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Full text of "Los Argonautas, novela"

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in  2011  with  funding  from 

University  of  Toronto 


http://www.archive.org/details/losargonautasnovOOblas 


LOS  ARGONAUTAS 


OBRAS  DKÍ^  AUTOR 


CUENTOS  VALENCIANOS. 

LA  CONDENADA  (cuentos). 

EN  EL  PAÍS  DEL  ARTE  (viajes). 

ARROZ  Y  TARTANA  (novela). 

FLOR  DE  MAYO  (novela). 

LA  BARRACA  (novela). 

ENTRE  NARANJOS  (novela), 

SÓNNICA  LA  CORTESANA  (novela). 

CAÑAS  Y  BARRO  (novela). 

LA  CATEDRAL  (novela). 

EL  INTRUSO  (novela). 

LA  BODEGA  (novela). 

LA  HORDA  (novela). 

LA  MAJA  DESNUDA  (novela). 

ORIENTE  (viajes). 

SANGRE  Y  ARSNA  (novela). 

LOS  MUERTOS  MANDAN  (novela). 

LUNA  BENAMOR  (novelas). 

ARGENTINA  Y  SUS  GRANDEZAS  (viajes). 

LOS  ARGONAUTAS  (novela). 

EN  PREPARACIÓN 

LA  CIUDAD  DE  LA  ESPERANZA  (novela). 

LA  TIERRA  DE  TODOS  (novela). 

LOS  MURMULLOS  DE  LA  SELVA  (novela) 


Es  PROPIEDAD  —Reservados  todos  los  derechos  de  reproducción, 
traducción  y  adaptación. —Copyright  1914,  by  Blasco  Ibáñez 


'^%  Vicente  Blasco  Ibáñez 


LOS  ARGONAUTAS 


NOVELA    — 


19.000 


A  0\ 


Editorial  PROxMETEO 

VALENCIA 


OBRAS  TRADUCIDAS  DEL  AUTOR 


Trrres  maüdites  (Traducción  de 

G.  Hérelle),  París. 
Fleur  de  Mai  (Traducción  de  G. 

Hérelle),  París. 

BoüE  ET  RoSEAUX  (Traduccióu  de 

Maurice  Bixio),  París. 
CONTES   EspAGNOLS   ( Traduccióu 

de  G.  Menetrier),  París. 
Dans  l'ombre  de  la  cathédrale 

(Traducción  de  G.  Hérelle),  París. 

Térras  malditas  (Traducción  de 
Napoleáo  Toscano),  Lisboa. 

A  Cathedral  (Traducción  de  Ri- 
veiro  de  Carvalho  y  Moraes  Ro- 
sa), Lisboa. 

DiE  Kathedrale  (Traduccióu  de 
Josy  Priems),  Zurich. 

Flor  de  Mayo  (Traducción  de 
Josy  Priems),  Zurich. 

Erdplüch  (Traducción  de  Wil- 
helm  Thal),  Berlín. 

SCHILPUND  Schlamm  (Traduccióu 
de  Wilhelm  Thal),  Berlín. 

Der  Eindringling  (Traducción 
de  J.  Broutá),  Berlín. 

De  Vloek  (Traducción  del  doctor 
A.  A.  Fokker),  Haarlem. 

Waar  Oranjeboomen  Bloeien 
(Traducción  del  Dr.  A.  A.  Fok- 
ker), Amsterdáu. 

Chalupa  (Traducción  de  A.  Plk- 
hart),  Pra8:a. 

Marná  Chlouba  (Traducción  de 
A.  Pikhart),  Praga. 

Ah,  il  pane!...  (Traducción  de  F. 
Gelormini),  Palermo. 

HVAD  EN  Mand  har  at  gove  (Tra- 
ducción de  Johanne  Alien),  Co- 
penhague. 

ViNNYi  Sklad  (Traducción  de  M. 
Watson),  Petersburgo. 

Bodega  (Traducción  de  K.  G.),  Pe- 
tersburgo. 


Prokliatac  Pole  (Traducción  de 
M.  Watson),  Petersburgo. 

SoBOR  (Traducción  de  M.  Watson), 
Petersburgo. 

DuoySoy  vistrel  (Traduccióu  de 
M.  Watson),  Petersburgo. 

Geleznodorognoy  Zaiaz  (Tra- 
ducción de  M.  Watson),  Peters- 
burgo. 

Naloguiza  obnagnenaia  (Tra- 
ducción de  M.  Watson),  Peters- 
burgo. 

Arenes  sanglantes  (Traduccióu 
de  G.  Hérelle),  París. 

La  Horde  (Traducción  de  G.  Hé- 
relle), París. 

A  CORTEZAN  de  Sagunto  (Traduc- 
cióu  de  Riveiro  de  Carvalho  y 
Moraes  Rosa),  Lisboa. 

O  Intruso  (Traducción  de  Carva- 
lho), Lisboa. 

LMntrus  (Traducción  de  Renée 
Lafont),  París. 

A  Adega  (Traducción  de  E.  Sonsa 
Costa),  Lisboa-Río  Janeiro. 

Sur  les  Orangers  (Traducción  de 
G.  Menetrier),  París. 

Les  M0BT6  commandent  (Traduc- 
ción de  Berta  Delaunay),  París. 

SoNNiCA  (Traducción  de  Francés 
Douglas),  Nueva  York. 

The  Blood  of  the  Arena  (Tra- 
ducción de  Francés  Douglas), 
Chicago. 

The  Shadow  of  the  Cathedral 
(Traducción  de  W.  A.  Guillespie), 
Londres-Nueva  York. 

Blood  and  sand  (Traducción  de 
W.  A.  Guillespie).  Londres. 

Obras  completas  de  Blasco  Ibá- 
Sez  (en  ruso).  Edición  en  16  volú- 
menes con  un  retrato  del  autor 
(Traducción  de  Taitiana  Herzens- 
tein  y  otros),  Moscou. 


LOS  ARGONAUTAS 


Al  sentir  un  roce  en  el  cuello,  Fernando  de  Ojeda 
soltó  la  pluma  y  levantó  la  cabeza.  Una  palmera  enana 
movía  detrás  de  él  con  balanceo  repentino  sus  anchas 
manos  de  múltiples  y  puntiagudos  dedos.  Para  evitarse 
este  contacto  avanzó  el  sillón  de  junco,  pero  no  pudo 
seguir  escribiendo.  Algo  nuevo  había  ocurrido  en  torno 
de  él  mientras  con  el  pecho  en  el  filo  de  la  mesa  y  los 
ojos  sobre  los  papeles  huía  lejos,  muy  lejos,  acompañado 
en  esta  fuga  ideal  por  el  leve  crujido  de  la  pluma. 

Vio  con  el  mismo  aspecto  exterior  cosas  y  personas 
al  salir  de  su  abstracción;  pero  una  vida  interna,  rui- 
dosa y  móvil  parecía  haber  nacido  en  las  cosas  hasta 
entonces  inanimadas,  mientras  la  vida  ordinaria  callaba 
y  se  encogía  en  las  personas,  como  poseída  de  súbita  ti- 
midez. 

Sus  ojos,  fatigados  por  la  escritura,  huían  de  las  am- 
pollas eléctricas  del  techo,  inflamadas  en  plena  tarde, 
para  reposarse  en  los  rectángulos  de  las  ventanas  que 
encuadraban  el  azul  grisáceo  de  un  día  de  invierno.  La 
blancura  de  la  madera  laqueada  temblaba  con  cierto  re- 
flejo húmedo  que  parecía  venir  del  exterior.  Dos  salones 
agrandados  por  la  escasez  de  su  altura  eran  el  campo 
visual  de  Ojeda.  En  el  primero,  donde  estaba  él,  mez- 
clábase á  la  blancura  uniforme  de  la  decoración  el  ver- 


6  V.   BLASCO   IBANBZ 

de  charolado  de  las  palmeras  de  invernáculo,  el  verde 
pictórico  de  los  enrejados  de  madera  tendidos  de  pilas- 
tra á  pilastra  y  el  verde  amarillento  y  velludo  de  unas 
paiTas  artificiales,  cuyas  hojas  parecían  retazos  de  ter- 
ciopelo. Sillones  de  floreada  cretona  en  torno  de  las 
mesas  de  bambú  fonnaban  islas,  á  las  que  se  acogían 
grupos  de  personas  para  embadurnar  con  manteca  y 
mermeladas  el  pan  tostado,  husmear  el  perfume  del  té  ó 
seguir  el  burbujeo  de  las  aguas  minerales  teñidas  de  ja- 
rabes y  licores. 

Camareros  rubios  de  corta  chaqueta  azul  y  botones 
dorados  pasaban  con  la  bandeja  en  alto  por  los  canali- 
zos de  este  archipiélago  humano,  sorteando  los  promon- 
torios de  los  respaldos,  los  golfos  y  penínsulas  formados 
por  las  rodillas.  Una  vidriera,  de  pared  á  pared,  for- 
mada de  pequeños  cristales  biselados,  dejaba  ver  el  sa- 
lón inmediato,  blanco  también,  pero  con  adornos  de 
oro.  Los  asientos  tapizados  de  seda  rosa,  igual  á  la  que 
adornaba  los  planos  de  las  paredes,  estaban  ocupados 
por  señoras.  El  ambiente  era  más  limpio  que  en  el  jardín 
de  invierno,  donde  una  atmósfera  de  humo  de  habano  y 
tabaco  con  perfume  de  opio  notaba  sobre  las  plantas.  Más 
allá  de  estos  corros  femeninos  en  torno  de  las  mesas  de  té, 
media  docena  de  músicos,  uniformados  lo  mismo  que  los 
camareros,  agrupábanse  sobre  una  tarima,  alrededor  de 
un  piano  de  cola.  Sus  cabezas  rubias  de  germanos  y  los 
arcos  de  sus  violines  destacábanse  sobre  los  rectángulos 
luminosos  de  cuatro  ventanas  que  cerraban  la  perspec- 
tiva. Al  otro  lado  de  los  cristales,  ligeramente  turbios 
por  la  humedad  exterior,  movíase,  pasando  de  una  á 
otra  ventana,  con  lento  balanceo,  una  especie  de  colum- 
na, esbelta,  amarilla,  de  invisible  término,  acompañán- 
dola fieles  en  este  cambio  de  situación,  regular  y  acom- 
pasado como  el  de  un  péndulo,  unas  líneas  negras  y 
oblicuas  semejantes  á  cuerdas. 

Todo  estaba  lo  mismo  que  una  hora  antes,  cuando  el 
té  humeaba  en  la  taza  de  Ojeda,  ahora  vacía,  y  blan- 
queaban sobre  la  mesa  los  pliegos  cubiertos  al  presente 
de  compactas  líneas.  Las  personas  cercanas  á  él  fuma- 
ban silenciosas  ó  seguían  sus  conversaciones  con  lenti- 
tud soñolienta.  Del  fondo  del  segundo  salón  llegaban, 


LOS  ARGONAUTAS  7 

confundidos  con  risas  de  mujeres  y  choque  de  bandejas, 
los  tecleos  del  piano  y  los  gemidos  de  los  violines:  del 
techo,  coloreado  á  la  vez  por  el  reflejo  azul  de  la  tarde 
y  el  frío  resplandor  de  las  ampollas  eléctricas,  descen- 
dían gorjeos  de  pájaros  como  una  evocación  campestre 
que  parecía  animar  la  artificial  rigidez  del  jardín  con- 
trahecho. Por  la  parte  exterior  se  deslizaban  de  ventana 
en  ventana  los  bustos  de  unos  paseantes,  siempre  los 
mismos,  ocultándose  para  volver  á  aparecer  con  regula- 
ridad casi  mecánica;  como  si  se  moviesen  en  un  espacio 
reducido,  con  los  pasos  contados.  Niños  rubios,  sosteni- 
dos por  criadas  cobrizas,  adherían  á  los  cristales  las  ro- 
sadas ventosas  de  sus  labios,  empañándolos  con  círculos 
de  vaho,  y  agitaban  las  manecitas  para  saludar  á  las 
madres  y  hermanas  que  estaban  en  los  salones. 

Algo  nuevo  había  sobrevenido,  sin  embargo,  mien- 
tras Ojeda  escribía.  Su  sillón,  antes  inmóvil,  con  sólida 
estabilidad,  parecía  agitado  por  estremecimientos  ner- 
viosos, lo  mismo  que  una  bestia  que  jadea  afirmada  so- 
bre sus  patas.  La  taza,  como  si  la  animase  de  pronto  un 
alma  traviesa,  iba  á  pequeños  saltos,  repiqueteando  en 
su  plato,  de  un  extremo  á  otro  del  velador.  Unas  jaulas 
de  bronce  pendientes  del  techo  empezaban  á  balancear- 
se, y  dentro  de  ellas  saltaban  los  canarios,  sin  dejar  de 
cantar,  buscando  en  el  vaivén  de  esta  prisión  un  punto 
inmóvil.  Las  cortinillas  de  las  ventanas,  sujetas  por  sus 
abrazaderas,  agitábanse  bajo  un  soplo  invisible.  El  suelo 
de  mosaico,  liso,  unido,  inerte  á  la  vista,  parecía  ondu- 
lar como  si  por  debajo  de  él  mugiese  un  huracán.  Al 
sordo  zumbido  de  la  gente  que  ocupaba  los  dos  salones 
uníase  un  retintín  continuo  de  platos,  vidrios  y  made- 
ras. Todo  cantaba  de  pronto,  como  si  una  vida  extraña 
resucitase  los  objetos  inanimados,  haciéndolos  conversar 
con  voces  y  golpeteos:  el  cuchillo  contra  el  vaso,  la  cu- 
chara contra  la  botella,  el  sillón  contra  la  mesa,  la  fos- 
forera de  loza  contra  el  búcaro  de  flores. 

En  un  rincón  del  invernáculo,  alineadas  sobre  un 
aparador,  las  cafeteras  y  teteras  parecían  deliberar  con 
la  solemnidad  de  un  consejo  de  ancianos,  chocando  gra- 
vemente sus  barrigas  metálicas.  Un  cesto  de  lilas  blan- 
cas colocado  en  el  centro  de  la  pieza  estremecíase  como 


8  V.   BLASCO  IBÁfíBZ 

un  montón  de  nieve  tocado  por  un  remolino.  Las  paredes 
inmóviles,  firmes,  de  un  espesor  considerable  á  juzgar 
por  los  profundos  quicios  de  puertas  y  ventanas,  estaban 
prontas  á  animarse  igualmente  á  impulsos  de  esta  vida 
misteriosa.  Permanecían  en  silencio,  con  la  calma  de  las 
construcciones  que  desafían  á  los  siglos;  pero  Ojeda  vién- 
dolas se  acordaba  de  ciertas  personas  que  aun  estando 
calladas  inspiran  la  certeza,  no  se  sabe  por  qué,  de  que 
tienen  buena  voz  y  aman  el  canto.  Estas  paredes  blan- 
cas, que  parecían  de  una  sola  pieza,  podían  crujir  tam- 
bién con  internos  roces,  uniendo  sus  crepitaciones  y  que- 
jidos al  concierto  de  los  objetos. 

Una  puerta  sin  cerrar  se  movió  por  unos  instantes 
como  un  abanico  loco,  hasta  que  con  un  golpe  igual  á 
un  pistoletazo  avisó  á  los  domésticos,  que  corrieron  á 
asegurarla.  Y  este  estremecimiento  de  huracán  invisi- 
ble, parecía  más  extraño  en  el  ambiente  cerrado  y  bien 
calafateado  de  los  salones,  cada  vez  más  denso  y  tibio 
por  la  respiración  de  las  gentes,  el  humo  de  los  cigarros 
y  el  vaho  de  las  tazas.  Los  niños  rubios  habían  desapa- 
recido de  las  ventanas;  los  paseantes,  cada  vez  más  es- 
casos, transitaban  por  el  exterior  con  el  busto  inclina- 
do, llevándose  una  mano  á  la  gorra  y  ladeando  la  cara 
para  defender  los  ojos  y  las  narices  de  algo  molesto:  los 
velos  femeniles  crujían  lo  mismo  que  banderas  ó  se  ele- 
vaban en  espirales  de  color,  manteniéndose  rebeldes  á 
las  manos  enguantadas  que  pretendían  aprisionarlos. 
Algunos  que  avanzaban  abombando  el  pecho  con  aire 
de  reto  y  la  cabeza  descubierta,  sentían  en  torno  de  su 
frente  el  trágico  despeinamiento  de  Medusa;  un  llamear 
de  cabellos  echados  atrás,  como  si  una  fuerza  invisible 
intentase  arrancarlos. 

Transcurrían  ahora  largos  espacios  de  tiempo  sin 
que  los  vidrios  reflejasen  el  paso  de  una  persona.  Pero 
algo  nuevo  vino  á  asomarse  á  la  vez  á  todos  ellos.  Era 
una  faja  de  color  azul,  mate  y  opaca,  que  empezaba  por 
marcarse  levemente  en  el  lilo  inferior  de  las  ventanas. 
Luego  subía  y  subía  lentamente  con  la  ascensión  del 
agua  que  hierve,  hasta  llenar  la  mitad  del  rectángulo 
de  cristal;  permanecía  inmóvil  un  momento,  temblando 
en  ella  lejanos  redondeles  de  espuma,  ojos  curiosos  que 


LOS  ARGONAUTAS  9 

intentaban  contemplar  el  interior  de  los  salones,  y  poco 
después  se  iniciaba  su  descenso  con  gran  lentitud,  ce- 
diendo el  paso  á  la  triste  claridad  de  la  tarde  sin  sol.  Y 
cuando  las  ventanas  de  un  lado  quedaban  libres  de  este 
testigo  azul,  las  del  lado  opuesto  estaban  invariable- 
mente ocupadas  por  él. 

Ojeda  vio  correr  ante  su  mesa,  con  angustiosa  pre- 
mura, á  una  señora  pálida  que  se  llevaba  un  pañuelo  á 
la  boca.  Luego  pasó  tras  ella,  apoyada  en  el  brazo  de 
un  doméstico,  una  dama  sexagenaria  que  hablaba  en 
portugués  con  voz  doliente.  Algunos  de  sus  vecinos  se 
levantaron,  deslizándose  por  la  gran  escalera  con  ba- 
laustres de  tallada  caoba,  que  venía  á  terminar  en  la 
puerta  del  jardín  de  invierno.  Abríanse  grandes  claros 
en  la  concurrencia.  Desaparecían  las  gentes  con  discre- 
ción, en  suave  retirada,  sin  que  se  enterasen  los  demás 
de  por  dónde  habían  escapado.  La  pequeña  orquesta 
pareció  adquirir  mayor  sonoridad  al  quedar  vacíos  los 
salones:  sus  instrumentos  de  cuerda  lloraban  como  si 
anunciasen  una  desgracia  en  la  melancolía  azul  de  la 
tarde.  En  torno  de  las  mesas  languidecían  las  conversa- 
ciones. Muchos  cerraban  los  ojos  como  si  les  preocupasen 
tristes  recuerdos.  Dos  puertas  abiertas  al  mismo  tiempo 
dieron  entrada  por  un  instante  á  una  manga  de  aire 
frío,  arrollador,  cargado  de  humedad  y  emanaciones 
salitrosas,  que  hizo  arremolinarse  flores  y  plantas  y 
volar  algunos  papeles  sobre  las  mesas. 

Defendió  Fernando  los  suyos  entre  ambas  manos,  y 
al  restablecerse  la  calma  se  arrellanó  en  el  sillón  con 
un  regodeo  voluptuoso.  Sentía  el  orgullo  de  su  salud,  la 
certeza  de  que  ésta  no  había  de  turbarse  en  medio  de  la 
zozobra  creciente  que  se  revelaba  en  la  tristeza  de  mu- 
chos ojos  y  la  palidez  de  muchos  rostros.  Era  el  placer 
egoísta  del  que  contempla  el  peligro  ajeno  desde  un 
lugar  seguro.  Además  experimentaba  una  satisfacción 
animal  al  apreciar  su  asiento  mullido,  el  ambiente  tibio, 
las  plantas  y  flores  que  le  rodeaban.  Así  debían  ser  las 
grandes  alegrías  de  los  esquimales,  encogidos  en  su  vi- 
vienda apestosa  durante  el  invierno,  mientras  afuera 
sopla  el  huracán  y  cae  la  nieve. 

Aspiró  el  humo  de  su  cigarro,  llamó  á  un  camarero 


10  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

para  que  se  llevase  el  servicio  de  té,  que  le  molestaba 
con  incesantes  tintineos,  y  buscó  en  los  papeles  el  pliego 
interrumpido. 
—¿Qué  estaba  yo  escribiendo?. . . 

Al  murmurar  acariciábase  el  bigote  con  el  cabo  del 
estilógrafo,  mientras  sus  ojos  recorrían  las  páginas  em- 
borronadas para  restablecer  la  ilación  de  las  ideas.  Ol- 
vidóse instantáneamente  del  lugar  en  donde  estaba;  pasó 
de  golpe  á  un  mundo  distinto,  un  mundo  sólo  de  él,  que 
parecía  latir  en  los  pliegos  ennegrecidos  por  la  escri- 
tura. A  impulsos  del  deseo  avanzaba  por  éstos,  releyendo 
su  pensamiento  como  si  fuese  de  otro,  encontrando  una 
deleitación  melancólica  y  dolorosa  al  unirse  de  nuevo 
con  sus  recuerdos. 

«En  Lisboa  sólo  pude  escribirte  unas  líneas  en  una 
postal.  Me  faltó  el  tiempo.  El  tren  llegó  con  retraso;  luego 
el  registro  de  los  equipajes  en  la  Aduana,  y  el  trasatlán- 
tico que  estaba  ya  fondeado  en  el  río,  mugiendo  á  cada 
instante  como  el  que  no  quiere  esperar.  ;Y  yo  que  soy 
tan  torpe  para  los  menesteres  vulgares  de  la  vida!.. 
Recuerda  cuántas  veces  te  has  reído  de  mi  inutilidad  en 
nuestros  viajes...  Nuestros  viajes  ¡ay!  tan  lejanos,  jtan 
lejanos!  que  no  sé  cuándo  volverán  á  repetirse...  Por 
fortuna  encontré  en  el  tren  á  un  compañero:  un  tal  Isi- 
dro Maltrana,  tipo  curioso,  al  que  conocí  vagamente  en 
mis  tiempos  de  bohemia  heroica,  y  que  va  como  yo  á 
Buenos  Aires.  La  identidad  de  nuestros  destinos  nos  ha 
hecho  intimar  rápidamente.  Hace  unas  sesenta  horas  que 
estamos  juntos,  y  no  parece  sino  que  hemos  andado  apa- 
reados toda  la  vida.  El  dice  que  quiere  ser  mi  secretario, 
ó  más  bien,  mi  escudero,  en  esta  aventura  estupenda 
(|ue  acabo  de  emprender.  En  Lisboa  entró  en  funciones, 
encargándose  de  las  tareas  enojosas  del  embarque... 
¿Pero  por  qué  te  cuento  esto?  Tal  vez  por  distraerme 
por  engañarme,  por  miedo  á  evocar  los  recuerdos  de 
nuestro  último  día,  que  aun  parecen  envolverme  como 
esos  perfumes  intensos  y  tenaces  que  nos  siguen  á  todas 
partes.  ¡El  domingo  pasado!  ¿Te  acuerdas?  ¿te  acuer- 
das?...  Sólo  han  transcurrido  tres  días:  aun  me  parece 
sentir  en  mis  manos  el  contacto  de  tus  cabellos;  aun  es- 
cucho  tu  voz;  aun  veo  tus  ojos.  Te  respiro  en  esta  solé- 


LOS  ARGONAUTAS  11 

dad.  Llevo  en  el  bolsillo,  sobre  mi  pecho,  tu  último  pa- 
ñuelo. Vienes  conmigo...  ¡Y  estamos  ya  tan  lejos  el  uno 
del  otro!...» 

Ojeda  cesó  de  leer  unos  momentos,  conmovido  por  sus 
propias  palabras.  Frases  vulgares,  de  una  banalidad  an- 
tigua como  el  mundo:  todos  los  enamorados  debían  decir 
lo  mismo.  Tal  vez  aquellos  camareros  de  chaqueta  azul 
escribían  en  su  idioma  los  mismos  conceptos  á  las  frau- 
lein  rubias  de  Hamburgo  y  de  Brema.  Pero  el  amor  es 
como  la  muerte  y  como  todos  los  grandes  accidentes  de 
la  existencia.  En  otros  parece  regular,  ordinario,  sin 
que  merezca  atención;  pero  cuando  se  experimenta  lo 
mismo  en  la  propia  persona,  adquiere  las  proporciones 
inauditas  de  uno  de  esos  acontecimientos  que  deben  in- 
fluir en  la  suerte  del  mundo. 

Para  él  había  ocurrido  tres  días  antes  en  Madrid,  al 
anochecer  de  un  domingo,  un  suceso  enorme,  igual  á  los 
que  cambian  el  curso  de  la  humanidad  ó  el  aspecto  del 
planeta.  Y  convencido  de  esto,  quería  abarcar  con  la 
pluma  la  grandeza  infinita  de  su  desolación. 

«Aparentábamos  serenidad,  confianza  en  el  porvenir, 
certeza  de  volver  á  vernos;  pero  de  pronto  nos  era  impo- 
sible fingir  por  más  tiempo  y  había  lágrimas  en  nuestros 
ojos  y  en  nuestra  voz...  Y  sin  embargo,  este  dolor  casi 
no  era  nada;  había  en  él  más  preocupación  que  realidad. 
Aun  podíamos  vernos;  aun  podíamos  hablarnos.  Llorába- 
mos como  se  llora  en  la  casa  de  un  muerto  cuando  está 
todavía  de  cuerpo  presente.  El  dolor  parece  anestesiado 
por  el  aturdimiento  de  la  catástrofe;  hay  todavía  una 
realidad  que  sirve  de  consuelo;  queda  aún  el  cuerpo 
ante  la  vista:  se  llora  más  por  el  futuro  que  por  el  pre- 
sente. Lo  terrible  es  cuando  se  lo  llevan,  y  no  queda 
nada  y  hay  que  abrazarse  para  siempre  al  recuerdo... 
Yo  me  consideraba  el  otro  día  al  separarme  de  ti  el  más 
infeliz  de  los  hombres,  y  ahora  pienso  con  envidia  en 
aquellos  instantes.  ;Te  veía  aún!...  Y  ahora  cada  mo- 
mento que  transcurre  me  aleja  más  de  ti;  cada  vuelta  de 
las  hélices  establece  una  separación  mayor  entre  nos- 
otros; un  minuto  representa  centenares  de  metros;  una 
hora  una  distancia  enorme,  que  no  podríamos  salvarhi 
en  un  día  aunque  marchásemos  apoyados  el  uno  en  el 


12  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

Otro,  mirándonos  en  los  ojos,  olvidados  del  mundo.  Nues- 
tros cielos  van  á  ser  distintos;  nuestras  estrellas  serán 
otras:  cuando  tú  vivas  en  los  esplendores  de  la  prima- 
vera, yo  sentiré  los  fríos  del  invienio:  cuando  tú  des- 
piertes como  una  alondra,  con  el  sol  que  entrará  por  tus 
balcones,  yo  gemiré  en  medio  de  la  noche  murmurando 
tu  nombre...  ;Y  será  en  vano!  La  desesperante  extensión 
de  una  mitad  del  planeta  va  á  interponerse  entre  nos- 
otros... jAy!  ¡quién  me  devolverá  tus  ojos  amados  de  re- 
flejos de  oro;  tus  brazos  suaves  de  blancura  de  hostia;  tu 
voz  ceceante  de  infantil  arrullo;  tu  boca  de  lacre;  tu  pe- 
cho neumático,  cojín  de  ensueños  y  de  olvido!...» 

Evocaba  en  su  memoria,  con  el  relieve  de  las  cosas 
vivientes,  su  último  día  en  Madrid...  Una  gran  mancha 
roja  temblaba  sobre  el  empapelado  de  una  pared.  Era  el 
reflejo  de  incendio  del  carbón  amontonado  en  la  chime- 
nea, única  luz  del  dormitorio.  Y  sobre  el  fondo  rojo, 
parpadeante,  una  sombra  horizontal,  de  contornos  hu- 
manos. Ojeda  conocía  bien  las  líneas  de  este  cuerpo:  era 
ella,  pegada  á  él,  bajo  las  cubiertas  de  la  cama,  empe- 
queñecida, humilde  por  el  dolor  de  una  desesperación 
silenciosa...  El  también  permanecía  callado,  con  la  nuca 
en  las  almohadas;  percibiendo  entre  sus  brazos  el  dulce 
contacto  de  unas  espaldas  sedosas,  revueltas  en  blondas; 
sintiendo  en  un  hombro  la  leve  pesadumbre  de  su  cabe- 
za, que  parecía  querer  ocultarse,  hundirse.  Una  caricia 
húmeda  refrescaba  su  cuello:  tal  vez  era  el  contacto  de 
su  boca  abandonada;  tal  vez  eran  lágrimas.  Y  los  dos 
permanecían  en  dolorosa  inmovilidad,  temiendo  que  sus 
ojos  se  encontrasen,  evitando  una  palabra  que  hiciese 
estallar  la  callada  pena;  pero  los  dos,  al  flngir  esta  indi- 
ferencia heroica,  se  adivinaban  mutuamente. 

Sus  caricias  habían  sido  tristes,  desesperadas;  algo 
semejante — pensaba  Ojeda — á  los  amores  de  un  conde- 
nado á  muerte  en  vísperas  del  suplicio.  El  goce  animal 
les  había  hecho  olvidar  la  realidad  por  algún  tiempo, 
pero  al  sobrevenir  el  cansancio  y  la  hartura,  los  dos  ex- 
perimentaban la  misma  decepción  del  enfermo  que  ve 
reaparecer  sus  dolores  luego  de  un  paliativo  con  el  que 
creía  sanar  para  siempre...  ;Y  no  había  más!  ;Y  la  hora 
terrible  estaba  más  próxima  que  antes!... 


LOS   ARGONAUTAS  13 

Al  través  de  los  balcones  cerrados  llegaban  los  ruidos 
de  la  estrecha  calle  popular.  Un  vendedor  pregonaba 
patatas  asadas  llamándolas  «chuletas  de  huerta»  con 
melancólico  quejido,  como  si  cantase  una  desgracia. 
Ojeda  le  saludó  mentalmente,  con  cierta  emoción,  y  pen- 
só que  tal  vez  hncía  ella  lo  mismo.  Nunca  le  habían  vis- 
to; no  sabían  ciertamente  si  era  un  hombre,  un  niño  ó 
una  vieja,  pero  durante  cuatro  años  le  oían  todas  las 
tardes  de  cita  amorosa,  siempre  á  la  misma  hora,  sir- 
viéndoles su  grito  de  aviso  cronométrico.  Seguramente 
eran  las  seis  y  media.  ¡Adiós!  ¡adiós!  ¡Cuándo  volverían 
á  oirle!...  Luego  pasó  un  tropel  de  chicuelos  voceando 
los  periódicos  de  la  tarde,  con  la  reseña  de  la  corrida  de 
toros.  Un  piano  de  manubrio  rompió  á  tocar,  en  medio 
de  la  calle,  un  vals  de  opereta  vienesa,  con  apresurado 
tecleo  y  acompañamiento  de  timbres.  Se  oía  la  voz  del 
organillero  pidiendo  á  gritos  que  «le  echasen  algo»  de 
los  balcones.  Cuando  callaba  el  piano  venía  de  lejos  un 
runruneo  de  guitarra  con  choque  de  castañuelas  y  férreo 
retintín  de  triángulo.  Una  voz  bravia  de  cantor  nómada 
entonaba  una  jota,  venerable  música  del  terruño,  mie- 
dosa de  aventurarse  en  el  centro  de  Madrid  y  que  se  ex- 
tingue lentamente  en  el  refugio  de  los  barrios  populares. 
Igualmente  les  había  visitado  muchas  tardes  este  canto 
medioeval,  evocando  en  el  cerrado  dormitorio  un  re- 
cuerdo de  excursiones  en  automóvil  por  las  altiplanicies 
de  Castilla;  una  visión  de  llanuras  de  rastrojo  con  hilos 
de  agua  bordeados  de  álamos;  cubos  de  fortaleza  soste- 
niéndose erguidos  entre  montones  de  ruinas;  pueblos  de 
color  pardo;  torres  de  iglesia  con  nidos  de  cigüeñas  en 
el  remate.  ¡Adiós!  ¡También  adiós! 

De  pronto  un  sonido  metálico,  de  mística  vibración, 
suave  como  la  voz  de  una  mujer,  cortó  el  aire,  envol- 
viendo los  ruidos  de  la  calle.  Era  para  Ojeda  la  más 
amada  de  las  visitas  invisibles  que  llegaban  á  buscarles 
en  su  encierro  amoroso. 

— La  campana  de  don  Miguel — murmuró  tristemente 
una  boca  junto  á  su  cuello. 

Sí;  la  campana  de  don  Miguel,  la  que  todas  las  tar- 
des les  avisaba  el  momento  de  sacudir  la  dulce  pereza, 
de  levantarse  y  comenzar  los  preparativos  de  partida... 


14  V.    BLASCO   IBANEZ 

«Don  Miguel»  era  Cervantes,  y  la  campana  la  de  un  con- 
vento inmediato  donde  aquél  había  sido  enterrado.  Nadie 
conocía  su  tumba.  Sus  huesos  se  pulverizaban  revueltos 
con  los  de  los  sacristanes  y  antiguos  vecinos  del  barrio; 
pero  era  indiscutible  que  allí  habían  dado  tierra  á  su 
cadáver,  y  esto  bastaba  para  Fernando.  Y  desconocien- 
do la  personalidad  del  convento  y  de  sus  habitantes  fe- 
meninos, la  campana  de  las  pobres  monjas  era  siempre 
para  los  dos  amantes  «la  campana  de  don  Miguel». 

Sentían  gran  satisfacción  y  hasta  orgullo  ingiriendo 
en  sus  ocultos  amores  el  recuerdo  del  famoso  hidalgo. 
Ojeda,  que  era  poeta,  había  decidido  tomar  aquella  casa, 
para  sus  encuentros  amorosos,  sólo  por  la  vecindad  del 
convento.  Además  este  barrio  popular  y  sucio  había  sido 
el  de  los  grandes  autores  del  Siglo  de  Oro,  el  llamado 
«barrio  de  los  poetas».  En  el  espacio  de  tres  pequeñas 
calles  habían  vivido  casi  á  un  tiempo  los  hombres  más 
célebres  de  la  literatura  castellana. 

Cuando  al  cerrar  la  noche  salía  Fernando,  sintiendo 
en  su  brazo  el  brazo  de  la  amante  y  en  la  muñeca  el 
dulce  cosquilleo  de  sus  dedos  juguetones,  deteníase  algu- 
nas veces  en  la  angosta  acera  antes  de  ganar  las  calles 
amplias  del  centro  de  la  ciudad.  «Esta  era  la  casa  de 
Lope  de  Vega...»  Esta  no;  era  otra  que  ocupaba  el  mis- 
mo sitio,  y  tenía  un  huerto,  y  en  él,  á  la  sombra  de 
contados  árboles,  escribía  aquel  trabajador  portentoso 
comedias  á  centenares  y  versos  á  millones.  Vestía  la  so- 
tana; pero  llevaba  bajo  de  ella,  por  la  noche,  su  buena 
espada  de  Toledo  para  poner  en  fuga  á  los  enemigos  que 
le  salían  al  encuentro.  Galante  y  desalmado  en  su  juven- 
tud como  don  Juan,  habíase  acogido,  viendo  próxima  la 
vejez,  al  seguro  de  la  Iglesia  para  decir  su  misa  entre  un 
acto  terminado  de  escribir  y  otro  que  empezaba  á  versi- 
ficar. Las  hojas  secas  de  su  huerto  crujían  bajo  las  am- 
plias sayas  de  pizpiretas  comediantas  que  venían  en 
busca  de  madrigales  improvisados  por  el  maestro  á 
puerta  cerrada.  Y  en  una  casa  próxima  había  vivido 
Quevedo,  y  más  allá  otros  poetas  de  menos  renombre... 

El  respeto  del  viajero  por  las  ruinas  «donde  ha  ocu- 
rrido algo»,  sentíalo  Ojeda  al  pasar  por  estas  calles 
angostas,  con  el  pavimento  desigual  cubierto  de  sucie- 


LOS  ARGONAUTAS  15 

dades,  grupos  de  chicuelos  jugando  «al  toro»  en  las 
esquinas,  comadres  sentadas  ante  las  puertas,  por  la^ 
que  se  esparcían  vahos  de  puchero  pobre,  y  balcones  que 
goteaban  una  humedad  de  ropa  vieja  puesta  á  secar.  Por 
estos  mismos  lugares  había  pasado  también,  siglos  antes, 
un  sacerdote  de  alta  frente  remangándose  la  sotana  en 
los  charcos  y  llevándose  la  otra  mano  á  los  bigotes  y  la 
perilla  con  gesto  de  antiguo  soldado.  Era  don  Pedro  Cal- 
derón. Las  procesiones  del  barrio  habían  visto  formar 
muchas  veces  en  ellas  á  un  anciano  enjuto,  de  barbillas 
blancas,  tartamudo,  con  una  mano  mutilada,  el  hidalgo 
Cervantes,  veterano  de  guerras  famosas  que  aguardaba 
la  hora  de  la  muerte  con  melancólica  resignación  sin 
otro  título  que  el  de  «Esclavo  de  la  Hermandad  del  Santo 
Sacramento.» 

— ;La  campana  de  don  Miguel! — repitió  una  voz  junto 
á  Ojeda— .  Hay  que  tener  resolución...  ¡Arriba! 

Y  entre  el  revoloteo  de  las  cubiertas  repelidas,  pasó 
sobre  él  un  cuerpo  de  satinados  y  firmes  contactos.  La 
vio  de  pie  ante  la  chimenea,  envuelta  en  fulgores  de 
horno  que  inflamaban  con  un  tono  arrebolado  las  naca- 
radas blancuras  de  su  desnudez.  Protestó,  como  siempre, 
al  notar  que  el  amante,  incorporándose  en  la  cama, 
buscaba  el  conmutador  eléctrico.  Nada  de  luz:  ella 
gustaba  de  comenzar  sus  arreglos  al  fulgor  de  la  chime- 
nea. Más  adelante  podría  encender.  Y  vagó  por  la  habi- 
tación buscando  de  mueble  en  mueble  las  piezas  de  ropa 
esparcidas  al  azar,  en  la  locura  pasional  del  primer  mo- 
mento. Pasaba  del  resplandor  de  la  chimenea  á  los  rin- 
cones de  sombra,  preocupada  con  estas  rebuscas,  mos- 
trando, en  su  impúdica  distracción,  al  agacharse  y 
erguirse,  las  más  recónditas  intimidades.  Cada  vez  que 
tornaba  al  círculo  de  luz,  una  nueva  prenda  cubría  su 
cuerpo. 

Fernando  la  seguía  con  la  vista  desde  el  fondo  del 
lecho,  iluminada  inferiormente  de  rojo  y  con  el  busto 
perdido  en  la  penumbra.  Bregaba  jadeante  y  frunciendo 
el  ceño  con  la  angostura  del  corsé,  que  se  resistía  á  en- 
cerrarla en  su  molde.  Siempre  ocurría  lo  mismo:  su 
cuerpo,  después  de  los  supremos  espasmos,  parecía  dila- 
tarse en  el  reposo  de  la  más  noble  de  las  fatigas.  La  veía 


16  V.   BLASCO   IBÁfíBZ 

encerrada  en  un  mallón  de  seda,  vestido  interior  im- 
puesto por  la  estrechez  de  los  trajes  de  moda,  con  cierto 
aire  masculino  y  gracioso  de  doncel  medioeval,  agitan- 
do sus  crenchas  cortas  de  gruesos  bucles  negros,  su  pelo 
verdadero,  libre  de  los  postizos  del  peinado,  que  espera- 
ban sobre  el  mármol  de  la  chimenea  el  momento  del  aco- 
ple. La  dama  elegante,  de  gesto  altivo  é  irónico,  tomaba 
en  la  intimidad  un  aspecto  de  paje. 

Después  él  se  veía  de  pie,  yendo  hacia  ella,  con  la 
voz  ronca  y  temblona  de  emoción.  «jPaje  adorado!... 
;Y  no  verte  más!  ¡Perderte  dentro  de  poco!...» 

Pero  la  amante,  arreglándose  el  pelo  ante  el  espejo, 
hablaba  con  una  frialdad  fingida,  temblándole  la  voz. 
«Vístete...  Vamonos  pronto.  ¡Y  pensar  que  una  noche 
como  esta  tengo  que  ir  con  tía  al  Real!...  ¡Qué  rabia!» 

Un  estrépito  de  metales  golpeados  arrancó  á  Ojeda 
de  su  ensimismamiento.  Esta  impresión  le  hizo  temblar, 
mientras  su  memoria  retrogradaba  al  presente. 

De  nuevo  se  encontró  en  el  invernáculo,  ante  los 
pliegos  de  la  carta  empezada.  Los  camareros  recogían 
del  suelo  las  teteras  y  bandejas,  inmóviles  poco  antes 
sobre  un  aparador.  El  movimiento  de  las  cosas  era  cada 
vez  más  violento.  Casi  toda  la  gente  había  desaparecido 
mientras  soñaba  Fernando  con  los  ojos  entornados.  Algu- 
nos sillones  mecíanse  solos,  como  si  quisieran  juguetear 
entre  ellos  al  verse  sin  ocupación:  las  mesas  abandonadas, 
crujían  ladeándose  lo  mismo  que  en  las  evocaciones  de 
espíritus.  Sólo  quedaba  en  las  ventanas  un  débil  resplan- 
dor lívido:  la  luz  eléctrica  descendía  conquistadora  de 
los  techos,  invadiendo  hasta  los  últimos  rincones.  En  el 
salón  de  lujo  algunas  señoras  pelirrubias,  de  mejillas 
rojas,  hacían  labores,  ó  con  las  gafas  caladas  leían  pe- 
riódicos ilustrados.  La  música  continuaba  sonando  im- 
perturbable para  ellas  y  los  camareros. 

Quiso  arrancarse  Fernando  de  este  paladeo  de  recuer- 
dos melancólicos.  «;A  escribir!»  Necesitaba  terminar  la 
carta,  pues  al  amanecer  del  día  siguiente  llegarían  á 
puerto...  Pero  la  música  le  retuvo,  paralizando  su  volun- 
tad con  la  vibración  de  algo  conocido.  ¿Qué  cantaba  el 
violoncello?...  Vio  de  pronto,  como  trazada  en  el  aire 
por  los  sones  graves  del  instrumento,  la  varonil  figura 


LOS  ARGONAUTAvS  17 

de  Wolfram  de  Escliembaeh,  el  noble  trovador  consejero 
de  Tanhauser  el  maldito,  y  su  imaginación  puso  pala- 
bras al  canto  melancólico  de  las  cuerdas.  «;0h  tú,  mi 
dulce  estrella  de  la  tarde,  que  lanzas  desde  el  fondo  del 
cielo  tu  suave  resplandor!...»  El  wagneriano  canto  le 
hizo  recordar  otra  estrella  aparecida  en  un  momento 
doloroso  de  su  existencia,  y  de  nuevo  olvidó  el  presente 
y  quedó  inmóvil  en  su  asiento,  como  un  cuerpo  sin  alma, 
como  un  fakir  en  rígida  meditación,  en  torno  del  cual 
crecen  las  lianas  y  se  enroscan  las  serpientes  mientras 
su  espíritu  vive  á  miles  de  leguas. 

Se  vio  en  la  calle  mal  alumbrada,  levantándose  el 
cuello  del  gabán  mientras  ella  se  estremecía  en  su  abri- 
go de  pieles.  Les  hacía  temblar  el  brusco  tránsito  del 
dormitorio  caldeado  al  vientecillo  glacial  del  anochecer. 
Salieron  de  la  casa  con  cierto  encogimiento,  sin  atre- 
verse á  mirar  los  muebles  y  los  cuadros,  modesta  deco- 
ración reunida  al  azar  cuatro  años  antes.  Guardaban 
demasiados  recuerdos  para  contemplarlos  con  indiferen- 
cia, y  ellos  se  habían  propuesto  mantener  hasta  el  últi- 
mo momento  su  fíngida  serenidad.  Ojeda  dio  unos  duros 
á  la  portera,  que  les  salía  al  paso  arrebujada  en  un  man- 
tón para  abrir  los  cristales  del  zaguán.  Le  adelantaba 
la  propina  del  próximo  mes. 

—¡Que  Dios  se  lo  pague,  señoritos!  Tápense  bien  que 
hace  mucho  frío...  ¡Hasta  mañana,  señoritos! 

Fernando  se  conmovió  con  las  palabras  de  la  buena 
mujer.  ¡Cuándo  sería  ese  mañana!...  Mañana  vendría  su 
viejo  criado  á  levantar  la  casa,  á  llevarse  aquellos  mue- 
bles que  él  le  regalaba  para  evitar  la  profanación  de  una 
venta. 

Ella,  al  dar  algunos  pasos  en  la  calle,  se  detuvo  y 
ordenó  imperiosamente: 
—¡Escupe!... 

¿Por  qué?...  Pasada  la  sorpresa,  él  obedeció.  Eecor- 
daba  que  en  todos  sus  viajes,  cada  vez  que  se  creían  fe- 
lices en  un  lugar,  formulaba  su  amante  el  mismo  deseo. 
«Escupe  para  que  volvamos.»  Equivalía  á  dejar  algo  de 
sus  personas  que  alguna  vez  había  de  atraerlos  irresis- 
tiblemente. Hizo  lo  mismo  ella,  y  súbitamente  tranqui- 
lizada se  agarró  de  su  brazo.  Los  menudos  pies,  monta- 


18  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

dos  en  altos  tacones,  vacilaban  doloridos  cada  vez  que 
descendían  de  la  acera  al  arroyo  empedrado  con  guija- 
rros desiguales.  Por  esto  se  apoyaba  con  fuerza  en  Oje- 
da,  haciéndole  sentir  del  hombro  á  la  rodilla  el  adora- 
ble y  firme  contacto  de  su  cuerpo. 

— Volverás,  Fernando— murmuraba—.  Se  lo  he  pedi- 
do... á  quien  tú  sabes,  y  así  será.  Tú  te  ríes  de  estas 
cosas,  tú  eres  un  impío,  pero  para  eso  estoy  yo:  para 
pedir  por  ti  y  que  salgas  en  bien  de  esta  aventura  que 
se  te  ha  metido  en  la  cabeza. 

¿Volver  á  Madrid?...  Ojeda  recordaba  las  palabras  de 
su  amante  cuando  al  empezar  la  tarde  se  habían  reuni- 
do. Ya  que  él  se  iba  en  la  misma  noche,  ella  saldría 
para  París  dos  días  después. 

— jY  así  lo  haré! —afirmaba  la  mujer—.  jOh  Madrid! 
¡cómo  lo  odio!  ¡qué  horror  quedarme  aquí  para  siem- 
pre!... Y  bien  mirado,  lo  que  temo  es  vivir  en  él...  sin 
ti...  ¡Pobrecito  Madrid!  ¡yo  que  lo  quiero  tanto!  ¡yo  que 
te  he  conocido  viviendo  en  él!...  Pero  no,  no  podría  estar 
aquí  una  semana  más.  Te  vería  por  todos  lados;  cada 
calle  nos  guarda  un  recuerdo.  No;  decididamente...  lo 
detesto.  Pero  tú  volverás;  dinie  que  volverás  pronto. 
Piensa  que  has  escupido  para  volver,  y  eso  es  impor- 
tante. No  vendrás  aquí  mismo...  conforme...  Pero  vol- 
verás á  Europa.  ¡Y  esto  es  Europa,  Fernando!...  Nos 
juntaremos  en  París,  y  si  ño  en  Suiza...  ó  si  te  parece 
mejor,  en  Italia,  ó  tal  vez  en  Atenas  ó  el  Cairo.  Todo  lo 
conocemos.  ¡Hemos  sido  felices  en  tantos  lugares!...  Pero 
dime  cuándo  vas  á  volver.  ¡Dímelo  cierto!...  ¡no  me  en- 
gañes! 

El  rostro  de  Fernando  se  crispó  con  una  risa  doloro- 
sa.  ¡Volver!  Aun  no  había  emprendido  el  viaje,  y  al  tér- 
mino de  él  le  aguardaba  lo  desconocido,  con  sus  aven- 
turas y  misterios.  Volvería  pronto;  cuando  más  iba  á 
tardar  un  año.  ¡Palabra! 

—¡Un  año!...— murmuró  ella—.  ¡Maldito  dinero! 
Pasaban  ante  el  convento  y  tuvieron  que  bajar  de  la 
acera  cediendo  el  paso  á  unas  devotas  enmantilladas  de 
negro  que  se  dirigían  á  la  iglesia.  Ojeda  inclinó  la  ca- 
beza. «¡Adiós,  don  Miguel!»  Se  despedía  mentalmente 
del  ilustre  vecino.  Aquel  había  sido  un  hombre  comple- 


LOS  ARGONAUTAS  19 

to,  un  hombre  representativo  de  su  época:  soldado  de 
mar  y  tierra,  cautivo  rebelde,  héroe  ignorado,  creyente 
y  mujeriego...  adulador  sin  éxito  de  nobles  y  ricos.  Sólo 
había  faltado  en  la  vida  intensa  del  gran  hidalgo  el  em- 
barque para  las  Indias. 

En  las  calles  en  cuesta  que  descendían  á  la  Carrera 
de  San  Jerónimo,  unos  terrenos  sin  edificar  dejaban 
abierto  un  ancho  espacio  de  cielo  entre  las  casas.  Los 
ojos  de  los  dos  se  fijaron  al  mismo  tiempo  en  una  estre- 
lla que  resaltaba  sobre  las  otras  con  brillo  extraordina- 
rio. El,  volviendo  la  mirada  hacia  su  compañera,  creyó 
ver  el  reflejo  del  astro,  como  un  punto  de  luz,  en  el 
temblor  de  una  lágrima.  A  través  del  velillo  del  som- 
brero columbraba  su  pálido  perfil,  empequeñecido  por 
un  gesto  de  dolorosa  timidez,  los  labios  apretados,  las 
alillas  de  la  nariz  dilatadas  por  la  angustia,  una  raya 
profunda  entre  las  cejas;  la  arruga  vertical  que  anun- 
ciaba siempre  las  preocupaciones  y  los  enfados. 

—Oye,  y  no  te  burles— dijo  ella  rompiendo  el  silen- 
cio— .  Quería  pedirte  que  cuando  estés  allá  y  te  acuer- 
des un  poco  de  mí  contemples  á  esta  misma  hora  esa 
estrella.  Lo  pensé  anoche...  lo  he  pensado  todas  estas 
noches.  Tú  la  mirarás  acordándote  de  mí,  y  yo  la  mira- 
ré al  mismo  tiempo.  Será  como  en  las  novelas...  jy  quién 
sabe  si  algo  de  nosotros  llegará  á  encontrarse!  ¡Hay  en 
el  mundo  cosas  tan  misteriosas!... 

Lo  decía  con  acento  de  desesperada  humildad,  como 
un  condenado  á  muerte  que  se  acoge  á  la  más  absurda 
esperanza,  y  Ojeda,  después  de  contestarle,  se  arrepin- 
tió de  su  franqueza.  ¡Pobre  María  Teresa!  Cuando  ella 
contemplase  la  estrella  al  anochecer,  él  estaría  viendo 
el  sol  de  las  primeras  horas  de  la  tarde.  Y  aunque  para 
los  dos  fuese  de  noche  al  mismo  tiempo,  ¡quién  sabe  si 
luciría  sobre  sus  cabezas  el  mismo  astro!...  Cada  hemis- 
ferio de  la  tierra  tiene  su  cielo  y  sus  constelaciones. 

Ella  bajó  la  frente,  anonadada.  «¡Tan  lejos!  ¡tan 
lejos!...»  Con  voz  queda  siguió  haciendo  preguntas,  cu- 
riosa por  conocer  la  distancia  que  iba  á  separarlos  y 
atemorizada  al  mismo  tiempo  por  su  magnitud.  ¿Y  era 
cierto  que  una  carta  tardaría  cerca  de  un  mes  en  esta- 
blecer la  comunicación  entre  sus  pensamientos?  ¿Y  trans- 


20  V.   BLASCO  IBÁNBZ 

curriría  un  espacio  de  tiempo  igual  para  obtener  la  res- 
puesta?... Ellos  que  se  habían  creído  infelices  cuando  en 
sus  cortas  separaciones,  viviendo  el  uno  en  Madrid  y  el 
otro  en  París,  pasaban  dos  días  sin  noticias. 

—Óyeme  bien— dijo  acortando  el  paso  y  fijando  sus 
ojos  en  los  de  Fernando  con  imperiosa  resolución—.  No 
quiero  que  te  vayas.  ¡No  te  irás;  no  debes  irte!...  Me 
dice  el  corazón  que  va  á  ocurrir  algo  malo. 

Golpeaba  el  suelo  con  un  pie:  apretaba  convulsiva- 
mente con  su  garrita  enguantada  una  muñeca  de  Ojeda, 
como  si  temiese  verlo  desaparecer. 

El  tuvo  un  movimiento  de  impaciencia.  ¡Quedarse!... 
Era  imposible,  le  aguardaban  allá.  ¿Cómo  podía  ocurrír- 
sele  esto  en  el  último  momento?. . .  Además  nada  adelan- 
tarían con  tal  resolución.  Unas  horas  de  felicidad  con  la 
esperanza  de  que  no  iban  á  separarse,  y  luego,  al  día 
siguiente,  las  mismas  exigencias  que  le  obligarían  á 
partir,  la  misma  necesidad  de  rehacer  su  vida. 

— No,  Teri;  tú  sabes  que  debo  marcharme.  Tú  misma 
me  lo  aconsejaste;  te  pareció  bien  que  fuese  como  un  va- 
liente á  la  conquista  de  la  fortuna.  Hace  un  mes  que  ha- 
blamos del  viaje  con  relativa  tranquilidad,  y  ahora... 
ahora  te  opones  como  una  niña.  Valor;  mírame  á  mí. 
¿Crees  que  no  sufro  como  tú?. . . 

Pero  ella  bajaba  la  cabeza  con  obstinación.  Habían 
hablado  del  viaje  durante  un  mes  tranquilamente  por- 
que todavía  estaba  lejos.  Confiaba...  sin  saber  en  qué: 
no  quería  pensar.  Era  algo  como  la  muerte,  que  todos 
sabemos  que  vendrá  á  su  hora;  pero  la  vemos  tan  lejos... 
¡tan  lejos!...  Guardaba  cierta  calma  cuando  el  viaje  era 
sólo  un  motivo  de  conversación;  pero  ahora  era  una 
readilad,  un  hecho  que  iba  á  ocurrir  dentro  de  unas 
horas,  y  no  podía  resignarse. 

—Y  no  te  veré,  Fernando;  ¡piénsalo  bien!  No  te  veré 
y  pasarán  días,  semanas,  meses,  ¡quién  sabe  si  años!... 
Y  tú  tampoco  me  verás,  y  sólo  habrá  entre  nosotros  pe- 
dazos de  papel  en  los  que  intentaremos  poner  el  alma  y 
sólo  pondremos  letras.  ¡Señor!  ¡Terminar  así...  tal  vez 
para  siempre,  cuando  hemos  pasado  cuatro  años  juntos, 
creyendo  morir  si  transcurrían  unas  semanas  sin  ver- 
nos!... 


LOS  ARGONAUTAS  21 

Estaban  en  la  Carrera  de  San  Jerónimo,  marchando 
en  dirección  contraria  á  la  gran  corriente  de  gentío  que 
remontaba  la  calle  hacia  el  interior  de  la  ciudad.  Las 
familias  burguesas,  endomingadas,  llevaban  blanquea- 
dos los  zapatos  por  el  polvo  de  los  paseos.  Grupos  de 
Iiombres  comentaban  con  enérgica  gesticulación  los  in- 
cidentes de  la  corrida  de  novillos  de  aquella  tarde.  Mu- 
jeres del  pueblo,  tirando  de  la  mano  de  sus  pequeños, 
seguían  al  marido,  que  iba  con  la  capa  caída,  la  gorra 
ladeada  y  los  ojos  brillantes,  canturreando  todos  algún 
coro  de  la  zarzuela  de  moda.  Venían  de  merendar  en  las 
Ventas  y  paladeaban  la  última  alegría  del  vino  barato, 
la  tortilla  de  escabeche  y  la  contemplación  del  mísero 
paisaje  de  las  afueras,  más  abundante  en  techos  de  cinc, 
polvo  y  pianos  de  manubrio  que  en  aguas  y  árboles. 

— ;Qué  rabia  me  da  esta  gente!— decía  Teri  mirándo- 
los con  hostilidad  y  evitando  su  contacto—.  No,  rabia 
no;  ipobrecitos!  Tal  vez  envidia...  ¡Pensar  que  ellos  se 
quedan  y  que  tú  te  vas!...  Son  más  dichosos  que  nos- 
otros: vivirán  aquí  donde  tan  felices  hemos  sido. 

Luego  añadió  con  un  acento  de  infantil  ligereza  que 
contrastaba  con  su  máscara  trágica  y  el  brillo  lunar  de 
sus  ojos: 

— Mira,  en  vez  de  irte  á  América,  de  escribir  versos  y 
todas  esas  ambiciones  de  judío  que  te  vienen  de  pronto 
por  ganar  dinero,  debías  ser  uno  de  éstos;  albañil,  por 
ejemplo:  no,  albañil  no;  podías  caerte  de  un  andamio, 
ipobrecito  mío!...  Carpintero;  eso  es;  ó  ebanista...  Eba- 
nista mejor.  Y  estarías  de  lo  más  guapo  con  tu  capa  y 
tu  gorra;  y  yo  con  mantón  y  moño  alto,  lleno  de  peine- 
tas. Y  ahora  nos  iríamos  á  nuestro  barrio  cogiditos  del 
brazo;  no  como  vamos,  sino  más  alegres,  y  mañana  de 
buena  mañana  tú  al  taller  y  yo  á  buscar  á  mi  hombre  á 
mediodía  con  la  cestita  llena,  y  comeríamos  juntos  en 
un  banco  de  paseo  ó  al  borde  de  una  acera...  Y  mi  hom- 
bre, como  es  buen  mozo,  seguramente  que  gustaría  á 
otras,  y  yo  me  pelearía  con  ellas  y  les  arrancaría  el 
moño...  Di,  ¿no  me  crees  capaz  de  reñir  por  ti,  para  que 
no  se  te  lleve  otra?...  Pero  el  mundo  está  mal  arreglado. 
;Y  pensar  que  estas  pobres  gentes  tal  vez  nos  envidien 
á  nosotros!...   ;A  ti  que  te  vas  sin  saber  por  qué  ni  para 


22  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

qué!  ¡A  raí  que  seguramente  voy  á  morir!...  No  hay  jus- 
ticia, Señor;  ni  pizca  de  justicia. 

Este  deseo  de  vida  popular  transformó  repentinamen- 
te sus  ademanes  y  lenguaje. 

—¡Dinero  cochino!,.,  ¡dinero  indecente!  El  tiene  la 
culpa  de  todo  lo  que  nos  pasa.  Por  él  te  vas  tú  y  me 
quedo  yo  muerta  de  pena.  ¡Pero  Señor!  ¿no  podría  ser 
ese  dinero  canalla  como  el  sol,  como  el  aire,  que  es  de 
todos  y  para  todos?  Las  mujeres  no  entendemos  de  mu- 
chas cosas,  pero  yo  creo  que  así  debía  arreglarse  el  mun- 
do para  que  las  gentes  fuesen  felices...  Y  si  no  puede  ser 
así,  que  lo  supriman  al  muy  ladrón...  No;  no  hables;  no 
me  irrites  con  tus  palabrotas  de  sabio;  no  me  hagas  la 
contra,  mira  que  estoy  muy  nerviosa.  Di  conmigo: 
«¡Muera  el  dinero!» 

Y  como  si  con  estas  palabras  hubiese  desahogado 
toda  su  indignación,  añadió  mansamente: 

— El  caso  es  que  hago  mal  en  insultar  á  ese  bandido. 
Huye  de  nosotros,  pero  él  volverá;  volverá  pronto  y  se- 
remos felices.  Deja  que  se  termine  mi  pleito  con  los  hijos 
de  mi  marido;  va  á  ser  de  un  momento  á  otro  y  acabará 
bien,  todos  me  lo  dicen.  Entonces  no  llevaré  esta  vida 
de  pobreza  disimulada,  de  bohemia  elegante;  no  tendré 
que  ceñirme  á  mi  viudedad  y  á  los  regalos  de  mi  tía;  y 
seré  rica  y  tú  no  sufrirás  más,  no  trabajarás,  pues  te 
mantendré  yo...  ¡yo!  ¡tu  María  Teresa,  que  será  tu  mu- 
jercita! 

Sintió  como  el  brazo  de  Ojeda  se  estremecía  bajo  su 
mano;  como  su  cuerpo,  pegado  á  ella  en  el  ritmo  de  la 
marcha,  parecía  repelerla  con  sobresalto. 

— No  vayas  á  empezar  como  siempre,  Fernando.  Mira 
que  no  lo  sufro...  Sí  señor,  te  mantendré;  será  mi  mayor 
gloria.  Tú  te  marchas  por  mí,  por  hacerte  rico,  por  ro- 
dearme de  lujos  y  comodidades,  y  vas,  ¡pobrecito  mío! 
como  un  soldado  va  á  la  guerra,  á  sufrir,  á  matarte  de 
fatiga.  ¿Y  no  quieres  que  si  yo  llego  á  ser  rica  te  dé  lo 
mío?...  ¡A  callar!  Ya  sabes  que  no  te  aguanto  cuando  te 
pones  tonto  con  tus  caballerías...  Sí  señor,  te  mantendré, 
te  guardaré  como  un  pájaro  en  su  jaula,  y  harás  versos 
ó  no  harás  nada.  Cumplirás  conmigo  sólo  con  quererme 
mucho.  Y  yo  me  daré  el  gusto  de  sostener  á  mi  hombre, 


LOS  ARGONAUTAS  2B 

de  regalarlo  y  miniarlo,  de  preocuparme  con  sus  cosas 
y  llevarlo  hecho  siempre  un  brazo  de  mar.  Serás  mi 
chulo;  serás  mi  «socio»,  como  dicen  las  de  los  barrios 
bajos...  A  veces  me  acuerdo  de  algunas  vendedoras  que 
he  visto  en  la  plaza  de  la  Cebada,  con  sus  enaguas  muy 
almidonadas  y  sus  buenos  pendientes  de  oro.  Ellas  ven- 
den, trabajan,  manejan  el  dinero,  y  el  hombrecito  está 
á  sus  espaldas  sin  hacer  otra  cosa  que  proporcionar  á  la 
razón  social  su  autoridad  de  macho  ó  guardar  el  puesto 
cuando  la  socia  se  ausenta.  ¡Qué  delicia!  Así  te  quisiera 
yo.  ¡Todo  lo  mío  para  ti!...  Mi  chulo  rico,  déjame  soñar. 
Déjame  hacerme  ilusiones.  No  me  contradigas.  No  me 
gustas  cuando  te  pones  tan  digno,  tan  caballeresco.  Más 
te  querría  si  fueses  ladrón;  me  parecerías  más  intere- 
sante... ¡Ay!  ¡me  siento  tan  triste!...  ¡Tan  triste! 

Estaban  ahora  en  el  Salón  del  Prado,  alejados  del 
movimiento  de  la  gran  calle,  caminando  entre  macizos 
de  verdura,  por  una  avenida  solitaria  en  cuyo  suelo  tra- 
zaban los  focos  de  luz  grandes  redondeles  blancos. 

Callaba  María  Teresa,  como  si  la  excitación  de  su 

falsa  alegría  hubiese  cesado  de  golpe  al  contacto  de  esta 

soledad.  Apretó  con  más  fuerza  el  brazo  de  Fernando  y 

rozándole  el  rostro  con  el  ala  de  su  sombrero,  murmuró: 

— Di,  ¿y  si  me  fuese  contigo?... 

Era  una  súplica,  un  murmullo  tímido,  una  petición 
que  se  considera  imposible,  pero  que  se  formula  como 
última  esperanza. 

Ojeda  sonrió  tristemente.  ¡Partir  juntos!...  Una  feli- 
cidad en  la  que  había  pensado  muchas  veces;  pero  él 
ignoraba  cuál  iba  á  ser  su  vida  allá.  Seguramente  de 
penalidades  y  miserias  sin  cuento.  ¡Y  ella,  criatura  de 
lujo,  acostumbrada  á  las  comodidades  del  dinero,  quería 
seguirle  en  su  incierta  aventura!...  No;  estas  resolucio- 
nes extremas  sólo  eran  aceptables  en  el  teatro.  La  vida 
tiene  otras  exigencias.  Es  posible  el  sacrificio  como  algo 
momentáneo,  heroico,  que  sólo  puede  durar  poco  tiempo: 
¡pero  el  sacrificio  por  toda  una  existencia!... 

— Recuerda,  Teri,  tu  frase  habitual:  «La  vida  es  la 
vida.»  Hay  que  darla  lo  que  es  suyo.  Vendrías  conmigo 
valerosamente,  y  á  los  primeros  pasos  la  escasez  de  di- 
nero, la  falta  de  consideración  de  las  personas,  el  escán- 


24  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

dalo  que  dejaríamos  á  nuestras  espaldas,  la  pérdida  de 
los  intereses  que  estás  defendiendo,  se  encargarían  de 
demostrarnos  nuestra  locura.  Y  tú  callarías  porque  me 
quieres,  y  lo  soportarías  todo  con  resignación;  lo  creo; 
te  conozco  bien...  ¡Pero  el  remordimiento  de  habei* 
accedido  yo  á  tu  locura!  ¡La  tristeza  de  no  haberme 
opuesto  con  mi  experiencia  de  hombre!  ¡El  miedo  de 
adivinar  en  una  palabra  tuya,  en  una  mirada,  la  lamen- 
tación del  pasado!  Entonces  sería  cuando  nos  perde- 
ríamos para  siempre.  No;  mejor  es  separarnos  ahora. 
Yo  volveré  pronto,  te  lo  juro.  ¡Y  quién  sabe!...  Tú  ven- 
drás allá...  más  adelante:  cuando  yo  sepa  cuál  puede 
ser  mi  suerte. 

Ella  se  soltó  bruscamente  de  su  brazo,  anduvo  algu- 
nos pasos  titubeante,  y  casi  se  desplomó  sobre  un  banco. 
Su  diestra,  oprimiendo  un  minúsculo  pañuelo,  pasó  entre 
el  velillo  y  el  rostro  para  cubrirse  los  ojos.  Lloraba; 
lloraba  silenciosamente,  sin  estremecimientos  ni  hipos 
de  dolor,  como  si  su  llanto  fuese  una  función  natural 
largamente  contrariada.  Por  fin  se  abría  paso  la  deses- 
peración, adormecida  toda  la  tarde,  engañada  por  los 
momentos  de  olvido  voluptuoso.  Y  las  lágrimas  sucedían 
á  las  lágrimas,  trazando  luminosas  tortuosidades  sobre 
el  fondo  mate  de  su  cutis.  Al  alzarse  el  velo  para  enju- 
garlas, Ojeda  vio  un  triángulo  de  arrugas  en  las  comi- 
suras de  sus  ojos,  un  cerco  de  negrura  cadavérica  en 
torno  de  ellos.  La  nariz  parecía  más  afilada,  la  boca 
más  profunda:  era  una  mujer  distinta  á  la  que  media 
hora  antes  buscaba  sus  ropas  á  la  luz  de  la  chimenea. 
Diez  años  habían  caído  de  golpe  sobre  su  cabeza.  Su  faz 
parecía  arañada  por  el  cansancio  y  la  pena. 

Fernando  suplicó  como  un  niño  atemorizado.  ¡Valor! 
Debía  sobreponerse  á  sus  emociones.  Teri  era  valiente 
cuando  quería. 

— Te  vas — gimió  ella,  sin  escucharle — .  Ahora  me 
convenzo.  Hasta  este  instante  no  había  visto  claro.  Es 
cierto  que  te  vas.  ¡Y  no  hay  remedio!...  ¡Qué  cosa  tan 
horrible! 

Así  permanecieron  mucho  tiempo:  María  Teresa, 
apoyada  en  el  respaldo  del  banco,  con  una  mano  en  el 
rostro  y  la  otra  perdida  en  el  manguito;  Fernando,  de 


LOS  ARGONAUTAS  25 

pie,  intentando  infundirla  valor  con  palabras  incohe- 
rentes. Los  dos  temblaban  de  frío  sin  darse  cuenta  de 
ello,  estremecidos  por  el  viento  glacial  que  hacía  oscilar 
los  focos  de  luz.  El  dolor  los  mantenía  como  alejados  de 
sus  cuerpos,  sordos  á  sus  sensaciones,  insensibles  á  toda 
impresión  externa. 

Avanzaban  lentamente,  por  una  calle  inmediata  al 
paseo,  las  rojas  linternas  de  un  coche  de  alquiler. 

— Llámalo— dijo  ella  con  resolución,  incorporándo- 
se— .  Acabemos  pronto;  esto  no  puede  durar  más  tiem- 
po... Mejor  que  nos  separemos  aquí. 

El  asintió  con  la  cabeza.  Sí;  mejor  sería.  ¡Para  qué 
prolongar  este  martirio!... 

Y  cuando  el  coche  se  detuvo,  María  Teresa  marchó 
hacia  él,  irguiendo  el  busto,  pero  con  paso  vacilante, 
volviendo  el  rostro  para  no  ver  á  Ojeda.  Titubeó  un 
momento  al  poner  el  pie  en  el  estribo,  y  acabó  por  re- 
troceder. 

—Págale  y  que  se  vaya...  Iremos  á  pie  hasta  la  Cibe- 
les. Nos  veremos  un  momento  más. 

Fernando  aprobó  otra  vez.  El  dolor  anulaba  su  vo- 
luntad, y  por  esto  aceptó  como  una  dicha  la  prolonga- 
ción de  su  tormento. 

Volvieron  á  tomarse  del  brazo  y  caminaron  silencio- 
sos, lentamente.  Sus  ojos  se  rehuían.  Evitaban  hablarse, 
temiendo  despertar  con  las  palabras  su  desesperación. 
Les  bastaba  sentirse  el  uno  junto  al  otro,  percibir  las 
vibraciones  de  sus  dos  vidas  con  el  roce  de  sus  cuerpos 
puestos  en  contacto.  Teri  parecía  obsesionada  por  sus 
recuerdos  y  murmuró  unas  palabras,  como  si  hablase 
con  ella  misma,  con  una  voz  monótona  y  vagorosa,  igual 
á  la  de  los  que  sueñan: 

— La  semana  que  viene...  ¿te  acuerdas?  La  semana 
que  viene  hará  cuatro  años  que  nos  conocimos. 

Ojeda  sintió  disiparse  su  torpeza  con  este  recuerdo, 
pero  continuó  marchando  en  silencio.  ¡Cuatro  años... 
sólo  cuatro  años!  Y  habían  sido  tan  largos  y  nutridos 
como  todo  el  resto  de  su  vida...  ¡Más,  mucho  más!  Su 
existencia  anterior  apenas  contaba  para  él;  era  como  un 
limbo  de  sucesos  incoloros.  Su  verdadera  vida  había 
comenzado  junto  á  María  Teresa. 


26  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

Pensaba  con  irónica  conmiseración  en  su  existencia 
fintes  de  conocerla.  Creía  entonces  haber  paladeado  to- 
das las  variedades  y  complicaciones  del  amor,  y  hasta 
se  consideraba  hastiado  de  ellas.  Había  tenido  por  suyas 
mujeres  de  alto  precio,  arrebatándolas  en  una  puja  de 
generosidad  á  los  amigos  más  íntimos,  con  quebranto 
de  su  fortuna.  jLo  que  había  malgastado  años  antes, 
cuando  á  la  muerte  de  su  madre  se  vio  en  posesión  de 
una  fortuna  algo  mermada  por  sus  prodigalidades  de 
hijo  de  familia!...  Sus  amores  en  la  buena  sociedad  ha- 
bían alcanzado  igualmente  cierta  resonancia.  Aun  guar- 
daba en  el  pecho  una  ligera  cicatriz,  un  puntazo  recibi- 
do en  un  duelo  con  cierto  señor  que,  después  de  tolerar 
ciegamente  todos  los  amigos  anteriores  de  su  esposa,  se 
había  sentido  de  pronto  terriblemente  celoso  de  Ojeda. 
El  amor  le  hacía  encogerse  de  hombros  en  aquella  época 
de  su  vida:  un  pasatiempo  como  la  ambición  ó  como  el 
juego;  un  dulce  engaño  para  entretenerse.  El  estaba  de 
vaielta  á  los  treinta  y  dos  años  de  esta  mentira  que  llena 
el  mundo,  mantiene  la  vida  y  es  la  principal  ocupación 
de  la  humanidad. 

Todo  le  había  sido  fácil  en  los  primeros  tiempos.  Re- 
cordaba á  su  madre,  una  señora  pálida  y  cortés,  de 
personalidad  algo  borrosa,  que  parecía  encogerse  como 
oprimida  por  la  majestad  del  esposo.  Su  amor  á  Fernan- 
do, el  hijo  primogénito,  era  el  único  sentimiento  vehe- 
raente  que  desdoblaba  y  hacía  vibrar  con  energía  su 
dulce  pasividad.  Recordaba  también  á  su  padre,  impo- 
nente personaje  triunfador  en  el  Parlamento  durante 
veinte  años  por  la  corrección  con  que  sabía  llevar  la 
levita  así  como  por  sus  discursos  solemnes,  que  duraban 
tardes  enteras  ante  los  escaños  vacíos.  Hablaba  inglés 
y  alemán,  lo  que  le  proporcionaba  cierto  prestigio  mis- 
terioso, indiscutible,  y  cada  vez  que  su  partido  era  lla- 
mado al  poder,  su  nombre  figuraba  el  primero  en  la  lista 
(le  ministros.  Nadie  osaba  disputarle  la  dirección  de  las 
relaciones  diplomáticas.  Jamás  se  había  sorprendido  la 
inás  pequeña  mota  en  su  levita  ni  el  más  leve  rastro  de 
idea  propia  en  sus  palabras.  Y  junto  con  todo  esto,  una 
corrección  hidalga,  que  le  acompañaba  hasta  en  los  me- 
nores actos  de  su  vida;  una  rectitud  señoril  y  bondado- 


LOS  ARGONAUTAS  27 

^  que  parecía  ennoblecer  su  rimbombante  mediocridad 
intelectual. 

Ojeda  le  había  admirado  hasta  los  veinte  años,  dán- 
dole preferencia  en  sus  afectos  sobre  la  madre  buena, 
dulce  é  insignificante.  Había  paladeado  en  las  tribunas 
del  Congreso  tardes  de  orgullo  y  de  gloria,  pensando 
que  aquel  señor  que  desde  el  banco  azul  hacía  resonar 
la.  cúpula  con  su  voz  grave  y  movía  los  brazos  con  tanta 
elegancia,  era  el  autor  de  su  existencia.  Luego,  cuando 
la  afición  á  los  versos  le  sacó  del  círculo  solemne  y  en- 
tonado en  que  se  movía  su  familia  y  vivió  en  el  Ateneo 
y  en  las  redacciones  de  los  periódicos,  su  facultad  ad- 
mirativa fué  achicándose,  y  sin  dejar  de  sentir  cierta 
veneración  por  la  personalidad  moral  de  su  padre,  cre- 
yó menos  en  la  valía  de  su  inteligencia. 

Al  morir  este  personaje,  en  vísperas  de  ser  ministro 
por  séptima  vez,  Fernando  acababa  de  ingresar  en  el 
cuerpo  diplomático,  como  si  con  esto  siguiese  una  tradi- 
ción de  familia.  Apenas  cesaron  de  hablar  los  periódicos 
«de  la  irreparable  pérdida  que  había  sufrido  el  país»  con 
la  muerte  del  hombre  ilustre,  hízose  el  silencio  en  torno 
de  su  recuerdo,  con  esa  facilidad  de  olvido  que  acompa- 
ña á  los  hombres  del  teatro  y  de  la  política.  Siempre  que 
Fernando  encontraba  al  jefe  del  partido  ó  algún  otro 
personaje  ilustre,  amigo  de  su  padre,  era  objeto  de  pre- 
sentaciones. «Este  es  el  chico  de  Ojeda...  ¡Pobre  Ojeda! 
Un  hombre  que  valía  mucho.»  Y  tras  este  responso  con- 
tinuaban su  plática  sobre  accidentes  de  la  política.  Mien- 
tras tanto,  la  madre  vivía  encerrada  en  la  estupefacción 
dolorosa  que  le  había  producido  aquella  muerte,  consi- 
derándola algo  inaudito,  inexplicable,  como  si  los  per- 
sonajes del  calibre  de  su  esposo  no  pudiesen  morir,  y  se 
imaginaba  á  todo  el  país  en  el  mismo  estado  de  ánimo. 

Quiso  avanzar  Fernando  en  su  carrera,  ir  destinado 
á  una  legación,  y  la  buena  señora  no  se  atrevió  á  opo- 
nerse á  sus  deseos.  Ella  quedaría  en  Madrid  con  su  hija, 
mientras  el  primogénito  daba  en  el  extranjero  nuevo 
lustre  al  apellido  del  padre.  Los  graves  señores  volvie- 
ron á  evocar  por  unos  momentos  á  su  olvidado  compa- 
ñero. «Hay  que  hacer  algo  por  el  chico  de  Ojeda.»  Y 
Fernando  pasó  diez  años  fuera  de  España  como  secreta- 


28  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

rio  de  legación,  con  frecuentes  traslados  que  le  hicieron 
viajar  desde  las  naciones  del  Norte  de  Europa  á  las  re- 
públicas de  la  América  del  Sur,  siempre  acompañado 
por  la  protección  de  los  amigos  del  «malogrado  perso- 
naje». Pero  esta  protección  aparecía  cada  vez  más  leja- 
na, más  tenue,  como  el  recuerdo  ya  esfumado  del  grande 
hombre.  El  hijo  del  eterno  ministro,  habituado  á  la  adu- 
lación y  á  la  influencia  social  desde  los  tiempos  en  que 
era  estudiante,  iba  notando  el  vacío  de  la  indiferencia 
en  torno  de  su  personalidad  diplomática.  Nada  signiñca- 
ba  ya  ser  «el  chico  de  Ojeda».  Ahora  eran  «los  chicos» 
de  otros  personajes  de  gloria  más  reciente  los  que  mere- 
cían los  empujes  del  favor.  Además  una  falta  absoluta 
de  adaptación  le  hacía  chocar  con  los  superiores,  que  le 
consideraban  intolerable  por  su  independencia.  Empe- 
zaba á  hablar  con  desprecio  de  «la  carrera».  En  una  lega- 
ción, el  ministro,  que  había  alcanzado  sus  ascensos,  an- 
tes de  que  se  inventasen  las  máquinas  de  escribir,  por  el 
primor  caligráfico  con  que  copiaba  los  protocolos,  decía 
á  Ojeda  con  irónica  superioridad:  «¡Qué  letra  tan  pésima 
la  suya!...  ¿Y  usted  hace  versos?  ¿Y  usted  presume  de 
literato?»  Otros  jefes  le  echaban  en  cara  sus  aficiones 
«ordinarias»,  su  marcada  intención  deevitar  las  reunio- 
nes entonadas  del  mundo  diplomático  para  juntarse  con 
la  bohemia  del  país,  juventud  melenuda  que  recitaba 
versos  y  discutía  á  gritos,  en  torno  de  los  ajenjos,  bajo 
nubes  de  tabaco.  Un  ministro  había  escrito  durante  un 
año  entero  á  Madrid  para  que  sacasen  de  su  legación  al 
secretario  Ojeda,  individuo  peligroso,  que  muchos  tenían 
por  socialista.  En  realidad,  sólo  deseaba  alejarle  para 
que  la  ministra  recobrase  su  calma  de  buen  tono  y  no  se 
comprometiera  con  un  inferior  cantando  romanzas  y 
recitando  poesías  en  la  penumbra  del  anochecer. 

Su  fama  llegó  hasta  el  ministerio  de  Estado.  «¡Lás- 
tima de  chico!  ¡La  maldita  literatura!  ¡Si  el  grande 
hombre  levantase  la  cabeza!»  Y  todos,  jefes  de  sección, 
ministros  de  diversas  categorías,  secretarios  y  hasta 
agregados  repetían  lo  mismo.  «Tiene  talento,  es  un  ori- 
ginal; pero  le  falta  el  pliegue.»  El  tal  pliegue  significaba 
su  falta  de  adaptación  á  «la  carrera»,  su  rebeldía  á  mol- 
dearse en  las  tradiciones  y  frivolidades  de  la  vida  di- 


LOS  ARGONAUTAS  29 

plomática...  j Para  lo  que  valía  la  dichosa  carrera!  Su 
madre  le  enviaba  todos  los  meses  una  cantidad  tres  ó 
cuatro  veces  superior  al  sueldo  que  él  percibía.  Su  her- 
mana Lola,  á  pesar  de  la  admiración,  que  le  hacía  ver  en 
él  un  conjunto  de  todas  las  gallardías  y  seducciones  va- 
roniles, protestaba  contra  las  maternales  larguezas.  Todo 
para  el  hijo  que  andaba  por  el  extranjero  paseando  su 
casaca  dorada,  y  para  ella,  que  había  de  buscar  un  ma- 
rido, los  regateos  y  estrecheces.  ¡Armonías  de  familia!... 
En  algunos  países  de  América  él  y  sus  compañeros  se 
lamentaban  de  que  un  conductor  de  automóvil  ó  un 
encargado  de  hotel  ganase  mayor  sueldo  que  un  diplo- 
mático. Por  esto  las  ilusiones  de  su  vida  de  miseria  es- 
plendorosa giraban  siempre  en  torno  del  matrimonio, 
ambicionando  todos  una  novia  rica  para  hacer  buena 
figura  en  «la  carrera». 

El  deseo  de  no  contrariar  á  su  madre,  que  veía  en  la 
diplomacia  la  única  ocupación  digna,  fué  lo  que  mantu- 
vo á  Fernando  en  su  puesto;  pero  al  morir  la  pobre  se- 
ñora presentó  la  renuncia.  Habituado  á  recibir  ayudas 
pecuniarias  sin  ocuparse  directamente  del  manejo  de  sus 
intereses,  Ojeda  se  creyó  rico,  muy  rico,  viéndose  pro- 
pietario de  una  casa  en  Madrid  y  muchas  tierras  en  An- 
dalucía. Su  hermana  estaba  casada  con  un  ingeniero, 
hombre  formal,  que  había  hecho  su  fortuna  en  la  Amé- 
rica del  Sur,  ayudado  por  algunos  parientes.  Era  el 
talento  administrativo  de  la  familia,  y  Fernando  se  bur- 
laba de  su  honrada  simplicidad,  sin  dejar  por  esto  de 
admirarle.  Dominábalo  su  mujer  con  el  prestigio  del 
nacimiento:  estaba  orgulloso  de  ser  el  yerno  postumo 
del  «ilustre  señor  Ojeda»  y  recordaba  sus  glorias  con 
más  frecuencia  que  los  hijos.  La  familia  de  la  suegra 
proporcionaba  grandes  satisfacciones  á  su  vanidad. 
Aunque  aquélla  no  había  disfrutado  otro  título  honorí- 
fico que  el  de  esposa  de  un  grande  hombre,  estaba  em- 
parentada con  varias  condesas,  marquesas  y  grandes  de 
España,  de  cuyos  honores  y  distinciones  llevaba  cuenta 
exacta  el  ingeniero.  Su  orgullo  bonachón  creía  haber 
perdido  lamentablemente  el  tiempo  cuando  terminaba 
el  año  sin  haber  hecho  noventa  visitas  á  estas  ilustres  da- 
mas, á  las  que  llamaba  por  antonomasia  «nuestras  tías». 


30  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

Ojeda  le  confió  sus  bienes  para  seguir  sin  preocupa- 
ciones una  vida  doble  de  placeres.  Pasaba  sin  transición 
del  mundo  en  que  le  había  colocado  su  nacimiento  á  otro 
]nás  humilde,  hacia  el  cual  le  empujaban  sus  aficiones 
artísticas.  En  un  mismo  día  charlaba  de  mujeres,  juego 
y  caballos,  con  la  juventud  desocupada  y  elegante  de 
ios  clubs  aristocráticos;  luego  pasaba  la  tarde  en  el  pobre 
estudio  de  algún  artista  «independiente  y  desconocido», 
tuteándose  con  melenudos  de  botas  destrozadas  que  tal 
vez  no  habían  almorzado;  asistía  después  á  un  té  donde 
flirteaba  con  damas  de  fama  contradictoria,  y  comía  en 
un  palacio  ó  en  una  taberna  de  bohemios,  puesto  de 
frac  para  ir  luego  al  teatro  Real. 

El  amanecer  le  sorprendía  en  los  gabinetes  de  Tor- 
nos, con  camaradas  de  infancia  y  hembras  de  alto  pre- 
cio, y  otras  veces  en  los  camarotes  de  un  colmado  con 
guitarristas,  toreros,  «socias»  de  mantón  y  «fraternales 
amigos»  que  le  tuteaban  y  cuyos  apellidos  no  conocía 
bien:  hombres  con  brillantes  enormes,  rumbosos,  dicha- 
racheros, que  habían  estado  algunas  veces  en  la  cárcel 
ó  bordeaban  con  frecuencia  sus  puertas. 

Tenía  cierta  reputación  entre  la  gente  literaria  de 
escalera  abajo,  que  grita  y  pugna  por  subir.  «Un  mu- 
chacho simpático  y  de  talento...  ¡Lástima  que  sea  rico!» 
Y  los  que  se  compadecían  de  su  riqueza  le  llamaban  al 
mismo  tiempo  simpático  por  la  facilidad  con  que  se  pres- 
taba á  un  donativo  de  cinco  duros.  Reunió  en  un  vo- 
lumen impreso  sus  poesías...  iMagnífico!  Era  Musset. 
Lanzó  otro  tomo...  ¡Soberbio!  Era  Baudelaire.  Publicó 
un  tercer  libro...  ¡Colosal!  Era...  el  mismísimo  Espíritu 
Santo  hecho  poesía.  Los  versos  no  estorban  á  nadie  y  son 
ocupación  de  gran  señor,  por  lo  mismo  que  no  dan  di- 
nero. Escribió  un  drama  heroico,  un  drama  caballeres- 
co, la  epopeya  de  los  conquistadores  en  las  Indias  vírge- 
nes, con  estrofas  sonoras  en  las  que  vibraba  un  tintineo 
de  espadas  y  corazas,  y  los  profesionales  recibieron  son- 
riendo como  hienas  á  este  niño  de  buena  familia  que 
venía  á  quitarles  el  pan  de  la  mesa.  Muy  bonitos  los 
versos,  pero  «aquello  no  era  teatro».  Resultaba  dema- 
siado poeta  para  la  escena. 

En  este  tiempo  encontró  á  María  Teresa.  Fué  en  casa 


LOS  ARGONAUTAS  81 

de  una  de  las  parientas  de  su  madre;  en  el  té  de  una 
condesa  que  figuraba  entre  las  veneradas  «tías»  del  ma- 
rido de  Lola.  Iba  á  estas  reuniones  Fernando  cuando  de 
cinco  á  siete  de  la  tarde  no  encontraba  mejor  distracción 
á  su  aburrimiento.  Sabía  de  antemano  lo  que  le  pregun- 
tarían sus  ilustres  parientas,  viejas  pretenciosas  de  pelo 
teñido  y  dentadura  semejante  á  un  juego  de  dominó. 
«Pero  grandísimo  perdido,  ¿cuándo  te  casas?...»  Y  si  él 
se  resignaba  á  asistir  á  estas  reuniones  era  justamente 
para  no  casarse,  para  aprovechar  el  tedio  de  algu- 
na señora  que  se  trasladaba  humillada  de  un  salón 
á  otro  sin  encontrar  compañía,  iniciando  con  ella  pláti- 
cas sentimentales  que  terminaban  á  veces  en  algo  más 
positivo. 

En  la  pieza  donde  estaba  instalado  el  «buffet»  en- 
contró á  María  Teresa.  Acababa  de  llegar  de  París,  donde 
vivía  largas  temporadas.  Una  rápida  aparición  en  Ma- 
drid y  luego  á  huir  otra  vez.  La  molestaban  y  la  hacían 
reir  á  un  tiempo  la  curiosidad  malsana  y  la  altivez  mie- 
dosa de  sus  amigas.  Fingían  sorpresa  al  verla,  la  abraza- 
ban, admiraban  su  traje,  hacían  elogios  de  su  hermosu- 
ra, le  pedían  datos  sobre  las  últimas  modas,  y  escapaban , 
procurando  no  tropezarse  con  ella  otra  vez. 

Ojeda  la  conocía  vagamente.  Su  marido  había  sido 
de  «la  carrera»,  un  antiguo  plenipotenciario  que  actual- 
mente vegetaba  retirado  en  una  ciudad  de  provincia. 
Años  antes  la  había  visto  en  una  comida,  en  la  emba- 
jada de  España  en  París,  cuando  ella  estaba  recién 
casada  é  iba  con  su  marido  á  ocupar  la  legación  ante 
una  corte  de  la  Europa  Septentrional.  Fernando  la  había 
deseado  con  su  ávida  admiración  juvenil.  ¡Qué  mujer!... 
Pero  ella,  orgullosa  de  su  belleza  y  de  su  nuevo  rango, 
apenas  se  fijó  en  el  modesto  secretario  de  una  legación 
americana,  de  paso  en  París.  Sólo  tenía  sonrisas  para 
los  personajes  importantes  que  la  rodeaban,  y  un  gesto 
de  agradecimiento  para  aquel  viudo,  rico  y  viejo,  que 
contrariando  á  sus  hijos  la  había  hecho  su  esposa.  Pro- 
cedente  de  una  familia  de  militares  pobres  y  gloriosos, 
veíase  convertida  de  pronto,  por  el  entusiasmo  casi  senil 
de  su  marido,  en  una  gran  señora  diplomática,  rodeada 
de  todas  las  comodidades  de  la  riqueza,  sin  tener  ya  que 


32  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

sufrir  el  tormento  de  una  mediocridad  con  la  que  habían 
pugnado  desde  la  niñez  sus  gustos  de  mujer  elegante. 

Luego  Fernando  no  la  vio  más.  ¡Pero  había  oído  tan- 
tas cosas  de  ella!...  Los  hijos  del  marido  se  encargaban 
de  propalarlas,  y  todas  las  amigas  de  María  Teresa  las 
repetían  con  la  secreta  fruición  de  demoler  á  una  com- 
pañera que  inspira  envidia.  ¡Quién  podría  conocer  la 
verdad!  Lo  cierto  fué  que  el  viejo  marido,  dimitiendo 
de  pronto  su  plenipotencia,  se  vino  á  vivir  en  España; 
unas  veces  en  Madrid,  evitando  el  contacto  con  sus 
liijos,  á  los  que  guardaba  cierto  rencor;  otras  en  pro- 
vincias, dedicándose,  según  decían,  á  grandes  empresas 
agrícolas.  Ella  permaneció  en  París,  y  de  tarde  en  tarde 
escapaba  á  la  península  para  ver  á  su  marido,  restable- 
ciéndose entre  los  dos  por  breves  días  cierto  simulacro 
de  reconciliación;  pero  en  realidad  —  según  las  ami- 
gas— estos  viajes  eran  únicamente  para  procurarse  di- 
nero. 

Los  ojos  de  María  Teresa  parecieron  atraerle,  y  los 
dos  se  saludaron  como  antiguos  conocidos.  Ella  le  feli- 
citó sonriente  y  maternal  por  sus  versos,  que  indudable- 
mente no  había  leído,  y  por  el  drama,  que  no  conocería 
nunca.  Casi  era  un  grande  hombre.  ¡Cómo  podía  imagi- 
nárselo así  cuando  le  había  visto  por  primera  vez  en 
París!... 

— Además,  me  han  dicho  que  es  usted  un  grandísimo 
«golfo». 

Ojeda  se  inclinó  sonriente,  con  exagerada  cortesía. 
— Y  usted  también,   según  dicen,   parece  un  poco 
«golfa». 

Dudó  ella  un  momento  con  el  ceño  fruncido,  no  sa- 
biendo si  enfadarse  por  estas  palabras,  y  al  fin  acabó 
por  lanzar  el  gorjeo  de  su  risa. 

—Venga  usted,  y  nos  sentaremos  en  aquel  rincón. 
Con  usted  es  imposible  enfadarse.  ¡Qué  tipo  tan  intere- 
sante! Vamos  á  burlarnos  un  poco  de  toda  esta  gente... 
Nosotros  hemos  visto  otras  cosas. 

Pasaron  la  tarde  hablando  de  los  países  que  llevaban 
visitados,  de  las  gentes  de  «la  carrera»  que  habían  cono- 
cido, interrumpiendo  estos  recuerdos  para  reírse  á  dúo 
de  los  que  pasaban  por  el  comedor  y  comunicarse  sus 


LOS  ARaONAüTAS  33 

maledicencias.  Ai  iiablar  se  miraban  de  frente  con  una 
fijeza  curiosa,  como  extrañados  de  no  liaberse  conocido 
antes,  adivinando  cada  uno  con  rápida  clarividencia  lo 
(¿ue  pensaba  el  otro;  pensamientos  que  se  desarrollaban 
fuera  del  curso  de  sus  palabras.  Al  día  siguiente  sin- 
tieron la  necesidad  de  verse...  y  al  otro...  y  al  otro. 
Ella  se  preocupaba  de  su  vida;  le  acosaba  con  preguntas 
para  conocerla  con  todos  sus  detalles;  la  hacían  reir 
mucho  sus  relatos  de  aventuras  en  los  bajos  fondos  de 
Madrid. 

—Quisiera  ver  eso;  conocer  sus  bohemios,  sus  cantao- 
ras.  Lléveme  con  usted,  Fernandito;  sea  usted  bueno.  Yo 
conozco  algo  de  París,  pero  lo  de  aquí  es  indudablemen- 
te más  interesante,  más  típico...  Debe  oler  á  puchero. 

Estos  deseos  caprichosos  desaparecieron  de  golpe 
después  de  la  caída...  si  es  que  hubo  caída.  Fueron  el 
uno  del  otro  casi  sin  saber  cómo,  por  impulso  natural  y 
fácil,  sin  enterarse  ciertamente  de  cuál  de  los  dos  apun- 
tó el  primer  intento  y  cuándo  se  inició  la  realización. 
Ella  no  se  tomó  el  trabajo  de  ñngir  la  más  leve  resisten- 
cia, de  coquetear  con  negativas  sonrientes  acompañadas 
de  ojos  aprobadores. 

— Desde  que  te  vi  adiviné  que  esto  iba  á  ser...  y  ha 
sido.  Tú  pensarás  lo  que  quieras;  tal  vez  me  crees  más 
fácil  de  lo  que  soy.  Pero  contigo  ¡para  qué  fingimien- 
tos!... 

Como  Teri  se  marchaba  á  París,  él  se  fué  también, 
y  comenzó  lo  que  llamaba  Fernando  la  mejor  época  de 
su  existencia:  una  vida  de  concentración  egoísta  á  dos, 
de  ceguera  y  olvido  para  todo  lo  que  estaba  más  allá  de 
ellos,  cortada  por  frecuentes  viajes  emprendidos  al  azar 
de  una  lectura  ó  de  un  recuerdo  histórico.  «¡Qué  hermo- 
so besarnos  entre  las  columnas  del  Partenón!»  Y  empren- 
dían un  viaje  á  Grecia.  «¡Qué  delicia  ver  el  desierto  los 
dos  juntitos  desde  lo  alto  de  las  Pirámides!»  Y  salían  para 
Egipto...  Y  así  fueron  á  contemplar,  tomados  del  talle  y 
con  las  cabezas  juntas,  el  sol  de  media  noche  en  Norue- 
ga, el  Kremlin  cubierto  de  nieve,  las  palmeras  del  oasis 
de  Biskra  y  las  azules  corrientes  del  Bosforo,  sin  contar 
otras  excursiones  más  vulgares  en  busca  del  canal  ve- 
neciano, la  colina  toscana  ó  el  lago  suizo  como  fondo 


34  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

decorativo  de  un  amor  que  ansiaba  abarcar  todo  el  vi^jo 
mundo  en  su  insolente  felicidad.  Pronto  notó  Ojeda  una 
transformación  en  el  carácter  de  Teri.  Perdía  por  mo- 
mentos su  alegre  inconsciencia  de  pájaro  loco.  Era  más 
grave  en  sus  palabras;  mostraba  una  mesura  conserva- 
dora en  sus  juicios  sobre  el  amor.  Ella,  que  al  principio 
le  incitaba  á  narrar  las  aventuras  de  su  pasado,  riendo 
gozosa  cuanto  más  incontables  eran,  palidecía  ahora 
con  un  gesto  de  protesta. 

— No  quiero  oirte — decía  tapándose  los  oídos—.  ¡Calla, 
por  Dios!  Me  repugnas  cuando  recuerdo  esas  cosas... 
Acabaré  por  no  quererte. 

En  sus  viajes  la  acometían  repentinos  celos  cada  vez 
que  Fernando  miraba  á  una  viajera  de  buena  presencia. 
Luego  fué  él  quien  se  sorprendió,  preguntando  con  sorda 
irritación  para  desentrañar  los  misterios  del  pasado. 
¿Qué  existencia  había  sido  la  de  Teri  antes  de  que  ellos 
se  conociesen?  ¿Por  qué  murmuraban  tanto  de  su  vida  en 
aquella  corte  septentrional?  ¿Por  qué  se  había  separado 
de  su  marido?...  Debía  hablar  sin  miedo;  él  lo  aceptaba 
todo  por  adelantado;  no  había  sido  en  su  tiempo. 

Pero  Teri  movía  la  cabeza  negativamente,  con  una 
tenacidad  reflexiva  en  el  gesto  y  unos  ojos  de  misterio, 
como  mujer  que  sabe  que  en  amor  las  confesiones  fran- 
cas no  se  olvidan  ni  se  perdonan. 

—Todo  mentiras...  calumnias.  Nada  tengo  que  con- 
tarte. Olvida  eso;  no  te  atormentes...  No  hubo  nada,  y 
aunque  algo  hubiese...  ¡yo  no  te  conocía  entonces!  ¡no 
te  conocía! 

Y  con  esta  exclamación  cerraba  y  justiñcaba  todo 
su  pasado. 

Ella  miraba  á  Fernando  como  algo  propio  que  le  per- 
tenecía para  siempre.  Más  de  una  vez  había  protestado 
en  los  hoteles  de  la  facilidad  con  que  daban  alojamien- 
to á  ciertas  aventureras,  con  grave  peligro  de  la  paz 
matrimonial.  A  fuerza  de  titularse  «Madame  Ojeda», 
había  olvidado  su  verdadera  situación  y  se  indignaba, 
con  todo  el  fervor  que  inspira  el  derecho  de  propiedad, 
sólo  al  pensar  que  alguna  mujer  pudiera  arrebatarle  su 
«marido». 

Cuando  fatigados  de  tantos  viajes  recalaban  en  Ma- 


LOS   ARGONAUTAS  36 

drid  y  vivían  separados  por  algún  tiempo,  ól  en  casa  de 
su  hermana,  ella  con  una  tía  á  la  que  consideraba  como 
una  segunda  madre,  esta  separación  parecía  enardecer 
sus  celos.  Viéndose  Teri  por  las  tardes  en  el  cerrado  dor- 
mitorio, adonde  llegaba  suave  y  quejumbroso  el  sonido 
de  «la  campana  de  don  Miguel»,  tenía  de  pronto  ex- 
abruptos coléricos. 

—Ya  vives  en  tu  Madrid,  donde  has  hecho  tantas  pi- 
cardías... ;A  saber  si  estarás  engañándome  con  alguna, 
grandísimo  ladrón! 

Después  de  estas  explosiones  de  ira  se  apelotonaba 
contra  él,  humilde  y  tímida. 

—Es  porque  tengo  miedo  de  perderte;  de  que  otra  me 
quite  á  mi  hombre.  Quisiera  asegurarte  para  siempre; 
tenerte  atado  de  una  patita  como  un  jilguero.  Di,  ¡si  nos 
casáramos!  ;Qué  tranquilidad!...  Tú  que  sabes  tanto, 
contesta.  ¿Llegaremos  á  casarnos  alguna  vez?... 

También  Fernando,  que  durante  los  primeros  meses 
sólo  veía  en  María  Teresa  una  conquista  más,  una  mujer 
elegante  y  hermosa  que  halagaba  su  masculina  vanidad , 
sufría  de  pronto  iguales  cóleras.  El,  que  al  principio 
no  deseaba  saber  y  olvidaba  voluntariamente  el  pasado 
con  todas  las  vaguedades  calumniosas  que  había  oído 
acerca  de  Teri,  sentíase  poseído  de  pronto  por  una  cu- 
riosidad dolorosa  y  malsana,  un  deseo  de  gozar  cruel- 
mente haciéndose  daño,  y  aprovechaba  los  momentos  de 
abandono  para  hacerla  hablar,  queriendo  conocer  sus 
amores  antiguos. 

-—¡Cuando  te  digo  que  no  he  tenido  ninguno!...— pro- 
testaba ella—.  Créeme,  tú  has  sido  el  primero  y  serás  el 
último. 

Ponía  en  sus  ojos  el  asombro  ingenuo  y  en  su  voz  la 
humildad  infantil  de  la  mujer  que  necesita  ser  creída... 
Ojeda  también  necesitaba  creer.  ¡Para  qué  fatigarse  en 
esta  cacería  del  pasado!  Y  con  repentina  confianza,  de- 
seaba lo  mismo  que  su  amante  un  casamiento  que  con- 
solidaría su  felicidad. 

El  egoísmo  del  amor  estallaba  en  María  Teresa,  con 
deseos  crueles. 

~¡Ay,  cuándo  se  morirá  Joaquín!...  ¡Para  lo  que  sirve 
en  el  mundo! 


36  V.   BLA8C0  IBÁNEZ 

Joaquín  era  el  marido,  y  ella,  por  iuformes  de  sus 
amigos  ó  por  las  cortas  entrevistas  que  tenía  con  el  viejo 
al  volver  á  España,  calculaba  laís  probabilidades  de  su 
muerte. 

—Está  peor;  casi  chochea.  Esto  va  á  terminar  de  un 
momento  á  otro. 

La  sensible  María  Teresa,  que  se  apiadaba  de  los  pe- 
rros abandonados  en  la  calle  y  reñía  con  los  cocheros 
cuando  levantaban  el  látigo  sobre  las  bestias,  hablaba 
fríamente  de  la  muerte,  como  si  únicamente  tuviera  en- 
trañas para  su  amor  y  el  resto  del  mundo  careciese  de 
interés.  Ojeda  la  escuchaba  con  cierto  remordimiento. 
¡Desear  la  muerte  de  un  pobre  señor  que  no  les  había 
hecho  daño  alguno  y  al  que  inferían  desde  lejos  diaria- 
mente un  sinnúmero  de  misteriosas  ofensas!  ;Qué  cobar- 
día!... Pero  el  egoísmo  amoroso  acabó  por  despertar  en 
él  igualmente,  con  una  crueldad  implacable.  Aquel  viejo 
estúpido  por  el  privilegio  de  su  riqueza  la  había  poseído 
el  primero;  había  paladeado  las  mismas  dichas  que  él, 
pero  con  el  encanto  de  la  novedad.  Bien  podía  morirse... 
i  Que  se  muera! 

Y  se  murió  de  pronto,  mientras  ellos  estaban  muy 
lejos:  y  al  regresar  á  Madrid  á  toda  prisa,  aturdidos  por 
la  feliz  noticia,  les  salió  al  encuentro  algo  que  no  habían 
conocido  hasta  entonces:  el  valor  del  dinero,  lo  difícil 
que  es  echarle  la  mano  encima  cuando  se  empeña  en 
huir,  la  necesidad  material  y  prosaica  sobre  la  que  des- 
cansan todas  las  ilusiones  y  deseos  de  la  vida. 

Don  Joaquín  se  había  ido  del  mundo  sin  dejar  á  su 
mujer  otra  renta  que  una  pensión  del  gobierno  como 
viuda  del  ministro  plenipotenciario;  un  poco  más  de  lo 
que  ella  daba  á  su  doncella  en  París.  Una  parte  de  su 
fortuna  procedía  de  la  primera  esposa  y  pasaba  á  los 
hijos;  la  otra  parte,  que  era  considerable,  aparecía  do- 
nada en  vida  á  los  mismos  hijos,  que  habían  vuelto  á  su 
gracia  en  los  últimos  años. 

La  primera  idea  de  la  impetuosa  María  Teresa  fué 
comprar  un  revólver  é  ir  matando  por  turno  á  los  hijos 
y  las  hijas  de  su  marido,  á  más  de  yernos  y  nueras,  sin 
perdonar  á  los  nietos.  ¡Raza  maldita!  ¡Ladrones!  ¿Y  para 
esto  había  sacrificado  los  primeros  años  de  su  juventud 


h09.   AUaONATTTA,S  07 

A  un  viejo  tonto,  renunciando  al  amor?...  Pero  no;  él  era 
l)ueno  y  la  (quería.  Muchas  veces  le  había  asegurado  ({Uc 
dejaba  las  cosas  bien  arregladas  para  despu(^y  de  su 
muerte.  Kran  lOvS  otros,  <{uc  intentaban  robarla...  Y  de- 
sistiendo de  la  compra  del  revólver,  se  lanzó  en  las 
aventuras  de  un  pleito  con  el  fervor  apasionado  que  des- 
piertan en  algunas  mujeres  los  incidentes,  embrollóos  y 
peleas  de  todo  litigio.  Ella  demostraría  que  la  familia 
de  su  marido  había  abusado  de  la  flojedad  mental  de  éste 
en  los.  últimos  meses,  para  despojarla  con  documentos 
falsos. 

Fernando  acogió  el  contratiempo  con  frialdad.  En 
el  fondo  de  su  ánimo  le  había  repugnado  siempre  que  el 
dinero  del  viejo  entrase  en  su  casa  al  unirse  é\  legal- 
mente  con  María  Teresa. 

—No  te  apures;  tal  vez  sea  mejor  así.  Cuenta  sólo  con- 
migo. Yo  trabajaré,  si  es  preciso. 

Pero  también  á  él  le  aguardaba  otra  sorpresa  por 
boca  de  su  cuñado,  hombre  de  orden  que  hacía  algiln 
tiempo  deseaba  rendirle  cuentas.  Varias  hipotecas  pesa- 
ban sobre  sus  bienes  desde  la  época  en  que  Fernando 
llevaba  una  vida  alegre,  y  á  esto  había  que  añadir  las 
fuertes  cantidades  que  adeudaba  á  la  familia.  Los  viajes 
con  Teri  habían  devorado  mucho  dinero.  Ojeda  quedó 
perplejo,  como  si  despertase  ante  el  montón  de  papeles 
que  le  presentaba  el  ingeniero,  y  que  repelió  con  gesto 
de  gran  señor.  Nada  adelantaba  examinándolos:  lo  que 
decía  su  cuñado  debía  ser  cierto.  El  pobre  hombre  se 
excusó  con  humildad.  Había  tardado  en  hablar  por 
miedo  á  que  Fernando  se  disgustase:  él  estaba  dispuesto 
á  todos  los  sacrificios;  pero  tenía  dos  hijos,  Lola  andaba 
en  trámites  para  darle  el  tercero,  y  temía  sus  protestas 
de  mujer  ordenada  y  económica  que  no  quiere  dejarse 
arruinar  por  un  hermano.  El  ingeniero  tenía  un  proyec- 
to.., ¿Por  qué  no  se  casaba  con  una  mujer  rica?  ;Con  su 
figura  y  su  nombre!  ;Un  Ojeda!...  El  sabía  mejor  que 
nadie  lo  que  representaba  este  apellido. 
—No;  prefiero  trabajai\  Yo  saldré  adelante. 

Y  vendiendo  bienes  para  reunir  fondos,  Fernando  se 
lanzó  en  los  negocios  con  una  ceguera  que  no  admitía 
consejos.  Además  jugaba  fuerte  en  el  club  hasta  la  ma- 


í]8  V.    BLANCO    IBÁÑÍ13Z 

drugada,  en  busca  de  fugitivas  ganancias.  ¡Ay,  su  amor! 
;8U  pobre  amor  liumillado  y  envilecido  por  \m  preocu- 
paciones  del  dinero!.,,  ¡Adiós  las  inconsciencias  de  pá- 
jaro errante,  el  desprecio  por  Uus  previsiones  del  maña- 
na!...  Sus  besos  tenían  muchas  veces  el  crispamiento 
de  caricias  desesperadas:  quedábanse  de  pronto  absor- 
tos los  dos  y  tenían  miedo  de  preguntarse  en  qué  pen- 
saban. Algunas  tardes,  en  el  desorden  del  lecho,  el 
tañido  de  «la  campana  de  don  Miguel»  sorprendía  á 
Ojeda  hablando  seriamente  de  un  gran  negocio,  de  una 
combinación  con  amigos  del  club,  indiferente  y  frío  ante 
la  carne  adorada  que  no  podía  contemplar  en  otros 
tiempos  sin  cubrirla  de  fogosas  caricias. 

Ella,  por  su  parte,  hablaba  del  pleito,  la  gran  em- 
presa de  su  vida,  con  todas  las  vehemencias  del  interés 
material  y  del  odio.  Pasaban  por  su  boca  adorable  pala- 
])ras  curialescas,  términos  del  procedimiento,  aprendi- 
dos con  pronta  asimilación  en  sus  conferencias  con  los 
abogados.  El  triunfo  era  seguro,  pero  habría  que  espe- 
rar un  poco.  Y  mientras  tanto,  su  exterior  señoril  iba 
sufriendo  una  transformación,  que  no  se  escapaba  á  los 
ojos  de  Fernando.  Transcurrían  meses  y  meses  sin  que 
algo  fresco  viniera  á  adornar  su  belleza,  ávida  en  otra 
lípoca  de  costosas  novedades.  Al  sucederse  las  estaciones 
reaparecían  los  mismos  vestidos  del  año  anterior,  hábil- 
mente retocados.  Su  guardarropa  de  París  podía  sacarla 
de  apuros  por  mucho  tiempo.  Hablaba  con  entusiasmo 
de  pobres  muchachas  de  Madrid  que,  bajo  sus  indica- 
ciones, liacían  prodigios  en  el  arreglo  de  ropas  y  som- 
breros. Las  joyas  vistosas,  primeros  regalos  con  que 
el  marido  había  domado  sus  esquiveces  de  jovenzuela, 
sólo  se  mostraban  de  tarde  en  tarde  después  de  miste- 
riosos encierros  en  poder  de  prestamistas.  Algunas  ha- 
bían desaparecido  para  siempre. 

María  Teresa  hacía  elogios  de  la  generosidad  de  su 
tía.  Ella  se  ocupaba  de  su  mantenimiento  y  sus  diver- 
siones, orgullosa  de  ostentarla  á  su  lado  en  teatros  y 
fiestas.  Era  capaz  de  darle  toda  su  fortuna,  pero  tenía 
hijas,  y  éstas  batallaban  á  todas  horas  contra  la  influen- 
cia de  su  prima. 

A  veces,  con  una  timidez  ruborosa  y  huyendo  la 


LOS  ARGONAUTAÍt  39 

vista,  preguntaba  á  Ojeda  por  el  estado  de  sus  negocios. 
«iSi  tuvieras  un  dinero  que  necesito!...» 

Y  cuando  (31  con  apresuramiento  satisfacía  su  de- 
manda, María  Teresa  parecía  arrepentirse. 

— iQué  vergüenza!  ¡Yo  pidiéndote  dinero!...  Es  para 
algo  importante;  ya  sabes...  el  pleito.  Pero  en  ñn,  como 
liemos  de  casarnos,  todo  lo  nuestro  debe  ser  común. 
Cuando  yo  salga  con  la  mía,  ya  no  tendrás  que  trabajar, 
¡pobrecito  mío!;  ya  no  penarás  con  tus  negocios. 

Los  tales  negocios  no  podían  marchar  peor.  En  me- 
nos de  un  año  había  sufrido  Fernando  dos  pérdidas  con- 
siderables en  empresas  ilusorias  á  las  que  le  arrastraron 
ciertos  amigos  del  club,  tan  inexpertos  como  él.  El  juego 
contribuía  igualmente  á  disminuir  su  fortuna.  De  tarde 
en  tarde  una  ganancia  que  le  inspiraba  gran  fe  en  el 
porvenir,  y  traía  como  consecuencia  regalos  y  genero- 
sidades para  Teri.  Después  de  estos  breves  períodos  de 
optimismo,  la  silenciosa  cólera  al  ver  desmoronarse  len- 
tamente sus  esperanzas. 

En  esta  situación,  cuando  no  sabía  qué  hacer  y  se 
sentía  dominado  por  un  desaliento  mortal,  pasó  por  Ma- 
drid un  español  rico  residente  en  Buenos  Aires,  tío  de 
su  cuñado.  Aquel  hombre,  que  había  huido  de  su  tierra 
perseguido  por  la  pobreza  treinta  años  antes,  hablaba 
de  millones  como  de  algo  familiar,  y  se  burlaba  de  la 
mediocridad  de  los  negocios  peninsulares.  Las  conver- 
saciones con  este  señor,  que  comía  muchas  veces  en  casa 
de  su  sobrino,  escuchado  y  admirado  por  toda  la  familia 
como  un  caudillo  triunfante,  fueron  para  Ojeda  como 
otros  tantos  latigazos  aplicados  á  su  voluntad  dormi- 
da. La  ascensión  realizada  por  este  antiguo  rústico  y 
otros  muchos  de  su  clase,  ¿por  qué  no  intentarla  él?...  Y 
con  un  esfuerzo  corajudo,  temblando  como  si  confesase 
una  infidelidad  amorosa,  expuso  sus  propósitos  á  María 
Teresa.  Quería  partir;  necesitaba  ser  rico  para  ella,  sólo 
para  ella.  Aquel  pariente  de  su  cuñado  prometía  ayu- 
darle, y  él,  con  los  restos  de  su  fortuna,  podía  intentar 
en  América  algo  fructuoso  y  de  rápido  éxito. 

Fernando  insistía  especialmente  en  la  rapidez  de  su 
viaje.  Asunto  de  un  año,  ó  de  dos  cuando  más;  y  aun  así 
podría  ir  y  volver  algunas  veces.  Ella  debía  hacerse  la 


40  V.    BTABCO   ÍBÁÑ12Z 

ilusión  de  que  amaba  á  un  militar  que  salía  para  la 
guerra;  pero  una  guerra  sin  peligro  de  muerte. 

Teri  le  escuchaba  pálida,  con  los  ojos  lacrimosos, 
pero  acabó  por  aprobar  su  resolución.  Bí,  debía  partir; 
era  mejor  que  trabajase  en  un  ambiente  más  propicio  y 
favorable  que  el  del  viejo  mundo. 

Para  amortiguar  su  pena  intentaron  embellecer  el 
próximo  viaje  con  reminiscencias  románticas  y  opti- 
mismos tradicionales.  El  iba  á  ser  como  los  paladines 
de  los  viejos  romances  que  salían  á  correr  luengas  tie- 
ndas para  hacer  presentes  á  su  dama.  Volvería  trayen- 
do millones,  y  otra  vez  conocerían  la  existencia  opulen- 
ta, con  viajes  de  lujo  por  todo  el  mundo,  grandes  ho- 
teles, automóvil  á  perpetuidad,  y  podrían  sacar  del 
cautiverio  de  la  usura  los  collares  de  perlas  y  las  joyas 
luminosas.  Un  sacrificio  de  dos  años:  ni  uno  más.  Todos 
saben  que  en  América  basta  este  tiempo  para  que  un 
hombre  inteligente  conquiste  riquezas.  ¡Las  consiguen 
allá  tantos  imbéciles!...  Recordaban  algunas  comedias 
en  las  que  el  protagonista  enamorado  sale  al  final  del 
primer  acto  camino  del  Nuevo  Mundo  para  hacer  fortu- 
na, y  al  empezar  el  segundo  ya  es  millonario  y  está  de 
vuelta.  Se  notan  en  él  algunas  transformaciones  que  no 
le  van  mal:  unas  cuantas  canas  prematuras,  la  faz  tos- 
tada, las  facciones  más  enérgicas  y  angulosas;  pero  sólo 
han  transcurrido  quince  minutos  desde  que  bajó  el  telón 
hasta  que  vuelve  á  subir.  En  la  realidad,  no  serían 
(juince  minutos,  serían  quince  meses;  tal  vez  dos  años: 
]:>ero  bien  podía  hacerse  el  sacrificio  de  este  tiempo  á 
cambio  de  afirmar  la  felicidad. 

Así  habían  pasado  las  últimas  semanas,  hablando 
del  viaje,  discutiendo  sus  preparativos,  forjándose  ilu- 
siones sobre  los  resultados,  pero  viéndolo  siempre  en 
lontananza;  hasta  que  de  pronto  les  avisaba  el  zarpazo 
de  lo  inmediato,  de  lo  inevitable.  Y  Ojeda,  al  despertar 
de  esta  vertiginosa  evocación  de  recuerdos  que  sólo  ha- 
bía durado  algunos  segundos  y  abarcaba  todo  un  perío- 
do de  su  existencia,  se  veía  caminando  por  el  Salón  del 
Prado,  en  una  noche  fría,  al  lado  de  una  mujer  que  mar- 
chaba con  desmayo,  como  si  al  término  del  paseo  la  espe- 
rase la  muerte;  evitando  su  palabra,  evitando  su  mirada. 


LOS  ARGONAUTAS  41 

—Hasta  aquí  nada  más— dijo  Teri  al  llegar  cerca  de 
[a  fuente  de  Cibeles  -.  No;  no  me  beses,  me  haría  mucho 
daño;  no  tendría  tuerzas  para  irme...  La  mano  tampo- 
co... No;  j adiós!  ¡adiós! 

Lo  apartaba  de  ella  como  si  tuese  un  extraño;  volvía 
hx  cabeza  por  no  verle.  De  pronto,  llamando  á  un  coche 
para  que  la  aguardase,  huyó. 

Fernando  quedó  inmóvil  largo  rato  viendo  cómo  so 
alejaba  con  lento  traqueteo  el  vehículo  de  alquiler  hacia 
la  Puerta  de  Alcalá.  Dentro  de  la  caja  vetusta  y  crujiente 
se  alejaban  sus  esperanzas,  la  razón  de  ser  de  su  vida. 
I Y  así  eran  en  la  realidad  las  grandes  separaciones,  los 
hondos  dolores:  sin  sonoras  palabras,  sin  frases  elocuen- 
tes; completamente  distintas  de  como  se  ven  en  los  tea- 
tros y  en  los  libros!... 

Las  horas  anteriores  á  la  partida,  transcurridas  en 
el  hotelito  de  su  cuñado,  allá  en  lo  alto  de  la  Castellana, 
se  le  aparecían  ahora  como  un  tormento  de  la  intimidad 
familiar.  En  su  habitación  el  equipaje  en  desorden,  y  su 
viejo  sirviente  ocupado  con  los  últimos  preparativos:  en 
el  comedor  los  hijos  de  Lola  que  no  querían  acostarse 
sin  despedirse  de  él.  «Tío,  tráenos  un  loro...  Tío,  una 
mona...  Cuando  vuelvas,  acuérdate,  tío,  de  traer  un  ne- 
grito...» Y  su  hermana,  que  había  tomado  un  aire  pro- 
tector con  la  emoción  de  la  partida,  le  sermoneaba  ma- 
ternalmente.  A  ver  si  hacía  allá  una  vida  más  seria  y 
remediaba  sus  locuras.  El  marido  aprobaba  la  cordura 
conyugal  con  afirmaciones  optimistas.  Tenía  la  certeza 
de  que  Fernando  iba  á  triunfar:  su  tío  le  aguardaba 
allá,  y  era  hombre  que  podía  ayudarle  mucho.  Y  llevado 
de  su  exactitud  en  los  negocios,  aburríale  una  vez  más 
con  el  relato  de  las  gestiones  que  estaba  haciendo  para 
liquidar  en  efectivo  los  restos  de  su  fortuna,  y  los  plazos 
y  forma  en  que  iría  remitiéndole  las  cantidades. 

A  las  once  de  la  noche  se  vio  Ojeda  dentro  de  un  au- 
tomóvil camino  de  la  estación  del  Norte,  pasando  por 
calles  solitarias  y  dormidas,  en  las  que  empezaban  á  es- 
tacionarse los  serenos.  No  había  querido  que  le  acompa- 
ñasen su  hermana  y  su  cuñado,  evitándose  así  las  últi- 
mas expansiones  familiares.  Cerca  de  la  estación  vio  al 
dpblar  una  esquina  el  teatro  Real.  ¡Adiós,  recuerdos! 


42  V.    BLASCO   TBÁÑEZ 

;  AdióS;  María  Teresa!  Ella  estaría  allí  en  un  palco,  rodea- 
tía  de  luz,  con  8u  tía  y  sus  amigas,  tal  vez  bajo  hambrien- 
tas miradas  do  codicia  varonil  fijas  en  las  tersas  blan- 
curas de  su  escote.  Y  él  lejos!  ¡cada  vez  más  lejos!... 

Al  bajar  del  automóvil  encontró  desiertos  los  alrede- 
dores de  la  estación.  Era  un  tren  el  suyo  de  escasos  via- 
jeros; un  simple  coche  dormitorio  que  por  la  línea  de 
cintura  iba  á  unirse  con  el  expreso  de  Portugal  en  la  es- 
tación de  las  Delicias.  Cerca  de  la  entrada  vio  algunos 
mozos  que  venían  hacia  él  para  apoderarse  de  sus  male- 
tas y  un  coche  de  alquiler,  inmóvil,  con  el  cochero  soño- 
liento y  el  caballo  husmeando  el  suelo.  Algo  blanco, 
encuadrado  por  una  ventanilla,  se  agitaba  en  su  obscuro 
interior.  La  luz  de  un  farol  de  gas  arrancó  de  este  bulto 
un  reflejo  irisado,  un  fulgor  de  piedras  preciosas.  Ojeda, 
sin  darse  cuenta  de  su  avance,  se  vio  junto  á  la  porte- 
zuela del  carruaje...  Era  ella,  envuelta  en  una  capa  de 
seda  y  pieles,  con  las  plumas  de  su  peinado  dobladas 
por  la  exigua  altura  del  techo;  ella,  empolvada,  pinta- 
da para  disimular  su  palidez,  con  gruesos  brillantes  en 
los  lóbulos  y  una  fijeza  trágica  en  los  ojos  desmesurada- 
mente abiertos. 

— Quería  verte  sin  que  tú  me  vieras—murmuró  con 
voz  quejumbrosa — .  Verte  una  vez  más.  Me  he  escapado 
del  Real...  No  podía  vivir  pensando  que  aun  estabas 
aquí.  Y  ahora,  ¡adiós!...  No;  besos,  no.  ¡Adiós! 

El  cochero,  obedeciendo  sin  duda  á  una  orden  ante 
rior,  dio  un  latigazo  al  caballo,  y  Fernando  tuvo  que 
apartarse.  Una  rueda  pasó  junto  á  sus  pies.  Al  borrarse 
instantáneamente  la  visión  blanca,  columbró  la  agita- 
ción de  un  pañuelo  y  creyó  oir  un  gemido. 

Los  andenes  de  la  estación  estaban  desiertos,  lóbre- 
gos. Sólo  brillaban  las  estrellas  rojas  de  unos  cuantos 
faroles,  astros  perdidos  en  las  tinieblas,  bajo  el  enorme 
caparazón  de  hierro  de  la  techumbre.  En  la  vía  central 
una  locomotora  y  un  vagón  que  aislados  parecían  un 
juguete. 

Fernando  vio  que  sólo  iba  á  tener  por  compañeros  de 
viaje  á  los  individuos  de  una  familia.  ¡Pero  qué  fami- 
lia!... Llenaba  casi  todos  los  compartimentos  del  vagón, 
y  en  torno  de  ella  y  de  una  montaña  de  equipajes,  agi- 


LOS   APwCtONAUTAS  48 

tábaiise  más  de  doce  servidores:  portei-os  de  botel,  ca- 
mareros movilizados,  mozos  de  carga,  automovilista-s. 

Sintióse  contento  de  esta  vecindad:  einpezaba  á  estar 
i'.ntre  los  suyos.  A<|uena  familia  necesariamente  debía 
ser  argentina;  una  de  esas  familias  que  ocupa  todo  el 
piso  de  nn  gran  hotel,  llena  un  vagón  entero,  alquila  el 
costado  de  un  buque  y  estrechamente  unida  se  desplaza 
de  un  hemisferio  á  otro  sin  abandonar  otra  cosa  que  los 
muebles.  El  jefe  de  la  tribu  daba  órdenes  y  propinas;  la 
señora,  alta,  carnuda,  majestuosa,  con  el  talle  algo  de- 
formado por  la  maternidad,  leía  la  guía  de  ferrocarriles 
á  través  de  sus  lentes  de  oro.  Cerca  de  ella  tres  jóvenes 
elegantes,  las  hijas,  y  dos  igualmente  adornadas,  pero 
de  mayor  edad:  las  cuñadas  del  señor.  Un  poco  más 
lejos,  la  suegra,  venerable  matrona  vestida  de  negro,  de 
aire  aseñorado  y  resuelto,  que  cuidaba  de  las  niñas  más 
pequeñas.  Luego  los  hijos  varones,  que  eran  muchos,  y 
á  Ojeda  le  producían  eí  efecto  visual  de  una  tubería  de 
órgano,  cuando  por  casualidad  se  colocaban  en  fila,  de 
mayor  á  menor.  El  más  grande  con  la  cara  afeitada,  fu- 
mando,  y  un  aire  resuelto  de  hombre  que  lo  sabe  todo  y 
nada  le  queda  por  ver.  Pensó  Fernando  al  examinarlo 
que  indudablemente  llevaba  en  sus  maletas  algunas  foto- 
grafías de  bellezas  profesionales  de  París  con  dedicato- 
rias  de  pasión.  «.4.  mon  cher  coco  de  Buenos  Aires, ^  Los 
hermanos  pequeños  exhibían  regocijados  varias  pan- 
deretas adquiridas  recientemente,  con  suertes  de  toreo 
pintadas  en  el  parche,  y  algunas  banderillas  ensangren- 
tadas procedentes  de  la  corrida  de  la  tarde. 

Después  venía  el  personal  auxiliar  de  la  familia:  un 
ayuda  de  cámara  andaluz  que  lanzaba  un  che  á  cada  dos 
palabras  para  que  no  le  confundiesen  con  los  de  la  tierra; 
una  institutriz  británica,  roja  y  malhumorada;  una  don- 
cella gallega  con  vestido  negro  y  cuello  y  puños  mas- 
culinos; otra  de  pelo  cerdoso,  achocolatada  de  tez,  los 
ojos  achinados,  oblicuos.  Y  la  familia  entera  con  un  as- 
pecto de  audacia  tranquila,  de  inmutable  atrevimiento; 
robustos,  duros  y  grandes  por  la  alimentación  carnívora 
desde  el  momento  del  destete;  mirándolo  todo,  llamán- 
dose á  gritos,  introduciéndose  por  las  puertas  en  irrup- 
ción arrolladura,  como  si  todo  fuese  suyo. 


44  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Se.  consideró  Ojeda  empequeñecido  por  el  número  y 
♦^1  esplendor  de  sus  compañeros  de  viaje,  ¡El  dinero  que 
costaría  mover  esta  tribu,  acostumbrada  á  vivir  siempre 
en  un  cuadro  de  abundancia  y  comodidades!  tíiO  que 
tendría  detriís  de  él  aquel  caballero,  puesto  de  cliactué  y 
sombrero  de  media  copa,  jefe  de  la  caravana,  al  que  los 
sirvientes  llamaban  «doctor»!...  ;A  lo  que  se  presta  el 
trigo!  ¡Lo  que  podía  dar  el  vientre  de  las  vacas!... 

Pero  una  confianza  repentina  se  apoderó  de  él,  pen- 
sando en  los  ascendientes  de  esta  gente  lujosa,  toda  ella 
uniformada  con  arreglo  á  las  últimas  novedades  de  Pa- 
rís. Los  abuelos,  ó  quién  sabe  si  los  padres,  habían  sali- 
do como  él  camino  de  las  tierras  nuevas  en  busc^i  de 
fortuna.  Como  él  no,  indudablemente  peor;  en  un  buque 
de  vela,  llevando  bajo  del  brazo  los  zapatos  para  pro- 
longar su  uso,  aceptando  los  ranchos  de  á  bordo  como  un 
regalo  desconocido...  Tal  vez  llegaba  un  poco  tarde, 
pero  raro  sería  que  no  le  hubiesen  dejado  alguna  migaja. 
Y  mirando  á  la  banda  feliz  cual  si  una  simpatía  de 
oculto  parentesco  le  uniese  de  pronto  á  todos  ellos,  mur- 
muró alegremente,  con  la  primera  alegría  que  había 
experimentado  en  mucho  tiempo:  «Allá  vamos  todos, 
queridos  amigos.» 

El  recuerdo  de  la  noche  pasada  en  el  ti*en,  noche  de 
insomnio  en  compañía  de  la  imagen  de  Teri  envuelta  en 
su  capa  blanca,  con  las  plumas  ondulantes  sobre  el  pei- 
nado y  dos  astros  en  las  orejas,  le  hizo  recordar  que 
tenía  ante  él  una  carta  sin  concluir,  y  otra  vez  concen- 
trando su  mirada  se  vio  en  el  jardín  de  invierno  del 
trasatlántico. 

Estaba  solo.  No  quedaba  en  el  salón  ninguna  de  las 
extranjeras  rubicundas  que  hacían  labores  y  ojeaban 
revistas.  Los  músicos  habían  desaparecido.  El  silencio 
nocturno  sólo  era  cortado  por  leves  crujidos  de  la  ma- 
dera y  el  balanceo  de  los  objetos. 

Ojeda  se  decidió  á  escribir. 

«Ten  fe  en  nuestro  destino.  No  desesperes:  tal  vez 
nuestro  amor  necesitaba  de  esta  prueba  para  fortale- 
cerse. Lo  importante  es  que  me  ames,  pues  si  tú  me 
amas,  no  hay  potencia  adversa  en  el  mundo  que  pueda 
separarnos...  ¿Te  acuerdas  de  aquella  tarde  en  el  Real 


um  ARaONAUTAS  45 

cuando  escuchamos  juntos  el  primer  acto  de  El  ocaso  de 
los  dioses?  Nuestras  cabezas,  casi  unidas,  parecían  beber 
la  música  del  mago,  y  con  la  música  las  palabras;  pala- 
bras de  poeta,  de  uno  de  los  más  grandes  poetas  de  amor 
c|uc  han  existido;  grandiosas  y  fuertes,  dignas  de  héroes. 
La  walkyria,  convertida  en  mujer,  estremecida  aún  por 
la  sorpresa  de  la  iniciación  carnal,  se  despedía  de  Sig- 
l'rido,  el  héroe  virgen  que  acababa  igualmente  de  cono- 
cer el  amor.  El  afán  de  aventuras,  de  nuevas  empre- 
sas, le  impulsaba  á  correr  el  mundo.  Eli  hombre  no  debí3 
permanecer  en  estéril  contemplación  a  los  pies  de  su 
amada,  eternamente.  Debe  hacer  grandes  cosas  por  ella; 
debe  aprovechar  la  fe  y  la  energía  que  vierte  el  amor  on 
el  vaso  de  su  alma.  Al  separarse  conocen  lo  mismo  que 
nosotros  las  primeras  amarguras  del  alejamiento,  pero 
son  inconmovibles  como  semidioses. 

»— ¡Oh  si  Brunilda  fuese  tu  alma  para  acompañarte 
en  tus  correrías!— dice  ella  ansiosa  de  seguirle. 

»--Es  siempre  por  ella  que  se  inflama  mi  coraje— con- 
testa el  héroe. 

» —¿Entonces  serás  tú  Sigfrido  y  Brunilda  juntos? 

»— Allí  donde  yo  me  halle,  los  dos  estarán  presentes. 

»— La  roca  donde  yo  te  aguardo,  ¿quedará  entonces 
desierta? 

»— ¡No!  porque  no  haciendo  más  que  uno,  allí  donde 
estés  tú  estaremos  los  dos. 

»  — ¡Oh  dioses  augustos,  seres  sublimes,  venid  á  saciar 
vuestras  miradas  en  nosotros!...  Alejados  el  uno  del  otro, 
¿quién  nos  separará?...  Separados  el  uno  del  otro,  ¿quién 
podrá  alejarnos?... 

»— ¡Salud  á  ti,  Brunilda,  resplandeciente  estrella!  ¡Sa- 
lud, valiente  amor! 

»--¡Saludá  ti,  Sigfrido!  ¡Lumbrera  victoriosa!  ¡Salud, 
vida  triunfante! 

» Ellos  no  lloran,  Teri,  y  se  muestran  grandes  y  sere- 
nos en  su  despedida,  no  porque  son  hijos  de  dioses,  sino 
porque  tienen  una  confianza  de  niños,  una  fe  ingenua  y 
sana  en  la  eternidad  de  su  amor.  Seamos  como  ellos;  en- 
juguemos nuestras  lágrimas  y  miremos  de  frente  las 
sombras  del  porvenir  sin  miedo  alguno,  con  la  certeza 
de  que  hemos  de  ser  más  poderosos  que  el  destino.  Diga- 


46  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

BIOS  igaalmeute:  «Alejados  el  uno  del  otro,  ¿quién  nos 
separará?...  Separados  el  uno  del  otro,  ¿quién  podrá  ale- 
jamos?» Allí  donde  yo  me  halle,  estaremos  los  dos;  porque 
los  dos  no  somos  más  que  uno,  y  donde  tú  te  encuentres, 
mi  alma  irá  contigo.  ¡Salud,  oh  Teri,  resplandeciente 
estrella!  ¡Salud,  radiante  amor!...» 

Cuando  hubo  cerrado  la  carta,  salió  del  Jardín  de 
invierno  con  paso  algo  inseguro  por  lo  movedizo  del 
suelo.  Abrió  una  puerta  de  gran  espesor,  semejante  á  un 
portón  de  muralla,  y  tuvo  que  llevarse  una  mano  á  la 
gorra  al  mismo  tiempo  que  le  envolvía  una  tromba  gla- 
cial. Se  vio  en  uno  de  los  paseos  del  buque.  A  un  lado, 
paredes  blancas  y  charoladas,  reflejando  la  luz  de  los 
íaros  eléctricos  del  techo,  y  sillones  abandonados  en 
larga  tila:  al  lado  opuesto  una  barandilla  forrada  de 
lona,  ostentando  entre  columna  y  columna,  como  ador- 
no decorativo,  unos  rollos  salvavidas  de  color  rojo,  con 
el  nombre  del  buque  pintado  en  blanco:  Goethe,  Más  allá 
de  la  baranda,  el  misterio;  una  intensa  negrura  que  de- 
voraba el  resplandor  eléctrico,  no  dejándole  avanzar 
más  que  algunas  pulgadas  en  sus  entrañas  sombrías; 
espumarajos  fosforescentes,  rumor  sordo  de  fuerzas  in- 
visibles que  avisaban  su  presencia  con  choques  y  rebu- 
llimientos. 

Ojeda  vio  venir  hacia  él  con  paso  vacilante  á  un  hom- 
bre vestido  de  smoking  que  le  saludó  desde  lejos. 

—¡Cómo  se  mueve  el  amigo  Goethe!  Ni  que  acabase 
de  beber  en  la  taberna  de  Auerbach  con  los  alegres  com- 
padres de  su  poema. 

Era  Maltrana  que  se  había  preparado  para  la  comi- 
da, satisfecho  de  esta  ordenanza  suntuaria  del  buque, 
de  gran  novedad  para  él.  Confesaba  á  Fernando  que 
tenía  hambre  y  se  había  vestido  con  anticipación,  cre- 
yendo adelantar  de  este  modo  la  llamada  al  comedor. 
Él  aire  del  mar—según  él— convertía  su  estómago  en 
una  jaula  de  fieras. 

— Esta  noche  va  á  bailar  un  poco  el  vapor,  pero  al 
amanecer  fondearemos  en  Tenerife.  Fíjese  en  mí,  noble 
amigo:  creo  que  para  un  hombre  que  se  embarca  por 
vez  primera,  no  lo  hago  del  todo  mal. 

De  espaldas  al  mar  abarcabaen'una  mirada  de  sa- 


LOS  ARGONAUTAS  47 

tisfacción  la  nítida  brillantez  del  buque,  la  limpieza  del 
suelo,  la  prodigalidad  del  alumbrado,  los  fragmentos  de 
salón  que  se  veían  á  través  de  las  ventanas. 

—Que  vida,  ¿eli,  amigo  Ojeda?...  La  comida  á  sus  ho- 
ras, á  toque  de  trompeta;  la  mesa  puesta  cuatro  veces 
al  día;  un  ejército  de  camareros  y  doncellas,  la  mayor 
parte  de  los  cuales  me  entienden  con  dificultad,  lo  que 
es  una  ventaja  para  prolongar  la  conversación  y  cono- 
cerse mejor.  Cada  uno  revestido  con  sus  mejores  ropas, 
como  si  el  smoking  fuese  la  casulla  del  culto  del  estó- 
mago, cerveza  fresca  como  el  hielo,  música  gratis  á  cada 
instante,  y  una  adorable  sociedad;  una  sociedad  conde- 
nada á  vivir  junta,  así  se  enfade  ó  esté  alegre,  á  mos- 
trarse cada  uno  con  su  verdadera  fisonomía,  pues  no 
hay  comediante  que  sostenga  sus  fingimientos  en  una 
representación  tan  larga  y  continua...  Y  nadie  puede 
huir;  y  nadie  está  obligado  á  pensar  ni  á  hacer  nada;  y 
todos  nos  ofrecemos  en  espectáculo  tales  como  somos. 
Comer  bien  y...  lo  otro,  si  es  que  se  presenta  una  buena 
ocasión:  he  aquí  el  programa...  ¡Lástima  que  nuestra 
vida  no  haya  sido  así  siemprel...  ¡lástima  que  no  lo  será 
cuando  lleguemos  á  la  otra  acera  de  esta  calle  azul  I 


II 


Una  marcha  militar  despertó  á  Ojeda  soiíando  sobre 
su  cabeza  con  grau  estrépito  de  marciales  cobres.  Por 
la  ventana  del  camarote  entraba  un  rayo  de  sol  trazan- 
do sobre  la  pared  temblonas  y  cristalinas  ondulaciones, 
reflejo  de  las  aguas  invisibles.  El  buque  avanzaba  lenta- 
inente  y  al  ñn  quedó  inmóvil,  mientras  arriba  continuaba 
rugiendo  la  música  su  marcha  triunfal,  que  parecía  evo- 
car un  desñle  de  águilas  bicéfalas  con  las  alas  extendi- 
das sobre  masas  de  cascos  puntiagudos. 

Tenerife.  Miró  Fernando  por  entre  las  cortinillas  y 
sólo  vio  un  mar  azul  y  tranquilo;  las  aguas  unidas  y  lu- 
minosas de  una  bahía  en  calma.  La  tierra  estaba  al  otro 
costado  del  buque.  Y  como  conocíala  isla  por  haber  ba- 
jado a  ella  en  anteriores  navegaciones,  volvió  á  acostarse 
para  gozar  despierto  del  regodeo  de  la  pereza,  mientras 
en  los  camarotes  inmediatos  chocaban  puertas,  se  cruza- 
ban llamamientos  en  distintos  idiomas,  y  sonaba  en  los 
corredores  un  trote  de  gentes  apresuradas,  atraídas  por 
el  encanto  de  la  tierra  nueva. 

Una  hora  después  subió  Ojeda  á  las  cubiertas  supe- 
riores. El  buque,  al  inmovilizarse,  parecía  otro.  Había 
perdido  el  aspecto  de  mansión  cerrada  y  bien  calafatea- 
da que  tenía  en  los  días  anteriores.  Puertas  y  ventanas 
estaban  abiertas,  dejando  entrar  á  chorros,  junto  con  el 
sol,  un  aire  cargado  de  efluvios  de  vegetación  calien- 
te. Los  pájaros  cantaban  en  sus  jaulas  con  repentina 
confianza  al  sentirlas  inmóviles.  Las  plantas  del  inver- 
náculo parecían  expandirse  moviendo  acompasadamen- 
te sus  manos  verdes,  como  si  saludasen  á  las  hermanas 
de  la  orilla  próxima.  Flores  frescas  que  aun  mantenían 


hOH  ARGONAUTA .^  49 

CU  SUS  pétalos  el  rocío  de  los  campos,  agrupábanse  sobre 
las  mesas  del  comedor.  Los  pasajeros  asentaban  sus  pies 
con  extráñela  y  satisfacción  en  el  suelo,  inmóvil  y  firme 
como  el  de  una  isla,  deíipués  de  la  inestabilidad  ruido- 
sa de  la  neche  anterior. 

Al  salir  Fernando  á  la  cubierta  de  paseo,  sintió  enre- 
darse sus  piernas  en  un  montón  de  telas  vistosas,  exten- 
didas junto  á  la  puerta,  al  mismo  tiempo  que  zumbaba 
en  sus  oídos  el  griterío  de  una  muchedumbre.  Le  pareció 
estar  en  una  feria  de  las  que  se  celebran  semanalmente 
al  aire  libre  en  los  pueblos  de  España.  Había  que  abrir- 
se paso  con  los  codos  entre  los  grupos  compactos.  Bancos 
y  sillas  estaban  convertidos  en  mostradores. 

Invadía  el  suelo  un  oleaje  multicolor  de  cálidas  tin- 
tas, remontándose  hasta  lo  alto  de  las  barandillas  y  los 
huecos  de  las  ventanas.  Eran  mantelerías  con  calados 
sutiles,  semejantes  á  telas  de  araña;  pañuelos  de  seda  de 
tonos  feroces  que  daban  á  los  ojos  una  sensación  de  calor; 
kimonos  con  aves  y  ramajes  de  oro;  leves  pijamas  que 
parecían  confeccionados  con  papel  de  fumar;  almohado- 
nes multicolores  como  mosaicos;  velos  blancos  ó  negros 
recamados  de  plata  que  traían  á  la  memoria  las  viudas 
trágicas  de  la  India  subiendo  al  son  de  una  marcha 
fúnebre  á  la  hoguera  conyugal.  Los  productos  de  aguja 
de  las  isleñas  canarias  mezclábanse  con  la  pacotilla 
chillona  venida  de  Asia.  Vendedores  andaluces  ó  indos- 
tánicos  gesticulaban  entre  los  grupos  de  pasajeros  ala- 
bando sus  mercaderías  con  sonora  hipérbole  española  ó 
con  un  balbuceo  mezcla  de  todas  las  lenguas. 

Ojeda  se  vio  asaltado  por  unos  hombres  cobrizos  y 
pequeños,  de  cara  ancha  y  corta,  mostachos  de  brocha 
y  ojos  ardientes  con  manchas  de  tabaco  en  las  córneas. 
Tenían  el  aspecto  de  perros  de  presa,  chatos  y  bigotudos; 
pero  buenos  perros  humildes  que  agarrados  á  él  ladraban 
con  suavidad:  «Señor,  compra  la  mía  colcha  bonita  para 
la  tuya  madama.»  «Señor,  una  echarpa:  todo  barato.» 

Los  vendedores  de  la  tierra  pasaban  ofreciendo  caja^ 
de  cigarros  empapelados  de  plata,  con  las  marcas  más 
famosas  de  Cuba,  á  pesar  de  que  procedían  de  la^  fábri- 
cas de  Tenerife.  A  cada  momento  abordaban  nuevas 
barcas  al  trasatlántico,  cargadas  de  fardos,  Susconduc- 


50  V.    BLASCO   TBÁÑEZ 

toros  subían  la  escala  con  agilidad  simiesca,  y  tendien- 
do una  cuerda  izaban  las  mercaderías,  estableciendo  á 
continuación  un  nuevo  puesto.  La.s  frutas  de  la  isla  es- 
parcían en  el  paseo  su  perfume  tropical:  impregnaba  la 
banana  el  ambiente  con  la  esencia  de  su  pulpa  de  miel. 
Algunos  vendedores  iban  de  un  lado  á  otro  ofreciendo 
hamacas  de  hilo  ó  grandes  sillones  de  junco  trenzado, 
enormes  y  majestuosos  como  tronos.  No  se  podía  caminar 
por  el  buque  sin  recibir  empellones  de  la  gente,  golpes 
de  sillas  cambiadas  de  lugar,  ó  enredarse  los  pies  en  los 
montones  de  telas.  Fernando  se  refugió  en  el  final  del 
paseo  que  daba  sobre  la  proa,  acodándose  en  la  baran- 
dilla junto  al  bombo  y  los  instrumentos  de  cobre  aban- 
donados por  los  músicos. 

Alzaba  la  isla  en  el  fondo  su  escalonamiento  de  mon- 
tañas volcánicas,  con  cuadriláteros  de  tierra  cultivada 
moteados  de  blancas  casitas.  En  la  parte  inferior,  junto 
á  la  masa  azul  del  mar,  extendían  las  fortificaciones  es- 
pañolas sus  viejos  baluartes,  rematados  en  los  ángulos 
por  garitas  salientes  de  piedra.  La  ciudad  era  de  color 
rosa  y  sobre  ella  se  erguían  los  campanarios  de  varias 
iglesias  con  cúpulas  de  azulejos.  Cuatro  torres  radiográ- 
ficas marcaban  en  el  espacio  las  líneas  de  su  cuerpo 
casi  inmaterial,  dejando  ver  el  cielo  á  través  del  férreo 
trama  je. 

Más  arriba  de  la  ciudad,  en  una  arruga  de  la  monta- 
ña, ondeaba  la  bandera  de  un  castillo  moderno:  un  hotel 
elegante  al  que  venían  á  respirar  los  tísicos  septentrio- 
nales. Y  entre  el  muelle  y  el  trasatlántico  un  anchuroso 
espacio  de  bahía  con  gabarras  chatas  para  el  transporte 
del  carbón  abandonadas  sobre  su  amaiTe  y  cabeceando 
en  la  soledad;  vapores  de  diversas  banderas  en  torno  de 
cuyos  flancos  agitábase  el  movimiento  de  la  carga  con 
chirridos  de  grúas  y  hormigueo  de  embarcaciones  me- 
nores; veleros  de  carena  verde,  que  parecían  muertos, 
sin  un  hombre  en  la  cubierta,  tendiendo  en  el  espacio  los 
brazos  esqueléticos  de  sus  arboladuras;  rugidos  de  sire- 
nas anunciando  una  partida  próxima,  y  otros  rugidos 
avisando  desde  el  fondo  del  horizonte  la  inmediata  lle- 
gada; banderas  belgas  que  en  lo  alto  de  un  mástil  iban 
á  las  desembocaduras  del  Congo;  proas  inglesas  que  ve- 


LOS   ARGONAUTAS  51 

nían  del  Cabo  ó  torcían  el  rumbo  Inicia  las  Antillas  y  el 
golfo  de  Méjico;  buques  de  todas  laa  nacionalidades  que 
marchaban  en  línea  recta  bacía  el  Sur  en  buscfi  de  la3 
costas  del  Braííil  y  las  repúblicas  del  Plata;  cascos  de 
cinco  palOvS  descansando  en  espera  de  órdenes,  de  vuel- 
ta de  la  China,  el  Indostán  ó  Australia;  vapores  de  pabe- 
llón tricolor  en  ruta  hacia  los  puertos  africanos  de  la 
Francia  colonial;  goletas  españolas  dedicadas  al  cabo- 
taje del  archipiélago  canario  y  las  escalas  de  Marruecos. 

La  isla  risueña  é  indolente,  en  mitad  de  la  encrucija- 
da de  los  grandes  caminos  que  llevan  á  África  y  Améri- 
ca, parecía  contemplar  impasible  este  movimiento  de  la 
navegación  mundial,  mientras  proporcionaba  por  unas 
horas  el  alimento  negro  del  carbón  á  los  organismos  hu- 
meantes que  llegaban  y  partían  sin  conocerla;  festonea- 
da en  su  costa  por  una  áspera  flora  de  chnmberas  y 
pitas;  guardando  tras  las  volcánicas  montañas  del  lito- 
ral el  secreto  de  sus  ocultos  valles  tropicales;  escalando 
el  cielo  con  una  sucesión  de  cumbres  sobre  las  cuales 
flotaban  las  blancas  vedijas  de  las  nnbes,  y  ostentando 
sobre  esta  masa  de  vellones  el  pico  del  Teide,  nn  casque- 
te cónico,  estriado  de  nieves,  que  era  como  la  borla  ó 
botón  del  inmenso  solideo  de  tierra  surgido  del  Océano. 

Alrededor  del  Goethe  habíase  establecido  un  pueblo 
flotante  y  movible  que  se  deslizaba  por  sus  flancos  con 
acompañamiento  de  choques  de  proas,  enredos  de  palas 
y  continuos  llamamientos  á  las  filas  de  cabezas  curiosas 
que  orlaban  los  diversos  pisos  del  trasatlántico.  Eran 
lanchas  de  remo,  barcas  de  vela,  pequeños  vaporcitos, 
robustas  gabarras  con  montones  de  carbón. 

Filas  de  hombres  blancos  qne  parecían  disfrazados 
de  negros  penetraban  en  el  buque  por  las  portas  abier- 
tas en  sus  dos  costados,  llevando  al  hombro  grandes 
cestos  que  esparcían  polvo  de  hulla.  En  las  embarcacio- 
nes menores  había  mercaderes  que,  puestos  de  pie  y  agi- 
tados como  polichinelas  por  las  ondulaciones  de  la  bahía, 
regateaban  sus  telas  exóticas  con  la  muchedumbre  de 
tercera  clase  amontonada  en  las  bordas  á  proa  y  á  popa. 
De  otras  barcas,  cargadas  con  pirámides  de  frutas,  par- 
tían al  vuelo  en  ruda  trayectoria  naranjas  y  racimos  de 
bananas,  hacia  las  manos  ávidas  de  los  emigrantes,  que 


52  V.    BLASCO   IBAÑEZ 

retornaban  monedas  envueltas  en  papeles.  l>a  nacionali- 
dad del  buque  influía  en  la^s  transacciones  comerciales, 
y  los  mercaderes  de  acento  andaluz  lo  vendían  todo  por 
marcos  y  por  pfenings. 

Canoaíj  poco  más  grandes  que  artesas  iban  tripuladas 
por  muchachos  desnudos,  de  color  de  chocolate,  relu- 
cientes con  el  agua  que  se  escurría  de  sus  miembros. 
Mientras  uno  bogaba  moviendo  unos  remos  no  mayores 
que  palas,  el  otro,  acurrucado  en  la  popa  por  el  frío  de 
Icis  continuas  inmersiones,  rugía  á  todo  pulmón:  «¡Ca- 
ballero, eche  dos  marcos,  y  los  alcanzo!»  «¡Caballero 
cinco  marcos,  y  paso  por  debajo  del  buque!»  «¡Caballe- 
ro... caballero!»  Era  un  griterío  que  emergía  incesante- 
mente á  ras  del  agua;  una  continua  apelación  al  «ca- 
ballero» para  que  pusiese  á  prueba  la  agilidad  natatoria 
de  la  pillería  del  puerto.  Y  cuando  la  pieza  blanca  caía 
en  el  abismo,  el  nadador  iba  á  su  alcance  con  la  cabeza 
baja  y  las  manos  juntas  en  forma  de  proa,  dejando  la 
piragua  balanceante  detrás  de  sus  pies  con  el  impulso 
del  salto.  El  cuerpo  bronceado  tomaba  una  claridad  de 
marfil  en  el  cristal  verde  de  las  aguas  removidas.  Se  le 
veía  agitar  los  miembros  junto  al  casco  de  la  nave,  como 
unas  tijeras  blancas  que  se  abrían  y  cerraban  acompasa- 
damente, hasta  que  volviendo  á  la  superficie  con  la  mo- 
neda en  la  boca  y  echándose  atrás  el  mechón  húmedo 
que  caía  sobre  su  frente,  ganaba  la  canoa  con  una  agili- 
dad de  mono  y  volvía  á  temblar  de  frío,  implorando  á 
todo  pulmón  la  generosidad  del  «caballero». 

Ojeda,  ocupado  en  seguir  las  evoluciones  de  los  pe- 
queños buzos,  sintió  de  pronto  que  le  tocaban  en  un 
hombro  y  que  alguien  se  acodaba  en  la  baranda  junto 
á  él. 

—¿Pero  usted  no  ha  querido  bajar  á  tierra?... 

Maltrana  levantó  los  hombros.  ¿Para  qué?...  Habían 
salido  de  buena  mañana  algunos  vaporcitos  llenos  de 
pasajeros;  familias  mareadas  aún  por  el  balanceo  de  la 
noche  y  ávidas  de  asentar  el  pie  en  suelo  firme;  dama« 
rubias  que  soñaban  con  excursiones  al  interior  olvi- 
dando que  el  buque  sólo  iba  á  detenerse  el  tiempo  ne- 
cesario para  hacer  carbón:  unas  cuatro  horas.  Hasta  un 
señor  alemán,  que  todos  llamaban  «doktor»,  sin  saber 


LOS  ARU0NAUTA8  53 

ciertamente  el  por  qué  del  título,  le  había  preguntado, 
al  enterai^sc  por  vez  primera  de  que  Tenerife  era  isla 
española,  si  tendría  tiempo  para  presenciar  una  coiTÍda 
de  toros.  Y  Maltrana  reía  pensando  en  la  posibilidad  de 
una  corrida  imaginaria,  á  las  siete  de  la  mañana,  orga- 
nizada á  toda  prisa  para  dar  gusto  al  «doktor».  Nadie 
le  liabía  invitado  á  bajar  á  tierra,  y  él  deseaba  evitarse 
gastos.  El  amigo  Fernando  estaba  enterado  del  poco  di- 
nero con  que  emprendía  su  viaje.  En  fuerza  de  impor- 
tunar á  los  amigos  de  los  periódicos  de  Madrid,  había 
podido  conseguir  un  billete  de  favor,  un  pasaje  de  pri- 
mera clase,  pagando  lo  que  pagaban  los  de  tercera. 

— En  justicia  yo  debía  ir  abajo  comiendo  rancho,  con 
todo  ese  rebaño  de  judíos  y  cristianos,  rusos,  alemanes, 
turcos,  españoles...  y  ¡demonios  coronados!,  pues  aquí 
vienen  gentes  de  todos  los  países.  Pero  soy  lo  que  llaman 
un  pobre  de  levita,  y  alguna  vez  había  de  servir  para 
algo  bueno  la  santa  desigualdad  social,  base,  según  di- 
cen, del  orden  y  las  buenas  costumbres. 

be  contar  con  más  tiempo  para  la  visita  del  interior 
de  la  isla,  no  se  habría  quedado  en  el  buque.  ¿Pero  para 
ver  la  ciudad  y  sus  vecinos?...  Bastantes  españoles  lleva- 
ba conocidos  en  España  y  sobradas  veces  había  tenido 
que  escribir  de  los  asuntos  de  las  Canarias  sin  haberlas 
vivSto  nunca.  Ahora  sólo  le  interesaba  los  países  nuevos. 
y  Maltrana  añadió  mirando  la  isla: 

—Esto  es  la  portería  de  Europa.  Le  hallo  cierta  seme- 
janza con  los  perros  caseros  que  surgen  al  paso  de  los 
que  salen  y  los  que  entran.  Cuando  creemos  estar  en  el 
Océano  sin  límites  aparece  la  isla  ante  el  buque  y  lo  de- 
tiene para  husmearlo.  Al  que  se  va  le  dice:  «Anda  con 
Dios,  hijo,  y  no  vuelvas  por  aquí  si  no  traes  dinero. 
Antes  que  te  parta  un  rayo.»  Y  al  americano  que  viene 
lo  saluda  con  amabilidad  de  portera:  «Bien  venido  sea 
usted  á  la  casa  de  su  abuelita  si  trae  plata  que  gastar...» 
No  me  interesa  esta  tierra,  que  es  como  el  rabo  de  un 
mundo  que  dejamos  iHrás.  Denec)  verme  cuanto  nntes  on 
el  otro  hemisferio^  á  ver  cómo  pinta  por  .allá  la  suerte. 
Soy  lo  mismo  que  esos  enfermos  que  van  de  balneario 
en  balneario,  siempre  con  la  esperanza  de  que  en  el 
próximo  les  espera  la  salud. 


54  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

Todos  en  el  buque  deseaban  llegar  al  término  del 
viaje.  Maltrana  veía  un  signo  de  impaciencia  en  la  ra- 
pidez con  que  los  pasajeros  cambiaban  de  vestido,  cre- 
yendo haber  avanzado  considerablemente,  cuando  aun 
estaban  cerca  de  Europa.  Todavía  era  invierno,  pero 
muchos,  ilusionados  por  la  marcha  hacia  el  Sur,  habían 
creído  oportuno  al  tocar  en  Tenerife  subir  á  cubierta 
con  trajes  de  verano,  gorras  blancas  ó  sombreros  de  paja. 
Las  señoras,  que  en  los  días  anteriores  iban  por  el  buque 
con  gruesos  paletos  hombrunos,  envueltas  en  velos  como 
odaliscas,  mostraban  ahora  la  rosada  pulpa  de  su  carne 
á  través  de  los  encajes  de  las  blusas. 

— Empieza  para  nosotros  el  verano— dijo  Maltrana—, 
y  con  el  verano  las  ilusiones.  Los  que  venimos  por  vez 
primera  camino  de  América,  sentimos  el  mismo  prejui- 
cio de  los  sabios  del  tiempo  de  Colón,  que  afirmaban 
que  sólo  podía  encontrarse  oro  allí  donde  hubiese  negros 
é  hiciera  mucho  calor...  Al  sentir  que  el  sol  nos  quema 
con  más  fuerza  que  en  Europa,  creemos  estar  menos 
alejados  de  la  fortuna. 

Permanecieron  los  dos  amigos  largo  rato  en  silencio. 
Llegaban  hasta  ellos  las  ondulaciones  del  gentío  al  abrir 
círculo  en  torno  de  los  vendedores  que  exhibían  nuevas 
mercaderías.  Ojeda  se  sintió  molestado  por  esta  confu- 
sión de  gritos  y  empellones.  «¿Si  nos  fuésemos  arriba?...» 
Y  por  una  de  las  escaleras  que  arrancaban  de  la  cubierta 
de  paseo,  subieron  al  último  piso  del  buque,  llamado  en 
el  lenguaje  de  á  bordo  «cubierta  de  botes». 

Nadie.  Los  ojos,  habituados  á  la  suavidad  de  los  ta- 
biques blancos  del  piso  inferior,  á  su  penumbra  ligera- 
mente azul,  que  le  daba  el  aspecto  de  un  paseo  conven- 
tual, parpadeaban  por  exceso  de  luz  en  la  cubierta  de 
arriba,  donde  vastos  espacios  quedaban  á  cielo  libre, 
caldeándose  las  tablas  bajo  el  fulgor  solar.  Algunos  tol- 
dos extendían  sombras  rectangulares  y  negruzcas  sobre 
el  suelo  amarillento. 

Por  primera  vez  subía  Ojeda  á  esta  cubierta.  El  frío 
les  había  retenido  á  todos  abajo  en  íoi^  días  anteriores. 
Sólo  Maltrana,  inquieto  y  curioso  jx^r  Jas  novedades  de 
Ja  navegación,  había  ido  de  un  lado  á  otro,  desde  el 
puente  del  capitán  á  los  profundos  sollados,  iniciando 


LOS  ARGONAUTAS  55 

conversaciones,  lo  mismo  en  las  salas  de  los  pasajeros 
de  primera  clase  que  en  los  departamentos  de  proa  y 
popa,  donde  se  hacinaban  los  emigrantes. 

—Me  gusta  esta  cubierta—dijo  con  entusiasmo— por- 
que es  el  único  lugar  donde  uno  se  entera  de  que  va  en 
un  buque.  Abajo,  salones,  comedores,  majestuosas  esca- 
leras, camareros  de  corbata  blanca,  pasillos  con  habita- 
ciones numeradas;  un  verdadero  hotel.  A  no  ser  que  el 
piso  se  mueve  de  vez  en  cuando,  creería  uno  vivir  en  un 
balneario  de  moda.  Hay  que  levantarse  del  asiento,  dar 
un  paseo  y  asomarse  á  la  barandilla  para  convencerse  de 
que  se  está  en  el  mar.  Aquí  no:  aquí  se  siente  uno  mari- 
no; puede  abarcarse  por  entero  el  redondel  del  Océano, 
que  no  termina  nunca  y  en  el  que  siempre  ocupamos 
el  centro  por  más  que  avancemos.  Mire  usted,  Ojeda,  qué 
cosas  tan  majestuosas  lleva  en  su  cabeza  el  amigo  Goethe. 
Y  con  el  orgullo  de  un  descubridor  iba  mostrando 
las  maravillas  de  esta  cubierta,  por  la  que  había  paseado 
en  los  días  anteriores,  cuando  el  mar  era  de  un  tono  lí- 
vido, el  cielo  plomizo  y  un  viento  cortante  soplaba  de 
proa  á  popa. 

—Fíjese  usted  en  la  chimenea;  esa  torre  amarilla  y 
enorme  que  vista  de  cerca  casi  da  miedo.  jEl  dinero  que 
expele  convertido  en  humo!  Tiene  algo  de  campanario, 
y  abajo,  en  lo  más  profundo  del  buque,  está  el  templo, 
el  santuario  del  fuego,  con  sus  altares  inflamados  que 
producen  el  vapor.  ¿Eh?  ¿qué  le  parece  la  imagen?  Se  la 
brindo  para  unos  versos...  Y  con  ser  tan  robusta  la  chi- 
menea, mire  como  está  aprisionada  y  sostenida  por  va- 
rios tirantes  para  que  no  la  tumbe  el  viento.  Vea  usted 
esos  cuatro  ventiladores  que  la  rodean  como  si  fuesen 
su  pollada:  cuatro  trombones  amarillos  con  la  boca  pin- 
tada de  rojo,  por  los  que  podríamos  colarnos  los  dos  á  la 
vez.  Llevan  el  aire  á  las  profundidades  de  las  máquinas 
y  los  hornos.  Digamos  que  son  las  ojivas  que  ventilan 
esta  catedral  de  acero  y  hulla. 

Luego,  echando  la  cabeza  atrás,  remontaba  su  mira- 
da hasta  lo  alto  de  los  dos  mástiles  del  buque. 

—¿Distingue  usted  cuatro  hilos  que  sujetos  á  dos  tras- 
tes van  de  un  palo  á  otro?  Parecen  un  cordaje  de  guita- 
rra y  son  la  red  de  la  telegrafía  radiográfica.  Los  hilos 


56  V.    BLAíSCO   IBÁÑEZ 

bajan  á  la  casilla  del  telegrafista,  y  si  se  acerca  usted 
oirá  un  chirrido  semejante  al  de  los  huevos  en  aceite: 
algo  así  como  si  el  empleado  friese  los  despachos  antes 
de  servirlos  al  público...  Y  todas  esas  cajas  enormes  de 
cristales  deslustrados,  esas  cúpulas  alambradas,  son  cla- 
raboyas que  dan  luz  á  salones  y  escaleras.  Vistas  de 
abajo  brillan  con  dibujos  de  colores  mosaicos  complica- 
dos, escudos  de  naciones,  y  aquí  arriba  parecen  estufas 
opacas  como  las  de  los  invernáculos...  Esta  cubierta  tie- 
ne sus  habitantes;  es  un  pueblo  aparte,  el  barrio  alto,  la 
Acrópolis,  donde  viven  los  Arcontes  que  dirigen  nuestra 
república  movible.  Mire  usted  á  proa  esa  manzana  de 
camarotes,  con  paredes  blancas  y  zócalos  grises.  Allí 
están  las  viviendas  del  soberano  comandante  y  sus  mi- 
nistros los  oficiales.  En  torno  de  ellos  los  camarotes  de 
la  gente  rica,  la  aristocracia,  que  busca  siempre  la  som- 
bra de  la  autoridad.  Sobre  el  techo,  un  pequeño  pasco, 
la  última  toldilla  del  buque:  en  la  parte  delantera,  el 
puente,  algo  así  como  el  ministerio  del  Interior,  donde 
se  vigila  día  y  noche  por  el  mantenimiento  del  orden: 
cerca  de  él  la  oficina  telegráfica,  ó  sea  el  ministerio  de 
Relaciones  Exteriores.  Insubordínese  usted,  y  sonará  un 
pito  en  el  puente,  que  haga  surgir  por  una  escotilla,  como 
diablos  de  teatro,  cuatro  rubios  forzudos  con  anclas  azu- 
les tatuadas  en  los  biceps,  que  le  lleven  á  dormir  en  la 
barra...  Que  un  peligro  amenace  la  estabilidad  de  nues- 
tro pequeño  Estado,  y  el  Poder  Ejecutivo  lanzará  una 
circular  eléctrica  á  las  otras  potencias  que  navegan  in- 
visibles, reclamando  su  pronta  intervención. 

Maltrana  volvió  los  ojos  hacia  la  popa,  más  allá  de 
la  chimenea  y  los  ventiladores  de  las  máquinas. 

—Allí  tiene  la  Acrópolis  otra  manzana  de  viviendas, 
])cro  sólo  la  habitan  gentes  ordinarias:  algo  así  como  las 
chozas  villanescas  que  se  alzaban  lo  mismo  que  verrugas 
ante  las  puertas  de  los  castillos.  Es  nuestra  Dirección 
General  de  Higiene:  los  lavaderos,  el  taller  de  plancha- 
do y  el  gimnasio  con  un  sinnúmero  de  aparatos  movidos 
por  la  electricidad,  invenciones  diabólica f5  que  le  estiran 
A  usted,  le  encogen,  le  rascan  la  espalda  y  le  cosquillean 
como  un  rosario  de  hormigas. 

—¡Cosa  de  ver  el  lavadero,  amigo  O jeda!— continuó 


LOS  ARGONAUTAS  bl 

iras  una  pausa—.  ¡Lástima  que  esté  ahora  cerrado!  Hay 
unas  máquinas  con  cilindros,  lo  mismo  <^ue  rotativas  de 
periódicos;  sólo  que  en  vez  de  largar  pliegos  impresos, 
sueltan  camisas,  sueltan  pantalones,  sueltan  sábanas, 
montañas  de  ropa  blanca  como  sólo  se  verían  si  desalo- 
jasen de  golpe  toda  una  calle  de  tiendas...  El  planchado 
aun  es  más  interesante.  Imagínese  tres  mozas  rubias  y 
metidas  en  carnes,  la  falda  corta,  y  sobre  ella  una  blusa 
larga  rayada  que  deja  al  descubierto  los  brazos  de  blan- 
cura germánica  y  una  pechuga  á  lo  Rubens.  Ayer  pasé 
con  ellas  la  tarde,  viendo  cómo  sudaban  las  pobrecitas 
dándole  á  las  planchas  eléctricas,  y  cómo  reían  al  oirme 
hablar  horas  enteras  sin  entender  una  palabra.  Les  lar- 
gaba dicharachos  de  los  nuestros  con  algún  que  otro  pe- 
llizco para  apreciar  la  dureza  de  sus  blusas.  ¡Cuestión 
de  pasar  el  rato!  Y  ellas  abrían  los  ojos  y  se  sonrojaban 
diciendo  la,..  la...  Le  he  de  llevar  á  usted  mañana 
cuando  no  nos  vean.  Yo  le  presentaré:  no  tenga  usted 
miedo.  ¡Si  soy  lo  más  amigo!... 

Luego  Isidro  se  fijó  en  los  costados  de  la  cubierta, 
donde  estaban  pendientes  de  sus  pescantes  de  acero  dos 
filas  de  botes. 

—Hermosas  balleneras  de  madera  pulida  y  lustrosa 
como  el  piso  de  un  salón.  FJn  cada  una  de  ellas  podemos 
metemos  cincuenta  personas:  y  el  mástil,  la  vela,  los 
remos,  todo  lo  necesario  está  guardado  en  su  vientre, 
bajo  la  caperuza  de  lona  que  lo  cubre.  Cuando  nos  acer- 
quemos al  término  del  viaje  descansarán  dentro  del  bu- 
que amarradas  entre  esas  cuñas  que  hay  en  el  suelo; 
pero  durante  la  navegación  van  suspendidas  afuera, 
prontas  á  ser  echadas  al  agua  en  caso  de  peligro...  ¿Y  esc 
bosque  de  trombones  amarillos  con  boca  roja  que  surge 
por  todos  lados,  como  gargantas  de  dragón?  Son  tentá- 
culos que  el  vientre  del  buque  echa  en  el  espacio  para 
cazar  oxígeno;  trompas  de  acero  que  con  el  impulso  de 
la  marcha  van  chupando  vida...  No  extrañe,  Ojeda,  que 
me  ponga  lírico.  Yo  no  he  viajado  como  usted.  Todo  es 
nuevo  para  este  pobrete,  que  pasó  .su  vida  rodando  por 
casas  de  huéspedea  de  las  más  Iva  ratas;  y  en  cuanto  á 
buques,  no  ha  visto  otros  que  las  barquillas  del  estan- 
que del  Retiro...  Y  esto  es  grande;  ¡muy  grande! 


58  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

Calló  un  instante,  como  si  concentrase  su  pensamien- 
to para  apreciar  mejor  tanta  grandeza,  y  luego  continuó: 
—Lo  que  nos  rodea  aun  es  más  enorme.  Se  sabe  por 
los  libros  que  el  mar  es  inmenso;  pei^o  la  inmensidad  en 
]a  lectura  no  es  más  que  una  palabra.  Hay  que  colocar- 
se en  ella,  sentir  el  extravío  de  la  imaginación  ante 
el  espacio  sin  límites,  hacer  comparaciones...  Ayerme 
paseaba  yo  por  el  buque.  Para  recorrer  la  cubierta  de 
abajo,  que  sólo  ocupa  el  centro,  necesitaba  doscientos 
pasos:  unas  cuantas  vueltas  y  se  siente  uno  fatigado 
como  después  de  una  marcha.  Grandes  salones,  un  cafe 
igual  á  los  de  las  ciudades,  comedores  en  los  que  caben 
cientos  de  personas,  largos  y  complicados  pasillos  lo 
mismo  que  en  los  hoteles,  dormitorios  de  alta  numera- 
ción, almacenes,  músicas,  y  la  gente  formando  clases 
separadas,  estableciendo  divisiones  sociales,  lo  mismo 
que  si  estuviéramos  en  tierra.  ;Qué  grande!  ¡todo  que 
grande!...  Y  esto  mirando  solamente  los  barrios  privile- 
giados, el  castillo  central  del  buque,  con  sus  recovecos, 
escaleras,  baños,  gabinetes  de  aseo  y  tubos  de  calor  y 
de  frío.  La  blancura  de  la  luz  eléctrica  surgiendo  en 
todo  rincón  donde  puede  aglomerarse  un  poco  de  som- 
bra: el  agua  manando  de  los  grifos  cada  tres  metros, 
para  una  minuciosa  limpieza;  las  alfombras  mullidas 
amortiguando  los  pasos;  un  olor  higiénico  de  droguería 
esparciendo  perfumes  desinfectantes  allí  donde  las  tris- 
tes necesidades  humanas  se  desembarazan  de  su  sucie- 
dad. Esto  es  un  palacio  encantado. 

Siguió  Isidro  la  descripción  del  buque.  Había  que 
contar  además  los  barrios  populares  de  proa  y  de  popa: 
Jas  aglomeraciones  de  emigrantes  que  comen  y  beben  tal 
vez  con  más  abundancia  que  en  su  tierra,  y  cantan  y 
sueñan  porque  van  hacia  la  esperanza.  Y  bajo  de  ellos, 
máquinas  que  encadenan  las  fuerzas  misteriosas  y  ma- 
lignas; almacenes  de  víveres  como  los  de  una  ciudad 
que  se  prepara  á  ser  sitiada;  depósitos  de  mercaderías, 
fardos  de  telas,  maquinarias  agrícolas,  artículos  de 
construcción,  riquezas  de  la  moda;  todo  lo  que  necesi- 
tan ]úH  pueblos  jóvenes  paní  el  desarrollo  de  su  adelanto 
Ncíftigmoso.  Y  esta  grandeza  de  hotel  monstruo,  de  tn- 
raván-serrallo,  de  pueblo  flotante,  infundía  á  todos  los 


LOS  ARGONAUTAS  59 

pa&ajeros  un  sentimiento  de  seguridad,  como  si  estuvie- 
ran en  tierra  ñrme.  ¿Quién  podría  destruir  los  gruesos 
muros  de  acero,  las  ventanas  sólidas,  los  muebles  pe- 
sados, las  maquinarias  de  arrolladorcs  latidos?  Nada 
importaba  que  el  suelo  se  moviese;  esto  no  podía  dismi- 
nuir su  confianza:  era  \xn  incidente  nada  más.  Vivían 
de  espaldas  al  Océano  y  sólo  tenían  ojos  para  los  gran- 
des inventos  de  los  hombres.  Todos  acababan  por  olvi- 
dar el  abismo  que  estaba  debajo  de  sus  pies  y  hacían  la 
misma  vida  que  en  tierra.  Únicamente  cuando  en  sus 
paseos  llegaban  á  la  proa  ó  la  popa  y  se  encontraban  con 
el  mar  inmenso,  sentían  la  impresión  del  que  despierta 
tendido  junto  á  un  precipicio.  ¡Nada!  nada  más  que  un 
azul  intenso  hasta  la  raya  del  horizonte,  y  un  azul  má>s 
claro  en  el  cielo.  Algunas  veces,  allá  en  el  fondo,  un 
punto  negro  casi  imperceptible,  un  jironcito  tenue  de 
vapor,  un  buque  igual  al  otro,  tal  vez  más  grande... 

— Y  sin  embargo — continuó  Maitrana — ,  con  menos 
valor  que  una  hormiga  en  medio  de  las  llanuras  de  la 
Mancha...  Las  máquinas,  los  salones,  las  murallas  de 
acero,  nada,  absolutamente  nada  ante  la  inmensidad 
del  majestuoso  azul.  Un  simple  bufido  suyo,  y  se  nos 
sorbe...  Y  para  evitarnos  esta  mala  impresión,  cesamos 
de  mirar  el  Océano  y  nos  metemos  buque  adentro  á  oír 
música  en  los  salones,  á  tomar  cerveza  en  el  café,  á  es- 
cuchar chismorreos  de  los  que  parece  que  depende  la 
suerte  del  mundo.  ¡Qué  animal  tan  interesante  el  hom- 
bre, amigo  Ojeda!...  Como  bestia  de  razón,  conoce  la 
enormidad  del  peligro  mejor  que  las  otras  bestias;  pero 
vive  alegre  porque  dispone  del  olvido,  y  tiene  además  la 
certeza  de  que  existe  una  Providencia  sin  otra  ocupación 
que  velar  por  él. 

Contemplando  otra  vez  las  enormes  proporciones  del 
buque,  parecía  arrepentirse  de  sus  palabras. 

—A  pesar  de  la  grandeza  del  mar,  esto  también  es 
grande.  Nuestras  apreciaciones  son  siempre  relativas: 
nunc^  nos  falta  un  motivo  de  comparación  con  algo  ma- 
yor para  humillar  nuestra  Hoberbiíi.  Tai  tierra  os  grande, 
y  los  liombreí^,  para  perpetuar  bu  recuerdo  <le  ella,  llevan 
miles  de  años  degoUándoBe,  inventando  nuevas  maneras 
de  entenderse  con  los  dioses,  ó  escribiendo  en  tablas, 


60  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

pergaminos  y  papeles,  para  que  su  nombre  quede  con 
unas  cuantas  líneas  en  el  libraco  que  llaman  Historia,.. 
Y  la  tal  tienda  es  en  el  mar  del  espacio  menos,  mucho 
menos  que  el  Goethe  en  medio  del  Océano:  menos  que 
un  grano  de  carbón  perdido  en  las  tres  mil  toneladas 
de  hulla  que  pasan  por  sus  carboneras.  Más  allá  del 
forro  de  la  atmósfera  nos  ignoran,  no  existimos.  Y  plane- 
tas cien  veces,  mil  veces  más  grandes  que  la  tierra,  son 
ante  la  inmensidad  una  porquería  como  nosotros:  y  el 
padre  sol  que  nos  mantiene  tirantes  de  la  rienda,  y  al 
que  bastaría  un  leve  avance  de  su  coram  vóbis  de  fuego 
para  hacernos  cenizas,  no  es  más  que  un  pobre  diablo, 
uno  de  tantos  bohemios  de  la  inmensidad  que  á  su  vez 
contempla  otro  planeta  que  es  su  señor...  Y  así  hasta  no 
acabar  nunca. 

Calló  Isidro  unos  instantes  como  si  reflexionase  y 
luego  añadió: 

— Pero  todo  es  igualmente  relativo  si  miramos  hacia 
abajo.  A  este  Goethe  se  lo  puede  tragar  una  tempestad, 
conforme;  pero  con  su  panza  de  acero  y  su  triple  quilla, 
es  como  una  isla  en  medio  de  estos  mares,  que  hace  me- 
nos de  un  siglo  se  llevaban  lo  mismo  que  plumas  á  las 
fragatas  y  bergantines  en  que  fueron  á  América  los 
ascendientes  de  los  millonarios  actuales.  El  buen  Pinzón, 
arreglador  de  las  famosas  carabelas,  se  santiguaría  con 
un  asombro  de  marino  devoto  si  resucitase  en  este  buque 
y  viese  sus  brujerías.  Y  él  y  los  grandes  navegantes  de 
su  tiempo,  que  avanzaron  con  los  ojos  en  la  brújula,  se 
rieron  tal  vez  de  los  nautas  fenicios,  griegos  y  cartagi- 
neses, que  no  osaban  perder  de  vista  las  montañas.  Y 
éstos,  á  su  vez,  debieron  mirar  con  lástima  á  los  hom- 
bi*es  desnudos  y  negros  que  en  las  costas  africanas  salían 
al  encuentro  de  sus  trirremes  sobre  canoas  de  cueros  ó 
de  cortezas.  Y  el  primero  que  á  fuerza  de  hacha  y  de 
fuego  vació  el  tronco  de  un  árbol  y  se  echó  al  agua  en 
él,  fué  un  semidiós  para  los  infelices  que  habían  de  pasar 
ríos  y  estuarios  nadando  como  anguilas...  Miremos  siem- 
pre, abajo,  amigo  Ojeda,  par.»  tranquilidad  nuestra,  y 
digamos  que  el  Goethe  es  un  gran  buque,  y  que  en  él  se 
vive  perfectamente.  Entendamos  la  existencia  como  una 
respetable  señora  que  anoche,  cuando  más  se  movía  el 


LO.S  AROONAÜTA^Í  61 

l)uque,  y  en  esta  última  cubierta  había  una  obscuridad 
que  metía  miedo,  cbiilaudo  el  viento  como  mil  legiones 
de  demonios,  se  escandalizaba  de  que  mucüois  hombres 
fuesen  al  comedor  ^m  smoking  y  las  artií>tas  alemanas 
fumasen  cigarrillos  en  el  invernáculo. 

Ojeda  se  complacía  en  escuchar  la  facundia  exube- 
rante de  su  amigo.  Las  novedades  de  aquella  vida  marí- 
tima infundíanle  una  movilidad  infatigable. 

—Es  usted  el  duende  del  buque— dijo— .  En  dos  días 
lo  ha  corrido  por  completo,  y  no  hay  rincón  que  no  co- 
nozca ni  secreto  que  se  le  escape. 

Maltrana  se  excusó  modestamente.  Aun  le  faltaba 
ver  mucho,  pero  acabaría  por  enterarse  de  todo:  luengos 
días  de  navegación  quedaban  por  delante.  En  cuanto  á 
los  pasajeros,  pocos  había  que  él  no  conociese.  Luchaba 
en  algunos  con  la  falta  de  medios  de  expresión:  ciertas 
mujeres  sólo  hablaban  alemán,  pero  en  fuerza  de  son- 
risas y  manotees,  él  acabaría  por  hacerse  comprender. 
De  los  que  podían  entenderle  en  español  ó  francés  (que 
eran  la  mayor  parte)  se  tenía  por  amigo,  pero  amigo 
íntimo.  Y  Ojeda  sonrió  al  oirle  hablar  con  entusiasmo 
de  esta  intimidad  que  databa  de  tres  días. 

—Conozco  el  buque  mejor  que  la  casa  de  doña  Mar- 
garita, mi  patrona,  donde  he  vivido  ocho  años.  Puedo 
describirlo  sin  miedo  á  equivocarme.  Este  hotel  movible 
tiene  diez  pisos.  Los  tres  últimos,  los  más  profundos, 
están  cerrados.  Son  las  bodegas  de  transporte,  donde  se 
amontonan  fardos  voluminosos,  pedazos  de  maquinaria 
metidos  en  cajones  que  bajan  las  grúas  por  las  escotillas 
y  se  alinean  como  los  libros  de  una  biblioteca.  Todas 
estas  mercaderías  ocupan  dos  secciones  del  buque  á  proa 
y  á  popa,  y  en  medio  se  halla  el  departamento  de  má- 
quinas. La  luz  eléctrica  se  encarga  de  iluminar  este 
mundo,  que  puede  llamarse  submarino,  pues  está  más 
abajo  de  la  línea  de  flotación:  los  ventiladores  que  re- 
montan sus  bocas  hasta  aquí,  son  sus  pulmones...  Luego 
viene  lo  que  llaman  cubierta  principal,  con  los  dormito- 
rios de  la  gente  de  tercera;  á  proa  unos  cuatrocientos,  á 
popa  muchos  más;  y  entre  ellos  los  almacenes  de  ropa 
del  servicio  del  buque  y  los  depósitos  de  equipajes,  la  cá- 
mara fuerte  para  guardar  paquetes  y  muestras,  los  cama- 


()2  V.    BLASCO   IBANTOZ 

T<>(os  del  V)ajo  personal,  Uxs  cámaras  frigoríñeafí,  que  son 
enormes  y  guardan  gran  parte  de  nuestra  alimentación, 
y  el  depósito  de  la  corre^^pondencia,  un  almacén  repleto 
de  sacos  que  contienen...  ¡quién  puede  saberlo!  notician 
de  vida  y  de  muerte—como  diría  usted  en  sus  versos—, 
riquezas,  juramentos  de  amor,  el  alma  de  todo  un  conti- 
nente que  va  al  encuentro  del  otro... 

Se  detuvo  un  momento  para  añadir  con  expresión  de 
misterio: 

— Y  además  hay  el  cuarto  del  tesoro.  Ahí  no  he  entra- 
do yo,  amigo  Ojeda.  Es  un  cuarto  blindado  en  el  que  no 
penetra  ni  el  comandante.  Un  oficial  responsable  guarda 
la  llave.  Pero  he  estado  en  la  puerta  y  le  confieso  que 
sentía  cierta  emoción.  ¿Sabe  usted  cuánto  dinero  lleva- 
mos bajo  de  nuestros  pies?  Quince  millones;  pero  no  en 
papelotes,  sino  en  oro  acuñado  y  reluciente,  en  libras 
esterlinas  y  monedas  de  veinte  marcos.  Los  embarcaron 
en  dos  remesas  en  Hamburgo  y  Southampton:  es  dinero 
que  los  bancos  de  Europa  envían  á  los  de  la  Argentina 
para  hacer  préstamos  á  los  agricultores,  ahora  que  se 
preparan  á  recoger  las  cosechas.  Y  en  todos  los  viajes 
de  ida  ó  vuelta  nunca  va  de  vacío  el  tal  tesoro.  Me  han 
contado  que  los  millones  están  en  cajas  de  acero  forra- 
das de  madera  y  con  precintos;  de  lo  más  monas:  quince 
kilos  cada  una;  ochenta  mil  libras  apiladitas  en  el  inte- 
rior... Diga,  Fernando,  ¿no  le  tienta  á  usted  esta  vecin- 
dad? ¿no  le  conmueve? 

Ojeda  hizo  un  movimiento  de  hombros,  como  para 
indicar  lo  inútil  de  una  respuesta. 

—Con  mucho  menos  que  tuviéramos— continuó  Mal- 
trana — ,  usted  no  se  vería  obligado  á  meterse  en  aven- 
turas de  colonización  y  yo  viviría  hecho  un  personaje, 
¡lastima  que  no  estemos  en  los  tiempos  heroicos  y  ro- 
mánticos, cuando  lord  Byron  y  Espronceda  cantaban  el 
pirata!  Sublevábamos  usted  y  yo  á  la  gente  de  tercera, 
echábamos  al  mar  al  capitán  y  todos  los  tripulantes, 
desembarcábamos  en  una  isla  á  los  pasajeros  serios,  des- 
tapábamos los  miles  de  botellas  y  toneles  que  hay  en  los 
almacenes  y  nos  íbaiuos...  ya  se  vería  adonde,  con  todas 
las  mozas  rubias  polacas  y  vienesas  de  la  compañía  de 
opereta  que  viene  abajo.  Por  supuesto  que  usted  y  yo 


L08  ARfíONAlTTAS  i^?4 

dormiríamos  en  ol  cuarto  del  tesoro  sobro  esas  cajas  in- 
teresantes.  ¿Qué  le  parece  la  idea?... 

-  Hombre,  me  gusta-  dijo  Feniancio  riendo  —.  Eíí  todo 
uu  programa;  reflexionaré  sobre  ello. 

— Pero  los  tiempos  presentes  no  son  de  acciones  gran- 
des—añadió Maltrana— ,  y  los  héroes  tienen  que  expa- 
triarse,  para  remover  terrones  ó  lustrar  zapatos,  al  otro 
lado  del  Océano...  No  pensemos  en  ser  superhombres 
gloriosos;  seamos  mediocres  y  continuemos  nuestra  des- 
cripción... Sobre  la  cubierta  principal  está  la  que  llaman 
cubierta  superior.  En  la  proa  y  la  popa  alojamientos  de 
marineros,  hospitales,  almacenes  de  útiles  de  navega- 
ción, cocinas  para  los  emigrantes,  y  entre  ambos  extre- 
mos camarotes  y  más  camarotes  para  la  gente  de  pri- 
mera clase,  peluquerías,  baños  y  gabinetes  de  aseo  por 
todos  lados.  Y  aquí  termina  el  verdadero  casco  del  bu- 
que, lo  que  puede  llamarse  el  vaso  navegante,  la  cons- 
trucción igual  y  uniforme  de  una  punta  á  otra,  sin  des- 
igualdades en  la  cubierta. 

Quedó  perplejo  Isidro,  como  si  le  ocurriese  un  pensa- 
miento nuevo. 

— No  sé  si  habrá  notado  lo  que  yo,  amigo  Ojeda;  pero 
apenas  subí  á  este  trasatlántico  me  fijé  en  una  particu- 
laridad, tal  vez  por  mi  desconocimiento  de  la  navega- 
ción actual  y  por  la  costumbre  de  ver  barcos  antiguos 
en  los  libros.  En  otros  tiempos,  cuando  se  navegaba  ba- 
tallando, el  hombre  colocó  torres  en  los  dos  extremos  de 
la  nave  y  quedaron  establecidos  los  castillos  de  proa  y 
de  popa.  En  el  de  delante  iban  los  combatientes;  en  el 
centro,  bajo  é  indefenso,  la  chusma;  en  la  popa  el  jefe  y 
su  séquito.  Al  venir  tiempos  de  paz  y  seguridad,  los 
progresos  de  la  arquitectura  naval  fueron  rebajando  los 
castillos  esculpidos  como  altares,  con  mascarones,  trito- 
nes y  ondinas;  pero  la  popa  continuó  siendo  el  lugar  de 
honor,  el  aposento  de  los  privilegiados.  Y  tal  es  la  fuerza 
de  la  rutina,  que  hasta  hace  pocos  años  en  los  buques 
de  vapor  el  sitio  de  preferencia  era  la  popa,  sobre  la  hé- 
lice que  lo  hace  temblar  todo  y  donde  es  más  violento  el 
balanceo.  Sólo  ayer,  como  quien  dice,  se  han  enterado 
de  que  en  una  nave  en  movimiento  el  punto  medio  es  el 
que  menos  oscila,  y  los  antiguos  castillos  de  proa  y  de 


64  V.    BLA,S<íO   IBÁÑRZ 

}>opa  se  han  corrido  uno  hacia  otro,  junt/indose  en  el 
centro,  que  es  para  el  pa.sa.jero  el  lugar  de  mayor  esta- 
bilidad,  Aliora  I  oh  buques  parecen  montañas  vistos  des- 
de lejo.^;  antet)  eran  monstruos  de  dos  cabeza.s  unída.s 
por  un  cuerpo  casi  ti  flor  de  agua...  Desde  lo  alto  de  esta 
cubierta  no  adivinamos  siquiera  la  existencia  de  la  popa 
y  de  la  proa,  que  están  tres  pisos  por  debajo  de  nosotros. 
El  castillo  central  es  un  mundo  aparte.  Las  gentes  viven 
en  sus  compartimentos  sin  enterarse  de  lo  que  pasa  en 
el  resto  de  la  embarcación.  Tal  vez  sea  yo  el  único  que 
salga  de  él  en  todo  el  viaje.  Los  privilegiados  encuen- 
tran satisfechas  sus  necesidades  sin  abandonar  este  ba- 
rrio lujoso,  y  ni  por  curiosidad  bajan  las  escaleras  que 
conducen  á  los  barrios  pobres...  Pero  hay  que  reconocer 
que  su  vecindario  es  sucio  y  hay  en  ellos  un  hedor  de 
rancho  agrio. 

Maltrana  hizo  un  movimiento  de  hombros,  como  in- 
dicando que  iba  á  terminar  su  descripción. 

-Lo  demás  ya  lo  conoce  usted,  pues  pertenece  al  ra- 
dio en  que  nos  movemos.  La  cubierta  llamada  de  salón, 
porque  en  el  lado  de  proa  tiene  el  salón  comedor,  y  des- 
pués de  él  los  camarotes  de  lujo,  y  las  cocinas  de  las 
gentes  de  primera,  con  la  repostería,  la  panadería,  las 
bodegas  y  frigoríficos  para  el  servicio  diario.  Yo  voy 
siempre  después  de  media  noche  á  echar  una  ojeada  á  la 
cocina.  Espectáculo  interesante  ver  cómo  sacan  el  pan 
de  los  hornos:  ;un  perfume  suculento!  Una  noche  vendrá 
usted  conmigo...  Sobre  esta  cubierta  está  la  que  llaman 
de  paseo,  con  el  salón  de  música  y  el  jardín  de  invier- 
no; más  allá  el  comedor  de  los  niños  y  los  criados  de  los 
pasajeros,  y  en  la  parte  que  mira  á  popa  el  fumoir,  ó 
mejor  para  nosotros,  «el  café»,  que  parece  uno  de  los  es- 
tablecimientos de  su  clase  en  tierra  ñrme.  Sobre  la  cu- 
bierta de  paseo  la  de  los  botes,  en  la  que  estamos  ahora, 
y  más  por  encima  esa  toldilla  que  sirve  de  techumbre 
á  los  camarotes  del  alto  personal  del  buque,  y  tiene  en 
la  parte  delantera  el  puente,  con  su  cuarto  de  derrota 
para  el  oficial  de  guardia  y  su  depósito  de  cartas  de  na- 
vegación. 

Calló  Isidro,  como  si  ya  no  encontrase  nada  que  con- 
tar, pero  luego  añadió  sonriente: 


LOS  ARGONAUTAS  66 

—Y  todavía  hay  alguien  que  vive  más  arriba  de  esta 
montaña  de  pisos:  el  muecín  del  buque,  el  vigía  ó  ser- 
viola que  va  de  noche  en  lo  que  llaman  el  «nido».  El  tal 
nido  es  esa  especie  de  pulpito  de  acero  en  el  que  sólo 
cabe  una  persona  y  que  está  adosado  al  palo  trinquete. 
De  noche,  cuando  la  campana  del  puente  marca  el  paso 
de  cada  media  hora,  el  vigía  contesta  allá  arriba  con 
otra  campana  y  grita  á  través  de  la  bocina  unas  pala- 
bras, que  en  la  obscuridad  parece  que  vienen  de  las  nu- 
bes. Es  un  bramido  en  alemán  como  los  que  suelta  el 
dragón  que  mata  Sigfrido  en  la  selva.  Anoche  me  expli- 
caron lo  que  dice  el  serviola  al  oficial  del  puente.  «Sin 
novedad;  todas  las  luces  van  encendidas.»  Las  luces  son 
las  de  posición  del  buque.  Y  si  calla,  porque  se  duerme, 
va  á  terminar  el  sueño  amarrado  á  la  barra. 

—Todo  eso  lo  sé;  yo  he  navegado  algo...— dijo  Oje- 
da — .  Pero  más  que  el  buque  me  interesa  los  que  van  en 
él.  Usted,  en  su  calidad  de  duende,  debe  conocerlos  á 
todos. 

Isidro  levantó  la  cabeza  con  orgullo.  ¡A  todos,  sí  se- 
ñor! No  había  en  el  barco  pasajero  mejor  relacionado 
que  él.  Por  las  mañanas  abordaba  á  los  primeros  que 
subían  á  la  cubierta.  «Buenos  días,  señor.  ¿Qué  tal  la 
noche?»  Había  gentes  afectuosas  que  le  contestaban  con 
agradecimiento,  entablando  amistosa  conversación,  como 
si  se  conociesen  de  larga  fecha;  otros,  recelosos  y  hura- 
ños, respondían  con  gruñidos  y  continuaban  su  paseo. 
Las  familias  argentinas  habían  acogido  al  principio  su 
desbordante  familiaridad  con  una  extrañeza  altiva.  ¡Via- 
jan tantos  aventureros  hacia  su  país!...  Pero  al  notar  que 
no  era  gringo^  sino  gallego  puro,  se  ablandaban,  mostrán- 
dose más  comunicativas,  como  si  encontrasen  algo  en  él 
que  les  hacía  recordar  á  sus  ascendientes.  Algunas  niñas 
hasta  le  habían  preguntado  si  era  amigo  del  rey  y  en 
qué  época  del  año  se  daban  los  bailes  de  corte...  Con  los 
que  no  podían  entenderlo  se  expresaba  en  fuerza  de  cor- 
tesías y  guiños,  que  provocaban  risas  comunicativas. 
Las  artistas  de  opereta  prorrumpían  al  verle  en  carcaja- 
das y  frases  incomprensibles. 

—Aunque  parezca  inmodestia,  debo  declarar  que  aquí 
he  caído  de  pie.  Soy  de  lo  más  simpático  á  estas  gentes: 


66  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

si  presentase  mi  candidatura  para  algo,  ni  uno  solo  me 
negaría  el  voto.  Todos  amigos...  ¡Y  qué  mezcla!  Vienen 
ricos  de  fortuna  indiscutible,  como  ese  doctor  y  su  in- 
mensa tribu  que  hicieron  el  viaje  con  nosotros  desde 
Madrid;  la  viuda  de  Moruzaga,  otra  argentina,  con  sus 
cinco  hijas,  unas  niñas  modositas  y  simpáticas  que  reci- 
tan monólogos  en  francés,  se  entienden  entre  ellas  en 
inglés,  y  á  veces,  por  condescendencia,  hablan  conmigo 
en  castellano;  y  con  ellos  otros  propietarios  de  menos 
brillo,  pero  igualmente  sólidos,  que  vuelven  á  sus  estan- 
cias del  interior.  ¡Gentes  interesantes  y  buenas!  Yo  las 
venero.  Si  pusieran  de  dos  en  dos  sus  vacas  y  ovejas,  de 
seguro  que  llegarían  de  aquí  á  Buenos  Aires:  si  coloca- 
sen en  fila  las  gavillas  de  trigo  que  cosechan  al  año, 
podría  formarse  con  ellas  un  cinturón  que  abarcase  el 
globo  terráqueo. 

Ojeda  acogía  con  risas  estas  hipérboles,  y  su  amigo 
pareció  amoscarse. 

—Sí  señor;  así  es,  y  no  rebajo  nada.  Da  orgullo  tener 
unos  amigos  como  estos...  Viene  también  un  archimillo- 
nario, un  gringo,  que  es  rey  no  sé  de  qué;  creo  que  del 
carbón  en  el  puerto  de  Buenos  Aires,  ó  del  lino,  ó  del 
maíz:  no  lo  recuerdo.  Los  demás  ricos  se  alejan  de  él 
porque  no  es  de  su  clase,  porque  aun  queda  memoria  de 
cuando  iba  con  zapatones  de  clavos  y  comía  polenta  en 
las  tabernas  del  muelle.  Es  un  fundador  de  dinastía;  un 
Bonaparte  que  lucha  por  hacerse  reconocer  de  las  otras 
familias  reales,  ennoblecidas  por  la  tradición.  Sus  nie- 
tos serán  gentes  distinguidas,  pero  él  paga  su  triunfo 
aguantando  murmuraciones  y  desprecios.  Me  alegro  de 
que  lo  traten  mal.  ¡Hombre  más  orgulloso!  Apenas  me 
contesta  cuando  lo  saludo;  parece  que  tenga  miedo  de 
que  le  pida  algo.  Su  mujer,  más  joven  que  él,  es  una  es- 
pecie de  cocinera  frescachona,  en  la  que  usted  segura- 
mente se  habrá  fijado.  Yo  creo  que  no  se  despoja  ni  para 
dormir  del  uniforme  de  su  riqueza:  á  las  siete  de  la  ma- 
ñana ya  está  en  la  cubierta  con  un  collar  de  perlas,  ta- 
mañas como  huevos  de  gorrión,  tan  escandalosamente 
llamativas,  que  cualquiera,  á  no  conocer  su  fortuna,  las 
creería  falsas...  Y  para  completar  la  cuadrilla  de  los 
ricos  vienen  tres  compatriotas  nuestros,  dos  de  Buenos 


LOS  ARGONAUTAS  67 

Aires  y  uno  de  Montevideo,  antiguos  tenderos  que  llevan 
cuarenta  años  en  América...  Excelentes  personas;  honra- 
dotes,  campechanos  y  un  poco  burdos.  Me  regalan  buenos 
consejos,  no  me  prestarían  cinco  duros  si  se  los  pidiese 
y  dejan  que  pague  yo  cuando  tomamos  algo.  Se  los  pre- 
sentaré un  día  de  estos.  Empiezan  invariablemente  sus 
sermones  morales  de  un  modo  que  inspira  entusiasmo. 
«Ustedes  los  periodistas,  que  son  medio  locos...»  «Usted, 
que  no  hará  nada  en  América  porque  es  hombre  de  plu- 
ma...» Y  todos  ellos  convienen  en  que  para  hacer  camino 
hay  que  haberse  educado  detrás  de  un  mostrador,  ini- 
ciándose en  el  sublime  arte  de  vender  por  cincuenta  lo 
que  vale  diez,  gastanto  sólo  dos  de  los  cuarenta  de  ga- 
nancia. 

Reflexionó  Maltrana  un  buen  rato  para  reunir  sus 
recuerdos. 

— Y  de  los  ricos  de  América  creo  haber  terminado  la 
lista.  Pero  aun  viene  gente  más  interesante.  Un  obispo 
italiano  que  viaja  á  expensas  de  una  familia  acomodada. 
Son  gentes  establecidas  de  antiguo  en  un  barrio  de  allá 
que  llaman  la  Boca.  Lo  traen  á  todo  gasto  para  ense- 
ñarlo á  sus  amigos  y  conocidos  y  decirles:  «No  crean 
que  somos  cualquiera  cosa  en  nuestro  país.  Miren  este 
Monseñor,  que  es  pariente  nuestro.»  Y  lo  rodean  con  ve- 
neración, como  si  fuese  la  bandera  de  la  familia;  lo  lle- 
van del  brazo,  «Monseñor  por  aquí»,  «Monseñor  por 
allá» ,  y  el  pobre  jornalero  eclesiástico  llegado  á  obispo 
parece  un  sonámbulo,  aturdido  por  tantos  cuidados  y 
honores.  Yo  creo  que  le  obligan  todas  las  noches  á  que 
se  ponga  la  cruz  de  oro  sobre  el  pecho  para  entrar  en  el 
comedor,  y  si  se  olvida  le  riñen...  Viene  otro  cura,  un 
abate  francés  de  barbas  luengas,  con  aire  de  marino, 
que  ha  sido  contratado  para  dar  conferencias  católicas 
en  un  teatro  de  Buenos  Aires.  Iniciativa  de  las  señoras 
argentinas  residentes  en  París,  que  desean  borrar  el 
sabor  de  impiedad  que  han  dejado  otros.  Y  también  te- 
nemos un  conferencista  de  temas  sociológicos,  que  creo 
es  italiano.  Hay  para  todos  los  gustos...  Y  cinco  ó  seis 
cocotas  francesas,  que  van  allá  por  sexta  vez  porque 
han  recibido  buenas  noticias  de  la  cosecha,  las  personas 
más  tranquilas,  calladas  y  modositas  dea  bordo;  y  todo 


68  V.   BLASCO   IBÁNEZ 

el  rebaño  de  cabras  rubias  y  locas  de  la  compañía  de 
opereta;  y  un  sinnúmero  de  comisionistas  de  modas  y 
joyería,  machos  y  hembras;  y  unas  dos  docenas  de  co- 
merciantes alemanes  establecidos  en  América,  cuadra- 
dos, bonachones,  calmosos,  pero  que  sacan  unas  uñas 
de  tigre  cuando  hablan  de  negocios...  y  judíos,  muchos 
judíos.  Según  he  leído,  en  el  primer  viaje  de  Colón  ya 
se  embarcaron  dos  en  las  carabelas,  y  desde  entonces 
no  han  cesado  de  ir.  En  el  Nuevo  Mundo  sólo  hay  pre- 
ocupaciones de  raza  para  el  negro,  y  como  nadie  se  lija 
en  ellos  pierden  el  rencor  que  inspira  la  persecución  y 
acaban  por  confundirse  con  los  demás...  A  propósito; 
también  viene  un  banquero  de  París,  un  señor  condeco- 
rado, de  barbas  rojas  y  largas,  que  usted  habrá  visto 
por  las  mañanas  en  el  paseo  con  las  piernas  envueltas 
en  una  piel  y  estudiando  mamotretos  llenos  de  cifras. 
Va  al  Brasil  por  sus  negocios.  Su  mujer  ostenta  á  todas 
horas  un  collar  enorme  de  perlas;  pero  son  menores  que 
las  de  la  esposa  del  gringo,  y  esto  hace  que  las  dos  se 
miren  con  el  rabillo  del  ojo,  apretando  los  labios... 

Vaciló  un  momento  para  reconstituir  en  su  memoria 
la  lista  de  los  ausentes. 

— Hay  también  unos  americanos  del  Norte,  en  los  que 
habrá  usted  reparado  por  el  ruido  que  mueven.  Van 
afeitados,  con  pantalones  anchos  y  un  botón  en  la  so- 
lapa, insignia  de  no  sé  qué  sociedad  de  su  país.  A  todas 
horas  destapan  champan  en  el  fumadero;  piden  la  caja 
de  cigarros,  y  meten  la  mano  para  abarcar  muchos  de 
una  vez;  cantan  á  gritos  y  son  el  tormento  de  los  músi- 
cos, pues  siempre  están  exigiendo  que  toquen:  ¡Míusic! 
¡Miiisíc!.,,  Viene  también  sola  una  dama  yanqui,  alta, 
buena  moza.  Su  marido  la  espera  en  Eío  Janeiro;  tiene 
no  sé  qué  negocios  en  el  interior  del  Brasil...  Y  varias 
muchachas  alemanas  que  van  á  casarse  en  América  sin 
conocer  á  sus  novios.  El  matrimonio,  según  parece,  se 
arregla  por  cartas  y  retratos.  El  colono  ó  el  mecáni- 
co que  llega  á  establecerse  en  los  pueblos  de  la  Argen- 
tina ó  las  selvas  brasileñas,  envía  una  carta  á  su  pue- 
blo: «Kemítanme  una  muchacha  de  estas  y  las  otras 
condiciones.  Ahí  van  tres  mil  marcos  para  ropa  y  el 
pasaje.»  Y  la  muchacha  se  embarca  sin  conocer  al  fu- 


LOS  ARGONAUTAS  69 

turo  esposo  más  que  en  busto  fotográfico;  y  su  única 
preocupación  es  que  al  verle  resulte  de  buena  estatu- 
ra... Hay  también...  Pero  aquí,  amig-o  Ojeda,  no  sé 
qué  decir. 

Pareció  dudar  Maltrana  y  al  ñn  añadió: 
-  Hay  una  señorita  que  va  con  sus  padres,  la  gentil 
Nélida,  mezcla  de  caracteres  y  sang-res  que  desorienta 
al  más  listo,  y  le  confieso  que  me  da  mucho  que  pensar. 
Su  padre  es  alemán,  su  madre  de  una  de  las  repúblicas 
del  Pacífico;  ella  nació  en  Argentina,  pero  desde  los 
nueve  años  ha  vivido  en  Berlín.  Es  esa  muchacha  que 
usted  habrá  visto  en  el  paseo,  siempre  acompañada  de 
hombres;  muy  alta,  esbelta,  con  la  falda  corta,  tan  ce- 
ñida, que  no  puede  dar  un  paso  sin  que  la  tela  moldee 
todo  su  cuerpo.  Lleva  el  pelo  cortado  en  melena  de  paje, 
lo  mismo  que  las  cupletistas...  Yo  no  he  conocido  Ivdstti 
ahora  pájaros  de  esta  especie.  Allá  en  Madrid  la  gente 
es  de  menos  complicaciones...  Tenemos  también  unos 
cuantos  muchachos  bien  trajeados,  de  vaga  nacionali- 
dad, que  hablan  con  soltura  diversos  idiomas.  No  los  he 
calado  bien.  Pueden  ser  comisionistas  de  comercio  que 
fingen  aires  de  personaje,  barones  arruinados  en  busca 
de  una  americana  rica,  ó  ladrones  elegantes  como  los 
de  las  novelas.  ¡Vaya  usted  á  saber!...  Pero  aquí  ter- 
mina mi  relato  por  ahora.  Ya  vuelve  la  gente  de  tierra. 
Vamos  abajo,  á  oir  sus  impresiones  de  Tenerife. 

En  la  cubierta  de  paseo  continuaba  la  bulliciosa  fe- 
ria. Los  pasajeros  habían  terminado  sus  compras,  y  eran 
ahora  las  camareras  del  buque  y  los  steivard  los  que 
aprovechaban  los  últimos  momentos  para  hacer  sus  ad- 
quisiciones con  mayor  baratura.  En  el  viaje  de  regreso 
el  Goethe  no  tocaba  en  Tenerife  para  hacer  carbón,  y 
olios,  con  el  pensamiento  puesto  en  Hamburgo,  compra- 
ban vistosas  telas,  pañuelos  y  manteles  para  regalarlos 
á  los  que  les  esperaban  allá. 

Maltrana  se  detuvo  junto  á  un  indostánico  que  re- 
gateaba con  una  joven.  Estaba  ella  en  el  quicio  de  una 
puerta,  temerosa  de  dejarse  ver  á  la  luz  del  sol  y  mos- 
trando al  mismo  tiempo  su  casi  desnudez,  cubierta  con 
un  simple  kimono  rosa,  que  transparentaba  el  contorno 
de  su  cuerpo.  Los  brazos  y  parte  del  pecho  delataban 


70  V.    BLASCO   IBÁSbZ 

la  frescura  de  un  baño  reciente.  Se  había  levantado 
tarde  y  acababa  de  subir  á  toda  prisa  á  la  cubierta  para 
hacer  sus  compras,  antes  de  que  se  marchasen  los  ven- 
dedores. El  hombre  cobrizo  ensalzaba  la  riqueza  de  una 
túnica  azul  con  ramajes  y  pájaros  blancos  que  ella  tenía 
entre  sus  manos. 

—Me  pide  dos  libras,  ¿qué  le  parece?— dijo  la  joven 
sonriendo  á  Maltrana,  mientras  éste  daba  con  el  codo  á 
su  compañero. 

Ojeda  adivinó  por  esta  señal  que  era  Nélida.  Ella  le 
miró  sonriente,  con  la  misma  sonrisa  que  dedicaba  á 
todos  los  hombres.  Por  primera  vez  se  fijaba  en  él.  Fer- 
nando la  vio  más  alta,  más  joven  que  Teri,  pero  con  un 
aspecto  vulgar  y  atrevido  que  le  fué  antipático.  Sólo  sus 
ojos  de  pupilas  de  ámbar,  que  tomaban  con  la  luz  un 
reñejo  de  oro,  le  recordaron  ¡ay!  los  otros.  Tal  vez  no 
eran  iguales;  pero  él  los  llevaba  abiertos  y  brillantes  en 
su  imaginación,  y  la  más  leve  semejanza  le  hacía  creer 
en  una  identidad  completa. 

— Me  quedo  con  esto— dijo  Nélida  mirando  amorosa- 
mente la  asiática  vestidura — .  Pero  no  tengo  dinero:  ha- 
brá qae  pedir  las  dos  libras  á  mamá...  ¿No  han  visto 
ustedes  á  mamá? 

Y  sin  aguardar  la  respuesta,  desapareció  escalera 
abajo  entre  el  revoloteo  de  la  tela  rosa,  semejante  á 
tenue  nube  que  transparentaba  la  firme  silueta  de  su 
cuerpo  desnudo. 

Aparecieron  en  el  paseo  los  excursionistas  llegados 
de  tierra.  Pegábanse  á  los  flancos  del  trasatlántico  las 
lanchas  de  vapor  para  devolverle  su  cargamento  huma- 
no. Las  mujeres,  llevando  grandes  ramos  de  flores,  co- 
rrían hacia  sus  camarotes  ó  charlaban  con  las  amigas 
que  se  habían  quedado  en  el  buque,  lo  mismo  que  si 
regresasen  de  una  larga  expedición.  ¡Venían  de  Es- 
paña! ¡ya  conocían  España!  Ún  país  más  que  añadir  á 
sus  relatos  de  viajes. 

Los  hombres,  con  anchos  sombreros  empolvados,  los 
gemelos  pendientes  de  un  hombro  y  empuñando  toda- 
vía el  bastón  de  paseo,  hablaban  solemnemente  de  su 
viaje.  Para  muchos  era  el  primer  suelo  que  habían  pi- 
sado después  de  su  salida  de  Hamburgo  ó  de  París.  El 


LOS  ARGONAUTAS  71 

buque  se  había  detenido  muy  poco  en  Vigo  y  en  Lisboa. 
Comentaban  á  coro  el  atraso  y  la  pereza  de  aquella  tie- 
rra. Todas  las  lecturas  antiguas  sobre  España,  todos  los 
prejuicios  y  errores  tradicionales  reaparecían  de  go]i>e 
con  sólo  un  paseo  de  dos  horas  por  una  isla  de  África. 
El  «doktor»  alemán,  que  pedía  una  corrida  de  toros  á 
las  siete  de  la  mañana,  alardeaba  de  sus  conocimientos 
hispánicos  llamando  «cuadrilleros»  á  todos  los  que  ha- 
bía encontrado  en  tierra  vistiendo  uniforme.  También 
hablaba  de  familiares  de  la  Inquisición,  recordando  á 
los  curas  gordos  y  morenos  que  salían  de  la  iglesia  en 
busca  del  casero  chocolate,  luego  de  decir  su  misa. 

Se  lamentaba  un  joven  belga,  al  que  muchos  llama- 
ban «barón»,  de  las  calles  en  cuesta  y  de  los  coches.  ¡Ni 
un  solo  automóvil!...  Las  mujeres,  asomadas  á  las  ven- 
tanas como  odaliscas. 

— Y  pensar—dijo  Ojeda  á  su  amigo— que  tal  vez  algu- 
no de  éstos  escrii)irá  un  artículo  titulado  «Mi  viaje  á 
España». 

Un  hombre  subido  de  color,  con  vistosa  corbata  y 
pantalones  recogidos  á  la  inglesa,  esforzaba  su  acento 
lento  y  meloso  para  demostrar  indignación. 

—¡No  me  diga!...  ¡Valiente  zoquete  fui  en  bajar!  Cua- 
tro veses  he  ido  á  Europa,  y  nunca  he  querido  conoser 
la  España.  Ahí  no  hay  adelantos:  ahí  no  hay  nada.  A 
raí  déme  usted  la  Inglaterra...  Ojalá  nos  hubiesen  des- 
cubierto los  ingleses.  Yo  estoy  por  lasivilisasión,  ¿sabe, 
amigo?...  Mucha  sivilisasión. 

Maltrana  sonrió  al  mismo  tiempo  que  lo  mostraba  á 
su  amigo. 

— Ese  que  habla  es  Pérez...  Pérez  de  no  sé  qué  repu- 
bliquita  de  las  que  dan  cara  al  Pacífico.  Me  han  dicho 
que  en  su  país  para  ser  algo  hay  que  probar  que  se  des- 
ciende de  ocho  abuelos  indios  y  media  docena  de  ne- 
gros. El  blanco  queda  abajo.  Desde  la  bendita  indepen- 
dencia no  han  podido  rascarse  con  tranquilidad.  Todos 
los  años  corren  á  un  presidente  y  de  vez  en  cuando 
fusilan  al  que  alcanzan  y  queman  el  cadáver  para  que 
no  deje  semilla.  «Y  yo  estoy  por  la  sivilisasión,  ¿sabe, 
amigo?...»  Vamonos  allá  para  no  oirle. 

Se  sentaron  en  el  extremo  del  paseo  que  daba  sobre 


72  V.    BLASCO   TTJÁÑEZ 

proa,  entre  las  ventanas  clel  salón  y  una  gran  vidriera, 
desde  la  cual  se  abarcaba  toda  la  parte  anterior  del  na- 
vio. En  el  castillo  de  proa  algunos  marineros  empezaban 
los  preparativos  para  levar  el  ancla.  Oficiales  y  contra- 
maestres recorrían  la  cubierta  empujando  á  los  vende- 
dores, haciéndoles  cerrar  á  toda  prisa  sus  fardos,  cor- 
tando bruscamente  la  tenacidad  de  los  últimos  regateos. 
Deslizábanse  los  paquetes  colgando  de  cuerdas  desde 
las  bordas  á  los  botes,  que  cabeceaban  en  torno  de  la 
escala.  Los  nadadores  lanzaron  sus  últimos  gritos:  «Ca- 
ballero, un  marco.  Eche  un  marco,  caballero,  que  se  va 
el  vapor.» 

— Confieso,  amigo  Ojeda — dijo  Maltrana, — ,  que  siento 
la  emoción  del  que  se  ve  ante  la  boca  negra  de  una  ca- 
verna y  se  pregunta:  «¿Qué  habrá  dentro?...»  Aquí  la 
caverna  es  azul  y  luminosa,  pero  la  inquietud  no  por 
esto  resulta  menor...  ¿Qué  voy  á  encontrar  más  allá  de 
esta  isla?  ¿Cuándo  volveremos  por  aquí?  Afortunada- 
mente contam^os  con  el  apoyo  de  la  esperanza...  la  espe- 
ranza buena  y  equitativa  para  todos,  pues  á  todos  los 
que  vamos  en  este  cascarón  nos  asiste  por  igual...  Yo 
hago  este  viaje  por  ganar  dinero,  por  el  ansia  de  saber 
qué  es  eso  de  la  riqueza;  y  no  lo  hago  sólo  por  mí.  Ten- 
go un  hijo,  y  aunque  uno  se  ría  de  ciertos  burgueses  que 
justifican  sus  malas  acciones  y  sus  latrocinios  con  la 
cualidad  de  padres  de  familia,  crea  usted  que  esto  de  la 
paternidad  nos  impulsa  á  grandes  cosas  y  nos  hace  va- 
lerosos como  héroes...  Usted  también  va  allá  por  el  ansia 
de  dinero.  Un  hombre  de  su  clase,  que  tiene  lo  que  usted 
tenía  en  Madrid  (¡yo  lo  sé  todo!)  no  cambia  de  vida  sin 
un  motivo  poderoso. 

— Yo... — dijo  Fernando  con  perplejidad — :  sí...  por  el 
dinero,  como  usted...  Y  ¡quién  sabe!  Tal  vez  por  algo 
que  no  es  la  riqueza;  por  otros  deseos  menos  explica- 
1)1  es. 

Había  reflexionado  mucho  durante  la  noche  ante- 
rior, y  ahondando  en  sus  decisiones,  encontraba  en  ellas 
motivos  inconscientes,  no  sospeclmdos  hasta  entonces, 
que  le  hacían  avanzar  con  un  empujón  tan  rudo  como 
el  deseo  de  riqueza.  Parecía  cantar  en  sus  oídos  la  poé- 
tica romanza  de  Heine,  en  la  que  describe  cómo  el  caba- 


LOS   ARGONAUTA  AS  73 

llero  Tanhauser  se  arrancó  de  los  brazos  de  Venus  por 
sólo  el  gusto  de  conocer  de  nuevo  el  dolor  humano.  «;0h 
Venus,  mi  bella  dama!  Los  vinos  exquisitos  y  los  tiernos 
besos  tienen  ahito  mi  corazón.  Siento  sed  de  sufrimien- 
tos. Hemos  bromeado  mucho,  hemos  reído  demasiado: 
las  lágrimas  me  dan  ahora  envidia,  y  es  de  espinas  y 
no  de  rosas  que  quiero  ver  coronada  mi  cabeza!...»  El 
hombre  vive  en  eterno  descontento.  Tal  vez  huya  él 
también,  como  el  poeta  amante  de  la  diosa,  por  hartura 
de  felicidad  y  sed  de  dolores. 

De  pronto,  junto  á  ellos,  rompió  á  tocar  la  banda  de 
música  una  marcha  triunfal.  El  techo  del  paseo  y  los 
gruesos  cristales  del  mirador  temblaron  con  el  rugido 
armonioso  de  los  cobres. 

—Ya  zarpa  el  buque— dijo  Maltrana  levantándose  de 
un  salto—.  Mire  usted  cómo  se  va  moviendo  la  isla. 
;Nos  vamos!  ¡nos  vamos!...  Eso  que  toca  la  música  es 
magníñco;  jamás  he  oído  nada  tan  solemne;  es  el  saludo 
á  la  esperanza,  la  gran  marcha  triunfal  de  la  ilusión. 

Y  como  poseído  de  un  irresistible  deseo  de  movilidad, 
huyó  de  su  amigo. 

¡La  esperanza!...  Ojeda,  sin  abandonar  su  asiento 
tornó  á  verse  lejos,  muy  lejos,  como  en  la  tarde  anterior. 
Estaba  en  París,  y  María  Teresa  volvía  de  una  excur- 
sión á  las  tiendas  de  modas.  Esta  vez  era  un  libro  su 
única  compra.  Lo  había  adquirido  en  los  almacenes  del 
Louvre,  entusiasmada  por  su  baratura  y  hermosa  en- 
cuademación. ¡Adorable  Teri!  ¡Siempre  mujer!  Ella,  á 
la  que  concedía  Fernando  más  talento  que  á  muchas 
hembras  literarias,  compraba  sus  libros  en  las  tiendas 
de  modas  entre  una  pieza  de  encajes  y  una  docena  de 
guantes 

Era  una  traducción  francesa  de  las  tragedias  de  Es- 
quilo. En  días  sucesivos  leyeron  con  las  cabezas  juntas, 
como  los  amantes  adúlteros  del  poema  dantesco.  «¡Qué 
hermoso! — exclamaba  ella — .  ¿Y  dices  que  esto  tiene  mi- 
les de  años?  ¡Si  es  de  lo  más  moderno!  ¡Si  parece  de 
ahora!...»  Llevada  de  su  caprichosa  imaginación,  lamen- 
tábase de  que  las  palabras  nobles  y  melancólicas  de 
Prometeo  no  fuesen  acompañadas  de  música.  «Una  mú- 
sica de  Wágner,  ¿me  entiendes?  de  nuestro  amado  don 


74  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

Ricardo...  O  mejor  de  Beethoveii;  algo  así  como  la  iVb- 
vena  Sinfonía.»  Fernando  recordaba  la  escena  que  los 
había  hecho  comulgar  á  los  dos  en  el  estremecimiento 
de  la  admiración.  Prometeo,  encadenado  á  la  roca;  y  en 
torno  de  él,  chapoteando  en  las  olas,  las  clementes  Oceá- 
nidas,  las  ninfas  del  mar  apiadadas  del  suplicio  del 
héroe.  «¿Qué  has  hecho,  desgraciado,  para  que  así  te 
castiguen  los  dioses?»  «He  enseñado  á  los  mortales  á 
que  no  piensen  en  la  muerte»,  contesta  Prometeo.  «¿Y 
cómo  lo  conseguiste?»  «Les  he  hecho  conocer  la  ciega  es- 
peranza.» 

Y  durante  millares  de  años  reinaba  sobre  el  mundo 
la  divinidad  benéfica  y  consoladora  que  el  héroe  som- 
brío había  dado  á  los  humanos,  pagando  esta  generosi- 
dad con  el  tormento  de  sus  entrañas  rasgadas  por  el 
águila,  «perro  alado  de  Zeus».  Ella  conducía  los  reba- 
ños de  hombres  en  armas;  ella  había  aleteado  ante  las 
proas  de  los  descubridores;  ella  conmovía  con  su  paso 
quedo  el  silencio  cerrado  donde  meditan  sabios  y  artis- 
tas; ella  guiaba  las  muchedumbres  ansiosas  de  bienestar 
y  amplio  emplazamiento  que  se  descuajan  de  un  hemis- 
ferio para  ir  á  replantarse  en  el  otro. 

Fernando  la  vio;  la  vio  venir  con  sus  ojos  entorna- 
dos, por  encima  del  azul  del  mar,  como  una  burbuja  de 
oro  desprendida  del  sol,  como  un  harapo  de  luz  que 
acabó  por  detenerse  sobre  el  filo  de  la  proa,  lo  mismo 
que  las  imágenes  divinas  que  adornaban  las  naves  de 
los  primeros  argonautas. 

Sus  alas  se  tendían  majestuosas  en  el  éter  como  ve- 
las cóncavas;  su  túnica  arremolinábase  atrás,  en  plie- 
gues armoniosos,  impelida  por  el  viento.  Era  igual  á  la 
Victoria  de  Samotracia,  y  lo  mismo  que  á  ella,  le  fal- 
taba la  cabeza. 

Por  esto  acabó  de  conocerla  Ojeda.  Ella  no  piensa; 
ella  no  tiene  ojos... 

Era  la  esperanza,  la  ciega  esperanza  que  con  el 
avance  de  su  torso  señalaba  al  Sur. 


III 


Después  del  almuerzo  los  pasajeros  del  Goethe  oyeron 
sonar  á  proa  la  banda  de  música,  con  la  lejanía  soño- 
lienta que  infunde  la  inmensidad  del  Océano  á  todas  las 
vibraciones. 

— Van  á  vacunar  á  los  de  tercera — dijo  Maltrana, 
siempre  enterado  de  lo  que  ocurría  en  el  buque. 

Estaban  aún  frente  á  la  isla,  costeando  sus  rugosas 
montañas,  pétreo  oleaje  de  antiguas  erupciones  llegadas 
liasta  el  mar.  Bajaban  por  las  laderas  como  ovejas  en 
tropel  blancas  viviendas,  medio  ocultas  algunas  de  ellas 
en  los  repliegues  sombreados  de  verde.  Por  encima  de 
las  cumbres  iba  pasando  la  caperuza  nevada  del  Teide 
como  una  cabeza  curiosa,  ocultándose  ó  apareciendo  se- 
gún el  buque  marchaba  cerca  ó  lejos  de  la  costa. 

Maltrana  no  podía  mantenerse  tranquilo  en  el  jar- 
dín de  invierno  mientras  tomaba  el  café  con  Fernando. 
Ocurría  á  bordo  algo  extraordinario  sin  que  él  lo  pre- 
senciase. 

—¿Le  parece  que  vayamos  á  ver  la  gente  de  tercera?  .. 
Debe  ser  interesante. 

Descendieron  las  escaleras  de  dos  pisos  y  saliendo  del 
castillo  central  viéronse  en  la  explanada  de  proa,  al  pie 
del  palo  trinquete.  Bajo  el  gran  toldo  que  sombreaba  este 
espacio  aglomerábase  el  hedor  sudoroso  de  una  muche- 
dumbre. El  médico  del  buque  y  varios  ayudantes,  todos 
con  blusas  blancas,  ocupaban  el  centro  junto  á  una  mesa 
cargada  de  botiquines.  Y  al  son  de  la  música  pasaban 
los  emigrantes  en  interminable  fila,  todos  con  un  brazo 
descubierto  que  presentaban  á  la  lanceta  del  vacuna- 
dor.  El  primer  oficial,  secundado  por  los  ayudantes  de 


76  V.  BLASCO  ibAnrz 

la  comisaría,  organizaba  el  desfile,  cuidando  de  que 
todos  después  de  arremangarse  el  brazo  presentasen  con 
Ja  otra  mano  el  papel  de  su  pasaje. 

El  acto  de  la  vacunación  era  á  la  vez  un  recuento. 
Al  partir  de  Tenerife,  última  escala  del  viejo  mundo, 
empezaba  el  gran  viaje;  nadie  había  de  entrar  en  el 
buque  hasta  América,  y  la  comisaría  necesitaba  cono- 
cer el  número  de  las  gentes  que  iban  á  bordo.  Los  ma- 
rineros recorrían  los  sollados,,  los  obscuros  pasadizos, 
las  bodegas,  hasta  los  más  apartados  rincones,  en  busca 
de  viajeros  ocultos,  empujando  á  los  fugitivos  que  pre- 
tendían evitarse  esta  operación. 

Los  oficiales  alemanes  llamaban  á  cada  momento 
para  dar  sus  órdenes  á  un  empleado  de  la  comisaría, 
hombre  grueso  y  de  bigotes  canos  que  se  expresaba  en 
distintos  idiomas,  pasando  de  uno  áotro  con  asombrosa 
facilidad.  Maltranay  él  se  saludaron  afectuosamente. 

— Ese  es  don  Carmelo — dijo  á  Ojeda — ,  un  compatrio- 
ta nuestro.  Habla  todas  las  lenguas  de  Europa;  además 
el  árabe,  y  creo  que  un  poco  el  japonés.  Y  con  toda  su 
sabiduría  aquí  le  tiene  usted  ganando  unos  cuantos  mar- 
cos, sin  otra  satisfacción  que  ostentar  una  gorra  de  uni- 
forme y  que  los  emigrantes  le  llamen  oficial.  Lo  busco 
todos  los  días  en  su  despacho,  que  está  abajo,  siempre 
con  la  luz  encendida,  y  charlamos  de  lo  que  ocurre  en 
el  buque.  ¡Qué  hombre!  Ahí  donde  le  ve,  hizo  sus  estu- 
dios en  Málaga,  él  sólito,  yendo  por  el  puerto  de  barco 
en  barco  y  diciendo  á  todo  marino  que  encontraba  abu- 
rrido: «Vamos  á  echar  un  párrafo  en  su  idioma,  com- 
pañero.» 

Mientras  hablaba  Isidro  de  la  mujer  y  los  hijos  de 
su  amigo,  andaluces  trasplantados  á  Hamburgo,  y  de 
las  escaseces  pecuniarias  de  éste,  que  le  obligaban  á 
buscar  entre  los  pasajeros  ricos  uno  que  quisiera  entre- 
tener los  ocios  de  la  travesía  estudiando  idiomas,  don 
Carmelo  gritó  con  el  acento  de  su  tierra: 

— ¡Too  Dios  con  er  papé  en  la  mano!  ¡que  se  vea  bien! 

Y  repetía  la  orden  en  italiano,  en  francés,  en  portu- 
gués y  en  árabe. 

Habían  desfilado  los  hombres,  y  eran  ahora  las  mu- 
jeres con  una  escolta  de  chiquillos  las  que  se  iban  pre- 


LOS  ARGONAUTAS  77 

sentando  á  recibir  la  vacunación.  Pasaban  ante  el  mé- 
dico brazos  membrudos  con  la  blancura  y  la  firmeza  de 
la  carne  septentrional;  brazos  grasosos  en  los  que  se 
hundían  los  dedos  de  los  operadores;  brazos  de  redondez 
ambarina,  semejantes  á  los  de  las  mujeres  de  Ticiano. 
pero  que  ostentaban  en  su  parte  alta  un  obscuro  trián- 
gulo de  roñosa  suciedad. 

Luchaban  al  destaparse  las  mujeres  con  las  mangas 
de  la  camisola  ó  de  la  gruesa  elástica,  y  en  este  forcejeo 
se  les  abría  el  pecho,  mostrando  escapularios  y  meda- 
llas sobre  las  flacideces  de  la  maternidad.  Las  hembras 
árabes,  morenas  y  huesosas,  iban  casi  desnudas  bajo 
sus  batones  rayados;  las  gruesas  napolitanas,  de  cabello 
revuelto  y  ojos  de  brasa,  devolvían  al  corpino  con  tran- 
quilo impudor  las  saltonas  exuberancias  surgidas  al 
desabrocharse;  las  castellanas  angulosas,  de  pelo  acei- 
toso y  retinto,  peinadas  como  vírgenes  prerraiaelistas, 
cubrían  prontamente  su  brazo  con  triples  forros  y  se 
alejaban  ruborizadas,  moviendo  la  corta  y  bailarinesca 
balumba  de  los  zagalejos  trasudados.  Unos  chiquillos 
berreaban  agarrándose  á  sus  madres,  trémulos  de  pavor 
al  ver  las  blusas  blancas  de  los  operadores;  otros,  con  el 
sombrero  en  el  cogote  y  mostrando  la  sonrisa  marfileña 
de  sus  dientes  de  lobo,  se  disputaban  por  quién  avanza- 
ría primero  el  brazo,  como  si  aquello  fuese  una  fiesta. 

Maltrana  explicaba  á  su  amigo  el  orden  en  que  iban 
divididos  los  emigrantes.  La  proa  era  para  «los  latinos»: 
españoles,  italianos,  portugueses,  franceses,  árabes,  ju- 
díos del  Mediodía  y  hasta  egipcios.  Nadie  podía  adivi- 
nar el  latinismo  de  estas  últimas  gentes;  pero  así  los 
había  encasillado  la  comisaría.  En  la  parte  de  popa  se 
aglomeraban  otras  naciones:  alemanes,  rusos  y  judíos, 
muchos  judíos  de  diversas  procedencias,  polacos,  galit- 
cianos,  rutenos,  moscovitas  y  balkánicos,  cocinando 
aparte  según  las  preocupaciones  y  ritos  de  su  religión, 
lios  israelitas  llevaban  carne  sacrificada  por  los  rabinos 
de  Hamburgo.  La  bulliciosa  latinidad  gozaba  el  privile- 
gio sobre  las  otras  castas  de  beber  vino  en  las  comidas 
dos  veces  por  semana  y  tomar  chocolate  al  amanecer 
otras  dos  veces,  en  vez  del  café  habitual. 

Las  lamentaciones  de  don  Carmelo    que  juraba  para 


78  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

él  solo  con  grandes  aspavientos,  interrumpieron  á  Mal- 
trana. 

—¡Mardita  sea  mi  arma!  Ya  me  extrañaba  yo  que 
hisiésemos  er  viaje  sin  sorpresas.  ¡Pero  cámara:  que  no 
haya  medio  de  librarse  de  esa  gente!... 

Cambió  algunas  palabras  en  alemán  con  el  primer 
oñcial  y  luego  gritó  á  unos  camareros  españoles  que  es- 
taban al  servicio  de  «los  latinos»: 

— A  vé  esos  güenos  mozos;  ¡tráiganlos  pa  acá! 
Avanzaron  seis  jóvenes,  con  la  cabeza  descubierta, 
las  ropas  haraposas  y  los  pies  metidos  en  zapatos  rotos 
ó  alpargatas  deshilacliadas. 

— ¿De  moo  que  no  tenéis  pasaje  y  os  habéis  metió  aquí 
de  polisones  sin  má  ni  má,  como  si  esto  juese  la  casa  é 
toos?  ¿Y  creéis  que  esto  va  á  quear  ansí?...  Tú,  ¿de  onde 
eres? 

Y  los  seis  polisones  fueron  contestando  al  interroga- 
torio de  don  Carmelo.  Uno  era  de  Tenerife  y  los  restan- 
tes procedían  de  Andalucía  y  Galicia.  Se  habían  intro- 
ducido ocultamente  en  varios  buques  que  los  echaron  en 
tierra  al  llegar  á  Canarias.  ;Y  á  buscar  de  nuevo  un  es- 
condrijo en  la  bodega  de  otro  barco!...  Así  pensaban 
llegar,  fuese  como  fuese,  adonde  se  habían  propuesto. 
Los  seis  querían  ir  á  Buenos  Aires,  y  como  bestias  hu- 
mildes, resignadas  de  antemano  á  los  golpes  que  creían 
merecer,  bajaban  las  cabezas,  contentos  con  su  desgra- 
cia si  lograban  alcanzar  el  término  del  viaje. 

Don  Carmelo  habló  en  voz  baja  con  el  primer  oficial. 

— Etá  bien  — dijo  solemnemente—.  Pero  como  aquí 

nadie  viene  sin  pasaje  y  el  buque  no  pué  retroceer  por 

vosotros,  vais  á  golveros  nadando  á  Tenerife.  La  isla 

está  ahí  cerquita. 

Y  señalaba  la  costa  que  se  veía  en  lontananza,  entre 
la  borda  del  buque  y  el  filo  del  toldo.  El  oficial  se  acari- 
ciaba impasible  la  barba  rubia  mientras  el  intérprete 
traducía  sus  órdenes.  Las  mujeres  abrían  los  ojos  con 
asombro  y  terror. 

— Que  pongan  una  escaleriya  pa  que  sartén  con  más 
faciliá — ordenó  don  Carmelo. 

Los  camareros  le  obedecieron,  colocando  una  peque- 
ña escalera  contra  la  borda,  mientras  el  intérprete  repe- 


LOS   ARGONAUTAS  79 

tía  la  orden.  «¡Al  agua,  muchachos!  E  un  remojonsito 
na  más.» 

Los  polisones  de  más  edad  seguían  con  la  cabeza 
baja,  entre  incrédulos  y  aterrados,  dudando  de  que  esta 
orden  pudiese  ser  cierta,  pero  dudando  igualmente  de 
que  todo  fuese  una  burla,  habituados  á  durezas  y  casti- 
gos en  los  buques  que  les  habían  servido  de  refugio. 
Uno  que  era  casi  un  niño  se  atrevió  á  mirar  por  encima 
de  la  borda,  apreciando  con  ojos  de  espanto  la  distancia 
enorme  que  se  extendía  entre  el  buque  y  la  costa. 

—  ¡Yo  no  quiero!...  ¡no  quiero  morir!...  ¡Yo  quiero  irá 
Buenos  Aires!  ¡Madre!...  ¡Mamita! 

Y  se  echó  al  suelo  gimiendo,  agitando  las  piernas 
para  repeler  á  los  que  se  acercasen.  Comenzaron  á  par- 
tir suspiros  y  exclamaciones  de  los  grupos  de  mujeres. 
Don  Carmelo  miró  al  primer  oficial,  que  seguía  acari- 
ciándose la  barba. 

— Güeno,  niños;  será  pa  más  tarde.  A  la  noche  os 
iréis  nadando.  Mientras  tanto  que  os  vacunen  y  luego 
comeréis...  A  ver:  unos  pantalones  viejos  pa  estos  güenos 
mozos;  no  es  caso  de  que  vayan  enseñando  las  vergüen- 
sas  al  pasaje...  Pero  queda  convenido,  ¿eh,  niños?  á  la 
noche  os  marcharéis  nadando. 

Súbitamente,  tranquilizados  \o^  polisones,  se  dejaron 
llevar  por  los  marineros,  que  los  empujaban  rudamente, 
acogiendo  este  trato  con  humildad  y  agradecimiento. 

— Hay  que  ser  enérgico — dijo  don  Carmelo  á  los  dos 
amigos,  poniendo  un  gesto  feroz — .  Si  no  juese  así,  too 
er  buque  se  llenaría  de  gente  sin  pasaje.  Cuatro  van  á 
ir  á  las  máquinas;  siempre  hasen  farta  fogoneros;  y  los 
dos  más  pequeños  ayudarán  á  la  limpiesa  de  las  cubier- 
tas. Podíamos  desembarcarlos  en  Río  Janeiro,  pero  er 
comandante  es  bueno  y  de  seguro  que  los  yevaremos 
hasta  Buenos  Aires.  Los  tunantes  van  á  salirse  con  la 
suya. 

La  música  continuaba  sonando  y  se  reanudó  el  des- 
file de  los  brazos  arremangados  ante  el  grupo  de  blusas 
blancas. 

Ojeda  estaba  impresionado  por  la  escena  anterior. 
Creía  oir  aún  los  gemidos  del  mozuelo  pataleando  en  la 
cubierta.  «¡Yo  no  quiero  morir!   ¡Yo  quiero  ir  á  Buenos 


80  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

Aires!...»  El  vagabundo  de  los  puertos  tenía  la  misma 
ilusión  que  él  y  casi  todos  los  que  habitaban  las  cubier- 
tas superiores.  Dormitando  entre  los  fardos  y  barricas 
de  un  muelle,  había  visto  también  á  la  diosa  alada  y  sin 
cabeza;  había  sentido  la  caricia  de  la  esperanza.  Y  allá 
marchaban  todos,  afrontando  la  nostalgia  del  recuerdo 
ó  las  necesidades  del  presente;  revueltos,  confundidos, 
igualados  por  la  ilusión  común...  ¡Buenos  Aires!  ¡Qué 
magia  poderosa  la  de  este  nombre,  que  hacía  correr  á 
los  miserables,  como  ratones  hambrientos,  para  ocultar- 
se en  las  entrañas  de  los  buques!... 

Se  impacientó  Maltrana  ante  la  monotonía  del  des- 
lile 

— Después  de  éstos  vacunarán  á  los  de  popa:  gente 
menos  limpia  y  presentable  que  «los  latinos»,  con  largas 
melenas  y  gabanes  de  piel  de  carnero.  Arriba  estaremos 
mejor. 

Y  subieron  á  lo  más  alto  del  buque,  á  la  cubierta  de 
los  botes,  buscando  la  sombra  de  un  toldo  y  dos  sillones 
libres  para  descansar  en  la  soledad  azul  impregnada  de 
luz.  La  mayoría  del  pasaje  prefería  quedarse  abajo  re- 
fugiada en  la  suave  penumbra  de  la  cubierta  de  paseo. 

Maltrana  saludó  á  una  señora  que  leía  tendida  en  un 
largo  sillón,  la  espalda  sobre  un  cojín,  mostrando  entre 
la  flor  nivea  y  rizada  de  su  faldamenta  el  arranque  de 
unas  piernas  enfundadas  en  seda  blanca  y  los  altos  ta- 
cones de  los  zapatos.  Fernando,  advertido  por  el  codo 
del  compañero,  se  ñjó  en  sus  cabellos,  de  un  rubio  obs- 
curo, recogidos  en  forma  de  casco;  en  sus  ojos  claros  y 
temblones  como  gotas  de  agua  marina,  que  se  elevaron 
unos  instantes  del  libro  para  mirarle  con  tranquila  fije- 
za; en  el  color  blanco  de  su  cuello,  una  blancura  de 
miga  de  pan,  ligeramente  dorada  por  el  sol  y  la  brisa 
del  mar. 

— Es  la  yanqui,  la  señora  que  come  cerca  de  nuestra 
mesa — murmuró  Isidro — .  Habla  con  poca  gente;  apenas 
se  saluda  con  algunas  viejas  de  á  bordo;  rehuye  el  trato 
de  los  demás.  Yo  soy  el  único  hombre  con  quien  cambia 
el  saludo,  pero  cuando  intento  hablarla  finge  que  no  me 
entiende...  Y  sin  embargo  adivino  en  ella  un  carácter 
alegre  y  varonil;  debe  ser  un  agradable  compañero;  no 


LOS  ARGONAUTAS  '  81 

hay  más  que  ver  con  qué  gracia  sonríe.  jQué  hoyuelos 
tan  cucos  se  le  forman  junto  á  la  boca!  ¡cómo  se  le  ater- 
ciopelan  los  ojos!..  Pero  no  hay  confianza  todavía  en- 
tre las  gentes  de  á  bordo;  parece  que  estamos  todos  de 
visita. 

Sentáronse  á  alguna  distancia  de  la  norteamericana 
y  ésta  volvió  á  bajar  los  ojos  sobre  el  libro,  ladeándose 
en  su  sillón  para  ignorar  la  presencia  de  los  recién  lle- 
gados. 

Tenían  ante  ellos  el  azul  del  Océano,  liso,  denso,  sin 
una  arruga,  y  en  el  fondo,  por  la  parte  de  popa,  un 
triángulo  de  sombra  que  empañaba  el  horizonte,  una 
especie  de  nube  gris  y  piramidal,  que  era  la  isla...  Cal- 
ma absoluta.  Sentados  en  mitad  de  la  cubierta,  no  al- 
canzaban á  ver  las  espumas  que  la  velocidad  de  la  mar- 
cha arremolinaba  contra  los  flancos  del  buque.  Desde 
esta  altura  sus  ojos  abarcaban  únicamente  el  segundo 
término,  ó  sea  el  mar  inmóvil,  que  parecía  cubierto  de 
una  costra  diáfana  y  transparente,  una  costra  de  vidrio 
reflejando  el  azul  denso  y  pastoso  de  la  profundidad.  A 
no  ser  por  las  vedijas  negras  que  se  escapaban  de  la 
chimenea,  para  quedar  flotando  en  la  calma  bochornosa 
de  la  tarde,  se  hubiese  podido  creer  que  el  buque  no 
marchaba...  Y  la  isla  siempre  á  la  vista,  como  los  países 
encantados  de  las  leyendas  que  parecen  avanzar  tras  los 
pasos  del  que  huye. 

Un  silencio  de  sesteo  extendía  su  paz  abrumadora 
sobre  la  cubierta  inundada  de  luz.  Bajo  los  toldos  se 
percibían  leves  ronquidos,  acompasadas  respiraciones, 
dorsos  vueltos  al  exterior  sobre  las  sillas  largas,  cabe- 
zas incrustadas  en  almohadas  ó  descansando  sobre  el 
respaldo,  con  los  ojos  entornados  y  la  boca  abierta  á  la 
frescura  de  la  sombra.  Crujía  el  piso  en  los  lugares  cal- 
deados, bajo  el  paso  tardo  de  algún  transeúnte.  Subían 
los  ecos  de  la  música,  lejanos,  adormecidos,  como  si 
surgiesen  de  las  profundidades  del  mar.  Venían  del  otro 
lado  de  la  chimenea  gritos  de  niños  y  choques  de  ma- 
deras, revelando  los  diversos  incidentes  de  un  juego  es- 
portivo. El  sol  de  la  tarde  incendiaba  todo  el  poniente 
con  su  lluvia  cegadora. 
.   —¿Por  qué  llamarían   á   esto   el   «Mar  Tenebroso»? 


82  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

— djjo  Maltrana,  que  no  podía  permanecer  callado  largo 
tjempo. 

Estas  palabras  despertaron  en  los  dos  el  recuerdo 
de  antiguas  lecturas.  Ojeda  pensó  en  su  drama  poético 
de  los  conquistadores,  cuya  preparación  le  había  obli- 
gado á  estudiar  la  epopeya  de  los  navegantes  que  des- 
cubrieron las  tierras  vírgenes.  Isidro  se  acordó  de  los 
trabajos  realizados  en  su  época  de  mercenario  de  la  lite- 
ratura, cuando  andaba  á  caza  de  notas  en  bibliotecas  y 
archivos  para  la  confección  de  un  libro  que  había  de 
firmar  cierto  personaje,  ansioso  de  entrar  en  una  Aca- 
demia. 

— Siempre  es  tenebroso  lo  que  ignoramos — contestó 
Ojeda—.  Una  nube  en  el  horizonte,  ó  varios  días  sin  sol, 
bastaron  para  llamar  Tenebroso  á  un  mar  en  el  que  se 
avanzaba  con  indecisión,  temiendo  las  sorpresas  del 
misterio  y  el  perder  de  vista  las  costas.  Yo  confieso 
que  la  geografía  del  Mar  Tenebroso,  antes  de  que  la 
brújula  hiciera  posibles  las  largas  exploraciones,  es  una 
geografía  que  me  encanta  y  rejuvenece:  algo  así  como 
esos  cuentos  de  hadas  que  nos  deleitan  como  un  perfume 
de  flores  marchitas  al  evocar  las  primeras  impresiones 
de  la  niñez. 

Y  los  dos  enumeraron  en  su  animada  conversación 
todos  los  intentos  de  los  hombres,  desde  remotos  siglos, 
por  romper  el  misterio  del  Mar  Tenebroso.  Los  nautas 
cartagineses  bajaban  hacia  el  Sur  por  las  costas  de  Áfri- 
ca, trayendo,  después  de  un  periplo  de  varios  años,  col- 
millos de  elefantes,  que  suspendían  de  los  templos,  ador- 
nos vistosos,  pellejos  de  hombres  peludos  y  con  rabo  que 
debieron  ser  envolturas  de  grandes  orangutanes.  Y  tal 
valor  concedía  el  Senado  á  estos  descubrimientos,  que 
guardaba  como  un  secreto  de  Estado  la  ruta  de  los  na- 
vegantes, viendo  en  las  tierras  lejanas  un  seguro  refu- 
gio para  su  pueblo  si  una  guerra  infortunada  hacía  ne- 
cesaria la  expatriación. 

En  este  mar  de  las  tinieblas,  más  allá  de  las  colum- 
nas de  Hércules,  habían  colocado  Homero  y  Hesíodo  el 
Elíseo,  morada  de  los  bienaventurados,  las  Gorgonias, 
tierra  de  eterna  primavera,  y  las  Hespéridas,  con  sus 
manzanas  de  oro,  guardadas  por  un  dragón  de  fuego. 


LOS  ARGONAUTAS  83 

Luego  eran  los  navegantes  árabes  los  que  se  lanzaban 
en  el  mar  de  las  tinieblas,  y  sus  geógrafos  poblaban  el 
misterio  de  las  soledades  marinas  con  poéticas  invencio- 
nes, aderezando  los  descubrimientos  lo  mismo  que  un 
cuento  de  Las  mil  y  una  noches.  El  emir  Edrisi  hablaba 
de  las  islas  de  Uac-uac,  último  término  del  mundo  en  el 
siglo  XII  por  la  parte  de  Oriente:  islas  tan  abundantes 
en  riquezas,  que  los  monos  y  los  perros  llevaban  colla- 
res de  oro.  Un  árbol,  del  que  había  grandes  bosques, 
daba  su  nombre  á  las  islas:  el  uac-uac,  llamado  así  por- 
que gritaba  ó  ladraba  con  iguales  sonidos  á  todo  el  que 
ponía  por  vez  primera  el  pie  en  el  archipiélago.  Y  este 
árbol  tenía  en  la  extremidad  de  sus  ramas  primero 
abundantes  flores,  y  luego,  en  vez  de  frutas,  hermosas 
muchachas,  vírgenes  beldades,  que  podían  ser  objeto  de 
exportación  para  los  harenes. 

Por  el  Occidente  habían  avanzado  los  hermanos  Al- 
magrurinos,  ocho  moros  vecinos  de  Lisboa  que  mucho 
antes  de  1147 — año  en  que  los  musulmanes  fueron  ex- 
pulsados de  la  ciudad — juntaron  las  provisiones  necesa- 
rias para  un  largo  viaje,  «no  queriendo  volver  sin  pene- 
trar hasta  el  extremo  del  Mar  Tenebroso».  Así  descubrían 
la  isla  de  «los  carneros  amargos»  y  la  isla  de  «los  hom- 
bres rojos»,  pero  se  vieron  obligados  á  tornar  á  Lisboa 
faltos  de  víveres,  ya  que  no  podían  comer  por  su  mal 
sabor  los  carneros  de  las  tierras  descubiertas.  En  cuanto 
á  los  «hombres  rojos»,  eran  de  gran  estatura,  piel  rojiza 
y  «cabellera  no  espesa,  pero  larga  hasta  los  hombros»; 
rasgos  que  hicieron  pensar  á  muchos  si  los  hermanos 
Almagrurinos  habrían  llegado  á  tocar  en  alguna  isla 
oriental  de  América. 

Al  mismo  tiempo  que  la  geografía  árabe  hacía  surgir 
tierras  del  Mar  Tenebroso,  la  leyenda  cristiana  lo  po- 
blaba con  islas  no  menos  maravillosas.  Cuando  los  moros 
invadían  la  Península  derrotando  al  rey  Roderico,  una 
muchedumbre  de  cristianos,  llevando  á  su  frente  á  siete 
obispos,  se  había  embarcado,  para  huir  Océano  aden- 
tro, hasta  dar  con  una  isla  en  la  que  fundaban  siete  ciu- 
dades. Muchos  navegantes  portugueses,  arrebatados  por 
la  tempestad,  habían  ido  á  parar  á  esta  isla,  donde  eran 
magníficamente  tratados  por  gentes  que  hablaban  su 


84  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

mismo  idioma  y  tenían  iglesias.  Pero  así  que  intentaban 
volverse  á  su  tierra,  se  oponían  los  habitantes,  deseosos 
de  que  se  guardase  secreta  la  existencia  de  la  «Isla  de 
las  Siete  Ciudades».  Unos  que  habían  logrado  regresar, 
enseñaban  arenas  de  aquellas  playas,  que  eran  de  oro 
casi  puro.  Pero  al  armarse  nuevas  expediciones  para  ii* 
á  su  descubrimiento,  jamás  se  acertaba  con  el  camino. 

Otra  isla,  la  de  San  Brandan  ó  San  Borombón,  ocu- 
paba á  las  gentes  de  mar  durante  varios  siglos;  isla  fan- 
tasma que  todos  veían  y  en  la  que  nadie  llegaba  á  poner 
el  pie.  San  Brandan,  abad  escocés  del  siglo  VI,  que  llegó 
á  dirigir  tres  mil  monjes,  se  embarcaba  con  su  discípulo 
San  Maclovio  para  explorar  el  Océano  en  busca  de  unas 
islas  que  poseían  las  delicias  del  Paraíso  y  estaban  ha- 
bitadas por  inñeles.  Durante  la  navegación,  un  día  de 
Navidad,  el  santo  ruega  á  Dios  que  le  permita  descubrir 
tierra  donde  desembarcar  para  decir  su  misa  con  la 
debida  pompa,  é  inmediatamente  surge  una  isla  ante 
las  espumas  que  levanta  la  galera.  Terminados  los  ofí- 
cios  divinos,  cuando  San  Borombón  vuelve  al  barco  con 
sus  acólitos,  la  tierra  se  sumerge  instantáneamente  en 
las  aguas.  Era  una  ballena  monstruosa  que  por  mandato 
del  Señor  se  había  prestado  á  este  servicio. 

Después  de  vagar  años  enteros  por  el  Océano,  des- 
embarcan en  una  isla,  y  encuentran,  tendido  en  un  se- 
pulcro, el  cadáver  de  un  gigante.  Los  dos  santos  monjes 
lo  resucitan,  tienen  con  él  conferencias  interesantes,  y 
tan  razonable  y  bien  educado  se  muestra,  que  acaban 
por  convertirle  al  cristianismo  y  lo  bautizan.  Pero  á  los 
quince  días  el  gigante  se  cansa  de  la  vida,  desea  la 
muerte  para  gozar  de  las  ventajas  de  su  conversión  en- 
trando en  el  cielo,  y  solicita  permiso  cortésmente  para 
morirse  otra  vez,  petición  razonable  á  la  que  acceden 
los  santos.  Y  desde  entonces  ningún  mortal  logra  pene- 
trar en  la  isla  de  San  Borombón.  Algunos  marineros  de 
las  Canarias  la  ven  de  muy  cerca  en  sus  navegaciones; 
los  hay  que  llegan  á  amarrar  sus  bateles  en  los  árboles 
de  la  orilla,  entre  restos  de  buques  cubiertos  de  arena, 
pero  siempre  surge  una  tempestad  inesperada,  un  tem- 
blor de  tierra,  y  el  mar  los  arroja  lejos.  Y  pasan  siglos 
y  siglos  sin  que  nadie  ponga  el  pie  en  sus  playas.  Los 


LOS  ARGONAUTAS  85 

habitantes  de  Tenerife  la  veían  claramente  en  ciertas 
épocas  del  año  y  se  presentaban  á  las  autoridades  cien- 
tos de  testigos  declarando  su  configuración:  dos  grandes 
montañas  con  un  valle  verde  en  el  centro. 

— América  estaba  descubierta  por  entero — dijo  Oje- 
da — cuando  todavía  enviaban  los  vecinos  de  Tenerife 
expediciones  á  su  costa,  por  estas  aguas,  en  busca  de 
la  famosa  tierra  de  San  Borombón.  Y  la  isla,  que  se  de- 
jaba ver  perfectamente  desde  lo  alto  de  las  montañas, 
difuminábase  en  el  horizonte  y  acababa  por  perderse 
cuando  alguien  iba  á  su  encuentro  en  un  buque.  Hubo 
muchas  expediciones,  unas  pagadas  por  los  regidores 
de  la  isla,  otras  de  particulares,  pero  todas  sin  éxito;  y 
la  gente,  cada  vez  más  convencida  de  la  existencia  de 
San  Borombón,  achacaba  estos  fracasos  á  la  impericia 
de  los  expedicionarios  antes  que  renunciar  al  encanto 
de  lo  maravilloso.  Casi  todos  los  mapas  de  la  época  si- 
tuaban esta  isla  en  las  inmediaciones  de  las  Canarias,  y 
ochenta  años  antes  de  la  independencia  de  las  colonias, 
cuando  la  América  española  iba  ya  pensando  en  decla- 
rarse mayor  de  edad,  todavía  salió  de  Tenerife  una  ex- 
pedición mandada  por  un  caballero  respetable,  y  como 
se  trataba  de  empresa  misteriosa,  iban  con  él  dos  frailes 
en  el  buque.  Algunos  creían  que  esta  isla  fantasma  era 
el  lugar  del  Paraíso  terrenal,  donde  viven  en  bienaven- 
turanza eterna  Elias  y  Enoch...  La  santa  poesía  se  apro- 
vecha siempre  de  las  ficciones  populares,  y  por  esto  el 
Tasso,  al  encantar  al  caballero  Rinaldo  en  los  mágicos 
jardines  de  Armida,  los  coloca  en  una  isla  de  las  Cana- 
rias, recordando  sin  duda  la  tradición  de  la  de  San  Bo- 
rombón. 

Luego  los  dos  amigos  hablaron  de  la  Atlántida,  tierra 
sorbida  por  las  convulsiones  del  lecho  del  Océano  y  que 
sólo  había  dejado  como  recuerdo  de  su  existencia  una 
tradición  de  poderosos  gigantes  en  diversas  teogonias: 
Hércules  batiendo  sus  columnas  entre  España  y  África 
y  juntando  dos  mares;  Dhoulcarnain  (El  de  los  dos  cuer- 
nos) y  Chidr  (El  personaje  verde) ^  héroes  de  la  fábula 
árabe  inspirada  en  las  tradiciones  fenicias,  abriendo  un 
canal  entre  el  Mar  Tenebroso,  ó  sea  el  Atlántico,  y  el 
Mar  Damasceno,  el  Mediterráneo. 


86  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

La  ciencia  helénica  había  adivinado  á  través  de  las 
poéticas  ficciones  la  verdadera  forma  del  xjlaneta.  En 
los  primeros  tiempos  era  la  tierra  un  disco  que  flotaba 
sobre  las  aguas  del  río  Océano,  ligeramente  inclinado 
hacia  el  Sur  por  el  peso  de  la  abundante  vegetación  del 
trópico.  Pero  los  pitagóricos  sustituían  esta  hipótesis 
con  la  afirmación  de  la  esfericidad  del  planeta,  y  después 
de  esto  no  había  que  hacer  grandes  esfuerzos  para  ima- 
ginarse la  posibilidad  de  navegar  desde  el  extremo  de 
Europa,  ó  sea  desde  España,  á  las  costas  orientales  de 
Asia,  siguiendo  el  rumbo  de  occidente.  Aristóteles  y 
Strabón  hablaban  de  un  «solo  mar  que  bañaba  á  la  vez 
las  costas  opuestas  de  los  dos  continentes»,  añadiendo 
que  en  muy  pocos  días  podía  ir  un  buque  desde  las  co- 
lumnas de  Hércules  á  la  parte  más  oriental  de  Asia. 

Estas  ideas  se  conservaban  y  propagaban  á  través 
de  ]a  Edad  Media  entre  los  hombres  de  estudio.  Muchos 
Padres  de  la  Iglesia  siguieron  considerando  la  tierra 
como  una  superficie  plana,  con  arreglo  á  la  fantástica 
geografía  del  monje  bizantino  Cosmas  Indicopleustes. 
pero  en  conventos  y  universidades  se  transmitían  pe- 
queños grupos  las  tradiciones  de  la  antigüedad,  las  doc- 
trinas de  Aristóteles,  comentadas  y  difundidas  por  los 
árabes  de  España,  los  rabinos  arabizantes,  Alberto  el 
Grande  y  otros  sabios  cristianos.  La  geografía  de  Ptolo- 
meo  era  admitida  por  los  hombres  cultos. 

Preocupaba  el  continente  asiático  á  la  Europa  me- 
dioeval, puesta  en  contacto  con  él  por  las  invasiones  de 
los  musulmanes  y  las  expediciones  de  los  cruzados.  Se 
conocían  por  relatos  antiguos  las  conquistas  de  Alejan- 
dro hasta  el  Ganges  y  las  correrías  de  algunos  procón- 
sules romanos,  pero  quedaba  una  parte  del  continente, 
misteriosa  y  desconocida:  el  Asia  Ultraganges,  la  más 
grande  y  la  más  rica.  El  lujo  de  las  cortes  europeas 
hacía  cada  vez  más  necesarios  los  productos  de  la  India, 
traídos  por  las  caravanas  á  través  de  las  áridas  mesetas 
asiáticas:  las  especierías,  el  marfil  y  la  seda.  Los  sacerdo- 
tes  budistas  y  cristianos,  por  religioso  proselitismo  rea- 
lizaban osados  viajes  que  iban  ensanchando  el  horizonte 
geográfico  y  el  de  las  ideas.  Con  la  llegada  de  las  cara- 
vanas se  difundían  las  asombrosas  noticias  del  reino  del 


LOS  ARGONAUTAS  87 

Preste  Juan  y  las  maravillas  de  las  ciudades  de  mármol 
y  oro,  enormes  como  naciones,  que  se  levantaban  junto 
á  los  ríos  del  Catay  ó  en  las  islas  de  Cipango.  Písanos, 
venecianos  y  genoveses,  aprov echadores  de  la  brújula 
inventada  por  los  árabes,  iban  en  busca  de  los  produc- 
tos del  Asia  siguiendo  el  mar  Kojo  ó  cruzando  el  mar 
Caspio.  Osados  aventureros  escribían  con  espíritu  ro- 
mancesco el  relato  de  sus  largos  años  de  aventuras,  y 
los  viajes  de  Marco  Polo  y  Nicolás  Conti  interesaban 
como  un  libro  de  caballerías. 

El  entusiasmo  religioso  hablaba  de  embajadas  diri- 
gidas á  los  papas  por  el  Preste  Juan  ó  el  gran  Kan  de 
la  Tartaria,  poderosos  señores  que  desde  el  fondo  de  sus 
palacios  querían  entrar  en  relación  con  la  cristiandad  y 
convertirse  á  la  verdadera  fe.  Pero  las  embajadas  que- 
dábanse siempre  en  el  camino  y  únicamente  llegaba 
como  disperso  algún  europeo  renegado  que  iba  descri- 
biendo las  maravillas  de  las  ciudades  asiáticas  con  una 
exuberancia  que  enardecía  las  imaginaciones.  La  lec- 
tura de  los  libros  santos  hacía  revivir  en  los  doctores 
cristianos  la  memoria  de  las  ricas  tierras  del  Asia  orien- 
tal. Se  recordaban  las  flotas  enviadas  por  Salomón  al 
monte  Sopora,  que  otros  llamaban  Ofir  y  algunos  creían 
ser  la  isla  de  Taprobana.  Las  naos  del  sabio  rey  des- 
pués de  tres  años  volvían  cargadas  de  oro,  plata,  pie- 
dras preciosas,  pavones  y  colmillos  de  elefantes.  San 
Isidoro  afirmaba  que  la  isla  Taprobana  «hervía  de  per- 
las y  elefantes  y  que  en  ella  el  oro  era  más  fino,  los  ele- 
fantes más  grandes  y  las  margaritas  y  perlas  más  pre- 
ciosas que  en  la  India».  Junto  á  la  Taprobana  había  dos 
islas,  la  de  Chrise,  que  era  toda  de  oro,  y  la  de  Argyra 
toda  de  plata.  Estas  islas  de  montañas  preciosas  estaban 
pobladas  de  hormigas,  grandes  como  perros  y  veneno- 
sas como  grifos,  que  sacaban  con  sus  patas  el  oro  de  la 
tierra,  y  hacían  bolas  abandonándolas  en  la  playa.  Los 
marinos  de  Salomón  aguardaban  mar  afuera  á  que  las 
bestias  se  alejasen  en  busca  de  comida,  y  entonces  des- 
embarcaban, y  con  gran  prisa  iban  cargando  las  bolas 
de  oro,  para  hacer  al  día  siguiente  la  misma  operación. 

Llegar  á  la  India,  ponerse  en  contacto  con  sus  rique- 
zas, apoderarse  de  sus  pedrerías  y  sus  especias  de  exótico 


88  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

perfume,  entrar  en  la  ciudad  de  Quinsay,  urbe  mons- 
truosa de  treinta  y  cinco  leguas  de  ámbito  con  «dos- 
cientos puentes  de  mármol  sobre  gruesas  columnas  de 
extraña  magnificencia»,  fué  el  ensueño  con  que  empezó 
su  vida  el  siglo  XV,  para  no  finalizar  hasta  haberlo  rea- 
lizado. 

La  parte  de  Europa  más  avanzada  en  el  Océano,  la 
península  ibérica,  era  el  lugar  de  partida  de  todas  las 
intentonas  para  descubrir  la  ruta  misteriosa  de  la  India 
por  Oriente  y  por  Occidente.  El  contacto  con  los  árabes 
españoles  había  acostumbrado  á  sus  navegantes  al  uso 
de  la  brújula,  impulsándolos  á  apartarse  de  las  costas. 
Los  marinos  portugueses,  gallegos  y  cántabros  comer- 
ciaban con  las  Islas  Británicas  y  las  repúblicas  anseá- 
ticas del  Báltico:  los  marinos  catalanes  y  mallorquines, 
rivales  de  los  italianos  en  el  comercio  de  Oriente,  usaban 
cartas  de  navegar  desde  mediados  del  siglo  XIII.  Las 
Ordenanzas  de  Aragón  disponían  que  cada  galera  lle- 
vase dos  cartas  marinas  cuando  los  demás  buques  de  la 
cristiandad  navegaban  sin  otros  rumbos  que  el  instinto  y 
la  costumbre.  Raimundo  Lulio  hablaba  de  la  fabricación 
en  Mallorca  de  instrumentos  náuticos,  groseros  sin  duda, 
pero  asombrosos  para  aquella  época,  los  cuales  servían 
para  determinar  el  tiempo  y  la  altura  del  polo  á  bordo 
de  las  naves.  Un  marino  catalán,  Jaime  Ferrer,  avan- 
zando en  el  Mar  Tenebroso,  llegó  á  Río  de  Oro,  cinco 
grados  más  al  Sur  del  Cabo  Non,  que  los  portugueses, 
ochenta  y  seis  años  después,  creyeron  ser  los  primeros 
en  haberlo  doblado. 

El  infante  don  Enrique  de  Portugal,  gran  protector 
de  descubrimientos,  fundaba  en  el  Algarbe  la  Academia 
de  Sagres  para  los  estudios  geográficos,  y  los  individuos 
de  ella,  viejos  navegantes  y  médicos  hebreos  aficionados 
á  la  cosmografía,  elegían  como  presidente  á  un  piloto 
catalán,  maese  Jacobo  de  Mallorca.  Españoles  y  portu- 
gueses, al  explorar  las  costas  de  África  ó  arriesgarse 
Océano  adentro,  se  establecían  en  las  islas,  que  eran 
como  puestos  avanzados  en  esta  guerra  tenaz  con  el 
misterio  del  Mar  Tenebroso.  El  archipiélago  délas  Ca- 
narias, las  islas  de  los  Azores,  Madera  y  Cabo  Verde, 
convertíanse  en  lugares  de  parada  y  descanso  para  los 


LOS  ARGONAUTAS  89 

nautas  atrevidos  y  al  mismo  tiempo  en  lugares  de 
observación  para  los  que  soñaban  con  nuevas  expedi- 
ciones. El  misterio  del  Océano  los  retenía  allí,  y  se 
casaban  con  isleñas  hijas  de  europeos,  constituyendo 
nuevas  familias  de  marinos. 

Eran  los  pobladores  de  aquellas  islas  á  modo  de  los 
ejércitos  destacados  largos  años  en  una  frontera,  que  aca- 
ban por  crear  ciudades  y  producir  generaciones  aparte. 
El  Mar  Tenebroso,  violado  por  estos  intrusos  en  su  hu- 
raña soledad,  iba  librándoles  á  regañadientes,  poco  á 
poco,  el  secreto  de  sus  lejanos  horizontes  inexplorados. 
En  los  hogares  isleños  se  hablaba  de  los  hallazgos  que 
hacía  todo  navegante  que  por  tomar  vientos  mejores  se 
alejaba  de  las  islas  conocidas,  Martín  Vicente  recogía 
en  su  navio  un  «madero  labrado  por  artificio  y  á  lo  que 
juzgaba  no  con  hierro»  luego  de  haber  venteado  durante 
muchos  días  el  Poniente.  Pero  Correa,  casado  con  una 
cuñada  de  Colón,  encontraba  en  la  isla  de  Puerto  Santo 
un  madero  labrado  en  la  misma  forma,  además  de  varias 
cañas  tan  gruesas,  «que  en  un  cañuto  de  ellas  podían 
caber  tres  azumbres  de  agua  ó  de  vino». 

Los  vecinos  de  las  islas  de  los  Azores,  siempre  que 
soplaban  recios  vientos  de  Poniente  ó  Noroeste,  encon- 
traban en  sus  playas  grandes  pinos  arrastrados  por  las 
olas.  En  la  isla  de  las  Flores,  una  do  este  archipiélago, 
«había  echado  la  mar  dos  cuerpos  de  hombres  muertos 
que  parecían  tener  las  caras  muy  anchas  y  de  otro  gesto 
que  tienen  los  cristianos».  También  se  hablaba  de  que 
en  las  cercanías  de  la  isla  habían  aparecido  ciertas  al- 
madías con  casas  movedizas,  embarcaciones  extrañas 
que  no  podían  hundirse  y  que  al  ser  arrastradas  por  una 
tempestad  habían  perdido  tal  vez  sus  tripulantes. 

Un  Antonio  Leme,  habitante  de  Madera,  corriendo 
con  su  barco  un  mal  tiempo  hacia  Poniente,  juraba  ha- 
ber divisado  tres  islas:  otro  vecino  de  Madera  enviaba 
peticiones  al  rey  de  Portugal  para  que  le  diese  una  nave, 
con  la  que  descubriría  una  isla  que  afirmaba  haber  visto 
todos  los  años  en  determinadas  épocas.  Y  en  las  Cana- 
rias, así  como  en  las  Azores,  también  veían  los  habitan- 
tes tierras  nuevas  que  surgían  en  el  horizonte  al  llegar 
ciertos  meses,  y  que  para  el  vulgo  eran  las  de  las  tradi- 


90  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

ciones  marítimas:  la  isla  de  las  Siete  Ciudades  y  la  de 
San  Borombón,  pintadas  por  algunos  cartógrafos  en  sus 
mapas  con  los  títulos  de  «Antilia»  y  «Mano  de  Satán». 
Los  de  mayores  conocimientos  explicaban  con  aiTeglo 
á  los  escritores  antiguos  la  naturaleza  de  estas  tierras, 
tan  pronto  visibles  como  ocultas,  y  que  frecuentemente 
cambiaban  de  lugar.  Plinio  había  hablado  de  enormes 
arboledas  del  Septentrión  que  el  mar  socava,  y  como 
son  de  grandes  raíces  flotan  sobre  las  olas  y  de  lejos 
parecen  islas.  Séneca  había  descrito  la  naturaleza  de 
ciertas  tierras  de  la  India,  que  por  ser  de  piedra  liviana 
y  esponjosa  van  sobrenadando  en  el  Océano. 

La  Antilia  salía  al  encuentro  de  los  marinos  extra- 
viados por  la  tempestad,  dando  lugar  con  su  rápida 
aparición  á  nuevas  expediciones.  Diego  Detiene,  patrón 
de  carabela,  que  llevaba  como  piloto  á  un  Pedro  de 
Yelasco,  vecino  de  Palos,  salía  de  la  isla  de  Fayal 
cuarenta  años  antes  de  los  descubrimientos  de  Colón,  y 
avanzando  cientos  de  leguas  mar  adentro,  encontraba 
indicios  de  tierra;  pero  á  ñnes  de  Agosto  había  de  re- 
troceder temiendo  la  proximidad  del  invierno.  Vicente 
Díaz,  piloto  de  Tavira,  realizaba  otra  expedición  hacia 
Poniente,  pero  había  de  volverse  por  la  escasez  de  sus 
provisiones.  Otros  navegantes  salían  á  la  descubierta 
de  estas  islas  ocultas  y  nadie  volvía  á  saber  de  ellos. 

Se  hablaba  mucho  de  un  piloto  que  había  consegui- 
do pisar  las  tierras  ignotas.  Unos  le  consideraban  viz- 
caíno, de  los  que  hacían  el  comercio  con  Francia  é  Ingla- 
terra; otros  portugués,  que  navegaba  de  Lisboa  á  la 
Mina;  los  más  le  tenían  por  andaluz  y  le  llamaban  Alon- 
so Sánchez  de  Huelva.  Una  tempestad  había  sorpren- 
dido su  barco  entre  Canarias  y  Madera,  llevándolo  hasta 
una  gran  isla,  que  se  creyó  luego  fuese  la  de  Santo  Do- 
mingo. Desembarcó  Sánchez,  tomó  la  altura,  hizo  agua 
y  leña  y  volvió  hacia  las  tierras  conocidas,  pero  tan 
penoso  fué  el  viaje  que  murieron  de  hambre  y  cansan- 
cio doce  hombres  de  los  diez  y  siete  que  formaban  su 
tripulación,  y  los  cinco  restantes  llegaron  en  tal  estado 
á  las  Azores,  que  fallecieron  al  poco  tiempo.  Esto  ocu- 
rría en  1484,  ocho  años  antes  del  descubrimiento  de  las 
Indias.  Cuando  las  primeras  expediciones  españolas  des- 


LOS  ARGONAUTAS  91 

embarcaron  en  las  costas  de  Cuba,  sus  naturales,  en 
fi*ecuente  comunicación  con  los  de  la  isla  Española  ó 
Santo  Domingo,  les  hablaron  de  otros  hombres  blancos 
y  barbudos  que  algún  tiempo  antes  habían  llegado 
sobre  una  nave. 

—Gente  interesante  la  que  que  se  reunía  en  estas  is- 
las avanzadas  del  Mar  Tenebroso— dijo  Maltrana— . 
Navegantes  ávidos  de  novedad,  hombres  de  estudio 
que  á  la  vez  eran  hombres  de  acción,  sentíanse  atraídos 
todos  ellos  por  el  misterio  del  Océano.  Luego  de  nave- 
gar desde  los  hielos  de  la  isla  de  Thule  al  puerto  de  San 
Jorge  de  la  Mina  (donde  los  lusitanos  hacían  acopio  de 
negros  para  venderlos  en  Lisboa),  acababan  por  esta- 
blecerse en  los  archipiélagos  portugueses  ó  españoles, 
sin  que  nadie  supiese  gran  cosa  de  su  existencia  ante- 
rior. Se  parecían  á  los  aventureros  de  vida  novelesca  y 
obscura,  que  en  nuestros  tiempos  surgen  en  las  minas 
del  África  del  Sur,  en  las  praderas  de  Australia,  en  el 
Oeste  de  los  Estados  Unidos  ó  en  las  pampas  de  la  Ar- 
gentina, vagabundos  cuya  verdadera  nacionalidad  se 
ignora,  que  llevan  con  ellos  un  ensueño,  una  energía 
latente,  y  se  introducen  por  medio  del  matrimonio  en 
familias  poderosas  que  les  ayudan,  acabando  por  triun- 
far. Después  de  la  victoria  ocultan  aún  con  más  cuidado 
su  origen,  amontonando  sobre  él  testimonios  contradic- 
torios é  inverosímiles. 

—En  las  Azores— dijo  Ojeda — vivió  durante  diez  y 
seis  años,  casado  con  una  hija  del  gobernador  de  Fayaí, 
el  cosmógrafo  Martín  Behaín,  constructor  del  primer 
globo  terrestre  que  se  conoce,  y  el  cual  es  considerado 
por  unos  caballero  bohemio  de  raza  eslava,  por  otros 
noble  portugués  dado  á  las  aventuras,  y  por  los  más, 
simple  mercader  de  paños  nacido  en  Nuremberg.  Y  al 
mismo  tiempo,  casado  con  una  hija  de  Muñiz  de  Peles - 
trelo,  antiguo  gobernador  de  la  isla  de  Puerto  Santo, 
vivía  otro  aventurero,  navegante  en  diversos  mares  y 
de  obscuro  pasado,  un  tal  Cristóbal  Colón... 

— Usted  que  ha  estudiado  las  cosas  de  aquella  época, 
amigo  Ojeda— preg'untó  Maltrana — ,  ¿cómo  ve  al  famoso 
Almirante?... 

— Le  advierto  que  yo  tengo  una  opinión  muy  pei^o- 


92  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

nal.  Siento  por  él  una  simpatía  de  clase:  era  un  poeta. 
En  su  libro  de  Las  profecías  se  han  encontrado  versos 
mediocres,  pero  ingenuos,  que  indudablemente  son  de 
él.  Adoro  su  imaginación,  que  infunde  á  muchos  de  sus 
actos  cierto  carácter  poético;  su  amor  á  lo  maravilloso, 
su  religiosidad  extremada  de  marinero  metido  en  teolo- 
gías, que  le  hace  decir  cosas  heréticas  sin  saberlo,  y  le 
impulsa  á  escoger  libros  religiosos  poco  aceptados... 
Admiro  su  coraje,  su  tenacidad  para  realizar  un  ensue- 
ño. Y  lo  que  en  él  me  inspira  más  afecto  es  que  no  fué 
un  verdadero  hombre  de  ciencia,  frío  y  lógico,  de  los 
que  usan  la  razón  como  único  instrumento  y  desdeñan 
las  otras  facultades,  sino  un  intuitivo  de  más  fantasía 
que  estudios,  semejante  á  Edison  y  á  otros  inventores 
de  nuestra  época,  que  tampoco  son  verdaderos  hombres 
de  ciencia  y  saltan  del  absurdo  á  la  verdad,  producien- 
do sus  obras  por  adivinación  lo  mismo  que  los  artistas... 
Un  hombre  extraordinario  y  misterioso,  lleno  de  con- 
tradicciones y  complejidades  como  un  héroe  de  novela 
moderna:  y  lo  prueba  el  hecho  de  que  transcurridos 
cuatro  siglos  todavía  se  discute  sobre  su  persona  y  no 
se  sabe  con  certeza  su  origen. 

—Yo  odio  el  Colón  convencional  fabricado  por  el  vul- 
go— dijo  Isidro — .  Ese  Colón  que  ven  todos,  lo  mismo 
que  en  las  estatuas  y  los  cuadros,  con  el  capotillo  forra- 
do de  pieles,  una  mano  en  la  esfera  terrestre  (que  cono- 
cía menos  que  cualquier  escolar  de  nuestra  época)  y  con 
la  otra  señalando  á  Poniente,  como  quien  dice:  «Allá 
está  América;  la  veo  y  voy  á  ir  por  ella...»  Y  Colón  mu- 
rió sin  enterarse  de  que  las  tierras  descubiertas  eran  un 
mundo  nuevo  y  desconocido;  diciendo  en  su  carta  al  Papa 
que  había  explorado  trescientas  leguas  de  la  costa  de 
Asia  y  la  isla  de  Cipango,  con  otras  muchas  á  su  alre- 
dedor... Las  trescientas  leguas  asiáticas  eran  las  costas 
atlánticas  de  la  América  Central,  y  Cipango  (ó  sea  el 
Japón)  la  isla  de  Santo  Domingo.  El  fué  quien  menos 
valor  científico  dio  al  descubrimiento,  viendo  en  sus 
viajes  una  simple  empresa  política  y  comercial.  De  la 
novedad  de  las  tierras  encontradas  no  tuvo  la  menor 
sospecha:  eran  para  él  las  costas  orientales  de  Asia,  la 
India  Ultraganges,  y  por  esto  las  bautizó  con  el  nombre 


LOS  ARGONAUTAS  93 

de  Indias.  Y  en  la  carta  en  que  daba  cuenta  del  primer 
descubrimiento  á  su  amigo  y  protector  Luis  Santáugel, 
ministro  de  Hacienda  de  la  corona  de  Aragón  y  judío 
converso,  declaraba  que  de  las  tierras  descubiertas  «ha- 
bían hablado  otros  muchos  antes  que  él,  pero  por  con- 
jetura y  sin  alegar  de  vista»,  refiriéndose  á  los  viajeros 
que  habían  hablado  y  escrito  sobre  los  misterios  de  Asia. 

La  contemplación  del  mar  y  la  calma  de  la  tarde  in- 
citaron á  los  dos  amigos  á  seguir  allí,  continuando  su 
plática,  en  la  que  evocaban  pasadas  lecturas,  interrum- 
piéndose muchas  veces  el  uno  al  otro  para  añadir  un 
nuevo  dato. 

Colón  había  encontrado  el  resumen  de  toda  la  cien- 
cia de  su  época  en  el  tratado  De  imagine  mundi,  del 
cardenal  Pedro  de  Aliaco,  teólogo,  matemático,  cosmó- 
grafo, astrólogo,  y  uno  de  los  que  asistieron  al  Concilio 
de  Constanza,  donde  fué  quemado  Juan  Huss.  El  ejem- 
plar De  imagine  mundi  le  acompañaba  en  todos  sus  via- 
jes. Las  Casas  había  visto  este  libro,  ya  ajado  y  cubierto 
de  anotaciones  en  los  últimos  años  de  Colón.  Este  encon- 
traba reunido  en  la  obra  de  Aliaco  todo  lo  que  podía 
animarle  en  su  propósito  de  pasar  al  Asia  por  breve 
camino  navegando  hacia  Occidente.  Las  afirmaciones 
de  Aristóteles  y  su  comentador  Averroes,  y  las  de  Séne- 
ca, daban  todas  ellas  por  segura  la  posibilidad  de  llegar 
en  pocos  días  con  viento  favorable  desde  el  extremo  más 
avanzado  de  España  hasta  la  India.  La  escasa  distancia 
entre  los  dos  extremos  del  mundo  conocido  afirmábala 
igualmente  el  cardenal  con  el  testimonio  de  Plinio,  que 
da  á  la  India  una  grandeza  desmesurada,  la  tercera 
parte  del  mundo  habitado,  con  ciento  diez  y  ocho  nacio- 
nes; de  modo  que  el  Asia  ocupaba  todo  el  mar  Pacífico, 
toda  la  América  y  avanzaba  hacia  Europa  llenando 
parte  del  Atlántico. 

Oponíanse  á  esto  otras  doctrinas,  afirmando  que  en 
el  planeta  era  más  el  espacio  ocupado  por  el  mar  que  el 
de  la  tierra  firme;  pero  Colón,  como  todos  los  que  se 
sienten  poseídos  de  una  idea  fija,  desechaba  lo  que  no 
parecía  de  acuerdo  con  su  opinión,  rebuscando  nue- 
vos y  extraños  argumentos  para  afirmarla.  El  desente- 
rró—dándole el  valor  de  un  libro  santo— el  Apocalipsis 


94  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

de  Esdras,  judío  visionario  del  siglo  primero  que  vivía 
fuera  de  Palestina.  Y  apoyándose  en  Esdras,  que  afirma- 
ba que  seis  partes  del  mundo  están  en  seco  y  sólo  la  sép- 
tima la  ocupan  los  mares,  todavía,  poco  antes  de  morir, 
cuando  llevaba  hechos  tres  viajes  de  descubrimiento, 
escribía  Colón  á  los  Eeyes  Católicos:  «Digo  que  el  mundo 
no  es  tan  grande  como  dice  el  vulgo  y  el  enjuto  de  ello 
es  seis  partes  y  la  séptima  solamente  cubierta  de  agua.» 

También  en  los  libros  sagrados  y  en  la  literatura 
clásica  encontraba  argumentos  en  su  apoyo.  Unos  ver- 
sos de  la  tragedia  Medea,  de  Séneca,  eran  para  él  profe- 
cía indiscutible,  «Vendrán  los  días— dice  el  coro — en 
que  el  Océano  añojará  sus  lazos  y  surgirá  una  nueva 
tierra,  y  un  marinero  semejante  á  Tifis,  el  que  guió  á 
Jasón,  será  el  descubridor,  y  ya  no  aparecerá  la  isla  de 
Thule  como  la  última  de  las  tierras.»  Buscaba  apoyo 
igualmente  en  el  Antiguo  Testamento,  interpretando 
obscuras  palabras  de  Isaías,  y  al  dar  cuenta  de  su  des- 
cubierta, decía  que  con  ella  se  habían  cumplido  sim- 
plemente las  predicciones  de  aquel  profeta. 

Su  misticismo  fantaseador,  y  la  convicción  de  que 
las  tierras  nuevas  encontradas  por  él  tocaban  con  el 
oriente  asiático,  le  impulsaban  á  dar  por  realizados  los 
más  bizarros  descubrimientos.  En  la  costa  de  Venezue- 
la, al  notar  en  el  Océano  la  gran  extensión  de  agua 
dulce  de  la  desembocadura  del  Orinoco,  declaraba  este 
río  «uno  de  los  cuatro  que  bañan  el  Paraíso  Terrenal». 
Y  para  dar  emplazamiento  al  Paraíso  que,  según  sus 
autores  favoritos,  está  situado  en  la  cumbre  de  una  gran 
montaña,  escribía  á  los  Eeyes  Católicos  afirmando  que 
«el  mundo  no  es  redondo  en  la  forma  que  dicen  los  anti- 
guos, sino  en  la  forma  de  una  pera,  que  es  toda  muy 
redonda,  salvo  allí  donde  tiene  el  pezón,  que  es  lo  más 
alto;  ó  como  quien  tiene  una  pelota  muy  redonda  y  en- 
cima de  ella  coloca  una  teta  de  mujer,  y  esta  parte  del 
pezón  es  la  más  alta  y  más  propincua  al  cielo».  El  pezón 
del  mundo  estaba  en  la  costa  de  Paria,  cerca  del  Orino- 
co, y  en  esta  altura  inaccesible  vivían  Elias  y  Enoch 
esperando  el  Juicio  Final. 

Las  arenas  de  oro  encontradas  en  la  Española  le 
hacían  adivinar  el  verdadero  nombre  de  esta  isla.  Era 


LOS  ARGONAUTAS  95 

la  Cipango  de  Marco  Polo  y  de  los  viajeros  asiáticos; 
pero  antes  había  sido  la  tierra  de  Oñr,  adonde  Salomón 
enviaba  sus  navios. 

En  todas  sus  cartas  el  deseo  de  riquezas  y  la  espe- 
ranza de  encontrarlas  mezclábanse  con  un  entusiasmo 
religioso  por  sus  viajes,  que  iban  á  proporcionar  á  la 
Iglesia  la  conquista  de  millones  de  almas  perdidas  en  la 
idolatría.  «El  oro  es  bueno,  Señora—escribía  á  la  reina—, 
y  tal  es  su  poder,  que  saca  las  almas  del  purgatorio  y 
las  lleva  al  Paraíso.»  Y  á  la  vez  que  ingenuamente  ex- 
ponía esta  impiedad,  deseaba  reunir  mucho  oro  para 
armar  un  ejército  á  su  costa  de  cien  mil  infantes  y  diez 
mil  caballos,  con  el  cual  prometía  al  Papa  rescatar  el 
Santo  Sepulcro  del  poder  de  los  inñeles  y  contener  el 
avance  de  los  turcos.  Cuando  al  final  se  convencía  de 
que  el  oro  no  era  abundante  y  costaba  mucho  de  aco- 
piar, proponía,  para  la  obra  santa  de  la  conquista  de 
Jerusalén,  establecer  un  comercio  de  esclavos  indios  en 
la  Península,  tráfico  que  podía  dar  una  ganancia  anual 
de  cuarenta  millones  de  maravedís.  Y  á  continuación 
enviaba  las  primeras  muestras  de  indígenas  al  mercado 
de  Sevilla. 

— Todo  era  extraordinario  y  contradictorio  en  aquel 
hombre — dijo  Ojeda — .  Se  nota  en  él  ese  desequilibrio 
que,  según  parece,  es  condición  de  los  genios. 

— Aun  es  más  misterioso  su  origen — contestó  Maltra- 
na — ,  y  biógrafos  é  historiadores  llevan  cuatro  siglos 
disputando  sobre  los  diversos  lugares  de, su  nacimiento 
en  el  señorío  de  Genova.  Algunos  hasta  le  creen  galle- 
go, nacido  en  Pontevedra,  y  se  fundan  en  que  en  la 
época  de  su  nacimiento  existían  familias  de  marineros 
en  aquella  costa,  llamados  unos  Colón  y  otros  Fonterro- 
sa  (los  dos  apellidos  del  Almirante),  y  todos  ellos,  según 
parece,  de  origen  judío.  Yo  doy  poca  importancia  en  la 
vida  de  un  hombre  al  lugar  de  su  nacimiento.  Cada  uno 
nace  donde  puede:  donde  le  dejan  nacer,  y  esto  nada 
significa  en  la  formación  de  nuestro  carácter. 

— Así  es.  Nuestra  patria  verdadera  está  allí  donde  es- 
bozamos el  alma;  donde  aprendemos  á  hablar,  á  coordi- 
nar las  ideas  por  medio  del  lenguaje  y  nos  moldeamos 
en  una  tradición. 


%  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

— Recuerde,  amigo  Ojeda,  los  documentos  que  nos 
quedan  del  Almirante.  No  hay  uno  solo  escrito  en  ita- 
liano; ni  la  más  insignificante  palabra  de  su  idioma 
natal  se  escapa  en  ellos;  siempre  usa  el  latín  ó  el  caste- 
llano, y  al  castellano  le  llama  «nuestro  romance».  El, 
tan  aficionado  á  las  citas  literarias  y  los  versos,  nunca 
menciona  un  autor  de  la  rica  literatura  italiana,  que 
parece  ignorar.  Américo  Vespucio,  que  era  de  Italia, 
saca  á  colación,  en  sus  relaciones  geográficas,  al  Dante 
y  á  Petrarca.  Colón  cita  únicamente  á  los  autores  de  la 
antigüedad:  «el  Aristóteles»,  Plinio,  Séneca,  etc.,  y  con 
ellos  los  árabes  españoles,  San  Isidoro,  el  rey  Alfonso  y 
muchos  rabinos  hispanos,  en  cuyas  doctrinas  parece 
muy  versado.  Este  genovés  ilustre,  cuando  escribe  á 
Micer  Nicolao  Oderigo,  embajador  de  Genova  en  Espa- 
ña, le  escribe  en  castellano,  como  escribía  á  todos, 
cuando  no  usaba  del  latín.  Muchos  años  antes,  al  pla- 
near en  Lisboa  su  empresa  de  descubierta,  se  dirige  á 
Toscanelli,  el  anciano  cosmógrafo  florentino,  para  co- 
nocer nuevos  datos  de  la  ciencia  de  entonces  que  le 
afirmasen  en  sus  propósitos.  No  se  sabe  qué  dijo  en  la 
carta  de  petición;  lo  natural  era  recomendarse  á  su  be- 
nevolencia como  compatriota,  y  sin  embargo,  Toscane- 
lli, el  famoso  «Paulo  físico»,  cuando  le  contesta  desde  su 
tierra  enviándole  el  plano  geográfico  que  tanto  le  valió 
para  los  descubrimientos,  da  á  entender  que  lo  cree  por- 
tugués y  le  habla  del  esforzado  valor  de  los  navegantes 
de  su  país...  Alegan  muchos,  para  justificar  ese  desco- 
nocimiento del  italiano  tan  extraordinario  en  un  geno- 
vés,  que  Colón  salió  de  su  patria  á  los  catorce  años  para 
no  volver  más.  ¿Pero  el  idioma  natal  puede  olvidarse 
tan  por  completo  cuando  se  le  ha  hablado  hasta  los  ca- 
torce años?... 

— A  mí  tampoco  me  apasiona  el  lugar  de  su  naci- 
miento— dijo  Ojeda — .  Ya  he  dicho  que  el  hombre  es  del 
país  donde  se  forma  y  cuya  lengua  habla.  Me  interesa 
la  persona  más  que  la  cuna...  Pero  tenemos  el  testimo- 
nio del  mismo  Colón,  que  no  deja  lugar  á  dudas.  En  sus 
cartas,  en  la  institución  del  mayorazgo  para  su  descen- 
dencia, en  su  testamento,  en  todo  papel  que  escribe  en 
los  últimos  años,  muestra  cierto  interés  en  hacer  saber 


LOS  ARGONAUTAS  97 

que  es  de  Genova,  como  si  adivinase  las  objeciones  de 
la  posteridad  sobre  su  origen. 

— Lo  dice  hartas  veces — interrumpió  Isidro  malicio- 
samente— ,  lo  repite  con  sobrada  insistencia  para  creer 
en  su  sinceridad.  Exhibe  la  condición  de  ligur,  pero  no 
añade  lo  más  mínimo  sobre  sus  ascendientes  ó  la  paren- 
tela que  indudablemente  le  quedaría  en  Italia.  La  única 
vez  que  menciona  familia,  es  para  dar  á  entender  de  un 
modo  velado  que  bien  pudiera  ser  pariente  de  los  Co- 
lombos,  famosos  almirantes  de  Genova.  En  esta  decla- 
ración ven  algunos  el  secreto  de  su  genovesismo.  El 
vagabundo  Colón  y  Fonterrosa,  marino  gallego,  portu- 
gués, judío  ó  lo  que  fuese,  pudo  ver  grandes  ventajas 
en  este  parentesco,  por  la  semejanza  de  apellidos,  y  más 
aún  si  deseaba  ocultar  su  origen  en  una  época  en  que  el 
cristianismo  pegaba  duro  sobre  los  de  raza  hebraica  y 
preparaba  su  expulsión  de  muchas  naciones.  Se  ha  de- 
mostrado que  es  puramente  ilusorio  este  parentesco  con 
los  Colombos  almirantes  y  falsos  también  los  relatos  de 
los  combates  de  su  mocedad  en  las  galeras  genovesas 
frente  al  puerto  de  Lisboa,  así  como  su  milagrosa  sal- 
vación sobre  un  madero.  ¿Por  qué  no  podría  serlo  igual- 
mente el  genovesismo  de  ese  italiano  que  ignora  su  len- 
gua y  no  se  acuerda  de  cómo  es  su  país,  pues  jamás  lo 
alude  para  compararlo  con  las  tierras  descubiertas?... 

— Ciertamente,  fué  un  hombre  enigmático.  Su  vida  se 
asemeja  á  esas  montañas  altísimas  que  reciben  en  la 
cumbre  los  rayos  del  sol,  mientras  abajo  los  valles  y 
laderas  están  en  la  sombra.  Sabemos  de  él  con  certeza 
á  partir  de  sus  cincuenta  y  seis  años,  cuando  emprende 
el  primer  viaje:  los  ocho  años  anteriores  pasados  en  la 
corte  de  España  solicitando  apoyo  están  en  la  penum- 
bra; los  de  su  vida  en  Portugal  aun  son  más  inciertos, 
y  todo  el  resto,  hasta  el  nacimiento,  queda  envuelto  en 
una  obscuridad  absoluta,  que  se  ha  prestado  y  se  pres- 
tará á  las  hipótesis  más  diversas.  Su  existencia  en  Es- 
paña es  un  misterio.  ¿Desde  cuándo  vivió  en  ella?...  Los 
biógrafos  lo  hacen  pasar  únicamente  por  Andalucía  y 
Castilla  en  sus  tiempos  de  solicitante;  y  sin  embargo. 
Colón,  siendo  viejo,  contaba  á  Las  Casas  cómo  le  habían 
servido  de  apoyo  en  sus  planes  de  descubierta  ciertas 


98  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

pláticas  con  Pero  Velasco,  un  marinero  que  había  hecho 
grandes  navegaciones,  y  al  que  conoció  en  Murcia. 

— Hay  que  tener  en  cuenta,  amigo  Ojeda,  que  en  cier- 
tos países  la  calidad  de  extranjero  da  gran  prestigio  á 
todo  el  que  ofrece  una  idea  nueva.  En  aquellos  tiempos 
los  marinos  genoveses  eran  los  de  más  fama,  los  que 
habían  llegado  más  lejos  en  sus  exploraciones.  Entonces 
no  había  telégrafo,  ni  periódicos  de  información,  y  un 
hombre  movedizo  y  viajero  podía  cambiar  fácilmente 
de  personalidad  y  vivir  largos  años  sin  que  nadie  le  re- 
conociese. Mientras  estaba  abajo  no  corría  peligro  de 
que  la  superchería  fuese  descubierta,  y  si  llegaba  el 
éxito  para  él,  la  patria  que  se  había  atribuido  era  la 
primera  en  enorgullecerse  de  este  ciudadano  hasta  en- 
tonces ignorado...  Yo  no  tengo  empeño  en  sostener  que 
Colón  fuese  genovés  ó  no  lo  fuese:  me  es  igual.  A  mí, 
como  á  usted,  lo  que  me  interesa  es  el  hombre  que  por 
su  misticismo  extraño  y  su  carácter  contradictorio  es 
como  un  resumen  de  la  fusión  de  razas  en  la  España 
medioeval;  un  conjunto  de  fanatismos,  ambiciones  de 
gloria  y  codicias  de  mercader.  Veo  en  él  una  mezcla  de 
rabino  avaro,  moro  fantaseador  y  guerrero  romántico, 
ansioso  de  rescatar  los  Santos  Lugares  para  devolver 
millones  de  almas  á  su  Dios.  Pero  reconozco  que  de  ser 
cierta  la  hipótesis  del  cambio  de  nacionalidad,  fué  este 
uno  de  los  mayores  aciertos  de  su  vida. 

Isidro  hacía  memoria  de  la  existencia  en  España  de 
aquel  aventurero,  Colombo  para  unos.  Colome  para 
otros,  pero  que  siempre  se  apellidó  Colón  en  sus  propios 
escritos.  Conseguía  alojamiento  y  mesa  en  la  casa  de  un 
personaje  como  el  contador  Quintanilla,  favorito  de  los 
reyes;  le  protegían  los  priores  de  ricos  conventos;  tenía 
pláticas  con  la  gente  de  la  corte,  y  al  fin  le  escuchaban 
los  monarcas,  mientras  España  andaba  revuelta  en  las 
últimas  guerras  con  los  moros,  había  de  atender  á  los 
choques  políticos  en  Francia  é  Italia,  tenía  poco  dinero 
y  necesitaba  tiempo  y  reñexión  para  cosas  más  urgen- 
tes é  inmediatas  que  buscar  un  nuevo  camino  que  lle- 
vase á  «la  tierra  de  las  especierías»...  ¡Si  se  hubiese 
presentado  como  español!  El  mismo  Almirante  contaba 
á  sus  amigos  cómo  en  los  puertos  de  la  península  había 


LOS  ARGONAUTAS  99 

encontrado  viejos  marineros  que  navegando  hacia  Po- 
niente columbraron  señales  indudables  de  nuevas  tie- 
rras. En  Puerto  de  Santa  María  había  hablado  con  un 
«marinero  tuerto»  que  cuarenta  años  antes,  en  un  viaje 
á  Irlanda,  alejado  de  esta  isla  por  el  mal  tiempo,  vio 
una  gran  tierra  que  imaginaba  fuese  la  Tartaria.  En 
Cádiz  y  en  el  puerto  de  Palos  hablábase  de  los  países 
desconocidos  como  de  algo  indiscutible;  pero  los  nave- 
gantes andaluces,  gallegos  ó  levantinos,  gentes  rudas  y 
humildes,  se  hubieran  asustado  ante  la  idea  de  ir  á  la 
corte  para  exponer  su  opinión.  Los  mismos  Pinzones, 
que  eran  en  su  patria  notabilidades  de  campanario  por 
haberse  hecho  ricos  con  los  viajes  á  Oriente  y  al  Norte 
de  Europa  y  se  mostraban  tan  convencidos  como  Colón 
de  la  posibilidad  de  los  descubrimientos,  no  habrían 
conseguido  ser  escuchados  al  proponer  la  gran  empresa 
sin  profecías  bíblicas  y  textos  clásicos,  basándose  úni- 
camente en  su  experiencia  de  pilotos. 

— Pensaba  yo  ahora — interrumpió  Ojeda — en  la  Vida 
del  Almirante^  escrita  por  su  hijo  don  Fernando,  el  hijo 
bastardo,  el  hijo  del  amor,  habido  con  una  señora  cor- 
dobesa cuando  Colón  era  casi  anciano,  y  que  tal  vez 
por  eso  fué  mirado  siempre  con  especial  predilección... 
A  la  edad  de  catorce  años  acompañó  á  su  padre  en  el 
último  viaje  de  descubrimiento,  el  más  penoso  de  todos. 
Estuvo  á  su  lado  en  las  largas  navegaciones,  cuya  mo- 
notonía incita  á  hablar;  pasó  con  él  horas  de  peligro, 
que  son  horas  de  confesión;  pudo  conocer  mejor  que 
nadie  las  obscuridades  de  su  primera  vida,  antes  de  la 
celebridad,  y  sin  embargo,  al  escribir  los  orígenes  del 
Almirante  muestra  una  visible  incertidumbre,  como  si 
poseyese  un  secreto  que  teme  hacer  público.  El  mismo 
don  Fernando  afirma  francamente  que  su  padre,  así 
como  fué  ascendiendo  en  fama,  tuvo  empeño  en  «que 
fuese  menos  conocido  y  cierto  su  origen  y  su  patria»... 
Reconoce  que  el  Almirante  era  genovés,  porque  así  lo 
afirmaba  él;  pero  se  nota  en  sus  palabras  cierto  mis- 
terio. 

—Cuando  don  Cristóbal  dispone  de  sus  bienes— con- 
tinuó Maltrana — ,  ordena  que  se  destine  cierta  cantidad 
al  mantenimiento  de  uno  de  la  familia  para  que  se  esta- 


100  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

blezca  en  Genova  y  tome  allá  mujer,  con  el  fin  de  que 
existan  siempre  Colones  en  la  ciudad.  ¿No  le  quedaban 
parientes  en  Liguria?...  Parece  que  él  y  sus  hermanos 
sean  producto  de  una  generación  espontánea,  sin  ascen- 
dientes ni  colaterales,  lo  que  le  obliga  á  este  trasplante 
de  una  rama  de  la  familia  para  dejar  bien  demostrado 
que  Genova  fué  su  nación...  En  el  testamento  reparte 
sus  bienes  entre  hijos  y  hermanos  y  deja  varias  mandas 
para  genoveses  ó  personas  de  origen  genovés...  pero 
todos  residentes  en  Portugal  y  alejados  muchos  años  de 
su  país  de  origen;  mercaderes  que  conoció  y  trató  du- 
rante su  permanencia  en  Lisboa  cuando  estaba  casado 
con  la  hija  de  otro  genovés,  circunstancia  que  bien  pu- 
diera haber  inñuído  en  la  decisión  de  su  nacionalidad. 
Estas  mandas  se  adivina  que  son  restituciones  por  prés- 
tamos que  le  hicieron  en  sus  años  de  miseria.  Hasta 
ordena  que  se  le  entregue  cierto  dinero  «á  un  judío  que 
moraba  á  la  puerta  de  la  judería  de  Lisboa» ,  el  único 
en  todo  el  testamento  que  figura  sin  nombre.  Parientes 
de  Genova  no  menciona  uno  siquiera,  ni  deja  nada  para 
residentes  en  Italia.  Sus  recuerdos  de  genovés  no  van 
más  allá  de  la  colonia  genovesa  establecida  en  Portu- 
gal... A  mí  me  inspiran  poca  confianza  las  afirmaciones 
del  Almirante  en  lo  de  su  nacionalidad...  y  en  otras 
muchas  cosas... 

Ojeda  acogió  estas  palabras  con  un  gesto  de  asombro. 
— No  quiero  decir — continuó  Isidro — que  el  grande 
hombre  fuese  embustero  á  sabiendas,  pero  tenía  el  de- 
fecto ó  la  cualidad  de  todos  los  que,  viniendo  de  abajo, 
llegan  á  una  altura  gloriosa.  Arreglaba  á  su  gusto  los 
sucesos  de  la  vida  anterior;  desfiguraba  el  pasado  de 
acuerdo  con  sus  conveniencias.  Era  como  algunos  mi- 
llonarios del  presente,  que  en  sus  primeros  tiempos  de 
riqueza  confiesan  con  orgullo  las  miserias  de  los  años  ju- 
veniles; pero  luego,  cuando  crecen  sus  hijos  y  forman  di- 
nastía, empiezan  á  avergonzarse  de  su  origen  é  inventan 
parientes  opulentos  y  capitales  ilusorios  con  los  que  ini- 
ciaron las  primeras  empresas.  El  Almirante,  al  dictar  su 
testamento,  habla  con  amargura  de  que  los  reyes  sólo 
dedicaron  á  su  obra  un  millón  ó  cuento  de  maravedís, 
y  que  «él  tuvo  que  gastar  el  resto»...  Y  eso  lo  decía  á 


LOS  ARGONAUTAS  101 

la  hora  de  su  muerte,  en  un  país  donde  todos  le  habían 
conocido  yendo  tras  de  la  corte  como  parásito  solici- 
tante, sin  dinero  y  sin  hogar,  alojado  en  conventos,  im- 
plorando pequeños  subsidios  para  moverse  de  una  ciu- 
dad á  otra...  Habían  bastado  catorce  años  para  una 
falta  de  memoria  tan  estupenda. 

— A  mí  me  sorprende  el  poco  caso  que  hicieron  de  él 
durante  su  vida  los  que  llamaba  compatriotas  suyos. 
En  la  colección  de  sus  cartas  hay  algunas  quejándose  al 
embajador  genovés  Oderigo  porque  no  le  contestan  de 
allá.  Envía  al  Banco  de  San  Jorge  de  la  ciudad  de  Ge- 
nova todos  sus  papeles  en  depósito,  y  los  señores  del 
Banco,  sólo  después  de  algún  tiempo,  le  dan  una  res- 
puesta por  indicación  de  Oderigo;  y  esta  respuesta, 
aunque  amable,  no  prueba  que  el  gobierno  genovés  se 
entusiasmase  mucho  con  sus  hazañas.  Parece  natural 
que  tratándose  de  un  hijo  del  país  que  había  descubier- 
to un  nuevo  camino  para  el  Oriente  asiático,  la  Señoría 
genovesa  celebrase  esto  de  algún  modo.  Y  sin  embargo, 
la  gran  República  comercial  permanece  callada,  ignora 
á  Colón,  y  sólo  uno  de  sus  funcionarios  le  escribe  para 
darle  las  gracias  cuando  hace  un  regalo  valioso  á  la 
ciudad  que  llama  su  patria...  Que  Colón  era  extranje- 
ro lo  tengo  por  indudable:  lo  prueba  además  la  carta 
de  naturalización  que  dieron  los  Eeyes  Católicos  á  su 
hermano  menor,  don  Diego,  que  era  sacerdote,  para  que 
pudiese  gozar  en  Castilla  de  beneficios  y  rentas.  Pero 
en  ese  documento  hay  algo  también  que  se  presta  al 
misterio.  Se  naturaliza  español  á  Colón  el  menor  por 
haber  nacido  fuera  de  España  y  ser  extranjero,  pero  no 
se  dice  una  palabra  de  su  nacionalidad  primitiva,  del 
lugar  de  su  cuna;  no  se  menciona  á  Genova  para  nada... 
¿Qué  había  de  raro  en  el  origen  de  estos  Colones  para 
que  todo  lo  referente  á  sus  personas  tendiese  siempre  á 
la  confusión?... 

—En  los  últimos  años — dijo  Maltrana — tenía  el  Almi- 
rante cierto  empeño  en  aparecer  como  extranjero,  y  por 
esto  insiste  tanto  en  lo  de  su  origen  ligur.  Adivinaba 
próximo  el  pleito  que  tuvieron  después  sus  descendien- 
tes con  la  Corona.  Hombre  astuto  y  precavido,  daba 
por  cierto  el  incumplimiento  de  los  derechos  exorbitan- 


102  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

tes  que  á  cambio  de  sus  descubiertas  le  liabía  reconoci- 
do la  buena  reina  Isabel,  generosa  é  imprevisora  como 
todas  las  mujeres  de  alta  idealidad  cuando  se  meten  en 
negocios...  Ya  sabe  usted  que  á  Colón,  por  el  compro- 
miso que  firmaron  los  reyes,  le  correspondía  la  décima 
parte  de  todo  lo  que  descubriese  y  de  lo  que  tras  él  pu- 
dieran descubrir  los  que  siguiesen  su  camino.  Es  absur- 
do imaginarse  una  familia,  la  familia  de  los  Colones, 
propietaria  absoluta  de  la  décima  parte  de  todo  el  con- 
tinente americano  y  á  más  de  esto  la  décima  parte  de 
las  islas  de  Oceanía,  cuyo  hallazgo  fué  consecuencia  del 
de  América  ..  Por  esto  el  rey  Fernando,  experto  hom- 
bre de  negocios,  miró  siempre  con  recelo  los  tratos  en- 
tre el  Almirante  y  la  reina.  No  fué  enemigo  de  la  em- 
presa, como  dicen  algunos,  pero  le  pareció  insensata  la 
facilidad  con  que  su  esposa  había  accedido  á  todas  las 
peticiones  del  navegante...  Y  Colón,  en  los  últimos  años, 
adivinando  las  dificultades  en  que  se  verían  sus  descen- 
dientes para  sostener  la  absurda  herencia,  repetía  en  to- 
dos los  documentos  que  era  de  Genova,  aconsejaba  á  sus 
hijos  que  se  pusiesen  en  contacto  con  el  gobierno  de  la 
República,  y  se  valía  de  halagos  y  súplicas  para  con- 
quistar su  favor  y  el  de  los  poderosos  mercaderes  del 
Banco  de  San  Jorge. 

— Y  usted,  Maltrana,  ¿es  también  de  los  que  le  creen 
judío? 

— Yo  no  creo  nada  cuando  faltan  pruebas  y  sólo  hay 
inducciones.  Pero  los  que  opinan  así  no  se  apoyan  en  el 
vacío.  Aquel  hombre  extraordinario  tenía  todos  los  ca- 
racteres del  antiguo  hebreo:  fervor  religioso  hasta  el 
fanatismo;  aficiones  prof éticas;  facilidad  de  mezclar  á 
Dios  en  los  asuntos  de  dinero.  Para  descubrir  la  India, 
según  él  dijo  en  sus  cartas  á  los  reyes,  «no  me  valió  ra- 
zón ni  matemática;  llanamente  se  cumplió  lo  que  dijo 
Isaías...» 

Y  lo  que  había  dicho  Isaías  en  uno  de  sus  salmos 
era,  según  Colón,  que  antes  de  acabarse  el  mundo  se 
habían  de  convertir  todos  los  hombres,  y  que  de  España 
saldría  quien  les  enseñase  la  verdadera  religión.  Ade- 
más de  Isaías  apelaba  á  la  autoridad  de  Esdras,  judío 
olvidado,  y  en  varios  de  sus  escritos  figuraban  cartas 


LOS  ARGONAUTAS  103 

de  rabinos  conversos.  Viejo  ya  redactaba  su  famoso 
libro  de  Las  Profecías^  desvarío  místico  en  el  que  hizo 
cálculos  sobre  la  duración  de  la  tierra,  tomando  como 
base  los  profetas  bíblicos.  Y  el  resultado  de  sus  refle- 
xiones fué  anunciar  que  sólo  le  quedaban  al  mundo  cien- 
to cincuenta  años  de  vida,  pues  había  de  perecer  segu- 
ramente en  1656. 

— Se  nota  en  él — dijo  Ojeda — algo  de  la  exaltación 
feroz  de  los  antiguos  hebreos,  que  siempre  que  consti- 
tuían nacionalidad  se  perseguían  y  degollaban  por  que- 
rellas religiosas.  En  nuestra  historia  los  inquisidores 
más  temibles  fueron  de  origen  judío,  y  ¿quién  sabe  si 
una  gran  parte  del  fanatismo  español  no  se  debe  á  la 
sangre  hebrea  que  se  ingirió  en  la  formación  deñnitiva 
de  nuestro  pueblo?...  El  judío  de  aquellas  épocas  no 
perdía  jamás  de  vista  el  negocio  en  medio  de  sus  ensue- 
ños místicos,  y  apreciaba  el  oro  como  algo  divino.  Así 
fué  Colón. 

Tenía  visiones  divinas,  como  la  de  Jamaica,  en  la 
que  le  habló  Dios  en  persona,  y  al  mismo  tiempo  añr- 
maba:  «El  oro  es  excelentísimo,  y  con  él  quien  lo  tiene 
hace  cuanto  quiere  en  el  mundo,  y  tal  es  su  poder  que 
echa  las  almas  al  Paraíso.»  Emprendía  sus  viajes  en 
nombre  de  la  Santísima  Trinidad,  afirmando  que  su 
obra  era  «lumbre  del  Espíritu  Santo»,  pues  lo  enviaba 
á  la  India  para  que  esparciese  el  Evangelio  y  salvase 
las  almas,  y  luego  proponía  la  venta  de  indígenas  hasta 
que  diesen  una  renta  de  cuarenta  millones  anuales. 
Cargaba  dos  navios  de  esclavos  para  venderlos  en  Es- 
paña y  recomendaba  á  su  hermano  don  Bartolomé  que 
tuviese  gran  cuidado  con  la  mercancía  y  llevase  justa 
cuenta  en  lo  que  correspondiese  á  cada  uno,  «pues  hay 
que  mirar  en  todo  la  conciencia,  porque  no  hay  otro 
bien  mejor,  salvo  servir  á  Dios,  y  todas  las  cosas  de  este 
mundo  son  nada,  y  Dios  es  para  siempre». 

—  Además  —  interrumpió  Maltrana  — ,  basta  leer  la 
descripción  que  hacen  Las  Casas  y  otros  historiadores 
del  tipo  físico  del  Almirante:  bermejo,  cariluengo,  la 
nariz  aguileña,  pecoso,  enojadizo,  elocuente  y  muy  duro 
para  los  trabajos. 

—La  codicia  es  notoria  en  él;  pero  codiciosos  fueron 


104  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

igualmente  todos  los  que  intervinieron  en  estos  descu- 
brimientos. Es  verdad  que  los  otros  iban  francamente 
por  el  oro,  y  Colón,  además  del  oro,  deseaba  servir  á  su 
religión  conquistando  millones  de  almas.  En  realidad, 
nadie  pensó  que  estas  expediciones  pudiesen  tener  un 
resultado  científico.  Iban  á  la  India  porque  era  rica; 
iban  en  busca  de  la  tierra  del  Gran  Kan,  soberano  de 
la  China,  preocupados  únicamente  con  sus  tesoros.  Co- 
lón se  embarcó  llevando  una  carta  de  los  Reyes  para  el 
Gran  Kan,  escrita  en  latín,  carta  que  le  acreditaba  como 
embajador  extraordinario,  y  apenas  en  las  costas  de 
Cuba — que  él  creía  tierra  firme — pudo  entender  por  la 
mímica  de  los  indígenas  que  en  el  interior  vivía  un  gran 
monarca,  mostróse  regocijado,  adivinando  en  este  caci- 
que humilde  al  rico  emperador  de  Catay. 

Enviaba  tierra  adentro  con  sus  papeles  diplomáti- 
cos á  un  judío  converso  de  Murcia,  que  por  conocer 
algunas  lenguas  orientales  iba  con  él  de  intérprete,  y 
este  mensajero,  después  de  larga  marcha,  sólo  encon- 
traba un  jefe  de  tribu  á  la  sombra  de  su  techumbre  de 
hojas,  rodeado  de  concubinas  bronceadas. 

— Yo  admiro — continuó  Ojeda — la  ilusión  casi  infan- 
til que  acompaña  á  Colón  hasta  la  muerte,  haciéndole 
encontrar  en  todas  partes  riquezas  y  recuerdos  bíbli- 
cos c  La  Isla  Española  es  la  Ofir  de  Salomón  con  sus 
áureas  minas;  un  gran  río  forzosamente  debe  venir  del 
Paraíso;  una  montaña  es  una  pera,  centro  del  mundo, 
y  en  el  pezón  está  la  cuna  del  género  humano;  la  costa 
de  Veragua  es  el  Áurea  de  donde  sacó  el  rey  David  tres 
mil  quintales  de  oro,  dejándolos  en  testamento  á  su  hijo. 
No  ve  una  tierra  nueva  sin  cantar  Salve  Regina  «y  otras 
prosas»,  como  él  dice  en  su  lenguaje...  Y  este  mismo 
soñador  piadoso  da  lecciones  de  astucia  y  traición  á  su 
teniente  el  caballero  aragonés  Mosén  Pedro  Marguerit, 
para  que  prenda  á  Caonabo,  belicoso  cacique,  y  le  re- 
comienda que  le  envíe  emisarios  con  buenas  palabras 
hasta  que  éste  venga  á  visitarle.  «Y  como  por  ser  indio 
anda  desnudo — le  dice  poco  más  ó  menos — ,  y  si  huyese 
sería  difícil  haberlo  á  las  manos,  regaladle  una  camisa 
y  vestídsela  luego,  y  un  capuz,  y  un  cinto  por  donde  le 
podías  tener  é  que  no  se  vos  suelte.» 


LOS   ARGONAUTAS  105 

Pasó  ante  los  dos  amigos  muy  erguida,  con  el  libro 
bajo  el  brazo,  la  dama  norteamericana,  que  hasta  enton- 
ces había  estado  leyendo  en  su  sillón.  Varias  veces  sor- 
prendió Fernando  por  encima  del  volumen  unos  ojos  cla- 
ros fijos  en  él,  y  que  al  encontrarse  con  los  suyos  volvían 
hacia  las  páginas. 

— La  hora  del  té — dijo  Maltrana — .  Estas  inglesas  la 
adivinan  con  una  exactitud  cronométrica...  Si  le  pare- 
ce, no  bajaremos  hasta  luego.  Debe  estar  repleto  el  jar- 
dín de  invierno. 

Encendieron  cigarrillos  y  quedaron  los  dos  con  los 
ojos  entornados  contemplando  las  espirales  de  humo  que 
se  desarrollaban  sobre  el  fondo  azul. 

— Otra  mentira  que  me  irrita — dijo  Isidro  á  los  pocos 
momentos — es  la  de  las  persecuciones  que  la  ignorancia 
de  la  Iglesia  hizo  sufrir  al  Almirante.  Yo  no  tengo  nada 
que  ver  con  la  Iglesia,  pero  reconozco  que  esta  inven- 
ción es  una  de  las  necedades  más  grandes,  si  no  la 
mayor,  que  podemos  apuntarnos  en  nuestra  cuenta  los 
que  figuramos  en  el  gremio  de  los  impíos.  El  vulgo  ex- 
tranjero, que  tiene  un  patrón  hecho,  siempre  el  mismo, 
para  las  cosas  de  España,  pensó  que  al  haber  descu- 
bierto Colón  un  nuevo  mundo,  del  que  no  tenía  noticia  el 
Dios  de  la  Biblia,  forzosamente  debieron  perseguirle  las 
gentes  de  Iglesia  con  mortales  odios.  Hasta  hay  cuadros 
célebres  que  representan  el  llamado  «Congreso  de  Sala- 
manca», con  obispos  muy  puestos  de  mitra  y  báculo 
(algo  así  como  el  coro  episcopal  de  La  Africana)^  que 
discuten  geografía  y  gritan  anatema  contra  el  impío, 
apartándose  de  él.  Y  Colón,  arrogante  y  sereno,  como 
un  tenor  que  sabe  de  antemano  que  triunfará  en  el  últi- 
mo acto... 

Ojeda  rió  de  las  palabras  de  Maltrana. 

—Imagínese  —  continuó  éste  —  el  salto  que  hubiese 
dado  el  autor  de  Las  Profecías,  el  amigo  de  Isaías  y  de 
Esdrás,  al  ocurrírsele  la  idea  de  que  podía  existir  un 
nuevo  mundo  desconocido  por  el  Dios  del  Génesis,  y 
cuyos  habitantes  no  procedían  de  Adán  y  Eva,  ni  de  la 
dispersión  de  los  hijos  de  Noé.  Cuando  menos  se  habría 
creído  objeto  de  una  alucinación  diabólica,  y  de  atre- 
verse á  enunciar  su  pensamiento,  no  hubiera  sufrido 


106  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

pena  mayor  que  la  de  encierro  por  demencia...  Pero 
Colón  sólo  hablaba  de  ir  al  antiguo  mundo  conocido 
por  el  camino  de  Occidente,  y  esto  nada  tenía  de  heré- 
tico, fundamentándolo  además  en  autores  clásicos  y  Pa- 
dres de  la  Iglesia.  No  hubo  otro  congreso  que  una  con- 
troversia, por  encargo  real,  con  los  profesores  de  la 
Universidad  de  Salamanca,  y  en  esta  disputa  científica, 
celebrada  en  el  convento  de  San  Esteban,  el  profesorado 
se  mostró  contrario  al  descubridor,  mientras  los  monjes 
dominicos  y  otros  religiosos  aceptaban  sus  planes  como 
verosímiles.  Esto  se  comprende.  Los  frailes  miraban  al 
místico  Colón  como  un  allegado  suyo,  y  además  eran 
sacerdotes  de  vida  popular  habituados  al  contacto  con 
las  poblaciones  de  la  costa,  que  hablaban  frecuente- 
mente de  las  tierras  nuevas.  La  ciencia  fué  la  única  que 
se  opuso  á  los  proyectos  del  descubridor,  como  tantas 
veces  la  hemos  visto  oponerse  á  toda  innovación».. 

^  Calló  Maltrana,  como  para  reñexionar  mejor,  y  luego 
añadió: 

— Yo  no  me  burlo  por  esto  de  los  catedráticos  de  Sala- 
manca ni  los  considero  ignorantes.  Sabían  lo  que  podía 
saberse  en  su  época  y  defendían  sus  conocimientos.  Un 
niño  de  hoy  sabe  más  que  ellos,  y  puede  reírse  de  su 
ciencia;  pero  falta  saber  cómo  reirán  los  escolares  del 
siglo  XXV  de  los  sabios  que  ahora  veneramos.  Nadie  ha 
guardado  un  extracto  de  esta  disputa  de  Salamanca: 
únicamente  se  sabe  que  los  catedráticos  negaban  á 
Colón  que  en  tres  años  pudiese  ir  y  volver,  como  afir- 
maba, desde  España  á  la  costa  oriental  de  Asia.  Y  en 
esto  tenían  razón:  ellos  estaban  en  lo  cierto.  Poseían  una 
idea  más  exacta  del  tamaño  de  Asia  y  del  tamaño  de  la 
tierra;  daban  al  Océano  desconocido  un  espacio  seme- 
jante al  que  ocupan  el  Atlántico  y  el  Pacífico  juntos  y 
lo  tenían  por  inmenso  é  infranqueable  para  los  medios 
de  navegación  de  entonces.  Pero  los  pobres  sabios  de 
Salamanca,  lo  mismo  que  Colón,  ignoraban  la  existencia 
de  América,  y  América,  cansada  de  vivir  en  el  misterio, 
salió  al  paso  del  navegante,  el  cual  murió  ignorándola. 
Y  resultó  que  los  que  tenían  una  noción  de  la  tierra  más 
aproximada  á  la  verdad,  quedaron  ante  la  historia  como 
unos  borricos,  y  el  visionario  que  basaba  sus  planes  en 


LOS  ARGONAUTAS  107 

que  «el  mundo  es  más  chico  que  dicen,  y  seis  partes  de 
él  están  enjutas  y  una  sola  con  agua»,  aparece  como  un 
sabio  consagrado  por  el  triunfo... 

— Así  es — dijo  Ojeda — .  Hay  que  imaginar  por  un  mo- 
mento que  no  hubiese  existido  América;  suprimir  en 
hipótesis  el  Nuevo  Mundo,  y  ver  á  Colón,  que  creía  la 
tierra  una  tercera  parte  más  pequeña  y  las  costas  de 
Asia  á  unas  setecientas  leguas  de  las  Canarias,  lanzán- 
dose con  sus  barquitos  Océano  adelante,  teniendo  que 
navegar  por  todo  el  Atlántico  y  todo  el  Pacífico  hasta 
encontrarse  con  las  islas  del  Japón  ó  las  costas  de  la 
China. 

—¡Un  absurdo!— interrumpió  Maltrana— .  Una  cosa 
imposible  teniendo  en  cuenta  lo  que  eran  las  carabelas, 
su  escaso  repuesto  de  víveres  y  la  necesidad  de  descan- 
sar en  oportunas  escalas.  Hubiesen  perecido  al  insistir 
en  la  empresa,  ó  lo  que  es  casi  seguro,  se  habrían  vuel- 
to. Para  llegar  solamente  á  las  Antillas,  el  mismo  Colón 
sintió  desmayar  su  voluntad  en  el  primer  viaje  más  de 
una  vez,  lo  que  no  es  raro,  pues  la  fe  más  sólida  ñaquea 
al  verse  sumida  en  lo  desconocido.  Cuando  llevaba  na- 
vegadas setecientas  leguas  comenzó  á  dudar  si  el  Asia 
estaría  más  lejos  de  lo  que  él  creía,  y  fué  entonces  cuan- 
do Pinzón  el  mayor,  el  férreo  Martín  Alonso,  con  la  tes- 
tarudez de  los  homÍ)res  enérgicos  que  esperan  salir  de 
un  mal  paso  atropellándolo  todo,  le  gritaba  desde  su 
carabela:  «¡Adelante!  ¡Adelante!» 

—  Ahí  tiene  usted  otra  patraña,  amigo  Isidro.  La 
pretendida  mala  fe  de  Pinzón  con  el  descubridor;  sus 
manejos  para  sublevarle  la  gente;  el  intento  de  las  tri- 
pulaciones españolas  de  echar  al  agua  al  Almirante  vol- 
viéndose luego  á  su  país;  el  plazo  de  tres  días  que  le 
concedieron  para  morir  si  no  encontraba  tierra... 

—  ¡Qué  leyenda  estúpida! — exclamó  Maltrana—.  Al 
valgo  le  place  ver  los  personajes  históricos  á  su  gusto, 
como  héroes  de  novela  folletinesca  que  arrostran  toda 
clase  de  asechanzas  para  que  al  ñn  trin.nfe  su  inocencia 
en  el  último  capítulo.  La  actuación  de  un  traidor,  de  un 
personaje  sombrío  y  fatal  es  necesaria  para  que  por  un 
efecto  de  contraste  resalte  con  mayor  relieve  la  grande- 
za magnánima  del  protagonista.  Y  en  esta  novela  co- 


108  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

lombiana  el  traidor  es  el  honrado  Martín  Alonso,  que  lo 
puso  todo  en  la  empresa  del  descubrimiento  para  no 
sacar  nada  y  perder  encima  la  vida.  Usted  conoce  la 
verdadera  historia.  Cuando  Colón,  vagabundo  de  in- 
cierta nacionalidad,  andaba  por  Palos  no  sabiendo  qué 
hacer,  Pinzón  le  escuchó  y  le  animó  con  sus  informes  de 
viejo  navegante  del  Océano,  convencido  de  la  existen- 
cia de  nuevas  tierras. 

Los  reyes  concedían  su  licencia  al  aventurero  para 
el  primer  viaje,  pero  con  esto  no  se  adelantaba  su  reali- 
zación. La  tesorería  real  había  librado  con  gran  esfuer- 
zo un  millón  de  maravedís  procedente  de  unos  censos 
de  Valencia,  pero  la  cantidad  era  insuficiente.  Colón 
llevaba  una  orden  para  que  en  el  puerto  de  Palos  le  fa- 
cilitasen embarcaciones,  pero  nadie  le  obedecía.  En 
aquellos  tiempos  de  nacionalidad  apenas  formada  y  co- 
municaciones difíciles,  el  poderío  de  los  monarcas  sólo 
era  verdadero  allí  donde  ellos  estaban  presentes.  Las  ór- 
denes reales,  cuando  iban  lejos,  se  acataban  y  no  se  cum- 
plían. Colón,  con  el  mandato  de  los  monarcas,  intentó 
alistar  gente,  pero  los  marineros  reclutados  á  la  fuerza 
se  desbandaban  y  huían.  Tal  fué  su  desesperación,  que 
hasta  pensó  en  tripular  las  naves  con  hombres  sacados 
de  las  cárceles. 

Y  en  este  apuro,  cuando  veía  su  empresa  próxima  al 
fracaso,  Martín  Alonso  Pinzón,  el  rico  de  Palos,  el  ar- 
mador, que  podía  descansar  para  siempre  de  las  penali- 
dades del  Océano,  se  ofreció  con  gallardo  arranque  á 
interesarse  en  la  expedición  y  aventurar  en  ella  parte 
de  sus  bienes,  la  mitad  de  lo  que  habían  dado  los  mo- 
narcas. El  buscó  y  preparó  buenas  embarcaciones  y 
«puso  mesa»,  según  el  lenguaje  de  la  época,  para  alistar 
marineros,  ofreciéndose  como  fianza  á  los  que  quisieran 
hacer  el  viaje,  y  anunciando  que  él  iría  también.  Esto 
bastaba  para  que  acudiera  la  mejor  gente  de  la  costa  y 
todos  los  preparativos  se  efectuasen  con  rapidez... 

— Tenemos  el  relato  del  primer  viaje  escrito  por  el 
mismo  Almirante,  su  diario  de  navegación,  que  no 
puede  ser  más  monótono.  Viento  favorable,  buena  mar, 
indicios  de  tierra,  maderas  que  notan,  pájaros  que  can- 
tan en  los  mástiles  de  las  carabelas  como  anunciando  la 


LOS  ARGONAUTAS  109 

proximidad  de  costas  invisibles.  Pero  esto  era  un  fondo 
poco  interesante  para  la  figura  del  héroe,  y  muchos  años 
después  de  su  muerte,  ciertos  historiadores  ganosos  de 
dar  emoción  trágica  á  sus  relatos,  inventaron  lo  de 
la  sublevación  de  las  tripulaciones  que,  asustadas,  que- 
rían retroceder,  y  la  amenaza  al  Almirante  de  echarlo 
al  agua  si  no  descubría  tierra  en  el  plazo  de  tres  días.  Y 
Pinzón  juega  en  todo  esto  el  papel  de  un  traidor  caute- 
loso, que  fomenta  los  miedos  ridículos  de  una  marinería 
acostumbrada  á  navegaciones  más  azarosas...  En  el 
relato  de  su  viaje,  el  Almirante,  que  era  de  carácter 
receloso  y  muy  dado  á  ver  traiciones  y  asechanzas  en 
todas  partes,  no  dice  una  palabra  de  intentos  de  revuel- 
ta, y  varias  veces,  durante  la  navegación,  aproxima  su 
nave  á  la  de  Martín  Alonso,  le  llama,  entablan  amistosa 
plática  desde  el  puente,  y  se  envían  con  una  cuerda  la 
famosa  carta  de  Toscanelli  para  esclarecer  sus  dudas. 

— Colón — dijo  Ojeda — era  de  mayores  conocimientos 
científicos  que  su  consocio,  el  marino  de  Palos;  pero 
reconocía  en  éste  más  pericia  en  el  arte  de  navegar,  en 
el  manejo  de  los  buques  y  de  los  hombres...  Hubo  efec- 
tivamente un  plazo  de  tres  días;  pero  este  plazo  no  se 
lo  dieron  al  Almirante  sus  marineros,  sino  que  fué  él 
quien  se  lo  concedió  á  Pinzón,  que  solicitaba  cambiar  de 
rumbo.  Notábanse  á  ambos  lados  de  los  buques  señales  de 
tierra,  pero  el  Almirante  continuaba  siempre  en  la  misma 
dirección,  creyendo  estar  entre  las  islas  de  Cipango,  ó 
sea  en  el  archipiélago  japonés.  «Todo  aquello  se  vería  á 
la  vuelta.»  El  deseaba  llegar  cuanto  antes  á  tierra  firme, 
al  imperio  de  Catay,  á  la  China,  para  visitar  al  Gran 
Kan,  entregarle  sus  credenciales  y  hacer  acopio  de  oro. 
Pero  Martín  Alonso,  menos  iluso,  consideraba  necesario 
tocar  cuanto  antes  en  alguna  tierra,  y  don  Cristóbal 
acabó  por  acceder  á  que  cambiase  de  rumbo,  con  la  con- 
dición de  que  si  en  tres  días  no  encontraban  costa,  vol- 
verían al  primitivo... 

— Y  apenas  se  sigue  la  ruta  de  Pinzón,  surge  la  peque- 
ña isla  antillana,  etapa  primera  del  gran  descubrimiento, 
que  dura  luego  más  de  un  siglo...  Tal  vez  nadie  hizo 
tanto  por  la  gloria  de  Colón  como  su  consocio  al  cam- 
biar de  rumbo.  Imagínese  usted  si  el  Almirante,  en  su 


lio  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

prisa  de  ver  al  Gran  Kan,  sigue  la  primera  dirección  y 
va  á  dar  en  las  costas  actuales  de  los  Estados  Unidos. 
De  seguro  que  no  vuelve,  y  el  mundo  se  queda  sin  tener 
noticia  de  su  descubrimiento. 

— Sí;  no  vuelve — dijo  Ojeda — .  Es  muy  probable;  es 
casi  seguro.  Para  la  pequeña  expedición,  que  sumaba 
en  conjunto  unos  noventa  hombres,  y  no  había  hecho 
verdaderos  preparativos  de  guerra,  fué  una  suerte  abor- 
dar en  los  archipiélagos  paradisíacos  del  mar  de  las  An- 
tillas, con  sus  poblaciones  mansas,  tímidos  rebaños  hu- 
manos en  los  que  cazaban  su  alimento  los  caníbales  de 
las  otras  islas.  Si  los  .tres  barquitos  con  su  puñado  de 
tripulantes  se  encuentran  al  tocar  tierra  con  los  indios 
íeroces  de  la  América  del  Norte  ó  los  belicosos  aztecas 
de  Méjico,  de  seguro  que  no  vuelven...  ;y  se  acabó 
Colón! 

— Sólo  al  final  del  viaje— continuó  Maltrana— habla 
el  Almirante  de  su  compañero  con  cierto  encono.  Al  na- 
vegar por  las  costas  de  Cuba  tuvieron  mal  tiempo,  y 
Colón  se  refugió  con  su  carabela  en  un  abrigo  de  la  cos- 
ta, mientras  el  otro,  marinero  más  atrevido  y  confiado 
en  su  habilidad,  seguía  adelante.  Estuvieron  separados 
unos  días,  y  esto  bastó  para  que  Colón  sospechase  que 
Martín  Alonso  había  tenido  de  los  indios  noticias  de 
mucho  oro  é  iba  á  buscarlo  por  su  cuenta  como  un  ami- 
go infiel.  ¡Disputas  de  consocios  que  se  temen  y  se  vigi- 
lan!... Y  el  caso  fué  que  iguales  riquezas  encontraron  el 
uno  y  el  otro...  ¡Nada!  A  la  vuelta,  el  Almirante,  que 
montaba  una  carabela  por  haber  perdido  su  navio  ma- 
yor en  un  bajo,  tiene  que  refugiarse  en  las  Azores 
— donde  intentan  prenderle  los  portugueses — ,  y  luego 
en  Lisboa,  donde  otra  vez  corre  el  peligro  de  verse  pre- 
so. Mientras  tanto  Martín  Alonso  afronta  la  tormenta 
sin  hacer  escala  alguna  y  llega  directamente  á  España, 
pero  tan  derrotado  y  enfermo,  que  muere  inmediata- 
mente. Y  nadie  le  devuelve  el  medio  cuento  de  marave- 
dís que  puso  en  la  empresa — cantidad  que  fué  sin  duda 
la  que  se  atribuyó  Colón  en  su  testamento  como  gasto 
hecho  por  él — ;  se  esparce  el  silencio  en  torno  de  su  nom- 
bre; luego,  cuando  reaparece,  es  para  que  algunos  au- 
tores le  atribuyan  intentos  poco  leales;  y  el  vulgo  se  ha 


LOS  AROONAUTAS  111 

imaginado,  durante  siglos,  al  honrado  Martín  Alonso 
como  una  especie  de  barítono  de  ópera,  barbudo,  som- 
brío, envidioso,  que  intriga,  rodeado  de  un  coro  de  ma- 
rineros, contra  la  gloria  y  la  vida  del  tenor. 

— Pero  usted  no  negará,  Maltrana,  que  el  Almirante 
fué  perseguido  y  maltratado  de  resultas  de  su  goberna- 
ción en  Santo  Domingo.  Acuérdese  de  Bobadilla,  el  co- 
misionado de  los  reyes:  acuérdese  de  cómo  lo  envió  con 
grillos  á  España. 

— Sí;  reconozco  que  lo  trataron  «con  descortesía», 
estas  fueron  las  palabras  de  la  reina  Isabel,  su  decidida 
protectora.  Lo  trataron  sin  respeto  á  su  edad  y  sus  mé- 
ritos; con  arreglo  á  los  duros  procedimientos  judiciales 
de  la  época;  procedimientos  que  el  mismo  Colón  emiplea- 
ba  igualmente  con  sus  inferiores.  Pero  que  fuese  una  in- 
justicia caprichosa,  como  quiere  la  leyenda,  esto  es  dis- 
cutible. Se  puede  ser  un  gran  argonauta  descubridor  de 
tierras  y  un  pésimo  gobernante. 

— Hay  además  que  tener  en  cuenta  las  ilusiones  que 
había  fomentado  en  todos  los  que  le  siguieron  en  el  se- 
gundo viaje;  gente  aventurera,  levantisca  y  ansiosa  de 
enriquecerse.  Iban  á  las  minas  del  rey  Salomón,  á  Ofir, 
á  Cipango;  no  había  más  que  agacharse  para  recoger 
bolas  de  oro.  Y  se  encontraron  allá  con  que  todo  falta- 
ba, y  para  recolectar  un  poco  de  oro  había  que  sufrir 
horriblemente.  El  gobernador,  con  el  ansia  de  amonto- 
nar riquezas  y  contrariado  por  los  obstáculos,  mostrá- 
base huraño,  atribuyendo  la  falta  de  éxito  á  la  pereza 
de  los  individuos  de  la  colonia.  Y  hubo  rebeliones,  ba- 
tallas entre  los  conquistadores,  y  Colón,  que  tenía  la 
mano  pesada  y  el  carácter  autoritario,  castigó  dura- 
mente á  sus  inferiores. 

— Los  castigaba  como  si  quisiera  vengarse  en  ellos  de 
persecuciones  sufridas  por  sus  ascendientes...  Cuando 
Bobadilla  llegó  á  la  isla,  enviado  por  los  reyes  en  vista 
de  las  súplicas  y  quejas  de  los  colonos,  el  Almirante 
había  ahorcado  en  la  semana  anterior  siete  españoles, 
cinco  más  estaban  en  la  fortaleza  de  Santo  Domingo  es- 
perando el  instante  de  morir,  con  la  cuerda  al  cuello,  y 
su  hermano  el  Adelantado  tenía  otros  diez  y  siete  meti- 
dos en  un  pozo,  para  enviarlos  igualmente  á  la  horca. 


112  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

Bobadilla  no  fué,  en  sus  procedimientos,  más  que  un 
justiciero  expeditivo  á  estilo  de  la  época.  El  mismo  Las 
Casas,  amigo  del  Almirante,  reconoce  que  era  «persona 
de  rectitud».  Al  ser  enviado  Colón  á  España  preso  y  con 
grillos,  la  reina  lamentó  mucho  esta  descortesía,  pero 
no  le  repuso  en  el  gobierno  de  la  isla,  prohibiéndole 
además  que  volviese  á  ella.  Se  echó  tierra  al  asunto, 
porque  doña  Isabel  deseaba,  según  un  autor  de  la  épo- 
ca, «que  las  verdaderas  causas  de  lo  ocurrido  quedasen 
ocultas,  pues  más  quería  ver  á  Colón  enmendado  que 
maltratado».  Y  el  mismo  Colón,  en  una  carta,  confesaba 
haber  cometido  faltas,  que  necesitaban  el  perdón  de  los 
reyes,  «porque  mis  yerros— decía— no  han  sido  con  el 
fin  de  hacer  mal». 

Maltrana  añadió  después  de  una  breve  pausa: 

— También  existe  otro  embuste  legendario,  la  muerte 
de  Colón  en  Valladolid,  en  plena  miseria,  pobre  víctima 
de  la  ingratitud  del  rey  Fernando.  ¿Qué  más  podía  hacer 
éste  por  él?  El  antiguo  vagabundo  era  Almirante,  car- 
go el  más  honorífico  de  la  nación,  pues  lo  había  creado 
un  monarca  para  uno  de  sus  tíos.  Su  hijo,  de  obscuro 
origen  é  incierta  sangre,  lo  había  casado  el  rey  Fernan- 
do con  una  sobrina  suya.  Gozaba  además  Colón  por  ca- 
pitulaciones públicas  la  décima  parte  de  todo  lo  que  se 
ganase  en  la  India.  Pero  como  de  allá  no  venía  nada, 
según  confesión  del  mismo  don  Cristóbal,  de  aquí  que 
no  poseyese  riquezas.  En  cuanto  á  morir  en  la  miseria, 
como  supone  el  vulgo,  basta  decir  que  el  testamento  de 
Colón  lo  firman  siete  criados  suyos,  y  este  lujo  de  ser- 
vidumbre no  significa  indigencia. 

— Tiempos  eran  aquellos  de  pobreza — dijo  Ojeda — . 
Los  mismos  reyes  andaban  siempre  apurados  de  dinero, 
la  hacienda  pública  era  menos  regular  que  ahora,  y  la 
nación,  esquilmada  por  las  guerras  con  los  moros  y  la 
de  Ñapóles,  no  podía  ayudar  mucho  á  unos  descubri- 
mientos que  sólo  habían  dado  como  resultado  el  hallaz- 
go de  islas  improductivas  en  las  que  perecían  los  hom- 
bres. Algo  olvidado  murió  el  Almirante.  La  gente,  en 
España  y  fuera  de  ella,  no  prestó  atención  al  suceso:  el 
descubridor  se  había  sobrevivido  á  su  fama.  En  los  ocho 
años  que  siguieron  al  primer  descubrimiento  se  habló 


LOS  ARGONAUTAS  113 

mucho  de  él;  luego,  en  los  cinco  últimos,  el  silencio  y  la 
indiferencia.  Había  ido  á  conquistar  las  riquezas  de 
Oriente,  y  nadie  veía  las  tales  riquezas:  era  simplemente 
el  descubridor  de  unas  islas  de  la  extrema  Asia.  El  tam- 
bién lo  creía  así,  y  sólo  años  después,  cuando  Núñez  de 
Balboa  encontró  el  Pacífico,  el  llamado  mar  del  Sur, 
fué  cuando  Europa  pudo  enterarse  de  que  el  Asia  de 
Colón  era  un  mundo  nuevo  que  tenía  otro  Océano  á  sus 
espaldas. 

— La  facilidad  con  que  Europa  entera  acogió  los  re- 
latos de  un  obscuro  piloto  italiano,  Américo  Vespucio, 
el  cual,  atribuyéndose  glorias  ajenas,  bautizó  con  su 
nombre  el  nuevo  continente,  demuestra  cuan  olvidado 
estaba  Colón,  no  en  España,  sino  fuera  de  ella.  Este 
bautizo  de  América  es  injusto,  pero  no  carece  de  lógica. 
Colón  sólo  había  descubierto  el  Asia,  y  en  esta  fe  murió. 
Américo  Vespucio  fué  el  primero  que  hizo  saber  al  mun- 
do— gracias  á  las  sucesivas  exploraciones  de  los  mari- 
nos españoles — que  esta  mentida  Asia  era  un  continente 
nuevo,  y  los  editores  alemanes  é  italianos  de  sus  escri- 
tos dieron  su  nombre  á  las  lejanas  tierras.  Un  cínico 
atrevimiento  de  librería  que  ha  triunfado  para  siem- 
pre... Pero  el  vulgo,  amigo  Ojeda,  quiere  que  sus  héroes 
sean  desgraciados  para  amarlos  con  la  simpatía  de  la 
conmiseración.  Vea  usted  á  Goethe,  el  más  grande  tal 
vez  de  los  poetas  de  nuestra  época.  Lo  admiramos,  pero 
no  nos  inspira  una  simpatía  familiar,  porque  fué  dicho- 
so en  su  existencia;  tuvo  amores  con  grandes  damas, 
desempeñó  altos  cargos  palaciegos,  gobernó  un  país, 
vivió  en  la  hartura.  Nos  gusta  más  Homero  ciego  y 
vagabundo;  Cervantes,  que  según  la  gente  no  tuvo  que 
cenar  cuando  terminó  el  Quijote;  Shakespeare  cómico 
de  la  legua  y  empinando  el  codo  en  las  cervecerías; 
Beethoven  pobre  y  sordo...  y  Colón  muriendo  de  ham- 
bre sobre  unas  pajas,  sin  haber  recibido  blanca  por  sus 
descubrimientos . 

— Mucho  hay  de  eso — dijo  Ojeda  con  exaltación — ,pero 
yo  admiro  al  Almirante,  fuese  de  donde  fuese  y  tuviera 
la  sangre  que  tuviera,  como  un  soñador  enérgico  que 
no  descansó  hasta  levantar  una  punta  del  misterio  que 
envolvía  al  mundo.  Admiro  en  él  sus  errores  estupen- 

8 


114  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

dos  y  las  teorías  bizarras  que  por  caminos  tortuosos  le 
llevaron  hasta  la  verdad.  Es  el  último  grande  hombre 
de  la  Edad  Media,  el  nieto  de  los  alquimistas,  de  los  via- 
jeros maravillosos,  de  los  sabios  rabínicos,  de  los  na- 
vegantes árabes,  de  los  iluminados  cristianos,  que  abre 
á  la  vida  moderna  la  mitad  del  planeta  para  que  se 
ensanche.  A  mí  me  conmueven  sus  candideces  y  sus 
ignorancias,  cuando  va  por  el  mundo  nuevo  viendo  por 
todas  partes  los  vestigios  del  mundo  antiguo.  Me  causan 
deleite  las  descripciones  que  hace  en  sus  cartas  de  las 
tierras  que  descubre;  los  suelos  «follados»  por  las  patas 
de  misteriosas  «animalías»;  la  caza  en  las  selvas  á  los 
«gatos  paúles»,  nombre  que  en  su  tiempo  se  daba  á  los 
monos;  la  visita  que  recibe  á  bordo  en  el  último  viaje 
de  «dos  muchachas  muy  ataviadas,  la  más  vieja  de  once 
años,  que  treLÍsm polvos  de  hechizos  escondidos»,  y  am- 
bas, según  dice  el  viejo  Almirante  á  los  reyes,  «con 
tanta  desenvoltura  que  no  harían  más  unas  p...»  jY  qué 
energía  la  del  hombre! 

Ojeda  hablaba  con  cierta  emoción  del  último  viaje 
del  nauta  siempre  en  busca  del  oro  que  huía  ante  él, 
viaje  de  trágico  dolor,  en  plena  ancianidad,  con  una 
pierna  ulcerada,  los  ojos  casi  ciegos,  teniendo  á  su  lado 
al  hijo  pequeño,  pobre  infante  que  cree  haber  arrastra- 
do á  la  muerte.  Los  buques  están  encallados,  las  tripu- 
laciones hambrientas  y  sublevadas,  los  indios  de  Jamai- 
ca se  muestran  hostiles,  nada  puede  esperar  ya  de  los 
hombres,  pero  se  consuela  con  visiones  celestes  que  se 
le  aparecen  de  noche,  sobre  el  alcázar  de  popa,  y  le 
hablan...  También  lo  admiraba  en  los  peligros  del  re- 
greso de  su  primer  viaje;  peligros  en  los  que  le  iba  algo 
más  que  la  existencia:  la  pérdida  de  la  gloria  que  con- 
sideraba entre  sus  manos.  Una  tempestad  que  volcaba 
muchos  navios  dentro  del  río  de  Lisboa,  alcanzábale  en 
pleno  Océano,  montando  una  carabela  maltratada  por 
la  navegación  en  los  mares  de  la  India  y  que  hacía  agua 
por  todas  partes. 

—Cree  que  Pinzón  se  ha  perdido  en  el  otro  buque  y 
que  sólo  queda  él  para  dar  al  mundo  la  gran  noticia:  la 
gran  noticia  que  todos  ignorarán  si  él  perece.  Tal  vez 
otros  descubridores  del  Mar  Tenebroso  sufrieron  este  re- 


LOS  ARaONAUTAS  115 

vés  del  destino  luego  de  reconocer  las  tierras  nuevas. 
¡Morir  con  el  secreto!... 

Y  Colón  escribe  en  pergaminos  la  reseña  de  su  des- 
cubrimiento, los  mete  en  toneles  y  arroja  éstos  á  las 
olas,  sin  que  los  marineros  sospechen  lo  que  encierran, 
pues  creen  que  se  trata  de  un  acto  de  devoción  para 
apaciguar  á  los  elementos.  La  tempestad  arrecia,  y  el 
Almirante  hace  traer  tantos  garbanzos  como  personas 
van  en  la  carabela,  señala  uno  con  un  cuchillo  y  revol- 
viéndolos en  su  bonete  invita  á  la  chusma  á  meter  la 
mano.  El  que  saque  el  garbanzo  marcado  con  una  cruz 
irá  de  romero  á  Santa  María  de  Guadalupe  llevando  un 
cirio  de  cinco  libras...  Y  es  el  Almirante  el  que  saca  el 
garbanzo.  Luego  echan  las  mismas  suertes  para  ir  en 
romería  á  Santa  María  de  Loreto,  «en  la  Marca  de  An- 
cona,  tierra  del  Papa»,  y  como  le  toca  á  un  simple 
proel,  Colón  le  promete  ayudarle  con  sus  dineros  para 
el  viaje.  La  borrasca  va  en  aumento  al  día  siguiente, 
vuelven  á  echar  suertes  para  velar  toda  una  noche  en 
Santa  Clara  de  Moguer,  y  otra  vez  designa  el  garbanzo 
al  Almirante. 

Pero  como  estas  promesas  no  logran  domar  á  las  po- 
tencias hostiles  del  Océano  y  la  carabela  se  tumba,  falta 
de  lastre  (una  imprevisión  del  Almirante),  y  los  basti- 
mentos de  comida  están  casi  agotados,  hacen  el  voto  de 
ir  todos,  apenas  lleguen  á  tierra,  en  procesión  y  en  ca- 
misa hasta  la  primera  iglesia  que  encuentren  bajo  la 
advocación  de  la  Virgen. 

— Y  cuando  el  temporal  los  echa  al  fin  en  Lisboa,  lle- 
vaba Colón  más  de  doce  días  de  inmovilidad  en  su  banco 
de  popa,  dormitando  á  ratos,  con  las  piernas  mojadas 
por  la  lluvia  y  las  olas.  Esta  prueba  fué  la  más  tremen- 
da de  su  vida.  ¡Poseer  una  verdad  que  iba  á  conmover 
el  mundo  y  morir  con  ella!...  Pero  basta  de  Colón,  ami- 
go Maltrana.  Ya  hemos  hablado  bastante;  vamos  á  to- 
mar el  té. 

Abandonaron  sus  asientos,  y  al  dirigirse  á  una  de  las 
escalerillas  para  descender  al  paseo  notaron  en  el  mar 
varias  curvas  negras  y  veloces  que  asomaban  un  ins- 
tante sobre  el  agua,  sumiéndose  y  reapareciendo  más 
lejos  entre  burbujeo  de  espumas. 


116  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

— Son  atunes — dijo  Maltrana — .  O  tal  vez  sean  delfi- 
nes... ¡Quién  sabe! 

—De  seguro  que  no  son  sirenas— repuso  Ojeda. 
Caminaron  algunos  pasos  y  añadió: 

— Es  lástima  que  no  queden  sirenas.  Y  sin  embargo, 
aun  las  había  en  tiempos  de  Colón.. .  ¿No  sabe  usted  eso? 
El  vio  salir  tres  «muy  altas  sobre  el  mar»,  cerca  de  la 
embocadura  de  un  río  de  Santo  Domingo.  Y  dice  Las 
Casas  que  al  Almirante  no  le  llamaron  la  atención  por- 
que había  visto  otras  muchas  en  sus  navegaciones  de 
mozo  por  las  costas  de  Guinea  y  la  Manegueta,  y  que 
las  sirenas  no  son  tan  hermosas  como  las  pintan,  «pues 
en  cierto  modo  tienen  forma  de  hombre  en  la  cara». 


IV 


Erguidos  ante  sus  atriles  con  militar  rigidez,  ento- 
naban los  músicos  una  marcha  solemne,  que  servía  de 
acompañamiento  á  los  pasajeros  en  su  entrada  al  come- 
dor. Los  hombres  vestían  de  frac  ó  de  smoking,  guardan- 
do en  una  mano  la  gorra  de  viaje.  Algunos  se  detenían 
en  las  puertas  formando  grupos  para  ver  á  las  señoras 
que  iban  saliendo  de  los  camarotes  de  preferencia  ó 
venían  de  los  de  abajo  por  la  gran  escalera  de  doble 
rampa,  con  un  roce  de  finas  ropas  interiores. 

Deslizábanse  rápidas  todas  ellas,  entre  saludos  y 
sonrisas,  para  sumirse  más  allá  de  las  mamparas  de 
cristales  en  un  mar  de  luz,  en  el  que  nadaban  los  co- 
lores de  inquietas  banderas.  Una  estela  de  polvos  de 
tocador  y  vagas  esencias  de  jardín  artificial  seguía 
el  aleteo  de  las  faldas  desmayadas  y  flácidas,  con  bri- 
llantes pajuelas  de  oro  ó  plata:  el  crujiente  arrastre  de 
los  tejidos  sedosos;  el  brillo  de  las  espaldas  desnudas 
suavizadas  con  una  capa  de  blanquete;  la  tersura  de 
las  nucas,  sobre  las  que  se  elevaba  el  edificio  de  un 
peinado  extraordinario,  el  primero  de  una  navegación 
que  únicamente  se  había  prestado  hasta  entonces  á  ex- 
hibir sombreros  de  paseo  y  velos  de  odalisca. 

En  el  antecomedor  lucía  un  gran  cartel  pintarrajea- 
do, con  una  pareja  danzante,  y  una  inscripción  gótica 
en  alemán  y  en  español:  «Esta  noche  baile.»  Y  el  anun- 
cio parecía  esparcir  por  todo  el  buque  un  regocijo  de 
colegio  en  libertad.  «Esta  noche  baile»,  repetían  las 
personas  de  grave  aspecto,  como  si  se  prometiesen  un 
sinnúm^ero  de  misteriosas  satisfacciones. 


118  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

Saludábanse  por  vez  primera,  con  espontáneos  mo- 
vimientos de  cabeza,  gentes  que  ignoraban  todavía  sus 
respectivos  nombres.  Durante  la  tarde  habíanse  enta- 
blado grandes  amistades  en  la  cubierta  de  paseo.  Mu- 
chachas de  diversa  nacionalidad,  que  no  se  habían  visto 
nunca  y  tal  vez  no  volverían  á  verse  al  salir  del  buque, 
agrupábanse  atraídas  por  la  simpatía  que  les  inspiraba 
el  género  de  belleza  de  la  nueva  amiga  ó  la  distinción 
de  sus  vestidos.  Empezaban  hablando  en  varios  idio- 
mas, para  expresarse  al  fin  en  castellano.  Caminaban 
tomadas  del  talle  lo  mismo  que  si  fuesen  compañeras 
de  pensión,  y  antes  de  que  terminase  la  noche  iban  á 
tutearse,  entusiasmadas  por  una  amistad  que  conside- 
raban eterna  y  databa  de  unas  cuantas  horas.  Las  ma- 
dres se  sonreían  unas  á  otras  sin  conocerse — arrastradas 
por  las  afinidades  de  sus  hijas — ,  con  una  complicidad 
de  compañeras  de  profesión,  y  acababan  igualmente 
formando  grupos,  para  hablar  de  los  dolores  y  satisfac- 
ciones que  proporciona  la  familia,  de  las  brillantes  cua- 
lidades de  sus  retoños,  de  los  desengaños  é  ingratitudes 
que  tal  vez  les  reservaba  el  porvenir  á  las  pobrecitas... 
como  si  las  compadeciesen  y  envidiasen  al  mismo  tiem- 
po. Algunas,  vestidas  de  negro  con  una  austeridad  mon- 
jil, acometían  desde  las  primeras  frases  el  elogio  y  el 
lamento  de  sus  difuntos  maridos. 

Verificábase  una  aproximación  general,  como  si  todos 
en  el  buque  despertasen  de  pronto  reconociéndose  an- 
tiguos parientes.  Hasta  entonces  los  que  habían  salido 
de  Hamburgo  fingían  ignorar  á  los  embarcados  en  Bou- 
logne,  navegando  juntos  sin  saludarse  por  el  mar  de 
Gascuña  y  de  Cantabria,  extensión  de  lívido  azul,  bajo 
un  cielo  gris.  La  vista  de  pequeñas  ballenas  chapotean- 
do en  el  golfo  entre  surtidores  de  espuma,  les  había 
hecho  cruzar  algunas  palabras,  replegándose  á  conti- 
nuación en  su  huraño  aislamiento.  Juntos  habían  aco- 
gido con  un  mutismo  de  altivez  á  los  que  subieron  en 
Lisboa,  sospechosos  intrusos  que  venían  á  inmiscuirse 
en  la  tranquilidad  de  los  primeros  ocupantes;  y  así 
habían  navegado  hasta  Tenerife.  Pero  ahora  empezaba 
el  verdadero  viaje:  la  vida  común  lejos  de  toda  tierra, 
sin  que  un  nuevo  chorro  de  extraños  pudiese  turbar 


LOS  ARGONAUTAS  119 

esta  paz  de  convento  flotante,  y  todos  se  sentían  unidos 
por  repentina  fraternidad. 

Hasta  el  Océano  parecía  reflejar  bondadosamente  la 
alegre  camaradería  de  los  pasajeros.  El  tapiz  tenía  bajo 
el  pie  la  consistencia  de  la  tierra  firme;  los  objetos  man- 
teníanse en  grave  inmovilidad;  penetraba  por  las  ven- 
tanas la  brisa  oceánica  en  suaves  ráfagas,  una  brisa 
discreta  que  no  hacía  saltar  la  velutina  de  la  epidermis 
ni  ponía  en  desorden  los  peinados;  una  brisa  regulada, 
domesticada,  como  la  que  refresca  los  salones  en  las 
playas  de  moda.  Los  estómagos,  encogidos  hasta  enton- 
ces por  la  ruda  novedad  de  la  navegación,  se  dilataban 
con  voluptuoso  desperezo,  admirando  en  el  comedor  las 
prodigalidades  del  servicio.  Crujían  en  los  camarotes 
las  cerrajas  de  las  maletas;  desatábanse  correas  y  pa- 
quetes; abandonaban  las  ropas  sus  encierros,  y  las  ma- 
nos diligentes  sacudían  pliegues  y  ordenaban  piezas  con 
toda  calma,  sin  miedo  al  vahído  del  cansancio  y  á  la 
movilidad  que  arroja  personas  y  objetos  de  un  ángulo  á 
otro  de  la  inquieta  habitación. 

Todos  pasaban  el  contenido  de  los  equipajes  á  los 
armarios  y  las  perchas,  cuidando  después  del  arreglo 
de  sus  personas.  Diez  días  para  llegar  á  Río  Janeiro,  la 
escala  más  próxima:  ¡diez  días  de  vida  común!  ¡Toda 
una  existencia  cuyo  vacío  había  que  poblar  con  diver- 
siones y  nuevas  amistades!...  Y  la  fiesta  del  cumpleaños 
del  Emperador,  la  primera  del  viaje,  difundía  por  el 
buque  un  regocijo  de  escolares  que  empiezan  sus  vaca- 
ciones. 

Entre  las  pilastras  del  comedor  ondulaban  abullo- 
nadas  las  banderas  de  diversos  pueblos.  Guirnaldas 
de  rosas  contrahechas  y  bombillas  eléctricas  de  varios 
matices  tendíanse  de  capitel  á  capitel.  Al  final  del  salón, 
sobre  una  columna  rodeada  de  plantas  y  teniendo  como 
fondo  el  pabellón  alemán,  erguíase  un  gran  busto  de 
yeso,  el  del  héroe  de  la  fiesta,  con  fieros  y  majestuosos 
bigotes.  Sóbrelas  mesas  aleteaban  pequeñas  banderas, 
una  por  cada  comensal:  la  de  su  respectiva  naciona- 
lidad. 

El  culto  á  los  trapos  de  colores— religión  de  última 
hora,  adorada  con  fanatismo  por  el  público  de  hoteles 


120  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

cosmopolitas,  trasatlánticos  y  trenes  internacionales, 
gente  que  vive  gustosa  fuera  de  su  país — extendía  por 
todo  el  comedor,  como  una  primavera  de  percalina,  la 
floración  de  sus  diversos  tonos.  La  bandera  germánica, 
sombreada  por  su  faja  negra,  mezclábase  con  el  bulli- 
cioso tricolor  de  la  francesa,  la  púrpura  británica,  el 
verde  de  la  italiana,  que  parece  un  reflejo  de  mar  lati- 
no, la  cruz  blanca  suiza,  las  barras  y  enrejados  de  las 
encandinavas  y  el  reventón  de  cohete  rojo  y  dorado  de 
la  española.  Sobre  las  otras  mesas,  como  hijas  vistosas 
que  en  la  frescura  de  su  juventud  no  temen  la  bizarría 
de  lo  llamativo,  lucían  el  verde  y  ámbar  brasileños,  de 
un  tono  igual  al  de  los  frutos  tropicales;  el  sol  majes- 
tuoso y  las  barras  de  la  ribera  uruguaya;  el  aleteo  pri- 
maveral albo  y  celeste  del  pabellón  argentino;  la  blanca 
estrella  chilena  sobre  un  cielo  de  intenso  azul,  y  la 
gran  constelación  de  la  América  del  Norte  amontonan- 
do en  el  arranque  del  rojo  septagrama  su  rebaño  de 
asteroides. 

Antes  de  servirse  el  primer  plato  surgieron  protes- 
tas. Se  negaban  algunos  pasajeros  á  sentarse,  mirando 
iracundos  la  bandera  que  cubría  con  intrusos  colores  el 
montón  de  platos  de  su  cubierto.  Querían  la  suya,  la  de 
su  país.  Ellos  pagaban  lo  mismo  que  los  demás:  á  bordo 
todos  eran  iguales  y  su  república  valía  tanto  como 
cualquiera  otra  de  América...  Los  camareros,  azorados 
cual  si  fuese  á  estallar  una  conflagración  internacional, 
salían  á  toda  prisa  del  comedor  y  regresaban  trayen- 
do con  ellos  al  mayordomo,  sonriente  y  confuso  á  la 
vez,  como  un  gerente  de  restorán  de  moda  que  implora 
perdón  por  olvidos  en  el  servicio. 

— No  tenemos  su  bandera,  señor:  desolado,  completa- 
mente desolado...  Yo  le  prometo  que  en  el  próximo  viaje 
cuidaré  de  tenerla...  Por  el  momento,  si  el  señor  quiere, 
hágame  el  honor  de  contentarse  con  esta  otra...  Al  fin 
todos  vamos  á  Buenos  Aires. 

Y  sustituía  la  bandera  de  la  protesta  con  otra  argenti- 
na, que  era  la  más  abundante,  la  que  adornaba  los  cu- 
biertos de  todas  las  personas  de  problemática  nacionali- 
dad. El  hombre  acababa  por  conformarse,  vencido  tal 
vez  por  el  perfume  de  la  sopa  que  humeaba  en  los 


LOS  ARGONAUTAS  121 

platos,  pero  atacaba  su  comida  con  un  mohín  de  pena, 
como  un  señor  á  quien  le  han  amargado  la  noche. 

Pasaban  los  camareros  sosteniendo  con  ambas  ma- 
nos vasijas  de  metal,  de  cuyas  bocas  surgían  golletes 
de  botellas  entre  pedazos  de  hielo.  Sonaban  incesante- 
mente los  estampidos  del  vino  espumoso.  Muchos  se 
creían  en  una  posición  equívoca  si  no  acompañaban  su 
comida  con  champan  en  esta  noche  de  fiesta. 

La  nutrición  era  la  misma  para  todos,  como  si  se 
hubiesen  trastornado  las  bases  sociales  y  vivieran  some- 
tidos á  un  régimen  igualitario.  Pero  el  afán  de  singula- 
rizarse asombrando  al  vecino  tomaba  su  desquite  en 
los  líquidos,  y  equivalían  á  títulos  de  suprema  distinción 
las  botellas  que  figuraban  en  las  mesas:  unas  blancas 
y  puntiagudas  como  agujas  góticas,  cuyas  etiquetas 
evocaban  la  imagen  del  padre  Rhin  pasando  entre  cas- 
tillos y  peinando  sus  barbas  de  espuma  en  los  puentes 
medioevales;  otras  negras  con  la  cabezota  de  corcho 
afirmada  en  un  casco  de  alambres  y  láminas  metáli- 
cas, llevando  sobre  los  hombros,  cual  regio  toisón,  el 
collar  obscuro  y  las  letras  de  oro  de  su  champañesco 
origen. 

Ojeda  y  Maltrana  ocupaban  una  mesa  en  el  centro 
del  comedor  con  otros  dos  pasajeros:  un  señor  de  pati- 
llas blancas,  parco  en  el  hablar,  que  siempre  llegaba 
con  retraso  á  las  comidas  y  pasaba  el  resto  del  tiempo 
encerrado  en  su  camarote.  Era  el  doctor  Eubau,  viejo 
médico  residente  en  Montevideo.  El  otro,  con  la  cabeza 
gris  y  el  bigote  extrañamente  rubio,  pequeño  de  cuerpo 
y  de  un  perfil  aquilino,  se  decía  francés  y  vivía  en  París, 
pero  hablaba  el  alemán  con  tanta  soltura  y  estaba  tan 
habituado  á  los  usos  germánicos,  que  los  del  buque, 
creyéndolo  compatriota,  habían  colocado  ante  su  cu- 
bierto la  bandera  del  Imperio.  Todos  los  años  iba  á  Amé- 
rica para  visitar  las  joyerías  de  varios  países  de  las  que 
era  proveedor,  y  al  mismo  tiempo  importaba  en  Europa 
pieles  y  plumas.  Mostrábase  preocupado  desde  que  en- 
tró en  el  vapor  con  la  busca  de  compañeros  para  una 
partida  de  hridge,  y  su  tristeza  era  grande  al  ver  que  en 
el  fumadero  sólo  jugaban  éi  poker.  Todos  los  días  al  sen- 
tarse á  la  mesa  el  señor  Munster  quedaba  pensativo, 


122  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

sin  dejar  por  esto  de  mover  las  mandíbulas,  y  acababa 
por  formular  la  misma  pregunta  en  un  castellano  gan- 
goso: 

— ¿Pero  de  veras  que  ninguno  de  ustedes  conoce  el 
bridge?,,.  ;Un  juego  tan  distinguido! 

Maltrana,  que  se  había  familiarizado  con  él  atrevi- 
damente desde  los  primeros  momentos,  creyendo  encon- 
trar en  su  vaga  nacionalidad  cierto  perfume  de  sina- 
goga, le  invitaba  á  monstruosas  partidas  de  poker ^  en 
las  que  debían  arriesgarse  miles  y  miles  de  francos.  Y 
lo  decía  con  un  aplomo  desdeñoso,  como  si  tuviese  á  su 
disposición  todos  los  millones  encerrados  en  el  fondo 
del  buque. 

Aprovechó  Isidro  esta  comida  extraordinaria  para 
ir  mostrando  á  Ojeda  las  gentes  mencionadas  por  él  en 
conversaciones  anteriores.  Por  encima  de  las  banderas, 
las  cabezas  inclinadas  ante  los  platos  y  las  guirnaldas 
de  verdura,  pasaba  revista  á  todos  los  que  titulaba  pom- 
posamente «mis  amigos». 

— Hoy  no  falta  nadie;  sala  llena.  Bien  se  ve  que  tene- 
mos buen  tiempo...  Los  buques  son  como  los  muebles 
viejos  que  después  de  una  sacudida  sueltan,  al  quedar 
inmóviles,  un  rosario  de  bichos  cuya  existencia  nadie 
sospechaba.  ¡Qué  de  caras  desconocidas!...  Han  estado 
ocultos  como  cucarachas  en  el  agujero  de  sus  camarotes, 
aguantando  el  mareo,  y  hoy  es  la  primera  vez  que  su- 
ben al  comedor.  Mire  usted  el  abate  de  las  conferencias; 
hermosa  cabeza  de  corsario  con  sus  barbazas  negras. 
Nadie  adivinaría  su  sotana,  que  desde  aquí  no  puede 
verse.  Mire  también  á  las  señoras  viejas  sentadas  junto 
á  él;  ¡con  qué  arrobamiento  le  contemplan  mientras 
come!...  Fíjese  en  la  mesa  del  centro,  la  más  grande  del 
salón;  es  para  catorce  pasajeros  y  la  ocupa  el  doctor 
Zurita  con  su  familia.  ¡Hombre  generoso  y  campechano! 
¡Como  si  nos  conociésemos  toda  la  vida!  Siempre  que 
hablo  con  él  me  ofrece  un  puro  magnífico:  «Che^  Mal- 
trana; oiga,  galleguito  simpático...»  Y  crea  usted  que  es 
un  hombre  de  gran  sentido,  que  sabe  ver  las  cosas  como 
pocos...  Eche  una  mirada  al  obispo,  con  toda  su  familia 
de  admiradores  tiránicos.  Le  han  obligado  á  ponerse  la 
sotana  de  seda  con  faja  carmesí.  ¡Y  cómo  le  brilla  la 


LOS  ARGONAUTAS  123 

cruz!  Sin  duda  la  han  limpiado  en  común  para  quitarle 
el  vaho  del  mar... 

Maltrana  continuó  después  de  una  breve  pausa: 

— Esa  señora  que  entra  retrasada,  tan  alta  y  buena 
moza  es  una  chilena.  ¡Qué  mujer,  eh,  Ojeda!  ¡Qué  cue- 
llo, qué  andares  de  reina,  qué  brillantes!...  Pero  no  hay 
ilusiones  posibles.  El  barbudo  hermosote  que  avanza 
pisándole  la  cola  del  vestido  es  el  esposo;  dos  metros  de 
talla;  se  ruboriza  cuando  tiene  que  hablar  con  un  extra- 
ño, pero  se  le  adivinan  unos  músculos  de  boxeador  y 
una  gran  facilidad  para  dar  «puñete»,  como  él  dice... 
Los  que  ocupan  la  mesa  con  ellos  son  todos  del  mismo 
país:  muchachos  grandotes  y  buenazos  que  vuelven  de 
Alemania;  gente  simpática  y  franca  que  me  quiere  y 
distingue.  Siempre  que  me  encuentran  en  los  alrededo- 
res del  café  me  saludan  del  mismo  modo:  «Vamos  á 
tomar  una  copa.»  Y  dos  noches  seguidas  les  oigo  hablar 
de  «curarse»  antes  de  ir  á  dormir;  ellos,  tan  sanotes, 
que  parecen  desafiar  á  las  enfermedades.  Me  gustaría 
saber  qué  demonio  de  cura  es  esa. 

Calló  por  unos  instantes  mientras  sus  ojos  seguían 
explorando  el  salón  entre  el  boscaje  de  adornos  multi- 
colores. El  viejo  médico  comía  lentamente,  preocupado 
con  el  funcionamiento  de  su  dentadura,  de  una  regu- 
laridad y  una  brillantez  equívocas.  El  joyero  entre  plato 
y  plato  calábase  los  lentes  para  examinar  á  las  señoras, 
como  si  inventariase  el  valor  de  sus  diamantes.  Maltrana 
continuó  en  voz  más  baja: 

— Aquellas  tres  damas  guapetonas,  de  perfil  majes- 
tuoso, con  los  ojos  negros  y  grandes,  son  de  la  Repúbli- 
ca Oriental.  Fíjese  en  los  brazos,  amigo  Ojeda;  ¡qué 
blancura!  ¡qué  armónica  carnosidad!  Son  Ticianos  de 
pelo  negro.  ;Y  pensar  que  en  Montevideo  los  hombres 
se  divierten  armando  una  guerra  cada  dos  años,  como 
si  les  aburriese  vivir  en  tan  buena  compañía!...  Allá  en 
las  mesas  del  fondo  se  mantienen  las  argentinas  en  gru- 
pos aparte.  Parecen  haberse  escapado  de  las  láminas  de 
un  periódico  chic;  esbeltas  y  elegantes  como  las  artistas 
de  los  teatros  de  París  que  lanzan  la  última  moda;  pero 
menos...  etéreas,  más  sólidas,  mejor  nutridas,  sin  tram- 
pantojos ni  mentiras  en  su  construcción,  como  hijas  de 


124  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

un  pueblo  joven  que  tiene  su  suerte  confiada  á  los  ñan- 
cos  de  la  mujer...  Y  en  las  demás  mesas,  ¡qué  de  cabe- 
zas rubias!...  Las  grandes  damas  de  la  opereta  han  sa- 
cado lo  mejor  de  su  vestuario  teatral.  Sus  trajes  podrían 
cantar  solos  La  viuda  alegre  y  todas  las  obras  en  las  que 
figura  un  baile  del  gran  mundo...  Y  en  las  otras  mesas, 
rubias  y  más  rubias,  pero  hinchadas  de  grasa,  con  el 
talle  cuadrado,  las  manos  cuadradas  y  la  cara  barniza- 
da por  el  sol.  Después  las  verá  usted  arriba.  Trajes  de 
gala  que  datan  de  un  matrimonio  remoto;  medias  blan- 
cas con  zapatos  negros;  collares  de  nodriza  entre  joyas 
valiosas...  Son  las  compañeras  de  los  germanos  esparci- 
dos por  América;  valerosas  señoras  que  después  de  un 
viaje  por  Europa  vuelven  á  fregar  los  platos  de  la  es- 
tancia ó  de  la  tienda.  Unas  se  quedan  en  el  almacén  de 
Buenos  Aires.  Otras  irán  á  las  costas  del  Pacífico,  al 
Paraguay  ó  al  corazón  del  Brasil  á  continuar  su  vida 
de  ahorro... 

Sonrió   después    maliciosamente,   designando    una 
mesa  junto  á  la  entrada. 

— Es  la  mesa  de  «la  cuarentena»,  y  la  llamo  así  porque 
en  ella  encorrala  el  mayordomo  á  todo  el  pasaje  sospe- 
choso. Ahí  están  las  cocotas  francesas,  tan  dignas,  tan 
modositas,  tan  bien  criadas.  Van  vestidas  como  siempre 
para  que  conste  que  no  desean  llamar  la  atención.  Algu- 
nas no  se  han  peinado  siquiera  y  llevan  la  cabeza  oculta 
en  un  turbante  de  velos.  Además,  guardan  lo  mejor  del 
equipaje  para  sus  empresas  de  tierra  firme...  Con  ellas 
está  Conchita,  una  paisana  nuestra,  una  madrileña  que 
come  estirada  y  seria,  pues  la  pobre  sólo  puede  entender 
por  señas  á  sus  compañeras.  Algunas  veces,  volviendo  la 
cara,  habla  con  don  José,  un  cura  español  que  ocupa 
la  mesa  inmediata.  Y  mezclados  con  este  rebaño  feme- 
nino comen  varios  muchachos  alemanes,  rubios,  oreju- 
dos y  de  mandíbula  fuerte,  niños  tímidos  que  al  hablar 
se  cuadran  como  reclutas,  lo  que  no  les  impide  meter- 
se América  adentro  á  difundir  valerosamente  la  quinca- 
lla de  Hamburgo  y  de  Berlín,  en  muía,  en  piragua  ó  á 
pie,  llevando  el  muestrario  á  la  espalda  lo  mismo  que 
una  mochila. 

—  ¡Qué  interesante  el  comisionista  alemán!— dijo  Oje- 


I.OS  ARGONAUTAS  125 

da — .  Tal  vez  con  el  tiempo  haya  quien  lo  cante  lo  mismo 
que  á  los  paladines  medioevales  que  corrían  el  mundo 
por  difundir  la  gloria  de  su  dama.  Hoy  la  dama  es  la 
industria,  y  la  gloria  .la  nota  de  pedidos.  Allí  donde 
existe,  en  todo  el  globo,  un  grupo  de  hombres  recién 
instalado  que  lucha  con  la  selva,  los  pantanos,  las  fie- 
bres y  las  bestias,  allí  se  presenta  inmediatamente  el 
comisionista  rubio  con  su  muestrario;  y  para  no  perder 
el  tiempo  aprende  durante  el  camino  á  balbucear  el 
idioma  del  país. 

—  ¡Las  latas  que  me  dan  estos  muchachos — exclamó 
Maltrana — ,  y  las  que  me  darán,  para  evitarse  el  pago 
de  un  maestro!...  Han  bajado  en  Tenerife  únicamente 
para  comprar  libros  españoles  y  pasan  las  horas  con 
ellos,  rumiando  las  breves  lecciones  tomadas  en  Berlín. 
Cuando  tienen  una  duda  me  buscan  por  todo  el  barco 
ó  consultan  la  sabiduría  gramatical  de  fraulein  Con- 
chita, su  compañera  de  mesa...  ¡Gente  tenaz,  que  no 
conoce  el  cansancio  ni  el  ridículo!  Sus  triunfos  obscuros 
van  á  ser  más  positivos  que  las  victorias  de  los  feldma- 
riscales de  su  ejército.  A  la  larga  resultará  que  descu- 
brimos y  colonizamos  nosotros  un  mundo  nuevo  para 
gloria  y  provecho  del  libro  mayor  de  Hamburgo  y  de 
Brema. 

Interrumpió  Isidro  su  charla  para  examinar  un  nue- 
vo plato  que  el  camarero  acababa  de  colocar  ante  él. 
Pero  á  los  pocos  momentos  volvió  la  cabeza  en  direc- 
ción al  gran  busto  blanco. 

—  ¡Qué  cambio  el  de  nuestros  tiempos,  amigo  Ojeda! 
¡Qué  transformación  de  valores!...  El  oro  y  el  comercio, 
que  en  otras  épocas  sólo  eran  para  la  gente  despreciable 
acorralada  en  las  juderías,  reinan  ahora  como  fuerzas 
directoras  del  mundo...  Y  si  lo  duda  usted,  ahí  tiene  al 
amigo  de  los  bigotes  tiesos  que  nos  preside,  místico  y 
guerrero  como  Lohengrin,  músico  y  genial  como  Nerón, 
siempre  con  coraza  y  casco  de  aletas,  y  que  sin  embar- 
go pasará  á  la  Historia  con  el  título  de  primer  viajante 
de  comercio  de  nuestra  época. 

Ojeda  escuchaba  con  ojos  distraídos  la  charla  de  su 
compañero. 

En  los  largos  intermedios  que  dejaba  el  servicio,  be- 


126  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

bía  el  champan  de  su  copa,  sin  percatarse  de  su  insis- 
tencia. Isidro  cuidaba  de  la  botella  amorosamente,  ha- 
ciéndola girar  en  el  cubo  de  hielo  para  su  enfriamien- 
to. Llenaba  luego  apresuradamente  las  copas,  como  si 
su  vacío  le  infundiese  horror,  y  apenas  sentía  disminuir 
el  peso  de  la  botella,  reclamaba  con  vigilante  previsión 
el  envío  de  otra.  Dirigía  equitativamente  este  gasto  ex- 
traordinario: las  buenas  cuentas  mantienen  las  amista- 
des. Una  botella  la  pagaría  el  doctor  Rubau,  que  ape- 
nas había  tomado  algunas  gotas  mezcladas  con  agua 
mineral;  otra,  su  gran  amigo  Munster;  otra,  Ojeda...  y 
él  se  reservaba  modestamente  para  el  banquete  siguien- 
te. Sus  ojos,  cada  vez  más  animados  y  saltones,  acom- 
pañaron la  mirada  distraída  de  su  amigo  hasta  la  pró- 
xima mesa,  ocupada  por  una  mujer  sola. 

— ¡Mire  usted  á  nuestra  vecina,  la  yanqui!  Una  real 
moza:  tal  vez  la  más  elegante  de  todas.  No  parece  la 
misma  que  vemos  arriba  puesta  siempre  de  gran  som- 
brero y  gabán  largo...  ¡Qué  escote!  ¡Y  qué  hermosa 
torre  de  pelo,  entre  rubio  y  ceniciento!...  Le  advierto, 
camarada,  que  ella  también  le  ha  mirado  muchas  veces, 
así,  como  la  que  no  quiere  mirar,  con  el  rabillo  del  ojo... 
Usted  le  interesa,  amigo  Ojeda;  me  consta.  Esta  tarde, 
después  del  té,  he  hablado  con  ella,  si  es  que  nuestra 
conversación  puede  llamarse  hablar.  Sabe  un  poquito 
de  francés  y  otro  poquito  de  español.  Yo  no  conozco 
una  palabra  de  inglés;  pero  al  fin  nos  hemos  entendido 
por  adivinación.  Y  mansamente,  como  quien  no  quiere 
saber  nada,  me  ha  preguntado  por  mi  amigo,  y  yo  ¡figú- 
rese!... le  he  dicho  que  era  usted  un  gran  poeta,  un  no- 
table personaje;  he  hablado  de  su  familia,  de  su  gran 
fortuna,  de  que  va  á  América  por  el  solo  gusto  de  pasear, 
y  de  las  muchas  señoras  que  se  deja  en  Madrid  muer- 
tas de  pena... 

Fernando  hizo  un  movimiento  de  protesta. 

— No  se  enfade,  Ojeda;  no  se  queje.  Estas  cosas  no 
hacen  daño  y  dan  prestigio.  Déjeme  á  mí  que  conozco 
la  vida...  ¿Que  no  le  interesa  á  usted  esa  señora?  No 
importa;  siempre  es  bueno  adquirir  importancia  á  los 
ojos  de  una  mujer...  Está  bien:  no  se  irrite.  Beba  un 
poco. 


LOS  ARGONAUTAS  127 

Y  llenó  la  copa  de  Ojeda,  después  de  una  rápida  dis- 
cusión, en  la  que  no  parecieron  fijarse  sus  compañeros 
de  mesa.  Un  zumbido  de  conversaciones  cada  vez  más 
fuerte  diluía  los  sonidos  de  la  música  que  llegaban  del 
antecomedor.  El  vaho  de  los  platos,  las  respiraciones 
humanas,  la  radiación  de  las  luces  iban  densificando  el 
ambiente.  Maltrana,  para  desvanecer  la  contrariedad  de 
su  amigo,  siguió  hablando: 

— Ese  matrimonio  que  come  dos  mesas  más  allá,  es 
también  norteamericano:  los  esposos  Lowe.  El  ha  vivido 
en  el  Japón,  en  China,  en  Australia,  en  el  Cabo,  aquí 
en  el  buque  vive  en  el  gimnasio,  y  cuando  sale  de  él  se 
pasea  con  unas  chaquetas  á  rayas  de  colores  de  lo  más 
extrañas:  unas  chaquetas  de  clown,  que  son  á  lo  que 
parece  los  uniformes  de  famosos  clubs  esportivos.  Ella 
canta  romanzas  italianas,  y  sólo  espera  que  la  inviten 
para  hacernos  oir  su  voz.  Mistress  Power— porque  le  ad- 
vierto que  ese  es  el  nombre  de  nuestra  vecina — sólo  se 
trata  en  el  buque  con  esta  pareja  de  compatriotas.  Se 
mantiene  en  un  aislamiento  sonriente;  algunos  saludos 
con  las  señoras  más  respetables,  y  nada  más...  Y  sin 
embargo,  sabe  mejor  que  yo  los  nombres  y  la  categoría 
social  de  casi  todos  los  pasajeros.  ¡Mujer  más  hábil!... 
Tal  vez  por  esto  mantiene  á  distancia  á  los  otros  ameri- 
canos. 

Y  designaba  con  los  ojos  á  los  ocupantes  de  la  mesa 
inmediata. 

—Gente  buena,  pero  escandalosa — continuó — ;  cow- 
boy s  en  traje  de  domingo -que  van  á  estudiar  la  ganade- 
ría de  las  Pampas;  comisionistas  de  Nueva  York  que  sa- 
can á  puñados  los  billetes  de  Banco  de  los  bolsillos  del 
pantalón  y  necesitan  cantar  á  cada  momento  para  que 
se  fijen  en  ellos...  Ya  se  han  bebido  seis  botellas  y  roto 
dos.  Ahora,  con  el  entusiasmo  del  champan,  se  llevan  á 
los  labios  las  banderitas  que  tienen  ante  los  platos  y 
ponen  los  ojos  en  blanco.  «¡Americain!  ¡Americain!..,» 
En  la  mesa  siguiente  está  Martorell,  aquel  muchacho 
con  lentes  y  bigote  rubio;  un  catalán,  del  que  creo  ha- 
berle hablado.  También  es  poeta:  lleva  ganadas  no  sé 
cuántas  rosas  naturales  y  englantinas  de  oro  en  Juegos 
Florales;  pero  siempre  en  catalán,  porque  este  ruiseñor 


128  V.   BLA.SCO  IBÁNBZ 

es  mudo  cuando  se  sale  del  jardín  de  su  tierra.  En  Cas- 
tilla— como  él  llama  á  todos  los  países  que  hablan  espa- 
ñol— el  poeta  se  dedica  á  la  banca.  Una  fiera,  amigo 
mío,  para  asuntos  de  dinero.  Le  aconsejo  que  no  se  meta 
á  luchar  con  este  camarada  poético  en  un  certamen  de 
tanto  por  ciento,  porque  de  seguro  que  le  roba  hasta  la 
lira.  En  Madrid  nos  hablaba  mucho  de  Buenos  Aires, 
donde  ha  estado  dos  veces.  Parece  que  hay  grandes  re- 
formas que  hacer  en  eso  de  los  Bancos,  ideas  nuevas 
que  implantar  para  que  el  dinero  se  multiplique;  y  allá 
va  Martorell  como  un  Mesías  del  descuento...  También 
se  lo  presentaré:  es  buen  muchacho.  ¡Quién  sabe  á  lo 
que  puede  llegar! . . . 

Luego  Maltrana  hacía  un  gesto  exagerado  de  horror, 
una  mueca  que  era  como  la  caricatura  del  miedo. 

— Y  junto  al  catalán...  el  hombre  misterioso;  ese  ve- 
cino mío  de  camarote  del  que  le  he  hablado  algunas 
veces.  Es  el  que  va  con  traje  de  luto,  todo  afeitado.  No 
habla  con  sus  vecinos  y  come  con  una  gravedad  sacerdo- 
tal, lo  mismo  que  si  estuviese  celebrando  un  rito.  ¿Quién 
cree  usted  que  puede  ser?...  Huye  de  la  gente,  y  cuando 
yo  le  hablo  en  francés,  que  parece  ser  su  idioma,  me 
contesta  con  mucha  cortesía,  con  demasiada  cortesía,  y 
de  repente  se  aleja  muy  estirado,  como  si  existiese  entre 
nosotros  una  diferencia  social  que  no  permite  la  fami- 
liaridad... ¡Y  vaya  usted  á  adivinar,  con  esa  cara  afei- 
tada que  lo  mismo  puede  ser  de  magistrado  que  de  có- 
mico, sacerdote  ó  mayordomo  de  casa  grande!...  Yo  lo 
encuentro  lúgubre  como  un  doctor  de  los  cuentos  de 
Hoffmann.  Además  me  preocupa  el  camarote  misterio- 
so, ese  camarote  entre  el  suyo  y  el  mío,  siempre  cerra- 
do y  cuya  llave  guarda  él  cuidadosamente.  Una  vez  al 
día  abre  la  puerta,  entra,  inspecciona  unos  minutos, 
vuelve  á  salir  y  hasta  el  día  siguiente...  Ni  una  pala- 
bra, ni  un  grito,  ni  el  más  leve  ruido;  y  eso  que  yo  mu- 
chas noches  aplico  la  oreja  á  la  madera  del  tabique  ó 
miro  en  el  corredor  por  el  ojo  de  la  cerradura.  ¡Nada!... 
¿Quién  cree  usted  que  podrá  ser? 

Calló  Isidro  frunciendo  el  ceño  bajo  la  preocupación 
de  este  misterio. 

— Tal  vez  un  diplomático  que  va  en  misión  secreta  y 


LOS  ARGONAUTAS  129 

por  eso  huye  ele  la  gente;  algún  financiero  que  viaja 
para  comprar  de  golpe  todas  las  vías  férreas  de  Améri- 
ca y  teme  que  le  pillen  el  secreto;  un  empleado  inñel  que 
se  lleva  la  caja  y  tiene  el  camarote  abarrotado  de  sacos 
de  oro.  ¡Lástima  no  saberlo  con  certeza!...  Aquí  hay 
misterio;  un  misterio  gordo  á  lo  Sherlok  Holmes:  y  lo 
más  extraño  es  que  cuando  le  pregunto  al  mayordomo 
del  buque,  él,  tan  amigacho  mío,  se  hace  el  tonto  como 
si  no  me  comprendiese...  Verá  usted,  Ojeda,  como  algo 
ocurre  con  este  hombre  antes  de  que  termine  el  viaje. 
En  cualquier  puerto  lo  reciben  con  músicas,  discursos 
y  banderas,  ó  sube  la  policía  y  le  asegura  las  manos 
con  esposas...  Parece  orgulloso  y  al  mismo  tiempo  re- 
vela una  timidez  incompatible  con  el  mucho  dinero. 
¿Quién  será?... 

Maltrana  llenó  su  copa  y  bebió,  como  si  con  esto 
quisiese  acelerar  sus  averiguaciones  sobre  el  «hombre 
misterioso».  Después  el  champan  y  la  buena  comida 
parecieron  ejercer  sobre  él  una  inñuencia  benévola. 

— Confieso  á  usted,  Ojeda,  que  nunca  me  he  sentido 
mejor,  y  por  mi  voluntad  podía  prolongarse  este  viaje 
hasta  el  fin  del  mundo.  ¡Ojalá  fuese  el  Goethe  vagando 
por  el  Océano,  como  el  «Holandés  errante»,  siempre  que 
no  se  agotasen  sus  repuestos  de  víveres  y  bebidas!... 
¿Qué  falta  aquí?...  Mujerío  elegante  y  hermoso  que 
puede  verse  de  cerca  y  le  dirige  á  uno  la  palabra  como 
á  un  amigo  antiguo;  buena  mesa,  fiestas,  bailes  y  au- 
sencia total  de  moneda.  Todo  se  paga  con  bonos,  ó  se 
arreglan  cuentas  en  el  despacho  del  mayordomo  al  final 
del  viaje.  ¡Y  este  tiempo  de  primavera!  ¡Y  este  buque 
que  es  una  isla!...  Nunca  me  he  visto  en  otra;  ni  en  Ma- 
drid cuando  me  convidaban  á  comer  los  políticos  de 
segunda  clase  para  que  escribiese  bien  de  ellos;  ni  en 
París  cuando  hacía  traducciones  españolas  para  las  casas 
editoriales  y  engañaba  el  hambre  en  los  bodegones  del 
barrio  Latino...  ¡Y  pensar  que  doña  Margarita  mi  pa- 
trona,  con  un  cariño  que  data  de  ocho  años,  rezará  por 
el  pobre  don  Isidro  que  va  navegando  por  los  mares! 
¡Y  pensar  que  á  estas  horas  en  nuestro  café  de  la  Puerta 
del  Sol  se  preguntarán  aquellos  chicos  melenudos,  que 
lo  saben  todo  y  no  han  visto  el  mundo  por  un  agujero, 

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130  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

«¿Quesera  del  sinvergüenza  de  Maltrana?»!  Y  el  más 
gracioso  contestará  seguramente:  «Debe  estar  en  la 
panza  de  un  tiburón...»  ¡Pobrecitos! 

Servían  los  camareros  el  helado  cuando  sonó  el  fuerte 
repiqueteo  de  un  cuchillo  contra  una  copa.  Quedó  in- 
móvil la  servidumbre,  circularon  siseos  imponiendo  si- 
lencio y  todas  las  cabezas  se  volvieron  hacia  un  mismo 
punto  del  comedor. 

— El  amigo  Neptuno  va  á  hablar — dijo  Isidro. 

Este  Neptuno  era  el  comandante  del  buque;  enorme 
como  un  gigante  cuando  estaba  sentado,  é  igual  á  los 
demás  si  se  ponía  en  pie,  irguiendo  el  hercúleo  tronco 
sobre  unas  piernas  cortas.  La  barba  dorada  y  canosa 
invadía  arrolladora  una  parte  de  su  rostro  rubicundo, 
esparciéndose  luego  sobre  el  pecho;  y  en  medio  de  esta 
cascada  fluvial  abríase  una  sonrisa  de  bondad,  casi  in- 
fantil. Cuando  pasaba  por  las  cubiertas,  le  rodeaban  los 
niños  colgándose  de  su  levita,  danzando  ante  sus  rodi- 
llas, pidiendo  que  los  levantase  lo  mismo  que  una  plu- 
ma entre  sus  brazos  membrudos.  Al  encontrarse  con 
Isidro  extremaba  su  sonrisa,  como  si  adivinase  en  él 
un  ingenio  gracioso,  á  pesar  de  que  no  podían  enten- 
derse bien,  pues  en  sus  pláticas  no  iban  más  allá  de 
unas  cuantas  palabras  de  italiano  mezcladas  con  otras 
tantas  de  español. 

Vistiendo  un  smoking  azul  con  galones  de  oro,  bri- 
llándole  la  calvicie  sudorosa  y  acariciándose  las  bar- 
bas, iba  desenredando  lentamente  su  madeja  oratoria. 
Una  gran  parte  del  auditorio  no  le  comprendía,  pero 
todos  conservaban  la  mirada  puesta  en  él,  con  la  fijeza 
de  la  incomprensión,  aumentándose  por  esto  los  titu- 
beos verbales  del  marino. 

— No  parece  que  se  explica  mal  Neptuno — dijo  Mal- 
trana en  voz  baja — .  Ahora  está  hablando  de  su  empe- 
rador. Ha  dicho  kaiser  dos  veces;  eso  lo  entiendo... 
¡Eaza  notable!  Creo  que  á  los  capitanes  alemanes  les 
dan  lecciones  de  oratoria  en  Hamburgo  y  además  les 
enseñan  á  bailar.  Sin  tales  requisitos  la  compañía  no 
entrega  un  buque  á  uno  de  estos  padres  de  familia...  Lo 
mismo  son  los  músicos  de  á  bordo.  Por  la  mañana  pre- 
paran los  baños  y  limpian  las  escupideras,  antes  del 


LOS  ARaONAUTAS  131 

almuerzo  tocan  instrumentos  de  metal,  por  la  noche  ins- 
trumentos de  cuerda,  y  todo  lo  hacen  gratis,  pues  no 
cuentan  con  otra  remuneración  que  las  propinas  de  los 
pasajeros.  ¡Cualquiera  se  mete  en  concurrencia  con  estas 
gentes!...  ¿Pero  por  qué  se  entusiasman  tanto  los  alema- 
nes, Fernando?  ¿Qué  dice  ahora  el  amigo  Neptuno? 

— Dentschland  Dentschland  ilber  alies ^  üher  alies  in  der 
Welt. 

— ¿Y  qué  es  eso? 

— «Alemania  sobre  todo;  sobre  todo  lo  del  mundo.» 
El  capitán  elevó  su  copa  dando  por  terminado  el 
discurso,  y  los  que  le  comprendían  pusiéronse  de  pie, 
hombres  y  mujeres,  instantáneamente,  alzando  también 
sus  copas.  «¡HoM»,  gritó  Neptuno;  y  todos  contestaron 
lo  mismo  con  una  regularidad  mecánica,  como  el  grito 
de  un  regimiento  que  responde  á  la  voz  de  su  coronel. 
«¡Ilochf»,  volvió  á  decir;  pero  esta  vez,  amaestrados  por 
el  ejemplo,  contestaron  los  pasajeros  en  masa  con  un 
alborozo  discordante,  y  el  tercer  «.¡Hoch!y>  fué  un  cacareo 
general,  repitiendo  muchos  con  delectación  la  palabra 
por  lo  mismo  que  ignoraban  su  significado. 

Un  rugido  de  trompetería  guerrera  saludó  desde  el 
antecomedor  el  final  del  brindis,  y  los  criados  reanuda- 
ron apresuradamente  el  servicio. 

—Aquí  ya  no  dan  más— dijo  Maltrana  después  de  los 
postres—.  Subamos  al  jardín  de  invierno  á  tomar  el 
café. 

Ocuparon  los  dos  amigos  una  mesita  inmediata  á 
una  de  las  puertas.  Desde  allí  veían  la  ascensión  por  la 
amplia  escalera  de  todos  los  que  abandonaban  el  come- 
dor. Pasaron  ante  ellos  los  hijos  mayores  del  doctor 
Zurita  con  otros  jóvenes  argentinos  que  regresaban  de 
París.  Todos  saludaron  á  Maltrana  con  amigable  fami- 
liaridad. Sonreían  al  verle,  recordando  tal  vez  los  cuen- 
tos con  que  amenizaba  sus  tertulias  en  el  fumadero  á 
altas  horas  de  la  noche  cuando  finalizaban  por  cansan- 
cio las  partidas  de  poker, 

—Hermosa  juventud— dijo  á  Ojeda  su  compañero—. 
Fíjese  en  los  tipos:  altos,  musculosos,  esbeltos  y  con 
una  gran  agilidad  en  los  miembros.  Deben  ser  famosos 
bailarines  de  tango.  ¡Excelentes  muchachos;  todos  ami- 


132  V.    BLASCO    IBÁÑJSZ 

gos  míos!...  Vea  sus  dientes  sanos  de  lobo  joven;  su  pelo 
tan  abundante,  que  necesitan  aplastarlo  con  pomada 
hasta  formar  dos  almohadillas  lustrosas.  No  queda  en 
sus  cabezas  donde  plantar  un  cabello  más.  Son  hermosos 
ejemplares  del  cultivo  intensivo  de  la  pilosidad...  Y  las 
manos  finas  aunque  estén  deformadas  por  los  ejercicios 
de  fuerza;  y  los  pies  pequeños,  reducidos,  altos  de  em- 
peine, cuidados  con  meticulosidad;  de  día  siempre  en- 
cerrados en  charol  con  cañas  de  colores,  de  noche  con 
forro  de  seda  calada  y  escarpines  que  martirizarían  á 
muchas  señoras.  Son  pies  que  parecen  tener  una  vida 
aparte,  pies  sabios  que  pueden  seguir  sin  error  las  más 
difíciles  combinaciones  del  baile...  Y  eJlas  igualmente, 
¡qué  finura  de  extremidades!...  En  esta  Arca  de  Noé, 
amigo  Fernando,  se  reconoce  el  origen  étnico  de  cada 
uno  sólo  con  mirar  al  suelo...  Mire  esos  otros  que 
suben. 

Y  sonreían  los  dos  viendo  ascender  por  los  peldaños 
algunos  pies  de  masculina  dimensión,  á  pesar  de  que 
asomaban  bajo  una  corola  de  faldas  recogidas.  Tras 
ellos  subían  enormes  zapatos  de  hombre  embetunados 
y  de  fuerte  morro,  que  dejaban  en  la  alfombra  una 
huella  de  pesadez.  Muchos  comerciantes  que  se  habían 
endosado  el  frac  en  honor  del  soberano,  guardaban 
sobre  su  abdomen  la  gruesa  cadena  de  oro,  cargada 
como  un  relicario  de  medallones,  dijes,  lápices  y  feti- 
ches, y  en  los  pies  los  fuertes  botines  de  uso  diario. 

Ojeda  acogió  con  incrédula  sonrisa  las  consideracio- 
nes de  su  amigo  acerca  de  la  superioridad  de  una  raza 
sobre  otra  por  la  finura  de  las  extremidades. 

— Los  «latinos»,  como  usted  dice,  Maltrana,  somos 
bellamente  ligeros,  más  «alados»  que  estas  gentes  del 
Norte.  Se  ve  la  influencia  aristocrática  de  los  conquis- 
tadores andaluces  en  los  pies  breves  y  graciosos  de 
las  sudamericanas.  El  indio  también  tiene  el  pie  peque- 
ño... Pero  ¡quién  sabe  si  el  mundo  no  está  destinado  á 
ser  una  presa  de  los  pies  grandes!  Fíjese  con  qué  auto- 
ridad insolente  y  ruidosa  van  avanzando  esos  navios  de 
cuero  y  cartón.  Allí  donde  se  detienen  se  incrustan,  y 
la  pesada  voluntad  que  los  habita  tiene  que  hacer  un 
esfuerzo  para  cambiarlos  de  lugar.  Marchan  sin  gracia 


LOS   AKG()Nx\UTA8  133 

y  con  lentitud,  pero  lo  que  ellos  cubren  es  suyo  y  no  lo 
abandonan.  Nuestros  pies  son  más  graciosos,  tienen  algo 
del  salto  del  pájaro,  pero  dejan  poca  huella. 

Sonó  una  risa  femenil,  ruidosa,  petulante,  en  la  que 
se  adivinaba  un  deseo  de  hacer  volver  las  cabezas. 
Ascendió  por  la  escalera  un  vestido  de  color  de  sangre, 
y  tras  de  su  cola  majestuosamente  suelta,  varios  fracs 
parecían  correr  para  alcanzarlo  y  dominarlo. 

— Nélida,  nuestra  amiga  Nélida,  con  la  escolta  de 
admiradores — dijo  Maltrana — .  Todas  las  naciones  de  á 
bordo  están  representadas  en  su  séquito  amoroso.  Sólo 
faltamos  nosotros;  pero  tengo  la  certeza  de  que  si  usted 
no  va  á  ella,  ella  le  buscará. 

Admiraba  su  boca  de  «tigresa  en  celo»,  según  él  de- 
cía; boca  de  húmedo  carmesí,  en  la  que  brillaba  lumi- 
noso el  nácar  de  una  dentadura  voraz.  Al  abrirse  con 
el  desperezo  de  la  risa,  los  dientes,  un  tanto  agudos, 
parecían  surgir  de  su  estuche  rojo  como  salen  las  uñas 
de  la  zarpa  de  un  felino. 

Ocupó  una  mesa  ella  sola  y  al  momento  la  rodearon 
sus  acompañantes.  Hablaba  en  alemán,  inglés,  francés 
y  español  con  todos  ellos,  llevándose  á  los  labios  un  ci- 
garrillo sin  encender.  Uno  de  los  adoradores  se  inclinó 
ofreciéndole  la  llama  de  un  fósforo. 

— Ese  es  el  que  llaman  «el  barón» — dijo  Maltrana — : 
un  belga  que  nos  abruma  con  su  hermosura  de  Antinóo, 
petulante  é  insufrible  lo  mismo  que  esas  muchachas  que 
alcanzan  en  un  concurso  el  premio  de  belleza...  Por  el 
momento  es  el  preferido. 

—  ¡Nélida!...  ¡Nélida!— gritó  una  voz  de  mujer. 
Era  la  mamá  que,  desde  una  mesa  cercana,  preten- 
día corregir  con  este  llamamiento  la  audacia  de  su  hija. 
Podía  tolerarse  que  fumasen  las  artistas;  pero  no  una 
señorita  que  viajaba  con  sus  padres.  Bastaba  ver  la 
actitud  de  las  damas  que  estaban  en  el  jardín  de  in- 
vierno: fingían  no  reparar  en  ella,  pero  se  adivinaba  en 
sus  ojos  una  impresión  de  escándalo...  Todo  esto  pare- 
ció decirlo  la  madre  con  su  mirada  y  su  breve  llama- 
miento. Pero  Nélida  se  limitó  á  contestar  fríamente: 
«¡Mamá!»,  y  encogiéndose  de  hombros  siguió  fumando. 
La  madre  se  replegó  vencida,  cruzó  los  brazos  sobre  el 


134  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

vientre  y  quedó  con  la  inmovilidad  de  una  esfinge  co- 
briza  al  lado  de  su  esposo,  que  hablaba  con  un  vecino. 

— Ese  padre  es  admirable — dijo  Isidro — ,  tan  admira- 
ble como  la  niña.  Vea  su  aire  de  patriarca,  sus  barbas 
y  melenas  canas,  la  mansedumbre  con  que  habla  y  la 
deferencia  con  que  escucha.  Por  dos  veces  se  declaró  en 
quiebra  hace  años;  pero  en  América  se  olvidan  pronto 
estas  cosas,  y  según  parece,  vuelve  ahora  para  reanudar 
sus  antiguos  trabajos. 

Había  perdido  en  Europa  gran  parte  de  su  fortuna, 
pues  lo  que  alcanza  éxito  á  un  lado  del  Océano  no  ob- 
tiene buen  resultado  en  el  otro,  y  regresaba  después  de 
catorce  años  de  ausencia  con  el  propósito  de  explotar 
varios  negocios  estupendos  según  él  que  aun  le  queda- 
ban por  allá. 

— Creo  que  es  una  mina — continuó— en  el  Norte  de 
la  república,  cerca  de  Bolivia,  no  sé  si  de  petróleo,  de 
diamantes  ó  de  libras  esterlinas  recién  acuñadas.  Ha 
olido  que  soy  pobre,  y  no  se  digna  exponerme  sus  pla- 
nes, pero  ya  verá  usted  cómo  se  le  aproxima  así  que  se 
percate  de  que  desea  trabajar  en  América  y  lleva  dinero 
para  eso.  Le  va  á  proponer  algún  negocio  como  se 
lo  está  proponiendo  en  este  momento  á  Pérez,  el  que  se 
sienta  á  su  lado;  Pérez  el  anglómano  que  se  indignaba 
esta  mañana  en  Tenerife;  el  «amigo  de  la  civilización»... 
Y  si  el  señor  Kasper  se  digna  interesar  á  usted  en  sus 
asuntos,  inútil  es  decirle  que  su  fortuna  está  hecha.  ¡Pa- 
dre extraordinario! ... 

Y  Maltrana  contemplaba  al  bondadoso  patriarca  con 
una  admiración  irónica. 

— De  vez  en  cuando  se  da  cuenta  de  que  existe  su 
hija,  y  la  acaricia  bondadosamente.  La  madre,  con  el 
buen  sentido  que  ha  podido  salvar  de  la  oleada  de  grasa 
que  invade  su  cuerpo,  llama  la  atención  de  su  marido 
sobre  la  conducta  de  Nélida.  Los  escrúpulos  y  preocu- 
paciones de  una  educación  recibida  en  una  república 
del  Pacífico  la  hacen  protestar  de  los  escándalos  de  esta 
muchacha,  que  nada  tiene  suyo,  que  física  y  moral- 
mente  pertenece  al  padre,  y  que  mira  con  cierta  supe- 
rioridad, cual  si  fuese  una  nodriza  ó  una  criada  vieja, 
á  la  mulatona  que  la  llevó  en  el  vientre...  Y  el  padre  se 


LOS   ARGONAUTAS  135 

conmueve  y  abraza  á  Nélida.  «¡Pobrecita!  las  personas 
atrasadas  no  saben  cómo  debe  educarse  una  joven  mo- 
derna. Es  la  ignorancia,  el  fanatismo  de  la  gente  que 
habla  español...»  Y  Nélida,  que  á  su  vez  se  acuerda  de 
que  tiene  un  padre,  le  acaricia  las  melenas  con  mano- 
seos de  gata  amorosa  y  suspira  agradecida:  «Papá... 
papá...»  La  familia  más  interesante  de  todo  el  buque. 
Y  aun  falta  el  otro,  el  «guardia  de  corps». 

Y  señalaba  un  jovencito  moreno,  subido  de  color, 
sentado  entre  los  adoradores  de  Nélida. 

— Es  el  hermano  pequeño,  el  único  que  se  asemeja  á 
la  madre.  Acompaña  á  Nélida  por  todo  el  buque,  y  ella 
lo  acepta  como  una  prolongación  de  la  familia,  porque 
esta  vigilancia  honorable  le  permite  ir  sola  entre  los 
hombres.  El  muchacho  es  medio  imbécil,  le  dan  ataques 
epilépticos,  habla  con  incoherencia.  Cuando  ella  tiene 
interés  en  quedarse  sola  lo  envía  al  camarote  para  que 
busque  cualquiera  cosa,  y  el  chico  se  resiste  recordando 
que  debe  obedecer  á  mamá.  Pero  intervienen  los  ado- 
radores de  la  hermana,  amigos  que  le  dan  champan  y 
buenos  cigarros,  y  acaba  por  ausentarse,  hasta  que  se 
tropieza  con  la  madre,  que  le  riñe  por  haber  olvidado 
sus  deberes... 

Ojeda,  interesado  de  pronto  por  este  relato,  miraba 
á  Nélida. 

— Los  dos  hermanos — continuó  Maltrana — se  odian 
con  un  odio  de  raza,  y  por  la  noche  se  disputan  y  se 
pegan.  Ella  enseña  á  sus  amigos  las  marcas  de  los  gol- 
pes; él  oculta  los  arañazos  bajo  una  capa  de  polvos,  pero 
afirma  con  un  rencor  balbuciente  que  se  lo  contará  todo 
á  su  hermano  el  mayor,  el  único  equilibrado  de  la  fa- 
milia, un  centauro  de  la  pampa,  un  estanciero,  al  que 
respeta  el  padre,  adora  la  madre  y  tiene  un  miedo  ho- 
rrible la  hermosa  Nélida.  Cuando  habla  de  él  se  pone 
pálida.  Se  ve  que  este  mozo  del  campo  no  cree  en  «la 
educación  de  una  joven  á  la  moderna»  y  arregla  á  palos 
los  problemas  de  honor.  La  niña  tiembla  al  pensar  en  la 
futura  entrevista  y  en  lo  que  pueda  decir  el  hermanito, 
que  la  amenaza  con  sus  revelaciones:  por  ella  no  llega- 
ríamos nunca  á  Buenos  Aires...  Pero  sus  terrores  pasan 
pronto:  los  olvida  apenas  se  ve  rodeada  de  hombres. 


136  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

Cuando  se  acaricia  los  labios  con  su  lengua  de  gata,  es 
capaz  de  saltar  por  encima  del  vengador  de  la  pampa 
que  tanto  miedo  le  infunde. 

Otra  vez  los  ojos  negros  de  la  madre,  ojos  abultados 
y  dulces  que  recordaban  la  mirada  lacrimosa  de  los 
llamas  andinos,  se  fijaron  en  la  hija  con  una  severidad 
titubeante.  «¡Nélida!»,  volvió  á  gritar.  Pero  Nélida  no  se 
dignó  responder,  y  bebiendo  el  resto  de  su  taza  púsose 
de  pie,  encendiendo  otro  cigarrillo.  El  grupo  de  fieles  se 
levantó  tras  ella.  Iban  á  pasear  por  la  cubierta  hasta  la 
hora  del  baile.  Salieron  en  tropel,  y  el  hermano  quiso 
reunirse  con  su  madre,  pero  ésta  se  indignó: 

— Anda  vos  con  Nélida,  grandísimo  zonzo.  ¿A  qué 
venís  acá?...  No  la  perdás  de  vista. 

Con  éste,  que  era  de  su  color  y  de  su  sangre,  mos- 
trábase autoritaria  la  buena  señora,  obligándolo  á  correr 
detrás  de  Nélida. 

El  doctor  Zurita,  arrellanado  en  su  sillón,  seguía  con 
los  ojos  entornados  las  espirales  de  humo  de  un  gran  ci- 
garro. Las  damas  de  su  familia  hablaban  con  otras  ar- 
gentinas de  las  mesas  inmediatas. 

— Le  hago  falta  á  mi  buen  doctor — dijo  Maltrana — . 
Se  está  aburriendo  con  la  charla  de  las  señoras...  Yo 
también  siento  la  falta  del  magnífico  cigarro  que  segu- 
ramente me  guarda...  ¿Usted  sale  á  la  cubierta,  Ojeda?... 
Voy  en  busca  del  tributo. 

Al  aproximarse  al  doctor,  éste  pareció  despertar 
al  mismo  tiempo  que  rebuscaba  en  los  bolsillos  de  su 
smoking. 

— Che  y  Maltrana;  venga  para  acá,  galleguito  simpáti- 
co... Tome  uno  de  hoja. 

Y  le  entregó  un  cigarro  enorme,  al  mismo  tiempo 
que  añadía  en  voz  baja: 

—Siéntese,  amigo,  y  conversemos...  Diga  qué  le  pa- 
reció esta  fiesta  de  los  gringos.  ;Qué  pavada!  ¿No?... 

Ojeda  salió  á  la  cubierta.  La  luz  de  los  reverberos 
incrustados  en  el  techo  de  las  dos  calles,  iluminaba  de 
alto  á  abajo  á  los  paseantes,  sin  que  sus  cuerpos  proyec- 
tasen sombra  en  el  suelo.  Caminaban  apresuradamen- 
te, con  una  movilidad  de  bestias  enjauladas,  lo  mismo 
que  se  camina  en  los  colegios,  los  conventos  y  los  presi- 


LOS   ARGÓN  A  UTAS  137 

dios,  buscando  suplir  con  la  rapidez  de  la  locomoción  lo 
limitado  del  espacio.  Los  mujeres  desfilaban  masculi- 
namente, á  grandes  zancadas,  temiendo  la  exuberancia 
adiposa  de  una  digestión  inmóvil.  Desafiábanse  los  gru- 
pos á  quién  daba  los  pasos  más  largos,  y  circulaban 
con  una  rapidez  de  fuga  entre  las  ventanas  de  los  salo- 
nes y  los  grupos  acodados  en  las  barandas. 

Más  allá  del  nimbo  de  luz  láctea  en  que  iba  envuelto 
el  buque,  extendían  el  mar  y  la  noche  el  misterio  de  su 
obscuro  azul,  punteado  de  fosforescencias  de  agua  y 
fulgores  siderales.  Algunos  miraban  las  estrellas,  dis- 
cutiendo sus  nombres.  Gentes  del  otro  hemisferio  ojea- 
ban impacientes  el  horizonte,  creyendo  ver  asomar  á 
ras  del  agua  la  famosa  Cruz  del  Sur...  No  se  distinguía 
aún;  pero  dentro  de  cuatro  ó  cinco  días  la  verían  ele- 
varse majestuosa  en  el  firmamento.  Y  muchos  parecían 
entusiasmados  con  esta  esperanza,  como  si  al  contem- 
plar la  constelación  admirada  desde  la  niñez  se  creye- 
sen ya  en  sus  casas. 

La  noche  era  calurosa.  Muchas  gorras  habían  que- 
dado abandonadas  en  las  perchas  del  antecomedor. 
Las  cabezas  erguíanse  descubiertas  sobre  el  satinado 
triángulo  de  las  pecheras,  brillando  al  pasar  junto  á  los 
reverberos  con  reflejos  de  laca  negra.  Ni  el  más  leve 
soplo  de  brisa  desordenaba  la  armonía  de  los  peinados 
femeninos.  Al  cruzarse  los  grupos,  en  su  apresurada 
marcha  se  saludaban,  como  si  no  se  hubiesen  visto 
en  mucho  tiempo.  Cambiaban  sonrisas  y  guiños,  lo  mis- 
mo que  en  el  paseo  de  una  ciudad.  Todas  las  mesas 
del  fumadero  estaban  ocupadas.  Algunos  grupos  tenían 
ante  ellos  un  pequeño  mantel  verde  y  paquetes  de  nai- 
pes. Ojeda,  en  una  de  sus  vueltas,  vio  al  señor  Munster 
á  la  puerta  del  café.  Al  fin  iba  á  realizar  sus  deseos;  ya 
tenía  medio  formada  su  partida  de  hridge.  Había  con- 
quistado en  el  salón  á  la  madre  de  Nélida,  y  creía  poder 
contar  igualmente  con  Mrs.  Power.  A  pesar  de  esto 
volvió  á  repetir  con  una  tenacidad  de  maniático: 

— ¡Qué  extraño  que  usted  no  sepa,  señor!  ;Un  juego 
tan  distinguido!... 

Fernando,  cansado  de  circular  entre  los  grupos  que 
al  encontrarse  en  sus  vueltas  se  inmovilizaban  obstru- 


138  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

yendo  el  paso,  se  detuvo  en  la  parte  de  proa,  apoyán- 
dose en  la  barandilla.  Sus  ojos  experimentaron  la  volup- 
tuosidad del  descanso  al  sumirse  en  el  obscuro  azul 
poblado  de  suaves  luces.  Circulaba  á  su  espalda  el  mo- 
vimiento acompañado  de  vivos  resplandores:  ante  él  la 
silenciosa  calma  del  mar  tropical,  dormido  como  un 
lago  sin  riberas. 

Estaba  triste.  La  alegría  del  champan  que  le  había 
acompañado  al  levantarse  de  la  mesa,  convertíase  aho- 
ra, al  quedar  solo,  en  una  melancolía  inexplicable. 
Ojeda  se  comparaba  á  ciertas  vasijas  en  cuyo  interior 
los  líquidos  más  dulces  se  agrian,  perdiendo  su  perfu- 
me. ¡Ay,  el  doloroso  recuerdo  de  lo  que  dejaba  atrás!... 

Un  sentimiento  confuso  de  despecho  y  envidia  unía- 
se á  su  tristeza.  Así  como  el  buque  iba  entrando  en  los 
mares  tranquilos  de  inmóvil  esmeralda,  en  las  noches 
cálidas  pobladas  de  titilaciones  de  espuma  y  de  luz, 
parecía  transformarse.  Un  ambiente  de  dulce  compli- 
cidad, de  bondadosa  protección,  extendíase  desde  los 
salones  lujosos  á  los  más  profundos  camarotes.  Hombres 
y  mujeres  de  idiomas  diferentes  que  habían  subido  al 
trasatlántico  en  distintos  puertos  y  lo  abandonarían  en 
diversas  tierras  se  buscaban,  se  saludaban,  se  sonreían, 
para  acabar  paseando  juntos,  hablando  en  alta  voz  pa- 
labras sin  interés,  y  mirándose  al  mismo  tiempo  fija- 
mente en  las  pupilas,  inclinando  la  cabeza  el  uno  hacia 
el  otro  como  impulsados  por  una  atracción  irresistible. 
Obscuros  instintos  servían  de  guía  á  la  gran  masa  para 
seleccionar  sus  afectos,  fraccionándose  en  grupos  de 
dos  seres,  según  las  afinidades  de  sus  gustos  ó  las  ocul- 
tas atracciones  reflejadas  en  los  ojos.  Se  modelaba  aque- 
lla noche  el  boceto  de  lo  que  iba  á  ser  esta  sociedad, 
lejos  del  resto  de  la  tierra,  vagabunda  sobre  una  cas- 
cara de  acero  en  el  desierto  de  los  mares.  Este  mundo 
efímero  que  sólo  podía  durar  diez  ó  doce  días,  ofrecería 
los  mismos  incidentes  de  un  mundo  que  durase  siglos. 
Los  diez  días  iban  á  representar  en  la  vida  de  muchos 
tanto  como  diez  años. 

Alguien  había  saltado  al  buque  en  las  últimas  esca- 
las. No  era  la  esperanza  sin  cabeza  y  con  alas  la  única 
intrusa.  Venía  oculto  en  los  profundos  sollados — como 


LOS  ARGONAUTAS  139 

aquellos  vagabundos  descubiertos  á  la  salida  de  Te- 
nerife—, y  al  verse  en  pleno  mar  de  romanza,  tran- 
quilo y  luminoso,  deslizábase  furtivamente  de  su  es- 
condrijo, iba  examinando  las  caras  de  sus  compañeros 
de  viaje,  los  aparejaba  según  sus  gustos,  é  invisible  y 
benévolo,  empujábalos  unos  hacia  otros.  Una  atmósfera 
nueva  se  esparcía  por  las  entrañas  del  buque.  Respira- 
ban los  pechos  otro  aire,  provocador  de  inexplicables 
suspiros.  Los  que  hasta  entonces  habían  dormitado  tran- 
quilamente, arrullados  por  las  ondulaciones  del  Océa- 
no, se  revolverían  en  adelante  inquietos  durante  las 
noches  tranquilas  y  estrelladas,  no  pudiendo  conciliar 
el  sueño. 

Los  ojos  femeniles  iban  á  descubrir  inesperadas 
atracciones  en  el  mismo  hombre  contemplado  con 
aversión  ó  indiferencia  durante  los  primeros  días  del 
viaje.  Las  mujeres  se  transformaban  con  una  valoriza- 
ción creciente,  apareciendo  más  seductoras  á  cada 
puesta  de  sol,  como  si  el  trópico  comunicase  nueva 
savia  á  las  hermosuras  decaídas;  como  si  la  proa  del 
navio,  al  partir  las  olas  buscando  las  soledades  del 
Ecuador,  se  aproximase  á  la  legendaria  Fontana  de 
Juventud,  soñada'  por  los  conquistadores. 

Ojeda  conocía  á  este  intruso,  invisible  y  juguetón, 
que  revolucionaba  el  trasatlántico:  y  el  intruso  lo  cono- 
cía igualmente,  desde  algunos  años  antes.  Tal  vez  le  ro- 
zase como  á  los  otros  con  sus  alas  de  mariposa  inquieta, 
pero  al  reconocerle,  seguiría  su  camino.  Nada  tenía  que 
hacer  con  él...  Y  esta  certeza  de  permanecer  al  margen 
de  la  vida  pasional  que  iba  á  desarrollarse  en  medio  del 
Océano,  amargaba  á  Fernando.  Viajero  por  amor,  ten- 
dría que  contemplar  la  felicidad  ajena,  como  los  eremi- 
tas del  desierto  contemplaban  las  rosadas  y  fantásticas 
desnudeces  evocadas  por  el  maligno.  ¡Ay,  quién  podría 
darle  en  viviente  realidad  la  imagen  algo  esfumada 
que  latía  en  su  recuerdo!...  ¡Pasear  sintiendo  el  dulce 
brazo  en  su  brazo;  soñar  arriba,  en  la  última  cubierta, 
ocultos  tras  un  bote,  las  bocas  juntas,  la  mirada  perdi- 
da en  el  infinito;  vivir  toda  una  vida  en  tres  metros  de 
espacio,  entre  los  tabiques  de  un  camarote,  despertando 
del  amoroso  anonadamiento  con  la  campana  del  puente 


140  V.    BLASCO    ÍBÁÑJíJi^. 

que  sonaba  en  la  inmensidad  oceánica,  discreta  y  tími- 
da, como  la  otra  campana  monjil!...  Y  sumiendo  Fer- 
nando su  mirada  en  los  borbotones  de  espuma,  motea- 
dos de  puntos  de  luz  que  resbalaban  por  el  flanco  del 
navio,  gimió  mentalmente,  con  un  llamamiento  angus- 
tioso: 

— ¡Oh  Teri!...  ¡Alegría  de  mi  existencia! 

Una  ligera  tos  le  hizo  volver  la  cabeza,  y  vio  junto 
á  él,  apoyada  en  la  baranda,  á  Mrs.  Power,  su  vecina 
del  comedor.  Un  tul  azulado  cubría  la  desnudez  de  su 
escote.  Llevábase  á  la  boca  el  cabo  dorado  de  un  ciga- 
rrillo, y  un  surtidor  de  humo  partía  de  sus  labios  toman- 
do reflejos  de  iris  bajo  el  resplandor  eléctrico,  antes  de 
perderse  en  la  obscuridad. 

El  primer  movimiento  de  Ojeda  fué  de  molestia  y  de 
cólera,  como  el  que  en  mitad  de  un  ensueño  dulce  se  ve 
despertado.  Aborrecía  á  esta  mujer  hermosa,  por  su  tie- 
sura varonil:  no  podía  soportar  la  mirada  de  sus  ojos 
claros  de  fijeza  insolente,  que  parecían  retar  á  un  duelo 
á  muerte. 

Quiso  volver  la  cabeza  hacia  el  Océano,  pero  ella  no 
le  dio  tiempo. 

— ¿Es  la  luna? — preguntó  en  inglés  señalando  una 
leve  mancha  láctea  á  ras  del  horizonte. 

— Tal  vez— respondió  Fernando  en  el  mismo  idio- 
ma— .  Pero  no...  Creo  que  la  luna  sale  más  tarde, 

Y  tras  este  cambio  breve  de  palabras,  que  recordaba 
los  diálogos  incoherentes  de  un  método  de  lenguas,  los 
dos  se  vieron  súbitamente  aproximados.  Ojeda  no  supo 
si  fué  él  quien  avanzó  por  instinto  ó  ella  con  la  varonil 
intrepidez  de  su  raza;  pero  sus  codos  se  tocaron  en  la 
barandilla  y  sus  cabezas  quedaron  separadas  únicamen- 
te por  una  pequeña  lámina  de  atmósfera. 

Mrs.  Power  preguntó  á  Fernando  por  su  amigo, 
sonriendo  al  recordar  su  movilidad  y  el  lenguaje  híbrido 
y  pintoresco  con  que  la  saludaba  todas  las  mañanas. 
Un  tipo  interesante  míster  Maltrana:  ¡lástima  que  ella 
no  pudiese  entender  muchas  de  sus  palabras!...  Y  el  re- 
cuerdo de  las  dificultades  de  lenguaje  que  se  sufrían  á 
bordo  le  sirvió  para  justificar  su  aproximación  á  Ojeda. 
Necesitaba  un   amigo   que  conociese  su  idioma.  Con- 


LOS   ARGONAUTAS  141 

versaba  de  vez  en  cuando  con  los  Lowe,  aquel  matri- 
monio de  compatriotas  suyos;  pero...  Y  hacía  un  gesto 
de  altivez  para  indicar  que  no  eran  de  su  clase. 

A  la  tropa  de  americanos  ruidosos  la  mantenía  ale- 
jada. Eran  viajantes  de  comercio,  ganaderos  de  las  pra- 
deras, gente  ordinaria.  Se  aburría  con  las  señoras  de 
otras  nacionalidades  que  hablaban  inglés.  Ella  había 
gustado  siempre  de  la  sociedad  de  los  hombres...  Luego 
interrumpió  el  curso  de  la  conversación  para  preguntar 
á  Ojeda  cuánto  tiempo  había  vivido  en  los  Estados  Uni- 
dos, y  al  enterarse  de  que  nunca  había  estado  allá  pro- 
rrumpió en  una  exclamación  de  asombro.  ¡Ahó!  Se 
echaba  atrás  como  si  la  acabase  de  ofender  una  falta 
imperdonable  de  respeto.  Pero  se  repuso  inmediatamen- 
te de  esta  impresión  de  desagrado. 

-—¡All  right!  Usted  me  enseñará  el  español  y  yo  le 
perfeccionaré  en  el  inglés.  Se  adivina  que  lo  aprendió 
en  Londres.  Los  americanos  lo  hablamos  mejor;  eso  lo 
sabe  todo  el  mundo. 

Y  convencida  de  la  superioridad  de  su  país  sobre 
todo  lo  existente,  propuso  á  Fernando  que  fuese  su  ami- 
go con  igual  gesto  que  si  contratase  un  buen  servidor 
para  su  casa.  A  impulsos  de  su  franqueza  dominadora, 
no  ocultaba  que  se  había  enterado  de  la  historia  de  él, 
así  como  de  las  de  todos  los  que  en  el  buque  atraían  su 
atención. 

— Usted  es  poeta,  lo  sé,  y  yo  nada  tengo  áepoetical:  se 
lo  advierto...  Mi  padre  sí;  mi  padre  era  alemán  y  muy 
dado  á  las  cosas  del  sentimentalismo.  Yo  he  nacido  para 
los  negocios,  y  ayudo  á  mi  marido.  ¡Si  no  fuese  por  mí!... 

Un  paseante  interrumpió  la  conversación.  Era  el 
señor  Munster,  que  llevándose  una  mano  al  casquete, 
suplicaba  humildemente: 

—Señora,  acuérdese  de  su  promesa...  La  aguardamos 
en  el  salón  para  nuestra  partida  de  hridge.  Usted  sólo 
falta  para  que  empecemos. 

Mrs.  Power  sonrió  con  una  amabilidad  feroz.  «Lue- 
go iré.»  Y  Munster,  comprendiendo  lo  enojoso  de  su  pre- 
sencia, se  retiró  discretamente  antes  de  que  la  dama  le 
volviese  la  espalda. 

Ella  siguió  hablando  de  su  carácter;  un  carácter 


142  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

práctico,  incompatible  con  la  ilusión  poetical.  Atacaba 
ferozmente  el  odiado  fantasma  de  la  poesía,  como  si 
viese  en  él  un  motivo  de  errores  y  desgracias.  Luego 
habló  de  su  marido  con  un  entusiasmo  tenaz,  molesto 
para  Ojeda.  Era  más  alto  que  él  y  de  una  distinción 
que  conquistaba  el  respeto  de  todos.  Había  nacido  en  la 
Quinta  Avenida  de  Nueva  York,  hijo  de  un  famoso  ban- 
quero; pero  la  familia  estaba  arruinada. 

— Usted,  señor,  es  de  los  más  distinguidos  de  á  bor- 
do, y  por  esto  hablo  con  usted...  Pero  no  llega  ni  con 
mucho  á  míster  Power.  Le  falta  algo.  Usted  lleva  la 
corbata  de  un  color  y  el  pañuelo  de  otro.  Mi  país  es  el 
único  donde  el  hombre  puede  llamarse  elegante.  Míster 
Power  no  saldrá  á  la  calle  si  no  lleva  del  mismo  tono  la 
corbata,  el  pañuelo  y  los  calcetines.  Es  lo  menos  que 
puede  hacer  un  gentleman  que  se  respeta. 

Pero  Fernando  apenas  escuchaba  estas  lecciones, 
expuestas  con  gravedad  científica.  Sentíase  perturbado 
por  una  embriaguez  ascendente,  como  si  el  vino  que 
poco  antes  parecía  contraerse  con  tristeza  en  su  interior 
hiciese  explosión  de  nuevo,  avasallando  sus  sentidos. 
Fijábase  en  los  ojos  de  la  norteamericana,  en  sus  pupilas 
líquidas  y  temblonas,  que  se  destacaban  del  nácar  de 
las  córneas  con  el  brillo  de  una  luz  cambiante,  reflejo 
mixto  de  malicia  y  de  candidez. 

Acariciábale  un  perfume  que  venía  de  ella  como  una 
música  lejana  y  conocida.  Tal  vez  fuese  ilusión  de  sus 
sentidos,  excitados  por  el  recuerdo;  tal  vez  una  errónea 
semejanza  al  encontrarse  por  vez  primera,  luego  de  su 
embarque,  al  lado  de  una  mujer  elegante.  Aquella  ame- 
ricana olía  lo  mismo  que  la  otra;  esparcía  uno  de  esos 
perfumes  indefinibles  que  no  pueden  adquirirse,  pues 
carecen  de  nombre;  un  perfume  irreal,  que  es  como  el 
uniforme  impalpable  que  envuelve  á  las  mujeres  de 
todos  los  países  acostumbradas  á  una  vida  de  comodi- 
dades y  refinamientos;  perfume  de  carne  cuidada  con 
amor,  de  epidermis  pulida  por  el  frote  higiénico:  «olor 
de  agua»,  según  decía  Ojeda. 

«¡Oh  Teri!...  ¡Teri!»  Sus  ojos  encontraban  también 
una  semejanza  fraternal  en  el  cuello  esbelto  y  ligera- 
mente inclinado,  lo  mismo  que  el  vastago  de  una  flor 


LOS  ARGONAUTAS  143 

que  se  ladea  graciosamente  bajo  su  peso;  en  las  manos 
de  blancura  de  hostia,  con  uñas  abombadas  y  brillantes, 
parecidas  á  pétalos  de  rosa. 

Era  Mrs.  Power;  bastaba  ver  sus  ojos  de  agua  con- 
movida, escuchar  su  palabra  glacial  de  mujer  de  nego- 
cios para  convencerse  de  su  identidad;  pero  al  mismo 
tiempo  era  la  otra,  por  la  línea  majestuosa  de  su  cuerpo, 
por  el  ademán  suelto  y  despreocupado  de  hembra  ele- 
gante segura  de  su  poder  de  seducción,  por  el  halo  de 
perfume  luminoso  que  parecía  envolverla.  Ojeda  es- 
cuchaba su  voz  sin  saber  qué  decía,  pensando  en  Teri, 
viéndola  junto  á  él,  bajo  una  nueva  forma.  Miraba  á 
Mrs.  Power "Como  si  fuera  una  máscara  que  acabase  de 
encontrar  en  un  baile  y  de  la  cual  conocía  el  secreto 
á  pesar  de  la  voz  fingida  y  el  rostro  desfigurado. 

Llevaba  varios  días  poblando  la  vida  solitaria  de  á 
bordo  con  la  imagen  de  Teri.  Se  había  paseado  con  ella 
por  el  desierto  de  la  última  cubierta,  oprimiendo  su 
brazo  aéreo,  oyendo  el  leve  crujido  de  sus  pasos  invisi- 
bles, murmurando  dulces  palabras  que  sólo  obtenían 
una  respuesta  mental.  Ella  ocupaba  un  sillón  vacío 
junto  á  sus  libros  en  las  largas  tardes  de  lectura,  y  por 
la  noche,  al  abrir  el  camarote,  deslizábase  tras  de  sus 
huellas,  misteriosa  y  sonriente,  para  no  abandonarle 
en  las  horas  de  insomnio  y  ser  lo  último  que  veían  sus 
ojos,  esfumándose  como  una  visión  que  se  aleja  cuando 
al  fin  le  rozaba  la  mano  del  sueño. 

Ahora  la  mujer  impalpable  y  luminosa  que  le  seguía 
á  todas  partes  había  desaparecido,  pero  era  para  ocul- 
tarse indudablemente  dentro  de  aquella  otra  real  y  tan- 
gible que  tenía  á  su  lado.  Esta  reencarnación  se  hacía 
sentir  con  un  contacto  menos  ilusorio;  pero  en  el  miste- 
rio de  su  encierro  la  delataba  su  perfume.  «¡Oh  Teri! 
¡Teri!»  Su  única  preocupación  por  el  momento  era  que 
la  americana  no  dejase  de  hablar,  que  no  huyese,  lle- 
vándose con  ella  su  oloroso  nimbo. 

Quiso  Ojeda  conocer  su  nombre  de  nacimiento,  libre 
del  apellido  marital;  y  al  oir  que  se  llamaba  Maud, 
experimentó  cierto  descontento.  Estaba  esperando,  no 
sabía  por  qué,  otro  nombre,  una  revelación  que  justifi- 
case sus  ilusiones. 


144  V.    BLASCO    IBÁÑE7, 

Maud  siguió  hablando  de  su  marido,  haciendo  elo- 
gios de  sus  condiciones  físicas  y  compadeciendo  al  mis- 
mo tiempo  su  simpleza  de  niño  grande,  versado  úni- 
camente en  elegancias  y  Juegos  atléticos.  Ella  era  el 
varón  fuerte,  la  cabeza  directora  de  la  asociación  ma- 
trimonial. Había  ido  á  Nueva  York  en  busca  de  nuevos 
capitales  para  un  negocio  de  caucho  que  tenían  en  el 
Brasil.  Su  marido  sólo  servía  para  admirarla  y  obede- 
cerla, y  ella  había  de  hacer  frente  á  los  accidentes  del 
comercio,  empleando  la  palabra  melosa,  la  sonrisa  enig- 
mática y  el  gesto  de  enojo  en  esta  pelea  por  el  dollar. 

Los  quince  días  pasados  en  París  al  regreso  de  los 
Estados  Unidos  habían  sido  los  mejores  de  su  viaje.  Una 
vida  de  muchacho  aturdido  con  varias  compatriotas  li- 
bres como  ella  de  las  viejas  ataduras  del  sexo;  una  exis- 
tencia de  estudiante;  teatros,  cenas  hasta  altas  horas  de 
la  noche,  sin  más  hombres  que  algún  gentleman  viejo 
que  acompañaba  á  esta  tropa  de  emancipadas  lo  mismo 
que  un  guardián  de  harén  sigue  á  las  odaliscas  en  va- 
caciones. Y  nada  de  visitas  á  los  Bancos  ó  de  conferen- 
cias feroces  como  las  que  había  tenido  dentro  de  un  es- 
critorio inmediato  á  las  nubes,  en  el  piso  treinta  y  cuatro 
de  un  rascacielos  neoyorldno.  ;Lo  que  cuesta  cazar  el 
dollar,  tan  necesario  para  la  vida!...  Pero  regresaba 
satisfecha  de  su  viaje,  pensando  en  el  suspiro  de  alivio 
que  exhalaría  míster  Power  cuando  en  el  muelle  de  Río 
Janeiro  le  explicase  que  el  peligro  de  ruina  quedaba 
conjurado  gracias  á  ella.  ¡Adorable  niño  grande!  ¿Qué 
haría  el  pobre  en  el  mundo  sin  su  mujer?... 

Y  en  esta  charla  surgía  á  cada  momento  el  elogio  del 
marido,  el  tierno  entusiasmo  por  su  vistosa  inutilidad, 
lo  que  producía  en  Fernando  cierta  irritación...  ¿Y  para 
esto  se  le  había  acercado  con  aire  de  jiirt  aquella  se- 
ñora?... 

Una  trompeta  lanzó  á  guisa  de  llamada  el  toque  arro- 
gante y  provocador  del  héroe  Sigfrido.  Corrieron  los 
paseantes  con  el  alborozo  que  despierta  todo  suceso  ex- 
traordinario en  la  vida  tranquila  de  á  bordo.  Era  la 
señal  para  el  baile.  Mrs.  Power  y  Ojeda  fueron  tam- 
bién hacia  el  fumadero,  en  cuyos  alrededores  se  aglo- 
meraba la  gente. 


LOS   ARGONAUTAS  145 

Formábanse  los  miísicos  de  dos  en  dos,  y  tras  ellos 
se  agitaba  el  comandante  dando  órdenes  en  varias  len- 
guas, acariciándose  la  amplia  barba  j  saludando  á  las 
señoras.  Rogaba  á  todos  que  se  agrupasen  en  parejas. 
Iba  á  empezar  la  fiesta  con  la  polonesa  tradicional,  so- 
lemne paseo  por  las  cubiertas,  antes  de  llegar  al  come- 
dor, convertido  en  salón  de  baile. 

El  «amigo  Neptuno» — como  le  llamaba  Maltrana — 
pareció  dudar  algunos  segundos  al  escoger  su  acom- 
pañante. Quería  dedicar  este  honor  á  la  más  alta  dama 
del  buque,  y  sus  ojos  iban  indecisos  del  collar  de  per- 
las de  la  esposa  del  millonario  gringo  á  los  lentes  y  la 
majestuosa  corpulencia  de  la  señora  del  doctor  Zurita. 
Pero  el  santo  respeto  á  la  autoridad  y  las  categorías 
sociales  no  daba  lugar  á  dudas.  El  doctor  había  sido 
ministro  en  su  país,  y  esto  bastó  para  que  el  hombre 
de  mar,  inclinándose  sobre  sus  piernas  cortas  con  una 
galantería  versallesca,  ofreciese  su  brazo  á  la  matrona 
argentina. 

Tras  de  ellos  se  formó  la  fila  de  parejas,  escogiéndo- 
se unos  á  otros  según  anteriores  preferencias  ó  al  azar 
de  la  proximidad,  con  bizarros  contrastes  que  provoca- 
ban risas  y  gritos.  Las  señoras  viejas,  los  niños  y  los 
domésticos  presenciaban  el  arreglo  de  esta  procesión 
agolpados  en  puertas  y  ventanas.  Isidro  daba  el  brazo 
á  la  tiple  noble  de  la  compañía  de  opereta,  d^ueña  volu- 
minosa de  cara  herpética  que  ostentaba  sobre  la  pechuga 
una  condecoración  turca. 

Maud  contempló  la  formación  con  mirada  irónica, 
pero  de  pronto  sintióse  arrastrada  por  la  alegría  gene- 
ral: «Nosotros  también.»  Y  tomando  el  brazo  de  Ojeda 
se  introdujo  en  la  fila. 

Rompió  á  tocar  la  música  una  marclia  solemne,  una 
de  tantas  «Marcha  de  las  antorchas»  escritas  para  na- 
toJicios  y  matrimonios  de  pequeños  príncipes  alemanes, 
y  la  procesión  se  puso  en  movimiento,  contoneándose 
las  parejas  al  compás  del  ritmo. 

Corrían  del  interior  del  buque  las  camareras  con  go- 
rrito  de  blondas  y  los  stewards  de  cor])ata  blanca  para 
presenciar  este  desfile,  riendo  con  una  buena  fe  germá- 
nica al  ver  á  los  señores  agarrados  del  brazo  y  mar- 

10 


146  V.   BLASCO  IBANBZ 

chando  con  las  caderas  balanceantes.  La  cabeza  del 
desñie  desapareció  de  pronto  y  el  rugido  de  cobres  fué 
debilitándose.  La  «polonesa»,  saliendo  del  paseo  al  aire 
libre,  se  introducía  en  los  salones  serpenteando  entre 
mesas  y  sillas  hasta  desembocar  en  el  paseo  de  la  banda 
opuesta,  donde  los  instrumentos  recobraban  su  primiti- 
va sonoridad.  Otras  veces  la  música  se  perdía  gradual- 
mente, como  si  la  absorbiesen  las  entrañas  del  buque, 
y  el  desfile  iba  descendiendo  por  las  amplias  escaleras 
á  los  pisos  inferiores. 

Delante  de  Mrs.  Power  iba  Nélida,  la  única  que  se 
apoyaba  al  mismo  tiempo  en  los  brazos  de  dos  hombres, 
ün  joven  alemán,  que  se  hacía  pasar  por  pariente  suyo, 
y  el  «barón»,  el  belga  hermosote,  la  escoltaban,  hablán- 
dose afectuosamente  como  amigos  que  beben  juntos  y 
juegan  al  poker,  pero  con  un  rencor  en  la  mirada  de 
hombres  bien  educados  que  consideran  la  mayor  de  las 
distinciones  saber  ocultar  sus  sentimientos.  Y  ella  mos- 
trábase contenta  por  este  doble  deseo  que  tiraba  de  sus 
brazos  y  la  envolvía  en  un  ambiente  de  sorda  pelea:  se 
dejaba  llevar  casi  á  rastras,  encorvada  su  esbelta  figu- 
ra, riendo  sin  saber  de  qué,  con  la  boca  seca,  abarcan- 
do á  los  dos  varones  en  la  mirada  de  sus  ojos  húmedos 
y  ávidos  que  parecían  englobarlos  en  una  predilección 
idéntica,  sin  poder  distinguir  el  uno  del  otro. 

La  compañera  de  Fernando  fué  transformándose  al 
marchar  entre  los  gritos  y  risas  de  este  alborozo  gene- 
ral. Percibía  él  ahora  con  mayor  intensidad  el  perfume 
misterioso  escapándose  de  las  profundidades  del  escote. 
Hasta  creyó  sentir  en  el  puño  una  ligera  crispación  de 
la  mano  de  Maud,  un  movimiento  tal  vez  inconsciente, 
un  leve  roce  despertador  que  se  ensanchaba  en  ondas 
de  emoción  hasta  los  extremos  de  su  organismo,  y  unas 
veces  le  hacía  caminar  como  si  volase  y  otras  parecía 
clavarle  en  el  suelo.  Era  tal  vez  una  caricia  irreal,  ima- 
ginada más  bien  que  sentida,  pero  idéntica  á  otras  que 
perduraban  en  su  recuerdo...  Además,  el  mismo  roce 
de  curvas  armoniosas  al  marchar;  igual  encontrón  con 
unas  durezas  de  contacto  fulminante.  La  pesadumbre 
del  brazo  femenil  se  hacía  por  momentos  más  sensi- 
ble. Un  hombro  desnudo  se  apoyaba  en  él,  dejando 


LOS  ARGONAUTAS  147 

sobre  el   paño  negro  del  smoking  tenues  manchas  de 
velutina. 

Al  volver  hacia  ella  una  mirada  ávida  y  encontrar- 
se con  sus  ojos  no  sentía  extrañeza,  como  si  los  cono- 
ciera desde  mucho  antes.  Eran  grises,  y  los  que  él  lleva- 
ba en  su  recuerdo  eran  negros  con  reflejos  de  ámbar; 
pero  unos  y  otros  le  miraban  de  igual  modo,  con  una 
expresión  invitadora.  Fernando  sintió  el  temblor  que 
avisa  la  llegada  de  la  fortuna,  la  emoción  que  precede 
á  los  grandes  triunfos...  ¡La  vida  es  hermosa!...  Y  un 
estremecimiento  del  brazo  adorable  pareció  responder 
ensalzando  mudamente  la  belleza  de  una  existencia 
que  puede  elevarse,  gracias  al  amor,  por  encima  de 
todas  las  realidades. 

Se  vieron  de  pronto  debajo  de  las  banderas  y  las 
guirnaldas  eléctricas.  La  música,  apelotonada  en  un 
extremo  del  comedor,  había  cambiado  de  ritmo,  y  las 
parejas,  así  como  iban  entrando,  giraban  enlazadas 
siguiendo  las  caricias  de  un  vals. 

Instintivamente  se  recogió  Maud  la  cola  del  vestido, 
apoyó  Ojeda  un  brazo  en  su  talle  y  experimentaron 
cierta  sorpresa  al  verse  entre  los  danzarines  demasiado 
numerosos,  que  chocaban  con  rudos  encuentros  de  co- 
dos y  de  grupas.  La  ilusión,  el  champan  y  el  deseo,  fer- 
mentando sordamente  en  él,  parecieron  explotar  de 
pronto  removidos  por  las  vueltas  de  la  danza.  Su  brazo 
retenía  enérgicamente  el  talle  de  Maud,  como  temeroso 
de  que  pudiese  huir:  mirábanse  en  las  pupilas  con  una 
fijeza  agresiva,  lo  mismo  que  los  luchadores  que  quieren 
reconocerse  bien,  en  el  último  instante,  antes  de  caer  el 
uno  en  brazos  del  otro. 

Balbuceaba  Ojeda  sin  saber  ciertamente  lo  que  decía. 
Hablaba  ahora  en  castellano,  y  su  súplica  incoherente 
era  una  especie  de  música  sin  palabras  cuya  vaguedad 
producía  en  él  cierta  emoción. 

—Dique  sí...  di  que  quieres...  Sería  yo  tan  dichoso... 
¡tanto!... 

Ella  sonrió,  agradeciendo  tal  vez  que  hablase  en  su 
idioma,  lo  que  le  evitaba  la  obligación  de  comprender 
y  ruborizarse.  Al  mismo  tiempo  sus  ojos  se  entornaban 
para  mirarle  con  una  expresión  de  caricia  anticipada. 


148  V,    BLASCO   IBÁÑE2; 

Cesó  la  música;  las  parejas  se  retiraron  dándose  el 
brazo.  Maud  se  inclinó  un  momento  para  corregir  el 
desorden  de  su  falda,  y  al  incorporarse  mostró  un  gesto 
de  altivez,  como  si  recordase  algo  que  le  devolvía  su 
glacial  serenidad. 

Se  dirigió  á  la  puerta  seguida  de  él,  que  en  su  exal- 
tación no  se  daba  cuenta  de  este  cambio  repentino. 
Continuaba  hablando  en  español,  repitiendo  la  mis- 
ma súplica  con  un  tuteo  pasional.  Y  ella  por  dos  veces, 
sonriendo  de  las  dificultades  de  su  pronunciación,  le 
dio  la  respuesta  en  el  mismo  idioma: 
— No  compregndo...  no  compregndo. 

En  el  antecomedor  le  tendió  una  mano  para  des- 
pedirse. Se  retiraba  á  su  camarote:  gustaba  de  acos- 
tarse temprano;  esta  noche  había  sido  extraordinaria. 
Ojeda  se  ladeó  como  si  intentase  cortarla  el  paso,  al 
mismo  tiempo  que  su  voz  se  hacía  más  suplicante.  ¿Irse? 
¿Dejarlo  en  la  soledad  de  aquella  fiesta  donde  todo  le 
era  extraño  y  antipático?.,.  Se  sentía  enfermo. 

Pero  ella  le  atajó  con  su  ironía  helada. 
— Debe  ser  el  estómago.  Vea  al  médico...  A  mí  no  me 
impresionan  esas  quejas:  ya  sabe  que  no  soy  poetical. 

Fernando  insistió.  Le  esperaba  una  noche  horrible: 
no  podría  dormir. 

—Yo  le  enviaré  con  la  doncella  unos  sellos  que  dan 
sueño. 

¡Oh,  si  ella  quisiera!...   ¡Si  le  permitiese  ir  detrás  de 
sus  pasos  al  encuentro  de  la  felicidad! 
— No  compregndo...  no  compregndo. 

Repitió  su  súplica  en  inglés  y  ella  lo  miró  entonces 
de  abajo  arriba,  sin  odio,  sin  escándalo,  con  extrañeza, 
como  en  presencia  de  un  atentado  á  las  buenas  formas 
sociales,  asombrada  de  la  rapidez  con  que  aquel  hom- 
bre pretendía  suprimir  de  golpe  todas  las  esperas  pru- 
dentes establecidas  por  la  costumbre. 
—Good  nithg — dijo  fríamente. 

Y  le  volvió  la  espalda,  alejándose  por  el  corredor 
que  conducía  á  los  camarotes  de  preferencia,  erguida  y 
majestuosa. 

Desconcertado  por  una  escena  que  nadie  había  visto, 
sintió  Ojeda  el  impulso  de  huir,  como  si  fuese  á  esta- 


LOS  ARGONAUTAS  149 

llar  en  torno  de  él  una  explosión  de  carcajadas.  Arriba, 
en  la  cubierta,  sólo  quedaban  los  paseantes  tenaces,  y 
en  el  café  los  jugadores  de  poker ^  para  los  cuales  no 
habían  músicas  ni  bailes  que  pudiesen  alejarlos  del 
tapete  verde.  La  familia  italiana  rodeaba  á  su  prelado 
empujándolo  cariñosamente.  ¡Animo,  ilustrísimo!  De- 
bía descender  al  salón  para  echar  un  vistazo  á  la  fiesta 
y  lucir  la  cruz  de  oro.  Aquí  no  estaban  en  tierra  y  la 
vida  permitía  mayores  libertades.  Hasta  el  abate  de  las 
conferencias  andaba  por  las  cercanías  del  baile  asoma^n- 
do  su  cara  barbuda.  «El  mar...  es  el  mar,  Monseñor.» 

Persistió  en  Fernando  la  misma  sensación  de  des- 
concierto y  de  miedo  al  tropezarse  con  los  paseantes, 
cual  si  éstos  pudiesen  adivinar  lo  que  ha.bía  ocurrido 
abajo.  Le  molestaba  la  música  por  creerla  semejante  á 
una  risa  burlona.  Otra  vez  necesitaba  huir  en  busca  de 
obscuridad  y  silencio:  y  tomó  una  de  las  escaleras  que 
conducían  á  la  cubierta  de  los  botes. 

Arriba  creyó  despertar,  con  el  fresco  de  la  noche, 
como  los  ebrios  que  reciben  de  pronto  una  corriente  de 
aire.  Hasta  allí  le  había  acompañado  un  sentimiento 
de  despecho;  la  cólera  de  su  orgullo  varonil  herido  por  el 
fracaso;  el  escozor  de  una  situación  ridicula.  Pero  ahora 
le  atormentaba  el  remordimiento:  sentía  vergüenza  de 
él  mismo;  deseaba  empequeñecerse,  desaparecer,  como 
si  una  mirada  iracunda  le  espiase  en  la  sombra. 

— Muy  bien,  señor  Ojeda — murmuró  irónicamente — : 
se  está  usted  portando  como  un  caballero. 

Y  dejándose  caer  en  un  banco,  añadió  con  rabia: 
— Eres  un  canalla;  un  canalla  que  merece  la  muerte. 

Sólo  habían  transcurrido  unos  minutos,  y  se  pre- 
guntaba con  extrañeza  si  era  él  mismo  el  que  danzaba 
abajo,  enloquecido  por  el  perfume  de  una  señora,  á  la 
que  sólo  conocía  desde  unas  horas  antes,  balbuceando 
como  un  mozuelo  atrevidas  proposiciones.  ¡Ah,  misera- 
ble sin  voluntad!.,.  Abandonaba  con  rudo  tirón  su  vida 
anterior,  marchaba  aventureramente  al  otro  hemisferio, 
todo  por  una  mujer,  y  á  las  primeras  jornadas,  cuando 
aun  brillaban  sobre  sus  cabezas  las  mismas  estrellas, 
arrastrábase  con  súplicas  viles  ante  una  desconocida,  á 
impulsos  de  un  deseo  fulminante  que  hacía  reir. 


150  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Sentía  vergüenza  al  recordar  las  palabras  que  había 
escrito  en  la  tarde  anterior,  imitando  la  firmeza  de  los 
héroes  wagnerianos,  «Y  cuando  estemos  alejados,  ¿quién 
podrá  separarnos?...»  Un  solo  día  había  bastado  para 
que  olvidase  sus  juramentos.  Aun  no  habría  salido  á 
aquellas  horas  su  carta  de  Tenerife,  y  ya  estaba  lo 
mismo  que  Sigfrido,  olvidado  de  Brunilda,  humillán- 
dose amoroso  á  los  pies  de  una  Gotunda  que  se  burlaba 
de  él.  Y  esto  lo  había  hecho  por  voluntad  espontánea, 
sin  necesitar  de  nitros  de  olvido. 

Cerraba  los  puños  amenazándose  á  sí  mismo;  pero 
un  sentimiento  de  tristeza  y  desaliento  sucedía  á  esta 
indignación.  Deseaba  ocultarse,  como  si  en  su  vergüen- 
za necesitase  más  sombra,  más  silencio,  y  huyó  otra 
vez,  siempre  hacia  lo  alto,  remontando  la  escalera  de 
la  última  toldilla,  cerca  del  puente. 

Aquí,  calma  absoluta:  la  escasez  de  luz  hacía  más 
visible  el  azul  profundo  del  cielo,  más  intenso  el  fulgor 
de  los  astros.  La  torre  de  la  chimenea  destacaba  su 
obscura  masa  sobre  el  espacio,  punteado  de  resplando- 
res; las  vedijas  de  humo,  al  escaparse  de  su  boca,  em- 
pañaban por  unos  instantes  el  brillo  de  las  constelacio- 
nes. El  balanceo  del  barco  hacía  pasar  las  estrellas  de 
un  lado  á  otro  de  los  mástiles,  como  luciérnagas  jugue- 
tonas que  saltasen  entre  palos  y  cordajes. 

Ojeda  experimentó  la  sensación  de  paz  que  descien- 
de del  cielo  de  la  noche  sobre  los  grandes  dolores.  Ha- 
bía momentos  en  que  deseaba  llorar  lo  mismo  que  un 
niño  que  implora  perdón.  «;Teri!...  ¡Teri!»  Ella  viviría 
á  aquellas  horas  seguramente  pensando  en  él.  Tal  vez 
estaba  ya  en  París,  y  en  medio  de  los  ruidos  del  bulevar, 
en  un  teatro  ó  en  una  fiesta,  su  imaginación  apartábase 
de  lo  inmediato  para  seguir  con  angustia  la  marcha  de 
un  buque  que  sólo  conocía  de  nombre.  ;Ay,  si  ella  su- 
piese! ;Si  ella  pudiese  ver!... 

Se  analizaba  Ojeda  con  minuciosidad  cruel.  No  era 
digno  de  la  dicha  que  había  acompañado  los  mejores 
años  de  su  existencia.  Y  sin  embargo,  él  no  se  creía 
responsable;  era  su  alma,  el  sexo  de  su  alma,  completa- 
mente distinto  y  divergente  de  su  sexo  material.  Hom* 
bre  como  los  otros,  agitado  y  dominado  por  una  viri- 


LOS  ARGONAUTAS  151 

lidad  rápida  en  sus  impulsos,  bestia  de  presa  capaz  de 
atropellar  y  matar,  lo  mismo  que  los  varones  prehistó- 
ricos, cuando  le  perturbaba  la  embriaguez  del  deseo, 
reconocía  sin  embargo  que  su  alma  era  femenil,  como 
las  de  la  mayor  parte  de  los  humanos.  Bastaba  la  visión 
de  una  carne  desconocida,  una  sonrisa,  una  ojeada,  para 
que  diese  al  olvido  juramentos  y  compromisos. 

Se  insultaba  fríamente,  y  para  aminorar  su  culpa 
incluía  en  esta  vergüenza  á  todos  sus  semejantes.  «Nos 
consideramos  muy  hombres  y  tenemos  un  alma  de  cor- 
tesana. Estamos  á  la  espera  de  lo  que  llega,  crédulos  y 
fatuos  para  aceptar  como  una  fortuna  la  primera  hem- 
bra que  nos  mire,  ágiles  y  prontos  para  nuevos  deseos, 
olvidando  el  ayer  con  la  inconsciencia  de  una  profesio- 
nal...» 

De  nuevo  el  recuerdo  de  la  carta  con  los  juramentos 
de  Sigfrido  volvió  á  su  memoria.  Aquel  héroe  membru- 
do, que  con  la  espada  partía  yunques  y  mataba  drago- 
nes, tenía  igualmente  un  alma  de  mujer.  Apenas  sepa- 
rado de  Brunilda  la  olvidaba,  fijando  sus  ojos  en  otra. 
En  cambio  ella,  la  femenina  walkyria,  era  el  hombre 
en  esta  asociación  amorosa.  Su  alma,  varonil  y  fuerte, 
pertenecía  á  la  aristocracia  de  los  que  prolongan  un 
amor  único  hasta  el  más  alto  idealismo,  ennobleciendo 
de  este  modo  los  instintos  de  la  carne.  Era  el  andrógino 
de  las  remotas  leyendas,  hombre  y  mujer  á  un  tiempo; 
la  personificación  del  verdadero  amor,  que  domina  la 
sed  de  nuevos  deseos,  desconoce  la  curiosidad  que  ins- 
pira lo  extraño  y  anhela  confundirse  con  el  ser  que 
ama,  hasta  suprimir  toda  dualidad  y  que  los  dos  sean 
eternamente  uno  solo. 

Y  Teri  era  así.  Con  su  charla  de  pájaro  y  su  carácter 
en  apariencia  frivolo,  era  el  varón  fuerte  é  inconmovible. 
Expuesta  á  las  tentaciones  de  otros  hombres  que  la  de- 
seaban, no  había  vacilado  jamás.  Y  él  era  la  mujer  sin 
voluntad:  el  alma  débil  y  vulnerable  á  todo  deseo;  el 
instinto  caprichoso  que  había  que  vigilar  de  cerca  y  tener 
siempre  de  la  mano  como  á  un  niño  enfermo. 

Cuando  juraba  ser  fiel  con  los  más  solemnes  jura- 
mentos, poniendo  por  testigos  el  honor  y  la  vida,  nunca 
estaba  seguro  de  decir  verdad.   Sentía  la  sospecha  de 


lo2  V.  BLAbCO  iba>;ez 

que  al  día  siguiente  una  blancura  entrevista,  un  revolo- 
teo de  faldas,  lo  armonioso  de  una  línea,  el  ritmo  de  un 
paso,  la  simple  novedad  de  lo  ignorado,  podían  hacerle 
correr  fuera  de  su  camino  lo  mismo  que  una  bestia  en 
celo.  Y  así  era  él:  así  la  mayoría  de  sus  semejantes.  Y 
este  animal,  que  enloquecido  por  lo  que  considera  amor, 
tiene  en  el  momento  supremo  de  su  dicha  movimientos 
simiescos,  gesticulaciones  demoníacas,  zarpazos  de  fiera, 
es  el  más  noble  de  la  creación,  el  único  depositario  de  la 
verdad.  ¡Qué  dirían  de  los  hombres  las  tranquilas  estre- 
llas si  alguna  vez  los  habían  seguido  con  sus  guiños  lu- 
minosos! . . .  ¡ Ah,  miseria! 

Pasaba  el  tiempo  sin  que  tuviese  fuerzas  para  aban- 
donar aquel  banco,  lejos  de  la  luz.  Temía  volver  al  ruido 
de  abajo;  retardaba  el  instante  de  entrar  en  su  camarote, 
como  si  de  ios  tabiques  pudieran  desprenderse,  saliendo 
á  su  encuentro,  los  recuerdos  que  había  clavado  con  la 
fijeza  de  sus  ojos  en  las  horas  nocturnas  de  melancolía. 

Tres  veces  sonó  la  campana  mientras  él  estaba  allí, 
inmovilizado  por  el  abatimiento,  y  otras  tantas  con- 
testó desde  lo  alto  del  trinquete  el  baladro  del  serviola 
anuncia-ndo  que  las  luces  de  posición  seguían  encendi- 
das. Un  oficial  paseaba  por  el  puente  con  la  espalda  algo 
encorvada  y  las  manos  en  los  bolsillos,  deteniéndose  á 
cada  vuelta  para  sondear  con  sus  ojos  la  obscuridad. 
Fernando  le  encontró  cierto  aire  de  monje,  yendo  y  vol- 
viendo con  igual  número  de  pasos  por  su  claustro  de 
acero.  Junto  á  una  luz  oculta,  que  esparcía  una  tenue 
mancha  rojiza  (el  resplandor  de  la  bitácora),  estaba 
otro  hombre  con  los  brazos  en  cruz,  abarcando  la  rueda 
reguladora  de  la  dirección  del  buque.  Y  acurrucado  en 
su  minarete,  en  medio  de  las  tinieblas  perforadas  por 
luminosos  parpadeos,  existía  el  centinela  invisible,  el 
ronco  cantor  de  las  horas,  espía  avanzado  que  escrutaba 
los  hostiles  misterios  de  la  noche  y  del  mar. 

Contemplábalos  Ojeda  con  respeto  y  envidia,  sumi- 
dos en  su  gravedad  silenciosa,  que  tenía  algo  de  sacer- 
dotal: insensibles  á  la  música  y  los  rumores  de  fiesta  que 
venían  de  abajo;  huyendo  de  los  reflejos  luminosos  que 
esparcía  el  buque  soln^e  sus  costados  como  un  halo  de 
gloria;  avanzando  la  cabeza  en  la  noche  para  husmearla 


LOS  ARGONAUTAS  153 

mejor,  indiferentes  al  mundo  alegre  y  variado  que  inva- 
día las  entrañas  de  la  nave  en  cada  viaje;  sólidamente 
adheridos  al  testuz  del  monstruo  cuya  marcha  guiaban, 
como  el  cornac  guía  al  elefante  montado  en  su  frente. 
Eran  hombres  ocupados  en  algo  más  importante  que  bal- 
bucear deseos  al  paso  de  una  hembra.  La  vida  les  había 
impuesto  una  obligación  y  la  cumplían  severamente,  sin 
conocer  arrepentimientos  ni  vergüenzas. 

El  trabajo  disciplinado  por  la  responsabilidad  se  le 
apareció  como  la  función  más  noble  y  envidiable.  Estos 
ermitaños  del  puente  y  de  la  cofa,  tendrían  á  no  dudar 
su  vida  de  pasión  cual  todo  el  mundo;  conocerían  el 
amor,  que  es  algo  indispensable  para  la  existencia;  lle- 
varían en  su  alma  la  flor  del  recuerdo.  Tal  vez  el  oficial 
iba  acompañado  en  sus  paseos  por  la  imagen  de  alguna 
fraulein  rubia  y  sensible  que  contaba  los  días  en  un 
puerto  anseático  aguardando  la  vuelta  del  buque;  tal 
vez  los  marineros  contemplaban  en  el  espejo  de  su  rudi- 
mentaria imaginación  á  la  compañera  ventruda  y  mal 
calzada  con  su  grupo  de  pequeñuelos  carillenos  y  peli- 
blancos. 

Desde  su  asiento,  á  través  del  marco  de  una  ventana, 
veía  también  al  telegrafista  escribiendo  con  la  cabeza 
baja  é  interrumpiendo  su  escritura  para  escuchar  el 
lenguaje  chirriante  de  los  aparatos.  Atendía  mecánica- 
mente á  otros  pensamientos  perdidos  en  la  noche  á  una 
distancia  de  centenares  de  millas,  y  apenas  terminada 
la  conversación  recuperaba  su  pluma.  Bien  podía  ser  que 
escribiese  á  su  amada  llenando  el  papel  con  versos  inge- 
nuos y  simples,  como  la  florecilla  azul  que  apunta  en  el 
alma  de  toda  pasión  germánica. 

Y  al  adivinar  el  amor  en  estos  esclavos  de  la  respon- 
sabilidad que  velaban  por  la  suerte  del  pueblo  flotante, 
lo  veía  único,  noble,  rectilíneo,  lo  mismo  que  el  deber  y 
la  disciplina  que  mantenían  á  todos  en  su  puesto. 

Oyó  pisadas  en  la  toldilla.  Una  silueta  avanzaba 
titubeante,  explorando  los  rincones.  Era  Maltrana,  que 
al  reconocerle  se  dirigió  hacia  él  lamentando  su  desapari- 
ción... ¿Qué  hacía  allí?  ¿Por  qué  no  estaba  abajo?...  Y 
acompañaba  sus  palabras  con  grandes  risas  y  cariñosos 
palmoteos.  Fernando  vio  en  sus  ojos  el  brillo  de  una  ex- 


154  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

traordinária  agitación.  Al  hablar  esparcía  su  boca  un 
vaho  alcohólico. 

— La  gran  noche,  amigo  Ojeda:  y  eso  que  aun  estamos 
como  quien  dice  al  principio.  Esos  muchachos  son  en- 
cantadores. Tenemos  concertada  una  pequeña  reunión 
con  varias  chicas  de  la  opereta  para  cuando  termine  el 
baile  y  se  acueste  la  gente  seria...  ¿Y  Nélida?  Una  va- 
liente. Se  ha  deslizado  fuera  del  salón,  mientras  á  su 
hermanito  lo  emborrachan  los  amigos  de  la  banda.  Su 
primer  flirt ^  el  alemán  que  se  titula  pariente  y  viene  con 
ella  desde  Hamburgo,  anda  loco  por  todo  el  buque  sin 
poder  encontrarla.  Yo  soy  el  único  que  sabe  dónde  está: 
iyo  lo  sé  todo!  La  he  visto  entrar  cautelosamente  en  su 
camarote,  lo  mismo  que  una  gata  estremecida,  y  como 
llegaba  después  de  ella  el  barón  belga...  Y  el  otro  busca 
que  busca.  ¡Lo  más  divertido!  ¿Pero  qué  tiene  usted? 
¿Por  qué  está  triste?... 

Fernando  experimentó  un  deseo  egoísta  de  comuni- 
car su  desaliento  y  su  amargura  á  este  amigo  regocijado. 
— Soy  un  miserable  que  siente  asco  de  sí  mismo.  Un 
verdadero  miserable. 

Quedó  Maltrana  indeciso,  no  sabiendo  qué  gesto 
adoptar  ante  una  afirmación  tan  inesperada...  Luego  se 
encogió  de  hombros  y  volvió  á  reir,  como  si  leyese  en  el 
pensamiento  de  Ojeda. 

¡Un  miserable!...  ¿y  qué?  El  también  lo  era;  y  todos 
en  el  buque  lo  eran  igualmente.  Y  así  como  el  viaje 
fuera  haciéndose  más  largo  y  avanzase  el  Goethe  la  proa 
en  los  mares  luminosos  y  cálidos,  todos  iban  á  sentirse 
poseídos  por  esta  miseria  que  avergonzaba  á  Fernan- 
do... ¡Quién  sabe  si  alguno  llegaría  á  rugir  y  á  andará 
cuatro  patas  como  los  libertinos  de  las  leyendas  conver- 
tidos en  bestias!... 

— Ya  nos  limpiaremos  de  pecados  al  llegar  á  tierra, 
amigo  mío.  Aquí  debemos  vivir  con  arreglo  al  ambien- 
te. La  responsabilidad  no  es  nuestra.  El  culpable  es  ese... 
el  gran  impuro,  el  eterno  fecundador  que  aun  guarda  en 
sus  entrañas  el  secreto  genésico  de  los  primeros  latidos 
de  la  vida. 

Y  Maltrana,  borracho,  señalaba  el  mar  obscuro,  in- 
crepándolo con  una  furia  cómica...  Pasaban  sobre  su 


LOS  ARGONAUTAS  166 

lomo,  lo  arañaban  cruelmente  con  la  quilla,  bien  comi- 
dos, el  pensamiento  en  reposo,  los  miembros  en  huelga, 
y  él  se  vengaba  de  este  rudo  despertar  enviándoles  un 
aliento  afrodisíaco,  que  esparcía  el  deseo  y  la  locura. 

— ;Ah  grandísimo  tentador!...  jGaleoto  con  mostachos 
de  algas...  Celestina  de  arrugas  verdes! 

Por  algo  habían  florecido  en  las  islas  mediterráneas 
los  pueblos  adoradores  de  Afrodita,  que  hicieron  vibrar 
todas  las  cuerdas  del  arpa  de  la  voluptuosidad;  por  algo 
se  habían  elevado  en  las  costas  las  blancas  columnatas 
de  los  santuarios  de  amor,  con  sus  rebaños  de  cortesa- 
nas sagradas;  por  algo  los  poetas  sacerdotales  habían 
hecho  nacer  á  Venus  de  la  espuma  de  las  olas. 


V 


A  las  diez  de  la  mañana  iban  colocando  los  músicos 
sus  atriles  al  final  de  la  cubierta,  entre  el  fumadero  y 
una  barandilla,  sobre  la  explanada  de  popa.  Ensanchá- 
base el  paseo  en  este  lugar,  ofreciendo  el  aspecto  de  una 
terraza  de  café,  con  mesas  al  aire  libre  y  arbolillos  re- 
dondos plantados  en  cajones  verdes. 

Eompía  á  tocar  la  música  una  «Marcha  granadera» 
del  tiempo  de  Federico  el  Grande,  con  estruendosos 
alaridos  de  trompetería,  y  poco  á  poco  la  gente  iba 
poblando  el  paseo. 

El  buque,  húmedo,  sombreado,  limpio,  parecía  son- 
reír como  un  dormilón  que  se  despabila  con  las  frías 
abluciones  matinales.  Desde  mucho  antes  caminaban 
los  madrugadores  por  la  azulada  penumbra  de  la  cu- 
bierta, saludándose  al  paso  y  comunicándose  noticias 
de  la  noche  anterior.  Algunos,  vestidos  con  py jamas  ó 
medio  desnudos  bajo  un  largo  gabán,  descendían  del 
gimnasio  y  se  deslizaban  rápidamente  en  busca  de  sus 
camarotes. 

Aparecían  las  primeras  señoras,  yendo  tras  un  breve 
paseo  á  arrellanarse  en  los  sillones.  Bandas  de  mucha- 
chos aprovechaban  la  ausencia  de  los  mayores  para 
hacer  suya  toda  la  cubierta.  Niñeras  de  diversa  nacio- 
nalidad con  una  criatura  al  brazo  formaban  amigables 
grupos,  mirándose  sonrientes  sin  entenderse.  Otras  em- 
pujaban cunas  con  ruedas,  en  cuyo  interior  una  cabeza 
abultada,  de  suaves  cabellos,  aparecía  medio  dormida 
entre  puntillas  y  lazos.  Una  tropa  de  niños  con  fusiles 
de  latón  daba  la  vuelta  al  buque  golpeando  el  húmedo 
entarimado  con  marciales  patadas.  Eran  rubios,  more- 


r.OS    AROONAUTAS  157 

nos  ó  bronceados,  mostrando  en  ]a  vPtriedad  de  sus  tipos 
la  amalgama  étnica  del  continente  a^mericano,  en  el  que 
sus  padres  les  habían  hecho  nacer.  Un  hijo  del  doctor 
Zurita,  que  iba  al  frente  sable  en  alto  marcando  el  paso, 
gritaba  con  el  imperio  de  una  casta  triunfadora:  «A  ver, 
gringo,  avanza  un  poco...  Un...  dos.  Un...  dos.  Tú,  ga- 
llego, hazte  pa  atrás.» 

Fernando,  apoyado  en  la  barandilla  á  corta  distan- 
cia de  los  músicos,  seguía  con  los  ojos  el  lento  balanceo 
del  castillo  de  popa,  sobre  el  cual  aleteaba  una  ronda 
de  gaviotas.  Eran  aves  enormes,  repletas  de  pescado  y 
desperdicios  de  los  buques,  con  alas  poderosas,  blancas 
y  combadas,  semejantes  á  velas. 

Seguían  ai  trasatlántico  desde  Canarias,  habituadas 
á  esta  soledad  azul,  inmensa  para  los  ojos  del  hombre,  y 
en  la  que  su  instinto  husmeaba  la  vecindad  invisible  de 
la  costa  de  África  y  del  archipiélago  de  Cabo  Verde. 
Volaban  en  espiral  sobre  la  popa,  abanicando  algunas 
veces  con  sus  alas  á  los  pasajeros  de  tercera  clase.  Otras 
se  tendían  en  fila  sobre  el  camino  blancuzco  y  espu- 
moso que  dejaban  abierto  las  hélices  en  la  llanura  del 
Océano.  Parecían  inmóviles  sobre  el  vapor,  que  mar- 
chaba y  marchaba  con  el  jadeante  ímpetu  de  sus  pul- 
mones de  acero,  y  cuando  quedaban  atrás  bastábales 
un  par  de  aletazos  para  volver  á  colocarse  verticalmente 
sobre  él.  Sonaba  el  chapoteo  de  un  objeto  en  el  mar; 
una  espuerta  de  residuos  de  cocina,  un  madero,  un  bote 
de  conservas  vacío,  é  inmediatamente  se  desplomaban, 
con  las  plumas  encogidas,  balanceándose  sobre  las  on- 
dulaciones oceánica-s  lo  mismo  que  los  cisnes  de  un  lago. 
Y  así  que  terminaban  la  exploración  del  objeto  notante 
ó  engullían  los  residuos,  retornaban  al  buque  impetuo- 
sas como  proyectiles. 

Un  murmullo  de  gente  invisible  subía  hasta  el  paseo 
en  las  breves  pausas  de  la  música.  Ojeda,  al  inclinarse 
sobre  la  baranda,  recibió  en  su  olfato  un  hedor  de  co- 
mida agria.  La  vasta  explanada  de  popa,  libre  á  aquella 
hora  de  toldos,  aparecía  ocupada  por  los  emigrantes 
septentrionales.  Formaban  cuadros  sentados  en  los  ca- 
ramancheles de  las  escotillas.  Otros  por  encima  de  ellos 
ocupaban,  como  si  fuesen  bancos,  los  mástiles  de  las 


158  V.   BLASCO  IBÁÍíEZ 

grúas  colocados  horizontalmente.  Algunos,  con  aire  se- 
ñoril, dormían  arrellanados  en  sillones  plegadizos  de 
lona  vieja,  recuerdo  de  anteriores  viajes. 

Correteaban  bandas  de  muchachos  medio  desnudos, 
yendo  á  refugiarse  entre  las  rodillas  femeninas  en  los 
azares  de  su  persecución.  Viejos  con  luengas  barbas, 
gorros  de  piel  de  cordero  y  peludos  gabanes  permane- 
cían en  cuclillas  mirando  el  mar  como  fakires  en  éxta- 
sis. Unos  jóvenes  tendidos  sobre  el  vientre,  con  la  quija- 
da entre  las  manos  escuchaban  la  lectura  en  alta  voz  de 
un  camarada.  Junto  á  la  borda  otros  hombres  barbudos 
fumaban  en  largas  pipas  y  de  vez  en  cuando  sus  manos 
rojas  y  escamosas  se  hundían  bajo  las  sotanas  forradas 
de  pieles  para  agitar  con  fuertes  rascuñones  los  harapos 
invisibles. 

Tenían  que  abrirse  paso  los  marineros  en  esta  mu- 
chedumbre compacta  é  inmóvil,  que  bebía  sol  y  aire 
fuera  del  encierro  de  los  sollados.  Sobre  un  montón  de 
cables,  un  emigrante  de  cabeza  rapada  movía  el  arco 
de  su  violín  sin  que  el  más  leve  sonido  llegase  hasta  el 
paseo  donde  rugían  los  cobres.  En  la  plataforma  del 
castillo  de  popa,  entre  botes,  maromas  y  salvavidas, 
pululaban  los  pasajeros  de  tercera  clase  que  gozaban  de 
preferencia:  tenderos  ambulantes;  rusas  y  alemanas  con 
grandes  sombreros  de  paja  que,  cogidas  del  talle,  habla- 
ban de  sus  diplomas  académicos  y  de  la  posibilidad  de 
entrar  en  el  seno  de  una  familia  del  Nuevo  Mundo  para 
enseñar  idiomas  á  los  niños;  jóvenes  melenudos  con 
trajes  de  buen  corte,  pero  de  raída  tela,  siempre  con  un 
libro  en  la  mano.  Eran  los  aristócratas  de  esta  parte  del 
buque  que,  aislados  en  su  altura,  miraban  con  desde- 
ñosa conmiseración  al  rebaño  de  abajo  y  con  envidia 
revolucionaria  á  los  del  castillo  central. 

Pilas  de  ropas  puestas  á  secar  se  balanceaban  en  la 
explanada  sobre  los  grupos  de  cabezas.  El  suelo,  regado 
á  manga  poco  antes,  estaba  cubierto  de  cascaras  de  fru- 
tas, secreciones  de  garganta  y  residuos  de  alimentos. 
Cabelleras  femeniles  tendidas  al  sol  recibían  la  explora- 
ción venatoria  de  los  peines.  De  la  blancura  incierta  de 
algunas  camisas,  rígidas  y  acartonadas  por  el  líquido 
seco,  emergían  ubres  como  harapos,  adaptando  su  arru- 


LOS  ARGONAUTAS  159 

gada  flacidez  á  las  bocas  lloronas  de  los  pequeños.  Otras 
madres,  con  el  hijo  en  las  rodillas,  desenvolvían  tran- 
quilamente sus  fajas  y  pañales,  dando  á  la  luz  los  olvi- 
dos hediondos  de  la  inconsciencia  infantil. 

No  tenía  Fernando  más  que  ladear  un  poco  la  cabe- 
za, volviendo  los  ojos  al  interior  de  la  cubierta,  y  reci- 
bía en  su  olfato  inmediatamente  la  esencia  de  los  licores 
que  burbujeaban  con  mezcla  de  soda  en  las  mesas  del 
café,  el  perfume  de  agua  de  Colonia  que  iban  espar- 
ciendo las  mujeres  como  un  recuerdo  de  su  baño  mati- 
nal. Parecía  ser  de  un  planeta  distinto  la  vida  que  se 
desarrollaba  cuatro  metros  por  encima  de  la  muchedum- 
bre emigrante.  Los  camareros  iban  de  grupo  en  grupo 
ofreciendo  grandes  bandejas  cargadas  de  emparedados 
y  tazas  de  caldo:  el  segundo  refrigerio  de  la  mañana. 
Las  señoras  exhibían  con  afectada  modestia  sus  trajes 
de  verano  recién  extraídos  de  los  cofres,  y  cambiaban 
mutuos  cumplimientos.  Muchos  pasajeros  iban  vestidos 
de  blanco  de  pies  á  cabeza,  é  igualmente  de  blanco  los 
domésticos  del  buque,  los  músicos  y  los  oficiales.  Había 
momentos  en  que  el  castillo  central  parecía  invadido 
por  una  tripulación  de  pierrots. 

Pasó  Mrs.  Power,  sola  como  siempre  en  sus  matina- 
les paseos,  erguida  y  sin  mirar  á  nadie,  con  un  som- 
brero de  tul  elegante  y  vistoso.  Fernando  sintió  al  verla 
indecisión  y  timidez,  pero  ella,  deteniéndose  un  mo- 
mento, vino  en  su  auxilio.  Le  saludó  preguntando  con 
un  retintín  irónico  cómo  había  pasado  la  noche.  Sonreía 
protectoramente,  dando  á  entender  que  perdonaba  á 
Ojeda  su  travesura  de  niño  grande.  Todo  estaba  olvida- 
do... Y  le  tendió  una  mano  antes  de  alejarse,  conti- 
nuando su  marcha  de  ritmo  varonil. 

Transcurría  el  tiempo  sin  que  la  cubierta  se  viese 
tan  poblada  como  en  otras  mañanas.  Muchos  sillones 
permanecían  vacíos.  Las  graves  señoras  alejaban  á  sus 
hijas  para  conversar  entre  ellas  con  voz  de  misterio  y 
gestos  de  indignación,  como  si  comentasen  algo  escan- 
daloso. No  había  aparecido  aún  ninguno  de  aquellos 
jóvenes  de  cuya  amistad  hablaba  Maltrana  con  entu- 
siasmo. También  él  permanecía  invisible,  y  lo  mismo 
Nélida  con  su  escolta  de  adoradores. 


100  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

El  doctor  Zurita  pasó  junto  á  Ojeda  aspirando  el 
humo  de  su  tercer  cigarro  matinal. 

— Poca  gente— dijo— .  Anoche,  segán  parece,  hubo 
farra  larga.  Debe  haber  abajo  un  tendal  de  muertos  y 
heridos...  ¡Qué  muchachada  tan  viva!  ¡Cosas  de  la 
edad!... 

Y  siguió  adelante,  sonriendo  con  una  tolerancia  de 
veterano  al  pensar  en  las  locuras  de  la  «muchachada». 
Estaba  tranquilo  por  haberle  dicho  su  ayuda  de  cámara 
andaluz  que  los  hijos  mayores  roncaban  en  sus  camaro- 
tes con  la  fatiga  de  una  noche  pasada  en  claro,  pero 
sin  desperfectos  visibles. 

La  música  siguió  desarrollando  su  programa  mati- 
nal como  si  sonase  en  el  vacío.  Pasaban  las  señoritas 
formando  grupos,  lo  mismo  que  en  las  plazas  de  las 
pequeñas  ciudades,  alrededor  del  kiosco  de  conciertos; 
pero  les  faltaba  en  este  continuo  girar  el  encuentro  con 
los  jóvenes,  el  acompañamiento  de  un  amigo,  miradas 
curiosas  y  simpáticas  que  las  persiguiesen. 

Sólo  quedaban  ellas  en  la  culbierta.  Los  hombres 
grcives  eran  buscados  por  el  mayordomo,  que  en  fuer- 
za de  invitaciones  y  ruegos  conseguía  meterlos  en  el 
fumadero.  Se  iba  á  formar  allí  por  aclamación  el  comité 
organizador  de  las  fiestas  con  que  se  celebraría  el  paso 
de  la  línea  equinoccial. 

Terminó  el  concierto,  retiráronse  los  músicos  con 
atriles  é  instrumentos,  y  entonces  fué  cuando  Maltrana 
hizo  su  aparición.  Lo  vio  Fernando  asomar  la  cabeza 
por  la  puerta  de  una  escalera  tímidamente.  Después  de 
largos  titubeos  avanzó  al  fin  con  cierto  encogimiento. 
Vestía  un  traje  blanco,  rutilante,  majestuoso,  sobre  el 
cual  parecía  destacarse  con  mayor  relieve  la  fealdad 
grandiosa  de  su  cara,  á  la  que  encontraban  algunos 
cierta  semejanza  con  la  de  Beethoven  viejo. 

En  su  marcha  cautelosa,  torcía  el  rostro  hacia  el 
lado  del  mar,  bajando  los  ojos  como  si  temxiese  ser  visto. 
Ante  los  grupos  de  nobles  matronas,  su  cortesía  pudo 
más  que  el  miedo.  «Buenos  días...»  Pero  las  damas  con- 
testaron su  saludo  á  flor  de  labios,  siguiéndole  con  ojos 
severos  y  mirándose  después  entre  ellas...  «También 
éste  era  de  los  culpables.»  Y  todo  el  peso  de  su  indigna- 


LOS  ARGONAUTAS  1^1 

ción  se  descargó  mudamente  sobre  Maltrana,  el  primero 
que  se  atrevía  á  presentarse  ante  ellas. 

Ojeda  al  estrecharle  la  mano  se  fijó  en  su  tendencia 
á  volver  la  cara  hacia  el  mar,  rehuyendo  el  lado  iz- 
quierdo, y  con  súbito  movimiento  le  hizo  ponerse  de 
frente. 

— Pero  criatura,  ¿qué  tiene  usted  ahí?... 

Señalaba,  riendo,  una  hinchazón  lívida  de  la  sien 
que  se  extendía  hasta  un  ojo. 

—No  es  nada— balbuceó  Isidro—;  poca  cosa...  Ya  le 
explicaré. 

Y  para  desviar  la  conversación  se  miró  de  los  pies  al 
pecho  con  gesto  de  orgullo. 

— ¿Eh?...  ¿qué  me  dice  del  trajecito?  Tengo  otro  á  más 
de  este...  ¡Cualquiera  adivina  que  es  obra  de  doña  Mar- 
garita, mi  patronal 

Pero  Ojeda  no  se  dejó  desorientar  por  estas  palabras 
y  siguió  riendo  con  los  ojos  puestos  en  la  contusión  que 
desfiguraba  á  su  amigo. 

— Cuando  se  canse  de  reir,  avise — dijo  Maltrana  algo 
amostazado — .  ¿Pero  no  ve  usted  que  nos  están  mirando 
esas  dignas  señoras?...  Las  conozco  y  no  quiero  perder 
su  amistad.  Hablan  con  mucha  soltura  de  los  escánda- 
los de  Europa;  tienen  el  propósito  decidido  de  no  asus- 
tarse de  nada,  para  que  no  las  tomen  por  unas  atrasa- 
das; pero  todo  es  puro  exterior,  y  cuando  se  despojan  de 
los  trajes  y  los  añadidos  de  París  resultan  idénticas  á 
nuestras  damas  de  provincias,..  Al  pasar  frente  á  sus 
camarotes  miro  algunas  veces  por  la  puerta  entreabierta: 
en  el  lavabo,  marquitos  portátiles  con  imágenes  mila- 
grosas nacionales  ó  de  importación;  en  un  boliche  de  la 
cama,  un  rosario  y  más  estampas...  Tengo  miedo  de 
que  me  echen  la  culpa  á  mí,  que  soy  el  más  infeliz.  Me 
temo  que  por  dejar  en  buen  lugar  á  sus  niños  y  á  los 
amigos  de  sus  niños,  digan  que  fui  yo  quien  organizó 
lo  de  anoche...  Y  yo  tengo  interés  en  estar  bien  con  todo 
el  mundo,  en  conservar  mis  amistades. 

Fernando  no  pudo  contener  su  impaciencia.  «Pero 
¿qué  era  lo  de  anoche?...»  Maltrana  sonrió,  como  si  re- 
cordase algo,  y  dijo,  rem^edando  á  su  amigo,  con  ento- 
nación dramática: 

11 


162  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

—Soy  un  miserable...  Un  miserable  que  siente  asco 
de  sí  mismo. 

Pero  antes  de  que  Fernando  pudiera  enojarse  por  este 
recuerdo,  se  apresuró  á  añadir: 

— Lo  de  anoche  fué  una  lección;  una  lección  de  cosas 
y  de  nombres:  una  «farra»,  una  «remolienda»,  como 
dicen  mis  amigos  de  varias  repúblicas.  Anoche  supe 
también  lo  que  es  «curarse»,  y  me  curé  tan  prolijamen- 
te, que  aquí  me  tiene  con  una  sed  infernal  y  este  adorno 
junto  á  un  ojo...  Pero  no  me  arrepiento:  ¡qué  muchachos 
simpáticos!  Da  gloria  tener  amigos  tan  cariñosos.  Unos 
me  llamaban  gallego ,  otros  me  apellidaban  godo.  ¿Ha 
notado  usted  qué  variedad  de  motes  amorosos  gozamos 
los  españoles  en  la  América  que  habla  español? 

— Sí;  y  en  otras  repúblicas  nos  llaman  gachupines, 
patones  y  sarracenos  y  no  sé  qué  más.  Podría  escribirse 
un  tratado  geográfico- apodesco  para  mayor  claridad  en 
las  relaciones  hispano-americanas...  Pero  son  bromas  de 
familia  que  no  merecen  atención:  adelante. 

Y  Maltrana  describía  la  fiesta  íntima  en  el  fumadero 
después  del  baile,  cuando  las  graves  damas  con  sus  hijas 
se  habían  retirado  á  los  camarotes  y  sólo  quedaba  en  la 
cubierta  algún  que  otro  señor  entregado  á  su  paseo  habi- 
tual antes  de  irse  á  la  cama.  Los  jugadores  de  poker 
habían  terminado  sus  partidas,  prudentemente,  al  ver 
invadido  el  salón  por  una  banda  de  locos  que  gritaban 
discursos  subiéndose  á  las  mesas,  ensayaban  suertes  de 
gimnasia  con  las  sillas  ó  se  tendían  en  los  divanes  colo- 
cando los  pies  entre  las  copas. 

— El  pobre  mozo  del  bar,  amigo  Ojeda,  ese  rubio  con 
bigotes  á  lo  kaiser,  se  movía  incesantemente,  de  una 
mesa  á  otra,  descorchando  botellas  de  champan,  llenan- 
do copas,  recogiendo  del  suelo  vidrios  rotos.  Al  principio 
estaban  por  grupos;  á  un  lado  los  sudamericanos,  al 
otro  los  yanquis  y  los  ingleses,  más  allá  los  alemanes, 
pretendiendo  cada  uno  sobrepujar  al  vecino  en  gene- 
rosidad. Una  mesa  pedía  dos  botellas,  la  otra  tres,  la 
otra  cuatro;  y  todos  cantaban  intercalando  en  su  músi- 
ca gritos  de  animales  conocidos  ó  fantásticos...  Esperá- 
bamos la  llegada  de  las  damas;  unas  cuantas  coristas 
que  habían  prometido  no  sé  á  quién,  tal  vez  á  nadie,  su 


LOS  ARGONAUTAS  163 

interesante  presencia.  Pasaba  el  tiempo  y  no  venían. 
Unos  amigos  hablaban  seriamente  de  ir  al  camarote  de 
Nélida  para  traerla  á  la  fiesta  y  darle  una  paliza  al  her- 
mano, proposición  que  ponía  foscos  al  belga  y  al  ale- 
mán, como  si  cada  uno  por  su  parte  se  creyese  el  depo- 
sitario del  honor  de  la  muchacha. 

Calló  Maltrana  cual  si  temiera  decir  demasiado,  pero 
ante  la  curiosidad  de  su  amigo  siguió  adelante. 

— Un  chileno  forzudo,  gran  amigo  mío,  se  levantó  con 
resolución.  «Oiga,  godito:  vamos  á  ver  si  nos  traemos  á 
algunas  de  esas  damas.»  Abajo,  en  un  corredor,  cazamos 
á  dos  coristas  polacas  que  iban  tranquilamente  desde 
cierto  lugar  á  su  camarote,  y  mi  amigo  el  atleta  las  subió 
casi  en  volandas  sin  entender  sus  palabras.  ¡Gran  éxito! 
Las  dos  son  negruzcas,  flacas,  con  aire  de  gitanas,  pero 
jamás  se  verán  en  toda  su  vida  tan  admiradas  y  obse- 
quiadas. Y  cuando  las  pobrecitas  llevaban  bebidas  no 
sé  cuántas  copas,  mirándonos  á  todos  con  la  superiori- 
dad que  proporciona  la  escasez  del  artículo,  y  se  deba- 
tían entre  los  señores  aglomerados  en  torno  de  ellas, 
chillando  y  contrayéndose  en  el  asiento  como  si  por 
debajo  de  la  mesa  las  cosquillease  una  tropa  de  ratas, 
entra  el  mayordomo,  el  obersteward^  mirándolas  fijamen- 
te, sin  vernos  á  nosotros,  como  si  no  existiésemos:  y 
bastaron  unas  cuantas  palabras  suyas  en  alemán  para 
que  saliesen  cabizbajas  y  temerosas,  lo  mismo  que  unas 
niñas  ante  la  reprimenda  del  maestro...  Bien  dicen  que 
la  sociedad  del  mujerío  dulcifica  la  rudeza  de  los  hom- 
bres. Apenas  nos  quedamos  solos...  batalla.  Unos  incre- 
paron á  otros  por  haber  sido  demasiado  audaces,  hacién- 
dolos responsables  del  susto  y  los  aleteos  de  las  dos 
palomas  inocentes.  De  pronto  un  puñetazo...  y  el  fuma- 
dero fué  la  venta  del  Don  Quijote,  Todos  sentían  la  nece- 
sidad de  pegar  sin  saber  á  quién:  dos  hermanos  se  apo- 
rreaban sin  conocerse:  los  bocks  y  las  copas  iban  por 
el  aire.  Yo  dudaba  entre  huir  ó  poner  paz,  y  en  medio 
de  mis  vacilaciones  me  alcanzó  esta  caricia...  Crea  us- 
ted que  me  duele,  pero  el  espectáculo  valía  la  pena  de 
ser  visto.  Lástima  que  usted  no  lo  presenciase. 

Ojeda  se  inclinó  con  irónico  agradecimiento.  «Mu- 
chas gracias.» 


16i  V.    BLASCO   IBÁXEü 

— La  tranquilidad  se  restableció  gracias  á  la  interven- 
ción de  algunos  marineros  que  limpiaban  la  cubierta,  y 
á  la  amenaza  del  mayordomo  de  introducir  por  las  venta- 
nas las  mangueras  del  riego...  Con  la  calma  renació  el 
buen  acuerdo;  todos  pedían  lo  mismo:  más  champan.  Y 
como  era  la  hora  en  que  se  cierra  el  bar,  muchos  hacían 
provisiones,  guardando  las  botellas  debajo  de  las  mesas. 
Una  ternura  conmovedora  se  apoderó  de  la  asistencia. 
Cada  uno  se  rascaba  los  chichones  ó  se  arreglaba  los 
rasguños  del  traje,  mirando  amorosamente  al  vecino. 
Argentinos  y  chilenos  cruzaban  las  copas  con  ruidosa 
fraternidad.  jNo  más  Andes!  ¡Ellos  solos  se  bastaban 
para  comerse  el  mundo!  Y  súbitamente  coligados,  mira- 
ban á  los  demás  fieramente. 

— ¿Y  qué  decían  los  demás? — preguntó  Ojeda. 

— El  amigo  Pérez,  y  otros  de  diversas  repúblicas, 
exigiron  copa  en  mano  entrar  en  la  confederación.  ¡Her- 
manos; todos  hermanos!  Y  se  abrazaron  con  lágrimas 
de  ternura  dando  vivas  á  las  tierras  hispanoamericanas. 
Un  brasileño  se  insinuó  dulcemente  con  lenguaje  mesu- 
rado y  cortés:  «Se  os  senhores  dáo  licenca,..»  Y  el  Brasil 
entraba  igualmente  en  la  gran  alianza.  ¡Viva  la  Amé- 
rica latina!...  Alguien  se  fijó  en  mi  humilde  persona  y 
en  el  adorno  que  llevo  junto  á  un  ojo.  «¡  Ah,  pobre  galle- 
guito  simpático!»  Y  prorrumpieron  en  vivas  á  la  «madre 
patria»,  á  la  vieja  España,  ensalzándola  melancólica- 
mente, como  si  hablasen  de  una  abuela  que  se  les  hu- 
biese muerto  hace  años.  Las  copas  se  me  venían  á  la 
boca  por  docenas,  como  si  quisieran  ahogarme.  Algunos 
se  abrazaron  á  mí  mojándome  el  cuello  con  lágrimas  de 
embriaguez.  Tienen  en  la  Península  no  sé  cuántos  pa- 
rientes duques  y  marqueses;  aun  guardan  en  su  casa 
papelotes  antiguos  de  nobleza,  y  me  pedían  mis  señas 
en  Buenos  Aires  para  enviármelos,  como  si  esto  pudiese 
interesarme...  Luego  no  sé  cómo  los  yanquis  vinieron  á 
chocar  igualmente  sus  copas.  ¡Hurra  á  los  Estados  Uni- 
dos! ¡América  sobre  el  resto  del  mundo!... 

Pero  este  huracán  de  fraternidad  había  sido  dema- 
siado impetuoso  para  mantenerse  en  los  límites  de  un 
continente,  y  pasando  los  mares  se  difundía  por  Europa 
entera.  Al  final,  ingleses,  alemanes,  franceses  y  belgas, 


l:OS  ARGONAUTAS  165 

entraban  en  la  gran  alianza.  ¡Viva  la  confederación  uni- 
versal! 

— y  un  inglés  pequeñito— continuó  Maltrana— ,  que 
usted  habrá  visto  con  su  traje  á  cuadros  y  su  pipa,  derra- 
maba lágrimas  en  la  copa,  repitiendo  con  una  incohe- 
rencia obstinada  de  beodo:  «Yo  he  entrado  en  el  buque 
con  un  corazón  puro,  y  puro  quiero  sacarlo  de  él...»  El 
mayordomo  entraba  á  cada  rato  para  decirnos  que  eran 
las  dos,  que  eran  las  tres,  que  eran  las  cuatro,  y  había 
que  cerrar  el  fumadero;  pero  nadie  le  entendía.  Algunos 
roncaban  tirados  en  las  banquetas;  otros  se  alejaban  ti- 
tubeando para  volver  poco  después  pálidos,  con  la  pe- 
chera de  la  camisa  manchada.  De  pronto  se  apagaron 
las  luces  y  salimos,  empujándonos,  entre  un  griterío  de 
protesta.  Se  habló  un  poco  de  matar  al  mayordomo, 
pero  había  desaparecido. 

— ¿Y  se  fueron  ustedes  á  dormir? — preguntó  Ojeda. 

— No  señor;  una  fiesta  de  esta  clase  no  termina  tan 
pronto.  Yo  me  vi  no  sé  cómo  en  un  corredor  de  abajo 
con  dos  botellas  en  las  manos  y  un  amigo  á  cada  lado. 
Al  marchar,  con  las  piernas  blandas,  como  si  fuesen  de 
algodón,  nos  llevábamos  por  delante  todos  los  zapatos 
depositados  á  la  entrada  de  los  camarotes...  Vimos  unos 
cuantos  amigos  que  golpeaban  unas  puertas,  encorván- 
dose para  hablar  por  el  ojo  de  la  cerradura.  Eran  los 
camarotes  de  las  francesas,  señoritas  ordenadas  y  de 
buenas  costumbres  que  se  acostaron  sin  presenciar  el 
baile  y  estaban  duermiendo  con  la  honrada  tranquilidad 
de  un  industrial  en  vacaciones.  «Cien  marcos»,  proponía 
uno.  «Quinientos  cincuenta»,  insinuaba  otro  enfurecido 
por  el  silencio.  «Mil...  Dos  mil...»  Los  dejamos  soltando 
cifras  ante  las  puertas  obscuras  é  inmóviles.  Era  lo  mis- 
mo que  si  hicieran  proposiciones  á  un  panteón. 

Isidro  hablaba  cada  vez  con  más  lentitud,  como  si 
se  aproximase  á  la  mayor  dificultad  de  su  relato  y  pen- 
sase en  el  medio  de  sortearla. 

— Luego  encontramos  á  un  amigo  alemán  que  iba  á 
despertar  al  médico,  con  la  cabeza  chorreando  sangre. 
Se  había  caído  de  una  esca-lera,  golpeándose  en  los  filos 
de  los  peldaños,  que  son  de  bronce...  También  yo  me 
sentí  atraído  por  las  puertas  y  empecé  á  golpear  la  de  mi 


166  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

vecino,  el  hombre  misterioso,  el  personaje  de  Hoffmann. 
Necesitaba  hablar  con  él:  le  invitaba  á  levantarse,  para 
que  bebiésemos  una  copa  juntos  y  presentarle  á  mis  ami- 
gos. «Sal,  no  tengas  miedo:  te  conozco.  Tú  eres  Sherlock 
Holmes...»  Una  manía  de  borracho  que  á  última  hora  se 
apoderó  de  mí.  Y  luego  empecé  á  aporrear  la  puerta 
vecina,  la  del  misterio,  pugnando  por  abrirla.  Se  me 
había  metido  en  la  cabeza  que  el  amigo  Holmes  llevaba 
oculta  en  este  camarote  á  una  princesa  rusa  que  viaja 
de  incógnito  y  va  á  casarse  con  un  jefe  de  tribu  del 
Gran  Chaco.  Fantasías  del  alcohol,  querido  Ojeda.  Y  los 
dos  acompañantes,  menos  ebrios  que  yo,  pretendían  di- 
suadirme arrancándome  de  allí.  «Mi  amigo,  no  haga  le- 
seras...» «Compañero,  no  sea  empecinado.»  Y  al  fin  pu- 
dieron meterme  en  mi  camarote  y  acostarme,  y  allí  he 
estado  hasta  que  me  despertó  la  música... Un  baño  á  toda 
prisa,  y  á  enfundarme  en  este  traje  de  marinerito  amo- 
roso que  guardaba  con  impaciencia  desde  que  nos  em- 
barcamos. ¡Pocas  ganas  que  tenía  yo  de  lucirlo!...  ¿Eh? 
¿qué  le  parece  el  trajecito  de  mi  patrona?... 
Ojeda  le  miró  con  fingida  severidad. 

— Muy  bien,  Isidro.  Bonito  modo  de  ir  en  busca  de  una 
vida  nueva.  Se  está  usted  amaestrando  para  el  trabajo. 

— ¡Bah!  Es  el  mar;  la  influencia  desmoralizadora  del 
mar.  Ya  me  oyó  usted  anoche.  Aquí  somos  otros  que  en 
tierra;  tal  vez  más  espontáneos,  más  verdaderos.  El  ais- 
lamiento, la  vida  en  común,  nos  despojan  de  nuestros 
envoltorios  y  la  bella  bestia  aparece  tal  como  es,  exci- 
tada por  el  fastidio,  ansiosa  de  entretenerse  en  algo.  Y 
así  como  se  prolongue  la  navegación  nos  sentiremos 
más  iguales,  más  hermanos,  con  mayor  cantidad  de 
«animalía»...  El  hombre  siempre  ha  sido  lo  mismo  en  el 
mar.  Acuérdese  de  los  antiguos  viajes  á  las  Indias  y 
la  Oceanía.  Los  maestres  de  las  naos  recogían  las  espa- 
das de  los  hidalgos,  para  no  devolvérselas  hasta  el  final 
del  viaje.  Todo  desafío  concertado  durante  la  nave- 
gación no  tenía  validez  al  saltar  á  tierra.  Aquellos  via- 
jes eran  de  meses,  y  los  nuestros  son  de  días;  pero  repre- 
sentan lo  mismo,  pues  nosotros  vivimos  y  sentimos  con 
mayor  velocidad  que  nuestros  abuelos...  No  pase  usted 
cuidado:  recobraré  mi  cordura  al  llegar  al  último  puer- 


LOS  ARGONAUTAS  167 

to,  y  todos  harán  lo  mismo.  Tal  vez  por  eso  dice  usted 
que  las  amistades  hechas  en  un  buque  rara  vez  se  pro- 
longan en  tierra.  Se  ven  las  gentes  con  demasiada  inti- 
midad, y  luego,  cuando  se  encuentran,  se  saludando 
lejos  con  la  sonrisa  de  un  buen  recuerdo;  pero  se  evitan 
á  la  vez,  como  si  se  hubiesen  conocido  en  una  aventura 
poco  honorable. 

Un  bramido  monstruoso  sobresaltó  á  muchas  señoras 
en  sus  asientos.  Era  el  silbato  del  buque  que  daba  la 
señal  de  mediodía. 

— La  hora  del  almuerzo— dijo  Maltrana  alegremen- 
te—, i  Tengo  un  hambre!...  ¿Ha  notado  usted  cómo  abre 
el  apetito  la  mala  conducta? 

En  el  antecomedor  agolpábanse  los  viajeros  frente 
á  una  larga  mesa  cubierta  de  platos  diversos:  vasijas 
con  ensaladas;  jamones  y  piezas  de  embutido  exhibiendo 
en  sus  caras  rojizas  el  negro  mosaico  de  las  trufas;  an- 
guilas enormes  enterradas  en  gelatina;  salchichas  ale- 
manas de  color  de  rosa  y  leve  perfume  de  droguería; 
anchoas  flotantes  en  sal  líquida;  botes  que  mostraban 
entre  los  dientes  del  latón  recién  cortado  el  granulento 
verde  del  caviar.  La  mano  de  un  cocinero  iba  de  un  ex- 
tremo á  otro  de  la  mesa,  armada  de  un  tenedor,  colocan- 
do en  los  platos  estos  entremeses  del  almuerzo  á  gusto  de 
los  pasajeros. 

Muchos  curiosos  se  detenían  frente  á  un  gran  reloj 
regulado  desde  el  puente  por  una  corriente  eléctrica,  y 
modiñcaban  sus  cronómetros  con  arreglo  al  salto  atrás 
que  acababan  de  dar  las  agujas.  Todos  los  días,  al  llegar 
el  sol  á  su  altura  máxima,  había  que  retrasar  la  marcha 
del  tiempo  diez  minutos.  Otros  pasajeros  discutían  ante 
un  tabloncillo  en  el  que  estaba  la  carta  de  navegación, 
examinando  la  mancha  azul  del  Océano  punteada  de  al- 
ñleres  con  banderitas  germánicas.  Cada  alñler  era  colo- 
cado á  las  doce  del  día,  y  el  espacio  abierto  entre  dos  de 
ellos  representaba  una  singladura,  veinticuatro  horas  de 
navegación.  Las  banderitas  salían  del  mar  del  Norte,  é 
iban  alineándose  á  lo  largo  de  la  costa  de  Europa  hasta 
avanzar  en  pleno  Atlántico.  La  última  recién  clavada  er- 
guíase entre  Canarias  y  Cabo  Verde.  Más  abajo  el  mar 
limpio,  el  mar  inmenso,  la  mancha  azul  no  más  grande 


168  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

que  la  palma  de  la  mano,  pero  cruzada  por  las  líneas  ne- 
gras de  los  grados,  que  representaban  días  y  días.  ¡Fal- 
taban tantos  para  que  cada  uno  llegase  á  su  destino!... 
Y  dominados  por  la  preocupación  de  la  velocidad,  criti- 
caban la  marcha  del  buque,  acusando  á  la  compañía 
de  avaricia  en  el  gasto  de  carbón,  disputando  el  número 
de  millas  que  debía  correr,  haciendo  apuestas  sobre  la 
singladura  del  día  siguiente. 

Al  entrar  en  el  comedor,  Maltrana  se  vio  saludado 
por  sus  compañeros  de  mesa  con  guiños  maliciosos.  El 
viejo  doctor  Eubau,  siempre  de  negro,  parecía  compa- 
decerse, con  un  gesto  de  cansancio,  de  las  falsas  ilusiones 
de  la  vida.  «;Ah  juventud!  ¡Juventud!...»  No  le  habían 
dejado  dormir  tranquilamente  gran  parte  de  la  noche. 
También  habían  llamado  á  su  camarote,  equivocándose 
de  puerta,  para  proponerle  por  el  ojo  de  la  cerradura 
algo  monstruoso,  que  no  acabó  de  entender  en  la  tor- 
peza del  sueño  interrumpido. 

Munster  ocultaba  su  cólera  con  una  sonrisa  de  resig- 
nación. Había  renunciado  al  hridge  en  la  noche  anterior 
por  falta  de  compañeros,  refugiándose  en  el  po/cer  forzo- 
samente, y  cuando  después  de  perder  cien  marcos  empe- 
zaba á  recobrar  su  dinero,  la  invasión  de  una  tropa  de 
locos  le  expulsaba  del  café  como  á  las  demás  «personas 
serias». 

— Y  usted,  señor  Maltrana,  no  es  un  niño  y  debía  dejar 
para  los  muchachos  estas  hazañas  impropias  de  su  edad. 

El  joyero,  sorda,mente  irritado  contra  su  cabeza  blan- 
ca y  sus  arrugas,  gustaba  de  envejecer  á  los  otros,  cre- 
yendo remozarse  de  este  modo,  y  por  esto  insistió  en 
aumentar  los  años  de  Isidro  sin  hacer  caso  de  sus  pro- 
testas. 

Entraban  en  el  comedor  poco  á  poco  todos  los  jóvenes 
que  se  habían  mantenido  ocultos  hasfca  entonces  en  sus 
camarotes.  Unos  avanzaban  á  toda  prisa,  fingiéndose  pre- 
ocupados con  algún  pensamiento  de  importancia.  Otros 
desafiaban  la  curiosidad,  ostentando  arrogantemente  las 
erosiones  mal  disimuladas  por  el  peluquero  con  polvos  de 
arroz.  Los  norteamericanos  destapaban  champan  en  el 
almuerzo  y  gritaban  lo  mismo  que  en  la  noche  anterior, 
insensibles  al  cansancio  y  al  trasiego  de  líquidos.  En  las 


LOS    ARGONAUTAS  169 

mesas  de  familia,  las  mamas  acogían  á  sus  hijos  con 
ojos  de  severidad  y  labios  apretados;  pero  aquéllos  salían 
del  paso  saludando  á  «sus  viejos»  con  aire  indiferente, 
como  si  los  hubiesen  visto  momentos  antes. 

Al  terminar  el  almuerzo,  Fernando  se  encontró  con 
Mrs.  Power  en  la  escalera  del  jardín  de  invierno  y  juntos 
fueron  á  sentarse  en  el  sitio  que  ocupaba  ella  habitual- 
mente  con  la  pareja  de  compatriotas.  Ojeda,  después  de 
ser  presentado  á  los  esposos  Lowe,  permaneció  allí  como 
si  estuviese  en  familia. 

— Ya  lo  acapararon  los  yanquis — pensó  Maltrana— . 
Ahora  la  señora  le  muestra  un  abanico  y  le  invita  á  es- 
cribir en  él...  Desea  versos;  tal  vez  versos  de  amor. 
Dejemos  al  amigo  Ojeda  que  siga  su  destino. 

Y  cuando  dudaba  entre  ocupar  una  mesa  libre  ó  irse 
al  fumadero  en  busca  de  sus  amigos  los  comerciantes 
españoles,  se  vio  llamado  por  el  doctor  Zurita,  que  re- 
pantigado en  un  sillón  le  mostraba  un  papel. 

—Che,  Maltrana,  venga  para  acá.  ¿Pero  ha  visto  qué 
graciosos  son  estos  gringos?... 

Le  mostrPtba  la  lista  del  comité  organizador  de  las 
fiestas  ecuatoriales,  constituido  una  hora  antes  bajo  las 
indicaciones  del  mayordomo.  Una  ocasión  para  éste  de 
vender  á  buen  precio,  en  clase  de  premios,  todos  los  ob- 
jetos de  pacotilla  adquiridos  previsoramente  en  Ham- 
burgo. 

— Fíjese,  che,  en  los  presidentes  de  honor.  ¡Qué  abun- 
dancia! 

Eran  el  doctor  Zurita,  el  obispo,  el  abate  francés,  el 
conferencista  italiano  y  Ojeda.  ¡Y  qué  de  títulos!...  El 
obispo  era  Su  Grandeza,  Zurita  Su  Excelencia  y  Ojeda, 
por  ser  algo,  aparecía  con  el  título  de  doctor. 

—  ;Pero  qué  graciosos  estos  gringos! 
Eeía  Zurita  con  una  mezcla  de  burla  democrática  y 
satisfacción  infantil. 

— Vea,  Maltrana;  yo  fui  ministro,  ¿sabe?...  ministro 
de  la  provincia,  en  mis  tiempos  de  muchacho,  cuando 
andaba  mezclado  en  los  batifondos  de  la  política.  Ade- 
más, he  sido  diputado  nacional.  Ahora  no  m.e  meto  en 
nada;  mis  negocios  no  más  y  á  vivir  tranquilo.  Pero  tal 
vez  por  esto  me  tratan  de  Su  Excelencia.  ¡Qué  demonios 


170  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

de  alemanes!  Todo  lo  averiguan...  Bueno,  sefior;  esto 
va  á  costarme  algunas  libras  más. 

Y  volvía  á  reir,  contemplando  con  una  mirada  entre 
irónica  y  amorosa  «aquella  diablura  de  los  gringos»,  tan 
aficionados  á  categorías  y  honores. 

Mal tr ana,  en  su  inquieta  movilidad,  salió  del  jardín 
de  invierno  para  dirigirse  al  café.  En  torno  de  una  mesa 
vio  sentados  á  sus  tres  compatriotas,  los  graves  y  hon- 
rados comerciantes  que  le  regalaban  buenos  consejos. 

— Saludo  á  sus  respetables  firmas  sociales — dijo  to- 
mando asiento  junto  á  ellos. 

Pero  como  interrumpía  una  conversación  interesan- 
te, sólo  mereció  varios  gruñidos  á  guisa  de  saludo.  Es- 
taba hablando  el  señor  Goycochea,  un  vasco  de  ojos 
claros,  membrudo,  bajo  de  estatura,  la  cabeza  cana  y 
el  bigote  y  la  barbilla  teñidos  de  rubio  con  cierto  des- 
cuido que  dejaba  visible  el  blanco  de  las  raíces  capi- 
lares. Maltrana  le  tenía  por  el  más  rico  de  los  tres.  Bas- 
taba ver  el  respeto  de  sus  compañeros,  que  callaban 
apenas  tosía  él  indicando  su  deseo  de  hablar. 

Aparte  del  prestigio  que  debía  á  su  fortuna,  gozaba 
entre  los  amigos  de  cierta  consideración  social  por  su 
matrimonio  y  su  género  de  vida.  La  esposa  era  una 
dama  imponente,  con  triple  mentón  y  quevedos  de  oro, 
que  antes  de  acomodarse  en  la  cubierta  de  paseo  se 
hacía  buscar  por  la  doncella  su  asiento  propio,  una  pol- 
trona comprada  en  París,  la  única  de  á  bordo  que  podía 
contener  las  amplitudes  de  su  respetable  maternidad. 
Nacida  en  la  Argentina,  su  origen  y  su  apellido  pare- 
cían irradiar  un  halo  de  gloria  sobre  la  prole,  borran- 
do la  insignificancia  del  origen  paterno.  La  familia 
residía  en  París,  y  cada  dos  ó  tres  años  regresaba  á 
América  para  que  el  jefe  viese  de  cerca  la  marcha  de 
sus  negocios.  Habitaban  un  hotelito  propio  en  las  inme- 
diaciones de  los  Campos  Elíseos,  y  poseían  dos  estan- 
cias en  la  provincia  de  Buenos  Aires,  á  más  de  la  gran 
casa  de  comercio  en  la  capital,  que  dirigía  un  antiguo 
dependiente  convertido  en  socio.  Un  personaje  impor- 
tante el  tal  vasco...  La  señora  infundía  respeto  á  los  dos 
compatriotas  del  esposo,  siempre  con  la  cabeza  alta, 
parca  en  palabras,  llamando  á  Goycochea  por  su  ape- 


LOS  ARGONAUTAS  171 

llido,  como  si  fuese  un  amigo  en  visita,  mirándolo  todo 
insolentemente  con  sus  ojos  de  miope.  Las  tres  niñas 
hablaban  ing-lés  y  alemán  é  iban  escoltadas  por  una 
institutriz  roja  y  pecosa  que  miraba  con  tanto  despre- 
cio como  la  señora  á  los  amigos  del  señor.  De  toda  la 
familia,  encerrada  en  su  altivez  triunfante,  él  era  el 
único  comunicativo  y  simple  de  carácter...  cuando  los 
suyos  no  estaban  presentes. 

— Tenía  yo  entonces  diez  y  nueve  años — continuó  di- 
ciendo Goycochea  luego  de  la  interrupción  de  Maltra- 
na — y  me  fui  á  pie  con  otro  muchacho  desde  mi  pueblo  á 
Bayona,  donde  tomamos  pasaje  en  un  bergantín  fran- 
cés. Nos  faltaban  papeles  para  embarcarnos  en  España: 
teníamos  miedo  á  lo  de  la  quinta...  Un  viaje  de  sesenta 
y  cinco  días.  ¡Y  pensar  que  ahora  nos  quejamos  por  si 
el  vapor  se  atrasa  un  par  de  horas! 

—Yo  vine  en  una  fragata  de  Barcelona  cargada  de 
vino  hace  cuarenta  años  y  echamos  dos  meses  y  medio 
en  el  viaje — dijo  Montaner,  el  residente  en  Montevideo. 

— A  mí  me  trajeron  en  una  goleta  de  Cádiz  con  carga- 
mento de  sal — declaró  Manzanares,  antiguo  amigo  de 
Goycochea — .  No  sé  cuánto  tiempo  estuvimos  quietos  en 
la  línea  por  las  malditas  calmas.  ¡Y  qué  alimentación!... 
El  mejor  librado  era  yo,  que  por  ser  muchacho  ayudaba 
á  los  de  la  cocina  y  podía  rebañar  las  sobras  de  los  cal- 
deros... Y  ahora,  señores,  nos  damos  el  gusto  devenir 
aquí.  Nosotros  hemos  conocido  los  malos  tiempos;  nos  ha 
costado  sudar  la  plata.  No  como  otros  que  llegan  con 
toda  clase  de  comodidades  y  quieren  de  golpe  conquis- 
tar una  fortuna;  como  si  la  fortuna  estuviese  ahí,  espe- 
rándoles en  el  muelle. 

Y  miraba  á  Maltrana  con  súbito  rencor,  cual  si  le 
irritase  verlo  rodeado  de  los  lujos  de  un  gran  trasatlán- 
tico, mientras  que  ellos,  hombres  ricos,  habían  ido  á 
América  sufriendo  hambre  en  buques  de  vela. 

Un  señor  malhumorado  el  tal  Manzanares,  de  esque- 
lética delgadez  y  el  bigote  gris  caído  sobre  las  mandíbu- 
las salientes.  Sus  ojos  turbios  sólo  se  animaban  con  los 
fulgores  de  la  rabia.  Una  dolencia  del  estómago  agriaba 
aun  más  su  carácter  y  le  hacía  emprender  frecuentes 
viajes  á  Europa,  siempre  en  busca  de  nuevas  aguas  cu- 


172  V.    BLASCO   ÍKÁÑBZ 

rativas.  Era  un  erudito  en  anuncios  de  especíñcos  y 
catálogos  de  farmacia:  conocía  todos  los  remedios  y  siem- 
pre tenía  uno,  el  último  lanzado  á  la  circulación,  que  le 
merecía  hiperbólicas  alabanzas,  al  mismo  tiempo  que 
abrumaba  con  sus  ferocidades  verbales  á  los  «ladrones» 
inventores  de  los  otros.  Este  enfermo  crónico  comía  con 
una  voracidad  pantagruélica  y  para  vencer  la  torpeza 
de  sus  digestiones  caminaba  á  todas  horas  por  el  buque, 
ensalzando  las  ventajas  de  la  marcha.  Únicamente  en  el 
café  se  le  veía  sentado:  el  resto  del  día  lo  pasaba  dando 
vueltas  en  la  cubierta,  y  cuando  la  afluencia  de  gentes 
dificultaba  su  tenaz  ambulación,  circulaba  abajo  por 
los  pasillos  de  los  camarotes.  Al  encontrar  á  Maltrana 
saludábalo  invariablemente  con  el  mismo  ofrecimiento: 
«Le  invito  á  que  demos  un  paseo...»  «Muchas  gracias 
— contestaba  aquél — ;  es  á  lo  único  que  usted  coiTvida.» 
Sentía  Isidro  contra  este  señor  una  hostilidad  irresis- 
tible. Era  el  que  más  le  ofendía  cada  vez  que  intentaba 
darle  buenos  consejos.  «Ustedes  los  periodistas  que  son 
medio  locos...»  «Usted  que  no  hará  nada  en  América 
porque  es  escritor...»  Manzanares  admiraba  la  brutali- 
dad como  la  más  gloriosa  de  las  facultades  y  se  hacía 
lenguas  de  un  gobernante  cuando  amenazaba  con  perse- 
guir á  la  «canalla  popular». 

— Con  ese  no  se  juega — decía  entusiasmado — ,  ese  tie- 
ne la  mano  dura...  Pega  fuerte... 

Y  pedía  el  fasilamiento  inmediato  á  un  lado  y  otro 
del  Océano  de  todos  los  que  escriben  en  los  papeles,  oficio 
que  sólo  sirve  para  que  los  obreros  pidan  menos  horas 
de  trabajo  y  aumento  de  jornal. 

— Cuando  pagué  mi  pasaje — continuó  Goycochea — no 
me  quedaba  nada,  absolutamente  nada,  ni  dos  reales. 
¡Para  lo  que  me  hubiese  servido  el  dinero  en  aquel  bar- 
co!... La  comida  era  poca  y  pésima;  la  galleta  tenía  gusa- 
nos y  había  que  tragársela  sin  verla;  en  el  rancho  na- 
daban al  principio  unas  piltrafas  de  tocino;  luego  alubias 
solas.  Yo  no  tenía  otro  equipaje  que  dos  camisas  y  un 
pantalón,  además  del  qne  llevaba  puesto;  un  pantalón 
nuevo,  azul,  con  muchos  botones,  la  única  prenda  que 
pudo  hacerme  mi  madre...  ¡Aun  lo  estoy  viendo!... 

Y  al  mismo  tiempo  que  Goycochea  parecía  admirar 


hOH  ARGONAUTAS  173 

imaginativamente  con  la  ternura  del  recuerdo  este  pan- 
talón, único  lujo  de  su  pobreza,  contemplaba  en  una  de 
sus  manos  el  centelleo  de  un  brillante  límpido  y  temblo- 
roso como  una  gota  de  luz. 

— Tenía  yo  un  gran  amigo  en  el  barco,  un  chico  de 
Aragón,  compañero  de  cama  y  caldero,  listo,  muy  listo, 
y  eso  que  no  sabía  leer...  ¡Pobre!  Murió  hace  dos  años, 
luego  de  haber  hecho  una  buena  fortuna  y  educar  á  la 
familia  como  Dios  manda.  Un  hijo  suyo  es  doctor  y  dicta 
clases  en  la  Universidad.  Muchas  veces  he  leído  su  nom- 
bre allá  en  París  cuando  doy  un  paseo  hasta  la  Avenida 
de  la  Opera  y  echo  un  vistazo  á  los  diarios  argentinos 
en  el  Banco  Español.  Creo  que  es  diputado  ó  que  va  á 
serlo:  tal  vez  algún  día  lo  veamos  ministro...  El  padre 
parecía  bruto  porque  no  tenía  letras,  pero  guardaba  algo 
en  la  mollera.  Dormíamos  bajo  la  misma  lona  al  pie  del 
palo  mayor;  nos  ayudábamos  al  lavar  lo  que  teníamos 
puesto;  éramos  como  hermanos...  Y  un  día  él  se  enamora 
de  mi  pantalón:  «Que  te  lo  compro...  Que  te  doy  tres  pe- 
setas por  él...»  Y  vinimos  regateando  desde  Cabo  Verde 
al  Eío  de  la  Plata. 

El  millonario  sonreía  al  recordar  su  testarudez. 

— El  era  de  Aragón,  baturro  de  verdad,  ¡figúrense 
ustedes!;  pero  yo  soy  vasco.  «Que  te  doy  tres  y  cuarti- 
llo... Que  te  doy  tres  y  un  real...  Tres  y  media...»  Los 
amigos  intervenían  en  la  venta  del  pantalón.  De  proa  á 
popa  mediaban  expertos,  examinando  el  cosido  de  la 
prenda,  la  solidez  de  los  botones,  la  duración  de  látela. 
Y  con  las  alabanzas  de  los  inteligentes  crecían  los  de- 
seos de  mi  amigo.  «Remoño,  no  seas  cabezota...  Dámelo 
por  cuatro,  que  es  lo  que  vale.»  Deseaba  ponerse  majo 
al  bajar  á  tierra;  hablaba  de  cierta  chica  de  su  pueblo 
que  estaba  sirviendo  en  Buenos  Aires...  Al  embocar  el 
río  de  la  Pla-ta  casi  lloraba  de  rabia.  «Me  alargo  hasta 
cinco.  Mira,  maño,  que  no  tengo  más.»  Y  el  trato  quedó 
cerrado  en  un  duro,  un  «napoleón»,  como  se  decía  en- 
tonces, el  único  dinero  con  que  llegué  á  Buenos  Aires. 
¡Y  gracias  que  hubiese  entrado  con  él!...  Ustedes  se 
acuerdan  de  cómo  se  desembarcaba  en  aquellos  tiempos. 
No  había  muelle;  del  barco  á  una  lancha  y  de  la  lancha 
á  una  carreta  hundida  en  el  agua  hasta  el  eje,  que  le 


174  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

arrastraba  á  uno  á  las  toscas  de  la  orilla.  Catorce  reales 
me  llevaron  por  desembarcar,  y  entré  en  Buenos  Aires 
con  peseta  y  media  y  un  pantalón  viejo  que  no  lo  hubiese 
querido  un  pobre...  Luego  pasaron  muchos  años  sin  que 
nos  viésemos  mi  amigo  y  yo.  Un  día  nos  encontramos 
en  una  junta  patriótica  de  comerciantes  españoles. 
Goy cochea  se  entristecía  recordando  á  su  compañero. 
— Cuando  por  sus  negocios  pasaba  cerca  de  mi  tienda, 
entraba  á  saludarme.  Tenía  un  modo  suyo  de  anunciar- 
se: un  garrotazo  sobre  el  mostrador.  «¿Quién  está  aquí?» 

Y  al  salir  yo  del  escritorio  la  misma  pregunta:  «¿Cómo 
estás,  maño?  ¿Cómo  tienes  á  la  maña  y  tus  cachorri- 
cos?...»  La  última  vez  que  le  vi  fué  antes  de  retirarme 
yo  á  París.  Eramos  los  dos  del  directorio  de  un  Banco. 
Llegaba  don  Mateo  apoyado  en  su  bastón,  rengueando 
una  pierna  por  el  reuma.  Los  empleados  y  mozos  del 
Banco  lo  adoraban,  y  eso  que  al  menor  enfado  los  tra- 
taba de  «sarnosos»  levantando  el  garrote.  Pero  en  el 
directorio  pedía  siempre  aumento  de  sueldo  para  ellos 
y  disminuciones  en  el  amueblado.  Se  irritaba  con  las 
poltronas  de  los  directores,  las  mesas  de  consejo,  las 
lámparas  eléctricas.  Decía  que  eran  punterías  indignas 
de  hombres.  El  tenía  un  buen  pasar  y  no  necesitaba  de 
estas  cosas  en  su  casa.  Mejor  era  distribuir  la  plata  á 
los  que  abrían  las  puertas:  badulaques  cargados  de  hi- 
jos. Se  sentía  morir.  «Maño,  esto  va  mal;  dentro  de  poco 
al  pocico.»  Pero  se  consolaba  pronto.  «La  verdá  es, 
maño,  que  hemos  hecho  camino.  Hemos  educao  á  nues- 
tras familicas,  las  dejamos  un  cuscurro  de  pan  y  pode- 
mos irnos  en  paz.  ¡Quién  nos  hubiera  dicho  en  el  barco 
que  nos  veríamos  aquí!  ¿Te  acuerdas  del  pantalón?  ¿Te 
acuerdas  del  duro  que  me  sacastes,  vasco  del  moño?,.,» 

Y  ya  no  le  vi  más. 

Manzanares,  que  escuchaba  con  un  orgullo  de  clase 
el  relato  de  su  amigo,  miró  luego  á  Maltrana. 

— Aprenda  usted,  joven.  En  el  mundo  existen  hom- 
bres de  mérito,  aunque  no  hayan  escrito  en  los  papeles. 
Ahí  tiene  el  ejemplo  en  don  Antonio  Goycochea.  Entró 
en  Buenos  Aires  con  peseta  y  media,  y  hoy  tiene  ocho 
millones  de  pesos...  tal  vez  diez...  tal  vez  doce. 

Goycochea  le  interrumpió  modestamente.  Un  media- 


LOS  ARGONAUTAS  175 

no  pasar  nada  más:  una  situación  decente  para  la  fa- 
milia. 

— La  casa  sí  que  es  fuerte:  la  firma  Goycochea  y  Maz- 
pule  tiene  algún  crédito.  Giramos  al  año  unos  veinte  mi- 
llones. Pero  nos  deben  mucho...  ¡Hay  tantas  quiebras! 

Y  los  tres  prorrumpieron  en  exclamaciones,  elevando 
las  miradas  al  techo,  para  expresar  los  riesgos  y  aven- 
turas del  comercio  en  América,  únicamente  compensa- 
dos por  las  enormes  ganancias,  muy  superiores  á  las  del 
viejo  mundo. 

Sintióse  humillado  Maltrana  por  el  aislamiento  en 
que  le  dejaban  aquellos  señores.  Acalorados  por  la  co- 
munidad de  sus  intereses,  no  le  veían,  se  habían  olvi- 
dado de  él.  Era  un  profano  que  osaba  ingerirse  en  la 
masonería  del  negocio.  Quiso  levantarse,  pero  se  detuvo 
al  notar  que  Manzanares  sentía  la  emulación  de  hablar 
igualmente  de  sus  esfuerzos. 

Había  empezado  la  vida  comercial  en  el  desierto  ar- 
gentino, cuando  los  indios  ocupaban  los  territorios  cru- 
zados ahora  por  el  ferrocarril,  y  el  malón,  con  su  regue- 
ro de  saqueos,  incendios  y  rapto  de  personas,  asolaba  los 
pequeños  campamentos,  transformados  actualmente  en 
ciudades  de  importancia.  El  blanco,  centauro  de  las  lla- 
nuras, con  su  poncho,  su  facón  y  sus  grandes  espuelas, 
resultaba  tan  peligroso  como  el  jinete  cobrizo  de  larga 
lanza.  Manzanares  había  sido  dependiente  en  un  boliche 
aislado,  sirviendo  vasos  de  caña  á  través  de  una  fuerte 
reja  que  resguardaba  el  mostrador  de  las  manos  ávidas 
y  los  golpes  de  cuchillo  de  los  parroquianos.  A  lo  mejor 
pasaban  corriendo  con  la  celeridad  del  espanto  mujeres, 
niños  y  rebaños,  y  tras  ellos  los  hombres,  que  prepara- 
ban sus  armas  mirando  inquietos  el  horizonte.  Poco  des- 
pués asomaba  en  el  último  término  de  la  pampa  una 
nube  de  polvo.  Dentro  de  ella  cabalgaban  sobre  caba- 
llos en  pelo  los  guerreros  de  la  horda  indígena  en  inso- 
lente avance  sobre  los  núcleos  de  civilización  pastoril, 
enclavados  audazmente  en  el  desierto.  Eran  demonios 
cobrizos  de  lacias  y  aceitosas  melenas  sujetas  por  una 
cinta,  ávidos  de  aumentar  con  nuevas  vacas  y  hembras 
blancas  la  fortuna  de  bestias  y  esclavas  que  guarda- 
ban en  sus  tolderías. 


176  V.    BLASCO    IBÁÑEZ 

Cerrábase  el  establecimiento  lo  mismo  que  una  forta- 
leza, y  se  armaban  el  patrón  y  sus  dependientes  con 
trabucos  y  fusiles  viejos  guardados  debajo  del  mostra- 
dor como  herramientas  profesionales.  A  esta  guarnición 
uníanse  los  parroquianos  de  los  ranchos  inmediatos,  que 
corrían  á  refugiarse  con  sus  familias  en  el  boliche,  único 
edificio  de  ladrillo  en  muchas  leguas  á  la  redonda.  Con 
ellos  entraban  los  tripulantes  de  los  rosarios  de  carretas 
sorprendidos  por  el  malón  en  su  marcha  lenta,  chirrian- 
te, que  duraba  semanas  y  semanas. 

Unas  veces  pasaba  de  largo  la  tromba  cobriza  atraí- 
da por  el  ganado  de  lejanas  est¿incias;  otras  ponía  sitio 
al  almacén,  codiciando  más  que  el  dinero  los  barriles 
de  caña.  Hervía  la  horda  en  torno  del  boliche,  que  por 
sus  aberturas  barriqueadas  lanzaba  relámpagos  de  plo- 
mo. Los  asaltantes,  arrastrándose,  intentaban  poner 
fuego  á  sus  puertas.  En  los  momentos  de  descanso  mata- 
ban las  yeguas  robadas  en  las  inmediaciones  y  se  be- 
bían la  sangre  entre  el  griterío  de  una  borrachera  feroz. 
Y  esta  situación  duraba  días  y  días,  hasta  que  llegaba 
la  noticia  á  los  fortines  y  otra  tropa  se  señalaba  en  el 
horizonte,  compuesta  de  jinetes  con  viejos  uniformes, 
fjeor  armados  y  montados  que  el  enjambre  de  indios,  los 
cuales  solamente  huían  por  hartura,  deseosos  de  poner 
en  salvo  su  botín. 

Y  así  había  reunido  Manzanares  sus  primeros  cente- 
nares de  pesos,  aguantando  golpes  y  hurtando  el  cuerpo 
al  facón  de  los  parroquianos  ebrios,  más  temibles  que 
los  indios.  Al  volver  á  Buenos  Aires,  por  uno  de  esos 
desvíos  de  profesión  tan  comunes  en  las  tierras  nuevas, 
el  servidor  de  vasos  de  caña  y  pedazos  de  charqui  había 
entrado  en  una  tienda  de  ropas  de  lujo.  Su  patrón  lo 
enviaba  en  viaje  por  todo  el  país,  y  así  había  conocido, 
yendo  en  diligencia,  los  asaltos  en  los  caminos,  unas 
veces  por  las  bandas  de  indígenas,  otras  por  «monto- 
neras» de  guerrilleros  que  robaban  á  las  gentes  en  nom- 
bre de  un  caudillo  de  provincia  ó  de  un  partido  político. 
La  nación  hervía  entonces  en  revueltas  civiles  antes  de 
cristalizarse  definitivamente.  Había  dormido  á  la  intem- 
perie, sin  más  cama  que  el  «recado»  de  su  caballo,  bajo 
el  frío  de  las  tierras  del  Sur,  ó  rodeado  de  nubes  de  mos- 


LOS  ARaONAÚTAS  177 

quitos  en  los  campos  del  Norte.  Había  ayudado  muchas 
veces  con  los  compañeros  de  viaje  á  tirar  del  coche  atas- 
cado en  un  barrizal  ai  que  llamaban  carretera.  En  otras 
ocasiones  le  había  sorprendido  nna  creciente  de  aguas, 
que  ahogaba  á  las  bestias  de  tiro. 

— Yo  creo,  señores,  que  entonces  pillé  para  el  resto  de 
mis  días  esta  enfermedad  del  estómago,  que  terminará 
conmigo...  Acabé  por  establecerme,  y  poseo  mi  depósito 
en  la  calle  Alsina,  ya  saben  ustedes  dónde;  uno  de  los 
mejores  depósitos  al  por  mayor  de  ropa  fina  para  seño- 
ras; y  tengo  clientes  en  toda  la  Eepública,  y  trescientas 
muchachas  trabajando  en  los  talleres.  Nosotros  no  gira- 
mos lo  que  usted,  amigo  Goycochea;  seis  millones  por 
año  nada  más,  pero  la  ropa  blanca  es  artículo  que  deja 
más  que  otros.  Yo  voy  á  Europa  con  frecuencia,  visito  á 
nuestros  proveedores  de  Hamburgo,  Milán  y  París,  me 
entero  de  las  novedades,  y  cada  cinco  ó  seis  años  me 
asomo  á  España  y  vivo  en  mi  pueblo  por  unos  días.  El 
cura  me  saca  unas  pesetas  con  pretexto  de  reparaciones 
en  la  iglesia,  el  alcalde  me  pide  para  la  escuela,  para 
el  lavadero,  para  un  camino;  los  gaiteros  se  están  toda 
]a  noche  ante  la  casa  toca  que  toca,  esperando  la  sidra. 
Las  sobrinas,  que  son  no  sé  cuántas,  siempre  tienen  á 
punto  un  chiquillo  que  soltar  al  mundo  cuando  yo  llego, 
y  quieren  que  el  tío  de  América  lo  apadrine.  Todos  pa- 
recen encantados  de  que  mi  señora  no  haya  tenido  hijos. 
Cuando  estuve  allá  la  última  vez,  hablaba  el  alcalde  de 
ponerle  mi  nombre  á  una  calle  y  una  lápida  al  casucho 
donde  nací...  Yo  no  tengo  su  posición,  señor  Goycochea, 
pero  he  hecho  la  mía  y  me  ha  costado  sudarla  como  á 
usted.  Puedo  retirarme  cuando  quiera;  ¡para  los  hijos 
que  he  de  mantener!...  Pero  le  tengo  ley  á  mi  estableci- 
miento, que  empezó  siendo  una  miseria  y  hoy  ocupa  un 
cuarto  de  manzana.  Además,  cuento  con  el  socio  que 
corre  con  todo  el  trabajo;  un  antiguo  dependiente,  al 
que  di  participación.  Ya  conocen  ustedes  la  firma:  Man- 
zanares y  Mendizábal. 

La  falta  de  hijos  parecía  amargar  su  triunfo,  colo- 
cándole en  rencorosa  inferioridad  ante  el  prolífico  vas- 
co. Pero  como  una  compensación,  hizo  el  elogio  de  su 
esposa,  valerosa  compañera  de  los  primeros  años  de  po- 

12 


178  V.    BLASCO  IBÁÑE'/ 

breza  y  ahorro.  No  podía  compararse  con  la  señora  de 
Goy cochea,  que  él  veía  como  una  gran  dama  de  majes- 
tad imponente  (otro  motivo  de  envidioso  rencor).  Era 
una  muchacha  de  la  tierra  que  había  gobernado  la  casa 
con  economía  feroz,  cuidando  de  que  cada  dependiente 
comiese  lo  estrictamente  necesario  para  mantenerse  en 
pie,  sin  hartazgos  que  perjudican  á  la  salud.  El  hábito 
del  ahorro  persistía  en  ella  al  vivir  en  plena  fortuna, 
con  una  añción  á  mezclar  sus  brazos  arremangados  en 
las  más  bajas  tareas  de  la  casa.  Y  Manzanares,  que  había 
«corrido  mundo»  y  todos  los  años,  en  su  viaje  á  París, 
conocía  el  Montmartre  de  noche,  porque  «el  hombre  debe 
verlo  todo»,  empezaba  á  creer  que  esta  compañera  no 
estaba  á  nivel  de  sus  triunfos  comerciales,  y  por  esto 
había  de  privarse  de  exhibirla  (como  Goy cochea  osten- 
taba la  suj^a),  temiendo  ciertos  descuidos  de  su  len- 
guaje. Pero  un  viejo  sentimiento  de  gratitud  y  los  pro- 
pios gustos  estéticos  le  hacían  prorrumpir  en  elogios  de 
su  personalidad  física.  Además  de  ser  muy  buena,  toda- 
vía se  conservaba  hecha  una  real  moza. 

— Es  algo  parecida  á  su  señora,  amigo  Goycochea. 
La  mía  pesa  cien  kilos.  ¿Y  la  de  usted? 

Goycochea  hizo  un  gesto  de  tristeza.  Había  llegado 
á  pesar  algo  más;  pero  en  París  se  había  puesto  á  régi- 
men. Ahora  estaba  de  moda  la  delgadez. 

— La  mía  pesa  ciento  seis— declaró  Montaner,  el  co- 
merciante de  Montevideo. 

— ¡Buena! — afirmó  Manzanares  con  autoridad — .  ¡Bue- 
na debe  ser! 

Este  hombre  esquelético  admiraba  con  un  entusias- 
mo concentrado,  casi  religioso,  la  desbordante  exube- 
rancia femenina,  como  signo  de  salud,  buen  humor  y 
virtudes  domésticas...  Pero  Montaner,  que  se  considera- 
ba humillado  por  el  silencio  en  que  le  dejaban  sus  com- 
pañeros, interrumpió  á  Manzanares. 

El  también  «había  hecho  lo  suyo».  La  República 
Oriental  se  prestaba  menos  que  la  Argentina  á  los  vai- 
venes de  fortuna  y  los  rápidos  triunfos.  El  dinero  era 
más  lento  en  sus  avances  y  tal  vez  por  esto  de  paso  más 
sólido:  la  gente  pensaba  en  retener  más  que  en  adqui- 
rir. No  podía  hablar  de  millones  como  los  compañeros, 


LOS  ARGONAUTAS  179 

pero  gozaba  de  un  buen  pasar,  y  á  su  muerte  los  hijos, 
si  no  eran  unos  ingratos,  se  acordarían  de  que  «el  viejo» 
había  trabajado... 

— Aquel  es  un  gran  país,  más  pequeño  que  la  Argen- 
tina, pero  rico,  muy  rico.  ¡Lástima  que  sea  la  tierra  de 
las  revoluciones!...  El  uruguayo  es  bueno,  caballeresco, 
añcionado  á  las  cosas  de  pensamiento,  pero  demasiado 
valiente,  demasiado  guapo,  convencido  de  que  falta  á 
su  deber  cuando  se  mantiene  unos  cuantos  años  sin  salir 
al  campo  á  matarse.  Todos  somos  allá  blancos  ó  colora- 
dos^ y  no  sé  qué  demonios  hay  en  el  ambiente,  que  los 
que  llegan,  sean  de  donde  sean,  apenas  aprenden  á  hablar 
toman  partido  por  unos  ó  por  otros.  Yo  mismo,  señores, 
soy  «blanco»,  más  blanco  que  el  papel,  más  blanco... 
que  la  leche;  y  mis  hijos  lo  son  también.  Dos  de  ellos  se 
me  fueron  al  campo  en  la  última  revolución.  Y  si  uste- 
des me  preguntan  qué  es  eso  de  ser  «blanco»,  les  diré 
que  luego  de  tantos  años  no  estoy  todavía  bien  entera- 
do... Tal  vez  me  hicieron  «blanco»  á  la  fuerza. 

Y  relató  su  llegada  á  Montevideo  cuarenta  años 
antes,  sin  más  fortuna  que  una  carta  de  presentación 
para  un  catalán  establecido  en  el  interior.  El  país  estaba 
en  revuelta,  pero  la  ciudad  presentaba  su  aspecto  nor- 
mal. Las  gentes  se  abordaban  en  la  calle  sonriendo: 
«¿Qué  noticias  hay  de  la  revolución?»  Lo  mismo  que  si 
hablasen  de  la  lluvia  ó  del  buen  tiempo.  Y  Montaner 
salió  en  una  diligencia,  como  único  pasajero,  hacia  el 
pueblo  donde  estaba  su  compatriota. 

— A  las  pocas  horas  unos  hombres  á  caballo,  armados 
de  lanzas,  con  pañuelos  rojos  al  cuello,  rodeaban  la  dili- 
gencia. Era  una  patrulla  de  «colorados».  El  jefe  habló 
con  el  mayoral.  «¿Qué  llevas  ahí?»  Y  al  saber  que  no 
llevaba  otro  pasajero  que  un  pobre  muchacho  español, 
algunos  jinetes  avanzaron  su  cabeza  por  las  ventanillas. 
«jAh,  galleguito;  «blanco»  de  mier...  coles.  Déjate  cre- 
cer el  pelo  para  que  te  cortemos  mejor  la  cabeza  cuando 
seas  grande!...»  Lo  decían  riendo;  pero  yo,  que  sólo 
tenía  trece  años,  me  acurruqué  en  un  rincón  y  deseaba 
meterme  debajo  del  asiento.  Se  fueron,  y  dos  horas  des- 
pués, cerca  de  un  rancho,  encontramos  otra  partida  de 
jinetes,  con  lanzas  también,  y  con  esos  zaragüelles  bom- 


180  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

bachos  que  parecen  enaguas  recogidas  en  las  botas;  pero 
éstos  llevaban  al  cuello  pañuelos  blancos.  Y  la  misma 
pregunta:  «¿Qué  llevas  ahí?»  Y  al  saber  que  era  yo  es- 
pañol, sonrisas  en  la  portezuela  lo  mismo  que  si  me  co- 
nociesen toda  la  vida.  «Baje,  jovencito:  baje  y  descan- 
se, que  está  entre  amigos.  Tómese  una  copa  de  caña...» 
Desde  entonces  no  tuve  duda:  sabía  lo  que  me  tocaba  ser 
en  aquella  tierra:  blanco,  siempre  blanco.  Ahora  los  años 
han  traído  cierta  confusión,  y  gentes  de  todos  los  oríge- 
nes figuran  en  los  dos  bandos.  Pero  en  mis  tiempos  los 
gringos  eran  todos  «colorados»,  y  los  gallegos  y  vascos 
«blancos»,  tal  vez  porque  en  las  filas  de  éstos  habían 
combatido  muchos  españoles  procedentes  de  la  primera 
guerra  carlista...  ¡La  sangre  que  se  ha  derramado!  ¡Los 
combates  sin  cuartel  en  los  que  no  se  admitían  prisione- 
ros!... Yo  he  visto  degollar  docenas  de  hombres  lo  mismo 
que  ovejas. 

Montaner  quedó  silencioso  como  si  le  obsesionasen 
sus  recuerdos. 

— Ahora  han  cambiado  las  cosas— añadió— .  Los  anti- 
guos escuadrones  con  lanzas  son  ejércitos  provistos  de 
artillería;  se  respetan  los  prisioneros,  se  hace  la  guerra 
con  más  «civilización»;  pero  la  guerra  sigue  y  la  gente 
se  mata  creo  yo  que  por  pasar  el  rato...  El  país  se  ha 
acostumbrado  á  esta  vida  y  se  desarrolla  y  progresa  á 
pesar  de  las  revoluciones.  Es  como  algunos  enfermos 
que  acaban  por  entenderse  con  su  enfermedad  y  viven 
con  ella  de  lo  más  ricamente.  ¡Pero  al  que  le  tocan  de 
cerca  las  consecuencias  de  estas  luchas!... 

Hablaba  con  resignación  de  los  retrasos  sufridos  en 
su  fortuna  por  culpa  de  las  guerras.  «Blancos»  y  «colo- 
rados» en  sus  correrías  se  le  habían  comido  los  mejores 
animales  de  la  estancia.  Muchos  iban  á  la  guerra  por  el 
placer  de  mandar  sable  en  mano,  como  si  fuesen  dueños 
en  las  mismas  tierras  donde  trabajaban  de  peones  en 
tiempos  de  paz;  por  el  gusto  señorial  de  matar  un  novi- 
llo y  comerse  la  lengua,  abandonando  el  resto  á  los  cuer- 
vos. El  llevaba  largos  años  formando  en  su  estancia  una 
cabana  de  caballos  finos,  con  reproductores  costosos 
adquiridos  en  Europa.  Cuando  descansaba  ya  satisfe- 
cho de  su  obra,  surgía  una  de  tantas  revoluciones  y  un 


LOS  ARGONAUTAS  181 

grupo  de  partidarios  vivaqueaba  en  sus  tierras,  cam- 
biando los  extenuados  caballejos  de  la  partida  por  los 
mejores  ejemplares  de  la  cabana.  Y  los  animales  de 
pura  sangre  morían  en  la  guerra  ó  quedaban  abandona- 
dos en  los  caminos  lo  mismo  que  si  fuesen  bestias  rústi- 
cas de  exiguo  precio. 

— Total,  algunos  centenares  de  miles  de  pesos  perdi- 
dos en  unas  horas — dijo  con  tristeza — .  Muchos  se  entu- 
siasman con  las  hazañas  de  ambos  bandos  y  ven  en  ellas 
una  continuación  del  valor  español.  «Es  la  herencia  de 
España»,  dicen  blancos  y  colorados  para  justificar  esa 
necesidad  que  sienten  de  revoluciones  y  golpes.  Y  yo  me 
digo:  «Señor;  otras  repúblicas  de  América  descienden 
igualmente  de  españoles  y  viven  sin  considerar  necesa- 
ria una  revolución  cada  dos  años...»  ¿Se  han  fijado  uste- 
des que  en  la  América  de  origen  español  todas  las  cosas 
malas  son  siempre  «; Cosas  de  España!»  y  rara  vez  se  les 
ocurre  atribuir  á  la  pobre  vieja  alguna  de  las  buenas?... 

— Así  es — interrumpió  Maltrana — .  Yo  he  tratado  en 
París  americanos  de  origen  español  de  todas  alturas  y 
latitudes,  y  salvo  una  minoría  que  ha  hecho  estudios, 
todos  discurren  de  idéntico  modo;  como  si  les  inculcasen 
esta  manera  de  pensar  en  la  escuela  de  primeras  letras. 
España  es  la  culpable  de  todos  sus  defectos,  la  responsa- 
ble de  todas  sus  faltas.  Ella  es  la  a^utora  de  sus  revolu- 
ciones; de  la  pereza  propia  de  los  climas  cálidos;  de  la 
embriaguez  á  que  incitan  los  climas  fríos;  de  la  afición 
desmedida  al  juego  en  gentes  que  no  gustan  del  placer  de 
la  lectura;  de  la  imprevisión  y  falta  de  ahorro  en  países 
acostumbrados  á  la  abundancia.  Algunos  hasta  la  incre- 
pan porque  su  república  tiene  pocos  ferrocarriles... 

Los  tres  oyentes  asintieron,  reconciliados  de  pronto 
con  él.  ¡Estos  hombres  de  pluma!...  ¡Qué  simpáticos 
cuando  no  se  metían  en  negocios!... 

— En  cambio — continuó  —  ,  si  alaban  una  buena  cuali- 
dad de  su  raza  la  atribuyen  á  los  indios,  y  los  que  tal 
dicen  son  nietos  ó  biznietos  por  padre  y  madre  de  ga- 
llegos y  vascos  qae  llegaron  á  América  á  fines  del  si- 
glo XVIII...  Y  si  los  indios  no  son  los  autores  de  lo  bue- 
no, le  cuelgan  el  milagro  á  la  «raza  latina»,  que  no  es 
más  que  una  ficción  histórica.  La  «raza  española»,  algo 


182  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

positivo  cuya  realidad  perciben  todos  en  el  idioma  y  las 
costumbres  apenas  ponen  el  pie  en  ilmérica,  sólo  existe 
y  merece  recuerdo  cuando  hay  que  anatematizar  lo  malo 
del  pasado.  La  gloria  se  la  lleva  la  «raza  latina»,  que 
nadie  sabe  qué  es  y  en  qué  consiste.  Yo  conozco  una  ci- 
vilización latina;  ¿pero  raza  latina?  ¿en  dónde  está  fuera 
de  Italia?...  En  fin,  señores,  no  hay  que  irritarse.  Tal 
vez  estas  injusticias  no  pasan  de  ser  una  manifestación 
instintiva  de  viejo  cariño...  desorientado,  de  amor  filial 
vuelto  del  revés. 

Se  interrumpió  Isidro,  saltando  de  su  asiento  al  ver 
que  pasaba  ante  las  ventanas  la  gorra  blanca  del  médico 
de  á  bordo.  La  contusión  de  la  sien  le  hizo  recordar  de 
pronto  con  una  picazón  dolorosa  su  propósito  de  consul- 
tarle. Salió  del  café  despidiéndose  de  sus  compatriotas 
con  rápido  saludo,  y  alcanzó  al  doctor  en  un  rincón  de  la 
cubierta,  mostrándole  el  lívido  chichón.  Rió  bondadosa- 
mente el  alemán  al  examinarlo.  ¿También  él  había  saca- 
do su  parte  de  la  fiesta  de  la  noche?  Llevaba  curados  á 
algunos  pasajeros  que  se  mantenían  invisibles  en  sus  ca- 
marotes. Lo  de  Maltrana  era  insignificante.  Después  de 
la  hora  del  té  le  esperaba  en  la  botica. 

Al  quedar  solo  se  aproximó  al  jardín  de  invierno,  mi- 
rando al  interior  por  una  délas  ventanas.  Todos  seguían 
ocupando  los  mismos  sitios;  Ojeda  con  Mrs.  Power  y  el 
matrimonio  Lowe;  el  doctor  Zurita  hablando  con  dos 
compatriotas  suyos  de  «las  cosas  del  país».  El  padre  de 
Nélida  sonreía  á  través  de  sus  barbas  de  patriarca,  dan- 
do explicaciones  á  un  grupo  de  amigos  con  insinuantes 
y  suaves  manoteos.  Tal  vez  exponía  los  grandes  nego- 
cios que  le  aguardaban  en  Buenos  Aires,  y  de  los  cuales 
quería  dar  participación  á  los  demás,  generosamente. 
Algunos  pasajeros  se  retiraban  con  los  ojos  entornados 
por  el  exceso  de  luz  en  busca  de  sus  camarotes  para  dor- 
mir la  siesta. 

Maltrana  sintióse  atraído  por  un  rumor  de  avispero 
que  zumbaba  bajo  el  gran  toldo  del  combés  entre  el 
castillo  central  y  la  proa.  Veíanse,  por  los  intersticios  de 
las  lonas,  gentes  tendidas  sobre  el  vientre  dormitando 
con  la  cabeza  entre  los  brazos;  mujeres  que  recosían 
ropas  viejas;  chicuelos  persiguiéndose.  Sonaba  alo  lejos 


LOS   ARGONAUTAS  183 

una  gaita,  con  dulce  sordina,  semejante  á  un  lamento 
pastoril  que  lagrimease  la  melancolía  de  su  destierro 
lejos  de  las  praderas  verdes. 

— Hagamos  una  visita  á  nuestros  amigos  «los  latinos». 

Salió  á  la  explanada  de  proa  por  un  corredor  de  la 
cubierta  baja.  Al  abrir  la  reja  tuvo  que  apartar  á  un 
grupo  de  emigrantes  que  se  agolpaban  contra  los  hie- 
rros. Era  gente  moza,  muchachos  que  se  sentía  natraídos 
por  este  obstáculo,  símbolo  visible  de  la  separación  de 
clases. 

Pasaban  gran  parte  del  día  pegados  á  ella,  exploran- 
do el  largo  corredor  alfombrado  de  rojo,  con  grandes 
intervalos  de  sombra  y  manchas  blanquecinas  de  eléc- 
trica luz.  Las  puertas  de  los  camarotes  de  primera  clase 
se  abrían  á  ambos  lados  de  este  pasadizo,  que  á  ellos  les 
parecía  interminable  y  magnífico,  como  un  bulevar  ha- 
bitado por  millonarios.  Espiaban  desde  allí  las  entradas 
y  salidas  de  los  pasajeros.  Seguían  con  mirada  de  admi- 
ración la  marcha  rítmica  de  las  señoras  que  surgían  de 
las  pequeñas  viviendas  para  perderse  en  un  dédalo  de 
calles  alfombradas,  ascendiendo  á  los  pisos  altos  del 
buque,  que  ninguno  de  ellos  había  alcanzado  á  ver  y 
de  los  que  llegaban  rumores  de  músicas  y  fiestas.  El  res- 
peto á  la  jerarquía  social  les  impulsaba  á  amontonarse 
contra  la  reja,  como  si  por  ella  se  columbrara  un  mundo 
superior,  manteniéndose  en  envidioso  silencio  cada  vez 
que  una  señora  pasaba  por  cerca  de  ellos  sin  mirarlos. 
Cuando  las  necesidades  del  servicio  hacían  transcurrir 
junto  á  esta  barrera  á  las  camareras  rubias,  de  limpio 
delantal  y  albo  gorro,  los  mozos  contemplativos  pare- 
cían desperezarse  y  un  rumor  de  palabras  mascadas  y 
relinchos  contenidos  agitaba  su  grupo. 

Aparecía  con  frecuencia  cerca  de  la  verja  una  niñera 
alemana  cuidando  de  un  chiquitín  peliblanco  y  cabe- 
zudo, que  jugueteaba  á  gatas  sobre  la  alfombra  con  un 
osezno  de  peluche.  Al  verla  los  muchachos  sonreían  con 
repentina  confianza.  Era  de  su  misma  clase  social,  y 
esto  bastaba  para  desatar  las  lenguas  é  iluminar  los  ojos 
con  el  fulgor  del  deseo. 

—¡Rica!...    ¡Monísima!   ¡Acércate,  prenda,  que  tengo 
que  decirte  una  cosa!...  ¡Oh  carina  tanto  bella! 


1B4  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

Cada  mocetón  usaba  de  su  idioma  para  exteriorizar 
el  entusiasmo.  Algunos  árabes  de  bronceada  y  nerviosa 
delgadez  permanecían  silenciosos,  pero  avanzaban  el 
cuello  lo  mismo  que  los  caballos  de  carrera,  brillándoles 
los  ojos  de  br¿isa  con  un  fulgor  homicida,  mostrando  sus 
dientes  ansiosos  de  morder.  La  fraiilein^  de  un  rubio 
pajizo^  regordeta,  blanca  y  apretada  de  carnes,  sonreía 
con  ingenuidad,  manteniéndose  á  distancia  de  la  reja,  á 
través  de  cuyos  hierros  manoteaban  las  fieras.  Pero  no 
por  esto  se  decidía  á  huir,  prefiriendo  á  los  paseos  supe- 
riores, abiertos  al  aire  y  la  luz,  la  permanencia  en  este 
pasillo  medio  obscuro,  donde  recibía  el  homenaje  tem- 
bloroso y  exacerbado  del  deseo  viril.  Sus  ojos  grises  y 
su  rostro  de  una  blancura  tierna  semejante  á  la  de  un 
merengue,  acogían  con  visible  complacencia  estas  pa- 
labras de  brutal  homenaje  en  idiomas  que  no  podía 
entender. 

Algunos  de  los  muchachos,  que  eran  españoles,  trata- 
ban con  respetuosa  familiaridad  á  Maltrana,  que  por 
algo  se  creía  «el  hombre  más  popular  del  buque». 

— Don  Isidro,  tráiganos  pa  aquí  á  esa  güeña  moza... 
;Eeírechera!...  ¡Cachonda! 

Otros,  que  habían  vivido  en  la  Argentina,  uníanse 
á  este  coro  de  entusiasmo  murmurando  con  arrobamien- 
to: «¡Preciosura!  ¡Lindura!» 

Un  napolitano  suplicaba  á  Maltrana,  con  humildad, 
como  si  fuese  el  dueño  del  buque: 

— Siñor,  ¡que  nos  la  echen!...  ¡Mande  que  nos  la  echen! 

Isidro  volvió  á  cerrar  la  verja  y  fué  avanzando  entre 
los  jóvenes. 

— ¡Orden,  muchachos!...  Orden  y  formalidad.  A  ver 
si  viene  un  alemanote  de  esos  y  os  larga  un  par  de  mam- 
porros por  sinvergüenzas. 

Las  fieras  enardecidas  volvieron  á  agolparse  en  la 
verja,  mientras  la  ingenua  fraiilein  les  volvía  la  espalda 
y  se  arrodillaba  en  la  alfombra  para  juguetear  con  el 
pequeñuelo,  mostrando  la  blancura  de  sus  medias  re- 
pletas de  carne  firme,  la  curva  pecadora  de  la  falda 
abombada  por  ocultas  esfericidades. 

El  avance  de  Maltrana  produjo  entre  los  emigrantes 
XLVi.  movimiento  de  curiosidad  simpática  y  obsequiosos 


LOS  ARGONAUTAS  185 

saludos:  algo  parecido  á  lo  que  despierta  la  entrada  de 
un  orador  político  en  una  reunión  popular.  «Don  Isidro, 
buenas  tardes...  Venga  por  aquí,  don  Isidro.»  Y  todas 
las  miradas,  aun  las  de  los  «latinos»  de  Asia,  que  no 
podían  entenderle,  le  acariciaban  con  la  suavidad  del 
agradecimiento.  ¡Aquel  era  un  hombre!  Un  rico  que  gus- 
taba de  mezclarse  con  la  gente  pobre:  no  como  los  otros 
señores,  que  sólo  se  dejaban  ver  en  los  balconajes  de  los 
puentes,  para  echar  una  mirada  de  lástima,  huyendo 
apenas  se  volvían  hacia  ellos  algunas  cabezas,  cual  si  no 
quisieran  concederles  ni  el  goce  de  la  curiosidad. 

Eecosían  unas  mujeres  sus  ropas;  otras,  patiabiertas 
dentro  de  sus  batones  sucios,  y  repantigadas  en  pobres 
sillones  de  lona,  se  agarraban  con  las  manos  á  lo  más 
alto  del  respaldo.  Algunas  se  quejaban  de  dolores  en  el 
brazo  que  había  recibido  la  vacunación.  Los  árabes  per- 
manecían acurrucados  en  el  caramanchel  de  las  escoti- 
llas, mirando  el  mar  con  expresión  pensativa...  sin  pen- 
sar en  nada. 

Un  grupo  de  hombres  jugaba  á  los  naipes.  Varios  ita- 
lianos, con  fuertes  manoteos  y  gritos,  lo  mismo  que  si 
mandasen  un  ejercicio  militar,  amaestraban  á  otros  espa- 
ñoles en  el  juego  de  la  moiTa.  Fogoneros  libres  de  servi- 
cio, rubios  muchachotes  vestidos  de  blanco,  permanecían 
erguidos  en  medio  de  la  muchedumbre,  contemplando  de 
lejos,  tímidos  y  sonrientes,  á  ciertas  beldades  morenas, 
como  si  esperasen  hacerse  entender  con  su  inmovilidad 
silenciosa.  En  el  fondo,  junto  al  castillo  de  proa,  con- 
tinuaba sonando  la  gaita  invisible  su  gangueo  pastoril. 

Salió  una  mujer  al  paso  de  don  Isidro,  saludándolo 
con  familiaridad.  Era  grande  y  obesa,  con  el  amplio 
rostro  sombreado  por  una  patina  rojiza.  La  gran  abun- 
dancia de  zagalejos  y  faldas  hacía  aún  más  imponente 
su  volumen.  Tenía  cierto  aire  de  resolución  y  miraba 
siempre  de  frente,  acompañando  sus  palabras  con  un 
movimiento  de  brazos  autoritario,  como  hembra  acos- 
tumbrada á  mandar  la  primera  en  su  casa. 

— Usted  es  la  de  Astorga,  ¿verdad?— dijo  Maltrana, 
que  tenía  empeño  en  recordar  los  nombres  y  el  origen 
de  todos  los  del  buque—.  Espere...  Usted  es  Ja  seña  Eu- 
frasia. 


186  V.    BLASCO    IBÁÑBZ 

— Justo— dijo  la  mujer,  satisfecha  y  orgullosa  de  la 
buena  memoria  de  aquel  personaje—.  Yo  soy  la  Ufrasia 
y  este  es  mi  marido. 

Y  señalaba  á  un  hombre  sentado  cerca  de  ella,  gran- 
de también,  con  el  abdomen  mantenido  por  las  compli- 
cadas vueltas  de  una  faja  negra.  Su  cara  llena,  de  me- 
jillas colgantes,  asomaba  majestuosa  como  la  de  un 
prelado,  bajo  las  alas  del  sombrerón. 

La  seña  Eufrasia,  cuarentona  de  incansable  verbosi- 
dad, hablaba  con  aire  protector  de  sus  compañeros  de 
viaje.  Los  compatriotas,  «los  de  la  tierra»,  le  inspiraban 
lástima. 

— Probes;  tenemos  aquí  gentes  de  mucha  necesiá,  don 
Isidro.  Hay  que  ver  cómo  van  esas  mujeres  y  cómo  lle- 
van á  sus  crios...  Nosotros,  aunque  me  esté  mal  el  decir- 
lo, no  vamos  á  las  Américas  por  hambre.  Teníamos  allá 
en  el  pueblo  nuestro  buen  pasar,  pero  á  nadie  le  amarga 
subir,  y  éste  (señalando  el  marido)  me  dijo  un  día: 
«Ufrasia,  ¿por  qué  no  nos  vamos  á  ver  eso  del  Buenos 
Aires  de  que  hablan  tanto?»  Y  como  no  tenemos  hijos, 
yo  dije:  «¡Hala!,  amos  en  seguía.»  Y  éste  vendió  los  cua- 
tro terrones  y  la  casa,  y  ¡gracias  á  Dios!  llevamos  algo, 
por  si  un  porsiacaso  aquello  no  nos  gusta  y  queremos 
volvernos.  De  este  modo  en  el  barco  puede  una  darse 
mejor  vida  que  las  otras  y  dormir  aparte,  y  comprar  en 
la  cantina  lo  que  se  le  apetece  y  hasta  hacer  una  caria, 
que  crea  usted  que  viene  aquí  gente  bien  necesita  de 
que  la  ayuden.  ¡Y  allá  vamos  toos,  don  Isidro!...  Dicen 
que  aquello  del  Buenos  Aires  es  muy  hermoso,  y  que  no 
hay  más  que  agacharse  en  las  calles  pa  dar  con  una  onza 
de  oro. 

Lo  decía  sonriendo,  pero  á  través  de  su  incredulidad 
adivinábase  cierto  respeto  por  la  ciudad  lejana  y  mis- 
teriosa, urbe  de  maravillas  y  tesoros  de  la  que  hablaban 
continuamente  los  emigrantes. 

El  marido  movió  la  cabeza  con  autoridad,  y  sus  ojos 
parecían  decirle:  «Mujer,  que  estás  cansando  al  señor... 
Vosotras  no  entendéis  nada  de  nada.» 

— Usted  que  sabe  tantas  cosas,  don  Isidro— siguió  la 
Eufrasia — .  Este  y  yo  tuvimos  esta  mañana  una  porfía. 
Dice  que  en  Buenos  Aires  no  hay  monea  de  oro,  ni  de 


LOS   ARGONAUTAS  187 

plata,  ni  otra  cosa  que  unos  papelicos  con  ñguras,  á 
modo  de  estampas,   con  los  que  se  compra  too...  Y  eso 
no  pué  ser,  ¿verdá  que  no,  don  Isidro?  ¡Una  tierra  tan 
rica  y  no  tener  dinero!...  Vamos,  que  no  pué  ser. 
— Pues  así  es,  seña  Eufrasia — dijo  Maltrana. 

Y  el  marido,  saliendo  de  su  mutismo  por  este  triunfo 
extraordinario  sobre  la  esposa,  siempre  dominadora, 
dijo  solemnemente. 

—¡Lo  ves,  mujer!...  Las  hembras  no  sabéis  na  de  na 
y  queréis  meteros  en  too. 

Pero  la  Eufrasia,  sin  prestar  atención  al  marido, 
bajaba  la  cabeza  como  para  seguir  mejor  el  curso  de  sus 
pensamientos. 

— ¿De  manera  que  no  hay  pesetas...  ni  duros...  ni  s\- 
qaiersi perras  gordas?...  MaÍo;  eso  no  me  gusta.  Tal  vez 
tenga  razón  éste,  y  las  mujeres  no  sepamos  na  de  na; 
pero  yo  digo  que  esto  no  me  gusta.  La  monea  es  siem- 
pre monea,  y  los  papelicos,  papelicos. 

Y  tras  esta  afirmación  indiscutible  suspiraba  resig- 
nadamente: 

— En  fin;  veremos  cómo  pinta  aquello,  y  si  no  nos 
gusta,  la  puerta  la  tenemos  abierta...  Peor  están  los 
demás,  que  van  tan  á  ciegas  como  nosotros  y  á  la  fuerza 
han  de  quearse  allá,  pues  no  tién  pa  volverse. 

Hacía  el  elogio  de  las  pobres  gentes  que  ocupaban 
la  proa.  Los  «moros»,  como  ella  llamaba  á  los  sirios, 
eran  buenos  muchachos  y  sus  compañeras  unas  pobres 
que  infundían  lástima.  Los  italianos  le  merecían  no 
menos  simpatía,  porque  acataban  en  ella  cierta  supe- 
rioridad viéndola  gastar  y  vivir  mejor  que  los  otros,  y 
la  llamaban  «señora».  Sus  cariños  malogrados  de  hem- 
bra infecunda  iban  hacia  todos  los  niños  de  diversas 
nacionalidades  que  vivían  cerca  de  ella,  tratándolos 
con  varonil  dureza  de  palabra  al  mismo  tiempo  que  los 
cuidaba  y  acariciaba. 

— ¿Aónde  vas  tú,  cabezota? — gritó  deteniendo  á  un 
pequeño  que  correteaba  perseguido  por  otros—.  Fíjese, 
don  Isidro,  qué  guapo;  paece  el  niñico  Jesús.  Su  madre 
es  una  italiana  con  ocho  hijos,  y  anda  malucha,  tendida 
por  los  rincones,  sin  poer  la  pobre  ocuparse  de  ellos.  ¡Si 
no  fuese  por  mí!...   ¡Ah  ladrón!  Ya  tienes  otro  siete  en 


188  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

los  calzones  que  te  remendé  ayer.  ¿Qué  has  hecho  de  la 
perra  gorda?  ¿Te  has  comprado  más  caramelos  en  la 
cantina?...  Pero  mire  usted,  don  Isidro,  ¡qué  sucio  y 
qué  hermoso!  ¡Guarro!...  ¡Cochinote!...  ¡Ham!,.,  ¡ham! 
Deja  que  te  muerda  esos  hocicos  de  cerdo  de  leche. 

Y  teniéndolo  en  alto  con  sus  brazos  poderosos,  lo  be- 
suqueaba, lo  apretaba  contra  la  pechuga  ingente,  mien- 
tras el  niño  se  defendía  de  esta  avalancha  de  caricias 
y  palabras  ininteligibles  para  él,  gritando:  «Mama... 
mama»  y  golpeando  con  los  pies  el  abdomen  que  le 
servía  de  ménsula.  El  marido,  inmóvil  en  su  asiento, 
miraba  á  Maltrana  como  implorando  disculpa  por  estas 
ruidosas  expansiones. 

— ¡Lo  robaría! — clamó  la  señora  Eufrasia — .  Si  éste 
quisiera,  lo  tomaríamos  como  nuestro...  Me  llevaría  to- 
dos los  chicos  que  veo. 

Las  voces  de  la  mujerona  hicieron  volver  la  cabeza 
á  otros  grupos  lejanos,  despegándose  de  ellos  algunos 
hombres  al  reconocer  á  don  Isidro.  Se  aproximaron  á 
él,  en  espera  de  los  cigarrillos  con  que  acompañaba  sus 
apariciones,  y  poco  á  poco  lo  fueron  llevando  hacia  el 
castillo  de  proa.  Un  hombretón  se  levantó  del  suelo  ten- 
diéndole la  mano  con  ese  aire  protector  de  ciertos  jaques 
que  hablan  y  accionan  lo  mismo  que  si  perdonasen  la 
vida  al  que  los  escucha. 

— Salú,  don  Isidro — dijo  con  acento  andaluz — .  Ya 
nos  extrañábamos  un  poquiyo  de  no  verle  esta  tarde 
por  aquí. 

Volvió  á  sentarse  entre  un  grupo  de  jóvenes  españo- 
les, unos  con  boina,  otros  con  amplio  sombrero,  que  le 
escuchaban  sonriendo  admirativamente.  Era  malague- 
ño, según  decía,  y  bastaba  sostener  con  él  un  breve 
diálogo  para  enterarse  á  las  primeras  palabras  de  su 
nombre,  lugar  de  nacimiento  y  apodo.  Todas  sus  afir- 
maciones, aun  las  más  insignificantes,  las  rubricaba 
con  la  misma  declaración:  «Y  esto  se  lo  ice  á  osté  su 
seguro  servior  Antonio  Díaz,  natural  de  Málaga,  por 
otro  nombre  el  señó  Antonio  el  Morenito.»  Y  acompaña- 
ba esta  firma  verbal  con  una  mirada  de  superioridad  y 
conmiseración  que  parecía  decir:  «Al  que  sostenga  lo 
contrario  le  rebano  el  pescuezo.» 


LOS  ARGONAUTAS  189 

El  Morenito^  que  ya  pasaba  de  los  cuarenta,  sentía 
cierto  respeto  por  don  Isidro,  «un  señorito  como  Dios 
manda,  y  no  como  los  otros  fantasiosos  que  huían  de 
tratarse  con  los  pobres». 

A  impulsos  de  esta  simpatía  había  llegado  á  consi- 
derar á  Maltrana  hombre  de  grandes  arrestos,  tan  cora- 
iado  casi  como  él,  y  cada  vez  que  pensaba  en  la  posibi- 
lidad de  hacer  un  disparate  para  vengarse  de  la  gente 
del  barco  ó  de  los  pasajeros  orgullosos,  exponía  de  idén- 
tico modo  su  discurso:  «Entre  don  Isidro  y  yo...»  Y  don 
Isidro  escuchaba  y  aprobaba  con  su  sonrisa  estos  planes 
destructivos,  halagado  en  el  fondo  de  su  ánimo  de  que 
aquella  fiera  le  considerase  digno  de  su  colaboración. 
Tenía  aterrados  á  muchos  de  los  emigrantes  con  sus 
amenazas  y  explosiones  de  malhumor.  Otros  admirá- 
banle por  la  insolencia  con  que  protestaba  á  gritos  de 
la  calidad  del  rancho  y  de  todos  los  servicios  del  buque, 
atreviéndose  á  insultar  á  los  oficiales,  que  no  podían  en- 
tenderle. No  obstante  tanta  bravura,  Maltrana  notaba 
en  él  cierto  encogimiento  al  llevarse  la  mano  á  la  gorra 
para  saludar;  cierta  timidez  felina  en  los  ojos,  cuando 
algún  superior  le  dirigía  la  palabra. 

— Este  tío  saluda  de  mal  modo — pensaba  Isidro — .  Es 
el  mismo  encogimiento  medroso  y  vengativo  con  que  los 
presidiarios  saludan  á  sus  jefes. 

El  trato  con  los  árabes  del  buque  hacía  acordarse  al 
Morenito  de  los  moros  de  Marruecos,  contando  algunas 
de  sus  correrías  por  la  costa  de  África.  Por  las  maña- 
nas, cuando  se  lavaba  al  aire  libre,  desnudo  de  cintura 
arriba,  producían  admiración  los  costurones  y  profun- 
das cicatrices  que  constelaban  su  cuerpo,  recuerdos 
según  él  de  heroicos  combates  por  mar  y  tierra  contra 
la  tiranía  de  las  aduanas.  Otro  motivo  de  respeto  era  el 
saberle  poseedor  de  una  gran  navaja  á  pesar  de  los  re- 
gistros que  hacían  los  tripulantes  del  buque  en  la  gente 
peligrosa;  navaja  que  nadie  había  visto,  pero  que  men- 
cionaba con  frecuencia  en  sus  bravatas.  Maltrana,  cono- 
cedor de  las  costumbres  del  presidio,  imaginábase  en 
qué  lugar  indeclarable  podría  guardar  el  valentón  esta 
arma,  que  era  como  el  cetro  de  su  amenazadora  majestad. 
—Siéntese  un  poquiyo,   don  Isidro,  y  descanse.  Tú, 


190  V.     BLASCO   IBÁÑfíZ 

dale  tu  asiento  ar  cabayero...  Les  estaba  proponiendo 
á  estos  chicos  im  negosio;  un  moo  seguro  de  haserse 
ricos. 

Maltrana,  desde  su  sillón  de  lona,  vio  acurrucados 
á  la  redonda,  con  la  mandíbula  entre  las  manos,  á  todos 
los  admiradores  del  Morenito^  lo  mismo  que  una  tribu 
de  guerreros  en  consejo.  El  malagueño  hablaba  con  la 
boca  torcida,  expeliendo  las  palabras  por  una  de  sus 
comisuras  para  hacer  sentir  al  auditoiio  toda  la  gran- 
deza de  su  bondad  de  maestro. 

— Estos  mozos  son  unos  palominos,  don  Isidro,  que 
van  á  América  á  rabiar  y  haser  ricos  á  los  otros...  lo 
mismo  que  en  su  tierra.  Pero  vení  acá,  arrastraos,  ¡pe- 
leles! ¿Pa  eso  os  habéis  embarcao  ustedes?...  Fíjese,  don 
Isidro;  unos  piensan  dir  ar  campo  á  sudar  camisas  tra- 
bajando: otros  quicen  meterse  á  criaos  de  casa  grande... 
Y  yo  les  propongo  á  estas  güeñas  personas  que  hagamos 
una  partía;  una  partía  como  las  que  había  endenantes. 
Allá  no  habrán  visto  eso  nunca;  cosa  nueva.  ¿Qué  le 
paese?. . . 

Y  exponía  su  plan  con  entusiasmo. 
—  Una  partía,  y  agarramos  á  un  ricachón  de  allá  y 
lo  secuestramos;  le  peímos  á  la  familia  unos  cuantos 
millones  con  la  amenasa  de  que  le  vamos  á  corta  las 
orejas;  nos  dan  los  millones,  nos  los  repartimos  como 
güenos  hermanos,  y  antes  de  seis  meses  estamos  de 
güerta  y  ricos.  Una  partía  que  tendría  mucho  que  ver. 
Usté,  don  Isidro,  sería  er  capitán.  (Aquí  Maltrana  sa- 
ludó agradecido,  excusándose  con  un  gesto  de  modes- 
tia.) No;  no  se  nos  jaga  el  chiquito.  Yo  sé  que  tié  usté 
lo  suyo  mú  bien  puesto...  y  crea  que  yo  entiendo  de 
esas  cosas.  Aemás,  tié  talento  pa  too,  y  yo  soy  hombre 
que  respeta  la  sabiduría...  El  Morenüo^  Antonio  Díaz, 
un  servior,  sería  er  tiniente,  y  toos  estos  mozos  ya  se 
despavilarían  con  tan  güenos  directores.  ¿Eh,  qué  le 
paece?  ¿No  es  un  verdaero  negosio? 

Isidro  asintió  con  imperturbable  gravedad.  Sí;  un 
buen  negocio  que  valía  la  pena  de  ser  estudiado  de- 
tenidamente; la  exportación  de  una  nueva  industria. 
Casi  habría  que  pedir  patente  de  invención  para  evitar 
las  imitaciones.  Y  los  crédulos  muchachos  que  oían  al 


LOS   ARGONAUTAS  191 

Morenito  en  silencio  porque  estaban  en  el  mar,  lejos  de 
toda  posibilidad  de  acción,  pero  abominaban  interior- 
mente de  estos  planes  que  pugnaban  con  las  preocupa- 
ciones de  su  honradez,  mirábanse  indecisos  al  ver  que 
un  señor  como  don  Isidro  no  se  escandalizaba. 

— ¡Lo  oís,  panolis! — exclamó  el  valentón — .  Mira  como 
un  cabayero  que  lo  sabe  too  encuentra  que  mi  idea  es 
güeña...  Pero  si  es  que  os  farfcan  ríñones  pa  sacarle  el 
dinero  á  un  rico,  poemos  hacer  la  partía  pa  perseguir  á 
los  indios.  Allá  hay  muchos,  ¡muchos!  En  América  ata- 
can los  ferrocarriles  y  las  diligensias  y  hasta  los  tranvías 
en  las  afueras  de  las  poblasiones:  yo  lo  he  visto  muchas 
veses  en  los  sinematógrafos.  Y  Buenos  Aires  está  en 
América,  y  allí  hasen  farta  hombres  de  resolusión  que 
les  digan  á  esos  gachos  de  color  de  chocolate  con  plumas 
en  la  cabesa:  «Ea,  se  acabó;  ya  no  molestáis  ustedes  más 
á  la  reunión,  porque  no  nos  da  la  gana.»  Y  los  cazamos 
como  conejos,  y  el  gobierno,  agradesío,  nos  paga  á  tanto 
la  cabeza,  y  en  unos  cuantos  años  nos  jasemos  ca  uno 
con  una  fortunita  pa  gol  ver  á  la  tierra.  No  será  uno  rico 
tan  aprisa  como  con  el  secuestro,  pero  argo  esargo,  y 
siempre  es  mejor  que  destripar  terrones  ó  serviles  er  cho- 
colate en  la  cama  á  los  señores.  ¿No  le  paese,  don  Isidro? 
Y  don  Isidro  aprobaba  otra  vez.  Una  idea  tan  buena 
como  la  anterior;  también  habría  que  pedir  privilegio 
para  que  el  gobierno  no  permitiese  matar  indios  más  que 
á  la  partida  del  señor  Antonio  el  Morenito, 

Admiraba  los  heroicos  expedientes  discurridos  por 
este  hombre  para  hacerse  rico  sin  apelar  á  la  vulgaridad 
del  trabajo  ordinario,  reservado  á  los  otros  mortales.  Y 
así  permaneció  Isidro  algún  tiempo  escuchando  los  pla- 
nes del  aventurero  desorientado  que  iba  á  América  con 
cuatro  siglos  de  retraso.  La  honradez  en  alarma  de  sus 
oyentes  formulaba  tímidas  observaciones. 

— Pero  allá  hay  presidios — dijo  uno — .  Allá  hay  po- 
licías. 

—No  serán  más  bravos  que  los  seviles  y  los  carabine- 
ros de  nuestra  tierra— contestó  el  Morenito  con  arrogan- 
cia— .  Yo  sé  lo  que  es  eso...  ¡Bah!  ¡Me  los  como! 

— Pero  los  indios  no  se  dejarán  zurrar  así  como  así 
— argüyó  otro — .  Deben  ser  gente  brava...  gente  salvaje. 


Í92  V.  bijASco  ibáñb>í 

— A  esos— dijo  el  matón  despectivamente — ,  á  esos 
también  me  los  como. 

Se  aproximó  al  grupo  un  nuevo  oyente,  saludando  á 
Maltrana  con  fina  sonrisa,  en  la  que  había  algo  de  burla 
para  el  valentón. 

— Aquí  tenemos  á  don  Juan— dijo  Isidro — .  Este  no 
entra  en  nuestra  partida:  no  es  hombre  que  sirva  para 
el  caso. 

— No  señó,  no  entra — contestó  el  Morenito — .  A  don 
Juan,  en  sácale  de  sus  librotes  no  sirve  pa  mardita  la 
cosa...  Mú  buena  persona,  mú  cabayero,  pero  no  va  á 
gana  en  su  vida  des  pesetas. 

Era  alto  y  enjuto  de  carnes,  con  luengas  barbas,  que 
á  pesar  de  su  juventud  le  daban  un  aspecto  venerable. 
Hablaba  con  voz  dulce  y  ademanes  reposados,  interpo- 
lando en  sus  palabras  una  risa  discreta,  que  era  el 
eterno  acompañamiento  de  su  conversación.  Según  Mal- 
trana, este  amigo  respiraba  optimismo  y  confianza  en 
la  vida,  esparciendo  en  torno  de  su  persona  un  ambiente 
de  contento.  Y  sin  embargo,  vivía  en  el  entrepuente 
mezclado  con  el  rebaño  inmigrante,  sin  otras  conside- 
raciones que  las  que  le  concedían  sus  compañeros  de 
viaje,  cautivados  por  la  dulzura  de  su  carácter  y  la 
superioridad  de  educación.  Sus  trajes,  viejos  y  raídos, 
eran  de  buen  corte;  se  notaban  en  su  persona  los  vesti- 
gios de  una  situación  más  próspera.  En  sus  manos  finas 
quedaba  como  recuerdo  familiar  una  antigua  sortija, 
salvada  de  los  apremios  de  la  pobreza. 

El  curioso  Maltrana  conocía  algo  de  su  vida.  Juan 
Castillo  era  un  agrónomo  que  había  intentado  en  las 
tierras  de  panllevar  heredadas  de  sus  padres  la  realiza- 
ción de  todos  los  adelantos  aprendidos  en  una  gran  es- 
cuela de  Bélgica;  ensueños  de  poeta  agrícola  realizados 
con  el  ímpetu  de  una  voluntad  entusiástica  y  crédula. 
La  usura  le  había  proporcionado  un  pequeño  capital 
para  su  empresa,  y  luego  de  batallar  algunos  años  con 
la  rutina  de  los  campesinos,  de  habituarlos  á  vivir  en 
paz  con  las  máquinas  y  de  extraer  de  las  profundidades 
del  subsuelo  las  venas  líquidas  para  esparcirlas  en  redes 
de  irrigación,  cuando  la  tierra  empezaba  á  responder  á 
estos  esfuerzos  con  sus  primeros  productos,  los  acreedo- 


LOS  ARGONAUTAS  193 

res  habían  caído  sobre  él,  ejecutándolo  con  glacial  fero- 
cidad. 

— Conozco  el  procedimiento — había  dicho  Maltrana 
al  oirle  por  vez  primera — .Es  el  mismo  de  las  tribus 
antropófagas.  Le  dieron  á  usted  alimento,  le  dejaron 
tranquilo  para  que  echase  carnes,  y  cuando  estuvo  á 
punto,  ¡zas!  el  degüello  y  el  banquete  canibalesco. 

Huía  de  la  ruina,  perdida  la  herencia  de  sus  padres, 
perdido  el  crédito,  deshonrado  por  deudas  á  las  que 
daban  sus  acreedores  un  carácter  delictuoso;  todo  ello 
por  querer  innovar  con  arreglo  á  sus  estudios  una  agri- 
cultura estacionaria  casi  igual  á  la  de  los  primeros  tiem- 
pos de  la  humanidad.  Y  en  su  fuga  había  mirado  al 
Sur,  como  todos  los  que  navegaban  en  aquella  cascara 
de  acero,  presintiendo  más  allá  del  círculo  oceánico  re- 
novado diariamente  una  tierra  remozadora  de  existen- 
cias, donde  las  vidas  destrozadas  se  contraían  virginal- 
mente lo  mismo  que  capullos  para  empezar  el  curso  de 
una  nueva  evolución.  La  esperanza  le  había  rozado  tam- 
bién con  su  aleteo  ilusorio.  Casi  celebraba  esta  ruina 
que  le  había  desarraigado  de  la  tierra  paterna.  ¿Quién 
podía  saber  lo  que  le  esperaba  al  otro  lado  del  Océano?... 
Abandonando  el  grupo  del  Morenüo^  avanzaron  hacia 
la  proa  Maltrana  y  Castillo.  Una  voz  quejumbrosa  les 
hizo  detenerse. 

— ¡Don  Isidro!...  ¡Buenas  tardes,  don  Isidro  y  la  com- 
paña! 

Un  hombre  sentado  en  el  suelo,  con  la  espalda  apo- 
yada en  la  borda,  avanzaba  su  rostro  pálido  entre  los 
pliegues  de  una  manta. 

—¿Eres  tú,  enfermo?— dijo  Maltrana—.  ¿Cómo  va  ese 
ánimo? 

Con  voz  doliente  murmuró  una  queja  interminable 
contra  el  mar.  Desde  su  entrada  en  el  buque  la  salud  pa- 
recía haber  huido  de  su  cuerpo.  Otros  cantaban  á  todas 
horas,  como  si  el  aire  salino  y  la  inmensidad  azul  les 
diesen  nuevas  fuerzas,  excitando  su  apetito.  El  se  había 
embarcado  sintiéndose  fuerte,  y  de  pronto  todas  sus 
energías  le  abandonaban. 

— Estoy  muy  enfermo,  don  Isidro.  Ayer  aun  pude  su- 
bir solo  á  la  cubierta;  hoy  han  tenido  que  empujarme 

13 


194  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

escalera  arriba  unos  amigos.  Debo  estar  blanco  como  un 
papel,  ¿verdad,  señor?...  No  tengo  fuerzas  para  andar, 
ni  deseos  de  comer.  Esto  no  marcha...  Los  demás  se  que- 
jan de  calor;  dicen  que  cada  vez  pica  más  el  sol,  y  yo 
tiemblo  si  me  quito  la  manta...  Y  lo  que  me  da  más  ra- 
bia es  que  el  médico,  don  Carmelo  el  oficial  y  otros  me 
miran  como  si  les  hubiese  engañado,  y  dicen  que  si  lle- 
gan á  saber  esto  no  me  dejan  embarcar,  porque  allá  en 
Buenos  Aires  no  quieren  enfermos...  Pero  señor,  ¡si  yo 
me  embarqué  sano  y  bueno!  ¡si  es  este  maldito  mar  que 
no  me  prueba!... 

Creyendo  ver  en  Maltrana  el  mismo  gesto  de  duda 
de  los  empleados  del  buque,  se  apresuró  á  añadir: 

—Yo  he  sido  un  roble,  don  Isidro.  Reumatismos  nada 
más,  según  decía  el  médico  de  mi  pueblo,  por  haber  dor- 
mido al  raso  en  el  campo  muchas  noches.  Pero  fuera  de 
esto...  nada.  Lo  juro  por  mi  nombre:  Pachín  Muiños.  Y 
ahora,  de  pronto,  me  veo  hecho  un  trapo,  y  me  ahogo, 
señor,  las  piernas  no  pueden  tenerme  y  me  faltan  fuer- 
zas para  ir  de  un  rincón  á  otro.  ¡Qué  ganas  tengo  de 
salir  de  aquí!...  Estoy  seguro  de  que  apenas  salte  en  tie- 
rra seré  otro:  volveré  á  sentirme  fuerte  como  en  el  pue- 
blo... Diga,  señor:  ¿cuándo  llegamos  á  Buenos  Aires? 

Hacía  la  pregunta  ávidamente;  se  incorporaba  para 
mirar  más  allá  de  la  borda.  Al  esparcir  su  vista  por  la 
inmensidad  esperaba  encontrar  en  el  horizonte  el  negro 
perfil  de  la  tierra  ansiada. 

—¿Tardaremos  dos  días?— siguió  preguntando. 

— Más;  un  poquito  más— dijo  Maltrana  suavemente 
para  engañar  su  impaciencia. 

—¿Como  cuántos  más?— continuó  con  tenacidad  el 
enfermo. 

Y  al  adivinar  en  las  palabras  evasivas  de  Maltrana 
que  aun  quedaban  muchos  días  de  viaje,  el  pobre  Muiños 
volvió  á  sumirse  en  la  desesperación...  ¡Buenos  Aires!. 
Deseaba  llegar  cuanto  antes  al  término  del  viaje  y  repe- 
tía el  nombre  de  la  ciudad,  como  si  encontrara  en  él  un 
poder  milagroso  igual  al  de  las  antiguas  palabras  caba- 
lísticas. 

Isidro,  luego  de  consolarle  con  engañosas  afirmacio- 
nes, asegurando  que  antes  de  una  semana  verían  la 


LOS  ARGONAUTAS  195 

tierra  ansiada,  retrocedió  con  Castillo  hacia  la  reja  de 
salida. 

— ¡La  esperanza!— dijo  con  tristeza—.  Ese  pobre  está 
muy  enfermo,  le  faltan  fuerzas  para  tenerse  en  pie,  y  se 
traslada,  sin  embargo,  de  un  hemisferio  á  otro  en  busca 
de  salud  y  dinero.  jQné  de  ensueños  van  en  este  cascarón 
con  todos  nosotros!... 

—  I Y  si  fuese  solo! — contestó  Castillo — .  Pero  le  acom- 
pañan su  mujer  y  tres  hijos. 

La  ilusión  de  la  salud  le  había  hecho  desarraigarse 
de  su  pueblo.  Allá  en  Galicia  no  podía  trabajar  una 
semana  entera  sin  que  el  esfuerzo  atrajese  la  enferme- 
dad. La  imagen  de  América  había  pasado  por  su  miseria 
como  un  resplandor  de  esperanza.  En  aquella  tierra  de 
fortuna,  donde  todos  se  transformaban,  él  sería  otro 
hombre.  Y  repuesto  por  unos  meses  de  descanso  y  hol- 
gura á  causa  de  haber  vendido  su  casucho  y  unas  vacas, 
Muiños  entró  en  el  buque  con  un  aspecto  engañador  de 
hombre  sano.  El  ambiente  del  mar  y  la  vida  de  á  bordo 
habían  sido  fatales  para  él:  cada  día  transcurrido  mar- 
caba un  descenso  de  su  salud . 

— Lo  que  él  cree  reumatismo  —  añadió  Castillo — es, 
según  el  médico  del  buque,  una  insuficiencia  cardíaca, 
que  empieza  á  complicarse  con  una  bronquitis  alarman- 
te. ;  A  saber  en  lo  que  parará!  La  mujer  y  los  chicos, 
acostumbrados  á  sus  enfermedades,  no  se  fijan  en  él. 
Ella  comadrea  con  las  otras  mujeres  y  los  muchachos 
juegan  ó  aguardan  con  impaciencia  la  hora  del  rancho. 
Y  el  pobre  Muiños,  cuando  se  ahoga  en  el  entrepuente, 
sube  á  la  cubierta  envuelto  en  su  abrigo  para  tenderse 
al  sol,  y  pregunta  cuántos  días  faltan  para  llegar,  cuan- 
do aun  estamos  al  principio  del  viaje...  Inútil  decirle  la 
verdad.  Su  ilusión,  que  se  ha  concentrado  en  Buenos 
Aires,  le  hace  olvidar  el  tiempo  y  la  distancia.  Cree  que 
le  engañan  cuando  le  dicen  que  aun  faltan  muchos  días. 
Al  avistar  Tenerife  preguntó  con  emoción  si  ya  está- 
bamos en  Buenos  Aires.  Mañana,  al  ver  de  lejos  las  islas 
de  Cabo  Verde,  volverá  á  creer  que  hemos  llegado... 
¡Infeliz!  De  todos  los  que  vamos  en  el  buque  es  el  que 
más  piensa  en  Buenos  Aires,  y  bien  jwdría  ocurrir  que 
fuese  el  único  que  no  llegase  á  verlo. 


196  V.    BLASCO   IBÁNÍ3Z 

Maltrana  se  despidió  de  Castillo  junto  á  la  verja  di- 
visoria de  clases,  frontera  inviolable  que  partía  en  dos 
estados  diversos  el  microcosmos  flotante. 

Arriba,  en  la  cubierta  de  paseo,  encontró  á  Fernan- 
do junto  á  una  de  las  ventanas  del  salón  que  daban  luz  á 
la  plataforma  interior,  ocupada  por  el  piano. 

Quiso  hablarle  Isidro,  pero  su  amigo  se  llevó  un  dedo 
á  los  labios  imponiendo  silencio.  Miró  entonces  por  la 
ventana  y  vio  á  una  mujer  sentada  al  piano.  Llegó  á  sus 
oídos  al  mismo  tiempo  una  música  en  sordina  y  el  susu- 
rro de  un  canto  á  media  voz. 

—Es  de  Tristán — murmuró  quedamente  Ojeda  en  su 
oído—.  El  lamento  desesperado  de  Iseo. 

Los  dos  permanecieron  en  silencio  á  ambos  lados  de 
la  ventana  escuchando  el  canto,  que  venía  del  interior 
con  lejanías  de  ensueño.  Maltrana,  menos  sensible  á  la 
emoción  musical,  examinaba  de  espaldas  á  esta  mujer, 
fijándose  en  su  nuca  blanca,  ligeramente  ensombrecida 
como  el  marfil  antiguo.  El  casco  de  su  cabellera  tenía 
junto  á  las  raíces  un  dorado  tierno  que  iba  coloreándose 
hasta  tomar  en  la  superficie  el  tono  rojizo  del  cobre 
fregoteado.  Su  cuello  se  inclinaba  hacia  delante  con  una 
esbeltez  anémica,  una  fragilidad  que  marcaba  bajo  la 
piel  los  tendones  y  arterias  dilatados  por  la  tenue  emi- 
sión de  la  voz. 

De  pronto,  la  cara  invisible  se  volvió  hacia  ellos, 
como  si  acabase  de  notar  su  presencia.  Vieron  unos  ojos 
cuyas  pupilas  de  color  de  ceniza  estaban  dilatadas  por 
la  sorpresa;  un  rostro  de  palidez  verdosa,  algo  descar- 
nado, que  se  coloreó  instantáneamente  con  un  acceso  de 
rubor.  Parecía  asustada  de  que  alguien  pudiese  oiría. 
Con  un  gesto  de  timidez  y  contrariedad  cerró  el  instru- 
mento, púsose  de  pie  y  marchó  hacia  la  puerta  del  salón 
para  huir  de  los  dos  importunos. 

Ojeda  la  siguió  con  la  vista.  Era  alta,  y  su  enfermiza 
delgadez  estaba  disimulada  en  parte  por  lo  recio  del 
esqueleto.  Las  caderas  marcaban  su  ósea  firmeza  bajo 
una  falda  de  dril  claro.  La  cabellera  amontonada  con 
gracioso  descuido,  los  zapatos  blancos  algo  usados,  la 
blusa  modesta  de  confección  casera,  la  falta  total  de 
alhajas,  daban  á  su  figura  un  aspecto  de  pobreza  sufrida 


LOS   ARGONAUTAS  197 

animosamente,  de  incertidumbre  bohemia  sobrellevada 
con  resignación. 

— Usted  que  conoce  aquí  á  todo  el  mundo— preguntó 
Ojeda — .  ¿Quién  es? 

— Hace  rato  que  podía  saberlo  si  me  hubiese  dejado 
hablar...  Es  la  mujer  del  director  de  orquesta  de  la 
compañía  de  opereta:  un  rubio  con  la  cara  granujienta 
que  se  pasa  día  y  noche  en  el  café  tomando  bocks  con 
los  de  su  tropa.  Buen  colador;  hay  veces  que  los  redon- 
deles de  fieltro  se  amontonan  en  su  mesa  como  una  co- 
lumna... Y  cuando  no  toma  cerveza,  admite  wishky  ó 
lo  que  caiga.  No  tiene  otra  ocupación  en  el  buque  que 
empinar  el  codo. 

—Es  una  mujer  interesante— murmuró  Ojeda—.  ¡Y 
tan  tímida!... 

Aguardaba  todas  las  tardes  á  que  el  salón  quedase 
desierto.  Descendían  las  familias  á  sus  camarotes  para 
dormir  la  siesta;  otros  pasajeros  se  acostaban  en  las 
sillas  largas  del  paseo;  sólo  permanecían  algunos  en 
el  jardín  de  invierno.  Entonces,  casi  de  puntillas,  iba 
hacia  el  piano,  y  apenas  colocaba  los  dedos  en  el  teclado 
parecía  olvidar  su  timidez,  aislándose  del  mundo  exte- 
rior, con  los  ojos  vagos  y  sin  luz,  como  si  su  mirada  se 
concentrase  interiormente  y  su  canto  fuese  un  débil 
escape,  un  lejano  eco  de  otra  música  de  recuerdos  que 
sonaba  dentro  de  ella. 

Al  verla  Fernando  en  el  piano  había  sentido  curiosi- 
dad por  conocer  su  música.  ¡Tal  vez  una  romanza  dul- 
zona y  sensiblera  de  opereta!...  Y  aun  duraba  en  él  la 
sorpresa  que  había  experimentado  al  escuchar  las  gran- 
diosas frases  del  dolor  de  Iseo. 

—Debe  tener  una  voz  magnífica,  ¿no  lo  cree  usted. 
Isidro?...  Quisiera  ser  su  amigo...  Usted  debe  conocerla, 
Maltrana  se  excusaba,  algo  contrariado  de  que  por 
esta  vez  no  le  fuese  posible  alardear  de  una  amistad. 
Apenas  se  había  fijado  en  ella:  ¡pchs!  ¡la  mujer  de  aquel 
borrachín  director  de  orquesta!  Era  algo  arisca;  huía  de 
la  gente;  apenas  se  trataba  con  las  otras  damas  de  la 
compañía.  Vivía  para  su  hijo,  un  pequeñín  de  cabeza 
enorme,  siempre  agarrado  de  su  mano.  A  los  saludos  de 
Maltrana  respondía  siempre  con  una  inclinación  de  ca- 


198  V.    BLASCO    IBÁNÍEF. 

beza  y  un  manifiesto  deseo  de  huir.  Además  como  mujer 
no  valía  gran  cosa:  parecía  enferma.  La  primera  vez 
que  se  fijó  en  ella  fué  por  las  burlas  de  unas  niñas  ele- 
gantes que  comentaban  su  palidez  verdosa.  «Ahí  va  esa 
de  la  opereta,  que  se  le  ha  reventado  la  hiél  y  la  tiene 
revuelta  por  todo  el  cuerpo.» 

—Pero  esto  no  importa,  Ojeda;  ya  que  la  señora  le 
interesa  por  lo  del  canto  wagneriano,  yo  se  la  presen- 
taré. Conozco  algo  al  marido;  hemos  bebido  juntos.  El 
se  llama  Hans...  Hans  Eichelberger,  eso  es;  el  maestro 
Hans.  Y  ella...  aguarde  usted,  ella  se  llama  Mina.  Ahora 
recuerdo  que  el  marido  la  llama  así,  y  según  me  dijo, 
es  un  diminutivo  de  Guillermina.  El  maestro  habla  algo 
el  español:  ha  andado  por  la  Argentina  y  Chile  en  otras 
correrías  musicales.  Ella  creo  que  muy  poco. 

Avanzaron  los  dos  amigos  hacia  la  popa,  detenién- 
dose en  la  baranda  cercana  al  café,  sobre  la  cubierta  de 
los  de  tercera  clase.  Habían  levantado  los  marineros 
una  parte  del  toldo  y  se  veía  abajo  el  rebullir  de  la  emi- 
gración septentrional,  gentes  melenudas  que  á  pesar  del 
calor  conservaban  sus  abrigos  de  pieles.  Sonaba  el  gan- 
gueo de  un  acordeón  con  el  apresurado  ritmo  de  la  danza 
rusa.  Una  muchacha  de  falda  corta,  botas  polonesas  y 
pañuelo  verde,  por  cuya  punta  asomaba  una  trenza  de 
pelos  rojos,  daba  vueltas  al  compás  de  la  música.  En 
torno  de  ella  un  mocetón  de  camisa  purpúrea  danzaba 
de  rodillas  ó  se  sostenía  en  portentoso  equilibrio  con  las 
piernas  casi  horizontales  y  las  posaderas  junto  al  suelo. 
Los  gritos  y  palmadas  de  los  otros  rusos  acompañaban 
estas  agilidades  de  loca  danza  gimnástica.  Los  judíos 
polacos  y  galicianos,  envueltos  en  sus  hopalandas  de 
carácter  sacerdotal,  contemplaban  el  espectáculo  ras- 
cándose las  barbas  luengas,  contrayendo  los  matorrales 
de  sus  cejas  casi  unidas. 

— ¡Las  gentes  que  venimos  aquí!— dijo  Fernando—.  ;Y 
pensar  que  es  el  nombre  de  una  ciudad  desconocida,  el 
vago  prestigio  de  una  tierra  lejana,  lo  que  nos  ha  jun- 
tado á  personas  de  tan  diverso  nacimiento!... 

— Veintiocho  pueblos,  según  afirma  don  Carmelo  el 
de  la  comisaría,  venimos  en  el  buque:  y  lo  mismo  ocu- 
rre en  otros  trasatlánticos.  ¿No  es  verdad,  Ojeda,  que 


LOS  ARGONAUTAS  199 

esto  se  parece  al  avance  en  masa  de  los  pueblos  de 
Europa  cuando  las  Cruzadas?...  Hace  poco  me  acordaba 
yo  abajo  de  las  muchedumbres  que  siguieron  á  Pedro 
el  Ermitaño.  Marchaban  enfermas,  desfallecidas  de  ham- 
bre, y  cada  vez  que  avistaban  una  pequeña  ciudad 
prorrumpían  en  alaridos  de  gozo:  «;Jerusalén!  ;Es  Je- 
rusalén!»  Y  estaban  aún  en  el  centro  de  Europa:  en 
Alemania  ó  en  Hungría.  Abajo,  en  la  proa,  tiene  usted 
á  un  heredero  de  aquellos  héroes  de  la  esperanza.  Va  en- 
fermo de  cuidado,  es  posible  que  no  llegue  al  término 
del  viaje,  pero  cada  vez  que  vemos  una  isla,  una  costa, 
se  galvaniza  y  pregunta  si  es  Buenos  Aires. 

— La  humanidad  vive  de  ilusión,  Maltrana.  Necesita- 
mos poner  nuestro  deseo  lejos,  en  tierras  desconocidas, 
pues  la  distancia  borra  la  duda  y  da  certeza  á  lo  más 
inverosímil.  Para  los  europeos  el  lugar  de  maravillas 
fué  Bagdad,  la  de  Las  mil  y  una  noches:  en  cambio  en 
mis  viajes  por  Oriente  he  visto  á  judíos  y  mahometanos 
suponer  tesoros  y  magias  en  la  antigua  Toledo.  Cuando 
los  poetas  del  Sur  imaginan  algo  prodigioso,  sitúan  el 
escenario  en  las  fortalezas  del  Ehin  ó  los  furdos  escandi- 
navos. Al  soñar  Wágner  el  castillo  de  Monsalvat,  coloca 
la  mansión  del  Santo  Graal  en  los  Pirineos  españoles  y 
da  un  palacio  árabe  á  Klingsor  el  encantador.  El  am- 
biente que  nos  rodea  es  demasiado  real  para  que  poda- 
mos cultivar  en  él  nuestras  ilusiones. 

— Así  es,  Fernando.  Pero  la  esperanza  humana,  que  en 
otras  épocas  fué  puramente  mística  y  por  eso  tal  vez 
miraba  á  Oriente,  es  ahora  positivista,  cifra  sus  anhelos 
en  el  bienestar  material  y  se  dirige  hacia  Occidente. 
Todos  queremos  ser  ricos;  necesitamos  serlo,  y  esta  espe- 
ranza comunica  á  las  tierras  lejanas  el  prestigio  de  la 
ilusión.  Hace  siglos  la  gente  de  empuje  iba  al  Perú;  ayer 
soñaba  la  humanidad  con  los  tesoros  de  California,  y 
allá  corrían  en  masa  los  hombres  de  aventura:  hoy  em- 
pieza á  mezclarse  con  el  esplendor  de  los  Estados  Unidos 
la  irradiación  que  surge  de  una  nueva  ciudad-esperan- 
za: Buenos  Aires. 

—Mañana— interrumpió  Ojeda— los  peregrinos  de  la 
riqueza,  torciendo  su  camino,  se  derramarán  por  las 
islas  de  la  Oceanía,  y  tal  vez  la  Jerusalén  del  porvenir 


200  V.   BLASCO  ibAñez 

estará  dentro  de  millares  de  años  en  algún  lugar  del 
Pacífico,  donde  en  este  momento  colean  los  tiburones  y 
se  hinchan  y  deshinchan  las  olas  solitarias. 

El  deseo  humano  colocaría  la  ciudad  de  la  esperan- 
za sobre  alguna  tierra  sacada  del  fondo  de  las  aguas 
por  una  convulsión  del  planeta;  tal  vez  sobre  atolones 
que  los  infusorios  madrepóricos  estaban  petrificando  en 
aquel  momento  con  lenta  y  paciente  labor  multimilena- 
ria...  Nunca  faltaría  en  el  globo  un  lugar  que  atrajese 
á  los  hombres  inquietos  y  enérgicos,  descontentos  con  su 
destino,  ansiosos  de  cambiar  de  postura. 

— Cada  vez  será  más  grande  esta  peregrinación — dijo 
Maltrana — .  Sentimos  la  imperiosa  necesidad  del  dinero 
como  no  la  sintieron  nuestros  abuelos;  y  los  que  vengan 
detrás  la  experimentarán  con  mayor  ímpetu  que  nos- 
otros. Yo  deseo  ser  rico;  no  tengo  rubor  en  confesarlo;  es 
lo  único  que  me  preocupa.  Necesito  saber  qué  es  eso  de 
la  riqueza,  y  á  conseguirlo  voy...  sea  como  sea.  ¿Y  usted, 
Fernando?... 

Sonrió  éste  levemente.  También  quería  ser  rico,  y 
su  deseo  imperioso  le  había  desarraigado  del  viejo  mun- 
do, lanzándolo  en  plena  aventura  como  los  miserables  que 
se  aglomeraban  en  los  sollados  de  la  emigración.  Nece- 
sitaba una  gran  fortuna  para  creerse  feliz.  Y  sin  em- 
bargo... ¡quién  sabe!  la  riqueza  no  es  la  dicha,  no  lo  ha 
sido  nunca;  cuando  más  puede  aceptarse  como  un  medio 
para  afirmarla...  Tal  vez  ni  aun  esto  era  cierto.  Recor- 
daba la  wagneriana  leyenda  del  anillo  del  nibelungo,  el 
milagroso  oro  del  Rhin,  símbolo  del  poder  mundial.  Quien 
lo  poseía  era  señor  del  universo,  dueño  absoluto  de  todas 
las  riquezas;  pero  para  conquistarlo  había  que  maldecir 
el  amor,  renunciar  á  él  eternamente. 

— Y  el  amor,  Maltrana,  y  otros  sentimientos,  valen 
más  que  un  tesoro.  Yo  soy  pobre  y  marcho  en  busca  del 
dinero  porque  veo  en  él  una  garantía  de  seguridad  y  de 
reposo  para  ocuparme  tranquilamente  en  otras  empresas 
de  mi  gusto.  Pero  si  alguien  me  hiciese  ver  que  la  ri- 
queza debía  pagarla  con  la  renuncia  del  amor,  le  juro 
que  saltaba  á  tierra  en  el  primer  puerto  para  volverme 
á  Europa. 

Isidro  levantó  los  hombros  desdeñosamente.  ¡Fanta- 


LOS  ARGONAUTAS  201 

sías  de  artista!  ¡Cavilaciones  de  poeta!  ¿Qué  tenían  que 
ver  el  amor  y  la  riqueza  para  que  los  colocasen  juntos 
como  antitéticos  é  inconfundibles?...  El  quería  ser  rico, 
por  serlo;  por  conocer  las  dulzuras  del  más  irresistible  de 
los  poderes;  las  satisfacciones  orgullosas  y  egoístas  que 
proporciona  la  llamada  «potencia  de  dominación».  Y  si 
para  ello  había  de  renunciar  á  las  gratas  tonterías  del 
amor  y  á  otros  sentimientos  que  el  mundo  considera  con 
un  respeto  tradicional,  pronto  estaba  al  sacrificio.  Le 
irritaba  el  menosprecio  con  que  durante  siglos  y  siglos 
religiones  y  pueblos  habían  tratado  á  la  riqueza,  como 
si  ésta  fuese  algo  diabólico  y  vil,  incompatible  con  la 
elevación  de  alma  y  la  nobleza  de  la  vida. 

—Usted  dice  que  es  pobre,  Fernando;  y  otros  como 
usted  lo  dicen  igualmente.  Todo  el  que  no  es  millonario 
se  cree  en  la  pobreza  y  habla  de  ella  como  de  algo  agra- 
dable y  hermoso  que  debe  proporcionarle  una  aureola 
de  simpatía.  No;  usted  no  ha  sido  pobre  jamás,  ni  sabe 
lo  que  es  eso.  Usted  necesita  ser  rico;  conforme:  pero  no 
tiene  una  idea  de  lo  que  es  la  miseria.  Le  habrán  hecho 
falta  miles  de  duros,  pero  jamás  al  llevarse  una  mano  al 
bolsillo  ha  dejado  de  sentir  el  contacto  de  las  rodajas  de 
plata...  Pobre  lo  he  sido  yo;  lo  soy  aún^  lo  he  sido  toda 
mi  vida.  Y  como  he  visto  de  cerca  la  verdadera  pobre- 
za, fea  y  calva  como  la  muerte,  la  detesto,  y  deseo  que 
no  me  siga  tenazmente  como  hasta  ahora,  fuera  del  al- 
cance de  mi  odio.  Quiero  que  algún  día  se  me  aproxime, 
se  coloque  á  mi  lado,  para  acogotarla,  para  romperle  á 
puñetazos  los  costillares,  para  convertir  en  polvo  el  an- 
damiaje de  su  esqueleto. 

Comenzó  á  reir  Fernando  con  estas  palabras,  pero  se 
contuvo  al  notar  la  sincera  vehemencia  con  que  hablaba 
Isidro  y  el  vaho  de  lágrimas  que  empañaba  sus  ojos  re- 
pentinamente. 

—Yo  sé  mejor  que  nadie  lo  que  es  la  pobreza,  y  por 
eso  me  irrito  cuando  en  España  y  otros  países  que  lla- 
man, no  sé  por  qué,  «caballerescos»  é  «idealistas»,  oigo 
decir  á  las  gentes  con  orgullo:  «Yo  que  soy  pobre,  pero 
muy  honrado.»  Y  tal  prestigio  debe  tener  la  frase,  que 
muchos  que  no  son  pobres  se  jactan  de  serlo,  como  si  esto 
fuese  un  testimonio  de  honradez...   ¡Mentira!  Ningún 


202  V.    BLASCO   IBÁÑR2 

pobre  puede  considerarse  honrado,  ya  que  la  pobreza  es 
una  deshonra,  un  certificado  de  incapacidad.  Cierto  que 
habrá  siempre  pobres,  como  hay  en  el  mundo  feos,  con- 
trahechos ó  imbéciles.  Pero  el  que  tiene  un  defecto  físico 
ó  intelectual  no  hace  gala  de  él,  antes  procura  remediar- 
lo, y  el  pobre  que  se  resigna  con  su  suerte  y  no  busca 
hacerse  rico,  sea  como  sea,  á  las  buenas  ó  las  malas,  es 
un  cobarde  ó  un  inútil,  y  no  puede  convertir  su  vileza 
en  un  mérito. 

Ojeda  acogió  con  aspavientos  de  cómico  terror  estas 
palabras. 

— Eepita  usted,  Isidro,  tales  cosas  á  los  de  tercera 
clase,  y  seguramente  que  no  llegamos  á  Buenos  Aires. 
Se  van  á  sublevar,  á  hacerse  dueños  del  buque. 

Pero  Maltrana,  dominado  por  su  emoción,  no  le  escu- 
chaba y  siguió  hablando. 

— jLa  miseria!...  Sé  lo  que  es  y  quiero  evitar  que  la 
conozcan  aquellos  que  yo  amo.  Usted,  Fernando,  ignora 
mi  vida  (1).  Tal  vez  le  hayan  dicho  que  una  parte  de 
ella  anda  por  ahí  en  relatos  novelescos...  Pero  la  verdad 
es  siempre  más  cruda,  más  in tragable  que  los  pequeños 
trozos  realistas  de  los  libros,  aderezados  con  salsas  de 
fantasía...  La  mujer  que  me  trajo  al  mundo  pereció  como 
un  animal,  cansada  de  trabajar.  Un  pobre  hombre  que 
me  servía  de  padre  murió  asesinado,  por  la  imprevisión 
de  unos  contratistas,  en  una  catástrofe  del  trabajo,  y  su 
cadáver  fué  bandera  revolucionaria  para  otros  tan  des- 
dichados como  él.  Yo  he  comido  las  bazofias  que  comen 
los  perros.  Mis  nobles  ascendientes  eran  traperos  y  se 
mantenían  con  las  sobras  de  las  cocinas  de  Madrid.  He 
crecido  sabiendo  con  qué  punzadas  y  retortijones  avisa 
el  estómago  el  dolor  de  su  vacío.  He  sufrido  privaciones 
y  vergüenzas,  hasta  que  un  día... 

Calló  un  momento.  Temblaba  su  voz,  súbitamente 
enronquecida.  Se  llevó  una  mano  á  los  ojos  como  si  le 
molestase  la  luz. 

—Un  día,  cuando  fui  hombre,  una  infeliz  me  escuchó: 
una  compañera  de  miseria,  ansiosa  de  ideal  á  su  modo. 
La  pobre  creía  encontrarlo  en  mí,  señorito  hambriento 


(1)    Véase  La  Horda. 


LOS  ATIGONAUTAS  203 

que  hablaba  de  cosas  que  ella  no  podía  entender.  Mi  vida 
floreció  por  vez  primera;  conocí  la  alegría,  la  verdadera 
alegría,  durante  unos  meses:  luego  el  idilio  acabó  en  el 
hospital.  Y  aquel  cuerpo  gracioso,  cuerpo  de  pobre  en  el 
que  luchaba  la  juventud  con  un  raquitismo  hereditario, 
bajó  á  la  tierra  despedazado:  lo  hicieron  cuartos  como 
una  res  de  matadero  sobre  el  mármol  de  la  sala  de  di- 
sección... Usted,  Ojeda,  debe  amar  á  alguien,  como  amé 
yo.  Todos  encontramos  una  posada  de  amor  en  el  cami- 
no de  la  vida;  hasta  los  más  infelices.  Imagínese  el  cuer- 
po que  usted  adora,  con  el  orgullo  de  la  posesión,  des- 
nudo, sobre  una  mesa;  las  blancas  intimidades  sólo  por 
usted  conocidas,  expuestas  ante  la  insolencia  juvenil;  la 
epidermis,  arrancada  de  los  músculos  como  el  forro  de 
un  libro;  las  manos,  pasando  de  mesa  en  mesa;  los  pe- 
chos, como  unas  piltrafas  nadando  en  un  cubo;  la  cabe- 
za, á  un  lado,  las  piernas,  á  otro...  ¡No  puedo!  ¡no  puedo 
pensarlo!  Es  un  recuerdo  que  me  amarga  muchas  no- 
ches... Pero  ¿por  qué  hablo  de  esto? 

Frunció  Ojeda  el  ceño,  emocionado  por  las  palabras 
de  Maltrana.  Hacía  mal  en  acordarse  del  pasado:  era 
mejor  ir  adelante  sin  volver  la  cabeza. 

—Así  terminó  nuestro  amor— dijo  Isidro  después  de 
larga  pausa  levantando  la  frente  de  entre  las  manos—. 
Así  terminó  porque  éramos  pobres...  Me  quedó  un  hijo, 
y  la  primera  vez  que  lo  tuve  entre  mis  brazos  en  una 
casucha  de  las  afueras  de  Madrid,  creí  nacer  de  nuevo, 
pero  más  fuerte,  con  una  voluntad  que  nunca  había 
sospechado...  El  pobre  rollo  de  manteca,  con  sus  ojitos 
como  dos  punzadas,  me  hizo  sentir  la  impresión  de  una 
fuerza  misteriosa  que  me  galvanizaba  interiormente. 
Desde  entonces  estoy  fabricado  con  algo  muy  duro;  soy 
de  acero,  soy  de  bronce.  «Sólo  puedes  contar  conmigo, 
pobrecito — le  dije  al  pequeño — .  No  tienes  á  otro  en  el 
mundo,  pero  yo  trabajaré  por  ti.»  Fui  tímido  y  flojo  para 
defender  á  la  madre;  pero  el  chiquitín  me  dio  una  fiereza 
de  tigre...  Esta  segunda  parte  de  vida  la  conoce  usted 
mejor  que  la  otra.  No  es  ningún  secreto.  «Isidro  Maltra- 
na, un  canallita  simpático;  un  sinvergüenza  que  conoce 
la  manera  de  vivir...» 

Ojeda  intentó  protestar. 


204  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

— No  mueva  la  cabeza,  Fernando;  no  diga  que  no, 
por  amabilidad:  déjeme  la  gloria  de  mi  mala  fama,  que 
es  muy  justa  y  me  enorgullece.  Pensé  en  ser  ladrón, 
pues  contaba  con  buenas  relaciones  para  emprender  la 
carrera;  pero  soy  cobarde:  tampoco  podía  alquilar  mis 
brazos  como  matachín,  porque  son  débiles.  Pero  alquilé 
mi  pluma  y  mi  bilis,  y  tal  fué  mi  desvergüenza,  que 
hasta  tengo  admiradores.  He  fabricado  libros  para  que 
los  firmasen  graves  personajes  y  estudios  laudatorios 
de  esos  mismos  autores,  sobre  cuyas  nobles  cabezas  escu- 
piría de  buena  gana.  He  insultado  á  hombres  que  respeto 
y  admiro,  amontonando  contra  ellos  infamias  y  menti- 
ras, cuando  de  seguir  mis  deseos  me  hubiese  arrodillado 
para  implorar  su  perdón.  He  recibido  golpes  y  me  los  he 
guardado  tranquilamente  cuando  el  ofendido  era  más 
fuerte  que  yo.  Otras  veces,  acorralado  como  un  gato  que 
no  encuentra  salida,  he  hecho  el  papel  de  tigre  batién- 
dome como  un  caballero  de  la  Tabla  Redonda  en  defensa 
de  cosas  que  no  me  interesaban.  He  vivido  en  la  cárcel 
por  artículos  de  periódicos  que  no  tuve  la  curiosidad  de 
leer.  Cuando  había  que  atajar  alguna  opinión  justa  con 
una  nota  insolente  y  discordante,  Maltranita  se  encar- 
gaba de  ello,  siempre  «por  cuanto  vos  contribuísteis». 
¿Qué  no  he  hecho  yo  para  ganar  dinero?...  Hasta  me  he 
prestado  á  ser  intermediario  en  los  amores  secretos  de 
ciertos  personajes  y  he  servido  de  honorable  acompa- 
ñante á  sus  queridas...  No  se  asombre,  Ojeda;  convén- 
zase de  que  lleva  por  compañero  á  uno  de  los  canallas 
más  notables  que  ha  tenido  Madrid. 

A  pesar  del  tono  de  esta  afirmación,  que  hizo  sonreír 
otra  vez  á  Fernando,  el  bohemio  continuó  con  gesto  fosco 
y  ojos  enternecidos: 

— Y  no  crea  que  me  arrepiento  de  mi  pasado.  Desco- 
nozco el  rubor  y  la  vergüenza:  son  lujos  que  sólo  pueden 
permitirse  los  felices...  Cada  vez  que  cometí  una  mala 
acción,  me  bastó  para  olvidarla  hacer  una  visita  al  cole- 
gio de  ricos  donde  se  educa  mi  Feliciano,  gracias  á  los 
esfuerzos  de  su  padre,  tan  nobles  y  tan  heroicos  como 
los  de  cualquier  duque  antiguo  que  salía  lanza  en  mano 
á  robar  en  las  encrucijadas.  Mi  hijo  me  cree  un  gran 
personaje  porque  ve  que  mi  nombre  figura  en  los  perió- 


LOS  ARGONAUTAS  205 

dices:  sus  maestros  no  me  admiran  menos  y  permiten 
que  algunas  veces  me  retrase  en  el  pago  de  mis  obliga- 
ciones. Soy  para  ellos  un  señor  de  cierto  poder  que  trata 
familiarmente  á  los  ministros  y  pasea  todas  las  tardes 
por  los  pasillos  del  Congreso.  Y  esta  devoción  de  mi 
hijo  y  sus  allegados  me  compensa  de  todas  mis  vilezas: 
hasta  de  las  numerosas  bofetadas  que  llevo  recibidas  por 
mis  atrevimientos...  Yo  quiero  que  mi  Feliciano,  el  hijo 
del  bohemio  y  de  la  gorrera  despedazada  en  el  hospital, 
sea  rico,  muy  rico,  y  por  esto,  sólo  por  esto,  me  he  alis- 
tado en  la  cruzada  al  Nuevo  Mundo.  En  mí  se  han  con- 
traído todos  los  afectos  para  dejar  espacio  únicamente 
al  de  la  paternidad,  que  me  ocupa  por  entero...  Usted, 
Fernando,  no  sabe  lo  que  es  el  sentimiento  paternal  y 
hasta  dónde  llega  su  santa  ferocidad.  «Perezca  el  mundo 
y  sálvese  la  carne  de  mi  carne.» 

—No  tanto— dijo  Ojeda— ;  no  exagere  usted. 

—Sí:  «Robemos  á  los  hijos  de  los  demás  para  que 
nuestro  hijo  sea  rico...»  Y  yo  soy  un  padre.  Sé  bien  que 
esta  paternidad  no  es  más  que  un  sentimiento  egoísta, 
como  el  amor,  como  el  patriotismo,  como  tantas  ideas 
respetables  é  indiscutibles,  que  traen  revuelto  al  mun- 
do... Pero  la  vida  no  es  más  que  una  urdimbre  de  egoís- 
mos, y  yo  carezco  de  fuerzas  para  reformarla.  Voy  á 
trabajar  por  el  pequeño,  y  en  nombre  de  mis  sacrosan- 
tas ternuras  de  padre  de  familia  reventaré  si  me  es  posi- 
ble á  los  otros  padres  de  familia  que  se  me  pongan  por 
delante,  dispuestos  como  yo  á  toda  clase  de  porquerías 
para  asegurar  el  bienestar  de  su  prole.  Quiero  hacer  rico 
á  mi  hijo...  ¡y  caiga  el  que  caiga! 

— Cuando  llegue  usted  á  enriquecerse — interrumpió 
Ojeda — ,  es  muy  probable  que  su  hijo  sea  como  los  hijos 
de  casi  todos  los  ricos:  un  ser  inútil  para  la  sociedad;  un 
ente  de  lujo  que  gaste  sin  tino  lo  que  el  padre  amontonó 
en  fuerza  de  sacrificios. 

—Lo  he  pensado  muchas  veces;  ¿y  qué?...  Yo  tengo 
tanto  derecho  como  cualquier  burgués  á  producir  un 
hijo  inservible  y  decorativo.  No  todo  en  el  mundo  debe 
ser  útil.  Es  una  satisfacción  para  el  egoísmo  paternal 
haberse  matado  trabajando  en  un  extremo  del  mundo 
para  que  el  hijo  vaya  al  otro  hemisferio  á  mantener  co- 


206  V.   BLASCO  íbáñsz 

cotas  de  precio  y  sostener  el  Juego  en  los  clubs  elegan- 
tes. Un  orgullo  tan  legítimo  como  el  de  los  criadores  de 
caballos  de  carreras,  hermosos  é  inútiles,  que  no  sirven 
para  arar  un  campo  ni  pueden  tirar  de  un  carretón,  pero 
corren  y  corren  sin  objeto  entre  los  entusiasmos  epilép- 
ticos de  la  multitud...  Además,  Fernando,  amo  el  dinero 
por  ser  dinero,  con  un  respeto  casi  religioso.  Yo,  que 
no  he  creído  en  nada,  creo  en  su  majestad  irresisti- 
ble, en  su  poder  benéfico,  que  revoluciona  nuestra  exis- 
tencia, haciéndola  más  cómoda  y  fácil...  El  dinero  es 
también  poesía,  una  poesía  sobria,  enérgica,  intensa, 
más  humana  y  conmovedora  que  la  insincera  y  manida 
que  ustedes  vienen  reproduciendo  hace  siglos  en  sus 
versos. 

Esta  afirmación  provocó  en  Ojeda  una  risa  franca. 

— A  ver,  siga  usted;  eso  me  interesa:  suelte  su  bagaje 
de  paradojas.  Es  divertido  y  le  hará  olvidar  el  recuerdo 
de  sus  tristezas  pasadas. 

Pero  Maltrana,  insensible  al  regocijo  de  su  amigo, 
siguió  hablando.  Un  movimiento  universal,  semejante 
al  nacimiento  de  una  religión  poderosa,  se  estaba  apode- 
rando de  los  destinos  del  mundo.  Pero  muy  pocos  se  da- 
ban cuenta  de  este  suceso,  que  iba  á  abrir  en  la  historia 
una  era  nueva. 

—Siempre  ha  ocurrido  así.  Los  hombres  tardan  siglos 
en  conocer  las  fuerzas  recientes  que  los  mueven;  han  de 
transcurrir  varias  generaciones  para  que  un  día  lleguen 
á  enterarse  de  que  son  completamente  distintos  de  como 
fueron  sus  abuelos...  Si  resucitase  un  romano  de  los  dos 
primeros  siglos  de  nuestra  era  y  le  preguntásemos  qué 
se  hablaba  en  su  tiempo  de  los  cristianos,  nos  miraría 
con  extrañeza.  Nada  sabría  de  ellos;  su  época  fijaba 
la  atención  en  otros  asuntos  más  importantes.  Y  sin 
embargo,  bajo  de  sus  pies,  en  la  sombra,  latía  una 
fuerza,  ignorada  por  él,  que  iba  á  transformar  el  mun- 
do... Desde  hace  ochenta  años  ha  venido  á  la  tierra  un 
nuevo  dios:  el  dinero.  Y  ese  dios  tiene  sus  apóstoles:  el 
centenar  de  grandes  millonarios  y  capitanes  de  indus- 
tria esparcidos  por  el  mundo,  ministros  de  un  poder 
misterioso,  que  permanecen  en  la  sombra,  como  si  la 
grandeza  de  su  misión  les  impusiese  el  incógnito;  hom- 


LOS  ARGONAUTAS  207 

bres  cuyos  apellidos  conoce  la  tierra  entera,  igual  que 
los  de  los  reyes,  pero  á  los  cuales  muy  pocos  han  visto 
en  persona,  pues  rehuyen  la  publicidad. 

Ojeda  escuchaba  con  un  interés  creciente  estas  pala- 
bras de  su  amigo. 

— Los  Césares  modernos  los  visitan  á  bordo  de  sus 
yates  y  los  sientan  á  sus  mesas:  poco  falta  para  que  los 
emperadores  al  escribirles  les  llamen  «querido  primo», 
como  es  de  uso  entre  testas  coronadas.  Se  necesita  ser 
ciego  para  no  ver  el  poderío  de  estos  monarcas  mundia- 
les, cuyos  abuelos  fueron  leñadores,  barqueros  ó  míseros 
prestamistas.  Antes  los  conductores  de  pueblos  hacían  la 
guerra  á  su  capricho  ó  por  desavenencias  de  familia, 
siempre  que  les  daba  la  gana.  Ahora  disponen  de  más 
soldados  que  nunca,  de  prodigiosas  herramientas  de  des- 
trucción, y  sin  embargo  se  mantienen  en  forzado  quie- 
tismo, armados  hasta  los  dientes.  Para  tirar  de  la  espada 
tienen  que  consultar  antes  á  estos  nuevos  «primos»  de  la 
mano  izquierda,  cuyo  auxilio  les  es  indispensable.  «No 
nos  conviene  la  operación»,  dicen  los  apóstoles  moder- 
nos en  el  misterio  de  su  retiro,  donde  fraguan  las  tramas 
mundiales.  Y  la  espada  tiene  que  volver  á  su  vaina,  ó 
cuando  más,  se  emplea  en  alguna  expedición  colonial, 
apaleando  negros  ó  amarillos,  todo  para  mayor  gloria 
del  dios  que  somete  de  este  modo  nuevos  pueblos  á  su 
culto... 

Continuó  Maltrana  ensalzando  la  grandeza  de  estos 
magos  modernos. 

La  actividad  de  los  hombres  corría  canalizada  sobre 
la  costra  del  globo  en  el  punto  que  se  dignaban  señalar 
con  un  dedo.  Soberanos  de  miles  y  miles  de  kilómetros 
de  vías  férreas  ó  de  flotas  como  jamás  las  tuvo  imperio 
alguno,  les  bastaba  una  orden  telefónica  para  cambiar 
el  curso  del  progreso  mundial.  Islas  del  Pacíñco  en  las 
que  hace  cincuenta  años  los  naturales  asaban  todavía 
para  su  consumo  la  carne  humana,  habían  realizado 
en  tan  corto  lapso  de  tiempo  una  evolución  de  siglos  y 
hasta  ensayaban  el  régimen  socialista.  Un  país  desierto 
lo  transformaban  en  un  lustro.  Hacían  surgir  ciudades 
con  paseos,  estatuas  y  tranvías  eléctricos  sobre  una  tie- 
rra habitada  poco  antes  por  avestruces.  Les  bastaba  para 


208  V.    BLASCO   IBÁÑBí 

realizar  este  milagro  con  tender  una  línea  de  ferrocarril. 
Costas  inhospitalarias  y  desiertas  brillaban  de  pronto 
con  los  focos  eléctricos  de  sus  puertos.  Establecían  una 
nueva  línea  de  navegación,  y  el  gran  rebaño  emigrante, 
los  aventureros  inquietos  que  todo  lo  transforman,  llega- 
ban hasta  donde  era  la  voluntad  de  los  taumaturgos 
ocultos  en  la  sombra... 

Miró  Isidro  la  multitud  que  bailaba  abajo  en  la  ex- 
planada de  popa,  y  añadió: 

— Nosotros  mismos  vamos  adonde  vamos  porque  los 
apóstoles  de  la  nueva  religión  nos  han  abierto  un  cami- 
no y  nos  empujan  por  él,  sin  que  nos  demos  cuenta... 
Usted  que  es  poeta,  acuérdese,  O jeda,  de  lo  que  dio  la 
vieja  España  á  estos  países  americanos...  Les  dio  el  con- 
quistador, un  héroe  grande  como  los  de  la  Iliada,  un 
superhombre,  que  en  menos  de  un  siglo  exploró  medio 
globo  labrando  su  vivienda  en  las  alturas  andinas  á 
cuatro  mil  metros,  junto  á  los  nidos  de  los  cóndores,  ó  en 
valles  ecuatoriales  que  son  ollas  de  fuego.  El  engendró 
los  actuales  pueblos  de  América,  legándoles  una  predis- 
posición al  heroísmo  y  un  alto  concepto  del  honor.  Dio 
también  el  sacerdote,  el  misionero,  que  con  la  difusión 
del  cristianismo  fué  dulcificando  las  costumbres  y  supri- 
mió una  idolatría,  que  necesitaba  de  sacrificios  huma- 
nos... ¡Qué  regalo  hermoso  para  ser  cantado  por  los  poe- 
tas! ¡La  espada  y  la  cruz;  el  heroísmo  y  la  piedad!...  Y 
sin  embargo,  los  pueblos  hispanoamericanos  dormitan  en 
la  época  colonial,  produciendo  lo  estrictamente  necesa- 
rio para  su  mantenimiento,  y  luego  de  su  independencia 
dormitan  igualmente  bajo  el  pie  de  valerosos  déspotas 
que  reemplazan  con  una  tiranía  inmediata  y  tangi- 
ble la  mansurrona  y  perezosa  de  la  metrópoli.  Y  todo 
sigue  así  hasta  que  aparece  el  nuevo  dios...  El  dinero, 
el  vil  dinero,  maldecido  por  los  poetas,  arriba  á  sus  cos- 
tas, y  entonces  únicamente  es  cuando  se  transforma  todo 
en  unas  docenas  de  años. 

La  locomotora  avanzaba  sobre  el  suelo  virgen  antes 
que  el  arado;  las  estaciones  surgían  en  el  desierto  como 
postes  indicadores  de  futuros  pueblos;  el  buque  de  vapor 
estaba  pronto  en  la  rada  para  llevarse  el  sobrante  de 
las  cosechas  á  otro  lugar  del  globo;  el  exiguo  mercado 


LOS  ARGONAUTAS  209 

consumidor  tímido  y  mísero  se  agrandaba  basta  ser  un 
productor  gigantesco;  los  grupitos  de  emigrantes  que 
cada  dos  meses  llegaban  en  un  bergantín  como  gota 
suelta  de  vida,  eran  reemplazados  por  pueblos  enteros, 
que  volcaban  los  trasatlánticos  diariamente  en  la  tierra 
nueva... 

—Y  toda  esa  revolución — continuó  Maltrana— la  han 
hecho  y  la  siguen  haciendo  los  apóstoles  misteriosos  de 
mi  dios;  esos  magos  que  se  ocultan  en  un  despacho  aus- 
tero de  la  City  de  Londres,  en  un  piso  vigésimo  de 
Nueva  York  ó  en  cualquiera  avenida  elegante  de  París 
ó  Berlín. 

— ¡El  dinero! — exclamó  Ojeda  con  despectiva  expre- 
sión— .  El  dinero  no  es  más  que  un  medio  y  ha  existido 
siempre.  La  actividad  humana,  el  progreso  de  la  cien- 
cia, el  afán  de  bienestar  son  los  que  han  realizado  jun- 
tos esas  transformaciones  maravillosas.  Justamente,  esa 
América  colonial  y  dormitante  de  la  que  usted  habla, 
fué  una  gran  productora  de  dinero.  Acuérdese  del  Po- 
tosí y  otras  minas  célebres  que  cargaron  los  galeones 
españoles  de  barras  preciosas  durante  siglos.  ¿Y  de  qué 
nos  sirvió  tanto  dinero?...  Fué  nuestra  muerte. 

Maltrana  protestó:  su  dinero  no  era  ese.  El  hablaba 
del  dinero  moderno,  del  dinero  animado  por  la  vida, 
alado  é  inteligente,  incapaz  de  sufrir  encierro  alguno, 
dando  sin  cesar  la  vuelta  al  mundo,  penetrando  en  todas 
partes  en  forma  de  papel,  irresistible  y  triunfador  bajo 
el  misterio  de  los  caracteres  impresos,  lo  mismo  que  el 
pensamiento  humano. 

Este  dinero  omnipotente  aun  no  contaba  un  siglo  de 
existencia.  Su  vida  no  iba  más  allá  de  la  de  un  hombre 
octogenario.  Cierto  era  que  había  existido  siempre,  pero 
antes  del  avatar  victorioso  que  le  hizo  señor  del  mundo, 
su  vida  se  arrastraba  vergonzosa  entre  desprecios  y  vi- 
lezas. Pluto  era  un  dios  sombrío  y  cobarde,  amarillo  y 
macilento  como  el  oro  enterrado.  Las  religiones  lo  em- 
parentaban con  el  diablo,  viendo  en  la  riqueza  una  ten- 
tación. El  hombre  perfecto  era  en  todos  los  pueblos  el 
asceta  roído  por  la  miseria,  insensible  á  las  grandezas 
terrenales.  Multiplicar  el  oro  se  tenía  por  empresa  de 
mercaderes  relegados  á  las  últimas  capas  de  la  sociedad. 

14 


210  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

La  manera  noble  de  conquistarlo  era  lanza  en  ristre  en 
medio  de  un  camino,  desvalijando  á  las  caravanas  ó 
entrando  á  saco  en  las  ciudades  tomadas  por  asalto.  El 
precioso  metal,  buscado  en  secreto  y  despreciado  en  pú- 
blico, no  tenía  otro  empleo  que  el  préstamo  y  la  usura, 
atrayendo  crímenes  y  maldiciones. 

Ocultábase  en  escondrijos  subterráneos,  temeroso  de 
la  luz,  como  los  reprobos  de  una  religión  vergonzosa. 
Era  pesado  y  voluminoso  en  el  encierro  de  sus  bolsas  y 
no  podía  moverse  más  allá  del  grupo  urbano  donde  lo 
había  amasado  el  ahorro.  Los  que  se  dedicaban  á  su  ma- 
nejo, parecían  afligidos  de  una  enfermedad  mortal:  ama- 
rilleaban con  la  zozobra,  temblando  á  cada  paso,  como 
si  el  aire  se  poblase  de  enemigos.  Las  muchedumbres 
famélicas  creían  remediar  sus  males  entrando  á  degüello 
en  los  barrios  poblados  por  los  sórdidos  devotos  del  dios 
amarillo;  los  grandes  señores  en  sus  apuros  moneta- 
rios ahorcaban  á  los  negociantes  para  reunir  fondos.  Y 
al  dulciñcarse  las  costumbres,  no  por  esto  llegaba  á  bo- 
rrarse el  estigma  con  que  estaban  marcados  los  sacerdo- 
tes del  oro.  Se  les  adulaba  en  momentos  de  angustia,  y 
se  les  repelía  luego  con  el  pie  en  nombre  de  la  caballe- 
rosidad y  la  nobleza  de  alma. 

— Pero  un  día  el  aprovechamiento  del  vapor  cambió  la 
faz  del  mundo.  Casi  ha  sido  en  nuestra  época:  hemos 
conocido  personas  que  presenciaron  esta  gran  revolu- 
ción, la  más  trascendental  y  positiva  de  todas.  Existía 
la  locomotora  y  había  que  fabricar  miles  y  miles,  abrién- 
dola caminos  por  todo  el  planeta.  La  máquina  industrial 
no  cabía  en  los  pequeños  talleres  de  familia,  y  era  pre- 
ciso construir  monstruosos  ediñcios,  más  grandes  que  las 
catedrales  y  los  templos  del  paganismo.  Ningún  mo- 
narca ni  potentado  era  capaz  de  acometer  individual- 
mente esta  empresa  gigantesca...  Entonces  el  dios  ama- 
rillo cambió  de  forma,  saliendo  majestuoso  y  triunfador 
como  el  sol,  de  la  hopalanda  del  usurero  que  le  había 
tenido  oculto.  En  su  glorioso  despertar  ya  no  fué  metá- 
lico, pesado  é  individual;  no  vivió  más  en  su  escondrijo 
de  terror,  y  reunió  á  las  muchedumbres  para  la  obra 
común  por  medio  de  esos  documentos  que  llaman  accio- 
nes y  obligaciones.  El  papel,  que  es  el  ala  del  pensa- 


LOS  ARGONAUTAS  211 

miento  moderno,  fué  el  signo  de  su  poder.  Hombres  que 
no  habían  salido  más  allá  de  las  afueras  de  su  pueblo, 
entregaron  los  ahorros  para  trabajos  titánicos  que  se 
realizaban  al  otro  lado  del  planeta.  Valerosos  capitanes 
de  escritorio,  poetas  de  la  aritmética,  con  el  atrevimiento 
de  los  conquistadores  pusiéronse  al  frente  de  estos  ejér- 
citos de  soldados  anónimos,  á  los  que  no  conocerán 
nunca...  Y  en  ochenta  años  han  hecho  suyo  el  mundo, 
como  no  lo  dominó  ningún  ambicioso  ilustre. 

Maltrana  hablaba  con  tono  oratorio  del  gran  milagro 
del  dinero  moderno.  El  globo  estaba  erizado  de  chime- 
neas; las  inmensidades  del  Océano  ofrecían  siempre  en 
el  horizonte  un  punto  negro  y  una  nubecilla  de  humo; 
cascadas  y  ríos  creaban  al  rodar  fuerza  y  luz;  las  gran- 
des barreras  de  piedra  que  llegaban  á  las  nubes,  sentían 
perforadas  sus  entrañas  por  un  rosario  de  hormigas  fé- 
rreas resbalando  sobre  cintas  de  acero;  en  las  obscuri- 
dades submarinas  vibraban  como  bordones  inteligentes 
los  cables  conductores  del  pensamiento;  fuerzas  miste- 
riosas y  hostiles  trabajaban  esclavizadas  para  el  bienes- 
tar común;  las  antiguas  hambres  habían  desaparecido 
gracias  á  las  flotas  inmensas  que  surcaban  á  todas  horas 
el  Océano,  compensando  con  el  sobrante  de  unos  pueblos 
la  carestía  de  otros;  el  hombre,  hastiado  de  su  reciente 
señorío  sobre  la  costra  terráquea,  se  lanzaba  en  el  espa- 
cio, aprendiendo  á  volar. 

— Y  todo  esto,  amigo  Ojeda,  es  el  milagro  de  mi  dios. 
Dirá  usted  que  es  obra  del  hombre;  pero  el  hombre  sin 
la  esperanza  del  dinero  haría  muy  poco  en  el  presente 
régimen  social.  Nadie  realiza  trabajos  penosos  por  gusto; 
nadie  expone  su  vida  gratuitamente  en  empresas  sin 
gloria.  Si  usted  le  dice  al  que  perfora  un  túnel  ó  levanta 
un  terraplén  sobre  un  pantano  que  está  sirviendo  á  sus 
semejantes  y  merece  por  esto  gratitud,  se  encogerá  de 
hombros.  El  sufre  y  pena  para  que  mi  dios  le  recompen- 
se inmediatamente.  Y  si  mi  dios  le  falta,  abandona  la 
labor,  sin  importarle  gran  cosa  lo  sublime  de  su  traba- 
jo... Abra  los  ojos,  Fernando,  y  no  sea  impío  con  la  gran 
divinidad  de  nuestra  época.  Los  antiguos  dioses  se  de- 
claran vencidos  por  él  y  le  adulan  y  temen.  El  despre- 
ciado Pluto,  cornudo  y  triste  en  otros  tiempos  como  un 


212  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

macho  cabrío,  ocupa  ahora  el  trono  del  noble  Zeus,  de- 
clarado inútil.  Apolo  y  Marte  hablan  mal  de  él,  lamen- 
tando la  pérdida  de  su  antigua  majestad,  pero  esta  mur- 
muración es  á  espaldas  suyas,  pues  apenas  mi  dios  fija 
en  ellos  sus  ojos  de  oro,  el  uno  le  ofrece  la  espada  para 
sostenimiento  del  santo  orden,  sin  el  cual  no  hay  buenos 
negocios,  y  el  otro  preludia  en  el  arpa  un  himno  en  su 
honor  á  tanto  la  estrofa. 

Ojeda  rió  francamente  de  estas  palabras. 

— Hércules  y  Vulcano — continuó  Isidro — ,  dos  brutos 
bonachones,  le  siguen  como  perros  fieles.  El  héroe  forzu- 
do lleva  bajo  sus  biceps  los  cartuchos  de  dinamita  con 
los  que  hacer  volar  istmos  y  montañas,  y  el  herrero  tuerto 
martillea  día  y  noche  para  servir  los  incesantes  pedidos 
de  su  señor...  Mercurio  el  trapacero,  que  robó  descansa- 
damente durante  siglos  detrás  de  los  mostradores,  hace 
ahora  antesala  en  los  Bancos  y  se  quita  con  humildad  el 
capacete  con  alas  para  suplicar  al  gerente  el  descuento  de 
un  pagaré...  Hasta  la  caprichosa  Venus  hace  salir  de  su 
alcoba  por  la  puerta  de  escape  como  entretenidos  ver- 
gonzosos á  sus  antiguos  amantes  olímpicos,  y  abre  luego 
de  par  en  par  la  puerta  de  honor  para  que  entre  por  ella 
el  dios  despreciado. 

— Pero  á  usted  le  ha  tratado  mal  ese  dios— dijo  Ojeda 
burlonamente — .  Usted  ha  vivido  siempre  en  la  pobreza. 

— Mi  dios  no  me  conoce,  no  conoce  á  nadie.  Es  ciego 
y  S''  'o  para  los  humanos  como  todas  las  fuerzas  de  la 
Naturaleza.  El  volcán  erupta  su  fuego  sin  importarle 
que  los  hombres  hayan  levantado  un  pueblo  en  su  falda: 
ríos  y  mares  se  desbordan  sin  enterarse  de  que  unos  seres 
ínfimos  han  creado  sus  hormigueros  en  las  arrugas  que 
les  sirven  de  vallas:  la  tierra,  cuando  desea  temblar,  no 
pide  permiso  á  los  parásitos  que  anidan  en  su  epider- 
mis... El  dios  ignora  nuestra  existencia:  la  humanidad 
sólo  figura  como  los  ceros  en  sus  altas  combinaciones 
aritméticas.  Por  eso  cuando  se  le  ocurre  echar  bendicio- 
nes caen  éstas  casi  siempre  sobre  los  brutos  con  suerte  ó 
los  maliciosos  que  las  agarran  al  paso.  Y  cuando  reparte 
golpes,  son  verdaderos  palos  de  ciego  que  llueven  irre- 
misiblemente sobre  los  inocentes...  Pero  este  dios,  como 
todas  las  divinidades,  tiene  una  iglesia  que  piensa  por 


LOS  ARGONAUTAS  213 

él  y  administra  sus  intereses:  la  iglesia  de  los  grandes 
millonarios,  directores  del  mundo.  Y  yo  me  he  embar- 
cado para  cambiar  de  vida,  para  intentar  la  conquista 
de  la  riqueza,  para  entrar  en  esa  iglesia  aunque  sea 
de  simple  monaguillo  y  ver  de  cerca  los  misterios  de  la 
sacristía. 

Fernando  se  encogió  de  hombros  al  hablar  de  la  ri- 
queza. Para  ser  feliz,  le  bastaba  al  hombre  con  tener 
asegurada  la  satisfacción  de  sus  necesidades.  El,  por  des- 
gracia, necesitaba  más  que  otros  para  una  existencia 
tranquila;  pero  apenas  hubiese  conquistado  lo  que  juz- 
gaba indispensable,  pensaba  huir  de  la  pelea  por  el 
dinero.  La  vida  ofrece  ocupaciones  más  nobles. 

— Es  que  usted,  poeta — dijo  Maltrana — ,  no  conoce  la 
poesía  grandiosa  que  emana  del  dinero  manejado  por 
un  hombre  de  genio.  Todas  las  fantasías  poéticas,  por 
bellas  que  parezcan,  resultan  frías  é  infecundas  como 
los  placeres  solitarios.  Es  más  hermosa  la  acción,  el 
abrazo  de  los  hechos,  el  estrujón  carnal  de  la  realidad. 
Yo  admiro  á  esos  demiurgos  modernos,  que  cuando  fijan 
su  atención  en  un  desierto  del  mapa,  lo  transforman 
desde  su  escritorio  en  unos  cuantos  años,  y  si  alguna  vez 
se  dignan  ir  á  él  encuentran  ferrocarriles,  ciudades,  mu- 
chedumbres bien  vestidas,  y  pueden  decir:  «Esto  lo  he 
hecho  yo,  esto  es  mi  obra.»  Una  satisfacción  que  envi- 
dio: un  motivo  de  orgullo  más  verdadero  que  el  haber 
imaginado  un  gran  poema. 

— Maltrana,  no  diga  disparates — interrumpió  Ojeda 
algo  amoscado — .  Aunque,  en  verdad,  no  sé  por  qué 
hago  caso  de  sus  afirmaciones.  Mañana  dirá  usted  todo 
lo  contrario.  Cada  vez  que  hemos  hablado  en  Madrid  de- 
fendía usted  una  opinión  diversa...  Conozco  esta  enfer- 
medad de  la  gente  pensante.  Usted,  á  quien  he  visto 
casi  anarquista,  rompe  ahora  en  himnos  á  la  riqueza, 
sólo  porque  cree  ir  camino  de  conquistarla  en  un  país 
nuevo...  Se  engaña  usted,  Isidro.  Cuando  lleguemos  allá 
se  convencerá  de  que  el  trabajo  representa  tanto  ó  más 
que  el  capital.  Sus  paradojas  pueden  tener  algo  de  vero- 
símil en  la  vieja  Europa,  donde  abundan  los  brazos. 
Pero  en  las  llanuras  americanas,  que  están  casi  despo- 
bladas, se  enterará  de  lo  que  vale  el  hombre  y  de  cómo 


214  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

el  dinero  no  puede  nada  cuando  le  falta  su  auxilio... 
Además,  yo  desprecio  el  dinero,  ¿se  entera  usted?  Lo 
busco  porque  lo  necesito,  pero  de  ahí  á  rendirle  un  culto 
religioso  hay  mucha  distancia.  Es  algo  que  nos  envilece 
y  achica,  y  si  fuese  posible  suprimirlo,  la  humanidad 
viviría  mejor.  jLos  crímenes  que  comete  ese  capital,  tan 
adorado  por  usted,  para  agrandarse  y  triunfar  en  sus 
empeños! 

Ahora  fué  Maltrana  el  que  rompió  á  reir. 

— ¡Poeta  sensible  y  de  vista  corta!...  Esperaba  de  un 
momento  á  otro  su  objeción.  ¡Los  crímenes  que  comete 
el  capital  en  sus  grandes  empresas  mundiales!...  Sí,  los 
reconozco:  son  los  mismos  crímenes  de  los  grandes  con- 
quistadores que  han  trastornado  el  curso  de  la  historia; 
los  crímenes  de  las  revoluciones  que  nos  dieron  la  liber- 
tad. El  hombre  pasa  y  la  obra  queda.  Poco  importa  que 
caigan  algunos  si  su  muerte  beneficia  á  todos  los  huma- 
nos... Además,  lo  que  hoy  aparece  como  un  crimen  es 
mañana  un  sacrificio  heroico... 

Quedó  silencioso  unos  instantes,  como  si  buscase  un 
ejemplo,  y  luego  añadió: 

— Hace  poco  han  terminado  en  el  interior  de  la  Amé- 
rica ecuatorial  un  ferrocarril  á  través  de  tierras  inex- 
ploradas, pantanos  en  los  que  duerme  la  muerte,  bos- 
ques inhospitalarios.  Los  trabajadores  han  caído  á  miles 
en  esta  obra:  cada  kilómetro  tiene  al  lado  un  cementerio: 
las  fiebres  de  la  tierra  removida,  los  reptiles  veneno- 
sos, los  caimanes  de  las  ciénagas,  han  matado  más  hom- 
bres que  en  una  batalla.  Las  familias  de  los  muertos  y 
las  almas  sensibles  prorrumpieron  en  alaridos  de  indig- 
nación contra  la  compañía  constructora.  «Explotadores 
sin  conciencia,  que  por  hacer  un  buen  negocio  y  aumen- 
tar sus  dividendos  llevan  los  hombres  como  bestias  al 
matadero.»  Y  tenían  razón;  su  protesta  era  justa.  Decían 
la  verdad.  Pero  los  capitalistas,  que  viven  lejos  y  tal 
vez  no  se  molestarán  nunca  yendo  á  contemplar  esta 
obra  suya,  pueden  responder  desde  sus  escritorios:  «Gra- 
cias á  nuestra  audacia  fría  y  dura,  los  hombres  tienen 
un  camino  para  llegar  á  países  nuevos  que  guardan  enor- 
mes riquezas.  Hemos  puesto  en  comunicación  con  el 
resto  del  mundo  las  entrañas  olvidadas  de  todo  un  con- 


LOS  ARGONAUTAkS  216 

tinente.»  Y  también  ellos  tienen  razón;  también  dicen  la 
verdad...  Porque  ya  sabe  usted,  Ojeda,  que  eso  de  la 
verdad  única  é  indiscutible  es  una  ilusión  humana. 
Cada  uno  tiene  la  suya.  Existen  en  nosotros  tantas  ver- 
dades como  intereses. 

Ojeda  permaneció  silencioso,  como  si  no  le  interesase 
contradecir  á  su  amigo,  y  éste  continuó: 

— La  literatura  es  la  culpable  de  ese  desprecio  que 
muestran  por  el  dinero  todos  los  que  son  incapaces 
de  conquistarlo.  Quiere  educar  al  vulgo  y  emplea  para 
ello  ideas  viejas,  patrones  que  se  cortaron  hace  siglos. 
Todo  novelista  que  se  respeta,  todo  dramaturgo  que 
posee  el  secreto  de  hacer  patalear  de  entusiasmo  al  pú- 
blico, no  conoce  vacilaciones  al  graduar  la  simpatía 
a':ractiva  de  sus  personajes.  El  hombre  funesto,  el  «trai- 
dor» de  la  obra,  ya  se  sabe  que  debe  ser  un  rico,  un 
manipulador  de  caudales;  y  si  ostenta  el  título  de  ban- 
quero, mejor  que  mejor.  Los  banqueros  tienen  asegurado 
en  las  obras  literarias  un  éxito  de  odio  y  de  rechifla. 
Los  personajes  simpáticos  son  pobres  y  dicen  cosas  muy 
hermosas  sobre  las  infamias  del  «vil  metal»  y  la  necesi- 
dad de  idealizar  la  vida. 

El  arte  literario  sólo  había  dispuesto,  según  Maltrana, 
de  cuatro  resortes  para  mover  sus  criaturas:  el  amor,  el 
odio,  el  hambre  y  el  miedo.  El  dinero  se  mostraba  alguna 
vez  en  ciertos  autores,  pero  como  un  accesorio,  como  un 
telón  negro,  para  que  se  destacasen  mejor  las  figuras  de 
los  personajes  simpáticos.  El  amor,  con  sus  combina- 
ciones y  conflictos,  innumerables  y  siempre  iguales,  era 
el  que  llenaba  por  entero  libros  y  comedias. 

— Y  así  llevamos  siglos  sin  enterarnos  de  que  en  el 
mundo  hay  algo  más  que  el  amor:  y  hasta  los  más  bobos 
empiezan  á  cansarse  de  tanto  papel  impreso  y  tantas 
salas  iluminadas  para  hacernos  conocer  las  angustias  y 
conflictos  de  dos  seres  que  quieren  acostarse  juntos  y  no 
encuentran  el  medio,  ó  las  crisis  de  alma  de  una  señora 
que  desea  faltarle  á  su  marido  y  no  sabe  cómo  empe- 
zar... No;  en  el  mundo  el  amor  no  lo  es  todo.  Le  dedica- 
mos algunas  horas  de  nuestra  existencia — que  por  cierto 
no  resultan  las  más  despreciables — ,  pero  más  tiempo 
nos  lleva  la  preocupación  del  dinero  y  la  lucha  titánica 


216  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

por  conquistarlo.  Si  la  literatura  fuese  un  reflejo  de  nues- 
tra existencia  y  no  un  entretenimiento  halagador  para 
los  ociosos,  hace  años  que  ñguraría  en  ella  como  elemen- 
to principal  el  dinero  moderno,  que  ha  creado  una  aris- 
tocracia de  la  voluntad,  unos  héroes  más  nobles  é  in- 
teresantes que  esos  galanes  pobres  que  lloriquean  de 
amor,  dicen  palabras  bonitas  y  son  incapaces  de  ganar 
un  poco  de  plata  para  que  la  señora  de  sus  pensamien- 
tos viva  con  mayores  comodidades. 

— Siga  usted — dijo  Fernando — .  Creo  estar  en  Madrid, 
en  un  estudio  de  pintor,  en  un  saloncillo  del  Ateneo,  en 
una  tertulia  de  café...  Ésto  me  rejuvenece. 

— Ríase,  pero  sepa  que  me  da  rabia  la  hipocresía  de 
los  «sacerdotes  del  ideal»  que  maldicen  el  dinero  en 
público  y  luego  corren  tras  él  como  un  cobrador  de 
Banco.  Aun  quedan  algunos  solitarios  que  escriben  como 
cantan  los  pájaros,  sin  importarles  lo  que  ello  pueda 
valerles.  Pero  éstos  no  cuentan  para  nada,  y  poco  á  poco 
caen  en  el  olvido.  Hoy  la  fama  literaria  se  aprecia  por 
el  número  de  representaciones  y  la  cantidad  de  volúme- 
nes: ó  lo  que  es  lo  mismo,  por  el  dinero  que  percibe  el 
autor.  Antes  de  escribir  se  consulta  el  gusto  del  vulgo 
para  que  la  tirada  del  libro  sea  grande  ó  la  sala  de  es- 
pectáculos esté  repleta  muchas  noches.  Y  luego  estos 
inventores  de  sonoras  maldiciones  al  dios  amarillo, 
cuando  llega  el  ajuste  de  cuentas  con  el  editor  ó  el  em- 
presario son  capaces  de  andar  á  cachetes  por  peseta  más 
ó  menos...  No,  Ojeda;  yo  prefiero  la  franqueza  brutal. 
El  dinero  es  vil,  pero  solamente  para  aquellos  que  no  lo 
poseen.  A  mí,  pobre  siervo  déla  pluma,  me  ha  hecho 
cometer  grandes  bajezas.  Un  día  he  escrito  una  cosa  y 
meses  después  por  unas  pesetas  más  he  pasado  á  la  casa 
de  enfrente  para  escribir  todo  lo  contrario.  Por  eso 
quiero  hacerlo  mío:  para  sentirme  digno  y  libre  por 
primera  vez  en  mi  existencia.  Mi  dios  se  venga  de  los 
que  le  llaman  vil  sometiéndolos  á  la  humillación,  que  es 
el  mayor  de  los  envilecimientos. 

Miró  á  Ojeda  largamente  con  extrañeza,  y  luego  con- 
tinuó: 

— ¡Y  que  un  hombre  de  su  talento  no  crea  que  el  di- 
nero es  móvil  de  las  más  grandes  acciones!...  Acuérdese 


LOS   ARaONAUTAR  217 

de  los  primeros  navegantes  que  rasgaron  los  misterios 
del  mar:  de  nuestros  respetables  abuelos  los  argonautas. 
Ellos  realizaron  hace  docenas  de  siglos  lo  que  usted  y 
yo  buscamos  abora.  Iban  á  la  conquista  del  Vellocino  de 
Oro;  lo  mismo  que  nosotros,  argonautas  con  pantalones, 
al  meternos  en  este  buque...  Y  cuando  el  navio  Argos 
estaba  á  punto  de  zarpar,  el  primero  que  saltó  en  él  con 
la  lira  á  cuestas  fué  Orfeo,  el  divino  cantor,  el  primero 
de  los  poetas  conocidos.  Usted  me  dirá  que  iba  para  ver 
cosas  maravillosas,  tentado  por  la  novedad  heroica  de  la 
aventura,  y  yo  que  conozco  la  vida  le  diré  que  iba  por 
todo  eso  y  además  por  tocar  su  parte  cuando  llegase  el 
momento  de  distribuir  las  ganancias  de  la  expedición... 
Y  lo  mismo  pensaron  los  románticos  caballeros  vestidos 
de  hierro  que  cabalgaban  en  las  Cruzadas  huyendo  de 
sus  castillejos  hipotecados  á  los  usureros  germánicos  y 
francos.  «¡Jerusalén!  ¡Vamos  á  libertar  el  sepulcro  de 
Cristo!»  Pero  una  vez  realizada  la  conquista,  por  no  se- 
pararse más  del  dichoso  sepulcro  ampliaron  el  círculo 
de  sus  correrías,  cortando  el  terreno  de  los  vencidos  en 
condados  y  reinos,  y  se  dieron  una  vida  de  sátrapas 
orientales  como  no  la  habían  podido  soñar  en  sus  magras 
tierrecillas  de  Europa. 

El  recuerdo  de  Colón  surgió  en  la  memoria  de  Mal- 
trana. 

— Ya  sabe  usted — continuó— cuál  era  el  ensueño  de 
nuestro  amigo  don  Cristóbal  al  ir  como  solicitante  detrás 
de  la  corte  de  los  Eeyes  Católicos.  Figúrese  las  decep- 
ciones y  desalientos  que  sufriría  durante  ocho  años, 
cuando  monarcas  y  ministros,  ocupados  en  guerras 
inmediatas,  no  podían  escucharle.  Al  volver  á  su  aloja- 
miento veía  el  oro  del  Gran  Kan,  las  flotas  de  Salomón, 
las  riquezas  de  Marco  Polo,  tesoros  maravillosos  en  los 
que  algún  día  hincaría  el  diente,  y  esto  bastaba  para  que 
su  ánimo  se  reconfortase,  insistiendo  en  la  demanda... 
Créame,  Ojeda;  el  dinero  es  el  móvil  de  las  grandes  ac- 
ciones, el  compañero  de  los  ensueños  sublimes,  la  últi- 
ma finalidad  de  los  mayores  idealismos.  Mire  á  esas 
gentes  que  tenemos  á  nuestros  pies.  Van  en  busca  del  di- 
nero de  un  extremo  á  otro  del  globo.  ¿Y  cree  usted  que 
no  sueñan?  ¿Se  imagina  usted  que  en  su  peregrinación 


218  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

hacia  el  pan  no  hay  mucho  de  ilusión,  de  idealismo?... 
Ojeda  movió  la  cabeza  afirmativamente. 

— En  eso  dice  usted  verdad.  Algunas  noches,  al  aso- 
marme á  esta  baranda,  me  fijo  en  los  emigrantes  que 
duermen  al  aire  libre  huyendo  del  calor  de  los  sollados. 
Ofrecen  el  aspecto  de  un  campamento,  y  por  esto  tal 
vez  viene  á  mi  memoria  el  recuerdo  de  los  granaderos 
de  Napoleón,  que  no  eran  más  que  simples  soldados, 
pero  al  dormir  sobre  la  tierra  dura  veían  desfilar  en 
sus  ensueños  toda  clase  de  grandezas.  Cada  uno  creía 
llevar  en  su  mochila  el  bastón  de  mariscal,  y  esto  bas- 
taba para  que  corrieran  sin  cansancio  toda  Europa  de 
combate  en  combate.  Estos  son  lo  mismo:  la  santa  ilusión 
borra  en  ellos  la  duda  y  el  desaliento.  Todos  guardan 
en  su  hato  de  ropa  el  título  de  millonario  futuro...  Si  el 
granadero  sentía  vacilante  su  fe,  le  bastaba  mirar  al 
mariscal  cubierto  de  oro,  que  había  sido  soldado  lo  mis- 
mo que  él.  Cuando  los  emigrantes  dudan,  no  tienen 
más  que  acordarse  de  tantos  y  tantos  ricos  que  hicieron 
su  primer  viaje  igual  ó  peor  que  ellos.  En  este  mismo  bu- 
que pueden  ver  ejemplos  que  reanimen  su  energía... 

i  Los  milagros  de  la  ilusión!  Muchos  de  aquellos  hom- 
bres habían  trabajado  otra  vez  en  América,  huyendo 
luego  desalentados.  Preferían  la  miseria  en  la  patria  á 
la  vida  vagabunda  del  peón  en  el  nuevo  mundo,  y  al 
volver  á  su  país  besaban  el  suelo  con  transportes  de  en- 
tusiasmo, jurando  morir  en  él:  «América  para  los  ame- 
ricanos. No  los  engañarían  más...»  Pero  al  poco  tiempo 
los  mismos  relatos  que  los  habían  enardecido  antes  del 
primer  viaje  volvían  á  morder  con  profunda  mella  sus 
imaginaciones  simples.  La  América  odiosa  se  transfor- 
maba é  iluminaba,  recobrando  los  dulces  colores  de  la 
prístina  visión.  Tal  vez  habían  huido  demasiado  pronto; 
tal  vez  atribuían  injustamente  al  país  culpas  que  sólo 
eran  de  ellos.  La  prosperidad  de  los  que  se  habían  que- 
dado allá  les  irritaba  como  un  error. 

—Olvidan  pronto  lo  que  sufrieron— continuó  Fernan- 
do— ,  para  recordar  únicamente  las  contadas  horas  de  fe- 
licidad. Sucesos  insignificantes  y  casi  olvidados  reapare- 
cen en  su  memoria  como  ocasiones  de  fortuna  torpemente 
despreciadas.  «Yo  pude  ser  rico— dicen  en  su  pueblo—. 


LOS  ARGONAUTAS  219 

pero  tuve  mucha  prisa  en  volver.»  Y  acaban  por  creerlo 
á  ojos  cerrados,  y  el  deseo  de  regresar  á  la  tierra  de  la 
esperanza  es  cada  vez  más  imperioso,  hasta  que  al  fin  se 
embarcan  con  iguales  ó  mayores  ilusiones  que  la  pri- 
mera vez...  Y  allá  van  revueltos  con  los  neófitos  de  la 
emigración,  y  ellos,  los  desengañados  y  maldicientes 
de  poco  antes,  son  ahora  lo  mismo  que  los  veteranos  que 
reaniman  á  los  reclutas  en  las  veladas  del  vivac  con 
hiperbólicas  historias. 

— Yo  creo — dijo  Maltrana — que  si  el  curioso  Diablo 
Cojuelo,  que  levantaba  los  tejados  de  los  edificios,  pu- 
diera mostrarnos  lo  que  encubren  las  tapas  de  esos  crá- 
neos, leeríamos  en  todos  ellos  lo  mismo:  «Buenos  Aires... 
Buenos  Aires.» 

— Así  es...  iQué  poder  de  ilusión  tiene  este  nombre!... 
Todos  al  repetirlo  ven  la  ciudad-esperanza,  la  tierra  del 
bienestar,  la  Sión  moderna. 

Ojeda,  con  su  lírico  entusiasmo,  reconstruía  los  pen- 
samientos de  la  muchedumbre  cosmopolita  que  iba  hacia 
el  Sur  tendiendo  las  manos  tras  el  aleteo  de  la  diosa 
sin  cabeza. 

Este  nombre  circulaba  como  una  música  por  el  mun- 
do viejo,  despertando  las  almas  adormecidas.  Las  razas 
sin  patria  y  los  pueblos  cansados  de  tenerla  sentían 
un  rejuvenecimiento  al  pensar  en  aquel  país  de  mara- 
villas, donde  se  realizaban  asombrosas  transmutacio- 
nes. El  holgazán  sentíase  activo;  el  apático  se  agitaba 
con  entusiasmos  optimistas;  el  oprimido  por  la  estrechez 
del  ambiente  natal  rompía  su  quiste  de  rutinas  con  sú- 
bito enardecimiento.  Muchos  iban  allá  llamados  y  acon- 
sejados por  otros  compatriotas  que  les  habían  precedi- 
do... pero  ¿y  los  que  marchaban  á  la  ventura,  faltos  de 
amistades,  sin  conocer  el  idioma,  sabiendo  únicamente 
repetir  con  enfermiza  tenacidad:  «Buenos  Aires...  Bue- 
nos Aires»?...  ¿Quién  les  había  enseñado  el  nombre? 
¿Qué  encanto  era  el  de  estas  sílabas  que  hacían  avanzar 
á  las  lejanas  muchedumbres,  confiándose  al  gesto  bueno 
ó  malo  del  destino?... 

Admiraba  Ojeda  el  fuerte  tirón  con  que  este  conjuro 
de  esperanza  había  arrancado  á  los  grupos  humanos 
enraizados  por  la  historia  en  lugares  distintos  del  pía- 


220  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

neta.  «¡Buenos  Aires!»,  murmuraba  el  viento  de  las  no- 
ches invernales  al  colarse  por  el  cañón  de  la  chimenea 
en  el  hogar  campestre,  donde  la  familia  española  ó  ita- 
liana maldecía  el  embargo  de  sus  campichuelos  y  la 
escasez  del  pan;  «¡Buenos  Aires!»,  mugía  el  vendaval 
cargado  de  copos  de  nieve  al  filtrarse  por  entre  los  ma- 
deros de  la  isba  rusa;  «¡Buenos  Aires!»,  escribía  el  sol 
con  arabescos  de  luz  en  los  calizos  muros  de  la  calle- 
juela oriental  para  el  árabe  en  medrosa  servidumbre; 
«¡Buenos  Aires!»,  crujían  las  alas  de  oro  de  la  ilusión 
al  volar  de  reverbero  en  reverbero  por  los  desiertos 
bulevares  de  una  metrópoli  dormida,  ante  los  pasos  del 
señorito  arruinado  y  el  bachiller  sin  hogar  que  piensan 
en  matarse  á  la  mañana  siguiente. 

Y  todos,  sin  distinción  de  razas  y  clases,  fuertes  y 
humildes,  ignorantes  é  inteligentes,  al  eco  de  este  nom- 
bre veían  alzarse  en  el  paisaje  de  su  fantasía,  bañada 
por  el  resplandor  de  la  esperanza,  una  mujer  de  porte 
majestuoso,  blanca  y  azul  como  las  vírgenes  de  Murillo, 
con  el  purpureo  gorro  símbolo  de  libertad  sobre  la  suelta 
cabellera;  una  matrona  que  sonreía,  abriendo  los  brazos 
fuertes,  dejando  caer  de  sus  labios  palabras  amorosas: 

— Venid  á  mí  los  que  tenéis  hambre  de  pan  y  sed  de 
tranquilidad;  venid  á  mí  los  que  llegasteis  tarde  á  un 
mundo  viejo  y  repleto.  Mi  hogar  es  grande  y  no  lo  cons- 
truyó el  egoísmo:  mi  casa  está  abierta  á  todas  las  razas 
de  la  tierra,  á  todos  los  hombres  de  buena  voluntad. 

Maltrana  interrumpió  la  lírica  evocación  de  su  ami- 
go con  irónico  entusiasmo: 

— Muy  bien  dicho,  poeta.  ¡Muy  hermoso!  Que  la  ma- 
trona azul  y  blanca  no  nos  haga  concebir  falsas  ilusio- 
nes... que  de  cerca  nos  parezca  tan  hermosa  como  de 
lejos...  Que  así  sea.  Amén. 


VI 


— ¿Qué  día  es  hoy?  ¿viernes?...  ¿sábado?  He  perdido 
la  cuenta  del  tiempo  que  llevo  en  el  buque.  Los  días  son 
dobles...  dobles,  no;  triples.  Desde  que  despertamos 
hasta  el  almuerzo,  un  día;  del  almuerzo  á  la  comida, 
otro,  y  de  la  comida  á  la  hora  de  dormir  el  día  más  largo 
para  algunos,  pues  lo  prolongan  hasta  que  sale  el  sol... 
i  Y  siempre  las  mismas  caras!  Vemos  las  mismas  personas 
cien  veces  al  día.  Parece  que  nos  conocemos  desde  que 
nacimos...  Dígame,  Manzanares,  ¿en  qué  día  estamos? 

Era  Maltrana  el  que  hacía  la  pregunta  en  las  prime- 
ras horas  de  la  mañana  caminando  por  la  cubierta  de 
paseo  con  el  comerciante  español.  La  calle  de  estribor 
estaba  inundada  de  luz;  la  de  babor  guardaba  la  hume- 
dad del  mangueo  reciente  con  una  fresca  penumbra  de 
galería  subterránea. 

Corría  la  sombra  del  buque  sobre  las  aguas  unidas 
y  tranquilas,  como  una  silueta  chinesca.  En  su  lomo 
se  marcaban  los  perfiles  de  botes  y  pescantes  y  la  masa 
cuadrangular  de  la  chimenea.  Tendíase  el  Océano  en 
calma  hasta  lo  infinito,  sin  una  ondulación,  con  el  verde 
esmeralda  de  los  mares  tropicales,  denso  y  adormecido. 
No  había  en  él  otras  espumas  que  las  dos  láminas  bur- 
bujeantes que  levantaba  la  proa  al  arar  su  superficie.  De 
vez  en  cuando  de  las  aguas  removidas  surgía  un  enjam- 
bre de  peces  voladores.  Aleteaban  lo  mismo  que  enor- 
mes libélulas:  abríase  su  tropa  en  varias  direcciones  for- 
mando abanico,  y  así  volaban  á  gran  distancia  á  ras  del 
Océano,  trazando  sobre  él  rectos  y  sutiles  surcos,  hasta 
que  el  cansancio  de  la  fuga  los  obligaba  á  sumergirse 
de  nuevo. 

Junto  á  los  tabiques  de  la  cubierta  alineábanse  los 


222  V.    BLASCO    IBÁÑBZ 

sillones  de  los  pasajeros,  pero  con  una  alineación  capri- 
chosa, mostrando  en  lo  alto  de  los  respaldos  los  nom- 
bres de  sus  dueños  escritos  en  tarjetas.  Esta  rotulación 
parecía  darles  una  personalidad,  un  alma.  Permanecían 
agrupados  ó  solos,  tal  como  los  habían  dejado  sus  posee- 
dores el  día  anterior.  Unos  parecían  seguir  mudamente 
las  conversaciones  interrumpidas  de  sus  amos;  otros  se 
mantenían  apartados  con  timidez  ó  con  orgullo. 

Maltrana  pensaba  en  las  altas  horas  de  la  noche,  ho- 
ras de  misterio  y  de  silencio,  cuando  todos  estos  arma- 
tostes de  madera  ó  junco,  ventrudos,  echados  atrás  con 
orgullo  y  ostentando  la  fe  de  bautismo  en  lo  alto  de  la 
testa,  se  quedaban  solos  bajo  la  fría  luz  de  las  ampollas 
eléctricas,  teniendo  enfrente  las  tinieblas  del  mar.  Des- 
cansaban de  crujir  y  dilatarse  con  el  peso  de  sus  señores; 
se  emancipaban  por  el  espacio  de  mxCdia  noche  de  la  gra- 
vitante servidumbre;  llegaba  para  ellos  la  hora  de  la 
libertad;  pero  semejantes  á  los  hombres  que  al  creerse 
salvados  por  una  revolución  no  hacen  más  que  parodiar 
á  sus  antiguos  opresores,  los  sillones  repetían  en  su  des- 
canso los  actos  y  gestos  de  sus  dueños. 

Uno  alto,  de  madera  robusta,  con  una  manta  escocesa 
olvidada  en  su  regazo,  rozábase  con  otro  de  junco,  es- 
belto y  elegante,  que  tenía  un  cojín  lujoso  en  el  asiento. 
Parecían  requebrarse,  continuando  silenciosamente  las 
conversaciones  á  media  voz  cruzadas  durante  el  día.  Los 
asientos  sueltos  insistían  tal  vez  en  las  meditaciones  de 
cifras  y  negocios  que  los  habían  impregnado  espiritual- 
mente  durante  las  horas  de  luz,  ó  miraban  con  lástima 
á  sus  compañeros  reunidos  con  arreglo  á  las  tertulias 
maldicientes  ó  las  atracciones  del  amor.  «Vanidad  de 
vanidades...»  Maltrana  se  fijó  en  algunos  más  anchos  y 
profundos,  que  parecían  tener  las  entrañas  quebranta- 
das, inseguros  sobre  sus  pies,  con  cierto  aire  de  despan- 
zurramiento.  Eran  de  la  señora  de  Goy cochea  y  otras 
nobles  matronas  de  majestad  paquidérmica.  «¡Pobreci- 
tos!»  Creyó  ver  en  ellos  gañanes  tendidos,  con  los  remos 
abiertos,  respirando  jadeantes  después  de  la  dura  labor; 
cargadores  en  mangas  de  camisa  que  se  limpiaban,  rene- 
gando, la  humedad  de  la  frente  luego  de  haber  llevado 
un  piano  á  cuestas. 


LOS  ARGONAUTAS  223 

— Hoy  es  viernes — contestó  Manzanares — ;  anteayer 
salimos  de  Tenerife. . .  También  á  mí  me  parecen  dobles  ó 
triples  los  días  que  llevamos  aquí.  ;Y  los  que  nos  faltan 
aún  para  llegar!...  Esta  tarde,  según  dice  el  capitán, 
veremos  de  lejos  las  islas  de  Cabo  Verde...  El  lunes 
pasaremos  la  línea.  El  viaje  no  puede  presentarse  me- 
jor: una  lindura...  Mire  usted  qué  mar. 

Se  detuvieron  un  instante  para  seguir  con  ojos  rego- 
cijados el  aleteo  de  los  peces  voladores. 

— Un  mar  de  romanza — dijo  Maltrana — .  Da  gusto 
vivir.  ¡Qué  color!  ¡qué  luz!...  Parece  una  luz  de  teatro; 
el  resplandor  dorado  de  una  «apoteosis  final».  jY  qué 
aire!  (Respiraba,  entornando  los  ojos,  con  ansiosa  de- 
lectación.) Algo  nos  aburrimos,  pero  hay  que  reconocer 
que  esta  vida  es  hermosa.  Siento  deseos  de  cantar:  me 
vienen  á  la  memoria  todas  las  cancioncillas  dulzonas 
del  golfo  de  Ñapóles. 

Y  con  gran  escándalo  de  Manzanares  comenzó  á  en- 
tonar á  todo  pulmón  una  romanza.  Unos  marineros  que 
pintaban  de  blanco  las  tuberías  para  el  riego  de  la 
cubierta,  volvieron  la  cabeza,  riendo  con  simplicidad 
infantil. 

—Pero  hombre,  ¡cállese!— protestó  el  comerciante—, 
¿Y  usted  va  á  Buenos  Aires  á  hacer  fortuna?...  Lo  pri- 
mero es  ser  hombre  serio  para  inspirar  confianza.  Nadie 
da  crédito  á  la  firma  de  un  cantor.  ¡No  sea  loco!...  ¡To- 
das las  gentes  de  pluma  son  lo  mismo! 

—Manzanares,  estoy  contento  de  vivir.  Me  siento  más 
joven...  Usted  también  parece  que  se  remoza.  Ayer  le 
pillé  en  conversación  con  una  de  esas  francesas.  Estaba 
apoyado  en  la  baranda,  mirando  al  mar,  pero  hablaba 
con  ella  al  mismo  tiempo,  en  voz  baja,  como  quien  no 
hace  nada. 

— Hombre,  yo  soy  casado— protestó  Manzanares—. 
No  haga  malas  suposiciones:  yo  no  pienso  ya  en  esas 
cosas. 

Pero  Maltrana  insistió.  Le  gustaba  la  francesa  y 
tampoco  le  parecía  mal  Conchita,  aquella  compatriota 
que  iba  sola  á  Buenos  Aires. 

—¡Un  hombre  de  mi  edad!— exclamó  Manzanares—. 
¡Y  con  el  estómago  perdido!...  Esa  Conchita  es  una 


224  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

muchacha  decente:  no  hay  más  que  verla:  una  señori- 
ta. No  sea  loco,  Maltrana.  Todos  ustedes  los  de  pluma 
son  unos  perdidos  y  creen  iguales  á  los  demás. 

—¿Y  París?  ¿Y  sus  idas  de  noche  á  Montmartre?... 
Acuérdese  como  entretenía  la  otra  tarde  á  Goycochea 
y  Montaner  contándoles  sus  buenas  fortunas...  Apuesto 
cualquiera  cosa  á  que  si  me  deja  entrar  en  su  camarote 
encuentro  un  paquete  de  fotografías  comprometedoras 
y  de  cartas  de  amor. 

— No  sea  loco:  no  haga  juicios  temerarios.  Deje  en  paz 
á  las  personas  tranquilas. 

Pero  Manzanares  decía  esto  con  un  tono  de  mansa 
protesta,  brillando  al  mismo  tiempo  en  sus  ojos  cierta 
satisfacción. 

— ;Ali,  calavera  hipócrita! — prosiguió  Isidro — .  Cuan- 
do estemos  en  Buenos  Aires,  iré  un  día  á  su  estableci- 
miento de  la  calle  Alsina  para  decirle  á  la  señora  de 
Manzanares  quién  es  su  marido...  Así  ]o  haré,  á  menos 
que  no  me  soborne  con  un  par  de  botellas  de  champan. 

Una  oleada  verdosa  se  extendió  por  el  rostro  del 
comerciante.  Brillaron  hostilmente  sus  ojos,  no  sabien- 
do Isidro  ciertamente  si  este  furor  era  por  su  insolente 
amenaza  ó  por  el  convite  propuesto.  «Buenos  días.»  La 
culpa  era  de  él  que  hablaba  con  locos.  Y  le  volvió  la  es- 
palda, alejándose. 

Maltrana  se  dejó  caer  en  un  sillón.  Sentíase  cansado: 
este  «querido  amigo»  sólo  era  generoso  para  caminar. 
Así  estuvo  mucho  tiempo,  frente  al  Océano  que  titilaba 
bajo  el  resplandor  del  sol,  gozando  de  la  sombra  de  la 
cubierta,  incorporándose  y  llevando  una  mano  á  su  go- 
rra cada  vez  que  aparecía  un  nuevo  paseante.  Todos 
eran  hombres  y  caminaban  apresuradamente,  dando  la 
vuelta  al  castillo  central,  con  la  preocupación  de  com- 
batir el  engruesamiento  de  la  vida  sedentaria. 

A  estas  horas  las  damas  permanecían  abajo  todavía, 
en  los  camarotes  y  las  salas  de  baño.  Maltrana  había 
sorprendido  algunas  veces  las  intimidades  del  arreglo 
matinal  al  transitar  por  los  pasillos  de  las  cubiertas  in- 
feriores, tropezándose  con  mujeres  envueltas  en  ki- 
monos y  batones  viejos  que  apresuraban  el  paso  para 
refugiarse  en  sus  camarotes,  ocultando  la  cara  como 


LOS  ARGONAUTAS  225 

si  temiesen  ser  reconocidas.  Eran  completamente  dife- 
rentes de  las  que  aparecían  una  hora  después  en  el  paseo. 
A  veces  Isidro  sentía  ciertas  dudas  al  identificarlas.  To- 
das se  mostraban  considerablemente  empequeñecidas  y 
de  pesados  movimientos  al  caminar  sin  el  montaje  de  los 
tacones.  Los  pies  ligeros,  recogidos  y  saltones  lo  mismo 
que  pájaros,  en  su  encierro  diurno,  de  tafilete  ó  de  raso, 
eran  ahora  planos  y  deformes  dentro  de  las  claqueantes 
babuchas.  Las  carnes  temblaban  al  moverse,  conser- 
vando todavía  la  blandura  y  el  suelto  descuido  de  las 
horas  de  sueño.  Las  cabezas  empequeñecidas  y  pobres 
de  pelo  mostraban  unas  mechas  apelmazadas  por  la 
humedad  reciente.  Las  caras  tenían  un  tinte  verdoso 
ó  sanguinolento:  las  narices  estaban  enrojecidas  en  su 
vértice. 

Después  de  tales  encuentros,  evitaba  Isidro  el  trán- 
sito por  los  corredores  á  esta  hora  matinal,  temiendo  el 
enojo  de  las  señoras.  Al  verle  luego  en  el  paseo  rehuían 
su  saludo  ó  lo  contestaban  con  sequedad,  como  si  le 
hiciesen  responsable  de  una  falta  de  consideración... 
Pero  el  recuerdo  de  estas  sorpresas  le  hacía  sonreír  con 
cierto  orgallo.  El  había  visto;  podía  juzgar;  estaba  en 
el  secreto.  Y  encontraba  interesante  la  vida  de  á  bordo 
con  este  contacto  promJscuo  que  impone  una  existencia 
común  desarrollada  en  limitado  espacio. 

Abandonó  Maltrana  su  sillón  al  reconocer  á  dos  se- 
ñoras que  venían  hacia  él;  las  primeras  que  se  mostra- 
ban en  el  paseo.  «Conchita  y  doña  Zobeida...»  Y  las 
saludó  gorra  en  mano  sonriendo  obsequiosamente,  pues 
doña  Zobeida,  á  pesar  de  su  modesto  exterior,  le  ins- 
piraba una  gran  simpatía  no  exenta  de  lástima.  Según 
él,  esta  señora,  ya  entrada  en  años,  era  más  niña  que 
todas  las  pequeñuelas  rubias  que  corrían  por  el  paseo 
con  una  muñeca  en  los  brazos. 

El  mayordomo,  poco  atento  para  su  aspecto  encogido 
y  la  pobreza  de  su  traje  negro,  la  había  colocado  en 
un  camarote  de  dos  personas,  dándole  por  compañera 
á  Concha,  la  muchacha  de  Madrid,  «esta  buena  seño- 
rita», como  la  llamaba  ella  aun  en  los  momentos  de  ma- 
yor intimidad.  Regresaba  á  la  tierra  natal  después  de 
haber  pasado  unos  meses  en  Holanda  cerca  de  sus  nietos. 

J5 


226  V,    BLASCO   IBÁÑEZ 

El  marido  de  su  hija  era  cónsul  argentino  y  hacía  años 
que  vivía  fuera  del  país.  Por  primera  vez  había  salido 
la  buena  señora  de  su  amada  ciudad  de  Salta  para  ir 
en  osada  peregrinación  más  allá  de  los  límites  de  la 
República,  más  allá  del  mar,  á  una  tierra  de  la  que  re- 
gresaba con  el  ánimo  desorientado,  no  atreviéndose  á 
formular  sus  opiniones.  ¡Y  aquello  era  Europa!...  Ella,  en 
su  asombro,  no  osaba  hablar  mal;  todo  la  infundía  res- 
peto; únicamente  se  quejaba  de  sus  privaciones  espiri- 
tuales. «Esas  tierras,  señor,  no  son  para  nosotros:  las 
gentes  tienen  otras  creencias.  Hay  que  buscar  donde 
oir  una  misa.  No  se  encuentra  un  sacerdote  que  entienda 
nuestra  lengua  para  confesarse  con  él.»  Y  el  contento 
de  regresar  á  su  tierra  de  altas  mesetas  y  vegetación  tro- 
pical aminoraba  la  tristeza  de  dejar  á  sus  espaldas  á  la 
hija  única  y  los  nietos.  La  habían  rogado  que  se  que- 
dase con  ellos.  ¡Ay!  no:  quien  la  sacase  de  Salta  la  ma- 
taba. Hablando  con  Isidro  por  vez  primera  le  había  he- 
cho el  elogio  de  su  ciudad. 

— Cuando  Buenos  Aires  no  era  más  que  Buenos  Aires 
á  secas,  una  aldea  mísera,  nosotros  éramos  el  reino  del 
Tucumán.  Los  porteños,  ahora  tan  orgullosos,  datan  de 
ayer,  son  en  su  mayor  parte  hijos  de  gringos  emigrantes. 
Nosotros  somos  nobles.  Usted  que  es  español  conocerá 
sin  duda  nuestro  apellido.  Vargas  del  Solar.  Tenemos  en 
España  muchos  parientes,  condes  y  duques:  un  tío  mío 
que  se  ocupaba  de  estas  cosas  mantenía  corresponden- 
cia con  ellos.  Había  reunido  papeles  antiguos  de  la 
familia,  pero  con  las  revoluciones  y  el  haber  venido  á 
menos  se  olvidan  estas  cosas.  Allá  todavía  nos  llaman 
«los  marqueses».  Cuando  usted  venga  á  Salta  verá  en 
la  puerta  de  nuestra  casa  un  escudo  de  piedra.  Otras 
casas  también  lo  tienen...  Pero  usted,  que  es  hombre 
que  sabe  mucho,  según  dice  esta  buena  señorita  (y 
señalaba  á  Concha),  habrá  leído  lo  que  era  Salta;  sus 
ferias,  á  las  que  venían  á  comprar  muías  desde  Chile, 
Bolivia  y  el  Perú...  Nadie  hablaba  entonces  de  los  por- 
teños: todo  nos  lo  llevá.bamos  nosotros...  Mi  fínado  el 
doctor,  que  tenía  muchos  libros,  hablaba  de  estas  cosas 
pasadas  cuando  le  ponderaban  el  crecimiento  de  Buenos 
Aires. 


LOS  AEaONAUTAS  227 

«Mi  finado  el  doctor»  era  su  marido,  al  que  designa- 
ba por  antonomasia  con  este  título.  Todo  cuanto  en  el 
mundo  puede  decirse  de  verdad  y  de  justa  observación, 
lo  había  dicho  el  grave  abogado  de  provincia,  que  á 
través  de  treinta  años  de  viudez  se  le  aparecía  cada 
vez  más  grande,  como  la  personificación  de  la  sabidu- 
ría reposada  y  el  buen  sentido  ecuánime. 

Sentíase  atraído  Maltrana  por  la  sencillez  de  pala- 
bras y  pensamientos  de  doña  Zobeida  y  el  pJre  señorial 
con  que  acompañaba  su  modestia.  Fijábase  en  su  color 
un  tanto  cobrizo;  en  el  brillo  de  sus  ojos  abultados,  de 
córneas  húmedas  y  dulce  humildad  en  las  pupilas,  ojos 
semejantes  á  los  de  los  huanacos  de  las  altiplanicies 
andinescas;  en  el  negro  intenso  de  sus  pelos  fuertes  y 
duros,  que  los  años  no  podían  manchar  de  blanco. 

No  obstante  el  remoto  cruzamiento  indígena  que 
emergía  en  esta  Vargas  del  Solar,  encontraba  Isidro 
en  toda  su  persona  una  rancia  distinción  española,  un 
aire  de  dama  acostumbrada  al  respeto  desde  el  naci- 
miento, y  que  segura  de  su  valía  puede  atreverse  á  ser 
familiar  en  el  trato  y  sencilla  en  los  gustos.  «Esta  doña 
Zobeida,  medio  india — pensaba  Maltrana — ,  es  una  se- 
ñora de  Burgos  que  luego  de  vigilar  las  compras  de  su 
criada  en  el  mercado  entra  en  una  librería  para  pedir 
un  devocionario  «bien  cumplido»;  una  gran  dama  de 
Cuenca  ó  de  Teruel  que  por  la  tarde  recibe  su  tertulia 
de  canónigos  y  abogados  viejos  y  toman  juntos  el  cho- 
colate, hablando  de  la  corrupción  del  mundo.»  Estos 
recuerdos  evocaban  en  su  memoria  á  la  vieja  España, 
que  había  dejado  huellas  imborrables  allí  donde  había 
descansado  sus  plantas,  esparciendo  las  características 
de  la  personalidad  nacional  por  todo  el  planeta,  en  las 
más  diversas  y  apartadas  regiones. 

La  credulidad  de  ia  buena  señora  expandíase  en  in- 
genuos asombros  ante  los  embustes  y  exageraciones 
que  se  permitía  Maltrana  para  estremecer  su  alma  ino- 
cente. «;No  diga! — exclamaba  doña  Zobeida — .  ¡Vea!... 
iQué  cosas!»  Y  cuando  ella  no  estaba  presente,  Isi- 
dro prorrumpía  en  elogios  de  su  carácter.  Era  para 
él  la  mejor  persona  de  á  bordo.  Aquella  mujer  con  nie- 
tos guardaba  el  alma  de  sus  ocho  años,  incapaz  de  ere- 


228  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

cimiento  y  de  evolución;  y  esta  alma  permanecía  inmó- 
vil y  dormida  en  el  envoltorio  de  su  inocencia  crédula,  lo 
mismo  que  los  embriones  humanos  dignos  de  estudio 
que  se  conservan  sumergidos  en  un  bocal. 

Separada  por  su  timidez  de  las  compatriotas  ele- 
gantes que  venían  en  el  buque,  habíase  unido  con  un 
afecto  familiar  á  su  compañera  de  camarote,  «esta 
buena  señorita»,  «esta  pobre  niña»,  que  marchaba  á  un 
país  desconocido  sin  más  apoyo  que  vagas  recomenda- 
ciones. Isidro,  que  conocía  á  Conchita  de  Madrid,  se 
alarmó  un  tanto  al  verla  en  continuo  trato  con  la  ino- 
cente señora.  Había  vivido  aquélla  maritalmente  duran- 
te algunos  meses  con  un  amigo  suyo  «compañero  de  la 
prensa»;  luego  la  había  encontrado  de  corista  en  un 
teatro  por  horas  y  en  varias  fiestas  nocturnas  ó  mati- 
nales en  los  entresuelos  de  Fornos  y  en  las  Ventas. 

—Cuidado,  niña,  con  doña  Zobeida — había  dicho  al 
verse  á  solas  con  Concha — .  Esa  buena  señora  es  una 
alma  de  Dios...  A  ver  si  metes  la  pata  y  la  asustas  con 
alguna  de  las  tuyas. 

Pero  la  madrileña  sentía  también  por  la  buena  dama 
un  cariño  respetuoso. 

— La  quiero  mucho:  ¡si  es  de  lo  más  buena!...  Algu- 
nas noches,  antes  de  dormir,  la  acompaño  á  pasar  el 
rosario  en  el  camarote.  Mira,  chico,  la  quiero  como  si 
fuese  mi  madre...  Y  eso  que  yo  no  he  conocido  á  mi 
madre. 

Esta  mañana  doña  Zobeida  saludó  á  Isidro  con 
sonrisa  tímida  y  miradas  suplicantes.  No  se  atrevía 
á  formular  un  pensamiento  que  la  había  empujado 
hacia  él,  y  anticipadamente  imploraba  perdón  con  sus 
ojos. 

— Hable  usted  de  lo  de  anoche.  Mista  Zobeida — dijo 
Concha  interrumpiendo  á  la  buena  señora  en  sus  ala- 
banzas al  mar  y  á  la  hermosura  de  la  mañana,  tópicos 
con  cuyo  desarrollo  entretenía  su  timidez — .  Isidro  es 
un  buen  amigo...  de  lo  más  servicial.  Yo  le  conozco 
desde  que  me  llevaban  al  colegio. 

Mentía  Concha  con  aplomo  dando  á  sus  amistades 
con  Maltrana  este  remoto  y  puro  origen,  lo  que  propor- 
cionó á  la  buena  señora  una  repentina  confianza.  Su 


LOS   ARGONAUTAS  229 

joven  compañera  la  llamaba  Misiá  sabiendo  que  este 
título  honorífico,  de  origen  criollo,  le  gustaba  más  por 
su  sabor  patriarcal  y  rancio  que  el  Doña  de  origen  pe- 
ninsular. 

—Yo  no  me  atrevía — balbuceó  la  señora — .  No  me 
gusta  molestar  á  nadie  con  mis  cosas.  Pero  esta  buena 
señorita  me  ha  dicho  quién  es  usted;  que  usted  fué  gran- 
de amigo  de  su  papá  y  que  sabe  mucho...  y  las  personas 
que  saben  mucho  son  siempre  atentas  con  las  que  nada 
saben.  Así  era  mi  finado  el  doctor. 

Y  á  continuación  de  este  exordio  empezó  su  discurso 
por  el  final,  mencionando  la  conversación  de  la  noche 
anterior  con  «la  buena  señorita»  de  litera  á  litera,  des- 
pués de  haber  rezado  el  rosario.  Ya  que  aquel  señor 
Maltrana  era  tan  bueno,  podía  ayudarla  en  su  pleito, 
la  magna  empresa  de  su  vida  y  de  la  de  todos  los  Vargas 
del  Solar,  el  objetivo  de  sus  ilusiones  en  las  horas  de 
recogimiento,  la  única  petición  que  ingería  en  sus  rezos 
por  la  felicidad  de  su  hija  y  los  nietecitos. 

— Vea,  señor:  se  trata  de  cuatrocientas  leguas;  unas 
cuatrocientas  leguas  cuadradas  que  son  nuestras  y  nun- 
ca acaban  de  entregárnoslas. 

Isidro  abrió  desmesuradamente  los  ojos  con  expre- 
sión de  asombro  y  escándalo.  ¿Sería  una  maniática  aque- 
lla doña  Zobeida?... 

— ¡Cuatrocientas  leguas!...  Pero  eso  es  un  Estado.  Es 
casi  una  nación. 

La  señora  insistió  tranquilamente  en  la  cifra.  Cua- 
trocientas leguas...  ó  tal  vez  fuesen  más.  No  se  habían 
mensurado,  pero  se  extendían  desde  los  Andes  hasta 
cerca  de  Salta.  Todos  allá  conocían  el  pleito  de  los  Var- 
gas del  Solar:  hasta  los  papeles  de  Buenos  Aires  habían 
hablado  de  él  en  varias  ocasiones.  Si  alguna  vez  iba 
don  Isidro  al  Norte  de  la  República,  no  tenía  más  que 
preguntar:  el  último  arriero  de  los  que  pasan  á  Chile 
recuas  de  muías  por  la  Cordillera,  le  daría  razón.  Las 
arrias  caminaban  semanas  enteras  por  parajes  desier- 
tos, en  los  cuales  todavía  se  aparecían,  rodeados  de  las 
fragorosas  tempestades  de  los  Andes,  la  Pachamama  y 
el  Tatacoquena,  las  dos  divinidades  indígenas  anterio- 
res á  la  conquista  española.  Semejantes  en  todo  á  las 


230  V.  BLASCO  ibáñe:^ 

simples  imaginaciones  humanas  qne  los  crearon,  estos 
dioses  son  arrieros  también  y  llevan  tras  de  ellos  recuas 
silenciosas  de  llamas  cargadas  con  ricos  fardos  de  coca, 
la  ambrosía  del  paladar  indiano.  Y  los  trajinantes  de  la 
Cordillera,  al  navegar  por  este  océano  de  tierra  roja,  pe- 
ñascos metálicos  y  dormidos  lagos  de  borato,  discernían 
con  su  justiciero  espíritu  la  verdadera  propiedad  del 
largo  camino.  «Todo  esto  es  de  los  Marqueses  que  viven 
en  Salta.»  Y  los  Marqueses  eran  los  Vargas  del  Solar. 

— Es  nuestro  y  muy  nuestro — continuó  Misiá  Zobei- 
da — .  Allá  en  nuestra  casa  guardamos  los  papeles.  El 
pleito  lo  empezó  mi  finado  tío,  aquel  que  se  carteaba 
con  nuestros  parientes  de  España,  condes  y  duques, 
como  ya  le  dije:  y  luego  mi  finado  el  doctor,  que  sabía 
mucho,  consiguió  una  sentencia  favorable.  El  campo  es 
nuestro  (aquí  Maltrana  sonreía  oyendo  llamar  campo 
simplemente  á  cuatrocientas  leguas);  el  gobierno  de 
Salta  ha  reconocido  que  nos  pertenece,  pero  los  años 
pasan  y  no  nos  lo  entrega.  Vea,  señor:  la  cosa  no  puede 
ser  más  seria:  una  donación  del  rey...  del  rey  de  las  Es- 
pañas;  un  regalo  que  le  hizo  á  uno  de  nuestros  abuelos, 
el  alférez  Vargas  del  Solar. 

Se  interrumpió  doña  Zobeida,  mirando  con  timidez 
á  Maltrana,  como  si  temiese  ofenderlo  con  sus  aclara- 
ciones. 

— Usted,  que  sabe  tanto,  habrá  comprendido  que  este 
alférez  era  un  gran  personaje  y  que  le  llamaban  así  no 
porque  fuese  de  milicia,  sino  porque  siempre  que  había 
nacimiento  ó  casamiento  de  reyes,  él  era  el  que  sacaba 
el  pendón  real  y  daba  el  primer  viva.  Mi  finado  tío  ex- 
plicaba todo  esto  con  tanta  claridad,  que  daba  gusto  oír- 
le. También  nos  leía  los  papeles  del  rey,  unos  pliegos 
amarillentos  con  agujeritos,  como  si  los  hubiesen  mordi- 
do las  lauchas,  y  escritos  con  una  tinta  que  debió  ser  ne- 
gra y  ahora  es  roja  como  el  hierro  viejo...  El  campo  no 
nos  lo  dieron  de  regalo:  fué  donación  por  ciertos  dine- 
ros que  el  alférez  envió  á  España  una  vez  que  el  rey 
tenía  sus  apuros.  Y  como  persona  bien  nacida  y  cristia- 
na, el  rey  correspondió  á  este  favor  dándole  el  campo  y 
el  marquesado.  Debían  ser  amigos,  ¿no  le  parece?...  El 
alférez  era  un  gran  personaje:  y  su  señora  la  peruana 


LOS  ARGONAUTAS  231 

¡no  digamos!  Todavía  allá  en  mi  tierra,  cuando  ven  á 
una  gringa  emperifollada  ó  á  una  china  que  se  da  aires 
de  señorío,  dice  la  gente  por  burla:  «Ni  que  fuese  Misiá 
Eosa  la  marquesa,» 

La  buena  señora  perdía  su  habitual  timidez  al  recor- 
dar á  esta  abuela,  más  célebre  aún  y  digna  de  memoria 
que  el  ilustre  alférez  amigo  de  los  reyes.  La  contempla- 
ba tal  como  se  la  había  descrito  muchas  veces  el  «fina- 
do tío»,  en  el  estrado  de  su  caserón  de  Salta,  con  ricas 
medias  de  seda,  de  las  cuales  cambiaba  tres  pares  por 
día,  mirándose  con  un  orgullo  de  raza  sus  breves  pies 
estrechamente  calzados.  Vestía  los  huecos  y  ñoreados 
guardainf antes  que  le  enviaban  de  las  mejores  tiendas 
de  Lima,  con  perlas  en  el  pecho,  perlas  en  las  orejas, 
perlas  esparcidas  por  todo  el  traje.  Más  allá  del  estra- 
do, sentadas  en  el  suelo  y  con  las  piernas  cruzadas, 
estaban  unas  cuantas  negras  con  sayas  de  blancura  des- 
lumbradora. Una  vigilaba  el  braserillo  en  el  que  hervía 
el  agua;  otra  ofrecía  el  mate  de  plata  cincelada  con  bo- 
quilla de  oro;  otra  guardaba  sobre  sus  rodillas  la  gui- 
tarra señoril  de  ricas  incrustaciones. 

Trotaban  jinetes  calle  arriba,  calle  abajo,  con  la  vaga 
esperanza  de  ver  los  ojos  de  brasa  de  la  peruana  al  al- 
zarse levemente  la  cortina  de  alguna  reja.  A  la  hora  de 
misa,  hidalgos  venidos  de  lejos  se  hacían  los  distraídos 
en  la  puerta  de  la  iglesia  para  contemplar  la  mayor  cele- 
bridad del  país  que  llegaba  envuelta  en  su  manto  negro 
de  seda,  por  debajo  del  cual  asomaba  la  recamada  falda, 
blanca  ó  rosa.  El  alférez  iba  á  su  lado  con  todo  el  seño- 
río de  su  rango.  Su  chambergo  con  plumas  contestaba 
solemnemente  á  todos  los  sombreros  que  se  elevaban  á  su 
paso.  Detrás  marchaban  dos  negritos  con  el  parasol  y 
una  rica  alfombra,  sobre  la  que  se  sentaba  cruzando  las 
piernas  Misiá  Rosa  la  marquesa,  para  oir  la  misa. 

El  nobilísimo  caserón  de  los  Vargas,  con  sus  ventru- 
das rejas  y  su  escudo  de  piedra,  en  el  portal,  sólo  admi- 
tía las  visitas  de  unos  cuantos  notables  del  país.  En  las 
épocas  de  feria  animábase  con  la  presencia  de  rancios 
hidalgos  venidos  del  virreinato  del  Perú  ó  del  reino  de 
Chile  para  comprar  ganado  de  tiro;  hacendados  de  la 
tierra  baja  llegados  de  las  orillas  del  Plata  para  vender 


232  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

SUS  recuas  de  muías,  y  algún  que  otro  asentista  de  ne- 
gros de  Buenos  Aires  que  arreaba  una  partida  de  es- 
clavos africanos  con  destino  á  las  minas  de  Potosí. 
Cuando  pasaba  un  nuevo  gobernador  camino  de  su  ínsu- 
la, un  obispo  en  jira  pastoral,  ó  los  señores  de  la  Eeal 
Chancillería,  la  casa  del  alférez  era  su  posada  y  los 
viajeros  no  tenían  gran  prisa  en  partir,  como  si  los 
encantase  la  belleza  y  el  señorío  de  Misiá  Eosa,  cuya 
fama  había  salido  á  su  encuentro  á  muchas  jornadas 
de  camino. 

La  gente  menuda  hablaba  maravillas  del  noble  edifi- 
cio y  sus  riquezas.  Una  vez  por  año  se  cerraban  sus 
puertas  un  día  entero,  y  los  viejos  servidores  de  los 
Vargas,  esclavos  y  libertos,  todos  gentes  de  confianza, 
tendían  cueros  en  el  patio  principal,  vaciando  sobre 
ellos  enormes  sacos  de  monedas.  Eran  onzas,  doblones 
de  á  ocho,  cruzados  portugueses,  montones  de  oro  que 
sacaban  anualmente  de  su  encierro  subterráneo  para  que 
se  airease  y  solease.  Y  el  alférez  y  su  esposa  vigila- 
ban impasibles  esta  operación  tradicional,  como  si  su 
servidumbre  removiese  sacos  de  trigo  para  el  consumo 
de  la  casa. 

Enardecíase  doña  Zobeida  al  relatar  los  esplendo- 
res pasados  y  Conchita  aprobaba  moviendo  la  cabeza 
como  si  diese  fe.  Habituada  á  oir  todas  las  noches  en 
su  camarote  estas  grandezas,  creía  haberlas  contem- 
plado con  sus  ojos. 

— Y  ahora,  señor — continuó  la  vieja — ,  los  Vargas  del 
Solar  somos  pobres,  por  culpa  del  pleito  que  no  ter- 
mina nunca.  Las  revoluciones  y  las  guerras  nos  fundie- 
ron... Dicen  que  para  que  nos  den  lo  que  es  nuestro  es 
preciso  mensurar  el  campo  con  arreglo  á  los  títulos, 
y  para  hacer  esa  mensura  se  va  á  necesitar  un  año,  ó 
tal  vez  más,  y  muchos  hombres  que  habrán  de  vivir 
como  se  vive  en  el  Polo;  y  esto  costará  mucha  plata  y  la 
habremos  de  pagar  nosotros...  Hay  en  el  campo  bastan- 
te tierra  que  no  sirve:  peñascales,  montañas;  pero  hay 
minas  y  hay  también  buenos  pastos.  Por  mí  no  me  mo- 
vería á  nada:  yo  necesito  poco  para  mantenerme.  Pero 
están  mis  nietos,  los  pobrecitos  condenados  á  vivir  en 
esa  tierra  de  gringos;  está  mi  hija  y  quiero  verla  rica  en 


LOS   ARGONAUTAS  233 

Buenos  Aires  con  el  señorío  que  merece...  Además  pienso 
en  mi  ñnado  el  doctor,  que  pasó  su  vida  penando  por  sa- 
car adelante  el  pleito.  Seguramente  que  se  alegrará  en  la 
otra  vida  si  le  digo  cuando  nos  encontremos  que  el 
campo  es  ya  de  la  familia  y  lo  he  conseguido  yo.  ¡El  que 
decía  que  las  señoras  sólo  entienden  de  las  cosas  de  la 
casa!  Figúrese,  señor,  aunque  sólo  se  venda  la  legua  á 
dos  mil  pesos  una  con  otra,  lo  que  eso  representa. 

Maltrana  la  interrogaba  con  la  mirada  y  el  gesto.  ¿Y 
qué  tenía  que  hacer  él  en  este  asunto?... 

— Lo  que  yo  quiero,  señor,  es  que  usted  le  hable  al 
doctor  Zurita,  ya  que  es  su  amigo  y  los  veo  siempre 
juntos.  A  mí  me  da  vergüenza  acercarme  á  él  sin  cono- 
cerlo. Creo  que  ha  sido  mandón  en  Buenos  Aires.  Ade- 
más, es  doctor,  y  usted  ya  sabe  lo  que  eso  representa. 
Un  doctor  manda  mucha  fuerza,  y  más  si  es  doctor 
porteño,  pues  ahora  ellos  se  lo  guisan  y  se  lo  comen 
todo,  sin  dejar  nada  para  los  demás,  según  decía  mi  fina- 
do... Si  es  tan  amable  que  quiere  oirme,  yo  le  explicaré 
mi  pleito,  y  á  él  de  seguro  le  bastará  una  palabrita  á  los 
que  mandan  para  que  todo  se  arregle  «sobre  el  tam- 
bor», como  decimos  allá.  Se  ve  que  es  un  buen  caba- 
llero, cristiano  y  serio,  como  mi  doctor.  Me  han  buscado 
muchas  personas  de  Buenos  Aires  para  encargarse  del 
asunto:  hombres  de  negocios,  gente  que  me  daba  miedo, 
y  he  dicho  siempre  que  no.  Mi  finado  les  tenía  horror 
á  las  «aves  negras». 

Calló  un  momento  doña  Zobeida,  como  si  vacilase, 
pero  luego  añadió  con  timidez: 

— Aquí  mismo  en  el  barco,  hay  un  señor  que  no  sé 
cómo  ha  sabido  lo  de  mi  pleito,  y  según  me  dicen  quiere 
hablarme...  Es  el  papá  de  esa  niña  que  llaman  Nélida, 
laque  siempre  anda  revuelta  con  los  muchachos.  A  mí 
no  me  gusta  hablar  de  nadie,  cada  uno  que  se  arregle 
con  Dios;  pero  francamente,  señor:  ¡esa  niña  que  parece 
una  cómica,  y  fuma,  y  no  respeta  á  su  madre!  ¡Y  ese 
padre  que  no  la  reta  y  se  ríe  de  sus  travesuras!...  Que 
viva  cada  uno  á  su  gusto,  pero  yo  no  quiero  tratos  con 
gringos  de  tal  clase.  Prefiero  á  los  míos;  y  desde  que  sé 
que  el  tal  señor  desea  hablarme  del  negocio,  tengo  más 
ganas  de  pedir  al  doctor  Zurita  que  me  dé  su  consejo. 


234  V.    BLA8(30   IJiiÑEJZ 

— Lo  verá  usted,  doña  Zobeida.  Yo  me  encargo  de  la 
presentación. 

Sonrió  la  vieja  dama  con  una  alegría  infantil,  mos- 
trándose aun  más  locuaz  y  comunicativa. 

— El  negocio  hubiese  llegado  á  término  hace  tiempo  si 
mi  finado  tío  viviese.  Le  habría  bastado  con  enviar  una 
carta  á  nuestros  parientes  de  España.  Pero  ocurre  lo  que 
ocurre  porque  el  rey  no  está  enterado.  Usted,  señor,  que 
sabe  tanto  y  que  allá  en  su  tierra  es  doctor  indudable- 
mente, ó  ese  otro  caballero  que  va  con  usted,  tan  buen 
mozo,  tan  distinguido  y  serio,  y  que  también  será  doc- 
tor, cuando  vean  al  rey  díganle  lo  que  nos  pasa  á  los 
Vargas  del  Solar,  ios  herederos  del  alférez.  Usted  verá  al 
rey  seguramente.  Los  doctores  tienen  siempre  gran  meti- 
miento con  los  que  gobiernan:  en  mi  país  todos  los  ami- 
gos del  Presidente  son  doctores...  Mi  pleito  se  resolvería 
«sobre  tablas»  como  quien  dice,  sólo  con  que  el  rey  en- 
viase una  esquelita  al  gobierno  de  Buenos  Aires,  ó  mejor 
aún,  al  gobernador  de  Salta,  diciendo:  «¿Qué  es  esto, 
señores?  Lo  dado,  dado  está,  y  entre  caballeros  no  está 
bien  faltar  á  la  palabra.  Entreguen  ustedes  á  los  des- 
cendientes del  alférez  Vargas  lo  que  mis  abuelos  tuvie- 
ron á  bien  darle,  y  no  se  hable  más  del  asunto.»  Y  ten- 
go la  certeza  de  que  así  lo  escribiría  el  buen  rey  si 
alguien  le  hablase  y  le  enseñara  nuestros  papeles. 

— Se  le  hablará — dijo  Maltrana  con  acento  de  resolu- 
ción, sin  el  más  leve  asomo  de  risa — .  Se  enterará  de 
todo  el  buen  rey  y  escribirá  la  carta  tan  pronto  como 
yo  le  vea. 

Y  como  si  temiese  el  contagio  risueño  de  los  ojos  de 
Conchita,  la  cual  fruncía  los  labios  para  conservar 
su  gravedad,  Isidro  se  despidió  de  doña  Zobeida,  repi- 
tiendo la  promesa  de  presentarla  al  doctor  después  del 
almuerzo. 

Al  ir  hacia  la  proa  vio  apoyados  en  la  barandilla 
á  Ojeda  y  Mrs.  Power,  mirando  el  mar,  con  los  co- 
dos y  los  flancos  en  apretado  contacto.  La  brisa  retor- 
cía como  espirales  de  fuego  algunos  rizos  de  la  norte- 
americana, que  se  escapaban  de  un  sombrerillo  de  tela 
de  oro. 

—  ¡Bien  empieza  el  día  para  estos!... — murmuró  Isi- 


LOS  ARGONAUTAS  235 

dro  —  .  Y  la  yanqui  parece  una  niña  con  ese  casquete 
gracioso  de  paje  veneciano.   ¡Qué  pedazo  de  mujer!.. 
Buenos  días,  señora. 

Saludó  sin  detener  el  paso,  con  una  reverencia  que 
juzgaba  graciosa,  «la  reverencia  de  peluca  blanca  y  taco- 
nes rojos»,  según  él  la  titulaba;  y  vio  por  un  instante 
unos  ojos  irónicos  y  una  boca  bermeja  que  contestaban 
á  su  saludo. 

— Otro  que  fuese  inmodesto  —  siguió  murmurando 
Maltrana — llegaría  á.  tener  sus  pretensiones  sobre  esta 
señora.  No  puede  verme  sin  reírse...  Así  empiezan,  se- 
gún opinión  general,  las  grandes  pasiones,  y  el  amigo 
Ojeda,  si  no  estuviese  ciego  como  todos  los  enamorados, 
debería  mirarme  con  cuidado...  Pero  dejémonos  de  pom- 
pas y  vanidades  y  atendamos  á  nuestros  amigos.  Allí 
viene  uno...  Buenos  días,  monsieiir. 

Se  cruzó  con  el  hombre  «fúnebre  y  misterioso»,  su 
vecino  de  camarote,  vestido  de  luto  como  siempre,  y 
con  el  rostro  cuidadosamente  afeitado.  Apenas  dobló  su 
digna  tiesura  con  una  ligera  inclinación  de  cabeza. 
Luego  envolvió  á  Maltrana  en  una  ojeada  fugaz  de  sus 
pupilas  azules  y  duras,  y  siguió  adelante  contestando 
con  voz  seca:  «Bonjotir^  monsieur.y> 

Eió  Isidro  mientras  el  otro  se  alejaba  como  ofendido 
por  el  saludo. 

— El  amigo  Sherlock  Holmes  está  enfadado.  Se  acuer- 
da todavía  de  la  broma  de  la  otra  noche.  ¡Mal  cora- 
zón!... ¡Como  si  todos  estuviésemos  obligados  á  vivir 
tristes  y  vestidos  de  luto  como  él!...  ¿Qué  hará  en  este 
momento  la  princesa  que  guarda  encerrada  en  el  cama- 
rote?... ¡Y  no  haber  descubierto  yo  todavía  este  miste- 
rio! ¡Qué  vergüenza! 

Cesó  de  pensar  en  el  hombre  negro  y  su  incógnita 
cautiva  al  volver  á  la  banda  de  estribor.  Dos  parejeas 
permanecían  inmovibles,  en  íntima  conversación  entre 
los  pasajeros  que  caminaban  por  este  lado  del  buque 
siguiendo  su  marcha  matinal.  En  último  término,  hacia 
la  proa,  Ojeda  y  Mrs.  Povv^er  continuaban  acodados  en 
la  barandilla.  En  el  extremo  opuesto,  ó  sea  cerca  de 
Isidro,  estaba  de  pie  Manzanares  al  lado  de  un  sillón  de 
junco  con  almohadones  bordados,  en  el  que  aparecía 


236  V.  BLASCO  ibáñg:i 

casi  tendida  una  mujer  rubia,  con  un  brazo  caído  y  un 
volumen  en  la  mano.  Los  ojos  del  comerciante  fijábanse 
con  avidez  en  la  nuca  perfumada  por  las  matinales  ablu- 
ciones y  todas  las  blancuras  inmediatas  reveladas  por 
la  entreabierta  penumbra  de  la  blusa.  De  aquí  saltaba 
su  mirada  á  las  redondeces  de  las  piernas,  envueltas 
en  calada  seda,  emergiendo  entre  el  follaje  sedoso  de 
las  faldas. 

Maltrana  se  acercó  á  él  como  si  hubiese  olvidado  la 
escena  de  poco  antes. 

— Aquí  le  quería  pillar,  calaverón,  tenorio  de  la  calle 
Alsina...  De  seguro  que  está  usted  declarando  su  amor 
á  esta  señorita,  en  estilo  de  factura. 

Visiblemente  irritado  Manzanares  por  la  burlona 
intervención,  se  apresuró,  sin  embargo,  á  contestar, 
temiendo  que  Isidro  persistiese  en  sus  bromas: 

— No  señor:  hablábamos  de  cosas  serias,  de  cosas  de 
allá.  La  señorita  deseaba  conocer  mi  opinión  sobre  la 
próxima  cosecha. 

¡Ah,  la  cosecha!...  Maltrana  sonrió  al  recordar  que 
la  próxima  cosecha  en  la  Eepública  Argentina  era  el 
principal  motivo  de  conversación  para  una  gran  parte 
de  los  que  iban  en  el  buque,  y  un  pretexto  de  continua 
consulta  para  aquella  francesa  rubia,  que  figuraba  en 
el  registro  del  buque  como  viajante  en  modas  y  som- 
breros, profesión  que  hacía  torcer  el  gesto  á  muchos  ma- 
liciosamente. 

También  á  él  le  había  hecho  la  misma  consulta  ma- 
demoiselle  Marcela  la  primera  vez  que  se  había  aproxi- 
mado á  su  sillón,  atraído  por  la  novedad  de  su  habla 
castellana  incrustada  de  palabras  francesas  é  italianis- 
mos  del  léxico  popular  de  Buenos  Aires. 

Era  este  viaje  el  quinto  que  emprendía  á  las  riberas 
del  Plata,  y  mostraba  una  pericia  de  navegadora  trasat- 
lántica en  su  amabilidad  con  el  personal  del  buque  que 
mejor  podía  servirla,  en  la  reserva  discreta  con  que  se 
mantenía  aparte  de  los  pasajeros  de  una  clase  social  su- 
perior (especialmente  de  las  señoras,  modo  seguro  de 
evitarse  desprecios  y  malas  palabras),  y  en  su  acierto  ai 
escoger  su  lugar  en  la  cubierta,  colocando  el  mismo 
sillón  de  junco,  las  almohadas  y  las  mantas  que  le  ha- 


LOS   ARGONAUTAS  237 

bían  acompañado  en  anteriores  viajes.  «Yo  voy  á  Buenos 
Aires  casi  todos  los  años — había  dicho  al  curioso  Mal- 
trana  para  cortar  sus  preguntas  insidiosas — .  Es  mi  ne- 
gocio: viajo  por  una  gran  casa  de  sombreros.»  Maltra- 
na,  malicioso  é  incrédulo,  pensaba  que  la  hermosa 
viajera  comercial  no  debía  llevar  con  ella  otras  mues- 
tras que  los  propios  sombreros,  un  poco  fatigados.  Para 
economizar  su  uso  defendía  los  postizos  de  su  cabeza 
rubia  con  una  variedad  de  gasas  de  colores  adquiri- 
das en  los  montones  de  los  grandes  almacenes  de  París. 
Al  saber  que  Isidro  iba  como  ella  á  la  Argentina,  le 
había  preguntado  por  la  próxima  cosecha  creyéndolo 
un  propietario  de  aquel  país. 

Después,  con  las  frecuentes  conversaciones,  se  había 
establecido  entre  ellos  cierta  intimidad.  ¡El  dinero!  ¡Lo 
que  costaba  de  ganar  y  lo  necesario  que  era  para  la 
vida!...  Y  la  «bella  sombrerera»,  como  la  llamaba  Isidro 
socarronamente,  entornaba  los  ojos  hablando  de  los  sa- 
crificios que  impone  el  negocio;  de  lo  triste  que  era  aban- 
donar su  pisito  de  la  Avenida  de  Ternes,  donde  todo 
estaba  en  orden  y  á  punto  para  las  necesidades  de  la 
vida,  con  el  cuidado  de  una  mujer  que  sabe  dar  valor  á 
]os  pequeños  objetos  y  colocarlos  en  su  sitio.  Hablaba 
con  ternura  infantil  de  Chifóii^  un  gato  obeso  y  lustro- 
so, y  de  dos  canarios  que  había  confiado  á  la  portera. 
Otras  veces  recordaba  melancólicamente  al  «buen  ami- 
go» que  vagaría  por  el  bulevar  esperando  su  regreso, 
un  joven  verdaderamente  chic^  aunque  pobre,  con  el 
que  estaba  en  relaciones  hacía  algunos  años.  ¡Y  las 
amigas!  ¡Y  los  teatros!  ¡Y  había  que  abandonarlo  todo 
por..:  el  negocio!  «La  vida  es  triste,  decidida^mente 
triste.» 

Cuando  Isidro,  que  no  podía  aproximarse  á  una  hem- 
bra deseable  sin  iniciar  un  intento  de  posesión,  creyó 
de  su  deber  mostrarse  amoroso  de  Marcela,  ésta  acogió 
sus  palabras  con  cierta  severidad...  ¡Un  hombre  que  iba 
al  Nuevo  Mundo  en  busca  de  fortuna,  pensar  en  frusle- 
rías amorosas  que  podían  quitarle  el  tiempo  necesario 
para  los  negocios!  La  vida  es  seria  y  hay  que  aprove- 
char la  juventud  para  asegurarse  un  porvenir.  Luego, 
cuando  se  cuenta  con  el  apoyo  de  los  ahorros,  puede 


238  V.    BLASCO  IBÁÑSíS 

uno  permitirse  alguna  locura. . .  ¿No  sufría  ella  igualmen- 
te por  culpa  del  negocio,  teniendo  que  hacer  sus  viajes  á 
América  siempre  que  las  amigas  de  allá  le  escribían  que 
la  cosecha  era  buena  y  el  dinero  iba  á  circular  en  abun- 
dancia?... En  todos  los  puertos  llenaba  tarjetas  postales 
con  frases  de  intenso  amor  aprendidas  en  las  comedias. 
No  podía  leer  seguidamente  unas  cuantas  páginas  de 
aquel  volumen  amarillo  de  tres  francos  cincuenta,  pues 
se  escapaba  de  su  brazo  caído  ó  quedaba  olvidado  sobre 
el  sillón.  Pensaba  en  el  «buen  amigo»,  el  hombre  chic  y 
sin  recursos,  que  dejaba  por  algún  tiempo.  Se  había 
hecho  retratar  numerosas  veces  por  un  camarero  de  á 
bordo  que  explotaba  la  instantánea,  y  estas  hojas  de 
papel  saldrían  camino  de  París  en  la  primera  escala 
que  hiciese  el  buque,  representándola  de  pie  y  mirando 
el  mar  con  aspecto  melancólico,  tendida  en  el  sillón 
con  el  rostro  apoyado  en  una  mano  y  ojos  «de  ensue- 
ño», haciendo  crochet,  leyendo...  pero  siempre  pensan- 
do en  él. 

— Yo  tengo  mi  beguin — continuaba  ella  en  su  lengua- 
je políglota — ,  Pero  hay  que  ser  seria,  ¿no?  y  pensar  en 
la  plata  para  los  viejos  días.  ¡Si  fuese  una  á  hacer  caso 
de  todos  los  que  dicen  ser  enamorados!  Macanas,  che, 
créame  á  mí...  Además  usted  es  pobre,  y  yo  no  com- 
prendo á  un  hombre  pobre;  no  tiene  significación  para 
mí;  no  sé  qué  pueda  ser  eso.  Conozco  á  muchos  que  no 
tienen  un  sous  y  resultan  simpáticos;  pero  los  trato 
como  camaradas  nada  más.  Gastón,  mi  amigo,  se  arrui- 
nó, y  aunque  ahora  está  en  la  puré^  volverá  á  tener 
plata  cuando  mueran  sus  tías...  No  ponga  esa  cara  de 
cahotin  enamorado;  no  me  conmoverá  niente.  Soy  vieja 
para  creer  en  eso.  ¡A  me  con  la>  pigolita! , . . 

Y  para  mostrar  su  incredulidad  de  negocianta  de 
amor,  sorda  á  todos  los  gestos,  palabras  y  juramen- 
tos de  los  parroquianos,  repetía  con  delectación  la  frase 
criolla,  final  obligado  de  todos  sus  discursos:  «¡A  mí 
con  la  piolita!» 

No  era  Maltrana  el  único  que  se  había  aproxima- 
do queriendo  perturbar  con  diabólicas  propuestas  su 
tranquilidad  de  argonauta  reflexiva  y  prudente,  aquel 
quietismo  monacal  de  plácidas   digestiones  y   largas 


LOS  ARGONAUTAS  239 

siestas,  que  era  para  ella  el  encanto  más  grande  de  las 
travesías  oceánicas.  Sus  ojos  de  un  azul  claro,  su  cabe- 
llera rubia  cenicienta,  su  carne  blanca,  jugosa  y  de  li- 
geros tonos  amarillos,  semejante  á  la  fresca  pulpa  de  un 
melón,  parecían  valorizarse  con  nuevos  encantos  asi 
como  transcurrían  los  días.  A  cada  singladura  los  pa- 
seantes desfilaban  con  más  lentitud  ante  su  sillón,  echan- 
do miradas  de  través.  Aumentaba  el  número  de  los 
señores  graves  que  permanecían  de  pie  cerca  de  ella 
contemplando  el  mar  con  aire  pensativo,  mientras  de 
sus  labios,  fingidamente  inmóviles,  dejaban  caer  propo- 
siciones con  acompañamiento  de  cifras. 

Marcela  ya  no  hablaba  con  Isidro  de  la  gran  casa  de 
París  que  le  había  confiado  su  representación.  Parecía 
olvidada  de  los  sombreros,  pero  seguía  aplicando  á  su 
verdadera  industria  una  meticulosa  prudencia  comer- 
cial. ¡Los  hombres!...  Los  unificaba  en  su  pensamiento, 
viéndolos  con  idéntica  contracción  de  espasmo  lúgubre 
y  el  mismo  ronquido  de  agonía,  eternos  gestos  con  los 
que  terminaba  para  ella  indefectiblemente  toda  intimi- 
dad. Creía  de  buena  fe,  con  un  escepticismo  de  profesio- 
nal fatigada,  que  todos  habían  venido  al  mundo  sólo 
para  esto  y  eran  incapaces  de  experimentar  otros  deseos. 
— En  todos  los  viajes  es  lo  mismo,  moii  cher.  Así 
como  nos  acercamos  al  Ecuador  los  hombres  se  ponen 
locos  y  hay  que  sacudírselos  como  moscas.  Y  yo,  ¡por 
nada  del  mundo!...  ¡Aunque  me  ofrezcan  mil!  ¡aunque 
me  ofrezcan  dos  mil!  Aquí  todo  se  sabe;  y  aunque  no  se 
supiese  es  lo  mismo.  Después,  cuando  llegamos  á  Bue- 
nos Aires,  se  dan  importancia  por  las  bondades  que  una 
ha  podido  tener  en  el  buque  con  ellos,  y  lo  cuentan,  y 
es  inútil  que  se  traigan  buenas  toilettes  de  París  y  que 
una  mujer  se  presente  bien.  Se  pierde  importancia,  se 
desvaloriza,  como  dicen  allá,  y  los  amigos  que  esperan 
con  interés  vuelven  de  pronto  la  espalda...  ¡La  novedad! 
¡El  ser  de  uno  nada  más  para  que  pueda  darse  impor- 
tancia y  sus  amigos  le  tengan  envidia!  Usted  no  sabe 
lo  que  en  América  se  paga  esto,  mon  cher.  Vale  tanto 
como  un  vestido  chic  y  mucho  más  que  la  hermosura... 
No;  aquí,  en  el  buque,  nada.  Lo  repito:  aunque  me 
diesen  dos  mil;  aunque  me  diesen  tres  mil... 


240  V.    BLASCO   ÍBÁNBZ 

Admiraba  Maltrana  la  facilidad  con  que  esta  jo- 
ven repetía  entre  muecas  de  desprecio  las  cifras  de 
miles  y  miles,  ella  que  semanas  antes  en  su  pisito  de 
la  Avenida  de  Ternes  llevaría  indudablemente  la  cuenta 
del  gasto  diario  con  el  esmero  de  una  mujer  orde- 
nada, aunque  de  mala  vida,  que  desea  hacer  ahorros 
para  la  vejez.  Era  la  influencia  del  medio;  la  marcha 
hacia  el  país  de  la  esperanza  que  trastornaba  diaria- 
mente en  todos  los  cerebros  las  tímidas  y  estrechas  apre- 
ciaciones del  viejo  mundo. 

En  el  buque  se  hablaba  á  todas  horas  de  cientos  de 
miles  de  pesos,  de  campos  de  leguas  y  leguas,  de  terre- 
nos cuyo  valor  podía  centuplicarse  en  un  solo  día.  El 
franco  y  los  céntimos  trabajosamente  ahorrados  queda- 
ban atrás  de  la  popa,  se  perdían  en  el  horizonte  como 
algo  vergonzoso  que  convenía  olvidar.  Eran  el  ensueño 
de  miseria  de  una  humanidad  anterior  que  afortunada- 
mente no  volvería  á  existir. 

— Hay  que  ser  prudente — repitió  Marcela — ;  piense 
usted  en  el  negocio  y  no  pierda  el  tiempo  en  amores. 
Los  que  nacemos  pobres  no  debemos  permitirnos  estas 
tonterías.  Ya  se  ratr apera  usted  cuando  sea  viejo  y  rico. 
Entonces  se  dará  el  gusto  de  arruinarse  por  alguna 
muchacha  que  pueda  ser  su  nieta...  Y  si  ahora  tiene 
usted  verdadera  necesidad  de  amor,  no  pierda  el  tiem- 
po con  nosotras:  busque  entre  las  personas  bien  que 
vienen  en  el  buque.  Ninguna  de  nosotras  se  atrevería  á 
demostrarse  como  esa  señorita  alta,  del  pelo  cortado. 
Al  flnal  del  viaje  va  á  resultar  que  somos  las  más  juicio- 
sas de  á  bordo. 

Era  notable  la  ponderación  de  esta  muchacha  que 
administraba  su  sexo  con  el  mismo  tino  de  un  comer- 
ciante que  sabe  ofrecer  ó  retirar  el  género  á  tiempo 
para  mantener  su  valor. 

— La  cosecha  es  magnífica — dijo  Isidro  aquella  ma- 
ñana apoyándose  en  un  hombro  de  Manzanares — .  No 
se  preocupe,  mademoiselle.  Todas  en  el  buque  dicen  lo 
mismo.  Los  bancos  no  restringirán  los  créditos,  todo  el 
que  pida  dinero  lo  tendrá;  y  marcharán  los  negocios,  y 
se  vivirá  bien,  «en  el  mejor  de  los  mundos»...  Pero 
aunque  un  accidente  inesperado  diese  al  traste  con  esa 


LOS   ARGONAUTAS  241 

cosecha  que  tanto  le  interesa,  usted  no  debe  afligirse. 
Aquí  tiene  á  monsieur  Manzanares,  hombre  generoso, 
que  según  parece,  está  enamorado  de  usted  y  se  dará 
por  contento  si  puede  hacer  su  felicidad. 

— El  señor — dijo  Marcela  sonriendo— ya  sabe  que  en 
el  buque  no  acepto  nada. 

— Bueno:  pues  será  en  tierra.  T  de  seguro  que  está 
deseando  llegar  á  Buenos  Aires  cuanto  antes  para  po- 
ner á  sus  pies  todas  las  blondas  y  puntillas  de  su  esta- 
blecimiento. 

Manzanares,  con  el  rostro  verdoso  y  una  sonrisa 
feroz,  tartajeaba  su  protesta. 

— ¡Pero  á  usted  quién  le  mete!...  ¡Usted  qué  sabe! 
Y  tomando  pretexto  de  la  llegada  de  otras  francesas 
que  se  sentaban  junto  á  Marcela  y  la  saludaron  con  un 
¡Bon  jour!  malicioso  al  verla  tan  acompañada,  el  co- 
merciante intentó  retirarse. 

— Espérese,  amigo — dijo  Isidro — ,  yo  también  me  voy. 
Estas  señoritas  tendrán  que  hablar  de  sus  asuntos. 

Señalaba  á  dos  compañeras  de  Marcela  que  arregla- 
ban sus  sillones  para  tenderse  en  ellos,  fatigadas  sin 
duda  de  la  ascensión  desde  los  camarotes  á  la  cubierta. 
La  de  más  edad  era  alta,  gruesa,  con  el  pelo  teñido  de 
un  rojo  de  llama  y  las  carnes  algo  flácidas.  Sus  ojos 
verdes  tenían  un  brillo  imperioso;  sus  movimientos  eran 
resueltos  y  varoniles.  Ejercía  una  autoridad  indiscutida 
en  aquella  parte  del  buque  donde  se  reunían  sus  com- 
pañeras, y  que  las  graves  damas  de  á  bordo  llamaban 
en  voz  baja  el  «rincón  de  las  cocotas».  Las  amigas  la 
oían  como  un  oráculo  cuando  solicitaban  el  apoyo  de 
su  experiencia.  Todas  ellas  conocían  sus  viajes  por  gran 
parte  del  globo;  sus  audaces  travesías  en  el  corazón  de 
América  como  artista  cantante.  Su  vida  era  una  verda- 
dera novela  folletinesca,  con  encuentros  de  fieras  y  de 
bandidos.  Y  no  obstante  su  pasado  enérgico,  permane- 
cía horas  enteras  en  el  sillón,  anonadada  por  una  fatiga 
sin  causa.  Descender  al  camarote  era  empresa  que  le 
hacía  reflexionar  largamente,  acabando  por  pedir  que 
la  sustituyese  una  de  sus  amigas. 

La  compañera  era  una  jovencita  de  ojos  claros  y  vir- 
ginales, encogida  y  tímida  algunas  veces  y  otras  con 

16 


242  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

audacias  de  colegiala  revoltosa.  En  el  buque  llevaba 
siempre  la  cabeza  al  descubierto,  libre  de  velos  y  som- 
breros, dejando  que  flotase  su  tupida  cabellera,  de  un 
rubio  obscuro,  suavemente  ondulada.  Mostrábase  orgu- 
llosa  de  «que  todo  fuese  suyo».  Estaba  satisfecha  de  su 
ju-entud,  que  ignoraba  el  adorno  de  los  falsos  cabellos, 
y  de  su  piel  sana,  que  no  conocía  el  arrebol  del  colorete. 
Maltrana  las  saludó  á  las  dos  como  amigo  antiguo. 
— Buenos  días,  mademoiseUe  Ernestina.  Soy  como 
siempre  el  más  ferviente  admirador  de  su  hermosa  ca- 
bellera... Mis  respetuosos  homenajes,  madame  Berta. 
Saludo  el  heroísmo  majestuoso  de  la  vieja  guardia. 

Y  sin  prestar  atención  á  la  palabra  risueña,  pero  un 
tanto  fuerte  con  que  la  exuberante  madama  contestaba 
á  su  saludo,  Isidro  se  apresuró  á  huir  tras  de  Manzana- 
res, que  se  había  despegado  del  grupo. 

Empezaba  el  concierto  matinal  en  la  terraza  del 
café.  Circulaban  los  camareros  con  grandes  bandejas 
cargadas  de  sándwichs  y  tazas  de  caldo.  La  música 
parecía  extraer  racimos  humanos  de  las  puertas,  esco- 
tillas y  escaleras.  Isidro  comparaba  al  buque  con  un 
mueble  viejo:  bastaba  que  las  vibraciones  de  los  instru- 
mentos de  metal  lo  conmoviesen  para  que  al  momento 
surgieran  las  gentes  de  todos  sus  poros  y  oriñcios  como 
rosarios  de  parásitos.  Varias  señoras  de  las  más  enco- 
petadas pasaron  ante  él  sin  volver  la  cabeza,  descono- 
ciéndolo al  verle  en  tan  mala  compañía. 

— Estas  matronas  tan  dignas — pensó  él — me  van  á 
tomar  ojeriza  si  me  encuentran  mucho  aquí.  Huyamos: 
hay  que  conservar  las  buenas  relaciones. 

Junto  á  la  puerta  del  café,  detuvo  á  Manzanares. 

— Es  inútil  su  empeño — le  dijo — .  Pierde  usted  el  tiem- 
po. Sé  bien  lo  que  le  han  contestado:  «En  tierra  vere- 
mos: aquí  ni  por  dos  mil,  ni  por  tres  mil...» 

— Déjeme  tranquilo:  no  me...  jorobe  — rugió  el  comer- 
ciante— .  No  se  ocupe  más  de  mí. 

Y  separándose  con  rudo  tirón,  se  metió  en  el  café  en 
busca  de  sus  amigos. 

Maltrana  se  detuvo  en  la  puerta.  No  osaba  meterse 
en  la  penumbra  de  este  salón,  obscuro  y  humoso  durante 
el  día,  y  que  sólo  al  llegar  la  noche  hacía  resaltar  la 


LOS  ARGONAUTAS  243 

gloria  de  sus  dorados,  de  sus  escudos  polícromos  y  de 
sus  vidrieras  de  colores  bajo  guirnaldas  de  luces  eléctri- 
cas. Las  mesas  inmediatas  á  las  ventanas  ya  estaban 
ocupadas  á  aquella  hora  por  los  sempiternos  jugadores 
de  poker.  Isidro  los  contempló  con  un  desprecio  admira- 
tivo. Empezaban  su  tarea  diaria,  que  había  de  concluir 
pasada  media  noche,  sin  más  intervalos  que  los  de  las 
comidas. 

—  ¡Qué  gentes! — pensó — .  Hacen  el  viaje  sin  saber 
dónde  están,  sin  haber  echado  una  mirada  al  mar.  En 
el  comedor  comentan  entre  bocado  y  bocado  los  inci- 
dentes del  juego.  Tomaron  los  naipes  á  la  salida  de  Bou- 
logne  ó  de  Lisboa,  y  cuando  lleguemos  al  río  de  la  Plata 
habrá  que  gritarles:  «Ya  hemos  llegado;  estamos  en 
Buenos  Aires.»  Y  es  posible  que  aun  contesten:  «Un  mo- 
mento: aguarden  para  atracar  á  que  concluyamos  la 
última  partida...»  ¡Y  eche  usted  copas!  ¡Y  traiga  usted 
cigarros!  ;Y  las  más  admirables  son  las  señoras  que  viven 
codo  con  codo  entre  ellos,  juntando  su  rodilla  con  la 
del  camarada  de  enfrente,  tragando  humo  y  mirando 
las  cartas  con  ojos  de  bruja  hambrienta!... 

Huyó  de  allí,  volviendo  al  paseo,  donde  se  encontró 
con  Fernando,  que  caminaba  solo.  Isidro  vio  reflejarse 
en  sus  ojos  una  alegría  interior. 

— Marchan  bien  los  negocios,  según  parece.  La  con- 
ferencia de  esta  mañana  ha  dado  buen  resultado...  Ca- 
minemos un  poco...  cuénteme  usted. 

Pero  Ojeda,  para  desviar  la  conversación  evitando  la 
solicitada  conñdencia,  aminoró  el  paso,  y  dio  con  el 
codo  á  su  amigo. 

— Contemple  usted  y  admire,  Isidro.  Ahí  tiene  á  uno 
de  los  grandes  sacerdotes  del  culto  amarillo  que  se  pre- 
para á  oñciar. 

Señalaba  con  los  ojos  al  banquero,  majestuosamente 
arrellanado  en  su  sillón,  con  una  rica  piel  junto  á  los 
pies  á  pesar  del  calor.  La  amplia  barba,  de  un  rojo 
obscuro,  descendía  hasta  el  mamotreto  que  tenía  en  sus 
manos,  extendiendo  el  serpenteo  de  los  pelos  entre  las 
columnas  de  cifras  escritas  á  máquina.  En  una  silla  in- 
mediata estaban  apilados  con  irregularidad  otros  lega- 
jos, á  los  que  llevaba  la  mano  de  vez  en  cuando  para 


244  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

hacer  compulsas.  Junto  á  él  su  esposa,  vestida  de  blanco 
con  gran  profusión  de  blondas  de  precio,  hacía  saltar 
entre  los  dedos  su  inseparable  ristra  de  perlas  con  gesto 
de  aburrimiento.  Al  pasar  los  dos  amigos  ante  ella,  sus 
ojos  vagos  parecieron  concentrarse  en  Fernando  con  una 
mirada  breve,  pero  vehemente  y  curiosa.  El  banquero 
daba  órdenes  á  su  secretario  para  que  buscase  un  nuevo 
legajo  en  las  diversas  piezas  que  componían  su  departa- 
mento de  lujo. 

— ¿Se  ha  fijado,  Isidro,  en  los  títulos  de  esos  mamo- 
tretos?— dijo  Ojeda  al  alejarse  unos  cuantos  pasos — .Pro- 
yectos de  ferrocarriles,  obras  de  salubridad  para  ciuda- 
des, desecación  de  terrenos,  aguas  corrientes,  tranvías... 
Ese  señor  lleva  con  él  toda  una  civilización.  Y  todo  es 
para  el  Brasil:  los  más  de  sus  negocios  están  en  San 
Pablo,  á  juzgar  por  los  rótulos. 

— Lo  que  yo  he  visto— contestó  Maltrana — es  la  mi- 
rada de  la  señora  del  collar.  Parece  que  se  aburre  al 
lado  de  tantos  papelotes,  y  creo  que  mejor  preferiría  en- 
contrarse al  lado  de  usted  charlando  como  la  yanqui. 
jAh,  las  mujeres!  ¡su  deseo  de  imitación!  ¡su  rivalidad 
instintiva!  Esa  señora  no  le  vio  en  los  primeros  días, 
no  existía  usted  para  ella.  Pero  desde  que  anda  con 
Mrs.  Power  acodándose  en  la  borda,  ella  y  muchas  otras, 
cada  día  más  excitadas  por  la  monotonía  de  la  navega- 
ción, empiezan  á  encontrarlo  algo  interesante...  No  es 
gran  cosa,  lo  reconozco:  algo  jamona  y  blanducha...  y 
con  ese  perfil  de  pájaro...  y  esa  nariz  que  no  acaba 
nunca.  Debe  ser  de  Oriente:  judía,  turca,  ¡qué  sé  yo!... 
Pero  una  señora  que  tiene  esas  perlas  merece  siempre 
atención.  Debía  usted  hacerme  amigo  de  ellos.  No  se 
tratan  con  nadie  en  el  buque.  Los  dos  se  mantienen 
aparte,  encastillados  en  su  importancia. 

Pero  Ojeda  sonrió  encogiendo  los  hombros,  y  dijo 
malignamente  para  irritar  á  su  amigo: 

— Si  yo  fuese  brasileño  temblaría  sólo  al  ver  los  ba- 
luartes de  legajos  que  trae  ese  buen  señor.  Dentro  de 
pocos  años,  si  le  dejan,  se  habrá  comido  San  Pablo  y  to- 
dos los  otros  santos  que  encuentre  á  mano,  las  plantacio- 
nes de  café  y  hasta  el  último  de  los  negros.  Estos  con- 
quistadores europeos  son  de  un  estómago  insaciable. 


LOS  ARGONAUTAS  245 

—Fernando,  no  barbarice — dijo  Maltrana  poniéndose 
serio — .  No  sea  reaccionario,  no  sea  poeta.  Ese  hom- 
bre se  comerá  lo  que  quiera,  y  hará  muy  bien  si  es  que 
le  dejan,  pues  tales  son  las  leyes  de  la  vida;  pero  va  á 
prestar  á  la  civilización  un  gran  servicio.  Hombres  como 
él  son  los  que  han  hecho  la  América  que  nos  atrae  y  los 
que  la  harán  todavía  más  grande.  Figúrese  usted  cuan- 
do haya  convertido  en  realidades  todas  las  grandes 
obras  que  lleva  en  sus  papeles...  ¡Qué  importa  que  abuse 
en  cuanto  á  la  recompensa!  Sea  él  quien  sea,  y  salgan  de 
donde  salgan  los  millones  que  ponga  en  línea  de  comba- 
te, es  un  representante  del  santo  capital,  un  sacerdote, 
como  usted  dice,  de  mi  religión,  y  yo  lo  venero...  ¡Lás1;i- 
ma  grande  que  se  muestre  tan  gran  señor  y  sólo  me  con- 
teste con  una  mirada  fría  de  sus  lentes  de  concha  y  un 
gruñido  de  mala  educación  cada  vez  que  intento  hablar 
con  él  del  buen  tiempo  y  de  la  felicidad  del  viaje!... 

Acababan  de  doblar  la  curva  del  paseo  en  la  parte 
de  proa,  y  toda  la  calle  de  estribor  se  ofreció  ante  sus 
ojos.  Maltrana  se  detuvo  viendo  los  sillones  despegados 
de  la  pared  y  esparcidos  hasta  obstruir  el  paso.  Eran 
señoras  las  que  los  ocupaban,  sólo  señoras,  y  algunos 
transeúntes  retrocedían  no  queriendo  continuar  su  mar- 
cha á  través  de  estos  grupos  femeniles  que  tomaban  la 
cubierta  como  algo  propio,  sin  importarles  dificultar  la 
circulación. 

— Mire  usted,  Ojeda.  Ya  se  está  reuniendo  «el  banco 
de  los  pingüinos». 

Y  ante  el  gesto  de  extrañeza  de  su  acompañante,  dio 
una  explicación.  Este  mote  de  «pingüinos»  no  era  de  su 
cosecha.  ¡Que  le  librase  Dios  de  tamaño  atrevimiento!... 
Los  «pingüinos»  eran  las  señoras  más  notables  de  á 
bordo,  matronas  argentinas  que  al  no  poder  ocupar 
el  trasatlántico  entero  lo  mismo  que  un  yate  propio, 
se  habían  concentrado  en  esta  parte  del  buque  como 
asustadas  y  ofendidas  del  contacto  con  los  demás.  Era 
un  muchacho  argentino,  que  regresaba  á  su  tierra  des- 
pués de  varios  años  de  vida  en  París,  el  inventor  de 
este  apodo  un  día  en  que  hablando  con  Maltrana  se 
lamentaba  del  carácter  de  sus  compatriotas,  tachándo- 
las de  hurañas  y  poco  sociables. 


246  V.    BLASCO   IBÁÑIDZ 

— Mire  usted  á  nuestras  mujeres,  y  aprenda,  galle- 
guito — había  dicho — .  Se  ha-n  refugiado  en  un  extremo 
del  buque,  aislándose  de  las  demás  gentes.  Se  mantie- 
nen con  los  codos  apretados  para  que  nadie  pueda  entrar 
en  su  grupo.  Eecuerdan  á  los  pingüinos  del  Polo  Sur, 
esos  pájaros  bobos  que  sólo  pueden  vivir  ala  con  ala 
formando  filas  en  las  aristas  de  las  rocas. 

Y  desde  entonces  la  gente  joven  en  sus  tertulias  del 
fumadero  llamaba  el  «rincón  de  los  pingüinos»  á  esta 
parte  del  buque  donde  pasaban  el  día  aisladas  del 
resto  del  pasaje  sus  madres,  sus  hermanas  y  las  res- 
petables amigas  de  sus  familias.  Este  «rincón  de  los 
pingüinos»  era  mirado  poco  á  poco  con  cierto  respeto, 
hasta  convertirse  algunos  días  después  en  un  lugar  envi- 
diable. Los  paseantes  se  abstenían  de  dar  la  vuelta  en 
redondo  á  la  cubierta  y  volvían  sobre  sus  pasos  para  no 
turbar  las  conversaciones  de  las  damas.  Sólo  algún  grin- 
go despreocupado  ó  de  egoísmo  insolente  pasaba  sobre 
sus  gruesos  zapatos  por  entre  los  sillones,  sin  darse  la 
pena  de  entender  el  significado  de  las  miradas  furiosas 
que  despertaba  su  atrevida  presencia. 

Tácitamente,  en  virtud  de  un  obscuro  instinto  de 
todos  los  pasajeros,  se  había  efectuado  en  la  cubierta 
una  gran  división  de  clases.  El  costado  de  estribor  era  el 
de  la  plebe  sin  valía  social,  el  de  los  viajeros  sin  nom- 
bre y  las  pasajeras  de  vida  sospechosa.  En  este  lado,  á 
partir  del  fumadero,  se  encontraba  el  «rincón  de  las  co- 
cotas»;  luego  la  «sección  cómica»,  ó  sea  los  numerosos 
sillones  de  los  cantantes  masculinos  y  femeninos  de  la 
compañía  de  opereta;  «la  gallegada» ,  donde  se  juntaban 
los  españoles,  y  el  grupo  de  «la  gringada»,  mucho  más 
numeroso,  compuesto  de  comisionistas  alemanes  que 
pensaban  penetrar  con  su  muestrario  hasta  el  corazón 
de  América;  relojeros  suizos,  de  aspecto  bonancible, 
pero  prontos  á  irritarse  con  una  cólera  fría  que  tardaba 
mucho  en  disolverse;  pequeños  negociantes  británicos; 
agricultores  escandinavos  establecidos  en  el  extremo 
Sur;  rubias  alemanas  que  iban  en  busca  de  sus  maridos, 
y  los  ganaderos  norteamericanos,  que  al  caer  la  tarde 
estaban  ya  medio  ebrios.  El  banquero  de  la  barba  roja 
y  sus  voluminosos  legajos,  la  esposa  y  su  collar  de 


LOS   ARGONAUTAS  247 

perlas  y  el  secretario  siempre  con  un  cuello  de  camisa 
alto  y  brillante,  manteníanse  en  este  lado  de  estribor 
entre  la  gente  insignificante,  para  demostrar  con  su  indi- 
ferencia ostentosa  que  estaban  muy  por  encima  de  todas 
las  divisiones  sociales  que  se  implantasen  en  el  buque. 

— Fíjese  en  el  respeto  que  infunden  los  «pingüinos» 
— dijo  Maltrana — .  Las  coristas  de  opereta  pasean  co- 
gidas del  talle  por  casi  toda  la  cubierta,  riendo,  empu- 
jándose, mirando  á  los  hombres,  pero  al  dar  la  vuelta 
á  la  parte  de  proa  y  llegar  adonde  estamos,  encuen- 
tran á  nuestras  damas  haciendo  labores  de  gancho 
con  una  majestad  de  reinas,  leyendo  Fémina  ó  conver- 
sando sobre  los  méritos  y  relaciones  de  sus  respectivas 
familias,  é  inmediatamente  retroceden  cerrando  el  pico. 
Ninguna  tiene  valor  para  deslizarse  ante  el  imponente 
areópago.  La  otra  noche  le  propuse  por  medio  de  intér- 
prete á  una  de  esas  rubias  que  pasásemos  juntos  ante  los 
«pingüinos»,  creyendo  enorgullecería  con  este  sacrificio 
y  que  me  lo  gratificase  después.  Pero  la  pobrecita  casi 
palideció  de  miedo:  «Nein.,.  nein.»  Como  si  le  hubiese 
propuesto  echarnos  de  cabeza  al  mar. 

De  la  sociedad  modesta  de  estribor,  las  únicas  que 
pasaban  por  allí  eran  doña  Zobeida  y  Conchita.  La 
buena  dama  de  Salta  saludaba  á  «las  porteñas»  con  su 
aire  señoril  y  bondadoso,  á  estilo  antiguo,  y  seguía 
adelante  sin  permitirse  mayores  intimidades.  Ni  aque- 
llas grandes  señoras  deseaban  su  amistad  ni  ella  nece- 
sitaba de  su  apoyo.  Las  más  viejas  contestaban  á  este 
saludo  con  cierta  simpatía,  como  si  adivinasen  en  ella 
algo  heredado  y  común  que  se  iba  perdiendo  en  sus 
propias  personas.  Las  jóvenes  miraban  con  extrañeza  á 
«la  buena  mujer»,  acogiendo  sus  sonrisas  como  si  fuesen 
de  una  antigua  criada  familiar. 

Conchita  era  menos  bondadosa  y  pasaba  con  mani- 
fiesta hostilidad  entre  los  grupos  que  obstruían  este 
pedazo  de  cubierta  perteneciente  á  todos.  Las  damas, 
vestidas  por  los  grandes  modistos  de  París,  tenían  mira- 
das de  burlona  conmiseración  para  sus  trajes  de  gusto 
madrileño  y  manufactura  casera.  Pero  ella  erguía  la 
pequeña  estatura  de  maja  goyesca,  unía  los  codos  al 
talle  y  pasaba  adelante  moviendo  las  caderas,  mirando 


248  V.    BLASCO   IBÁÑBS 

con  sus  ojillos  punzantes  á  las  favorecidas  de  la  fortuna. 
Su  andar  y  su  gesto  parecía  decir:  «¿Y  á  mí  qué?...  ¿Y 
á  mí  qué?...» 

Cerca  de  este  grupo  majestuoso,  y  buscando  su  con- 
tacto, estaban  otras  damas  á  las  que  llamaba  Maltrana 
«aspirantes  á  pingüinos».  Eran  la  esposa  y  las  niñas  del 
señor  Goy cochea  el  español,  la  señora  del  millonario 
italiano  cuyo  collar  de  perlas  rivalizaba  en  valor  y  con- 
tinuas exhibiciones  con  el  de  la  mujer  del  banquero,  sus 
hijas,  la  institutriz  inglesa  y  toda  la  familia  de  la  Boca 
que  traía  á  su  costa  á  Monseñor. 

-^Vea,  Fernando,  con  qué  aire  de  sonriente  humil- 
dad acogen  esas  señoras  cualquiera  palabra  de  los  «pin- 
güinos». Son  más  ricas  tal  vez  que  las  otras,  pueden 
permitirse  mayores  lujos,  pero  no  pasan  de  ser  «gente 
mediana»,  y  las  otras  son  «gente  bien»,  como  ellas 
dicen.  Sus  maridos,  gallegos  ó  gringos,  han  hecho  for- 
tuna como  la  hicieron  los  padres  ó  los  abuelos  de  las 
otras,  procedentes  también  de  Europa.  No  hay  entre 
ellas  más  diferencia  que  una  generación  ó  dos  de  vida 
americana.  El  origen  casi  es  el  mismo.  ¡Pero  lo  que  re- 
presenta socialmente  esa  diferencia!... 

Ojeda  asintió  recordando  la  época  de  su  vida  pasada 
en  Buenos  Aires  como  secretario  de  legación. 

— Ríase  usted,  Isidro,  de  las  castas  sociales  de  Euro- 
pa. Allá  casi  todos  somos  unos;  la  educación  y  la  in- 
teligencia nivelan  á  las  gentes.  Pero  en  estos  países 
democráticos,  los  ricos  de  ayer  necesitan  aislarse  para 
que  los  demás  crean  en  su  importancia.  Además  la 
continua  afluencia  de  aventureros  les  obliga  á  defen- 
derse con  un  estrecho  tacto  de  codos.  La  «gente  bien» 
son  los  que  tuvieron  en  Buenos  Aires  un  bisabuelo  ten- 
dero poco  antes  de  la  Independencia,  que  vendía  pañue- 
los rojos  á  los  indios,  paquetes  de  mate  á  los  blancos 
y  compraba  esclavos  negros  para  revenderlos  en  el  in- 
terior. Todas  las  mejores  familias  se  enorgullecían  de 
poseer  uñ  tenducho  abierto,  gran  riqueza  para  aquellos 
tiempos  de  parvedad.  Después  el  abuelo  se  disfrazó  de 
gaucho,  sin  serlo,  para  dar  gusto  al  dictador  Rosas,  y 
tomó  su  mate,  teniendo  por  sillón  un  cráneo  de  caballo. 
Otro  abuelo  copió  á  los  románticos  franceses  en  su  traje, 


LOS  ARGONAUTAS  249 

SU  peinado  y  su  énfasis,  peleando  en  los  muros  de  Mon- 
tevideo contra  el  tirano,  y  disparándole  odas  y  folletos 
en  los  momentos  de  reposo.  Además  tuvo  que  vivir  ojo 
alerta  para  que  el  tal  déspota  no  le  echase  la  garra  é  in- 
terrumpiese sus  entusiasmos  literarios  haciéndolo  dego- 
llar con  un  cuchillo  mellado...  Luego,  el  padre  fué  el 
primero  que  realmente  tuvo  plata,  y  empezó  á  montar 
la  casa  y  la  familia  en  su  rango  actual.  Creyó  en  Mitre 
y  peleó  por  él...  Pero  la  carne  ya  no  se  abandonaba  en 
la  pampa,  como  una  cosa  sin  precio,  y  en  vez  de  fabri- 
car odas  se  dedicó  á  cercar  con  alambre  leguas  y  le- 
guas de  tierra,  haciéndolas  suyas,  y  á  poner  la  marca 
propia  en  los  ganados  sin  dueño... 

— Y  estas  «aspirantes»  —  interrumpió  Maltrana — , 
cuando  se  haya  borrado  el  recuerdo  de  sus  maridos 
gringos  ó  gallegos  (como  se  ha  perdido  el  de  los  po- 
bres tenderos  de  hace  un  siglo)  y  sus  hijos  ó  sus  nietos 
se  casen  con  los  de  las  otras,  serán  á  su  vez  «gente 
bien»,  grandes  duquesas  sin  título  de  la  aristocracia 
trasatlántica. 

— Cierto.  Y  por  esto  mendigan  el  contacto  de  los  que 
están  más  arriba  con  una  tenacidad  á  prueba  de  humi- 
llación. Acaban  de  llegar  de  lo  más  bajo  con  grandes 
penalidades:  ya  tienen  el  dinero,  ahora  les  falta  el  lus- 
tre social...  Y  empujan  hacia  arriba  con  su  audacia  de 
antiguos  emigrantes  que  no  conoce  la  vergüenza  ni  el  ri- 
dículo. Como  le  he  dicho  antes,  puede  usted  reirse  de  las 
castas  sociales  de  Europa.  Entre  una  comiquita  de  París 
y  una  gran  duquesa  de  las  que  figuran  en  el  Gotha, 
hay  menos  distancia  que  entre  una  joven  millonaria 
reciente,  hija  de  emigrantes,  y  una  señorita  cuyo  padre 
tiene,  tal  vez,  hipotecadas  las  tierras  y  cuyos  abuelos 
vinieron  á  América  también  de  emigrantes...  pero  hace 
ochenta  años. 

Maltrana  siguió  explicando  el  diverso  carácter  de 
los  otros  grupos  que  se  sentaban  en  la  banda  de  babor. 
En  último  término,  cerca  del  fumadero,  los  comercian- 
tes germánicos  dormitaban  en  sus  sillones  con  un  viejo 
ejemplar  del  Simplicisimus  sobre  la  cara.  Ciertas  pare- 
jas inglesas  deleitábanse  pacientemente  con  las  aven- 
turas de  correctos  personajes,  bien  vestidos  y  de  buena 


250  V.    BLASCO   IBÁKSZ 

renta,  relatadas  en  novelas  de  cuatro  volúmenes  en  las 
que  no  ocurría  nada,  absolutamente  nada.  Y  entre  esta 
gente  y  «el  bando  de  los  pingüinos»  con  sus  admi- 
radoras anexas,  estaba  otro  grupo  al  que  daba  Isi- 
dro el  título  de  «gran  coalición  de  potencias  hostiles», 
compuesto  de  señoras  de  nacionalidades  diversas  atraí- 
das por  una  antipatía  común.  Maltrana  las  designaba 
con  hermosos  sobrenombres,  lo  mismo  que  los  persona- 
jes homéricos.  La  chilena,  «cuello  de  cisne»,  era  á  modo 
del  núcleo  central  de  esta  célula  de  la  sociabilidad  tras- 
atlántica, y  en  torno  de  ella  aglomerábanse  varias  uru- 
guayas, «las  de  los  bellos  brazos»,  y  algunas  brasileñas, 
«las  de  los  ojos  de  antílope». 

Por  las  mañanas,  al  subir  á  cubierta,  se  saludaban 
las  de  uno  y  otro  grupo  con  ceremoniosa  sonrisa.  «Buen 
día,  señora:  ¿cómo  amaneció  usted,  señora?...»  Y  á  con- 
tinuación iba  cada  una  á  ocupar  el  territorio  propio, 
empujando  su  sillón  para  que  quedase  bien  marcado  el 
vacío  fronterizo,  la  separación  insalvable  entre  unas 
naciones  y  otras.  Las  «potencias  hostiles»  manteníanse 
alineadas  á  lo  largo  de  la  pared  con  una  corrección  mi- 
litar, cuidando  de  no  obstruir  el  paseo  para  que  todos 
apreciasen  la  diferencia  entre  unas  gentes  y  otras. 

De  vez  en  cuando  los  «pingüinos»  parleros  y  move- 
dizos, en  sus  explosiones  de  exuberancia,  lanzaban  una 
sonrisa  amable  del  lado  enemigo,  pero  la  sonrisa  que- 
daba perdida  en  el  espacio,  ó  era  contestada  con  leves 
movimientos  de  cabeza.  Las  «potencias»  fingían  ignorar 
esta  vecindad,  procuraban  colocarse  en  sus  asientos  de 
tal  modo,  que  sólo  presentasen  al  lado  contrario  la  punta 
de  un  hombro,  y  cuando  más  se  alborotaba  la  banda  de 
los  «pingüinos»  riendo  de  una  noticia  ó  admirando  un 
objeto  raro,  ellas  miraban  obstinadamente  al  cielo  ó  al 
mar  con  una  indiferencia  inconmovible. 

Las  «aspirantes  á  pingüinos»,  colocadas  entre  los  dos 
grupos,  cazaban  las  sonrisas  de  unas  y  las  palabras  de 
otras,  aprovechándolas  para  entablar  conversación.  Es- 
taban contentas  de  la  vida  íntima  del  buque,  que  no 
exige  presentaciones  para  que  las  personas  se  conozcan. 

A  pesar  de  la  falta  de  cordialidad  de  los  dos  grupos, 
casi  todos  los  días  se  establecía  entre  ellos  una  momen- 


LOS  ARGONAUTAS  -  261 

tánea  relación.  Así  lo  exigen  las  buenas  prácticas  di- 
plomáticas; así  viven  las  naciones,  armadas  hasta  los 
dientes,  prontas  á  despedazarse,  pero  enviándose  em- 
bajadores y  mensajes  afectuosos. 

La  chilena  abandonaba  el  asiento,  desdoblando  su 
soberbia  estatura  para  avanzar  por  la  cubierta  con  «la 
majestad  de  la  reina  de  Saba» — según  Isidro — ,  seguida 
de  un  séquito  de  confederadas.  El  bando  contrario  aco- 
gía la  visita  diplomática  con  gran  removimiento  de  sillo- 
nes para  ofrecer  los  mejores  sitios,  y  la  conversación 
desarrollábase  lánguidamente  sobre  recuerdos  de  ele- 
gancia y  de  grandes  compras.  Cada  vez  que  las  unas 
exaltaban  los  méritos  de  un  modisto  ó  un  joyero  de  la 
calle  de  la  Paz  ó  la  plaza  Vendóme,  las  otras  murmura- 
ban con  una  voz  blanca  y  una  modestia  agresiva:  «Nos- 
otras no  podemos  permitirnos  eso:  en  nuestro  país  somos 
muy  pobres.  Eso  ustedes  y  nadie  más.»  Y  miraban  al 
mismo  tiempo  con  maliciosa  complacencia  sus  trajes  y 
joyas  de  igual  valía  que  los  de  las  rivales. 

Los  «pingüinos»  á  su  vez  enviaban  una  diputación 
de  matronas  al  territorio  hostil,  y  su  presencia  pare- 
cía excitar  la  laboriosidad  de  las  visitadas,  que  acome- 
tían con  nuevos  bríos  sus  labores  de  gancho  y  de  bor- 
dado, siguiendo  la  conversación  sin  levantar  cabeza 
del  trabajo.  Algunas  veces,  ninguno  de  los  dos  campos 
se  decidía  á  ir  en  busca  del  otro,  y  los  encuentros  eran 
en  terreno  neutral,  en  el  grupo  de  las  «admiradoras», 
donde  tomaba  asiento  la  familia  italiana  de  la  Boca  con 
su  obispo. 

jAdorado  Monseñor!  Las  damas  del  país  interme- 
dio lo  miraban  corneo  una  gloria  propia.  Gracias  á  él 
las  señoras  de  ambos  lados  venían  á  visitarlas  atraídas 
por  el  brillo  purpúreo  de  su  faja  de  seda  y  el  esplendor 
de  su  cruz  de  oro.  Y  Monseñor,  sonriendo  bonachona- 
mente,  se  esforzaba  por  mostrarse  galante  y  pretendía 
entretener  al  femenil  concurso  con  chistes  aprendidos 
en  el  seminario  y  recuerdos  de  sus  estudios  clásicos. 
Virgilio  era  su  mayor  adoración:  lo  recordaba  con  más 
frecuencia  que  á  los  Padres  de  la  Iglesia;  todo  lo  ha- 
bía dicho  y  adivinado.  Anécdotas  modernas  se  las 
atribuía  al  poeta,  como  si  con  esto  las  diese  un  nuevo 


252  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

valor.  Y  cada  vez  que  abría  la  boca  paTa  hablar  en  su 
idioma,  ya  sabían  las  señoras  cuál  iba  á  ser  el  exordio: 
«Dice  il poeta  Virgilio.,,^  Y  lo  que  decía  il poeta  era  una 
historia  leída  por  el  obispo  meses  antes  en  cualquier 
periódico  católico. 

Otra  relación  de  cordialidad  se  establecía  diaria- 
mente entre  los  diversos  grupos.  Por  la  tarde,  antes  de 
la  hora  del  té,  cuando  los  pasajeros  dormitaban  en  sus 
asientos  y  ardientes  cuchillos  del  sol  se  introducían  en 
la  penumbra  del  paseo,  por  los  intersticios  de  las  lonas, 
danzando  acompasadamente  de  una  cabeza  á  otra,  con 
el  movimiento  del  buque,  como  si  fuesen  péndulos  de 
luz,  las  niñas  bajaban  á  sus  camarotes  para  volverá 
subir  con  grandes  cajas  llenas  de  dulces.  Iguales  á  las 
procesiones  de  vírgenes  que  desfilan  en  los  tímpanos  de 
las  catedrales  llevando  como  ofrenda  entre  ambas  manos 
un  cofre  de  reliquias,  las  vírgenes  americanas  de  falda 
trabada,  altos  tacones  y  paso  airoso,  iban  de  grupo 
en  grupo  regalando  dulces:  «¿Un  bombón,  señora?  ¿Un 
chocolate,  señor?...» 

— Es  incalculable,  amigo  Ojeda,  la  masa  de  confi- 
tería que  esas  muchachas  han  metido  en  el  vapor.  Cada 
amiga,  al  despedirlas  en  París,  ha  creído  de  su  deber 
aportar  el  correspondiente  cofre.  No  pasan  dos  días  sin 
que  cada  una  de  ellas  le  quite  la  cubierta  á  un  nuevo 
embalaje  de  bombones.  Cajas  Imperio  con  la  Recamier 
ó  Josefina  tendidas  en  un  sofá;  cofres  forrados  de  seda 
con  pastorcitos  de  Wateau,  verdaderas  maletas  de  ter- 
ciopelo flordelisado...  Y  las  pobrecitas  ;tan  amables!  con 
el  gusto  de  exhibir  los  regalos  de  sus  relaciones,  hacen 
todas  las  tardes  su  ronda  en  el  lado  distinguido  de  la 
cubierta,  y  la  gente  pasa  el  viaje  mascando  caramelos 
con  licor  y  chocolates  con  crema. 

En  el  curso  de  sus  ofrendas  llegaban  hasta  el  extre- 
mo de  babor,  en  las  cercanías  del  fumadero,  allí  donde 
empezaban  á  borrarse  las  severas  diferencias  sociales  y 
las  gentes  que  se  tenían  por  distinguidas  confraterniza- 
ban con  las  de  la  banda  opuesta.  Las  vírgenes  portado- 
ras de  arquillas  se  encontraban  con  sus  hermanos,  pri- 
mos y  futuros  novios,  que  pasaban  el  día  en  el  café  ó 
sus  inmediaciones. 


LOS  ARaONAUTAS  263 

Esta  juventud,  con  la  cabeza  al  descubierto,  la  cabe- 
llera partida  en  dos  crenchas  negras,  abultadas,  lus- 
trosas, impermeables,  que  ningún  huracán  podía  alte- 
rar ni  conmover,  y  el  menudo  pie  encerrado  en  botines 
de  charol  de  alto  empeine  y  vistosa  caña,  siempre  que 
salía  del  fumadero  volvía  los  ojos  con  cierto  temor 
hacia  «el  rincón  de  los  pingüinos».  Allí  estaban  sus  ma- 
dres y  parientas  y  las  respetables  amigas  de  sus  fami- 
lias, pero  antes  la  fuga  que  dejarse  atrapar  por  una 
cariñosa  llamada  y  sufrir  media  hora  de  conversación 
en  tan  noble  compañía.  «¡Viejas  pesadas!  ¡Señoras  ma- 
caneadoras!...» Y  esperaban  á  que  pasasen  las  primas 
ó  las  futuras  novias  para  unirse  á  ellas  y  atraerlas  dul- 
cemente hacia  la  popa  ó  la  banda  de  estribor,  donde 
reían  y  saltaban  como  escolares  en  libertad. 

Otras  veces  permanecían  juntos  y  silenciosos,  con- 
templando el  mar,  teniendo  á  sus  espaldas  la  mirada 
irónica  de  las  francesas  tendidas  en  sus  sillones  ó  la 
sonrisa  de  las  coristas  alemanas,  á  las  que  hablaban 
ellos  por  la  noche,  á  última  hora,  murmurando  cifras . 
— Yo  admiro  á  esos  muchachos — dijo  Maltrana — .  ¡Qué 
visión  de  la  realidad!  ¡Qué  concepto  de  la  vida  y  sus 
necesidades!  Todos  vuelven  á  regañadientes  á  su  tierra: 
llevan  París  en  el  corazón.  La  otra  noche  el  hijo  mayor 
del  doctor  Zurita  me  consultaba  sobre  su  porvenir.  Ape- 
nas llegue  á  Buenos  Aires  piensa  exigir  á  «su  viejo» 
que  lo  envíe  á  Europa...  Quiere  estudiar  en  París  no 
sabe  qué...  pero  en  ñn,  quiere  estudiar  sin  aproximarse 
por  esto  al  barrio  Latino,  que  encuentra  poco  chic  y 
con  mujeres  ordinarias.  Y  me  preguntó  con  adorable 
sencillez  si  un  muchacho  puede  vivir  con  cuatro  mil 
francos  al  mes,  que  es  lo  que  se  propone  pedir  al  vie- 
jo... «Cuatro  mil  palos»,  pensaba  yo.  Pero  al  mismo  tiem- 
po sentí  ganas  de  abrazarlo,  por  el  alto  concepto  que  le 
merecen  las  necesidades  de  la  juventud. 

Para  justificar  las  señoritas  este  avance  hacia  los  pa- 
rajes ocupados  por  sus  amigos,  continuaban  la  tarea 
distributiva  entre  los  señores  adormilados  que  fingían 
leer  en  las  inmediaciones  del  fumadero.  «Señor,  ¿un 
bombón?,..»  Y  el  gringo,  despertado  de  su  lectura  por 
la  voz  juvenil,  levantaba  lo«  ojos  del  volumen  alemán  ó 


254  V.    BLASCO   IBÁNEZ 

inglés  y  metía  la  mano  en  la  arquilla,  murmurando: 
«Gracliias,  mochas  grachias.»  Luego  volvía  á  sumirse 
en  el  libro  adormidera.  «Señor,  ¿un  chocolate?»  Y  el 
brasileño  de  tez  amarilla  y  picudas  barbillas,  enjuto  y 
anguloso,  como  si  el  sol  ecuatorial  hubiese  absorbido 
toda  su  grasa,  saltaba  del  sillón  con  galante  apresura- 
miento, como  si  le  fuese  en  ello  la  vida:  «Multo  obriga- 
do,.,  ¡oh!  multo  obrigado.y>  Y  sólo  al  estar  lejos  la  señori- 
ta osaba  devolver  la  gorra  á  su  cabeza  y  la  cabeza  al 
respaldo  del  asiento. 

Cuando  los  diferentes  grupos  de  damas  que  ocupa- 
ban la  banda  de  babor  se  reunían  entablando  una  con- 
versación general,  era  indefectiblemente  para  prorrum- 
pir en  quejas  contra  las  inclemencias  del  Océano  y  los 
atentados  que  se  permitía  con  sus  personas.  Los  cuellos 
cambiaban  de  coloración,  no  obstante  el  cuidado  en 
huir  de  los  rayos  del  sol.  El  aire  salino  los  obscurecía, 
dándoles  un  tono  de  pan  moreno;  la  piel  blanca  de  las 
rubias  amarilleaba  con  la  tonalidad  del  marfil  viejo.  La 
brisa  húmeda  barría  los  polvos  de  la  cara,  conserván- 
dolos únicamente  en  las  arrugas  y  oquedades  de  la  piel, 
formando  un  barrillo  blanco.  Alborotábanse  los  peina- 
dos en  el  hueco  de  una  puerta,  en  una  encrucijada  de 
corredores,  al  pasar  de  una  banda  á  otra,  dejando  al 
descubierto  los  artificios  y  retoques  de  los  añadidos,  lo 
que  las  obligaba  á  preservar  estos  secretos  capilares 
bajo  un  turbante  de  gasas. 

Si  algunos  caballeros  respetables  se  aproximaban  á 
los  grupos  de  damas  para  conversar  con  ellas,  hasta 
las  más  viejas,  que  parecían  ajenas  á  las  vanidades 
mundanales,  los  repelían  con  dengues  juveniles. 

— ¡Ay,  no  se  acerquen  ustedes!  Estamos  horribles. 
Con  este  maldito  mar  está  una  impresentable.  Todas 
tenemos  algo  verde  en  la  cara. 

Y  los  caballeros  se  creían  obligados  á  ensalzar  las 
grandes  ventajas  del  viaje,  durante  el  cual  se  satura  el 
organismo  de  sales  benéficas.  Lo  que  se  perdía  en  dis- 
tinción se  ganaba  en  saludable  rusticidad.  De  noche 
todas  eran  igualmente  hermosas  en  el  ambiente  cerrado 
del  comedor  y  los  salones. 

Una  solidaridad  de  sexo  borraba  de  pronto  las  envi- 


LOH  AKí.íONAUTAíí  255 

dias  y  antipatías  que  separaban  á  los  grupos  femeniles. 
Señoras  de  diverso  bando  se  juntaban  para  recorrer  la 
cubierta  con  aire  avizor.  Las  inquietaba  una  ausencia 
larga  de  los  maridos.  Y  cuando  los  veían  á  través  de  las 
ventanas  del  fumadero  jugando  al  poker  con  los  ojos 
fijos  en  los  naipes  y  la  frente  rugosa,  preocupada,  son- 
reían satisfechas  lo  mismo  que  si  acabasen  de  sorpren- 
derlos practicando  una  virtud. 

Sus  inquietudes  reaparecían  al  encontra^rlos  en  plena 
cubierta,  aunque  estuviesen  enfrascados  en  una  conver- 
sación de  negocios.  Andaban  por  allí  cerca  las  rubias  de 
la  opereta,  las  cocotas  viajeras,  un  sinnúmero  de  temi- 
bles peligros,  y  sin  una  palabra  que  revelase  su  inquie- 
tud, cada  una  se  aproximaba  á  su  marido,  se  colgaba  de 
su  brazo,  intervenía  en  la  conversación,  lo  paseaba  por 
toda  la  cubierta  y  únicamente  se  decidía  á  soltarlo  en 
la  entrada  del  fumadero,  con  la  promesa  de  que  volvía 
al  poker  ó  á  tomar  una  copa. 

Algunas  que  aun  no  habían  salido  de  la  primera 
juventud  y  llevaban  poco  tiempo  de  matrimonio,  pasea- 
ban casi  todo  el  día  del  brazo  del  esposo  con  aires  de 
tiple  enamorada,  inclinando  la  cabeza  sobre  el  hombro 
de  él,  como  si  la  cubierta  fuese  el  jardín  de  «Faus- 
to». Por  dignidad  de  clase,  gozosas  de  jugar  un  rato  á 
«señora  mayor»,  distinguiéndose  de  las  solteras,  per- 
manecían entre  las  respetables  matronas;  pero  de  pronto 
sentíanse  agitadas  por  un  hormigueo  irresistible.  No 
veían  á  su  maridito.  ¡Quién  sabe  lo  que  estaría  ocu- 
rriendo en  la  otra  banda  del  buque  ó  en  la  cubierta  de 
los  botes!  ¡Con  tantas  malas  mujeres  que  venían  en  este 
viaje!  ¡No  haber  un  vapor  limpio  de  tentaciones,  sólo 
para  personas  decentes!  Y  corrían  sin  saber  adonde, 
como  si  hubiese  sonado  de  pronto  la  señal  de  alarma. 

Una  actividad  extraordinaria  hacía  ir  y  venir  aque- 
lla mañana  por  la  cubierta  en  grupos  parleros  á  las  jó- 
venes de  diversa  nacionalidad.  Abordaba  cada  una  á 
sus  amigos  y  conocidos  con  un  papel  y  un  lápiz  en 
las  manos.  Iban  recogiendo  para  las  fiestas  equinoccia- 
les, y  antes  de  inscribir  el  donativo  discutían  y  protes- 
taban, queriendo  aumentar  la  cifra. 

— Vea,  Fernando— dijo  Maltrana — ,  cómo  se  mueve  el 


256  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

abate  francés,  el  conferencista  de  las  barbas,  entre  las 
señoras  cuya  admiración  desea  conservar.  Para  él  no 
hay  divisiones  y  salta  de  un  grupo  á  otro.  Los  «pingüi- 
nos» lo  consideran  suyo  porque  se  lo  han  recomendado 
las  grandes  damas  de  la  colonia  en  París.  A  las  «aspi- 
rantes» las  deslumhra  hablando  de  las  princesas  y 
duquesas  que  lleva  tratadas  en  su  vida  de  predicador 
mundano.  Pretende  halagar  á  las  «potencias  hostiles» 
hablando  de  sus  países  con  grandes  elogios  y  dando 
á  entender  que  en  Europa  todos  saben  á  qué  atenerse 
en  la  apreciación  de  unos  pueblos  y  otros,  distinguien- 
do entre  el  valor  real  y  el  bluff.  Mírelo  cómo  distri- 
buye á  las  señoras  los  libros  de  que  es  autor  y  perió- 
dicos con  su  retrato.  ¡Ah  comediante!...  Lleva  en  su 
equipaje  colecciones  enteras  de  todas  las  revistas  ilus- 
tradas que  han  hablado  de  sus  predicaciones  en  Canadá, 
Estados  Unidos,  Australia  y  no  sé  cuántos  sitios  más. 
Las  hace  circular  y  las  recoge  luego  cuidadosamente  lo 
mismo  que  un  tenor...  Eso  es:  un  tenor;  un  tenor  de 
sotana. 

Y  hablaba  con  irónico  asombro  de  las  múltiples  y 
mediocres  habilidades  del  abate  viajero  y  verboso:  con- 
ferencista, pintor,  escultor,  poeta  y  músico.  Maltrana 
sabía  esto  por  uno  de  los  periódicos  que  repartía  el 
mismo. 

— Me  lo  prestó  una  señora  algo  devota  que  tiene  em- 
peño en  que  yo  admire  al  abate.  Y  como  á  mí  nada  me 
cuesta  dar  gusto,  me  mostré  asombrado.  «Pero,  señora, 
ese  hombre  es  Leonardo:  el  gran  Leonardo  de  Vinci.»  Y 
mis  palabras  han  tenido  un  éxito  loco,  pues  cuando  el 
doctor  Zurita  y  otros  argentinos  socarrones  se  burlan 
del  abate  y  dicen  que  es  un  vivo  que  va  á  Buenos  Aires 
en  busca  de  plata,  las  damas  de  su  familia  se  indignan 
y  me  sacan  á  colación  como  argumento  decisivo.  «Es 
Leonardo  el  que  pintó  La  Cena:  Leonardo  de  Vinci.  Lo 
dice  Maltranita,  que  es  un  mozo  que  escribe  y  ha  trata- 
do á  muchas  eminencias...» 

Ojeda  rió  de  la  seriedad  con  que  relataba  su  amigo 
estos  accidentes  de  la  vida  de  á  bordo. 

— Ahora  las  buenas  señoras — continuó  Isidro— quie- 
ren que  una  noche  dé  el  abate  un  concierto  de  piano, 


LOS  ARGONAUTAS  257 

sólo  para  ellas...  Ya  han  desistido  de  oirle  una  conferen- 
cia que  estaba  en  proyecto.  «El  C  ir  ano  de  Rostand  y  el 
idealismo  cristiano...»  ¿Qué  le  parece  el  tema?  ¿Se  ríe 
usted?...  Por  algo  lo  alaban  las  buenas  matronas  dicien- 
do que  es  un  cura  moderno;  de  lo  más  moderno.  Pero 
el  abate  no  quiere  oir  hablar  de  conferencias  á  bordo: 
se  niega  á  desembalar  su  mercancía  gratuitamente  antes 
de  la  llegada  al  mercado.  Se  reserva  para  un  teatro  de 
Buenos  Aires. 

Maltrana  buscaba  con  los  ojos  al  otro  conferencista, 
el  profesor  italiano,  que  se  mantenía  lejos  de  las  seño- 
ras, en  las  inmediaciones  del  fumadero,  entre  los  lecto- 
res soñolientos,  con  una  columna  de  volúmenes  y  revis- 
tas al  lado  de  su  sillón. 

— Los  «pingüinos»  le  saludan  porque  tiene  un  nom- 
bre conocido,  y  ellas  respetan  instintivamente  la  cele- 
bridad. Le  han  hecho  firmar  un  sinnúmero  de  tarjetas 
postales  con  «pensamientos»  filosóficos  y  galantes  para 
ellas  y  para  todas  sus  amigas  coleccionistas;  le  han  sa- 
cado retratos  con  autógrafo,  y  ahora,  terminada  la  ex- 
plotación, no  se  acuerdan  de  él.  Es  un  sabio  de  malas 
ideas.  El  abate  las  acapara  á  todas. 

Quedó  Maltrana  pensativo  y  dijo  luego  á  Fernando: 
— Creo  que  usted  y  yo  podíamos  dedicarnos  á  eso  de 
las  conferencias.  Según  parece  gusta  mucho  en  América 
y  proporciona  dinero.  ¡Qué  países  tan  interesantes!  ¡Pa- 
gar por  oir  discursos!...  ¡Tantos  que  hablan  gratuita- 
mente en  nuestra  tierra  y  aun  así  no  encuentran  las 
más  de  las  veces  quien  los  escuche! 

Recordó  Ojeda  su  vida  en  Buenos  Aires  años  antes,  y 
las  conferencias  á  que  había  asistido.  Los  pueblos  jóve- 
nes sienten  el  mismo  afán  de  los  escolares  aplicados  y 
curiosos,  que  luego  de  oir  las  lecciones  de  los  maestros 
desean  conocer  las  interioridades  de  su  vida.  No  les 
bastaban  los  libros  y  las  obras  de  arte  enviados  por  el 
viejo  mundo;  querían  ver  de  cerca  la  personalidad  física 
de  sus  autores. 

— Y  todos  los  años,  amigo  Isidro,  llegan  á  Buenos 
Aires  hombres  ilustres  con  el  pretexto  de  dar  conferen- 
cias, pero  en  realidad  para  satisfacer  la  curiosidad  de 
los  argentinos  y  para  orgullo  de  las  numerosas  colonias 

17 


258  V.    BLASCO   IBÁNEZ 

europeas,  que  al  exhibir  y  festejar  al  compatriota  célebre 
parecen  decir:  «No  todos  somos  unos  ignorantes  que 
aramos  la  tierra  ó  vendemos  detrás  de  un  mostrador. 
Bueno  es  que  estos  criollos  se  enteren  de  que  en  nuestro 
país  hay  «doctores»  mejores  que  los  suyos...»  Y  las  gen- 
tes, al  saber  que  ha  llegado  el  autor  de  un  libro  que  le- 
yeron hace  tiempo  por  casualidad,  ó  el  personaje  político 
cuyo  nombre  encuentran  todas  las  mañanas  en  el  perió- 
dico, se  dicen:  '«Vamos  á  ver  de  qué  casta  es  ese  pájaro.» 
Gastan  unos  pesos  para  encerrarse  en  un  teatro  de  cinco 
á  siete,  y  arrullados  por  la  voz  del  conferencista  com- 
paran su  rostro  con  los  retratos  publicados,  se  fijan  en 
el  corte  de  su  levita  (convenciéndose  una  vez  más  de 
que  en  la  Argentina  visten  las  gentes  mejor  que  en  Eu- 
ropa), y  hasta  cuentan  las  veces  que  bebe  agua.  Además 
se  dan  el  gusto  de  ponerlo  en  caricatura  y  le  atribuyen 
anécdotas  en  las  que  aparece  asombrado  sA  enterarse 
de  que  en  América  ya  nadie  gasta  plumas.  Porque  allá 
las  gentes  tienen  empeño  en  que  los  europeos  se  los 
imaginen  como  indios  emplumados,  para  poder  reirse 
después,  con  un  gozo  infantil,  de  la  gran  ignorancia  de 
los  del  viejo  mundo. 

Cesó  de  hablar  Ojeda,  sonriendo  como  si  le  regocija- 
sen interiormente  sus  recuerdos,  y  luego  continuó: 

— Las  señoras,  que  por  curiosidad  llenan  los  palcos, 
desaparecen  á  la  tercera  conferencia,  y  hacen  bien, 
porque  se  aburren  á  morir.  Ellas  solo  gustan  de  los 
conferencistas  que  recitan  versos...  Pero  quedan  los  in- 
telectuales del  país,  los  «doctores»,  que  asisten  con  una 
hostilidad  manifiesta,  y  al  entrar  se  dicen  unos  á  otros: 
«Vamos  á  ver  qué  nos  cuenta  ese  señor.»  Luego  á  la 
salida  protestan  á  coro.  «No  ha  dicho  nada  nuevo;  no 
hemos  aprendido  nada;  absolutamente  nada...»  ¡Como 
si  el  encontrar  algo  nuevo  fuese  cosa  de  todos  los  días! 
¡Como  si  un  hombre  que  encontrase  algo  nuevo  en  su 
país,  fuese  á  decir  á  los  compatriotas:  «Tengan  ustedes 
paciencia:  aguarden  un  poquito.  Voy  á  tomar  el  trasat- 
lántico para  contar  á  los  señores  de  América  mi  descu- 
brimiento y  en  seguida  vuelvo...»  ¡Como  si  con  los  me- 
dios de  comunicación  de  nuestra  época  y  lo  difundido 
que  está  el  libro,  fuese  posible  ir  á  parte  alguna  con 


I.OS  ARGONAUTAS  259 

una  idea  reciente  sin  que  al  momento  salten  treinta  ó 
cuarenta  diciendo:  «Eso  ya  lo  sabía  yo...»! 

— Entonces — interrumpió  Maltrana — en  esos  viajes  de 
los  conferencistas  la  llegada  es  siempre  más  gloriosa  que 
el  regreso. 

—Ciertamente.  Cuando  nuestro  buque  fondee  en  Bue- 
nos Aires  verá  usted  banderas,  oirá  músicas  y  aclama- 
ciones. Luego,  satisfecha  la  curiosidad,  sobreviene  la 
indiferencia,  y  los  héroes  de  un  día  se  reembarcan  sin 
otro  acompañamiento  que  media  docena  de  amigos  que 
quedan  allá  como  cónsules  de  su  renombre  y  encargados 
de  sus  negocios.  Los  únicos  que  no  olvidan  son  los  «doc- 
tores», que  para  convencerse  de  su  propia  superioridad, 
repiten:  «No  ha  dicho  nada  nuevo.  Lo  sabíamos  todo...» 
Y  esto  ocurre  porque  nadie  en  la  vida  expone  la  verdad 
corajudamente;  porque  el  conferencista  debía  decir  el 
primer  día  á  su  público:  «Todos  ustedes,  que  viven  ba- 
tallando por  el  dinero,  deben  figurarse  por  qué  he  hecho 
yo  esta  larga  travesía,  viniendo  á  una  tierra  que  no 
tiene  el  Parthenón,  las  Pirámides,  ni  la  Alhambra.  No 
sería  correcto  colocar  mi  sombrero  en  mitad  de  una 
acera  diciendo:  «Yo  soy  Fulano  de  Tal,  que  he  venido  a 
verles.  Echen  algo  para  que  me  lleve  un  buen  recuerdo 
de  este  país  de  riquezas.»  Por  eso  prefiero  exhibirme  en 
un  teatro  y  justificar  la  generosidad  del  público  con  dos 
horas  de  aburrimiento  y  vulgaridades...»  En  el  fondo 
no  es  más  que  esto  una  serie  de  conferencias.  Un  pretex- 
to para  que  el  país  se  muestre  generoso  con  la  celebri- 
dad que  lo  visita. 

— Ya  veo  claro — dijo  Maltrana — .  Una  especie  de  pre- 
mio Nobel  que  la  Argentina  se  permite  el  lujo  de  rega- 
lar á  alguien  que  es  conocido  por  algo,  siempre  que  se 
tome  el  trabajo  de  ir  á  pedirlo  en  persona...  Con  la 
diferencia  de  que  este  premio  Nobel  es  por  cotización 
popular. 

—Exacto.  Y  no  crea  usted  que  el  país  pierde  nada  con 
ello.  Para  su  gloria  mundial  jamás  dinero  tan  bien  gas- 
tado como  los  cinco  pesos  que  cuesta  oir  una  conferen- 
cia. El  conferencista,  al  llegar  á  su  país,  olvida  con  la 
distancia  los  arañazos  de  los  remotos  doctores,  y  sólo 
ve  el  cheque  que  guarda  en  la  cartera.  Una  cantidad 


260  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

de  poca  importancia  para  allá;  pero  que  «traducida»  á 
dinero  de  Europa  representa  cincuenta  mil  ó  cien  mil 
francos;  el  producto  de  media  docena  de  libros,  el  sueldo 
de  ocho  años  de  cátedra  ganado  en  un  par  de  meses. 

Ojeda  se  imaginaba  las  consecuencias  del  viaje.  La 
esposa  del  hombre  ilustre  renovaba  el  mobiliario  y  el 
vestuario  de  la  familia;  los  dos  cónyuges  adquirían  una 
casita  de  campo  para  que  los  niños  se  criasen  mejor; 
todos  en  el  hogar  prorrumpían  en  elogios  á  la  Argen- 
tina, y  los  amigos  y  hasta  las  más  lejanas  relaciones 
fijaban  su  atención  en  este  país  maravilloso,  donde  no 
hay  más  que  agacharse  para  encontrar  plata.  Los  com- 
pañeros del  ilustre  maestro  se  mordían  los  labios  de  en- 
vidia, y  cuando  en  los  azares  de  la  existencia  encontra- 
ban á  alguien  venido  de  la  Argentina,  aunque  fuese  un 
necio,  lo  adulaban  y  lo  acosaban,  dando  á  entender  que 
ellos  también  irían  allá...  á  la  más  ligera  invitación. 
El  conferencista  consideraba  como  un  deber  escribir  un 
libro  que  demostrase  su  agradecimiento;  un  libro  conce- 
bido á  través  de  gratos  recuerdos  y  que  resultaba  am- 
puloso y  glorificador  como  una  oda  de  encargo  oficial.  Y 
cuando  algún  malhumorado  rugía  contra  la  lejana  Re- 
pública dando  á  entender  que  las  cosas  son  en  ella  muy 
distintas  de  como  las  imagina  el  optimismo,  el  grande 
hombre  saltaba  indignado  en  defensa  de  un  país  cuyo 
nombre  mencionaban  siempre  con  veneración  su  mujer 
y  sus  hijos. 

— Yo  que  creía — interrumpió  Isidro — que  estos  con- 
ferencistas eran  unos  amables  burlones,  que  después 
de  explotar  la  credulidad  americana  se  reían  de  ella... 

— Tal  vez  hayan  pensado  así  algunos;  pero  al  final 
los  explotados  son  ellos,  pues  por  impulso  propio  hacen 
al  volver  á  sus  tierras  una  propaganda  que  de  ser  obra 
del  Gobierno  costaría  millones.  ¡Quién  sabe  cuánta  parte 
tienen  en  la  fama  reciente  y  mundial  del  país  adonde 
vamos!  Bien  puede  ser  que  alguno  de  ellos  haya  hecho 
surgir  en  nosotros  la  primera  idea  inicial  de  este  viaje 
con  una  lectura  que  ya  no  recordamos... 

Isidro,  que  al  mismo  tiempo  que  escuchaba  á  su  ami- 
go seguía  con  los  ojos  el  curso  de  los  paseantes,  le  tocó 
en  un  codo,  interrumpiendo  sus  palabras. 


I 


LOS  ARGONAUTAS  261 

— Mire  usted  á  la  sin  par  Nélida.  Acaba  de  subir  á  la 
cubierta,  y  ya  van  saliendo  del  fumadero  sus  adorado- 
res... ¡Saludo  á  la  pasajera  más  hermosa  de  todo  el 
buque! 

Nélida  dilató  los  frescos  labios,  contestando  con  su 
sonrisa  felina  á  la  genuflexión  rococa  de  Isidro.  Luego 
pasó  ante  el  banco  de  los  «pingüinos»  irguiendo  la  aven- 
tajada estatura,  desafiando  con  su  mirada  candida  el 
enojo  de  las  imponentes  señoras.  Las  más  fingieron  no 
verla,  para  no  responder  á  su  saludo.  Algunas  contes- 
taron «Buen  día,  niña»,  con  voz  triste  y  ojos  de  conmi- 
seración, como  si  fuese  una  enferma  cuyo  fin  considera- 
ban próximo. 

— Esa  Nélida  es  de  una  audacia  estupenda— dijo  Mal- 
trana — .  Sabe  que  todas  las  señoras  hablan  de  ella  con 
escándalo,  y  las  saluda  como  en  los  primeros  días  cuan- 
do la  creían  una  muchacha  juiciosa.  Los  desprecios  y  los 
bufidos  resbalan  sobre  su  persona  sin  molestarla. 

Habló  Isidro  de  la  indignación  de  las  matronas,  que 
consideraban  como  un  tormento  viajar  con  sus  hijas 
teniendo  que  sufrir  la  compañía  de  Nélida. 

— Prohiben  á  las  niñas  que  la  saluden,  cuando  en  los 
primeros  días  de  navegación  era  la  más  agasajada  por 
todas  ellas...  Pero  las  niñas  fingen  obedecer  y  la  buscan 
en  secreto,  lejos  de  las  mamas.  ¡El  encanto  de  rozar  lo 
prohibido!  ¡La  mágica  atracción  del  pecado!...  Por  las 
tardes,  mientras  las  señoras  dormitan,  suben  ellas  con 
Nélida  á  la  última  cubierta  para  que  las  enseñe  á  bailar 
el  tango...  pero  el  tango  tal  como  se  baila  en  los  cafés 
nocturnos  de  Berlín.  Piensan  como  excusa  que  cuando 
bajen  á  tierra  ya  no  la  verán  más,  y  que  aquí  en  el  bu- 
que todo  resulta  bien. 

Siguió  Nélida  adelante  hasta  llegar  al  extremo  de 
babor,  donde  estaba  sentada  su  madre,  teniendo  á  un 
lado  al  hijo  medio  imbécil  y  al  otro  al  venerable  jefe  de 
la  familia,  que  balanceaba  su  cabeza  de  patriarca,  entor- 
nando los  ojos,  cual  si  acariciase  mentalmente  un  nego- 
cio nuevo. 

—La  pobrecita— continuó  Isidro— siente  por  las  ma- 
ñanas el  amor  de  la  familia,  y  va  en  busca  de  su  padre. 
Lo  besa,  juguetea  con  él  como  una  gata  y  al  mismo 


262  y.  BLASCO  ibáñez 

tiempo  se  da  el  placer  de  seguir  con  el  rabillo  del  ojo 
la  impaciencia  de  sus  admiradores,  que  se  mantienen  á 
distancia,  ansiosos  de  juntarse  con  ella.  ¡Criatura  inge- 
nua y  refinada!...  Pero  fíjese,  Fernando:  usted,  que  me 
cree  poca  cosa,  y  no  le  falta  razón,  mire  con  qué  impa- 
ciencia me  aguardan  mis  admiradores. 

Y  señaló  disimuladamente  el  grupo  de  damas,  en 
el  cual  algunas,  las  más  viejas,  volvían  sus  ojos  hacia 
Maltrana,  como  invitándole  á  aproximarse. 

— Yo  tengo  mi  público,  y  como  todo  hombre  notable, 
tengo  también  mis  enemigos  y  detractores.  No  puedo 
aproximarme  á  las  nobles  matronas  y  cambiar  con  ellas 
un  saludo,  sin  que  alguna  me  diga:  «Cuéntenos  algo.  Usted 
que  lo  sabe  todo,  Maltranita,  díganos  qué  ocurre  en  el 
buque.»  Y  me  tienen  de  pie  ante  ellas,  para  que  no  se  bo- 
rren del  todo  las  distancias  sociales,  hasta  que  de  pron- 
to las  hago  reir,  ó  las  cuento  algo  que  las  interesa  viva- 
mente, y  entonces  alguna,  con  repentina  solicitud,  me 
dice:  «Pero  siéntese  usted;  siéntese  aquí  y  no  sea  zonzo.» 
Y  encoge  las  piernas  para  que  me  siente  en  el  extremo 
de  la  silla-larga,  como  un  paje  á  los  pies  de  la  dama... 
La  viuda  de  Moruzaga,  que  tiene  millones  y  millones, 
gusta  de  hablarme  á  solas  para  que  me  entere  de  los  en- 
cantos y  virtudes  de  su  esposo.  ¡Pobre  señora!  ¡Una  ver- 
dadera enamorada!  Sólo  vive  cuando  puede  hablar  de 
«su  finado».  Y  si  la  conversación  cambia  de  tema,  pierde 
todo  interés  y  parece  dormirse  con  los  ojos  abiertos. 

Una  idea  repentina  hizo  abandonar  á  Maltrana  su 
tono  ligero. 

— ¿Pero  se  ha  fijado  usted,  Ojeda,  en  el  modo  de 
ser  de  estos  hermanos  nuestros?  Los  primeros  días,  al 
oirles  decía  yo:  «Somos  iguales:  iguales  salvo  algunas 
diferencias  de  acento  y  de  sintaxis...»  Y  no  señor;  no 
somos  iguales.  ¿Cómo  me  explicaré?...  Unos  y  otros  to- 
camos el  mismo  instrumento,  pero  tenemos  distinto  oído 
para  apreciar  los  sones.  A  lo  mejor  digo  algo  que  por 
casualidad  me  resulta  gracioso,  algo  que  en  España  pa- 
saría por  un  «golpe»  de  ingenio,  y  las  buenas  señoras 
permanecen  insensibles,  como  si  no  me  entendiesen. 
Luego,  en  el  curso  de  la  conversación,  suelto  una  nece- 
dad infantil,  un  chiste  de  colegio  que  en  Madrid  me 


LOS  ARGONAUTAS  263 

valdría  una  rechifla,  y  mi  público  ríe  esta  inocentada  y 
la  repite  como  una  brillante  manifestación  de  talento. 
Ojeda,  recordando  sus  viajes  por  América,  asintió  á 
las  palabras  de  su  amigo.  No  sólo  había  divergencia  en 
la  apreciación  de  los  sones  del  instrumento  común  del 
idioma:  se  diferenciaban  también  en  la  agilidad  y  la 
fuerza  para  su  manejo. 

—En  muchos  de  esos  países— dijo  Fernando— las  gen- 
tes hablan  con  una  lentitud  penosa,  como  si  la  rebusca 
de  las  palabras  fuese  acompañada  de  los  dolores  de  un 
parto.  Las  mujeres  especialmente  sólo  tienen  cuerda  ver- 
bal para  cinco  minutos,  y  luego  quedan  mudas,  mirán- 
dose unas  á  otras.  Únicamente  se  animan  cuando  hay 
que  «pelar»  á  alguien;  pero  este  es  un  fenómeno  ver- 
bal no  sólo  de  América,  sino  de  todos  los  países  del 
planeta. 

— Sí;  hablan  poco— dijo  Maltrana — .  Gustan  de  escu- 
char, pero  su  capacidad  auditiva  es  tal  vez  tan  limitada 
como  su  capacidad  verbal.  A  la  larga  se  fatigan  de  oir, 
aunque  la  conversación  les  interese.  Parecen  ofenderse 
de  haber  permanecido  mucho  rato  en  silencio,  y  se 
vengan  llamando  «macaneador»  al  mismo  cuya  palabra 
han  solicitado.  Lo  que  no  se  entiende,  lo  que  no  gusta, 
ya  se  sabe  que  es  «macana» . 

Isidro  comenzó  á  apartarse  de  su  amigo. 

— Le  dejo,  Fernando;  me  reclama  mi  público.  En  los 
primeros  días  tenía  más  éxito.  Pasaba  de  un  grupo  á 
otro:  de  los  «pingüinos»  á  las  «potencias  hostiles»;  pero 
no  se  puede  dar  gusto  á  todos  á  la  vez.  Ahora  con  las 
«potencias»  el  saludo  nada  más:  frías  y  corteses  relacio- 
nes de  diplomacia.  La  última  vez  que  me  acerqué  al  gru- 
po, la  chilena  «cuello  de  cisne»  me  dijo  con  una  sonrisa 
de  cuchillo:  «¿A  qué  viene  usted  aquí,  patero?  Déjenos 
en  paz  y  vaya  á  hacer  la  pata  á  sus  argentinas.»  Y  aun- 
que esto  de  que  le  llamen  á  uno  adulador  es  un  poco 
fuerte,  al  consejo  me  atengo,  ya  que  á  la  Argentina  voy. 
Intentó  tirar  del  brazo  á  Ojeda  para  atraerlo  hacia 
el  grupo. 

— Venga  usted  conmigo.  Las  señoras  tendrán  mucho 
gusto  en  oirle.  Usted  ha  sido  presentado  á  todas  ellas  y 
le  encuentran  muy  simpático.  ¿No  quiere?...   Sin  duda 


264  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

está  usted  ofendido  por  lo  que  dije,  de  que  las  niñas  le 
encontraban  «muy  buen  mozo,  pero  algo  viejón»...  No 
baga  usted  caso.  Es  una  consecuencia  de  la  mentalidad 
simple  de  estos  pueblos  que  aun  viven  cerca  del  tronco 
primitivo,  ó  sea  de  la  Naturaleza  sin  artificios  ni  refina- 
mientos. Para  ellos,  una  buena  moza  de  treinta  y  cinco 
años  es  una  vieja;  y  un  hombre  digno  de  ser  amado, 
debe  tener  veinte  cuando  más.  Sólo  admiran  la  existen- 
cia en  capullo,  como  en  tiempos  de  la  vida  de  tribu...  Y 
eso  cuando  en  Europa  cada  año  que  pasa  hace  retroce- 
der hasta  los  confines  de  la  vejez  el  límite  de  la  edad 
amorosa.  Balzac  haría  reir  hoy  con  su  novela  La  miijer 
de  treinta  aTios.  Las  damas  de  cuarenta  son  ahora  las 
conquistadoras  más  temibles.  En  el  teatro,  galanes  cin- 
cuentones disputan  sus  amantes  á  los  jovencitos  y  aca- 
ban por  llevárselas...  ¡Viejón  y  sólo  tiene  usted  treinta 
y  seis  años!  No  haga  caso  de  las  opiniones  de  estas  gen- 
tes recién  desbastadas,  que  en  punto  á  refinamientos 
sólo  copian  lo  exterior  y  ostensible...  Decididamente 
¿no  quiere  usted  venir?...  Hasta  luego. 

Fernando  permaneció  solo  algunos  minutos,  acoda- 
do en  la  borda,  siguiendo  con  los  ojos  el  resbalar  del 
agua  removida  por  los  flancos  del  buque.  Sobre  el  lomo 
verde  del  Océano  giraban  flores  de  espuma  rematadas 
por  una  espiral  que  se  perdía  en  la  profundidad.  Luego 
emprendió  un  paseo  por  la  cubierta,  y  ante  el  grupo  de 
señoras  se  llevó  una  mano  á  la  gorra  con  saludo  mudo, 
sin  volver  la  vista.  Rozó  al  pasar  á  Isidro  que  hablaba 
de  pie,  y  oyó  una  voz  femenina  que  le  interrumpía  con 
interés:  «¡Ño  diga!  Eso  es  muy  curioso.  Siéntese,  Mal- 
tranita,  y  cuente.» 

Continuó  Ojeda  por  el  lado  de  babor,  saludando  á  las 
«potencias  hostiles»,  y  á  un  grupo  de  argentinos  y  bra- 
sileños que  hablaban  de  las  estancias  ríoplatenses,  de 
las  fazendas  de  café,  del  valor  de  los  campos,  mezclan- 
do cantidades  de  leguas  y  millones  de  pesos.  El  señor 
Oneglia,  el  millonario  italiano,  que  reposaba  enorme  y 
flácido  en  un  sillón  especial,  lejos  de  su  familia,  ansiosa 
de  rozarse  con  la  «gente  bien»,  abrió  un  ojo  al  oir  los 
pasos  de  Fernando  y  lo  protegió  con  un  saludo  gruñen- 
te, volviendo  á  sumirse  en  su  noche  poblada  de  cálculos. 


LOS   ARGONAUTAS  265 

Al  lado  de  él,  como  si  la  afinidad  de  gustos  les  impusiese 
este  contacto,  se  sentaban  los  tres  comerciantes  españo- 
les. Más  allá,  el  conferencista  italiano  levantó  la  cabeza 
y  descansó  un  libro  en  las  rodillas  para  saludar  á  Ojeda. 
Cerca  del  fumadero,  la  madre  de  Nélida  pareció  acari- 
ciarle con  sus  ojos  de  brasa,  y  el  padre  le  gratificó  con 
una  sonrisa  protectora.  La  niña,  hastiada  ya  de  las  ex- 
pansiones familiares,  se  había  despegado  de  ellos  y  reía 
en  la  puerta  del  fumadero,  escoltada  por  su  hermano  y 
todos  los  admiradores,  que  parecían  desnudarla  con  los 
ojos. 

Llegó  Fernando  hasta  la  terraza  del  café,  atraído  por 
el  Canto  de  la  Primavera,  de  Méndelssohn,  que  tocaba 
la  música.  Apenas  se  hubo  apoyado  en  la  baranda 
para  escuchar,  vio  que  un  cuerpo  se  aproximaba  á  él, 
velando  la  luz  del  sol,  y  oyó  una  voz  enérgica  que  re- 
cortaba duramente  las  palabras. 

—Buenos  días,  señor  Ojeda...  Usted  perdonará  la  li- 
bertad que  me  tomo,  pero  yo  soy  amigo  de  don  Isidro,  y 
tal  vez  le  habrá  hablado  de  mi  persona...  Usted  dispen- 
se que  me  acerque  así  como  así,  ¡pero  entre  compatrio- 
tas! ¡somos  tan  pocos  en  el  buque! . . .  Por  eso  me  he  dicho: 
«Aunque  no  sea  correcto,  voy  á  saludar  á  ese  señor.» 

Era  el  cura  español  que  Maltrana  le  había  enseñado 
varias  veces  de  lejos:  un  hombrecito  moreno,  enjuto, 
vivo  en  sus  movimientos,  al  que  encontraba  Fernando 
cierto  aire  ágil  y  garboso  de  banderillero.  Su  delgadez 
hacía  más  visible  la  exuberancia  de  un  abdomen  pun- 
tiagudo que  parecía  pertenecer  á  otro  cuerpo.  Una  ca- 
dena algo  negruzca  con  llaves  de  reloj  y  medallas  se 
tendía  de  la  botonadura  de  la  sotana  á  un  bolsillo  del 
pecho.  Dos  dedos  enrojecidos  por  el  tabaco  sostenían  un 
cigarrillo.  La  cabeza,  de  pelo  duro  é  intensamente  ne- 
gro, rayado  de  canas  prematuras,  ocultábase  en  parte 
bajo  un  casquete  redondo  de  seda,  igual  al  que  usan  los 
tenderos. 

— José  Fernández,  sacerdote,  para  servir  á  Dios  y 
á  usted — dijo  el  cura  haciendo  la  presentación  de  su 
persona. 

Mostró  la  fuerte  dentadura  de  hombre  de  campo, 
con  una  sonrisa  humilde  que  delataba  el  deseo  de  inti- 


266  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

mar  con  este  compatriota,  el  personaje  más  eminente  de 
cuantos  venían  en  el  buque,  según  su  opinión. 

La  música  había  cesado  de  tocar  y  el  cura  aprovechó 
este  silencio  para  expresarse  con  Ja  exuberancia  de  un 
verboso  falto  de  amistades  que  busca  ocasión  de  espar- 
cir su  facundia.  La  franqueza  española  le  hizo  tratar  á 
Fernando  confianzudamente  á  las  pocas  palabras,  lo 
mismo  que  si  fuese  un  antiguo  camarada,  acompañando 
cada  avance  de  su  intimidad  con  humildes  excusas:  «Us- 
ted perdone;  pero  aquí  no  es  como  en  tierra.  Pasamos  la 
vida  juntos;  estamos  en  la  soledad  del  mar,  confiados  á 
la  voluntad  del  Señor...  ¿Conque  usted  también  va  á 
Buenos  Aires,  don  Fernando?...  ¡Vaya,  vaya!  Allá  va- 
mos todos,  y  quiera  el  Altísimo  que  los  negocios  le  re- 
sulten bien,  conforme  á  sus  deseos.» 

Hablaba  el  buen  clérigo  sin  interrupción  y  Ojeda  iba 
entresacando  fragmentos  de  su  historia  de  estos  perío- 
dos de  charla  confidencial.  Tenía  á  su  madre  en  un  pue- 
blecillo  de  Castilla  la  Vieja,  además  una  hermana  mal 
casada  con  una  turba  de  hijos,  y  todos  confiaban  en  él, 
que  era  la  gloria  de  la  familia,  «el  señor  cura»,  el  ser  ex- 
cepcional. Ultimo  descendiente  de  una  línea  de  míseros 
jornaleros  del  campo,  había  conseguido  emanciparse 
de  la  servidumbre  del  terruño  gracias  á  cierta  viveza  de 
ingenio  demostrada  en  la  escuela  del  lugar  y  á  la  pro- 
tección de  una  señora  vieja  que  le  había  costeado  la  ca- 
rrera del  sacerdocio. 

— Carrera  corta,  don  Fernando.  Yo  no  soy  teólogo; 
no  soy  doctor  en  nada.  Cura  de  misa  y  olla  nada  más; 
¡pero  lo  que  he  trabajado  en  esta  vida!  ¡y  lo  que  me  que- 
da que  penar!...  Mi  cuñado  es  un  infeliz,  un  buen  hom- 
bre, que  no  sirve  para  nada,  y  yo  tengo  que  mantener- 
lo, y  á  la  pobre  viejecita,  y  á  mi  hermana,  y  á  todos 
los  sobrinos,  que  se  creen  superiores  á  los  demás  del 
pueblo  porque  cuentan  con  un  tío  cura.  He  sido  vicario 
trabajando  del  alba  á  la  noche  por  seis  reales  al  día;  pe- 
seta y  media,  don  Fernando.  He  sido  párroco  suplente  en 
lugares  de  mala  muerte,  y  después  de  enviar  á  mi  madre 
lo  que  ganaba  (menos  de  lo  que  gana  un  guardia  civil), 
tenía  que  mantenerme  de  los  regalos  de  las  feligresas 
pobres.  Y  todavía  el  barbero  del  pueblo  y  otras  malas 


LOS  ArvGONAUTAS  267 

lenguas  murmuraban  de  la  vida  regalona  que  llevamos 
los  de  la  Iglesia...  Cuando  vivía  en  Madrid,  cerca  del 
diputado  del  distrito  solicitando  un  puesto  mejor,  he 
andado  hecho  un  azacán  de  sacristía  en  sacristía  pidien- 
do misas  como  el  que  pide  limosna.  He  pasado  mucha 
hambre;  no  tengo  vergüenza  en  decirlo;  mucha  hambre 
por  sostener  á  los  míos,  y  por  esto  voy  allá  á  ver  si 
cambio  de  suerte. 

Calló  un  momento  don  José  como  si  vacilase,  teme- 
roso de  exponer  sus  ideas,  y  al  ñn  continuó  en  voz  baja: 
— Dicen  que  España  es  un  país  católico,  el  más  cató- 
lico de  la  tierra.  Así  será,  pero  no  hay  en  él  dos  pesetas 
para  el  clérigo  de  mi  clase;  para  los  que  trabajamos  de 
veras.  Hay  dinero  para  la  Iglesia,  pero  se  lo  llevan 
otros...  otros. 

En  la  vaguedad  de  su  mirada,  en  la  timidez  de  su 
voz,  había  cierta  protesta  contra  los  que  vivían  en  las 
alturas. 

Fernando  quiso  saber  cómo  se  le  había  ocurrido  la 
idea  del  viaje. 

— Tengo  allá  compañeros  de  seminario.  Un  muchacho 
que  estudió  conmigo  vive  en  Buenos  Aires,  y  me  ha  es- 
crito maravillas  de  aquella  tierra,  invitándome  á  ir  con 
él.  Antes  era  mucho  mejor;  faltaban  gentes  de  nues- 
tra clase:  ahora  en  cada  buque  llegan  sacerdotes  de  todos 
los  países.  Pero  no  importa:  en  la  capital  se  puede  vivir 
bien  á  la  sombra  de  una  parroquia,  y  además  hay  el 
campo,  donde  cada  semana  se  funda  un  pueblo  y  hace 
falta  un  cura...  También  tengo  condiscípulos  en  Chile 
y  otras  naciones  del  Pacífico.  Allá  creo  que  aun  se  pre- 
senta la  cosa  mejor  para  nosotros.  Me  escriben  que  hay 
señora  que  da  cien  pesos  de  limosna  por  una  misa.  ¡Y 
en  España  que  no  pasa  nadie  de  tres  pesetas...! 

Complacíase  Ojeda  con  esta  franqueza  de  don  José 
al  comparar  las  ganancias  del  sacerdocio  en  los  dos 
hemisferios.  Había  hecho  bien  en  embarcarse:  segura- 
mente le  esperaba  allá  la  fortuna. 

— No  es  tan  fácil,  don  Fernando:  hay  mucha  concu- 
rrencia. Me  dicen  que  los  curas  italianos  trabajan  por 
lo  que  les  dan  y  han  abaratado  los  precios.  Como  que 
muchos  se  ayudan  con  un  oficio  y  cuando  vuelven  de 


268  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

la  iglesia  á  casa,  son  sastres  de  viejo  ó  remiendan  zapa- 
tos... En  aquellas  tierras  los  hombres  se  muestran,  según 
mis  noticias,  algo  indiferentes  con  nosotros.  Lo  mismo 
que  en  la  nuestra.  Hay  que  buscar  el  apoyo  de  las  muje- 
res, y  para  esto  me  ha  prometido  don  Isidro  presentarme 
á  esas  señoronas  ricas  que  hablan  con  él  y  se  sientan  en 
la  parte  de  proa.  Parecen  muy  entusiasmadas  con  el  obis- 
po italiano.  «Monseñor  aquí,  Monseñor  allí»,  pero  yo  soy 
español  y  ¡quién  sabe!...  Me  gustaría  encontrar  una 
señora  rica  que  me  protejiese. 

Fernando  sonrió,  algo  asombrado  de  la  naturalidad 
con  que  don  José  hacía  esta  declaración.  ¡Qué  cinismo 
tranquilo!...  Y  quiso  acompañar  su  risa  tocándole  en 
el  pecho  con  un  dedo,  pero  se  detuvo  al  ver  su  gesto  de 
sorpresa. 

— Se  equivoca  usted,  señor  Ojeda.  Yo  soy  un  indig- 
no pecador  en  muchas  cosas...  menos  en  esa.  Tengo  mis 
defectos  como  todos  los  hombres,  pero  lo  que  usted 
cree...  ¡nunca!  Yo  no  pienso  jamás  en  esas  niñerías. 
¡Yo  soy  muy  hombre! 

Golpeábase  el  pecho  con  arrogancia  al  hacer  esta 
viril  declaración,  y  Ojeda  admiraba  la  incoherencia  del 
pobre  sacerdote,  que  repetía  con  orgullo  su  calidad  de 
masculino  como  prueba  de  virtud. 

— Soy  muy  hombre,  don  Fernando,  y  por  eso  me  deja 
indiferente  ese  pecado  tonto  en  el  que  usted  piensa  y 
que  sólo  proporciona  escándalos  y  quebraderos  de  ca- 
beza... Otros  pecados  no  digo  que  no... 

Una  sonrisa  de  malicia  infantil  arrugó  sus  mejillas 
morenas,  en  las  que  se  marcaba  la  mancha  azul  de  la 
recia  barba.  Quedaron  al  descubierto  sus  dientes  apreta- 
dos, deslumbradores,  que  denunciaban  una  gran  fuerza 
triturante.  Contemplando  su  ávido  brillo  creyó  Ojeda  en 
la  pureza  de  aquel  hombre.  La  voluptuosidad  había  con- 
traído en  él  todos  sus  tentáculos  para  replegarse  sórdi- 
damente en  el  paladar  y  el  estómago. 

Maltrana  le  había  hablado  algunas  veces  del  apetito 
insaciable  de  don  José;  de  la  prontitud  con  que  acudía 
al  comedor  apenas  sonaba  la  trompeta;  de  la  profusión 
con  que  recolectaban  sus  manos  emparedados  y  galle- 
tas en  las  bandejas,  á  la  hora  del  té;  del  entusiasmo 


LOS  ARGONAUTAS  269 

con  que  elogiaba  la  abundancia  nutritiva  á  bordo  del 
Goethe.  Su  capacidad  de  alimentación  sólo  era  compa- 
rable, según  Isidro,  á  la  de  un  náufrago  que  se  salva  ó 
á  la  de  un  habitante  de  ciudad  sitiada  que  se  rinde  des- 
pués de  varios  años.  Cuarenta  generaciones  de  jorna- 
leros hambrientos  comían  por  su  boca. 

En  aquel  mismo  instante,  mirando  Ojeda  hacia  el 
paseo  de  babor,  vio  á  Isidro  que  acababa  de  abando- 
nar su  conversación  con  las  señoras  y  venía  hacia  él. 
Pero  se  detuvo  ante  la  familia  de  Nélida.  El  padre,  sin 
moverse  de  su  asiento,  hablaba  con  Martorell,  el  poeta 
bancario,  y  Maltrana,  después  de  escucharles  unos  se- 
gundos, se  inmiscuyó  en  la  conversación. 

— Yo  necesito,  para  abrirme  paso,  una  señora  que  me 
proteja — continuó  don  José — .  Pero  eso  no  es  fácil;  en 
nuestro  mundo  hay  modas  como  en  todos  los  mundos  y 
vanidades  y  categorías.  Yo  soy  un  pobre  cura  que  sólo 
sabe  cumplir  como  buen  trabajador. 

— Debía  usted  imitar — dijo  Ojeda — á  ese  abate  francés 
que  tanto  entusiasma  á  las  señoras. 

— ¡Cállese,  señor!— protestó  el  cura — .  Yo  no  sirvo  para 
titiritero.  Los  españoles  no  sabemos  hacer  comedias:  te- 
nemos más  seriedad...  ¡Yo  soy  muy  hombre! 

Y  resumía  su  indignación  con  un  fiero  golpe  en  el 
pecho,  afirmando  varias  veces  que  era  muy  hombre. 

— Tal  vez  en  tierra  me  sea  más  fácil  abrirme  paso. 
Yo  no  soy  cura  á  la  moda,  pero  soy  cura  español,  y  esto 
algo  debe  valer  entre  gentes  que  son  de  nuestra  sangre, 
hablan  nuestra  lengua  y  profesan  el  catolicismo  porque 
España  fué  la  primera  en  descubrir  sus  tierras.  Ahí  está 
la  buena  señora  doña  Zobeida,  ese  ángel  de  bondad: 
para  ella  no  hay  más  sacerdote  á  bordo  que  yo:  el  obispo 
y  el  abate  como  si  fuesen  zapateros.  ¡Ojalá  se  resolviera 
lo  de  su  pleito  y  cambiase  de  fortuna!  Ciertamente  que 
no  me  olvidaría...  Además,  en  aquella  tierra,  según  di- 
cen, el  exceso  de  dinero  y  la  abundancia  de  negocios 
malean  á  los  sacerdotes.  Unos  se  dedican  á  la  cría  de 
caballos  ó  de  bueyes;  otros  prestan  dinero  á  los  feligre- 
ses sóbrelas  cosechas.  Pero  yo  llego  á  trabajar  sólo  en  lo 
mío,  á  cumplir  como  bueno,  y  me  contento  con  poco.  Mi 
felicidad  sería  un  curato  en  esos  campos  donde  la  carne 


270  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

va  tirada  según  dicen  y  el  pan  lo  mismo.  Mi  madre  no 
puede  venir  porque  le  tiene  miedo  al  mar;  pero  traeré  á 
mi  hermana,  que  es  guisandera  fina,  y  malo  será  que  no 
coloque  á  mi  cuñado  y  dé  carrera  á.  los  sobrinos...  ¡Señor, 
que  así  sea! 

Quedó  indeciso  y  silencioso  como  si  agitasen  su  cere- 
bro nuevas  é  inesperadas  ideas. 

— Líbreme  el  Altísimo  de  un  engaño — dijo—;  pero  yo 
pienso,  don  Fernando,  que  nosotros  en  América  somos 
algo.  Tal  vez  no  sabemos  tanto  ó  somos  menos  atre- 
vidos que  ese  parlanchín  de  las  barbas,  pero  somos 
más  serios,  más  sencillos.  Nuestro  catolicismo  es  para 
América  más...  ¿cómo  me  explicaré?...  más... 

— Más  clásico — interrumpió  Ojeda  para  sacar  al  cura 
de  su  apuro. 

— Eso  es — dijo  don  José  tras  una  vacilación,  como 
si  pesase  la  pa^labra  no  comprendiéndola  bien — .  Más 
clásico;  más  con  arreglo  al  país,  y  por  esto  las  personas 
buenas  y  sencillas  que  no  se  curan  de  modas  deben  re- 
cibirnos mejor  á  nosotros  que  á  esos  sacerdotes  extran- 
jeros que  parecen  gentes  de  teatro. 

Permanecieron  los  dos  en  silencio  y  Ojeda  volvió  á 
tener  la  misma  visión  del  día  anterior...  «¡Buenos  Aires!» 
También  este  nombre  mundial  había  titilado  un  instante 
como  parpadeo  de  mística  lámpara  en  la  penumbra 
de  la  sacristía,  evocando  la  ilusión  de  una  mesa  abun- 
dante, una  mesa  de  hartura,  y  en  torno  de  ella  una 
familia  robusta  y  saludable,  segura  del  porvenir,  ro- 
deando al  sacerdote  rico...  Y  allá  iban  todos  siguiendo 
el  revoloteo  de  la  esperanza,  hacia  un  mundo  de  fértiles 
soledades  faltas  de  hombres,  llevando  como  precio  de  su 
entrada  fuerzas,  iniciativas  y  apetitos:  unos  sus  brazos, 
otros  su  inteligencia,  otros  el  ávido  capital  ansioso  de 
copular  con  la  tierra  y  reproducirse  hasta  lo  infinito... 
y  hasta  aquel  pobre  cura  llevaba  su  misa,  su  catolicis- 
mo español,  más  serio,  más...  clásico. 

La  llegada  de  Maltrana  interrumpió  estas  medita- 
ciones. 

—¿Qué  dice  don  Pepe?... 

Y  acompañó  el  familiar  saludo  con  una  suave  pal- 
mada en  el  abdomen  del  clérigo.  Este  se  inclinó  son- 


LOS  ARGONAUTAS  271 

riendo.  «¡Qué  don  Isidro  tan  alegre  y  simpático!...  Era 
imposible  enfadarse  con  él.» 

Al  ver  juntos  á  los  dos  amigos,  el  cura  pareció  con- 
traerse en  su  humildad. 

— Ustedes  tendrán  que  hablar — dijo  mirando  su  re- 
loj— .  Va  á  ser  mediodía.  ¡La  hora  del  almuerzo!  Me 
hace  falta  un  poco  de  paseo  para  despertar  el  apetito. 

Y  se  alejó,  seguido  por  la  risa  de  Maltrana,  que  la- 
mentaba irónicamente  la  inapetencia  del  cura. 

Ojeda  quiso  saber  qué  había  hablado  su  amigo  con 
Martorell  y  el  padre  de  Nélida. 

— Hablábamos  de  negocios — dijo  Isidro  con  repentina 
gravedad  y  una  expresión  de  misterio — ;  de  un  gran 
negocio  que  llevamos  entre  manos.  ¡Quién  sabe  si  antes 
de  un  año  seré  rico,  muy  rico,  más  que  usted,  que  quiere 
ir  al  desierto  á  roturar  la  tierra!...  Las  amistades  sir- 
ven de  mucho,  y  yo  las  tengo  buenas. 

La  mirada  interrogante  y  asombrada  de  Ojeda  le 
invitó  á  continuar  en  sus  confidencias.  Dudó  un  momen- 
to, como  si  temiese  la  burla  de  su  amigo,  y  al  fin  dijo  con 
resolución: 

— Vamos  á  fundar  un  banco  apenas  lleguemos  á  Bue- 
nos Aires...  No  se  ría  usted,  Fernando;  me  lo  esperaba. 
Es  cosa  seria.  Martorell  pone  la  idea  y  su  experiencia 
de  técnico.  El  señor  Kasper,  el  padre  de  Nélida,  pondrá 
el  capital  que  se  necesita  pa.ra  empezar;  poca  cosa, 
según  el  catalán,  que  entiende  mucho  de  esto.  Yo...  no 
sé  lo  que  pongo  en  el  negocio,  pero  seguramente  pondré 
algo,  pues  entro  en  él  y  mis  consocios  parecen  contentos 
de  tenerme  en  su  compañía. 

Echóse  á  reir  Ojeda  con  tal  entusiasmo,  que  su  espal- 
da chocó  con  la  barandilla,  doblándose  hacia  la  parte 
exterior.  «¡Maltrana  banquero!  ¡Maltrana  fundador  de 
un  banco,  cuando  apenas  tenía  unas  pesetas  para  des- 
embarcar!...» 

— No  se  burle— dijo  éste  algo  amoscado — .  La  cosa  no 
es  para  tanto,  ¿Vamos  ó  no  vamos  á  una  tierra  de  ri- 
quezas y  prodigios?  Si  usted  oyese  á  ese  muchacho  ca- 
talán, la  sencillez  con  que  explica  las  cosas,  se  conven- 
cería de  que  lo  del  banco  es  asunto  serio.  ¿Y  qué  tiene 
de  extraordinario  que  yo  llegue  á  ser  un  gran  banquero 


272  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

en  un  país  donde  todos  al  llegar  cambian  de  profesión  y 
cada  uno  se  descubre  con  facultades  y  aptitudes  que  no 
sospechaba  en  Europa?...  Aquí  en  el  buque  no  se  oye 
hablar  más  que  de  millones  y  de  negocios  estupendos. 
Todos  llevamos  nuestro  plan  gigantesco  para  asombrar 
al  Nuevo  Mundo  y  encadenar  á  la  fortuna.  Hasta  los  que 
se  volvieron  de  América  desesperados  retornan  con  nue- 
vos bríos.  ¿Por  qué  no  ha  de  tener  Maltrana  su  nego- 
cio?... Crea  usted  que  los  que  han  fundado  bancos  allá 
no  valían  más  que  yo  ni  tenían  el  talento  de  MartorelL 
que  es  un  águila  para  estas  cosas. 

Pasado  el  primer  acceso  de  hilaridad,  admirábase 
Ojeda  de  la  convicción  con  que  hablaba  su  amigo  del 
futuro  negocio.  Sentía,  indudablemente,  la  influencia 
misteriosa  que  había  observado  él  en  anteriores  viajes. 
Un  ensanchamiento  de  la  ilusión,  bástalos  confines  más 
absurdos  de  lo  irreal,  dominaba  á  los  viajeros.  El  aisla- 
miento en  medio  del  Océano  empequeñecía  ó  anulaba 
todos  los  obstáculos  con  que  se  tropieza  en  la  existencia 
de  tierra  firme.  La  inmensidad  del  mar  parecía  dilatar 
los  cerebros  y  los  ojos.  Todos  pensaban  en  grande  y 
veían  sus  propias  ideas  con  retinas  de  aumento.  Y  como 
la  ilusión  de  los  unos  no  oponía  obstáculos  á  la  espe- 
ranza de  los  otros,  todos  se  empujaban  locamente  dando 
por  realizadas  las  cosas  en  este  galope  de  optimismo. 

Los  vecinos  de  asiento,  que  durante  los  primeros  días 
de  navegación  se  habían  mirado  hostilmente  en  la  cu- 
bierta de  paseo,  buscábanse  ahora,  no  pudiendo  vivir 
separados,  y  hablaban  horas  y  horas  de  los  futuros  ne- 
gocios ideados  en  comandita,  sin  cansarse  de  manosear- 
los para  apreciar  mejor  su  mérito,  examinándolos,  como 
una  piedra  preciosa,  faceta  por  faceta.  Un  hálito  de  he- 
roísmo despreciador  de  los  obstáculos  hacía  vibrar  los 
cerebros.  La  vieja  Europa,  meticulosa,  cobarde  y  retar- 
dataria, quedaba  atrás;  las  hélices  la  enviaban  los  espu- 
marajos de  las  aguas  rotas  como  un  salivazo  de  despecti- 
vo adiós.  Por  la  proa  llegaba  el  viento  del  Nuevo  Mundo, 
la  respiración  de  una  tierra  de  valerosos  sin  escrúpulos 
ni  remordimientos,  donde  el  absurdo  triunfa  siempre 
que  vaya  acompañado  de  la  tenacidad  y  la  audacia. 

Si  para  un  negocio  se  necesitaban  tierras,  las  tierras 


LOS  ARGOKxVÜTAS  278 

se  adquirirían.  Los  futuros  triunfadores  ignoraban 
cómo  ni  por  qué  medio,  pero  se  adquirirían  y...  basta. 
Este  era  un  detalle  de  poca  importancia.  Si  se  necesita- 
ban grandes  capitales,  se  encontrarían  igualmente.  No 
había  que  preocuparse  de  esto.  Lo  importante  era  el 
negocio,  el  gran  negocio  de  estupenda  novedad  que  sa 
les  había  ocurrido  (novedad  que  consistía  en  trasplan- 
tar algo  viejo  y  tradicional  de  Europa),  y  calculaban 
las  seguras  ganancias:  tanto  por  mes,  tanto  por  año, 
tantos  millones  á  los  cinco  años,  creyéndose,  en  fuerza 
de  ilusión,  casi  al  final  de  esta  rápida  carrera  de  la 
suerte. 

Algunos,  con  inagotable  generosidad,  sentían  el  de- 
seo de  hacer  partícipes  de  su  estupenda  fortuna  á  todos 
sus  allegados,  y  cada  mañana  admitían  un  nuevo  socio, 
ofrecían  graciosamente  una  parte  á  un  nuevo  auxiliar, 
hasta  el  punto  de  no  saber  con  certeza  qué  restaría  para 
ellos,  los  geniales  inventores.  Otros,  más  ásperos  de 
alma,  empezaban  á  mirarse  con  recelo  y  suspicaz  vigi- 
lancia, temiendo  una  mutua  traición  en  el  negocio  que 
aun  estaba  por  venir.  La  riqueza  achica  los  corazones  y 
los  endurece.  Y  lo  más  extraordinario  era  que  todos  abo- 
minaban de  la  imaginación  como  de  una  facultad  des- 
honrosa y  ridicula.  «Nada  de  ilusiones:  hay  que  ver 
las  cosas  tales  como  son,  y  en  el  caso  de  exagerar  colo- 
carse en  lo  peor.  Pongamos  que  sólo  se  gana  la  mitad; 
pongamos  que  sólo  es  la  mitad  de  la  mitad...»  Y  tras 
estos  cálculos  descendentes,  que  revelaban  su  odio  á 
toda  fantasía,  siempre  resultaban  millonarios. 

Los  más  entusiastas  y  de  fe  inconmovible  eran  los 
que  habían  estado  en  América  y  volvían  á  ella  por  se- 
gunda ó  tercera  vez.  Los  neófitos,  que  escuchaban  con 
asombro  sus  profecías  de  riqueza,  parecían  dudar  de 
repente.  Era  la  timidez  europea  que  resucitaba.  «Yo  he 
estado  allá,  y  sé  lo  que  es  aquello — decía  el  compañero 
viejo — .  Nada  de  miedo;  esta  vez  con  mi  experiencia 
estoy  seguro  del  éxito...»  Y  Maltrana,  burlón  y  escép- 
tico,  que  iba  á  América  sin  saber  ciertamente  para  qué, 
se  había  sentido  de  pronto  arrebatado,  lo  mismo  que  los 
demás,  por  este  huracán  de  optimismo. 

—Sí  señor;  un  banco—repitió  mirando  á  Ojeda  con 

18 


274  V.    BLASCO  IBÁÑE2 

expresión  algo  agresiva — .  Vamos  á  fundar  un  banco, 
y  no  comprendo  que  un  negocio  serio  le  produzca  á  us- 
ted tanta  risa.  Las  cosas  están  magníficamente  ideadas. 
Ese  chico  catalán,  aunque  despreciable  como  poeta,  es 
un  gran  organizador,  y  el  señor  Kasper  será  un  pillo  si 
usted  quiere,  pero  en  los  negocios  la  picardía  es  un  mé- 
rito. El  plan  no  tiene  falla  por  ninguna  parte. 

Y  lo  exponía  con  la  sequedad  de  un  grande  hombre 
ofendido  por  la  ignorancia  de  su  auditorio.  Fundar  un 
banco  era  cosa  corriente  en  aquellos  países.  Cada  se- 
mana nacía  uno,  según  le  había  dicho  Martorell.  No 
había  calle  principal  de  Buenos  Aires  que  no  tuviese 
unos  cuantos.  Lo  más  importante  era  encontrar  una 
buena  casa  y  amueblarla  con  muebles  ingleses,  «serios, 
distinguidos»,  y  mostradores  de  caoba  brillante.  Ade- 
más eran  necesarios  un  enorme  rótulo  dorado,  juegos 
de  banderas  para  las  fiestas  patrióticas,  y  gran  ilumi- 
nación nocturna  en  la  fachada.  Capital  x)ara  empezar; 
dos  ó  tres  millones  de  pesos. 

—  Usted  creerá  haberme  ai)lastado  preguntando: 
«¿Dónde  está  el  capital?...»  Se  hacen  figurar  todos  esos 
millones  y  más  si  se  desea  en  los  estatutos,  y  sobre  todo 
en  las  vidrieras  y  el  rótulo,  en  letras  de  á  dos  palmos. 
Pero  en  realidad,  se  empieza  con  treinta  ó  cuarenta  mil 
pesos...  Y  también  me  dirá  usted:  «¿Dónde  están?...»  El 
señor  Kasper,  que  tiene  en  gran  aprecio  á  Martorell  y  cree 
en  el  negocio,  promete  traerlos.  Además,  contamos  con 
los  buenos  señores  que  entrarán  en  el  directorio...  Siem- 
pre se  encuentran  media  docena  de  tenderos  deseosos  de 
figurar  al  frente  de  un  banco.  Gusta  mucho  poder  decir 
á  los  amigos:  «Esta  tarde  tengo  sesión  de  directorio.» 
Da  importancia  escribir  á  los  parientes  de  Europa,  á  los 
papanatas  de  la  tierra,  en  el  papel  del  banco  con  un 
membrete  que  impone  respeto,  en  el  que  se  consignan 
los  millones  del  capital  y  las  operaciones  del  estableci- 
miento. El  catalán,  que  «conoce  el  corazón  humano»  y 
es  gran  aprovechador  de  vanidades,  tiene  echado  el  ojo 
desde  su  viaje  anterior  á  unos  cuantos  compatriotas. 
Estos  aportarán  fondos,  tomarán  acciones  para  ser  del 
directorio,  y  luego  que  funcione  el  banco...  ¡á  vivir!  Da- 
remos dinero  al  30  por  100  (lo  que  es  fácil  allá,  según 


LOS  ARGONAUTAS  275 

dice  Martorell);  prestaremos  con  hipoteca  para  quedar- 
nos con  los  bienes  iiipotecados;  un  sinnúmero  de  her- 
mosas maldades,  que  explica  mi  consocio  con  hermosa 
sonrisa  de  hiena  poética. 

Quedó  en  silencio  Maltrana,  como  si  se  examinase 
interiormente. 

—  ¡País  de  asombros! — continuó — .  ¡Yo  banquero,  que 
he  hecho  sufrir  tanto  á  los  prestamistas  de  Madrid!... 
¡Tierra  de  transformismos,  donde  los  albañiles  se  hacen 
agricultores,  los  curas  fugitivos  se  convierten  en  padres 
de  familia  y  los  señoritos  arruinados  entran  de  cajeros 
de  confianza  en  las  casas  de  comercio!... 

— ¿Ya  tienen  ustedes  título  para  el  banco?— preguntó 
Ojeda. 

— Ese  es  el  obstáculo;  el  único  escollo  con  que  tro- 
pieza hasta  ahora  nuestro  negocio.  Lo  del  título  es 
importante.  Casi  va  el  éxito  en  encontrar  algo  que 
suene  bien,  que  se  pegue  al  oído,  inspire  confianza  y 
tenga  un  carácter  internacional,  lo  más  internacional 
que  sea  posible.  Los  consocios  no  se  ponen  de  acuerdo 
en  lo  del  título:  lo  único  indiscutible  es  que,  sea  cual 
sea  su  dimensión,  deberá  añadírsele  «y  del  llío  de  la 
Plata».  Porque  allá,  según  Martorell,  todos  los  bancos, 
aunque  se  titulen  rusos,  chinos  ó  noruegos,  llevan  como 
final  de  rótulo  «y  del  Eío  de  la  Plata».  Sin  esto  no  hay 
respetabilidad  posible. 

Volvió  á  quedar  en  silencio  Isidro,  pero  su  rostro  se 
animó  durante  esta  pausa  con  su  acostumbrada  expre- 
sión de  malicia. 

— Yo  tengo  mi  título,  un  título  de  lo  más  universal. 
Abarca  las  diversas  nacionalidades  de  las  gentes  que 
vendrán  á  nosotros  y  halaga  al  mismo  tiempo  el  senti- 
miento regionalista.  Hasta  he  tenido  en  cuenta  el  lugar 
del  nacimiento  de  mis  compañeros.  «Banco  de  Westfa- 
lia,  de  Tarragona  y  del  Eío  de  la  Plata».  Pero  los  socios 
no  lo  aceptan. 

En  lo  alto  del  buque  vibró  la  señal  de  mediodía,  un 
rugido  de  bestia  prehistórica  que  hizo  temblar  los  pasi- 
llos y  tabiques  del  trasatlántico  y  se  dejó  absorber  sin 
eco  alguno  por  el  sordo  infinito  del  Océano. 

Fernando  miró  fijamente  á  su  amigo.  ¡Famoso  Mal- 


276  V.   BLASCO   IBÁÑHZ 

trana!  En  él  la  gravedad  era  siempre  de  corta  duración. 
Nunca  se  sabía  ciertamente  dónde  cesaban  sus  emocio- 
nes, dando  paso  á  la  fría  burla. 
— Las  doce:  vamos  á  almorzar. 

Cerca  de  la  proa  vieron  algunos  pasajeros  que  seña- 
laban la  línea  del  horizonte,  discutiendo  con  frases  bre- 
ves. Contraían  los  ojos  para  dar  mayor  potencia  á  su 
visualidad:  pasábanse  de  mano  en  mano  los  gemelos 
prismáticos,  explorando  el  límite  del  Océano,  sobre  cuyo 
lomo  se  abullonaban  tenues  vapores.  «Ya  se  ve  Cabo 
Verde...»  Otros  dudaban.  No  eran  las  islas:  eran  simples 
nubes.  Y  todos,  como  si  despertasen  de  la  calma  letár- 
gica del  mar,  mostraban  un  deseo  famélico  de  ver  tie- 
rra, de  distinguir  aquellas  islas,  en  las  que  no  había  de 
detenerse  el  buque. 

Abajo  en  el  comedor  almorzaban  muchos  con  cierta 
precipitación,  como  gentes  que  han  de  ir  al  teatro  y 
aceleran  la  comida  por  miedo  á  llegar  tarde.  «Tierra: 
ya  se  ve  tierra»,  decían  de  mesa  en  mesa  con  una  ale- 
gría infantil.  Más  impacientes,  algunos  se  levantaban 
de  sus  asientos  con  la  servilleta  en  la  mano,  y  alarga- 
ban el  pescuezo  queriendo  distinguir  por  los  ventanales 
del  comedor  aquellas  islas  ante  las  cuales  iban  á  pasar 
de  largo,  y  de  las  que  hablaban  todos  como  de  una 
tierra  de  promisión. 

Después  del  almuerzo,  la  gente  tomó  el  café  á  toda 
prisa  y  los  salones  quedaron  abandonados,  sonando  en 
el  vacío  el  abejorreo  de  los  ventiladores  y  los  trinos  de 
los  canarios.  Todos  se  amontonaban  hacia  la  proa,  en  las 
bordas  de  la  cubierta,  ansiosos  de  ver  las  islas.  Empeza- 
ron á  marcarse  en  el  horizonte  las  gibas  obscuras  y  bo- 
rrosas de  unas  montañas  emergiendo  del  mar.  Cansados 
al  poco  rato  de  esta  contemplación  monótona,  muchos 
retrocedían.  ¿No  era  más  que  aquello?  Iba  á  transcurrir 
una  hora  larga  antes  de  que  estuviesen  frente  á  ellas. 
Además  el  buque  pasaba  muy  lejos...  Volvían  al  fuma- 
dero á  continuar  sus  partidas  de  poker,  ó  formaban  en 
la  cubierta  los  corrillos  habituales,  hablando  tendidos 
en  el  sillón,  hasta  que  el  cabeceo  de  la  somnolencia  les 
hacía  levantarse  titubeantes,  camino  del  camarote,  para 
continuar  la  siesta. 


LOS  ARGONAUTAS  277 

Ojeda  y  su  compañero,  acodados  en  la  baranda,  mira- 
ban con  interés  las  siluetas  de  las  islas  destacándose  como 
nubes  puntiagudas  sobre  el  azul  sereno  del  horizonte. 

— Hasta  aquí  llegó  Colón— dijo  Fernando — .  El  Almi- 
rante, que  había  navegado  siempre  hacia  Poniente, 
puso  en  el  tercer  viaje  la  proa  al  Sur,  buscando  descu- 
brir tierras  nuevas  por  la  parte  del  Austro.  Pero  más 
allá  de  estas  islas  tuvo  miedo  y  torció  el  rumbo  para  se- 
guir la  ruta  de  siempre.  Le  espantaron  los  calores  del 
Ecuador:  creyó  que  de  seguir  hacia  el  Sur  acabarían 
por  arder  sus  naves.  Tal  vez  influyeron  en  su  credulidad 
de  visionario  las  leyendas  de  que  rodeaba  la  pobre  geo- 
grafía de  entonces  á  la  línea  equinoccial. 

Recordó  después  los  incidentes  del  tercer  descubri- 
miento. Los  rayos  del  sol  eran  tan  intensos,  que  el  Al- 
mirante, según  consignaba  en  sus  cartas,  temió  que  in- 
cendiasen navios  y  personas.  Caían  sobre  la  escuadrilla 
frecuentes  turbonadas,  pero  estas  lluvias  de  pegajosa 
tibieza  sólo  servían  para  hacer  tolerable  el  calor  durante 
unas  horas.  Colón  las  acogió  como  un  socorro  providen- 
cial, creyendo  que  sin  ellas  todos  hubiesen  perecido.  Iba 
enfermo:  le  inquietaba  la  desaparición  en  la  línea  del 
horizonte  de  los  astros  que  guiaban  á  los  navegantes  en 
los  mares  del  hemisferio  boreal,  así  como  la  aparición 
de  otras  estrellas  ignoradas  que  á  cada  singladura  iban 
remontándose  en  el  cielo. 

Renacían  en  su  memoria  las  opiniones  de  la  época 
sobre  la  línea  equinoccial  y  lo  que  existía  detrás  de  ella, 
doctrinas  aprendidas  en  su  vagabundaje  por  los  conven- 
tos y  los  puertos,  conversando  con  hombres  de  ciencia  y 
navegantes. 

Para  muchos  en  el  hemisferio  del  Austro  estaba  el 
Paraíso  terrenal.  El  Ecuador,  con  sus  calores  irresisti- 
bles, era  «el  gladio  ó  cuchillo  ígneo  versátil»,  que  había 
puesto  Dios  entre  los  hombres  y  el  Paraíso,  para  que  nin- 
guno de  los  hijos  de  Adán  pudiese  volver  á  él.  Los  poetas 
de  la  antigüedad  y  los  Padres  de  la  Iglesia  acordábanse 
maravillosamente  al  fantasear  sobre  esta  parte  del  mun- 
do absolutamente  ignorada.  Más  allá  del  Ecuador  estaba 
la  tierra  llamada  «Mesa  del  Sol»,  por  la  dulzura  de  su  cli- 
ma y  la  generosa  abundancia  de  sus  productos.  En  ella 


278  V.    BLASCO    ÍBÁÑEZ 

vivían  seres  felices,  que  al  no  tener  que  preocuparse  de 
las  necesidades  de  la  vida — pues  la  Naturaleza  pródiga 
les  ofrecía  todo  con  exceso — ,  dedicábanse  al  estudio  de 
las  causas  naturales,  y  especialmente  de  la  astrología. 
Arim,  «la  ciudad  de  íos  filósofos»,  era  el  centro  de  «la 
mesa  del  Sol». 

En  esta  parte  de  la  tierra,  por  ser  la  más  noble,  había 
de  estar  forzosamente  el  Paraíso.  Los  astros  influían  en 
nuestra  existencia  poderosamente.  Todo  se  desarrollaba 
en  el  suelo,  no  con  arreglo  á  su  propia  bondad,  sino  por 
«las  nobles  y  felices  influencias  de  las  estrellas  que  están 
sobre  él»,  causa  universal  de  vida.  «A  cielo  noble  co- 
rrespondía tierra  nobilísima»,  y  como  las  constelaciones 
del  ignorado  hemisferio  eran,  según  la  ciencia  de  la 
época,  «las  mayores,  más  resplandecientes,  más  nobles 
y  perfectas,  y  por  consiguiente  de  mayor  virtud,  felici- 
dad y  eficacia  que  las  de  Aquilón»,  de  aquí  que  bajo  su 
resplandor  debía  estar  forzosamente  la  mejor  de  las  tie- 
rras, ó  sea  el  Paraíso. 

La  cabeza  es  la  parte  más  noble  de  «todas  las  cosas 
naturales  y  artificiales,  la  más  adornada  y  de  mejor 
hechura,  de  donde  procede  la  influencia  á  los  otros 
miembros  del  cuerpo».  ¿Y  dónde  estaba  la  cabeza  de 
la  tierra?...  En  el  ignorado  Austro,  en  el  Sur,  como  le 
ocurre  al  árbol,  que  aunque  tiene  la  cabeza  oculta  aba- 
jo, no  podría  extender  las  ramas  con  sus  frutos  y  pá- 
jaros si  esta  cabeza  dejase  de  enviarle  su  nutrición  y  su 
fuerza.  Y  el  fuego,  fuente  de  vida,  nacía  en  el  Austro, 
se  engendraba  en  él,  y  una  barrera  de  este  fuego,  tendi- 
da circularmente  en  el  Ecuador,  impedía  el  paso  de  un 
hemisferio  á  otro. 

El  descubridor,  alarmado  por  los  insufribles  calores 
que  le  salían  al  encuentro,  vio  en  ellos  una  confirma- 
ción indiscutible  de  las  opiniones  de  los  hombres  doctos 
de  su  época  y  volvía  la  proa  á  Poniente,  no  osando 
avanzar  más  en  el  temido  Austro. 

Una  gran  sorpresa  le  esperaba.  El  mundo  no  era  re- 
dondo, como  habían  creído  Ptolomeo  y  otros.  Podía 
ser  esférico  en  el  hemisferio  boreal,  donde  aquellos  sa- 
bios habían  hecho  solamente  sus  estudios;  pero  este 
otro  hemisferio,  por  cuyos  límites  navegaba  él,  tenía 


LOS  ARGONAUTAS  2?9 

«la  forma  de  una  pera  que  es  redonda,  salvo  allí  don- 
de tiene  el  pezón,  que  es  más  alto,  ó  la  de  una  pelota 
con  una  teta  de  mujer  puesta  encima»,  y  el  extremo 
del  tal  pezón  era  «la  parte  del  mundo  más  propincua 
al  cielo». 

Los  buques,  al  avanzar,  aunque  parecía  que  nave- 
gaban por  un  océano  llano  é  igual,  subían  y  sabían, 
siguiendo  el  lomo  ascendente  de  esta  protuberancia  del 
planeta.  El  Almirante  reconoció  esta  subida  en  la  fres- 
cura del  aire,  cada  vez  más  sensible  según  se  avanzaba 
al  Oeste,  aunque  las  naves  siguiesen  el  mismo  grado,  y 
sobre  todo  en  las  particularidades  que  ofrecían  tierras 
y  gentes.  Así  como  el  descubridor  se  había  ido  apro- 
ximando á  la  línea  ígnea  del  Ecuador,  el  sol  quemaba 
con  más  fuerza,  las  tierras  estaban  más  calcinadas  y  los 
habitantes  eran  más  negros.  En  Cabo  Verde  y  en  Sierra 
Leona  llegaban  las  gentes  á  la  más  extrema  negrura  y 
las  tierras  parecían  quemadas.  Y  sin  embargo,  al  poner 
proa  al  Oeste,  siguiendo  la  misma  latitud,  refrescaba  el 
aire,  y  el  Almirante  encontraba  en  las  costas  de  Vene- 
zuela la  isla  de  la  Trinidad,  «de  temperancia  suavísima 
—según  sus  escritos — ,  con  tierras  y  árboles  muy  ver- 
des y  hermosos,  como  en  Abril  las  huertas  de  Valencia, 
y  la  gente  de  muy  linda  estatura  y  casi  blancos,  más 
astutos  y  de  mayor  ingenio  que  los  negros,  y  no  co- 
bardes». 

Todo  esto  era  porque  las  tierras  y  las  personas  esta- 
ban más  en  alto,  más  cerca  de  las  buenas  regiones  del 
aire,  en  las  laderas  de  aquel  pezón  gigantesco  que  alte- 
raba la  redondez  del  hemisferio  austral.  Y  la  hipótesis 
del  Paraíso,  cabeza  de  la  tierra,  situado  en  el  noble 
Austro,  se  convertía  en  certidumbre  para  el  Almirante. 
En  el  vértice  del  pezón  estaba  el  antiguo  lugar  de  deli- 
cias, y  el  Orinoco,  que  endulzaba  el  mar,  asombrando 
á  los  navegantes  con  su  sábana  inmensa,  era  uno  de  los 
cuatro  ríos  que  descendían  del  Paraíso. 

Fernando  y  su  amigo,  que  hablaban  de  estas  fan- 
tasías del  Almirante  paseando  por  la  cubierta,  llegaron 
en  su  continuo  circular  ante  las  ventanas  del  gran  salón. 
La  voz  tenue  del  piano,  tocado  en  sordina,  atrajo  la 
curiosidad  de  Isidro, 


280  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

— Mire  usted,  Fernando.  La  alemana,  la  mujer  del 
director  de  orquesta,  que  se  aprovecha  de  que  no  hay 
gente  en  el  salón.  Cerca  de  ella  está  su  niño...  ¿Qué  toca? 
¿Wágner?...  No;  eso  lo  conozco;  es  de  Schúbert:  El  rey 
de  los  álamos.  Vea  cómo  mueve  la  boca.  Canta,  pero 
no  la  oímos...  No;  no  se  acerque:  la  vamos  á  espantar 
como  el  otro  día...  Bueno;  que  le  vaya  á  usted  bien: 
mucha  suerte. 

Esto  último  lo  dijo  al  ver  que  Ojeda,  repentinamen- 
te, como  si  obedeciese  á  una  decisión  anterior,  se  sepa- 
raba de  él.  Desapareció  en  la  puerta  de  babor  que  daba 
entrada  á  los  salones.  Maltrana  le  vio  pasar  por  entre 
las  mesas  del  jardín  de  invierno,  ocupadas  por  unos 
cuantos  pasajeros  dormitantes.  Luego  entró  en  el  salón 
y  fué  á  sentarse  cerca  del  piano,  junto  al  pequeñuelo 
cabezudo,  que  contemplaba  los  grabados  de  un  gran 
volumen  con  aire  reflexivo  de  persona  mayor,  arrullado 
por  la  música  de  su  madre.  Esta,  al  notar  la  presencia 
de  un  hombre  que  la  escuchaba  fijos  los  ojos  en  ella, 
hizo  un  gesto  de  sorpresa  y  contrariedad,  se  respingó, 
como  si  fuese  á  abandonar  el  piano,  pero  con  súbita  re- 
solución continuó  en  el  asiento.  Un  ligero  rubor  colorea- 
ba su  palidez  verdosa  de  busto  antiguo. 

— ;Qué  Ojeda!— murmuró  Isidro  mirando  por  los  cris- 
tales— .  Veremos  en  qué  viene  á  parar  toda  esta  música. 

Sintióse  sin  fuerzas  para  seguir  paseando  por  la  cu- 
bierta. El  calor  había  dispersado  á  las  gentes.  Todos 
gozaban  la  frescura  de  la  siesta^  ligeros  de  ropa  en  el 
interior  de  sus  camarote  ó  los  encontrados  huracanes  de 
los  ventiladores  del  fumadero. 

El  buque  cabeceaba  perezosamente,  con  largos  inter- 
valos de  calma,  sobre  las  extensas  ondulaciones  de  un 
mar  denso,  centelleante,  enrojecido  como  metal  en  fu- 
sión. Ni  el  más  leve  soplo  agitaba  las  lonas  de  la  cubier- 
ta, tendidas  de  las  barandas  al  techo  como  un  tabique 
rígido,  obscuro  y  ardiente. 

Maltrana  se  dejó  caer  en  uno  de  los  varios  sillones 
que  ostentaban  el  rótulo  de  «Doctor  Zurita  y  familia», 
y  allí  quedó  en  agradable  sopor,  sin  saber  ciertamente 
si  estaba  dormido  ó  despierto.  Oía  sonar  el  piano  lejos, 
jnuy  lejos,  como  una  musiquilla  de  liliputienses.  «Ahora 


LOS  ARGONAUTAS  281 

es  Wágner — pensaba — :  eso  lo  conozco,  Parsifál,  «El 
encanto  del  Viernes  Santo...»  Ahora  es  Schúbert,  el 
«Quinteto  de  la  Trucha».  jCosa  graciosa!...  Ahora... 
ahora...»  Y  no  pudo  reconocer  nada  más,  porque  dejó 
de  oir  la  música. 

Se  hundía,  se  hundía  en  un  agujero  negro,  acompa- 
ñado por  la  melodía  tenue,  que  se  iba  adelgazando  lo 
mismo  que  un  hilo  cada  vez  más  tirante,  hasta  romper- 
se y  ser  devorada  por  el  silencio. 

De  pronto  volvió  á  la  vida  al  sentir  una  mano  en  un 
hombro.  Abrió  los  ojos  y  vio  al  doctor  Zurita  de  pie 
ante  él,  con  un  puro  en  la  boca,  sonriéndole. 

— Levántese,  amigo,  y  tome  uno  de  hoja.  Hoy  no  ha 
venido  usted  por  el  tributo. 

Le  ofreció  su  estuche  inagotable  lleno  de  cigarros 
habanos.  Eran  las  tres.  El  doctor  había  dormido  su 
corta  siesta  habitual,  y  encontrándose  solo,  deseaba 
charlar  con  Isidro.  Este  se  puso  de  pie  para  encender  el 
puro,  y  su  vista  buscó  á  través  de  las  ventanas  del  salón. 
Había  enmudecido  el  piano,  pero  la  alemana  continua- 
ba en  la  banqueta  revolviendo  las  hojas  de  las  partituras 
y  escuchando  á  Fernando,  que  acodado  en  la  tapa  del 
instrumento  la  hablaba  de  cerca.  La  amistad  estaba 
hecha  gracias  á  la  música,  complaciente  mediadora  que 
no  necesita  de  presentaciones. 

El  doctor  quiso  pasear,  y  Maltrana  le  siguió  dando 
chupadas  al  cigarro  de  bravio  perfume. 

La  proximidad  de  la  línea  equinoccial  parecía  ale- 
grar á  Zurita.  Estaban  cerca  de  su  hemisferio,  iban  á 
entrar  en  él  antes  de  dos  días. 

— Es  como  quien  dice  volver  á  casa,  mi  amigo.  Yo  soy 
muy  americano  y  tengo  unas  ganas  locas  de  ver  mi 
cielo.  ¡Cuántas  noches  en  Europa  me  privé  de  mirarlo, 
porque  no  podía  encontrar  en  él  la  Cruz  del  Sur!...  Y 
mañana  tal  vez  la  contemplemos.  Mi  muchachada  no 
comprende  estas  cosas  del  viejo. 

Sentía  impaciencia  por  llegar  á  su  tierra,  ver  á  los 
amigos,  enterarse  de  la  marcha  de  los  negocios,  pisar 
las  calles  de  Buenos  Aires.  Las  capitales  de  Europa  eran 
dignas  de  su  admiración,  pero  ¡Buenos  Aires!... 

— Pronto  llegaremos  si  Dios  nos  ayuda — continuó  ale- 


282  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

gremente — .  Allí  se  demostrará,  galleguito  simpático, 
lo  que  usted  vale  y  lo  que  lleva  dentro.  A  ver  si  algún 
día  llega  á  ser  archimillonario  y  yo  puedo  contar  con 
orgullo  que  hizo  conmigo  su  primer  viaje...  Pero  ha^/ 
que  trabajar,  ¿se  entera,  che?...  Nada  de  creer  que  alií 
se  encuentra  plata  con  sólo  agacharse  á  tomarla.  Se 
miente  mucho.  La  gente  va  allá  con  la  cabeza  llena  de 
exageraciones.  Además,  la  plata  no  se  hace  en  un  mes 
ni  en  un  año:  hay  que  contar  con  el  tiempo,  que  vale 
tanto  como  el  trabajo:  hay  que  dedicar  á  una  empresa, 
sea  ésta  cual  sea,  la  mayor  parte  de  la  vida. 

Habían  dado  la  vuelta  entera  al  paseo,  y  el  doctor 
se  detuvo  cerca  de  las  ventanas  del  salón.  Otra  vez  sona- 
ba el  piano.  Isidro  vio  á  su  amigo  de  pie  junto  á  la  artis- 
ta, con  los  ojos  ñjos  en  su  nuca  inclinada,  esperando  una 
indicación  de  su  cabeza  para  volver  las  hojas  de  la  par- 
titura. 

— Vea,  Maltranita.  Lo  importante  en  nuestra  tierra  es 
comprar  algo,  poseer  algo,  ser  propietario,  y  luego  el 
país,  que  va  siempre  hacia  adelante,  se  encarga  de  enri- 
quecerlo á  uno,  siempre  que  tenga  paciencia  y  sereni- 
dad. ¿Por  qué  cree  usted  que  somos  un  pueblo  aparte  de 
los  demás  y  vienen  á  fundirse  con  nosotros  gentes  de 
todo  el  mundo?... 

El  doctor  hacía  esta  pregunta  con  una  expresión  de 
malicia  bonachona  en  los  ojos  y  la  boca.  Maltrana  se 
apresuró  á  repetir  todos  los  lugares  comunes  que  había 
oído  sobre  la  tierra  argentina.  La  feracidad  del  suelo 
virgen,  la  falta  de  braceros,  la  facilidad  de  crédito  para 
el  trabajo... 

— Yo  he  reflexionado  mucho,  mi  amigo,  sobre  las 
cosas  de  mi  patria,  y  creo  que  su  poder  de  atracción  con- 
siste en  que  en  ella  no  hay  aritmética.  ¿Se  entera  usted?. . . 
Más  bien  dicho,  que  su  aritmética  es  distinta  de  la  que 
se  usa  en  los  demás  pueblos.  En  Europa  y  fuera  de  ella 
dos  y  dos  son  cuatro  siempre.  ¿No  es  eso?...  Pues  en 
Argentina  jamás  ha  sido  así. 

Guardó  silencio,  como  si  se  gozase  en  la  estupefac- 
ción de  Maltrana,  y  luego  continuó  con  una  sonrisa 
doctoral: 

— En  los  tiempos  coloniales,  cuando  la  vieja  España 


LOS  ARGONAUTAS  283 

nos  tenía  como  niños  en  la  escuela,  y  aun  mucho  des- 
pués, en  la  época  de  nuestras  revueltas,  dos  y  dos  jamás 
fueron  cuatro.  No  había  quien  sumase,  quien  pusiese  los 
dos  números  uno  sobre  el  otro.  Nos  vestíamos  con  tejidos 
domésticos;  matábamos  los  animales  para  aprovechar 
únicamente  el  cuero  y  el  sebo,  dejando  la  carne  á  los 
caranchos;  cultivábamos  la  tierra  para  las  necesidades 
de  casa  nada  más...  Después  vinieron  los  buenos  tiempos 
de  la  exportación  y  de  la  inmigración  y  dos  y  dos  tam- 
poco fueron  cuatro.  Se  valorizó  todo  de  un  modo  loco, 
y  dos  y  dos  fueron  ocho,  dos  y  dos  son  doce,  y  á  lo 
mejor  se  levanta  uno  de  la  cama,  y  sin  más  trabajo  que 
haber  estado  durmiendo,  se  encuentra  al  despertar  con 
que  dos  y  dos  hacen  veintidós...  ¡Qué  país,  mi  amigo! 

Maltrana  le  escuchaba  enarcando  las  cejas  con  sin- 
cero asombro,  como  si  esta  paradoja  del  doctor  le  librase 
el  gran  secreto  del  país  adonde  él  iba. 

Comprendido:  lo  importante  era  tener  dos  sumandos, 
por  simples  que  fuesen:  dos  y  dos.  El  país  se  encargaba 
después  de  hacer  la  adición  con  arreglo  á  su  aritmética 
maravillosa. 

— Pero  esa  aritmética  tiene  á  veces  sus  fracasos — con- 
tinuó el  doctor  acentuando  su  sonrisa — .  La  del  viejo 
mundo,  tímida  y  rutinaria,  es  inconmovible.  Dos  y  dos 
siempre  son  cuatro,  ni  más  ni  menos.  Allá  en  nuestra 
tierra  cada  diez  años  tiembla  todo,  sin  que  acierte  nadie 
á  descubrir  el  por  qué  del  cataclismo.  Años  de  sequía 
y  malas  cosechas...  algunas  veces  ni  esto.  Guerras  que 
se  desarrollan  al  otro  lado  del  planeta,  en  países  que  no 
conocemos  ni  nos  importan  un  poroto;  restricción  de 
crédito,  falta  de  dinero,  bancos  á  los  que  dan  «corrida», 
como  dicen  allá,  y  que  ven  sus  puertas  llenas  de  gente 
que  retira  sus  depósitos;  propietarios  que  desean  vender 
y  no  encuentran  á  quién;  capitalistas  extranjeros  que 
no  quieren  hipotecar...  y  entonces  dos  y  dos  son  uno... 
dos  y  dos  son  nada...  y  el  que  no  tiene  aguante  para 
esperar  que  la  aritmética  recobre  su  antigua  originali- 
dad queda  reventado  para  toda  la  siega. 

Maltrana  continuó  la  paradoja  del  doctor  con  una 
objeción.  Día  llegaría  en  que  dos  y  dos  fuesen  eterna- 
mente cuatro  en  aquel  país:  cuando  sus  campos  queda- 


284  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

sen  divididos  en  pequeñas  fracciones,  los  desiertos  estu- 
vieran ocupados  por  una  población  densa,  y  se  elevasen 
las  aguas  hasta  las  tierras  resquebrajadas  ahora  de  sed 
junto  á  ríos  enormes  como  brazos  de  mar. 

—Así  será— dijo  el  doctor—.  Dos  y  dos  serán  cuatro 
en  la  Argentina  alguna  vez...  Indudablemente  dentro 
de  siglos.  Pero  entonces — añadió  con  tristeza — nadie  irá 
á  ella,  porque  para  encontrarse  con  la  misma  aritmética 
del  país  natal,  con  la  novedad  de  que  dos  y  dos  sólo 
hacen  cuatro,  no  hay  hombre  que  sienta  deseos  de  mo- 
verse de  su  casa. 


VII 


— Sí;  dice  usted  bien.  El  poder  demoníaco  de  la  mú- 
sica, que  influye  en  nuestra  suerte,  como  en  otros  tiem- 
pos influían  los  astros...  El  Maestro  habla  de  él  al  re- 
cordar en  sus  memorias  los  años  de  iniciación...  Añna 
nuestra  sensibilidad  para  que  suframos  más  intensa- 
mente las  heridas  de  la  existencia. 

Mina  Eichelberger,  la  mujer  del  director  de  orques- 
ta, murmuraba  estas  palabras  con  el  mentón  apoyado 
en  el  pecho  y  la  mirada  fija  en  Fernando,  de  pie  junto 
á  ella. 

Hablaban  en  la  cubierta  de  los  botes,  bajo  la  sombra 
movediza  de  un  toldo  de  lona  que  dejaba  avanzar  una 
faja  de  sol  ó  la  repelía,  siguiendo  el  balanceo  del  buque, 
largo,  suave,  apenas  perceptible. 

Era  en  la  tarde,  después  del  almuerzo,  cuando  des- 
aparecían muchos  pasajeros,  adormecidos  y  abrumados 
por  el  calor,  buscando  continuar  la  siesta  en  el  cama- 
rote bajo  el  soplo  de  los  ventiladores.  Otros,  temiendo 
encerrarse  entre  los  tabiques  de  acero,  permanecían 
tendidos  en  los  sillones  de  las  cubiertas,  bajo  la  azulada 
sombra  de  las  lonas,  esperando  los  leves  é  intermitentes 
soplos  de  la  brisa  sobre  el  pescuezo  sudoroso,  en  torno 
del  cual  se  arrugaba  el  cuello  de  la  camisa  como  un 
trapo  mojado.  Sonaban  penosos  ronquidos,  respiraciones 
jadeantes,  cortando  con  su  estertor  animal  el  augusto 
silencio  de  la  tarde. 

Parecía  recogerse  el  mar,  adormecido  igualmente, 
sin  otro  rumor  que  el  del  roce  de  sus  espumas  en  los 
flancos  del  navio.  Un  crujir  de  pasos  sobre  la  madera 
hacía  entreabrir  algunos  ojos  que  tornaban  á  cerrarse 


286  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

apenas  se  alejaba  ei  paseante  importuno.  Los  gritos  de 
los  niños  en  la  cubierta  alta,  jugando  insensibles  al  sol 
y  al  calor,  sonaban  con  extraordinario  eco,  recordando 
el  vocerío  de  la  chiquillería  en  la  plaza  blanca  de  un 
pueblo  meridional  á  la  hora  de  la  siesta. 

Todos  los  habitantes  del  buque  sentían  después  del 
almuerzo  una  tendencia  al  sueño  abrumados  por  el  cali- 
ginoso ambiente,  entorpecidos  por  una  elaboración  pesa- 
da, anonadados  y  felices  al  mismo  tiempo  por  las  volup- 
tuosas contracciones  del  tubo  digestivo  en  plena  tarea 
asimilatoria.  Era  el  momento — según  Maltrana — de  la 
gran  pureza.  Los  que  en  otras  horas  del  día  rondaban 
por  cerca  de  las  faldas  con  miradas  invitadoras  y  pala- 
bras insinuantes,  permanecían  tendidos  en  las  cubier- 
tas. Los  que  á  la  caída  de  la  tarde  parecían  reanimarse 
con  la  brisa  y  se  estiraban  impulsivamente  lo  mismo  que 
fieras  carnívoras  que  despiertan,  quedábanse  ahora  hun- 
didos en  los  sillones  del  fumadero  con  la  inconsciencia 
de  la  boa  enrollada,  siguiendo  vagamente  las  espirales 
de  humo  del  cigarro. 

Parejas  amigas,  de  cuyas  intimidades  se  ocupaban 
con  deleite  los  murmuradores,  permanecían  en  los  asien- 
tos de  la  cubierta,  sin  verse,  sin  conocerse,  volviéndose 
la  espalda,  faltos  de  fuerzas  para  cambiar  una  palabra, 
deseando  tranquilidad  y  olvido.  El  bienestar  animal 
de  la  digestión  y  la  atmósfera  ardiente  rechazaban  el 
amor  á  segundo  término  durante  unas  horas,  como  algo 
molesto  é  intolerable.  Las  pasiones  anteriores  enmude- 
cían. Nadie  osaba  insinuar  una  petición  por  miedo  á 
verla  aceptada,  teniendo  que  descender  á  la  asfixiante 
penumbra  del  camarote,  removida  por  el  aleteo  del  ven- 
tilador. 

Y  fué  en  esta  hora  cuando  Ojeda  entabló  su  cuarta 
conversación  con  Mina  Eichelberger.  Habían  cruzado  la 
palabra  por  vez  primera  en  la  tarde  anterior,  al  avistar 
el  buque  las  islas  de  Cabo  Verde.  Aun  no  hacía  veinti- 
cuatro horas  que  se  conocían  y  Fernando  la  hablaba  con 
absoluta  confianza,  libre  de  los  retrocesos  que  inspira 
la  timidez,  como  si  un  largo  trato  de  años  hubiese  des- 
gastado entre  ellos  todas  las  angulosidades  de  la  pru- 
dencia y  el  miedo.  La  vida  sobre  el  Océano  en  una 


LOS  aroonaütAkS  287 

jaula  flotante  de  algunos  centenares  de  metros,  donde 
era  imposible  moverse  sin  tropezarse,  hacía  marchar  las 
amistades  vivamente. 

Cuando  el  buque  estuvo  frente  á  las  islas  y  los  pasa- 
jeros contemplaron  las  montañas  tras  las  cuales  ocultá- 
base el  sol  ensangrentando  el  horizonte,  los  dos  se  ha- 
blaban ya  con  rápida  confianza  y  sus  manos  sentían 
un  estremecimiento  simpático  al  encontrarse  entre  las 
hojas  de  las  partituras.  Veíanse  solos  en  el  salón,  olvi- 
dados de  la  gente,  que  había  afluido  á  los  costados  del 
buque.  Mina  cantaba  á  media  voz,  súbitamente  ruboro- 
sa, al  pensar  que  Fernando  estaba  de  pie,  detrás  de  ella, 
dejando  caer  su  mirada  sobre  su  nuca  y  sus  espaldas. 
Se  avergonzaba  tal  vez  con  súbita  coquetería  al  verse 
mal  trajeada  y  sin  ningún  adorno  de  tocador.  Cuando 
sus  manos  permanecían  inertes  sobre  el  piano  y  cesaba 
de  cantar,  hablaban  entonces  de  la  música,  de  los  céle- 
bres maestros,  del  gran  mago,  del  nigromante — nom- 
bres que  Ojeda  daba  á  Wágner — ,  insistiendo  en  estos 
tópicos  que  habían  servido  de  pretexto  para  iniciar  su 
conocimiento. 

Las  primeras  palabras  habían  sido  en  inglés,  luego 
en  francés,  y  al  ñn,  como  si  buscase  ella  mayor  des- 
ahogo para  su  expresión,  habló  en  italiano,  un  italiano 
lento,  titubeante,  recuerdo  de  una  época  cercana  en  la 
cronología  de  su  existencia,  pero  remota,  muy  remota 
en  sus  recuerdos.  Era  la  época  de  su  gloria,  durante  la 
cual  había  cantado  fuera  de  la  tierra  germánica  las 
obras  del  m^ás  famoso  de  los  maestros  alemanes. 

El  pequeño  Karl,  niño  de  gravedad  hombruna,  al 
ver  á  su  madre  en  conversación  con  este  desconocido, 
había  olvidado  el  libro  de  estampas,  marchando  hacia 
ella  para  colocarse  entre  sus  rodillas.  Abría  sus  ojos 
asombrado  por  el  lenguaje  incomprensible  que  se  cru- 
zaba entre  los  dos,  y  de  vez  en  cuando,  con  la  tenacidad 
vanidosa  de  los  pequeños  que  no  toleran  verse  olvida- 
dos, hablaba  á  su  madre  en  alemán,  formulando  una 
petición,  ó  se  frotaba  contra  sus  rodillas  para  hacer  vi- 
sible su  presencia. 

Jugueteaban  las  manos  de  Mina  con  sus  cabellos  la- 
cios, de  un  rubio  blancuzco,  pero  distraídamente,  con 


288  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

un  descuido  de  madre  preocupada,  sin  que  sus  ojos  des- 
cendiesen hasta  él.  Miraba  á  Fernando  con  una  franque- 
za varonil,  cual  si  fuese  un  cantarada,  sonriendo  á  todas 
sus  palabras  sin  saber  por  qué.  Fijábanse  sus  pupilas  en 
las  pupilas  de  él  resueltamente,  como  si  quisiera  son- 
dearlas con  su  fluido  visual.  Pero  de  pronto  arrepentía- 
se de  esta  conñanza,  sentía  miedo  y  vergüenza  y  giraba 
la  cabeza  para  escucharle  con  los  ojos  perdidos  en  los 
pentagramas  del  libro  de  música. 

El  hablaba  mientras  tanto,  más  atento  á  sus  pensa- 
mientos mudos  é  internos  que  á  lo  que  decía  con  su 
boca.  La  examinaba  audazmente,  detallando  con  los 
ojos  toda  su  persona,  sin  obtener  al  final  un  juicio  exac- 
to. ¿Era  fea?...  ¿Era  hermosa,  con  una  belleza  exangüe 
de  flor  marchita?...  Ojeda  recordaba  ciertos  muebles 
antiguos,  de  dorados  borrosos  y  nácares  opacos,  que  al 
abrir  sus  cajones  esparcen  un  perfume  sutil  de  alma  ol- 
vidada. Pensaba  también  en  los  salones  viejos  y  polvo- 
rientos que  guardan  entre  las  grietas  de  sus  muros 
jirones  de  ricas  tapicerías  reveladores  de  suntuosidades 
que  fueron;  en  las  voces  débiles,  quejumbrosas  por  la 
enfermedad,  que  de  pronto  se  arrastran  con  roce  ater- 
ciopelado ó  se  elevan  con  la  vibración  de  una  perla  so- 
bre el  cristal  denunciando  un  pasado  de  gloria... 

Veía  su  cuello  esbelto,  de  líneas  armoniosas  y  gráci- 
les, cuando  permanecía  en  reposo,  pero  que  á  la  menor 
contracción  marcaba  la  tirante  madeja  de  sus  tendones. 
Se  fijaba  en  la  cortante  arista  de  las  clavículas  bajo  la 
epidermis  mate  de  una  blancura  verdosa  que  absorbía 
la  luz  sin  reflejarla.  La  más  leve  sonrisa  abría  en  sus 
mejillas  dos  tristes  oquedades  obscuras  que  tal  vez  ha- 
bían sido  antes  graciosos  hoyuelos.  Una  consunción 
interna  había  devorado  las  morbideces  que  suavizan 
con  armonioso  almohadillado  el  cuerpo  femenil;  pero 
esta  consunción  era  irregular,  fragmentaria,  ensañán- 
dose en  unas  partes  del  organismo  y  olvidando  otras; 
dejando  incólume,  con  incomprensible  respeto,  lo  más 
prominente:  los  pechos,  todavía  frescos  y  victoriosos 
sobre  el  torso  enflaquecido,  semejantes  á  un  doble  blasón 
de  mármol  en  una  fachada  ruinosa;  las  caderas,  de  ro- 
bustez germánica,  firmes  é  inconmovibles,   como  si  en 


LOS  ARGONAUTAS  289 

ellas  fuese  más  el  hueso  del  armazón  que  la  carne  del 
revestimiento. 

La  piel,  tersa  en  unos  lugares  del  cuerpo,  se  aflojaba 
en  otros,  dejando  dolorosos  vacíos  entre  ella  y  el  óseo 
andamiaje.  Pero  la  mirada  era  indudablemente  igual 
que  en  los  tiempos  de  su  gloria.  Los  extremos  de  la 
boca,  los  ángulos  externos  de  los  ojos,  remontábanse  á 
un  tiempo  con  la  sonrisa,  una  sonrisa  interior,  dulce  y 
enigmática  como  las  que  pintaba  Leonardo.  La  deca- 
dencia física  se  había  detenido  piadosa  ante  la  bella  ex- 
presión de  sus  labios  encorvados  hacia  arriba,  como  una 
luna  en  creciente.  Sus  párpados,  algo  marchitos,  filtra- 
ban al  contraerse  una  luz  transfiguradora  semejante  á 
la  del  sol  sobre  las  ruinas,  que  dora  el  moho  de  las  pie- 
dras negruzcas  y  da  alegrías  de  jardín  á  las  plantas  pa- 
rásitas de  los  escombros.  Un  tenue  olor  de  carne  perfu- 
mada y  enferma  llegaba  hasta  Ojeda,  pero  tan  leve, 
tan  vagoroso,  que  no  sabía  ciertamente  si  era  su  olfato 
quien  lo  percibía  ó  su  imaginación.  Y  otra  vez  pensaba 
en  el  ambiente  dormido  de  los  antiguos  muebles  de  se- 
creto, que  huelen  á  cartas  de  amor,  polvo,  ramilletes 
secos,  cintas  olvidadas  y  polillas. 

Por  la  noche  había  vuelto  á  hablar  con  ella  lar- 
gamente. En  las  inmediaciones  del  fumadero,  Mina 
lo  presentó  á  su  esposo,  aprovechando  una  rápida  sa- 
lida de  éste,  que  iba  á  su  camarote  en  busca  de  tabaco, 
abandonando  á  los  compañeros  y  las  altas  columnas 
de  redondeles  de  fieltro  que  denunciaban  los  bocks 
consumidos. 

El  músico  se  mostró  cortés  y  respetuoso.  Era  un 
honor  para  él  estrechar  la  mano  de  tan  gran  poeta.  No 
había  leído  un  solo  verso  de  Fernando,  pero  en  las 
averiguaciones  y  curiosidades  de  los  primeros  días  de 
navegación,  cuando  todos  desean  saber  quién  es  el 
vecino,  Maltrana  había  hablado  del  talento  poético  de 
su  compañero,  y  esto  bastó  para  que  lo  designasen  por 
antonomasia  con  el  título  de  «el  poeta».  Algunos  ale- 
manes, dispuestos  á  reconocer  y  acatar  todas  las  dife- 
rencias y  gerarquías  sociales  por  una  irresistible  ten- 
dencia á  la  admiración,  le  llamaban  «el  gran  poeta»... 
«un  poeta  kolosal»,   con  méritos   tanto   más  grandes 

19 


290  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

cuanto  que  vivían  perdidos  en  el  misterio  de  una  len- 
gua desconocida. 

Ojeda  experimentó  al  examinar  el  maestro  Eichelber- 
ger  la  misma  sensación  que  ante  su  esposa.  Vio  algo  que 
había  sido,  y  al  no  ser,  guardaba  en  su  ruina  los  muer- 
tos esplendores  del  pasado.  Los  gestos,  las  palabras, 
todo  en  su  persona  era  de  un  hombre  superior  al  medio 
en  que  vivía  actualmente.  Eebuscaba  sus  palabras,  se 
atusaba  el  bigote,  un  bigote  de  antiguo  germano  con  los 
extremos  caídos;  se  echaba  atrás,  con  aire  de  inspira- 
do, la  luenga  cabellera  rubia,  en  la  que  apuntaban  las 
canas.  Pero  sus  ojos  macilentos,  de  córneas  ligeramente 
inflamadas,  los  manchurrones  rojizos  y  malsanos  de  su 
rostro,  cierta  timidez  al  verse  en  presencia  de  alguien 
que  por  su  superioridad  le  hacía  recordar  el  pasado 
como  un  remordimiento,  revelaban  los  vicios  tenaces  de 
su  vida  fracasada.  De  pronto,  para  no  delatarse  en  los 
azares  de  una  larga  conversación,  se  apresuró  á  despe- 
dirse del  poeta.  Fernando  creyó  igualmente  que  el  mú- 
sico huía  de  mostrarse  ante  su  mujer  en  esta  forma  cor- 
tés tan  contraria  á  la  realidad,  temiendo  sin  duda  la 
muda  ironía  de  sus  pensamientos. 

Quedaron  solos  hasta  cerca  de  media  noche  en  un 
rincón  de  la  cubierta,  teniendo  entre  los  dos  al  pequeño 
Karl,  que  empezaba  á  familiarizarse  con  Ojeda.  Cuando 
se  cansaba  de  apoyar  la  cabeza  en  las  rodillas  de  la  ma- 
dre, iba  en  busca  del  nuevo  amigo,  acogiendo  como  un 
gatito  manso  la  caricia  de  sus  manos  en  la  flácida  cabe- 
llera. El  sueño  acabó  por  rendirle  y  Mina  lo  llevó  á  su 
camarote,  despidiéndose  de  Fernando  con  visible  con- 
trariedad. Pero  á  los  pocos  minutos  volvió  á  subir,  como 
si  tirase  de  ella  algo  superior  á  sus  preocupaciones  de 
madre,  y  tuvo  una  mirada  de  gratitud  para  Ojeda  al 
verlo  inmóvil  en  el  mismo  asiento,  cual  si  prolongase 
mudamente  la  entrevista  anterior. 

Volvieron  á  hablarse,  pero  completamente  solos,  en 
creciente  intimidad,  sin  prestar  atención  á  la  orquesta, 
que  ejecutaba  su  concierto  nocturno  de  valses,  sin  ñjar- 
se  en  las  miradas  curiosas  de  algunos  paseantes  que 
parecían  tomar  nota  del  repentino  acercamiento  de  dos 
personas  que  hasta  entonces  nadie  había  visto  juntas. 


LOS  ARGONAUTAS  291 

Una  tos  seca  y  persistente  hizo  volver  la  vista  á  Fernan- 
do. Era  Mrs.  Power  con  la  pareja  de  compatriotas  suyos 
que  pasaba  por  delante  de  él  fingiendo  no  verle. 

A  la  mañana  siguiente  se  habían  encontrado  de 
nuevo.  Mina  subió  á  la  cubierta  en  las  primeras  horas, 
mucho  antes  que  los  otros  días,  llevando  de  la  mano  á 
Karl.  El  pequeñuelo  apenas  vio  á  Fernando  corrió  hacia 
él,  dejando  flotar  sus  rubias  guedejas  sobre  el  cuello  azul 
de  su  blusa  marinera.  Este  vínculo  de  aproximación 
hizo  que  los  dos  se  abordasen  sonrientes,  con  la  mano 
tendida,  continuando  la  conversación  de  la  noche  ante- 
rior. Y  una  vez  terminado  el  almuerzo,  Karl  se  había 
encaramado  por  una  de  las  escaleras  que  conducían  á 
la  última  cubierta,  atraído  por  la  gritería  de  los  niños 
en  pleno  juego.  Su  madre  le  siguió,  mirando  antes  en 
torno  para  ver  si  Ojeda  estaba  cerca.  Y  éste  fué  tras 
ella  peldaños  arriba,  como  si  le  atrajese  su  pálida 
sonrisa. 

— Aun  no  hace  veinticuatro  horas  que  nos  conoce- 
mos— pensaba  Fernando — .  ¡Los  milagros  del  encierro 
común!  En  tierra  hubiese  necesitado  meses  para  llegar 
á  esta  intimidad. 

Se  habían  aislado  los  dos  en  medio  del  rebullicio  que 
agitaba  al  pasaje  con  motivo  de  las  próximas  fiestas  del 
paso  del  Ecuador.  Fernando  seguía  á  la  alemana  en  la 
vida  de  modesto  apartamiento  que  hasta  entonces  había 
llevado,  tímida  y  orgullosa  á  la  vez. 

La  noche  anterior  se  había  acercado  Isidro  á  él  cuan- 
do estaba  hablando  con  Mina.  Debía  recordarle  que  era 
uno  de  los  presidentes  del  comité  organizador  de  las 
fiestas,  y  los  señores  de  la  comisión  reclamaban  su  pre- 
sencia antes  de  terminar  el  programa.  Pero  Ojeda  repe- 
lió con  malhumor  el  inoportuno  llamamiento.  Maltrana 
podía  representarle:  delegaba  en  él  toda  la  majestad  de 
su  importante  cargo. 

A  la  mañana  siguiente  le  buscaron  los  señores  de  la 
comisión.  Solicitaban  su  concurso  para  la  velada  litera- 
ria y  musical,  una  fiesta  en  la  que  todos  los  pasajeros 
con  alguna  habilidad  artística  iban  á  mostrarla  para  el 
gozo  estético  de  sus  compañeros  de  viaje.  Sonaba  el 
piano  incesantemente  en  el  gran  salón  bajo  los  dedos  en- 


292  V.    BLASCO   IBÁNBZ 

torpecidos  de  las  señoritas  que  preparaban  su  «número». 
Otros  pianos  no  menos  balbuceantes  y  expuestos  á  error 
contestaban  desde  los  extremos  de  la  cubierta,  en  la 
sala  de  los  niños  y  en  los  camarotes  de  gran  lujo.  Voces 
aflautadas  y  tímidas  vocalizaban  romanzas  sentimenta- 
les, canciones  napolitanas,  y  se  interrumpían  para  decir: 
«¡Viniendo  artistas  á  bordo!  ¡qué  atrevimiento!...»  Al- 
gunas jóvenes,  bajo  la  crítica  severa  de  un  tribunal  de 
padres  y  de  tías,  recitaban  versos  en  francés,  tapándose 
con  un  abanico  los  ojazos  ardientes  de  criolla  ó  la  boca 
carmesí  en  la  que  empezaba  á  diseñarse  la  seda  de 
un  leve  bozo,  contorsionando  con  reverencias  de  dama 
versallesca  sus  caderas  en  capullo  de  futuras  procrea- 
doras. 

Ojeda  repelió  con  terquedad  estas  invitaciones  al 
«gran  poeta»  para  que  recitase  algunas  de  sus  obras.  El 
no  gustaba  de  tales  ñestas:  no  sabía  decir  bien  dos  versos 
seguidos;  además  una  gran  parte  de  los  oyentes  no  en- 
tendían su  idioma.  Podían  dirigirse  al  conferencista  ita- 
liano ó  al  abate  de  las  barbas,  que  hacían  el  viaje  para 
divertir  al  público.  El  se  había  embarcado  con  otros 
propósitos...  Por  cortesía  los  invitantes  se  dirigieron 
también  á  Mina,  recordando  que  la  habían  visto  sentada 
al  piano.  Podía  «llenar  un  número».  Pero  ella  se  negó 
ruborizada,  alegando  que  no  era  artista,  sino  la  simple 
esposa  del  director  de  orquesta,  y  su  intervención  podía 
molestar  á  las  «estrellas»  de  opereta  que  venían  en  el 
buque.  Y  los  invitantes  no  creyeron  necesario  insistir 
más  cerca  de  una  mujer  pobremente  vestida  y  que  se 
apartaba  de  todos  con  huraña  modestia. 

Su  trato  con  Fernando  infundía  una  nueva  anima- 
ción á  su  existencia.  Parecía  resquebrajarse  después  de 
cada  entrevista  el  aislamiento  en  que  había  vivido  hasta 
entonces  como  en  un  caparazón  erizado  de  púas.  Y  en 
este  resurgimiento  contemplábala  Ojeda  cada  día  con 
mayor  interés.  Iba  revelando  su  pasado  fragmentaria- 
mente, con  titubeos  de  modestia,  cual  si  temiese  fatigar 
la  curiosidad  de  su  amigo.  Euborizábase  con  la  evoca- 
ción de  ciertos  infortunios  que  había  deseado  olvidar 
para  mantenerse  de  este  modo  en  la  paz  de  una  vida 
monótona,  sin  esperanzas  ni  recuerdos. 


LOS   AJJOONAUTAS  293 

¡Su  brillante  entrada  en  la  vida,  mucho  antes  de  co- 
nocer al  maestro  Eichelberger,  cuando  la  aplaudían  en 
los  teatros  de  Alemania  y  aprendiendo  luego  el  italiano 
interpretaba  las  obras  de  Wágner  en  las  escenas  de 
Europa  y  América!...  Diez  y  nueve  años;  su  voz  no  era 
portentosa;  justa  y  precisa  nada  más;  la  necesaria  para 
cantar  su  parte  sin  ahogos.  Pero  los  entusiastas  del  gran 
mago  la  apreciaban  porque  sabía  entrar  «en  la  piel  de 
los  personajes».  Wágner  poeta,  creador  de  héroes  épicos, 
intérprete  de  conflictos  humanos,  le  inspiraba  tanta 
adoración  como  Wágner  músico.  Durante  mucho  tiem- 
po, por  un  fenómeno  de  artística  adaptación,  había 
creído  ser  Brunilda.  Su  verdadera  personalidad  era  la 
de  la  hija  de  Wotan.  Sólo  vivía  de  noche  á  la  luz  de  las 
baterías  escénicas,  acompañada  en  sus  pasos  y  lamen- 
tos por  la  música  misteriosa  que  surgía  del  abismo  or- 
questal. El  pecho  encerrado  en  los  mamilares  de  la  cora- 
za de  escamas,  el  metálico  casquete  rematado  por  dos 
alas  blancas,  la  lanza  vibradora  en  una  mano,  el  manto 
purpúreo  siguiendo  con  una  flotación  de  bandera  su  paso 
vigoroso  de  virgen  fuerte:  todo  esto  había  sido  la  reali- 
dad. La  vida  en  los  hoteles,  los  viajes  por  mar  y  por 
tierra,  las  míseras  rivalidades  de  profesión,  eran  un  en- 
sueño incierto  é  incoloro,  un  limbo  del  que  sólo  guarda- 
ba pálidos  recuerdos. 

El  poder  demoníaco  de  la  música  la  había  poseído 
por  entero,  transportándola  á  las  regiones  de  una  vida 
superior.  La  grosera  realidad,  cortina  engañadora  que 
oculta  á  nuestros  ojos  la  suprema  belleza  para  que  nos 
resignemos  á  la  penumbra  de  la  existencia  práctica  y 
vivamos  como  bestias  mirando  al  suelo,  rasgábase  para 
ella  todas  las  noches  así  que  pisaba  las  tablas. 

Sentía  su  alma  bañada  en  divina  tristeza  cuando  el 
padre-dios,  iracundo  y  bondadoso  á  un  tiempo,  la  cas- 
tigaba por  su  desobediencia,  aletargándola  sobre  el 
peñasco  que  había  de  rodear  el  fuego  con  un  muro 
rojo  de  ondeantes  almenas.  Canutaba  con  la  alegría  de  un 
pájaro  que  saluda  al  día  y  al  amor  cuando  la  despertaba 
Sigfrido,  el  gran  niño  sin  miedo  y  sin  prudencia,  y  al 
despojarla  de  su  armadura  le  arrebataba  la  virginidad. 
¡Adiós  grandeza  fría  de  los  dioses!  Ella  quería  ser  mu- 


294  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

jer,  con  todos  los  dolores  y  las  pobres  alegrías  de  los 
humanos. 

Extremecíase  aún  al  recordar  el  final  de  la  gran 
epopeya,  ante  la  pira  fúnebre  rematada  por  el  cadáver 
del  héroe,  cuando  tremolando  la  antorcha  vengadora 
que  convierte  en  cenizas  el  reino  de  los  dioses,  expre- 
saba su  pena  y  su  sabiduría.  Era  su  tristeza  la  de  la  mu- 
jer superior  que  ha  amado  á  un  ser  ligero,  valeroso  é 
inconstante,  y  en  la  hora  suprema  lo  plañe  y  disculpa  sus 
faltas.  La  gran  verdad,  resumen  de  todas  las  experien- 
cias de  la  vida;  la  verdad  que  buscamos  á  tientas  y 
desechamos  muchas  veces  al  encontrarla;  la  que  sólo 
reconocemos  en  el  último  momento,  cuando  ya  es  imposi- 
ble recomenzar  y  los  errores  no  tienen  remedio,  salía 
de  su  boca  llorosa:  «Eenuncio  á  mi  divina  ciencia  y  se 
la  doy  al  mundo.  Sepan  los  hombres  que  la  felicidad 
no  es  la  riqueza,  ni  el  oro,  ni  el  poder  de  los  dioses.  No 
es  tampoco  la  pompa  del  rango  supremo,  ni  los  lazos 
mentirosos  de  las  convenciones  sociales,  ni  las  riguro- 
sas reglas  de  una  hipócrita  ley.  En  la  alegría  como  en 
la  tristeza,  sólo  existe  para  el  hombre  una  fuente  de  fe- 
licidad: ¡el  amor!» 

Y  la  pasión  que  ponía  Mina  en  su  voz  comunicábase 
á  los  que  la  escuchaban.  En  sus  peregrinaciones  de  tea- 
tro en  teatro,  acompañada  por  su  madre — viuda  de  un 
militar  bávaro  muerto  en  la  campaña  de  Francia — ,  la 
joven  se  había  visto  diversas  veces  solicitada  en  matri- 
monio. Un  millonario  de  la  América  del  Norte  quiso 
casarse  con  esta  alemana  de  la  que  hablaban  los  perió- 
dicos, y  cuyos  retratos  gozaban  el  honor  de  ser  exhibi- 
dos al  lado  de  los  presidentes  de  la  gran  República  y 
los  más  famosos  boxeadores. 

Cantantes  de  porvenir  le  ofrecieron  la  asociación  ma- 
trimonial para  hacer  ahorros  en  común,  amasando  una 
gran  fortuna.  Pero  ella  llegó  á  los  veinticinco  años  sin 
prestar  oído  á  estas  proposiciones,  que  atentaban  contra 
su  gloria,  hasta  que  conoció  el  amor  en  la  persona  del 
maestro  Eichelberger.  Tal  vez  no  fué  amor:  tal  vez  fué 
lástima.  Las  mujeres  sienten  desarrollarse  en  su  pecho  el 
sentimiento  de  la  maternidad  mucho  antes  de  ser  madres 
y  lo  aplican  á  todo  hombre  que  les  inspira  un  interés 


LOS  ARGONAUTAS  295 

de  conmiseración,  confundiendo  el  amor  con  la  piedad. 
Se  había  engañado  voluntariamente,  interesada  por  los 
defectos  del  músico. 

— Fué  en  Dresde  donde  nos  conocimos — dijo  Mina — . 
El  á  pesar  de  su  juventud  tenía  cierto  renombre  de  com- 
positor. Todos  le  creían  destinado  para  algo  más  gran- 
de que  dirigir  una  orquesta.  Algunas  de  sus  romanzas 
empezaban  á  ser  populares  en  Alemania:  una  sinfonía 
suya  había  sido  aplaudida  en  los  conciertos  de  Berlín. 
Trabajaba  poco,  su  vida  era  borrascosa,  y  yo  pensé  que 
le  faltaba,  como  á  todos  los  hombres  superiores  en  la 
primera  época  de  su  vida,  un  cariño  que  lo  guiase,  el 
amor  de  una  compañera  inteligente  que  lo  sostuviera 
en  el  buen  camino. 

Se  acordaba  de  la  juventud  del  gran  mago,  de  su  pri- 
mera mujer,  Mina  Planer,  hacendosa  y  burguesa,  que 
seguía  la  carrera  de  cantante  como  un  oficio,  pero  que 
supo  facilitar  su  producción,  defendiéndolo  de  los  acree- 
dores, organizando  un  hogar  modesto  que  sin  ella  no 
habría  tenido  jamás  el  grande  hombre. 

— Creía  encontrar  en  la  semejanza  de  nuestros  nom- 
bres una  identidad  de  destinos.  Yo  podía  ser  la  Mina  de 
este  nuevo  Wágner  que  empezaba  á  surgir  de  la  obscu- 
ridad. Y  así  se  inició  lo  que  no  fué  nunca  amor,  sino 
un  gran  sacrificio  por  la  gloria...  ;Ay!  ¡Cómo  nos  enve- 
nena el  arte  cuando  lo  introducimos  de  consejero  en 
nuestra  pobre  existencia! 

Se  buscaban  con  una  simpatía  intelectual,  entre  los 
demás  artistas,  vulgares  jornaleros  de  la  música.  Mina 
le  había  recibido  frecuentemente  contra  la  voluntad  de 
su  madre,  señora  de  rígidos  principios  que  no  podía 
transigir  con  los  desórdenes  del  maestro.  Hablaban  jun- 
tos de  El,  del  demiurgo,  del  nigromante;  se  extasiaban 
ante  el  piano,  con  los  nervios  estremecidos  por  el  poder 
demoníaco  de  su  música.  Un  día,  Eichelberger  llegaba 
borracho  á  estas  entrevistas,  completamente  borracho. 
¡Esta  semejanza  más!...  También  Wágner  á  los  veinte 
años,  cuando  era  simple  director  de  orquesta  en  Mag- 
deburgo  y  no  tenía  otras  obras  que  Las  hadas  y  la  sinfo- 
nía de  Cristóbal  Colón^  había  llegado  beodo  una  noche  á 
la  habitación  de  Mina  Planer.  Y  la  consecuencia  de  esta 


296  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

embriaguez  fué  el  matrimonio  con  una  mujer  que  no 
creyó  mucho  en  su  talento,  pero  supo  cuidar  de  su  coci- 
na y  salir  adelante  de  los  apuros  pecuniarios  con  el  sen- 
tido práctico  de  una  antigua  obrera  habituada  á  la  mise- 
ria. La  suerte  marcaba  su  camino  á  la  otra  Mina.  Esta, 
más  inteligente,  sabría  «redimir»  al  joven  maestro,  que 
sólo  necesitaba  el  apoyo  del  amor  para  revelarse  como 
un  genio.  Y  después  que  Eichelberger  beodo  pasó  la 
noche  en  su  cuarto,  el  matrimonio  fué  cosa  decidida  y 
la  madre  tuvo  que  resignarse. 

Entristecíase  Mina  al  recordar  este  suceso;  el  gran 
error  de  su  existencia,  el  cambio  fatal  de  rumbo.  Se 
llevaba  una  mano  á  la  frente,  como  si  quisiera  arran- 
carse un  recuerdo  tenaz  para  arrojarlo  al  Océano... 
¡Los  crueles  engaños  del  arte!  ¡Las  intermitencias  del 
talento,  que  en  unos  apunta  como  flor  seductora  con  los 
días  contados  y  en  otros  tiene  la  inmovilidad  grandiosa 
de  la  montaña!... 

— Usted  habrá  visto  arrastrando  una  existencia  de 
miseria  artistas  de  hermosa  voz,  que  sin  embargo  can- 
tan en  los  cafés  como  mendigos.  La  gente  se  indigna 
contra  esta  injusticia  de  la  suerte.  Hay  que  ayudarlos: 
hay  que  llevarles  á  la  ópera.  Y  cuando  van  á  ella,  el 
fracaso  más  desolador  acompaña  su  intento.  Saben  can- 
tar bien  una  romanza,  pero  no  pueden  con  una  ópera 
entera.  Al  ñnal  del  primer  acto  se  enronquecen;  al  se- 
gundo han  perdido  la  voz;  antes  del  ñnal  tienen  que 
huir...  Y  lo  mismo  se  encuentran  talentos  frágiles  en 
todas  las  artes:  talentos  en  capullo  que  no  se  abren 
nunca,  que  carecen  de  vigor  para  abrirse  y  se  marchi- 
tan y  mueren. 

Ojeda  asintió  con  movimientos  de  cabeza.  Pensaba 
en  los  pintores  de  bocetos  «geniales»  que  nunca  llegan  á 
terminar  un  cuadro:  en  los  que  hacen  concebir  optimis- 
tas ilusiones  con  fragmentos  poéticos  ó  cortos  relatos  y 
jamás  pueden  escribir  un  libro.  Mina  decía  bien:  no  bas- 
taba cantar  la  dulce  romancita,  breve  como  un  suspiro: 
había  que  cantar  la  ópera  entera  sin  ronqueras  ni  des- 
fallecimientos. El  arte  exigía  paciencia,  y  sobre  todo 
fuerza,  mucha  fuerza.  La  voluntad  era  una  inspiración. 

— Mi  marido — continuó  ella  con  desaliento — no  pasó 


LOS  AKGONAUTAS  297 

de  las  obras  de  su  juventud.  Dio  con  éstas  «todo  lo  que 
tenía  de  artista.»  ;Y  yo  que  ie  creía  un  genio!... 

Le  había  visto  debatirse  como  un  emparedado,  pug- 
nando por  levantar  la  enorme  losa  caída  sobre  él,  inter- 
puesta entre  los  ojos  de  su  espíritu  y  la  luz  ansiada.  Y 
Mina  no  tenía  siquiera  el  consuelo  de  la  ignorancia,  no 
podía  engañarse  como  otras  mujeres  que  creen  ciega- 
mente hasta  el  último  instante  en  el  talento  de  sus 
maridos,  y  atribuyen  su  desgracia,  á  injusticias  de  la 
suerte.  Dábase  cuenta  de  la  debilidad  artística  de  Eichel- 
berger,  seguía  con  mirada  dolorosa  su  descenso,  reco- 
nocía la  razón  de  aquella  indiferencia  creciente  que 
rodeaba  su  nombre. 

Por  desesperación  ó  por  ansia  de  consuele^,  él  se  en- 
tregaba cada  vez  con  mayor  tenacidad  á  su  vicio  pre- 
dilecto. Bebía  sin  recato,  olvidado  ya  de  los  miramien- 
tos que  había  tenido  con  ella  en  los  primeros  meses  de 
matrimonio.  Acompañábale  la  embriaguez  hasta  en  las 
funciones  más  difíciles  de  su  profesión.  Ocupaba  muchas 
veces  estando  ebrio  el  atril  de  director.  Los  teatros  em- 
pezaban á  rehusar  sus  ofrecimientos.  Su  nombre  no  ins- 
piraba confianza:  antes  bien,  era  acogido  con  risas  ultra- 
jantes. Quejábanse  los  artistas  de  sus  cambios  de  humor; 
de  sus  cóleras  alcohólicas  que  perturbaban  los  ensayos 
con  un  estrépito  de  batalla.  Su  desprestigio  comenzó  á 
influir  en  el  renombre  arlístico  de  la  esposa.  A  fuerza 
de  comentar  los  incidentes  de  su  existencia  matrimo- 
nial, el  público  la  encontraba  menos  interesante. 

Ojeda  creyó  adivinar  en  la  faz  dolorosa  de  Mina  un 
sinnúmero  de  miserias  inconfesables.  Se  imaginaba  la 
vuelta  del  teatro  de  estvxs  dos  seres  que  ya  no  podían 
entenderse;  ella  resignada,  con  mudos  gest(^s  de  deses- 
peración: él  embrutecido  por  la  amargura  del  fracaso. 
Tal  vez  sus  disputas  habían  terminado  con  golpes;  tal 
vez  al  entrar  en  la  casa  titubeante  y  oliendo  á  alcohol, 
este  falso  Wágner,  con  una  pesadez  brutal,  había  puesto 
su  puño  en  la  cara  de  Mina,  la  criatura  de  ensueño  que 
intentaba  «regenerarlo». 

Hablaba  ella  lacónicamente  al  hacer  memoria  de  esta 
parte  de  su  vida,  como  si  quisiera  salir  cuanto  antes  de 
los  dolorosos  recuerdos. 


298  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

— Mi  madre  murió. . .  y  yo  tuve  á  Karl  para  mayor  des- 
gracia. Quedé  enferma,  creo  que  para  siempre:  enferma 
por  ser  madre;  enferma  por  haber  sido  esposa...  ¡Ah,  ese 
hombre!...  Y  sin  embargo,  no  es  un  malvado:  es  un  niño 
grande  é  inconsciente;  un  niño  que  se  ha  vuelto  cruel  al 
convencerse  de  su  fracaso:  un  egoísta  que  se  refugia 
en  la  bebida  y  sólo  á  ratos  se  da  cuenta  del  daño  que 
me  ha  hecho...  Yo  perdí  la  voz,  me  marchité  siendo 
aún  joven  y  tuve  valor  para  huir  del  teatro  antes  de 
alegrar  á  las  compañeras  con  una  ruina  total.  El...  ya 
lo  ve  usted:  al  frente  de  una  compañía  de  opereta,  mar- 
cando con  la  batuta  valses  vieneses.  ;Un  hombre  que 
ha  dirigido  Tristán  y  Los  maestros  cantores!.,.  Sólo  para 
un  viaje  por  América  ha  podido  encontrar  quien  lo  con- 
trate. El  empresario  lo  riñe  como  á  un  corista,  y  se 
propone  vigilarlo  en  tierra  para  que  no  beba  antes  de 
las  representaciones. 

El  público  había  olvidado  á  Mina  completamen- 
te. Su  nombre  no  era  más  que  un  vago  recuerdo  para 
los  entusiastas  que  guardaban  memoria  de  los  intér- 
pretes wagnerianos.  Las  glorias  escénicas  mueren 
pronto... 

— Hace  poco  he  encontrado  mi  nombre  en  una  revis- 
ta. Hablaba  de  mí  como  de  una  joven  de  grandes  espe- 
ranzas, que  se  perdió  prematuramente.  Muchos  me  creen 
muerta:  el  articulista  se  lamentaba  de  mi  triste  fin...  Y 
á  mí  no  se  me  ocurrió  decir  una  palabra  que  desvane- 
ciese el  error.  La  Schmale  (mi  nombre  de  teatro)  está 
bien  muerta;  muerta  para  la  memoria  del  público  que 
tanto  la  aplaudió,  muerta  para  ella  misma,  que  no  quie- 
re acordarse  de  nada...  Ahora  sólo  falta  que  Fra^t 
Eichelberger,  la  mujer  fea  y  enferma  de  un  director  de 
opereta,  muera  también,  pero  de  verdad,  para  olvidar 
de  una  vez  los  grandes  errores  de  su  vida. 

Y  aquella  tarde,  al  lado  de  Fernando,  en  la  última 
cubierta  del  buque,  mirando  el  Océano  repetía  con  des- 
esperación: 

— El  poder  demoníaco  de  la  música,  que  influye  en 
nuestra  suerte  como  antiguamente  influían  los  astros... 
A  él  debo  mi  desgracia,  y  sin  embargo  lo  amo. 

El  mar  luminoso,  azul,  estaba  cortado  por  una  ancha 


LOS  ARGONAUTAS  299 

faja  de  reflejos  de  sol,  camino  de  fuego  triangular  que 
descansaba  su  vértice  en  el  horizonte  y  su  base  incierta 
y  temblona  en  un  costado  del  buque.  Las  cumbres  de 
las  pequeñas  ondulaciones  palpitaban  erizadas  de  ful- 
gores como  fragmentos  de  espejo.  Los  ojos  se  contraían 
fatigados  por  el  excesivo  resplandor  del  cielo  y  del  Océa- 
no, que  parecía  abrasar  la  retina. 

Mina  y  Fernando,  para  evitarse  la  molesta  refrac- 
ción, apartaban  sus  ojos  del  horizonte  mirando  debajo 
de  ellos  mientras  hablaban.  Extendíase  á  sus  pies  un 
tercio  del  buque,  toda  la  sección  de  proa,  el  hocico  fé- 
rreo que  iba  arando  con  tenacidad  infatigable  los  cam- 
pos oceánicos,  verdes  y  luminosos  de  día,  obscuros  y 
abullonados  de  noche,  con  una  arista  fosforescente  en 
cada  pliegue  como  el  lomo  de  una  sirena. 

Al  mirar  abajo  experimentaban  la  sensación  del  via- 
jero que  contempla  un  pueblo  desde  la  plataforma  de 
una  torre. 

Las  diversas  cubiertas  del  trasatlántico  descendían 
como  peldaños,  para  volverá  remontarse  en  el  extremo 
opuesto,  donde  formaban  el  castillo  de  proa.  A  una  re- 
gular profundidad,  veían  el  principio  de  la  cubierta  del 
comedor;  un  entarimado  húmedo  en  el  que  descansaban 
los  brazos  de  dos  grúas  con  sus  articulaciones  de  ruedas 
dentadas,  y  del  que  surgían  varios  trombones  de  venti- 
lador pintados  de  blanco  con  la  garganta  escarlata.  Más 
adelante,  la  gran  plaza  del  combés  estaba  oculta  bajo 
un  toldo  de  lona,  y  de  esta  tienda  surgía  el  palo  trin- 
quete, un  gran  mástil  de  acero  amarillo  y  hueco  seme- 
jante á  un  alminar,  en  torno  del  cual  se  alineaban  los 
brazos  de  descarga,  cirios  gigantescos  atados  en  haz 
alrededor  de  la  cofa.  Y  de  esta  cofa  á  las  bordas,  se  ten- 
dían en  ángulo  los  cordajes  de  acero,  las  escalas  para  la 
marinería,  todas  las  lianas  férreas  que  la  construcción 
naval  hace  crecer  en  torno  de  los  mástiles  para  asegurar 
su  estabilidad  y  facilitar  su  acceso.  En  último  ténnino  el 
castillo  de  proa,  espacio  triangular  que  tenía  en  su 
vértice  un  pequeño  mástil  para  la  bandera  de  la  compa- 
ñía cuando  el  buque  entraba  en  los  puertos.  Y  en  este 
triángulo,  ocupado  por  los  cabrestantes  á  vapor  que  ele- 
vaban ó  descendían  las  anclas,  también  abrían  los  ven- 


300  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

tiladores  sus  tentáculos  respiratorios,  sus  bocas  de  ser- 
peiitón  ávido  de  oxígeno. 

Las  invisibles  palpitaciones  del  mar  en  la  tarde  se- 
rena, hacían  que  el  triángulo  de  la  proa  se  elevase  y 
descendiese,  como  una  cabra  saltadora  y  juguetona,  al 
partir  las  aguas  con  su  filo.  Este  movimiento  parecía 
circunscrito  á  aquella  parte  del  buque,  pues  sus  vibra- 
ciones se  amortiguaban  al  extenderse  por  los  flancos 
y  apenas  eran  sensibles  en  el  resto  de  la  gigantesta  cons- 
trucción. Las  espumas,  luego  de  elevarse  junto  á  la  proa 
cual  dos  surtidores  de  leche  pulverizada,  resbalaban 
por  los  costados  formando  grandes  redondeles  semejan- 
tes á  los  anillos  de  luz  sideral.  Corrían  de  proa  á  popa 
las  aguas  removidas,  dos  ríos,  verdes,  agitados,  tumul- 
tuosos, abiertos  en  la  inmovilidad  azul  del  Océano.  Los 
peces  voladores  saltaban  por  enjambres,  se  abrían  en 
grandes  abanicos  de  plata  y  rosa  volando  lejos,  muy 
lejos,  en  vistoso  chisporroteo,  arando  la  superficie  con 
el  arañazo  de  sus  colas,  hasta  que  fatigados  volvían  á 
sumirse  en  la  profundidad. 

Cuando  la  proa  quedaba  dormida  por  algunos  minu- 
tos, el  buque  parecía  inmóvil,  clavado  en  el  mismo  si- 
tio. La  velocidad  de  su  marcha  hacía  ver  con  un  enga- 
ño óptico  que  era  el  Océano  el  que  venía  corriendo 
á  su  encuentro  en  gigantescos  repliegues  que  se  empu- 
jaban unos  á  otros.  Los  ojos  abarcaban  un  anfiteatro 
azul,  inmenso,  monótono,  que  borraba  la  noción  de 
volúmenes  y  distancias.  Luego  parpadeaban  con  una 
sensación  de  extrañeza  al  replegarse  en  esta  cascara 
férrea,  perdida  en  el  infinito,  con  su  hervidero  de  hor- 
migas sobre  el  lomo. 

A  espaldas  de  Mina  y  su  compañero  sonaban  los  dis- 
cos de  madera  resbalando  sobre  la  cubierta,  empujados 
por  las  palas  de  los  jugadores.  Cada  vez  que  uno  de  aqué- 
llos venía  á  colocarse  sobre  un  buen  número  del  cuadro 
trazado  en  el  suelo,  estallaba  el  grupo  infantil  en  palmo- 
teos y  gritos,  que  hacían  revolverse  en  sus  sillones  á  los 
pasajeros  dormitantes. 

Karl,  con  aire  pensativo  y  un  dedo  en  la  boca,  con- 
templaba de  cerca  el  juego  de  estos  niños  mayores  que 
él.  De  pronto,  como  si  experimentase  la  necesidad  de  ser 


LOS  ARGONAUTAS  301 

protegido,  huía  y  se  pegaba  á  las  faldas  de  la  madre, 
que  atenta  á  la  conversación,  no  hacía  caso  de  sus  lla- 
mamientos insistentes.  Cansado  de  pasar  inadvertido, 
atraíale  otra  vez  la  gritería  de  los  muchachos,  volviendo 
lentamente  hacia  ellos. 

Hablaba  Mina  con  tristeza  del  mundo  viejo  que  deja- 
ban á  sus  espaldas.  ¡Ah,  Berlín!...  Este  nombre  hacía 
revivir  los  recuerdos  más  tristes  de  su  vida,  años  de  po- 
breza desesperada,  de  humillaciones  crueles,  de  vergon- 
zosa decadencia.  Marchaba  hacia  las  tierras  nuevas  con 
la  ilusión  de  algo  mejor. 

Ojeda,  al  oir  esto,  sonrió  imperceptiblemente.  Tam- 
bién la  esperanza  guiaba  el  viaje  de  la  infortunada 
walkyria.  El  nuevo  mundo  era  el  único  remedio  para 
la  gran  equivocación  que  había  trastornado  su  exis- 
tencia. Mina  se  lanzaba  á  esta  aventura  por  su  hijo,  por 
el  porvenir  del  pequeño  Karl,  único  vínculo  que  la  unía 
á  la  existencia.  ¿Qué  podía  desear?...  Más  allá  de  sus 
esperanzas  de  madre,  no  había  para  ella  ninguna  ilu- 
sión. Todo  había  terminado:  ni  hermosura,  ni  gloria, 
ni  siquiera  salud  le  guardaba  el  porvenir. 

— Soy  vieja  á  la  edad  en  que  otras  mujeres  empiezan 
el  verano  de  su  vida.  Los  años  han  caído  sobre  mí  de 
golpe:  llevo  el  peso  de  los  míos  y  los  de  las  otras  que 
son  felices...  Las  desgraciadas  cargamos  con  nuestra 
edad  y  las  edades  de  las  que  siendo  dichosas  prolongan 
su  juventud.  Yo  creo  á  veces  que  tengo  mil  años...  ¡Y 
enferma!  ¡Arrastrando  para  siempre  las  consecuencias 
de  haber  sido  madre!... 

Deteníase  al  decir  esto  con  prudente  rubor,  no  osan- 
do confesar  las  internas  tribulaciones  que  agitaban  su 
organismo.  Sus  ojos  iban  hacia  Karl  con  la  expresión 
amorosa  y  triste  de  un  artista  que  contempla  su  obra, 
fruto  de  penalidades,  jirón  doloroso  de  la  propia  exis- 
tencia. Había  salido  de  sus  entrañas,  pero  era  también 
el  hijo  de  su  marido. 

Fernando  creyó  adivinar  los  pensamientos  de  la  ma- 
dre en  la  fijeza  con  que  miraba  la  cabeza  voluminosa 
de  Karl.  El  niño  tenía  un  aspecto  demasiado  grave  para 
sus  pocos  años,  un  aire  de  vejez  prematura. 

—¡Cómo  temo  por  su  destino!— dijo  Mina — .  Paso  las 


302  V.   BLASCO  IBÁÑB2 

horas  mirándolo  en  silencio.  ¿Qué  será?  ¿qué  saldrá  de 
él?...  A  veces  creo  que  puede  ser  un  grande  hombre, 
un  genio,  ¡quién  sabe!  Las  madres  nos  creemos  todas 
predestinadas  á  dar  prodigios  al  mundo.  Dice  cosas 
superiores  á  su  edad.  ¡Y  ese  gesto  grave,  como  si  le 
bullesen  en  la  cabeza  pensamientos  que  no  acierta  á  for- 
mular!... Otras  veces  me  asusto.  Es  muy  débil:  la  enfer- 
medad le  asalta  en  toda  clase  de  formas.  Le  dan  ataques 
cuando  lo  contrarían...  Es  el  hijo  de  él;  un  hijo  de  padre 
degenerado. 

Las  lágrimas  asomaban  á  sus  párpados,  pero  una 
resolución  enérgica  sucedía  á  este  desaliento.  ¿Quién 
podía  adivinar  qué  rehabilitaciones  morales  la  espera- 
ban á  ella  en  una  vida  nueva  al  otro  lado  del  Océano? 
Tal  vez  hasta  el  mismo  Eichelberger  se  regenerase  con 
el  trabajo.  Y  si  este  trasplante  de  un  hemisferio  á  otro 
no  producía  efecto  en  el  músico,  seguramente  influiría 
en  el  hijo,  que  estaba  en  edad  para  sentir  la  impresión 
del  cambio  de  medio. 

Pensaba  quedarse  en  el  nuevo  continente:  sentía  ho- 
rror á  la  vida  de  Europa.  Cuando  terminasen  los  com- 
promisos con  el  empresario,  se  establecerían  en  Buenos 
Aires  ó  en  otra  ciudad.  Ella  y  su  marido  darían  lecciones 
de  canto.  Karl  podía  emprender  una  de  las  muchas  ca- 
rreras prácticas  que  enriquecen  á  los  ciudadanos  de  los 
países  jóvenes.  Todo  menos  volver  al  país  de  origen, 
tierra  de  lágrimas,  que  le  hacía  recordar  las  noches  frías 
junto  al  fuego  mortecino,  con  el  hijo  en  los  brazos,  espe- 
rando hasta  altas  horas  el  paso  titubeante  del  maestro 
y  sus  balbuceos  de  beodo;  los  embargos  afrentosos;  las 
groserías  de  los  acreedores;  las  tristes  reflexiones  ante 
una  mesa  que  á  veces  se  cubría  de  abundantes  alimen- 
tos con  los  inesperados  altibajos  de  la  existencia  bohe- 
mia y  se  manchaba  con  la  espuma  del  champan,  pero 
en  la  que  casi  siempre  el  pan  y  las  patatas  eran  lo 
único  valioso.  Y  á  impulsos  de  la  esperanza,  que  pone 
la  dicha  más  allá  de  la  realidad  del  momento,  en  la  in- 
certidumbre  de  lo  ignoto,  veía  Mina  la  salud,  la  paz  y 
el  olvido  en  aquel  país  de  misterio  hacia  el  cual  la  lle- 
vaba el  buque,  tierra  maravillosa  de  la  que  no  conocía 
ni  el  idioma. 


LOS  ARGONAUTAS  303 

El  pequeño,  agarrado  á  una  mano  de  su  madre,  ti- 
raba de  ella  con  melopea  quejumbrosa.  Había  sonado 
la  hora  del  té;  los  muchachos,  abandonando  su  juego, 
estaban  abajo  en  el  comedor.  Mina  se  despidió  de  su 
amigo,  y  los  extremos  de  sus  ojos  y  su  boca  se  contra- 
jeron hacia  arriba  con  una  sonrisa  pálida  que  parecía 
iluminar  el  rostro:  «sonrisa  de  luna»,  según  Ojeda. 

— Hemos  hablado  mucho  tiempo.  Siempre  estamos 
juntos.  ¿Qué  van  á  decir  de  nosotros  las  señoras  que 
usted  trata?...  ¿Qué  dirá  esa  norteamericana  tan  hermo- 
sa y  tan  elegante  al  ver  que  le  robo  su  conversación?... 
Pero  conmigo  no  hay  celos  posibles.  Soy  fea,  soy  pobre; 
en  todo  el  buque  no  se  encuentra  una  mujer  que  vaya 
peor  vestida  que  yo. 

Y  á  pesar  de  la  tristeza  con  que  dijo  estas  palabras, 
algo  de  su  antigua  coquetería  de  artista  festejada  y 
admirada  por  la  muchedumbre  se  mostró  á  través  de 
su  sonrisa,  rejuveneciéndola  con  llamarada  fugaz. 

— ¡Qué  gran  mujer  debe  haber  sido! — pensó  Fernan- 
do— .  ¡Y  qué  desgracia  la  suya! 

Mientras  se  alejaba  llevando  de  la  mano  á  su  hijo, 
él  la  siguió  con  ojos  de  conmiseración. 

Al  descender  á  la  cubierta  de  paseo  encontró  Fer- 
nando al  doctor  Zurita,  que  hablaba  con  Maltrana,  apo- 
yados los  dos  en  la  baranda,  frente  al  mar.  La  soledad 
del  Atlántico  traía  á  su  memoria  el  recuerdo  de  los  argo- 
nautas de  España,  que  habían  sido  los  primeros  en  vio- 
lar el  secreto  de  los  desiertos  azules. 

— Venga  acá,  doctor— dijo  Zurita  á  Ojeda,  aplicán- 
dole el  título  universitario — .  Estábamos  conversando  de 
cosas  de  su  país,  de  los  primeros  navegantes  que  se  lan- 
zaron por  estos  mares.  ¡Qué  hombres  corajudos!  ¡Cosa 
bárbara!...  Yo  siento  orgullo  al  hablar  de  ellos.  Al  fin 
todos  somos  de  la  misma  sangre.  Mi  abuelo  era  gallego. 
Es  decir,  gallego  no;  pero  ya  sabe  usted  que  en  mi  tierra 
nos  queda  la  fea  costumbre  de  llamar  gallegos  á  todos 
los  españoles.  Era  de  cerca  de  Burgos,  y  yo  he  hecho  en 
dos  automóviles,  con  toda  la  familia,  el  viaje  de  París  á 
Madrid  sólo  por  ver  el  pueblo  de  donde  procedemos.  Y 
les  dije  á  los  míos:  «Miren,  niños,  y  aprendan;  de  aquí 
salieron  los  abuelos  de  ustedes.»  Me  conmoví  un  poco  al 


304  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

ver  la  pobreza  do  donde  venimos.  Pero  mi  muchachada 
— gente  alegre  y  do  poco  seso — se  reía  y  lo  encontraba 
todo  muy  feo  y  miserable...  Parece  mentira  que  de  esas 
poblaciones  de  color  de  yesca,  en  las  que  apenas  se  en- 
cuentra aguapara  lavarse,  saliesen  hace  siglos  los  hom- 
bres sin  miedo  que  se  lanzaron  por  estos  pagos. 

Se  generalizó  la  conversación,  y  al  fin  fué  Ojeda  el 
único  que  habló,  n^cordmido  con  entusiásticas  palabras 
las  hazañas  de  los  argonautas  oceánicos.  Después  del 
primer  viaje  de  Colón,  los  puertos  españoles  habían  sido 
como  palomares  abiertos  de  cuyas  bocas  se  escapaban 
con  las  alas  tendidas  las  frágiles  y  audaces  carabelas. 
Los  espejismos  del  oro  y  el  espíritu  de  aventura  des- 
arrollado por  siete  sigh)S  de  guerra  con  el  sarraceno, 
empujaban  á  los  audaces.  Salían  á  descubrir  pequeñas 
flotas  autorizadas  por  los  reyes,  pero  eran  más  las  ex- 
pediciones clandestinas,  muchas  de  las  cuales  quedaron 
en  el  misterio.  Estas  ex]>ediciones  secretas,  costeadas  por 
los  mercaderes  de  Sevilla  y  Cádiz,  iban  dirigidas  por 
compañeros  del  Almirante  conocedores  de  la  ruta  de  las 
Indias  ó  por  marj-ios  improvisados.  Hasta  los  sastres 
— según  un  autor  de  la  época — sentían  la  ambición  de 
meterse  á  descubridores. 

Duros  hidalgos  que  jamás  habían  visto  el  mar,  lan- 
zábanse en  el  ignoto  Océano  con  una  confianza  asom- 
brosa. Tomaban  el  mando  de  la  carabela  ó  de  la  nao, 
sin  otro  auxilio  y  consejo  que  el  de  algunos  navegantes 
costeros,  con  la  misma  tranquilidad  que  los  paladines 
tantas  veces  admirados  en  los  libros  de  caballerías,  se 
metían  en  el  primer  barco  misterioso  que  encontraban 
en  una  costa  desierta.  Escribanos  de  Andalucía  aban- 
donaban sus  protocolos  para  transformarse  en  descu- 
bridr  res;  mercaderes  amagados  de  ruina  huían  de  la 
lonja  para  compn-r  un  barco  con  el  resto  de  su  fortu- 
na y  lanzarse  á  lo  desconocido.  ¡Qué  de  catástrofes 
ig] toradas  en  esta  lucha  con  el  misterio  geográfico,  sin 
más  guías  que  la  ti  y  la  santa  ignorancia!  ¡Qué  de  bu- 
ques descendidos  ñ.  las  simas  oceánicas  cuando  regresa- 
ban con  noticias  do  tierras  nuevas  que  había  que  volver 
á  descubrir  años  vlespués!... 

La  ansiada  ri<iueza  se  dejaba  entrever  un  momento 


LOS  AIlüONAUTAS  305 

y  huía  medrosa  ante  las  proas  de  los  nautas.  Los  indí- 
genas de  las  costas  hablaban  de  enormes  riquezas  y  de 
monarcas  poderosos,  señalando  siempre  al  interior,  más 
allá  de  las  montañas  que  parecían  tocar  el  cielo  y  de 
las  ciénagas  temblorosas,  inmensos  mares  de  hierbajos 
acuáticos.  Pero  de  los  rescates  con  estas  gentes  cobri- 
zas, pródigas  en  relatos  portentosos  y  míseras  en  rea- 
lidades, sólo  traían  los  navegantes  algunas  perlas  de- 
formes mal  perforadas  ó  vistosos  guanines^  joyeles  de 
oro  bajo  labrados  en  sutiles  hojas. 

Al  volver  al  puerto  español  con  mágicas  noticias  y 
pobre  cargamento,  los  acreedores  asaltaban  al  descu- 
bridor y  embargaban  el  bajel  dándose  por  engañados. 
Muchos  habían  preparado  sus  viajes  tomando  víveres, 
armas  y  buques  á  los  usureros  con  80  por  100  de  interés. 
Descubridores  de  pueblos  que  luego  fueron  célebres  por 
sus  riquezas,  se  veían  al  regreso  amenazados  de  pasar 
de  la  carabela  á  la  cárcel.  Los  reyes  tenían  que  inter- 
venir con  piadosas  cédulas  para  amansar  á  los  presta- 
mistas, proponiendo  arreglos.  Nautas  obscuros,  huyen- 
do de  los  rumbos  del  Almirante,  ponían  decididos  la 
proa  al  Sur,  sin  miedo  á  las  pavorosas  noticias  que 
circulaban  sobre  el  fuego  del  Ecuador.  Un  Pinzón  lle- 
gaba á  las  costas  del  Brasil  mucho  antes  de  que  esta 
tierra  fuese  descubierta  casualmente  por  una  expedición 
portuguesa  que  navegaba  hacia  las  Indias  asiáticas. 

En  este  revuelo  de  alas  blancas  que  la  primera  noti- 
cia del  descubrimiento  lanzó  á  las  soledades  oceánicas, 
la  marcha  audaz  siempre  adelante,  por  mar  y  por  tie- 
rra, á  través  de  tempestades,  montañas,  estrechos  y 
lagunas,  fué  la  consigna  general.  ¡Llegar  ó  morir!  Nadie 
regresaba  al  puerto  de  partida  sin  haber  visto  algo  ex- 
traordinario y  traer  muestras  maravillosas.  Y  los  que  no 
volvían  estaban  en  el  fondo  del  Atlántico  encerrados  en 
el  ataúd  de  su  carabela,  que  se  petrificaba  lentamente 
cubriéndose  de  moluscos,  mientras  en  sus  rotos  mástiles 
ondeaban  como  verdes  gallardetes  las  algas  de  la  pro- 
fundidad. Otros  no  eran  ya  más  que  esqueletos  en  una 
playa  desierta;  descarnados  por  los  pájaros  de  presa, 
mondados  hasta  el  tuétano  por  los  infinitos  enjambres 
de  la  selva  tórrida,  donde  todo  se  mueve  y  hierve  con 

20 


306  V.    BLASCO  IBÁÍEZ 

vida  devoradora,  blanqueados  y  secados  por  el  fuego 
del  sol  hasta  convertirse  en  frágil  cal. 

Y  entre  estos  aventureros  de  la  primera  hora  del  des- 
cubrimiento, la  hora  de  los  navegantes,  de  los  argonau- 
tas, de  los  héroes  de  carabela  pobres  y  tristes  que  no 
sacaron  el  menor  provecho  de  sus  empresas  y  abrieron 
el  camino  á  los  conquistadores  férreos  de  á  caballo  que 
llegaron  poco  después,  se  distinguían  dos  como  hombres 
entre  los  hombres:  Alonso  de  Ojeda  y  Diego  Méndez. 

Fernando  repetía  con  entusiasmo  su  propio  apellido 
al  hablar  de  aquel  varón  fuerte,  al  que  consideraba 
como  ascendiente  glorioso. 

— Ojeda  es  en  el  Nuevo  Mundo  lo  mismo  que  Aquiles 
en  la  Ilíada  ó  el  Cid  en  el  Romancei^o.  ¡Qué  hermosa 
muestra  de  hombre!... 

Los  cronistas  de  la  época  lo  pintaban  pequeño  de 
cuerpo,  agraciado  de  rostro,  con  una  agilidad  y  una 
fuerza  sorprendentes.  Gran  amigo  de  pendencias,  salía 
siempre  de  ellas  «haciendo  sangre  á  sus  contrarios,  sin 
que  jamás  se  la  hiciesen  á  él».  Siendo  paje  de  la  corte, 
cuando  los  reyes  estaban  en  Sevilla,  apoyaba  un  pie  en 
la  base  de  la  torre  de  la  iglesia  Mayor  (la  famosa  Giral- 
da), y  arrojando  una  naranja  á  lo  alto  la  hacía  llegar 
hasta  las  campanas.  En  otra  ocasión,  siguiendo  á  la 
reina  Isabel  en  una  visita  al  último  piso  de  la  misma 
torre,  vio  un  madero  que  avanzaba  horizontalmente  en 
el  vacío  como  unos  veinte  pies.  De  un  salto  se  puso  sobre 
él,  corrió  hasta  su  extremo  con  ligereza  y  seguridad 
«como  si  caminase  por  una  sala»,  dio  la  vuelta  y  regresó 
por  el  mismo  camino,  riendo  del  susto  de  la  buena  reina 
y  los  gritos  de  sus  damas. 

Era  protegido  del  obispo  Fonseca,  encargado  por  los 
monarcas  de  la  preparación  de  expediciones  y  provee- 
duría de  las  nuevas  tierras:  algo  así  como  ministro  de 
Marina  y  de  Colonias,  todo  á  la  vez.  El  Almirante,  que 
conocía  las  hazañas  de  este  mozo  y  sus  méritos  de  hom- 
bre de  espada,  se  lo  llevó  en  el  segundo  viaje  para  las 
peleas  de  tierra  adentro,  pues  él  sólo  era  hombre  de 
mar.  Otros  capitanes  iban  en  la  expedición,  veteranos 
de  las  guerras  con  el  sarraceno,  pero  el  inquieto  Ojeda, 
mozo  de  veinte  años,  se  sobrepuso  á  todos  ellos. 


LOS  ARGONAUTAS  307 

Colón,  que  deseaba  aprisionar  en  Santo  Domingo  al 
cacique  Caonabo,  organizador  de  la  resistencia  indíge- 
na, vio  fracasadas  todas  las  malicias  y  felonías  que  con 
arreglo  á  la  mala  fe  de  la  época  fué  aconsejando  á  Mosén 
Pedro  Margarit  y  sus  tenientes.  Sólo  consiguió  su  pro- 
pósito al  encargar  á  Ojeda  esta  captura.  El  paje  de  Cuen- 
ca, el  pendenciero  de  Sevilla,  avanzaba  tierra  adentro 
con  unos  pocos  hombres  hasta  llegar  al  campo  del  caci- 
que. Allí  seducía  al  salvaje  con  buenas  palabras,  le 
engañaba  sacándolo  de  entre  los  suyos,  y  le  ponía  por 
sorpresa  unas  esposas  en  las  manos.  Luego  montaba  en 
el  arzón  de  su  caballo  al  indio  gigantesco  como  un  galán 
que  roba  á  su  dama,  y  en  un  galope  de  leguas  y  leguas 
llevábalo  hasta  el  campo  español.  Tan  maravillosamente 
audaz  resultaba  este  rapto,  que  el  mismo  Caonabo,  en  su 
nobleza  de  guerrero  primitivo,  despreciaba  al  Almirante 
por  haber  ordenado  tal  vileza  sin  atreverse  á  realizarla 
personalmente,  y  sólo  quería  conversar  y  comer  con 
Ojeda,  admirando  su  atrevimiento  al  arrebatarle  de 
entre  los  subditos.  En  los  combates  con  los  indios  car- 
gaba el  mozo  el  primero  sin  mirar  si  le  seguía  su  gente. 
Junto  á  su  caballo  lleno  de  cascabeles,  saltaba  el  fiel 
compañero  de  todas  sus  empresas,  un  perro  de  pastor 
llamado  Leoncico^  combatiente  feroz  que  en  las  distri- 
buciones de  víveres  gozaba  por  sus  hazañas  ración  de 
arcabucero. 

Pronto  se  movió  Ojeda  por  cuenta  propia  en  las 
inmensidades  del  mundo  nuevo  mientras  Colón  realiza- 
ba los  últimos  viajes.  Vuelto  á  España,  empezó  la  serie 
de  sus  descubrimientos,  apoyado  pecuniariamente  por 
los  mercaderes  de  Sevilla,  que  hacían  crédito  á  su  valor. 
Uno  de  los  Pinzones,  Juan  de  la  Cosa,  el  más  experto 
de  los  pilotos,  Américo  Vespucio  y  otros  navegantes  de 
fama  dirigieron  sus  buques.  Los  marinos  gustaban  de  ir 
con  este  capitán,  el  más  valeroso  y  audaz  de  la  pri- 
mera época  de  la  conquista. 

Corrió  las  costas  de  Venezuela  en  busca  de  perlas  y 
acabó  por  establecerse  en  lo  que  después  fué  América 
Central,  y  que  los  conquistadores  llamaban  entonces 
«Castilla  del  Oro».  Una  india  le  acompañaba  como 
amante,  guía  é  intérprete.  Los  aventureros  jóvenes  en- 


308  V.    BLASCO   JBÁKBiS 

contraban  casi  siempre  entre  las  mancebas  cobrizas  ofre- 
cidas por  los  azares  de  su  existencia  alguna  que  se  apo- 
deraba de  su  corazón  y  vivía  compartiendo  sus  peligros. 
El  hidalgo  cristiano,  al  unirse  con  ella,  había  creído 
necesario  purificarla  con  el  bautismo  (el  mejor  regalo 
según  las  ideas  de  la  época),  dándola  el  nombre  de  Isa- 
bel en  recuerdo  de  la  buena  reina. 

La  vida  de  Ojeda  en  la  gobernación  de  Urabá,  sin 
otros  recursos  que  los  que  él  podía  agenciarse,  lejos  de 
los  compatriotas  establecidos  en  Santo  Domingo,  y  olvi- 
dado de  España,  fué  un  continuo  batallar.  Su  ciudad  de 
San  Sebastián,  mísera  ranchería  de  paja  y  barro  con  un 
fuerte  de  maderos,  era  la  primera  que  con  carácter 
permanente  fundaban  los  conquistadores  en  la  tierra 
firme. 

Tribus  de  hábiles  arqueros  la  sitiaban  á  todas  horas, 
lanzando  flechas  empapadas  en  incurables  venenos.  Eran 
las  temidas  «flechas  de  hierba»,  que  hinchaban  el  cuerpo 
del  herido  con  negruzca  y  mortal  tumefacción.  Los  ví- 
veres del  país,  el  pan  de  cazabe,  los  frutos  de  la  selva,  la 
carne  de  los  roedores,  había  que  conquistarlos  diaria- 
mente á  punta  de  espada.  Los  combates  y  las  enfermeda- 
des diezmaban  á  los  habitantes. 

Juan  de  la  Cosa,  el  sabio  piloto  autor  del  primer 
mapa  de  las  Indias,  había  muerto  atado  á  un  poste  por 
los  naturales,  erizado  de  flechas  de  «hierba»,  que  con- 
virtieron su  cuerpo  á  las  pocas  horas  en  una  masa  de 
negra  putrefacción.  En  los  míseros  bohíos  del  pueblo 
gemían  los  conquistadores  mal  heridos,  hambrientos, 
temblando  de  calentura.  Ojeda,  al  frente  de  unos  cuan- 
tos, salía  diariamente  á  combatir  por  la  comida. 

Encuentro  hubo  del  que  surgió  llevando  en  su  rode- 
la, según  los  cronistas,  las  señales  de  más  de  trescientos 
flechazos.  Otras  veces  era  tanto  el  peso  de  los  enemigos 
arremolinados  sobre  él,  que  se  doblaba  y  seguía  com- 
batiendo de  rodillas,  cubriéndose  con  el  escudo.  La  pe- 
quenez de  su  cuerpo  ágil  y  escurridizo  le  servía  tanto 
como  la  fuerza  de  sus  brazos,  y  de  todas  las  peleas  salía 
incólume,  «sin  que  le  sacasen  sangre».  Los  indígenas 
creíanle  poseedor  de  maravillosos  amuletos.  Ojeda  tam- 
bién se  consideraba  protegido  por  el  cielo  gracias  á  un 


LOS  ARGONAUTAS  309 

cuadrito  antiguo  de  la  Virgen,  regalo  de  Fonseca,  que 
llevaba  pendiente  del  cinturón  de  la  espada. 

Cuatro  indios  arqueros  se  apostaron  para  herir  á 
traición  al  capitán  bla^nco  que  salía  indemne  de  los 
combates,  y  un  día  que  Ojeda  avanzaba  por  la  selva 
extrañando  la  ausencia  de  enemigos,  recibió  un  flechazo 
en  un  muslo.  Por  primera  vez  su  cuerpo  manaba  sangre. 
La  herida,  que  era  «de  hierba»,  ennegrecíase  rápida- 
mente bajo  la  acción  del  tósigo.  Entonces  se  mostró  con 
bárbara  grandeza  el  coraje  de  aquel  hombre.  Hizo  que 
calentasen  en  una  hoguera  el  peto  y  el  espaldar  de  una 
coraza,  y  cuando  las  dos  planchas  de  acero  estuvieron  al 
rojo  blanco  ordenó  que  se  las  aplicasen  al  muslo  herido 
con  unas  tenazas.  Negábase  el  cirujano  á  esta  horrible 
curación,  pero  él  lo  amenazó  con  la  horca  para  que  obe- 
deciese. Chirriaron  las  carnes  bajo  el  bárbaro  cauterio, 
esparciendo  un  hedor  de  sacriñcio  humano.  Para  no 
desmayarse  hizo  Ojeda  que  le  envolviesen  con  sábanas 
empapadas  en  vinagre.  Una  pipa  entera  se  consumió  en 
este  remedio,  y  el  caudillo,  gracias  al  espeluznante  tor- 
mento, sufrido  sin  una  queja,  pudo  salvarse. 

La  pequeña  ciudad,  falta  de  subsistencias,  estaba 
próxima  á  perecer.  En  esto  se  presentaron  inesperada- 
mente unos  piratas  españoles,  mandados  por  un  tal  Ber- 
nardino  Talavera,  audaz  facineroso.  Montaban  un  bu- 
que que  habían  robado  á  un  mercader  genovés  y  se 
ofrecían  para  vender  víveres  á  los  sitiados.  Ojeda,  con- 
valeciente de  su  herida,  se  embarcó  con  ellos  para  soli- 
citar auxilios  del  gobernador  de  Santo  Domingo.  Pero 
antes  de  abandonar  á  su  mísera  gente  quiso  darla  un  ca- 
pitán y  ñjó  su  elección  en  un  mozo  extremeño  llegado 
poco  antes  á  las  Indias,  en  el  éxodo  de  gente  de  espada 
que  siguió  al  de  los  navegantes:  éxodo  que  llamaba  Fer- 
nando «la  segunda  hornada  de  conquistadores».  Este 
soldado,  que  había  hecho  el  aprendizaje  de  la  guerra 
indiana  al  lado  de  Ojeda,  llamábase  Francisco  Pizarro. 

La  accidentada  navegación  con  los  piratas  fué  la  úl- 
tima y  más  penosa  aventura  de  don  Alonso.  Autoritario 
y  duro,  quiso  tomar  el  mando  apenas  se  vio  sobre  la  cu- 
bierta del  buque,  imponiendo  su  disciplina  á  Talavera  y 
sus  bandidos.  Pero  éstos  se  sublevaron  contra  él  y  lo  me- 


310  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

tieron  en  la  cala  cargado  de  cadenas.  A  pesar  de  esto  el 
prisionero  no  cesó  en  su  brava  actitud,  asegurando  que 
había  de  ahorcarlos  á  todos  apenas  llegasen  á  tierra.  Y 
tanto  era  su  prestigio,  que  no  se  atrevieron  á  hacer  nada 
contra  él.  Muchas  veces  le  pedían  consejo,  por  la  expe- 
riencia que  había  adquirido  en  las  cosas  de  la  navega- 
ción, y  le  sacaban  de  su  encierro  para  que  dirigiese  la 
nave.  Acabaron  por  abandonar  ésta  en  las  costas  de 
Cuba,  y  marcharon  después  meses  y  meses  por  la  isla 
todavía  inexplorada,  deseosos  de  aproximarse  á  Santo 
Domingo,  pero  sin  saber  ciertamente  adonde  iban,  su- 
miéndose en  ciénagas,  combatiendo  á  los  indígenas  ó 
transigiendo  con  ellos,  atormentados  por  el  hambre,  que 
mataba  á  muchos.  En  esta  marcha  desesperada  el  cau- 
tivo Ojeda  se  veía  elevado  por  sus  guardianes  al  rango 
de  jefe  cada  vez  que  había  que  combatir  á  un  grupo 
indígena,  tratar  con  un  cacique  benévolo  ú  orientarse 
en  el  desierto  de  barrizales  temblorosos  que  se  traga- 
ban á  los  hombres.  El  solo  valía  tanto  como  los  otros. 
Luego,  pasado  el  peligro,  don  Alonso  volvía  á  ser  j)ri- 
sionero  de  estos  desalmados,  que  lo  aborrecían  por  su 
superioridad,  y  así  marchaban  juntos,  condenados  á 
tolerarse  por  la  comunidad  del  infortunio.  «Nunca — dice 
un  cronista — se  vio  á  gente  pasar  tantos  trabajos  para 
venir  á  parar  en  la  horca.» 

Cuando  después  de  grandes  tribulaciones  por  mar  y 
por  tierra  llegaron  á  países  sometidos  á  las  autoridades 
castellanas,  Talavera  y  sus  hombres  fueron  ahorcados  y 
don  Alonso  se  vio  envuelto  en  procesos  que  amargaron 
sus  últimos  tiempos.  La  gobernación  de  Urabá,  que  le 
había  dado  el  rey,  ya  no  existía.  La  mayor  parte  de  sus 
soldados  habían  dejado  en  ella  los  huesos;  otros  habían 
perecido  en  el  mar:  sólo  Pizarro  y  unos  cuantos  predesti- 
nados como  él  consiguieron  volver  á  Santo  Domingo. 

El  antiguo  paje  de  doña  Isabel  arrastró  en  la  ciudad 
colonial  la  mísera  existencia  de  los  conquistadores  sin 
éxito.  Fué  un  veterano  malhumorado  y  pronto  á  la  pen- 
dencia entre  la  bohemia  juvenil  de  capa  y  espada  que 
llegaba  de  la  Península  soñando  con  la  conquista  de  te- 
soros y  reinos.  Se  orga^nizaban  nuevas  expediciones. 
Pizarro  poníase  á  sueldo  de  diversos  capitanes.  Por  las 


LOS  ARGONAUTAS  311 

calles  de  Santo  Domingo  paseaba  su  garbo  otro  extre- 
meño, enamoradizo,  espadachín  y  algo  letrado,  que  se 
apellidaba  Cortés. 

El  capitán  del  primer  Almirante,  el  socio  de  Vicente 
Pinzón,  el  compañero  de  Juan  de  la  Cosa,  el  jefe  de 
Américo  Vespucio,  veíase  cada  vez  más  olvidado.  Era 
un  desconocido  para  aquellos  mozos  que  llegaban  de  Es- 
paña, pasando  junto  á  él  sin  reconocer  sus  canas  y  sus 
méritos.  Desde  la  isla  metrópoli  tomaban  vuelo,  lanzán- 
dose lo  mismo  que  pájaros  de  presa  sobre  distintas  partes 
de  las  Indias  misteriosas  con  mayor  éxito  qué  don  Alon- 
so, desgraciado  como  todo  precursor.  Los  únicos  que  se 
acordaban  de  él  eran  los  acreedores,  para  sus  pleitos  y 
procesos,  y  los  muchos  enemigos  á  los  que  había  ofen- 
dido con  altiveces  y  pendencias.  Más  de  una  noche, 
el  pobre  conquistador,  al  volver  á  su  tugurio,  había  de 
tirar  de  la  espada  contra  gentes  que  le  esperaban  para 
matarlo. 

— Así  acabó  obscuramente — dijo  Ojeda — el  primero  y 
más  infortunado  de  los  héroes  de  la  conquista.  Su  muer- 
te quedó  en  el  misterio.  Unos  dicen  que  se  metió  á  fraile 
en  los  últimos  años  y  pidió  al  morir  que  lo  enterrasen 
en  la  puerta  del  convento,  para  que  todos  hollaran  su 
tumba,  castigando  de  este  modo  su  soberbia  y  demás 
pecados.  Otros  niegan  que  fuese  fraile,  y  dicen  que  la 
pobreza  le  hizo  refugiarse  en  el  monasterio  de  Santo  Do- 
mingo, como  un  parásito,  viviendo  de  la  sopa  de  la  co- 
munidad... El  hambre  fué  el  único  miedo  del  héroe.  Le 
habían  predicho  que  moriría  de  inanición,  y  en  sus  ex- 
pediciones cuidaba  siempre  de  llevar  alimentos  en  los 
bolsillos.  La  profecía  no  se  realizó  al  correr  por  selvas  y 
desiertos  ó  al  navegar  en  buques  de  escasos  víveres. 
Pero  casi  fué  un  hecho  cuando  el  viejo  conquistador  tuvo 
que  buscar  el  amparo  de  un  monasterio  en  aquella  ciu- 
dad colonial  donde  nadie  le  hacía  caso. 

—¿Y  el  otro?— interrumpió  el  doctor  Zurita  con  viva 
curiosidad—.  Ese  Méndez  del  que  habló  usted  antes. 

— Diego  Méndez — continuó  Ojeda — fué  un  héroe  de 
distinta  clase;  un  «superhombre  del  mar»,  como  diría  el 
amigo  Maltrana.  Su  aventura  portentosa  asombra  aún 
en  los  tiempos  presentes.  Era  un  mozo  sevillano  que 


312  V.   BLASCO  IBÁÑB1& 

acompañó  á  Colón  en  sus  últimos  viajes,  cuando  viejo, 
enfermo  y  sin  poder  encontrar  los  tesoros  portentosos 
que  había  prometido,  sentía  crecer  la  indiferencia  en 
torno  de  su  persona.  Méndez  fué  el  discípulo  fiel  que 
acompaña  siempre  á  los  grandes  hombres  en  su  agonía. 
Las  últimas  cartas  del  Almirante  lo  elogian  y  lo  reco- 
miendan á  la  gratitud  de  sus  descendientes,  que  jamás 
hicieron  nada  en  su  favor.  Cuando  en  el  último  viaje,  el 
más  desgraciado  de  todos,  el  descubridor  se  veía  en  un 
apuro,  sus  ojos  lacrimosos  de  viejo  buscaban  á  Méndez. 
«¡Hijo!  ¡hijo!»,  le  decía.  Y  el  «hijo»  encontraba  en  su 
coraje  ó  en  su  vivo  ingenio  de  andaluz  un  recurso  para 
salir  del  mal  paso. 

Al  explorar  el  Almirante  las  costas  de  la  América 
Central,  que  él  tomaba  por  las  de  Asia,  quedábase  en 
sus  naves,  y  era  Diego  Méndez  el  que  bajaba  á  tierra 
para  adquirir  noticias  y  acopiar  víveres.  Completamen- 
te solo,  metíase  entre  las  tribus  de  Veragua,  que  se  es- 
taban juntando  para  caer  de  improviso  sobre  los  navios, 
inmóviles  en  una  bahía  cerrada  por  las  arenas. 

Méndez  era  recibido  por  el  más  temible  de  los  caci- 
ques en  una  choza  que  tenía  por  adorno  trescientas  ca- 
bezas de  enemigos,  y  lo  asombraba  cortándose  en  su 
presencia  con  unas  tijeras  pelos  y  barbas,  operación 
mágica  para  los  indígenas.  Sus  curaciones  de  llagas  y 
otras  enfermedades  le  valían  el  respeto  de  un  brujo,  y 
gracias  á  esto  podía  vivir  entre  los  indios,  avisando  á 
Colón  de  sus  proyectos.  El  fundó  el  primer  pueblo  del 
continente,  anterior  en  algunos  años  al  de  Ojeda;  pero 
esta  población,  á  orillas  del  río  Belén  ó  Yebra,  que  gober- 
naba con  el  título  de  Factor,  tenía  que  defenderse  día  y 
noche  de  los  ataques  de  los  indios.  Con  veinte  hom- 
bres armados  de  espadas  y  rodelas  y  dos  pequeños 
cañones  de  los  que  llamaban  de  fruslera  (metal  proce- 
dente de  las  raeduras  de  piezas  de  azófar),  hizo  frente 
durante  mucho  tiempo  á  los  naturales  que,  según  decía 
Méndez  en  su  testamento,  «ñechaban  y  garrochaban 
desde  lejos  como  quien  agarrocha  toro,  y  eran  las  fle- 
chas y  tiraderas  tantas  como  granizo;  é  algunos  dellos 
se  desmandaban  para  venirnos  á  dar  con  las  machads- 
nas  ó  macanas  (mazas  ó  porras),  pero  ninguno  dellos 


LOS  ARGONAUTAS  313 

volvía,  porque  quedaban  allí  cortados  brazos  y  piernas 
y  muertos  á  espada...»  Al  fin,  tan  inaguantable  era  esta 
hostilidad,  que  el  Almirante  reembarcaba  á  Méndez  con 
su  gente  y  hacía  velas  sin  haber  puesto  el  pie  en  tierra 
firme. 

Luego  sobrevenía  la  más  penosa  y  difícil  de  las  aven- 
turas de  Colón.  La  «broma»,  temida  calamidad  de  los 
mares  tropicales,  consumía  la  madera  de  los  navios.  Las 
chusmas,  extenuadas  por  el  manejo  continuo  de  bom- 
bas y  calderos,  sentía^nse  impotentes  ante  el  Océano, 
que  invadía  en  lenta  marea  ascendente  la  concavidad 
de  los  agrietados  cascarones.  Así  navegaron  treinta  y 
cinco  días,  creyendo  ir  hacia  Castilla  cuando  estaban 
más  lejos  de  ella  que  al  salir  de  Veragua.  Hubo  que 
abandonar  un  navio  que,  «abujereado  y  comido  de  gu- 
sanos, no  podía  sostenerse  sobre  el  agua»,  y  los  otros 
dos,  al  llegar  con  grandes  trabajos  á  las  playas  de  Ja- 
maica, fueron  zabordados  á  tierra,  convirtiéndose  en 
casas  ó  fortines  de  tablas  corroídas. 

Del  castillo  de  popa,  con  sus  torneados  balconajes,  á 
la  proa,  rematada  por  el  esculpido  mascarón,  se  tendie- 
ron techos  pajizos  iguales  á  los  de  las  chozas  indianas. 
Al  tocar  tierra,  Diego  Méndez,  contador  de  la  flota, 
había  repartido  el  último  racionamiento  de  bizcocho  y 
de  vino.  Nada  quedaba  en  las  despanzurradas  bodegas. 
Una  población  famélica  y  desesperada  de  doscientos 
setenta  cristianos  movíase  en  torno  de  los  cascos  en 
seco. 

Ocultábanse  los  naturales  del  país,  y  el  hambre, 
atraída  por  la  soledad,  se  aproximaba  á  todo  correr.  No 
podían  esperar  auxilio  alguno.  Santo  Domingo  estaba  á 
muchas  leguas  de  distancia  y  no  les  quedaba  ni  un  batel 
para  intentar  esta  travesía  audaz.  El  Almirante,  enfer- 
mo, debilitado  por  la  vejez,  afligido  por  la  presencia 
de  su  pequeño  Fernando,  no  sabía  qué  hacer.  «¡Hijo! 
¡hijo!»,  exclamaba  implorando  el  consejo  de  Méndez.  Y 
el  mozo,  sin  miedo  y  sin  pereza,  tirando  de  la  espada, 
metíase  tierra  adentro  con  solo  tres  hombres,  yendo  de 
tribu  en  tribu  á  la  compra  de  víveres,  que  pagaba  con 
cuentas  azules,  peines,  cuchillos,  cascabeles  y  anzuelos. 
Sus  acompañantes  volvieron  á  las  naves  con  la  comida, 


314  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

y  él  siguió  adelante  por  las  costas  de  la  isla,  completa- 
mente solo,  hasta  que  pudo  comprar  á  un  cacique  una 
canoa,  dándole  por  ella  una  bacineta  de  latón  que 
guardaba  en  la  manga,  el  sayo  y  una  camisa,  de  dos 
que  tenía. 

En  este  tronco  hueco,  ocupado  por  seis  indios  reme- 
ros y  dirigido  por  él,  regresó  siguiendo  la  costa,  después 
de  muchos  días  de  ausencia,  al  lugar  donde  estaban 
encallados  los  navios,  recibiéndolo  el  Almirante  con 
besos  y  grandes  transportes  de  alegría.  Sólo  los  dos  se 
daban  cuenta  de  la  peligrosa  situación.  Los  indios,  que 
cazaban  y  pescaban  por  sus  tratos  con  Méndez,  traían 
víveres  al  campamento,  pero  su  presencia  era  cada  vez 
menos  regular,  y  todo  hacía  temer  quo  desapareciesen 
para  volver  luego  como  enemigos.  Colón  temía  que  pu- 
sieran fuego  una  noche  á  los  secos  y  resquebrajados 
cascos. 

No  había  otra  esperanza  que  avisar  á  Santo  Domin- 
go para  que  un  buque  viniese  por  ellos.  ¿Pero  cómo  ir 
allá?...  «Señor,  yo  iré»,  dijo  Méndez.  En  la  canoa  com- 
prada arrostraría  él  los  peligros  de  un  golfo  impetuoso 
de  cuarenta  leguas,  entre  dos  islas  donde  tantas  naos  de 
descubridores  se  habían  perdido,  teniendo  que  luchar 
además  con  la  furia  de  las  corrientes.  El  Almirante  le 
besó  en  los  carrillos.  «Bien  sabía  yo  que  sólo  vos  osa- 
ríais tomar  esta  empresa.  Dios  nuestro  Señor  os  sacará 
de  ella  con  vitoria  como  de  las  otras.» 

Puso  Méndez  su  canoa  á  monte,  le  echó  una  quilla 
postiza,  la  dio  de  brea  y  sebo,  clavó  en  la  proa  y  la  popa 
algunas  tablas  para  que  no  se  entrase  el  mar  como  lo 
haría  siendo  rasa,  montó  un  mástil  con  su  vela  y  metió 
los  mantenimientos  necesarios  para,  él,  otro  cristiano  y 
seis  indios,  pues  la  canoa  sólo  podía  cargar  ocho  perso- 
nas. Despidióse  de  Su  Señoría  y  comenzó  á  seguir  la 
costa  de  Jamaica  hasta  el  extremo  oriental,  ó  sea  el  más 
próximo  á  Santo  Domingo,  realizando  una  navegación 
de  treinta  y  cinco  leguas. 

En  el  camino  le  hicieron  prisionero  ciertos  indios  sal- 
teadores del  mar,  y  se  libró  de  ellos  milagrosamente. 
Luego,  cuando  estaba  acampado  en  el  extremo  de  la 
isla  esperando  que  el  Océano  se  amansase  para  empren- 


LOS  ARGONAUTAS  316 

der  la  travesía  audaz,  cayeron  sobre  él  otros  indios  que 
determinaron  matarlo.  Pero  mientras  jugaban  su  vida 
á  la  pelota  pudo  escaparse,  y  volvió  otra  vez  al  campa- 
mento tras  una  ausencia  de  quince  días,  cuando  Colón 
le  creía  muerto  ó  en  Santo  Domingo.  Persistiendo  en  su 
propósito  pidió  una  escolta  que  le  acompañase  al  cabo 
de  la  isla,  para  poder  esperar  con  seguridad  una  oca- 
sión de  tiempo  bonancible,  y  el  Almirante  le  dio  setenta 
hombres  al  mando  de  su  hermano  el  Adelantado  don 
Bartolomé.  De  esta  manera  volvió  al  extremo  oriental 
de  Jamaica,  y  allí  estuvo  cuatro  días,  hasta  que  viendo 
que  el  mar  se  amansaba,  se  despidió  de  todos  encomen- 
dándose á  Nuestra  Señora  de  la  Antigua. 

Navegó  en  alta  mar  durante  cinco  días  y  cuatro 
noches  sin  soltar  un  instante  el  remo  que  le  servía 
de  gobernalle,  sin  poder  moverse  en  aquella  embarca- 
cación  que  al  más  leve  movimiento  desordenado  podía 
zozobrar.  Así  llegaron  á  la  isla  Española,  abordando 
al  cabo  Tiburón  cuando  hacía  dos  días  que  él  y  sus 
compañeros  no  comían  ni  bebían  por  haberse  perdido 
las  provisiones  con  los  golpes  de  mar.  Todavía  nave- 
gó ciento  treinta  leguas  por  las  costas  de  la  Española 
en  la  frágil  embarcación,  hasta  dar  con  el  Comendador 
Ovando,  que  era  el  gobernador,  y  presentarle  las  peti- 
ciones de  auxilio  del  Almirante.  Después  hubo  de  espe- 
rar varios  meses  en  Santo  Domingo  á  que  volviesen 
naves  de  España,  pues  en  más  de  un  año  no  se  había 
acercado  buque  alguno.  Al  fin  llegaron  tres  naos  de  la 
Península;  Méndez  compró  una,  y  cargándola  de  pan 
y  vino,  cerdos,  carneros  y  frutas  de  la  isla,  la  envió  á 
Jamaica,  donde  llevaba  Colón  siete  meses  de  abando- 
no, animado  en  su  infortunio  por  celestes  visiones.  Un 
eclipse  de  luna,  anunciado  por  él  con  aires  de  brujo, 
había  servido  para  que  los  naturales  atendiesen  á  la 
manutención  de  sus  hombres. 

—Méndez  se  volvió  á  España— dijo  Ojeda — y  acompa- 
ñó al  Almirante  en  sus  últimos  y  tristes  años.  Colón  lo 
recomendó  á  su  familia,  y  la  familia  no  hizo  nada  por 
él.  El  hijo  de  Colón,  segundo  virrey  de  las  Indias,  le 
había  ofrecido  el  cargo  de  alguacil  mayor  de  Santo  Do- 
mingo, pero  se  lo  dio  á  un  pariente  suyo.  El  valeroso 


316  V.    BLASOO  IBÁÑHZ 

hidalgo  vivió  muchos  años,  muchos;  llegó  á  alcanzar  el 
gobierno  de  don  Luis,  el  nieto  de  Colón,  y  su  madre  la 
virreina  gobernadora...  A  la  hora  de  la  muerte,  al  re- 
dactar en  Valladolid  su  heroico  testamento,  declaraba 
con  amargo  orgullo  que,  pudiendo  ser  por  sus  trabajos 
el  más  rico  hombre  de  la  isla  si  los  descendientes  del 
Almirante  hubiesen  cumplido  sus  promesas,  era  el  más 
pobre  de  ella,  pues  no  tenía  ni  una  casa  en  que  vivir 
sin  pagar  alquiler. 

La  gloria  de  sus  hazañas,  algo  olvidadas,  le  preocupó 
en  los  líltimos  instantes  al  disponer  su  sepultura.  Quería 
que  lo  enterrasen  bajo  una  piedra  grande,  la  mejor- que 
encontraran  sus  herederos,  y  que  sobre  ella  hiciesen  gra- 
bar: «Aquí  yace  el  honrado  caballero  Diego  Méndez, 
que  sirvió  mucho  á  la  Corona  Eeal  de  España  en  el 
descubrimiento  y  conquista  de  las  Indias...»  Y  con  la 
gravedad  de  un  gran  señor  que  dispone  los  cuarteles  y 
demás  adornos  heráldicos  de  su  tumba,  describió  el 
escudo  que  debía  encabezar  la  inscripción:  «ítem:  En 
medio  de  la  dicha  piedra  se  haga  una  canoa,  que  es  un 
madero  cavado  en  que  los  indios  navegan,  porque  en 
otra  tal  navegué  yo  trescientas  leguas  y  encima  pongan 
unas  letras  que  digan:  Canoa.» 

Una  disposición  extravagante,  mezcla  de  hidalgo 
orgullo  y  amarga  ironía,  cerraba  el  testamento  del  argo- 
nauta. Colón,  antes  de  morir,  había  instituido  un  mayo- 
razgo con  los  grandes  bienes  que  poseía  en  las  Indias.  El 
pobre  Méndez,  sin  una  casa  «donde  morar  sin  alquiler», 
no  quiso  ser  menos  que  su  antiguo  jefe,  é  institu^^ó  tam- 
bién un  mayorazgo  con  todos  sus  bienes.  Estos  bienes 
eran  un  mortero  de  mármol,  que  estaba  en  poder  de  un 
hijo  de  Colón,  y  siete  libros,  que  constituían  toda  su 
fortuna. 

— El  testamento  cita  los  libros — añadió  Ojeda — .  Un 
tratado  en  verso  sobre  la  venganza  de  la  muerte  de 
Agamenón,  otro  tratado  de  las  Querellas  de  la  Paz,  la 
filosofía  moral  de  Aristóteles  y  las  obras  de  Erasmo,  el 
autor  de  moda  en  aquel  entonces...  Esto  prueba  que  los 
conquistadores  no  fueron  brutos  heroicos  incapaces  de 
escribir  su  nombre,  como  se  ha  creído  después,  equipa- 
rándolos á  todos  con  el  duro  é  iletrado  Pizarro. 


LOS  ARGONAUTAS  317 

— i  Qué  hombres!...  ¡qué  hombres! — murmuró  con  ad- 
miraci(5n  el  doctor  Zurita. 

Maltrana,  seducido  por  el  entusiasmo  de  sus  compa- 
ñeros, habló  también  de  los  conquistadores.  Después  de 
la  lucha  de  siete  siglos  con  los  moros,  la  empresa  de 
las  Indias  había  sido  la  más  popular,  la  más  española. 
Las  guerras  en  Italia,  Flandes  y  Francia,  todas  las  em- 
presas de  Europa,  eran  negocios  de  reyes,  pleitos  here- 
ditarios en  los  que  tomaba  parte  la  nación  por  obedien- 
cia, sin  iniciativa  alguna,  acompañada  muchas  veces 
de  otros  pueblos.  El  tercio  castellano  era,  como  la 
legión  romana,  un  núcleo  de  combate  rodeado  de  en- 
jambres de  tropas  auxiliares.  En  torno  de  los  arcabuce- 
ros y  piqueros  españoles  de  amarillo  coleto,  marchaban 
los  espadachines  italianos  de  capa  negra  y  los  lansque- 
netes alemanes  con  acuchilladas  calzas  y  pesadas  ala- 
bardas. Las  victorias  españolas  iban  suscritas  muchas 
veces  por  generales  extranjeros. 

— En  las  Indias  no — dijo  Maltrana — .  En  las  Indias 
todo  es  nuestro:  el  soldado,  el  caudillo  y  el  navegante. 
Hasta  el  dinero  de  las  empresas  de  descubierta  fué  dine- 
ro popular.  Los  reyes  sólo  dieron  subsidios  para  los  pri- 
meros viajes.  Luego  la  iniciativa  privada  se  lanzó  á  los 
descubrimientos  por  m^ar  y  por  tierra,  y  en  menos  de 
un  siglo  dejó  contorneado  y  explorado  medio  mundo. 

Las  modernas  sociedades  comerciales,  las  empresas 
por  acciones,  habían  hecho  su  primera  aparición  en 
aquella  España  apenas  salida  del  caos  medioeval.  Un 
capitán  con  vagas  noticias  de  una  tierra  nueva  encon- 
traba siempre  un  cura  poseedor  de  ahorros,  un  escriba- 
no ávido,  un  hidalgo  capaz  de  vender  sus  terruños,  que 
se  asociaban  con  él  para  la  aventurera  empresa,  facili- 
tando capitales  con  los  que  se  adquirían  barcos,  armas 
y  víveres.  El  rey  sólo  daba  su  licencia,  reservándose  á 
cambio  de  ésta  el  quinto  de  las  ganancias. 

Marchaban  los  soldados  á  la  conquista  sin  paga  al- 
guna. Eran  socios  industriales  con  una  participación 
variable,  según  si  iban  á  pie  ó  mantenían  caballo;  si 
poseían  arcabuz  ó  disponían  únicamente  de  espada  y 
rodela.  Unas  veces,  al  partir  la  expedición  de  un  gran 
puerto,  se  consignaban  las  condiciones  de  la  empresa 


318  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

en  solemnes  capitulaciones  notariales;  otras,  los  hé- 
roes que  no  sabían  firmar  hacían  decir  una  misa,  y 
en  el  momento  de  la  consagración  tiraban  de  sus  espa- 
das, y  con  la  otra  mano  sobre  la  hostia,  juraban  mante- 
nerse fieles  á  sus  pactos  y  compromisos.  Esto  no  impe- 
día que  al  llegar  la  hora  del  triunfo  los  juramentados 
se  degollasen  sacrilegamente  por  el  reparto  de  unos 
señoríos  tan  grandes  como  la  Península,  con  montañas 
que  años  después  habían  de  vomitar  metales  preciosos 
por  las  gargantas  de  sus  bocaminas. 

Algunas  expediciones  partían  apresuradamente  an- 
tes de  completar  sus  preparativos,  por  miedo  al  arre- 
pentimiento de  los  capitalistas  ó  las  exigencias  de  los 
acreedores.  Hernán  Cortés,  en  su  viaje  á  Méjico,  había 
tenido  que  hacerse  á  la  vela  apresuradamente,  antes  de 
completar  las  provisiones  de  víveres,  por  miedo  á  un 
embargo  de  los  prestamistas. 

Los  formulismos  legales  acompañaban  á  los  aven- 
tureros en  sus  lejanas  empresas.  El  escribano  era  un 
personaje  importante  en  toda  expedición.  Los  Reyes 
Católicos  habían  recomendado,  al  iniciarse  los  descubri- 
mientos, que  se  procediese  con  dulzura  en  el  trato  de 
los  indígenas.  Por  esto  los  primeros  navegantes,  cada 
vez  que  al  abordar  á  una  isla  ó  una  costa  de  tierra  firme 
eran  recibidos  por  los  indios  con  flechazos  y  pedradas, 
antes  de  tomar  la  ofensiva  llamaban  al  escribano  real, 
le  pedían  testimonio  de  cómo  habían  sido  acogidos  en 
son  de  guerra,  viéndose  en  la  imperiosa  necesidad  de 
defenderse,  y  una  vez  cumplida  esta  formalidad  pape- 
lesca,  disparaban  las  lombardas  y  arremetían  espada 
en  mano. 

Los  tres  hombres,  contemplando  el  Océano  desde  la 
borda  de  aquel  trasatlántico,  provisto  de  las  mismas  co- 
modidades de  un  gran  hotel,  recordaban  las  pobres  em- 
barcaciones montadas  por  los  héroes  del  descubrimiento. 
Las  carabelas,  buques  ligeros  de  rápido  andar  y  escaso 
calado,  que  no  tenían  espacio  para  la  carga  ni  el  pasa- 
je, sólo  habían  servido  en  los  primeros  viajes  de  explo- 
ración. Al  poco  tiempo  de  ser  descubiertas  las  Indias, 
era  la  nao  la  que  cruzaba  el  Atlántico,  el  pesado  galeón, 
redondo  de  casco  y  de  velamen,  alto  de  popa,  cuyo 


LOS  ARGONAUTAS  319 

vientre  podía  transportar  las  gentes,  bestias  y  herra- 
mientas necesarias  para  las  nuevas  tierras. 

La  monotonía  abrumadora  de  estas  navegaciones  de 
meses  y  meses  sólo  era  alterada  por  los  peligros  del 
Océano  y  los  que  provocaban  la  imprevisión  y  la  igno- 
rancia propias  de  la  época.  Perdíanse  muchos  buques. 
Las  primeras  naos  del  descubrimiento  iban  montadas 
sólo  por  hombres.  Luego  los  galeones  de  la  colonización 
llevaban  mujeres  y  niños,  familias  en  masa  que  se  tras- 
ladaban al  Nuevo  Mundo  y  cuando  creían  ver  sus  costas 
eran  tragadas  por  la  tormenta,  bajando  para  siempre  á 
las  profundidades  del  mar.  Los  marinos  expertos  amaes- 
trados por  anteriores  viajes  de  descubierta  no  eran  su- 
ficientes en  número  para  las  expediciones,  cada  vez  más 
numerosas,  á  las  tierras  colonizadas. 

Pilotos  de  los  mares  de  Europa  avanzaban  á  ciegas 
en  el  Atlántico  siguiendo  inciertos  derroteros  en  los 
portulanos  recién  dibujados.  Cuando  se  consideraban 
lejos  aún  del  punto  de  llegada,  surgía  de  pronto  la  costa 
ante  el  morro  chato  del  galeón.  Otras  veces  creían  ha- 
llarse junto  á  las  Indias,  y  una  estima  más  exacta  de 
las  leguas  recorridas  les  hacía  ver  con  terror  que  esta- 
ban aún  en  mitad  del  camino,  con  las  provisiones  ago- 
tadas, y  lo  que  era  más  horrible,  con  sólo  unos  barriles 
de  agua.  Los  hombres  querían  matar  enloquecidos  por 
la  sed:  las  mujeres,  de  rodillas,  enseñaban  á  sus  peque- 
ñuelos  pidiendo  por  caridad  unas  gotas  de  líquido. 

¡Los  dramas  ignorados  que  había  presenciado  aquel 
testigo  azul  mudo  é  inmenso!  ¡Los  naufragios  que  no 
habían  dejado  como  rastro  ni  una  tabla!... 

Avanzaba  la  nao  bajo  la  dirección  y  la  autoridad 
despótica  del  piloto,  una  especie  de  brujo  que  hablaba 
con  los  vientos  y  las  olas.  El  capitán  era  el  jefe  de  com- 
bate, el  hombre  de  espada,  el  primero  de  todos  en  pre- 
sencia de  una  nave  hostil  ó  de  una  costa  abordable;  pero 
en  pleno  mar  obedecía  lo  mismo  que  los  demás  al  grave 
piloto,  agorero  personaje  que  examinaba  el  color  de  las 
aguas,  el  vuelo  de  las  gaviotas,  la  intensidad  de  los 
vientos,  los  tintes  del  alba  y  las  nubes  sangrientas  de 
la  puesta  del  sol. 

Ocupaba  un  lugar  en  lo  más  alto  de  la  popa,  llamado 


320  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

«el  tabernáculo»,  sentá>base  en  un  sillón  de  brazos  seme- 
jante ai  de  los  antiguos  barberos,  y  desde  él  gritaba  sus 
órdenes  á  los  proeles,  mozos,  grumetes  y  pajes,  marine- 
ría despechugada,  medio  desnuda  y  famélica,  en  anti- 
gua relación  con  toda  clase  de  parásitos.  Al  cerrar  la 
noche  se  apagaban  en  el  buque  fuegos  y  luces  por  miedo 
al  incendio.  Quedaban  fríos  hasta  la  mañana  siguiente 
los  hornillos  de  la  cocina.  No  había  más  resplandor  que 
el  de  la  lumbre  de  la  bitácora,  y  al  encenderla  el  paje 
de  guardia  decía  según  costumbre:  «Amén  y  Dios  nos 
dé  buenas  noches;  buen  viaje,  buen  pasaje  haga  la  nao, 
señor  capitán  y  maestre  y  buena  compaña.» 

Quedaban  dos  pajes  cerca  de  la  bitácora  velando  la 
ampolleta,  un  reloj  de  arena  que  molía  (dejaba  pasar) 
su  contenido  en  media  hora.  Así  medían  el  tiempo  en  la 
obscuridad  de  la  noche.  Y  siguiendo  una  tradición,  de- 
cían los  pajes  al  entrar  de  guardia: 

Bendita  la  liora  en  que  Dios  nació, 
Santa  María  quj  lo  pr.rió, 
San  Juan  qise  lo  bautizó. 
La  guarda  es  tomada; 
la  ampolleta  muele, 
biíen  viajo  haremos,  si  Dios  quiero. 

Cuando  acababa  de  pasar  la  arena  de  la  ampolleta, 
ó  sea  cada  media  hora,  uno  de  los  pajes  debía  gritar 
para  que  lo  oyesen  los  marineros: 

Buena  es  la  que  va, 
mejor  es  la  que  viene; 
una  00  pfisada  y  en  dos  muele, 
mas  iijolerá  si  Dios  quisiere. 
íjuoiita  y  pasa  que  buen  vir.je  faza 
¡  Ah  de  proa;  alerta,  buena  guardia! 

Y  los  marineros  de  proa  contestaban  con  un  grito  ó 
un  gruñido  para  dar  á  entender  que  no  dormían. 

Tripulantes  y  pasajeros  formaban  corrillos  en  la  obs- 
curidad, hablando  de  los  misterios  y  leyendas  del  mar, 
dando  nombres  y  propiedades  mágicas  á  los  astros  que 
brillaban  entre  el  cordaje  y  las  velas  negras.  A  media 
noche,  cuando  todos  sentían  cerrarse  sus  ojos  é  iban  en 
busca  de  las  hamacas  y  petates,  verificábase  el  relevo 


LOS  ARGONAUTAS  321 

de  la  guardia  entrando  de  cuarto  los  que  habían  de 
velar  hasta  que  rompiese  el  día,  y  los  pajes  gritaban 
otra  vez: 

— Al  cuarto,  al  cuarto,  señores  marineros  de  buena 
parte.  Al  cuarto,  ai  cuarto  en  buena  hora  de  la  guardia 
del  señor  piloto,  que  ya  es  hora.  Leva,  leva,  leva. 

El  sábado,  á  la  caída  de  la  tarde,  era  la  gran  fiesta 
en  el  navio.  Rezábase  la  salve  «y  otras  prosas»,  como 
decía  Colón  en  su  diario.  Se  improvisaba  un  altar  con 
imágenes  y  velas  encendidas,  reuniéndose  ante  él  tripu- 
lantes y  pasajeros. 

— ¿Somos  aquí  todos? — preguntaba  el  maestre. 

— Dios  sea  con  nosotros — respondía  á  coro  la  gente. 
Quitábase  la  caperuza  el  maestre  antes  de  replicar: 

Salvo  digamos, 
que  buen  viaje  hagamos. 
Salve  diremos, 
que  buen  viaje  haremos. 

Y  todos  los  del  buque,  proeles,  grumetes,  lombarde- 
ros,  soldados,  hidalgos,  damas,  sirvientes  y  niños,  ento- 
naban la  salve  en  la  tarde  moribunda  mientras  el  sol 
teñía  de  anaranjado  las  velas  y  el  mar  levantaba  con 
sus  choques  la  pesada  cascara  del  galeón. 

Con  la  salve  y  la  letanía  no  terminaban  los  rezos. 
Un  paje  que  hacía  funciones  de  monacillo  al  lado  del 
maestre  recomendaba  después  con  su  voz  infantil: 

Digamos  una  Ave  María 
por  el  navio  y  la  compañía. 

—Sea  bien  venida — contestaba  la  multitud. 

Y  cuando  se  finalizaba  este  rezo,  el  maestre  saluda- 
ba á  todos  con  grave  compostura. 

— Amén,  señores;  y  que  Dios  nos  dé  buenas  noches. 
No  todos  los  navegantes  eran  piadosos  y  confiaban 
su  suerte  al  cielo.  En  el  primer  siglo  del  descubrimiento, 
esparcíase  entre  la  gente  marina  la  leyenda  del  piloto 
Carreño,  un  argonauta  osado  y  blasfemador,  enemigo 
de  Dios  y  de  los  santos.  A  pesar  del  ambiente  diabólico 
que  rodeaba  su  nombre,  las  tripulaciones  lo  recordaban 

21 


322  V.    BLASCO   IBÁÑBi*. 

con  envidia  en  las  grandes  calmas,  cuando  el  galeón 
permanecía  inmóvil  semanas  enteras  en  un  mar  como 
un  espejo,  sin  el  más  leve  soplo  de  brisa. 

Este  maldito  del  Océano,  que  hacía  recordar  al  «Ho- 
landés errante»  y  á  otros  pilotos  en  pecado  mortal,  ha- 
bía realizado  un  viaje  desde  las  Indias  á  Cádiz  en  sólo 
tres  días.  Pero  hay  que  advertir  que  la  nave  iba  tripula- 
da por  una  legión  de  demonios  disfrazados  de  marine- 
ros, que  le  ha^bían  ofrecido  sus  servicios.  La  travesía  se 
efectuó  en  un  continuo  huracán.  Pasajeros  y  soldados 
no  podían  tenerse  de  pie  sobre  el  buque  tembloroso  por 
la  velocidad  y  próximo  á  romperse.  El  piloto  Carreño, 
sentado  en  el  tabernáculo,  tenía  que  agarrarse  á  su  ca- 
dira  de  mando  para  que  el  loco  movimiento  de  la  nave 
no  lo  arrojase  al  mar. 

Los  demonios,  espíritus  traviesos,  ejecutaban  las  ma- 
niobras al  revés  de  las  voces  náuticas  que  daba  Carreño. 
Cuando  éste  ordenaba  á  la  tripulación,  ágil  y  maligna 
como  una  tropa  de  monos,  «Larga  escota»,  los  demonios 
juguetones  aferraban  las  velas  del  trinquete  y  la  de 
mesana.  Y  cuando  mandaba  «Iza»,  ellos  amainaban. 
Pero  los  diablos  resultan  inocentes  siempre  que  tienen 
que  vérselas  con  la  malicia  del  hombre:  su  destino  es 
ser  engañados  á  la  larga  por  el  pecador,  y  el  hábil  Ca- 
rreño, al  comprender  la  bellaquería  de  sus  revoltosos 
marineros,  ordenó  en  adelante  todo  lo  contrario  de  lo 
que  en  realidad  quería  que  se  ejecutase.  Así  se  salvaba 
la  nao,  y  Carreño  en  tres  días,  engañando  al  demonio, 
pasaba  de  un  mundo  á  otro. 

La  sed  era  el  tormento  de  los  largos  viajes  interrum- 
pidos por  las  calmas.  Corrompíase  el  agua,  y  los  ali- 
mentos, salados  en  demasía,  excitaban  en  todos  el  ansia 
de  beber.  Las  familias  emigradoras  se  sustentaban  con 
las  provisiones  que  habían  hecho  antes  de  embarcar.  El 
fogón  de  la  nave  era  llamado  la  «isla  de  las  ollas»  por 
su  gran  número,  pues  cada  grupo  cuidaba  de  la  suya.  Y 
cuando  llegaba  la  hora  de  la  comida,  los  mismos  pajes, 
que  acababan  de  tender  para  los  marineros  un  mantel 
en  el  suelo,  con  platos  de  madera,  daban  á  gritos  la 
señal. 
— Tabla,  tabla,  señor  capitán,  piloto,  maestre  y  buena 


LOS  ARGONAUTAS  323 

compaña.  Tabla  puesta,  vianda  presta.  Agua  usada  para 
el  señor  capitán  y  maestre  y  buena  compaña.  ¡Viva, 
viva  el  rey  de  Castilla  por  mar  y  por  tierra!  Y  quien  le 
diere  guerra,  que  le  corten  la  cabeza.  Y  quien  no  dijera 
amén,  que  no  le  den  de  beber.  Tabla  en  buena  hora, 
quien  no  viniere  que  no  coma. 

Y  comían  los  tripulantes  al  principio  de  la  navega- 
ción carne  salada  de  vaca;  luego  huesos  sin  tuétano 
vestidos  sólo  de  algunos  nervios;  los  viernes  y  vigilias 
habas  guisadas  con  agua  y  sal,  y  en  las  fiestas  recias 
abadejo,  que  era  plato  de  gran  lujo.  Quedaban  los  más 
con  hambre,  pero  dábanse  por  contentos  siempre  que  el 
paje  encargado  de  la  gaveta  del  vino  pasase  con  fre- 
cuencia entre  ellos  taza  en  mano. 

Olvidaban  los  pasajeros  todos  los  martirios  y  mise- 
rias de  la  navegación  á  la  vista  de  las  Indias.  Abrían 
las  cajas  para  sacar  camisas  blancas  y  vestidos  nuevos; 
limpiábanse  de  los  menudos  compañeros  de  viaje,  repug- 
nantes y  molestos,  que  volvían  á  refugiarse  en  las  ren- 
dijas de  las  naos;  se  ceñían  la  espada.  En  cuanto  á  las 
pobres  damas,  macilentas  por  el  mareo  y  las  privaciones, 
transfigurábanse  al  llegar  á  las  nuevas  tierras.  Desha- 
cían los  cadejos  de  sus  greñas  abandonadas,  animiíbanse 
el  rostro  con  blanco  solimán  y  roja  cochinilla,  «saliendo 
debajo  de  cubierta — según  un  viajero  de  entonces — tan 
bien  tocadas,  rizadas,  engrifadas  y  repulgadas,  que  pa- 
recían nietas  de  las  que  eran  en  alta  mar». 

La  gloria,  la  riqueza  y  hasta  el  gobierno  de  pueblos 
estaban  al  alcance  de  todos  al  otro  lado  de  los  mares. 
Siguiendo  los  pífanos  y  atambores  de  los  tercios  y  el 
flamear  de  las  banderas  con  águilas  de  doble  cabeza,  el 
pobre  hidalgo  iba  al  encuentro  de  la  gloria,  pero  tam- 
bién de  la  miseria.  Después  de  largas  campañas  en 
Flandes  ó  en  Italia,  tenía  asegurada  una  espera  no 
menos  luenga  en  las  antesalas  de  los  palacios  con  el 
memorial  en  las  rodillas  solicitando  una  recompensa  de 
criado  por  los  pelotazos  de  hierro  y  los  acuchillamien- 
tos recibidos  en  las  batallas  contra  el  turco  y  el  herético. 
Los  altos  puestos  los  acaparaban  los  cortesanos  de  no- 
bleza tradicional,  los  descendientes  de  los  que  habían 
peleado  en  la  Península  contra  el  sarraceno. 


324  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

Embarcándose  para  las  Indias  todo  era  posible.  Bas- 
taba fundar  un  pueblo  para  ennoblecerse  por  este  hecho, 
colocando  ante  su  nombre  el  honorífico  Don.  Mozos  de 
vida  airada,  acostumbrados  á  peleas  nocturnas  con  las 
rondas  de  alguaciles  y  á  largas  estancias  en  la  cárcel 
por  deudas,  convertíanse  al  otro  lado  del  Océano  en 
magníficos  señores  que  destronaban  emperadores,  colo- 
caban otros  en  su  lugar,  ó  concluían  por  sentarse  en  el 
trono.  Algunos,  á  la  hora  en  que  sus  madres,  vistiendo 
zagalejos  de  roja  bayeta,  daban  de  comer  á  las  gallinas 
en  sus  corrales  de  Extremadura  y  Andalucía,  se  casa- 
ban, lo  mismo  que  los  caballeros  andantes,  con  grandes 
princesas  de  tez  pálida  y  ojos  oblicuos,  criaturas  de 
enigma  y  ensueño,  que  llevaban  sobre  la  frente  la  borla 
multicolor  de  la  autoridad  y  en  el  pecho  áureas  placas 
con  sagrados  jeroglíficos. 

Y  todos  los  días,  durante  un  siglo,  chirriaban  al 
amanecer  las  puertas  del  caserío  vasco,  del  tapial  pardo 
de  Castilla,  del  casuchín  morisco  enjalbegado  y  oprimi- 
do en  la  calleja  andaluza,  de  la  corralada  extremeña 
envuelta  en  olor  de  estiércol  cerduno;  y  los  mozos  em- 
prendían la  marcha  ligeros  de  ropa  y  ágiles  de  piernas, 
cantando  como  los  mancebos  que  encontraba  don  Qui- 
jote en  sus  correrías,  con  una  vieja  espada  al  hombro  á 
guisa  de  bordón  de  peregrino  y  pendiente  de  ella  el  hato 
de  ropa  con  toda  su  fortuna;  unas  calzas  nuevas,  los  gre- 
güescos,  dos  camisas,  un  rosario,  unos  naipes  gastados, 
lo  más  preciso  para  llegar  á  virrey  ó  á  marqués  de  títu- 
lo sonoro  y  exótico  al  otro  lado  del  mar.  Y  de  todos  los 
extremos  de  la  Península,  siguiendo  rutas  convergentes 
como  las  varillas  de  un  abanico,  estos  alegres  romeros 
de  la  aventura  y  la  ilusión  venían  á  unirse  con  una  fir- 
me amistad,  tal  vez  por  toda  la  existencia,  al  pie  de  las 
carabelas  y  galeones  que  se  balanceaban  pesadamente 
en  la  desembocadura  del  Guadalquivir  esperando  el 
lombardazo  de  partida. 

Eran  «la  segunda  hornada»  de  exploradores,  los  que 
habían  de  contornear  el  mundo  recién  descubierto,  á  tra- 
vés del  naufragio  y  la  muerte.  Embarcábanse  años  des- 
pués los  de  «la  tercera  hornada»,  los  conquistadores  de 
reinos  y  fundadores  de  ciudades,  que  mal  avenidos  con 


LOS  ARaONAUTAS  325 

la  paz  del  triunfo,  acababan  por  pelearse  entre  ellos  sañu- 
damente en  una  guerra  de  banderías,  estúpida  y  feroz. 
Los  reyes  vivían  vueltos  de  espaldas  á  estas  tie- 
rras de  misterio,  cuyas  riquezas  tan  decantadas  sólo 
fueron  una  realidad  algunos  años  más  tarde.  Preocupa- 
dos con  sus  guerras  y  negocios  de  Europa,  miraban  con 
indiferencia  este  éxodo  y  abrían  la  mano  liberalmente 
á  toda  demanda  de  nuevas  conquistas  y  permisos  de 
navegación. 

— Un  autor  de  aquella  época — dijo  Maltrana — escri- 
bió un  libro  titulado  «Los  seis  aventureros  de  España,  y 
como  el  uno  va  á  las  Indias,  y  el  otro  á  Italia,  y  el  otro 
á  Flandes,  y  el  otro  está  preso,  y  el  otro  anda  entre  plei- 
tos, y  el  otro  entra  en  religión.  Y  como  en  España  no 
hay  más  gente  destas  seis  personas  sobredichas.., y>  Así 
era:  no  había  más.  Este  era  el  estado  á  que  podían  as- 
pirar los  que  tenían  voluntad  y  coraje.  Las  Indias  repre- 
sentaban, según  Cervantes,  «el  refugio  y  el  amparo  de 
todos  los  desesperados  de  España»,  y  como  la  desespera- 
ción era  el  estado  natural  de  los  españoles  de  entonces, 
de  aquí  que  el  libro  debió  tener  una  segunda  parte,  ve- 
rídica y  lógica,  relatando  cómo  el  aventurero  de  Indias 
se  quedaba  allá  para  siempre;  y  los  aventureros  de  Italia 
y  Flandes,  aburridos  de  un  heroísmo  pobre  y  sin  gloria, 
acababan  por  irse  al  Nuevo  Mundo:  y  el  preso  hacía  lo 
mismo  al  salir  de  la  cárcel;  y  el  pleiteante  seguía  idén- 
tico camino,  viéndose  sin  otra  subsistencia  que  la  sopa 
boba,  y  hasta  el  fraile  acababa  sus  días  en  un  monaste- 
rio colonial  adoctrinando  vírgenes  cobrizas  y  cuidando 
los  naranjos  recién  traídos  de  la  Península... 

— En  esta  fuga  hacia  las  tierras  nuevas — dijo  Oje- 
da— ,  ¿quién  podrá  conocer  jamás  la  cifra  exacta  de  ios 
que  salieron  y  no  llegaron?  ¡Cuántas  catástrofes  igno- 
radas!... Algunos  autores  extranjeros  afirman  que  en 
tres  siglos  le  costó  á  España  treinta  millones  de  hombres 
la  colonización  del  Nuevo  Mundo.  Seguramente  exage- 
ran, pero  hay  que  pensar  que  esa  magna  colonización, 
desde  la  mitad  de  los  actuales  Estados  Unidos  al  paso 
de  Magallanes,  la  acometió  ella  sola  con  sus  propios  re- 
cursos. Hoy  el  americano  ha  cambiado  mucho  de  su  tipo 
original.  jLa  mezcla  que  esto  supone!  ¡El  enorme  envío 


326  V,    BLASCO  IBÁNBZ 

de  virilidad  que  fué  necesario  para  aclarar  la  sangre 
india  de  su  cobre  nativo!... 

Durante  el  primer  siglo  de  la  conquista  embarcá- 
banse los  aventureros  en  los  primeros  buques  que  encon- 
traban disponibles,  vasos  antiguos  apenas  recompuestos 
y  guiados  por  cualquier  piloto  costero  que  se  prestaba  á 
dirigir  la  expedición.  Las  administraciones  de  entonces 
no  conocían  la  estadística.  Además,  eran  frecuentes 
los  viajes  clandestinos,  sin  papeles.  Nadie  se  preocupa- 
ba de  la  seguridad  de  los  viajes  ajenos:  cada  uno  que 
velase  por  sí  mismo.  Se  confiaba  en  Dios  y  no  se  tenía 
miedo  á  nada. 

Una  expedición  al  mando  de  un  viejo  capitán  de  In- 
dias salía  de  Cádiz  para  la  isla  de  las  Perlas  en  las  cos- 
tas de  Venezuela.  El  día  era  bonancible,  el  mar  liso  y 
tranquilo,  pero  el  galeón  estaba  tan  desencuadernado 
y  podrido,  que  apenas  navegó  una  hora  se  fué  á  pique 
instantáneamente  á  la  vista  de  la  ciudad,  ahogándose 
todos  sus  tripulantes. 

— Esta  catástrofe — dijo  Maltrana — metió  algún  ruido 
porque  entre  los  aventureros  iba  el  hijo  único  de  Lope 
de  Vega,  mozo  poeta  deseoso  de  seguir  una  de  las  seis 
carreras  de  los  hidalgos  de  entonces.  Pero  ocurrían  con 
mucha  frecuencia  estos  naufragios  por  imprevisión  ó 
por  audacia,  sin  que  de  ellos  quedase  noticia  alguna... 
¡Si  este  mar  pudiese  contarnos  todos  los  dramas  ignora- 
dos del  descubrimiento! 

El  doctor  Zurita  asintió  gravemente.  Mucho  le  había 
costado  á  España  su  gran  empresa  de  Ultramar.  Tal 
vez  su  decadencia  provenía  de  ésta. 

— Así  es — contestó  Ojeda — .  Unos  atribuyen  esa  deca- 
dencia á  las  guerras  europeas;  pero  las  naciones  que 
peleaban  con  nosotros  experimentaron  iguales  pérdidas, 
y  no  por  esto  decayeron...  Otros  echan  la  culpa  al  ex- 
ceso de  religiosidad,  que  nos  metió  en  empresas  absur- 
das. Tal  vez  sea  esto  cierto,  pero  en  parte  nada  más. 
Naciones  hubo  entonces  tan  fanáticas  como  la  nuestra, 
y  sin  embargo  no  se  vieron  en  peligro  de  muerte...  La 
causa  principal  de  nuestra  decadencia,  ó  más  bien  di- 
cho, de  nuestra  anemia,  debe  buscarse  en  la  coloniza- 
ción de  las  Indias.  Un  organismo  sana  de  las  heridas  que 


LOS  ARGONAUTAS  327 

recibe  por  tremendas  que  sean.  Lo  peligroso,  lo  mortal, 
es  un  desangre  que  dura  años,  que  dura  siglos:  un 
flujo  inatajable  con  el  que  se  escapa  la  vida... 

Fernando  describió  á  la  vieja  España  como  una  de 
esas  madres  prolíficas  en  exceso  que  marchan  sobre  sus 
piernas  un  tanto  vacilantes,  entre  sus  hijos,  grandotes, 
robustos,  sonrientes  con  la  confianza  de  la  salud.  Sufren 
todas  las  enfermedades  y  no  tienen  ninguna:  su  única 
dolencia  cierta  es  la  debilidad,  la  anemia,  la  escasez  de 
vida  que  han  ido  repartiendo  y  malgastando  generosa- 
mente. Cada  hijo  se  ha  llevado  un  jirón  de  su  existencia. . . 
— Y  figúrense  ustedes — continuó  Ojeda — lo  que  repre- 
senta para  España  haber  dado  á  luz  cerca  de  una  vein- 
tena de  cachorros  que  están  al  otro  lado  del  mar  vivien- 
do por  cuenta  propia,  unos  adelantados  y  cultos,  otros 
impulsivos  y  montaraces,  pero  todos  de  su  sangre  y  su 
apellido  y  con  las  ilusiones  de  la  juventud. 

Maltrana  asintió  á  estas  palabras,  pero  añadiendo 
una  opinión  suya.  El  mal  de  España  había  sido  no  des- 
cansar hasta  la  vejez. 

—Nuestro  país  es  por  su  historia  algo  semejante  á  una 
olla  que  hierve  siglos  y  siglos  sin  que  nadie  la  aparte 
del  fuego  para  que  se  enfríe  su  contenido.  Los  grandes 
pueblos  de  Europa,  después  del  hervor  fundente  duran- 
te el  cual  se  mezclaron  sus  razas  y  se  borraron  sus  anta- 
gonismos, pudieron  descansar  en  la  paz.  Este  reposo  les 
ha  servido  para  solidificarse,  engrandecerse  y  adquirir 
nuevas  fuerzas.  España  no;  España  no  conoció  el  des- 
canso. Durante  siete  siglos  hierve  con  el  burbujeo  de 
las  luchas  de  raza  y  los  antagonismos  religiosos.  Al  fin 
se  verifica  de  cualquier  modo  la  fusión  de  los  diversos 
ingredientes.  Ya  está  hecha  la  mixtura  nacional,  tal  vez 
de  mala  manera,  pero  ya  está  hecha.  Hay  que  retirar  la 
vasija  del  fuego  para  que  se  cristalice  el  contenido  y  sea 
algo  más  que  líquido  y  vapores. 

Pero  en  este  momento  crítico  España  descubría  las 
Indias  y  por  alianzas  monárquicas  se  encontraba  dueña 
de  media  Europa.  Y  en  vez  de  descansar,  volvía  á  hervir 
con  un  fuego  mayor,  se  hinchaba  con  un  burbujeo  loco, 
absurdo,  el  más  extraordinario,  atrevido  é  insolente  que 
consigna  la  historia.  Una  nación  relativamente  pequeña, 


328  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

mal  situada  en  un  extremo  del  mundo  viejo,  y  que  ade- 
más pretendía  unificarse  expulsando  á  ios  españoles  he- 
breos y  musulmanes  por  ser  de  distinta  religión,  em- 
prendía al  mismo  tiempo  la  empresa  de  colonizar  medio 
globo  y  de  mantener  bajo  su  autoridad  lejanas  naciones 
europeas  que  no  eran  de  su  idioma  ni  de  su  raza. 

Y  el  líquido,  hinchado  por  el  fuego,  adquiría  fantásti- 
cas proporciones,  pareciendo  mucho  más  grande  de  lo 
que  realmente  fué;  esparcíase  en  oleadas  fuera  de  la 
vasija  para  perderse  sin  utilidad  alguna,  hasta  que  acabó 
por  apagar  la  lumbre.  Y  cuando  la  olla  descansaba  al 
fin  enfriándose,  sólo  tenía  en  su  interior  leves  residuos. 
Lo  mejor  se  había  escapado  en  vapores  gloriosos  ó  que- 
daba esparcido  por  el  mundo  en  manchas,  en  pequeños 
terrones,  sin  formar  una  masa  homogénea. 

— ¡Ay,  si  hubiésemos  descansado  á  tiempo  como  otros 
pueblos! — dijo  Maltrana — .  ¡Si  hubiesen  transcurrido  un 
siglo  ó  dos  entre  la  constitución  nacional  y  nuestras 
grandes  empresas!...  Pero  estiramos  la  pierna  más  allá 
de  la  sábana,  que  era  corta.  Nunca  se  ha  visto  un  despil- 
farro de  vida  y  de  energías  más  glorioso  é  inútil. 

El  doctor  Zurita  protestó  de  esto  último. 
— Inútil  no.  En  lo  que  se  refiere  á  las  empresas  de  Eu- 
ropa, indudablemente...  Pero  queda  la  América;  todas 
las  repúblicas  que  hablan  español  y  que  más  allá  de  sus 
diferencias  de  constitución  nacional  son  iguales  por  su 
alma  y  sus  costumbres. 

Ojeda  asintió.  El  loco  despilfarro  de  la  energía  espa- 
ñola únicamente  había  sido  reproductivo  en  las  Indias. 
Viajando  por  diversas  repúblicas  del  Nuevo  Mundo  en 
sus  tiempos  de  diplomático,  había  apreciado  la  gran- 
deza histórica  de  España  mejor  que  con  la  lectura  de 
los  libros  apologéticos. 

En  un  país  americano  de  clima  frío  donde  crecían 
lo  mismo  que  en  Europa  el  pino  y  el  abeto  y  las  monta- 
ñas estaban  coronadas  de  nieve,  salía  al  encuentro  del 
viajero  el  idioma  castellano,  y  con  él  las  viejas  casas  de 
escudos  coloniales  en  el  portón  y  los  entonados  señores 
de  solemnes  maneras  semejantes  á  los  hidalgos  antiguos. 
Hasta  el  presidente  de  la  República  llevaba  un  apellido 
rancio  y  sonoro  igual  al  de  los  galanes  de  capa  y  espada 


LOS   ARGONAUTAS  B29 

de  las  comedias  de  Calderón.  Luego,  al  saltar  á  otro  país 
de  cocoteros  y  bosques  enmarañados,  con  ríos  como  ma- 
res, llanuras  de  infernal  ardor,  volcanes  de  cima  hu- 
meante y  lagos  suspendidos  entre  cordilleras  vecinas  á 
las  nubes,  volvía  á  encontrar  vestido  de  blanco,  con  el 
sombrero  de  paja  en  la  mano,  el  mismo  hidalgo  cortés  y 
ceremonioso;  la  dama  de  breve  pie  y  ojos  andaluces, 
discreta,  juguetona  y  devota  como  una  tapada  de  Lope; 
el  antiguo  convento  colonial  con  sus  torres  encaperuza- 
das  de  azulejos  que  desgranan  el  campaneo  de  las  horas 
en  las  tardes  ardorosas  ó  las  noches  lunares  sobre  calles 
de  rejas  ventrudas  impregnadas  de  perfume  de  naranjo 
y  de  jazmín.  Y  otro  presidente  le  recibía  en  audiencia, 
ostentando  un  apellido  de  vieja  cepa,  y  era  idéntico  á 
los  demás  en  su  porte  caballeresco  y  sus  hazañas  de 
caudillo  voluntarioso  y  corajudo. 

Desde  las  fronteras  de  Tejas  á  los  hielos  de  Maga- 
llanes, vivía  España,  y  viviría  luengos  siglos,  en  el  doc- 
tor sentencioso,  trasatlántico  descendiente  de  Salaman- 
ca y  Alcalá;  en  la  dama  graciosa  y  devota  que  imita  las 
últimas  novedades  de  la  elegancia  exterior,  pero  guar- 
da el  alma  de  sus  abuelas:  en  el  caudillo  aventurero  que 
renueva  al  otro  lado  del  Océano  los  romances  medioeva- 
les de  la  Península;  en  la  irresistible  admiración  por  el 
valor  y  la  audacia  que  sienten  hasta  los  más  ilustra- 
dos, colocando  el  coraje  por  encima  de  todas  las  virtu- 
des humanas. 

Podía  un  cataclismo  continental  hundir  la  Penín- 
sula ibérica  bajo  las  aguas,  y  si  con  esto  desaparecía 
la  España  nación,  no  por  ello  iba  á  morir  la  España 
pueblo,  la  España  verbo,  el  alma  española.  Al  otro  lado 
del  mar,  en  las  costas  del  Atlántico  y  el  Pacífico,  ó 
acopladas  en  las  laderas  de  los  Andes  como  los  nidos  de 
los  cóndores,  existían  miles  de  ciudades  unificadas  por 
el  idioma,  las  costumbres  y  un  concepto  peculiar  del 
honor.  Ochenta  millones  de  seres  hablaban  el  castellano 
y  pensaban  en  él.  El  catolicismo,  firme  y  dominador  en 
unas  naciones  de  América,  débil  y  transigente  en  otras, 
era  también  una  fuerza  tradicional  que  mantenía  vi- 
viente el  pasado,  común  á  todas  ellas. 

Los  europeos  aprendían  el  español  para  entenderse 


330  V.    BLASCO   IBÁÑBÍ^; 

con  los  pueblos  jóvenes  de  América.  El  castellano  era  el 
tercer  idioma  mundial,  gracias  á  su  difusión  en  el  Nue- 
vo Mundo.  España  renacía  en  el  verdor  y  belleza  de  sus 
hijas. 

— Y  esto  es  algo — dijo  Ojeda — .  Nuestro  loco  despil- 
farro de  otros  tiempos  no  se  ha  perdido  del  todo  gra- 
cias á  América. 

Sus  amigos  asintieron.  No;  no  se  había  perdido. 

— Sólo  un  país  como  la  Península — continuó  Ojeda — , 
de  clima  africano  y  al  mismo  tiempo  con  mesetas  de 
frío  glacial,  podía  dar  una  raza  preparada  para  la  co- 
lonización de  un  mundo  tan  grande  y  diverso.  Así  úni- 
camente se  comprende  que  unos  mismos  hombres  llega- 
sen á  fundar  ciudades  que  están  á  más  de  dos  mil  metros 
de  altura,  en  las  que  se  respira  con  dificultad,  y  ciuda- 
des al  nivel  del  mar,  bajo  el  Ecuador,  con  un  ambiente 
de  infierno.  Sólo  un  pueblo  sobrio  y  de  vida  dura  como 
el  español  podía  acometer  la  empresa  de  poblar  un 
mundo  en  el  que  la  gente  aun  era  más  sobria  y  había 
poco  que  comer  ó  no  había  nada  absolutamente.  El 
peligro  para  el  conquistador  no  fué  la  flecha  del  indio; 
fueron  la  soledad  y  las  inmensas  distancias,  y  sobre 
todo  fué  el  hambre. 

Zurita  intervino  con  la  precipitación  del  que  oye 
hablar  de  algo  que  conoce  mejor  que  sus  interlocutores. 

— De  eso  puedo  decir  mucho.  Yo  he  colonizado,  ¿sabe, 
amigo?...  Yo  he  vivido  en  el  desierto  y  allí  conocí  lo 
que  habían  sido  los  antiguos  españoles  y  lo  mucho  que 
les  debemos...  Nosotros  hemos  sido  injustos  con  ellos. 
Nos  educan  mal  por  patriotismo:  nos  inculcan  mentiras 
desde  la  niñez.  Cuando  yo  iba  á  la  escuela  estaban  más 
vivos  que  ahora  los  odios  de  la  lucha  por  la  Indepen- 
dencia, y  eso  que  había  pasado  más  de  medio  siglo.  Es- 
paña era  una  madrastra  cruel  y  los  españoles  unos  ga- 
llegos brutos  que  sólo  habían  sabido  esclavizarnos  y 
explotarnos...  Y  esto  nos  lo  enseña-ban  en  idioma  espa- 
ñol, y  además  el  maestro  y  los  discípulos  llevábamos 
todos  apellidos  españoles.  Hablábamos  de  los  «gallegos» 
como  de  un  pueblo  bárbaro  que  hubiese  conquistado 
nuestro  país  cuando  ya  estaba  constituido  y  en  plena 
civilización,  retrasando  su  progreso,  por  lo  cual  lo  había- 


LOS  ARGONAUTAS  331 

mes  expulsado  gloriosamente  después  de  tres  siglos  de 
tiranía...  De  hombre  continué  en  la  misma  ignorancia. 
Los  que  nacemos  en  una  ciudad  ya  hecha,  no  nos  pre- 
guntamos cómo  se  formó  y  quiénes  pusieron  sus  cimien- 
tos. Cuando  deseamos  salir  de  ella,  es  para  irnos  á 
Europa  y  rabiar  de  emulación  viendo  que  hay  cosas  me- 
jores que  las  nuestras.  Nunca  miramos  atrás  ni  nos 
preocupan  nuestros  orígenes. 

Hizo  una  pausa  el  doctor,  como  si  le  molestase  un  mal 
recuerdo. 

— Yo  mismo— añadió— siento  cierto  remordimiento  al 
pensar  en  mi  abuelo.  ¡Pobre  señor!  Cuando  de  niño  me 
enfadaba  con  él,  le  llamaba  «gallego»  y  recordaba  los 
grandes  hechos  de  la  Independencia,  que  habían  servi- 
do, según  mis  ideas,  para  echar  á  patadas  del  país 
á  una  banda  de  extranjeros  explotadores...  Al  viajar 
por  el  interior  de  mi  tierra,  vi  claro;  me  di  cuenta  de 
los  sufrimientos  y  trabajos  de  aquellos  hombres  que 
fueron  extendiendo  por  el  desierto  la  civilización  de  su 
época.  Sólo  los  que  viven  en  las  ciudades  y  no  salen  al 
campo  (al  campo  inculto  que  aun  no  conoce  la  mano 
del  hombre),  pueden  hablar  con  desprecio  de  nuestros 
remotos  ascendientes. 

El  doctor  recordaba  su  vida  de  joven,  cuando  había 
colonizado  tierras  vírgenes  recientemente  abandonadas 
por  el  indio. 

— Tuve  que  sufrir  toda  clase  de  privaciones:  hasta 
pasé  hambre  muchas  veces.  Y  eso  que  tenía  cerca  el 
ferrocarril;  y  los  ríos  podía  remontarlos  en  buques  de 
vapor  en  vez  de  ir  á  remo;  y  el  trasatlántico  me  traía 
en  menos  de  un  mes  los  encargos  de  Europa...  Entonces 
me  di  cuenta  de  lo  que  hicieron  los  primeros  españoles, 
sin  otros  medios  de  comunicación  que  la  recua  ó  la  carre- 
ta, teniendo  que  echar  seis  ú  ocho  meses  para  recorrer 
distancias  que  hoy  salva  el  ferrocarril  en  dos  ó  tres  días. 
Cuando  querían  remontar  el  Paraná  yendo  de  Buenos 
Aires  á  la  Asunción  á  remo  y  á  vela  por  las  revueltas 
del  río,  les  costaba  este  viaje  tres  veces  más  tiempo 
que  para  ir  á  España.  Naves  de  la  Península,  llegaban 
muy  de  tarde  en  tarde,  si  es  que  no  naufragaban.  Y 
á  pesar  de  tantos  obstáculos,  nuestros  ascendientes  fun- 


332  V.    BLASCO   IBÁNBZ 

daron  los  núcleos  de  las  ciudades  que  ahora  tenemos, 
crearon  las  primeras  ganaderías,  adaptaron  á  nuestro 
suelo  los  productos  del  viejo  mundo,  lo  prepararon  todo 
para  que  los  europeos  que  llegasen  después  no  se  mu- 
rieran de  hambre...  El  español  colocó  la  mesa  en  Améri- 
ca, fabricó  los  asientos  y  puso  el  pan.  Esta  es  una  imagen 
que  se  me  ocurre.  Después,  otros  pueblos  más  adelanta- 
dos han  traído  las  salsas  refinadas  de  civilización,  los 
hermosos  adornos  de  mesa;  pero  sin  el  primero,  que  pre- 
paró lo  más  necesario,  no  habría  banquete. 

— Así  es — dijo  Maltrana — .  Pero  el  que  produce  en  la 
vida  lo  preciso  y  vulgar,  no  alcanza  nunca  la  fama  del 
que  fabrica  lo  superfino  y  agradable.  Nadie  sabe  quién 
inventó  el  pan  y  quién  tejió  la  primera  tela.  Ningún 
pueblo  les  ha  levantado  estatuas.  Y  crean  ustedes  que 
los  inventores  del  pan,  del  paño  y  de  la  cocción  de  los 
alimentos,  fueron  más  grandes  y  dignos  de  gloria  que 
los  autores  de  todas  las  maquinarias  de  nuestra  época. 

— En  la  formación  de  los  países  americanos — insistió 
Zurita — ocurre  lo  que  en  los  grandes  edificios  que  ahora 
se  construyen.  Muy  pocos  ven  el  andamiaje  interior  de 
acero:  ninguno  desea  conocer  el  nombre  de  los  que  tra- 
bajaron en  los  profundos  cimientos.  La  admiración  es 
toda  para  los  adornos  y  «firuletes»  de  la  fachada...  Y 
quien  asentó  nuestros  cimientos  y  levantó  la  parte  sólida 
de  nuestro  palacio,  fué  España.  Los  otros  pueblos  han 
llegado  mucho  después,  á  la  hora  de  los  adornos  y  balco- 
najes, para  darlo  cómodo  y  lo  lindo.  Lomas  duro,  el  tra- 
bajo ingrato  y  peligroso  de  albañilería,  lo  hizo  «la  vieja». 

— Y  cuanto  más  quieran  ustedes  elevar  su  edificio 
— dijo  Ojeda — ,  cuanto  más  grandioso  y  solemne  lo  de- 
seen, más  tendrán  que  bajar  en  busca  de  los  cimientos 
para  reforzarlos,  so  pena  de  venirse  abajo. 

— Hay  que  haber  vivido  en  el  desierto — continuó  el 
doctor — para  darse  cuenta  de  lo  que  trajeron  con  ellos 
los  conquistadores  y  los  servicios  que  prestaron  á  la  ci- 
vilización. Yo  sufrí  mucho  al  crear  mis  estancias,  y  sin 
embargo,  pensaba:  «Este  caballo,  que  me  lleva  de  un 
lado  á  otro,  lo  trajeron  los  españoles.  Antes  de  venir 
ellos,  no  existía.  Estas  vacas  y  estas  ovejas,  que  puedo 
matar  y  comer,  las  trajeron  ellos  también.  La  galleta 


LOS  ARGONAUTAS  333 

que  me  llevo  á  la  boca,  procede  del  trigo  que  ellos 
sembraron  los  primeros.»  Y  no  podía  moverme  en  mi 
pobreza  sin  encontrar  que  las  pocas  comodidades  que 
me  rodeaban  las  debía  á  los  atrevidos  españoles  que 
avanzaron  y  murieron  en  el  desierto  para  que  un  día 
pudiese  yo  avanzar  á  mi  vez.  Y  me  preguntaba:  «¿Pero 
qué  había  aquí  antes  de  que  ellos  llegasen?  ¿Qué  comía 
la  gente?...»  La  gente  era  escasa,  y  para  comer  sólo 
había  maíz,  mandioca  y  carne  del  huanaco.  Esto  á  juz- 
gar por  lo  que  yo  he  visto  en  mi  tierra.  Dicen  que  en  el 
Perú  y  en  Méjico  había  mayores  medios,  porque  era 
más  numerosa  la  gente.  Así  debió  ser,  pero  me  temo 
que  en  los  relatos  haya  alguna  exageración  de  los  hom- 
bres de  pluma,  cuentos  maravillosos...  lo  que  ustedes 
llaman  «literatura». 

Ojeda,  que  escuchaba  pensativo,  habló  á  su  vez. 

— Y  hay  que  pensar,  doctor,  en  los  esfuerzos  que  cos- 
taría llevar  allá  cada  uno  de  esos  productos  destinados 
á  la  aclimatación,  en  pequeños  buques,  con  la  gente 
hacinada. 

Tripulantes  y  soldados  dormían  sobre  las  tablas.  Los 
capitanes  y  personajes  tenían  por  toda  comodidad  una 
colchoneta  arrollada  en  el  castillo  de  popa.  Las  provi- 
siones eran  saladas  ó  avinagradas,  para  resistir  los 
cambios  de  temperatura.  Las  grandes  calmas  del  Océa- 
no hacían  escasear  con  su  larga  inmovilidad  la  provisión 
de  agua.  Muchos  vendían  una  á  una  sus  prendas  de 
ropa  á  cambio  de  algunos  vasos  de  líquido  terroso  y 
recalentado,  y  llegaban  desnudos  al  término  del  viaje. 
Y  en  medio  de  esta  sed  rabiosa,  había  que  economizar 
líquido  para  dar  de  beber  al  caballo,  al  toro  procreador, 
á  la  vaca  de  vientre,  al  naranjo  en  maceta,  al  olivo  de 
plantel,  á  todas  las  novedades  animales  y  vegetales 
que  llevaban  allá  como  tesoros,  estimados  en  más  que 
la  vida  de  los  hombres...  Y  como  si  no  bastasen  tantas 
tribulaciones,  habían  de  abrirse  paso  á  cañonazos  entre 
los  buques  enemigos,  ingleses,  holandeses  ó  franceses, 
que  según  las  variaciones  de  la  política  española,  les 
salían  al  encuentro  para  impedir  sus  viajes. 

— España — terminó  Ojeda — dio  á  América  todo  lo  que 
tenía,  lo  bueno  y  lo  malo. 


334  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

— Y  no  dio  más  porque  no  tenía  más — dijo  Zurita — . 
Los  otros  países  no  creo  yo  que  tuviesen  más  que  dar 
en  aquellos  tiempos...  Pero  nosotros,  legítimos  descen- 
dientes de  los  españoles,  hemos  heredado  de  ellos  la 
mala  lengua,  la  tendencia  á  hablar  contra  España  y 
hacerla  responsable  de  todo. 

— Ahí  tenemos  al  amigo  Pérez— dijo  riendo  Maltra- 
na — ,  ese  buen  mozo  subido  de  color  que  admira  á  In- 
glaterra hasta  en  sueños.  Ese  hace  responsable  á  la  ma- 
dre patria  de  todo  lo  de  América:  de  la  sequedad  ó  del 
exceso  de  lluvias;  de  la  pereza  de  los  indios,  hasta  de  la 
escasez  de  ferrocarriles. 

— La  mala  lengua  heredada;  es  cierto — dijo  Ojeda — . 
El  individualismo  orgulloso  del  español,  que  se  cree  de- 
fraudado por  ser  de  su  país,  y  habla  contra  él  á  todas  ho- 
ras, convencido  de  que  al  nacer  en  otra  tierra  hubiese 
sido  mxucho  más  grande. 

— Una  injusticia  —  dijo  Zurita  —  es  también  hablar 
tanto  de  la  crueldad  de  los  españoles  con  el  indio.  ¿Cómo 
civilizar  una  tierra  sin  barrer  antes  la  gente  que  la  ocupa 
y  se  opone  á  esa  civilización?...  En  la  antigua  América 
española  los  pueblos  más  adelantados  son  aquellos  que 
tienen  menos  indios.  En  los  Estados  Unidos  quedan  tan 
pocos,  que  los  enseñan  en  los  circos  como  una  curiosi- 
dad. En  mi  país  sólo  se  encuentran  en  las  fronteras  del 
Norte,  y  cada  vez  son  menos.  Chile  ya  no  guarda  más 
que  una  muestra  de  los  antiguos  araucanos. 

— Es  curioso — dijo  Maltrana  volviendo  á  sonreír — . 
Casi  todas  las  Eepúblicas  americanas,  en  odio  á  España, 
han  cantado  al  indio  primitivo  que  hizo  frente  á  los  con- 
quistadores, pintándolo  como  un  héroe  poseedor  de  todas 
las  virtudes.  Pero  muchas  de  esas  Eepúblicas,  después 
de  su  independencia,  se  han  dedicado  á  matar  al  indio, 
á  suprimirlo  con  una  crueldad  más  fría  y  razonada  que 
la  de  los  virreyes  y  gobernadores,  á  organizar  el  exter- 
minio metódico  y  el  reparto  de  los  niños  para  que  no 
quedase  ni  simiente...  Nietos  de  gallegos  y  vascongados 
han  cantado  los  intentos  de  rebelión  de  los  indios  contra 
la  metrópoli,  viendo  en  ellos  los  primeros  vagidos  de  la 
Independencia,  cuando  no  fueron  más  que  revueltas  de 
raza,  sublevaciones  de  color.  En  el  caso  de  triunfar  los 


LOS  ARGONAUTAS  335 

indios,  lo  primero  que  hubieran  hecho  es  dar  muerte  á  los 
criollos  blancos,  abuelos  ó  padres  de  los  caudillos  de  la 
emancipación  americana. 

~Yo  no  soy  de  esos— protestó  el  doctor — .  Yo  creo 
que  el  principal  defecto  de  la  colonización  española  fué 
su  empeño  en  transformar  al  indio,  en  hacerlo  cristiano; 
empresa  difícil  y  de  escasos  resultados.  Vean  el  ejemplo 
de  las  grandes  naciones  modernas:  cuando  les  estorba  el 
paso  un  pueblo  refractario,  lo  suprimen...  Inglaterra, 
con  su  virtud  protestante  y  su  lagrimeo  bíblico,  ha  borra- 
do del  planeta  razas  enteras.  España  no  pudo  hacerlo. 
Tenía  que  poblar  un  hemisferio,  le  faltaba  gente  para 
tanta  extensión,  y  hubo  de  transigir  con  los  natura- 
les. Además,  hay  que  tener  en  cuenta  el  espíritu  de- 
voto y  la  perniciosa  facilidad  del  español  para  en- 
gancharse con  la  primera  india  que  le  salía  al  paso 
y  constituir  con  ella  santa  familia  cargada  de  hijos. 
Los  pueblos  modernos,  cuando  conquistan  un  país, 
envían  remesas  de  mujeres  blancas  para  que  los  co- 
lonizadores no  malgasten  la  semilla  nacional  en  mes- 
tizamientos.  Y  si  á  pesar  de  esto  surge  el  mestizo,  no 
lo  reconocen. 

— El  conquistador — dijo  Maltrana — ,  aconsejado  por 
el  sacerdote,  creyó  vivir  en  pecado  mortal  si  no  se  casa- 
ba con  la  madre  de  sus  hijos,  y  á  veces  la  manceba  in- 
dia, por  obra  de  las  hazañas  de  su  marido,  llegaba  á  ser 
doña  Inés,  doña  Luz  ó  doña  Violante,  con  escudo  nobi- 
liario y  gobernación  de  tierras. 

— En  los  Estados  Unidos — dijo  Ojeda — la  gente  euro- 
pea se  mantuvo  en  su  pureza  blanca,  y  por  eso  llegó  á 
donde  ha  llegado.  Cada  uno  al  emigrar  se  llevaba  su 
mujer,  y  los  casamientos  se  hacían  siempre  dentro  de 
la  raza.  Pero  aquella  tierra  está  como  quien  dice  á  las 
puertas  de  su  antigua  metrópoli,  los  viajes  eran  más 
rápidos,  más  frecuentes  y  mayor  el  trasplante  de  per- 
sonas. Además,  vivieron  mucho  tiempo  concentrados 
en  las  costas,  dejando  el  resto  del  país  á  los  salvajes, 
avanzando  lentamente  con  paso  seguro,  hasta  que  casi 
en  nuestra  época  de  un  solo  golpe  se  desbordaron  por 
la  enorme  extensión,  decididos  á  acabar  con  el  indio, 
refractario  á  la  cultura:  y  el  indio  acabó...  España,  des- 


336  V.    BLASCO   IBÁiNEZ 

de  el  primer  momento,  quiso  verlo  todo,  explorarlo  todo. 
Sus  primeros  descubridores  estuvieron  en  sitios  á  los 
que  luego  no  ha  vuelto  ninguna  persona  civilizada.  Y 
este  esparcimiento  loco  de  fuerzas  disgregadas  y  curio- 
sas tuvo  como  consecuencia,  en  muchos  lugares,  que  en 
vez  de  hacerse  el  indio  español,  fué  el  español  el  que 
se  hizo  indio,  sumándose  por  el  amor  y  las  relaciones 
de  familia  á  la  raza  que  intentaba  dominar. 

— Así  les  va  á  los  pueblos  de  tal  origen — dijo  sonrien- 
do el  doctor — .  Yo,  mis  amigos,  tengo  opiniones  muy 
personales  en  lo  que  se  refiere  á  los  países  de  América. 
Soy  americano,  pero  no  indio.  Cuando  veo  una  nación 
donde  la  gente  es  blanca  en  su  mayoría,  me  digo:  «Estos 
trabajarán  en  paz:  y  seguramente  irán  lejos.»  Cuando 
veo  por  todas  partes  caras  cobrizas  y  pelos  de  cerda, 
tuerzo  el  gesto:  «Mal:  estos  sólo  pueden  dar  de  sí  enre- 
dos, politiqueos,  una  vanidad  ridicula,  revoluciones 
para  ocupar  el  poder,  bailes,  músicas  y  versos...  mu- 
chos versos...» 

Los  dos  amigos  rieron  al  oir  las  últimas  palabras  del 
doctor. 

— Yo  he  trabajado  en  el  campo — continuó  éste — ,  y  sé 
por  experiencia  que  sólo  puede  emprenderse  un  negocio 
con  trabajadores  de  raza  blanca  ó  con  emigrantes  de 
Europa,  que  conocen  el  valor  del  dinero,  ahorran  y 
tienen  un  concepto  exacto  de  los  deberes  de  la  vida. 
¡Lo  que  me  han  hecho  sufrir  indios  y  mestizos!...  Tra- 
Í)ajan  de  un  modo  loco  cuando  los  acosa  el  hambre,  pero 
apenas  cobran  una  semana,  desaparecen  para  ir  á  em- 
borracharse y  le  dejan  á  usted  plantado.  ¡Cómo  llevar 
adelante  una  empresa  con  tales  auxiliares!...  Más  de  una 
vez  he  envidiado  á  los  conquistadores  que  con  arreglo  á 
las  costumbres  de  su  época  podían  dirigir  palo  en  mano 
á  unas  gentes  incapaces  de  un  trabajo  serio  y  continuo. 
Sólo  el  que  ha  colonizado  puede  comprender  la  conducta 
de  aquellos  españoles.  Tuvieron  que  implantar  la  civili- 
zación de  su  época  sin  otra  ayuda  que  la  de  unos  niños 
grandes  que  únicamente  se  mueven  á  impulsos  del  temor. 
Los  doctores  que  viven  en  las  ciudades  y  todo  lo  han  en- 
contrado hecho  (sin  saber  ciertamente  cómo  se  hizo) 
pueden  permitirse  sensiblerías  y^declamaciones. 


LOS  ARGONAUTAS  337 

Hablaron  después  de  esto  de  los  «grandes  crímenes» 
de  los  conquistadores. 

— Eran  gente  dura,  violenta — dijo  Ojeda — ,  y  hasta 
entre  ellos  mismos  dirimían  con  sangre  sus  cuestiones. 
Pero  no  eran  peores  ni  mejores  que  los  hombres  de  espa- 
da que  en  los  mismos  años  hacían  la  guerra  en  Europa. 
¡Es  curiosa  la  injusticia  del  mundo  con  los  conquista- 
dores americanos!...  Algunos  los  describen  como  mons- 
truos excepcionales  de  maldad,  algo  de  que  no  hay- 
ejemplo  en  la  historia,  y  un  siglo  después  que  ellos  rea- 
lizasen su  conquista  se  desarrollaban  en  el  corazón  de 
Europa  la  guerra  de  los  Treinta  Años  y  otras  muchas  de 
religión,  con  degüellos  en  masa  de  pacíficos  campesinos 
é  incendios  de  pueblos  enteros  con  sus  habitantes... 

— Igualmente  son  ridiculas — dijo  Maltrana — las  la- 
mentaciones por  el  trabajo  de  los  indios  en  las  minas. 
Cualquiera  creerá  que  sólo  trabajaban  ellos.  El  indio 
servía  para  el  arrastre  de  los  minerales  como  hoy  mis- 
mo sirven  los  hombres  libres  en  las  minas  que  carecen 
de  maquinaria.  Pero  con  el  indio  trabajaban  obreros 
españoles,  mineros  enviados  de  la  Península  que  su- 
frían tanto  ó  más  que  ellos...  Siempre  tendrá  la  huma- 
nidad que  realizar  para  vivir  pesados  trabajos,  abruma- 
doras funciones.  Hoy,  después  de  tanta  civilización, 
centenares  de  miles  de  blancos  sufren  igualmente  en  las 
minas,  y  es  injusta  esa  sensiblería  que  se  calla  cuando 
la  víctima  es  uno  de  su  raza  y  sólo  se  enternece  cuando 
el  que  pena  es  de  otro  color...  Como  España  estuvo 
gravitando  sobre  Europa  durante  siglo  y  medio  y  dejó 
resentidos  por  su  dominio  á  muchos  pueblos,  no  ha  habi- 
do mentira  ni  exageración  que  la  venganza  haya  dejado 
de  lanzar  después  contra  ella. 

— Gran  cantidad  de  las  patrañas  que  circulan  sobre 
nuestras  colonias — dijo  Ojeda — son  obra  de  un  editor. 
Los  libreros  tuvieron  gran  influencia  en  la  historia  de 
América.  Su  mismo  título  (con  menosprecio  de  Colón) 
se  lo  dio  un  librero  alemán,  el  editor  de  las  cartas  de 
Américo  Vespucio.  Y  muchas  de  las  mentiras  que  cir- 
culan con  un  carácter  tradicional  contra  los  españoles 
coloniales,  las  inventó  un  librero  flamenco. 

Era  Teodoro  de  Bry,  impresor  de  Lieja,  que  de  1570 

22 


338  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

á  1602  estuvo  publicando  libros  y  estampas  para  ali- 
mentar en  Europa  la  curiosidad  por  los  sucesos  de  las 
Indias,  y  el  odio  á  España,  dominadora  del  viejo  mundo 
en  aquel  entonces.  El  buen  flamenco  hizo  obra  patrióti- 
ca desacreditando  por  todos  los  medios  á  los  españoles 
que  gobernaban  su  país.  Pero  esta  obra  apasionada  fué 
indigna  de  la  credulidad  que  le  dispensó  la  ignorancia 
general.  Las  añrmaciones  del  editor  Bry,  que  jamás  es- 
tuvo en  las  Indias,  que  imprimió  todo  cuanto  le  ofre- 
cían, con  tal  que  fuese  contra  España,  y  vivió  un  siglo 
después  del  descubrimiento,  se  aceptaron  con  el  mismo 
respeto  que  si  fuesen  documentos  de  testigos  presencia- 
les. Inventó  retratos  de  Colón,  é  inventó  igualmente 
ridiculas  historias  sobre  la  vida  del  Almirante  y  la  in- 
justicia y  crueldad  de  los  españoles. 

— El  librero  Bry — continuó  Ojeda — fué  el  autor  de  ese 
cuento  soso  é  inocente  sobre  «el  huevo  de  Colón»...  [La 
suerte  de  ciertas  tonterías!  Muy  pocos  conocen  lo  que 
fué  el  descubrimiento  ni  tienen  una  idea  aproximada  de 
Colón;  pero  todos  saben  la  perogrullada  del  huevo,  fá- 
bula insulsa  digna  de  un  ingenio  flamenco. 

— Cierto  es — dijo  Maltrana— que  una  buena  parte  de 
lo  que  se  ha  propalado  contra  los  españoles  de  América 
se  inventó  en  Europa  por  gentes  que  nunca  estuvieron 
allá.  Algunos  autores  americanos  del  siglo  XVIII  pro- 
testaron de  la  exageración  de  esas  invenciones,  pero  su 
voz  no  tuvo  eco.  Luego,  al  iniciarse  la  Independencia, 
los  revolucionarios  americanos  adoptaron  como  suyas 
muchas  de  las  aflrmaciones  europeas,  aceptándolas  á 
ojos  cerrados  con  el  apasionamiento  de  la  lucha,  y  aun 
colean  los  tales  embustes  en  la  enseñanza  que  se  da  en 
las  escuelas  del  Nuevo  Mundo. 

— Al  empezar  la  decadencia  de  nuestra  patria — aña- 
dió Fernando — ,  de  Italia,  de  Flandes,  de  Holanda,  de 
Alemania,  de  Inglaterra  y  de  Francia,  países  que  tenían 
mucho  que  vengar,  pues  durante  siglo  y  medio  los  había 
molestado  enormemente  la  preponderancia  española,  llo- 
vieron volúmenes  hablando  de  las  grandes  crueldades 
sufridas  por  los  indios.  Rousseau  puso  de  moda  el  hom- 
bre primitivo,  libre  en  plena  Naturaleza,  y  los  indígenas 
americanos  fueron  el  tipo  perfecto  de  la  víctima  aprisio- 


LOS  ARGONAUTAS  339 

nada  y  desfigurada  por  la  civilización.  Abates  folicu- 
larios  para  halagar  al  público  lloraban  sobre  la  desgra- 
cia de  unos  pobres  indios  que  sólo  habían  visto  pintados 
en  estampas  lo  mismo  que  mascarones  de  carnaval. 

—  El  barón  Humboldt— interrumpió  Maltrana— ,  el 
único  extranjero  de  capacidad  que  vio  de  cerca  la  Amé- 
rica de  entonces,  viajando  por  casi  toda  ella,  decía  que 
los  indios  gobernados  por  la  autoridad  colonial,  torpe  y 
formulista,  pero  á  la  vez  tolerante  y  floja,  bien  podían 
ser  envidiados  por  los  campesinos  de  Europa,  que  vivían 
con  mayor  miseria,  y  especialmente  por  los  campesinos 
de  Francia  antes  de  la  Revolución...  Muchos  de  los  crí- 
menes coloniales,  que  fueron  á  la  misma  hora  los  críme- 
nes del  resto  del  mundo...  ¡literatura!  ¡pura  literatura! 

— No  lo  tome  usted  á  broma — dijo  Ojeda — .  La  lite- 
ratura entró  por  mucho  en  esto.  Cuando  se  inició  en 
América  el  movimiento  de  emancipación,  Chateaubriand 
reinaba  sobre  el  mundo  y  Átala  era  el  libro  sublime. 
«¡Triste  Chactas!»,  cantaban  con  voz  llorosa  acompa- 
ñadas de  arpa  ó  de  guitarra  todas  las  damas  de  ambos 
hemisferios.  Y  el  indio  de  moda,  interesante,  gallardo  y 
filosofador,  era  para  los  revolucionarios  un  argumento 
más  contra  la  tiranía  española... 

— Y  lo  gracioso  fué — dijo  Maltrana — que  el  indio,  en 
casi  todos  los  países  de  América,  en  vez  de  irse  con  la 
revolución,  que  lo  compadecía  y  ensalzaba,  se  mantuvo 
aparte  de  ella  ó  defendió  hasta  el  último  momento  al 
rey,  formando  en  los  ejércitos  monárquicos,  donde  por 
cada  soldado  peninsular  había  cuarenta  ó  cincuenta  de 
color.  Y  terminada  la  revolución,  al  verse  vencedores  los 
enemigos  de  la  tiranía,  se  dieron  buena  prisa  en  acabar 
con  el  «triste  Chactas»  pasándolo  á  cuchillo  en  muchos 
países  de  nuestra  América,  quemando  sus  tolderías, 
repartiéndose  á  sus  hijos,  ó  mezclándolo  en  las  luchas 
civiles  para  que  fuese  carne  de  cañón. 

Otra  vez  volvieron  á  hablar  de  los  primeros  conquis- 
tadores. Al  iniciarse  su  éxodo,  el  pueblo  español  estaba 
en  el  apogeo  de  su  vigor.  Siete  siglos  de  pelea  continua 
con  el  moro  habían  virilizado  sus  costumbres.  Hombres 
de  guerra  jugaban  á  detener  una  muela  de  molino  en 
plena  rotación.   Otro,   con  una  cortesía  de  gigante, 


340  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

arrancaba  en  una  iglesia  la  pila  de  agua  bendita,  para 
que  mojase  con  más  comodidad  sus  dedos  una  dama  de 
baja  estatura.  Todo  español  era  soldado.  Las  continuas 
algaradas,  cabalgadas  y  rebatos  en  los  límites  de  los 
reinos  musulmanes  y  cristianos,  obligaban  al  labriego  á 
arar  la  tierra  con  las  armas  prontas.  Una  operación  agrí- 
cola costaba  muchas  veces  una  batalla.  El  árabe  le  ense- 
ñó á  cabalgar  en  corceles  indómitos;  la  tradición  del 
país,  que  databa  de  los  auxiliares  de  Aníbal,  hacía  de 
él  un  peón  infatigable.  La  lucha  de  guerrillas,  sorpresas 
y  emboscadas,  armado  á  la  ligera,  le  preparó  para  bus- 
car en  las  selvas  de  América  al  enemigo  escurridizo, 
invisible  y  de  golpe  certero. 

Semejantes  á  los  legionarios  romanos,  que  lo  mismo 
peleaban  en  tierra  que  en  el  mar,  los  aventureros  de  la 
conquista  fueron  á  la  vez  navegantes,  jinetes  incansa- 
bles en  las  pampas  inmensas,  y  duros  andarines  de  las 
selvas  vírgenes,  sufriendo  los  rasguños  de  la  espinosa 
vegetación,  el  acecho  de  los  indios,  la  acometida  de  las 
fieras,  los  tormentos  del  hambre  y  de  la  sed.  Algunos 
que  desembarcaron  en  Méjico  acababan  por  establecerse 
en  los  confines  de  la  Patagonia.  Otros,  abandonando  la 
vida  regalada  á  orillas  del  Pacífico,  lanzáronse  á  tra- 
vés de  bosques  y  desiertos,  siguiendo  el  curso  de  ríos 
como  mares,  para  salir  al  Atlántico  por  las  bocas  del 
Amazonas.  El  pie  incansable  valía  tanto  en  ellos  como 
la  mano  férrea  y  el  ojo  de  pájaro  de  presa. 

El  hambre,  un  hambre  que  sólo  podía  sufrir  el  espa- 
ñol habituado  á  las  sobriedades  de  su  raza,  le  acompa- 
ñó en  sus  exploraciones  por  las  peladas  altiplanicies  de 
los  Andes  y  las  llanuras  pantanosas  sin  término.  Aven- 
turábase en  desiertos  de  los  que  parecía  haber  huido 
toda  vida  animal.  El  cielo,  de  triste  azul,  relampaguea- 
ba y  temblaba  cargado  de  electricidad  sin  soltar  una 
lágrima  de  lluvia;  el  suelo,  de  bronce,  no  permitía  que 
la  más  leve  brizna  de  hierba  adornase  sus  peñascales; 
el  llama  y  la  vicuña  torcían  su  carrera  de  trote  femenil 
para  no  internarse  en  esta  desolación,  glacial  unas  veces, 
tórrida  otras.  Ni  una  planta,  ni  una  bestia  se  encontra- 
ban en  las  soledades  de  leguas  y  leguas...  Y  por  allí 
pasó  el  hombre,  por  allí  caminó  sin  guía  el  aventurero 


LOS  ARGONAUTAS  341 

español  á  impulsos  de  su  heroica  ignorancia,  que  le 
hacía  marchar  en  línea  recta,  siguiendo  el  revoloteo 
ilusorio  de  la  Quimera,  siempre  en  busca  de  las  monta- 
ñas de  oro. 

Unos  eran  estudiantes  mal  avenidos  con  las  bayetas 
escolásticas  ó  mozos  de  labranza  que,  deslumhrados  por 
el  mágico  esplendor  de  las  Indias,  se  improvisaban 
guerreros  en  las  tierras  nuevas.  Los  más  eran  comba- 
tientes de  las  guerras  de  Europa,  segundones  de  ilus- 
tres casas,  hidalgos  pobres  que  habían  hecho  su  apren- 
dizaje en  los  tercios  de  Italia  y  de  Flandes  y  asistido 
al  saco  de  Roma;  soldados  orgullosos  de  sus  hazañas  y 
un  tanto  indisciplinados  que  consideraban  á  sus  jefes 
como  iguales.  Cada  uno  de  ellos  era  capaz  de  tomar  el 
mando,  y  en  momentos  difíciles,  obrando  por  cuenta 
propia,  remediaba  las  faltas  de  su  caudillo  y  obtenía  la 
victoria.  Su  orgullo  estaba  acostumbrado  al  respeto  y 
al  miedo  del  capitán.  Cuando  éste  no  podía  ahorcarlo, 
lo  halagaba  cortesanamente.  Los  generales  llamaban  en 
España  á  sus  gentes  «señores  soldados».  El  duque  de 
Alba,  acostumbrado  á  tratar  con  fiereza  á  reyes  y  papas, 
apellidaba  á  los  guerreros  de  sus  tercios  «Muy  altos  y 
poderosos  hijos»,  ponderando  «el  gran  amor  y  afición 
que  les  tenía». 

Y  de  entre  estos  hombres  de  guerra  altivos,  crueles  y 
caballerescos,  que  paseaban  su  arcabuz  como  un  cetro, 
su  casco  abollado  como  una  corona,  sus  harapos  como 
una  gloria,  surgían  Ercilla,  Cervantes,  Calderón  y  tan- 
tos otros  ingenios.  En  pacto  eterno  con  el  hambre  y  la 
pobreza,  condenados  desde  mozos  á  ver  sus  hazañas 
mal  recompensadas  y  sin  otro  porvenir  que  una  vejez 
de  mendicidad,  podía  sin  embargo  el  más  humilde  de 
ellos,  si  le  ayudaba  la  suerte  en  las  Indias,  convertirse 
en  señor  de  luengas  tierras  y  virrey  de  un  imperio. 

—La  literatura— dijo  Ojeda— influyó  mucho  más  de 
lo  que  creen  en  la  empresa  de  la  conquista.  Los  años 
que  siguieron  al  descubrimiento  fueron  de  gran  difusión 
para  las  lecturas  heroicas,  difusión  que  duró  un  siglo, 
hasta  que  Cervantes  escribió  su  famosa  obra. 

En  1492  se  imprimían  por  primera  vez  los  libros  de 
caballerías;  Nebrija  publicaba  la  primera  gramática  cas- 


342  V.    BLASCO  IBÁÑUZ 

tellana;  se  representaban  en  corrales  y  atrios  de  con- 
ventos las  primeras  farsas;  caía  Granada  y  se  embarca- 
ba Colón.  Todo  en  un  año:  el  descubrimiento  de  un 
mundo  nuevo,  la  unidad  nacional,  el  nacimiento  del 
teatro,  la  formación  y  reglamentación  definitivas  del 
lenguaje,  y  la  popularidad  por  medio  de  la  imprenta  de 
los  libros  de  caballerías,  que  en  costosos  infolios  caligrá- 
ficos sólo  habían  servido  hasta  entonces  de  recreo  á  opu- 
lentos magnates  como  don  Alvaro  de  Luna...  El  hidalgo 
pobre,  el  mozo  camorrista,  el  viandante  aventurero,  co- 
nocieron por  sus  propios  ojos  las  sergas  del  caballeresco 
Amadís,  y  gritaron  de  entusiasmo  con  las  hazañas  de 
Palmerín  y  Tirante  el  Blanco. 

— Las  almas  sensibles  y  creyentes-— continuó  Fernan- 
do— paladearon  las  gestas  del  místico  guerrero  Perce- 
val  y  los  amores  del  caballero  Tristán  de  Leonis  con 
la  infortunada  reina  Iseo,  historias  de  amor  y  de  muerte 
de  los  trovadores  medioevales,  que  en  nuestros  días  ha 
remozado  Wágner  como  argumentos  de  sus  poemas... 
Las  veladas  en  ventas  y  mesones  discurrían  ligeras  en 
torno  del  candilón,  que  trazaba  un  círculo  rojo  sobre 
las  páginas  de  la  maravillosa  historia  impresa.  Un  estu- 
diante de  clérigo  ó  un  bachiller  leía  en  alta  voz,  rodeado 
de  un  círculo  de  caras  cetrinas,  con  el  ceño  fruncido  y 
la  boca  palpitante  de  emoción...  Uno  de  los  venteros 
del  Don  Quijote  declara  como  la  mejor  joya  de  su  casa 
los  viejos  libros  de  caballerías  olvidados  por  un  cami- 
nante. 

Estas  historias  disparatadas  y  heroicas  agrandaban 
los  ánimos,  quitando  toda  significación  á  la  palabra 
«imposible».  Los  más  de  los  lectores  y  auditores  lleva- 
ban espada  al  cinto,  y  al  enterarse  de  las  desaforadas 
batallas  con  gigantes  partidos  por  mitad,  dragones 
despanzurrados,  fugas  de  inmensos  ejércitos  de  ma- 
landrines, endriagos  y  salvajes,  vencimiento  de  terri- 
bles encantadores  y  liberación  de  princesas  cautivas, 
pensaban  con  emulación  y  envidia:  «Lo  mismo  haría 
yo  si  se  presentase  la  ocasión.  Pero...  ¿adonde  ir?... 
¿Cómo  empezar?» 

Los  caballeros  aventureros  con  existencia  real  co- 
nocidos de  las  gentes,  el  valiente  Juan  de  Merlo,  rom- 


LOS  ARGONAUTAS  343 

peder  de  lanzas  en  la  corte  de  Borgoña,  ó  los  pelea- 
dores del  «paso  honroso»  con  Suero  de  Quiñones,  habían 
vagado  de  corte  en  corte  sin  mayores  hazañas  que  los 
torneos.  ¿A  qué  parte  del  mundo  caían  las  ínsulas  y 
tierras  de  encantamiento  para  los  hombres  ansiosos  de 
maravillosas  aventuras?... 

Y  mientras  toda  una  generación  soñaba  con  los  ojos 
puestos  en  el  libro  y  una  mano  en  la  cruz  de  la  tizona, 
íbase  agrandando  el  radio  de  los  argonautas  al  otro  lado 
del  Océano.  Detrás  de  las  islas  de  recientes  desengaños, 
extendía  la  inmensa  tierra  firme  un  mundo  de  miste- 
rios. Los  que  volvían  de  allá,  adornado  el  casco  con  ra- 
ros plumajes,  hablaban  de  ejércitos  de  hombres  cobrizos 
y  fieros  que  sacaban  el  corazón  á  los  enemigos  para  ofre- 
cerlo á  sus  dioses;  de  esbeltas  y  ligeras  amazonas,  con 
solo  un  pecho  para  tirar  mejor  del  arco;  de  tritones  mos- 
tachudos  en  los  ríos,  sirenas  en  las  desembocaduras,  per- 
las en  los  golfos  y  grandes  bloques  de  oro  nativo,  del 
que  enseñaban  fragmentos...  ¡Las  ricas  ínsulas  no  eran 
ficciones  de  los  libros!  ¡Había  tierras  en  las  que  un  pala- 
dín podía  crearse  un  reino  á  golpes  de  espada!...  Y  la 
juventud  corrió  á  llenar  con  sus  armas  y  sus  ilusiones 
las  naos  de  Sevilla  y  Cádiz,  y  una  vez  en  el  otro  mundo 
empezaban  la  epopeya  de  «los  navegantes  de  tierra  fir- 
me», más  dolorosa  y  más  heroica  que  la  de  los  navegan- 
tes del  mar. 

En  las  selvas  de  América,  nunca  exploradas,  vieron 
hipógrifos,  licornios  y  grifos  iguales  á  los  de  los  ama- 
dos libros;  las  mordeduras  de  serpiente  no  eran  morta- 
les si  se  les  aplicaba  una  amatista;  la  piedra  bezoar 
sanaba  todas  las  dolencias,  y  el  mismo  Carlos  V  pe- 
día para  las  suyas  este  remedio  encantado  de  los 
conquistadores.  Arboles  misteriosos  daban  la  muerte 
á  todo  el  que  descansaba  á  su  sombra,  y  otros  sugerían 
dulces  sueños  de  embriaguez.  Grupos  de  hombres  arma- 
dos, sin  más  guía  que  el  indio  mentiroso  y  fantaseador 
ó  el  eco  de  una  tradición  confusa,  iban  de  la  Florida  á 
la  Patagonia,  del  Callao  á  la  desembocadura  del  Ori- 
noco, en  busca  del  valle  de  Jauja,  lugar  paradisíaco  de 
delicias  y  harturas,  del  imperio  de  las  Amazonas,  de  la 
«Ciudad  de  los  Césares»,  áurea  metrópoli  que  nadie  vio 


344  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

jamás,  ó  de  la  Fontana  de  Juventud,  suprema  esperan- 
za de  los  conquistadores  de  barba  canosa  que  sentían 
decaído  su  vigor.  Pedro  de  Alvarado  tenía  que  luchar 
contra  los  conjuros  de  una  india  gorda,  temible  hechice- 
ra, igual  á  las  encantadoras  de  los  poemas  antiguos.  En 
un  combate  mataba  de  una  lanzada  á  una  águila  verde 
que  pretendía  sacarle  los  ojos,  y  al  caer  el  ave  de  presa 
tomaba  la  forma  de  un  indio  muerto.  Era  un  cacique 
que,  merced  á  los  encantamientos  de  la  bruja,  se  había 
convertido  en  águila  para  cegar  al  conquistador. 

Hombres  razonables  y  equilibrados  no  hubieran  se- 
guido adelante.  Una  visión  ordinaria  de  la  realidad 
les  habría  impulsado  á  retroceder  ó  á  tenderse  en  el 
suelo,  desalentados.  Pero  la  ilusión,  sirena  encantadora, 
coleaba  en  el  aire  junto  á  estos  locos  heroicos  en  sus 
horas  de  desfallecimiento. 

Cuando  en  las  altiplanicies  estériles  marchaban  casi 
arrastrándose,  las  entrañas  roídas  por  el  hambre  y  las 
piernas  petrificadas  por  el  frío,  la  esperanza,  como  un 
relámpago,  reanimaba  su  vigor.  Tal  vez  al  trasponer  la 
próxima  altura  verían  entre  las  nieves  un  valle  fron- 
poso  con  palacios  chapados  de  oro.  ¿Por  qué  no?... 
Visiones  más  portentosas  habían  salido  al  encuentro  de 
los  paladines  en  tierras  de  misterio.  Y  tirando  del  cin- 
turón  para  correr  la  hebilla  unos  cuantos  puntos,  aca- 
llaban de  este  modo  el  estómago  hambriento  y  seguían 
adelante  con  el  mosquete  al  hombro,  el  talle  gentil  y  la 
ilusión  aleteando  ante  sus  ojos. 

El  oro,  que  huía  de  ellos  en  las  cumbres,  los  aguar- 
daba sin  duda  en  los  profundos  valles  de  asfixi adora 
torridez,  como  rayos  de  sol  petrificados  por  el  suelo 
ardiente.  Y  en  busca  del  gran  rey  que  todas  las  maña- 
nas, luego  de  bañarse  en  el  lago  sagrado,  se  revolvía  en 
montones  de  polvo  de  oro,  cubriéndose  de  pies  á  cabeza 
con  esta  costra  deslumbrante,  avanzaban  los  aventure- 
ros por  pantanos  infinitos,  hundiéndose  en  el  légamo 
con  la  pesadez  de  sus  armaduras,  chapoteando  como 
hipopótamos  de  acero  en  un  fango  de  siglos. 

Marchaban  días,  semanas,  meses,  por  la  llanura  casi 
líquida.  Dormían  sobre  troncos  caídos,  teniendo  que  es- 
pantar en  mitad  del  sueño  la  vecindad  ^e  los  caimanes,. 


LOS  ARGONAUTAS  345 

Guisaban  su  alimento  sobre  un  trípode  de  ramas,  devo- 
rando con  fango  hasta  el  pecho  el  ave  acuática  ó  el 
lagarto  mal  chamuscados.  Ün  paso  en  falso  les  bastaba 
para  desaparecer.  La  mala  alimentación  y  las  calentu- 
ras hacían  de  ellos  feroces  espectros  enfundados  en  mor- 
tajas de  hierro. 

La  desgracia  y  el  deseo  de  vivir  los  convertían  en 
seres  crueles,  sin  misericordia.  La  muerte  iba  con  ellos 
y  para  ellos.  No  sólo  habían  de  defenderse  de  la  hondo- 
nada invisible,  de  la  mandíbula  del  saurio  y  el  colmillo 
del  reptil:  el  guía,  el  indio  que  marchaba  á  su  lado,  era 
un  enigma  inquietante.  Imposible  adivinar  la  verdad 
en  la  mueca  servil  de  su  mascarón  cobrizo.  Muchas 
veces,  cuando  más  descuidado  caminaba  el  hombre  in- 
vencible, el  hombre  de  acero  con  el  trueno  al  hombro, 
los  indígenas  caían  sobre  él,  lo  enlazaban  entre  las  lia- 
nas de  sus  brazos,  y  juntos  chapuzábanse  en  la  laguna 
como  racimo  de  miembros  palpitantes,  contentos  de  pere- 
cer á  cambio  de  ahogar  al  blanco. 

Los  que  por  benevolencia  de  la  muerte  desafiaban 
impávidos  el  clima,  el  hambre,  los  hombres  y  las  fieras, 
continuaban  su  avance,  viendo  en  tanta  miseria  una 
preparación  necesaria  para  obtener  la  gloria  y  la  ri- 
queza. Les  aguardaba  al  otro  lado  del  pantano  ó  de  la 
selva  la  ciudad  de  encantamiento  con  sus  techos  des- 
lumbrantes y  un  monarca  poseedor  de  montañas  de 
esmeraldas  que  acabaría  por  darles  su  hija  más  hermo- 
sa, y  con  ella  todos  sus  tesoros.  Tal  vez  en  el  último  mo- 
mento les  cortase  el  paso  algún  dragón  de  siete  cabezas 
vomitando  llamas,  pero  ellos  se  encargaban  de  rajarlo 
con  la  buena  espada  de  Toledo  y  la  ayuda  de  su  patrón 
el  señor  Santiago. 

—Tal  era  la  influencia  del  libro  de  caballerías—con- 
tinuó Ojeda— ,  que  el  emperador  Carlos  V  dio  un  decreto 
prohibiendo  la  importación  y  lectura  de  tales  obras  en 
las  Indias.  Los  aventureros  de  espíritu  caballeresco, 
afligidos  por  los  abusos  de  los  gobernadores,  ejercían 
la  justicia  por  su  mano  lo  mismo  que  el  hidalgo  man- 
chego.  Tomando  ejemplos  en  los  libros,  formábanse  en 
las  nacientes  ciudades  de  las  Indias  corporaciones  caba- 
llerescas, cuyos  individuos,  con  el  título  de  «conjura- 


346  V.    BLASCO  IBÁÑBS 

dos»,  se  comprometían  á  defender  con  la  espada  los 
derechos  de  la  viuda  y  el  huérfano  y  á  combatir  las 
injusticias  del  poderoso. 

El  conquistador  se  adaptó  á  la  nueva  tierra  y  á  las 
costumbres  del  indígena  con  asombrosa  prontitud.  El 
individualismo  español  encontraba  un  encanto  irresis- 
tible en  la  vida  errabunda  del  indio,  con  pocas  leyes, 
ninguna  autoridad,  escaso  trabajo,  continuo  viaje  y  un 
solo  afecto:  la  familia. 

— Así  fué — dijo  Maltrana — .  En  todas  las  historias  de 
la  conquista  se  habla  de  expediciones  de  españoles  que 
descubrieron  compatriotas  procedentes  de  una  expedi- 
ción anterior,  los  cuales  llevaban  varios  años  viviendo 
entre  los  indios.  Un  naufragio,  un  retraso  en  la  marcha, 
un  combate  desgraciado  les  hacían  caer  prisioneros,  y  si 
libraban  la  piel  en  el  primer  momento,  acababan  por 
hacerse  de  la  tribu  y  constituir  familia.  Los  españoles 
encontraban  con  asombro  al  mozo  de  Sanlúcar,  de  Tria- 
na  ó  de  un  pueblecillo  de  Extremadura,  con  el  pecho 
pintarrajeado,  corona  de  plumas  y  un  anillo  en  la  nariz, 
apoyado  fieramente  en  su  arco  y  barboteando  trabajosa- 
mente un  castellano  que  casi  había  olvidado.  Lloraba 
al  recordar  la  Virgen  de  su  tierra,  pero  cuando  los  com- 
patriotas le  incitaban  á  seguirles,  sus  lágrimas  eran  de 
desesperación.  «¡Ay,  no!  ¿Y  la  familia?...»  Y  presentaba 
á  la  respetable  compañera  cobriza,  con  ojos  de  diablo 
y  mejillas  cubiertas  de  chafarrinones:  y  tras  ella  la 
nidada  de  mesticillos,  ágiles  como  gamos,  con  panzas 
ávidas  de  sepultar  todo  lo  viviente. 

Con  igual  facilidad  se  adaptó  el  soldado  español  á 
la  guerra  indígena.  Los  pasos  de  los  ríos,  las  lagu- 
nas infinitas,  las  lluvias  torrenciales,  la  dificultad  de 
conservar  la  pólvora,  hicieron  cada  vez  más  escasas  las 
armas  de  fuego.  La  lanza,  la  espada  y  la  rodela  acom- 
pañaron al  conquistador  en  sus  expediciones  de  tierra 
adentro.  El  combate,  para  los  viejos  soldados  que  habían 
conocido  las  batallas  más  famosas  de  Europa,  fué  en 
adelante  la  «guazabara».  La  táctica  contenida  en  la 
Milicia  Indiana^  de  Vargas  Machuca,  consistió  en  dar 
«la  trasnochada»  y  dar  «el  albazo»,  ó  sea  sorprender  al 
enemigo  astuto  y  escurridizo  en  plena  noche  ó  al  rom- 


LOS  ARGONAUTAS  347 

per  el  día.  El  aventurero  sustituyó  las  botas  guerreras 
por  la  alpargata  ó  la  abarca  de  piel  de  potro;  la  co- 
raza por  el  peto  acolchado  de  algodón,  que  le  servía  de 
almohada  durante  la  noche;  el  casco  por  el  morrión  de 
cuero;  la  capa  por  el  poncho  indiano. 

— El  indio  vino  al  fin  á  él — interrumpió  Zurita  son- 
riendo— ,  pero  él  hizo  la  mitad  del  camino  yendo  hacia 
la  hembra  india.  Y  el  resultado  de  este  encuentro  fué 
una  raza  nueva,  todo  un  mundo:  la  América  que  hoy 
conocemos. 

Ojeda  había  quedado  absorto  desde  mucho  antes  sin 
oir  lo  que  decían  Isidro  y  el  doctor.  Resucitaba  en  su 
memoria  la  conversación  que  había  tenido  con  Mina 
aquella  misma  tarde,  y  el  recuerdo  de  la  artista  evoca- 
ba el  de  Wágner  y  sus  héroes.  ¿Por  qué  pensaba  en 
esto?...  «Tal  vez — se  dijo  mentalmente — porque  esos  con- 
quistadores fueron  héroes  de  epopeya,  héroes  en  plena 
Naturaleza  como  los  del  poema  nibelúngico...» 

Su  vaguedad  imaginativa  fué  contrayéndose  hasta 
dar  forma  á  figuras  precisas.  Vio  á  Wotan,  el  dios  majes- 
tuoso y  débil,  forzado  á  castigar  con  momentánea  cólera 
á  la  hija  desobediente.  «Padre — implora  sollozando  la 
walkyria— ,  ya  que  me  has  excluido  de  la  raza  de  los 
dioses  y  como  débil  mujer  he  de  dormir  sobre  esa  roca 
hasta  que  el  primero  que  pase  se  apodere  de  mi  virgi- 
nidad, ¡que  no  sea  yo  la  esposa  de  un  débil  mortal,  de 
un  cobarde!...  Evítame  esa  afrenta...  Si  en  los  brazos 
de  un  hombre  he  de  caer  esclava,  haz  que  la  llama  surja 
en  torno  de  mí  al  eco  de  tu  palabra:  rodéame  de  un 
baluarte  de  fuego,  para  que  sólo  un  héroe  de  corazón 
firme  y  fuerte,  valiente  como  un  dios,  pueda  desper- 
tarme y  hacerme  suya.» 

Igual  á  Brunilda,  la  virgen  morena  había  dormido 
no  años,  sino  siglos,  guardada  en  su  letargo  por  la  azul 
extensión  de  los  Océanos,  más  insalvable  que  las  barre- 
ras de  llamas.  Sólo  un  héroe  de  corazón  fuerte  podía 
despertarla...  Y  al  oir  los  pasos  férreos  del  conquista- 
dor, los  ojos  de  la  india  virgen  parpadearon,  extendió 
los  brazos,  y  sus  pechos  aplastáronse  sobre  el  peto  de 
una  armadura. 

Era  el  héroe  prometido:   el  amor  que  despierta  con 


348  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

guantelete  de  acero:  el  abrazo  fecundador  acompañado 
en  sus  temblores  por  un  tintineo  de  armas. 

Y  para  llegar  hasta  ella,  el  héroe  no  había  tenido  que 
combatir  el  obstáculo  del  fuego,  que  se  salva  con  sólo 
un  impulso  del  coraje...  Su  firmeza  y  su  paciencia  ha- 
bían sido  tan  grandes  como  su  valor,  ante  los  océanos, 
que  desalientan  por  su  inmensidad;  las  montañas,  que 
crecen  y  se  repiten  así  como  se  va  avanzando  por  sus 
rugosidades;  los  bosques,  obscuros  y  laberínticos,  en  los 
que  se  pierden  la  luz  del  sol  y  las  huellas  de  los  pasos; 
las  llanuras  desoladas,  que  no  terminan  nunca. 


VIII 


La  víspera  del  paso  del  Ecuador,  al  penetrar  la  luz 
del  alba  en  las  entrañas  del  buque  fué  esparciéndose 
con  ella  una  melodía  suave  de  metales  discretos,  una 
música  con  sordina  que  sólo  aspiraba  á  despertar  leve- 
mente á  los  pasajeros,  para  que  reanudasen  el  sueño  con 
mayor  placer. 

Avanzaban  los  músicos  quedamente  por  los  corredo- 
res todavía  iluminados  por  la  luz  eléctrica,  y  detenién- 
dose en  un  cruce  embocaban  sus  instrumentos  repitien- 
do la  solemne  alborada. 

Los  durmientes  agitábanse  en  sus  lechos.  Todos  sa- 
bían lo  que  significaba  esta  música  oída  entre  sueños. 
El  Coral  de  Lutero.  Era  domingo,  y  el  buque  protestan- 
te anunciábalo  á  sus  gentes  con  este  salmo  instrumental 
que  recordaba  á  muchos  una  ópera  de  Meyerbeer. 

Se  apagó  al  ñn  la  música  sin  otra  consecuencia  que 
haber  turbado  durante  algunos  minutos  los  ronquidos  de 
los  pasajeros,  llamados  inútilmente  á  la  meditación  y  la 
plegaria.  Pero  transcurridas  cuatro  horas,  un  espectácu- 
lo extraordinario  hizo  salir  á  muchos  de  sus  camarotes 
antes  que  de  costumbre. 

Las  señoras  sudamericanas,  vestidas  de  negro  con 
sombreros  del  mismo  color  y  un  velo  ante  los  ojos,  su- 
bían la  escalinata  de  caoba  con  dirección  á  los  salones, 
pasando  entre  los  camareros  agachados  y  en  mangas  de 
camisa,  que  fregoteaban  peldaños  y  balaustres.  Todas 
marchaban  con  los  ojos  bajos  y  cierto  encogimiento, 
como  si  acabase  de  ocurrir  en  el  buque  algo  extraordi- 
nario y  triste  que  entenebrecía  el  esplendor  de  la  maña- 
na tropical.  Entre  las  manos  enguantadas  de  negro  lie- 


350  V,    BLASCO  IBxíÑBZ 

vaban  pequeños  libros  encuadernados  en  oro  y  nácar. 
Tras  ellas  venían  los  hombres  de  la  familia  con  aire  de 
burgueses  endomingados  que  asisten  á  una  ceremonia 
fatigosa  é  ineludible.  Los  trajes  blancos,  los  cuellos  flo- 
jos, las  gorras  de  viaje,  los  zapatos  de  lona  no  apare- 
cían esta  mañana. 

Isidro  se  encontró  en  un  rellano  de  la  escalera  con 
el  doctor  Zurita,  que  marchaba  cual  un  pastor  majes- 
tuoso, respetado  y  jamás  obedecido,  tras  el  rebaño  fe- 
menil de  su  familia:  señora,  cuñadas,  suegra  é  hijas. 
Un  cuello  recto  y  esplendoroso  remontábase  en  él  desde 
la  corbata  negra  á  las  orejas.  Batían  sus  piernas  los  fal- 
dones de  un  chaqué,  prenda  incómoda  en  la  región 
ecuatorial,  que  gravitaba  sobre  sus  espaldas  con  la  pesa- 
dumbre de  una  coraza,  moteando  sus  sienes  y  bigote  de 
perlas  de  sudor.  Al  ver  á  Maltrana  le  dirigió  una  sonrisa 
de  resignación,  señalando  al  mismo  tiempo  con  los  ojos 
el  término  de  la  escalera,  los  salones  hacia  los  cuales 
marchaba  tras  el  fru-fru  majestuoso  de  las  faldas. 

Algunos  pasajeros  alemanes,  vestidos  de  blanco  con 
descuido  matinal,  subían  á  la  cubierta  de  paseo  y  mira- 
ban un  instante  por  las  ventanas  de  los  salones.  Luego 
se  dirigían  hacia  la  popa  discretamente  en  busca  de  las 
tertulias  que  empezaban  á  juntarse  en  el  fumadero,  como 
hombres  que  sorprenden  una  reunión  de  familia  y  no 
quieren  molestarla  con  su  presencia. 

El  mayordomo  permanecía  junto  á  la  escalinata 
recomendando  silencio  en  las  tareas  de  limpieza,  evi- 
tando el  choque  de  los  cubos,  las  ruidosas  frotaciones, 
haciendo  hablar  á  los  camareros  en  voz  baja,  lo  mismo 
que  si  estuviesen  en  la  habitación  de  un  enfermo. 

Un  repiqueteo  de  campanilla  surgió  del  último  salón, 
amortiguado  por  las  cerradas  vidrieras.  Isidro,  que  ha- 
bía subido  al  paseo,  miró  por  una  ventana.  «Lo  mejor 
del  buque»  estaba  allí,  oprimido,  amontonado  ante  la 
plataforma  de  los  músicos.  Las  señoras  en  primer  térmi- 
no, ocupaban  las  sillas  y  detrás  de  ellas  los  hombres,  de 
pie,  codo  con  codo,  llevándose  el  pañuelo  á  la  frente 
sudorosa.  Giraban  los  ventiladores  y  sobre  las  negras 
filas  de  pechos  femeninos  mariposeaban  los  abanicos  con 
incesante  aleteo. 


LOS  ARGONAUTAS  351 

Maltrana  fijó  su  mirada  entre  las  dos  columnas  de 
la  plataforma,  allí  donde  ordinariamente  había  una  es- 
pecie de  mostrador  encristalado,  lleno  de  tarjetas  posta- 
les y  «recuerdos  de  viaje»  que  vendía  el  mozo  del  salón 
encargado  de  la  biblioteca.  El  tal  mostrador  había  des- 
aparecido bajo  un  mantel  lleno  de  puntillas.  Dos  can- 
delabros con  cirios  crepitaban  en  la  mañana  esplen- 
dorosa sus  luces,  incoloras  y  sin  fuego:  un  crucifijo  de 
porcelana  ocupaba  el  centro. 

Ante  el  altar  improvisado  erguíase  el  obispo  cubierto 
con  una  casulla  dorada  y  albas  vestiduras  que  aun 
guardaban  los  pliegues  del  encierro  en  la  maleta.  Arro- 
dillado á  sus  pies  estaba  el  abate  con  las  barbas  fluvia- 
les tendidas  sobre  el  negro  delantero  de  su  sotana.  Todos 
los  ojos  iban  hacia  él:  sólo  la  familia  de  la  Boca  seguía 
con  mirada  amorosa  los  movimientos  de  Monseñor  al 
decir  la  misa. 

El  conferencista,  á  pesar  de  su  modesta  situación  de 
ayudante,  era  admirado  por  muchos  como  esos  grandes 
actores  que  aun  permaneciendo  mudos  en  un  extremo 
de  la  escena  consiguen  mayor  atención  que  los  que  ha- 
blan y  gesticulan  en  primer  término.  Cuando  su  voz 
abaritonada  respondía  á  las  palabras  del  obispo,  había 
en  ella  tal  encanto  y  tanta  autoridad,  que  las  buenas 
señoras  se  lamentaban  de  que  estas  contestaciones  fue- 
sen breves.  Y  él,  convencido  de  su  éxito,  se  empeque- 
ñecía, se  humillaba  ante  el  oficiante,  como  un  simple 
acólito,  mirando  algunas  veces  al  público  con  el  rabillo 
del  ojo  para  que  no  perdiese  nada  de  su  religiosa  abne- 
gación. No  había  querido  dar  la  conferencia,  pero  ofre- 
cía algo  más  interesante:  el  espectáculo  de  un  grande 
hombre,  cuyos  retratos  figuraban  en  los  periódicos,  ayu- 
dando la  misa  de  aquel  obispo  obscuro,  que  parecía 
aturdido  por  tal  honor. 

Abandonaba  á  veces  el  abate  su  actitud  encogida, 
para  dirigir  al  oficiante  como  un  maestro.  Todos  los 
objetos  del  culto  eran  suyos:  el  sagrado  mantel,  la  casu- 
lla, el  cáliz  de  piezas  enroscadas  y  las  divinas  Formas. 
Este  hombre  extraordinario,  aleccionado  por  la  ex- 
periencia, no  olvidaba  nada  en  sus  viajes.  En  una  ma- 
leta los  periódicos  ilustrados  con   sus   biografías,  los 


352  V.    BLASCO  IBÁÑKZ 

libros  que  había  escrito  y  los  retratos  que  había  de 
regalar  con  dedicatorias;  en  otra  los  artículos  de  la 
misa,  guardados  en  estuches  con  forro  de  terciopelo, 
bien  cuidados,  desmontados  y  limpios  como  útiles  pro- 
fesionales. 

Una  cabeza  avanzó  junto  á  la  de  Maltrana  pegán- 
dose al  vidrio,  al  mismo  tiempo  que  un  codo  tocaba  el 
suyo.  Era  Ojeda. 

— ¿Está  usted  oyendo  misa?... 

— No,  Fernando.  Pensaba  en  los  caprichos  de  la  suerte 
histórica;  en  cómo  la  casualidad  puede  llevar  á  las  gen- 
tes por  los  caminos  más  diversos...  Mire  usted  con  qué 
devoción  siguen  esas  damas  el  curso  de  la  misa.  Algu- 
nas hasta  tienen  húmedos  los  ojos.  Una  misa  en  pleno 
Océano,  ¡figúrese  usted!...  Y  pensar  que  si  América  la 
descubren  los  ingleses  ó  el  gran  Carlos  V  se  deja  con- 
vencer en  Worms  por  el  frailecillo  Martín,  toda  esa 
gente  estaría  á  estas  horas  con  una  Biblia  en  la  mano 
cantando  salmos  con  acompañamiento  de  armónium. 

En  otras  ventanas  apretábanse  contra  los  vidrios  las 
cabezas  rubias  de  varios  niños.  Con  la  boca  abierta  y  un 
pliegue  vertical  entre  las  cejas,  contemplaban  ansiosos 
las  genuñexiones  y  manejos  del  hombre  dorado  y  los 
gestos  del  hombre  negro,  que  le  seguía  en  todas  sus 
evoluciones.  Eran  pequeños  alemanes  que  por  primera 
vez  veían  una  misa. 

Maltrana  examinaba  el  público  amasado  en  el  salón. 
—Gran  concurrencia— dijo— .  Ninguna  fiesta  de  á  bor- 
do ha  reunido  tanta  mujer.  Hasta  veo  tres  coristas  que 
se  han  vestido  de  negro,  con  ropas  prestadas  por  las 
amigas.  Son  polacas...  Y  más  allá,  mire  usted  á  doña 
Zobeida,  envuelta  en  su  manto  americano,  y  á  nuestra 
amiga  Conchita,  con  mantilla  española...  En  el  centro 
está  Nélida,  una  Nélida  que  parece  otra,  humildita  al 
lado  de  su  madre,  con  la  cabeza  baja,  sin  nada  llamati- 
vo, húmedos  los  hermosos  ojazos.  ¡Pobrecilla!  En  ella 
las  impresiones  son  tan  fugaces  como  intensas.  Está 
emocionada  por  el  espectáculo.  Un  poco  más,  y  rompe  á 
llorar...  Pero  vamonos  de  aquí:  estamos  molestando. 
Don  Carmelo,  el  de  la  comisaría,  que  está  al  lado  del 
abate  para  ayudarle,  nos  ha  mirado  varias  veces.  Las 


LOS  ARGONAUTAS  353 

respetables  matronas  levantan  la  cabeza,  y  yo  debo 
velar  por  mi  reputación.  No  quiero  que  digan  que  Mal- 
tranita  es  un  impío.  Esa  reputación  sirve  para  algo  en 
Europa,  pero  en  América  da  muy  poco. 

Se  apartaron  de  la  ventana  para  emprender  un  paseo 
por  la  cubierta,  solitaria  en  aquellos  momentos. 

— Ahí  verá  usted — dijo  Isidro  á  los  pocos  pasos,  con- 
tinuando de  viva  voz  el  curso  de  sus  reflexiones — la 
gran  diferencia  de  lo  imaginado  á  lo  real.  ¡Cuántas 
veces  he  leído  yo  la  descripción  de  una  misa  en  alta 
mar!  Usted  mismo,  poeta,  si  se  propusiese  hacer  unos 
versos  sobre  esto,  ¡qué  de  cosas  bonitas  diría!...  El 
augusto  silencio;  el  Océano  recogiéndose  como  para 
presenciar  mejor  la  divina  ceremonia;  la  mañana  es- 
plendorosa, las  gentes  llorando,  un  hálito  celeste  descen- 
diendo sobre  el  buque  cual  música  angélica...  Y  fíjese 
en  la  realidad:  no  hay  más  música  que  la  de  los  ven- 
tiladores y  abanicos;  los  hombres  chorrean  sudor  y 
miran  á  las  puertas  deseando  huir;  abajo  suenan  los 
platos  y  los  tenedores  de  los  herejes  que  toman  su  pri- 
mer almuerzo;  en  la  proa  y  la  popa  gritan,  juran  y 
cantan  los  emigrantes;  los  camareros  suben  y  bajan  las 
escaleras  con  sus  útiles  de  limpieza...  No;  decididamente 
no  hay  poesía  religiosa  en  estos  buques  modernos. 

— Procure  no  repetir  tales  cosas  en  presencia  de  sus 
amigas — dijo  Ojeda  con  el  mismo  tono  zumbón — .  Como 
usted  afirmaba  antes,  la  impiedad  da  muy  poco  en  Amé- 
rica, y  el  catolicismo  es  algo  que  dejó  muy  arraigado  en 
las  mujeres  la  educación  española.  Los  hombres  son 
indiferentes,  son  incrédulos,  pero  jamás  se  atreven  á  ser 
impíos.  Para  eso  hay  que  pensar,  y  su  pensamiento  lo 
ocupan  por  entero  los  negocios. 

Otra  vez,  como  en  la  tarde  anterior,  surgió  en  su 
conversación  el  recuerdo  de  los  conquistadores,  pero  por 
breves  momentos.  El  hombre  de  presa,  el  navegante  de 
espada,  había  sido  en  muchas  ocasiones  un  místico. 
Al  sentirse  fatigado  de  aventuras  y  glorias,  desceñíase 
la  tizona,  abandonaba  el  coselete  y  se  cubría  con  el  há- 
bito del  fraile.  Otras  veces,  en  plena  juventud,  bastaba 
un  revés  de  fortuna,  un  desengaño  de  amor,  para  que 
el  capitán  fastuoso  y  cruel  se  convirtiese  en   ermitaño 

23 


354  ?•  BLASCO  iBÁkíQZ 

del  desierto,  alimentándose  de  raíces  frente  á  una  cala- 
vera y  una  cruz  de  palo. 

Estos  místicos  á  la  española,  de  un  misticismo  orgu- 
lloso y  dominador,  en  vez  de  elevar  los  ojos  al  cielo  para 
dejarse  absorber  por  su  grandeza,  tiraban  del  cielo  y  lo 
hacían  bajar  hasta  ellos,  viendo  en  cada  acto  de  su  ener- 
gía individual  una  chispa  de  la  voluntad  de  Dios  encar- 
nada en  sus  personas.  Eran  místicos  de  acción,  como  el 
antiguo  soldado  Loyola,  como  la  andariega  Teresa  de 
Jesús,  especie  de  Don  Quijote  con  tocas,  á  caballo  por 
los  campos  de  Castilla;  y  este  misticismo  vigoroso  y  mi- 
litante, que  salvó  á  la  iglesia  católica  cortando  el  paso 
á  la  Reforma,  se  había  esparcido  por  el  Nuevo  Mundo 
con  los  conquistadores,  predispuestos  al  milagro.  Siem- 
pre que  se  veían  en  un  aprieto  al  pelear  contra  los 
indios  aparecíaseles  el  apóstol  Santiago  en  su  caballo 
blanco  y  luminoso,  hendiéndolas  apretadas  huestes  co- 
brizas, lo  mismo  que  en  la  España  había  desbaratado  á 
los  infieles  musulmanes. 

— La  devoción  de  aquellos  hombres — dijo  Ojeda — ha 
llenado  América  de  imágenes  prodigiosas;  tantas  ó  más 
que  en  la  Península.  No  hay  allá  ciudad  con  tres  siglos 
de  existencia  que  no  tenga  su  santo  de  indiscutibles 
milagros...  Los  imagineros  de  A^alencia  y  de  Sevilla 
enviaban  remesas  de  vírgenes  y  cristos  á  los  conventos 
de  las  Indias  y  á  los  hidalgos  retirados  de  aventuras  en 
sus  buenas  encomiendas.  Pero  estas  imágenes  de  encar- 
go, al  tocar  el  suelo  americano,  se  agigantaban  y  hacían 
milagros  lo  mismo  que  los  desesperados  y  hambrientos 
que  al  llegar  allá  se  convertían  en  héroes. 

Viéronse  crucifijos  remontando  los  ríos  contra  su  co- 
rriente; vírgenes  que  inmovilizaban  la  carreta  que  las 
conducía  para  manifestar  su  voluntad  de  no  pasar  ade- 
lante y  que  allí  mismo  las  erigiesen  un  templo;  imáge- 
nes que,  ocultas  en  el  suelo,  se  anunciaban  con  músicas 
y  luces  misteriosas.  Todos  los  prodigios  divinos  de  la 
metrópoli  se  repitieron  en  las  Indias,  como  la  copia  re- 
pite el  original.  Las  vírgenes  negras  de  España,  inex- 
plicables para  la  devoción  peninsular,  se  reprodujeron 
en  América  con  gran  entusiasmo  de  la  gente  de  color. 

— Y  todo  este  pasado  vive  ennoblecido  é  indiscutible 


LOS  aegonaütAkS  355 

bajo  una  patina  de  siglos  que  lo  hace  cada  vez  más  ve- 
nerable... Créame,  Maltrana.  Al  llegar  allá,  enfunde  su 
burla  y  procure  no  hablar  de  religión,  si  es  que  busca 
apoyo  en  las  damas.  Deje  eso  para  los  comisionistas  de 
comercio  extranjeros.  La  impiedad  no  puede  ser  para 
nosotros  artículo  de  exportación.  Las  creencias  tradi- 
cionales resultan  obra  de  «nuestra  vieja»,  y  si  las  ata- 
camos hágase  cuenta  que  estamos  dando  con  un  pico  en 
la  casa  materna. 

Después  de  permanecer  sentados  algún  tiempo  en  la 
terraza  del  fumadero,  continuaron  su  marcha,  llegando 
por  segunda  vez  á  las  ventanas  del  salón.  El  público 
era  el  mismo,  nadie  se  había  movido  de  su  lugar,  pero 
el  oficiante  era  otro.  Monseñor  estaba  abajo,  tomando 
su  almuerzo,  rodeado  de  la  familia  admiradora,  que  le 
incitaba  á  restaurar  sus  fuerzas  después  de  las  fatigas 
recientes.  Ahora  era  el  abate  francés  el  que,  revistién- 
dose á  la  vista  de  los  fieles  con  los  mismos  ornamentos, 
decía  la  segunda  misa. 

En  vano  desplegaba  una  majestuosa  solemnidad  en 
palabras  y  gestos:  su  público  seguía  admirándole,  pero 
estaba  fatigado.  Corría  el  sudor  por  el  rostro  de  las 
damas,  arrastrando  en  sus  tortuosos  raudales  el  negro 
de  las  ojeras,  el  rojo  de  las  mejillas  y  el  barro  blanque- 
cino de  los  polvos  de  arroz.  La  conciencia  de  estas  de- 
vastaciones del  calor  las  hacía  moverse  nerviosas  en 
sus  asientos  con  el  abanico  sobre  el  rostro.  Los  cuellos 
almidonados  de  los  hombres  perdían  la  acorazada  ter- 
sura de  su  planchado;  se  ondulaban  como  muros  de 
porcelana  próximos  á  resquebrajarse.  De  las  orejas  ve- 
lludas colgaban  perlas  de  sudor. 

Acostumbrado  el  sacerdote  á  adivinar  el  estado  de 
ánimo  de  los  públicos,  aceleraba  sus  gestos,  llevaba  la 
ceremonia  á  todo  galope,  mascullando  frenéticamente 
sus  latines,  reanudándolos  antes  de  que  terminase  sus 
respuestas  el  ayudante,  con  sotana  negra.  Este  ayu- 
dante era  don  José,  el  cura  español,  encogido,  humil- 
de, para  ganarse  las  simpatías  de  las  señoras  que  admi- 
raban al  aba-te. 

Los  dos  amigos,  acodados  en  la  borda,  sintieron  de 
pronto  á  sus  espaldas  un  estrépito  de  sillas  removidas, 


356  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

puertas  abiertas  de  golpe,  precipitadas  carreras,  exha- 
laciones de  pechos  comprimidos,  algo  semejante  á  la 
fuga  pavorosa  del  público  en  un  local  que  se  incendia. 
La  misa  había  terminado  y  las  señoras  corrían  á  sus 
camarotes  para  cambiar  de  vestidos  y  reparar  el  desor- 
den de  sus  rostros.  Los  hombres  respiraban  unos  mo- 
mentos en  la  cubierta  y  encendían  un  cigarro  antes  de 
ir  á  despojarse  de  las  ropas  negras. 

Sonó  de  nuevo  el  repiqueteo  de  la  campanilla  y  corrió 
Isidro  á  mirar  por  las  ventanas.  ¡Otra  más!...  Era  su 
amigo  don  José,  que  cubriéndose  con  las  vestiduras  su- 
dorientas de  sus  antecesores,  iba  á  decir  la  tercera  misa 
ayudado  por  don  Carmelo.  El  sacerdote  se  preparaba 
á  oficiar  sin  más  pueblo  devoto  que  las  sillas  esparci- 
das en  el  salón  con  el  desorden  de  la  fuga.  Sólo  algu- 
nas domésticas,  enviadas  por  sus  señoras,  entraron 
apresuradamente  para  no  quedarse  sin  misa.  Doña  Zo- 
beida  y  Conchita  habían  avanzado  hasta  los  asientos 
de  primera  fila,  consolando  al  oficiante  con  su  presen- 
cia de  esta  retirada  general. 

—  ¡Mi  pobre  don  Pepe! — exclamó  Isidro — .  ¡El  que 
contaba  con  esta  misa  para  hacerse  visible  ante  el  seño- 
río del  buque  y  entablar  buenas  amistades!...  ¡Y  me  lo 
dejan  solo,  como  un  artista  sin  cartel!  Eso  no  está  bien. 
Hay  que  hacer  algo  por  el  paisano,  ¿no  le  parece,  Fer- 
nando?... ¡Si  nos  lanzásemos!  ¡Hace  tantos  años  que  no 
hemos  visto  eso  de  cerca!... 

Y  los  dos  entraron  en  el  salón,  colocándose  en  pri- 
mera fila.  El  ambiente,  cerrado  aún  y  caldeado  por 
tantas  respiraciones,  era  de  una  densidad  asfixiante. 
Conchita  los  saludó  con  un  gesto  de  cansancio.  Doña 
Zobeida,  al  reparar  en  ellos,  tuvo  miradas  de  ternura. 
Muchas  gracias  en  nombre  del  buen  padrecito.  Para 
ella  esta  misa  era  de  mayores  méritos  que  las  ante- 
riores. 

Don  José,  al  volverse  de  cara  á  los  fieles,  no  pudo 
reprimir  un  parpadeo  de  sorpresa  viendo  la  inmovilidad 
devota  de  los  dos  amigos.  Y  este  agradecimiento,  así 
como  lo  avanzado  de  la  hora,  le  hizo  despachar  su  misa 
rápidamente. 

Al  terminar  la  ceremonia,  don  Carmelo  fué  el  pri- 


LOS   AKGONAUTAS  357 

mero  en  huir,  llevándose  las  manos  al  rostro,  que  cho- 
rreaba sudor. 

— ¡Mardita  sea  mi  arma!  Serca  de  dos  horas  en  este 
horno...  Er  comandante,  porque  soy  español,  me  da 
siempre  estos  encargos.  ¡Con  lo  que  tengo  que  escribí 
en  la  comisaría!... 

Y  salió  apresuradamente,  cruzándose  con  el  abate, 
que  volvía  en  busca  de  sus  ornamentos  para  colocar- 
los uno  por  uno,  bien  contados  y  limpios,  en  los  estu- 
ches de  viaje. 

La  banda  de  música  tocaba  su  concierto  matinal. 
Todos  los  sillones  del  paseo  estaban  ocupados.  Las  da- 
mas, vestidas  de  blanco,  gozaban  el  bienestar  de  una 
leve  frescura  después  de  las  angustias  sufridas  en  el  sa- 
lón. Circulaba  impreso  el  programa  de  las  fiestas  con 
las  que  se  solemnizaba  el  paso  de  la  línea:  cuatro  días 
de  banquetes,  conciertos  y  juegos  atléticos.  Muchos 
reían  de  los  chistes  con  que  el  mayordomo  había  salpi- 
cado el  programa,  gracias  inocentes,  de  una  pesadez 
abrumadora,  que  parecían  guardadas  en  el  almacén  con 
las  flores  de  trapo,  las  bcinderas  y  los  escudos  de  car- 
tón, para  resurgir  á  fecha  ñja  en  todos  los  viajes. 

Ojeda,  al  salir  á  la  cubierta,  se  vio  detenido  por  la 
sonrisa  de  Mrs.  Power  y  abandonó  á  su  compañero,  aco- 
dándose al  lado  de  ella  en  la  baranda. 

—  ¡Demonio  de  mujer! — pensó  Maltrana — .  Parece 
como  que  huele  á  Fernando.  Cualquiera  diría  que  tiene 
ojos  en  la  nuca  para  verle.  Está  de  cara  al  mar,  y  apenas 
nos  aproximamos  vuelve  la  cabeza  sonriendo  de  ante- 
mano, segura  de  que  es  él  quien  se  acerca. 

Un  coro  de  vociferaciones,  grandes  risas  y  aplausos 
sonó  en  la  terraza  del  fumadero,  y  Maltrana,  ansioso  por 
conocer  todo  lo  que  ocurría  en  el  buque,  corrió  hacia 
este  sitio. 

Era  Nélida,  rodeada  de  sus  admiradores  y  otras  gen- 
tes que  habían  sido  atraídas  por  el  nuevo  aspecto  que 
presentaban  algunos  de  aquéllos.  El  barón  belga,  su  ri- 
val el  alemán  y  otros  más  que  tenían  bigotes,  aparecían 
con  el  labio  superior  recientemente  afeitado,  y  esta  no- 
vedad provocaba  la  ovación  irónica  de  los  amigos. 

Nélida  sonreía  bajando  los  ojos  con  modestia.  Había 


358  V,    BLASCO   IBÁHEX 

manifestado  el  día  anterior  que  nunca  podría  amar  á 
un  hombre  con  bigotes;  ella  estaba  por  el  varón  á  estilo 
norteamericano,  con  la  cara  limpia  de  pelos  lo  mismo 
que  los  luchadores  helénicos.  Y  esto  había  bastado  para 
que  aquellos  hombres,  roídos  por  sorda  rivalidad,  se 
apresuraran  á  ponerse  en  comunicación  con  el  barbero, 
presentándose  desfigurados  ante  la  veleidosa  joven,  que 
los  abarcaba  á  todos  en  un  afecto  común,  sin  distinguir 
á  ninguno. 

— Esta  chica  va  á  volvernos  locos — dijo  Maitrana  á 
Ojeda,  que  había  corrido  también  para  enterarse  del 
motivo  del  estrépito — .  Ahora  parece  que  su  gusto  con- 
siste en  que  los  hombres  se  afeiten.  Yo  estoy  libre  de 
eso:  yo  he  seguido  siempre  la  moda  de  ahora.  Pero  us- 
ted, Fernando,  líbrese  de  que  esa  chiquilla  le  eche  el 
ojo.  Veo  en  peligro  sus  hermosos  bigotes. 

—  ;A  mí!... — exclamó  Fernando  levantando  los  hom- 
bros despectivamente  y  mirando  á  Nélida,  que  por  ca- 
sualidad fijaba  al  mismo  tiempo  sus  ojos  en  él — .  No 
hay  tal  peligro,  Maltreaia...  Me  vuelvo  con  la  yanqui. 

Cuando  los  dos  amigos  se  reunieron  en  la  mesa,  á 
la  hora  del  almuerzo,  notaron  la  ausencia  del  doctor 
Eubau. 

— El  pobre  señor  está  muy  triste — dijo  Munster — .  Me 
comunicó  anoche  que  pasaría  encerrado  todo  el  día  en 
su  camarote.  Hoy  es  el  sexto  aniversario  de  la  muerte 
de  su  señora,  y  todos  los  años,  esté  donde  esté,  hace  lo 
mismo.  Se  aisla,  piensa  en  ella,  no  come;  llora  con  toda 
libertad. 

Maitrana  admiró  irónicamente  la  conducta  del  doc- 
tor. ¿Quién  podía  sospechar  esta  desesperación  román- 
tica en  aquel  viejo  médico,  con  sus  setenta  años,  sus 
patillas  teñidas  y  sus  dientes  montados  en  oro?...  Y  en 
vida  de  la  llorada  señora  tal  vez  se  habrían  peleado  los 
dos  frecuentemente  y  él  llevaría  sobre  su  conciencia 
más  de  una  infidelidad... 

—  ¡La  ilusión,  Ojeda!  La  caprichosa  ilusión,  que  agran- 
da las  cosas  cuando  las  perdemos  y  nos  las  hace  amar 
con  nuevos  amores,  borrando  los  recuerdos  ingratos. 

Después  del  almuerzo  Maitrana  desapareció  con  aire 
misterioso.  Había  hablado  á  su  amigo  de  cierta  expedi- 


LOS  ARGONAUTAS  359 

ción  á  la  parte  más  interesante  del  buque:  una  visita 
que  muy  pocos  conseguían  hacer.  Pero  él  tenía  amigos, 
gozaba  de  grandes  influencias,  y  acompañando  á  don 
Carmelo  el  de  la  comisaría  iba  á  realizar  su  capricho. 

No  quiso  decir  más,  y  se  fué  escalera  abajo,  dejando 
á  Ojeda  tendido  en  un  sillón  de  la  cubierta. 

Un  calor  pegajoso  humedecía  las  frentes  y  las  es- 
paldas. Los  dormitantes  cambiaban  de  postura  para 
separarse  de  la  piel  las  ropas  adheridas  por  el  sudor. 
Una  tenue  nubécula,  algo  así  como  una  leve  pincelada 
blanca,  destacábase  en  el  azul  del  horizonte  ante  la  proa 
del  trasatlántico.  Era  un  velero,  todavía  lejano,  que  na- 
vegaba con  el  mismo  rumbo  del  Goethe.  Pronto  lo  alcan- 
zaría éste;  el  viento  era  escaso;  de  vez  en  cuando  una 
ráfaga;  luego  la  calma  ecuatorial,  densa,  anonadadora, 
que  parecía  gravitar  sobre  el  Océano,  conmovido  ape- 
nas por  ligeros  estremecimientos. 

Marcábase  de  pronto  sobre  este  mar  luminoso  un 
gran  redondel  negro.  Surgía  del  horizonte  una  barra  de 
sombra  que  iba  rodando  vertiginosamente  hacia  el 
navio,  como  una  pieza  de  tela  que  se  desenrolla,  obs- 
cureciendo al  mismo  tiempo  el  cielo  y  el  agua.  En  esta 
zona  de  sombra  el  m^ar  aparecía  erizado  de  pequeñas 
puntas,  como  la  superficie  de  un  cepillo. 

El  avance  sólo  duraba  unos  minutos.  Pasaba  el 
buque,  con  una  rapidez  igiml  á  la  de  las  mutaciones  es- 
cénicas, del  sol  ardoroso  á  una  penumbra  lívida  de  tem- 
pestad. La  lluvia  lo  envolvía  con  un  trágico  acompaña- 
miento de  relámpagos  y  truenos  estentóreos;  truenos 
como  sólo  se  oyen  en  la  soledad  del  Océano.  Esta  lluvia 
no  era  á  raudales,  sino  en  grandes  masas,  cual  si  se 
desfondase  un  lago  allá  en  lo  alto  y  todo  su  volumen 
cayera  de  golpe.  Entraba  en  forma  de  cuchillos  por  los 
intersticios  de  las  lonas,  inundando  la  cubierta  por  el 
lado  del  viento;  deslizábase  en  riachuelos  ondulosos 
al  pie  de  las  barandas;  aglomerábase  en  las  canales 
de  desagüe,  que  borbolleaban  atragantadas  por  tanto 
líquido.  Los  toldos  y  las  planchas  quejábanse  como 
apaleados. 

Y  á  los  cinco  minutos,  cuando  las  gentes  asustadas 
recogían  libros  y  almohadones  en  las  cubiertas  para 


360  V.    BLASCO   IBÁNBZ 

librarlos  de  la  inundación,  refugiándose  con  ellos  en 
los  salones,  surgía  de  pronto  el  sol,  el  buque,  chorrean- 
te, brillaba  cual  si  fuese  de  oro,  y  la  mancha  de  som- 
bra iba  corriéndose  en  el  mar  luminoso,  cada  vez  más 
reducida,  más  estrecha,  hasta  perderse  en  el  infinito, 
como  si  la  fuese  arrollando  allá  una  mano  invisible. 

Al  poco  rato  el  calor  ecuatorial  había  devorado  hasta 
la  más  recóndita  mancha  de  humedad.  Cuando  aun  se 
deslizaban  por  las  canales  algunas  gotas  retrasadas,  las 
tablas  de  las  cubiertas,  caldeadas  por  el  sol,  crujían  de 
nuevo  bajo  los  pasos.  Un  cuarto  de  hora  después  del 
tempestuoso  chaparrón  no  quedaban  vestigios  de  él.  Se 
le  recordaba  como  algo  absurdo  é  irreal,  en  el  calor 
asfixiante  de  la  tarde,  bajo  un  cielo  de  crudo  azul,  sobre 
un  mar  que  hervía  con  los  reflejos  del  sol  y  daba  á  la 
retina  la  impresión  de  un  lago  infinito  de  tibias  aguas. 

Formábase  en  el  avante  de  la  cubierta  un  grupo  de 
niños  y  criadas  que  señalaban  al  horizonte.  Acudían 
los  pasajeros  apuntando  sus  gemelos  en  la  misma  direc- 
ción. Ojeda  abandonó  su  asiento  para  unirse  al  grupo, 
y  los  dormitantes  que  estaban  cerca  se  incorporaron 
igualmente,  corriendo  con  la  infantil  curiosidad  que 
inspiraba  el  menor  suceso  en  la  monótona  existencia 
de  á  bordo... 

El  velero  estaba  á  corta  distancia  del  trasatlántico, 
moviéndose  ante  su  proa  como  una  montaña  de  blancos 
lienzos  cuadrangulares  ligeramente  rosados  por  el  sol. 
Una  maniobra  del  Goethe  lo  dejó  á  un  lado,  y  entonces 
apareció  visible  de  proa  á  popa  con  su  casco  férreo  pin- 
tado de  verde,  agudo  y  ligero,  y  el  velamen  de  sus  cinco 
mástiles  amplio,  enorme;  un  bosque  de  hojas  de  lona 
con  nervios  de  acero  que  recogía  la  menor  brisa,  vibran- 
do y  encabritándose  bajo  su  soplo. 

Algunos  pasajeros  que  bajaban  del  puente  trans- 
mitían las  noticias  del  telegrafista.  Era  un  velero  de 
Brema  y  no  iba  á  América.  Se  aproximaba  á  las  cos- 
tas del  Brasil  para  tomar  los  vientos,  ganando  después 
el  cabo  de  Buena  Esperanza.  Iba  á  la  China  á  cargar 
arroz. 

El  Goethe  saludó  con  un  bramido  el  pabellón  enarbo- 
lado  por  el  velero.  Dos  docenas  de  hombrecillos,   achi- 


LOS   ARGONAIJTAH  361 

cados  por  la  lejanía,  agolpábanse  en  la  borda,  con  el 
torso  desnudo,  moviendo  en  alto  sus  casquetes  blancos, 
iguales  á  los  de  los  cocineros.  Se  adivinaban  sus  gritos 
absorbidos  por  el  silencio  del  Océano,  de  los  que  no 
llegaba  el  más  leve  eco  hasta  el  vapor.  Dos  perros  enor- 
mes, hirsutos,  fieros,  puestos  de  patas  en  la  borda, 
lo  mismo  que  personas,  saludaban  igualmente  con  la- 
dridos contorsionantes  que  convertía  la  distancia  en 
gestos  mudos. 

Fué  quedándose  atrás  el  buque  de  vela.  Se  mantuvo 
un  instante  paralelo  á  la  proa:  luego,  para  seguirle,  tuvo 
el  gentío  que  correrse  por  las  cubiertas.  Finalmente, 
sólo  lo  vieron  los  emigrantes  amontonados  en  la  popa, 
destacándose  la  bandera  del  Goethe  sobre  la  pirámide 
blanca  de  su  velamen.  Parecía  inmóvil  á  pesar  de  que 
dos  cuchillos  de  espuma  rebullían  á  lo  largo  de  su  proa. 
«¡Adiós!  ¡Buen  viaje!»,  gritaba  en  varios  idiomas  la  mu- 
chedumbre agrupada  en  las  bordas...  Y  el  velero  fué 
empequeñeciéndose  como  si  marchase  hacia  atrás,  salu- 
dando con  violentos  cabeceos  las  arrugas  espumosas 
que  enviaba  á  su  encuentro  el  invisible  volteo  de  las 
hélices.  Al  ñn  pareció  quedar  inmóvil,  sumiéndose  en 
los  lejanos  términos  del  horizonte  solitario,  en  la  llanu- 
ra sin  límites  donde  le  harían  dormitar  con  las  velas 
desmayadas  las  ardientes  calmas  diurnas;  donde  avan- 
zaría de  noche  igual  á  un  fantasma,  rodeado  de  espu- 
mas fosforescentes,  balanceándose  la  luna  enorme  y 
amarillenta  entre  el  boscaje  de  su  arboladura. 

Ojeda  extrañó  no  ver  á  su  amigo  en  la  cubierta.  Algo 
de  mucho  interés  debía  preocuparle  para  que  dejase 
pasar  inadvertido  este  encuentro,  que  equivalía  á  un 
gran  suceso  en  la  vida  monótona  de  á  bordo. 

Al  deshacerse  los  grupos  volviendo  unos  á  sus  sillo- 
nes y  otros  al  interior  del  café,  Fernando  encontró  á 
Conchita  que  paseaba  con  gracioso  contoneo,  sacando 
los  codos,  montada  en  altos  y  ruidosos  tacones.  Las  se- 
ñoras sudamericanas,  al  verla  pasar,  la  llamaban  «la 
española  donosita». 

Sus  ojillos  negros  y  agudos  se  clavaron  en  Fernando. 
—  ¡Vaya  usted  con  Dios,  mala  persona!  Usted  no  quie- 
re nada  con  las  paisanas:  le  parecen  poca  cosa.  Todo 


362  V.    BLASCO  IBÁÑE?; 

para  las  señoras  que  hablan  en  extranjero  y  ni  Dios 
las  entiende...  No,  hijo:  ¡si  no  quiero  nada  con  usted! 
Paseo  mejor  sólita . . .  Ahí  tiene  á  su  yanka  mirando  al 
mar  con  medio  ojo  y  con  el  otro  medio  buscándolo  á 
usted.  Acerqúese,  que  le  espera. 

Y  Conchita  se  alejó  con  ruidoso  taconeo,  al  mismo 
tiempo  que  Fernando,  atraído  por  los  ojos  claros  de 
Mrs.  Power  y  su  sonrisa  entre  amable  é  irónica,  iba 
hacia  ella  acodándose  en  la  baranda  para  entablar  el 
segundo  galanteo  del  día.  Imposible  hacer  otra  cosa  en 
este  encierro  flotante,  donde  era  inútil  huir,  pues  al  dar 
vuelta  al  lado  opuesto  de  la  cubierta  encontrábase  el 
fugitivo  con  las  mismas  personas. 

Las  conversaciones  con  la  norteamericana  empeza- 
ban á  fatigar  á  Ojeda.  Estos  flirts  sin  resultado  pare- 
cíanle monótonos,  dulzones  é  interminables  como  los 
salmos  de  una  capilla  evangélica. 

Siempre  lo  mismo:  ojeadas  sentimentales,  palabras 
melancólicas  alternadas  con  burlas  frías  y  mordientes 
para  los  que  pasaban  junto  á  ellos.  Si  él  manifestaba 
deseos  de  alejarse,  una  mirada  maliciosa  que  equivalía 
á  una  promesa  y  ciertas  palabras  de  doble  sentido  le 
mantenían  inmóvil.  Cuando  súbitamente  entusiasmado, 
intentaba  avanzar,  ella  sonreía  con  una  inocencia  ma- 
liciosa: «No  comprendo...  no  comprendo.»  Y  si  al  fin 
confesaba  su  comprensión,  era  frunciendo  el  ceño  y 
protestando  con  frío  rubor:  «shoking». 

Algunas  veces  se  retiraba  medio  ofendida  por  las 
audacias  verbales  de  Fernando,  y  éste  respiraba  satisfe- 
cho y  contrariado  al  mismo  tiempo.  «Anda  con  Dios  y 
no  vuelvas  nunca — se  decía  con  rabia  —  .  La  verdad  es 
que  no  sé  por  qué  pierdo  el  tiempo  con  esta  mujer.» 

Pero  no  transcurrían  muchas  horas  sin  que  se  re- 
anudasen las  relaciones  de  buena  amistad.  Maud  le 
salía  al  encuentro  fingiéndose  distraída;  le  esperaba  al 
paso,  a]3oyada  en  la  borda,  contemplando  el  mar  en 
la  actitud  de  una  actriz  que  se  ve  espiada  por  la  má- 
quina fotográfica,  y  era  bastante  una  sonrisa,  un  movi- 
miento de  ojos,  una  leve  tos  para  que  Fernando  volviese 
á  juntarse  con  ella. 

—Me  está  toreando— protestaba  él  mentalmente—.  Se 


LOS  ARGONAUTAS  363 

está  divirtiendo  conmigo...  ¡Ay,  si  estuviésemos  en  tie- 
rra y  pudiera  dejar  de  verte!  ¡Qué  patada  te  ibas  á 
llevar,  hija  mía! 

Pero  estaban  en  el  Océano,  encerrados  en  un  espa- 
cio de  unos  centenares  de  metros.  Una  cadena  irrom- 
pible los  sujetaba  á  los  dos,  y  cuando  el  uno  se  alejaba, 
el  otro  forzosamente  iba  detrás.  Había  que  resignarse 
á  un  galanteo  penoso  y  contradictorio,  á  un  tira  y  afloja 
que  parecía  muy  del  gusto  de  aquella  mujer  y  le  hacía 
abrir  unos  ojos  de  sonriente  crueldad,  de  espasmo  sádico 
cada  vez  que  él,  con  los  sentidos  excitados  por  mis- 
teriosas alusiones  ó  miradas  prometedoras,  se  contraía 
furioso  de  deseo. 

Su  única  preocupación  al  salir  de  estos  suplicios  era 
que  Isidro  no  se  enterase  de  la  verdad.  ¡Cómo  se  bur- 
laría de  él  al  conocer  la  conducta  de  Maud!...  Y  á  im- 
pulsos de  su  orgullo  varonil,  de  esa  vanidad  jactanciosa 
del  macho  que  transige  con  la  mentira  para  conservar 
su  prestigio,  aceptaba  las  felicitaciones  y  la  envidia  de 
Maltrana,  que  le  creía  triunfador. 

De  tarde  en  tarde  el  remordimiento  y  el  miedo  se 
apoderaban  de  él.  ¡Ay  si  la  otra  contemplase  desde  lejos 
lo  que  le  estaba  ocurriendo  en  el  buque!  ¡Si  Teri  pudie- 
ra verle  como  se  ve  ñor  el  oio  de  una  cerradura!... 

La  vergüenza  le  hacía  permanecer  inmóvil  en  su 
sillón  leyendo  un  libro,  indiferente  á  cnanto  le  rodea- 
ba. Otras  veces,  con  el  deseo  de  aislarse  más  aún,  tras- 
ladaba su  asiento  á  la  última  cubierta  y  se  ocultaba 
detrás  de  un  bote,  gozando  el  deleite  de  su  voluntad 
triunfadora,  de  su  enérgica  resolución  al  decidirse  á  ser 
fiel.  Pero  la  estrechez  del  encierro  conspiraba  contra 
su  virtud.  Imposible  mantenerse  aislado.  Las  necesida- 
des de  la  vida,  los  toques  de  lla.raada  al  comedor  los  jun- 
taban á  todos.  Además  aquella  mujer  rja^recía  dotada  de 
un  sentido  diabólico  para  adivin¿ír  su  presencia.  Le 
descubría  en  sus  escondrijos,  por  apartados  que  fuesen: 
pasaba  ante  él  orguUosa  y  arráyente  á  la  vez,  lo  mismo 
que  una  reina  convencida  de  su  majestad,  con  un  fluido 
en  torno  de  su  persona,  que  desarticulaba  y  abatía  los 
santos  propósitos  mejor  construidos. 

Eeconocía  Fernando  aparte  de  esto  que  el  enemigo 


364  V.    íiLASCO   lBÁÑEí¿ 

más  lemible  estaba  dentro  de  él.  Era  la  bestia  adormi- 
lada en  la  soledad,  que  se  encabritaba  al  husmear  el 
perfume  de  Maud;  la  pureza  forzosa  por  falta  de  ocasión, 
que  se  retorcía  fieramente  ante  la  curva  tentadora,  el 
largo  contacto  de  las  manos  ó  las  blancas  suculencias 
enfundadas  en  seda  negra  ó  seda  gris,  exhibiéndose  ten- 
tadoras entre  las  faldas  recogidas  al  remontar  una  esca- 
lera con  voluntario  descuido. 

Ojeda  dejábase  vencer  de  nuevo  con  cualquiera  de 
estos  incidentes.  Al  llegar  á  tierra  sería  otro  hombre; 
recobraría  su  fidelidad;  pero  aquí  estaban  en  pleno 
Atlántico,  ¡y  quién  sabría  nunca  lo  que  ocurriese!... 
Había  que  entregarse  á  su  destino;  seguir  las  sugestio- 
nes irresistibles  del  «gran  impuro».  Y  Maud  la  domina- 
dora le  veía  otra  vez  sujeto  á  su  encanto  atormentador. 
Se  agitaba  en  torno  de  ella  sumiso  y  suplicante  con 
alternativas  de  cólera  y  huidas  de  despecho,  que  sólo 
duraban  breve  tiempo. 

Se  había  creído  por  un  instante  libertado  de  tal  ser- 
vidumbre al  conocer  á  Mina.  Esta  mujercita  triste  y  en- 
ferma no  era  un  peligro.  Podía  estar  junto  á  ella  sin  que 
se  alterase  el  equilibrio  de  su  tranquilidad.  Mina  con  su 
dulzura  sentimental  parecía  hermosear  la  existencia  mo- 
nótona de  á  bordo.  Era  un  socorro  para  terminar  sin 
remordimientos  la  travesía. 

Pero  Maud,  como  si  adivinase  sus  pensamientos  y 
temiese  una  concurrencia,  había  atacado  desde  el  pri- 
mer momento  á  la  alemana.  Felicitaba  á  Ojeda  con  una 
ironía  cruel  por  su  magnífica  conquista.  ¡Qué  suerte!  La 
mujer  más  fea  y  pobremente  vestida  del  buque...  Una 
especie  de  institutriz  casada  con  un  musiquillo  borracho 
del  que  se  reían  todos,  hasta  la  turba  de  cómicos  que 
iba  con  él. 

En  su  burla  despiadada  no  perdonó  ni  al  niño:  un 
gordinflón  con  pelo  de  cáñamo,  el  más  sucio  de  toda  la 
chiquillería  del  buque.  Ella  esperaba  ver  á  Fernando 
llevándolo  en  brazos  mientras  hacía  el  amor  á  la  mamá. 
Apostaba  algo  á  que  por  la  noche  lo  dormía  en  sus  rodi- 
llas con  acompañamiento  de  canciones  y  se  preocupaba 
de  cambiarle  las  ropas  interiores. 

Con  la  irritante  injusticia  de  que  sólo  es  capaz  el 


LOS  ARGONAUTAS  365 

despecho  femenil,  burlábase  también  de  Mina  como  can- 
tante. Se  había  tapado  los  oídos  una  tarde  que  cautelosa- 
mente se  acercó  á  las  ventanas  del  salón  cuando  ella 
estaba  en  el  piano  y  él  de  pie  mirándola  lo  mismo  que 
un  tenor...  ¡Y  decían  que  esta  infeliz,  semejante  á  una 
doncella  de  servicio,  había  sido  una  mujer  hermosa  y 
una  grande  artista!...  ¡Y  todos  los  éxitos  de  Ojeda  en  el 
buque  consistían  en  haber  inspirado  tal  pasión!...  Debía 
felicitarlo  por  su  buena  suerte.  Y  para  más  ironía,  Maud 
hablaba  en  francés  con  acento  nasal:  Mes  compUments , 
mon  cher:  tous  mes  complhnents, 

¡Pobre  Mina!...  Algunas  veces,  mientras  hablaba 
Fernando  con  Mrs.  Power,  la  había  visto  pasar  por  cerca 
de  ellos  llevando  de  la  mano  á  Karl.  Fingía  no  conocer- 
los, torcía  la  mirada,  pero  se  adivinaba  en  su  gesto  la 
amargura  de  la  decepción.  Y  cuamdo  Ojeda  quedaba 
solo,  ella  parecía  ocultarse,  huyendo  de  reanudar  sus 
conversaciones.  Si  en  los  paseos  por  la  cubierta  se  encon- 
traban frente  á  frente,  después  de  breves  palabras  Mina 
pretextaba  una  ocupación  inmediata  ú  obedecía  el  más 
leve  tirón  de  Karl  para  seguir  adelante. 

A  los  ojos  escrutadores  de  Maud  no  escapaba  cierto 
hermoseamiento  de  la  antigua  artista,  un  mayor  cuida- 
do en  el  adorno  de  su  persona. 

— Fíjese,  señor:  su  amada  hace  grandes  gastos.  Hoy  va 
de  blanco  de  pies  á  cabeza;  un  traje  de  piqué  plancha- 
do y  almidonado;  una  verdadera  coraza.  Está  elegante 
como  una  institutriz  de  su  tierra...  Tiene  la  cara  menos 
verde,  y  deja  un  reguero  de  olor  barato:  habrá  comprado 
polvos  y  perfumes  en  la  peluquería  del  buque...  Y  todo 
por  usted,  grandísimo  conquistador...  Hasta  lleva  zapa- 
tos nuevos.  No  le  veo  los  tacones  gastados  de  antes. 

Y  Fernando,  en  el  egoísmo  de  su  deseo,  acogía  estas 
burlas  con  una  satisfacción  cobarde.  Eran  celos  nacien- 
tes que  iban  á  servir  para  que  Maud  se  mostrase  al  fin 
menos  esquiva. 

Aquella  tarde  el  humor  de  ella  parecía  menos  iróni- 
co. La  voz,  algo  velada,  sonaba  con  lentitud  melancóli- 
ca; sus  ojos  estaban  húmedos;  le  brillaban  las  córneas 
con  una  acuosidad  excesiva,  como  si  fuesen  á  derramar 
lágrimas.  De  vez  en  cuando  estremecíase  con  violentos 


«í'^ 


bb  V,   BLASCO   IBANÍ3Z 

sobresaltos,  lo  mismo  que  si  una  mano  invisible  les  cos- 
quillease en  la  nuca.  Cogida  á  la  baranda,  echaba  el 
busto  atrás,  y  luego  se  aproximaba  á  ella  hasta  tocarla 
con  el  pecho.  Con  esta  gimnasia  nerviosa  acompañaba 
su  charla  y  disimulaba  el  deseo  do  extender  los  brazos 
y  desperezarse.  Interesábase  mucho  por  el  curso  del 
tiempo,  qu.e  hasta  entonces  no  la  había  preocupado. 
Preguntaba  con  ansiedad  cuántos  días  faltaban  para 
llegar  á  Río  Janeiro,  como  si  hubiese  permanecido  dur- 
miendo y  al  despertar  surgiese  en  su  recuerdo  la  im_a- 
gen  de  alguien  que  la  estaba  esperando. 

—  ¡Faltan  más  de  seis  días! — exclamó  con  desaliento 
al  oir  las  explicaciones  de  Ojeda — .  Hoy  es  domingo, 
y  no  llegaremos  hasta  el  sábado  próximo.  ¡Qué  largo!... 
Casi  una  semana  para  ver  á  mi  John... 

Y  con  cierto  sobresalto  notó  Fernando  en  sus  pala- 
bras una  gran  sinceridad  amorosa,  un  deseo  vehemente 
de  recién  casada  que  vuelve  al  lado  de  su  marido  des- 
pués de  la  primera  ausencia. 

En  las  grandes  ciudades  de  los  Estados  Unidos  los 
negocios  habían  ocupado  su  pensamiento  de  mujer 
práctica  y  calculadora:  después  en  París  se  había  atur- 
dido con  la  alegre  vida  de  sus  compañeras.  Pero  ahora, 
en  el  buque,  llevando  una  existencia  de  inercia,  sin  pre- 
ocupaciones, sin  amistades,  con  largos  encierros  en  el 
camarote  para  evitarse  el  trato  de  las  gentes,  la  imagen 
del  esposo  resurgía  en  ella  con  una  irresistible  nove- 
dad, acompañada  de  estremecimientos  largo  tiempo 
olvidados.  Además...  ¡el  ca,lor  ecuatorial!  ¡la  asfixia  que 
se  apoderaba  de  ella  á  ciertas  horas  de  la  noche,  opri- 
miendo su  pecho,  haciendo  zumbar  sus  oídos,  desarro- 
llando ante  sus  ojos  cerrados  una  cinta  de  visiones 
inconfesables,  interrumpidas  al  ñn  por  el  sueño!... 
¡Ah,  John!  ¡Pobre  grandote,  cómo  deseaba  verlo!... 

Torció  el  gesto  Fernando  al  escucharla  hablar  con 
la  mirada  perdida  en  el  Océano  y  una  voz  monótona  de 
sonámbula.  ¡Bonito  papel  el  suyo!...  Y  saludando  iróni- 
camente anunció  que  iba  á  retirarse  para  que  pensase  á 
solas  en  la  próxima  entrevista  con  su  esposo. 

— No;  quédese — dijo  ella  con  voz  de  mando — .  Tiem- 
po tengo  de  acordarme  de  él.  Hablemos...  Dígame  esas 


LOS   ATíGONAUTAS  367 

palabras  bonitas  que  usted  sabe  decir  y  que  parecen  de 
comedia:  exageraciones,  mentiras,  cosas  de  hidalgo 
que  habla  de  morir  si  no  lo  aman. 

Después  de  esto  Ojeda  creyó  tener  á  su  lado  otra 
mujer,  como  si  se  hubiese  quebrantado  la  coraza  de 
hielo  tras  la  cual  se  había  mantenido  hasta  entonces, 
irónica  y  hostil,  y  de  los  fragmentos  de  la  rota  defensa 
acabara  de  surgir  algo  cálido  y  vibrante  que  iba  hacia 
él  con  la  humildad  de  la  hembra  que  anhela  ser  vencida. 

Pasó  por  cerca  de  ellos  la  alemana  con  su  niño  de  la 
mano.  No  los  miró,  pero  la  mirada  de  Maud  fué  á  ella; 
una  mirada  agresiva,  de  cólera  mortal,  que  pareció  cla- 
varse en  su  espalda.  Fernando  recordó  que  así  miraba 
la  otra;  así  eran  los  ojos  de  Teri  cuando  en  sus  viajes  le 
inspiraba  celos  una  compañera  de  hotel. 

Los  ojos  de  Mrs.  Power  cuando  dejaron  de  ver  á 
Mina  volviéronse  hacia  Fernando  con  una  avidez  de 
posesión.  Sonreía  escuchando  las  palabras  de  su  acom- 
pañante, su  angustiosa  súplica,  como  si  pidiese  algo 
imprescindible  para  la  continuación  de  la  existencia. 

— Tal  vez  mañana...  tal  vez  nunca — dijo  ella  son- 
riendo con  su  coquetería  cruel,  que  á  Ojeda  le  pareció 
forzada  esta  vez,  adivinando  más  allá  de  las  frías  pala- 
bras un  principio  de  emoción. 

Luego,  como  si  temiese  perder  la  serenidad  y  de- 
cir demasiado,  se  apresuró  á  separarse  de  Fernando. 
No  se  podía  hablar  con  él;  siempre  pidiendo  lo  mismo. 
Se  retiraba  al  camarote.  Era  demasiado  atrevido  en  sus 
palabras,  y  había  que  cortar  la  conversación. 

— A  la  noche  hablaremos  si  es  usted  más  juicioso... 
Por  allí  viene  su  amigo;  ya  tiene  compañía...  No  ponga 
usted  esa  cara  tan  triste.  Tenga  confianza  en  la  suer- 
te... ¡Quién  sabe!... 

Y  se  alejó  riendo,  burlona  y  tentadora  á  la  vez, 
mientras  se  aproximaba  Maltrana,  llevando  sobre  el  tra- 
je de  hilo  una  capa  impermeable.  Se  detuvo  en  un  espa- 
cio de  la  cubierta  bañado  por  el  sol,  y  allí  quedó  inmó- 
vil, tembloroso  y  pálido,  gozando  con  visible  fruición 
del  ardor  ecuatorial. 

— De  aquí  no  paso — dijo — .  Si  quiere  usted  algo  acer- 
qúese. 


368  V.    BLASCO    ir>ÁÍíF.X 

Ojeda  le  obedeció,  extrañando  el  bizarro  aspecto 
que  ofrecía  con  aquella  capa  sobre  el  traje  ligero,  tem- 
bloroso de  frío  y  buscando  el  calor  del  sol  cuando  todos 
en  el  buque  sentíanse  angustiados  por  la  temperatura 
asfixiante. 

— ¿De  dónde  viene  usted?... 

—Del  Polo— contestó  Maltrana. 
Tendía  sus  manos  al  sol,  volvía  el  rostro  para  sentir 
el  calor  en  ambos  lados,  y  al  fin  se  despojó  del  imper- 
meable y  lo  abandonó  en  la  baranda,  prefiriendo  á  la 
tibieza  de  su  envoltura  los  rayos  directos  del  astro. 

— Deje  que  me  caliente  un  poco.  No  me  mire  así.  A 
usted  le  extrañará  verme  con  este  aspecto  de  gato  frio- 
lero, buscando  el  sol  cuando  todos  sudan...  Pero  ¡cuan- 
do le  digo  que  vengo  del  Polo!... 

Poco  á  poco  fué  Maltrana  explicando  su  misteriosa 
expedición.  Venía  de  lo  más  hondo  del  buque,  de  los 
frigoríficos  donde  se  guardaban  los  víveres.  Esto  úni- 
camente podía  verlo  él,  que  gozaba  de  buenas  amista- 
des. Para  conservar  la  baja  temperatura  de  estos  alma- 
cenes, sólo  se  abrían  muy  de  tarde  en  tarde,  y  él  había 
aprovechado  la  oportunidad  de  la  extracción  de  comes- 
tibles destinados  á  la  fiesta  del  día  siguiente,  bajando  á 
visitarlos  con  sus  amigos  de  la  comisaría. 

—  ¡Lo  que  viene  con  nosotros,  Ojeda!...  ¡Y  yo,  infeliz, 
que  en  otros  tiempos  admiraba  las  tiendas  de  la  calle 
Mayor  en  vísperas  de  Navidad!...  ¡Lo  que  comemos  y 
bebemos  durante  el  viaje!  ¿Sabe  usted  cuánta  cerveza 
llevamos  con  nosotros?  Mil  doscientos  toneles.  Eso  se 
dice  con  facilidad,  pero  hay  que  verlo...  ¿Sabe  cuánto 
vino?  Doce  mil  botellas.  También  se  dice  esta  cifra  con 
facilidad... 

— Pero  hay  que  ver  las  botellas — interrumpió  Ojeda 
burlonamente. 

— Eso  es:  hay  que  verlas  juntas  con  los  toneles:  una 
enorme  bodega;  lo  necesario  para  emborrachar  á  todo 
un  pueblo...  Y  resbalando  sobre  el  Océano  vienen  con 
nosotros  toneladas  y  más  toneladas  de  harina,  montañas 
de  cajas  de  conservas  y  de  extractos;  aves,  pescados, 
bueyes,  ¡qué  sé  yo!...  Todas  las  reservas  de  una  ciudad 
sitiada. 


LOS  ARGONAUTAS  369 

Describía  el  viaje  por  las  entrañas  lóbregas  del 
buque,  su  descenso  al  inñerno...  de  nieve,  llevando 
como  virgiliano  guía  á  su  amigo  don  Carmelo.  Escale- 
ras mojadas  y  resbaladizas;  paredes  que  lagrimeaban; 
luces  eléctricas  veladas  y  mortecinas  bajo  el  halo  iri- 
sado de  la  humedad;  gruesos  caños  conductores  del 
frío  á  lo  largo  de  los  muros.  Primero  habían  entra- 
do en  almacenes  donde  la  frescura  todavía  resultaba 
tolerable.  Isidro  había  sentido  allí  una  satisfacción 
egoísta  y  maligna  pensando  en  los  buenos  amigos  que 
sudaban  y  jadeaban  en  la  cubierta  de  paseo. 

Metíase  el  frío  cosquilleante  y  travieso  por  todas 
las  aberturas  de  las  ropas,  despertando  agradables 
estremecimientos.  Los  de  la  comisaría  llevaban  grue- 
sos abrigos  y  capas  impermeables.  El  reía  petulante- 
mente, orgulloso  de  afrontar  con  su  trajecito  blanco 
estas  temperaturas. 

Subían  y  bajaban  escaleras;  serpenteaban  por  intrin- 
cados corredores  bajos  de  techo,  angostos,  con  muros  de 
acero,  semejantes  á  los  pasadizos  de  un  acorazado.  En 
un  departamento  las  verduras  y  las  flores;  en  otro  las 
frutas:  pirámides  de  manzanas  y  naranjas,  racimos  de 
plátanos,  regimientos  de  pinas  alineadas  en  los  estantes 
como  soldados  barrigudos  acorazados  de  cobre  y  con 
penachos  verdes.  Un  perfume  de  gran  mercado  surgía 
á  bocanadas  por  las  puertas:  perfume  de  flores  que  ago- 
nizan lentamente,  de  frutas  y  verduras  detenidas  en  su 
fermentación  por  la  catalepsia  del  frío,  de  vinos  y  cer- 
vezas agitados  en  sus  encierros  por  la  continua  inesta- 
bilidad del  buque. 

— Llegamos  al  ñn  á  los  frigoríficos — continuó  Maltra- 
na — .  Unas  puertas  que  tienen  de  grueso  casi  tanto 
como  de  alto:  unos  dados  de  acero  que  giran  ligerísi- 
mos  sobre  sus  goznes  y  se  abren  y  cierran  lo  mismo 
que  las  culatas  de  los  cañones...  Crac:  una  vuelta  de 
muñeca  y  todo  queda  justo,  acoplado,  sin  la  menor  ren- 
dija. Al  ser  abiertas  entra  el  aire  exterior  y  se  condensa 
instantáneamente,  formando  un  humo  blanco  junto  á  las 
lamparillas  eléctricas;  algo  así  como  si  lloviese  sal  ó 
hielo  molido.  Un  espectáculo  fantástico,  Ojeda...  Al 
principio  sólo  se  siente  frío  en  los  pies:  luego  sube  y 

24 


870  V.    BLASCO  IBÁSiíJZ 

sube  el  maldito  entre  el  pantalón  y  la  pierna  y  á  los 
pocos  momentos  cree  uno  que  va  calzado  con  polainas 
de  hielo...  |Y  qué  paisajes  se  ven  en  esas  profundidades! 
Evocaba  Isidro  el  recuerdo  de  los  enormes  cuartos 
de  buey  rojos  y  amarillos,  con  la  grasa  congelada  de 
su  goteo  formando  estalactitas.  Tenían  estas  carnes  la 
densidad  de  las  cosas  inanimadas;  una  dureza  de  pie- 
dra. Daban  la  sensación  á  la  vista  y  al  tacto  de  enormes 
mazas  prehistóricas,  con  las  cuales  se  podía  hendir  el 
cráneo  de  un  elefante. 

— La  sala  del  pescado  es  un  paisaje  polar.  Eocas  de 
hielo  amontonadas,  y  en  el  interior  de  estas  masas  de 
cristal  turbio  están  los  peces  de  mil  formas.  Parecen  ha- 
rapos petrificados,  tan  adheridos  á  su  encierro,  que  hay 
que  extraerlos  á  puro  hachazo...  Las  aves,  puestas  en 
estantes,  las  creería  usted  de  cartón-piedra,  como  las 
que  se  exhiben  en  las  cenas  de  los  teatros.  Da  uno  con 
los  nudillos  en  la  pechuga  de  un  pavo  y  suena  lo  mis- 
mo que  un  tambor  ó  un  cráneo  hueco...  Y  toda  esta 
piedra,  este  cartón,  cuando  sale  de  su  encierro  se  con- 
vierte en  algo  apreciable.  Porque  usted  reconocerá, 
Ojeda,  que  aquí  no  comemos  del  todo  mal. 

El,  que  deseaba  con  tanto  ahinco  visitar  esta  sección 
del  buque,  se  había  apresurado  á  huir,  tiritando  bajo  un 
impermeable  facilitado  por  la  piedad  de  don  Carmelo. 
Sentía  recrudecerse  su  frío  al  recordar  los  tortuosos 
corredores  con  baldosas  rayadas  que  chorreaban  líqui- 
da humedad  por  todas  sus  ranuras;  las  puertas  de  quicio 
profundo  iguales  á  ventanas,  por  las  que  había  que  pasar 
agachando  la  cabeza  y  levantando  mucho  los  pies;  las 
enormes  cañerías  blancas  conductoras  del  frío,  cubier- 
tas con  un  forro  de  hielo,  erizadas  de  agujas  de  conge- 
lación que  brillaban  lo  mismo  que  diamantes  bajo  las 
luces  difusas. 

— Mejor  se  está  aquí,  Fernando...  ¡Bendito  sea  el 
calor!...  Pero  hay  que  reconocer  la  importancia  de  esa 
invención  que  pone  el  frío  al  servicio  del  hombre  y  per- 
mite morir  congelado  lo  mismo  que  en  el  Polo  estando 
en  pleno  Ecuador.  Abajo  me  acordaba  de  los  argonautas 
españoles  que  en  estos  mares  vendían  los  calzones  por 
un  vaso  de  agua  tibia...  \Y  nosotros  que  bebemos  fresco 


LOS  ARGONAUTAS  371 

á  todas  horas!...  Venga  nrás  hacia  aquí,  Ojeda:  yo  nece- 
sito calor  y  huyo  de  la  sombra. 

Le  molestaba  un  bote  de  la  última  cubierta  suspen- 
dido sobre  sus  cabezas,  que  repelía  el  sol  ó  le  dejaba 
paso,  siguiendo  el  lento  vaivén  del  buque. 

Se  acodaron  los  dos  amigos  en  el  balcón  de  la  terraza 
del  fumadero,  viendo  á  sus  pies  los  emigrantes  septen- 
trionales que  llenaban  la  explanada  de  popa.  Maltrana 
había  estado  entre  ellos  un  buen  rato  antes  de  bajar 
á  los  frigoríficos. 

— Crea  usted  que  se  necesita  valor  para  permanecer 
entre  esas  gentes.  A  pesar  de  la  temperatura  conservan 
sobre  el  cuerpo  los  gabanes  de  pieles  de  carnero,  los 
gorros  de  astrakán.  Todas  estas  pelambrerías,  así  como 
las  barbas,  parecen  hervir  bajo  el  sol.  Y  añada  usted 
los  desperdicios  de  la  comida  que  fermentan;  los  cuer- 
pos que  humean...  Dos  veces  al  día  los  marineros  inun- 
dan la  cubierta,  pero  á  pesar  del  mangueo,  al  poco 
rato  esa  parte  del  buque  huele  á  demonios. 

Un  ardor  belicoso  se  había  despertado  en  los  emi- 
grantes de  popa,  impulsando  á  unos  contra  otros.  Los 
rusos  jóvenes,  de  barbas  de  oro  y  camisas  rojas,  boxea- 
ban con  los  alemanes  de  brazos  nudosos  y  blancos.  Se 
veían  narices  quebradas  exhibiendo  los  remiendos  de 
unas  tirillas  puestas  en  la  farmacia.  Los  más  forzudos 
exhibían  con  orgullo  sus  biceps  adornados  con  tatuajes 
azules.  Un  gigantón  paseaba  entre  los  grupos,  devoran- 
do con  mordiscos  de  fiera  un  mendrugo  cubierto  de  carne 
sanguinolenta  y  cruda,  alimento  excelente,  según  él, 
para  conservar  la  fuerza. 

Todas  las  tardes  bajaba  á  la  enfermería  algún  lucha- 
dor con  el  rostro  entumecido  y  desfigurado.  Ahora  los 
marineros  exentos  de  servicio  acudían  á  la  explanada 
de  popa,  atraídos  por  el  brutal  interés  de  estas  peleas. 
Ya  no  gustaban  de  la  sociedad  de  los  «latinos»  acam- 
pados en  la  proa.  Encontrábanse  desorientados  entre  los 
españoles,  italianos  y  árabes,  demasiado  gritadores  é 
ininteligibles  para  ellos.  Preferían  los  hércules  silencio- 
sos, las  mujeres  pelirrojas,  con  faldas  cortas  de  bailari- 
na, botines  altos  y  un  pañuelo  escarlata  en  forma  de 
tejadillo  sobre  los  ojos,  pobres  de  cejas. 


372  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

Maltrana  abandonó  á  su  amigo.  Sentía  la  necesidad 
de  relatar  el  interesante  descenso  á  los  frigoríñcos  «á  sus 
muchas  amistades»,  ó  sea  á  todos  los  pasajeros  que  po- 
dían entenderle. 

El  toque  para  la  comida,  que  se  daba  en  plena  noche 
al  principio  del  viaje,  con  los  focos  de  luz  inflamados, 
sonaba  ahora  cuando  el  sol  estaba  todavía  en  el  horizon- 
te. Los  que  esperaban  el  mágico  espectáculo  de  su  pues- 
ta reunidos  en  la  última  toldilla,  tenían  que  renunciar 
á  la  diurna  apoteosis,  corriendo  á  los  camarotes  para 
vestirse  apresuradamente  y  no  llegar  con  retraso  al 
comedor. 

Ojeda,  al  sentarse  á  su  mesa,  vio  que  estaba  sin  ocu- 
par la  inmediata,  que  era  la  de  Mrs.  Power. 

— Hoy  no  come  aquí — dijo  Maltrana  con  su  autoridad 
de  hombre  bien  enterado  de  todo  lo  que  ocurría  en  el 
buque — .  La  han  invitado  sus  compatriotas,  esa  yanqui 
fea  que  canta,  y  su  marido,  el  de  la  chaqueta  de  clown... 
Aquí  se  invitan  unos  á  otros,  como  si  la  comida  fuese 
distinta.  Una  botella  extraordinaria  de  champan  es  todo 
el  obsequio...  Levántese  un  poco  y  la  verá. 

Incorporándose  Fernando,  columbró  por  entre  las 
cabezas  de  la  mesa  inmediata  la  cabellera  rubia  ceni- 
cienta de  Maud. 

Isidro  preguntó  á  Munster  por  el  doctor  Rubau.  Na- 
die le  había  visto.  Continuaba  metido  en  su  camarote 
para  solemnizar  con  este  encierro  el  doloroso  aniversario. 

La  música  sonaba  como  todos  los  días  á  las  puertas 
del  comedor;  la  lista  de  platos  era  la  ordinaria;  el  salón 
no  tenía  adornos,  y  sin  embargo  las  gentes  se  miraban 
con  aire  interrogante.  Flotaba  en  el  ambiente  una  prome- 
sa misteriosa:  seguramente  iba  á  ocurrir  algo.  Y  la  pre- 
sunción de  un  suceso  desconocido  alegraba  la  miradas  y 
provocaba  las  sonrisas.  Hombres  y  mujeres,  parecían 
haber  retrocedido  á  la  infancia  en  esta  vida  de  aisla- 
miento y  monotonía  azul. 

A  los  postres,  las  damas  saltaron  nerviosamente  en 
sus  sillas  ahogando  un  grito  de  susto:  muchos  hombres 
se  estremecieron  con  la  nerviosidad  que  despierta  un  es- 
trépito inesperado.  Sonó  junto  á  una  ventana  del  co- 
medor un  rugido  de  fiera  rabiosa,  un  baladro  amplifica- 


LOS  ARGONAUTAS  373 

do  por  el  tubo  de  una  bocina.  A  continuación  el  tableteo 
de  varios  rayos  imitados  con  choques  de  latas  y  las 
sinuosidades  de  un  trueno  repiqueteado  sobre  el  parche 
del  bombo. 

Todos  los  ojos  se  volvieron  hacia  la  entrada  del  co- 
medor. Alguien  iba  á  llegar.  Y  en  el  marco  de  una 
puerta  apareció  un  espantable  y  grotesco  personaje,  un 
mascarón  negro  y  rojo.  Su  avance  entre  las  mesas  fué 
acompañado  de  grandes  risotadas  y  movimientos  de  re- 
pulsión de  las  señoras,  que  evitaban  su  contacto. 

Vestía  una  túnica  negra,  una  especie  de  sotana,  con 
ancha  faja  de  algas  verdes,  de  la  que  pendían  numerosos 
pescados,  erados  y  sanguinolentos,  procedentes  de  la 
cocina.  Otro  círculo  de  algas  coronaba  su  peluca  berme- 
ja, y  entre  esta  peluca  y  las  barbazas  de  inflamado  color 
ensanchábase  el  rostro  rubicundo,  carrilludo,  granujien- 
to, una  cara  de  borracho  perseverante  y  bondadoso, 
como  las  que  se  ven  en  las  muestras  de  las  cervecerías. 
Apoyábase  al  andar  en  un  tridente  que  tenía  varias  sar- 
dinas ensartadas.  Colgaban  sobre  su  pecho  dos  botellas 
de  vino  unidas  en  forma  de  gemelos,  y  al  detenerse  en- 
tre mesa  y  mesa,  echaba  mano  á  este  grotesco  instru- 
mento, y  con  los  ojos  puestos  en  los  golletes  exploraba 
el  comedor,  como  si  buscase  á  alguien. 

—  ¡Capitán!...  ¿Dónde  está  el  capitán? — preguntaba 
con  voz  ronca. 

Despojábase  de  los  pescados  de  su  cintura  para  re- 
partirlos en  las  mesas,  y  las  mujeres  chillaban  lo  mismo 
que  al  contacto  de  un  ratón,  sintiendo  en  sus  manos  la 
frialdad  blanducha  y  viscosa  de  estos  presentes. 

Así  avanzó  por  todo  el  comedor,  seguido  de  la  risa 
inacabable  de  los  buenos  germanos,  que  encontraban 
este  espectáculo  de  una  gracia  irresistible.  Y  su  hilari- 
dad ganó  á  los  demás,  dispuestos  de  antemano  á  ale- 
grarse con  todo  lo  que  alterase  la  vida  uniforme  de  á 
bordo. 

En  fuerza  de  pasar  entre  las  mesas  y  mirar  con  su 
aparato  óptico,  dio  con  la  que  ocupaba  el  comandante 
del  buque,  y  apoyándose  en  el  tridente  comenzó  un  dis- 
curso en  alemán,  con  voz  ruda  y  autoritaria: 
—Yo  soy  Tritón  y  me  envía  mi  señor  Neptuno... 


374  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Los  alemanes  acogieron  con  estallidos  de  regocijo 
las  palabras  del  mascarón,  repitiéndolas  traducidas  á 
los  vecinos  que  no  podían  entenderlas. 

Neptuno,  al  ver  desde  sus  profundidades  que  un  bu- 
que iba  á  pasar  la  línea  ecuatorial  entrando  en  el  otro 
hemisferio,  enviaba  á  su  emisario  Tritón  para  que  los 
pasajeros  que  efectuaban  por  primera  vez  la  travesía  le 
rindieran  pleito  homenaje  sometiéndose  á  la  ceremonia 
del  bautizo.  El  discurso  iba  acompañado  de  alusiones 
al  mareo  de  los  viajeros,  al  tributo  que  sus  estómagos 
trastornados  rendían  al  inmenso  azul  para  mejor  ali- 
mento de  los  peces,  y  cada  chiste  que  el  marinero  dis- 
frazado iba  soltando  como  una  lección  aprendida  de 
memoria,  lo  saludaba  el  público  con  carcajadas  iguales 
á  las  de  una  escuela  en  libertad. 

El  capitán  debía  entregar  la  lista  de  todos  los  pasa- 
jeros que  no  habían  sido  bautizados.  Al  día  siguiente 
subirla  Neptuno  con  su  corte  para  la  gran  ceremonia,  y 
mientras  tanto  dos  representantes  de  la  fuerza  armada 
del  dios  iban  á  quedar  en  el  buque  para  que  ninguno 
de  los  neófitos  pudiese  huir. 

Se  llevó  el  emisario  una  mano  al  pecho  en  busca  de 
un  pito  marinero,  lo  hizo  sonar,  é  inmediatamente  entra- 
ron en  el  comedor  dos  gendarmes  alemanes  de  ridicula 
traza,  con  el  casco  abollado  y  pequeño  para  sus  cabezas 
enormes,  levitas  angostas,  pantalones  cortos  y  un  sable 
herrumboso  batiéndoles  el  flanco.  La  gente  al  verles 
aparecer  rió  con  más  espontaneidad  que  en  la  entrada 
de  Tritón.  Sus  caretas,  de  corto  perfil  y  bigotes  de  cepi- 
llo, les  daban  el  aspecto  de  dogos  enfurruñados  y  una 
lejana  semejanza  con  Bismarck. 

Entregó  el  capitán  á  Tritón  un  sobre  sellado  que  con- 
tenía la  listado  los  candidatos  al  bautizo,  bebieron  jun- 
tos una  copa  de  champan,  y  luego,  seguido  de  los  gen- 
darmes, se  retiró  el  enviado  neptunesco,  otra  vez  con 
acompañamiento  de  temblor  de  latas  y  estrépitos  de 
bombo. 

Muchos  pasajeros  abandonaron  el  comedor  apresura- 
damente. Había  que  ver  la  partida  del  emisario,  su  vuel- 
ta á  los  dominios  oceánicos  para  dar  cuenta  al  dios  de 
la  comisión  realizada. 


LOS  ARaONAUTAS  375. 

Amontonóse  la  gente  en  las  bordas  del  paseo.  El 
Océano  estaba  iluminado  con  fantásticos  reflejos:  era 
blanco,  después  verde  y  al  final  rojo.  De  la  cubierta  de 
los  botes  goteaba  sobre  el  mar  el  ígneo  azufre  de  las 
luces  de  bengala.  Las  ondulaciones  atlánticas  tomaban 
bajo  este  resplandor  de  incendio  que  rodeaba  al  buque 
el  aspecto  denso  del  metal  en  ebullición.  Más  allá  de  esta 
zona  de  luz  temblorosa,  que  coloreaba  grotescamente 
los  rostros  y  hacía  palpitar  los  ojos  con  desordenadas 
vibraciones,  extendíase  la  noche  tropical,  solemne,  tran- 
quila, con  sus  aguas  obscuras  pobladas  de  caracoleantes 
fosforescencias  y  su  cielo  límpido,  en  el  que  asomaban 
sonrientes  un  gran  número  de  astros  nuevos  rodando  en 
el  misterio. 

Sonó  en  el  mar  el  ruido  de  un  chapuzón,  y  una  luz 
balanceante  comenzó  á  apartarse  del  buque.  Era  Tritón 
que  se  marchaba.  Un  berrido  á  proa  y  á  popa  de  los 
emigrantes,  que  sólo  de  lejos  participaban  de  la  fiesta, 
saludó  la  fingida  retirada  del  personaje  submarino. 
«¡Adiós,  borracho!  ¡Expresiones  áNeptuno!...»  La  boya, 
con  su  farol,  salió  del  espacio  iluminado  por  las  ben- 
galas. Su  luz  se  liizo  cada  vez  más  diminuta  absorbida 
por  el  misterio  negruzco  del  Océano.  Parecía  huir  á 
impulsos  de  un  motor;  ocultábase  en  las  largas  curvas 
de  las  olas  y  brillaba  luego  en  las  cimas,  como  una  es- 
trella caída,  para  resbalar  de  nuevo  hasta  el  fondo  de 
otro  valle.  La  gente  se  cansó  de  seguirla  con  los  ojos,  y 
se  esparció  por  el  paseo  y  el  jardín  de  invierno,  donde 
aguardaba  el  café  humeando  en  las  tazas. 

Ojeda  entabló  conversación  con  míster  Lowe  antes 
de  volver  á  su  mesa,  ocupada  ya  por  Maltrana.  El  atle- 
tino  mocetón,  al  despojarse  por  la  noche  de  las  cha- 
quetas rayadas  y  gloriosas,  no  podía  menos  de  ador- 
nar la  solapa  del  smoking  con  botones  y  banderitas  de 
los  clubs  esportivos.  Al  ver  á  Fernando  rió  con  expre- 
sión maliciosa  mostrando  su  aguda  dentadura,  abundan- 
te en  áureos  rellenos. 

— ¡Qué  señora  Mrs.  Power!...  Hoy  la  hemos  tenido  á 
nuestra  mesa,  y  ¿sabe  lo  que  ha  dicho?...  Está  enferma 
la  pobre:  el  calor,  la  soledad,  los  nervios...  Le  ha  pre- 
guntado á  mi  señora  si  podría  prestarle  su  marido  por 


376  V.    BLASCO  IBÁKÍCZ 

un  rato.  Un  favor  entre  amigas...  Parece  que  no  puede 
esperar  más. 

Revelaba  con  su  risa  la  orgullosa  satisfacción  que  le 
producía  sólo  la  posibilidad  de  que  una  dama  como 
Mrs.  Power  pudiese  ver  en  su  persona  un  remedio. 

— Es  una  broma  nada  más — continuó — .  Esa  señora 
es  muy  graciosa  y  nada  hipócrita...  Pero  yo  creo,  señor, 
que  á  quien  ella  desea  es  á  usted...  Aprovéchese...  Hága- 
le ese  favor. 

Lowe,  que  no  ocultaba  el  miedo  que  le  infundía  su 
mujer  con  los  fruncimientos  dominadores  de  su  rostro 
acaballado,  tomaba  al  verse  solo  con  Fernando  el  gesto 
malicioso  de  un  hombre  para  el  cual  no  guarda  el  mun- 
do sorpresa  alguna.  Daba  la  buena  noticia  por  compa- 
ñerismo. Los  hombres  se  deben  entre  sí  estos  informes. 
Tenía  la  obligación  Ojeda  de  atender  á  una  dama...  Y 
hablaba  del  amor  como  de  un  servicio  higiénico  indis- 
pensable para  la  vida,  en  el  que  pueden  reclamarse  las 
ayudas  de  la  amistad. 

Aquella  noche  no  había  nada  extraordinario  que  al- 
terase la  vida  de  á  bordo.  El  concierto  atraía  únicamen- 
te á  los  niños  y  criadas,  que  antes  de  acostarse  formaban 
grupos  en  torno  del  círculo  de  atriles. 

Los  pasajeros,  esparcidos  por  el  paseo,  comentaban 
las  fiestas  del  día  siguiente.  Una  repentina  fraternidad 
los  aproximaba  á  todos.  Veníanse  abajo  las  últimas 
diferencias  sociales  y  patrióticas  que  los  habían  man- 
tenido apartados  en  fracciones  indiferentes  ú  hostiles. 
Se  notaba  el  deseo  de  comunicación  y  mezcolanza  que 
remueve  á  todo  un  pueblo  en  vísperas  de  un  aconteci- 
miento nacional.  Los  majestuosos  «pingüinos»  ya  no 
formaban  grupo  aparte  y  se  confundían  con  las  «poten- 
cias», que  á  su  vez  habían  roto  el  círculo  de  su  aisla- 
miento hostil. 

¡El  baile  del  paso  de  la  línea!...  Las  niñas  hablaban 
de  sus  disfraces  traídos  previsoramente  en  los  baúles  ó 
anunciaban  improvisaciones  originales.  Las  mamas,  que 
hasta  entonces  se  habían  saludado  con  ceremonia,  re- 
cordaban enternecidas  á  las  amigas  comunes  que  vivían 
en  París  y  creían  vagamente  haberse  visto  en  un  té  del 
hotel  Ritz  ó  en  una  recepción-tango  en  los  Campos  Eli- 


LOS  ARGONAUTAS  377 

seos.  Una  matrona  imponente  detenía  á  Conchita  con 
súbita  amabilidad. 

—¿Y  usted  no  se  disfraza,  hija  mía?... 

¡Con  unos  ojos  tan  lindos!  ¡Con  su  aire  donoso  de  es- 
pañolita!...  Y  á  impulsos  de  su  repentina  ternura  ofre- 
cíase á  prestarle  una  rica  mantilla  antigua  comprada 
en  Madrid. 

Señoras  de  gesto  malhumorado  que  se  lamentaban 
de  la  inmoralidad  de  los  compañeros  de  viaje,  detenían- 
se curiosas  ante  las  ventanas  del  fumadero.  Aquel  era 
el  antro  del  vicio;  el  lugar  donde  las  mujeronas  de  la 
opereta  fumaban  y  bebían  entre  los  hombres,  con  los 
pies  en  un  asiento  ó  sobre  el  borde  de  la  mesa...  Y  bas- 
taba una  ligera  invitación  de  los  amigos  ó  parientes  en- 
tregados á  interminables  partidas  de  poker ,  para  que 
todas  ellas  se  decidiesen  á  entrar  con  el  mismo  aire  de 
encogimiento  ruboroso  y  audacia  pecaminosa  que  les 
había  acompañado  en  sus  visitas  disimuladas  á  los  ca- 
harets  y  bailes  de  Montmartre.  ¡Bueno  es  verlo  todo!... 
Además  estaban  de  fiesta;  la  gran  fiesta  del  viaje. 

Ninguna  noche  se  había  visto  tan  lleno  el  fumadero. 
Los  sirvientes  corrían  azorados  no  sabiendo  adonde 
acudir  entre  tantos  y  tan  contradictorios  llamamien- 
tos. Sonaban  frecuentemente  estallidos  de  tapones.  El 
champan  desbordaba  de  las  copas  corriendo  sobre  las 
mesas  en  raudales  espumosos.  Sonreían  las  señoras  re- 
conociendo los  encantos  de  este  lugar  vedado,  y  hasta 
encontraban  cierta  distinción  exótica  á  algunas  de  aque- 
llas rubias  que  sólo  habían  visto  de  lejos  en  la  cubierta, 
y  que  ahora  ocupaban  las  mesas  inmediatas.  Esta  proxi- 
midad parecía  añadir  un  nuevo  placer  á  su  audaz  en- 
trada en  el  fumadero.  «El  mar  es  el  mar...»  Cuando 
llegasen  á  tierra  ni  se  acordarían  de  tal  promiscuidad. 

Ojeda  ocupaba  una  mesa  con  Mrs.  Power  y  el  matri- 
monio Lowe.  No  sabía  con  certeza  si  era  él  ó  su  amigo 
el  yanqui  el  autor  de  la  invitación,  pero  ésta  había  in- 
terpretado los  deseos  de  Maud,  que  pareció  transfor- 
marse al  tomar  asiento  en  un  diván  del  café. 

Bebieron  fuerte  los  tres  compañeros  de  Ojeda.  Mis- 
tress  Power  tenía  los  ojos  levemente  lacrimosos.  De 
pronto  se  agrandaban  como  si  los  dilatase  el  asombro 


378  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

de  una  visión  interna,  al  mismo  tiempo  que  unas  tortuo- 
sidades de  rubor  veteaban  sus  mejillas.  Dilatábase  su 
boca  buscando  aire,  á  pesar  de  que  todas  las  ventanas 
estaban  abiertas  y  los  ventiladores  giraban  vertiginosa- 
mente. «¡Qué  calor!...»  El  ansia  de  frescura  la  hacía 
vaciar  la  copa  que  tenía  delante,  ligeramente  empañada 
por  el  vino  helado.  Sonreía  mirando  á  Fernando  con  unos 
ojos  acariciadores,  que  éste  creía  ver  por  vez  primera. 
— Déme  osté  una  sigarreta. 

El  matrimonio  Lowe  acogió  con  risas  admirativas 
esta  muestra  de  español  de  Mrs.  Power.  Y  envuelta  en 
el  humo  del  cigarrillo  que  le  dio  Ojeda,  siguió  mirán- 
dolo con  una  fijeza  audaz,  como  si  concentrase  toda 
su  voluntad  en  esta  contemplación,  sin  importarle  los 
comentarios  de  las  personas  cercanas. 

Maltrana,  que  iba  de  una  mesa  á  otra  para  charlar 
con  sus  «queridos  amigos»,  aceptando  una  copa  aquí,  y 
bebiendo  media  botella  más  allá,  se  fijó  en  los  ojos  de 
Maud. 

— ¡Pero  cómo  mira  esa  señora!...  ¡Ni  que  se  lo  fuese 
á  comer!... 

Desde  una  mesa  cercana  los  espió  con  cierta  envidia. 
Cerca  de  medianoche  abandonaron  sus  asientos.  Lowe 
se  levantaba  al  amanecer  para  ir  al  gimnasio,  tomar 
la  ducha  y  seguir  otras  prescripciones  del  atletismo. 
Su  esposa  necesitaba  cuidar  la  voz.  Salieron  los  cuatro, 
y  tras  ellos  Maltrana. 

Junto  á  una  escalera  se  despidieron,  marchando  el 
matrimonio  hacia  su  camarote.  Quedaron  solos  Ojeda  y 
Maud  mirándose  frente  á  frente.  El  sentía  cierta  indeci- 
sión; miedo  al  «buenas  noches»  glacial  y  despectivo 
con  que  ella  había  cortado  otras  veces  sus  palabras  ar- 
dorosas. 

No  tuvo  necesidad  de  hablar.  Fué  ella  la  que  habló, 
pero  sin  mover  los  labios,  con  un  parpadeo  malicioso 
que  transfiguraba  su  rostro  dándole  el  rictus  de  una 
hembra  prehistórica  agitada  por  la  pasión.  De  sus  labios 
salió  un  leve  silbido  que  equivalía  á  una  orden  imperio- 
sa: al  mismo  tiempo  agitó  el  índice  de  su  diestra  como 
si  le  llamase. 

Maltrana  fué  tras  ellos  escalera  abajo,  avanzando 


LOS  ARaONAUTA8  379 

cautelosamente  para  no  ser  visto...  Pero  no  necesitó 
de  grandes  precauciones.  Los  dos  caminaban  sin  dar- 
se cuenta  de  lo  que  les  rodeaba,  sin  saber  ciertamen- 
te adonde  iban,  empujada  ella  por  el  instinto  hacia  su 
vivienda. 

Oyó  Isidro,  oculto  en  un  ángulo  del  corredor,  el 
ruido  de  una  puerta  abierta  rudamente.  Avanzó,  y  an- 
tes de  que  se  cerrase  aquélla  con  un  golpe  de  pie,  pudo 
ver  en  su  fondo  luminoso,  rápidamente  empequeñecido, 
cómo  se  entrelazaban  unos  brazos  con  la  furia  concen- 
trada de  los  luchadores  que  ansian  derribarse,  cómo  se 
juntaban  dos  cabezas  lo  mismo  que  si  pretendieran  mor- 
derse. 

El  crujido  de  un  cerrojo  y  la  soledad  del  corredor, 
despertaron  de  pronto  la  cólera  de  Maltrana.  El  quería 
mucho  á  Ojeda...  pero  ¡unos  tanto  y  otros  tan  poco! 
Sintió  el  tormento  de  esa  rivalidad  masculina  que  res- 
peta en  el  amigo  los  triunfos  de  la  inteligencia  y  de  la 
riqueza,  los  admira  y  los  desea  aún  mayores,  pero  se 
conmueve  con  sorda  envidia  cuando  las  victorias  son 
de  amor. 

Al  volver  Maltrana  al  fumadero,  se  sintió  molesto 
en  su  ambiente  ruidoso.  Todavía  no  era  su  hora:  aun 
quedaban  algunas  mesas  ocupadas  por  gentes  respeta- 
bles. Los  amigos  jóvenes  le  habían  anunciado  que  la 
verdadera  fiesta  sería  después  de  medianoche. 

Esta  vez  se  habían  comprometido  seriamente  algu- 
nas damas  de  la  opereta  á  ser  de  la  partida.  Isidro  sen- 
tíase de  una  resolución  feroz  al  pensar  en  Fernando.  Con 
las  de  la  opereta  ó  con  otras;  era  lo  mismo.  El  no  podía 
quedar  aplastado  por  la  buena  suerte  de  su  compañero. 
Necesitaba  á  toda  costa  olvidar  su  humillación,  aunque 
para  ello  fuera  necesario  atentar  contra  el  reposo  noc- 
turno de  las  camareras  del  buque  ó  las  muchachas  del 
taller  de  planchado. 

Huyó  del  café  como  si  odiase  á  las  gentes  y  necesita- 
ra tinieblas  y  silencio.  En  la  cubierta  de  los  botes  ocupó 
un  sillón  mojado  por  la  humedad. 

Este  aislamiento  lóbrego  aplacó  sus  nervios...  Na- 
die. Los  pasajeros  estaban  ya  en  sus  camarotes  ó  se 
mantenían  en  el  paseo  dando  vueltas  por  las  inmedia- 


380  V.    BLASCO  IBÁÑE4 

ciones  del  café  como  pájaros  nocturnos  atraídos  por  un 
faro.  El  silencio  era  absoluto  en  esta  cima  de  la  mon- 
taña flotante.  De  tarde  en  tarde  un  toque  de  campana 
en  el  puente,  un  rugido  del  serviola  que  contestaba  des- 
de el  pulpito  del  trinquete,  pasos  tenues  de  marineros 
descalzos  que  se  deslizaban  lo  mismo  que  espectros  en- 
tre los  botes  y  ventiladores  de  la  última  cubierta.  Sobre 
el  cielo  obscuro  moteado  de  cabecitas  de  luz  marcábanse 
los  mástiles  y  la  chimenea  como  dibujados  con  tinta 
china. 

Pasaban  las  estrellas  de  un  lado  á  otro  de  los  palos, 
cual  un  chisporroteo  de  insectos  juguetones  saltando 
entre  el  cordaje.  Algunas,  empañadas  por  el  temblor  del 
humo  de  la  chimenea,  redoblaban  sus  titilaciones.  Eran 
como  lentejuelas  medio  desprendidas  de  un  manto  y 
próximas  á  caer.  En  la  obscuridad  del  horizonte  marcá- 
banse unos  fulgores  lejanos,  tres  pinceladas  rojas  sobre 
una  línea  de  puntitos  de  luz  apenas  perceptibles:  los 
fuegos  de  un  trasatlántico  que  se  cruzaba  con  el  Goethe 
marchando  en  opuesta  dirección. 

Maltrana,  con  la  cabeza  en  el  respaldo  y  la  mirada 
en  alto,  contemplaba  la  enorme  masa  de  la  chimenea 
que  cubría  una  parte  del  cielo.  Sentía  aflojarse  la  tiran- 
tez de  sus  nervios  en  el  silencio  y  la  soledad.  Le  pare- 
cía ridículo  su  orgullo  masculino;  se  avergonzaba  de  su 
envidia.  ;Lo  que  le  importaban  á  aquella  bestia  negra, 
que  los  mantenía  sobre  sus  lomos  de  acero,  todas  las  mi- 
serias y  picardías  de  que  la  hacían  cómplice!...  ;Lo  que 
podían  interesar  al  Océano,  obscuro,  replegado  en  su 
misterio,  y  á  los  alfilerazos  de  luz  que  titilaban  á  la  vez 
en  las  alturas  del  cielo  y  en  los  repliegues  del  agua, 
aquellos  apetitos  y  necesidades  del  hormiguero  instala- 
do en  la  cascara  flotante!... 

Venía  á  su  memoria  el  recuerdo  de  los  primeros 
argonautas,  compañeros  de  Jasón,  y  con  ellos  el  poema 
de  Apolonio  de  Rodas,  cantor  de  la  fabulosa  aventura 
del  vellocino  de  oro.  El  mástil  del  navio  helénico  era  una 
encina  colocada  por  Minerva,  y  este  mástil  encantado, 
alma  del  buque,  hablaba,  daba  oráculos  salvadores  en 
los  momentos  de  peligro.  ¿Por  qué  no  podía  hablar  tam- 
bién aquella  chimenea  gigantesca  que  entre  los  palos, 


LOS  ARGONAUTAS  381 

completamente  inútiles,  de  la  navegación  moderna,  era 
la  representación  del  movimiento  y  la  vida,  la  gran 
propulsora,  como  lo  había  sido  el  mástil  antiguo  sos- 
tenedor del  velamen?... 

Este  animal  oceánico  de  férrea  caparazón  tenía  un 
alma  que  se  escapaba  normalmente  por  aquella  torre, 
con  una  respiración  acompasada,  ó  mugía  con  la  furia 
del  instinto  en  las  noches  de  peligro,  ante  el  escollo  cer- 
cano ó  la  densa  niebla.  Sus  compartimentos  interiores 
parecían  sensibles  á  la  influencia  del  ambiente,  como 
las  mucosas  de  un  organismo  animal.  Maltrana  creía 
verle  con  diverso  aspecto  en  las  varias  horas  del  día: 
soñoliento  y  torpe  al  amanecer;  alegre  y  risueño  des- 
pués de  las  abluciones  matinales;  pesado  y  cabeceador 
luego  de  mediodía,  al  adormecerse  el  Océano  bajo  el 
incendio  solar;  melancólico  y  rumoroso  como  un  jardín 
antiguo  á  la  caída  de  la  tarde,  cuando  las  cubiertas 
se  teñían  de  un  rojo  naranja,  prolongándose  las  sombras 
de  las  personas  con  la  esbeltez  de  los  cipreses;  ruidoso 
y  frivolo  al  cerrar  la  noche,  con  una  alegría  seme- 
jante al  hervor  del  champan,  á  la  sonrisa  de  unos  la- 
l3Íos  pintados,  á  la  languidez  de  unos  ojos  engrandeci- 
dos por  el  kohol. 

Su  amigo  de  la  comisaría  hablaba  del  buque  como 
si  éste  fuese  un  organismo  viviente  y  nervioso  sujeto  á 
las  influencias  exteriores.  Cambiaba  de  carácter  en 
todos  los  viajes,  según  las  gentes  que  llevaba  en  sus  en- 
trañas. Unas  veces  eran  comisiones  diplomáticas  ó  per- 
sonajes políticos  que  iban  á  gobernar  repúblicas,  y  en- 
tonces parecía  navegar  con  calmosa  majestad,  entrando 
solemnemente  en  los  puertos  embanderados,  entre  caño- 
nazos y  vítores.  Las  gentes  se  hablaban  con  frío  come- 
dimiento, mensurando  las  palabras,  no  atreviéndose  á 
alzar  la  voz.  Hasta  los  grumetes  tenían  un  estiramiento 
protocolario.  Bastaba  que  Su  Excelencia  se  apartase  á 
leer  en  un  rincón  de  la  cubierta,  para  que  al  momento 
este  rincón  quedase  aislado  con  atadijos  de  maromas,  y 
junto  á  ellas  un  marinero  de  guardia  con  la  consigna 
de  que  nadie  viniese  á  turbar  un  estudio  del  que  depen- 
día tal  vez  la  suerte  de  varios  pueblos.  Y  lo  que  leía  Su 
Excelencia  era  una  novela  de  folletín. 


382  V.    BLASCO   IBÁKBZ 

En  ciertos  viajes  predominaban  los  comerciantes,  y 
la  cubierta  de  paseo  era  durante  veinte  días  igual  á  un 
salón  de  Bolsa.  Eodaban  millones  de  la  mañana  á  la 
noche  y  el  buque  se  movía  con  el  aplomo  insolente  de 
un  banquero  bien  forrado  que  no  teme  al  destino.  Las 
enormes  cantidades  compuestas  puramente  de  palabras 
parecían  gravitar  realmente  en  sus  entrañas  con  un 
peso  abrumador.  Otras  veces  abundaban  las  damas 
elegantes;  ocupaba  el  hridge  todas  las  mesas:  el  aire 
marino  perdía  sus  sales  bajo  una  oleada  de  perfumes 
caros,  y  el  buque  se  rejuvenecía  con  los  trajes  vistosos 
que  se  arremolinaban  en  sus  cubiertas,  las  guirnaldas 
tendidas  en  los  salones  y  los  polvos  de  arroz  que  se  lle- 
vaba el  viento.  Al  cabecear  sobre  el  Océano  parecía  to- 
rnear el  gesto  trémulo  de  un  viejo  galanteador  que  habla 
con  sus  amigas  de  trapos  y  escándalos  mundanos. 

Introducíanse  en  algunas  travesías  entre  el  rebaño 
viajero  mujeres  hermosas  y  liberales,  pródigas  de  sus 
gracias,  y  la  paz  monótona  del  Atlántico  desaparecía 
instantáneamente.  Los  hombres  corrían  ansiosos  tras  la 
carnal  limosna;  surgían  conflictos  y  peleas,  todos  se 
agitaban  lo  mismo  que  locos,  y  el  trasatlántico,  fosco  y 
de  malhumor,  navegaba  con  el  funcionamiento  de  su 
vida  trastornado,  los  servicios  internos  en  desorden, 
deseoso  de  llegar  cuanto  antes  al  térm^ino  del  viaje  para 
sanar  de  esta  enfermedad. 

El  buque  tenía  un  alma:  Maltrana,  soñoliento  en  su 
sillón,  estaba  seguro  de  ello.  Un  alma  que  hablaba  por 
su  chimenea  como  la  nave  Argos  hablaba  por  el  mástil; 
una  conciencia  que  percibía  el  motivo  de  sus  acciones, 
la  ñnalidad  de  este  continuo  ir  y  venir  por  el  Atlántico 
arándolo  con  su  quilla  de  acero. 

No  estaba  solo  en  la  oceánica  inmensidad.  Otros  igua- 
les á  él  avanzaban  tras  de  su  estela  con  intervalos  de 
centenares  de  millas,  ó  marchaban  delante  con  el  mis- 
mo rumbo.  Y  desde  el  opuesto  hemisferio,  una  fila  seme- 
jante emprendía  el  regreso,  moviéndose  todos  como  un 
rosario  de  diligentes  hormigas  en  la  infinita  llanura 
atlántica. 

Despegábanse  diariamente  de  la  tierra  europea  al- 
gunos de  estos  monstruos,  arañando  la  profundidad  con 


LOS  ARGONAUTAS  383 

las  invisibles  zarpas  de  sus  hélices,  repleto  el  vientre  de 
carne  humana  estremecida  por  los  espejismos  de  la  es- 
peranza. Partían  de  los  muelles  escarchados  y  brumo- 
sos del  Báltico;  de  los  puertos  ingleses  negros  de  hulla, 
en  cuyo  ambiente  grasoso  flota  un  perfume  de  té  y 
tabaco  con  opio;  de  las  costas  de  la  Francia  oceánica 
que  oponen  sus  bancos  vivos  de  mariscos  y  los  pinares 
de  sus  laudas  á  los  asaltos  del  fiero  golfo  de  Gascuña; 
de  las  bahías  de  España,  copas  de  tranquilo  azul  en  las 
que  trenzan  sus  aleteos  las  gaviotas  asustadas  por  el 
chirrido  de  una  grúa  ó  el  mugido  de  una  sirena;  de  las 
escalas  del  Mediterráneo  adormecidas  bajo  el  sol;  ciu- 
dades blancas,  con  la  alba  crudeza  de  la  cal  ó  la  suavi- 
dad aristocrática  del  mármol;  ciudades  que  huelen  en 
sus  embarcaderos  á  hortalizas  marchitas  y  frutos  sazo- 
nados, y  envían  hasta  los  buques  con  el  viento  de  tierra 
la  respiración  nupcial  del  naranjo,  el  incienso  del  al- 
mendro, rasgueos  briosos  de  guitarra  ibérica,  gozoso 
repiqueteo  de  tamboril  provenzal,  arpegios  lánguidos 
de  mandolina  italiana. 

Inmóviles  en  los  canales  flamencos  de  aguas  negras 
y  burbujeantes,  había  descendido  hasta  sus  dormidas 
cubiertas  la  melodía  cristalina  del  carrillón  perdido  en 
el  misterio  de  la  noche.  Grandes  puentes  giratorios  se 
habían  abierto  ante  ellos,  repeliendo  las  masas  de  gen- 
tío y  de  carretones,  para  darles  paso  en  los  ríos  nave- 
gables de  Holanda. 

Al  verse  en  alta  mar,  sus  proas,  como  hocicos  inte- 
ligentes, husmeaban  el  horizonte,  adivinando  el  sendero 
á  través  del  infinito.  En  torno  de  sus  grupas  rebullían 
en  jabonosas  espumas  las  olas  grises  ó  negras  de  los 
mares  septentrionales,  las  azules  ondulaciones  atlánti- 
cas, el  inmenso  líquido  durmiente  bajo  la  pesadez  ecua- 
torial, el  Océano  verde  con  escamas  de  oro  de  las  costas 
brasileñas,  las  aguas  casi  dulces  de  las  costas  del  Sur 
teñidas  de  rojo  por  las  avenidas  de  los  ríos. 

Una  voz  hablaba  á  Maltrana;  una  voz  sin  vibración, 
que  repercutía  en  su  cerebro  sin  haber  pasado  por  su 
oído. 

— Y  así  marchamos  á  través  del  misterio  azul  en  busca 
de  una  lejana  tierra  de  ensueño  para  nuestro  carga- 


384  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

inento  de  miserias  y  ambiciones.  Hace  años  seguíamos 
todos  el  mismo  rumbo  con  la  tenacidad  de  un  rebaño 
que  no  conoce  otro  camino.  íbamos  al  Norte,  tragadero 
insaciable  de  hombres,  olla  hirviente  de  razas,  tierra  de 
prodigios  absurdos  y  opulencias  insolentes...  Pero  ahora 
el  camino  se  ha  bifurcado:  conocemos  nuevos  rumbos. 
El  rebaño  de  acero  y  humo  se  reparte,  y  mientras  unos 
siguen  la  antigua  senda,  nosotros  ponemos  la  proa  al 
Sur,  llevando  sobre  nuestro  lomo  la  aventura  y  la  ilu- 
sión, en  busca  de  los  pueblos  nuevos,  pueblos  de  espe- 
ranza, pueblos  de  aurora  cuyos  nombres  suenan  con  el 
retintín  del  oro. 


IX 


El  primer  acto  de  la  fiesta  ecuatorial  fué  el  paseo  de 
la  música  á  las  nueve  de  la  mañana  por  todas  las  cu- 
biertas, deslizándose  luego  en  los  pasadizos  y  recovecos 
de  los  camarotes. 

Muchos  pasajeros  estaban  aún  en  la  cama,  y  al  apa- 
garse el  eco  de  los  instrumentos,  volvieron  á  reanudar 
el  sueño.  Se  habían  acostado  tarde.  En  la  noche  ante- 
rior las  luces  del  café  permanecieron  encendidas  hasta 
que  el  amanecer  fué  empañando  su  brillo.  La  marine- 
ría, al  limpiar  las  cubiertas,  había  salpicado  con  su 
mangueo  algunos  escarpines  de  charol  que  marchaban 
titubeantes  sin  encontrar  su  camino  y  smokings  cuya 
negrura  estaba  constelada  de  manchas  de  ceniza  y  de 
champan. 

La  gente  menuda  del  pasaje  fué  la  única  que  corrió 
bulliciosa  al  escuchar  este  primer  anuncio  de  la  fiesta. 
Niños  y  criadas  marchaban  al  frente  de  la  banda,  ad- 
mirando los  disfraces  con  que  se  habían  cubierto  los 
músicos  en  honor  de  la  grotesca  solemnidad;  sus  caras 
con  chafarrinones  de  almagre  y  sus  narices  de  cartón. 
Un  camarero,  vestido  de  piel  roja  con  gra-n  abundancia 
de  plumas,  iba  ante  la  música  haciendo  molinetes  con 
una  cachiporra  de  tambor  mayor. 

Saludábanse  los  pasajeros  matinales  en  el  paseo  con 
grandes  elogios  al  día.  El  agua  era  gris,  el  cielo  es- 
taba encapotado:  el  Océano  ecuatorial  ofrecía  el  aspecto 
de  un  mar  del  Septentrión.  La  brisa  fresca  que  venía  de 
proa  ahuyentaba  el  temido  calor.  Magnífico  día  para 
el  paso  de  la  línea. 

A  las  once  circuló  una  noticia  que  hizo  salir  de  sus 
camarotes  á  los  perezosos  y  llenó  en  poco  tiempo  las 


386  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

cubiertas.  Se  veía  tierra...  Y  todos  corrían  al  lado  de 
babor  con  vehemente  curiosidad,  como  si  desearan  saciar 
sus  ojos  en  un  fenómeno  inaudito.  ¡Tierra!...  Esta  pala- 
bra evocaba  algo  lejano  que  había  existido  en  otros  tiem- 
pos, pero  que  la  gente,  acostumbrada  á  la  soledad  oceá- 
nica, consideraba  ya  como  irreal. 

Buscaban  muchos  esta  tierra  en  la  extensión  gris  con 
la  simple  mirada,  y  sólo  después  de  largos  titubeos  lle- 
gaban á  distinguir  un  pequeño  borrón  negro,  una  línea 
ondulosa  y  corta  que  parecía  flotar  sobre  las  aguas  como 
un  montón  de  basura.  Era  la  Roca  de  San  Pablo,  aglo- 
meración de  piedras  basálticas  en  mitad  de  la  línea 
equinoccial;  pedazo  de  tierra  diminuto,  olvidado  por  las 
convulsiones  volcánicas  y  que  seguía  emergiendo  audaz- 
mente entre  África  y  América,  sin  fauna,  sin  flora,  yer- 
mo y  maldito  en  las  soledades  del  Océano,  lejos  de  todo 
país  habitado. 

—El  único  lugar  de  la  tierra  que  no  tiene  dueño— dijo 
el  doctor  Zurita  en  un  grupo — .  La  única  isla  que  no  ha 
tentado  la  codicia  de  nadie...  Cómo  será,  que  ni  á  los 
ingleses  se  les  ha  ocurrido  plantar  en  ella  su  bandera. 

Apuntábanse  las  filas  de  gemelos  á  lo  largo  de  la 
borda,  y  en  el  redondel  de  sus  oculares  aparecía  un 
amontonamiento  de  rocas  flanqueado  por  otras  sueltas 
en  forma  de  islotes;  pedruscos  negros,  rugosos,  que  re- 
cordaban la  piel  de  los  paquidermos,  y  en  torno  de  los 
cuales  levantaba  la  resaca  enormes  rociadas  de  espu- 
ma. El  mar  tranquilo  alterábase  al  tropezar  con  este 
obstáculo  inesperado.  Se  adivinaba  la  existencia  de  ca- 
vernas submarinas,  gargantas  y  canalizos  invisibles, 
en  los  cuales  se  retorcía  furioso  el  Océano  al  perder  su 
calma  soñolienta,  encabritándose  con  espumarajos  de 
rabia,  desplomándose  sus  cataratas  gigantescas  sobre 
los  negros  abismos. 

Ni  una  persona,  ni  una  brizna  de  hierba,  ni  un  pá- 
jaro en  la  roca  pelada,  que  á  las  horas  de  sol  debía  arder 
y  reverberar  como  un  paisaje  infernal. 

— Ahí  sólo  hay  tiburones — dijo  un  pasajero,  como  si 
hubiese  vivido  en  la  isla — .  Procrean  en  sus  cuevas,  y 
luego  van  á  buscarse  la  comida  por  los  mares  calientes, 
hasta  las  costas  del  Brasil  ó  las  Antillas. 


LOS  ARGONAUTAS  887 

El  recuerdo  de  estos  mastines  del  Océano  hacía  es- 
tremecer á  las  mujeres.  Se  los  imaginaban  pululando  lo 
mismo  que  bancos  de  sardinas  en  las  cavernas  y  esco- 
llos de  aquel  islote;  los  veían  con  el  pensamiento  pa- 
sando y  repasando  por  debajo  del  vientre  del  navio, 
traidores,  cautelosos,  con  su  cabeza  más  voluminosa 
que  el  resto  del  cuerpo,  aguardando  que  alguien  cayese 
para  triturarlo  entre  la  triple  fila  de  sus  dientes. 

Los  hombres  evocaban  las  tragedias  feroces  de  la 
profundidad,  cuando  el  escualo  hambriento,  no  encon- 
trando en  la  superficie  más  que  bandas  de  peces  vola- 
dores, descendía  y  descendía  miles  de  metros  en  busca 
de  los  calamares  enormes,  que  agitaban  en  la  sombra 
la  vegetación  de  sus  tentáculos.  El  tiburón,  agobiado 
por  la  asfixia  de  la  profundidad,  había  de  efectuar  su 
cacería  con  rapidez.  Batallaba  el  diente  con  la  ventosa, 
el  coletazo  demoledor  con  el  tentáculo  que  ahoga,  la 
boca  que  desgarra  con  la  boca  que  sorbe.  Y  en  esta  ba- 
talla invisible  que  se  desarrollaba  allá  abajo,  á  varios 
kilómetros  de  distancia  vertical,  en  la  penumbra  de  unas 
aguas  obscuras,  entenebrecidas  aun  más  por  las  nubes 
de  tinta  que  exudaba  el  pulpo,  unas  veces  quedaba  el 
tiburón  prisionero  de  ]a  red  viscosa  y  ávida;  otras  subía 
vencedor,  con  el  coriáceo  pellejo  hinchado  por  la  suc- 
ción de  las  ventosas,  y  á  la  luz  de  las  estrellas,  deján- 
dose flotar  en  las  ondulaciones  de  la  superficie,  devora- 
ba los  restos  de  la  presa  arrancada  del  abismo. 

Esta  evocación  hacía  recordar  á  muchos  el  lugar 
donde  estaban.  Aquel  hotel  lujoso,  con  su  música,  sus 
tropas  de  sirvientes  y  sus  salones,  no  era  más  que  una 
caja  flotante  y  bien  acondicionada,  debajo  de  la  cual 
seguía  latiendo  la  vida  feroz  y  ciega,  ignorante  de  la 
justicia  y  de  la  misericordia,  lo  mismo  que  en  los  pri- 
meros días  del  planeta.  Avanzaban  los  humanos  co- 
miendo, bailando,  requebrándose  de  amor  por  lugares 
del  globo  donde  aun  subsistían  las  formas  crueles  é  ins- 
tintivas de  la  bestialidad  prehistórica.  Vivían  lo  mismo 
que  en  tierra,  sin  acordarse  de  que  marchaban  sobre 
una  columna  acuática  y  movible  de  seis  mil  metros  de 
altura,  de  la  cual  era  el  buque  á  modo  de  capitel. 

La  Roca  de  San  Pablo  fué  quedando  á  la  popa  del 


388  V.  BLASoo  rsÁJmz 

trasatlántico.  El  islote  estéril  recibía  el  título  de  antipá- 
tico de  boca  de  las  señoras,  que  dejaron  de  mirarlo 
faltas  ya  de  interés.  Visto  sin  los  gemelos  parecía  algo 
repugnante  que  flotaba  sobre  las  aguas;  los  residuos 
digestivos  de  un  leviatán;  un  montón  de  deyecciones  del 
fabuloso  pájaro  Eoc. 

Deshiciéronse  los  grupos  para  esparcirse  por  el  pa- 
seo, y  en  este  desbande  general  Ojeda  y  Maltrana  se 
encontraron  frente  á  frente. 

Isidro  fijó  sus  ojos  con  maliciosa  expresión  en  la 
cara  de  su  amigo. 

— ¿Qué  tal  la  noche?... 
Fernando  hizo  un  gesto  de  indiferencia.  Muy  bien. 

— Le  veo  á  usted  pálido — añadió  aquél — ;  algo  ojero- 
so. Cualquiera  diría  que  ha  tenido  usted  malos  sue- 
ños... ó  que  ha  estado  la  noche  entera  sin  dormir. 

—  ¡Cuando  le  digo  que  la  he  pasado  muy  bien!... 

Y  Maltrana,  ante  el  tono  de  impaciencia  de  su  ami- 
go, no  quiso  insistir  más. 

— Su  aspecto  no  es  mejor  que  el  mío — dijo  Ojeda  son- 
riendo—. De  seguro  que  se  acostó  tarde...  ¿A  ver  esa 
cara?  Muy  bien:  no  tiene  usted  señal  de  golpe.  Esta 
fiesta  le  ha  resultado  mejor  que  la  otra. 

Maltrana  se  indignó.  ¿Creía  acaso  que  sus  amigos 
eran  unos  bárbaros?...  La  pelea  general  del  otro  día 
había  sido  un  incidente  inesperado.  Las  gentes  iban 
conociéndose  mejor;  el  trato  amansa  á  las  fieras.  Eran 
ya  como  hermanos  y  se  perdonaban  las  injurias.  Un 
insulto  se  olvidaba  ante  una  nueva  botella. 

Y  como  Fernando,  ganoso  de  que  la  conversación 
no  recayera  sobre  él,  insistiese  por  conocer  los  detalles 
de  la  fiesta,  Maltrana  fué  hablando  con  cierta  reserva. 

— Nada;  una  reunión  culta,  muy  decente.  Hasta  tuvi- 
mos nuestras  damas,  lo  más  distinguido,  lo  más  chic. 
Esta  vez  las  señoras  de  la  opereta,  solemnemente  invi- 
tadas por  mí,  en  nombre  de  los  amigos,  se  dignaron 
venir...  Uno  tiene  su  prestigio  y  sus  éxitos,  amigo 
Fernando;  no  todo  ha  de  ser  para  los  demás. 

Para  que  no  insistiese  en  esto  último,  le  preguntó 
Ojeda  si  el  mayordomo  había  tenido  que  intervenir, 
como  la  otra  vez,  para  restablecer  el  orden. 


LOS  ARGONAUTAS  389 

—No— dijo  Mal trana  después  de  alguna  vacilación — . 
Las  cosas  se  desarrollaron  en  el  fumadero,  en  santa 
paz.  Muchas  botellas  destapadas;  mucho  canto.  Las 
damas  encontraron  duros  los  asientos,  y  al  ñnal  fuma- 
ban con  la  cabeza  apoyada  en  un  señor  y  los  pies  en 
otro...  ¡Orden  completo!  El  mayordomo  se  asomaba  á  la 
puerta  para  sonreír  como  un  maestro  satisfecho  de  sus 
chicos.  Uno  que  hacía  suertes  de  gimnasia  con  un  si- 
llón lo  dejó  caer  sobre  la  cabeza  de  un  compañero.  Le 
limpiamos  la  sangre  y  luego  se  dieron  las  manos  los 
dos.  Total,  nada.  No  fué  con  mala  intención...  Las 
damas,  que  no  entendían  palabra  y  sólo  sabían  beber 
y  sonreír,  dignábanse  tomar  el  brazo  de  un  amigo 
para  dar  un  paseo  misterioso  y  poético  por  la  última 
cubierta  ó  por  los  pasillos  de  los  camarotes,  volviendo 
algo  después  para  aceptar  nuevas  invitaciones...  Le 
digo  que  fué  una  fiesta  honrada  y  distinguida. 

Ojeda  sonrió  incrédulamente.  Había  oido  hablar  algo 
de  muebles  rotos  y  peleas  con  el  mayordomo. 

— Una  insignificancia.  Una  humorada  de  mis  amigos 
los  norteamericanos...  Pero  el  conflicto  quedó  arreglado 
inmediatamente. 

Habían  salido  todos  del  fumadero  atraídos  por  la 
luna,  una  luna  enorme  que  cubría  de  plata  viva  el 
Atlántico  y  hacía  correr  por  los  costados  del  buque  arro- 
yos de  leche  luminosa.  La  honorable  sociedad  contem- 
plaba el  espectáculo  con  un  sentimentalismo  alcohólico 
que  agolpó  las  lágrimas  en  los  ojos.  Las  damas  apoya- 
ban con  desmayo  poético  sus  cabezas  rubias  en  el  hom- 
bro más  próximo.  Una  rompió  á  llorar  con  estertores 
histéricos.  «La  luna...  la  luna»,  murmuraba  cada  uno  en 
su  idioma.  Y  así  estuvieron  inmóviles  largo  tiempo,  como 
si  no  la  hubiesen  visto  nunca,  hipnotizados  por  aquella 
cara  de  mofletes  luminosos  suspendida  en  el  horizonte. 

Un  norteamericano  arrojó  una  botella  con  dirección 
al  astro.  Había  que  dar  de  beber  á  la  gran  señora.  E  in- 
mediatamente, como  si  esta  locura  fuese  contagiosa, 
una  lluvia  de  botellas  vacías  ó  sin  destapar  fué  cayendo 
en  el  Océano.  Pasaban  ante  el  luminoso  redondel  cual 
una  nube  de  proyectiles  negros.  Al  agotarse  la  pro- 
visión, los  comisionistas  musculosos  y  los  pastores  de 


390  V.    BLASCO   IBÁÑB¡g 

las  praderas  cogieron  las  sillas  y  las  mesas  de  la  cubier- 
ta, y  todo  comenzó  á  pasar  sobre  la  borda,  cayendo  en 
el  agua  con  ruidoso  chapoteo. 

Palmoteaban  unos  retorciéndose  de  risa  por  lo  ines- 
perado del  espectáculo,  gritaban  otros  entusiasmados 
por  el  vigor  y  la  rapidez  con  que  saltaban  los  objetos 
del  buque  al  mar,  corrieron  los  camareros  para  dar 
aviso  de  estos  desmanes,  y  apareció  el  mayordomo 
lanzando  gritos  y  poniéndose  con  los  brazos  en  cruz  en- 
tre la  borda  y  los  tiradores. 

Hubo  que  hacer  esfuerzos  para  apaciguar  á  los  cow- 
boys^  que  encontraban  el  juego  muy  de  su  gusto.  Ellos 
estaban  prontos  á  pagar  todos  los  desperfectos  y  los  que 
hiciesen  los  respetables  gentlemans  que  estaban  en  su 
compañía.  «Y  un  gentleman  que  paga,  puede  hacer  lo 
que  quiera.»  Sacaban  los  billetes  á  puñados  de  los  bol- 
sillos de  los  pantalones,  indignándose  de  que  por  unos 
dollars  vinieran  á  perturbar  sus  placeres,  y  únicamente 
se  apaciguaron  al  verse  de  nuevo  en  el  fumadero,  con 
toda  la  honorable  sociedad,  ante  unas  botellas  que  un 
amigo  había  guardado  ocultas  debajo  de  una  mesa. 
— Y  no  hubo  más — dijo  Maltrana. 

Pero  Ojeda  insistió.  Cerca  del  amanecer  habían  des- 
pertado muchos  pasajeros  que  vivían  en  las  inmediacio- 
nes del  camarote  de  Isidro.  Gritos,  golpes  á  la  puerta, 
llamamientos  desesperados  de  timbre,  llegada  del  ma- 
yordomo con  su  ronda  de  criados.  ¿Qué  había  sido 
aquello?... 

— Fué  obra  mía — contestó  Maltrana  bajando  los  ojos 
con  modestia — .  Me  ocurrió  lo  de  la  otra  noche.  Apenas 
bebo  un  poco,  me  asalta  el  recuerdo  de  mi  vecino  el 
hombre  lúgubre  y  quiero  averiguar  el  misterio  que 
guarda  en  el  camarote  inmediato  al  mío. 

Había  hablado  á  sus  compañeros  de  esta  novelesca 
vecindad,  dando  por  real  é  indiscutible  todo  lo  que  él 
llevaba  en  su  imaginación.  Una  gran  señora,  princesa 
rusa  ó  archiduquesa  austríaca — en  esto  dudaba  Maltra- 
trana — ,  venía  prisionera  en  el  buque.  Nadie  la  había 
visto,  pero  su  hermosura  era  extraordinaria.  Y  el  rap- 
tor y  guardián  era  aquel  hombre  antipático,  siempre 
de  negro,  con  cara  adusta... 


LOS  ARGONAUTAS  391 

Le  escuchaban  todos  con  gran  interés:  unos  conmo- 
vidos egoístamente  por  la  hermosura  de  la  dama,  otros 
noblemente  indignados  de  que  junto  á  ellos  pudiese  un 
hombre  realizar  este  secuestro.  El  cow-boy  más  viejo 
abría  los  ojos  con  asombro  infantil.  «;Y  la  mistress  vivía 
encerrada  contra  su  voluntad!  ¡Y  esto  era  posible!...» 

A  los  pocos  minutos  veíase  Maltrana  avanzando  cau- 
telosamente por  el  pasillo  que  conducía  á  su  camarote, 
seguido  de  varios  compañeros  que  marchaban  en  fila, 
conteniendo  el  aliento,  como  si  fuesen  á  sorprender  á 
un  enemigo  dormido.  Golpearon  la  puerta  del  hombre 
misterioso.  «Señor:  abra  usted  buenamente.»  Le  conve- 
nía evitar  el  escándalo  y  que  su  crimen  quedase  en  el 
misterio.  Era  Maltrana  el  que  se  lo  aconsejaba  por  su 
bien.  Debía  entregarles  la  llave  del  camarote  inmediato 
y  seguir  durmiendo  si  tal  era  su  gusto...  Inútil  resistir, 
pues  él  llegaba  con  un  ejército  de  héroes...  ¿Se  hacía  el 
sordo?  i  A  la  una!...  ¡á  las  dos!... 

Y  los  héroes  cayeron  con  todo  el  empuje  de  sus  cuer- 
pos sobre  la  puerta  del  camarote  vecino  para  echarla 
abajo  y  libertar  á  la  dama.  «No  tema  usted,  princesa; 
no  grite.  Somos  amigos.»  La  recomendación  de  Maltra- 
na fué  inútil,  pues  la  princesa  no  gritó  ni  se  aproximó 
á  la  puerta.  Cada  golpazo  del  coiv-boy  viejo  conmovía 
la  fila  de  camarotes.  Sonó  un  estallido  de  gritos  y  mal- 
diciones de  gentes  súbitamente  despertadas.  Vibraba 
furiosamente  á  lo  lejos  el  sonido  de  un  timbre.  Era  el 
hombre  misterioso  que  pedía  auxilio. 

— Cuando  al  presentarse  el  mayordomo  vio  que  in- 
tentábamos forzar  la  puerta  de  la  princesa,  se  puso  en- 
furecido como  jamás  le  he  visto;  con  una  cólera  de  cor- 
dero rabioso.  Nos  faltó  al  respeto  amenazándonos  con 
llamar  al  comandante  para  que  nos  pusiera  en  la  barra. 
A  mí  me  prometió  cambiarme  de  camarote  hoy  mismo 
para  que  no  repita  mis  intentos.  Y  todo  esto  me  afirma 
aun  más  en  la  creencia  de  que  hay  un  secreto,  un  gran 
secreto  en  ese  camarote  cerrado.  Había  que  ver  la  in- 
dignación del  mayordomo  cuando  nos  pilló  en  vías  de 
descubrirlo...  Y  no  se  descubrirá,  hay  que  perder  la  es- 
peranza. 

Ojeda  pareció  interrogarle  con  sus  ojos  al  oir  esto. 


392  Y.    BLASCO  IBÁÑJSií^. 

— No  se  descubrirá — continuó  Isidro — ,  porque  acabo 
de  dar  al  mayordomo  mi  palabra  de  honor  de  no  ocu- 
parme más  de  mi  vecino  ni  curiosear  en  el  ca^marote 
inmediato.  Sólo  así  me  deja  en  el  mío  y  no  me  obliga  á 
pasar  á  otro  menos  cómodo...  El  hombre  misterioso 
triunfa.  ¡Cómo  ha  de  ser!...  Acabo  de  verlo,  y  para  cas- 
tigarle no  lo  he  saludado...  Y  le  negaré  siempre  el  salu- 
do, aunque  él  finje  que  no  le  importa.  Eso  le  enseñará 
á  callarse  y  á  ser  persona  decente. 

Y  como  si  le  doliese  tener  que  abandonar  la  em- 
presa, dijo  á  Ojeda: 

— Usted  podía  dedicarse  á  este  negocio.  Si  quiere  le 
presto  mi  camarote  para  espiar  desde  él.  Fíjese  bien... 
■se  trata  de  una  princesa.  Y  seguramente  que  si  es  usted 
el  que  la  busca,  ella  se  dejará  ver.  Usted  es  de  mejor 
presencia  que  yo:  más  guapo,  más  elegante. 

Fernando  hizo  un  gesto  de  indiferencia  y  despego 
que  pareció  ofender  á  Maltrana,  como  si  fuese  dirigido 
contra  una  persona  de  su  familia.  ¡Pobre  princesa! 
¡Verla  abandonada  así!... 

— Lo  comprendo.  Usted  tiene  por  el  momento  cosas 
que  considera  mejores...  Pero  tal  vez  se  engaña.  ¡Quién 
sabe!...  ¡quién  sabe! 

Siguió  escuchando  Ojeda  á  su  amigo,  pero  con  cierta 
distracción,  volviendo  la  cabeza  siempre  que  notaba  el 
paso  de  alguien  por  detrás  de  él.  La  cubierta  estaba 
totalmente  ocupada  por  los  pasajeros:  unos  en  gru- 
pos movibles;  otros,  sentados  á  la  redonda  en  los  si- 
llones, obstruyendo  el  paso.  Todos  estaban  arriba... 
menos  ella. 

Ansiaba  verla  Fernando  y  tenía  miedo  al  mismo 
tiempo.  Sentía  la  zozobra  de  la  primera  entrevista  luego 
de  la  posesión,  cuando  se  reflexiona  fríamente,  desva- 
necidos ya  los  arrebatos  cegadores  y  se  calculan  las  con- 
secuencias del  gesto.  ¿Qué  expresión  sería  la  suya  al 
encontrarse  como  amigos,  obligados  al  fingimiento, 
después  de  la  oculta  intimidad?... 

Sonó  el  rugido  de  la  chimenea,  que  indicaba  la  hora 
de  mediodía.  ¡A  almorzar!...  Abajo,  en  el  comedor, 
Fernando  sintió  crecer  su  inquietud  al  ver  que  se  llena- 
ban todas  las  mesas  y  la  de  Maud  seguía  desocupada. 


LOS  ARaONAUTAS  393 

Sucedíanse  los  platos;   el  almuerzo  tocaba  á  su  fin,  y 
ella  sin  aparecer. 

Maltrana,  apiadándose  de  su  impaciencia,  preguntó 
á  un  camarero  por  la  señora  norteamericana.  ¿Estaría 
enferma?...  Y  el  doméstico  volvió  al  poco  rato  con  noti- 
cias. Había  pedido  que  la  sirviesen  el  almuerzo  en  su 
camarote.  Tal  vez  estaba  indispuesta. 

Esto  hizo  que  Ojeda  comiese  de  prisa,  con  un  visible 
deseo  de  escapar  cuanto  antes...  ¡Maud  enferma!  Avanzó 
por  el  pasadizo  que  conducía  á  los  vdcpartamentos  de 
lujo  en  el  mismo  piso  del  comedor.  Marchó  con  seguri- 
dad sobre  la  mullida  alfombra  hasta  las  proximidades 
de  su  camarote,  pero  al  torcer  con  dirección  al  de  Maud, 
fué  adelantando  cautelosamente,  como  el  que  acude 
á  una  cita  amorosa  y  teme  ser  visto.  Al  final  de  un 
breve  corredor,  junto  á  un  tragaluz,  estaba  la  puerta  de 
Mrs.  Power,  con  una  tarjeta  que  ostentaba  su  nombre. 
La  puerta  permanecía  entreabierta  é  inmóvil,  fija  en 
esta  posición  por  un  gancho  interior  para  que  dejase 
entrar  el  fresco  del  pasillo. 

Fernando  miró  por  el  espacio  abierto,  sin  ver  otra 
cosa  que  la  mitad  de  una  mesa  ocupada  por  artículos 
de  tocador.  Entre  los  cepillos,  botes  ele  perfume  y  pul- 
verizadores, parecía  reinar  la  fotografía  de  un  hombre 
encerrada  en  un  marco  de  níquel.  Era  un  buen  mozo,  de 
mandíbula  enérgica,  bigote  recortado,  ojos  imperiosos 
y  una  gran  flor  en  el  ojal  de  la  solapa.  Indudablemente, 
míster  Power...  Eecordó  Ojeda  que  en  la  noche  anterior 
Maud  se  había  arrancado  de  sus  brazos  en  el  primer 
momento,  corriendo  á  aquella  mesa  con  el  ansia  de  re- 
parar un  olvido.  Sin  duda  fué  para  ocultar  al  simpático 
míster,  que  otra  vez  ocupaba  el  sitio  de  honor  trans- 
curridas las  horas  de  ingratitud  y  de  pecado. 

Tocó  con  los  nudillos  en  la  puerta  tímidamente  y  una 
voz  interrogante,  la  de  Maud,  contestó  con  afabilidad: 
«¿Quién?» . . .  Pero  al  dar  Fernando  su  nombre  hubo  cierto 
movimiento  de  sorpresa  y  revoltijo  al  otro  lado  de  la 
puerta,  como  si  Mrs.  Power  se  incorporase  sorprendida 
é  irritada.  «¡Ah,  no!  ¡imprudencias,  no!...»  Su  voz  tem- 
blaba colérica,  enronquecida;  una  voz  despojada  de 
pronto  de  su  sedosa  feminilidad.  Y  como  si  temiese  que 


394  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

el  hombre  audaz  llevara  su  atrevimiento  hasta  levantar 
el  gancho  que  fijaba  la  puerta,  fué  ella  la  que  se  ade- 
lantó á  su  acción  cerrándola  con  rudo  empuje,  que  puso 
en  peligro  una  mano  de  aquél. 

Permaneció  Fernando  confuso  ante  la  hermética  hoja 
de  madera.  Balbuceaba  excusas.  Había  venido  para  sa- 
ber de  la  salud  de  la  señora:  temía  que  estuviese  enfer- 
ma. Pero  ella  cortó  estas  palabras  humildes  que  implo- 
raban perdón  con  otras  breves  y  rudas  como  órdenes. 
Podía  retirarse.  No  se  venía  sin  permiso  al  camarote  de 
una  dama.  Era  una  imprudencia  comprometedora,  in- 
digna de  un  gentleman. 

Sintió  más  estupefacción  que  vergüenza  al  retirarse 
humillado.  ¿Pero  era  Maud  la  que  hablaba  así?...  ¿Sería 
un  sueño  lo  de  la  noche  anterior?... 

Repasaba  en  su  memoria  incidentes  y  palabras  con 
la  ansiedad  de  encontrar  algo  que  hubiese  podido  ofen- 
derla. Porque  él  estaba  seguro  de  que  sólo  una  ofensa 
involuntaria  de  su  parte  podía  ser  la  causa  de  esta  con- 
ducta. ¡Son  tan  susceptibles  las  mujeres!... 

No  podía  achacar  este  cambio  de  humor  á  una  de- 
cepción sufrida  por  Maud.  No;  eso  no.  Lo  afirmaba  él, 
orgulloso  de  su  poderío  varonil.  Recordaba  satisfecho 
los  suspirantes  agradecimientos  de  la  norteamericana, 
sus  balbucientes  elogios  á  la  incansable  vehemencia  de 
una  raza  que  en  ciertos  extremos  consideraba  muy  supe- 
rior á  la  suya,  metódica  y  prudente;  la  humildad  con 
que  al  amanecer  había  pedido  misericordia,  vencida 
por  la  fatiga  y  el  sueño. 

— Esto  pasará — se  dijo  Fernando — .  Un  capricho... 
tal  vez  cierto  rubor,  miedo  de  verme  otra  vez.  A  la  tarde 
ó  á  la  noche  hablaremos,  y  como  si  no  hubiese  ocurrido 
nada. 

Arriba,  en  la  cubierta  de  paseo,  vio  á  la  gente  agol- 
pada sobre  la  borda  de  estribor  mirando  al  mar.  Una 
tromba:  una  tromba  de  agua  en  el  horizonte.  Miró  como 
los  otros,  pero  sin  ver  nada  extraordinario.  El  cielo  se 
había  despejado  con  la  mudable  rapidez  de  la  atmósfera 
ecuatorial.  En  su  límpido  azul  sólo  quedaba  flotante 
una  nube  negra  cerca  de  la  línea  del  horizonte. 

Esta  nube,  que  contemplaban  todos,  parecía  una  ñor 


LOS  ARGONAUTAS  395 

de  pétalos  vaporosos,  con  un  largo  vastago  que  descen- 
día en  busca  del  agua.  Pero  este  vastago  perdía  de  pron- 
to su  rigidez,  tomando  la  forma  de  una  sanguijuela  que 
se  retorcía  y  estiraba  sin  llegar  con  su  boca  al  Océano. 
Un  espacio  de  color  violeta  quedaba  entre  la  superficie 
atlántica  y  el  extremo  de  la  manga:  y  sin  embargo  no 
por  esto  dejaba  de  verificarse  la  colosal  succión.  El  mar 
levantábase  debajo  de  la  nube  en  forma  de  canastillo, 
y  este  redondel  acuático  coronado  de  espumas  cambiaba 
de  sitio  así  como  el  cono  nebuloso  iba  corriéndose  por 
el  cielo. 

Se  deshizo  al  fin  la  tromba,  restableciéndose  la  uni- 
forme tersura  del  horizonte.  Los  pasajeros,  terminado 
el  espectáculo,  volvieron  á  formar  corros  en  la  cubierta 
ó  se  ocultaron  en  el  fumadero  y  el  jardín  de  invierno. 
Bromeaban  acerca  de  la  ceremonia  que  iba  á  verificarse 
aquella  misma  tarde.  Asomábanse  al  balconaje  de  proa 
para  ver  abajo  la  gran  pila  del  bautizo  improvisada  en 
el  combés  con  maderos  y  lonas  impermeables;  una  pis- 
cina de  natación  que  recibía  agua  continua  del  mar  por 
una  manga  y  derramaba  parte  de  su  contenido  con  el 
balanceo  del  buque. 

Los  sesteantes  abandonaron  sus  camarotes  á  las  cua- 
tro de  la  tarde  y  subieron  á  las  cubiertas,  parpadeando 
deslumhrados  por  el  ardor  del  sol.  La  música,  acompa- 
ñada de  gritos  y  gran  batahola  infantil,  recorría  el  bu- 
que. Neptuno  acababa  de  subir  á  bordo.  Nadie  había 
visto  por  dónde,  pero  la  presencia  del  dios  con  su  biza- 
rro cortejo  era  indiscutible. 

Alineábase  la  gente  en  el  paseo,  para  ver  desfilar  el 
cortejo  carnavalesco.  Primero  la  Ibanda  precedida  del 
pasaje  menudo;  niñeras  empujando  los  cochecillos  in- 
fantiles: muchachos  inquietos  que  saltaban  y  se  empuja- 
ban, coreando  á  todo  gañote  la  marcha  que  tocaban  los 
músicos.  Después  un  pielroja  con  gr¿Tndes  penachos  y 
una  hacha  enorme,  cubiertas  sus  desnudeces  con  sudo- 
roso almazarrón,  y  dos  negros  casi  en  cueros,  sin  otras 
superfluidades  que  unos  taparrabos  de  crin,  huecos  como 
faldellines  de  baiharina,  y  una  lanza  al  hombro.  Estos 
negros  falsificados,  con  el  cuerpo  reluciente  de  betún, 
enseñaban  por  debajo  de  la  peluca  ensortijada  sus  ojos 


396  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

azules.  A  continuación  cuatro  gendarmes  de  cascos 
abollados  y  sables  herrumbrosos,  y  tras  esta  escolta  de 
honor,  Neptuno,  el  de  las  blancas  barbas,  con  diade- 
ma de  latón  y  cara  de  borracho;  un  astrónomo  y  su 
ayudante  con  luengos  fracs  de  percalina  y  sombreros 
de  copa  alta  pintarrajeados  de  estrellas;  un  escribano 
con  toga  y  birrete,  seguido  de  su  ayudante,  que  lle- 
vaba los  libros;  y  el  barbero  del  dios,  favorito  y  bu- 
fón á  un  tiempo,  lo  mismo  que  ciertos  rapabarbas  histó- 
ricos consejeros  de  los  antiguos  reyes. 

Luego  de  recorrer  todos  los  pisos  del  castillo  central 
descendió  la  procesión  al  combés,  instalándose  junto  á  la 
piscina.  Los  emigrantes,  acorralados  en  la  proa  tras  una 
valla  de  cuerdas,  contemplaban  en  silencio  la  grotesca 
ceremonia.  Los  balconajes  del  castillo  central  llenában- 
se de  gentío.  Desde  la  explanada  de  proa  abarcábase 
en  conjunto  su  enorm^e  fachada  blanca,  semejante  á  la 
de  un  palacio  en  construcción,  cortada  por  galerías  de 
un  extremo  á  otro,  y  rematada  por  un  kiosco  que  era  el 
puente.  Sobre  las  filas  de  curiosos  asomados  á  los  diver- 
sos balconajes  aparecían  otros  subidos  en  bancos  y 
sillas,  avanzando  las  cabezas  para  ver  mejor  la  fies- 
ta. El  puente  de  derrota  también  estaba  invadido  por 
los  pasajeros,  y  entre  las  gorras  blancas  de  los  oficia- 
les que  allá  en  lo  alto  escrutaban  el  mar  y  vigilaban  la 
marcha  del  buque,  brillaba  el  tono  rubio  de  algunas  ca- 
bezas femeniles  y  ondeaban  velos  de  colores. 

El  astrónomo  carnavalesco  y  su  ayudante  tomaron 
la  altura  con  ridículos  instrumentos  de  náutica,  y  al 
hacer  la  declaración  de  que  estaban  exactamente  en 
la  línea,  Neptuno,  con  un  golpe  de  tridente,  dio  princi- 
pio á  la  ceremonia.  El  escribano  leía  en  un  libróte  sos- 
tenido por  el  amanuense.  Las  palabras  alemanas,  al  sur- 
gir rudas  y  sonoras  por  entre  sus  barbas  de  cáñamo 
rojo,  provocaban  en  los  balconajes  una  explosión  de 
carcajadas  y  rubores  femeniles.  Era  la  risa  gruesa  que 
acompaña  á  los  chistes  equívocos:  «¿Qué  dice?  ¿Qué 
dice?»,  preguntaban  los  más,  que  no  entendían  estas 
agudezas  germánicas.  Y  aunque  no  obtuviesen  contes- 
tación, se  reían  igualmente. 

Ojeda  y  Maltrana,  que  estaban  en  el  combés  cerca  de 


LOS  ARGONAUTAS  397 

los  grotescos  personajes,  avanzaban  la  cabeza  como  si 
pretendiesen  comprender  algo  de  este  relato. 

— ¿Qué  dice,  Fernando?...  Las  palabras  tienen  cierto 
riim-rum,  como  si  fuesen  versos. 

— Son  aleluyas.  No  entiendo  bien,  pero  me  parecen 
bobadas  para  hacer  reir  á  esta  buena  gente. 

Terminó  la  lectura  con  un  sonoro  trompeteo  de  los 
músicos,  y  los  dos  negros,  abandonando  sus  azagayas, 
se  lanzaron  de  cabeza  en  la  piscina,  haciendo  varias 
suertes  de  natación  y  quedando  largo  rato  con  los  pies 
en  alto  y  la  cabeza  sumergida,  flotando  sobre  la  superñ- 
cie  el  faldellín  de  crines.  Gritaban  las  señoras  con  risue- 
ño escándalo;  volvían  la  cabeza  algunas  madres  en  busca 
de  sus  niñas,  para  recomendarles  que  no  mirasen.  Pero 
pronto  se  restablecieron  la  calma  y  la  conñanza,  por 
tratarse  de  negros  civilizados,  negros  protestantes  que 
usaban  púdicos  disimulos  debajo  del  taparrabos. 

Sus  gracias  natatorias  quedaron  casi  olvidadas  por 
los  preparativos  grotescos  que  hacía  el  barbero.  Sacaba 
á  luz  sus  aparatos,  y  cada  uno  de  ellos  era  saludado  con 
grandes  risas:  una  navaja  de  afeitar  del  tamaño  de  un 
hombre;  unas  tenazas  no  menos  grandes  que  servían 
para  arrancar  muelas,  todo  de  madera  pintada;  una 
brocha  que  era  una  escoba,  con  la  que  revolvía  el  líqui- 
do de  un  tanque,  echando  puñados  de  yeso  que  figura- 
ban ser  polvos  de  jabón.  Afiló  la  navaja  en  una  gran 
pieza  de  tela  que  sostenían  dos  grumetes;  probó  las  te- 
nazas intentando  cazar  con  ellas  la  cabeza  de  uno  de 
los  negros,  que  las  esquivó  sumergiéndose  en  la  piscina; 
apreció  la  densidad  de  la  pasta  blanca  del  cubo  salpi- 
cando con  un  asperges  de  la  escoba  á  los  más  vecinos, 
y  las  buenas  gentes  celebraban  con  gran  regocijo  todas 
sus  travesuras. 

Empezó  el  desfile  de  neófitos.  El  escribano  leía  nom- 
bres, y  avanzaban  entre  dos  gendarmes  los  que  debían 
recibir  el  bautizo,  descalzos,  sin  más  traje  que  las  ropas 
interiores  ó  un  simple  pyjama.  Eran  pasajeros  de  pri- 
mera clase  que  accedían  á  tomar  parte  en  la  ceremonia, 
y  cuya  presencia  saludaba  el  público  con  gritos  y  acla- 
maciones. Reían  las  mujeres  con  maliciosa  delectación 
al  contemplar  en  tal  facha  á  los  mismos  señores  que  se 


398  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

pavoneaban  en  el  paseo  ó  el  comedor  con  estiramiento 
ceremonioso. 

Sólo  desfilaban  los  alemanes  que  hacían  su  primer 
viaje  al  otro  hemisferio,  amigos  de  la  tradición  que  se 
hubieran  creído  defraudados  en  sus  intereses  y  dismi- 
nuidos en  su  prestigio  al  proponerles  alguien  que  se 
ahorrasen  esta  ceremonia  grotesca  y  penosa. 

Era  costumbre  antigua  sufrir  el  bautizo  de  la  línea, 
y  ellos  no  renunciaban  á  lo  que  de  derecho  les  corres- 
pondía. Además  era  un  honor  y  una  satisfacción  contri- 
buir al  regocijo  de  los  compañeros  de  viaje  á  costa  de 
la  propia  persona.  Al  surgir  en  la  lista  de  los  destinados 
al  bautizo  un  nombre  que  no  era  alemán,  el  escribano 
se  abstenía  de  repetirlo  y  pasaba  á  otro.  Sabían  los  del 
buque,  por  varias  experiencias,  que  sólo  el  buen  humor 
germánico  se  prestaba  con  gusto  á  estos  juegos.  Las 
gentes  morenas,  susceptibles  en  extremo  y  con  gran 
miedo  al  ridículo,  tomaban  como  ofensas  estas  bromas 
inocentes. 

Ponían  los  gendarmes  al  neófito  en  manos  del  barbe- 
ro, y  éste  lo  hacía  sentar  sobre  una  escalerilla  al  borde 
de  la  piscina.  Los  dos  negros  se  agitaban  detrás  de  él, 
mojándole  las  espaldas  con  furiosas  rociadas  que  le  ha- 
cían estremecer,  mientras  el  rapabarbas  procedía  á  su 
tocado.  Le  embadurnaba  con  la  pasta  blanca,  pugnan- 
do por  sostener  al  paciente,  que  intentaba  librar  los 
ojos  y  la  boca  del  tormento  de  la  escoba.  Fingía  afeitarle 
con  el  horripilante  navajón;  intentaba  introducir  entre 
sus  labios  las  enormes  tenazas  para  extraerle  una  muela, 
y  mientras  tanto  el  escribano  pronunciaba  la  fórmula 
del  bautizo.  «Por  la  gracia  de  nuestro  dios  Neptuno  te 
llamarás  en  adelante...»  Y  le  daba  un  nombre:  tiburón, 
cangrejo,  bacalao,  ballena,  según  el  aspecto  caricatu- 
resco de  su  persona,  apodos  que  encontraban  eco  en  la 
fácil  hilaridad  del  público. 

Soltaba  un  rugido  la  trompetería  al  terminar  su 
fórmula  el  escribano;  apoyaba  sus  puños  el  barbero  en 
el  pecho  del  neófito,  tiraban  de  él  los  negros  y  caía  de 
espaldas  en  la  piscina  con  un  chapoteo  que  salpicaba  á 
larga  distancia.  Desaparecía  en  el  líquido  turbio  cubier- 
to de  vedijas  de  yeso.  Los  negros  pesaban  sobre  él  para 


LOS  ARGONAUTAS  399 

mantener  su  inmersión  lo  más  posible,  y  al  fin  resurgían 
los  tres  hechos  un  racimo,  luchando  con  furiosas  zar- 
padas que  provocaban  risas.  Y  el  bautizado  salía  cho- 
rreando, sin  otra  preocupación  que  mantener  las  manos 
cruzadas  sobre  el  vientre  para  evitar  indecorosas  trans- 
parencias, llevando  en  sus  ropas  las  huellas  obscuras  de 
las  manos  de  los  negros,  mientras  éstos  ostentaban  en 
sus  brazos  desteñidos  las  manos  blancas  marcadas  por 
el  neófito  durante  la  lucha. 

Iba  lanzando  nombres  el  escribano,  y  algunos  al  no 
obtener  respuesta  provocaban  la  intervención  de  la  fuer- 
za pública.  Obedeciendo  á  una  seña  del  mayordomo 
salían  los  ridículos  gendarmes  en  busca  del  fugitivo  por 
todo  el  buque.  Era  alguno  que  deseaba  aumentar  la 
alegría  pública  con  este  incidente  de  su  invención.  Y 
cuando  al  fin  se  dejaba  coger,  aparecía  lo  mismo  que 
una  tortuga  en  su  caparazón  bajo  las  vueltas  del  cable 
con  que  le  habían  sujetado  sus  aprehensores.  El  barbero 
se  ensañaba  con  él  prolongando  las  bárbaras  operacio- 
nes de  aseo,  y  los  negros  libraban  un  verdadero  pugilato 
para  no  dejarle  salir  de  la  piscina. 
—Herr  Maltrrrana. 

Apenas  dijo  esto  el  escribano,  una  alegría  loca  se 
esparció  por  el  combés,  ganando  los  balconajes  del  cas- 
tillo central.  Hasta  los  emigrantes  de  la  proa  salieron 
de  su  inmovilidad.  Todos  los  que  hasta  entonces  habían 
permanecido  indiferentes  ante  unos  nombres  faltos  de 
significación,  rompieron  de  pronto  á  gritar,  se  agitaron 
lo  mismo  que  una  turba  que  invade  una  escena.  «¡Mal- 
trana!  ¡Que  salga  Maltrana!»  Las  nobles  matronas  vol- 
vían á  él  sus  ojos  desde  las  alturas  y  agitaban  las  manos 
para  que  obedeciese  sus  deseos.  El  doctor  Zurita  y  otros 
argentinos  abandonaron  la  tranquilidad  zumbona  con 
que  habían  presenciado  hasta  entonces  las  «pavadas  de 
los  gringos»,  para  hacer  señas  á  Isidro,  incitándole  á 
que  diese  gusto  á  las  familias.  «¡Ah,  gaucho  valiente!... 
¡A  ver  si  hacía  una  de  las  suyas!»  Hasta  los  niños  pal- 
moteaban  con  entusiasmo.  «¡Don  Isidro!...  ¡Que  salga 
don  Isidro!» 

El  héroe  se  levantó,  saludando  con  ironía  y  satis- 
facción al  mismo  tiempo. 


4()0  V.    BLASCO   IBÁ.ÑBZ 

—i Qué  ovación!...  ¡Gracias,  amado  pueblo! 

Pero  al  volver  á  encogerse  en  uno  de  los  mástiles  ho- 
rizontales de  carga  que  servía  de  asiento  á  él  y  á 
Fernando,  ocultándose  con  modestia  tras  la  espalda  de 
su  amigo,  redoblaron  furiosas  las  peticiones  del  público. 
Dos  gendarmes  iniciaron  un  avance  hacia  él. 

— Va  usted  á  ver,  Ojeda,  como  esto  termina  mal— dijo 
con  rabia — .  Yo  no  vengo  aquí  para  hacer  reir...  Al 
primer  tío  de  esos  que  me  toque  le  suelto  un  mamporro. 

El  mayordomo,  discreto,  adivinando  los  pensamien- 
tos de  Maltrana,  hizo  una  seña;  los  gendarmes  volvie- 
ron sobre  sus  pasos  y  el  escribano  se  apresuró  á  dar 
otro  nombre: 

— Herr  JDoktor  Muller. 

Un  estallido  de  alegría  germánica  borró  los  últimos 
murmullos  de  la  decepción  causada  por  Isidro.  La  risa 
fué  general  al  ver  entre  los  gendarmes  al  «doktor»  (el 
mismo  del  que  había  hablado  Maltrana  en  Tenerife), 
enorme  de  cuerpo,  grave  de  rostro,  con  sus  barbas  de 
un  rojo  entrecano  y  gruesos  cristales  de  miope.  Acogió 
con  una  risa  infantil  la  ovación  burlesca  del  público  y 
fué  á  sentarse  en  la  escalerilla  de  la  piscina  como  en  lo 
alto  de  una  cátedra.  «El  deber  es  el  deber — parecía  decir 
con  las  frías  miradas  que  lanzaba  en  torno  suyo—.  La 
disciplina  es  la  base  de  la  sociedad:  y  hay  que  amoldar- 
se á  lo  que  pidan  los  más.» 

Se  quitó  los  zapatos,  colocándolos  meticulosamente 
sin  que  uno  sobrepasase  al  otro  un  milímetro:  se  despojó 
de  las  gafas,  entregándoselas  á  un  grumete  como  si 
fuesen  un  objeto  de  laboratorio,  y  sin  perder  la  noble 
calma,  mirando  á  todos  con  sus  ojos  vagos  desmesura- 
damente abiertos,  comenzó  á  despojarse  de  las  ropas, 
hasta  que  los  gritos  femeniles  y  las  risas  de  los  hom- 
bres le  avisaron  que  no  debía  seguir  adelante. 

Ojeda  contemplaba  al  «doktor»  con  cierto  asombro. 
Iba  á  América  contratado  por  un  gobierno  para  dar 
lecciones  de  química  en  la  Universidad  del  país.  Goza- 
ba de  algún  renombre  en  los  laboratorios  de  su  patria... 
Y  estaba  allí  aguantando  las  enjabonaduras  y  payasa- 
das del  barbero,  estremeciéndose  bajo  las  rociadas  de 
los  negros,  sin  conocer  lo  grotesco  de  una  situación  que 


LOS  AEGONAUTAS  401 

hubiese  irritado  á  otros,  satisfecho  tal  vez  de  contribuir 
al  regocijo  de  esta  muchedumbre  fatigada  por  la  mono- 
tonía del  Océano.  Sonó  el  trompetazo  del  bautizo,  y  el 
«doktor»  chapoteó  en  la  piscina,  defendiéndose  de  las 
manotadas  de  los  negros;  ridículo  en  su  aturdimiento 
de  miope,  majestuoso  por  la  importancia  que  concedía 
al  acto  y  la  seriedad  con  que  se  alejó  chorreando 
agua  sucia  por  ropas  y  barbas,  luego  de  recobrar  sus 
anteojos. 

Continuó  la  fiesta  con  visible  decaimiento  de  la 
curiosidad.  Desfilaron  gentes  del  buque:  grumetes  que 
hacían  su  primer  viaje,  fogoneros  de  larga  navegación 
por  los  mares  septentrionales  que  no  habían  estado  en 
el  hemisferio  Sur.  Y  los  encargados  del  bautizo  extre- 
maban sus  bromas  con  una  brutalidad  confianzuda  en 
las  cabezas  rapadas  y  los  torsos  desnudos  de  éstos,  que 
eran  sus  compañeros. 

Ojeda  durante  la  larga  ceremonia  había  mirado  mu- 
chas veces  á  los  balconajes  del  castillo  central,  esperan- 
do ver  á  Maud  entre  las  señoras  asomadas  á  ellos.  Pero 
la  norteamericana  permanecía  invisible.  Al  fin,  cuando 
no  quedaban  ya  neófitos  y  los  grotescos  personajes  iban 
á  retirarse,  precedidos  por  la  música,  la  vio  en  un  ex- 
tremo del  mirador  de  la  cubierta  de  paseo,  oculta  de- 
trás de  la  señora  Lowe,  asomando  sobre  un  hombro  de 
ésta  la  frente  y  los  ojos,  lo  necesario  para  ver.  Fernando 
pensó  que  tal  vez  hacía  horas  que  Maud  le  miraba,  sin 
que  él  se  percatase  de  ello,  y  esto  le  produjo  cierta  irri- 
tación. 

Se  separó  de  su  amigo  para  dirigirse  corriendo  á  los 
pisos  altos  del  buque,  y  antes  de  llegar  á  ellos  oyó  que 
la  música  rompía  á  tocar  una  marcha.  El  cortejo  neptu- 
nesco  avanzaba  hacia  la  terraza  del  fumadero,  donde 
iban  á  ser  bautizadas  las  señoras.  La  gente  abandonaba 
los  balconajes  para  correr  á  este  último  sitio. 

Cerca  del  jardín  de  invierno  encontróse  con  Maud, 
que  marchaba  entre  los  esposos  Lowe.  Cruzaron  un  sa- 
ludo, y  Ojeda  experimentó  instantáneamente  una  sensa- 
ción de  extrañeza.  Mrs.  Power  parecía  otra  mujer.  Casi 
sintió  deseos  de  pedirla  perdón,  como  el  que  se  equivoca 
confundiendo  á  un  extraño  con  una  persona  amiga.  Ella 

26 


402  V.   BLASCO  IBÁHEZ 

inclinó  la  cabeza  con  una  sonrisa  insignificante:  le  salu- 
daba como  á  cualquier  otro  pasajero.  Sus  ojos  se  fijaron 
en  los  suyos  tranquilamente,  sin  el  más  leve  asomo 
de  turbación,  cual  sino  existiesen  entre  ambos  otras 
relaciones  que  las  ordinarias  en  la  vida  común  de  á 
bordo. 

Hablaron  los  cuatro  del  bautizo,  y  el  hercúleo  Lowe 
comentó  los  incidentes.  Míster  Maltrana  no  había  que- 
rido dejarse  bautizar.  ¿Porqué?...  El  había  pasado  la 
línea  varias  veces,  prestándose  siempre  á  esta  ceremo- 
nia. En  el  Goethe  también  se  habría  ofrecido,  á  no  opo- 
nerse la  señora.  Una  fiesta  divertida.  Pero  míster  Mal- 
trana tenía  miedo...  ;0h!  ;oh!  ¡oh!  Y  reía  mostrándola 
luenga  dentadura  incrustada  de  oro. 

Caminaron  todos  hacia  la  terraza  del  café  para  pre- 
senciar la  ceremonia  del  bautismo  femenil.  Mrs.  Lowe, 
con  el  instinto  de  solidaridad  que  hace  adivinar  á  toda 
mujer  el  instante  oportuno  de  ayudar  á  una  amiga, 
permaneció  agarrada  de  un  brazo  de  Maud,  interpo- 
niéndose entre  ella  y  Fernando. 

Este  buscó  en  vano  una  sonrisa  leve  de  amor,  una 
ojeada  de  inteligencia.  Necesitado  de  consuelo,  alaba- 
ba interiormente  la  discreción  de  Maud;  Ja  facilidad 
de  su  raza  para  dominarse  ocultando  sus  impresiones. 
«iQué  bien  finge!...  Nadie  adivinaría  lo  que  hay  entre 
nosotros...»  Pero  tornaba  á  su  memoria  el  recuerdo  de 
la  penosa  escena  frente  á  la  puerta  del  camarote.  Tem- 
blaba en  sus  oídos  el  eco  de  aquella  voz  casi  masculina 
enronquecida  por  la  cólera...  Y  contriste  humildad 
pretendía  buscar  en  su  conducta  algo  que  explicase 
esta  desgracia.  «¿Pero  qué  he  hecho  yo.  Señor?  ¿En  qué 
he  podido  ofenderla?...» 

Neptuno,  en  mitad  de  la  terraza  con  todo  su  séqui- 
to, procedió  al  bautizo  de  las  pasajeras.  Ocupaban  éstas 
varias  filas  de  bancos  como  en  un  colegio,  y  cada  vez 
que  se  levantaba  una  para  recibir  el  agua  lustral,  los 
músicos  lanzaban  por  sus  largos  tubos  de  cobre  un  ru- 
gido de  bélica  trompetería,  semejante  al  de  las  escenas 
wagnerianas. 

El  dios  había  suprimido  galantemente  las  inmer- 
siones en  agua  del  mar.  Tenía  en  una  mano  un  gran 


LOS  ARGONAUTAS  403 

pulverizador  lleno  de  perfume,  y  rociaba  con  él  las  ca- 
bezas reverentes,  unas  rubias  y  despeluchadas  por  el 
viento;  otras  negras  y  lustrosas,  consteladas  por  el  bri- 
llo de  las  peinetas.  Todo  el  regocijo  de  la  ceremonia 
estribaba  en  los  nombres  que  iba  imponiendo  la  divini- 
dad á  sus  catecúmenas  con  murmullos  aprobadores  ó 
carcajadas  generales. 

La  imaginación  del  mayordomo  y  de  los  camareros 
de  algunas  letras  había  dado  de  sí  todo  su  jugo  para 
halagar  á  las  pasajeras  con  los  nombres  de  estrella 
marina,  rosa  del  Océano,  céfiro  del  Ecuador,  etc.  Las 
señoras  mayores  eran  ondina,  ninfa  atlántica,  náyade, 
lo  que  las  hacía  volver  á  sus  asientos  ruborizadas,  con 
el  doble  mentón  tembloroso,  entre  los  murmullos  apro- 
badores y  un  tanto  irónicos  de  la  concurrencia.  Con  sus 
compatriotas  se  permitían  los  buenos  alemanes  inocen- 
tes bromas  para  regocijo  del  público.  Una  ílaca  quedaba 
en  su  bautismo  con  la  designación  de  «sardina»;  otra 
obesa  recibía  el  nombre  de  «tritona». 

Maud  pareció  cansarse  de  esta  ceremonia.  Miraba  á 
todos  lados,  pero  evitando  que  sus  ojos  se  encontrasen 
con  los  de  Fernando.  Un  pasajero  se  acercó  á  las  dos 
señoras  con  la  gorra  en  la  mano  y  el  aire  galante,  lo 
mismo  qne  si  se  ofreciese  para  una  danza. 

— Cuando  ustedes  quieran...  La  mesa  está  preparada 
en  el  salón. 

Era  Munster  invitándolas  á  una  partida  de  bridge. 
Al  fin  triunfaba  su  tenacidad.  Había  encontrado  compa- 
ñeros de  juego  en  aquellos  tres  norteamericanos,  con- 
venciéndolos una  hora  antes,  mientras  presenciaban  la 
ceremonia  del  bautizo.  Maud  acogió  la  invitación  ale- 
gremente, como  si  el  hridge  fuese  un  buen  pretexto  para 
aislarse  de  importunas  presencias. 

Se  alejó  con  sus  amigos  después  de  un  saludo  indi- 
ferente á  Fernando,  y  éste  la  vio  caminar  sin  que  vol- 
viese la  cabeza,  sin  un  indicio  de  vacilación  y  de 
arrepentimiento.  Otra  vez  se  sintió  afligido  por  una  falta 
suya  que  no  sabía  cuál  fuese,  pero  que  justificaba  esta 
conducta  inexplicable  «¿Qué  le  he  hecho  yo.  Señor?... 
¿Qué  le  he  hecho?...» 

Con  la  vil  humildad  de  todo  enamorado  en  desgra- 


404  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

cia,  fué  al  poco  rato  tras  de  ella,  á  pesar  de  las  sugestio- 
nes de  una  falsa  energía  que  le  aconsejaba  mostrarse 
altivo  é  indiferente. 

Sus  piernas  le  llevaron  con  irresistible  impulso  á  las 
cercanías  del  salón,  y  contempló  á  Maud  coi?  los  naipes 
en  la  mano,  el  entrecejo  fruncido  y  la  mirada  dura  ante 
sus  compañeros  de  juego. 

Al  levantar  ésta  sus  ojos  vio  á  Fernando  encuadrado 
por  la  ventana,  contemplándola  fijamente,  y  tuvo  un 
gesto  de  enfado,  lo  mismo  que  si  se  encontrase  con  algo 
que  estremecía  sus  nervios  y  quebrantaba  su  paciencia. 
Fernando  huyó  sufriendo  la  misma  sensación  que  si  hu- 
biese recibido  un  golpe  en  la  espalda...  Dudaba  de  la 
realidad  de  los  hechos  y  aun  de  su  misma  persona. 
¿Estaría  soñando?...  ¿Serían  invención  suya  los  recuer- 
dos de  la  noche  anterior?... 

Vagó  por  el  buque  de  una  cubierta  á  otra,  hasta  en- 
contrar á  Isidro  en  la  terraza  del  café.  No  quedaba  en 
ella  ningún  rastro  de  la  fiesta  del  bautizo:  los  pasajeros 
se  habían  esparcido.  Maltrana  parecía  furioso  por  los 
excesos  y  molestias  de  su  popularidad.  No  podía  circu- 
lar por  el  buque  sin  que  sus  numerosos  y  queridos  ami- 
gos le  saliesen  al  paso  con  aires  de  protesta.  Las  señoras 
parecían  inconsolables.  ¿Por  qué  no  se  había  dejado 
bautizar?  ¡Tan  interesante  que  hubiese  sido  el  espec- 
táculo!... 

—  Como  si  yo  fuese  un  mono,  amigo  Ojeda...  como  si 
me  hubiese  embarcado  para  hacer  reir...  Crea  usted  que 
siento  la  tristeza  de  un  grande  hombre  convencido  de 
la  ingratitud  de  su  pueblo. 

Y  tras  esta  afirmación,  acompañada  de  un  gesto  có- 
mico, Isidro  volvió  á  acodarse  en  la  barandilla,  mi- 
rando á  los  emigrantes  septentrionales  amontonados 
abajo  en  la  explanada  de  popa. 

— Hace  rato  que  estoy  aquí  recordando  á  los  marinos 
de  otros  siglos  y  sus  opiniones  sobre  las  virtudes  de  la 
línea  equinoccial.  ¿No  se  acuerda  usted?... 

Los  primeros  navegantes  que  habían  pasado  al  otro 
hemisferio  daban  por  seguro  que  en  la  línea  morían 
todos  los  parásitos  que  se  albergaban  en  los  cuerpos  de 
los  marineros  y  las  rendijas  de  las  naves.  Y  esta  creen- 


LOS  ARGONAUTAS  405 

cia  no  era  solamente  de  los  descubridores  españoles; 
franceses  é  ingleses  la  adoptaban  igualmente,  llegando 
á  ser  durante  muchos  años  una  verdad  universal. 

— Pasadas  las  Azores — dijo  Maltrana — ,  empezaban  á 
despoblarse  de  sanguinarias  bestias  las  cabezas  y  barbas 
de  los  tripulantes,  y  al  llegar  á  la  línea  no  quedaba  una 
para  recuerdo.  Esta  clase  de  huéspedes  incómodos  no 
era  entonces  propiedad  exclusiva  de  un  pueblo  ó  de 
otro.  Todos  los  de  Europa  la  poseían  por  igual  y  hasta 
los  reyes  gozaban  el  placer  del  rascuñón  y  el  entreteni- 
miento de  la  cacería  á  tientas.  Figúrese  lo  que  serían 
aquellos  buques  pequeños  con  las  tripulaciones  amonto- 
nadas y  la  madera  corroída  por  toda  clase  de  bichos  re- 
pugnantes... Como  al  llegar  á  la  línea  el  calor  hacía  que 
los  marineros  anduviesen  medio  desnudos  y  aprove- 
chasen las  largas  calmas  dándose  baños,  esta  higiene 
momentánea  exterminaba  los  temibles  compañeros,  jus- 
tificando la  creencia  de  que  morían  por  falta  de  aclima- 
tación al  pasar  de  un  hemisferio  á  otro. 

El  sanguinario  tigre  de  las  selvas  capilares,  la  bestia 
carnívora  saltadora  en  las  cumbres  y  hondonadas  de 
los  pliegues  de  ropa,  había  figurado  durante  siglos  como 
personaje  interesante  en  muchas  obras  literarias.  Cer- 
vantes reía  de  él  y  de  su  fingida  muerte  en  el  límite  de 
los  dos  hemisferios,  al  relatar  «la  aventura  del  barco 
encantado»,  cuando  Don  Quijote  y  su  escudero  flotaban 
sobre  el  Ebro  en  un  bote  sin  remos.  El  iluso  paladín 
creía  estar  á  los  pocos  minutos  de  navegación  cerca  de 
la  línea  equinoccial,  y  para  convencerse  recomendaba 
á  Sancho  que  buscase  en  sus  ropas  para  ver  si  encon- 
traba «algo»...  «Algo  y  aun  algos»,  contestaba  el  escu- 
dero socarrón  hurgándose  el  pecho. 

— Pensaba  yo  en  esto,  amigo  Ojeda,  mirando  á  los 
respetables  patriarcas,  que  van  abajo  con  sus  hopalan- 
das de  pieles  á  pesar  del  calor.  «Algo  y  aun  algos.»  Para 
esos  la  línea  ha  perdido  su  antigua  virtud...  Mírelos, 
¡rasca  que  rasca!... 

Y  señalaba  á  algunos  emigrantes  que  contemphiban 
el  Océano  con  aire  pensativo^  como  figuras  sacerdotales 
de  hierática  majestad,  envueltos  en  luengas  vestiduras, 
mientras  sus  dedos  ganchudos  se  paseaban  por  las  bar- 


406  V.    JiLASCO   1BÁÑK2* 

bas,  se  hundían  bajo  el  gorro  de  piel  ó  avanzaban  entre 
los  pliegues  y  repliegues  del  pecho. 

— Vamonos  de  aquí — dijo  Ojeda  nerviosamente,  como 
si  no  le  inspirase  confianza  la  altura  que  los  separaba 
de  estos  personajes. 

Notaron  al  pasear  por  la  cubierta  la  escasez  de  seño- 
ras. Algunas  que  se  mostraban  por  breves  momentos, 
parecían  preocupadas  con  la  busca  de  algo  importante. 
Luego  desaparecían  como  si  se  les  ocurriese  una  idea 
nueva  ó  hubieran  adquirido  un  dato  que  modificaba 
su  mal  humor. 

— Se  están  preparando  para  la  fiesta  de  esta  noche 
— dijo  Maltrana — .  Gran  baile  con  disfraces,  y  durante 
la  comida  más  mojigangas  como  la  del  bautizo. 

El  día  se  prolongó  con  una  monotonía  abrumadora. 
Brillaban  aún  en  el  horizonte  los  últimos  fuegos  sola- 
res, cuando  las  trompetas  anunciaron  el  banquete. 

Las  banderas,  las  guirnaldas  de  rosas,  todos  los  ador- 
nos multicolores  de  las  grandes  fiestas,  engalanaban  el 
comedor.  Empezó  el  servicio  sin  que  estuviesen  ocupa- 
das una  gran  parte  de  las  mesas.  Muchos  pasajeros  per- 
manecían en  -el  antecomedor  para  gozar  antes  que  los 
otros  de  las  anunciadas  novedades. 

Eetar daban  su  entrada  las  señoras,  con  el  deseo  de 
que  sus  disfra-ces  alcanzasen  mayor  éxito.  Esperaban,  lo 
mismo  que  las  actrices,  á  que  la  sala  tuviese  buen  públi- 
co, y  sus  doncellas  ó  los  hombres  de  la  familia  iban  del 
camarote  al  comedor  para  echar  un  vistazo  y  volver 
con  noticias.  Cada  familia  quería  que  las  otras  fuesen 
por  delante,  y  así  dejaban  pasar  el  tiempo  sin  decidirse. 

Estaban  los  pasajeros  en  el  tercer  plato,  cuando  em- 
pezaron á  presentarse  las  disfrazadas  todas  de  golpe. 
Acogían  ruborosas  los  aplausos  y  gritos  de  entusiasmo, 
y  así  iban  hasta  sus  asientos  escoltadas  por  la  familia. 
Pasaban  entre  las  mesas  damas  rusas  de  alta  diadema 
y  vestiduras  rígidas:  niponas  de  menudo  andar;  polo- 
nesas con  dolmanes  ribeteados  de  pieles  blancas;  mari- 
neritos  tentadores  que  enfundaban  sus  juveniles  promi- 
nencias en  un  traje  blanco  cedido  por  un  grumete. 
—¡OIU!  ¡OIU!..,  ¡Carmen! 

Era  Conchita  con  mantilla  blanca,  falda  corta   y 


LOS   ARGONAUTAS  407 

grandes  movimientos  de  abanico,  que  entraba  protegi- 
da por  doña  Zobeida,  sonriente  y  maternal  ante  este 
triunfo. 

Los  hombres  también  figuraban  en  ]a  mascarada. 
Muchos  no  tenían  otro  disfraz  que  una  nariz  de  cartón 
ó  unos  bigotes  de  crepé,  conservándolos  á  pesar  de  que 
estorbaban  su  comida.  Algunos  aparecían  con  grandes 
chambergos,  poncho  en  los  hombros  y  espuelas,  que 
hacían  resonar  belicosamente.  Eran  comisionistas  ansio- 
sos de  color  local,  que  declaraban  ir  vestidos  de  gauchos 
de  las  pampas  ó  de  rotos  chilenos. 

—  ¡Ah,  gaucho  lindo!  ¡Tigre! — exclamaban  con  burlón 
entusiasmo  los  muchachos  sudamericanos — .  ¡Ah,  roti- 
to!...  ¡Huaso  gracioso!... 

Y  los  mascarones,  apoyando  la  diestra  en  el  machete 
viejo  ó  el  cuchillo  de  cocina  que  llevaban  al  cinto  para 
«estar  más  en  carácter»,  sonreían  agradecidos. 
— Icli  danke...  Mochas  grasias. 

Algunos  comían  entre  sudores  de  angustia,  disfraza- 
dos de  derviches  con  mantas  de  cama.  Un  grave  alemán 
se  había  puesto  el  chaleco  salvavidas  que  guardaba  todo 
camarote  por  precaución  reglamentaria.  Encerrado  como 
un  crustáceo  en  este  caparazón  de  corcho,  manteníase 
lejos  de  la  mesa  á  causa  del  volumen  de  su  envoltura, 
teniendo  que  realizar  todo  un  viaje  cada  vez  que  sus 
manos  iban  de  los  platos  á  la  boca.  Un  asombro  bur- 
lesco lo  había  saludado  con  ruidosa  ovación,  y  satisfe- 
cho de  este  triunfo  aguantaba  el  martirio,  siendo  el 
primero  en  admirar  su  prodigiosa  inventiva. 

Las  doncellas  de  los  camarotes  de  lujo  iban  de  mesa 
en  mesa  disfrazadas  de  campesinas  del  Tirol,  regalando 
flores.  Otros  criados,  vestidos  de  buhoneros  alemanes, 
ofrecían  las  chucherías  que  llevaban  en  un  cajón  sobre 
el  pecho.  Un  grumete  pintado  de  negro  descolgábase 
con  ayuda  de  una  cuerda  por  la  claraboya  que  comu- 
nicaba el  salón  de  música  con  el  comedor,  y  prego- 
naba á  estilo  de  los  vendedores  de  diarios  el  Aequator 
Zeitung^  periodiquito  impreso  á  bordo,  en  la,  })rensa 
que  servía  para  el  tiraje  de  los  menús  y  las  listas  de  pa- 
sajeros. La  minúscula  hoja  repetía  en  todos  los  viajes 
los  mismos  chistes  y  versos  dedicados  al  paso  de  la  línea. 


408  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

El  mayordomo,  de  pie  en  la  entrada  del  comedor,  pues- 
to de  frac  con  botones  dorados,  parecía  presidir  el  ban- 
quete sonriendo  modestamente,  como  si  agradeciera  las 
mudas  felicitaciones  del  público  por  el  buen  aiTeglo  de 
la  fiesta. 

Sobre  las  mesas  elevábanse  pirámides  multicolores 
de  cucuruchos  con  sorpresas.  Tiraban  de  sus  extremos 
los  comensales,  produciéndose  un  estallido  fulminante, 
y  de  las  envolturas  surgían  menudos  objetos  de  ador- 
no, mariposas  y  flores  de  gasa,  minúsculas  banderas, 
gorros  de  p^ípel.  Se  ornaban  los  pechos  de  las  señoras 
con  estas  í-hucherías  brillantes;  la  solapa  de  todo  smoking 
lucía  como  una  condecoración  la  banderita  nacional  del 
portador.  Cubríanse  las  cabezas  con  los  gorros  de  papel 
de  seda,  crestas  de  aves,  mitras  asiáticas,  sombreros  de 
clown,  que  contrastaban  grotescamente  con  el  gesto 
ávido  de  los  comilones. 

Después  del  asado  desaparecieron  los  camareros,  y 
todas  las  luces  se  apagaron  de  golpe.  Esta  obscuridad 
absoluta  provocó,  después  de  un  silencio  de  sorpresa, 
grtos  y  silbidos.  Los  mal  intencionados  imitaban  en  las 
tinieblas  chasquidos  de  besos;  otros  lanzaron  bramidos 
de  animales.  Pero  el  estruendo  fué  de  corta  duración. 

Sonó  á  lo  lejos  la,  música  y  brillaron  en  el  antecome- 
dor luces  rojas  y  verdf^s,  una  lín^^a  de  fííroles  llevados 
en  abo  por  los  cauuireros.  Este  resplandor,  amortiguado 
por  los  vidri<^s  de  colores,  iluminaba  discretamenre  con 
una  luz  suave.  Era  la  «marcha  de  las  antorchas»  de  toda 
fiesta  alemana.  Los  pasajeros,  atraídos  por  el  ritmo  de 
la  mús'ca,  empezaron  á  golpear  á  compás  con  sus  cu- 
chillos los  platos  y  los  vasos.  Y  entre  este  tintineo  ^j^ene- 
rnl,  que  casi  ahogaba  los  sonidos  de  los  instrumentos, 
desfiló  la  comitiva:  el  tambor  mayor  al  frente  de  la  ban- 
dn;  to'la  la  servidumbre  portadora  de  faroles;  las  cama- 
reras disfrazadas  de  floristas,  y  un  gran  número  de 
animales,  osos,  perros  y  leones,  mozos  de  buena  fe,  que 
sudaban  bajo  los  forros  de  pieles,  y  movían  aun  lado 
y  á  otro  sus  cabezas  de  cartón  rugiendo  ó  ladrando.  Dos 
hombres  apoyados  un<>  en  otro  marchaban  invisibles 
bajo  iin  caparazón  que  imitaba  el  pellejo  coriáceo  de  un 
elefante,  moviendo  entre  las  mesas  la  trompa  serpentina 


LOS  ARGONAUTAS  409 

del  monstruo  y  sus  orejas  de  abanico.  Otros  camareros 
venían  después  sosteniendo  platos  luminosos,  grandes 
bandejas  en  cuyo  interior  elevábanse  los  helados  en  for- 
ma de  castillos,  aves  ó  chalets,  todos  bajo  campanas  de 
cristal  de  diversos  colores  y  con  una  bujía  en  el  centro. 

Cerraban  la  marcha  varias  señoritas  de  gran  som- 
brero y  rubia  cabellera  suelta  que  sonreían  impúdica- 
mente á  los  hombres  enviándoles  besos.  Eran  la  escolta 
de  honor  de  tres  matronas  de  hermosos  brazos  y  ma- 
jestuoso andar  con  túnicas  blancas  y  el  purpúreo  gorro 
frigio  sobre  las  negras  y  ondulosas  crenchas.  Se  las 
reconocía  por  el  color  y  los  adornos  heráldicos  de  sus 
mantos:  la  República  del  Brasil,  la  República  del  Uru- 
guay y  la  República  Argentina. 

Esta  aparición  hizo  circular  entre  los  pasajeros  un 
movimiento  de  sorpresa,  de  ansiedad,  como  si  todos  sin- 
tiesen á  la  vez  el  latigazo  del  deseo.  ¿Dónde  habían  es- 
tado ocultas  hasta  entonces  aquellas  buenas  mozas?... 

Munster  requirió  sus  lentes  para  apreciar  mejor  la 
novedad.  Isidro,  que  afirmaba  conocer  á  todos  los  del 
buque,  se  incorporó  asombrado...  ¿De  dónde  salían  estas 
muchachas?...  Eran  superiores  en  su  esbeltez,  fresca  y 
dura,  á  todas  las  camareras  flácidas  y  de  talle  cuadrado 
que  servían  en  el  buque. 

Pero  la  ojeada  atrevida  de  una  de  aquellas  beldades 
que  danzaban  ante  las  tres  Repúblicas,  y  el  beso  que  le 
envió  con  las  puntas  de  los  dedos  hicieron  que  Maltra- 
na  reconociese  de  pronto  su  rostro,  oculto  tras  los  rizos 
ondulosos  y  la  capa  de  colorete  y  polvos  de  arroz. 
—  ¡Cristo!  ¡Si  es  el  steioard  de  mi  camarote!... 

xidmiró  á  la  luz  algo  difusa  de  los  faroles  las  formas 
y  contoneos  de  estos  efebos  rubios  de  carnes  blancas  y 
depiladas,  así  como  su  facilidad  para  transformarse. 

— Cualquiera  reconoce  á  los  mismos  que  por  la  ma- 
ñana limpian  los  camarotes,  sacuden  las  camas  y  ma- 
nejan los  cacharros  de  aguas  sucias...  Fíjese,  Ojeda, 
¿quién  no  se  equivoca?...  Ahora  lo  comprendo  todo. 

La  afeminada  comparsa  avanzó  entre  las  mesas  se- 
guida del  asombro  de  las  señoras  y  los  atrevimientos 
burlescos  de  los  hombres.  Algunos  de  éstos  saltaban  del 
requiebro  á  la  acción,  pellizcando  al  paso  á  las  revolto 


410  V.    BLASCO  IBÁiCBZ 

sas  señoritas,  que  contestaban  con  chillidos  de  miedo  y 
pudorosos  respingos. 

Se  inflamaron  de  pronto  las  luces  del  techo,  huyeron 
máscaras  y  animales  como  un  aquelarre  sorprendido 
por  la  salida  del  sol,  y  únicamente  quedaron  en  el  co- 
medor los  camareros  con  sus  bandejas  de  helados,  co- 
menzando el  reparto. 

Ojeda  había  mirado  varias  veces  á  la  mesa  cercana, 
donde  comía  sola  Mrs.  Pov/er.  Estaba  vestida  con  gran 
elegancia,  y  sobre  la  carne  pálida  de  su  escote  cente- 
lleaban varios  brillantes. 

— Parece  preocupada — había  dicho  Isidro  al  principio 
de  la  comida — .  Está  sin  duda  de  mal  humor.  No  le 
mira  á  usted,  Ojeda,  como  otras  veces.  ¿Es  que  ya  no 
son  amigos?... 

Transcurrió  la  comida  sin  que  Fernando  consiguiese 
encontrar  sus  ojos  con  los  de  la  norteamericana.  Miraba 
ella  á  todos  lados  con  aire  distraído,  evitando  fijarse  en 
la  mesa  cercana.  Al  terminar  el  desfile,  cuando  la  ale- 
gría general  hacía  conversar  á  unos  grupos  con  otros,  las 
obsequiosidades  de  Munster  la  hicieron  volver  el  rostro 
hacia  los  vecinos.  El  joyero,  con  una  cortesía  melosa, 
elevaba  su  copa  de  champan  en  honor  de  la  señora. 
Maud  le  contestó  con  una  inclinación  de  cabeza,  ele- 
vando también  su  copa;  y  para  no  parecer  desatenta 
repitió  el  movimiento  mirando  á  Isidro,  y  luego  á  Oje- 
da. Ni  la  menor  emoción  en  sus  ojos  claros  y  fríos.  Un 
gesto  de  cortesía  y  nada  más. 

Munster,  orgulloso  de  la  amistad  que  le  unía  á  aque- 
lla señora  con  motivo  del  hridge,  la  invitó  á  reanudar 
el  juego.  Antes  del  baile  podían  hacer  una  nueva  par- 
tida en  el  salón  de  música:  los  esposos  Lowe  estaban 
dispuestos...  Y  ella  movió  la  cabeza  con  expresión  de 
cansancio.  No  sabía  qué  decir...  Tal  vez  más  tarde  se 
decidiese  á  aceptar...  Estaba  fatigada. 

Fernando  miró  con  odio  á  su  compañero  de  mesa. 
Pero  este  viejo  teñido  ¿por  qué  se  interponía  entre  él 
y  Maud  con  su  maldito  bridgef, . .  Creyó  ver  en  él  cierta 
expresión  de  petulancia,  el  orgullo  de  su  amistad  nacien- 
te con  aquella  señora  que  hasta  entonces  sólo  se  había 
fijado  en  Ojeda...  No  habría  hridge:  lo  juraba  Fernando 


LOS  ARGONAUTAS  411 

en  su  interior.  Maud  se  había  vestido  elegantemente 
para  asistir  al  baile,  y  no  terminaría  la  noche  sin  que 
los  dos  tuviesen  una  explicación.  Necesitaba  conocer  el 
motivo  de  su  conducta  inexplicable. 

Después  de  la  comida  la  vio  en  el  jardín  de  invier- 
no, tomando  el  café  con  los  Lowe.  El  señor  Munster  fué 
á  su  mesa,  para  repetir  la  invitación,  y  Maud  le  contes- 
tó con  movimientos  negativos. 

Experimentó  Ojeda  con  esto  la  primera  satisfacción 
de  toda  la  noche.  ¡Muy  bien!  Así  aprendería  el  viejo 
importuno  á  no  creerse  en  plena  intimidad.  Además  se 
imaginó,  con  un  optimismo  inexplicable,  que  esta  nega- 
tiva era  á  causa  de  él.  Tal  vez  Maud  deseaba  igualmen- 
te una  entrevista  al  desvanecerse  su  enfado  inexplica- 
ble. ¡Quién  sabe!... 

Transcurrió  una  hora  sin  que  ocurriese  en  el  buque 
nada  extraordinario.  Abajo  en  el  comedor  retiraban  los 
sirvientes  las  mesas,  preparando  el  salón  para  el  baile. 
Las  máscaras  paseaban  por  la  cubierta.  Sus  dos  calles 
parecían  las  de  una  ciudad  en  Carnaval.  El  señor  dis- 
frazado con  el  salvavidas  tomaba  su  café  tranquila- 
mente, sin  abandonar  el  caparazón  de  corcho.  Maltrana 
predicaba  sobriedad  y  buenas  costumbres  en  un  grupo 
de  jóvenes.  Después  de  las  locuras  de  la  noche  anterior 
había  que  acostarse  temprano;  así  que  terminase  la 
fiesta.  No  debían  abusar  del  pobre  cuerpo. 

Sonaron  varios  trompetazos  anunciando  el  baile,  y 
poco  después  la  orquesta  rompió  á  tocar  un  vals  en  el 
comedor,  todavía  desierto. 

Corrieron  las  niñas  impacientes;  levantáronse  las 
madres  con  lentitud,  como  si  les  costase  abandonar  su 
incrustación  en  los  almohadones;  sonó  un  fru-fru  gene- 
ral de  faldas  con  lentejuelas  y  adornos  metálicos  de  los 
disfraces. 

Mrs.  Power  se  despidió  de  los  LoAve,  pasando  ante 
Ojeda  sin  dirigirle  una  mirada.  Esta  indiferencia  la 
aceptó  él  como  un  signo  favorable:  era  disimulo.  Aban- 
donaba á  sus  amigos  para  facilitarle  la  ocasión  de  una 
entrevista  á  solas.  Sin  duda  iba  á  esperarle  abajo,  en  el 
salón  de  baile. 

Tardó  algunos  minutos  en  seguirla,  queriendo  imitar 


412  V.    BLASCO   IBÁiíBZ 

esta  prudencia,  y  al  fin,  después  de  mirar  á  un  lado  y  á 
otro,  abandonó  la  mesa,  deslizándose  por  la  escalera  cau- 
telosajnente,  cual  si  quisiera  pasar  inadvertido. 

En  el  salón  daban  vueltas  las  primeras  parejas  y  se 
instalaban  las  familias  con  gran  ruido  de  sillas  desor- 
denadas. Fernando  miró  á  todos  lados  sin  alcanzar  á  ver 
la  cabellera  rubia  de  Maud.  Luego  examinó  los  grupos 
estacionados  en  el  antecomedor.  Nada... 

Comenzaba  á  sentir  la  tristeza  del  desaliento,  cuando 
de  pronto  hizo  un  gesto  de  satisfacción.  ¡No  habérsele 
ocurrido  antes!...  Ella  le  esperaba  en  su  camarote;  no 
había  duda  posible.  Y  luego  de  mirar  otra  vez  en  torno 
de  él  para  convencerse  de  que  nadie  podía  espiarle, 
avanzó  por  el  corredor  con  fingida  indiferencia. 

A  los  pocos  pasos  temblaba  interiormente  con  las 
vacilaciones  del  miedo.  ;Si  iría  á  repetirse  la  escena  de 
la  mañana!...  Pero  no;  el  recuerdo  de  la  noche  anterior 
le  daba  confianza.  Aun  no  habían  transcurrido  veinti- 
cuatro horas,  y  noches  como  aquella  no  se  olvidan  fácil- 
mente. Su  orgullo  varonil  le  infundió  valor.  Segura- 
mente ella  se  había  retirado  para  esperarle. 

La  puerta  del  camarote  estaba  cerrada,  y  otra  vez 
]a  rozó  con  tímido  llamamiento.  Veíase  luz  por  el  ojo 
de  la  cerradura  y  la  pequeña  claraboya  abierta  sobre 
el  marco.  A  la  voz  interrogante  que  sonó  al  otro  lado 
de  la  madera,  Fernando  repuso,  para  hacerse  conocer, 
con  una  leve  tos  y  un  murmullo  discreto.  Era  él...  Hubo 
en  el  interior  cierto  rebullicio  que  indicaba  cólera  y  sor- 
presa; muebles  removidos,  palabras  masculladas  en  sor- 
dina, y  hasta  creyó  percibir  Ojeda  un  principio  de  ju- 
ramento. ¿Cuándo  iÍ3a  á  cesar  de  molestarla  con  sus 
incorrecciones?...  Esta  conducta  no  era  propia  de  un 
gentleman...  No  lo  era... 

Y  elevando  su  tono  la  irritada  voz,  dijo  junto  á  la 
puerta  con  acento  imperativo: 
—Vayase...  Voy  á  llamar. 

Sonó  á  lo  lejos  un  timbre  eléctrico  y  él  tuvo  que 
huir,  temeroso  de  que  le  sorprendiesen  en  su  ridicula 
inmovilidad  ante  la  puerta  cerrada.  En  el  pasillo  se 
cruzó  con  una  de  las  doncellas  que  acudía  al  llamamien- 
to disfrazada  aún  de  florista  tirolesa. 


LOS   ARGONAUTAS  413 

Marchando  con  la  cabeza  baja,  sin  saber  adonde 
iba,  se  vio  de  pronto  en  la  cubierta  de  paseo.  Apretaba 
los  puños  murmurando  palabras  iracundas.  ¡Cómo  se 
había  burlado  de  él  aquella  mujer!  ¡Qué  vergüenza!... 

Cansado  de  pasear  por  la  cubierta  solitaria,  sentóse 
en  un  banco,  lejos  de  la  luz,  contemplando  el  Océano 
por  encima  de  la  borda.  La  negra  calma  de  la  noche  se- 
renó y  puso  en  orden  sus  atropellados  pensamientos. 

Vio  de  pronto  con  toda  claridad  la  conducta  de 
Mrs.  Power,  que  le  había  parecido  hasta  entonces  inex- 
plicable.,. No  mentía  al  alabar  la  frialdad  de  su  carác- 
ter, que  ella  llamaba  «práctico»,  dando  á  esta  palabra 
algo  así  como  un  título  de  nobleza.  Decía  la  verdad  al 
repetir  con  sonrisa  de  orgullo  que  nada  tenía  de  jpoeti- 
cal.  Era  un  hombre,  un  verdadero  hombre  de  negocios, 
de  los  que  sólo  conceden  á  los  impulsos  del  afecto  unos 
minutos  de  la  existencia;  de  los  que  tratan  las  necesi- 
dades de  la  carne  como  vulgares  y  rápidas  operaciones 
de  higiene  y  únicamente  se  acuerdan  del  amor  cuando 
la  abstención  los  martiriza,  dedicándole  media  hora  en- 
tre dos  asuntos  financieros,  sin  recuerdos  y  sin  nostal- 
gias. ¿Por  qué  había  venido  hasta  él  aquella  mujer  tur- 
bando su  calma? . . .  Era  indudable  que  amaba  á  su 
manera  á  míster  Power,  como  se  ama  á  un  ser  inferior 
y  hermoso,  con  el  doble  orgullo  de  ser  admirada  y  ejer- 
cer el  dominio  de  la  superioridad. 

La  monótona  existencia  de  á  bordo,  favorecedora 
de  la  tentación,  las  abstenciones  de  un  largo  viaje  de- 
dicado por  entero  á  los  negocios,  la  inñuencia  del  am- 
biente cálido,  el  hálito  afrodisíaco  del  Océano,  habían 
quebrantado  y  reblandecido  la  glacial  serenidad  de 
aquella  mujer.  Llevaba  la  cuenta  angustiosamente  de 
los  días  que  aun  le  quedaban  de  navegación,  como  se 
cuentan  en  una  plaza  sitiada  y  sin  víveres  las  horas 
que  faltan  para  que  llegue  el  ansiado  socorro.  Y  al  íia- 
quear  su  voluntad  por  las  influencias  de  un  ambiente 
más  poderoso  que  su  energía,  había  puesto  los  ojos  en 
Fernando  porque  era  el  más  inmediato,  el  más  «distin- 
guido», el  hombre  que  entre  todos  los  del  buque  tenía 
cierta  semejanza  con  la  lejana  y  seductora  imagen  de 
míster  Power. 


414  V.    BLASCO  IBÁKBS 

Esta  dama  varonil  lo  había  tomado  á  él  lo  mismo 
que  toman  los  hombres  en  momentos  de  premura  á  una 
mujer  de  la  calle.  Y  pasada  la  embriaguez  lo  repelía 
furiosa  por  sus  asiduidades,  extrañada  de  su  insisten- 
cia, igual  que  un  señor  que  se  viese  perseguido  por  una 
compañera  de  media  hora,  como  si  el  encuentro  fortuito 
y  mercenario  pudiese  conferir  derechos.  ¡Ah,  misera- 
ble! ¡Con  qué  risa  cruel  y  dolorosa  reiría  Teri  si  pudiese 
conocer  esta  aventura  grotesca!  ¡El  hombre  en  el  que 
creían  ver  sus  ojos  de  amorosa  todas  las  perfecciones, 
tratado  lo  mismo  que  un  objeto  que  se  alquila!...  Y  le 
dolió  más  la  posibilidad  de  esta  burla  desesperada  que 
el  imaginarse  á  Teri  entre  lamentos  y  lágrimas. 

Con  una  reacción  enérgica  de  su  orgullo,  salió  Fer- 
nando de  este  desaliento.  Había  que  ser  hombre  y  acep- 
tar los  sucesos  sin  exagerar  su  importancia.  Una  simple 
aventura  de  viaje,  que  iba  á  quedar  ignorada;  Maud 
procuraría  que  lo  ocurrido  no  saliese  del  misterio.  La 
había  prestado  un  buen  servicio  (Ojeda  reía  amarga- 
mente al  pensar  en  esto),  habían  sido  felices  por  unas 
horas,  y  luego  se  separaban  como  extraños,  sin  recuer- 
dos y  sin  melancolías:  lo  mismo  que  si  se  hubiesen  cono- 
cido á  la  caída  de  la  tarde  en  un  bulevar  de  París  para 
pasar  media  hora  juntos  y  no  volver  á  encontrarse 
nunca. 

El  despego  de  ella  era  sin  duda  á  causa  de  un  tardo 
remordimiento  que  había  sobrevenido  con  la  saciedad... 
Eemordimiento  no:  simple  prudencia;  deseo  de  conser- 
varse aislada  en  los  días  que  faltaban  para  llegar  al 
próximo  puerto.  Su  marido  subiría  al  buque,  y  ella 
quería  salir  á  su  encuentro  sin  miedo  á  las  maliciosas 
sonrisas  de  los  pasajeros.  El  había  sido  el  escogido  para 
el  remedio  en  momentos  de  turbación  y  de  prisa...  ¿y 
qué  derechos  le  daba  esto?  Lo  mismo  podía  haber  sido 
el  agraciado  míster  Lowe  ó  Isidro  Maltrana.  Ojeda  por 
su  parte  tenía  igualmente  un  gran  amor,  y  le  convenía 
olvidar  lo  mismo  que  Maud...  Algo  le  dolía  en  su  orgu- 
llo de  hombre  verse  tratado  así,  pero  era  el  dolorde  la 
operación  quirúrgica  que  extirpa  el  mal...  ;A  vivir! 

Se  levantó  del  banco,  aproximándose  á  las  ventanas 
de  los  salones.  En  las  barandas   de  una  galería  que 


LOS  ARGONAUTAS  415 

comunicaba  el  salón  de  música  con  el  comedor,  se  ha- 
bían agrupado  algunas  mujeres  contemplando  las  pare- 
jas que  danzaban  abajo.  Eran  señoras  que  no  habían 
querido  vestirse  para  la  fiesta;  doncellas  de  servicio  de 
las  pasajeras  rica.s,  simples  criadas  de  á  bordo  que  apro- 
vechaban la  ausencia  del  mayordomo  para  echar  un 
vistazo. 

Ojeda  vio  despegarse  de  este  grupo  y  atravesar  el 
jardín  de  invierno  saliendo  á  la  cubierta  una  mujer  ves- 
tida de  obscuro,  sencillamente.  «;Ah,  señora  Eichel- 
berger!...» 

Fernando  celebraba  su  encuentro  con  Mina  como  si 
ésta  le  trajese  la  felicidad.  Estrechó  entre  sus  das  manos 
la  diestra  que  le  tendía  la  alemana,  y  ella,  con  cierta 
emoción  por  las  efusivas  palabras,  volvía  sus  ojos  á 
todos  lados  extrañándose  de  verle  solo,  creyendo  que 
iba  á  aparecer  repentinamente  la  esbelta  silueta  y  el 
cigarrillo  encendido  de  la  norteamericana. 

Balbuceó  como  si  al  darse  cuenta  de  su  turbación 
sintiese  cierta  vergüenza.  Daba  excusas  por  su  aspecto 
sencillo  cuando  todas  las  mujeres  del  buque  habían 
sacado  aquella  noche  sus  mejores  trajes.  Ella  no  había 
de  bailar,  y  tampoco  gustaba  de  permanecer  sola  en  el 
salón  mientras  su  marido  jugaba  en  el  fumadero.  Por 
curiosidad  y  por  aburrimiento,  luego  de  acostar  á  Karl, 
se  había  asomado  á  aquella  galería  para  ver  el  baile. 
¡Vivía  tan  aislada!...  Y  con  una  contracción  de  su  mano, 
oculta  entre  las  de  Fernando,  agradeció  la  bondad  de 
éste  al  ocuparse  de  ella. 

Luego  su  rostro  fué  animándose  con  una  sonrisa  pá- 
lida que  pretendía  ser  maliciosa.  Se  asombraba  otra  vez 
de  verle  solo.  Casi  se  había  decidido  á  renunciar  á  su 
amistad.  Pero  Fernando  la  interrumpió: 

— Todo  ha  terminado:  se  lo  juro...    ¡Terminado  para 
siempre!  Yo  no  tengo  en  el  buque  otra  amiga  que  usted. 

Y  lo  decía  de  todo  corazón,  contento  de  estar  al  lado 
de  Mina,  satisfecho  de  la  ternura  con  que  ella  le  con- 
templaba. 

¡Excelente  compañera!...  Fernando,  que  creía  nece- 
sario el  trato  con  una  mujer,  lamentábase  de  no  haber 
permanecido  al  lado  de  Mina  desde  el  primer  momento 


416  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

de  su  amistad.  Esta  no  le  molestaba  haciendo  la  apolo- 
gía de  su  marido;  era  dulce  y  parecía  admirarle.  Muy 
al  contrario  de  la  otra,  que  hasta  en  los  momentos  de 
mayor  efusión  guardaba  el  empaque  de  una  dama  alti- 
va que  desciende  á  hablar  con  su  criado. 

Además,  pensaba  en  Teri,  en  su  firme  propósito  de  no 
envilecer  la  nobleza  de  los  recuerdos  con  otro  «crimen», 
pues  de  tal  calificaba  con  vehemente  apreciación  su 
aventura  reciente.  Con  Mina  no  arrostraba  peligro  algu- 
no: la  pobre  estaba  desengañada.  El  fracaso  de  su  exis- 
tencia la  hacía  huir  de  toda  complicación  pasional,  pre- 
firiendo una  vida  vegetativa  y  humilde.  Además  parecía 
enferma...  Era  la  compañera  deseada  para  las  monoto- 
nías del  mar:  una  amistad  femenil  de  todo  reposo;  y  al 
separarse  se  dirían  ¡adiós!  llevándose  cada  uno  el  re- 
cuerdo melancólico  de  algo  desinteresado  y  puro. 

Habían  ido  á  apoyarse  en  la  borda  de  babor  con- 
templando la  luna. 

— Cada  noche  sale  más  pronto  y  es  más  grande— dijo 
Mina — .  ¡Qué  enorme  y  qué  blanca!...  En  Europa  nunca 
la  vemos  así. 

Asomando  á  ras  del  Océano,  era  el  astro  una  cúpula 
inverosímil  por  su  amplitud.  Hacía  recordar  el  huevo 
fabuloso  del  pájaro  Roe  de  los  cuentos  orientales,  gran- 
dioso como  un  palacio.  Su  luz  galoneaba  de  plata  el 
contorno  de  las  nubes  y  tendía  sobre  el  mar  un  camino 
anchísimo  é  inquieto,  un  camino  en  triángulo  desde  el 
horizonte  hasta  los  costados  del  buque,  haciendo  hervir 
las  aguas  con  una  ebullición  pálida  que  repelía  toda 
idea  de  calor. 

Mina  contemplaba  la  inquietud  de  este  camino  irreal 
cortando  la  obscuridad  atlántica,  cada  vez  más  ancho, 
más  luminoso,  así  como  ascendía  el  astro  en  el  hori- 
zonte. 

— Se  sienten  deseos  de  marchar  por  él — dijo  en  voz 
baja,  emocionada  por  la  majestad  de  la  noche — .  Qui- 
siera saltar  fuera  del  buque  y  correr...  correr  por  esa 
calle  de  plata  hasta  no  sé  dónde. 

— ¿Sola? — preguntó  Fernando  con  tono  de  reproche. 

— No;  usted  vendría  conmigo...  Con  usted  mejor. 
Le  miró  un  momento  y  luego  sus  ojos  volvieron  hacia 


LOS  ARGONAUTAS  417 

el  mar.  Estaban  húmedos,  como  si  esta  contemplación 
agolpase  las  lágrimas  en  sus  córneas.  Brillaban  con 
una  luz  nacarada  semejante  á  la  de  la  luna.  De  pronto 
sus  labios  empezaron  á  murmurar  algo  como  un  rezo. 
Eran  versos,  versos  alemanes  de  extremado  sentimenta- 
lismo, que  OJeda  entendió  vagamente,  adivinando  el 
misterio  de  unas  estrofas  por  el  sentido  de  otras  mejor 
comprendidas.  La  poesía  ingenua  del  Heder  pausaba  por 
la  boca  de  Mina  con  la  dulzura  del  arroyo  humilde,  que 
parece  temblar,  medroso  de  que  sus  murmullos  sean  de- 
masiado altos  y  sus  estremecimientos  despierten  la  in- 
móvil vegetación  que  lo  encubre. 

Se  habían  unido  los  dos,  hombro  con  hombro,  como 
intimidados  por  el  ambiente  religioso  de  la  noche  y  el 
aleteo  de  la  poesía  que  se  agitaba  en  torno  de  ellos... 
Experimentaba  Ojeda  una  sensación  de  descanso  al  lado 
de  esta  mujer  infeliz:  una  impresión  de  paz  y  dulce 
anonadamiento  igual  á  la  que  buscaban  los  antiguos  li- 
bertinos, huyendo  de  los  desengaños  de  la  vida  para 
reposarse  como  eremitas  entre  las  gentes  humildes. 

— Y  usted...  usted  que  es  poeta...— dijo  ella  interrum- 
piendo su  recitado—.  Dígame  algo  suyo...  Debe  ser  muy 
hermoso. 

Fernando  se  excusó.  Sus  versos  eran  en  español,  y 
ella  no  podía  entenderlos...  Pero  como  si  experimentase 
la  necesidad  de  esparcir  en  la  noche  algo  que  latía  en 
su  cerebro,  fundiendo  el  misterio  interior  con  el  misterio 
del  ambiente,  comenzó  á  recitar  versos  franceses  con 
una  lentitud  sacerdotal,  seguido  por  la  mirada  ávida  de 
Mina,  que  hacía  esfuerzos  para  no  perder  la  significa- 
ción de  una  sola  palabra.  A  veces  deteníase  el  recitante 
adivinando  las  incomprensiones  de  ella,  y  repetía  los 
versos,  explicándolos. 

La  antigua  artista  suspiraba  con  arrobamientos  de 
admiración.  La  hacía  estremecer  esta  música,  en  la  que 
entraban  por  igual  el  encanto  de  los  versos  y  la  voz  que 
los  recitaba  con  rítmica  melopea. 

—Víctor  Hugo  es  mi  dios...— dijo  de  pronto  Ojeda  in- 
terrumpiendo su  murmullo  poético,  como  si  no  pudiese 
contener  más  tiempo  esta  declaración  —.  Y  Beethoven 
también  lo  es. 

27 


418  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Ella  le  miró  con  ojos  suplicantes,  implorando  una 
palabra  que  podía  unirlos  con  un  nuevo  afecto.  ¿Y  Wá- 
gner?...  Fernando  vaciló.  No  tenía  la  serenidad  olímpi- 
ca, la  majestad  simple  de  los  divinos.  Más  bien  parecía  un 
taumaturgo  de  alma  atormentada,  un  mágico  prodigio- 
so; pero  en  él  se  confundían  la  poesía  del  uno  y  la  música 
del  otro.  Era  el  arcángel  rebelde,  hermoso  como  el  fuego, 
que  viniendo  de  abajo  reconquistaba  su  divinidad. 
— Sí;  también  es  mi  dios — dijo  tras  breve  pausa. 

Y  reanudó  el  poético  murmullo,  mirando  la  inquieta 
llanura  de  plata,  sintiendo  en  un  hombro  la  suave  pesa- 
dez de  Mina,  que  parecía  ansiosa  de  un  apoyo. 

La  cubierta  estaba  solitaria.  Todos  los  pasajeros  per- 
manecían en  el  salón  de  ñesta  ó  en  el  fumadero.  De 
tarde  en  tarde  risas,  gritos  y  correteos  en  las  puertas 
y  escaleras.  Eran  parejas  que  abandonaban  el  baile  por 
un  momento  para  respirar  en  la  cubierta.  Los  jóvenes 
se  abanicaban  con  un  papel  la  faz  congestionada,  des- 
pegándose de  la  carne  el  cuello  de  la  camisa,  reblande- 
cido por  el  sudor.  Ellas  respiraban  con  ansiedad  lleván- 
dose las  manos  al  escote,  pero  inmediatamente  huían  de 
esta  frescura  para  correr  al  horno  del  salón  atraídas 
por  un  nuevo  vals. 

Vueltos  de  espalda  á  la  luz,  Mina  y  Fernando  se  su- 
mían en  la  contemplación  de  la  noche  sin  que  sus  mira- 
das se  buscasen,  satisfechos  del  contacto  de  sus  hom- 
bros, que  parecían  unificar  en  una  sola  vibración  sus 
pensamientos  y  deseos. 

Llegaba  hasta  sus  oídos  la  música  del  baile;  una 
música  divina;  vulgares  danzas  de  moda,  tico-steps,  ó 
tangos  que,  por  la  inñuencia  del  ambiente,  sonaban  en 
aquella  hora  de  ilusiones  como  sinfonías  de  infinito  idea- 
lismo. Sentían  la  dulce  turbación  de  la  embriaguez:  una 
embriaguez  de  luz  de  luna,  de  noche  serena,  de  poesía 
sentimental. 

Ojeda,  más  frío  que  su  compañera,  percibió  en  su 
interior  un  cosquilleo  irónico,  un  deseo  de  reírse  de  sí 
mismo;  de  este  enternecimiento  sin  causa  definida  que 
se  apoderaba  de  él.  ¡Mirar  la  luna  y  decir  versos  como 
un  estudiante,  al  lado  de  una  pobre  mujer  que  era  ma- 
dre y  oyendo  una  musiquilla  vulgar  á  cuyos  sones  dan- 


LOS  ARGONAUTA^S  419 

zaban  los  seres  más  frivolos  de  aquella  Arca  de  Noé!... 
¡Cómo  reiría  él  si  con  un  prodigioso  desdoble  pudiera 
contemplarse  á  sí  mismo  desde  lejos!...  Pero  la  emoción 
inexplicable  era  más  fuerte  que  su  rebeldía  burlona,  y 
le  obligaba  á  permanecer  inmóvil,  en  silencio,  sin  huir 
de  aquel  cuerpo  que  vibraba  con  su  contacto.  ¿Por  qué 
reirse  de  este  instante,  si  era  de  felicidad  y  le  proporcio- 
naba un  dulce  olvido?... 

Al  volver  sus  ojos  hacia  Mina,  creyó  encontrar  una 
mujer  nueva.  Tal  vez  la  poesía  la  había  embellecido  al 
tocarla  con  el  ala  de  sus  rimas;  tal  vez  era  la  noche  la 
que  la  transformaba,  agrandando  sus  ojos  con  un  brillo 
lunar,  rellenando  de  nácar  las  angulosidades  de  su  ros- 
tro descarnado,  sustituyendo  su  color  verdoso  y  enfer- 
mizo con  una  palidez  luminosa.  ¡Los  ojos  de  animal 
humilde,  agradecido  á  la  caricia,  que  ñjó  ella  en  sus  ojos 
al  sentirse  contemplada!...  ;La  ruborosa  confusión  con 
que  volvía  la  cabeza  temiendo  insistir  en  una  mirada 
que  podía  traicionarla!...  Se  convenció  de  que  él  no 
había  visto  hasta  entonces  á  esta  mujer,  no  la  había 
comprendido,  limitándose  en  sus  conversaciones  á  sentir 
lástima  de  sus  infortunios,  como  si  su  vida  estuviera 
agotada  y  fuese  igual  á  un  árbol  caído,  incapaz  de  reflo- 
recimiento... 

De  pronto,  se  vieron  paseando,  cogidos  del  brazo,  sin 
hablar,  sin  mirarse,  pero  sabiendo  por  mutua  adivina- 
ción que  la  persona  del  uno  ocupaba  por  entero  el  pen- 
samiento del  otro...  Nadie  en  la  cubierta.  Sus  pasos 
lentos  resonaban  lo  mismo  que  en  un  claustro  abando- 
nado. Al  dar  la  vuelta  de  proa,  entre  el  salón  y  el  bal- 
conaje de  avante,  donde  era  menos  viva  la  luz  j  nadie 
podía  verles  de  lejos,  Fernando  la  atrajo  á  él,  abandonó 
su  brazo  para  envolverle  el  talle  con  rudo  tirón  y  la 
besó  impulsivamente,  al  azar,  en  una  mejilla,  en  la  na- 
riz, allí  donde  pudieron  posarse  sus  labios. 

La  alemana  gimió  de  sorpresa,  de  asombro,  casi  de 
miedo,  como  el  que  ve  realizarse  de  pronto  algo  invero- 
símil con  lo  que  ha  soñado  muchas  veces  sin  esperanza 
alguna.  Se  mantuvo  rígida  en  el  brazo  de  él;  no  intentó 
la  menor  resistencia,  y  con  un  suspiro  de  niña  que  se 
desmaya,  dejó  caer  la  cabeza  en  su  hombro. 


420  V.    BLASCO   IBÁÑE/j 

Lloraba.  Fernando  vio  los  estertores  de  su  pecho  y 
sintió  en  su  cuello  el  contacto  de  una  lágrima.  Comenza- 
ba á  arrepentirse  de  su  brutalidad.  ¡Pobre  Mina!...  Pero 
ella,  protestando  de  esta  conmiseración,  giró  la  cabeza 
sobre  su  hombro  hasta  apoyar  la  nuca,  y  en  tal  pos- 
tura, con  los  ojos  llenos  de  lágrimas  y  sonriendo  al  mismo 
tiempo,  se  elevó  en  busca  de  su  boca,  devolviéndole  las 
caricias  con  un  beso  largo,  interminable. 

No  era  el  beso  frente  á  frente  que  él  había  saboreado 
en  otras  mujeres,  y  que  llamaba  «beso  latino».  No  era 
tampoco  la  caricia  arrogante  de  arriba  á  abajo  que  había 
conocido  en  el  camarote  de  Maud,  beso  de  domadora, 
egoísta  y  avasallador,  oprimiéndole  la  cabeza  entre  las 
manos  crispadas  para  mantenerle  en  amorosa  sumisión. 
Era  el  beso-suspiro  de  la  germánica  sentimental  pasean- 
do entre  los  tilos,  á  la  caída  de  la  tarde,  apoyada  en 
el  brazo  de  un  estudiante  y  con  un  ramo  de  florecillas 
azules  sobre  el  pecho;  un  beso  de  abajo  á  arriba,  cari- 
cia suplicante  de  hembra  dulzona  en  la  que  el  amor  se 
presenta  acompañado  de  la  humildad  y  que  antes  de 
besar  desploma  su  cabeza  como  signo  de  servidumbre 
en  el  hombro  de  su  dueño. 

Sintió  Ojeda  cierto  remordimiento  ante  este  llanto. 
¿Por  qué  lloraba?...  Y  ella,  como  si  se  avergonzase  de  su 
emoción,  profería  balbucientes  excusas.  No  sabía  por 
qué  lloraba...  pero  era  tan  feliz,  ¡tan  feliz!... 

Un  ruido  de  pasos  despegó  sus  bocas  instantánea- 
mente, y  cogiéndose  del  brazo,  continuaron  su  paseo  con 
afectada  indiferencia.  Alarma  inútil:  era  un  grumete 
que  descendía  por  una  escalera  cercana. 

— Volvamos  al  rincón  de  los  besos — dijo  él  con  im- 
paciencia. 

El  «rincón  de  los  besos»  era  la  parte  de  proa  que  unía 
con  su  curva  las  dos  calles  de  la  cubierta.  Y  al  volver 
de  nuevo  á  este  refugio,  fué  ella  la  que  sin  esperar  los 
avances  de  Fernando  descansó  la  cabeza  en  su  hombro, 
elevando  la  cara  en  busca  de  su  boca. 

Intercalaba  trémulas  palabras  entre  beso  y  beso. 
¡Verse  en  sus  brazos!...  Una  noche  había  soñado  lo  que 
ahora  le  estaba  ocurriendo.  Fué  á  continuación  de  la 
primera  tarde  en  que  se  hablaron  junto  al  piano.  Y 


LOS  ARGONAUTAS  421 

había  salido  de  su  ensueño  conmovida  para  siempre, 
con  la  convicción  de  que  no  se  realizaría  nunca,  pero 
viéndolo  á  él  como  un  hombre  distinto  á  todos  los  de- 
más del  buque,  sintiendo  una  turbación  en  su  pecho  y 
en  sus  ojos,  un  temblor  en  las  piernas,  una  música  le- 
jana en  los  oídos  cada  vez  que  Fernando  se  aproximaba 
para  hablarla...  Luego  ¡qué  de  penas  viéndole  con  aque- 
lla señora,  tan  elegante,  tan  altiva,  que  parecía  burlar- 
se de  ella  con  los  ojos!...  El  ensueño  no  se  realizaría  nun- 
ca; una  ilusión  imposible  como  tantas  otras  de  su  pobre 
existencia...  Y  cuando  había  perdido  toda  esperanza, 
era  él,  ¡él!  quien  avanzaba  en  la  noche  con  palabras  de 
poesía,  igual  á  un  príncipe  magnífico  y  clemente,  y  la 
estrechaba  entre  sus  brazos  y  buscaba  su  boca,  hacién- 
dola estremecerse  como  una  sierva  de  amor.  ¿Qué  había 
en  ella  para  merecer  tanta  dicha,  pobre,  fea,  mal  vesti- 
da, entre  tantas  mujeres  bellas  y  felices,  y  arrastrando 
además  cual  una  cadena  su  pasado  de  miseria?... 

— ¡Te  amo!... — dijo  Fernando  enardecido  por  esta  hu- 
mildad. 

Y  acompañó  sus  besos  con  un  avance  de  las  atrevi- 
das manos  en  aquel  cuerpo  sumiso  que  parecía  entre- 
garse. Pero  con  gran  asombro,  la  alemana  se  revolvió 
ante  las  caricias  audaces;  se  despegó  de  sus  brazos  con 
una  fuerza  nerviosa  que  nada  hacía  sospechar  en  su 
cuerpo  enfermizo.  Parecieron  surgir  de  pronto  músculos 
ocultos,  tendones  de  irresistible  expansión  en  todos  sus 
miembros. 

— No  quiero—gimió  tristemente,  como  en  presencia 
de  algo  que  destruía  sus  ilusiones — .  No  quiero  eso...  No 
querré  nunca. 

Ojeda,  ante  la  violencia  de  estos  movimientos  de 
protesta,  comprendió  que  decía  verdad.  Su  cuerpo  se 
revolvía  contra  toda  caricia  que  saliese  de  los  límites 
del  rostro,  y  esta  repulsión  vigorosa  era  tan  brusca,  que 
él  se  sintió  empujado,  vacilante  sobre  sus  pies,  teniendo 
que  esforzarse  para  no  caer. 

Luego,  como  arrepentida  de  su  defensa,  le  echaba  los 
brazos  al  cuello,  y  volvía  á  su  gesto  de  sumisión,  des- 
cansando la  cabeza  en  su  hombi'o,  gimiendo  con  un 
abandono  de  niña  enferma. 


422  V.    BLASCO  IBÁÑHS 

—  Me  haría  daño...  ¡Jamás!  Amarnos  como  ahora; 
eso  es  lo  que  yo  quiero.  Estar  así...  siempre  juntos... 
¡siempre!...  Seremos...  ¿cómo  se  dice  en  español?  Yo  lo 
he  oído  muchas  veces...  Seremos... 

Y  después  de  largos  titubeos  y  de  fruncir  las  cejas 
con  pensativo  esfuerzo,  encontraba  la  palabra. 

—Seremos...  novios.  Eso  es:  novios  los  dos.  La  boca... 
la  boca  nada  más.  Y  el  alma  también...  novio  mío. 

Y  al  repetir  con  fruición  la  encontrada  palabra,  son- 
reía como  un  jardín  abandonado  bajo  el  primer  sol  de 
la  primavera  que  llega. 

Fernando,  ensombrecido  por  esta  negativa,  hablaba 
y  hablaba,  sosteniendo  las  manos  de  la  antigua  artista 
entre  las  suyas,  deseoso  de  inmovilizarla,  de  domar 
su  resistencia,  fijos  los  ojos  en  sus  pupilas,  cual  si  pre- 
tendiese vencerla  con  un  poder  de  sugestión. 

Su  aventura  con  Maud  había  desvanecido  todos  los 
propósitos  de  cordura  que  le  acompañaron  al  subir  al 
buque.  Sus  nervios  guardaban  aún  el  recuerdo  de  re- 
cientes vibraciones;  su  carne,  mal  dormida,  estreme- 
cíase al  sentir  el  contacto  de  otra  mujer.  Aquella  calma 
monacal  que  había  reinado  en  el  trasatlántico  durante 
la  primera  semana  de  viaje,  ya  no  existía  para  él.  Sa- 
bía lo  que  era  el  amor  entre  los  blancos  tabiques  de 
un  camarote,  y  quería  continuar,  fuese  con  quien  fue- 
se, los  encuentros  de  pasión  en  una  de  estas  cajas  de 
madera,  sonando  á  sus  pies  el  abejorreo  de  la  máqui- 
na, oyendo  junto  al  tragaluz  el  chapoteo  de  la  ola  pere- 
zosa. Esta  mujer  venía  á  él,  hermoseada  por  la  noche, 
humilde  j  sumisa  como  una  esclava  de  guerra...  ¡tanto 
mejor!... 

Y  como  si  fuese  su  dueño,  la  apremiaba  con  manda- 
tos, unas  veces  suplicantes,  otras  imperativos:  «Ven... 
ven.»  Hablaba  de  la  hermosura  de  su  «cabina»  en  el  mis- 
mo piso  de  los  camarotes  de  lujo;  de  su  techo  alto,  de  la 
amplitud  de  su  espacio  con  profunda  cama  y  anchuroso 
diván.  Pretendía  deslumhrar  con  estas  comodidades  del 
tugurio  flotante  á  la  pobre  amiga,  que  iba  instalada  en 
las  cámaras  más  profundas  y  obscuras,  cerca  de  la  línea 
de  flotación.  «Ven...  ven.»  Podrían  hablarse  allí  sin 
temor  de  ser  sorprendidos:  cruzar  sus  besos  tranquila- 


LOS  ARGONAUTAS  423 

mente.  El  la  enseñaría  libros  interesantes;  hablarían  de 
sus  poetas,  de  los  grandes  artistas. 

Mina  le  escuchaba  con  ojos  de  adoración  y  una  páli- 
da sonrisa  de  miedosa  incredulidad.  «No...  cabina,  no.» 
Por  no  seguir  el  curso  de  sus  peticiones  trémulas  de 
deseo,  le  interrumpía  solicitando  que  le  indicase  en  es- 
pañol la  equivalencia  de  ciertas  palabras.  Ansiaba  ha- 
blar la  lengua  de  él. 

— No,  querido — suspiraba  respondiendo  á  sus  súpli- 
cas— .  No,  mi  novio...  Cabina,  no...  Boca...  boca  nada 
más. 

Y  al  sentir  en  su  cuerpo  el  avance  atrevido  de  unas 
manos  huroneantes,  bastábale  un  empujón  para  librarse 
del  encierro  en  que  la  tenían  los  brazos  de  Ojeda. 

Se  extendió  por  la  cubierta  un  ruido  de  pasos  y  de 
voces.  Acababa  de  terminar  el  baile  y  la  gente  subía  al 
paseo  ansiosa  de  frescura...  ¿Cuánto  tiempo  llevaban  allí 
los  dos?...  Mina  quiso  marcharse.  Ocupaba  con  su  hijo 
un  pequeño  camarote  en  la  cubierta  más  honda  del  cas- 
tillo central.  En  otro  inmediato  vivía  el  maestro  Eichel- 
berger,  que  no  se  retiraba  hasta  cerca  del  amanecer. 

Ella  iba  á  dormir  con  sus  recuerdos;  á  soñar  con  Fer- 
nando. Se  llevaba  á  su  profundo  refugio  la  felicidad  de  la 
mejor  noche  de  su  vida.  Lo  juraba...  «Y  ahora,  adiós.» 

Todavía,  aprovechando  la  ausencia  del  gentío,  que  al 
esparcirse  por  la  cubierta  no  había  llegado  hasta  ellos, 
se  besaron  por  última  vez  con  un  beso  largo,  que  la 
alemana  prolongó  cerrando  los  ojos,  abandonándose  cual 
si  fuese  á  morir. 

Luego  se  salvó  de  un  salto  para  detenerse  á  corta 
distancia.  Sonreía  con  expresión  maliciosa;  levantaba 
una  mano  con  el  índice  erguido,  como  una  maestra  que 
lanza  su  última  recomendación. 

— Novios,  sí...  Boca,  sí...  ¡Cabina...  nooo!...  ¡Cabina, 
malo! 

Y  tras  estos  balbuceos  en  español,  que  revelaban  un 
miedo  cómico  á  la  «cabina»,  huyó  apresuradamente,  vol- 
viendo por  dos  veces  la  cabeza,  para  mirar  á  Fernando 
antes  de  desaparecer. 

Este  paseó  algún  tiempo  por  la  cubierta.  Sentíase  al 
principio  contento  de  su  suerte.  ¡Lástima  que  no  estu- 


424  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

viese  allí  Maud,  para  que  se  enterase  de  lo  poco  que  le 
impresionaban  sus  desdenes!...  Veía  á  la  norteamericana 
muy  lejos  en  sus  recuerdos;  casi  sin  corporalidad,  como 
una  imagen  indecisa... 

Pero  al  poco  rato  comenzó  á  experimentar  una  sensa- 
ción de  inquietud.  Su  conducta  reciente  le  molestaba  lo 
mismo  que  un  remordimiento.  «Muy  bien,  don  Fernan- 
do— se  dijo  con  irónico  reproche — .  No  tenía  usted  bas- 
tante con  el  desengaño  ridículo  de  la  otra,  no  le  ha 
servido  de  escarmiento  una  aventura  tan  grotesca,  y 
en  el  mismo  día  se  lanza  á  perturbar  Ja  tranquilidad 
de  una  pobre  mujer  que  acepta  sus  avances  con  una 
sensiblería  de  romanza,  y  toma  el  amor  como  si  estuvie- 
se en  los  quince  años.»  ¡Qué  gusto  de  complicarse  la 
vida!...  ¡Qué  cordura  en  un  hombre  que  marchaba  á 
la  conquista  de  la  riqueza!...  ¡Y  para  meterse  en  tales 
aventuras  había  abandonado  lo  que  tenía  en  Europa!... 
«Don  Fernando:  es  usted  un  chiquillo;  el  bigote  que 
lleva  en  la  cara  lo  usurpa...  Acabará  usted  consiguien- 
do que  se  rían  de  su  persona  todos  los  del  buque...» 

A  pesar  de  estas  recriminaciones  mentales  no  llegaba 
á  entristecerse.  La  protesta  removíase  en  su  cerebro 
avergonzada  é  iracunda:  pero  el  resto  del  cuerpo  pare- 
cía satisfecho,  con  un  regodeo  de  recuerdos  y  un  estre- 
mecimiento de  esperanza...  Peor  era  la  nada;  pasar  los 
días  comiendo  ó  dormitando  en  el  sillón  con  un  libro  en 
las  rodillas. 

Al  entrar  en  el  camarote,  después  de  medianoche, 
sus  ojos  tropezaron  con  la  imagen  de  Teri,  erguida  sobre 
el  tocador,  en  el  encierro  de  un  marco  dorado.  ¡Pobre 
Teri!  Por  primera  vez  en  todo  el  día  pensaba  en  ella, 
sólo  en  ella,  sin  poner  su  recuerdo  en  parangón  con  la 
imagen  real  de  otras  mujeres.  Este  pensamiento  tardío 
iba  acompañado  de  remordimiento  y  miedo.  ¡Qué  diría 
Teri  si  pudiese  verle!...  Para  evitar  esta  posibilidad, 
como  si  temiera  que  los  ojos  del  retrato  fuesen  á  adqui- 
rir el  sentido  visual,  intentó  volverlo  de  cara  á  la  pared. 
¡Lo  mismo  que  Maud  con  míster  Power!...  Pero  un 
escrúpulo  supersticioso  le  contuvo.  Ella  estaba  lejos... 
¡Quién  sabe  lo  que  podría  ocurrirle  como  un  choque 
reflejo  de  este  acto  impío!... 


LOS  ARGONAUTAS  425 

Hizo  SUS  preparativos  para  acostarse,  huyendo  la 
mirada  del  retrato.  Al  tenderse  en  el  lecho  y  quedar 
en  la  sombra,  sus  temores  y  remordimientos  se  fueron 
aligerando  hasta  no  ser  más  que  tenues  nubes  que  se 
llevaba  el  sueño  por  delante  con  la  escoba  del  olvido. 
Veía  en  la  incoherencia  de  su  adormilado  pensamiento  á 
los  parientes  del  obispo  incitándolo  á  que  entrase  en  el 
baile.  «Monseñor:  el  mar...  es  el  mar.»  Veía  á  Maltrana 
apostrofando  al  Océano,  el  gran  tentador:  «Galeoto  de 
mostachos  de  algas...  Celestina  de  arrugas  verdes.»  Y  lo 
mismo  que  él,  repetía:  «Seamos  miserables.  Ya  nos  pu- 
rificaremos al  bajar  á  tierra.» 

Un  dulce  cinismo  acompañó  sus  últimos  pensamien- 
tos. La  alemana...  ¿por  qué  rehusarla?...  La  otra  estaba 
lejos;  nada  sabría.  El  viaje  era  monótono  y  había  que 
aprovechar  las  ocasiones  para  alegrarlo.  Una  vez  en 
tierra  recobraría  su  cordura...  Había  que  creer  en  la 
filosofía  de  Maltrana.  La  gran  cuestión  era...  pasar  el 
rato...  Y  Fernando  se  durmió. 

Al  día  siguiente  por  la  mañana  se  encontró  con  Mina 
en  la  cubierta  de  los  botes.  Había  dejado  á  su  hijo  en  el 
gimnasio,  y  fué  hacia  Ojeda,  ruborosa  y  encogida,  va- 
cilando en  su  saludo,  temiendo  tal  vez  un  cambio  de  ca- 
rácter, un  arrepentimiento  después  de  la  noche  anterior. 
Pero  al  ver  que  él  sonreía,  acariciándola  con  los  ojos, 
estrechando  su  mano  con  tierna  efusión,  el  rostro  de 
la  alemana  se  dilató,  cual  si  la  savia  de  su  cuerpo  se 
descongelase  con  el  ardor  de  una  nueva  juventud. 

Impulsada  por  esta  alegría  quiso  exteriorizar  audaz- 
mente su  agradecimiento.  Estaban  medio  ocultos  por  el 
cilindro  de  una  boca  de  ventilación.  Mina,  luego  de  mi- 
rar aun  lado  y  á  otro,  avanzó  sobre  Fernando  con  los 
brazos  abiertos.  «Novio...  novio  mío.»  Fué  un  beso  rápi- 
do, pero  vehemente,  con  acometividad,  distinto  de  los 
prolongados  y  lánguidos  de  la  noche  anterior.  Luego, 
como  si  este  saludo  matinal  los  hubiera  saciado  por  el 
momento,  buscaron  la  sombra  de  un  toldo  y  sentados  en 
dos  sillones  contemplaron  el  Océano  en  duíce  quietismo, 
mirándose  sin  palabras. 

Fernando  la  examinaba  á  la  luz  del  sol,  gozándose 
con  extraña  crueldad  en  su  desencanto,  cada  vez  ma- 


426  V.    BLASCO   IBÁÑE^ 

yor.  La  luz  cruda  hacía  resaltar  todos  los  detalles  de 
una  belleza  marchita;  el  rostro  con  leves  arrugas  en 
plena  juventud,  el  círculo  de  palidez  amarillenta  en 
torno  de  los  ojos,  el  rosa  anémico  de  los  labios,  el  tinte 
verdoso  de  la  tez,  que  no  habían  conseguido  borrar  los 
extraordinarios  cuidados  de  tocador  de  esta  mañana. 
Además  el  niño,  que  iba  á  presentarse  de  un  momento 
á  otro;  el  marido,  que  estaba  en  su  camarote  roncando 
la  cerveza  de  la  noche;  el  vestidillo  pobre,  que  ella 
había  intentado  realzar  con  unos  encajes  baratos  y  un 
ramo  de  violetas  artificiales  fijo  en  el  talle...  Todo  esto 
daba  á  su  nuevo  amor  cierto  aire  ridículo.  Seguramente 
que  si  pasaba  Mrs.  Power  ante  ellos  no  podría  man- 
tenerse en  su  altivez  silenciosa  y  sonreiría  irónicamen- 
te... Pero  un  egoísmo  optimista  protestaba  en  su  interior 
contra  tales  escrúpulos. 

— Podrá  ser  grotesca,  ¿y  qué?...  Me  divierte,  y  basta. 
El  amor  siempre  es  amor  por  ridículo  que  parezca,  y  esta 
pobre  mujer  me  quiere.  Soy  para  ella  la  ilusión,  el  re- 
cuerdo de  un  mundo  en  el  que  vivió  y  al  que  no  puede 
volver...  Lo  que  importa  es  llevar  las  cosas  adelante: 
sacar  algo  positivo. 

Y  con  tortuosa  astucia  iba  encaminando  la  conver- 
sación hacia  donde  era  su  deseo.  Ella  hablaba  con  los 
ojos  perdidos  en  el  infinito,  queriendo  prolongar  el  en- 
canto de  la  noche  anterior.  Evitaba  el  mirarlo  para  no 
sufrir  una  timidez  que  cortaba  sus  palabras.  Hablaba 
como  si  estuviese  sola,  exteriorizando  su  pensamiento 
en  un  monólogo.  ¡Dulce  noche!  ¡Vida  fantástica  de  en- 
sueños maravillosos  desarrollados  en  la  sombra!...  Ella 
se  había  visto  conviviendo  con  él  en  uno  de  aquellos 
países  de  América  hacia  los  cuales  marchaba  el  buque. 
Eichelberger  no  existía;  había  muerto,  ó  tal  vez  estaba 
de  vuelta  en  Europa.  Y  los  dos  existían  unidos  como 
esposos  en  la  libertad  de  un  pueblo  nuevo,  teniendo  con 
ellos  á  su  hijo. 

Fernando  y  Karl  eran  los  dos  únicos  seres  de  este 
mundo  que  ella  podía  amar.  Vivir  para  siempre  entre 
el  hombre  adorado  y  su  hijo,  ¡qué  inmensa  dicha!... 
Pero  no  era  más  que  un  sueño;  una  ilusión  del  viaje 
oceánico.  Cuando  saliesen  del  encierro  del  Goethe^  cada 


LOS  ARGONAUTAS  427 

uno  se  iría  por  su  lado:  y  aunque  por  una  bondad  de 
la  suerte  llegasen  á  vivir  juntos,  Fernando  no  toleraría 
la  presencia  caprichosa  y  enfermiza  de  aquel  niño  que 
no  era  suyo.  Y  ella  no  podía  existir  sin  Karl. 

Aceptó  OJeda  con  sonrisa  bondadosa  estos  ensue- 
ños, mientras  en  su  interior  empezaba  á  latir  la  irri- 
tación de  la  protesta.  ¿Por  qué  dar  un  ambiente  de 
hogar  burgués  á  un  amor  que  todavía  estaba  empezan- 
do?... Para  aquella  walkyria  de  poéticos  éxtasis  y  ojos 
nostálgicos,  la  pasión  tomaba  una  seriedad  vulgar,  mol- 
deándose con  arreglo  á  los  santos  principios  de  la  fami- 
lia y  el  buen  orden.  Si  continuaba  en  sus  ensueños  iba  á 
proponerle  el  amor  en  pantuflas  al  lado  del  fuego,  ella 
mal  peinada  y  con  bata,  cortando  meticulosamente  las 
tostadas,  vigilando  el  hervor  de  la  cafetera;  él  con  una 
pipa  enorme,  leyendo  gacetas  y  acariciando  la  cabeza 
estoposa  de  un  niño  que  no  era  suyo...  ¡Muchas  gra- 
cias! 

Pero  se  cuidó  de  ocultar  estas  impresiones  internas, 
encaminando  el  diálogo  amoroso  hacia  sus  deseos.  ¡Vi- 
vir juntos!  También  había  soñado  con  esta  felicidad 
en  la  noche  anterior...  Para  él  la  posesión  era  un  com- 
promiso sagrado,  que  le  unía  por  siempre  á  una  mujer, 
añadiendo  la  ternura  de  la  gratitud  al  desinterés  del 
amor.  ¡El  día  que  ella,  de  buena  voluntad,  se  decidiese 
á  hacerle  feliz  con  algo  más  que  sus  besos!... 

Mina,  adivinando  el  término  de  esta  fraseología, 
se  ruborizaba,  echándose  atrás  con  instintiva  conserva- 
ción. No;  siempre  diría  no.  En  otros  tiempos  tal  vez; 
cuando  ella  era  joven  y  hermosa;  cuando  tenía  la  cer- 
teza de  que  podía  dar  felicidad  y  orgullo  con  la  limosna 
de  su  cuerpo.  ¡Pero  ahora!... 

Se  daba  cuenta  de  su  ruina.  Era  una  sombra  del 
pasado,  y  si  llegaba  á  ceder  en  un  momento  de  bondad, 
se  arrepentiría  luego,  viendo  en  Ojeda  un  gesto  de  de- 
cepción, lo  mismo  que  si  acabase  de  sufrir  un  engaño. 
«No,  novio  mío,  no.»  Lo  importante  era  amarse.  Lo  otro 
habría  de  ocurrir  forzosamente  cuando  viviesen  juntos, 
pero  no  era  de  más  valor  que  cualquiera  de  las  funciones 
viles  que  entristecen  la  existencia.  ¡Quién  sabe  si  trae- 
ría como  resultado  el  desvanecimiento  de  la  ilusión!... 


428  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

«Vivamos  así...  Tal  vez  cuanto  más  tarde  eso  que  tú 
deseas,  más  tiempo  durará  nuestro  amor.» 

De  pronto  su  conversación  tuvo  un  testigo.  Era  Karl, 
que  había  abandonado  el  gimnasio  y  se  mantenía  de  pie 
entre  los  dos,  mirando  á  uno  y  á  otro  sin  entenderlo  que 
hablaban.  En  su  atenta  inmovilidad  notábase  una  ex- 
presión de  niño  viejo,  un  fruncimiento  de  cejas  de  per- 
sona mayor  que  sospecha  y  reflexiona.  Su  frente  salien- 
te, de  testarudo,  parecía  hincharse  y  latir.  Dejábase 
acariciar  por  la  mano  distraída  de  Fernando,  pero  de 
pronto  huía  de  él  y  se  arrojaba  de  cabeza  en  el  regazo 
de  la  madre,  permaneciendo  con  los  brazos  extendidos, 
cual  si  pretendiese  ser  para  ella  un  escudo  protector. 

Creía  olfatear  un  peligro  con  ese  instinto  misterioso 
de  los  seres  simples  que  ven  en  el  aire  cosas  y  amena- 
zas completamente  ocultas  para  las  personas  de  razón; 
el  sentido  que  hace  aullar  al  perro  en  la  casa  donde  se 
prepara  una  desgracia;  el  impulso  que  guía  el  revoloteo 
de  ciertas  aves  sobre  la  vivienda  á  cuyas  puertas  llama 
la  muerte. 

Mina  acariciaba  la  nuca  de  su  hijo,  y  éste  acogía  la 
amorosa  protección  con  un  runruneo  sordo,  lo  mismo 
que  una  bestezuela  doméstica  que  siente  disiparse  su 
pavor.  Pero  el  pensamiento  de  la  madre  estaba  cada  vez 
más  lejos  de  Karl.  Todo  él  era  para  Ojeda,  que  la  devol- 
vía á  su  pasado.  Sus  ilusiones  de  artista,  su  entusiasmo 
por  la  emoción  estética,  su  veneración  por  el  genio, 
habían  reaparecido  de  golpe.  En  su  amor  había  mucho 
de  agradecimiento  para  aquel  hombre,  gracias  al  cual 
resurgían  de  entre  las  ruinas  y  pesimismos  de  la  deca- 
dencia sus  antiguos  entusiasmos  de  cantante.  Aun  creía 
posible  la  continuación  de  su  vida  pasada:  menos  bri- 
llante que  en  otros  tiempos,  manteniéndose  en  segundo 
término,  pero  con  iguales  satisfacciones.  El  engaño  de 
su  matrimonio  con  un  artista  mediocre  iba  á  ser  un  pa- 
réntesis de  sombra  nada  más.  Tal  vez  se  cumpliese  el 
soñado  destino,  acabando  ella  por  ser  la  compañera  de 
un  grande  hombre. 

Aprendería  el  castellano  para  saborear  las  obras  de 
Ojeda,  que  indudablemente  era  un  genio.  Se  lo  decía 
su  amor.  Cuando  viviesen  juntos,  entraría  de  puntillas 


LOS  ARGONAUTAS  429 

en  su  estudio,  permaneciendo  detrás  de  él  en  amorosa 
contemplación,  como  una  esclava.  Y  cada  vez  que  ter- 
minase un  verso...  un  beso;  á  cada  estrofa  concluida, 
seis,  doce...  una  lluvia:  y  cuando  diese  fín  á  la  obra,  él 
la  leería  con  su  voz  de  oro,  y  ella  escucharía  arrodillada 
á  sus  pies,  adorándolo  como  un  dios:  «¡Oh  mi  novio!  Mi 
Tanhaüser...  ¡Poeta  colosal!» 

Así  pasaron  la  mañana,  fantaseando  sobre  el  porve- 
nir, sin  poder  cambiar  otras  caricias  que  algunos  apre- 
tones de  manos  por  encima  de  Karl,  hundido  entre  las 
rodillas  de  la  madre. 

El  niño  sólo  abandonó  su  enfurruñamiento  al  ha- 
blarle Mina  en  alemán  de  la  fiesta  de  la  tarde.  Comen- 
zaban los  Olympishe  Spíele^  con  que  chicos  y  grandes 
iban  á  celebrar  durante  cuatro  días  el  paso  de  la  línea. 
Y  estos  juegos  olímpicos  consistían  en  tragar  pasteles 
con  rapidez,  llenar  un  tanque  de  patatas,  enhebríir  agu- 
jas, batirse  á  golpes  de  almohada,  correr  metidos  en 
sacos,  saltar  obstáculos  y  otras  suertes  que  se  repetían 
en  todos  los  viajes  al  pasar  la  línea  equinoccial  con  la 
exactitud  de  ritos  religiosos. 

Por  la  tarde  iban  á  verificarse  los  juegos  para  niños. 
Ojeda  hizo  un  gesto  de  cansancio:  prefería  quedarse  en 
su  camarote.  Pero  Mina  le  miró  suplicante.  «Novio  mío... 
ven.»  Ella  había  de  asistir  para  cuidar  de  Karl.  ¡Si  Fer- 
nando estuviese  cerca!...  No  se  hablarían,  no  se  mirarían: 
pero  ¡sentirlo  junto  á  ella!  ¡saber  que  podía  verle  con 
sólo  volver  la  cabeza!... 

Y  Fernando  fué  por  la  tarde  á  la  terraza  del  fuma- 
dero, adornada  con  banderas  y  guirnaldas.  El  capitán, 
asistido  por  «los  señores  de  la  comisión»,  dirigía  los  jue- 
gos. Maltrana,  agregado  á  ella  como  representante  de  su 
amigo,  había  acabado  por  usurpar  el  primer  puesto,  gri- 
tando y  moviéndose  más  que  todos  los  otros  juntos.  El 
alineaba  á  los  niños,  y  seguido  de  un  marinero  con  una 
cesta  iba  repartiendo  entre  ellos  manzanas  cocidas. 
¡Atención!  El  que  se  la  comiese  antes  ganaba  el  premio. 
¡Una...  dos...  tres!  Y  la  gente  reía  de  las  grotescas  con- 
torsiones de  los  pequeños,  abriendo  las  mandíbulas  todo 
lo  posible  para  tragar  mayor  cantidad  de  pulpa  azu- 
carada, moviendo  las  orejas  apresuradamente  con  la 


430  T.    BLASCO   IBÁÑSr. 

velocidad  de  su  masticcación.  Un  estallido  de  aplausos 
saludaba  al  triunfador,  mientras  algunas  madres  corrían 
hacia  sus  hijos,  inclinados  en  arco,  para  palmearles  la 
nuca,  ayudando  de  este  modo  el  deglutido  de  la  m.ate- 
ria  atragantada. 

Luego,  niños  y  niñas,  cuchara  en  mano,  corrían  de 
un  extremo  á  otro  de  la  terraza  i)ara  recoger  sin  rotura 
unos  huevos  depositados  en  el  suelo.  El  ganador  era  el 
que  regresaba  más  pronto  al  punto  de  partida.  Después 
corrieron  para  recoger  patatas  esparcidas  en  la  cubier- 
ta, y  el  que  llenaba  su  tanque  con  mayor  rapidez,  ven- 
cía á  los  otros. 

Retiráronse  los  pequeños  para  dejar  sitio  á  los  gran- 
des. Una  fila  de  damas  ocupó  un  banco,  esperando  cada 
una  con  una  caja  de  fósforos  en  la  mano.  Venía  corrien- 
do hacia  ellas  otra  fila  de  hombres  con  cigarrillos  en  la 
boca  y  las  manos  atrás.  Crujían  los  fósforos  al  inflamarse 
y  una  salva  de  aplausos  acompañaba  al  primero  que  con- 
seguía volver  á  su  asiento  con  el  cigarrillo  encendido. 
Luego,  las  señoras  sostenían  en  la  mano  una  aguja,  y 
los  jugadores  corrían  para  arrodillarse  á  sus  pies,  pro- 
curando con  angustiosos  titubeos  enhebrar  el  hilo  que 
llevaban  en  su  diestra. 

Comenzó  á  murmurar  el  público  contra  la  monoto- 
nía de  estos  juegos. 

—  ;E1  chancho!— gritaron  muchos—.    ¡Que  pinten  el 
ojo  al  chancho! 

Maltrana,  como  si  resumiese  en  su  persona  á  toda  la 
comisión,  se  inclinó  con  el  aire  bondadoso  de  un  buen 
príncipe.  ¡Ya  que  el  honorable  Senado  lo  reclamaba  con 
tanta  insistencia!... 

Pidió  una  tiza  el  primer  oficial,  y  con  la  rapidez  de 
una  larga  costumbre,  dibujó  en  el  suelo  el  contorno  de 
un  cerdo  panzudo.  Las  señoras  debían  avanzar  con  los 
ojos  vendados,  trazando  á  tientas  el  ojo  que  faltaba  en 
la  cabeza  del  animal. 

El  «digno  representante  de  la  comisión»,  título  que 
á  sí  mismo  se  daba  Maltrana,  se  apresuró  á  encargarse 
de  vendar  los  ojos  de  las  jugadoras  y  dirigir  sus  pasos, 
disputando  este  honor  á  ciertos  intrusos  que  intentaban 
despojarle  del  cargo  adivinando  sus  ventajas.  Con  una 


LOS  ARGONAUTAS  481 

servilleta  enrollada  cubría  los  ojos  de  las  señoras,  indi- 
cábales el  número  de  pasos  que  las  separaba  del  dibujo, 
y  cogiéndolas  luego  de  un  brazo  les  hacía  dar  vueltas 
para  desorientarlas.  Avanzaban  titubeantes  las  jugado- 
ras, y  al  agacharse  trazando  una  cruz  en  el  suelo,  que 
equivalía  al  ojo,  un  estrépito  de  carcajadas  y  aplausos 
irónicos  acogía  su  obra.  El  tal  ojo  quedaba  á  larga  dis- 
tancia de  su  sitio  natural,  ó  cuando  más  caía  grotesca- 
mente en  el  vientre  ó  el  rabo. 

Isidro  seguía  imperturbable,  manoseando  hermosos 
brazos  con  aire  paternal,  guiando  los  bustos  perfuma- 
dos con  protectora  suavidad.  Al  sorprender  la  mirada 
de  Fernando  fija  en  él  maliciosamente,  le  contestó  con 
un  leve  guiño.  Sí;  el  cargo  no  era  malo...  Puramente 
platónico,  pero  algo  es  algo. 

Permaneció  Ojeda  toda  la  tarde  cerca  de  Mina,  con- 
templando estos  juegos  que  parecían  volverlos  á  todos 
á  las  alegrías  de  los  primeros  años.  Ella  le  miraba  con 
el  rabillo  de  un  ojo,  agradeciendo  su  permanencia  como 
una  prueba  de  amor. 

Mrs.  Power,  al  aparecer  por  breve  rato  en  esta  parte 
del  buque,  no  tardó  en  adivinar  la  oculta  relación  entre 
los  dos,  á  pesar  de  su  afectada  indiferencia.  Este  descu- 
brimiento pareció  devolverle  la  tranquilidad.  Ya  no  la 
molestaría  su  antiguo  amigo.  Y  hasta  se  atrevió  á  son- 
reirle  irónicamente,  cual  si  le  felicitase  por  su  nueva 
conquista.  Luego  desapareció  siguiendo  á  los  Lowe  y 
Munster,  que  la  invitaban  á  continuar  el  hridge. 

A  la  caída  de  la  tarde  se  encontraron  Ojeda  y  Mina 
en  la  última  toldilla,  sobre  la  cubierta  de  los  botes.  Ella 
quería  ver  á  su  lado  la  puesta  del  sol.  Desde  la  línea 
equinoccial  á  las  costas  del  Brasil,  eran  los  atardeceres 
más  hermosos  de  todo  el  viaje. 

El  cielo  límpido  tenía  el  color  violeta  del  crepúsculo. 
A  ras  del  agua  aparecían  esparcidas  algunas  nubes 
blancas  de  caprichosos  perfiles.  El  sol  se  había  hundido 
tras  de  ellas,  coloreando  el  horizonte  de  un  rojo  cegador 
que  poco  á  poco  iba  palideciendo.  Sobre  este  fondo  de 
oro  se  recortaban  las  nubes  tomando  el  contorno  de  las 
formas  humanas. 

Mina  se  extasiaba  en  su  contemplación.  Eran  ángeles 


432  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

grandes,  ángeles  blancos  que  marchaban  sobre  un  ca- 
mino azul  por  un  paisaje  de  oro.  Uno  llevaba  en  sus 
manos  una  arquilla,  otro  una  copa,  otro  un  lienzo.  Los 
reflejos  del  sol  en  sus  cimas  tenían  el  brillo  de  luengas 
cabelleras  rubias;  los  sueltos  jirones  de  vapor  eran  ondu- 
laciones de  albas  tánicas  removidas  por  el  solemne  paso. 
Y  Ojeda,  sugestionado  por  esta  interpretación  y  por  las 
raras  formas  que  engendra  el  crepúsculo,  veía  igual- 
mente una  teoría  angélica  sobre  un  fondo  de  oro,  seme- 
jante álos  desfiles  de  santos  en  los  cuadros  bizantinos. 

Iba  extinguiéndose  la  luz,  y  con  la  sombra  naciente 
y  la  disolución  de  los  vapores  desleídos  en  el  crepúsculo, 
se  borraron  poco  á  poco  las  celestes  figuras.  Mina,  do- 
minada por  la  emoción  del  atardecer,  sentía  el  pecho 
oprimido.  En  sus  ojos  había  lágrimas.  «Angeles,  adiós.» 
Sólo  se  habían  mostrado  por  unos  instantes,  como  las 
visiones  de  felicidad  que  rasgan  el  lienzo  gris  de  nuestra 
vida.  Ellos  se  marchaban,  se  perdían  en  el  infinito,  lo 
mismo  que  ella  desaparecería,  tal  vez  muy  pronto,  tra- 
gada por  la  sombra. 

Apoyaba  su  pecho  en  el  de  Fernando,  ponía  la  cabeza 
en  su  hombro,  indiferente  á  que  alguien  pudiese  sor- 
prenderlos, creyéndose  sola  con  él  en  medio  del  Océano. 
Suspiraba  lacrimosamente,  como  si  la  noche  que  venía 
pudiese  traerle  la  desgracia...  Ojeda  se  impacientó.  Muy 
hermosa  la  puesta  de  sol,  pero  él  no  podía  comprender 
tanta  sensibilidad. 

Ella  siguió  suspirando.  «¡Oh  novio!  ¡Siempre!...  ¡Vi- 
vir siempre  juntos;  más  allá  de  la  vida;  más  allá  de  la 
muerte...»  Recordaba  el  último  abrazo  del  caballero 
Tristán  y  la  hermosa  reina  Iseo;  una  caricia  eterna,  infi- 
nita, que  el  gran  mago  no  había  envuelto  en  el  misterio 
de  su  música  estrem^ecedora.  Luego  de  beber  el  filtro  de 
amor,  el  encantamiento  de  ellos  no  duraba  años,  no 
duraba  una  existencia  entera:  su  poder  iba  más  allá  de 
la  muerte...  Y  cuando  después  del  trágico  fin  quedaban 
acostados  para  siempre,  cada  uno  en  su  tumba  de  pie- 
dra, á  la  sombra  de  un  monasterio,  un  zarzal  nacido  de 
los  restos  de  Tristán  crecía  en  una  sola  noche,  cubrién- 
dose de  flores  y  de  pájaros,  y  abarcaba  las  dos  sepultu- 
ras con  abrazo  tenaz.  Se  engrosaba  y  retorcía  como  una 


LOS  ARGONAUTAS  433 

serpiente  negra  y  nudosa,  haciendo  estallar  el  mármol, 
y  al  fin  su  empuje  aproximaba  y  juntaba  á  los  dos  aman- 
tes, haciendo  que  sus  cadáveres,  separados  por  los  escrú- 
pulos de  los  hombres,  se  consumiesen  unidos  en  un 
abrazo  eterno  que  proclamaba  la  majestad  del  amor, 
más  fuerte  que  la  vida...  más  fuerte  que  la  muerte... 

Un  grito  infantil  interrumpió  á  Mina.  Era  Karl  que 
la  buscaba  por  la  cubierta  de  los  botes.  Hacía  mucho 
tiempo  que  el  clarín  había  lanzado  la  llamada  al  come- 
dor, sin  que  ellos  lo  oyesen.  El  maestro  Eichelberger, 
cansado  de  esperar,  se  había  sentado  á  la  mesa,  envian- 
do al  niño  en  busca  de  su  madre  por  todas  las  cubier- 
tas. Mina  huyó.  «Hasta  la  noche...  novio.» 

Pero  la  entrevista  de  la  noche  fué  menos  cordial. 
Se  mostró  Ojeda  malhumorado  por  la  resistencia  de 
Mina.  En  vano,  aprovechando  la  escasez  de  paseantes 
después  de  terminado  el  concierto,  iban  los  dos  hacia 
«el  rincón  de  los  besos».  Inútilmente  permanecía  ella 
con  la  cabeza  en  su  hombro,  prendida  de  su  boca ,  en  una 
caricia  prolongada,  interminable,  entornando  los  ojos. 
El  deseaba  algo  más.  Creía  ridicula  esta  situación.  No 
encontraba  sabor  á  unos  transportes  amorosos  faltos  ya 
de  novedad. 

Se  separaron  fríamente:  ella  cabizbaja,  triste,  ce- 
rrando los  ojos,  haciendo  esfuerzos  para  no  llorar;  él 
enfurruñado,  sardónico,  como  un  hombre  que  se  indigna 
al  verse  defraudado  en  sus  esperanzas. 

Antes  de  dormir  Ojeda  exhaló  toda  su  cólera. 
— ¡Si  cree  esa  ilusa  que  voy  a  perder  el  tiempo  cerca 
de  ella  como  un  enamorado  romántico!...  «Boca,  sí;  ca- 
bina, no...»  ;Que  vaya  al  diablo,  si  no  quiere  pasar  de 
eso!...  De  mí  ya  no  se  burla  nadie  á  bordo...  Bastante 
he  dado  que  reir. 

A  la  mañana  siguiente  se  encontraron  otra  vez  en  la 
cubierta  de  los  botes,  pero  su  entrevista  no  fué  de  mejo- 
res resultados.  Mina  lloró.  Lo  qne  deseaba  Fernando  era 
imposible.  ¿Por  qué  empeñarse  en  romper  el  encanto  de 
sus  relaciones  con  algo  brutal  que  traería  forzosamente 
una  separación?  En  otros  tiempos,  ¡tal  vez!...  cuando  era 
hermosa.  Pero  ahora  se  daba  cuenta  de  lo  lamentable  que 
sería  la  impresión  del  hombre  que  la  poseyese.  Desenga- 

2S 


434  %\  BLASCO  IBAN  jas 

ño;  sorda  cólera  al  ver  que  la  realidad  era  muy  distinta 
de  la  ilusión;  seguramente  olvido.  «No,  novio  mío...  no.» 

Después  del  almuerzo  Fernando  no  quiso  buscarla. 
En  vano  pasó  Mina  repetidas  veces  ante  una  ventana 
del  jardín  de  invierno,  junto  á  la  cual  tomaban  café 
Ojeda  y  su  amigo.  Mostraba  él  un  visible  deseo  de  no 
reparar  en  los  paseantes. 

Luego,  al  reanudarse  ios  juegos  en  la  terraza  del  fu- 
madero, la  alemana  lo  encontró  á  corta  distancia,  pero 
fingía  no  verla,  apartando  los  ojos  cada  vez  que  los  su- 
yos iban  hacia  él.  ;Dios  mío  I  ¡y  era  posible  que  sus 
amores  terminasen  así!...  Hubo  de  hacer  esfuerzos  para 
no  llorar...  ¡Y  todo  por  las  negativas  de  ella;  por  la  ter- 
quedad infantil  de  él,  que  ansiaba  su  posesión  como  si 
pidiese  un  juguete!... 

Sopló  una  brisa  helada  del  lado  de  popa,  que  hizo  es- 
tremecer á  las  damas,  vestidas  ligeramente.  Mina  tosió, 
llevándose  las  manos  á  los  brazos  y  al  pecho  casi  des- 
nudos, sin  otro  abrigo  que  el  calado  sutil  de  una  blusa 
blanca.  La  súbita  frescura  le  hizo  imitar  á  algunas  se- 
ñoras que  iban  á  sus  camarotes  en  busca  de  un  abrigo. 

Cuando  estuvo  abajo,  en  el  corredor,  iluminado  en 
plena  tarde  como  un  pasillo  subterráneo,  experimentó 
la  inquietud  del  que  cree  percibir  á  sus  espaldas  unos 
pasos  invisibles. 

No  había  nadie  en  esta  calle  profunda  del  buque, 
envuelta  á  todas  horas  en  densa  penumbra.  Adiviná- 
base que  todos  los  camarotes  estaban  desiertos.  Hasta 
los  criados  debían  andar  por  arriba  viendo  los  juegos. 
¡Si  Fernando  apareciese  de  pronto!...  Esta  idea  la  hizo 
temblar  con  estremecimientos  de  miedo  y  de  dulce  in- 
quietud, segura  de  que  si  él  se  presentaba,  su  caída  era 
inevitable,  convencida  de  antemano  de  la  flojedad  de 
su  resistencia. 

Y  él  apareció,  sin  que  ella,  avisada  por  su  presenti- 
miento, mostrase  gran  sorpresa.  Giraba  la  llave  bajo  su 
mano,  abríase  la  puerta  del  camarote,  cuando  le  vio 
avanzar  con  pasos  quedos,  que  el  tapiz  del  corredor 
hacía  aún  menos  ruidosos. 

Mina  se  detuvo,  llevándose  una  mano  al  pecho,  con- 
movida de  pavor  y  de  sorpresa.   Pero  esta  impresión 


LOS  ARGONAUTAS  435 

duró  poco.  Se  acordaba  de  que  minutos  antes  había 
dado  por  perdido  el  amor  de  Fernando.  ;No  hablarle 
más!...  ¡Ver  sus  ojos  fijos  en  otra!... 
—  ¡Mi  novio!...  ¡mi  poeta! 

Había  caído  en  sus  brazos,  se  colgaba  de  sus  labios, 
en  un  beso  largo  de  ruidosa  aspiración. 

Luego  se  apartó  bruscamente  como  si  la  poseyese 
otra  vez  el  miedo. 

— Márchate...  Podrían  vernos. 

Había  entrado  en  su  camarote,  estaba  al  otro  lado  de 
la  puerta,  pero  la  mantenía  á  medio  cerrar  para  verle  un 
momento  más,  acariciándolo  con  su  sonrisa  y  sus  ojos. 

Cuando  quiso  cerrar  no  pudo.  Una  rodilla  de  Fer- 
nando, un  codo,  se  apoyaban  en  la  madera  empujándola 
contra  Mina,  que  oponía  el  obstáculo  de  todo  su  cuerpo. 

Y  en  esta  situación,  pugnando  él  por  abrir  y  ella  por 
cerrar,  hablaron  los  dos  en  voz  queda,  temblona,  cor- 
tada por  estremecimientos  de  fiebre,  como  si  estuviesen 
concertando  algo  penable  en  el  obscuro  misterio  de  este 
pasadizo  á  flor  de  agua. 

El  suplicaba...  «Déjame  entrar...  déjame  entrar.» 
Con  la  cobarde  mentira  del  deseo  llevábase  una  mano 
al  corazón  jurando  la  nobleza  de  sus  intenciones.  Podía 
estar  tranquila;  no  pensaba  hacer  nada  contra  su  volun- 
tad: lo  que  ella  quisiera  y  nada  más...  Deseaba  entrar 
en  el  camarote  solamente  para  estrecharla  en  sus  bra- 
zos sin  miedo  á  verse  sorprendidos  por  inoportunos 
transeúntes;  para  besarla  hasta  la  hartura  sin  la  zozo- 
bra que  despiertan  unos  pasos  que  se  aproximan.  Debía 
tener  fe  en  su  palabra. 

— No...  no — gemía  ella  pugnando  por  cerrar,  sin  que 
la  puerta  obedeciese  á  la  presión  de  sus  manos  y  ro- 
dillas. 

Ojeda  insistió.  «Déjame  que  entre...»  Nada  inten- 
taría contra  su  voluntad.  Daba  su  pahibra  de  honor... 

Y  en  la  confusión  de  su  excitado  deseo,  sin  saber  cierta- 
mente lo  que  decía,  sin  darse  cuenta  de  lo  grotesco  de 
sus  juramentos,  buscó  nuevos  testigos,  nuevos  fiadores... 
Prometía  respetarla  por  lo  que  amara  ella  más  en  el 
mundo;  por  todo  lo  que  venerase  él  con  mayor  admi- 
ración. 


436  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

— Te  lo  juro...  ¡por  Wágner!  Te  lo  juro...  ¡por  Víctor 
Hug'o! 

Fué  cediendo  la  puerta  lentamente,  como  si  estas  pa- 
labras fuesen  de  un  poder  mágico.  La  presión  exterior, 
cada  vez  más  enérgica,  la  ayudó  á  girar  sobre  sus  goz- 
nes, arrollando  las  últimas  resistencias  de  Mina. 

Y  luego  de  quedar  abierta  se  cerró  de  golpe,  dejando 
en  absoluta  soledad  la  penumbra  del  corredor. 

¡Pobre  Wágner!...  ¡Pobre  Víctor  Hugo!... 


X 


Después  de  la  comida,  Fernando  se  sentó  en  el  paseo 
lejos  de  la  música,  que  empezaba  su  concierto  nocturno. 

Estaba  triste,  y  su  tristeza  era  de  engaño  y  arrepen- 
timiento. Aquella  pobre  mujer  había  dicho  la  verdad: 
las  ilusiones  de  él  morirían  de  golpe  con  la  satisfac- 
ción del  deseo.  Mejor  hubiese  sido  creerla.  Todo  el  edi- 
ficio fantástico  elevado  en  el  curso  de  sus  diálogos  se 
había  venido  abajo  con  un  simple  encontrón  de  la  reali- 
dad. Y  Ojeda  salía  de  esta  aventura  con  una  gran  in- 
quietud de  conciencia.  ¿Qué  hacer  ahora?... 

¡Pobre  Mina!  Ella  había  sido  la  primera  en  darse 
cuenta  de  la  tristeza  y  el  desaliento  que  habían  seguido 
á  su  delirio  amoroso.  Al  despertar  y  serenarse,  un  gesto 
suyo  de  resignación,  un  adiós  humilde  habían  dado  á 
entender  á  Fernando  que  no  se  hacía  ilusiones  acerca 
del  porvenir.  Todo  estaba  concluido.  Y  cuanto  él  dijese 
por  restablecer  el  pasado  sería  piadosa  mentira,  false- 
dad galante  para  enmascarar  su  decepción. 

En  el  resto  de  la  tarde  habían  evitado  encontrarse 
otra  vez;  ella  como  arrepentida  de  su  debilidad,  él  con 
remordimiento.  Luego  de  la  comida,  mientras  Fernando 
quedaba  solo  en  el  paseo  con  visible  propósito  de  aislar- 
se de  todos,  Mina  emprendía  con  el  pequeño  Karl  el 
descenso  al  camarote  para  no  volver  á  mostrarse  hasta 
el  día  siguiente.  Aquella  noche,  ¡ay!  no  iba  á  ser  de 
ensueños... 

—  Muy  bien,  señor  Ojeda...  Has  hecho  infeliz  por  unos 
días  á  una  pobre  mujer,  que  no  lia  conietido  otro  delito 
({ue  el  de  amarte  un  poco.  Por  un  capricho  de  tu  deseo 
la  has  hecho  convencerse  una  vez  más  de  su  miseria 


488  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

física,  que  ella  tenía  olvidada...  Y  de  todo  esto  has  sa- 
cado un  remordimiento  y  la  vergüenza  de  tener  que 
mentir,  de  tener  que  ocultarte.  No  quisiste  hacer  caso 
de  sus  indicaciones  y  brusqueaste  su  resistencia.  ¡Muy 
bien!...  Te  has  portado  como  un  caballero. 

Cuando  estaba  más  ensimismado  formulando  men- 
talmente estos  reproches,  oyó  una  voz  de  mujer  junto 
á  él  y  vio  que  un  bulto  se  interponía  entre  sus  ojos  medio 
cerrados  y  las  estrellas  del  cielo  movible  extendido  entre 
el  borde  de  la  baranda  y  el  filo  del  techo. 

—  Siempre  sólito:  siempre  pensando...  Tal  vez  está 
usted  haciendo  algunos  versos  lindos. 

Fernando  se  incorporó  á  impulsos  de  la  sorpresa  más 
aún  que  de  la  cortesía.  Era  Nélida  la  que  le  hablaba. 
Lo  primero  que  alcanzó  á  ver  fué  su  boca,  de  un  rosa 
húmedo,  con  los  dientes  agudos,  luminosos;  la  boca  de 
tigresa  admirada  por  Isidro,  que  le  sonreía  cual  si  pre- 
tendiese atraerlo. 

Turbado  por  la  inesperada  presencia,  no  supo  qué 
decir.  Ella  agradeció  con  una  sonrisa  esta  confusión, 
considerándola  como  un  homenaje  á  su  bizarra  her- 
mosura, que  hacía  perder  la  calma  á  los  hombres  más 
graves. 

—¡Siempre  sólito!— volvió  á  repetir—.  Usted  no  quiere 
ser  mi  amigo...  Le  he  mirado  muchas  veces,  le  he  ha- 
blado... y  nada. 

Encogíase  humildemente,  como  si  esta  pretendida 
indiferencia  de  Fernando  (de  la  que  él  no  se  había  per- 
catado nunca)  le  causase  gran  dolor. 

— Y  el  caso  es  que  yo  tengo  que  pedirle  una  cosa... 
Deseo  que  me  escriba  algo:  dos  versos  nada  más:  su 
firma.  Quiero  conservar  un  recuerdo  para  que  mis  ami- 
gas sepan  que  he  viajado  con  el  señor  Ojeda,  un  poeta 
de  España.  Todas  las  niñas  tienen  algo  de  usted:  una 
postal,  un  verso  lindo  en  el  abanico.  Y  yo  no  tengo 
nada...  Diga,  señor,  ¿es  que  le  soy  antipática? 

Mientras  hablaba  se  había  sentado  en  un  sillón  al 
lado  de  Fernando.  Al  principio  mantúvose  erguida, 
pero  lentamente  se  recostó  liasta  quedar  con  las  piernas 
horizontales,  mostrando  su  adorable  bulto  á  través  de 
la  angosta  falda. 


LOS   ARGONAUTAS  439 

Ojéela  acogió  su  petición  con  un  apresuramiento  ga- 
lante, balbuceando  aún  por  la  sorpresa.  Escribiría  todo 
un  poema  si  esto  podía  darla  placer...  Sentíase  muy 
honrado  con  sa  petición.  ¿Tenía  un  álbum?...  No;  ella 
no  había  pensado  en  adquirir  este  volumen,  que  mos- 
traban con  orgullo  muchas  señoritas  de  á  bordo.  Pero 
le  pediría  al  comisario  del  buque  un  cuadernillo  en 
blanco  de  apuntaciones  ó  un  simple  pedazo  de  papel. 
Lo  que  le  interesaba  era  el  recuerdo.  Y  al  mismo  tiempo 
daba  á  entender  ingenuamente  con  sus  ojos  que  se  había 
aproximado  á  él  por  entablar  conversación  más  que  por 
el  interés  que  pudieran  inspirarle  los  versos. 

Continuó  Fernando  sus  excusas.  Nunca  la  había  mi- 
rado con  indiferencia.  Ella  era  la  alegría  del  buque;  la 
mujer  más  hermosa  é  interesante:  estaba  dispuesto  á 
declararlo  en  verso.  Pero  ¿cómo  acercarse  viéndola 
secuestrada  por  sus  adoradores,  defendida  por  aquella 
escolta  feroz,  que  á  su  vez  parecía  fraccionada  y  ene- 
mistada por  los  celos? 

— ¡Ah,  mis  adoradores!— exclamó  ella  riendo--.  No 
me  hable  de  ellos;  estoy  harta...  Le  advierto,  señor,  que 
yo  detesto  á  los  muchachos.  ¡Gente  egoísta  é  insufrible! 
Me  gustan  más  los  hombres  serios  y  de  cierta  edad. 
Saben  querer  mejor:  rodean  á  una  mujer  de  mayores 
atenciones. 

Y  miraba  audazmente  á  Fernando  con  ojos  de  pro- 
vocación, para  que  no  tuviese  dudas  sobre  la  persona  á 
la  que  iban  dirigidos  tales  elogios. 

Se  había  incorporado  éste  en  su  asiento  para  mirar- 
la también  con  atrevida  fijeza.  Un  perfume  de  carne 
joven,  de  frescura  tentadora,  parecía  envolverla.  No  era 
la  dulzura  marchita  de  la  alemana  ni  el  esplendor  de 
fruto  maduro  de  Mrs.  Power.  Hasta  la  imagen  de  Teri, 
que  se  agitaba  en  su  memoria  como  un  remordimiento, 
perdió  algo  de  su  belleza  al  ser  comparada  con  esta 
muchacha...  Era  un  hermoso  animal  exuberante  de 
vida,  de  fuerza,  voluptuosa,  que  iba  derramando  gene- 
rosamente los  encantos  de  su  primavera.  Algunas  veces 
perdía  el  sonriente  aplomo  de  su  amoralidad;  parecía 
dudar  con  cierto  miedo,  pero  despucís  seguía  adelante 
con  mayor  ímpetu,  guiada  por  sus  impulsos. 


440  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Y  esta  criatura  bella  é  inconsciente,  sin  más  regla  de 
voluntad  que  el  instinto,  venía  de  pronto  hacia  él  por 
un  capricho  inexplicable.  ¡Dulces  sorpresas  de  la  exis- 
tencia!... No  era  posible  dudar.  Bastaba  ver  sus  ojos  fijos 
en  él  con  un  ardor  de  pasión,  dilatándose  cual  si  quisie- 
ran absorber  su  imagen;  su  boca  de  frescura  insolente  y 
esplendorosa  escarlata  estremeciéndose  con  un  bostezo 
amoroso,  sintiendo  repentinos  abrasamientos  que  hacían 
salir  la  lengua  de  su  encierro  para  pasearse  por  los  la- 
bios; sus  dientes  de  devoradora  que  parecían  temblar 
con  el  fulgor  de  un  acero  pronto  á  hundirse  en  la  car- 
ne... No  podía  explicarse  esta  buena  fortuna;  pero 
era  indiscutible  que  Nélida,  abandonando  á  su  tropa  de 
adoradores,  se  aproximaba  á  él,  que  no  había  hecho  es- 
fuerzo alguno  por  atraerla.  Y  despertaba  en  Ojeda  el 
orgullo  sexual,  que  duerme  en  el  fondo  de  todo  hombre; 
la  fatuidad  masculina,  que  se  considera  irresistible  con 
sólo  una  mirada  ó  una  palabra  de  femenil  aprobación; 
la  fe  ciega  en  el  propio  valer,  que  acepta  como  naturales 
y  lógicas  todas  las  aproximaciones,  por  inverosímiles 
que  sean. 

Recordó  Ojeda  cuanto  había  oído  contar  de  las  tra- 
vesuras de  Nélida,  disculpándolas  por  adelantado.  Tal 
vez  habría  en  ellas  mucho  de  exageración.  Las  gentes  de 
á  bordo,  siempre  desocupadas,  mentían  grandemente. 
Y  aunque  todo  lo  que  contaban  fuese  cierto...  ¿qué  ha- 
bía de  censurable  en  que  él  marchase  sin  compromisos 
por  el  mismo  camino  que  otros  habían  frecuentado 
antes?  «El  mar  era...  el  mar.»  Estaban  aislados  del 
mundo,  en  medio  de  la  soledad,  como  si  la  vida  hubiese 
concluido  en  el  resto  del  planeta,  olvidados  de  sus  leyes 
y  preocupaciones.  Cuando  volviese  á  tierra  recobraría 
el  fardo  de  sus  compromisos  y  antiguos  afectos.  Esta  ju- 
ventud de  carne  primaveral  y  firme  como  la  pulpa  ver- 
de, y  con  un  perfume  semejante  al  de  los  jardines  des- 
pués del  rocío,  era  un  regalo  de  la  buena  suerte  para 
compensarlo  de  su  desilusión  de  la  tarde.  ¡A  vivir!... 

Se  inclinaba  hacia  ella  como  si  no  la  oyese  bien, 
y  Nélida,  por  su  parte,  descansaba  un  brazo  en  el 
sillón  de  Fernando,  gozosa  de  sentir  su  epidermis  en 
casual  contacto  con  una  de  sus  manos,  Hablábanse  sin 


LOS  ARGONAUTAS  441 

mirar  á  los  que  transcurrían  junto  á  ellos,  sin  reparar 
en  sus  ojeadas  de  sorpresa  y  sus  cuchicheos  de  comenta- 
rio. Algunas  matronas  se  erguían  dignas  y  austeras, 
volviendo  los  ojos  por  no  verles,  pero  al  llegar  á  la  otra 
banda  del  paseo  lanzaban  la  noticia,  una  gran  noticia 
para  la  gente  ansiosa  de  novedades. 

— ¿No  saben  ustedes?...  Nélida,  esa  loca,  ha  abando- 
nado á  su  escolta  y  está  con  el  doctor  español ,  el  amigo 
de  Maltranita.  ¡Pobre  hombre! 

Las  niñas,  que  admiraban  y  temían  á  Nélida  como 
la  personificación  del  pecado,  se  tocaban  con  el  codo  al 
pasar  ante  ellos. 

— Una  nueva  conquista...  Ahora  ha  caído  ese  señor 
tan  serio  que  hace  versos...  y  no  baila.  ¡Qué  Nélida!... 

Ella,  con  su  fina  observación  femenil,  dábase  cuenta 
del  revoloteo  de  los  curiosos  y  sentía  orgullo  por  este 
escándalo,  que  pasaba  inadvertido  para  Ojeda. 

Lo  único  que  notó  éste  fué  la  familiaridad  cada  vez 
más  grande  con  que  le  trataba  Nélida.  No  se  habían 
cruzado  entre  ellos  verdaderas  palabras  de  amor.  Sólo 
había  osado  él  algunas  galanterías  de  las  que  no  com- 
prometen, pero  la  joven  le  hablaba  ya  lo  mismo  que  á 
un  amante. 

Tenía  una  confianza  absoluta  en  su  poder  sobre  los 
hombres.  Le  bastaba  colocar  la  mirada  en  uno  de  ellos 
para  considerarlo  suyo,  sin  molestarse  en  consultar  su 
aprobación.  Ella  era  el  centro  de  la  vida  en  aquel  pedazo 
de  mundo  que  flotaba  sobre  el  Océano,  y  todo  el  sexo 
masculino  debía  girar  en  torno  de  su  persona.  Aquel  á 
quien  ella  hiciese  un  gesto,  un  leve  llamamiento,  tenía 
que  venir  forzosamente  á  arrodillarse  á  sus  pies.  Y  sa- 
tisfecha de  este  poder  de  seducción,  que  nadie  osaba  re- 
sistir, seguía  hablando  con  Fernando  y  se  justificaba  de 
las  ligerezas  de  su  pasado,  de  las  cuales  no  le  había  pe- 
dido él  cuenta  alguna. 

Era  muy  desgraciada.  (Y  al  decir  esto  acentuó  con 
asombrosa  facilidad  el  brillo  lacrimoso  de  sus  ojos.) 
Tenía  un  novio  en  Berlín  que  ansiaba  casarse  con  ella, 
pero  los  negocios  de  papá  habían  roto  de  pronto  su  di- 
cha, obligándola  á  embarcarse.  ¡Qué  infortunio  el  suyo! 
¡Y  ella  que  amaba  á  este  novio  con  toda  su  alma!... 


442  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

Ojeda  arriesgó  tímidamente  algunas  observaciones. 
¿Y  el  otro  alemán  que  pasaba  á  bordo  por  pariente  suyo? 
¿Y  el  belga  y  los  demás  amigos?...  Pero  Nélida  le  con- 
testó sin  el  más  leve  indicio  de  cortedad.  Estos  le  ser- 
vían para  divertirse.  Era  joven:  aun  no  había  cumplido 
diez  y  ocho  años.  La  vida  es  corta  y  hay  que  aprove- 
charla. Nada  le  importaban  las  murmuraciones:  todo 
se  arreglaría  al  fin  casándose,  y  ella  estaba  segura  de 
encontrar  en  América  un  marido  tan  pronto  como  lo 
creyese  necesario.  Uno  de  la  tierra  no,  porque  todos  en 
aquel  país  eran  á  la  antigua,  celosos,  feroces,  intrata- 
bles en  sus  preocupaciones.  Algún  gringo,  algún  extran- 
jero tentado  por  su  belleza  y  la  fortuna  de  papá.  Y  al 
decir  esto  sonreía  de  un  modo  cínico. 

— Esta  muchacha  es  loca — pensó  Ojeda  asombrado 
por  la  rapidez  con  que  se  sucedían  en  ella  las  impre- 
siones y  la  franqueza  con  que  exponía  su  amoralidad—. 
¡Una  loca  adorable! 

Pero  como  si  de  pronto  se  arrepintiese  de  su  cinismo, 
tomó  Nélida  una  expresión  melancólica.  No  pensaba 
hablar  más  con  aquellos  jóvenes  que  la  asediaban  á 
todas  horas.  Estaba  aburrida  de  sus  peleas  y  rivalida- 
des; no  le  inspiraban  interés.  Faltaba  algo  en  su  vida, 
sin  que  ella  "se  diese  cuenta  de  lo  que  pudiera  ser.  Tal 
vez  por  esto  había  cometido  tantas  ligerezas  y  travesu- 
ras en  el  buque.  Pero  aquella  misma  noche  había  adivi- 
nado de  repente  cuál  era  su  deseo;  qué  es  lo  que  le  falta- 
ba para  sentirse  dichosa.  Y  al  decir  esto  envolvió  á 
Fernando  en  una  mirada  hambrienta. 

— ¡Qué  loca! — siguió  pensando  él,  mientras  experi- 
mentaba la  satisfacción  del  orgullo. 

Dudaba  un  poco  de  la  sinceridad  de  sus  palabras  y 
gestos ,  Tal  vez  este  acercamiento  no  era  más  que  un  ca- 
pricho de  su  carácter  tornadizo.  Pero  aun  así  sentía  ha- 
lagada su  vanidad,  y  no  dudó  un  instante  en  aprove- 
charse de  la  aproximación. 

Nélida  continuaba  explicando  el  pasado.  Desde  que 
vio  á  Fernando  por  primera  vez  frente  á  Tenerife,  no 
había  podido  olvidarle...  Esperaba  que  se  aproximase, 
pero  él  se  mantenía  siempre  aparte,  y  la  rutina  social  no 
permite  que  la  mujer  inicie  ciertas  cosas.  Luego  había 


LOS  ARÜONAUTA.S  443 

sufrido  mucho  viéndole  con  ciertas  mujeres.  (Y  la  atre- 
vida muchacha  tomaba  un  aire  pudibundo  al  recordar 
los  amoríos  de  él  en  el  buque.)  Odiaba  á  la  señora  nor- 
teamericana tan  estirada  y  orgullosa,  que  nunca  había 
contestado  é.  sus  saludos:  odiaba  también  á  aquella  fea 
raal  trajeada  que  iba  con  él  en  los  últimos  días.  Esta 
amistad  era  indudablemente  por  reirse,  ¿verdad?...  ¡Un 
hombre  como  él  exhibiéndose  ai  lado  de  una  pobre  ma- 
dre de  familia!...  Y  al  experimentar  tales  contrarieda- 
des había  visto  Nélida  con  claridad  que  era  Fernando  lo 
que  ella  deseaba. 

Muclias  veces  había  preguntado  por  él  á  su  amigo 
Isidro,  queriendo  conocer  detalles  de  su  existencia  an- 
terior. Maltrana  podía  decirle  el  interés  que  le  inspira- 
ban todas  sus  cosas:  cómo  ella,  que  no  ponía  atención  en 
la  vida  de  los  demás  (pues  bastante  tenía  con  los  asuntos 
propios),  había  sido  la  primera  en  enterarse  de  su  intriga 
con  Mrs.  Power  y  cómo  había  protestado  después  al  verle 
exhibiéndose  junto  á  aquella  verdosa  mal  pergeñada. 

En  este  momento  pasó  Isidro  junto  á  ellos  por  cuarta 
ó  quinta  vez,  mirando,  tosiendo,  haciendo  esfuerzos  para 
que  Ojeda  reparase  en  él  y  le  diese  motivo  de  intervenir 
en  la  conversación.  Nélida  le  llamó. 

—Acerqúese,  Maltrana.  ¿Cómo  le  va?...  Diga  si  no  es 
cierto  que  yo  le  he  preguntado  muchas  veces  por  este 
señor...  diga  si  no  me  he  quejado  porque  su  amigo  me 
miraba  con  cierta  antipatía  y  parecía  huir  de  mí. 

Isidro  se  inclinó  con  una  gravedad  cómica.  Exacto. 
El  lo  aftrmaba  con  toda  clase  de  juramentos.  Y  al  decir 
esto,  sus  ojos  iban  hacia  Fernando  gozándose  en  su  asom- 
bro por  esta  aventura  inesperada.  ¡Ah,  varón  digno  de 
envidia!... 

-¡Nélida!...  ¡Nélida! 

Era  un  llam^amiento  imperioso  de  su  madre,  asomada 
á  la  puerta  del  fumadero.  Como  de  costumbre,  dejó  que 
se  repitiera  muchas  veces  sin  prestar  atención,  hasta 
que  al  fui  abandonó  refunfuñando  su  asiento. 

— ¡Señora  odiosa!...  De  seguro  que  no  es  nada  que 
valga  la  pena...  Alguna  intriga  de  esos  para  molestarme 
porque  estoy  con  usted. 

«Esos»  eran  los  adoradores,  que   vagaban  desorieu- 


444  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

tados  por  la  cubierta  desde  que  Nélida  había  huido  de 
su  compañía.  Les  había  visto  pasar  repetidas  veces  ante 
ella,  hablando  en  alta  voz  para  atraer  su  atención,  fin- 
giendo luego  que  contemplaban  el  mar  mientras  aguza- 
ban el  oído  queriendo  sorprender  algunas  palabras  de 
su  diálogo...  Iba  á  decirles  á  estos  importunos  lo  que 
merecían  por  sus  tenaces  persecuciones  y  por  mezclar  á 
mamá  en  sus  asuntos.  ¡Qué  atrevimientos  se  permitían 
sin  derecho  alguno!... 

Cuando  empezaba  á  alejarse  con  aire  belicoso,  se  de- 
tuvo, volviendo  sobre  sus  pasos. 

— Espéreme  aquí,  Ojeda...  No  se  vaya;  ahora  mismo 
vuelvo. . .  Piense  que  me  dará  un  disgusto  si  no  le  encuen- 
tro. Ya  lo  sabe...  ¡quietecito! 

Y  le  amenazó  sonriente,  moviendo  el  índice  de  su 
diestra.  Al  quedar  solos  Fernando  y  Maltrana,  éste  rom- 
pió á  reir. 

— Muy  bien,  ilustre  amigo.  Flojo  escándalo  han  dado 
ustedes  esta  noche.  No  se  habla  en  el  buque  de  otra  cosa. 
El  aludido  hizo  un  gesto  de  extrañeza  y  asombro. 
Escándalo,  ¿por  qué?...  Una  simple  conversación  como 
tantas  otras  que  se  desarrollaban  en  la  cubierta  á  la 
liora  del  concierto. 

— Es  que  la  niña  tiene  su  fama  muy  bien  ganada.  Y 
usted  también  empieza  á  gozar  la  suya  en  vista  de  cier- 
tos hechos  recientes.  Por  eso  al  verles  juntos  de  pronto, 
cuando  hasta  ahora  no  habían  cruzado  dos  palabras, 
todos  suponen  un  sinnúmero  de  cosas. 

Y  Maltrana  imitaba  los  gestos  de  escándalo  de  las 
señoras:  «Un  hombre  tan  serio  y  distinguido...  siempre 
con  sus  libros  ó  escribiendo...  Y  de  pronto  se  lanzaba  á 
flíriear  sin  recato  alguno...  ¡Hasta  con  Nélida,  que  casi 
podía  ser  hija  suya!...  Fíese  usted  de  los  hombres.  ¡To- 
dos iguales!» 

Ojeda  se  excusó.  El  no  había  hecho  nada  para  apro- 
ximarse á  esta  muchacha.  Era  ella  la  que  lo  había  bus- 
cado de  pronto,  sin  motivo  visible, 

— Así  es — dijo  Isidro — .  Hace  tiempo  le  predije  lo  que 
iba  á  ocurrir.  Ya  que  usted  no  iba  á  ella,  ella  vendría  á 
usted...  Y  ha  venido:  estaba  yo  seguro. 

Fernando  hizo  un  gesto  interrogante:  «¿Y  por  qué?. . .» 


LOS  ARGONAUTAS  445 

— Vaya  usted  á  saber...  Ante  todo  esa  muchacha  es 
medio  loca:  ya  se  habrá  usted  dado  cuenta.  Luego  la 
contrariedad  de  no  verse  buscada;  el  orgullo  sublev^ado 
al  notar  que  no  conseguía  su  atención.  A  usted  lo  consi- 
deran buen  mozo  las  matronas  más  austeras,  y  lo  que  es 
mejor  aún,  figura  como  el  más  «distinguido»  entre  los 
hombres  serios  de  á  bordo.  Tiene  también  su  poquito  de 
leyenda  misteriosa.  Le  suponen  grandes  amores  en  el 
viejo  mundo,  relaciones  con  duquesas,  princesas  ó  ¡qué 
sé  yo  más!...  En  fin,  con  damas  que  llevan  coronas  bor- 
dadas hasta  en  las  ropas  más  interiores,  lo  mismo  que 
las  heroínas  de  ciertas  novelas.  ¡Figúrese  qué  bocado 
magnífico  y  tentador  para  nuestra  hermosa  tigresa! 

Fernando  rió  de  este  prestigio  novelesco  que  le  su- 
ponía su  amigo. 

— Además,  usted  ha  empezado  á  distinguirse  en  los 
últimos  días  como  un  rival  de  Nélida  en  punto  á  escan- 
dalizar á  las  buenas  gentes.  Sus  flirteos  casi  han  llama- 
do tanto  la  atención  como  los  de  esa  muchacha.  Ella  y 
usted  son  los  dos  primeros  amorosos  de  á  bordo.  Y  Néli- 
da no  puede  sufrir  rivalidad  alguna...  ¡Un  hombre  que 
se  distingue  por  sus  amoríos  y  no  se  digna  fijar  los  ojos 
en  ella,  que  se  considera  la  mujer  más  hermosa  del  bu- 
que!... No  ha  necesitado  más  para  correr  hacia  usted. 

Isidro  había  seguido  de  cerca  la  rápida  transforma- 
ción de  Nélida.  Hacía  dos  días  que  le  hablaba  á  cada 
momento  de  su  amigo  con  gran  interés,  preguntándole 
por  su  vida  anterior.  Aquella  noche,  después  de  la  co- 
mida, se  había  peleado  con  los  muchachos  de  su  banda 
en  el  jardín  de  invierno,  sin  saber  por  qué.  Luego,  en 
las  cercanías  del  fumadero,  nueva  discusión,  termina- 
da con  una  ruptura  insultante. 

Los  admiradores  se  habían  alejado  de  ella,  puestos 
de  acuerdo  con  maligna  solidaridad.  Estaban  seguros 
de  que  al  verse  sola,  en  el  aislamiento  en  que  la  habían 
dejado  las  mujeres  por  sus  travesuras  anteriores,  vol- 
vería en  busca  de  ellos  forzosamente  por  tedio  y  ansia 
de  diversión.  Pero  Nélida  había  aprovechado  este  aban- 
dono para  ir  al  encuentro  de  Ojeda,  y  ahora  los  adora- 
dores, chasqueados  por  el  fracaso,  no  sabían  qué  inven- 
tar para  atraérsela. 


446  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

—Ellos  sin  duda  han  sugerido  á  la  madre  su  reciente 
llamada.  Le  habrán  hablado  del  escándalo  que  da  Néli- 
da  al  exhibirse  al  lado  de  usted,  y  la  niulatona,  que 
desea  reducir  á  su  hija,  sin  saber  cómo,  les  ha  hecho 
caso. 

Mostrábase  optimista  Maltrana,  felicitando  á  su  ami- 
go por  su  buena  suerte.  ¡Cosa  hecha!  Aquella  loca  podía 
considerarla  como  suya.  La  familia  no  debía  inspirarle 
inquietud:  lo  peligroso  era  la  banda,  todos  aquellos 
jóvenes,  habituados  al  trato  de  Nélida,  unos  como  ami- 
gos en  espera  de  algo  mejor,  otros  en  continua  rivali- 
dad, pero  satisfechos  de  la  parte  de  posesión  que  consi- 
deraban ahora  en  peligro. 

Iban  á  indignarse  al  ver  que  un  hombre  serio,  de 
mayor  edad  que  ellos  y  que  jamás  había  intervenido  en 
sus  fiestas,  se  llevaba  el  objeto  de  sus  alegrías.  ¡Ojo, 
Fernando!  Había  que  mirar  con  cierto  cuidado  á  esta 
banda  juvenil  é  insolente,  de  varias  nacionalidades,  que 
no  tenía  motivo  para  guardarle  respeto. 

— La  niña  va  á  caer  sobre  usted  como  un  fardo  pesa- 
do. En  tierra  se  resisten  mejor  estas  cosas:  aquí  tendrá 
que  aguantarla  á  todas  horas.  Ha  perdido  su  trato  con 
las  mujeres;  las  más  atrevidas  sólo  la  saludan  con  un 
movimiento  de  labios,  y  al  faltarle  la  sociedad  de  la 
banda  se  refugiará  en  usted...  ¡Afortunadamente  me 
tiene  á  mí,  que  puedo  aligerarle  de  este  peso!... 

Apareció  Nélida  en  la  puerta  del  fumadero,  mirando 
hacia  el  lugar  donde  estaban  los  dos  amigos.  Al  ver  á 
Ojeda  inmóvil  en  su  sillón,  movió  la  cabeza  con  gesto 
aprobativo.  Muy  bien.  Así  le  quería:  obediente. 

Mientras  ella  se  aproximaba,  Isidro  se  marchó. 
— Hasta  luego...    Comprendo   que  estorbo.    ¡Buena 
suerte! 

Recobró  su  asiento  Nélida  vibrante  y  nerviosa,  gol- 
peando con  el  abanico  un  brazo  del  sillón.  ¡Ah  su  ma- 
dre! ¡Aquella  mulata  antipática,  á  la  que  en  nada  se 
parecía!  Siempre  coartando  su  libertad:  siempre  con 
miedo  á  lo  que  diría  la  gente  y  hablando  de  virtud.  ;Y 
si  ella  repitiese  lo  que  había  oído  á  ciertas  criadas  vie- 
jas traídas  de  América,  que  servían  á  su  madre  desde 
el  principio  de  su  matrimonio!...  La  insufrible  señora 


LOS  ARaONAUTAS  447 

abusaba  de  su  silencio  riñéndola  en  nombre  de  la  moral; 
una  cosa  excelente  para  la  edad  de  ella,  pero  i'alta  de 
significación  y  de  utilidad  para  los  verdes  años  de 
Nélida. 

Se  había  peleado  con  la  madre,  porque  pretendía  lle- 
varla inmediatamente  al  camarote  con  el  pretexto  de 
que  eran  las  once.  Insultó  luego  en  voz  baja  á  los  anti- 
guos adoradores  que  rondaban  cerca  de  las  dos  como 
gozándose  en  su  obra,  y  sin  aguardar  contestación  ha- 
bía volado  otra  vez  hacia  Fernando. 

— Si  usted  lo  desea,  me  retiraré— dijo  éste—.  Yo  no 
quiero  que  sufra  molestias  por  mi  culpa. 

Ella  se  indignó,  como  si  le  propusiese  algo  contra 
su  honor.  Debía  permanecer  al  lado  suyo,  ahora  más 
que  antes.  Bastaba  que  le  ordenasen  una  cosa  para  an- 
siar con  irresistible  deseo  todo  lo  contrario.  ¡Ay  si  no 
temiese  estorbar  á  papá,  que  estaba  jugando  al  po to- 
cón unos  amigos!  Sería  suficiente  una  palabra  suya  para 
que  interviniese  con  toda  su  autoridad,  dejándola  triun- 
fante sobre  la  madre  desesperada...  Iban  á  tener  que  se- 
pararse dentro  de  unos  instantes. 

— Verá  usted  como  llega  el  zonzo  de  mi  hermano  con 
la  orden  para  que  me  vaya  á  dormir...  Y  tendré  que 
obedecer  á  esa  señora  por  no  dar  un  escándalo.  ¡Qué 
rabia! 

Ojeda  pensó  con  cierta  inquietud  en  las  complicacio- 
nes y  contrariedades  que  iban  á  alterar  su  plácida  exis- 
tencia por  obra  de  esta  mujer.  Habría  de  ganarse  la 
simpatía  de  aquella  señora  cobriza,  luchando  además 
con  la  mala  intención  de  los  de  la  banda...  Y  todo  ello 
por  un  resultado  problemático,  pues  no  estaba  seguro 
de  que  en  adelante  se  mostrase  del  mismo  humor  esta 
muchacha  caprichosa  y  mudable. 

Iba  á  arriesgar  una  proposición  que  significase  algo 
positivo,  á  solicitar  una  promesa  de  verse  al  otro  día  en 
lugar  menos  público  que  la  cubierta  de  paseo,  cuando 
ella  le  miró  imperiosamente  y  dijo  en  voz  queda: 
— A  las  doce...  Le  espero  á  las  doce. 

¿A  las  doce  de  qué?...  ¿Dónde  debía  estar  á  las 
doce?...  Nélida  pareció  impacientarse  al  mismo  tiempo 
que  sonreía  con  cierta  compasión.  ¡Y  afirmaban  todos 


448  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

que  Ojeda  tenía  talento!...  A  las  doce  de  aquella  noche, 
y  en  cuanto  á  lugar  para  verse,  su  camarote.  ¿Cuál  otro 
podía  ser?  Ella  le  esperaría  con  la  puerta  entornada. 
¡Qué  torpes  eran  los  hombres!... 

Así,  con  sencillez,  sin  dar  importancia  alguna  á  sus 
indicaciones.  Cuando  él  titubeaba  antes  de  formular  una 
proposición,  rebuscando  palabras  para  hacerla  más  sua- 
ve, ella  había  salido  á  su  encuentro  abriéndole  el  ca- 
mino rudamente. 

Fernando  movió  la  cabeza  con  gravedad,  lo  mismo 
que  si  se  tratase  de  un  lance  de  honor.  Muy  bien,  á  las 
doce  llegaría  puntualmente.  Nélida  dio  detalles  de  su 
instalación.  Ocupaba  sola  un  pequeño  camarote;  en  otro 
inmediato  estaba  su  hermano:  más  allá  sus  padres  en 
uno  más  grande.  Vería  luz  en  la  puerta  entreabierta. 
No  tenía  más  que  llegar  cautelosamente,  arañar  la  ma- 
dera... Pero  se  detuvo  en  sus  indicaciones. 

—Ya  llega  ese  imbécil...  ¡La  orden  para  ir  á  dormir! 

El  imbécil  era  el  hermano,  que  se  presentó  saludan- 
do á  Ojeda,  con  voz  balbuciente,  mirándolo  como  á  un 
personaje  importante  que  inspira  respeto  y  poca  sim- 
patía. 

Nélida,  al  ponerse  de  pie,  se  desperezó  con  volup- 
tuosa expansión.  Parecía  más  alta,  como  si  su  cuerpo 
se  dilatase  de  los  talones  á  la  nuca  con  el  serpenteo 
nervioso  que  corría  por  él. 

—Buenas  noches,  señor...  Encantada  de  las  cosas 
lindas  que  me  ha  dicho.  No  olvide  los  versos. 

La  vio  alejarse  al  lado  del  hermano,  que  trotaba,  no 
pudiendo  seguir  sus  pasos  largos.  La  satisfacción  de  una 
nueva  conquista,  la  inquietud  de  algo  desconocido  que 
iba  á  revelarse  en  breve,  el  orgullo  de  desobedecer  á 
todos  imponiendo  su  capricho,  enardecían  la  briosa  ju- 
ventud de  Nélida,  dando  nueva  frescura  á  su  animalidad 
triunfante  y  majestuosa. 

Paseó  Ojeda  por  la  cubierta  para  entretenerse  hasta 
la  hora  de  la  cita.  ¿En  qué  día  estaba?...  Miércoles  nada 
más.  Era  el  mismo  día  en  que  había  entrado  por  pri- 
mera vez  en  el  camarote  de  la  Eichelberger.  ¡Y  él  se 
imaginaba  que  iba  transcurrido  mucho  tiempo,  días  y 
días,  semanas,  meses,  desde  esta  aventura  triste! 


LOS  ARGONAUTAS  449 

Las  horas  se  deslizaban  á  bordo  de  un  modo  iiTegii- 
lar,  con  una  celeridad  loca  ó  una  monotonía  intermina- 
ble, según  eran  los  sucesos.  Sólo  habían  transcurrido 
unas  pocas,  y  otra  vez  iba  á  bajar  cautelosamente  cil 
interior  del  buque  en  busca  de  una  mujer  en  la  que  no 
pensaba  poco  antes.  Si  alguien  le  hubiese  anunciado 
esto  por  la  mañana  al  levantarse,  habría  reído  incrédu- 
lamente. Contaba  con  los  dedos  para  reconstituir  en  su 
memoria  los  sucesos  de  los  últimos  días.  El  domingo, 
víspera  del  paso  de  la  línea,  Maud.  El  lunes  la  derrota 
y  la  burla  que  le  hacían  odioso  el  recuerdo  de  Mrs.  Po- 
wer. Al  otro  día  Mina,  la  melancólica,  que  había  pro- 
longado su  dulce  encantamiento  hasta  la  tarde  del  día 
presente.  Y  ahora  Nélida,  que  venía  hacia  él,  contra 
(oda  lógica,  cuando  menos  podía  esperarlo:  Nélida, 
«la  de  la  boca  de  tigresa — como  decía  Maltrana  en  su 
aíición  á  los  apodos  homéricos — ,  la  de  los  ojos  de  antí- 
lope y  la  carne  primaveral». 

En  cuatro  días  tres  amores...  La  vida  dea  bordo 
(juería  borrar,  con  la  rapidez  de  los  hechos,  la  monóto- 
na languidez  de  su  ambiente.  En  tierra,  donde  las  per- 
sonas por  más  que  se  busquen  pasan  al  día  muchas  ho- 
ras sin  verse,  habría  necesitado  cuatro  meses,  ó  tal  vez 
más,  para  llegar  á  este  resultado.  Aquí  todo  era  fácil, 
gracias  al  hacinamiento  y  el  tedio  de  tantos  seres  dis- 
tintos y  contradictorios,  obligados  á  convivir  como  las 
inñnitas  especies  del  arca  diluviana. 

Cerca  de  las  doce  cesó  Ojeda  en  sus  pciseos.  Deseaba 
bajar  á  la  penúltima  cubierta  sin  ser  advertido.  A  estas 
horas  podía  llamar  la  atención  verle  en  las  profundida- 
des del  buque,  á  él,  que  tenía  su  camarote  en  el  mismo 
piso  del  comedor.  Las  recomendaciones  de  Isidro  le  hi- 
cieron pensar  con  cierta  inquietud  en  los  jóvenes  de  la 
banda.  Parecía  disuelta  esta  noche  al  faltarle  la  presen- 
cia de  la  señorita  Kasper,  que  era  en  ella  el  eje  central, 
el  polo  de  atracción.  Algunos  de  sus  individuos  estaban 
diseminados  en  las  mesas  del  fumadero  siguiendo  las 
partidas  de  poker.  T)os  marchaban  por  la  cubierta  y  á 
Fernando  le  llamó  la  atención  la  frecuencia  de  sus  en- 
cuentros, como  si  no  le  perdiesen  de  vista. 

Aprovechó  un  momento  en  que  estaba  desierto  el 

29 


450  V.   BLASCO  IBÁÑBZ 

paseo  para  deslizarse  por  una  escalera.  Bajó  dos  pisos  sin 
encontrar  á  nadie.  Luego  avanzó  por  un  pasadizo,  de 
puntillas  sobre  la  tupida  alfombra  roja  con  grandes  re- 
dondeles, en  cuyo  centro  se  ostentaba  el  nombre  del 
buque.  De  algunas  puertas  surgían  furiosos  ronquidos. 
Creyó  que  sonaban  detrás  de  él  leves  roces,  como  si 
alguien  le  siguiese.  Se  imaginó  ver  unas  cabezas  que  le 
atisbaban  asomadas  á  una  esquina  del  corredor  y  que 
de  pronto  se  ocultaron.  Pero  ya  no  podía  retroceder  y 
siguió  adelante,  mirando  los  números  de  los  camarotes. 

La  puerta  estaba  entreabierta,  y  antes  de  que  él 
llegase  se  marcó  en  su  estrecho  rectángulo  de  luz  la 
arrogante  fígura  de  Nélida.  Iba  vestida  simplemente 
con  un  kimono  azul,  el  mismo  que  Fernando  le  había  vis- 
to comprar  en  Tenerife.  Unos  brazos  blancos  y  fuertes, 
completamente  desnudos  y  que  esparcían  un  perfume 
de  carne  fresca,  recién  lavada,  salieron  al  encuentro  de 
él  agarrándose  á  su  pecho  como  tentáculos  irresistibles. 
— ¡Entra,  tonto!— ordenó  imperiosamente  con  la  voz 
enronquecida  al  notar  su  vacilación — .  Esos  andan  por 
ahí...  pero  no  importa.  ¡Entra;  no  pierdas  tiempo! 

Y  tiró  de  él  rudamente,  lo  mismo  que  en  las  calle- 
juelas de  muchos  puertos  tiran  de  la  marinería  ebria 
brazos  desnudos  con  adornos  de  latón,  surgiendo  de 
ciertas  casas. 

Poco  después  de  la  salida  del  sol,  despertó  Ojeda  en 
su  lecho.  Sonaba  la  música  en  el  inmediato  corredor, 
junto  á  la  puerta  del  camarote.  «Hoy  es  domingo»,  pensó 
en  la  torpeza  del  despertar.  Pero  una  extrañeza  repen- 
tina disipó  en  él  las  últimas  brumas  del  sueño.  Hizo  un 
rápido  cálculo  de  días.  No;  no  era  domingo.  Además  la 
música  sonaba  alegremente  una  especie  de  diana  de  ca- 
ballería que  no  podía  confundirse  con  el  solemne  coral 
luterano.  A  continuación  de  esta  diana  una  polka  salto^ 
na  con  locas  cabriolas  de  clarinete,  y  luego  se  retiraron 
los  músicos.  «Debe  ser  una  alborada  en  honor  de  alguno 
de  los  alemanes  vecinos  míos.  Cualquiera  diría  que  era 
para  mí.»  Y  Ojeda  volvió  á  dormirse. 

Dos  horas  después,  mientras  se  vestía,  quiso  saber 
el  motivo  de  esta  música,  preguntando  al  camarero  que 
entraba  con  un  jarro  de  agua  caliente.  El  steivard  con- 


LOB  ARGONALTTAS  451 

testó  rehuyendo  la  vista.  Era  un  obsequio  al  pasajero 
del  lado,  un  alemán  que  pasaba  las  noches  jugando  en 
el  café  hasta  que  apagaban  las  luces.  Sin  duda  los  ami- 
gos le  habían  dedicado  esta  alborada  por  ser  su  cum- 
pleaños. Y  vagó  bajo  su  recortado  bigote  una  sonrisa 
de  servidor  discreto  que  piensa  en  la  hora  de  la  propina 
y  miente  por  no  molestar  al  señor. 

Arriba,  en  el  paseo,  el  primero  que  le  salió  al  en- 
cuentro fué  Maltrana. 

— ¿Ha  oído  usted  la  música? — preguntó  con  cierto 
misterio. 

Ojeda  quiso  mostrar  que  estaba  bien  enterado.  Sí; 
era  en  honor  de  un  vecino  suyo  que  celebraba  su  cum- 
pleaños. 

— No,  Fernardo;  la  música  era  para  usted...  Cosas  de 
esos  chicos,  que  están  furiosos  por  la  traición  de  Nélida. 
Una  ironía  pesada  y  roma  como  sus  zapatos. 

Había  sorprendido  á  primera  hora  las  conversacio- 
nes de  algunos  de  la  banda  que  comentaban  con  orgullo 
lo  ingenioso  de  su  burla.  Al  espiar  á  Ojeda  en  la  noche 
anterior  y  enterarse  de  su  buena  suerte,  habían  tenido 
un  conciliábulo  en  el  fumadero,  despertando  después  al 
jefe  de  la  música  para  encargarle  esta  alborada.  Era 
una  felicitación  que  le  dirigían  los  antiguos  amigos  de 
Nélida. 

En  el  primer  momento  tuvo  Fernando  un  arrebato 
de  cólera.  ¡A  él  con  musiquitas!...  Sentía  deseos  de  in- 
sultar á  la  banda  entera  con  esa  temeridad  que  comu- 
nica á  todo  hombre  un  amor  nuevo.  Pero  Isidro  rió  de 
su  indignación.  ¿Qué  había  de  malo  en  aquello?...  Po- 
dían seguir  dedicándole  obsequios  de  esta  clase,  si  tal 
era  su  gusto,  mientras  él  continuaba  tranquilamente  en 
el  goce  de  su  buena  aventura.  Con  música  ciertas  cosas 
resultan  mejor...  Y  Fernando  acabó  por  reir  igualmente 
de  esta  broma  torpe,  que  ridiculizaba  á  sus  autores. 

Maltrana  le  habló  luego  de  Nélida.  Debía  sentir  im- 
paciencia por  encontrarse  con  él.  Media  hora  antes  la  ha- 
bía visto  en  el  paseo,  mirando  á  todas  partes,  como  si  lo 
buscase.  Ni  siquiera  había  hecho  sus  arreglos  matinales. 
— Iba  como  si  se  hubiese  vestido  á  toda  prisa,  con  la 
melena  alborotada.  Debe  haber  vuelto  á  su  camarote 


452  V.    BLASCO   íbíñez 

para  adecentarse  un  poco.  Tiene  hambre  de  verle.  ¿Pero 
qué  diabólico  secreto  es  el  suyo,  Ojeda,  para  obtener 
tales  éxitos?  Debía  comunicarlo  á  los  amigos... 

La  proximidad  de  Nélida  le  hizo  caUar.  Venía  ahora 
la  joven  muy  distinta  de  como  la  había  visto  Isidro  poco 
tiempo  antes.  Sus  crenchas  cortas  aparecían  rizadas; 
acababa  de  vestirse  un  traje  nuevo;  se  movía  con  menu- 
dos pasos  empinada  sobre  altos  tacones;  adivinábase  en 
toda  ella  una  preocupación  por  embellecerse  y  agradar. 
Su  rostro,  bajo  una  capa  reciente  de  polvos,  parecía 
alargado,  con  leves  oquedades  en  las  mejillas,  rastros 
sin  duda  de  emociones  debilitantes.  Un  círculo  de  som- 
bra orlaba  sus  ojos,  agrandándolos. 

Cuando  tomó  la  mano  de  Fernando  la  retuvo  largo 
rato,  mientras  fijaba  en  él  una  mirada  interrogante... 
¿Contento?  El  sonrió  con  la  gratitud  de  un  buen  recuer- 
do, satisfecho  á  la  vez  de  esta  ansiedad  de  la  joven  por 
conocer  el  estado  de  su  ánimo. 

Adivinando  Isidro  lo  inoportuno  de  su  presencia,  fué 
alejándose  sin  despedirse  de  ellos.  Nélida,  al  verse  sola, 
se  aproximó  más  á  su  amante  con  un  impulso  de  en- 
tusiasmo. 

—  ¡Mi  rey!  ;Mi  dios!...  ¡Mi...  hombre! 

Y  faltó  poco  para  qae  lo  besase  en  plena  cubierta.  El 
se  dejaba  adorar  con  un  orgullo  de  varón  satisfecho  de 
su  persona.  Acordábase  de  Mrs.  Power,  comparándola 
con  Nélida.  Esta,  al  menos,  conocía  la  gratitud. 

Pasearon  juntos  con  imperturbable  tranquilidad.  Ella 
mostraba  un  visible  deseo  de  espantar  á  las  gentes  con 
su  atrevimiento,  de  enterar  á  todos  de  esta  nueva  rela- 
ción, que  parecía  enorgullecería.  Pasaron  a>nte  «el  banco 
de  los  pingüinos»  y  sus  vecinas  las  «potencias  hostiles», 
con  repentino  malestar  de  Ojeda,  que  deseaba  retroceder, 
pero  no  se  atrevía  á  decirlo.  Afortunadamente,  á  aquella 
hora  sólo  había  unas  pocas  señoras,  que  fingieron  no 
verles,  y  luego,  á  sus  espaldas,  se  miraron  con  el  ceño 
fruncido  y  moviendo  la  cabeza.  «¡Qué  escándalo!...» 

Luego  pasaron  ante  Isidro,  que  hablaba  con  Zurita 
de  espaldas  al  mar.  El  doctor  los  siguió  con  un  gesto  de 
cómica  admiración. 

— Compañero,  ¡y  qué  valiente  es  su  paisano!  Cada  día 


LOS   ARüONAUTAfe  453 

con  una...  ¡y  á  su  edad!  Porque  él   no  es  ningún  moci- 
to... ¡Ah,  gallego  tigre!... 

En  las  inmediaciones  del  fumadero  estaban,  sentados 
unos  cuantos  de  la  banda,  que  al  verles  venir  cambia- 
ron miradas  y  toses.  Ojeda  se  irguió  arrogante,  cual  si 
presintiera  un  peligro.  Pasó  mirándolos  con  ojos  de  pro- 
vocación, pero  todos  parecieron  ocupados  de  pronto  en 
importantes  reflexiones  que  les  hacían  bajar  la  frente,  y 
no  se  fijaron  en  él.  Nélida,  con  un  ligero  temblor,  mez- 
cla de  miedo  y  de  placer,  se  agarraba  convulsivamente 
á  su  brazo. 

Fernando  sonrió:  mejor  era  así.  ¡Si  alguien  hubiese 
osado  la  menor  burla!...  Y  ella  le  escuchaba  con  asom- 
bro y  satisfacción.  ¿Habría  sido  capaz  de  pelearse  por 
ella?...  ¿Lo  mismo  que  en  las  novelas  ó  en  el  teatro? 

Y  como  él  contestase  afirmativamente,  sin  jactancia, 
con  sencillez,  Nélida  casi  le  saltó  al  cuello. 

—  ¡Mi  rey!...    ¡Mi  hombre!...    ¡Lástima  que  estemos 
aquíl  ¡Ay,  qué  beso  te  pierdes! 

Encontráronse  con  el  señor  Kasper,  que  los  acogió 
con  toda  la  bondad  de  su  rostro  patriarcal.  «P¿ipá... 
papá.»  Su  hija  le  besaba  las  barbas  venerables,  insis- 
tiendo en  esta  caricia  con  un  runruneo  de  gata  amorosa. 
El  padre  miró  á  Fernando  con  ojos  dulces  y  protectores 
como  si  un  presentimiento  le  hiciera  adivinar  la  rea- 
lidad y  lo  considerase  ya  de  la  familia.  El  señor  Kasper, 
que  hasta  entonces  sólo  había  cambiado  con  Ojeda 
algunas  palabras  de  cortesía,  le  habló  con  familiar 
confianza,  haciendo  elogios  de  su  niña.  «¡Esta  Nélida!... 
Algo  traviesa.  No  quiere  obedecer  á  mamá...  Pero  es  un 
ángel:  un  verdadero  ángel.»  Y  acariciaba  sus  cortos 
calbellos  con  una  mano  temblona  de  emoción. 

Se  habían  sentado  en  un  banco,  colocándose  ella, 
entre  los  dos.  ¡Qué  felicidad!...  Su  padre  á  un  lado  y 
al  otro  su  hombre.  Así  deseaba  quedar  para  siempre, 
mirándose  en  los  ojos  de  Fernando,  oj'-endo  la  voz  del 
señor  Kasper,  una  voz  de  predicador  evangélico,  que 
á  impulsos  de  la  costumbre,  pasó  de  los  afectos  de  fami- 
lia á  hablar  de  negocios. 

Daba  consejos  á  Ojeda,  demostrando  gran  interés  por 
su  porvenir.  Bastaba  que  faese  amigo  de  la  nina  para 


454  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

que  él  considerase  sus  asuntos  como  propios.  Debía  pro- 
ceder con  mucha  cautela  en  el  Nuevo  Mundo.  Los  ne- 
gocios buenos  eran  abundantes,  pero  también  las  gen- 
tes sin  conciencia  que  estaban  á  la  espera  de  los  recién 
llegados  para  abusar  de  su  ignorancia.  El  sabía  que 
Fernando  llevaba  capitales  para  emprender  allá  algo 
importante.  Maltrana  le  había  hablado  de  esto.  Y  por 
afecto  nada  más,  le  ofrecía  la  ayuda  de  sus  conocimien- 
tos para  cuando  llegasen  á  Buenos  Aires...  Porque  él 
esperaba  que  su  amistad  no  se  limitaría  á  un  simple 
conocimiento  de  viaje:  tenía  la  esperanza  de  que  en 
tierra  aun  serían  más  amigos. 

—¡Quién  sabe,  señor,  si  llegaremos  á  hacer  algo  jun- 
tos! Yo  tengo  allá... 

Y  comenzó  la  exposición  de  una  de  las  muchas  em- 
presas que,  según  él,  le  habían  arrancado  de  su  tran- 
quilo retiro  de  Europa,  no  porque  necesitara  trabajar, 
sino  porque  era  lastimoso  dejar  que  se  perdiesen  negocios 
tan  estupendos. 

Nélida,  casi  de  espaldas  á  su  padre,  no  dejaba  que 
Fernando  le  oyese  con  atención.  Fijos  sus  ojos  en  los 
de  él,  buscaba  al  mismo  tiempo  una  de  sus  manos,  y 
llevándola  detrás  de  su  talle,  la  oprimía  con  invisibles 
apretones.  A  ella  no  le  interesaban  los  negocios;  podía 
hablar  papá  con  su  voz  reposada  y  musical  todo  lo  que 
quisiera.  No  le  oía:  á  ella  sólo  le  interesaba  lo  suyo.  Y 
movió  los  labios  sin  emitir  la  voz,  indicando  con  mar- 
cadas contracciones  el  mudo  silabeo.  Ojeda  la  entendía. 
—¡Dueño  mío!...  ¡Mi  dios!...  ¡Te  amo! 

La  mano  oculta  apoyaba  estas  palabras  con  fuertes 
estrujamientos. 

Un  amigo  de  Kasper  vino  á  sacarle  de  la  infruc- 
tuosa predicación,  libertando  á  sus  distraídos  oyentes. 
Le  esperaban  en  el  fumadero  para  empezar  la  partida 
matinal  de  poker. 

— Hasta  luego,  señor.  Los  amigos  me  reclaman.  Tiem- 
po nos  queda  para  hablar  de  estas  cosas. 

Y  sonrió  por  última  vez  á  Ojeda,  como  si  contemplase 
en  él  un  socio  futuro  de  las  grandes  empresas  ofrecidas 
generosamente. 

Al  verse  libres  los  dos  amantes  de  su  verbosidad 


LOS  ARGONAUTAS  455 

serena  é  inagotable,  huyeron  del  banco,  continuando  el 
paseo.  Hablaban  de  subir  á  la  cubierta  de  los  botes, 
cuando  una  voz  los  detuvo  sonando  á  sus  espaldas. 
«Nélida...  Nélida...»  Ahora  era  la  madre  la  que  salía  á 
su  encuentro  para  hacerla  varias  recomendaciones  sin 
importancia.  Fernando  adivinó  un  pretexto  para  apro- 
ximarse á  él.  «Buen  día,  señor.»  Sus  ojos  brillantes  y 
húmedos  de  llama  andino  acompañaron  el  saludo  con 
una  mirada  de  atracción.  Y  sin  saber  cómo,  se  vio  Ojeda 
otra  vez  formando  parte  de  la  familia  Kasper  bajo  las 
miradas  protectoras  de  la  mestiza. 

Se  apoyaron  en  una  barandilla  frente  al  mar.  Nélida 
mostrábase  inquieta  y  displicente,  como  si  para  ella  fue- 
se un  tormento  permanecer  al  lado  de  su  madre.  Por 
detrás  de  la  cabeza  de  ésta  hacía  señas  á  Fernando;  le 
hablaba  con  el  movimiento  silencioso  de  sus  labios. 
«Vamonos:  déjala.»  Pero  él  no  podía  obedecer,  retenido 
por  las  palabras  amables  y  las  miradas  de  la  señora, 
que  se  enfrascaba  en  un  elogio  de  las  cualidades  de  su 
hija. 

—Es  un  poco  loquilla  y  no  hace  caso  del  «qué  dirán» 
de  las  gentes.  Pero  aparte  de  esto  muy  hacendosa,  ¿sabe, 
señor?...  Y  el  día  de  mañana  cuando  se  case  y  siente  la 
cabeza,  será  una  excelente  madre  de  familia.  Crea  que 
el  marido  que  se  la  lleve  no  se  arrepentirá. 

Y  miró  á  Fernando  con  ojos  interrogantes,  cual  si  le 
ofreciese  esta  dicha  perpetua,  esperando  ver  en  su  rostro 
una  sonrisa  de  agradecimiento. 

Nélida,  á  espaldas  de  ella,  continuaba  su  mímica. 
Estos  elogios  á  sus  facultades  de  dueña  de  casa,  y  el 
deseo  de  verla  madre  de  familia,  la  hacían  encogerse  de 
hombros  y  contraer  el  rostro  con  gestos  de  repugnancia. 
«Vamonos— siguió  diciendo  mudamente— .  No  la  oigas 
más.» 

La  madre  los  dejó  en  libertad,  adivinando  de  pronto 
lo  inoportuno  de  su  presencia. 

— Sigan  ustedes  su  paseo.  Las  viejas  estorbamos  siem- 
pre á  los  jóvenes. 

Dijo  esto  con  un  aire  de  madre  benévola  y  cariñosa, 
como  si  bendijese  con  los  ojos  la  unión  que  veía  en 
lontananza. 


456  V.    BLASCO   JBÁÑEZ 

Al  alejarse,  Nélida  intentó  excusarla,  avergonzada 
de  estas  expansiones  maternales. 

— I\o  iiagas  caso.  Es  mía  señora  á  la  antigua;  una  in- 
dia. Todo  lo  arregla  con  matrimonio;  todos  sus  pensa- 
mientos van  á  parar  á  lo  mismo.  Apenas  me  ve  con  un 
liomlore,  cree  que  debo  casarme  con  él...  Casarse,  ¡qué 
vulgaridad!  ¡qué  grosería!...  ¿Quién  piensa  en  eso?... 

Y  su  protesta  contrae!  matrimonio  era  realmente  in- 
genua, como  si  le  propusiesen  algo  que  le  inspiraba  es- 
cándalo y  horror. 

El  único  de  la  familia  que  se  mantuvo  lejos  de  ellos 
en  toda  la  mañana  fué  el  hermano.  Ojeda  le  era  anti- 
pático: prefería  á  los  de  la  banda.  Sii  seriedad  y  sus 
años  le  inspiraban  respeto.  Además,  tenía  la  convicción 
de  que  aquel  señor  jamás  le  convidaría  á  champan  y 
cigarros  como  los  otros.  Por  esto,  á  pesar  del  ejemplo 
de  sus  padres,  se  mantuvo  apartado  del  intruso  que 
venía  de  repente  á  perturbar  su  vida. 

Después  del  almuerzo,  cuando  Fernando  tomaba  café 
con  Malti'ana  en  el  jardín  de  invierno,  pasó  Mrs.  Power, 
saludándolo  con  un  ligero  movimiento  de  cabeza,  sin  la 
más  leve  emoción.  Ojeda  la  miró  también  con  indiferen- 
cia. Su  figura  arrogante  apenas  despertaba  en  él  una 
remota  vibración.  Era  como  un  libro  olvidado  que  se 
encuentra  de  pronto  y  evoca  la  memoria  de  una  lec- 
tura que  produjo  deleite,  pero  cuyo  texto  apenas  puede 
recordarse. 

Yió  ascender  luego  por  la  escalinata  á  Mina,  llevan- 
do al  pequeño  Karl  de  la  mano.  El  niño  le  miró,  ex- 
trañándose de  que  no  fuese  hacia  ellos  lo  mismo  que 
antes.  Pero  la  madre  siguió  su  camino  tirando  de  él,  sin 
volver  la  cabeza,  con  la  mirada  perdida,  para  no  trope- 
zarse con  los  ojos  de  Fernando.  Un  ligero  rubor  colorea- 
ba su  palidez  verdosa:  rubor  de  timidez,  de  arrepenti- 
miento, de  malos  recuerdos. 

La  noticia  de  su  amistad  con  la  señorita  Kasper 
había  circulado  por  el  buque  con  la  rapidez  que  una 
vida  ociosa  y  murmuradora  comunicaba  á  todos  las  in- 
formaciones. Además,  ella  exhibía  con  orgullo  su  nueva 
conquista,  y  este  alarde  tranquilizaba  á  Mrs.  Power,  que 
veía  borrarse  con  él  definitivamente  todos  los  recuerdos. 


LOS   ARGOrN'AXTTAS  457 

También  alejaba  á  Mina,  temerosa  de  la  insolencia  de 
Nélida.  Unas  cuantas  lionas  de  atrevida  exhibición 
habían  bastado  para  lil)rMr  A  Fernaiiílo  de  sus  amoríos 
anteriores.  T^a  mucliacha  establecía  el  vacío  en  torno  de 
ella.  Todas  las  mujeres  parecían  temer  la  impetuosidad 
de  este  hermoso  animal  humano  exuberante  de  fuerza  y 
juventud. 

No  tardó  Ojeda  en  verla  aparecer.  Había  hecho  poco 
antes  una  rápida  aparición  en  el  jardín  de  invierno, 
pero  liuyó  al  notar  que  su  titulado  pai-iente  el  alemán  y 
el  barón  belga  ocupa,ban  la  misma  mesa  de  sus  padres, 
con  un  visible  deseo  de  aproximarse  á  ella.  Después  de 
breve  eclipse  asomó  el  rostro  á  una  ventana  inmediata 
al  lugar  donde  estaban  Fernando  3^  su  amigo.  El  mudo 
movimiento  de  sus  labios  fué  para  aquél  un  lenguaje 
claro.  «Ven...»  Y  al  salir  la  encontró  en  la  curva  del 
paseo  que  él  llamaba  «el  rincón  de  los  besos». 

Nélida  le  hablaba  con  una  expresión  autoritaria.  El 
era  su  dueño...  su  dios;  pero  debía  obedecerla  en  todo. 
Aproximábase  la  hora  de  la  siesta.  En  el  jardín  de 
invierno  se  abrían  muchas  bocas  con  bostezos  de  pere- 
za. Las  gentes  deslizábanse  discretamente  hacia  sus 
camarotes.  Sonaban  ronquidos  en  las  sillas  largas  del 
paseo.  Los  duros  varones,  insensibles  al  voluptuoso  ani- 
quilamiento tropical,  dirigíanse  hacia  la  popa  en  busca 
de  las  tertulias  del  fumadero,  para  reanimar  su  activi- 
dad. Sentíanse  repelidos  por  el  silencio  y  la  calma,  que 
lentamente  se  iban  esparciendo  por  la.  cubierta  del  bu- 
que, como  si  ésta  fuese  un  claustro  de  convento  á  la 
hora  de  la  siesta. 

— Baja,  dueño  mío,  ¿me  oyes?...  No  tienes  más  que 
arañar  la  puerta.  Yo  abriré  inmediatamente. 

Le  miraba  con  sus  ojos  enormes  y  ávidos,  que  pa- 
recían querer  devorarle.  La  punta  de  su  lengua  asoma- 
ba como  un  pétalo  de  rosa  entre  los  labios  súbitamente 
abrasados.  Arremolinadas  por  la  brisa  aleteaban  en 
torno  de  su  frente  las  cortas  melenas,  dando  á  su  cara 
un  aspecto  diablesco. 

Ojeda  experimentó  cierto  asombro.  ¡Bajar  al  cama- 
rote!... ¡Tan  pronto!  Empezaba  á  inspirarle  miedo  esta 
lozanía  esplendorosa  y  audaz  de  insaciables  deseos.  Pero 


458  ^í.    BLASCO   IBÁÑEZ 

tuvo  buen  cuidado  de  disimular  esta  inquietud  por  or- 
gullo sexual.  «Dentro  de  media  hora — repitió  ella — . 
Mi  dios...  ya  lo  sabes.»  Muy  bien;  no  faltaría.  Y  ella  se 
fué  con  la  satisfacción  de  que  dejaba  á  sus  espaldas  un 
hombre  feliz. 

Bajó  Fernando  con  las  mismas  precauciones  de  la 
noche  anterior,  pero  esta  vez  no  pudo  notar  detrás  de 
sus  pasos  el  atisbo  del  espionaje.  Y  cuando  llevaba  mu- 
cho tiempo  en  el  camarote  de  Nélida,  sobrevino  la  más 
penosa  de  sus  aventuras  á  bordo,  una  escena  ridicula, 
de  la  que  se  acordaba  luego  con  cierto  malestar,  te- 
miendo que  el  burlón  Maltrana  llegara  á  enterarse  al- 
guna vez. 

Golpes  repetidos  en  la  puerta,  y  la  voz  gangosa  del 
hermano  de  Nélida,  una  voz  que  balbuceaba  más  que  de 
costumbre  por  el  temblor  de  la  cólera:  «Abre...  abre.» 
Empujaba  la  puerta  como  si  quisiera  echarla  abajo.  Por 
un  resto  de  prudencia  habló  á  través  del  ojo  de  la  ce- 
rradura: «Abre:  tienes  un  hombre  en  la  «cabina»...  Se 
lo  voy  á  decir  á  papá.» 

Nélida  no  se  inmutó,  como  si  estuviese  habituada  á 
tales  escenas.  Su  cólera  fué  más  grande  que  su  miedo. 
Mascullaba  palabras  de  furia  contra  el  hermano  imbé- 
cil. ¿Y  no  habría  una  buena  alma  que  lo  matase,  para 
quedar  ella  tranquila?...  Adivinó  que  eran  sus  antiguos 
amigos  los  que  por  despecho  enviaban  al  hermano  de- 
lator, luego  de  revelarle  la  presencia  de  Ojeda  en  el 
camarote. 

— Métete  ahí — ordenó  imperiosamente  mientras  repa- 
raba el  desorden  de  sus  ropas  ligeras. 

Vacilaba  él  no  pudiendo  adivinar  el  lugar  señalado. 
¿Dónde  quería  que  se  escondiese  en  aquella  pieza  tan 
pequeña?...  Pero  la  muchacha  le  empujó  rudamente, 
mientras  seguían  los  repiqueteos  en  la  puerta  y  las  vo- 
ces temblonas  y  amenazantes. 

El  doctor  Ojeda,  como  le  llamaban  para  mayor  honor 
muchos  pasajeros,  tuvo  que  agacharse  y  doblarse  á  im- 
pulsos de  Nélida,  y  acabó  por  introducir  su  respetable 
personalidad  debajo  de  un  diván  de  exigua  altura.  Lue- 
go la  joven  colocó  ante  él,  formando  barricada,  una  ma- 
leta, un  saco  de  ropa  sucia  y  una  gran  caja  de  sombreros. 


LOS  ARGONAUTAS  459 

Fernando  creyó  morir  entre  la  alfombra  y  los  mue- 
lles del  diván  incrustados  en  su  espalda.  El  calor  era  so- 
focante en  este  encierro,  lejos  del  ventilador  y  de  la  brisa 
que  entraba  por  el  tragaluz.  Apenas  quedó  acoplado  en 
tal  in  pace  sintió  que  le  dolían  todas  las  articulaciones, 
y  que  su  pecho  se  aplastaba  contra  el  entarimado  como 
si  fuese  á  estallar.  Una  cólera  homicida  se  apoderó  de 
él.  ;Ah,  no!  ;No  seguiría  allí!  Esto  sólo  podían  resistirlo 
aquellos  muchachos  de  la  banda  á  los  que  indudable- 
mente habría  escondido  ella  otras  veces  de  igual  modo. 
Iba  á  salir,  aunque  tuviese  que  matar  al  imbécil. 

Pero  no  fué  necesario.  ¡Bueno  estaba  poniendo  Néli- 
da  al  hermanito!  Al  abrir  la  puerta  lo  agarró  de  un  bra- 
zo, haciéndolo  entrar  á  empellones.  ¡Hasta  cuándo  se 
proponía  molestarla  con  sus  necedades!...  Estaba  en  lo 
mejor  de  su  sueño  y  venía  él  á  interrumpírselo  con  sus 
historias  disparatadas:  «Mira  bien,  zonzo...  Abre  los 
ojos,  animal.  ¿Dónde  está  el  hombre,  idiota?...»  Y  lo 
zarandeaba  iracunda,  mientras  el  muchacho  abría  des- 
mesuradamente los  ojos  mirando  á  todos  lados,  y  espe- 
cialmente al  vacío  debajo  de  la  cama,  como  si  sólo  allí 
pudiera  ocultarse  un  intruso. 

La  convicción  de  su  derrota  le  hizo  bajar  la  cabeza 
tristemente.  Los  amigos  se  habían  burlado  de  él:  era  una 
broma  de  las  suyas.  Y  cuando  confesándose  vencido 
quiso  ganar  la  puerta,  su  buena  hermana  no  le  dejó 
partir  con  tanta  facilidad.  Primeramente,  al  abandonar 
su  brazo,  le  soltó  dos  buenos  pellizcos  retorcidos,  y  luego, 
junto  á  la  salida,  una  bofetada  sonora:  «Para  que  me 
molestes  otra  vez...»  Quiso  el  muchacho  devolver  en 
igual  forma  este  saludo  de  despedida,  pero  al  bajar  la 
mano  sólo  encontró  la  puerta  que  se  cerraba  de  golpe  y 
casi  le  aplastó  los  dedos. 

Nélida  deshizo  con  presteza  la  barricada  de  objetos, 
y  otra  vez  salió  á  luz  el  doctor  Ojeda,  pero  despeinado, 
sudoroso,  con  la  faz  congestionada,  parpadeando  cual 
si  no  pudiese  resistir  la  luz. 

Ella  rió  al  verle  en  esta  facha,  al  mismo  tiempo  que 
arreglaba  amorosamente  el  desorden  de  su  traje  y  le  sa- 
cudía el  polvo  del  encierro. 

—  ¡Mi  hombre!...  ¡Mi  dios!  ¡Tan  desgraciadito  que  me 


460  V.    BLASCO  IBÁÑE/; 

lo  han  de  ver!...  El,  tan  buen  mozo,  metido  en  ese  escon- 
drijo... ¡Y  todo  por  mí! 

Fernando  tuvo  una  mala  sonrisa. 
— Los  otros  eran  más  pequeños,  ¿verdad?...  Podían 
ocultarse  mejor. 

Se  arrojó  Nélida  con  ímpetu  sobre  él,  con  los  brazos 
abiertos. 

—No  digas  eso...  viejo  mío...  No  lo  repitas.  ¡Por  Dios 
te  lo  pido!  Me  hace  mucho  daño. 

Y  lo  besaba  con  furia;  lo  aturdía  con  sus  caricias, 
para  disipar  el  mal  recuerdo  y  recompensar  al  mismo 
tiempo  la  molestia  reciente. 

Hizo  responsable  á  su  hermano  de  esta  cólera  de  Oje- 
da,  evocadora  de  malos  recuerdos.  Aquel  imbécil  sólo 
había  nacido  para  hacerle  daño.  Y  esto  la  llevó  á  hablar 
del  otro  hermano,  «el  gaucho»,  como  ella  le  llamaba,  el 
que  vivía  en  la  Argentina,  y  era  el  único  hombre  que 
había  sabido  inspirarla  miedo.  La  amenazaba  el  herma- 
no menor  frecuentemente  con  revelar  al  otro  todas  las 
aventuras  de  Berlín  y  las  travesuras  del  viaje  apenas 
hubiesen  llegado  á  Buenos  Aires.  ¡Y  «el  gaucho»  era  te- 
mible! Ella  sabía  desde  mucho  tiempo  antes  cuál  era  la 
venganza  con  que  intentaba  castigarla. 

— Pero  no  hablemos  de  esto,  mi  hombre.  Di  que  no 
me  guardas  rencor  por  lo  de  mi  hermano...  Repite  que 
me  quieres  como  siempre. 

Eencor  no  podía  sentirlo  Ojeda;  era  incompatible 
con  el  agradecimiento  que  le  inspiraba  aquella  mujer 
por  el  regalo  de  su  belleza,  hecho  liberalmente.  Pero 
en  la  hora  que  todavía  pasó  allí,  le  fué  imposible  des- 
hechar  el  mal  recuerdo  del  escondrijo  y  de  la  torturante 
posición  que  había  sufrido  en  él...  No  volvería  al  cama- 
rote de  Nélida.  Sentíase  sin  fuerzas  para  arrostrar  una 
nueva  sorpresa,  desafiando  el  ridículo,  que  era  para  él 
el  más  temible  de  los  peligros. 

í]]la  asintió.  Se  verían  en  el  camarote  de  Fernando; 
lo  había  pensado  aquella  misma  tarde,  pero  esperaba  su 
proposición.  Tenía  deseos  de  visitarlo.  Era  indudable- 
mente mejor  que  el  suyo:  un  camarote  en  la  misma  cu- 
bierta de  los  de  lujo  y  con  ventana  grande  en  vez  del 
tragaluz  redondo  de  los  de  abajo. 


LOS  AIICIONAUTAS  161 

— Convenido:  est¿i  noche  iré  después  de  las  doce.  Deja 
abierta  la  puerta. 

Esta  vez  Ojeda  dio  á  entender  claramente  su  contra- 
riedad. Aquella  muchacha  no  aguardaba  invitaciones: 
se  convidaba  á  sí  misma  sin  consultar  el  humor  y  los 
recursos  del  dueño  de  la  casa.  Nélida  le  miró  con  ojos 
suplicantes.  «¿No  quieres  que  vaya?...»  Si  era  por  miedo 
á  que  la  sorprendiesen,  no  debía  tener  cuidado.  Sabría 
deslizarse  sin  que  nadie  la  viera.  Podía  caminar  de  no- 
che por  todo  el  buque  lo  mismo  que  un  fantasma,  sin 
huella  ni  ruido. 

Fernando  no  se  atrevió  á  sacarla  de  su  error.  Sentía 
además  cierto  orgullo  en  arrostrar  de  nuevo  el  sacri- 
ñcio  tantas  veces  repetido.  «Ven;  te  esperaré.»  Y  des- 
pués de  esto  procedieron  á  la  minuciosa  empresa  de 
abandonar  el  camarote  sin  que  los  enemigos  pudieran 
sorprender  la  salida. 

Ella  fué  la  primera  en  avanzar  por  el  pasadizo  ex- 
plorando sus  ángulos  y  recovecos.  Luego  silbó  suave- 
mente, como  un  ojeador  que  indica  el  sendero,  y  Fer- 
nando abandonó  el  camarote  apresuradamente,  seguido 
en  su  fuga  por  los  besos  que  le  enviaba  Nélida  con  las 
puntas  de  los  dedos. 

Más  que  el  miedo  á  ser  sorprendido,  le  había  mo- 
lestado lo  ridículo  de  esta  situación.  ¡Qué  cosas  llegaba  á 
liacer  un  hombre  serio  influenciado  por  aquella  vida  de 
abordo,  que  retrogradábalas  gentes  á  la  niñez!...  El 
miedo  al  ridículo  despertó  su  conciencia  por  una  acción 
refleja,  haciéndole  ver  la  imagen  de  Teri  que  le  contem- 
plaba con  ojos  crueles  y  un  rictus  desesperado... 

Pero  no  había  que  pensar  en  esto.  Ya  purificaría  su 
alma  cuando  estuviese  en  tierra.  Por  el  momento  su 
abyección  resultaba  irremediable,  y  cada  vez  iría  en 
aumento  mientras  no  abandonase  este  ambiente.  Era  el 
esclavo  del  «gran  tentador»  de  que  hablaba  Isidro.  Sólo 
le  faltaba  arrastrarse,  como  los  impuros  de  las  leyendas 
convertidos  en  bestias. 

Durante  la  comida,  el  astuto  Maltrana,  que  parecía 
adivinar  sus  pensamientos  más  recónditos,  le  abrumó 
con  muestras  de  interés  de  una  fingida  inocencia. 
—Tiene  usted  mala  cara,  Fernando.   Ni  que  hubiese 


462  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

visto  ánimas  durante  la  siesta.  ¡Qué  color!  ¡qué  oje- 
ras!... Coma  mucho;  la  navegación  es  larga  y  usted  ne- 
cesita tomar  fuerzas. 

Pero  al  ver  que  Ojeda  se  molestaba  por  estas  amabi- 
lidades adivinando  su  malicia,  abandonó  todo  disimulo, 
añadiendo  con  admiración: 

— Compañero:  le  envidio  y  le  tengo  lástima.  Es  usted 
un  valiente,  ¡pero  lo  que  se  ha  echado  encima!...  Antes 
del  término  del  viaje,  deseará  llegar  á  tierra  lo  mismo 
que  un  náufrago  que  se  ahoga. 

La  comida  de  esta  noche  era  con  banderas  y  guir- 
naldas. En  el  fondo  del  comedor  brillaban  unos  trans- 
parentes iluminados  con  dos  inscripciones  en  francés  y 
alemán:  Au  revoir!  Aitf  Wiedersehen!  Era  el  banquete 
de  adiós  á  los  viajeros:  una  comida  igual  á  todas,  pero 
con  un  discurso  del  comandante  y  otro  del  «doktor», 
que  en  nombre  de  alemanes  y  extranjeros  agradeció 
con  lenta  fraseología,  semejante  á  un  crujido  de  made- 
ras, las  grandes  bondades  que  aquél  había  tenido  con  el 
pasaje.  Cuando  la  doctoresca  elucubración  llegó  á  su 
término,  la  gente,  puesta  de  pie  con  la  copa  en  la  mano, 
lanzó  los  tres  ¡hoc!  de  costumbre,  mientras  la  música 
atacaba  la  marcha  de  Lohengrin. 

—No  llegamos  á  Río  Janeiro  hasta  pasado  mañana 
—dijo  Isidro,  siempre  bien  enterado  de  la  marcha  del 
viaje — .  Pero  la  despedida  ha  sido  hoy,  para  que  la  gente 
que  se  queda  en  el  Brasil  pueda  dedicar  el  día  de  ma- 
ñana al  arreglo  y  cierre  de  equipajes.  Esta  noche  es  la 
última  de  gran  ceremonia  y  las  señoras  van  á  guardar 
sus  vestidos  y  joyas.  La  etiqueta  del  Océano  sólo  existe 
entre  Lisboa  y  Eío  Janeiro.  En  los  dos  extremos  del  viaje 
se  puede  bajar  al  comedor  con  la  indumentaria  que  uno 
quiera.  El  protocolo  neptunesco  no  se  ofende  por  ello. 

Luego  de  la  comida  iba  á  efectuarse  en  el  salón  el 
reparto  de  premios  á  los  triunfadores  en  los  juegos  olím- 
picos y  á  las  señoritas  que  se  habían  presentado  con 
mejores  disfraces  en  la  fiesta  del  paso  de  la  línea.  Des- 
pués de  esta  ceremonia  empezaría  el  concierto,  para  el 
cual  venían  haciéndose  tantos  preparativos  desde  una 
semana  antes. 

Maltrana  hablaba  de  esta  fiesta  con  orgullo,  presen- 


LOS  ARGONAUTAS  463 

tándose  como  su  principal  organizador.  Había  vigila- 
do los  ensayos  durante  varios  días,  yendo  del  piano  del 
salón,  junto  al  cual  probaba  su  voz  Mrs.  Lowe  con 
toda  la  autoridad  que  le  daba  su  estatura  de  dos  metros, 
al  piano  del  comedor  de  los  niños,  donde  la  señora  viuda 
de  Moruzaga  hacía  memoria  de  sus  habilidades  de  sol- 
tera acompañando  con  un  trémolo  dramático  los  versos 
franceses  recitados  por  una  de  sus  hijas.  Además,  unas 
niñas  brasileñas  se  preparaban  para  tocar  á  cuatro  ma- 
nos una  sinfonía;  las  artistas  de  opereta  contribuían 
con  varias  romanzas;  uno  de  los  norteamericanos  se  dis- 
frazaba de  negro  para  rugir  su  música  con  acompaña- 
miento de  ruidosos  zapateados,  y  hasta  fraiilein  Conchi- 
ta, cediendo  á  los  ruegos  de  varias  señoras  entusiastas 
de  las  cosas  de  España,  había  accedido  á  ponerse  de 
mantilla  blanca  cantando  con  su  hilillo  de  voz  algunas 
canciones  de  la  tierra.  El  maestro  Eichelberger,  gran 
pianista,  improvisaría  para  ella  un  acompañamiento. 
Y  si  lo  reclamaba  el  público,  la  muchacha  se  atrevería 
aballar  cierto  «garrotín»  de  exportación,  aprendido  en 
una  academia  de  Madrid  de  las  que  preparan  «estrellas 
danzantes»  para  el  extranjero. 

— Pero  con  recato  y  decencia,  niña — había  aconsejado 
Maltrana — .  Comprímete  aquí:  échale  agua  á  tu  baile. 
Cuando  llegues  á  tierra  podrás  lucirlo  por  entero. 

Satisfecho  de  sus  gestiones  como  organizador,  habla- 
ba de  otros  artistas,  talentos  ignorados  que  había  sabi- 
do descubrir  entre  la  masa  de  los  pasajeros.  Y  terminaba 
por  declarar  modestamente  que  él  también  «aportaría 
su  concurso»  inaugurando  el  concierto  con  un  discursito 
en  honor  de  las  señoras,  hermosa  pieza  de  oratoria  meli- 
flua que  llevaba  aprendida  de  memoria,  y  seguramente 
iba  á  añrmar  su  prestigio  ante  las  nobles  matronas. 

— De  esta— declaró — desbanca  Maltranita  al  abate  de 
las  conferencias.  Usted  lo  verá,  Ojeda. 

No;  Fernando  no  pensaba  verlo.  Sentíase  sin  ener- 
gía para  arrostrar  el  tormento  de  tanto  pianoteo  y  tanto 
canto  de  añcionado  en  la  estrechez  de  un  salón,  con- 
fundido con  un  gran  público  abaniqueante  y  sudoroso. 
Prefería  dar  un  paseo  por  Ja  parte  alta  del  buque,  con- 
templando el  espectáculo  de  la  noche. 


464  V.    SJLASUO    iBÁfífí^:. 

Así  lo  hizo,  pero  al  circular  por  las  dos  últimas 
cubiertas  volvía  siempre  á  las  inmediaciones  del  salón, 
confundiéndose  con  el  público  menudo  de  criadas  y 
niños  que  miraba  por  las  ventanas.  Antes  de  principiar 
la  velada,  Nélida  se  había  aproximado  á  él,  con  su 
vestido  escotado,  color  de  sangre.  Tenía  que  asistir  á  la 
ñesta  con  toda  la  familia:  ¡un  verdadero  tormento!  pero 
esperaba  que  Fernando  ocuparía  una  silla  cerca  de  ella. 
Y  al  saber  que  no  entraba  en  el  salón,  casi  lloró  de  con- 
trariedad. «Al  menos  no  te  vayas  lejos:  asómate  de  vez 
en  cuando.  Que  yo  te  vea;  que  yo  sepa  que  estás  cerca 
de  mí...»  Durante  el  concierto  los  ojos  de  ella  iban  de 
ventana  á  ventana,  y  al  reconocer  entre  las  cabezas  del 
público  exterior  la  cara  de  Fernando  enviábale  por  en- 
cima de  su  abanico  sonrisas  acariciadoras,  besos  apenas 
marcados  con  un  leve  avance  de  los  labios,  guiños  ma- 
lignos que  comentaban  la  marcha  del  concierto  y  los 
errores  ele  los  ejecutantes. 

De  este  modo  vio  Ojeda  como  se  movía  su  amigo  en 
el  salón,  con  aire  de  autoridad,  cual  si  fuese  el  héroe 
de  aquella  ñesta,  abriéndose  paso  entre  las  sillas  para 
ir  en  busca  de  las  artistas,  inclinándose  ante  ellas  con 
su  «saludo  de  tacones  rojos»,  dándolas  el  brazo  para 
conducirlas  al  estrado  y  quedándose  junto  á  la  pianista 
ó  la  cantante,  al  cuidado  de  sus  papeles,  é  iniciando  las 
salvas  de  aplausos. 

Era  su  noche.  El  discursito,  cuidadosamente  prepa- 
rado, había  obtenido  un  éxito  enorme.  Las  miradas  de 
todas  las  señoras  que  podían  comprenderle  iban  hacia  él 
con  admiración  y  gratitud.  «¡Qué  monada  el  tal  Maltra- 
nita!  jQué  hombre  tan  dijel...  ¡Qué  habiloso!...»  Y  él 
aceptaba  con  modestia  estos  elogios  formulados  por  las 
damas  según  los  términos  admirativos  de  cada  país. 
En  su  declamación  dulzona  las  había  abarcado  á.  todas, 
jóvenes  y  viejas,  alcanzando  sus  elogios  hasta  á  las 
sotanas  que  figuraban  entre  ellas,  lo  que  le  dio  motivo 
para  ensalzar  la  religión,  representada  allí  por  sacerdo- 
tes de  todo  el  latinismo.  El  obispo  italiano  dilataba  su 
cara  con  un  gesto  de  contento  infantil;  el  abate  francés 
sonreía  inquieto,  como  si  viese  nacer  un  temible  rival; 
don  José  agradecía  la  alusión,  admirándolo  con  patrió- 


LOS  ARGONAUTAS  466 

tico  orgullo.  «¡Qué  don  Isidro  tan  vivo!...  ¡Si  yo  tuviese 
su  labia  para  las  señoras!» 

Al  terminar  el  concierto,  la  gente  se  esparció  por  la 
cubierta,  ansiosa  de  respirar  aire  libre.  Era  cerca  de 
medianoche.  Las  niñas  se  quejaban  del  calor,  intentan- 
do con  este  pretexto  desobedecer  á  las  madres,  que  pro- 
ponían un  descenso  inmediato  al  camarote.  Los  pasa- 
jeros más  corteses  iban  saludando  á  Jas  señoras  que 
habían  figurado  en  el  concierto,  sonando  en  su  coro  de 
alabanzas  los  más  estupendos  embustes.  Todas  ellas 
aceptaban  sin  pestañear  la  afirmación  de  que  en  caso 
de  pobreza  podían  ganarse  la  vida  con  su  talento  musi- 
cal. Mrs.  Lowe,  escoltada  por  su  marido,  que  llevaba 
bajo  el  brazo  un  rimero  de  partituras,  acogía  estos  elo- 
gios con  foscas  contracciones  de  su  rostro  caballuno. 
Sentíase  ofendida  por  la  falta  de  gusto  de  los  oyentes: 
sólo  la  habían  hecho  repetir  su  canto  dos  veces,  cuando 
ella  traía  ensayadas  una  docena  de  romanzas.  El  pú- 
blico se  lo  perdía. 

Un  grupo  de  señores  viejos  acosaba  á  Conchita  con 
sus  felicitaciones.  Algunos,  prudentes  y  calmosos  hasta 
entonces,  parecían  agitados  por  un  cosquilleo  eléctrico. 
Muy  bonitas  las  canciones,  aunque  ellos  no  habían  en- 
tendido gran  cosa...  ¡pero  el  baile!  ¡aquella  danza  ser- 
penteante con  unos  brazos  que  parecían  hablar!...  Doña 
Zobeida  sonreía  contenta  del  triunfo  de  «esta  buena  se- 
ñorita», haciendo  confidente  de  sus  entusiasmos  á  don 
José  el  cura,  que  la  escoltaba  igualmente  con  toda  la 
autoridad  de  su  sotana. 

— ¿Pero  ha  visto  qué  lindura,  padrecito?...  Nuestra 
niña  es  la  que  ha  gustado  másalos  señores...  Ya  lo 
decía  mi  finado  el  doctor,  que  sabía  de  esto  como  de 
todo.  Para  bailar  con  gracia,  las  españolas. 

Y  perdiendo  su  timidez,  ella  misma  presentaba  á 
Conchita  de  grupo  en  grupo,  aceptando  como  algo  propio 
los  requiebros  interesados  que  los  hombres  dirigían  á  la 
bailarina. 

Maltrana  no  se  mostraba  menos  ufano  por  su  triunfo 
oratorio.  Al  encontrarse  con  Fernando  tuvo  el  gesto  pe- 
tulante de  un  cómico  que  sale  de  la  escena...  ¿Le  había 
visto?  ¿Qué  opinión  era  la  suya?... 

30 


466  Y.    ÍILA8U0   iBÁÑaz 

— Yo  creo  que  me  los  he  metido  en  el  bolsillo...  Los 
amigos  me  miran  como  si  fuese  otro  hombre.  Parecen 
arrepentidos  de  haberme  tratado  hasta  hace  poco  como 
un  insignificante...  Van  á  darme  una  ñesta  en  el  fuma- 
dero: una  íiesta  íntima...  en  mi  honor. 

Era  una  despedida  de  los  pasajeros  alegres  á  los  ami- 
gos que  se  quedaban  en  Eío  Janeiro;  pero  por  el  éxito 
reciente  de  Maltrana,  la  dedicaban  también  á  su  per- 
sona. 

— Va  á  ser  famosa — continuó  Isidro  con  entusiasmo — . 
Asistirán  señoras,  muchas  señoras;  todas  las  coristas  de 
la  opereta  que  me  lian  oído  desde  puertas  y  ventanas 
sin  entenderme  seguramente,  pero  que  ahora  me  con- 
templan con  respeto  y  cuando  paso  Junto  á  ellas  murmu- 
ran algo  que  debe  ser  de  admiración...  Venga  usted  con 
nosotros. 

Fernando  se  excusó:  pensaba  retirarse  inmediata- 
mente á  su  camarote.  Maltrana  frunció  el  entrecejo  como 
si  recordase  algo  molesto,  y  aprobó  su  resolución.  Hacía 
bien.  Aquella  fiesta  era  igualmente  para  despedir  al 
barón  belga  y  á  otros  a^migos  suyos  que  se  quedaban  en 
el  Brasil.  En  el  aturdimiento  de  sa  gloria  había  olvi- 
dado que  los  de  la  banda  estaban  furiosos  contra  Ojeda 
y  á  última  hora,  con  la  iDSolencia  que  da  el  vino,  eran 
capaces  de  provocar  una  escena  violenta. 

— Hasta  mañana:  le  contaré  lo  que  ocurra...  No  tema 
que  esta  noche  vaya  como  las  otras  á  golpear  el  cama- 
rote misterioso.  Eso  se  acabó...  Por  cierto  que  el  hom- 
bre lúgubre  no  se  ha  dejado  ver  en  todo  el  día.  Debe 
estar  temblando  con  la  idea  de  que  pasado  mañana 
llegamos  á  Eío.  Verá  usted  como  lo  primero  que  se 
presenta  en  el  buque  es  la  policía  para  echarle  esposas 
en  las  manos...  Yo  no  me  equivoco. 

Al  entrar  Fernando  en  su  camarote  experimentó 
gran  sorpresa  viendo  el  retrato  de  Teri...  Luego  se  aver- 
gonzó de  esta  inconsciencia  en  que  vivía,  semejante  á 
la  del  ebrio  que  recuerda  los  propios  asuntos  cual  si 
fuesen  de  otra  persona.  Los  hechos  anteriores  á  su  em- 
barque eran  para  él  como  sucesos  de  una  existencia 
distinta,  ocurridos  en  otro  planeta,  de  los  que  sólo  guar- 
daba ya  débil  memoria.  Vivía  ahora   en   un   mundo 


LOS  ARtSONAUTAS  467 

nuevo,  reducido,  aislado,  que  iba  vagcindo  por  el  infini- 
to azul,  y  sólo  le  interesaban  las  inmediatas  necesidades 
de  su  existencia  oceánica... 

Nélida  iba  á  llegar:  ¡y  quién  sabe  con  qué  comen- 
tarios de  juventud  insolente  y  triunfadora  saludaría  la 
belleza  de  Teri,  de  un  esplendor  melancólico,  fino  y 
suave,  como  el  de  las  primeras  mañanas  de  otoño!... 

Para  evitar  un  sacrilegio  llevó  sus  manos  al  retrato, 
ocultándolo  entre  las  ropas  del  armario.  Al  hacer  esto 
temblaba  con  una  inquietud  supersticiosa.  Temía  que 
un  poder  inexorable  y  oculto,  que  él  no  llegaba  á  definir 
con  claridad,  le  castigase  por  su  cobardía...  Tal  vez  per- 
diera á  Teri  para  siempre  después  de  haber  osado  ocul- 
tar su  imagen.  ¡En  amor  hay  tantas  afinidades  miste- 
riosas! ¡tantos  choques  inexplicables  á  través  del  tiempo 
y  la  distancia!...  Pero  estas  preocupaciones  de  hombre 
imaginativo,  trastornado  por  una  vida  de  encierro,  du- 
raron muy  poco.  Un  ruido  de  pasos  en  el  inmediato 
corredor  le  hizo  volver  al  presente.  Era  un  vecino  que 
se  retiraba.  Nélida  no  tardaría  en  presentarse,  y  era 
ridículo  que  él  la  recibiese  vistiendo  aún  el  smoking  de 
la  comida. 

Luego  de  desnudarse  se  cubrió  con  un  pyjama,  tomó 
un  libro  y  esperó  leyendo  y  fumando.  El  interés  de  la 
lectura  se  había  apoderado  de  él  al  poco  rato.  Nélida, 
con  toda  su  gentileza,  carecía  del  encanto  de  este  libro: 
la  novedad. 

Transcurrió  mucho  tiempo,  y  cuando  empezaba  á  du- 
dar de  que  ella  viniese,  percibió  un  leve  ruido  en  el  in- 
mediato corredor;  menos  que  un  ruido,  un  roce,  las  on- 
dulaciones del  aire  por  el  desplazamiento  de  un  cuerpo 
silencioso.  Era  ella  que  avanzaba  cautelosamente. 

No  experimentó  sorpresa  al  ver  que  giraba  la  puerta 
del  camarote  sin  que  apareciese  alguien  en  el  espacio 
recién  abierto.  Luego,  Nélida  entró  de  g'olpe,  ó  más 
bien,  saltó,  con  la  alegría  de  un  gimnasta  que  llega  al 
final  de  una  carrera  de  obstáculos.  Sacudía  en  torno  de 
la  frente  el  manojo  de  sierpes  de  su  cabellera;  dejaba 
flotante  sobre  su  cuerpo  el  sutil  kimono,  que  había  lle- 
vado recogido  hasta  entonces  como  si  quisiera  replegar- 
se, disminuirse  en  su  marcha  silenciosa. 


468  V.    BLASCO   IMÁÑEZ 

— ¡Cú...  ró/— dijo  al  entrar  con  risa  triunfante — . 
¡Aquí  me  tienes! 

Se  arrojó  en  brazos  de  Fernando  con  cierta  emoción, 
como  si  éste  fuese  su  primer  abandono,  pero  luego  se 
apartó  rudamente  á  impulsos  de  su  movilidad  capri- 
chosa. Encendió  todas  las  luces  del  camarote  para  exa- 
minarlo mejor.  Tocaba  los  libros  apilados  en  el  diván, 
en  la  mesita  y  hasta  en  el  lavabo;  revolvía  los  papeles; 
mostraba  una  curiosidad  infantil  ante  los  objetos  de 
tocador  y  las  ropas  de  Ojeda.  Su  deseo  de  verlo  todo 
adquiría  un  carácter  alarmante. 

— Tú  debes  tener  retratos;  cartas  de  amor.  ;A  saberlo 
que  traes  de  Europa  guardado  en  tus  maletas!...  Ensé- 
ñame tus  conquistas,  viejo  mío.  Muéstramelas  ..  para 
que  me  ría. 

Luego  admiró  el  camarote.  Era  más  grande  que  el 
suyo;  el  techo  más  alto,  y  sobre  todo,  en  vez  del  traga- 
luz redondo  tenía  ventana,  una  verdadera  ventana  como 
las  de  las  construcciones  terrestres.  Saltó  sobre  el  diván 
para  sentarse  en  el  alféizar  de  ella,  sacando  parte  de  su 
cuerpo  fuera  del  buque.  Un  grato  escalofrío  hizo  tem- 
blar su  espalda;  estremecimiento  de  frescura  por  el 
vientecillo  de  la  marcha  que  corría  sobre  su  piel  hin- 
chando la  tela  del  suelto  kimono;  estremecimiento  de 
miedo  al  verse  suspendida  entre  el  vacío  y  la  noche, 
bastándole  un  leve  movimiento  de  retroceso  para  caer 
en  el  mar. 

Ojeda  la  sostuvo,  agarrando  sus  piernas.  Con  esta 
atolondrada  podía  temerse  todo.  Y  Nélida  agradeció  su 
miedo  como  una  manifestación  de  amor,  acariciándole 
la  cabeza,  hundiendo  sus  manos  entre  los  cabellos,  al- 
borotándolos. 

— Figúrate,  negro,  que  yo  me  dejase  caer  así...  ¡Ah... 
ah...  ah!  (Y  al  lanzar  esta  exclamación,  se  echaba  atrás, 
obligando  á  Ojeda  á  un  esfuerzo  violento  para  retener- 
la.) Por  pronto  que  se  enterasen  en  el  buque  é  hicieran 
alto,  pasaría  mucho  tiempo.  Pero  tú  te  echarías  al  agua 
detrás  de  mí,  ¿no  es  cierto,  mi  viejo?...  Vendrías  á  ha- 
cerle compañía  á  tu  nena  en  medio  del  mar,  y  nadaría- 
mos juntos  hasta  que  nos  buscasen...  Y  si  no  nos  busca- 
ban nos  ahogaríamos  juntos...  ¡así!...  ¡bien  juntitos! 


LOS  ARGONAUTAS  469 

Con  la  excitación  del  peligro  se  abrazaba  á  él  fuer- 
temente, tirando  hacia  afuera,  como  si  en  realidad  de- 
sease caer  de  la  ventana  arrastrando  á  su  amante. 

Este  se  libró  con  rudeza  del  abrazo  juguetón  é  im- 
prudente. Estaban  en  medio  del  Océano,  lejos  de  toda 
costa.  Bastaba  una  leve  falta  de  equilibrio,  para  que  ella 
se  desplomase  en  aquellas  aguas  negras  que  pasaban  y 
pasaban  junto  al  flanco  de  la  nave.  Sería  un  chapuzón 
en  el  misterio  y  el  olvido:  una  caída  sin  esperanza. 
Nadie  podía  verla;  la  muerte  era  segura.  Y  aunque  al- 
guien la  viese  y  el  buque  se  detuviera  volviendo  sobre 
su  marcha,  resultaba  difícil  encontrar  un  pequeño  cuer- 
po flotante  en  esta  lóbrega  inmensidad  que  parecía  de 
tinta. 
— Nélida,  ipor  Dios!  Baja  de  la  ventana. 

Pero  ella  reía  de  su  miedo,  segura  al  mismo  tiempo 
déla  fuerza  con  que  la  mantenían  sus  brazos,  «¡xih... 
ah...  ah!»  Y  echaba  el  cuerpo  atrás  en  el  vacío  con  tal 
ímpetu,  que  Ojeda  hubo  de  hacer  grandes  esfuerzos 
para  sostenerla. 

— Di  que  si  yo  cayese  te  echarías  de   cabeza  para 
salvarme...  Di  que  morirías  por  tu  nena... 

Aprobó  Fernando  todo  cuanto  ella  quiso  pedirle,  y 
sólo  así  pudo  conseguir  que  abandonase  la  ventana,  es- 
trechamente abrazada  á  él ,  contemplándolo  con  admi- 
ración. 

—¿De  veras  que  morirías  por  mí?...  Repítelo,  viejito 
rico,  que  yo  lo  oiga...  Dilo  otra  vez,  mi  negro. 

La  gratitud  perduró  en  Nélida  gran  parte  de  la  no- 
che. Ea  la  obscuridad,  sin  más  luz  que  el  tenue  fulgor 
sideral  que  entraba  por  la  ventana,  volvió  á  llamar  á 
Ojeda  «viejito»  y  «negro»,  dos  palabras  amorosas  del 
nuevo  hemisferio  á  las  que  él  no  había  podido  habituarse 
todavía,  y  que  en  medio  de  los  transportes  pasionales 
le  hacían  sonreír. 

Cuando  brilló  de  nuevo  la  electricidad  estaban  los 
dos  sentados  en  el  diván.  Nélida,  por  un  brusco  cambio 
de  su  carácter  tornadizo,  hablaba  ahora  con  tristeza  y 
miedo.  Contaba  los  días  que  faltaban  para  la  llegada  á 
Buenos  Aires.  ¡Cuan  pocos  eran!...  Recordaba  á  su  her- 
mano mayor,  el  rudo  estanciero,  que  en  las  últimas  car- 


470  V,    BLASCO   IBÁÑBZ 

tas  enviadas  á  Berlín  profería  contra  ella  terribles  ame- 
nazas, comentando  las  denuncias  que  le  había  dirigido 
el  hermano  pequeño. 

—Y  ese  zonzo  de  seguro  que  apenas  lleguemos  le  va 
á  contar  no  sólo  lo  de  Alemania,  sino  lo  de  aquí;  lo  tuyo 
también.  ¡Ay!  ¿Qué  va  á  ser  de  mí?... 

Ella,  que  en  su  valerosa  inconsciencia  no  temía  á 
nadie  de  los  que  la  rodeaban,  temblaba  con  sólo  el  re- 
cuerdo de  este  hermano,  al  que  había  podido  apreciar 
en  un  breve  viaje  á  la  Argentina  realizado  tres  años 
antes  acompañando  á  su  padre. 

— Con  él  nadie  bromea.  Es  un  bárbaro...  ;Y  si  hablase 
sólo  de  matarme!  La  muerte  no  me  da  miedo:  al  fin 
todos  hemos  de  pasar  por  ella.  Pero  me  amenaza  con 
algo  peor.  Me  quiere  cortar  la  cara,  me  la  quiere  quemar 
con  vitriolo,  para  que  los  hombres  huyan  de  mí  y  yo 
me  consuma  de  desesperación.  ¡Qué  horror!... 

Temblaba  sólo  al  pensar  en  este  suplicio,  más  temi- 
ble para  ella  que  la  muerte,  no  dudando  un  instante 
de  que  sii  hermano  dejase  de  cumplir  tales  amenazas. 
Guardaba  un  vivo  recuerdo  de  su  gesto  fosco,  de  su 
propensión  á  la  violencia,  de  su  mirada  lúgubre.  Ojeda, 
escuchándola,  se  imaginaba  el  tipo.  Era  un  homicida, 
al  que  había  faltado  una  ocasión  para  el  desarrollo  de 
sus  facultades.  ¡Interesante  la  familia  Kasper  con  sus 
variados  productos  del  cruzamiento  de  razas! 

—  ¡Ay!  Si  tú  me  amases  de  verdad...- continuó  ella, 
implorándole  con  sus  ojos  — .  Tú  que  eres  capaz  de  echarte 
al  mar  por  mí,  podías  hacerme  feliz  con  mucho  menos... 
Di,  mi  viejo,  ¿quieres  hacer  algo  que  yo  te  pida?... 

Fernando,  acosado  por  sus  ruegos,  prometió  obede- 
cerla. ¿Qué  deseaba?...  Una  cosa  insignificante,  que  ex- 
puso ella  con  sencillez.  No  quería  ir  á  América:  mar- 
chaba hacia  Buenos  Aires  como  un  animal  que  va  al 
degolladero.  Aun  estaban  á  tiempo  los  dos  para  ser 
dichosos.  Bajarían  en  Río  Janeiro,  se  esconderían,  de- 
jando que  partiese  el  vapor,  y  tomarían  pasaje  en  otro 
buque  de  los  que  volvían  á  Europa...  ¡Ah,  el  hermoso 
Berlín!  En  ninguna  ciudad  de  la  tierra  se  vivía  con  más 
felicidad. 

Casi  saltó  Fernando  de  su  asiento  á  impulsos  de  la 


LOS  AnaONAUTAS  471 

sorpresa.  ^;Volver  á  Europa,  cuando  aun  no  había  lle- 
gado al  término  de  su  viaje?  Sólo  podía  admitir  esta 
proposición  como  una  broma.  ¿Y  sus  negocios?...  ¿Qué 
iba  á  hacer  él  en  Berlín?... 

Nélida  se  sintió  ofendida  por  la  extrañeza  que  mos- 
traba su  amante. 

— No  rae  quieres,  bien  lo  veo.  Todos  los  homJores  sois 
lo  mismo.  Muchas  promesas  y  luego  retrocedéis  ante  el 
sacrlñcio  más  pequeño...  ¡Egoístas! 

Se  quejaba  como  si  acabase  de  descubrir  una  gran 
infidelidad,  ella,  á  la  que  había  visto  Ojeda  en  trato 
amoroso  con  otros  hombres  y  que  dejaba  á  sus  espaldas, 
en  Europa,  un  pasado  del  que  iba  á  pedirle  cuentas  el 
«gaucho»  vengador.  Sólo  llevaban  dos  días  de  amores  y 
se  extrañaba  de  verse  desobedecida,  como  si  los  hombres 
no  tuviesen  otra  obligación  que  seguirla  en  todos  sus  ca- 
prichos y  su  insolente  juventud  fuese  el  centro  del  mun- 
do, en  torno  del  cual  debían  girar  personas  y  sucesos. 
— Me  mataré — dijo  con  energía — .  Y  si  no  me  mato 
me  marcharé  sola.  Yo  te  juro  que  no  llego  á  aquella 
tierra...  ¡Qué  horror! 

Acordábase  de  los  meses  que  había  pasado  en  Ar- 
gentina tres  años  antes.  Era  un  país  para  mujeres  como 
su  madre.  Buenos  Aires  aun  podía  tolerarse,  pero  ellos 
iban  á  vivir  en  una  ciudad  del  interior,  cerca  de  la 
estancia  que  dirigía,  su  hermano. 

— Por  toda  diversión  una  plaza  en  la  que  toca  una 
música  algunas  noches.  Las  niñas  se  pasean  por  un  lado, 
como  manadas  de  pavos,  y  los  hombres  por  otro;  sin  ha- 
blarse, dirigiéndose  miradas,  lo  que  allá  llaman  afilar^ 
y  sin  atreverse  á  un  saludo.  Luego  el  encierro  en  casa 
todo  el  día...  la  conversación  con  las  amigas  de  mamá. 
No;  ¡primero  morir!  Yo  necesito  ir  á  Berlín.  ¡Si  tú  cono- 
cieses lo  hermoso  que  es  Berlín!... 

Intentaba  vencer  la  resistencia  de  Ojeda  con  los  re- 
cuerdos de  aquella  capital,  en  la  que  había  transcurrido 
lo  mejor  de  su  vida.  Ella  no  conocía  París.  Su  padre 
se  había  negado  sieuípre  á  llevar  á  su  familia  á  esta 
ciudad.  Se  enfurecía  el  señor  Kasper  como  un  profeta 
bíblico  al  hablar  de  la  raodei'na  Babilonia,  urbe  corrom- 
pida, inventora  de  malas  costumbres...  ¡Ay  Berlín!  Tal 


472  V.    BLASCO   IBÁÑES 

vez  las  parisienses  fuesen  más  elegantes,  más  ñnas  que 
las  otras,  pero  en  Berlín  todo  era  grande.  Los  cafés  y  los 
teatros  más  enormes  que  los  de  París.  Los  establecimien- 
tos nocturnos  copiaban  los  títulos  de  Montmartre,  pero 
si  en  una  sala  parisién  danzaban  cincuenta  parejas,  en 
la  de  Berlín  bailaban  doscientas;  si  en  una  parte  se  des- 
tapaban diez  botellas,  en  la  otra  eran  cien;  y  si  en  los 
bulevares  había  batallones  de  mujeres  sueltas,  en  la  me- 
trópoli germánica  podían  formarse  cuerpos  de  ejército 
con  las  hembras  en  disponibilidad. 

Todo  era  abultado,  inmenso,  colosal,  en  aquella  urbe 
disciplinada;  hasta  la  alegría  y  la  licencia,  que  habían 
sobrevenido  como  resultados  del  triunfo.  Y  la  mestiza 
de  alemán  y  de  criolla  hablaba  con  nostalgia  de  la  vida 
nocturna  de  Berlín,  de  todo  lo  que  había  conocido  y  go- 
zado en  su  absoluta  libertad  de  «señorita  educada  á  la 
moderna». 

— Tú  sólo  has  visto  aquello  como  viajero;  además, 
conoces  poco  el  idioma.  No  sabes  lo  que  es  la  vida  allá. 
¡Si  la  conocieras!...  ¡Si  accedieses  á  venir  conmigo! 

Y  con  la  inconsciencia  de  su  entusiasmo,  sin  darse 
cuenta  de  la  impresión  penosa  que  causaba  en  Ojeda , 
comenzó  á  hablarle  de  sus  aventuras.  Tenía  una  amiga, 
hija  de  alemán  y  de  norteamericana,  cuyos  padres  vi- 
vían en  Berlin  después  de  haber  hecho  fortuna  en  los  Es 
tados  Unidos.  Las  dos  se  escapaban  de  sus  casas  por 
la  noche  para  ir  á  los  cafés  más  célebres  en  compañía 
de  unos  novios  con  los  que  nunca  habían  de  casarse. 
Este  acompañamiento  no  las  impedía  cenar  con  ricos 
señores  de  la  industria  y  de  la  banca  que  celebraban 
un  buen  negocio.  Los  dueños  de  los  establecimientos  las 
atraían  y  halagaban  á  ellas  y  á  otras  de  su  clase.  Eran 
señoritas,  con  un  encanto  superior  al  de  las  otras  muje- 
res. Sabían  mantener  sus  aventuras  en  un  término  pru- 
dente, con  más  bullicio  y  atrevimiento  que  las  profesio- 
nales, pero  sin  permitir  nunca  el  atentado  irreparable. 
Mostrábanse  expertas  en  la  tentación  que  enardece  al 
parroquiano  y  le  hace  volver.  Y  para  asegurarse  el  au- 
xilio de  estas  colaboradoras,  los  gerentes  les  daban  unas 
primas  sobre  lo  que  hacían  gastar  á  los  señores,  algunos 
centenares  de  marcos  al  mes,  que  eran  una  entrada  su- 


LOS  ARGONAUTAS  473 

pletoria  para  vestidos  y  sombreros,   compensando  de 
este  modo  el  regateo  económico  de  sus  familias. 

— Un  gran  país— continuó  Nélida — .  Allí  únicamente 
se  vive.  ¿Y  tú  no  quieres  llevarme?  ;Tan  dichosos  que 
seríamos  los  dos!...  Di,  ¿por  qué  no  quieres? 

Fernando  quedó  indeciso.  No  sabía  qué  contestar  á 
esta  loca,  de  una  amoralidad  desconcertante.  Era  inútil 
exponer  razones  de  honor,  hablar  de  su  dignidad,  que 
no  podía  adaptarse  á  este  género  de  existencia.  Jamás 
llegaría  á  entenderle. 

Para  salir  del  paso  aludió  á  las  dificultades  materia- 
les que  se  oponían  á  su  plan.  ¿Qué  iba  á  hacer  él  en 
Berlín?  ¿De  qué  podían  vivir?  Para  estas  aventuras  se 
necesita  dinero,  y  él  no  lo  tenía. 

Nélida  abrió  los  ojos  con  asombro.  No  podía  com- 
prender un  hombre  sin  dinero.  Todos  los  que  ella  había 
conocido  hasta  entonces  lo  tenían  en  abundancia,  ó  al 
menos  jamás  se  preocupaban  visiblemente  de  su  cares- 
tía. jUn  hombre  sin  dinero!...  Le  parecía  inaudita  esta 
revelación  y  miró  á  Ojeda,  como  si  acabase  de  descu- 
brir en  él  nuevos  encantos  y  perfecciones. 

Ella  tenía  dinero  para  los  dos.  Ignoraba  cuánto:  tal 
vez  mil  quinientos  marcos.  Y  repitió  varias  veces  la 
cifra,  dándola  gran  importancia  por  ser  dinero  suyo: 
ahorros  de  la  vida  en  Berlín...  Además  de  esto,  tenía  sus 
pequeñas  alhajas,  regalos  de  amistad,  que  llevaría  con 
ella.  No  necesitaban  de  grandes  cantidades  para  llegar 
á  Berlín,  y  una  vez  allá  todo  les  sería  fácil.  Contaba 
con  amigos,  muchos  amigos;  una  mujer  sale  fácilmente 
de  apuros.  Ojeda  sólo  tendría  que  ocuparse  de  su  per- 
sona, y  si  era  necesario,  ella  ayudaría  también  á  su 
viejito...  á  su  negro. 

—  ¡Nélida! — protestó  Fernando. 

Pero  no  quiso  decir  más.  ¿Para  qué?...  Ni  él  acepta- 
ba aquel  viaje,  ni  ella,  con  la  movilidad  de  sus  fugaces 
impresiones,  se  acordaría  tal  vez  de  esto  á  la  mañana 
siguiente. 

Sonó  un  gran  estrépito  en  las  cubiertas  superiores:  rui- 
do de  voces,  correteos.  Luego  las  fuertes  pisadas  se  aleja- 
ron hacia  la  popa,  acompañando  una  violenta  discusión. 
Debían  ser  los  de  la  banda:  que  se  peleaban  entre  ellos. 


474  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

— Márchate — dijo  Ojeda  -.  Son  las  tres.  Esas  gentes 
pasean  por  todo  el  buque  antes  de  acostarse,  y  te  pue- 
den sorprender. 

Aceptó  el  mandato  Nélida,  más  por  despecho  que 
por  obediencia  amorosa.  Sus  besos  de  despedida  fueron 
glaciales.  Fruncía  ella  las  cejas;  brillaba  en  sus  ojos  un 
resplandor  hostil. 

— No  me  quieres;  bien  lo  veo...  Otro  se  consideraría 
feliz  si  yo  le  permitiese  acompañarme  en  mi  fuga,  y  tú 
parece  que  estás  arrepentido  de  conocerme...  Cualquiera 
diría  que  te  he  propuesto  un  crimen. 

Fernando  murmuró  algunas  excusas...  Era  un  asun- 
to que  merecía  ser  pensado.  Tal  vez  se  decidiese  al  día 
siguiente.  Pero  ella,  adivinando  la  falsedad  de  sus  pala- 
bras, no  quiso  oírle.  «¡Adiós!»  Le  empujó  para  ganar 
la  puerta,  cerrándola  tras  ella  ruidosamente,  como  si 
ya  no  le  importase  guardar  recato  alguno. 

«¡Adiós!»,  contestó  Ojeda  al  quedar  solo.  Levantaba 
los  hombros,  sonreía  con  un  gesto  de  cansancio,  le  pa- 
reció más  agradable  su  camarote  sin  otra  presencia 
que  la  suya...  ¡Muchacha  loca;  adorable  por  una  hora 
é  insufrible  por  toda  una  noche!...  Reía  francamente  al 
recordar  las  extrañas  proposiciones  de  Nélida.  ¡A  Berlín 
él!...  ¿Qué  se  le  había  perdido  allá?...  Y  todo  porque  la 
niña  le  tenía  miedo  al  hermano  medio  salvaje.  Era  una 
solución  digna  de  su  cabeza  destornillada. 

Con  estos  comentarios  fué  desnudándose,  y  al  apa- 
gar la  luz  experimentó  entre  las  sábanas  la  voluptuosi- 
dad del  que  se  ve  solo  después  de  haber  sufrido  una 
compañía  enojosa.  ¡Ah,  las  mujeres!  ¡Lástima  grande 
no  poder  vivir  sin  ellas!  Ojeda,  que  empezaba  á  dormir- 
se, dio  algunas  vueltas  en  su  nebuloso  pensamiento  á  la 
vulgarizada  frase  del  dramaturgo  escandinavo.  Siempre 
que  una  contrariedad  amorosa  le  impulsaba  á  separar- 
se de  una  mujer  se  decía  lo  mismo:  «El  hombre  aislado 
es  el  más  fuerte...»  ¡Ay!  Fácil  era  aislarse  cuando  el 
organismo  parecía  crujir  de  fatiga  y  la  hartura  quitaba 
todo  encanto  á  las  tentaciones.  Pero  transcurría  el  tiem- 
po; la  mujer  despreciada  adquiría  mayor  valorización 
á  cada  vuelta  de  sol,  y  el  deseo  al  renacer  en  las  entra- 
ñas las  arañaba  como  un  demonio  implacable,  diciendo 


LOS  ARGONAUTAS  475 

burlonamente  á  cada  zarpazo:  «Toma,  hombre  aislado: 
toma  y  aguanta,  ya  que  eres  el  más  fuerte...» 

Despertó  Ojeda  al  día  siguiente  con  los  sonidos  de  la 
música,  que  daba  su  concierto  matinal.  Cuando  subió 
á  la  cubierta  era  muy  tarde.  Muchos  esperaban  el  toque 
de  mediodía  para  entrar  en  el  comedor.  Adivinó  Fer- 
nando en  las  miradas  de  algunos  y  en  el  secreto  de 
ciertas  conversaciones  que  un  suceso  extraordinario 
había  ocurrido  en  el  buque. 

Vio  venir  hacia  él  á  Maltrana  con  la  majestad  som- 
bría de  un  hombre  cargado  de  secretos.  Las  miradas 
de  algunos  pasajeros  tendidos  en  sus  sillones  le  seguían 
con  cierta  admiración.  Parecía  haber  crecido  en  una 
noche.  Era  otro,  con  la  mirada  grave,  la  frente  pesada, 
los  brazos  cruzados  sobre  el  pecho  y  un  índice  apoyado 
en  la  boca,  lo  mismo  que  si  adoptase  un  gesto  de  pensa- 
dor viéndose  rodeado  de  máquinas  fotográficas. 

— Tengo  que  hablarle. 

Dijo  esto  con  tono  de  misterio,  y  se  llevó  á  su  amigo 
hacia  el  extremo  de  proa. 

— ¿Por  casualidad,  trae  usted  una  caja  de  pistolas  de 
desafío?... 

A  pesar  de  que  Ojeda,  en  vista  del  aspecto  de  su 
amigo,  estaba  preparado  para  las  peticiones  más  extra- 
ordinarias, no  pudo  reprimir  su  sorpresa...  ¿Pistolas  de 
desafío?...  ¿Es  que  «por  casualidad»  viajaban  las  gentes 
con  una  caja  de  ellas  en  el  equipaje?...  Maltrana  se  ex- 
cusó. Recordaba  que  su  compañero  había  tenido  varios 
lances,  y  esto  le  hacía  suponer  que  bien  podría  llevar 
con  él  esta  clase  de  armas. 

— Siento  que  usted  no  las  tenga,  Fernando,  y  no  sé 
cómo  salir  del  paso.  Hay  un  duelo  pendiente  á  bordo,  y 
los  adversarios,  así  como  los  otros  testigos,  me  han  he- 
cho el  honor  de  confiarse  en  mi  pericia,  encargándome 
la  preparación  del  combate.  Una  misión  difícil. 

El  desafío  iba  á  realizarse  á  la  mañana  siguiente  en 
tierra,  con  el  mayor  secreto,  durante  las  pocas  horas 
que  el  buque  permanecería  anclado,  y  él  tenía  que  esta- 
blecer las  condiciones,  para  lo  cual  le  era  necesario, 
ante  todo,  encontrar  las  armas. 

No  faltaban  éstas  en  el  buque.  Todos  los  pasajeros 


476  V.   BLASCO  IBÁPÍHZ 

tenían  la  saya,  y  hasta  algunas  señoras  ocultaban  en 
sus  camarotes  el  arma  de  fuego  niquelada,  brillante  y 
graciosa  como  un  juguete.  Había  revólveres  de  todos 
los  calibres,  pistoletes  automáticos  de  diversos  mecanis- 
mos. Un  argentino  hasta  le  había  ofrecido  para  el  caso 
dos  carabinas  de  repetición  con  balas  blindadas,  que 
llevaba  para  su  estancia.  Pero  todas  eran  armas  vulga- 
res, prosaicas,  de  última  hora;  armas  sin  tradición,  que 
no  podían  servir  por  falta  de  títulos  para  que  dos  caba- 
lleros se  matasen.  El  necesitaba  espadas  ó  pistolas  an- 
tiguas que  se  cargasen  por  la  boca,  como  ordena  el 
ceremonial  del  honor,  armas  poéticas  consagradas  por 
el  teatro  y  la  novela;  y  toda  aquella  gente  sólo  podía 
ofrecerle  ferretería  moderna,  falta  de  nobleza,  que  fun- 
cionaba cual  un  reloj  y  distribuía  la  muerte  con  mecá- 
nica exactitud.  No  había  podido  encontrar  á  bordo  ni 
siquiera  dos  sables,  arma  híbrida,  arma  mestiza,  que 
era  como  una  transición  entre  las  unas  y  las  otras. 

Ojeda  le  interrumpió  en  estas  consideraciones.  Que- 
ría saber  el  motivo  del  duelo  y  quiénes  eran  los  com- 
batientes. 

Se  expresó  Maltrana  con  triste  dignidad.  Había  sido 
al  final  de  la  fiesta  en  su  honor,  cuando  más  conten- 
tos y  fraternales  se  mostraban  los  amigos.  Muchos  se 
habían  retirado  á  sus  camarotes.  Eran  las  tres  de  la 
madrugada.  Al  cerrarse  el  fumadero  habían  subido  á  la 
cubierta  de  los  botes  para  terminar  el  jolgorio  en  el  ca- 
marote del  belga,  que  iba  á  separarse  al  día  siguiente  de 
la  honorable  sociedad.  Llevaban  á  prevención  algunas 
botellas  y  al  quedar  vacías  éstas  probaron  á  beber  cierto 
alcohol  de  tocador,  agua  de  Colonia  ó  algo  semejante, 
riendo  de  las  muecas  y  náuseas  que  el  líquido  perfu- 
mado provocaba  en  algunos. 

— Cuando  más  contentos  estábamos,  surgió  la  pelea 
entre  el  belga  y  ese  alemán  pariente  de  Nélida,  los  dos 
amigos  más  íntimos,  siempre  juntos,  desde  que  entra- 
ron en  el  buque.  Yo  creo  que  en  el  fondo  se  odiaban  sin 
saberlo.  Inútil  decir  á  usted  quién  es  el  verdadero  cul- 
pable... ¿Quién  ha  de  ser?...  Nélida.  Y  lo  más  gracioso 
del  caso  es  que  ninguno  de  los  dos  la  nombró,  pero 
ambos  la  tenían  en  el  pensamiento.  Estaban  furiosos 


LOS  ARGONAUTAS  477 

desde  hace  días;  desde  que  la  muchacha  se  fijó  en  usted. 
Fué  una  suerte  que  no  anduviese  usted  anoche  por  el 
buque.  Hubiésemos  tenido  un  disgusto. 

Los  dos  rivales  se  hacían  responsables  del  aparta- 
miento de  la  joven.  Cada  uno  de  ellos  se  imaginaba  que 
de  quedar  solo  al  lado  de  ella  habría  podido  retenerla. 
Pero  se  habían  estorbado  con  su  mutua  presencia,  aca- 
bando por  cansar  á  Nélida  en  fuerza  de  rivalidades  y 
celos.  Y  este  odio  silencioso  que  los  dos  llevaban  en  su 
pensamiento  había  estallado  en  la  madrugada  con  la 
rapidez  y  la  incoherencia  de  las  querellas  de  borrachos. 
Unas  cuantas  palabras  ofensivas  á  las  que  no  prestó 
atención  el  resto  de  la  banda,  y  de  pronto  botellas  por 
el  aire,  bofetadas,  lucha  cuerpo  á  cuerpo. 

— Algo  muy  triste,  amigo  Ojeda.  Por  voluntad  del 
alemán,  allí  mismo  hubiese  terminado  el  incidente.  El 
tiene  un  ojo  hinchado  y  el  otro  lleva  en  un  carrillo  algo 
que  parece  un  tumor.  Los  dos  iguales.  No  se  necesitaba 
más  para  volver  á  ser  amigos...  Pero  el  belga  entiende 
las  cosas  de  otro  modo.  Saca  á  colación  su  baronía,  y 
además  creo  que  ha  sido  subteniente  de  no  sé  qué  guar- 
dia nacional  ó  reserva  de  su  país.  En  fin,  que  ha  arras- 
trado sable  y  tiene  empeño  en  batirse  con  su  amigóte 
para  después  estrecharle  la  mano  con  toda  tranquilidad. 
Y  los  dos  se  han  confiado  á  mí  en  esto  del  duelo. 

Maltrana  se  excusó  modestamente. 
— No  extrañe  usted  esta  predilección.  Se  han  ente- 
rado de  que  yo  tuve  en  nuestra  tierra  algunos  desafíos 
(porque  con  ellos  me  iba  el  pan),  y  me  miran  con  tanto 
respeto  como  si  fuese  de  la  Tabla  Redonda...  Además, 
ha  influido  igualmente  mi  triunfo  oratorio  de  anoche; 
el  nuevo  prestigio  que  me  rodea.  Uno  que  habla  es 
bien  sabido  que  sirve  para  todo...  Hasta  para  gobernar 
pueblos. 

Y  como  Fernando  no  podía  darle  lo  que  necesitaba, 
se  alejó  en  busca  de  las  armas.  Iba  á  hacer  la  misma 
pregunta  á  otros  pasajeros  de  distinción,  y  si  éstos  no 
tenían  «por  casualidad»  una  caja  de  pistolas,  arreglaría 
el  encuentro  á  revólver  escogiendo  dos  completamente 
iguales  entre  los  muchos  que  le  habían  ofrecido. 

Al  pasear  Ojeda  por  la  cubierta  vio  á  los  adver- 


478  V.    BLASCO    ÍBÁÑMí 

sarios,  uno  en  la  terraza  del  fumadero  y  otro  en  el  bal- 
conaje de  proa,  ostentando  ambos  en  la  cara,  sin  recato 
alguno,  las  buellas  del  choque  nocturno.  La  banda  se 
había  dividido  según  sus  opiniones  y  afectos,  quedando 
un  grupo  en  torno  del  alemán  y  otro  junto  a,l  barón. 
Los  dos  se  mantenían  en  actitud  arrogante,  como  acto- 
res que  vigilan  sus  movimientos  sabiendo  que  todas  las 
miradas  están  fijas  en  ellos. 

De  Nélida  no  se  acordaba  nadie.  Este  choque,  que 
podía  tener  consecuencias  trágicas,  había  quitado  todo 
interés  á  la  inquieta  muchacha  y  sus  insolentes  veleida- 
des. Ojeda  la  vio  venir  hacia  él  pasando  ante  el  grupo 
que  formaban  el  barón  y  sus  amigos  en  la  terraza  del 
fumadero.  Todos  la  consideraron  con  indiferencia  y  ni 
siquiera  volvieron  los  ojos  para  seguirla  mientras  se 
alejaba.  La  atención  era  para  el  héroe  que  con  el  carri- 
llo hinchado  relataba  por  cuarta  vez  cierto  desafío  te- 
rrible en  el  que  casi  había  matado  á  su  rival. 

Al  reunirse  Nélida  con  Fernando  le  habló  con  apre- 
suramiento. Iba  buscándole  desde  una  hora  antes  por 
todo  el  buque...  ¡Lo  que  le  ocurría  á  ella  por  culpa  del 
hermano!... 

— Cuando  veas  á  papá  dile  que  estuviste  acompañán- 
dome hasta  las  tres  de  la  mañana  en  el  comedor  y  que 
me  encontraste  á  la  una.  El  te  preguntará,  pero  aunque 
no  te  pregunte  dile  eso  de  todos  modos. 

Había  cometido  una  imprudencia  la  noche  anterior, 
al  ir  en  busca  de  él,  dejando  olvidada  la  llave  en  la 
puerta  de  su  camarote.  El  «zonzo»,  ó  sea  el  hermano, 
ansioso  de  venganza  por  los  golpes  de  la  tarde,  había 
cerrado  la  puerta  al  notar  su  salida,  guardándose  la 
llave.  Inútiles  los  ruegos  de  Nélida,  cuando  al  volver  en 
la  madrugada  intentó  ablandar  á  su  hermano  llamando 
á  la  puerta  de  su  camarote.  Se  fingía  dormido.  Y  ella  ha- 
bía pasado  el  resto  de  la  noche  en  una  silla  del  comedor^ 
á  obscuras,  invisible  para  los  de  la  banda,  que  andaban 
divididos  de  un  lado  á  otro  con  la  agitación  de  la  pelea 
reciente. 

Los  criados  que  estaban  de  guardia  podían  atesti- 
guar que  había  pasado  la  noche  en  el  comedor.  Simple 
asunto  de  cambiar  las  horas  asegurando  que  estaba  allí 


LOS   ARGONAUTAS  479 

desde  mucho  antes.  Todos  los  criados  del  buque  son- 
reían al  verla  y  estaban  prontos  á  afirmar  lo  que  ella 
les  pidiese... 

Una  escena  borrascosa  de  ramiii8 ,  cuando  el  digno 
señor  Kasper  y  su  esposa  se  levantaron  y  abrió  el  hijo 
la  puerta  del  vacío  camarote.  «Nélida  ha  pasado  la 
noche  fuera.»  Pero  Nélida  sobrevino  como  una  fiera  y 
hubo  que  arrancarle  al  «zonzo»  de  entre  las  manos. 
Aquel  bandido  se  había  aprovechado  de  una  corta  sali- 
da por  exigencias  higiénicas  para  cerrar  la  puerta,  de- 
jándola fuera  del  camarote,  obligada  á  vagar  por  el 
buque,  expuesta  á  peligros  y  murmuraciones...  todo  por 
el  deseo  de  calumniarla. 

Ella  había  pasado  la  noche  sentada  en  el  comedor; 
tenía  testigos,  los  criados  que  estaban  de  guardia.  Aun 
podía  ofrecer  un  testimonio  más  importante:  el  señor 
Ojeda,  que  la  había  encontrado  á  la  una  y  media,  cuan- 
do él  se  retiraba  á  su  camarote,  acompañándola  hasta 
las  tres.  ¿Cuándo  iba  á  terminar  de  martirizarla  este 
malvado?... 

La  madre  tomaba  partido  por  el  hijo,  mirándola  á 
ella  con  ojos  iracundos.  Era  la  vergüenza  de  la  familia: 
los  iba  á  matar  á  disgustos.  «Papá...  papá»,  imploraba 
Nélida.  Y  el  señor  Kasper  reflexionaba  como  un  rey 
justiciero,  acariciándose  las  barbas.  ¡Prudencia!  Había 
que  pesar  bien  las  cosas  para  ser  equitativo.  La  niña 
ofrecía  pruebas,  y  el  tonto  únicamente  sabía  insistir  en 
su  acusación,  sin  añadir  testimonio  alguno.  Y  casi  sen- 
tenció por  adelantado,  intentando  dar  un  repelón  al 
muchacho.  «¡Raza  maliciosa  y  vengativa!  Nada  bueno 
podía  esperarse  de  los  de  su  sangre.» 

Nélida  no  tenía  miedo  al  enojo  de  sus  padres,  pero 
necesitaba  convencerlos  de  su  inocencia  para  que  le 
sirviesen  de  fiadores  ante  el  hermano  temible  que  la 
esperaba  al  término  del  viaje.  ¿Y  aun  se  resistía  Fernan- 
do cuando  ella  le  hablaba  de  huir,  como  si  le  propusiese 
algo  disparatado?  No;  no  iría  á  Buenos  Aires:  estaba 
resuelta  á  escaparse  al  día  siguiente...  Pero  la  inme- 
diata realidad  le  hizo  insistir  en  sus  recomendaciones: 

— Cuando  papá  te  pregunte,  ya  sabes  lo  que  debes 
decir...  Y   si  no  te  pregunta,   habíale   tú.   Hazlo,   mi 


480  V.    BLASCO   IBÁKBfí 

viejo:  sé  buenito.  Allí  lo  tienes  cerca  del  fumadero  ha- 
blando con  el  señor  Pérez.  El  se  alegra  mucho  de  verte: 
dice  que  eres  la  mejor  persona  de  á  bordo. 

Y  le  empujaba  dulcemente,  extremando  los  gestos  y 
miradas  de  seducción.  Ojeda,  con  su  pasividad  habitual 
ante  el  mandato  de  una  mujer,  siguió  este  impulso,  di- 
rigiéndose en  busca  del  señor  Kasper.  ¡Qué  de  embustes 
y  enredos  con  esta  muchacha!...  Afortunadamente,  el 
día  de  la  liberación  estaba  próximo,  y  una  vez  en  tierra 
no  la  vería  más. 

Sonrió  el  patriarca  á  Fernando,  sin  interrumpir  por 
esto  su  conversación  con  Pérez.  Hablaban  de  política, 
conviniendo  los  dos  en  un  gran  amor  por  los  gobiernos 
fuertes  y  en  la  necesidad  de  fusilar  á  todos  los  enemigos 
de  la  autoridad.  El  señor  Kasper  odiaba  las  repúblicas, 
gobiernos  de  pelagatos  con  levita,  de  parlanchines  ham- 
brientos. Los  pueblos  debían  ser  regidos  por  hombres  á 
caballo,  con  deslumbrantes  uniformes.  Y  satisfecho  de 
que  á  él  le  hubiese  tocado  esta  suerte,  abrumaba  con 
ironías  y  sarcasmos  á  la  más  célebre  de  las  Repúblicas. 
Nunca  había  querido  vivir  en  París.  ¡Una  nación  go- 
bernada por  abogados  y  periodistas!  ¡Un  pueblo  sin  mo- 
ralidad y  casi  sin  familia!  Todo  el  mundo  sabía  esto... 

Ganoso  de  retener  á  Fernando,  dejó  que  Pérez  se 
marchase  en  busca  del  tercer  aperitivo  de  la  mañana,  y 
al  quedar  solos,  fué  el  patriarca  el  que  inició  la  explica- 
ción deseada  por  Nélida. 

Ya  sabía  él  que  el  señor  Ojeda  había  acompañado  á 
la  niña  gran  parte  de  la  noche  en  el  comedor.  Le  daba 
las  gracias  por  su  amabilidad.  No  podía  haber  encontra- 
do mejor  acompañante  que  él,  un  caballero  distinguido 
y  serio.  Eran  querellas  entre  muchachos;  una  genia- 
lidad de  su  hijo  menor,  que  le  proporcionaba  muchos 
disgustos.  La  sangre  de  los  abuelos  criollos  despertaba 
en  sus  venas...  Su  hijo  el  mayor  era  más  equilibrado, 
pero  en  cuanto  á  carácter,  allá  se  iba  con  el  otro  ¡Gente 
interesante  y  temible!...  Nélida  y  él  eran  más  tranqui- 
los, de  genio  siempre  igual. 

Hacía  elogios  de  la  hija  predilecta,  olvidando  por 
completo  el  incidente  de  la  noche  anterior,  sin  pedir 
nuevas  aclaraciones,  librando  á  Ojeda  de  la  necesidad 


LOS  ARGONAUTAS  481 

de  mentir,  diciéndolo  él  todo,  como  si  estuviese  mejor 
enterado  que  nadie  por  el  solo  testimonio  de  Nélida.  Y 
acompañaba  sus  palabras  con  tales  sonrisas,  que  Fer- 
nando acabó  por  sentirse  desconcertado.  «Este  señor 
es  tonto — pensaba — ,  tonto  como  su  hijo  menor.»  Pero 
luego  parecía  dudar.  «O  tal  vez  es  un  fresco.  El  mayor 
sinvergüenza  que  he  conocido.» 

Mientras  tanto,  el  señor  Kasper  pasaba  con  suavidad 
del  elogio  de  su  hija  á  hablar  de  los  negocios  de  Améri- 
ca, tema  en  el  que  insistió  hasta  el  toque  de  mediodía, 
que  deshizo  los  grupos  empujando  las  gentes  al  comedor. 

Después  del  almuerzo  muchos  pasajeros,  en  vez  de 
permanecer  arrellanados  en  los  asientos  del  jardín  como 
gentes  faltas  de  ocupación,  tomaban  rápidamente  el  café 
y  salían  cual  si  fueran  en  busca  de  algo  importante.  Los 
pupitres  de  los  salones  y  del  fumadero  estaban  ocupa- 
dos por  hombres  y  mujeres  que  escribían  y  escribían, 
teniendo  ante  ellos  un  montón  de  cartas  cerradas  con  las 
direcciones  puestas.  Por  encima  de  sus  cabezas  pasaban 
manos  rapaces,  apoderándose  con  profusión  de  sobres 
y  pliegos.  Corrían  los  criados,  no  sabiendo  cómo  acudir 
á  tan  diversos  llamamientos.  Todos  pedían  lo  mismo: 
papel  y  plumas. 

Se  interpelaban  los  viajeros  para  implorar  el  prés- 
tamo de  un  estilógrafo.  Improvisábanse  escritorios  en- 
tre las  tazas  de  café,  así  como  en  las  mesas  de  la  cu- 
bierta y  sobre  los  pianos.  Todos  habían  sentido  de  pronto 
la  necesidad  de  escribir.  Al  día  siguiente  llegaba  el 
Goethe  á  puerto,  y  las  gentes  despertaban  de  su  ensueño 
azul  que  había  durado  diez  días.  Se  acordaban  de  que 
existía  el  mundo,  de  que  no  estaban  solos  en  el  planeta, 
y  había  una  vida  más  allá  de  la  oceánica  extensión, 
con  la  que  iban  á  ponerse  de  nuevo  en  contacto. 

Los  hombres  se  apartaban  de  las  señoras,  á  las  que 
habían  cortejado  hasta  entonces.  Ceñudos  y  preocupa- 
dos, buscaban  un  rincón  y  mordían  el  cabo  del  palillero 
ante  el  pliego  virgen,  no  sabiendo  cómo  reanudar  sus 
ideas.  Las  mujeres  parecían  más  graves  y  silenciosas, 
poseídas  de  súbito  ascetismo.  Rehuían  las  conversacio- 
nes como  si  fuesen  arriesgadas  para  su  virtud.  Deseaban 
estar  solas  y  movían  en  este  aislamiento  su  pluma  len- 

31 


482  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

tamente,  con  vacilaciones  entre  línea  y  línea,  cual  si  te- 
mieran decir  poco  ó  decir  demasiado. 

Isidro,  que  no  había  de  escribir  á  nadie — pues  sólo 
pensaba  enviar  á  su  hijo  una  postal  con  negros  al  bajar 
á  tierra — ,  contempló  irónicamente  esta  fiebre  grafomá- 
nica.  iQué  de  embustes  sobre  el  papel;  historias  fingidas 
á  última  hora  para  llenar  pliegos  sin  que  se  transparen- 
tase la  verdad!  ¡Qué  de  juramentos  de  eterno  recuerdo, 
cuando  los  pobres  recuerdos  de  tierra  no  habían  salido 
délos  equipajes  y  en  ellos  permanecían  encogidos,  cual 
prendas  sin  uso,  mientras  el  olvido  y  el  afán  de  placer 
sin  consecuencias  se  habían  enseñoreado  del  buque! . . . 
Maltrana  pensó  que  si  toda  esta  avalancha  de  mentiras 
se  solidificase  repentinamente,  el  pobre  Goethe  se  iría  á 
fondo  no  pudiendo  resistir  tan  enorme  peso. 

Entre  los  que  escribían  estaba  Ojeda.  Inclinado  sobre 
un  velador  del  jardín  de  invierno,  iba  llenando  pliegos, 
lo  mismo  que  en  la  víspera  de  la  llegada  á  Tenerife. 
Pero  |ay!  su  carta  era  ahora  un  trabajo  literario  y  re- 
flexivo. Los  recuerdos  venían  á  interrumpir  su  escritura 
como  la  otra  vez;  pero  estos  recuerdos  no  evocaban 
dulce  melancolía,  sino  vergüenza  y  remordimiento. 

Once  días  escasos  habían  transcurrido  entre  las  dos 
cartas.  ¡Qué  de  sucesos!...  ¡Qué  de  traiciones  y  vilezas! 
Sentía  dudas  sobre  su  personalidad:  creía  que  durante 
este  tiempo  se  había  verificado  en  él  un  prodigioso  des- 
doble. Ya  no  era  el  mismo  que  de  todo  corazón  lanzaba 
sobre  el  papel  los  apasionados  juramentos  de  la  pareja 
wagneriana.  «Alejados  el  uno  del  otro,  ¿quién  nos  sepa- 
rará?...» Estas  palabras  hacían  levantarse  en  su  recuer- 
do, como  testimonio  de  infidelidad,  varias  figuras  de 
mujer:  Maud,  Mina,  aquella  Nélida  que  rondaba  por 
cerca  de  él,  que  asomaba  á  la  ventana  inmediata  su 
rostro  insolente  y  le  hacía  señas  con  los  ojos,  con  los 
labios,  para  que  saliese  cuanto  antes. 

Afortunadamente  la  proximidad  de  la  tierra  iba  á 
desvanecer  esta  embriaguez  voluptuosa  del  Océano  que 
le  había  mantenido  en  amable  inconsciencia. 

El  recuerdo  de  Teri,  adormecido  durante  el  viaje, 
resurgía  más  vigoroso,  con  mayor  relieve,  abultado  por 
la  luz  exageradora  del  remordimiento.  Y  este  remordí- 


LOS  ARGONAUTAS  483 

miento  parecía  añadir  un  nuevo  incentivo  á  su  amor. 
Era  algo  semejante  al  sacrilegio  ó  al  parentesco,  que 
sazonan  ciertas  pasiones  con  el  acre  y  atractivo  perfume 
de  lo  prohibido  y  lo  monstruoso. 

Al  sentir  intranquila  su  conciencia,  adoraba  á  Teri 
mucho  más  que  cuando  podía  contemplarla  sin  mie- 
do frente  á  frente.  «La  quiero — pensó— como  no  la  he 
querido  nunca.  La  traición  y  la  necesidad  de  hacerse 
perdonar  dan  un  interés  nuevo  al  amor.  Son  como  sal- 
sas picantes  que  renuevan  el  gusto  de  un  plato  conoci- 
do...» ;Ah,  pobre  Teri  engañada,  que  tal  vez  no  se  ente- 
raría nunca  de  estas  infidelidades!  El  iba  á  expiar  sus 
delitos  adorándola  con  mayor  vehemencia;  iba  á  vivir 
en  su  imaginación  una  luna  de  miel  ideal,  rodeándola 
de  todos  los  esplendores  de  un  culto,  como  el  pecador 
que  se  prosterna  agradecido  ante  la  imagen  que  perdo- 
na y  mira  con  ojos  de  misericordia. 

Fortalecido  por  tales  propósitos,  siguió  escribiendo 
con  más  soltura  é  ingenuidad,  como  si  fuese  el  mismo 
hombre  de  diez  días  antes,  y  esta  carta  igual  á  la  que 
había  enviado  desde  Tenerife.  Pero  no  era  el  mismo; 
veíase  obligado  á  reconocerlo.  Sus  pecados  le  ligaban  á 
aquel  buque,  y  mientras  no  saliese  de  él  serían  inútiles 
sus  esfuerzos  para  volver  al  pasado. 

Cada  vez  que  huían  sus  ojos  del  papel,  encontraban 
una  sombra  en  la  ventana.  Era  Nélida  que  se  aproxima- 
ba con  su  sonrisa  audaz,  sin  miedo  á  la  curiosidad  de 
las  gentes.  Tosía  para  indicar  su  impaciencia;  movía 
los  labios,  adivinándose  en  ellos  las  mudas  palabras  de 
admirativa  pasión:  «¡Dueño  mío...  viejo...  mi  negro!» 

Inútiles  estos  llamamientos.  El  continuaba  su  carta 
con  la  memoria  ocupada  por  el  recuerdo  de  Teri,  pero 
esto  no  le  impedía,  por  costumbre  ó  por  «honradez  pro- 
fesional», el  contestar  con  sonrisas  y  movimientos  de 
cabeza  á  las  caricias  silenciosas  de  Nélida. 

Fatigada  ésta  de  la  inmovilidad  de  Ojeda,  acabó  por 
apartarse  de  la  ventana,  yendo  hacia  el  avante  del  pa- 
seo, donde  estaban  Isidro  y  el  doctor  Zurita. 

Miraban  el  horizonte  como  si  esperasen  ver  tierra. 
¡x\mérica!  ¡Pronto  verían  América!...  El  doctor  hablaba 
de  esto  con  cierta  emoción.  Hacía  días  que  el  buque  eos- 


484  V,    BLASCO    IBÁÍ^/^X 

teaba  su  amado  continente,  pero  de  muy  Jejos.  Ahora 
se  aproximaba  más  á  él.  pero  no  se  vería  tierra  hasta 
muy  entrada  la  noche...  Y  á  la  mañana  siguiente  la  ba- 
hía de  Río  Janeiro. 

Nélida,  que  se  había  aproximado  á  los  dos  hombres, 
saludándolos  con  un  leve  movimiento  de  cabeza,  mira- 
ba al  doctor.  ¡Muy  simpático  el  viejo!  Para  ella  todos 
los  hombres  eran  simpáticos.  Debía  haber  sido  en  su  ju- 
ventud un  buen  mozo.  Su  hijo  mayor  también  lo  era. 
Lástima  grande  que  le  gustaran  tanto  las  coristas  de  la 
opereta  y  sólo  supiera  hablar  de  París,  como  si  en  el 
resto  del  mundo  no  existiesen  mujeres. 

Zurita  saludó  á  la  joven  con  un  gesto  de  antiguo 
galán  y  no  se  ocupó  más  de  ella.  ¡Interesante  la  mu- 
chacha!... Pero  él  tenía  su  familia  a  bordo,  sus  niñas  y 
cuñadas,  y  deseaba  evitar  á  todas  ellas  relaciones  de 
amistad  que  podían  ser  peligrosas. 

Siguió  hablando  el  doctor  bajo  la  mirada  vaga  de 
Nélida,  que  no  entendía  gran  cosa  de  la  conversación 
de  los  dos  hombres. 

— Yo  me  imagino,  che,  lo  que  debieron  sentir  aquellos 
españoles  al  distinguir  la  primera  isla...  La  alegría  con 
que  Rodrigo  de  Triana,  el  marinero  de  Colón,  debió  lan- 
zar el  grito  de  «¡Tierra!» 

Maltrana  intervino  con  cierto  orgullo  al  poder  lu- 
cir sus  conocimientos  delante  de  Nélida.  Además,  su 
triunfo  oratorio  había  desarrollado  en  él  un  deseo  vehe- 
mente de  hacer  sentir  á  todos  la  autoridad  y  el  peso  de 
sus  palabras. 

— Hay  error  en  eso  que  dice  usted,  doctor,  y  que  es  lo 
que  dice  igualmente  casi  todo  el  mundo.  Ni  el  que  des- 
cubrió primero  la  tierra  de  x\mérica  se  llamó  Rodrigo 
de  Triana,  ni  fué  marinero  de  Colón. 

Con  tal  nombre  no  figuraba  ningún  tripulante  en  el 
primer  viaje.  Quien  había  dado  el  grito  del  descubri- 
miento era  un  tal  Rodríguez  Bermejo,  natural  de  Sevilla, 
y  sin  duda  el  Almirante  al  hablar  de  él  convirtió  el  Ro- 
dríguez en  Rodrigo,  y  añadió  el  Triana  por  haber  vivido 
en  este  barrio.  Entre  la  gente  de  mar  era  muy  frecuente 
la  desfiguración  de  nombres  por  apodos  ó  por  el  lugar  de 
nacimiento.  Además,  Juan  Rodríguez  Bermejo  no  fué 


hOH  ARuONAüTAS  485 

marinero  de  la  nao  Santa  Maria^  que  montaba  el  Almi- 
rante, sino  de  la  carabela  Pinta,  mandada  por  Pinzón, 
que  iba  siempre  á  la  cabeza  de  la  escuadrilla  por  ser  la 
más  velera. 

— Fué  la  Pinta  la  que  avistó  á  las  dos  de  la  mañana  la 
isla  de  Guanahani,  y  Eodríguez  Bermejo  el  que  dio  el 
grito  de  «¡Tierra!...»  Pero  Colón,  al  volver  á  España, 
dijo  que  era  él  mismo  quien  á  las  diez  de  la  noche,  ó  sea 
cuatro  horas  antes,  había  visto  una  luz  «como  una  can- 
delica  subiendo  y  bajando»,  y  que  esta  luz  procedía 
de  la  isla.  Hay  que  tener  en  cuenta  que  el  Almirante 
estaba  entonces  á  unas  catorce  leguas  de  la  isla,  y  que 
ésta  es  completamente  baja,  sin  una  colina.  Imposible 
verla  á  una  hora  en  que  la  Pinta ^  que  iba  navegando 
muy  por  delante,  no  había  alcanzado  todavía  á  distin- 
guir tierra.  La  luz  fué  indudablemente  la  de  la  bitácora 
de  la  carabela  de  Pinzón,  que  avanzaba  entre  la  nao  del 
iVlmirante  y  la  isla  todavía  lejana. 

Calló  un  momento  Isidro,  gozándose  en  la  curiosidad 
del  doctor,  que  le  escuchaba  muy  atento. 

— El  resultado  de  todo  esto — continuó — fué  una  gran 
injusticia.  Los  reyes  habían  prometido  una  renta  anual 
de  diez  mil  maravedises  al  primero  que  descubriese  tie- 
rra, y  Colón,  que  no  perdonaba  provecho,  se  atribuyó 
dicha  pensión  fundándose  en  lo  de  «la  candelica».  Pin- 
zón, que  podía  atestiguar  la  verdad,  acababa  de  morir, 
y  el  pobre  Eodríguez  Bermejo,  al  verse  injustamente 
despojado  por  el  grande  hombre,  sin  que  nadie  atendiese 
sus  quejas,  sintió  tal  desesperación,  que  se  pasó  al  África 
y  renegó  de  la  fe  cristiana  haciéndose  moro.  Este  fué  el 
flnal  del  primero  que  con  sus  ojos  vio  la  tierra  ameri- 
cana. 

El  doctor  Zurita  estaba  pensativo. 

— De  suerte,  che— murmuró — ,  que  la  vida  civilizada 
de  nuestro  hemisferio  empieza  por  una  injusticia,  por  un 
acto  de  favoritismo,  por  el  abuso  de  un  mandón. 

Maltrana  asintió:  así  era.  Y  el  doctor  sonreía  mali- 
ciosamente, como  si  después  de  saber  esto  comprendie- 
se mejor  la  historia  del  Nuevo  Mundo. 


XI 


Al  detenerse  el  trasatlántico  después  de  tantos  días 
de  marcha,  una  sensación  de  extrañeza  pareció  circular 
por  todo  él,  desde  la  quilla  á  lo  alto  de  los  mástiles. 

Fué  poco  después  de  la  salida  del  sol,  y  todos  los 
pasajeros,  aun  los  menos  madrug-adores,  despertaron 
casi  á  un  tiempo,  con  el  mismo  sobresalto  del  que  expe- 
rimenta una  dificultad  repentina  en  sus  órganos  respi- 
ratorios. 

Habituados  al  suave  balanceo  de  la  cama,  al  movi- 
miento de  péndulo  de  las  ropas  colgantes,  al  desnivel 
alternativo  del  piso,  al  escurrimiento  de  los  objetos  sobre 
mesas  y  sillas,  como  algo  natural  en  esta  existencia 
oceánica,  sintieron  todos  cierta  angustia  viendo  entrar 
cuanto  les  rodeaba  en  rígida  inmovilidad.  El  oído,  acos- 
tumbrado al  roce  incesante  de  las  espumas  en  los  cos- 
tados del  buque,  al  estremecimiento  de  la  atmósfera 
cortada  por  el  impulso  de  la  marcha,  al  lejano  zumbido 
de  las  máquinas,  extendiendo  su  vibración  por  los  mu- 
ros y  tabiques  del  gigantesco  vaso  de  acero,  acogía  ahora 
con  extrañeza  este  silencio  repentino,  absoluto,  abruma- 
dor, como  si  el  buque  notase  en  la  nada. 

Adivinábase  la  presencia,  más  allá  de  los  tragaluces 
de  los  camarotes,  de  algo  extraordinario.  El  aire  era 
menos  puro,  sin  emanaciones  salinas,  con  bocanadas  de 
agua  en  reposo,  que  parecían  oler  á  marisco  en  descom- 
posición, y  junto  con  esto  un  lejano  perfume  de  selva 
bravia. 

Corrió  la  gente  á  las  cubiertas  casi  á  medio  vestir, 
y  sus  ojos,  habituados  al  infinito  azul,  tropezaron  ruda- 
mente con  la  visión  de  las  tierras  inmediatas,  costas 


LOá  ARGONAUTAS  48? 

negras  cubiertas  hasta  la  cima  de  bosques  lustrosos,  de 
un  verde  tierno,  como  si  acabase  de  lavarlos  la  lluvia. 

A  ambos  lados  del  buque  alzábanse  las  montañas  que 
guardan  la  entrada  de  la  bahía  de  Río  Janeiro.  A  popa, 
el  mar  libre  quedaba  casi  oculto  detrás  de  unas  islas 
peñascosas  con  faros  en  sus  cumbres.  Frente  á  la  proa, 
la  bahía  enorme  estaba  enmascarada  por  el  avance  de 
pequeños  cabos  que  parecían  cerrar  el  paso. 

Contemplaba  la  gente  el  paisaje  con  la  avidez  de 
un  descubridor  que  tras  larga  navegación  alcanza  una 
tierra  desconocida,  admirando  la  frondosidad  de  los 
bosques  tropicales,  la  forma  original  de  las  montañas, 
todas  ellas  de  bizarros  contornos.  Parecían  bocetos  de 
una  estatuaria  monstruosa  derramados  junto  al  Océano, 
restos  del  jugueteo  de  unas  manos  gigantescas  que  se 
habían  entretenido  en  amasar  tierras  y  rocas.  Unas  altu- 
ras eran  cónicas,  de  regular  esbeltez;  otras  evocaban  la 
imagen  de  una  nariz  colosal,  de  una  frente  con  pesta- 
ñas, de  un  mentón  voluntarioso. 

Estos  perfiles  se  prestaban  á  diversas  combinacio- 
nes imaginativas,  como  las  nubes  de  una  puesta  de  sol. 
Algunos  pasajeros  conocedores  de  la  bahía  enseñaban 
á  los  demás  «el  hombre  que  duerme»,  una  sucesión 
de  cumbres  y  mesetas  que  en  su  conjunto  imitaban  el 
contorno  de  un  gigante  entregado  al  sueño,  con  la  cara 
en  alto. 

Semejantes  por  sus  formas  al  titubeante  ensayo  de 
una  naturaleza  en  estado  de  infantilidad  ó  á  las  prime- 
ras intentonas  artísticas  de  un  cerebro  primitivo,  estas 
montañas  eran  de  un  basalto  negruzco,  que  traía  á  la 
memoria  la  corteza  rugosa  de  la  higuera  ó  la  dura  piel 
del  elefante.  Entre  los  bloques,  allí  donde  se  había  amon- 
tonado un  poco  de  humus,  elevábase  triunfador  el  bosque 
tropical,  compacta  masa  de  intensa  verdura — rayada  de 
blanco  por  los  troncos  de  los  árboles — que  invadía  to- 
das las  pendientes  desde  las  riberas,  en  cuyas  rocas 
peinaba  el  mar  sus  espumas,  hasta  las  cumbres,  rema- 
tadas por  torres  de  vigía  y  baluartes  fortificados. 

El  cocotero  y  la  palmera  daban  al  paisaje  un  tono 
de  exotismo  para  la  mirada  de  los  europeos.  Acostum- 
brados al  pino  parasol  de  las  bahías  mediterráneas  y  á 


488  V.  BLASCO  iBÁÑaa 

los  abetos  de  los  puertos  del  Norte,  saludaban  con  en- 
tusiasmo esta  vegetación  exuberante,  que  evocaba  en 
su  memoria  antig'uas  lecturas  de  viajes,  hazañas  de 
aventureros,  cabanas  de  bambú,  saltos  de  ñeras,  bailes 
de  negros.  Era  América  tal  como  la  habían  soñado:  al 
fin  iban  á  sentar  el  pie  en  el  nuevo  continente...  Y  la  pal- 
mera grácil,  coronada  por  el  amplio  surtidor  de  sus  hojas 
barnizadas,  extendíase  por  todo  el  paisaje,  formando 
grupos  en  torno  de  las  blancas  construcciones  de  la 
playa,  remontando  los  caminos  en  doble  fila,  tendién- 
dose sobre  las  mesetas  en  apretados  bosques,  festonean- 
do las  cumbres  con  la  esbeltez  de  su  tallo,  que  la  hacía 
destacarse  sobre  el  cielo  lo  mismo  que  el  estallido  de  un 
cohete  verde. 

El  vapor  permaneció  inmóvil  algún  tiempo  esperan- 
do la  llegada  del  práctico.  Nadie  alcanzaba  á  ver  la 
ciudad,  oculta  detrás  de  los  repliegues  del  terreno.  Una 
neblina  roja,  flotando  á  ras  del  agua,  ensombrecía  el 
último  término  de  la  bahía  enorme,  comparable  á  un 
mar  interior  oprimido  entre  montañas. 

Los  que  habían  presenciado  poco  antes  la  salida  del 
sol  recordaban  admirados  el  espectáculo.  Era  un  astro 
de  monstruosas  proporciones  hasta  parecer  distinto  al 
del  otro  hemisferio,  inflamado  al  rojo  blanco  y  que  lo 
incendió  todo  con  su  presencia:  aguas,  tierras  y  cielo. 
La  aparición  había  sido  rápida,  fulminante,  sin  el  anun- 
cio de  nubéculas  rosadas  ni  gradaciones  de  luz,  sin 
asomar  poco  á  poco  su  esfera  como  en  los  amaneceres 
del  viejo  mundo.  Se  había  roto  el  horizonte  en  llamas  lo 
mismo  que  en  una  explosión,  surgiendo  el  astro  cielo 
arriba  cual  un  proyectil  inflamado,  para  no  detenerse 
hasta  que  su  reflejo  trcizó  una  ancha  faja  de  resplan- 
dor sobre  las  aguas  de  la  bahía.  Y  de  esta  faja,  que 
ondulaba  como  el  galope  de  un  rebaño  luminoso,  esca- 
pábanse fragmentos  de  oro  que  venían  al  encuentro 
del  buque,  se  deslizaban  por  sus  flancos  y  huían  entre 
las  espumas  que  levantaban  las  hélices,  puestas  de  nue- 
vo en  movimiento. 

Brillaban  los  peñascos  de  basalto  semejantes  á  blo- 
ques de  metal;  centelleaban  cual  si  fuesen  proyectores 
eléctricos  los  tejados  y  los  vidrios  de  las  casas  de  la 


LOS  ARGONAUTAS  489 

playa;  los  bosques  despedían  luz;  cada  hoja  era  un  es- 
pejo. Los  remates  de  las  torres  y  los  mástiles  de  los  bu- 
ques anclados  en  la  bahía  serpentea'jan  como  espadas 
ígneas  por  encima  de  la  niebla. 

Avanzó  el  Goethe  por  la  embocadura  con  majestuosa 
lentitud,  partiendo  las  aguas  de  fuego,  deslizándose 
ante  las  pendientes  boscosas,  cuyo  verdor  estaba  inte- 
rrumpido á  trechos  por  la  mampostería  de  unas  fortifi- 
caciones viejas,  de  teatral  inutilidad.  Las  baterías  mo- 
dernas, ocultas  en  el  suelo,  apenas  si  se  delataban  por 
las  gibas  de  sus  cúpulas  movibles. 

Las  magnificencias  interiores  de  la  bahía  iban  des- 
arrollándose ante  la  muchedumbre  agolpada  en  las  bor- 
das del  trasatlántico.  Aparecían  entre  los  cabos  de 
basalto  coronados  de  vegetación  extensas  playas  con 
pueblecitos  de  color  rosa,  torres  de  iglesia  blancas,  re- 
matadas por  una  cúpula  de  azulejos.  Estas  construccio- 
nes, que  recordaban  por  sus  formas  la  originaria  arqui- 
tectura portuguesa,  adquirían  un  aspecto  criollo  con  el 
adorno  del  cocotero,  el  banano  y  otras  plantas  tropica- 
les, formando  bosques  en  torno  de  ellas. 

Una  ciudad  flotante  pareció  surgir  del  fondo  de  la 
bahía  así  como  avanzaba  el  Goethe^  elevando  sobre  la 
inmensa  copa  azul  las  líneas  obscuras  de  sus  chimeneas, 
mástiles  y  cascos.  Eran  construcciones  monstruosas  eri- 
zadas de  cañones,  acorazados  de  color  verdoso,  ligeros 
avisos,  buques  mercantes  de  todas  las  banderas.  Por  las 
calles  y  encrucijadas  de  esta  urbe  flotante  que  descansa- 
ba sobre  sus  anclas  pasaban  y  repasaban,  diminutos  y 
movedizos  como  insectos  acuáticos,  botes  y  lanchas  de 
diversos  colores,  con  penachos  de  humo,  velas  izadas,  ó 
moviéndose  solos  sin  un  propulsor  visible. 

Comenzaron  á  verse  fragmentos  de  la  gran  ciudad. 
El  núcleo  principal  ocultábanlo  unas  colinas,  pero  por 
detrás  de  ellas  asomaron  cual  blancos  tentáculos  los  bu- 
levares vecinos  al  mar,  las  luengas  barriadas  que  la 
ponían  en  contacto  con  los  pueblos  inmediatos.  Frente 
á  Río  Janeiro,  en  la  ribera  opuesta  de  la  bahía,  alzá- 
base otra  ciudad  blanca,  Nictheroy.  Enviábanse  las  dos 
por  encima  de  la  enorme  extensión  azul  el  centelleo 
de  sus  techumbres  y  vidrieras,  convertidas  por  el  sol  en 


490  V.    BLASCO   IBÁNEZ 

placas  de  fuego.  Unos  vapores,  iguales  á  casas  flotan- 
tes, iban  de  una  á  otra  orilla  estableciendo  la  comunica- 
ción entre  ambas  poblaciones. 

Así  como  avanzaba  el  trasatlántico,  parecían  despe- 
garse de  las  costas  jardines  enteros,  con  vistosas  cons- 
trucciones; colinas  que  sustentaban  cuarteles  y  fuer- 
tes; pedazos  de  roca  lisa  sobre  cuyo  lomo  de  elefante  se 
redondeaban  las  cúpulas  de  una  batería.  Eran  islas  se- 
paradas de  la  tierra  ñrme  por  estrechos  canales.  En 
otros  sitios  se  introducía  el  mar  tierra  adentro  formando 
hermosas  ensenadas,  con  paseos  frondosos  y  blancos 
palacios  en  sus  bordes.  Desde  el  buque  alcanzábase  á 
ver  el  paso  veloz  de  los  automóviles  por  estas  riberas. 

Los  pasajeros  conocedores  de  la  ciudad  iban  señalan- 
do en  las  montañas  más  abruptas  unos  rosarios  de  hor- 
migas que  rampaban  entre  la  obscura  vegetación:  tran- 
vías funiculares,  de  una  pendiente  casi  vertical;  vagones 
colgantes  que  escalaban  las  cumbres  de  bizarras  formas, 
puntiagudas  como  agujas,  corcovadas  cual  una  joroba 
gigantesca,  enhiestas  y  finas  lo  mismo  que  un  minarete 
ó  un  hierro  de  lanza. 

Iba  aproximándose  el  Goethe  á  la  ciudad.  Apareció 
ésta  detrás  de  dos  islas  coronadas  de  palmeras,  avan- 
zando sus  primeras  casas  entre  pequeñas  colinas,  que 
afectaban  la  forma  de  panes  de  azúcar.  Las  construc- 
ciones destacaban  sus  fachadas  de  un  rojo  veneciano 
ó  amarillas  sobre  la  masa  obscura  de  los  jardines.  Nave- 
gaba el  trasatlántico  en  aguas  pobladas  de  reflejos.  Los 
buques  y  los  edificios  se  reproducían  invertidos  en  su 
profundidad.  Ondulaban  en  este  espejo  los  mástiles  y  las 
arboledas  como  serpientes  de  varios  colores.  El  Goethe^ 
al  avanzar,  rompía  en  mil  pedazos  este  mundo  fantásti- 
co y  los  fragmentos  de  barcos  y  casas  alejábanse  en  los 
repliegues  de  las  aguas  temblonas,  sobre  las  cuales 
aleteaban  las  gaviotas. 

Kompió  á  tocar  la  música  del  trasatlántico  una  mar- 
cha con  belicosa  trompetería.  Los  pasajeros  del  castillo 
central  admiraban  los  esplendores  de  la  bahía.  La  mu- 
chedumbre emigrante,  amontonada  en  la  proa  y  la  popa, 
gritaba  sin  saber  por  qué,  deseando  exteriorizar  su  ale- 
gría, saludando  con  una  explosión  de  vítores,  bramidos 


LOS  ARGONAUTAS  491 

y  silbidos  á  los  buques  inmóviles  que  quedaban  atrás 
del  Goethe.  Y  en  las  cubiertas  de  estas  naves  los  tripu- 
lantes, arremangados,  interrumpían  las  faenas  de  la 
limpieza  para  responder  al  popular  saludo  con  un  gri- 
terío idéntico.  En  torno  del  trasatlántico  comenzó  á 
evolucionar  un  enjambre  de  vaporcitos  y  lanchas  auto- 
móviles con  gentes  ansiosas  de  subir  á  su  cubierta.  Cru- 
zábanse entre  ellas  y  los  de  arriba  gritos  de  saludo, 
agitaciones  de  pañuelos. 

Se  despedían  los  compañeros  de  viaje  con  generosos 
ofrecimientos,  á  pesar  de  que  unos  y  otros  tenían  la  cer- 
teza de  no  volver  á  verse.  Cambiábanse  tarjetas  con 
profusión.  Los  caballeros  brasileños  besaban  las  manos 
de  las  damas  y  se  inclinaban  por  última  vez  con  solem- 
ne cortesía.  Ofrecían  sus  casas  en  remotos  lugares  del 
interior,  y  los  que  continuaban  el  viaje  sonreían  agra- 
decidos, cual  si  pensasen  hacerles  una  visita  dentro  de 
breve  plazo. 

Todos  se  habían  vestido  con  trajes  de  calle;  lo  mismo 
los  que  se  quedaban  en  Río  Janeiro  que  los  que  conti- 
nuaban la  navegación.  Estos  últimos  eran  los  más  im- 
pacientes por  bajar  á  tierra.  Tenían  las  horas  contadas 
para  visitar  la  ciudad,  j  el  retraso  del  buque  en  acer- 
carse al  muelle  era  acogido  por  algunas  mujeres  con 
pataleos  de  impaciencia,  como  si  temiesen  no  desem- 
barcar á  tiempo  y  que  la  mágica  urbe  de  belleza  tro- 
pical se  desvaneciese  de  pronto. 

Así  como  el  trasatlántico  av¿inzaba  tierra  adentro, 
cada  vez  con  mayor  lentitud,  hacíase  sentir  un  calor 
húmedo,  asfixiante.  Ya  no  soplaba  la  brisa  del  Océano 
libre,  aumentada  por  la  velocidad  de  la  marcha.  El 
buque,  casi  inmóvil,  caldeábase  con  la  temperatura  de 
aquel  pedazo  de  mar  encerrado  entre  montañas.  Y  todos 
pensaban  en  lo  que  sería  este  calor  cuando  llegasen  á 
tierra.  Los  cuellos  almidonados  y  brillantes  empezaban 
á  reblandecerse;  las  manos  enguantadas  sufrían  el  tor- 
mento del  encierro.  Muchos  empezaban  á  arrepentirse 
de  su  afán  de  acicalamiento,  que  les  había  hecho  susti- 
tuir los  blancos  trajes  de  á  bordo  con  otros  más  elegan- 
tes, pero  calurosos. 

Ojeda  encontró  á  Nélida  que  venía  en  busca  de  él; 


492  V.    BLASCO  IBÁÍÍEZ 

pero  una  Nélida  casi  desconocida,  con  gran  sombrero 
cargado  de  flores  y  un  traje  vistoso.  Era  la  primera  vez 
c^ue  la  veía  así.  Le  gustaba  más  la  otra;  la  de  la  ca- 
beza descubierta,  la  blusa  blanca  ó  el  kimono  suelto. 
Encontraba  ahora  en  ella  cierto  aire  torpe  de  burgués i- 
11a  endomingada. 

Pero  la  joven,  sin  adivinar  estos  pensamientos,  apro- 
vechó el  desorden  de  la  cubierta  para  intentar  una  vez 
más  su  seducción.  Si  Fernando  quería,  aun  estaban  á 
tiempo.  Guardaba  ella  en  un  bolso  pendiente  de  la  dies- 
tra, su  dinero,  sus  alhajillas,  todo  lo  de  algún  valor  que 
podía  servir  para  la  fuga.  El  no  tenía  más  que  ordenar 
que  echasen  su  equipaje  á  tierra:  Nélida  abandonaría 
gustosa  el  suyo.  Les  era  fácil  escabullirse  en  la  confu- 
sión del  desembarco. 

Ojeda,  en  vez  de  contestar  afirmativamente,  pare- 
cía compadecerse  de  ella,  con  la  misma  conmiseración 
que  si  fuese  una  enferma.  ¡Ah  cabeza  loca!...  Bastante 
la  había  hablado  en  la  noche  anterior  para  hacerla  com- 
prender lo  absurdo  de  su  proposición.  Luego  se  había 
marchado  cabizbaja,  sin  invitarle  á  que  la  siguiese  á 
su  camarote  y  sin  mostrar  deseos  de  ir  al  suyo,  con  visi- 
ble malhumor,  pero  convencida  en  apariencia.  Y  ahora, 
después  de  una  noche  de  reflexión,  tornaba  con  las  mis- 
mas proposiciones,  como  si  en  su  pensamiento  movedizo 
no  pudiese  abrir  surco  el  consejo  ajeno. 

— Si  tú  no  quieres — insistió  ella  con  eniurruñamien- 
to — ,  si  te  niegas  á  acompañarme,  huiré  sola.  No  te  nece- 
sito: empiezo  á  conocerte.  Un  egoísta...  como  todos. 

Exaltándose  con  sus  propias  palabras  le  miró  hostil- 
mente y  aproximó  su  rostro  á  él  como  si  le  costase  tra- 
bajo emitir  la  voz,  enronquecida  de  pronto. 

—No  me  quieres.  No  me  has  querido  nunca.  Te  has  bur- 
lado de  mí...  ¡Y  yo  que  te  creía  distinto  á  los  demás!... 
;Ah!  si  estuviésemos  solos...  ¡Si  estuviésemos  solos! 

Oprimió  convulsivamente  el  puño  de  una  sombrilla 
que  la  servía  de  apoyo,  mientras  un  fulgor  de  acometi- 
vidad pasaba  por  sus  ojos.  Resurgió  en  ella  la  educación 
de  los  primeros  años.  Era  la  niña  de  estancia  acostum- 
brada á  presenciar  las  peleas  de  los  peones  y  las  crueles 
hazañas  de  su  hermano. 


LOS  ARGONAUTAS  493 

Pero  no  tardó  en  aiTepentirse  de  su  cólera..  Era  de- 
mostrar tristeza  y  despecho  por  la  negativa  de  aquel 
hombre.  Prefirió  reir,  con  una  risa  forzada,  insolente, 
despectiva. 

— Adiós;  no  me  hables  más;  como  si  nunca  nos  hubié- 
semos conocido...  La  culpa  la  tengo  yo  por  haberte 
hecho  caso. 

El  despecho  la  hacía  olvidarse  de  quién  había  sido 
el  primero  en  desear  la  aproximación.  Ella  sólo  podía 
imaginarse  á  los  hombres  marchando  suplicantes  tras  de 
sus  pasos  y  diciendo  la  palabra  inicial.  Se  apartó  de 
Ojeda  con  gesto  pensativo,  buscando  un  insulto  que  co- 
nocía de  muchos  años  antes,  tal  vez  desde  que  aprendió 
á  hablar,  pero  del  cual  no  podía  acordarse.  De  pronto 
sonrió  con  pueril  expresión  de  venganza.  «¡Gallego!...» 
Y  le  volvió  la  espalda,  orgullosa  de  este  saludo  de  des- 
pedida. 

Fernando  se  encogió  de  hombros,  satisfecho  y  mo- 
lesto al  mivsmo  tiempo.  Llegaba  la  deseada  liquidación 
de  su  vida  oceánica.  Había  bastado  que  el  buque  se 
aproximase  á  tierra  para  que  se  rompiesen  por  sí  solas 
todas  las  relaciones  establecidas  en  el  curso  de  la  nave- 
gación. Nélida  huía;  la  pobre  Mina  se  ocultaba  como  si 
experimentase  mayor  vergüenza  que  él;  Maud  apenas 
era  un  vago  recuerdo. . . 

Pasó  la  norteamericana  varias  veces  junto  á  él,  sin 
reparar  en  su  persona,  y  hasta  lo  empujó  en  una  de 
estas  evoluciones.  Iba  trémula,  de  un  costado  á  otro  del 
buque,  erguida  dentro  de  un  elegante  vestido  de  viaje, 
notante  sobre  su  espalda  un  largo  velo  y  agitando  un 
pañuelito  en  la  diestra.  Sonreía  á  un  bote  automóvil 
que  evolucionaba  en  torno  del  trasatlántico.  En  la  popa 
de  aquél  estaba  sentado  un  mocetón  con  pantalones  de 
franela  blanca,  sombrero  de  paja  y  una  flor  en  la  solapa 
de  su  americana  azul.  Ojeda  lo  reconoció,  recordando 
la  fotografía  entrevista  una  vez:  era  míster  Power. 

Acababa  de  detenerse  el  buque,  bajando  su  escala 
para  recibir  á  los  empleados  del  puerto  encargados  de 
revisar  sus  papeles.  Aparecieron  en  las  cubiertas  varios 
marineros  mulatos  ó  blancos,  pero  todos  por  igual  de 
obscura  tez  y  extremadamente  enjutos  de  carnes.  Ei^an 


494  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

la  escolta  de  los  funcionarios  del  puerto.  Saludaron  éstos 
á  la  oficialidad  del  buque  con  grandes  curvas  de  sus 
chapeos  de  paja,  y  entraron  luego  en  el  comedor,  donde 
estaban  extendidos  los  documentos  entre  botellas  de 
cerveza  hamburguesa. 

Con  estos  brasileños  subieron  muchos  de  los  que  es- 
peraban en  los  botes.  Ojeda  vio  que  Maud  se  abalanza- 
ba hacia  la  escalera  de  los  salones.  Míster  Power  en- 
tró al  mismo  tiempo  en  la  cubierta  con  toda  la  lozanía 
de  su  atlética  belleza  para  recibir  conmovido  y  ruboro- 
so el  abrazo  violento  de  la  señora,  que  casi  se  colgó 
de  su  cuello.  Llovieron  besos  sobre  su  bigote  recortado, 
besos  raidosos,  que  á  Fernando  le  pareció  que  iban  de- 
dicados á  su  persona  con  una  intención  maligna.  Fingía 
no  verle,  estaba  de  espaldas  á  él,  pero  no  por  esto  igno- 
raba su  presencia. 

— ¡Esta  mujer!... — exclamaba  Ojeda  mentalmente — . 
¿Qué  mal  le  he  hecho  yo?  ¿Por  qué  ese  deseo  de  hacerme 
rabiar,  como  si  quisiera  vengarse  de  algo?... 

Sorprendió  una  rápida  mirada  de  ella,  pero  no  pudo 
ver  más.  Mrs.  Power  tiraba  de  su  marido.  jAh,  su  gran- 
dote!  ;Su  grandote  adorado!  ¡Las  cosas  que  tenía  que 
contarle!...  Y  desaparecieron  en  apretado  grupo,  con  di- 
rección al  camarote,  como  si  á  ella  le  faltase  el  tiempo 
para  dar  sus  noticias  á  aquel  buen  mozo  que  la  seguía 
con  ojos  admirativos  y  sumisos. 

Otra  que  se  marchaba  odiándole,  pero  sin  quejas  ni 
reclamaciones.  ¡Adiós  para  siempre!...  ¡Que  fuera  muv 
feliz! 

La  voz  de  Maltrana  sonó  detrás  de  él,  respondiendo 
á  su  pensamiento. 

— No  me  negará  usted  que  ha  sido  una  escena  tierní- 
sima.  ¡Qué  manera  de  dar  besos  tiene  esa  señora!...  Y  el 
simpático  míster  tranquilo  y  dichoso,  sin  ocurrírsele  que 
en  uno  de  estos  buques,  en  mitad  del  Océano,  pueden 
ocurrir  muchas  cosas. 

Vio  iniciarse  un  gesto  de  desagrado  en  la  cara  de 
su  amigo  por  la  imprudencia  de  tales  palabras,  y  se 
apresuró  á  cambiar  de  conversación,  fijándose  en  «el 
hombre  lúgubre» ,  que  estaba  á  pocos  pasos  de  ellos  con- 
templando la  ciudad. 


LOS  ARGONAUTAS  495 

—Mírelo...  tan  tranquilo,  como  quien  no  teme  nada. 
Pero  toda  su  calma  debe  ser  pura  comedia:  por  dentro 
quisiera  yo  verle.  Debe  temer  que  le  echen  el  guante  de 
un  momento  á  otro.  Aquel  bote  de  la  Aduana  con  ma- 
rineros y  soldados  debe  venir  por  él . . .  Siento  mucho  no 
presenciar  la  escena;  debe  ser  interesante  la  apertura 
del  camarote  misterioso...  Pero  el  deber  es  el  deber,  y 
apenas  toquemos  en  el  muelle  me  lanzo  á  tierra  con 
los  míos. 

Se  contemplaba  de  los  pies  á  los  hombros,  satisfecho 
de  su  aspecto,  enfundado  en  un  traje  de  lanilla  negra, 
que  le  hacía  sudar,  ocultas  las  manos  en  guantes  obscuros 
y  sosteniendo  en  una  de  ellas  un  saquito  de  viaje. 

No  era  este  equipo  el  más  cómodo  para  bajar  á  la 
calurosa  ciudad  de  Río  Janeiro;  pero  el  honor,  así  como 
tiene  sus  exigencias,  tiene  igualmente  sus  uniformes,  y 
el  juez  supremo  de  un  encuentro  estaba  obligado  á  pre- 
sentarse con  el  ceremonial  propio  de  su  grave  investi- 
dura. En  el  saquito  de  mano  llevaba  las  dos  armas  que 
había  podido  juntar  para  el  combate,  después  de  largas 
rebuscas  y  comparaciones  entre  los  revólveres  de  los 
pasajeros. 

Los  otros  padrinos,  que  se  veían  mezclados  en  un 
duelo  por  vez  primera,  no  le  ayudaban  en  nada  alegan- 
do su  ignorancia.  Isidro  á  última  hora  dudaba  de  su 
trabajo.  Tal  vez  resultase  el  encuentro  algo  en  desacuer- 
do con  las  reglas,  pero  el  tiempo  apremiaba,  sólo  podían 
disponer  de  unas  horas  y  él  había  hecho  todo  lo  que 
creía  oportuno.  La  busca  de  lugar  para  el  combate  era 
lo  que  más  le  preocupaba  en  esta  tierra  desconocida. 
Unos  muchachos  argentinos,  recordando  sus  paseos  por 
Río  Janeiro  al  ir  á  Europa,  se  ofrecían  á  guiarle  á  cam- 
bio de  presenciar  el  duelo. 

Algunos  pasajeros,  reparando  en  Maltrana  y  su  fú- 
nebre aspecto,  le  pedían  noticias.  ¿Pero  decididamente 
iban  á  llevar  adelante  aquella  locura?...  La  proximidad 
de  la  tierra  parecía  devolver  el  buen  sentido  á  las  gen- 
tes. Otros,  que  habían  admirado  el  día  anterior  estos 
preparativos  de  muerte,  se  reían  ahora  de  ellos.  La  ma- 
yoría no  se  acordaba  del  suceso.  Toda  su  atención  se 
concentraba  en  el  deseo  de  pisar  cuanto  antes  aquella 


496  V.    BLASCO   IBÁ.ÑE?^ 

tierra  maravillosa,  para  comprar  flores,  comer  frutas 
frescas  y  tomar  asiento  en  un  café  de  la  Avenida  Cen- 
tral viendo  caras  nuevas. 

Uno  de  los  testigos,  comerciante  alemán,  sentíase 
influenciado  de  pronto  por  la  opinión  de  los  más  y  apela- 
ba al  buen  sentido  de  aquel  señor  que  hablaba  en  público 
con  tanto  éxito.  «Señor  Maltrana:  ¿no  era  absurdo  que 
dos  hombres  de  bien  como  ellos  se  prestasen  á  esta  ni- 
ñada peligrosa?...  ¿No  estaban  á  tiempo  para  que  los 
adversarios  escuchasen  una  buena  palabra?...»  A  él  le 
obedecería  su  compatriota,  representante  de  una  casa 
honorable,  que  no  podía  comprometer  su  prestigio  y  sus 
muestrarios  en  locuras  impropias  de  la  seriedad  comer- 
cial. Que  el  orador,  con  su  poderosa  labia,  se  encargase 
de  convencer  al  belicoso  barón. 

Debían  bajar  juntos,  pero  solamente  para  almorzar 
en  un  buen  hotel,  dándose  explicaciones  los  dos  riva- 
les; y  él,  por  amor  á  la  buena  amistad  y  la  concor- 
dia, iría  hasta  el  sacriflcio,  pagando  el  champan  á 
toda  la  compañía...  Pero  el  señor  Maltrana  cerraba  los 
oídos  á  tales  intentos  de  seducción.  Estaban  por  en- 
medio  el  prestigio  de  un  uniforme,  el  honor  de  un  sa- 
ble, prendas  que  él  no  había  visto  nunca,  pero  que  im- 
pedían toda  concordia,  manteniendo  al  belga  en  su 
guerrera  tenacidad. 

Un  joven  argentino  iba  desde  el  día  anterior  detrás 
de  Maltrana,  participando  con  cierta  admiración  en  sus 
preparativos,  ayudándole  en  la  busca  de  las  armas, 
consultando  á  los  camaradas  que  conocían  los  alrede- 
dores de  Eío  Janeiro  para  escoger  el  lugar  del  combate. 
Nunca  había  presenciado  duelos  y  mostraba  gran  inte- 
rés por  ver  uno  de  cerca. 

Nacido  en  una  provincia  del  interior,  con  la  tez  algo 
cobriza,  las  cejas  en  ángulo  y  el  pelo  duro  y  espeso,  «el 
amigo  Gómez»,  como  le  llamaba  Isidro  con  su  fraternal 
exuberancia,  mostraba  un  entusiasmo  reconcentrado  al 
hablar  de  armas  y  peleas.  Aunque  vestía  á  la  última 
moda,  con  minuciosa  corrección,  repitiendo  los  gestos 
y  frases  aprendidos  durante  un  año  de  gran  vida  euro- 
pea, este  gentleman  de  tez  amarillenta  se  ponía  de  color 
de  ladrillo  y  le  brillaban  los  ojos  siempre  que  giraba 


LOS  ARGONAUTAS  497 

la  conversación  sobre  actos  de  valor  y  escenas  de  muer- 
te, como  si  resucitase  en  su  sangre  la  acometividad  de 
los  abuelos  españoles  y  los  abuelos  indígenas  entrevera- 
dos en  luengos  siglos  de  peleas. 

Había  oído  muchos  tiros  y  visto  caer  algunos  cadá- 
veres. Por  tradiciones  de  familia  se  mezclaba  allá  en  su 
provincia  en  las  cosas  de  la  política.  Cada  elección  era 
una  batalla.  Los  peones  iban  á  votar  en  cuadrilla  detrás 
de  él  con  el  revólver  ó  el  cuchillo  al  cinto.  Insultaban 
los  del  gobierno:  intervenía  la  policía  en  favor  de  éstos; 
descarga  general  de  una  parte  y  de  otra;  muertos  que 
se  desplomaban  sobre  la  urna  de  la  elección,  balazos 
curados  secretamente  en  un  rancho  apartado,  sin  inter- 
vención de  médico  ni  de  juez...  ¡y  hasta  la  otra!...  El  ya 
sabía  con  qué  gestos  mueren  los  hombres;  pero  desafío, 
tal  como  aparece  en  comedias  y  novelas,  no  había  visto 
ninguno,  y  sentía  impacientes  deseos  de  presenciar  esta 
ceremonia  mortal,  respetándola  de  avance  como  algo 
misterioso,  de  imponente  liturgia,  digno  de  asombro 
cual  todas  las  cosas  extraordinarias  que  había  admira- 
do en  Europa.  Por  esto  agradecía  los  ademanes  protec- 
tores de  Maltrana,  su  promesa  de  llevarle  con  él  para 
que  presenciara  el  encuentro  en  lugar  preferente,  sin 
perder  detalle. 

Acababa  de  detenerse  el  Goethe  Junto  á  un  amplio 
muelle  lleno  de  gentío.  Entre  las  familias  que  esperaban 
á  los  pasajeros,  vestidas  todas  de  colores  claros  y  con 
sombreros  de  paja,  destacábanse  algunos  grupos  de 
cargadores  negros,  que  eran  objeto  de  admiración  para 
los  niños  y  criadas  de  á  bordo.  El  muelle  estaba  cerra- 
do por  una  verja,  detrás  de  la  cual  formábanse  en  filas 
los  automóviles  de  alquiler  esperando  á  los  desembar- 
cantes. La  Avenida  Central  abría  en  último  término  su 
amplia  perspectiva,  con  edificios  de  diversos  estilos  re- 
matados por  torres  puntiagudas  y  aceras  de  pedernales 
blancos  y  negros  formando  mosaico. 

Empujáronse  los  viajeros  en  las  inmediaciones  de 
la  escala,  que  descansaba  ya  sobre  el  muelle.  Todos 
querían  salir  á  un  tiempo,  como  si  á  sus  espaldas  se  des- 
arrollase un  peligro,  y  apenas  pisaban  tierra  llamában- 
se unos  á  otros  formando  grupos.   Caminaban  con  len- 

32 


498  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

titud ,  cual  si  extrañasen  el  suelo  firme ,  aceptando 
inmediatamente  las  ofertas  de  los  guías  y  los  conducto- 
res de  automóviles.  Sentían  un  ansia  de  novedad,  de 
verlo  todo  de  una  vez,  como  descubridores  que  acaba- 
sen de  abordar  á  una  tierra  desconocida. 

Disponían  de  poco  tiempo.  Junto  á  la  escala,  el  ma- 
yordomo y  los  camareros  repetían  á  los  fugitivos  que 
el  vapor  iba  á  partir  á  las  doce  en  punto:  ni  un  minuto 
de  retraso. 

Ojeda  se  vio  solo  en  el  muelle.  Casi  todos  los  pasaje- 
ros estaban  ya  en  la  Avenida.  Isidro  había  salido  de 
los  primeros  con  la  gravedad  de  un  notario,  vestido  de 
negro,  sin  soltar  el  bolso,  volviendo  la  cabeza  para  re- 
contar su  gente:  los  adversarios,  los  padrinos,  «el  amigo 
Gómez»  en  clase  de  protegido  suyo  y  dos  jóvenes  argen- 
tinos agregados  á  la  partida  con  el  carácter  de  especta- 
dores. Habían  ocupado  tres  automóviles,  saliendo  en  fila 
á  toda  velocidad,  piloteados  por  Gómez,  que  señalaba 
el  rumbo  desde  el  pescante  del  primer  vehículo.  ;A  mo- 
rir los  caballeros!... 

Aceptó  Fernando  los  ofrecimientos  de  un  chofer  mu- 
lato, y  fiado  á  su  capricho,  emprendió  una  excursión 
por  Eío  Janeiro.  Casi  tendido  en  el  automóvil  contem- 
pló el  desfile  de  calles  y  paseos,  que  volvían  ahora  á  su 
memoria  como  vagas  imágenes  de  viajes  anteriores, 
pero  con  grandes  reformas. 

Corrió  la  Avenida,  poco  concurrida  á  aquella  hora 
matinal.  Sus  preocupaciones  de  europeo,  le  hicieron  sen- 
tir extrañeza  al  ver  junto  á  los  negros  mal  pergeñados 
y  las  negras  hinchadas,  de  jeta  monstruosa  con  un  pa- 
ñuelo arrollado  sobre  la  cabeza  crespa,  otros  de  la  misma 
raza,  vestidos  elegantemente,  moviendo  con  petulan- 
cia su  bastón  y  con  una  flor  en  la  solapa.  Damas  de 
idéntico  color  ostentaban  las  últimas  modas  de  París, 
balanceando  con  orgullo  las  caderas  y  sus  enormes  ve- 
cindades, avanzando  el  belfo  desdeñoso  bajo  el  ala  de 
un  sombrero  floreado. 

Luego  pasó  por  las  avenidas  de  Bota  Fuogo  y  Beira- 
Mar,  viendo  á  un  lado  el  terso  azul  de  las  ensenadas  y 
al  otro  palacios  y  hoteles  modernos  con  sus  jardines  de 
tropical   vegetación,  en  los  que  predominalDa  la  hoja 


LOS  ARGONAUTAS  499 

ancha  y  abaniqueante.  De  vez  en  cuando  abríanse  en 
estas  masas  de  construcciones  recientes  calles  angostas 
con  una  doble  üla  de  palmeras.  Extendían  sus  plumajes 
íi  una  altura  tres  ó  cuatro  veces  mayor  que  la  de  los 
edificios,  rectas  como  los  ínsteles  de  una  columnata,  ali- 
neadas lo  mismo  que  una  tropa  de  soldados  viejos,  y 
ofreciendo  en  el  fondo  la  rápida  visión  de  un  palacete 
de  láctea  blancura. 

Otras  veces  era  una  iglesia  la  que  aparecía  igual- 
mente blanca,  de  una  alba  intensidad,  sólo  comparable 
á  la  de  la  espuma,  con  caperuza  de  tejas  verdes  y  azu- 
les, y  en  torno  de  ella  gráciles  palmeras  y  rosales  gi- 
gantescos. 

Fernando,  ante  estos  vestigios  de  la  época  del  Im- 
perio, evocaba  en  su  imaginación  el  típico  caballero 
del  Brasil  tradicional  tal  como  lo  había  visto  en  libros 
y  grabados:  galante  en  sus  maneras,  sentimental  y  poé- 
tico como  un  lusitano,  la  cara  enjuta  y  pálida,  con  an- 
cha perilla,  sudando  bajo  la  levita  negra  y  el  cilindro 
lustroso  del  sombrero  de  copa,  un  quitasol  en  el  brazo 
y  unos  pantalones  blancos  de  hilo  por  toda  concesión  al 
clima  de  su  país  esplendoroso. 

El  automóvil  lo  llevó  hasta  una  playa  á  través  de 
desfiladeros  y  túneles  perforados  en  el  basalto,  después 
de  los  cuales  reaparecía  el  caserío.  Siguió  caminos  abier- 
tos en  cornisa  entre  la  bahía  luminosa  y  unas  pendien- 
tes casi  verticales  cubiertas  de  bosques  de  un  verde  me- 
tálico. Atravesó  suburbios  poblados  por  gente  de  raza 
africana,  en  los  cuales  el  sonido  de  la  trompa  hacía 
asomar  á  las  puertas  unas  negras  enormes,  tetudas, 
encorvadas  por  el  volumen  de  sus  vientres  colgantes, 
y  hacía  correr  tras  de  las  ruedas  un  sinnúmero  de  pe- 
queños diablos  desnudos,  con  la  cabeza  como  una  bola 
de  estopa  aceitosa,  ostentando  en  mitad  del  abdomen  el 
ombligo  en  relieve  igual  á  un  botón. 

Pasó  Ojeda  mucho  rato  en  el  Jardín  Botánico,  ad- 
mirando las  gigantescas  palmeras.  Resquebrajadas  por 
una  larga  vida,  sonoras  al  golpe  lo  mismo  que  colum- 
nas huecas,  iban  saltando  cual  escamas  de  vejez  los  ra- 
majes secos  y  las  cortezas,  con  un  estrépito  agrandado 
por  la  altura  del  desplome.  La  proximidad  de  una  mon- 


500  V.    BLASCO   IBÁÑHZ 

taña,  cerrando  el  paso  á  toda  brisa,  hacía  más  intenso 
el  calor. 

Huyó  sudoroso  de  este  invernáculo,  y  otra  vez  le 
llevó  el  automóvil  á  la  Avenida,  como  si  diese  por  agota- 
das las  novedades  de  la  ciudad.  El  chofer  hablaba  de  los 
hermosos  alrededores,  se  ofrecía  para  llevarle  á  Ti  juca, 
ponderando  la  maravillosa  frondosidad  de  sus  bosques. 

En  la  terraza  de  un  café  se  agitó  una  sombrilla  con 
movimientos  de  saludo.  Luego  dos  personas  abandona- 
ron una  mesa  corriendo  hacia  el  automóvil,  que  se  de- 
tuvo instantáneamente.  Eran  Nélida  y  su  hermano. 

Sonrió  ella  á  Fernando  como  si  nada  hubiese  ocu- 
rrido entre  los  dos,  acariciándole  con  sus  ojos.  El  her- 
mano experimentó  una  rápida  simpatía  por  Ojeda  al 
verle  en  automóvil  y  sonrió  igualmente,  alabando  el 
buen  aspecto  del  vehículo.  Se  contenía  para  no  saltar  al 
pescante  tomando  asiento  al  lado  del  conductor. 

Nélida  se  lamentó  de  la  pesadez  de  sus  padres.  Im- 
posible ver  nada  con  estos  viejos.  Habían  dado  un  rápi- 
do paseo  por  la  ciudad,  y  allí  estaban,  en  la  terraza  del 
café,  agobiados  por  el  calor,  habland.o  de  volverse  al 
buque,  sin  fuerzas  para  emprender  una  nueva  excur- 
sión. Y  ella  y  su  hermano  protestaban,  ansiosos  de  ver- 
lo todo. 

— Llévanos  contigo — murmuró  al  oído  de  Fernando. 

Y  sin  esperar  su  aprobación  dio  algunos  pasos  hacia 
el  café  para  hablar  con  sus  padres,  pero  sin  acercarse  á 
ellos.  «Papá,  mamá:  nos  vamos  con  el  señor  Ojeda.» 
Tampoco  se  tomó  el  trabajo  de  escuchar  su  respuesta. 
Dio  un  empujón  al  hermano.  «Anda,  zonzo;  trépate  en 
el  automóvil  al  lado  del  chofer.»  Y  mientras  el  zonzo  la 
obedecía,  ella  se  sentó  junto  á  su  amante.  Partió  el  ve- 
hículo á  toda  velocidad,  sin  que  ninguno  de  ellos  pudiese 
oir  las  recomendaciones  que  hacía  la  madre  incorpora- 
da en  su  asiento. 

Ojeda  no  sabía  adonde  ir  y  consultó  á  Nélida.  «A 
un  sitio  lindo»,  repitió  ésta  varias  veces.  Y  el  chofer, 
como  si  después  de  tales  palabras  fuese  imposible  una 
equivocación,  emprendió  el  camino  de  Ti  juca. 

Ella  tomó  una  mano  del  amante  entre  las  suyas,  y 
al  recostarse  en  el  asiento  casi  descansó  la  cabeza  en 


LOS  ARGONAUTAS  501 

SU  hombro.  Mostrábase  arrepentida  de  su  escena  en  el 
buque  pocas  horas  antes.  Fernando  conocía  su  carác- 
ter; debía  perdonarla.  Y  con  este  deseo  de  perdón,  faltó 
poco  para  que  lo  besase  en  plena  calle. 

Pasaban  junto  á  ellos  otros  automóviles  descubier- 
tos con  pasajeros  del  Goethe,  Parecía  haberse  multi- 
plicado su  número  prodigiosamente  al  fraccionarse  en 
grupos.  Casi  todos  los  automóviles  que  rodaban  á  aque- 
lla hora  por  la  ciudad  estaban  ocupados  por  ellos.  Se 
les  veía  igualmente  en  los  tranvías  ó  estacionados  en 
las  puertas  de  tiendas  y  cafés.  Saludábanse  con  espon- 
táneo gozo,  manoteando  y  gritando  cual  si  fuesen  com- 
patriotas que  se  tropezaban  después  de  larga  ausencia. 

Alarmado  Fernando  por  estos  encuentros,  recomen- 
dó á  la  joven  cierta  prudencia  en  su  actitud.  Podían 
verlos:  después  serían  los  comentarios  en  el  buque. 
Además,  señalaba  al  hermano  sentado  á  dos  pasos  de 
ellos,  mostrándoles  la  espalda,  mientras  intentaba  asom- 
brar al  chofer  con  su  vasta  erudición  en  marcas  de 
automóviles.  Pero  Nélida  levantó  los  hombros.  ¡Lo  que 
le  importaba  aquel  tonto!  ¡Ojalá  arreglase  Dios  las  cosas 
de  modo  que  cayese  del  asiento  y  las  ruedas  lo  con- 
virtieran en  papilla!... 

Luego  apretaba  la  mano  de  Fernando  con  más  fuerza, 
mirándose  en  sus  ojos. 

— Yiejito  mío:  di  que  me  perdonas...  ¡Ay  si  tú  qui- 
sieras! ¡Si  tú  quisieras! 

Otra  vez  despertó  en  ella  el  deseo  de  la  fuga.  Hablaba 
de  esto  sin  recato,  como  si  el  hermano  no  pudiese  oiría. 
Aquel  infeliz  no  existía  para  ella:  lo  despreciaba.  Y  sin 
embargo,  por  una  contradicción  de  su  carácter,  sentía 
á  la  vez  gran  miedo  pensando  en  lo  que  podría  decir 
cuando  llegase  á  Buenos  Aires. 

Aun  estaban  á  tiempo.  Ella  imploraba  la  conformidad 
de  Fernando  con  ojos  suplicantes.  Abandonarían  al  her- 
mano con  cualquier  pretexto,  y  éste  se  volvería  al  buque 
con  sus  padres,  cansado  de  esperar. 

Pero  Ojeda  acogió  tales  proposiciones  con  una  son- 
risa de  conmiseración.  Era  una  loca:  inútil  todo  esfuer- 
zo para  disuadirla.  Ella  apeló  entonces  á  las  lágrimas, 
último  recurso  de  toda  mujer;  y  Fernando,  para  dis- 


502  V.    BLASOO  IBÁÑBZ 

traerla,  comenzó  á  ensalzar  la  belleza  del  paisaje.  In- 
terrumpía sus  desesperadas  reflexiones  con  llamamien- 
tos para  que  fijara  los  ojos  en  la  tupida  arboleda  y  la 
maravillosa  vista  de  la  bahía.  El  remedio  fué  eficaz. 

— No  me  quieres:  me  has  engañado — gemía  Nélida — . 
Me  dejas  ir  al  encuentro  de  mi  hermano.  Tú  serás  res- 
ponsable de  lo  que  ocurra. 

Y  cuando  más  afligida  parecía,  la  vista  de  un  arro- 
yuelo  entre  las  peñas,  de  un  árbol  enorme,  ó  del  mar 
lejano,  ofreciéndose  á  través  de  la  columnata  de  tron- 
cos, la  hacían  incorporarse  en  su  asiento  á  impulsos  del 
entusiasmo  y  sonreir  complacida,  mientras  unas  lágri- 
mas retrasadas  se  desplomaban  de  sus  párpados  enroje- 
ciendo la  nariz. 

El  automóvil  había  dejado  atrás  los  suburbios  de  Río 
Janeiro.  Subía  por  un  camino  tortuoso  entre  bosques 
hacia  el  poblado  de  Boa  Vista,  y  á  cada  revuelta  agran- 
dábase el  panorama  y  era  más  fresco  el  viento. 

A  un  lado  de  la  pendiente  extendía  la  montaña  su  rá- 
pido declive  de  rocas  obscuras  de  una  rugosidad  paqui- 
dérmica.  El  humus  fecundo,  la  temperatura  tropical,  la 
humedad  que  manaba  por  todas  partes  habían  cubierto 
estas  laderas  de  prodigiosa  vegetación. 

Surgía  de  la  tierra  amontonada  entre  los  bloques 
negros,  de  las  grietas  y  oquedades  de  la  piedra,  como 
si  ésta  tuviese  en  aquel  paisaje  maravilloso  un  poder  de 
fecundidad.  Estos  árboles,  de  un  verde  obscuro,  tenían 
las  hojas  charoladas,  sin  la  más  tenue  veladura  de 
polvo,  cual  si  estuviesen  recién  lavados.  Sus  troncos  no 
alcanzaban  un  diámetro  grande;  más  bien  parecían 
gláciles  y  débiles  por  su  recta  esbeltez  y  su  altura  enor- 
me. La  humedad,  que  refrescaba  continuamente  sus 
raíces,  les  hacía  crecer  apretados  como  los  tallos  de  la 
hierba.  El  ansia  de  recibir  la  caricia  del  sol  impulsá- 
balos hacia  arriba  atropelladamente,  pugnando  por  so- 
brepasarse unos  á  otros.  Eran  á  modo  de  hebras  de  una 
extensa  cabellera  verde. 

La  fuerza  vital  de  cada  árbol  expandíase  en  línea 
recta,  sin  encontrar  espacio  suficiente  para  ensancharse 
en  esta  aglomeración.  Los  troncos,  esbeltos  y  altísimos, 
tenían  en  su  remate  una  copa  reducida,  pero  su  enorme 


LOS  ARGONAUTAS  503 

cantidad  formaba  una  compacta  masa  verde,  una  bóve- 
da que  mantenía  al  suelo  en  perpetua  sombra.  Al  filtrar- 
se los  rayos  de  sol  por  el  caparazón  de  hojas  llegaban  á 
la  tierra  húmeda  como  varillas  de  oro  atravesando  obli- 
cuamente la  penumbra  de  un  subterráneo. 

En  esta  semiobscuridad  movíanse  insectos  de  alas 
vistosas;  correteaban  escarabajos  de  colores;  desarrolla- 
ban su  serpenteo  los  hilos  de  agua  rezumada  por  la  pie- 
dra, uniéndose  en  arroyos  que  descendían  rumorosos 
por  los  bordes  del  camino.  Sobre  la  masa  uniforme  del 
bosque  elevaban  las  palmeras  sus  alminares  empena- 
chados. Algunos  troncos,  faltos  de  hojas,  cubríanse  de 
colgantes  pabellones  de  fibras  semejantes  á  vestiduras 
que  cayesen  en  andrajos. 

Al  otro  lado  del  camino,  por  entre  la  empalizada  de 
los  troncos  y  las  copas  de  los  árboles  crecidos  en  la 
pendiente,  mostrábanse  á  cada  revuelta  la  ciudad  y  la 
bahía.  Las  masas  de  techumbres  rojas  y  pardas  estaban 
igualadas  por  la  distancia.  Avenidas  y  calles  formaban 
un  entrecruzamiento  regular  de  blancas  cintas.  Notába- 
se en  ellas  el  movimiento  humano  como  un  hormigueo 
apenas  perceptible.  A  trechos  lo  cortaba  el  rápido  desli- 
zamiento de  algunos  puntos  brillantes:  automóviles  y 
tranvías.  Emergían  muchas  torres  sobre  este  caserío: 
unas  albas  ó  rosadas  con  caperuzas  de  tejas  de  colores, 
otras  de  férreo  y  puntiagudo  casquete  con  paredes  de 
cemento.  Y  sirviendo  de  fondo  al  panorama,  la  enorme  y 
tranquila  copa  de  la  bahía,  con  su  terso  azul  moteado 
de  buques,  orlada  de  blancos  pueblecitos  y  encerrada 
entre  montañas  negras  de  perfiles  casi  humanos. 

El  chofer  iba  mostrando  con  patriótico  orgullo  las 
nuevas  bellezas  que  ofrecía  el  paisaje  á  cada  golpe  de 
su  volante.  Daba  nombres  á  las  aglomeraciones  de  case- 
ríos y  á  los  picos  gibosos  de  las  cumbres.  Hablaba  de  las 
bellezas  de  Tijuca  que  aun  estaban  por  ver:  la  Casca- 
tíiihay  una  caída  de  agua  más  allá  del  Alto  de  Boa 
Vista;  la  Cascada  Grande,  la  Mesa,  do  Im^perador ,  las 
Grutas  de  Agaziz,  la  «Gruta  de  Pablo  y  Virginia». 

Nélida  palmoteo  de  entusiasmo  al  oir  el  último  nom- 
bre. Quería  ver  cuanto  antes  este  lugar.  Recordaba 
vagamente  un  libro  que  había  leído  con  el  mismo  título. 


504  V.    BLASCO   IBÁÑISZ 

Era  una  historia  de  amor,  y  esto  bastaba  para  excitar 
su  curiosidad. 

— Vamos  á  ver  en  seguida  lo  de  Pablo  y  Virginia 
—exigió  con  su  ímpetu  de  niña  caprichosa — .  Debe  ser 
muy  lindo...  Yo  no  sabía  que  eran  de  este  país. 

Llegó  el  automóvil  al  Alto  de  Boa  Vista,  extensa 
plaza  limitada  por  el  bosque  y  unas  casas  bajas,  con 
jardines  en  el  centro  y  un  kiosco  de  conciertos.  Volvió  el 
vehículo  á  sumirse  en  la  penumbra  de  la  arboleda  por  un 
camino  estrecho  y  pendiente.  La  vegetación  era  más  den- 
sa, más  salvaje,  aglomerándose  en  los  declives  de  ba- 
rrancos y  precipicios.  Pasaba  el  camino  de  una  altura  á 
otra  sobre  puentes  de  un  solo  arco.  El  ruido  del  automó- 
vil hacía  correr  vertiginosamente  sobre  sus  cuatro  patas 
á  extraños  roedores  que  tomaban  el  sol  junto  á  la  ruta. 
En  la  maleza  adivinábase  un  misterioso  rebullimiento 
de  animales  ocultos  que  escapaban  despavoridos  tron- 
chando ramas  secas  y  haciendo  llover  hojas. 

Cerca  de  la  Cascatinha^  al  pasar  una  revuelta  del 
camino  solitario,  vieron  tres  automóviles  parados  y 
cerca  de  ellos  un  ir  y  venir  de  hombres.  Ojeda  presintió 
inm.ediatamente  quiénes  eran  éstos,  al  mismo  tiempo 
que  el  hermano  de  Nélida  creía  reconocerlos,  llamándo- 
los por  sus  nombres. 

Se  habían  tropezado  con  Maltrana  y  su  tropa.  Iban 
á  caer  en  pleno  desafío.  Fernando  se  puso  de  pie,  gri- 
tando imperiosamente  al  chofer  para  que  retrocediese. 
Tuvo  que  imponer  su  voluntad  á  los  dos  acompañantes, 
que  parecían  entusiasmados  por  el  encuentro.  Los  aga- 
rró del  brazo  para  que  no  saltasen  á  tierra,  mientras  el 
chofer  evolucionaba  penosamente  en  el  estrecho  camino 
dando  la  vuelta. 

El  hermano  quiso  reunirse  con  sus  amigos,  como  si 
en  esta  soledad  pudiesen  hacerle  algún  obsequio.  Nélida 
miraba  ansiosamente,  temblándole  de  emoción  las  aullas 
de  la  nariz.  ¡Qué  interesante!...  ¡Ver  cómo  se  peleaban 
los  hombres!...  ¡Y  tal  vez  alguno  de  los  dos  quedase  he- 
rido!... Hablaba  de  esto  como  de  un  hermoso  espectácu- 
lo que  iba  á  perder  por  culpa  de  Ojeda.  No  se  le  ocurrió 
ni  por  un  momento  que  ella  podía  ser  la  causa  original 
de  este  suceso. 


LOS  ARGONAUTAS  505 

Intentó  hacer  frente  á  Fernando.  Protestaba  de  sus 
imposiciones,  y  le  habló  de  usted  para  dar  con  tal  tra- 
tamiento mayor  dureza  á  su  protesta. 

—Quiero  ver  todo  Tijuca;  quiero  ir  adonde  vivieron 
Pablo  y  Virginia.  Acuérdese  de  su  promesa:  un  hombre 
debe  tener  palabra. 

El  contestó  que  el  buque  partía  á  las  doce  y  la  vi- 
sita á  todo  el  bosque  necesitaba  de  muchas  horas.  En 
cuanto  á  Pablo  y  Virginia,  ni  eran  del  Brasil  ni  la 
gruta  tenía  de  ellos  otra  cosa  que  el  nombre. 

— Yo  quiero  verlos — repitió  Nélida — .  Eso  lo  dice  us- 
ted por  engañarme.  No  me  da  la  gana  de  volver  á  la 
ciudad. 

Pero  Ojeda  se  acordó  oportunamente  del  mercado  de 
Río  Janeiro,  donde  estaban  á  la  venta  toda  especie  de 
animales  de  los  que  produce  el  trópico:  monos  de  diver- 
so pelaje,  loros  parleros,  vistosos  papagayos.  La  ofreció 
un  regalo  para  someterla  á  la  obediencia:  podía  escoger 
entre  estas  maravillas  de  la  fauna  brasileña.  Y  bastó 
tal  promesa  para  que,  olvidando  á  los  que  dejaba  á  su 
espalda,  volviese  al  amoroso  tuteo. 

— ¿De  veras,  mi  viejo?...  ¿YsiS  á  regalarme  un  monito 
pequeño...  así...  así?  (Y  achicando  la  distancia  entre 
ambas  manos,  se  imaginaba  un  simio  de  inverosímil 
pequenez.)  ¿No  te  parece  mejor  un  loro  de  los  que  ha- 
blan?... ¿Dices  que  me  regalarás  las  dos  cosas?...  ¡Ah,  mi 
viejito  rico...  mi  negro! 

Y  como  estaban  en  pleno  bosque,  se  fué  sobre  Ojeda, 
besándolo  á  espaldas  del  hermano. 

La  rápida  aparición  del  automóvil  en  las  inmedia- 
ciones de  la  Cascatinha  había  producido  cierta  alarma 
en  Maltrana  y  sus  compañeros.  El  testigo  pacificador, 
que  tanto  había  rogado  á  Isidro  para  impedir  el  lance, 
sintió  gran  miedo  y  no  menor  contento  al  notar  la  lle- 
gada del  automóvil.  Sin  duda  era  la  policía  que,  avisa- 
da por  alguien  del  buque,  venía  á  sorprenderlos.  Y  lo 
mismo  pensaron  los  demás. 

Por  esto  cuando  el  automóvil  dio  la  vuelta,  aleján- 
dose, desearon  todos  finalizar  el  acto  con  rapidez,  evi- 
tándose una  sorpresa  que  consideraban  inminente. 

Llevaban  dos  horas  de  vagar  por  los  alrededores  de 


506  ¥.    BLASCO  IBÁÑEZ 

RÍO  Janeiro.  Los  jóvenes  argentinos  que  guiaban  á  la 
comitiva  habían  indicado  varios  lugares  adecuados 
para  el  encuentro.  Llegaban  á  ellos  y  siempre  les  salían 
al  paso  transeúntes  molestos,  ó  veían  próximas  algunas 
casas  que  parecían  vomitar  niños  y  perros  atraídos  por 
la  presencia  de  los  automóviles. 

Un  chofer,  sin  adivinar  cuál  era  el  propósito  de  los 
viajeros,  había  propuesto  la  excursión  á  Tijuca.  Y  des- 
pués de  pasado  el  Alto  de  Boa  Vista,  al  rodar  en  pleno 
bosque,  les  había  seducido  el  bello  panorama  de  la  Cas- 
cathina. 

— Aquí — ordenó  Isidro  con  su  autoridad  indiscuti- 
ble— .  Jamás  se  habrá  efectuado  un  desafío  con  tan 
hermoso  telón  de  fondo.  ¡Lástima  que  no  venga  con 
nosotros  un  operador  cinematográfico!  ¡Qué  cinta  pierde 
el  mundo!... 

Apartábase  la  ladera  de  la  vecindad  del  camino  for- 
mando un  exiguo  valle.  La  roca  aparecía  entre  los  ár- 
boles cortada  verticalmente,  y  desde  lo  más  alto  de  ella 
desplomábase  una  masa  de  agua  chocando  con  las  pun- 
tas salientes  del  basalto.  Hervía  esta  agua  en  varias 
caídas  con  blancos  espumarajos.  El  menudo  polvo  que 
levantaban  sus  hervores  tomaba  los  reflejos  del  iris  bajo 
la  luz  del  sol.  Ennegrecidas  y  sudorosas  las  piedras  por 
la  humedad,  brillaban  cual  si  fuesen  bloques  metálicos. 
La  vegetación  tropical  movía  las  anchas  manos  de  sus 
hojas  goteantes. 

Hundíase  la  cascada  en  una  pequeña  laguna,  corrien- 
do despu.és  espumosa  y  susurrante  por  los  pendientes 
canalizos  entre  las  peñas.  La  vegetación  enmarañada  y 
las  peñas  sueltas  sólo  dejaban  descubierto  y  accesible 
un  reducido  espacio  de  suelo  desigual. 

Maltrana  pensó  en  las  dificultades  que  ofrecía  este 
terreno  para  el  combate ^  pero  le  sedujo  su  belleza  y  no 
quiso  ir  más  lejos.  ¿Dónde  encontrar  decoración  más 
interesante  para  una  muerte  posible?  Había  que  elevar 
la  voz,  pues  el  choque  de  las  aguas  dominaba  todos  los 
otros  ruidos.  Era  á  modo  de  los  trémolos  orquestales 
que  dan  en  el  teati'o  un  realce  conmovedor  á  palabras  y 
gestos.  Isidro  se  sintió  más  grande  en  este  ambiente 
húmedo  y  sonoro.  El  bosque  inmóvil  parecía  contem- 


LOS  ARGONAUTAS  507 

piarlo  con  sus  mil  ojos  verdes,  entre  asombrado  y  cu- 
rioso. 

Comenzó  á  dar  órdenes  á  los  otros  padrinos,  que  lo 
seguían  como  los  neófitos  siguen  al  gran  sacerdote  de 
un  culto  nuevo.  «¡Que  se  retirasen  los  automóviles  un 
poco  más  allá  de  la  cascada!  No  convenía  que  los  con- 
ductores presenciasen  el  acto.» 

Y  Maltrana  fué  obedecido.  Los  chofers  hicieron  re- 
troceder sus  carruajes,  pero  luego,  con  las  manos  á  la 
espalda,  fingiendo  distracción,  volvieron  socarronamen- 
te  al  mismo  sitio,  ganosos  de  saber  en  qué  iba  á  parar 
este  misterio. 

Con  el  mismo  éxito  se  libró  de  otro  testigo  importuno: 
un  chicuelo  obscuro  de  color,  desnudo  de  piernas  y  con 
gran  sombrero  de  paja,  que  al  ver  llegar  la  comitiva  se 
apresuró  á  salir  de  un  toldo  de  cañas,  limpiando  un 
vaso  en  un  arroyo  y  ofreciéndolo  después  lleno  de  agua 
hasta  los  bordes. 

Era  el  espíritu  guardador  de  la  cascada.  Bajo  de  su 
sombraje,  sobre  una  mesita,  tenía  varios  botes  de  cristal 
con  azucarillos  y  otros  dulces,  ennegrecidos  y  acartona- 
dos por  el  tiempo.  Pasaba  las  horas  en  absoluta  soledad, 
contemplando  el  revoloteo  de  los  pájaros  de  colores  en 
las  frondosidades  inmediatas,  extrayendo  melodías  del 
monótono  canturreo  de  las  aguas,  hablando  tal  vez  con 
el  pensamiento  á  las  náyades  de  la  Cascatinha,  que  le 
mostraban  en  su  gracioso  rebullir  sus  grupas  de  blanca 
espuma  y  aterciopelado  iris. 

— Toma,  «menino»,  y  márchate  de  aquí. 

Maltrana  hizo  que  uno  de  los  testigos  le  diera  unas 
monedas  para  que  se  fuese,  y  además  le  llamó  «meni- 
no» (lo  único  que  sabía  de  portugués),  con  lo  cual  creyó 
halagarlo. 

Pero  el  «menino»  se  guardó  los  cuartos,  y  en  vez  de 
marcharse  se  pegó  á  él  como  si  adivinara  la  importan- 
cia de  su  persona.  Y  ya  no  pudo  moverse  sin  encontrar 
ante  su  paso  al  mulatillo  con  el  sombrero  echado  atrás, 
elevando  sus  ojos  hasta  los  de  él,  bebiendo  con  la  mirada 
sus  palabras  y  sus  gestos,  como  si  estuviese  en  presencia 
de  un  prestidigitador  y  no  quisiera  perder  detalle. 

Se  resignó  Isidro  á  estas  desobediencias,  vulgares 


508  V.    BLASCO  I3ÁÑES 

tropiezos  de  la  realidad...  Pero  había  que  proceder  con 
rapidez.  ¡Adelante! 

Midió  á  grandes  zancadas  un  espacio  de  veinte  me- 
tros, que  era  el  convenido  en  un  papel  que  llevaba  en  la 
mano.  Un  poco  mayor  resultaba  la  distancia  marcada 
por  sus  pasos.  Pero  era  él  quien  había  propuesto  los 
veinte  metros,  y  con  el  mismo  derecho  podía  medir 
treinta  ó  cuarenta  si  le  daba  la  gana...  Un  detalle  sin 
importancia.  ¡Adelante  también! 

Después  de  fijar  con  una  rama  el  sitio  de  cada  ad- 
versario, se  hizo  atrás  contemplando  el  terreno  como  un 
artista  que  abarca  su  obra  en  conjunto.  Resultaba  algo 
desigual.  Uno  de  los  dos  iba  á  quedar  muy  en  alto,  con 
el  vientre  casi  al  nivel  de  la  cabeza  de  su  contrincante. 
Pero  había  que  conformarse  con  los  defectos  del  terreno: 
las  circunstancias  no  permitían  gran  minuciosidad  en 
los  preparativos.  Un  detalle  igualmente  baladí.  ¡Adelan- 
te otra  vez! 

Sólo  entonces  volvió  la  cabeza  fijándose  en  sus  com- 
pañeros. A  un  lado  estaban  los  padrinos,  que  seguían 
sus  operaciones  con  respetuoso  silencio,  no  osando  apor- 
tar á  ellas  su  ignorancia  perturbadora.  Más  allá,  con 
discreta  separación,  los  dos  enemigos,  que  se  volvían 
la  espalda,  muy  ocupados  en  seguir  la  caída  de  las 
aguas,  ó  el  revoloteo  de  los  pájaros  sobre  las  copas  de 
los  árboles. 

El  amigo  Gómez,  con  su  curiosidad  ávida  de  trági- 
cos sucesos,  le  había  seguido  en  estos  preparativos.  Tras 
de  el  iba  el  mulatillo  abriendo  los  ojos  cada  vez  con 
mayor  asombro  al  no  comprender  nada  de  tales  bruje- 
rías. Los  dos  jóvenes  argentinos  agregados  á  la  expedi- 
ción se  ha,bían  subido  á  la  cumbre  de  una  roca,  y  allí 
estaban  sentados  con  las  piernas  colgantes.  Abajo  po- 
dían verlo  todo  igualmente,  pero  ellos  se  consideraban 
simples  espectadores  y  habían  querido  ocupar  un  lugar 
de  preferencia,  un  palco,  en  vez  de  permanecer  mezcla- 
dos con  los  artistas. 

Sorteó  Maltrana  echando  una  moneda  en  alto  el  lu- 
gar de  cada  uno  de  los  combatientes.  Luego  los  acom- 
pañó á  sus  respectivos  sitios  con  una  gravedad  fúnebre. 
El  los  apreciaba  mucho,  «¡mis  queridos  amigos!»,  pero 


LOS  ARGONAUTAS  509 

en  lances  tales  desaparece  el  afecto,  y  sólo  habla  el 
deber,  el  terrible  deber. 

Al  tener  á  cada  uno  en  su  puesto  lo  palpaba  minu- 
ciosamente, extrayendo  de  sus  ropas  la  cartera,  el  mo- 
nedero, las  llaves,  los  papeles,  todo  lo  que  pudiera  ser 
un  obstáculo  para  la  bala  mortal.  A  continuación  le 
abrochaba  la  chaqueta,  le  subía  el  cuello,  para  que  el 
blanco  de  la  camisa  no  sirviese  de  punto  de  mira,  los 
manoseaba  á  los  dos  cariñosamente  lo  mismo  que  una 
madre  manosea  á  sus  niños  antes  de  enviarlos  al  paseo. 
Pero  su  bondad  no  iba  más  allá  del  tacto.  En  cambio,  ¡la 
mirada  autoritaria  y  cruel!...  ¡la  voz  que  parecía  un 
esquilón  fúnebre  con  sus  pavorosas  recomendaciones!... 

El  implacable  director  iba  á  poner  las  armas  en  sus 
manos  dentro  de  breves  momentos,  pero  antes  dictó  á 
uno  y  á  otro  los  detalles  del  combate  para  que  no  sur- 
giesen errores.  Cuando  los  dos  estuvieran  listos,  él  daría 
la  voz  de  «¡Fuego!»,  añadiendo:  «¡Uno...  dos...  tres!» 
En  el  espacio  comprendido  entre  estos  tres  números  de- 
bían disparar.  El  que  hiciese  fuego  antes  ó  después  «que- 
daría descalificado...  sería  un  felón,  un  miserable...  y  el 
menosprecio  de  todo  el  mundo  que  tiene  honor  caería 
sobre  él,  persiguiéndolo  por  toda  la  existencia». 

¡Terrible  Maltrana!  Eevolvía  los  ojos  con  una  expre- 
sión anonadadora  al  hablar  de  felonías  y  traiciones, 
como  si  dispusiera  de  horrorosos  castigos  para  los  culpa- 
bles. Su  voz  adoptaba  un  tono  pavoroso,  y  los  dos  con- 
tendientes ya  no  pensaron  desde  este  momento  en  fijar 
bien  su  puntería  ni  en  la  posibilidad  de  ser  heridos.  Su 
única  preocupación  fué  no  incurrir  en  el  enojo  de  aquel 
hombre  que  podía  marcarlos  con  un  estigma  eterno  ante 
el  mundo  del  honor:  seguir  sus  lecciones  cual  discípulos 
obedientes;  disparar — fuese  la  bala  adonde  fuese — den- 
tro del  término  marcado.  «Faego:  uno,  dos,  tres.» 

Luego  de  esto  se  decidió  Maltrana  á  abrir  la  valija 
de  mano  que  encerraba  su  arsenal.  Extrajo  de  ella  dos 
revólveres  iguales  recogidos  en  el  buque,  y  con  pausada 
solemnidad  los  abrió,  para  que  todos  los  padrinos  exa- 
minasen su  interior.  El  amigo  Gómez,  como  experto  en 
armas,  presenciaba  la  ceremonia. 

— ¡No  hay  más  que  una  cápsula!— exclamó  escanda- 


510  V.    BLASCO   IBÁÑE% 

lizado,  cual  si  acabase  de  descubrir  una  irregularidad. 

Maltrana  le  miró  severamente.  Joven:  las  condicio- 
nes del  combate  habían  sido  establecidas  de  antemano 
por  las  personas  serias  allá  presentes.  Se  cambiarían 
dos  balas  nada  más. 

— Pero  en  cada  revólver  no  hay  más  que  una — pro- 
testó el  señorito  mestizo. 

— Joven — volvió  á  decir  Maltrana  con  una  condes- 
cendencia protectora — :  cambiar  dos  balas  significa  que 
cada  combatiente  sólo  dispara  una. 

Y  como  sospechase  cierto  principio  de  gesto  burlón 

en  la  faz  cobriza  y  los  ojos  estrechos  de  Gómez,  añadió: 

— No  se  necesita  más  para  matar  á  un  hombre.  Todos 

los  que  yo  he  visto  morir  tuvieron  bastante  con  una 

bala.  No  lo  olvide  usted,  joven. 

El  joven  se  calló,  arrepentido  de  su  audacia,  sin- 
tiendo respeto  por  aquel  hombre  extraordinario  que 
había  presenciado  tantos  combates  y  muertes. 

Para  borrar  el  mal  efecto  de  sus  objeciones,  se  prestó 
á  ser  portador  de  la  valija  de  las  armas  hasta  el  lugar 
que  ocupaban  los  adversarios.  Los  tres  padrinos,  dando 
por  finalizado  su  trabajo  preparatorio,  que  no  podía  ser 
más  pasivo,  se  hicieron  atrás  instintivamente  algunos 
pasos.  Iba  á  hablar  la  pólvora. 

Maltrana,  extrayendo  un  revólver  de  su  encierro, 
montaba  la  llave  y  lo  ponía  en  la  mano  del  barón,  ale- 
jándose después  hacia  el  otro  combatiente.  Gómez  dio 
un  consejo  rápido  al  belga,  que  quedaba  en  guardia  con 
el  arma  en  alto. 

— Compañero:  apunte  á  los  pies.  Yo  conozco  los  re- 
vólveres: siempre  envían  la  bala  por  arriba.  Créame;  á 
los  pies...  siempre  á  los  pies,  y  hará  carne  seguramente. 

Luego,  en  el  lado  opuesto,  dio  el  mismo  consejo  con 
voz  queda  y  ojos  relucientes  de  entusiasmo  «A  los  pies, 
compañero.  Tírele  á  los  pies  y  le  mete  la  bala  en  la  ba- 
rriga. Yo  sé  algo  de  esto...»  Los  dos  le  agradecieron  su 
bondadosa  indicación  con  un  leve  saludo.  Pero  tenían 
aspecto  de  preocupados;  pensaban  en  otras  cosas;  agu- 
zaban el  oído  para  no  sufrir  las  consecuencias  de  un 
retraso  fatal:  repetían  mentalmente  lo  mismo:  «Uno,  dos, 
tres...» 


LOS  ARGONAUTAS  511 

Fué  á  colocarse  Maltrana  al  margen  de  la  línea  de 
fuego,  entre  los  dos  combatientes,  algo  más  cerca  del 
alemán,  que  era  el  que  ocupaba  el  Ingar  alto.  Sospechó 
un  instante  que  estaba  demasiado  cerca  y  podía  alcan- 
zarle una  bala  en  su  desvío.  Pero  él  era  el  director, 
todo  lo  había  organizado  y  todos  le  debían  obediencia. 
Las  armas  estaban  cargadas  por  él ,  y  no  era  aceptable 
ni  correcto  que  un  proyectil  se  permitiese  la  insolencia 
de  ir  en  su  busca. 

Gómez  dudó  también  por  un  instante  si  se  retiraría, 
pero  al  ver  inmóvil  al  maestro  se  pegó  á  él.  Donde  esta- 
ba un  hombre,  bien  podía  estar  otro.  Además  creyó  per- 
der algo  de  este  espectáculo  nuevo,  del  que  esperaba 
grandes  emociones,  si  retrocedía  algunos  pasos. 

Se  dispuso  Maltrana  á  dar  principio  al  duelo,  pero 
antes,  como  un  actor  que  prepara  la  frase  decisiva  y 
mira  al  público,  volvió  los  ojos  en  torno  de  él.  Momento 
de  emoción.  Los  otros  padrinos  se  habían  ido  más  lejos 
aún;  los  tres  chofers,  enterados  al  íin  del  objeto  de  la 
correría,  se  agrupaban  al  pie  de  un  peñasco,  avanzan- 
do las  morenas  cabezas,  abriendo  los  ojos  ávidamente, 
pero  sin  que  reflejasen  emoción  alguna.  Los  dos  argen- 
tinos seguían  en  lo  alto,  con  las  piernas  colgantes,  silen- 
ciosos y  atentos,  lo  mismo  que  espectadores  que  ven 
levantarse  el  telón.  El  chicuelo  de  la  cascada  había 
huido  al  ver  los  revólveres  con  un  trote  de  perro  in- 
quieto, refugiándose  bajo  el  sombraje.  Desde  allí,  cual 
si  temiera  por  la  integridad  de  aquellos  bocales  de  dul- 
ces que  eran  la  fortuna  de  la  familia  y  abarcándolos  en 
sus  brazos,  avanzaba  la  jeta,  mirándolo  todo  con  ojos 
de  antílope  asustado. 

Pareció  reflejar  el  paisaje  la  emoción  general.  No 
graznaban  los  loros  en  las  inmediatas  espesuras;  los 
monos  habían  cesado  de  saltar  entre  las  ramas;  pasó 
mucho  tiempo  sin  que  sonase  la  caída  de  una  hoja  ó  de 
una  corteza  de  árbol.  Hasta  la  cascada  parecía  cantar 
con  sordina,  cual  si  estuviesen  balbucientes  y  asustadas 
las  blancas  divinidades  ocultas  en  sus  linfas. 

Se  acordó  Maltrana  repentinamente  de  que  era  el 
primer  orador  á  bordo  del  Goethe,  y  consideró  oportuno 
hacer  intervenir  su  elocuencia.  Nunca  encontraría  me- 


512  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

jor  escenario  para  colocar  un  discurso.  Y  el  primero  en 
conmoverse  con  lo  patético  de  sus  palabras  y  el  temblor 
de  su  voz,  fué  él  mismo.  Recordó  la  estrecha  amistad 
que  había  unido  á  los  dos  adversarios,  su  viaje  «arros- 
trando los  peligros  del  mar».  Un  momento  de  olvido  ó 
de  error  había  provocado  un  incidente  lamentable,  pero 
los  buenos  caballeros,  cuando  llegan  adonde  ellos  iia- 
bían  llegado  sin  miedo  y  sin  reproche,  podían  darse 
todavía  una  explicación  leal  evitando  el  lance. 

Un  padrino  aprobaba:  otro  torcía  el  gesto,  poseído 
de  súbita  belicosidad.  No  habían  ido  hasta  allí  para  oir 
sermones.  Que  disparasen  pronto  las  armas  y  á  escapar 
antes  de  que  pudieran  sorprenderles.  Los  dos  argen- 
tinos se  miraban  en  lo  alto  del  peñasco. 

—  ¡Pucha!  ¡y  qué  bien  habla  el  gallego! 

El  am^igo  Gómez  murmuró,  como  si  empezase  á  per- 
der la  fe  en  el  maestro: 

—  ¡Cuánta  ceremonia  para  matarse  dos  hombres!... 
¡Qué  macana!... 

Isidro  estaba  conmovido  realmente,  con  una  emo- 
ción algo  parecida  al  miedo.  Estos  desafíos  arreglados 
á  la  ligera,  por  salir  del  paso,  resultaban  muchas  veces 
los  más  trágicos.  Un  pavoroso  presentimiento  le  avisaba 
que  los  proyectiles  no  iban  á  perderse.  A  alguien  iban  á 
tocar. 

Y  como  los  adversarios  permanecieran  callados  y  era 
visible  la  impaciencia  de  los  demás,  Maltrana  dio  por 
fracasada  su  elocuencia.  «Sea  lo  que  el  destino  quiera...» 
Se  quitó  el  sombrero  con  solemnidad  teatral;  inclinó  la 
cabeza  como  si  por  delante  de  él  pasase  la  fatalidad. 
— Saludo  á  dos  caballeros  que  van  á  morir. 

Dijo  esto  con  verdadera  emoción,  cual  si  la  muerte 
de  ambos  fuese  para  él  un  suceso  inevitable,  y  afirman- 
do la  garganta  con  largo  carraspeo,  lanzó  los  gritos  de 
mando. 

— ¿Listos?...  ¡Fuego!  Uno...  do... 

No  pudo  terminar.  Sonaron  casi  al  mismo  tiempo  dos 
ruidos  semejantes  al  golpe  de  unas  tabletas;  dos  chas- 
quidos de  tralla  con  dos  nubéculas  de  humo. 

Ambos  contendientes  seguían  en  pie;  se  miraban 
como  extrañados  de  que  no  hubiese  ocurrido  nada.  De 


LOS  ARGONAUTAS  513 

pronto  el  barón  echó  á  correr  hacia  su  enemigo,  éste 
avanzó  á  su  encuentro,  y  chocaron  ambos  sus  pechos 
mientras  los  brazos  se  cruzaban  espontáneamente  en  un 
estrujón  amoroso. 

Los  argentinos  se  removieron  en  su  altura  con  voces 
de  extrañeza  y  protesta.  ¿Ya  no  disparaban  más?  ¿Y 
aquello  era  todo?...  Les  habían  robado  el  dinero. 
—¡Tongo...  tongo!— gritaron  al  mismo  tiempo. 

Uno  de  ellos,  cogiendo  un  pedazo  de  roca  suelta, 
quiso  arrojarla  á  guisa  de  felicitación  sobre  los  adversa- 
rios reconciliados.  El  otro  fué  á  imitarle;  pero  ambos  se 
detuvieron  sorprendidos,  deslizándose  luego  peñón  aba- 
jo... Había  un  herido.  Maltrana  se  encorvaba  con  un 
pie  entre  ambas  manos.  Gómez  pretendía  sostenerlo:  los 
padrinos  corrían  hacia  él. 

A  continuación  de  los  disparos  había  sentido  un  cho- 
que en  el  pie  derecho,  un  choque  violentísimo,  mucho 
más  doloroso  que  un  pisotón,  y  que  agitó  con  estreme- 
cimientos de  suplicio  toda  la  sensibilidad  de  esta  parte 
de  su  cuerpo.  Estaba  herido,  y  su  inquietud  iba  en 
aumento  al  mirarse  el  pie  y  no  ver  en  él  señal  alguna 
de  perforación  ni  goteo  de  sangre. 

Gómez  mostrábase  indignado  por  esta  torpeza  de  uno 
de  los  dos  tiradores. 

—¡Hijo  de  una  gran  pulga!...  ¡Si  me  llega  á  dar  á  mí! 

Le  brillaban  los  ojos  de  un  modo  alarmante  sólo 
al  pensar  que  aquella  bala  perdida  hubiera  podido  to- 
carle. Llevábase  instintivamente  una  mano  á  la  cin- 
tura. El  amigo  Gómez  había  asistido  al  desafío  llevando 
su  revólver  por  lo  que  pudiese  ocurrir. 

Todos  rodearon  á  Isidro,  manoseándolo,  buscando 
en  vano  la  herida  que  le  arrancaba  hondos  suspiros.  Ni 
rastro  del  proyectil.  Sólo  una  leve  depresión  del  cuero 
del  zapato  sobre  el  mismo  lugar  entumecido  por  el  dolor. 

Buscaba  Gómez,  mientras  tanto,  con  la  cabeza  baja, 
examinando  el  suelo.  Su  instinto  de  hombre  de  campo, 
habituado  á  estudiar  los  más  pequeños  accidentes  de  la 
inmensa  llanura  argentina,  su  trato  con  los  maravillosos 
«rastreadores»,  adivinos  de  la  pampa,  le  hizo  encontrar 
la  explicación  de  este  misterio.  Señaló  á  algunos  pa- 
sos un  diminuto  oriñcio  abierto  en  el  suelo.  Allí  esta- 

33 


514  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

ba  enterrada  la  bala.  Mostró  después  un  guijarro  parti- 
do recientemente  á  juzgar  por  la  blancura  interior  de 
sus  fragmentos.  Este  era  el  causante  de  todo.  El  proyec- 
til, antes  de  hundirse  en  la  tierra,  había  chocado  con  una 
piedra  junto  ¿I  los  pies  de  Maltrana  y  los  fragmentos  de 
ésta  eran  los  que  le  habían  golpeado. 

Isidro,  al  enterarse  de  que  no  estaba  herido,  sintió 
menos  dolor.  «No  es  nada,  señores.  Muchas  gracias.» 

El  amigo  Gómez,  desencantado  por  el  final  pacífico 
del  acto,  y  furioso  al  mismo  tiempo  por  la  posibilidad  de 
que  una  bala  le  hubiese  alcanzado  á  él  estando  junto  al 
maestro,  murmuraba  tenazmente: 

— Pucha...  ¡qué  brutos  son  estos  gringos!  ¡Qué  mal 
tiran! 

Y  sus  dos  compatriotas,  á  pesar  de  la  distracción 
que  les  había  producido  el  incidente  de  Maltrana,  con- 
tinuaban diciendo  con  expresión  burlona:  «Tongo... 
tongo.» 

Los  adversarios,  con  la  alegría  de  su  reconciliación, 
apenas  se  habían  fijado  en  los  demás.  Se  estrechaban 
las  manos;  se  sonreían  como  amantes. 

Sintióse  molestado  Isidro  por  las  murmuraciones  de 
estos  «queridos  amigos»  que  habían  asistido  al  encuen- 
tro por  benevolencia  suya.  Ignoraba  lo  que  pudiese 
significar  la  palabra  «tongo»,  pero  por  si  equivalía  á 
farsa  ó  engaño,  se  apresuró  á  decir  con  toda  su  auto- 
ridad: 

— Esto  ha  sido  un  hermoso  encuentro,  ¿oyen  ustedes, 
jóvenes?...  Lo  digo  yo  que  he  presenciado  muchos  actos 
de  esta  clase...  Y  como  nada  queda  por  hacer,  vamonos 
á  tomar  algo. 

Todos  experimentaron  el  regocijo  de  vivir  que  se 
siente  después  de  un  peligro:  todos  sufrieron  de  pronto 
el  hambre,  que  llega  irremisiblemente  á  la  zaga  de  la 
emoción. 

Roncaron  de  nuevo  los  motores  de  los  automóviles, 
el  niño  de  la  cascada  abandonó  su  refugio  con  la  espe- 
ranza ilusoria  de  que  se  fijaran  en  él  y  le  diesen  algo 
por  despedida,  y  otra  vez  se  vieron  Maltrana  y  su  sé- 
quito pasando  ágran  velocidad  entre  las  frondosidades 
de  Tijuca.  Pero  ahora  no  iban  silenciosos  y  preocupa- 


LOS  ARGONAUTAS  515 

dos;  el  sol  era  más  vivo,  los  árboles  más  verdes.  Repa- 
rab¿in  todos  en  la  liermosura  de  los  pájaros  que  hacían 
vibrar  en  el  aire  sus  plumajes  de  colores.  La  velocidad 
de  los  vehículos  dejaba  tras  de  su  estela  de  polvo  y 
humo  un  temblor  de  árboles  conmovidos,  de  hojas  que 
caían,  de  ramas  que  se  entrechocaban,  con  gritos  y  sal- 
tos de  los  inquietos  simios  refugiados  en  las  copas. 

Al  llegar  á  Boa  Vista  hicieron  alto  frente  á  una 
tienda  de  comestibles,  que  era  al  mismo  tiempo  taberna 
y  café;  el  único  establecimiento  que  encontraron  abierto. 

Su  entrada  fué  en  tropel,  lo  mismo  que  una  invasión 
famélica.  Los  preparativos  del  duelo  les  habían  obliga- 
do á  salir  del  buque  sin  almorzar.  El  dueño  de  la  tienda, 
un  español  cachazudo,  no  sabía  cómo  atender  tantas 
y  tan  diversas  peticiones.  Querían  comer;  indicaban 
platos  á  su  gusto,  y  el  tendero  contestaba  á  todos 
afirmativamente,  pero  aplazando  el  cumplimiento  de 
sus  promesas  por  una  ó  dos  horas,  el  tiempo  necesario 
para  ir  y  volver  á  Río  Janeiro. 

Se  abalanza^ron  entonces  á  los  comestibles  que  esta- 
ban á  la  vista:  pastelillos  y  dulces  de  diversas  épocas, 
artísticamente  moteados  con  deyecciones  de  mosca,  á 
pesar  de  su  encierro  entre  cristales.  El  dueño,  detrás  del 
mostrador,  atendía  al  remedio  de  esta  hambre  general 
abriendo  latas  de  sardinas  y  cortando  ronchas  de  sal- 
chichón blanducho.  Todo  pasaba  en  extravagante  mez- 
cla por  los  ávidos  esófagos:  el  salchichón  revuelto  con 
soda,  los  pasteles  bañados  en  aceite  de  sardinas.  Y  cuan- 
do su  famélica  nerviosidad  empezó  á  calmarse,  rom- 
pieron á  hablar  del  desafío  como  de  un  suceso  remoto, 
de  un  hecho  histórico  envuelto  en  las  maravillosas  nie- 
blas de  la  lejanía,  que  todo  lo  agiganta.  Los  burlones  que 
habían  gritado  ¡tongo!  modificaban  su  opinión  al  verse 
lejos  del  lugar  del  combate.  Una  bala  podía  haber  tum- 
bado á  cualquiera  de  los  dos  adversarios  con  la  misma 
facilidad  que  casi  había  dejado  cojo  á  Maltrana.  Y  ahora 
que  sentían  en  el  estómago  una  grata  pesadumbre,  les 
pareció  el  asunto  muy  digno  de  respeto. 

También  Gómez  empezaba  á  sentir  cierto  orgullo 
por  haber  presenciado  el  duelo.  Un  espectáculo  intere- 
sante que  podría  relatar  á  sus  amistades.  Y  poseído  de 


516  V.    BLASCO   IBÁÑÉZ 

súbita  consideración  por  los  combatientes,  quería  des- 
lumbrar  al  alemán  con  el  relato  de  las  batallas  políti- 
cas allá  en  su  provincia,  tenaces  encuentros  revólver  en 
mano,  sin  otros  testigos  que  los  peones,  que  dispara- 
ban también;  desafíos  gauchescos  jamás  terminados  sin 
sangre. 

El  belga  había  acaparado  á  Maltrana  en  un  rincón. 
Iban  á  separarse  en  Río  Janeiro,  pero  él  no  podía  quedar 
así,  con  buenas  palabras  nada  más,  sin  un  documento 
que  atestiguase  su  conducta  caballeresca.  Necesitaba  el 
acta  del  encuentro  para  unirla  á  muchas  otras  en  el  ar- 
chivo de  su  honor. 

Otra  vez  el  español  de  la  tienda  se  vio  apremiado 
por  los  llamamientos  de  aquellos  señores,  que  pedían 
toda  clase  de  artículos  de  escritorio,  como  si  estuviesen 
en  una  oficina.  Sólo  pudo  ofrecerles  una  ampolleta  de 
tinta  clarucha  y  una  pluma  roma.  En  cuanto  á  papel, 
Isidro,  que  deseaba  hojas  de  pergamino  con  cantos 
dorados  para  este  documento  destinado  á  larga  vida, 
tuvo  que  contentarse  con  un  bloque  de  hojas  comercia- 
les, llevando  en  un  ángulo  el  membrete  del  estableci- 
miento: «Frutos  López.  Productos  dopaiz  e  estrangeiros.» 
Pero  el  honor  ennoblece  cuanto  toca,  y  él  se  aplicó  á 
redactar  un  documento  con  toques  de  emoción  dramáti- 
ca ayudado  por  el  barón,  que  le  socorría  en  sus  dudas 
sobre  la  sintaxis  francesa.  Porque  el  acta  era  en  francés 
para  mayor  solemnidad;  el  belga  no  la  tenía  por  acep- 
table en  otro  idioma. 

Empezó  á  impacientarse  el  resto  de  la  comitiva  por 
este  trabajo  laborioso.  Nada  quedaba  en  la  tienda  digno 
de  ser  devorado.  Gómez  y  sus  compatriotas  se  entrete- 
nían saltando  los  bancos  de  la  plaza.  Los  padrinos  pen- 
saban con  nostalgia  en  el  comedor  del  buque.  Eran  las 
once  en  el  reloj  de  la  tienda,  y  el  Goethe  zarpaba  á  las 
doce.  Tenían  miedo  de  quedarse  en  tierra  por  culpa  del 
tal  documento,  y  por  esto  suspiraron  de  satisfacción  al 
poner  la  firma  apresuradamente,  corriendo  luego  á  los 
automóviles. 

Cerca  de  mediodía  lanzó  el  trasatlántico  un  rugido 
de  aviso.  Fueron  acudiendo  á  esta  primera  llamada  los 
pasajeros  que  estaban  en  los  cafés  de  la  Avenida,  abu- 


LOS  AíieONAUTAS  617 

rridos  de  la  espera  y  del  calor,  sin  saber  qué  hacer  en 
la  ciudad,  deseando  verse  cuanto  antes  en  pleno  Océano 
bajo  la  brisa  del  mar  libre. 

Volvían  á  sus  camarotes  para  recobrar  las  frescas 
ropas  de  viaje,  despojándose  de  los  vestidos  trasudados. 
Paseaban  por  las  cubiertas  con  la  misma  satisfacción 
del  que  paladea  el  regalo  de  la  casa  propia  después  de 
un  viaje  penoso.  Entraban  en  el  buque  con  una  emoción 
de  gratitud,  lo  mismo  que  si  volviesen  al  pueblo  natal. 
Experimentaban  el  bienestar  del  propietario  que  recobra 
las  comodidades  de  su  vivienda  al  volver  á  encontrar 
colgados  y  en  orden  todos  los  objetos  de  uso  personal 
que  les  recordaban  una  vida  oceánica  de  diez  días,  equi- 
valente á  diez  años. 

Rugió  por  segunda  vez  la  chimenea  y  se  acodaron 
todos  en  las  barandas  para  presenciar  la  llegada  de  los 
otros  compañeros.  Desembocaban  los  automóviles  en  el 
muelle  á  toda  velocidad,  viniendo  á  detenerse  frente  al 
buque  al  otro  lado  de  la  verja.  Juntos  con  los  pasajeros, 
subían  al  trasatlántico  grandes  ramos  de  flores,  cestos 
de  frutas  tropicales,  monos  y  loros  que  saltaban  sobre 
los  hombros  de  sus  nuevos  dueños  pugnando  por  liber- 
tarse de  las  ataduras  que  los  retenían. 

Sonó  el  tercer  rugido  y  se  miraron  los  pasajeros,  con- 
sultándose para  saber  cuántos  permanecían  en  tierra. 
Faltaban  muy  pocos. 

La  gente  se  agolpó  en  las  bordas  saludando  con  gri- 
tos y  aplausos  irónicos  á  los  que  llegaban  retrasados.  En 
la  proa  y  la  popa  formaban  los  emigrantes  dos  masas 
obscuras,  sobre  las  que  se  agitaban  los  pequeños  redon- 
deles blancos  de  las  cabezas.  Miraban  de  lejos  aquella 
ciudad  á  la  que  no  habían  podido  descender,  como  mi- 
ran los  presos  en  conducción  paisajes  y  estaciones  por 
las  aberturas  de  un  vehículo  celular.  Lo  único  que  cono- 
cían de  esta  tierra  eran  las  frutas,  que  unos  vendedores 
negros  les  arrojaban  desde  el  muelle. 

Muchos  de  aquéllos,  fatigados  de  admirar  palmeras 
y  caseríos  blancos,  acababan  por  volver  las  espaldas, 
refugiándose  en  los  sitios  más  frescos  y  sombreados. 
Únicamente  sentían  verdadero  interés  por  el  país  de  su 
destino,  la  tierra  de  la  esperanza,  donde  les  aguardaba. 


518  V.    BLASCO   JBÁNJaS^. 

según  sus  informes,  la  fortuna  impaciente.  Ellos  iban  á 
Buenos  Aires. 

Una  explosión  de  gritos  y  aplausos  saludó  el  auto- 
móvil en  el  que  llegaba  Nélida  con  su  hermano  y  Ojeda. 
Los  padres,  que  habían  sido  de  los  primeros  en  regresar 
al  buque,  aguardaban  impacientes.  Pero  el  señor  Kas- 
per  cortó  con  una  acogida  cariñosa  la  belicosidad  de  su 
cónyuge,  irritada  por  esta  tardanza.  Juntos  admiraron 
el  pajarraco  rojo  y  verde  que  sostenía  Nélida  en  una 
mano.  Lo  llevaba  con  frecuencia  á  sus  mejillas,  besán- 
dole el  corvo  pico.  El  afán  de  novedad  le  hacía  recla- 
mar luego  un  mono  que  ostentaba  su  hermano  en  un  hom- 
bro, bestiecilla  inquieta  con  ojos  de  diamante  y  una  cola 
doble  que  su  cuerpo.  El  muchacho  intentaba  resistirse: 
entre  el  mono  y  él  se  había  establecido  desde  el  primer 
momento  una  dulce  simpatía.  Pero  Nélida  se  lo  arreba- 
taba, paseando  sus  labios  frescos  por  la  temblona  cabe- 
cita  del  simio. 

Los  esposos  Kasper  se  conmovieron  al  saber  que  los 
dos  animales  eran  regalo  del  señor  Ojeda.  Miraron  en 
torno  para  darle  las  gracias  por  sus  atenciones  con  la 
niña,  pero  hacía  rato  que  se  había  retirado  á  su  cama- 
rote, deseando  librarse  cuanto  antes  de  la  sociedad  de 
Nélida. 

Habían  llegado  al  buque  en  friinca  enemistad.  Hasta 
el  último  momento  habló  ella  de  la  conveniencia  de 
fugarse.  Propuso  nuevos  paseos  por  el  interior  de  Eío 
Janeiro,  se  retardó  en  los  cafés  y  las  tiendas,  con  el  vi- 
sible propósito  de  que  pasase  el  tiempo  y  el  vapor  se 
marchara  sin  ellos.  Al  final  Ojeda  se  había  irritado,  impo- 
niendo autoritariamente  la  vuelta  inmediata  al  Goethe. 
Y  Nélida,  ofendida,  únicamente  había  tenido  desde  en- 
tonces palabras  tiernas  y  caricias  para  los  dos  animales. 
En  cuanto  á  él,  lo  detestaba. 

Comenzó  á  zarpar  el  vapor.  Soltáronse  los  cabos  que 
lo  unían  á  tierra;  la  proa  se  apartó  del  muelle.  Rugía 
la  música  la  marcha  de  partida.  Algunos  pasajeros  mos- 
tráronse inquietos,  recordando  á  los  de  la  comitiva  del 
desafío.  Se  iban  á  quedar  en  tierra.  Indudablemente  ha- 
bía ocurrido  una  desgracia. 

Y  cuando  todos  con  un  pesimismo  contagioso  daban 


LOS  ARGONAUTAS  5l9 

por  segura  la  catástrofe,  se  produjo  un  movimiento  ge- 
neral hacia  la  borda  que  enfrentaba  al  muelle.  ¡Ya  llega- 
ban!... Salieron  de  la  Avenida  los  tres  automóviles  á 
toda  velocidad,  y  una  vez  junto  á  la  verja  saltaron  de 
sus  asientos  los  pasajeros,  yendo  á  todo  correr  hacia  el 
buque.  En  aquel  momento  su  costado  se  despegaba  del 
muelle  con  lentitud.  Hubo  que  bajar  otra  vez  la  escala. 
Un  minuto  más,  y  habrían  tenido  que  alcanzar  al  Goethe 
en  un  bote  en  mitad  de  la  bahía. 

Maltrana  subió  el  primero  con  su  valija  de  mano, 
no  queriendo  contestar  á  las  preguntas  de  los  curiosos. 
Tenía  prisa  de  ganar  su  camarote  para  cambiarse  de 
ropa.  La  gente,  al  ver  que  volvía  solo  el  alemán  con  los 
padrinos  y  acompañantes,  dio  por  cierta  la  catástrofe, 
con  esa  afición  de  las  masas  á  los  finales  trágicos.  El 
barón  belga  estaba  herido:  tal  vez  había  muerto  á  aque- 
llas horas.  La  noticia  dio  la  vuelta  al  paseo,  despertando 
en  las  señoras  un  coro  de  lamentaciones:  «;Un  mozo  tan 
cumpido!  ¡Qué  desgracia!...» 

Los  amigos  del  alemán,  viéndolo  sano  y  triunfador, 
se  lo  llevaban  al  fumadero  con  abrazos  y  palmadas  en 
la  espalda.  Sonaron  los  taponazos  del  champan  como 
prólogo  de  la  descripción  del  combate.  Algunos  pasa- 
jeros volvían  la  espalda  con  indignación  para  no  pre- 
senciar esta  apología  del  homicidio.  Mirando  a.1  muelle, 
cada  vez  más  lejano,  con  sus  personas  súbitamente  em- 
pequeñecidas, fijáronse  en  un  hombre  que  agitaba  el 
sombrero  y  abría  los  brazos  haciendo  locos  movimientos 
de  despedida. 

— ¡Pero  si  está  allí!...  ¡Si  es  el  belga  que  nos  dice 
adiós!... 

La  noticia  hizo  correr  al  pasaje  en  masa  á  un  lado 
del  vapor.  Sí;  era  él:  todos  le  reconocían.  Y  á  pesar  de 
la  distancia  gritaron  los  más,  enviándole  un  saludo  por 
encima  del  agua  azul,  entre  el  revoloteo  de  las  gaviotas 
y  las  palmeras  de  una  isla  que  parecía  avanzar  poco  á 
poco  enmascarando  el  muelle. 

En  el  centro  de  la  ciudad  se  había  despedido  el  belga 
de  la  comitiva  para  quedarse  en  su  hotel.  Pero  luego  se 
arrepintió.  Su  deber  era  ir  á  decir  adiós  á  los  demás  com- 
pañeros de  viaje.  ¡Quién  sabe  qué  mentiras  contarían 


520  V.    BLASCO  IBÁNS2 

aquellos  buenos  amigos  al  relatar  el  desafío!  Había  que 
luicer  constar  que  estaba  incólume  como  el  otro... 

Corrió  al  puerto,  agitándose  con  desesperación  al 
ver  que  se  alejaba  el  buque  sin  que  nadie  reparase  en 
su  persona.  Y  cuando  al  fin  llegó  hasta  sus  oídos  el 
bramido  de  saludo,  se  creyó  recompensado  de  todos  sus 
sinsabores  y  penalidades  de  hombre  de  honor.  ¡Adiós, 
Goethe!  ¡Adiós,  Nélida!...  Tal  vez  la  voz  de  ella  se  había 
unido  á  esta  aclamación  de  despedida. 

Se  enfrió  el  entusiasmo  de  la  gente  al  enterarse  de 
que  los  dos  adversarios  estaban  sanos  y  enteros.  Los 
mismos  que  poco  antes  parecían  indignados  en  nombre 
de  la  civilización  y  la  dulzura  de  las  costumbres,  lamen- 
tando la  muerte  del  belga,  torcían  ahora  el  gesto  cual 
si  fuesen  víctimas  de  una  broma  de  mal  gusto.  «¡Farsan- 
tes... Alarmar  á  personas  respetables  con  un  desafío  de 
morondanga!...» 

Sobre  las  ruinas  de  los  dos  adversarios,  súbitamente 
caídos  de  la  gloria,  iba  elevándose  un  nuevo  héroe. 
Gómez  y  sus  amigos,  deseosos  de  hacer  constar  que  ellos 
lo  habían  presenciado  todo,  hablaban  de  Maltrana,  de 
sus  palabras  elocuentes,  de  la  serenidad  con  que  se  ha- 
bía expuesto  á  la  muerte,  del  balazo  en  un  pie.  El  afán 
que  siente  todo  cuentista  de  amplificar  y  abultar  los  su- 
cesos para  tener  en  suspenso  á  sus  oyentes  les  hizo 
lanzarse  de  buena  fe  en  las  más  absurdas  exageracio- 
nes, ensalzando  los  méritos  del  director  del  combate. 
«¡Qué  Maltrana  tan  corajudo!...  ¡Qué  tigre!» 

Y  mientras  se  formaba  y  consolidaba  en  las  cubiertas 
rápidamente  un  prestigio  de  héroe  para  Isidro,  éste, 
con  toda  calma,  tomaba  un  baño  y  se  vestía  de  blanco, 
luego  de  repeler  aquel  traje  de  lanilla  que  le  había 
atormentado  con  su  peso  lo  mismo  que  una  armadura. 

Al  salir  del  camarote  se  tropezó  con  el  «hombre  fú- 
nebre». 

— ¡Y  yo  que  me  lo  imaginaba  á  estas  horas  en  la  cár- 
cel!...— pensó — .  No  habiendo  sido  aquí  será  en  Buenos 
Aires.  La  policía  de  allá  debe  estar  mejor  informada. 

Le  produjo  alguna  sorpresa  ver  que  el  «hombre  fú- 
nebre» iniciaba  un  asomo  de  sonrisa  y  de  saludo.  «¡Ah, 
bellaco!»   Ahora   le  miraba  como   si   quisiera  hacerse 


LOS  ARGONAUTAS  521 

amigo  suyo.  Era  sin  duda  á  impulsos  del  miedo  que 
acababa  de  pasar...  Y  acogiendo  esta  muda  amabilidad 
con  desdeñosa  altivez,  siguió  adelante  sin  responder  al 
saludo. 

La  gloria  salió  á  su  encuentro.  Le  rodearon  las  gen- 
tes en  la  cubierta,  mostrando  gran  interés  por  su  salud. 
Hasta  las  damas  menos  comunicativas  le  pedían  noti- 
cias. Ahora  sí  que  podía  llamarlos  á  todos  de  verdad 
«mis  queridos  amigos».  Sonreían  algunas  señoras  con  el 
dulce  reproche  femenil  que  lamenta  y  celebra  á  un 
mismo  tiempo  las  temeridades  del  valor,  y  le  amenaza- 
ban cariñosamente  moviendo  una  mano  con  el  índice 
en  alto.  «¡Ah,  calaverón!...  ¡Mala  persona!» 

El  doctor  Zurita,  enterado  por  sus  hijos  de  lo  ocurri- 
do, se  acercó  á  Maltrana  con  la  irresistible  simpatía  que 
inspiran  los  actos  de  coraje  á  todos  los  de  su  país. 

—  ;Ah,  gallego  diablo!...  Ya  me  lo  han  contado  todo. 
Muy  bien...  Tome  uno  de  hoja. 

Y  le  dio  el  mejor  de  sus  habanos  como  un  tributo  de 
admiración. 

Todos  le  miraban  los  pies,  fijándose  en  sus  zapatos 
blancos  de  lona.  Los  otros  los  guardaría  seguramente 
abajo  como  un  recuerdo.  Muchos  querían  examinarlos 
para  apreciar  los  destrozos  del  proyectil.  Las  mujeres,  con 
súbita  inquietud,  le  obligaban  á  sentarse  al  lado  de  ellas. 
— No  haga  locuras,  Maltranita;  tenga  cuidado.  Las 
heridas  en  los  pies,  por  insignificantes  que  parezcan, 
traen  á  veces  malos  resultados. 

Y  algunas  se  lanzaban  á  recordar  heridas  sufridas 
por  individuos  de  su  familia,  accidentes  de  la  vida  en  la 
pampa,  con  cuyo  relato  se  iban  olvidando  del  héroe. 

—No  pasee,  señor;  ande  lo  menos  posible.  Es  un  con- 
sejo de  la  experiencia. 

Esto  lo  dijo  en  francés  una  voz  tímida  y  respetuosa, 
y  al  levantar  los  ojos  vio  Maltrana  al  «hombre  lúgubre». 
¡Este  también  se  unía  á  la  general  admiración!...  ;Un 
hombre  que  se  hallaba  bajo  la  amenaza  del  presidio  olvi- 
dábase de  su  propia  suerte  para  interesarse  por  su  sa- 
lud!... ¡Qué  gran  cosa  el  valor!... 

El  último  en  aproximarse  fué  Ojeda,  cuando  ya  se  ha- 
bían disuelto  los  grupos  de  admiradores.  A  la  mirada  in- 


522  V.    BLASCO  IBÁNB2 

terrogante  de  Fernando,  que  parecía  asombrado,  contes- 
tó con  im  guiño  malicioso  y  un  leve  encogimiento  de 
hombros.  No  había  de  qué  asustarse. 

—Todo  mentira— murmuró  con  voz  tenue—.  «Pura 
parada»,  como  dicen  los  criollos.  Pero  deje  usted  que  se 
hinche  el  entusiasmo.  Con  esto  no  se  hace  mal  á  nadie... 
Vamos  á  almorzar. 

El  buque  había  salido  de  la  bahía.  Deslizábase  entre 
islotes  de  tupida  vegetación  y  escollos  que  emergían  sus 
negras  cabezas  con  greñas  verdes.  Las  montañas  de  for- 
ma humana  parecían  alejarse  tierra  adentro.  La  ciudad 
se  había  ocultado,  dejando  en  la  memoria  de  todos  una 
visión  de  blancas  construcciones,  altas  palmeras,  ense- 
nadas azules  bordeadas  de  jardines,  rostros  congestio- 
nados por  el  calor,  ropas  húmedas  y  sudorosas.  La  brisa 
del  mar  libre  esparció  su  hálito  vivificante  por  todo  el 
buque. 

Con  los  preparativos  de  salida  se  había  retrasado 
el  almuerzo,  y  esta  tardanza,  así  como  la  variedad  de 
flores  sobre  las  mesas  y  los  víveres  adquiridos  en  tierra, 
dieron  nuevo  encanto  á  la  general  nutrición.  Todos  co- 
mían con  apetito,  celebrando  la  frescura  del  comedor 
luego  de  la  pesadez  caliginosa  de  la  ciudad.  Algunas 
mesas  estaban  libros  y  los  pasajeros  esforzaban  su  me- 
moria para  recordar  á  los  que  se  habían  quedado  en 
Río  Janeiro.  En  otras  se  agrupaban  los  brasileños  recién 
embarcados.  Iban  á  Montevideo  y  allí  transbordarían  á 
los  vapores  fluviales  que,  siguiendo  el  Paraná  y  el  Para- 
gua,y,  llegaban  tras  veinticinco  días  de  viaje  al  corazón 
de  su  país. 

Maltrana  había  realzado  su  triunfo  manteniéndose  en 
serena  modestia,  fingiendo  no  ver  las  miradas  curiosas 
y  admirativas.  El  señor  Munster  le  hablaba  ahora  con 
respetuosa  gravedad,  no  osando  permitirse  más  bromas 
con  un  hombre  que  andaba  á  tiros  y  almorzaba  luego 
tranquilamente  sin  acordarse  del  peligro.  El  doctor  Ru- 
bau  le  contempló  con  melancólica  conmiseración.  «¡Ah, 
juventud!  ¡loca  juventud!...  ¡Tan  apreciable  que  es  la 
vida!»  Lo  afirmaba  él,  vestido  siempre  denegro,  refrac- 
tario al  trato  de  las  gentes,  con  una  marcada  tendencia 
al  encierro  y  al  llanto. 


LOS   ARGONAUTAS  523 

Después  del  almuerzo,  Ojeda  se  encontró  solo  en  el 
jardín  de  invierno.  Su  célebre  amigo  estaba  acaparado 
por  la  atención  general  y  no  venía  á  sentarse  á  su  lado 
cual  otras  veces.  Pasaba  de  mesa  en  mesa;  lo  rodeaban 
los  jóvenes,  que  acribaron  por  llevárselo  al  fumadero. 

Notábanse  grandes  claros  en  la  concurrencia.  Las 
gentes  no  parecían  las  mismas  de  antes.  Había  des- 
aparecido la  inconsciencia  alegre  de  la  vida  oceáni- 
ca. Todos,  al  pisar  el  muelle,  habían  sentido  que  perte- 
necían al  suelo  firme,  recordando  de  pronto  las  preocu- 
paciones de  su  existencia  anterior.  La  tierra  recobraba 
sus  derechos  sobre  ellos  y  al  volver  al  buque  eran  otros. 
Ya  no  vivían  la  vida  del  presente  con  olvido  del  resto 
del  mundo,  como  si  la  humanidad  hubiera  muerto,  los 
continentes  se  hubiesen  hundido  y  no  quedasen  sobre  el 
planeta  otras  gentes  que  este  puñado  de  seres  notando 
sobre  un  arca  de  acero,  sin  tener  que  preocuparse  de  la 
comida,  que  encontraban  siempre  pronta,  sin  miedo  á  los 
compromisos  sociales  de  un  mundo  lejano,  con  los 
apetitos  en  libertad  y  la  conciencia  soñolienta. 

Los  negocios  resurgían  en  la  memoria  de  todos  con 
mayor  premura,  como  si  en  este  período  de  olvido  hu- 
biese aumentado  su  interés.  Cada  uno  pensaba  en  la 
causa  que  le  había  arrastrado  á  este  hemisferio.  Los 
residentes  en  América  sentían  los  primeros  asaltos  de  la 
inquietud.  ¿Qué  malas  noticias  saldrían  á  recibirles? 
¿Cómo  iban  á  encontrar  los  negocios  después  de  su 
ausencia?...  Los  que  iban  á  las  tierras  nuevas  por  pri- 
mera vez  sufrían  la  angustia  de  la  incertidumbre,  la 
duda  del  que  va  á  arrostrar  una  prueba  decisiva.  Y 
todos,  obsesionados  por  sus  pensamientos,  se  aparta- 
ban y  aislaban  para  reflexionar  mejor. 

Eestablecíanse  las  distancias  sociales,  que  en  mitad 
del  viaje  parecían  haberse  suprimido.  Las  caras  ya  no 
sonreían.  Todos,  con  gesto  de  preocupación,  evitaban 
la  familiaridad.  Parecían  tener  miedo  de  que  las  rela- 
ciones amistosas  de  á  bordo  se  prolongasen  en  tierra.  Un 
intento  de  aproximación  y  de  confidencia  se  traducía 
como  amenaza  de  inmediatas  peticiones. 

Los  de  menos  fortuna,  que  hasta  entonces  habían  gas- 
tado pródigamente  con  la  facilidad  que  proporciona  el 


524  V.    BLASCO   IBÁÑBZ 

crédito,  comenzaban  á  restringir  sus  necesidades  extra- 
ordinarias en  el  comedor  y  el  fumadero.  Se  acordaban 
de  pronto  de  los  numerosos  vales  que  llevaban  firmados: 
iba  á  llegar  el  momento  de  ajustar  cuentas  con  el  mayor- 
domo. Un  ambiente  de  tristeza  y  desasosiego  se  esparcía 
por  el  buque,  velando  las  voces  y  haciendo  languidecer 
las  conversaciones.  Los  sitios  vacíos  inspiraban  el  me- 
lancólico recuerdo  de  los  ausentes.  El  salón  de  invierno 
ofrecía  el  aspecto  de  una  reunión  de  familia  después  de 
una  desgracia. 

Ojeda  también  estaba  triste.  La  soledad  favorecía  el 
desarrollo  de  sus  remordimientos.  Pensaba  con  vergüen- 
za en  sus  aventuras,  y  á  la  vez,  por  una  contradicción 
bizarra,  pensaba  también  en  Nélida,  extrañando  su 
ausencia.  Esperaba  verla  aparecer  de  un  momento  á 
otro  en  la  ventana  inmediata,  lo  mismo  que  en  las  tar- 
des anteriores.  Se  habían  separado  con  enojo  al  llegar 
al  buque;  pero  estos  enfados  eran  siempre  en  ella  de 
corta  duración,  y  horas  después  se  aproximaba  anun- 
ciando con  maliciosos  guiños  su  propósito  de  bajar  al 
camarote...  Pero  hoy  transcurría  el  tiempo  sin  que  Né- 
lida apareciese. 

Cansado  de  este  abandono,  salió  Fernando  á  la  cu- 
bierta, y  al  dirigirse  hacia  el  lado  de  proa,  lo  primero 
que  vio  en  «el  rincón  de  los  besos»  fué  á  Nélida,  tendi- 
da en  una  silla  larga,  con  los  ojos  entornados,  dejando 
al  descubierto  una  buena  parte  de  sus  piernas,  cubrién- 
dose la  cara  con  una  mano  como  si  quisiera  ocultar  su 
rubor,  mientras  á  través  de  los  dedos  brillaban  sus  ojos 
de  malicia.  Y  sentado  junto  á  ella  estaba  Maltrana,  el 
heroico  Maltrana,  expresándose  con  vehementes  gesticu- 
laciones, echando  el  busto  hacia  delante  cual  si  la  mu- 
chacha tirase  de  él  con  magnética  fuerza. 

Al  ver  á  su  amigo,  mostró  Isidro  cierta  turbación, 
se  cortó  su  verbosidad  lo  mismo  que  si  acabara  de  sor- 
prenderle en  algo  vergonzoso.  Ella,  por  el  contrario, 
miró  á  Ojeda  con  expresión  de  reto,  añadiendo  en  voz 
fuerte: 

—Continúe  usted,  Isidro.  Eso  que  dice  es  muy  lindo, 
muy  interesante. 

Y  acompañó  sus  palabras  con  un  gesto  exagerado 


LOS  ARGONAUTAS  525 

de  voluptuosidad  y  abandono,  indicando  el  gran  placer 
que  le  causaban  las  palabras  del  héroe. 

Fernando  siguió  adelante  con  más  asombro  que  des- 
pecho por  esta  revelación...  ¡Maltrana  también!  Había 
Í3astado  que  las  gentes  lo  celebraran  por  una  hora  para 
que  aquella  muchacha  fuese  en  su  busca  á  impulsos  del 
insaciable  y  veleidoso  deseo.  El  discurso  de  la  fiesta  y 
la  aventura  del  tiro,  hacían  de  él  un  hombre  interesan- 
te, un  héroe  apetecible,  y  allí  estaba  Nélida,  junto  á  él, 
con  los  ojos  húmedos,  una  sonrisa  de  adoración  y  la  len- 
gua paseándose  ávida  sobre  el  rosa  de  los  labios.  Isidro 
iba  á  ser  el  heredero  de  todos. 

Para  evitarse  las  miradas  de  ella  y  su  sonrisa  venga- 
tiva, no  quiso  pasar  otra  vez  por  este  rincón  de  la  cubier- 
ta. Abajo,  en  la  explanada  de  proa,  sonaba  una  música 
pastoril,  y  por  los  intersticios  del  toldaje  veíanse  sal- 
tar las  cabezas  de  varias  personas  con  el  ritmo  de  la 
danza. 

Le  había  hablado  Isidro  algunas  veces  de  los  bailes 
de  los  árabes  instalados  en  esta  parte  del  buque,  y  no 
sabiendo  adonde  ir  quiso  presenciarlos,  bajando  á  la 
explanada.  Aglomerábase  la  muchedumbre  dejando  un 
reducido  espacio  á  los  danzarines.  La  llegada  á  Amé- 
rica, después  del  aislamiento  en  medio  del  mar,  había 
difundido  una  gran  alegría  en  el  rebaño  ansioso  de  espe- 
ranza. Se  aproximaban  al  término  del  viaje.  ¡Buenos 
xlires!...  Ya  estaban  casi  tocándola.  Cuatro  ranchos  y 
cuatro  sueños  los  separaban  nada  más  de  la  ciudad-ilu- 
sión. Iban  á  llegar  más  pronto  de  lo  que  deseaban;  cuan- 
do ya  se  habían  familiarizado  con  la  vida  del. Océano  y 
su  prisa  era  menos  apremiante. 

Un  sirio,  erguido  sobre  un  rollo  de  cables,  tañía 
una  triple  flauta  fabricada  con  cañas,  y  al  son  del  gan- 
gueo bucólico  movíanse  sus  compatriotas.  Eran  hombres 
morenos  de  luengos  bigotes;  corpulentos  unos,  hincha- 
dos de  grasa,  con  la  obesidad  amarillenta  y  bíanducha 
de  los  orientales;  enjutos  otros,  angulosos,  alargados  y 
sueltos  de  miembros,  lo  mismo  que  los  caballos  de  ca- 
rrera. En  recuerdo  de  la  patria  lejana  habíanse  ceñido 
pañuelos  á  guisa  de  turbantes  alrededor  de  sus  purpú- 
reos gorros,  y  otros  más  vistosos  como  fajas  en  torno  de 


526  y.  BLASCO  ibánkz 

los  ríñones.  Danzaban  puestos  en  ñla,  con  grandes  con- 
toneos de  caderas  y  vientres.  Sus  hembras  manteníanse 
aparte,  como  hijas  de  un  pueblo  en  el  que  la  mujer  vive 
aislada,  sin  participación  en  los  regocijos  públicos. 

A  la  cabeza  de  la  fila,  dirigiendo  las  evoluciones  de 
la  danza  y  acompañándola  con  patadas  y  gritos,  destacá- 
base un  joven  altísimo  y  enjuto  de  carnes,  con  nariz 
aguileña,  lino  bigote  y  ojos  ardientes.  Se  cubría  con  un 
caftán  sucio  y  magnífico  de  seda  roja  bordada  de  oro. 
Estos  bordados  habían  tomado  con  los  años  un  empaña- 
miento  verdoso.  La  seda,  deshilacliada  en  los  sitios  de 
mayor  roce,  dejaba  escapar  las  vedijas  de  algodón  de  su 
acolchado.  Pero  á  pesar  de  esta  ruina  y  de  los  panta- 
lones y  botines  de  obrero  europeo  que  dejaba  ver  por 
debajo  de  la  vestidura  oriental,  el  árabe  de  Siria  ofre- 
cía un  hermoso  aspecto. 

Ojeda  lo  reconoció:  era  el  Emir.  Varias  veces  al  ha- 
blarle Isidro  de  las  danzas  de  los  árabes  había  mencio- 
nado á  este  joven,  alabando  su  apostura  de  caballero  del 
desierto,  que  hacía  recordar  á  los  héroes  de  las  Orienta- 
les cantados  por  el  romanticismo. 

El  imaginativo  Maltrana  no  había  vacilado  en  darle 
un  nombre  y  una  dignidad.  Era,  según  él,  un  emir  en 
desgracia.  Como  lo  incluía  en  el  número  de  sus  «queri- 
dos amigos»,  estaba  bien  enterado  de  que  marchaba 
por  segunda  vez  á  Buenos  ilires,  donde  ejercía  pequeñas 
industrias.  Pero  esta  vulgar  realidad  desechábala  Isidro 
por  no  estar  de  acuerdo  con  los  deseos  de  su  imagina- 
ción, y  el  joven  árabe  era  un  emir,  según  él,  y  todos 
sus  compañeros,  con  mujeres  é  hijos,  fieles  subditos  que 
seguían  á  su  príncipe  en  el  destierro. 

A  la  cabeza  de  la  fila  formada  por  sus  vasallos,  el 
Emir  balanceábase  sobre  las  caderas,  levantaba  un  pie 
y  lanzaba  relinchos  bajo  la  mirada  protectora  de  la  seña 
Eufrasia,  que  subida  en  un  caramanchel  presidía  la 
fiesta  con  toda  la  majestad  de  su  bulto  corpulento.  Al 
reparar  la  buena  mujer  en  Ojeda,  se  atrevió  á  sonreirle. 
Sabía  que  era  español  por  haberle  visto  algunas  veces 
con  don  Isidro. 

— ¿Ha  visto  usted,  señor,  qué  moritos  graciosos?  Y  ahí 
onde  usted  los  ve  con  esas  caras  tan  feotas,  son  unos 


LOS  ARGONAUTAS  527 

infelices:  más  buenos  que  el  pan.  Los  mejores  de  todos. 

Su  marido,  el  hombre  del  sombrerón  y  la  faja  abul- 
tada, se  aproximó  al  escuchar  estas  palabras.  Se  adivi- 
naba que  iba  á  decir  como  de  costumbre,  ansioso  de  un- 
gida autoridad:  «Calla,  Ufrasia,  y  no  molestes  á  este 
caballero.  Las  mujeres  no  sabís  na  de  na.»  Pero  no  pu- 
do decirlo. 

El  flautista  lanzó  unas  notas  en  falso  y  calló  después 
como  si  se  le  hubiese  atrancado  algo  en  la  garganta. 
Los  bailarines  quedaron  inmóviles,  agarrados  del  talle, 
una  pierna  en  alto,  mirando  hacia  el  castillo  central  con 
ojos  súbitamente  congestionados. 

Fernando  miró  también,  influenciado  por  este  silen- 
cio, y  vio  á  Maltrana  que  acababa  de  descender  por  una 
escalerilla  de  hierro.  En  mitad  de  la  escalera  estaba 
Nélida  mirando  á  la  muchedumbre  extendida  á  sus  pies, 
orgullosa  de  la  emoción  que  despertaba  su  presencia.  La 
falda  corta  y  estrecha  se  había  subido  impúdicamente 
con  el  movimiento  de  descenso,  dejando  á  la  vista  una 
pantorrilla  larga,  de  curva  armoniosa,  enfundada  en 
una  media  de  seda  gris  con  rayas  caladas.  En  la  parte 
más  alta,  entre  la  media  y  el  pantalón,  mostrábase  un 
pedazo  circular  de  carne  desnuda,  blanca  y  ligeramente 
sonrosada,  como  el  nácar  húmedo. 

Adivinó  ella  la  causa  de  esta  turbación  colectiva,  de 
este  silencio  repentino,  pero  quiso  prolongar  la  situación 
con  una  coquetería  cruel,  sonriendo  ante  el  popular  ho- 
menaje. A  Ojeda  le  pareció  oir  mentalmente  un  alarido 
general,  un  relincho  inmenso  que  subía  hasta  el  cielo; 
y  no  lo  lanzaban  las  bocas  repentinamente  secas;  partía 
de  los  ojos  extraviados,  de  las  ropas  estremecidas,  de  las 
narices  palpitantes.  La  miraban  lo  mismo  que  los  pue- 
blos primitivos  debieron  mirar  la  primera  revelación 
celeste. 

Maltrana,  al  pie  de  la  escalera,  torcía  el  gesto  y 
hacía  señas,  con  el  enfado  de  un  propietario  futuro  que 
ve  prodigados  sus  bienes.  Ella  al  ñn  quiso  ñjarse  en  sus 
extremidades,  y  sin  emoción  alguna  arregló  el  desorden 
de  las  faldas,  borrándose  la  divina  aparición,  como  la 
luna  entre  nubes. 

Sólo  entonces  volvió  la  flauta  á  lanzar  sus  pastoriles 


528  V.    BLASCO   ÍBÁHSX 

gorjeos,  y  los  danzarines  reanudaron  sus  evoluciones. 
Por  toda  la  explanada  circuló  inmediatamente  una  no- 
ticia, con  la  prontitud  colectiva  de  las  muchedumbres 
})ara  inventar  y  aceptar  embustes.  Era  don  Isidro  con 
su  novia;  una  novia  millonaria.  Se  iban  á  casar  apenas 
llegasen  á  Buenos  Aires. 

La  seña  Eufrasia  se  aproximó  á  ellos  con  gesto  ad- 
mirativo: «¡Ah  don  Isidro!  ¡Y  qué  bien  ha  sabido  us- 
ted escoger!  Los  hombres  de  talento  tienen  magnífico  ojo 
para  estas  cosas.  ¡Que  sea  para  bien!  ¡Que  dure  muchos 
años!...»  Y  las  otras  mujeres,  árabes,  italianas,  españo- 
las, se  agrupaban  en  torno  de  Nélida,  admirando  su  her- 
mosura, sorbiendo  el  aire,  cual  si  quisieran  apropiarse 
algo  de  su  perfume,  empujándose  para  sentir  el  roce  de 
sus  miembros,  conmovidas  aún,  á  pesar  de  la  identidad 
de  sexos,  por  lo  que  habían  visto  aparecer  en  mitad  de  la 
escalera.  Sentían  cierto  orgullo  al  estar  próximas  á  una 
de  aquellas  señoritas  que  sólo  habían  visto  de  lejos, 
asomadas  á  los  balconajes  del  castillo  central. 

La  gente  joven  que  Maltrana  había  encontrado  algu- 
nas veces  junto  á  la  verja  que  cerraba  el  paso  á  los  ca- 
marotes, espiando  las  idas  y  venidas  de  camareras 
y  criadas,  manteníase  á  cierta  distancia,  contemplando 
á  Nélida  con  una  admiración  fervorosa,  que  casi  era 
homicida.  La  devoraban  todos  con  los  ojos.  Parecía  que 
de  un  momento  á  otro  iban  á  caer  sobre  ella  despeda- 
zándola. 

Odiaban  de  pronto  á  don  Isidro,  admirándolo  más 
que  antes.  Nunca  les  había  parecido  tan  grandioso. 
¡Ah,  los  ricos!  Tenían  la  plata,  tenían  las  comodida- 
des, y  además  se  llevaban  las  mejores  mozas.  A  im- 
pulsos de  la  envidia  hacían  comparaciones,  pasando 
su  mirada  de  la  fresca  Nélida  á  las  pobres  hembra-s  des- 
pechugadas, sucias  y  curtidas  por  el  sol.  Una  porque- 
ría todas  ellas.  ¡Ah  miseria!... 

El  Emir  se  había  despegado  de  sus  compañeros  para 
ejecutar  un  solo  de  danza.  Acompañado  por  la  nauta 
y  agitando  entre  ambas  manos  un  pañuelo  rojo,  bailó 
frente  á  Nélida  como  si  la  dedicase  todos  sus  gestos  y 
contorsiones.  Movía  las  caderas  con  femenil  vaivén,  lo 
mismo  que  las  almeas,  provocando  grandes  risas  por  sus 


LOS  ARGONAUTAS  529 

estremecimientos  lascivos.  Las  nobles  facciones  de  prín- 
cipe del  desierto  caído  en  la  desgracia,  se  borraban  bajo 
el  temblor  de  unos  gestos  simiescos.  Sus  negras  pupi- 
las parecían  arder  con  un  ruego  azulado,  mientras  las 
córneas  se  estriaban  de  sangre.  Miró  á  Nélida  con  una 
fijeza  desconcertante,  pero  ella  en  vez  de  mostrar  turba- 
ción avanzaba  el  rostro  y  abría  la  fresca  boca,  riendo 
con  todo  el  esplendor  de  sus  dientes,  como  si  se  burlase 
de  las  angustias  del  pobre  Emir.  Pero  su  imparcialidad 
de  muchacha  experta  en  la  apreciación  y  descubri- 
miento de  los  méritos  varoniles,  por  ocultos  que  estu- 
viesen, hizo  justicia  al  árabe. 

—  ¡Qué  lindo!— dijo  volviéndose  á  Maltrana  mientras 
el  otro  seguía  bailando — .  ¡Qué  hermoso  pedazo  de  hom- 
bre!... Lástima  que  esté  aquí. 

Ojeda,  que  permanecía  cerca  de  ellos,  pensó  que  era 
una  suerte  para  su  amigo  que  los  reglamentos  del  buque 
no  permitiesen  al  Emir  dar  un  paso  fuera  de  la  proa. 
De  poder  abandonar  á  la  masa  emigrante  para  ocultarse 
en  los  recovecos  del  castillo  central,  el  infortunio  de 
Maltrana  era  seguro. 

Cuando  el  árabe  cesó  de  bailar,  jadeante  y  sudoroso, 
ella  avanzó  por  la  explanada  con  el  aire  de  una  princesa 
que  visita  á  sus  vasallos.  Se  reflejaba  en  su  persona  la 
popularidad  de  Isidro,  y  éste,  por  su  parte,  extremaba 
las  sonrisas,  las  palmadas  cariñosas,  las  palabras  de 
falso  afecto,  lo  mismo  que  un  buen  rey  que  desea  mos- 
trarse estrechamente  unido  con  su  pueblo. 

Nélida  miró  varias  veces  á  Fernando,  gozosa  de  que 
presenciase  su  triunfo.  A  su  lado  jamás  había  recibido 
tales  homenajes.  Sólo  guarda^ba  para  ella  contradiccio- 
nes y  negativas.  Era  más  buen  mozo  que  Maltrana:  con- 
forme; pero  no  era  un  héroe. 

Como  el  baile  había  terminado,  Fernando  se  volvió  al 
castillo  central.  Quiso  dejar  á  Nélida  gozando  de  su  glo- 
ria, acogiendo  serena  como  un  ídolo  la  curiosidad  de  las 
mujeres  y  el  deseo  vehemente  de  muchos  hombres,  que 
la  seguían  con  pasos  de  tigre.  Casi  tenían  el  mismo  gesto 
de  los  antiguos  corsarios  berberiscos,  rondando  sobre 
la  cubierta  de  la  giilera  en  torno  de  una  beldad  recién 
conquistada.  De  estar  solos  habrían  tirado  de  la  m.ucha- 


530  V.    BLASCO   IBÁÑISZ 

cha  tocios  á  la  vez,  descuartizándola  para  hacerla  suya. 

Maltrana,  separado  de  Nélida  por  unos  instantes, 
hablaba  con  Juan  Castillo  y  don  Carmelo.  Venía  éste 
de  la  enfermería  de  ver  á  Pacliín  ívluiños,  el  emigrante 
que  preguntixba  á  todas  lioras  cuándo  llegaba  el  buque 
á  Buenos  Aires. 

— Hombre  perdido — dijo  el  de  la  comisaría — .  El  mé- 
dico lo  ha  desahuciado,  pero  él  sigue  entre  la  vida  y  la 
muerte,  y  cuando  habla  es  para  preguntar  siempre  lo 
mismo:  «¡Buenos  Aires!...  ¿Cuándo  llegamos  á  Buenos 
Aires?» 

Por  la  mañana,  en  la  bahía  de  Kío  Janeiro,  habían 
tenido  que  hacer  esfuerzos  los  enfermeros  para  sostener- 
le en  la  cama.  Quiso  huir  apenas  notó  la  inmovilidad 
del  buque.  ¡Ya  habían  llegado  á  Buenos  Aires!  Le  enga- 
ñaban; querían  mantenerlo  en  aquel  encierro  so  pretex- 
to de  su  salud.  Y  el  panorama  de  la  vecina  ciudad,  en- 
trevisto por  un  tragaluz  al  incorporarse  en  el  lecho, 
había  servido  para  aumentar  su  desesperación.  Aun 
había  sido  ésta  más  grande  al  ponerse  el  buque  en  mar- 
cha. Se  creía  de  regreso  á  su  tierra,  después  de  haber 
estado  junto  á  la  ciudad-esperanza,  donde  le  aguardaban 
la  salud  y  la  riqueza. 

— El  pobrecito  está  en  pleno  delirio — continuó  don 
Carmelo — .  En  vano  le  dicen  que  vamos  á  Buenos  Aires 
y  que  llegaremos  pronto.  Cree  que  volvemos  á  España, 
y  si  al  fin  duda,  pide  que  lo  llamen  á  usted,  señor  Mal- 
trana. «Que  venga  don  Isidro.  El  lo  sabe  todo:  él  me 
dirá  la  verdad...»  Podía  usted  verle.  Su  presencia  le 
serviría  de  consuelo. 

Pero  Maltrana  hizo  un  gesto  evasivo.  Tal  vez  más 
tarde  lo  visitase.  Ahora  tenía  mucho  que  hacer:  no  podía 
dejar  sola  á  esta  señorita. 

Don  Carmelo,  acordándose  de  las  obligaciones  de  su 
empleo,  se  lamentó  de  la  presencia  de  Muiños  en  el 
buque.  Llevaba  realizados  varios  viajes,  los  últimos  sin 
que  ocurriese  una  defunción  á  bordo.  Examinaban  alas 
gentes  antes  de  admitirlas,  pero  este  hombre  los  había 
engañado  con  su  aspecto  de  salud  en  el  momento  del 
embarque...  La  muerte  es  triste  en  todos  los  lugares, 
pero  más  aún  en  el  mar...  ¡Lo  que  él  había  visto! 


LOS  ARGONAUTAS  581 

Eecordó  un  viaje  que  había  hecho  á  Buenos  Aires  en 
otro  buque  conduciendo  una  gran  masa  de  emigrantes 
del  Norte  de  Europa.  A  los  pocos  días  se  declaraba  una 
epidemia  entre  las  gentes  de  tercera  clase. 

— Todas  las  noches  echábamos  al  mar  dos  ó  tres.  Nues- 
tra preocupación  era  que  no  se  enterasen  los  pasajeros 
de  primera.  Jamás  he  visto  un  viaje  con  tantas  fiestas. 
Casi  todos  los  días  banquete  extraordinario;  por  las  no- 
ches veladas  musicales,  bailes.  Y  mientras  tocaba  la  mú- 
sica arriba  y  bailaba  la  gente,  nosotros  metiendo  á  los 
muertos  en  cajones,  echándolos  al  mar  y  conservando  á 
las  familias  en  los  sollados  para  que  no  escandalizaran 
con  sus  gritos.  Cuando  llegamos  al  término  del  viaje,  la 
mayor  parte  de  los  pasajeros  de  primera  ignoraban  lo 
ocurrido,  y  protestaron  al  ver  que  los  sometían  á  cua- 
rentena. Treinta  y  ocho  cadáveres  al  agua  mientras 
ellos  bailaban...  ¡Qué  cosa  el  mar,  caballeros!  ¡Qué  se- 
cretos los  suyos! 

Resignado  de  antemano  á  toda  clase  de  emociones, 
hablaba  tranquilamente  del  próximo  ñn  de  este  com- 
patriota. Podía  haberse  muerto  la  noche  anterior,  y  lo 
habrían  enterrado  en  líío  Janeiro.  Podía  morirse  tres 
días  después  y  le  darían  sepultura  en  Montevideo  ó  Bue- 
nos Aires.  Pero  indudablemente  iba  á  fallecer  durante 
la  travesía,  tal  vez  en  la  misma  noche,  y  lo  echarían  al 
agua.  Había  que  desembarazarse  prontamente  de  estos 
fardos,  que  únicamente  sirven  para  entristecer  á  los  de- 
más. En  los  buques  sólo  pueden  tolerarse  los  cadáveres 
de  los  ricos  porque  van  convenientemente  embalsama- 
dos y  sus  herederos  pagan  bien.  El  carpintero  de  á 
bordo  estaba  haciendo  en  aquellos  momentos  el  cajón 
para  Pachín  Muiños.  El  mismo  don  Caniielo  acababa  de 
comunicarle  la  orden. 

Isidro  no  escuchó  más.  Nélida  le  hacía  señas  para 
marcharse.  En  medio  de  su  entusiasm.0  por  la  popular 
recepción  experimentaba  un  sentimiento  de  menosprecio 
y  asco  hacia  aquellas  gentes.  Las  vio  de  pronto,  como  si 
acabaran  de  rasgarse  unos  velos  sonrosados  interpuestos 
entre  ellas  y  sus  ojos.  Los  hombres  le  parecieron  sucios 
y  de  una  avidez  amenazante.  Las  mujeres,  con  una  hu- 
mildad bestial  ó  francamente  envidiosas,  eran  inferió- 


532  V.    BLAÜCO  IBÁÑMZ 

res  á  las  domésticas  que  la  servían.  Creyó  percibir  más 
abajo  de  su  espalda  roces  insolentes,  tocamientos  de 
atrevida  curiosidad,  disimulados  por  la  aglomeración. 
Hasta  se  imaginó  sentir  en  los  más  recónditos  secretos 
de  su  cuerpo  un  hormigueo  de  sanguinarios  invasores, 
ansiosos  de  hartarse  de  carne  nueva  y  rica,  que  tal  vez 
acababan  de  abandonar  el  pellejo  de  aquellas  comadres. 
— Vamonos — dijo  con  angastia  y  miedo. 

Y  trepó  por  la  escalera,  sin  importarle  esta  vez  la 
delectación  que  proporcionaba  á  una  gran  parte  del 
público  con  el  divino  espectáculo  de  sus  faldas  reco- 
gidas. 

A  media  tarde  empezó  á  acentuarse  el  movimiento 
del  buque.  El  cabeceo  suave  de  proa  á  popa,  al  que  se 
habían  acostumbrado  todos  y  que  pasaba  inadvertido 
como  un  movimiento  necesario  para  la  vida  igual  al  de 
la  respiración,  se  hizo  por  instantes  más  violento.  El  sol 
descendente  estaba  velado  por  una  barrera  de  vapores: 
la  luz  era  grisácea,  lo  mismo  que  la  de  una  tarde  inver- 
nal; el  mar,  azul  obscuro,  se  plegaba  en  largas  ondula- 
ciones. Una  brisa  fresca  y  violenta,  que  parecía  anunciar 
la  tempestad,  hizo  correr  á  los  grumetes  para  recoger 
los  toldos  y  subir  los  gruesos  cristales  del  balconaje  de 
proa,  dejando  abrigada  esta  parte  del  paseo. 

Las  olas  de  larga  pendiente,  silenciosas,  dormidas, 
uniformes,  sin  el  más  leve  penacho  blanco,  no  eran  de 
gran  altura,  y  sin  embargo,  el  trasatlántico  saltaba  al 
encontrarse  con  ellas,  elevándose  á  ambos  lados  de  su 
proa  dos  surtidores  de  espuma.  Veíase  desde  la  mitad  del 
paseo  cómo  se  remontaba  la  popa  cual  si  fuese  á  volar, 
hundiéndose  después  con  una  rapidez  que  angustiaba  á 
muchos,  produciendo  en  su  diafragma  una  sensación  de 
vacío. 

Corrían  las  gentes  al  balconaje  para  presenciar  de- 
trás de  los  cristales  los  asaltos  del  mar  en  cólera,  un  es- 
pectáculo extraordinario  después  de  tantos  días  de  bo- 
nanza. 

Maltrana,  invisible  hasta  entonces,  apareció  por  bre- 
ves momentos  al  lado  de  Ojeda. 

— Vamos  á  tener  tormenta — dijo  frotándose  las  manos 
con  una  expresión  de  contento-—.  Esto  no  podía  conti- 


LOS  ARGONAUTAS  533 

miar:  tanta  calma  era  para  aburrir  á  cualquiera.  Un 
viaje  sin  borrasca  es  deshonroso.  Luego,  al  bajar  á 
tierra,  no  habríamos  tenido  nada  que  decir.  Es  como  si 
un  autor  escribiese  una  novela  marítima,  olvidándose 
de  colocar  en  ella  la  obliga^da  descripción  de  una  tem- 
pestad. 

Pero  Ojeda  movió  la  cabeza  negativamente.  No  había 
tal  tempestad:  un  poco  de  movimiento  al  pasar  el  golfo 
de  Santa  Catalina:  un  simple  incidente  de  viaje. 

A  pesar  de  las  promesas  de  seguridad  y  las  sonrisas 
de  los  oficiales  del  buque,  muchos  pasajeros  contempla- 
ban con  un  gesto  de  indignación  el  Océano,  lo  mismo 
que  si  se  quejasen  de  la  infidelidad  de  un  amigo.  Cuando 
todos  vivían  olvidados  del  mar,  éste  se  hacía  presente 
con  una  cólera  insólita.  Y  las  miradas  dolorosas,  los 
gestos  de  desagrado,  parecían  decir  con  su  silencio  de 
protesta:  «Esto  no  es  lo  convenido.» 

Los  niños  se  aglomeraban  en  el  balconaje  subidos 
en  sillas  y  bancos  para  ver  la  llegada  de  ias  olas.  La 
superficie  triangular  del  castillo  de  proa  subía  y  bajaba 
al  tropezarse  con  las  arrugas  azules  é  inmensas  que 
venían  á  su  encuentro.  Descendía  como  si  se  la  tragase 
el  abismo,  y  luego  disparábase  hacia  lo  alto  lo  mismo 
que  un  animal  que  se  encabrita,  temblando  sus  flancos 
con  el  choque  de  las  fuerzas  ocultas.  Dos  montañas  de 
espuma  rematadas  por  sutiles  cresterías  asaltaban  la 
proa,  esparciendo  una  nube  de  polvo  líquido.  La  espu- 
ma, al  caer  sobre  la  cubierta,  convertíase  en  agua, 
corriendo  en  ondulante  lámina  por  las  pendientes  del 
entarimado  y  escurriéndose  luego  por  las  canaletas. 
Estas  rociadas  incesantes  llegaban  hasta  el  balconaje, 
empañando  los  vidrios  con  el  goteo  de  sus  lágrimas. 

Brillaba  como  metal  la  madera  del  combés  y  del 
castillo  de  proa  bajo  la  continua  inundación.  Los  emi- 
grantes estaban  ocultos  en  los  sollados.  De  vez  en  cuan- 
do un  marinero,  con  impermeable  amarillo  y  casco  en- 
cerado, atravesaba  el  combés  por  alguna  necesidad  del 
servicio,  recibiendo  impasible  las  fuertes  salpicaduras 
del  Océano,  hundiendo  sus  botas  altas  en  el  río  sala- 
do que  cada  ola  hacía  rodar  de  una  banda  á  otra  del 
buque. 


534  V.    BLASdO   IBÁÑEZ 

Mezclado  Ojeda  con  las  gentes  que  presenciaban  este 
espectáculo,  fijaba  más  su  atención  en  las  explosiones 
de  la  alegría  infantil  que  en  los  asaltos  del  mar.  Los  ni- 
ños se  agitaban  alborotando  á  la  llegada  de  las  olas. 
«¡Otra!...  ¡otra!»,  gritaban  con  trémula  alegría  al  ver 
desarrollarse  ante  la  proa  una  nueva  colina  azul.  Que- 
daban en  suspenso,  conteniendo  la  respiración,  los  ojos 
súbitamente  agrandados.  Sobrevenía  el  golpe,  encabri- 
tábase la  proa,  remontábanse  en  el  espacio  los  dos  fan- 
tasmas de  espuma  para  desplomarse  en  cascadas,  y  un 
¡ab!  de  satisfacción  descongestionaba  los  pechos.  A 
veces,  si  el  choque  era  mayor,  la  punta  del  Goethe^  en 
gallarda  rebeldía,  alzábase  por  encima  de  las  olas  sin 
que  éstas  llegasen  á  invadirla.  La  gente  menuda  pa- 
taleaba entonces  de  entusiasmo,  prorrumpía  en  aclama- 
ciones y  saludaba  la  valentía  del  buque  con  una  salva 
de  aplausos. 

Algunas  personas  mayores  contemplaban  este  rego- 
cijo con  ojos  lastimeros.  «Ciega  inocencia  desconocedora 
del  peligro...  ¡Siempre  que  aquella  marejada  no  fuese 
en  aumento!...»  Muchos  pasajeros  no  se  atrevían  á  mo- 
verse de  sus  sillones  y  permanecían  con  la  frente  en 
una  mano,  pálidos,  los  ojos  cerrados  cual  si  les  hubiese 
acometido  de  pronto  el  sueño. 

Pasando  de  un  ventanal  á  otro  para  ver  mejor  la 
llegada  de  las  olas,  Ojeda  se  encontró  al  lado  de  Mina. 
La  rubia  cabeza  de  Karl,  que  se  agitaba  con  sonoras 
risas  á  cada  golpe  de  mar,  le  hizo  fijarse  en  la  mujer 
que  estaba  detrás  sosteniéndolo  entre  sus  brazos.  Como 
si  le  avisase  el  magnetismo  de  una  mirada  fija  en 
sus  espaldas,  la  madre  volvió  la  cabeza,  palideciendo 
al  reconocer  á  Fernando.  Era  la  primera  vez  que  se  en- 
contraban juntos  después  del  paso  de  la  línea.  Se  adi- 
vinó en  su  nerviosa  inquietud  un  deseo  de  huir,  de 
restablecer  la  indiferencia  que  los  había  mantenido 
apartados. 

Intentó  hablar  Ojeda.  Pasó  una  mano  acariciante 
por  la  sedosa  cabeza  de  Karl,  pero  apenas  si  éste  se  vol- 
vió á  mirarle,  ocupado  como  estaba  en  la  contemplación 
del  mar.  Igual  suerte  tuvieron  sus  palabras  á  Mina.  Ella 
sólo  contestó  con  leves  movimientos  de  cabeza,  con  for- 


LOS  ARGONAUTAS  535 

zados  monosílabos,  mientras  su  palidez  iba  tomando  un 
ligero  tinte  de  rubor.  No  ocultaba  su  vehemente  deseo 
de  huir.  Parecía  tener  miedo;  no  de  Fernando,  sino  de 
ella  misma.  Y  prometiendo  á  su  hijo  que  desde  otro  sitio 
vería  mejor  la  llegada  de  las  olas,  lo  puso  en  el  suelo  y 
le  tomó  una  mano,  alejándose  después.  «Buenas  tar- 
des, señor.» 

Quedó  desconcertado  por  esta  fuga  y  experimentó  al 
mismo  tiempo  cierta  satisfacción.  Ella  no  le  había  mi- 
rado con  odio  al  marcharse.  Sus  ojos  más  bien  eran 
de  tristeza.  Tenía  miedo  al  recuerdo.  Había  sentido,  al 
verle,  la  nostalgia  del  pasado,  la  melancolía  de  las  an- 
tiguas ilusiones. 

Paladeó  Ojeda  la  amargura  de  los  poderosos  en  des- 
gracia, que  miden  con  orgullo  toda  la  grandeza  de  su 
caída.  Días  antes  podía  considerar  como  suyas  tres 
mujeres  en  aquel  mundo  flotante.  Se  habían  sucedido 
junto  á  él  proporcionándole  la  dulce  ilusión  más  ó  menos 
verídica  que  acompaña  al  amor.  Ahora  se  veía  solo, 
completamente  solo  en  este  buque,  que  también  pare- 
cía envejecer  al  llegar  á  la  última  parte  de  su  viaje, 
encabritándose  en  mares  obscuros  y  violentos  después 
de  haberse  deslizado  sobre  azules  y  luminosas  exten- 
siones impregnadas  de  sol...  La  novela  trasatlántica 
de  Ojeda  llegaba  á  sa  ñn.  Debía  decir  adiós  á  las  ilu- 
siones y  refugiarse  en  la  fidelidad  de  sus  recuerdos, 
lamentablemente  olvidados  duríinte  el  viaje. 

Este  propósito  de  renunciación  alegraba  su  concien- 
cia, pero  molestaba  al  mismo  tiempo  su  orgullo  de  hom- 
bre, estableciendo  en  su  interior  una  violenta  dualidad. 
Le  era  muy  dolorosa  la  indiferencia  de  las  mujeres  des- 
pués de  haberlas  tenido  á  su  merced  sumisas  y  ado- 
rantes. Y  le  dolía  igualmente,  á  pesar  de  su  afecto 
amistoso,  que  fuese  un  Maltrana  el  heredero  de  su  buena 
suerte,  el  que  iba  á  esciibir  con  gestos  de  héroe  el  epí- 
logo de  una  de  sus  novelas  vividas. 

Su  vanidad  se  revelaba  contra  este  final.  En  buena 
hora  si  él  hubiese  roto  con  Nélida  después  de  una  esce- 
na, dramática.  Pero  habían  ocurrido  las  cosas  de  un 
modo  tan  confuso  é  ilógico,  que  no  sabía  Fernando  cier- 
tamente si  era  él  quien  había  repelido  á  la  joven  ó  ella 


536  V.    BLASCO   IBÁKE2. 

la  que  le  había  abandonado  á  impulsos  de  un  nuevo 
deseo. 

Pasó  el  resto  de  la  tarde  hablando  con  unos  brasile- 
ños que  iban  á  transbordar  en  Montevideo  siguiendo  ríos 
arriba  hasta  el  interior  de  su  país.  Le  distrajo  como  un 
libro  de  aventuras  la  conversación  con  aquellos  hom- 
bres enjutos,  huesosos,  de  una  palidez  enfermiza,  cuya 
mirada  parecía  tener  fulgores  de  fiebre.  Eran  ingenieros 
y  altos  empleados  de  ferrocarriles  en  construcción.  Es- 
tas líneas  audaces  partían  el  silencio  centenario  de  in- 
mensas selvas  que  permanecían  inexploradas  desde  el 
primer  empuje  del  descubrimiento. 

Habían  de  luchar  con  la  maraña  de  la  vegetación,  la 
inmensidad  del  pantano,  la  ponzoña  de  insectos  y  rep- 
tiles y  la  maldad  de  los  hombres.  Con  el  revólver 
al  cinto  presidían  el  trabajo  de  centenares  de  peones  de 
todas  razas  y  nacionalidades.  Habían  de  vivir  siempre 
en  guardia  contra  las  asechanzas  del  blanco,  el  más  ma- 
ligno de  los  bípedos,  terrible  residuo  de  todas  las  aven- 
turas y  desesperaciones  de  Europa.  El  combate  con  el 
microbio  era  también  un  gran  peligro  en  esta  guerra  por 
la  civilización  de  la  tierra  virgen.  Bien  lo  indicaba  el 
aspecto  de  aquellos  hombres  decrépitos  en  plena  juven- 
tud, heridos  para  siempre  por  la  frígida  estocada  de  la 
fiebre.  Y  ellos,  desconociendo  sus  propios  males,  habla- 
ban con  horror  de  las  dolencias  que  asaltaban  á  los  hom- 
bres en  la  penumbra  de  la  selva  al  remover  el  humus 
secular  y  las  vegetaciones  dormidas;  grandes  abcesos  de 
la  piel  que  acababan  por  rebullir  lo  mismo  que  un  hor- 
miguero, avivándose  la  carne  en  gusanos;  emponzoña- 
mientos de  la  sangre  que  mataban  en  breve  tiempo  á  un 
hercúleo  jayán;  rápidas  consunciones  devoradoras  de 
grasas  y  de  músculos  que  sólo  respetaban  el  esqueleto, 
dejándolo  flotante  dentro  de  la  piel,  cual  si  ésta  fuese 
un  traje  demasiado  grande.  Perecían  á  docenas  los  hom- 
bres en  torno  de  los  rieles.  La  conquista  de  una  laguna 
ó  de  un  bosque  por  las  cintas  de  acero  era  tan  mortífe- 
ra como  la  toma  de  un  reducto  artillado. 

A  la  caída  de  la  tarde  vio  Ojeda  pasar  á  don  Carme- 
lo, mirando  á  todos  lados.  Iba  por  el  buque  en  busca  de 
Maltrana  sin  poder  encontrarlo. 


LOS  ARGONAUTAS  537 

— Ese  pobre  se  muere — dijo  en  voz  baja — .  Está  en  las 
últimas.  Tal  vez  no  exista  en  estos  momentos.  Y  el  infe- 
liz llama  á  don  Isidro;  quiere  verlo  para  saber  si  real- 
mente vamos  á  Buenos  Aires.  Una  manía  de  moribun- 
do... Yo  he  pensado  que  nada  cuesta  darle  esta  satisfac- 
ción, y  voy  en  busca  de  Maltrana  hace  media  hora.  Es 
extraño  que  no  lo  encuentre.  ¿Sabe  usted  dónde  está? 

Ojeda  hizo  una  señal  negativa...  Y  sin  embargo, 
de  querer  él  lo  hubiese  podido  encontrar  en  dos  minu- 
tos. Néiida  é  Isidro  habían  desaparecido  desde  media 
tarde. 

Al  anochecer,  cuando  acababa  de  sonar  el  toque 
preparatorio  de  la  comida,  volvió  á  encontrarse  con 
don  Carmelo. 

—Se  acabó.  El  pobrecillo  ha  muerto.  Voy  á  ver  al 
carpintero  para  que  lo  tenga  todo  listo.  Esta  noche... 
¡al  agua!...  ¡Pobre  galleguito! 

Maltrana  se  presentó  en  el  comedor  cuando  los  ca- 
mareros servían  el  segundo  plato.  Tomó  asiento  junto  á 
su  amigo  con  cierta  timidez,  á  pesar  de  la  satisfacción 
y  el  contento  de  sí  mismo  que  respiraba  su  persona. 
Fernando  notó  algo  extraordinario  en  su  aspecto.  Lucía 
una  flor  en  la  solapa  del  smoking.  De  su  cabeza  surgía 
un  perfume  fuerte.  Adivinábase  que  había  hecho  gastos 
extraordinarios  en  la  peluquería.  Emanaba  de  todo  él 
un  manifiesto  deseo  de  embellecerse,  de  hacer  olvidar 
el  Maltrana  de  antes. 

Apartó  los  ojos  de  los  de  su  amigo,  temiendo  ver 
en  éstos  una  expresión  de  reproche. 

— El  enfermo  de  que  me  habló  usted  muchas  veces  ha 
muerto  hace  poco  rato. 

¡Ah!...  La  exclamación  de  Isidro  revelaba  indiferen- 
cia ¿Qué  iba  á  remediar  con  su  dolor?  El  tenía  cosas 
más  importantes  en  que  pensar. 

—Ha  muerto  llamándole— continuó  Ojeda—.  El  pobre 
necesitaba  consuelo  y  quería  verle.  Pero  don  Carmelo 
lo  ha  buscado  á  usted  inútilmente  por  todo  el  barco. 

Otra  vez  lanzó  Maltrana  la  misma  exclamación  in- 
colora. Y  huyendo  los  ojos  hizo  un  gesto  evasivo.  El 
tenía  mucho  que  hacer:  había  estado  en  su  camarote 
hablando  con  Martorell  del  futuro  Banco...  Y  no  dijo 


538  V.  BLASCO  ibáñe:í 

más,  como  si  temiera  que  Fernando  le  acusase  de  men- 
tiroso por  haber  visto  al  catalán  en  algún  otro  sitio  du- 
rante la  tarde. 

Acabaron  de  comer  los  dos  silenciosamente.  En  vano 
pretendió  Maltrana  animar  la  conversación  con  sus  pa- 
labras; su  amigo  se  mostraba  impasible.  El  también  es- 
taba preocupado,  mirando  á  cada  instante  hacia  la  mesa 
donde  tomaba  asiento  el  señor  Kasper  con  su  familia. 

Había  amainado  el  oleaje  después  de  cerrar  la  noche. 
Unas  ondulaciones  largas  é  irregulares  conmovían  el 
buque  de  tarde  en  tarde,  pero  la  proa  las  saltaba  con 
facilidad. 

En  el  comedor  era  menos  numerosa  la  concurrencia. 
Muchos  habían  tomado  su  alimento  sobre  cubierta, 
temiendo  marearse  en  el  encierro  de  abajo.  Luego  de 
comer,  la  tranquilidad  del  mar  serenó  los  ánimos  y  Ins 
digestiones,  restableciéndose  cierta  alegría  en  el  jardín 
de  invierno.  Unas  pasajeras  de  Río  tecleaban  en  el  piano 
del  salón  y  buscaban  romanzas  en  los  montones  de  par- 
tituras, ganosas  de  lucir  sus  habilidades  ante  las  gentes 
que  venían  de  Europa.  Algunos  jóvenes  hablaban  de 
improvisar  un  concierto,  una  fiesta  íntima.  El  cielo  se 
había  aclarado;  lucían  las  estrellas  entre  los  harapos  de 
las  nubes  en  fuga;  las  rugosidades  del  Océano  eran  cada 
vez  menos  sensibles.  Todos  sentían  un  deseo  de  exteriori- 
zar el  regocijo  de  la  calma. 

Ojeda  tomó  su  café  solo.  Isidro,  que  acababa  de  sen- 
tarse junto  á  él,  había  huido  al  ver  asomar  una  cabeza 
sonriente  en  la  ventana  inmediata.  ¡Lo  mismo  que  él! 
La  vida  en  este  buque  era  semejante  á  las  vueltas  de 
una  rueda. 

Cuando  salió  á  la  cubierta  se  detuvo  en  aquel  lugar 
(jue  en  momentos  de  alegría  había  llamado  «el  rincón 
de  los  besos».  A  través  de  los  vidrios  del  balconaje  miró 
la  proa,  que  oscilaba  sobre  el  mar  obscuro.  Entre  ella  y 
el  castillo  central  reflejábanse  las  luces  eléctricas  en  el 
piso  del  combés,  brillante  aún  por  las  rociadas  de  las 
olas.  A  aquella  hora  ertaba  desierto;  la  muchedumbre 
emi^-rante  se  aglomeraba  en  los  sollados. 

Vio  Fernando  en  el  rojo  cuadro  de  una  puerta  del 
castillo  de  proa  agitarse  varias  siluetas  con  furiosos 


LOS  AKGONAUTAí?  539 

nianoteos:  le  pareció  escuchar  muy  lejos  voces  doloro- 
sas,  un  ruido  de  disputa.  La  curiosidad  y  el  deseo  de 
entretenerse  con  algo  le  impulsaron  á  descender  hasta 
el  combés.  Volvió  á  oir  allí  los  lamentos:  unos  ayes  his- 
téricos de  mujer  llorosa,  alaridos  de  muchachos,  seme- 
jantes al  aullar  de  perrillos  abandonados.  La  familia  de 
Pachín  gritaba  frente  á  la  puerta  de  la  enfermería,  de- 
fendida por  un  marinero  impasible. 

Fernando  vio  á  la  mujer  con  los  ojos  rojizos  de 
lágrimas  y  el  pelo  en  desorden;  vio  á  los  hijos  que 
gritaban,  pero  con  los  ojos  en  seco,  haciendo  coro  á 
su  madre.  No  sabían  nada,  ])ero  el  instinto  les  había 
avisado  de  repente  la  proximidad  de  la  desgracia;  el 
mismo  instinto  simple  y  misterioso  que  hace  aullar  á 
las  bestias  domésticas,  como  si  oliesen  la  presencia  de 
la  muerte. 

Querían  entrar  en  la  enfermería  para  ver  á  Pachín 
y  tranquilizarse.  Acogían  con  incredulidad  las  palabras 
de  un  camarero  español  que,  obedeciendo  la  consigna, 
]es  juraba  por  su  salud  que  el  enfermo  estaba  mejor. 
Cliocaban  sin  éxito  contra  el  marinerote  rubio  que  obs- 
truía la  puerta  con  su  dureza  de  roca.  El  médico  había 
prohibido  la  entrada  y  ern  inútil  insistir. 

Un  nuevo  personaje  se  mezcló  en  esta  escena  violen- 
ta. Era  el  señor  Antonio  el  Morenüo^  apiadado  de  los 
lamentos  de  aquellas  gentes  y  furioso  de  la  dureza  de 
los  alemanes. 

— ¡Por  vía  e  Dio!  Esto  es  pior  que  la  Inquisisión...  Y 
esto  quien  lo  arregla  e  un  servior,  aunque  er  buque  se 
vaya  á  pique. 

Con  la  magnanimidad  de  un  caballero  andante  pro- 
tector de  la  viuda  y  el  huérfano,  tomaba  bajo  el  amparo 
de  su  brazo  á  esta  mujer  llorosa  y  sus  pequeños  au- 
lladores. 

—¿Qué  queréis  ustedes?  ¿Ver  ar  enfermo?...  Pues  lo 
veréis,  aunque  tenga  que  echarle  las  tripas  ajuera  á 
ese  rubio  fachendoso  que  está  en  la  puerta. 

Prorrumpía  en  insultos  y  amenazas  contra  el  marine- 
ro, que  no  podía  entenderle.  Hablaba  con  vagas  alusio- 
nes de  la  temible  navaja,  cuyo  escondrijo  nadie  lograba 
encontrar.  Iba  á  salir  á  luz  de  un  momento  á  otro. 


540  V,   BLASCO  IBÁXÍHIZ 

— Y  si  la  saco  se  acaba  too...  ¡too! 

Sintió  una  mano  en  un  hombro  y  volvió  la  cabeza. 
Era  Don  Carmelo  el  de  la  comisaría:  el  hombre  que  le 
inspiraba  más  respeto  en  el  buque;  todo  un  caballero,  y 
además  paisano. 

— Tú,  MorenüOy  ya  has  acabao  de  armar  escándalo, 
porque  lo  digo  yo,  ¡ea!  Te  vas  abajo  á  dormir  enseguía, 
ó  te  hago  bajar  de  dos  patas. 

El  bravo  se  encogió.  Únicamente  de  su  padre  y  de 
aquel  señor  aguantaba  verse  tratado  así.  Pero  don  Car- 
melo era  un  ángel,  se  portaba  bien  con  los  pobres,  y  él 
sabía  distinguir  á  las  personas  buenas,  obedeciéndolas. 
A  pesar  de  esta  sumisión,  aun  masculló  protestas. 

— ¡Mardita  sea!  Pero  lo  que  yo  digo,  ¡si  esto  es  pior 
que  la  Inquisisión!  ¡Si  esta  pobre  mujer  quié  ver  á  su 
marío! 

Don  Carmelo  intentó  disuadir  á  la  familia.  Al  día 
siguiente  verían  al  enfermo...  si  es  que  estaba  mejor. 
Por  el  momento  era  imposible.  Les  infundió  tranquili- 
dad y  confianza,  acostumbrado  como  estaba  al  trato  de 
la  muchedumbre  emigrante.  Y  el  Morenito^  pasándose 
al  lado  suyo  con  un  repentino  cambio  de  humor,  repetía 
todas  sus  palabras,  apoyándolas  con  la  autoridad  de  su 
braveza.  Lo  que  dijese  aquel  caballero,  paisano  suyo, 
era  la  verdad.  No  más  llantos  ni  alborotos:  el  enfermo 
estaba  mejor,  ya  que  don  Carmelo  lo  afirmaba.  Debían 
irse  abajo  á  dormir. 

Al  desaparecer  todos  por  la  escalera  del  sollado,  el 
de  la  comisaría  habló  á  Ojeda  en  voz  baja.  Una  hora 
después,  cuando  los  emigrantes  estuviesen  encerrados, 
vendría  el  carpintero  para  meter  el  cadáver  en  el  cajón. 
No  había  que  esperar  como  otras  veces  las  horas  regla- 
mentarias. Cuanto  más  pronto  saliesen  de  esto^  sería 
mejor. 

— El  pobresito  está  negro  como  un  carbón.  ¡Da  lás- 
tima verle!...  A  las  once,  ¡al  agua!  Si  usté  quiere  pre- 
sensiá  esa  cosa... 

Al  volver  juntos  hacia  el  castillo  central,  don  Car- 
melo quedó  un  instante  en  suspenso,  como  si  se  le  ocu- 
rriese una  idea.  ¿Por  qué  no  llamaban  á  don  José,  aquel 
cura  español?  En  los  otros  viajes,  cuando  había  que 


LOS  A.KÜONAUTA»  541 

echar  al  agua  un  muerto,  el  comandante  ó  el  primer 
oficial  suplía  la  falta  de  sacerdote.  Recitaba  una  plega- 
ria en  alemán  con  la  gorra  en  la  mano  ante  el  pesado 
féretro,  y  después  la  orden  de  costumbre:  «Désele  cris- 
tiana sepultura.»  Y  el  cajón  caía  en  el  mar.  Pero  en  este 
viaje  podían  disponer  de  un  clérigo,  y  el  muerto  era 
católico.  Ojeda  debía  decir  algo  á  don  José  para  que 
asistiese  á  la  fúnebre  ceremonia.  Y  aquél  aceptó,  yendo 
en  busca  del  cura. 

Estaba  ya  en  su  camarote  preparándose  para  dormir, 
pero  al  saber  lo  que  deseaban  de  él,  se  enfundó  de 
nuevo  en  la  sotana.  Era  un  bracero  de  la  Iglesia,  siem- 
pre dispuesto  al  trabajo.  De  sermones  poca  cosa;  de 
problemas  teológicos,  menos;  pero  para  confesar  ocho 
horas  seguidas  y  ayudar  un  cristiano  á  bien  morir,  allí 
estaba  él,  insensible  al  cansancio,  sin  miedo  á  los  conta- 
gios de  la  enfermedad,  habituado  á  la  agonía  humana 
con  un  coraje  profesional. 

Quiso  ir  derechamente  á  la  enfermería  para  recitar 
junto  al  cadáver  todas  las  oraciones  del  caso  que  tenía 
en  sus  libros.  ¿Por  qué  no  le  habían  llamado  antes,  cuan- 
do aquel  pobre  vivía  aún?...  Fernando  tuvo  que  conte- 
ner su  celo.  No  debían  bajar  hasta  el  último  momento. 
Los  del  buque  querían  mantener  el  suceso  en  secreto.  No 
convenía  llamar  la  atención  de  los  emigrantes. 

Sentáronse  los  dos  en  el  paseo  junto  á  las  venta- 
nas del  salón.  Había  empezado  en  éste  la  improvisada 
fiesta.  El  piano  sonaba  incesantemente.  Al  principio 
del  viaje  nadie  sabía  tocar:  el  miedo  al  ridículo,  la 
falta  de  trato  hacían  fingir  á  todos  una  absoluta  ig- 
norancia musical.  Ahora  todos  se  mostraban  ansiosos 
de  lucir  sus  habilidades,  y  apenas  se  retiraban  del  tecla- 
do unas  manos,  caían  otras  sobre  él  vigorizadas  por  el 
descanso.  Voces  femeniles  entonaban  romanzas  senti- 
mentales en  italiano,  cancioncillas  picarescas  en  francés 
y  jotas  de  zarzuela  española. 

El  buen  don  José  sintió  despertar  en  su  pensa- 
miento algo  así  como  un  embrión  filosófico  por  la  fuerza 
del  contraste. 

— Lo  que  es  la  vida,  señor  Ojeda — murmuró  grave- 
mente-—. Estos  cantando  y  riendo,  y  nosotros,  á  cuatro 


542  V.    BLASCO   IBÁfez 

pasos  de  ellos,  esperando  la  hora  para  echar  al  agua  á 
un  hombre.  ¡Mundo  de  engaño!...  ¡Mundo  de  trampa! 

Fumaba  incesantemente  aprovechando  la  genero- 
sidad de  Ojeda,  que  le  ofrecía  cigarro  tras  cigarro.  Su 
cabeza  empezó  á  oscilar.  Se  entornaban  sus  ojos  para 
abrirse  de  repente  con  un  azoramiento  de  sorpresa,  vol- 
viendo á  cerrarse  poco  después.  Al  fin  se  durmió  y  su 
respiración  estuvo  próxima  á  convertirse  en  sonoro 
ronquido.  Tenía  la  costumbre  de  acostarse  temprano. 
Además  la  música  ejercía  sobre  él  una  influencia  le- 
tárgica. 

Pasó  Maltrana  junto  á  ellos.  Nélida  estaba  en  el 
salón  y  él  vagaba  por  la  cubierta.  Al  saber  que  aguar- 
daban para  asistir  á  la  fúnebre  ceremonia,  se  le  escapó 
m\  gesto  de  contrariedad.  Formuló  varias  excusas  para 
iustiñca^r  su  ausencia,  pero  en  vista  de  que  la  ceremo- 
nia era  á  las  once  de  la  noche,  se  ofreció  á  ir  con  ellos. 
Esta  hora  no  trastornaba  sus  planes. 

Aparecieron  don  Carmelo  y  el  primer  oficial  con  cier- 
to apresuramiento,  como  si  deseasen  finalizar  cuanto 
antes  el  lúgubre  deber  para  irse  á  dormir. 

— Cuando  ustés  gusten,  cabayeros— dijo  el  de  la  co- 
misaría. 

Despertó  don  José  con  nervioso  sobresalto  y  baja- 
ron todos  á  la  explanada  de  proa.  Cuatro  marineros 
sacaban  de  la  enfermería  un  cajón  de  madera  blanca 
cepillada  recientemente.  Sus  brazos  desnudos  lo  soste- 
nían con  visible  esfuerzo.  El  pobre  Pachín,  menudo  en 
vida  y  debilitado  por  la  enfermedad,  pesaba  mucho  en 
la  muerte.  A  lo  grueso  del  cajón  había  que  añadir  va- 
rios lingotes  de  hierro  depositados  por  el  carpintero  jun- 
to á  su  cuerpo. 

Quedó  el  féretro  sobre  una  gran  tabla  apoyada  en  la 
borda.  El  buque  había  aminorado  la  marcha.  Desde  lo 
alto  del  puente  alguien  oculto  en  la  obscuridad  seguía 
la  ceremonia. 

— A  usté  le  toca,  padre — dijo  don  Carmelo. 

Se  quitó  el  birrete  don  José,  y  todos  quedaron  igual- 
mente con  la  cabeza  descubierta.  Habíanse  apagado  las 
luces  del  combés  para  evitar  que  algún  curioso  pudiese 
ver  la  ceremonia  desde  las  cubiertas  del  castillo  central. 


LOS  ARGONAUTAS  543 

Estaban  en  la  obscuridad  silenciosos,  encogidos,  lo 
mismo  que  si  preparasen  un  crimen.  Eran  fantasmas 
negros  en  torno  de  un  cajón  blanco  inclinado  hacia  el 
mar.  No  tenían  más  luz  que  la  de  las  estrellas.  Las  nu- 
bes, sólidas  como  murallas  al  caer  la  tarde,  se  habían 
esponjado  hasta  convertirse  en  montones  sueltos  de 
transparente  plumón,  por  cuyos  intersticios  asomaban 
los  astros.  El  mar  batía  con  sus  últimos  estremecimien- 
tos los  costados  del  buque.  Iba  adormeciéndose  así  como 
avanzaba  la  noche. 

El  sacerdote  comenzó  á  murmurar  país  oraciones  entre 
aquellos  hombres  emocionados,  con  la  cabeza  baja,  pues- 
tos los  pies  sobre  un  vaso  flotante  de  acero  debajo  del  cual 
existía  una  profundidad  de  miles  y  miles  de  metros,  un 
mundo  de  misterio  que  iba  á  tragarse  como  insignifican- 
te molécula  el  despojo  humano. 

Rezaba  el  cura,  y  á  lo  lejos  parecían  contestarle  las 
ventanas  del  salón,  bocas  de  luz  que  lanzaban  arpegios 
de  piano  y  trinos  de  romanza.  Las  oraciones  fúnebres 
hablaban  de  la  tierra,  materia  original,  del  polvo  al  que 
retornamos,  del  gusano  compañero  misera-ble  de  nues- 
tro último  sueño. 

Ojeda  se  imaginaba  el  pobre  cementerio  de  aldea, 
donde  habría  podido  descansar  eternamente  el  mísero 
Pachín,  bajo  lágrinicis  de  escarcha  en  el  invierno,  entre 
flores  y  revoloteos  de  insectos  al  llegar  el  verano.  Aquí 
no  volvería  á  la  tierra  madre.  La  oceánica  aventura 
había  trastornado  el  ñnal  de  esta  existencia.  Los  crus- 
táceos iban  á  cubrir  su  último  encierro  con  una  capa 
pétrea;  los  escualos,  lobos  de  la  profundidad,  golpearían 
con  su  morro  y  sus  aletas  la  envoltura  de  madera  hus- 
meando la  carne  oculta;  las  algas  trenzarían  en  torno 
sus  verdes  y  ondeantes  cabellos,  hasta  que  la  fúnebre 
cascara  se  pudriese  confundiendo  su  contenido  con  la 
líquida  inmensidad. 

Calló  don  José,  como  si  ya  no  recordase  más  oracio- 
nes. Bendijo  el  féretro,  y  entonces  avanzó  el  primer 
oficial  con  aire  militar,  lo  mismo  que  un  jefe  que  orde- 
na una  descarga  de  fusilería  en  un  entierro  de  soldado. 
— Désele  cristiana  sepultura — dijo  en  alemán. 

Los  marineros  que  sostenían  contra  la  borda  el  ta- 


544  V.    BLAíáCO    IBÁÑKZ 

blón  lo  levantaron  como  una  palanca,  y  el  féretro  fué 
deslizándose,  hasta  que  de  pronto  cayó  en  el  Océano. 
Faé  un  ruido  semejante  al  de  una  de  aquellas  olas  que 
sordamente  venían  á  chocar  con  el  navio. 

I  Adiós,  Pachín!...  Ojeda  creyó  oír  un  lamento  lejano, 
una  voz  imaginaria  en  este  chapoteo  de  las  aguas  abier- 
tas por  el  pesado  ataúd,  y  que  volvieron  á  cerrarse  so- 
bre su  remolino  de  proyectil:  «¡Buenos  Aires!...  ¿Cuándo 
llegaremos  á  Buenos  Aires?...» 

El  buque  avanzó  con  más  velocidad,  recobrando  su 
marcha  normal.  Maltrana  había  desaparecido.  Ojeda  y 
el  cura  volvieron  á  la  cubierta  de  paseo. 

Don  José  lamentaba  la  suerte  de  aquel  hombre  que 
no  conocía  y  sobre  cuyo  cadáver  invisible  había  hecho 
descender  su  bendición.  ¡Infeliz!  ¡Sepultado  en  el  mar!... 

Pero  Fernando  no  participaba  de  sus  lamentaciones. 
Todos  que  muriesen  así.  La  vida  es  el  deseo,  la  ilusión, 
la  certeza  de  que  el  próximo  mañana  nos  traerá  la  feli- 
cidad: un  mañana  que  nunca  llega.  «¡Buenos  Aires!... 
¿Cuándo  llegaremos  á  Buenos  Aires?...»  Y  el  infeliz 
había  muerto  sin  llegar.  Mejor  era  así:  mejor  que  pere- 
cer en  la  tierra  deseada  poco  tiempo  después,  sin  otra 
visión  que  la  cruda  realidad. 

Felices  los  que  mueren  abrazados  á  la  quimera... 
Bienaventurados  los  que  no  ven  cumplidos  nunca  sus 
deseos  y  viven  en  el  engaño,  alegría  de  nuestra  exis- 
tencia. 

Y  al  subir  por  una  escalerilla  de  hierro  recibieron 
en  la  cara  el  soplo  musical  de  las  enrojecidas  ventanas 
del  salón.  Una  voz  de  mujer  cantaba  el  amor,  la  verdad 
única  y  la  mentira  más  grande  de  nuestra  vida...  ¡Pobre 
vida  que  no  puede  marchar  por  sus  propias  fuerzas  y 
necesita  el  apoyo  de  la  ilusión! 


XII 


Dos  días  antes  de  llegar  á  Buenos  Aires,  el  Goethe 
empezó  á  remozarse.  Trabajaba  la  marinería  de  sol  á 
sol  bajo  la  mirada  escrutadora  de  los  oficiales.  Era  una 
agitación  semejante  á  la  de  un  navio  de  guerra  en  vís- 
peras de  combate. 

La  última  cubierta  se  empequeñecía.  Las  ballene- 
ras, pendientes  sobre  el  mar,  eran  retiradas  al  interior, 
descansando  ñjas  en  sus  cuñas.  Los  paseantes  veíanse 
obligados  á  moverse  entre  estas  embarcaciones,  que  sólo 
dejaban  accesibles  estrechos  pasadizos. 

Una  limpieza  minuciosa  y  paciente  retocaba  el  exte- 
rior de  la  nave  desde  la  línea  de  flotación  á  los  topes, 
dejándola  como  nueva.  Por  todas  partes  se  encontraban 
marineros  arremangados  y  despechugados,  con  un  cubo 
de  pintura  en  una  mano  y  una  brocha  en  la  otra.  Soste- 
níanse en  peligroso  equilibrio  sobre  mástiles  y  baran- 
dillas. Sentados  en  andamios  y  teniendo  á  sus  pies  el 
mar,  pintaban  los  costados  del  buque  balanceándose 
sobre  el  abismo. 

Desaparecían  rápidamente  todos  los  ultrajes  que  las 
olas,  el  aire  salino  y  los  roces  en  las  entradas  de  los 
puertos  habían  inferido  al  trasatlántico.  La  pintura  se 
esparcía  pródigamente,  lo  mism.o  que  en  el  tocador  de 
una  coqueta  vieja.  El  Goethe  quería  llegar  hermoseado 
al  término  de  su  viaje:  y  un  blanco  de  leche  refrescaba 
los  tabiques  de  las  cubiertas  y  las  cañerías  interiores; 
un  amarillo  tierno  de  manteca  abrillantaba  los  mástiles, 
la  chimenea  y  los  brazos  de  las  grúas;  un  negro  intenso 
ocultaba  las  desconchaduras  del  enorme  casco,  dando  á 
éste  un  aspecto  virginal,  cual  si  acabase  de  ser  parido 
por  el  dique  de  un  astillero. 

35 


546  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Los  empleados  de  la  comisaría  se  mostraban  más 
atareados  aún  que  los  oficiales  de  la  navegación.  Había 
subido  en  el  último  puerto  el  médico  enviado  de  Buenos 
Aires  para  el  examen  de  los  emigrantes,  y  este  funcio- 
nario, acompañado  por  aquéllos,  iba  inquiriendo  la 
salud  del  rebaño  humano  acorralado  en  los  extremos 
de  la  nave. 

Funcionaba  en  la  explanada  de  popa  una  estufa  de 
desinfección,  y  pasaban  por  ella  los  trajes  de  los  emi- 
grantes que  eran  susceptibles  aún  de  cierto  uso  á  juicio 
de  los  empleados.  Las  piezas  andrajosas,  los  gabanes  de 
pieles  de  imposible  despoblación,  los  calzados  rotos, 
los  arrojaban  al  mar,  flotando  en  la  estela  del  buque  un 
rosario  de  míseros  objetos. 

Las  personas  eran  sometidas  á  ruda  limpieza.  Des- 
aparecían de  golpe  las  hirsutas  melenas  y  las  barbas 
patriarcales.  Cráneos  redondos  con  la  sombra  azulada 
del  pelo  cortado  al  rape,  mandíbulas  salientes  ostentan- 
do aún  las  erosiones  de  una  afeitada  rápida,  mostrá- 
banse en  el  mismo  lugar  ocupado  antes  por  barbudos 
personajes  de  trágico  aspecto.  Desaparecían  igualmente 
las  altas  botas  oliendo  á  sebo,  las  camisas  rojas  ceñidas 
al  talle  por  una  cuerda,  los  gorros  de  piel,  las  sacerdo- 
tales hopalandas.  Todos  se  mostraban  unificados  por  el 
sombrero  hongo  y  el  temo  de  lanilla,  comprado  previ- 
soramente  en  un  almacén  de  Europa. 

Mujeres  y  chiquillos  eran  empujados  casi  á  viva 
fuerza  al  baño  obligatorio  con  rudos  fregoteos  de  jabón. 
Los  dos  extremos  de  la  nave  soltaban  por  sus  caños  la 
mugre  líquida  del  populacho.  Al  chorro  de  agua  car- 
gada de  cenizas  y  polvo  de  carbón  que  arrojaban  en  el 
mar  los  purgadores  de  las  calderas,  uníanse  los  dos 
arroyos  de  líquido  jabonoso  y  negruzco  expelidos  por 
la  proa  y  la  popa. 

Velaban  con  interés  egoísta  los  de  la  comisaría  por 
la  salud  y  la  limpieza  del  rebaño  humano.  Temían  á  las 
oficinas  de  inmigración  de  Buenos  Aires,  prontas  á  re- 
chazar las  gentes  enfermas  v)  de  contagiosa  suciedad, 
obligando  al  buque  á  repatriarlas  gratuitamente. 

En  los  «latinos»  de  proa  verificábanse  iguales  trans- 
formaciones. Las  comadres  de  Ñapóles  y  de  Castilla 


LOS  ARaONAUTAS  547 

abrían  sus  arcas  para  extraer  sayas  y  corpinos.  La 
seña  Eufrasia  tronaba  majestuosa,  con  un  pañolón  de 
encendidas  ñores,  objeto  de  la  admiración  de  todos,  y 
que  parecía  agrandar  su  autoridad. 

Los  árabes,  por  el  contrario,  perdían  su  aspecto  in- 
teresante. No  más  casquetes  rojos  ni  pañuelos  de  colores 
á  guisa  de  turbantes  y  fajas.  El  Emir  se  había  despojado 
de  su  caftán  de  seda,  é  iba  vestido  como  los  demás,  con 
un  terno  á  cuadros  y  un  sombrero  tirolés.  ¡Adiós  poesía! 
El  príncipe  de  ojos  de  brasa,  que  habían  perturbado  por 
unas  horas  á  la  sensible  Nélida,  era  vendedor  ambulan- 
te en  Buenos  Aires.  Su  comercio  consistía  en  una  larga 
batea  llena  de  objetos  baratos,  que  paseaba  con  un  socio 
compatriota,  alborotando  juntos  los  suburbios  de  la  ciu- 
dad con  el  pregón  de  su  industria:  «A  veinte  centavos. 
¡Todo  á  veinte!» 

Se  había  transfigurado  también  la  cubierta  de  pa- 
seo. El  espacio  parecía  mayor.  Al  disminuir  el  nú- 
mero de  viajeros  eran  más  escasos  los  sillones,  y  los 
paseantes  podían  caminar  sin  obstáculos.  Además  la 
gente  se  ocultaba  para  hacer  los  preparativos  de  des- 
embarco. 

Permanecían  las  señoras  en  sus  camarotes  la  mayor 
parte  del  día  arreglando  los  equipajes.  Sólo  después 
de  las  comidas  se  formaban  tertulias  en  el  jardín  de 
invierno;  tertulias  amistosas,  sin  rivalidades  en  el  traje 
ni  en  las  joyas,  vistiendo  cada  cual  á  su  gusto,  como 
gentes  preocupadas  por  una  tarea  extraordinaria  y  fal- 
tas de  tiempo  para  pensar  en  el  propio  adorno. 

Sólo  quedaban  horas  contadas  de  viaje:  aquel  día 
y  parte  del  siguiente.  Al  anochecer  tocarían  en  Monte- 
video, y  antes  de  que  amaneciese  saldrían  para  Buenos 
Aires. 

Mostrábanse  las  gentes  poco  comunicativas,  con  cre- 
ciente predisposición  al  aislamiento,  agobiadas  cada 
vez  más  por  las  ideas  que  parecía  sugerirles  la  proxi- 
midad de  la  tierra.  Los  socios  fraternales  de  empresas 
ilusorias  acariciadas  durante  el  viaje,  se  iban  distan- 
ciando con  cierta  melancolía.  Cosas  más  inmediatas  y 
mediocres,  realidades  ineludibles  iban  á  asaltarlos  tan 
pronto  como  descendiesen  en  el  muelle  terminal. 


§48  V.    BLASCO  I8ÁÑEZ 

— De  aquel  negocio — se  decían  con  mentida  sonrisa — 
ya  hablaremos  en  Buenos  Aires.  Tiempo  nos  queda... 
Habrá  que  pensarlo  bien,  porque  tiene  sus  dificultades. 

Estas  dificultades,  hasta  entonces  no  sospechadas, 
surgían  de  pronto,  com.o  surgen  los  escollos  al  rasgarse 
la  bruma  cerca  de  una  costa. 

Un  ambiente  de  duda,  de  timidez  y  mutismo  se  ex- 
tendía por  el  buque  así  como  éste  iba  avanzando.  Los 
emigrantes  de  popa,  esquilados,  rapados  y  vestidos  de 
limpio,  permanecían  silenciosos,  con  visible  indecisión. 
Parecían  catecúmenos  que  luego  de  las  abluciones  y  de 
vestir  nuevas  túnicas  no  saben  qué  otra  ceremonia  les 
aguarda  más  allá  de  la  puerta  cerrada.  Miraban  con  in- 
quietud la  tierra  que  iba  costeando  la  nave,  una  barrera 
amarilla,  ondulosa,  de  cumbres  bajas.  ¿Qué  encontra- 
rían en  aquella  América?...  Ya  no  sonaba  el  acordeón: 
los  rusos  habían  olvidado  su  danza  gimnástica. 

Los  bulliciosos  «latinos»  de  la  proa  también  estaban 
silenciosos  y  preocupados,  como  los  navegantes  que  avis- 
tan una  tierra  nueva.  Únicamente  el  Emir  y  algunos 
españoles  que  llegaban  á  la  Argentina  por  segunda 
vez,  parecían  contentos.  La  gaita  pastoril  sonaba  lo 
mismo  que  las  otras  tardes  en  el  silencio  del  mar,  pero 
su  dulzura  bucólica  tenía  cierto  temblor  de  sonrisa. 
El  tañedor  era  de  los  que  regresaban  á  la  tierra  ameri- 
cana saludándola  con  su  música  simple.  En  el  mue- 
lle iba  á  encontrar  los  amigos  de  su  pueblo,  su  familia, 
todos  los  atractivos  de  una  nueva  patria  libremente 
escogida. 

El  Morenüo  callaba,  como  si  se  reconociese  de  pron- 
to sin  autoridad  y  sin  fuerza  para  aleccionar  á  aquellos 
jóvenes  cansados  de  admirarle.  Lo  que  ellos  adm^iraban 
ahora  era  la  faja  amarilla  de  la  costa,  que  iba  desarro- 
llando ante  el  buque  sus  entrantes  y  salientes.  Veíanse 
faros,  de  cuyos  vidrios  arrancaba  el  sol  una  flecha  roja, 
pinceladas  blancas  que  eran  pueblos,  y  masas  obscuras, 
largas,  uniformes,  que  eran  arboledas. 

Comenzaba  á  dudar  el  valentón,  sumúdo  en  el  silen- 
cio. Avisábale  un  obscuro  instinto  lo  quimérico  de  los 
planes  heroicos  concebidos  en  la  soledad  oceánica.  La 
tierra  cercana  parecía  repeler  sus  valerosas  concepcio- 


LOS  ARÍ^ONAUTAS  549 

nes.  Percibía  en  torno  de  él  un  ambiente  de  restricción 
y  de  oi'den  más  imperioso  que  el  que  había  dejado  á  sus 
espaldas  al  embarcarse.  Tenía  menos  fe  en  la  posibilidad 
de  una  partida  para  hacerse  rico  y  en  todas  las  matan- 
zas soñadas  de  indios  bravos  á  tanto  por  cabeza.  Ahora 
más  que  antes  necesitaba  la  presencia  y  el  consejo  de 
don  Isidro  para  que  le  infundiese  ánimos  con  su  sabi- 
duría. ¿Pero  dónde  estaba  don  Isidro?... 

Muchos  en  el  castillo  central  podían  haberse  hecho 
la  misma  pregunta  de  no  estar  preocupados  con  los  pre- 
parativos del  desembarco.  Maltrana,  desde  la  salida  de 
Río  Janeiro,  se  dejaba  ver  muy  poco,  y  más  bien  pare- 
cía huir  de  la  popularidad  que  le  había  proporcionado 
su  heroísmo.  Esta  fuga  iba  acompañada  de  un  acica- 
lamiento extraordinario  de  su  persona.  Se  hermoseaba 
por  instantes  á  impulsos  de  un  firme  deseo  de  parecer 
mejor. 

— La  juventud  no  es  más  que  una  voluntad — pensaba 
Ojeda — .  Cada  hora  que  transcurre  parece  más  joven. 
Bien  se  conoce  que  está  enamorado.  Nada  rejuvenece  á 
un  hombre  como  el  amor. 

El  fugitivo  Maltrana  evitaba  igualmente  el  encuen- 
tro con  su  amigo.  En  el  día  anterior  sólo  le  había  visto 
Fernando  dos  veces  á  las  horas  de  comer.  Irritado  á 
causa  de  este  apartamiento,  acabó  por  hablarle  con 
hostilidad.  Era  un  Maltrana  distinto  al  de  los  días  ante- 
riores. Nélida  le  había  inñuenciado,  participaba  de  sus 
odios,  y  tal  vez  por  esto  huía  de  él  como  si  fuese  un 
enemigo. 

Le  felicitó  Ojeda  agresivamente  por  su  buena  fortu- 
na, y  Maltrana,  con  la  ceguera  del  hombre  amado,  acep- 
tó ingenuamicnte  estos  plácem.es  venenosos...  Sí;  estaba 
contento  de  la  vida.  Alguna  vez  le  había  de  tocar  á  él. 
— Bien  sé  que  no  soy  gran  cosa — dijo  con  falsa  mo- 
destia—; pero  así  y  todo  alguien  se  ha  fijado  en  mí.  A 
veces  tiene  éxito  la  fealdad.  Además,  me  encuentran  una 
cabeza  de  carácter;  voy  afeitado,  y  esto  gusta  á  algunas 
personas  más  que  los  bigotes. 

Había  desaparecido  entre  los  dos  amigos  todo  afecto. 
Nélida  estaba  entre  ellos  fomentando  un  sentimiento 
irresistible  de  rivalidad. 


550  y.    BLASCO  IBÁÑBZ 

Creyó  Fernando  que  debía  romper  para  siempre  con 
su  compañero.  Fué  un  movimiento  del  que  se  arrepintió 
á  los  pocos  instantes,  cuando  sus  palabras  ya  no  tenían 
remedio. 

— Siga  usted  su  buena  suerte,  Maltrana.  Y  como  pue- 
de traerle  perjuicios  y  disgustos  el  ser  amigo  mío,  que 
cada  cual  eche  por  distinta  senda...  y  como  si  no  nos 
conociésemos. 

Habían  pasado  sin  hablarse  la  tarde  y  la  noche  del 
día  anterior.  Durante  la  comida  buscó  Isidro  con  sus 
ojos  la  mirada  de  Fernando,  igual  que  un  perro  humil- 
de que  intenta  volver  á  la  gracia  de  su  amo.  Pero  un 
sentimiento  de  dignidad  y  el  egoísmo  de  no  perder  sus 
buenas  relaciones  con  Nélida,  le  mantuvieron  en  silen- 
cio. El  otro,  por  su  parte,  mostrábase  fosco,  huyendo  su 
mirada  de  la  de  Isidro,  pero  compadeciéndole  interior- 
mente. ¡Pobre  muchacho!  La  única  culpable  era  aquella 
loca  que  se  había  propuesto  enemistarlos. 

A  la  mañana  siguiente  Maltrana  no  pudo  resistir 
por  más  tiempo  esta  separación,  y  abordó  á  su  amigo 
en  la  cubierta.  Parecía  desesperado.  ¡Que  unos  hombres 
como  ellos  que  hacían  el  viaje  lo  mismo  que  hermanos, 
fueran  á  pelearse  al  ñnal!... 

— No  hay  mujer  que  valga  lo  que  una  buena  amis- 
tad... Es  una  simpleza  reñir  por  esa  loquilla,  que  no 
sabe  ciertamente  lo  que  quiere...  Venga  esa  mano,  Oje- 
da.  Y  si  no  quiere  darme  la  mano,  déme  dos  puntapiés: 
es  lo  mismo.  Lo  importante  es  que  volvamos  á  ser  lo  que 
éramos  antes. 

Y  se  unió  á  él  como  al  principio  del  viaje,  permane- 
ciendo á  su  lado  más  tiempo  que  junto  á  Nélida.  Esta 
rondaba  por  cerca  de  ellos,  y  sólo  á  fuerza  de  guiños 
y  manoteos  conseguía  arrastrar  á  Isidro  por  algunos 
instantes.  En  vano  lo  increpaba  viéndole  con  el  otro. 
Manteníase  firme  en  su  amistad,  y  dispuesto  á  seguir  á 
Ojeda  y  dejar  á  Nélida  si  ésta  insistía  en  sus  odios. 

Acodados  en  la  borda,  contemplaban  los  dos  amigos 
el  color  del  agua.  Había  cambiado  de  tono  radicalmen- 
te. Ya  no  tenía  el  azul  grisáceo  de  los  mares  europeos, 
el  azul  dorado  del  trópico  ni  el  azul  profundo  y  lumi- 
noso de  las  costas  brasileñas.  Ahora  su  coloración  era 


LOá  ARGONAUTAS  551 

verde,  un  verde  claro  con  reflejos  amarillentos.  Y 
así  como  el  buque  iba  avanzando,  sobreponíase  el  ama- 
rillo al  verde,  hasta  que  las  a^uas  tomaban  un  color 
terroso  semejante  al  de  los  ríos  desbordados,  como  si  el 
Océano  recibiera  la  avalancha  de  una  enorme  inunda- 
ción. 

El  doctor  Zurita  se  unió  á  ellos.  Era  por  la  tarde  des- 
pués del  almuerzo. 

— ¿Miran  ustedes  el  agua? — preguntó — .  Esa  aííua  ya 
es  nuestra;  tiene  más  de  dulce  que  de  salada;  viene  del 
corazón  de  América.  Es  el  río  de  la  Plata  que  al  desem- 
bocar se  extiende  leguas  y  leguas  mar  adentro. 

Alegrábase  el  doctor  contemplando  el  color  de  las 
aguas,  como  si  con  ellas  viniese  á  su  encuentro  algo  de 
la  patria.  Aun  estaban  muy  lejos  de  la  desembocadura 
del  río,  y  sin  embargo  enviaba  hasta  allí  su  corriente, 
modiñcando  el  sabor  y  el  color  del  Océano. 

— Es  enorme  nuestro  río,  ¿no?...  ¿Qué  le  parece,  che? 
— preguntaba  con  orgullo  patriótico  gozándose  en  la 
estupefacción  de  Maltrana. 

Los  dos  amigos  hablaron  de  la  falsedad  de  su  título. 
Gaboto  lo  había  bautizado  con  el  título  de  la  Plata  por 
varias  planchuelas  procedentes  del  alto  Perú  que  le  ha- 
bían trocado  las  tribus,  pero  jamás  en  sus  riberas  se 
había  encontrado  una  pepita  de  dicho  metal.  Era  más 
justo  su  primer  nombre  de  «Mar  Dulce»:  expresaba  me- 
jor su  acuática  inmensidad  sin  orillas  visibles. 

Revivió  en  la  memoria  de  los  dos  españoles  la  tra- 
gedia de  su  descubrimiento.  Pocos  años  después  de  la 
muerte  de  Colón,  ya  navegaban  por  estas  latitudes  los 
navios  españoles  buscando  un  estrecho  para  pasar  al 
otro  Océano,  al  llamado  mar  del  Sur,  descubierto  por 
Balboa.  Deseaban  llegar  á  las  espaldas  de  Castilla  del 
Oro,  que  así  se  titulaba  entonces  la  parte  conocida  de  la 
América  Central. 

Díaz  de  Solís,  piloto  mayor  de  Castilla  que  mandaba 
estas  naves,  al  avistar  la  enorme  embocadura  metíase 
por  ella  creyendo  haber  encontrado  el  ansiado  estrecho, 
pero  la  dulzura  de  las  aguas  le  hacía  abandonar  su  ilu- 
sión. Aquel  mar  de  agitado  y  continuo  oleaje,  sin  costas 
visibles,  era  simplemente  un  río.  ¡Prodigios  que  reserva- 


652  V.    BLASCO   IBÁKSZ 

ban  las  misteriosas  Indias  Occidentales  á  los  nautas  del 
viejo  mundo!... 

Así  quedaba  descubierto  el  «Mar  Dulce  de  Solís», 
pero  el  descubridor  pagaba  su  hazaña  con  la  vida.  Gran 
marino,  pero  mediocre  hombre  de  pelea,  acostumbrado 
al  tranquilo  manejo  de  las  cartas  de  navegar,  al  exa- 
men de  los  pilotos  en  la  «Casa  de  Contratación»  de  Sevi- 
lla, y  sin  experiencia  en  los  ardides  de  la  guerra  in- 
diana, había  bajado  á  tierra  creyendo  en  los  signos  de 
paz  de  los  indígenas,  y  éstos  lo  habían  asesinado  á  la 
vista  de  sus  gentes  en  las  orillas  del  mismo  río  que  aca- 
baba de  descubrir,  asando  luego  su  cuerpo  para  devorar- 
lo en  sagrado  banquete.  Y  la  pequeña  expedición,  que 
sólo  iba  á  la  descubierta,  sin  haber  hecho  preparativos 
de  guerra,  huía  río  abajo  despavorida  por  esta  tragedia. 

El  duro  Oviedo,  historiador  y  hombre  de  combate, 
apenas  se  apiadaba  del  infortunio  de  Solís  al  hacer  su 
relato.  Le  parecían  naturales  estas  catástrofes  siempre 
que  se  enviaran  hombres  de  mar  al  descubrimiento  de 
las  nuevas  tierras.  Los  nautas  debían  servir  únicamen- 
te para  el  manejo  de  las  naos  que  condujesen  á  los  ver- 
daderos conquistadores.  Y  éstos  debían  ser  hombres  de 
coraza,  hombres  de  á  caballo,  incapaces  de  confianzas  y 
blanduras. 

— ¿Saben  ustedes — preguntó  Maltrana— qué  recom- 
pensa pidió  Solís  al  rey  antes  de  embarcarse  para  hacer 
este  descubrimiento? 

Acordábase  de  lo  que  había  leído  años  antes  en  los 
documentos  del  archivo  de  Simancas,  cuando  tomaba 
notas  para  una  obra  de  encargo. 

La  monarquía  andaba  escasa  de  dinero  en  aquellos 
tiempos,  y  sus  servidores,  dando  por  inútiles  las  peti- 
ciones monetarias,  solicitaban  como  premio  concesiones 
y  cargos.  Solís,  que  era  una  autoridad  científica  de  su 
época,  el  primer  sabio  oficial  en  las  cosas  del  mar, 
explotaba  su  prestigio  desde  Sevilla,  aprovechando 
todas  las  ocasiones  favorables  para  formular  una  peti- 
ción. Don  Fernando  el  Católico,  á  su  demanda,  le  con- 
cedía los  bienes  de  un  vecino  que  se  había  suicidado. 
En  aquellos  siglos  la  fortuna  del  suicida  pasaba  á  la 
corona.  Luego,  á  la  hora  de  embarcarse  para  su  última 


LOS  ARGONAUTAS  553 

expedición,  el  piloto  mayor  solicitaba  un  premio  más 
extraordinario  y  raro  como  recompensa  de  sus  futuros 
servicios. 

— La  noble  ciudad  de  Segovia  no  tenía  mancebía 
— continuó  Maltrana — .  A  juzgar  por  un  informe  de 
Solís  al  rey,  las  mujeres  de  partido  distribuían  sus 
favores  en  unos  corrales  de  ganado  de  las  afueras,  y 
él  solicitó  para  sí  y  sus  descendientes  el  privilegio  de 
poder  establecer  una  mancebía  oficial  dentro  de  los 
muros  de  la  ciudad.  Así  se  lo  prometió  el  Rey  Católico, 
pero  el  gran  piloto  acabó  sus  días  en  estas  tierras  sin 
que  pudiese  montar  su  industria  de  Segovia. 

Intervino  Ojeda  al  ver  el  gesto  escandalizado  del 
doctor  Zurita. 

— Cada  época  tiene  su  moral  y  sus  preocupaciones. 
Durante  la  Edad  Media,  lo  mismo  en  España  que  en 
otros  países,  el  monopolio  de  las  mancebías  fué  una  de 
las  mejores  rentas  de  muchas  casas  nobles.  Esta  merced 
sólo  la  daban  los  reyes  en  pago  de  grandes  servicios. 
Famosos  monasterios  gozaban  de  tal  concesión  para 
aplicar  sus  productos  á  las  necesidades  del  culto.  Algu- 
nas veces  eran  conventos  de  mujeres  los  que  disfruta- 
ban este  privilegio,  y  sus  aristocráticas  abadesas  reci- 
bían sin  escrúpulo  el  dinero  de  las  pecadoras  de  «cintu- 
rón  dorado». 

Zurita  hizo  gestos  afirmativos.  Algo  de  eso  lo  había 
leído  él,  y  no  le  causaba  escándalo  el  premio  solicitado. 
Lo  que  llamaba  su  atención  era  que  en  todo  el  descu- 
brimiento de  América  únicamicnte  se  le  hubiese  ocu- 
rrido solicitar  tal  merced  al  primer  explorador  del  río 
en  cuyas  riberas  había  de  nacer  años  adelante  la  ciudad 
de  Buenos  Aires.  Se  acordó  de  las  innobles  industrias 
establecidas  con  profusión  en  la  gran  urbe  inmigrato- 
ria por  extranjeros  ávidos  de  ganancia;  de  la  trata  de 
mujeres  que  extendía  desde  allí  su  reclutamiento  á  di- 
versos países  de  Europa.  La  antigua  «madre»  de  la  man- 
cebía clásica  había  sido  sustituida  por  hombres  de  ne- 
gocios, que  comerciaban  en  carne  liumana. 

—  ¡Qué  casualidad!  — continuó  Zurita—.  Cualquiera 
diría  que  Solís  adivinaba  el  porvenir... 

La  atención  de  los  tres  se  sintió  atraída  por  los  mu- 


654  V.  BLASCO  ibáitb;^ 

chos  buques  que  navegaban  en  dirección  contraria  al 
Goethe.  Hasta  entonces  el  Océano  se  había  mostrado 
con  una  soledad  majestuosa.  Sólo  después  de  varios 
días  asomaba  en  lontananza  la  nubécula  de  un  vapor 
ó  la.  pincelada  gris  de  un  velero.  Ahora  se  poblaba 
la  extensión  amarillenta  con  buques  de  todas  clases: 
fragatas  cabeceantes  que  hundían  sus  proas  en  la  espu- 
ma á  impulsos  de  los  hinchados  trapos;  vapores  negros 
que  regresaban  á  Europa  después  de  librar  su  carga- 
mento de  carbón;  goletas  minúsculas  inclinándose  sobre 
las  olas  con  una  inestabilidad  que  arrancaba  gritos  de 
miedo  á  las  mujeres  agrupadas  en  las  bordas  del  Goe- 
the, Este  tránsito  de  buques  era  semejante  al  de  los 
vehículos  y  peatones,  que  en  pleno  campo  anuncia  la 
cercanía  de  una  enorme  ciudad  todavía  oculta.  Iba  en- 
trando el  trasatlántico  en  la  gran  corriente  de  navega- 
ción mercante  que  hace  del  río  de  la  Plata  una  de  las 
avenidas  más  frecuentadas  del  comercio  mundial. 

Empezó  la  gente  á  fijarse  en  una  isla  que  desde 
mucho  antes  había  aparecido  ante  la  proa.  El  buque 
pasaba  entre  ella  y  la  costa  lejana. 

—  ¡Los  lobos!   ¡Los  lobos! — gritaron  de  un  extremo  á 
otro  del  paseo. 

Y  corrían  los  niños  sintiendo  la  emoción  de  los  cuen- 
tos maravillosos  que  infunden  pavor:  y  tras  ellos  las 
criadas,  las  madres,  todas  las  mujeres,  con  una  curiosi- 
dad igual  á  la  de  los  pequeños. 

Pasábanse  los  anteojos  para  ver  los  lobos  marinos 
descansando  en  filas  á  lo  largo  de  la  isla  y  en  torno  de 
un  faro.  Algunos  de  estos  animales  parecían  figuras 
yacentes  sobre  el  pedestal  de  una  roca.  El  sol  de  la  tar- 
de se  reflejaba  en  sus  húmedas  envolturas,  dándolas  un 
reflejo  de  oro.  Eran  á  modo  de  pellejos  de  aceite,  re- 
matados por  una  cabeza  de  perro  chato.  Permanecían 
inmóviles,  flácidos,  torpes,  bajo  la  caricia  pálida  de  los 
rayos  solares,  rezumando  grasa  por  sus  poros.  Muchos 
parecían  dormir.  Algunos  más  jóvenes,  como  avisados 
de  un  peligro  por  la  proximidad  del  vapor,  se  arrastra- 
ban sobre  sus  cortas  nadaderas,  arrojándose  al  agua  con 
el  estrepitoso  chapoteo  de  un  odre  inflado.  Luego  reapa- 
recían asomando  á  flor  de  agua  su  cabeza  semejante  á 


LOS  ARaONAUTAS  555 

una  pelota  negra  con  mostachos.  Esta  isla  era  el  término 
de  su  avance  desde  los  glaciales  mares  deJ  Sur.  Hasta 
allí  llegaban  viniendo  de  los  bancos  de  hielo  para  ex- 
plorar la  amplia  boca  del  estuario  del  Plata. 

Desapareció  el  sol  tras  una  barrera  de  nubes.  Esfu- 
mábase la  costa  con  una  bruma  rojiza.  El  agua  tomó 
de  pronto  el  tono  sombrío  de  un  mar  de  invierno.  Mu- 
chos se  estremecieron  de  frío  en  sus  trajes  veraniegos. 
Maltrana  creyó  que  el  lejano  Polo  les  enviaba  su  res- 
piración antes  de  que  lograran  introducirse  en  el  abrigo 
del  estuario. 

— ;Con  tal  que  no  tengamos  bruma! — dijo  el  doctor—. 
La  niebla  en  el  río  es  de  lo  más  fregado.  Hay  necesidad 
de  parar  á  cada  momento,  de  hacer  señales,  para  evi- 
tarse un  choque...  ¡Cosa  pesada! 

Luego  invitó  á  los  dos  amigos  á  que  lo  acompañasen 
en  su  visita  á  las  máquinas  del  buque.  No  quería  desem- 
barcar sin  conocer  el  alma  de  este  hotel  flotante,  en  el 
que  había  vivido  quince  días.  Deseaba  hacer  partícipes 
de  sus  emociones  á  las  señoras  de  la  familia,  pero  todas 
se  habían  negado.  «¡Las  máquinas!  ¡Ay,  no!  ¡Qué  sucie- 
dad!» Y  el  buen  doctor,  como  si  no  pudiese  realizar  la 
visita  sin  un  compañero  que  recibiera  sus  impresiones, 
insistió  hasta  conseguir  que  los  dos  amigos  le  acompa- 
ñasen por  los  tortuosos  corredores  de  la  cubierta  baja. 

El  mayordomo  hizo  girar  una  puertecilla,  y  se  vieron 
en  una  especie  de  patio  interior  semejante  á  los  que  se 
abren  en  mitad  de  los  grandes  ediñcios  para  darles  aire 
y  luz.  Su  altura  era  la  del  buque,  desde  la  quilla  á  la 
líltima  cubierta,  y  en  sus  cuatro  paredes  blancas  y  lisas 
no  había  otra  comunicación  con  el  resto  del  trasatlánti- 
co que  la  pequeña  puerta  de  entrada.  Varias  galerías 
de  hierro  marcaban  los  diversos  pisos  de  este  departa- 
mento, que  ocupaba  toda  la  parte  central  del  navio. 

Un  emparrillado  de  acero  dividía  el  gran  pozo  cua- 
drado y  blanco  en  dos  secciones.  Pasaban  á  través  de 
él  los  émbolos  de  las  máquinas,  subiendo  y  bajando 
incesantemente  en  sus  cilindros  verticales.  Más  abajo 
de  esta  plataforma  estaban  las  máquinas,  y  los  tres  vi- 
sitantes llegaron  á  ellas  descendiendo  por  varias  esca- 
lerillas de  acero.  Llevaban  en  las  manos  pedazos  de  es- 


556  V.    BLASCO  IBÁÑHZ 

topa  para  defenderse  de  la  grasa  que  parecía  sudar  el 
metal  de  las  barandas  y  paredes.  Un  calor  pegajoso 
oprimía  el  pecho,  al  DÚsino  tiempo  que  pinchaba  el  olfa- 
to con  hedores  de  hulla  y  aceite  mineral. 

Al  llegar  á  lo  último  de  este  amplio  pozo,  junto  á  la 
quilla,  donde  estaban  las  máquinas  y  sus  servidores,  el 
calor  era  menos  denso.  Sentíale  el  latigazo  de  un  aire 
glacial  al  pasar  junto  á  las  bocas  de  los  grandes  venti- 
ladores. 

Era  un  panorama  de  troncos  metálicos  animados 
por  inquieta  nerviosidad;  una  vegetación  de  acero  que 
movía  sus  ramas,  subía,  bajaba  y  se  entrechocaba,  ha- 
ciendo penetrar  los  diversos  tentáculos  unos  en  otros. 
El  brillante  metal  lanzaba  al  moverse  un  resplandor 
blanco  y  viscoso. 

Todo  este  organismo  inquieto  y  vibrador,  que  pare- 
cía fabricado  de  plata  y  de  grasa,  no  dormía  á  ningu- 
na hora.  Había  em^pezado  su  movimiento  en  el  mar  del 
Norte  y  lo  continuaba  á  través  de  medio  planeta,  indi- 
ferente al  cpinsancio,  lo  mismo  de  día  que  de  noche,  á 
la  hora  en  que  los  hombres  viven,  á  la  hora  en  que  los 
hombres  sueñan,  bajo  el  sol  y  bajo  las  estrellas,  como 
si  el  tiempo  y  la  distancia  careciesen  de  realidad  ante 
su  vigor  sobrehumano.  Las  breves  inmovilidades  en  los 
puertos  no  significaban  para  él  inercia  y  descanso.  Sus 
miembros  férreos  quedaban  en  corto  reposo,  pero  el 
fuego  vivificante  seguía  ardiendo  en  sus  entrañas.  La 
sangre  blanca  del  vapor  continuaba  circulando  por  el 
sistema  arterial  de  sus  válvulas  y  tuberías. 

Precedidos  por  un  hombre  rubio  y  flemático  con  ga- 
lones plateados  en  las  bocamangas  y  la  gorra,  iban  los 
tres  visitantes  por  entre  las  máquinas  enclavadas  en  el 
fondo  de  este  espacio  cuadrangular.  Las  paredes  subían 
lisas,  iguales,  sin  una  ventana,  sin  el  menor  resquicio, 
unidas  por  las  diversas  galerías  y  la  plataforma.  Pero 
estos  obstáculos  eran  casi  transparentes,  con  la  sutilidad 
de  los  enrejados  de  metal,  á  través  de  los  cuales  pasa  la 
mirada.  En  lo  último,  á  catorce  metros  de  altura,  esta- 
ban alzadas  las  tapas  de  cristales  sobre  la  cubierta  de 
los  botes,  dejando  ver  dos  fragmentos  de  cielo. 

El  doctor  Zurita  se  enteró  minuciosamente  de  las 


LOS  ARaONAtTTAS  557 

funciones  de  las  diversas  máquinas.  Las  dos  más  gran- 
des, que  ocupaban  con  sus  majestuosas  dimensiones  la 
mayor  parte  del  espacio,  eran  las  generadoras  del  mo- 
vimiento del  buque,  las  propulsoras  de  las  hélices.  A 
un  lado  una  máquina  más  pequeña,  productora  de  la 
luz;  á  otro  lado  la  del  frío,  para  los  depósitos  de  ali- 
mentos y  las  necesidades  de  la  vida  á  bordo,  organismo 
potente  y  triunfador  que  en  aquella  atmósfera  cálida, 
cerca  de  los  hornos  inflamados,  mantenía  sus  tuberías  y 
cilindros  bajo  el  forro  lagrimeante  de  una  gruesa  costra 
de  hielo. 

Avanzaban  sobre  un  piso  de  placas  de  metal.  En 
unos  lugares  sentían  sus  pies  ki  frescura  de  la  humedad; 
en  otros  aplastaban  como  arena  crujiente  el  polvo  dia- 
mantino de  la  hulla.  De  pronto  percibían  sobre  sus  cabe- 
zas un  torbellino  glacial,  inesperado,  que  cosquilleaba 
las  narices  con  la  picazón  del  estornudo  y  parecía  querer 
arrebPvtarles  las  gorras.  Mirando  á  lo  alto  se  encontra- 
ban con  la  boca  de  un  tubo  enorme  que  subía  y  subía, 
pulido  y  circular,  como  el  interior  de  un  telescopio,  con 
gran  parte  de  su  entraña  sumida  en  la  obscuridad  y  un 
débil  resplandor  de  tragaluz  allá  en  lo  alto,  junto  á 
la  boca  curva  é  invisible.  Era  un  ventilador  de  los 
que  alzaban  sus  trombones  amarillos  sobre  las  diver- 
sas cubiertas.  Y  estos  tubos  de  ventilación,  así  como 
otros  túneles  verticales  abiertos  desde  las  máquinas  á 
lo  alto  del  navio,  tenían  en  sus  paredes  ligeros  estri- 
bos de  acero,  que  servían  de  peldaños;  leves  escale- 
ras por  las  que  podían  trepar  las  gentes  de  las  máquinas 
en  momentos  de  peligro. 

El  guía  de  los  galones  plateados  abrió  una  puerta  do 
acero  pe(iueña  como  una  ventana  y  del  espesor  de  un 
muro.  Su  cierre  instantáneo,  hermético,  absoluto,  era 
semejante  al  de  las  piezas  de  artillería.  Il3a  á  enseñarles 
uno  de  los  dos  túneles  por  los  que  pasaban  los  árboles 
de  las  hélices.  Entraron  agachando  la  cabeza  en  una  ga- 
lería angosta  de  más  de  treinta  metros  de  longitud,  ocu- 
pada únicamente  por  una  barra  de  acero  que  giraba  y 
giraba  tendida  en  sus  ajustes  brillando  como  una  espi- 
ral de  mercurio.  Un  rosario  de  bombillas  eléctricas  alum- 
braba día  y  noche  la  continua  rotación  en  el  silencio 


568  V.    BLASCO   ISÁÑBZ 

y  la  soledad  de  esta  alma  metálica,  señora  absoluta  del 
túnel  submarino.  El  lado  interior  de  la  galería  era  ver- 
tical; el  exterior  abríase  en  ángulo  hacia  arriba,  mar- 
cando el  arranque  del  vientre  de  la  nave.  Una  lluvia 
menuda  y  lubriñcadora  caía  sobre  el  árbol  para  facilitar 
y  enfriar  el  frotamiento  de  su  incesante  rotación. 

Zurita  quiso  saber  á  qué  profundidad  estaban  en 
aquel  sitio.  Hallábanse  siete  metros  más  abajo  de  la  su- 
perficie del  Océano. 

— ;Lo  que  nadará  en  estos  momentos  sobre  nuestras 
cabezas! — dijo  Maltrana — .  ¡Los  apreciables  vecinos  que 
tal  vez  colean  al  otro  lado  de  esta  pared! 

Y  daba  con  los  nudillos  en  el  muro  de  acero,  sordo, 
durísimo,  semejante  á  un  bloque  inmenso,  tras  el  cual 
era  difícil  imaginarse  la  más  leve  oquedad. 

El  extremo  del  árbol,  que  en  sus  incesantes  vueltas 
se  perdía  al  final  del  túnel,  les  inspiraba  no  menos  ad- 
miración. Ni  un  ruido,  ni  el  más  leve  roce.  Y  sin  em- 
bargo, la  espiral  de  plata,  atravesando  la  popa  del  bu- 
que, surgía  en  pleno  Océano  para  levantar  un  torbellino 
espumoso  con  las  revoluciones  vertiginosas  de  sus  uñas 
retorcidas.  La  idea  de  que  estaban  á  siete  metros  deba- 
jo del  agua,  y  que  bastaría  la  más  pequeña  grieta  en  el 
túnel  para  morir  instantáneamente  aislados  por  la  puer- 
ta inconmovible,  produjo  cierta  angustia  en  Maltrana. 
— Esto  ya  está  visto.  ¿Si  fuésemos  á  visitar  algo  más 
interesante?... 

Su  pasaje  por  las  calderas  fué  breve;  las  hornallas 
en  fila  expelían  un  calor  infernal.  Asomáronse  á  un 
departamento  negro,  en  el  cual  se  agitaban  varios  hom- 
bres, medio  desnudos,  con  un  gorrito  blanco  en  la  cabe- 
za. Eran  de  pelo  rubio,  flacos,  como  si  el  excesivo  calor 
hubiese  derretido  su  grasa,  pero  con  gruesos  tendones 
y  robustas  coyunturas,  que  al  menor  esfuerzo  se  marca- 
ban vigorosamente.  Cuando  abrían  la  portezuela  de  un 
horno  para  echar  en  él  paletadas  de  carbón,  su  resplan- 
dor lo  iluminaba  todo  con  reflejos  de  incendio,  y  los 
hombres  blancos  de  ojos  azules  aparecían  grotescos  y 
terribles  bajo  el  hollín  que  tiznaba  sus  caras  y  sus  miem- 
bros. Al  cerrar  la  portezuela  volvía  el  departamento  á 
sumirse  en  una  penumbra  saturada  de  polvo  de  carbón. 


LOS  ARGONAUTAS  559 

Los  pies  se  movían  como  en  una  playa  crujiente  sobre 
la  hulla  desmenuzada.  Un  sabor  de  humo  y  de  grasa 
descendía  por  las  gargantas. 

Volvieron  á  las  máquinas,  y  junto  á  ellas  escucharon 
las  explicaciones  del  guía.  En  las  entradas  y  salidas 
de  los  puertos,  en  todo  momento  difícil,  el  primer  in- 
geniero se  colocaba  en  una  galería  alta,  lo  mismo  que 
el  comandante  del  buque  tomaba  su  sitio  en  el  puente. 
Los  dos  gobernantes  de  este  mundo  interoceánico  vi- 
gilaban sus  respectivas  funciones:  uno  la  dirección;  otro 
el  movimiento.  Y  el  telégrafo  interno  de  señales  unía  las 
dos  inteligencias  con  rápidas  comunicaciones. 

Junto  al  primer  ingeniero  se  colocaba  el  segundo, 
encargado  de  recibir  los  avisos  del  puente  y  transmitir- 
los abajo  á  las  máquinas.  Dos  maquinistas  (que  con  la 
afición  germánica  á  los  títulos  y  jerarquías  se  titulaban 
ingenieros  terceros)  cuidaban  cada  uno  por  separado  de 
los  dos  grandes  motores  que  hacían  marchar  al  buque. 
Otro  ingeniero  tercero  vigilaba  las  máquinas  auxiliares 
productoras  de  la  luz  y  el  frío. 

Al  terminar  el  viaje  redondo,  cuando  el  trasatlántico 
regresaba  á  Hamburgo,  sus  máquinas  eran  reparadas 
minuciosamente.  Durante  quince  días  recibía  los  mis- 
mos cuidados  que  un  caballo  de  carrera  que  se  prepara 
para  una  nueva  corrida. 

Los  tres  visitantes  admiraron  el  silencio  y  la  sumi- 
sión con  que  estos  organismos  enormes  cumplían  sus 
funciones,  cual  si  tuvieran  un  alma  y  se  sometiesen  vo- 
luntariamente á  una  disciplina.  Ni  el  más  leve  ruido 
venía  á  alterar  el  silencio  del  metal  que  se  mueve  en- 
vuelto en  la  sordina  de  la  grasa,  del  engranaje  que  fun- 
ciona bajo  la  suavidad  discreta  del  lubrificante. 

El  acero  arrollado  en  tubos,  extendido  en  placas, 
alargado  en  émbolos,  redondeado  en  discos,  permanecía 
callado  é  impasible,  sin  transpirar  el  misterio  ruidoso 
de  las  potencias  que  se  agitaban  en  sus  entrañas.  Su 
rigidez  no  dejaba  adivinar  con  palpitaciones  materia- 
les el  agua  abrasadora,  el  vapor  asfixiante,  el  fuego 
anonadador,  á  los  que  bastaba  el  más  leve  escape  para 
atraer  la  catástrofe  y  la  muerte.  Las  fuerzas  ciegas  y 
crueles  estaban  domadas,  canalizadas,  sumisas  y  ducti- 


560  V.    BLASCO  IBÁÑS2; 

lesj  se  transformaban  en  silencio;  realizaban  sus  trans- 
mutaciones de  vida  con  religioso  quietismo.  Únicamente 
el  calor  espeso,  pegajoso  y  húmedo,  con  su  perfume  pi- 
cante de  hulla,  denunciaba  la  presencia  del  gran  mis- 
terio de  los  tiempos  modernos:  la  engendración  del 
movimiento  en  el  seno  del  metal. 

Isidro  se  maravillaba  de  la  sencillez  con  que  estas 
máquinas  gigantescas  cumplían  su  función. 

— ¡Quién  diría  que  estamos  en  un  buque! — exclamó — . 
Usted,  Fernando,  que  es  poeta,  ú  otro  escritor  profesio- 
nal, si  hubieran  de  describir  esta  parte  del  Goethe,  ¡qué 
cosas  tan  hermosas  escribirían...  y  tan  falsas!  De  seguro 
que  el  lugar  donde  estamos  sería  el  templo  del  fuego  y 
las  máquinas  los  altares.  El  viejo  dios  Baal  saldría  á 
colación,  y  además  un  sinnúmero  de  imágenes  intere- 
santes sobre  la  lucha  del  buque,  que  lleva  una  hoguera 
en  sus  entrañas,  con  el  ímpetu  de  las  frías  olas;  el  con- 
flicto entre  el  fuego  y  el  agua... 

Tal  vez  este  lugar  del  trasatlántico  pudiera  ofrecer 
un  interés  dramático  en  noches  de  tempestad,  cuando 
los  hombres  alimentaban  las  máquinas,  expuestos  á  que- 
marse, mientras  arriba  pasaban  las  olas  sobre  la  cubier- 
ta, y  todo  el  buque  temblaba  y  se  acostaba  bajo  los 
fieros  golpes.  ¡Pero  ahora!... 

— Es  difícil  imaginarse — continuó  Maltrana — que  es- 
tamos en  el  Océano  y  que  estas  máquinas  sirven  para 
remover  las  aguas  marchando  sobre  ellas.  En  nada  se 
adivina  la  proximidad  del  mar.  Lo  mismo  podrían  ser 
las  máquinas  de  una  fábrica  de  zapatos  ó  de  tejidos. 
Sólo  falta  el  ruido  de  los  talleres  para  que  la  ilusión  sea 
completa. 

Subieron  después  las  escalerillas,  respirando  con 
deleite  al  llegar  á  la  cubierta.  La  tarde  estaba  cada 
vez  más  obscura,  como  si  en  mitad  de  ella  fuese  á  caer 
la  noche.  No  se  veía  la  costa.  Una  muralla  gris  alzábase 
entre  ella  y  el  buque,  y  parecía  avanzar  con  lentitud 
devorando  el  verde  polvoriento  de  las  aguas. 

— ¡Pucha!  ¡La  niebla! — exclamó  Zurita—.  Tenemos 
para  rato.  A  saber  cuándo  llegaremos  á  Montevideo. 

Separáronse  los  tres  como  si  experimentasen  la  ne- 
cesidad de  hablar  con  otras  personas  después  del  mucho 


LOS  ARGONAUTAS  661 

tiempo  que  llevaban  juntos.  El  doctor  se  fué  en  busca 
de  las  damas  de  su  familia,  para  contarles  lo  que  había 
visto.  Ojeda  siguió  adelante  por  la  cubierta  en  silencioso 
paseo.  Maltrana  le  abandonó  al  pasar  ante  el  «rincón 
de  las  cocotas».  Le  atrajo  el  verlas  á  casi  todas  con  los 
sillones  juntos,  apretadas  en  torno  de  madama  Berta,  la 
andariega  veterana,  cuyos  consejos  oían  religiosamente 
en  sus  asuntos  de  América.  La  proximidad  al  término  del 
viaje  las  hacía  buscarse  y  apelotonarse  con  una  soli- 
daridad profesional,  como  si  adivinasen  peligros  cerca- 
nos que  debían  arrostrar  en  común. 

Las  que  hacían  su  primer  viaje  eran  miradas  por  las 
otras  con  lástima  y  envidia.  ¡Quién  tuviese  sus  ilusio- 
nes!... Recordaban  las  esperanzas  risueñas,  las  doradas 
mentiras  que  las  habían  acompañado  en  su  llegada  al 
Río  de  la  Plata.  Y  después,  ¡habían  visto  tanto!... 

Berta  calló  al  notar  que  un  hombre  se  había  aproxi- 
mado al  grupo.  Pero  era  Maltrana  un  amigo  de  con- 
hanza,  y  siguió  hablando  á  la  joven  Ernestina,  la  de  la 
hermosa  cabellera,  á  la  que  rodeaban  todas  con  cierta 
predilección,  cual  si  fuese  una  hermana  menor,  ino- 
cente y  mimada.  Sus  gracias  decadentes  y  artificiales 
parecían  avivarse  al  contacto  de  esta  juventud  incons- 
ciente y  esplendorosa. 

— Cuando  yo  llegué  aquí,  hace  quince  años — dijo 
Berta — ,  ¡qué  cosas  traía  en  la  cabeza!  Iba  á  poner  el 
pie  en  el  país  del  oro;  tenía  miedo  de  llegar  tarde,  de 
que  otras  se  me  adelantasen  pillando  lo  mejor...  Creía 
que  el  buque  no  avanzaba  con  bastante  rapidez  por  el 
río:  contaba  los  números  pintados  en  unas  boyas  que 
marcan  en  el  canal  para  los  vapores  grandes.  Sesenta  y 
cuatro...  sesenta  y  tres;  ya  no  faltaban  más  que  sesenta 
y  tres  kilómetros  para  llegar  á  Buenos  Aires.  ¡Bestia  de 
mí!  Siempre  se  llega  demasiado  pronto.  ¡Para  lo  que  se 
encuentra  al  ñnal!... 

Y  una  sonrisa  de  cansancio  dejaba  al  descubierto  su 
dentadura  con  engastes  de  oro. 

Ernestina  expuso  sus  ilusiones,  acompañándolas  con 
un  gesto  de  humildad.  Ella  era  artista  y  ansiaba  la  glo- 
ria. Su  porvenir  estaba  en  el  teatro.  Iba  á  hacer  la  vida 
alegre  y  tarifada  en  esta  América,  de  la  que  le  habían 

36 


562  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

dicho  maravillas,  pero  por  escaso  tiempo  y  con  preten- 
siones modestas.  Sólo  aspiraba  á  reunir  cincuenta  mil 
francos.  Con  esta  cantidad  y  su  aspecto,  que  no  era  del 
todo  malo,  pensaba  abrirse  paso  en  París.  Obligaría  á 
un  director  de  teatro  á  que  la  contratase,  interesándose 
en  su  empresa  con  unos  cuantos  miles  de  francos;  pa- 
garía á  los  críticos.  Lo  importante  era  debutar,  ;y  lue- 
go!... ¡luego!...  Brillaba  en  sus  ojos  el  resplandor  de 
ilusión  y  de  engaño  que  inflama  á  todos  los  visionarios 
de  la  gloria.  ¡Cincuenta  mil  francos!...  ¿No  los  encon- 
traría en  aquel  país  de  ricos  una  mujercita  como  ella, 
amable,  joven...  y  artista?  Y  su  fe  en  el  porvenir  se 
apoyaba  especialmente  en  esta  última  cualidad. 

Las  oyentes  la  escuchaban  con  expresiones  contra- 
dictorias. Unas  creían  realizable  su  ilusión.  Otras,  fata- 
listas y  melancólicas,  torcían  el  gesto.  Sabían  lo  que 
podía  alcanzarse  en  aquella  tierra.  Vivir  nada  más...  y 
gracias.  Al  principio  una  gloria  rápida,  y  luego  la  mi- 
seria; una  miseria  peor  que  la  de  Europa. 

— ¡Cincuenta  mil  francos! — dijo  Berta — .  No  es  mu- 
cho. Todo  depende  de  la  suerte;  del  primer  amigo  que 
encuentres.  Tal  vez  los  hagas  en  dos  meses;  tal  vez  tar- 
des años:  tal  vez  no  los  juntes  nunca. 

Y  le  daba  consejos  inspirados  por  su  larga  experien- 
cia. El  peligro  era  el  hombre  americano,  el  jovencito 
simpático  y  moreno,  arrogante  unas  veces  como  macho 
dominador,  dulzón  otras  con  una  suavidad  de  mante- 
ca, gran  bailarín,  que  conquistaba  á  las  mujeres  me- 
ciéndolas en  sus  brazos  al  compás  del  tango,  generoso 
y  manirroto  hasta  el  deslumbramiento  en  las  primeras 
semanas  de  la  iniciación,  hábil  después  para  recobrar  lo 
suyo  y  llevarse  algo  más  si  era  posible,  con  pretexto  de 
pérdidas  en  el  juego. 

Berta  iba  indicando  los  remedios  autoritariamente, 
como  un  sargento  que  lee  á  los  reclutas  los  artículos  de 
la  Ordenanza. 

— Lo  primero  que  debes  hacer  es  dejarte  el  corazón 
en  el  barco  y  bajar  á  tierra  sin  él.  Aquí  no  venimos  á 
enamorarnos:  venimos  á  hacer  plata.  Eso  es...  Luego, 
cuando  recojas  dinero,  no  lo  guardes  contigo,  pues  te 
lo  sacarán.  No;  no  muevas  la  cabeza:  te  lo  sacarán.  Tú 


LOS  ARGONAUTAS  563 

no  sabes  qué  gentes  hay  en  Buenos  Aires;  lo  mejorcito 
de  cada  país.  Yo  soy  yo,  y  sin  embargo  me  han  enga- 
ñado muchas  veces.  Las  mujeres  somos  bestias  cuando 
nos  vemos  solas  en  un  país  extranjero  y  sentimos  la 
necesidad  de  un  verdadero  amigo...  Todos  los  sábados 
irás  al  Banco  Francés  para  depositar  tus  ahorros.  O 
mejor  aún,  los  giras  directamente  á  Francia.  Así  no 
corres  el  peligro  de  que  tu  amigo  se  entere  y  te  los  haga 
sacar  del  banco  convenciéndote  á  fuerza  de  besos  ó  de 
bofetadas...  Toma  siempre  dinero;  no  aceptes  acciones 
ni  papelotes  de  ninguna  clase. 

En  esto  último  insistió  mucho  la  veterana,  como  si 
aun  estuviera  latente  en  su  memoria  algún  recuerdo 
penoso.  Señores  que  pasaban  por  millonarios  se  dejaban 
adorar  meses  y  meses  sin  soltar  más  que  insignificantes 
obsequios,  hasta  que  al  fin  la  pobre  mujer  creía  llegado 
el  momento  de  realizar  sus  esperanzas  formulando  una 
petición.  «Mi  gringa  linda:  no  te  puedo  dar  plata  porque 
los  negocios  andan  mal.  Además,  la  plata  la  gastarías 
inmediatamente.  Voy  á  darte  algo  mejor  que  asegure 
tu  porvenir:  voy  á  despojarme  de  un  papel  magnífico.» 
Y  le  entregaba  un  rimero  de  acciones  correspondientes 
á  una  de  tantas  empresas  ilusorias  que  diariamente  se 
iniciaban  en  el  país.  La  mujer  guardaba  los  papeles  cre- 
yendo poseer  una  fortuna.  El  negocio  no  daba  producto 
todavía,  ¡pero  más  adelante!...  Fortalecíase  su  fe  con  el 
ejemplo  de  empresas  salidas  de  la  nada  en  esta  tierra 
de  milagros  que  habían  llegado  á  realizar  las  más  fabu- 
losas ganancias. 

— Y  la  pobre  —  continuó  Berta  —  sigue  adorando  al 
hombre  que  la  ha  hecho  rica,  y  cuando  intenta  realizar 
su  resma  de  títulos,  se  entera  de  que  ú.nicamente  pueden 
servirle  para  empapelar  el  dormitorio. 

Apiadábase  la  veterana  de  la  suerte  de  muchas  que 
habían  llegado  á  Buenos  Aires  con  el  propósito  de  hacer 
dinero  en  pocos  meses,  regresando  inmediatamente  á 
París,  y  llevaban  años  y  años  encadenadas  por  su  des- 
gracia, sin  esperanza  de  volver. 

La  prudente  Marcela,  la  que  preguntaba  á  todos  por 
la  cosecha,  asintió  con  movimientos  afirmativos. 

— Su  esperanza — dijo — es  la  misma  de  los  hombres. 


564  V.    BLASCO  IBÁÑHZ 

que  siempre  aguardan  un  buen  negocio  el  día  siguiente. 
Y  así  se  les  pasan  los  años,  y  como  están  solas,  para 
alegrarse  un  poco  se  entregan  á  la  morfina,  á  la  cocaíníi, 
al  opio,  al  éter. 

Ignoraba  la  policía  tales  vicios.  Como  las  gentes  del 
país  no  gustaban  de  ellos,  no  constituían  un  peligro 
nacional.  Eso  era  para  las  gringas  nada  más.  Se  ven- 
dían en  la  gran  ciudad  los  venenos  consoladores  profu- 
samente, y  las  desesperadas,  sin  fuerzas  para  volver  y 
sin  esperanza  en  el  porvenir,  entregábanse  á  ellos,  con- 
trayendo horrorosas  enfermedades. 

Las  más  expertas  del  grupo  convenían  en  sus  apre- 
ciaciones. Buenos  Aires,  una  buena  plaza  de  negocios 
para  la  que  supiera  guardar  franca  la  salida.  Una  rato- 
nera mortal  para  la  que  se  quedaba  dentro. 

— Nosotros  somos  golondrinas ~á\]o  Marcela — ,  lo  mis- 
mo que  esos  segadores  italianos  que  llegan  en  el  mo- 
mento de  la  cosecha,  recogen  sus  jornales  y  se  vuelven 
á  su  país.  Es  lo  mejor. 

Maltrana  sonrió  contemplando  á  esta  banda  de  coco- 
tas  golondrinas  que  todos  los  años  levantaban  el  vuelo 
desde  París  si  las  noticias  de  la  cosecha  eran  buenas. 
Durante  su  permanencia  en  la  ciudad  de  la  esperanza, 
se  apiadaban  de  las  compañeras  que  habían  quedado 
dentro  del  cerco,  con  las  alas  rotas,  sin  fuerzas  para  sal- 
tar, ebrias  de  veneno  que  reavivaba  falsamente  las  ilu- 
siones de  su  primero  y  único  viaje. 

Un  movimiento  general  de  las  gentes  que  ocupaban 
la  cubierta  interrumpió  esta  conversación,  haciendo 
abandonar  sus  sillones  á  las  francesas.  Corrían  todos  al 
costado  de  estribor  para  ver  en  la  tarde  brumosa  el  bulto 
negro  de  un  barco  igual  al  Goethe  que  avanzaba  sobre 
él  como  si  fuese  á  embestirlo.  Algunos  empezaron  á 
sentirse  inquietos  por  esta  aproximación,  pero  cuando 
los  dos  buques  estuvieron  próximos,  se  fué  abriendo  la 
distancia  entre  sus  cascos.  Era  un  trasatlántico  de  la 
misma  empresa  que  acababa  de  salir  de  Montevideo  con 
rumbo  á  Europa.  Venía  de  los  puertos  del  Pacífico, 
salvando  los  grandes  oleajes  de  los  mares  del  Sur  y  los 
canalizos  tortuosos  del  estrecho  de  Magallanes,  bordea- 
dos de  montañas  de  hielo. 


LOS  ARGONAUTAS  565 

Ambos  buques  se  saludaron  con  los  bramidos  de  sus 
chimeneas  y  pasaron  muy  próximos,  pudiendo  verse  los 
pasajeros  de  uno  y  otro.  Las  bordas  estaban  ocupadas 
por  figurillas  semejantes  á  muñecos  que  agitasen  auto- 
máticamente los  brazos  con  un  punto  blanco  en  su  ex- 
tremidad: el  pañuelo  ó  la  gorra.  Habíase  izado  la  ban- 
dera en  las  dos  popas,  y  los  alemanes  la  saludaron  con 
un  entusiasmo  gritador:  ¡Hoc!,..  jhoc!  La  música  del 
Goethe  subió  á  la  cubierta  de  los  botes  y  en  los  in- 
termedios del  bramar  de  la  chimenea  oíanse  los  golpes 
del  bombo  y  el  armónico  mugido  de  los  instrumentos 
de  metal.  En  el  buque  de  enfrente  también  se  destacaba 
el  brillo  de  los  cobres  y  las  figuritas  de  los  músicos 
puestos  en  círculo  en  la  última  cubierta.  Cuatro  trom- 
petas larguísimas,  cuatro  tubos  semejantes  á  los  que 
guiaban  la  marcha  de  los  legionarios  romanos,  abrían 
sus  bocas  doradas  por  encima  de  las  cabecitas,  y  en  los 
intervalos  de  silencio  llegaba  hasta  el  Goethe  su  lejano 
rugido. 

Los  chilenos  se  entusiasmaron  al  ver  este  buque  que 
venía  de  su  patria.  Algunos  habían  corrido  á  la  oficina 
telegráfica  para  conocer  los  nombres  de  los  compatriotas 
que  iban  á  Europa  en  el  otro  trasatlántico,  y  los  repe- 
tían entre  ellos.  Sonaban  en  su  conversación  apellidos 
vascos  y  andaluces  de  arcaico  eufonismo;  apellidos  de 
los  que  sólo  se  conservaba  en  la  Península  un  recuerdo 
tradicional  en  crónicas  y  comedias  de  otros  siglos.  Aco- 
gían con  el  interés  de  un  gran  suceso  la  noticia  de  los 
que  marchaban  al  viejo  mundo.  Todos  eran  amigos,  to- 
dos eran  algo  parientes  en  aquella  república  de  clases 
cerradas,  donde  el  gobierno  y  la  riqueza  manteníanse 
en  posesión  de  las  antiguas  familias  coloniales,  cada 
vez  más  unidas  por  los  matrimonios  dentro  de  la  misma 
casta. 

—  ¡Viva  Chile!— gritaban  enérgicamente  saludando  á 
las  lejanas  figuritas. 

Miraban  aquel  buque  lo  mismo  que  si  fuese  suyo 
porque  venía  de  su  país;  aclamaban  á  las  pequeñas  per- 
sonas alineadas  en  sus  bordas  creyendo  reconocerlas; 
acogían  como  una  respuesta  á  estos  vivas  el  rugido 
apagado  que  llegaba  hasta  ellos  por  encima  del  mar. 


566  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

Algunos,  con  el  enardecimiento  de  su  entusiasmo,  da- 
ban el  viva  extravagante  y  heroico  de  las  grandes  ba- 
tallas, el  que  acompañaba  al  populacho  armado  y  pa- 
triótico de  los  «rotos»  en  sus  empresas  hazañescas,  la 
aclamación  reveladora  de  un  carácter  testarudo,  capaz 
de  ir  adelante  por  encima  de  todos  los  obstáculos. 
— ¡Viva  Chile,  m ! 

El  buque  se  alejó  con  sus  trompetitas  brillantes  en 
lo  alto  y  la  muchedumbre  liliputiense  alineada  en  los 
diversos  pisos.  Un  rayo  de  sol  pálido  iluminó  su  popa 
durante  algunos  instantes  con  reflejos  de  oro  antiguo. 
Luego,  como  si  el  Océano  hubiese  despertado  única- 
mente para  presenciar  este  encuentro,  se  restableció  la 
sombra,  y  algo  más  denso  que  la  sombra  asaltó  al  Goethe 
á  los  pocos  minutos. 

Una  muralla  gris  avanzaba  sobre  él,  devorando  el 
azul  del  cielo  y  el  verde  amarillento  del  mar.  La  niebla 
envolvió  al  buque  cuando  entraba  en  la  embocadura 
del  estuario.  Empezó  á  navegar  con  lentitud.  Algunas 
veces  parecía  detenerse,  como  si  fluctuase  indeciso,  no 
sabiendo  qué  dirección  seguir,  y  poco  después  reanuda- 
ba la  marcha.  Rasgaba  la  bocina  de  minuto  en  minuto 
con  un  aullido  lúgubre  esta  noche  blanca  sobrevenida 
en  plena  tarde.  A  corta  distancia  de  las  bordas  cerraba 
la  bruma  toda  visualidad.  Los  que  miraban  abajo  sólo 
veían  unos  cuantos  palmos  de  superficie  acuática.  Más 
allá  el  humo  turbio  y  denso  lo  devoraba  todo.  El  mástil 
de  trinquete  y  la  proa  eran  débiles  sombras,  siluetas 
borrosas,  pálidos  dibujos  sobre  un  fondo  gris. 

Muchos  pasajeros,  especialmente  las  mujeres,  mostra- 
ban una  visible  inquietud.  Excitaban  sus  nervios  los  ru- 
gidos de  la  chimenea,  que  parecían  llamamientos  de 
socorro.  Irritábales  no  poder  ver,  marchar  á  ciegas  por 
unos  parajes  de  frecuente  navegación.  Pensaban  en  la 
posibilidad  de  un  choque,  en  esta  atmósfera  dormida 
y  traidora.  Hubiesen  preferido  la  vida  estrepitosa  de 
una  tempestad. 

A  los  rugidos  del  trasatlántico  contestaban,  apaga- 
dos por  la  distancia  y  la  bruma,  los  de  otros  buques.  Tal 
vez  estaban  próximos.  La  niebla  atenúa  los  sones.  Para 
suplir  la  intermitencia  de  los  bramidos  de  la  chimenea 


LOS  ARGONAUTAS  567 

la  campana  del  vapor  tintineaba  incesantemente  movida 
por  un  grumete.  Este  repiqueteo,  semejante  á  un  toque 
de  misa,  excitaba  aún  más  la  nerviosidad  de  las  señoras. 
Criticaban  muchos  al  capitán  porque  seguía  adelante 
exponiéndolos  á  un  choque  con  un  buque  ó  á  encallar 
en  los  bajos  del  río. 

De  pronto  un  silbido  en  el  puente,  un  estrépito  en  la 
proa  de  cabrestantes  sueltos  y  cadenas  escurriéndose. 
El  buque  quedó  inmóvil;  acababa  de  anclar,  en  espera 
de  que  se  aclarase  la  atmósfera. 

Y  entonces,  por  una  de  esas  inconsecuencias  propias 
de  las  muchedumbres,  se  reprodujo  la  protesta  en  los  mis- 
mos que  se  habían  quejado  al  ver  el  buque  en  marcha. 
jEstos  alemanes  cachazudos  y  prudentes!  Un  capitán  de 
otro  país  hubiese  seguido  adelante. 

Las  mujeres  golpeaban  el  suelo  con  el  pie.  ¿Cuándo 
entrarían  en  Montevideo?  Tal  vez  pasasen  la  noche  en 
el  río:  tal  vez  no  llegarían  á  Buenos  Aires  en  todo  el  día 
siguiente.  El  doctor  Zurita  hablaba  de  nieblas  que  ha- 
bían durado  tres  días. 

— Y  aquí  nos  quedaremos  lo  mismo  que  si  estuviése- 
mos en  una  isla...  ¡Qué  fregatina! 

Pronto  se  cansaron  los  pasajeros  de  contemplar  la 
cortina  de  bruma.  Muchos  creían  ver  en  su  densa  su- 
perficie bultos  negros  que  surgían  de  pronto  y  se  agran- 
daban, siluetas  de  buques  viniendo  sobre  ellos  á  todo 
vapor.  Acabaron  por  resignarse,  mostrando  un  valor 
fatalista;  lo  que  hubiese  de  ocurrir  era  inevitable.  Ade- 
más el  buque  seguía  lanzando  cada  medio  minuto  un 
bramido  indicador  de  su  presencia.  Y  paseaban  por  la 
cubierta  con  cierto  entorpecimiento,  con  una  sensación 
de  extrañeza  en  los  pies,  que  ya  estaban  acostumbra- 
dos á  la  movilidad  del  suelo.  Se  habían  encendido  todas 
las  luces  en  el  interior  del  buque;  sonaba  el  piano  del 
salón,  y  pasaban  junto  á  las  ventanas  parejas  de  danzan- 
tes ganosos  de  aprovechar  la  inercia  de  la  espera. 

El  fumadero  no  tenía  un  asiento  libre.  Muchos  sen- 
tían la  necesidad  de  beber  para  quitarse  el  mal  sabor 
que  la  niebla  dejaba  en  las  gargantas.  Los  artistas  de 
opereta  aparecían  con  sus  mejores  trajes.  Se  habían 
vestido  á  media  tarde  para  bajar  á  tierra,  creyendo  que 


568  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

antes  de  una  hora  estarían  en  Montevideo.  La  inmovili- 
dad del  buque  los  colocaba  en  una  situación  algo  ridicu- 
la; ellas  oprimidas  en  sus  vestidos  flamantes,  con  gran- 
des sombreros,  sin  atreverse  á  tomar  asiento  por  miedo  á 
ajar  las  faldas;  ellos  con  el  bastón  en  la  mano,  sufriendo 
el  tormento  del  cuello  alto  entre  las  demás  gentes  que 
conservaban  los  cómodos  trajes  de  viaje.  ¡A  saber  cuán- 
do podrían  desembarcar!...  Todos  se  lamentaban  con 
gestos  teatrales  de  este  contratiempo  de  liltima  hora. 

Ojtida  ocupaba  una  mesa  en  la  terraza  del  fumadero 
con  su  compatriota  Conchita. 

— Paisana,  vamos  á  llegar — había  dicho  al  verla — . 
Permítame  que  la  invite  á  tomar  algo.  Celebremos  el 
buen  viaje. 

Ahora  que  se  veía  sin  amistades  femeniles  gustábale 
conversar  con  la  graciosa  madrileña,  á  la  que  apenas 
había  prestado  atención  en  los  días  anteriores.  Y  ella, 
adivinando  que  este  acercamiento  repentino  sólo  era 
por  el  deseo  egoísta  de  no  verse  solo,  burlábase  de  sus 
aventuras  en  el  buque. 

— A  usted,  paisano,  únicamente  le  interesa  lo  extran- 
jero. No  tiene  ni  una  mirada  para  lo  de  casa...  ¡Claro! 
Las  de  la  tierra  somos  poco  distinguidas,  no  tenemos 
chic^  como  dicen  esas  señoras  que  hablan  con  Isidro. 

Fernando  la  miró  con  interés  creciente.  Conchita  es- 
taba libre  de  la  virtuosa  presencia  de  doña  Zobeida,  que 
andaba  por  abajo  en  arreglos  de  equipaje.  Los  ojitos 
negros  tenían  una  expresión  maliciosa  y  prometedora. 
A  él  no  le  parecía  mal  la  madrileña...  ¡Pero  en  víspera 
de  la  llegada  á  Buenos  Aires!  ¡Cargar  con  un  nuevo 
compromiso,  un  hombre  como  él  que  iba  á  la  ventura!... 

Su  conversación  giró  al  poco  rato  sobre  el  dinero  y 
la  nueva  vida  que  les  esperaba  allá.  ¿Qué  pensaba  hacer 
Concha  al  desembarcar?  ¿Tenía  algún  amigo  en  aque- 
lla tierra?...  Pero  la  muchacha  rió  con  una  inconscien- 
cia valerosa.  Nadie  la  esperaba  ni  ella  necesitaba  apoyo 
alguno.  Entraría  en  Buenos  Aires  como  en  su  casa;  lo 
mismo  que  si  hubiese  nacido  allí. 

— Y  dinero,  ¿sabe  usted,  paisano?  ni  una  peseta,  ni 
una  perra  gorda.  Tengo  el  gusto  de  desembarcar  con  el 
bolsillo  limpio.  Quiero  que  conste,  para  cuando  yo  vaya 


LOS  ARGONAUTAS  669 

en  automóvil,  tenga  collares  de  perlas  y  los  periódicos 
publiquen  mi  biografía  con  retrato.  Me  quedaba  un 
poco  de  dinero,  ¡muy  poco!  al  bajar  en  Río  con  doña 
Zobeida.  La  pobre  señora  me  convidó  y  yo  la  convidé; 
luego  volvió  á  obsequiarme,  y  yo,  por  no  ser  menos,  le 
devolví  el  obsequio.  Total,  que  en  automóviles,  refres- 
cos, frutas  del  país  y  demás,  se  me  fué  el  dinero.  A  lo 
último  me  quedaban  diez  pesetas,  y  me  las  gasté  todas 
en  sellos  y  postales,  enviando  recuerdos  á  los  amigos 
y  amigas  de  España.  No  me  queda  ni  una  mota.  ¡Limpia 
por  completo!  Así  camina  una  más  ligera. 

Eeía  con  cierta  agresividad,  como  si  desafiase  al  por- 
venir. Cuando  llegara  á  Buenos  Aires  subiría  á  un 
coche,  el  primero  que  le  saliese  al  paso,  ordenando  al 
cochero  que  la  llevara  á  un  hotel  español.  En  el  hotel 
pagarían  el  importe  de  la  carrera.  Y  luego,  á  vivir,  á 
esperar...  En  peores  trances  se  había  visto.  Una  mujer 
como  ella  podía  correr  el  mundo  sin  una  peseta.  No 
todos  los  hombres  iban  á  ser  tan  adustos  y  distraídos 
como  uno  que  ella  conocía.  (Aquí  Ojeda  saludó  irónica- 
mente, no  sabiendo  qué  contestar.)  Tenía  antiguos  ami- 
gos en  Argentina;  señores  que  había  conocido  durante 
su  paso  por  Madrid;  unos,  americanos;  otros,  españoles 
establecidos  en  Buenos  Aires.  Ignoraba  sus  domicilios, 
pero  ella  averiguaría. 

— Yo  soy  capaz  de  descubrir  dónde  se  acuesta  el  dia- 
blo. Además,  cuento  con  la  suerte;  con  lo  que  una  no 
espera.  Me  da  el  corazón  que  se  presentará  algo  bueno. 

Fernando  la  habló  de  las  francesas  que  iban  en  el  bu- 
que. Tal  vez  tuviese  más  suerte  que  ellas.  ¡Quién  sabe  á 
lo  que  llegaría  en  Buenos  Aires!  Pero  la  española  torció 
el  gesto.  Ella  no  ambicionaba  joyas,  ni  pretendía  llamar 
la  atención  por  su  elegancia.  Vivir  bien  y  nada  más. 

— Isidro  dice  que  yo  soy  una  mujer  para  la  gente... 
clásica.  No  sé  lo  que  será  eso.  A  mí  me  gustan  los  hom- 
bres serios;  nada  de  ruidos.  Vivir  con  uno  como  en  fa- 
milia. 

Pretendió  Ojeda  tentar  su  codicia  de  mujer,  hablan- 
do de  los  diamantes  que  conquistaban  en  Argentina  y 
Brasil  las  cortesanas  viajeras.  Pero  Conchita  torció  otra 
vez  el  gesto  con  expresión  de  protesta. 


570  V.   BLASCO  IBÁNiDS 

— No;  yo  no  quiero  diamantes.  ¡Para  como  los  ganan 
muchas!  Yo  soy  clásica,  como  dice  Isidro,  y  no  me  pres- 
to á  ciertas  cosas.  A  mí  me  gusta  como  Dios  manda,  ¿se 
entera  usted?...  como  Dios  manda. 

Y  no  pudo  dar  explicaciones  más  claras  sobre  este 
mandato  de  Dios,  pues  se  presentó  doña  Zobeida  que, 
terminados  sus  quehaceres,  iba  por  la  cubierta  en  busca 
de  «la  buena  señorita».  Corrió  la  gente  hacia  el  balco- 
naje de  proa,  como  si  la  atrajese  una  gran  novedad.  El 
buque  se  movía  otra  vez;  iba  avanzando  lentamente. 
Persistía  la  niebla,  pero  era  menos  densa.  Los  ojos  al- 
canzaban á  ver  á  mayor  distancia  á  través  de  su  blan- 
co humo. 

Esta  marcha  devolvió  el  buen  humor  á  los  que  se 
preparaban  á  bajar  en  Montevideo.  Era  un  avance 
tímido,  pero  continuo,  á  través  de  la  bruma,  que  se 
presentaba  en  oleadas  densas,  como  si  la  atmósfera  se 
solidificase  á  trechos.  Deslizábase  esta  cortina  río  abajo 
y  resurgía  el  Goethe  á  una  niebla  menos  espesa  que 
transparentaba  los  perfiles  lejanos  como  fluidas  siluetas. 
Al  poco  tiempo  una  nueva  avalancha  cegadora  pasaba 
sobre  el  buque,  y  así  iba  avanzando  éste  con  rápidos 
tránsitos  de  una  obscuridad  absoluta  á  una  penumbra 
vaporosa  y  láctea. 

La  luz  macilenta  que  había  podido  filtrar  el  día  á 
través  de  estos  cortinajes  lóbregos,  acababa  de  extin- 
guirse con  la  llegada  de  la  noche.  El  buque  aparecía 
iluminado  desde  las  cubiertas  bajas  á  los  topes.  Sus  cos- 
tados estaban  agujereados  como  negros  panales  por  los 
ojos  ígneos  de  los  tragaluces.  Los  reverberos  de  las  cu- 
biertas daban  á  la  niebla  invasora  un  temblor  irisado. 
En  ciertos  momentos  el  trasatlántico  parecía  inmóvil,  y 
únicamente  al  avanzar  la  cabeza  fuera  de  la  borda  se 
convencían  los  pasajeros  de  que  marchaba  oyendo  el 
chapoteo  invisible  de  sus  flancos. 

Ojeda  vio  pasar  á  Mina  junto  á  él,  una  Mina  distinta 
en  su  aspecto  exterior  á  la  que  había  conocido  hasta 
entonces,  siempre  vestida  de  blanco  y  con  la  cabeza 
descubierta.  Un  gabán  obscuro  la  envolvía  del  cuello  á 
los  pies.  Su  rostro  estaba  medio  oculto  por  un  ancho 
sombrero  y  un  velo  tupido.  Ella,  que  en  los  días  ante- 


LOS  ARGONAUTAS  671 

riores  evitaba  todo  encuentro  con  Fernando,  pasó  repe- 
tidas veces  junto  á  él.  Hasta  creyó  adivinar,  á  través 
del  velo,  que  sus  ojos  le  miraban  intencionadamente. 

Al  llegar  en  sus  evoluciones  cerca  de  una  escale- 
rilla de  la  cubierta  de  botes,  volvió  Mina  la  cabeza  con 
muda  invitación  y  subió  nípidamente.  Fernando,  des- 
pués de  una  espera  prudente,  fué  tras  de  sus  pasos. 

Se  encontraron  arriba  en  una  láctea  penumbra  atra- 
vesada por  la  flecha  roja  de  las  luces  solitarias.  Nadie 
más  que  ellos.  Experimentaron  cierta  cortedad  al  verse 
frente  á  frente,  como  si  se  arrepintieran  de  esta  entre- 
vista. A  los  pocos  momentos  chorreaba  la  humedad  por 
sus  ropas.  Sentían  las  manos  humedecidas  é  instintiva- 
mente las  guardaron  en  los  bolsillos.  Toda  su  vida  se 
concentró  en  los  ojos. 

Ella  fué  la  primera  en  romper  el  silencio. 

No  podía  resignarse  á  dejar  el  buque  sin  hablar  con 
él  por  última  vez,  sin  decirle  adiós.  Y  Fernando,  emo- 
cionado por  el  tono  de  humildad  con  que  hablaba,  sacó 
las  manos  de  los  bolsillos  buscando  las  suyas.  ¡Mina!... 
¡Brunilda  adorada!...  De  su  existencia  en  medio  del 
Océano  ella  iba  á  ser  el  único  recuerdo  que  permanece- 
ría en  pie. 

La  alemana  hablaba  al  principio  con  timidez,  en  ter- 
cera persona,  evitando  el  tuteo  de  la  pasión,  pero  ahora 
con  súbita  familiaridad  se  expresó  libremente,  lo  mismo 
que  cuando  paseaban  por  la  cubierta  á  altas  horas  de  la 
noche: 

— Me  has  hecho  mucho  daño.  jLo  que  yo  he  sufrido!... 
Quise  odiarte  y  no  pude...  Al  verte  con  otra  huía,  huía 
detestando  á  tu  compañera;  pero  á  ti  no.  Y  ahora  no 
he  podido  alejarme  sin  decirte  adiós. 

jAy!  si  él  no  hubiese  sentido  la  fatal  curiosidad  de 
la  posesión!...  Si  se  hubiera  limitado  á  amarla  como 
ella  quería...  iQué  felicidad  la  de  los  dos!... 

— No  puedo  censurarte.  Tú  eres  hombre  y  necesitas 
la  belleza:  y  yo  soy  una  pobre  enferma  sin  más  encan- 
tos que  los  del  alma,  los  que  no  se  ven...  Y  ahora  adiós: 
tal  vez  para  siempre;  tal  vez  por  algún  tiempo  nada 
más.  ¡El  mundo  es  tan  pequeño! 

La  compañía  iba  á  desembarcar  en  Montevideo.  Tra- 


672  V.    BLASCO  IBÁÑBZ 

bajaría  tres  semanas  en  esta  ciudad,  mientras  quedaba 
libre  un  teatro  de  Buenos  Aires. 

— Pronto  iré  adonde  tú  estarás.,,  pero  ¡quién  sabe! 
Aunque  vivamos  en  el  mismo  sitio  no  nos  veremos. 
Somos  de  distintos  mundos:  tú  no  te  acordarás  de  mí. 
¿Qué  soy  yo?...  Ni  siquiera  una  buena  memoria:  una 
decepción,  un  recuerdo  penoso. 

El  protestó  con  toda  la  vehemencia  de  su  carácter, 
apasionado  y  elocuente  cuando  estaba  en  contacto  con 
una  mujer.  Guardaría  memoria  de  ella  mientras  viviese. 
Las  otras  no  habían  dejado  en  su  recuerdo  más  que  una 
sensación  de  penosa  hartura. 

— No  te  creo — dijo  ella — .  Tú  sí  que  serás  el  mejor 
recuerdo  de  mi  existencia...  Me  has  hecho  sufrir  mucho. 
Tu  fuga  me  hizo  ver  una  decadencia,  una  miseria  que 
tenía  olvidadas.  Pero  aun  así,  ¡gracias!  ¡muchas  gra- 
cias! Te  debo  la  única  felicidad  que  he  sentido  en  mucho 
tiempo. 

Vivía  ella  embrutecida  por  el  desaliento,  resignada 
á  no  conocer  otra  vez  el  amor,  encanto  de  la  existencia. 
Y  llegaba  él  para  fijarse  en  su  belleza  marchita,  inad- 
vertida de  todos,  y  la  despertaba  misericordiosamente, 
tomándola  en  sus  brazos,  elevándola  hasta  su  boca. 

Esta  felicidad  había  durado  poco.  Un  pequeño  rayo 
de  sol,  una  risa  de  oro  en  el  limbo  de  su  existencia:  un 
relámpago  de  luz  alegre,  y  luego  la  noche  otra  vez,  la 
desesperación  de  reconocer  su  decadencia.  Pero  á  pesar 
de  esto  repetía  sus  palabras  de  gratitud.  ¡Gracias!  ¡Mu- 
chas gracias!  Se  llevaba  con  ella  algo  que  no  le  podían 
quitar:  la  dulce  melancolía  del  recuerdo  capaz  de  em- 
bellecer la  penumbra  de  una  existencia  resignada.  Pen- 
saría en  él  como  en  un  otoño  suave  cuando  sintiese  el 
frío  de  la  soledad. 

— Aunque  no  me  des  más,  ya  has  hecho  bastante... 
Tal  vez  sea  mejor  que  no  volvamos  á  encontrarnos. 
Te  veré  en  mi  recuerdo  cada  vez  más  grande,  más 
atractivo...  Y  ahora  adiós.  Separémonos.  Tengo  que 
hacer  abajo. 

Fernando,  que  horas  antes  apenas  se  acordaba  de 
ella,  sintióse  triste  al  abandonarla.  Experimentó  la  me- 
lancolía del  actor  que  empieza  á  «entrar  en  su  perso- 


1.0S  ARGONAUTAS  573 

naje»  y  ve  que  le  arrebatan  el  papel.  Había  saltado 
atrás  con  el  pensamiento  suprimiendo  unos  días,  y  se 
contemplaba  en  el  silencio  de  la  noche  equinoccial  pa- 
seando por  el  «rincón  de  los  besos»  sosteniendo  con  un 
brazo  á  la  romántica  alemana  próxima  á  desvanecerse 
de  sentimentalismo.  Las  palabras  de  entonces  volvían 
á  sus  labios.  «¡Novia  mía!...  ¡Mi  walkyria!» 

Aquella  mujer  era  la  única  en  el  buque  que  le  había 
amado  con  desinterés.  ¿Y  quería  separarse  de  él  así, 
fríamente,  sin  añadir  algo  á  sus  palabras?... 

Estaban  cogidos  de  ambas  manos,  con  los  dedos 
entrecruzados.  El  tiró  sin  encontrar  resistencia,  y  ella, 
sumisa,  adivinando  sus  deseos,  dejó  caer  la  cabeza 
sobre  un  hombro  de  Fernando.  Mina  no  habló,  pero 
él  creía  escuchar  su  voz  infantil  y  medrosa,  tal  como 
había  sonado  abajo  noches  antes.  «Boca,  sí...  Cabina, 
no...» 

Su  beso  fué  triste,  dificultoso.  Sus  caras,  al  juntarse, 
estaban  húmedas  y  chorreantes  por  la  niebla.  Ella  besó 
como  en  la  primera  noche,  de  abajo  á  arriba,  entornan- 
do los  ojos,  palpitantes  las  alillas  de  la  nariz,  frunciendo 
los  labios  como  una  flor  que  cierra  sus  pétalos.  Pero 
Fernando  sólo  encontró  en  esta  caricia  una  sensación 
lejana,  semejante  á  la  de  un  perfume  desvanecido,  á  la 
de  una  música  borrosa.  Además,  el  ala  del  sombrero  se 
clavaba  en  su  frente,  el  velo  arremolinado  le  raspaba 
una  mejilla,  la  punta  de  un  alñler  largo,  que  parecía 
animado  de  vida  maligna,  buscaba  traidoramente  uno 
de  sus  ojos. 

Ella  se  separó  con  brusco  tirón.  ¡Adiós!  ¡adiós!  Y  al 
estar  junto  á  la  escalerilla  volvió  aún  la  cara  hacia 
Ojeda  para  despedirse  con  voz  trémula. 

— ¡Novio  mío!...  ¡mi  poeta!  Acuérdate  alguna  vez. 

Al  descender  Fernando  á  la  cubierta  de  paseo,  vio  á 
Mina  hablando  en  alemán  con  otras  de  la  compañía. 
Pasó  junto  á  ella,  y  al  encontrarse  con  sus  ojos  éstos  le 
miraron  indiferentes,  sin  la  más  leve  emoción,  cual  si 
fuese  un  desconocido. 

Empezaron  á  marcarse  á  través  de  la  niebla,  cada 
vez  más  clara,  varios  puntos  de  luz:  unos  fijos,  otros 
intermitentes,  parpadeando  como  (>jos  de  cíclope.  Una 


574  V.    BLASCO   IBÁÑKZ 

nube  rojiza  se  extendía  frente  á  la  proa  sobre  el  perfil 
negro  de  la  costa.  Debía  ser  el  reñejo  de  una  ciudad 
iluminada...  ¡Montevideo! 

Y  otra  vez  la  inconstancia  de  la  muchedumbre  se 
puso  de  manifiesto  con  alabanzas  al  capitán,  por  haber 
avanzado  sin  extravíos  á  pesar  de  la  niebla. 

Abríanse  grandes  claros  en  el  cielo  al  rasgarse  la 
bruma.  Eran  lagos  colgantes  de  intenso  azul,  en  los  que 
flotaban  enjambres  de  estrellas.  Al  poco  rato  una  brisa 
fresca  barría  los  últimos  jirones  que  se  amontonaron 
más  allá  de  la  popa,  río  abajo,  formando  una  barrera 
blanca. 

Quedaron  completamente  al  descubierto,  con  la  lim- 
pieza de  un  cuadro  recién  lavado,  la  superficie  del  es- 
tuario y  la  costa  negra  con  sus  resplandores  de  faros  y 
de  pueblos.  El  oleaje  rompía  y  entremezclaba  los  refle- 
jos de  los  astros,  haciendo  danzar  estas  luces  sin  calor, 
lo  mismo  que  fuegos  fatuos. 

Volvió  á  lanzar  sus  bramidos  el  Goethe  en  la  noche 
serena,  manteniendo  su  marcha  lenta  cual  si  no  se  atre- 
viese á  avanzar  solo.  Después  de  la  comida  se  agolparon 
los  pasajeros  en  las  bordas  atraídos  por  una  novedad. 
Una  luz  venía  al  encuentro  del  buque  al  ras  de  las  aguas; 
una  luz  que  se  agitaba  locamente  en  continuo  balanceo, 
ocultándose  con  frecuencia  al  interponerse  una  ola  entre 
ella  y  el  navio. 

Algunos  pasajeros  reconocieron  esta  luz.  Era  el  va- 
porcito  del  práctico  de  Montevideo.  Desde  lo  alto  del 
Goethe,  inmóvil  como  una  isla,  parecían  insignificantes 
las  ondulaciones  que  venían  á  chocar  contra  sus  costa- 
dos; pero  al  mirar  la  luz,  que  se  aproximaba  titubeante, 
algunas  mujeres  daban  gritos  de  angustia.  El  vaporcito, 
ancho  y  profundo,  de  robusta  chimenea,  navegaba  sin 
embargo  como  un  pedazo  de  corcho  á  merced  de  las  olas, 
sacudido,  retorcido,  zarandeado  por  encontradas  fuer- 
zas. A  veces  desaparecía  su  luz  como  si  se  la  hubiesen 
tragado  las  aguas,  y  tras  largo  eclipse  volvía  á  aparecer 
más  allá,  donde  nadie  esperaba  verla. 

— ¡Qué  río  el  de  la  Plata! — dijo  con  orgullo  el  doctor 
Zurita  á  Isidro — .  Y  lo  que  usted  ve  no  es  nada...  Hay 
que  pasarlo  un  día  de  tormenta...  Algunos  que  no  se 


LOS  ARaONAUTAS  575 

marean  yendo  á  Europa  echan  hasta  el  alma  en  un  va- 
por del  río. 

El  buque  del  práctico  entró  en  la  zona  iluminada  del 
Goethe,  Los  pasajeros  vieron  abajo  una  ancha  cubierta 
mojada  por  el  oleaje,  unos  cuantos  hombres  con  imper- 
meables, la  boca  de  una  chimenea  que  cesó  de  arrojar 
humo  y  las  luces  de  varios  faroles.  Una  escala  de  cuer- 
da cayó  desde  el  trasatlántico,  y  un  hombre  gateó  por 
sus  travesanos.  A  los  pocos  minutos  sonaron  en  lo  alto 
del  buque  los  timbres  de  señales  para  las  máquinas.  Se 
despegó  el  vaporcito,  alejándose  con  violento  y  grotesco 
cabeceo,  semejante  á  los  traspiés  de  un  beodo.  El  Goethe, 
con  el  práctico  en  el  puente,  aceleró  su  marcha,  ponien- 
do la  proa  rectamente  á  Montevideo. 

Empezaron  á  surgir  rosarios  de  luces  entre  las  ma- 
sas de  sombra  de  la  costa.  Unas  eran  rojas  y  morteci- 
nas, otras  blancas  y  erizadas  de  fulgores:  una  procesión 
cada  vez  más  larga  y  de  filas  múltiples,  así  como  el 
vapor  iba  avanzando.  En  lo  alto  del  cielo  un  astro  po- 
deroso centelleaba  con  intermitencias  rasgando  la  obs- 
curidad. Los  uruguayos  saludaron  esta  faja  parpa- 
deante de  luz  con  patriótico  entusiasmo.  Era  el  faro  del 
Cerro;  el  monte  que  al  ser  visto  por  los  primeros  nave- 
gantes españoles,  dio,  según  la  tradición,  su  nombre  á 
la  ciudad. 

Las  luces  se  iban  extendiendo  profusamente.  Alineá- 
banse en  dobles  ñlas,  indicando  el  trazado  de  los  bule- 
vares exteriores;  otras  más  débiles  punteaban  con  ran- 
gos superpuestos  la  negra  masa  de  los  edificios.  Junto 
al  agua  brillaban  los  focos  eléctricos  del  muelle  y  las 
linternas  multicolores  de  los  buques. 

Kompió  á  tocar  la  banda  del  Goethe  la  marcha  triun- 
fal con  que  saludaba  el  ingreso  en  los  puertos.  A  un 
lado  del  buque  surgió  un  murallón  con  espumas  en  su 
base.  Era  la  escollera.  Viéronse  muelles,  con  gente  agol- 
pada en  sus  bordes;  edificios  altos;  arranques  de  calles 
que  se  perdían  en  lontananza  entre  una  doble  fila  de 
árboles  y  faroles;  luces  movibles  de  tranvías  y  auto- 
móviles. 

Algunos  pasajeros  se  agitaban  de  un  lado  á  otro  de  la 
cubierta  como  si  les  faltase  el  tiempo  para  desembarcar. 


676  V.    BLASCO  IBÁÑE55 

— ¡Ya  estamos!...  ¡Ya  hemos  llegado! 

Pasó  el  Goethe  por  entre  buques  tan  enormes  como 
él,  trasatlánticos  que  iban  con  rumbo  á  Europa  ó  á  los 
puertos  del  Pacífico  y  sólo  anclaban  unas  horas,  cerca 
de  la  embocadura,  para  salir  inmediatamente.  Sus  luces 
rojas,  verdes  y  blancas  reñejábanse  con  violento  ser- 
penteo en  las  aguas  removidas  por  el  paso  continuo  de 
lanchas  y  remolcadores. 

Cuando  la  gente  del  Goethe  creía  que  el  buque  iba  á 
seguir  avanzando  hasta  pegarse  á  un  muelle,  se  detuvo 
en  mitad  de  la  dársena  lo  mismo  que  los  otros  trasatlán- 
ticos, y  sonó  en  su  proa  el  estrepitoso  rodar  de  las  ca- 
denas de  anclaje.  «¡Fondo!...»  Quedó  inmóvil  la  nave, 
é  inmediatamente  la  rodearon  los  pequeños  vapores  que 
evolucionaban  en  torno  de  ella.  Aglomerábase  el  gentío 
en  sus  cubiertas  agitando  pañuelos,  dando  gritos  para 
llamar  la  atención  de  los  pasajeros  del  trasatlántico 
alineados  en  las  bordas.  Y  muchos  de  éstos,  al  avanzar 
sus  cabezas  para  ver  mejor  á  la  muchedumbre  que  lle- 
naba los  pequeños  buques,  reconocían  caras  amigas, 
saludándolas  con  gritos  de  regocijo  y  preguntas  sobre 
los  ausentes. 

Unos  eran  de  Buenos  Aires,  y  habían  bajado  el  río 
para  dar  la  bienvenida  á  las  familias  que  regresaban  de 
Europa;  otros  esperaban  el  momento  de  subir  al  tras- 
atlántico por  curiosidad  ó  por  exigencias  del  oficio. 

El  Goethe  había  encendido  en  sus  costados  podero- 
sos focos  de  luz  verde,  que  daba  á  los  rostros  un  tono 
lívido,  haciendo  palidecer  los  faroles  de  las  embarca- 
ciones inmediatas.  Después  de  larga  espera  quedaron 
francas  las  escalas  del  buque,  lanzándose  por  ellas  la 
muchedumbre  como  si  subiera  al  asalto. 

Los  primeros  en  entrar  fueron  los  vendedores  de 
periódicos,  pregonando  los  últimos  diarios  y  revistas 
de  Buenos  Aires  y  de  Montevideo.  Arrebatábanse  los 
viajeros  el  papel  impreso,  ansiosos  de  enterarse  de  las 
noticias  de  su  país,  como  si  temiesen  que  durante  su 
aislamiento  en  el  mar  hubieran  ocurrido  los  sucesos  más 
extraordinarios.  Después  subieron  corredores  de  los 
hoteles  de  Buenos  Aires  y  agentes  de  empresas  de  trans- 
portes, ofreciendo  sus  servicios.  Todos  hablaban  de  la 


LOS  ARGONAUTAS  577 

gran  ciudad  situada  al  final  del  estuario,  como  si  ella 
existiese  únicamente  y  la  otra  que  estaba  á  la  vista 
fuera  una  simple  portería  del  río.  Esparcíanse  por  el 
trasatlántico  los  que  habían  llegado  de  Buenos  Aires 
para  saludar  á  sus  amigos.  Gritos,  llamadas,  reconoci- 
mientos, abrazos,  preguntas  por  los  parientes  que  espe- 
raban allá. 

Los  pasajeros  con  destino  á  Montevideo  desfilaban 
por  una  escala  especial  hasta  un  vaporcito  de  amplia 
cubierta.  Todas  las  damas  de  la  opereta  bajaban  estos 
peldaños  de  madera  con  el  gesto  majestuoso  de  una  rei- 
na de  teatro  que  desciende  por  una  escalinata  de  car- 
tón. Las  «estrellas»  de  la  compañía  avanzaban  entorpe- 
cidas por  los  grandes  ramos  que  les  había  enviado  el 
empresario  á  guisa  de  saludo.  Hasta  las  coristas  pare- 
cían otras  al  descender  á  tierra.  Contestaban  á  los  salu- 
dos de  Maltrana  con  una  discreción  de  grandes  señoras 
que  abandonan  su  incógnito.  Ya  estaban  en  América. 
La  fortuna  indudablemente  les  reservaba  gratas  sorpre- 
sas. Había  que  hacerse  valer,  olvidando  las  promiscui- 
dades del  buque. 

Fernando  vio  á  Mina  que  bajaba  la  última,  llevando 
el  niño  por  delante  y  sosteniendo  en  sus  brazos  varias 
ropas  y  paquetes.  Pasó  junto  á  él  como  si  no  quisiera 
verle,  contestando  á  su  mirada  de  despedida  con  un 
ligero  movimiento  de  cabeza. 

«Adiós,  Karl...»  La  mano  de  Ojeda  había  acariciado 
al  niño,  y  éste  volvió  la  cabeza,  considerándolo  un  ins- 
tante con  la  expresión  del  que  recuerda  de  pronto  á 
una  persona  olvidada.  Pero  luego  se  alejó  de  él  sin  un 
saludo,  sin  una  sonrisa,  con  el  enfurruñamiento  de  su 
gravedad  precoz. 

Miraba  Isidro  la  ciudad  alabando  su  hermoso  aspecto. 
— Ya  estamos  en  nuestra  América,  Ojeda.  Crea  usted 
que  bajaría  con  gusto,  pero  no  me  place  ver  una  ciudad 
de  noche,  y  el  buque  saldrá  antes  del  amanecer. 

Ojeda  había  estado  en  Montevideo  años  antes  y  guar- 
daba un  buen  recuerdo. 

— Algún  día  la  veremos— dijo — .  Vamos  á  ser  vecinos 
de  ella.  Un  viaje  de  una  noche  nada  más...  ¡Quién  sabe 
cuántas  veces  tendremos  que  volver  por  aquí!... 

37 


578  V.    BLASCO  IBÁÑISZ 

Un  estallido  de  aplausos,  acompañado  de  vibrantes 
aclamaciones,  sonó  en  la  cubierta  superior.  El  curioso 
Maltrana  corrió  escalera  arriba,  y  Fernando  tras  él.  Una 
muchedumbre  llenaba  el  jardín  de  invierno  y  el  salón. 
Algunas  banderas  tricolores  desplegábanse  sobre  las 
cabezas  descubiertas. 

— ¡Los  gringos!  ¡Vamos  á  ver  á  los  gringos! — decían 
los  niños  en  el  paseo,  acudiendo  curiosos,  atraídos  por 
los  aplausos. 

Varias  comisiones  de  sociedades  italianas  de  Mon- 
tevideo habían  venido  á  saludar  al  compatriota  ilustre 
de  paso  para  Buenos  Aires.  Todos  se  lamentaban  de 
que  no  descendiese  inmediatamente  en  su  ciudad;  le 
pedían  que  volviera  cuanto  antes  á  Montevideo.  Isidro 
se  fijó  en  los  diversos  aspectos  de  los  comisionados- 
unos,  bien  vestidos,  revelando  en  el  empaque  de  sus 
personas  la  satisfacción  de  una  fortuna  recién  conquis- 
tada; otros,  más  humildes,  con  el  aspecto  de  obreros 
endomingados,  pero  todos  rebosando  un  orgullo  pa- 
triótico por  esta  visita  que  les  recordaba  la  tierra  le- 
jana y  parecía  aumentar  su  propia  importancia  en  el 
país  de  adopción. 

El  conferencista,  que  había  pasado  casi  inadvertido 
durante  la  travesía,  se  agigantaba  ahora  de  golpe  con 
este  homenaje  popular.  Muchas  señoras,  que  apenas  se 
habían  fijado  en  él,  sonreían  y  lo  encontraban  «muy 
distinguido  de  figura». 

Un  mocetón  italiano,  representante  de  una  sociedad 
obrera,  saludó  al  professore  con  un  discursito,  apren- 
dido de  memoria.  Lo  recitó  de  buena  fe,  con  la  convic- 
ción de  que  estaba  trabajando  por  la  gloria  de  su  país. 
Celebraba  la  presencia  del  grande  hombre  como  la  apa- 
rición del  día  con  enfático  lenguaje:  Egregio  i^'t'ofessore: 
Vol  siete  come  la  stella  del  mattino,,,  Y  mientras  aplau- 
dían los  compatriotas,  «la  estrella  de  la  mañana»  aca- 
riciábase las  barbas  y  se  afirmaba  los  lentes  pensando 
en  su  contestación. 

— ¿Y  el  abate? — dijo  Maltrana — .  ¿Dónde  estará  el  otro 
conferencista? 

Habían  vuelto  los  dos  amigos  al  paseo  huyendo  del 
sudoroso  calor  y  los  empellones  de  la  gente  aglomerada. 


LOS  ARaONAüTAS  579 

Cerca  del  café  vieron  al  abate  rodeado  de  tres  jóve- 
nes que  habían  venido  de  Buenos  Aires  para  darle  la 
bienvenida. 

— Poco  éxito — dijo  Isidro — .  El  italiano  lo  aplasta  con 
sus  masas.  Fíjese  usted;  tres  jóvencitos  nada  más,  tres 
niños  de  buena  familia  que  indudablemente  vienen  en- 
viados por  sus  mamas. 

Ojeda  movió  la  cabeza  negativamente.  Los  recibi- 
mientos eran  distintos;  cierto:  pero  faltaba  ver  el  final, 
el  resultado  positivo  de  las  conferencias. 

— Los  dos  vienen  á  ganar  dinero,  y  eso  es  lo  que  en 
realidad  les  importa.  Verá  usted  como  el  otro,  á  pesar 
de  tantas  aclamaciones,  músicas  y  banderas,  no  se  lleva 
lo  que  el  abate. 

Al  seguir  circulando  por  la  cubierta  vieron  nuevas 
personas  que  se  habían  agregado  á  los  grupos  de  via- 
jeros. Todas  las  familias  argentinas  rodeaban  á  alguien 
que  había  realizado  el  viaje  á  Montevideo  para  saludar- 
las. Y  el  recién  llegado  hablaba  y  hablaba  para  satisfa- 
cer su  curiosidad  ansiosa  de  novedades. 

En  la  terraza  del  fumadero  encontraron  á  todos  los 
Kasper  sentados  á  una  mesa  gravemente,  como  si  cele- 
brasen un  consejo  de  familia.  Frente  á  Nélida  estaba  un 
mocetón  alto,  tostado  por  el  sol  y  de  mirada  dura. 

Maltrana  pasó  rápidamente  mirando  á  otro  lado,  cual 
si  quisiera  evitarse  saludos  y  presentaciones. 

— ¿Se  ha  fijado  usted? — dijo  á  Ojeda  algunos  pasos 
más  allá — .  Es  el  hermano,  el  centauro  de  la  pampa 
que  ha  venido  á  esperarlos;  el  vengador  que  amenaza  á 
su  hermana  con  desfigurarle  el  rostro...  La  pobrecita 
está  desde  esta  tarde  con  un  susto  mortal.  Un  radiogra- 
ma les  hizo  saber  que  el  bárbaro  los  esperaba  en  Mon- 
tevideo, y  en  seguida  me  rogó  que  no  me  acercase  á 
ella.  Veremos  en  qué  para  esto. 

Al  otro  lado  del  paseo  encontraron  al  «hombre  mis- 
terioso». Maltrana,  al  verle,  experimentó  gran  sorpresa. 
¡Oh  prodigio!  El  hombre  lúgubre  no  estaba  solo;  tenía 
un  amigo.  Hablaba  con  él  un  joven  que  parecía  por  su 
aspecto  un  ayuda  de  cámara. 

— Esto  va  poniéndose  claro,  Ojeda.  Algún  cómplice 
que  viene  á  darle  aviso.  La  policía  lo  espera  indudable- 


580  V,    BLASCO  ÍBÁ]SE3 

mente  en  Buenos  Aires...  Pero  ese  amigacho  parece  un 
criado  de  casa  grande.  ¿No  estarán  preparando  juntos 
algún  mal  golpe?...  De  todos  modos  vamos  á  saberla 
verdad  mañana.  Yo  no  me  voy  sin  averiguar  lo  que 
encierra  el  camarote. 

Fatigados  de  codearse  con  la  gente  de  tierra  que  lle- 
naba las  cubiertas,  se  refugiaron  en  el  fumadero.  Tam- 
bién era  extraordinaria  la  concurrencia  en  este  salón. 
Casi  todas  las  mesas  estaban  ocupadas.  Los  pasajeros 
obsequiaban  á  los  amigos  que  habían  venido  á  salu- 
darles. 

Miró  Fernando  con  melancolía  esta  vasta  pieza,  en 
la  que  se  había  deslizado  para  algunos  toda  la  vida 
trasatlántica. 

— La  última  noche,  Isidro.  Puede  usted  decir  adiós 
al  buque.  Mañana  á  estas  horas,  con  las  nuevas  impre- 
siones de  tierra,  tal  vez  nos  habremos  olvidado  de  él. 

Acostumbrados  los  dos  á  la  existencia  de  á  bordo, 
experimentaron  cierta  tristeza  al  pensar  que  no  verían 
más  estos  lugares  en  los  que  habían  transcurrido  quince 
días  de  su  vida,  equivalentes  á  quince  meses  por  sus 
largos  tedios  y  sus  rápidos  sucesos.  Ojeda  sintió  la  ne- 
cesidad de  solemnizar  con  algo  extraordinario  esta  últi- 
ma noche,  y  pidió  champan. 

— Una  botella  para  los  dos,  ¿le  parece  bien,  Maltrana? 
Saludemos  al  río  de  la  Plata;  presentémonos  alegre- 
mente ante  la  fortuna  que  nos  espera...  ¡Por  nuestra 
suerte! 

Y  luego  de  chocar  las  copas,  quedaron  silenciosos 
mirando  atentamente  los  adornos  de  aquel  salón,  como 
si  lo  viesen  por  vez  primera  y  quisieran  llevarse  impresa 
su  imagen  en  el  recuerdo.  No  se  habían  fijado  hasta  en- 
tonces en  los  escudos  que  adornaban  las  paredes  entre 
guirnaldas  doradas  de  frutas  y  hojas.  Eran  los  de  todas 
las  naciones  en  cuyos  puertos  tocaba  el  buque,  añadién- 
dose á  ellos  los  de  Paraguay  y  Chile.  Una  cúpula  de 
cristales  de  colores  elevábase  sobre  el  artesonado  de  oro 
obscuro.  Profundos  sillones  de  cuero  se  agrupaban  en 
torno  de  las  mesas  de  roble.  En  éstas  muchos  ruedos  de 
fieltro  indicadores  de  los  bocks  consumidos,  y  grandes 
fosforeras  con  receptáculos  de  níquel  llenos  de  colillas  de 


LOí^  ARGONAUTAS  581 

cigarro.  Los  ventiladores  zumbaban  á  todas  horas,  lim- 
piando el  ambiente  de  humo.  El  piso,  de  mosaico,  ol'recía 
una  nitidez  propicia  al  resbalón. 

En  el  fondo  estaban  como  siempre  los  devotos  del 
poker ^  ajenos  á  los  sucesos  exteriores,  con  los  naipes  en 
la  mano,  espiándose  impasibles.  Su  número  era  me- 
nor. Unos  se  habían  quedado  en  Río  Janeiro,  otros  aca- 
baban de  descender  en  Montevideo,  pero  estas  deser- 
ciones no  entibiaban  la  fe  de  los  leales:  antes  bien,  su 
fervor  parecía  recrudecerse.  Era  la  última  partida:  al 
día  siguiente  iban  á  separarse.  Y  jugaban  olvidados  de 
todo,  sin  saber  con  certeza  si  el  buque  estaba  inmóvil  ó 
había  reanudado  su  marcha. 

Un  gran  retrato  de  Goethe  adornaba  el  testero  del 
salón.  Presidía  el  poeta  con  su  olímpica  sonrisa  el  ma- 
nejo de  las  barajas  y  el  continuo  beber  de  una  parte  del 
rebaño  trasatlántico,  acorralado  en  el  buque  de  su  nom- 
bre. Una  columna  caída  le  servía  de  asiento,  y  una  cam- 
piña desolada  de  melancólico  fondo.  Sombreaba  sus 
facciones  de  helénico  dios  un  amplio  chambergo  y  cu- 
bría sus  vestidos  con  una  túnica  blanca  á  modo  de 
gabán  de  viaje.  Con  este  exterior,  un  tanto  grotesco,  lo 
había  representado  el  artista  soñando  sobre  las  ruinas 
del  agro  romano. 

Maltrana  lo  miró  con  más  atención  que  otras  veces, 
como  si  se  despidiese  de  él. 

—  Digamos  adiós  al  noble  amigo  don  Wolfgang,  que 
ha  visto  con  paciencia  tantas  necedades  nuestras...  Este 
fué  un  hombre  feliz.  No  se  vio  obligado  como  nosotros 
á  correr  el  mundo  en  busca  de  dinero.  La  fortuna  fué 
pródiga  para  él,  como  una  de  esas  viejas  apasionadas 
que  gustan  de  proteger  á  los  buenos  mozos.  Todo  lo 
tuvo:  genio,  belleza,  gloria  y  amor.  Hasta  conoció  el 
orgullo  de  gobernar  á  los  hombres...  Pero  á  pesar  de  su 
egoísta  felicidad  supo  ver  desde  sus  alturas  como  nadie 
las  inquietudes  y  las  ambiciones  de  los  pobres  mortales. 
Acuérdese  de  su  héroe,  amigo  mío;  haga  memoria  de 
cómo  terminó  su  existencia...  Fué  un  colega  de  usted, 
un  colonizador. 

Ojeda  sonrió  al  recordar,  por  estas  indicaciones  de 
su  amigo,  el  ftnal  del  insaciable  Fausto.  Había  gozado 


582  V.    BLASCO    IBÁÑBZ 

dos  grandes  amores,  Margarita  y  Elena,  y  ni  la  ingenua 
burguesilla  alemana  ni  la  hija  tentadora  de  los  dioses  le 
habían  hecho  conocerla  verdadera  felicidad.  La  ciencia 
era  para  él  otro  desengaño;  y  lo  mismo  el  imperio  sobre 
los  hombres,  la  «potencia  de  dominación»  con  todas 
las  satisfacciones  del  orgullo...  Al  final  de  su  existen- 
cia creía  encontrar  la  verdadera  dicha,  dedicándose  al 
progreso  de  sus  semejantes,  colonizando  una  isla,  levan- 
tando en  ella  la  ciudad  futura,  en  la  que  todos  serían 
iguales,  regidos  por  la  santa  poesía...  Y  para  la  realiza- 
ción de  esta  empresa  luchaba  con  la  tierra  salvaje  y  con 
las  aguas  abriéndolas  un  enorme  canal. 

— Sí — continuó  Fernando — ;  fué  un  colonizador  des- 
pués de  haber  sido  enamorado,  sabio  y  monarca.  Pero 
cuando  consideraba  su  obra  triunfante,  el  diabólico 
compañero,  malvado  y  burlón,  reía  á  sus  espaldas. 
«Infeliz:  cree  estar  abriendo  un  canal,  y  está  abriendo 
su  propia  tumba.» 

— Pero  á  usted  no  le  ocurrirá  eso.  Usted  es  joven,  y 
tiene  más  ilusiones  que  el  famoso  doctor. 

Fernando  hizo  un  gesto  de  indiferencia.  No  le  inquie- 
taba el  porvenir.  La  muerte  llegaría  para  él  lo  mismo 
que  llega  para  los  demás,  inesperadamente,  sin  consul- 
tar las  ambiciones  y  las  necesidades  de  su  víctima.  Si 
los  hombres  pensasen  en  la  muerte  á  todas  horas,  muy 
pocos  querrían  trabajar,  convencidos  de  antemano  de 
la  inutilidad  de  sus  esfuerzos. 

— Creo  lo  mismo  que  usted— concluyó  animosamen- 
te—. Yo  removeré  la  tierra  y  abriré  canales,  sin  abrir 
por  eso  mi  tumba...  Mi  sepultura  está  en  Europa.  ¡Pero 
quién  sabe  las  cosas  que  nos  aguardan  antes  de  morir 
en  ese  país  al  que  vamos  llegando! 

Después  de  media  noche,  se  retiraron  los  dos  amigos 
á.  sus  camarotes.  Había  disminuido  la  gente  en  las  cu- 
biertas y  salones.  Los  comisionados  italianos,  con  sus 
banderas  y  sus  vítores,  estaban  ya  en  tierra,  y  lo  mis- 
mo que  ellos,  los  demás  habitantes  de  Montevideo  ve- 
nidos al  trasatlántico  para  saludar  á,  los  amigos.  No 
quedaba  en  torno  del  Goethe  ningún  vaporcillo  de  pa- 
sajeros. Ahora  eran  fuertes  gabarras  las  que  notaban 
junto  á  la  nave.  Movíanse  ruidosamente  las  maquinillas 


LOS  ARGONAUTAS  583 

de  descarga.  Pasaban  sus  brazos  amarillos  enormes  far- 
dos de  las  bodegas  de  proa  y  de  popa  á  las  chatas  em- 
barcaciones. Esta  operación  iba  á  prolongarse  hasta  la 
madrugada.  Además  de  las  mercancías,  había  que  echar 
á  tierra  el  enorme  bagaje  de  la  compañía  de  opereta, 
cofres  de  vestuario,  decoraciones,  equipajes  de  los  ar- 
tistas. 

Al  entraren  su  camarote,  Ojeda  experimentó  la  sor- 
presa de  la  inmovilidad.  Estaba  acostumbrado  al  zum- 
bido remoto  de  la  máquina,  que  comunicaba  un  ligero 
temblor  á  las  paredes.  Le  hacía  falta  el  crujido  de  las 
maderas,  el  ruido  continuo  de  agua  corriente  debajo  de 
la  ventana.  Creyó  estar  ahora  en  una  casa  de  tierra  fir- 
me. Todo  inerte,  como  si  el  buque  fuese  de  ladrillo 
con  profundas  raíces  en  el  suelo.  El  silencio  nocturno, 
cortado  por  relámpagos  de  ruido,  era  igual  al  de  una 
fábrica.  Cuando  Fernando  empezaba  á  dormirse,  rea- 
nudábase de  pronto  el  rodar  de  las  maquinillas  acom- 
pañado del  griterío  de  los  obreros  ocupados  en  la  des- 
carga. 

El  buque  no  podía  zarpar  hasta  después  del  amane- 
cer. Aguardaba  el  capitán  á  que  subiese  la  marea  para 
remontar  el  río. 

Despertó  Ojeda  en  la  mañana  siguiente  cuando  en- 
traba el  sol  por  la  ventana  de  su  camarote.  Su  primera 
impresión  fué  de  sobresalto.  Algo  extraordinario  había 
retrasado  la  salida  del  buque.  Este  parecía  inmóvil, 
como  si  aun  permaneciese  anclado  frente  á  Montevideo. 
Pero  al  aproximarse  á  la  ventana,  no  vio  la  ciudad,  ni 
los  numerosos  buques  surtos  en  el  puerto.  Una  exten- 
sión infinita  de  agua  se  abrió  ante  sus  ojos;  pero  era  un 
agua  amarillenta  á  trechos,  más  allá  rojiza,  con  el  leve 
rizado  de  un  oleaje  corto  é  incesante. 

Navegaba  el  buque  como  si  avanzase  entre  algodo- 
nes, sin  un  choque,  sin  el  más  leve  balanceo.  Su  profun- 
da quilla  parecía  resbalar  sobre  rieles  invisibles.  Las 
aguas,  al  partirse  ante  su  vientre,  eran  sordas  y  no  le- 
vantaban jaboneo  de  espumas.  Los  ojos,  habituados  al 
azul  intenso  del  Océano,  parpadeaban  con  cierta  extra- 
ñeza  ante  la  extensión  amarilla,  semejante  por  su  color 
á  una  pradera  seca. 


584  V.    BLASCO   IBÁÑEJ21 

En  la  cubierta  de  paseo  encontró  Fernando  á  los 
pasajeros  vestidos  con  trajes  de  calle,  como  si  les  fal- 
tase tiempo  i)ara  saltar  á  tierra.  Machos  liombres  lleva- 
ban ya  guantes  y  bastón.  Las  señoras  Iban  puestas  de 
sombrero,  con  abrigos  recientemente  adquiridos  en  Pa- 
rís. Tal  vez  eran  demasiado  gruesos  para  la  temperatura 
reinante,  pero  ellas  tenían  prisa  de  exhibirlos  al  saltar 
á  tierra,  contando  con  la  admiración  ó  la  envidia  son- 
riente de  las  amigas. 

Faltaban  aún  varias  horas  para  llegar  á  Buenos 
Aires.  Las  orillas,  sin  una  colina,  sin  grandes  bosques, 
permanecían  invisibles  y  el  río  desarrollábase  inmenso 
y  solitario  como  el  mar.  De  vez  en  cuando,  sobre  las 
aguas  rojas  que  parecían  de  barro  líquido,  cabeceaba 
una  boya  con  un  farol  en  la  cúspide  y  un  número  blan- 
co en  el  vientre,  indicador  de  los  kilómetros  entre  Bue- 
nos Aires  y  Montevideo.  El  Goethe  marchaba  entre  una 
doble  fila  de  estas  balizas,  que  marcaban  el  canal  para 
los  buques  de  gran  calado.  A  los  lados  de  este  canal 
surgían  inmóviles  los  barcos  del  dragado,  como  negras 
ballenas  dormidas  á  ñor  de  agua.  Veíase  el  rosario  obli- 
cuo de  sus  enormes  tanques  entrando  en  el  agua  y  sa- 
liendo con  un  chorreo  de  fango  removido. 

El  trasatlántico  avanzaba  lentamente,  como  si  su 
quilla  mordiese  en  el  fondo  ocultos  obstáculos.  Estreme- 
cíase al  remover  un  légamo  secular,  venciendo  ocultas 
resistencias.  En  torno  de  su  vientre  se  obscurecían  las 
aguas  con  una  nube  negra  que  subía  de  la  profundi- 
dad. Las  espumas  levantadas  por  las  hélices  tenían  en 
su  hervor  manchas  de  detritus.  Un  viento  á  ráfagas, 
más  violento  que  el  del  Océano,  pasaba  sobre  esta  su- 
perficie, levantando  un  oleaje  encontrado  que  chocaba 
impotente  en  los  flancos  de  la  nave  sin  producir  en  ella 
la  menor  conmoción.  Media  hora  después,  al  cesar  el 
viento,  la  superficie  del  río  quedaba  casi  inmóvil. 

Fuera  de  las  líneas  de  balizamiento  pasaban  á  todo 
vapor,  ó  con  las  velas  desplegadas,  numerosos  buques. 
Eran  fragatas  que  iban  á  descargar,  Paraná  arriba,  en 
el  puerto  de  Rosario;  vapores  de  tres  pisos,  sin  mástiles 
y  de  escaso  fondo,  parecidos  á  casas  flotantes,  que  ha- 
cían el  servicio  diario  entre  Buenos  Aires  y  Montevideo; 


LOS  ARaONAUTAS  585 

reducidos  paquebots,  iguales  en  su  forma  á  los  grandes 
trasatlánticos,  que  remontaban  el  estuario  con  rumbo  al 
Paraguay  y  á  las  escalas  fluviales  del  corazón  del  Bra- 
sil en  plena  selva  virgen. 

Ojeda  vio  á  Maltrana  venir  hacia  él,  sonriente  y 
amistoso,  como  si  le  faltara  tiempo  para  comunicarle 
gratas  noticias. 

—Lo  de  la  familia  Kasper  queda  resuelto.  Nélida 
acaba  de  presentarme  á  su  temible  hermano...  En  cuan- 
to al  camarote  misterioso,  ya  no  tiene  misterio...  Hace 
un  rato  he  estado  hablando  con  el  hombre  lúgubre. 

Y  como  si  gozase  manteniendo  latente  la  curiosidad 
de  Fernando,  empezó  por  hablar  de  Nélida  y  su  familia. 
¡Todos  contentos!  El  hermano  pequeño,  atolondrado  por 
las  reprimendas  de  la  madre  y  el  enojo  patriarcal  del 
señor  Kasper,  parecía  haber  olvidado  sus  amenazas, 
absteniéndose  de  hacer  revelaciones  al  hermano  ma- 
yor. Nélida  le  cedía  á  perpetuidad  el  loro  y  la  mona 
regalados  por  Ojeda,  y  esta  merced  generosa  había 
acabado  de  extinguir  sus  antiguos  rencores.  Ocupado 
en  sus  caricias  á  estos  compañeros,  no  se  acordaba  de 
nada. 

El  padre  y  su  montaraz  primogénito  habían  pasado 
varias  horas  en  la  noche  anterior  y  en  esta  mañana 
hablando  de  negocios.  Y  Nélida  aprovechaba  la  menor 
pausa  para  acariciar  con  gestos  felinos  y  engañosos  al 
sombrío  centauro,  que  también  parecía  haber  olvidado 
con  la  emoción  sus  recelos  y  sus  amenazas.  Acababa 
de  encontrarse  Isidro  con  ellos  en  el  fumadero  y  Nélida 
le  había  presentado  al  hermano. 

— Un  bárbaro;  créame,  Ojeda.  Mirada  torva;  dificul- 
tad en  el  hablar,  como  si  no  se  acordase  de  las  pala- 
bras, y  un  apretón  de  manos  que  aun  me  duele.  Pero 
me  dio  las  gracias  como  pudo  al  saber  por  Nélida  que 
yo  y  otro  señor  compatriota  mío  habíamos  tenido  gran- 
des atenciones  con  ella.  Hasta  me  ha  invitado  á  que 
vaya  á  pasar  unos  días  en  su  estancia.  ¡Qué  vida  esta 
del  Océano!  ¡Qué  cosas  ha  visto  el  buque!... 

— ¿Y  lo  del  camarote? — preguntó  Fernando — .  ¿Qué  es 
lo  que  hay  dentro  de  él? 

Otra  vez  lanzó  exclamaciones  Maltrana  ponderando 


586  V.    BLASCO  IBÁNBE 

las  sorpresas  de  aquella  vida  sobre  el  mar,  abundan- 
te en  novedades  y  contrastes.  Venían  viajando  sobre 
catorce  millones  en  oro  apilados  en  la  bodega,  y  por  si 
no  bastaba  tanta  riqueza,  él  había  dormido  todas  las  no- 
ches junto  á  una  señora  millonaria,  cuya  presencia  en 
el  trasatlántico  muy  pocos  conocían. 

— ¿La  ha  visto  usted? — preguntó  Ojeda  francamente 
interesado  por  esta  noticia. 

— No  pienso  verla:  no  me  tienta  la  curiosidad.  Ha 
perdido  todo  interés  para  mí...  Porque  le  advierto, 
Fernando,  que  la  tal  señora,  mi  vecina  de  camarote, 
murió  hace  un  mes  en  París,  y  es  su  cadáver  el  que 
viene  con  nosotros  á  Buenos  Aires. 

Acababa  Isidro  de  enterarse.  El  mayordomo  del  bu- 
que le  había  revelado  el  secreto  viendo  próximo  el  tér- 
mino del  viaje. 

— La  pobre  señora  tenía  un  nombre  poético  un  tanto 
raro:  doña  Matutina  Flores.  Parece  que  en  esta  tierra 
bautizan  á  las  gentes  con  nombres  algo  originales... 
¡Los  millones  de  la  noble  matrona!  No  sé  cuántos:  unos 
dicen  treinta,  otros  cuarenta...  En  fin,  muchas  casas 
en  Buenos  Aires,  leguas  y  leguas  de  campo,  miles  y 
miles  de  vacas,  acciones  de  todos  los  bancos  serios. 
Vivía  en  París,  como  todo  argentino  rico  que  se  respeta, 
rodeada  de  hijas,  hijos,  yernos,  nueras  y  nietos.  Una  fa- 
milia numerosa,  una  verdadera  tribu,  pero  con  víveres 
en  abundancia.  Y  al  morir  doña  Matutina  la  llevan  á 
enterrar  en  Buenos  Aires,  según  su  postuma  voluntad. 
Los  hijos  y  los  yernos  no  han  querido  hacer  el  viaje  con 
ella — esto  les  enternecería  mucho — ,  pero  vienen  en 
otro  buque  para  repartirse  la  herencia  sobre  el  te- 
rreno. 

—¿Y  el  hombre  misterioso?... 

— Es  simplemente  el  mayordomo  que  tenía  la  difunta 
en  su  hotel  de  la  Avenida  del  Bosque...  Un  majestuoso 
doméstico  que  sabe  guardar  las  distancias  lo  mismo 
que  un  diplomático,  y  por  eso  se  mantenía  aparte  con 
un  digno  espíritu  de  clase.  ¡Y  yo  que  tomaba  esta  tiesu- 
ra por  orgullo! 

El  recuerdo  de  sus  pasadas  curiosidades  surgió  en 
Maltrana  como  un  remordimiento. 


LOS  ARGONAUTAS  587 

—  ;PoT)re  doña  Matutina!...  Que  me  perdone  desde  el 
cielo  los  escándalos  que  he  dado  ante  su  puerta...  Ni  la 
conozco  ni  me  deja  nada;  pero  la  tengo  cierta  simpa- 
tía. Ya  ve  usted,  ¡medio  mes  de  dormir  juntos,  sin  otra 
separación  que  un  tabique  de  madera!...  ¡Y  tantas  veces 
como  la  han  recordado  las  señoras  en  sus  tertulias  de 
la  cubierta,  sin  sospechar  que  la  tenían  debajo  de  sus 
pies!...  Los  herederos  se  han  portado  bien.  En  vez  de 
meterla  en  la  bodega  le  han  alquilado  un  camarote, 
como  si  fuese  una  persona  viva.  ¡Corazones  generosos!... 
¡Las  atenciones  y  finezas  que  inspiran  unas  docenas  de 
millones!... 

Isidro  no  podía  abandonar  el  recuerdo  de  este  ca- 
dáver acompañándole  invisible  en  su  viaje. 

— Reconocerá  usted  que  han  ocurrido  muchas  cosas 
en  quince  días.  Las  sesiones  nocturnas  en  el  fumadero, 
amoríos,  golpes,  el  desafío  de  Río  Janeiro,  que  por  poco 
me  cuesta  un  pie,  millones  en  oro  acuñado  debajo  de 
nuestras  plantas,  un  cadáver  de  iluso  echado  al  mar, 
quince  noches  pasadas  junto  á  otro  cadáver  que  tam- 
bién representa  millones...  ¡ciué  novela!  ¡Y  yo  que  he 
pasado  en  Madrid  meses  y  meses  de  casa  al  café,  del 
café  á  la  redacción  y  de  la  redacción  á  otros  sitios... 
sin  que  me  ocurriese  nada  extraordinario!...  El  único 
remordimiento  que  siento  después  de  tantos  sucesos  es 
el  de  mis  insolencias  involuntarias  con  la  pobre  doña 
Matutina  y  los  sustos  que  he  dado  á  su  guardián.  ¡Que 
ella  me  perdone!  ¡Lástima  no  habernos  conocido  un 
poco  antes  para  que  me  hubiese  dedicado  un  pequeño 
recuerdo  en  su  testamento!... 

A  la  hora  del  almuerzo  los  pasajeros  comieron  apre- 
suradamente, deseando  volver  cuanto  antes  á  la  cu- 
bierta. Esperaban  ver  Buenos  Aires  de  un  momento  á 
otro.  Seiba  aproximando  el  trasatlántico  á  la  ribera  ar- 
gentina. No  alcanzaba  á  distinguirse  ésta  por  ser  muy 
baja,  pero  sobre  la  línea  del  agua  extendíanse  algunos 
borrones  horizontales,  siluetas  de  lejanas  arboledas. 

El  número  de  buques  aumentaba  considerablemente. 
Muchos  permanecían  inmóviles.  Los  veleros  cabecea- 
ban con  los  trapos  caídos  á  lo  largo  de  los  mástiles,  en 
espera  de  las  irregulares  palpitaciones  del  viento.  Cuan- 


588  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

do  éste  llegaba  movía  como  un  escalofrío  las  blancas 
superficies  de  las  arboladuras.  Otros,  anclados  y  con 
los  palos  desnudos,  aguardaban  no  se  sabía  qué. 

Más  allá  fué  pasando  el  Goethe  entre  ñlas  de  vapores 
de  diversas  hechuras  y  capacidades.  Formaban  una 
ciudad  flotante:  una  ciudad  muerta,  sin  otro  signo  de 
vida  que  algún  bote  que  se  deslizaba  de  un  buque  á 
otro.  Los  cascos  parecían  envejecer  en  esta  inmovilidad, 
cual  si  llevasen  años  y  años  de  espera  en  medio  de  las 
aguas  turbias,  encallados  para  siempre,  sin  esperanza 
de  volver  á  los  azules  horizontes  del  Océano.  Aguar- 
daban su  turno  para  entrar  en  las  dársenas  de  Buenos 
Aires,  repletas  por  el  tráfico  mundial,  y  esta  espera 
en  medio  del  río,  á  algunas  millas  del  puerto,  prolon- 
gábase en  ciertas  épocas  del  año  semanas  y  semanas. 

Los  pasajeros  del  Goethe  se  despedían  previsoramen- 
te  antes  de  avistar  Buenos  Aires.  A  última  hora,  la 
urgencia  del  desembarco,  la  necesidad  de  reunir  los 
equipajes,  la  visita  de  la  aduana,  hacían  olvidar  á  los 
amigos.  Ofrecíanse  unos  á  otros  los  respectivos  domici- 
lios; cruzábanse  tarjetas.  Las  niñas  se  decían  adiós  con 
un  conato  de  lagrimeo. 

Iba  á  disolverse  todo  un  mundo.  Su  historia  no  ha- 
bía alcanzado  á  durar  un  mes,  ¡pero  con  vida  tan  inten- 
sa!... La  separación  daba  mayor  relieve  á  los  recuer- 
dos. Gentes  que  se  habían  mirado  al  principio  de  la 
travesía  con  notoria  hostilidad,  se  lamentaban  de  esta 
separación.  «¡Tanto  como  hemos  simpatizado!...  ¡Tan 
buenos  ratos  que  hemos  vivido  juntos!...»  Las  damas, 
que  en  los  primeros  días  del  viaje  se  mantenían  por 
orgullo  nacional  en  diversos  grupos  enemigos,  despe- 
díanse ahora  con  una  tristeza  casi  lacrimosa.  Nadie  se 
acordaba  ya  de  las  diplomáticas  tiranteces  entre  los 
«pingüinos»  y  las  «potencias  hostiles». 

El  doctor  Zurita  dio  tarjetas  á  Maltranay  Ojeda.  Su 
cortesía  era  un  tanto  ruda,  pero  ingenua,  verdadera.  El 
no  gustaba  de  palabras:  ya  sabían  que  era  su  amigo. 

— Y  usted,  galleguito  simpático — dijo  á  Isidro — ,  si 
necesita  algo  de  mí,  búsqueme.  Buenos  Aires  es  grande, 
cada  uno  va  á  lo  suyo,  pero  alguna  vez  precisará  usted 
el  arrimo  de  un  compañero. 


LOS  ARGONAUTAS  589 

Despidiéronse  de  Maltrana  todos  sus  «queridos  ami- 
gos», los  jóvenes  de  las  fiestas  nocturnas  en  el  fuma- 
dero. Algunos  le  daban  cita  para  aquella  misma  noche 
en  restoranes  frecuentados  por  personas  alegres.  Le 
presentarían  á  ciertos  amigos  muy  simpáticos:  todos 
«gente  bien». 

El  grupo  de  chilenos  dijo  adiós  á  Isidro  con  francos 
ofrecimientos.  Su  tierra  no  era  Buenos  Aires;  había  me- 
nos dinero,  menos  lujo,  pero  la  vida  era  alegre. 

—  Godito:  cuando  se  canse  de  estar  con  los  «cuyanos» 
venga  á  hacernos  una  visita.  No  hay  más  que  pasar 
los  Andes.  Verá  mujeres  con  manto  como  en  su  tierra; 
verá  bailar  la  cueca.  ¡Y  qué  remoliendas!...  Véngase  y 
no  sea  leso. 

Fernando,  mientras  tanto,  desde  el  mirador  de  proa, 
contemplaba  la  muchedumbre  aglomerada  en  las  bor- 
das, ansiosa  de  ver  cuanto  antes  la  deseada  ciudad. 

Una  mujer,  alborotado  el  pelo  y  enrojecidos  los  ojos, 
gemía  á  un  lado  del  combés.  Cerca  de  ella,  unos  chicue- 
los  gritaban  lagrimeando  también,  pero  de  pronto  pare- 
cían olvidarse  de  su  dolor  para  mirar  com.o  los  demás 
á  la  línea  del  horizonte,  esperando  la  aparición  de  un 
prodigio.  Eran  la  viuda  y  los  hijos  de  Muiños.  Hasta 
poco  antes  no  habían  conocido  la  noticia  de  su  muerte. 
Le  creían  en  la  enfermería,  aceptando  los  piadosos  em- 
bustes de  don  Carmelo.  «¡Pachín!»,  aullaba  la  viuda. 
Una  preocupación  única  volvía  continuamente  como 
tema  obligado  de  sus  lamentaciones.  «¡Lo  han  echado 
al  mar!...  ¡No  lo  veré  más!»  Y  los  pequeños  la  hacían 
coro  como  una  cría  de  perritos  abandonados.  «¡Padre!... 
¡padre!»  ¡Qué  sería  de  ellos!... 

La  seña  Eufrasia  era  la  única  que  intimtaba  conso- 
larlos con  sus  palabrotas  enérgicas.  Los  demás,  enarde- 
cidos y  contentos  por  la  proximidad  de  la  tierra  soñada, 
volvían  la  cabeza  huyendo  de  sus  lamentaciones. 

Subido  en  un  caramanchel,  un  hombre  tocaba  la 
gaita  saludando  á  Buenos  Aires  con  el  mugido  melan- 
cólico del  inñado  pellejo.  En  el  castillo  de  proa  sonaba 
la  flauta  pastoril  de  los  árabes.  Algunos  niños,  agarra- 
dos de  la  mano,  daban  vueltas  siguiendo  el  ritmo  de  la 
música. 


690  V.    BLASOO  IBÁ^.Wá 

De  pronto,  un  grito  compuesto  de  numerosas  excla- 
maciones: un  alarido  igual  á  los  que  debieron  surgir  de 
las  proas  de  las  primeras  carabelas: 
— ¡x\llí...  allí!  ¡Ya  se  ve! 

Iba  surgiendo  del  fondo  del  río  una  nube  blanca  con 
negros  manchurrones;  algo  que  subía  y  subía  lenta  y 
continuamente,  como  una  aparición  teatral  por  la  boca 
de  un  escotillón.  La  parte  blanca  é  irregular  de  la  nube 
eran  casas;  lo  negro,  arboledas  de  jardines. 

Alguien  en  la  proa  rompió  á  aplaudir  con  el  irre- 
sistible entusiasmo  de  las  muchedumbres  en  las  reunio- 
nes populares.  Esta  iniciativa  fué  contagiosa,  y  todos 
batieron  las  manos,  extendiéndose  sobre  el  río  un  es- 
trépito semejante  al  del  granizo  chocando  con  el  cristal: 
«¡Buenos  Aires!...  ¡Viva  Buenos  Aires!»  Y  cesaban  de 
aplaudir  para  echar  en  alto  gorras  y  sombreros.  Un 
enjambre  de  puntos  negros  subía  y  bajaba  sobre  la  proa 
del  Goethe.  Al  cesar  por  un  momento  las  aclamaciones, 
percibíase  el  lloro  de  la  gaita  gallega,  el  gorjeo  de  las 
cañas  árabes  y  el  trágico  aullido  de  la  pobre  hembra 
y  su  cría:  «¡Pachín!  ¡Lo  echaron  al  agua!...  ¡Padre!  ¡pa- 
dre! ¡Qué  será  de  nosotros!...» 

El  entusiasmo  popular  se  comunicó  á  los  pasajeros  del 
castillo  central.  La  música  se  había  colocado  en  el  avan- 
te del  paseo  y  rompió  á  tocar  la  consabida  marcha,  aun- 
que el  buque  estaba  lejos  déla  ciudad.  Muchos  pasajeros 
empezaron  á  caminar,  marcando  el  paso  al  compás  de  la 
música  lo  mismo  que  los  chicuelos  que  desfilan  delante 
de  un  regimiento.  Algunas  parejas  bailaban,  esforzán- 
dose por  ajustar  sus  saltos  al  ritmo  de  la  marcha. 

Ojeda  torcía  el  gesto  ante  la  desmesurada  explosión 
de  entusiasmo. 

— Es  demasiado — pensó — .   ¡Cuánta  dicha  habría  de 
contener  ese  país  para  dar  gusto  á  tanta  gente!... 

Percibíase  con  toda  claridad  sobre  el  cielo  azul  la 
blanca  silueta  de  Buenos  Aires.  Fernando,  que  la  había 
visto  años  antes  y  guardaba  el  recuerdo  de  una  ciudad 
inmensa,  pero  chata,  casi  á  ras  de  tierra,  sin  otros 
salientes  que  las  torres  exiguas  de  sus  iglesias,  quedó 
sorprendido  al  distinguir  construcciones  altísimas,  ras- 
cacielos como  los  de  las  metrópolis  norteamericanas; 


LOS  ARGONAUTAS  591 

edificios  rematados  por  minaretes  y  cúpulas  que  brilla- 
ban lo  mismo  que  fanales  con  el  reflejo  del  sol.  Comen- 
zaba á  ser  una  ciudad  tentacular  distinta  exteriormente 
de  la  que  él  había  conocido. 

Un  remolcador  ancho,  corto,  profundo,  que  recor- 
daba por  sus  formas  la  forzuda  robustez  del  toro,  vino 
al  encuentro  del  trasatlántico,  pegándose  á  sus  costados 
para  echar  á  bordo  al  práctico.  Otro  remolcador  del 
mismo  aspecto  se  colocó  junto  á  la  proa,  marchando 
aparejado  con  el  Goethe  como  un  perrillo  trotador  al 
lado  de  un  elefante. 

Los  pasajeros  olvidaron  la  ciudad  para  atender  á  sus 
equipajes  de  mano.  Los  stetvards  iban  sacándolos  de  los 
camarotes  y  los  alineaban  en  cubiertas  y  pasillos. 

Crecía  Buenos  Aires  con  prodigiosa  rapidez.  No  era 
su  aparición  igual  á  la  de  las  ciudades  situadas  en  altas 
costas,  que  se  dejan  ver  horas  antes  de  llegar  á  ellas.  Si- 
tuada en  una  ribera  baja,  los  buques  la  distinguían 
cuando  ya  estaban  junto  á  ella.  Su  presencia  era  casi 
instantánea  y  se  ensanchaba  como  una  gota  de  agua 
en  un  papel  secante,  cubriendo  las  riberas  con  su  dila- 
tación, extendiendo  sus  irradiaciones  lo  mismo  que  si 
las  casas  corriesen,  queriendo  ocupar  cuanto  antes  los 
terrenos  vecinos. 

Los  emigrantes  callaban  con  los  ojos  agrandados  por 
la  curiosidad.  Adivinó  Fernando  los  pensamientos  de 
estas  gentes,  muchas  de  las  cuales  venían  en  derechura 
de  la  soledad  de  los  campos. 

«¡Qué  grande!...  ¡qué  grande!» 

Maltrana  buscaba  con  sus  ojos  al  señor  Antonio  el 
Morenito.  De  seguro  que  había  olvidado  por  el  momen- 
to sus  planes  originales  para  hacerse  rico.  Tal  vez  sen- 
tía un  poco  de  duda,  de  miedo,  y  pensaba  como  los 
otros:  «¡Qué  grande!» 

— Y  sin  embargo,  esto  no  tiene  nada  de  grandioso 
—dijo  Isidro—.  Es  una  ciudad  vulgar.  Si  no  fuese  por 
el  río,  la  fachada  resultaría  fea...  Pero  se  presiente  que 
detrás  de  la  ñla  de  edificios  que  distinguimos,  y  que  es 
como  el  testero  de  la  ciudad,  existen  kilómetros  y  kiló- 
metros de  tierra  cubiertos  de  viviendas.  No  se  ve  la 
grandeza,  pero  se  adivina.  Sentimos  lo  mismo  que  en 


592  V.    BLASCO  IBÁiíBZ 

presencia  de  un  muro  detrás  del  cual  se  mueve  una 
muchedumbre  invisibe. 

Los  dos  amigos  volvieron  la  cabeza  al  notar  que 
Conchita  se  apoyaba  en  la  baranda  junto  á  ellos.  Ha- 
bíase despedido  repetidas  veces  de  doña  Zobeida,  pero 
ésta  iba  luego  en  su  busca  para  hacerle  nuevas  reco- 
mendaciones. La  buena  señora  pensaba  salir  aquella 
noche  para  su  amada  Salta.  Le  daban  miedo  el  ruido 
y  el  movimiento  de  Buenos  Aires,  á  pesar  de  que  venía 
de  Europa.  Eran  las  impresiones  de  la  niñez  que  perdu- 
raban en  ella.  Se  apiadaba  de  su  compañera  de  viaje; 
jpobre  niña!  ¡sola  en  aquella  tierra  de  perdición  llena  de 
extranjeros!... 

Miró  Conchita  la  ciudad  con  el  ceño  fruncido  y  apre- 
tando los  labios. 

— Es  grande,  ¿eh,  paisana? — dijo  Isidro. 
— Sí...  grande  es.  Más  de  lo  que  yo  creía — contestó  la 
joven. 

Se  adivinaba  en  ella  cierta  desorientación.  Tal  vez 
sentía  miedo  al  pensar  en  su  entrada  audaz,  sin  una 
moneda  en  el  bolsillo.  Pero  no  tardó  en  reponerse  de  es- 
tas vacilaciones.  Brillaron  sus  ojos  con  un  fulgor  hostil, 
lo  mismo  que  si  fuese  a  entrar  en  pelea,  y  tendió  una 
mano  hacia  la  ciudad,  como  invitándola  á  que  la  es- 
perase: 

—  ¡Yo  te  arreglaré...  marica! 

No  le  daba  miedo  con  toda  su  grandeza.  Y  mientras 
los  dos  amigos  reían  de  este  exabrupto,  la  muchacha 
huyó  llamada  una  vez  más  por  doña  Zobeida. 

Los  remolcadores  tiraban  del  Goethe^  que  había  que- 
dado con  las  hélices  inmóviles  confiado  á  su  dirección. 
Estaban  ya  en  la  embocadura  de  una  de  sus  múltiples 
dársenas,  gigantescos  rectángulos  de  agua  encuadrados 
de  muelles  y  docks. 

Veíase  la  orilla  cubierta  de  edificios  todos  iguales, 
enormes  construcciones  que  ocupaban  en  fila  muchos 
kilómetros.  Arrastrábase  el  ferrocarril  á  lo  largo  de  este 
cordón  de  depósitos,  barrera  interminable  á  la  simple 
vista  entre  el  río  y  la  ciudad.  Los  tranvías  y¡^automó- 
viles  brillaban  veloces  por  unos  instantes  en  los  inter- 
medios entre  unos  edificios  y  otros. 


LOS  ARGONAUTAS  593 

Apareció  á  estribor  la  arboleda  de  una  punta  de  mue- 
lle con  un  edificio  empavesado  de  banderas  de  señales. 

El  agua  tenía  la  suciedad  de  los  espacios  cerrados. 
Las  espumas  eran  negruzcas.  La  proa  del  buque  partía 
islotes  de  basura,  que  al  abrirse  enviaban  sus  fragmen- 
tos hasta  los  muelles.  Sobre  los  maderos  notantes  desta- 
cábanse el  lomo  verdoso  y  los  ojos  saltones  de  unas  ra- 
nas enormes.  Algunos  pájaros  acuáticos  nadaban  en 
torno  del  vapor  irguiendo  sus  largos  cuellos. 

A  espaldas  del  Goethe  quedaba  el  río  libre,  amari- 
llo, rizado,  lo  mismo  que  una  llanura  de  hierba  seca. 
Los  buques  veleros,  con  sus  trapos  al  viento,  parecían 
molinos  enclavados  en  esta  falsa  pradera.  Al  pasar  el 
trasatlántico  entre  los  buques  inmóviles  corrían  las  tri- 
pulaciones á  las  bordas  para  saludarlo  con  gritos  y  agi- 
tación de  gorras.  Flotaban  en  las  aguas,  como  harapos 
blancos,  muchos  pescados  muertos,  tendidos  sobre  el 
lomo,  sacando  el  hinchado  vientre. 

Maltrana,  acostumbrado  á  ver  anclar  los  buques  en 
mitad  de  los  puertos  ó  amarrarse  á  un  muelle  en  el  es- 
pacio anchuroso  de  una  bahía,  extrañábase  ante  los 
poderosos  trasatlánticos  alineados  como  bestias  en  unas 
dársenas  cuadradas  semejantes  á  corrales  acuáticos,  y 
pasando  de  una  á  otra  sumisos  al  tirón  de  los  remolca- 
dores. Al  quedar  sin  movimiento,  parecían  los  buques 
mucho  más  grandes,  oprimidos  entre  muelles  y  edifi- 
cios, cual  si  estuviesen  encallados. 

El  desembarcadero  atrajo  igualmente  su  curiosi- 
dad. Era  á  modo  de  una  estación  de  ferrocarril  con 
férrea  cubierta,  salones  de  espera,  depósitos  de  equi- 
paje y  largas  verjas,  detrás  de  las  cuales  se  agolpaba  la 
muchedumbre.  Venía  el  trasatlántico  á  acoplarse  al 
muelle  lo  mismo  que  un  vagón  se  junta  con  el  andén,  y 
los  pasajeros  no  tenían  más  que  avanzar  por  una  corta 
rampa  para  verse  en  tierra. 

Llegó  el  Goethe  hasta  el  desembarcadero,  después  de 
varias  maniobras  de  los  remolcadores.  Un  vapor  italiano 
acababa  de  despegarse  de  aquél  y  se  retiraba  á  otra 
dársena  luego  de  soltar  su  cargamento  humano.  Más 
allá,  un  vapor,  con  bandera  española,  echaba  también 
gente  á  tierra. 

38 


594  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

En  el  fondo  del  desembarcadero,  una  muchedumbre 
obscura  se  apretaba  contra  las  verjas.  Ondeaban  ban- 
deras tricolores  sobre  este  mar  de  cabezas.  Un  estrépito 
de  músicas  lejanas  contestaba  á  la  banda  del  Goethe 
cuando  ésta  hacía  una  breve  pausa  en  sus  marchas  in- 
cesantes. 

— Los  italianos  que  esperan  á  su  grande  hombre — dijo 
Ojeda — .  Nos  conviene  salir  antes  de  que  organicen  su 
manifestación. 

Sobre  el  andén  del  muelle,  una  fila  de  marineros, 
llevando  machete  en  el  cinto,  contenía  á  los  grupos  que 
habían  penetrado  con  permiso:  comisiones  que  aguarda- 
ban á  los  dos  conferencistas,  familias  ansiosas  de  salu- 
dar á  sus  parientes  y  amigos  que  agitaban  pañuelos, 
sombreros  y  bastones,  preguntándoles  de  lejos  con  gri- 
tos estentóreos  cómo  les  habia  ido  por  Europa. 

Y  mientras  los  marineros  procedían  diligentemente 
al  amarre  del  buque,  continuaban  sonando  las  músicas, 
los  lejanos  vivas,  y  un  griterío  de  saludo  cruzábase 
entre  las  gentes  aglomeradas  en  las  bordas  y  el  negro 
hormiguero  humano. 

— ¿A  usted  le  espera  alguien? — preguntó  Isidro  como 
si  le  doliese  que  ellos  dos  fuesen  los  únicos  que  no  tuvie- 
ran un  amigo  en  el  muelle. 

Fernando  no  supo  qué  contestar.  Miraba  á  las  gen- 
tes de  buen  aspecto  que  ocupaban  el  andén,  sin  alcan- 
zar á  ver  al  tío  de  su  cuñado. 

Hubo  un  empujón  general  en  las  cubiertas.  ¡A  tierra! 
La  salida  estaba  libre.  Y  los  dos  amigos,  pasando  un 
pequeño  puente,  sintieron  bajo  sus  pies  la  estabilidad  del 
suelo  firme,  marchando  entre  los  grupos,  que  avanza- 
ban al  encuentro  de  los  pasajeros  con  las  manos  tendi- 
das ó  los  brazos  en  alto,  prontos  al  estrujón  cariñoso. 

Un  joven,  con  acento  español,  abordó  á  Fernando. 
«¿El  señor  Ojeda?...»  Venía  de  parte  del  tío  de  su  cu- 
ñado. 

— Mi  principal  ha  tenido  que  ir  á  su  estancia:  nego- 
cio urgente:  volverá  mañana.  Pero  todo  está  listo... 
Tiene  usted  habitación  en  un  hotel  de  la  Avenida  de 
Mayo. 

Los  guió  entre  los  grupos  que  se  abalanzaban  hacia 


LOS  ARGONAUTAS  595 

el  trasatlántico.  Casi  se  vieron  solos  en  la  sala  de  equi- 
pajes, y  el  registro  de  sus  maletas  de  mano  se  efectuó 
con  rapidez.  El  joven  empleado  se  quedaba  para  ocupar- 
se en  el  pronto  despacho  del  equipaje  grande. 

Salió  con  ellos  del  edificio  á  una  explanada  llena 
de  muchedumbre,  donde  estaban  las  banderas  y  las 
músicas.  La  manifestación  italiana  voceaba  con  pre- 
maturo entusiasmo,  creyendo  que  iba  á  aparecer  de  un 
momento  á  otro  el  grande  hombre  esperado:  «¡Eviva  ü 
pro  fes  sor  e!  ¡Eviva!» 

Ojeda  y  Maltrana  avanzaron  entre  el  gentío  casi 
tambaleándose,  como  embriagados  por  la  sensación  del 
suelo  firme  bajo  sus  plantas  y  el  vaho  que  despedía  cal- 
deado por  el  sol.  Un  reloj  señalaba  las  cuatro  de  la  tarde. 
Junto  á  sus  ojos  revolotearon  unas  moscas  pesadas  y 
pegajosas,  las  primeras  que  salían  á  su  encuentro  en  la 
nueva  tierra. 

Respiraron  con  delicia  al  verse  sentados  en  un  auto- 
móvil descubierto,  con  sus  pequeñas  maletas  entro  los 
pies,  corriendo  á  gran  velocidad  á  lo  largo  de  los  mue- 
lles. A  un  lado  la  ciudad;  al  otro  la  interminable  fila 
de  depósitos,  cortada  por  callejones,  al  extremo  de  los 
cuales  se  veían  cascos  de  buque,  chimeneas,  arboladu- 
ras, pabellones  ondeantes  de  todos  los  países. 

Las  calles  de  la  ciudad  que  desembocaban  en  la  an- 
cha ribera  eran  todas  de  breve  y  pronunciada  pen- 
diente. 

— Es  la  antigua  barranca — explicó  Ojeda — sobre  la 
que  construyeron  los  españoles  la  ciudad.  Más  allá 
todo  es  llanura  igual,  uniforme.  Esta  pendiente  es  la 
única  que  existe  en  Buenos  Aires.  Antes  el  agua  llegaba 
hasta  ella.  Las  tierras  por  las  que  marchamos  fueron 
ganadas  al  Pjata. 

Atravesó  el  automóvil  varias  líneas  de  ferrocarril 
tendidas  á  lo  largo  del  río.  Pasaba  entre  largas  filas 
de  carros  enormemente  cargados,  que  hacían  temblar 
el  suelo.  De  los  depósitos  surgían  los  más  diversos  olores, 
revelando  el  movimiento  y  la  vida  de  un  gran  puerto. 

Luego  los  vehículos  mercantiles  fueron  más  escasos, 
y  aumentó  el  número  de  automóviles  y  tranvías.  Pasa- 
ron á  lo  largo  de  un  jardín.   A  un  lado,  frente  al  río. 


696  V.    BLASCO   IBÁÑES 

grandes  edificios  y  aceras  con  arcadas,  bajo  las  cuales 
hormigueaba  la  muchedumbre  jornalera. 

Subieron  una  cuesta,  y  en  lo  alto  de  ella  vieron  ex- 
tenderse un  palacio  con  los  muros  de  color  de  rosa.  Más 
allá  se  abría  una  plaza  blanca  con  un  jardín  en  el 
centro. 

— Aquí  se  fundó  Buenos  Aires — dijo  Ojeda — .  Ese  ca- 
serón es  el  palacio  del  Gobierno,  lo  que  llaman  «la  casa 
rosada».  La  plaza  es  la  de  Mayo.  Aquel  templo  griego, 
la  catedral;  ese  obelisco  blanco,  la  pirámide  de  la  Inde- 
pendencia. 

Remontaban  la  cuesta  algunos  grupos  de  hombres  de 
campo  llevando  á  la  espalda  fardos  de  ropas.  Sus  mu- 
jeres marchaban  junto  á  ellos,  mirándolo  todo  con  ojos 
de  asombro.  Los  pequeños  trotaban  delante,  con  la  boca 
abierta  por  la  misma  impresión  de  sorpresa.  Eran  emi- 
grantes que  acababan  de  desembarcar  de  los  buques 
llegados  antes  que  el  Goethe  y  se  metían  ciudad  adentro 
en  compañía  de  los  amigos  que  les  habían  esperado  en 
el  p^uerto. 

— Todos  somos  unos — dijo  Ojeda  alegremente — .  Todos 
venimos  á  lo  mismo.  Sólo  que  ellos  entran  á  pie  y  nos- 
otros en  automóvil. 

La  Avenida  de  Mayo  abrió  ante  ellos  su  larga  pers- 
pectiva: dos  filas  de  altos  edificios,  otras  dos  líneas  de 
aceras  orladas  de  árboles,  con  grandes  escaparates  y 
numerosos  cafés  y  hoteles,  que  esparcían  fuera  de  sus 
puertas  mesas  y  sillas.  En  mitad  de  la  calle,  una  hilera 
de  candelabros  eléctricos,  y  en  último  término,  algo  es- 
fumado por  la  lejanía,  un  palacio  blanco,  el  Congreso, 
con  una  cúpula  esbelta  que  ocupaba  gran  parte  del 
fragmento  de  cielo  visible  entre  las  filas  de  casas. 

Maltrana,  á  impulsos  de  una  alegría  pueril,  comenzó 
á  empujar  á  su  amigo  juguetonamente. 

— ¡Buenos  Aires!...  ¡Ya  estamos  en  Buenos  Aires! 

Luego  miró  obstinadamente  al  fondo  de  la  Avenida, 
fijándose  en  la  cúpula  esbelta  y  armoniosa,  que  parecía 
irradiar  luz  sobre  el  cielo  teñido  de  rojo  por  el  sol  deca- 
dente de  la  tarde. 

Volvía  á  su  memoria  el  recuerdo  de  los  argonautas 
y  sus  aventuras  por  alcanzar  el  Vellocino  de  oro. 


LOS  ARGONAUTAS  597 

— Nosotros,  argonautas  modernos  y  vulgares,  no  te- 
nemos que  esforzarnos  por  ir  en  su  busca.  Nos  sale  al 
encuentro.  Ahí  está.  ¡Mírelo  cómo  brilla! 

Y  señaló  la  cúpula,  que  reflejaba  los  rayos  solares  en 
sus  aristas  y  en  los  focos  de  cristal  incrustados  en  sus 
curvas.  El  celeste  azul,  que  le  servía  de  fondo,  tomaba 
igualmente  un  resplandor  de  oro.  ¡Presagio  feliz!  Mal- 
trana  no  pudo  contener  su  entusiasmo. 

— Sonría  usted,  Fernando.  El  cielo  se  viste  de  gala 
para  recibirnos.  Cualquiera  diría  que  llueve  oro.  Fíjese 
bien.  Es  un  chaparrón  de  libras  esterlinas.  ¡Tierra  pro- 
digiosa! 

Ojeda  sonrió  con  dulce  lástima  ante  el  entusiasmo  de 
su  amigo. 

-—Sí;  sobre  esta  tierra  llueven  libras,  pero  en  su  pesa- 
dez se  meten  hondas...  ¡muy  hondas!  Prepárese,  Mal- 
trana;  tome  fuerzas.  Hay  que  agacharse  en  posturas  do- 
lorosas  para  alcanzarlas...  hay  que  sudar  mucho  para 
llegar  hasta  á  ellas. 


FIN 


Buenos  Aires-Parfs 
1913  1914. 


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