al mismo
tiempo era la otra, por la línea majestuosa de su cuerpo,
por el ademán suelto y despreocupado de hembra ele-
gante segura de su poder de seducción, por el halo de
perfume luminoso que parecía envolverla. Ojeda es-
cuchaba su voz sin saber qué decía, pensando en Teri,
viéndola junto á él, bajo una nueva forma. Miraba á
Mrs. Power "Como si fuera una máscara que acabase de
encontrar en un baile y de la cual conocía el secreto
á pesar de la voz fingida y el rostro desfigurado.
Llevaba varios días poblando la vida solitaria de á
bordo con la imagen de Teri. Se había paseado con ella
por el desierto de la última cubierta, oprimiendo su
brazo aéreo, oyendo el leve crujido de sus pasos invisi-
bles, murmurando dulces palabras que sólo obtenían
una respuesta mental. Ella ocupaba un sillón vacío
junto á sus libros en las largas tardes de lectura, y por
la noche, al abrir el camarote, deslizábase tras de sus
huellas, misteriosa y sonriente, para no abandonarle
en las horas de insomnio y ser lo último que veían sus
ojos, esfumándose como una visión que se aleja cuando
al fin le rozaba la mano del sueño.
Ahora la mujer impalpable y luminosa que le seguía
á todas partes había desaparecido, pero era para ocul-
tarse indudablemente dentro de aquella otra real y tan-
gible que tenía á su lado. Esta reencarnación se hacía
sentir con un contacto menos ilusorio; pero en el miste-
rio de su encierro la delataba su perfume. «¡Oh Teri!
¡Teri!» Su única preocupación por el momento era que
la americana no dejase de hablar, que no huyese, lle-
vándose con ella su oloroso nimbo.
Quiso Ojeda conocer su nombre de nacimiento, libre
del apellido marital; y al oir que se llamaba Maud,
experimentó cierto descontento. Estaba esperando, no
sabía por qué, otro nombre, una revelación que justifi-
case sus ilusiones.
144 V. BLASCO IBÁÑE7,
Maud siguió hablando de su marido, haciendo elo-
gios de sus condiciones físicas y compadeciendo al mis-
mo tiempo su simpleza de niño grande, versado úni-
camente en elegancias y Juegos atléticos. Ella era el
varón fuerte, la cabeza directora de la asociación ma-
trimonial. Había ido á Nueva York en busca de nuevos
capitales para un negocio de caucho que tenían en el
Brasil. Su marido sólo servía para admirarla y obede-
cerla, y ella había de hacer frente á los accidentes del
comercio, empleando la palabra melosa, la sonrisa enig-
mática y el gesto de enojo en esta pelea por el dollar.
Los quince días pasados en París al regreso de los
Estados Unidos habían sido los mejores de su viaje. Una
vida de muchacho aturdido con varias compatriotas li-
bres como ella de las viejas ataduras del sexo; una exis-
tencia de estudiante; teatros, cenas hasta altas horas de
la noche, sin más hombres que algún gentleman viejo
que acompañaba á esta tropa de emancipadas lo mismo
que un guardián de harén sigue á las odaliscas en va-
caciones. Y nada de visitas á los Bancos ó de conferen-
cias feroces como las que había tenido dentro de un es-
critorio inmediato á las nubes, en el piso treinta y cuatro
de un rascacielos neoyorldno. ;Lo que cuesta cazar el
dollar, tan necesario para la vida!... Pero regresaba
satisfecha de su viaje, pensando en el suspiro de alivio
que exhalaría míster Power cuando en el muelle de Río
Janeiro le explicase que el peligro de ruina quedaba
conjurado gracias á ella. ¡Adorable niño grande! ¿Qué
haría el pobre en el mundo sin su mujer?...
Y en esta charla surgía á cada momento el elogio del
marido, el tierno entusiasmo por su vistosa inutilidad,
lo que producía en Fernando cierta irritación... ¿Y para
esto se le había acercado con aire de jiirt aquella se-
ñora?...
Una trompeta lanzó á guisa de llamada el toque arro-
gante y provocador del héroe Sigfrido. Corrieron los
paseantes con el alborozo que despierta todo suceso ex-
traordinario en la vida tranquila de á bordo. Era la
señal para el baile. Mrs. Power y Ojeda fueron tam-
bién hacia el fumadero, en cuyos alrededores se aglo-
meraba la gente.
LOS ARGONAUTAS 145
Formábanse los miísicos de dos en dos, y tras ellos
se agitaba el comandante dando órdenes en varias len-
guas, acariciándose la amplia barba j saludando á las
señoras. Rogaba á todos que se agrupasen en parejas.
Iba á empezar la fiesta con la polonesa tradicional, so-
lemne paseo por las cubiertas, antes de llegar al come-
dor, convertido en salón de baile.
El «amigo Neptuno» — como le llamaba Maltrana —
pareció dudar algunos segundos al escoger su acom-
pañante. Quería dedicar este honor á la más alta dama
del buque, y sus ojos iban indecisos del collar de per-
las de la esposa del millonario gringo á los lentes y la
majestuosa corpulencia de la señora del doctor Zurita.
Pero el santo respeto á la autoridad y las categorías
sociales no daba lugar á dudas. El doctor había sido
ministro en su país, y esto bastó para que el hombre
de mar, inclinándose sobre sus piernas cortas con una
galantería versallesca, ofreciese su brazo á la matrona
argentina.
Tras de ellos se formó la fila de parejas, escogiéndo-
se unos á otros según anteriores preferencias ó al azar
de la proximidad, con bizarros contrastes que provoca-
ban risas y gritos. Las señoras viejas, los niños y los
domésticos presenciaban el arreglo de esta procesión
agolpados en puertas y ventanas. Isidro daba el brazo
á la tiple noble de la compañía de opereta, d^ueña volu-
minosa de cara herpética que ostentaba sobre la pechuga
una condecoración turca.
Maud contempló la formación con mirada irónica,
pero de pronto sintióse arrastrada por la alegría gene-
ral: «Nosotros también.» Y tomando el brazo de Ojeda
se introdujo en la fila.
Rompió á tocar la música una marclia solemne, una
de tantas «Marcha de las antorchas» escritas para na-
toJicios y matrimonios de pequeños príncipes alemanes,
y la procesión se puso en movimiento, contoneándose
las parejas al compás del ritmo.
Corrían del interior del buque las camareras con go-
rrito de blondas y los stewards de cor])ata blanca para
presenciar este desfile, riendo con una buena fe germá-
nica al ver á los señores agarrados del brazo y mar-
10
146 V. BLASCO IBANBZ
chando con las caderas balanceantes. La cabeza del
desñie desapareció de pronto y el rugido de cobres fué
debilitándose. La «polonesa», saliendo del paseo al aire
libre, se introducía en los salones serpenteando entre
mesas y sillas hasta desembocar en el paseo de la banda
opuesta, donde los instrumentos recobraban su primiti-
va sonoridad. Otras veces la música se perdía gradual-
mente, como si la absorbiesen las entrañas del buque,
y el desfile iba descendiendo por las amplias escaleras
á los pisos inferiores.
Delante de Mrs. Power iba Nélida, la única que se
apoyaba al mismo tiempo en los brazos de dos hombres,
ün joven alemán, que se hacía pasar por pariente suyo,
y el «barón», el belga hermosote, la escoltaban, hablán-
dose afectuosamente como amigos que beben juntos y
juegan al poker, pero con un rencor en la mirada de
hombres bien educados que consideran la mayor de las
distinciones saber ocultar sus sentimientos. Y ella mos-
trábase contenta por este doble deseo que tiraba de sus
brazos y la envolvía en un ambiente de sorda pelea: se
dejaba llevar casi á rastras, encorvada su esbelta figu-
ra, riendo sin saber de qué, con la boca seca, abarcan-
do á los dos varones en la mirada de sus ojos húmedos
y ávidos que parecían englobarlos en una predilección
idéntica, sin poder distinguir el uno del otro.
La compañera de Fernando fué transformándose al
marchar entre los gritos y risas de este alborozo gene-
ral. Percibía él ahora con mayor intensidad el perfume
misterioso escapándose de las profundidades del escote.
Hasta creyó sentir en el puño una ligera crispación de
la mano de Maud, un movimiento tal vez inconsciente,
un leve roce despertador que se ensanchaba en ondas
de emoción hasta los extremos de su organismo, y unas
veces le hacía caminar como si volase y otras parecía
clavarle en el suelo. Era tal vez una caricia irreal, ima-
ginada más bien que sentida, pero idéntica á otras que
perduraban en su recuerdo... Además, el mismo roce
de curvas armoniosas al marchar; igual encontrón con
unas durezas de contacto fulminante. La pesadumbre
del brazo femenil se hacía por momentos más sensi-
ble. Un hombro desnudo se apoyaba en él, dejando
LOS ARGONAUTAS 147
sobre el paño negro del smoking tenues manchas de
velutina.
Al volver hacia ella una mirada ávida y encontrar-
se con sus ojos no sentía extrañeza, como si los cono-
ciera desde mucho antes. Eran grises, y los que él lleva-
ba en su recuerdo eran negros con reflejos de ámbar;
pero unos y otros le miraban de igual modo, con una
expresión invitadora. Fernando sintió el temblor que
avisa la llegada de la fortuna, la emoción que precede
á los grandes triunfos... ¡La vida es hermosa!... Y un
estremecimiento del brazo adorable pareció responder
ensalzando mudamente la belleza de una existencia
que puede elevarse, gracias al amor, por encima de
todas las realidades.
Se vieron de pronto debajo de las banderas y las
guirnaldas eléctricas. La música, apelotonada en un
extremo del comedor, había cambiado de ritmo, y las
parejas, así como iban entrando, giraban enlazadas
siguiendo las caricias de un vals.
Instintivamente se recogió Maud la cola del vestido,
apoyó Ojeda un brazo en su talle y experimentaron
cierta sorpresa al verse entre los danzarines demasiado
numerosos, que chocaban con rudos encuentros de co-
dos y de grupas. La ilusión, el champan y el deseo, fer-
mentando sordamente en él, parecieron explotar de
pronto removidos por las vueltas de la danza. Su brazo
retenía enérgicamente el talle de Maud, como temeroso
de que pudiese huir: mirábanse en las pupilas con una
fijeza agresiva, lo mismo que los luchadores que quieren
reconocerse bien, en el último instante, antes de caer el
uno en brazos del otro.
Balbuceaba Ojeda sin saber ciertamente lo que decía.
Hablaba ahora en castellano, y su súplica incoherente
era una especie de música sin palabras cuya vaguedad
producía en él cierta emoción.
—Dique sí... di que quieres... Sería yo tan dichoso...
¡tanto!...
Ella sonrió, agradeciendo tal vez que hablase en su
idioma, lo que le evitaba la obligación de comprender
y ruborizarse. Al mismo tiempo sus ojos se entornaban
para mirarle con una expresión de caricia anticipada.
148 V, BLASCO IBÁÑE2;
Cesó la música; las parejas se retiraron dándose el
brazo. Maud se inclinó un momento para corregir el
desorden de su falda, y al incorporarse mostró un gesto
de altivez, como si recordase algo que le devolvía su
glacial serenidad.
Se dirigió á la puerta seguida de él, que en su exal-
tación no se daba cuenta de este cambio repentino.
Continuaba hablando en español, repitiendo la mis-
ma súplica con un tuteo pasional. Y ella por dos veces,
sonriendo de las dificultades de su pronunciación, le
dio la respuesta en el mismo idioma:
— No compregndo... no compregndo.
En el antecomedor le tendió una mano para des-
pedirse. Se retiraba á su camarote: gustaba de acos-
tarse temprano; esta noche había sido extraordinaria.
Ojeda se ladeó como si intentase cortarla el paso, al
mismo tiempo que su voz se hacía más suplicante. ¿Irse?
¿Dejarlo en la soledad de aquella fiesta donde todo le
era extraño y antipático?.,. Se sentía enfermo.
Pero ella le atajó con su ironía helada.
— Debe ser el estómago. Vea al médico... A mí no me
impresionan esas quejas: ya sabe que no soy poetical.
Fernando insistió. Le esperaba una noche horrible:
no podría dormir.
—Yo le enviaré con la doncella unos sellos que dan
sueño.
¡Oh, si ella quisiera!... ¡Si le permitiese ir detrás de
sus pasos al encuentro de la felicidad!
— No compregndo... no compregndo.
Repitió su súplica en inglés y ella lo miró entonces
de abajo arriba, sin odio, sin escándalo, con extrañeza,
como en presencia de un atentado á las buenas formas
sociales, asombrada de la rapidez con que aquel hom-
bre pretendía suprimir de golpe todas las esperas pru-
dentes establecidas por la costumbre.
—Good nithg — dijo fríamente.
Y le volvió la espalda, alejándose por el corredor
que conducía á los camarotes de preferencia, erguida y
majestuosa.
Desconcertado por una escena que nadie había visto,
sintió Ojeda el impulso de huir, como si fuese á esta-
LOS ARGONAUTAS 149
llar en torno de él una explosión de carcajadas. Arriba,
en la cubierta, sólo quedaban los paseantes tenaces, y
en el café los jugadores de poker ^ para los cuales no
habían músicas ni bailes que pudiesen alejarlos del
tapete verde. La familia italiana rodeaba á su prelado
empujándolo cariñosamente. ¡Animo, ilustrísimo! De-
bía descender al salón para echar un vistazo á la fiesta
y lucir la cruz de oro. Aquí no estaban en tierra y la
vida permitía mayores libertades. Hasta el abate de las
conferencias andaba por las cercanías del baile asoma^n-
do su cara barbuda. «El mar... es el mar, Monseñor.»
Persistió en Fernando la misma sensación de des-
concierto y de miedo al tropezarse con los paseantes,
cual si éstos pudiesen adivinar lo que ha.bía ocurrido
abajo. Le molestaba la música por creerla semejante á
una risa burlona. Otra vez necesitaba huir en busca de
obscuridad y silencio: y tomó una de las escaleras que
conducían á la cubierta de los botes.
Arriba creyó despertar, con el fresco de la noche,
como los ebrios que reciben de pronto una corriente de
aire. Hasta allí le había acompañado un sentimiento
de despecho; la cólera de su orgullo varonil herido por el
fracaso; el escozor de una situación ridicula. Pero ahora
le atormentaba el remordimiento: sentía vergüenza de
él mismo; deseaba empequeñecerse, desaparecer, como
si una mirada iracunda le espiase en la sombra.
— Muy bien, señor Ojeda — murmuró irónicamente — :
se está usted portando como un caballero.
Y dejándose caer en un banco, añadió con rabia:
— Eres un canalla; un canalla que merece la muerte.
Sólo habían transcurrido unos minutos, y se pre-
guntaba con extrañeza si era él mismo el que danzaba
abajo, enloquecido por el perfume de una señora, á la
que sólo conocía desde unas horas antes, balbuceando
como un mozuelo atrevidas proposiciones. ¡Ah, misera-
ble sin voluntad!.,. Abandonaba con rudo tirón su vida
anterior, marchaba aventureramente al otro hemisferio,
todo por una mujer, y á las primeras jornadas, cuando
aun brillaban sobre sus cabezas las mismas estrellas,
arrastrábase con súplicas viles ante una desconocida, á
impulsos de un deseo fulminante que hacía reir.
150 V. BLASCO IBÁÑEZ
Sentía vergüenza al recordar las palabras que había
escrito en la tarde anterior, imitando la firmeza de los
héroes wagnerianos, «Y cuando estemos alejados, ¿quién
podrá separarnos?...» Un solo día había bastado para
que olvidase sus juramentos. Aun no habría salido á
aquellas horas su carta de Tenerife, y ya estaba lo
mismo que Sigfrido, olvidado de Brunilda, humillán-
dose amoroso á los pies de una Gotunda que se burlaba
de él. Y esto lo había hecho por voluntad espontánea,
sin necesitar de nitros de olvido.
Cerraba los puños amenazándose á sí mismo; pero
un sentimiento de tristeza y desaliento sucedía á esta
indignación. Deseaba ocultarse, como si en su vergüen-
za necesitase más sombra, más silencio, y huyó otra
vez, siempre hacia lo alto, remontando la escalera de
la última toldilla, cerca del puente.
Aquí, calma absoluta: la escasez de luz hacía más
visible el azul profundo del cielo, más intenso el fulgor
de los astros. La torre de la chimenea destacaba su
obscura masa sobre el espacio, punteado de resplando-
res; las vedijas de humo, al escaparse de su boca, em-
pañaban por unos instantes el brillo de las constelacio-
nes. El balanceo del barco hacía pasar las estrellas de
un lado á otro de los mástiles, como luciérnagas jugue-
tonas que saltasen entre palos y cordajes.
Ojeda experimentó la sensación de paz que descien-
de del cielo de la noche sobre los grandes dolores. Ha-
bía momentos en que deseaba llorar lo mismo que un
niño que implora perdón. «;Teri!... ¡Teri!» Ella viviría
á aquellas horas seguramente pensando en él. Tal vez
estaba ya en París, y en medio de los ruidos del bulevar,
en un teatro ó en una fiesta, su imaginación apartábase
de lo inmediato para seguir con angustia la marcha de
un buque que sólo conocía de nombre. ;Ay, si ella su-
piese! ;Si ella pudiese ver!...
Se analizaba Ojeda con minuciosidad cruel. No era
digno de la dicha que había acompañado los mejores
años de su existencia. Y sin embargo, él no se creía
responsable; era su alma, el sexo de su alma, completa-
mente distinto y divergente de su sexo material. Hom*
bre como los otros, agitado y dominado por una viri-
LOS ARGONAUTAS 151
lidad rápida en sus impulsos, bestia de presa capaz de
atropellar y matar, lo mismo que los varones prehistó-
ricos, cuando le perturbaba la embriaguez del deseo,
reconocía sin embargo que su alma era femenil, como
las de la mayor parte de los humanos. Bastaba la visión
de una carne desconocida, una sonrisa, una ojeada, para
que diese al olvido juramentos y compromisos.
Se insultaba fríamente, y para aminorar su culpa
incluía en esta vergüenza á todos sus semejantes. «Nos
consideramos muy hombres y tenemos un alma de cor-
tesana. Estamos á la espera de lo que llega, crédulos y
fatuos para aceptar como una fortuna la primera hem-
bra que nos mire, ágiles y prontos para nuevos deseos,
olvidando el ayer con la inconsciencia de una profesio-
nal...»
De nuevo el recuerdo de la carta con los juramentos
de Sigfrido volvió á su memoria. Aquel héroe membru-
do, que con la espada partía yunques y mataba drago-
nes, tenía igualmente un alma de mujer. Apenas sepa-
rado de Brunilda la olvidaba, fijando sus ojos en otra.
En cambio ella, la femenina walkyria, era el hombre
en esta asociación amorosa. Su alma, varonil y fuerte,
pertenecía á la aristocracia de los que prolongan un
amor único hasta el más alto idealismo, ennobleciendo
de este modo los instintos de la carne. Era el andrógino
de las remotas leyendas, hombre y mujer á un tiempo;
la personificación del verdadero amor, que domina la
sed de nuevos deseos, desconoce la curiosidad que ins-
pira lo extraño y anhela confundirse con el ser que
ama, hasta suprimir toda dualidad y que los dos sean
eternamente uno solo.
Y Teri era así. Con su charla de pájaro y su carácter
en apariencia frivolo, era el varón fuerte é inconmovible.
Expuesta á las tentaciones de otros hombres que la de-
seaban, no había vacilado jamás. Y él era la mujer sin
voluntad: el alma débil y vulnerable á todo deseo; el
instinto caprichoso que había que vigilar de cerca y tener
siempre de la mano como á un niño enfermo.
Cuando juraba ser fiel con los más solemnes jura-
mentos, poniendo por testigos el honor y la vida, nunca
estaba seguro de decir verdad. Sentía la sospecha de
lo2 V. BLAbCO iba>;ez
que al día siguiente una blancura entrevista, un revolo-
teo de faldas, lo armonioso de una línea, el ritmo de un
paso, la simple novedad de lo ignorado, podían hacerle
correr fuera de su camino lo mismo que una bestia en
celo. Y así era él: así la mayoría de sus semejantes. Y
este animal, que enloquecido por lo que considera amor,
tiene en el momento supremo de su dicha movimientos
simiescos, gesticulaciones demoníacas, zarpazos de fiera,
es el más noble de la creación, el único depositario de la
verdad. ¡Qué dirían de los hombres las tranquilas estre-
llas si alguna vez los habían seguido con sus guiños lu-
minosos! . . . ¡ Ah, miseria!
Pasaba el tiempo sin que tuviese fuerzas para aban-
donar aquel banco, lejos de la luz. Temía volver al ruido
de abajo; retardaba el instante de entrar en su camarote,
como si de ios tabiques pudieran desprenderse, saliendo
á su encuentro, los recuerdos que había clavado con la
fijeza de sus ojos en las horas nocturnas de melancolía.
Tres veces sonó la campana mientras él estaba allí,
inmovilizado por el abatimiento, y otras tantas con-
testó desde lo alto del trinquete el baladro del serviola
anuncia-ndo que las luces de posición seguían encendi-
das. Un oficial paseaba por el puente con la espalda algo
encorvada y las manos en los bolsillos, deteniéndose á
cada vuelta para sondear con sus ojos la obscuridad.
Fernando le encontró cierto aire de monje, yendo y vol-
viendo con igual número de pasos por su claustro de
acero. Junto á una luz oculta, que esparcía una tenue
mancha rojiza (el resplandor de la bitácora), estaba
otro hombre con los brazos en cruz, abarcando la rueda
reguladora de la dirección del buque. Y acurrucado en
su minarete, en medio de las tinieblas perforadas por
luminosos parpadeos, existía el centinela invisible, el
ronco cantor de las horas, espía avanzado que escrutaba
los hostiles misterios de la noche y del mar.
Contemplábalos Ojeda con respeto y envidia, sumi-
dos en su gravedad silenciosa, que tenía algo de sacer-
dotal: insensibles á la música y los rumores de fiesta que
venían de abajo; huyendo de los reflejos luminosos que
esparcía el buque soln^e sus costados como un halo de
gloria; avanzando la cabeza en la noche para husmearla
LOS ARGONAUTAS 153
mejor, indiferentes al mundo alegre y variado que inva-
día las entrañas de la nave en cada viaje; sólidamente
adheridos al testuz del monstruo cuya marcha guiaban,
como el cornac guía al elefante montado en su frente.
Eran hombres ocupados en algo más importante que bal-
bucear deseos al paso de una hembra. La vida les había
impuesto una obligación y la cumplían severamente, sin
conocer arrepentimientos ni vergüenzas.
El trabajo disciplinado por la responsabilidad se le
apareció como la función más noble y envidiable. Estos
ermitaños del puente y de la cofa, tendrían á no dudar
su vida de pasión cual todo el mundo; conocerían el
amor, que es algo indispensable para la existencia; lle-
varían en su alma la flor del recuerdo. Tal vez el oficial
iba acompañado en sus paseos por la imagen de alguna
fraulein rubia y sensible que contaba los días en un
puerto anseático aguardando la vuelta del buque; tal
vez los marineros contemplaban en el espejo de su rudi-
mentaria imaginación á la compañera ventruda y mal
calzada con su grupo de pequeñuelos carillenos y peli-
blancos.
Desde su asiento, á través del marco de una ventana,
veía también al telegrafista escribiendo con la cabeza
baja é interrumpiendo su escritura para escuchar el
lenguaje chirriante de los aparatos. Atendía mecánica-
mente á otros pensamientos perdidos en la noche á una
distancia de centenares de millas, y apenas terminada
la conversación recuperaba su pluma. Bien podía ser que
escribiese á su amada llenando el papel con versos inge-
nuos y simples, como la florecilla azul que apunta en el
alma de toda pasión germánica.
Y al adivinar el amor en estos esclavos de la respon-
sabilidad que velaban por la suerte del pueblo flotante,
lo veía único, noble, rectilíneo, lo mismo que el deber y
la disciplina que mantenían á todos en su puesto.
Oyó pisadas en la toldilla. Una silueta avanzaba
titubeante, explorando los rincones. Era Maltrana, que
al reconocerle se dirigió hacia él lamentando su desapari-
ción... ¿Qué hacía allí? ¿Por qué no estaba abajo?... Y
acompañaba sus palabras con grandes risas y cariñosos
palmoteos. Fernando vio en sus ojos el brillo de una ex-
154 V. BLASCO IBÁÑBZ
traordinária agitación. Al hablar esparcía su boca un
vaho alcohólico.
— La gran noche, amigo Ojeda: y eso que aun estamos
como quien dice al principio. Esos muchachos son en-
cantadores. Tenemos concertada una pequeña reunión
con varias chicas de la opereta para cuando termine el
baile y se acueste la gente seria... ¿Y Nélida? Una va-
liente. Se ha deslizado fuera del salón, mientras á su
hermanito lo emborrachan los amigos de la banda. Su
primer flirt ^ el alemán que se titula pariente y viene con
ella desde Hamburgo, anda loco por todo el buque sin
poder encontrarla. Yo soy el único que sabe dónde está:
iyo lo sé todo! La he visto entrar cautelosamente en su
camarote, lo mismo que una gata estremecida, y como
llegaba después de ella el barón belga... Y el otro busca
que busca. ¡Lo más divertido! ¿Pero qué tiene usted?
¿Por qué está triste?...
Fernando experimentó un deseo egoísta de comuni-
car su desaliento y su amargura á este amigo regocijado.
— Soy un miserable que siente asco de sí mismo. Un
verdadero miserable.
Quedó Maltrana indeciso, no sabiendo qué gesto
adoptar ante una afirmación tan inesperada... Luego se
encogió de hombros y volvió á reir, como si leyese en el
pensamiento de Ojeda.
¡Un miserable!... ¿y qué? El también lo era; y todos
en el buque lo eran igualmente. Y así como el viaje
fuera haciéndose más largo y avanzase el Goethe la proa
en los mares luminosos y cálidos, todos iban á sentirse
poseídos por esta miseria que avergonzaba á Fernan-
do... ¡Quién sabe si alguno llegaría á rugir y á andará
cuatro patas como los libertinos de las leyendas conver-
tidos en bestias!...
— Ya nos limpiaremos de pecados al llegar á tierra,
amigo mío. Aquí debemos vivir con arreglo al ambien-
te. La responsabilidad no es nuestra. El culpable es ese...
el gran impuro, el eterno fecundador que aun guarda en
sus entrañas el secreto genésico de los primeros latidos
de la vida.
Y Maltrana, borracho, señalaba el mar obscuro, in-
crepándolo con una furia cómica... Pasaban sobre su
LOS ARGONAUTAS 166
lomo, lo arañaban cruelmente con la quilla, bien comi-
dos, el pensamiento en reposo, los miembros en huelga,
y él se vengaba de este rudo despertar enviándoles un
aliento afrodisíaco, que esparcía el deseo y la locura.
— ;Ah grandísimo tentador!... jGaleoto con mostachos
de algas... Celestina de arrugas verdes!
Por algo habían florecido en las islas mediterráneas
los pueblos adoradores de Afrodita, que hicieron vibrar
todas las cuerdas del arpa de la voluptuosidad; por algo
se habían elevado en las costas las blancas columnatas
de los santuarios de amor, con sus rebaños de cortesa-
nas sagradas; por algo los poetas sacerdotales habían
hecho nacer á Venus de la espuma de las olas.
V
A las diez de la mañana iban colocando los músicos
sus atriles al final de la cubierta, entre el fumadero y
una barandilla, sobre la explanada de popa. Ensanchá-
base el paseo en este lugar, ofreciendo el aspecto de una
terraza de café, con mesas al aire libre y arbolillos re-
dondos plantados en cajones verdes.
Eompía á tocar la música una «Marcha granadera»
del tiempo de Federico el Grande, con estruendosos
alaridos de trompetería, y poco á poco la gente iba
poblando el paseo.
El buque, húmedo, sombreado, limpio, parecía son-
reír como un dormilón que se despabila con las frías
abluciones matinales. Desde mucho antes caminaban
los madrugadores por la azulada penumbra de la cu-
bierta, saludándose al paso y comunicándose noticias
de la noche anterior. Algunos, vestidos con py jamas ó
medio desnudos bajo un largo gabán, descendían del
gimnasio y se deslizaban rápidamente en busca de sus
camarotes.
Aparecían las primeras señoras, yendo tras un breve
paseo á arrellanarse en los sillones. Bandas de mucha-
chos aprovechaban la ausencia de los mayores para
hacer suya toda la cubierta. Niñeras de diversa nacio-
nalidad con una criatura al brazo formaban amigables
grupos, mirándose sonrientes sin entenderse. Otras em-
pujaban cunas con ruedas, en cuyo interior una cabeza
abultada, de suaves cabellos, aparecía medio dormida
entre puntillas y lazos. Una tropa de niños con fusiles
de latón daba la vuelta al buque golpeando el húmedo
entarimado con marciales patadas. Eran rubios, more-
r.OS AROONAUTAS 157
nos ó bronceados, mostrando en ]a vPtriedad de sus tipos
la amalgama étnica del continente a^mericano, en el que
sus padres les habían hecho nacer. Un hijo del doctor
Zurita, que iba al frente sable en alto marcando el paso,
gritaba con el imperio de una casta triunfadora: «A ver,
gringo, avanza un poco... Un... dos. Un... dos. Tú, ga-
llego, hazte pa atrás.»
Fernando, apoyado en la barandilla á corta distan-
cia de los músicos, seguía con los ojos el lento balanceo
del castillo de popa, sobre el cual aleteaba una ronda
de gaviotas. Eran aves enormes, repletas de pescado y
desperdicios de los buques, con alas poderosas, blancas
y combadas, semejantes á velas.
Seguían ai trasatlántico desde Canarias, habituadas
á esta soledad azul, inmensa para los ojos del hombre, y
en la que su instinto husmeaba la vecindad invisible de
la costa de África y del archipiélago de Cabo Verde.
Volaban en espiral sobre la popa, abanicando algunas
veces con sus alas á los pasajeros de tercera clase. Otras
se tendían en fila sobre el camino blancuzco y espu-
moso que dejaban abierto las hélices en la llanura del
Océano. Parecían inmóviles sobre el vapor, que mar-
chaba y marchaba con el jadeante ímpetu de sus pul-
mones de acero, y cuando quedaban atrás bastábales
un par de aletazos para volver á colocarse verticalmente
sobre él. Sonaba el chapoteo de un objeto en el mar;
una espuerta de residuos de cocina, un madero, un bote
de conservas vacío, é inmediatamente se desplomaban,
con las plumas encogidas, balanceándose sobre las on-
dulaciones oceánica-s lo mismo que los cisnes de un lago.
Y así que terminaban la exploración del objeto notante
ó engullían los residuos, retornaban al buque impetuo-
sas como proyectiles.
Un murmullo de gente invisible subía hasta el paseo
en las breves pausas de la música. Ojeda, al inclinarse
sobre la baranda, recibió en su olfato un hedor de co-
mida agria. La vasta explanada de popa, libre á aquella
hora de toldos, aparecía ocupada por los emigrantes
septentrionales. Formaban cuadros sentados en los ca-
ramancheles de las escotillas. Otros por encima de ellos
ocupaban, como si fuesen bancos, los mástiles de las
158 V. BLASCO IBÁÍíEZ
grúas colocados horizontalmente. Algunos, con aire se-
ñoril, dormían arrellanados en sillones plegadizos de
lona vieja, recuerdo de anteriores viajes.
Correteaban bandas de muchachos medio desnudos,
yendo á refugiarse entre las rodillas femeninas en los
azares de su persecución. Viejos con luengas barbas,
gorros de piel de cordero y peludos gabanes permane-
cían en cuclillas mirando el mar como fakires en éxta-
sis. Unos jóvenes tendidos sobre el vientre, con la quija-
da entre las manos escuchaban la lectura en alta voz de
un camarada. Junto á la borda otros hombres barbudos
fumaban en largas pipas y de vez en cuando sus manos
rojas y escamosas se hundían bajo las sotanas forradas
de pieles para agitar con fuertes rascuñones los harapos
invisibles.
Tenían que abrirse paso los marineros en esta mu-
chedumbre compacta é inmóvil, que bebía sol y aire
fuera del encierro de los sollados. Sobre un montón de
cables, un emigrante de cabeza rapada movía el arco
de su violín sin que el más leve sonido llegase hasta el
paseo donde rugían los cobres. En la plataforma del
castillo de popa, entre botes, maromas y salvavidas,
pululaban los pasajeros de tercera clase que gozaban de
preferencia: tenderos ambulantes; rusas y alemanas con
grandes sombreros de paja que, cogidas del talle, habla-
ban de sus diplomas académicos y de la posibilidad de
entrar en el seno de una familia del Nuevo Mundo para
enseñar idiomas á los niños; jóvenes melenudos con
trajes de buen corte, pero de raída tela, siempre con un
libro en la mano. Eran los aristócratas de esta parte del
buque que, aislados en su altura, miraban con desde-
ñosa conmiseración al rebaño de abajo y con envidia
revolucionaria á los del castillo central.
Pilas de ropas puestas á secar se balanceaban en la
explanada sobre los grupos de cabezas. El suelo, regado
á manga poco antes, estaba cubierto de cascaras de fru-
tas, secreciones de garganta y residuos de alimentos.
Cabelleras femeniles tendidas al sol recibían la explora-
ción venatoria de los peines. De la blancura incierta de
algunas camisas, rígidas y acartonadas por el líquido
seco, emergían ubres como harapos, adaptando su arru-
LOS ARGONAUTAS 159
gada flacidez á las bocas lloronas de los pequeños. Otras
madres, con el hijo en las rodillas, desenvolvían tran-
quilamente sus fajas y pañales, dando á la luz los olvi-
dos hediondos de la inconsciencia infantil.
No tenía Fernando más que ladear un poco la cabe-
za, volviendo los ojos al interior de la cubierta, y reci-
bía en su olfato inmediatamente la esencia de los licores
que burbujeaban con mezcla de soda en las mesas del
café, el perfume de agua de Colonia que iban espar-
ciendo las mujeres como un recuerdo de su baño mati-
nal. Parecía ser de un planeta distinto la vida que se
desarrollaba cuatro metros por encima de la muchedum-
bre emigrante. Los camareros iban de grupo en grupo
ofreciendo grandes bandejas cargadas de emparedados
y tazas de caldo: el segundo refrigerio de la mañana.
Las señoras exhibían con afectada modestia sus trajes
de verano recién extraídos de los cofres, y cambiaban
mutuos cumplimientos. Muchos pasajeros iban vestidos
de blanco de pies á cabeza, é igualmente de blanco los
domésticos del buque, los músicos y los oficiales. Había
momentos en que el castillo central parecía invadido
por una tripulación de pierrots.
Pasó Mrs. Power, sola como siempre en sus matina-
les paseos, erguida y sin mirar á nadie, con un som-
brero de tul elegante y vistoso. Fernando sintió al verla
indecisión y timidez, pero ella, deteniéndose un mo-
mento, vino en su auxilio. Le saludó preguntando con
un retintín irónico cómo había pasado la noche. Sonreía
protectoramente, dando á entender que perdonaba á
Ojeda su travesura de niño grande. Todo estaba olvida-
do... Y le tendió una mano antes de alejarse, conti-
nuando su marcha de ritmo varonil.
Transcurría el tiempo sin que la cubierta se viese
tan poblada como en otras mañanas. Muchos sillones
permanecían vacíos. Las graves señoras alejaban á sus
hijas para conversar entre ellas con voz de misterio y
gestos de indignación, como si comentasen algo escan-
daloso. No había aparecido aún ninguno de aquellos
jóvenes de cuya amistad hablaba Maltrana con entu-
siasmo. También él permanecía invisible, y lo mismo
Nélida con su escolta de adoradores.
100 V. BLASCO IBÁÑBZ
El doctor Zurita pasó junto á Ojeda aspirando el
humo de su tercer cigarro matinal.
— Poca gente— dijo— . Anoche, segán parece, hubo
farra larga. Debe haber abajo un tendal de muertos y
heridos... ¡Qué muchachada tan viva! ¡Cosas de la
edad!...
Y siguió adelante, sonriendo con una tolerancia de
veterano al pensar en las locuras de la «muchachada».
Estaba tranquilo por haberle dicho su ayuda de cámara
andaluz que los hijos mayores roncaban en sus camaro-
tes con la fatiga de una noche pasada en claro, pero
sin desperfectos visibles.
La música siguió desarrollando su programa mati-
nal como si sonase en el vacío. Pasaban las señoritas
formando grupos, lo mismo que en las plazas de las
pequeñas ciudades, alrededor del kiosco de conciertos;
pero les faltaba en este continuo girar el encuentro con
los jóvenes, el acompañamiento de un amigo, miradas
curiosas y simpáticas que las persiguiesen.
Sólo quedaban ellas en la culbierta. Los hombres
grcives eran buscados por el mayordomo, que en fuer-
za de invitaciones y ruegos conseguía meterlos en el
fumadero. Se iba á formar allí por aclamación el comité
organizador de las fiestas con que se celebraría el paso
de la línea equinoccial.
Terminó el concierto, retiráronse los músicos con
atriles é instrumentos, y entonces fué cuando Maltrana
hizo su aparición. Lo vio Fernando asomar la cabeza
por la puerta de una escalera tímidamente. Después de
largos titubeos avanzó al fin con cierto encogimiento.
Vestía un traje blanco, rutilante, majestuoso, sobre el
cual parecía destacarse con mayor relieve la fealdad
grandiosa de su cara, á la que encontraban algunos
cierta semejanza con la de Beethoven viejo.
En su marcha cautelosa, torcía el rostro hacia el
lado del mar, bajando los ojos como si temxiese ser visto.
Ante los grupos de nobles matronas, su cortesía pudo
más que el miedo. «Buenos días...» Pero las damas con-
testaron su saludo á flor de labios, siguiéndole con ojos
severos y mirándose después entre ellas... «También
éste era de los culpables.» Y todo el peso de su indigna-
LOS ARGONAUTAS 1^1
ción se descargó mudamente sobre Maltrana, el primero
que se atrevía á presentarse ante ellas.
Ojeda al estrecharle la mano se fijó en su tendencia
á volver la cara hacia el mar, rehuyendo el lado iz-
quierdo, y con súbito movimiento le hizo ponerse de
frente.
— Pero criatura, ¿qué tiene usted ahí?...
Señalaba, riendo, una hinchazón lívida de la sien
que se extendía hasta un ojo.
—No es nada— balbuceó Isidro—; poca cosa... Ya le
explicaré.
Y para desviar la conversación se miró de los pies al
pecho con gesto de orgullo.
— ¿Eh?... ¿qué me dice del trajecito? Tengo otro á más
de este... ¡Cualquiera adivina que es obra de doña Mar-
garita, mi patronal
Pero Ojeda no se dejó desorientar por estas palabras
y siguió riendo con los ojos puestos en la contusión que
desfiguraba á su amigo.
— Cuando se canse de reir, avise — dijo Maltrana algo
amostazado — . ¿Pero no ve usted que nos están mirando
esas dignas señoras?... Las conozco y no quiero perder
su amistad. Hablan con mucha soltura de los escánda-
los de Europa; tienen el propósito decidido de no asus-
tarse de nada, para que no las tomen por unas atrasa-
das; pero todo es puro exterior, y cuando se despojan de
los trajes y los añadidos de París resultan idénticas á
nuestras damas de provincias,.. Al pasar frente á sus
camarotes miro algunas veces por la puerta entreabierta:
en el lavabo, marquitos portátiles con imágenes mila-
grosas nacionales ó de importación; en un boliche de la
cama, un rosario y más estampas... Tengo miedo de
que me echen la culpa á mí, que soy el más infeliz. Me
temo que por dejar en buen lugar á sus niños y á los
amigos de sus niños, digan que fui yo quien organizó
lo de anoche... Y yo tengo interés en estar bien con todo
el mundo, en conservar mis amistades.
Fernando no pudo contener su impaciencia. «Pero
¿qué era lo de anoche?...» Maltrana sonrió, como si re-
cordase algo, y dijo, rem^edando á su amigo, con ento-
nación dramática:
11
162 V. BLASCO IBÁÑEZ
—Soy un miserable... Un miserable que siente asco
de sí mismo.
Pero antes de que Fernando pudiera enojarse por este
recuerdo, se apresuró á añadir:
— Lo de anoche fué una lección; una lección de cosas
y de nombres: una «farra», una «remolienda», como
dicen mis amigos de varias repúblicas. Anoche supe
también lo que es «curarse», y me curé tan prolijamen-
te, que aquí me tiene con una sed infernal y este adorno
junto á un ojo... Pero no me arrepiento: ¡qué muchachos
simpáticos! Da gloria tener amigos tan cariñosos. Unos
me llamaban gallego , otros me apellidaban godo. ¿Ha
notado usted qué variedad de motes amorosos gozamos
los españoles en la América que habla español?
— Sí; y en otras repúblicas nos llaman gachupines,
patones y sarracenos y no sé qué más. Podría escribirse
un tratado geográfico- apodesco para mayor claridad en
las relaciones hispano-americanas... Pero son bromas de
familia que no merecen atención: adelante.
Y Maltrana describía la fiesta íntima en el fumadero
después del baile, cuando las graves damas con sus hijas
se habían retirado á los camarotes y sólo quedaba en la
cubierta algún que otro señor entregado á su paseo habi-
tual antes de irse á la cama. Los jugadores de poker
habían terminado sus partidas, prudentemente, al ver
invadido el salón por una banda de locos que gritaban
discursos subiéndose á las mesas, ensayaban suertes de
gimnasia con las sillas ó se tendían en los divanes colo-
cando los pies entre las copas.
— El pobre mozo del bar, amigo Ojeda, ese rubio con
bigotes á lo kaiser, se movía incesantemente, de una
mesa á otra, descorchando botellas de champan, llenan-
do copas, recogiendo del suelo vidrios rotos. Al principio
estaban por grupos; á un lado los sudamericanos, al
otro los yanquis y los ingleses, más allá los alemanes,
pretendiendo cada uno sobrepujar al vecino en gene-
rosidad. Una mesa pedía dos botellas, la otra tres, la
otra cuatro; y todos cantaban intercalando en su músi-
ca gritos de animales conocidos ó fantásticos... Esperá-
bamos la llegada de las damas; unas cuantas coristas
que habían prometido no sé á quién, tal vez á nadie, su
LOS ARGONAUTAS 163
interesante presencia. Pasaba el tiempo y no venían.
Unos amigos hablaban seriamente de ir al camarote de
Nélida para traerla á la fiesta y darle una paliza al her-
mano, proposición que ponía foscos al belga y al ale-
mán, como si cada uno por su parte se creyese el depo-
sitario del honor de la muchacha.
Calló Maltrana cual si temiera decir demasiado, pero
ante la curiosidad de su amigo siguió adelante.
— Un chileno forzudo, gran amigo mío, se levantó con
resolución. «Oiga, godito: vamos á ver si nos traemos á
algunas de esas damas.» Abajo, en un corredor, cazamos
á dos coristas polacas que iban tranquilamente desde
cierto lugar á su camarote, y mi amigo el atleta las subió
casi en volandas sin entender sus palabras. ¡Gran éxito!
Las dos son negruzcas, flacas, con aire de gitanas, pero
jamás se verán en toda su vida tan admiradas y obse-
quiadas. Y cuando las pobrecitas llevaban bebidas no
sé cuántas copas, mirándonos á todos con la superiori-
dad que proporciona la escasez del artículo, y se deba-
tían entre los señores aglomerados en torno de ellas,
chillando y contrayéndose en el asiento como si por
debajo de la mesa las cosquillease una tropa de ratas,
entra el mayordomo, el obersteward^ mirándolas fijamen-
te, sin vernos á nosotros, como si no existiésemos: y
bastaron unas cuantas palabras suyas en alemán para
que saliesen cabizbajas y temerosas, lo mismo que unas
niñas ante la reprimenda del maestro... Bien dicen que
la sociedad del mujerío dulcifica la rudeza de los hom-
bres. Apenas nos quedamos solos... batalla. Unos incre-
paron á otros por haber sido demasiado audaces, hacién-
dolos responsables del susto y los aleteos de las dos
palomas inocentes. De pronto un puñetazo... y el fuma-
dero fué la venta del Don Quijote, Todos sentían la nece-
sidad de pegar sin saber á quién: dos hermanos se apo-
rreaban sin conocerse: los bocks y las copas iban por
el aire. Yo dudaba entre huir ó poner paz, y en medio
de mis vacilaciones me alcanzó esta caricia... Crea us-
ted que me duele, pero el espectáculo valía la pena de
ser visto. Lástima que usted no lo presenciase.
Ojeda se inclinó con irónico agradecimiento. «Mu-
chas gracias.»
16i V. BLASCO IBÁXEü
— La tranquilidad se restableció gracias á la interven-
ción de algunos marineros que limpiaban la cubierta, y
á la amenaza del mayordomo de introducir por las venta-
nas las mangueras del riego... Con la calma renació el
buen acuerdo; todos pedían lo mismo: más champan. Y
como era la hora en que se cierra el bar, muchos hacían
provisiones, guardando las botellas debajo de las mesas.
Una ternura conmovedora se apoderó de la asistencia.
Cada uno se rascaba los chichones ó se arreglaba los
rasguños del traje, mirando amorosamente al vecino.
Argentinos y chilenos cruzaban las copas con ruidosa
fraternidad. jNo más Andes! ¡Ellos solos se bastaban
para comerse el mundo! Y súbitamente coligados, mira-
ban á los demás fieramente.
— ¿Y qué decían los demás? — preguntó Ojeda.
— El amigo Pérez, y otros de diversas repúblicas,
exigiron copa en mano entrar en la confederación. ¡Her-
manos; todos hermanos! Y se abrazaron con lágrimas
de ternura dando vivas á las tierras hispanoamericanas.
Un brasileño se insinuó dulcemente con lenguaje mesu-
rado y cortés: «Se os senhores dáo licenca,..» Y el Brasil
entraba igualmente en la gran alianza. ¡Viva la Amé-
rica latina!... Alguien se fijó en mi humilde persona y
en el adorno que llevo junto á un ojo. «¡ Ah, pobre galle-
guito simpático!» Y prorrumpieron en vivas á la «madre
patria», á la vieja España, ensalzándola melancólica-
mente, como si hablasen de una abuela que se les hu-
biese muerto hace años. Las copas se me venían á la
boca por docenas, como si quisieran ahogarme. Algunos
se abrazaron á mí mojándome el cuello con lágrimas de
embriaguez. Tienen en la Península no sé cuántos pa-
rientes duques y marqueses; aun guardan en su casa
papelotes antiguos de nobleza, y me pedían mis señas
en Buenos Aires para enviármelos, como si esto pudiese
interesarme... Luego no sé cómo los yanquis vinieron á
chocar igualmente sus copas. ¡Hurra á los Estados Uni-
dos! ¡América sobre el resto del mundo!...
Pero este huracán de fraternidad había sido dema-
siado impetuoso para mantenerse en los límites de un
continente, y pasando los mares se difundía por Europa
entera. Al final, ingleses, alemanes, franceses y belgas,
l:OS ARGONAUTAS 165
entraban en la gran alianza. ¡Viva la confederación uni-
versal!
— y un inglés pequeñito— continuó Maltrana— , que
usted habrá visto con su traje á cuadros y su pipa, derra-
maba lágrimas en la copa, repitiendo con una incohe-
rencia obstinada de beodo: «Yo he entrado en el buque
con un corazón puro, y puro quiero sacarlo de él...» El
mayordomo entraba á cada rato para decirnos que eran
las dos, que eran las tres, que eran las cuatro, y había
que cerrar el fumadero; pero nadie le entendía. Algunos
roncaban tirados en las banquetas; otros se alejaban ti-
tubeando para volver poco después pálidos, con la pe-
chera de la camisa manchada. De pronto se apagaron
las luces y salimos, empujándonos, entre un griterío de
protesta. Se habló un poco de matar al mayordomo,
pero había desaparecido.
— ¿Y se fueron ustedes á dormir? — preguntó Ojeda.
— No señor; una fiesta de esta clase no termina tan
pronto. Yo me vi no sé cómo en un corredor de abajo
con dos botellas en las manos y un amigo á cada lado.
Al marchar, con las piernas blandas, como si fuesen de
algodón, nos llevábamos por delante todos los zapatos
depositados á la entrada de los camarotes... Vimos unos
cuantos amigos que golpeaban unas puertas, encorván-
dose para hablar por el ojo de la cerradura. Eran los
camarotes de las francesas, señoritas ordenadas y de
buenas costumbres que se acostaron sin presenciar el
baile y estaban duermiendo con la honrada tranquilidad
de un industrial en vacaciones. «Cien marcos», proponía
uno. «Quinientos cincuenta», insinuaba otro enfurecido
por el silencio. «Mil... Dos mil...» Los dejamos soltando
cifras ante las puertas obscuras é inmóviles. Era lo mis-
mo que si hicieran proposiciones á un panteón.
Isidro hablaba cada vez con más lentitud, como si
se aproximase á la mayor dificultad de su relato y pen-
sase en el medio de sortearla.
— Luego encontramos á un amigo alemán que iba á
despertar al médico, con la cabeza chorreando sangre.
Se había caído de una esca-lera, golpeándose en los filos
de los peldaños, que son de bronce... También yo me
sentí atraído por las puertas y empecé á golpear la de mi
166 V. BLASCO IBÁÑBZ
vecino, el hombre misterioso, el personaje de Hoffmann.
Necesitaba hablar con él: le invitaba á levantarse, para
que bebiésemos una copa juntos y presentarle á mis ami-
gos. «Sal, no tengas miedo: te conozco. Tú eres Sherlock
Holmes...» Una manía de borracho que á última hora se
apoderó de mí. Y luego empecé á aporrear la puerta
vecina, la del misterio, pugnando por abrirla. Se me
había metido en la cabeza que el amigo Holmes llevaba
oculta en este camarote á una princesa rusa que viaja
de incógnito y va á casarse con un jefe de tribu del
Gran Chaco. Fantasías del alcohol, querido Ojeda. Y los
dos acompañantes, menos ebrios que yo, pretendían di-
suadirme arrancándome de allí. «Mi amigo, no haga le-
seras...» «Compañero, no sea empecinado.» Y al fin pu-
dieron meterme en mi camarote y acostarme, y allí he
estado hasta que me despertó la música... Un baño á toda
prisa, y á enfundarme en este traje de marinerito amo-
roso que guardaba con impaciencia desde que nos em-
barcamos. ¡Pocas ganas que tenía yo de lucirlo!... ¿Eh?
¿qué le parece el trajecito de mi patrona?...
Ojeda le miró con fingida severidad.
— Muy bien, Isidro. Bonito modo de ir en busca de una
vida nueva. Se está usted amaestrando para el trabajo.
— ¡Bah! Es el mar; la influencia desmoralizadora del
mar. Ya me oyó usted anoche. Aquí somos otros que en
tierra; tal vez más espontáneos, más verdaderos. El ais-
lamiento, la vida en común, nos despojan de nuestros
envoltorios y la bella bestia aparece tal como es, exci-
tada por el fastidio, ansiosa de entretenerse en algo. Y
así como se prolongue la navegación nos sentiremos
más iguales, más hermanos, con mayor cantidad de
«animalía»... El hombre siempre ha sido lo mismo en el
mar. Acuérdese de los antiguos viajes á las Indias y
la Oceanía. Los maestres de las naos recogían las espa-
das de los hidalgos, para no devolvérselas hasta el final
del viaje. Todo desafío concertado durante la nave-
gación no tenía validez al saltar á tierra. Aquellos via-
jes eran de meses, y los nuestros son de días; pero repre-
sentan lo mismo, pues nosotros vivimos y sentimos con
mayor velocidad que nuestros abuelos... No pase usted
cuidado: recobraré mi cordura al llegar al último puer-
LOS ARGONAUTAS 167
to, y todos harán lo mismo. Tal vez por eso dice usted
que las amistades hechas en un buque rara vez se pro-
longan en tierra. Se ven las gentes con demasiada inti-
midad, y luego, cuando se encuentran, se saludando
lejos con la sonrisa de un buen recuerdo; pero se evitan
á la vez, como si se hubiesen conocido en una aventura
poco honorable.
Un bramido monstruoso sobresaltó á muchas señoras
en sus asientos. Era el silbato del buque que daba la
señal de mediodía.
— La hora del almuerzo— dijo Maltrana alegremen-
te—, i Tengo un hambre!... ¿Ha notado usted cómo abre
el apetito la mala conducta?
En el antecomedor agolpábanse los viajeros frente
á una larga mesa cubierta de platos diversos: vasijas
con ensaladas; jamones y piezas de embutido exhibiendo
en sus caras rojizas el negro mosaico de las trufas; an-
guilas enormes enterradas en gelatina; salchichas ale-
manas de color de rosa y leve perfume de droguería;
anchoas flotantes en sal líquida; botes que mostraban
entre los dientes del latón recién cortado el granulento
verde del caviar. La mano de un cocinero iba de un ex-
tremo á otro de la mesa, armada de un tenedor, colocan-
do en los platos estos entremeses del almuerzo á gusto de
los pasajeros.
Muchos curiosos se detenían frente á un gran reloj
regulado desde el puente por una corriente eléctrica, y
modiñcaban sus cronómetros con arreglo al salto atrás
que acababan de dar las agujas. Todos los días, al llegar
el sol á su altura máxima, había que retrasar la marcha
del tiempo diez minutos. Otros pasajeros discutían ante
un tabloncillo en el que estaba la carta de navegación,
examinando la mancha azul del Océano punteada de al-
ñleres con banderitas germánicas. Cada alñler era colo-
cado á las doce del día, y el espacio abierto entre dos de
ellos representaba una singladura, veinticuatro horas de
navegación. Las banderitas salían del mar del Norte, é
iban alineándose á lo largo de la costa de Europa hasta
avanzar en pleno Atlántico. La última recién clavada er-
guíase entre Canarias y Cabo Verde. Más abajo el mar
limpio, el mar inmenso, la mancha azul no más grande
168 V. BLASCO IBÁÑEZ
que la palma de la mano, pero cruzada por las líneas ne-
gras de los grados, que representaban días y días. ¡Fal-
taban tantos para que cada uno llegase á su destino!...
Y dominados por la preocupación de la velocidad, criti-
caban la marcha del buque, acusando á la compañía
de avaricia en el gasto de carbón, disputando el número
de millas que debía correr, haciendo apuestas sobre la
singladura del día siguiente.
Al entrar en el comedor, Maltrana se vio saludado
por sus compañeros de mesa con guiños maliciosos. El
viejo doctor Eubau, siempre de negro, parecía compa-
decerse, con un gesto de cansancio, de las falsas ilusiones
de la vida. «;Ah juventud! ¡Juventud!...» No le habían
dejado dormir tranquilamente gran parte de la noche.
También habían llamado á su camarote, equivocándose
de puerta, para proponerle por el ojo de la cerradura
algo monstruoso, que no acabó de entender en la tor-
peza del sueño interrumpido.
Munster ocultaba su cólera con una sonrisa de resig-
nación. Había renunciado al hridge en la noche anterior
por falta de compañeros, refugiándose en el po/cer forzo-
samente, y cuando después de perder cien marcos empe-
zaba á recobrar su dinero, la invasión de una tropa de
locos le expulsaba del café como á las demás «personas
serias».
— Y usted, señor Maltrana, no es un niño y debía dejar
para los muchachos estas hazañas impropias de su edad.
El joyero, sorda,mente irritado contra su cabeza blan-
ca y sus arrugas, gustaba de envejecer á los otros, cre-
yendo remozarse de este modo, y por esto insistió en
aumentar los años de Isidro sin hacer caso de sus pro-
testas.
Entraban en el comedor poco á poco todos los jóvenes
que se habían mantenido ocultos hasfca entonces en sus
camarotes. Unos avanzaban á toda prisa, fingiéndose pre-
ocupados con algún pensamiento de importancia. Otros
desafiaban la curiosidad, ostentando arrogantemente las
erosiones mal disimuladas por el peluquero con polvos de
arroz. Los norteamericanos destapaban champan en el
almuerzo y gritaban lo mismo que en la noche anterior,
insensibles al cansancio y al trasiego de líquidos. En las
LOS ARGONAUTAS 169
mesas de familia, las mamas acogían á sus hijos con
ojos de severidad y labios apretados; pero aquéllos salían
del paso saludando á «sus viejos» con aire indiferente,
como si los hubiesen visto momentos antes.
Al terminar el almuerzo, Fernando se encontró con
Mrs. Power en la escalera del jardín de invierno y juntos
fueron á sentarse en el sitio que ocupaba ella habitual-
mente con la pareja de compatriotas. Ojeda, después de
ser presentado á los esposos Lowe, permaneció allí como
si estuviese en familia.
— Ya lo acapararon los yanquis — pensó Maltrana— .
Ahora la señora le muestra un abanico y le invita á es-
cribir en él... Desea versos; tal vez versos de amor.
Dejemos al amigo Ojeda que siga su destino.
Y cuando dudaba entre ocupar una mesa libre ó irse
al fumadero en busca de sus amigos los comerciantes
españoles, se vio llamado por el doctor Zurita, que re-
pantigado en un sillón le mostraba un papel.
—Che, Maltrana, venga para acá. ¿Pero ha visto qué
graciosos son estos gringos?...
Le mostrPtba la lista del comité organizador de las
fiestas ecuatoriales, constituido una hora antes bajo las
indicaciones del mayordomo. Una ocasión para éste de
vender á buen precio, en clase de premios, todos los ob-
jetos de pacotilla adquiridos previsoramente en Ham-
burgo.
— Fíjese, che, en los presidentes de honor. ¡Qué abun-
dancia!
Eran el doctor Zurita, el obispo, el abate francés, el
conferencista italiano y Ojeda. ¡Y qué de títulos!... El
obispo era Su Grandeza, Zurita Su Excelencia y Ojeda,
por ser algo, aparecía con el título de doctor.
— ;Pero qué graciosos estos gringos!
Eeía Zurita con una mezcla de burla democrática y
satisfacción infantil.
— Vea, Maltrana; yo fui ministro, ¿sabe?... ministro
de la provincia, en mis tiempos de muchacho, cuando
andaba mezclado en los batifondos de la política. Ade-
más, he sido diputado nacional. Ahora no m.e meto en
nada; mis negocios no más y á vivir tranquilo. Pero tal
vez por esto me tratan de Su Excelencia. ¡Qué demonios
170 V. BLASCO IBÁÑEZ
de alemanes! Todo lo averiguan... Bueno, sefior; esto
va á costarme algunas libras más.
Y volvía á reir, contemplando con una mirada entre
irónica y amorosa «aquella diablura de los gringos», tan
aficionados á categorías y honores.
Mal tr ana, en su inquieta movilidad, salió del jardín
de invierno para dirigirse al café. En torno de una mesa
vio sentados á sus tres compatriotas, los graves y hon-
rados comerciantes que le regalaban buenos consejos.
— Saludo á sus respetables firmas sociales — dijo to-
mando asiento junto á ellos.
Pero como interrumpía una conversación interesan-
te, sólo mereció varios gruñidos á guisa de saludo. Es-
taba hablando el señor Goycochea, un vasco de ojos
claros, membrudo, bajo de estatura, la cabeza cana y
el bigote y la barbilla teñidos de rubio con cierto des-
cuido que dejaba visible el blanco de las raíces capi-
lares. Maltrana le tenía por el más rico de los tres. Bas-
taba ver el respeto de sus compañeros, que callaban
apenas tosía él indicando su deseo de hablar.
Aparte del prestigio que debía á su fortuna, gozaba
entre los amigos de cierta consideración social por su
matrimonio y su género de vida. La esposa era una
dama imponente, con triple mentón y quevedos de oro,
que antes de acomodarse en la cubierta de paseo se
hacía buscar por la doncella su asiento propio, una pol-
trona comprada en París, la única de á bordo que podía
contener las amplitudes de su respetable maternidad.
Nacida en la Argentina, su origen y su apellido pare-
cían irradiar un halo de gloria sobre la prole, borran-
do la insignificancia del origen paterno. La familia
residía en París, y cada dos ó tres años regresaba á
América para que el jefe viese de cerca la marcha de
sus negocios. Habitaban un hotelito propio en las inme-
diaciones de los Campos Elíseos, y poseían dos estan-
cias en la provincia de Buenos Aires, á más de la gran
casa de comercio en la capital, que dirigía un antiguo
dependiente convertido en socio. Un personaje impor-
tante el tal vasco... La señora infundía respeto á los dos
compatriotas del esposo, siempre con la cabeza alta,
parca en palabras, llamando á Goycochea por su ape-
LOS ARGONAUTAS 171
llido, como si fuese un amigo en visita, mirándolo todo
insolentemente con sus ojos de miope. Las tres niñas
hablaban ing-lés y alemán é iban escoltadas por una
institutriz roja y pecosa que miraba con tanto despre-
cio como la señora á los amigos del señor. De toda la
familia, encerrada en su altivez triunfante, él era el
único comunicativo y simple de carácter... cuando los
suyos no estaban presentes.
— Tenía yo entonces diez y nueve años — continuó di-
ciendo Goycochea luego de la interrupción de Maltra-
na — y me fui á pie con otro muchacho desde mi pueblo á
Bayona, donde tomamos pasaje en un bergantín fran-
cés. Nos faltaban papeles para embarcarnos en España:
teníamos miedo á lo de la quinta... Un viaje de sesenta
y cinco días. ¡Y pensar que ahora nos quejamos por si
el vapor se atrasa un par de horas!
—Yo vine en una fragata de Barcelona cargada de
vino hace cuarenta años y echamos dos meses y medio
en el viaje — dijo Montaner, el residente en Montevideo.
— A mí me trajeron en una goleta de Cádiz con carga-
mento de sal — declaró Manzanares, antiguo amigo de
Goycochea — . No sé cuánto tiempo estuvimos quietos en
la línea por las malditas calmas. ¡Y qué alimentación!...
El mejor librado era yo, que por ser muchacho ayudaba
á los de la cocina y podía rebañar las sobras de los cal-
deros... Y ahora, señores, nos damos el gusto devenir
aquí. Nosotros hemos conocido los malos tiempos; nos ha
costado sudar la plata. No como otros que llegan con
toda clase de comodidades y quieren de golpe conquis-
tar una fortuna; como si la fortuna estuviese ahí, espe-
rándoles en el muelle.
Y miraba á Maltrana con súbito rencor, cual si le
irritase verlo rodeado de los lujos de un gran trasatlán-
tico, mientras que ellos, hombres ricos, habían ido á
América sufriendo hambre en buques de vela.
Un señor malhumorado el tal Manzanares, de esque-
lética delgadez y el bigote gris caído sobre las mandíbu-
las salientes. Sus ojos turbios sólo se animaban con los
fulgores de la rabia. Una dolencia del estómago agriaba
aun más su carácter y le hacía emprender frecuentes
viajes á Europa, siempre en busca de nuevas aguas cu-
172 V. BLASCO ÍKÁÑBZ
rativas. Era un erudito en anuncios de especíñcos y
catálogos de farmacia: conocía todos los remedios y siem-
pre tenía uno, el último lanzado á la circulación, que le
merecía hiperbólicas alabanzas, al mismo tiempo que
abrumaba con sus ferocidades verbales á los «ladrones»
inventores de los otros. Este enfermo crónico comía con
una voracidad pantagruélica y para vencer la torpeza
de sus digestiones caminaba á todas horas por el buque,
ensalzando las ventajas de la marcha. Únicamente en el
café se le veía sentado: el resto del día lo pasaba dando
vueltas en la cubierta, y cuando la afluencia de gentes
dificultaba su tenaz ambulación, circulaba abajo por
los pasillos de los camarotes. Al encontrar á Maltrana
saludábalo invariablemente con el mismo ofrecimiento:
«Le invito á que demos un paseo...» «Muchas gracias
— contestaba aquél — ; es á lo único que usted coiTvida.»
Sentía Isidro contra este señor una hostilidad irresis-
tible. Era el que más le ofendía cada vez que intentaba
darle buenos consejos. «Ustedes los periodistas que son
medio locos...» «Usted que no hará nada en América
porque es escritor...» Manzanares admiraba la brutali-
dad como la más gloriosa de las facultades y se hacía
lenguas de un gobernante cuando amenazaba con perse-
guir á la «canalla popular».
— Con ese no se juega — decía entusiasmado — , ese tie-
ne la mano dura... Pega fuerte...
Y pedía el fasilamiento inmediato á un lado y otro
del Océano de todos los que escriben en los papeles, oficio
que sólo sirve para que los obreros pidan menos horas
de trabajo y aumento de jornal.
— Cuando pagué mi pasaje — continuó Goycochea — no
me quedaba nada, absolutamente nada, ni dos reales.
¡Para lo que me hubiese servido el dinero en aquel bar-
co!... La comida era poca y pésima; la galleta tenía gusa-
nos y había que tragársela sin verla; en el rancho na-
daban al principio unas piltrafas de tocino; luego alubias
solas. Yo no tenía otro equipaje que dos camisas y un
pantalón, además del qne llevaba puesto; un pantalón
nuevo, azul, con muchos botones, la única prenda que
pudo hacerme mi madre... ¡Aun lo estoy viendo!...
Y al mismo tiempo que Goycochea parecía admirar
hOH ARGONAUTAS 173
imaginativamente con la ternura del recuerdo este pan-
talón, único lujo de su pobreza, contemplaba en una de
sus manos el centelleo de un brillante límpido y temblo-
roso como una gota de luz.
— Tenía yo un gran amigo en el barco, un chico de
Aragón, compañero de cama y caldero, listo, muy listo,
y eso que no sabía leer... ¡Pobre! Murió hace dos años,
luego de haber hecho una buena fortuna y educar á la
familia como Dios manda. Un hijo suyo es doctor y dicta
clases en la Universidad. Muchas veces he leído su nom-
bre allá en París cuando doy un paseo hasta la Avenida
de la Opera y echo un vistazo á los diarios argentinos
en el Banco Español. Creo que es diputado ó que va á
serlo: tal vez algún día lo veamos ministro... El padre
parecía bruto porque no tenía letras, pero guardaba algo
en la mollera. Dormíamos bajo la misma lona al pie del
palo mayor; nos ayudábamos al lavar lo que teníamos
puesto; éramos como hermanos... Y un día él se enamora
de mi pantalón: «Que te lo compro... Que te doy tres pe-
setas por él...» Y vinimos regateando desde Cabo Verde
al Eío de la Plata.
El millonario sonreía al recordar su testarudez.
— El era de Aragón, baturro de verdad, ¡figúrense
ustedes!; pero yo soy vasco. «Que te doy tres y cuarti-
llo... Que te doy tres y un real... Tres y media...» Los
amigos intervenían en la venta del pantalón. De proa á
popa mediaban expertos, examinando el cosido de la
prenda, la solidez de los botones, la duración de látela.
Y con las alabanzas de los inteligentes crecían los de-
seos de mi amigo. «Remoño, no seas cabezota... Dámelo
por cuatro, que es lo que vale.» Deseaba ponerse majo
al bajar á tierra; hablaba de cierta chica de su pueblo
que estaba sirviendo en Buenos Aires... Al embocar el
río de la Pla-ta casi lloraba de rabia. «Me alargo hasta
cinco. Mira, maño, que no tengo más.» Y el trato quedó
cerrado en un duro, un «napoleón», como se decía en-
tonces, el único dinero con que llegué á Buenos Aires.
¡Y gracias que hubiese entrado con él!... Ustedes se
acuerdan de cómo se desembarcaba en aquellos tiempos.
No había muelle; del barco á una lancha y de la lancha
á una carreta hundida en el agua hasta el eje, que le
174 V. BLASCO IBÁÑBZ
arrastraba á uno á las toscas de la orilla. Catorce reales
me llevaron por desembarcar, y entré en Buenos Aires
con peseta y media y un pantalón viejo que no lo hubiese
querido un pobre... Luego pasaron muchos años sin que
nos viésemos mi amigo y yo. Un día nos encontramos
en una junta patriótica de comerciantes españoles.
Goy cochea se entristecía recordando á su compañero.
— Cuando por sus negocios pasaba cerca de mi tienda,
entraba á saludarme. Tenía un modo suyo de anunciar-
se: un garrotazo sobre el mostrador. «¿Quién está aquí?»
Y al salir yo del escritorio la misma pregunta: «¿Cómo
estás, maño? ¿Cómo tienes á la maña y tus cachorri-
cos?...» La última vez que le vi fué antes de retirarme
yo á París. Eramos los dos del directorio de un Banco.
Llegaba don Mateo apoyado en su bastón, rengueando
una pierna por el reuma. Los empleados y mozos del
Banco lo adoraban, y eso que al menor enfado los tra-
taba de «sarnosos» levantando el garrote. Pero en el
directorio pedía siempre aumento de sueldo para ellos
y disminuciones en el amueblado. Se irritaba con las
poltronas de los directores, las mesas de consejo, las
lámparas eléctricas. Decía que eran punterías indignas
de hombres. El tenía un buen pasar y no necesitaba de
estas cosas en su casa. Mejor era distribuir la plata á
los que abrían las puertas: badulaques cargados de hi-
jos. Se sentía morir. «Maño, esto va mal; dentro de poco
al pocico.» Pero se consolaba pronto. «La verdá es,
maño, que hemos hecho camino. Hemos educao á nues-
tras familicas, las dejamos un cuscurro de pan y pode-
mos irnos en paz. ¡Quién nos hubiera dicho en el barco
que nos veríamos aquí! ¿Te acuerdas del pantalón? ¿Te
acuerdas del duro que me sacastes, vasco del moño?,.,»
Y ya no le vi más.
Manzanares, que escuchaba con un orgullo de clase
el relato de su amigo, miró luego á Maltrana.
— Aprenda usted, joven. En el mundo existen hom-
bres de mérito, aunque no hayan escrito en los papeles.
Ahí tiene el ejemplo en don Antonio Goycochea. Entró
en Buenos Aires con peseta y media, y hoy tiene ocho
millones de pesos... tal vez diez... tal vez doce.
Goycochea le interrumpió modestamente. Un media-
LOS ARGONAUTAS 175
no pasar nada más: una situación decente para la fa-
milia.
— La casa sí que es fuerte: la firma Goycochea y Maz-
pule tiene algún crédito. Giramos al año unos veinte mi-
llones. Pero nos deben mucho... ¡Hay tantas quiebras!
Y los tres prorrumpieron en exclamaciones, elevando
las miradas al techo, para expresar los riesgos y aven-
turas del comercio en América, únicamente compensa-
dos por las enormes ganancias, muy superiores á las del
viejo mundo.
Sintióse humillado Maltrana por el aislamiento en
que le dejaban aquellos señores. Acalorados por la co-
munidad de sus intereses, no le veían, se habían olvi-
dado de él. Era un profano que osaba ingerirse en la
masonería del negocio. Quiso levantarse, pero se detuvo
al notar que Manzanares sentía la emulación de hablar
igualmente de sus esfuerzos.
Había empezado la vida comercial en el desierto ar-
gentino, cuando los indios ocupaban los territorios cru-
zados ahora por el ferrocarril, y el malón, con su regue-
ro de saqueos, incendios y rapto de personas, asolaba los
pequeños campamentos, transformados actualmente en
ciudades de importancia. El blanco, centauro de las lla-
nuras, con su poncho, su facón y sus grandes espuelas,
resultaba tan peligroso como el jinete cobrizo de larga
lanza. Manzanares había sido dependiente en un boliche
aislado, sirviendo vasos de caña á través de una fuerte
reja que resguardaba el mostrador de las manos ávidas
y los golpes de cuchillo de los parroquianos. A lo mejor
pasaban corriendo con la celeridad del espanto mujeres,
niños y rebaños, y tras ellos los hombres, que prepara-
ban sus armas mirando inquietos el horizonte. Poco des-
pués asomaba en el último término de la pampa una
nube de polvo. Dentro de ella cabalgaban sobre caba-
llos en pelo los guerreros de la horda indígena en inso-
lente avance sobre los núcleos de civilización pastoril,
enclavados audazmente en el desierto. Eran demonios
cobrizos de lacias y aceitosas melenas sujetas por una
cinta, ávidos de aumentar con nuevas vacas y hembras
blancas la fortuna de bestias y esclavas que guarda-
ban en sus tolderías.
176 V. BLASCO IBÁÑEZ
Cerrábase el establecimiento lo mismo que una forta-
leza, y se armaban el patrón y sus dependientes con
trabucos y fusiles viejos guardados debajo del mostra-
dor como herramientas profesionales. A esta guarnición
uníanse los parroquianos de los ranchos inmediatos, que
corrían á refugiarse con sus familias en el boliche, único
edificio de ladrillo en muchas leguas á la redonda. Con
ellos entraban los tripulantes de los rosarios de carretas
sorprendidos por el malón en su marcha lenta, chirrian-
te, que duraba semanas y semanas.
Unas veces pasaba de largo la tromba cobriza atraí-
da por el ganado de lejanas est¿incias; otras ponía sitio
al almacén, codiciando más que el dinero los barriles
de caña. Hervía la horda en torno del boliche, que por
sus aberturas barriqueadas lanzaba relámpagos de plo-
mo. Los asaltantes, arrastrándose, intentaban poner
fuego á sus puertas. En los momentos de descanso mata-
ban las yeguas robadas en las inmediaciones y se be-
bían la sangre entre el griterío de una borrachera feroz.
Y esta situación duraba días y días, hasta que llegaba
la noticia á los fortines y otra tropa se señalaba en el
horizonte, compuesta de jinetes con viejos uniformes,
fjeor armados y montados que el enjambre de indios, los
cuales solamente huían por hartura, deseosos de poner
en salvo su botín.
Y así había reunido Manzanares sus primeros cente-
nares de pesos, aguantando golpes y hurtando el cuerpo
al facón de los parroquianos ebrios, más temibles que
los indios. Al volver á Buenos Aires, por uno de esos
desvíos de profesión tan comunes en las tierras nuevas,
el servidor de vasos de caña y pedazos de charqui había
entrado en una tienda de ropas de lujo. Su patrón lo
enviaba en viaje por todo el país, y así había conocido,
yendo en diligencia, los asaltos en los caminos, unas
veces por las bandas de indígenas, otras por «monto-
neras» de guerrilleros que robaban á las gentes en nom-
bre de un caudillo de provincia ó de un partido político.
La nación hervía entonces en revueltas civiles antes de
cristalizarse definitivamente. Había dormido á la intem-
perie, sin más cama que el «recado» de su caballo, bajo
el frío de las tierras del Sur, ó rodeado de nubes de mos-
LOS ARaONAÚTAS 177
quitos en los campos del Norte. Había ayudado muchas
veces con los compañeros de viaje á tirar del coche atas-
cado en un barrizal ai que llamaban carretera. En otras
ocasiones le había sorprendido nna creciente de aguas,
que ahogaba á las bestias de tiro.
— Yo creo, señores, que entonces pillé para el resto de
mis días esta enfermedad del estómago, que terminará
conmigo... Acabé por establecerme, y poseo mi depósito
en la calle Alsina, ya saben ustedes dónde; uno de los
mejores depósitos al por mayor de ropa fina para seño-
ras; y tengo clientes en toda la Eepública, y trescientas
muchachas trabajando en los talleres. Nosotros no gira-
mos lo que usted, amigo Goycochea; seis millones por
año nada más, pero la ropa blanca es artículo que deja
más que otros. Yo voy á Europa con frecuencia, visito á
nuestros proveedores de Hamburgo, Milán y París, me
entero de las novedades, y cada cinco ó seis años me
asomo á España y vivo en mi pueblo por unos días. El
cura me saca unas pesetas con pretexto de reparaciones
en la iglesia, el alcalde me pide para la escuela, para
el lavadero, para un camino; los gaiteros se están toda
]a noche ante la casa toca que toca, esperando la sidra.
Las sobrinas, que son no sé cuántas, siempre tienen á
punto un chiquillo que soltar al mundo cuando yo llego,
y quieren que el tío de América lo apadrine. Todos pa-
recen encantados de que mi señora no haya tenido hijos.
Cuando estuve allá la última vez, hablaba el alcalde de
ponerle mi nombre á una calle y una lápida al casucho
donde nací... Yo no tengo su posición, señor Goycochea,
pero he hecho la mía y me ha costado sudarla como á
usted. Puedo retirarme cuando quiera; ¡para los hijos
que he de mantener!... Pero le tengo ley á mi estableci-
miento, que empezó siendo una miseria y hoy ocupa un
cuarto de manzana. Además, cuento con el socio que
corre con todo el trabajo; un antiguo dependiente, al
que di participación. Ya conocen ustedes la firma: Man-
zanares y Mendizábal.
La falta de hijos parecía amargar su triunfo, colo-
cándole en rencorosa inferioridad ante el prolífico vas-
co. Pero como una compensación, hizo el elogio de su
esposa, valerosa compañera de los primeros años de po-
12
178 V. BLASCO IBÁÑE'/
breza y ahorro. No podía compararse con la señora de
Goy cochea, que él veía como una gran dama de majes-
tad imponente (otro motivo de envidioso rencor). Era
una muchacha de la tierra que había gobernado la casa
con economía feroz, cuidando de que cada dependiente
comiese lo estrictamente necesario para mantenerse en
pie, sin hartazgos que perjudican á la salud. El hábito
del ahorro persistía en ella al vivir en plena fortuna,
con una añción á mezclar sus brazos arremangados en
las más bajas tareas de la casa. Y Manzanares, que había
«corrido mundo» y todos los años, en su viaje á París,
conocía el Montmartre de noche, porque «el hombre debe
verlo todo», empezaba á creer que esta compañera no
estaba á nivel de sus triunfos comerciales, y por esto
había de privarse de exhibirla (como Goy cochea osten-
taba la suj^a), temiendo ciertos descuidos de su len-
guaje. Pero un viejo sentimiento de gratitud y los pro-
pios gustos estéticos le hacían prorrumpir en elogios de
su personalidad física. Además de ser muy buena, toda-
vía se conservaba hecha una real moza.
— Es algo parecida á su señora, amigo Goycochea.
La mía pesa cien kilos. ¿Y la de usted?
Goycochea hizo un gesto de tristeza. Había llegado
á pesar algo más; pero en París se había puesto á régi-
men. Ahora estaba de moda la delgadez.
— La mía pesa ciento seis— declaró Montaner, el co-
merciante de Montevideo.
— ¡Buena! — afirmó Manzanares con autoridad — . ¡Bue-
na debe ser!
Este hombre esquelético admiraba con un entusias-
mo concentrado, casi religioso, la desbordante exube-
rancia femenina, como signo de salud, buen humor y
virtudes domésticas... Pero Montaner, que se considera-
ba humillado por el silencio en que le dejaban sus com-
pañeros, interrumpió á Manzanares.
El también «había hecho lo suyo». La República
Oriental se prestaba menos que la Argentina á los vai-
venes de fortuna y los rápidos triunfos. El dinero era
más lento en sus avances y tal vez por esto de paso más
sólido: la gente pensaba en retener más que en adqui-
rir. No podía hablar de millones como los compañeros,
LOS ARGONAUTAS 179
pero gozaba de un buen pasar, y á su muerte los hijos,
si no eran unos ingratos, se acordarían de que «el viejo»
había trabajado...
— Aquel es un gran país, más pequeño que la Argen-
tina, pero rico, muy rico. ¡Lástima que sea la tierra de
las revoluciones!... El uruguayo es bueno, caballeresco,
añcionado á las cosas de pensamiento, pero demasiado
valiente, demasiado guapo, convencido de que falta á
su deber cuando se mantiene unos cuantos años sin salir
al campo á matarse. Todos somos allá blancos ó colora-
dos^ y no sé qué demonios hay en el ambiente, que los
que llegan, sean de donde sean, apenas aprenden á hablar
toman partido por unos ó por otros. Yo mismo, señores,
soy «blanco», más blanco que el papel, más blanco...
que la leche; y mis hijos lo son también. Dos de ellos se
me fueron al campo en la última revolución. Y si uste-
des me preguntan qué es eso de ser «blanco», les diré
que luego de tantos años no estoy todavía bien entera-
do... Tal vez me hicieron «blanco» á la fuerza.
Y relató su llegada á Montevideo cuarenta años
antes, sin más fortuna que una carta de presentación
para un catalán establecido en el interior. El país estaba
en revuelta, pero la ciudad presentaba su aspecto nor-
mal. Las gentes se abordaban en la calle sonriendo:
«¿Qué noticias hay de la revolución?» Lo mismo que si
hablasen de la lluvia ó del buen tiempo. Y Montaner
salió en una diligencia, como único pasajero, hacia el
pueblo donde estaba su compatriota.
— A las pocas horas unos hombres á caballo, armados
de lanzas, con pañuelos rojos al cuello, rodeaban la dili-
gencia. Era una patrulla de «colorados». El jefe habló
con el mayoral. «¿Qué llevas ahí?» Y al saber que no
llevaba otro pasajero que un pobre muchacho español,
algunos jinetes avanzaron su cabeza por las ventanillas.
«jAh, galleguito; «blanco» de mier... coles. Déjate cre-
cer el pelo para que te cortemos mejor la cabeza cuando
seas grande!...» Lo decían riendo; pero yo, que sólo
tenía trece años, me acurruqué en un rincón y deseaba
meterme debajo del asiento. Se fueron, y dos horas des-
pués, cerca de un rancho, encontramos otra partida de
jinetes, con lanzas también, y con esos zaragüelles bom-
180 V. BLASCO IBÁÑBZ
bachos que parecen enaguas recogidas en las botas; pero
éstos llevaban al cuello pañuelos blancos. Y la misma
pregunta: «¿Qué llevas ahí?» Y al saber que era yo es-
pañol, sonrisas en la portezuela lo mismo que si me co-
nociesen toda la vida. «Baje, jovencito: baje y descan-
se, que está entre amigos. Tómese una copa de caña...»
Desde entonces no tuve duda: sabía lo que me tocaba ser
en aquella tierra: blanco, siempre blanco. Ahora los años
han traído cierta confusión, y gentes de todos los oríge-
nes figuran en los dos bandos. Pero en mis tiempos los
gringos eran todos «colorados», y los gallegos y vascos
«blancos», tal vez porque en las filas de éstos habían
combatido muchos españoles procedentes de la primera
guerra carlista... ¡La sangre que se ha derramado! ¡Los
combates sin cuartel en los que no se admitían prisione-
ros!... Yo he visto degollar docenas de hombres lo mismo
que ovejas.
Montaner quedó silencioso como si le obsesionasen
sus recuerdos.
— Ahora han cambiado las cosas— añadió— . Los anti-
guos escuadrones con lanzas son ejércitos provistos de
artillería; se respetan los prisioneros, se hace la guerra
con más «civilización»; pero la guerra sigue y la gente
se mata creo yo que por pasar el rato... El país se ha
acostumbrado á esta vida y se desarrolla y progresa á
pesar de las revoluciones. Es como algunos enfermos
que acaban por entenderse con su enfermedad y viven
con ella de lo más ricamente. ¡Pero al que le tocan de
cerca las consecuencias de estas luchas!...
Hablaba con resignación de los retrasos sufridos en
su fortuna por culpa de las guerras. «Blancos» y «colo-
rados» en sus correrías se le habían comido los mejores
animales de la estancia. Muchos iban á la guerra por el
placer de mandar sable en mano, como si fuesen dueños
en las mismas tierras donde trabajaban de peones en
tiempos de paz; por el gusto señorial de matar un novi-
llo y comerse la lengua, abandonando el resto á los cuer-
vos. El llevaba largos años formando en su estancia una
cabana de caballos finos, con reproductores costosos
adquiridos en Europa. Cuando descansaba ya satisfe-
cho de su obra, surgía una de tantas revoluciones y un
LOS ARGONAUTAS 181
grupo de partidarios vivaqueaba en sus tierras, cam-
biando los extenuados caballejos de la partida por los
mejores ejemplares de la cabana. Y los animales de
pura sangre morían en la guerra ó quedaban abandona-
dos en los caminos lo mismo que si fuesen bestias rústi-
cas de exiguo precio.
— Total, algunos centenares de miles de pesos perdi-
dos en unas horas — dijo con tristeza — . Muchos se entu-
siasman con las hazañas de ambos bandos y ven en ellas
una continuación del valor español. «Es la herencia de
España», dicen blancos y colorados para justificar esa
necesidad que sienten de revoluciones y golpes. Y yo me
digo: «Señor; otras repúblicas de América descienden
igualmente de españoles y viven sin considerar necesa-
ria una revolución cada dos años...» ¿Se han fijado uste-
des que en la América de origen español todas las cosas
malas son siempre «; Cosas de España!» y rara vez se les
ocurre atribuir á la pobre vieja alguna de las buenas?...
— Así es — interrumpió Maltrana — . Yo he tratado en
París americanos de origen español de todas alturas y
latitudes, y salvo una minoría que ha hecho estudios,
todos discurren de idéntico modo; como si les inculcasen
esta manera de pensar en la escuela de primeras letras.
España es la culpable de todos sus defectos, la responsa-
ble de todas sus faltas. Ella es la a^utora de sus revolu-
ciones; de la pereza propia de los climas cálidos; de la
embriaguez á que incitan los climas fríos; de la afición
desmedida al juego en gentes que no gustan del placer de
la lectura; de la imprevisión y falta de ahorro en países
acostumbrados á la abundancia. Algunos hasta la incre-
pan porque su república tiene pocos ferrocarriles...
Los tres oyentes asintieron, reconciliados de pronto
con él. ¡Estos hombres de pluma!... ¡Qué simpáticos
cuando no se metían en negocios!...
— En cambio — continuó — , si alaban una buena cuali-
dad de su raza la atribuyen á los indios, y los que tal
dicen son nietos ó biznietos por padre y madre de ga-
llegos y vascos qae llegaron á América á fines del si-
glo XVIII... Y si los indios no son los autores de lo bue-
no, le cuelgan el milagro á la «raza latina», que no es
más que una ficción histórica. La «raza española», algo
182 V. BLASCO IBÁÑEZ
positivo cuya realidad perciben todos en el idioma y las
costumbres apenas ponen el pie en ilmérica, sólo existe
y merece recuerdo cuando hay que anatematizar lo malo
del pasado. La gloria se la lleva la «raza latina», que
nadie sabe qué es y en qué consiste. Yo conozco una ci-
vilización latina; ¿pero raza latina? ¿en dónde está fuera
de Italia?... En fin, señores, no hay que irritarse. Tal
vez estas injusticias no pasan de ser una manifestación
instintiva de viejo cariño... desorientado, de amor filial
vuelto del revés.
Se interrumpió Isidro, saltando de su asiento al ver
que pasaba ante las ventanas la gorra blanca del médico
de á bordo. La contusión de la sien le hizo recordar de
pronto con una picazón dolorosa su propósito de consul-
tarle. Salió del café despidiéndose de sus compatriotas
con rápido saludo, y alcanzó al doctor en un rincón de la
cubierta, mostrándole el lívido chichón. Rió bondadosa-
mente el alemán al examinarlo. ¿También él había saca-
do su parte de la fiesta de la noche? Llevaba curados á
algunos pasajeros que se mantenían invisibles en sus ca-
marotes. Lo de Maltrana era insignificante. Después de
la hora del té le esperaba en la botica.
Al quedar solo se aproximó al jardín de invierno, mi-
rando al interior por una délas ventanas. Todos seguían
ocupando los mismos sitios; Ojeda con Mrs. Power y el
matrimonio Lowe; el doctor Zurita hablando con dos
compatriotas suyos de «las cosas del país». El padre de
Nélida sonreía á través de sus barbas de patriarca, dan-
do explicaciones á un grupo de amigos con insinuantes
y suaves manoteos. Tal vez exponía los grandes nego-
cios que le aguardaban en Buenos Aires, y de los cuales
quería dar participación á los demás, generosamente.
Algunos pasajeros se retiraban con los ojos entornados
por el exceso de luz en busca de sus camarotes para dor-
mir la siesta.
Maltrana sintióse atraído por un rumor de avispero
que zumbaba bajo el gran toldo del combés entre el
castillo central y la proa. Veíanse, por los intersticios de
las lonas, gentes tendidas sobre el vientre dormitando
con la cabeza entre los brazos; mujeres que recosían
ropas viejas; chicuelos persiguiéndose. Sonaba alo lejos
LOS ARGONAUTAS 183
una gaita, con dulce sordina, semejante á un lamento
pastoril que lagrimease la melancolía de su destierro
lejos de las praderas verdes.
— Hagamos una visita á nuestros amigos «los latinos».
Salió á la explanada de proa por un corredor de la
cubierta baja. Al abrir la reja tuvo que apartar á un
grupo de emigrantes que se agolpaban contra los hie-
rros. Era gente moza, muchachos que se sentía natraídos
por este obstáculo, símbolo visible de la separación de
clases.
Pasaban gran parte del día pegados á ella, exploran-
do el largo corredor alfombrado de rojo, con grandes
intervalos de sombra y manchas blanquecinas de eléc-
trica luz. Las puertas de los camarotes de primera clase
se abrían á ambos lados de este pasadizo, que á ellos les
parecía interminable y magnífico, como un bulevar ha-
bitado por millonarios. Espiaban desde allí las entradas
y salidas de los pasajeros. Seguían con mirada de admi-
ración la marcha rítmica de las señoras que surgían de
las pequeñas viviendas para perderse en un dédalo de
calles alfombradas, ascendiendo á los pisos altos del
buque, que ninguno de ellos había alcanzado á ver y
de los que llegaban rumores de músicas y fiestas. El res-
peto á la jerarquía social les impulsaba á amontonarse
contra la reja, como si por ella se columbrara un mundo
superior, manteniéndose en envidioso silencio cada vez
que una señora pasaba por cerca de ellos sin mirarlos.
Cuando las necesidades del servicio hacían transcurrir
junto á esta barrera á las camareras rubias, de limpio
delantal y albo gorro, los mozos contemplativos pare-
cían desperezarse y un rumor de palabras mascadas y
relinchos contenidos agitaba su grupo.
Aparecía con frecuencia cerca de la verja una niñera
alemana cuidando de un chiquitín peliblanco y cabe-
zudo, que jugueteaba á gatas sobre la alfombra con un
osezno de peluche. Al verla los muchachos sonreían con
repentina confianza. Era de su misma clase social, y
esto bastaba para desatar las lenguas é iluminar los ojos
con el fulgor del deseo.
—¡Rica!... ¡Monísima! ¡Acércate, prenda, que tengo
que decirte una cosa!... ¡Oh carina tanto bella!
1B4 V. BLASCO IBÁÑEZ
Cada mocetón usaba de su idioma para exteriorizar
el entusiasmo. Algunos árabes de bronceada y nerviosa
delgadez permanecían silenciosos, pero avanzaban el
cuello lo mismo que los caballos de carrera, brillándoles
los ojos de br¿isa con un fulgor homicida, mostrando sus
dientes ansiosos de morder. La fraiilein^ de un rubio
pajizo^ regordeta, blanca y apretada de carnes, sonreía
con ingenuidad, manteniéndose á distancia de la reja, á
través de cuyos hierros manoteaban las fieras. Pero no
por esto se decidía á huir, prefiriendo á los paseos supe-
riores, abiertos al aire y la luz, la permanencia en este
pasillo medio obscuro, donde recibía el homenaje tem-
bloroso y exacerbado del deseo viril. Sus ojos grises y
su rostro de una blancura tierna semejante á la de un
merengue, acogían con visible complacencia estas pa-
labras de brutal homenaje en idiomas que no podía
entender.
Algunos de los muchachos, que eran españoles, trata-
ban con respetuosa familiaridad á Maltrana, que por
algo se creía «el hombre más popular del buque».
— Don Isidro, tráiganos pa aquí á esa güeña moza...
;Eeírechera!... ¡Cachonda!
Otros, que habían vivido en la Argentina, uníanse
á este coro de entusiasmo murmurando con arrobamien-
to: «¡Preciosura! ¡Lindura!»
Un napolitano suplicaba á Maltrana, con humildad,
como si fuese el dueño del buque:
— Siñor, ¡que nos la echen!... ¡Mande que nos la echen!
Isidro volvió á cerrar la verja y fué avanzando entre
los jóvenes.
— ¡Orden, muchachos!... Orden y formalidad. A ver
si viene un alemanote de esos y os larga un par de mam-
porros por sinvergüenzas.
Las fieras enardecidas volvieron á agolparse en la
verja, mientras la ingenua fraiilein les volvía la espalda
y se arrodillaba en la alfombra para juguetear con el
pequeñuelo, mostrando la blancura de sus medias re-
pletas de carne firme, la curva pecadora de la falda
abombada por ocultas esfericidades.
El avance de Maltrana produjo entre los emigrantes
XLVi. movimiento de curiosidad simpática y obsequiosos
LOS ARGONAUTAS 185
saludos: algo parecido á lo que despierta la entrada de
un orador político en una reunión popular. «Don Isidro,
buenas tardes... Venga por aquí, don Isidro.» Y todas
las miradas, aun las de los «latinos» de Asia, que no
podían entenderle, le acariciaban con la suavidad del
agradecimiento. ¡Aquel era un hombre! Un rico que gus-
taba de mezclarse con la gente pobre: no como los otros
señores, que sólo se dejaban ver en los balconajes de los
puentes, para echar una mirada de lástima, huyendo
apenas se volvían hacia ellos algunas cabezas, cual si no
quisieran concederles ni el goce de la curiosidad.
Eecosían unas mujeres sus ropas; otras, patiabiertas
dentro de sus batones sucios, y repantigadas en pobres
sillones de lona, se agarraban con las manos á lo más
alto del respaldo. Algunas se quejaban de dolores en el
brazo que había recibido la vacunación. Los árabes per-
manecían acurrucados en el caramanchel de las escoti-
llas, mirando el mar con expresión pensativa... sin pen-
sar en nada.
Un grupo de hombres jugaba á los naipes. Varios ita-
lianos, con fuertes manoteos y gritos, lo mismo que si
mandasen un ejercicio militar, amaestraban á otros espa-
ñoles en el juego de la moiTa. Fogoneros libres de servi-
cio, rubios muchachotes vestidos de blanco, permanecían
erguidos en medio de la muchedumbre, contemplando de
lejos, tímidos y sonrientes, á ciertas beldades morenas,
como si esperasen hacerse entender con su inmovilidad
silenciosa. En el fondo, junto al castillo de proa, con-
tinuaba sonando la gaita invisible su gangueo pastoril.
Salió una mujer al paso de don Isidro, saludándolo
con familiaridad. Era grande y obesa, con el amplio
rostro sombreado por una patina rojiza. La gran abun-
dancia de zagalejos y faldas hacía aún más imponente
su volumen. Tenía cierto aire de resolución y miraba
siempre de frente, acompañando sus palabras con un
movimiento de brazos autoritario, como hembra acos-
tumbrada á mandar la primera en su casa.
— Usted es la de Astorga, ¿verdad?— dijo Maltrana,
que tenía empeño en recordar los nombres y el origen
de todos los del buque—. Espere... Usted es Ja seña Eu-
frasia.
186 V. BLASCO IBÁÑBZ
— Justo— dijo la mujer, satisfecha y orgullosa de la
buena memoria de aquel personaje—. Yo soy la Ufrasia
y este es mi marido.
Y señalaba á un hombre sentado cerca de ella, gran-
de también, con el abdomen mantenido por las compli-
cadas vueltas de una faja negra. Su cara llena, de me-
jillas colgantes, asomaba majestuosa como la de un
prelado, bajo las alas del sombrerón.
La seña Eufrasia, cuarentona de incansable verbosi-
dad, hablaba con aire protector de sus compañeros de
viaje. Los compatriotas, «los de la tierra», le inspiraban
lástima.
— Probes; tenemos aquí gentes de mucha necesiá, don
Isidro. Hay que ver cómo van esas mujeres y cómo lle-
van á sus crios... Nosotros, aunque me esté mal el decir-
lo, no vamos á las Américas por hambre. Teníamos allá
en el pueblo nuestro buen pasar, pero á nadie le amarga
subir, y éste (señalando el marido) me dijo un día:
«Ufrasia, ¿por qué no nos vamos á ver eso del Buenos
Aires de que hablan tanto?» Y como no tenemos hijos,
yo dije: «¡Hala!, amos en seguía.» Y éste vendió los cua-
tro terrones y la casa, y ¡gracias á Dios! llevamos algo,
por si un porsiacaso aquello no nos gusta y queremos
volvernos. De este modo en el barco puede una darse
mejor vida que las otras y dormir aparte, y comprar en
la cantina lo que se le apetece y hasta hacer una caria,
que crea usted que viene aquí gente bien necesita de
que la ayuden. ¡Y allá vamos toos, don Isidro!... Dicen
que aquello del Buenos Aires es muy hermoso, y que no
hay más que agacharse en las calles pa dar con una onza
de oro.
Lo decía sonriendo, pero á través de su incredulidad
adivinábase cierto respeto por la ciudad lejana y mis-
teriosa, urbe de maravillas y tesoros de la que hablaban
continuamente los emigrantes.
El marido movió la cabeza con autoridad, y sus ojos
parecían decirle: «Mujer, que estás cansando al señor...
Vosotras no entendéis nada de nada.»
— Usted que sabe tantas cosas, don Isidro— siguió la
Eufrasia — . Este y yo tuvimos esta mañana una porfía.
Dice que en Buenos Aires no hay monea de oro, ni de
LOS ARGONAUTAS 187
plata, ni otra cosa que unos papelicos con ñguras, á
modo de estampas, con los que se compra too... Y eso
no pué ser, ¿verdá que no, don Isidro? ¡Una tierra tan
rica y no tener dinero!... Vamos, que no pué ser.
— Pues así es, seña Eufrasia — dijo Maltrana.
Y el marido, saliendo de su mutismo por este triunfo
extraordinario sobre la esposa, siempre dominadora,
dijo solemnemente.
—¡Lo ves, mujer!... Las hembras no sabéis na de na
y queréis meteros en too.
Pero la Eufrasia, sin prestar atención al marido,
bajaba la cabeza como para seguir mejor el curso de sus
pensamientos.
— ¿De manera que no hay pesetas... ni duros... ni s\-
qaiersi perras gordas?... MaÍo; eso no me gusta. Tal vez
tenga razón éste, y las mujeres no sepamos na de na;
pero yo digo que esto no me gusta. La monea es siem-
pre monea, y los papelicos, papelicos.
Y tras esta afirmación indiscutible suspiraba resig-
nadamente:
— En fin; veremos cómo pinta aquello, y si no nos
gusta, la puerta la tenemos abierta... Peor están los
demás, que van tan á ciegas como nosotros y á la fuerza
han de quearse allá, pues no tién pa volverse.
Hacía el elogio de las pobres gentes que ocupaban
la proa. Los «moros», como ella llamaba á los sirios,
eran buenos muchachos y sus compañeras unas pobres
que infundían lástima. Los italianos le merecían no
menos simpatía, porque acataban en ella cierta supe-
rioridad viéndola gastar y vivir mejor que los otros, y
la llamaban «señora». Sus cariños malogrados de hem-
bra infecunda iban hacia todos los niños de diversas
nacionalidades que vivían cerca de ella, tratándolos
con varonil dureza de palabra al mismo tiempo que los
cuidaba y acariciaba.
— ¿Aónde vas tú, cabezota? — gritó deteniendo á un
pequeño que correteaba perseguido por otros—. Fíjese,
don Isidro, qué guapo; paece el niñico Jesús. Su madre
es una italiana con ocho hijos, y anda malucha, tendida
por los rincones, sin poer la pobre ocuparse de ellos. ¡Si
no fuese por mí!... ¡Ah ladrón! Ya tienes otro siete en
188 V. BLASCO IBÁÑBZ
los calzones que te remendé ayer. ¿Qué has hecho de la
perra gorda? ¿Te has comprado más caramelos en la
cantina?... Pero mire usted, don Isidro, ¡qué sucio y
qué hermoso! ¡Guarro!... ¡Cochinote!... ¡Ham!,., ¡ham!
Deja que te muerda esos hocicos de cerdo de leche.
Y teniéndolo en alto con sus brazos poderosos, lo be-
suqueaba, lo apretaba contra la pechuga ingente, mien-
tras el niño se defendía de esta avalancha de caricias
y palabras ininteligibles para él, gritando: «Mama...
mama» y golpeando con los pies el abdomen que le
servía de ménsula. El marido, inmóvil en su asiento,
miraba á Maltrana como implorando disculpa por estas
ruidosas expansiones.
— ¡Lo robaría! — clamó la señora Eufrasia — . Si éste
quisiera, lo tomaríamos como nuestro... Me llevaría to-
dos los chicos que veo.
Las voces de la mujerona hicieron volver la cabeza
á otros grupos lejanos, despegándose de ellos algunos
hombres al reconocer á don Isidro. Se aproximaron á
él, en espera de los cigarrillos con que acompañaba sus
apariciones, y poco á poco lo fueron llevando hacia el
castillo de proa. Un hombretón se levantó del suelo ten-
diéndole la mano con ese aire protector de ciertos jaques
que hablan y accionan lo mismo que si perdonasen la
vida al que los escucha.
— Salú, don Isidro — dijo con acento andaluz — . Ya
nos extrañábamos un poquiyo de no verle esta tarde
por aquí.
Volvió á sentarse entre un grupo de jóvenes españo-
les, unos con boina, otros con amplio sombrero, que le
escuchaban sonriendo admirativamente. Era malague-
ño, según decía, y bastaba sostener con él un breve
diálogo para enterarse á las primeras palabras de su
nombre, lugar de nacimiento y apodo. Todas sus afir-
maciones, aun las más insignificantes, las rubricaba
con la misma declaración: «Y esto se lo ice á osté su
seguro servior Antonio Díaz, natural de Málaga, por
otro nombre el señó Antonio el Morenito.» Y acompaña-
ba esta firma verbal con una mirada de superioridad y
conmiseración que parecía decir: «Al que sostenga lo
contrario le rebano el pescuezo.»
LOS ARGONAUTAS 189
El Morenito^ que ya pasaba de los cuarenta, sentía
cierto respeto por don Isidro, «un señorito como Dios
manda, y no como los otros fantasiosos que huían de
tratarse con los pobres».
A impulsos de esta simpatía había llegado á consi-
derar á Maltrana hombre de grandes arrestos, tan cora-
iado casi como él, y cada vez que pensaba en la posibi-
lidad de hacer un disparate para vengarse de la gente
del barco ó de los pasajeros orgullosos, exponía de idén-
tico modo su discurso: «Entre don Isidro y yo...» Y don
Isidro escuchaba y aprobaba con su sonrisa estos planes
destructivos, halagado en el fondo de su ánimo de que
aquella fiera le considerase digno de su colaboración.
Tenía aterrados á muchos de los emigrantes con sus
amenazas y explosiones de malhumor. Otros admirá-
banle por la insolencia con que protestaba á gritos de
la calidad del rancho y de todos los servicios del buque,
atreviéndose á insultar á los oficiales, que no podían en-
tenderle. No obstante tanta bravura, Maltrana notaba
en él cierto encogimiento al llevarse la mano á la gorra
para saludar; cierta timidez felina en los ojos, cuando
algún superior le dirigía la palabra.
— Este tío saluda de mal modo — pensaba Isidro — . Es
el mismo encogimiento medroso y vengativo con que los
presidiarios saludan á sus jefes.
El trato con los árabes del buque hacía acordarse al
Morenito de los moros de Marruecos, contando algunas
de sus correrías por la costa de África. Por las maña-
nas, cuando se lavaba al aire libre, desnudo de cintura
arriba, producían admiración los costurones y profun-
das cicatrices que constelaban su cuerpo, recuerdos
según él de heroicos combates por mar y tierra contra
la tiranía de las aduanas. Otro motivo de respeto era el
saberle poseedor de una gran navaja á pesar de los re-
gistros que hacían los tripulantes del buque en la gente
peligrosa; navaja que nadie había visto, pero que men-
cionaba con frecuencia en sus bravatas. Maltrana, cono-
cedor de las costumbres del presidio, imaginábase en
qué lugar indeclarable podría guardar el valentón esta
arma, que era como el cetro de su amenazadora majestad.
—Siéntese un poquiyo, don Isidro, y descanse. Tú,
190 V. BLASCO IBÁÑfíZ
dale tu asiento ar cabayero... Les estaba proponiendo
á estos chicos im negosio; un moo seguro de haserse
ricos.
Maltrana, desde su sillón de lona, vio acurrucados
á la redonda, con la mandíbula entre las manos, á todos
los admiradores del Morenito^ lo mismo que una tribu
de guerreros en consejo. El malagueño hablaba con la
boca torcida, expeliendo las palabras por una de sus
comisuras para hacer sentir al auditoiio toda la gran-
deza de su bondad de maestro.
— Estos mozos son unos palominos, don Isidro, que
van á América á rabiar y haser ricos á los otros... lo
mismo que en su tierra. Pero vení acá, arrastraos, ¡pe-
leles! ¿Pa eso os habéis embarcao ustedes?... Fíjese, don
Isidro; unos piensan dir ar campo á sudar camisas tra-
bajando: otros quicen meterse á criaos de casa grande...
Y yo les propongo á estas güeñas personas que hagamos
una partía; una partía como las que había endenantes.
Allá no habrán visto eso nunca; cosa nueva. ¿Qué le
paese?. . .
Y exponía su plan con entusiasmo.
— Una partía, y agarramos á un ricachón de allá y
lo secuestramos; le peímos á la familia unos cuantos
millones con la amenasa de que le vamos á corta las
orejas; nos dan los millones, nos los repartimos como
güenos hermanos, y antes de seis meses estamos de
güerta y ricos. Una partía que tendría mucho que ver.
Usté, don Isidro, sería er capitán. (Aquí Maltrana sa-
ludó agradecido, excusándose con un gesto de modes-
tia.) No; no se nos jaga el chiquito. Yo sé que tié usté
lo suyo mú bien puesto... y crea que yo entiendo de
esas cosas. Aemás, tié talento pa too, y yo soy hombre
que respeta la sabiduría... El Morenüo^ Antonio Díaz,
un servior, sería er tiniente, y toos estos mozos ya se
despavilarían con tan güenos directores. ¿Eh, qué le
paece? ¿No es un verdaero negosio?
Isidro asintió con imperturbable gravedad. Sí; un
buen negocio que valía la pena de ser estudiado de-
tenidamente; la exportación de una nueva industria.
Casi habría que pedir patente de invención para evitar
las imitaciones. Y los crédulos muchachos que oían al
LOS ARGONAUTAS 191
Morenito en silencio porque estaban en el mar, lejos de
toda posibilidad de acción, pero abominaban interior-
mente de estos planes que pugnaban con las preocupa-
ciones de su honradez, mirábanse indecisos al ver que
un señor como don Isidro no se escandalizaba.
— ¡Lo oís, panolis! — exclamó el valentón — . Mira como
un cabayero que lo sabe too encuentra que mi idea es
güeña... Pero si es que os farfcan ríñones pa sacarle el
dinero á un rico, poemos hacer la partía pa perseguir á
los indios. Allá hay muchos, ¡muchos! En América ata-
can los ferrocarriles y las diligensias y hasta los tranvías
en las afueras de las poblasiones: yo lo he visto muchas
veses en los sinematógrafos. Y Buenos Aires está en
América, y allí hasen farta hombres de resolusión que
les digan á esos gachos de color de chocolate con plumas
en la cabesa: «Ea, se acabó; ya no molestáis ustedes más
á la reunión, porque no nos da la gana.» Y los cazamos
como conejos, y el gobierno, agradesío, nos paga á tanto
la cabeza, y en unos cuantos años nos jasemos ca uno
con una fortunita pa gol ver á la tierra. No será uno rico
tan aprisa como con el secuestro, pero argo esargo, y
siempre es mejor que destripar terrones ó serviles er cho-
colate en la cama á los señores. ¿No le paese, don Isidro?
Y don Isidro aprobaba otra vez. Una idea tan buena
como la anterior; también habría que pedir privilegio
para que el gobierno no permitiese matar indios más que
á la partida del señor Antonio el Morenito,
Admiraba los heroicos expedientes discurridos por
este hombre para hacerse rico sin apelar á la vulgaridad
del trabajo ordinario, reservado á los otros mortales. Y
así permaneció Isidro algún tiempo escuchando los pla-
nes del aventurero desorientado que iba á América con
cuatro siglos de retraso. La honradez en alarma de sus
oyentes formulaba tímidas observaciones.
— Pero allá hay presidios — dijo uno — . Allá hay po-
licías.
—No serán más bravos que los seviles y los carabine-
ros de nuestra tierra— contestó el Morenito con arrogan-
cia— . Yo sé lo que es eso... ¡Bah! ¡Me los como!
— Pero los indios no se dejarán zurrar así como así
— argüyó otro — . Deben ser gente brava... gente salvaje.
Í92 V. bijASco ibáñb>í
— A esos— dijo el matón despectivamente — , á esos
también me los como.
Se aproximó al grupo un nuevo oyente, saludando á
Maltrana con fina sonrisa, en la que había algo de burla
para el valentón.
— Aquí tenemos á don Juan— dijo Isidro — . Este no
entra en nuestra partida: no es hombre que sirva para
el caso.
— No señó, no entra — contestó el Morenito — . A don
Juan, en sácale de sus librotes no sirve pa mardita la
cosa... Mú buena persona, mú cabayero, pero no va á
gana en su vida des pesetas.
Era alto y enjuto de carnes, con luengas barbas, que
á pesar de su juventud le daban un aspecto venerable.
Hablaba con voz dulce y ademanes reposados, interpo-
lando en sus palabras una risa discreta, que era el
eterno acompañamiento de su conversación. Según Mal-
trana, este amigo respiraba optimismo y confianza en
la vida, esparciendo en torno de su persona un ambiente
de contento. Y sin embargo, vivía en el entrepuente
mezclado con el rebaño inmigrante, sin otras conside-
raciones que las que le concedían sus compañeros de
viaje, cautivados por la dulzura de su carácter y la
superioridad de educación. Sus trajes, viejos y raídos,
eran de buen corte; se notaban en su persona los vesti-
gios de una situación más próspera. En sus manos finas
quedaba como recuerdo familiar una antigua sortija,
salvada de los apremios de la pobreza.
El curioso Maltrana conocía algo de su vida. Juan
Castillo era un agrónomo que había intentado en las
tierras de panllevar heredadas de sus padres la realiza-
ción de todos los adelantos aprendidos en una gran es-
cuela de Bélgica; ensueños de poeta agrícola realizados
con el ímpetu de una voluntad entusiástica y crédula.
La usura le había proporcionado un pequeño capital
para su empresa, y luego de batallar algunos años con
la rutina de los campesinos, de habituarlos á vivir en
paz con las máquinas y de extraer de las profundidades
del subsuelo las venas líquidas para esparcirlas en redes
de irrigación, cuando la tierra empezaba á responder á
estos esfuerzos con sus primeros productos, los acreedo-
LOS ARGONAUTAS 193
res habían caído sobre él, ejecutándolo con glacial fero-
cidad.
— Conozco el procedimiento — había dicho Maltrana
al oirle por vez primera — .Es el mismo de las tribus
antropófagas. Le dieron á usted alimento, le dejaron
tranquilo para que echase carnes, y cuando estuvo á
punto, ¡zas! el degüello y el banquete canibalesco.
Huía de la ruina, perdida la herencia de sus padres,
perdido el crédito, deshonrado por deudas á las que
daban sus acreedores un carácter delictuoso; todo ello
por querer innovar con arreglo á sus estudios una agri-
cultura estacionaria casi igual á la de los primeros tiem-
pos de la humanidad. Y en su fuga había mirado al
Sur, como todos los que navegaban en aquella cascara
de acero, presintiendo más allá del círculo oceánico re-
novado diariamente una tierra remozadora de existen-
cias, donde las vidas destrozadas se contraían virginal-
mente lo mismo que capullos para empezar el curso de
una nueva evolución. La esperanza le había rozado tam-
bién con su aleteo ilusorio. Casi celebraba esta ruina
que le había desarraigado de la tierra paterna. ¿Quién
podía saber lo que le esperaba al otro lado del Océano?...
Abandonando el grupo del Morenüo^ avanzaron hacia
la proa Maltrana y Castillo. Una voz quejumbrosa les
hizo detenerse.
— ¡Don Isidro!... ¡Buenas tardes, don Isidro y la com-
paña!
Un hombre sentado en el suelo, con la espalda apo-
yada en la borda, avanzaba su rostro pálido entre los
pliegues de una manta.
—¿Eres tú, enfermo?— dijo Maltrana—. ¿Cómo va ese
ánimo?
Con voz doliente murmuró una queja interminable
contra el mar. Desde su entrada en el buque la salud pa-
recía haber huido de su cuerpo. Otros cantaban á todas
horas, como si el aire salino y la inmensidad azul les
diesen nuevas fuerzas, excitando su apetito. El se había
embarcado sintiéndose fuerte, y de pronto todas sus
energías le abandonaban.
— Estoy muy enfermo, don Isidro. Ayer aun pude su-
bir solo á la cubierta; hoy han tenido que empujarme
13
194 V. BLASCO IBÁÑBZ
escalera arriba unos amigos. Debo estar blanco como un
papel, ¿verdad, señor?... No tengo fuerzas para andar,
ni deseos de comer. Esto no marcha... Los demás se que-
jan de calor; dicen que cada vez pica más el sol, y yo
tiemblo si me quito la manta... Y lo que me da más ra-
bia es que el médico, don Carmelo el oficial y otros me
miran como si les hubiese engañado, y dicen que si lle-
gan á saber esto no me dejan embarcar, porque allá en
Buenos Aires no quieren enfermos... Pero señor, ¡si yo
me embarqué sano y bueno! ¡si es este maldito mar que
no me prueba!...
Creyendo ver en Maltrana el mismo gesto de duda
de los empleados del buque, se apresuró á añadir:
—Yo he sido un roble, don Isidro. Reumatismos nada
más, según decía el médico de mi pueblo, por haber dor-
mido al raso en el campo muchas noches. Pero fuera de
esto... nada. Lo juro por mi nombre: Pachín Muiños. Y
ahora, de pronto, me veo hecho un trapo, y me ahogo,
señor, las piernas no pueden tenerme y me faltan fuer-
zas para ir de un rincón á otro. ¡Qué ganas tengo de
salir de aquí!... Estoy seguro de que apenas salte en tie-
rra seré otro: volveré á sentirme fuerte como en el pue-
blo... Diga, señor: ¿cuándo llegamos á Buenos Aires?
Hacía la pregunta ávidamente; se incorporaba para
mirar más allá de la borda. Al esparcir su vista por la
inmensidad esperaba encontrar en el horizonte el negro
perfil de la tierra ansiada.
—¿Tardaremos dos días?— siguió preguntando.
— Más; un poquito más— dijo Maltrana suavemente
para engañar su impaciencia.
—¿Como cuántos más?— continuó con tenacidad el
enfermo.
Y al adivinar en las palabras evasivas de Maltrana
que aun quedaban muchos días de viaje, el pobre Muiños
volvió á sumirse en la desesperación... ¡Buenos Aires!.
Deseaba llegar cuanto antes al término del viaje y repe-
tía el nombre de la ciudad, como si encontrara en él un
poder milagroso igual al de las antiguas palabras caba-
lísticas.
Isidro, luego de consolarle con engañosas afirmacio-
nes, asegurando que antes de una semana verían la
LOS ARGONAUTAS 195
tierra ansiada, retrocedió con Castillo hacia la reja de
salida.
— ¡La esperanza!— dijo con tristeza—. Ese pobre está
muy enfermo, le faltan fuerzas para tenerse en pie, y se
traslada, sin embargo, de un hemisferio á otro en busca
de salud y dinero. jQné de ensueños van en este cascarón
con todos nosotros!...
— I Y si fuese solo! — contestó Castillo — . Pero le acom-
pañan su mujer y tres hijos.
La ilusión de la salud le había hecho desarraigarse
de su pueblo. Allá en Galicia no podía trabajar una
semana entera sin que el esfuerzo atrajese la enferme-
dad. La imagen de América había pasado por su miseria
como un resplandor de esperanza. En aquella tierra de
fortuna, donde todos se transformaban, él sería otro
hombre. Y repuesto por unos meses de descanso y hol-
gura á causa de haber vendido su casucho y unas vacas,
Muiños entró en el buque con un aspecto engañador de
hombre sano. El ambiente del mar y la vida de á bordo
habían sido fatales para él: cada día transcurrido mar-
caba un descenso de su salud .
— Lo que él cree reumatismo — añadió Castillo — es,
según el médico del buque, una insuficiencia cardíaca,
que empieza á complicarse con una bronquitis alarman-
te. ; A saber en lo que parará! La mujer y los chicos,
acostumbrados á sus enfermedades, no se fijan en él.
Ella comadrea con las otras mujeres y los muchachos
juegan ó aguardan con impaciencia la hora del rancho.
Y el pobre Muiños, cuando se ahoga en el entrepuente,
sube á la cubierta envuelto en su abrigo para tenderse
al sol, y pregunta cuántos días faltan para llegar, cuan-
do aun estamos al principio del viaje... Inútil decirle la
verdad. Su ilusión, que se ha concentrado en Buenos
Aires, le hace olvidar el tiempo y la distancia. Cree que
le engañan cuando le dicen que aun faltan muchos días.
Al avistar Tenerife preguntó con emoción si ya está-
bamos en Buenos Aires. Mañana, al ver de lejos las islas
de Cabo Verde, volverá á creer que hemos llegado...
¡Infeliz! De todos los que vamos en el buque es el que
más piensa en Buenos Aires, y bien jwdría ocurrir que
fuese el único que no llegase á verlo.
196 V. BLASCO IBÁNÍ3Z
Maltrana se despidió de Castillo junto á la verja di-
visoria de clases, frontera inviolable que partía en dos
estados diversos el microcosmos flotante.
Arriba, en la cubierta de paseo, encontró á Fernan-
do junto á una de las ventanas del salón que daban luz á
la plataforma interior, ocupada por el piano.
Quiso hablarle Isidro, pero su amigo se llevó un dedo
á los labios imponiendo silencio. Miró entonces por la
ventana y vio á una mujer sentada al piano. Llegó á sus
oídos al mismo tiempo una música en sordina y el susu-
rro de un canto á media voz.
—Es de Tristán — murmuró quedamente Ojeda en su
oído—. El lamento desesperado de Iseo.
Los dos permanecieron en silencio á ambos lados de
la ventana escuchando el canto, que venía del interior
con lejanías de ensueño. Maltrana, menos sensible á la
emoción musical, examinaba de espaldas á esta mujer,
fijándose en su nuca blanca, ligeramente ensombrecida
como el marfil antiguo. El casco de su cabellera tenía
junto á las raíces un dorado tierno que iba coloreándose
hasta tomar en la superficie el tono rojizo del cobre
fregoteado. Su cuello se inclinaba hacia delante con una
esbeltez anémica, una fragilidad que marcaba bajo la
piel los tendones y arterias dilatados por la tenue emi-
sión de la voz.
De pronto, la cara invisible se volvió hacia ellos,
como si acabase de notar su presencia. Vieron unos ojos
cuyas pupilas de color de ceniza estaban dilatadas por
la sorpresa; un rostro de palidez verdosa, algo descar-
nado, que se coloreó instantáneamente con un acceso de
rubor. Parecía asustada de que alguien pudiese oiría.
Con un gesto de timidez y contrariedad cerró el instru-
mento, púsose de pie y marchó hacia la puerta del salón
para huir de los dos importunos.
Ojeda la siguió con la vista. Era alta, y su enfermiza
delgadez estaba disimulada en parte por lo recio del
esqueleto. Las caderas marcaban su ósea firmeza bajo
una falda de dril claro. La cabellera amontonada con
gracioso descuido, los zapatos blancos algo usados, la
blusa modesta de confección casera, la falta total de
alhajas, daban á su figura un aspecto de pobreza sufrida
LOS ARGONAUTAS 197
animosamente, de incertidumbre bohemia sobrellevada
con resignación.
— Usted que conoce aquí á todo el mundo— preguntó
Ojeda — . ¿Quién es?
— Hace rato que podía saberlo si me hubiese dejado
hablar... Es la mujer del director de orquesta de la
compañía de opereta: un rubio con la cara granujienta
que se pasa día y noche en el café tomando bocks con
los de su tropa. Buen colador; hay veces que los redon-
deles de fieltro se amontonan en su mesa como una co-
lumna... Y cuando no toma cerveza, admite wishky ó
lo que caiga. No tiene otra ocupación en el buque que
empinar el codo.
—Es una mujer interesante— murmuró Ojeda—. ¡Y
tan tímida!...
Aguardaba todas las tardes á que el salón quedase
desierto. Descendían las familias á sus camarotes para
dormir la siesta; otros pasajeros se acostaban en las
sillas largas del paseo; sólo permanecían algunos en
el jardín de invierno. Entonces, casi de puntillas, iba
hacia el piano, y apenas colocaba los dedos en el teclado
parecía olvidar su timidez, aislándose del mundo exte-
rior, con los ojos vagos y sin luz, como si su mirada se
concentrase interiormente y su canto fuese un débil
escape, un lejano eco de otra música de recuerdos que
sonaba dentro de ella.
Al verla Fernando en el piano había sentido curiosi-
dad por conocer su música. ¡Tal vez una romanza dul-
zona y sensiblera de opereta!... Y aun duraba en él la
sorpresa que había experimentado al escuchar las gran-
diosas frases del dolor de Iseo.
—Debe tener una voz magnífica, ¿no lo cree usted.
Isidro?... Quisiera ser su amigo... Usted debe conocerla,
Maltrana se excusaba, algo contrariado de que por
esta vez no le fuese posible alardear de una amistad.
Apenas se había fijado en ella: ¡pchs! ¡la mujer de aquel
borrachín director de orquesta! Era algo arisca; huía de
la gente; apenas se trataba con las otras damas de la
compañía. Vivía para su hijo, un pequeñín de cabeza
enorme, siempre agarrado de su mano. A los saludos de
Maltrana respondía siempre con una inclinación de ca-
198 V. BLASCO IBÁNÍEF.
beza y un manifiesto deseo de huir. Además como mujer
no valía gran cosa: parecía enferma. La primera vez
que se fijó en ella fué por las burlas de unas niñas ele-
gantes que comentaban su palidez verdosa. «Ahí va esa
de la opereta, que se le ha reventado la hiél y la tiene
revuelta por todo el cuerpo.»
—Pero esto no importa, Ojeda; ya que la señora le
interesa por lo del canto wagneriano, yo se la presen-
taré. Conozco algo al marido; hemos bebido juntos. El
se llama Hans... Hans Eichelberger, eso es; el maestro
Hans. Y ella... aguarde usted, ella se llama Mina. Ahora
recuerdo que el marido la llama así, y según me dijo,
es un diminutivo de Guillermina. El maestro habla algo
el español: ha andado por la Argentina y Chile en otras
correrías musicales. Ella creo que muy poco.
Avanzaron los dos amigos hacia la popa, detenién-
dose en la baranda cercana al café, sobre la cubierta de
los de tercera clase. Habían levantado los marineros
una parte del toldo y se veía abajo el rebullir de la emi-
gración septentrional, gentes melenudas que á pesar del
calor conservaban sus abrigos de pieles. Sonaba el gan-
gueo de un acordeón con el apresurado ritmo de la danza
rusa. Una muchacha de falda corta, botas polonesas y
pañuelo verde, por cuya punta asomaba una trenza de
pelos rojos, daba vueltas al compás de la música. En
torno de ella un mocetón de camisa purpúrea danzaba
de rodillas ó se sostenía en portentoso equilibrio con las
piernas casi horizontales y las posaderas junto al suelo.
Los gritos y palmadas de los otros rusos acompañaban
estas agilidades de loca danza gimnástica. Los judíos
polacos y galicianos, envueltos en sus hopalandas de
carácter sacerdotal, contemplaban el espectáculo ras-
cándose las barbas luengas, contrayendo los matorrales
de sus cejas casi unidas.
— ¡Las gentes que venimos aquí!— dijo Fernando—. ;Y
pensar que es el nombre de una ciudad desconocida, el
vago prestigio de una tierra lejana, lo que nos ha jun-
tado á personas de tan diverso nacimiento!...
— Veintiocho pueblos, según afirma don Carmelo el
de la comisaría, venimos en el buque: y lo mismo ocu-
rre en otros trasatlánticos. ¿No es verdad, Ojeda, que
LOS ARGONAUTAS 199
esto se parece al avance en masa de los pueblos de
Europa cuando las Cruzadas?... Hace poco me acordaba
yo abajo de las muchedumbres que siguieron á Pedro
el Ermitaño. Marchaban enfermas, desfallecidas de ham-
bre, y cada vez que avistaban una pequeña ciudad
prorrumpían en alaridos de gozo: «;Jerusalén! ;Es Je-
rusalén!» Y estaban aún en el centro de Europa: en
Alemania ó en Hungría. Abajo, en la proa, tiene usted
á un heredero de aquellos héroes de la esperanza. Va en-
fermo de cuidado, es posible que no llegue al término
del viaje, pero cada vez que vemos una isla, una costa,
se galvaniza y pregunta si es Buenos Aires.
— La humanidad vive de ilusión, Maltrana. Necesita-
mos poner nuestro deseo lejos, en tierras desconocidas,
pues la distancia borra la duda y da certeza á lo más
inverosímil. Para los europeos el lugar de maravillas
fué Bagdad, la de Las mil y una noches: en cambio en
mis viajes por Oriente he visto á judíos y mahometanos
suponer tesoros y magias en la antigua Toledo. Cuando
los poetas del Sur imaginan algo prodigioso, sitúan el
escenario en las fortalezas del Ehin ó los furdos escandi-
navos. Al soñar Wágner el castillo de Monsalvat, coloca
la mansión del Santo Graal en los Pirineos españoles y
da un palacio árabe á Klingsor el encantador. El am-
biente que nos rodea es demasiado real para que poda-
mos cultivar en él nuestras ilusiones.
— Así es, Fernando. Pero la esperanza humana, que en
otras épocas fué puramente mística y por eso tal vez
miraba á Oriente, es ahora positivista, cifra sus anhelos
en el bienestar material y se dirige hacia Occidente.
Todos queremos ser ricos; necesitamos serlo, y esta espe-
ranza comunica á las tierras lejanas el prestigio de la
ilusión. Hace siglos la gente de empuje iba al Perú; ayer
soñaba la humanidad con los tesoros de California, y
allá corrían en masa los hombres de aventura: hoy em-
pieza á mezclarse con el esplendor de los Estados Unidos
la irradiación que surge de una nueva ciudad-esperan-
za: Buenos Aires.
—Mañana— interrumpió Ojeda— los peregrinos de la
riqueza, torciendo su camino, se derramarán por las
islas de la Oceanía, y tal vez la Jerusalén del porvenir
200 V. BLASCO ibAñez
estará dentro de millares de años en algún lugar del
Pacífico, donde en este momento colean los tiburones y
se hinchan y deshinchan las olas solitarias.
El deseo humano colocaría la ciudad de la esperan-
za sobre alguna tierra sacada del fondo de las aguas
por una convulsión del planeta; tal vez sobre atolones
que los infusorios madrepóricos estaban petrificando en
aquel momento con lenta y paciente labor multimilena-
ria... Nunca faltaría en el globo un lugar que atrajese
á los hombres inquietos y enérgicos, descontentos con su
destino, ansiosos de cambiar de postura.
— Cada vez será más grande esta peregrinación — dijo
Maltrana — . Sentimos la imperiosa necesidad del dinero
como no la sintieron nuestros abuelos; y los que vengan
detrás la experimentarán con mayor ímpetu que nos-
otros. Yo deseo ser rico; no tengo rubor en confesarlo; es
lo único que me preocupa. Necesito saber qué es eso de
la riqueza, y á conseguirlo voy... sea como sea. ¿Y usted,
Fernando?...
Sonrió éste levemente. También quería ser rico, y
su deseo imperioso le había desarraigado del viejo mun-
do, lanzándolo en plena aventura como los miserables que
se aglomeraban en los sollados de la emigración. Nece-
sitaba una gran fortuna para creerse feliz. Y sin em-
bargo... ¡quién sabe! la riqueza no es la dicha, no lo ha
sido nunca; cuando más puede aceptarse como un medio
para afirmarla... Tal vez ni aun esto era cierto. Recor-
daba la wagneriana leyenda del anillo del nibelungo, el
milagroso oro del Rhin, símbolo del poder mundial. Quien
lo poseía era señor del universo, dueño absoluto de todas
las riquezas; pero para conquistarlo había que maldecir
el amor, renunciar á él eternamente.
— Y el amor, Maltrana, y otros sentimientos, valen
más que un tesoro. Yo soy pobre y marcho en busca del
dinero porque veo en él una garantía de seguridad y de
reposo para ocuparme tranquilamente en otras empresas
de mi gusto. Pero si alguien me hiciese ver que la ri-
queza debía pagarla con la renuncia del amor, le juro
que saltaba á tierra en el primer puerto para volverme
á Europa.
Isidro levantó los hombros desdeñosamente. ¡Fanta-
LOS ARGONAUTAS 201
sías de artista! ¡Cavilaciones de poeta! ¿Qué tenían que
ver el amor y la riqueza para que los colocasen juntos
como antitéticos é inconfundibles?... El quería ser rico,
por serlo; por conocer las dulzuras del más irresistible de
los poderes; las satisfacciones orgullosas y egoístas que
proporciona la llamada «potencia de dominación». Y si
para ello había de renunciar á las gratas tonterías del
amor y á otros sentimientos que el mundo considera con
un respeto tradicional, pronto estaba al sacrificio. Le
irritaba el menosprecio con que durante siglos y siglos
religiones y pueblos habían tratado á la riqueza, como
si ésta fuese algo diabólico y vil, incompatible con la
elevación de alma y la nobleza de la vida.
—Usted dice que es pobre, Fernando; y otros como
usted lo dicen igualmente. Todo el que no es millonario
se cree en la pobreza y habla de ella como de algo agra-
dable y hermoso que debe proporcionarle una aureola
de simpatía. No; usted no ha sido pobre jamás, ni sabe
lo que es eso. Usted necesita ser rico; conforme: pero no
tiene una idea de lo que es la miseria. Le habrán hecho
falta miles de duros, pero jamás al llevarse una mano al
bolsillo ha dejado de sentir el contacto de las rodajas de
plata... Pobre lo he sido yo; lo soy aún^ lo he sido toda
mi vida. Y como he visto de cerca la verdadera pobre-
za, fea y calva como la muerte, la detesto, y deseo que
no me siga tenazmente como hasta ahora, fuera del al-
cance de mi odio. Quiero que algún día se me aproxime,
se coloque á mi lado, para acogotarla, para romperle á
puñetazos los costillares, para convertir en polvo el an-
damiaje de su esqueleto.
Comenzó á reir Fernando con estas palabras, pero se
contuvo al notar la sincera vehemencia con que hablaba
Isidro y el vaho de lágrimas que empañaba sus ojos re-
pentinamente.
—Yo sé mejor que nadie lo que es la pobreza, y por
eso me irrito cuando en España y otros países que lla-
man, no sé por qué, «caballerescos» é «idealistas», oigo
decir á las gentes con orgullo: «Yo que soy pobre, pero
muy honrado.» Y tal prestigio debe tener la frase, que
muchos que no son pobres se jactan de serlo, como si esto
fuese un testimonio de honradez... ¡Mentira! Ningún
202 V. BLASCO IBÁÑR2
pobre puede considerarse honrado, ya que la pobreza es
una deshonra, un certificado de incapacidad. Cierto que
habrá siempre pobres, como hay en el mundo feos, con-
trahechos ó imbéciles. Pero el que tiene un defecto físico
ó intelectual no hace gala de él, antes procura remediar-
lo, y el pobre que se resigna con su suerte y no busca
hacerse rico, sea como sea, á las buenas ó las malas, es
un cobarde ó un inútil, y no puede convertir su vileza
en un mérito.
Ojeda acogió con aspavientos de cómico terror estas
palabras.
— Eepita usted, Isidro, tales cosas á los de tercera
clase, y seguramente que no llegamos á Buenos Aires.
Se van á sublevar, á hacerse dueños del buque.
Pero Maltrana, dominado por su emoción, no le escu-
chaba y siguió hablando.
— jLa miseria!... Sé lo que es y quiero evitar que la
conozcan aquellos que yo amo. Usted, Fernando, ignora
mi vida (1). Tal vez le hayan dicho que una parte de
ella anda por ahí en relatos novelescos... Pero la verdad
es siempre más cruda, más in tragable que los pequeños
trozos realistas de los libros, aderezados con salsas de
fantasía... La mujer que me trajo al mundo pereció como
un animal, cansada de trabajar. Un pobre hombre que
me servía de padre murió asesinado, por la imprevisión
de unos contratistas, en una catástrofe del trabajo, y su
cadáver fué bandera revolucionaria para otros tan des-
dichados como él. Yo he comido las bazofias que comen
los perros. Mis nobles ascendientes eran traperos y se
mantenían con las sobras de las cocinas de Madrid. He
crecido sabiendo con qué punzadas y retortijones avisa
el estómago el dolor de su vacío. He sufrido privaciones
y vergüenzas, hasta que un día...
Calló un momento. Temblaba su voz, súbitamente
enronquecida. Se llevó una mano á los ojos como si le
molestase la luz.
—Un día, cuando fui hombre, una infeliz me escuchó:
una compañera de miseria, ansiosa de ideal á su modo.
La pobre creía encontrarlo en mí, señorito hambriento
(1) Véase La Horda.
LOS ATIGONAUTAS 203
que hablaba de cosas que ella no podía entender. Mi vida
floreció por vez primera; conocí la alegría, la verdadera
alegría, durante unos meses: luego el idilio acabó en el
hospital. Y aquel cuerpo gracioso, cuerpo de pobre en el
que luchaba la juventud con un raquitismo hereditario,
bajó á la tierra despedazado: lo hicieron cuartos como
una res de matadero sobre el mármol de la sala de di-
sección... Usted, Ojeda, debe amar á alguien, como amé
yo. Todos encontramos una posada de amor en el cami-
no de la vida; hasta los más infelices. Imagínese el cuer-
po que usted adora, con el orgullo de la posesión, des-
nudo, sobre una mesa; las blancas intimidades sólo por
usted conocidas, expuestas ante la insolencia juvenil; la
epidermis, arrancada de los músculos como el forro de
un libro; las manos, pasando de mesa en mesa; los pe-
chos, como unas piltrafas nadando en un cubo; la cabe-
za, á un lado, las piernas, á otro... ¡No puedo! ¡no puedo
pensarlo! Es un recuerdo que me amarga muchas no-
ches... Pero ¿por qué hablo de esto?
Frunció Ojeda el ceño, emocionado por las palabras
de Maltrana. Hacía mal en acordarse del pasado: era
mejor ir adelante sin volver la cabeza.
—Así terminó nuestro amor— dijo Isidro después de
larga pausa levantando la frente de entre las manos—.
Así terminó porque éramos pobres... Me quedó un hijo,
y la primera vez que lo tuve entre mis brazos en una
casucha de las afueras de Madrid, creí nacer de nuevo,
pero más fuerte, con una voluntad que nunca había
sospechado... El pobre rollo de manteca, con sus ojitos
como dos punzadas, me hizo sentir la impresión de una
fuerza misteriosa que me galvanizaba interiormente.
Desde entonces estoy fabricado con algo muy duro; soy
de acero, soy de bronce. «Sólo puedes contar conmigo,
pobrecito — le dije al pequeño — . No tienes á otro en el
mundo, pero yo trabajaré por ti.» Fui tímido y flojo para
defender á la madre; pero el chiquitín me dio una fiereza
de tigre... Esta segunda parte de vida la conoce usted
mejor que la otra. No es ningún secreto. «Isidro Maltra-
na, un canallita simpático; un sinvergüenza que conoce
la manera de vivir...»
Ojeda intentó protestar.
204 V. BLASCO IBÁÑEZ
— No mueva la cabeza, Fernando; no diga que no,
por amabilidad: déjeme la gloria de mi mala fama, que
es muy justa y me enorgullece. Pensé en ser ladrón,
pues contaba con buenas relaciones para emprender la
carrera; pero soy cobarde: tampoco podía alquilar mis
brazos como matachín, porque son débiles. Pero alquilé
mi pluma y mi bilis, y tal fué mi desvergüenza, que
hasta tengo admiradores. He fabricado libros para que
los firmasen graves personajes y estudios laudatorios
de esos mismos autores, sobre cuyas nobles cabezas escu-
piría de buena gana. He insultado á hombres que respeto
y admiro, amontonando contra ellos infamias y menti-
ras, cuando de seguir mis deseos me hubiese arrodillado
para implorar su perdón. He recibido golpes y me los he
guardado tranquilamente cuando el ofendido era más
fuerte que yo. Otras veces, acorralado como un gato que
no encuentra salida, he hecho el papel de tigre batién-
dome como un caballero de la Tabla Redonda en defensa
de cosas que no me interesaban. He vivido en la cárcel
por artículos de periódicos que no tuve la curiosidad de
leer. Cuando había que atajar alguna opinión justa con
una nota insolente y discordante, Maltranita se encar-
gaba de ello, siempre «por cuanto vos contribuísteis».
¿Qué no he hecho yo para ganar dinero?... Hasta me he
prestado á ser intermediario en los amores secretos de
ciertos personajes y he servido de honorable acompa-
ñante á sus queridas... No se asombre, Ojeda; convén-
zase de que lleva por compañero á uno de los canallas
más notables que ha tenido Madrid.
A pesar del tono de esta afirmación, que hizo sonreír
otra vez á Fernando, el bohemio continuó con gesto fosco
y ojos enternecidos:
— Y no crea que me arrepiento de mi pasado. Desco-
nozco el rubor y la vergüenza: son lujos que sólo pueden
permitirse los felices... Cada vez que cometí una mala
acción, me bastó para olvidarla hacer una visita al cole-
gio de ricos donde se educa mi Feliciano, gracias á los
esfuerzos de su padre, tan nobles y tan heroicos como
los de cualquier duque antiguo que salía lanza en mano
á robar en las encrucijadas. Mi hijo me cree un gran
personaje porque ve que mi nombre figura en los perió-
LOS ARGONAUTAS 205
dices: sus maestros no me admiran menos y permiten
que algunas veces me retrase en el pago de mis obliga-
ciones. Soy para ellos un señor de cierto poder que trata
familiarmente á los ministros y pasea todas las tardes
por los pasillos del Congreso. Y esta devoción de mi
hijo y sus allegados me compensa de todas mis vilezas:
hasta de las numerosas bofetadas que llevo recibidas por
mis atrevimientos... Yo quiero que mi Feliciano, el hijo
del bohemio y de la gorrera despedazada en el hospital,
sea rico, muy rico, y por esto, sólo por esto, me he alis-
tado en la cruzada al Nuevo Mundo. En mí se han con-
traído todos los afectos para dejar espacio únicamente
al de la paternidad, que me ocupa por entero... Usted,
Fernando, no sabe lo que es el sentimiento paternal y
hasta dónde llega su santa ferocidad. «Perezca el mundo
y sálvese la carne de mi carne.»
—No tanto— dijo Ojeda— ; no exagere usted.
—Sí: «Robemos á los hijos de los demás para que
nuestro hijo sea rico...» Y yo soy un padre. Sé bien que
esta paternidad no es más que un sentimiento egoísta,
como el amor, como el patriotismo, como tantas ideas
respetables é indiscutibles, que traen revuelto al mun-
do... Pero la vida no es más que una urdimbre de egoís-
mos, y yo carezco de fuerzas para reformarla. Voy á
trabajar por el pequeño, y en nombre de mis sacrosan-
tas ternuras de padre de familia reventaré si me es posi-
ble á los otros padres de familia que se me pongan por
delante, dispuestos como yo á toda clase de porquerías
para asegurar el bienestar de su prole. Quiero hacer rico
á mi hijo... ¡y caiga el que caiga!
— Cuando llegue usted á enriquecerse — interrumpió
Ojeda — , es muy probable que su hijo sea como los hijos
de casi todos los ricos: un ser inútil para la sociedad; un
ente de lujo que gaste sin tino lo que el padre amontonó
en fuerza de sacrificios.
—Lo he pensado muchas veces; ¿y qué?... Yo tengo
tanto derecho como cualquier burgués á producir un
hijo inservible y decorativo. No todo en el mundo debe
ser útil. Es una satisfacción para el egoísmo paternal
haberse matado trabajando en un extremo del mundo
para que el hijo vaya al otro hemisferio á mantener co-
206 V. BLASCO íbáñsz
cotas de precio y sostener el Juego en los clubs elegan-
tes. Un orgullo tan legítimo como el de los criadores de
caballos de carreras, hermosos é inútiles, que no sirven
para arar un campo ni pueden tirar de un carretón, pero
corren y corren sin objeto entre los entusiasmos epilép-
ticos de la multitud... Además, Fernando, amo el dinero
por ser dinero, con un respeto casi religioso. Yo, que
no he creído en nada, creo en su majestad irresisti-
ble, en su poder benéfico, que revoluciona nuestra exis-
tencia, haciéndola más cómoda y fácil... El dinero es
también poesía, una poesía sobria, enérgica, intensa,
más humana y conmovedora que la insincera y manida
que ustedes vienen reproduciendo hace siglos en sus
versos.
Esta afirmación provocó en Ojeda una risa franca.
— A ver, siga usted; eso me interesa: suelte su bagaje
de paradojas. Es divertido y le hará olvidar el recuerdo
de sus tristezas pasadas.
Pero Maltrana, insensible al regocijo de su amigo,
siguió hablando. Un movimiento universal, semejante
al nacimiento de una religión poderosa, se estaba apode-
rando de los destinos del mundo. Pero muy pocos se da-
ban cuenta de este suceso, que iba á abrir en la historia
una era nueva.
—Siempre ha ocurrido así. Los hombres tardan siglos
en conocer las fuerzas recientes que los mueven; han de
transcurrir varias generaciones para que un día lleguen
á enterarse de que son completamente distintos de como
fueron sus abuelos... Si resucitase un romano de los dos
primeros siglos de nuestra era y le preguntásemos qué
se hablaba en su tiempo de los cristianos, nos miraría
con extrañeza. Nada sabría de ellos; su época fijaba
la atención en otros asuntos más importantes. Y sin
embargo, bajo de sus pies, en la sombra, latía una
fuerza, ignorada por él, que iba á transformar el mun-
do... Desde hace ochenta años ha venido á la tierra un
nuevo dios: el dinero. Y ese dios tiene sus apóstoles: el
centenar de grandes millonarios y capitanes de indus-
tria esparcidos por el mundo, ministros de un poder
misterioso, que permanecen en la sombra, como si la
grandeza de su misión les impusiese el incógnito; hom-
LOS ARGONAUTAS 207
bres cuyos apellidos conoce la tierra entera, igual que
los de los reyes, pero á los cuales muy pocos han visto
en persona, pues rehuyen la publicidad.
Ojeda escuchaba con un interés creciente estas pala-
bras de su amigo.
— Los Césares modernos los visitan á bordo de sus
yates y los sientan á sus mesas: poco falta para que los
emperadores al escribirles les llamen «querido primo»,
como es de uso entre testas coronadas. Se necesita ser
ciego para no ver el poderío de estos monarcas mundia-
les, cuyos abuelos fueron leñadores, barqueros ó míseros
prestamistas. Antes los conductores de pueblos hacían la
guerra á su capricho ó por desavenencias de familia,
siempre que les daba la gana. Ahora disponen de más
soldados que nunca, de prodigiosas herramientas de des-
trucción, y sin embargo se mantienen en forzado quie-
tismo, armados hasta los dientes. Para tirar de la espada
tienen que consultar antes á estos nuevos «primos» de la
mano izquierda, cuyo auxilio les es indispensable. «No
nos conviene la operación», dicen los apóstoles moder-
nos en el misterio de su retiro, donde fraguan las tramas
mundiales. Y la espada tiene que volver á su vaina, ó
cuando más, se emplea en alguna expedición colonial,
apaleando negros ó amarillos, todo para mayor gloria
del dios que somete de este modo nuevos pueblos á su
culto...
Continuó Maltrana ensalzando la grandeza de estos
magos modernos.
La actividad de los hombres corría canalizada sobre
la costra del globo en el punto que se dignaban señalar
con un dedo. Soberanos de miles y miles de kilómetros
de vías férreas ó de flotas como jamás las tuvo imperio
alguno, les bastaba una orden telefónica para cambiar
el curso del progreso mundial. Islas del Pacíñco en las
que hace cincuenta años los naturales asaban todavía
para su consumo la carne humana, habían realizado
en tan corto lapso de tiempo una evolución de siglos y
hasta ensayaban el régimen socialista. Un país desierto
lo transformaban en un lustro. Hacían surgir ciudades
con paseos, estatuas y tranvías eléctricos sobre una tie-
rra habitada poco antes por avestruces. Les bastaba para
208 V. BLASCO IBÁÑBí
realizar este milagro con tender una línea de ferrocarril.
Costas inhospitalarias y desiertas brillaban de pronto
con los focos eléctricos de sus puertos. Establecían una
nueva línea de navegación, y el gran rebaño emigrante,
los aventureros inquietos que todo lo transforman, llega-
ban hasta donde era la voluntad de los taumaturgos
ocultos en la sombra...
Miró Isidro la multitud que bailaba abajo en la ex-
planada de popa, y añadió:
— Nosotros mismos vamos adonde vamos porque los
apóstoles de la nueva religión nos han abierto un cami-
no y nos empujan por él, sin que nos demos cuenta...
Usted que es poeta, acuérdese, O jeda, de lo que dio la
vieja España á estos países americanos... Les dio el con-
quistador, un héroe grande como los de la Iliada, un
superhombre, que en menos de un siglo exploró medio
globo labrando su vivienda en las alturas andinas á
cuatro mil metros, junto á los nidos de los cóndores, ó en
valles ecuatoriales que son ollas de fuego. El engendró
los actuales pueblos de América, legándoles una predis-
posición al heroísmo y un alto concepto del honor. Dio
también el sacerdote, el misionero, que con la difusión
del cristianismo fué dulcificando las costumbres y supri-
mió una idolatría, que necesitaba de sacrificios huma-
nos... ¡Qué regalo hermoso para ser cantado por los poe-
tas! ¡La espada y la cruz; el heroísmo y la piedad!... Y
sin embargo, los pueblos hispanoamericanos dormitan en
la época colonial, produciendo lo estrictamente necesa-
rio para su mantenimiento, y luego de su independencia
dormitan igualmente bajo el pie de valerosos déspotas
que reemplazan con una tiranía inmediata y tangi-
ble la mansurrona y perezosa de la metrópoli. Y todo
sigue así hasta que aparece el nuevo dios... El dinero,
el vil dinero, maldecido por los poetas, arriba á sus cos-
tas, y entonces únicamente es cuando se transforma todo
en unas docenas de años.
La locomotora avanzaba sobre el suelo virgen antes
que el arado; las estaciones surgían en el desierto como
postes indicadores de futuros pueblos; el buque de vapor
estaba pronto en la rada para llevarse el sobrante de
las cosechas á otro lugar del globo; el exiguo mercado
LOS ARGONAUTAS 209
consumidor tímido y mísero se agrandaba basta ser un
productor gigantesco; los grupitos de emigrantes que
cada dos meses llegaban en un bergantín como gota
suelta de vida, eran reemplazados por pueblos enteros,
que volcaban los trasatlánticos diariamente en la tierra
nueva...
—Y toda esa revolución — continuó Maltrana— la han
hecho y la siguen haciendo los apóstoles misteriosos de
mi dios; esos magos que se ocultan en un despacho aus-
tero de la City de Londres, en un piso vigésimo de
Nueva York ó en cualquiera avenida elegante de París
ó Berlín.
— ¡El dinero! — exclamó Ojeda con despectiva expre-
sión— . El dinero no es más que un medio y ha existido
siempre. La actividad humana, el progreso de la cien-
cia, el afán de bienestar son los que han realizado jun-
tos esas transformaciones maravillosas. Justamente, esa
América colonial y dormitante de la que usted habla,
fué una gran productora de dinero. Acuérdese del Po-
tosí y otras minas célebres que cargaron los galeones
españoles de barras preciosas durante siglos. ¿Y de qué
nos sirvió tanto dinero?... Fué nuestra muerte.
Maltrana protestó: su dinero no era ese. El hablaba
del dinero moderno, del dinero animado por la vida,
alado é inteligente, incapaz de sufrir encierro alguno,
dando sin cesar la vuelta al mundo, penetrando en todas
partes en forma de papel, irresistible y triunfador bajo
el misterio de los caracteres impresos, lo mismo que el
pensamiento humano.
Este dinero omnipotente aun no contaba un siglo de
existencia. Su vida no iba más allá de la de un hombre
octogenario. Cierto era que había existido siempre, pero
antes del avatar victorioso que le hizo señor del mundo,
su vida se arrastraba vergonzosa entre desprecios y vi-
lezas. Pluto era un dios sombrío y cobarde, amarillo y
macilento como el oro enterrado. Las religiones lo em-
parentaban con el diablo, viendo en la riqueza una ten-
tación. El hombre perfecto era en todos los pueblos el
asceta roído por la miseria, insensible á las grandezas
terrenales. Multiplicar el oro se tenía por empresa de
mercaderes relegados á las últimas capas de la sociedad.
14
210 V. BLASCO IBÁÑEZ
La manera noble de conquistarlo era lanza en ristre en
medio de un camino, desvalijando á las caravanas ó
entrando á saco en las ciudades tomadas por asalto. El
precioso metal, buscado en secreto y despreciado en pú-
blico, no tenía otro empleo que el préstamo y la usura,
atrayendo crímenes y maldiciones.
Ocultábase en escondrijos subterráneos, temeroso de
la luz, como los reprobos de una religión vergonzosa.
Era pesado y voluminoso en el encierro de sus bolsas y
no podía moverse más allá del grupo urbano donde lo
había amasado el ahorro. Los que se dedicaban á su ma-
nejo, parecían afligidos de una enfermedad mortal: ama-
rilleaban con la zozobra, temblando á cada paso, como
si el aire se poblase de enemigos. Las muchedumbres
famélicas creían remediar sus males entrando á degüello
en los barrios poblados por los sórdidos devotos del dios
amarillo; los grandes señores en sus apuros moneta-
rios ahorcaban á los negociantes para reunir fondos. Y
al dulciñcarse las costumbres, no por esto llegaba á bo-
rrarse el estigma con que estaban marcados los sacerdo-
tes del oro. Se les adulaba en momentos de angustia, y
se les repelía luego con el pie en nombre de la caballe-
rosidad y la nobleza de alma.
— Pero un día el aprovechamiento del vapor cambió la
faz del mundo. Casi ha sido en nuestra época: hemos
conocido personas que presenciaron esta gran revolu-
ción, la más trascendental y positiva de todas. Existía
la locomotora y había que fabricar miles y miles, abrién-
dola caminos por todo el planeta. La máquina industrial
no cabía en los pequeños talleres de familia, y era pre-
ciso construir monstruosos ediñcios, más grandes que las
catedrales y los templos del paganismo. Ningún mo-
narca ni potentado era capaz de acometer individual-
mente esta empresa gigantesca... Entonces el dios ama-
rillo cambió de forma, saliendo majestuoso y triunfador
como el sol, de la hopalanda del usurero que le había
tenido oculto. En su glorioso despertar ya no fué metá-
lico, pesado é individual; no vivió más en su escondrijo
de terror, y reunió á las muchedumbres para la obra
común por medio de esos documentos que llaman accio-
nes y obligaciones. El papel, que es el ala del pensa-
LOS ARGONAUTAS 211
miento moderno, fué el signo de su poder. Hombres que
no habían salido más allá de las afueras de su pueblo,
entregaron los ahorros para trabajos titánicos que se
realizaban al otro lado del planeta. Valerosos capitanes
de escritorio, poetas de la aritmética, con el atrevimiento
de los conquistadores pusiéronse al frente de estos ejér-
citos de soldados anónimos, á los que no conocerán
nunca... Y en ochenta años han hecho suyo el mundo,
como no lo dominó ningún ambicioso ilustre.
Maltrana hablaba con tono oratorio del gran milagro
del dinero moderno. El globo estaba erizado de chime-
neas; las inmensidades del Océano ofrecían siempre en
el horizonte un punto negro y una nubecilla de humo;
cascadas y ríos creaban al rodar fuerza y luz; las gran-
des barreras de piedra que llegaban á las nubes, sentían
perforadas sus entrañas por un rosario de hormigas fé-
rreas resbalando sobre cintas de acero; en las obscuri-
dades submarinas vibraban como bordones inteligentes
los cables conductores del pensamiento; fuerzas miste-
riosas y hostiles trabajaban esclavizadas para el bienes-
tar común; las antiguas hambres habían desaparecido
gracias á las flotas inmensas que surcaban á todas horas
el Océano, compensando con el sobrante de unos pueblos
la carestía de otros; el hombre, hastiado de su reciente
señorío sobre la costra terráquea, se lanzaba en el espa-
cio, aprendiendo á volar.
— Y todo esto, amigo Ojeda, es el milagro de mi dios.
Dirá usted que es obra del hombre; pero el hombre sin
la esperanza del dinero haría muy poco en el presente
régimen social. Nadie realiza trabajos penosos por gusto;
nadie expone su vida gratuitamente en empresas sin
gloria. Si usted le dice al que perfora un túnel ó levanta
un terraplén sobre un pantano que está sirviendo á sus
semejantes y merece por esto gratitud, se encogerá de
hombros. El sufre y pena para que mi dios le recompen-
se inmediatamente. Y si mi dios le falta, abandona la
labor, sin importarle gran cosa lo sublime de su traba-
jo... Abra los ojos, Fernando, y no sea impío con la gran
divinidad de nuestra época. Los antiguos dioses se de-
claran vencidos por él y le adulan y temen. El despre-
ciado Pluto, cornudo y triste en otros tiempos como un
212 V. BLASCO IBÁÑEZ
macho cabrío, ocupa ahora el trono del noble Zeus, de-
clarado inútil. Apolo y Marte hablan mal de él, lamen-
tando la pérdida de su antigua majestad, pero esta mur-
muración es á espaldas suyas, pues apenas mi dios fija
en ellos sus ojos de oro, el uno le ofrece la espada para
sostenimiento del santo orden, sin el cual no hay buenos
negocios, y el otro preludia en el arpa un himno en su
honor á tanto la estrofa.
Ojeda rió francamente de estas palabras.
— Hércules y Vulcano — continuó Isidro — , dos brutos
bonachones, le siguen como perros fieles. El héroe forzu-
do lleva bajo sus biceps los cartuchos de dinamita con
los que hacer volar istmos y montañas, y el herrero tuerto
martillea día y noche para servir los incesantes pedidos
de su señor... Mercurio el trapacero, que robó descansa-
damente durante siglos detrás de los mostradores, hace
ahora antesala en los Bancos y se quita con humildad el
capacete con alas para suplicar al gerente el descuento de
un pagaré... Hasta la caprichosa Venus hace salir de su
alcoba por la puerta de escape como entretenidos ver-
gonzosos á sus antiguos amantes olímpicos, y abre luego
de par en par la puerta de honor para que entre por ella
el dios despreciado.
— Pero á usted le ha tratado mal ese dios— dijo Ojeda
burlonamente — . Usted ha vivido siempre en la pobreza.
— Mi dios no me conoce, no conoce á nadie. Es ciego
y S'' 'o para los humanos como todas las fuerzas de la
Naturaleza. El volcán erupta su fuego sin importarle
que los hombres hayan levantado un pueblo en su falda:
ríos y mares se desbordan sin enterarse de que unos seres
ínfimos han creado sus hormigueros en las arrugas que
les sirven de vallas: la tierra, cuando desea temblar, no
pide permiso á los parásitos que anidan en su epider-
mis... El dios ignora nuestra existencia: la humanidad
sólo figura como los ceros en sus altas combinaciones
aritméticas. Por eso cuando se le ocurre echar bendicio-
nes caen éstas casi siempre sobre los brutos con suerte ó
los maliciosos que las agarran al paso. Y cuando reparte
golpes, son verdaderos palos de ciego que llueven irre-
misiblemente sobre los inocentes... Pero este dios, como
todas las divinidades, tiene una iglesia que piensa por
LOS ARGONAUTAS 213
él y administra sus intereses: la iglesia de los grandes
millonarios, directores del mundo. Y yo me he embar-
cado para cambiar de vida, para intentar la conquista
de la riqueza, para entrar en esa iglesia aunque sea
de simple monaguillo y ver de cerca los misterios de la
sacristía.
Fernando se encogió de hombros al hablar de la ri-
queza. Para ser feliz, le bastaba al hombre con tener
asegurada la satisfacción de sus necesidades. El, por des-
gracia, necesitaba más que otros para una existencia
tranquila; pero apenas hubiese conquistado lo que juz-
gaba indispensable, pensaba huir de la pelea por el
dinero. La vida ofrece ocupaciones más nobles.
— Es que usted, poeta — dijo Maltrana — , no conoce la
poesía grandiosa que emana del dinero manejado por
un hombre de genio. Todas las fantasías poéticas, por
bellas que parezcan, resultan frías é infecundas como
los placeres solitarios. Es más hermosa la acción, el
abrazo de los hechos, el estrujón carnal de la realidad.
Yo admiro á esos demiurgos modernos, que cuando fijan
su atención en un desierto del mapa, lo transforman
desde su escritorio en unos cuantos años, y si alguna vez
se dignan ir á él encuentran ferrocarriles, ciudades, mu-
chedumbres bien vestidas, y pueden decir: «Esto lo he
hecho yo, esto es mi obra.» Una satisfacción que envi-
dio: un motivo de orgullo más verdadero que el haber
imaginado un gran poema.
— Maltrana, no diga disparates — interrumpió Ojeda
algo amoscado — . Aunque, en verdad, no sé por qué
hago caso de sus afirmaciones. Mañana dirá usted todo
lo contrario. Cada vez que hemos hablado en Madrid de-
fendía usted una opinión diversa... Conozco esta enfer-
medad de la gente pensante. Usted, á quien he visto
casi anarquista, rompe ahora en himnos á la riqueza,
sólo porque cree ir camino de conquistarla en un país
nuevo... Se engaña usted, Isidro. Cuando lleguemos allá
se convencerá de que el trabajo representa tanto ó más
que el capital. Sus paradojas pueden tener algo de vero-
símil en la vieja Europa, donde abundan los brazos.
Pero en las llanuras americanas, que están casi despo-
bladas, se enterará de lo que vale el hombre y de cómo
214 V. BLASCO IBÁÑEZ
el dinero no puede nada cuando le falta su auxilio...
Además, yo desprecio el dinero, ¿se entera usted? Lo
busco porque lo necesito, pero de ahí á rendirle un culto
religioso hay mucha distancia. Es algo que nos envilece
y achica, y si fuese posible suprimirlo, la humanidad
viviría mejor. jLos crímenes que comete ese capital, tan
adorado por usted, para agrandarse y triunfar en sus
empeños!
Ahora fué Maltrana el que rompió á reir.
— ¡Poeta sensible y de vista corta!... Esperaba de un
momento á otro su objeción. ¡Los crímenes que comete
el capital en sus grandes empresas mundiales!... Sí, los
reconozco: son los mismos crímenes de los grandes con-
quistadores que han trastornado el curso de la historia;
los crímenes de las revoluciones que nos dieron la liber-
tad. El hombre pasa y la obra queda. Poco importa que
caigan algunos si su muerte beneficia á todos los huma-
nos... Además, lo que hoy aparece como un crimen es
mañana un sacrificio heroico...
Quedó silencioso unos instantes, como si buscase un
ejemplo, y luego añadió:
— Hace poco han terminado en el interior de la Amé-
rica ecuatorial un ferrocarril á través de tierras inex-
ploradas, pantanos en los que duerme la muerte, bos-
ques inhospitalarios. Los trabajadores han caído á miles
en esta obra: cada kilómetro tiene al lado un cementerio:
las fiebres de la tierra removida, los reptiles veneno-
sos, los caimanes de las ciénagas, han matado más hom-
bres que en una batalla. Las familias de los muertos y
las almas sensibles prorrumpieron en alaridos de indig-
nación contra la compañía constructora. «Explotadores
sin conciencia, que por hacer un buen negocio y aumen-
tar sus dividendos llevan los hombres como bestias al
matadero.» Y tenían razón; su protesta era justa. Decían
la verdad. Pero los capitalistas, que viven lejos y tal
vez no se molestarán nunca yendo á contemplar esta
obra suya, pueden responder desde sus escritorios: «Gra-
cias á nuestra audacia fría y dura, los hombres tienen
un camino para llegar á países nuevos que guardan enor-
mes riquezas. Hemos puesto en comunicación con el
resto del mundo las entrañas olvidadas de todo un con-
LOS ARGONAUTAkS 216
tinente.» Y también ellos tienen razón; también dicen la
verdad... Porque ya sabe usted, Ojeda, que eso de la
verdad única é indiscutible es una ilusión humana.
Cada uno tiene la suya. Existen en nosotros tantas ver-
dades como intereses.
Ojeda permaneció silencioso, como si no le interesase
contradecir á su amigo, y éste continuó:
— La literatura es la culpable de ese desprecio que
muestran por el dinero todos los que son incapaces
de conquistarlo. Quiere educar al vulgo y emplea para
ello ideas viejas, patrones que se cortaron hace siglos.
Todo novelista que se respeta, todo dramaturgo que
posee el secreto de hacer patalear de entusiasmo al pú-
blico, no conoce vacilaciones al graduar la simpatía
a':ractiva de sus personajes. El hombre funesto, el «trai-
dor» de la obra, ya se sabe que debe ser un rico, un
manipulador de caudales; y si ostenta el título de ban-
quero, mejor que mejor. Los banqueros tienen asegurado
en las obras literarias un éxito de odio y de rechifla.
Los personajes simpáticos son pobres y dicen cosas muy
hermosas sobre las infamias del «vil metal» y la necesi-
dad de idealizar la vida.
El arte literario sólo había dispuesto, según Maltrana,
de cuatro resortes para mover sus criaturas: el amor, el
odio, el hambre y el miedo. El dinero se mostraba alguna
vez en ciertos autores, pero como un accesorio, como un
telón negro, para que se destacasen mejor las figuras de
los personajes simpáticos. El amor, con sus combina-
ciones y conflictos, innumerables y siempre iguales, era
el que llenaba por entero libros y comedias.
— Y así llevamos siglos sin enterarnos de que en el
mundo hay algo más que el amor: y hasta los más bobos
empiezan á cansarse de tanto papel impreso y tantas
salas iluminadas para hacernos conocer las angustias y
conflictos de dos seres que quieren acostarse juntos y no
encuentran el medio, ó las crisis de alma de una señora
que desea faltarle á su marido y no sabe cómo empe-
zar... No; en el mundo el amor no lo es todo. Le dedica-
mos algunas horas de nuestra existencia — que por cierto
no resultan las más despreciables — , pero más tiempo
nos lleva la preocupación del dinero y la lucha titánica
216 V. BLASCO IBÁÑBZ
por conquistarlo. Si la literatura fuese un reflejo de nues-
tra existencia y no un entretenimiento halagador para
los ociosos, hace años que ñguraría en ella como elemen-
to principal el dinero moderno, que ha creado una aris-
tocracia de la voluntad, unos héroes más nobles é in-
teresantes que esos galanes pobres que lloriquean de
amor, dicen palabras bonitas y son incapaces de ganar
un poco de plata para que la señora de sus pensamien-
tos viva con mayores comodidades.
— Siga usted — dijo Fernando — . Creo estar en Madrid,
en un estudio de pintor, en un saloncillo del Ateneo, en
una tertulia de café... Ésto me rejuvenece.
— Ríase, pero sepa que me da rabia la hipocresía de
los «sacerdotes del ideal» que maldicen el dinero en
público y luego corren tras él como un cobrador de
Banco. Aun quedan algunos solitarios que escriben como
cantan los pájaros, sin importarles lo que ello pueda
valerles. Pero éstos no cuentan para nada, y poco á poco
caen en el olvido. Hoy la fama literaria se aprecia por
el número de representaciones y la cantidad de volúme-
nes: ó lo que es lo mismo, por el dinero que percibe el
autor. Antes de escribir se consulta el gusto del vulgo
para que la tirada del libro sea grande ó la sala de es-
pectáculos esté repleta muchas noches. Y luego estos
inventores de sonoras maldiciones al dios amarillo,
cuando llega el ajuste de cuentas con el editor ó el em-
presario son capaces de andar á cachetes por peseta más
ó menos... No, Ojeda; yo prefiero la franqueza brutal.
El dinero es vil, pero solamente para aquellos que no lo
poseen. A mí, pobre siervo déla pluma, me ha hecho
cometer grandes bajezas. Un día he escrito una cosa y
meses después por unas pesetas más he pasado á la casa
de enfrente para escribir todo lo contrario. Por eso
quiero hacerlo mío: para sentirme digno y libre por
primera vez en mi existencia. Mi dios se venga de los
que le llaman vil sometiéndolos á la humillación, que es
el mayor de los envilecimientos.
Miró á Ojeda largamente con extrañeza, y luego con-
tinuó:
— ¡Y que un hombre de su talento no crea que el di-
nero es móvil de las más grandes acciones!... Acuérdese
LOS ARaONAUTAR 217
de los primeros navegantes que rasgaron los misterios
del mar: de nuestros respetables abuelos los argonautas.
Ellos realizaron hace docenas de siglos lo que usted y
yo buscamos abora. Iban á la conquista del Vellocino de
Oro; lo mismo que nosotros, argonautas con pantalones,
al meternos en este buque... Y cuando el navio Argos
estaba á punto de zarpar, el primero que saltó en él con
la lira á cuestas fué Orfeo, el divino cantor, el primero
de los poetas conocidos. Usted me dirá que iba para ver
cosas maravillosas, tentado por la novedad heroica de la
aventura, y yo que conozco la vida le diré que iba por
todo eso y además por tocar su parte cuando llegase el
momento de distribuir las ganancias de la expedición...
Y lo mismo pensaron los románticos caballeros vestidos
de hierro que cabalgaban en las Cruzadas huyendo de
sus castillejos hipotecados á los usureros germánicos y
francos. «¡Jerusalén! ¡Vamos á libertar el sepulcro de
Cristo!» Pero una vez realizada la conquista, por no se-
pararse más del dichoso sepulcro ampliaron el círculo
de sus correrías, cortando el terreno de los vencidos en
condados y reinos, y se dieron una vida de sátrapas
orientales como no la habían podido soñar en sus magras
tierrecillas de Europa.
El recuerdo de Colón surgió en la memoria de Mal-
trana.
— Ya sabe usted — continuó— cuál era el ensueño de
nuestro amigo don Cristóbal al ir como solicitante detrás
de la corte de los Eeyes Católicos. Figúrese las decep-
ciones y desalientos que sufriría durante ocho años,
cuando monarcas y ministros, ocupados en guerras
inmediatas, no podían escucharle. Al volver á su aloja-
miento veía el oro del Gran Kan, las flotas de Salomón,
las riquezas de Marco Polo, tesoros maravillosos en los
que algún día hincaría el diente, y esto bastaba para que
su ánimo se reconfortase, insistiendo en la demanda...
Créame, Ojeda; el dinero es el móvil de las grandes ac-
ciones, el compañero de los ensueños sublimes, la últi-
ma finalidad de los mayores idealismos. Mire á esas
gentes que tenemos á nuestros pies. Van en busca del di-
nero de un extremo á otro del globo. ¿Y cree usted que
no sueñan? ¿Se imagina usted que en su peregrinación
218 V. BLASCO IBÁÑEZ
hacia el pan no hay mucho de ilusión, de idealismo?...
Ojeda movió la cabeza afirmativamente.
— En eso dice usted verdad. Algunas noches, al aso-
marme á esta baranda, me fijo en los emigrantes que
duermen al aire libre huyendo del calor de los sollados.
Ofrecen el aspecto de un campamento, y por esto tal
vez viene á mi memoria el recuerdo de los granaderos
de Napoleón, que no eran más que simples soldados,
pero al dormir sobre la tierra dura veían desfilar en
sus ensueños toda clase de grandezas. Cada uno creía
llevar en su mochila el bastón de mariscal, y esto bas-
taba para que corrieran sin cansancio toda Europa de
combate en combate. Estos son lo mismo: la santa ilusión
borra en ellos la duda y el desaliento. Todos guardan
en su hato de ropa el título de millonario futuro... Si el
granadero sentía vacilante su fe, le bastaba mirar al
mariscal cubierto de oro, que había sido soldado lo mis-
mo que él. Cuando los emigrantes dudan, no tienen
más que acordarse de tantos y tantos ricos que hicieron
su primer viaje igual ó peor que ellos. En este mismo bu-
que pueden ver ejemplos que reanimen su energía...
i Los milagros de la ilusión! Muchos de aquellos hom-
bres habían trabajado otra vez en América, huyendo
luego desalentados. Preferían la miseria en la patria á
la vida vagabunda del peón en el nuevo mundo, y al
volver á su país besaban el suelo con transportes de en-
tusiasmo, jurando morir en él: «América para los ame-
ricanos. No los engañarían más...» Pero al poco tiempo
los mismos relatos que los habían enardecido antes del
primer viaje volvían á morder con profunda mella sus
imaginaciones simples. La América odiosa se transfor-
maba é iluminaba, recobrando los dulces colores de la
prístina visión. Tal vez habían huido demasiado pronto;
tal vez atribuían injustamente al país culpas que sólo
eran de ellos. La prosperidad de los que se habían que-
dado allá les irritaba como un error.
—Olvidan pronto lo que sufrieron— continuó Fernan-
do— , para recordar únicamente las contadas horas de fe-
licidad. Sucesos insignificantes y casi olvidados reapare-
cen en su memoria como ocasiones de fortuna torpemente
despreciadas. «Yo pude ser rico— dicen en su pueblo—.
LOS ARGONAUTAS 219
pero tuve mucha prisa en volver.» Y acaban por creerlo
á ojos cerrados, y el deseo de regresar á la tierra de la
esperanza es cada vez más imperioso, hasta que al fin se
embarcan con iguales ó mayores ilusiones que la pri-
mera vez... Y allá van revueltos con los neófitos de la
emigración, y ellos, los desengañados y maldicientes
de poco antes, son ahora lo mismo que los veteranos que
reaniman á los reclutas en las veladas del vivac con
hiperbólicas historias.
— Yo creo — dijo Maltrana — que si el curioso Diablo
Cojuelo, que levantaba los tejados de los edificios, pu-
diera mostrarnos lo que encubren las tapas de esos crá-
neos, leeríamos en todos ellos lo mismo: «Buenos Aires...
Buenos Aires.»
— Así es... iQué poder de ilusión tiene este nombre!...
Todos al repetirlo ven la ciudad-esperanza, la tierra del
bienestar, la Sión moderna.
Ojeda, con su lírico entusiasmo, reconstruía los pen-
samientos de la muchedumbre cosmopolita que iba hacia
el Sur tendiendo las manos tras el aleteo de la diosa
sin cabeza.
Este nombre circulaba como una música por el mun-
do viejo, despertando las almas adormecidas. Las razas
sin patria y los pueblos cansados de tenerla sentían
un rejuvenecimiento al pensar en aquel país de mara-
villas, donde se realizaban asombrosas transmutacio-
nes. El holgazán sentíase activo; el apático se agitaba
con entusiasmos optimistas; el oprimido por la estrechez
del ambiente natal rompía su quiste de rutinas con sú-
bito enardecimiento. Muchos iban allá llamados y acon-
sejados por otros compatriotas que les habían precedi-
do... pero ¿y los que marchaban á la ventura, faltos de
amistades, sin conocer el idioma, sabiendo únicamente
repetir con enfermiza tenacidad: «Buenos Aires... Bue-
nos Aires»?... ¿Quién les había enseñado el nombre?
¿Qué encanto era el de estas sílabas que hacían avanzar
á las lejanas muchedumbres, confiándose al gesto bueno
ó malo del destino?...
Admiraba Ojeda el fuerte tirón con que este conjuro
de esperanza había arrancado á los grupos humanos
enraizados por la historia en lugares distintos del pía-
220 V. BLASCO IBÁÑEZ
neta. «¡Buenos Aires!», murmuraba el viento de las no-
ches invernales al colarse por el cañón de la chimenea
en el hogar campestre, donde la familia española ó ita-
liana maldecía el embargo de sus campichuelos y la
escasez del pan; «¡Buenos Aires!», mugía el vendaval
cargado de copos de nieve al filtrarse por entre los ma-
deros de la isba rusa; «¡Buenos Aires!», escribía el sol
con arabescos de luz en los calizos muros de la calle-
juela oriental para el árabe en medrosa servidumbre;
«¡Buenos Aires!», crujían las alas de oro de la ilusión
al volar de reverbero en reverbero por los desiertos
bulevares de una metrópoli dormida, ante los pasos del
señorito arruinado y el bachiller sin hogar que piensan
en matarse á la mañana siguiente.
Y todos, sin distinción de razas y clases, fuertes y
humildes, ignorantes é inteligentes, al eco de este nom-
bre veían alzarse en el paisaje de su fantasía, bañada
por el resplandor de la esperanza, una mujer de porte
majestuoso, blanca y azul como las vírgenes de Murillo,
con el purpureo gorro símbolo de libertad sobre la suelta
cabellera; una matrona que sonreía, abriendo los brazos
fuertes, dejando caer de sus labios palabras amorosas:
— Venid á mí los que tenéis hambre de pan y sed de
tranquilidad; venid á mí los que llegasteis tarde á un
mundo viejo y repleto. Mi hogar es grande y no lo cons-
truyó el egoísmo: mi casa está abierta á todas las razas
de la tierra, á todos los hombres de buena voluntad.
Maltrana interrumpió la lírica evocación de su ami-
go con irónico entusiasmo:
— Muy bien dicho, poeta. ¡Muy hermoso! Que la ma-
trona azul y blanca no nos haga concebir falsas ilusio-
nes... que de cerca nos parezca tan hermosa como de
lejos... Que así sea. Amén.
VI
— ¿Qué día es hoy? ¿viernes?... ¿sábado? He perdido
la cuenta del tiempo que llevo en el buque. Los días son
dobles... dobles, no; triples. Desde que despertamos
hasta el almuerzo, un día; del almuerzo á la comida,
otro, y de la comida á la hora de dormir el día más largo
para algunos, pues lo prolongan hasta que sale el sol...
i Y siempre las mismas caras! Vemos las mismas personas
cien veces al día. Parece que nos conocemos desde que
nacimos... Dígame, Manzanares, ¿en qué día estamos?
Era Maltrana el que hacía la pregunta en las prime-
ras horas de la mañana caminando por la cubierta de
paseo con el comerciante español. La calle de estribor
estaba inundada de luz; la de babor guardaba la hume-
dad del mangueo reciente con una fresca penumbra de
galería subterránea.
Corría la sombra del buque sobre las aguas unidas
y tranquilas, como una silueta chinesca. En su lomo
se marcaban los perfiles de botes y pescantes y la masa
cuadrangular de la chimenea. Tendíase el Océano en
calma hasta lo infinito, sin una ondulación, con el verde
esmeralda de los mares tropicales, denso y adormecido.
No había en él otras espumas que las dos láminas bur-
bujeantes que levantaba la proa al arar su superficie. De
vez en cuando de las aguas removidas surgía un enjam-
bre de peces voladores. Aleteaban lo mismo que enor-
mes libélulas: abríase su tropa en varias direcciones for-
mando abanico, y así volaban á gran distancia á ras del
Océano, trazando sobre él rectos y sutiles surcos, hasta
que el cansancio de la fuga los obligaba á sumergirse
de nuevo.
Junto á los tabiques de la cubierta alineábanse los
222 V. BLASCO IBÁÑBZ
sillones de los pasajeros, pero con una alineación capri-
chosa, mostrando en lo alto de los respaldos los nom-
bres de sus dueños escritos en tarjetas. Esta rotulación
parecía darles una personalidad, un alma. Permanecían
agrupados ó solos, tal como los habían dejado sus posee-
dores el día anterior. Unos parecían seguir mudamente
las conversaciones interrumpidas de sus amos; otros se
mantenían apartados con timidez ó con orgullo.
Maltrana pensaba en las altas horas de la noche, ho-
ras de misterio y de silencio, cuando todos estos arma-
tostes de madera ó junco, ventrudos, echados atrás con
orgullo y ostentando la fe de bautismo en lo alto de la
testa, se quedaban solos bajo la fría luz de las ampollas
eléctricas, teniendo enfrente las tinieblas del mar. Des-
cansaban de crujir y dilatarse con el peso de sus señores;
se emancipaban por el espacio de mxCdia noche de la gra-
vitante servidumbre; llegaba para ellos la hora de la
libertad; pero semejantes á los hombres que al creerse
salvados por una revolución no hacen más que parodiar
á sus antiguos opresores, los sillones repetían en su des-
canso los actos y gestos de sus dueños.
Uno alto, de madera robusta, con una manta escocesa
olvidada en su regazo, rozábase con otro de junco, es-
belto y elegante, que tenía un cojín lujoso en el asiento.
Parecían requebrarse, continuando silenciosamente las
conversaciones á media voz cruzadas durante el día. Los
asientos sueltos insistían tal vez en las meditaciones de
cifras y negocios que los habían impregnado espiritual-
mente durante las horas de luz, ó miraban con lástima
á sus compañeros reunidos con arreglo á las tertulias
maldicientes ó las atracciones del amor. «Vanidad de
vanidades...» Maltrana se fijó en algunos más anchos y
profundos, que parecían tener las entrañas quebranta-
das, inseguros sobre sus pies, con cierto aire de despan-
zurramiento. Eran de la señora de Goy cochea y otras
nobles matronas de majestad paquidérmica. «¡Pobreci-
tos!» Creyó ver en ellos gañanes tendidos, con los remos
abiertos, respirando jadeantes después de la dura labor;
cargadores en mangas de camisa que se limpiaban, rene-
gando, la humedad de la frente luego de haber llevado
un piano á cuestas.
LOS ARGONAUTAS 223
— Hoy es viernes — contestó Manzanares — ; anteayer
salimos de Tenerife. . . También á mí me parecen dobles ó
triples los días que llevamos aquí. ;Y los que nos faltan
aún para llegar!... Esta tarde, según dice el capitán,
veremos de lejos las islas de Cabo Verde... El lunes
pasaremos la línea. El viaje no puede presentarse me-
jor: una lindura... Mire usted qué mar.
Se detuvieron un instante para seguir con ojos rego-
cijados el aleteo de los peces voladores.
— Un mar de romanza — dijo Maltrana — . Da gusto
vivir. ¡Qué color! ¡qué luz!... Parece una luz de teatro;
el resplandor dorado de una «apoteosis final». jY qué
aire! (Respiraba, entornando los ojos, con ansiosa de-
lectación.) Algo nos aburrimos, pero hay que reconocer
que esta vida es hermosa. Siento deseos de cantar: me
vienen á la memoria todas las cancioncillas dulzonas
del golfo de Ñapóles.
Y con gran escándalo de Manzanares comenzó á en-
tonar á todo pulmón una romanza. Unos marineros que
pintaban de blanco las tuberías para el riego de la
cubierta, volvieron la cabeza, riendo con simplicidad
infantil.
—Pero hombre, ¡cállese!— protestó el comerciante—,
¿Y usted va á Buenos Aires á hacer fortuna?... Lo pri-
mero es ser hombre serio para inspirar confianza. Nadie
da crédito á la firma de un cantor. ¡No sea loco!... ¡To-
das las gentes de pluma son lo mismo!
—Manzanares, estoy contento de vivir. Me siento más
joven... Usted también parece que se remoza. Ayer le
pillé en conversación con una de esas francesas. Estaba
apoyado en la baranda, mirando al mar, pero hablaba
con ella al mismo tiempo, en voz baja, como quien no
hace nada.
— Hombre, yo soy casado— protestó Manzanares—.
No haga malas suposiciones: yo no pienso ya en esas
cosas.
Pero Maltrana insistió. Le gustaba la francesa y
tampoco le parecía mal Conchita, aquella compatriota
que iba sola á Buenos Aires.
—¡Un hombre de mi edad!— exclamó Manzanares—.
¡Y con el estómago perdido!... Esa Conchita es una
224 V. BLASCO IBÁÑEZ
muchacha decente: no hay más que verla: una señori-
ta. No sea loco, Maltrana. Todos ustedes los de pluma
son unos perdidos y creen iguales á los demás.
—¿Y París? ¿Y sus idas de noche á Montmartre?...
Acuérdese como entretenía la otra tarde á Goycochea
y Montaner contándoles sus buenas fortunas... Apuesto
cualquiera cosa á que si me deja entrar en su camarote
encuentro un paquete de fotografías comprometedoras
y de cartas de amor.
— No sea loco: no haga juicios temerarios. Deje en paz
á las personas tranquilas.
Pero Manzanares decía esto con un tono de mansa
protesta, brillando al mismo tiempo en sus ojos cierta
satisfacción.
— ;Ali, calavera hipócrita! — prosiguió Isidro — . Cuan-
do estemos en Buenos Aires, iré un día á su estableci-
miento de la calle Alsina para decirle á la señora de
Manzanares quién es su marido... Así ]o haré, á menos
que no me soborne con un par de botellas de champan.
Una oleada verdosa se extendió por el rostro del
comerciante. Brillaron hostilmente sus ojos, no sabien-
do Isidro ciertamente si este furor era por su insolente
amenaza ó por el convite propuesto. «Buenos días.» La
culpa era de él que hablaba con locos. Y le volvió la es-
palda, alejándose.
Maltrana se dejó caer en un sillón. Sentíase cansado:
este «querido amigo» sólo era generoso para caminar.
Así estuvo mucho tiempo, frente al Océano que titilaba
bajo el resplandor del sol, gozando de la sombra de la
cubierta, incorporándose y llevando una mano á su go-
rra cada vez que aparecía un nuevo paseante. Todos
eran hombres y caminaban apresuradamente, dando la
vuelta al castillo central, con la preocupación de com-
batir el engruesamiento de la vida sedentaria.
A estas horas las damas permanecían abajo todavía,
en los camarotes y las salas de baño. Maltrana había
sorprendido algunas veces las intimidades del arreglo
matinal al transitar por los pasillos de las cubiertas in-
feriores, tropezándose con mujeres envueltas en ki-
monos y batones viejos que apresuraban el paso para
refugiarse en sus camarotes, ocultando la cara como
LOS ARGONAUTAS 225
si temiesen ser reconocidas. Eran completamente dife-
rentes de las que aparecían una hora después en el paseo.
A veces Isidro sentía ciertas dudas al identificarlas. To-
das se mostraban considerablemente empequeñecidas y
de pesados movimientos al caminar sin el montaje de los
tacones. Los pies ligeros, recogidos y saltones lo mismo
que pájaros, en su encierro diurno, de tafilete ó de raso,
eran ahora planos y deformes dentro de las claqueantes
babuchas. Las carnes temblaban al moverse, conser-
vando todavía la blandura y el suelto descuido de las
horas de sueño. Las cabezas empequeñecidas y pobres
de pelo mostraban unas mechas apelmazadas por la
humedad reciente. Las caras tenían un tinte verdoso
ó sanguinolento: las narices estaban enrojecidas en su
vértice.
Después de tales encuentros, evitaba Isidro el trán-
sito por los corredores á esta hora matinal, temiendo el
enojo de las señoras. Al verle luego en el paseo rehuían
su saludo ó lo contestaban con sequedad, como si le
hiciesen responsable de una falta de consideración...
Pero el recuerdo de estas sorpresas le hacía sonreír con
cierto orgallo. El había visto; podía juzgar; estaba en
el secreto. Y encontraba interesante la vida de á bordo
con este contacto promJscuo que impone una existencia
común desarrollada en limitado espacio.
Abandonó Maltrana su sillón al reconocer á dos se-
ñoras que venían hacia él; las primeras que se mostra-
ban en el paseo. «Conchita y doña Zobeida...» Y las
saludó gorra en mano sonriendo obsequiosamente, pues
doña Zobeida, á pesar de su modesto exterior, le ins-
piraba una gran simpatía no exenta de lástima. Según
él, esta señora, ya entrada en años, era más niña que
todas las pequeñuelas rubias que corrían por el paseo
con una muñeca en los brazos.
El mayordomo, poco atento para su aspecto encogido
y la pobreza de su traje negro, la había colocado en
un camarote de dos personas, dándole por compañera
á Concha, la muchacha de Madrid, «esta buena seño-
rita», como la llamaba ella aun en los momentos de ma-
yor intimidad. Regresaba á la tierra natal después de
haber pasado unos meses en Holanda cerca de sus nietos.
J5
226 V, BLASCO IBÁÑEZ
El marido de su hija era cónsul argentino y hacía años
que vivía fuera del país. Por primera vez había salido
la buena señora de su amada ciudad de Salta para ir
en osada peregrinación más allá de los límites de la
República, más allá del mar, á una tierra de la que re-
gresaba con el ánimo desorientado, no atreviéndose á
formular sus opiniones. ¡Y aquello era Europa!... Ella, en
su asombro, no osaba hablar mal; todo la infundía res-
peto; únicamente se quejaba de sus privaciones espiri-
tuales. «Esas tierras, señor, no son para nosotros: las
gentes tienen otras creencias. Hay que buscar donde
oir una misa. No se encuentra un sacerdote que entienda
nuestra lengua para confesarse con él.» Y el contento
de regresar á su tierra de altas mesetas y vegetación tro-
pical aminoraba la tristeza de dejar á sus espaldas á la
hija única y los nietos. La habían rogado que se que-
dase con ellos. ¡Ay! no: quien la sacase de Salta la ma-
taba. Hablando con Isidro por vez primera le había he-
cho el elogio de su ciudad.
— Cuando Buenos Aires no era más que Buenos Aires
á secas, una aldea mísera, nosotros éramos el reino del
Tucumán. Los porteños, ahora tan orgullosos, datan de
ayer, son en su mayor parte hijos de gringos emigrantes.
Nosotros somos nobles. Usted que es español conocerá
sin duda nuestro apellido. Vargas del Solar. Tenemos en
España muchos parientes, condes y duques: un tío mío
que se ocupaba de estas cosas mantenía corresponden-
cia con ellos. Había reunido papeles antiguos de la
familia, pero con las revoluciones y el haber venido á
menos se olvidan estas cosas. Allá todavía nos llaman
«los marqueses». Cuando usted venga á Salta verá en
la puerta de nuestra casa un escudo de piedra. Otras
casas también lo tienen... Pero usted, que es hombre
que sabe mucho, según dice esta buena señorita (y
señalaba á Concha), habrá leído lo que era Salta; sus
ferias, á las que venían á comprar muías desde Chile,
Bolivia y el Perú... Nadie hablaba entonces de los por-
teños: todo nos lo llevá.bamos nosotros... Mi fínado el
doctor, que tenía muchos libros, hablaba de estas cosas
pasadas cuando le ponderaban el crecimiento de Buenos
Aires.
LOS AEaONAUTAS 227
«Mi finado el doctor» era su marido, al que designa-
ba por antonomasia con este título. Todo cuanto en el
mundo puede decirse de verdad y de justa observación,
lo había dicho el grave abogado de provincia, que á
través de treinta años de viudez se le aparecía cada
vez más grande, como la personificación de la sabidu-
ría reposada y el buen sentido ecuánime.
Sentíase atraído Maltrana por la sencillez de pala-
bras y pensamientos de doña Zobeida y el pJre señorial
con que acompañaba su modestia. Fijábase en su color
un tanto cobrizo; en el brillo de sus ojos abultados, de
córneas húmedas y dulce humildad en las pupilas, ojos
semejantes á los de los huanacos de las altiplanicies
andinescas; en el negro intenso de sus pelos fuertes y
duros, que los años no podían manchar de blanco.
No obstante el remoto cruzamiento indígena que
emergía en esta Vargas del Solar, encontraba Isidro
en toda su persona una rancia distinción española, un
aire de dama acostumbrada al respeto desde el naci-
miento, y que segura de su valía puede atreverse á ser
familiar en el trato y sencilla en los gustos. «Esta doña
Zobeida, medio india — pensaba Maltrana — , es una se-
ñora de Burgos que luego de vigilar las compras de su
criada en el mercado entra en una librería para pedir
un devocionario «bien cumplido»; una gran dama de
Cuenca ó de Teruel que por la tarde recibe su tertulia
de canónigos y abogados viejos y toman juntos el cho-
colate, hablando de la corrupción del mundo.» Estos
recuerdos evocaban en su memoria á la vieja España,
que había dejado huellas imborrables allí donde había
descansado sus plantas, esparciendo las características
de la personalidad nacional por todo el planeta, en las
más diversas y apartadas regiones.
La credulidad de ia buena señora expandíase en in-
genuos asombros ante los embustes y exageraciones
que se permitía Maltrana para estremecer su alma ino-
cente. «;No diga! — exclamaba doña Zobeida — . ¡Vea!...
iQué cosas!» Y cuando ella no estaba presente, Isi-
dro prorrumpía en elogios de su carácter. Era para
él la mejor persona de á bordo. Aquella mujer con nie-
tos guardaba el alma de sus ocho años, incapaz de ere-
228 V. BLASCO IBÁÑEZ
cimiento y de evolución; y esta alma permanecía inmó-
vil y dormida en el envoltorio de su inocencia crédula, lo
mismo que los embriones humanos dignos de estudio
que se conservan sumergidos en un bocal.
Separada por su timidez de las compatriotas ele-
gantes que venían en el buque, habíase unido con un
afecto familiar á su compañera de camarote, «esta
buena señorita», «esta pobre niña», que marchaba á un
país desconocido sin más apoyo que vagas recomenda-
ciones. Isidro, que conocía á Conchita de Madrid, se
alarmó un tanto al verla en continuo trato con la ino-
cente señora. Había vivido aquélla maritalmente duran-
te algunos meses con un amigo suyo «compañero de la
prensa»; luego la había encontrado de corista en un
teatro por horas y en varias fiestas nocturnas ó mati-
nales en los entresuelos de Fornos y en las Ventas.
—Cuidado, niña, con doña Zobeida — había dicho al
verse á solas con Concha — . Esa buena señora es una
alma de Dios... A ver si metes la pata y la asustas con
alguna de las tuyas.
Pero la madrileña sentía también por la buena dama
un cariño respetuoso.
— La quiero mucho: ¡si es de lo más buena!... Algu-
nas noches, antes de dormir, la acompaño á pasar el
rosario en el camarote. Mira, chico, la quiero como si
fuese mi madre... Y eso que yo no he conocido á mi
madre.
Esta mañana doña Zobeida saludó á Isidro con
sonrisa tímida y miradas suplicantes. No se atrevía
á formular un pensamiento que la había empujado
hacia él, y anticipadamente imploraba perdón con sus
ojos.
— Hable usted de lo de anoche. Mista Zobeida — dijo
Concha interrumpiendo á la buena señora en sus ala-
banzas al mar y á la hermosura de la mañana, tópicos
con cuyo desarrollo entretenía su timidez — . Isidro es
un buen amigo... de lo más servicial. Yo le conozco
desde que me llevaban al colegio.
Mentía Concha con aplomo dando á sus amistades
con Maltrana este remoto y puro origen, lo que propor-
cionó á la buena señora una repentina confianza. Su
LOS ARGONAUTAS 229
joven compañera la llamaba Misiá sabiendo que este
título honorífico, de origen criollo, le gustaba más por
su sabor patriarcal y rancio que el Doña de origen pe-
ninsular.
—Yo no me atrevía — balbuceó la señora — . No me
gusta molestar á nadie con mis cosas. Pero esta buena
señorita me ha dicho quién es usted; que usted fué gran-
de amigo de su papá y que sabe mucho... y las personas
que saben mucho son siempre atentas con las que nada
saben. Así era mi finado el doctor.
Y á continuación de este exordio empezó su discurso
por el final, mencionando la conversación de la noche
anterior con «la buena señorita» de litera á litera, des-
pués de haber rezado el rosario. Ya que aquel señor
Maltrana era tan bueno, podía ayudarla en su pleito,
la magna empresa de su vida y de la de todos los Vargas
del Solar, el objetivo de sus ilusiones en las horas de
recogimiento, la única petición que ingería en sus rezos
por la felicidad de su hija y los nietecitos.
— Vea, señor: se trata de cuatrocientas leguas; unas
cuatrocientas leguas cuadradas que son nuestras y nun-
ca acaban de entregárnoslas.
Isidro abrió desmesuradamente los ojos con expre-
sión de asombro y escándalo. ¿Sería una maniática aque-
lla doña Zobeida?...
— ¡Cuatrocientas leguas!... Pero eso es un Estado. Es
casi una nación.
La señora insistió tranquilamente en la cifra. Cua-
trocientas leguas... ó tal vez fuesen más. No se habían
mensurado, pero se extendían desde los Andes hasta
cerca de Salta. Todos allá conocían el pleito de los Var-
gas del Solar: hasta los papeles de Buenos Aires habían
hablado de él en varias ocasiones. Si alguna vez iba
don Isidro al Norte de la República, no tenía más que
preguntar: el último arriero de los que pasan á Chile
recuas de muías por la Cordillera, le daría razón. Las
arrias caminaban semanas enteras por parajes desier-
tos, en los cuales todavía se aparecían, rodeados de las
fragorosas tempestades de los Andes, la Pachamama y
el Tatacoquena, las dos divinidades indígenas anterio-
res á la conquista española. Semejantes en todo á las
230 V. BLASCO ibáñe:^
simples imaginaciones humanas qne los crearon, estos
dioses son arrieros también y llevan tras de ellos recuas
silenciosas de llamas cargadas con ricos fardos de coca,
la ambrosía del paladar indiano. Y los trajinantes de la
Cordillera, al navegar por este océano de tierra roja, pe-
ñascos metálicos y dormidos lagos de borato, discernían
con su justiciero espíritu la verdadera propiedad del
largo camino. «Todo esto es de los Marqueses que viven
en Salta.» Y los Marqueses eran los Vargas del Solar.
— Es nuestro y muy nuestro — continuó Misiá Zobei-
da — . Allá en nuestra casa guardamos los papeles. El
pleito lo empezó mi finado tío, aquel que se carteaba
con nuestros parientes de España, condes y duques,
como ya le dije: y luego mi finado el doctor, que sabía
mucho, consiguió una sentencia favorable. El campo es
nuestro (aquí Maltrana sonreía oyendo llamar campo
simplemente á cuatrocientas leguas); el gobierno de
Salta ha reconocido que nos pertenece, pero los años
pasan y no nos lo entrega. Vea, señor: la cosa no puede
ser más seria: una donación del rey... del rey de las Es-
pañas; un regalo que le hizo á uno de nuestros abuelos,
el alférez Vargas del Solar.
Se interrumpió doña Zobeida, mirando con timidez
á Maltrana, como si temiese ofenderlo con sus aclara-
ciones.
— Usted, que sabe tanto, habrá comprendido que este
alférez era un gran personaje y que le llamaban así no
porque fuese de milicia, sino porque siempre que había
nacimiento ó casamiento de reyes, él era el que sacaba
el pendón real y daba el primer viva. Mi finado tío ex-
plicaba todo esto con tanta claridad, que daba gusto oír-
le. También nos leía los papeles del rey, unos pliegos
amarillentos con agujeritos, como si los hubiesen mordi-
do las lauchas, y escritos con una tinta que debió ser ne-
gra y ahora es roja como el hierro viejo... El campo no
nos lo dieron de regalo: fué donación por ciertos dine-
ros que el alférez envió á España una vez que el rey
tenía sus apuros. Y como persona bien nacida y cristia-
na, el rey correspondió á este favor dándole el campo y
el marquesado. Debían ser amigos, ¿no le parece?... El
alférez era un gran personaje: y su señora la peruana
LOS ARGONAUTAS 231
¡no digamos! Todavía allá en mi tierra, cuando ven á
una gringa emperifollada ó á una china que se da aires
de señorío, dice la gente por burla: «Ni que fuese Misiá
Eosa la marquesa,»
La buena señora perdía su habitual timidez al recor-
dar á esta abuela, más célebre aún y digna de memoria
que el ilustre alférez amigo de los reyes. La contempla-
ba tal como se la había descrito muchas veces el «fina-
do tío», en el estrado de su caserón de Salta, con ricas
medias de seda, de las cuales cambiaba tres pares por
día, mirándose con un orgullo de raza sus breves pies
estrechamente calzados. Vestía los huecos y ñoreados
guardainf antes que le enviaban de las mejores tiendas
de Lima, con perlas en el pecho, perlas en las orejas,
perlas esparcidas por todo el traje. Más allá del estra-
do, sentadas en el suelo y con las piernas cruzadas,
estaban unas cuantas negras con sayas de blancura des-
lumbradora. Una vigilaba el braserillo en el que hervía
el agua; otra ofrecía el mate de plata cincelada con bo-
quilla de oro; otra guardaba sobre sus rodillas la gui-
tarra señoril de ricas incrustaciones.
Trotaban jinetes calle arriba, calle abajo, con la vaga
esperanza de ver los ojos de brasa de la peruana al al-
zarse levemente la cortina de alguna reja. A la hora de
misa, hidalgos venidos de lejos se hacían los distraídos
en la puerta de la iglesia para contemplar la mayor cele-
bridad del país que llegaba envuelta en su manto negro
de seda, por debajo del cual asomaba la recamada falda,
blanca ó rosa. El alférez iba á su lado con todo el seño-
río de su rango. Su chambergo con plumas contestaba
solemnemente á todos los sombreros que se elevaban á su
paso. Detrás marchaban dos negritos con el parasol y
una rica alfombra, sobre la que se sentaba cruzando las
piernas Misiá Rosa la marquesa, para oir la misa.
El nobilísimo caserón de los Vargas, con sus ventru-
das rejas y su escudo de piedra, en el portal, sólo admi-
tía las visitas de unos cuantos notables del país. En las
épocas de feria animábase con la presencia de rancios
hidalgos venidos del virreinato del Perú ó del reino de
Chile para comprar ganado de tiro; hacendados de la
tierra baja llegados de las orillas del Plata para vender
232 V. BLASCO IBÁÑBZ
SUS recuas de muías, y algún que otro asentista de ne-
gros de Buenos Aires que arreaba una partida de es-
clavos africanos con destino á las minas de Potosí.
Cuando pasaba un nuevo gobernador camino de su ínsu-
la, un obispo en jira pastoral, ó los señores de la Eeal
Chancillería, la casa del alférez era su posada y los
viajeros no tenían gran prisa en partir, como si los
encantase la belleza y el señorío de Misiá Eosa, cuya
fama había salido á su encuentro á muchas jornadas
de camino.
La gente menuda hablaba maravillas del noble edifi-
cio y sus riquezas. Una vez por año se cerraban sus
puertas un día entero, y los viejos servidores de los
Vargas, esclavos y libertos, todos gentes de confianza,
tendían cueros en el patio principal, vaciando sobre
ellos enormes sacos de monedas. Eran onzas, doblones
de á ocho, cruzados portugueses, montones de oro que
sacaban anualmente de su encierro subterráneo para que
se airease y solease. Y el alférez y su esposa vigila-
ban impasibles esta operación tradicional, como si su
servidumbre removiese sacos de trigo para el consumo
de la casa.
Enardecíase doña Zobeida al relatar los esplendo-
res pasados y Conchita aprobaba moviendo la cabeza
como si diese fe. Habituada á oir todas las noches en
su camarote estas grandezas, creía haberlas contem-
plado con sus ojos.
— Y ahora, señor — continuó la vieja — , los Vargas del
Solar somos pobres, por culpa del pleito que no ter-
mina nunca. Las revoluciones y las guerras nos fundie-
ron... Dicen que para que nos den lo que es nuestro es
preciso mensurar el campo con arreglo á los títulos,
y para hacer esa mensura se va á necesitar un año, ó
tal vez más, y muchos hombres que habrán de vivir
como se vive en el Polo; y esto costará mucha plata y la
habremos de pagar nosotros... Hay en el campo bastan-
te tierra que no sirve: peñascales, montañas; pero hay
minas y hay también buenos pastos. Por mí no me mo-
vería á nada: yo necesito poco para mantenerme. Pero
están mis nietos, los pobrecitos condenados á vivir en
esa tierra de gringos; está mi hija y quiero verla rica en
LOS ARGONAUTAS 233
Buenos Aires con el señorío que merece... Además pienso
en mi ñnado el doctor, que pasó su vida penando por sa-
car adelante el pleito. Seguramente que se alegrará en la
otra vida si le digo cuando nos encontremos que el
campo es ya de la familia y lo he conseguido yo. ¡El que
decía que las señoras sólo entienden de las cosas de la
casa! Figúrese, señor, aunque sólo se venda la legua á
dos mil pesos una con otra, lo que eso representa.
Maltrana la interrogaba con la mirada y el gesto. ¿Y
qué tenía que hacer él en este asunto?...
— Lo que yo quiero, señor, es que usted le hable al
doctor Zurita, ya que es su amigo y los veo siempre
juntos. A mí me da vergüenza acercarme á él sin cono-
cerlo. Creo que ha sido mandón en Buenos Aires. Ade-
más, es doctor, y usted ya sabe lo que eso representa.
Un doctor manda mucha fuerza, y más si es doctor
porteño, pues ahora ellos se lo guisan y se lo comen
todo, sin dejar nada para los demás, según decía mi fina-
do... Si es tan amable que quiere oirme, yo le explicaré
mi pleito, y á él de seguro le bastará una palabrita á los
que mandan para que todo se arregle «sobre el tam-
bor», como decimos allá. Se ve que es un buen caba-
llero, cristiano y serio, como mi doctor. Me han buscado
muchas personas de Buenos Aires para encargarse del
asunto: hombres de negocios, gente que me daba miedo,
y he dicho siempre que no. Mi finado les tenía horror
á las «aves negras».
Calló un momento doña Zobeida, como si vacilase,
pero luego añadió con timidez:
— Aquí mismo en el barco, hay un señor que no sé
cómo ha sabido lo de mi pleito, y según me dicen quiere
hablarme... Es el papá de esa niña que llaman Nélida,
laque siempre anda revuelta con los muchachos. A mí
no me gusta hablar de nadie, cada uno que se arregle
con Dios; pero francamente, señor: ¡esa niña que parece
una cómica, y fuma, y no respeta á su madre! ¡Y ese
padre que no la reta y se ríe de sus travesuras!... Que
viva cada uno á su gusto, pero yo no quiero tratos con
gringos de tal clase. Prefiero á los míos; y desde que sé
que el tal señor desea hablarme del negocio, tengo más
ganas de pedir al doctor Zurita que me dé su consejo.
234 V. BLA8(30 IJiiÑEJZ
— Lo verá usted, doña Zobeida. Yo me encargo de la
presentación.
Sonrió la vieja dama con una alegría infantil, mos-
trándose aun más locuaz y comunicativa.
— El negocio hubiese llegado á término hace tiempo si
mi finado tío viviese. Le habría bastado con enviar una
carta á nuestros parientes de España. Pero ocurre lo que
ocurre porque el rey no está enterado. Usted, señor, que
sabe tanto y que allá en su tierra es doctor indudable-
mente, ó ese otro caballero que va con usted, tan buen
mozo, tan distinguido y serio, y que también será doc-
tor, cuando vean al rey díganle lo que nos pasa á los
Vargas del Solar, ios herederos del alférez. Usted verá al
rey seguramente. Los doctores tienen siempre gran meti-
miento con los que gobiernan: en mi país todos los ami-
gos del Presidente son doctores... Mi pleito se resolvería
«sobre tablas» como quien dice, sólo con que el rey en-
viase una esquelita al gobierno de Buenos Aires, ó mejor
aún, al gobernador de Salta, diciendo: «¿Qué es esto,
señores? Lo dado, dado está, y entre caballeros no está
bien faltar á la palabra. Entreguen ustedes á los des-
cendientes del alférez Vargas lo que mis abuelos tuvie-
ron á bien darle, y no se hable más del asunto.» Y ten-
go la certeza de que así lo escribiría el buen rey si
alguien le hablase y le enseñara nuestros papeles.
— Se le hablará — dijo Maltrana con acento de resolu-
ción, sin el más leve asomo de risa — . Se enterará de
todo el buen rey y escribirá la carta tan pronto como
yo le vea.
Y como si temiese el contagio risueño de los ojos de
Conchita, la cual fruncía los labios para conservar
su gravedad, Isidro se despidió de doña Zobeida, repi-
tiendo la promesa de presentarla al doctor después del
almuerzo.
Al ir hacia la proa vio apoyados en la barandilla
á Ojeda y Mrs. Power, mirando el mar, con los co-
dos y los flancos en apretado contacto. La brisa retor-
cía como espirales de fuego algunos rizos de la norte-
americana, que se escapaban de un sombrerillo de tela
de oro.
— ¡Bien empieza el día para estos!... — murmuró Isi-
LOS ARGONAUTAS 235
dro — . Y la yanqui parece una niña con ese casquete
gracioso de paje veneciano. ¡Qué pedazo de mujer!..
Buenos días, señora.
Saludó sin detener el paso, con una reverencia que
juzgaba graciosa, «la reverencia de peluca blanca y taco-
nes rojos», según él la titulaba; y vio por un instante
unos ojos irónicos y una boca bermeja que contestaban
á su saludo.
— Otro que fuese inmodesto — siguió murmurando
Maltrana — llegaría á. tener sus pretensiones sobre esta
señora. No puede verme sin reírse... Así empiezan, se-
gún opinión general, las grandes pasiones, y el amigo
Ojeda, si no estuviese ciego como todos los enamorados,
debería mirarme con cuidado... Pero dejémonos de pom-
pas y vanidades y atendamos á nuestros amigos. Allí
viene uno... Buenos días, monsieiir.
Se cruzó con el hombre «fúnebre y misterioso», su
vecino de camarote, vestido de luto como siempre, y
con el rostro cuidadosamente afeitado. Apenas dobló su
digna tiesura con una ligera inclinación de cabeza.
Luego envolvió á Maltrana en una ojeada fugaz de sus
pupilas azules y duras, y siguió adelante contestando
con voz seca: «Bonjotir^ monsieur.y>
Eió Isidro mientras el otro se alejaba como ofendido
por el saludo.
— El amigo Sherlock Holmes está enfadado. Se acuer-
da todavía de la broma de la otra noche. ¡Mal cora-
zón!... ¡Como si todos estuviésemos obligados á vivir
tristes y vestidos de luto como él!... ¿Qué hará en este
momento la princesa que guarda encerrada en el cama-
rote?... ¡Y no haber descubierto yo todavía este miste-
rio! ¡Qué vergüenza!
Cesó de pensar en el hombre negro y su incógnita
cautiva al volver á la banda de estribor. Dos parejeas
permanecían inmovibles, en íntima conversación entre
los pasajeros que caminaban por este lado del buque
siguiendo su marcha matinal. En último término, hacia
la proa, Ojeda y Mrs. Povv^er continuaban acodados en
la barandilla. En el extremo opuesto, ó sea cerca de
Isidro, estaba de pie Manzanares al lado de un sillón de
junco con almohadones bordados, en el que aparecía
236 V. BLASCO ibáñg:i
casi tendida una mujer rubia, con un brazo caído y un
volumen en la mano. Los ojos del comerciante fijábanse
con avidez en la nuca perfumada por las matinales ablu-
ciones y todas las blancuras inmediatas reveladas por
la entreabierta penumbra de la blusa. De aquí saltaba
su mirada á las redondeces de las piernas, envueltas
en calada seda, emergiendo entre el follaje sedoso de
las faldas.
Maltrana se acercó á él como si hubiese olvidado la
escena de poco antes.
— Aquí le quería pillar, calaverón, tenorio de la calle
Alsina... De seguro que está usted declarando su amor
á esta señorita, en estilo de factura.
Visiblemente irritado Manzanares por la burlona
intervención, se apresuró, sin embargo, á contestar,
temiendo que Isidro persistiese en sus bromas:
— No señor: hablábamos de cosas serias, de cosas de
allá. La señorita deseaba conocer mi opinión sobre la
próxima cosecha.
¡Ah, la cosecha!... Maltrana sonrió al recordar que
la próxima cosecha en la Eepública Argentina era el
principal motivo de conversación para una gran parte
de los que iban en el buque, y un pretexto de continua
consulta para aquella francesa rubia, que figuraba en
el registro del buque como viajante en modas y som-
breros, profesión que hacía torcer el gesto á muchos ma-
liciosamente.
También á él le había hecho la misma consulta ma-
demoiselle Marcela la primera vez que se había aproxi-
mado á su sillón, atraído por la novedad de su habla
castellana incrustada de palabras francesas é italianis-
mos del léxico popular de Buenos Aires.
Era este viaje el quinto que emprendía á las riberas
del Plata, y mostraba una pericia de navegadora trasat-
lántica en su amabilidad con el personal del buque que
mejor podía servirla, en la reserva discreta con que se
mantenía aparte de los pasajeros de una clase social su-
perior (especialmente de las señoras, modo seguro de
evitarse desprecios y malas palabras), y en su acierto ai
escoger su lugar en la cubierta, colocando el mismo
sillón de junco, las almohadas y las mantas que le ha-
LOS ARGONAUTAS 237
bían acompañado en anteriores viajes. «Yo voy á Buenos
Aires casi todos los años — había dicho al curioso Mal-
trana para cortar sus preguntas insidiosas — . Es mi ne-
gocio: viajo por una gran casa de sombreros.» Maltra-
na, malicioso é incrédulo, pensaba que la hermosa
viajera comercial no debía llevar con ella otras mues-
tras que los propios sombreros, un poco fatigados. Para
economizar su uso defendía los postizos de su cabeza
rubia con una variedad de gasas de colores adquiri-
das en los montones de los grandes almacenes de París.
Al saber que Isidro iba como ella á la Argentina, le
había preguntado por la próxima cosecha creyéndolo
un propietario de aquel país.
Después, con las frecuentes conversaciones, se había
establecido entre ellos cierta intimidad. ¡El dinero! ¡Lo
que costaba de ganar y lo necesario que era para la
vida!... Y la «bella sombrerera», como la llamaba Isidro
socarronamente, entornaba los ojos hablando de los sa-
crificios que impone el negocio; de lo triste que era aban-
donar su pisito de la Avenida de Ternes, donde todo
estaba en orden y á punto para las necesidades de la
vida, con el cuidado de una mujer que sabe dar valor á
]os pequeños objetos y colocarlos en su sitio. Hablaba
con ternura infantil de Chifóii^ un gato obeso y lustro-
so, y de dos canarios que había confiado á la portera.
Otras veces recordaba melancólicamente al «buen ami-
go» que vagaría por el bulevar esperando su regreso,
un joven verdaderamente chic^ aunque pobre, con el
que estaba en relaciones hacía algunos años. ¡Y las
amigas! ¡Y los teatros! ¡Y había que abandonarlo todo
por..: el negocio! «La vida es triste, decidida^mente
triste.»
Cuando Isidro, que no podía aproximarse á una hem-
bra deseable sin iniciar un intento de posesión, creyó
de su deber mostrarse amoroso de Marcela, ésta acogió
sus palabras con cierta severidad... ¡Un hombre que iba
al Nuevo Mundo en busca de fortuna, pensar en frusle-
rías amorosas que podían quitarle el tiempo necesario
para los negocios! La vida es seria y hay que aprove-
char la juventud para asegurarse un porvenir. Luego,
cuando se cuenta con el apoyo de los ahorros, puede
238 V. BLASCO IBÁÑSíS
uno permitirse alguna locura. . . ¿No sufría ella igualmen-
te por culpa del negocio, teniendo que hacer sus viajes á
América siempre que las amigas de allá le escribían que
la cosecha era buena y el dinero iba á circular en abun-
dancia?... En todos los puertos llenaba tarjetas postales
con frases de intenso amor aprendidas en las comedias.
No podía leer seguidamente unas cuantas páginas de
aquel volumen amarillo de tres francos cincuenta, pues
se escapaba de su brazo caído ó quedaba olvidado sobre
el sillón. Pensaba en el «buen amigo», el hombre chic y
sin recursos, que dejaba por algún tiempo. Se había
hecho retratar numerosas veces por un camarero de á
bordo que explotaba la instantánea, y estas hojas de
papel saldrían camino de París en la primera escala
que hiciese el buque, representándola de pie y mirando
el mar con aspecto melancólico, tendida en el sillón
con el rostro apoyado en una mano y ojos «de ensue-
ño», haciendo crochet, leyendo... pero siempre pensan-
do en él.
— Yo tengo mi beguin — continuaba ella en su lengua-
je políglota — , Pero hay que ser seria, ¿no? y pensar en
la plata para los viejos días. ¡Si fuese una á hacer caso
de todos los que dicen ser enamorados! Macanas, che,
créame á mí... Además usted es pobre, y yo no com-
prendo á un hombre pobre; no tiene significación para
mí; no sé qué pueda ser eso. Conozco á muchos que no
tienen un sous y resultan simpáticos; pero los trato
como camaradas nada más. Gastón, mi amigo, se arrui-
nó, y aunque ahora está en la puré^ volverá á tener
plata cuando mueran sus tías... No ponga esa cara de
cahotin enamorado; no me conmoverá niente. Soy vieja
para creer en eso. ¡A me con la> pigolita! , . .
Y para mostrar su incredulidad de negocianta de
amor, sorda á todos los gestos, palabras y juramen-
tos de los parroquianos, repetía con delectación la frase
criolla, final obligado de todos sus discursos: «¡A mí
con la piolita!»
No era Maltrana el único que se había aproxima-
do queriendo perturbar con diabólicas propuestas su
tranquilidad de argonauta reflexiva y prudente, aquel
quietismo monacal de plácidas digestiones y largas
LOS ARGONAUTAS 239
siestas, que era para ella el encanto más grande de las
travesías oceánicas. Sus ojos de un azul claro, su cabe-
llera rubia cenicienta, su carne blanca, jugosa y de li-
geros tonos amarillos, semejante á la fresca pulpa de un
melón, parecían valorizarse con nuevos encantos asi
como transcurrían los días. A cada singladura los pa-
seantes desfilaban con más lentitud ante su sillón, echan-
do miradas de través. Aumentaba el número de los
señores graves que permanecían de pie cerca de ella
contemplando el mar con aire pensativo, mientras de
sus labios, fingidamente inmóviles, dejaban caer propo-
siciones con acompañamiento de cifras.
Marcela ya no hablaba con Isidro de la gran casa de
París que le había confiado su representación. Parecía
olvidada de los sombreros, pero seguía aplicando á su
verdadera industria una meticulosa prudencia comer-
cial. ¡Los hombres!... Los unificaba en su pensamiento,
viéndolos con idéntica contracción de espasmo lúgubre
y el mismo ronquido de agonía, eternos gestos con los
que terminaba para ella indefectiblemente toda intimi-
dad. Creía de buena fe, con un escepticismo de profesio-
nal fatigada, que todos habían venido al mundo sólo
para esto y eran incapaces de experimentar otros deseos.
— En todos los viajes es lo mismo, moii cher. Así
como nos acercamos al Ecuador los hombres se ponen
locos y hay que sacudírselos como moscas. Y yo, ¡por
nada del mundo!... ¡Aunque me ofrezcan mil! ¡aunque
me ofrezcan dos mil! Aquí todo se sabe; y aunque no se
supiese es lo mismo. Después, cuando llegamos á Bue-
nos Aires, se dan importancia por las bondades que una
ha podido tener en el buque con ellos, y lo cuentan, y
es inútil que se traigan buenas toilettes de París y que
una mujer se presente bien. Se pierde importancia, se
desvaloriza, como dicen allá, y los amigos que esperan
con interés vuelven de pronto la espalda... ¡La novedad!
¡El ser de uno nada más para que pueda darse impor-
tancia y sus amigos le tengan envidia! Usted no sabe
lo que en América se paga esto, mon cher. Vale tanto
como un vestido chic y mucho más que la hermosura...
No; aquí, en el buque, nada. Lo repito: aunque me
diesen dos mil; aunque me diesen tres mil...
240 V. BLASCO ÍBÁNBZ
Admiraba Maltrana la facilidad con que esta jo-
ven repetía entre muecas de desprecio las cifras de
miles y miles, ella que semanas antes en su pisito de
la Avenida de Ternes llevaría indudablemente la cuenta
del gasto diario con el esmero de una mujer orde-
nada, aunque de mala vida, que desea hacer ahorros
para la vejez. Era la influencia del medio; la marcha
hacia el país de la esperanza que trastornaba diaria-
mente en todos los cerebros las tímidas y estrechas apre-
ciaciones del viejo mundo.
En el buque se hablaba á todas horas de cientos de
miles de pesos, de campos de leguas y leguas, de terre-
nos cuyo valor podía centuplicarse en un solo día. El
franco y los céntimos trabajosamente ahorrados queda-
ban atrás de la popa, se perdían en el horizonte como
algo vergonzoso que convenía olvidar. Eran el ensueño
de miseria de una humanidad anterior que afortunada-
mente no volvería á existir.
— Hay que ser prudente — repitió Marcela — ; piense
usted en el negocio y no pierda el tiempo en amores.
Los que nacemos pobres no debemos permitirnos estas
tonterías. Ya se ratr apera usted cuando sea viejo y rico.
Entonces se dará el gusto de arruinarse por alguna
muchacha que pueda ser su nieta... Y si ahora tiene
usted verdadera necesidad de amor, no pierda el tiem-
po con nosotras: busque entre las personas bien que
vienen en el buque. Ninguna de nosotras se atrevería á
demostrarse como esa señorita alta, del pelo cortado.
Al flnal del viaje va á resultar que somos las más juicio-
sas de á bordo.
Era notable la ponderación de esta muchacha que
administraba su sexo con el mismo tino de un comer-
ciante que sabe ofrecer ó retirar el género á tiempo
para mantener su valor.
— La cosecha es magnífica — dijo Isidro aquella ma-
ñana apoyándose en un hombro de Manzanares — . No
se preocupe, mademoiselle. Todas en el buque dicen lo
mismo. Los bancos no restringirán los créditos, todo el
que pida dinero lo tendrá; y marcharán los negocios, y
se vivirá bien, «en el mejor de los mundos»... Pero
aunque un accidente inesperado diese al traste con esa
LOS ARGONAUTAS 241
cosecha que tanto le interesa, usted no debe afligirse.
Aquí tiene á monsieur Manzanares, hombre generoso,
que según parece, está enamorado de usted y se dará
por contento si puede hacer su felicidad.
— El señor — dijo Marcela sonriendo— ya sabe que en
el buque no acepto nada.
— Bueno: pues será en tierra. T de seguro que está
deseando llegar á Buenos Aires cuanto antes para po-
ner á sus pies todas las blondas y puntillas de su esta-
blecimiento.
Manzanares, con el rostro verdoso y una sonrisa
feroz, tartajeaba su protesta.
— ¡Pero á usted quién le mete!... ¡Usted qué sabe!
Y tomando pretexto de la llegada de otras francesas
que se sentaban junto á Marcela y la saludaron con un
¡Bon jour! malicioso al verla tan acompañada, el co-
merciante intentó retirarse.
— Espérese, amigo — dijo Isidro — , yo también me voy.
Estas señoritas tendrán que hablar de sus asuntos.
Señalaba á dos compañeras de Marcela que arregla-
ban sus sillones para tenderse en ellos, fatigadas sin
duda de la ascensión desde los camarotes á la cubierta.
La de más edad era alta, gruesa, con el pelo teñido de
un rojo de llama y las carnes algo flácidas. Sus ojos
verdes tenían un brillo imperioso; sus movimientos eran
resueltos y varoniles. Ejercía una autoridad indiscutida
en aquella parte del buque donde se reunían sus com-
pañeras, y que las graves damas de á bordo llamaban
en voz baja el «rincón de las cocotas». Las amigas la
oían como un oráculo cuando solicitaban el apoyo de
su experiencia. Todas ellas conocían sus viajes por gran
parte del globo; sus audaces travesías en el corazón de
América como artista cantante. Su vida era una verda-
dera novela folletinesca, con encuentros de fieras y de
bandidos. Y no obstante su pasado enérgico, permane-
cía horas enteras en el sillón, anonadada por una fatiga
sin causa. Descender al camarote era empresa que le
hacía reflexionar largamente, acabando por pedir que
la sustituyese una de sus amigas.
La compañera era una jovencita de ojos claros y vir-
ginales, encogida y tímida algunas veces y otras con
16
242 V. BLASCO IBÁÑBZ
audacias de colegiala revoltosa. En el buque llevaba
siempre la cabeza al descubierto, libre de velos y som-
breros, dejando que flotase su tupida cabellera, de un
rubio obscuro, suavemente ondulada. Mostrábase orgu-
llosa de «que todo fuese suyo». Estaba satisfecha de su
ju-entud, que ignoraba el adorno de los falsos cabellos,
y de su piel sana, que no conocía el arrebol del colorete.
Maltrana las saludó á las dos como amigo antiguo.
— Buenos días, mademoiseUe Ernestina. Soy como
siempre el más ferviente admirador de su hermosa ca-
bellera... Mis respetuosos homenajes, madame Berta.
Saludo el heroísmo majestuoso de la vieja guardia.
Y sin prestar atención á la palabra risueña, pero un
tanto fuerte con que la exuberante madama contestaba
á su saludo, Isidro se apresuró á huir tras de Manzana-
res, que se había despegado del grupo.
Empezaba el concierto matinal en la terraza del
café. Circulaban los camareros con grandes bandejas
cargadas de sándwichs y tazas de caldo. La música
parecía extraer racimos humanos de las puertas, esco-
tillas y escaleras. Isidro comparaba al buque con un
mueble viejo: bastaba que las vibraciones de los instru-
mentos de metal lo conmoviesen para que al momento
surgieran las gentes de todos sus poros y oriñcios como
rosarios de parásitos. Varias señoras de las más enco-
petadas pasaron ante él sin volver la cabeza, descono-
ciéndolo al verle en tan mala compañía.
— Estas matronas tan dignas — pensó él — me van á
tomar ojeriza si me encuentran mucho aquí. Huyamos:
hay que conservar las buenas relaciones.
Junto á la puerta del café, detuvo á Manzanares.
— Es inútil su empeño — le dijo — . Pierde usted el tiem-
po. Sé bien lo que le han contestado: «En tierra vere-
mos: aquí ni por dos mil, ni por tres mil...»
— Déjeme tranquilo: no me... jorobe — rugió el comer-
ciante— . No se ocupe más de mí.
Y separándose con rudo tirón, se metió en el café en
busca de sus amigos.
Maltrana se detuvo en la puerta. No osaba meterse
en la penumbra de este salón, obscuro y humoso durante
el día, y que sólo al llegar la noche hacía resaltar la
LOS ARGONAUTAS 243
gloria de sus dorados, de sus escudos polícromos y de
sus vidrieras de colores bajo guirnaldas de luces eléctri-
cas. Las mesas inmediatas á las ventanas ya estaban
ocupadas á aquella hora por los sempiternos jugadores
de poker. Isidro los contempló con un desprecio admira-
tivo. Empezaban su tarea diaria, que había de concluir
pasada media noche, sin más intervalos que los de las
comidas.
— ¡Qué gentes! — pensó — . Hacen el viaje sin saber
dónde están, sin haber echado una mirada al mar. En
el comedor comentan entre bocado y bocado los inci-
dentes del juego. Tomaron los naipes á la salida de Bou-
logne ó de Lisboa, y cuando lleguemos al río de la Plata
habrá que gritarles: «Ya hemos llegado; estamos en
Buenos Aires.» Y es posible que aun contesten: «Un mo-
mento: aguarden para atracar á que concluyamos la
última partida...» ¡Y eche usted copas! ¡Y traiga usted
cigarros! ;Y las más admirables son las señoras que viven
codo con codo entre ellos, juntando su rodilla con la
del camarada de enfrente, tragando humo y mirando
las cartas con ojos de bruja hambrienta!...
Huyó de allí, volviendo al paseo, donde se encontró
con Fernando, que caminaba solo. Isidro vio reflejarse
en sus ojos una alegría interior.
— Marchan bien los negocios, según parece. La con-
ferencia de esta mañana ha dado buen resultado... Ca-
minemos un poco... cuénteme usted.
Pero Ojeda, para desviar la conversación evitando la
solicitada conñdencia, aminoró el paso, y dio con el
codo á su amigo.
— Contemple usted y admire, Isidro. Ahí tiene á uno
de los grandes sacerdotes del culto amarillo que se pre-
para á oñciar.
Señalaba con los ojos al banquero, majestuosamente
arrellanado en su sillón, con una rica piel junto á los
pies á pesar del calor. La amplia barba, de un rojo
obscuro, descendía hasta el mamotreto que tenía en sus
manos, extendiendo el serpenteo de los pelos entre las
columnas de cifras escritas á máquina. En una silla in-
mediata estaban apilados con irregularidad otros lega-
jos, á los que llevaba la mano de vez en cuando para
244 V. BLASCO IBÁÑBZ
hacer compulsas. Junto á él su esposa, vestida de blanco
con gran profusión de blondas de precio, hacía saltar
entre los dedos su inseparable ristra de perlas con gesto
de aburrimiento. Al pasar los dos amigos ante ella, sus
ojos vagos parecieron concentrarse en Fernando con una
mirada breve, pero vehemente y curiosa. El banquero
daba órdenes á su secretario para que buscase un nuevo
legajo en las diversas piezas que componían su departa-
mento de lujo.
— ¿Se ha fijado, Isidro, en los títulos de esos mamo-
tretos?— dijo Ojeda al alejarse unos cuantos pasos — .Pro-
yectos de ferrocarriles, obras de salubridad para ciuda-
des, desecación de terrenos, aguas corrientes, tranvías...
Ese señor lleva con él toda una civilización. Y todo es
para el Brasil: los más de sus negocios están en San
Pablo, á juzgar por los rótulos.
— Lo que yo he visto— contestó Maltrana — es la mi-
rada de la señora del collar. Parece que se aburre al
lado de tantos papelotes, y creo que mejor preferiría en-
contrarse al lado de usted charlando como la yanqui.
jAh, las mujeres! ¡su deseo de imitación! ¡su rivalidad
instintiva! Esa señora no le vio en los primeros días,
no existía usted para ella. Pero desde que anda con
Mrs. Power acodándose en la borda, ella y muchas otras,
cada día más excitadas por la monotonía de la navega-
ción, empiezan á encontrarlo algo interesante... No es
gran cosa, lo reconozco: algo jamona y blanducha... y
con ese perfil de pájaro... y esa nariz que no acaba
nunca. Debe ser de Oriente: judía, turca, ¡qué sé yo!...
Pero una señora que tiene esas perlas merece siempre
atención. Debía usted hacerme amigo de ellos. No se
tratan con nadie en el buque. Los dos se mantienen
aparte, encastillados en su importancia.
Pero Ojeda sonrió encogiendo los hombros, y dijo
malignamente para irritar á su amigo:
— Si yo fuese brasileño temblaría sólo al ver los ba-
luartes de legajos que trae ese buen señor. Dentro de
pocos años, si le dejan, se habrá comido San Pablo y to-
dos los otros santos que encuentre á mano, las plantacio-
nes de café y hasta el último de los negros. Estos con-
quistadores europeos son de un estómago insaciable.
LOS ARGONAUTAS 245
—Fernando, no barbarice — dijo Maltrana poniéndose
serio — . No sea reaccionario, no sea poeta. Ese hom-
bre se comerá lo que quiera, y hará muy bien si es que
le dejan, pues tales son las leyes de la vida; pero va á
prestar á la civilización un gran servicio. Hombres como
él son los que han hecho la América que nos atrae y los
que la harán todavía más grande. Figúrese usted cuan-
do haya convertido en realidades todas las grandes
obras que lleva en sus papeles... ¡Qué importa que abuse
en cuanto á la recompensa! Sea él quien sea, y salgan de
donde salgan los millones que ponga en línea de comba-
te, es un representante del santo capital, un sacerdote,
como usted dice, de mi religión, y yo lo venero... ¡Lás1;i-
ma grande que se muestre tan gran señor y sólo me con-
teste con una mirada fría de sus lentes de concha y un
gruñido de mala educación cada vez que intento hablar
con él del buen tiempo y de la felicidad del viaje!...
Acababan de doblar la curva del paseo en la parte
de proa, y toda la calle de estribor se ofreció ante sus
ojos. Maltrana se detuvo viendo los sillones despegados
de la pared y esparcidos hasta obstruir el paso. Eran
señoras las que los ocupaban, sólo señoras, y algunos
transeúntes retrocedían no queriendo continuar su mar-
cha á través de estos grupos femeniles que tomaban la
cubierta como algo propio, sin importarles dificultar la
circulación.
— Mire usted, Ojeda. Ya se está reuniendo «el banco
de los pingüinos».
Y ante el gesto de extrañeza de su acompañante, dio
una explicación. Este mote de «pingüinos» no era de su
cosecha. ¡Que le librase Dios de tamaño atrevimiento!...
Los «pingüinos» eran las señoras más notables de á
bordo, matronas argentinas que al no poder ocupar
el trasatlántico entero lo mismo que un yate propio,
se habían concentrado en esta parte del buque como
asustadas y ofendidas del contacto con los demás. Era
un muchacho argentino, que regresaba á su tierra des-
pués de varios años de vida en París, el inventor de
este apodo un día en que hablando con Maltrana se
lamentaba del carácter de sus compatriotas, tachándo-
las de hurañas y poco sociables.
246 V. BLASCO IBÁÑIDZ
— Mire usted á nuestras mujeres, y aprenda, galle-
guito — había dicho — . Se ha-n refugiado en un extremo
del buque, aislándose de las demás gentes. Se mantie-
nen con los codos apretados para que nadie pueda entrar
en su grupo. Eecuerdan á los pingüinos del Polo Sur,
esos pájaros bobos que sólo pueden vivir ala con ala
formando filas en las aristas de las rocas.
Y desde entonces la gente joven en sus tertulias del
fumadero llamaba el «rincón de los pingüinos» á esta
parte del buque donde pasaban el día aisladas del
resto del pasaje sus madres, sus hermanas y las res-
petables amigas de sus familias. Este «rincón de los
pingüinos» era mirado poco á poco con cierto respeto,
hasta convertirse algunos días después en un lugar envi-
diable. Los paseantes se abstenían de dar la vuelta en
redondo á la cubierta y volvían sobre sus pasos para no
turbar las conversaciones de las damas. Sólo algún grin-
go despreocupado ó de egoísmo insolente pasaba sobre
sus gruesos zapatos por entre los sillones, sin darse la
pena de entender el significado de las miradas furiosas
que despertaba su atrevida presencia.
Tácitamente, en virtud de un obscuro instinto de
todos los pasajeros, se había efectuado en la cubierta
una gran división de clases. El costado de estribor era el
de la plebe sin valía social, el de los viajeros sin nom-
bre y las pasajeras de vida sospechosa. En este lado, á
partir del fumadero, se encontraba el «rincón de las co-
cotas»; luego la «sección cómica», ó sea los numerosos
sillones de los cantantes masculinos y femeninos de la
compañía de opereta; «la gallegada» , donde se juntaban
los españoles, y el grupo de «la gringada», mucho más
numeroso, compuesto de comisionistas alemanes que
pensaban penetrar con su muestrario hasta el corazón
de América; relojeros suizos, de aspecto bonancible,
pero prontos á irritarse con una cólera fría que tardaba
mucho en disolverse; pequeños negociantes británicos;
agricultores escandinavos establecidos en el extremo
Sur; rubias alemanas que iban en busca de sus maridos,
y los ganaderos norteamericanos, que al caer la tarde
estaban ya medio ebrios. El banquero de la barba roja
y sus voluminosos legajos, la esposa y su collar de
LOS ARGONAUTAS 247
perlas y el secretario siempre con un cuello de camisa
alto y brillante, manteníanse en este lado de estribor
entre la gente insignificante, para demostrar con su indi-
ferencia ostentosa que estaban muy por encima de todas
las divisiones sociales que se implantasen en el buque.
— Fíjese en el respeto que infunden los «pingüinos»
— dijo Maltrana — . Las coristas de opereta pasean co-
gidas del talle por casi toda la cubierta, riendo, empu-
jándose, mirando á los hombres, pero al dar la vuelta
á la parte de proa y llegar adonde estamos, encuen-
tran á nuestras damas haciendo labores de gancho
con una majestad de reinas, leyendo Fémina ó conver-
sando sobre los méritos y relaciones de sus respectivas
familias, é inmediatamente retroceden cerrando el pico.
Ninguna tiene valor para deslizarse ante el imponente
areópago. La otra noche le propuse por medio de intér-
prete á una de esas rubias que pasásemos juntos ante los
«pingüinos», creyendo enorgullecería con este sacrificio
y que me lo gratificase después. Pero la pobrecita casi
palideció de miedo: «Nein.,. nein.» Como si le hubiese
propuesto echarnos de cabeza al mar.
De la sociedad modesta de estribor, las únicas que
pasaban por allí eran doña Zobeida y Conchita. La
buena dama de Salta saludaba á «las porteñas» con su
aire señoril y bondadoso, á estilo antiguo, y seguía
adelante sin permitirse mayores intimidades. Ni aque-
llas grandes señoras deseaban su amistad ni ella nece-
sitaba de su apoyo. Las más viejas contestaban á este
saludo con cierta simpatía, como si adivinasen en ella
algo heredado y común que se iba perdiendo en sus
propias personas. Las jóvenes miraban con extrañeza á
«la buena mujer», acogiendo sus sonrisas como si fuesen
de una antigua criada familiar.
Conchita era menos bondadosa y pasaba con mani-
fiesta hostilidad entre los grupos que obstruían este
pedazo de cubierta perteneciente á todos. Las damas,
vestidas por los grandes modistos de París, tenían mira-
das de burlona conmiseración para sus trajes de gusto
madrileño y manufactura casera. Pero ella erguía la
pequeña estatura de maja goyesca, unía los codos al
talle y pasaba adelante moviendo las caderas, mirando
248 V. BLASCO IBÁÑBS
con sus ojillos punzantes á las favorecidas de la fortuna.
Su andar y su gesto parecía decir: «¿Y á mí qué?... ¿Y
á mí qué?...»
Cerca de este grupo majestuoso, y buscando su con-
tacto, estaban otras damas á las que llamaba Maltrana
«aspirantes á pingüinos». Eran la esposa y las niñas del
señor Goy cochea el español, la señora del millonario
italiano cuyo collar de perlas rivalizaba en valor y con-
tinuas exhibiciones con el de la mujer del banquero, sus
hijas, la institutriz inglesa y toda la familia de la Boca
que traía á su costa á Monseñor.
-^Vea, Fernando, con qué aire de sonriente humil-
dad acogen esas señoras cualquiera palabra de los «pin-
güinos». Son más ricas tal vez que las otras, pueden
permitirse mayores lujos, pero no pasan de ser «gente
mediana», y las otras son «gente bien», como ellas
dicen. Sus maridos, gallegos ó gringos, han hecho for-
tuna como la hicieron los padres ó los abuelos de las
otras, procedentes también de Europa. No hay entre
ellas más diferencia que una generación ó dos de vida
americana. El origen casi es el mismo. ¡Pero lo que re-
presenta socialmente esa diferencia!...
Ojeda asintió recordando la época de su vida pasada
en Buenos Aires como secretario de legación.
— Ríase usted, Isidro, de las castas sociales de Euro-
pa. Allá casi todos somos unos; la educación y la in-
teligencia nivelan á las gentes. Pero en estos países
democráticos, los ricos de ayer necesitan aislarse para
que los demás crean en su importancia. Además la
continua afluencia de aventureros les obliga á defen-
derse con un estrecho tacto de codos. La «gente bien»
son los que tuvieron en Buenos Aires un bisabuelo ten-
dero poco antes de la Independencia, que vendía pañue-
los rojos á los indios, paquetes de mate á los blancos
y compraba esclavos negros para revenderlos en el in-
terior. Todas las mejores familias se enorgullecían de
poseer uñ tenducho abierto, gran riqueza para aquellos
tiempos de parvedad. Después el abuelo se disfrazó de
gaucho, sin serlo, para dar gusto al dictador Rosas, y
tomó su mate, teniendo por sillón un cráneo de caballo.
Otro abuelo copió á los románticos franceses en su traje,
LOS ARGONAUTAS 249
SU peinado y su énfasis, peleando en los muros de Mon-
tevideo contra el tirano, y disparándole odas y folletos
en los momentos de reposo. Además tuvo que vivir ojo
alerta para que el tal déspota no le echase la garra é in-
terrumpiese sus entusiasmos literarios haciéndolo dego-
llar con un cuchillo mellado... Luego, el padre fué el
primero que realmente tuvo plata, y empezó á montar
la casa y la familia en su rango actual. Creyó en Mitre
y peleó por él... Pero la carne ya no se abandonaba en
la pampa, como una cosa sin precio, y en vez de fabri-
car odas se dedicó á cercar con alambre leguas y le-
guas de tierra, haciéndolas suyas, y á poner la marca
propia en los ganados sin dueño...
— Y estas «aspirantes» — interrumpió Maltrana — ,
cuando se haya borrado el recuerdo de sus maridos
gringos ó gallegos (como se ha perdido el de los po-
bres tenderos de hace un siglo) y sus hijos ó sus nietos
se casen con los de las otras, serán á su vez «gente
bien», grandes duquesas sin título de la aristocracia
trasatlántica.
— Cierto. Y por esto mendigan el contacto de los que
están más arriba con una tenacidad á prueba de humi-
llación. Acaban de llegar de lo más bajo con grandes
penalidades: ya tienen el dinero, ahora les falta el lus-
tre social... Y empujan hacia arriba con su audacia de
antiguos emigrantes que no conoce la vergüenza ni el ri-
dículo. Como le he dicho antes, puede usted reirse de las
castas sociales de Europa. Entre una comiquita de París
y una gran duquesa de las que figuran en el Gotha,
hay menos distancia que entre una joven millonaria
reciente, hija de emigrantes, y una señorita cuyo padre
tiene, tal vez, hipotecadas las tierras y cuyos abuelos
vinieron á América también de emigrantes... pero hace
ochenta años.
Maltrana siguió explicando el diverso carácter de
los otros grupos que se sentaban en la banda de babor.
En último término, cerca del fumadero, los comercian-
tes germánicos dormitaban en sus sillones con un viejo
ejemplar del Simplicisimus sobre la cara. Ciertas pare-
jas inglesas deleitábanse pacientemente con las aven-
turas de correctos personajes, bien vestidos y de buena
250 V. BLASCO IBÁKSZ
renta, relatadas en novelas de cuatro volúmenes en las
que no ocurría nada, absolutamente nada. Y entre esta
gente y «el bando de los pingüinos» con sus admi-
radoras anexas, estaba otro grupo al que daba Isi-
dro el título de «gran coalición de potencias hostiles»,
compuesto de señoras de nacionalidades diversas atraí-
das por una antipatía común. Maltrana las designaba
con hermosos sobrenombres, lo mismo que los persona-
jes homéricos. La chilena, «cuello de cisne», era á modo
del núcleo central de esta célula de la sociabilidad tras-
atlántica, y en torno de ella aglomerábanse varias uru-
guayas, «las de los bellos brazos», y algunas brasileñas,
«las de los ojos de antílope».
Por las mañanas, al subir á cubierta, se saludaban
las de uno y otro grupo con ceremoniosa sonrisa. «Buen
día, señora: ¿cómo amaneció usted, señora?...» Y á con-
tinuación iba cada una á ocupar el territorio propio,
empujando su sillón para que quedase bien marcado el
vacío fronterizo, la separación insalvable entre unas
naciones y otras. Las «potencias hostiles» manteníanse
alineadas á lo largo de la pared con una corrección mi-
litar, cuidando de no obstruir el paseo para que todos
apreciasen la diferencia entre unas gentes y otras.
De vez en cuando los «pingüinos» parleros y move-
dizos, en sus explosiones de exuberancia, lanzaban una
sonrisa amable del lado enemigo, pero la sonrisa que-
daba perdida en el espacio, ó era contestada con leves
movimientos de cabeza. Las «potencias» fingían ignorar
esta vecindad, procuraban colocarse en sus asientos de
tal modo, que sólo presentasen al lado contrario la punta
de un hombro, y cuando más se alborotaba la banda de
los «pingüinos» riendo de una noticia ó admirando un
objeto raro, ellas miraban obstinadamente al cielo ó al
mar con una indiferencia inconmovible.
Las «aspirantes á pingüinos», colocadas entre los dos
grupos, cazaban las sonrisas de unas y las palabras de
otras, aprovechándolas para entablar conversación. Es-
taban contentas de la vida íntima del buque, que no
exige presentaciones para que las personas se conozcan.
A pesar de la falta de cordialidad de los dos grupos,
casi todos los días se establecía entre ellos una momen-
LOS ARGONAUTAS - 261
tánea relación. Así lo exigen las buenas prácticas di-
plomáticas; así viven las naciones, armadas hasta los
dientes, prontas á despedazarse, pero enviándose em-
bajadores y mensajes afectuosos.
La chilena abandonaba el asiento, desdoblando su
soberbia estatura para avanzar por la cubierta con «la
majestad de la reina de Saba» — según Isidro — , seguida
de un séquito de confederadas. El bando contrario aco-
gía la visita diplomática con gran removimiento de sillo-
nes para ofrecer los mejores sitios, y la conversación
desarrollábase lánguidamente sobre recuerdos de ele-
gancia y de grandes compras. Cada vez que las unas
exaltaban los méritos de un modisto ó un joyero de la
calle de la Paz ó la plaza Vendóme, las otras murmura-
ban con una voz blanca y una modestia agresiva: «Nos-
otras no podemos permitirnos eso: en nuestro país somos
muy pobres. Eso ustedes y nadie más.» Y miraban al
mismo tiempo con maliciosa complacencia sus trajes y
joyas de igual valía que los de las rivales.
Los «pingüinos» á su vez enviaban una diputación
de matronas al territorio hostil, y su presencia pare-
cía excitar la laboriosidad de las visitadas, que acome-
tían con nuevos bríos sus labores de gancho y de bor-
dado, siguiendo la conversación sin levantar cabeza
del trabajo. Algunas veces, ninguno de los dos campos
se decidía á ir en busca del otro, y los encuentros eran
en terreno neutral, en el grupo de las «admiradoras»,
donde tomaba asiento la familia italiana de la Boca con
su obispo.
jAdorado Monseñor! Las damas del país interme-
dio lo miraban corneo una gloria propia. Gracias á él
las señoras de ambos lados venían á visitarlas atraídas
por el brillo purpúreo de su faja de seda y el esplendor
de su cruz de oro. Y Monseñor, sonriendo bonachona-
mente, se esforzaba por mostrarse galante y pretendía
entretener al femenil concurso con chistes aprendidos
en el seminario y recuerdos de sus estudios clásicos.
Virgilio era su mayor adoración: lo recordaba con más
frecuencia que á los Padres de la Iglesia; todo lo ha-
bía dicho y adivinado. Anécdotas modernas se las
atribuía al poeta, como si con esto las diese un nuevo
252 V. BLASCO IBÁÑBZ
valor. Y cada vez que abría la boca paTa hablar en su
idioma, ya sabían las señoras cuál iba á ser el exordio:
«Dice il poeta Virgilio.,,^ Y lo que decía il poeta era una
historia leída por el obispo meses antes en cualquier
periódico católico.
Otra relación de cordialidad se establecía diaria-
mente entre los diversos grupos. Por la tarde, antes de
la hora del té, cuando los pasajeros dormitaban en sus
asientos y ardientes cuchillos del sol se introducían en
la penumbra del paseo, por los intersticios de las lonas,
danzando acompasadamente de una cabeza á otra, con
el movimiento del buque, como si fuesen péndulos de
luz, las niñas bajaban á sus camarotes para volverá
subir con grandes cajas llenas de dulces. Iguales á las
procesiones de vírgenes que desfilan en los tímpanos de
las catedrales llevando como ofrenda entre ambas manos
un cofre de reliquias, las vírgenes americanas de falda
trabada, altos tacones y paso airoso, iban de grupo
en grupo regalando dulces: «¿Un bombón, señora? ¿Un
chocolate, señor?...»
— Es incalculable, amigo Ojeda, la masa de confi-
tería que esas muchachas han metido en el vapor. Cada
amiga, al despedirlas en París, ha creído de su deber
aportar el correspondiente cofre. No pasan dos días sin
que cada una de ellas le quite la cubierta á un nuevo
embalaje de bombones. Cajas Imperio con la Recamier
ó Josefina tendidas en un sofá; cofres forrados de seda
con pastorcitos de Wateau, verdaderas maletas de ter-
ciopelo flordelisado... Y las pobrecitas ;tan amables! con
el gusto de exhibir los regalos de sus relaciones, hacen
todas las tardes su ronda en el lado distinguido de la
cubierta, y la gente pasa el viaje mascando caramelos
con licor y chocolates con crema.
En el curso de sus ofrendas llegaban hasta el extre-
mo de babor, en las cercanías del fumadero, allí donde
empezaban á borrarse las severas diferencias sociales y
las gentes que se tenían por distinguidas confraterniza-
ban con las de la banda opuesta. Las vírgenes portado-
ras de arquillas se encontraban con sus hermanos, pri-
mos y futuros novios, que pasaban el día en el café ó
sus inmediaciones.
LOS ARaONAUTAS 263
Esta juventud, con la cabeza al descubierto, la cabe-
llera partida en dos crenchas negras, abultadas, lus-
trosas, impermeables, que ningún huracán podía alte-
rar ni conmover, y el menudo pie encerrado en botines
de charol de alto empeine y vistosa caña, siempre que
salía del fumadero volvía los ojos con cierto temor
hacia «el rincón de los pingüinos». Allí estaban sus ma-
dres y parientas y las respetables amigas de sus fami-
lias, pero antes la fuga que dejarse atrapar por una
cariñosa llamada y sufrir media hora de conversación
en tan noble compañía. «¡Viejas pesadas! ¡Señoras ma-
caneadoras!...» Y esperaban á que pasasen las primas
ó las futuras novias para unirse á ellas y atraerlas dul-
cemente hacia la popa ó la banda de estribor, donde
reían y saltaban como escolares en libertad.
Otras veces permanecían juntos y silenciosos, con-
templando el mar, teniendo á sus espaldas la mirada
irónica de las francesas tendidas en sus sillones ó la
sonrisa de las coristas alemanas, á las que hablaban
ellos por la noche, á última hora, murmurando cifras .
— Yo admiro á esos muchachos — dijo Maltrana — . ¡Qué
visión de la realidad! ¡Qué concepto de la vida y sus
necesidades! Todos vuelven á regañadientes á su tierra:
llevan París en el corazón. La otra noche el hijo mayor
del doctor Zurita me consultaba sobre su porvenir. Ape-
nas llegue á Buenos Aires piensa exigir á «su viejo»
que lo envíe á Europa... Quiere estudiar en París no
sabe qué... pero en ñn, quiere estudiar sin aproximarse
por esto al barrio Latino, que encuentra poco chic y
con mujeres ordinarias. Y me preguntó con adorable
sencillez si un muchacho puede vivir con cuatro mil
francos al mes, que es lo que se propone pedir al vie-
jo... «Cuatro mil palos», pensaba yo. Pero al mismo tiem-
po sentí ganas de abrazarlo, por el alto concepto que le
merecen las necesidades de la juventud.
Para justificar las señoritas este avance hacia los pa-
rajes ocupados por sus amigos, continuaban la tarea
distributiva entre los señores adormilados que fingían
leer en las inmediaciones del fumadero. «Señor, ¿un
bombón?,..» Y el gringo, despertado de su lectura por
la voz juvenil, levantaba lo« ojos del volumen alemán ó
254 V. BLASCO IBÁNEZ
inglés y metía la mano en la arquilla, murmurando:
«Gracliias, mochas grachias.» Luego volvía á sumirse
en el libro adormidera. «Señor, ¿un chocolate?» Y el
brasileño de tez amarilla y picudas barbillas, enjuto y
anguloso, como si el sol ecuatorial hubiese absorbido
toda su grasa, saltaba del sillón con galante apresura-
miento, como si le fuese en ello la vida: «Multo obriga-
do,., ¡oh! multo obrigado.y> Y sólo al estar lejos la señori-
ta osaba devolver la gorra á su cabeza y la cabeza al
respaldo del asiento.
Cuando los diferentes grupos de damas que ocupa-
ban la banda de babor se reunían entablando una con-
versación general, era indefectiblemente para prorrum-
pir en quejas contra las inclemencias del Océano y los
atentados que se permitía con sus personas. Los cuellos
cambiaban de coloración, no obstante el cuidado en
huir de los rayos del sol. El aire salino los obscurecía,
dándoles un tono de pan moreno; la piel blanca de las
rubias amarilleaba con la tonalidad del marfil viejo. La
brisa húmeda barría los polvos de la cara, conserván-
dolos únicamente en las arrugas y oquedades de la piel,
formando un barrillo blanco. Alborotábanse los peina-
dos en el hueco de una puerta, en una encrucijada de
corredores, al pasar de una banda á otra, dejando al
descubierto los artificios y retoques de los añadidos, lo
que las obligaba á preservar estos secretos capilares
bajo un turbante de gasas.
Si algunos caballeros respetables se aproximaban á
los grupos de damas para conversar con ellas, hasta
las más viejas, que parecían ajenas á las vanidades
mundanales, los repelían con dengues juveniles.
— ¡Ay, no se acerquen ustedes! Estamos horribles.
Con este maldito mar está una impresentable. Todas
tenemos algo verde en la cara.
Y los caballeros se creían obligados á ensalzar las
grandes ventajas del viaje, durante el cual se satura el
organismo de sales benéficas. Lo que se perdía en dis-
tinción se ganaba en saludable rusticidad. De noche
todas eran igualmente hermosas en el ambiente cerrado
del comedor y los salones.
Una solidaridad de sexo borraba de pronto las envi-
LOH AKí.íONAUTAíí 255
dias y antipatías que separaban á los grupos femeniles.
Señoras de diverso bando se juntaban para recorrer la
cubierta con aire avizor. Las inquietaba una ausencia
larga de los maridos. Y cuando los veían á través de las
ventanas del fumadero jugando al poker con los ojos
fijos en los naipes y la frente rugosa, preocupada, son-
reían satisfechas lo mismo que si acabasen de sorpren-
derlos practicando una virtud.
Sus inquietudes reaparecían al encontra^rlos en plena
cubierta, aunque estuviesen enfrascados en una conver-
sación de negocios. Andaban por allí cerca las rubias de
la opereta, las cocotas viajeras, un sinnúmero de temi-
bles peligros, y sin una palabra que revelase su inquie-
tud, cada una se aproximaba á su marido, se colgaba de
su brazo, intervenía en la conversación, lo paseaba por
toda la cubierta y únicamente se decidía á soltarlo en
la entrada del fumadero, con la promesa de que volvía
al poker ó á tomar una copa.
Algunas que aun no habían salido de la primera
juventud y llevaban poco tiempo de matrimonio, pasea-
ban casi todo el día del brazo del esposo con aires de
tiple enamorada, inclinando la cabeza sobre el hombro
de él, como si la cubierta fuese el jardín de «Faus-
to». Por dignidad de clase, gozosas de jugar un rato á
«señora mayor», distinguiéndose de las solteras, per-
manecían entre las respetables matronas; pero de pronto
sentíanse agitadas por un hormigueo irresistible. No
veían á su maridito. ¡Quién sabe lo que estaría ocu-
rriendo en la otra banda del buque ó en la cubierta de
los botes! ¡Con tantas malas mujeres que venían en este
viaje! ¡No haber un vapor limpio de tentaciones, sólo
para personas decentes! Y corrían sin saber adonde,
como si hubiese sonado de pronto la señal de alarma.
Una actividad extraordinaria hacía ir y venir aque-
lla mañana por la cubierta en grupos parleros á las jó-
venes de diversa nacionalidad. Abordaba cada una á
sus amigos y conocidos con un papel y un lápiz en
las manos. Iban recogiendo para las fiestas equinoccia-
les, y antes de inscribir el donativo discutían y protes-
taban, queriendo aumentar la cifra.
— Vea, Fernando— dijo Maltrana — , cómo se mueve el
256 V. BLASCO IBÁÑEZ
abate francés, el conferencista de las barbas, entre las
señoras cuya admiración desea conservar. Para él no
hay divisiones y salta de un grupo á otro. Los «pingüi-
nos» lo consideran suyo porque se lo han recomendado
las grandes damas de la colonia en París. A las «aspi-
rantes» las deslumhra hablando de las princesas y
duquesas que lleva tratadas en su vida de predicador
mundano. Pretende halagar á las «potencias hostiles»
hablando de sus países con grandes elogios y dando
á entender que en Europa todos saben á qué atenerse
en la apreciación de unos pueblos y otros, distinguien-
do entre el valor real y el bluff. Mírelo cómo distri-
buye á las señoras los libros de que es autor y perió-
dicos con su retrato. ¡Ah comediante!... Lleva en su
equipaje colecciones enteras de todas las revistas ilus-
tradas que han hablado de sus predicaciones en Canadá,
Estados Unidos, Australia y no sé cuántos sitios más.
Las hace circular y las recoge luego cuidadosamente lo
mismo que un tenor... Eso es: un tenor; un tenor de
sotana.
Y hablaba con irónico asombro de las múltiples y
mediocres habilidades del abate viajero y verboso: con-
ferencista, pintor, escultor, poeta y músico. Maltrana
sabía esto por uno de los periódicos que repartía el
mismo.
— Me lo prestó una señora algo devota que tiene em-
peño en que yo admire al abate. Y como á mí nada me
cuesta dar gusto, me mostré asombrado. «Pero, señora,
ese hombre es Leonardo: el gran Leonardo de Vinci.» Y
mis palabras han tenido un éxito loco, pues cuando el
doctor Zurita y otros argentinos socarrones se burlan
del abate y dicen que es un vivo que va á Buenos Aires
en busca de plata, las damas de su familia se indignan
y me sacan á colación como argumento decisivo. «Es
Leonardo el que pintó La Cena: Leonardo de Vinci. Lo
dice Maltranita, que es un mozo que escribe y ha trata-
do á muchas eminencias...»
Ojeda rió de la seriedad con que relataba su amigo
estos accidentes de la vida de á bordo.
— Ahora las buenas señoras — continuó Isidro— quie-
ren que una noche dé el abate un concierto de piano,
LOS ARGONAUTAS 257
sólo para ellas... Ya han desistido de oirle una conferen-
cia que estaba en proyecto. «El C ir ano de Rostand y el
idealismo cristiano...» ¿Qué le parece el tema? ¿Se ríe
usted?... Por algo lo alaban las buenas matronas dicien-
do que es un cura moderno; de lo más moderno. Pero
el abate no quiere oir hablar de conferencias á bordo:
se niega á desembalar su mercancía gratuitamente antes
de la llegada al mercado. Se reserva para un teatro de
Buenos Aires.
Maltrana buscaba con los ojos al otro conferencista,
el profesor italiano, que se mantenía lejos de las seño-
ras, en las inmediaciones del fumadero, entre los lecto-
res soñolientos, con una columna de volúmenes y revis-
tas al lado de su sillón.
— Los «pingüinos» le saludan porque tiene un nom-
bre conocido, y ellas respetan instintivamente la cele-
bridad. Le han hecho firmar un sinnúmero de tarjetas
postales con «pensamientos» filosóficos y galantes para
ellas y para todas sus amigas coleccionistas; le han sa-
cado retratos con autógrafo, y ahora, terminada la ex-
plotación, no se acuerdan de él. Es un sabio de malas
ideas. El abate las acapara á todas.
Quedó Maltrana pensativo y dijo luego á Fernando:
— Creo que usted y yo podíamos dedicarnos á eso de
las conferencias. Según parece gusta mucho en América
y proporciona dinero. ¡Qué países tan interesantes! ¡Pa-
gar por oir discursos!... ¡Tantos que hablan gratuita-
mente en nuestra tierra y aun así no encuentran las
más de las veces quien los escuche!
Recordó Ojeda su vida en Buenos Aires años antes, y
las conferencias á que había asistido. Los pueblos jóve-
nes sienten el mismo afán de los escolares aplicados y
curiosos, que luego de oir las lecciones de los maestros
desean conocer las interioridades de su vida. No les
bastaban los libros y las obras de arte enviados por el
viejo mundo; querían ver de cerca la personalidad física
de sus autores.
— Y todos los años, amigo Isidro, llegan á Buenos
Aires hombres ilustres con el pretexto de dar conferen-
cias, pero en realidad para satisfacer la curiosidad de
los argentinos y para orgullo de las numerosas colonias
17
258 V. BLASCO IBÁNEZ
europeas, que al exhibir y festejar al compatriota célebre
parecen decir: «No todos somos unos ignorantes que
aramos la tierra ó vendemos detrás de un mostrador.
Bueno es que estos criollos se enteren de que en nuestro
país hay «doctores» mejores que los suyos...» Y las gen-
tes, al saber que ha llegado el autor de un libro que le-
yeron hace tiempo por casualidad, ó el personaje político
cuyo nombre encuentran todas las mañanas en el perió-
dico, se dicen: '«Vamos á ver de qué casta es ese pájaro.»
Gastan unos pesos para encerrarse en un teatro de cinco
á siete, y arrullados por la voz del conferencista com-
paran su rostro con los retratos publicados, se fijan en
el corte de su levita (convenciéndose una vez más de
que en la Argentina visten las gentes mejor que en Eu-
ropa), y hasta cuentan las veces que bebe agua. Además
se dan el gusto de ponerlo en caricatura y le atribuyen
anécdotas en las que aparece asombrado sA enterarse
de que en América ya nadie gasta plumas. Porque allá
las gentes tienen empeño en que los europeos se los
imaginen como indios emplumados, para poder reirse
después, con un gozo infantil, de la gran ignorancia de
los del viejo mundo.
Cesó de hablar Ojeda, sonriendo como si le regocija-
sen interiormente sus recuerdos, y luego continuó:
— Las señoras, que por curiosidad llenan los palcos,
desaparecen á la tercera conferencia, y hacen bien,
porque se aburren á morir. Ellas solo gustan de los
conferencistas que recitan versos... Pero quedan los in-
telectuales del país, los «doctores», que asisten con una
hostilidad manifiesta, y al entrar se dicen unos á otros:
«Vamos á ver qué nos cuenta ese señor.» Luego á la
salida protestan á coro. «No ha dicho nada nuevo; no
hemos aprendido nada; absolutamente nada...» ¡Como
si el encontrar algo nuevo fuese cosa de todos los días!
¡Como si un hombre que encontrase algo nuevo en su
país, fuese á decir á los compatriotas: «Tengan ustedes
paciencia: aguarden un poquito. Voy á tomar el trasat-
lántico para contar á los señores de América mi descu-
brimiento y en seguida vuelvo...» ¡Como si con los me-
dios de comunicación de nuestra época y lo difundido
que está el libro, fuese posible ir á parte alguna con
I.OS ARGONAUTAS 259
una idea reciente sin que al momento salten treinta ó
cuarenta diciendo: «Eso ya lo sabía yo...»!
— Entonces — interrumpió Maltrana — en esos viajes de
los conferencistas la llegada es siempre más gloriosa que
el regreso.
—Ciertamente. Cuando nuestro buque fondee en Bue-
nos Aires verá usted banderas, oirá músicas y aclama-
ciones. Luego, satisfecha la curiosidad, sobreviene la
indiferencia, y los héroes de un día se reembarcan sin
otro acompañamiento que media docena de amigos que
quedan allá como cónsules de su renombre y encargados
de sus negocios. Los únicos que no olvidan son los «doc-
tores», que para convencerse de su propia superioridad,
repiten: «No ha dicho nada nuevo. Lo sabíamos todo...»
Y esto ocurre porque nadie en la vida expone la verdad
corajudamente; porque el conferencista debía decir el
primer día á su público: «Todos ustedes, que viven ba-
tallando por el dinero, deben figurarse por qué he hecho
yo esta larga travesía, viniendo á una tierra que no
tiene el Parthenón, las Pirámides, ni la Alhambra. No
sería correcto colocar mi sombrero en mitad de una
acera diciendo: «Yo soy Fulano de Tal, que he venido a
verles. Echen algo para que me lleve un buen recuerdo
de este país de riquezas.» Por eso prefiero exhibirme en
un teatro y justificar la generosidad del público con dos
horas de aburrimiento y vulgaridades...» En el fondo
no es más que esto una serie de conferencias. Un pretex-
to para que el país se muestre generoso con la celebri-
dad que lo visita.
— Ya veo claro — dijo Maltrana — . Una especie de pre-
mio Nobel que la Argentina se permite el lujo de rega-
lar á alguien que es conocido por algo, siempre que se
tome el trabajo de ir á pedirlo en persona... Con la
diferencia de que este premio Nobel es por cotización
popular.
—Exacto. Y no crea usted que el país pierde nada con
ello. Para su gloria mundial jamás dinero tan bien gas-
tado como los cinco pesos que cuesta oir una conferen-
cia. El conferencista, al llegar á su país, olvida con la
distancia los arañazos de los remotos doctores, y sólo
ve el cheque que guarda en la cartera. Una cantidad
260 V. BLASCO IBÁÑBZ
de poca importancia para allá; pero que «traducida» á
dinero de Europa representa cincuenta mil ó cien mil
francos; el producto de media docena de libros, el sueldo
de ocho años de cátedra ganado en un par de meses.
Ojeda se imaginaba las consecuencias del viaje. La
esposa del hombre ilustre renovaba el mobiliario y el
vestuario de la familia; los dos cónyuges adquirían una
casita de campo para que los niños se criasen mejor;
todos en el hogar prorrumpían en elogios á la Argen-
tina, y los amigos y hasta las más lejanas relaciones
fijaban su atención en este país maravilloso, donde no
hay más que agacharse para encontrar plata. Los com-
pañeros del ilustre maestro se mordían los labios de en-
vidia, y cuando en los azares de la existencia encontra-
ban á alguien venido de la Argentina, aunque fuese un
necio, lo adulaban y lo acosaban, dando á entender que
ellos también irían allá... á la más ligera invitación.
El conferencista consideraba como un deber escribir un
libro que demostrase su agradecimiento; un libro conce-
bido á través de gratos recuerdos y que resultaba am-
puloso y glorificador como una oda de encargo oficial. Y
cuando algún malhumorado rugía contra la lejana Re-
pública dando á entender que las cosas son en ella muy
distintas de como las imagina el optimismo, el grande
hombre saltaba indignado en defensa de un país cuyo
nombre mencionaban siempre con veneración su mujer
y sus hijos.
— Yo que creía — interrumpió Isidro — que estos con-
ferencistas eran unos amables burlones, que después
de explotar la credulidad americana se reían de ella...
— Tal vez hayan pensado así algunos; pero al final
los explotados son ellos, pues por impulso propio hacen
al volver á sus tierras una propaganda que de ser obra
del Gobierno costaría millones. ¡Quién sabe cuánta parte
tienen en la fama reciente y mundial del país adonde
vamos! Bien puede ser que alguno de ellos haya hecho
surgir en nosotros la primera idea inicial de este viaje
con una lectura que ya no recordamos...
Isidro, que al mismo tiempo que escuchaba á su ami-
go seguía con los ojos el curso de los paseantes, le tocó
en un codo, interrumpiendo sus palabras.
I
LOS ARGONAUTAS 261
— Mire usted á la sin par Nélida. Acaba de subir á la
cubierta, y ya van saliendo del fumadero sus adorado-
res... ¡Saludo á la pasajera más hermosa de todo el
buque!
Nélida dilató los frescos labios, contestando con su
sonrisa felina á la genuflexión rococa de Isidro. Luego
pasó ante el banco de los «pingüinos» irguiendo la aven-
tajada estatura, desafiando con su mirada candida el
enojo de las imponentes señoras. Las más fingieron no
verla, para no responder á su saludo. Algunas contes-
taron «Buen día, niña», con voz triste y ojos de conmi-
seración, como si fuese una enferma cuyo fin considera-
ban próximo.
— Esa Nélida es de una audacia estupenda— dijo Mal-
trana — . Sabe que todas las señoras hablan de ella con
escándalo, y las saluda como en los primeros días cuan-
do la creían una muchacha juiciosa. Los desprecios y los
bufidos resbalan sobre su persona sin molestarla.
Habló Isidro de la indignación de las matronas, que
consideraban como un tormento viajar con sus hijas
teniendo que sufrir la compañía de Nélida.
— Prohiben á las niñas que la saluden, cuando en los
primeros días de navegación era la más agasajada por
todas ellas... Pero las niñas fingen obedecer y la buscan
en secreto, lejos de las mamas. ¡El encanto de rozar lo
prohibido! ¡La mágica atracción del pecado!... Por las
tardes, mientras las señoras dormitan, suben ellas con
Nélida á la última cubierta para que las enseñe á bailar
el tango... pero el tango tal como se baila en los cafés
nocturnos de Berlín. Piensan como excusa que cuando
bajen á tierra ya no la verán más, y que aquí en el bu-
que todo resulta bien.
Siguió Nélida adelante hasta llegar al extremo de
babor, donde estaba sentada su madre, teniendo á un
lado al hijo medio imbécil y al otro al venerable jefe de
la familia, que balanceaba su cabeza de patriarca, entor-
nando los ojos, cual si acariciase mentalmente un nego-
cio nuevo.
—La pobrecita— continuó Isidro— siente por las ma-
ñanas el amor de la familia, y va en busca de su padre.
Lo besa, juguetea con él como una gata y al mismo
262 y. BLASCO ibáñez
tiempo se da el placer de seguir con el rabillo del ojo
la impaciencia de sus admiradores, que se mantienen á
distancia, ansiosos de juntarse con ella. ¡Criatura inge-
nua y refinada!... Pero fíjese, Fernando: usted, que me
cree poca cosa, y no le falta razón, mire con qué impa-
ciencia me aguardan mis admiradores.
Y señaló disimuladamente el grupo de damas, en
el cual algunas, las más viejas, volvían sus ojos hacia
Maltrana, como invitándole á aproximarse.
— Yo tengo mi público, y como todo hombre notable,
tengo también mis enemigos y detractores. No puedo
aproximarme á las nobles matronas y cambiar con ellas
un saludo, sin que alguna me diga: «Cuéntenos algo. Usted
que lo sabe todo, Maltranita, díganos qué ocurre en el
buque.» Y me tienen de pie ante ellas, para que no se bo-
rren del todo las distancias sociales, hasta que de pron-
to las hago reir, ó las cuento algo que las interesa viva-
mente, y entonces alguna, con repentina solicitud, me
dice: «Pero siéntese usted; siéntese aquí y no sea zonzo.»
Y encoge las piernas para que me siente en el extremo
de la silla-larga, como un paje á los pies de la dama...
La viuda de Moruzaga, que tiene millones y millones,
gusta de hablarme á solas para que me entere de los en-
cantos y virtudes de su esposo. ¡Pobre señora! ¡Una ver-
dadera enamorada! Sólo vive cuando puede hablar de
«su finado». Y si la conversación cambia de tema, pierde
todo interés y parece dormirse con los ojos abiertos.
Una idea repentina hizo abandonar á Maltrana su
tono ligero.
— ¿Pero se ha fijado usted, Ojeda, en el modo de
ser de estos hermanos nuestros? Los primeros días, al
oirles decía yo: «Somos iguales: iguales salvo algunas
diferencias de acento y de sintaxis...» Y no señor; no
somos iguales. ¿Cómo me explicaré?... Unos y otros to-
camos el mismo instrumento, pero tenemos distinto oído
para apreciar los sones. A lo mejor digo algo que por
casualidad me resulta gracioso, algo que en España pa-
saría por un «golpe» de ingenio, y las buenas señoras
permanecen insensibles, como si no me entendiesen.
Luego, en el curso de la conversación, suelto una nece-
dad infantil, un chiste de colegio que en Madrid me
LOS ARGONAUTAS 263
valdría una rechifla, y mi público ríe esta inocentada y
la repite como una brillante manifestación de talento.
Ojeda, recordando sus viajes por América, asintió á
las palabras de su amigo. No sólo había divergencia en
la apreciación de los sones del instrumento común del
idioma: se diferenciaban también en la agilidad y la
fuerza para su manejo.
—En muchos de esos países— dijo Fernando— las gen-
tes hablan con una lentitud penosa, como si la rebusca
de las palabras fuese acompañada de los dolores de un
parto. Las mujeres especialmente sólo tienen cuerda ver-
bal para cinco minutos, y luego quedan mudas, mirán-
dose unas á otras. Únicamente se animan cuando hay
que «pelar» á alguien; pero este es un fenómeno ver-
bal no sólo de América, sino de todos los países del
planeta.
— Sí; hablan poco— dijo Maltrana — . Gustan de escu-
char, pero su capacidad auditiva es tal vez tan limitada
como su capacidad verbal. A la larga se fatigan de oir,
aunque la conversación les interese. Parecen ofenderse
de haber permanecido mucho rato en silencio, y se
vengan llamando «macaneador» al mismo cuya palabra
han solicitado. Lo que no se entiende, lo que no gusta,
ya se sabe que es «macana» .
Isidro comenzó á apartarse de su amigo.
— Le dejo, Fernando; me reclama mi público. En los
primeros días tenía más éxito. Pasaba de un grupo á
otro: de los «pingüinos» á las «potencias hostiles»; pero
no se puede dar gusto á todos á la vez. Ahora con las
«potencias» el saludo nada más: frías y corteses relacio-
nes de diplomacia. La última vez que me acerqué al gru-
po, la chilena «cuello de cisne» me dijo con una sonrisa
de cuchillo: «¿A qué viene usted aquí, patero? Déjenos
en paz y vaya á hacer la pata á sus argentinas.» Y aun-
que esto de que le llamen á uno adulador es un poco
fuerte, al consejo me atengo, ya que á la Argentina voy.
Intentó tirar del brazo á Ojeda para atraerlo hacia
el grupo.
— Venga usted conmigo. Las señoras tendrán mucho
gusto en oirle. Usted ha sido presentado á todas ellas y
le encuentran muy simpático. ¿No quiere?... Sin duda
264 V. BLASCO IBÁÑBZ
está usted ofendido por lo que dije, de que las niñas le
encontraban «muy buen mozo, pero algo viejón»... No
baga usted caso. Es una consecuencia de la mentalidad
simple de estos pueblos que aun viven cerca del tronco
primitivo, ó sea de la Naturaleza sin artificios ni refina-
mientos. Para ellos, una buena moza de treinta y cinco
años es una vieja; y un hombre digno de ser amado,
debe tener veinte cuando más. Sólo admiran la existen-
cia en capullo, como en tiempos de la vida de tribu... Y
eso cuando en Europa cada año que pasa hace retroce-
der hasta los confines de la vejez el límite de la edad
amorosa. Balzac haría reir hoy con su novela La miijer
de treinta aTios. Las damas de cuarenta son ahora las
conquistadoras más temibles. En el teatro, galanes cin-
cuentones disputan sus amantes á los jovencitos y aca-
ban por llevárselas... ¡Viejón y sólo tiene usted treinta
y seis años! No haga caso de las opiniones de estas gen-
tes recién desbastadas, que en punto á refinamientos
sólo copian lo exterior y ostensible... Decididamente
¿no quiere usted venir?... Hasta luego.
Fernando permaneció solo algunos minutos, acoda-
do en la borda, siguiendo con los ojos el resbalar del
agua removida por los flancos del buque. Sobre el lomo
verde del Océano giraban flores de espuma rematadas
por una espiral que se perdía en la profundidad. Luego
emprendió un paseo por la cubierta, y ante el grupo de
señoras se llevó una mano á la gorra con saludo mudo,
sin volver la vista. Rozó al pasar á Isidro que hablaba
de pie, y oyó una voz femenina que le interrumpía con
interés: «¡Ño diga! Eso es muy curioso. Siéntese, Mal-
tranita, y cuente.»
Continuó Ojeda por el lado de babor, saludando á las
«potencias hostiles», y á un grupo de argentinos y bra-
sileños que hablaban de las estancias ríoplatenses, de
las fazendas de café, del valor de los campos, mezclan-
do cantidades de leguas y millones de pesos. El señor
Oneglia, el millonario italiano, que reposaba enorme y
flácido en un sillón especial, lejos de su familia, ansiosa
de rozarse con la «gente bien», abrió un ojo al oir los
pasos de Fernando y lo protegió con un saludo gruñen-
te, volviendo á sumirse en su noche poblada de cálculos.
LOS ARGONAUTAS 265
Al lado de él, como si la afinidad de gustos les impusiese
este contacto, se sentaban los tres comerciantes españo-
les. Más allá, el conferencista italiano levantó la cabeza
y descansó un libro en las rodillas para saludar á Ojeda.
Cerca del fumadero, la madre de Nélida pareció acari-
ciarle con sus ojos de brasa, y el padre le gratificó con
una sonrisa protectora. La niña, hastiada ya de las ex-
pansiones familiares, se había despegado de ellos y reía
en la puerta del fumadero, escoltada por su hermano y
todos los admiradores, que parecían desnudarla con los
ojos.
Llegó Fernando hasta la terraza del café, atraído por
el Canto de la Primavera, de Méndelssohn, que tocaba
la música. Apenas se hubo apoyado en la baranda
para escuchar, vio que un cuerpo se aproximaba á él,
velando la luz del sol, y oyó una voz enérgica que re-
cortaba duramente las palabras.
—Buenos días, señor Ojeda... Usted perdonará la li-
bertad que me tomo, pero yo soy amigo de don Isidro, y
tal vez le habrá hablado de mi persona... Usted dispen-
se que me acerque así como así, ¡pero entre compatrio-
tas! ¡somos tan pocos en el buque! . . . Por eso me he dicho:
«Aunque no sea correcto, voy á saludar á ese señor.»
Era el cura español que Maltrana le había enseñado
varias veces de lejos: un hombrecito moreno, enjuto,
vivo en sus movimientos, al que encontraba Fernando
cierto aire ágil y garboso de banderillero. Su delgadez
hacía más visible la exuberancia de un abdomen pun-
tiagudo que parecía pertenecer á otro cuerpo. Una ca-
dena algo negruzca con llaves de reloj y medallas se
tendía de la botonadura de la sotana á un bolsillo del
pecho. Dos dedos enrojecidos por el tabaco sostenían un
cigarrillo. La cabeza, de pelo duro é intensamente ne-
gro, rayado de canas prematuras, ocultábase en parte
bajo un casquete redondo de seda, igual al que usan los
tenderos.
— José Fernández, sacerdote, para servir á Dios y
á usted — dijo el cura haciendo la presentación de su
persona.
Mostró la fuerte dentadura de hombre de campo,
con una sonrisa humilde que delataba el deseo de inti-
266 V. BLASCO IBÁÑBZ
mar con este compatriota, el personaje más eminente de
cuantos venían en el buque, según su opinión.
La música había cesado de tocar y el cura aprovechó
este silencio para expresarse con Ja exuberancia de un
verboso falto de amistades que busca ocasión de espar-
cir su facundia. La franqueza española le hizo tratar á
Fernando confianzudamente á las pocas palabras, lo
mismo que si fuese un antiguo camarada, acompañando
cada avance de su intimidad con humildes excusas: «Us-
ted perdone; pero aquí no es como en tierra. Pasamos la
vida juntos; estamos en la soledad del mar, confiados á
la voluntad del Señor... ¿Conque usted también va á
Buenos Aires, don Fernando?... ¡Vaya, vaya! Allá va-
mos todos, y quiera el Altísimo que los negocios le re-
sulten bien, conforme á sus deseos.»
Hablaba el buen clérigo sin interrupción y Ojeda iba
entresacando fragmentos de su historia de estos perío-
dos de charla confidencial. Tenía á su madre en un pue-
blecillo de Castilla la Vieja, además una hermana mal
casada con una turba de hijos, y todos confiaban en él,
que era la gloria de la familia, «el señor cura», el ser ex-
cepcional. Ultimo descendiente de una línea de míseros
jornaleros del campo, había conseguido emanciparse
de la servidumbre del terruño gracias á cierta viveza de
ingenio demostrada en la escuela del lugar y á la pro-
tección de una señora vieja que le había costeado la ca-
rrera del sacerdocio.
— Carrera corta, don Fernando. Yo no soy teólogo;
no soy doctor en nada. Cura de misa y olla nada más;
¡pero lo que he trabajado en esta vida! ¡y lo que me que-
da que penar!... Mi cuñado es un infeliz, un buen hom-
bre, que no sirve para nada, y yo tengo que mantener-
lo, y á la pobre viejecita, y á mi hermana, y á todos
los sobrinos, que se creen superiores á los demás del
pueblo porque cuentan con un tío cura. He sido vicario
trabajando del alba á la noche por seis reales al día; pe-
seta y media, don Fernando. He sido párroco suplente en
lugares de mala muerte, y después de enviar á mi madre
lo que ganaba (menos de lo que gana un guardia civil),
tenía que mantenerme de los regalos de las feligresas
pobres. Y todavía el barbero del pueblo y otras malas
LOS ArvGONAUTAS 267
lenguas murmuraban de la vida regalona que llevamos
los de la Iglesia... Cuando vivía en Madrid, cerca del
diputado del distrito solicitando un puesto mejor, he
andado hecho un azacán de sacristía en sacristía pidien-
do misas como el que pide limosna. He pasado mucha
hambre; no tengo vergüenza en decirlo; mucha hambre
por sostener á los míos, y por esto voy allá á ver si
cambio de suerte.
Calló un momento don José como si vacilase, teme-
roso de exponer sus ideas, y al ñn continuó en voz baja:
— Dicen que España es un país católico, el más cató-
lico de la tierra. Así será, pero no hay en él dos pesetas
para el clérigo de mi clase; para los que trabajamos de
veras. Hay dinero para la Iglesia, pero se lo llevan
otros... otros.
En la vaguedad de su mirada, en la timidez de su
voz, había cierta protesta contra los que vivían en las
alturas.
Fernando quiso saber cómo se le había ocurrido la
idea del viaje.
— Tengo allá compañeros de seminario. Un muchacho
que estudió conmigo vive en Buenos Aires, y me ha es-
crito maravillas de aquella tierra, invitándome á ir con
él. Antes era mucho mejor; faltaban gentes de nues-
tra clase: ahora en cada buque llegan sacerdotes de todos
los países. Pero no importa: en la capital se puede vivir
bien á la sombra de una parroquia, y además hay el
campo, donde cada semana se funda un pueblo y hace
falta un cura... También tengo condiscípulos en Chile
y otras naciones del Pacífico. Allá creo que aun se pre-
senta la cosa mejor para nosotros. Me escriben que hay
señora que da cien pesos de limosna por una misa. ¡Y
en España que no pasa nadie de tres pesetas...!
Complacíase Ojeda con esta franqueza de don José
al comparar las ganancias del sacerdocio en los dos
hemisferios. Había hecho bien en embarcarse: segura-
mente le esperaba allá la fortuna.
— No es tan fácil, don Fernando: hay mucha concu-
rrencia. Me dicen que los curas italianos trabajan por
lo que les dan y han abaratado los precios. Como que
muchos se ayudan con un oficio y cuando vuelven de
268 V. BLASCO IBÁÑBZ
la iglesia á casa, son sastres de viejo ó remiendan zapa-
tos... En aquellas tierras los hombres se muestran, según
mis noticias, algo indiferentes con nosotros. Lo mismo
que en la nuestra. Hay que buscar el apoyo de las muje-
res, y para esto me ha prometido don Isidro presentarme
á esas señoronas ricas que hablan con él y se sientan en
la parte de proa. Parecen muy entusiasmadas con el obis-
po italiano. «Monseñor aquí, Monseñor allí», pero yo soy
español y ¡quién sabe!... Me gustaría encontrar una
señora rica que me protejiese.
Fernando sonrió, algo asombrado de la naturalidad
con que don José hacía esta declaración. ¡Qué cinismo
tranquilo!... Y quiso acompañar su risa tocándole en
el pecho con un dedo, pero se detuvo al ver su gesto de
sorpresa.
— Se equivoca usted, señor Ojeda. Yo soy un indig-
no pecador en muchas cosas... menos en esa. Tengo mis
defectos como todos los hombres, pero lo que usted
cree... ¡nunca! Yo no pienso jamás en esas niñerías.
¡Yo soy muy hombre!
Golpeábase el pecho con arrogancia al hacer esta
viril declaración, y Ojeda admiraba la incoherencia del
pobre sacerdote, que repetía con orgullo su calidad de
masculino como prueba de virtud.
— Soy muy hombre, don Fernando, y por eso me deja
indiferente ese pecado tonto en el que usted piensa y
que sólo proporciona escándalos y quebraderos de ca-
beza... Otros pecados no digo que no...
Una sonrisa de malicia infantil arrugó sus mejillas
morenas, en las que se marcaba la mancha azul de la
recia barba. Quedaron al descubierto sus dientes apreta-
dos, deslumbradores, que denunciaban una gran fuerza
triturante. Contemplando su ávido brillo creyó Ojeda en
la pureza de aquel hombre. La voluptuosidad había con-
traído en él todos sus tentáculos para replegarse sórdi-
damente en el paladar y el estómago.
Maltrana le había hablado algunas veces del apetito
insaciable de don José; de la prontitud con que acudía
al comedor apenas sonaba la trompeta; de la profusión
con que recolectaban sus manos emparedados y galle-
tas en las bandejas, á la hora del té; del entusiasmo
LOS ARGONAUTAS 269
con que elogiaba la abundancia nutritiva á bordo del
Goethe. Su capacidad de alimentación sólo era compa-
rable, según Isidro, á la de un náufrago que se salva ó
á la de un habitante de ciudad sitiada que se rinde des-
pués de varios años. Cuarenta generaciones de jorna-
leros hambrientos comían por su boca.
En aquel mismo instante, mirando Ojeda hacia el
paseo de babor, vio á Isidro que acababa de abando-
nar su conversación con las señoras y venía hacia él.
Pero se detuvo ante la familia de Nélida. El padre, sin
moverse de su asiento, hablaba con Martorell, el poeta
bancario, y Maltrana, después de escucharles unos se-
gundos, se inmiscuyó en la conversación.
— Yo necesito, para abrirme paso, una señora que me
proteja — continuó don José — . Pero eso no es fácil; en
nuestro mundo hay modas como en todos los mundos y
vanidades y categorías. Yo soy un pobre cura que sólo
sabe cumplir como buen trabajador.
— Debía usted imitar — dijo Ojeda — á ese abate francés
que tanto entusiasma á las señoras.
— ¡Cállese, señor!— protestó el cura — . Yo no sirvo para
titiritero. Los españoles no sabemos hacer comedias: te-
nemos más seriedad... ¡Yo soy muy hombre!
Y resumía su indignación con un fiero golpe en el
pecho, afirmando varias veces que era muy hombre.
— Tal vez en tierra me sea más fácil abrirme paso.
Yo no soy cura á la moda, pero soy cura español, y esto
algo debe valer entre gentes que son de nuestra sangre,
hablan nuestra lengua y profesan el catolicismo porque
España fué la primera en descubrir sus tierras. Ahí está
la buena señora doña Zobeida, ese ángel de bondad:
para ella no hay más sacerdote á bordo que yo: el obispo
y el abate como si fuesen zapateros. ¡Ojalá se resolviera
lo de su pleito y cambiase de fortuna! Ciertamente que
no me olvidaría... Además, en aquella tierra, según di-
cen, el exceso de dinero y la abundancia de negocios
malean á los sacerdotes. Unos se dedican á la cría de
caballos ó de bueyes; otros prestan dinero á los feligre-
ses sóbrelas cosechas. Pero yo llego á trabajar sólo en lo
mío, á cumplir como bueno, y me contento con poco. Mi
felicidad sería un curato en esos campos donde la carne
270 V. BLASCO IBÁÑBZ
va tirada según dicen y el pan lo mismo. Mi madre no
puede venir porque le tiene miedo al mar; pero traeré á
mi hermana, que es guisandera fina, y malo será que no
coloque á mi cuñado y dé carrera á. los sobrinos... ¡Señor,
que así sea!
Quedó indeciso y silencioso como si agitasen su cere-
bro nuevas é inesperadas ideas.
— Líbreme el Altísimo de un engaño — dijo—; pero yo
pienso, don Fernando, que nosotros en América somos
algo. Tal vez no sabemos tanto ó somos menos atre-
vidos que ese parlanchín de las barbas, pero somos
más serios, más sencillos. Nuestro catolicismo es para
América más... ¿cómo me explicaré?... más...
— Más clásico — interrumpió Ojeda para sacar al cura
de su apuro.
— Eso es — dijo don José tras una vacilación, como
si pesase la pa^labra no comprendiéndola bien — . Más
clásico; más con arreglo al país, y por esto las personas
buenas y sencillas que no se curan de modas deben re-
cibirnos mejor á nosotros que á esos sacerdotes extran-
jeros que parecen gentes de teatro.
Permanecieron los dos en silencio y Ojeda volvió á
tener la misma visión del día anterior... «¡Buenos Aires!»
También este nombre mundial había titilado un instante
como parpadeo de mística lámpara en la penumbra
de la sacristía, evocando la ilusión de una mesa abun-
dante, una mesa de hartura, y en torno de ella una
familia robusta y saludable, segura del porvenir, ro-
deando al sacerdote rico... Y allá iban todos siguiendo
el revoloteo de la esperanza, hacia un mundo de fértiles
soledades faltas de hombres, llevando como precio de su
entrada fuerzas, iniciativas y apetitos: unos sus brazos,
otros su inteligencia, otros el ávido capital ansioso de
copular con la tierra y reproducirse hasta lo infinito...
y hasta aquel pobre cura llevaba su misa, su catolicis-
mo español, más serio, más... clásico.
La llegada de Maltrana interrumpió estas medita-
ciones.
—¿Qué dice don Pepe?...
Y acompañó el familiar saludo con una suave pal-
mada en el abdomen del clérigo. Este se inclinó son-
LOS ARGONAUTAS 271
riendo. «¡Qué don Isidro tan alegre y simpático!... Era
imposible enfadarse con él.»
Al ver juntos á los dos amigos, el cura pareció con-
traerse en su humildad.
— Ustedes tendrán que hablar — dijo mirando su re-
loj— . Va á ser mediodía. ¡La hora del almuerzo! Me
hace falta un poco de paseo para despertar el apetito.
Y se alejó, seguido por la risa de Maltrana, que la-
mentaba irónicamente la inapetencia del cura.
Ojeda quiso saber qué había hablado su amigo con
Martorell y el padre de Nélida.
— Hablábamos de negocios — dijo Isidro con repentina
gravedad y una expresión de misterio — ; de un gran
negocio que llevamos entre manos. ¡Quién sabe si antes
de un año seré rico, muy rico, más que usted, que quiere
ir al desierto á roturar la tierra!... Las amistades sir-
ven de mucho, y yo las tengo buenas.
La mirada interrogante y asombrada de Ojeda le
invitó á continuar en sus confidencias. Dudó un momen-
to, como si temiese la burla de su amigo, y al fin dijo con
resolución:
— Vamos á fundar un banco apenas lleguemos á Bue-
nos Aires... No se ría usted, Fernando; me lo esperaba.
Es cosa seria. Martorell pone la idea y su experiencia
de técnico. El señor Kasper, el padre de Nélida, pondrá
el capital que se necesita pa.ra empezar; poca cosa,
según el catalán, que entiende mucho de esto. Yo... no
sé lo que pongo en el negocio, pero seguramente pondré
algo, pues entro en él y mis consocios parecen contentos
de tenerme en su compañía.
Echóse á reir Ojeda con tal entusiasmo, que su espal-
da chocó con la barandilla, doblándose hacia la parte
exterior. «¡Maltrana banquero! ¡Maltrana fundador de
un banco, cuando apenas tenía unas pesetas para des-
embarcar!...»
— No se burle— dijo éste algo amoscado — . La cosa no
es para tanto, ¿Vamos ó no vamos á una tierra de ri-
quezas y prodigios? Si usted oyese á ese muchacho ca-
talán, la sencillez con que explica las cosas, se conven-
cería de que lo del banco es asunto serio. ¿Y qué tiene
de extraordinario que yo llegue á ser un gran banquero
272 V. BLASCO IBÁÑEZ
en un país donde todos al llegar cambian de profesión y
cada uno se descubre con facultades y aptitudes que no
sospechaba en Europa?... Aquí en el buque no se oye
hablar más que de millones y de negocios estupendos.
Todos llevamos nuestro plan gigantesco para asombrar
al Nuevo Mundo y encadenar á la fortuna. Hasta los que
se volvieron de América desesperados retornan con nue-
vos bríos. ¿Por qué no ha de tener Maltrana su nego-
cio?... Crea usted que los que han fundado bancos allá
no valían más que yo ni tenían el talento de MartorelL
que es un águila para estas cosas.
Pasado el primer acceso de hilaridad, admirábase
Ojeda de la convicción con que hablaba su amigo del
futuro negocio. Sentía, indudablemente, la influencia
misteriosa que había observado él en anteriores viajes.
Un ensanchamiento de la ilusión, bástalos confines más
absurdos de lo irreal, dominaba á los viajeros. El aisla-
miento en medio del Océano empequeñecía ó anulaba
todos los obstáculos con que se tropieza en la existencia
de tierra firme. La inmensidad del mar parecía dilatar
los cerebros y los ojos. Todos pensaban en grande y
veían sus propias ideas con retinas de aumento. Y como
la ilusión de los unos no oponía obstáculos á la espe-
ranza de los otros, todos se empujaban locamente dando
por realizadas las cosas en este galope de optimismo.
Los vecinos de asiento, que durante los primeros días
de navegación se habían mirado hostilmente en la cu-
bierta de paseo, buscábanse ahora, no pudiendo vivir
separados, y hablaban horas y horas de los futuros ne-
gocios ideados en comandita, sin cansarse de manosear-
los para apreciar mejor su mérito, examinándolos, como
una piedra preciosa, faceta por faceta. Un hálito de he-
roísmo despreciador de los obstáculos hacía vibrar los
cerebros. La vieja Europa, meticulosa, cobarde y retar-
dataria, quedaba atrás; las hélices la enviaban los espu-
marajos de las aguas rotas como un salivazo de despecti-
vo adiós. Por la proa llegaba el viento del Nuevo Mundo,
la respiración de una tierra de valerosos sin escrúpulos
ni remordimientos, donde el absurdo triunfa siempre
que vaya acompañado de la tenacidad y la audacia.
Si para un negocio se necesitaban tierras, las tierras
LOS ARGOKxVÜTAS 278
se adquirirían. Los futuros triunfadores ignoraban
cómo ni por qué medio, pero se adquirirían y... basta.
Este era un detalle de poca importancia. Si se necesita-
ban grandes capitales, se encontrarían igualmente. No
había que preocuparse de esto. Lo importante era el
negocio, el gran negocio de estupenda novedad que sa
les había ocurrido (novedad que consistía en trasplan-
tar algo viejo y tradicional de Europa), y calculaban
las seguras ganancias: tanto por mes, tanto por año,
tantos millones á los cinco años, creyéndose, en fuerza
de ilusión, casi al final de esta rápida carrera de la
suerte.
Algunos, con inagotable generosidad, sentían el de-
seo de hacer partícipes de su estupenda fortuna á todos
sus allegados, y cada mañana admitían un nuevo socio,
ofrecían graciosamente una parte á un nuevo auxiliar,
hasta el punto de no saber con certeza qué restaría para
ellos, los geniales inventores. Otros, más ásperos de
alma, empezaban á mirarse con recelo y suspicaz vigi-
lancia, temiendo una mutua traición en el negocio que
aun estaba por venir. La riqueza achica los corazones y
los endurece. Y lo más extraordinario era que todos abo-
minaban de la imaginación como de una facultad des-
honrosa y ridicula. «Nada de ilusiones: hay que ver
las cosas tales como son, y en el caso de exagerar colo-
carse en lo peor. Pongamos que sólo se gana la mitad;
pongamos que sólo es la mitad de la mitad...» Y tras
estos cálculos descendentes, que revelaban su odio á
toda fantasía, siempre resultaban millonarios.
Los más entusiastas y de fe inconmovible eran los
que habían estado en América y volvían á ella por se-
gunda ó tercera vez. Los neófitos, que escuchaban con
asombro sus profecías de riqueza, parecían dudar de
repente. Era la timidez europea que resucitaba. «Yo he
estado allá, y sé lo que es aquello — decía el compañero
viejo — . Nada de miedo; esta vez con mi experiencia
estoy seguro del éxito...» Y Maltrana, burlón y escép-
tico, que iba á América sin saber ciertamente para qué,
se había sentido de pronto arrebatado, lo mismo que los
demás, por este huracán de optimismo.
—Sí señor; un banco—repitió mirando á Ojeda con
18
274 V. BLASCO IBÁÑE2
expresión algo agresiva — . Vamos á fundar un banco,
y no comprendo que un negocio serio le produzca á us-
ted tanta risa. Las cosas están magníficamente ideadas.
Ese chico catalán, aunque despreciable como poeta, es
un gran organizador, y el señor Kasper será un pillo si
usted quiere, pero en los negocios la picardía es un mé-
rito. El plan no tiene falla por ninguna parte.
Y lo exponía con la sequedad de un grande hombre
ofendido por la ignorancia de su auditorio. Fundar un
banco era cosa corriente en aquellos países. Cada se-
mana nacía uno, según le había dicho Martorell. No
había calle principal de Buenos Aires que no tuviese
unos cuantos. Lo más importante era encontrar una
buena casa y amueblarla con muebles ingleses, «serios,
distinguidos», y mostradores de caoba brillante. Ade-
más eran necesarios un enorme rótulo dorado, juegos
de banderas para las fiestas patrióticas, y gran ilumi-
nación nocturna en la fachada. Capital x)ara empezar;
dos ó tres millones de pesos.
— Usted creerá haberme ai)lastado preguntando:
«¿Dónde está el capital?...» Se hacen figurar todos esos
millones y más si se desea en los estatutos, y sobre todo
en las vidrieras y el rótulo, en letras de á dos palmos.
Pero en realidad, se empieza con treinta ó cuarenta mil
pesos... Y también me dirá usted: «¿Dónde están?...» El
señor Kasper, que tiene en gran aprecio á Martorell y cree
en el negocio, promete traerlos. Además, contamos con
los buenos señores que entrarán en el directorio... Siem-
pre se encuentran media docena de tenderos deseosos de
figurar al frente de un banco. Gusta mucho poder decir
á los amigos: «Esta tarde tengo sesión de directorio.»
Da importancia escribir á los parientes de Europa, á los
papanatas de la tierra, en el papel del banco con un
membrete que impone respeto, en el que se consignan
los millones del capital y las operaciones del estableci-
miento. El catalán, que «conoce el corazón humano» y
es gran aprovechador de vanidades, tiene echado el ojo
desde su viaje anterior á unos cuantos compatriotas.
Estos aportarán fondos, tomarán acciones para ser del
directorio, y luego que funcione el banco... ¡á vivir! Da-
remos dinero al 30 por 100 (lo que es fácil allá, según
LOS ARGONAUTAS 275
dice Martorell); prestaremos con hipoteca para quedar-
nos con los bienes iiipotecados; un sinnúmero de her-
mosas maldades, que explica mi consocio con hermosa
sonrisa de hiena poética.
Quedó en silencio Maltrana, como si se examinase
interiormente.
— ¡País de asombros! — continuó — . ¡Yo banquero, que
he hecho sufrir tanto á los prestamistas de Madrid!...
¡Tierra de transformismos, donde los albañiles se hacen
agricultores, los curas fugitivos se convierten en padres
de familia y los señoritos arruinados entran de cajeros
de confianza en las casas de comercio!...
— ¿Ya tienen ustedes título para el banco?— preguntó
Ojeda.
— Ese es el obstáculo; el único escollo con que tro-
pieza hasta ahora nuestro negocio. Lo del título es
importante. Casi va el éxito en encontrar algo que
suene bien, que se pegue al oído, inspire confianza y
tenga un carácter internacional, lo más internacional
que sea posible. Los consocios no se ponen de acuerdo
en lo del título: lo único indiscutible es que, sea cual
sea su dimensión, deberá añadírsele «y del llío de la
Plata». Porque allá, según Martorell, todos los bancos,
aunque se titulen rusos, chinos ó noruegos, llevan como
final de rótulo «y del Eío de la Plata». Sin esto no hay
respetabilidad posible.
Volvió á quedar en silencio Isidro, pero su rostro se
animó durante esta pausa con su acostumbrada expre-
sión de malicia.
— Yo tengo mi título, un título de lo más universal.
Abarca las diversas nacionalidades de las gentes que
vendrán á nosotros y halaga al mismo tiempo el senti-
miento regionalista. Hasta he tenido en cuenta el lugar
del nacimiento de mis compañeros. «Banco de Westfa-
lia, de Tarragona y del Eío de la Plata». Pero los socios
no lo aceptan.
En lo alto del buque vibró la señal de mediodía, un
rugido de bestia prehistórica que hizo temblar los pasi-
llos y tabiques del trasatlántico y se dejó absorber sin
eco alguno por el sordo infinito del Océano.
Fernando miró fijamente á su amigo. ¡Famoso Mal-
276 V. BLASCO IBÁÑHZ
trana! En él la gravedad era siempre de corta duración.
Nunca se sabía ciertamente dónde cesaban sus emocio-
nes, dando paso á la fría burla.
— Las doce: vamos á almorzar.
Cerca de la proa vieron algunos pasajeros que seña-
laban la línea del horizonte, discutiendo con frases bre-
ves. Contraían los ojos para dar mayor potencia á su
visualidad: pasábanse de mano en mano los gemelos
prismáticos, explorando el límite del Océano, sobre cuyo
lomo se abullonaban tenues vapores. «Ya se ve Cabo
Verde...» Otros dudaban. No eran las islas: eran simples
nubes. Y todos, como si despertasen de la calma letár-
gica del mar, mostraban un deseo famélico de ver tie-
rra, de distinguir aquellas islas, en las que no había de
detenerse el buque.
Abajo en el comedor almorzaban muchos con cierta
precipitación, como gentes que han de ir al teatro y
aceleran la comida por miedo á llegar tarde. «Tierra:
ya se ve tierra», decían de mesa en mesa con una ale-
gría infantil. Más impacientes, algunos se levantaban
de sus asientos con la servilleta en la mano, y alarga-
ban el pescuezo queriendo distinguir por los ventanales
del comedor aquellas islas ante las cuales iban á pasar
de largo, y de las que hablaban todos como de una
tierra de promisión.
Después del almuerzo, la gente tomó el café á toda
prisa y los salones quedaron abandonados, sonando en
el vacío el abejorreo de los ventiladores y los trinos de
los canarios. Todos se amontonaban hacia la proa, en las
bordas de la cubierta, ansiosos de ver las islas. Empeza-
ron á marcarse en el horizonte las gibas obscuras y bo-
rrosas de unas montañas emergiendo del mar. Cansados
al poco rato de esta contemplación monótona, muchos
retrocedían. ¿No era más que aquello? Iba á transcurrir
una hora larga antes de que estuviesen frente á ellas.
Además el buque pasaba muy lejos... Volvían al fuma-
dero á continuar sus partidas de poker, ó formaban en
la cubierta los corrillos habituales, hablando tendidos
en el sillón, hasta que el cabeceo de la somnolencia les
hacía levantarse titubeantes, camino del camarote, para
continuar la siesta.
LOS ARGONAUTAS 277
Ojeda y su compañero, acodados en la baranda, mira-
ban con interés las siluetas de las islas destacándose como
nubes puntiagudas sobre el azul sereno del horizonte.
— Hasta aquí llegó Colón— dijo Fernando — . El Almi-
rante, que había navegado siempre hacia Poniente,
puso en el tercer viaje la proa al Sur, buscando descu-
brir tierras nuevas por la parte del Austro. Pero más
allá de estas islas tuvo miedo y torció el rumbo para se-
guir la ruta de siempre. Le espantaron los calores del
Ecuador: creyó que de seguir hacia el Sur acabarían
por arder sus naves. Tal vez influyeron en su credulidad
de visionario las leyendas de que rodeaba la pobre geo-
grafía de entonces á la línea equinoccial.
Recordó después los incidentes del tercer descubri-
miento. Los rayos del sol eran tan intensos, que el Al-
mirante, según consignaba en sus cartas, temió que in-
cendiasen navios y personas. Caían sobre la escuadrilla
frecuentes turbonadas, pero estas lluvias de pegajosa
tibieza sólo servían para hacer tolerable el calor durante
unas horas. Colón las acogió como un socorro providen-
cial, creyendo que sin ellas todos hubiesen perecido. Iba
enfermo: le inquietaba la desaparición en la línea del
horizonte de los astros que guiaban á los navegantes en
los mares del hemisferio boreal, así como la aparición
de otras estrellas ignoradas que á cada singladura iban
remontándose en el cielo.
Renacían en su memoria las opiniones de la época
sobre la línea equinoccial y lo que existía detrás de ella,
doctrinas aprendidas en su vagabundaje por los conven-
tos y los puertos, conversando con hombres de ciencia y
navegantes.
Para muchos en el hemisferio del Austro estaba el
Paraíso terrenal. El Ecuador, con sus calores irresisti-
bles, era «el gladio ó cuchillo ígneo versátil», que había
puesto Dios entre los hombres y el Paraíso, para que nin-
guno de los hijos de Adán pudiese volver á él. Los poetas
de la antigüedad y los Padres de la Iglesia acordábanse
maravillosamente al fantasear sobre esta parte del mun-
do absolutamente ignorada. Más allá del Ecuador estaba
la tierra llamada «Mesa del Sol», por la dulzura de su cli-
ma y la generosa abundancia de sus productos. En ella
278 V. BLASCO ÍBÁÑEZ
vivían seres felices, que al no tener que preocuparse de
las necesidades de la vida — pues la Naturaleza pródiga
les ofrecía todo con exceso — , dedicábanse al estudio de
las causas naturales, y especialmente de la astrología.
Arim, «la ciudad de íos filósofos», era el centro de «la
mesa del Sol».
En esta parte de la tierra, por ser la más noble, había
de estar forzosamente el Paraíso. Los astros influían en
nuestra existencia poderosamente. Todo se desarrollaba
en el suelo, no con arreglo á su propia bondad, sino por
«las nobles y felices influencias de las estrellas que están
sobre él», causa universal de vida. «A cielo noble co-
rrespondía tierra nobilísima», y como las constelaciones
del ignorado hemisferio eran, según la ciencia de la
época, «las mayores, más resplandecientes, más nobles
y perfectas, y por consiguiente de mayor virtud, felici-
dad y eficacia que las de Aquilón», de aquí que bajo su
resplandor debía estar forzosamente la mejor de las tie-
rras, ó sea el Paraíso.
La cabeza es la parte más noble de «todas las cosas
naturales y artificiales, la más adornada y de mejor
hechura, de donde procede la influencia á los otros
miembros del cuerpo». ¿Y dónde estaba la cabeza de
la tierra?... En el ignorado Austro, en el Sur, como le
ocurre al árbol, que aunque tiene la cabeza oculta aba-
jo, no podría extender las ramas con sus frutos y pá-
jaros si esta cabeza dejase de enviarle su nutrición y su
fuerza. Y el fuego, fuente de vida, nacía en el Austro,
se engendraba en él, y una barrera de este fuego, tendi-
da circularmente en el Ecuador, impedía el paso de un
hemisferio á otro.
El descubridor, alarmado por los insufribles calores
que le salían al encuentro, vio en ellos una confirma-
ción indiscutible de las opiniones de los hombres doctos
de su época y volvía la proa á Poniente, no osando
avanzar más en el temido Austro.
Una gran sorpresa le esperaba. El mundo no era re-
dondo, como habían creído Ptolomeo y otros. Podía
ser esférico en el hemisferio boreal, donde aquellos sa-
bios habían hecho solamente sus estudios; pero este
otro hemisferio, por cuyos límites navegaba él, tenía
LOS ARGONAUTAS 2?9
«la forma de una pera que es redonda, salvo allí don-
de tiene el pezón, que es más alto, ó la de una pelota
con una teta de mujer puesta encima», y el extremo
del tal pezón era «la parte del mundo más propincua
al cielo».
Los buques, al avanzar, aunque parecía que nave-
gaban por un océano llano é igual, subían y sabían,
siguiendo el lomo ascendente de esta protuberancia del
planeta. El Almirante reconoció esta subida en la fres-
cura del aire, cada vez más sensible según se avanzaba
al Oeste, aunque las naves siguiesen el mismo grado, y
sobre todo en las particularidades que ofrecían tierras
y gentes. Así como el descubridor se había ido apro-
ximando á la línea ígnea del Ecuador, el sol quemaba
con más fuerza, las tierras estaban más calcinadas y los
habitantes eran más negros. En Cabo Verde y en Sierra
Leona llegaban las gentes á la más extrema negrura y
las tierras parecían quemadas. Y sin embargo, al poner
proa al Oeste, siguiendo la misma latitud, refrescaba el
aire, y el Almirante encontraba en las costas de Vene-
zuela la isla de la Trinidad, «de temperancia suavísima
—según sus escritos — , con tierras y árboles muy ver-
des y hermosos, como en Abril las huertas de Valencia,
y la gente de muy linda estatura y casi blancos, más
astutos y de mayor ingenio que los negros, y no co-
bardes».
Todo esto era porque las tierras y las personas esta-
ban más en alto, más cerca de las buenas regiones del
aire, en las laderas de aquel pezón gigantesco que alte-
raba la redondez del hemisferio austral. Y la hipótesis
del Paraíso, cabeza de la tierra, situado en el noble
Austro, se convertía en certidumbre para el Almirante.
En el vértice del pezón estaba el antiguo lugar de deli-
cias, y el Orinoco, que endulzaba el mar, asombrando
á los navegantes con su sábana inmensa, era uno de los
cuatro ríos que descendían del Paraíso.
Fernando y su amigo, que hablaban de estas fan-
tasías del Almirante paseando por la cubierta, llegaron
en su continuo circular ante las ventanas del gran salón.
La voz tenue del piano, tocado en sordina, atrajo la
curiosidad de Isidro,
280 V. BLASCO IBÁÑEZ
— Mire usted, Fernando. La alemana, la mujer del
director de orquesta, que se aprovecha de que no hay
gente en el salón. Cerca de ella está su niño... ¿Qué toca?
¿Wágner?... No; eso lo conozco; es de Schúbert: El rey
de los álamos. Vea cómo mueve la boca. Canta, pero
no la oímos... No; no se acerque: la vamos á espantar
como el otro día... Bueno; que le vaya á usted bien:
mucha suerte.
Esto último lo dijo al ver que Ojeda, repentinamen-
te, como si obedeciese á una decisión anterior, se sepa-
raba de él. Desapareció en la puerta de babor que daba
entrada á los salones. Maltrana le vio pasar por entre
las mesas del jardín de invierno, ocupadas por unos
cuantos pasajeros dormitantes. Luego entró en el salón
y fué á sentarse cerca del piano, junto al pequeñuelo
cabezudo, que contemplaba los grabados de un gran
volumen con aire reflexivo de persona mayor, arrullado
por la música de su madre. Esta, al notar la presencia
de un hombre que la escuchaba fijos los ojos en ella,
hizo un gesto de sorpresa y contrariedad, se respingó,
como si fuese á abandonar el piano, pero con súbita re-
solución continuó en el asiento. Un ligero rubor colorea-
ba su palidez verdosa de busto antiguo.
— ;Qué Ojeda!— murmuró Isidro mirando por los cris-
tales— . Veremos en qué viene á parar toda esta música.
Sintióse sin fuerzas para seguir paseando por la cu-
bierta. El calor había dispersado á las gentes. Todos
gozaban la frescura de la siesta^ ligeros de ropa en el
interior de sus camarote ó los encontrados huracanes de
los ventiladores del fumadero.
El buque cabeceaba perezosamente, con largos inter-
valos de calma, sobre las extensas ondulaciones de un
mar denso, centelleante, enrojecido como metal en fu-
sión. Ni el más leve soplo agitaba las lonas de la cubier-
ta, tendidas de las barandas al techo como un tabique
rígido, obscuro y ardiente.
Maltrana se dejó caer en uno de los varios sillones
que ostentaban el rótulo de «Doctor Zurita y familia»,
y allí quedó en agradable sopor, sin saber ciertamente
si estaba dormido ó despierto. Oía sonar el piano lejos,
jnuy lejos, como una musiquilla de liliputienses. «Ahora
LOS ARGONAUTAS 281
es Wágner — pensaba — : eso lo conozco, Parsifál, «El
encanto del Viernes Santo...» Ahora es Schúbert, el
«Quinteto de la Trucha». jCosa graciosa!... Ahora...
ahora...» Y no pudo reconocer nada más, porque dejó
de oir la música.
Se hundía, se hundía en un agujero negro, acompa-
ñado por la melodía tenue, que se iba adelgazando lo
mismo que un hilo cada vez más tirante, hasta romper-
se y ser devorada por el silencio.
De pronto volvió á la vida al sentir una mano en un
hombro. Abrió los ojos y vio al doctor Zurita de pie
ante él, con un puro en la boca, sonriéndole.
— Levántese, amigo, y tome uno de hoja. Hoy no ha
venido usted por el tributo.
Le ofreció su estuche inagotable lleno de cigarros
habanos. Eran las tres. El doctor había dormido su
corta siesta habitual, y encontrándose solo, deseaba
charlar con Isidro. Este se puso de pie para encender el
puro, y su vista buscó á través de las ventanas del salón.
Había enmudecido el piano, pero la alemana continua-
ba en la banqueta revolviendo las hojas de las partituras
y escuchando á Fernando, que acodado en la tapa del
instrumento la hablaba de cerca. La amistad estaba
hecha gracias á la música, complaciente mediadora que
no necesita de presentaciones.
El doctor quiso pasear, y Maltrana le siguió dando
chupadas al cigarro de bravio perfume.
La proximidad de la línea equinoccial parecía ale-
grar á Zurita. Estaban cerca de su hemisferio, iban á
entrar en él antes de dos días.
— Es como quien dice volver á casa, mi amigo. Yo soy
muy americano y tengo unas ganas locas de ver mi
cielo. ¡Cuántas noches en Europa me privé de mirarlo,
porque no podía encontrar en él la Cruz del Sur!... Y
mañana tal vez la contemplemos. Mi muchachada no
comprende estas cosas del viejo.
Sentía impaciencia por llegar á su tierra, ver á los
amigos, enterarse de la marcha de los negocios, pisar
las calles de Buenos Aires. Las capitales de Europa eran
dignas de su admiración, pero ¡Buenos Aires!...
— Pronto llegaremos si Dios nos ayuda — continuó ale-
282 V. BLASCO IBÁÑEZ
gremente — . Allí se demostrará, galleguito simpático,
lo que usted vale y lo que lleva dentro. A ver si algún
día llega á ser archimillonario y yo puedo contar con
orgullo que hizo conmigo su primer viaje... Pero ha^/
que trabajar, ¿se entera, che?... Nada de creer que alií
se encuentra plata con sólo agacharse á tomarla. Se
miente mucho. La gente va allá con la cabeza llena de
exageraciones. Además, la plata no se hace en un mes
ni en un año: hay que contar con el tiempo, que vale
tanto como el trabajo: hay que dedicar á una empresa,
sea ésta cual sea, la mayor parte de la vida.
Habían dado la vuelta entera al paseo, y el doctor
se detuvo cerca de las ventanas del salón. Otra vez sona-
ba el piano. Isidro vio á su amigo de pie junto á la artis-
ta, con los ojos ñjos en su nuca inclinada, esperando una
indicación de su cabeza para volver las hojas de la par-
titura.
— Vea, Maltranita. Lo importante en nuestra tierra es
comprar algo, poseer algo, ser propietario, y luego el
país, que va siempre hacia adelante, se encarga de enri-
quecerlo á uno, siempre que tenga paciencia y sereni-
dad. ¿Por qué cree usted que somos un pueblo aparte de
los demás y vienen á fundirse con nosotros gentes de
todo el mundo?...
El doctor hacía esta pregunta con una expresión de
malicia bonachona en los ojos y la boca. Maltrana se
apresuró á repetir todos los lugares comunes que había
oído sobre la tierra argentina. La feracidad del suelo
virgen, la falta de braceros, la facilidad de crédito para
el trabajo...
— Yo he reflexionado mucho, mi amigo, sobre las
cosas de mi patria, y creo que su poder de atracción con-
siste en que en ella no hay aritmética. ¿Se entera usted?. . .
Más bien dicho, que su aritmética es distinta de la que
se usa en los demás pueblos. En Europa y fuera de ella
dos y dos son cuatro siempre. ¿No es eso?... Pues en
Argentina jamás ha sido así.
Guardó silencio, como si se gozase en la estupefac-
ción de Maltrana, y luego continuó con una sonrisa
doctoral:
— En los tiempos coloniales, cuando la vieja España
LOS ARGONAUTAS 283
nos tenía como niños en la escuela, y aun mucho des-
pués, en la época de nuestras revueltas, dos y dos jamás
fueron cuatro. No había quien sumase, quien pusiese los
dos números uno sobre el otro. Nos vestíamos con tejidos
domésticos; matábamos los animales para aprovechar
únicamente el cuero y el sebo, dejando la carne á los
caranchos; cultivábamos la tierra para las necesidades
de casa nada más... Después vinieron los buenos tiempos
de la exportación y de la inmigración y dos y dos tam-
poco fueron cuatro. Se valorizó todo de un modo loco,
y dos y dos fueron ocho, dos y dos son doce, y á lo
mejor se levanta uno de la cama, y sin más trabajo que
haber estado durmiendo, se encuentra al despertar con
que dos y dos hacen veintidós... ¡Qué país, mi amigo!
Maltrana le escuchaba enarcando las cejas con sin-
cero asombro, como si esta paradoja del doctor le librase
el gran secreto del país adonde él iba.
Comprendido: lo importante era tener dos sumandos,
por simples que fuesen: dos y dos. El país se encargaba
después de hacer la adición con arreglo á su aritmética
maravillosa.
— Pero esa aritmética tiene á veces sus fracasos — con-
tinuó el doctor acentuando su sonrisa — . La del viejo
mundo, tímida y rutinaria, es inconmovible. Dos y dos
siempre son cuatro, ni más ni menos. Allá en nuestra
tierra cada diez años tiembla todo, sin que acierte nadie
á descubrir el por qué del cataclismo. Años de sequía
y malas cosechas... algunas veces ni esto. Guerras que
se desarrollan al otro lado del planeta, en países que no
conocemos ni nos importan un poroto; restricción de
crédito, falta de dinero, bancos á los que dan «corrida»,
como dicen allá, y que ven sus puertas llenas de gente
que retira sus depósitos; propietarios que desean vender
y no encuentran á quién; capitalistas extranjeros que
no quieren hipotecar... y entonces dos y dos son uno...
dos y dos son nada... y el que no tiene aguante para
esperar que la aritmética recobre su antigua originali-
dad queda reventado para toda la siega.
Maltrana continuó la paradoja del doctor con una
objeción. Día llegaría en que dos y dos fuesen eterna-
mente cuatro en aquel país: cuando sus campos queda-
284 V. BLASCO IBÁÑBZ
sen divididos en pequeñas fracciones, los desiertos estu-
vieran ocupados por una población densa, y se elevasen
las aguas hasta las tierras resquebrajadas ahora de sed
junto á ríos enormes como brazos de mar.
—Así será— dijo el doctor—. Dos y dos serán cuatro
en la Argentina alguna vez... Indudablemente dentro
de siglos. Pero entonces — añadió con tristeza — nadie irá
á ella, porque para encontrarse con la misma aritmética
del país natal, con la novedad de que dos y dos sólo
hacen cuatro, no hay hombre que sienta deseos de mo-
verse de su casa.
VII
— Sí; dice usted bien. El poder demoníaco de la mú-
sica, que influye en nuestra suerte, como en otros tiem-
pos influían los astros... El Maestro habla de él al re-
cordar en sus memorias los años de iniciación... Añna
nuestra sensibilidad para que suframos más intensa-
mente las heridas de la existencia.
Mina Eichelberger, la mujer del director de orques-
ta, murmuraba estas palabras con el mentón apoyado
en el pecho y la mirada fija en Fernando, de pie junto
á ella.
Hablaban en la cubierta de los botes, bajo la sombra
movediza de un toldo de lona que dejaba avanzar una
faja de sol ó la repelía, siguiendo el balanceo del buque,
largo, suave, apenas perceptible.
Era en la tarde, después del almuerzo, cuando des-
aparecían muchos pasajeros, adormecidos y abrumados
por el calor, buscando continuar la siesta en el cama-
rote bajo el soplo de los ventiladores. Otros, temiendo
encerrarse entre los tabiques de acero, permanecían
tendidos en los sillones de las cubiertas, bajo la azulada
sombra de las lonas, esperando los leves é intermitentes
soplos de la brisa sobre el pescuezo sudoroso, en torno
del cual se arrugaba el cuello de la camisa como un
trapo mojado. Sonaban penosos ronquidos, respiraciones
jadeantes, cortando con su estertor animal el augusto
silencio de la tarde.
Parecía recogerse el mar, adormecido igualmente,
sin otro rumor que el del roce de sus espumas en los
flancos del navio. Un crujir de pasos sobre la madera
hacía entreabrir algunos ojos que tornaban á cerrarse
286 V. BLASCO IBÁÑEZ
apenas se alejaba ei paseante importuno. Los gritos de
los niños en la cubierta alta, jugando insensibles al sol
y al calor, sonaban con extraordinario eco, recordando
el vocerío de la chiquillería en la plaza blanca de un
pueblo meridional á la hora de la siesta.
Todos los habitantes del buque sentían después del
almuerzo una tendencia al sueño abrumados por el cali-
ginoso ambiente, entorpecidos por una elaboración pesa-
da, anonadados y felices al mismo tiempo por las volup-
tuosas contracciones del tubo digestivo en plena tarea
asimilatoria. Era el momento — según Maltrana — de la
gran pureza. Los que en otras horas del día rondaban
por cerca de las faldas con miradas invitadoras y pala-
bras insinuantes, permanecían tendidos en las cubier-
tas. Los que á la caída de la tarde parecían reanimarse
con la brisa y se estiraban impulsivamente lo mismo que
fieras carnívoras que despiertan, quedábanse ahora hun-
didos en los sillones del fumadero con la inconsciencia
de la boa enrollada, siguiendo vagamente las espirales
de humo del cigarro.
Parejas amigas, de cuyas intimidades se ocupaban
con deleite los murmuradores, permanecían en los asien-
tos de la cubierta, sin verse, sin conocerse, volviéndose
la espalda, faltos de fuerzas para cambiar una palabra,
deseando tranquilidad y olvido. El bienestar animal
de la digestión y la atmósfera ardiente rechazaban el
amor á segundo término durante unas horas, como algo
molesto é intolerable. Las pasiones anteriores enmude-
cían. Nadie osaba insinuar una petición por miedo á
verla aceptada, teniendo que descender á la asfixiante
penumbra del camarote, removida por el aleteo del ven-
tilador.
Y fué en esta hora cuando Ojeda entabló su cuarta
conversación con Mina Eichelberger. Habían cruzado la
palabra por vez primera en la tarde anterior, al avistar
el buque las islas de Cabo Verde. Aun no hacía veinti-
cuatro horas que se conocían y Fernando la hablaba con
absoluta confianza, libre de los retrocesos que inspira
la timidez, como si un largo trato de años hubiese des-
gastado entre ellos todas las angulosidades de la pru-
dencia y el miedo. La vida sobre el Océano en una
LOS aroonaütAkS 287
jaula flotante de algunos centenares de metros, donde
era imposible moverse sin tropezarse, hacía marchar las
amistades vivamente.
Cuando el buque estuvo frente á las islas y los pasa-
jeros contemplaron las montañas tras las cuales ocultá-
base el sol ensangrentando el horizonte, los dos se ha-
blaban ya con rápida confianza y sus manos sentían
un estremecimiento simpático al encontrarse entre las
hojas de las partituras. Veíanse solos en el salón, olvi-
dados de la gente, que había afluido á los costados del
buque. Mina cantaba á media voz, súbitamente ruboro-
sa, al pensar que Fernando estaba de pie, detrás de ella,
dejando caer su mirada sobre su nuca y sus espaldas.
Se avergonzaba tal vez con súbita coquetería al verse
mal trajeada y sin ningún adorno de tocador. Cuando
sus manos permanecían inertes sobre el piano y cesaba
de cantar, hablaban entonces de la música, de los céle-
bres maestros, del gran mago, del nigromante — nom-
bres que Ojeda daba á Wágner — , insistiendo en estos
tópicos que habían servido de pretexto para iniciar su
conocimiento.
Las primeras palabras habían sido en inglés, luego
en francés, y al ñn, como si buscase ella mayor des-
ahogo para su expresión, habló en italiano, un italiano
lento, titubeante, recuerdo de una época cercana en la
cronología de su existencia, pero remota, muy remota
en sus recuerdos. Era la época de su gloria, durante la
cual había cantado fuera de la tierra germánica las
obras del m^ás famoso de los maestros alemanes.
El pequeño Karl, niño de gravedad hombruna, al
ver á su madre en conversación con este desconocido,
había olvidado el libro de estampas, marchando hacia
ella para colocarse entre sus rodillas. Abría sus ojos
asombrado por el lenguaje incomprensible que se cru-
zaba entre los dos, y de vez en cuando, con la tenacidad
vanidosa de los pequeños que no toleran verse olvida-
dos, hablaba á su madre en alemán, formulando una
petición, ó se frotaba contra sus rodillas para hacer vi-
sible su presencia.
Jugueteaban las manos de Mina con sus cabellos la-
cios, de un rubio blancuzco, pero distraídamente, con
288 V. BLASCO IBÁÑBZ
un descuido de madre preocupada, sin que sus ojos des-
cendiesen hasta él. Miraba á Fernando con una franque-
za varonil, cual si fuese un cantarada, sonriendo á todas
sus palabras sin saber por qué. Fijábanse sus pupilas en
las pupilas de él resueltamente, como si quisiera son-
dearlas con su fluido visual. Pero de pronto arrepentía-
se de esta conñanza, sentía miedo y vergüenza y giraba
la cabeza para escucharle con los ojos perdidos en los
pentagramas del libro de música.
El hablaba mientras tanto, más atento á sus pensa-
mientos mudos é internos que á lo que decía con su
boca. La examinaba audazmente, detallando con los
ojos toda su persona, sin obtener al final un juicio exac-
to. ¿Era fea?... ¿Era hermosa, con una belleza exangüe
de flor marchita?... Ojeda recordaba ciertos muebles
antiguos, de dorados borrosos y nácares opacos, que al
abrir sus cajones esparcen un perfume sutil de alma ol-
vidada. Pensaba también en los salones viejos y polvo-
rientos que guardan entre las grietas de sus muros
jirones de ricas tapicerías reveladores de suntuosidades
que fueron; en las voces débiles, quejumbrosas por la
enfermedad, que de pronto se arrastran con roce ater-
ciopelado ó se elevan con la vibración de una perla so-
bre el cristal denunciando un pasado de gloria...
Veía su cuello esbelto, de líneas armoniosas y gráci-
les, cuando permanecía en reposo, pero que á la menor
contracción marcaba la tirante madeja de sus tendones.
Se fijaba en la cortante arista de las clavículas bajo la
epidermis mate de una blancura verdosa que absorbía
la luz sin reflejarla. La más leve sonrisa abría en sus
mejillas dos tristes oquedades obscuras que tal vez ha-
bían sido antes graciosos hoyuelos. Una consunción
interna había devorado las morbideces que suavizan
con armonioso almohadillado el cuerpo femenil; pero
esta consunción era irregular, fragmentaria, ensañán-
dose en unas partes del organismo y olvidando otras;
dejando incólume, con incomprensible respeto, lo más
prominente: los pechos, todavía frescos y victoriosos
sobre el torso enflaquecido, semejantes á un doble blasón
de mármol en una fachada ruinosa; las caderas, de ro-
bustez germánica, firmes é inconmovibles, como si en
LOS ARGONAUTAS 289
ellas fuese más el hueso del armazón que la carne del
revestimiento.
La piel, tersa en unos lugares del cuerpo, se aflojaba
en otros, dejando dolorosos vacíos entre ella y el óseo
andamiaje. Pero la mirada era indudablemente igual
que en los tiempos de su gloria. Los extremos de la
boca, los ángulos externos de los ojos, remontábanse á
un tiempo con la sonrisa, una sonrisa interior, dulce y
enigmática como las que pintaba Leonardo. La deca-
dencia física se había detenido piadosa ante la bella ex-
presión de sus labios encorvados hacia arriba, como una
luna en creciente. Sus párpados, algo marchitos, filtra-
ban al contraerse una luz transfiguradora semejante á
la del sol sobre las ruinas, que dora el moho de las pie-
dras negruzcas y da alegrías de jardín á las plantas pa-
rásitas de los escombros. Un tenue olor de carne perfu-
mada y enferma llegaba hasta Ojeda, pero tan leve,
tan vagoroso, que no sabía ciertamente si era su olfato
quien lo percibía ó su imaginación. Y otra vez pensaba
en el ambiente dormido de los antiguos muebles de se-
creto, que huelen á cartas de amor, polvo, ramilletes
secos, cintas olvidadas y polillas.
Por la noche había vuelto á hablar con ella lar-
gamente. En las inmediaciones del fumadero, Mina
lo presentó á su esposo, aprovechando una rápida sa-
lida de éste, que iba á su camarote en busca de tabaco,
abandonando á los compañeros y las altas columnas
de redondeles de fieltro que denunciaban los bocks
consumidos.
El músico se mostró cortés y respetuoso. Era un
honor para él estrechar la mano de tan gran poeta. No
había leído un solo verso de Fernando, pero en las
averiguaciones y curiosidades de los primeros días de
navegación, cuando todos desean saber quién es el
vecino, Maltrana había hablado del talento poético de
su compañero, y esto bastó para que lo designasen por
antonomasia con el título de «el poeta». Algunos ale-
manes, dispuestos á reconocer y acatar todas las dife-
rencias y gerarquías sociales por una irresistible ten-
dencia á la admiración, le llamaban «el gran poeta»...
«un poeta kolosal», con méritos tanto más grandes
19
290 V. BLASCO IBÁÑBZ
cuanto que vivían perdidos en el misterio de una len-
gua desconocida.
Ojeda experimentó al examinar el maestro Eichelber-
ger la misma sensación que ante su esposa. Vio algo que
había sido, y al no ser, guardaba en su ruina los muer-
tos esplendores del pasado. Los gestos, las palabras,
todo en su persona era de un hombre superior al medio
en que vivía actualmente. Eebuscaba sus palabras, se
atusaba el bigote, un bigote de antiguo germano con los
extremos caídos; se echaba atrás, con aire de inspira-
do, la luenga cabellera rubia, en la que apuntaban las
canas. Pero sus ojos macilentos, de córneas ligeramente
inflamadas, los manchurrones rojizos y malsanos de su
rostro, cierta timidez al verse en presencia de alguien
que por su superioridad le hacía recordar el pasado
como un remordimiento, revelaban los vicios tenaces de
su vida fracasada. De pronto, para no delatarse en los
azares de una larga conversación, se apresuró á despe-
dirse del poeta. Fernando creyó igualmente que el mú-
sico huía de mostrarse ante su mujer en esta forma cor-
tés tan contraria á la realidad, temiendo sin duda la
muda ironía de sus pensamientos.
Quedaron solos hasta cerca de media noche en un
rincón de la cubierta, teniendo entre los dos al pequeño
Karl, que empezaba á familiarizarse con Ojeda. Cuando
se cansaba de apoyar la cabeza en las rodillas de la ma-
dre, iba en busca del nuevo amigo, acogiendo como un
gatito manso la caricia de sus manos en la flácida cabe-
llera. El sueño acabó por rendirle y Mina lo llevó á su
camarote, despidiéndose de Fernando con visible con-
trariedad. Pero á los pocos minutos volvió á subir, como
si tirase de ella algo superior á sus preocupaciones de
madre, y tuvo una mirada de gratitud para Ojeda al
verlo inmóvil en el mismo asiento, cual si prolongase
mudamente la entrevista anterior.
Volvieron á hablarse, pero completamente solos, en
creciente intimidad, sin prestar atención á la orquesta,
que ejecutaba su concierto nocturno de valses, sin ñjar-
se en las miradas curiosas de algunos paseantes que
parecían tomar nota del repentino acercamiento de dos
personas que hasta entonces nadie había visto juntas.
LOS ARGONAUTAS 291
Una tos seca y persistente hizo volver la vista á Fernan-
do. Era Mrs. Power con la pareja de compatriotas suyos
que pasaba por delante de él fingiendo no verle.
A la mañana siguiente se habían encontrado de
nuevo. Mina subió á la cubierta en las primeras horas,
mucho antes que los otros días, llevando de la mano á
Karl. El pequeñuelo apenas vio á Fernando corrió hacia
él, dejando flotar sus rubias guedejas sobre el cuello azul
de su blusa marinera. Este vínculo de aproximación
hizo que los dos se abordasen sonrientes, con la mano
tendida, continuando la conversación de la noche ante-
rior. Y una vez terminado el almuerzo, Karl se había
encaramado por una de las escaleras que conducían á
la última cubierta, atraído por la gritería de los niños
en pleno juego. Su madre le siguió, mirando antes en
torno para ver si Ojeda estaba cerca. Y éste fué tras
ella peldaños arriba, como si le atrajese su pálida
sonrisa.
— Aun no hace veinticuatro horas que nos conoce-
mos— pensaba Fernando — . ¡Los milagros del encierro
común! En tierra hubiese necesitado meses para llegar
á esta intimidad.
Se habían aislado los dos en medio del rebullicio que
agitaba al pasaje con motivo de las próximas fiestas del
paso del Ecuador. Fernando seguía á la alemana en la
vida de modesto apartamiento que hasta entonces había
llevado, tímida y orgullosa á la vez.
La noche anterior se había acercado Isidro á él cuan-
do estaba hablando con Mina. Debía recordarle que era
uno de los presidentes del comité organizador de las
fiestas, y los señores de la comisión reclamaban su pre-
sencia antes de terminar el programa. Pero Ojeda repe-
lió con malhumor el inoportuno llamamiento. Maltrana
podía representarle: delegaba en él toda la majestad de
su importante cargo.
A la mañana siguiente le buscaron los señores de la
comisión. Solicitaban su concurso para la velada litera-
ria y musical, una fiesta en la que todos los pasajeros
con alguna habilidad artística iban á mostrarla para el
gozo estético de sus compañeros de viaje. Sonaba el
piano incesantemente en el gran salón bajo los dedos en-
292 V. BLASCO IBÁNBZ
torpecidos de las señoritas que preparaban su «número».
Otros pianos no menos balbuceantes y expuestos á error
contestaban desde los extremos de la cubierta, en la
sala de los niños y en los camarotes de gran lujo. Voces
aflautadas y tímidas vocalizaban romanzas sentimenta-
les, canciones napolitanas, y se interrumpían para decir:
«¡Viniendo artistas á bordo! ¡qué atrevimiento!...» Al-
gunas jóvenes, bajo la crítica severa de un tribunal de
padres y de tías, recitaban versos en francés, tapándose
con un abanico los ojazos ardientes de criolla ó la boca
carmesí en la que empezaba á diseñarse la seda de
un leve bozo, contorsionando con reverencias de dama
versallesca sus caderas en capullo de futuras procrea-
doras.
Ojeda repelió con terquedad estas invitaciones al
«gran poeta» para que recitase algunas de sus obras. El
no gustaba de tales ñestas: no sabía decir bien dos versos
seguidos; además una gran parte de los oyentes no en-
tendían su idioma. Podían dirigirse al conferencista ita-
liano ó al abate de las barbas, que hacían el viaje para
divertir al público. El se había embarcado con otros
propósitos... Por cortesía los invitantes se dirigieron
también á Mina, recordando que la habían visto sentada
al piano. Podía «llenar un número». Pero ella se negó
ruborizada, alegando que no era artista, sino la simple
esposa del director de orquesta, y su intervención podía
molestar á las «estrellas» de opereta que venían en el
buque. Y los invitantes no creyeron necesario insistir
más cerca de una mujer pobremente vestida y que se
apartaba de todos con huraña modestia.
Su trato con Fernando infundía una nueva anima-
ción á su existencia. Parecía resquebrajarse después de
cada entrevista el aislamiento en que había vivido hasta
entonces como en un caparazón erizado de púas. Y en
este resurgimiento contemplábala Ojeda cada día con
mayor interés. Iba revelando su pasado fragmentaria-
mente, con titubeos de modestia, cual si temiese fatigar
la curiosidad de su amigo. Euborizábase con la evoca-
ción de ciertos infortunios que había deseado olvidar
para mantenerse de este modo en la paz de una vida
monótona, sin esperanzas ni recuerdos.
LOS AJJOONAUTAS 293
¡Su brillante entrada en la vida, mucho antes de co-
nocer al maestro Eichelberger, cuando la aplaudían en
los teatros de Alemania y aprendiendo luego el italiano
interpretaba las obras de Wágner en las escenas de
Europa y América!... Diez y nueve años; su voz no era
portentosa; justa y precisa nada más; la necesaria para
cantar su parte sin ahogos. Pero los entusiastas del gran
mago la apreciaban porque sabía entrar «en la piel de
los personajes». Wágner poeta, creador de héroes épicos,
intérprete de conflictos humanos, le inspiraba tanta
adoración como Wágner músico. Durante mucho tiem-
po, por un fenómeno de artística adaptación, había
creído ser Brunilda. Su verdadera personalidad era la
de la hija de Wotan. Sólo vivía de noche á la luz de las
baterías escénicas, acompañada en sus pasos y lamen-
tos por la música misteriosa que surgía del abismo or-
questal. El pecho encerrado en los mamilares de la cora-
za de escamas, el metálico casquete rematado por dos
alas blancas, la lanza vibradora en una mano, el manto
purpúreo siguiendo con una flotación de bandera su paso
vigoroso de virgen fuerte: todo esto había sido la reali-
dad. La vida en los hoteles, los viajes por mar y por
tierra, las míseras rivalidades de profesión, eran un en-
sueño incierto é incoloro, un limbo del que sólo guarda-
ba pálidos recuerdos.
El poder demoníaco de la música la había poseído
por entero, transportándola á las regiones de una vida
superior. La grosera realidad, cortina engañadora que
oculta á nuestros ojos la suprema belleza para que nos
resignemos á la penumbra de la existencia práctica y
vivamos como bestias mirando al suelo, rasgábase para
ella todas las noches así que pisaba las tablas.
Sentía su alma bañada en divina tristeza cuando el
padre-dios, iracundo y bondadoso á un tiempo, la cas-
tigaba por su desobediencia, aletargándola sobre el
peñasco que había de rodear el fuego con un muro
rojo de ondeantes almenas. Canutaba con la alegría de un
pájaro que saluda al día y al amor cuando la despertaba
Sigfrido, el gran niño sin miedo y sin prudencia, y al
despojarla de su armadura le arrebataba la virginidad.
¡Adiós grandeza fría de los dioses! Ella quería ser mu-
294 V. BLASCO IBÁÑBZ
jer, con todos los dolores y las pobres alegrías de los
humanos.
Extremecíase aún al recordar el final de la gran
epopeya, ante la pira fúnebre rematada por el cadáver
del héroe, cuando tremolando la antorcha vengadora
que convierte en cenizas el reino de los dioses, expre-
saba su pena y su sabiduría. Era su tristeza la de la mu-
jer superior que ha amado á un ser ligero, valeroso é
inconstante, y en la hora suprema lo plañe y disculpa sus
faltas. La gran verdad, resumen de todas las experien-
cias de la vida; la verdad que buscamos á tientas y
desechamos muchas veces al encontrarla; la que sólo
reconocemos en el último momento, cuando ya es imposi-
ble recomenzar y los errores no tienen remedio, salía
de su boca llorosa: «Eenuncio á mi divina ciencia y se
la doy al mundo. Sepan los hombres que la felicidad
no es la riqueza, ni el oro, ni el poder de los dioses. No
es tampoco la pompa del rango supremo, ni los lazos
mentirosos de las convenciones sociales, ni las riguro-
sas reglas de una hipócrita ley. En la alegría como en
la tristeza, sólo existe para el hombre una fuente de fe-
licidad: ¡el amor!»
Y la pasión que ponía Mina en su voz comunicábase
á los que la escuchaban. En sus peregrinaciones de tea-
tro en teatro, acompañada por su madre — viuda de un
militar bávaro muerto en la campaña de Francia — , la
joven se había visto diversas veces solicitada en matri-
monio. Un millonario de la América del Norte quiso
casarse con esta alemana de la que hablaban los perió-
dicos, y cuyos retratos gozaban el honor de ser exhibi-
dos al lado de los presidentes de la gran República y
los más famosos boxeadores.
Cantantes de porvenir le ofrecieron la asociación ma-
trimonial para hacer ahorros en común, amasando una
gran fortuna. Pero ella llegó á los veinticinco años sin
prestar oído á estas proposiciones, que atentaban contra
su gloria, hasta que conoció el amor en la persona del
maestro Eichelberger. Tal vez no fué amor: tal vez fué
lástima. Las mujeres sienten desarrollarse en su pecho el
sentimiento de la maternidad mucho antes de ser madres
y lo aplican á todo hombre que les inspira un interés
LOS ARGONAUTAS 295
de conmiseración, confundiendo el amor con la piedad.
Se había engañado voluntariamente, interesada por los
defectos del músico.
— Fué en Dresde donde nos conocimos — dijo Mina — .
El á pesar de su juventud tenía cierto renombre de com-
positor. Todos le creían destinado para algo más gran-
de que dirigir una orquesta. Algunas de sus romanzas
empezaban á ser populares en Alemania: una sinfonía
suya había sido aplaudida en los conciertos de Berlín.
Trabajaba poco, su vida era borrascosa, y yo pensé que
le faltaba, como á todos los hombres superiores en la
primera época de su vida, un cariño que lo guiase, el
amor de una compañera inteligente que lo sostuviera
en el buen camino.
Se acordaba de la juventud del gran mago, de su pri-
mera mujer, Mina Planer, hacendosa y burguesa, que
seguía la carrera de cantante como un oficio, pero que
supo facilitar su producción, defendiéndolo de los acree-
dores, organizando un hogar modesto que sin ella no
habría tenido jamás el grande hombre.
— Creía encontrar en la semejanza de nuestros nom-
bres una identidad de destinos. Yo podía ser la Mina de
este nuevo Wágner que empezaba á surgir de la obscu-
ridad. Y así se inició lo que no fué nunca amor, sino
un gran sacrificio por la gloria... ;Ay! ¡Cómo nos enve-
nena el arte cuando lo introducimos de consejero en
nuestra pobre existencia!
Se buscaban con una simpatía intelectual, entre los
demás artistas, vulgares jornaleros de la música. Mina
le había recibido frecuentemente contra la voluntad de
su madre, señora de rígidos principios que no podía
transigir con los desórdenes del maestro. Hablaban jun-
tos de El, del demiurgo, del nigromante; se extasiaban
ante el piano, con los nervios estremecidos por el poder
demoníaco de su música. Un día, Eichelberger llegaba
borracho á estas entrevistas, completamente borracho.
¡Esta semejanza más!... También Wágner á los veinte
años, cuando era simple director de orquesta en Mag-
deburgo y no tenía otras obras que Las hadas y la sinfo-
nía de Cristóbal Colón^ había llegado beodo una noche á
la habitación de Mina Planer. Y la consecuencia de esta
296 V. BLASCO IBÁÑBZ
embriaguez fué el matrimonio con una mujer que no
creyó mucho en su talento, pero supo cuidar de su coci-
na y salir adelante de los apuros pecuniarios con el sen-
tido práctico de una antigua obrera habituada á la mise-
ria. La suerte marcaba su camino á la otra Mina. Esta,
más inteligente, sabría «redimir» al joven maestro, que
sólo necesitaba el apoyo del amor para revelarse como
un genio. Y después que Eichelberger beodo pasó la
noche en su cuarto, el matrimonio fué cosa decidida y
la madre tuvo que resignarse.
Entristecíase Mina al recordar este suceso; el gran
error de su existencia, el cambio fatal de rumbo. Se
llevaba una mano á la frente, como si quisiera arran-
carse un recuerdo tenaz para arrojarlo al Océano...
¡Los crueles engaños del arte! ¡Las intermitencias del
talento, que en unos apunta como flor seductora con los
días contados y en otros tiene la inmovilidad grandiosa
de la montaña!...
— Usted habrá visto arrastrando una existencia de
miseria artistas de hermosa voz, que sin embargo can-
tan en los cafés como mendigos. La gente se indigna
contra esta injusticia de la suerte. Hay que ayudarlos:
hay que llevarles á la ópera. Y cuando van á ella, el
fracaso más desolador acompaña su intento. Saben can-
tar bien una romanza, pero no pueden con una ópera
entera. Al ñnal del primer acto se enronquecen; al se-
gundo han perdido la voz; antes del ñnal tienen que
huir... Y lo mismo se encuentran talentos frágiles en
todas las artes: talentos en capullo que no se abren
nunca, que carecen de vigor para abrirse y se marchi-
tan y mueren.
Ojeda asintió con movimientos de cabeza. Pensaba
en los pintores de bocetos «geniales» que nunca llegan á
terminar un cuadro: en los que hacen concebir optimis-
tas ilusiones con fragmentos poéticos ó cortos relatos y
jamás pueden escribir un libro. Mina decía bien: no bas-
taba cantar la dulce romancita, breve como un suspiro:
había que cantar la ópera entera sin ronqueras ni des-
fallecimientos. El arte exigía paciencia, y sobre todo
fuerza, mucha fuerza. La voluntad era una inspiración.
— Mi marido — continuó ella con desaliento — no pasó
LOS AKGONAUTAS 297
de las obras de su juventud. Dio con éstas «todo lo que
tenía de artista.» ;Y yo que ie creía un genio!...
Le había visto debatirse como un emparedado, pug-
nando por levantar la enorme losa caída sobre él, inter-
puesta entre los ojos de su espíritu y la luz ansiada. Y
Mina no tenía siquiera el consuelo de la ignorancia, no
podía engañarse como otras mujeres que creen ciega-
mente hasta el último instante en el talento de sus
maridos, y atribuyen su desgracia, á injusticias de la
suerte. Dábase cuenta de la debilidad artística de Eichel-
berger, seguía con mirada dolorosa su descenso, reco-
nocía la razón de aquella indiferencia creciente que
rodeaba su nombre.
Por desesperación ó por ansia de consuele^, él se en-
tregaba cada vez con mayor tenacidad á su vicio pre-
dilecto. Bebía sin recato, olvidado ya de los miramien-
tos que había tenido con ella en los primeros meses de
matrimonio. Acompañábale la embriaguez hasta en las
funciones más difíciles de su profesión. Ocupaba muchas
veces estando ebrio el atril de director. Los teatros em-
pezaban á rehusar sus ofrecimientos. Su nombre no ins-
piraba confianza: antes bien, era acogido con risas ultra-
jantes. Quejábanse los artistas de sus cambios de humor;
de sus cóleras alcohólicas que perturbaban los ensayos
con un estrépito de batalla. Su desprestigio comenzó á
influir en el renombre arlístico de la esposa. A fuerza
de comentar los incidentes de su existencia matrimo-
nial, el público la encontraba menos interesante.
Ojeda creyó adivinar en la faz dolorosa de Mina un
sinnúmero de miserias inconfesables. Se imaginaba la
vuelta del teatro de estvxs dos seres que ya no podían
entenderse; ella resignada, con mudos gest(^s de deses-
peración: él embrutecido por la amargura del fracaso.
Tal vez sus disputas habían terminado con golpes; tal
vez al entrar en la casa titubeante y oliendo á alcohol,
este falso Wágner, con una pesadez brutal, había puesto
su puño en la cara de Mina, la criatura de ensueño que
intentaba «regenerarlo».
Hablaba ella lacónicamente al hacer memoria de esta
parte de su vida, como si quisiera salir cuanto antes de
los dolorosos recuerdos.
298 V. BLASCO IBÁÑBZ
— Mi madre murió. . . y yo tuve á Karl para mayor des-
gracia. Quedé enferma, creo que para siempre: enferma
por ser madre; enferma por haber sido esposa... ¡Ah, ese
hombre!... Y sin embargo, no es un malvado: es un niño
grande é inconsciente; un niño que se ha vuelto cruel al
convencerse de su fracaso: un egoísta que se refugia
en la bebida y sólo á ratos se da cuenta del daño que
me ha hecho... Yo perdí la voz, me marchité siendo
aún joven y tuve valor para huir del teatro antes de
alegrar á las compañeras con una ruina total. El... ya
lo ve usted: al frente de una compañía de opereta, mar-
cando con la batuta valses vieneses. ;Un hombre que
ha dirigido Tristán y Los maestros cantores!.,. Sólo para
un viaje por América ha podido encontrar quien lo con-
trate. El empresario lo riñe como á un corista, y se
propone vigilarlo en tierra para que no beba antes de
las representaciones.
El público había olvidado á Mina completamen-
te. Su nombre no era más que un vago recuerdo para
los entusiastas que guardaban memoria de los intér-
pretes wagnerianos. Las glorias escénicas mueren
pronto...
— Hace poco he encontrado mi nombre en una revis-
ta. Hablaba de mí como de una joven de grandes espe-
ranzas, que se perdió prematuramente. Muchos me creen
muerta: el articulista se lamentaba de mi triste fin... Y
á mí no se me ocurrió decir una palabra que desvane-
ciese el error. La Schmale (mi nombre de teatro) está
bien muerta; muerta para la memoria del público que
tanto la aplaudió, muerta para ella misma, que no quie-
re acordarse de nada... Ahora sólo falta que Fra^t
Eichelberger, la mujer fea y enferma de un director de
opereta, muera también, pero de verdad, para olvidar
de una vez los grandes errores de su vida.
Y aquella tarde, al lado de Fernando, en la última
cubierta del buque, mirando el Océano repetía con des-
esperación:
— El poder demoníaco de la música, que influye en
nuestra suerte como antiguamente influían los astros...
A él debo mi desgracia, y sin embargo lo amo.
El mar luminoso, azul, estaba cortado por una ancha
LOS ARGONAUTAS 299
faja de reflejos de sol, camino de fuego triangular que
descansaba su vértice en el horizonte y su base incierta
y temblona en un costado del buque. Las cumbres de
las pequeñas ondulaciones palpitaban erizadas de ful-
gores como fragmentos de espejo. Los ojos se contraían
fatigados por el excesivo resplandor del cielo y del Océa-
no, que parecía abrasar la retina.
Mina y Fernando, para evitarse la molesta refrac-
ción, apartaban sus ojos del horizonte mirando debajo
de ellos mientras hablaban. Extendíase á sus pies un
tercio del buque, toda la sección de proa, el hocico fé-
rreo que iba arando con tenacidad infatigable los cam-
pos oceánicos, verdes y luminosos de día, obscuros y
abullonados de noche, con una arista fosforescente en
cada pliegue como el lomo de una sirena.
Al mirar abajo experimentaban la sensación del via-
jero que contempla un pueblo desde la plataforma de
una torre.
Las diversas cubiertas del trasatlántico descendían
como peldaños, para volverá remontarse en el extremo
opuesto, donde formaban el castillo de proa. A una re-
gular profundidad, veían el principio de la cubierta del
comedor; un entarimado húmedo en el que descansaban
los brazos de dos grúas con sus articulaciones de ruedas
dentadas, y del que surgían varios trombones de venti-
lador pintados de blanco con la garganta escarlata. Más
adelante, la gran plaza del combés estaba oculta bajo
un toldo de lona, y de esta tienda surgía el palo trin-
quete, un gran mástil de acero amarillo y hueco seme-
jante á un alminar, en torno del cual se alineaban los
brazos de descarga, cirios gigantescos atados en haz
alrededor de la cofa. Y de esta cofa á las bordas, se ten-
dían en ángulo los cordajes de acero, las escalas para la
marinería, todas las lianas férreas que la construcción
naval hace crecer en torno de los mástiles para asegurar
su estabilidad y facilitar su acceso. En último ténnino el
castillo de proa, espacio triangular que tenía en su
vértice un pequeño mástil para la bandera de la compa-
ñía cuando el buque entraba en los puertos. Y en este
triángulo, ocupado por los cabrestantes á vapor que ele-
vaban ó descendían las anclas, también abrían los ven-
300 V. BLASCO IBÁÑEZ
tiladores sus tentáculos respiratorios, sus bocas de ser-
peiitón ávido de oxígeno.
Las invisibles palpitaciones del mar en la tarde se-
rena, hacían que el triángulo de la proa se elevase y
descendiese, como una cabra saltadora y juguetona, al
partir las aguas con su filo. Este movimiento parecía
circunscrito á aquella parte del buque, pues sus vibra-
ciones se amortiguaban al extenderse por los flancos
y apenas eran sensibles en el resto de la gigantesta cons-
trucción. Las espumas, luego de elevarse junto á la proa
cual dos surtidores de leche pulverizada, resbalaban
por los costados formando grandes redondeles semejan-
tes á los anillos de luz sideral. Corrían de proa á popa
las aguas removidas, dos ríos, verdes, agitados, tumul-
tuosos, abiertos en la inmovilidad azul del Océano. Los
peces voladores saltaban por enjambres, se abrían en
grandes abanicos de plata y rosa volando lejos, muy
lejos, en vistoso chisporroteo, arando la superficie con
el arañazo de sus colas, hasta que fatigados volvían á
sumirse en la profundidad.
Cuando la proa quedaba dormida por algunos minu-
tos, el buque parecía inmóvil, clavado en el mismo si-
tio. La velocidad de su marcha hacía ver con un enga-
ño óptico que era el Océano el que venía corriendo
á su encuentro en gigantescos repliegues que se empu-
jaban unos á otros. Los ojos abarcaban un anfiteatro
azul, inmenso, monótono, que borraba la noción de
volúmenes y distancias. Luego parpadeaban con una
sensación de extrañeza al replegarse en esta cascara
férrea, perdida en el infinito, con su hervidero de hor-
migas sobre el lomo.
A espaldas de Mina y su compañero sonaban los dis-
cos de madera resbalando sobre la cubierta, empujados
por las palas de los jugadores. Cada vez que uno de aqué-
llos venía á colocarse sobre un buen número del cuadro
trazado en el suelo, estallaba el grupo infantil en palmo-
teos y gritos, que hacían revolverse en sus sillones á los
pasajeros dormitantes.
Karl, con aire pensativo y un dedo en la boca, con-
templaba de cerca el juego de estos niños mayores que
él. De pronto, como si experimentase la necesidad de ser
LOS ARGONAUTAS 301
protegido, huía y se pegaba á las faldas de la madre,
que atenta á la conversación, no hacía caso de sus lla-
mamientos insistentes. Cansado de pasar inadvertido,
atraíale otra vez la gritería de los muchachos, volviendo
lentamente hacia ellos.
Hablaba Mina con tristeza del mundo viejo que deja-
ban á sus espaldas. ¡Ah, Berlín!... Este nombre hacía
revivir los recuerdos más tristes de su vida, años de po-
breza desesperada, de humillaciones crueles, de vergon-
zosa decadencia. Marchaba hacia las tierras nuevas con
la ilusión de algo mejor.
Ojeda, al oir esto, sonrió imperceptiblemente. Tam-
bién la esperanza guiaba el viaje de la infortunada
walkyria. El nuevo mundo era el único remedio para
la gran equivocación que había trastornado su exis-
tencia. Mina se lanzaba á esta aventura por su hijo, por
el porvenir del pequeño Karl, único vínculo que la unía
á la existencia. ¿Qué podía desear?... Más allá de sus
esperanzas de madre, no había para ella ninguna ilu-
sión. Todo había terminado: ni hermosura, ni gloria,
ni siquiera salud le guardaba el porvenir.
— Soy vieja á la edad en que otras mujeres empiezan
el verano de su vida. Los años han caído sobre mí de
golpe: llevo el peso de los míos y los de las otras que
son felices... Las desgraciadas cargamos con nuestra
edad y las edades de las que siendo dichosas prolongan
su juventud. Yo creo á veces que tengo mil años... ¡Y
enferma! ¡Arrastrando para siempre las consecuencias
de haber sido madre!...
Deteníase al decir esto con prudente rubor, no osan-
do confesar las internas tribulaciones que agitaban su
organismo. Sus ojos iban hacia Karl con la expresión
amorosa y triste de un artista que contempla su obra,
fruto de penalidades, jirón doloroso de la propia exis-
tencia. Había salido de sus entrañas, pero era también
el hijo de su marido.
Fernando creyó adivinar los pensamientos de la ma-
dre en la fijeza con que miraba la cabeza voluminosa
de Karl. El niño tenía un aspecto demasiado grave para
sus pocos años, un aire de vejez prematura.
—¡Cómo temo por su destino!— dijo Mina — . Paso las
302 V. BLASCO IBÁÑB2
horas mirándolo en silencio. ¿Qué será? ¿qué saldrá de
él?... A veces creo que puede ser un grande hombre,
un genio, ¡quién sabe! Las madres nos creemos todas
predestinadas á dar prodigios al mundo. Dice cosas
superiores á su edad. ¡Y ese gesto grave, como si le
bullesen en la cabeza pensamientos que no acierta á for-
mular!... Otras veces me asusto. Es muy débil: la enfer-
medad le asalta en toda clase de formas. Le dan ataques
cuando lo contrarían... Es el hijo de él; un hijo de padre
degenerado.
Las lágrimas asomaban á sus párpados, pero una
resolución enérgica sucedía á este desaliento. ¿Quién
podía adivinar qué rehabilitaciones morales la espera-
ban á ella en una vida nueva al otro lado del Océano?
Tal vez hasta el mismo Eichelberger se regenerase con
el trabajo. Y si este trasplante de un hemisferio á otro
no producía efecto en el músico, seguramente influiría
en el hijo, que estaba en edad para sentir la impresión
del cambio de medio.
Pensaba quedarse en el nuevo continente: sentía ho-
rror á la vida de Europa. Cuando terminasen los com-
promisos con el empresario, se establecerían en Buenos
Aires ó en otra ciudad. Ella y su marido darían lecciones
de canto. Karl podía emprender una de las muchas ca-
rreras prácticas que enriquecen á los ciudadanos de los
países jóvenes. Todo menos volver al país de origen,
tierra de lágrimas, que le hacía recordar las noches frías
junto al fuego mortecino, con el hijo en los brazos, espe-
rando hasta altas horas el paso titubeante del maestro
y sus balbuceos de beodo; los embargos afrentosos; las
groserías de los acreedores; las tristes reflexiones ante
una mesa que á veces se cubría de abundantes alimen-
tos con los inesperados altibajos de la existencia bohe-
mia y se manchaba con la espuma del champan, pero
en la que casi siempre el pan y las patatas eran lo
único valioso. Y á impulsos de la esperanza, que pone
la dicha más allá de la realidad del momento, en la in-
certidumbre de lo ignoto, veía Mina la salud, la paz y
el olvido en aquel país de misterio hacia el cual la lle-
vaba el buque, tierra maravillosa de la que no conocía
ni el idioma.
LOS ARGONAUTAS 303
El pequeño, agarrado á una mano de su madre, ti-
raba de ella con melopea quejumbrosa. Había sonado
la hora del té; los muchachos, abandonando su juego,
estaban abajo en el comedor. Mina se despidió de su
amigo, y los extremos de sus ojos y su boca se contra-
jeron hacia arriba con una sonrisa pálida que parecía
iluminar el rostro: «sonrisa de luna», según Ojeda.
— Hemos hablado mucho tiempo. Siempre estamos
juntos. ¿Qué van á decir de nosotros las señoras que
usted trata?... ¿Qué dirá esa norteamericana tan hermo-
sa y tan elegante al ver que le robo su conversación?...
Pero conmigo no hay celos posibles. Soy fea, soy pobre;
en todo el buque no se encuentra una mujer que vaya
peor vestida que yo.
Y á pesar de la tristeza con que dijo estas palabras,
algo de su antigua coquetería de artista festejada y
admirada por la muchedumbre se mostró á través de
su sonrisa, rejuveneciéndola con llamarada fugaz.
— ¡Qué gran mujer debe haber sido! — pensó Fernan-
do— . ¡Y qué desgracia la suya!
Mientras se alejaba llevando de la mano á su hijo,
él la siguió con ojos de conmiseración.
Al descender á la cubierta de paseo encontró Fer-
nando al doctor Zurita, que hablaba con Maltrana, apo-
yados los dos en la baranda, frente al mar. La soledad
del Atlántico traía á su memoria el recuerdo de los argo-
nautas de España, que habían sido los primeros en vio-
lar el secreto de los desiertos azules.
— Venga acá, doctor— dijo Zurita á Ojeda, aplicán-
dole el título universitario — . Estábamos conversando de
cosas de su país, de los primeros navegantes que se lan-
zaron por estos mares. ¡Qué hombres corajudos! ¡Cosa
bárbara!... Yo siento orgullo al hablar de ellos. Al fin
todos somos de la misma sangre. Mi abuelo era gallego.
Es decir, gallego no; pero ya sabe usted que en mi tierra
nos queda la fea costumbre de llamar gallegos á todos
los españoles. Era de cerca de Burgos, y yo he hecho en
dos automóviles, con toda la familia, el viaje de París á
Madrid sólo por ver el pueblo de donde procedemos. Y
les dije á los míos: «Miren, niños, y aprendan; de aquí
salieron los abuelos de ustedes.» Me conmoví un poco al
304 V. BLASCO IBÁÑBZ
ver la pobreza do donde venimos. Pero mi muchachada
— gente alegre y do poco seso — se reía y lo encontraba
todo muy feo y miserable... Parece mentira que de esas
poblaciones de color de yesca, en las que apenas se en-
cuentra aguapara lavarse, saliesen hace siglos los hom-
bres sin miedo que se lanzaron por estos pagos.
Se generalizó la conversación, y al fin fué Ojeda el
único que habló, n^cordmido con entusiásticas palabras
las hazañas de los argonautas oceánicos. Después del
primer viaje de Colón, los puertos españoles habían sido
como palomares abiertos de cuyas bocas se escapaban
con las alas tendidas las frágiles y audaces carabelas.
Los espejismos del oro y el espíritu de aventura des-
arrollado por siete sigh)S de guerra con el sarraceno,
empujaban á los audaces. Salían á descubrir pequeñas
flotas autorizadas por los reyes, pero eran más las ex-
pediciones clandestinas, muchas de las cuales quedaron
en el misterio. Estas ex]>ediciones secretas, costeadas por
los mercaderes de Sevilla y Cádiz, iban dirigidas por
compañeros del Almirante conocedores de la ruta de las
Indias ó por marj-ios improvisados. Hasta los sastres
— según un autor de la época — sentían la ambición de
meterse á descubridores.
Duros hidalgos que jamás habían visto el mar, lan-
zábanse en el ignoto Océano con una confianza asom-
brosa. Tomaban el mando de la carabela ó de la nao,
sin otro auxilio y consejo que el de algunos navegantes
costeros, con la misma tranquilidad que los paladines
tantas veces admirados en los libros de caballerías, se
metían en el primer barco misterioso que encontraban
en una costa desierta. Escribanos de Andalucía aban-
donaban sus protocolos para transformarse en descu-
bridr res; mercaderes amagados de ruina huían de la
lonja para compn-r un barco con el resto de su fortu-
na y lanzarse á lo desconocido. ¡Qué de catástrofes
ig] toradas en esta lucha con el misterio geográfico, sin
más guías que la ti y la santa ignorancia! ¡Qué de bu-
ques descendidos ñ. las simas oceánicas cuando regresa-
ban con noticias do tierras nuevas que había que volver
á descubrir años vlespués!...
La ansiada ri<iueza se dejaba entrever un momento
LOS AIlüONAUTAS 305
y huía medrosa ante las proas de los nautas. Los indí-
genas de las costas hablaban de enormes riquezas y de
monarcas poderosos, señalando siempre al interior, más
allá de las montañas que parecían tocar el cielo y de
las ciénagas temblorosas, inmensos mares de hierbajos
acuáticos. Pero de los rescates con estas gentes cobri-
zas, pródigas en relatos portentosos y míseras en rea-
lidades, sólo traían los navegantes algunas perlas de-
formes mal perforadas ó vistosos guanines^ joyeles de
oro bajo labrados en sutiles hojas.
Al volver al puerto español con mágicas noticias y
pobre cargamento, los acreedores asaltaban al descu-
bridor y embargaban el bajel dándose por engañados.
Muchos habían preparado sus viajes tomando víveres,
armas y buques á los usureros con 80 por 100 de interés.
Descubridores de pueblos que luego fueron célebres por
sus riquezas, se veían al regreso amenazados de pasar
de la carabela á la cárcel. Los reyes tenían que inter-
venir con piadosas cédulas para amansar á los presta-
mistas, proponiendo arreglos. Nautas obscuros, huyen-
do de los rumbos del Almirante, ponían decididos la
proa al Sur, sin miedo á las pavorosas noticias que
circulaban sobre el fuego del Ecuador. Un Pinzón lle-
gaba á las costas del Brasil mucho antes de que esta
tierra fuese descubierta casualmente por una expedición
portuguesa que navegaba hacia las Indias asiáticas.
En este revuelo de alas blancas que la primera noti-
cia del descubrimiento lanzó á las soledades oceánicas,
la marcha audaz siempre adelante, por mar y por tie-
rra, á través de tempestades, montañas, estrechos y
lagunas, fué la consigna general. ¡Llegar ó morir! Nadie
regresaba al puerto de partida sin haber visto algo ex-
traordinario y traer muestras maravillosas. Y los que no
volvían estaban en el fondo del Atlántico encerrados en
el ataúd de su carabela, que se petrificaba lentamente
cubriéndose de moluscos, mientras en sus rotos mástiles
ondeaban como verdes gallardetes las algas de la pro-
fundidad. Otros no eran ya más que esqueletos en una
playa desierta; descarnados por los pájaros de presa,
mondados hasta el tuétano por los infinitos enjambres
de la selva tórrida, donde todo se mueve y hierve con
20
306 V. BLASCO IBÁÍEZ
vida devoradora, blanqueados y secados por el fuego
del sol hasta convertirse en frágil cal.
Y entre estos aventureros de la primera hora del des-
cubrimiento, la hora de los navegantes, de los argonau-
tas, de los héroes de carabela pobres y tristes que no
sacaron el menor provecho de sus empresas y abrieron
el camino á los conquistadores férreos de á caballo que
llegaron poco después, se distinguían dos como hombres
entre los hombres: Alonso de Ojeda y Diego Méndez.
Fernando repetía con entusiasmo su propio apellido
al hablar de aquel varón fuerte, al que consideraba
como ascendiente glorioso.
— Ojeda es en el Nuevo Mundo lo mismo que Aquiles
en la Ilíada ó el Cid en el Romancei^o. ¡Qué hermosa
muestra de hombre!...
Los cronistas de la época lo pintaban pequeño de
cuerpo, agraciado de rostro, con una agilidad y una
fuerza sorprendentes. Gran amigo de pendencias, salía
siempre de ellas «haciendo sangre á sus contrarios, sin
que jamás se la hiciesen á él». Siendo paje de la corte,
cuando los reyes estaban en Sevilla, apoyaba un pie en
la base de la torre de la iglesia Mayor (la famosa Giral-
da), y arrojando una naranja á lo alto la hacía llegar
hasta las campanas. En otra ocasión, siguiendo á la
reina Isabel en una visita al último piso de la misma
torre, vio un madero que avanzaba horizontalmente en
el vacío como unos veinte pies. De un salto se puso sobre
él, corrió hasta su extremo con ligereza y seguridad
«como si caminase por una sala», dio la vuelta y regresó
por el mismo camino, riendo del susto de la buena reina
y los gritos de sus damas.
Era protegido del obispo Fonseca, encargado por los
monarcas de la preparación de expediciones y provee-
duría de las nuevas tierras: algo así como ministro de
Marina y de Colonias, todo á la vez. El Almirante, que
conocía las hazañas de este mozo y sus méritos de hom-
bre de espada, se lo llevó en el segundo viaje para las
peleas de tierra adentro, pues él sólo era hombre de
mar. Otros capitanes iban en la expedición, veteranos
de las guerras con el sarraceno, pero el inquieto Ojeda,
mozo de veinte años, se sobrepuso á todos ellos.
LOS ARGONAUTAS 307
Colón, que deseaba aprisionar en Santo Domingo al
cacique Caonabo, organizador de la resistencia indíge-
na, vio fracasadas todas las malicias y felonías que con
arreglo á la mala fe de la época fué aconsejando á Mosén
Pedro Margarit y sus tenientes. Sólo consiguió su pro-
pósito al encargar á Ojeda esta captura. El paje de Cuen-
ca, el pendenciero de Sevilla, avanzaba tierra adentro
con unos pocos hombres hasta llegar al campo del caci-
que. Allí seducía al salvaje con buenas palabras, le
engañaba sacándolo de entre los suyos, y le ponía por
sorpresa unas esposas en las manos. Luego montaba en
el arzón de su caballo al indio gigantesco como un galán
que roba á su dama, y en un galope de leguas y leguas
llevábalo hasta el campo español. Tan maravillosamente
audaz resultaba este rapto, que el mismo Caonabo, en su
nobleza de guerrero primitivo, despreciaba al Almirante
por haber ordenado tal vileza sin atreverse á realizarla
personalmente, y sólo quería conversar y comer con
Ojeda, admirando su atrevimiento al arrebatarle de
entre los subditos. En los combates con los indios car-
gaba el mozo el primero sin mirar si le seguía su gente.
Junto á su caballo lleno de cascabeles, saltaba el fiel
compañero de todas sus empresas, un perro de pastor
llamado Leoncico^ combatiente feroz que en las distri-
buciones de víveres gozaba por sus hazañas ración de
arcabucero.
Pronto se movió Ojeda por cuenta propia en las
inmensidades del mundo nuevo mientras Colón realiza-
ba los últimos viajes. Vuelto á España, empezó la serie
de sus descubrimientos, apoyado pecuniariamente por
los mercaderes de Sevilla, que hacían crédito á su valor.
Uno de los Pinzones, Juan de la Cosa, el más experto
de los pilotos, Américo Vespucio y otros navegantes de
fama dirigieron sus buques. Los marinos gustaban de ir
con este capitán, el más valeroso y audaz de la pri-
mera época de la conquista.
Corrió las costas de Venezuela en busca de perlas y
acabó por establecerse en lo que después fué América
Central, y que los conquistadores llamaban entonces
«Castilla del Oro». Una india le acompañaba como
amante, guía é intérprete. Los aventureros jóvenes en-
308 V. BLASCO JBÁKBiS
contraban casi siempre entre las mancebas cobrizas ofre-
cidas por los azares de su existencia alguna que se apo-
deraba de su corazón y vivía compartiendo sus peligros.
El hidalgo cristiano, al unirse con ella, había creído
necesario purificarla con el bautismo (el mejor regalo
según las ideas de la época), dándola el nombre de Isa-
bel en recuerdo de la buena reina.
La vida de Ojeda en la gobernación de Urabá, sin
otros recursos que los que él podía agenciarse, lejos de
los compatriotas establecidos en Santo Domingo, y olvi-
dado de España, fué un continuo batallar. Su ciudad de
San Sebastián, mísera ranchería de paja y barro con un
fuerte de maderos, era la primera que con carácter
permanente fundaban los conquistadores en la tierra
firme.
Tribus de hábiles arqueros la sitiaban á todas horas,
lanzando flechas empapadas en incurables venenos. Eran
las temidas «flechas de hierba», que hinchaban el cuerpo
del herido con negruzca y mortal tumefacción. Los ví-
veres del país, el pan de cazabe, los frutos de la selva, la
carne de los roedores, había que conquistarlos diaria-
mente á punta de espada. Los combates y las enfermeda-
des diezmaban á los habitantes.
Juan de la Cosa, el sabio piloto autor del primer
mapa de las Indias, había muerto atado á un poste por
los naturales, erizado de flechas de «hierba», que con-
virtieron su cuerpo á las pocas horas en una masa de
negra putrefacción. En los míseros bohíos del pueblo
gemían los conquistadores mal heridos, hambrientos,
temblando de calentura. Ojeda, al frente de unos cuan-
tos, salía diariamente á combatir por la comida.
Encuentro hubo del que surgió llevando en su rode-
la, según los cronistas, las señales de más de trescientos
flechazos. Otras veces era tanto el peso de los enemigos
arremolinados sobre él, que se doblaba y seguía com-
batiendo de rodillas, cubriéndose con el escudo. La pe-
quenez de su cuerpo ágil y escurridizo le servía tanto
como la fuerza de sus brazos, y de todas las peleas salía
incólume, «sin que le sacasen sangre». Los indígenas
creíanle poseedor de maravillosos amuletos. Ojeda tam-
bién se consideraba protegido por el cielo gracias á un
LOS ARGONAUTAS 309
cuadrito antiguo de la Virgen, regalo de Fonseca, que
llevaba pendiente del cinturón de la espada.
Cuatro indios arqueros se apostaron para herir á
traición al capitán bla^nco que salía indemne de los
combates, y un día que Ojeda avanzaba por la selva
extrañando la ausencia de enemigos, recibió un flechazo
en un muslo. Por primera vez su cuerpo manaba sangre.
La herida, que era «de hierba», ennegrecíase rápida-
mente bajo la acción del tósigo. Entonces se mostró con
bárbara grandeza el coraje de aquel hombre. Hizo que
calentasen en una hoguera el peto y el espaldar de una
coraza, y cuando las dos planchas de acero estuvieron al
rojo blanco ordenó que se las aplicasen al muslo herido
con unas tenazas. Negábase el cirujano á esta horrible
curación, pero él lo amenazó con la horca para que obe-
deciese. Chirriaron las carnes bajo el bárbaro cauterio,
esparciendo un hedor de sacriñcio humano. Para no
desmayarse hizo Ojeda que le envolviesen con sábanas
empapadas en vinagre. Una pipa entera se consumió en
este remedio, y el caudillo, gracias al espeluznante tor-
mento, sufrido sin una queja, pudo salvarse.
La pequeña ciudad, falta de subsistencias, estaba
próxima á perecer. En esto se presentaron inesperada-
mente unos piratas españoles, mandados por un tal Ber-
nardino Talavera, audaz facineroso. Montaban un bu-
que que habían robado á un mercader genovés y se
ofrecían para vender víveres á los sitiados. Ojeda, con-
valeciente de su herida, se embarcó con ellos para soli-
citar auxilios del gobernador de Santo Domingo. Pero
antes de abandonar á su mísera gente quiso darla un ca-
pitán y ñjó su elección en un mozo extremeño llegado
poco antes á las Indias, en el éxodo de gente de espada
que siguió al de los navegantes: éxodo que llamaba Fer-
nando «la segunda hornada de conquistadores». Este
soldado, que había hecho el aprendizaje de la guerra
indiana al lado de Ojeda, llamábase Francisco Pizarro.
La accidentada navegación con los piratas fué la úl-
tima y más penosa aventura de don Alonso. Autoritario
y duro, quiso tomar el mando apenas se vio sobre la cu-
bierta del buque, imponiendo su disciplina á Talavera y
sus bandidos. Pero éstos se sublevaron contra él y lo me-
310 V. BLASCO IBÁÑEZ
tieron en la cala cargado de cadenas. A pesar de esto el
prisionero no cesó en su brava actitud, asegurando que
había de ahorcarlos á todos apenas llegasen á tierra. Y
tanto era su prestigio, que no se atrevieron á hacer nada
contra él. Muchas veces le pedían consejo, por la expe-
riencia que había adquirido en las cosas de la navega-
ción, y le sacaban de su encierro para que dirigiese la
nave. Acabaron por abandonar ésta en las costas de
Cuba, y marcharon después meses y meses por la isla
todavía inexplorada, deseosos de aproximarse á Santo
Domingo, pero sin saber ciertamente adonde iban, su-
miéndose en ciénagas, combatiendo á los indígenas ó
transigiendo con ellos, atormentados por el hambre, que
mataba á muchos. En esta marcha desesperada el cau-
tivo Ojeda se veía elevado por sus guardianes al rango
de jefe cada vez que había que combatir á un grupo
indígena, tratar con un cacique benévolo ú orientarse
en el desierto de barrizales temblorosos que se traga-
ban á los hombres. El solo valía tanto como los otros.
Luego, pasado el peligro, don Alonso volvía á ser j)ri-
sionero de estos desalmados, que lo aborrecían por su
superioridad, y así marchaban juntos, condenados á
tolerarse por la comunidad del infortunio. «Nunca — dice
un cronista — se vio á gente pasar tantos trabajos para
venir á parar en la horca.»
Cuando después de grandes tribulaciones por mar y
por tierra llegaron á países sometidos á las autoridades
castellanas, Talavera y sus hombres fueron ahorcados y
don Alonso se vio envuelto en procesos que amargaron
sus últimos tiempos. La gobernación de Urabá, que le
había dado el rey, ya no existía. La mayor parte de sus
soldados habían dejado en ella los huesos; otros habían
perecido en el mar: sólo Pizarro y unos cuantos predesti-
nados como él consiguieron volver á Santo Domingo.
El antiguo paje de doña Isabel arrastró en la ciudad
colonial la mísera existencia de los conquistadores sin
éxito. Fué un veterano malhumorado y pronto á la pen-
dencia entre la bohemia juvenil de capa y espada que
llegaba de la Península soñando con la conquista de te-
soros y reinos. Se orga^nizaban nuevas expediciones.
Pizarro poníase á sueldo de diversos capitanes. Por las
LOS ARGONAUTAS 311
calles de Santo Domingo paseaba su garbo otro extre-
meño, enamoradizo, espadachín y algo letrado, que se
apellidaba Cortés.
El capitán del primer Almirante, el socio de Vicente
Pinzón, el compañero de Juan de la Cosa, el jefe de
Américo Vespucio, veíase cada vez más olvidado. Era
un desconocido para aquellos mozos que llegaban de Es-
paña, pasando junto á él sin reconocer sus canas y sus
méritos. Desde la isla metrópoli tomaban vuelo, lanzán-
dose lo mismo que pájaros de presa sobre distintas partes
de las Indias misteriosas con mayor éxito qué don Alon-
so, desgraciado como todo precursor. Los únicos que se
acordaban de él eran los acreedores, para sus pleitos y
procesos, y los muchos enemigos á los que había ofen-
dido con altiveces y pendencias. Más de una noche,
el pobre conquistador, al volver á su tugurio, había de
tirar de la espada contra gentes que le esperaban para
matarlo.
— Así acabó obscuramente — dijo Ojeda — el primero y
más infortunado de los héroes de la conquista. Su muer-
te quedó en el misterio. Unos dicen que se metió á fraile
en los últimos años y pidió al morir que lo enterrasen
en la puerta del convento, para que todos hollaran su
tumba, castigando de este modo su soberbia y demás
pecados. Otros niegan que fuese fraile, y dicen que la
pobreza le hizo refugiarse en el monasterio de Santo Do-
mingo, como un parásito, viviendo de la sopa de la co-
munidad... El hambre fué el único miedo del héroe. Le
habían predicho que moriría de inanición, y en sus ex-
pediciones cuidaba siempre de llevar alimentos en los
bolsillos. La profecía no se realizó al correr por selvas y
desiertos ó al navegar en buques de escasos víveres.
Pero casi fué un hecho cuando el viejo conquistador tuvo
que buscar el amparo de un monasterio en aquella ciu-
dad colonial donde nadie le hacía caso.
—¿Y el otro?— interrumpió el doctor Zurita con viva
curiosidad—. Ese Méndez del que habló usted antes.
— Diego Méndez — continuó Ojeda — fué un héroe de
distinta clase; un «superhombre del mar», como diría el
amigo Maltrana. Su aventura portentosa asombra aún
en los tiempos presentes. Era un mozo sevillano que
312 V. BLASCO IBÁÑB1&
acompañó á Colón en sus últimos viajes, cuando viejo,
enfermo y sin poder encontrar los tesoros portentosos
que había prometido, sentía crecer la indiferencia en
torno de su persona. Méndez fué el discípulo fiel que
acompaña siempre á los grandes hombres en su agonía.
Las últimas cartas del Almirante lo elogian y lo reco-
miendan á la gratitud de sus descendientes, que jamás
hicieron nada en su favor. Cuando en el último viaje, el
más desgraciado de todos, el descubridor se veía en un
apuro, sus ojos lacrimosos de viejo buscaban á Méndez.
«¡Hijo! ¡hijo!», le decía. Y el «hijo» encontraba en su
coraje ó en su vivo ingenio de andaluz un recurso para
salir del mal paso.
Al explorar el Almirante las costas de la América
Central, que él tomaba por las de Asia, quedábase en
sus naves, y era Diego Méndez el que bajaba á tierra
para adquirir noticias y acopiar víveres. Completamen-
te solo, metíase entre las tribus de Veragua, que se es-
taban juntando para caer de improviso sobre los navios,
inmóviles en una bahía cerrada por las arenas.
Méndez era recibido por el más temible de los caci-
ques en una choza que tenía por adorno trescientas ca-
bezas de enemigos, y lo asombraba cortándose en su
presencia con unas tijeras pelos y barbas, operación
mágica para los indígenas. Sus curaciones de llagas y
otras enfermedades le valían el respeto de un brujo, y
gracias á esto podía vivir entre los indios, avisando á
Colón de sus proyectos. El fundó el primer pueblo del
continente, anterior en algunos años al de Ojeda; pero
esta población, á orillas del río Belén ó Yebra, que gober-
naba con el título de Factor, tenía que defenderse día y
noche de los ataques de los indios. Con veinte hom-
bres armados de espadas y rodelas y dos pequeños
cañones de los que llamaban de fruslera (metal proce-
dente de las raeduras de piezas de azófar), hizo frente
durante mucho tiempo á los naturales que, según decía
Méndez en su testamento, «ñechaban y garrochaban
desde lejos como quien agarrocha toro, y eran las fle-
chas y tiraderas tantas como granizo; é algunos dellos
se desmandaban para venirnos á dar con las machads-
nas ó macanas (mazas ó porras), pero ninguno dellos
LOS ARGONAUTAS 313
volvía, porque quedaban allí cortados brazos y piernas
y muertos á espada...» Al fin, tan inaguantable era esta
hostilidad, que el Almirante reembarcaba á Méndez con
su gente y hacía velas sin haber puesto el pie en tierra
firme.
Luego sobrevenía la más penosa y difícil de las aven-
turas de Colón. La «broma», temida calamidad de los
mares tropicales, consumía la madera de los navios. Las
chusmas, extenuadas por el manejo continuo de bom-
bas y calderos, sentía^nse impotentes ante el Océano,
que invadía en lenta marea ascendente la concavidad
de los agrietados cascarones. Así navegaron treinta y
cinco días, creyendo ir hacia Castilla cuando estaban
más lejos de ella que al salir de Veragua. Hubo que
abandonar un navio que, «abujereado y comido de gu-
sanos, no podía sostenerse sobre el agua», y los otros
dos, al llegar con grandes trabajos á las playas de Ja-
maica, fueron zabordados á tierra, convirtiéndose en
casas ó fortines de tablas corroídas.
Del castillo de popa, con sus torneados balconajes, á
la proa, rematada por el esculpido mascarón, se tendie-
ron techos pajizos iguales á los de las chozas indianas.
Al tocar tierra, Diego Méndez, contador de la flota,
había repartido el último racionamiento de bizcocho y
de vino. Nada quedaba en las despanzurradas bodegas.
Una población famélica y desesperada de doscientos
setenta cristianos movíase en torno de los cascos en
seco.
Ocultábanse los naturales del país, y el hambre,
atraída por la soledad, se aproximaba á todo correr. No
podían esperar auxilio alguno. Santo Domingo estaba á
muchas leguas de distancia y no les quedaba ni un batel
para intentar esta travesía audaz. El Almirante, enfer-
mo, debilitado por la vejez, afligido por la presencia
de su pequeño Fernando, no sabía qué hacer. «¡Hijo!
¡hijo!», exclamaba implorando el consejo de Méndez. Y
el mozo, sin miedo y sin pereza, tirando de la espada,
metíase tierra adentro con solo tres hombres, yendo de
tribu en tribu á la compra de víveres, que pagaba con
cuentas azules, peines, cuchillos, cascabeles y anzuelos.
Sus acompañantes volvieron á las naves con la comida,
314 V. BLASCO IBÁÑBZ
y él siguió adelante por las costas de la isla, completa-
mente solo, hasta que pudo comprar á un cacique una
canoa, dándole por ella una bacineta de latón que
guardaba en la manga, el sayo y una camisa, de dos
que tenía.
En este tronco hueco, ocupado por seis indios reme-
ros y dirigido por él, regresó siguiendo la costa, después
de muchos días de ausencia, al lugar donde estaban
encallados los navios, recibiéndolo el Almirante con
besos y grandes transportes de alegría. Sólo los dos se
daban cuenta de la peligrosa situación. Los indios, que
cazaban y pescaban por sus tratos con Méndez, traían
víveres al campamento, pero su presencia era cada vez
menos regular, y todo hacía temer quo desapareciesen
para volver luego como enemigos. Colón temía que pu-
sieran fuego una noche á los secos y resquebrajados
cascos.
No había otra esperanza que avisar á Santo Domin-
go para que un buque viniese por ellos. ¿Pero cómo ir
allá?... «Señor, yo iré», dijo Méndez. En la canoa com-
prada arrostraría él los peligros de un golfo impetuoso
de cuarenta leguas, entre dos islas donde tantas naos de
descubridores se habían perdido, teniendo que luchar
además con la furia de las corrientes. El Almirante le
besó en los carrillos. «Bien sabía yo que sólo vos osa-
ríais tomar esta empresa. Dios nuestro Señor os sacará
de ella con vitoria como de las otras.»
Puso Méndez su canoa á monte, le echó una quilla
postiza, la dio de brea y sebo, clavó en la proa y la popa
algunas tablas para que no se entrase el mar como lo
haría siendo rasa, montó un mástil con su vela y metió
los mantenimientos necesarios para, él, otro cristiano y
seis indios, pues la canoa sólo podía cargar ocho perso-
nas. Despidióse de Su Señoría y comenzó á seguir la
costa de Jamaica hasta el extremo oriental, ó sea el más
próximo á Santo Domingo, realizando una navegación
de treinta y cinco leguas.
En el camino le hicieron prisionero ciertos indios sal-
teadores del mar, y se libró de ellos milagrosamente.
Luego, cuando estaba acampado en el extremo de la
isla esperando que el Océano se amansase para empren-
LOS ARGONAUTAS 316
der la travesía audaz, cayeron sobre él otros indios que
determinaron matarlo. Pero mientras jugaban su vida
á la pelota pudo escaparse, y volvió otra vez al campa-
mento tras una ausencia de quince días, cuando Colón
le creía muerto ó en Santo Domingo. Persistiendo en su
propósito pidió una escolta que le acompañase al cabo
de la isla, para poder esperar con seguridad una oca-
sión de tiempo bonancible, y el Almirante le dio setenta
hombres al mando de su hermano el Adelantado don
Bartolomé. De esta manera volvió al extremo oriental
de Jamaica, y allí estuvo cuatro días, hasta que viendo
que el mar se amansaba, se despidió de todos encomen-
dándose á Nuestra Señora de la Antigua.
Navegó en alta mar durante cinco días y cuatro
noches sin soltar un instante el remo que le servía
de gobernalle, sin poder moverse en aquella embarca-
cación que al más leve movimiento desordenado podía
zozobrar. Así llegaron á la isla Española, abordando
al cabo Tiburón cuando hacía dos días que él y sus
compañeros no comían ni bebían por haberse perdido
las provisiones con los golpes de mar. Todavía nave-
gó ciento treinta leguas por las costas de la Española
en la frágil embarcación, hasta dar con el Comendador
Ovando, que era el gobernador, y presentarle las peti-
ciones de auxilio del Almirante. Después hubo de espe-
rar varios meses en Santo Domingo á que volviesen
naves de España, pues en más de un año no se había
acercado buque alguno. Al fin llegaron tres naos de la
Península; Méndez compró una, y cargándola de pan
y vino, cerdos, carneros y frutas de la isla, la envió á
Jamaica, donde llevaba Colón siete meses de abando-
no, animado en su infortunio por celestes visiones. Un
eclipse de luna, anunciado por él con aires de brujo,
había servido para que los naturales atendiesen á la
manutención de sus hombres.
—Méndez se volvió á España— dijo Ojeda — y acompa-
ñó al Almirante en sus últimos y tristes años. Colón lo
recomendó á su familia, y la familia no hizo nada por
él. El hijo de Colón, segundo virrey de las Indias, le
había ofrecido el cargo de alguacil mayor de Santo Do-
mingo, pero se lo dio á un pariente suyo. El valeroso
316 V. BLASOO IBÁÑHZ
hidalgo vivió muchos años, muchos; llegó á alcanzar el
gobierno de don Luis, el nieto de Colón, y su madre la
virreina gobernadora... A la hora de la muerte, al re-
dactar en Valladolid su heroico testamento, declaraba
con amargo orgullo que, pudiendo ser por sus trabajos
el más rico hombre de la isla si los descendientes del
Almirante hubiesen cumplido sus promesas, era el más
pobre de ella, pues no tenía ni una casa en que vivir
sin pagar alquiler.
La gloria de sus hazañas, algo olvidadas, le preocupó
en los líltimos instantes al disponer su sepultura. Quería
que lo enterrasen bajo una piedra grande, la mejor- que
encontraran sus herederos, y que sobre ella hiciesen gra-
bar: «Aquí yace el honrado caballero Diego Méndez,
que sirvió mucho á la Corona Eeal de España en el
descubrimiento y conquista de las Indias...» Y con la
gravedad de un gran señor que dispone los cuarteles y
demás adornos heráldicos de su tumba, describió el
escudo que debía encabezar la inscripción: «ítem: En
medio de la dicha piedra se haga una canoa, que es un
madero cavado en que los indios navegan, porque en
otra tal navegué yo trescientas leguas y encima pongan
unas letras que digan: Canoa.»
Una disposición extravagante, mezcla de hidalgo
orgullo y amarga ironía, cerraba el testamento del argo-
nauta. Colón, antes de morir, había instituido un mayo-
razgo con los grandes bienes que poseía en las Indias. El
pobre Méndez, sin una casa «donde morar sin alquiler»,
no quiso ser menos que su antiguo jefe, é institu^^ó tam-
bién un mayorazgo con todos sus bienes. Estos bienes
eran un mortero de mármol, que estaba en poder de un
hijo de Colón, y siete libros, que constituían toda su
fortuna.
— El testamento cita los libros — añadió Ojeda — . Un
tratado en verso sobre la venganza de la muerte de
Agamenón, otro tratado de las Querellas de la Paz, la
filosofía moral de Aristóteles y las obras de Erasmo, el
autor de moda en aquel entonces... Esto prueba que los
conquistadores no fueron brutos heroicos incapaces de
escribir su nombre, como se ha creído después, equipa-
rándolos á todos con el duro é iletrado Pizarro.
LOS ARGONAUTAS 317
— i Qué hombres!... ¡qué hombres! — murmuró con ad-
miraci(5n el doctor Zurita.
Maltrana, seducido por el entusiasmo de sus compa-
ñeros, habló también de los conquistadores. Después de
la lucha de siete siglos con los moros, la empresa de
las Indias había sido la más popular, la más española.
Las guerras en Italia, Flandes y Francia, todas las em-
presas de Europa, eran negocios de reyes, pleitos here-
ditarios en los que tomaba parte la nación por obedien-
cia, sin iniciativa alguna, acompañada muchas veces
de otros pueblos. El tercio castellano era, como la
legión romana, un núcleo de combate rodeado de en-
jambres de tropas auxiliares. En torno de los arcabuce-
ros y piqueros españoles de amarillo coleto, marchaban
los espadachines italianos de capa negra y los lansque-
netes alemanes con acuchilladas calzas y pesadas ala-
bardas. Las victorias españolas iban suscritas muchas
veces por generales extranjeros.
— En las Indias no — dijo Maltrana — . En las Indias
todo es nuestro: el soldado, el caudillo y el navegante.
Hasta el dinero de las empresas de descubierta fué dine-
ro popular. Los reyes sólo dieron subsidios para los pri-
meros viajes. Luego la iniciativa privada se lanzó á los
descubrimientos por m^ar y por tierra, y en menos de
un siglo dejó contorneado y explorado medio mundo.
Las modernas sociedades comerciales, las empresas
por acciones, habían hecho su primera aparición en
aquella España apenas salida del caos medioeval. Un
capitán con vagas noticias de una tierra nueva encon-
traba siempre un cura poseedor de ahorros, un escriba-
no ávido, un hidalgo capaz de vender sus terruños, que
se asociaban con él para la aventurera empresa, facili-
tando capitales con los que se adquirían barcos, armas
y víveres. El rey sólo daba su licencia, reservándose á
cambio de ésta el quinto de las ganancias.
Marchaban los soldados á la conquista sin paga al-
guna. Eran socios industriales con una participación
variable, según si iban á pie ó mantenían caballo; si
poseían arcabuz ó disponían únicamente de espada y
rodela. Unas veces, al partir la expedición de un gran
puerto, se consignaban las condiciones de la empresa
318 V. BLASCO IBÁÑBZ
en solemnes capitulaciones notariales; otras, los hé-
roes que no sabían firmar hacían decir una misa, y
en el momento de la consagración tiraban de sus espa-
das, y con la otra mano sobre la hostia, juraban mante-
nerse fieles á sus pactos y compromisos. Esto no impe-
día que al llegar la hora del triunfo los juramentados
se degollasen sacrilegamente por el reparto de unos
señoríos tan grandes como la Península, con montañas
que años después habían de vomitar metales preciosos
por las gargantas de sus bocaminas.
Algunas expediciones partían apresuradamente an-
tes de completar sus preparativos, por miedo al arre-
pentimiento de los capitalistas ó las exigencias de los
acreedores. Hernán Cortés, en su viaje á Méjico, había
tenido que hacerse á la vela apresuradamente, antes de
completar las provisiones de víveres, por miedo á un
embargo de los prestamistas.
Los formulismos legales acompañaban á los aven-
tureros en sus lejanas empresas. El escribano era un
personaje importante en toda expedición. Los Reyes
Católicos habían recomendado, al iniciarse los descubri-
mientos, que se procediese con dulzura en el trato de
los indígenas. Por esto los primeros navegantes, cada
vez que al abordar á una isla ó una costa de tierra firme
eran recibidos por los indios con flechazos y pedradas,
antes de tomar la ofensiva llamaban al escribano real,
le pedían testimonio de cómo habían sido acogidos en
son de guerra, viéndose en la imperiosa necesidad de
defenderse, y una vez cumplida esta formalidad pape-
lesca, disparaban las lombardas y arremetían espada
en mano.
Los tres hombres, contemplando el Océano desde la
borda de aquel trasatlántico, provisto de las mismas co-
modidades de un gran hotel, recordaban las pobres em-
barcaciones montadas por los héroes del descubrimiento.
Las carabelas, buques ligeros de rápido andar y escaso
calado, que no tenían espacio para la carga ni el pasa-
je, sólo habían servido en los primeros viajes de explo-
ración. Al poco tiempo de ser descubiertas las Indias,
era la nao la que cruzaba el Atlántico, el pesado galeón,
redondo de casco y de velamen, alto de popa, cuyo
LOS ARGONAUTAS 319
vientre podía transportar las gentes, bestias y herra-
mientas necesarias para las nuevas tierras.
La monotonía abrumadora de estas navegaciones de
meses y meses sólo era alterada por los peligros del
Océano y los que provocaban la imprevisión y la igno-
rancia propias de la época. Perdíanse muchos buques.
Las primeras naos del descubrimiento iban montadas
sólo por hombres. Luego los galeones de la colonización
llevaban mujeres y niños, familias en masa que se tras-
ladaban al Nuevo Mundo y cuando creían ver sus costas
eran tragadas por la tormenta, bajando para siempre á
las profundidades del mar. Los marinos expertos amaes-
trados por anteriores viajes de descubierta no eran su-
ficientes en número para las expediciones, cada vez más
numerosas, á las tierras colonizadas.
Pilotos de los mares de Europa avanzaban á ciegas
en el Atlántico siguiendo inciertos derroteros en los
portulanos recién dibujados. Cuando se consideraban
lejos aún del punto de llegada, surgía de pronto la costa
ante el morro chato del galeón. Otras veces creían ha-
llarse junto á las Indias, y una estima más exacta de
las leguas recorridas les hacía ver con terror que esta-
ban aún en mitad del camino, con las provisiones ago-
tadas, y lo que era más horrible, con sólo unos barriles
de agua. Los hombres querían matar enloquecidos por
la sed: las mujeres, de rodillas, enseñaban á sus peque-
ñuelos pidiendo por caridad unas gotas de líquido.
¡Los dramas ignorados que había presenciado aquel
testigo azul mudo é inmenso! ¡Los naufragios que no
habían dejado como rastro ni una tabla!...
Avanzaba la nao bajo la dirección y la autoridad
despótica del piloto, una especie de brujo que hablaba
con los vientos y las olas. El capitán era el jefe de com-
bate, el hombre de espada, el primero de todos en pre-
sencia de una nave hostil ó de una costa abordable; pero
en pleno mar obedecía lo mismo que los demás al grave
piloto, agorero personaje que examinaba el color de las
aguas, el vuelo de las gaviotas, la intensidad de los
vientos, los tintes del alba y las nubes sangrientas de
la puesta del sol.
Ocupaba un lugar en lo más alto de la popa, llamado
320 V. BLASCO IBÁÑEZ
«el tabernáculo», sentá>base en un sillón de brazos seme-
jante ai de los antiguos barberos, y desde él gritaba sus
órdenes á los proeles, mozos, grumetes y pajes, marine-
ría despechugada, medio desnuda y famélica, en anti-
gua relación con toda clase de parásitos. Al cerrar la
noche se apagaban en el buque fuegos y luces por miedo
al incendio. Quedaban fríos hasta la mañana siguiente
los hornillos de la cocina. No había más resplandor que
el de la lumbre de la bitácora, y al encenderla el paje
de guardia decía según costumbre: «Amén y Dios nos
dé buenas noches; buen viaje, buen pasaje haga la nao,
señor capitán y maestre y buena compaña.»
Quedaban dos pajes cerca de la bitácora velando la
ampolleta, un reloj de arena que molía (dejaba pasar)
su contenido en media hora. Así medían el tiempo en la
obscuridad de la noche. Y siguiendo una tradición, de-
cían los pajes al entrar de guardia:
Bendita la liora en que Dios nació,
Santa María quj lo pr.rió,
San Juan qise lo bautizó.
La guarda es tomada;
la ampolleta muele,
biíen viajo haremos, si Dios quiero.
Cuando acababa de pasar la arena de la ampolleta,
ó sea cada media hora, uno de los pajes debía gritar
para que lo oyesen los marineros:
Buena es la que va,
mejor es la que viene;
una 00 pfisada y en dos muele,
mas iijolerá si Dios quisiere.
íjuoiita y pasa que buen vir.je faza
¡ Ah de proa; alerta, buena guardia!
Y los marineros de proa contestaban con un grito ó
un gruñido para dar á entender que no dormían.
Tripulantes y pasajeros formaban corrillos en la obs-
curidad, hablando de los misterios y leyendas del mar,
dando nombres y propiedades mágicas á los astros que
brillaban entre el cordaje y las velas negras. A media
noche, cuando todos sentían cerrarse sus ojos é iban en
busca de las hamacas y petates, verificábase el relevo
LOS ARGONAUTAS 321
de la guardia entrando de cuarto los que habían de
velar hasta que rompiese el día, y los pajes gritaban
otra vez:
— Al cuarto, al cuarto, señores marineros de buena
parte. Al cuarto, ai cuarto en buena hora de la guardia
del señor piloto, que ya es hora. Leva, leva, leva.
El sábado, á la caída de la tarde, era la gran fiesta
en el navio. Rezábase la salve «y otras prosas», como
decía Colón en su diario. Se improvisaba un altar con
imágenes y velas encendidas, reuniéndose ante él tripu-
lantes y pasajeros.
— ¿Somos aquí todos? — preguntaba el maestre.
— Dios sea con nosotros — respondía á coro la gente.
Quitábase la caperuza el maestre antes de replicar:
Salvo digamos,
que buen viaje hagamos.
Salve diremos,
que buen viaje haremos.
Y todos los del buque, proeles, grumetes, lombarde-
ros, soldados, hidalgos, damas, sirvientes y niños, ento-
naban la salve en la tarde moribunda mientras el sol
teñía de anaranjado las velas y el mar levantaba con
sus choques la pesada cascara del galeón.
Con la salve y la letanía no terminaban los rezos.
Un paje que hacía funciones de monacillo al lado del
maestre recomendaba después con su voz infantil:
Digamos una Ave María
por el navio y la compañía.
—Sea bien venida — contestaba la multitud.
Y cuando se finalizaba este rezo, el maestre saluda-
ba á todos con grave compostura.
— Amén, señores; y que Dios nos dé buenas noches.
No todos los navegantes eran piadosos y confiaban
su suerte al cielo. En el primer siglo del descubrimiento,
esparcíase entre la gente marina la leyenda del piloto
Carreño, un argonauta osado y blasfemador, enemigo
de Dios y de los santos. A pesar del ambiente diabólico
que rodeaba su nombre, las tripulaciones lo recordaban
21
322 V. BLASCO IBÁÑBi*.
con envidia en las grandes calmas, cuando el galeón
permanecía inmóvil semanas enteras en un mar como
un espejo, sin el más leve soplo de brisa.
Este maldito del Océano, que hacía recordar al «Ho-
landés errante» y á otros pilotos en pecado mortal, ha-
bía realizado un viaje desde las Indias á Cádiz en sólo
tres días. Pero hay que advertir que la nave iba tripula-
da por una legión de demonios disfrazados de marine-
ros, que le ha^bían ofrecido sus servicios. La travesía se
efectuó en un continuo huracán. Pasajeros y soldados
no podían tenerse de pie sobre el buque tembloroso por
la velocidad y próximo á romperse. El piloto Carreño,
sentado en el tabernáculo, tenía que agarrarse á su ca-
dira de mando para que el loco movimiento de la nave
no lo arrojase al mar.
Los demonios, espíritus traviesos, ejecutaban las ma-
niobras al revés de las voces náuticas que daba Carreño.
Cuando éste ordenaba á la tripulación, ágil y maligna
como una tropa de monos, «Larga escota», los demonios
juguetones aferraban las velas del trinquete y la de
mesana. Y cuando mandaba «Iza», ellos amainaban.
Pero los diablos resultan inocentes siempre que tienen
que vérselas con la malicia del hombre: su destino es
ser engañados á la larga por el pecador, y el hábil Ca-
rreño, al comprender la bellaquería de sus revoltosos
marineros, ordenó en adelante todo lo contrario de lo
que en realidad quería que se ejecutase. Así se salvaba
la nao, y Carreño en tres días, engañando al demonio,
pasaba de un mundo á otro.
La sed era el tormento de los largos viajes interrum-
pidos por las calmas. Corrompíase el agua, y los ali-
mentos, salados en demasía, excitaban en todos el ansia
de beber. Las familias emigradoras se sustentaban con
las provisiones que habían hecho antes de embarcar. El
fogón de la nave era llamado la «isla de las ollas» por
su gran número, pues cada grupo cuidaba de la suya. Y
cuando llegaba la hora de la comida, los mismos pajes,
que acababan de tender para los marineros un mantel
en el suelo, con platos de madera, daban á gritos la
señal.
— Tabla, tabla, señor capitán, piloto, maestre y buena
LOS ARGONAUTAS 323
compaña. Tabla puesta, vianda presta. Agua usada para
el señor capitán y maestre y buena compaña. ¡Viva,
viva el rey de Castilla por mar y por tierra! Y quien le
diere guerra, que le corten la cabeza. Y quien no dijera
amén, que no le den de beber. Tabla en buena hora,
quien no viniere que no coma.
Y comían los tripulantes al principio de la navega-
ción carne salada de vaca; luego huesos sin tuétano
vestidos sólo de algunos nervios; los viernes y vigilias
habas guisadas con agua y sal, y en las fiestas recias
abadejo, que era plato de gran lujo. Quedaban los más
con hambre, pero dábanse por contentos siempre que el
paje encargado de la gaveta del vino pasase con fre-
cuencia entre ellos taza en mano.
Olvidaban los pasajeros todos los martirios y mise-
rias de la navegación á la vista de las Indias. Abrían
las cajas para sacar camisas blancas y vestidos nuevos;
limpiábanse de los menudos compañeros de viaje, repug-
nantes y molestos, que volvían á refugiarse en las ren-
dijas de las naos; se ceñían la espada. En cuanto á las
pobres damas, macilentas por el mareo y las privaciones,
transfigurábanse al llegar á las nuevas tierras. Desha-
cían los cadejos de sus greñas abandonadas, animiíbanse
el rostro con blanco solimán y roja cochinilla, «saliendo
debajo de cubierta — según un viajero de entonces — tan
bien tocadas, rizadas, engrifadas y repulgadas, que pa-
recían nietas de las que eran en alta mar».
La gloria, la riqueza y hasta el gobierno de pueblos
estaban al alcance de todos al otro lado de los mares.
Siguiendo los pífanos y atambores de los tercios y el
flamear de las banderas con águilas de doble cabeza, el
pobre hidalgo iba al encuentro de la gloria, pero tam-
bién de la miseria. Después de largas campañas en
Flandes ó en Italia, tenía asegurada una espera no
menos luenga en las antesalas de los palacios con el
memorial en las rodillas solicitando una recompensa de
criado por los pelotazos de hierro y los acuchillamien-
tos recibidos en las batallas contra el turco y el herético.
Los altos puestos los acaparaban los cortesanos de no-
bleza tradicional, los descendientes de los que habían
peleado en la Península contra el sarraceno.
324 V. BLASCO IBÁÑEZ
Embarcándose para las Indias todo era posible. Bas-
taba fundar un pueblo para ennoblecerse por este hecho,
colocando ante su nombre el honorífico Don. Mozos de
vida airada, acostumbrados á peleas nocturnas con las
rondas de alguaciles y á largas estancias en la cárcel
por deudas, convertíanse al otro lado del Océano en
magníficos señores que destronaban emperadores, colo-
caban otros en su lugar, ó concluían por sentarse en el
trono. Algunos, á la hora en que sus madres, vistiendo
zagalejos de roja bayeta, daban de comer á las gallinas
en sus corrales de Extremadura y Andalucía, se casa-
ban, lo mismo que los caballeros andantes, con grandes
princesas de tez pálida y ojos oblicuos, criaturas de
enigma y ensueño, que llevaban sobre la frente la borla
multicolor de la autoridad y en el pecho áureas placas
con sagrados jeroglíficos.
Y todos los días, durante un siglo, chirriaban al
amanecer las puertas del caserío vasco, del tapial pardo
de Castilla, del casuchín morisco enjalbegado y oprimi-
do en la calleja andaluza, de la corralada extremeña
envuelta en olor de estiércol cerduno; y los mozos em-
prendían la marcha ligeros de ropa y ágiles de piernas,
cantando como los mancebos que encontraba don Qui-
jote en sus correrías, con una vieja espada al hombro á
guisa de bordón de peregrino y pendiente de ella el hato
de ropa con toda su fortuna; unas calzas nuevas, los gre-
güescos, dos camisas, un rosario, unos naipes gastados,
lo más preciso para llegar á virrey ó á marqués de títu-
lo sonoro y exótico al otro lado del mar. Y de todos los
extremos de la Península, siguiendo rutas convergentes
como las varillas de un abanico, estos alegres romeros
de la aventura y la ilusión venían á unirse con una fir-
me amistad, tal vez por toda la existencia, al pie de las
carabelas y galeones que se balanceaban pesadamente
en la desembocadura del Guadalquivir esperando el
lombardazo de partida.
Eran «la segunda hornada» de exploradores, los que
habían de contornear el mundo recién descubierto, á tra-
vés del naufragio y la muerte. Embarcábanse años des-
pués los de «la tercera hornada», los conquistadores de
reinos y fundadores de ciudades, que mal avenidos con
LOS ARaONAUTAS 325
la paz del triunfo, acababan por pelearse entre ellos sañu-
damente en una guerra de banderías, estúpida y feroz.
Los reyes vivían vueltos de espaldas á estas tie-
rras de misterio, cuyas riquezas tan decantadas sólo
fueron una realidad algunos años más tarde. Preocupa-
dos con sus guerras y negocios de Europa, miraban con
indiferencia este éxodo y abrían la mano liberalmente
á toda demanda de nuevas conquistas y permisos de
navegación.
— Un autor de aquella época — dijo Maltrana — escri-
bió un libro titulado «Los seis aventureros de España, y
como el uno va á las Indias, y el otro á Italia, y el otro
á Flandes, y el otro está preso, y el otro anda entre plei-
tos, y el otro entra en religión. Y como en España no
hay más gente destas seis personas sobredichas.., y> Así
era: no había más. Este era el estado á que podían as-
pirar los que tenían voluntad y coraje. Las Indias repre-
sentaban, según Cervantes, «el refugio y el amparo de
todos los desesperados de España», y como la desespera-
ción era el estado natural de los españoles de entonces,
de aquí que el libro debió tener una segunda parte, ve-
rídica y lógica, relatando cómo el aventurero de Indias
se quedaba allá para siempre; y los aventureros de Italia
y Flandes, aburridos de un heroísmo pobre y sin gloria,
acababan por irse al Nuevo Mundo: y el preso hacía lo
mismo al salir de la cárcel; y el pleiteante seguía idén-
tico camino, viéndose sin otra subsistencia que la sopa
boba, y hasta el fraile acababa sus días en un monaste-
rio colonial adoctrinando vírgenes cobrizas y cuidando
los naranjos recién traídos de la Península...
— En esta fuga hacia las tierras nuevas — dijo Oje-
da— , ¿quién podrá conocer jamás la cifra exacta de ios
que salieron y no llegaron? ¡Cuántas catástrofes igno-
radas!... Algunos autores extranjeros afirman que en
tres siglos le costó á España treinta millones de hombres
la colonización del Nuevo Mundo. Seguramente exage-
ran, pero hay que pensar que esa magna colonización,
desde la mitad de los actuales Estados Unidos al paso
de Magallanes, la acometió ella sola con sus propios re-
cursos. Hoy el americano ha cambiado mucho de su tipo
original. jLa mezcla que esto supone! ¡El enorme envío
326 V, BLASCO IBÁNBZ
de virilidad que fué necesario para aclarar la sangre
india de su cobre nativo!...
Durante el primer siglo de la conquista embarcá-
banse los aventureros en los primeros buques que encon-
traban disponibles, vasos antiguos apenas recompuestos
y guiados por cualquier piloto costero que se prestaba á
dirigir la expedición. Las administraciones de entonces
no conocían la estadística. Además, eran frecuentes
los viajes clandestinos, sin papeles. Nadie se preocupa-
ba de la seguridad de los viajes ajenos: cada uno que
velase por sí mismo. Se confiaba en Dios y no se tenía
miedo á nada.
Una expedición al mando de un viejo capitán de In-
dias salía de Cádiz para la isla de las Perlas en las cos-
tas de Venezuela. El día era bonancible, el mar liso y
tranquilo, pero el galeón estaba tan desencuadernado
y podrido, que apenas navegó una hora se fué á pique
instantáneamente á la vista de la ciudad, ahogándose
todos sus tripulantes.
— Esta catástrofe — dijo Maltrana — metió algún ruido
porque entre los aventureros iba el hijo único de Lope
de Vega, mozo poeta deseoso de seguir una de las seis
carreras de los hidalgos de entonces. Pero ocurrían con
mucha frecuencia estos naufragios por imprevisión ó
por audacia, sin que de ellos quedase noticia alguna...
¡Si este mar pudiese contarnos todos los dramas ignora-
dos del descubrimiento!
El doctor Zurita asintió gravemente. Mucho le había
costado á España su gran empresa de Ultramar. Tal
vez su decadencia provenía de ésta.
— Así es — contestó Ojeda — . Unos atribuyen esa deca-
dencia á las guerras europeas; pero las naciones que
peleaban con nosotros experimentaron iguales pérdidas,
y no por esto decayeron... Otros echan la culpa al ex-
ceso de religiosidad, que nos metió en empresas absur-
das. Tal vez sea esto cierto, pero en parte nada más.
Naciones hubo entonces tan fanáticas como la nuestra,
y sin embargo no se vieron en peligro de muerte... La
causa principal de nuestra decadencia, ó más bien di-
cho, de nuestra anemia, debe buscarse en la coloniza-
ción de las Indias. Un organismo sana de las heridas que
LOS ARGONAUTAS 327
recibe por tremendas que sean. Lo peligroso, lo mortal,
es un desangre que dura años, que dura siglos: un
flujo inatajable con el que se escapa la vida...
Fernando describió á la vieja España como una de
esas madres prolíficas en exceso que marchan sobre sus
piernas un tanto vacilantes, entre sus hijos, grandotes,
robustos, sonrientes con la confianza de la salud. Sufren
todas las enfermedades y no tienen ninguna: su única
dolencia cierta es la debilidad, la anemia, la escasez de
vida que han ido repartiendo y malgastando generosa-
mente. Cada hijo se ha llevado un jirón de su existencia. . .
— Y figúrense ustedes — continuó Ojeda — lo que repre-
senta para España haber dado á luz cerca de una vein-
tena de cachorros que están al otro lado del mar vivien-
do por cuenta propia, unos adelantados y cultos, otros
impulsivos y montaraces, pero todos de su sangre y su
apellido y con las ilusiones de la juventud.
Maltrana asintió á estas palabras, pero añadiendo
una opinión suya. El mal de España había sido no des-
cansar hasta la vejez.
—Nuestro país es por su historia algo semejante á una
olla que hierve siglos y siglos sin que nadie la aparte
del fuego para que se enfríe su contenido. Los grandes
pueblos de Europa, después del hervor fundente duran-
te el cual se mezclaron sus razas y se borraron sus anta-
gonismos, pudieron descansar en la paz. Este reposo les
ha servido para solidificarse, engrandecerse y adquirir
nuevas fuerzas. España no; España no conoció el des-
canso. Durante siete siglos hierve con el burbujeo de
las luchas de raza y los antagonismos religiosos. Al fin
se verifica de cualquier modo la fusión de los diversos
ingredientes. Ya está hecha la mixtura nacional, tal vez
de mala manera, pero ya está hecha. Hay que retirar la
vasija del fuego para que se cristalice el contenido y sea
algo más que líquido y vapores.
Pero en este momento crítico España descubría las
Indias y por alianzas monárquicas se encontraba dueña
de media Europa. Y en vez de descansar, volvía á hervir
con un fuego mayor, se hinchaba con un burbujeo loco,
absurdo, el más extraordinario, atrevido é insolente que
consigna la historia. Una nación relativamente pequeña,
328 V. BLASCO IBÁÑBZ
mal situada en un extremo del mundo viejo, y que ade-
más pretendía unificarse expulsando á ios españoles he-
breos y musulmanes por ser de distinta religión, em-
prendía al mismo tiempo la empresa de colonizar medio
globo y de mantener bajo su autoridad lejanas naciones
europeas que no eran de su idioma ni de su raza.
Y el líquido, hinchado por el fuego, adquiría fantásti-
cas proporciones, pareciendo mucho más grande de lo
que realmente fué; esparcíase en oleadas fuera de la
vasija para perderse sin utilidad alguna, hasta que acabó
por apagar la lumbre. Y cuando la olla descansaba al
fin enfriándose, sólo tenía en su interior leves residuos.
Lo mejor se había escapado en vapores gloriosos ó que-
daba esparcido por el mundo en manchas, en pequeños
terrones, sin formar una masa homogénea.
— ¡Ay, si hubiésemos descansado á tiempo como otros
pueblos! — dijo Maltrana — . ¡Si hubiesen transcurrido un
siglo ó dos entre la constitución nacional y nuestras
grandes empresas!... Pero estiramos la pierna más allá
de la sábana, que era corta. Nunca se ha visto un despil-
farro de vida y de energías más glorioso é inútil.
El doctor Zurita protestó de esto último.
— Inútil no. En lo que se refiere á las empresas de Eu-
ropa, indudablemente... Pero queda la América; todas
las repúblicas que hablan español y que más allá de sus
diferencias de constitución nacional son iguales por su
alma y sus costumbres.
Ojeda asintió. El loco despilfarro de la energía espa-
ñola únicamente había sido reproductivo en las Indias.
Viajando por diversas repúblicas del Nuevo Mundo en
sus tiempos de diplomático, había apreciado la gran-
deza histórica de España mejor que con la lectura de
los libros apologéticos.
En un país americano de clima frío donde crecían
lo mismo que en Europa el pino y el abeto y las monta-
ñas estaban coronadas de nieve, salía al encuentro del
viajero el idioma castellano, y con él las viejas casas de
escudos coloniales en el portón y los entonados señores
de solemnes maneras semejantes á los hidalgos antiguos.
Hasta el presidente de la República llevaba un apellido
rancio y sonoro igual al de los galanes de capa y espada
LOS ARGONAUTAS B29
de las comedias de Calderón. Luego, al saltar á otro país
de cocoteros y bosques enmarañados, con ríos como ma-
res, llanuras de infernal ardor, volcanes de cima hu-
meante y lagos suspendidos entre cordilleras vecinas á
las nubes, volvía á encontrar vestido de blanco, con el
sombrero de paja en la mano, el mismo hidalgo cortés y
ceremonioso; la dama de breve pie y ojos andaluces,
discreta, juguetona y devota como una tapada de Lope;
el antiguo convento colonial con sus torres encaperuza-
das de azulejos que desgranan el campaneo de las horas
en las tardes ardorosas ó las noches lunares sobre calles
de rejas ventrudas impregnadas de perfume de naranjo
y de jazmín. Y otro presidente le recibía en audiencia,
ostentando un apellido de vieja cepa, y era idéntico á
los demás en su porte caballeresco y sus hazañas de
caudillo voluntarioso y corajudo.
Desde las fronteras de Tejas á los hielos de Maga-
llanes, vivía España, y viviría luengos siglos, en el doc-
tor sentencioso, trasatlántico descendiente de Salaman-
ca y Alcalá; en la dama graciosa y devota que imita las
últimas novedades de la elegancia exterior, pero guar-
da el alma de sus abuelas: en el caudillo aventurero que
renueva al otro lado del Océano los romances medioeva-
les de la Península; en la irresistible admiración por el
valor y la audacia que sienten hasta los más ilustra-
dos, colocando el coraje por encima de todas las virtu-
des humanas.
Podía un cataclismo continental hundir la Penín-
sula ibérica bajo las aguas, y si con esto desaparecía
la España nación, no por ello iba á morir la España
pueblo, la España verbo, el alma española. Al otro lado
del mar, en las costas del Atlántico y el Pacífico, ó
acopladas en las laderas de los Andes como los nidos de
los cóndores, existían miles de ciudades unificadas por
el idioma, las costumbres y un concepto peculiar del
honor. Ochenta millones de seres hablaban el castellano
y pensaban en él. El catolicismo, firme y dominador en
unas naciones de América, débil y transigente en otras,
era también una fuerza tradicional que mantenía vi-
viente el pasado, común á todas ellas.
Los europeos aprendían el español para entenderse
330 V. BLASCO IBÁÑBÍ^;
con los pueblos jóvenes de América. El castellano era el
tercer idioma mundial, gracias á su difusión en el Nue-
vo Mundo. España renacía en el verdor y belleza de sus
hijas.
— Y esto es algo — dijo Ojeda — . Nuestro loco despil-
farro de otros tiempos no se ha perdido del todo gra-
cias á América.
Sus amigos asintieron. No; no se había perdido.
— Sólo un país como la Península — continuó Ojeda — ,
de clima africano y al mismo tiempo con mesetas de
frío glacial, podía dar una raza preparada para la co-
lonización de un mundo tan grande y diverso. Así úni-
camente se comprende que unos mismos hombres llega-
sen á fundar ciudades que están á más de dos mil metros
de altura, en las que se respira con dificultad, y ciuda-
des al nivel del mar, bajo el Ecuador, con un ambiente
de infierno. Sólo un pueblo sobrio y de vida dura como
el español podía acometer la empresa de poblar un
mundo en el que la gente aun era más sobria y había
poco que comer ó no había nada absolutamente. El
peligro para el conquistador no fué la flecha del indio;
fueron la soledad y las inmensas distancias, y sobre
todo fué el hambre.
Zurita intervino con la precipitación del que oye
hablar de algo que conoce mejor que sus interlocutores.
— De eso puedo decir mucho. Yo he colonizado, ¿sabe,
amigo?... Yo he vivido en el desierto y allí conocí lo
que habían sido los antiguos españoles y lo mucho que
les debemos... Nosotros hemos sido injustos con ellos.
Nos educan mal por patriotismo: nos inculcan mentiras
desde la niñez. Cuando yo iba á la escuela estaban más
vivos que ahora los odios de la lucha por la Indepen-
dencia, y eso que había pasado más de medio siglo. Es-
paña era una madrastra cruel y los españoles unos ga-
llegos brutos que sólo habían sabido esclavizarnos y
explotarnos... Y esto nos lo enseña-ban en idioma espa-
ñol, y además el maestro y los discípulos llevábamos
todos apellidos españoles. Hablábamos de los «gallegos»
como de un pueblo bárbaro que hubiese conquistado
nuestro país cuando ya estaba constituido y en plena
civilización, retrasando su progreso, por lo cual lo había-
LOS ARGONAUTAS 331
mes expulsado gloriosamente después de tres siglos de
tiranía... De hombre continué en la misma ignorancia.
Los que nacemos en una ciudad ya hecha, no nos pre-
guntamos cómo se formó y quiénes pusieron sus cimien-
tos. Cuando deseamos salir de ella, es para irnos á
Europa y rabiar de emulación viendo que hay cosas me-
jores que las nuestras. Nunca miramos atrás ni nos
preocupan nuestros orígenes.
Hizo una pausa el doctor, como si le molestase un mal
recuerdo.
— Yo mismo— añadió— siento cierto remordimiento al
pensar en mi abuelo. ¡Pobre señor! Cuando de niño me
enfadaba con él, le llamaba «gallego» y recordaba los
grandes hechos de la Independencia, que habían servi-
do, según mis ideas, para echar á patadas del país
á una banda de extranjeros explotadores... Al viajar
por el interior de mi tierra, vi claro; me di cuenta de
los sufrimientos y trabajos de aquellos hombres que
fueron extendiendo por el desierto la civilización de su
época. Sólo los que viven en las ciudades y no salen al
campo (al campo inculto que aun no conoce la mano
del hombre), pueden hablar con desprecio de nuestros
remotos ascendientes.
El doctor recordaba su vida de joven, cuando había
colonizado tierras vírgenes recientemente abandonadas
por el indio.
— Tuve que sufrir toda clase de privaciones: hasta
pasé hambre muchas veces. Y eso que tenía cerca el
ferrocarril; y los ríos podía remontarlos en buques de
vapor en vez de ir á remo; y el trasatlántico me traía
en menos de un mes los encargos de Europa... Entonces
me di cuenta de lo que hicieron los primeros españoles,
sin otros medios de comunicación que la recua ó la carre-
ta, teniendo que echar seis ú ocho meses para recorrer
distancias que hoy salva el ferrocarril en dos ó tres días.
Cuando querían remontar el Paraná yendo de Buenos
Aires á la Asunción á remo y á vela por las revueltas
del río, les costaba este viaje tres veces más tiempo
que para ir á España. Naves de la Península, llegaban
muy de tarde en tarde, si es que no naufragaban. Y
á pesar de tantos obstáculos, nuestros ascendientes fun-
332 V. BLASCO IBÁNBZ
daron los núcleos de las ciudades que ahora tenemos,
crearon las primeras ganaderías, adaptaron á nuestro
suelo los productos del viejo mundo, lo prepararon todo
para que los europeos que llegasen después no se mu-
rieran de hambre... El español colocó la mesa en Améri-
ca, fabricó los asientos y puso el pan. Esta es una imagen
que se me ocurre. Después, otros pueblos más adelanta-
dos han traído las salsas refinadas de civilización, los
hermosos adornos de mesa; pero sin el primero, que pre-
paró lo más necesario, no habría banquete.
— Así es — dijo Maltrana — . Pero el que produce en la
vida lo preciso y vulgar, no alcanza nunca la fama del
que fabrica lo superfino y agradable. Nadie sabe quién
inventó el pan y quién tejió la primera tela. Ningún
pueblo les ha levantado estatuas. Y crean ustedes que
los inventores del pan, del paño y de la cocción de los
alimentos, fueron más grandes y dignos de gloria que
los autores de todas las maquinarias de nuestra época.
— En la formación de los países americanos — insistió
Zurita — ocurre lo que en los grandes edificios que ahora
se construyen. Muy pocos ven el andamiaje interior de
acero: ninguno desea conocer el nombre de los que tra-
bajaron en los profundos cimientos. La admiración es
toda para los adornos y «firuletes» de la fachada... Y
quien asentó nuestros cimientos y levantó la parte sólida
de nuestro palacio, fué España. Los otros pueblos han
llegado mucho después, á la hora de los adornos y balco-
najes, para darlo cómodo y lo lindo. Lomas duro, el tra-
bajo ingrato y peligroso de albañilería, lo hizo «la vieja».
— Y cuanto más quieran ustedes elevar su edificio
— dijo Ojeda — , cuanto más grandioso y solemne lo de-
seen, más tendrán que bajar en busca de los cimientos
para reforzarlos, so pena de venirse abajo.
— Hay que haber vivido en el desierto — continuó el
doctor — para darse cuenta de lo que trajeron con ellos
los conquistadores y los servicios que prestaron á la ci-
vilización. Yo sufrí mucho al crear mis estancias, y sin
embargo, pensaba: «Este caballo, que me lleva de un
lado á otro, lo trajeron los españoles. Antes de venir
ellos, no existía. Estas vacas y estas ovejas, que puedo
matar y comer, las trajeron ellos también. La galleta
LOS ARGONAUTAS 333
que me llevo á la boca, procede del trigo que ellos
sembraron los primeros.» Y no podía moverme en mi
pobreza sin encontrar que las pocas comodidades que
me rodeaban las debía á los atrevidos españoles que
avanzaron y murieron en el desierto para que un día
pudiese yo avanzar á mi vez. Y me preguntaba: «¿Pero
qué había aquí antes de que ellos llegasen? ¿Qué comía
la gente?...» La gente era escasa, y para comer sólo
había maíz, mandioca y carne del huanaco. Esto á juz-
gar por lo que yo he visto en mi tierra. Dicen que en el
Perú y en Méjico había mayores medios, porque era
más numerosa la gente. Así debió ser, pero me temo
que en los relatos haya alguna exageración de los hom-
bres de pluma, cuentos maravillosos... lo que ustedes
llaman «literatura».
Ojeda, que escuchaba pensativo, habló á su vez.
— Y hay que pensar, doctor, en los esfuerzos que cos-
taría llevar allá cada uno de esos productos destinados
á la aclimatación, en pequeños buques, con la gente
hacinada.
Tripulantes y soldados dormían sobre las tablas. Los
capitanes y personajes tenían por toda comodidad una
colchoneta arrollada en el castillo de popa. Las provi-
siones eran saladas ó avinagradas, para resistir los
cambios de temperatura. Las grandes calmas del Océa-
no hacían escasear con su larga inmovilidad la provisión
de agua. Muchos vendían una á una sus prendas de
ropa á cambio de algunos vasos de líquido terroso y
recalentado, y llegaban desnudos al término del viaje.
Y en medio de esta sed rabiosa, había que economizar
líquido para dar de beber al caballo, al toro procreador,
á la vaca de vientre, al naranjo en maceta, al olivo de
plantel, á todas las novedades animales y vegetales
que llevaban allá como tesoros, estimados en más que
la vida de los hombres... Y como si no bastasen tantas
tribulaciones, habían de abrirse paso á cañonazos entre
los buques enemigos, ingleses, holandeses ó franceses,
que según las variaciones de la política española, les
salían al encuentro para impedir sus viajes.
— España — terminó Ojeda — dio á América todo lo que
tenía, lo bueno y lo malo.
334 V. BLASCO IBÁÑEZ
— Y no dio más porque no tenía más — dijo Zurita — .
Los otros países no creo yo que tuviesen más que dar
en aquellos tiempos... Pero nosotros, legítimos descen-
dientes de los españoles, hemos heredado de ellos la
mala lengua, la tendencia á hablar contra España y
hacerla responsable de todo.
— Ahí tenemos al amigo Pérez— dijo riendo Maltra-
na — , ese buen mozo subido de color que admira á In-
glaterra hasta en sueños. Ese hace responsable á la ma-
dre patria de todo lo de América: de la sequedad ó del
exceso de lluvias; de la pereza de los indios, hasta de la
escasez de ferrocarriles.
— La mala lengua heredada; es cierto — dijo Ojeda — .
El individualismo orgulloso del español, que se cree de-
fraudado por ser de su país, y habla contra él á todas ho-
ras, convencido de que al nacer en otra tierra hubiese
sido mxucho más grande.
— Una injusticia — dijo Zurita — es también hablar
tanto de la crueldad de los españoles con el indio. ¿Cómo
civilizar una tierra sin barrer antes la gente que la ocupa
y se opone á esa civilización?... En la antigua América
española los pueblos más adelantados son aquellos que
tienen menos indios. En los Estados Unidos quedan tan
pocos, que los enseñan en los circos como una curiosi-
dad. En mi país sólo se encuentran en las fronteras del
Norte, y cada vez son menos. Chile ya no guarda más
que una muestra de los antiguos araucanos.
— Es curioso — dijo Maltrana volviendo á sonreír — .
Casi todas las Eepúblicas americanas, en odio á España,
han cantado al indio primitivo que hizo frente á los con-
quistadores, pintándolo como un héroe poseedor de todas
las virtudes. Pero muchas de esas Eepúblicas, después
de su independencia, se han dedicado á matar al indio,
á suprimirlo con una crueldad más fría y razonada que
la de los virreyes y gobernadores, á organizar el exter-
minio metódico y el reparto de los niños para que no
quedase ni simiente... Nietos de gallegos y vascongados
han cantado los intentos de rebelión de los indios contra
la metrópoli, viendo en ellos los primeros vagidos de la
Independencia, cuando no fueron más que revueltas de
raza, sublevaciones de color. En el caso de triunfar los
LOS ARGONAUTAS 335
indios, lo primero que hubieran hecho es dar muerte á los
criollos blancos, abuelos ó padres de los caudillos de la
emancipación americana.
~Yo no soy de esos— protestó el doctor — . Yo creo
que el principal defecto de la colonización española fué
su empeño en transformar al indio, en hacerlo cristiano;
empresa difícil y de escasos resultados. Vean el ejemplo
de las grandes naciones modernas: cuando les estorba el
paso un pueblo refractario, lo suprimen... Inglaterra,
con su virtud protestante y su lagrimeo bíblico, ha borra-
do del planeta razas enteras. España no pudo hacerlo.
Tenía que poblar un hemisferio, le faltaba gente para
tanta extensión, y hubo de transigir con los natura-
les. Además, hay que tener en cuenta el espíritu de-
voto y la perniciosa facilidad del español para en-
gancharse con la primera india que le salía al paso
y constituir con ella santa familia cargada de hijos.
Los pueblos modernos, cuando conquistan un país,
envían remesas de mujeres blancas para que los co-
lonizadores no malgasten la semilla nacional en mes-
tizamientos. Y si á pesar de esto surge el mestizo, no
lo reconocen.
— El conquistador — dijo Maltrana — , aconsejado por
el sacerdote, creyó vivir en pecado mortal si no se casa-
ba con la madre de sus hijos, y á veces la manceba in-
dia, por obra de las hazañas de su marido, llegaba á ser
doña Inés, doña Luz ó doña Violante, con escudo nobi-
liario y gobernación de tierras.
— En los Estados Unidos — dijo Ojeda — la gente euro-
pea se mantuvo en su pureza blanca, y por eso llegó á
donde ha llegado. Cada uno al emigrar se llevaba su
mujer, y los casamientos se hacían siempre dentro de
la raza. Pero aquella tierra está como quien dice á las
puertas de su antigua metrópoli, los viajes eran más
rápidos, más frecuentes y mayor el trasplante de per-
sonas. Además, vivieron mucho tiempo concentrados
en las costas, dejando el resto del país á los salvajes,
avanzando lentamente con paso seguro, hasta que casi
en nuestra época de un solo golpe se desbordaron por
la enorme extensión, decididos á acabar con el indio,
refractario á la cultura: y el indio acabó... España, des-
336 V. BLASCO IBÁiNEZ
de el primer momento, quiso verlo todo, explorarlo todo.
Sus primeros descubridores estuvieron en sitios á los
que luego no ha vuelto ninguna persona civilizada. Y
este esparcimiento loco de fuerzas disgregadas y curio-
sas tuvo como consecuencia, en muchos lugares, que en
vez de hacerse el indio español, fué el español el que
se hizo indio, sumándose por el amor y las relaciones
de familia á la raza que intentaba dominar.
— Así les va á los pueblos de tal origen — dijo sonrien-
do el doctor — . Yo, mis amigos, tengo opiniones muy
personales en lo que se refiere á los países de América.
Soy americano, pero no indio. Cuando veo una nación
donde la gente es blanca en su mayoría, me digo: «Estos
trabajarán en paz: y seguramente irán lejos.» Cuando
veo por todas partes caras cobrizas y pelos de cerda,
tuerzo el gesto: «Mal: estos sólo pueden dar de sí enre-
dos, politiqueos, una vanidad ridicula, revoluciones
para ocupar el poder, bailes, músicas y versos... mu-
chos versos...»
Los dos amigos rieron al oir las últimas palabras del
doctor.
— Yo he trabajado en el campo — continuó éste — , y sé
por experiencia que sólo puede emprenderse un negocio
con trabajadores de raza blanca ó con emigrantes de
Europa, que conocen el valor del dinero, ahorran y
tienen un concepto exacto de los deberes de la vida.
¡Lo que me han hecho sufrir indios y mestizos!... Tra-
Í)ajan de un modo loco cuando los acosa el hambre, pero
apenas cobran una semana, desaparecen para ir á em-
borracharse y le dejan á usted plantado. ¡Cómo llevar
adelante una empresa con tales auxiliares!... Más de una
vez he envidiado á los conquistadores que con arreglo á
las costumbres de su época podían dirigir palo en mano
á unas gentes incapaces de un trabajo serio y continuo.
Sólo el que ha colonizado puede comprender la conducta
de aquellos españoles. Tuvieron que implantar la civili-
zación de su época sin otra ayuda que la de unos niños
grandes que únicamente se mueven á impulsos del temor.
Los doctores que viven en las ciudades y todo lo han en-
contrado hecho (sin saber ciertamente cómo se hizo)
pueden permitirse sensiblerías y^declamaciones.
LOS ARGONAUTAS 337
Hablaron después de esto de los «grandes crímenes»
de los conquistadores.
— Eran gente dura, violenta — dijo Ojeda — , y hasta
entre ellos mismos dirimían con sangre sus cuestiones.
Pero no eran peores ni mejores que los hombres de espa-
da que en los mismos años hacían la guerra en Europa.
¡Es curiosa la injusticia del mundo con los conquista-
dores americanos!... Algunos los describen como mons-
truos excepcionales de maldad, algo de que no hay-
ejemplo en la historia, y un siglo después que ellos rea-
lizasen su conquista se desarrollaban en el corazón de
Europa la guerra de los Treinta Años y otras muchas de
religión, con degüellos en masa de pacíficos campesinos
é incendios de pueblos enteros con sus habitantes...
— Igualmente son ridiculas — dijo Maltrana — las la-
mentaciones por el trabajo de los indios en las minas.
Cualquiera creerá que sólo trabajaban ellos. El indio
servía para el arrastre de los minerales como hoy mis-
mo sirven los hombres libres en las minas que carecen
de maquinaria. Pero con el indio trabajaban obreros
españoles, mineros enviados de la Península que su-
frían tanto ó más que ellos... Siempre tendrá la huma-
nidad que realizar para vivir pesados trabajos, abruma-
doras funciones. Hoy, después de tanta civilización,
centenares de miles de blancos sufren igualmente en las
minas, y es injusta esa sensiblería que se calla cuando
la víctima es uno de su raza y sólo se enternece cuando
el que pena es de otro color... Como España estuvo
gravitando sobre Europa durante siglo y medio y dejó
resentidos por su dominio á muchos pueblos, no ha habi-
do mentira ni exageración que la venganza haya dejado
de lanzar después contra ella.
— Gran cantidad de las patrañas que circulan sobre
nuestras colonias — dijo Ojeda — son obra de un editor.
Los libreros tuvieron gran influencia en la historia de
América. Su mismo título (con menosprecio de Colón)
se lo dio un librero alemán, el editor de las cartas de
Américo Vespucio. Y muchas de las mentiras que cir-
culan con un carácter tradicional contra los españoles
coloniales, las inventó un librero flamenco.
Era Teodoro de Bry, impresor de Lieja, que de 1570
22
338 V. BLASCO IBÁÑEZ
á 1602 estuvo publicando libros y estampas para ali-
mentar en Europa la curiosidad por los sucesos de las
Indias, y el odio á España, dominadora del viejo mundo
en aquel entonces. El buen flamenco hizo obra patrióti-
ca desacreditando por todos los medios á los españoles
que gobernaban su país. Pero esta obra apasionada fué
indigna de la credulidad que le dispensó la ignorancia
general. Las añrmaciones del editor Bry, que jamás es-
tuvo en las Indias, que imprimió todo cuanto le ofre-
cían, con tal que fuese contra España, y vivió un siglo
después del descubrimiento, se aceptaron con el mismo
respeto que si fuesen documentos de testigos presencia-
les. Inventó retratos de Colón, é inventó igualmente
ridiculas historias sobre la vida del Almirante y la in-
justicia y crueldad de los españoles.
— El librero Bry — continuó Ojeda — fué el autor de ese
cuento soso é inocente sobre «el huevo de Colón»... [La
suerte de ciertas tonterías! Muy pocos conocen lo que
fué el descubrimiento ni tienen una idea aproximada de
Colón; pero todos saben la perogrullada del huevo, fá-
bula insulsa digna de un ingenio flamenco.
— Cierto es — dijo Maltrana— que una buena parte de
lo que se ha propalado contra los españoles de América
se inventó en Europa por gentes que nunca estuvieron
allá. Algunos autores americanos del siglo XVIII pro-
testaron de la exageración de esas invenciones, pero su
voz no tuvo eco. Luego, al iniciarse la Independencia,
los revolucionarios americanos adoptaron como suyas
muchas de las aflrmaciones europeas, aceptándolas á
ojos cerrados con el apasionamiento de la lucha, y aun
colean los tales embustes en la enseñanza que se da en
las escuelas del Nuevo Mundo.
— Al empezar la decadencia de nuestra patria — aña-
dió Fernando — , de Italia, de Flandes, de Holanda, de
Alemania, de Inglaterra y de Francia, países que tenían
mucho que vengar, pues durante siglo y medio los había
molestado enormemente la preponderancia española, llo-
vieron volúmenes hablando de las grandes crueldades
sufridas por los indios. Rousseau puso de moda el hom-
bre primitivo, libre en plena Naturaleza, y los indígenas
americanos fueron el tipo perfecto de la víctima aprisio-
LOS ARGONAUTAS 339
nada y desfigurada por la civilización. Abates folicu-
larios para halagar al público lloraban sobre la desgra-
cia de unos pobres indios que sólo habían visto pintados
en estampas lo mismo que mascarones de carnaval.
— El barón Humboldt— interrumpió Maltrana— , el
único extranjero de capacidad que vio de cerca la Amé-
rica de entonces, viajando por casi toda ella, decía que
los indios gobernados por la autoridad colonial, torpe y
formulista, pero á la vez tolerante y floja, bien podían
ser envidiados por los campesinos de Europa, que vivían
con mayor miseria, y especialmente por los campesinos
de Francia antes de la Revolución... Muchos de los crí-
menes coloniales, que fueron á la misma hora los críme-
nes del resto del mundo... ¡literatura! ¡pura literatura!
— No lo tome usted á broma — dijo Ojeda — . La lite-
ratura entró por mucho en esto. Cuando se inició en
América el movimiento de emancipación, Chateaubriand
reinaba sobre el mundo y Átala era el libro sublime.
«¡Triste Chactas!», cantaban con voz llorosa acompa-
ñadas de arpa ó de guitarra todas las damas de ambos
hemisferios. Y el indio de moda, interesante, gallardo y
filosofador, era para los revolucionarios un argumento
más contra la tiranía española...
— Y lo gracioso fué — dijo Maltrana — que el indio, en
casi todos los países de América, en vez de irse con la
revolución, que lo compadecía y ensalzaba, se mantuvo
aparte de ella ó defendió hasta el último momento al
rey, formando en los ejércitos monárquicos, donde por
cada soldado peninsular había cuarenta ó cincuenta de
color. Y terminada la revolución, al verse vencedores los
enemigos de la tiranía, se dieron buena prisa en acabar
con el «triste Chactas» pasándolo á cuchillo en muchos
países de nuestra América, quemando sus tolderías,
repartiéndose á sus hijos, ó mezclándolo en las luchas
civiles para que fuese carne de cañón.
Otra vez volvieron á hablar de los primeros conquis-
tadores. Al iniciarse su éxodo, el pueblo español estaba
en el apogeo de su vigor. Siete siglos de pelea continua
con el moro habían virilizado sus costumbres. Hombres
de guerra jugaban á detener una muela de molino en
plena rotación. Otro, con una cortesía de gigante,
340 V. BLASCO IBÁÑBZ
arrancaba en una iglesia la pila de agua bendita, para
que mojase con más comodidad sus dedos una dama de
baja estatura. Todo español era soldado. Las continuas
algaradas, cabalgadas y rebatos en los límites de los
reinos musulmanes y cristianos, obligaban al labriego á
arar la tierra con las armas prontas. Una operación agrí-
cola costaba muchas veces una batalla. El árabe le ense-
ñó á cabalgar en corceles indómitos; la tradición del
país, que databa de los auxiliares de Aníbal, hacía de
él un peón infatigable. La lucha de guerrillas, sorpresas
y emboscadas, armado á la ligera, le preparó para bus-
car en las selvas de América al enemigo escurridizo,
invisible y de golpe certero.
Semejantes á los legionarios romanos, que lo mismo
peleaban en tierra que en el mar, los aventureros de la
conquista fueron á la vez navegantes, jinetes incansa-
bles en las pampas inmensas, y duros andarines de las
selvas vírgenes, sufriendo los rasguños de la espinosa
vegetación, el acecho de los indios, la acometida de las
fieras, los tormentos del hambre y de la sed. Algunos
que desembarcaron en Méjico acababan por establecerse
en los confines de la Patagonia. Otros, abandonando la
vida regalada á orillas del Pacífico, lanzáronse á tra-
vés de bosques y desiertos, siguiendo el curso de ríos
como mares, para salir al Atlántico por las bocas del
Amazonas. El pie incansable valía tanto en ellos como
la mano férrea y el ojo de pájaro de presa.
El hambre, un hambre que sólo podía sufrir el espa-
ñol habituado á las sobriedades de su raza, le acompa-
ñó en sus exploraciones por las peladas altiplanicies de
los Andes y las llanuras pantanosas sin término. Aven-
turábase en desiertos de los que parecía haber huido
toda vida animal. El cielo, de triste azul, relampaguea-
ba y temblaba cargado de electricidad sin soltar una
lágrima de lluvia; el suelo, de bronce, no permitía que
la más leve brizna de hierba adornase sus peñascales;
el llama y la vicuña torcían su carrera de trote femenil
para no internarse en esta desolación, glacial unas veces,
tórrida otras. Ni una planta, ni una bestia se encontra-
ban en las soledades de leguas y leguas... Y por allí
pasó el hombre, por allí caminó sin guía el aventurero
LOS ARGONAUTAS 341
español á impulsos de su heroica ignorancia, que le
hacía marchar en línea recta, siguiendo el revoloteo
ilusorio de la Quimera, siempre en busca de las monta-
ñas de oro.
Unos eran estudiantes mal avenidos con las bayetas
escolásticas ó mozos de labranza que, deslumhrados por
el mágico esplendor de las Indias, se improvisaban
guerreros en las tierras nuevas. Los más eran comba-
tientes de las guerras de Europa, segundones de ilus-
tres casas, hidalgos pobres que habían hecho su apren-
dizaje en los tercios de Italia y de Flandes y asistido
al saco de Roma; soldados orgullosos de sus hazañas y
un tanto indisciplinados que consideraban á sus jefes
como iguales. Cada uno de ellos era capaz de tomar el
mando, y en momentos difíciles, obrando por cuenta
propia, remediaba las faltas de su caudillo y obtenía la
victoria. Su orgullo estaba acostumbrado al respeto y
al miedo del capitán. Cuando éste no podía ahorcarlo,
lo halagaba cortesanamente. Los generales llamaban en
España á sus gentes «señores soldados». El duque de
Alba, acostumbrado á tratar con fiereza á reyes y papas,
apellidaba á los guerreros de sus tercios «Muy altos y
poderosos hijos», ponderando «el gran amor y afición
que les tenía».
Y de entre estos hombres de guerra altivos, crueles y
caballerescos, que paseaban su arcabuz como un cetro,
su casco abollado como una corona, sus harapos como
una gloria, surgían Ercilla, Cervantes, Calderón y tan-
tos otros ingenios. En pacto eterno con el hambre y la
pobreza, condenados desde mozos á ver sus hazañas
mal recompensadas y sin otro porvenir que una vejez
de mendicidad, podía sin embargo el más humilde de
ellos, si le ayudaba la suerte en las Indias, convertirse
en señor de luengas tierras y virrey de un imperio.
—La literatura— dijo Ojeda— influyó mucho más de
lo que creen en la empresa de la conquista. Los años
que siguieron al descubrimiento fueron de gran difusión
para las lecturas heroicas, difusión que duró un siglo,
hasta que Cervantes escribió su famosa obra.
En 1492 se imprimían por primera vez los libros de
caballerías; Nebrija publicaba la primera gramática cas-
342 V. BLASCO IBÁÑUZ
tellana; se representaban en corrales y atrios de con-
ventos las primeras farsas; caía Granada y se embarca-
ba Colón. Todo en un año: el descubrimiento de un
mundo nuevo, la unidad nacional, el nacimiento del
teatro, la formación y reglamentación definitivas del
lenguaje, y la popularidad por medio de la imprenta de
los libros de caballerías, que en costosos infolios caligrá-
ficos sólo habían servido hasta entonces de recreo á opu-
lentos magnates como don Alvaro de Luna... El hidalgo
pobre, el mozo camorrista, el viandante aventurero, co-
nocieron por sus propios ojos las sergas del caballeresco
Amadís, y gritaron de entusiasmo con las hazañas de
Palmerín y Tirante el Blanco.
— Las almas sensibles y creyentes-— continuó Fernan-
do— paladearon las gestas del místico guerrero Perce-
val y los amores del caballero Tristán de Leonis con
la infortunada reina Iseo, historias de amor y de muerte
de los trovadores medioevales, que en nuestros días ha
remozado Wágner como argumentos de sus poemas...
Las veladas en ventas y mesones discurrían ligeras en
torno del candilón, que trazaba un círculo rojo sobre
las páginas de la maravillosa historia impresa. Un estu-
diante de clérigo ó un bachiller leía en alta voz, rodeado
de un círculo de caras cetrinas, con el ceño fruncido y
la boca palpitante de emoción... Uno de los venteros
del Don Quijote declara como la mejor joya de su casa
los viejos libros de caballerías olvidados por un cami-
nante.
Estas historias disparatadas y heroicas agrandaban
los ánimos, quitando toda significación á la palabra
«imposible». Los más de los lectores y auditores lleva-
ban espada al cinto, y al enterarse de las desaforadas
batallas con gigantes partidos por mitad, dragones
despanzurrados, fugas de inmensos ejércitos de ma-
landrines, endriagos y salvajes, vencimiento de terri-
bles encantadores y liberación de princesas cautivas,
pensaban con emulación y envidia: «Lo mismo haría
yo si se presentase la ocasión. Pero... ¿adonde ir?...
¿Cómo empezar?»
Los caballeros aventureros con existencia real co-
nocidos de las gentes, el valiente Juan de Merlo, rom-
LOS ARGONAUTAS 343
peder de lanzas en la corte de Borgoña, ó los pelea-
dores del «paso honroso» con Suero de Quiñones, habían
vagado de corte en corte sin mayores hazañas que los
torneos. ¿A qué parte del mundo caían las ínsulas y
tierras de encantamiento para los hombres ansiosos de
maravillosas aventuras?...
Y mientras toda una generación soñaba con los ojos
puestos en el libro y una mano en la cruz de la tizona,
íbase agrandando el radio de los argonautas al otro lado
del Océano. Detrás de las islas de recientes desengaños,
extendía la inmensa tierra firme un mundo de miste-
rios. Los que volvían de allá, adornado el casco con ra-
ros plumajes, hablaban de ejércitos de hombres cobrizos
y fieros que sacaban el corazón á los enemigos para ofre-
cerlo á sus dioses; de esbeltas y ligeras amazonas, con
solo un pecho para tirar mejor del arco; de tritones mos-
tachudos en los ríos, sirenas en las desembocaduras, per-
las en los golfos y grandes bloques de oro nativo, del
que enseñaban fragmentos... ¡Las ricas ínsulas no eran
ficciones de los libros! ¡Había tierras en las que un pala-
dín podía crearse un reino á golpes de espada!... Y la
juventud corrió á llenar con sus armas y sus ilusiones
las naos de Sevilla y Cádiz, y una vez en el otro mundo
empezaban la epopeya de «los navegantes de tierra fir-
me», más dolorosa y más heroica que la de los navegan-
tes del mar.
En las selvas de América, nunca exploradas, vieron
hipógrifos, licornios y grifos iguales á los de los ama-
dos libros; las mordeduras de serpiente no eran morta-
les si se les aplicaba una amatista; la piedra bezoar
sanaba todas las dolencias, y el mismo Carlos V pe-
día para las suyas este remedio encantado de los
conquistadores. Arboles misteriosos daban la muerte
á todo el que descansaba á su sombra, y otros sugerían
dulces sueños de embriaguez. Grupos de hombres arma-
dos, sin más guía que el indio mentiroso y fantaseador
ó el eco de una tradición confusa, iban de la Florida á
la Patagonia, del Callao á la desembocadura del Ori-
noco, en busca del valle de Jauja, lugar paradisíaco de
delicias y harturas, del imperio de las Amazonas, de la
«Ciudad de los Césares», áurea metrópoli que nadie vio
344 V. BLASCO IBÁÑBZ
jamás, ó de la Fontana de Juventud, suprema esperan-
za de los conquistadores de barba canosa que sentían
decaído su vigor. Pedro de Alvarado tenía que luchar
contra los conjuros de una india gorda, temible hechice-
ra, igual á las encantadoras de los poemas antiguos. En
un combate mataba de una lanzada á una águila verde
que pretendía sacarle los ojos, y al caer el ave de presa
tomaba la forma de un indio muerto. Era un cacique
que, merced á los encantamientos de la bruja, se había
convertido en águila para cegar al conquistador.
Hombres razonables y equilibrados no hubieran se-
guido adelante. Una visión ordinaria de la realidad
les habría impulsado á retroceder ó á tenderse en el
suelo, desalentados. Pero la ilusión, sirena encantadora,
coleaba en el aire junto á estos locos heroicos en sus
horas de desfallecimiento.
Cuando en las altiplanicies estériles marchaban casi
arrastrándose, las entrañas roídas por el hambre y las
piernas petrificadas por el frío, la esperanza, como un
relámpago, reanimaba su vigor. Tal vez al trasponer la
próxima altura verían entre las nieves un valle fron-
poso con palacios chapados de oro. ¿Por qué no?...
Visiones más portentosas habían salido al encuentro de
los paladines en tierras de misterio. Y tirando del cin-
turón para correr la hebilla unos cuantos puntos, aca-
llaban de este modo el estómago hambriento y seguían
adelante con el mosquete al hombro, el talle gentil y la
ilusión aleteando ante sus ojos.
El oro, que huía de ellos en las cumbres, los aguar-
daba sin duda en los profundos valles de asfixi adora
torridez, como rayos de sol petrificados por el suelo
ardiente. Y en busca del gran rey que todas las maña-
nas, luego de bañarse en el lago sagrado, se revolvía en
montones de polvo de oro, cubriéndose de pies á cabeza
con esta costra deslumbrante, avanzaban los aventure-
ros por pantanos infinitos, hundiéndose en el légamo
con la pesadez de sus armaduras, chapoteando como
hipopótamos de acero en un fango de siglos.
Marchaban días, semanas, meses, por la llanura casi
líquida. Dormían sobre troncos caídos, teniendo que es-
pantar en mitad del sueño la vecindad ^e los caimanes,.
LOS ARGONAUTAS 345
Guisaban su alimento sobre un trípode de ramas, devo-
rando con fango hasta el pecho el ave acuática ó el
lagarto mal chamuscados. Ün paso en falso les bastaba
para desaparecer. La mala alimentación y las calentu-
ras hacían de ellos feroces espectros enfundados en mor-
tajas de hierro.
La desgracia y el deseo de vivir los convertían en
seres crueles, sin misericordia. La muerte iba con ellos
y para ellos. No sólo habían de defenderse de la hondo-
nada invisible, de la mandíbula del saurio y el colmillo
del reptil: el guía, el indio que marchaba á su lado, era
un enigma inquietante. Imposible adivinar la verdad
en la mueca servil de su mascarón cobrizo. Muchas
veces, cuando más descuidado caminaba el hombre in-
vencible, el hombre de acero con el trueno al hombro,
los indígenas caían sobre él, lo enlazaban entre las lia-
nas de sus brazos, y juntos chapuzábanse en la laguna
como racimo de miembros palpitantes, contentos de pere-
cer á cambio de ahogar al blanco.
Los que por benevolencia de la muerte desafiaban
impávidos el clima, el hambre, los hombres y las fieras,
continuaban su avance, viendo en tanta miseria una
preparación necesaria para obtener la gloria y la ri-
queza. Les aguardaba al otro lado del pantano ó de la
selva la ciudad de encantamiento con sus techos des-
lumbrantes y un monarca poseedor de montañas de
esmeraldas que acabaría por darles su hija más hermo-
sa, y con ella todos sus tesoros. Tal vez en el último mo-
mento les cortase el paso algún dragón de siete cabezas
vomitando llamas, pero ellos se encargaban de rajarlo
con la buena espada de Toledo y la ayuda de su patrón
el señor Santiago.
—Tal era la influencia del libro de caballerías—con-
tinuó Ojeda— , que el emperador Carlos V dio un decreto
prohibiendo la importación y lectura de tales obras en
las Indias. Los aventureros de espíritu caballeresco,
afligidos por los abusos de los gobernadores, ejercían
la justicia por su mano lo mismo que el hidalgo man-
chego. Tomando ejemplos en los libros, formábanse en
las nacientes ciudades de las Indias corporaciones caba-
llerescas, cuyos individuos, con el título de «conjura-
346 V. BLASCO IBÁÑBS
dos», se comprometían á defender con la espada los
derechos de la viuda y el huérfano y á combatir las
injusticias del poderoso.
El conquistador se adaptó á la nueva tierra y á las
costumbres del indígena con asombrosa prontitud. El
individualismo español encontraba un encanto irresis-
tible en la vida errabunda del indio, con pocas leyes,
ninguna autoridad, escaso trabajo, continuo viaje y un
solo afecto: la familia.
— Así fué — dijo Maltrana — . En todas las historias de
la conquista se habla de expediciones de españoles que
descubrieron compatriotas procedentes de una expedi-
ción anterior, los cuales llevaban varios años viviendo
entre los indios. Un naufragio, un retraso en la marcha,
un combate desgraciado les hacían caer prisioneros, y si
libraban la piel en el primer momento, acababan por
hacerse de la tribu y constituir familia. Los españoles
encontraban con asombro al mozo de Sanlúcar, de Tria-
na ó de un pueblecillo de Extremadura, con el pecho
pintarrajeado, corona de plumas y un anillo en la nariz,
apoyado fieramente en su arco y barboteando trabajosa-
mente un castellano que casi había olvidado. Lloraba
al recordar la Virgen de su tierra, pero cuando los com-
patriotas le incitaban á seguirles, sus lágrimas eran de
desesperación. «¡Ay, no! ¿Y la familia?...» Y presentaba
á la respetable compañera cobriza, con ojos de diablo
y mejillas cubiertas de chafarrinones: y tras ella la
nidada de mesticillos, ágiles como gamos, con panzas
ávidas de sepultar todo lo viviente.
Con igual facilidad se adaptó el soldado español á
la guerra indígena. Los pasos de los ríos, las lagu-
nas infinitas, las lluvias torrenciales, la dificultad de
conservar la pólvora, hicieron cada vez más escasas las
armas de fuego. La lanza, la espada y la rodela acom-
pañaron al conquistador en sus expediciones de tierra
adentro. El combate, para los viejos soldados que habían
conocido las batallas más famosas de Europa, fué en
adelante la «guazabara». La táctica contenida en la
Milicia Indiana^ de Vargas Machuca, consistió en dar
«la trasnochada» y dar «el albazo», ó sea sorprender al
enemigo astuto y escurridizo en plena noche ó al rom-
LOS ARGONAUTAS 347
per el día. El aventurero sustituyó las botas guerreras
por la alpargata ó la abarca de piel de potro; la co-
raza por el peto acolchado de algodón, que le servía de
almohada durante la noche; el casco por el morrión de
cuero; la capa por el poncho indiano.
— El indio vino al fin á él — interrumpió Zurita son-
riendo— , pero él hizo la mitad del camino yendo hacia
la hembra india. Y el resultado de este encuentro fué
una raza nueva, todo un mundo: la América que hoy
conocemos.
Ojeda había quedado absorto desde mucho antes sin
oir lo que decían Isidro y el doctor. Resucitaba en su
memoria la conversación que había tenido con Mina
aquella misma tarde, y el recuerdo de la artista evoca-
ba el de Wágner y sus héroes. ¿Por qué pensaba en
esto?... «Tal vez — se dijo mentalmente — porque esos con-
quistadores fueron héroes de epopeya, héroes en plena
Naturaleza como los del poema nibelúngico...»
Su vaguedad imaginativa fué contrayéndose hasta
dar forma á figuras precisas. Vio á Wotan, el dios majes-
tuoso y débil, forzado á castigar con momentánea cólera
á la hija desobediente. «Padre — implora sollozando la
walkyria— , ya que me has excluido de la raza de los
dioses y como débil mujer he de dormir sobre esa roca
hasta que el primero que pase se apodere de mi virgi-
nidad, ¡que no sea yo la esposa de un débil mortal, de
un cobarde!... Evítame esa afrenta... Si en los brazos
de un hombre he de caer esclava, haz que la llama surja
en torno de mí al eco de tu palabra: rodéame de un
baluarte de fuego, para que sólo un héroe de corazón
firme y fuerte, valiente como un dios, pueda desper-
tarme y hacerme suya.»
Igual á Brunilda, la virgen morena había dormido
no años, sino siglos, guardada en su letargo por la azul
extensión de los Océanos, más insalvable que las barre-
ras de llamas. Sólo un héroe de corazón fuerte podía
despertarla... Y al oir los pasos férreos del conquista-
dor, los ojos de la india virgen parpadearon, extendió
los brazos, y sus pechos aplastáronse sobre el peto de
una armadura.
Era el héroe prometido: el amor que despierta con
348 V. BLASCO IBÁÑBZ
guantelete de acero: el abrazo fecundador acompañado
en sus temblores por un tintineo de armas.
Y para llegar hasta ella, el héroe no había tenido que
combatir el obstáculo del fuego, que se salva con sólo
un impulso del coraje... Su firmeza y su paciencia ha-
bían sido tan grandes como su valor, ante los océanos,
que desalientan por su inmensidad; las montañas, que
crecen y se repiten así como se va avanzando por sus
rugosidades; los bosques, obscuros y laberínticos, en los
que se pierden la luz del sol y las huellas de los pasos;
las llanuras desoladas, que no terminan nunca.
VIII
La víspera del paso del Ecuador, al penetrar la luz
del alba en las entrañas del buque fué esparciéndose
con ella una melodía suave de metales discretos, una
música con sordina que sólo aspiraba á despertar leve-
mente á los pasajeros, para que reanudasen el sueño con
mayor placer.
Avanzaban los músicos quedamente por los corredo-
res todavía iluminados por la luz eléctrica, y detenién-
dose en un cruce embocaban sus instrumentos repitien-
do la solemne alborada.
Los durmientes agitábanse en sus lechos. Todos sa-
bían lo que significaba esta música oída entre sueños.
El Coral de Lutero. Era domingo, y el buque protestan-
te anunciábalo á sus gentes con este salmo instrumental
que recordaba á muchos una ópera de Meyerbeer.
Se apagó al ñn la música sin otra consecuencia que
haber turbado durante algunos minutos los ronquidos de
los pasajeros, llamados inútilmente á la meditación y la
plegaria. Pero transcurridas cuatro horas, un espectácu-
lo extraordinario hizo salir á muchos de sus camarotes
antes que de costumbre.
Las señoras sudamericanas, vestidas de negro con
sombreros del mismo color y un velo ante los ojos, su-
bían la escalinata de caoba con dirección á los salones,
pasando entre los camareros agachados y en mangas de
camisa, que fregoteaban peldaños y balaustres. Todas
marchaban con los ojos bajos y cierto encogimiento,
como si acabase de ocurrir en el buque algo extraordi-
nario y triste que entenebrecía el esplendor de la maña-
na tropical. Entre las manos enguantadas de negro lie-
350 V, BLASCO IBxíÑBZ
vaban pequeños libros encuadernados en oro y nácar.
Tras ellas venían los hombres de la familia con aire de
burgueses endomingados que asisten á una ceremonia
fatigosa é ineludible. Los trajes blancos, los cuellos flo-
jos, las gorras de viaje, los zapatos de lona no apare-
cían esta mañana.
Isidro se encontró en un rellano de la escalera con
el doctor Zurita, que marchaba cual un pastor majes-
tuoso, respetado y jamás obedecido, tras el rebaño fe-
menil de su familia: señora, cuñadas, suegra é hijas.
Un cuello recto y esplendoroso remontábase en él desde
la corbata negra á las orejas. Batían sus piernas los fal-
dones de un chaqué, prenda incómoda en la región
ecuatorial, que gravitaba sobre sus espaldas con la pesa-
dumbre de una coraza, moteando sus sienes y bigote de
perlas de sudor. Al ver á Maltrana le dirigió una sonrisa
de resignación, señalando al mismo tiempo con los ojos
el término de la escalera, los salones hacia los cuales
marchaba tras el fru-fru majestuoso de las faldas.
Algunos pasajeros alemanes, vestidos de blanco con
descuido matinal, subían á la cubierta de paseo y mira-
ban un instante por las ventanas de los salones. Luego
se dirigían hacia la popa discretamente en busca de las
tertulias que empezaban á juntarse en el fumadero, como
hombres que sorprenden una reunión de familia y no
quieren molestarla con su presencia.
El mayordomo permanecía junto á la escalinata
recomendando silencio en las tareas de limpieza, evi-
tando el choque de los cubos, las ruidosas frotaciones,
haciendo hablar á los camareros en voz baja, lo mismo
que si estuviesen en la habitación de un enfermo.
Un repiqueteo de campanilla surgió del último salón,
amortiguado por las cerradas vidrieras. Isidro, que ha-
bía subido al paseo, miró por una ventana. «Lo mejor
del buque» estaba allí, oprimido, amontonado ante la
plataforma de los músicos. Las señoras en primer térmi-
no, ocupaban las sillas y detrás de ellas los hombres, de
pie, codo con codo, llevándose el pañuelo á la frente
sudorosa. Giraban los ventiladores y sobre las negras
filas de pechos femeninos mariposeaban los abanicos con
incesante aleteo.
LOS ARGONAUTAS 351
Maltrana fijó su mirada entre las dos columnas de
la plataforma, allí donde ordinariamente había una es-
pecie de mostrador encristalado, lleno de tarjetas posta-
les y «recuerdos de viaje» que vendía el mozo del salón
encargado de la biblioteca. El tal mostrador había des-
aparecido bajo un mantel lleno de puntillas. Dos can-
delabros con cirios crepitaban en la mañana esplen-
dorosa sus luces, incoloras y sin fuego: un crucifijo de
porcelana ocupaba el centro.
Ante el altar improvisado erguíase el obispo cubierto
con una casulla dorada y albas vestiduras que aun
guardaban los pliegues del encierro en la maleta. Arro-
dillado á sus pies estaba el abate con las barbas fluvia-
les tendidas sobre el negro delantero de su sotana. Todos
los ojos iban hacia él: sólo la familia de la Boca seguía
con mirada amorosa los movimientos de Monseñor al
decir la misa.
El conferencista, á pesar de su modesta situación de
ayudante, era admirado por muchos como esos grandes
actores que aun permaneciendo mudos en un extremo
de la escena consiguen mayor atención que los que ha-
blan y gesticulan en primer término. Cuando su voz
abaritonada respondía á las palabras del obispo, había
en ella tal encanto y tanta autoridad, que las buenas
señoras se lamentaban de que estas contestaciones fue-
sen breves. Y él, convencido de su éxito, se empeque-
ñecía, se humillaba ante el oficiante, como un simple
acólito, mirando algunas veces al público con el rabillo
del ojo para que no perdiese nada de su religiosa abne-
gación. No había querido dar la conferencia, pero ofre-
cía algo más interesante: el espectáculo de un grande
hombre, cuyos retratos figuraban en los periódicos, ayu-
dando la misa de aquel obispo obscuro, que parecía
aturdido por tal honor.
Abandonaba á veces el abate su actitud encogida,
para dirigir al oficiante como un maestro. Todos los
objetos del culto eran suyos: el sagrado mantel, la casu-
lla, el cáliz de piezas enroscadas y las divinas Formas.
Este hombre extraordinario, aleccionado por la ex-
periencia, no olvidaba nada en sus viajes. En una ma-
leta los periódicos ilustrados con sus biografías, los
352 V. BLASCO IBÁÑKZ
libros que había escrito y los retratos que había de
regalar con dedicatorias; en otra los artículos de la
misa, guardados en estuches con forro de terciopelo,
bien cuidados, desmontados y limpios como útiles pro-
fesionales.
Una cabeza avanzó junto á la de Maltrana pegán-
dose al vidrio, al mismo tiempo que un codo tocaba el
suyo. Era Ojeda.
— ¿Está usted oyendo misa?...
— No, Fernando. Pensaba en los caprichos de la suerte
histórica; en cómo la casualidad puede llevar á las gen-
tes por los caminos más diversos... Mire usted con qué
devoción siguen esas damas el curso de la misa. Algu-
nas hasta tienen húmedos los ojos. Una misa en pleno
Océano, ¡figúrese usted!... Y pensar que si América la
descubren los ingleses ó el gran Carlos V se deja con-
vencer en Worms por el frailecillo Martín, toda esa
gente estaría á estas horas con una Biblia en la mano
cantando salmos con acompañamiento de armónium.
En otras ventanas apretábanse contra los vidrios las
cabezas rubias de varios niños. Con la boca abierta y un
pliegue vertical entre las cejas, contemplaban ansiosos
las genuñexiones y manejos del hombre dorado y los
gestos del hombre negro, que le seguía en todas sus
evoluciones. Eran pequeños alemanes que por primera
vez veían una misa.
Maltrana examinaba el público amasado en el salón.
—Gran concurrencia— dijo— . Ninguna fiesta de á bor-
do ha reunido tanta mujer. Hasta veo tres coristas que
se han vestido de negro, con ropas prestadas por las
amigas. Son polacas... Y más allá, mire usted á doña
Zobeida, envuelta en su manto americano, y á nuestra
amiga Conchita, con mantilla española... En el centro
está Nélida, una Nélida que parece otra, humildita al
lado de su madre, con la cabeza baja, sin nada llamati-
vo, húmedos los hermosos ojazos. ¡Pobrecilla! En ella
las impresiones son tan fugaces como intensas. Está
emocionada por el espectáculo. Un poco más, y rompe á
llorar... Pero vamonos de aquí: estamos molestando.
Don Carmelo, el de la comisaría, que está al lado del
abate para ayudarle, nos ha mirado varias veces. Las
LOS ARGONAUTAS 353
respetables matronas levantan la cabeza, y yo debo
velar por mi reputación. No quiero que digan que Mal-
tranita es un impío. Esa reputación sirve para algo en
Europa, pero en América da muy poco.
Se apartaron de la ventana para emprender un paseo
por la cubierta, solitaria en aquellos momentos.
— Ahí verá usted — dijo Isidro á los pocos pasos, con-
tinuando de viva voz el curso de sus reflexiones — la
gran diferencia de lo imaginado á lo real. ¡Cuántas
veces he leído yo la descripción de una misa en alta
mar! Usted mismo, poeta, si se propusiese hacer unos
versos sobre esto, ¡qué de cosas bonitas diría!... El
augusto silencio; el Océano recogiéndose como para
presenciar mejor la divina ceremonia; la mañana es-
plendorosa, las gentes llorando, un hálito celeste descen-
diendo sobre el buque cual música angélica... Y fíjese
en la realidad: no hay más música que la de los ven-
tiladores y abanicos; los hombres chorrean sudor y
miran á las puertas deseando huir; abajo suenan los
platos y los tenedores de los herejes que toman su pri-
mer almuerzo; en la proa y la popa gritan, juran y
cantan los emigrantes; los camareros suben y bajan las
escaleras con sus útiles de limpieza... No; decididamente
no hay poesía religiosa en estos buques modernos.
— Procure no repetir tales cosas en presencia de sus
amigas — dijo Ojeda con el mismo tono zumbón — . Como
usted afirmaba antes, la impiedad da muy poco en Amé-
rica, y el catolicismo es algo que dejó muy arraigado en
las mujeres la educación española. Los hombres son
indiferentes, son incrédulos, pero jamás se atreven á ser
impíos. Para eso hay que pensar, y su pensamiento lo
ocupan por entero los negocios.
Otra vez, como en la tarde anterior, surgió en su
conversación el recuerdo de los conquistadores, pero por
breves momentos. El hombre de presa, el navegante de
espada, había sido en muchas ocasiones un místico.
Al sentirse fatigado de aventuras y glorias, desceñíase
la tizona, abandonaba el coselete y se cubría con el há-
bito del fraile. Otras veces, en plena juventud, bastaba
un revés de fortuna, un desengaño de amor, para que
el capitán fastuoso y cruel se convirtiese en ermitaño
23
354 ?• BLASCO iBÁkíQZ
del desierto, alimentándose de raíces frente á una cala-
vera y una cruz de palo.
Estos místicos á la española, de un misticismo orgu-
lloso y dominador, en vez de elevar los ojos al cielo para
dejarse absorber por su grandeza, tiraban del cielo y lo
hacían bajar hasta ellos, viendo en cada acto de su ener-
gía individual una chispa de la voluntad de Dios encar-
nada en sus personas. Eran místicos de acción, como el
antiguo soldado Loyola, como la andariega Teresa de
Jesús, especie de Don Quijote con tocas, á caballo por
los campos de Castilla; y este misticismo vigoroso y mi-
litante, que salvó á la iglesia católica cortando el paso
á la Reforma, se había esparcido por el Nuevo Mundo
con los conquistadores, predispuestos al milagro. Siem-
pre que se veían en un aprieto al pelear contra los
indios aparecíaseles el apóstol Santiago en su caballo
blanco y luminoso, hendiéndolas apretadas huestes co-
brizas, lo mismo que en la España había desbaratado á
los infieles musulmanes.
— La devoción de aquellos hombres — dijo Ojeda — ha
llenado América de imágenes prodigiosas; tantas ó más
que en la Península. No hay allá ciudad con tres siglos
de existencia que no tenga su santo de indiscutibles
milagros... Los imagineros de A^alencia y de Sevilla
enviaban remesas de vírgenes y cristos á los conventos
de las Indias y á los hidalgos retirados de aventuras en
sus buenas encomiendas. Pero estas imágenes de encar-
go, al tocar el suelo americano, se agigantaban y hacían
milagros lo mismo que los desesperados y hambrientos
que al llegar allá se convertían en héroes.
Viéronse crucifijos remontando los ríos contra su co-
rriente; vírgenes que inmovilizaban la carreta que las
conducía para manifestar su voluntad de no pasar ade-
lante y que allí mismo las erigiesen un templo; imáge-
nes que, ocultas en el suelo, se anunciaban con músicas
y luces misteriosas. Todos los prodigios divinos de la
metrópoli se repitieron en las Indias, como la copia re-
pite el original. Las vírgenes negras de España, inex-
plicables para la devoción peninsular, se reprodujeron
en América con gran entusiasmo de la gente de color.
— Y todo este pasado vive ennoblecido é indiscutible
LOS aegonaütAkS 355
bajo una patina de siglos que lo hace cada vez más ve-
nerable... Créame, Maltrana. Al llegar allá, enfunde su
burla y procure no hablar de religión, si es que busca
apoyo en las damas. Deje eso para los comisionistas de
comercio extranjeros. La impiedad no puede ser para
nosotros artículo de exportación. Las creencias tradi-
cionales resultan obra de «nuestra vieja», y si las ata-
camos hágase cuenta que estamos dando con un pico en
la casa materna.
Después de permanecer sentados algún tiempo en la
terraza del fumadero, continuaron su marcha, llegando
por segunda vez á las ventanas del salón. El público
era el mismo, nadie se había movido de su lugar, pero
el oficiante era otro. Monseñor estaba abajo, tomando
su almuerzo, rodeado de la familia admiradora, que le
incitaba á restaurar sus fuerzas después de las fatigas
recientes. Ahora era el abate francés el que, revistién-
dose á la vista de los fieles con los mismos ornamentos,
decía la segunda misa.
En vano desplegaba una majestuosa solemnidad en
palabras y gestos: su público seguía admirándole, pero
estaba fatigado. Corría el sudor por el rostro de las
damas, arrastrando en sus tortuosos raudales el negro
de las ojeras, el rojo de las mejillas y el barro blanque-
cino de los polvos de arroz. La conciencia de estas de-
vastaciones del calor las hacía moverse nerviosas en
sus asientos con el abanico sobre el rostro. Los cuellos
almidonados de los hombres perdían la acorazada ter-
sura de su planchado; se ondulaban como muros de
porcelana próximos á resquebrajarse. De las orejas ve-
lludas colgaban perlas de sudor.
Acostumbrado el sacerdote á adivinar el estado de
ánimo de los públicos, aceleraba sus gestos, llevaba la
ceremonia á todo galope, mascullando frenéticamente
sus latines, reanudándolos antes de que terminase sus
respuestas el ayudante, con sotana negra. Este ayu-
dante era don José, el cura español, encogido, humil-
de, para ganarse las simpatías de las señoras que admi-
raban al aba-te.
Los dos amigos, acodados en la borda, sintieron de
pronto á sus espaldas un estrépito de sillas removidas,
356 V. BLASCO IBÁÑEZ
puertas abiertas de golpe, precipitadas carreras, exha-
laciones de pechos comprimidos, algo semejante á la
fuga pavorosa del público en un local que se incendia.
La misa había terminado y las señoras corrían á sus
camarotes para cambiar de vestidos y reparar el desor-
den de sus rostros. Los hombres respiraban unos mo-
mentos en la cubierta y encendían un cigarro antes de
ir á despojarse de las ropas negras.
Sonó de nuevo el repiqueteo de la campanilla y corrió
Isidro á mirar por las ventanas. ¡Otra más!... Era su
amigo don José, que cubriéndose con las vestiduras su-
dorientas de sus antecesores, iba á decir la tercera misa
ayudado por don Carmelo. El sacerdote se preparaba
á oficiar sin más pueblo devoto que las sillas esparci-
das en el salón con el desorden de la fuga. Sólo algu-
nas domésticas, enviadas por sus señoras, entraron
apresuradamente para no quedarse sin misa. Doña Zo-
beida y Conchita habían avanzado hasta los asientos
de primera fila, consolando al oficiante con su presen-
cia de esta retirada general.
— ¡Mi pobre don Pepe! — exclamó Isidro — . ¡El que
contaba con esta misa para hacerse visible ante el seño-
río del buque y entablar buenas amistades!... ¡Y me lo
dejan solo, como un artista sin cartel! Eso no está bien.
Hay que hacer algo por el paisano, ¿no le parece, Fer-
nando?... ¡Si nos lanzásemos! ¡Hace tantos años que no
hemos visto eso de cerca!...
Y los dos entraron en el salón, colocándose en pri-
mera fila. El ambiente, cerrado aún y caldeado por
tantas respiraciones, era de una densidad asfixiante.
Conchita los saludó con un gesto de cansancio. Doña
Zobeida, al reparar en ellos, tuvo miradas de ternura.
Muchas gracias en nombre del buen padrecito. Para
ella esta misa era de mayores méritos que las ante-
riores.
Don José, al volverse de cara á los fieles, no pudo
reprimir un parpadeo de sorpresa viendo la inmovilidad
devota de los dos amigos. Y este agradecimiento, así
como lo avanzado de la hora, le hizo despachar su misa
rápidamente.
Al terminar la ceremonia, don Carmelo fué el pri-
LOS AKGONAUTAS 357
mero en huir, llevándose las manos al rostro, que cho-
rreaba sudor.
— ¡Mardita sea mi arma! Serca de dos horas en este
horno... Er comandante, porque soy español, me da
siempre estos encargos. ¡Con lo que tengo que escribí
en la comisaría!...
Y salió apresuradamente, cruzándose con el abate,
que volvía en busca de sus ornamentos para colocar-
los uno por uno, bien contados y limpios, en los estu-
ches de viaje.
La banda de música tocaba su concierto matinal.
Todos los sillones del paseo estaban ocupados. Las da-
mas, vestidas de blanco, gozaban el bienestar de una
leve frescura después de las angustias sufridas en el sa-
lón. Circulaba impreso el programa de las fiestas con
las que se solemnizaba el paso de la línea: cuatro días
de banquetes, conciertos y juegos atléticos. Muchos
reían de los chistes con que el mayordomo había salpi-
cado el programa, gracias inocentes, de una pesadez
abrumadora, que parecían guardadas en el almacén con
las flores de trapo, las bcinderas y los escudos de car-
tón, para resurgir á fecha ñja en todos los viajes.
Ojeda, al salir á la cubierta, se vio detenido por la
sonrisa de Mrs. Power y abandonó á su compañero, aco-
dándose al lado de ella en la baranda.
— ¡Demonio de mujer! — pensó Maltrana — . Parece
como que huele á Fernando. Cualquiera diría que tiene
ojos en la nuca para verle. Está de cara al mar, y apenas
nos aproximamos vuelve la cabeza sonriendo de ante-
mano, segura de que es él quien se acerca.
Un coro de vociferaciones, grandes risas y aplausos
sonó en la terraza del fumadero, y Maltrana, ansioso por
conocer todo lo que ocurría en el buque, corrió hacia
este sitio.
Era Nélida, rodeada de sus admiradores y otras gen-
tes que habían sido atraídas por el nuevo aspecto que
presentaban algunos de aquéllos. El barón belga, su ri-
val el alemán y otros más que tenían bigotes, aparecían
con el labio superior recientemente afeitado, y esta no-
vedad provocaba la ovación irónica de los amigos.
Nélida sonreía bajando los ojos con modestia. Había
358 V, BLASCO IBÁHEX
manifestado el día anterior que nunca podría amar á
un hombre con bigotes; ella estaba por el varón á estilo
norteamericano, con la cara limpia de pelos lo mismo
que los luchadores helénicos. Y esto había bastado para
que aquellos hombres, roídos por sorda rivalidad, se
apresuraran á ponerse en comunicación con el barbero,
presentándose desfigurados ante la veleidosa joven, que
los abarcaba á todos en un afecto común, sin distinguir
á ninguno.
— Esta chica va á volvernos locos — dijo Maitrana á
Ojeda, que había corrido también para enterarse del
motivo del estrépito — . Ahora parece que su gusto con-
siste en que los hombres se afeiten. Yo estoy libre de
eso: yo he seguido siempre la moda de ahora. Pero us-
ted, Fernando, líbrese de que esa chiquilla le eche el
ojo. Veo en peligro sus hermosos bigotes.
— ;A mí!... — exclamó Fernando levantando los hom-
bros despectivamente y mirando á Nélida, que por ca-
sualidad fijaba al mismo tiempo sus ojos en él — . No
hay tal peligro, Maltreaia... Me vuelvo con la yanqui.
Cuando los dos amigos se reunieron en la mesa, á
la hora del almuerzo, notaron la ausencia del doctor
Eubau.
— El pobre señor está muy triste — dijo Munster — . Me
comunicó anoche que pasaría encerrado todo el día en
su camarote. Hoy es el sexto aniversario de la muerte
de su señora, y todos los años, esté donde esté, hace lo
mismo. Se aisla, piensa en ella, no come; llora con toda
libertad.
Maitrana admiró irónicamente la conducta del doc-
tor. ¿Quién podía sospechar esta desesperación román-
tica en aquel viejo médico, con sus setenta años, sus
patillas teñidas y sus dientes montados en oro?... Y en
vida de la llorada señora tal vez se habrían peleado los
dos frecuentemente y él llevaría sobre su conciencia
más de una infidelidad...
— ¡La ilusión, Ojeda! La caprichosa ilusión, que agran-
da las cosas cuando las perdemos y nos las hace amar
con nuevos amores, borrando los recuerdos ingratos.
Después del almuerzo Maitrana desapareció con aire
misterioso. Había hablado á su amigo de cierta expedi-
LOS ARGONAUTAS 359
ción á la parte más interesante del buque: una visita
que muy pocos conseguían hacer. Pero él tenía amigos,
gozaba de grandes influencias, y acompañando á don
Carmelo el de la comisaría iba á realizar su capricho.
No quiso decir más, y se fué escalera abajo, dejando
á Ojeda tendido en un sillón de la cubierta.
Un calor pegajoso humedecía las frentes y las es-
paldas. Los dormitantes cambiaban de postura para
separarse de la piel las ropas adheridas por el sudor.
Una tenue nubécula, algo así como una leve pincelada
blanca, destacábase en el azul del horizonte ante la proa
del trasatlántico. Era un velero, todavía lejano, que na-
vegaba con el mismo rumbo del Goethe. Pronto lo alcan-
zaría éste; el viento era escaso; de vez en cuando una
ráfaga; luego la calma ecuatorial, densa, anonadadora,
que parecía gravitar sobre el Océano, conmovido ape-
nas por ligeros estremecimientos.
Marcábase de pronto sobre este mar luminoso un
gran redondel negro. Surgía del horizonte una barra de
sombra que iba rodando vertiginosamente hacia el
navio, como una pieza de tela que se desenrolla, obs-
cureciendo al mismo tiempo el cielo y el agua. En esta
zona de sombra el m^ar aparecía erizado de pequeñas
puntas, como la superficie de un cepillo.
El avance sólo duraba unos minutos. Pasaba el
buque, con una rapidez igiml á la de las mutaciones es-
cénicas, del sol ardoroso á una penumbra lívida de tem-
pestad. La lluvia lo envolvía con un trágico acompaña-
miento de relámpagos y truenos estentóreos; truenos
como sólo se oyen en la soledad del Océano. Esta lluvia
no era á raudales, sino en grandes masas, cual si se
desfondase un lago allá en lo alto y todo su volumen
cayera de golpe. Entraba en forma de cuchillos por los
intersticios de las lonas, inundando la cubierta por el
lado del viento; deslizábase en riachuelos ondulosos
al pie de las barandas; aglomerábase en las canales
de desagüe, que borbolleaban atragantadas por tanto
líquido. Los toldos y las planchas quejábanse como
apaleados.
Y á los cinco minutos, cuando las gentes asustadas
recogían libros y almohadones en las cubiertas para
360 V. BLASCO IBÁNBZ
librarlos de la inundación, refugiándose con ellos en
los salones, surgía de pronto el sol, el buque, chorrean-
te, brillaba cual si fuese de oro, y la mancha de som-
bra iba corriéndose en el mar luminoso, cada vez más
reducida, más estrecha, hasta perderse en el infinito,
como si la fuese arrollando allá una mano invisible.
Al poco rato el calor ecuatorial había devorado hasta
la más recóndita mancha de humedad. Cuando aun se
deslizaban por las canales algunas gotas retrasadas, las
tablas de las cubiertas, caldeadas por el sol, crujían de
nuevo bajo los pasos. Un cuarto de hora después del
tempestuoso chaparrón no quedaban vestigios de él. Se
le recordaba como algo absurdo é irreal, en el calor
asfixiante de la tarde, bajo un cielo de crudo azul, sobre
un mar que hervía con los reflejos del sol y daba á la
retina la impresión de un lago infinito de tibias aguas.
Formábase en el avante de la cubierta un grupo de
niños y criadas que señalaban al horizonte. Acudían
los pasajeros apuntando sus gemelos en la misma direc-
ción. Ojeda abandonó su asiento para unirse al grupo,
y los dormitantes que estaban cerca se incorporaron
igualmente, corriendo con la infantil curiosidad que
inspiraba el menor suceso en la monótona existencia
de á bordo...
El velero estaba á corta distancia del trasatlántico,
moviéndose ante su proa como una montaña de blancos
lienzos cuadrangulares ligeramente rosados por el sol.
Una maniobra del Goethe lo dejó á un lado, y entonces
apareció visible de proa á popa con su casco férreo pin-
tado de verde, agudo y ligero, y el velamen de sus cinco
mástiles amplio, enorme; un bosque de hojas de lona
con nervios de acero que recogía la menor brisa, vibran-
do y encabritándose bajo su soplo.
Algunos pasajeros que bajaban del puente trans-
mitían las noticias del telegrafista. Era un velero de
Brema y no iba á América. Se aproximaba á las cos-
tas del Brasil para tomar los vientos, ganando después
el cabo de Buena Esperanza. Iba á la China á cargar
arroz.
El Goethe saludó con un bramido el pabellón enarbo-
lado por el velero. Dos docenas de hombrecillos, achi-
LOS ARGONAIJTAH 361
cados por la lejanía, agolpábanse en la borda, con el
torso desnudo, moviendo en alto sus casquetes blancos,
iguales á los de los cocineros. Se adivinaban sus gritos
absorbidos por el silencio del Océano, de los que no
llegaba el más leve eco hasta el vapor. Dos perros enor-
mes, hirsutos, fieros, puestos de patas en la borda,
lo mismo que personas, saludaban igualmente con la-
dridos contorsionantes que convertía la distancia en
gestos mudos.
Fué quedándose atrás el buque de vela. Se mantuvo
un instante paralelo á la proa: luego, para seguirle, tuvo
el gentío que correrse por las cubiertas. Finalmente,
sólo lo vieron los emigrantes amontonados en la popa,
destacándose la bandera del Goethe sobre la pirámide
blanca de su velamen. Parecía inmóvil á pesar de que
dos cuchillos de espuma rebullían á lo largo de su proa.
«¡Adiós! ¡Buen viaje!», gritaba en varios idiomas la mu-
chedumbre agrupada en las bordas... Y el velero fué
empequeñeciéndose como si marchase hacia atrás, salu-
dando con violentos cabeceos las arrugas espumosas
que enviaba á su encuentro el invisible volteo de las
hélices. Al ñn pareció quedar inmóvil, sumiéndose en
los lejanos términos del horizonte solitario, en la llanu-
ra sin límites donde le harían dormitar con las velas
desmayadas las ardientes calmas diurnas; donde avan-
zaría de noche igual á un fantasma, rodeado de espu-
mas fosforescentes, balanceándose la luna enorme y
amarillenta entre el boscaje de su arboladura.
Ojeda extrañó no ver á su amigo en la cubierta. Algo
de mucho interés debía preocuparle para que dejase
pasar inadvertido este encuentro, que equivalía á un
gran suceso en la vida monótona de á bordo.
Al deshacerse los grupos volviendo unos á sus sillo-
nes y otros al interior del café, Fernando encontró á
Conchita que paseaba con gracioso contoneo, sacando
los codos, montada en altos y ruidosos tacones. Las se-
ñoras sudamericanas, al verla pasar, la llamaban «la
española donosita».
Sus ojillos negros y agudos se clavaron en Fernando.
— ¡Vaya usted con Dios, mala persona! Usted no quie-
re nada con las paisanas: le parecen poca cosa. Todo
362 V. BLASCO IBÁÑE?;
para las señoras que hablan en extranjero y ni Dios
las entiende... No, hijo: ¡si no quiero nada con usted!
Paseo mejor sólita . . . Ahí tiene á su yanka mirando al
mar con medio ojo y con el otro medio buscándolo á
usted. Acerqúese, que le espera.
Y Conchita se alejó con ruidoso taconeo, al mismo
tiempo que Fernando, atraído por los ojos claros de
Mrs. Power y su sonrisa entre amable é irónica, iba
hacia ella acodándose en la baranda para entablar el
segundo galanteo del día. Imposible hacer otra cosa en
este encierro flotante, donde era inútil huir, pues al dar
vuelta al lado opuesto de la cubierta encontrábase el
fugitivo con las mismas personas.
Las conversaciones con la norteamericana empeza-
ban á fatigar á Ojeda. Estos flirts sin resultado pare-
cíanle monótonos, dulzones é interminables como los
salmos de una capilla evangélica.
Siempre lo mismo: ojeadas sentimentales, palabras
melancólicas alternadas con burlas frías y mordientes
para los que pasaban junto á ellos. Si él manifestaba
deseos de alejarse, una mirada maliciosa que equivalía
á una promesa y ciertas palabras de doble sentido le
mantenían inmóvil. Cuando súbitamente entusiasmado,
intentaba avanzar, ella sonreía con una inocencia ma-
liciosa: «No comprendo... no comprendo.» Y si al fin
confesaba su comprensión, era frunciendo el ceño y
protestando con frío rubor: «shoking».
Algunas veces se retiraba medio ofendida por las
audacias verbales de Fernando, y éste respiraba satisfe-
cho y contrariado al mismo tiempo. «Anda con Dios y
no vuelvas nunca — se decía con rabia — . La verdad es
que no sé por qué pierdo el tiempo con esta mujer.»
Pero no transcurrían muchas horas sin que se re-
anudasen las relaciones de buena amistad. Maud le
salía al encuentro fingiéndose distraída; le esperaba al
paso, a]3oyada en la borda, contemplando el mar en
la actitud de una actriz que se ve espiada por la má-
quina fotográfica, y era bastante una sonrisa, un movi-
miento de ojos, una leve tos para que Fernando volviese
á juntarse con ella.
—Me está toreando— protestaba él mentalmente—. Se
LOS ARGONAUTAS 363
está divirtiendo conmigo... ¡Ay, si estuviésemos en tie-
rra y pudiera dejar de verte! ¡Qué patada te ibas á
llevar, hija mía!
Pero estaban en el Océano, encerrados en un espa-
cio de unos centenares de metros. Una cadena irrom-
pible los sujetaba á los dos, y cuando el uno se alejaba,
el otro forzosamente iba detrás. Había que resignarse
á un galanteo penoso y contradictorio, á un tira y afloja
que parecía muy del gusto de aquella mujer y le hacía
abrir unos ojos de sonriente crueldad, de espasmo sádico
cada vez que él, con los sentidos excitados por mis-
teriosas alusiones ó miradas prometedoras, se contraía
furioso de deseo.
Su única preocupación al salir de estos suplicios era
que Isidro no se enterase de la verdad. ¡Cómo se bur-
laría de él al conocer la conducta de Maud!... Y á im-
pulsos de su orgullo varonil, de esa vanidad jactanciosa
del macho que transige con la mentira para conservar
su prestigio, aceptaba las felicitaciones y la envidia de
Maltrana, que le creía triunfador.
De tarde en tarde el remordimiento y el miedo se
apoderaban de él. ¡Ay si la otra contemplase desde lejos
lo que le estaba ocurriendo en el buque! ¡Si Teri pudie-
ra verle como se ve ñor el oio de una cerradura!...
La vergüenza le hacía permanecer inmóvil en su
sillón leyendo un libro, indiferente á cnanto le rodea-
ba. Otras veces, con el deseo de aislarse más aún, tras-
ladaba su asiento á la última cubierta y se ocultaba
detrás de un bote, gozando el deleite de su voluntad
triunfadora, de su enérgica resolución al decidirse á ser
fiel. Pero la estrechez del encierro conspiraba contra
su virtud. Imposible mantenerse aislado. Las necesida-
des de la vida, los toques de lla.raada al comedor los jun-
taban á todos. Además aquella mujer rja^recía dotada de
un sentido diabólico para adivin¿ír su presencia. Le
descubría en sus escondrijos, por apartados que fuesen:
pasaba ante él orguUosa y arráyente á la vez, lo mismo
que una reina convencida de su majestad, con un fluido
en torno de su persona, que desarticulaba y abatía los
santos propósitos mejor construidos.
Eeconocía Fernando aparte de esto que el enemigo
364 V. íiLASCO lBÁÑEí¿
más lemible estaba dentro de él. Era la bestia adormi-
lada en la soledad, que se encabritaba al husmear el
perfume de Maud; la pureza forzosa por falta de ocasión,
que se retorcía fieramente ante la curva tentadora, el
largo contacto de las manos ó las blancas suculencias
enfundadas en seda negra ó seda gris, exhibiéndose ten-
tadoras entre las faldas recogidas al remontar una esca-
lera con voluntario descuido.
Ojeda dejábase vencer de nuevo con cualquiera de
estos incidentes. Al llegar á tierra sería otro hombre;
recobraría su fidelidad; pero aquí estaban en pleno
Atlántico, ¡y quién sabría nunca lo que ocurriese!...
Había que entregarse á su destino; seguir las sugestio-
nes irresistibles del «gran impuro». Y Maud la domina-
dora le veía otra vez sujeto á su encanto atormentador.
Se agitaba en torno de ella sumiso y suplicante con
alternativas de cólera y huidas de despecho, que sólo
duraban breve tiempo.
Se había creído por un instante libertado de tal ser-
vidumbre al conocer á Mina. Esta mujercita triste y en-
ferma no era un peligro. Podía estar junto á ella sin que
se alterase el equilibrio de su tranquilidad. Mina con su
dulzura sentimental parecía hermosear la existencia mo-
nótona de á bordo. Era un socorro para terminar sin
remordimientos la travesía.
Pero Maud, como si adivinase sus pensamientos y
temiese una concurrencia, había atacado desde el pri-
mer momento á la alemana. Felicitaba á Ojeda con una
ironía cruel por su magnífica conquista. ¡Qué suerte! La
mujer más fea y pobremente vestida del buque... Una
especie de institutriz casada con un musiquillo borracho
del que se reían todos, hasta la turba de cómicos que
iba con él.
En su burla despiadada no perdonó ni al niño: un
gordinflón con pelo de cáñamo, el más sucio de toda la
chiquillería del buque. Ella esperaba ver á Fernando
llevándolo en brazos mientras hacía el amor á la mamá.
Apostaba algo á que por la noche lo dormía en sus rodi-
llas con acompañamiento de canciones y se preocupaba
de cambiarle las ropas interiores.
Con la irritante injusticia de que sólo es capaz el
LOS ARGONAUTAS 365
despecho femenil, burlábase también de Mina como can-
tante. Se había tapado los oídos una tarde que cautelosa-
mente se acercó á las ventanas del salón cuando ella
estaba en el piano y él de pie mirándola lo mismo que
un tenor... ¡Y decían que esta infeliz, semejante á una
doncella de servicio, había sido una mujer hermosa y
una grande artista!... ¡Y todos los éxitos de Ojeda en el
buque consistían en haber inspirado tal pasión!... Debía
felicitarlo por su buena suerte. Y para más ironía, Maud
hablaba en francés con acento nasal: Mes compUments ,
mon cher: tous mes complhnents,
¡Pobre Mina!... Algunas veces, mientras hablaba
Fernando con Mrs. Power, la había visto pasar por cerca
de ellos llevando de la mano á Karl. Fingía no conocer-
los, torcía la mirada, pero se adivinaba en su gesto la
amargura de la decepción. Y cuamdo Ojeda quedaba
solo, ella parecía ocultarse, huyendo de reanudar sus
conversaciones. Si en los paseos por la cubierta se encon-
traban frente á frente, después de breves palabras Mina
pretextaba una ocupación inmediata ú obedecía el más
leve tirón de Karl para seguir adelante.
A los ojos escrutadores de Maud no escapaba cierto
hermoseamiento de la antigua artista, un mayor cuida-
do en el adorno de su persona.
— Fíjese, señor: su amada hace grandes gastos. Hoy va
de blanco de pies á cabeza; un traje de piqué plancha-
do y almidonado; una verdadera coraza. Está elegante
como una institutriz de su tierra... Tiene la cara menos
verde, y deja un reguero de olor barato: habrá comprado
polvos y perfumes en la peluquería del buque... Y todo
por usted, grandísimo conquistador... Hasta lleva zapa-
tos nuevos. No le veo los tacones gastados de antes.
Y Fernando, en el egoísmo de su deseo, acogía estas
burlas con una satisfacción cobarde. Eran celos nacien-
tes que iban á servir para que Maud se mostrase al fin
menos esquiva.
Aquella tarde el humor de ella parecía menos iróni-
co. La voz, algo velada, sonaba con lentitud melancóli-
ca; sus ojos estaban húmedos; le brillaban las córneas
con una acuosidad excesiva, como si fuesen á derramar
lágrimas. De vez en cuando estremecíase con violentos
«í'^
bb V, BLASCO IBANÍ3Z
sobresaltos, lo mismo que si una mano invisible les cos-
quillease en la nuca. Cogida á la baranda, echaba el
busto atrás, y luego se aproximaba á ella hasta tocarla
con el pecho. Con esta gimnasia nerviosa acompañaba
su charla y disimulaba el deseo do extender los brazos
y desperezarse. Interesábase mucho por el curso del
tiempo, qu.e hasta entonces no la había preocupado.
Preguntaba con ansiedad cuántos días faltaban para
llegar á Río Janeiro, como si hubiese permanecido dur-
miendo y al despertar surgiese en su recuerdo la im_a-
gen de alguien que la estaba esperando.
— ¡Faltan más de seis días! — exclamó con desaliento
al oir las explicaciones de Ojeda — . Hoy es domingo,
y no llegaremos hasta el sábado próximo. ¡Qué largo!...
Casi una semana para ver á mi John...
Y con cierto sobresalto notó Fernando en sus pala-
bras una gran sinceridad amorosa, un deseo vehemente
de recién casada que vuelve al lado de su marido des-
pués de la primera ausencia.
En las grandes ciudades de los Estados Unidos los
negocios habían ocupado su pensamiento de mujer
práctica y calculadora: después en París se había atur-
dido con la alegre vida de sus compañeras. Pero ahora,
en el buque, llevando una existencia de inercia, sin pre-
ocupaciones, sin amistades, con largos encierros en el
camarote para evitarse el trato de las gentes, la imagen
del esposo resurgía en ella con una irresistible nove-
dad, acompañada de estremecimientos largo tiempo
olvidados. Además... ¡el ca,lor ecuatorial! ¡la asfixia que
se apoderaba de ella á ciertas horas de la noche, opri-
miendo su pecho, haciendo zumbar sus oídos, desarro-
llando ante sus ojos cerrados una cinta de visiones
inconfesables, interrumpidas al ñn por el sueño!...
¡Ah, John! ¡Pobre grandote, cómo deseaba verlo!...
Torció el gesto Fernando al escucharla hablar con
la mirada perdida en el Océano y una voz monótona de
sonámbula. ¡Bonito papel el suyo!... Y saludando iróni-
camente anunció que iba á retirarse para que pensase á
solas en la próxima entrevista con su esposo.
— No; quédese — dijo ella con voz de mando — . Tiem-
po tengo de acordarme de él. Hablemos... Dígame esas
LOS ATíGONAUTAS 367
palabras bonitas que usted sabe decir y que parecen de
comedia: exageraciones, mentiras, cosas de hidalgo
que habla de morir si no lo aman.
Después de esto Ojeda creyó tener á su lado otra
mujer, como si se hubiese quebrantado la coraza de
hielo tras la cual se había mantenido hasta entonces,
irónica y hostil, y de los fragmentos de la rota defensa
acabara de surgir algo cálido y vibrante que iba hacia
él con la humildad de la hembra que anhela ser vencida.
Pasó por cerca de ellos la alemana con su niño de la
mano. No los miró, pero la mirada de Maud fué á ella;
una mirada agresiva, de cólera mortal, que pareció cla-
varse en su espalda. Fernando recordó que así miraba
la otra; así eran los ojos de Teri cuando en sus viajes le
inspiraba celos una compañera de hotel.
Los ojos de Mrs. Power cuando dejaron de ver á
Mina volviéronse hacia Fernando con una avidez de
posesión. Sonreía escuchando las palabras de su acom-
pañante, su angustiosa súplica, como si pidiese algo
imprescindible para la continuación de la existencia.
— Tal vez mañana... tal vez nunca — dijo ella son-
riendo con su coquetería cruel, que á Ojeda le pareció
forzada esta vez, adivinando más allá de las frías pala-
bras un principio de emoción.
Luego, como si temiese perder la serenidad y de-
cir demasiado, se apresuró á separarse de Fernando.
No se podía hablar con él; siempre pidiendo lo mismo.
Se retiraba al camarote. Era demasiado atrevido en sus
palabras, y había que cortar la conversación.
— A la noche hablaremos si es usted más juicioso...
Por allí viene su amigo; ya tiene compañía... No ponga
usted esa cara tan triste. Tenga confianza en la suer-
te... ¡Quién sabe!...
Y se alejó riendo, burlona y tentadora á la vez,
mientras se aproximaba Maltrana, llevando sobre el tra-
je de hilo una capa impermeable. Se detuvo en un espa-
cio de la cubierta bañado por el sol, y allí quedó inmó-
vil, tembloroso y pálido, gozando con visible fruición
del ardor ecuatorial.
— De aquí no paso — dijo — . Si quiere usted algo acer-
qúese.
368 V. BLASCO ir>ÁÍíF.X
Ojeda le obedeció, extrañando el bizarro aspecto
que ofrecía con aquella capa sobre el traje ligero, tem-
bloroso de frío y buscando el calor del sol cuando todos
en el buque sentíanse angustiados por la temperatura
asfixiante.
— ¿De dónde viene usted?...
—Del Polo— contestó Maltrana.
Tendía sus manos al sol, volvía el rostro para sentir
el calor en ambos lados, y al fin se despojó del imper-
meable y lo abandonó en la baranda, prefiriendo á la
tibieza de su envoltura los rayos directos del astro.
— Deje que me caliente un poco. No me mire así. A
usted le extrañará verme con este aspecto de gato frio-
lero, buscando el sol cuando todos sudan... Pero ¡cuan-
do le digo que vengo del Polo!...
Poco á poco fué Maltrana explicando su misteriosa
expedición. Venía de lo más hondo del buque, de los
frigoríficos donde se guardaban los víveres. Esto úni-
camente podía verlo él, que gozaba de buenas amista-
des. Para conservar la baja temperatura de estos alma-
cenes, sólo se abrían muy de tarde en tarde, y él había
aprovechado la oportunidad de la extracción de comes-
tibles destinados á la fiesta del día siguiente, bajando á
visitarlos con sus amigos de la comisaría.
— ¡Lo que viene con nosotros, Ojeda!... ¡Y yo, infeliz,
que en otros tiempos admiraba las tiendas de la calle
Mayor en vísperas de Navidad!... ¡Lo que comemos y
bebemos durante el viaje! ¿Sabe usted cuánta cerveza
llevamos con nosotros? Mil doscientos toneles. Eso se
dice con facilidad, pero hay que verlo... ¿Sabe cuánto
vino? Doce mil botellas. También se dice esta cifra con
facilidad...
— Pero hay que ver las botellas — interrumpió Ojeda
burlonamente.
— Eso es: hay que verlas juntas con los toneles: una
enorme bodega; lo necesario para emborrachar á todo
un pueblo... Y resbalando sobre el Océano vienen con
nosotros toneladas y más toneladas de harina, montañas
de cajas de conservas y de extractos; aves, pescados,
bueyes, ¡qué sé yo!... Todas las reservas de una ciudad
sitiada.
LOS ARGONAUTAS 369
Describía el viaje por las entrañas lóbregas del
buque, su descenso al inñerno... de nieve, llevando
como virgiliano guía á su amigo don Carmelo. Escale-
ras mojadas y resbaladizas; paredes que lagrimeaban;
luces eléctricas veladas y mortecinas bajo el halo iri-
sado de la humedad; gruesos caños conductores del
frío á lo largo de los muros. Primero habían entra-
do en almacenes donde la frescura todavía resultaba
tolerable. Isidro había sentido allí una satisfacción
egoísta y maligna pensando en los buenos amigos que
sudaban y jadeaban en la cubierta de paseo.
Metíase el frío cosquilleante y travieso por todas
las aberturas de las ropas, despertando agradables
estremecimientos. Los de la comisaría llevaban grue-
sos abrigos y capas impermeables. El reía petulante-
mente, orgulloso de afrontar con su trajecito blanco
estas temperaturas.
Subían y bajaban escaleras; serpenteaban por intrin-
cados corredores bajos de techo, angostos, con muros de
acero, semejantes á los pasadizos de un acorazado. En
un departamento las verduras y las flores; en otro las
frutas: pirámides de manzanas y naranjas, racimos de
plátanos, regimientos de pinas alineadas en los estantes
como soldados barrigudos acorazados de cobre y con
penachos verdes. Un perfume de gran mercado surgía
á bocanadas por las puertas: perfume de flores que ago-
nizan lentamente, de frutas y verduras detenidas en su
fermentación por la catalepsia del frío, de vinos y cer-
vezas agitados en sus encierros por la continua inesta-
bilidad del buque.
— Llegamos al ñn á los frigoríficos — continuó Maltra-
na — . Unas puertas que tienen de grueso casi tanto
como de alto: unos dados de acero que giran ligerísi-
mos sobre sus goznes y se abren y cierran lo mismo
que las culatas de los cañones... Crac: una vuelta de
muñeca y todo queda justo, acoplado, sin la menor ren-
dija. Al ser abiertas entra el aire exterior y se condensa
instantáneamente, formando un humo blanco junto á las
lamparillas eléctricas; algo así como si lloviese sal ó
hielo molido. Un espectáculo fantástico, Ojeda... Al
principio sólo se siente frío en los pies: luego sube y
24
870 V. BLASCO IBÁSiíJZ
sube el maldito entre el pantalón y la pierna y á los
pocos momentos cree uno que va calzado con polainas
de hielo... |Y qué paisajes se ven en esas profundidades!
Evocaba Isidro el recuerdo de los enormes cuartos
de buey rojos y amarillos, con la grasa congelada de
su goteo formando estalactitas. Tenían estas carnes la
densidad de las cosas inanimadas; una dureza de pie-
dra. Daban la sensación á la vista y al tacto de enormes
mazas prehistóricas, con las cuales se podía hendir el
cráneo de un elefante.
— La sala del pescado es un paisaje polar. Eocas de
hielo amontonadas, y en el interior de estas masas de
cristal turbio están los peces de mil formas. Parecen ha-
rapos petrificados, tan adheridos á su encierro, que hay
que extraerlos á puro hachazo... Las aves, puestas en
estantes, las creería usted de cartón-piedra, como las
que se exhiben en las cenas de los teatros. Da uno con
los nudillos en la pechuga de un pavo y suena lo mis-
mo que un tambor ó un cráneo hueco... Y toda esta
piedra, este cartón, cuando sale de su encierro se con-
vierte en algo apreciable. Porque usted reconocerá,
Ojeda, que aquí no comemos del todo mal.
El, que deseaba con tanto ahinco visitar esta sección
del buque, se había apresurado á huir, tiritando bajo un
impermeable facilitado por la piedad de don Carmelo.
Sentía recrudecerse su frío al recordar los tortuosos
corredores con baldosas rayadas que chorreaban líqui-
da humedad por todas sus ranuras; las puertas de quicio
profundo iguales á ventanas, por las que había que pasar
agachando la cabeza y levantando mucho los pies; las
enormes cañerías blancas conductoras del frío, cubier-
tas con un forro de hielo, erizadas de agujas de conge-
lación que brillaban lo mismo que diamantes bajo las
luces difusas.
— Mejor se está aquí, Fernando... ¡Bendito sea el
calor!... Pero hay que reconocer la importancia de esa
invención que pone el frío al servicio del hombre y per-
mite morir congelado lo mismo que en el Polo estando
en pleno Ecuador. Abajo me acordaba de los argonautas
españoles que en estos mares vendían los calzones por
un vaso de agua tibia... \Y nosotros que bebemos fresco
LOS ARGONAUTAS 371
á todas horas!... Venga nrás hacia aquí, Ojeda: yo nece-
sito calor y huyo de la sombra.
Le molestaba un bote de la última cubierta suspen-
dido sobre sus cabezas, que repelía el sol ó le dejaba
paso, siguiendo el lento vaivén del buque.
Se acodaron los dos amigos en el balcón de la terraza
del fumadero, viendo á sus pies los emigrantes septen-
trionales que llenaban la explanada de popa. Maltrana
había estado entre ellos un buen rato antes de bajar
á los frigoríficos.
— Crea usted que se necesita valor para permanecer
entre esas gentes. A pesar de la temperatura conservan
sobre el cuerpo los gabanes de pieles de carnero, los
gorros de astrakán. Todas estas pelambrerías, así como
las barbas, parecen hervir bajo el sol. Y añada usted
los desperdicios de la comida que fermentan; los cuer-
pos que humean... Dos veces al día los marineros inun-
dan la cubierta, pero á pesar del mangueo, al poco
rato esa parte del buque huele á demonios.
Un ardor belicoso se había despertado en los emi-
grantes de popa, impulsando á unos contra otros. Los
rusos jóvenes, de barbas de oro y camisas rojas, boxea-
ban con los alemanes de brazos nudosos y blancos. Se
veían narices quebradas exhibiendo los remiendos de
unas tirillas puestas en la farmacia. Los más forzudos
exhibían con orgullo sus biceps adornados con tatuajes
azules. Un gigantón paseaba entre los grupos, devoran-
do con mordiscos de fiera un mendrugo cubierto de carne
sanguinolenta y cruda, alimento excelente, según él,
para conservar la fuerza.
Todas las tardes bajaba á la enfermería algún lucha-
dor con el rostro entumecido y desfigurado. Ahora los
marineros exentos de servicio acudían á la explanada
de popa, atraídos por el brutal interés de estas peleas.
Ya no gustaban de la sociedad de los «latinos» acam-
pados en la proa. Encontrábanse desorientados entre los
españoles, italianos y árabes, demasiado gritadores é
ininteligibles para ellos. Preferían los hércules silencio-
sos, las mujeres pelirrojas, con faldas cortas de bailari-
na, botines altos y un pañuelo escarlata en forma de
tejadillo sobre los ojos, pobres de cejas.
372 V. BLASCO IBÁÑEZ
Maltrana abandonó á su amigo. Sentía la necesidad
de relatar el interesante descenso á los frigoríñcos «á sus
muchas amistades», ó sea á todos los pasajeros que po-
dían entenderle.
El toque para la comida, que se daba en plena noche
al principio del viaje, con los focos de luz inflamados,
sonaba ahora cuando el sol estaba todavía en el horizon-
te. Los que esperaban el mágico espectáculo de su pues-
ta reunidos en la última toldilla, tenían que renunciar
á la diurna apoteosis, corriendo á los camarotes para
vestirse apresuradamente y no llegar con retraso al
comedor.
Ojeda, al sentarse á su mesa, vio que estaba sin ocu-
par la inmediata, que era la de Mrs. Power.
— Hoy no come aquí — dijo Maltrana con su autoridad
de hombre bien enterado de todo lo que ocurría en el
buque — . La han invitado sus compatriotas, esa yanqui
fea que canta, y su marido, el de la chaqueta de clown...
Aquí se invitan unos á otros, como si la comida fuese
distinta. Una botella extraordinaria de champan es todo
el obsequio... Levántese un poco y la verá.
Incorporándose Fernando, columbró por entre las
cabezas de la mesa inmediata la cabellera rubia ceni-
cienta de Maud.
Isidro preguntó á Munster por el doctor Rubau. Na-
die le había visto. Continuaba metido en su camarote
para solemnizar con este encierro el doloroso aniversario.
La música sonaba como todos los días á las puertas
del comedor; la lista de platos era la ordinaria; el salón
no tenía adornos, y sin embargo las gentes se miraban
con aire interrogante. Flotaba en el ambiente una prome-
sa misteriosa: seguramente iba á ocurrir algo. Y la pre-
sunción de un suceso desconocido alegraba la miradas y
provocaba las sonrisas. Hombres y mujeres, parecían
haber retrocedido á la infancia en esta vida de aisla-
miento y monotonía azul.
A los postres, las damas saltaron nerviosamente en
sus sillas ahogando un grito de susto: muchos hombres
se estremecieron con la nerviosidad que despierta un es-
trépito inesperado. Sonó junto á una ventana del co-
medor un rugido de fiera rabiosa, un baladro amplifica-
LOS ARGONAUTAS 373
do por el tubo de una bocina. A continuación el tableteo
de varios rayos imitados con choques de latas y las
sinuosidades de un trueno repiqueteado sobre el parche
del bombo.
Todos los ojos se volvieron hacia la entrada del co-
medor. Alguien iba á llegar. Y en el marco de una
puerta apareció un espantable y grotesco personaje, un
mascarón negro y rojo. Su avance entre las mesas fué
acompañado de grandes risotadas y movimientos de re-
pulsión de las señoras, que evitaban su contacto.
Vestía una túnica negra, una especie de sotana, con
ancha faja de algas verdes, de la que pendían numerosos
pescados, erados y sanguinolentos, procedentes de la
cocina. Otro círculo de algas coronaba su peluca berme-
ja, y entre esta peluca y las barbazas de inflamado color
ensanchábase el rostro rubicundo, carrilludo, granujien-
to, una cara de borracho perseverante y bondadoso,
como las que se ven en las muestras de las cervecerías.
Apoyábase al andar en un tridente que tenía varias sar-
dinas ensartadas. Colgaban sobre su pecho dos botellas
de vino unidas en forma de gemelos, y al detenerse en-
tre mesa y mesa, echaba mano á este grotesco instru-
mento, y con los ojos puestos en los golletes exploraba
el comedor, como si buscase á alguien.
— ¡Capitán!... ¿Dónde está el capitán? — preguntaba
con voz ronca.
Despojábase de los pescados de su cintura para re-
partirlos en las mesas, y las mujeres chillaban lo mismo
que al contacto de un ratón, sintiendo en sus manos la
frialdad blanducha y viscosa de estos presentes.
Así avanzó por todo el comedor, seguido de la risa
inacabable de los buenos germanos, que encontraban
este espectáculo de una gracia irresistible. Y su hilari-
dad ganó á los demás, dispuestos de antemano á ale-
grarse con todo lo que alterase la vida uniforme de á
bordo.
En fuerza de pasar entre las mesas y mirar con su
aparato óptico, dio con la que ocupaba el comandante
del buque, y apoyándose en el tridente comenzó un dis-
curso en alemán, con voz ruda y autoritaria:
—Yo soy Tritón y me envía mi señor Neptuno...
374 V. BLASCO IBÁÑEZ
Los alemanes acogieron con estallidos de regocijo
las palabras del mascarón, repitiéndolas traducidas á
los vecinos que no podían entenderlas.
Neptuno, al ver desde sus profundidades que un bu-
que iba á pasar la línea ecuatorial entrando en el otro
hemisferio, enviaba á su emisario Tritón para que los
pasajeros que efectuaban por primera vez la travesía le
rindieran pleito homenaje sometiéndose á la ceremonia
del bautizo. El discurso iba acompañado de alusiones
al mareo de los viajeros, al tributo que sus estómagos
trastornados rendían al inmenso azul para mejor ali-
mento de los peces, y cada chiste que el marinero dis-
frazado iba soltando como una lección aprendida de
memoria, lo saludaba el público con carcajadas iguales
á las de una escuela en libertad.
El capitán debía entregar la lista de todos los pasa-
jeros que no habían sido bautizados. Al día siguiente
subirla Neptuno con su corte para la gran ceremonia, y
mientras tanto dos representantes de la fuerza armada
del dios iban á quedar en el buque para que ninguno
de los neófitos pudiese huir.
Se llevó el emisario una mano al pecho en busca de
un pito marinero, lo hizo sonar, é inmediatamente entra-
ron en el comedor dos gendarmes alemanes de ridicula
traza, con el casco abollado y pequeño para sus cabezas
enormes, levitas angostas, pantalones cortos y un sable
herrumboso batiéndoles el flanco. La gente al verles
aparecer rió con más espontaneidad que en la entrada
de Tritón. Sus caretas, de corto perfil y bigotes de cepi-
llo, les daban el aspecto de dogos enfurruñados y una
lejana semejanza con Bismarck.
Entregó el capitán á Tritón un sobre sellado que con-
tenía la listado los candidatos al bautizo, bebieron jun-
tos una copa de champan, y luego, seguido de los gen-
darmes, se retiró el enviado neptunesco, otra vez con
acompañamiento de temblor de latas y estrépitos de
bombo.
Muchos pasajeros abandonaron el comedor apresura-
damente. Había que ver la partida del emisario, su vuel-
ta á los dominios oceánicos para dar cuenta al dios de
la comisión realizada.
LOS ARaONAUTAS 375.
Amontonóse la gente en las bordas del paseo. El
Océano estaba iluminado con fantásticos reflejos: era
blanco, después verde y al final rojo. De la cubierta de
los botes goteaba sobre el mar el ígneo azufre de las
luces de bengala. Las ondulaciones atlánticas tomaban
bajo este resplandor de incendio que rodeaba al buque
el aspecto denso del metal en ebullición. Más allá de esta
zona de luz temblorosa, que coloreaba grotescamente
los rostros y hacía palpitar los ojos con desordenadas
vibraciones, extendíase la noche tropical, solemne, tran-
quila, con sus aguas obscuras pobladas de caracoleantes
fosforescencias y su cielo límpido, en el que asomaban
sonrientes un gran número de astros nuevos rodando en
el misterio.
Sonó en el mar el ruido de un chapuzón, y una luz
balanceante comenzó á apartarse del buque. Era Tritón
que se marchaba. Un berrido á proa y á popa de los
emigrantes, que sólo de lejos participaban de la fiesta,
saludó la fingida retirada del personaje submarino.
«¡Adiós, borracho! ¡Expresiones áNeptuno!...» La boya,
con su farol, salió del espacio iluminado por las ben-
galas. Su luz se liizo cada vez más diminuta absorbida
por el misterio negruzco del Océano. Parecía huir á
impulsos de un motor; ocultábase en las largas curvas
de las olas y brillaba luego en las cimas, como una es-
trella caída, para resbalar de nuevo hasta el fondo de
otro valle. La gente se cansó de seguirla con los ojos, y
se esparció por el paseo y el jardín de invierno, donde
aguardaba el café humeando en las tazas.
Ojeda entabló conversación con míster Lowe antes
de volver á su mesa, ocupada ya por Maltrana. El atle-
tino mocetón, al despojarse por la noche de las cha-
quetas rayadas y gloriosas, no podía menos de ador-
nar la solapa del smoking con botones y banderitas de
los clubs esportivos. Al ver á Fernando rió con expre-
sión maliciosa mostrando su aguda dentadura, abundan-
te en áureos rellenos.
— ¡Qué señora Mrs. Power!... Hoy la hemos tenido á
nuestra mesa, y ¿sabe lo que ha dicho?... Está enferma
la pobre: el calor, la soledad, los nervios... Le ha pre-
guntado á mi señora si podría prestarle su marido por
376 V. BLASCO IBÁKÍCZ
un rato. Un favor entre amigas... Parece que no puede
esperar más.
Revelaba con su risa la orgullosa satisfacción que le
producía sólo la posibilidad de que una dama como
Mrs. Power pudiese ver en su persona un remedio.
— Es una broma nada más — continuó — . Esa señora
es muy graciosa y nada hipócrita... Pero yo creo, señor,
que á quien ella desea es á usted... Aprovéchese... Hága-
le ese favor.
Lowe, que no ocultaba el miedo que le infundía su
mujer con los fruncimientos dominadores de su rostro
acaballado, tomaba al verse solo con Fernando el gesto
malicioso de un hombre para el cual no guarda el mun-
do sorpresa alguna. Daba la buena noticia por compa-
ñerismo. Los hombres se deben entre sí estos informes.
Tenía la obligación Ojeda de atender á una dama... Y
hablaba del amor como de un servicio higiénico indis-
pensable para la vida, en el que pueden reclamarse las
ayudas de la amistad.
Aquella noche no había nada extraordinario que al-
terase la vida de á bordo. El concierto atraía únicamen-
te á los niños y criadas, que antes de acostarse formaban
grupos en torno del círculo de atriles.
Los pasajeros, esparcidos por el paseo, comentaban
las fiestas del día siguiente. Una repentina fraternidad
los aproximaba á todos. Veníanse abajo las últimas
diferencias sociales y patrióticas que los habían man-
tenido apartados en fracciones indiferentes ú hostiles.
Se notaba el deseo de comunicación y mezcolanza que
remueve á todo un pueblo en vísperas de un aconteci-
miento nacional. Los majestuosos «pingüinos» ya no
formaban grupo aparte y se confundían con las «poten-
cias», que á su vez habían roto el círculo de su aisla-
miento hostil.
¡El baile del paso de la línea!... Las niñas hablaban
de sus disfraces traídos previsoramente en los baúles ó
anunciaban improvisaciones originales. Las mamas, que
hasta entonces se habían saludado con ceremonia, re-
cordaban enternecidas á las amigas comunes que vivían
en París y creían vagamente haberse visto en un té del
hotel Ritz ó en una recepción-tango en los Campos Eli-
LOS ARGONAUTAS 377
seos. Una matrona imponente detenía á Conchita con
súbita amabilidad.
—¿Y usted no se disfraza, hija mía?...
¡Con unos ojos tan lindos! ¡Con su aire donoso de es-
pañolita!... Y á impulsos de su repentina ternura ofre-
cíase á prestarle una rica mantilla antigua comprada
en Madrid.
Señoras de gesto malhumorado que se lamentaban
de la inmoralidad de los compañeros de viaje, detenían-
se curiosas ante las ventanas del fumadero. Aquel era
el antro del vicio; el lugar donde las mujeronas de la
opereta fumaban y bebían entre los hombres, con los
pies en un asiento ó sobre el borde de la mesa... Y bas-
taba una ligera invitación de los amigos ó parientes en-
tregados á interminables partidas de poker , para que
todas ellas se decidiesen á entrar con el mismo aire de
encogimiento ruboroso y audacia pecaminosa que les
había acompañado en sus visitas disimuladas á los ca-
harets y bailes de Montmartre. ¡Bueno es verlo todo!...
Además estaban de fiesta; la gran fiesta del viaje.
Ninguna noche se había visto tan lleno el fumadero.
Los sirvientes corrían azorados no sabiendo adonde
acudir entre tantos y tan contradictorios llamamien-
tos. Sonaban frecuentemente estallidos de tapones. El
champan desbordaba de las copas corriendo sobre las
mesas en raudales espumosos. Sonreían las señoras re-
conociendo los encantos de este lugar vedado, y hasta
encontraban cierta distinción exótica á algunas de aque-
llas rubias que sólo habían visto de lejos en la cubierta,
y que ahora ocupaban las mesas inmediatas. Esta proxi-
midad parecía añadir un nuevo placer á su audaz en-
trada en el fumadero. «El mar es el mar...» Cuando
llegasen á tierra ni se acordarían de tal promiscuidad.
Ojeda ocupaba una mesa con Mrs. Power y el matri-
monio Lowe. No sabía con certeza si era él ó su amigo
el yanqui el autor de la invitación, pero ésta había in-
terpretado los deseos de Maud, que pareció transfor-
marse al tomar asiento en un diván del café.
Bebieron fuerte los tres compañeros de Ojeda. Mis-
tress Power tenía los ojos levemente lacrimosos. De
pronto se agrandaban como si los dilatase el asombro
378 V. BLASCO IBÁÑBZ
de una visión interna, al mismo tiempo que unas tortuo-
sidades de rubor veteaban sus mejillas. Dilatábase su
boca buscando aire, á pesar de que todas las ventanas
estaban abiertas y los ventiladores giraban vertiginosa-
mente. «¡Qué calor!...» El ansia de frescura la hacía
vaciar la copa que tenía delante, ligeramente empañada
por el vino helado. Sonreía mirando á Fernando con unos
ojos acariciadores, que éste creía ver por vez primera.
— Déme osté una sigarreta.
El matrimonio Lowe acogió con risas admirativas
esta muestra de español de Mrs. Power. Y envuelta en
el humo del cigarrillo que le dio Ojeda, siguió mirán-
dolo con una fijeza audaz, como si concentrase toda
su voluntad en esta contemplación, sin importarle los
comentarios de las personas cercanas.
Maltrana, que iba de una mesa á otra para charlar
con sus «queridos amigos», aceptando una copa aquí, y
bebiendo media botella más allá, se fijó en los ojos de
Maud.
— ¡Pero cómo mira esa señora!... ¡Ni que se lo fuese
á comer!...
Desde una mesa cercana los espió con cierta envidia.
Cerca de medianoche abandonaron sus asientos. Lowe
se levantaba al amanecer para ir al gimnasio, tomar
la ducha y seguir otras prescripciones del atletismo.
Su esposa necesitaba cuidar la voz. Salieron los cuatro,
y tras ellos Maltrana.
Junto á una escalera se despidieron, marchando el
matrimonio hacia su camarote. Quedaron solos Ojeda y
Maud mirándose frente á frente. El sentía cierta indeci-
sión; miedo al «buenas noches» glacial y despectivo
con que ella había cortado otras veces sus palabras ar-
dorosas.
No tuvo necesidad de hablar. Fué ella la que habló,
pero sin mover los labios, con un parpadeo malicioso
que transfiguraba su rostro dándole el rictus de una
hembra prehistórica agitada por la pasión. De sus labios
salió un leve silbido que equivalía á una orden imperio-
sa: al mismo tiempo agitó el índice de su diestra como
si le llamase.
Maltrana fué tras ellos escalera abajo, avanzando
LOS ARaONAUTA8 379
cautelosamente para no ser visto... Pero no necesitó
de grandes precauciones. Los dos caminaban sin dar-
se cuenta de lo que les rodeaba, sin saber ciertamen-
te adonde iban, empujada ella por el instinto hacia su
vivienda.
Oyó Isidro, oculto en un ángulo del corredor, el
ruido de una puerta abierta rudamente. Avanzó, y an-
tes de que se cerrase aquélla con un golpe de pie, pudo
ver en su fondo luminoso, rápidamente empequeñecido,
cómo se entrelazaban unos brazos con la furia concen-
trada de los luchadores que ansian derribarse, cómo se
juntaban dos cabezas lo mismo que si pretendieran mor-
derse.
El crujido de un cerrojo y la soledad del corredor,
despertaron de pronto la cólera de Maltrana. El quería
mucho á Ojeda... pero ¡unos tanto y otros tan poco!
Sintió el tormento de esa rivalidad masculina que res-
peta en el amigo los triunfos de la inteligencia y de la
riqueza, los admira y los desea aún mayores, pero se
conmueve con sorda envidia cuando las victorias son
de amor.
Al volver Maltrana al fumadero, se sintió molesto
en su ambiente ruidoso. Todavía no era su hora: aun
quedaban algunas mesas ocupadas por gentes respeta-
bles. Los amigos jóvenes le habían anunciado que la
verdadera fiesta sería después de medianoche.
Esta vez se habían comprometido seriamente algu-
nas damas de la opereta á ser de la partida. Isidro sen-
tíase de una resolución feroz al pensar en Fernando. Con
las de la opereta ó con otras; era lo mismo. El no podía
quedar aplastado por la buena suerte de su compañero.
Necesitaba á toda costa olvidar su humillación, aunque
para ello fuera necesario atentar contra el reposo noc-
turno de las camareras del buque ó las muchachas del
taller de planchado.
Huyó del café como si odiase á las gentes y necesita-
ra tinieblas y silencio. En la cubierta de los botes ocupó
un sillón mojado por la humedad.
Este aislamiento lóbrego aplacó sus nervios... Na-
die. Los pasajeros estaban ya en sus camarotes ó se
mantenían en el paseo dando vueltas por las inmedia-
380 V. BLASCO IBÁÑE4
ciones del café como pájaros nocturnos atraídos por un
faro. El silencio era absoluto en esta cima de la mon-
taña flotante. De tarde en tarde un toque de campana
en el puente, un rugido del serviola que contestaba des-
de el pulpito del trinquete, pasos tenues de marineros
descalzos que se deslizaban lo mismo que espectros en-
tre los botes y ventiladores de la última cubierta. Sobre
el cielo obscuro moteado de cabecitas de luz marcábanse
los mástiles y la chimenea como dibujados con tinta
china.
Pasaban las estrellas de un lado á otro de los palos,
cual un chisporroteo de insectos juguetones saltando
entre el cordaje. Algunas, empañadas por el temblor del
humo de la chimenea, redoblaban sus titilaciones. Eran
como lentejuelas medio desprendidas de un manto y
próximas á caer. En la obscuridad del horizonte marcá-
banse unos fulgores lejanos, tres pinceladas rojas sobre
una línea de puntitos de luz apenas perceptibles: los
fuegos de un trasatlántico que se cruzaba con el Goethe
marchando en opuesta dirección.
Maltrana, con la cabeza en el respaldo y la mirada
en alto, contemplaba la enorme masa de la chimenea
que cubría una parte del cielo. Sentía aflojarse la tiran-
tez de sus nervios en el silencio y la soledad. Le pare-
cía ridículo su orgullo masculino; se avergonzaba de su
envidia. ;Lo que le importaban á aquella bestia negra,
que los mantenía sobre sus lomos de acero, todas las mi-
serias y picardías de que la hacían cómplice!... ;Lo que
podían interesar al Océano, obscuro, replegado en su
misterio, y á los alfilerazos de luz que titilaban á la vez
en las alturas del cielo y en los repliegues del agua,
aquellos apetitos y necesidades del hormiguero instala-
do en la cascara flotante!...
Venía á su memoria el recuerdo de los primeros
argonautas, compañeros de Jasón, y con ellos el poema
de Apolonio de Rodas, cantor de la fabulosa aventura
del vellocino de oro. El mástil del navio helénico era una
encina colocada por Minerva, y este mástil encantado,
alma del buque, hablaba, daba oráculos salvadores en
los momentos de peligro. ¿Por qué no podía hablar tam-
bién aquella chimenea gigantesca que entre los palos,
LOS ARGONAUTAS 381
completamente inútiles, de la navegación moderna, era
la representación del movimiento y la vida, la gran
propulsora, como lo había sido el mástil antiguo sos-
tenedor del velamen?...
Este animal oceánico de férrea caparazón tenía un
alma que se escapaba normalmente por aquella torre,
con una respiración acompasada, ó mugía con la furia
del instinto en las noches de peligro, ante el escollo cer-
cano ó la densa niebla. Sus compartimentos interiores
parecían sensibles á la influencia del ambiente, como
las mucosas de un organismo animal. Maltrana creía
verle con diverso aspecto en las varias horas del día:
soñoliento y torpe al amanecer; alegre y risueño des-
pués de las abluciones matinales; pesado y cabeceador
luego de mediodía, al adormecerse el Océano bajo el
incendio solar; melancólico y rumoroso como un jardín
antiguo á la caída de la tarde, cuando las cubiertas
se teñían de un rojo naranja, prolongándose las sombras
de las personas con la esbeltez de los cipreses; ruidoso
y frivolo al cerrar la noche, con una alegría seme-
jante al hervor del champan, á la sonrisa de unos la-
l3Íos pintados, á la languidez de unos ojos engrandeci-
dos por el kohol.
Su amigo de la comisaría hablaba del buque como
si éste fuese un organismo viviente y nervioso sujeto á
las influencias exteriores. Cambiaba de carácter en
todos los viajes, según las gentes que llevaba en sus en-
trañas. Unas veces eran comisiones diplomáticas ó per-
sonajes políticos que iban á gobernar repúblicas, y en-
tonces parecía navegar con calmosa majestad, entrando
solemnemente en los puertos embanderados, entre caño-
nazos y vítores. Las gentes se hablaban con frío come-
dimiento, mensurando las palabras, no atreviéndose á
alzar la voz. Hasta los grumetes tenían un estiramiento
protocolario. Bastaba que Su Excelencia se apartase á
leer en un rincón de la cubierta, para que al momento
este rincón quedase aislado con atadijos de maromas, y
junto á ellas un marinero de guardia con la consigna
de que nadie viniese á turbar un estudio del que depen-
día tal vez la suerte de varios pueblos. Y lo que leía Su
Excelencia era una novela de folletín.
382 V. BLASCO IBÁKBZ
En ciertos viajes predominaban los comerciantes, y
la cubierta de paseo era durante veinte días igual á un
salón de Bolsa. Eodaban millones de la mañana á la
noche y el buque se movía con el aplomo insolente de
un banquero bien forrado que no teme al destino. Las
enormes cantidades compuestas puramente de palabras
parecían gravitar realmente en sus entrañas con un
peso abrumador. Otras veces abundaban las damas
elegantes; ocupaba el hridge todas las mesas: el aire
marino perdía sus sales bajo una oleada de perfumes
caros, y el buque se rejuvenecía con los trajes vistosos
que se arremolinaban en sus cubiertas, las guirnaldas
tendidas en los salones y los polvos de arroz que se lle-
vaba el viento. Al cabecear sobre el Océano parecía to-
rnear el gesto trémulo de un viejo galanteador que habla
con sus amigas de trapos y escándalos mundanos.
Introducíanse en algunas travesías entre el rebaño
viajero mujeres hermosas y liberales, pródigas de sus
gracias, y la paz monótona del Atlántico desaparecía
instantáneamente. Los hombres corrían ansiosos tras la
carnal limosna; surgían conflictos y peleas, todos se
agitaban lo mismo que locos, y el trasatlántico, fosco y
de malhumor, navegaba con el funcionamiento de su
vida trastornado, los servicios internos en desorden,
deseoso de llegar cuanto antes al térm^ino del viaje para
sanar de esta enfermedad.
El buque tenía un alma: Maltrana, soñoliento en su
sillón, estaba seguro de ello. Un alma que hablaba por
su chimenea como la nave Argos hablaba por el mástil;
una conciencia que percibía el motivo de sus acciones,
la ñnalidad de este continuo ir y venir por el Atlántico
arándolo con su quilla de acero.
No estaba solo en la oceánica inmensidad. Otros igua-
les á él avanzaban tras de su estela con intervalos de
centenares de millas, ó marchaban delante con el mis-
mo rumbo. Y desde el opuesto hemisferio, una fila seme-
jante emprendía el regreso, moviéndose todos como un
rosario de diligentes hormigas en la infinita llanura
atlántica.
Despegábanse diariamente de la tierra europea al-
gunos de estos monstruos, arañando la profundidad con
LOS ARGONAUTAS 383
las invisibles zarpas de sus hélices, repleto el vientre de
carne humana estremecida por los espejismos de la es-
peranza. Partían de los muelles escarchados y brumo-
sos del Báltico; de los puertos ingleses negros de hulla,
en cuyo ambiente grasoso flota un perfume de té y
tabaco con opio; de las costas de la Francia oceánica
que oponen sus bancos vivos de mariscos y los pinares
de sus laudas á los asaltos del fiero golfo de Gascuña;
de las bahías de España, copas de tranquilo azul en las
que trenzan sus aleteos las gaviotas asustadas por el
chirrido de una grúa ó el mugido de una sirena; de las
escalas del Mediterráneo adormecidas bajo el sol; ciu-
dades blancas, con la alba crudeza de la cal ó la suavi-
dad aristocrática del mármol; ciudades que huelen en
sus embarcaderos á hortalizas marchitas y frutos sazo-
nados, y envían hasta los buques con el viento de tierra
la respiración nupcial del naranjo, el incienso del al-
mendro, rasgueos briosos de guitarra ibérica, gozoso
repiqueteo de tamboril provenzal, arpegios lánguidos
de mandolina italiana.
Inmóviles en los canales flamencos de aguas negras
y burbujeantes, había descendido hasta sus dormidas
cubiertas la melodía cristalina del carrillón perdido en
el misterio de la noche. Grandes puentes giratorios se
habían abierto ante ellos, repeliendo las masas de gen-
tío y de carretones, para darles paso en los ríos nave-
gables de Holanda.
Al verse en alta mar, sus proas, como hocicos inte-
ligentes, husmeaban el horizonte, adivinando el sendero
á través del infinito. En torno de sus grupas rebullían
en jabonosas espumas las olas grises ó negras de los
mares septentrionales, las azules ondulaciones atlánti-
cas, el inmenso líquido durmiente bajo la pesadez ecua-
torial, el Océano verde con escamas de oro de las costas
brasileñas, las aguas casi dulces de las costas del Sur
teñidas de rojo por las avenidas de los ríos.
Una voz hablaba á Maltrana; una voz sin vibración,
que repercutía en su cerebro sin haber pasado por su
oído.
— Y así marchamos á través del misterio azul en busca
de una lejana tierra de ensueño para nuestro carga-
384 V. BLASCO IBÁÑEZ
inento de miserias y ambiciones. Hace años seguíamos
todos el mismo rumbo con la tenacidad de un rebaño
que no conoce otro camino. íbamos al Norte, tragadero
insaciable de hombres, olla hirviente de razas, tierra de
prodigios absurdos y opulencias insolentes... Pero ahora
el camino se ha bifurcado: conocemos nuevos rumbos.
El rebaño de acero y humo se reparte, y mientras unos
siguen la antigua senda, nosotros ponemos la proa al
Sur, llevando sobre nuestro lomo la aventura y la ilu-
sión, en busca de los pueblos nuevos, pueblos de espe-
ranza, pueblos de aurora cuyos nombres suenan con el
retintín del oro.
IX
El primer acto de la fiesta ecuatorial fué el paseo de
la música á las nueve de la mañana por todas las cu-
biertas, deslizándose luego en los pasadizos y recovecos
de los camarotes.
Muchos pasajeros estaban aún en la cama, y al apa-
garse el eco de los instrumentos, volvieron á reanudar
el sueño. Se habían acostado tarde. En la noche ante-
rior las luces del café permanecieron encendidas hasta
que el amanecer fué empañando su brillo. La marine-
ría, al limpiar las cubiertas, había salpicado con su
mangueo algunos escarpines de charol que marchaban
titubeantes sin encontrar su camino y smokings cuya
negrura estaba constelada de manchas de ceniza y de
champan.
La gente menuda del pasaje fué la única que corrió
bulliciosa al escuchar este primer anuncio de la fiesta.
Niños y criadas marchaban al frente de la banda, ad-
mirando los disfraces con que se habían cubierto los
músicos en honor de la grotesca solemnidad; sus caras
con chafarrinones de almagre y sus narices de cartón.
Un camarero, vestido de piel roja con gra-n abundancia
de plumas, iba ante la música haciendo molinetes con
una cachiporra de tambor mayor.
Saludábanse los pasajeros matinales en el paseo con
grandes elogios al día. El agua era gris, el cielo es-
taba encapotado: el Océano ecuatorial ofrecía el aspecto
de un mar del Septentrión. La brisa fresca que venía de
proa ahuyentaba el temido calor. Magnífico día para
el paso de la línea.
A las once circuló una noticia que hizo salir de sus
camarotes á los perezosos y llenó en poco tiempo las
386 V. BLASCO IBÁÑEZ
cubiertas. Se veía tierra... Y todos corrían al lado de
babor con vehemente curiosidad, como si desearan saciar
sus ojos en un fenómeno inaudito. ¡Tierra!... Esta pala-
bra evocaba algo lejano que había existido en otros tiem-
pos, pero que la gente, acostumbrada á la soledad oceá-
nica, consideraba ya como irreal.
Buscaban muchos esta tierra en la extensión gris con
la simple mirada, y sólo después de largos titubeos lle-
gaban á distinguir un pequeño borrón negro, una línea
ondulosa y corta que parecía flotar sobre las aguas como
un montón de basura. Era la Roca de San Pablo, aglo-
meración de piedras basálticas en mitad de la línea
equinoccial; pedazo de tierra diminuto, olvidado por las
convulsiones volcánicas y que seguía emergiendo audaz-
mente entre África y América, sin fauna, sin flora, yer-
mo y maldito en las soledades del Océano, lejos de todo
país habitado.
—El único lugar de la tierra que no tiene dueño— dijo
el doctor Zurita en un grupo — . La única isla que no ha
tentado la codicia de nadie... Cómo será, que ni á los
ingleses se les ha ocurrido plantar en ella su bandera.
Apuntábanse las filas de gemelos á lo largo de la
borda, y en el redondel de sus oculares aparecía un
amontonamiento de rocas flanqueado por otras sueltas
en forma de islotes; pedruscos negros, rugosos, que re-
cordaban la piel de los paquidermos, y en torno de los
cuales levantaba la resaca enormes rociadas de espu-
ma. El mar tranquilo alterábase al tropezar con este
obstáculo inesperado. Se adivinaba la existencia de ca-
vernas submarinas, gargantas y canalizos invisibles,
en los cuales se retorcía furioso el Océano al perder su
calma soñolienta, encabritándose con espumarajos de
rabia, desplomándose sus cataratas gigantescas sobre
los negros abismos.
Ni una persona, ni una brizna de hierba, ni un pá-
jaro en la roca pelada, que á las horas de sol debía arder
y reverberar como un paisaje infernal.
— Ahí sólo hay tiburones — dijo un pasajero, como si
hubiese vivido en la isla — . Procrean en sus cuevas, y
luego van á buscarse la comida por los mares calientes,
hasta las costas del Brasil ó las Antillas.
LOS ARGONAUTAS 887
El recuerdo de estos mastines del Océano hacía es-
tremecer á las mujeres. Se los imaginaban pululando lo
mismo que bancos de sardinas en las cavernas y esco-
llos de aquel islote; los veían con el pensamiento pa-
sando y repasando por debajo del vientre del navio,
traidores, cautelosos, con su cabeza más voluminosa
que el resto del cuerpo, aguardando que alguien cayese
para triturarlo entre la triple fila de sus dientes.
Los hombres evocaban las tragedias feroces de la
profundidad, cuando el escualo hambriento, no encon-
trando en la superficie más que bandas de peces vola-
dores, descendía y descendía miles de metros en busca
de los calamares enormes, que agitaban en la sombra
la vegetación de sus tentáculos. El tiburón, agobiado
por la asfixia de la profundidad, había de efectuar su
cacería con rapidez. Batallaba el diente con la ventosa,
el coletazo demoledor con el tentáculo que ahoga, la
boca que desgarra con la boca que sorbe. Y en esta ba-
talla invisible que se desarrollaba allá abajo, á varios
kilómetros de distancia vertical, en la penumbra de unas
aguas obscuras, entenebrecidas aun más por las nubes
de tinta que exudaba el pulpo, unas veces quedaba el
tiburón prisionero de ]a red viscosa y ávida; otras subía
vencedor, con el coriáceo pellejo hinchado por la suc-
ción de las ventosas, y á la luz de las estrellas, deján-
dose flotar en las ondulaciones de la superficie, devora-
ba los restos de la presa arrancada del abismo.
Esta evocación hacía recordar á muchos el lugar
donde estaban. Aquel hotel lujoso, con su música, sus
tropas de sirvientes y sus salones, no era más que una
caja flotante y bien acondicionada, debajo de la cual
seguía latiendo la vida feroz y ciega, ignorante de la
justicia y de la misericordia, lo mismo que en los pri-
meros días del planeta. Avanzaban los humanos co-
miendo, bailando, requebrándose de amor por lugares
del globo donde aun subsistían las formas crueles é ins-
tintivas de la bestialidad prehistórica. Vivían lo mismo
que en tierra, sin acordarse de que marchaban sobre
una columna acuática y movible de seis mil metros de
altura, de la cual era el buque á modo de capitel.
La Roca de San Pablo fué quedando á la popa del
388 V. BLASoo rsÁJmz
trasatlántico. El islote estéril recibía el título de antipá-
tico de boca de las señoras, que dejaron de mirarlo
faltas ya de interés. Visto sin los gemelos parecía algo
repugnante que flotaba sobre las aguas; los residuos
digestivos de un leviatán; un montón de deyecciones del
fabuloso pájaro Eoc.
Deshiciéronse los grupos para esparcirse por el pa-
seo, y en este desbande general Ojeda y Maltrana se
encontraron frente á frente.
Isidro fijó sus ojos con maliciosa expresión en la
cara de su amigo.
— ¿Qué tal la noche?...
Fernando hizo un gesto de indiferencia. Muy bien.
— Le veo á usted pálido — añadió aquél — ; algo ojero-
so. Cualquiera diría que ha tenido usted malos sue-
ños... ó que ha estado la noche entera sin dormir.
— ¡Cuando le digo que la he pasado muy bien!...
Y Maltrana, ante el tono de impaciencia de su ami-
go, no quiso insistir más.
— Su aspecto no es mejor que el mío — dijo Ojeda son-
riendo—. De seguro que se acostó tarde... ¿A ver esa
cara? Muy bien: no tiene usted señal de golpe. Esta
fiesta le ha resultado mejor que la otra.
Maltrana se indignó. ¿Creía acaso que sus amigos
eran unos bárbaros?... La pelea general del otro día
había sido un incidente inesperado. Las gentes iban
conociéndose mejor; el trato amansa á las fieras. Eran
ya como hermanos y se perdonaban las injurias. Un
insulto se olvidaba ante una nueva botella.
Y como Fernando, ganoso de que la conversación
no recayera sobre él, insistiese por conocer los detalles
de la fiesta, Maltrana fué hablando con cierta reserva.
— Nada; una reunión culta, muy decente. Hasta tuvi-
mos nuestras damas, lo más distinguido, lo más chic.
Esta vez las señoras de la opereta, solemnemente invi-
tadas por mí, en nombre de los amigos, se dignaron
venir... Uno tiene su prestigio y sus éxitos, amigo
Fernando; no todo ha de ser para los demás.
Para que no insistiese en esto último, le preguntó
Ojeda si el mayordomo había tenido que intervenir,
como la otra vez, para restablecer el orden.
LOS ARGONAUTAS 389
—No— dijo Mal trana después de alguna vacilación — .
Las cosas se desarrollaron en el fumadero, en santa
paz. Muchas botellas destapadas; mucho canto. Las
damas encontraron duros los asientos, y al ñnal fuma-
ban con la cabeza apoyada en un señor y los pies en
otro... ¡Orden completo! El mayordomo se asomaba á la
puerta para sonreír como un maestro satisfecho de sus
chicos. Uno que hacía suertes de gimnasia con un si-
llón lo dejó caer sobre la cabeza de un compañero. Le
limpiamos la sangre y luego se dieron las manos los
dos. Total, nada. No fué con mala intención... Las
damas, que no entendían palabra y sólo sabían beber
y sonreír, dignábanse tomar el brazo de un amigo
para dar un paseo misterioso y poético por la última
cubierta ó por los pasillos de los camarotes, volviendo
algo después para aceptar nuevas invitaciones... Le
digo que fué una fiesta honrada y distinguida.
Ojeda sonrió incrédulamente. Había oido hablar algo
de muebles rotos y peleas con el mayordomo.
— Una insignificancia. Una humorada de mis amigos
los norteamericanos... Pero el conflicto quedó arreglado
inmediatamente.
Habían salido todos del fumadero atraídos por la
luna, una luna enorme que cubría de plata viva el
Atlántico y hacía correr por los costados del buque arro-
yos de leche luminosa. La honorable sociedad contem-
plaba el espectáculo con un sentimentalismo alcohólico
que agolpó las lágrimas en los ojos. Las damas apoya-
ban con desmayo poético sus cabezas rubias en el hom-
bro más próximo. Una rompió á llorar con estertores
histéricos. «La luna... la luna», murmuraba cada uno en
su idioma. Y así estuvieron inmóviles largo tiempo, como
si no la hubiesen visto nunca, hipnotizados por aquella
cara de mofletes luminosos suspendida en el horizonte.
Un norteamericano arrojó una botella con dirección
al astro. Había que dar de beber á la gran señora. E in-
mediatamente, como si esta locura fuese contagiosa,
una lluvia de botellas vacías ó sin destapar fué cayendo
en el Océano. Pasaban ante el luminoso redondel cual
una nube de proyectiles negros. Al agotarse la pro-
visión, los comisionistas musculosos y los pastores de
390 V. BLASCO IBÁÑB¡g
las praderas cogieron las sillas y las mesas de la cubier-
ta, y todo comenzó á pasar sobre la borda, cayendo en
el agua con ruidoso chapoteo.
Palmoteaban unos retorciéndose de risa por lo ines-
perado del espectáculo, gritaban otros entusiasmados
por el vigor y la rapidez con que saltaban los objetos
del buque al mar, corrieron los camareros para dar
aviso de estos desmanes, y apareció el mayordomo
lanzando gritos y poniéndose con los brazos en cruz en-
tre la borda y los tiradores.
Hubo que hacer esfuerzos para apaciguar á los cow-
boys^ que encontraban el juego muy de su gusto. Ellos
estaban prontos á pagar todos los desperfectos y los que
hiciesen los respetables gentlemans que estaban en su
compañía. «Y un gentleman que paga, puede hacer lo
que quiera.» Sacaban los billetes á puñados de los bol-
sillos de los pantalones, indignándose de que por unos
dollars vinieran á perturbar sus placeres, y únicamente
se apaciguaron al verse de nuevo en el fumadero, con
toda la honorable sociedad, ante unas botellas que un
amigo había guardado ocultas debajo de una mesa.
— Y no hubo más — dijo Maltrana.
Pero Ojeda insistió. Cerca del amanecer habían des-
pertado muchos pasajeros que vivían en las inmediacio-
nes del camarote de Isidro. Gritos, golpes á la puerta,
llamamientos desesperados de timbre, llegada del ma-
yordomo con su ronda de criados. ¿Qué había sido
aquello?...
— Fué obra mía — contestó Maltrana bajando los ojos
con modestia — . Me ocurrió lo de la otra noche. Apenas
bebo un poco, me asalta el recuerdo de mi vecino el
hombre lúgubre y quiero averiguar el misterio que
guarda en el camarote inmediato al mío.
Había hablado á sus compañeros de esta novelesca
vecindad, dando por real é indiscutible todo lo que él
llevaba en su imaginación. Una gran señora, princesa
rusa ó archiduquesa austríaca — en esto dudaba Maltra-
trana — , venía prisionera en el buque. Nadie la había
visto, pero su hermosura era extraordinaria. Y el rap-
tor y guardián era aquel hombre antipático, siempre
de negro, con cara adusta...
LOS ARGONAUTAS 391
Le escuchaban todos con gran interés: unos conmo-
vidos egoístamente por la hermosura de la dama, otros
noblemente indignados de que junto á ellos pudiese un
hombre realizar este secuestro. El cow-boy más viejo
abría los ojos con asombro infantil. «;Y la mistress vivía
encerrada contra su voluntad! ¡Y esto era posible!...»
A los pocos minutos veíase Maltrana avanzando cau-
telosamente por el pasillo que conducía á su camarote,
seguido de varios compañeros que marchaban en fila,
conteniendo el aliento, como si fuesen á sorprender á
un enemigo dormido. Golpearon la puerta del hombre
misterioso. «Señor: abra usted buenamente.» Le conve-
nía evitar el escándalo y que su crimen quedase en el
misterio. Era Maltrana el que se lo aconsejaba por su
bien. Debía entregarles la llave del camarote inmediato
y seguir durmiendo si tal era su gusto... Inútil resistir,
pues él llegaba con un ejército de héroes... ¿Se hacía el
sordo? i A la una!... ¡á las dos!...
Y los héroes cayeron con todo el empuje de sus cuer-
pos sobre la puerta del camarote vecino para echarla
abajo y libertar á la dama. «No tema usted, princesa;
no grite. Somos amigos.» La recomendación de Maltra-
na fué inútil, pues la princesa no gritó ni se aproximó
á la puerta. Cada golpazo del coiv-boy viejo conmovía
la fila de camarotes. Sonó un estallido de gritos y mal-
diciones de gentes súbitamente despertadas. Vibraba
furiosamente á lo lejos el sonido de un timbre. Era el
hombre misterioso que pedía auxilio.
— Cuando al presentarse el mayordomo vio que in-
tentábamos forzar la puerta de la princesa, se puso en-
furecido como jamás le he visto; con una cólera de cor-
dero rabioso. Nos faltó al respeto amenazándonos con
llamar al comandante para que nos pusiera en la barra.
A mí me prometió cambiarme de camarote hoy mismo
para que no repita mis intentos. Y todo esto me afirma
aun más en la creencia de que hay un secreto, un gran
secreto en ese camarote cerrado. Había que ver la in-
dignación del mayordomo cuando nos pilló en vías de
descubrirlo... Y no se descubrirá, hay que perder la es-
peranza.
Ojeda pareció interrogarle con sus ojos al oir esto.
392 Y. BLASCO IBÁÑJSií^.
— No se descubrirá — continuó Isidro — , porque acabo
de dar al mayordomo mi palabra de honor de no ocu-
parme más de mi vecino ni curiosear en el ca^marote
inmediato. Sólo así me deja en el mío y no me obliga á
pasar á otro menos cómodo... El hombre misterioso
triunfa. ¡Cómo ha de ser!... Acabo de verlo, y para cas-
tigarle no lo he saludado... Y le negaré siempre el salu-
do, aunque él finje que no le importa. Eso le enseñará
á callarse y á ser persona decente.
Y como si le doliese tener que abandonar la em-
presa, dijo á Ojeda:
— Usted podía dedicarse á este negocio. Si quiere le
presto mi camarote para espiar desde él. Fíjese bien...
■se trata de una princesa. Y seguramente que si es usted
el que la busca, ella se dejará ver. Usted es de mejor
presencia que yo: más guapo, más elegante.
Fernando hizo un gesto de indiferencia y despego
que pareció ofender á Maltrana, como si fuese dirigido
contra una persona de su familia. ¡Pobre princesa!
¡Verla abandonada así!...
— Lo comprendo. Usted tiene por el momento cosas
que considera mejores... Pero tal vez se engaña. ¡Quién
sabe!... ¡quién sabe!
Siguió escuchando Ojeda á su amigo, pero con cierta
distracción, volviendo la cabeza siempre que notaba el
paso de alguien por detrás de él. La cubierta estaba
totalmente ocupada por los pasajeros: unos en gru-
pos movibles; otros, sentados á la redonda en los si-
llones, obstruyendo el paso. Todos estaban arriba...
menos ella.
Ansiaba verla Fernando y tenía miedo al mismo
tiempo. Sentía la zozobra de la primera entrevista luego
de la posesión, cuando se reflexiona fríamente, desva-
necidos ya los arrebatos cegadores y se calculan las con-
secuencias del gesto. ¿Qué expresión sería la suya al
encontrarse como amigos, obligados al fingimiento,
después de la oculta intimidad?...
Sonó el rugido de la chimenea, que indicaba la hora
de mediodía. ¡A almorzar!... Abajo, en el comedor,
Fernando sintió crecer su inquietud al ver que se llena-
ban todas las mesas y la de Maud seguía desocupada.
LOS ARaONAUTAS 393
Sucedíanse los platos; el almuerzo tocaba á su fin, y
ella sin aparecer.
Maltrana, apiadándose de su impaciencia, preguntó
á un camarero por la señora norteamericana. ¿Estaría
enferma?... Y el doméstico volvió al poco rato con noti-
cias. Había pedido que la sirviesen el almuerzo en su
camarote. Tal vez estaba indispuesta.
Esto hizo que Ojeda comiese de prisa, con un visible
deseo de escapar cuanto antes... ¡Maud enferma! Avanzó
por el pasadizo que conducía á los vdcpartamentos de
lujo en el mismo piso del comedor. Marchó con seguri-
dad sobre la mullida alfombra hasta las proximidades
de su camarote, pero al torcer con dirección al de Maud,
fué adelantando cautelosamente, como el que acude
á una cita amorosa y teme ser visto. Al final de un
breve corredor, junto á un tragaluz, estaba la puerta de
Mrs. Power, con una tarjeta que ostentaba su nombre.
La puerta permanecía entreabierta é inmóvil, fija en
esta posición por un gancho interior para que dejase
entrar el fresco del pasillo.
Fernando miró por el espacio abierto, sin ver otra
cosa que la mitad de una mesa ocupada por artículos
de tocador. Entre los cepillos, botes ele perfume y pul-
verizadores, parecía reinar la fotografía de un hombre
encerrada en un marco de níquel. Era un buen mozo, de
mandíbula enérgica, bigote recortado, ojos imperiosos
y una gran flor en el ojal de la solapa. Indudablemente,
míster Power... Eecordó Ojeda que en la noche anterior
Maud se había arrancado de sus brazos en el primer
momento, corriendo á aquella mesa con el ansia de re-
parar un olvido. Sin duda fué para ocultar al simpático
míster, que otra vez ocupaba el sitio de honor trans-
curridas las horas de ingratitud y de pecado.
Tocó con los nudillos en la puerta tímidamente y una
voz interrogante, la de Maud, contestó con afabilidad:
«¿Quién?» . . . Pero al dar Fernando su nombre hubo cierto
movimiento de sorpresa y revoltijo al otro lado de la
puerta, como si Mrs. Power se incorporase sorprendida
é irritada. «¡Ah, no! ¡imprudencias, no!...» Su voz tem-
blaba colérica, enronquecida; una voz despojada de
pronto de su sedosa feminilidad. Y como si temiese que
394 V. BLASCO IBÁÑBZ
el hombre audaz llevara su atrevimiento hasta levantar
el gancho que fijaba la puerta, fué ella la que se ade-
lantó á su acción cerrándola con rudo empuje, que puso
en peligro una mano de aquél.
Permaneció Fernando confuso ante la hermética hoja
de madera. Balbuceaba excusas. Había venido para sa-
ber de la salud de la señora: temía que estuviese enfer-
ma. Pero ella cortó estas palabras humildes que implo-
raban perdón con otras breves y rudas como órdenes.
Podía retirarse. No se venía sin permiso al camarote de
una dama. Era una imprudencia comprometedora, in-
digna de un gentleman.
Sintió más estupefacción que vergüenza al retirarse
humillado. ¿Pero era Maud la que hablaba así?... ¿Sería
un sueño lo de la noche anterior?...
Repasaba en su memoria incidentes y palabras con
la ansiedad de encontrar algo que hubiese podido ofen-
derla. Porque él estaba seguro de que sólo una ofensa
involuntaria de su parte podía ser la causa de esta con-
ducta. ¡Son tan susceptibles las mujeres!...
No podía achacar este cambio de humor á una de-
cepción sufrida por Maud. No; eso no. Lo afirmaba él,
orgulloso de su poderío varonil. Recordaba satisfecho
los suspirantes agradecimientos de la norteamericana,
sus balbucientes elogios á la incansable vehemencia de
una raza que en ciertos extremos consideraba muy supe-
rior á la suya, metódica y prudente; la humildad con
que al amanecer había pedido misericordia, vencida
por la fatiga y el sueño.
— Esto pasará — se dijo Fernando — . Un capricho...
tal vez cierto rubor, miedo de verme otra vez. A la tarde
ó á la noche hablaremos, y como si no hubiese ocurrido
nada.
Arriba, en la cubierta de paseo, vio á la gente agol-
pada sobre la borda de estribor mirando al mar. Una
tromba: una tromba de agua en el horizonte. Miró como
los otros, pero sin ver nada extraordinario. El cielo se
había despejado con la mudable rapidez de la atmósfera
ecuatorial. En su límpido azul sólo quedaba flotante
una nube negra cerca de la línea del horizonte.
Esta nube, que contemplaban todos, parecía una ñor
LOS ARGONAUTAS 395
de pétalos vaporosos, con un largo vastago que descen-
día en busca del agua. Pero este vastago perdía de pron-
to su rigidez, tomando la forma de una sanguijuela que
se retorcía y estiraba sin llegar con su boca al Océano.
Un espacio de color violeta quedaba entre la superficie
atlántica y el extremo de la manga: y sin embargo no
por esto dejaba de verificarse la colosal succión. El mar
levantábase debajo de la nube en forma de canastillo,
y este redondel acuático coronado de espumas cambiaba
de sitio así como el cono nebuloso iba corriéndose por
el cielo.
Se deshizo al fin la tromba, restableciéndose la uni-
forme tersura del horizonte. Los pasajeros, terminado
el espectáculo, volvieron á formar corros en la cubierta
ó se ocultaron en el fumadero y el jardín de invierno.
Bromeaban acerca de la ceremonia que iba á verificarse
aquella misma tarde. Asomábanse al balconaje de proa
para ver abajo la gran pila del bautizo improvisada en
el combés con maderos y lonas impermeables; una pis-
cina de natación que recibía agua continua del mar por
una manga y derramaba parte de su contenido con el
balanceo del buque.
Los sesteantes abandonaron sus camarotes á las cua-
tro de la tarde y subieron á las cubiertas, parpadeando
deslumhrados por el ardor del sol. La música, acompa-
ñada de gritos y gran batahola infantil, recorría el bu-
que. Neptuno acababa de subir á bordo. Nadie había
visto por dónde, pero la presencia del dios con su biza-
rro cortejo era indiscutible.
Alineábase la gente en el paseo, para ver desfilar el
cortejo carnavalesco. Primero la Ibanda precedida del
pasaje menudo; niñeras empujando los cochecillos in-
fantiles: muchachos inquietos que saltaban y se empuja-
ban, coreando á todo gañote la marcha que tocaban los
músicos. Después un pielroja con gr¿Tndes penachos y
una hacha enorme, cubiertas sus desnudeces con sudo-
roso almazarrón, y dos negros casi en cueros, sin otras
superfluidades que unos taparrabos de crin, huecos como
faldellines de baiharina, y una lanza al hombro. Estos
negros falsificados, con el cuerpo reluciente de betún,
enseñaban por debajo de la peluca ensortijada sus ojos
396 V. BLASCO IBÁÑBZ
azules. A continuación cuatro gendarmes de cascos
abollados y sables herrumbrosos, y tras esta escolta de
honor, Neptuno, el de las blancas barbas, con diade-
ma de latón y cara de borracho; un astrónomo y su
ayudante con luengos fracs de percalina y sombreros
de copa alta pintarrajeados de estrellas; un escribano
con toga y birrete, seguido de su ayudante, que lle-
vaba los libros; y el barbero del dios, favorito y bu-
fón á un tiempo, lo mismo que ciertos rapabarbas histó-
ricos consejeros de los antiguos reyes.
Luego de recorrer todos los pisos del castillo central
descendió la procesión al combés, instalándose junto á la
piscina. Los emigrantes, acorralados en la proa tras una
valla de cuerdas, contemplaban en silencio la grotesca
ceremonia. Los balconajes del castillo central llenában-
se de gentío. Desde la explanada de proa abarcábase
en conjunto su enorm^e fachada blanca, semejante á la
de un palacio en construcción, cortada por galerías de
un extremo á otro, y rematada por un kiosco que era el
puente. Sobre las filas de curiosos asomados á los diver-
sos balconajes aparecían otros subidos en bancos y
sillas, avanzando las cabezas para ver mejor la fies-
ta. El puente de derrota también estaba invadido por
los pasajeros, y entre las gorras blancas de los oficia-
les que allá en lo alto escrutaban el mar y vigilaban la
marcha del buque, brillaba el tono rubio de algunas ca-
bezas femeniles y ondeaban velos de colores.
El astrónomo carnavalesco y su ayudante tomaron
la altura con ridículos instrumentos de náutica, y al
hacer la declaración de que estaban exactamente en
la línea, Neptuno, con un golpe de tridente, dio princi-
pio á la ceremonia. El escribano leía en un libróte sos-
tenido por el amanuense. Las palabras alemanas, al sur-
gir rudas y sonoras por entre sus barbas de cáñamo
rojo, provocaban en los balconajes una explosión de
carcajadas y rubores femeniles. Era la risa gruesa que
acompaña á los chistes equívocos: «¿Qué dice? ¿Qué
dice?», preguntaban los más, que no entendían estas
agudezas germánicas. Y aunque no obtuviesen contes-
tación, se reían igualmente.
Ojeda y Maltrana, que estaban en el combés cerca de
LOS ARGONAUTAS 397
los grotescos personajes, avanzaban la cabeza como si
pretendiesen comprender algo de este relato.
— ¿Qué dice, Fernando?... Las palabras tienen cierto
riim-rum, como si fuesen versos.
— Son aleluyas. No entiendo bien, pero me parecen
bobadas para hacer reir á esta buena gente.
Terminó la lectura con un sonoro trompeteo de los
músicos, y los dos negros, abandonando sus azagayas,
se lanzaron de cabeza en la piscina, haciendo varias
suertes de natación y quedando largo rato con los pies
en alto y la cabeza sumergida, flotando sobre la superñ-
cie el faldellín de crines. Gritaban las señoras con risue-
ño escándalo; volvían la cabeza algunas madres en busca
de sus niñas, para recomendarles que no mirasen. Pero
pronto se restablecieron la calma y la conñanza, por
tratarse de negros civilizados, negros protestantes que
usaban púdicos disimulos debajo del taparrabos.
Sus gracias natatorias quedaron casi olvidadas por
los preparativos grotescos que hacía el barbero. Sacaba
á luz sus aparatos, y cada uno de ellos era saludado con
grandes risas: una navaja de afeitar del tamaño de un
hombre; unas tenazas no menos grandes que servían
para arrancar muelas, todo de madera pintada; una
brocha que era una escoba, con la que revolvía el líqui-
do de un tanque, echando puñados de yeso que figura-
ban ser polvos de jabón. Afiló la navaja en una gran
pieza de tela que sostenían dos grumetes; probó las te-
nazas intentando cazar con ellas la cabeza de uno de
los negros, que las esquivó sumergiéndose en la piscina;
apreció la densidad de la pasta blanca del cubo salpi-
cando con un asperges de la escoba á los más vecinos,
y las buenas gentes celebraban con gran regocijo todas
sus travesuras.
Empezó el desfile de neófitos. El escribano leía nom-
bres, y avanzaban entre dos gendarmes los que debían
recibir el bautizo, descalzos, sin más traje que las ropas
interiores ó un simple pyjama. Eran pasajeros de pri-
mera clase que accedían á tomar parte en la ceremonia,
y cuya presencia saludaba el público con gritos y acla-
maciones. Reían las mujeres con maliciosa delectación
al contemplar en tal facha á los mismos señores que se
398 V. BLASCO IBÁÑBZ
pavoneaban en el paseo ó el comedor con estiramiento
ceremonioso.
Sólo desfilaban los alemanes que hacían su primer
viaje al otro hemisferio, amigos de la tradición que se
hubieran creído defraudados en sus intereses y dismi-
nuidos en su prestigio al proponerles alguien que se
ahorrasen esta ceremonia grotesca y penosa.
Era costumbre antigua sufrir el bautizo de la línea,
y ellos no renunciaban á lo que de derecho les corres-
pondía. Además era un honor y una satisfacción contri-
buir al regocijo de los compañeros de viaje á costa de
la propia persona. Al surgir en la lista de los destinados
al bautizo un nombre que no era alemán, el escribano
se abstenía de repetirlo y pasaba á otro. Sabían los del
buque, por varias experiencias, que sólo el buen humor
germánico se prestaba con gusto á estos juegos. Las
gentes morenas, susceptibles en extremo y con gran
miedo al ridículo, tomaban como ofensas estas bromas
inocentes.
Ponían los gendarmes al neófito en manos del barbe-
ro, y éste lo hacía sentar sobre una escalerilla al borde
de la piscina. Los dos negros se agitaban detrás de él,
mojándole las espaldas con furiosas rociadas que le ha-
cían estremecer, mientras el rapabarbas procedía á su
tocado. Le embadurnaba con la pasta blanca, pugnan-
do por sostener al paciente, que intentaba librar los
ojos y la boca del tormento de la escoba. Fingía afeitarle
con el horripilante navajón; intentaba introducir entre
sus labios las enormes tenazas para extraerle una muela,
y mientras tanto el escribano pronunciaba la fórmula
del bautizo. «Por la gracia de nuestro dios Neptuno te
llamarás en adelante...» Y le daba un nombre: tiburón,
cangrejo, bacalao, ballena, según el aspecto caricatu-
resco de su persona, apodos que encontraban eco en la
fácil hilaridad del público.
Soltaba un rugido la trompetería al terminar su
fórmula el escribano; apoyaba sus puños el barbero en
el pecho del neófito, tiraban de él los negros y caía de
espaldas en la piscina con un chapoteo que salpicaba á
larga distancia. Desaparecía en el líquido turbio cubier-
to de vedijas de yeso. Los negros pesaban sobre él para
LOS ARGONAUTAS 399
mantener su inmersión lo más posible, y al fin resurgían
los tres hechos un racimo, luchando con furiosas zar-
padas que provocaban risas. Y el bautizado salía cho-
rreando, sin otra preocupación que mantener las manos
cruzadas sobre el vientre para evitar indecorosas trans-
parencias, llevando en sus ropas las huellas obscuras de
las manos de los negros, mientras éstos ostentaban en
sus brazos desteñidos las manos blancas marcadas por
el neófito durante la lucha.
Iba lanzando nombres el escribano, y algunos al no
obtener respuesta provocaban la intervención de la fuer-
za pública. Obedeciendo á una seña del mayordomo
salían los ridículos gendarmes en busca del fugitivo por
todo el buque. Era alguno que deseaba aumentar la
alegría pública con este incidente de su invención. Y
cuando al fin se dejaba coger, aparecía lo mismo que
una tortuga en su caparazón bajo las vueltas del cable
con que le habían sujetado sus aprehensores. El barbero
se ensañaba con él prolongando las bárbaras operacio-
nes de aseo, y los negros libraban un verdadero pugilato
para no dejarle salir de la piscina.
—Herr Maltrrrana.
Apenas dijo esto el escribano, una alegría loca se
esparció por el combés, ganando los balconajes del cas-
tillo central. Hasta los emigrantes de la proa salieron
de su inmovilidad. Todos los que hasta entonces habían
permanecido indiferentes ante unos nombres faltos de
significación, rompieron de pronto á gritar, se agitaron
lo mismo que una turba que invade una escena. «¡Mal-
trana! ¡Que salga Maltrana!» Las nobles matronas vol-
vían á él sus ojos desde las alturas y agitaban las manos
para que obedeciese sus deseos. El doctor Zurita y otros
argentinos abandonaron la tranquilidad zumbona con
que habían presenciado hasta entonces las «pavadas de
los gringos», para hacer señas á Isidro, incitándole á
que diese gusto á las familias. «¡Ah, gaucho valiente!...
¡A ver si hacía una de las suyas!» Hasta los niños pal-
moteaban con entusiasmo. «¡Don Isidro!... ¡Que salga
don Isidro!»
El héroe se levantó, saludando con ironía y satis-
facción al mismo tiempo.
4()0 V. BLASCO IBÁ.ÑBZ
—i Qué ovación!... ¡Gracias, amado pueblo!
Pero al volver á encogerse en uno de los mástiles ho-
rizontales de carga que servía de asiento á él y á
Fernando, ocultándose con modestia tras la espalda de
su amigo, redoblaron furiosas las peticiones del público.
Dos gendarmes iniciaron un avance hacia él.
— Va usted á ver, Ojeda, como esto termina mal— dijo
con rabia — . Yo no vengo aquí para hacer reir... Al
primer tío de esos que me toque le suelto un mamporro.
El mayordomo, discreto, adivinando los pensamien-
tos de Maltrana, hizo una seña; los gendarmes volvie-
ron sobre sus pasos y el escribano se apresuró á dar
otro nombre:
— Herr JDoktor Muller.
Un estallido de alegría germánica borró los últimos
murmullos de la decepción causada por Isidro. La risa
fué general al ver entre los gendarmes al «doktor» (el
mismo del que había hablado Maltrana en Tenerife),
enorme de cuerpo, grave de rostro, con sus barbas de
un rojo entrecano y gruesos cristales de miope. Acogió
con una risa infantil la ovación burlesca del público y
fué á sentarse en la escalerilla de la piscina como en lo
alto de una cátedra. «El deber es el deber — parecía decir
con las frías miradas que lanzaba en torno suyo—. La
disciplina es la base de la sociedad: y hay que amoldar-
se á lo que pidan los más.»
Se quitó los zapatos, colocándolos meticulosamente
sin que uno sobrepasase al otro un milímetro: se despojó
de las gafas, entregándoselas á un grumete como si
fuesen un objeto de laboratorio, y sin perder la noble
calma, mirando á todos con sus ojos vagos desmesura-
damente abiertos, comenzó á despojarse de las ropas,
hasta que los gritos femeniles y las risas de los hom-
bres le avisaron que no debía seguir adelante.
Ojeda contemplaba al «doktor» con cierto asombro.
Iba á América contratado por un gobierno para dar
lecciones de química en la Universidad del país. Goza-
ba de algún renombre en los laboratorios de su patria...
Y estaba allí aguantando las enjabonaduras y payasa-
das del barbero, estremeciéndose bajo las rociadas de
los negros, sin conocer lo grotesco de una situación que
LOS AEGONAUTAS 401
hubiese irritado á otros, satisfecho tal vez de contribuir
al regocijo de esta muchedumbre fatigada por la mono-
tonía del Océano. Sonó el trompetazo del bautizo, y el
«doktor» chapoteó en la piscina, defendiéndose de las
manotadas de los negros; ridículo en su aturdimiento
de miope, majestuoso por la importancia que concedía
al acto y la seriedad con que se alejó chorreando
agua sucia por ropas y barbas, luego de recobrar sus
anteojos.
Continuó la fiesta con visible decaimiento de la
curiosidad. Desfilaron gentes del buque: grumetes que
hacían su primer viaje, fogoneros de larga navegación
por los mares septentrionales que no habían estado en
el hemisferio Sur. Y los encargados del bautizo extre-
maban sus bromas con una brutalidad confianzuda en
las cabezas rapadas y los torsos desnudos de éstos, que
eran sus compañeros.
Ojeda durante la larga ceremonia había mirado mu-
chas veces á los balconajes del castillo central, esperan-
do ver á Maud entre las señoras asomadas á ellos. Pero
la norteamericana permanecía invisible. Al fin, cuando
no quedaban ya neófitos y los grotescos personajes iban
á retirarse, precedidos por la música, la vio en un ex-
tremo del mirador de la cubierta de paseo, oculta de-
trás de la señora Lowe, asomando sobre un hombro de
ésta la frente y los ojos, lo necesario para ver. Fernando
pensó que tal vez hacía horas que Maud le miraba, sin
que él se percatase de ello, y esto le produjo cierta irri-
tación.
Se separó de su amigo para dirigirse corriendo á los
pisos altos del buque, y antes de llegar á ellos oyó que
la música rompía á tocar una marcha. El cortejo neptu-
nesco avanzaba hacia la terraza del fumadero, donde
iban á ser bautizadas las señoras. La gente abandonaba
los balconajes para correr á este último sitio.
Cerca del jardín de invierno encontróse con Maud,
que marchaba entre los esposos Lowe. Cruzaron un sa-
ludo, y Ojeda experimentó instantáneamente una sensa-
ción de extrañeza. Mrs. Power parecía otra mujer. Casi
sintió deseos de pedirla perdón, como el que se equivoca
confundiendo á un extraño con una persona amiga. Ella
26
402 V. BLASCO IBÁHEZ
inclinó la cabeza con una sonrisa insignificante: le salu-
daba como á cualquier otro pasajero. Sus ojos se fijaron
en los suyos tranquilamente, sin el más leve asomo
de turbación, cual sino existiesen entre ambos otras
relaciones que las ordinarias en la vida común de á
bordo.
Hablaron los cuatro del bautizo, y el hercúleo Lowe
comentó los incidentes. Míster Maltrana no había que-
rido dejarse bautizar. ¿Porqué?... El había pasado la
línea varias veces, prestándose siempre á esta ceremo-
nia. En el Goethe también se habría ofrecido, á no opo-
nerse la señora. Una fiesta divertida. Pero míster Mal-
trana tenía miedo... ;0h! ;oh! ¡oh! Y reía mostrándola
luenga dentadura incrustada de oro.
Caminaron todos hacia la terraza del café para pre-
senciar la ceremonia del bautismo femenil. Mrs. Lowe,
con el instinto de solidaridad que hace adivinar á toda
mujer el instante oportuno de ayudar á una amiga,
permaneció agarrada de un brazo de Maud, interpo-
niéndose entre ella y Fernando.
Este buscó en vano una sonrisa leve de amor, una
ojeada de inteligencia. Necesitado de consuelo, alaba-
ba interiormente la discreción de Maud; Ja facilidad
de su raza para dominarse ocultando sus impresiones.
«iQué bien finge!... Nadie adivinaría lo que hay entre
nosotros...» Pero tornaba á su memoria el recuerdo de
la penosa escena frente á la puerta del camarote. Tem-
blaba en sus oídos el eco de aquella voz casi masculina
enronquecida por la cólera... Y contriste humildad
pretendía buscar en su conducta algo que explicase
esta desgracia. «¿Pero qué he hecho yo. Señor? ¿En qué
he podido ofenderla?...»
Neptuno, en mitad de la terraza con todo su séqui-
to, procedió al bautizo de las pasajeras. Ocupaban éstas
varias filas de bancos como en un colegio, y cada vez
que se levantaba una para recibir el agua lustral, los
músicos lanzaban por sus largos tubos de cobre un ru-
gido de bélica trompetería, semejante al de las escenas
wagnerianas.
El dios había suprimido galantemente las inmer-
siones en agua del mar. Tenía en una mano un gran
LOS ARGONAUTAS 403
pulverizador lleno de perfume, y rociaba con él las ca-
bezas reverentes, unas rubias y despeluchadas por el
viento; otras negras y lustrosas, consteladas por el bri-
llo de las peinetas. Todo el regocijo de la ceremonia
estribaba en los nombres que iba imponiendo la divini-
dad á sus catecúmenas con murmullos aprobadores ó
carcajadas generales.
La imaginación del mayordomo y de los camareros
de algunas letras había dado de sí todo su jugo para
halagar á las pasajeras con los nombres de estrella
marina, rosa del Océano, céfiro del Ecuador, etc. Las
señoras mayores eran ondina, ninfa atlántica, náyade,
lo que las hacía volver á sus asientos ruborizadas, con
el doble mentón tembloroso, entre los murmullos apro-
badores y un tanto irónicos de la concurrencia. Con sus
compatriotas se permitían los buenos alemanes inocen-
tes bromas para regocijo del público. Una ílaca quedaba
en su bautismo con la designación de «sardina»; otra
obesa recibía el nombre de «tritona».
Maud pareció cansarse de esta ceremonia. Miraba á
todos lados, pero evitando que sus ojos se encontrasen
con los de Fernando. Un pasajero se acercó á las dos
señoras con la gorra en la mano y el aire galante, lo
mismo qne si se ofreciese para una danza.
— Cuando ustedes quieran... La mesa está preparada
en el salón.
Era Munster invitándolas á una partida de bridge.
Al fin triunfaba su tenacidad. Había encontrado compa-
ñeros de juego en aquellos tres norteamericanos, con-
venciéndolos una hora antes, mientras presenciaban la
ceremonia del bautizo. Maud acogió la invitación ale-
gremente, como si el hridge fuese un buen pretexto para
aislarse de importunas presencias.
Se alejó con sus amigos después de un saludo indi-
ferente á Fernando, y éste la vio caminar sin que vol-
viese la cabeza, sin un indicio de vacilación y de
arrepentimiento. Otra vez se sintió afligido por una falta
suya que no sabía cuál fuese, pero que justificaba esta
conducta inexplicable «¿Qué le he hecho yo. Señor?...
¿Qué le he hecho?...»
Con la vil humildad de todo enamorado en desgra-
404 V. BLASCO IBÁÑBZ
cia, fué al poco rato tras de ella, á pesar de las sugestio-
nes de una falsa energía que le aconsejaba mostrarse
altivo é indiferente.
Sus piernas le llevaron con irresistible impulso á las
cercanías del salón, y contempló á Maud coi? los naipes
en la mano, el entrecejo fruncido y la mirada dura ante
sus compañeros de juego.
Al levantar ésta sus ojos vio á Fernando encuadrado
por la ventana, contemplándola fijamente, y tuvo un
gesto de enfado, lo mismo que si se encontrase con algo
que estremecía sus nervios y quebrantaba su paciencia.
Fernando huyó sufriendo la misma sensación que si hu-
biese recibido un golpe en la espalda... Dudaba de la
realidad de los hechos y aun de su misma persona.
¿Estaría soñando?... ¿Serían invención suya los recuer-
dos de la noche anterior?...
Vagó por el buque de una cubierta á otra, hasta en-
contrar á Isidro en la terraza del café. No quedaba en
ella ningún rastro de la fiesta del bautizo: los pasajeros
se habían esparcido. Maltrana parecía furioso por los
excesos y molestias de su popularidad. No podía circu-
lar por el buque sin que sus numerosos y queridos ami-
gos le saliesen al paso con aires de protesta. Las señoras
parecían inconsolables. ¿Por qué no se había dejado
bautizar? ¡Tan interesante que hubiese sido el espec-
táculo!...
— Como si yo fuese un mono, amigo Ojeda... como si
me hubiese embarcado para hacer reir... Crea usted que
siento la tristeza de un grande hombre convencido de
la ingratitud de su pueblo.
Y tras esta afirmación, acompañada de un gesto có-
mico, Isidro volvió á acodarse en la barandilla, mi-
rando á los emigrantes septentrionales amontonados
abajo en la explanada de popa.
— Hace rato que estoy aquí recordando á los marinos
de otros siglos y sus opiniones sobre las virtudes de la
línea equinoccial. ¿No se acuerda usted?...
Los primeros navegantes que habían pasado al otro
hemisferio daban por seguro que en la línea morían
todos los parásitos que se albergaban en los cuerpos de
los marineros y las rendijas de las naves. Y esta creen-
LOS ARGONAUTAS 405
cia no era solamente de los descubridores españoles;
franceses é ingleses la adoptaban igualmente, llegando
á ser durante muchos años una verdad universal.
— Pasadas las Azores — dijo Maltrana — , empezaban á
despoblarse de sanguinarias bestias las cabezas y barbas
de los tripulantes, y al llegar á la línea no quedaba una
para recuerdo. Esta clase de huéspedes incómodos no
era entonces propiedad exclusiva de un pueblo ó de
otro. Todos los de Europa la poseían por igual y hasta
los reyes gozaban el placer del rascuñón y el entreteni-
miento de la cacería á tientas. Figúrese lo que serían
aquellos buques pequeños con las tripulaciones amonto-
nadas y la madera corroída por toda clase de bichos re-
pugnantes... Como al llegar á la línea el calor hacía que
los marineros anduviesen medio desnudos y aprove-
chasen las largas calmas dándose baños, esta higiene
momentánea exterminaba los temibles compañeros, jus-
tificando la creencia de que morían por falta de aclima-
tación al pasar de un hemisferio á otro.
El sanguinario tigre de las selvas capilares, la bestia
carnívora saltadora en las cumbres y hondonadas de
los pliegues de ropa, había figurado durante siglos como
personaje interesante en muchas obras literarias. Cer-
vantes reía de él y de su fingida muerte en el límite de
los dos hemisferios, al relatar «la aventura del barco
encantado», cuando Don Quijote y su escudero flotaban
sobre el Ebro en un bote sin remos. El iluso paladín
creía estar á los pocos minutos de navegación cerca de
la línea equinoccial, y para convencerse recomendaba
á Sancho que buscase en sus ropas para ver si encon-
traba «algo»... «Algo y aun algos», contestaba el escu-
dero socarrón hurgándose el pecho.
— Pensaba yo en esto, amigo Ojeda, mirando á los
respetables patriarcas, que van abajo con sus hopalan-
das de pieles á pesar del calor. «Algo y aun algos.» Para
esos la línea ha perdido su antigua virtud... Mírelos,
¡rasca que rasca!...
Y señalaba á algunos emigrantes que contemphiban
el Océano con aire pensativo^ como figuras sacerdotales
de hierática majestad, envueltos en luengas vestiduras,
mientras sus dedos ganchudos se paseaban por las bar-
406 V. JiLASCO 1BÁÑK2*
bas, se hundían bajo el gorro de piel ó avanzaban entre
los pliegues y repliegues del pecho.
— Vamonos de aquí — dijo Ojeda nerviosamente, como
si no le inspirase confianza la altura que los separaba
de estos personajes.
Notaron al pasear por la cubierta la escasez de seño-
ras. Algunas que se mostraban por breves momentos,
parecían preocupadas con la busca de algo importante.
Luego desaparecían como si se les ocurriese una idea
nueva ó hubieran adquirido un dato que modificaba
su mal humor.
— Se están preparando para la fiesta de esta noche
— dijo Maltrana — . Gran baile con disfraces, y durante
la comida más mojigangas como la del bautizo.
El día se prolongó con una monotonía abrumadora.
Brillaban aún en el horizonte los últimos fuegos sola-
res, cuando las trompetas anunciaron el banquete.
Las banderas, las guirnaldas de rosas, todos los ador-
nos multicolores de las grandes fiestas, engalanaban el
comedor. Empezó el servicio sin que estuviesen ocupa-
das una gran parte de las mesas. Muchos pasajeros per-
manecían en -el antecomedor para gozar antes que los
otros de las anunciadas novedades.
Eetar daban su entrada las señoras, con el deseo de
que sus disfra-ces alcanzasen mayor éxito. Esperaban, lo
mismo que las actrices, á que la sala tuviese buen públi-
co, y sus doncellas ó los hombres de la familia iban del
camarote al comedor para echar un vistazo y volver
con noticias. Cada familia quería que las otras fuesen
por delante, y así dejaban pasar el tiempo sin decidirse.
Estaban los pasajeros en el tercer plato, cuando em-
pezaron á presentarse las disfrazadas todas de golpe.
Acogían ruborosas los aplausos y gritos de entusiasmo,
y así iban hasta sus asientos escoltadas por la familia.
Pasaban entre las mesas damas rusas de alta diadema
y vestiduras rígidas: niponas de menudo andar; polo-
nesas con dolmanes ribeteados de pieles blancas; mari-
neritos tentadores que enfundaban sus juveniles promi-
nencias en un traje blanco cedido por un grumete.
—¡OIU! ¡OIU!.., ¡Carmen!
Era Conchita con mantilla blanca, falda corta y
LOS ARGONAUTAS 407
grandes movimientos de abanico, que entraba protegi-
da por doña Zobeida, sonriente y maternal ante este
triunfo.
Los hombres también figuraban en ]a mascarada.
Muchos no tenían otro disfraz que una nariz de cartón
ó unos bigotes de crepé, conservándolos á pesar de que
estorbaban su comida. Algunos aparecían con grandes
chambergos, poncho en los hombros y espuelas, que
hacían resonar belicosamente. Eran comisionistas ansio-
sos de color local, que declaraban ir vestidos de gauchos
de las pampas ó de rotos chilenos.
— ¡Ah, gaucho lindo! ¡Tigre! — exclamaban con burlón
entusiasmo los muchachos sudamericanos — . ¡Ah, roti-
to!... ¡Huaso gracioso!...
Y los mascarones, apoyando la diestra en el machete
viejo ó el cuchillo de cocina que llevaban al cinto para
«estar más en carácter», sonreían agradecidos.
— Icli danke... Mochas grasias.
Algunos comían entre sudores de angustia, disfraza-
dos de derviches con mantas de cama. Un grave alemán
se había puesto el chaleco salvavidas que guardaba todo
camarote por precaución reglamentaria. Encerrado como
un crustáceo en este caparazón de corcho, manteníase
lejos de la mesa á causa del volumen de su envoltura,
teniendo que realizar todo un viaje cada vez que sus
manos iban de los platos á la boca. Un asombro bur-
lesco lo había saludado con ruidosa ovación, y satisfe-
cho de este triunfo aguantaba el martirio, siendo el
primero en admirar su prodigiosa inventiva.
Las doncellas de los camarotes de lujo iban de mesa
en mesa disfrazadas de campesinas del Tirol, regalando
flores. Otros criados, vestidos de buhoneros alemanes,
ofrecían las chucherías que llevaban en un cajón sobre
el pecho. Un grumete pintado de negro descolgábase
con ayuda de una cuerda por la claraboya que comu-
nicaba el salón de música con el comedor, y prego-
naba á estilo de los vendedores de diarios el Aequator
Zeitung^ periodiquito impreso á bordo, en la, })rensa
que servía para el tiraje de los menús y las listas de pa-
sajeros. La minúscula hoja repetía en todos los viajes
los mismos chistes y versos dedicados al paso de la línea.
408 V. BLASCO IBÁÑEZ
El mayordomo, de pie en la entrada del comedor, pues-
to de frac con botones dorados, parecía presidir el ban-
quete sonriendo modestamente, como si agradeciera las
mudas felicitaciones del público por el buen aiTeglo de
la fiesta.
Sobre las mesas elevábanse pirámides multicolores
de cucuruchos con sorpresas. Tiraban de sus extremos
los comensales, produciéndose un estallido fulminante,
y de las envolturas surgían menudos objetos de ador-
no, mariposas y flores de gasa, minúsculas banderas,
gorros de p^ípel. Se ornaban los pechos de las señoras
con estas í-hucherías brillantes; la solapa de todo smoking
lucía como una condecoración la banderita nacional del
portador. Cubríanse las cabezas con los gorros de papel
de seda, crestas de aves, mitras asiáticas, sombreros de
clown, que contrastaban grotescamente con el gesto
ávido de los comilones.
Después del asado desaparecieron los camareros, y
todas las luces se apagaron de golpe. Esta obscuridad
absoluta provocó, después de un silencio de sorpresa,
grtos y silbidos. Los mal intencionados imitaban en las
tinieblas chasquidos de besos; otros lanzaron bramidos
de animales. Pero el estruendo fué de corta duración.
Sonó á lo lejos la, música y brillaron en el antecome-
dor luces rojas y verdf^s, una lín^^a de fííroles llevados
en abo por los cauuireros. Este resplandor, amortiguado
por los vidri<^s de colores, iluminaba discretamenre con
una luz suave. Era la «marcha de las antorchas» de toda
fiesta alemana. Los pasajeros, atraídos por el ritmo de
la mús'ca, empezaron á golpear á compás con sus cu-
chillos los platos y los vasos. Y entre este tintineo ^j^ene-
rnl, que casi ahogaba los sonidos de los instrumentos,
desfiló la comitiva: el tambor mayor al frente de la ban-
dn; to'la la servidumbre portadora de faroles; las cama-
reras disfrazadas de floristas, y un gran número de
animales, osos, perros y leones, mozos de buena fe, que
sudaban bajo los forros de pieles, y movían aun lado
y á otro sus cabezas de cartón rugiendo ó ladrando. Dos
hombres apoyados un<> en otro marchaban invisibles
bajo iin caparazón que imitaba el pellejo coriáceo de un
elefante, moviendo entre las mesas la trompa serpentina
LOS ARGONAUTAS 409
del monstruo y sus orejas de abanico. Otros camareros
venían después sosteniendo platos luminosos, grandes
bandejas en cuyo interior elevábanse los helados en for-
ma de castillos, aves ó chalets, todos bajo campanas de
cristal de diversos colores y con una bujía en el centro.
Cerraban la marcha varias señoritas de gran som-
brero y rubia cabellera suelta que sonreían impúdica-
mente á los hombres enviándoles besos. Eran la escolta
de honor de tres matronas de hermosos brazos y ma-
jestuoso andar con túnicas blancas y el purpúreo gorro
frigio sobre las negras y ondulosas crenchas. Se las
reconocía por el color y los adornos heráldicos de sus
mantos: la República del Brasil, la República del Uru-
guay y la República Argentina.
Esta aparición hizo circular entre los pasajeros un
movimiento de sorpresa, de ansiedad, como si todos sin-
tiesen á la vez el latigazo del deseo. ¿Dónde habían es-
tado ocultas hasta entonces aquellas buenas mozas?...
Munster requirió sus lentes para apreciar mejor la
novedad. Isidro, que afirmaba conocer á todos los del
buque, se incorporó asombrado... ¿De dónde salían estas
muchachas?... Eran superiores en su esbeltez, fresca y
dura, á todas las camareras flácidas y de talle cuadrado
que servían en el buque.
Pero la ojeada atrevida de una de aquellas beldades
que danzaban ante las tres Repúblicas, y el beso que le
envió con las puntas de los dedos hicieron que Maltra-
na reconociese de pronto su rostro, oculto tras los rizos
ondulosos y la capa de colorete y polvos de arroz.
— ¡Cristo! ¡Si es el steioard de mi camarote!...
xidmiró á la luz algo difusa de los faroles las formas
y contoneos de estos efebos rubios de carnes blancas y
depiladas, así como su facilidad para transformarse.
— Cualquiera reconoce á los mismos que por la ma-
ñana limpian los camarotes, sacuden las camas y ma-
nejan los cacharros de aguas sucias... Fíjese, Ojeda,
¿quién no se equivoca?... Ahora lo comprendo todo.
La afeminada comparsa avanzó entre las mesas se-
guida del asombro de las señoras y los atrevimientos
burlescos de los hombres. Algunos de éstos saltaban del
requiebro á la acción, pellizcando al paso á las revolto
410 V. BLASCO IBÁiCBZ
sas señoritas, que contestaban con chillidos de miedo y
pudorosos respingos.
Se inflamaron de pronto las luces del techo, huyeron
máscaras y animales como un aquelarre sorprendido
por la salida del sol, y únicamente quedaron en el co-
medor los camareros con sus bandejas de helados, co-
menzando el reparto.
Ojeda había mirado varias veces á la mesa cercana,
donde comía sola Mrs. Pov/er. Estaba vestida con gran
elegancia, y sobre la carne pálida de su escote cente-
lleaban varios brillantes.
— Parece preocupada — había dicho Isidro al principio
de la comida — . Está sin duda de mal humor. No le
mira á usted, Ojeda, como otras veces. ¿Es que ya no
son amigos?...
Transcurrió la comida sin que Fernando consiguiese
encontrar sus ojos con los de la norteamericana. Miraba
ella á todos lados con aire distraído, evitando fijarse en
la mesa cercana. Al terminar el desfile, cuando la ale-
gría general hacía conversar á unos grupos con otros, las
obsequiosidades de Munster la hicieron volver el rostro
hacia los vecinos. El joyero, con una cortesía melosa,
elevaba su copa de champan en honor de la señora.
Maud le contestó con una inclinación de cabeza, ele-
vando también su copa; y para no parecer desatenta
repitió el movimiento mirando á Isidro, y luego á Oje-
da. Ni la menor emoción en sus ojos claros y fríos. Un
gesto de cortesía y nada más.
Munster, orgulloso de la amistad que le unía á aque-
lla señora con motivo del hridge, la invitó á reanudar
el juego. Antes del baile podían hacer una nueva par-
tida en el salón de música: los esposos Lowe estaban
dispuestos... Y ella movió la cabeza con expresión de
cansancio. No sabía qué decir... Tal vez más tarde se
decidiese á aceptar... Estaba fatigada.
Fernando miró con odio á su compañero de mesa.
Pero este viejo teñido ¿por qué se interponía entre él
y Maud con su maldito bridgef, . . Creyó ver en él cierta
expresión de petulancia, el orgullo de su amistad nacien-
te con aquella señora que hasta entonces sólo se había
fijado en Ojeda... No habría hridge: lo juraba Fernando
LOS ARGONAUTAS 411
en su interior. Maud se había vestido elegantemente
para asistir al baile, y no terminaría la noche sin que
los dos tuviesen una explicación. Necesitaba conocer el
motivo de su conducta inexplicable.
Después de la comida la vio en el jardín de invier-
no, tomando el café con los Lowe. El señor Munster fué
á su mesa, para repetir la invitación, y Maud le contes-
tó con movimientos negativos.
Experimentó Ojeda con esto la primera satisfacción
de toda la noche. ¡Muy bien! Así aprendería el viejo
importuno á no creerse en plena intimidad. Además se
imaginó, con un optimismo inexplicable, que esta nega-
tiva era á causa de él. Tal vez Maud deseaba igualmen-
te una entrevista al desvanecerse su enfado inexplica-
ble. ¡Quién sabe!...
Transcurrió una hora sin que ocurriese en el buque
nada extraordinario. Abajo en el comedor retiraban los
sirvientes las mesas, preparando el salón para el baile.
Las máscaras paseaban por la cubierta. Sus dos calles
parecían las de una ciudad en Carnaval. El señor dis-
frazado con el salvavidas tomaba su café tranquila-
mente, sin abandonar el caparazón de corcho. Maltrana
predicaba sobriedad y buenas costumbres en un grupo
de jóvenes. Después de las locuras de la noche anterior
había que acostarse temprano; así que terminase la
fiesta. No debían abusar del pobre cuerpo.
Sonaron varios trompetazos anunciando el baile, y
poco después la orquesta rompió á tocar un vals en el
comedor, todavía desierto.
Corrieron las niñas impacientes; levantáronse las
madres con lentitud, como si les costase abandonar su
incrustación en los almohadones; sonó un fru-fru gene-
ral de faldas con lentejuelas y adornos metálicos de los
disfraces.
Mrs. Power se despidió de los LoAve, pasando ante
Ojeda sin dirigirle una mirada. Esta indiferencia la
aceptó él como un signo favorable: era disimulo. Aban-
donaba á sus amigos para facilitarle la ocasión de una
entrevista á solas. Sin duda iba á esperarle abajo, en el
salón de baile.
Tardó algunos minutos en seguirla, queriendo imitar
412 V. BLASCO IBÁiíBZ
esta prudencia, y al fin, después de mirar á un lado y á
otro, abandonó la mesa, deslizándose por la escalera cau-
telosajnente, cual si quisiera pasar inadvertido.
En el salón daban vueltas las primeras parejas y se
instalaban las familias con gran ruido de sillas desor-
denadas. Fernando miró á todos lados sin alcanzar á ver
la cabellera rubia de Maud. Luego examinó los grupos
estacionados en el antecomedor. Nada...
Comenzaba á sentir la tristeza del desaliento, cuando
de pronto hizo un gesto de satisfacción. ¡No habérsele
ocurrido antes!... Ella le esperaba en su camarote; no
había duda posible. Y luego de mirar otra vez en torno
de él para convencerse de que nadie podía espiarle,
avanzó por el corredor con fingida indiferencia.
A los pocos pasos temblaba interiormente con las
vacilaciones del miedo. ;Si iría á repetirse la escena de
la mañana!... Pero no; el recuerdo de la noche anterior
le daba confianza. Aun no habían transcurrido veinti-
cuatro horas, y noches como aquella no se olvidan fácil-
mente. Su orgullo varonil le infundió valor. Segura-
mente ella se había retirado para esperarle.
La puerta del camarote estaba cerrada, y otra vez
]a rozó con tímido llamamiento. Veíase luz por el ojo
de la cerradura y la pequeña claraboya abierta sobre
el marco. A la voz interrogante que sonó al otro lado
de la madera, Fernando repuso, para hacerse conocer,
con una leve tos y un murmullo discreto. Era él... Hubo
en el interior cierto rebullicio que indicaba cólera y sor-
presa; muebles removidos, palabras masculladas en sor-
dina, y hasta creyó percibir Ojeda un principio de ju-
ramento. ¿Cuándo iÍ3a á cesar de molestarla con sus
incorrecciones?... Esta conducta no era propia de un
gentleman... No lo era...
Y elevando su tono la irritada voz, dijo junto á la
puerta con acento imperativo:
—Vayase... Voy á llamar.
Sonó á lo lejos un timbre eléctrico y él tuvo que
huir, temeroso de que le sorprendiesen en su ridicula
inmovilidad ante la puerta cerrada. En el pasillo se
cruzó con una de las doncellas que acudía al llamamien-
to disfrazada aún de florista tirolesa.
LOS ARGONAUTAS 413
Marchando con la cabeza baja, sin saber adonde
iba, se vio de pronto en la cubierta de paseo. Apretaba
los puños murmurando palabras iracundas. ¡Cómo se
había burlado de él aquella mujer! ¡Qué vergüenza!...
Cansado de pasear por la cubierta solitaria, sentóse
en un banco, lejos de la luz, contemplando el Océano
por encima de la borda. La negra calma de la noche se-
renó y puso en orden sus atropellados pensamientos.
Vio de pronto con toda claridad la conducta de
Mrs. Power, que le había parecido hasta entonces inex-
plicable.,. No mentía al alabar la frialdad de su carác-
ter, que ella llamaba «práctico», dando á esta palabra
algo así como un título de nobleza. Decía la verdad al
repetir con sonrisa de orgullo que nada tenía de jpoeti-
cal. Era un hombre, un verdadero hombre de negocios,
de los que sólo conceden á los impulsos del afecto unos
minutos de la existencia; de los que tratan las necesi-
dades de la carne como vulgares y rápidas operaciones
de higiene y únicamente se acuerdan del amor cuando
la abstención los martiriza, dedicándole media hora en-
tre dos asuntos financieros, sin recuerdos y sin nostal-
gias. ¿Por qué había venido hasta él aquella mujer tur-
bando su calma? . . . Era indudable que amaba á su
manera á míster Power, como se ama á un ser inferior
y hermoso, con el doble orgullo de ser admirada y ejer-
cer el dominio de la superioridad.
La monótona existencia de á bordo, favorecedora
de la tentación, las abstenciones de un largo viaje de-
dicado por entero á los negocios, la inñuencia del am-
biente cálido, el hálito afrodisíaco del Océano, habían
quebrantado y reblandecido la glacial serenidad de
aquella mujer. Llevaba la cuenta angustiosamente de
los días que aun le quedaban de navegación, como se
cuentan en una plaza sitiada y sin víveres las horas
que faltan para que llegue el ansiado socorro. Y al íia-
quear su voluntad por las influencias de un ambiente
más poderoso que su energía, había puesto los ojos en
Fernando porque era el más inmediato, el más «distin-
guido», el hombre que entre todos los del buque tenía
cierta semejanza con la lejana y seductora imagen de
míster Power.
414 V. BLASCO IBÁKBS
Esta dama varonil lo había tomado á él lo mismo
que toman los hombres en momentos de premura á una
mujer de la calle. Y pasada la embriaguez lo repelía
furiosa por sus asiduidades, extrañada de su insisten-
cia, igual que un señor que se viese perseguido por una
compañera de media hora, como si el encuentro fortuito
y mercenario pudiese conferir derechos. ¡Ah, misera-
ble! ¡Con qué risa cruel y dolorosa reiría Teri si pudiese
conocer esta aventura grotesca! ¡El hombre en el que
creían ver sus ojos de amorosa todas las perfecciones,
tratado lo mismo que un objeto que se alquila!... Y le
dolió más la posibilidad de esta burla desesperada que
el imaginarse á Teri entre lamentos y lágrimas.
Con una reacción enérgica de su orgullo, salió Fer-
nando de este desaliento. Había que ser hombre y acep-
tar los sucesos sin exagerar su importancia. Una simple
aventura de viaje, que iba á quedar ignorada; Maud
procuraría que lo ocurrido no saliese del misterio. La
había prestado un buen servicio (Ojeda reía amarga-
mente al pensar en esto), habían sido felices por unas
horas, y luego se separaban como extraños, sin recuer-
dos y sin melancolías: lo mismo que si se hubiesen cono-
cido á la caída de la tarde en un bulevar de París para
pasar media hora juntos y no volver á encontrarse
nunca.
El despego de ella era sin duda á causa de un tardo
remordimiento que había sobrevenido con la saciedad...
Eemordimiento no: simple prudencia; deseo de conser-
varse aislada en los días que faltaban para llegar al
próximo puerto. Su marido subiría al buque, y ella
quería salir á su encuentro sin miedo á las maliciosas
sonrisas de los pasajeros. El había sido el escogido para
el remedio en momentos de turbación y de prisa... ¿y
qué derechos le daba esto? Lo mismo podía haber sido
el agraciado míster Lowe ó Isidro Maltrana. Ojeda por
su parte tenía igualmente un gran amor, y le convenía
olvidar lo mismo que Maud... Algo le dolía en su orgu-
llo de hombre verse tratado así, pero era el dolorde la
operación quirúrgica que extirpa el mal... ;A vivir!
Se levantó del banco, aproximándose á las ventanas
de los salones. En las barandas de una galería que
LOS ARGONAUTAS 415
comunicaba el salón de música con el comedor, se ha-
bían agrupado algunas mujeres contemplando las pare-
jas que danzaban abajo. Eran señoras que no habían
querido vestirse para la fiesta; doncellas de servicio de
las pasajeras rica.s, simples criadas de á bordo que apro-
vechaban la ausencia del mayordomo para echar un
vistazo.
Ojeda vio despegarse de este grupo y atravesar el
jardín de invierno saliendo á la cubierta una mujer ves-
tida de obscuro, sencillamente. «;Ah, señora Eichel-
berger!...»
Fernando celebraba su encuentro con Mina como si
ésta le trajese la felicidad. Estrechó entre sus das manos
la diestra que le tendía la alemana, y ella, con cierta
emoción por las efusivas palabras, volvía sus ojos á
todos lados extrañándose de verle solo, creyendo que
iba á aparecer repentinamente la esbelta silueta y el
cigarrillo encendido de la norteamericana.
Balbuceó como si al darse cuenta de su turbación
sintiese cierta vergüenza. Daba excusas por su aspecto
sencillo cuando todas las mujeres del buque habían
sacado aquella noche sus mejores trajes. Ella no había
de bailar, y tampoco gustaba de permanecer sola en el
salón mientras su marido jugaba en el fumadero. Por
curiosidad y por aburrimiento, luego de acostar á Karl,
se había asomado á aquella galería para ver el baile.
¡Vivía tan aislada!... Y con una contracción de su mano,
oculta entre las de Fernando, agradeció la bondad de
éste al ocuparse de ella.
Luego su rostro fué animándose con una sonrisa pá-
lida que pretendía ser maliciosa. Se asombraba otra vez
de verle solo. Casi se había decidido á renunciar á su
amistad. Pero Fernando la interrumpió:
— Todo ha terminado: se lo juro... ¡Terminado para
siempre! Yo no tengo en el buque otra amiga que usted.
Y lo decía de todo corazón, contento de estar al lado
de Mina, satisfecho de la ternura con que ella le con-
templaba.
¡Excelente compañera!... Fernando, que creía nece-
sario el trato con una mujer, lamentábase de no haber
permanecido al lado de Mina desde el primer momento
416 V. BLASCO IBÁÑEZ
de su amistad. Esta no le molestaba haciendo la apolo-
gía de su marido; era dulce y parecía admirarle. Muy
al contrario de la otra, que hasta en los momentos de
mayor efusión guardaba el empaque de una dama alti-
va que desciende á hablar con su criado.
Además, pensaba en Teri, en su firme propósito de no
envilecer la nobleza de los recuerdos con otro «crimen»,
pues de tal calificaba con vehemente apreciación su
aventura reciente. Con Mina no arrostraba peligro algu-
no: la pobre estaba desengañada. El fracaso de su exis-
tencia la hacía huir de toda complicación pasional, pre-
firiendo una vida vegetativa y humilde. Además parecía
enferma... Era la compañera deseada para las monoto-
nías del mar: una amistad femenil de todo reposo; y al
separarse se dirían ¡adiós! llevándose cada uno el re-
cuerdo melancólico de algo desinteresado y puro.
Habían ido á apoyarse en la borda de babor con-
templando la luna.
— Cada noche sale más pronto y es más grande— dijo
Mina — . ¡Qué enorme y qué blanca!... En Europa nunca
la vemos así.
Asomando á ras del Océano, era el astro una cúpula
inverosímil por su amplitud. Hacía recordar el huevo
fabuloso del pájaro Roe de los cuentos orientales, gran-
dioso como un palacio. Su luz galoneaba de plata el
contorno de las nubes y tendía sobre el mar un camino
anchísimo é inquieto, un camino en triángulo desde el
horizonte hasta los costados del buque, haciendo hervir
las aguas con una ebullición pálida que repelía toda
idea de calor.
Mina contemplaba la inquietud de este camino irreal
cortando la obscuridad atlántica, cada vez más ancho,
más luminoso, así como ascendía el astro en el hori-
zonte.
— Se sienten deseos de marchar por él — dijo en voz
baja, emocionada por la majestad de la noche — . Qui-
siera saltar fuera del buque y correr... correr por esa
calle de plata hasta no sé dónde.
— ¿Sola? — preguntó Fernando con tono de reproche.
— No; usted vendría conmigo... Con usted mejor.
Le miró un momento y luego sus ojos volvieron hacia
LOS ARGONAUTAS 417
el mar. Estaban húmedos, como si esta contemplación
agolpase las lágrimas en sus córneas. Brillaban con
una luz nacarada semejante á la de la luna. De pronto
sus labios empezaron á murmurar algo como un rezo.
Eran versos, versos alemanes de extremado sentimenta-
lismo, que OJeda entendió vagamente, adivinando el
misterio de unas estrofas por el sentido de otras mejor
comprendidas. La poesía ingenua del Heder pausaba por
la boca de Mina con la dulzura del arroyo humilde, que
parece temblar, medroso de que sus murmullos sean de-
masiado altos y sus estremecimientos despierten la in-
móvil vegetación que lo encubre.
Se habían unido los dos, hombro con hombro, como
intimidados por el ambiente religioso de la noche y el
aleteo de la poesía que se agitaba en torno de ellos...
Experimentaba Ojeda una sensación de descanso al lado
de esta mujer infeliz: una impresión de paz y dulce
anonadamiento igual á la que buscaban los antiguos li-
bertinos, huyendo de los desengaños de la vida para
reposarse como eremitas entre las gentes humildes.
— Y usted... usted que es poeta...— dijo ella interrum-
piendo su recitado—. Dígame algo suyo... Debe ser muy
hermoso.
Fernando se excusó. Sus versos eran en español, y
ella no podía entenderlos... Pero como si experimentase
la necesidad de esparcir en la noche algo que latía en
su cerebro, fundiendo el misterio interior con el misterio
del ambiente, comenzó á recitar versos franceses con
una lentitud sacerdotal, seguido por la mirada ávida de
Mina, que hacía esfuerzos para no perder la significa-
ción de una sola palabra. A veces deteníase el recitante
adivinando las incomprensiones de ella, y repetía los
versos, explicándolos.
La antigua artista suspiraba con arrobamientos de
admiración. La hacía estremecer esta música, en la que
entraban por igual el encanto de los versos y la voz que
los recitaba con rítmica melopea.
—Víctor Hugo es mi dios...— dijo de pronto Ojeda in-
terrumpiendo su murmullo poético, como si no pudiese
contener más tiempo esta declaración —. Y Beethoven
también lo es.
27
418 V. BLASCO IBÁÑEZ
Ella le miró con ojos suplicantes, implorando una
palabra que podía unirlos con un nuevo afecto. ¿Y Wá-
gner?... Fernando vaciló. No tenía la serenidad olímpi-
ca, la majestad simple de los divinos. Más bien parecía un
taumaturgo de alma atormentada, un mágico prodigio-
so; pero en él se confundían la poesía del uno y la música
del otro. Era el arcángel rebelde, hermoso como el fuego,
que viniendo de abajo reconquistaba su divinidad.
— Sí; también es mi dios — dijo tras breve pausa.
Y reanudó el poético murmullo, mirando la inquieta
llanura de plata, sintiendo en un hombro la suave pesa-
dez de Mina, que parecía ansiosa de un apoyo.
La cubierta estaba solitaria. Todos los pasajeros per-
manecían en el salón de ñesta ó en el fumadero. De
tarde en tarde risas, gritos y correteos en las puertas
y escaleras. Eran parejas que abandonaban el baile por
un momento para respirar en la cubierta. Los jóvenes
se abanicaban con un papel la faz congestionada, des-
pegándose de la carne el cuello de la camisa, reblande-
cido por el sudor. Ellas respiraban con ansiedad lleván-
dose las manos al escote, pero inmediatamente huían de
esta frescura para correr al horno del salón atraídas
por un nuevo vals.
Vueltos de espalda á la luz, Mina y Fernando se su-
mían en la contemplación de la noche sin que sus mira-
das se buscasen, satisfechos del contacto de sus hom-
bros, que parecían unificar en una sola vibración sus
pensamientos y deseos.
Llegaba hasta sus oídos la música del baile; una
música divina; vulgares danzas de moda, tico-steps, ó
tangos que, por la inñuencia del ambiente, sonaban en
aquella hora de ilusiones como sinfonías de infinito idea-
lismo. Sentían la dulce turbación de la embriaguez: una
embriaguez de luz de luna, de noche serena, de poesía
sentimental.
Ojeda, más frío que su compañera, percibió en su
interior un cosquilleo irónico, un deseo de reírse de sí
mismo; de este enternecimiento sin causa definida que
se apoderaba de él. ¡Mirar la luna y decir versos como
un estudiante, al lado de una pobre mujer que era ma-
dre y oyendo una musiquilla vulgar á cuyos sones dan-
LOS ARGONAUTA^S 419
zaban los seres más frivolos de aquella Arca de Noé!...
¡Cómo reiría él si con un prodigioso desdoble pudiera
contemplarse á sí mismo desde lejos!... Pero la emoción
inexplicable era más fuerte que su rebeldía burlona, y
le obligaba á permanecer inmóvil, en silencio, sin huir
de aquel cuerpo que vibraba con su contacto. ¿Por qué
reirse de este instante, si era de felicidad y le proporcio-
naba un dulce olvido?...
Al volver sus ojos hacia Mina, creyó encontrar una
mujer nueva. Tal vez la poesía la había embellecido al
tocarla con el ala de sus rimas; tal vez era la noche la
que la transformaba, agrandando sus ojos con un brillo
lunar, rellenando de nácar las angulosidades de su ros-
tro descarnado, sustituyendo su color verdoso y enfer-
mizo con una palidez luminosa. ¡Los ojos de animal
humilde, agradecido á la caricia, que ñjó ella en sus ojos
al sentirse contemplada!... ;La ruborosa confusión con
que volvía la cabeza temiendo insistir en una mirada
que podía traicionarla!... Se convenció de que él no
había visto hasta entonces á esta mujer, no la había
comprendido, limitándose en sus conversaciones á sentir
lástima de sus infortunios, como si su vida estuviera
agotada y fuese igual á un árbol caído, incapaz de reflo-
recimiento...
De pronto, se vieron paseando, cogidos del brazo, sin
hablar, sin mirarse, pero sabiendo por mutua adivina-
ción que la persona del uno ocupaba por entero el pen-
samiento del otro... Nadie en la cubierta. Sus pasos
lentos resonaban lo mismo que en un claustro abando-
nado. Al dar la vuelta de proa, entre el salón y el bal-
conaje de avante, donde era menos viva la luz j nadie
podía verles de lejos, Fernando la atrajo á él, abandonó
su brazo para envolverle el talle con rudo tirón y la
besó impulsivamente, al azar, en una mejilla, en la na-
riz, allí donde pudieron posarse sus labios.
La alemana gimió de sorpresa, de asombro, casi de
miedo, como el que ve realizarse de pronto algo invero-
símil con lo que ha soñado muchas veces sin esperanza
alguna. Se mantuvo rígida en el brazo de él; no intentó
la menor resistencia, y con un suspiro de niña que se
desmaya, dejó caer la cabeza en su hombro.
420 V. BLASCO IBÁÑE/j
Lloraba. Fernando vio los estertores de su pecho y
sintió en su cuello el contacto de una lágrima. Comenza-
ba á arrepentirse de su brutalidad. ¡Pobre Mina!... Pero
ella, protestando de esta conmiseración, giró la cabeza
sobre su hombro hasta apoyar la nuca, y en tal pos-
tura, con los ojos llenos de lágrimas y sonriendo al mismo
tiempo, se elevó en busca de su boca, devolviéndole las
caricias con un beso largo, interminable.
No era el beso frente á frente que él había saboreado
en otras mujeres, y que llamaba «beso latino». No era
tampoco la caricia arrogante de arriba á abajo que había
conocido en el camarote de Maud, beso de domadora,
egoísta y avasallador, oprimiéndole la cabeza entre las
manos crispadas para mantenerle en amorosa sumisión.
Era el beso-suspiro de la germánica sentimental pasean-
do entre los tilos, á la caída de la tarde, apoyada en
el brazo de un estudiante y con un ramo de florecillas
azules sobre el pecho; un beso de abajo á arriba, cari-
cia suplicante de hembra dulzona en la que el amor se
presenta acompañado de la humildad y que antes de
besar desploma su cabeza como signo de servidumbre
en el hombro de su dueño.
Sintió Ojeda cierto remordimiento ante este llanto.
¿Por qué lloraba?... Y ella, como si se avergonzase de su
emoción, profería balbucientes excusas. No sabía por
qué lloraba... pero era tan feliz, ¡tan feliz!...
Un ruido de pasos despegó sus bocas instantánea-
mente, y cogiéndose del brazo, continuaron su paseo con
afectada indiferencia. Alarma inútil: era un grumete
que descendía por una escalera cercana.
— Volvamos al rincón de los besos — dijo él con im-
paciencia.
El «rincón de los besos» era la parte de proa que unía
con su curva las dos calles de la cubierta. Y al volver
de nuevo á este refugio, fué ella la que sin esperar los
avances de Fernando descansó la cabeza en su hombro,
elevando la cara en busca de su boca.
Intercalaba trémulas palabras entre beso y beso.
¡Verse en sus brazos!... Una noche había soñado lo que
ahora le estaba ocurriendo. Fué á continuación de la
primera tarde en que se hablaron junto al piano. Y
LOS ARGONAUTAS 421
había salido de su ensueño conmovida para siempre,
con la convicción de que no se realizaría nunca, pero
viéndolo á él como un hombre distinto á todos los de-
más del buque, sintiendo una turbación en su pecho y
en sus ojos, un temblor en las piernas, una música le-
jana en los oídos cada vez que Fernando se aproximaba
para hablarla... Luego ¡qué de penas viéndole con aque-
lla señora, tan elegante, tan altiva, que parecía burlar-
se de ella con los ojos!... El ensueño no se realizaría nun-
ca; una ilusión imposible como tantas otras de su pobre
existencia... Y cuando había perdido toda esperanza,
era él, ¡él! quien avanzaba en la noche con palabras de
poesía, igual á un príncipe magnífico y clemente, y la
estrechaba entre sus brazos y buscaba su boca, hacién-
dola estremecerse como una sierva de amor. ¿Qué había
en ella para merecer tanta dicha, pobre, fea, mal vesti-
da, entre tantas mujeres bellas y felices, y arrastrando
además cual una cadena su pasado de miseria?...
— ¡Te amo!... — dijo Fernando enardecido por esta hu-
mildad.
Y acompañó sus besos con un avance de las atrevi-
das manos en aquel cuerpo sumiso que parecía entre-
garse. Pero con gran asombro, la alemana se revolvió
ante las caricias audaces; se despegó de sus brazos con
una fuerza nerviosa que nada hacía sospechar en su
cuerpo enfermizo. Parecieron surgir de pronto músculos
ocultos, tendones de irresistible expansión en todos sus
miembros.
— No quiero—gimió tristemente, como en presencia
de algo que destruía sus ilusiones — . No quiero eso... No
querré nunca.
Ojeda, ante la violencia de estos movimientos de
protesta, comprendió que decía verdad. Su cuerpo se
revolvía contra toda caricia que saliese de los límites
del rostro, y esta repulsión vigorosa era tan brusca, que
él se sintió empujado, vacilante sobre sus pies, teniendo
que esforzarse para no caer.
Luego, como arrepentida de su defensa, le echaba los
brazos al cuello, y volvía á su gesto de sumisión, des-
cansando la cabeza en su hombi'o, gimiendo con un
abandono de niña enferma.
422 V. BLASCO IBÁÑHS
— Me haría daño... ¡Jamás! Amarnos como ahora;
eso es lo que yo quiero. Estar así... siempre juntos...
¡siempre!... Seremos... ¿cómo se dice en español? Yo lo
he oído muchas veces... Seremos...
Y después de largos titubeos y de fruncir las cejas
con pensativo esfuerzo, encontraba la palabra.
—Seremos... novios. Eso es: novios los dos. La boca...
la boca nada más. Y el alma también... novio mío.
Y al repetir con fruición la encontrada palabra, son-
reía como un jardín abandonado bajo el primer sol de
la primavera que llega.
Fernando, ensombrecido por esta negativa, hablaba
y hablaba, sosteniendo las manos de la antigua artista
entre las suyas, deseoso de inmovilizarla, de domar
su resistencia, fijos los ojos en sus pupilas, cual si pre-
tendiese vencerla con un poder de sugestión.
Su aventura con Maud había desvanecido todos los
propósitos de cordura que le acompañaron al subir al
buque. Sus nervios guardaban aún el recuerdo de re-
cientes vibraciones; su carne, mal dormida, estreme-
cíase al sentir el contacto de otra mujer. Aquella calma
monacal que había reinado en el trasatlántico durante
la primera semana de viaje, ya no existía para él. Sa-
bía lo que era el amor entre los blancos tabiques de
un camarote, y quería continuar, fuese con quien fue-
se, los encuentros de pasión en una de estas cajas de
madera, sonando á sus pies el abejorreo de la máqui-
na, oyendo junto al tragaluz el chapoteo de la ola pere-
zosa. Esta mujer venía á él, hermoseada por la noche,
humilde j sumisa como una esclava de guerra... ¡tanto
mejor!...
Y como si fuese su dueño, la apremiaba con manda-
tos, unas veces suplicantes, otras imperativos: «Ven...
ven.» Hablaba de la hermosura de su «cabina» en el mis-
mo piso de los camarotes de lujo; de su techo alto, de la
amplitud de su espacio con profunda cama y anchuroso
diván. Pretendía deslumhrar con estas comodidades del
tugurio flotante á la pobre amiga, que iba instalada en
las cámaras más profundas y obscuras, cerca de la línea
de flotación. «Ven... ven.» Podrían hablarse allí sin
temor de ser sorprendidos: cruzar sus besos tranquila-
LOS ARGONAUTAS 423
mente. El la enseñaría libros interesantes; hablarían de
sus poetas, de los grandes artistas.
Mina le escuchaba con ojos de adoración y una páli-
da sonrisa de miedosa incredulidad. «No... cabina, no.»
Por no seguir el curso de sus peticiones trémulas de
deseo, le interrumpía solicitando que le indicase en es-
pañol la equivalencia de ciertas palabras. Ansiaba ha-
blar la lengua de él.
— No, querido — suspiraba respondiendo á sus súpli-
cas— . No, mi novio... Cabina, no... Boca... boca nada
más.
Y al sentir en su cuerpo el avance atrevido de unas
manos huroneantes, bastábale un empujón para librarse
del encierro en que la tenían los brazos de Ojeda.
Se extendió por la cubierta un ruido de pasos y de
voces. Acababa de terminar el baile y la gente subía al
paseo ansiosa de frescura... ¿Cuánto tiempo llevaban allí
los dos?... Mina quiso marcharse. Ocupaba con su hijo
un pequeño camarote en la cubierta más honda del cas-
tillo central. En otro inmediato vivía el maestro Eichel-
berger, que no se retiraba hasta cerca del amanecer.
Ella iba á dormir con sus recuerdos; á soñar con Fer-
nando. Se llevaba á su profundo refugio la felicidad de la
mejor noche de su vida. Lo juraba... «Y ahora, adiós.»
Todavía, aprovechando la ausencia del gentío, que al
esparcirse por la cubierta no había llegado hasta ellos,
se besaron por última vez con un beso largo, que la
alemana prolongó cerrando los ojos, abandonándose cual
si fuese á morir.
Luego se salvó de un salto para detenerse á corta
distancia. Sonreía con expresión maliciosa; levantaba
una mano con el índice erguido, como una maestra que
lanza su última recomendación.
— Novios, sí... Boca, sí... ¡Cabina... nooo!... ¡Cabina,
malo!
Y tras estos balbuceos en español, que revelaban un
miedo cómico á la «cabina», huyó apresuradamente, vol-
viendo por dos veces la cabeza, para mirar á Fernando
antes de desaparecer.
Este paseó algún tiempo por la cubierta. Sentíase al
principio contento de su suerte. ¡Lástima que no estu-
424 V. BLASCO IBÁÑEZ
viese allí Maud, para que se enterase de lo poco que le
impresionaban sus desdenes!... Veía á la norteamericana
muy lejos en sus recuerdos; casi sin corporalidad, como
una imagen indecisa...
Pero al poco rato comenzó á experimentar una sensa-
ción de inquietud. Su conducta reciente le molestaba lo
mismo que un remordimiento. «Muy bien, don Fernan-
do— se dijo con irónico reproche — . No tenía usted bas-
tante con el desengaño ridículo de la otra, no le ha
servido de escarmiento una aventura tan grotesca, y
en el mismo día se lanza á perturbar Ja tranquilidad
de una pobre mujer que acepta sus avances con una
sensiblería de romanza, y toma el amor como si estuvie-
se en los quince años.» ¡Qué gusto de complicarse la
vida!... ¡Qué cordura en un hombre que marchaba á
la conquista de la riqueza!... ¡Y para meterse en tales
aventuras había abandonado lo que tenía en Europa!...
«Don Fernando: es usted un chiquillo; el bigote que
lleva en la cara lo usurpa... Acabará usted consiguien-
do que se rían de su persona todos los del buque...»
A pesar de estas recriminaciones mentales no llegaba
á entristecerse. La protesta removíase en su cerebro
avergonzada é iracunda: pero el resto del cuerpo pare-
cía satisfecho, con un regodeo de recuerdos y un estre-
mecimiento de esperanza... Peor era la nada; pasar los
días comiendo ó dormitando en el sillón con un libro en
las rodillas.
Al entrar en el camarote, después de medianoche,
sus ojos tropezaron con la imagen de Teri, erguida sobre
el tocador, en el encierro de un marco dorado. ¡Pobre
Teri! Por primera vez en todo el día pensaba en ella,
sólo en ella, sin poner su recuerdo en parangón con la
imagen real de otras mujeres. Este pensamiento tardío
iba acompañado de remordimiento y miedo. ¡Qué diría
Teri si pudiese verle!... Para evitar esta posibilidad,
como si temiera que los ojos del retrato fuesen á adqui-
rir el sentido visual, intentó volverlo de cara á la pared.
¡Lo mismo que Maud con míster Power!... Pero un
escrúpulo supersticioso le contuvo. Ella estaba lejos...
¡Quién sabe lo que podría ocurrirle como un choque
reflejo de este acto impío!...
LOS ARGONAUTAS 425
Hizo SUS preparativos para acostarse, huyendo la
mirada del retrato. Al tenderse en el lecho y quedar
en la sombra, sus temores y remordimientos se fueron
aligerando hasta no ser más que tenues nubes que se
llevaba el sueño por delante con la escoba del olvido.
Veía en la incoherencia de su adormilado pensamiento á
los parientes del obispo incitándolo á que entrase en el
baile. «Monseñor: el mar... es el mar.» Veía á Maltrana
apostrofando al Océano, el gran tentador: «Galeoto de
mostachos de algas... Celestina de arrugas verdes.» Y lo
mismo que él, repetía: «Seamos miserables. Ya nos pu-
rificaremos al bajar á tierra.»
Un dulce cinismo acompañó sus últimos pensamien-
tos. La alemana... ¿por qué rehusarla?... La otra estaba
lejos; nada sabría. El viaje era monótono y había que
aprovechar las ocasiones para alegrarlo. Una vez en
tierra recobraría su cordura... Había que creer en la
filosofía de Maltrana. La gran cuestión era... pasar el
rato... Y Fernando se durmió.
Al día siguiente por la mañana se encontró con Mina
en la cubierta de los botes. Había dejado á su hijo en el
gimnasio, y fué hacia Ojeda, ruborosa y encogida, va-
cilando en su saludo, temiendo tal vez un cambio de ca-
rácter, un arrepentimiento después de la noche anterior.
Pero al ver que él sonreía, acariciándola con los ojos,
estrechando su mano con tierna efusión, el rostro de
la alemana se dilató, cual si la savia de su cuerpo se
descongelase con el ardor de una nueva juventud.
Impulsada por esta alegría quiso exteriorizar audaz-
mente su agradecimiento. Estaban medio ocultos por el
cilindro de una boca de ventilación. Mina, luego de mi-
rar aun lado y á otro, avanzó sobre Fernando con los
brazos abiertos. «Novio... novio mío.» Fué un beso rápi-
do, pero vehemente, con acometividad, distinto de los
prolongados y lánguidos de la noche anterior. Luego,
como si este saludo matinal los hubiera saciado por el
momento, buscaron la sombra de un toldo y sentados en
dos sillones contemplaron el Océano en duíce quietismo,
mirándose sin palabras.
Fernando la examinaba á la luz del sol, gozándose
con extraña crueldad en su desencanto, cada vez ma-
426 V. BLASCO IBÁÑE^
yor. La luz cruda hacía resaltar todos los detalles de
una belleza marchita; el rostro con leves arrugas en
plena juventud, el círculo de palidez amarillenta en
torno de los ojos, el rosa anémico de los labios, el tinte
verdoso de la tez, que no habían conseguido borrar los
extraordinarios cuidados de tocador de esta mañana.
Además el niño, que iba á presentarse de un momento
á otro; el marido, que estaba en su camarote roncando
la cerveza de la noche; el vestidillo pobre, que ella
había intentado realzar con unos encajes baratos y un
ramo de violetas artificiales fijo en el talle... Todo esto
daba á su nuevo amor cierto aire ridículo. Seguramente
que si pasaba Mrs. Power ante ellos no podría man-
tenerse en su altivez silenciosa y sonreiría irónicamen-
te... Pero un egoísmo optimista protestaba en su interior
contra tales escrúpulos.
— Podrá ser grotesca, ¿y qué?... Me divierte, y basta.
El amor siempre es amor por ridículo que parezca, y esta
pobre mujer me quiere. Soy para ella la ilusión, el re-
cuerdo de un mundo en el que vivió y al que no puede
volver... Lo que importa es llevar las cosas adelante:
sacar algo positivo.
Y con tortuosa astucia iba encaminando la conver-
sación hacia donde era su deseo. Ella hablaba con los
ojos perdidos en el infinito, queriendo prolongar el en-
canto de la noche anterior. Evitaba el mirarlo para no
sufrir una timidez que cortaba sus palabras. Hablaba
como si estuviese sola, exteriorizando su pensamiento
en un monólogo. ¡Dulce noche! ¡Vida fantástica de en-
sueños maravillosos desarrollados en la sombra!... Ella
se había visto conviviendo con él en uno de aquellos
países de América hacia los cuales marchaba el buque.
Eichelberger no existía; había muerto, ó tal vez estaba
de vuelta en Europa. Y los dos existían unidos como
esposos en la libertad de un pueblo nuevo, teniendo con
ellos á su hijo.
Fernando y Karl eran los dos únicos seres de este
mundo que ella podía amar. Vivir para siempre entre
el hombre adorado y su hijo, ¡qué inmensa dicha!...
Pero no era más que un sueño; una ilusión del viaje
oceánico. Cuando saliesen del encierro del Goethe^ cada
LOS ARGONAUTAS 427
uno se iría por su lado: y aunque por una bondad de
la suerte llegasen á vivir juntos, Fernando no toleraría
la presencia caprichosa y enfermiza de aquel niño que
no era suyo. Y ella no podía existir sin Karl.
Aceptó OJeda con sonrisa bondadosa estos ensue-
ños, mientras en su interior empezaba á latir la irri-
tación de la protesta. ¿Por qué dar un ambiente de
hogar burgués á un amor que todavía estaba empezan-
do?... Para aquella walkyria de poéticos éxtasis y ojos
nostálgicos, la pasión tomaba una seriedad vulgar, mol-
deándose con arreglo á los santos principios de la fami-
lia y el buen orden. Si continuaba en sus ensueños iba á
proponerle el amor en pantuflas al lado del fuego, ella
mal peinada y con bata, cortando meticulosamente las
tostadas, vigilando el hervor de la cafetera; él con una
pipa enorme, leyendo gacetas y acariciando la cabeza
estoposa de un niño que no era suyo... ¡Muchas gra-
cias!
Pero se cuidó de ocultar estas impresiones internas,
encaminando el diálogo amoroso hacia sus deseos. ¡Vi-
vir juntos! También había soñado con esta felicidad
en la noche anterior... Para él la posesión era un com-
promiso sagrado, que le unía por siempre á una mujer,
añadiendo la ternura de la gratitud al desinterés del
amor. ¡El día que ella, de buena voluntad, se decidiese
á hacerle feliz con algo más que sus besos!...
Mina, adivinando el término de esta fraseología,
se ruborizaba, echándose atrás con instintiva conserva-
ción. No; siempre diría no. En otros tiempos tal vez;
cuando ella era joven y hermosa; cuando tenía la cer-
teza de que podía dar felicidad y orgullo con la limosna
de su cuerpo. ¡Pero ahora!...
Se daba cuenta de su ruina. Era una sombra del
pasado, y si llegaba á ceder en un momento de bondad,
se arrepentiría luego, viendo en Ojeda un gesto de de-
cepción, lo mismo que si acabase de sufrir un engaño.
«No, novio mío, no.» Lo importante era amarse. Lo otro
habría de ocurrir forzosamente cuando viviesen juntos,
pero no era de más valor que cualquiera de las funciones
viles que entristecen la existencia. ¡Quién sabe si trae-
ría como resultado el desvanecimiento de la ilusión!...
428 V. BLASCO IBÁÑEZ
«Vivamos así... Tal vez cuanto más tarde eso que tú
deseas, más tiempo durará nuestro amor.»
De pronto su conversación tuvo un testigo. Era Karl,
que había abandonado el gimnasio y se mantenía de pie
entre los dos, mirando á uno y á otro sin entenderlo que
hablaban. En su atenta inmovilidad notábase una ex-
presión de niño viejo, un fruncimiento de cejas de per-
sona mayor que sospecha y reflexiona. Su frente salien-
te, de testarudo, parecía hincharse y latir. Dejábase
acariciar por la mano distraída de Fernando, pero de
pronto huía de él y se arrojaba de cabeza en el regazo
de la madre, permaneciendo con los brazos extendidos,
cual si pretendiese ser para ella un escudo protector.
Creía olfatear un peligro con ese instinto misterioso
de los seres simples que ven en el aire cosas y amena-
zas completamente ocultas para las personas de razón;
el sentido que hace aullar al perro en la casa donde se
prepara una desgracia; el impulso que guía el revoloteo
de ciertas aves sobre la vivienda á cuyas puertas llama
la muerte.
Mina acariciaba la nuca de su hijo, y éste acogía la
amorosa protección con un runruneo sordo, lo mismo
que una bestezuela doméstica que siente disiparse su
pavor. Pero el pensamiento de la madre estaba cada vez
más lejos de Karl. Todo él era para Ojeda, que la devol-
vía á su pasado. Sus ilusiones de artista, su entusiasmo
por la emoción estética, su veneración por el genio,
habían reaparecido de golpe. En su amor había mucho
de agradecimiento para aquel hombre, gracias al cual
resurgían de entre las ruinas y pesimismos de la deca-
dencia sus antiguos entusiasmos de cantante. Aun creía
posible la continuación de su vida pasada: menos bri-
llante que en otros tiempos, manteniéndose en segundo
término, pero con iguales satisfacciones. El engaño de
su matrimonio con un artista mediocre iba á ser un pa-
réntesis de sombra nada más. Tal vez se cumpliese el
soñado destino, acabando ella por ser la compañera de
un grande hombre.
Aprendería el castellano para saborear las obras de
Ojeda, que indudablemente era un genio. Se lo decía
su amor. Cuando viviesen juntos, entraría de puntillas
LOS ARGONAUTAS 429
en su estudio, permaneciendo detrás de él en amorosa
contemplación, como una esclava. Y cada vez que ter-
minase un verso... un beso; á cada estrofa concluida,
seis, doce... una lluvia: y cuando diese fín á la obra, él
la leería con su voz de oro, y ella escucharía arrodillada
á sus pies, adorándolo como un dios: «¡Oh mi novio! Mi
Tanhaüser... ¡Poeta colosal!»
Así pasaron la mañana, fantaseando sobre el porve-
nir, sin poder cambiar otras caricias que algunos apre-
tones de manos por encima de Karl, hundido entre las
rodillas de la madre.
El niño sólo abandonó su enfurruñamiento al ha-
blarle Mina en alemán de la fiesta de la tarde. Comen-
zaban los Olympishe Spíele^ con que chicos y grandes
iban á celebrar durante cuatro días el paso de la línea.
Y estos juegos olímpicos consistían en tragar pasteles
con rapidez, llenar un tanque de patatas, enhebríir agu-
jas, batirse á golpes de almohada, correr metidos en
sacos, saltar obstáculos y otras suertes que se repetían
en todos los viajes al pasar la línea equinoccial con la
exactitud de ritos religiosos.
Por la tarde iban á verificarse los juegos para niños.
Ojeda hizo un gesto de cansancio: prefería quedarse en
su camarote. Pero Mina le miró suplicante. «Novio mío...
ven.» Ella había de asistir para cuidar de Karl. ¡Si Fer-
nando estuviese cerca!... No se hablarían, no se mirarían:
pero ¡sentirlo junto á ella! ¡saber que podía verle con
sólo volver la cabeza!...
Y Fernando fué por la tarde á la terraza del fuma-
dero, adornada con banderas y guirnaldas. El capitán,
asistido por «los señores de la comisión», dirigía los jue-
gos. Maltrana, agregado á ella como representante de su
amigo, había acabado por usurpar el primer puesto, gri-
tando y moviéndose más que todos los otros juntos. El
alineaba á los niños, y seguido de un marinero con una
cesta iba repartiendo entre ellos manzanas cocidas.
¡Atención! El que se la comiese antes ganaba el premio.
¡Una... dos... tres! Y la gente reía de las grotescas con-
torsiones de los pequeños, abriendo las mandíbulas todo
lo posible para tragar mayor cantidad de pulpa azu-
carada, moviendo las orejas apresuradamente con la
430 T. BLASCO IBÁÑSr.
velocidad de su masticcación. Un estallido de aplausos
saludaba al triunfador, mientras algunas madres corrían
hacia sus hijos, inclinados en arco, para palmearles la
nuca, ayudando de este modo el deglutido de la m.ate-
ria atragantada.
Luego, niños y niñas, cuchara en mano, corrían de
un extremo á otro de la terraza i)ara recoger sin rotura
unos huevos depositados en el suelo. El ganador era el
que regresaba más pronto al punto de partida. Después
corrieron para recoger patatas esparcidas en la cubier-
ta, y el que llenaba su tanque con mayor rapidez, ven-
cía á los otros.
Retiráronse los pequeños para dejar sitio á los gran-
des. Una fila de damas ocupó un banco, esperando cada
una con una caja de fósforos en la mano. Venía corrien-
do hacia ellas otra fila de hombres con cigarrillos en la
boca y las manos atrás. Crujían los fósforos al inflamarse
y una salva de aplausos acompañaba al primero que con-
seguía volver á su asiento con el cigarrillo encendido.
Luego, las señoras sostenían en la mano una aguja, y
los jugadores corrían para arrodillarse á sus pies, pro-
curando con angustiosos titubeos enhebrar el hilo que
llevaban en su diestra.
Comenzó á murmurar el público contra la monoto-
nía de estos juegos.
— ;E1 chancho!— gritaron muchos—. ¡Que pinten el
ojo al chancho!
Maltrana, como si resumiese en su persona á toda la
comisión, se inclinó con el aire bondadoso de un buen
príncipe. ¡Ya que el honorable Senado lo reclamaba con
tanta insistencia!...
Pidió una tiza el primer oficial, y con la rapidez de
una larga costumbre, dibujó en el suelo el contorno de
un cerdo panzudo. Las señoras debían avanzar con los
ojos vendados, trazando á tientas el ojo que faltaba en
la cabeza del animal.
El «digno representante de la comisión», título que
á sí mismo se daba Maltrana, se apresuró á encargarse
de vendar los ojos de las jugadoras y dirigir sus pasos,
disputando este honor á ciertos intrusos que intentaban
despojarle del cargo adivinando sus ventajas. Con una
LOS ARGONAUTAS 481
servilleta enrollada cubría los ojos de las señoras, indi-
cábales el número de pasos que las separaba del dibujo,
y cogiéndolas luego de un brazo les hacía dar vueltas
para desorientarlas. Avanzaban titubeantes las jugado-
ras, y al agacharse trazando una cruz en el suelo, que
equivalía al ojo, un estrépito de carcajadas y aplausos
irónicos acogía su obra. El tal ojo quedaba á larga dis-
tancia de su sitio natural, ó cuando más caía grotesca-
mente en el vientre ó el rabo.
Isidro seguía imperturbable, manoseando hermosos
brazos con aire paternal, guiando los bustos perfuma-
dos con protectora suavidad. Al sorprender la mirada
de Fernando fija en él maliciosamente, le contestó con
un leve guiño. Sí; el cargo no era malo... Puramente
platónico, pero algo es algo.
Permaneció Ojeda toda la tarde cerca de Mina, con-
templando estos juegos que parecían volverlos á todos
á las alegrías de los primeros años. Ella le miraba con
el rabillo de un ojo, agradeciendo su permanencia como
una prueba de amor.
Mrs. Power, al aparecer por breve rato en esta parte
del buque, no tardó en adivinar la oculta relación entre
los dos, á pesar de su afectada indiferencia. Este descu-
brimiento pareció devolverle la tranquilidad. Ya no la
molestaría su antiguo amigo. Y hasta se atrevió á son-
reirle irónicamente, cual si le felicitase por su nueva
conquista. Luego desapareció siguiendo á los Lowe y
Munster, que la invitaban á continuar el hridge.
A la caída de la tarde se encontraron Ojeda y Mina
en la última toldilla, sobre la cubierta de los botes. Ella
quería ver á su lado la puesta del sol. Desde la línea
equinoccial á las costas del Brasil, eran los atardeceres
más hermosos de todo el viaje.
El cielo límpido tenía el color violeta del crepúsculo.
A ras del agua aparecían esparcidas algunas nubes
blancas de caprichosos perfiles. El sol se había hundido
tras de ellas, coloreando el horizonte de un rojo cegador
que poco á poco iba palideciendo. Sobre este fondo de
oro se recortaban las nubes tomando el contorno de las
formas humanas.
Mina se extasiaba en su contemplación. Eran ángeles
432 V. BLASCO IBÁÑBZ
grandes, ángeles blancos que marchaban sobre un ca-
mino azul por un paisaje de oro. Uno llevaba en sus
manos una arquilla, otro una copa, otro un lienzo. Los
reflejos del sol en sus cimas tenían el brillo de luengas
cabelleras rubias; los sueltos jirones de vapor eran ondu-
laciones de albas tánicas removidas por el solemne paso.
Y Ojeda, sugestionado por esta interpretación y por las
raras formas que engendra el crepúsculo, veía igual-
mente una teoría angélica sobre un fondo de oro, seme-
jante álos desfiles de santos en los cuadros bizantinos.
Iba extinguiéndose la luz, y con la sombra naciente
y la disolución de los vapores desleídos en el crepúsculo,
se borraron poco á poco las celestes figuras. Mina, do-
minada por la emoción del atardecer, sentía el pecho
oprimido. En sus ojos había lágrimas. «Angeles, adiós.»
Sólo se habían mostrado por unos instantes, como las
visiones de felicidad que rasgan el lienzo gris de nuestra
vida. Ellos se marchaban, se perdían en el infinito, lo
mismo que ella desaparecería, tal vez muy pronto, tra-
gada por la sombra.
Apoyaba su pecho en el de Fernando, ponía la cabeza
en su hombro, indiferente á que alguien pudiese sor-
prenderlos, creyéndose sola con él en medio del Océano.
Suspiraba lacrimosamente, como si la noche que venía
pudiese traerle la desgracia... Ojeda se impacientó. Muy
hermosa la puesta de sol, pero él no podía comprender
tanta sensibilidad.
Ella siguió suspirando. «¡Oh novio! ¡Siempre!... ¡Vi-
vir siempre juntos; más allá de la vida; más allá de la
muerte...» Recordaba el último abrazo del caballero
Tristán y la hermosa reina Iseo; una caricia eterna, infi-
nita, que el gran mago no había envuelto en el misterio
de su música estrem^ecedora. Luego de beber el filtro de
amor, el encantamiento de ellos no duraba años, no
duraba una existencia entera: su poder iba más allá de
la muerte... Y cuando después del trágico fin quedaban
acostados para siempre, cada uno en su tumba de pie-
dra, á la sombra de un monasterio, un zarzal nacido de
los restos de Tristán crecía en una sola noche, cubrién-
dose de flores y de pájaros, y abarcaba las dos sepultu-
ras con abrazo tenaz. Se engrosaba y retorcía como una
LOS ARGONAUTAS 433
serpiente negra y nudosa, haciendo estallar el mármol,
y al fin su empuje aproximaba y juntaba á los dos aman-
tes, haciendo que sus cadáveres, separados por los escrú-
pulos de los hombres, se consumiesen unidos en un
abrazo eterno que proclamaba la majestad del amor,
más fuerte que la vida... más fuerte que la muerte...
Un grito infantil interrumpió á Mina. Era Karl que
la buscaba por la cubierta de los botes. Hacía mucho
tiempo que el clarín había lanzado la llamada al come-
dor, sin que ellos lo oyesen. El maestro Eichelberger,
cansado de esperar, se había sentado á la mesa, envian-
do al niño en busca de su madre por todas las cubier-
tas. Mina huyó. «Hasta la noche... novio.»
Pero la entrevista de la noche fué menos cordial.
Se mostró Ojeda malhumorado por la resistencia de
Mina. En vano, aprovechando la escasez de paseantes
después de terminado el concierto, iban los dos hacia
«el rincón de los besos». Inútilmente permanecía ella
con la cabeza en su hombro, prendida de su boca , en una
caricia prolongada, interminable, entornando los ojos.
El deseaba algo más. Creía ridicula esta situación. No
encontraba sabor á unos transportes amorosos faltos ya
de novedad.
Se separaron fríamente: ella cabizbaja, triste, ce-
rrando los ojos, haciendo esfuerzos para no llorar; él
enfurruñado, sardónico, como un hombre que se indigna
al verse defraudado en sus esperanzas.
Antes de dormir Ojeda exhaló toda su cólera.
— ¡Si cree esa ilusa que voy a perder el tiempo cerca
de ella como un enamorado romántico!... «Boca, sí; ca-
bina, no...» ;Que vaya al diablo, si no quiere pasar de
eso!... De mí ya no se burla nadie á bordo... Bastante
he dado que reir.
A la mañana siguiente se encontraron otra vez en la
cubierta de los botes, pero su entrevista no fué de mejo-
res resultados. Mina lloró. Lo qne deseaba Fernando era
imposible. ¿Por qué empeñarse en romper el encanto de
sus relaciones con algo brutal que traería forzosamente
una separación? En otros tiempos, ¡tal vez!... cuando era
hermosa. Pero ahora se daba cuenta de lo lamentable que
sería la impresión del hombre que la poseyese. Desenga-
2S
434 %\ BLASCO IBAN jas
ño; sorda cólera al ver que la realidad era muy distinta
de la ilusión; seguramente olvido. «No, novio mío... no.»
Después del almuerzo Fernando no quiso buscarla.
En vano pasó Mina repetidas veces ante una ventana
del jardín de invierno, junto á la cual tomaban café
Ojeda y su amigo. Mostraba él un visible deseo de no
reparar en los paseantes.
Luego, al reanudarse ios juegos en la terraza del fu-
madero, la alemana lo encontró á corta distancia, pero
fingía no verla, apartando los ojos cada vez que los su-
yos iban hacia él. ;Dios mío I ¡y era posible que sus
amores terminasen así!... Hubo de hacer esfuerzos para
no llorar... ¡Y todo por las negativas de ella; por la ter-
quedad infantil de él, que ansiaba su posesión como si
pidiese un juguete!...
Sopló una brisa helada del lado de popa, que hizo es-
tremecer á las damas, vestidas ligeramente. Mina tosió,
llevándose las manos á los brazos y al pecho casi des-
nudos, sin otro abrigo que el calado sutil de una blusa
blanca. La súbita frescura le hizo imitar á algunas se-
ñoras que iban á sus camarotes en busca de un abrigo.
Cuando estuvo abajo, en el corredor, iluminado en
plena tarde como un pasillo subterráneo, experimentó
la inquietud del que cree percibir á sus espaldas unos
pasos invisibles.
No había nadie en esta calle profunda del buque,
envuelta á todas horas en densa penumbra. Adiviná-
base que todos los camarotes estaban desiertos. Hasta
los criados debían andar por arriba viendo los juegos.
¡Si Fernando apareciese de pronto!... Esta idea la hizo
temblar con estremecimientos de miedo y de dulce in-
quietud, segura de que si él se presentaba, su caída era
inevitable, convencida de antemano de la flojedad de
su resistencia.
Y él apareció, sin que ella, avisada por su presenti-
miento, mostrase gran sorpresa. Giraba la llave bajo su
mano, abríase la puerta del camarote, cuando le vio
avanzar con pasos quedos, que el tapiz del corredor
hacía aún menos ruidosos.
Mina se detuvo, llevándose una mano al pecho, con-
movida de pavor y de sorpresa. Pero esta impresión
LOS ARGONAUTAS 435
duró poco. Se acordaba de que minutos antes había
dado por perdido el amor de Fernando. ;No hablarle
más!... ¡Ver sus ojos fijos en otra!...
— ¡Mi novio!... ¡mi poeta!
Había caído en sus brazos, se colgaba de sus labios,
en un beso largo de ruidosa aspiración.
Luego se apartó bruscamente como si la poseyese
otra vez el miedo.
— Márchate... Podrían vernos.
Había entrado en su camarote, estaba al otro lado de
la puerta, pero la mantenía á medio cerrar para verle un
momento más, acariciándolo con su sonrisa y sus ojos.
Cuando quiso cerrar no pudo. Una rodilla de Fer-
nando, un codo, se apoyaban en la madera empujándola
contra Mina, que oponía el obstáculo de todo su cuerpo.
Y en esta situación, pugnando él por abrir y ella por
cerrar, hablaron los dos en voz queda, temblona, cor-
tada por estremecimientos de fiebre, como si estuviesen
concertando algo penable en el obscuro misterio de este
pasadizo á flor de agua.
El suplicaba... «Déjame entrar... déjame entrar.»
Con la cobarde mentira del deseo llevábase una mano
al corazón jurando la nobleza de sus intenciones. Podía
estar tranquila; no pensaba hacer nada contra su volun-
tad: lo que ella quisiera y nada más... Deseaba entrar
en el camarote solamente para estrecharla en sus bra-
zos sin miedo á verse sorprendidos por inoportunos
transeúntes; para besarla hasta la hartura sin la zozo-
bra que despiertan unos pasos que se aproximan. Debía
tener fe en su palabra.
— No... no — gemía ella pugnando por cerrar, sin que
la puerta obedeciese á la presión de sus manos y ro-
dillas.
Ojeda insistió. «Déjame que entre...» Nada inten-
taría contra su voluntad. Daba su pahibra de honor...
Y en la confusión de su excitado deseo, sin saber cierta-
mente lo que decía, sin darse cuenta de lo grotesco de
sus juramentos, buscó nuevos testigos, nuevos fiadores...
Prometía respetarla por lo que amara ella más en el
mundo; por todo lo que venerase él con mayor admi-
ración.
436 V. BLASCO IBÁÑBZ
— Te lo juro... ¡por Wágner! Te lo juro... ¡por Víctor
Hug'o!
Fué cediendo la puerta lentamente, como si estas pa-
labras fuesen de un poder mágico. La presión exterior,
cada vez más enérgica, la ayudó á girar sobre sus goz-
nes, arrollando las últimas resistencias de Mina.
Y luego de quedar abierta se cerró de golpe, dejando
en absoluta soledad la penumbra del corredor.
¡Pobre Wágner!... ¡Pobre Víctor Hugo!...
X
Después de la comida, Fernando se sentó en el paseo
lejos de la música, que empezaba su concierto nocturno.
Estaba triste, y su tristeza era de engaño y arrepen-
timiento. Aquella pobre mujer había dicho la verdad:
las ilusiones de él morirían de golpe con la satisfac-
ción del deseo. Mejor hubiese sido creerla. Todo el edi-
ficio fantástico elevado en el curso de sus diálogos se
había venido abajo con un simple encontrón de la reali-
dad. Y Ojeda salía de esta aventura con una gran in-
quietud de conciencia. ¿Qué hacer ahora?...
¡Pobre Mina! Ella había sido la primera en darse
cuenta de la tristeza y el desaliento que habían seguido
á su delirio amoroso. Al despertar y serenarse, un gesto
suyo de resignación, un adiós humilde habían dado á
entender á Fernando que no se hacía ilusiones acerca
del porvenir. Todo estaba concluido. Y cuanto él dijese
por restablecer el pasado sería piadosa mentira, false-
dad galante para enmascarar su decepción.
En el resto de la tarde habían evitado encontrarse
otra vez; ella como arrepentida de su debilidad, él con
remordimiento. Luego de la comida, mientras Fernando
quedaba solo en el paseo con visible propósito de aislar-
se de todos, Mina emprendía con el pequeño Karl el
descenso al camarote para no volver á mostrarse hasta
el día siguiente. Aquella noche, ¡ay! no iba á ser de
ensueños...
— Muy bien, señor Ojeda... Has hecho infeliz por unos
días á una pobre mujer, que no lia conietido otro delito
({ue el de amarte un poco. Por un capricho de tu deseo
la has hecho convencerse una vez más de su miseria
488 V. BLASCO IBÁÑEZ
física, que ella tenía olvidada... Y de todo esto has sa-
cado un remordimiento y la vergüenza de tener que
mentir, de tener que ocultarte. No quisiste hacer caso
de sus indicaciones y brusqueaste su resistencia. ¡Muy
bien!... Te has portado como un caballero.
Cuando estaba más ensimismado formulando men-
talmente estos reproches, oyó una voz de mujer junto
á él y vio que un bulto se interponía entre sus ojos medio
cerrados y las estrellas del cielo movible extendido entre
el borde de la baranda y el filo del techo.
— Siempre sólito: siempre pensando... Tal vez está
usted haciendo algunos versos lindos.
Fernando se incorporó á impulsos de la sorpresa más
aún que de la cortesía. Era Nélida la que le hablaba.
Lo primero que alcanzó á ver fué su boca, de un rosa
húmedo, con los dientes agudos, luminosos; la boca de
tigresa admirada por Isidro, que le sonreía cual si pre-
tendiese atraerlo.
Turbado por la inesperada presencia, no supo qué
decir. Ella agradeció con una sonrisa esta confusión,
considerándola como un homenaje á su bizarra her-
mosura, que hacía perder la calma á los hombres más
graves.
—¡Siempre sólito!— volvió á repetir—. Usted no quiere
ser mi amigo... Le he mirado muchas veces, le he ha-
blado... y nada.
Encogíase humildemente, como si esta pretendida
indiferencia de Fernando (de la que él no se había per-
catado nunca) le causase gran dolor.
— Y el caso es que yo tengo que pedirle una cosa...
Deseo que me escriba algo: dos versos nada más: su
firma. Quiero conservar un recuerdo para que mis ami-
gas sepan que he viajado con el señor Ojeda, un poeta
de España. Todas las niñas tienen algo de usted: una
postal, un verso lindo en el abanico. Y yo no tengo
nada... Diga, señor, ¿es que le soy antipática?
Mientras hablaba se había sentado en un sillón al
lado de Fernando. Al principio mantúvose erguida,
pero lentamente se recostó liasta quedar con las piernas
horizontales, mostrando su adorable bulto á través de
la angosta falda.
LOS ARGONAUTAS 439
Ojéela acogió su petición con un apresuramiento ga-
lante, balbuceando aún por la sorpresa. Escribiría todo
un poema si esto podía darla placer... Sentíase muy
honrado con sa petición. ¿Tenía un álbum?... No; ella
no había pensado en adquirir este volumen, que mos-
traban con orgullo muchas señoritas de á bordo. Pero
le pediría al comisario del buque un cuadernillo en
blanco de apuntaciones ó un simple pedazo de papel.
Lo que le interesaba era el recuerdo. Y al mismo tiempo
daba á entender ingenuamente con sus ojos que se había
aproximado á él por entablar conversación más que por
el interés que pudieran inspirarle los versos.
Continuó Fernando sus excusas. Nunca la había mi-
rado con indiferencia. Ella era la alegría del buque; la
mujer más hermosa é interesante: estaba dispuesto á
declararlo en verso. Pero ¿cómo acercarse viéndola
secuestrada por sus adoradores, defendida por aquella
escolta feroz, que á su vez parecía fraccionada y ene-
mistada por los celos?
— ¡Ah, mis adoradores!— exclamó ella riendo--. No
me hable de ellos; estoy harta... Le advierto, señor, que
yo detesto á los muchachos. ¡Gente egoísta é insufrible!
Me gustan más los hombres serios y de cierta edad.
Saben querer mejor: rodean á una mujer de mayores
atenciones.
Y miraba audazmente á Fernando con ojos de pro-
vocación, para que no tuviese dudas sobre la persona á
la que iban dirigidos tales elogios.
Se había incorporado éste en su asiento para mirar-
la también con atrevida fijeza. Un perfume de carne
joven, de frescura tentadora, parecía envolverla. No era
la dulzura marchita de la alemana ni el esplendor de
fruto maduro de Mrs. Power. Hasta la imagen de Teri,
que se agitaba en su memoria como un remordimiento,
perdió algo de su belleza al ser comparada con esta
muchacha... Era un hermoso animal exuberante de
vida, de fuerza, voluptuosa, que iba derramando gene-
rosamente los encantos de su primavera. Algunas veces
perdía el sonriente aplomo de su amoralidad; parecía
dudar con cierto miedo, pero despucís seguía adelante
con mayor ímpetu, guiada por sus impulsos.
440 V. BLASCO IBÁÑEZ
Y esta criatura bella é inconsciente, sin más regla de
voluntad que el instinto, venía de pronto hacia él por
un capricho inexplicable. ¡Dulces sorpresas de la exis-
tencia!... No era posible dudar. Bastaba ver sus ojos fijos
en él con un ardor de pasión, dilatándose cual si quisie-
ran absorber su imagen; su boca de frescura insolente y
esplendorosa escarlata estremeciéndose con un bostezo
amoroso, sintiendo repentinos abrasamientos que hacían
salir la lengua de su encierro para pasearse por los la-
bios; sus dientes de devoradora que parecían temblar
con el fulgor de un acero pronto á hundirse en la car-
ne... No podía explicarse esta buena fortuna; pero
era indiscutible que Nélida, abandonando á su tropa de
adoradores, se aproximaba á él, que no había hecho es-
fuerzo alguno por atraerla. Y despertaba en Ojeda el
orgullo sexual, que duerme en el fondo de todo hombre;
la fatuidad masculina, que se considera irresistible con
sólo una mirada ó una palabra de femenil aprobación;
la fe ciega en el propio valer, que acepta como naturales
y lógicas todas las aproximaciones, por inverosímiles
que sean.
Recordó Ojeda cuanto había oído contar de las tra-
vesuras de Nélida, disculpándolas por adelantado. Tal
vez habría en ellas mucho de exageración. Las gentes de
á bordo, siempre desocupadas, mentían grandemente.
Y aunque todo lo que contaban fuese cierto... ¿qué ha-
bía de censurable en que él marchase sin compromisos
por el mismo camino que otros habían frecuentado
antes? «El mar era... el mar.» Estaban aislados del
mundo, en medio de la soledad, como si la vida hubiese
concluido en el resto del planeta, olvidados de sus leyes
y preocupaciones. Cuando volviese á tierra recobraría
el fardo de sus compromisos y antiguos afectos. Esta ju-
ventud de carne primaveral y firme como la pulpa ver-
de, y con un perfume semejante al de los jardines des-
pués del rocío, era un regalo de la buena suerte para
compensarlo de su desilusión de la tarde. ¡A vivir!...
Se inclinaba hacia ella como si no la oyese bien,
y Nélida, por su parte, descansaba un brazo en el
sillón de Fernando, gozosa de sentir su epidermis en
casual contacto con una de sus manos, Hablábanse sin
LOS ARGONAUTAS 441
mirar á los que transcurrían junto á ellos, sin reparar
en sus ojeadas de sorpresa y sus cuchicheos de comenta-
rio. Algunas matronas se erguían dignas y austeras,
volviendo los ojos por no verles, pero al llegar á la otra
banda del paseo lanzaban la noticia, una gran noticia
para la gente ansiosa de novedades.
— ¿No saben ustedes?... Nélida, esa loca, ha abando-
nado á su escolta y está con el doctor español , el amigo
de Maltranita. ¡Pobre hombre!
Las niñas, que admiraban y temían á Nélida como
la personificación del pecado, se tocaban con el codo al
pasar ante ellos.
— Una nueva conquista... Ahora ha caído ese señor
tan serio que hace versos... y no baila. ¡Qué Nélida!...
Ella, con su fina observación femenil, dábase cuenta
del revoloteo de los curiosos y sentía orgullo por este
escándalo, que pasaba inadvertido para Ojeda.
Lo único que notó éste fué la familiaridad cada vez
más grande con que le trataba Nélida. No se habían
cruzado entre ellos verdaderas palabras de amor. Sólo
había osado él algunas galanterías de las que no com-
prometen, pero la joven le hablaba ya lo mismo que á
un amante.
Tenía una confianza absoluta en su poder sobre los
hombres. Le bastaba colocar la mirada en uno de ellos
para considerarlo suyo, sin molestarse en consultar su
aprobación. Ella era el centro de la vida en aquel pedazo
de mundo que flotaba sobre el Océano, y todo el sexo
masculino debía girar en torno de su persona. Aquel á
quien ella hiciese un gesto, un leve llamamiento, tenía
que venir forzosamente á arrodillarse á sus pies. Y sa-
tisfecha de este poder de seducción, que nadie osaba re-
sistir, seguía hablando con Fernando y se justificaba de
las ligerezas de su pasado, de las cuales no le había pe-
dido él cuenta alguna.
Era muy desgraciada. (Y al decir esto acentuó con
asombrosa facilidad el brillo lacrimoso de sus ojos.)
Tenía un novio en Berlín que ansiaba casarse con ella,
pero los negocios de papá habían roto de pronto su di-
cha, obligándola á embarcarse. ¡Qué infortunio el suyo!
¡Y ella que amaba á este novio con toda su alma!...
442 V. BLASCO IBÁÑEZ
Ojeda arriesgó tímidamente algunas observaciones.
¿Y el otro alemán que pasaba á bordo por pariente suyo?
¿Y el belga y los demás amigos?... Pero Nélida le con-
testó sin el más leve indicio de cortedad. Estos le ser-
vían para divertirse. Era joven: aun no había cumplido
diez y ocho años. La vida es corta y hay que aprove-
charla. Nada le importaban las murmuraciones: todo
se arreglaría al fin casándose, y ella estaba segura de
encontrar en América un marido tan pronto como lo
creyese necesario. Uno de la tierra no, porque todos en
aquel país eran á la antigua, celosos, feroces, intrata-
bles en sus preocupaciones. Algún gringo, algún extran-
jero tentado por su belleza y la fortuna de papá. Y al
decir esto sonreía de un modo cínico.
— Esta muchacha es loca — pensó Ojeda asombrado
por la rapidez con que se sucedían en ella las impre-
siones y la franqueza con que exponía su amoralidad—.
¡Una loca adorable!
Pero como si de pronto se arrepintiese de su cinismo,
tomó Nélida una expresión melancólica. No pensaba
hablar más con aquellos jóvenes que la asediaban á
todas horas. Estaba aburrida de sus peleas y rivalida-
des; no le inspiraban interés. Faltaba algo en su vida,
sin que ella "se diese cuenta de lo que pudiera ser. Tal
vez por esto había cometido tantas ligerezas y travesu-
ras en el buque. Pero aquella misma noche había adivi-
nado de repente cuál era su deseo; qué es lo que le falta-
ba para sentirse dichosa. Y al decir esto envolvió á
Fernando en una mirada hambrienta.
— ¡Qué loca! — siguió pensando él, mientras experi-
mentaba la satisfacción del orgullo.
Dudaba un poco de la sinceridad de sus palabras y
gestos , Tal vez este acercamiento no era más que un ca-
pricho de su carácter tornadizo. Pero aun así sentía ha-
lagada su vanidad, y no dudó un instante en aprove-
charse de la aproximación.
Nélida continuaba explicando el pasado. Desde que
vio á Fernando por primera vez frente á Tenerife, no
había podido olvidarle... Esperaba que se aproximase,
pero él se mantenía siempre aparte, y la rutina social no
permite que la mujer inicie ciertas cosas. Luego había
LOS ARÜONAUTA.S 443
sufrido mucho viéndole con ciertas mujeres. (Y la atre-
vida muchacha tomaba un aire pudibundo al recordar
los amoríos de él en el buque.) Odiaba á la señora nor-
teamericana tan estirada y orgullosa, que nunca había
contestado é. sus saludos: odiaba también á aquella fea
raal trajeada que iba con él en los últimos días. Esta
amistad era indudablemente por reirse, ¿verdad?... ¡Un
hombre como él exhibiéndose ai lado de una pobre ma-
dre de familia!... Y al experimentar tales contrarieda-
des había visto Nélida con claridad que era Fernando lo
que ella deseaba.
Muclias veces había preguntado por él á su amigo
Isidro, queriendo conocer detalles de su existencia an-
terior. Maltrana podía decirle el interés que le inspira-
ban todas sus cosas: cómo ella, que no ponía atención en
la vida de los demás (pues bastante tenía con los asuntos
propios), había sido la primera en enterarse de su intriga
con Mrs. Power y cómo había protestado después al verle
exhibiéndose junto á aquella verdosa mal pergeñada.
En este momento pasó Isidro junto á ellos por cuarta
ó quinta vez, mirando, tosiendo, haciendo esfuerzos para
que Ojeda reparase en él y le diese motivo de intervenir
en la conversación. Nélida le llamó.
—Acerqúese, Maltrana. ¿Cómo le va?... Diga si no es
cierto que yo le he preguntado muchas veces por este
señor... diga si no me he quejado porque su amigo me
miraba con cierta antipatía y parecía huir de mí.
Isidro se inclinó con una gravedad cómica. Exacto.
El lo aftrmaba con toda clase de juramentos. Y al decir
esto, sus ojos iban hacia Fernando gozándose en su asom-
bro por esta aventura inesperada. ¡Ah, varón digno de
envidia!...
-¡Nélida!... ¡Nélida!
Era un llam^amiento imperioso de su madre, asomada
á la puerta del fumadero. Como de costumbre, dejó que
se repitiera muchas veces sin prestar atención, hasta
que al fui abandonó refunfuñando su asiento.
— ¡Señora odiosa!... De seguro que no es nada que
valga la pena... Alguna intriga de esos para molestarme
porque estoy con usted.
«Esos» eran los adoradores, que vagaban desorieu-
444 V. BLASCO IBÁÑEZ
tados por la cubierta desde que Nélida había huido de
su compañía. Les había visto pasar repetidas veces ante
ella, hablando en alta voz para atraer su atención, fin-
giendo luego que contemplaban el mar mientras aguza-
ban el oído queriendo sorprender algunas palabras de
su diálogo... Iba á decirles á estos importunos lo que
merecían por sus tenaces persecuciones y por mezclar á
mamá en sus asuntos. ¡Qué atrevimientos se permitían
sin derecho alguno!...
Cuando empezaba á alejarse con aire belicoso, se de-
tuvo, volviendo sobre sus pasos.
— Espéreme aquí, Ojeda... No se vaya; ahora mismo
vuelvo. . . Piense que me dará un disgusto si no le encuen-
tro. Ya lo sabe... ¡quietecito!
Y le amenazó sonriente, moviendo el índice de su
diestra. Al quedar solos Fernando y Maltrana, éste rom-
pió á reir.
— Muy bien, ilustre amigo. Flojo escándalo han dado
ustedes esta noche. No se habla en el buque de otra cosa.
El aludido hizo un gesto de extrañeza y asombro.
Escándalo, ¿por qué?... Una simple conversación como
tantas otras que se desarrollaban en la cubierta á la
liora del concierto.
— Es que la niña tiene su fama muy bien ganada. Y
usted también empieza á gozar la suya en vista de cier-
tos hechos recientes. Por eso al verles juntos de pronto,
cuando hasta ahora no habían cruzado dos palabras,
todos suponen un sinnúmero de cosas.
Y Maltrana imitaba los gestos de escándalo de las
señoras: «Un hombre tan serio y distinguido... siempre
con sus libros ó escribiendo... Y de pronto se lanzaba á
flíriear sin recato alguno... ¡Hasta con Nélida, que casi
podía ser hija suya!... Fíese usted de los hombres. ¡To-
dos iguales!»
Ojeda se excusó. El no había hecho nada para apro-
ximarse á esta muchacha. Era ella la que lo había bus-
cado de pronto, sin motivo visible,
— Así es — dijo Isidro — . Hace tiempo le predije lo que
iba á ocurrir. Ya que usted no iba á ella, ella vendría á
usted... Y ha venido: estaba yo seguro.
Fernando hizo un gesto interrogante: «¿Y por qué?. . .»
LOS ARGONAUTAS 445
— Vaya usted á saber... Ante todo esa muchacha es
medio loca: ya se habrá usted dado cuenta. Luego la
contrariedad de no verse buscada; el orgullo sublev^ado
al notar que no conseguía su atención. A usted lo consi-
deran buen mozo las matronas más austeras, y lo que es
mejor aún, figura como el más «distinguido» entre los
hombres serios de á bordo. Tiene también su poquito de
leyenda misteriosa. Le suponen grandes amores en el
viejo mundo, relaciones con duquesas, princesas ó ¡qué
sé yo más!... En fin, con damas que llevan coronas bor-
dadas hasta en las ropas más interiores, lo mismo que
las heroínas de ciertas novelas. ¡Figúrese qué bocado
magnífico y tentador para nuestra hermosa tigresa!
Fernando rió de este prestigio novelesco que le su-
ponía su amigo.
— Además, usted ha empezado á distinguirse en los
últimos días como un rival de Nélida en punto á escan-
dalizar á las buenas gentes. Sus flirteos casi han llama-
do tanto la atención como los de esa muchacha. Ella y
usted son los dos primeros amorosos de á bordo. Y Néli-
da no puede sufrir rivalidad alguna... ¡Un hombre que
se distingue por sus amoríos y no se digna fijar los ojos
en ella, que se considera la mujer más hermosa del bu-
que!... No ha necesitado más para correr hacia usted.
Isidro había seguido de cerca la rápida transforma-
ción de Nélida. Hacía dos días que le hablaba á cada
momento de su amigo con gran interés, preguntándole
por su vida anterior. Aquella noche, después de la co-
mida, se había peleado con los muchachos de su banda
en el jardín de invierno, sin saber por qué. Luego, en
las cercanías del fumadero, nueva discusión, termina-
da con una ruptura insultante.
Los admiradores se habían alejado de ella, puestos
de acuerdo con maligna solidaridad. Estaban seguros
de que al verse sola, en el aislamiento en que la habían
dejado las mujeres por sus travesuras anteriores, vol-
vería en busca de ellos forzosamente por tedio y ansia
de diversión. Pero Nélida había aprovechado este aban-
dono para ir al encuentro de Ojeda, y ahora los adora-
dores, chasqueados por el fracaso, no sabían qué inven-
tar para atraérsela.
446 V. BLASCO IBÁÑBZ
—Ellos sin duda han sugerido á la madre su reciente
llamada. Le habrán hablado del escándalo que da Néli-
da al exhibirse al lado de usted, y la niulatona, que
desea reducir á su hija, sin saber cómo, les ha hecho
caso.
Mostrábase optimista Maltrana, felicitando á su ami-
go por su buena suerte. ¡Cosa hecha! Aquella loca podía
considerarla como suya. La familia no debía inspirarle
inquietud: lo peligroso era la banda, todos aquellos
jóvenes, habituados al trato de Nélida, unos como ami-
gos en espera de algo mejor, otros en continua rivali-
dad, pero satisfechos de la parte de posesión que consi-
deraban ahora en peligro.
Iban á indignarse al ver que un hombre serio, de
mayor edad que ellos y que jamás había intervenido en
sus fiestas, se llevaba el objeto de sus alegrías. ¡Ojo,
Fernando! Había que mirar con cierto cuidado á esta
banda juvenil é insolente, de varias nacionalidades, que
no tenía motivo para guardarle respeto.
— La niña va á caer sobre usted como un fardo pesa-
do. En tierra se resisten mejor estas cosas: aquí tendrá
que aguantarla á todas horas. Ha perdido su trato con
las mujeres; las más atrevidas sólo la saludan con un
movimiento de labios, y al faltarle la sociedad de la
banda se refugiará en usted... ¡Afortunadamente me
tiene á mí, que puedo aligerarle de este peso!...
Apareció Nélida en la puerta del fumadero, mirando
hacia el lugar donde estaban los dos amigos. Al ver á
Ojeda inmóvil en su sillón, movió la cabeza con gesto
aprobativo. Muy bien. Así le quería: obediente.
Mientras ella se aproximaba, Isidro se marchó.
— Hasta luego... Comprendo que estorbo. ¡Buena
suerte!
Recobró su asiento Nélida vibrante y nerviosa, gol-
peando con el abanico un brazo del sillón. ¡Ah su ma-
dre! ¡Aquella mulata antipática, á la que en nada se
parecía! Siempre coartando su libertad: siempre con
miedo á lo que diría la gente y hablando de virtud. ;Y
si ella repitiese lo que había oído á ciertas criadas vie-
jas traídas de América, que servían á su madre desde
el principio de su matrimonio!... La insufrible señora
LOS ARaONAUTAS 447
abusaba de su silencio riñéndola en nombre de la moral;
una cosa excelente para la edad de ella, pero i'alta de
significación y de utilidad para los verdes años de
Nélida.
Se había peleado con la madre, porque pretendía lle-
varla inmediatamente al camarote con el pretexto de
que eran las once. Insultó luego en voz baja á los anti-
guos adoradores que rondaban cerca de las dos como
gozándose en su obra, y sin aguardar contestación ha-
bía volado otra vez hacia Fernando.
— Si usted lo desea, me retiraré— dijo éste—. Yo no
quiero que sufra molestias por mi culpa.
Ella se indignó, como si le propusiese algo contra
su honor. Debía permanecer al lado suyo, ahora más
que antes. Bastaba que le ordenasen una cosa para an-
siar con irresistible deseo todo lo contrario. ¡Ay si no
temiese estorbar á papá, que estaba jugando al po to-
cón unos amigos! Sería suficiente una palabra suya para
que interviniese con toda su autoridad, dejándola triun-
fante sobre la madre desesperada... Iban á tener que se-
pararse dentro de unos instantes.
— Verá usted como llega el zonzo de mi hermano con
la orden para que me vaya á dormir... Y tendré que
obedecer á esa señora por no dar un escándalo. ¡Qué
rabia!
Ojeda pensó con cierta inquietud en las complicacio-
nes y contrariedades que iban á alterar su plácida exis-
tencia por obra de esta mujer. Habría de ganarse la
simpatía de aquella señora cobriza, luchando además
con la mala intención de los de la banda... Y todo ello
por un resultado problemático, pues no estaba seguro
de que en adelante se mostrase del mismo humor esta
muchacha caprichosa y mudable.
Iba á arriesgar una proposición que significase algo
positivo, á solicitar una promesa de verse al otro día en
lugar menos público que la cubierta de paseo, cuando
ella le miró imperiosamente y dijo en voz queda:
— A las doce... Le espero á las doce.
¿A las doce de qué?... ¿Dónde debía estar á las
doce?... Nélida pareció impacientarse al mismo tiempo
que sonreía con cierta compasión. ¡Y afirmaban todos
448 V. BLASCO IBÁÑEZ
que Ojeda tenía talento!... A las doce de aquella noche,
y en cuanto á lugar para verse, su camarote. ¿Cuál otro
podía ser? Ella le esperaría con la puerta entornada.
¡Qué torpes eran los hombres!...
Así, con sencillez, sin dar importancia alguna á sus
indicaciones. Cuando él titubeaba antes de formular una
proposición, rebuscando palabras para hacerla más sua-
ve, ella había salido á su encuentro abriéndole el ca-
mino rudamente.
Fernando movió la cabeza con gravedad, lo mismo
que si se tratase de un lance de honor. Muy bien, á las
doce llegaría puntualmente. Nélida dio detalles de su
instalación. Ocupaba sola un pequeño camarote; en otro
inmediato estaba su hermano: más allá sus padres en
uno más grande. Vería luz en la puerta entreabierta.
No tenía más que llegar cautelosamente, arañar la ma-
dera... Pero se detuvo en sus indicaciones.
—Ya llega ese imbécil... ¡La orden para ir á dormir!
El imbécil era el hermano, que se presentó saludan-
do á Ojeda, con voz balbuciente, mirándolo como á un
personaje importante que inspira respeto y poca sim-
patía.
Nélida, al ponerse de pie, se desperezó con volup-
tuosa expansión. Parecía más alta, como si su cuerpo
se dilatase de los talones á la nuca con el serpenteo
nervioso que corría por él.
—Buenas noches, señor... Encantada de las cosas
lindas que me ha dicho. No olvide los versos.
La vio alejarse al lado del hermano, que trotaba, no
pudiendo seguir sus pasos largos. La satisfacción de una
nueva conquista, la inquietud de algo desconocido que
iba á revelarse en breve, el orgullo de desobedecer á
todos imponiendo su capricho, enardecían la briosa ju-
ventud de Nélida, dando nueva frescura á su animalidad
triunfante y majestuosa.
Paseó Ojeda por la cubierta para entretenerse hasta
la hora de la cita. ¿En qué día estaba?... Miércoles nada
más. Era el mismo día en que había entrado por pri-
mera vez en el camarote de la Eichelberger. ¡Y él se
imaginaba que iba transcurrido mucho tiempo, días y
días, semanas, meses, desde esta aventura triste!
LOS ARGONAUTAS 449
Las horas se deslizaban á bordo de un modo iiTegii-
lar, con una celeridad loca ó una monotonía intermina-
ble, según eran los sucesos. Sólo habían transcurrido
unas pocas, y otra vez iba á bajar cautelosamente cil
interior del buque en busca de una mujer en la que no
pensaba poco antes. Si alguien le hubiese anunciado
esto por la mañana al levantarse, habría reído incrédu-
lamente. Contaba con los dedos para reconstituir en su
memoria los sucesos de los últimos días. El domingo,
víspera del paso de la línea, Maud. El lunes la derrota
y la burla que le hacían odioso el recuerdo de Mrs. Po-
wer. Al otro día Mina, la melancólica, que había pro-
longado su dulce encantamiento hasta la tarde del día
presente. Y ahora Nélida, que venía hacia él, contra
(oda lógica, cuando menos podía esperarlo: Nélida,
«la de la boca de tigresa — como decía Maltrana en su
aíición á los apodos homéricos — , la de los ojos de antí-
lope y la carne primaveral».
En cuatro días tres amores... La vida dea bordo
(juería borrar, con la rapidez de los hechos, la monóto-
na languidez de su ambiente. En tierra, donde las per-
sonas por más que se busquen pasan al día muchas ho-
ras sin verse, habría necesitado cuatro meses, ó tal vez
más, para llegar á este resultado. Aquí todo era fácil,
gracias al hacinamiento y el tedio de tantos seres dis-
tintos y contradictorios, obligados á convivir como las
inñnitas especies del arca diluviana.
Cerca de las doce cesó Ojeda en sus pciseos. Deseaba
bajar á la penúltima cubierta sin ser advertido. A estas
horas podía llamar la atención verle en las profundida-
des del buque, á él, que tenía su camarote en el mismo
piso del comedor. Las recomendaciones de Isidro le hi-
cieron pensar con cierta inquietud en los jóvenes de la
banda. Parecía disuelta esta noche al faltarle la presen-
cia de la señorita Kasper, que era en ella el eje central,
el polo de atracción. Algunos de sus individuos estaban
diseminados en las mesas del fumadero siguiendo las
partidas de poker. T)os marchaban por la cubierta y á
Fernando le llamó la atención la frecuencia de sus en-
cuentros, como si no le perdiesen de vista.
Aprovechó un momento en que estaba desierto el
29
450 V. BLASCO IBÁÑBZ
paseo para deslizarse por una escalera. Bajó dos pisos sin
encontrar á nadie. Luego avanzó por un pasadizo, de
puntillas sobre la tupida alfombra roja con grandes re-
dondeles, en cuyo centro se ostentaba el nombre del
buque. De algunas puertas surgían furiosos ronquidos.
Creyó que sonaban detrás de él leves roces, como si
alguien le siguiese. Se imaginó ver unas cabezas que le
atisbaban asomadas á una esquina del corredor y que
de pronto se ocultaron. Pero ya no podía retroceder y
siguió adelante, mirando los números de los camarotes.
La puerta estaba entreabierta, y antes de que él
llegase se marcó en su estrecho rectángulo de luz la
arrogante fígura de Nélida. Iba vestida simplemente
con un kimono azul, el mismo que Fernando le había vis-
to comprar en Tenerife. Unos brazos blancos y fuertes,
completamente desnudos y que esparcían un perfume
de carne fresca, recién lavada, salieron al encuentro de
él agarrándose á su pecho como tentáculos irresistibles.
— ¡Entra, tonto!— ordenó imperiosamente con la voz
enronquecida al notar su vacilación — . Esos andan por
ahí... pero no importa. ¡Entra; no pierdas tiempo!
Y tiró de él rudamente, lo mismo que en las calle-
juelas de muchos puertos tiran de la marinería ebria
brazos desnudos con adornos de latón, surgiendo de
ciertas casas.
Poco después de la salida del sol, despertó Ojeda en
su lecho. Sonaba la música en el inmediato corredor,
junto á la puerta del camarote. «Hoy es domingo», pensó
en la torpeza del despertar. Pero una extrañeza repen-
tina disipó en él las últimas brumas del sueño. Hizo un
rápido cálculo de días. No; no era domingo. Además la
música sonaba alegremente una especie de diana de ca-
ballería que no podía confundirse con el solemne coral
luterano. A continuación de esta diana una polka salto^
na con locas cabriolas de clarinete, y luego se retiraron
los músicos. «Debe ser una alborada en honor de alguno
de los alemanes vecinos míos. Cualquiera diría que era
para mí.» Y Ojeda volvió á dormirse.
Dos horas después, mientras se vestía, quiso saber
el motivo de esta música, preguntando al camarero que
entraba con un jarro de agua caliente. El steivard con-
LOB ARGONALTTAS 451
testó rehuyendo la vista. Era un obsequio al pasajero
del lado, un alemán que pasaba las noches jugando en
el café hasta que apagaban las luces. Sin duda los ami-
gos le habían dedicado esta alborada por ser su cum-
pleaños. Y vagó bajo su recortado bigote una sonrisa
de servidor discreto que piensa en la hora de la propina
y miente por no molestar al señor.
Arriba, en el paseo, el primero que le salió al en-
cuentro fué Maltrana.
— ¿Ha oído usted la música? — preguntó con cierto
misterio.
Ojeda quiso mostrar que estaba bien enterado. Sí;
era en honor de un vecino suyo que celebraba su cum-
pleaños.
— No, Fernardo; la música era para usted... Cosas de
esos chicos, que están furiosos por la traición de Nélida.
Una ironía pesada y roma como sus zapatos.
Había sorprendido á primera hora las conversacio-
nes de algunos de la banda que comentaban con orgullo
lo ingenioso de su burla. Al espiar á Ojeda en la noche
anterior y enterarse de su buena suerte, habían tenido
un conciliábulo en el fumadero, despertando después al
jefe de la música para encargarle esta alborada. Era
una felicitación que le dirigían los antiguos amigos de
Nélida.
En el primer momento tuvo Fernando un arrebato
de cólera. ¡A él con musiquitas!... Sentía deseos de in-
sultar á la banda entera con esa temeridad que comu-
nica á todo hombre un amor nuevo. Pero Isidro rió de
su indignación. ¿Qué había de malo en aquello?... Po-
dían seguir dedicándole obsequios de esta clase, si tal
era su gusto, mientras él continuaba tranquilamente en
el goce de su buena aventura. Con música ciertas cosas
resultan mejor... Y Fernando acabó por reir igualmente
de esta broma torpe, que ridiculizaba á sus autores.
Maltrana le habló luego de Nélida. Debía sentir im-
paciencia por encontrarse con él. Media hora antes la ha-
bía visto en el paseo, mirando á todas partes, como si lo
buscase. Ni siquiera había hecho sus arreglos matinales.
— Iba como si se hubiese vestido á toda prisa, con la
melena alborotada. Debe haber vuelto á su camarote
452 V. BLASCO íbíñez
para adecentarse un poco. Tiene hambre de verle. ¿Pero
qué diabólico secreto es el suyo, Ojeda, para obtener
tales éxitos? Debía comunicarlo á los amigos...
La proximidad de Nélida le hizo caUar. Venía ahora
la joven muy distinta de como la había visto Isidro poco
tiempo antes. Sus crenchas cortas aparecían rizadas;
acababa de vestirse un traje nuevo; se movía con menu-
dos pasos empinada sobre altos tacones; adivinábase en
toda ella una preocupación por embellecerse y agradar.
Su rostro, bajo una capa reciente de polvos, parecía
alargado, con leves oquedades en las mejillas, rastros
sin duda de emociones debilitantes. Un círculo de som-
bra orlaba sus ojos, agrandándolos.
Cuando tomó la mano de Fernando la retuvo largo
rato, mientras fijaba en él una mirada interrogante...
¿Contento? El sonrió con la gratitud de un buen recuer-
do, satisfecho á la vez de esta ansiedad de la joven por
conocer el estado de su ánimo.
Adivinando Isidro lo inoportuno de su presencia, fué
alejándose sin despedirse de ellos. Nélida, al verse sola,
se aproximó más á su amante con un impulso de en-
tusiasmo.
— ¡Mi rey! ;Mi dios!... ¡Mi... hombre!
Y faltó poco para qae lo besase en plena cubierta. El
se dejaba adorar con un orgullo de varón satisfecho de
su persona. Acordábase de Mrs. Power, comparándola
con Nélida. Esta, al menos, conocía la gratitud.
Pasearon juntos con imperturbable tranquilidad. Ella
mostraba un visible deseo de espantar á las gentes con
su atrevimiento, de enterar á todos de esta nueva rela-
ción, que parecía enorgullecería. Pasaron a>nte «el banco
de los pingüinos» y sus vecinas las «potencias hostiles»,
con repentino malestar de Ojeda, que deseaba retroceder,
pero no se atrevía á decirlo. Afortunadamente, á aquella
hora sólo había unas pocas señoras, que fingieron no
verles, y luego, á sus espaldas, se miraron con el ceño
fruncido y moviendo la cabeza. «¡Qué escándalo!...»
Luego pasaron ante Isidro, que hablaba con Zurita
de espaldas al mar. El doctor los siguió con un gesto de
cómica admiración.
— Compañero, ¡y qué valiente es su paisano! Cada día
LOS ARüONAUTAfe 453
con una... ¡y á su edad! Porque él no es ningún moci-
to... ¡Ah, gallego tigre!...
En las inmediaciones del fumadero estaban, sentados
unos cuantos de la banda, que al verles venir cambia-
ron miradas y toses. Ojeda se irguió arrogante, cual si
presintiera un peligro. Pasó mirándolos con ojos de pro-
vocación, pero todos parecieron ocupados de pronto en
importantes reflexiones que les hacían bajar la frente, y
no se fijaron en él. Nélida, con un ligero temblor, mez-
cla de miedo y de placer, se agarraba convulsivamente
á su brazo.
Fernando sonrió: mejor era así. ¡Si alguien hubiese
osado la menor burla!... Y ella le escuchaba con asom-
bro y satisfacción. ¿Habría sido capaz de pelearse por
ella?... ¿Lo mismo que en las novelas ó en el teatro?
Y como él contestase afirmativamente, sin jactancia,
con sencillez, Nélida casi le saltó al cuello.
— ¡Mi rey!... ¡Mi hombre!... ¡Lástima que estemos
aquíl ¡Ay, qué beso te pierdes!
Encontráronse con el señor Kasper, que los acogió
con toda la bondad de su rostro patriarcal. «P¿ipá...
papá.» Su hija le besaba las barbas venerables, insis-
tiendo en esta caricia con un runruneo de gata amorosa.
El padre miró á Fernando con ojos dulces y protectores
como si un presentimiento le hiciera adivinar la rea-
lidad y lo considerase ya de la familia. El señor Kasper,
que hasta entonces sólo había cambiado con Ojeda
algunas palabras de cortesía, le habló con familiar
confianza, haciendo elogios de su niña. «¡Esta Nélida!...
Algo traviesa. No quiere obedecer á mamá... Pero es un
ángel: un verdadero ángel.» Y acariciaba sus cortos
calbellos con una mano temblona de emoción.
Se habían sentado en un banco, colocándose ella,
entre los dos. ¡Qué felicidad!... Su padre á un lado y
al otro su hombre. Así deseaba quedar para siempre,
mirándose en los ojos de Fernando, oj'-endo la voz del
señor Kasper, una voz de predicador evangélico, que
á impulsos de la costumbre, pasó de los afectos de fami-
lia á hablar de negocios.
Daba consejos á Ojeda, demostrando gran interés por
su porvenir. Bastaba que faese amigo de la nina para
454 V. BLASCO IBÁÑBZ
que él considerase sus asuntos como propios. Debía pro-
ceder con mucha cautela en el Nuevo Mundo. Los ne-
gocios buenos eran abundantes, pero también las gen-
tes sin conciencia que estaban á la espera de los recién
llegados para abusar de su ignorancia. El sabía que
Fernando llevaba capitales para emprender allá algo
importante. Maltrana le había hablado de esto. Y por
afecto nada más, le ofrecía la ayuda de sus conocimien-
tos para cuando llegasen á Buenos Aires... Porque él
esperaba que su amistad no se limitaría á un simple
conocimiento de viaje: tenía la esperanza de que en
tierra aun serían más amigos.
—¡Quién sabe, señor, si llegaremos á hacer algo jun-
tos! Yo tengo allá...
Y comenzó la exposición de una de las muchas em-
presas que, según él, le habían arrancado de su tran-
quilo retiro de Europa, no porque necesitara trabajar,
sino porque era lastimoso dejar que se perdiesen negocios
tan estupendos.
Nélida, casi de espaldas á su padre, no dejaba que
Fernando le oyese con atención. Fijos sus ojos en los
de él, buscaba al mismo tiempo una de sus manos, y
llevándola detrás de su talle, la oprimía con invisibles
apretones. A ella no le interesaban los negocios; podía
hablar papá con su voz reposada y musical todo lo que
quisiera. No le oía: á ella sólo le interesaba lo suyo. Y
movió los labios sin emitir la voz, indicando con mar-
cadas contracciones el mudo silabeo. Ojeda la entendía.
—¡Dueño mío!... ¡Mi dios!... ¡Te amo!
La mano oculta apoyaba estas palabras con fuertes
estrujamientos.
Un amigo de Kasper vino á sacarle de la infruc-
tuosa predicación, libertando á sus distraídos oyentes.
Le esperaban en el fumadero para empezar la partida
matinal de poker.
— Hasta luego, señor. Los amigos me reclaman. Tiem-
po nos queda para hablar de estas cosas.
Y sonrió por última vez á Ojeda, como si contemplase
en él un socio futuro de las grandes empresas ofrecidas
generosamente.
Al verse libres los dos amantes de su verbosidad
LOS ARGONAUTAS 455
serena é inagotable, huyeron del banco, continuando el
paseo. Hablaban de subir á la cubierta de los botes,
cuando una voz los detuvo sonando á sus espaldas.
«Nélida... Nélida...» Ahora era la madre la que salía á
su encuentro para hacerla varias recomendaciones sin
importancia. Fernando adivinó un pretexto para apro-
ximarse á él. «Buen día, señor.» Sus ojos brillantes y
húmedos de llama andino acompañaron el saludo con
una mirada de atracción. Y sin saber cómo, se vio Ojeda
otra vez formando parte de la familia Kasper bajo las
miradas protectoras de la mestiza.
Se apoyaron en una barandilla frente al mar. Nélida
mostrábase inquieta y displicente, como si para ella fue-
se un tormento permanecer al lado de su madre. Por
detrás de la cabeza de ésta hacía señas á Fernando; le
hablaba con el movimiento silencioso de sus labios.
«Vamonos: déjala.» Pero él no podía obedecer, retenido
por las palabras amables y las miradas de la señora,
que se enfrascaba en un elogio de las cualidades de su
hija.
—Es un poco loquilla y no hace caso del «qué dirán»
de las gentes. Pero aparte de esto muy hacendosa, ¿sabe,
señor?... Y el día de mañana cuando se case y siente la
cabeza, será una excelente madre de familia. Crea que
el marido que se la lleve no se arrepentirá.
Y miró á Fernando con ojos interrogantes, cual si le
ofreciese esta dicha perpetua, esperando ver en su rostro
una sonrisa de agradecimiento.
Nélida, á espaldas de ella, continuaba su mímica.
Estos elogios á sus facultades de dueña de casa, y el
deseo de verla madre de familia, la hacían encogerse de
hombros y contraer el rostro con gestos de repugnancia.
«Vamonos— siguió diciendo mudamente— . No la oigas
más.»
La madre los dejó en libertad, adivinando de pronto
lo inoportuno de su presencia.
— Sigan ustedes su paseo. Las viejas estorbamos siem-
pre á los jóvenes.
Dijo esto con un aire de madre benévola y cariñosa,
como si bendijese con los ojos la unión que veía en
lontananza.
456 V. BLASCO JBÁÑEZ
Al alejarse, Nélida intentó excusarla, avergonzada
de estas expansiones maternales.
— I\o iiagas caso. Es mía señora á la antigua; una in-
dia. Todo lo arregla con matrimonio; todos sus pensa-
mientos van á parar á lo mismo. Apenas me ve con un
liomlore, cree que debo casarme con él... Casarse, ¡qué
vulgaridad! ¡qué grosería!... ¿Quién piensa en eso?...
Y su protesta contrae! matrimonio era realmente in-
genua, como si le propusiesen algo que le inspiraba es-
cándalo y horror.
El único de la familia que se mantuvo lejos de ellos
en toda la mañana fué el hermano. Ojeda le era anti-
pático: prefería á los de la banda. Sii seriedad y sus
años le inspiraban respeto. Además, tenía la convicción
de que aquel señor jamás le convidaría á champan y
cigarros como los otros. Por esto, á pesar del ejemplo
de sus padres, se mantuvo apartado del intruso que
venía de repente á perturbar su vida.
Después del almuerzo, cuando Fernando tomaba café
con Malti'ana en el jardín de invierno, pasó Mrs. Power,
saludándolo con un ligero movimiento de cabeza, sin la
más leve emoción. Ojeda la miró también con indiferen-
cia. Su figura arrogante apenas despertaba en él una
remota vibración. Era como un libro olvidado que se
encuentra de pronto y evoca la memoria de una lec-
tura que produjo deleite, pero cuyo texto apenas puede
recordarse.
Yió ascender luego por la escalinata á Mina, llevan-
do al pequeño Karl de la mano. El niño le miró, ex-
trañándose de que no fuese hacia ellos lo mismo que
antes. Pero la madre siguió su camino tirando de él, sin
volver la cabeza, con la mirada perdida, para no trope-
zarse con los ojos de Fernando. Un ligero rubor colorea-
ba su palidez verdosa: rubor de timidez, de arrepenti-
miento, de malos recuerdos.
La noticia de su amistad con la señorita Kasper
había circulado por el buque con la rapidez que una
vida ociosa y murmuradora comunicaba á todos las in-
formaciones. Además, ella exhibía con orgullo su nueva
conquista, y este alarde tranquilizaba á Mrs. Power, que
veía borrarse con él definitivamente todos los recuerdos.
LOS ARGOrN'AXTTAS 457
También alejaba á Mina, temerosa de la insolencia de
Nélida. Unas cuantas lionas de atrevida exhibición
habían bastado para lil)rMr A Fernaiiílo de sus amoríos
anteriores. T^a mucliacha establecía el vacío en torno de
ella. Todas las mujeres parecían temer la impetuosidad
de este hermoso animal humano exuberante de fuerza y
juventud.
No tardó Ojeda en verla aparecer. Había hecho poco
antes una rápida aparición en el jardín de invierno,
pero liuyó al notar que su titulado pai-iente el alemán y
el barón belga ocupa,ban la misma mesa de sus padres,
con un visible deseo de aproximarse á ella. Después de
breve eclipse asomó el rostro á una ventana inmediata
al lugar donde estaban Fernando 3^ su amigo. El mudo
movimiento de sus labios fué para aquél un lenguaje
claro. «Ven...» Y al salir la encontró en la curva del
paseo que él llamaba «el rincón de los besos».
Nélida le hablaba con una expresión autoritaria. El
era su dueño... su dios; pero debía obedecerla en todo.
Aproximábase la hora de la siesta. En el jardín de
invierno se abrían muchas bocas con bostezos de pere-
za. Las gentes deslizábanse discretamente hacia sus
camarotes. Sonaban ronquidos en las sillas largas del
paseo. Los duros varones, insensibles al voluptuoso ani-
quilamiento tropical, dirigíanse hacia la popa en busca
de las tertulias del fumadero, para reanimar su activi-
dad. Sentíanse repelidos por el silencio y la calma, que
lentamente se iban esparciendo por la. cubierta del bu-
que, como si ésta fuese un claustro de convento á la
hora de la siesta.
— Baja, dueño mío, ¿me oyes?... No tienes más que
arañar la puerta. Yo abriré inmediatamente.
Le miraba con sus ojos enormes y ávidos, que pa-
recían querer devorarle. La punta de su lengua asoma-
ba como un pétalo de rosa entre los labios súbitamente
abrasados. Arremolinadas por la brisa aleteaban en
torno de su frente las cortas melenas, dando á su cara
un aspecto diablesco.
Ojeda experimentó cierto asombro. ¡Bajar al cama-
rote!... ¡Tan pronto! Empezaba á inspirarle miedo esta
lozanía esplendorosa y audaz de insaciables deseos. Pero
458 ^í. BLASCO IBÁÑEZ
tuvo buen cuidado de disimular esta inquietud por or-
gullo sexual. «Dentro de media hora — repitió ella — .
Mi dios... ya lo sabes.» Muy bien; no faltaría. Y ella se
fué con la satisfacción de que dejaba á sus espaldas un
hombre feliz.
Bajó Fernando con las mismas precauciones de la
noche anterior, pero esta vez no pudo notar detrás de
sus pasos el atisbo del espionaje. Y cuando llevaba mu-
cho tiempo en el camarote de Nélida, sobrevino la más
penosa de sus aventuras á bordo, una escena ridicula,
de la que se acordaba luego con cierto malestar, te-
miendo que el burlón Maltrana llegara á enterarse al-
guna vez.
Golpes repetidos en la puerta, y la voz gangosa del
hermano de Nélida, una voz que balbuceaba más que de
costumbre por el temblor de la cólera: «Abre... abre.»
Empujaba la puerta como si quisiera echarla abajo. Por
un resto de prudencia habló á través del ojo de la ce-
rradura: «Abre: tienes un hombre en la «cabina»... Se
lo voy á decir á papá.»
Nélida no se inmutó, como si estuviese habituada á
tales escenas. Su cólera fué más grande que su miedo.
Mascullaba palabras de furia contra el hermano imbé-
cil. ¿Y no habría una buena alma que lo matase, para
quedar ella tranquila?... Adivinó que eran sus antiguos
amigos los que por despecho enviaban al hermano de-
lator, luego de revelarle la presencia de Ojeda en el
camarote.
— Métete ahí — ordenó imperiosamente mientras repa-
raba el desorden de sus ropas ligeras.
Vacilaba él no pudiendo adivinar el lugar señalado.
¿Dónde quería que se escondiese en aquella pieza tan
pequeña?... Pero la muchacha le empujó rudamente,
mientras seguían los repiqueteos en la puerta y las vo-
ces temblonas y amenazantes.
El doctor Ojeda, como le llamaban para mayor honor
muchos pasajeros, tuvo que agacharse y doblarse á im-
pulsos de Nélida, y acabó por introducir su respetable
personalidad debajo de un diván de exigua altura. Lue-
go la joven colocó ante él, formando barricada, una ma-
leta, un saco de ropa sucia y una gran caja de sombreros.
LOS ARGONAUTAS 459
Fernando creyó morir entre la alfombra y los mue-
lles del diván incrustados en su espalda. El calor era so-
focante en este encierro, lejos del ventilador y de la brisa
que entraba por el tragaluz. Apenas quedó acoplado en
tal in pace sintió que le dolían todas las articulaciones,
y que su pecho se aplastaba contra el entarimado como
si fuese á estallar. Una cólera homicida se apoderó de
él. ;Ah, no! ;No seguiría allí! Esto sólo podían resistirlo
aquellos muchachos de la banda á los que indudable-
mente habría escondido ella otras veces de igual modo.
Iba á salir, aunque tuviese que matar al imbécil.
Pero no fué necesario. ¡Bueno estaba poniendo Néli-
da al hermanito! Al abrir la puerta lo agarró de un bra-
zo, haciéndolo entrar á empellones. ¡Hasta cuándo se
proponía molestarla con sus necedades!... Estaba en lo
mejor de su sueño y venía él á interrumpírselo con sus
historias disparatadas: «Mira bien, zonzo... Abre los
ojos, animal. ¿Dónde está el hombre, idiota?...» Y lo
zarandeaba iracunda, mientras el muchacho abría des-
mesuradamente los ojos mirando á todos lados, y espe-
cialmente al vacío debajo de la cama, como si sólo allí
pudiera ocultarse un intruso.
La convicción de su derrota le hizo bajar la cabeza
tristemente. Los amigos se habían burlado de él: era una
broma de las suyas. Y cuando confesándose vencido
quiso ganar la puerta, su buena hermana no le dejó
partir con tanta facilidad. Primeramente, al abandonar
su brazo, le soltó dos buenos pellizcos retorcidos, y luego,
junto á la salida, una bofetada sonora: «Para que me
molestes otra vez...» Quiso el muchacho devolver en
igual forma este saludo de despedida, pero al bajar la
mano sólo encontró la puerta que se cerraba de golpe y
casi le aplastó los dedos.
Nélida deshizo con presteza la barricada de objetos,
y otra vez salió á luz el doctor Ojeda, pero despeinado,
sudoroso, con la faz congestionada, parpadeando cual
si no pudiese resistir la luz.
Ella rió al verle en esta facha, al mismo tiempo que
arreglaba amorosamente el desorden de su traje y le sa-
cudía el polvo del encierro.
— ¡Mi hombre!... ¡Mi dios! ¡Tan desgraciadito que me
460 V. BLASCO IBÁÑE/;
lo han de ver!... El, tan buen mozo, metido en ese escon-
drijo... ¡Y todo por mí!
Fernando tuvo una mala sonrisa.
— Los otros eran más pequeños, ¿verdad?... Podían
ocultarse mejor.
Se arrojó Nélida con ímpetu sobre él, con los brazos
abiertos.
—No digas eso... viejo mío... No lo repitas. ¡Por Dios
te lo pido! Me hace mucho daño.
Y lo besaba con furia; lo aturdía con sus caricias,
para disipar el mal recuerdo y recompensar al mismo
tiempo la molestia reciente.
Hizo responsable á su hermano de esta cólera de Oje-
da, evocadora de malos recuerdos. Aquel imbécil sólo
había nacido para hacerle daño. Y esto la llevó á hablar
del otro hermano, «el gaucho», como ella le llamaba, el
que vivía en la Argentina, y era el único hombre que
había sabido inspirarla miedo. La amenazaba el herma-
no menor frecuentemente con revelar al otro todas las
aventuras de Berlín y las travesuras del viaje apenas
hubiesen llegado á Buenos Aires. ¡Y «el gaucho» era te-
mible! Ella sabía desde mucho tiempo antes cuál era la
venganza con que intentaba castigarla.
— Pero no hablemos de esto, mi hombre. Di que no
me guardas rencor por lo de mi hermano... Repite que
me quieres como siempre.
Eencor no podía sentirlo Ojeda; era incompatible
con el agradecimiento que le inspiraba aquella mujer
por el regalo de su belleza, hecho liberalmente. Pero
en la hora que todavía pasó allí, le fué imposible des-
hechar el mal recuerdo del escondrijo y de la torturante
posición que había sufrido en él... No volvería al cama-
rote de Nélida. Sentíase sin fuerzas para arrostrar una
nueva sorpresa, desafiando el ridículo, que era para él
el más temible de los peligros.
í]]la asintió. Se verían en el camarote de Fernando;
lo había pensado aquella misma tarde, pero esperaba su
proposición. Tenía deseos de visitarlo. Era indudable-
mente mejor que el suyo: un camarote en la misma cu-
bierta de los de lujo y con ventana grande en vez del
tragaluz redondo de los de abajo.
LOS AIICIONAUTAS 161
— Convenido: est¿i noche iré después de las doce. Deja
abierta la puerta.
Esta vez Ojeda dio á entender claramente su contra-
riedad. Aquella muchacha no aguardaba invitaciones:
se convidaba á sí misma sin consultar el humor y los
recursos del dueño de la casa. Nélida le miró con ojos
suplicantes. «¿No quieres que vaya?...» Si era por miedo
á que la sorprendiesen, no debía tener cuidado. Sabría
deslizarse sin que nadie la viera. Podía caminar de no-
che por todo el buque lo mismo que un fantasma, sin
huella ni ruido.
Fernando no se atrevió á sacarla de su error. Sentía
además cierto orgullo en arrostrar de nuevo el sacri-
ñcio tantas veces repetido. «Ven; te esperaré.» Y des-
pués de esto procedieron á la minuciosa empresa de
abandonar el camarote sin que los enemigos pudieran
sorprender la salida.
Ella fué la primera en avanzar por el pasadizo ex-
plorando sus ángulos y recovecos. Luego silbó suave-
mente, como un ojeador que indica el sendero, y Fer-
nando abandonó el camarote apresuradamente, seguido
en su fuga por los besos que le enviaba Nélida con las
puntas de los dedos.
Más que el miedo á ser sorprendido, le había mo-
lestado lo ridículo de esta situación. ¡Qué cosas llegaba á
liacer un hombre serio influenciado por aquella vida de
abordo, que retrogradábalas gentes á la niñez!... El
miedo al ridículo despertó su conciencia por una acción
refleja, haciéndole ver la imagen de Teri que le contem-
plaba con ojos crueles y un rictus desesperado...
Pero no había que pensar en esto. Ya purificaría su
alma cuando estuviese en tierra. Por el momento su
abyección resultaba irremediable, y cada vez iría en
aumento mientras no abandonase este ambiente. Era el
esclavo del «gran tentador» de que hablaba Isidro. Sólo
le faltaba arrastrarse, como los impuros de las leyendas
convertidos en bestias.
Durante la comida, el astuto Maltrana, que parecía
adivinar sus pensamientos más recónditos, le abrumó
con muestras de interés de una fingida inocencia.
—Tiene usted mala cara, Fernando. Ni que hubiese
462 V. BLASCO IBÁÑEZ
visto ánimas durante la siesta. ¡Qué color! ¡qué oje-
ras!... Coma mucho; la navegación es larga y usted ne-
cesita tomar fuerzas.
Pero al ver que Ojeda se molestaba por estas amabi-
lidades adivinando su malicia, abandonó todo disimulo,
añadiendo con admiración:
— Compañero: le envidio y le tengo lástima. Es usted
un valiente, ¡pero lo que se ha echado encima!... Antes
del término del viaje, deseará llegar á tierra lo mismo
que un náufrago que se ahoga.
La comida de esta noche era con banderas y guir-
naldas. En el fondo del comedor brillaban unos trans-
parentes iluminados con dos inscripciones en francés y
alemán: Au revoir! Aitf Wiedersehen! Era el banquete
de adiós á los viajeros: una comida igual á todas, pero
con un discurso del comandante y otro del «doktor»,
que en nombre de alemanes y extranjeros agradeció
con lenta fraseología, semejante á un crujido de made-
ras, las grandes bondades que aquél había tenido con el
pasaje. Cuando la doctoresca elucubración llegó á su
término, la gente, puesta de pie con la copa en la mano,
lanzó los tres ¡hoc! de costumbre, mientras la música
atacaba la marcha de Lohengrin.
—No llegamos á Río Janeiro hasta pasado mañana
—dijo Isidro, siempre bien enterado de la marcha del
viaje — . Pero la despedida ha sido hoy, para que la gente
que se queda en el Brasil pueda dedicar el día de ma-
ñana al arreglo y cierre de equipajes. Esta noche es la
última de gran ceremonia y las señoras van á guardar
sus vestidos y joyas. La etiqueta del Océano sólo existe
entre Lisboa y Eío Janeiro. En los dos extremos del viaje
se puede bajar al comedor con la indumentaria que uno
quiera. El protocolo neptunesco no se ofende por ello.
Luego de la comida iba á efectuarse en el salón el
reparto de premios á los triunfadores en los juegos olím-
picos y á las señoritas que se habían presentado con
mejores disfraces en la fiesta del paso de la línea. Des-
pués de esta ceremonia empezaría el concierto, para el
cual venían haciéndose tantos preparativos desde una
semana antes.
Maltrana hablaba de esta fiesta con orgullo, presen-
LOS ARGONAUTAS 463
tándose como su principal organizador. Había vigila-
do los ensayos durante varios días, yendo del piano del
salón, junto al cual probaba su voz Mrs. Lowe con
toda la autoridad que le daba su estatura de dos metros,
al piano del comedor de los niños, donde la señora viuda
de Moruzaga hacía memoria de sus habilidades de sol-
tera acompañando con un trémolo dramático los versos
franceses recitados por una de sus hijas. Además, unas
niñas brasileñas se preparaban para tocar á cuatro ma-
nos una sinfonía; las artistas de opereta contribuían
con varias romanzas; uno de los norteamericanos se dis-
frazaba de negro para rugir su música con acompaña-
miento de ruidosos zapateados, y hasta fraiilein Conchi-
ta, cediendo á los ruegos de varias señoras entusiastas
de las cosas de España, había accedido á ponerse de
mantilla blanca cantando con su hilillo de voz algunas
canciones de la tierra. El maestro Eichelberger, gran
pianista, improvisaría para ella un acompañamiento.
Y si lo reclamaba el público, la muchacha se atrevería
aballar cierto «garrotín» de exportación, aprendido en
una academia de Madrid de las que preparan «estrellas
danzantes» para el extranjero.
— Pero con recato y decencia, niña — había aconsejado
Maltrana — . Comprímete aquí: échale agua á tu baile.
Cuando llegues á tierra podrás lucirlo por entero.
Satisfecho de sus gestiones como organizador, habla-
ba de otros artistas, talentos ignorados que había sabi-
do descubrir entre la masa de los pasajeros. Y terminaba
por declarar modestamente que él también «aportaría
su concurso» inaugurando el concierto con un discursito
en honor de las señoras, hermosa pieza de oratoria meli-
flua que llevaba aprendida de memoria, y seguramente
iba á añrmar su prestigio ante las nobles matronas.
— De esta— declaró — desbanca Maltranita al abate de
las conferencias. Usted lo verá, Ojeda.
No; Fernando no pensaba verlo. Sentíase sin ener-
gía para arrostrar el tormento de tanto pianoteo y tanto
canto de añcionado en la estrechez de un salón, con-
fundido con un gran público abaniqueante y sudoroso.
Prefería dar un paseo por Ja parte alta del buque, con-
templando el espectáculo de la noche.
464 V. SJLASUO iBÁfífí^:.
Así lo hizo, pero al circular por las dos últimas
cubiertas volvía siempre á las inmediaciones del salón,
confundiéndose con el público menudo de criadas y
niños que miraba por las ventanas. Antes de principiar
la velada, Nélida se había aproximado á él, con su
vestido escotado, color de sangre. Tenía que asistir á la
ñesta con toda la familia: ¡un verdadero tormento! pero
esperaba que Fernando ocuparía una silla cerca de ella.
Y al saber que no entraba en el salón, casi lloró de con-
trariedad. «Al menos no te vayas lejos: asómate de vez
en cuando. Que yo te vea; que yo sepa que estás cerca
de mí...» Durante el concierto los ojos de ella iban de
ventana á ventana, y al reconocer entre las cabezas del
público exterior la cara de Fernando enviábale por en-
cima de su abanico sonrisas acariciadoras, besos apenas
marcados con un leve avance de los labios, guiños ma-
lignos que comentaban la marcha del concierto y los
errores ele los ejecutantes.
De este modo vio Ojeda como se movía su amigo en
el salón, con aire de autoridad, cual si fuese el héroe
de aquella ñesta, abriéndose paso entre las sillas para
ir en busca de las artistas, inclinándose ante ellas con
su «saludo de tacones rojos», dándolas el brazo para
conducirlas al estrado y quedándose junto á la pianista
ó la cantante, al cuidado de sus papeles, é iniciando las
salvas de aplausos.
Era su noche. El discursito, cuidadosamente prepa-
rado, había obtenido un éxito enorme. Las miradas de
todas las señoras que podían comprenderle iban hacia él
con admiración y gratitud. «¡Qué monada el tal Maltra-
nita! jQué hombre tan dijel... ¡Qué habiloso!...» Y él
aceptaba con modestia estos elogios formulados por las
damas según los términos admirativos de cada país.
En su declamación dulzona las había abarcado á. todas,
jóvenes y viejas, alcanzando sus elogios hasta á las
sotanas que figuraban entre ellas, lo que le dio motivo
para ensalzar la religión, representada allí por sacerdo-
tes de todo el latinismo. El obispo italiano dilataba su
cara con un gesto de contento infantil; el abate francés
sonreía inquieto, como si viese nacer un temible rival;
don José agradecía la alusión, admirándolo con patrió-
LOS ARGONAUTAS 466
tico orgullo. «¡Qué don Isidro tan vivo!... ¡Si yo tuviese
su labia para las señoras!»
Al terminar el concierto, la gente se esparció por la
cubierta, ansiosa de respirar aire libre. Era cerca de
medianoche. Las niñas se quejaban del calor, intentan-
do con este pretexto desobedecer á las madres, que pro-
ponían un descenso inmediato al camarote. Los pasa-
jeros más corteses iban saludando á Jas señoras que
habían figurado en el concierto, sonando en su coro de
alabanzas los más estupendos embustes. Todas ellas
aceptaban sin pestañear la afirmación de que en caso
de pobreza podían ganarse la vida con su talento musi-
cal. Mrs. Lowe, escoltada por su marido, que llevaba
bajo el brazo un rimero de partituras, acogía estos elo-
gios con foscas contracciones de su rostro caballuno.
Sentíase ofendida por la falta de gusto de los oyentes:
sólo la habían hecho repetir su canto dos veces, cuando
ella traía ensayadas una docena de romanzas. El pú-
blico se lo perdía.
Un grupo de señores viejos acosaba á Conchita con
sus felicitaciones. Algunos, prudentes y calmosos hasta
entonces, parecían agitados por un cosquilleo eléctrico.
Muy bonitas las canciones, aunque ellos no habían en-
tendido gran cosa... ¡pero el baile! ¡aquella danza ser-
penteante con unos brazos que parecían hablar!... Doña
Zobeida sonreía contenta del triunfo de «esta buena se-
ñorita», haciendo confidente de sus entusiasmos á don
José el cura, que la escoltaba igualmente con toda la
autoridad de su sotana.
— ¿Pero ha visto qué lindura, padrecito?... Nuestra
niña es la que ha gustado másalos señores... Ya lo
decía mi finado el doctor, que sabía de esto como de
todo. Para bailar con gracia, las españolas.
Y perdiendo su timidez, ella misma presentaba á
Conchita de grupo en grupo, aceptando como algo propio
los requiebros interesados que los hombres dirigían á la
bailarina.
Maltrana no se mostraba menos ufano por su triunfo
oratorio. Al encontrarse con Fernando tuvo el gesto pe-
tulante de un cómico que sale de la escena... ¿Le había
visto? ¿Qué opinión era la suya?...
30
466 Y. ÍILA8U0 iBÁÑaz
— Yo creo que me los he metido en el bolsillo... Los
amigos me miran como si fuese otro hombre. Parecen
arrepentidos de haberme tratado hasta hace poco como
un insignificante... Van á darme una ñesta en el fuma-
dero: una íiesta íntima... en mi honor.
Era una despedida de los pasajeros alegres á los ami-
gos que se quedaban en Eío Janeiro; pero por el éxito
reciente de Maltrana, la dedicaban también á su per-
sona.
— Va á ser famosa — continuó Isidro con entusiasmo — .
Asistirán señoras, muchas señoras; todas las coristas de
la opereta que me lian oído desde puertas y ventanas
sin entenderme seguramente, pero que ahora me con-
templan con respeto y cuando paso Junto á ellas murmu-
ran algo que debe ser de admiración... Venga usted con
nosotros.
Fernando se excusó: pensaba retirarse inmediata-
mente á su camarote. Maltrana frunció el entrecejo como
si recordase algo molesto, y aprobó su resolución. Hacía
bien. Aquella fiesta era igualmente para despedir al
barón belga y á otros a^migos suyos que se quedaban en
el Brasil. En el aturdimiento de sa gloria había olvi-
dado que los de la banda estaban furiosos contra Ojeda
y á última hora, con la iDSolencia que da el vino, eran
capaces de provocar una escena violenta.
— Hasta mañana: le contaré lo que ocurra... No tema
que esta noche vaya como las otras á golpear el cama-
rote misterioso. Eso se acabó... Por cierto que el hom-
bre lúgubre no se ha dejado ver en todo el día. Debe
estar temblando con la idea de que pasado mañana
llegamos á Eío. Verá usted como lo primero que se
presenta en el buque es la policía para echarle esposas
en las manos... Yo no me equivoco.
Al entrar Fernando en su camarote experimentó
gran sorpresa viendo el retrato de Teri... Luego se aver-
gonzó de esta inconsciencia en que vivía, semejante á
la del ebrio que recuerda los propios asuntos cual si
fuesen de otra persona. Los hechos anteriores á su em-
barque eran para él como sucesos de una existencia
distinta, ocurridos en otro planeta, de los que sólo guar-
daba ya débil memoria. Vivía ahora en un mundo
LOS ARtSONAUTAS 467
nuevo, reducido, aislado, que iba vagcindo por el infini-
to azul, y sólo le interesaban las inmediatas necesidades
de su existencia oceánica...
Nélida iba á llegar: ¡y quién sabe con qué comen-
tarios de juventud insolente y triunfadora saludaría la
belleza de Teri, de un esplendor melancólico, fino y
suave, como el de las primeras mañanas de otoño!...
Para evitar un sacrilegio llevó sus manos al retrato,
ocultándolo entre las ropas del armario. Al hacer esto
temblaba con una inquietud supersticiosa. Temía que
un poder inexorable y oculto, que él no llegaba á definir
con claridad, le castigase por su cobardía... Tal vez per-
diera á Teri para siempre después de haber osado ocul-
tar su imagen. ¡En amor hay tantas afinidades miste-
riosas! ¡tantos choques inexplicables á través del tiempo
y la distancia!... Pero estas preocupaciones de hombre
imaginativo, trastornado por una vida de encierro, du-
raron muy poco. Un ruido de pasos en el inmediato
corredor le hizo volver al presente. Era un vecino que
se retiraba. Nélida no tardaría en presentarse, y era
ridículo que él la recibiese vistiendo aún el smoking de
la comida.
Luego de desnudarse se cubrió con un pyjama, tomó
un libro y esperó leyendo y fumando. El interés de la
lectura se había apoderado de él al poco rato. Nélida,
con toda su gentileza, carecía del encanto de este libro:
la novedad.
Transcurrió mucho tiempo, y cuando empezaba á du-
dar de que ella viniese, percibió un leve ruido en el in-
mediato corredor; menos que un ruido, un roce, las on-
dulaciones del aire por el desplazamiento de un cuerpo
silencioso. Era ella que avanzaba cautelosamente.
No experimentó sorpresa al ver que giraba la puerta
del camarote sin que apareciese alguien en el espacio
recién abierto. Luego, Nélida entró de g'olpe, ó más
bien, saltó, con la alegría de un gimnasta que llega al
final de una carrera de obstáculos. Sacudía en torno de
la frente el manojo de sierpes de su cabellera; dejaba
flotante sobre su cuerpo el sutil kimono, que había lle-
vado recogido hasta entonces como si quisiera replegar-
se, disminuirse en su marcha silenciosa.
468 V. BLASCO IMÁÑEZ
— ¡Cú... ró/— dijo al entrar con risa triunfante — .
¡Aquí me tienes!
Se arrojó en brazos de Fernando con cierta emoción,
como si éste fuese su primer abandono, pero luego se
apartó rudamente á impulsos de su movilidad capri-
chosa. Encendió todas las luces del camarote para exa-
minarlo mejor. Tocaba los libros apilados en el diván,
en la mesita y hasta en el lavabo; revolvía los papeles;
mostraba una curiosidad infantil ante los objetos de
tocador y las ropas de Ojeda. Su deseo de verlo todo
adquiría un carácter alarmante.
— Tú debes tener retratos; cartas de amor. ;A saberlo
que traes de Europa guardado en tus maletas!... Ensé-
ñame tus conquistas, viejo mío. Muéstramelas .. para
que me ría.
Luego admiró el camarote. Era más grande que el
suyo; el techo más alto, y sobre todo, en vez del traga-
luz redondo tenía ventana, una verdadera ventana como
las de las construcciones terrestres. Saltó sobre el diván
para sentarse en el alféizar de ella, sacando parte de su
cuerpo fuera del buque. Un grato escalofrío hizo tem-
blar su espalda; estremecimiento de frescura por el
vientecillo de la marcha que corría sobre su piel hin-
chando la tela del suelto kimono; estremecimiento de
miedo al verse suspendida entre el vacío y la noche,
bastándole un leve movimiento de retroceso para caer
en el mar.
Ojeda la sostuvo, agarrando sus piernas. Con esta
atolondrada podía temerse todo. Y Nélida agradeció su
miedo como una manifestación de amor, acariciándole
la cabeza, hundiendo sus manos entre los cabellos, al-
borotándolos.
— Figúrate, negro, que yo me dejase caer así... ¡Ah...
ah... ah! (Y al lanzar esta exclamación, se echaba atrás,
obligando á Ojeda á un esfuerzo violento para retener-
la.) Por pronto que se enterasen en el buque é hicieran
alto, pasaría mucho tiempo. Pero tú te echarías al agua
detrás de mí, ¿no es cierto, mi viejo?... Vendrías á ha-
cerle compañía á tu nena en medio del mar, y nadaría-
mos juntos hasta que nos buscasen... Y si no nos busca-
ban nos ahogaríamos juntos... ¡así!... ¡bien juntitos!
LOS ARGONAUTAS 469
Con la excitación del peligro se abrazaba á él fuer-
temente, tirando hacia afuera, como si en realidad de-
sease caer de la ventana arrastrando á su amante.
Este se libró con rudeza del abrazo juguetón é im-
prudente. Estaban en medio del Océano, lejos de toda
costa. Bastaba una leve falta de equilibrio, para que ella
se desplomase en aquellas aguas negras que pasaban y
pasaban junto al flanco de la nave. Sería un chapuzón
en el misterio y el olvido: una caída sin esperanza.
Nadie podía verla; la muerte era segura. Y aunque al-
guien la viese y el buque se detuviera volviendo sobre
su marcha, resultaba difícil encontrar un pequeño cuer-
po flotante en esta lóbrega inmensidad que parecía de
tinta.
— Nélida, ipor Dios! Baja de la ventana.
Pero ella reía de su miedo, segura al mismo tiempo
déla fuerza con que la mantenían sus brazos, «¡xih...
ah... ah!» Y echaba el cuerpo atrás en el vacío con tal
ímpetu, que Ojeda hubo de hacer grandes esfuerzos
para sostenerla.
— Di que si yo cayese te echarías de cabeza para
salvarme... Di que morirías por tu nena...
Aprobó Fernando todo cuanto ella quiso pedirle, y
sólo así pudo conseguir que abandonase la ventana, es-
trechamente abrazada á él , contemplándolo con admi-
ración.
—¿De veras que morirías por mí?... Repítelo, viejito
rico, que yo lo oiga... Dilo otra vez, mi negro.
La gratitud perduró en Nélida gran parte de la no-
che. Ea la obscuridad, sin más luz que el tenue fulgor
sideral que entraba por la ventana, volvió á llamar á
Ojeda «viejito» y «negro», dos palabras amorosas del
nuevo hemisferio á las que él no había podido habituarse
todavía, y que en medio de los transportes pasionales
le hacían sonreír.
Cuando brilló de nuevo la electricidad estaban los
dos sentados en el diván. Nélida, por un brusco cambio
de su carácter tornadizo, hablaba ahora con tristeza y
miedo. Contaba los días que faltaban para la llegada á
Buenos Aires. ¡Cuan pocos eran!... Recordaba á su her-
mano mayor, el rudo estanciero, que en las últimas car-
470 V, BLASCO IBÁÑBZ
tas enviadas á Berlín profería contra ella terribles ame-
nazas, comentando las denuncias que le había dirigido
el hermano pequeño.
—Y ese zonzo de seguro que apenas lleguemos le va
á contar no sólo lo de Alemania, sino lo de aquí; lo tuyo
también. ¡Ay! ¿Qué va á ser de mí?...
Ella, que en su valerosa inconsciencia no temía á
nadie de los que la rodeaban, temblaba con sólo el re-
cuerdo de este hermano, al que había podido apreciar
en un breve viaje á la Argentina realizado tres años
antes acompañando á su padre.
— Con él nadie bromea. Es un bárbaro... ;Y si hablase
sólo de matarme! La muerte no me da miedo: al fin
todos hemos de pasar por ella. Pero me amenaza con
algo peor. Me quiere cortar la cara, me la quiere quemar
con vitriolo, para que los hombres huyan de mí y yo
me consuma de desesperación. ¡Qué horror!...
Temblaba sólo al pensar en este suplicio, más temi-
ble para ella que la muerte, no dudando un instante
de que sii hermano dejase de cumplir tales amenazas.
Guardaba un vivo recuerdo de su gesto fosco, de su
propensión á la violencia, de su mirada lúgubre. Ojeda,
escuchándola, se imaginaba el tipo. Era un homicida,
al que había faltado una ocasión para el desarrollo de
sus facultades. ¡Interesante la familia Kasper con sus
variados productos del cruzamiento de razas!
— ¡Ay! Si tú me amases de verdad...- continuó ella,
implorándole con sus ojos — . Tú que eres capaz de echarte
al mar por mí, podías hacerme feliz con mucho menos...
Di, mi viejo, ¿quieres hacer algo que yo te pida?...
Fernando, acosado por sus ruegos, prometió obede-
cerla. ¿Qué deseaba?... Una cosa insignificante, que ex-
puso ella con sencillez. No quería ir á América: mar-
chaba hacia Buenos Aires como un animal que va al
degolladero. Aun estaban á tiempo los dos para ser
dichosos. Bajarían en Río Janeiro, se esconderían, de-
jando que partiese el vapor, y tomarían pasaje en otro
buque de los que volvían á Europa... ¡Ah, el hermoso
Berlín! En ninguna ciudad de la tierra se vivía con más
felicidad.
Casi saltó Fernando de su asiento á impulsos de la
LOS AnaONAUTAS 471
sorpresa. ^;Volver á Europa, cuando aun no había lle-
gado al término de su viaje? Sólo podía admitir esta
proposición como una broma. ¿Y sus negocios?... ¿Qué
iba á hacer él en Berlín?...
Nélida se sintió ofendida por la extrañeza que mos-
traba su amante.
— No rae quieres, bien lo veo. Todos los homJores sois
lo mismo. Muchas promesas y luego retrocedéis ante el
sacrlñcio más pequeño... ¡Egoístas!
Se quejaba como si acabase de descubrir una gran
infidelidad, ella, á la que había visto Ojeda en trato
amoroso con otros hombres y que dejaba á sus espaldas,
en Europa, un pasado del que iba á pedirle cuentas el
«gaucho» vengador. Sólo llevaban dos días de amores y
se extrañaba de verse desobedecida, como si los hombres
no tuviesen otra obligación que seguirla en todos sus ca-
prichos y su insolente juventud fuese el centro del mun-
do, en torno del cual debían girar personas y sucesos.
— Me mataré — dijo con energía — . Y si no me mato
me marcharé sola. Yo te juro que no llego á aquella
tierra... ¡Qué horror!
Acordábase de los meses que había pasado en Ar-
gentina tres años antes. Era un país para mujeres como
su madre. Buenos Aires aun podía tolerarse, pero ellos
iban á vivir en una ciudad del interior, cerca de la
estancia que dirigía, su hermano.
— Por toda diversión una plaza en la que toca una
música algunas noches. Las niñas se pasean por un lado,
como manadas de pavos, y los hombres por otro; sin ha-
blarse, dirigiéndose miradas, lo que allá llaman afilar^
y sin atreverse á un saludo. Luego el encierro en casa
todo el día... la conversación con las amigas de mamá.
No; ¡primero morir! Yo necesito ir á Berlín. ¡Si tú cono-
cieses lo hermoso que es Berlín!...
Intentaba vencer la resistencia de Ojeda con los re-
cuerdos de aquella capital, en la que había transcurrido
lo mejor de su vida. Ella no conocía París. Su padre
se había negado sieuípre á llevar á su familia á esta
ciudad. Se enfurecía el señor Kasper como un profeta
bíblico al hablar de la raodei'na Babilonia, urbe corrom-
pida, inventora de malas costumbres... ¡Ay Berlín! Tal
472 V. BLASCO IBÁÑES
vez las parisienses fuesen más elegantes, más ñnas que
las otras, pero en Berlín todo era grande. Los cafés y los
teatros más enormes que los de París. Los establecimien-
tos nocturnos copiaban los títulos de Montmartre, pero
si en una sala parisién danzaban cincuenta parejas, en
la de Berlín bailaban doscientas; si en una parte se des-
tapaban diez botellas, en la otra eran cien; y si en los
bulevares había batallones de mujeres sueltas, en la me-
trópoli germánica podían formarse cuerpos de ejército
con las hembras en disponibilidad.
Todo era abultado, inmenso, colosal, en aquella urbe
disciplinada; hasta la alegría y la licencia, que habían
sobrevenido como resultados del triunfo. Y la mestiza
de alemán y de criolla hablaba con nostalgia de la vida
nocturna de Berlín, de todo lo que había conocido y go-
zado en su absoluta libertad de «señorita educada á la
moderna».
— Tú sólo has visto aquello como viajero; además,
conoces poco el idioma. No sabes lo que es la vida allá.
¡Si la conocieras!... ¡Si accedieses á venir conmigo!
Y con la inconsciencia de su entusiasmo, sin darse
cuenta de la impresión penosa que causaba en Ojeda ,
comenzó á hablarle de sus aventuras. Tenía una amiga,
hija de alemán y de norteamericana, cuyos padres vi-
vían en Berlin después de haber hecho fortuna en los Es
tados Unidos. Las dos se escapaban de sus casas por
la noche para ir á los cafés más célebres en compañía
de unos novios con los que nunca habían de casarse.
Este acompañamiento no las impedía cenar con ricos
señores de la industria y de la banca que celebraban
un buen negocio. Los dueños de los establecimientos las
atraían y halagaban á ellas y á otras de su clase. Eran
señoritas, con un encanto superior al de las otras muje-
res. Sabían mantener sus aventuras en un término pru-
dente, con más bullicio y atrevimiento que las profesio-
nales, pero sin permitir nunca el atentado irreparable.
Mostrábanse expertas en la tentación que enardece al
parroquiano y le hace volver. Y para asegurarse el au-
xilio de estas colaboradoras, los gerentes les daban unas
primas sobre lo que hacían gastar á los señores, algunos
centenares de marcos al mes, que eran una entrada su-
LOS ARGONAUTAS 473
pletoria para vestidos y sombreros, compensando de
este modo el regateo económico de sus familias.
— Un gran país— continuó Nélida — . Allí únicamente
se vive. ¿Y tú no quieres llevarme? ;Tan dichosos que
seríamos los dos!... Di, ¿por qué no quieres?
Fernando quedó indeciso. No sabía qué contestar á
esta loca, de una amoralidad desconcertante. Era inútil
exponer razones de honor, hablar de su dignidad, que
no podía adaptarse á este género de existencia. Jamás
llegaría á entenderle.
Para salir del paso aludió á las dificultades materia-
les que se oponían á su plan. ¿Qué iba á hacer él en
Berlín? ¿De qué podían vivir? Para estas aventuras se
necesita dinero, y él no lo tenía.
Nélida abrió los ojos con asombro. No podía com-
prender un hombre sin dinero. Todos los que ella había
conocido hasta entonces lo tenían en abundancia, ó al
menos jamás se preocupaban visiblemente de su cares-
tía. jUn hombre sin dinero!... Le parecía inaudita esta
revelación y miró á Ojeda, como si acabase de descu-
brir en él nuevos encantos y perfecciones.
Ella tenía dinero para los dos. Ignoraba cuánto: tal
vez mil quinientos marcos. Y repitió varias veces la
cifra, dándola gran importancia por ser dinero suyo:
ahorros de la vida en Berlín... Además de esto, tenía sus
pequeñas alhajas, regalos de amistad, que llevaría con
ella. No necesitaban de grandes cantidades para llegar
á Berlín, y una vez allá todo les sería fácil. Contaba
con amigos, muchos amigos; una mujer sale fácilmente
de apuros. Ojeda sólo tendría que ocuparse de su per-
sona, y si era necesario, ella ayudaría también á su
viejito... á su negro.
— ¡Nélida! — protestó Fernando.
Pero no quiso decir más. ¿Para qué?... Ni él acepta-
ba aquel viaje, ni ella, con la movilidad de sus fugaces
impresiones, se acordaría tal vez de esto á la mañana
siguiente.
Sonó un gran estrépito en las cubiertas superiores: rui-
do de voces, correteos. Luego las fuertes pisadas se aleja-
ron hacia la popa, acompañando una violenta discusión.
Debían ser los de la banda: que se peleaban entre ellos.
474 V. BLASCO IBÁÑEZ
— Márchate — dijo Ojeda -. Son las tres. Esas gentes
pasean por todo el buque antes de acostarse, y te pue-
den sorprender.
Aceptó el mandato Nélida, más por despecho que
por obediencia amorosa. Sus besos de despedida fueron
glaciales. Fruncía ella las cejas; brillaba en sus ojos un
resplandor hostil.
— No me quieres; bien lo veo... Otro se consideraría
feliz si yo le permitiese acompañarme en mi fuga, y tú
parece que estás arrepentido de conocerme... Cualquiera
diría que te he propuesto un crimen.
Fernando murmuró algunas excusas... Era un asun-
to que merecía ser pensado. Tal vez se decidiese al día
siguiente. Pero ella, adivinando la falsedad de sus pala-
bras, no quiso oírle. «¡Adiós!» Le empujó para ganar
la puerta, cerrándola tras ella ruidosamente, como si
ya no le importase guardar recato alguno.
«¡Adiós!», contestó Ojeda al quedar solo. Levantaba
los hombros, sonreía con un gesto de cansancio, le pa-
reció más agradable su camarote sin otra presencia
que la suya... ¡Muchacha loca; adorable por una hora
é insufrible por toda una noche!... Reía francamente al
recordar las extrañas proposiciones de Nélida. ¡A Berlín
él!... ¿Qué se le había perdido allá?... Y todo porque la
niña le tenía miedo al hermano medio salvaje. Era una
solución digna de su cabeza destornillada.
Con estos comentarios fué desnudándose, y al apa-
gar la luz experimentó entre las sábanas la voluptuosi-
dad del que se ve solo después de haber sufrido una
compañía enojosa. ¡Ah, las mujeres! ¡Lástima grande
no poder vivir sin ellas! Ojeda, que empezaba á dormir-
se, dio algunas vueltas en su nebuloso pensamiento á la
vulgarizada frase del dramaturgo escandinavo. Siempre
que una contrariedad amorosa le impulsaba á separar-
se de una mujer se decía lo mismo: «El hombre aislado
es el más fuerte...» ¡Ay! Fácil era aislarse cuando el
organismo parecía crujir de fatiga y la hartura quitaba
todo encanto á las tentaciones. Pero transcurría el tiem-
po; la mujer despreciada adquiría mayor valorización
á cada vuelta de sol, y el deseo al renacer en las entra-
ñas las arañaba como un demonio implacable, diciendo
LOS ARGONAUTAS 475
burlonamente á cada zarpazo: «Toma, hombre aislado:
toma y aguanta, ya que eres el más fuerte...»
Despertó Ojeda al día siguiente con los sonidos de la
música, que daba su concierto matinal. Cuando subió
á la cubierta era muy tarde. Muchos esperaban el toque
de mediodía para entrar en el comedor. Adivinó Fer-
nando en las miradas de algunos y en el secreto de
ciertas conversaciones que un suceso extraordinario
había ocurrido en el buque.
Vio venir hacia él á Maltrana con la majestad som-
bría de un hombre cargado de secretos. Las miradas
de algunos pasajeros tendidos en sus sillones le seguían
con cierta admiración. Parecía haber crecido en una
noche. Era otro, con la mirada grave, la frente pesada,
los brazos cruzados sobre el pecho y un índice apoyado
en la boca, lo mismo que si adoptase un gesto de pensa-
dor viéndose rodeado de máquinas fotográficas.
— Tengo que hablarle.
Dijo esto con tono de misterio, y se llevó á su amigo
hacia el extremo de proa.
— ¿Por casualidad, trae usted una caja de pistolas de
desafío?...
A pesar de que Ojeda, en vista del aspecto de su
amigo, estaba preparado para las peticiones más extra-
ordinarias, no pudo reprimir su sorpresa... ¿Pistolas de
desafío?... ¿Es que «por casualidad» viajaban las gentes
con una caja de ellas en el equipaje?... Maltrana se ex-
cusó. Recordaba que su compañero había tenido varios
lances, y esto le hacía suponer que bien podría llevar
con él esta clase de armas.
— Siento que usted no las tenga, Fernando, y no sé
cómo salir del paso. Hay un duelo pendiente á bordo, y
los adversarios, así como los otros testigos, me han he-
cho el honor de confiarse en mi pericia, encargándome
la preparación del combate. Una misión difícil.
El desafío iba á realizarse á la mañana siguiente en
tierra, con el mayor secreto, durante las pocas horas
que el buque permanecería anclado, y él tenía que esta-
blecer las condiciones, para lo cual le era necesario,
ante todo, encontrar las armas.
No faltaban éstas en el buque. Todos los pasajeros
476 V. BLASCO IBÁPÍHZ
tenían la saya, y hasta algunas señoras ocultaban en
sus camarotes el arma de fuego niquelada, brillante y
graciosa como un juguete. Había revólveres de todos
los calibres, pistoletes automáticos de diversos mecanis-
mos. Un argentino hasta le había ofrecido para el caso
dos carabinas de repetición con balas blindadas, que
llevaba para su estancia. Pero todas eran armas vulga-
res, prosaicas, de última hora; armas sin tradición, que
no podían servir por falta de títulos para que dos caba-
lleros se matasen. El necesitaba espadas ó pistolas an-
tiguas que se cargasen por la boca, como ordena el
ceremonial del honor, armas poéticas consagradas por
el teatro y la novela; y toda aquella gente sólo podía
ofrecerle ferretería moderna, falta de nobleza, que fun-
cionaba cual un reloj y distribuía la muerte con mecá-
nica exactitud. No había podido encontrar á bordo ni
siquiera dos sables, arma híbrida, arma mestiza, que
era como una transición entre las unas y las otras.
Ojeda le interrumpió en estas consideraciones. Que-
ría saber el motivo del duelo y quiénes eran los com-
batientes.
Se expresó Maltrana con triste dignidad. Había sido
al final de la fiesta en su honor, cuando más conten-
tos y fraternales se mostraban los amigos. Muchos se
habían retirado á sus camarotes. Eran las tres de la
madrugada. Al cerrarse el fumadero habían subido á la
cubierta de los botes para terminar el jolgorio en el ca-
marote del belga, que iba á separarse al día siguiente de
la honorable sociedad. Llevaban á prevención algunas
botellas y al quedar vacías éstas probaron á beber cierto
alcohol de tocador, agua de Colonia ó algo semejante,
riendo de las muecas y náuseas que el líquido perfu-
mado provocaba en algunos.
— Cuando más contentos estábamos, surgió la pelea
entre el belga y ese alemán pariente de Nélida, los dos
amigos más íntimos, siempre juntos, desde que entra-
ron en el buque. Yo creo que en el fondo se odiaban sin
saberlo. Inútil decir á usted quién es el verdadero cul-
pable... ¿Quién ha de ser?... Nélida. Y lo más gracioso
del caso es que ninguno de los dos la nombró, pero
ambos la tenían en el pensamiento. Estaban furiosos
LOS ARGONAUTAS 477
desde hace días; desde que la muchacha se fijó en usted.
Fué una suerte que no anduviese usted anoche por el
buque. Hubiésemos tenido un disgusto.
Los dos rivales se hacían responsables del aparta-
miento de la joven. Cada uno de ellos se imaginaba que
de quedar solo al lado de ella habría podido retenerla.
Pero se habían estorbado con su mutua presencia, aca-
bando por cansar á Nélida en fuerza de rivalidades y
celos. Y este odio silencioso que los dos llevaban en su
pensamiento había estallado en la madrugada con la
rapidez y la incoherencia de las querellas de borrachos.
Unas cuantas palabras ofensivas á las que no prestó
atención el resto de la banda, y de pronto botellas por
el aire, bofetadas, lucha cuerpo á cuerpo.
— Algo muy triste, amigo Ojeda. Por voluntad del
alemán, allí mismo hubiese terminado el incidente. El
tiene un ojo hinchado y el otro lleva en un carrillo algo
que parece un tumor. Los dos iguales. No se necesitaba
más para volver á ser amigos... Pero el belga entiende
las cosas de otro modo. Saca á colación su baronía, y
además creo que ha sido subteniente de no sé qué guar-
dia nacional ó reserva de su país. En fin, que ha arras-
trado sable y tiene empeño en batirse con su amigóte
para después estrecharle la mano con toda tranquilidad.
Y los dos se han confiado á mí en esto del duelo.
Maltrana se excusó modestamente.
— No extrañe usted esta predilección. Se han ente-
rado de que yo tuve en nuestra tierra algunos desafíos
(porque con ellos me iba el pan), y me miran con tanto
respeto como si fuese de la Tabla Redonda... Además,
ha influido igualmente mi triunfo oratorio de anoche;
el nuevo prestigio que me rodea. Uno que habla es
bien sabido que sirve para todo... Hasta para gobernar
pueblos.
Y como Fernando no podía darle lo que necesitaba,
se alejó en busca de las armas. Iba á hacer la misma
pregunta á otros pasajeros de distinción, y si éstos no
tenían «por casualidad» una caja de pistolas, arreglaría
el encuentro á revólver escogiendo dos completamente
iguales entre los muchos que le habían ofrecido.
Al pasear Ojeda por la cubierta vio á los adver-
478 V. BLASCO ÍBÁÑMí
sarios, uno en la terraza del fumadero y otro en el bal-
conaje de proa, ostentando ambos en la cara, sin recato
alguno, las buellas del choque nocturno. La banda se
había dividido según sus opiniones y afectos, quedando
un grupo en torno del alemán y otro junto a,l barón.
Los dos se mantenían en actitud arrogante, como acto-
res que vigilan sus movimientos sabiendo que todas las
miradas están fijas en ellos.
De Nélida no se acordaba nadie. Este choque, que
podía tener consecuencias trágicas, había quitado todo
interés á la inquieta muchacha y sus insolentes veleida-
des. Ojeda la vio venir hacia él pasando ante el grupo
que formaban el barón y sus amigos en la terraza del
fumadero. Todos la consideraron con indiferencia y ni
siquiera volvieron los ojos para seguirla mientras se
alejaba. La atención era para el héroe que con el carri-
llo hinchado relataba por cuarta vez cierto desafío te-
rrible en el que casi había matado á su rival.
Al reunirse Nélida con Fernando le habló con apre-
suramiento. Iba buscándole desde una hora antes por
todo el buque... ¡Lo que le ocurría á ella por culpa del
hermano!...
— Cuando veas á papá dile que estuviste acompañán-
dome hasta las tres de la mañana en el comedor y que
me encontraste á la una. El te preguntará, pero aunque
no te pregunte dile eso de todos modos.
Había cometido una imprudencia la noche anterior,
al ir en busca de él, dejando olvidada la llave en la
puerta de su camarote. El «zonzo», ó sea el hermano,
ansioso de venganza por los golpes de la tarde, había
cerrado la puerta al notar su salida, guardándose la
llave. Inútiles los ruegos de Nélida, cuando al volver en
la madrugada intentó ablandar á su hermano llamando
á la puerta de su camarote. Se fingía dormido. Y ella ha-
bía pasado el resto de la noche en una silla del comedor^
á obscuras, invisible para los de la banda, que andaban
divididos de un lado á otro con la agitación de la pelea
reciente.
Los criados que estaban de guardia podían atesti-
guar que había pasado la noche en el comedor. Simple
asunto de cambiar las horas asegurando que estaba allí
LOS ARGONAUTAS 479
desde mucho antes. Todos los criados del buque son-
reían al verla y estaban prontos á afirmar lo que ella
les pidiese...
Una escena borrascosa de ramiii8 , cuando el digno
señor Kasper y su esposa se levantaron y abrió el hijo
la puerta del vacío camarote. «Nélida ha pasado la
noche fuera.» Pero Nélida sobrevino como una fiera y
hubo que arrancarle al «zonzo» de entre las manos.
Aquel bandido se había aprovechado de una corta sali-
da por exigencias higiénicas para cerrar la puerta, de-
jándola fuera del camarote, obligada á vagar por el
buque, expuesta á peligros y murmuraciones... todo por
el deseo de calumniarla.
Ella había pasado la noche sentada en el comedor;
tenía testigos, los criados que estaban de guardia. Aun
podía ofrecer un testimonio más importante: el señor
Ojeda, que la había encontrado á la una y media, cuan-
do él se retiraba á su camarote, acompañándola hasta
las tres. ¿Cuándo iba á terminar de martirizarla este
malvado?...
La madre tomaba partido por el hijo, mirándola á
ella con ojos iracundos. Era la vergüenza de la familia:
los iba á matar á disgustos. «Papá... papá», imploraba
Nélida. Y el señor Kasper reflexionaba como un rey
justiciero, acariciándose las barbas. ¡Prudencia! Había
que pesar bien las cosas para ser equitativo. La niña
ofrecía pruebas, y el tonto únicamente sabía insistir en
su acusación, sin añadir testimonio alguno. Y casi sen-
tenció por adelantado, intentando dar un repelón al
muchacho. «¡Raza maliciosa y vengativa! Nada bueno
podía esperarse de los de su sangre.»
Nélida no tenía miedo al enojo de sus padres, pero
necesitaba convencerlos de su inocencia para que le
sirviesen de fiadores ante el hermano temible que la
esperaba al término del viaje. ¿Y aun se resistía Fernan-
do cuando ella le hablaba de huir, como si le propusiese
algo disparatado? No; no iría á Buenos Aires: estaba
resuelta á escaparse al día siguiente... Pero la inme-
diata realidad le hizo insistir en sus recomendaciones:
— Cuando papá te pregunte, ya sabes lo que debes
decir... Y si no te pregunta, habíale tú. Hazlo, mi
480 V. BLASCO IBÁKBfí
viejo: sé buenito. Allí lo tienes cerca del fumadero ha-
blando con el señor Pérez. El se alegra mucho de verte:
dice que eres la mejor persona de á bordo.
Y le empujaba dulcemente, extremando los gestos y
miradas de seducción. Ojeda, con su pasividad habitual
ante el mandato de una mujer, siguió este impulso, di-
rigiéndose en busca del señor Kasper. ¡Qué de embustes
y enredos con esta muchacha!... Afortunadamente, el
día de la liberación estaba próximo, y una vez en tierra
no la vería más.
Sonrió el patriarca á Fernando, sin interrumpir por
esto su conversación con Pérez. Hablaban de política,
conviniendo los dos en un gran amor por los gobiernos
fuertes y en la necesidad de fusilar á todos los enemigos
de la autoridad. El señor Kasper odiaba las repúblicas,
gobiernos de pelagatos con levita, de parlanchines ham-
brientos. Los pueblos debían ser regidos por hombres á
caballo, con deslumbrantes uniformes. Y satisfecho de
que á él le hubiese tocado esta suerte, abrumaba con
ironías y sarcasmos á la más célebre de las Repúblicas.
Nunca había querido vivir en París. ¡Una nación go-
bernada por abogados y periodistas! ¡Un pueblo sin mo-
ralidad y casi sin familia! Todo el mundo sabía esto...
Ganoso de retener á Fernando, dejó que Pérez se
marchase en busca del tercer aperitivo de la mañana, y
al quedar solos, fué el patriarca el que inició la explica-
ción deseada por Nélida.
Ya sabía él que el señor Ojeda había acompañado á
la niña gran parte de la noche en el comedor. Le daba
las gracias por su amabilidad. No podía haber encontra-
do mejor acompañante que él, un caballero distinguido
y serio. Eran querellas entre muchachos; una genia-
lidad de su hijo menor, que le proporcionaba muchos
disgustos. La sangre de los abuelos criollos despertaba
en sus venas... Su hijo el mayor era más equilibrado,
pero en cuanto á carácter, allá se iba con el otro ¡Gente
interesante y temible!... Nélida y él eran más tranqui-
los, de genio siempre igual.
Hacía elogios de la hija predilecta, olvidando por
completo el incidente de la noche anterior, sin pedir
nuevas aclaraciones, librando á Ojeda de la necesidad
LOS ARGONAUTAS 481
de mentir, diciéndolo él todo, como si estuviese mejor
enterado que nadie por el solo testimonio de Nélida. Y
acompañaba sus palabras con tales sonrisas, que Fer-
nando acabó por sentirse desconcertado. «Este señor
es tonto — pensaba — , tonto como su hijo menor.» Pero
luego parecía dudar. «O tal vez es un fresco. El mayor
sinvergüenza que he conocido.»
Mientras tanto, el señor Kasper pasaba con suavidad
del elogio de su hija á hablar de los negocios de Améri-
ca, tema en el que insistió hasta el toque de mediodía,
que deshizo los grupos empujando las gentes al comedor.
Después del almuerzo muchos pasajeros, en vez de
permanecer arrellanados en los asientos del jardín como
gentes faltas de ocupación, tomaban rápidamente el café
y salían cual si fueran en busca de algo importante. Los
pupitres de los salones y del fumadero estaban ocupa-
dos por hombres y mujeres que escribían y escribían,
teniendo ante ellos un montón de cartas cerradas con las
direcciones puestas. Por encima de sus cabezas pasaban
manos rapaces, apoderándose con profusión de sobres
y pliegos. Corrían los criados, no sabiendo cómo acudir
á tan diversos llamamientos. Todos pedían lo mismo:
papel y plumas.
Se interpelaban los viajeros para implorar el prés-
tamo de un estilógrafo. Improvisábanse escritorios en-
tre las tazas de café, así como en las mesas de la cu-
bierta y sobre los pianos. Todos habían sentido de pronto
la necesidad de escribir. Al día siguiente llegaba el
Goethe á puerto, y las gentes despertaban de su ensueño
azul que había durado diez días. Se acordaban de que
existía el mundo, de que no estaban solos en el planeta,
y había una vida más allá de la oceánica extensión,
con la que iban á ponerse de nuevo en contacto.
Los hombres se apartaban de las señoras, á las que
habían cortejado hasta entonces. Ceñudos y preocupa-
dos, buscaban un rincón y mordían el cabo del palillero
ante el pliego virgen, no sabiendo cómo reanudar sus
ideas. Las mujeres parecían más graves y silenciosas,
poseídas de súbito ascetismo. Rehuían las conversacio-
nes como si fuesen arriesgadas para su virtud. Deseaban
estar solas y movían en este aislamiento su pluma len-
31
482 V. BLASCO IBÁÑEZ
tamente, con vacilaciones entre línea y línea, cual si te-
mieran decir poco ó decir demasiado.
Isidro, que no había de escribir á nadie — pues sólo
pensaba enviar á su hijo una postal con negros al bajar
á tierra — , contempló irónicamente esta fiebre grafomá-
nica. iQué de embustes sobre el papel; historias fingidas
á última hora para llenar pliegos sin que se transparen-
tase la verdad! ¡Qué de juramentos de eterno recuerdo,
cuando los pobres recuerdos de tierra no habían salido
délos equipajes y en ellos permanecían encogidos, cual
prendas sin uso, mientras el olvido y el afán de placer
sin consecuencias se habían enseñoreado del buque! . . .
Maltrana pensó que si toda esta avalancha de mentiras
se solidificase repentinamente, el pobre Goethe se iría á
fondo no pudiendo resistir tan enorme peso.
Entre los que escribían estaba Ojeda. Inclinado sobre
un velador del jardín de invierno, iba llenando pliegos,
lo mismo que en la víspera de la llegada á Tenerife.
Pero |ay! su carta era ahora un trabajo literario y re-
flexivo. Los recuerdos venían á interrumpir su escritura
como la otra vez; pero estos recuerdos no evocaban
dulce melancolía, sino vergüenza y remordimiento.
Once días escasos habían transcurrido entre las dos
cartas. ¡Qué de sucesos!... ¡Qué de traiciones y vilezas!
Sentía dudas sobre su personalidad: creía que durante
este tiempo se había verificado en él un prodigioso des-
doble. Ya no era el mismo que de todo corazón lanzaba
sobre el papel los apasionados juramentos de la pareja
wagneriana. «Alejados el uno del otro, ¿quién nos sepa-
rará?...» Estas palabras hacían levantarse en su recuer-
do, como testimonio de infidelidad, varias figuras de
mujer: Maud, Mina, aquella Nélida que rondaba por
cerca de él, que asomaba á la ventana inmediata su
rostro insolente y le hacía señas con los ojos, con los
labios, para que saliese cuanto antes.
Afortunadamente la proximidad de la tierra iba á
desvanecer esta embriaguez voluptuosa del Océano que
le había mantenido en amable inconsciencia.
El recuerdo de Teri, adormecido durante el viaje,
resurgía más vigoroso, con mayor relieve, abultado por
la luz exageradora del remordimiento. Y este remordí-
LOS ARGONAUTAS 483
miento parecía añadir un nuevo incentivo á su amor.
Era algo semejante al sacrilegio ó al parentesco, que
sazonan ciertas pasiones con el acre y atractivo perfume
de lo prohibido y lo monstruoso.
Al sentir intranquila su conciencia, adoraba á Teri
mucho más que cuando podía contemplarla sin mie-
do frente á frente. «La quiero — pensó— como no la he
querido nunca. La traición y la necesidad de hacerse
perdonar dan un interés nuevo al amor. Son como sal-
sas picantes que renuevan el gusto de un plato conoci-
do...» ;Ah, pobre Teri engañada, que tal vez no se ente-
raría nunca de estas infidelidades! El iba á expiar sus
delitos adorándola con mayor vehemencia; iba á vivir
en su imaginación una luna de miel ideal, rodeándola
de todos los esplendores de un culto, como el pecador
que se prosterna agradecido ante la imagen que perdo-
na y mira con ojos de misericordia.
Fortalecido por tales propósitos, siguió escribiendo
con más soltura é ingenuidad, como si fuese el mismo
hombre de diez días antes, y esta carta igual á la que
había enviado desde Tenerife. Pero no era el mismo;
veíase obligado á reconocerlo. Sus pecados le ligaban á
aquel buque, y mientras no saliese de él serían inútiles
sus esfuerzos para volver al pasado.
Cada vez que huían sus ojos del papel, encontraban
una sombra en la ventana. Era Nélida que se aproxima-
ba con su sonrisa audaz, sin miedo á la curiosidad de
las gentes. Tosía para indicar su impaciencia; movía
los labios, adivinándose en ellos las mudas palabras de
admirativa pasión: «¡Dueño mío... viejo... mi negro!»
Inútiles estos llamamientos. El continuaba su carta
con la memoria ocupada por el recuerdo de Teri, pero
esto no le impedía, por costumbre ó por «honradez pro-
fesional», el contestar con sonrisas y movimientos de
cabeza á las caricias silenciosas de Nélida.
Fatigada ésta de la inmovilidad de Ojeda, acabó por
apartarse de la ventana, yendo hacia el avante del pa-
seo, donde estaban Isidro y el doctor Zurita.
Miraban el horizonte como si esperasen ver tierra.
¡x\mérica! ¡Pronto verían América!... El doctor hablaba
de esto con cierta emoción. Hacía días que el buque eos-
484 V, BLASCO IBÁÍ^/^X
teaba su amado continente, pero de muy Jejos. Ahora
se aproximaba más á él. pero no se vería tierra hasta
muy entrada la noche... Y á la mañana siguiente la ba-
hía de Río Janeiro.
Nélida, que se había aproximado á los dos hombres,
saludándolos con un leve movimiento de cabeza, mira-
ba al doctor. ¡Muy simpático el viejo! Para ella todos
los hombres eran simpáticos. Debía haber sido en su ju-
ventud un buen mozo. Su hijo mayor también lo era.
Lástima grande que le gustaran tanto las coristas de la
opereta y sólo supiera hablar de París, como si en el
resto del mundo no existiesen mujeres.
Zurita saludó á la joven con un gesto de antiguo
galán y no se ocupó más de ella. ¡Interesante la mu-
chacha!... Pero él tenía su familia a bordo, sus niñas y
cuñadas, y deseaba evitar á todas ellas relaciones de
amistad que podían ser peligrosas.
Siguió hablando el doctor bajo la mirada vaga de
Nélida, que no entendía gran cosa de la conversación
de los dos hombres.
— Yo me imagino, che, lo que debieron sentir aquellos
españoles al distinguir la primera isla... La alegría con
que Rodrigo de Triana, el marinero de Colón, debió lan-
zar el grito de «¡Tierra!»
Maltrana intervino con cierto orgullo al poder lu-
cir sus conocimientos delante de Nélida. Además, su
triunfo oratorio había desarrollado en él un deseo vehe-
mente de hacer sentir á todos la autoridad y el peso de
sus palabras.
— Hay error en eso que dice usted, doctor, y que es lo
que dice igualmente casi todo el mundo. Ni el que des-
cubrió primero la tierra de x\mérica se llamó Rodrigo
de Triana, ni fué marinero de Colón.
Con tal nombre no figuraba ningún tripulante en el
primer viaje. Quien había dado el grito del descubri-
miento era un tal Rodríguez Bermejo, natural de Sevilla,
y sin duda el Almirante al hablar de él convirtió el Ro-
dríguez en Rodrigo, y añadió el Triana por haber vivido
en este barrio. Entre la gente de mar era muy frecuente
la desfiguración de nombres por apodos ó por el lugar de
nacimiento. Además, Juan Rodríguez Bermejo no fué
hOH ARuONAüTAS 485
marinero de la nao Santa Maria^ que montaba el Almi-
rante, sino de la carabela Pinta, mandada por Pinzón,
que iba siempre á la cabeza de la escuadrilla por ser la
más velera.
— Fué la Pinta la que avistó á las dos de la mañana la
isla de Guanahani, y Eodríguez Bermejo el que dio el
grito de «¡Tierra!...» Pero Colón, al volver á España,
dijo que era él mismo quien á las diez de la noche, ó sea
cuatro horas antes, había visto una luz «como una can-
delica subiendo y bajando», y que esta luz procedía
de la isla. Hay que tener en cuenta que el Almirante
estaba entonces á unas catorce leguas de la isla, y que
ésta es completamente baja, sin una colina. Imposible
verla á una hora en que la Pinta ^ que iba navegando
muy por delante, no había alcanzado todavía á distin-
guir tierra. La luz fué indudablemente la de la bitácora
de la carabela de Pinzón, que avanzaba entre la nao del
iVlmirante y la isla todavía lejana.
Calló un momento Isidro, gozándose en la curiosidad
del doctor, que le escuchaba muy atento.
— El resultado de todo esto — continuó — fué una gran
injusticia. Los reyes habían prometido una renta anual
de diez mil maravedises al primero que descubriese tie-
rra, y Colón, que no perdonaba provecho, se atribuyó
dicha pensión fundándose en lo de «la candelica». Pin-
zón, que podía atestiguar la verdad, acababa de morir,
y el pobre Eodríguez Bermejo, al verse injustamente
despojado por el grande hombre, sin que nadie atendiese
sus quejas, sintió tal desesperación, que se pasó al África
y renegó de la fe cristiana haciéndose moro. Este fué el
flnal del primero que con sus ojos vio la tierra ameri-
cana.
El doctor Zurita estaba pensativo.
— De suerte, che— murmuró — , que la vida civilizada
de nuestro hemisferio empieza por una injusticia, por un
acto de favoritismo, por el abuso de un mandón.
Maltrana asintió: así era. Y el doctor sonreía mali-
ciosamente, como si después de saber esto comprendie-
se mejor la historia del Nuevo Mundo.
XI
Al detenerse el trasatlántico después de tantos días
de marcha, una sensación de extrañeza pareció circular
por todo él, desde la quilla á lo alto de los mástiles.
Fué poco después de la salida del sol, y todos los
pasajeros, aun los menos madrug-adores, despertaron
casi á un tiempo, con el mismo sobresalto del que expe-
rimenta una dificultad repentina en sus órganos respi-
ratorios.
Habituados al suave balanceo de la cama, al movi-
miento de péndulo de las ropas colgantes, al desnivel
alternativo del piso, al escurrimiento de los objetos sobre
mesas y sillas, como algo natural en esta existencia
oceánica, sintieron todos cierta angustia viendo entrar
cuanto les rodeaba en rígida inmovilidad. El oído, acos-
tumbrado al roce incesante de las espumas en los cos-
tados del buque, al estremecimiento de la atmósfera
cortada por el impulso de la marcha, al lejano zumbido
de las máquinas, extendiendo su vibración por los mu-
ros y tabiques del gigantesco vaso de acero, acogía ahora
con extrañeza este silencio repentino, absoluto, abruma-
dor, como si el buque notase en la nada.
Adivinábase la presencia, más allá de los tragaluces
de los camarotes, de algo extraordinario. El aire era
menos puro, sin emanaciones salinas, con bocanadas de
agua en reposo, que parecían oler á marisco en descom-
posición, y junto con esto un lejano perfume de selva
bravia.
Corrió la gente á las cubiertas casi á medio vestir,
y sus ojos, habituados al infinito azul, tropezaron ruda-
mente con la visión de las tierras inmediatas, costas
LOá ARGONAUTAS 48?
negras cubiertas hasta la cima de bosques lustrosos, de
un verde tierno, como si acabase de lavarlos la lluvia.
A ambos lados del buque alzábanse las montañas que
guardan la entrada de la bahía de Río Janeiro. A popa,
el mar libre quedaba casi oculto detrás de unas islas
peñascosas con faros en sus cumbres. Frente á la proa,
la bahía enorme estaba enmascarada por el avance de
pequeños cabos que parecían cerrar el paso.
Contemplaba la gente el paisaje con la avidez de
un descubridor que tras larga navegación alcanza una
tierra desconocida, admirando la frondosidad de los
bosques tropicales, la forma original de las montañas,
todas ellas de bizarros contornos. Parecían bocetos de
una estatuaria monstruosa derramados junto al Océano,
restos del jugueteo de unas manos gigantescas que se
habían entretenido en amasar tierras y rocas. Unas altu-
ras eran cónicas, de regular esbeltez; otras evocaban la
imagen de una nariz colosal, de una frente con pesta-
ñas, de un mentón voluntarioso.
Estos perfiles se prestaban á diversas combinacio-
nes imaginativas, como las nubes de una puesta de sol.
Algunos pasajeros conocedores de la bahía enseñaban
á los demás «el hombre que duerme», una sucesión
de cumbres y mesetas que en su conjunto imitaban el
contorno de un gigante entregado al sueño, con la cara
en alto.
Semejantes por sus formas al titubeante ensayo de
una naturaleza en estado de infantilidad ó á las prime-
ras intentonas artísticas de un cerebro primitivo, estas
montañas eran de un basalto negruzco, que traía á la
memoria la corteza rugosa de la higuera ó la dura piel
del elefante. Entre los bloques, allí donde se había amon-
tonado un poco de humus, elevábase triunfador el bosque
tropical, compacta masa de intensa verdura — rayada de
blanco por los troncos de los árboles — que invadía to-
das las pendientes desde las riberas, en cuyas rocas
peinaba el mar sus espumas, hasta las cumbres, rema-
tadas por torres de vigía y baluartes fortificados.
El cocotero y la palmera daban al paisaje un tono
de exotismo para la mirada de los europeos. Acostum-
brados al pino parasol de las bahías mediterráneas y á
488 V. BLASCO iBÁÑaa
los abetos de los puertos del Norte, saludaban con en-
tusiasmo esta vegetación exuberante, que evocaba en
su memoria antig'uas lecturas de viajes, hazañas de
aventureros, cabanas de bambú, saltos de ñeras, bailes
de negros. Era América tal como la habían soñado: al
fin iban á sentar el pie en el nuevo continente... Y la pal-
mera grácil, coronada por el amplio surtidor de sus hojas
barnizadas, extendíase por todo el paisaje, formando
grupos en torno de las blancas construcciones de la
playa, remontando los caminos en doble fila, tendién-
dose sobre las mesetas en apretados bosques, festonean-
do las cumbres con la esbeltez de su tallo, que la hacía
destacarse sobre el cielo lo mismo que el estallido de un
cohete verde.
El vapor permaneció inmóvil algún tiempo esperan-
do la llegada del práctico. Nadie alcanzaba á ver la
ciudad, oculta detrás de los repliegues del terreno. Una
neblina roja, flotando á ras del agua, ensombrecía el
último término de la bahía enorme, comparable á un
mar interior oprimido entre montañas.
Los que habían presenciado poco antes la salida del
sol recordaban admirados el espectáculo. Era un astro
de monstruosas proporciones hasta parecer distinto al
del otro hemisferio, inflamado al rojo blanco y que lo
incendió todo con su presencia: aguas, tierras y cielo.
La aparición había sido rápida, fulminante, sin el anun-
cio de nubéculas rosadas ni gradaciones de luz, sin
asomar poco á poco su esfera como en los amaneceres
del viejo mundo. Se había roto el horizonte en llamas lo
mismo que en una explosión, surgiendo el astro cielo
arriba cual un proyectil inflamado, para no detenerse
hasta que su reflejo trcizó una ancha faja de resplan-
dor sobre las aguas de la bahía. Y de esta faja, que
ondulaba como el galope de un rebaño luminoso, esca-
pábanse fragmentos de oro que venían al encuentro
del buque, se deslizaban por sus flancos y huían entre
las espumas que levantaban las hélices, puestas de nue-
vo en movimiento.
Brillaban los peñascos de basalto semejantes á blo-
ques de metal; centelleaban cual si fuesen proyectores
eléctricos los tejados y los vidrios de las casas de la
LOS ARGONAUTAS 489
playa; los bosques despedían luz; cada hoja era un es-
pejo. Los remates de las torres y los mástiles de los bu-
ques anclados en la bahía serpentea'jan como espadas
ígneas por encima de la niebla.
Avanzó el Goethe por la embocadura con majestuosa
lentitud, partiendo las aguas de fuego, deslizándose
ante las pendientes boscosas, cuyo verdor estaba inte-
rrumpido á trechos por la mampostería de unas fortifi-
caciones viejas, de teatral inutilidad. Las baterías mo-
dernas, ocultas en el suelo, apenas si se delataban por
las gibas de sus cúpulas movibles.
Las magnificencias interiores de la bahía iban des-
arrollándose ante la muchedumbre agolpada en las bor-
das del trasatlántico. Aparecían entre los cabos de
basalto coronados de vegetación extensas playas con
pueblecitos de color rosa, torres de iglesia blancas, re-
matadas por una cúpula de azulejos. Estas construccio-
nes, que recordaban por sus formas la originaria arqui-
tectura portuguesa, adquirían un aspecto criollo con el
adorno del cocotero, el banano y otras plantas tropica-
les, formando bosques en torno de ellas.
Una ciudad flotante pareció surgir del fondo de la
bahía así como avanzaba el Goethe^ elevando sobre la
inmensa copa azul las líneas obscuras de sus chimeneas,
mástiles y cascos. Eran construcciones monstruosas eri-
zadas de cañones, acorazados de color verdoso, ligeros
avisos, buques mercantes de todas las banderas. Por las
calles y encrucijadas de esta urbe flotante que descansa-
ba sobre sus anclas pasaban y repasaban, diminutos y
movedizos como insectos acuáticos, botes y lanchas de
diversos colores, con penachos de humo, velas izadas, ó
moviéndose solos sin un propulsor visible.
Comenzaron á verse fragmentos de la gran ciudad.
El núcleo principal ocultábanlo unas colinas, pero por
detrás de ellas asomaron cual blancos tentáculos los bu-
levares vecinos al mar, las luengas barriadas que la
ponían en contacto con los pueblos inmediatos. Frente
á Río Janeiro, en la ribera opuesta de la bahía, alzá-
base otra ciudad blanca, Nictheroy. Enviábanse las dos
por encima de la enorme extensión azul el centelleo
de sus techumbres y vidrieras, convertidas por el sol en
490 V. BLASCO IBÁNEZ
placas de fuego. Unos vapores, iguales á casas flotan-
tes, iban de una á otra orilla estableciendo la comunica-
ción entre ambas poblaciones.
Así como avanzaba el trasatlántico, parecían despe-
garse de las costas jardines enteros, con vistosas cons-
trucciones; colinas que sustentaban cuarteles y fuer-
tes; pedazos de roca lisa sobre cuyo lomo de elefante se
redondeaban las cúpulas de una batería. Eran islas se-
paradas de la tierra ñrme por estrechos canales. En
otros sitios se introducía el mar tierra adentro formando
hermosas ensenadas, con paseos frondosos y blancos
palacios en sus bordes. Desde el buque alcanzábase á
ver el paso veloz de los automóviles por estas riberas.
Los pasajeros conocedores de la ciudad iban señalan-
do en las montañas más abruptas unos rosarios de hor-
migas que rampaban entre la obscura vegetación: tran-
vías funiculares, de una pendiente casi vertical; vagones
colgantes que escalaban las cumbres de bizarras formas,
puntiagudas como agujas, corcovadas cual una joroba
gigantesca, enhiestas y finas lo mismo que un minarete
ó un hierro de lanza.
Iba aproximándose el Goethe á la ciudad. Apareció
ésta detrás de dos islas coronadas de palmeras, avan-
zando sus primeras casas entre pequeñas colinas, que
afectaban la forma de panes de azúcar. Las construc-
ciones destacaban sus fachadas de un rojo veneciano
ó amarillas sobre la masa obscura de los jardines. Nave-
gaba el trasatlántico en aguas pobladas de reflejos. Los
buques y los edificios se reproducían invertidos en su
profundidad. Ondulaban en este espejo los mástiles y las
arboledas como serpientes de varios colores. El Goethe^
al avanzar, rompía en mil pedazos este mundo fantásti-
co y los fragmentos de barcos y casas alejábanse en los
repliegues de las aguas temblonas, sobre las cuales
aleteaban las gaviotas.
Kompió á tocar la música del trasatlántico una mar-
cha con belicosa trompetería. Los pasajeros del castillo
central admiraban los esplendores de la bahía. La mu-
chedumbre emigrante, amontonada en la proa y la popa,
gritaba sin saber por qué, deseando exteriorizar su ale-
gría, saludando con una explosión de vítores, bramidos
LOS ARGONAUTAS 491
y silbidos á los buques inmóviles que quedaban atrás
del Goethe. Y en las cubiertas de estas naves los tripu-
lantes, arremangados, interrumpían las faenas de la
limpieza para responder al popular saludo con un gri-
terío idéntico. En torno del trasatlántico comenzó á
evolucionar un enjambre de vaporcitos y lanchas auto-
móviles con gentes ansiosas de subir á su cubierta. Cru-
zábanse entre ellas y los de arriba gritos de saludo,
agitaciones de pañuelos.
Se despedían los compañeros de viaje con generosos
ofrecimientos, á pesar de que unos y otros tenían la cer-
teza de no volver á verse. Cambiábanse tarjetas con
profusión. Los caballeros brasileños besaban las manos
de las damas y se inclinaban por última vez con solem-
ne cortesía. Ofrecían sus casas en remotos lugares del
interior, y los que continuaban el viaje sonreían agra-
decidos, cual si pensasen hacerles una visita dentro de
breve plazo.
Todos se habían vestido con trajes de calle; lo mismo
los que se quedaban en Río Janeiro que los que conti-
nuaban la navegación. Estos últimos eran los más im-
pacientes por bajar á tierra. Tenían las horas contadas
para visitar la ciudad, j el retraso del buque en acer-
carse al muelle era acogido por algunas mujeres con
pataleos de impaciencia, como si temiesen no desem-
barcar á tiempo y que la mágica urbe de belleza tro-
pical se desvaneciese de pronto.
Así como el trasatlántico av¿inzaba tierra adentro,
cada vez con mayor lentitud, hacíase sentir un calor
húmedo, asfixiante. Ya no soplaba la brisa del Océano
libre, aumentada por la velocidad de la marcha. El
buque, casi inmóvil, caldeábase con la temperatura de
aquel pedazo de mar encerrado entre montañas. Y todos
pensaban en lo que sería este calor cuando llegasen á
tierra. Los cuellos almidonados y brillantes empezaban
á reblandecerse; las manos enguantadas sufrían el tor-
mento del encierro. Muchos empezaban á arrepentirse
de su afán de acicalamiento, que les había hecho susti-
tuir los blancos trajes de á bordo con otros más elegan-
tes, pero calurosos.
Ojeda encontró á Nélida que venía en busca de él;
492 V. BLASCO IBÁÍÍEZ
pero una Nélida casi desconocida, con gran sombrero
cargado de flores y un traje vistoso. Era la primera vez
c^ue la veía así. Le gustaba más la otra; la de la ca-
beza descubierta, la blusa blanca ó el kimono suelto.
Encontraba ahora en ella cierto aire torpe de burgués i-
11a endomingada.
Pero la joven, sin adivinar estos pensamientos, apro-
vechó el desorden de la cubierta para intentar una vez
más su seducción. Si Fernando quería, aun estaban á
tiempo. Guardaba ella en un bolso pendiente de la dies-
tra, su dinero, sus alhajillas, todo lo de algún valor que
podía servir para la fuga. El no tenía más que ordenar
que echasen su equipaje á tierra: Nélida abandonaría
gustosa el suyo. Les era fácil escabullirse en la confu-
sión del desembarco.
Ojeda, en vez de contestar afirmativamente, pare-
cía compadecerse de ella, con la misma conmiseración
que si fuese una enferma. ¡Ah cabeza loca!... Bastante
la había hablado en la noche anterior para hacerla com-
prender lo absurdo de su proposición. Luego se había
marchado cabizbaja, sin invitarle á que la siguiese á
su camarote y sin mostrar deseos de ir al suyo, con visi-
ble malhumor, pero convencida en apariencia. Y ahora,
después de una noche de reflexión, tornaba con las mis-
mas proposiciones, como si en su pensamiento movedizo
no pudiese abrir surco el consejo ajeno.
— Si tú no quieres — insistió ella con eniurruñamien-
to — , si te niegas á acompañarme, huiré sola. No te nece-
sito: empiezo á conocerte. Un egoísta... como todos.
Exaltándose con sus propias palabras le miró hostil-
mente y aproximó su rostro á él como si le costase tra-
bajo emitir la voz, enronquecida de pronto.
—No me quieres. No me has querido nunca. Te has bur-
lado de mí... ¡Y yo que te creía distinto á los demás!...
;Ah! si estuviésemos solos... ¡Si estuviésemos solos!
Oprimió convulsivamente el puño de una sombrilla
que la servía de apoyo, mientras un fulgor de acometi-
vidad pasaba por sus ojos. Resurgió en ella la educación
de los primeros años. Era la niña de estancia acostum-
brada á presenciar las peleas de los peones y las crueles
hazañas de su hermano.
LOS ARGONAUTAS 493
Pero no tardó en aiTepentirse de su cólera.. Era de-
mostrar tristeza y despecho por la negativa de aquel
hombre. Prefirió reir, con una risa forzada, insolente,
despectiva.
— Adiós; no me hables más; como si nunca nos hubié-
semos conocido... La culpa la tengo yo por haberte
hecho caso.
El despecho la hacía olvidarse de quién había sido
el primero en desear la aproximación. Ella sólo podía
imaginarse á los hombres marchando suplicantes tras de
sus pasos y diciendo la palabra inicial. Se apartó de
Ojeda con gesto pensativo, buscando un insulto que co-
nocía de muchos años antes, tal vez desde que aprendió
á hablar, pero del cual no podía acordarse. De pronto
sonrió con pueril expresión de venganza. «¡Gallego!...»
Y le volvió la espalda, orgullosa de este saludo de des-
pedida.
Fernando se encogió de hombros, satisfecho y mo-
lesto al mivsmo tiempo. Llegaba la deseada liquidación
de su vida oceánica. Había bastado que el buque se
aproximase á tierra para que se rompiesen por sí solas
todas las relaciones establecidas en el curso de la nave-
gación. Nélida huía; la pobre Mina se ocultaba como si
experimentase mayor vergüenza que él; Maud apenas
era un vago recuerdo. . .
Pasó la norteamericana varias veces junto á él, sin
reparar en su persona, y hasta lo empujó en una de
estas evoluciones. Iba trémula, de un costado á otro del
buque, erguida dentro de un elegante vestido de viaje,
notante sobre su espalda un largo velo y agitando un
pañuelito en la diestra. Sonreía á un bote automóvil
que evolucionaba en torno del trasatlántico. En la popa
de aquél estaba sentado un mocetón con pantalones de
franela blanca, sombrero de paja y una flor en la solapa
de su americana azul. Ojeda lo reconoció, recordando
la fotografía entrevista una vez: era míster Power.
Acababa de detenerse el buque, bajando su escala
para recibir á los empleados del puerto encargados de
revisar sus papeles. Aparecieron en las cubiertas varios
marineros mulatos ó blancos, pero todos por igual de
obscura tez y extremadamente enjutos de carnes. Ei^an
494 V. BLASCO IBÁÑBZ
la escolta de los funcionarios del puerto. Saludaron éstos
á la oficialidad del buque con grandes curvas de sus
chapeos de paja, y entraron luego en el comedor, donde
estaban extendidos los documentos entre botellas de
cerveza hamburguesa.
Con estos brasileños subieron muchos de los que es-
peraban en los botes. Ojeda vio que Maud se abalanza-
ba hacia la escalera de los salones. Míster Power en-
tró al mismo tiempo en la cubierta con toda la lozanía
de su atlética belleza para recibir conmovido y ruboro-
so el abrazo violento de la señora, que casi se colgó
de su cuello. Llovieron besos sobre su bigote recortado,
besos raidosos, que á Fernando le pareció que iban de-
dicados á su persona con una intención maligna. Fingía
no verle, estaba de espaldas á él, pero no por esto igno-
raba su presencia.
— ¡Esta mujer!... — exclamaba Ojeda mentalmente — .
¿Qué mal le he hecho yo? ¿Por qué ese deseo de hacerme
rabiar, como si quisiera vengarse de algo?...
Sorprendió una rápida mirada de ella, pero no pudo
ver más. Mrs. Power tiraba de su marido. jAh, su gran-
dote! ;Su grandote adorado! ¡Las cosas que tenía que
contarle!... Y desaparecieron en apretado grupo, con di-
rección al camarote, como si á ella le faltase el tiempo
para dar sus noticias á aquel buen mozo que la seguía
con ojos admirativos y sumisos.
Otra que se marchaba odiándole, pero sin quejas ni
reclamaciones. ¡Adiós para siempre!... ¡Que fuera muv
feliz!
La voz de Maltrana sonó detrás de él, respondiendo
á su pensamiento.
— No me negará usted que ha sido una escena tierní-
sima. ¡Qué manera de dar besos tiene esa señora!... Y el
simpático míster tranquilo y dichoso, sin ocurrírsele que
en uno de estos buques, en mitad del Océano, pueden
ocurrir muchas cosas.
Vio iniciarse un gesto de desagrado en la cara de
su amigo por la imprudencia de tales palabras, y se
apresuró á cambiar de conversación, fijándose en «el
hombre lúgubre» , que estaba á pocos pasos de ellos con-
templando la ciudad.
LOS ARGONAUTAS 495
—Mírelo... tan tranquilo, como quien no teme nada.
Pero toda su calma debe ser pura comedia: por dentro
quisiera yo verle. Debe temer que le echen el guante de
un momento á otro. Aquel bote de la Aduana con ma-
rineros y soldados debe venir por él . . . Siento mucho no
presenciar la escena; debe ser interesante la apertura
del camarote misterioso... Pero el deber es el deber, y
apenas toquemos en el muelle me lanzo á tierra con
los míos.
Se contemplaba de los pies á los hombros, satisfecho
de su aspecto, enfundado en un traje de lanilla negra,
que le hacía sudar, ocultas las manos en guantes obscuros
y sosteniendo en una de ellas un saquito de viaje.
No era este equipo el más cómodo para bajar á la
calurosa ciudad de Río Janeiro; pero el honor, así como
tiene sus exigencias, tiene igualmente sus uniformes, y
el juez supremo de un encuentro estaba obligado á pre-
sentarse con el ceremonial propio de su grave investi-
dura. En el saquito de mano llevaba las dos armas que
había podido juntar para el combate, después de largas
rebuscas y comparaciones entre los revólveres de los
pasajeros.
Los otros padrinos, que se veían mezclados en un
duelo por vez primera, no le ayudaban en nada alegan-
do su ignorancia. Isidro á última hora dudaba de su
trabajo. Tal vez resultase el encuentro algo en desacuer-
do con las reglas, pero el tiempo apremiaba, sólo podían
disponer de unas horas y él había hecho todo lo que
creía oportuno. La busca de lugar para el combate era
lo que más le preocupaba en esta tierra desconocida.
Unos muchachos argentinos, recordando sus paseos por
Río Janeiro al ir á Europa, se ofrecían á guiarle á cam-
bio de presenciar el duelo.
Algunos pasajeros, reparando en Maltrana y su fú-
nebre aspecto, le pedían noticias. ¿Pero decididamente
iban á llevar adelante aquella locura?... La proximidad
de la tierra parecía devolver el buen sentido á las gen-
tes. Otros, que habían admirado el día anterior estos
preparativos de muerte, se reían ahora de ellos. La ma-
yoría no se acordaba del suceso. Toda su atención se
concentraba en el deseo de pisar cuanto antes aquella
496 V. BLASCO IBÁ.ÑE?^
tierra maravillosa, para comprar flores, comer frutas
frescas y tomar asiento en un café de la Avenida Cen-
tral viendo caras nuevas.
Uno de los testigos, comerciante alemán, sentíase
influenciado de pronto por la opinión de los más y apela-
ba al buen sentido de aquel señor que hablaba en público
con tanto éxito. «Señor Maltrana: ¿no era absurdo que
dos hombres de bien como ellos se prestasen á esta ni-
ñada peligrosa?... ¿No estaban á tiempo para que los
adversarios escuchasen una buena palabra?...» A él le
obedecería su compatriota, representante de una casa
honorable, que no podía comprometer su prestigio y sus
muestrarios en locuras impropias de la seriedad comer-
cial. Que el orador, con su poderosa labia, se encargase
de convencer al belicoso barón.
Debían bajar juntos, pero solamente para almorzar
en un buen hotel, dándose explicaciones los dos riva-
les; y él, por amor á la buena amistad y la concor-
dia, iría hasta el sacriflcio, pagando el champan á
toda la compañía... Pero el señor Maltrana cerraba los
oídos á tales intentos de seducción. Estaban por en-
medio el prestigio de un uniforme, el honor de un sa-
ble, prendas que él no había visto nunca, pero que im-
pedían toda concordia, manteniendo al belga en su
guerrera tenacidad.
Un joven argentino iba desde el día anterior detrás
de Maltrana, participando con cierta admiración en sus
preparativos, ayudándole en la busca de las armas,
consultando á los camaradas que conocían los alrede-
dores de Eío Janeiro para escoger el lugar del combate.
Nunca había presenciado duelos y mostraba gran inte-
rés por ver uno de cerca.
Nacido en una provincia del interior, con la tez algo
cobriza, las cejas en ángulo y el pelo duro y espeso, «el
amigo Gómez», como le llamaba Isidro con su fraternal
exuberancia, mostraba un entusiasmo reconcentrado al
hablar de armas y peleas. Aunque vestía á la última
moda, con minuciosa corrección, repitiendo los gestos
y frases aprendidos durante un año de gran vida euro-
pea, este gentleman de tez amarillenta se ponía de color
de ladrillo y le brillaban los ojos siempre que giraba
LOS ARGONAUTAS 497
la conversación sobre actos de valor y escenas de muer-
te, como si resucitase en su sangre la acometividad de
los abuelos españoles y los abuelos indígenas entrevera-
dos en luengos siglos de peleas.
Había oído muchos tiros y visto caer algunos cadá-
veres. Por tradiciones de familia se mezclaba allá en su
provincia en las cosas de la política. Cada elección era
una batalla. Los peones iban á votar en cuadrilla detrás
de él con el revólver ó el cuchillo al cinto. Insultaban
los del gobierno: intervenía la policía en favor de éstos;
descarga general de una parte y de otra; muertos que
se desplomaban sobre la urna de la elección, balazos
curados secretamente en un rancho apartado, sin inter-
vención de médico ni de juez... ¡y hasta la otra!... El ya
sabía con qué gestos mueren los hombres; pero desafío,
tal como aparece en comedias y novelas, no había visto
ninguno, y sentía impacientes deseos de presenciar esta
ceremonia mortal, respetándola de avance como algo
misterioso, de imponente liturgia, digno de asombro
cual todas las cosas extraordinarias que había admira-
do en Europa. Por esto agradecía los ademanes protec-
tores de Maltrana, su promesa de llevarle con él para
que presenciara el encuentro en lugar preferente, sin
perder detalle.
Acababa de detenerse el Goethe Junto á un amplio
muelle lleno de gentío. Entre las familias que esperaban
á los pasajeros, vestidas todas de colores claros y con
sombreros de paja, destacábanse algunos grupos de
cargadores negros, que eran objeto de admiración para
los niños y criadas de á bordo. El muelle estaba cerra-
do por una verja, detrás de la cual formábanse en filas
los automóviles de alquiler esperando á los desembar-
cantes. La Avenida Central abría en último término su
amplia perspectiva, con edificios de diversos estilos re-
matados por torres puntiagudas y aceras de pedernales
blancos y negros formando mosaico.
Empujáronse los viajeros en las inmediaciones de
la escala, que descansaba ya sobre el muelle. Todos
querían salir á un tiempo, como si á sus espaldas se des-
arrollase un peligro, y apenas pisaban tierra llamában-
se unos á otros formando grupos. Caminaban con len-
32
498 V. BLASCO IBÁÑBZ
titud , cual si extrañasen el suelo firme , aceptando
inmediatamente las ofertas de los guías y los conducto-
res de automóviles. Sentían un ansia de novedad, de
verlo todo de una vez, como descubridores que acaba-
sen de abordar á una tierra desconocida.
Disponían de poco tiempo. Junto á la escala, el ma-
yordomo y los camareros repetían á los fugitivos que
el vapor iba á partir á las doce en punto: ni un minuto
de retraso.
Ojeda se vio solo en el muelle. Casi todos los pasaje-
ros estaban ya en la Avenida. Isidro había salido de
los primeros con la gravedad de un notario, vestido de
negro, sin soltar el bolso, volviendo la cabeza para re-
contar su gente: los adversarios, los padrinos, «el amigo
Gómez» en clase de protegido suyo y dos jóvenes argen-
tinos agregados á la partida con el carácter de especta-
dores. Habían ocupado tres automóviles, saliendo en fila
á toda velocidad, piloteados por Gómez, que señalaba
el rumbo desde el pescante del primer vehículo. ;A mo-
rir los caballeros!...
Aceptó Fernando los ofrecimientos de un chofer mu-
lato, y fiado á su capricho, emprendió una excursión
por Eío Janeiro. Casi tendido en el automóvil contem-
pló el desfile de calles y paseos, que volvían ahora á su
memoria como vagas imágenes de viajes anteriores,
pero con grandes reformas.
Corrió la Avenida, poco concurrida á aquella hora
matinal. Sus preocupaciones de europeo, le hicieron sen-
tir extrañeza al ver junto á los negros mal pergeñados
y las negras hinchadas, de jeta monstruosa con un pa-
ñuelo arrollado sobre la cabeza crespa, otros de la misma
raza, vestidos elegantemente, moviendo con petulan-
cia su bastón y con una flor en la solapa. Damas de
idéntico color ostentaban las últimas modas de París,
balanceando con orgullo las caderas y sus enormes ve-
cindades, avanzando el belfo desdeñoso bajo el ala de
un sombrero floreado.
Luego pasó por las avenidas de Bota Fuogo y Beira-
Mar, viendo á un lado el terso azul de las ensenadas y
al otro palacios y hoteles modernos con sus jardines de
tropical vegetación, en los que predominalDa la hoja
LOS ARGONAUTAS 499
ancha y abaniqueante. De vez en cuando abríanse en
estas masas de construcciones recientes calles angostas
con una doble üla de palmeras. Extendían sus plumajes
íi una altura tres ó cuatro veces mayor que la de los
edificios, rectas como los ínsteles de una columnata, ali-
neadas lo mismo que una tropa de soldados viejos, y
ofreciendo en el fondo la rápida visión de un palacete
de láctea blancura.
Otras veces era una iglesia la que aparecía igual-
mente blanca, de una alba intensidad, sólo comparable
á la de la espuma, con caperuza de tejas verdes y azu-
les, y en torno de ella gráciles palmeras y rosales gi-
gantescos.
Fernando, ante estos vestigios de la época del Im-
perio, evocaba en su imaginación el típico caballero
del Brasil tradicional tal como lo había visto en libros
y grabados: galante en sus maneras, sentimental y poé-
tico como un lusitano, la cara enjuta y pálida, con an-
cha perilla, sudando bajo la levita negra y el cilindro
lustroso del sombrero de copa, un quitasol en el brazo
y unos pantalones blancos de hilo por toda concesión al
clima de su país esplendoroso.
El automóvil lo llevó hasta una playa á través de
desfiladeros y túneles perforados en el basalto, después
de los cuales reaparecía el caserío. Siguió caminos abier-
tos en cornisa entre la bahía luminosa y unas pendien-
tes casi verticales cubiertas de bosques de un verde me-
tálico. Atravesó suburbios poblados por gente de raza
africana, en los cuales el sonido de la trompa hacía
asomar á las puertas unas negras enormes, tetudas,
encorvadas por el volumen de sus vientres colgantes,
y hacía correr tras de las ruedas un sinnúmero de pe-
queños diablos desnudos, con la cabeza como una bola
de estopa aceitosa, ostentando en mitad del abdomen el
ombligo en relieve igual á un botón.
Pasó Ojeda mucho rato en el Jardín Botánico, ad-
mirando las gigantescas palmeras. Resquebrajadas por
una larga vida, sonoras al golpe lo mismo que colum-
nas huecas, iban saltando cual escamas de vejez los ra-
majes secos y las cortezas, con un estrépito agrandado
por la altura del desplome. La proximidad de una mon-
500 V. BLASCO IBÁÑHZ
taña, cerrando el paso á toda brisa, hacía más intenso
el calor.
Huyó sudoroso de este invernáculo, y otra vez le
llevó el automóvil á la Avenida, como si diese por agota-
das las novedades de la ciudad. El chofer hablaba de los
hermosos alrededores, se ofrecía para llevarle á Ti juca,
ponderando la maravillosa frondosidad de sus bosques.
En la terraza de un café se agitó una sombrilla con
movimientos de saludo. Luego dos personas abandona-
ron una mesa corriendo hacia el automóvil, que se de-
tuvo instantáneamente. Eran Nélida y su hermano.
Sonrió ella á Fernando como si nada hubiese ocu-
rrido entre los dos, acariciándole con sus ojos. El her-
mano experimentó una rápida simpatía por Ojeda al
verle en automóvil y sonrió igualmente, alabando el
buen aspecto del vehículo. Se contenía para no saltar al
pescante tomando asiento al lado del conductor.
Nélida se lamentó de la pesadez de sus padres. Im-
posible ver nada con estos viejos. Habían dado un rápi-
do paseo por la ciudad, y allí estaban, en la terraza del
café, agobiados por el calor, habland.o de volverse al
buque, sin fuerzas para emprender una nueva excur-
sión. Y ella y su hermano protestaban, ansiosos de ver-
lo todo.
— Llévanos contigo — murmuró al oído de Fernando.
Y sin esperar su aprobación dio algunos pasos hacia
el café para hablar con sus padres, pero sin acercarse á
ellos. «Papá, mamá: nos vamos con el señor Ojeda.»
Tampoco se tomó el trabajo de escuchar su respuesta.
Dio un empujón al hermano. «Anda, zonzo; trépate en
el automóvil al lado del chofer.» Y mientras el zonzo la
obedecía, ella se sentó junto á su amante. Partió el ve-
hículo á toda velocidad, sin que ninguno de ellos pudiese
oir las recomendaciones que hacía la madre incorpora-
da en su asiento.
Ojeda no sabía adonde ir y consultó á Nélida. «A
un sitio lindo», repitió ésta varias veces. Y el chofer,
como si después de tales palabras fuese imposible una
equivocación, emprendió el camino de Ti juca.
Ella tomó una mano del amante entre las suyas, y
al recostarse en el asiento casi descansó la cabeza en
LOS ARGONAUTAS 501
SU hombro. Mostrábase arrepentida de su escena en el
buque pocas horas antes. Fernando conocía su carác-
ter; debía perdonarla. Y con este deseo de perdón, faltó
poco para que lo besase en plena calle.
Pasaban junto á ellos otros automóviles descubier-
tos con pasajeros del Goethe, Parecía haberse multi-
plicado su número prodigiosamente al fraccionarse en
grupos. Casi todos los automóviles que rodaban á aque-
lla hora por la ciudad estaban ocupados por ellos. Se
les veía igualmente en los tranvías ó estacionados en
las puertas de tiendas y cafés. Saludábanse con espon-
táneo gozo, manoteando y gritando cual si fuesen com-
patriotas que se tropezaban después de larga ausencia.
Alarmado Fernando por estos encuentros, recomen-
dó á la joven cierta prudencia en su actitud. Podían
verlos: después serían los comentarios en el buque.
Además, señalaba al hermano sentado á dos pasos de
ellos, mostrándoles la espalda, mientras intentaba asom-
brar al chofer con su vasta erudición en marcas de
automóviles. Pero Nélida levantó los hombros. ¡Lo que
le importaba aquel tonto! ¡Ojalá arreglase Dios las cosas
de modo que cayese del asiento y las ruedas lo con-
virtieran en papilla!...
Luego apretaba la mano de Fernando con más fuerza,
mirándose en sus ojos.
— Yiejito mío: di que me perdonas... ¡Ay si tú qui-
sieras! ¡Si tú quisieras!
Otra vez despertó en ella el deseo de la fuga. Hablaba
de esto sin recato, como si el hermano no pudiese oiría.
Aquel infeliz no existía para ella: lo despreciaba. Y sin
embargo, por una contradicción de su carácter, sentía
á la vez gran miedo pensando en lo que podría decir
cuando llegase á Buenos Aires.
Aun estaban á tiempo. Ella imploraba la conformidad
de Fernando con ojos suplicantes. Abandonarían al her-
mano con cualquier pretexto, y éste se volvería al buque
con sus padres, cansado de esperar.
Pero Ojeda acogió tales proposiciones con una son-
risa de conmiseración. Era una loca: inútil todo esfuer-
zo para disuadirla. Ella apeló entonces á las lágrimas,
último recurso de toda mujer; y Fernando, para dis-
502 V. BLASOO IBÁÑBZ
traerla, comenzó á ensalzar la belleza del paisaje. In-
terrumpía sus desesperadas reflexiones con llamamien-
tos para que fijara los ojos en la tupida arboleda y la
maravillosa vista de la bahía. El remedio fué eficaz.
— No me quieres: me has engañado — gemía Nélida — .
Me dejas ir al encuentro de mi hermano. Tú serás res-
ponsable de lo que ocurra.
Y cuando más afligida parecía, la vista de un arro-
yuelo entre las peñas, de un árbol enorme, ó del mar
lejano, ofreciéndose á través de la columnata de tron-
cos, la hacían incorporarse en su asiento á impulsos del
entusiasmo y sonreir complacida, mientras unas lágri-
mas retrasadas se desplomaban de sus párpados enroje-
ciendo la nariz.
El automóvil había dejado atrás los suburbios de Río
Janeiro. Subía por un camino tortuoso entre bosques
hacia el poblado de Boa Vista, y á cada revuelta agran-
dábase el panorama y era más fresco el viento.
A un lado de la pendiente extendía la montaña su rá-
pido declive de rocas obscuras de una rugosidad paqui-
dérmica. El humus fecundo, la temperatura tropical, la
humedad que manaba por todas partes habían cubierto
estas laderas de prodigiosa vegetación.
Surgía de la tierra amontonada entre los bloques
negros, de las grietas y oquedades de la piedra, como
si ésta tuviese en aquel paisaje maravilloso un poder de
fecundidad. Estos árboles, de un verde obscuro, tenían
las hojas charoladas, sin la más tenue veladura de
polvo, cual si estuviesen recién lavados. Sus troncos no
alcanzaban un diámetro grande; más bien parecían
gláciles y débiles por su recta esbeltez y su altura enor-
me. La humedad, que refrescaba continuamente sus
raíces, les hacía crecer apretados como los tallos de la
hierba. El ansia de recibir la caricia del sol impulsá-
balos hacia arriba atropelladamente, pugnando por so-
brepasarse unos á otros. Eran á modo de hebras de una
extensa cabellera verde.
La fuerza vital de cada árbol expandíase en línea
recta, sin encontrar espacio suficiente para ensancharse
en esta aglomeración. Los troncos, esbeltos y altísimos,
tenían en su remate una copa reducida, pero su enorme
LOS ARGONAUTAS 503
cantidad formaba una compacta masa verde, una bóve-
da que mantenía al suelo en perpetua sombra. Al filtrar-
se los rayos de sol por el caparazón de hojas llegaban á
la tierra húmeda como varillas de oro atravesando obli-
cuamente la penumbra de un subterráneo.
En esta semiobscuridad movíanse insectos de alas
vistosas; correteaban escarabajos de colores; desarrolla-
ban su serpenteo los hilos de agua rezumada por la pie-
dra, uniéndose en arroyos que descendían rumorosos
por los bordes del camino. Sobre la masa uniforme del
bosque elevaban las palmeras sus alminares empena-
chados. Algunos troncos, faltos de hojas, cubríanse de
colgantes pabellones de fibras semejantes á vestiduras
que cayesen en andrajos.
Al otro lado del camino, por entre la empalizada de
los troncos y las copas de los árboles crecidos en la
pendiente, mostrábanse á cada revuelta la ciudad y la
bahía. Las masas de techumbres rojas y pardas estaban
igualadas por la distancia. Avenidas y calles formaban
un entrecruzamiento regular de blancas cintas. Notába-
se en ellas el movimiento humano como un hormigueo
apenas perceptible. A trechos lo cortaba el rápido desli-
zamiento de algunos puntos brillantes: automóviles y
tranvías. Emergían muchas torres sobre este caserío:
unas albas ó rosadas con caperuzas de tejas de colores,
otras de férreo y puntiagudo casquete con paredes de
cemento. Y sirviendo de fondo al panorama, la enorme y
tranquila copa de la bahía, con su terso azul moteado
de buques, orlada de blancos pueblecitos y encerrada
entre montañas negras de perfiles casi humanos.
El chofer iba mostrando con patriótico orgullo las
nuevas bellezas que ofrecía el paisaje á cada golpe de
su volante. Daba nombres á las aglomeraciones de case-
ríos y á los picos gibosos de las cumbres. Hablaba de las
bellezas de Tijuca que aun estaban por ver: la Casca-
tíiihay una caída de agua más allá del Alto de Boa
Vista; la Cascada Grande, la Mesa, do Im^perador , las
Grutas de Agaziz, la «Gruta de Pablo y Virginia».
Nélida palmoteo de entusiasmo al oir el último nom-
bre. Quería ver cuanto antes este lugar. Recordaba
vagamente un libro que había leído con el mismo título.
504 V. BLASCO IBÁÑISZ
Era una historia de amor, y esto bastaba para excitar
su curiosidad.
— Vamos á ver en seguida lo de Pablo y Virginia
—exigió con su ímpetu de niña caprichosa — . Debe ser
muy lindo... Yo no sabía que eran de este país.
Llegó el automóvil al Alto de Boa Vista, extensa
plaza limitada por el bosque y unas casas bajas, con
jardines en el centro y un kiosco de conciertos. Volvió el
vehículo á sumirse en la penumbra de la arboleda por un
camino estrecho y pendiente. La vegetación era más den-
sa, más salvaje, aglomerándose en los declives de ba-
rrancos y precipicios. Pasaba el camino de una altura á
otra sobre puentes de un solo arco. El ruido del automó-
vil hacía correr vertiginosamente sobre sus cuatro patas
á extraños roedores que tomaban el sol junto á la ruta.
En la maleza adivinábase un misterioso rebullimiento
de animales ocultos que escapaban despavoridos tron-
chando ramas secas y haciendo llover hojas.
Cerca de la Cascatinha^ al pasar una revuelta del
camino solitario, vieron tres automóviles parados y
cerca de ellos un ir y venir de hombres. Ojeda presintió
inm.ediatamente quiénes eran éstos, al mismo tiempo
que el hermano de Nélida creía reconocerlos, llamándo-
los por sus nombres.
Se habían tropezado con Maltrana y su tropa. Iban
á caer en pleno desafío. Fernando se puso de pie, gri-
tando imperiosamente al chofer para que retrocediese.
Tuvo que imponer su voluntad á los dos acompañantes,
que parecían entusiasmados por el encuentro. Los aga-
rró del brazo para que no saltasen á tierra, mientras el
chofer evolucionaba penosamente en el estrecho camino
dando la vuelta.
El hermano quiso reunirse con sus amigos, como si
en esta soledad pudiesen hacerle algún obsequio. Nélida
miraba ansiosamente, temblándole de emoción las aullas
de la nariz. ¡Qué interesante!... ¡Ver cómo se peleaban
los hombres!... ¡Y tal vez alguno de los dos quedase he-
rido!... Hablaba de esto como de un hermoso espectácu-
lo que iba á perder por culpa de Ojeda. No se le ocurrió
ni por un momento que ella podía ser la causa original
de este suceso.
LOS ARGONAUTAS 505
Intentó hacer frente á Fernando. Protestaba de sus
imposiciones, y le habló de usted para dar con tal tra-
tamiento mayor dureza á su protesta.
—Quiero ver todo Tijuca; quiero ir adonde vivieron
Pablo y Virginia. Acuérdese de su promesa: un hombre
debe tener palabra.
El contestó que el buque partía á las doce y la vi-
sita á todo el bosque necesitaba de muchas horas. En
cuanto á Pablo y Virginia, ni eran del Brasil ni la
gruta tenía de ellos otra cosa que el nombre.
— Yo quiero verlos — repitió Nélida — . Eso lo dice us-
ted por engañarme. No me da la gana de volver á la
ciudad.
Pero Ojeda se acordó oportunamente del mercado de
Río Janeiro, donde estaban á la venta toda especie de
animales de los que produce el trópico: monos de diver-
so pelaje, loros parleros, vistosos papagayos. La ofreció
un regalo para someterla á la obediencia: podía escoger
entre estas maravillas de la fauna brasileña. Y bastó
tal promesa para que, olvidando á los que dejaba á su
espalda, volviese al amoroso tuteo.
— ¿De veras, mi viejo?... ¿YsiS á regalarme un monito
pequeño... así... así? (Y achicando la distancia entre
ambas manos, se imaginaba un simio de inverosímil
pequenez.) ¿No te parece mejor un loro de los que ha-
blan?... ¿Dices que me regalarás las dos cosas?... ¡Ah, mi
viejito rico... mi negro!
Y como estaban en pleno bosque, se fué sobre Ojeda,
besándolo á espaldas del hermano.
La rápida aparición del automóvil en las inmedia-
ciones de la Cascatinha había producido cierta alarma
en Maltrana y sus compañeros. El testigo pacificador,
que tanto había rogado á Isidro para impedir el lance,
sintió gran miedo y no menor contento al notar la lle-
gada del automóvil. Sin duda era la policía que, avisa-
da por alguien del buque, venía á sorprenderlos. Y lo
mismo pensaron los demás.
Por esto cuando el automóvil dio la vuelta, aleján-
dose, desearon todos finalizar el acto con rapidez, evi-
tándose una sorpresa que consideraban inminente.
Llevaban dos horas de vagar por los alrededores de
506 ¥. BLASCO IBÁÑEZ
RÍO Janeiro. Los jóvenes argentinos que guiaban á la
comitiva habían indicado varios lugares adecuados
para el encuentro. Llegaban á ellos y siempre les salían
al paso transeúntes molestos, ó veían próximas algunas
casas que parecían vomitar niños y perros atraídos por
la presencia de los automóviles.
Un chofer, sin adivinar cuál era el propósito de los
viajeros, había propuesto la excursión á Tijuca. Y des-
pués de pasado el Alto de Boa Vista, al rodar en pleno
bosque, les había seducido el bello panorama de la Cas-
cathina.
— Aquí — ordenó Isidro con su autoridad indiscuti-
ble— . Jamás se habrá efectuado un desafío con tan
hermoso telón de fondo. ¡Lástima que no venga con
nosotros un operador cinematográfico! ¡Qué cinta pierde
el mundo!...
Apartábase la ladera de la vecindad del camino for-
mando un exiguo valle. La roca aparecía entre los ár-
boles cortada verticalmente, y desde lo más alto de ella
desplomábase una masa de agua chocando con las pun-
tas salientes del basalto. Hervía esta agua en varias
caídas con blancos espumarajos. El menudo polvo que
levantaban sus hervores tomaba los reflejos del iris bajo
la luz del sol. Ennegrecidas y sudorosas las piedras por
la humedad, brillaban cual si fuesen bloques metálicos.
La vegetación tropical movía las anchas manos de sus
hojas goteantes.
Hundíase la cascada en una pequeña laguna, corrien-
do despu.és espumosa y susurrante por los pendientes
canalizos entre las peñas. La vegetación enmarañada y
las peñas sueltas sólo dejaban descubierto y accesible
un reducido espacio de suelo desigual.
Maltrana pensó en las dificultades que ofrecía este
terreno para el combate ^ pero le sedujo su belleza y no
quiso ir más lejos. ¿Dónde encontrar decoración más
interesante para una muerte posible? Había que elevar
la voz, pues el choque de las aguas dominaba todos los
otros ruidos. Era á modo de los trémolos orquestales
que dan en el teati'o un realce conmovedor á palabras y
gestos. Isidro se sintió más grande en este ambiente
húmedo y sonoro. El bosque inmóvil parecía contem-
LOS ARGONAUTAS 507
piarlo con sus mil ojos verdes, entre asombrado y cu-
rioso.
Comenzó á dar órdenes á los otros padrinos, que lo
seguían como los neófitos siguen al gran sacerdote de
un culto nuevo. «¡Que se retirasen los automóviles un
poco más allá de la cascada! No convenía que los con-
ductores presenciasen el acto.»
Y Maltrana fué obedecido. Los chofers hicieron re-
troceder sus carruajes, pero luego, con las manos á la
espalda, fingiendo distracción, volvieron socarronamen-
te al mismo sitio, ganosos de saber en qué iba á parar
este misterio.
Con el mismo éxito se libró de otro testigo importuno:
un chicuelo obscuro de color, desnudo de piernas y con
gran sombrero de paja, que al ver llegar la comitiva se
apresuró á salir de un toldo de cañas, limpiando un
vaso en un arroyo y ofreciéndolo después lleno de agua
hasta los bordes.
Era el espíritu guardador de la cascada. Bajo de su
sombraje, sobre una mesita, tenía varios botes de cristal
con azucarillos y otros dulces, ennegrecidos y acartona-
dos por el tiempo. Pasaba las horas en absoluta soledad,
contemplando el revoloteo de los pájaros de colores en
las frondosidades inmediatas, extrayendo melodías del
monótono canturreo de las aguas, hablando tal vez con
el pensamiento á las náyades de la Cascatinha, que le
mostraban en su gracioso rebullir sus grupas de blanca
espuma y aterciopelado iris.
— Toma, «menino», y márchate de aquí.
Maltrana hizo que uno de los testigos le diera unas
monedas para que se fuese, y además le llamó «meni-
no» (lo único que sabía de portugués), con lo cual creyó
halagarlo.
Pero el «menino» se guardó los cuartos, y en vez de
marcharse se pegó á él como si adivinara la importan-
cia de su persona. Y ya no pudo moverse sin encontrar
ante su paso al mulatillo con el sombrero echado atrás,
elevando sus ojos hasta los de él, bebiendo con la mirada
sus palabras y sus gestos, como si estuviese en presencia
de un prestidigitador y no quisiera perder detalle.
Se resignó Isidro á estas desobediencias, vulgares
508 V. BLASCO I3ÁÑES
tropiezos de la realidad... Pero había que proceder con
rapidez. ¡Adelante!
Midió á grandes zancadas un espacio de veinte me-
tros, que era el convenido en un papel que llevaba en la
mano. Un poco mayor resultaba la distancia marcada
por sus pasos. Pero era él quien había propuesto los
veinte metros, y con el mismo derecho podía medir
treinta ó cuarenta si le daba la gana... Un detalle sin
importancia. ¡Adelante también!
Después de fijar con una rama el sitio de cada ad-
versario, se hizo atrás contemplando el terreno como un
artista que abarca su obra en conjunto. Resultaba algo
desigual. Uno de los dos iba á quedar muy en alto, con
el vientre casi al nivel de la cabeza de su contrincante.
Pero había que conformarse con los defectos del terreno:
las circunstancias no permitían gran minuciosidad en
los preparativos. Un detalle igualmente baladí. ¡Adelan-
te otra vez!
Sólo entonces volvió la cabeza fijándose en sus com-
pañeros. A un lado estaban los padrinos, que seguían
sus operaciones con respetuoso silencio, no osando apor-
tar á ellas su ignorancia perturbadora. Más allá, con
discreta separación, los dos enemigos, que se volvían
la espalda, muy ocupados en seguir la caída de las
aguas, ó el revoloteo de los pájaros sobre las copas de
los árboles.
El amigo Gómez, con su curiosidad ávida de trági-
cos sucesos, le había seguido en estos preparativos. Tras
de el iba el mulatillo abriendo los ojos cada vez con
mayor asombro al no comprender nada de tales bruje-
rías. Los dos jóvenes argentinos agregados á la expedi-
ción se ha,bían subido á la cumbre de una roca, y allí
estaban sentados con las piernas colgantes. Abajo po-
dían verlo todo igualmente, pero ellos se consideraban
simples espectadores y habían querido ocupar un lugar
de preferencia, un palco, en vez de permanecer mezcla-
dos con los artistas.
Sorteó Maltrana echando una moneda en alto el lu-
gar de cada uno de los combatientes. Luego los acom-
pañó á sus respectivos sitios con una gravedad fúnebre.
El los apreciaba mucho, «¡mis queridos amigos!», pero
LOS ARGONAUTAS 509
en lances tales desaparece el afecto, y sólo habla el
deber, el terrible deber.
Al tener á cada uno en su puesto lo palpaba minu-
ciosamente, extrayendo de sus ropas la cartera, el mo-
nedero, las llaves, los papeles, todo lo que pudiera ser
un obstáculo para la bala mortal. A continuación le
abrochaba la chaqueta, le subía el cuello, para que el
blanco de la camisa no sirviese de punto de mira, los
manoseaba á los dos cariñosamente lo mismo que una
madre manosea á sus niños antes de enviarlos al paseo.
Pero su bondad no iba más allá del tacto. En cambio, ¡la
mirada autoritaria y cruel!... ¡la voz que parecía un
esquilón fúnebre con sus pavorosas recomendaciones!...
El implacable director iba á poner las armas en sus
manos dentro de breves momentos, pero antes dictó á
uno y á otro los detalles del combate para que no sur-
giesen errores. Cuando los dos estuvieran listos, él daría
la voz de «¡Fuego!», añadiendo: «¡Uno... dos... tres!»
En el espacio comprendido entre estos tres números de-
bían disparar. El que hiciese fuego antes ó después «que-
daría descalificado... sería un felón, un miserable... y el
menosprecio de todo el mundo que tiene honor caería
sobre él, persiguiéndolo por toda la existencia».
¡Terrible Maltrana! Eevolvía los ojos con una expre-
sión anonadadora al hablar de felonías y traiciones,
como si dispusiera de horrorosos castigos para los culpa-
bles. Su voz adoptaba un tono pavoroso, y los dos con-
tendientes ya no pensaron desde este momento en fijar
bien su puntería ni en la posibilidad de ser heridos. Su
única preocupación fué no incurrir en el enojo de aquel
hombre que podía marcarlos con un estigma eterno ante
el mundo del honor: seguir sus lecciones cual discípulos
obedientes; disparar — fuese la bala adonde fuese — den-
tro del término marcado. «Faego: uno, dos, tres.»
Luego de esto se decidió Maltrana á abrir la valija
de mano que encerraba su arsenal. Extrajo de ella dos
revólveres iguales recogidos en el buque, y con pausada
solemnidad los abrió, para que todos los padrinos exa-
minasen su interior. El amigo Gómez, como experto en
armas, presenciaba la ceremonia.
— ¡No hay más que una cápsula!— exclamó escanda-
510 V. BLASCO IBÁÑE%
lizado, cual si acabase de descubrir una irregularidad.
Maltrana le miró severamente. Joven: las condicio-
nes del combate habían sido establecidas de antemano
por las personas serias allá presentes. Se cambiarían
dos balas nada más.
— Pero en cada revólver no hay más que una — pro-
testó el señorito mestizo.
— Joven — volvió á decir Maltrana con una condes-
cendencia protectora — : cambiar dos balas significa que
cada combatiente sólo dispara una.
Y como sospechase cierto principio de gesto burlón
en la faz cobriza y los ojos estrechos de Gómez, añadió:
— No se necesita más para matar á un hombre. Todos
los que yo he visto morir tuvieron bastante con una
bala. No lo olvide usted, joven.
El joven se calló, arrepentido de su audacia, sin-
tiendo respeto por aquel hombre extraordinario que
había presenciado tantos combates y muertes.
Para borrar el mal efecto de sus objeciones, se prestó
á ser portador de la valija de las armas hasta el lugar
que ocupaban los adversarios. Los tres padrinos, dando
por finalizado su trabajo preparatorio, que no podía ser
más pasivo, se hicieron atrás instintivamente algunos
pasos. Iba á hablar la pólvora.
Maltrana, extrayendo un revólver de su encierro,
montaba la llave y lo ponía en la mano del barón, ale-
jándose después hacia el otro combatiente. Gómez dio
un consejo rápido al belga, que quedaba en guardia con
el arma en alto.
— Compañero: apunte á los pies. Yo conozco los re-
vólveres: siempre envían la bala por arriba. Créame; á
los pies... siempre á los pies, y hará carne seguramente.
Luego, en el lado opuesto, dio el mismo consejo con
voz queda y ojos relucientes de entusiasmo «A los pies,
compañero. Tírele á los pies y le mete la bala en la ba-
rriga. Yo sé algo de esto...» Los dos le agradecieron su
bondadosa indicación con un leve saludo. Pero tenían
aspecto de preocupados; pensaban en otras cosas; agu-
zaban el oído para no sufrir las consecuencias de un
retraso fatal: repetían mentalmente lo mismo: «Uno, dos,
tres...»
LOS ARGONAUTAS 511
Fué á colocarse Maltrana al margen de la línea de
fuego, entre los dos combatientes, algo más cerca del
alemán, que era el que ocupaba el Ingar alto. Sospechó
un instante que estaba demasiado cerca y podía alcan-
zarle una bala en su desvío. Pero él era el director,
todo lo había organizado y todos le debían obediencia.
Las armas estaban cargadas por él , y no era aceptable
ni correcto que un proyectil se permitiese la insolencia
de ir en su busca.
Gómez dudó también por un instante si se retiraría,
pero al ver inmóvil al maestro se pegó á él. Donde esta-
ba un hombre, bien podía estar otro. Además creyó per-
der algo de este espectáculo nuevo, del que esperaba
grandes emociones, si retrocedía algunos pasos.
Se dispuso Maltrana á dar principio al duelo, pero
antes, como un actor que prepara la frase decisiva y
mira al público, volvió los ojos en torno de él. Momento
de emoción. Los otros padrinos se habían ido más lejos
aún; los tres chofers, enterados al íin del objeto de la
correría, se agrupaban al pie de un peñasco, avanzan-
do las morenas cabezas, abriendo los ojos ávidamente,
pero sin que reflejasen emoción alguna. Los dos argen-
tinos seguían en lo alto, con las piernas colgantes, silen-
ciosos y atentos, lo mismo que espectadores que ven
levantarse el telón. El chicuelo de la cascada había
huido al ver los revólveres con un trote de perro in-
quieto, refugiándose bajo el sombraje. Desde allí, cual
si temiera por la integridad de aquellos bocales de dul-
ces que eran la fortuna de la familia y abarcándolos en
sus brazos, avanzaba la jeta, mirándolo todo con ojos
de antílope asustado.
Pareció reflejar el paisaje la emoción general. No
graznaban los loros en las inmediatas espesuras; los
monos habían cesado de saltar entre las ramas; pasó
mucho tiempo sin que sonase la caída de una hoja ó de
una corteza de árbol. Hasta la cascada parecía cantar
con sordina, cual si estuviesen balbucientes y asustadas
las blancas divinidades ocultas en sus linfas.
Se acordó Maltrana repentinamente de que era el
primer orador á bordo del Goethe, y consideró oportuno
hacer intervenir su elocuencia. Nunca encontraría me-
512 V. BLASCO IBÁÑBZ
jor escenario para colocar un discurso. Y el primero en
conmoverse con lo patético de sus palabras y el temblor
de su voz, fué él mismo. Recordó la estrecha amistad
que había unido á los dos adversarios, su viaje «arros-
trando los peligros del mar». Un momento de olvido ó
de error había provocado un incidente lamentable, pero
los buenos caballeros, cuando llegan adonde ellos iia-
bían llegado sin miedo y sin reproche, podían darse
todavía una explicación leal evitando el lance.
Un padrino aprobaba: otro torcía el gesto, poseído
de súbita belicosidad. No habían ido hasta allí para oir
sermones. Que disparasen pronto las armas y á escapar
antes de que pudieran sorprenderles. Los dos argen-
tinos se miraban en lo alto del peñasco.
— ¡Pucha! ¡y qué bien habla el gallego!
El am^igo Gómez murmuró, como si empezase á per-
der la fe en el maestro:
— ¡Cuánta ceremonia para matarse dos hombres!...
¡Qué macana!...
Isidro estaba conmovido realmente, con una emo-
ción algo parecida al miedo. Estos desafíos arreglados
á la ligera, por salir del paso, resultaban muchas veces
los más trágicos. Un pavoroso presentimiento le avisaba
que los proyectiles no iban á perderse. A alguien iban á
tocar.
Y como los adversarios permanecieran callados y era
visible la impaciencia de los demás, Maltrana dio por
fracasada su elocuencia. «Sea lo que el destino quiera...»
Se quitó el sombrero con solemnidad teatral; inclinó la
cabeza como si por delante de él pasase la fatalidad.
— Saludo á dos caballeros que van á morir.
Dijo esto con verdadera emoción, cual si la muerte
de ambos fuese para él un suceso inevitable, y afirman-
do la garganta con largo carraspeo, lanzó los gritos de
mando.
— ¿Listos?... ¡Fuego! Uno... do...
No pudo terminar. Sonaron casi al mismo tiempo dos
ruidos semejantes al golpe de unas tabletas; dos chas-
quidos de tralla con dos nubéculas de humo.
Ambos contendientes seguían en pie; se miraban
como extrañados de que no hubiese ocurrido nada. De
LOS ARGONAUTAS 513
pronto el barón echó á correr hacia su enemigo, éste
avanzó á su encuentro, y chocaron ambos sus pechos
mientras los brazos se cruzaban espontáneamente en un
estrujón amoroso.
Los argentinos se removieron en su altura con voces
de extrañeza y protesta. ¿Ya no disparaban más? ¿Y
aquello era todo?... Les habían robado el dinero.
—¡Tongo... tongo!— gritaron al mismo tiempo.
Uno de ellos, cogiendo un pedazo de roca suelta,
quiso arrojarla á guisa de felicitación sobre los adversa-
rios reconciliados. El otro fué á imitarle; pero ambos se
detuvieron sorprendidos, deslizándose luego peñón aba-
jo... Había un herido. Maltrana se encorvaba con un
pie entre ambas manos. Gómez pretendía sostenerlo: los
padrinos corrían hacia él.
A continuación de los disparos había sentido un cho-
que en el pie derecho, un choque violentísimo, mucho
más doloroso que un pisotón, y que agitó con estreme-
cimientos de suplicio toda la sensibilidad de esta parte
de su cuerpo. Estaba herido, y su inquietud iba en
aumento al mirarse el pie y no ver en él señal alguna
de perforación ni goteo de sangre.
Gómez mostrábase indignado por esta torpeza de uno
de los dos tiradores.
—¡Hijo de una gran pulga!... ¡Si me llega á dar á mí!
Le brillaban los ojos de un modo alarmante sólo
al pensar que aquella bala perdida hubiera podido to-
carle. Llevábase instintivamente una mano á la cin-
tura. El amigo Gómez había asistido al desafío llevando
su revólver por lo que pudiese ocurrir.
Todos rodearon á Isidro, manoseándolo, buscando
en vano la herida que le arrancaba hondos suspiros. Ni
rastro del proyectil. Sólo una leve depresión del cuero
del zapato sobre el mismo lugar entumecido por el dolor.
Buscaba Gómez, mientras tanto, con la cabeza baja,
examinando el suelo. Su instinto de hombre de campo,
habituado á estudiar los más pequeños accidentes de la
inmensa llanura argentina, su trato con los maravillosos
«rastreadores», adivinos de la pampa, le hizo encontrar
la explicación de este misterio. Señaló á algunos pa-
sos un diminuto oriñcio abierto en el suelo. Allí esta-
33
514 V. BLASCO IBÁÑBZ
ba enterrada la bala. Mostró después un guijarro parti-
do recientemente á juzgar por la blancura interior de
sus fragmentos. Este era el causante de todo. El proyec-
til, antes de hundirse en la tierra, había chocado con una
piedra junto ¿I los pies de Maltrana y los fragmentos de
ésta eran los que le habían golpeado.
Isidro, al enterarse de que no estaba herido, sintió
menos dolor. «No es nada, señores. Muchas gracias.»
El amigo Gómez, desencantado por el final pacífico
del acto, y furioso al mismo tiempo por la posibilidad de
que una bala le hubiese alcanzado á él estando junto al
maestro, murmuraba tenazmente:
— Pucha... ¡qué brutos son estos gringos! ¡Qué mal
tiran!
Y sus dos compatriotas, á pesar de la distracción
que les había producido el incidente de Maltrana, con-
tinuaban diciendo con expresión burlona: «Tongo...
tongo.»
Los adversarios, con la alegría de su reconciliación,
apenas se habían fijado en los demás. Se estrechaban
las manos; se sonreían como amantes.
Sintióse molestado Isidro por las murmuraciones de
estos «queridos amigos» que habían asistido al encuen-
tro por benevolencia suya. Ignoraba lo que pudiese
significar la palabra «tongo», pero por si equivalía á
farsa ó engaño, se apresuró á decir con toda su auto-
ridad:
— Esto ha sido un hermoso encuentro, ¿oyen ustedes,
jóvenes?... Lo digo yo que he presenciado muchos actos
de esta clase... Y como nada queda por hacer, vamonos
á tomar algo.
Todos experimentaron el regocijo de vivir que se
siente después de un peligro: todos sufrieron de pronto
el hambre, que llega irremisiblemente á la zaga de la
emoción.
Roncaron de nuevo los motores de los automóviles,
el niño de la cascada abandonó su refugio con la espe-
ranza ilusoria de que se fijaran en él y le diesen algo
por despedida, y otra vez se vieron Maltrana y su sé-
quito pasando ágran velocidad entre las frondosidades
de Tijuca. Pero ahora no iban silenciosos y preocupa-
LOS ARGONAUTAS 515
dos; el sol era más vivo, los árboles más verdes. Repa-
rab¿in todos en la liermosura de los pájaros que hacían
vibrar en el aire sus plumajes de colores. La velocidad
de los vehículos dejaba tras de su estela de polvo y
humo un temblor de árboles conmovidos, de hojas que
caían, de ramas que se entrechocaban, con gritos y sal-
tos de los inquietos simios refugiados en las copas.
Al llegar á Boa Vista hicieron alto frente á una
tienda de comestibles, que era al mismo tiempo taberna
y café; el único establecimiento que encontraron abierto.
Su entrada fué en tropel, lo mismo que una invasión
famélica. Los preparativos del duelo les habían obliga-
do á salir del buque sin almorzar. El dueño de la tienda,
un español cachazudo, no sabía cómo atender tantas
y tan diversas peticiones. Querían comer; indicaban
platos á su gusto, y el tendero contestaba á todos
afirmativamente, pero aplazando el cumplimiento de
sus promesas por una ó dos horas, el tiempo necesario
para ir y volver á Río Janeiro.
Se abalanza^ron entonces á los comestibles que esta-
ban á la vista: pastelillos y dulces de diversas épocas,
artísticamente moteados con deyecciones de mosca, á
pesar de su encierro entre cristales. El dueño, detrás del
mostrador, atendía al remedio de esta hambre general
abriendo latas de sardinas y cortando ronchas de sal-
chichón blanducho. Todo pasaba en extravagante mez-
cla por los ávidos esófagos: el salchichón revuelto con
soda, los pasteles bañados en aceite de sardinas. Y cuan-
do su famélica nerviosidad empezó á calmarse, rom-
pieron á hablar del desafío como de un suceso remoto,
de un hecho histórico envuelto en las maravillosas nie-
blas de la lejanía, que todo lo agiganta. Los burlones que
habían gritado ¡tongo! modificaban su opinión al verse
lejos del lugar del combate. Una bala podía haber tum-
bado á cualquiera de los dos adversarios con la misma
facilidad que casi había dejado cojo á Maltrana. Y ahora
que sentían en el estómago una grata pesadumbre, les
pareció el asunto muy digno de respeto.
También Gómez empezaba á sentir cierto orgullo
por haber presenciado el duelo. Un espectáculo intere-
sante que podría relatar á sus amistades. Y poseído de
516 V. BLASCO IBÁÑÉZ
súbita consideración por los combatientes, quería des-
lumbrar al alemán con el relato de las batallas políti-
cas allá en su provincia, tenaces encuentros revólver en
mano, sin otros testigos que los peones, que dispara-
ban también; desafíos gauchescos jamás terminados sin
sangre.
El belga había acaparado á Maltrana en un rincón.
Iban á separarse en Río Janeiro, pero él no podía quedar
así, con buenas palabras nada más, sin un documento
que atestiguase su conducta caballeresca. Necesitaba el
acta del encuentro para unirla á muchas otras en el ar-
chivo de su honor.
Otra vez el español de la tienda se vio apremiado
por los llamamientos de aquellos señores, que pedían
toda clase de artículos de escritorio, como si estuviesen
en una oficina. Sólo pudo ofrecerles una ampolleta de
tinta clarucha y una pluma roma. En cuanto á papel,
Isidro, que deseaba hojas de pergamino con cantos
dorados para este documento destinado á larga vida,
tuvo que contentarse con un bloque de hojas comercia-
les, llevando en un ángulo el membrete del estableci-
miento: «Frutos López. Productos dopaiz e estrangeiros.»
Pero el honor ennoblece cuanto toca, y él se aplicó á
redactar un documento con toques de emoción dramáti-
ca ayudado por el barón, que le socorría en sus dudas
sobre la sintaxis francesa. Porque el acta era en francés
para mayor solemnidad; el belga no la tenía por acep-
table en otro idioma.
Empezó á impacientarse el resto de la comitiva por
este trabajo laborioso. Nada quedaba en la tienda digno
de ser devorado. Gómez y sus compatriotas se entrete-
nían saltando los bancos de la plaza. Los padrinos pen-
saban con nostalgia en el comedor del buque. Eran las
once en el reloj de la tienda, y el Goethe zarpaba á las
doce. Tenían miedo de quedarse en tierra por culpa del
tal documento, y por esto suspiraron de satisfacción al
poner la firma apresuradamente, corriendo luego á los
automóviles.
Cerca de mediodía lanzó el trasatlántico un rugido
de aviso. Fueron acudiendo á esta primera llamada los
pasajeros que estaban en los cafés de la Avenida, abu-
LOS AíieONAUTAS 617
rridos de la espera y del calor, sin saber qué hacer en
la ciudad, deseando verse cuanto antes en pleno Océano
bajo la brisa del mar libre.
Volvían á sus camarotes para recobrar las frescas
ropas de viaje, despojándose de los vestidos trasudados.
Paseaban por las cubiertas con la misma satisfacción
del que paladea el regalo de la casa propia después de
un viaje penoso. Entraban en el buque con una emoción
de gratitud, lo mismo que si volviesen al pueblo natal.
Experimentaban el bienestar del propietario que recobra
las comodidades de su vivienda al volver á encontrar
colgados y en orden todos los objetos de uso personal
que les recordaban una vida oceánica de diez días, equi-
valente á diez años.
Rugió por segunda vez la chimenea y se acodaron
todos en las barandas para presenciar la llegada de los
otros compañeros. Desembocaban los automóviles en el
muelle á toda velocidad, viniendo á detenerse frente al
buque al otro lado de la verja. Juntos con los pasajeros,
subían al trasatlántico grandes ramos de flores, cestos
de frutas tropicales, monos y loros que saltaban sobre
los hombros de sus nuevos dueños pugnando por liber-
tarse de las ataduras que los retenían.
Sonó el tercer rugido y se miraron los pasajeros, con-
sultándose para saber cuántos permanecían en tierra.
Faltaban muy pocos.
La gente se agolpó en las bordas saludando con gri-
tos y aplausos irónicos á los que llegaban retrasados. En
la proa y la popa formaban los emigrantes dos masas
obscuras, sobre las que se agitaban los pequeños redon-
deles blancos de las cabezas. Miraban de lejos aquella
ciudad á la que no habían podido descender, como mi-
ran los presos en conducción paisajes y estaciones por
las aberturas de un vehículo celular. Lo único que cono-
cían de esta tierra eran las frutas, que unos vendedores
negros les arrojaban desde el muelle.
Muchos de aquéllos, fatigados de admirar palmeras
y caseríos blancos, acababan por volver las espaldas,
refugiándose en los sitios más frescos y sombreados.
Únicamente sentían verdadero interés por el país de su
destino, la tierra de la esperanza, donde les aguardaba.
518 V. BLASCO JBÁNJaS^.
según sus informes, la fortuna impaciente. Ellos iban á
Buenos Aires.
Una explosión de gritos y aplausos saludó el auto-
móvil en el que llegaba Nélida con su hermano y Ojeda.
Los padres, que habían sido de los primeros en regresar
al buque, aguardaban impacientes. Pero el señor Kas-
per cortó con una acogida cariñosa la belicosidad de su
cónyuge, irritada por esta tardanza. Juntos admiraron
el pajarraco rojo y verde que sostenía Nélida en una
mano. Lo llevaba con frecuencia á sus mejillas, besán-
dole el corvo pico. El afán de novedad le hacía recla-
mar luego un mono que ostentaba su hermano en un hom-
bro, bestiecilla inquieta con ojos de diamante y una cola
doble que su cuerpo. El muchacho intentaba resistirse:
entre el mono y él se había establecido desde el primer
momento una dulce simpatía. Pero Nélida se lo arreba-
taba, paseando sus labios frescos por la temblona cabe-
cita del simio.
Los esposos Kasper se conmovieron al saber que los
dos animales eran regalo del señor Ojeda. Miraron en
torno para darle las gracias por sus atenciones con la
niña, pero hacía rato que se había retirado á su cama-
rote, deseando librarse cuanto antes de la sociedad de
Nélida.
Habían llegado al buque en friinca enemistad. Hasta
el último momento habló ella de la conveniencia de
fugarse. Propuso nuevos paseos por el interior de Eío
Janeiro, se retardó en los cafés y las tiendas, con el vi-
sible propósito de que pasase el tiempo y el vapor se
marchara sin ellos. Al final Ojeda se había irritado, impo-
niendo autoritariamente la vuelta inmediata al Goethe.
Y Nélida, ofendida, únicamente había tenido desde en-
tonces palabras tiernas y caricias para los dos animales.
En cuanto á él, lo detestaba.
Comenzó á zarpar el vapor. Soltáronse los cabos que
lo unían á tierra; la proa se apartó del muelle. Rugía
la música la marcha de partida. Algunos pasajeros mos-
tráronse inquietos, recordando á los de la comitiva del
desafío. Se iban á quedar en tierra. Indudablemente ha-
bía ocurrido una desgracia.
Y cuando todos con un pesimismo contagioso daban
LOS ARGONAUTAS 5l9
por segura la catástrofe, se produjo un movimiento ge-
neral hacia la borda que enfrentaba al muelle. ¡Ya llega-
ban!... Salieron de la Avenida los tres automóviles á
toda velocidad, y una vez junto á la verja saltaron de
sus asientos los pasajeros, yendo á todo correr hacia el
buque. En aquel momento su costado se despegaba del
muelle con lentitud. Hubo que bajar otra vez la escala.
Un minuto más, y habrían tenido que alcanzar al Goethe
en un bote en mitad de la bahía.
Maltrana subió el primero con su valija de mano,
no queriendo contestar á las preguntas de los curiosos.
Tenía prisa de ganar su camarote para cambiarse de
ropa. La gente, al ver que volvía solo el alemán con los
padrinos y acompañantes, dio por cierta la catástrofe,
con esa afición de las masas á los finales trágicos. El
barón belga estaba herido: tal vez había muerto á aque-
llas horas. La noticia dio la vuelta al paseo, despertando
en las señoras un coro de lamentaciones: «;Un mozo tan
cumpido! ¡Qué desgracia!...»
Los amigos del alemán, viéndolo sano y triunfador,
se lo llevaban al fumadero con abrazos y palmadas en
la espalda. Sonaron los taponazos del champan como
prólogo de la descripción del combate. Algunos pasa-
jeros volvían la espalda con indignación para no pre-
senciar esta apología del homicidio. Mirando a.1 muelle,
cada vez más lejano, con sus personas súbitamente em-
pequeñecidas, fijáronse en un hombre que agitaba el
sombrero y abría los brazos haciendo locos movimientos
de despedida.
— ¡Pero si está allí!... ¡Si es el belga que nos dice
adiós!...
La noticia hizo correr al pasaje en masa á un lado
del vapor. Sí; era él: todos le reconocían. Y á pesar de
la distancia gritaron los más, enviándole un saludo por
encima del agua azul, entre el revoloteo de las gaviotas
y las palmeras de una isla que parecía avanzar poco á
poco enmascarando el muelle.
En el centro de la ciudad se había despedido el belga
de la comitiva para quedarse en su hotel. Pero luego se
arrepintió. Su deber era ir á decir adiós á los demás com-
pañeros de viaje. ¡Quién sabe qué mentiras contarían
520 V. BLASCO IBÁNS2
aquellos buenos amigos al relatar el desafío! Había que
luicer constar que estaba incólume como el otro...
Corrió al puerto, agitándose con desesperación al
ver que se alejaba el buque sin que nadie reparase en
su persona. Y cuando al fin llegó hasta sus oídos el
bramido de saludo, se creyó recompensado de todos sus
sinsabores y penalidades de hombre de honor. ¡Adiós,
Goethe! ¡Adiós, Nélida!... Tal vez la voz de ella se había
unido á esta aclamación de despedida.
Se enfrió el entusiasmo de la gente al enterarse de
que los dos adversarios estaban sanos y enteros. Los
mismos que poco antes parecían indignados en nombre
de la civilización y la dulzura de las costumbres, lamen-
tando la muerte del belga, torcían ahora el gesto cual
si fuesen víctimas de una broma de mal gusto. «¡Farsan-
tes... Alarmar á personas respetables con un desafío de
morondanga!...»
Sobre las ruinas de los dos adversarios, súbitamente
caídos de la gloria, iba elevándose un nuevo héroe.
Gómez y sus amigos, deseosos de hacer constar que ellos
lo habían presenciado todo, hablaban de Maltrana, de
sus palabras elocuentes, de la serenidad con que se ha-
bía expuesto á la muerte, del balazo en un pie. El afán
que siente todo cuentista de amplificar y abultar los su-
cesos para tener en suspenso á sus oyentes les hizo
lanzarse de buena fe en las más absurdas exageracio-
nes, ensalzando los méritos del director del combate.
«¡Qué Maltrana tan corajudo!... ¡Qué tigre!»
Y mientras se formaba y consolidaba en las cubiertas
rápidamente un prestigio de héroe para Isidro, éste,
con toda calma, tomaba un baño y se vestía de blanco,
luego de repeler aquel traje de lanilla que le había
atormentado con su peso lo mismo que una armadura.
Al salir del camarote se tropezó con el «hombre fú-
nebre».
— ¡Y yo que me lo imaginaba á estas horas en la cár-
cel!...— pensó — . No habiendo sido aquí será en Buenos
Aires. La policía de allá debe estar mejor informada.
Le produjo alguna sorpresa ver que el «hombre fú-
nebre» iniciaba un asomo de sonrisa y de saludo. «¡Ah,
bellaco!» Ahora le miraba como si quisiera hacerse
LOS ARGONAUTAS 521
amigo suyo. Era sin duda á impulsos del miedo que
acababa de pasar... Y acogiendo esta muda amabilidad
con desdeñosa altivez, siguió adelante sin responder al
saludo.
La gloria salió á su encuentro. Le rodearon las gen-
tes en la cubierta, mostrando gran interés por su salud.
Hasta las damas menos comunicativas le pedían noti-
cias. Ahora sí que podía llamarlos á todos de verdad
«mis queridos amigos». Sonreían algunas señoras con el
dulce reproche femenil que lamenta y celebra á un
mismo tiempo las temeridades del valor, y le amenaza-
ban cariñosamente moviendo una mano con el índice
en alto. «¡Ah, calaverón!... ¡Mala persona!»
El doctor Zurita, enterado por sus hijos de lo ocurri-
do, se acercó á Maltrana con la irresistible simpatía que
inspiran los actos de coraje á todos los de su país.
— ;Ah, gallego diablo!... Ya me lo han contado todo.
Muy bien... Tome uno de hoja.
Y le dio el mejor de sus habanos como un tributo de
admiración.
Todos le miraban los pies, fijándose en sus zapatos
blancos de lona. Los otros los guardaría seguramente
abajo como un recuerdo. Muchos querían examinarlos
para apreciar los destrozos del proyectil. Las mujeres, con
súbita inquietud, le obligaban á sentarse al lado de ellas.
— No haga locuras, Maltranita; tenga cuidado. Las
heridas en los pies, por insignificantes que parezcan,
traen á veces malos resultados.
Y algunas se lanzaban á recordar heridas sufridas
por individuos de su familia, accidentes de la vida en la
pampa, con cuyo relato se iban olvidando del héroe.
—No pasee, señor; ande lo menos posible. Es un con-
sejo de la experiencia.
Esto lo dijo en francés una voz tímida y respetuosa,
y al levantar los ojos vio Maltrana al «hombre lúgubre».
¡Este también se unía á la general admiración!... ;Un
hombre que se hallaba bajo la amenaza del presidio olvi-
dábase de su propia suerte para interesarse por su sa-
lud!... ¡Qué gran cosa el valor!...
El último en aproximarse fué Ojeda, cuando ya se ha-
bían disuelto los grupos de admiradores. A la mirada in-
522 V. BLASCO IBÁNB2
terrogante de Fernando, que parecía asombrado, contes-
tó con im guiño malicioso y un leve encogimiento de
hombros. No había de qué asustarse.
—Todo mentira— murmuró con voz tenue—. «Pura
parada», como dicen los criollos. Pero deje usted que se
hinche el entusiasmo. Con esto no se hace mal á nadie...
Vamos á almorzar.
El buque había salido de la bahía. Deslizábase entre
islotes de tupida vegetación y escollos que emergían sus
negras cabezas con greñas verdes. Las montañas de for-
ma humana parecían alejarse tierra adentro. La ciudad
se había ocultado, dejando en la memoria de todos una
visión de blancas construcciones, altas palmeras, ense-
nadas azules bordeadas de jardines, rostros congestio-
nados por el calor, ropas húmedas y sudorosas. La brisa
del mar libre esparció su hálito vivificante por todo el
buque.
Con los preparativos de salida se había retrasado
el almuerzo, y esta tardanza, así como la variedad de
flores sobre las mesas y los víveres adquiridos en tierra,
dieron nuevo encanto á la general nutrición. Todos co-
mían con apetito, celebrando la frescura del comedor
luego de la pesadez caliginosa de la ciudad. Algunas
mesas estaban libros y los pasajeros esforzaban su me-
moria para recordar á los que se habían quedado en
Río Janeiro. En otras se agrupaban los brasileños recién
embarcados. Iban á Montevideo y allí transbordarían á
los vapores fluviales que, siguiendo el Paraná y el Para-
gua,y, llegaban tras veinticinco días de viaje al corazón
de su país.
Maltrana había realzado su triunfo manteniéndose en
serena modestia, fingiendo no ver las miradas curiosas
y admirativas. El señor Munster le hablaba ahora con
respetuosa gravedad, no osando permitirse más bromas
con un hombre que andaba á tiros y almorzaba luego
tranquilamente sin acordarse del peligro. El doctor Ru-
bau le contempló con melancólica conmiseración. «¡Ah,
juventud! ¡loca juventud!... ¡Tan apreciable que es la
vida!» Lo afirmaba él, vestido siempre denegro, refrac-
tario al trato de las gentes, con una marcada tendencia
al encierro y al llanto.
LOS ARGONAUTAS 523
Después del almuerzo, Ojeda se encontró solo en el
jardín de invierno. Su célebre amigo estaba acaparado
por la atención general y no venía á sentarse á su lado
cual otras veces. Pasaba de mesa en mesa; lo rodeaban
los jóvenes, que acribaron por llevárselo al fumadero.
Notábanse grandes claros en la concurrencia. Las
gentes no parecían las mismas de antes. Había des-
aparecido la inconsciencia alegre de la vida oceáni-
ca. Todos, al pisar el muelle, habían sentido que perte-
necían al suelo firme, recordando de pronto las preocu-
paciones de su existencia anterior. La tierra recobraba
sus derechos sobre ellos y al volver al buque eran otros.
Ya no vivían la vida del presente con olvido del resto
del mundo, como si la humanidad hubiera muerto, los
continentes se hubiesen hundido y no quedasen sobre el
planeta otras gentes que este puñado de seres notando
sobre un arca de acero, sin tener que preocuparse de la
comida, que encontraban siempre pronta, sin miedo á los
compromisos sociales de un mundo lejano, con los
apetitos en libertad y la conciencia soñolienta.
Los negocios resurgían en la memoria de todos con
mayor premura, como si en este período de olvido hu-
biese aumentado su interés. Cada uno pensaba en la
causa que le había arrastrado á este hemisferio. Los
residentes en América sentían los primeros asaltos de la
inquietud. ¿Qué malas noticias saldrían á recibirles?
¿Cómo iban á encontrar los negocios después de su
ausencia?... Los que iban á las tierras nuevas por pri-
mera vez sufrían la angustia de la incertidumbre, la
duda del que va á arrostrar una prueba decisiva. Y
todos, obsesionados por sus pensamientos, se aparta-
ban y aislaban para reflexionar mejor.
Eestablecíanse las distancias sociales, que en mitad
del viaje parecían haberse suprimido. Las caras ya no
sonreían. Todos, con gesto de preocupación, evitaban
la familiaridad. Parecían tener miedo de que las rela-
ciones amistosas de á bordo se prolongasen en tierra. Un
intento de aproximación y de confidencia se traducía
como amenaza de inmediatas peticiones.
Los de menos fortuna, que hasta entonces habían gas-
tado pródigamente con la facilidad que proporciona el
524 V. BLASCO IBÁÑBZ
crédito, comenzaban á restringir sus necesidades extra-
ordinarias en el comedor y el fumadero. Se acordaban
de pronto de los numerosos vales que llevaban firmados:
iba á llegar el momento de ajustar cuentas con el mayor-
domo. Un ambiente de tristeza y desasosiego se esparcía
por el buque, velando las voces y haciendo languidecer
las conversaciones. Los sitios vacíos inspiraban el me-
lancólico recuerdo de los ausentes. El salón de invierno
ofrecía el aspecto de una reunión de familia después de
una desgracia.
Ojeda también estaba triste. La soledad favorecía el
desarrollo de sus remordimientos. Pensaba con vergüen-
za en sus aventuras, y á la vez, por una contradicción
bizarra, pensaba también en Nélida, extrañando su
ausencia. Esperaba verla aparecer de un momento á
otro en la ventana inmediata, lo mismo que en las tar-
des anteriores. Se habían separado con enojo al llegar
al buque; pero estos enfados eran siempre en ella de
corta duración, y horas después se aproximaba anun-
ciando con maliciosos guiños su propósito de bajar al
camarote... Pero hoy transcurría el tiempo sin que Né-
lida apareciese.
Cansado de este abandono, salió Fernando á la cu-
bierta, y al dirigirse hacia el lado de proa, lo primero
que vio en «el rincón de los besos» fué á Nélida, tendi-
da en una silla larga, con los ojos entornados, dejando
al descubierto una buena parte de sus piernas, cubrién-
dose la cara con una mano como si quisiera ocultar su
rubor, mientras á través de los dedos brillaban sus ojos
de malicia. Y sentado junto á ella estaba Maltrana, el
heroico Maltrana, expresándose con vehementes gesticu-
laciones, echando el busto hacia delante cual si la mu-
chacha tirase de él con magnética fuerza.
Al ver á su amigo, mostró Isidro cierta turbación,
se cortó su verbosidad lo mismo que si acabara de sor-
prenderle en algo vergonzoso. Ella, por el contrario,
miró á Ojeda con expresión de reto, añadiendo en voz
fuerte:
—Continúe usted, Isidro. Eso que dice es muy lindo,
muy interesante.
Y acompañó sus palabras con un gesto exagerado
LOS ARGONAUTAS 525
de voluptuosidad y abandono, indicando el gran placer
que le causaban las palabras del héroe.
Fernando siguió adelante con más asombro que des-
pecho por esta revelación... ¡Maltrana también! Había
Í3astado que las gentes lo celebraran por una hora para
que aquella muchacha fuese en su busca á impulsos del
insaciable y veleidoso deseo. El discurso de la fiesta y
la aventura del tiro, hacían de él un hombre interesan-
te, un héroe apetecible, y allí estaba Nélida, junto á él,
con los ojos húmedos, una sonrisa de adoración y la len-
gua paseándose ávida sobre el rosa de los labios. Isidro
iba á ser el heredero de todos.
Para evitarse las miradas de ella y su sonrisa venga-
tiva, no quiso pasar otra vez por este rincón de la cubier-
ta. Abajo, en la explanada de proa, sonaba una música
pastoril, y por los intersticios del toldaje veíanse sal-
tar las cabezas de varias personas con el ritmo de la
danza.
Le había hablado Isidro algunas veces de los bailes
de los árabes instalados en esta parte del buque, y no
sabiendo adonde ir quiso presenciarlos, bajando á la
explanada. Aglomerábase la muchedumbre dejando un
reducido espacio á los danzarines. La llegada á Amé-
rica, después del aislamiento en medio del mar, había
difundido una gran alegría en el rebaño ansioso de espe-
ranza. Se aproximaban al término del viaje. ¡Buenos
xlires!... Ya estaban casi tocándola. Cuatro ranchos y
cuatro sueños los separaban nada más de la ciudad-ilu-
sión. Iban á llegar más pronto de lo que deseaban; cuan-
do ya se habían familiarizado con la vida del. Océano y
su prisa era menos apremiante.
Un sirio, erguido sobre un rollo de cables, tañía
una triple flauta fabricada con cañas, y al son del gan-
gueo bucólico movíanse sus compatriotas. Eran hombres
morenos de luengos bigotes; corpulentos unos, hincha-
dos de grasa, con la obesidad amarillenta y bíanducha
de los orientales; enjutos otros, angulosos, alargados y
sueltos de miembros, lo mismo que los caballos de ca-
rrera. En recuerdo de la patria lejana habíanse ceñido
pañuelos á guisa de turbantes alrededor de sus purpú-
reos gorros, y otros más vistosos como fajas en torno de
526 y. BLASCO ibánkz
los ríñones. Danzaban puestos en ñla, con grandes con-
toneos de caderas y vientres. Sus hembras manteníanse
aparte, como hijas de un pueblo en el que la mujer vive
aislada, sin participación en los regocijos públicos.
A la cabeza de la fila, dirigiendo las evoluciones de
la danza y acompañándola con patadas y gritos, destacá-
base un joven altísimo y enjuto de carnes, con nariz
aguileña, lino bigote y ojos ardientes. Se cubría con un
caftán sucio y magnífico de seda roja bordada de oro.
Estos bordados habían tomado con los años un empaña-
miento verdoso. La seda, deshilacliada en los sitios de
mayor roce, dejaba escapar las vedijas de algodón de su
acolchado. Pero á pesar de esta ruina y de los panta-
lones y botines de obrero europeo que dejaba ver por
debajo de la vestidura oriental, el árabe de Siria ofre-
cía un hermoso aspecto.
Ojeda lo reconoció: era el Emir. Varias veces al ha-
blarle Isidro de las danzas de los árabes había mencio-
nado á este joven, alabando su apostura de caballero del
desierto, que hacía recordar á los héroes de las Orienta-
les cantados por el romanticismo.
El imaginativo Maltrana no había vacilado en darle
un nombre y una dignidad. Era, según él, un emir en
desgracia. Como lo incluía en el número de sus «queri-
dos amigos», estaba bien enterado de que marchaba
por segunda vez á Buenos ilires, donde ejercía pequeñas
industrias. Pero esta vulgar realidad desechábala Isidro
por no estar de acuerdo con los deseos de su imagina-
ción, y el joven árabe era un emir, según él, y todos
sus compañeros, con mujeres é hijos, fieles subditos que
seguían á su príncipe en el destierro.
A la cabeza de la fila formada por sus vasallos, el
Emir balanceábase sobre las caderas, levantaba un pie
y lanzaba relinchos bajo la mirada protectora de la seña
Eufrasia, que subida en un caramanchel presidía la
fiesta con toda la majestad de su bulto corpulento. Al
reparar la buena mujer en Ojeda, se atrevió á sonreirle.
Sabía que era español por haberle visto algunas veces
con don Isidro.
— ¿Ha visto usted, señor, qué moritos graciosos? Y ahí
onde usted los ve con esas caras tan feotas, son unos
LOS ARGONAUTAS 527
infelices: más buenos que el pan. Los mejores de todos.
Su marido, el hombre del sombrerón y la faja abul-
tada, se aproximó al escuchar estas palabras. Se adivi-
naba que iba á decir como de costumbre, ansioso de un-
gida autoridad: «Calla, Ufrasia, y no molestes á este
caballero. Las mujeres no sabís na de na.» Pero no pu-
do decirlo.
El flautista lanzó unas notas en falso y calló después
como si se le hubiese atrancado algo en la garganta.
Los bailarines quedaron inmóviles, agarrados del talle,
una pierna en alto, mirando hacia el castillo central con
ojos súbitamente congestionados.
Fernando miró también, influenciado por este silen-
cio, y vio á Maltrana que acababa de descender por una
escalerilla de hierro. En mitad de la escalera estaba
Nélida mirando á la muchedumbre extendida á sus pies,
orgullosa de la emoción que despertaba su presencia. La
falda corta y estrecha se había subido impúdicamente
con el movimiento de descenso, dejando á la vista una
pantorrilla larga, de curva armoniosa, enfundada en
una media de seda gris con rayas caladas. En la parte
más alta, entre la media y el pantalón, mostrábase un
pedazo circular de carne desnuda, blanca y ligeramente
sonrosada, como el nácar húmedo.
Adivinó ella la causa de esta turbación colectiva, de
este silencio repentino, pero quiso prolongar la situación
con una coquetería cruel, sonriendo ante el popular ho-
menaje. A Ojeda le pareció oir mentalmente un alarido
general, un relincho inmenso que subía hasta el cielo;
y no lo lanzaban las bocas repentinamente secas; partía
de los ojos extraviados, de las ropas estremecidas, de las
narices palpitantes. La miraban lo mismo que los pue-
blos primitivos debieron mirar la primera revelación
celeste.
Maltrana, al pie de la escalera, torcía el gesto y
hacía señas, con el enfado de un propietario futuro que
ve prodigados sus bienes. Ella al ñn quiso ñjarse en sus
extremidades, y sin emoción alguna arregló el desorden
de las faldas, borrándose la divina aparición, como la
luna entre nubes.
Sólo entonces volvió la flauta á lanzar sus pastoriles
528 V. BLASCO ÍBÁHSX
gorjeos, y los danzarines reanudaron sus evoluciones.
Por toda la explanada circuló inmediatamente una no-
ticia, con la prontitud colectiva de las muchedumbres
})ara inventar y aceptar embustes. Era don Isidro con
su novia; una novia millonaria. Se iban á casar apenas
llegasen á Buenos Aires.
La seña Eufrasia se aproximó á ellos con gesto ad-
mirativo: «¡Ah don Isidro! ¡Y qué bien ha sabido us-
ted escoger! Los hombres de talento tienen magnífico ojo
para estas cosas. ¡Que sea para bien! ¡Que dure muchos
años!...» Y las otras mujeres, árabes, italianas, españo-
las, se agrupaban en torno de Nélida, admirando su her-
mosura, sorbiendo el aire, cual si quisieran apropiarse
algo de su perfume, empujándose para sentir el roce de
sus miembros, conmovidas aún, á pesar de la identidad
de sexos, por lo que habían visto aparecer en mitad de la
escalera. Sentían cierto orgullo al estar próximas á una
de aquellas señoritas que sólo habían visto de lejos,
asomadas á los balconajes del castillo central.
La gente joven que Maltrana había encontrado algu-
nas veces junto á la verja que cerraba el paso á los ca-
marotes, espiando las idas y venidas de camareras
y criadas, manteníase á cierta distancia, contemplando
á Nélida con una admiración fervorosa, que casi era
homicida. La devoraban todos con los ojos. Parecía que
de un momento á otro iban á caer sobre ella despeda-
zándola.
Odiaban de pronto á don Isidro, admirándolo más
que antes. Nunca les había parecido tan grandioso.
¡Ah, los ricos! Tenían la plata, tenían las comodida-
des, y además se llevaban las mejores mozas. A im-
pulsos de la envidia hacían comparaciones, pasando
su mirada de la fresca Nélida á las pobres hembra-s des-
pechugadas, sucias y curtidas por el sol. Una porque-
ría todas ellas. ¡Ah miseria!...
El Emir se había despegado de sus compañeros para
ejecutar un solo de danza. Acompañado por la nauta
y agitando entre ambas manos un pañuelo rojo, bailó
frente á Nélida como si la dedicase todos sus gestos y
contorsiones. Movía las caderas con femenil vaivén, lo
mismo que las almeas, provocando grandes risas por sus
LOS ARGONAUTAS 529
estremecimientos lascivos. Las nobles facciones de prín-
cipe del desierto caído en la desgracia, se borraban bajo
el temblor de unos gestos simiescos. Sus negras pupi-
las parecían arder con un ruego azulado, mientras las
córneas se estriaban de sangre. Miró á Nélida con una
fijeza desconcertante, pero ella en vez de mostrar turba-
ción avanzaba el rostro y abría la fresca boca, riendo
con todo el esplendor de sus dientes, como si se burlase
de las angustias del pobre Emir. Pero su imparcialidad
de muchacha experta en la apreciación y descubri-
miento de los méritos varoniles, por ocultos que estu-
viesen, hizo justicia al árabe.
— ¡Qué lindo!— dijo volviéndose á Maltrana mientras
el otro seguía bailando — . ¡Qué hermoso pedazo de hom-
bre!... Lástima que esté aquí.
Ojeda, que permanecía cerca de ellos, pensó que era
una suerte para su amigo que los reglamentos del buque
no permitiesen al Emir dar un paso fuera de la proa.
De poder abandonar á la masa emigrante para ocultarse
en los recovecos del castillo central, el infortunio de
Maltrana era seguro.
Cuando el árabe cesó de bailar, jadeante y sudoroso,
ella avanzó por la explanada con el aire de una princesa
que visita á sus vasallos. Se reflejaba en su persona la
popularidad de Isidro, y éste, por su parte, extremaba
las sonrisas, las palmadas cariñosas, las palabras de
falso afecto, lo mismo que un buen rey que desea mos-
trarse estrechamente unido con su pueblo.
Nélida miró varias veces á Fernando, gozosa de que
presenciase su triunfo. A su lado jamás había recibido
tales homenajes. Sólo guarda^ba para ella contradiccio-
nes y negativas. Era más buen mozo que Maltrana: con-
forme; pero no era un héroe.
Como el baile había terminado, Fernando se volvió al
castillo central. Quiso dejar á Nélida gozando de su glo-
ria, acogiendo serena como un ídolo la curiosidad de las
mujeres y el deseo vehemente de muchos hombres, que
la seguían con pasos de tigre. Casi tenían el mismo gesto
de los antiguos corsarios berberiscos, rondando sobre
la cubierta de la giilera en torno de una beldad recién
conquistada. De estar solos habrían tirado de la m.ucha-
530 V. BLASCO IBÁÑISZ
cha tocios á la vez, descuartizándola para hacerla suya.
Maltrana, separado de Nélida por unos instantes,
hablaba con Juan Castillo y don Carmelo. Venía éste
de la enfermería de ver á Pacliín ívluiños, el emigrante
que preguntixba á todas lioras cuándo llegaba el buque
á Buenos Aires.
— Hombre perdido — dijo el de la comisaría — . El mé-
dico lo ha desahuciado, pero él sigue entre la vida y la
muerte, y cuando habla es para preguntar siempre lo
mismo: «¡Buenos Aires!... ¿Cuándo llegamos á Buenos
Aires?»
Por la mañana, en la bahía de Kío Janeiro, habían
tenido que hacer esfuerzos los enfermeros para sostener-
le en la cama. Quiso huir apenas notó la inmovilidad
del buque. ¡Ya habían llegado á Buenos Aires! Le enga-
ñaban; querían mantenerlo en aquel encierro so pretex-
to de su salud. Y el panorama de la vecina ciudad, en-
trevisto por un tragaluz al incorporarse en el lecho,
había servido para aumentar su desesperación. Aun
había sido ésta más grande al ponerse el buque en mar-
cha. Se creía de regreso á su tierra, después de haber
estado junto á la ciudad-esperanza, donde le aguardaban
la salud y la riqueza.
— El pobrecito está en pleno delirio — continuó don
Carmelo — . En vano le dicen que vamos á Buenos Aires
y que llegaremos pronto. Cree que volvemos á España,
y si al fin duda, pide que lo llamen á usted, señor Mal-
trana. «Que venga don Isidro. El lo sabe todo: él me
dirá la verdad...» Podía usted verle. Su presencia le
serviría de consuelo.
Pero Maltrana hizo un gesto evasivo. Tal vez más
tarde lo visitase. Ahora tenía mucho que hacer: no podía
dejar sola á esta señorita.
Don Carmelo, acordándose de las obligaciones de su
empleo, se lamentó de la presencia de Muiños en el
buque. Llevaba realizados varios viajes, los últimos sin
que ocurriese una defunción á bordo. Examinaban alas
gentes antes de admitirlas, pero este hombre los había
engañado con su aspecto de salud en el momento del
embarque... La muerte es triste en todos los lugares,
pero más aún en el mar... ¡Lo que él había visto!
LOS ARGONAUTAS 581
Eecordó un viaje que había hecho á Buenos Aires en
otro buque conduciendo una gran masa de emigrantes
del Norte de Europa. A los pocos días se declaraba una
epidemia entre las gentes de tercera clase.
— Todas las noches echábamos al mar dos ó tres. Nues-
tra preocupación era que no se enterasen los pasajeros
de primera. Jamás he visto un viaje con tantas fiestas.
Casi todos los días banquete extraordinario; por las no-
ches veladas musicales, bailes. Y mientras tocaba la mú-
sica arriba y bailaba la gente, nosotros metiendo á los
muertos en cajones, echándolos al mar y conservando á
las familias en los sollados para que no escandalizaran
con sus gritos. Cuando llegamos al término del viaje, la
mayor parte de los pasajeros de primera ignoraban lo
ocurrido, y protestaron al ver que los sometían á cua-
rentena. Treinta y ocho cadáveres al agua mientras
ellos bailaban... ¡Qué cosa el mar, caballeros! ¡Qué se-
cretos los suyos!
Resignado de antemano á toda clase de emociones,
hablaba tranquilamente del próximo ñn de este com-
patriota. Podía haberse muerto la noche anterior, y lo
habrían enterrado en líío Janeiro. Podía morirse tres
días después y le darían sepultura en Montevideo ó Bue-
nos Aires. Pero indudablemente iba á fallecer durante
la travesía, tal vez en la misma noche, y lo echarían al
agua. Había que desembarazarse prontamente de estos
fardos, que únicamente sirven para entristecer á los de-
más. En los buques sólo pueden tolerarse los cadáveres
de los ricos porque van convenientemente embalsama-
dos y sus herederos pagan bien. El carpintero de á
bordo estaba haciendo en aquellos momentos el cajón
para Pachín Muiños. El mismo don Caniielo acababa de
comunicarle la orden.
Isidro no escuchó más. Nélida le hacía señas para
marcharse. En medio de su entusiasm.0 por la popular
recepción experimentaba un sentimiento de menosprecio
y asco hacia aquellas gentes. Las vio de pronto, como si
acabaran de rasgarse unos velos sonrosados interpuestos
entre ellas y sus ojos. Los hombres le parecieron sucios
y de una avidez amenazante. Las mujeres, con una hu-
mildad bestial ó francamente envidiosas, eran inferió-
532 V. BLAÜCO IBÁÑMZ
res á las domésticas que la servían. Creyó percibir más
abajo de su espalda roces insolentes, tocamientos de
atrevida curiosidad, disimulados por la aglomeración.
Hasta se imaginó sentir en los más recónditos secretos
de su cuerpo un hormigueo de sanguinarios invasores,
ansiosos de hartarse de carne nueva y rica, que tal vez
acababan de abandonar el pellejo de aquellas comadres.
— Vamonos — dijo con angastia y miedo.
Y trepó por la escalera, sin importarle esta vez la
delectación que proporcionaba á una gran parte del
público con el divino espectáculo de sus faldas reco-
gidas.
A media tarde empezó á acentuarse el movimiento
del buque. El cabeceo suave de proa á popa, al que se
habían acostumbrado todos y que pasaba inadvertido
como un movimiento necesario para la vida igual al de
la respiración, se hizo por instantes más violento. El sol
descendente estaba velado por una barrera de vapores:
la luz era grisácea, lo mismo que la de una tarde inver-
nal; el mar, azul obscuro, se plegaba en largas ondula-
ciones. Una brisa fresca y violenta, que parecía anunciar
la tempestad, hizo correr á los grumetes para recoger
los toldos y subir los gruesos cristales del balconaje de
proa, dejando abrigada esta parte del paseo.
Las olas de larga pendiente, silenciosas, dormidas,
uniformes, sin el más leve penacho blanco, no eran de
gran altura, y sin embargo, el trasatlántico saltaba al
encontrarse con ellas, elevándose á ambos lados de su
proa dos surtidores de espuma. Veíase desde la mitad del
paseo cómo se remontaba la popa cual si fuese á volar,
hundiéndose después con una rapidez que angustiaba á
muchos, produciendo en su diafragma una sensación de
vacío.
Corrían las gentes al balconaje para presenciar de-
trás de los cristales los asaltos del mar en cólera, un es-
pectáculo extraordinario después de tantos días de bo-
nanza.
Maltrana, invisible hasta entonces, apareció por bre-
ves momentos al lado de Ojeda.
— Vamos á tener tormenta — dijo frotándose las manos
con una expresión de contento-—. Esto no podía conti-
LOS ARGONAUTAS 533
miar: tanta calma era para aburrir á cualquiera. Un
viaje sin borrasca es deshonroso. Luego, al bajar á
tierra, no habríamos tenido nada que decir. Es como si
un autor escribiese una novela marítima, olvidándose
de colocar en ella la obliga^da descripción de una tem-
pestad.
Pero Ojeda movió la cabeza negativamente. No había
tal tempestad: un poco de movimiento al pasar el golfo
de Santa Catalina: un simple incidente de viaje.
A pesar de las promesas de seguridad y las sonrisas
de los oficiales del buque, muchos pasajeros contempla-
ban con un gesto de indignación el Océano, lo mismo
que si se quejasen de la infidelidad de un amigo. Cuando
todos vivían olvidados del mar, éste se hacía presente
con una cólera insólita. Y las miradas dolorosas, los
gestos de desagrado, parecían decir con su silencio de
protesta: «Esto no es lo convenido.»
Los niños se aglomeraban en el balconaje subidos
en sillas y bancos para ver la llegada de ias olas. La
superficie triangular del castillo de proa subía y bajaba
al tropezarse con las arrugas azules é inmensas que
venían á su encuentro. Descendía como si se la tragase
el abismo, y luego disparábase hacia lo alto lo mismo
que un animal que se encabrita, temblando sus flancos
con el choque de las fuerzas ocultas. Dos montañas de
espuma rematadas por sutiles cresterías asaltaban la
proa, esparciendo una nube de polvo líquido. La espu-
ma, al caer sobre la cubierta, convertíase en agua,
corriendo en ondulante lámina por las pendientes del
entarimado y escurriéndose luego por las canaletas.
Estas rociadas incesantes llegaban hasta el balconaje,
empañando los vidrios con el goteo de sus lágrimas.
Brillaba como metal la madera del combés y del
castillo de proa bajo la continua inundación. Los emi-
grantes estaban ocultos en los sollados. De vez en cuan-
do un marinero, con impermeable amarillo y casco en-
cerado, atravesaba el combés por alguna necesidad del
servicio, recibiendo impasible las fuertes salpicaduras
del Océano, hundiendo sus botas altas en el río sala-
do que cada ola hacía rodar de una banda á otra del
buque.
534 V. BLASdO IBÁÑEZ
Mezclado Ojeda con las gentes que presenciaban este
espectáculo, fijaba más su atención en las explosiones
de la alegría infantil que en los asaltos del mar. Los ni-
ños se agitaban alborotando á la llegada de las olas.
«¡Otra!... ¡otra!», gritaban con trémula alegría al ver
desarrollarse ante la proa una nueva colina azul. Que-
daban en suspenso, conteniendo la respiración, los ojos
súbitamente agrandados. Sobrevenía el golpe, encabri-
tábase la proa, remontábanse en el espacio los dos fan-
tasmas de espuma para desplomarse en cascadas, y un
¡ab! de satisfacción descongestionaba los pechos. A
veces, si el choque era mayor, la punta del Goethe^ en
gallarda rebeldía, alzábase por encima de las olas sin
que éstas llegasen á invadirla. La gente menuda pa-
taleaba entonces de entusiasmo, prorrumpía en aclama-
ciones y saludaba la valentía del buque con una salva
de aplausos.
Algunas personas mayores contemplaban este rego-
cijo con ojos lastimeros. «Ciega inocencia desconocedora
del peligro... ¡Siempre que aquella marejada no fuese
en aumento!...» Muchos pasajeros no se atrevían á mo-
verse de sus sillones y permanecían con la frente en
una mano, pálidos, los ojos cerrados cual si les hubiese
acometido de pronto el sueño.
Pasando de un ventanal á otro para ver mejor la
llegada de las olas, Ojeda se encontró al lado de Mina.
La rubia cabeza de Karl, que se agitaba con sonoras
risas á cada golpe de mar, le hizo fijarse en la mujer
que estaba detrás sosteniéndolo entre sus brazos. Como
si le avisase el magnetismo de una mirada fija en
sus espaldas, la madre volvió la cabeza, palideciendo
al reconocer á Fernando. Era la primera vez que se en-
contraban juntos después del paso de la línea. Se adi-
vinó en su nerviosa inquietud un deseo de huir, de
restablecer la indiferencia que los había mantenido
apartados.
Intentó hablar Ojeda. Pasó una mano acariciante
por la sedosa cabeza de Karl, pero apenas si éste se vol-
vió á mirarle, ocupado como estaba en la contemplación
del mar. Igual suerte tuvieron sus palabras á Mina. Ella
sólo contestó con leves movimientos de cabeza, con for-
LOS ARGONAUTAS 535
zados monosílabos, mientras su palidez iba tomando un
ligero tinte de rubor. No ocultaba su vehemente deseo
de huir. Parecía tener miedo; no de Fernando, sino de
ella misma. Y prometiendo á su hijo que desde otro sitio
vería mejor la llegada de las olas, lo puso en el suelo y
le tomó una mano, alejándose después. «Buenas tar-
des, señor.»
Quedó desconcertado por esta fuga y experimentó al
mismo tiempo cierta satisfacción. Ella no le había mi-
rado con odio al marcharse. Sus ojos más bien eran
de tristeza. Tenía miedo al recuerdo. Había sentido, al
verle, la nostalgia del pasado, la melancolía de las an-
tiguas ilusiones.
Paladeó Ojeda la amargura de los poderosos en des-
gracia, que miden con orgullo toda la grandeza de su
caída. Días antes podía considerar como suyas tres
mujeres en aquel mundo flotante. Se habían sucedido
junto á él proporcionándole la dulce ilusión más ó menos
verídica que acompaña al amor. Ahora se veía solo,
completamente solo en este buque, que también pare-
cía envejecer al llegar á la última parte de su viaje,
encabritándose en mares obscuros y violentos después
de haberse deslizado sobre azules y luminosas exten-
siones impregnadas de sol... La novela trasatlántica
de Ojeda llegaba á sa ñn. Debía decir adiós á las ilu-
siones y refugiarse en la fidelidad de sus recuerdos,
lamentablemente olvidados duríinte el viaje.
Este propósito de renunciación alegraba su concien-
cia, pero molestaba al mismo tiempo su orgullo de hom-
bre, estableciendo en su interior una violenta dualidad.
Le era muy dolorosa la indiferencia de las mujeres des-
pués de haberlas tenido á su merced sumisas y ado-
rantes. Y le dolía igualmente, á pesar de su afecto
amistoso, que fuese un Maltrana el heredero de su buena
suerte, el que iba á esciibir con gestos de héroe el epí-
logo de una de sus novelas vividas.
Su vanidad se revelaba contra este final. En buena
hora si él hubiese roto con Nélida después de una esce-
na, dramática. Pero habían ocurrido las cosas de un
modo tan confuso é ilógico, que no sabía Fernando cier-
tamente si era él quien había repelido á la joven ó ella
536 V. BLASCO IBÁKE2.
la que le había abandonado á impulsos de un nuevo
deseo.
Pasó el resto de la tarde hablando con unos brasile-
ños que iban á transbordar en Montevideo siguiendo ríos
arriba hasta el interior de su país. Le distrajo como un
libro de aventuras la conversación con aquellos hom-
bres enjutos, huesosos, de una palidez enfermiza, cuya
mirada parecía tener fulgores de fiebre. Eran ingenieros
y altos empleados de ferrocarriles en construcción. Es-
tas líneas audaces partían el silencio centenario de in-
mensas selvas que permanecían inexploradas desde el
primer empuje del descubrimiento.
Habían de luchar con la maraña de la vegetación, la
inmensidad del pantano, la ponzoña de insectos y rep-
tiles y la maldad de los hombres. Con el revólver
al cinto presidían el trabajo de centenares de peones de
todas razas y nacionalidades. Habían de vivir siempre
en guardia contra las asechanzas del blanco, el más ma-
ligno de los bípedos, terrible residuo de todas las aven-
turas y desesperaciones de Europa. El combate con el
microbio era también un gran peligro en esta guerra por
la civilización de la tierra virgen. Bien lo indicaba el
aspecto de aquellos hombres decrépitos en plena juven-
tud, heridos para siempre por la frígida estocada de la
fiebre. Y ellos, desconociendo sus propios males, habla-
ban con horror de las dolencias que asaltaban á los hom-
bres en la penumbra de la selva al remover el humus
secular y las vegetaciones dormidas; grandes abcesos de
la piel que acababan por rebullir lo mismo que un hor-
miguero, avivándose la carne en gusanos; emponzoña-
mientos de la sangre que mataban en breve tiempo á un
hercúleo jayán; rápidas consunciones devoradoras de
grasas y de músculos que sólo respetaban el esqueleto,
dejándolo flotante dentro de la piel, cual si ésta fuese
un traje demasiado grande. Perecían á docenas los hom-
bres en torno de los rieles. La conquista de una laguna
ó de un bosque por las cintas de acero era tan mortífe-
ra como la toma de un reducto artillado.
A la caída de la tarde vio Ojeda pasar á don Carme-
lo, mirando á todos lados. Iba por el buque en busca de
Maltrana sin poder encontrarlo.
LOS ARGONAUTAS 537
— Ese pobre se muere — dijo en voz baja — . Está en las
últimas. Tal vez no exista en estos momentos. Y el infe-
liz llama á don Isidro; quiere verlo para saber si real-
mente vamos á Buenos Aires. Una manía de moribun-
do... Yo he pensado que nada cuesta darle esta satisfac-
ción, y voy en busca de Maltrana hace media hora. Es
extraño que no lo encuentre. ¿Sabe usted dónde está?
Ojeda hizo una señal negativa... Y sin embargo,
de querer él lo hubiese podido encontrar en dos minu-
tos. Néiida é Isidro habían desaparecido desde media
tarde.
Al anochecer, cuando acababa de sonar el toque
preparatorio de la comida, volvió á encontrarse con
don Carmelo.
—Se acabó. El pobrecillo ha muerto. Voy á ver al
carpintero para que lo tenga todo listo. Esta noche...
¡al agua!... ¡Pobre galleguito!
Maltrana se presentó en el comedor cuando los ca-
mareros servían el segundo plato. Tomó asiento junto á
su amigo con cierta timidez, á pesar de la satisfacción
y el contento de sí mismo que respiraba su persona.
Fernando notó algo extraordinario en su aspecto. Lucía
una flor en la solapa del smoking. De su cabeza surgía
un perfume fuerte. Adivinábase que había hecho gastos
extraordinarios en la peluquería. Emanaba de todo él
un manifiesto deseo de embellecerse, de hacer olvidar
el Maltrana de antes.
Apartó los ojos de los de su amigo, temiendo ver
en éstos una expresión de reproche.
— El enfermo de que me habló usted muchas veces ha
muerto hace poco rato.
¡Ah!... La exclamación de Isidro revelaba indiferen-
cia ¿Qué iba á remediar con su dolor? El tenía cosas
más importantes en que pensar.
—Ha muerto llamándole— continuó Ojeda—. El pobre
necesitaba consuelo y quería verle. Pero don Carmelo
lo ha buscado á usted inútilmente por todo el barco.
Otra vez lanzó Maltrana la misma exclamación in-
colora. Y huyendo los ojos hizo un gesto evasivo. El
tenía mucho que hacer: había estado en su camarote
hablando con Martorell del futuro Banco... Y no dijo
538 V. BLASCO ibáñe:í
más, como si temiera que Fernando le acusase de men-
tiroso por haber visto al catalán en algún otro sitio du-
rante la tarde.
Acabaron de comer los dos silenciosamente. En vano
pretendió Maltrana animar la conversación con sus pa-
labras; su amigo se mostraba impasible. El también es-
taba preocupado, mirando á cada instante hacia la mesa
donde tomaba asiento el señor Kasper con su familia.
Había amainado el oleaje después de cerrar la noche.
Unas ondulaciones largas é irregulares conmovían el
buque de tarde en tarde, pero la proa las saltaba con
facilidad.
En el comedor era menos numerosa la concurrencia.
Muchos habían tomado su alimento sobre cubierta,
temiendo marearse en el encierro de abajo. Luego de
comer, la tranquilidad del mar serenó los ánimos y Ins
digestiones, restableciéndose cierta alegría en el jardín
de invierno. Unas pasajeras de Río tecleaban en el piano
del salón y buscaban romanzas en los montones de par-
tituras, ganosas de lucir sus habilidades ante las gentes
que venían de Europa. Algunos jóvenes hablaban de
improvisar un concierto, una fiesta íntima. El cielo se
había aclarado; lucían las estrellas entre los harapos de
las nubes en fuga; las rugosidades del Océano eran cada
vez menos sensibles. Todos sentían un deseo de exteriori-
zar el regocijo de la calma.
Ojeda tomó su café solo. Isidro, que acababa de sen-
tarse junto á él, había huido al ver asomar una cabeza
sonriente en la ventana inmediata. ¡Lo mismo que él!
La vida en este buque era semejante á las vueltas de
una rueda.
Cuando salió á la cubierta se detuvo en aquel lugar
(jue en momentos de alegría había llamado «el rincón
de los besos». A través de los vidrios del balconaje miró
la proa, que oscilaba sobre el mar obscuro. Entre ella y
el castillo central reflejábanse las luces eléctricas en el
piso del combés, brillante aún por las rociadas de las
olas. A aquella hora ertaba desierto; la muchedumbre
emi^-rante se aglomeraba en los sollados.
Vio Fernando en el rojo cuadro de una puerta del
castillo de proa agitarse varias siluetas con furiosos
LOS AKGONAUTAí? 539
nianoteos: le pareció escuchar muy lejos voces doloro-
sas, un ruido de disputa. La curiosidad y el deseo de
entretenerse con algo le impulsaron á descender hasta
el combés. Volvió á oir allí los lamentos: unos ayes his-
téricos de mujer llorosa, alaridos de muchachos, seme-
jantes al aullar de perrillos abandonados. La familia de
Pachín gritaba frente á la puerta de la enfermería, de-
fendida por un marinero impasible.
Fernando vio á la mujer con los ojos rojizos de
lágrimas y el pelo en desorden; vio á los hijos que
gritaban, pero con los ojos en seco, haciendo coro á
su madre. No sabían nada, ])ero el instinto les había
avisado de repente la proximidad de la desgracia; el
mismo instinto simple y misterioso que hace aullar á
las bestias domésticas, como si oliesen la presencia de
la muerte.
Querían entrar en la enfermería para ver á Pachín
y tranquilizarse. Acogían con incredulidad las palabras
de un camarero español que, obedeciendo la consigna,
]es juraba por su salud que el enfermo estaba mejor.
Cliocaban sin éxito contra el marinerote rubio que obs-
truía la puerta con su dureza de roca. El médico había
prohibido la entrada y ern inútil insistir.
Un nuevo personaje se mezcló en esta escena violen-
ta. Era el señor Antonio el Morenüo^ apiadado de los
lamentos de aquellas gentes y furioso de la dureza de
los alemanes.
— ¡Por vía e Dio! Esto es pior que la Inquisisión... Y
esto quien lo arregla e un servior, aunque er buque se
vaya á pique.
Con la magnanimidad de un caballero andante pro-
tector de la viuda y el huérfano, tomaba bajo el amparo
de su brazo á esta mujer llorosa y sus pequeños au-
lladores.
—¿Qué queréis ustedes? ¿Ver ar enfermo?... Pues lo
veréis, aunque tenga que echarle las tripas ajuera á
ese rubio fachendoso que está en la puerta.
Prorrumpía en insultos y amenazas contra el marine-
ro, que no podía entenderle. Hablaba con vagas alusio-
nes de la temible navaja, cuyo escondrijo nadie lograba
encontrar. Iba á salir á luz de un momento á otro.
540 V, BLASCO IBÁXÍHIZ
— Y si la saco se acaba too... ¡too!
Sintió una mano en un hombro y volvió la cabeza.
Era Don Carmelo el de la comisaría: el hombre que le
inspiraba más respeto en el buque; todo un caballero, y
además paisano.
— Tú, MorenüOy ya has acabao de armar escándalo,
porque lo digo yo, ¡ea! Te vas abajo á dormir enseguía,
ó te hago bajar de dos patas.
El bravo se encogió. Únicamente de su padre y de
aquel señor aguantaba verse tratado así. Pero don Car-
melo era un ángel, se portaba bien con los pobres, y él
sabía distinguir á las personas buenas, obedeciéndolas.
A pesar de esta sumisión, aun masculló protestas.
— ¡Mardita sea! Pero lo que yo digo, ¡si esto es pior
que la Inquisisión! ¡Si esta pobre mujer quié ver á su
marío!
Don Carmelo intentó disuadir á la familia. Al día
siguiente verían al enfermo... si es que estaba mejor.
Por el momento era imposible. Les infundió tranquili-
dad y confianza, acostumbrado como estaba al trato de
la muchedumbre emigrante. Y el Morenito^ pasándose
al lado suyo con un repentino cambio de humor, repetía
todas sus palabras, apoyándolas con la autoridad de su
braveza. Lo que dijese aquel caballero, paisano suyo,
era la verdad. No más llantos ni alborotos: el enfermo
estaba mejor, ya que don Carmelo lo afirmaba. Debían
irse abajo á dormir.
Al desaparecer todos por la escalera del sollado, el
de la comisaría habló á Ojeda en voz baja. Una hora
después, cuando los emigrantes estuviesen encerrados,
vendría el carpintero para meter el cadáver en el cajón.
No había que esperar como otras veces las horas regla-
mentarias. Cuanto más pronto saliesen de esto^ sería
mejor.
— El pobresito está negro como un carbón. ¡Da lás-
tima verle!... A las once, ¡al agua! Si usté quiere pre-
sensiá esa cosa...
Al volver juntos hacia el castillo central, don Car-
melo quedó un instante en suspenso, como si se le ocu-
rriese una idea. ¿Por qué no llamaban á don José, aquel
cura español? En los otros viajes, cuando había que
LOS A.KÜONAUTA» 541
echar al agua un muerto, el comandante ó el primer
oficial suplía la falta de sacerdote. Recitaba una plega-
ria en alemán con la gorra en la mano ante el pesado
féretro, y después la orden de costumbre: «Désele cris-
tiana sepultura.» Y el cajón caía en el mar. Pero en este
viaje podían disponer de un clérigo, y el muerto era
católico. Ojeda debía decir algo á don José para que
asistiese á la fúnebre ceremonia. Y aquél aceptó, yendo
en busca del cura.
Estaba ya en su camarote preparándose para dormir,
pero al saber lo que deseaban de él, se enfundó de
nuevo en la sotana. Era un bracero de la Iglesia, siem-
pre dispuesto al trabajo. De sermones poca cosa; de
problemas teológicos, menos; pero para confesar ocho
horas seguidas y ayudar un cristiano á bien morir, allí
estaba él, insensible al cansancio, sin miedo á los conta-
gios de la enfermedad, habituado á la agonía humana
con un coraje profesional.
Quiso ir derechamente á la enfermería para recitar
junto al cadáver todas las oraciones del caso que tenía
en sus libros. ¿Por qué no le habían llamado antes, cuan-
do aquel pobre vivía aún?... Fernando tuvo que conte-
ner su celo. No debían bajar hasta el último momento.
Los del buque querían mantener el suceso en secreto. No
convenía llamar la atención de los emigrantes.
Sentáronse los dos en el paseo junto á las venta-
nas del salón. Había empezado en éste la improvisada
fiesta. El piano sonaba incesantemente. Al principio
del viaje nadie sabía tocar: el miedo al ridículo, la
falta de trato hacían fingir á todos una absoluta ig-
norancia musical. Ahora todos se mostraban ansiosos
de lucir sus habilidades, y apenas se retiraban del tecla-
do unas manos, caían otras sobre él vigorizadas por el
descanso. Voces femeniles entonaban romanzas senti-
mentales en italiano, cancioncillas picarescas en francés
y jotas de zarzuela española.
El buen don José sintió despertar en su pensa-
miento algo así como un embrión filosófico por la fuerza
del contraste.
— Lo que es la vida, señor Ojeda — murmuró grave-
mente-—. Estos cantando y riendo, y nosotros, á cuatro
542 V. BLASCO IBÁfez
pasos de ellos, esperando la hora para echar al agua á
un hombre. ¡Mundo de engaño!... ¡Mundo de trampa!
Fumaba incesantemente aprovechando la genero-
sidad de Ojeda, que le ofrecía cigarro tras cigarro. Su
cabeza empezó á oscilar. Se entornaban sus ojos para
abrirse de repente con un azoramiento de sorpresa, vol-
viendo á cerrarse poco después. Al fin se durmió y su
respiración estuvo próxima á convertirse en sonoro
ronquido. Tenía la costumbre de acostarse temprano.
Además la música ejercía sobre él una influencia le-
tárgica.
Pasó Maltrana junto á ellos. Nélida estaba en el
salón y él vagaba por la cubierta. Al saber que aguar-
daban para asistir á la fúnebre ceremonia, se le escapó
m\ gesto de contrariedad. Formuló varias excusas para
iustiñca^r su ausencia, pero en vista de que la ceremo-
nia era á las once de la noche, se ofreció á ir con ellos.
Esta hora no trastornaba sus planes.
Aparecieron don Carmelo y el primer oficial con cier-
to apresuramiento, como si deseasen finalizar cuanto
antes el lúgubre deber para irse á dormir.
— Cuando ustés gusten, cabayeros— dijo el de la co-
misaría.
Despertó don José con nervioso sobresalto y baja-
ron todos á la explanada de proa. Cuatro marineros
sacaban de la enfermería un cajón de madera blanca
cepillada recientemente. Sus brazos desnudos lo soste-
nían con visible esfuerzo. El pobre Pachín, menudo en
vida y debilitado por la enfermedad, pesaba mucho en
la muerte. A lo grueso del cajón había que añadir va-
rios lingotes de hierro depositados por el carpintero jun-
to á su cuerpo.
Quedó el féretro sobre una gran tabla apoyada en la
borda. El buque había aminorado la marcha. Desde lo
alto del puente alguien oculto en la obscuridad seguía
la ceremonia.
— A usté le toca, padre — dijo don Carmelo.
Se quitó el birrete don José, y todos quedaron igual-
mente con la cabeza descubierta. Habíanse apagado las
luces del combés para evitar que algún curioso pudiese
ver la ceremonia desde las cubiertas del castillo central.
LOS ARGONAUTAS 543
Estaban en la obscuridad silenciosos, encogidos, lo
mismo que si preparasen un crimen. Eran fantasmas
negros en torno de un cajón blanco inclinado hacia el
mar. No tenían más luz que la de las estrellas. Las nu-
bes, sólidas como murallas al caer la tarde, se habían
esponjado hasta convertirse en montones sueltos de
transparente plumón, por cuyos intersticios asomaban
los astros. El mar batía con sus últimos estremecimien-
tos los costados del buque. Iba adormeciéndose así como
avanzaba la noche.
El sacerdote comenzó á murmurar país oraciones entre
aquellos hombres emocionados, con la cabeza baja, pues-
tos los pies sobre un vaso flotante de acero debajo del cual
existía una profundidad de miles y miles de metros, un
mundo de misterio que iba á tragarse como insignifican-
te molécula el despojo humano.
Rezaba el cura, y á lo lejos parecían contestarle las
ventanas del salón, bocas de luz que lanzaban arpegios
de piano y trinos de romanza. Las oraciones fúnebres
hablaban de la tierra, materia original, del polvo al que
retornamos, del gusano compañero misera-ble de nues-
tro último sueño.
Ojeda se imaginaba el pobre cementerio de aldea,
donde habría podido descansar eternamente el mísero
Pachín, bajo lágrinicis de escarcha en el invierno, entre
flores y revoloteos de insectos al llegar el verano. Aquí
no volvería á la tierra madre. La oceánica aventura
había trastornado el ñnal de esta existencia. Los crus-
táceos iban á cubrir su último encierro con una capa
pétrea; los escualos, lobos de la profundidad, golpearían
con su morro y sus aletas la envoltura de madera hus-
meando la carne oculta; las algas trenzarían en torno
sus verdes y ondeantes cabellos, hasta que la fúnebre
cascara se pudriese confundiendo su contenido con la
líquida inmensidad.
Calló don José, como si ya no recordase más oracio-
nes. Bendijo el féretro, y entonces avanzó el primer
oficial con aire militar, lo mismo que un jefe que orde-
na una descarga de fusilería en un entierro de soldado.
— Désele cristiana sepultura — dijo en alemán.
Los marineros que sostenían contra la borda el ta-
544 V. BLAíáCO IBÁÑKZ
blón lo levantaron como una palanca, y el féretro fué
deslizándose, hasta que de pronto cayó en el Océano.
Faé un ruido semejante al de una de aquellas olas que
sordamente venían á chocar con el navio.
I Adiós, Pachín!... Ojeda creyó oír un lamento lejano,
una voz imaginaria en este chapoteo de las aguas abier-
tas por el pesado ataúd, y que volvieron á cerrarse so-
bre su remolino de proyectil: «¡Buenos Aires!... ¿Cuándo
llegaremos á Buenos Aires?...»
El buque avanzó con más velocidad, recobrando su
marcha normal. Maltrana había desaparecido. Ojeda y
el cura volvieron á la cubierta de paseo.
Don José lamentaba la suerte de aquel hombre que
no conocía y sobre cuyo cadáver invisible había hecho
descender su bendición. ¡Infeliz! ¡Sepultado en el mar!...
Pero Fernando no participaba de sus lamentaciones.
Todos que muriesen así. La vida es el deseo, la ilusión,
la certeza de que el próximo mañana nos traerá la feli-
cidad: un mañana que nunca llega. «¡Buenos Aires!...
¿Cuándo llegaremos á Buenos Aires?...» Y el infeliz
había muerto sin llegar. Mejor era así: mejor que pere-
cer en la tierra deseada poco tiempo después, sin otra
visión que la cruda realidad.
Felices los que mueren abrazados á la quimera...
Bienaventurados los que no ven cumplidos nunca sus
deseos y viven en el engaño, alegría de nuestra exis-
tencia.
Y al subir por una escalerilla de hierro recibieron
en la cara el soplo musical de las enrojecidas ventanas
del salón. Una voz de mujer cantaba el amor, la verdad
única y la mentira más grande de nuestra vida... ¡Pobre
vida que no puede marchar por sus propias fuerzas y
necesita el apoyo de la ilusión!
XII
Dos días antes de llegar á Buenos Aires, el Goethe
empezó á remozarse. Trabajaba la marinería de sol á
sol bajo la mirada escrutadora de los oficiales. Era una
agitación semejante á la de un navio de guerra en vís-
peras de combate.
La última cubierta se empequeñecía. Las ballene-
ras, pendientes sobre el mar, eran retiradas al interior,
descansando ñjas en sus cuñas. Los paseantes veíanse
obligados á moverse entre estas embarcaciones, que sólo
dejaban accesibles estrechos pasadizos.
Una limpieza minuciosa y paciente retocaba el exte-
rior de la nave desde la línea de flotación á los topes,
dejándola como nueva. Por todas partes se encontraban
marineros arremangados y despechugados, con un cubo
de pintura en una mano y una brocha en la otra. Soste-
níanse en peligroso equilibrio sobre mástiles y baran-
dillas. Sentados en andamios y teniendo á sus pies el
mar, pintaban los costados del buque balanceándose
sobre el abismo.
Desaparecían rápidamente todos los ultrajes que las
olas, el aire salino y los roces en las entradas de los
puertos habían inferido al trasatlántico. La pintura se
esparcía pródigamente, lo mism.o que en el tocador de
una coqueta vieja. El Goethe quería llegar hermoseado
al término de su viaje: y un blanco de leche refrescaba
los tabiques de las cubiertas y las cañerías interiores;
un amarillo tierno de manteca abrillantaba los mástiles,
la chimenea y los brazos de las grúas; un negro intenso
ocultaba las desconchaduras del enorme casco, dando á
éste un aspecto virginal, cual si acabase de ser parido
por el dique de un astillero.
35
546 V. BLASCO IBÁÑEZ
Los empleados de la comisaría se mostraban más
atareados aún que los oficiales de la navegación. Había
subido en el último puerto el médico enviado de Buenos
Aires para el examen de los emigrantes, y este funcio-
nario, acompañado por aquéllos, iba inquiriendo la
salud del rebaño humano acorralado en los extremos
de la nave.
Funcionaba en la explanada de popa una estufa de
desinfección, y pasaban por ella los trajes de los emi-
grantes que eran susceptibles aún de cierto uso á juicio
de los empleados. Las piezas andrajosas, los gabanes de
pieles de imposible despoblación, los calzados rotos,
los arrojaban al mar, flotando en la estela del buque un
rosario de míseros objetos.
Las personas eran sometidas á ruda limpieza. Des-
aparecían de golpe las hirsutas melenas y las barbas
patriarcales. Cráneos redondos con la sombra azulada
del pelo cortado al rape, mandíbulas salientes ostentan-
do aún las erosiones de una afeitada rápida, mostrá-
banse en el mismo lugar ocupado antes por barbudos
personajes de trágico aspecto. Desaparecían igualmente
las altas botas oliendo á sebo, las camisas rojas ceñidas
al talle por una cuerda, los gorros de piel, las sacerdo-
tales hopalandas. Todos se mostraban unificados por el
sombrero hongo y el temo de lanilla, comprado previ-
soramente en un almacén de Europa.
Mujeres y chiquillos eran empujados casi á viva
fuerza al baño obligatorio con rudos fregoteos de jabón.
Los dos extremos de la nave soltaban por sus caños la
mugre líquida del populacho. Al chorro de agua car-
gada de cenizas y polvo de carbón que arrojaban en el
mar los purgadores de las calderas, uníanse los dos
arroyos de líquido jabonoso y negruzco expelidos por
la proa y la popa.
Velaban con interés egoísta los de la comisaría por
la salud y la limpieza del rebaño humano. Temían á las
oficinas de inmigración de Buenos Aires, prontas á re-
chazar las gentes enfermas v) de contagiosa suciedad,
obligando al buque á repatriarlas gratuitamente.
En los «latinos» de proa verificábanse iguales trans-
formaciones. Las comadres de Ñapóles y de Castilla
LOS ARaONAUTAS 547
abrían sus arcas para extraer sayas y corpinos. La
seña Eufrasia tronaba majestuosa, con un pañolón de
encendidas ñores, objeto de la admiración de todos, y
que parecía agrandar su autoridad.
Los árabes, por el contrario, perdían su aspecto in-
teresante. No más casquetes rojos ni pañuelos de colores
á guisa de turbantes y fajas. El Emir se había despojado
de su caftán de seda, é iba vestido como los demás, con
un terno á cuadros y un sombrero tirolés. ¡Adiós poesía!
El príncipe de ojos de brasa, que habían perturbado por
unas horas á la sensible Nélida, era vendedor ambulan-
te en Buenos Aires. Su comercio consistía en una larga
batea llena de objetos baratos, que paseaba con un socio
compatriota, alborotando juntos los suburbios de la ciu-
dad con el pregón de su industria: «A veinte centavos.
¡Todo á veinte!»
Se había transfigurado también la cubierta de pa-
seo. El espacio parecía mayor. Al disminuir el nú-
mero de viajeros eran más escasos los sillones, y los
paseantes podían caminar sin obstáculos. Además la
gente se ocultaba para hacer los preparativos de des-
embarco.
Permanecían las señoras en sus camarotes la mayor
parte del día arreglando los equipajes. Sólo después
de las comidas se formaban tertulias en el jardín de
invierno; tertulias amistosas, sin rivalidades en el traje
ni en las joyas, vistiendo cada cual á su gusto, como
gentes preocupadas por una tarea extraordinaria y fal-
tas de tiempo para pensar en el propio adorno.
Sólo quedaban horas contadas de viaje: aquel día
y parte del siguiente. Al anochecer tocarían en Monte-
video, y antes de que amaneciese saldrían para Buenos
Aires.
Mostrábanse las gentes poco comunicativas, con cre-
ciente predisposición al aislamiento, agobiadas cada
vez más por las ideas que parecía sugerirles la proxi-
midad de la tierra. Los socios fraternales de empresas
ilusorias acariciadas durante el viaje, se iban distan-
ciando con cierta melancolía. Cosas más inmediatas y
mediocres, realidades ineludibles iban á asaltarlos tan
pronto como descendiesen en el muelle terminal.
§48 V. BLASCO I8ÁÑEZ
— De aquel negocio — se decían con mentida sonrisa —
ya hablaremos en Buenos Aires. Tiempo nos queda...
Habrá que pensarlo bien, porque tiene sus dificultades.
Estas dificultades, hasta entonces no sospechadas,
surgían de pronto, com.o surgen los escollos al rasgarse
la bruma cerca de una costa.
Un ambiente de duda, de timidez y mutismo se ex-
tendía por el buque así como éste iba avanzando. Los
emigrantes de popa, esquilados, rapados y vestidos de
limpio, permanecían silenciosos, con visible indecisión.
Parecían catecúmenos que luego de las abluciones y de
vestir nuevas túnicas no saben qué otra ceremonia les
aguarda más allá de la puerta cerrada. Miraban con in-
quietud la tierra que iba costeando la nave, una barrera
amarilla, ondulosa, de cumbres bajas. ¿Qué encontra-
rían en aquella América?... Ya no sonaba el acordeón:
los rusos habían olvidado su danza gimnástica.
Los bulliciosos «latinos» de la proa también estaban
silenciosos y preocupados, como los navegantes que avis-
tan una tierra nueva. Únicamente el Emir y algunos
españoles que llegaban á la Argentina por segunda
vez, parecían contentos. La gaita pastoril sonaba lo
mismo que las otras tardes en el silencio del mar, pero
su dulzura bucólica tenía cierto temblor de sonrisa.
El tañedor era de los que regresaban á la tierra ameri-
cana saludándola con su música simple. En el mue-
lle iba á encontrar los amigos de su pueblo, su familia,
todos los atractivos de una nueva patria libremente
escogida.
El Morenüo callaba, como si se reconociese de pron-
to sin autoridad y sin fuerza para aleccionar á aquellos
jóvenes cansados de admirarle. Lo que ellos adm^iraban
ahora era la faja amarilla de la costa, que iba desarro-
llando ante el buque sus entrantes y salientes. Veíanse
faros, de cuyos vidrios arrancaba el sol una flecha roja,
pinceladas blancas que eran pueblos, y masas obscuras,
largas, uniformes, que eran arboledas.
Comenzaba á dudar el valentón, sumúdo en el silen-
cio. Avisábale un obscuro instinto lo quimérico de los
planes heroicos concebidos en la soledad oceánica. La
tierra cercana parecía repeler sus valerosas concepcio-
LOS ARÍ^ONAUTAS 549
nes. Percibía en torno de él un ambiente de restricción
y de oi'den más imperioso que el que había dejado á sus
espaldas al embarcarse. Tenía menos fe en la posibilidad
de una partida para hacerse rico y en todas las matan-
zas soñadas de indios bravos á tanto por cabeza. Ahora
más que antes necesitaba la presencia y el consejo de
don Isidro para que le infundiese ánimos con su sabi-
duría. ¿Pero dónde estaba don Isidro?...
Muchos en el castillo central podían haberse hecho
la misma pregunta de no estar preocupados con los pre-
parativos del desembarco. Maltrana, desde la salida de
Río Janeiro, se dejaba ver muy poco, y más bien pare-
cía huir de la popularidad que le había proporcionado
su heroísmo. Esta fuga iba acompañada de un acica-
lamiento extraordinario de su persona. Se hermoseaba
por instantes á impulsos de un firme deseo de parecer
mejor.
— La juventud no es más que una voluntad — pensaba
Ojeda — . Cada hora que transcurre parece más joven.
Bien se conoce que está enamorado. Nada rejuvenece á
un hombre como el amor.
El fugitivo Maltrana evitaba igualmente el encuen-
tro con su amigo. En el día anterior sólo le había visto
Fernando dos veces á las horas de comer. Irritado á
causa de este apartamiento, acabó por hablarle con
hostilidad. Era un Maltrana distinto al de los días ante-
riores. Nélida le había inñuenciado, participaba de sus
odios, y tal vez por esto huía de él como si fuese un
enemigo.
Le felicitó Ojeda agresivamente por su buena fortu-
na, y Maltrana, con la ceguera del hombre amado, acep-
tó ingenuamicnte estos plácem.es venenosos... Sí; estaba
contento de la vida. Alguna vez le había de tocar á él.
— Bien sé que no soy gran cosa — dijo con falsa mo-
destia—; pero así y todo alguien se ha fijado en mí. A
veces tiene éxito la fealdad. Además, me encuentran una
cabeza de carácter; voy afeitado, y esto gusta á algunas
personas más que los bigotes.
Había desaparecido entre los dos amigos todo afecto.
Nélida estaba entre ellos fomentando un sentimiento
irresistible de rivalidad.
550 y. BLASCO IBÁÑBZ
Creyó Fernando que debía romper para siempre con
su compañero. Fué un movimiento del que se arrepintió
á los pocos instantes, cuando sus palabras ya no tenían
remedio.
— Siga usted su buena suerte, Maltrana. Y como pue-
de traerle perjuicios y disgustos el ser amigo mío, que
cada cual eche por distinta senda... y como si no nos
conociésemos.
Habían pasado sin hablarse la tarde y la noche del
día anterior. Durante la comida buscó Isidro con sus
ojos la mirada de Fernando, igual que un perro humil-
de que intenta volver á la gracia de su amo. Pero un
sentimiento de dignidad y el egoísmo de no perder sus
buenas relaciones con Nélida, le mantuvieron en silen-
cio. El otro, por su parte, mostrábase fosco, huyendo su
mirada de la de Isidro, pero compadeciéndole interior-
mente. ¡Pobre muchacho! La única culpable era aquella
loca que se había propuesto enemistarlos.
A la mañana siguiente Maltrana no pudo resistir
por más tiempo esta separación, y abordó á su amigo
en la cubierta. Parecía desesperado. ¡Que unos hombres
como ellos que hacían el viaje lo mismo que hermanos,
fueran á pelearse al ñnal!...
— No hay mujer que valga lo que una buena amis-
tad... Es una simpleza reñir por esa loquilla, que no
sabe ciertamente lo que quiere... Venga esa mano, Oje-
da. Y si no quiere darme la mano, déme dos puntapiés:
es lo mismo. Lo importante es que volvamos á ser lo que
éramos antes.
Y se unió á él como al principio del viaje, permane-
ciendo á su lado más tiempo que junto á Nélida. Esta
rondaba por cerca de ellos, y sólo á fuerza de guiños
y manoteos conseguía arrastrar á Isidro por algunos
instantes. En vano lo increpaba viéndole con el otro.
Manteníase firme en su amistad, y dispuesto á seguir á
Ojeda y dejar á Nélida si ésta insistía en sus odios.
Acodados en la borda, contemplaban los dos amigos
el color del agua. Había cambiado de tono radicalmen-
te. Ya no tenía el azul grisáceo de los mares europeos,
el azul dorado del trópico ni el azul profundo y lumi-
noso de las costas brasileñas. Ahora su coloración era
LOá ARGONAUTAS 551
verde, un verde claro con reflejos amarillentos. Y
así como el buque iba avanzando, sobreponíase el ama-
rillo al verde, hasta que las a^uas tomaban un color
terroso semejante al de los ríos desbordados, como si el
Océano recibiera la avalancha de una enorme inunda-
ción.
El doctor Zurita se unió á ellos. Era por la tarde des-
pués del almuerzo.
— ¿Miran ustedes el agua? — preguntó — . Esa aííua ya
es nuestra; tiene más de dulce que de salada; viene del
corazón de América. Es el río de la Plata que al desem-
bocar se extiende leguas y leguas mar adentro.
Alegrábase el doctor contemplando el color de las
aguas, como si con ellas viniese á su encuentro algo de
la patria. Aun estaban muy lejos de la desembocadura
del río, y sin embargo enviaba hasta allí su corriente,
modiñcando el sabor y el color del Océano.
— Es enorme nuestro río, ¿no?... ¿Qué le parece, che?
— preguntaba con orgullo patriótico gozándose en la
estupefacción de Maltrana.
Los dos amigos hablaron de la falsedad de su título.
Gaboto lo había bautizado con el título de la Plata por
varias planchuelas procedentes del alto Perú que le ha-
bían trocado las tribus, pero jamás en sus riberas se
había encontrado una pepita de dicho metal. Era más
justo su primer nombre de «Mar Dulce»: expresaba me-
jor su acuática inmensidad sin orillas visibles.
Revivió en la memoria de los dos españoles la tra-
gedia de su descubrimiento. Pocos años después de la
muerte de Colón, ya navegaban por estas latitudes los
navios españoles buscando un estrecho para pasar al
otro Océano, al llamado mar del Sur, descubierto por
Balboa. Deseaban llegar á las espaldas de Castilla del
Oro, que así se titulaba entonces la parte conocida de la
América Central.
Díaz de Solís, piloto mayor de Castilla que mandaba
estas naves, al avistar la enorme embocadura metíase
por ella creyendo haber encontrado el ansiado estrecho,
pero la dulzura de las aguas le hacía abandonar su ilu-
sión. Aquel mar de agitado y continuo oleaje, sin costas
visibles, era simplemente un río. ¡Prodigios que reserva-
652 V. BLASCO IBÁKSZ
ban las misteriosas Indias Occidentales á los nautas del
viejo mundo!...
Así quedaba descubierto el «Mar Dulce de Solís»,
pero el descubridor pagaba su hazaña con la vida. Gran
marino, pero mediocre hombre de pelea, acostumbrado
al tranquilo manejo de las cartas de navegar, al exa-
men de los pilotos en la «Casa de Contratación» de Sevi-
lla, y sin experiencia en los ardides de la guerra in-
diana, había bajado á tierra creyendo en los signos de
paz de los indígenas, y éstos lo habían asesinado á la
vista de sus gentes en las orillas del mismo río que aca-
baba de descubrir, asando luego su cuerpo para devorar-
lo en sagrado banquete. Y la pequeña expedición, que
sólo iba á la descubierta, sin haber hecho preparativos
de guerra, huía río abajo despavorida por esta tragedia.
El duro Oviedo, historiador y hombre de combate,
apenas se apiadaba del infortunio de Solís al hacer su
relato. Le parecían naturales estas catástrofes siempre
que se enviaran hombres de mar al descubrimiento de
las nuevas tierras. Los nautas debían servir únicamen-
te para el manejo de las naos que condujesen á los ver-
daderos conquistadores. Y éstos debían ser hombres de
coraza, hombres de á caballo, incapaces de confianzas y
blanduras.
— ¿Saben ustedes — preguntó Maltrana— qué recom-
pensa pidió Solís al rey antes de embarcarse para hacer
este descubrimiento?
Acordábase de lo que había leído años antes en los
documentos del archivo de Simancas, cuando tomaba
notas para una obra de encargo.
La monarquía andaba escasa de dinero en aquellos
tiempos, y sus servidores, dando por inútiles las peti-
ciones monetarias, solicitaban como premio concesiones
y cargos. Solís, que era una autoridad científica de su
época, el primer sabio oficial en las cosas del mar,
explotaba su prestigio desde Sevilla, aprovechando
todas las ocasiones favorables para formular una peti-
ción. Don Fernando el Católico, á su demanda, le con-
cedía los bienes de un vecino que se había suicidado.
En aquellos siglos la fortuna del suicida pasaba á la
corona. Luego, á la hora de embarcarse para su última
LOS ARGONAUTAS 553
expedición, el piloto mayor solicitaba un premio más
extraordinario y raro como recompensa de sus futuros
servicios.
— La noble ciudad de Segovia no tenía mancebía
— continuó Maltrana — . A juzgar por un informe de
Solís al rey, las mujeres de partido distribuían sus
favores en unos corrales de ganado de las afueras, y
él solicitó para sí y sus descendientes el privilegio de
poder establecer una mancebía oficial dentro de los
muros de la ciudad. Así se lo prometió el Rey Católico,
pero el gran piloto acabó sus días en estas tierras sin
que pudiese montar su industria de Segovia.
Intervino Ojeda al ver el gesto escandalizado del
doctor Zurita.
— Cada época tiene su moral y sus preocupaciones.
Durante la Edad Media, lo mismo en España que en
otros países, el monopolio de las mancebías fué una de
las mejores rentas de muchas casas nobles. Esta merced
sólo la daban los reyes en pago de grandes servicios.
Famosos monasterios gozaban de tal concesión para
aplicar sus productos á las necesidades del culto. Algu-
nas veces eran conventos de mujeres los que disfruta-
ban este privilegio, y sus aristocráticas abadesas reci-
bían sin escrúpulo el dinero de las pecadoras de «cintu-
rón dorado».
Zurita hizo gestos afirmativos. Algo de eso lo había
leído él, y no le causaba escándalo el premio solicitado.
Lo que llamaba su atención era que en todo el descu-
brimiento de América únicamicnte se le hubiese ocu-
rrido solicitar tal merced al primer explorador del río
en cuyas riberas había de nacer años adelante la ciudad
de Buenos Aires. Se acordó de las innobles industrias
establecidas con profusión en la gran urbe inmigrato-
ria por extranjeros ávidos de ganancia; de la trata de
mujeres que extendía desde allí su reclutamiento á di-
versos países de Europa. La antigua «madre» de la man-
cebía clásica había sido sustituida por hombres de ne-
gocios, que comerciaban en carne liumana.
— ¡Qué casualidad! — continuó Zurita—. Cualquiera
diría que Solís adivinaba el porvenir...
La atención de los tres se sintió atraída por los mu-
654 V. BLASCO ibáitb;^
chos buques que navegaban en dirección contraria al
Goethe. Hasta entonces el Océano se había mostrado
con una soledad majestuosa. Sólo después de varios
días asomaba en lontananza la nubécula de un vapor
ó la. pincelada gris de un velero. Ahora se poblaba
la extensión amarillenta con buques de todas clases:
fragatas cabeceantes que hundían sus proas en la espu-
ma á impulsos de los hinchados trapos; vapores negros
que regresaban á Europa después de librar su carga-
mento de carbón; goletas minúsculas inclinándose sobre
las olas con una inestabilidad que arrancaba gritos de
miedo á las mujeres agrupadas en las bordas del Goe-
the, Este tránsito de buques era semejante al de los
vehículos y peatones, que en pleno campo anuncia la
cercanía de una enorme ciudad todavía oculta. Iba en-
trando el trasatlántico en la gran corriente de navega-
ción mercante que hace del río de la Plata una de las
avenidas más frecuentadas del comercio mundial.
Empezó la gente á fijarse en una isla que desde
mucho antes había aparecido ante la proa. El buque
pasaba entre ella y la costa lejana.
— ¡Los lobos! ¡Los lobos! — gritaron de un extremo á
otro del paseo.
Y corrían los niños sintiendo la emoción de los cuen-
tos maravillosos que infunden pavor: y tras ellos las
criadas, las madres, todas las mujeres, con una curiosi-
dad igual á la de los pequeños.
Pasábanse los anteojos para ver los lobos marinos
descansando en filas á lo largo de la isla y en torno de
un faro. Algunos de estos animales parecían figuras
yacentes sobre el pedestal de una roca. El sol de la tar-
de se reflejaba en sus húmedas envolturas, dándolas un
reflejo de oro. Eran á modo de pellejos de aceite, re-
matados por una cabeza de perro chato. Permanecían
inmóviles, flácidos, torpes, bajo la caricia pálida de los
rayos solares, rezumando grasa por sus poros. Muchos
parecían dormir. Algunos más jóvenes, como avisados
de un peligro por la proximidad del vapor, se arrastra-
ban sobre sus cortas nadaderas, arrojándose al agua con
el estrepitoso chapoteo de un odre inflado. Luego reapa-
recían asomando á flor de agua su cabeza semejante á
LOS ARaONAUTAS 555
una pelota negra con mostachos. Esta isla era el término
de su avance desde los glaciales mares deJ Sur. Hasta
allí llegaban viniendo de los bancos de hielo para ex-
plorar la amplia boca del estuario del Plata.
Desapareció el sol tras una barrera de nubes. Esfu-
mábase la costa con una bruma rojiza. El agua tomó
de pronto el tono sombrío de un mar de invierno. Mu-
chos se estremecieron de frío en sus trajes veraniegos.
Maltrana creyó que el lejano Polo les enviaba su res-
piración antes de que lograran introducirse en el abrigo
del estuario.
— ;Con tal que no tengamos bruma! — dijo el doctor—.
La niebla en el río es de lo más fregado. Hay necesidad
de parar á cada momento, de hacer señales, para evi-
tarse un choque... ¡Cosa pesada!
Luego invitó á los dos amigos á que lo acompañasen
en su visita á las máquinas del buque. No quería desem-
barcar sin conocer el alma de este hotel flotante, en el
que había vivido quince días. Deseaba hacer partícipes
de sus emociones á las señoras de la familia, pero todas
se habían negado. «¡Las máquinas! ¡Ay, no! ¡Qué sucie-
dad!» Y el buen doctor, como si no pudiese realizar la
visita sin un compañero que recibiera sus impresiones,
insistió hasta conseguir que los dos amigos le acompa-
ñasen por los tortuosos corredores de la cubierta baja.
El mayordomo hizo girar una puertecilla, y se vieron
en una especie de patio interior semejante á los que se
abren en mitad de los grandes ediñcios para darles aire
y luz. Su altura era la del buque, desde la quilla á la
líltima cubierta, y en sus cuatro paredes blancas y lisas
no había otra comunicación con el resto del trasatlánti-
co que la pequeña puerta de entrada. Varias galerías
de hierro marcaban los diversos pisos de este departa-
mento, que ocupaba toda la parte central del navio.
Un emparrillado de acero dividía el gran pozo cua-
drado y blanco en dos secciones. Pasaban á través de
él los émbolos de las máquinas, subiendo y bajando
incesantemente en sus cilindros verticales. Más abajo
de esta plataforma estaban las máquinas, y los tres vi-
sitantes llegaron á ellas descendiendo por varias esca-
lerillas de acero. Llevaban en las manos pedazos de es-
556 V. BLASCO IBÁÑHZ
topa para defenderse de la grasa que parecía sudar el
metal de las barandas y paredes. Un calor pegajoso
oprimía el pecho, al DÚsino tiempo que pinchaba el olfa-
to con hedores de hulla y aceite mineral.
Al llegar á lo último de este amplio pozo, junto á la
quilla, donde estaban las máquinas y sus servidores, el
calor era menos denso. Sentíale el latigazo de un aire
glacial al pasar junto á las bocas de los grandes venti-
ladores.
Era un panorama de troncos metálicos animados
por inquieta nerviosidad; una vegetación de acero que
movía sus ramas, subía, bajaba y se entrechocaba, ha-
ciendo penetrar los diversos tentáculos unos en otros.
El brillante metal lanzaba al moverse un resplandor
blanco y viscoso.
Todo este organismo inquieto y vibrador, que pare-
cía fabricado de plata y de grasa, no dormía á ningu-
na hora. Había em^pezado su movimiento en el mar del
Norte y lo continuaba á través de medio planeta, indi-
ferente al cpinsancio, lo mismo de día que de noche, á
la hora en que los hombres viven, á la hora en que los
hombres sueñan, bajo el sol y bajo las estrellas, como
si el tiempo y la distancia careciesen de realidad ante
su vigor sobrehumano. Las breves inmovilidades en los
puertos no significaban para él inercia y descanso. Sus
miembros férreos quedaban en corto reposo, pero el
fuego vivificante seguía ardiendo en sus entrañas. La
sangre blanca del vapor continuaba circulando por el
sistema arterial de sus válvulas y tuberías.
Precedidos por un hombre rubio y flemático con ga-
lones plateados en las bocamangas y la gorra, iban los
tres visitantes por entre las máquinas enclavadas en el
fondo de este espacio cuadrangular. Las paredes subían
lisas, iguales, sin una ventana, sin el menor resquicio,
unidas por las diversas galerías y la plataforma. Pero
estos obstáculos eran casi transparentes, con la sutilidad
de los enrejados de metal, á través de los cuales pasa la
mirada. En lo último, á catorce metros de altura, esta-
ban alzadas las tapas de cristales sobre la cubierta de
los botes, dejando ver dos fragmentos de cielo.
El doctor Zurita se enteró minuciosamente de las
LOS ARaONAtTTAS 557
funciones de las diversas máquinas. Las dos más gran-
des, que ocupaban con sus majestuosas dimensiones la
mayor parte del espacio, eran las generadoras del mo-
vimiento del buque, las propulsoras de las hélices. A
un lado una máquina más pequeña, productora de la
luz; á otro lado la del frío, para los depósitos de ali-
mentos y las necesidades de la vida á bordo, organismo
potente y triunfador que en aquella atmósfera cálida,
cerca de los hornos inflamados, mantenía sus tuberías y
cilindros bajo el forro lagrimeante de una gruesa costra
de hielo.
Avanzaban sobre un piso de placas de metal. En
unos lugares sentían sus pies ki frescura de la humedad;
en otros aplastaban como arena crujiente el polvo dia-
mantino de la hulla. De pronto percibían sobre sus cabe-
zas un torbellino glacial, inesperado, que cosquilleaba
las narices con la picazón del estornudo y parecía querer
arrebPvtarles las gorras. Mirando á lo alto se encontra-
ban con la boca de un tubo enorme que subía y subía,
pulido y circular, como el interior de un telescopio, con
gran parte de su entraña sumida en la obscuridad y un
débil resplandor de tragaluz allá en lo alto, junto á
la boca curva é invisible. Era un ventilador de los
que alzaban sus trombones amarillos sobre las diver-
sas cubiertas. Y estos tubos de ventilación, así como
otros túneles verticales abiertos desde las máquinas á
lo alto del navio, tenían en sus paredes ligeros estri-
bos de acero, que servían de peldaños; leves escale-
ras por las que podían trepar las gentes de las máquinas
en momentos de peligro.
El guía de los galones plateados abrió una puerta do
acero pe(iueña como una ventana y del espesor de un
muro. Su cierre instantáneo, hermético, absoluto, era
semejante al de las piezas de artillería. Il3a á enseñarles
uno de los dos túneles por los que pasaban los árboles
de las hélices. Entraron agachando la cabeza en una ga-
lería angosta de más de treinta metros de longitud, ocu-
pada únicamente por una barra de acero que giraba y
giraba tendida en sus ajustes brillando como una espi-
ral de mercurio. Un rosario de bombillas eléctricas alum-
braba día y noche la continua rotación en el silencio
568 V. BLASCO ISÁÑBZ
y la soledad de esta alma metálica, señora absoluta del
túnel submarino. El lado interior de la galería era ver-
tical; el exterior abríase en ángulo hacia arriba, mar-
cando el arranque del vientre de la nave. Una lluvia
menuda y lubriñcadora caía sobre el árbol para facilitar
y enfriar el frotamiento de su incesante rotación.
Zurita quiso saber á qué profundidad estaban en
aquel sitio. Hallábanse siete metros más abajo de la su-
perficie del Océano.
— ;Lo que nadará en estos momentos sobre nuestras
cabezas! — dijo Maltrana — . ¡Los apreciables vecinos que
tal vez colean al otro lado de esta pared!
Y daba con los nudillos en el muro de acero, sordo,
durísimo, semejante á un bloque inmenso, tras el cual
era difícil imaginarse la más leve oquedad.
El extremo del árbol, que en sus incesantes vueltas
se perdía al final del túnel, les inspiraba no menos ad-
miración. Ni un ruido, ni el más leve roce. Y sin em-
bargo, la espiral de plata, atravesando la popa del bu-
que, surgía en pleno Océano para levantar un torbellino
espumoso con las revoluciones vertiginosas de sus uñas
retorcidas. La idea de que estaban á siete metros deba-
jo del agua, y que bastaría la más pequeña grieta en el
túnel para morir instantáneamente aislados por la puer-
ta inconmovible, produjo cierta angustia en Maltrana.
— Esto ya está visto. ¿Si fuésemos á visitar algo más
interesante?...
Su pasaje por las calderas fué breve; las hornallas
en fila expelían un calor infernal. Asomáronse á un
departamento negro, en el cual se agitaban varios hom-
bres, medio desnudos, con un gorrito blanco en la cabe-
za. Eran de pelo rubio, flacos, como si el excesivo calor
hubiese derretido su grasa, pero con gruesos tendones
y robustas coyunturas, que al menor esfuerzo se marca-
ban vigorosamente. Cuando abrían la portezuela de un
horno para echar en él paletadas de carbón, su resplan-
dor lo iluminaba todo con reflejos de incendio, y los
hombres blancos de ojos azules aparecían grotescos y
terribles bajo el hollín que tiznaba sus caras y sus miem-
bros. Al cerrar la portezuela volvía el departamento á
sumirse en una penumbra saturada de polvo de carbón.
LOS ARGONAUTAS 559
Los pies se movían como en una playa crujiente sobre
la hulla desmenuzada. Un sabor de humo y de grasa
descendía por las gargantas.
Volvieron á las máquinas, y junto á ellas escucharon
las explicaciones del guía. En las entradas y salidas
de los puertos, en todo momento difícil, el primer in-
geniero se colocaba en una galería alta, lo mismo que
el comandante del buque tomaba su sitio en el puente.
Los dos gobernantes de este mundo interoceánico vi-
gilaban sus respectivas funciones: uno la dirección; otro
el movimiento. Y el telégrafo interno de señales unía las
dos inteligencias con rápidas comunicaciones.
Junto al primer ingeniero se colocaba el segundo,
encargado de recibir los avisos del puente y transmitir-
los abajo á las máquinas. Dos maquinistas (que con la
afición germánica á los títulos y jerarquías se titulaban
ingenieros terceros) cuidaban cada uno por separado de
los dos grandes motores que hacían marchar al buque.
Otro ingeniero tercero vigilaba las máquinas auxiliares
productoras de la luz y el frío.
Al terminar el viaje redondo, cuando el trasatlántico
regresaba á Hamburgo, sus máquinas eran reparadas
minuciosamente. Durante quince días recibía los mis-
mos cuidados que un caballo de carrera que se prepara
para una nueva corrida.
Los tres visitantes admiraron el silencio y la sumi-
sión con que estos organismos enormes cumplían sus
funciones, cual si tuvieran un alma y se sometiesen vo-
luntariamente á una disciplina. Ni el más leve ruido
venía á alterar el silencio del metal que se mueve en-
vuelto en la sordina de la grasa, del engranaje que fun-
ciona bajo la suavidad discreta del lubrificante.
El acero arrollado en tubos, extendido en placas,
alargado en émbolos, redondeado en discos, permanecía
callado é impasible, sin transpirar el misterio ruidoso
de las potencias que se agitaban en sus entrañas. Su
rigidez no dejaba adivinar con palpitaciones materia-
les el agua abrasadora, el vapor asfixiante, el fuego
anonadador, á los que bastaba el más leve escape para
atraer la catástrofe y la muerte. Las fuerzas ciegas y
crueles estaban domadas, canalizadas, sumisas y ducti-
560 V. BLASCO IBÁÑS2;
lesj se transformaban en silencio; realizaban sus trans-
mutaciones de vida con religioso quietismo. Únicamente
el calor espeso, pegajoso y húmedo, con su perfume pi-
cante de hulla, denunciaba la presencia del gran mis-
terio de los tiempos modernos: la engendración del
movimiento en el seno del metal.
Isidro se maravillaba de la sencillez con que estas
máquinas gigantescas cumplían su función.
— ¡Quién diría que estamos en un buque! — exclamó — .
Usted, Fernando, que es poeta, ú otro escritor profesio-
nal, si hubieran de describir esta parte del Goethe, ¡qué
cosas tan hermosas escribirían... y tan falsas! De seguro
que el lugar donde estamos sería el templo del fuego y
las máquinas los altares. El viejo dios Baal saldría á
colación, y además un sinnúmero de imágenes intere-
santes sobre la lucha del buque, que lleva una hoguera
en sus entrañas, con el ímpetu de las frías olas; el con-
flicto entre el fuego y el agua...
Tal vez este lugar del trasatlántico pudiera ofrecer
un interés dramático en noches de tempestad, cuando
los hombres alimentaban las máquinas, expuestos á que-
marse, mientras arriba pasaban las olas sobre la cubier-
ta, y todo el buque temblaba y se acostaba bajo los
fieros golpes. ¡Pero ahora!...
— Es difícil imaginarse — continuó Maltrana — que es-
tamos en el Océano y que estas máquinas sirven para
remover las aguas marchando sobre ellas. En nada se
adivina la proximidad del mar. Lo mismo podrían ser
las máquinas de una fábrica de zapatos ó de tejidos.
Sólo falta el ruido de los talleres para que la ilusión sea
completa.
Subieron después las escalerillas, respirando con
deleite al llegar á la cubierta. La tarde estaba cada
vez más obscura, como si en mitad de ella fuese á caer
la noche. No se veía la costa. Una muralla gris alzábase
entre ella y el buque, y parecía avanzar con lentitud
devorando el verde polvoriento de las aguas.
— ¡Pucha! ¡La niebla! — exclamó Zurita—. Tenemos
para rato. A saber cuándo llegaremos á Montevideo.
Separáronse los tres como si experimentasen la ne-
cesidad de hablar con otras personas después del mucho
LOS ARGONAUTAS 661
tiempo que llevaban juntos. El doctor se fué en busca
de las damas de su familia, para contarles lo que había
visto. Ojeda siguió adelante por la cubierta en silencioso
paseo. Maltrana le abandonó al pasar ante el «rincón
de las cocotas». Le atrajo el verlas á casi todas con los
sillones juntos, apretadas en torno de madama Berta, la
andariega veterana, cuyos consejos oían religiosamente
en sus asuntos de América. La proximidad al término del
viaje las hacía buscarse y apelotonarse con una soli-
daridad profesional, como si adivinasen peligros cerca-
nos que debían arrostrar en común.
Las que hacían su primer viaje eran miradas por las
otras con lástima y envidia. ¡Quién tuviese sus ilusio-
nes!... Recordaban las esperanzas risueñas, las doradas
mentiras que las habían acompañado en su llegada al
Río de la Plata. Y después, ¡habían visto tanto!...
Berta calló al notar que un hombre se había aproxi-
mado al grupo. Pero era Maltrana un amigo de con-
hanza, y siguió hablando á la joven Ernestina, la de la
hermosa cabellera, á la que rodeaban todas con cierta
predilección, cual si fuese una hermana menor, ino-
cente y mimada. Sus gracias decadentes y artificiales
parecían avivarse al contacto de esta juventud incons-
ciente y esplendorosa.
— Cuando yo llegué aquí, hace quince años — dijo
Berta — , ¡qué cosas traía en la cabeza! Iba á poner el
pie en el país del oro; tenía miedo de llegar tarde, de
que otras se me adelantasen pillando lo mejor... Creía
que el buque no avanzaba con bastante rapidez por el
río: contaba los números pintados en unas boyas que
marcan en el canal para los vapores grandes. Sesenta y
cuatro... sesenta y tres; ya no faltaban más que sesenta
y tres kilómetros para llegar á Buenos Aires. ¡Bestia de
mí! Siempre se llega demasiado pronto. ¡Para lo que se
encuentra al ñnal!...
Y una sonrisa de cansancio dejaba al descubierto su
dentadura con engastes de oro.
Ernestina expuso sus ilusiones, acompañándolas con
un gesto de humildad. Ella era artista y ansiaba la glo-
ria. Su porvenir estaba en el teatro. Iba á hacer la vida
alegre y tarifada en esta América, de la que le habían
36
562 V. BLASCO IBÁÑBZ
dicho maravillas, pero por escaso tiempo y con preten-
siones modestas. Sólo aspiraba á reunir cincuenta mil
francos. Con esta cantidad y su aspecto, que no era del
todo malo, pensaba abrirse paso en París. Obligaría á
un director de teatro á que la contratase, interesándose
en su empresa con unos cuantos miles de francos; pa-
garía á los críticos. Lo importante era debutar, ;y lue-
go!... ¡luego!... Brillaba en sus ojos el resplandor de
ilusión y de engaño que inflama á todos los visionarios
de la gloria. ¡Cincuenta mil francos!... ¿No los encon-
traría en aquel país de ricos una mujercita como ella,
amable, joven... y artista? Y su fe en el porvenir se
apoyaba especialmente en esta última cualidad.
Las oyentes la escuchaban con expresiones contra-
dictorias. Unas creían realizable su ilusión. Otras, fata-
listas y melancólicas, torcían el gesto. Sabían lo que
podía alcanzarse en aquella tierra. Vivir nada más... y
gracias. Al principio una gloria rápida, y luego la mi-
seria; una miseria peor que la de Europa.
— ¡Cincuenta mil francos! — dijo Berta — . No es mu-
cho. Todo depende de la suerte; del primer amigo que
encuentres. Tal vez los hagas en dos meses; tal vez tar-
des años: tal vez no los juntes nunca.
Y le daba consejos inspirados por su larga experien-
cia. El peligro era el hombre americano, el jovencito
simpático y moreno, arrogante unas veces como macho
dominador, dulzón otras con una suavidad de mante-
ca, gran bailarín, que conquistaba á las mujeres me-
ciéndolas en sus brazos al compás del tango, generoso
y manirroto hasta el deslumbramiento en las primeras
semanas de la iniciación, hábil después para recobrar lo
suyo y llevarse algo más si era posible, con pretexto de
pérdidas en el juego.
Berta iba indicando los remedios autoritariamente,
como un sargento que lee á los reclutas los artículos de
la Ordenanza.
— Lo primero que debes hacer es dejarte el corazón
en el barco y bajar á tierra sin él. Aquí no venimos á
enamorarnos: venimos á hacer plata. Eso es... Luego,
cuando recojas dinero, no lo guardes contigo, pues te
lo sacarán. No; no muevas la cabeza: te lo sacarán. Tú
LOS ARGONAUTAS 563
no sabes qué gentes hay en Buenos Aires; lo mejorcito
de cada país. Yo soy yo, y sin embargo me han enga-
ñado muchas veces. Las mujeres somos bestias cuando
nos vemos solas en un país extranjero y sentimos la
necesidad de un verdadero amigo... Todos los sábados
irás al Banco Francés para depositar tus ahorros. O
mejor aún, los giras directamente á Francia. Así no
corres el peligro de que tu amigo se entere y te los haga
sacar del banco convenciéndote á fuerza de besos ó de
bofetadas... Toma siempre dinero; no aceptes acciones
ni papelotes de ninguna clase.
En esto último insistió mucho la veterana, como si
aun estuviera latente en su memoria algún recuerdo
penoso. Señores que pasaban por millonarios se dejaban
adorar meses y meses sin soltar más que insignificantes
obsequios, hasta que al fin la pobre mujer creía llegado
el momento de realizar sus esperanzas formulando una
petición. «Mi gringa linda: no te puedo dar plata porque
los negocios andan mal. Además, la plata la gastarías
inmediatamente. Voy á darte algo mejor que asegure
tu porvenir: voy á despojarme de un papel magnífico.»
Y le entregaba un rimero de acciones correspondientes
á una de tantas empresas ilusorias que diariamente se
iniciaban en el país. La mujer guardaba los papeles cre-
yendo poseer una fortuna. El negocio no daba producto
todavía, ¡pero más adelante!... Fortalecíase su fe con el
ejemplo de empresas salidas de la nada en esta tierra
de milagros que habían llegado á realizar las más fabu-
losas ganancias.
— Y la pobre — continuó Berta — sigue adorando al
hombre que la ha hecho rica, y cuando intenta realizar
su resma de títulos, se entera de que ú.nicamente pueden
servirle para empapelar el dormitorio.
Apiadábase la veterana de la suerte de muchas que
habían llegado á Buenos Aires con el propósito de hacer
dinero en pocos meses, regresando inmediatamente á
París, y llevaban años y años encadenadas por su des-
gracia, sin esperanza de volver.
La prudente Marcela, la que preguntaba á todos por
la cosecha, asintió con movimientos afirmativos.
— Su esperanza — dijo — es la misma de los hombres.
564 V. BLASCO IBÁÑHZ
que siempre aguardan un buen negocio el día siguiente.
Y así se les pasan los años, y como están solas, para
alegrarse un poco se entregan á la morfina, á la cocaíníi,
al opio, al éter.
Ignoraba la policía tales vicios. Como las gentes del
país no gustaban de ellos, no constituían un peligro
nacional. Eso era para las gringas nada más. Se ven-
dían en la gran ciudad los venenos consoladores profu-
samente, y las desesperadas, sin fuerzas para volver y
sin esperanza en el porvenir, entregábanse á ellos, con-
trayendo horrorosas enfermedades.
Las más expertas del grupo convenían en sus apre-
ciaciones. Buenos Aires, una buena plaza de negocios
para la que supiera guardar franca la salida. Una rato-
nera mortal para la que se quedaba dentro.
— Nosotros somos golondrinas ~á\]o Marcela — , lo mis-
mo que esos segadores italianos que llegan en el mo-
mento de la cosecha, recogen sus jornales y se vuelven
á su país. Es lo mejor.
Maltrana sonrió contemplando á esta banda de coco-
tas golondrinas que todos los años levantaban el vuelo
desde París si las noticias de la cosecha eran buenas.
Durante su permanencia en la ciudad de la esperanza,
se apiadaban de las compañeras que habían quedado
dentro del cerco, con las alas rotas, sin fuerzas para sal-
tar, ebrias de veneno que reavivaba falsamente las ilu-
siones de su primero y único viaje.
Un movimiento general de las gentes que ocupaban
la cubierta interrumpió esta conversación, haciendo
abandonar sus sillones á las francesas. Corrían todos al
costado de estribor para ver en la tarde brumosa el bulto
negro de un barco igual al Goethe que avanzaba sobre
él como si fuese á embestirlo. Algunos empezaron á
sentirse inquietos por esta aproximación, pero cuando
los dos buques estuvieron próximos, se fué abriendo la
distancia entre sus cascos. Era un trasatlántico de la
misma empresa que acababa de salir de Montevideo con
rumbo á Europa. Venía de los puertos del Pacífico,
salvando los grandes oleajes de los mares del Sur y los
canalizos tortuosos del estrecho de Magallanes, bordea-
dos de montañas de hielo.
LOS ARGONAUTAS 565
Ambos buques se saludaron con los bramidos de sus
chimeneas y pasaron muy próximos, pudiendo verse los
pasajeros de uno y otro. Las bordas estaban ocupadas
por figurillas semejantes á muñecos que agitasen auto-
máticamente los brazos con un punto blanco en su ex-
tremidad: el pañuelo ó la gorra. Habíase izado la ban-
dera en las dos popas, y los alemanes la saludaron con
un entusiasmo gritador: ¡Hoc!,.. jhoc! La música del
Goethe subió á la cubierta de los botes y en los in-
termedios del bramar de la chimenea oíanse los golpes
del bombo y el armónico mugido de los instrumentos
de metal. En el buque de enfrente también se destacaba
el brillo de los cobres y las figuritas de los músicos
puestos en círculo en la última cubierta. Cuatro trom-
petas larguísimas, cuatro tubos semejantes á los que
guiaban la marcha de los legionarios romanos, abrían
sus bocas doradas por encima de las cabecitas, y en los
intervalos de silencio llegaba hasta el Goethe su lejano
rugido.
Los chilenos se entusiasmaron al ver este buque que
venía de su patria. Algunos habían corrido á la oficina
telegráfica para conocer los nombres de los compatriotas
que iban á Europa en el otro trasatlántico, y los repe-
tían entre ellos. Sonaban en su conversación apellidos
vascos y andaluces de arcaico eufonismo; apellidos de
los que sólo se conservaba en la Península un recuerdo
tradicional en crónicas y comedias de otros siglos. Aco-
gían con el interés de un gran suceso la noticia de los
que marchaban al viejo mundo. Todos eran amigos, to-
dos eran algo parientes en aquella república de clases
cerradas, donde el gobierno y la riqueza manteníanse
en posesión de las antiguas familias coloniales, cada
vez más unidas por los matrimonios dentro de la misma
casta.
— ¡Viva Chile!— gritaban enérgicamente saludando á
las lejanas figuritas.
Miraban aquel buque lo mismo que si fuese suyo
porque venía de su país; aclamaban á las pequeñas per-
sonas alineadas en sus bordas creyendo reconocerlas;
acogían como una respuesta á estos vivas el rugido
apagado que llegaba hasta ellos por encima del mar.
566 V. BLASCO IBÁÑBZ
Algunos, con el enardecimiento de su entusiasmo, da-
ban el viva extravagante y heroico de las grandes ba-
tallas, el que acompañaba al populacho armado y pa-
triótico de los «rotos» en sus empresas hazañescas, la
aclamación reveladora de un carácter testarudo, capaz
de ir adelante por encima de todos los obstáculos.
— ¡Viva Chile, m !
El buque se alejó con sus trompetitas brillantes en
lo alto y la muchedumbre liliputiense alineada en los
diversos pisos. Un rayo de sol pálido iluminó su popa
durante algunos instantes con reflejos de oro antiguo.
Luego, como si el Océano hubiese despertado única-
mente para presenciar este encuentro, se restableció la
sombra, y algo más denso que la sombra asaltó al Goethe
á los pocos minutos.
Una muralla gris avanzaba sobre él, devorando el
azul del cielo y el verde amarillento del mar. La niebla
envolvió al buque cuando entraba en la embocadura
del estuario. Empezó á navegar con lentitud. Algunas
veces parecía detenerse, como si fluctuase indeciso, no
sabiendo qué dirección seguir, y poco después reanuda-
ba la marcha. Rasgaba la bocina de minuto en minuto
con un aullido lúgubre esta noche blanca sobrevenida
en plena tarde. A corta distancia de las bordas cerraba
la bruma toda visualidad. Los que miraban abajo sólo
veían unos cuantos palmos de superficie acuática. Más
allá el humo turbio y denso lo devoraba todo. El mástil
de trinquete y la proa eran débiles sombras, siluetas
borrosas, pálidos dibujos sobre un fondo gris.
Muchos pasajeros, especialmente las mujeres, mostra-
ban una visible inquietud. Excitaban sus nervios los ru-
gidos de la chimenea, que parecían llamamientos de
socorro. Irritábales no poder ver, marchar á ciegas por
unos parajes de frecuente navegación. Pensaban en la
posibilidad de un choque, en esta atmósfera dormida
y traidora. Hubiesen preferido la vida estrepitosa de
una tempestad.
A los rugidos del trasatlántico contestaban, apaga-
dos por la distancia y la bruma, los de otros buques. Tal
vez estaban próximos. La niebla atenúa los sones. Para
suplir la intermitencia de los bramidos de la chimenea
LOS ARGONAUTAS 567
la campana del vapor tintineaba incesantemente movida
por un grumete. Este repiqueteo, semejante á un toque
de misa, excitaba aún más la nerviosidad de las señoras.
Criticaban muchos al capitán porque seguía adelante
exponiéndolos á un choque con un buque ó á encallar
en los bajos del río.
De pronto un silbido en el puente, un estrépito en la
proa de cabrestantes sueltos y cadenas escurriéndose.
El buque quedó inmóvil; acababa de anclar, en espera
de que se aclarase la atmósfera.
Y entonces, por una de esas inconsecuencias propias
de las muchedumbres, se reprodujo la protesta en los mis-
mos que se habían quejado al ver el buque en marcha.
jEstos alemanes cachazudos y prudentes! Un capitán de
otro país hubiese seguido adelante.
Las mujeres golpeaban el suelo con el pie. ¿Cuándo
entrarían en Montevideo? Tal vez pasasen la noche en
el río: tal vez no llegarían á Buenos Aires en todo el día
siguiente. El doctor Zurita hablaba de nieblas que ha-
bían durado tres días.
— Y aquí nos quedaremos lo mismo que si estuviése-
mos en una isla... ¡Qué fregatina!
Pronto se cansaron los pasajeros de contemplar la
cortina de bruma. Muchos creían ver en su densa su-
perficie bultos negros que surgían de pronto y se agran-
daban, siluetas de buques viniendo sobre ellos á todo
vapor. Acabaron por resignarse, mostrando un valor
fatalista; lo que hubiese de ocurrir era inevitable. Ade-
más el buque seguía lanzando cada medio minuto un
bramido indicador de su presencia. Y paseaban por la
cubierta con cierto entorpecimiento, con una sensación
de extrañeza en los pies, que ya estaban acostumbra-
dos á la movilidad del suelo. Se habían encendido todas
las luces en el interior del buque; sonaba el piano del
salón, y pasaban junto á las ventanas parejas de danzan-
tes ganosos de aprovechar la inercia de la espera.
El fumadero no tenía un asiento libre. Muchos sen-
tían la necesidad de beber para quitarse el mal sabor
que la niebla dejaba en las gargantas. Los artistas de
opereta aparecían con sus mejores trajes. Se habían
vestido á media tarde para bajar á tierra, creyendo que
568 V. BLASCO IBÁÑEZ
antes de una hora estarían en Montevideo. La inmovili-
dad del buque los colocaba en una situación algo ridicu-
la; ellas oprimidas en sus vestidos flamantes, con gran-
des sombreros, sin atreverse á tomar asiento por miedo á
ajar las faldas; ellos con el bastón en la mano, sufriendo
el tormento del cuello alto entre las demás gentes que
conservaban los cómodos trajes de viaje. ¡A saber cuán-
do podrían desembarcar!... Todos se lamentaban con
gestos teatrales de este contratiempo de liltima hora.
Ojtida ocupaba una mesa en la terraza del fumadero
con su compatriota Conchita.
— Paisana, vamos á llegar — había dicho al verla — .
Permítame que la invite á tomar algo. Celebremos el
buen viaje.
Ahora que se veía sin amistades femeniles gustábale
conversar con la graciosa madrileña, á la que apenas
había prestado atención en los días anteriores. Y ella,
adivinando que este acercamiento repentino sólo era
por el deseo egoísta de no verse solo, burlábase de sus
aventuras en el buque.
— A usted, paisano, únicamente le interesa lo extran-
jero. No tiene ni una mirada para lo de casa... ¡Claro!
Las de la tierra somos poco distinguidas, no tenemos
chic^ como dicen esas señoras que hablan con Isidro.
Fernando la miró con interés creciente. Conchita es-
taba libre de la virtuosa presencia de doña Zobeida, que
andaba por abajo en arreglos de equipaje. Los ojitos
negros tenían una expresión maliciosa y prometedora.
A él no le parecía mal la madrileña... ¡Pero en víspera
de la llegada á Buenos Aires! ¡Cargar con un nuevo
compromiso, un hombre como él que iba á la ventura!...
Su conversación giró al poco rato sobre el dinero y
la nueva vida que les esperaba allá. ¿Qué pensaba hacer
Concha al desembarcar? ¿Tenía algún amigo en aque-
lla tierra?... Pero la muchacha rió con una inconscien-
cia valerosa. Nadie la esperaba ni ella necesitaba apoyo
alguno. Entraría en Buenos Aires como en su casa; lo
mismo que si hubiese nacido allí.
— Y dinero, ¿sabe usted, paisano? ni una peseta, ni
una perra gorda. Tengo el gusto de desembarcar con el
bolsillo limpio. Quiero que conste, para cuando yo vaya
LOS ARGONAUTAS 669
en automóvil, tenga collares de perlas y los periódicos
publiquen mi biografía con retrato. Me quedaba un
poco de dinero, ¡muy poco! al bajar en Río con doña
Zobeida. La pobre señora me convidó y yo la convidé;
luego volvió á obsequiarme, y yo, por no ser menos, le
devolví el obsequio. Total, que en automóviles, refres-
cos, frutas del país y demás, se me fué el dinero. A lo
último me quedaban diez pesetas, y me las gasté todas
en sellos y postales, enviando recuerdos á los amigos
y amigas de España. No me queda ni una mota. ¡Limpia
por completo! Así camina una más ligera.
Eeía con cierta agresividad, como si desafiase al por-
venir. Cuando llegara á Buenos Aires subiría á un
coche, el primero que le saliese al paso, ordenando al
cochero que la llevara á un hotel español. En el hotel
pagarían el importe de la carrera. Y luego, á vivir, á
esperar... En peores trances se había visto. Una mujer
como ella podía correr el mundo sin una peseta. No
todos los hombres iban á ser tan adustos y distraídos
como uno que ella conocía. (Aquí Ojeda saludó irónica-
mente, no sabiendo qué contestar.) Tenía antiguos ami-
gos en Argentina; señores que había conocido durante
su paso por Madrid; unos, americanos; otros, españoles
establecidos en Buenos Aires. Ignoraba sus domicilios,
pero ella averiguaría.
— Yo soy capaz de descubrir dónde se acuesta el dia-
blo. Además, cuento con la suerte; con lo que una no
espera. Me da el corazón que se presentará algo bueno.
Fernando la habló de las francesas que iban en el bu-
que. Tal vez tuviese más suerte que ellas. ¡Quién sabe á
lo que llegaría en Buenos Aires! Pero la española torció
el gesto. Ella no ambicionaba joyas, ni pretendía llamar
la atención por su elegancia. Vivir bien y nada más.
— Isidro dice que yo soy una mujer para la gente...
clásica. No sé lo que será eso. A mí me gustan los hom-
bres serios; nada de ruidos. Vivir con uno como en fa-
milia.
Pretendió Ojeda tentar su codicia de mujer, hablan-
do de los diamantes que conquistaban en Argentina y
Brasil las cortesanas viajeras. Pero Conchita torció otra
vez el gesto con expresión de protesta.
570 V. BLASCO IBÁNiDS
— No; yo no quiero diamantes. ¡Para como los ganan
muchas! Yo soy clásica, como dice Isidro, y no me pres-
to á ciertas cosas. A mí me gusta como Dios manda, ¿se
entera usted?... como Dios manda.
Y no pudo dar explicaciones más claras sobre este
mandato de Dios, pues se presentó doña Zobeida que,
terminados sus quehaceres, iba por la cubierta en busca
de «la buena señorita». Corrió la gente hacia el balco-
naje de proa, como si la atrajese una gran novedad. El
buque se movía otra vez; iba avanzando lentamente.
Persistía la niebla, pero era menos densa. Los ojos al-
canzaban á ver á mayor distancia á través de su blan-
co humo.
Esta marcha devolvió el buen humor á los que se
preparaban á bajar en Montevideo. Era un avance
tímido, pero continuo, á través de la bruma, que se
presentaba en oleadas densas, como si la atmósfera se
solidificase á trechos. Deslizábase esta cortina río abajo
y resurgía el Goethe á una niebla menos espesa que
transparentaba los perfiles lejanos como fluidas siluetas.
Al poco tiempo una nueva avalancha cegadora pasaba
sobre el buque, y así iba avanzando éste con rápidos
tránsitos de una obscuridad absoluta á una penumbra
vaporosa y láctea.
La luz macilenta que había podido filtrar el día á
través de estos cortinajes lóbregos, acababa de extin-
guirse con la llegada de la noche. El buque aparecía
iluminado desde las cubiertas bajas á los topes. Sus cos-
tados estaban agujereados como negros panales por los
ojos ígneos de los tragaluces. Los reverberos de las cu-
biertas daban á la niebla invasora un temblor irisado.
En ciertos momentos el trasatlántico parecía inmóvil, y
únicamente al avanzar la cabeza fuera de la borda se
convencían los pasajeros de que marchaba oyendo el
chapoteo invisible de sus flancos.
Ojeda vio pasar á Mina junto á él, una Mina distinta
en su aspecto exterior á la que había conocido hasta
entonces, siempre vestida de blanco y con la cabeza
descubierta. Un gabán obscuro la envolvía del cuello á
los pies. Su rostro estaba medio oculto por un ancho
sombrero y un velo tupido. Ella, que en los días ante-
LOS ARGONAUTAS 671
riores evitaba todo encuentro con Fernando, pasó repe-
tidas veces junto á él. Hasta creyó adivinar, á través
del velo, que sus ojos le miraban intencionadamente.
Al llegar en sus evoluciones cerca de una escale-
rilla de la cubierta de botes, volvió Mina la cabeza con
muda invitación y subió nípidamente. Fernando, des-
pués de una espera prudente, fué tras de sus pasos.
Se encontraron arriba en una láctea penumbra atra-
vesada por la flecha roja de las luces solitarias. Nadie
más que ellos. Experimentaron cierta cortedad al verse
frente á frente, como si se arrepintieran de esta entre-
vista. A los pocos momentos chorreaba la humedad por
sus ropas. Sentían las manos humedecidas é instintiva-
mente las guardaron en los bolsillos. Toda su vida se
concentró en los ojos.
Ella fué la primera en romper el silencio.
No podía resignarse á dejar el buque sin hablar con
él por última vez, sin decirle adiós. Y Fernando, emo-
cionado por el tono de humildad con que hablaba, sacó
las manos de los bolsillos buscando las suyas. ¡Mina!...
¡Brunilda adorada!... De su existencia en medio del
Océano ella iba á ser el único recuerdo que permanece-
ría en pie.
La alemana hablaba al principio con timidez, en ter-
cera persona, evitando el tuteo de la pasión, pero ahora
con súbita familiaridad se expresó libremente, lo mismo
que cuando paseaban por la cubierta á altas horas de la
noche:
— Me has hecho mucho daño. jLo que yo he sufrido!...
Quise odiarte y no pude... Al verte con otra huía, huía
detestando á tu compañera; pero á ti no. Y ahora no
he podido alejarme sin decirte adiós.
jAy! si él no hubiese sentido la fatal curiosidad de
la posesión!... Si se hubiera limitado á amarla como
ella quería... iQué felicidad la de los dos!...
— No puedo censurarte. Tú eres hombre y necesitas
la belleza: y yo soy una pobre enferma sin más encan-
tos que los del alma, los que no se ven... Y ahora adiós:
tal vez para siempre; tal vez por algún tiempo nada
más. ¡El mundo es tan pequeño!
La compañía iba á desembarcar en Montevideo. Tra-
672 V. BLASCO IBÁÑBZ
bajaría tres semanas en esta ciudad, mientras quedaba
libre un teatro de Buenos Aires.
— Pronto iré adonde tú estarás.,, pero ¡quién sabe!
Aunque vivamos en el mismo sitio no nos veremos.
Somos de distintos mundos: tú no te acordarás de mí.
¿Qué soy yo?... Ni siquiera una buena memoria: una
decepción, un recuerdo penoso.
El protestó con toda la vehemencia de su carácter,
apasionado y elocuente cuando estaba en contacto con
una mujer. Guardaría memoria de ella mientras viviese.
Las otras no habían dejado en su recuerdo más que una
sensación de penosa hartura.
— No te creo — dijo ella — . Tú sí que serás el mejor
recuerdo de mi existencia... Me has hecho sufrir mucho.
Tu fuga me hizo ver una decadencia, una miseria que
tenía olvidadas. Pero aun así, ¡gracias! ¡muchas gra-
cias! Te debo la única felicidad que he sentido en mucho
tiempo.
Vivía ella embrutecida por el desaliento, resignada
á no conocer otra vez el amor, encanto de la existencia.
Y llegaba él para fijarse en su belleza marchita, inad-
vertida de todos, y la despertaba misericordiosamente,
tomándola en sus brazos, elevándola hasta su boca.
Esta felicidad había durado poco. Un pequeño rayo
de sol, una risa de oro en el limbo de su existencia: un
relámpago de luz alegre, y luego la noche otra vez, la
desesperación de reconocer su decadencia. Pero á pesar
de esto repetía sus palabras de gratitud. ¡Gracias! ¡Mu-
chas gracias! Se llevaba con ella algo que no le podían
quitar: la dulce melancolía del recuerdo capaz de em-
bellecer la penumbra de una existencia resignada. Pen-
saría en él como en un otoño suave cuando sintiese el
frío de la soledad.
— Aunque no me des más, ya has hecho bastante...
Tal vez sea mejor que no volvamos á encontrarnos.
Te veré en mi recuerdo cada vez más grande, más
atractivo... Y ahora adiós. Separémonos. Tengo que
hacer abajo.
Fernando, que horas antes apenas se acordaba de
ella, sintióse triste al abandonarla. Experimentó la me-
lancolía del actor que empieza á «entrar en su perso-
1.0S ARGONAUTAS 573
naje» y ve que le arrebatan el papel. Había saltado
atrás con el pensamiento suprimiendo unos días, y se
contemplaba en el silencio de la noche equinoccial pa-
seando por el «rincón de los besos» sosteniendo con un
brazo á la romántica alemana próxima á desvanecerse
de sentimentalismo. Las palabras de entonces volvían
á sus labios. «¡Novia mía!... ¡Mi walkyria!»
Aquella mujer era la única en el buque que le había
amado con desinterés. ¿Y quería separarse de él así,
fríamente, sin añadir algo á sus palabras?...
Estaban cogidos de ambas manos, con los dedos
entrecruzados. El tiró sin encontrar resistencia, y ella,
sumisa, adivinando sus deseos, dejó caer la cabeza
sobre un hombro de Fernando. Mina no habló, pero
él creía escuchar su voz infantil y medrosa, tal como
había sonado abajo noches antes. «Boca, sí... Cabina,
no...»
Su beso fué triste, dificultoso. Sus caras, al juntarse,
estaban húmedas y chorreantes por la niebla. Ella besó
como en la primera noche, de abajo á arriba, entornan-
do los ojos, palpitantes las alillas de la nariz, frunciendo
los labios como una flor que cierra sus pétalos. Pero
Fernando sólo encontró en esta caricia una sensación
lejana, semejante á la de un perfume desvanecido, á la
de una música borrosa. Además, el ala del sombrero se
clavaba en su frente, el velo arremolinado le raspaba
una mejilla, la punta de un alñler largo, que parecía
animado de vida maligna, buscaba traidoramente uno
de sus ojos.
Ella se separó con brusco tirón. ¡Adiós! ¡adiós! Y al
estar junto á la escalerilla volvió aún la cara hacia
Ojeda para despedirse con voz trémula.
— ¡Novio mío!... ¡mi poeta! Acuérdate alguna vez.
Al descender Fernando á la cubierta de paseo, vio á
Mina hablando en alemán con otras de la compañía.
Pasó junto á ella, y al encontrarse con sus ojos éstos le
miraron indiferentes, sin la más leve emoción, cual si
fuese un desconocido.
Empezaron á marcarse á través de la niebla, cada
vez más clara, varios puntos de luz: unos fijos, otros
intermitentes, parpadeando como (>jos de cíclope. Una
574 V. BLASCO IBÁÑKZ
nube rojiza se extendía frente á la proa sobre el perfil
negro de la costa. Debía ser el reñejo de una ciudad
iluminada... ¡Montevideo!
Y otra vez la inconstancia de la muchedumbre se
puso de manifiesto con alabanzas al capitán, por haber
avanzado sin extravíos á pesar de la niebla.
Abríanse grandes claros en el cielo al rasgarse la
bruma. Eran lagos colgantes de intenso azul, en los que
flotaban enjambres de estrellas. Al poco rato una brisa
fresca barría los últimos jirones que se amontonaron
más allá de la popa, río abajo, formando una barrera
blanca.
Quedaron completamente al descubierto, con la lim-
pieza de un cuadro recién lavado, la superficie del es-
tuario y la costa negra con sus resplandores de faros y
de pueblos. El oleaje rompía y entremezclaba los refle-
jos de los astros, haciendo danzar estas luces sin calor,
lo mismo que fuegos fatuos.
Volvió á lanzar sus bramidos el Goethe en la noche
serena, manteniendo su marcha lenta cual si no se atre-
viese á avanzar solo. Después de la comida se agolparon
los pasajeros en las bordas atraídos por una novedad.
Una luz venía al encuentro del buque al ras de las aguas;
una luz que se agitaba locamente en continuo balanceo,
ocultándose con frecuencia al interponerse una ola entre
ella y el navio.
Algunos pasajeros reconocieron esta luz. Era el va-
porcito del práctico de Montevideo. Desde lo alto del
Goethe, inmóvil como una isla, parecían insignificantes
las ondulaciones que venían á chocar contra sus costa-
dos; pero al mirar la luz, que se aproximaba titubeante,
algunas mujeres daban gritos de angustia. El vaporcito,
ancho y profundo, de robusta chimenea, navegaba sin
embargo como un pedazo de corcho á merced de las olas,
sacudido, retorcido, zarandeado por encontradas fuer-
zas. A veces desaparecía su luz como si se la hubiesen
tragado las aguas, y tras largo eclipse volvía á aparecer
más allá, donde nadie esperaba verla.
— ¡Qué río el de la Plata! — dijo con orgullo el doctor
Zurita á Isidro — . Y lo que usted ve no es nada... Hay
que pasarlo un día de tormenta... Algunos que no se
LOS ARaONAUTAS 575
marean yendo á Europa echan hasta el alma en un va-
por del río.
El buque del práctico entró en la zona iluminada del
Goethe, Los pasajeros vieron abajo una ancha cubierta
mojada por el oleaje, unos cuantos hombres con imper-
meables, la boca de una chimenea que cesó de arrojar
humo y las luces de varios faroles. Una escala de cuer-
da cayó desde el trasatlántico, y un hombre gateó por
sus travesanos. A los pocos minutos sonaron en lo alto
del buque los timbres de señales para las máquinas. Se
despegó el vaporcito, alejándose con violento y grotesco
cabeceo, semejante á los traspiés de un beodo. El Goethe,
con el práctico en el puente, aceleró su marcha, ponien-
do la proa rectamente á Montevideo.
Empezaron á surgir rosarios de luces entre las ma-
sas de sombra de la costa. Unas eran rojas y morteci-
nas, otras blancas y erizadas de fulgores: una procesión
cada vez más larga y de filas múltiples, así como el
vapor iba avanzando. En lo alto del cielo un astro po-
deroso centelleaba con intermitencias rasgando la obs-
curidad. Los uruguayos saludaron esta faja parpa-
deante de luz con patriótico entusiasmo. Era el faro del
Cerro; el monte que al ser visto por los primeros nave-
gantes españoles, dio, según la tradición, su nombre á
la ciudad.
Las luces se iban extendiendo profusamente. Alineá-
banse en dobles ñlas, indicando el trazado de los bule-
vares exteriores; otras más débiles punteaban con ran-
gos superpuestos la negra masa de los edificios. Junto
al agua brillaban los focos eléctricos del muelle y las
linternas multicolores de los buques.
Kompió á tocar la banda del Goethe la marcha triun-
fal con que saludaba el ingreso en los puertos. A un
lado del buque surgió un murallón con espumas en su
base. Era la escollera. Viéronse muelles, con gente agol-
pada en sus bordes; edificios altos; arranques de calles
que se perdían en lontananza entre una doble fila de
árboles y faroles; luces movibles de tranvías y auto-
móviles.
Algunos pasajeros se agitaban de un lado á otro de la
cubierta como si les faltase el tiempo para desembarcar.
676 V. BLASCO IBÁÑE55
— ¡Ya estamos!... ¡Ya hemos llegado!
Pasó el Goethe por entre buques tan enormes como
él, trasatlánticos que iban con rumbo á Europa ó á los
puertos del Pacífico y sólo anclaban unas horas, cerca
de la embocadura, para salir inmediatamente. Sus luces
rojas, verdes y blancas reñejábanse con violento ser-
penteo en las aguas removidas por el paso continuo de
lanchas y remolcadores.
Cuando la gente del Goethe creía que el buque iba á
seguir avanzando hasta pegarse á un muelle, se detuvo
en mitad de la dársena lo mismo que los otros trasatlán-
ticos, y sonó en su proa el estrepitoso rodar de las ca-
denas de anclaje. «¡Fondo!...» Quedó inmóvil la nave,
é inmediatamente la rodearon los pequeños vapores que
evolucionaban en torno de ella. Aglomerábase el gentío
en sus cubiertas agitando pañuelos, dando gritos para
llamar la atención de los pasajeros del trasatlántico
alineados en las bordas. Y muchos de éstos, al avanzar
sus cabezas para ver mejor á la muchedumbre que lle-
naba los pequeños buques, reconocían caras amigas,
saludándolas con gritos de regocijo y preguntas sobre
los ausentes.
Unos eran de Buenos Aires, y habían bajado el río
para dar la bienvenida á las familias que regresaban de
Europa; otros esperaban el momento de subir al tras-
atlántico por curiosidad ó por exigencias del oficio.
El Goethe había encendido en sus costados podero-
sos focos de luz verde, que daba á los rostros un tono
lívido, haciendo palidecer los faroles de las embarca-
ciones inmediatas. Después de larga espera quedaron
francas las escalas del buque, lanzándose por ellas la
muchedumbre como si subiera al asalto.
Los primeros en entrar fueron los vendedores de
periódicos, pregonando los últimos diarios y revistas
de Buenos Aires y de Montevideo. Arrebatábanse los
viajeros el papel impreso, ansiosos de enterarse de las
noticias de su país, como si temiesen que durante su
aislamiento en el mar hubieran ocurrido los sucesos más
extraordinarios. Después subieron corredores de los
hoteles de Buenos Aires y agentes de empresas de trans-
portes, ofreciendo sus servicios. Todos hablaban de la
LOS ARGONAUTAS 577
gran ciudad situada al final del estuario, como si ella
existiese únicamente y la otra que estaba á la vista
fuera una simple portería del río. Esparcíanse por el
trasatlántico los que habían llegado de Buenos Aires
para saludar á sus amigos. Gritos, llamadas, reconoci-
mientos, abrazos, preguntas por los parientes que espe-
raban allá.
Los pasajeros con destino á Montevideo desfilaban
por una escala especial hasta un vaporcito de amplia
cubierta. Todas las damas de la opereta bajaban estos
peldaños de madera con el gesto majestuoso de una rei-
na de teatro que desciende por una escalinata de car-
tón. Las «estrellas» de la compañía avanzaban entorpe-
cidas por los grandes ramos que les había enviado el
empresario á guisa de saludo. Hasta las coristas pare-
cían otras al descender á tierra. Contestaban á los salu-
dos de Maltrana con una discreción de grandes señoras
que abandonan su incógnito. Ya estaban en América.
La fortuna indudablemente les reservaba gratas sorpre-
sas. Había que hacerse valer, olvidando las promiscui-
dades del buque.
Fernando vio á Mina que bajaba la última, llevando
el niño por delante y sosteniendo en sus brazos varias
ropas y paquetes. Pasó junto á él como si no quisiera
verle, contestando á su mirada de despedida con un
ligero movimiento de cabeza.
«Adiós, Karl...» La mano de Ojeda había acariciado
al niño, y éste volvió la cabeza, considerándolo un ins-
tante con la expresión del que recuerda de pronto á
una persona olvidada. Pero luego se alejó de él sin un
saludo, sin una sonrisa, con el enfurruñamiento de su
gravedad precoz.
Miraba Isidro la ciudad alabando su hermoso aspecto.
— Ya estamos en nuestra América, Ojeda. Crea usted
que bajaría con gusto, pero no me place ver una ciudad
de noche, y el buque saldrá antes del amanecer.
Ojeda había estado en Montevideo años antes y guar-
daba un buen recuerdo.
— Algún día la veremos— dijo — . Vamos á ser vecinos
de ella. Un viaje de una noche nada más... ¡Quién sabe
cuántas veces tendremos que volver por aquí!...
37
578 V. BLASCO IBÁÑISZ
Un estallido de aplausos, acompañado de vibrantes
aclamaciones, sonó en la cubierta superior. El curioso
Maltrana corrió escalera arriba, y Fernando tras él. Una
muchedumbre llenaba el jardín de invierno y el salón.
Algunas banderas tricolores desplegábanse sobre las
cabezas descubiertas.
— ¡Los gringos! ¡Vamos á ver á los gringos! — decían
los niños en el paseo, acudiendo curiosos, atraídos por
los aplausos.
Varias comisiones de sociedades italianas de Mon-
tevideo habían venido á saludar al compatriota ilustre
de paso para Buenos Aires. Todos se lamentaban de
que no descendiese inmediatamente en su ciudad; le
pedían que volviera cuanto antes á Montevideo. Isidro
se fijó en los diversos aspectos de los comisionados-
unos, bien vestidos, revelando en el empaque de sus
personas la satisfacción de una fortuna recién conquis-
tada; otros, más humildes, con el aspecto de obreros
endomingados, pero todos rebosando un orgullo pa-
triótico por esta visita que les recordaba la tierra le-
jana y parecía aumentar su propia importancia en el
país de adopción.
El conferencista, que había pasado casi inadvertido
durante la travesía, se agigantaba ahora de golpe con
este homenaje popular. Muchas señoras, que apenas se
habían fijado en él, sonreían y lo encontraban «muy
distinguido de figura».
Un mocetón italiano, representante de una sociedad
obrera, saludó al professore con un discursito, apren-
dido de memoria. Lo recitó de buena fe, con la convic-
ción de que estaba trabajando por la gloria de su país.
Celebraba la presencia del grande hombre como la apa-
rición del día con enfático lenguaje: Egregio i^'t'ofessore:
Vol siete come la stella del mattino,,, Y mientras aplau-
dían los compatriotas, «la estrella de la mañana» aca-
riciábase las barbas y se afirmaba los lentes pensando
en su contestación.
— ¿Y el abate? — dijo Maltrana — . ¿Dónde estará el otro
conferencista?
Habían vuelto los dos amigos al paseo huyendo del
sudoroso calor y los empellones de la gente aglomerada.
LOS ARaONAüTAS 579
Cerca del café vieron al abate rodeado de tres jóve-
nes que habían venido de Buenos Aires para darle la
bienvenida.
— Poco éxito — dijo Isidro — . El italiano lo aplasta con
sus masas. Fíjese usted; tres jóvencitos nada más, tres
niños de buena familia que indudablemente vienen en-
viados por sus mamas.
Ojeda movió la cabeza negativamente. Los recibi-
mientos eran distintos; cierto: pero faltaba ver el final,
el resultado positivo de las conferencias.
— Los dos vienen á ganar dinero, y eso es lo que en
realidad les importa. Verá usted como el otro, á pesar
de tantas aclamaciones, músicas y banderas, no se lleva
lo que el abate.
Al seguir circulando por la cubierta vieron nuevas
personas que se habían agregado á los grupos de via-
jeros. Todas las familias argentinas rodeaban á alguien
que había realizado el viaje á Montevideo para saludar-
las. Y el recién llegado hablaba y hablaba para satisfa-
cer su curiosidad ansiosa de novedades.
En la terraza del fumadero encontraron á todos los
Kasper sentados á una mesa gravemente, como si cele-
brasen un consejo de familia. Frente á Nélida estaba un
mocetón alto, tostado por el sol y de mirada dura.
Maltrana pasó rápidamente mirando á otro lado, cual
si quisiera evitarse saludos y presentaciones.
— ¿Se ha fijado usted? — dijo á Ojeda algunos pasos
más allá — . Es el hermano, el centauro de la pampa
que ha venido á esperarlos; el vengador que amenaza á
su hermana con desfigurarle el rostro... La pobrecita
está desde esta tarde con un susto mortal. Un radiogra-
ma les hizo saber que el bárbaro los esperaba en Mon-
tevideo, y en seguida me rogó que no me acercase á
ella. Veremos en qué para esto.
Al otro lado del paseo encontraron al «hombre mis-
terioso». Maltrana, al verle, experimentó gran sorpresa.
¡Oh prodigio! El hombre lúgubre no estaba solo; tenía
un amigo. Hablaba con él un joven que parecía por su
aspecto un ayuda de cámara.
— Esto va poniéndose claro, Ojeda. Algún cómplice
que viene á darle aviso. La policía lo espera indudable-
580 V, BLASCO ÍBÁ]SE3
mente en Buenos Aires... Pero ese amigacho parece un
criado de casa grande. ¿No estarán preparando juntos
algún mal golpe?... De todos modos vamos á saberla
verdad mañana. Yo no me voy sin averiguar lo que
encierra el camarote.
Fatigados de codearse con la gente de tierra que lle-
naba las cubiertas, se refugiaron en el fumadero. Tam-
bién era extraordinaria la concurrencia en este salón.
Casi todas las mesas estaban ocupadas. Los pasajeros
obsequiaban á los amigos que habían venido á salu-
darles.
Miró Fernando con melancolía esta vasta pieza, en
la que se había deslizado para algunos toda la vida
trasatlántica.
— La última noche, Isidro. Puede usted decir adiós
al buque. Mañana á estas horas, con las nuevas impre-
siones de tierra, tal vez nos habremos olvidado de él.
Acostumbrados los dos á la existencia de á bordo,
experimentaron cierta tristeza al pensar que no verían
más estos lugares en los que habían transcurrido quince
días de su vida, equivalentes á quince meses por sus
largos tedios y sus rápidos sucesos. Ojeda sintió la ne-
cesidad de solemnizar con algo extraordinario esta últi-
ma noche, y pidió champan.
— Una botella para los dos, ¿le parece bien, Maltrana?
Saludemos al río de la Plata; presentémonos alegre-
mente ante la fortuna que nos espera... ¡Por nuestra
suerte!
Y luego de chocar las copas, quedaron silenciosos
mirando atentamente los adornos de aquel salón, como
si lo viesen por vez primera y quisieran llevarse impresa
su imagen en el recuerdo. No se habían fijado hasta en-
tonces en los escudos que adornaban las paredes entre
guirnaldas doradas de frutas y hojas. Eran los de todas
las naciones en cuyos puertos tocaba el buque, añadién-
dose á ellos los de Paraguay y Chile. Una cúpula de
cristales de colores elevábase sobre el artesonado de oro
obscuro. Profundos sillones de cuero se agrupaban en
torno de las mesas de roble. En éstas muchos ruedos de
fieltro indicadores de los bocks consumidos, y grandes
fosforeras con receptáculos de níquel llenos de colillas de
LOí^ ARGONAUTAS 581
cigarro. Los ventiladores zumbaban á todas horas, lim-
piando el ambiente de humo. El piso, de mosaico, ol'recía
una nitidez propicia al resbalón.
En el fondo estaban como siempre los devotos del
poker ^ ajenos á los sucesos exteriores, con los naipes en
la mano, espiándose impasibles. Su número era me-
nor. Unos se habían quedado en Río Janeiro, otros aca-
baban de descender en Montevideo, pero estas deser-
ciones no entibiaban la fe de los leales: antes bien, su
fervor parecía recrudecerse. Era la última partida: al
día siguiente iban á separarse. Y jugaban olvidados de
todo, sin saber con certeza si el buque estaba inmóvil ó
había reanudado su marcha.
Un gran retrato de Goethe adornaba el testero del
salón. Presidía el poeta con su olímpica sonrisa el ma-
nejo de las barajas y el continuo beber de una parte del
rebaño trasatlántico, acorralado en el buque de su nom-
bre. Una columna caída le servía de asiento, y una cam-
piña desolada de melancólico fondo. Sombreaba sus
facciones de helénico dios un amplio chambergo y cu-
bría sus vestidos con una túnica blanca á modo de
gabán de viaje. Con este exterior, un tanto grotesco, lo
había representado el artista soñando sobre las ruinas
del agro romano.
Maltrana lo miró con más atención que otras veces,
como si se despidiese de él.
— Digamos adiós al noble amigo don Wolfgang, que
ha visto con paciencia tantas necedades nuestras... Este
fué un hombre feliz. No se vio obligado como nosotros
á correr el mundo en busca de dinero. La fortuna fué
pródiga para él, como una de esas viejas apasionadas
que gustan de proteger á los buenos mozos. Todo lo
tuvo: genio, belleza, gloria y amor. Hasta conoció el
orgullo de gobernar á los hombres... Pero á pesar de su
egoísta felicidad supo ver desde sus alturas como nadie
las inquietudes y las ambiciones de los pobres mortales.
Acuérdese de su héroe, amigo mío; haga memoria de
cómo terminó su existencia... Fué un colega de usted,
un colonizador.
Ojeda sonrió al recordar, por estas indicaciones de
su amigo, el ftnal del insaciable Fausto. Había gozado
582 V. BLASCO IBÁÑBZ
dos grandes amores, Margarita y Elena, y ni la ingenua
burguesilla alemana ni la hija tentadora de los dioses le
habían hecho conocerla verdadera felicidad. La ciencia
era para él otro desengaño; y lo mismo el imperio sobre
los hombres, la «potencia de dominación» con todas
las satisfacciones del orgullo... Al final de su existen-
cia creía encontrar la verdadera dicha, dedicándose al
progreso de sus semejantes, colonizando una isla, levan-
tando en ella la ciudad futura, en la que todos serían
iguales, regidos por la santa poesía... Y para la realiza-
ción de esta empresa luchaba con la tierra salvaje y con
las aguas abriéndolas un enorme canal.
— Sí — continuó Fernando — ; fué un colonizador des-
pués de haber sido enamorado, sabio y monarca. Pero
cuando consideraba su obra triunfante, el diabólico
compañero, malvado y burlón, reía á sus espaldas.
«Infeliz: cree estar abriendo un canal, y está abriendo
su propia tumba.»
— Pero á usted no le ocurrirá eso. Usted es joven, y
tiene más ilusiones que el famoso doctor.
Fernando hizo un gesto de indiferencia. No le inquie-
taba el porvenir. La muerte llegaría para él lo mismo
que llega para los demás, inesperadamente, sin consul-
tar las ambiciones y las necesidades de su víctima. Si
los hombres pensasen en la muerte á todas horas, muy
pocos querrían trabajar, convencidos de antemano de
la inutilidad de sus esfuerzos.
— Creo lo mismo que usted— concluyó animosamen-
te—. Yo removeré la tierra y abriré canales, sin abrir
por eso mi tumba... Mi sepultura está en Europa. ¡Pero
quién sabe las cosas que nos aguardan antes de morir
en ese país al que vamos llegando!
Después de media noche, se retiraron los dos amigos
á. sus camarotes. Había disminuido la gente en las cu-
biertas y salones. Los comisionados italianos, con sus
banderas y sus vítores, estaban ya en tierra, y lo mis-
mo que ellos, los demás habitantes de Montevideo ve-
nidos al trasatlántico para saludar á, los amigos. No
quedaba en torno del Goethe ningún vaporcillo de pa-
sajeros. Ahora eran fuertes gabarras las que notaban
junto á la nave. Movíanse ruidosamente las maquinillas
LOS ARGONAUTAS 583
de descarga. Pasaban sus brazos amarillos enormes far-
dos de las bodegas de proa y de popa á las chatas em-
barcaciones. Esta operación iba á prolongarse hasta la
madrugada. Además de las mercancías, había que echar
á tierra el enorme bagaje de la compañía de opereta,
cofres de vestuario, decoraciones, equipajes de los ar-
tistas.
Al entraren su camarote, Ojeda experimentó la sor-
presa de la inmovilidad. Estaba acostumbrado al zum-
bido remoto de la máquina, que comunicaba un ligero
temblor á las paredes. Le hacía falta el crujido de las
maderas, el ruido continuo de agua corriente debajo de
la ventana. Creyó estar ahora en una casa de tierra fir-
me. Todo inerte, como si el buque fuese de ladrillo
con profundas raíces en el suelo. El silencio nocturno,
cortado por relámpagos de ruido, era igual al de una
fábrica. Cuando Fernando empezaba á dormirse, rea-
nudábase de pronto el rodar de las maquinillas acom-
pañado del griterío de los obreros ocupados en la des-
carga.
El buque no podía zarpar hasta después del amane-
cer. Aguardaba el capitán á que subiese la marea para
remontar el río.
Despertó Ojeda en la mañana siguiente cuando en-
traba el sol por la ventana de su camarote. Su primera
impresión fué de sobresalto. Algo extraordinario había
retrasado la salida del buque. Este parecía inmóvil,
como si aun permaneciese anclado frente á Montevideo.
Pero al aproximarse á la ventana, no vio la ciudad, ni
los numerosos buques surtos en el puerto. Una exten-
sión infinita de agua se abrió ante sus ojos; pero era un
agua amarillenta á trechos, más allá rojiza, con el leve
rizado de un oleaje corto é incesante.
Navegaba el buque como si avanzase entre algodo-
nes, sin un choque, sin el más leve balanceo. Su profun-
da quilla parecía resbalar sobre rieles invisibles. Las
aguas, al partirse ante su vientre, eran sordas y no le-
vantaban jaboneo de espumas. Los ojos, habituados al
azul intenso del Océano, parpadeaban con cierta extra-
ñeza ante la extensión amarilla, semejante por su color
á una pradera seca.
584 V. BLASCO IBÁÑEJ21
En la cubierta de paseo encontró Fernando á los
pasajeros vestidos con trajes de calle, como si les fal-
tase tiempo i)ara saltar á tierra. Machos liombres lleva-
ban ya guantes y bastón. Las señoras Iban puestas de
sombrero, con abrigos recientemente adquiridos en Pa-
rís. Tal vez eran demasiado gruesos para la temperatura
reinante, pero ellas tenían prisa de exhibirlos al saltar
á tierra, contando con la admiración ó la envidia son-
riente de las amigas.
Faltaban aún varias horas para llegar á Buenos
Aires. Las orillas, sin una colina, sin grandes bosques,
permanecían invisibles y el río desarrollábase inmenso
y solitario como el mar. De vez en cuando, sobre las
aguas rojas que parecían de barro líquido, cabeceaba
una boya con un farol en la cúspide y un número blan-
co en el vientre, indicador de los kilómetros entre Bue-
nos Aires y Montevideo. El Goethe marchaba entre una
doble fila de estas balizas, que marcaban el canal para
los buques de gran calado. A los lados de este canal
surgían inmóviles los barcos del dragado, como negras
ballenas dormidas á ñor de agua. Veíase el rosario obli-
cuo de sus enormes tanques entrando en el agua y sa-
liendo con un chorreo de fango removido.
El trasatlántico avanzaba lentamente, como si su
quilla mordiese en el fondo ocultos obstáculos. Estreme-
cíase al remover un légamo secular, venciendo ocultas
resistencias. En torno de su vientre se obscurecían las
aguas con una nube negra que subía de la profundi-
dad. Las espumas levantadas por las hélices tenían en
su hervor manchas de detritus. Un viento á ráfagas,
más violento que el del Océano, pasaba sobre esta su-
perficie, levantando un oleaje encontrado que chocaba
impotente en los flancos de la nave sin producir en ella
la menor conmoción. Media hora después, al cesar el
viento, la superficie del río quedaba casi inmóvil.
Fuera de las líneas de balizamiento pasaban á todo
vapor, ó con las velas desplegadas, numerosos buques.
Eran fragatas que iban á descargar, Paraná arriba, en
el puerto de Rosario; vapores de tres pisos, sin mástiles
y de escaso fondo, parecidos á casas flotantes, que ha-
cían el servicio diario entre Buenos Aires y Montevideo;
LOS ARaONAUTAS 585
reducidos paquebots, iguales en su forma á los grandes
trasatlánticos, que remontaban el estuario con rumbo al
Paraguay y á las escalas fluviales del corazón del Bra-
sil en plena selva virgen.
Ojeda vio á Maltrana venir hacia él, sonriente y
amistoso, como si le faltara tiempo para comunicarle
gratas noticias.
—Lo de la familia Kasper queda resuelto. Nélida
acaba de presentarme á su temible hermano... En cuan-
to al camarote misterioso, ya no tiene misterio... Hace
un rato he estado hablando con el hombre lúgubre.
Y como si gozase manteniendo latente la curiosidad
de Fernando, empezó por hablar de Nélida y su familia.
¡Todos contentos! El hermano pequeño, atolondrado por
las reprimendas de la madre y el enojo patriarcal del
señor Kasper, parecía haber olvidado sus amenazas,
absteniéndose de hacer revelaciones al hermano ma-
yor. Nélida le cedía á perpetuidad el loro y la mona
regalados por Ojeda, y esta merced generosa había
acabado de extinguir sus antiguos rencores. Ocupado
en sus caricias á estos compañeros, no se acordaba de
nada.
El padre y su montaraz primogénito habían pasado
varias horas en la noche anterior y en esta mañana
hablando de negocios. Y Nélida aprovechaba la menor
pausa para acariciar con gestos felinos y engañosos al
sombrío centauro, que también parecía haber olvidado
con la emoción sus recelos y sus amenazas. Acababa
de encontrarse Isidro con ellos en el fumadero y Nélida
le había presentado al hermano.
— Un bárbaro; créame, Ojeda. Mirada torva; dificul-
tad en el hablar, como si no se acordase de las pala-
bras, y un apretón de manos que aun me duele. Pero
me dio las gracias como pudo al saber por Nélida que
yo y otro señor compatriota mío habíamos tenido gran-
des atenciones con ella. Hasta me ha invitado á que
vaya á pasar unos días en su estancia. ¡Qué vida esta
del Océano! ¡Qué cosas ha visto el buque!...
— ¿Y lo del camarote? — preguntó Fernando — . ¿Qué es
lo que hay dentro de él?
Otra vez lanzó exclamaciones Maltrana ponderando
586 V. BLASCO IBÁNBE
las sorpresas de aquella vida sobre el mar, abundan-
te en novedades y contrastes. Venían viajando sobre
catorce millones en oro apilados en la bodega, y por si
no bastaba tanta riqueza, él había dormido todas las no-
ches junto á una señora millonaria, cuya presencia en
el trasatlántico muy pocos conocían.
— ¿La ha visto usted? — preguntó Ojeda francamente
interesado por esta noticia.
— No pienso verla: no me tienta la curiosidad. Ha
perdido todo interés para mí... Porque le advierto,
Fernando, que la tal señora, mi vecina de camarote,
murió hace un mes en París, y es su cadáver el que
viene con nosotros á Buenos Aires.
Acababa Isidro de enterarse. El mayordomo del bu-
que le había revelado el secreto viendo próximo el tér-
mino del viaje.
— La pobre señora tenía un nombre poético un tanto
raro: doña Matutina Flores. Parece que en esta tierra
bautizan á las gentes con nombres algo originales...
¡Los millones de la noble matrona! No sé cuántos: unos
dicen treinta, otros cuarenta... En fin, muchas casas
en Buenos Aires, leguas y leguas de campo, miles y
miles de vacas, acciones de todos los bancos serios.
Vivía en París, como todo argentino rico que se respeta,
rodeada de hijas, hijos, yernos, nueras y nietos. Una fa-
milia numerosa, una verdadera tribu, pero con víveres
en abundancia. Y al morir doña Matutina la llevan á
enterrar en Buenos Aires, según su postuma voluntad.
Los hijos y los yernos no han querido hacer el viaje con
ella — esto les enternecería mucho — , pero vienen en
otro buque para repartirse la herencia sobre el te-
rreno.
—¿Y el hombre misterioso?...
— Es simplemente el mayordomo que tenía la difunta
en su hotel de la Avenida del Bosque... Un majestuoso
doméstico que sabe guardar las distancias lo mismo
que un diplomático, y por eso se mantenía aparte con
un digno espíritu de clase. ¡Y yo que tomaba esta tiesu-
ra por orgullo!
El recuerdo de sus pasadas curiosidades surgió en
Maltrana como un remordimiento.
LOS ARGONAUTAS 587
— ;PoT)re doña Matutina!... Que me perdone desde el
cielo los escándalos que he dado ante su puerta... Ni la
conozco ni me deja nada; pero la tengo cierta simpa-
tía. Ya ve usted, ¡medio mes de dormir juntos, sin otra
separación que un tabique de madera!... ¡Y tantas veces
como la han recordado las señoras en sus tertulias de
la cubierta, sin sospechar que la tenían debajo de sus
pies!... Los herederos se han portado bien. En vez de
meterla en la bodega le han alquilado un camarote,
como si fuese una persona viva. ¡Corazones generosos!...
¡Las atenciones y finezas que inspiran unas docenas de
millones!...
Isidro no podía abandonar el recuerdo de este ca-
dáver acompañándole invisible en su viaje.
— Reconocerá usted que han ocurrido muchas cosas
en quince días. Las sesiones nocturnas en el fumadero,
amoríos, golpes, el desafío de Río Janeiro, que por poco
me cuesta un pie, millones en oro acuñado debajo de
nuestras plantas, un cadáver de iluso echado al mar,
quince noches pasadas junto á otro cadáver que tam-
bién representa millones... ¡ciué novela! ¡Y yo que he
pasado en Madrid meses y meses de casa al café, del
café á la redacción y de la redacción á otros sitios...
sin que me ocurriese nada extraordinario!... El único
remordimiento que siento después de tantos sucesos es
el de mis insolencias involuntarias con la pobre doña
Matutina y los sustos que he dado á su guardián. ¡Que
ella me perdone! ¡Lástima no habernos conocido un
poco antes para que me hubiese dedicado un pequeño
recuerdo en su testamento!...
A la hora del almuerzo los pasajeros comieron apre-
suradamente, deseando volver cuanto antes á la cu-
bierta. Esperaban ver Buenos Aires de un momento á
otro. Seiba aproximando el trasatlántico á la ribera ar-
gentina. No alcanzaba á distinguirse ésta por ser muy
baja, pero sobre la línea del agua extendíanse algunos
borrones horizontales, siluetas de lejanas arboledas.
El número de buques aumentaba considerablemente.
Muchos permanecían inmóviles. Los veleros cabecea-
ban con los trapos caídos á lo largo de los mástiles, en
espera de las irregulares palpitaciones del viento. Cuan-
588 V. BLASCO IBÁÑEZ
do éste llegaba movía como un escalofrío las blancas
superficies de las arboladuras. Otros, anclados y con
los palos desnudos, aguardaban no se sabía qué.
Más allá fué pasando el Goethe entre ñlas de vapores
de diversas hechuras y capacidades. Formaban una
ciudad flotante: una ciudad muerta, sin otro signo de
vida que algún bote que se deslizaba de un buque á
otro. Los cascos parecían envejecer en esta inmovilidad,
cual si llevasen años y años de espera en medio de las
aguas turbias, encallados para siempre, sin esperanza
de volver á los azules horizontes del Océano. Aguar-
daban su turno para entrar en las dársenas de Buenos
Aires, repletas por el tráfico mundial, y esta espera
en medio del río, á algunas millas del puerto, prolon-
gábase en ciertas épocas del año semanas y semanas.
Los pasajeros del Goethe se despedían previsoramen-
te antes de avistar Buenos Aires. A última hora, la
urgencia del desembarco, la necesidad de reunir los
equipajes, la visita de la aduana, hacían olvidar á los
amigos. Ofrecíanse unos á otros los respectivos domici-
lios; cruzábanse tarjetas. Las niñas se decían adiós con
un conato de lagrimeo.
Iba á disolverse todo un mundo. Su historia no ha-
bía alcanzado á durar un mes, ¡pero con vida tan inten-
sa!... La separación daba mayor relieve á los recuer-
dos. Gentes que se habían mirado al principio de la
travesía con notoria hostilidad, se lamentaban de esta
separación. «¡Tanto como hemos simpatizado!... ¡Tan
buenos ratos que hemos vivido juntos!...» Las damas,
que en los primeros días del viaje se mantenían por
orgullo nacional en diversos grupos enemigos, despe-
díanse ahora con una tristeza casi lacrimosa. Nadie se
acordaba ya de las diplomáticas tiranteces entre los
«pingüinos» y las «potencias hostiles».
El doctor Zurita dio tarjetas á Maltranay Ojeda. Su
cortesía era un tanto ruda, pero ingenua, verdadera. El
no gustaba de palabras: ya sabían que era su amigo.
— Y usted, galleguito simpático — dijo á Isidro — , si
necesita algo de mí, búsqueme. Buenos Aires es grande,
cada uno va á lo suyo, pero alguna vez precisará usted
el arrimo de un compañero.
LOS ARGONAUTAS 589
Despidiéronse de Maltrana todos sus «queridos ami-
gos», los jóvenes de las fiestas nocturnas en el fuma-
dero. Algunos le daban cita para aquella misma noche
en restoranes frecuentados por personas alegres. Le
presentarían á ciertos amigos muy simpáticos: todos
«gente bien».
El grupo de chilenos dijo adiós á Isidro con francos
ofrecimientos. Su tierra no era Buenos Aires; había me-
nos dinero, menos lujo, pero la vida era alegre.
— Godito: cuando se canse de estar con los «cuyanos»
venga á hacernos una visita. No hay más que pasar
los Andes. Verá mujeres con manto como en su tierra;
verá bailar la cueca. ¡Y qué remoliendas!... Véngase y
no sea leso.
Fernando, mientras tanto, desde el mirador de proa,
contemplaba la muchedumbre aglomerada en las bor-
das, ansiosa de ver cuanto antes la deseada ciudad.
Una mujer, alborotado el pelo y enrojecidos los ojos,
gemía á un lado del combés. Cerca de ella, unos chicue-
los gritaban lagrimeando también, pero de pronto pare-
cían olvidarse de su dolor para mirar com.o los demás
á la línea del horizonte, esperando la aparición de un
prodigio. Eran la viuda y los hijos de Muiños. Hasta
poco antes no habían conocido la noticia de su muerte.
Le creían en la enfermería, aceptando los piadosos em-
bustes de don Carmelo. «¡Pachín!», aullaba la viuda.
Una preocupación única volvía continuamente como
tema obligado de sus lamentaciones. «¡Lo han echado
al mar!... ¡No lo veré más!» Y los pequeños la hacían
coro como una cría de perritos abandonados. «¡Padre!...
¡padre!» ¡Qué sería de ellos!...
La seña Eufrasia era la única que intimtaba conso-
larlos con sus palabrotas enérgicas. Los demás, enarde-
cidos y contentos por la proximidad de la tierra soñada,
volvían la cabeza huyendo de sus lamentaciones.
Subido en un caramanchel, un hombre tocaba la
gaita saludando á Buenos Aires con el mugido melan-
cólico del inñado pellejo. En el castillo de proa sonaba
la flauta pastoril de los árabes. Algunos niños, agarra-
dos de la mano, daban vueltas siguiendo el ritmo de la
música.
690 V. BLASOO IBÁ^.Wá
De pronto, un grito compuesto de numerosas excla-
maciones: un alarido igual á los que debieron surgir de
las proas de las primeras carabelas:
— ¡x\llí... allí! ¡Ya se ve!
Iba surgiendo del fondo del río una nube blanca con
negros manchurrones; algo que subía y subía lenta y
continuamente, como una aparición teatral por la boca
de un escotillón. La parte blanca é irregular de la nube
eran casas; lo negro, arboledas de jardines.
Alguien en la proa rompió á aplaudir con el irre-
sistible entusiasmo de las muchedumbres en las reunio-
nes populares. Esta iniciativa fué contagiosa, y todos
batieron las manos, extendiéndose sobre el río un es-
trépito semejante al del granizo chocando con el cristal:
«¡Buenos Aires!... ¡Viva Buenos Aires!» Y cesaban de
aplaudir para echar en alto gorras y sombreros. Un
enjambre de puntos negros subía y bajaba sobre la proa
del Goethe. Al cesar por un momento las aclamaciones,
percibíase el lloro de la gaita gallega, el gorjeo de las
cañas árabes y el trágico aullido de la pobre hembra
y su cría: «¡Pachín! ¡Lo echaron al agua!... ¡Padre! ¡pa-
dre! ¡Qué será de nosotros!...»
El entusiasmo popular se comunicó á los pasajeros del
castillo central. La música se había colocado en el avan-
te del paseo y rompió á tocar la consabida marcha, aun-
que el buque estaba lejos déla ciudad. Muchos pasajeros
empezaron á caminar, marcando el paso al compás de la
música lo mismo que los chicuelos que desfilan delante
de un regimiento. Algunas parejas bailaban, esforzán-
dose por ajustar sus saltos al ritmo de la marcha.
Ojeda torcía el gesto ante la desmesurada explosión
de entusiasmo.
— Es demasiado — pensó — . ¡Cuánta dicha habría de
contener ese país para dar gusto á tanta gente!...
Percibíase con toda claridad sobre el cielo azul la
blanca silueta de Buenos Aires. Fernando, que la había
visto años antes y guardaba el recuerdo de una ciudad
inmensa, pero chata, casi á ras de tierra, sin otros
salientes que las torres exiguas de sus iglesias, quedó
sorprendido al distinguir construcciones altísimas, ras-
cacielos como los de las metrópolis norteamericanas;
LOS ARGONAUTAS 591
edificios rematados por minaretes y cúpulas que brilla-
ban lo mismo que fanales con el reflejo del sol. Comen-
zaba á ser una ciudad tentacular distinta exteriormente
de la que él había conocido.
Un remolcador ancho, corto, profundo, que recor-
daba por sus formas la forzuda robustez del toro, vino
al encuentro del trasatlántico, pegándose á sus costados
para echar á bordo al práctico. Otro remolcador del
mismo aspecto se colocó junto á la proa, marchando
aparejado con el Goethe como un perrillo trotador al
lado de un elefante.
Los pasajeros olvidaron la ciudad para atender á sus
equipajes de mano. Los stetvards iban sacándolos de los
camarotes y los alineaban en cubiertas y pasillos.
Crecía Buenos Aires con prodigiosa rapidez. No era
su aparición igual á la de las ciudades situadas en altas
costas, que se dejan ver horas antes de llegar á ellas. Si-
tuada en una ribera baja, los buques la distinguían
cuando ya estaban junto á ella. Su presencia era casi
instantánea y se ensanchaba como una gota de agua
en un papel secante, cubriendo las riberas con su dila-
tación, extendiendo sus irradiaciones lo mismo que si
las casas corriesen, queriendo ocupar cuanto antes los
terrenos vecinos.
Los emigrantes callaban con los ojos agrandados por
la curiosidad. Adivinó Fernando los pensamientos de
estas gentes, muchas de las cuales venían en derechura
de la soledad de los campos.
«¡Qué grande!... ¡qué grande!»
Maltrana buscaba con sus ojos al señor Antonio el
Morenito. De seguro que había olvidado por el momen-
to sus planes originales para hacerse rico. Tal vez sen-
tía un poco de duda, de miedo, y pensaba como los
otros: «¡Qué grande!»
— Y sin embargo, esto no tiene nada de grandioso
—dijo Isidro—. Es una ciudad vulgar. Si no fuese por
el río, la fachada resultaría fea... Pero se presiente que
detrás de la ñla de edificios que distinguimos, y que es
como el testero de la ciudad, existen kilómetros y kiló-
metros de tierra cubiertos de viviendas. No se ve la
grandeza, pero se adivina. Sentimos lo mismo que en
592 V. BLASCO IBÁiíBZ
presencia de un muro detrás del cual se mueve una
muchedumbre invisibe.
Los dos amigos volvieron la cabeza al notar que
Conchita se apoyaba en la baranda junto á ellos. Ha-
bíase despedido repetidas veces de doña Zobeida, pero
ésta iba luego en su busca para hacerle nuevas reco-
mendaciones. La buena señora pensaba salir aquella
noche para su amada Salta. Le daban miedo el ruido
y el movimiento de Buenos Aires, á pesar de que venía
de Europa. Eran las impresiones de la niñez que perdu-
raban en ella. Se apiadaba de su compañera de viaje;
jpobre niña! ¡sola en aquella tierra de perdición llena de
extranjeros!...
Miró Conchita la ciudad con el ceño fruncido y apre-
tando los labios.
— Es grande, ¿eh, paisana? — dijo Isidro.
— Sí... grande es. Más de lo que yo creía — contestó la
joven.
Se adivinaba en ella cierta desorientación. Tal vez
sentía miedo al pensar en su entrada audaz, sin una
moneda en el bolsillo. Pero no tardó en reponerse de es-
tas vacilaciones. Brillaron sus ojos con un fulgor hostil,
lo mismo que si fuese a entrar en pelea, y tendió una
mano hacia la ciudad, como invitándola á que la es-
perase:
— ¡Yo te arreglaré... marica!
No le daba miedo con toda su grandeza. Y mientras
los dos amigos reían de este exabrupto, la muchacha
huyó llamada una vez más por doña Zobeida.
Los remolcadores tiraban del Goethe^ que había que-
dado con las hélices inmóviles confiado á su dirección.
Estaban ya en la embocadura de una de sus múltiples
dársenas, gigantescos rectángulos de agua encuadrados
de muelles y docks.
Veíase la orilla cubierta de edificios todos iguales,
enormes construcciones que ocupaban en fila muchos
kilómetros. Arrastrábase el ferrocarril á lo largo de este
cordón de depósitos, barrera interminable á la simple
vista entre el río y la ciudad. Los tranvías y¡^automó-
viles brillaban veloces por unos instantes en los inter-
medios entre unos edificios y otros.
LOS ARGONAUTAS 593
Apareció á estribor la arboleda de una punta de mue-
lle con un edificio empavesado de banderas de señales.
El agua tenía la suciedad de los espacios cerrados.
Las espumas eran negruzcas. La proa del buque partía
islotes de basura, que al abrirse enviaban sus fragmen-
tos hasta los muelles. Sobre los maderos notantes desta-
cábanse el lomo verdoso y los ojos saltones de unas ra-
nas enormes. Algunos pájaros acuáticos nadaban en
torno del vapor irguiendo sus largos cuellos.
A espaldas del Goethe quedaba el río libre, amari-
llo, rizado, lo mismo que una llanura de hierba seca.
Los buques veleros, con sus trapos al viento, parecían
molinos enclavados en esta falsa pradera. Al pasar el
trasatlántico entre los buques inmóviles corrían las tri-
pulaciones á las bordas para saludarlo con gritos y agi-
tación de gorras. Flotaban en las aguas, como harapos
blancos, muchos pescados muertos, tendidos sobre el
lomo, sacando el hinchado vientre.
Maltrana, acostumbrado á ver anclar los buques en
mitad de los puertos ó amarrarse á un muelle en el es-
pacio anchuroso de una bahía, extrañábase ante los
poderosos trasatlánticos alineados como bestias en unas
dársenas cuadradas semejantes á corrales acuáticos, y
pasando de una á otra sumisos al tirón de los remolca-
dores. Al quedar sin movimiento, parecían los buques
mucho más grandes, oprimidos entre muelles y edifi-
cios, cual si estuviesen encallados.
El desembarcadero atrajo igualmente su curiosi-
dad. Era á modo de una estación de ferrocarril con
férrea cubierta, salones de espera, depósitos de equi-
paje y largas verjas, detrás de las cuales se agolpaba la
muchedumbre. Venía el trasatlántico á acoplarse al
muelle lo mismo que un vagón se junta con el andén, y
los pasajeros no tenían más que avanzar por una corta
rampa para verse en tierra.
Llegó el Goethe hasta el desembarcadero, después de
varias maniobras de los remolcadores. Un vapor italiano
acababa de despegarse de aquél y se retiraba á otra
dársena luego de soltar su cargamento humano. Más
allá, un vapor, con bandera española, echaba también
gente á tierra.
38
594 V. BLASCO IBÁÑEZ
En el fondo del desembarcadero, una muchedumbre
obscura se apretaba contra las verjas. Ondeaban ban-
deras tricolores sobre este mar de cabezas. Un estrépito
de músicas lejanas contestaba á la banda del Goethe
cuando ésta hacía una breve pausa en sus marchas in-
cesantes.
— Los italianos que esperan á su grande hombre — dijo
Ojeda — . Nos conviene salir antes de que organicen su
manifestación.
Sobre el andén del muelle, una fila de marineros,
llevando machete en el cinto, contenía á los grupos que
habían penetrado con permiso: comisiones que aguarda-
ban á los dos conferencistas, familias ansiosas de salu-
dar á sus parientes y amigos que agitaban pañuelos,
sombreros y bastones, preguntándoles de lejos con gri-
tos estentóreos cómo les habia ido por Europa.
Y mientras los marineros procedían diligentemente
al amarre del buque, continuaban sonando las músicas,
los lejanos vivas, y un griterío de saludo cruzábase
entre las gentes aglomeradas en las bordas y el negro
hormiguero humano.
— ¿A usted le espera alguien? — preguntó Isidro como
si le doliese que ellos dos fuesen los únicos que no tuvie-
ran un amigo en el muelle.
Fernando no supo qué contestar. Miraba á las gen-
tes de buen aspecto que ocupaban el andén, sin alcan-
zar á ver al tío de su cuñado.
Hubo un empujón general en las cubiertas. ¡A tierra!
La salida estaba libre. Y los dos amigos, pasando un
pequeño puente, sintieron bajo sus pies la estabilidad del
suelo firme, marchando entre los grupos, que avanza-
ban al encuentro de los pasajeros con las manos tendi-
das ó los brazos en alto, prontos al estrujón cariñoso.
Un joven, con acento español, abordó á Fernando.
«¿El señor Ojeda?...» Venía de parte del tío de su cu-
ñado.
— Mi principal ha tenido que ir á su estancia: nego-
cio urgente: volverá mañana. Pero todo está listo...
Tiene usted habitación en un hotel de la Avenida de
Mayo.
Los guió entre los grupos que se abalanzaban hacia
LOS ARGONAUTAS 595
el trasatlántico. Casi se vieron solos en la sala de equi-
pajes, y el registro de sus maletas de mano se efectuó
con rapidez. El joven empleado se quedaba para ocupar-
se en el pronto despacho del equipaje grande.
Salió con ellos del edificio á una explanada llena
de muchedumbre, donde estaban las banderas y las
músicas. La manifestación italiana voceaba con pre-
maturo entusiasmo, creyendo que iba á aparecer de un
momento á otro el grande hombre esperado: «¡Eviva ü
pro fes sor e! ¡Eviva!»
Ojeda y Maltrana avanzaron entre el gentío casi
tambaleándose, como embriagados por la sensación del
suelo firme bajo sus plantas y el vaho que despedía cal-
deado por el sol. Un reloj señalaba las cuatro de la tarde.
Junto á sus ojos revolotearon unas moscas pesadas y
pegajosas, las primeras que salían á su encuentro en la
nueva tierra.
Respiraron con delicia al verse sentados en un auto-
móvil descubierto, con sus pequeñas maletas entro los
pies, corriendo á gran velocidad á lo largo de los mue-
lles. A un lado la ciudad; al otro la interminable fila
de depósitos, cortada por callejones, al extremo de los
cuales se veían cascos de buque, chimeneas, arboladu-
ras, pabellones ondeantes de todos los países.
Las calles de la ciudad que desembocaban en la an-
cha ribera eran todas de breve y pronunciada pen-
diente.
— Es la antigua barranca — explicó Ojeda — sobre la
que construyeron los españoles la ciudad. Más allá
todo es llanura igual, uniforme. Esta pendiente es la
única que existe en Buenos Aires. Antes el agua llegaba
hasta ella. Las tierras por las que marchamos fueron
ganadas al Pjata.
Atravesó el automóvil varias líneas de ferrocarril
tendidas á lo largo del río. Pasaba entre largas filas
de carros enormemente cargados, que hacían temblar
el suelo. De los depósitos surgían los más diversos olores,
revelando el movimiento y la vida de un gran puerto.
Luego los vehículos mercantiles fueron más escasos,
y aumentó el número de automóviles y tranvías. Pasa-
ron á lo largo de un jardín. A un lado, frente al río.
696 V. BLASCO IBÁÑES
grandes edificios y aceras con arcadas, bajo las cuales
hormigueaba la muchedumbre jornalera.
Subieron una cuesta, y en lo alto de ella vieron ex-
tenderse un palacio con los muros de color de rosa. Más
allá se abría una plaza blanca con un jardín en el
centro.
— Aquí se fundó Buenos Aires — dijo Ojeda — . Ese ca-
serón es el palacio del Gobierno, lo que llaman «la casa
rosada». La plaza es la de Mayo. Aquel templo griego,
la catedral; ese obelisco blanco, la pirámide de la Inde-
pendencia.
Remontaban la cuesta algunos grupos de hombres de
campo llevando á la espalda fardos de ropas. Sus mu-
jeres marchaban junto á ellos, mirándolo todo con ojos
de asombro. Los pequeños trotaban delante, con la boca
abierta por la misma impresión de sorpresa. Eran emi-
grantes que acababan de desembarcar de los buques
llegados antes que el Goethe y se metían ciudad adentro
en compañía de los amigos que les habían esperado en
el p^uerto.
— Todos somos unos — dijo Ojeda alegremente — . Todos
venimos á lo mismo. Sólo que ellos entran á pie y nos-
otros en automóvil.
La Avenida de Mayo abrió ante ellos su larga pers-
pectiva: dos filas de altos edificios, otras dos líneas de
aceras orladas de árboles, con grandes escaparates y
numerosos cafés y hoteles, que esparcían fuera de sus
puertas mesas y sillas. En mitad de la calle, una hilera
de candelabros eléctricos, y en último término, algo es-
fumado por la lejanía, un palacio blanco, el Congreso,
con una cúpula esbelta que ocupaba gran parte del
fragmento de cielo visible entre las filas de casas.
Maltrana, á impulsos de una alegría pueril, comenzó
á empujar á su amigo juguetonamente.
— ¡Buenos Aires!... ¡Ya estamos en Buenos Aires!
Luego miró obstinadamente al fondo de la Avenida,
fijándose en la cúpula esbelta y armoniosa, que parecía
irradiar luz sobre el cielo teñido de rojo por el sol deca-
dente de la tarde.
Volvía á su memoria el recuerdo de los argonautas
y sus aventuras por alcanzar el Vellocino de oro.
LOS ARGONAUTAS 597
— Nosotros, argonautas modernos y vulgares, no te-
nemos que esforzarnos por ir en su busca. Nos sale al
encuentro. Ahí está. ¡Mírelo cómo brilla!
Y señaló la cúpula, que reflejaba los rayos solares en
sus aristas y en los focos de cristal incrustados en sus
curvas. El celeste azul, que le servía de fondo, tomaba
igualmente un resplandor de oro. ¡Presagio feliz! Mal-
trana no pudo contener su entusiasmo.
— Sonría usted, Fernando. El cielo se viste de gala
para recibirnos. Cualquiera diría que llueve oro. Fíjese
bien. Es un chaparrón de libras esterlinas. ¡Tierra pro-
digiosa!
Ojeda sonrió con dulce lástima ante el entusiasmo de
su amigo.
-—Sí; sobre esta tierra llueven libras, pero en su pesa-
dez se meten hondas... ¡muy hondas! Prepárese, Mal-
trana; tome fuerzas. Hay que agacharse en posturas do-
lorosas para alcanzarlas... hay que sudar mucho para
llegar hasta á ellas.
FIN
Buenos Aires-Parfs
1913 1914.
Oí
O
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