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Full text of "Los exploradores españoles del siglo XVI; vindicación de la acción colonizadora española en America;"

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LOS  EXPLORADORES  ESPAxÑOLES 
:   DEL  SIGLO  XVI   EN  AMERICA    : 


CHARLES    F.    LUMMIS 


Los 

Exploradores  espolióles 

del  Siglo  X91 


VINDICACIÓN  DE  LA  ACCIÓN  COLÓ- 
NIZADORA  ESPAÑOLA  EN  AMÉRICA 

obeá  escrita  en  inglés  por 

CHARLES  F.  LUMMIS 

VERSIÓN  CASTELLANA  CON  DATOS 
BldGElFICOS  DEL  AUTOR  POR 

ARTURO  CUYAS 
OUIIITA   EDICIÓN 


CASA    EDITORIAL    ARALUCE 

Cortes,  núm.  392    :  :    Barcelona 

1922 


SS  PROPIEDAD    DEL   EDITOR. 

QUEDA  HECHO  EL  DEPÓSITO  QUK  MARCA 
LA    LEY. 

RESERVADOS  LOS  DERECHOS  DE  TRADUC- 
CIÓN   Y    REPRODUCCIÓN. 

Copyright,  i 9  i  6.  by  R. de S. N.  Araluc* 


Q).  Siiafi  U  Gfrldfi 

Je  cu^a  amar  a  Cdjuiña,  acriáo-fatíü'  áirasU 
jii  íar^  redí¿£mc¿a  en  fo-d  CdtaJa-d  ^rdJo-f, 
4íonjtri¿eSa  epl^iejüe  ^  aenerodlJüJ^  íaraue- 
za  ccn  ¿fue  id  c(yittii^íJo-  jl  ía  ¿¿idemínadm 
Je  o-Srad  ¿á  cu^tlura  en  amá-o-d  jmlded,  día 
{>¿ro-  c?'^etíoú-  aue  J  Je  jtraairar  eí  aJefanto 
jf  ena&ecer  ef  na/nSre  Je  nuedtra  ¿Patria.  Je- 
Jícati  fa  perdiá-n  ^  jiuMcadm  Je  edta  aSra 
i:o-nt¿>  jíiMca  tedUmanía  Je  araUtuJ,  du^í 
íeaéd  anü^d  íf-  aJmiraJaried, 


Nota  biográfica  acerca  del  autor 


Antes  de  empezar  la  lectura  de  un  libro, 
procura  saber  algo  tocante  a  la  persona- 
lidad del  autor. 

DAVID  PRTD» 


Este  libro  es  una  gallarda  reivindicación  de  Es- 
paña y  de  sus  métodos  de  colonización  en  el  Nuevo 
Mundo.  Avalora  y  encarece  esta  reivindicación  el  ser 
obra  espontánea,  desinteresada,  y  por  ende  imparcial, 
de  un  ilustrado  escritor  norteamericano,  y  fruto  de  sus 
estudios,  investigaciones  y  concienzudos  juicios.  Bas- 
ta leer  el  Prefacio  de  su  libro,  para  poder  apreciar  el 
móvil  que  le  impulsó  a  escribirlo  y  la  sinceridad  y  en- 
tusiasmo que  puso  en  su  labor. 

Es  natural  que  los  hechos  y  proezas  de  los  explo- 
radores españoles  despertasen  el  interés  y  la  admira- 
ción de  un  hombre  como  Mr.  Lummis,  cuya  vida  ha 
sido  una  continua  serie  de  pasmosos  esfuerzos,  tra- 
bajos y  penalidades,  que  le  han  obligado  a  luchar  con 
obstáculos  al  parecer  insuperables,  y  que  sólo  por  el 
vigor  de  su  naturaleza  y  por  la  indómita  fuerza  de  su 
voluntad  ha  sabido  vencer  y  dominar. 

Una  biografía  detallada  de  este  hombre  extraordi- 
nario parecería  más  bien  una  leyenda  o  una  novela, 
que  la  historia  real  y  verdadera  de  una  viviente  per- 
sonalidad. Algunos  tendrán  por  increíble  la  realiza- 
ción de  todo  cuanto  ha  emprendido  y  llevado  a  cabo 


022 


Mr.  Lummis  en  56  años  de  vida.  Pero  ahí  están  sus 
obras  v  sus  éxitos  v  la  fortuna  que  ha  sabido  labrarse 
a  fuerza  de  trabajo  y  perseverancia,  que  lo  evidencian 
y  lo  acreditan. 

Nació  Mr.  Charles  Fletcher  Lummis  en  Lynn,  po- 
blación fabril  del  Estado  de  Massachusetts,  el  día  pri- 
mero de  marzo  de  1859.  Estudió  y  se  graduó  a  los  22 
años,  en  la  Universidad  de  Harv^ard,  cercana  a  Bos- 
ton, y  publicó  entonces  un  librito  de  poesías,  impreso 
sobre  corteza  de  álamo  raspada  por  sus  manos  hasta 
dejarla  como  hojas  de  papel  fino. 

Al  año  siguiente  trasladóse  a  Ohío,  donde  publicó 
The  Scioto  Gazette,  y  movido  por  su  espíritu  aventu- 
rero, emprendió  en  septiembre  de  1883  una  marcha  a 
pie  desde  Ohío  hasta  California,  llegado  a  Los  An- 
geles después  de  recorrer  5,642  kilómetros  en  147  días. 

Fué  admitido  como  redactor  del  Daily  Times  de  Los 
Angeles  al  día  siguiente  de  su  llegada,  y  más  tarde  lo- 
gró ser  uno  de  los  propietarios  del  periódico. 

Pero  el  trabajo  intenso  y  excesivo  que  sostuvo  du- 
rante cuatro  años  fué  causa  de  un  ataque  de  hemiple- 
jía que  le  paralizó  todo  el  lado  izquierdo  y  le  privó  del 
habla.  Entonces  se  trasladó  a  Nuevo  Méjico  con  la 
firme  voluntad  de  reponerse,  y  allí  estuvo  cuatro  años 
entre  los  indígenas,  los  cuales  aprovechó  para  estu- 
diar sus  costumbres  y  tradiciones  y  sus  cantos  popu- 
lares y  para  aprender  dos  de  sus  idiomas. 

En  un  libro  interesantísimo,  titulado  My  friend 
Will,  en  que  «el  amigo  Will)),  representa  su  voluntad, 
describe  Mr.  Lummis  los  novelescos  incidentes  rela- 
cionados con  el  proceso  de  su  curación,  que  fué  com- 
pleta, recobrando  el  habla  así  como  el  movimiento  y 
la  agilidad  de  sus  miembros  por  efecto  de  una  vida 
ruda  y  montaraz  y  de  la  tenacidad  de  su  propósito.  Pos- 


teriormente  ha  sufrido  y  podido  vencer  otros  dos  ata- 
queSj'^que  en  una  persona  de  otro  temple  hubieran  te- 
nido fatal  desenlace.  Hace  algunos  años  quedó  ciego ; 
pero  ha  vuelto  a  recobrar  la  vista  después  de  mucho 
tiempo. 

No  obstante  estos  padecimientos  físicos  y  el  dolor 
moral  que  le  causó  la  pérdida  de  su  quinto  hijo,  Ama- 
do, la  labor  de  Mr.  Lummis  en  los  campos  de  la  li- 
teratura, de  la  exploración  y  de  la  investigación,  ha 
sido  intensa  y  fecunda. 

Asociadb  con  Mr.  A.  F.  Bandelier,  el  cual  ha  apli- 
cado métodos  científicos  al  estudio  de  la  historia,  em- 
prendieron los  dos  juntos  una  expedición  etnológica  e 
histórica,  recorriendo  Tejas,  Colorado,  Utah,  Arizo- 
na  y  California  en  los  Estados  Unidos,  y  después  Mé- 
jico, la  América  Central,  Perú  y  Bolivia,  visitando 
los  parajes  donde  se  desarrollaron  los  principales  he- 
chos dé  los  exploradores  y  colonizadores  españoles. 

«He  recorrido — dice  él  mismo  en  una  carta — unos 
dos  millones  de  millas  de  Hispano-América,  no  como 
turista,  sino  como  un  hijo  del  país ;  con  cartas  oficia- 
les de  recomendación  para  diversos  Gobiernos  y  po- 
niéndome en  relaciones  con  ellos  ;  pero  familiarizán- 
dome al  propio  tiempo  con  gente  de  todas  las  clases 
sociales ;  puesto  que  un  país  se  compone  de  todas  ellas, 
desde  los  mendigos  y  los  peones  hasta  los  hombres  de 
ciencias  y  los  gobernantes.  Y  he  tenido  la  suerte  de 
conocer  y  tratar  a  todas  esas  clases.» 

Lo  cual  es  garantía  del  profundo  conocimiento  que 
ha  adquirido  Mr.  Lummis  respecto  del  asunto  de  que 
trata  este  libro. 

De  regreso  a  Los  Angeles  en  1894,  funda  y  dirige 
dos  periódicos,  y  construye  su  casa  de  piedra  con  sus 
propias  manos,  ayudado  de  algunos  indios. 


10 

Desde  entonces,  ha  recibido  títulos  de  varias  Uni- 
versidades ;  ha  sido  fundador  y  presidente  de  socie- 
dades para  educar  a  los  indios,  para  conservar  los  mo- 
numentos históricos  de  California ;  fundador  y  secre- 
tario de  la  Sociedad  de  Arqueología  del  Sudoeste ; 
miembro  vitalicio  del  Instituto  Arqueológico  de  Amé- 
rica, y  miembro  activo  y  honorario  de  muchas  otras 
sociedades. 

En  el  año  1907  fundó  en  Los  Angeles  el  Southwest 
Museum,  al  cual  ha  hecho  donación  de  su  copiosa  bi- 
blioteca particular,  la  más  rica  en  libros  referentes  a 
la  América  española,  y  de  su  colección  de  objetos  ar- 
queológicos hispano-americanos,  que  se  valúa  en  más 
de  cien  mil  dólares. 

Además  de  muchos  artículos  para  la  Enciclopedia 
Británica,  la  Americana,  y  diversas  revistas  y  perió- 
dicos, ha  publicado  15  obras,  entre  ellas  :  ((Villagran*s 
New  México»  «Benavides  Memorial  of  1630»  y  uno 
referente  a  la  República  de  Méjico  bajo  el  gobierno  del 
general  Porfirio  Díaz. 

Por  último  este  notable  americanista,  explorador, 
arqueólogo,  historiador,  novelista,  periodista  y  fun- 
dador de  Sociedades  y  museos,  ha  tenido  tiempo  para 
investigar  las  costumbres  de  los  indios  ;  ha  traducido 
sus  canciones  al  inglés  ;  las  ha  puesto  en  notación  de 
música,  y  desde  hace  15  años  se  ocupa  en  compilar 
para  un  Diccionario  Enciclopédico,  cuantos  datos  bio- 
gráficos, geográficos,  históricos,  etnológicos  y  arqueo- 
lógicos acerca  de  América  se  hallan  en  libros  y  docu- 
mentos publicados  desde  el  descubrimiento  del  Nue- 
vo Mundo  hasta  1850.  Será  una  obra  monumental, 
cuya  publicación  se  propone  costear  y  dirigir,  con  ayu- 
da de  varios  competentes  redactores. 

Mucho  deberá  América  a  ese  infatigable  y  filan- 


II 

trópico  historiógrafo ;  pero  no  menos  le  debe  España 
por  la  noble  defensa  y  la  justa  y  entusiástica  loa  que 
ha  hecho  de  los  héroes  españoles  que  descubrieron  y 
exploraron  aquel  mundo.  Reconociendo  esta  deuda,  el 
Gobierno  español  ha  tenido  a  bien  manifestar  su  alto 
aprecio  de  la  labor  de  Mr.  Lummis,  agraciándole  con 
la  encomienda  de  Isabel  la  Católica. 

A.  C. 


Los  conceptos  que  en.  este  libro  se  exponen  han 
entrado  ya  a  ocupar  su  sitio  en  la  literatura  histórica ; 
pero  forman  una  base  enteramente  nueva  para  una 
obra  de  carácter  popular.  Por  ser  nueva,  tal  vez  aque- 
llos que  no  han  seguido  del  todo  la  marcha  reciente 
de  la  investigación  científica,  pongan  en  duda  su  exac- 
titud. Puedo  afirmar  que  las  apreciaciones  y  los  aser- 
tos que  se  hacen  en  este  libro  son  rigurosamente  exac- 
tos y  que  yo  estoy  dispuesto  a  defenderlos  desde  el 
punto  de  vista  de  la  ciencia  histórica. 

Y  digo  esto  no  tan  sólo  por  razón  del  aprecio  per- 
sonal en  que  tengo  al  autor,  sino  muy  especialmente 
en  vista  del  mérito  de  su  obra  y  del  valor  que  tiene 
para  los  jóvenes  de  la  presente  y  de  futuras  genera- 
ciones. 

Ad.  F.  Bandelier. 


PREFACIO 

Porque  creo  que  todo  joven  sajón-americano  ama 
la  justicia  y  admira  el  heroísmo  tanto  como  yo,  me  he 
decidido  a  escribir  este  libro.  La  razón  de  que  no 
hayamos  hecho  justicia  a  los  exploradores  españoles 
es,  sencillamente,  porque  hemos  sido  mal  informados. 
Su  historia  no  tiene  paralelo ;  pero  nuestros  libros  de 
texto  no  han  reconocido  esa  verdad,  si  bien  ahora  ya 
no  se  atreven  sl  disputarla.  Gracias  a  la  nueva  escuela 
de  historia  americana  vamos  ya  aprendiendo  esa  ver- 
dad, que  se  gozará  en  conocer  todo  americano  de  sen- 
timientos varoniles.  En  este  país  de  hombres  libres  y 
valientes,  el  prejuicio  de  la  raza,  la  más  supina  de  to- 
das las  ignorancias  humanas,  debe  desaparecer.  De- 
bemos respetar  la  virilidad  más  que  el  nacionalismo,  y 
admirarla  por  lo  que  vale  dondequiera  que  la  halle- 
mos :  y  la  hallaremos  en  todas  partes.  Los  hechos  que 
levantan  a  la  humanidad  no  provienen  de  una  sola 
raza.  Podemos  haber  nacido  dondequiera — esto  es  un 
mero  accidente —  ;  mas  para  llegar  a  ser  héroes,  debe- 
mos crecer  por  medios  que  no  son  accidentes  ni  pro- 
vincialismos, sino  por  la  propia  naturaleza  y  para  glo- 
ria de  la  humanidad. 

Amamos  la  valentía,  y  la  exploración  de  las  Amé- 
ricas  por  los  españoles  fué  la  más  grande,  la  más  lar- 
ga y  la  más  maravillosa  serie  de  valientes  proezas  que 
registra  la  historia.  En  mis  mocedades  no  le  era  po- 
sible a  un  muchacho  anglosajón  aprender  esa  verdad  ; 
aun  hoy  es  sumamente  difícil,  dado  que  sea  posible. 


ri4 

Convencido  de  que  es  inútil  la  tarea  de  buscar  en  uno 
o  en  todos  los  libros  de  texto  ingleses,  una  pintura 
exacta  de  los  héroes  españoles  del  Nuevo  Mundo,  me 
hice  el  propósito  de  que  ningún  otro  joven  americano 
amante  del  heroísmo  y  de  la  justicia,  tuviese  necesi- 
dad de  andar  a  tientas  en  la  obscuridad  como  a  mí  me 
ha  sucedido  ;  pero  no  habrá  de  agradecerme  a  mí,  tan- 
to como  al  amigo  de  ambos,  A.  F.  Bandelier,  maestro 
de  la  nueva  escuela  (i),  los  siguientes  atisbos  de  los 
hechos  más  interesantes  de  la  historia.  Sin  la  luz  que 
este  aventajado  discípulo  del  gran  Humboldt  ha  de- 
rramado con  su  erudición  sobre  los  primeros  tiempos 
de  América,  no  hubiera  sido  posible  escribir  este  li- 
bro, ni  hubiese  podido  escribirlo  yo,  sin  su  personal 
y  generosa  ayuda, 

C.  F.  L. 


(1)  Mr.  A.  F.  Bandelier,  el  más  erudito  y  mejor  documentado  de  los  his- 
toriadores de  la  América  española,  falleció  en  Serilla  durante  el  verano  de 
19 14,  y  su  Tiuda  ha  continuado  alJí,  bajo  los  auspicios  de  la  Fundación  Car* 
ncgie  ia  labor  de  investigación  en  que  se  ocupaba  su  esposo.  (N,  del  T). 


LOS 

EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

DEL  SIGLO  XVI 

I 

LA  NACIÓN  EXPLORADORA 

f^S  ya  un  hecho  reconocido  por  la  historia  que  los 
piratas  escandinavos  habían  descubierto  y  hecho 
algunas  expediciones  a  la  América  del  Norte  mucho 
antes  que  pusiera  su  planta  en  ella  Cristóbal  Colón. 
El  historiador  que  hoy  considere  aquel  descubrimiento 
de  los  escandinavos  como  un  mito,  o  como  algo  incier- 
to, demuestra  no  haber  leído  nunca  las  Sagas.  Vinie- 
ron aquellos  hombres  del  Norte,  y  hasta  acamparon 
en  el  Nuevo  Mundo  antes  del  año  looo  ;  pero  no  hicie- 
ron, más  que  acampar ;  no  construyeron  pueblos,  y 
realmente  nada  añadieron  a  los  conocimientos  del  mun- 
do ;  nada  hicieron  para  merecer  el  título  de  explorado- 
res. El  honor  de  dar  América  al  mundo  pertenece  a 
España  ;  no  solamente  el  honor  del  descubrimiento, 
sino  el  de  una  exploración  que  duró  varios  siglos  y 
que  ninguna  otra  nación  ha  igualado  en  región  alguna. 
Es  una  historia  que  fascina,  y,  sin  embargo,  nuestros 
historiadores  no  le  han  hecho  hasta  ahora  sino  escasa 
justicia.  La  historia  fundada  sobre  principios  verdade- 
ros era  una  ciencia  desconocida  hasta  hace  cosa  de  un 
siglo  ;  y  la  opinión  pública  fué  ofuscada  durante  mu- 
cho tiempo  por  los  estrechos  juicios  y  falsas  deduccio- 
nes de  historiadores  que  sólo  estudian  en  los  libros. 
Algunos  de  estos  hombres  han  sido  no  tan  sólo  escri- 
tores íntegros,  sino  también  amenos  ;  pero  su  misma 
popularidad  ha  servido  para  difundir  más  sus  errores. 
Su  época  ha  pasado,  y  principia  a  brillar  una  nueva 


l6  LOS    EXPLORADORES    ESPAísOLES 

luz.  Ningún  hombre  estudioso  se  atreve  ya  a  citar  a 
Prescott  o  a  Irving-  o  a  ningún  otro  de  sus  secuaces, 
como  autoridades  de  la  historia  ;  hoy  sólo  se  les  consi- 
dera como  brillantes  noveladores  y  nada  más.  Es  me- 
nester que  alguien  haga  tan  populares  las  verdades  de 
la  historia  de  América  como  lo  han  sido  las  fábulas, 
V  tal  vez  pase  mucho  tiempo  antes  de  que  salga  un 
Prescott  sin  equivocaciones  ;  entre  tanto,  yo  quisiera 
ayudar  a  los  jóvenes  americanos  a  penetrarse  de  las 
verdades  en  que  se  basarán  de  aquí  en  adelante  las 
historias.  Este  libro  no  es  una  historia  ;  es  sencillamen- 
te un  hito  que  marca  el  verdadero  punto  de  vista,  la 
idea  amplia,  y  tomándolo  como  punto  de  partida,  los 
que  tengan  interés  en  ello  podrán  con  más  seguridad 
llevar  adelante  la  investigación  de  los  detalles,  mientras 
que  aquellos  que  no  puedan  proseguir  sus  estudios,  po- 
seerán siquiera  un  conocimiento  general  del  capítulo 
más  romántico  y  más  repleto  de  valientes  proezas  que 
contiene  la  historia  de  América. 

No  se  nos  ha  enseñado  a  apreciar  lo  asombroso  que 
ha  sido  el  que  una  nación  mereciese  una  parte  tan 
grande  del  honor  de  descubrir  América ;  y,  sin  em- 
bargo, cuando  lo  estudiamos  a  fondo,  es  en  extremo 
sorprendente.  Había  un  Viejo  Mundo  grande  y  civi- 
lizado :  de  repente  se  halló  un  Nuevo  Mundo,  el  más 
importante  y  pasmoso  descubrimiento  que  registran  los 
anales  de  la  Humanidad.  Era  lógico  suponer  que  la 
magnitud  de  ese  acontecimiento  conmovería  por  igual 
la  inteligencia  de  todas  las  naciones  civilizadas,  y  que 
todas  ellas  se  lanzarían  cbn  el  mismo  empeño  a  sacar 
provecho  de  lo  mucho  que  entrañaba  ese  descubri- 
miento en  beneficio  del  género  humano.  Pero  en  rea- 
lidad no  fué  así.  Hablando  en  general,  el  espíritu  de 
empresa  de  toda  Europa  se  concentró  en  una  nación, 
que  no  era  por  cierto  la  más  rica  o  la  más  fuerte. 

A  una  nación  le  cupo  en  realidad  la  gloria  de  des- 
cubrir y  explorar  la  América,  de  cambiar  las  nociones 
geográficas  del  mundo  y  de  acaparar  los  conocimien- 
tos y  los  negocios  por  espacio  de  siglo  y  medio.  Y 
esa  nación  fué  España. 

Un  genovés,  es  cierto,  fué  el  descubridor  de  Améri- 


DEL  SIGLO  XVI  [ly| 

ca  ;  pero  vino  tn  calidad  de  español ;  vino  de  España 
por  obra  de  la  fe  y  del  dinero  de  españoles  ;  en  buques 
>españoles  y  con  marineros  españoles,  y  de  las  tierras 
descubiertas  tomó  posesión  en  nombre  de  España. 

Imaginad  qué  reino  tendrían  entonces  Fernando  e 
Isabel,  además  de  su  pequeño  jardín  de  Europa  :  me- 
dio mundo  desconocido,  en  el  cual  viven  hoy  una  vein- 
tena de  naciones  civilizadas,  y  en  cuya  inmensa  super- 
ficie, la  más  nueva  y  la  más  grande  de  las  naciones  no 
es  sino  un  pedazo.  ¡  Qué  vértigo  se  hubiera  apoderado 
de  Colón  si  hubiese  podido  entrever  la  inconcebible 
planta  cuyas  semillas,  por  nadie  adivinadas,  tenía  en 
sus  manos  aquella  hermosa  mañana  de  octubre  de 
,1492  ! 

También  fué  España  la  que  envió  un  florentino  de 
tiacimiento,  a  quien  un  impresor  alemán  hizo  padrino 
de  medio  mundo,  que  no  tenemos  seguridad  que  él 
conociese  ;  pero  que  estamos  seguros  de  que  no  debiera 
llevar  su  nombre.  Llamar  América  a  este  continente 
«n  honor  de  Amérigo  Vespucci  fué  una  injusticia,  hija 
de  la  ignorancia,  que  ahora  nos  parece  ridicula  ;  pero 
de  todos  modos,  también  fué  España  la  que  envió  el 
varón  cuyo  nombre  lleva  el  Nuevo  Mundo. 

Poco  más  hizo  Colón  que  descubrir  la  América,  lo 
cual  es  ciertamente  bastante  gloria  para  un  hombre. 
Pero  en  la  valerosa  nación  que  hizo  posible  el  descu- 
brimiento, no  faltaron  héroes  que  llevasen  a  cabo  la 
labor  que  con  él  se  iniciaba.  Ocurrió  ese  hecho  un  si- 
glo antes  de  que  los  anglosajones  pareciesen  despertar 
y  darse  cuenta  de  que  realmente  existia  un  nuevo  mun- 
do ;  durante  ese  siglo  la  flor  de  España  realizó  mara- 
villosos hechos.  Ella  fué  la  única  nación  de  Europa  que 
no  dormía.  Sus  exploradores,  vestidos  de  malla,  re- 
corrieron Méjico  y  Perú,  se  apoderaron  de  sus  incal- 
culables riquezas  e  hicieron  de  aquellos  reinos  partes 
integrantes  de  España.  Cortés  había  conquistado  y 
estaba  colonizando  un  país  salvaje  doce  veces  más  ex- 
tenso que  Inglaterra,  muchos  años  antes  que  la  prime- 
ra expedición  de  gente  inglesa  hubiese  siquiera  visto 
la  costa  donde  iba  a  fundar  colonias  en  el  Nuevo  Mun- 
do, y  Pizarro  realizó  aún  más  importantes  obras.  Ponce 


,l8  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

de  León  había  tomado  posesión  en  nombre  de  España 
de  lo  que  es  ahora  uno  de  los  Estados  de  nuestra  Repú- 
blica, una  generación  antes  de  que  los  sajones  pisasen 
aquella  comarca.  Aquel  primer  viandante  por  la  Amé- 
rica del  Norte,  Alvaro  Núñez  Cabeza  de  Vaca,  había 
hecho  a  pie  un  recorrido  incomparable  a  través  del  con- 
tinente, desde  la  Florida  al  Golfo  de  California,  me- 
dio siglo  antes  de  que  nuestros  antepasados  sentasen 
la  planta  en  nuestro  país.  Jamestown,  la  primera  po- 
blación inglesa  en  la  América  del  Norte,  no  se  fundó 
hasta  1607,  y  ya  por  entonces  estaban  los  españoles  per- 
manentemente establecidos  en  la  Florida  y  Nuevo  Mé- 
jico, y  eran  dueños  absolutos  de  un  vasto  territorio  más 
al  Sur.  Habían  ya  descubierto,  conquistado  y  casi 
colonizado  la  parte  interior  de  América,  desde  el  nord- 
este de  Kansas  hasta  Buenos  Aires,  y  desde  el  Atlán- 
tico al  Pacífico.  La  mitad  de  los  Estados  Unidos,  todo 
Méjico,  Yucatán,  la  América  Central,  Venezuela,  Ecua- 
dor, Bolivia,  Paraguay,  Perú,  Chile,  Nueva  Granada 
y  además  un  extenso  territorio,  pertenecía  a  España 
cuando  Inglaterra  adquirió  unas  cuantas  hectáreas  en 
la  costa  de  América  más  próxima.  No  hay  palabras  con 
qué  expresar  la  enorme  preponderancia  de  España  so- 
bre todas  las  demás  naciones  en  la  exploración  del 
Nuevo  Mundo.  Españoles  fueron  los  primeros  que  vie- 
ron y  sondearon  el  mayor  de  los  golfos ;  españoles 
los  que  descubrieron  los  dos  ríos  más  caudalosos  ;  es- 
pañoles los  que  por  vez  primera  vieron  el  océano  Pa- 
cífico ;  españoles  los  primeros  que  supieron  que  había 
dos  continentes  en  América ;  españoles  los  primeros 
que  dieron  la  vuelta  al  mundo.  Eran  españoles  los  que 
se  abrieron  camino  hasta  las  interiores  lejanas  recondi- 
teces de  nuestro  propio  país  y  de  las  tierras  que  más 
al  Sur  se  hallaban,  y  los  que  fundaron  sus  ciudades 
miles  de  millas  tierra  adentro,  mucho  antes  que  el  pri- 
mer anglosajón  desembarcase  en  nuestro  suelo.- Aquel 
temprano  anhelo  español  de  explorar  era  verdadera- 
mente sobrehumano.  J  Pensar  que  un  pobre  teniente 
español  con  veinte  soldados  atravesó  un  inefable  de- 
sierto y  contempló  la  más  grande  maravilla  natural  de 
América  o  del  mundo — el  gran  Cañón  del  Colorado — 


DEL  SIGLO  XVI  I9 

nada  menos  que  tres  centurias  antes  de  que  lo  vieJsen 
ojos  norteamericanos  !  Y  lo  mismo  sucedía  desde  el 
Colorado  hasta  el  Cabo  de  Hornos.  El  heroico,  intré- 
pido y  temerario  Balboa  realizó  aquella  terrible  cami- 
nata a  través  del  Istmo,  y  descubrió  el  océano  Pacífi- 
co y  construyó  en  sus  playas  los  primeros  buques  que 
se  hicieron  en  América,  y  surcó  con  ellos  aquel  mar 
desconocido,  y  ¡  había  muerto  más  de  medio  siglo  an- 
tes de  que  Drake  y  Hawkins  pusieran  en  él  los  ojos  ! 
La  falta  de  recursos  de  Inglaterra,  la  desmorali- 
zación que  siguió  a  las  guerras  de  las  Rosas,  así  como 
las  disensiones  religiosas,  fueron  las  causas  principa- 
les de  su  apatía  de  entonces.  Cuando  sus  hijos  llegaron 
por  fin  al  borde  occidental  del  Nuevo  Mundo,  dejaron 
de  sí  buena  memoria  ;  pero  nunca  tuvieron  que  afron- 
tar tantas  y  tan  inconcebibles  penalidades  y  tan  con- 
tinuos peligros  como  los  españoles.  La  comarca  que 
conquistaron  era  bastante  salvaje,  es  cierto ;  pero  era 
fértil,  tenía  extensos  bosques,  mucha  agua  y  mucha 
caza  ;  mientras  que  la  que  dominaron  los  españoles  era 
el  desierto  más  terrible  que  jamás  hombre  alguno,  ni 
antes  ni  después,  ha  logrado  conquistar,  y  estaba  po- 
blado por  una  hueste  de  tribus  salvajes,  las  cuales  no 
podían  compararse  con  los  pequeños  guerreros  del 
«rey  Felipe»  (*),  como  no  cabe  comparación  entre  una 
zorra  y  una  pantera.  Los  apaches  y  los  araucanos  no 
hubieran  sido  tal  vez  peores  que  los  otros  indios  si  se 
hubiesen  trasladado  a  Massachusetts  ;  pero  en  su  ás- 
pero país  eran  los  salvajes  más  furibundos  con  que 
habían  tropezado  los  europeos.  Si  en  la  regón  oriental 
duró  un  siglo  la  guerra  con  los  indios,  tres  siglos  y  me- 
dio pelearon  en  el  sudoeste  los  españoles.  En  una  co- 
lonia española  (Bolivia)  perecieron  a  manos  de  los  na- 
turales, en  una  carnicería,  tantos  como  habitantes  te- 
nía la  ciudad  de  Nueva  York  cuando  empezó  la  gue- 
rra de  la  independencia.  Si  los  indios  de  levante  hu- 
biesen dado  muerte  a  veintidós  mil  colonos  en  una 


(•)  Apodo  que  se  daba  a  un  cacique  de  los  Pieles  rojas  de  Pokaooket, 
cuyo  nombre  indio  era  Pometacom,  el  cual  en  1 676  y  al  frente  de  rarias  tribus, 
hizo  una  guerra  feroz  y  sanguinaria  contra  las  colonias  inglesas  de  Massa- 
chusetts, Plymouih  y  Connecticut,  destruyendo  13  aldeas,  inccodiando  600 
«dificios  y  matando  a  6üo  colonos.  (Nota  del  traductor.) 


20  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

horrible  matanza,  como  hicieron  con  los  españoles  los 
indios  de  Sorata,  hasta  muy  entrado  el  siglo  xix  no 
hubieran  podido  las  diezmadas  colonias  de  Norteamé- 
rica desatar  los  lazos  que  las  unían  a  la  madre  patria 
y  constituirse  en  nación  independiente. 

Cuando  sepa  el  lector  que  el  mejor  libro  de  texto 
inglés  ni  siquiera  menciona  el  nombre  del  primer  na- 
vegante que  dio  la  vuelta  al  mundo  (que  fué  un  espa- 
ñol), ni  del  explorador  que  descubrió  el  Brasil  (otro 
español),  ni  del  que  descubrió  California  (español  tam- 
bién), ni  los  españoles  que  descubrieron  y  formaron 
colonias  en  lo  que  es  ahora  los  Estados  Unidos,  y  que 
se  encuentran  en  dicho  libro  omisiones  tan  palmarias, 
y  cien  narraciones  históricas  tan  falsas  como  inexcusa- 
bles son  las  omisiones,  comprenderá  que  ha  llegado 
ya  el  tiempo  de  que  hagamos  más  justicia  de  la  que  hi- 
cieron nuestros  padres  a  un  asunto  que  debiera  ser  del 
mayor  interés  para  todos  los  verd'aderos  americanos. 

No  solamente  fueron  los  españoles  los  primeros  con^ 
quistadores  del  Nuevo  Mundo  y  sus  primeros  coloni- 
zadores, sino  también  sus  primeros  civilizadores.  Ellos 
construyeron  las  primeras  ciudades,  abrieron  las  pri- 
meras iglesias,  escuelas  y  universidades ;  montaron 
las  primeras  imprentas  y  publicaron  los  primeros  li- 
bros ;  escribieron  los  primeros  diccionarios,  historias 
y  geografías,  y  trajeron  los  primeros  misioneros  ;  y 
antes  de  que  en,  Nueva  Inglaterra  hubiese  un  verda- 
dero periódico,  ya  ellos  habían  hecho  un  ensayo  en 
¡Méjico  ¡  y  en  el  siglo  xvii ! 

Una  de  las  cosas  más  asombrosas  de  los  explorado- 
res españoles — casi  tan  notable  como  la  misma  explo- 
ración— es  el  espíritu  humanitario  y  progresivo  que 
desde  el  principio  hasta  el  fin  caracterizó  sus  institu- 
ciones. Algunas  historias  que  han  perdurado,  pintan 
a  esa  heroica  nación  como  cruel  para  los  indios  ;  pero 
la  verdad  es  que  la  conducta  de  España  en  este  parti- 
cular debiera  avergonzarnos.  La  legislacién  española 
referente  a  los  indios  de  todas  partes  era  incompara- 
blemente más  extensa,  más  comprensiva,  más  sistemá- 
tica, y  más  humanitaria  que  la  de  la  Gran  Bretaña, 
la  de  las  colonias  y  la  de  los  Estados  Unidos  todas 


DEL  SIGLO  XVI  ^1, 

juntas.  Aquellos  primeros  maestros  enseñaron  la  len- 
gua española  y  la  religión  cristiana  a  mil  indígenas 
por  cada  uno  de  los  que  nosotros  aleccionamos  en  idio- 
ma y  religión.  Ha  habido  en  América  escuelas  españo- 
las para  indios  desde  el  año  1524.  Allá  por  1575 — casi 
un  siglo  antes  de  que  hubiese  una  imprenta  en  la  Amé- 
rica inglesa — se  habían  impreso  en  la  ciudad  de  Méji- 
co muchos  libros  en  doce  diferentes  dialectos  indios, 
siendo  así  que  en  nuestra  historia  sólo  podemos  presen- 
tar la  Biblia  india  de  John  Eliot ;  y  tres  universidades 
españolas  tenían  casi  un  siglo  de  existencia  cuando  se 
fundó  la  de  Harvard.  Sorprende  por  el  número  la  pro- 
porción de  hombres  educados  en  colegios  que  había 
entre  los  exploradores;  la  inteligencia , y  el  heroísmo 
corrían  parejas  en  los  comienzos  de  colonización  del 
Nuevo  Mundo. 


22  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 


II 

GEOGRAFÍA  EMBROLLADA 

I  A  menor  de  las  dificultades  que  se  presentaban  si 
los  descubridores  del  Nuevo  Mundo  era  el  tre- 
mendo viaje  que  había  que  hacer  entonces  para  llegar 
a  él.  Si  las  tres  mil  millas  de  mar  desconocido  hubiese 
sido  el  principal  obstáculo,  hubiéralo  vencido  la  ci- 
vilización algunos  siglos  antes.  Fueron  la  ignorancia 
humana,  más  honda  que  el  Atlántico,  y  el  fanatismo, 
más  tempestuoso  que  sus  olas,  los  que  cerraron  por  tan- 
to tiempo  el  horizonte  del  occidente  de  Europa.  A  no 
feer  por  estas  causas,  el  mismo  Colón  hubiera  descu- 
bierto la  América  diez  años  antes  ;  es  más,  América  no 
hubiera  tenido  que  esperar  tantos  siglos  a  que  Colón 
la  descubriese.  Es  realmente  curioso  que  la  mitad  más 
rica  del  planeta  jugase  al  escondite  durante  tanto  tiem- 
po con  la  civilización  ;  y  que  la  hallasen,  al  fin,  por  una 
mera  casualidad,  los  que  buscaban  otra  cosa  muy  dis- 
tinta. Si  hubiese  esperado  América  a  ser  descubierta 
por  alguien  que  fuese  en  busca  de  un  nuevo  continen- 
te, quizá  estuviese  aguardando  todavía'. 

A  pesar  de  que,  mucho  antes  que  Colón,  varios  na- 
vegantes vagabundos  de  media  docena  de  distintas 
razas  habían  ya  llegado  al  Nuevo  Mundo,  lo  cierto  es 
que  no  dejaron  huellas  en  América,  ni  aportaron  pro- 
vecho alguno  a  la  civilización  ;  y  Europa,  aun  hallán- 
dose al  borde  del  más  grande  de  los  descubrimientos 
y  de  los  más  importantes  sucesos  de  la  historia,  ni  si- 
quiera lo  soñó.  El  mismo  Colón  no  tenía  la  menor  idea 
de  la  existencia  de  América.  ¿  Sabe  el  lector  lo  que  iba 
a  buscar  al  occidente  ?  Asia.  ♦* 

Las  investigaciones  hechas  de  algunos  años  a  esta 


DEL  SIGLO  XVI  ¡23 

parte,  han  modificado  grandemente  nuestro  juicio  acer- 
ca de  Colón.  La  tendencia  de  la  generación  pasada, 
era  convertirlo  en  un  semidiós,  en  una  figura  histórica 
sin  tacha,  en  un  ser  perfecto,  todo  nobleza.  Esto  es  ab- 
surdo ;  porque  Colón  no  era  más  que  un  hombre,  y 
todos  los  hombres,  por  grandes  que  sean,  no  llegan 
nunca  a  la  perfección.  La  generación  actual  tiende 
a  lo  contrario,  esto  es,  a  quitarle  toda  cualidad  heroica 
y  hacer  de  él  un  pirata  impune  y  un  despreciable  ins- 
trumento de  la  suerte';  a  tal  extremo,  que  muy  pronto 
no  va  a  quedar  nada  de  Colón.  Esto  es  igualmente  in- 
justo y  poco  científico.  En  su  terreno  era  Colón,  un 
grande  hombre,  a  pesar  de  sus  defectos,  y  distaba  mu- 
cho de  ser  un  ente  despreciable.  Para  comprenderle, 
debemos  antes  tener  un  conocimiento  general  de  la 
■época  en  que  vivía.  Para  apreciar  hasta  qué  punto  fué 
inventor  de  la  gran  idea,  debemos  principiar  por  inves- 
tigar cuáles  eran  entonces  las  ideas  que  predominaban 
en  el  mundo,  y  cuánto  contribuyeron,  a  ayudarle  o  a 
■estorbarle. 

En  aquella  edad  remota,  la  geografía  era  una  cosa 
curiosísima :  entonces  un  mapa-mundi  era  algo-  que 
muy  pocos  de  nosotros  podríamos  ahora  descifrar ; 
porque  todos  los  sabios  del  orbe  sabían  de  la  topografía 
del  mundo  menos  de  lo  que  sabe  hoy  un  colegial  de 
ocho  años.  Se  había  convenido  finalmente  en  que  el 
mundo  no  era  plano,  sino  esférico  ;  por  más  que  aun 
•ese  conocimiento  fundamental  era  reciente ;  pero  nin- 
gún ser  viviente  sabía  de  qué  estaba  compuesta  la  mi- 
tad del  globo.  Hacia  el  occidente  de  Europa  se  exten- 
día el  «Mar  de  las  Tinieblas»,  y  más  allá  de  una  peque- 
ña zona,  nadie  sabía  lo  que  era  o  lo  que  contenía.  No 
se  conocía  aún  la  desviación  de  la  aguja.  Todo  era  en 
gran  parte  suposiciones  y  tanteos.  Las  inseguras  em- 
barcaciones de  entonces,  no  osaban  aventurarse  sin  ver 
tierra,  porque  no  tenían  nada  seguro  que  las  guiase 
para  volver  ;  y  causa  risa  saber  que  una  de  las  razones 
por  que  no  se  atrevían  a  arriesgarse  mar  afuera,  era  el 
temor  de  llegar  inadvertidamente  más  allá  del  límite 
del  Océano,  y  de  que  el  buque  y  la  tripulación  cayesen 
-en  el  vacío !  Aun  cuando  sabían  que  el  mundo  era  es- 


24  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

férico,  todavía  no  se  soñaba  en  la  ley  de  gravitación ; 
y  se  suponía  que,  si  uno  avanzaba  demasiado  lejos^ 
por  la  superficie  de  la  esfera,  corría  el  peligro  de  lan- 
zarse al  espacio. 

No  obstante,  era  general  la  creencia  de  que  había 
tierra  en  aquel  mar  desconocido.  Esa  idea  fué  crecien- 
do durante  más  de  mil  años,  puesto  que,  en  el  siglo  ii 
de  la  era  cristana,  empezó  a  creerse  que  había  isla^ 
más  allá  de  Europa.  En  tiempo  de  Colón,  los  cartó- 
grafos ponían  generalmente  en  sus  burdos  mapas  al- 
gunas islas,  que  colocaban  al  azar  en  el  «Mar  de  las 
.Tinieblas». 

Más  allá  de  ese  enjambre  de  islas,  se  suponía  que 
se  hallaba  la  costa  oriental  de  Asia,  y  eso  a  no  muy 
grande  distancia  porque  el  verdadero  tamaño  del  globo^ 
se  calculaba  que  era  una  tercera  parte  menor  del  que 
tiene  realmente.  La  geografía  estaba  entonces  en  man- 
tillas ;  pero  atraía  la  atención  y  motivaba  el  estudio 
de  muchísimos  hombres  afanosos  de  saber,  y  que  eran 
muy  ilustrados  para  su  época.  Cada  uno  de  ellos  tra- 
zaba un  mapa  según  las  suposiciones  que  le  inspira- 
ban sus  estudios,  y  así  resultaban  los  mapas  muy  dis- 
tintos unos  de  otros. 

En  una  cosa  estaban  todos  conformes  :  en  que  ha* 
hia  tierra  hacia  occidente.  Algunos  decían  que  una^ 
pocas  islas  ;  otros  que  millares  de  islas  ;  pero  todos 
convenían  en  que  había  tierra.  Así,  Colón  no  inven- 
tó la  idea ;  ésta  era  general  antes  de  que  él  naciera. 
I.a  cuestión  no  estriba  en  saber  si  había  un  Nuevo 
Mundo  :  sino  en  determinar  si  era  posible  o  practi- 
cable el  llegar  hasta  él,  sin  caer  en  el  abismo,  o  sin 
encontrar  otros  peligros  más  horrendos.  La  gente 
decía  que  No  ;  Colón  dijo  que  Si ;  y  ese  es  su  título 
de  gloria.  El  no  inventó  la  teoría,  pero  supo  llevar- 
la a  la  práctica  ;  y  aun  lo  que  realizó  materialmen- 
te, es  menos  notable  que  la  fe  que  le  sostuvo.  No 
tuvo  necesidad  de  enseñarle  a  Europa  que  había  un 
nuevo  -  país ;  pero  sí  le  hizo  creer  que  podía  llegar 
hasta  él ;  y  esa  fe  en  sí  mismo  y  su  tenaz  valor  en 
hacer  que  otros  tuviesen  fe  en  él,  fué  el  rasgo  más 
grande  de  su  carácter.  Requirió  menos  valentía  el  ha« 


DEL  SIGLO  XVI  25. 

cer  la  prueba  final,  que  convencer  al  público  de  que  nO' 
era  una  temeridad  el  intentarla. 

Cristóbal  Colón,  como  se  le  llamaba  en  su  tiempo^ 
nació  en  Genova  (Italia),  y  fueron  sus  padres  Domeni- 
co  Colombo,  cardador  de  lana,  y  Susana  Fontana- 
rossa.  No  se  conoce  con  certeza  el  año  de  su  nacimien- 
to, pero  vio  probablemente  la  luz  en  1446.  Nada  sabe- 
mos de  su  infancia,  y  muy  poco  de  su  vida  de  joven, 
aunque  es  seguro  que  era  activo,  arrojado  y  muy  estu- 
dioso. Dicen  que  su  padre  le  envió  por  algún  tiempo 
a  la  Universidad  de  Pavía ;  pero  sus  estudios  escolás- 
ticos no  pudieron  durar  mucho  tiempo.  El  mismo  Co- 
lón nos  dice  que  fué  a  navegar  a  los  catorce  años. 
En  su  calidad  de  marino,  le  fué  fácil  continuar  los 
estudios  que  más  le  interesaban,  como  la  geografía 
y  otros  análogos.  Los  detalles  de  sus  primeros  viajes 
son  muy  escasos  ;  pero  parece  cosa  cierta  que  navegó 
y  tocó  en  Inglaterra,  Islandia,  Guinea  y  Grecia,  con 
lo  cual  se  consideraba  entonces  haber  viajado  más 
que  hoy  dando  la  vuelta  al  mundo ;  con  este  vasto  co- 
nocimiento de  hombres  y  de  tierras,  iba  adquiriendo 
acerca  de  la  navegación,  la  astronomía  y  la  geografía,^ 
todo  el  saber  que  era  posible  en  aquel  tiempo. 

Es  interesante  la  conjetura  de  cómo  y  cuándo  con^ 
cibió  Colón  un  proyecto  de  tan  estupenda  importancia. 
No  debió  ser  sin  duda,  sino  siendo  ya  un  hombre  ma- 
duro y  de  experiencia,  no  tan  sólo  como  experto  nave- 
gante, sino  por  su  conocimiento  de  lo  que  habían  he- 
cho otros  marinos.  Hacía  más  de  un  siglo  que  se  ha- 
bían descubierto  las  islas  de  Madera  y  las  Azores.  El 
príncipe  Enrique,  el  Navegante  (gran  patrocinador  de 
jas  primeras  exploraciones),  enviaba  dotaciones  por  la 
costa  occidental  del  África  ;  pues  a  la  sazón  ni  siquiera 
se  sabía  lo  que  era  la  parte  más  baja  de  ese  continente. 
Esas  expediciones  sirvieron  de  gran  ayuda  a  Colón  y 
contribuyeron  a  ensanchar  los  conocimientos  del  mun- 
do. También  es  casi  seguro  que,  cuando  estuvo  en  Is- 
landia, debió  de  oir  algo  acerca  de  los  piratas  escandi- 
navos que  habían  estado  en  América.  Dondequiera 
que  fuese,  su  mente  perspicaz  hallaba  algún  nueva- 
aliento,   directo  o  indirecto,   para  la  gran  resolución^ 


:a6         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

•que  casi  inconscientemente  se  iba  formando  en  su  ce- 
rebro. 

Por  el  año  de  1473  Colón  anduvo  errante  hasta 
Portugal ;  y  allí  hizo  conocimientos  que  influyeron  en 
su  porvenir.  Con  el  tiempo  contrajo  matrimonio  con 
Felipa  Moñiz,  que  fué  la  madre  de  su  hijo  y  cronista 
Diego.  Hay  mucha  incertidumbre  respecto  de  su  vida 
convugal,  y  no  se  sabe  si  fué  modelo  de  esposos  o  todo 
lo  contrario.  Por  sus  propias  cartas  se  viene  en  cono- 
cimiento de  que  tuvo  otros  hijos,  además  de  Diego; 
pero  no  se  poseen  más  noticias  acerca  de  ellos.  Parece 
ser  que  su  esposa  era  hija  de  un  capitán  de  barco  a 
quien  llamaban  el  ((Navegante»,  y  cuyos  servicios  fue- 
ron premiados  nombrándole  primer  gobernador  de  la 
recién  descubierta  isla  de  Porto  Santo,  cerca  de  las  de 
[Madera.  Como  la  cosa  más  natural  del  mundo,  fué 
Colón  a  visitar  a  su  intrépido  suegro  ;  y  tal  vez  fuese 
durante  su  estancia  en  Porto  Santo  cuando  empezó  a 
dar  forma  a  su  colosal  pensamiento. 

Tratándose  de  un  hombre  como  aquel  ((genovés  que 
buscaba  un  mundo»,  una  resolución  como  esa,  una  vez 
formada,  sería  como  flecha  de  púas  :  muy  difícil  de 
arrancar.  Desde  aquel  día  no  tuvo  descanso.  La  idea 
capital  de  su  vida  fué  ir  ((;  hacia  Occidente  !  ¡  Hacia 
el  Asia!»,  y  empezó  a  trabajar  para  llevarla  a  cabo. 
Se  asegura  que,  con  intención  patriótica,  se  apresuró 
a  ir  a  su  país  natal  para  hacerle  la  primera  oferta  de 
sus  servicios.  Pero  Genova  no  iba  en  busca  de  nuevos 
mundos,  y  rehusó  el  ofrecimiento.  Entonces  expuso 
sus  planes  a  Juan  II  de  Portugal.  Al  rey  Juan  le  en- 
cantó la  idea  ;  pero  un  consejo  de  sus  hombres  más 
sabios  le  aseguró  que  el  plan  era  ridiculamente  teme- 
rario. Pero  después  envió  una  expedición  secreta,  la 
•que,  una  vez  perdida  la  tierra  de  vista,  se  descorazonó 
y  regresó  sin  resultado.  Cuando  Colón  tuvo  conoci- 
m.iento  de  esta  traición,  se  indignó  de  tal  modo  que 
salió  inmediatamente  para  España  e  interesó  allí  a  va- 
rios nobles,  y  por  último  a  los  mismos  reyes,  en  sus 
audaces  esperanzas.  Pero  después  de  tres  años  de  pro- 
funda*deliberación,  una  junta  de  geógrafos  y  astró- 
«lomos  decidió  que  su  plan  era  absurdo  e  irrealizable ; 


DEL  SIGLO  XVI  27 

iio  fera  posible  llegar  hasta  las  islas.  Descorazonado, 
Colón  salió  para  Francia  ;  pero  por  suerte  se  detuvo 
en  un  monasterio  de  Andalucía,  donde  logró  interesar 
al  guardián,  Juan  Pérez  de  Marchena.  Este  monje  ha- 
bía sido  confesor  de  la  reina,  y,  gracias  a  su  urgen- 
te intercesión,  los  reyes  al  fin  llamaron  a  Colón,  el 
cual  regresó  a  la  Corte.  Sus  planes  se  habían  agranda- 
do de  tal  modo  en  su  cerebro,  que  estaba  casi  desequi- 
librado, y  parecía  olvidar  que  sus  descubrimientos  eran 
sólo  una  esperanza  y  no  un  hecho  positivo.  Tenía, 
Í5in  duda  alguna,  valor  y  perseverancia  ;  pero  en  aque- 
lla ocasión  hubiéramos  querido  verle  un  poco  más 
modesto.  Cuando  el  rey  le  preguntó  en  qué  condi- 
ciones emprendería  el  viaje,  contestóle :  ((Que  se  me 
nombre  almirante  antes  de  partir ;  que  se  me  haga 
virrey  de  todas  las  tierras  que  descubra,  y  que  se  me 
dé  una  décima  parte  de  todas  las  ganancias».  ¡  Desme- 
didas pretensiones,  a  la  verdad,  las  que  tenía  el  pobre 
hijo  de  un  cardador  de  Genova  para  con  el  excelso  rey 
de  España  I 

Fernando  rechazó  en  el  acto  esa  atrevida  exigen- 
cia ;  y  en  enero  de  1492,  Colón  se  hallaba  camino  de 
Francia  para  probar  allí  fortuna,  cuando  le  alcanzó 
un  mensajero  que  le  hizo  regresar  a  la  Corte.  Muy 
grande  es  nuestra  deuda  para  con  la  buena  reina  Isabel, 
pues  gracias  a  su  gran  interés  personal,  tuvo  Colón 
la  oportunidad  de  descubrir  el  Nuevo  Mundo.  Cuando 
todos  ios  hombres  de  ciencia,  fruncían  el  entrecejo, 
y  los  ricos  negaban  su  apoyo,  la  inquebrantable  fe  de 
una  mujer — ayudada  por  la  Iglesia — salvó  la  Historia. 

En  pro  y  en  contra  de  esa  gran  reina  mucho  se  ha 
escrito,  igualmente  falto  de  r^zón.  Algunos  han  que- 
rido hacer  de  ella  una  santa  inmaculada — tarea  suma- 
mente difícil  tratándose  de  un  ser  humano — ,  y  otros 
la  pintan  como  una  mujer  codiciosa,  mercenaria  y  de 
ningún  modo  admirable.  Ambos  extremos  son  igual- 
mente ilógicos  y  falsos ;  pero  el  último  es  el  más  in- 
justo. La  verdad  es  que  todos  los  caracteres  tienen 
más  de  una  fase,  y  lo  mismo  en  la  Historia  que  en  la 
vida  real,  hay  comparativamente  pocas  figuras  que 
se  puedan  santificar  o  condenar  en  absoluto.    Isabel 


2%  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

no  era  un  ángel ;  era  una  mujer,  y  tenía  sus  debilida- 
des como  todas  las  mujeres.  Pero  era  una  mujer  nota- 
ble, una  gran  mujer,  que  merece  nuestro  respeto  al 
par  que  nuestra  gratitud.  Puede  afrontar  la  compara- 
ción de  su  carácter  con  el  de  la  ((Buena  Reina  Elisabet», 
y  ha  dejado  un  nombre  mucho  más  grande  en  la  His- 
toria. No  fué  la  sórdida  ambición  ni  la  codicia  lo  que  le 
hizo  prestar  oídos  al  descubridor  de  mundos.  Fué  la 
fe,  la  simpatía  y  la  intuición  de  una  mujer,  que  tantas 
veces  ha  cambiado  el  curso  de  la  historia  y  dado  pie 
a  las  proezas  de  tantos  héroes,  quienes  hubieran  muer- 
to desconocidos  si  hubiesen  confiado  en  la  más  lenta, 
más  fría  y  más  interesada  simpatía  de  los  hombres. 

Isabel  tuvo  la  iniciativa,  y  asumió  la  responsabi- 
lidad. Tenía  un  reino  propio,  y  su  real  esposo  Fernan- 
do no  creyó  prudente  embarcar  las  fortunas  de  Aragón 
en  tan  descabellada  empresa  :  bien  podía  ella  sufra- 
gar los  gastos  con  cargo  al  reino  de  Castilla.  Parece 
que  Fernando  lo  veía  con  indiferencia  ;  pero  su  reina 
rubia  y  de  ojos  azules,  cuyo  rostro  gentil  ocultaba  un 
gran  valor  y  determinación,  la  acogió  con  entusiasmo. 
Se  le  concedieron  al  genovés  las  condiciones  que  im- 
ponía, y  el  17  de  abril  de  1492,  firmaron  Sus  Majesta- 
des y  Colón  uno  de  los  documentos  más  importantes 
en  que  se  ha  puesto  la  pluma.  Si  el  lector  pudiese  ver 
ese  precioso  convenio,  probablemente  no  adivinaría! 
de  quién  es  el  autógrafo  que  está  al  pie,  porque  el  je- 
roglífico de  la  firma  de  Colón,  pondría  hoy  en  grande 
aprieto  al  interventor  de  una  casa  de  banca.  La  subs- 
tancia de  este  famoso  contrato  era  como  sigue  : 

I  .*  Que  Colón  y  sus  herederos  tuviesen  por  siem- 
pre el  cargo  de  almirante  en  todas  las  tierras  que  él, 
llegase  a  descubrir. 

2.°  Que  él  sería  virrey  y  gobernador  general  ert 
dichas  tierras,  con  voz  en  el  nombramieno  de  sus  go-, 
bernadores  subalternos. 

3.**  Que  reservase  para  sí  una  décima  parte  de  todo 
el  oro,  la  plata,  las  perlas  y  demás  tesoros  que  adqui^ 
riese. 

4."     Que  él  y  su  lugarteniente  fuesen  los  únicoS^ 


JXL  SIGLO  xn  2g 

jueces,  junto  con  el  gran  almirante  óe  Castilla»  en  los 
asuntos  comerciales  d^  Nuevo  Mondo. 

5.*  Que  tendría  el  |HÍirilegú>  de  cootriboir  con  una 
octava  parte  a  ios  gastos  de  cualquiera  otia  expedición 
que  se  enviase  a  las  nuevas  tierras,  con  deiedio  a  per- 
obir  entonces  una  octava  parte  de  los  beneficios. 

Es  lástima  que  la  conducta  de  O^ón  en  España 
no  estuviese  libre  de  tma  doblez  que  redundaba  oi  su 
descrédito.  Entró  al  servicio  de  R*yaña  el  día  20  de 
ei^ro  de  1486.  £1  5  de  majo  de  1487,  los  rejes  de  Es- 
paña le  dieron  tres  mil  maravedises  «por  un  servicio 
secreto  hedió  a  Sus  Majestades» ;  j  durante  el  mismo 
año  recibió  odio  mil  maravedises  más.  Y,  no  obstan- 
te, de^Miés  de  esto  oíredó  secretamente  sos  servicios 
al  rev  de  Portegal,  d  cual  en  1488  le  escrÜHó  a  Colón 
una  carta  oCredéodc^  la  libertad  dd  reinOy  a  cambio 
de  las  caqrforaríones  que  hiciese  em  fauar  de  Portugal, 
Pero  esto  no  se  flevó  a  c^x>. 

Es  más  íádl  que  d  lector  tesara  notictas  reelecto  al 
viaje,  aqud  viaje,  que  duró  unos  cuantos  mesES»  pero 
cuya  realizadón  le  costó  al  valeroso  genovés  cerca  de 
20  años  de  desaliento  j  de  oposicíte.  Fueron  esos  años 
de  incesante  IiHJia  para  convertir  al  nmtHlo  a  su  insoo- 
dable  s^Menda,  lo  que  mostró  d  carácter  de  Colóo 
más  daramente  qae  todo  lo  que  hizo  después  que  d 
mundo  crevó  en  d. 

Habióidose  vencido  por  ñn  ias  dificultades  de  ob- 
texter  d  consentimknto  j  d  permiso  ofidai,  no  queda- 
ba otro  obstáculo  que  d  de  oiganizar  la  npnfirión. 
Esto  era  im  asunto  serio;  pocos  estaban  dspoesios  a 
embarcarse  en  una  em^esa  tan  loca  como  aqadb  se 
reputaba.  Finalmoite,  a  falta  de  vc^untarifs»  hnbo  qne 
llevar  una  trqmlarión  por  orden  de  la  Conma;  j  can 
so  nabb  la  cS^ta  María»  j  siBdos  carabdas^  la  «Niña» 
T  la  «Pinta»,  tripuladas  por  hombies  renuentes^  estuvo 
al  fin  listo  para  hacerse  a  la  mar  d  descnbfidor  de  un 
mundo. 


30         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 


III 

COLÓN  EL  DESCUBRIDOR 

^^ALió  Colón  del  puerto  de  Paílos,  el  viernes  3  de  agos- 
to de  1492,  a  las  8  de  la  mañana,  con  120  españoles 
a  su  mando.  Ya  sabe  el  lector  cómo  él  y  su  valiente 
camarada  Pinzón  alentaron  el  decaído  espíritu  de  su 
marinería,  y  cómo  en  la  mañana  del  12  de  octubre  vis- 
lumbraron por  fin  la  tierra.  No  era  el  continente  de 
América — que  Colón  no  llegó  a  ver  hasta  cerca  de  S 
años  más  tarde — ,  sino  la  isla  de  Watling.  Fué  ese 
viaje  el  más  largo  que  había  hecho  hombre  alguno 
hacia  el  occidente,  e  ilustraba  de  un  modo  muy  carac- 
terístico la  suma  de  conocimientos  a  que  había  llegado 
la  humanidad.  Cuando  los  viajeros  observaron  las  des- 
viaciones de  la  aguja  magnética,  decidieron  que  lo  que 
se  desviaba  no  era  la  aguja,  sino  la  estrella  polar.  Te- 
nía tai  vez  Colón  tantos  conocimientos  como  cualquier 
otro  geógrafo  de  su  época ;  pero  llegó  a  la  conclusión 
de  que  la  causa  de  ciertos  fenómenos  debía  de  ser  el 
estar  navegando  sobre  una  corcova  de  la  tierra.  Esto 
se  hizo  más  evidente  en  el  viaje  que  realizó  después 
al  Orinoco,  cuando  halló  una  corcova  todavía  mayor 
y  dedujo  que  el  mundo  debía  tener  la  forma  de  una 
j>era.  Es  interesante  notar  que,  a  no  ser  por  un  cam- 
bio accidental  de  su  derrota,  los  viajeros  hubieran  en- 
contrado la  corriente  del  golfo  que  les  hubiera  llevado 
hacia  el  norte,  en  cuyo  caso  la  parte  que  hoy  ocupan 
los  Estados  Unidos  hubiera  sido  el  primet  campo  de 
la  conquista  de  España. 

El  primer  hombre  blanco  que  víó  la  tierra  del  Nue- 
vo Mundo,"  fué  un  simple  marinero  llamado  Rodrigo 
de  Triana,  si  bien  el  mismo  Colón  había  divisado  unaí 
luz  la  noche  anterior.  Aun  cuando  es  probable — como 


DEL  SIGLO  XVI  St 

verá  el  lector  más  adelante — que  Cabot  viese  el  conti- 
nente de  América  antes  que  Colón  (en  1497),  ^"^  Colón 
quien  descubrió  el  Nuevo  Mundo,  tomó  posesión  de 
él  como  gobernador  en  nombre  de  España,  y  hasta 
fundó  en  él  las  primeras  colonias  europeas,  constru- 
yendo y  poblando  con  43  hombres  un  pueblo  que  bau- 
tizó con  el  nombre  de  la  Navidad,  en  la  isla  de  Santo 
Domingo  (o  Española  como  él  la  llamaba),  en  diciem- 
bre de  1492.  Además,  si  Colón  no  hubiese  antes  des- 
cubierto el  Nuevo  Mundo,  Cabot  nunca  hubiera  na- 
vegado. 

Los  exploradores  fueron  de  isla  en  isla,  encontran- 
do en  ellas  muchas  cosas  notables.  En  Cuba,  donde 
llegaron  el  26  de  octubre,  descubrieron  el  tabaco,  que 
no  era  conocido  en  los  países  civilizados,  así  como  la 
desconocida  batata.  Estos  dos  productos,  de  cuyo  va- 
lor no  supo  darse  cuenta  ninguno  de  los  primeros  ex- 
ploradores, debían  ser  factores  más  importantes  en  los 
mercados  monetarios  y  en  las  comodidades  del  mundo, 
que  todos  los  tesoros  de  mayor  brillo.  También  la  ha- 
maca y  su  nombre  fueron  conocidos  por  personas  ci- 
vilizadas después  de  ese  primer  viaje. 

En  marzo  de  1493,  después  de  un  terrible  viaje  de 
regreso,  Colón  se  halló  de  nuevo  en  España,  comuni- 
cando la  portentosa  nueva  a  Fernando  e  Isabel,  a  quie- 
nes mostró  sus  trofeos  de  oro,  algodón,  pájaros  de  vis- 
toso plumaje,  plantas  y  animales  raros,  v  hombres  más 
extraños  todavía,  puesto  que  llevó  nueve  indios,  que 
fueron  los  primeros  americanos  que  se  trasladaron  a 
Europa.  Agradecido  su  país  adoptivo,  confirió  a  Colón 
toda  clase  de  honores.  Debió  de  ser  un  hermoso  espec- 
táculo el  que  presentaba  aquel  alto,  fornido,  tostado 
y  encanecido  nuevo  grande  de  España,  montando  a 
caballo  junto  al  rey,  y  con  explendor  casi  regio,  ante 
la  asombrada  Corte. 

La  grave  y  graciosa  reina  mostraba  gran  interés, 
por  los  descubrimientos  realizados  y  mucho  entusiasmo 
para  disponer  otros  nuevos.  El  Nuevo  Mundo  era  un 
potente  atractivo,  para  su  inteligencia  y  su  corazón  de 
mujer;  y  en  cuanto  a  los  aborígenes,  llegó  a  enfras- 
carse en  muy  meditados  planes  para  su  bienandan- 


32  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

za.  Después  que  Colón  probó  que  se  podía  navegar  de 
un  lado  a  otro  del  mundo  sin  caer  en  el  espacio  «fuera 
del  borde»,  se  presentaron  muchos  imitadores  (*).  Había 
llevado  a  cabo  la  obra  de  un  genio,  halló  el  camino,  y 
había  terminado  su  gran  misión.  Si  se  hubiese  deteni- 
do allí,  hubiera  dejado  un  nombre  más  excelso,  pues 
en  todo  lo  que  hizo  después  no  demostró  tener  apti- 
tudes. 

Organizóse  a  toda  prisa  una  segunda  expedición, 
y  el  25  de  septiembre  de  1493  salió  Colón  de  nuevo, 
llevando  esta  vez  mil  quinientos  españoles  en  diez  y 
siete  buques,  con  animales  y  utensilios  para  colonizar 
su  Nuevo  Mundo.  Y  entonces,  con  estrictas  órdenes  de 
la  Corona  de  cristianizar  a  los  indios  y  de  darles  siem- 
pre buenos  tratos.  Colón  llevó  consigo  los  doce  prime- 
ros misioneros  que  fueron  a  América.  El  asombroso 
cuidado  maternal  de  España  por  las  almas  y  los  cuer- 
pos de  los  salvajes  que  por  tanto  tiempo  disputaron 
su  entrada  en  el  Nuevo  Mundo,  empezó  temprano  y 
nunca  disminuyó.  Ninguna  otra  nación  trazó  ni  llevó 
a  cabo  un  ((régimen  de  las  Indias»  tan  noble  como  el 
que  ha  mantenido  España  en  sus  posesiones  occiden- 
tales por  espacio  de  cuatro  siglos. 

El  segundo  viaje  se  realizó  luchando  con  mil  y 
mil  dificultades.  Algunos  de  los  buques  eran  inservi- 
bles y  hacían  agua,  teniendo  las  tripulaciones  que  achi- 
carlos continuamente. 

Colón  desembarcó  por  segunda  vez  en  el  Nuevo 
'Mundo  el  3  de  noviembre  de  1493,  en  la  isla  de  la  Do- 
minica. Su  colonia  de  La  Navidad  había  sido  destrui- 
da, y  en  diciembre  fundó  la  ciudad  de  Isabela.  En  ene- 
ro de  1494  construyó  allí  la  primera  iglesia  que  se  eri- 
gió en  el  Nuevo  Mundo.  Durante  esa  misma  estancia 
construyó  también  el  primer  camino. 

Conforme  antes  hemos  dicho,  los  primeros  viajes 
a  América  no  eran  tan  difíciles  como  el  obtener  los 
medios  para  realizarlos  ;  y  los  riesgos  del  mar  no  eran 
nada^comparados  con  los  que  existían  después  de  lle- 
gar a  tierra.  Entonces  fué  cuando  Colón  experimentó 

(*)    Como  decía  el  mismo  «hasta  los  sastres  se  volTíeron  eiploraderes.» 


DEL   SIGLO   XVI  33 

ios  disíTustos  que  obscurecieron  el  resto  de  su  vida  glo- 
riosa. Si  grande  fué  su  genio  como  explorador,  coma 
colonizador  fué  un  fracasado  ;  y  aun  cuando  fundó  las 
primeras  cuatro  ciudades  del  Nuevo  Mundo,  sólo  sir- 
vieron para  su  mal.  Sus  colonos  de  Isabela  no  tarda- 
ron en  amotinarse,  y  San  Tomás,  que  fundó  en  Haití, 
no  le  dio  mejor  resultado.  Las  penalidades  de  sus  con- 
tinuas exploraciones  en  las  Antillas  alteraron  su  sa- 
lud, y  estuvo  enfermo  en  Isabela  cerca  de  medio  afío^ 
A  no  ser  por  su  audaz  y  diestro  hermano  Bartolomé, 
de  quien  tan  poco  se  sabe,  no  se  hubieran  tenido  tan- 
tas noticias  de  Colón. 

En    1495,   la  Corona,   justamente  disgustada  por 
la  ineptitud  del  primer  virrey  del  Nuevo  Mundo,  en- 
yió  a  Juan  Aguado  con  la  comisión  de  inspeccionar  lo 
que  allí  ocurría.  Esto  era  más  de  lo  que  Colón  podía 
tolerar,  y  dejando  a  Bartolomé  como  Adelantado  (ran- 
go que  ahora  no  tiene  equivalente  y  que  era  el  de  un 
oficial  que  mandaba  en  jefe  una  expedición  de  descu- 
bridores). Colón  se  apresuró  a  regresar  a  España  y  a 
sincerarse  con  sus  soberanos.  Volviendo  a  América 
tan  pronto  como  le  fué  posible,  descubrió  por  fin  el  con- 
tinente de  la  América  del  Sur,  el  día  primero  de  agos- 
to de  1498  ;  pero  creyó  en  un  principio  que  era  una 
isla,  y  le  puso  el  nombre  de  Zeta.  Sin  embargo,  muy 
pronto  llegó  a  la  desembocadura  del  Orinoco,  cuya  cau- 
dalosa corriente  le  hizo  deducir  que  regaba  un  con- 
tinente. 

Sintiéndose  enfermo,  volvió  a  Isabela,  y  allí  se 
encontró  con  que  los  colonos  se  habían  rebelado  con- 
tra Bartolomé.  Colón  aplacó  a  los  amotinados,  en- 
viándolos  a  España  con  unos  cuantos  esclavos,  acta 
que  no  le  honra  v  que  sólo  puede  disculpar  la  época 
en  que  vivía.  La  buena  reina  Isabel  se  indignó  de  tal 
modo  al  saber  esta  barbaridad,  que  ordenó  que  se  pu- 
siese en  libertad  a  los  pobres  indios,  y  envió  a  Fran- 
cisco de  Bobadilla,  el  cual  aprehendió  a  Colón  y  a 
sus  dos  hermanos  el  año  1500  en  la  Española,  y  los 
embarcó,  encadenados,  para  la  Península.  No  tardó 
Colón  en  rehabilitarse  con  la  Corona,  y  Bobadilla  fué 
depuesto ;  pero  con  eso  terminó  el  virreinato  de  Co- 


34         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

lón  en  el  Nuevo  Mundo.  En  1502  emprendió  su  cuarto 
viaje;  descubrió  la  Martinica  y  otras  islas,  y  en  1503 
fundó  su  cuarta  colonia,  a  la  que  dio  el  nombre  de 
Belén.  Pero  la  desgracia  se  le  venía  encima.  Des- 
pués de  más  de  un  año  de  penalidades  y  trastornos,  re- 
gresó a  España,  y  allí  murió  el  20  de  mayo  de  1506. 

En  Valladolid  se  dio  sepultura  a  los  restos  del  des- 
cubridor de  un  mundo  ;  pero  varias  veces  fueron  tras- 
ladados a  distintos  lugares.  Se  dice  que  están  ahora 
sepultados  en  una  capilla  de  la  catedral  de  la  Habana, 
al  lado  de  los  de  su  hijo  Diego  ;  pero  no  puede  tenerse 
certeza  de  esto.  Tampoco  la  hay  para  negar  que  tan 
preciosa  reliquia  se  conservarse  e  inhumase  en  la  isla 
de  Santo  Domingo,  adonde  realmente  fueron  condu- 
cidos desde  España.  De  todos  modos,  se  hallan  en  el 
Nuevo  Mundo,  descansando  finalmente  en  paz  en  el 
seno  de  la  América  que  descubrió. 

No  era  Colón  ni  un  hombre  perfecto  ni  un  tunan- 
te ;  aun  cuando  se  le  ha  presentado  bajo  ambos  aspec- 
tos. Era  un  hombre  notable,  y,  teniendo  en  cuenta  su 
época  y  su  profesión,  era  un  hombre  bueno.  A  la  fe 
del  genio,  reunía  una  maravillosa  energía  y  tenacidad, 
y  gracias  a  su  testarudez  pudo  llevar  a  cabo  una  idea 
que  ahora  nos  parece  natural ísima,  pero  que  entonces 
todo  el  mundo  consideraba  absurda.  Mientras  se  limi- 
tó a  la  profesión  a  que  se  había  dedicado  y  en  la 
que  probablemente  ni  tenía  entonces  quien  le  iguala- 
se, sus  hechos  fueron  portentosos.  Pero  cuando,  des- 
pués de  medio  siglo  de  navegante,  de  repente  se  con- 
virtió en  virrey,  vino  a  ser  como  el  proverbial  «mari- 
no en  tierra»  :  se  perdió  por  completo.  En  el  desem- 
peño de  su  nuevo  cargo,  fué  poco  práctico,  tozudo  y 
hasta  perjudicial  a  la  colonización  del  Nuevo  Mundo. 
Se  ha  dado  en  la  flor  de  acusar  a  los  reyes  de  España 
de  baja  ingratitud  para  con  Colón  ;  pero  esto  es  injus- 
to. La  culpa  la  tuvo  él  con  sus  propios  actos,  que  hi- 
cieron necesarias  y  justas  las  rigurosas  medidas  de  la 
Corona.  No  era  buen  administrador,  ni  tenía  elevados 
principios  morales,  sin  los  cuales  ningún  gobernante 
puede  ganar  prestigio.  Sus  fracasos  no  eran  debidos 
a  bellaquería,  sino  a  ciertas  debilidades  y  a  su  inepti- 


DEL   SIGLO   XVI  35 

tud  en  general  para  el  desempeño  de  su  nuevo  cargo^ 
al  cual,  a  sus  años,  le  era  difícil  adaptarse. 

Hay  muchos  retratos  de  Colón,  pero  probablemen- 
te ninguno  se  le  parece.  En  su  tiempo  era  desconoci- 
da la  fotografía,  y  no  sabemos  que  ninguno  de  sus  re- 
tratos se  tomase  del  natural.  Todos  los  que  se  cono- 
cen, con  una  sola  excepción,  se  hicieron  después  de  su 
muerte,  y  todos  de  memoria  o  ajustándose  a  descrip- 
ciones de  su  semblante.  Se  le  representa  alto  e  impo- 
nente, de  aspecto  severo,  ojos  grises,  nariz  aguileña, 
mejillas  coloradas  y  pecosas  y  pelo  cano,  y  gustaba 
de  llevar  el  hábito  gris  de  los  misioneros  franciscanos. 
Han  quedado  algunas  de  sus  cartas  originales,  con  su 
notable  autógrafo,  y  un  dibujo  que  se  le  atribuye. 


LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 


IV 

HACIENDO  GEOGRAFÍA 

^l  lENTRAS  Colón  navegaba  de  un  lado  a  otro  del 
Océano,  entre  el  Viejo  y  el  Nuevo  Mundo  des- 
cubierto por  él,  y  construía  ciudades  y  daba  nombre  a 
futuras  naciones,  Inglaterra  parecía  casi  dispuesta  a 
meter  baza.  Europa  entera  sintióse  pronto  conmovida 
por  las  extrañas  noticias  procedentes  de  España.  Mo- 
vióse entonces  Inglaterra,  valiéndose  de  un  veneciano 
conocido  por  el  nombre  de  Sebastián  Cabot.  El  día  5 
de  marzo  de  1496 — cuatro  años  después  del  descubri- 
miento de  Colón, — Enrique  VII  de  Inglaterra  expi- 
dió una  patente  a  ((Juan  Gabote,  ciudadano  de  Vene- 
cia»  y  sus  tres  hijos,  autorizándoles  para  navegar  ha- 
cia occidente  en  un  viaje  de  exploración.  Juan  y  su 
hijo  Sebastián  salieron  de  Bristol  en  1497,  y  al  nacer 
el  día  24  de  junio  del  mismo  año  vieron  el  continente 
de  América, — probablemente  la  costa  de  Nueva  Esco- 
cia ; — pero  nada  más  hicieron.  Después  de  su  regreso 
a  Inglaterra,  murió  el  viejo  Cabot.  En  mayo  de  1498 
emprendió  Sebastián  su  segundo  viaje,  que  probable- 
mente le  llevó  a  la  Bahía  de  Hudson  y  unos  cuantos 
centenares  de  millas  costa  abajo.  Hay  pocas  probabi- 
lidades en  favor  de  la  hipótesis  de  que  llegase  a  ver 
parte  alguna  de  lo  que  es  hoy  los  Estados  Unidos. 
Navegaba  errante  por  los  mares  del  Norte,  de  tal 
modo,  que  los  300  colonos  que  se  llevó,  perecieron  de 
frío  en  el  mes  de  julio. 

Inglaterra  no  trató  muy  bien  a  su  primer  expío- 


DEL  SIGLO   XVI  37 

rador,  y  en  15 12  entró  Cabot  al  servicio,  más  grato,  de 
España.  En  1517  salió  para  las  posesiones  españolas 
de  las  Antillas,  y  en  ese  viaje  le  acompañó  un  ingles 
llamado  Tomás  Pert.  En  agosto  de  1526  volvió  a  salir 
Cabot  con  otra  expedición  española,  con  rumbo  al  1  a- 
cífico,  ya  descubierto  por  un  héroe  español ;  pero  se 
amotinaron  sus  oficiales  y  se  vio  obligado  a  abando- 
nar la  empresa.  Exploró  el  Río  de  la  Plata  en  una 
extensión  de  mil  millas,  aproximadamente  ;  construyó 
un  fuerte  en  una  de  las  bocas  del  Paraná,  y  exploró 
parte  de  dicho  río  y  del  Paraguay,  pues  la  America  del 
Sur  había  sido  posesión  española  durante  casi  una  ge- 
neración. De  allí  regresó  a  España,  y  más  tarde  a  In- 
glaterra, donde  murió,  por  el  año  de  1557. 

Se  han  perdido  todos  los  mapas  imperfectos  que 
hizo  Cabot  del  Nuevo  Mundo,  a  excepción  de  uno  que 
se  conserva  en  Francia  ;  y  no  ha  quedado  de  ese  nave- 
gante documento  alguno.  Cabot  era  un  verdadero  ex- 
plorador y  debe  incluírsele  en  la  lista  de  los  primeros 
de  América  ;  pero  como  uno,  cuyo  trabajo  fué  infruc- 
tuoso y  sin  consecuencias,  y  que  vio  el  Nuevo  Mundo, 
pero  no  hizo  en  él  nada  práctico.  Era  hombre  de  gran 
valor  y  de  tenaz  perseverancia,  y  se  le  recordará  siem- 
pre como  descubridor  de  Terranova  y  del  extremo  su- 
perior del  Continente  norteamericano. 

Después  de  Cabot,  Inglaterra  durmió  una  siesta 
de  más  de  medio  siglo.  Cuando  se  despabiló,  se  en- 
contró con  que  los  despiertos  hijos  de  España  se  ha- 
bían esparcido  por  la  mitad  del  Nuevo  Mundo,  y  que 
hasta  Francia  y  Portugal  la  habían  dejado  rezagada. 
Cabot,  que  no  era  inglés,  fué  el  primer  explorador  que 
envió  Inglaterra  ;  y  a  éste  siguieron  Drake  y  Hawkins, 
y  más  tarde  los  capitanes  Amadas  y  Barlow,  con  lap- 
sos de  setenta  y  cinco  y  ochenta  y  siete  años  respecti- 
vamente, durante  los  cuales  una  gran  parte  de  los  dos 
continentes  había  sido  descubierta,  explorada  y  pobla- 
da por  otras  naciones,  de  las  que  decididamente  iba 
España  a  la  cabeza.  Colón,  el  primer  explorador  que 
envió  España,  no  era  español  ;  pero  con  su  primer  des- 
cubrimiento se  inició  una  corriente  tan  impetuosa  y 
tan  constante  de  exploradores  nacidos  en  España,  que 


38         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

en  cien  años  hicieron  más  en  América  que  todas  las 
otras  naciones  de  Europa  juntas  en  los  primeros  tres- 
cientos años.  Cabot  vio,  pero  nada  hizo  ;  y  tres  cuar- 
tos de  siglo  después  Sir  John  Hawkins  y  Sir  Francis 
Drake — de  quienes  hacen  las  viejas  historias  grandes 
elogios,  pero  que  se  enriquecieron  vendiendo  infelices 
africanos  como  esclavos  y  con  sus  piraterías  contra 
buques  y  ciudades  indefensas  de  las  colonias  de  Es- 
paña, con  las  que  Inglaterra  se  hallaba  en  paz, — vie- 
ron los  Antillas  y  el  Pacífico,  cuando  hacía  más  de 
medio  siglo  que  eran  posesiones  españolas.  Drake  fué 
el  primer  inglés  que  pasó  por  el  Estrecho  de  Magalla- 
nes, y  lo  hizo  sesenta  años  después  que  aquel  heroico 
portugués  lo  descubriera  y  bautizara  con  su  sangre  y 
su  vida.  Drake  fué  probablemente  el  primero  que  vio 
la  tierra  que  hoy  llamamos  Oregón,  único  descubri- 
miento que  hizo  de  alguna  importancia.  Tomó  pose- 
sión de  Oregón  para  Inglaterra,  con  el  nombre  de 
((Nueva  Albión»  ;  pero  la  vieja  Albión  jamás  fundó 
allí  colonia  alguna. 

Sir  John  Hawkins,  pariente  de  Drake,  fué  como 
éste  un  marino  distinguido  ;  pero  no  un  verdadero 
descubridor  ni  explorador.  Ninguno  de  los  dos  explo- 
ró o  colonizó  el  Nuevo  Mundo,  y  ninguno  tampoco 
dejó  en  la  historia  de  éste  más  honda  impresión  que  si 
nunca  hubieran  nacido.  Drake  llevó  a  Inglaterra  las 
primeras  patatas  ;  pero  no  se  soñó  siquiera  en  la  im- 
portancia de  tal  descubrimiento  hasta  mucho  tiempo 
después,  y  eso  por  otros  hombres. 

Los  capitanes  Amadas  y  Barlow,  en  1584,  vieron 
la  costa  en  el  Cabo  Hatteras  y  la  isla  de  Roanoke,  y 
se  alejaron  de  ella  sin  resultado  permanente.  Al  si- 
guiente año,  Sir  Richard  Grenville  descubrió  el  Cabo 
Fear,  y  de  ahí  no  pasó.  Siguieron  las  famosas,  pero 
pequeñas  expediciones  de  Sir  Walter  Raleigh  a  Vir- 
ginia, al  Orinoco  y  a  Nueva  Guinea,  y  los  menos  im- 
portantes viajes  de  John  Davis  al  Noroeste,  en  1585-87. 

No  debemos  tampoco  olvidar  Tos  infructuosos  via- 
jes del  valiente  Martín  Frobisher  a  la  Groenlandia, 
en  1576-81.  No  hubo  más  exploraciones  de  Inglaterra 
en  América  hasta  el  siglo  xvii.  En  1602,  el  capitán 


DEL   SIGLO   XVI  39 

Gosnold  costeó  casi  todo  el  litoral  del  Atlántico,  par- 
titularmente  alrededor  del  Cabo  Cod  ;  y  hasta  cinco 
años  más  tarde  no  empezó  la  ocupación  d^l  Nuevo 
Mundo  por  Inglaterra.  La  primera  colonia  inglesa  que 
hizo  gran  papel  en  la  historia — como  no  lo  hizo  Jame»- 
town — fué  la  de  los  Padres  Peregrinos,  en  1602  ;  j 
esos  no  vinieron  con  el  objeto  de  inaugurar  un  mundo 
nuevo,  sino  para  huir  de  la  intolerancia  del  viejo.  En 
realidad,  como  ha  hecho  notar  Mr.  Winsor,  los  sajo- 
nes no  tuvieron  gran  interés  por  América  sino  cuando 
empezaron  a  comprender  que  ofrecía  oportunidades  al 
co7nercio. 

Pero,  si  volvemos  los  ojos  a  España,  ¡  cuánto  no 
hizo  en  los  cien  años  que  pasaron  después  de  Colón  y 
antes  del  desembarco  de  los  fugitivos  ingleses  en  Plv- 
mouth  Rock  I  En  1499  Vicente  Yáñez  de  Pinzón,  com- 
pañero de  Colón,  descubrió  la  costa  del  Brasil  y  re- 
clamó dicho  país  en  nombre  de  España  ;  pero  no  dejó 
allí  colonia  alguna.  Hizo  sus  descubrimientos  cerca  de 
las  bocas  del  Amazonas  y  del  Orinoco,  y  fué  el  pri- 
mer europeo  que  vio  el  mayor  río  del  mundo.  Al  año 
siguiente,  Pedro  Alvarez  Cabral,  portugués,  fué  arro- 
jado a  la  costa  del  Brasil  por  una  tormenta  ;  tomó  po- 
sesión en  nombre  de  Portugal  y  fundó  allí  una  co- 
lonia. 

En  cuanto  a  Américo  Vespucio,  el  insignificante 
aventurero,  cuya  fama  de  tal  modo  eclipsa  sus  hechos, 
son  en  extremo  dudosas  sus  pretensiones  por  lo  que 
toca  a  América.  Vespucio  nació  en  Florencia,  en  145 1, 
y  era  un  hombre  instruido,  pues  su  padre  ejercía  de 
notario  y  tenía  un  tío  dominico  que  le  enseñó  humani- 
dades. Fué  dependiente  de  la  gran  casa  de  los  Médicis, 
y  hallándose  a  su  servicio,  lo  enviaron  a  España  en 
1490.  Estando  allí,  entró  al  empleo  del  comerciante 
que  equipó  la  segunda  expedición  de  Colón,  el  cual 
era  un  florentino  llamado  Juanoto  Berardi.  Cuando 
éste  murió,  en  1405,  dejó  sin  terminar  una  contrata 
para  equipar  doce  buques  para  la  Corona  ;  y  se  encar- 
gó a  Vespucio  que  llevase  a  cabo  la  contrata.  No  hav 
razón  alguna  para  creer  que  acompañase  a  Colón  en  su 
primero,  ni  en  su  segundo  viaje.  Según  su  propio  reía- 


40         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

(O,  salió  de  Cádiz  el  día  lo  de  mayo  de  1497,  en  una 
expedición  española,  y  llegó  al  continente  de  América 
diez  y  ocho  días  antes  de  que  lo  viese  Cabot.  Es  ri- 
dículo el  supuesto  de  algunas  enciclopedias  de  que  Ves- 
pucio  ((probablemente  se  remontó  por  el  norte  hasta 
el  cabo  Hatteras».  Hay  pruebas  innegables  de  que 
nunca  vio  ni  una  pulgada  del  Nuevo  Mundo  al  norte 
del  Ecuador.  Volviendo  a  España  a  fines  de  1498,  se 
embarcó  de  nuevo  el  16  de  mayo  de  1499,  en  compa- 
ñía de  Ojeda,  con  rumbo  a  Santo  Domingo,  y  en  ese 
viaje  empleó  unos  diez  y  ocho  meses.  Salió  de  Lisboa 
en  su  tercer  viaje,  el  10  de  mayo  de  1501,  con  destino 
al  Brasil.  No  es  cierto,  aun  cuando  lo  digan  las  enci- 
clopedias, que  descubriese  y  diese  nombre  a  la  bahía 
de  Río  Janeiro  :  ambos  honores  pertenecen  a  Cabral, 
verdadero  descubridor  y  explorador  del  Brasil  y  hom- 
bre de  mucha  más  importancia  histórica  que  Vespu- 
€Ío.  El  cuarto  viaje  de  este  último  le  llevó  a  Lisboa, 
el  10  de  junio  de  1503,  a  Bahía,  y  de  allí  a  Cabo  Frío, 
donde  construyó  un  pequeño  fuerte.  En  1504  regresó 
a  Portugal,  y  al  año  siguiente  a  España,  donde  mu- 
rió en  1512. 

La  historia  de  estos  viajes  no  tiene  más  fundamen- 
to que  el  propio  relato  de  Vespucio,  el  cual  no  merece 
entero  crédito.  Es  probable  que  no  se  hiciese  a  la  mar 
en  todo  el  año  1497,  y  es  del  todo  cierto  que  no  tuvo 
la  menor  participación  en  los  verdaderos  descubrimien- 
tos del  Nuevo  Mundo. 

El  nombre  de  «América»  lo  inventó  y  aplicó  por 
primera  vez  en  1507  un  mal  informado  impresor  ale- 
mán, llamado  Waldzeemüller,  a  cuyo  poder  llegaron 
los  documentos  de  Vespucio.  La  historia  está  llena  de 
injusticias  ;  pero  nunca  se  ha  cometido  otra  mayor 
que  ese  bautismo  de  América.  Con  igual  razón  hubie- 
ra podido  llamársela  Valdzeemüllera.  El  primer  mapa 
del  Nuevo  Mundo  lo  hizo  el  español  Juan  de  la  Cosa, 
en  1500  (*),  y  ese  mapa  le  parecería  hoy  muy  raro  a 
cualquier  chico  de  la  escuela.  La  primera  geografía 


<•)    De  Santoña,  Santander 


DEL   SIGLO   XVI  4 1 

de  América,  que  data  de  1517,  se  debe  a  Enciso,  un 
español. 

Es  grato  pasar  de  un  hombre  harto  ponderado  y 
de  hechos  muy  dudosos,  a  esos  verdaderos  pero  casi 
desconocidos  héroes  portugueses  que  se  llamaron  Gas- 
par y  Miguel  Corte-Real.  Gaspar  salió  de  Lisboa  ef 
año  1500,  y  descubrió  y  dio  nombre  a  Labrador.  En 
1 50 1  se  embarcó  de  nuevo  en  Portugal  para  el  mar 
Ártico,  y  no  se  le  volvió  a  ver.  Después  de  esperar  un 
año,  su  hermano  Miguel  dirigió  una  expedición  para 
rescatarlo ;  pero  también  él  pereció,  con  todos  sus 
hombres,  entre  los  témpanos  del  mar  del  Norte.  Un 
tercer  hermano  quiso  salir  en  busca  de  los  perdidos 
exploradores  ;  pero  se  lo  prohibió  el  rey,  quien  envió 
una  expedición  de  dos  buques  para  salvarlos  :  sin  em- 
bargo, no  se  halló  la  menor  huella  de  los  valientes 
Corte-Reales  ni  de  ninguno  de  sus  hombres. 

Tales  fueron  las  exploraciones  de  América  hasta 
fines  de  la  primera  década  del  siglo  xvi :  una  serie  de 
viajes  atrevidos  y  peligrosos  (de  los  cuales  sólo  hemos 
mencionado  los  más  notables  de  la  gran  invasión  es- 
pañola), que  dieron  como  resultante  el  establecimien- 
to de  unas  cuantas  colonias  efímeras  pero  importantes 
únicamente  como  un  atisbo  por  las  puertas  del  Nuevo 
Mundo.  Las  verdaderas  penalidades  y  peligros,  la  ver- 
dadera exploración  y  conquista  de  las  Américas,  co- 
menzaron con  la  década  de  1510  a  1520:  principio 
de  una  centuria  de  exploraciones  y  conquistas  tales 
como  jamás  vio  el  mundo  antes,  ni  ha  vuelto  a  ver  des- 
pués. España  lo  hizo  todo,  salvo  las  heroicas  pero 
comparativamente  pequeñas  hazañas  de  Portugal  en 
la  América  del  Sur,  entre  los  sitios  conquistados  por 
España.  El  siglo  xvi,  en  lo  que  afecta  al  Nuevo  Mun- 
do, no  tiene  paralelo  en  la  historia  militar,  y  produjo, 
o  mejor  dicho,  desarrolló  hombres  tales  que  en  sus 
proezas  sobrepujaron  en  alto  grado  a  cuantos  conquis- 
tadores vinieron  después.  Nuestra  parte  del  hemisferio 
jamás  ha  dado  a  la  historia  unos  capítulos  de  conquis- 
ta can  sorprendentes  como  los  que  grabaron,  en  los 
formidables  y  selváticos  desiertos  del  sur.  Cortés,  Pi- 


42         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

zarro,  Valdivia  y  Quesada,  los  más  grandes  domina- 
dores de  la  América  salvaje. 

Hubo  por  lo  menos  otros  cien  héroes  españoles  en 
aquella  época,  desconocidos  de  la  fama  y  enterrados  en 
la  obscuridad  hasta  que  la  verdadera  historia  les  dé  su 
bien  ganada  gloria.  No  hay  motivo  para  creer  que 
esos  héroes  olvidados  fuesen  m.ás  capaces  de  realizar 
grandes  hazañas  que  nuestros  Israel  Putnams,  Ethan 
Allens,  Francis  Marions  y  Daniel  Boones  ;  pero  hi- 
cieron  cosas  mucho  más  grandes,  espoleados  por  una 
mayor  necesidad  y  en  el  momento  perentorio.  He  di- 
cho un  centenar  ;  pero  realmente  la  lista  es  demasiado- 
larga  para  ni  siquiera  catalogarla  aquí ;  y  el  ocupar- 
nos de  sus  más  grandes  cofrades,  nos  dará  materia  su- 
ficiente para  llenar  este  libro.  Ninguna  otra  nación  ma- 
dre, dio  jamás  a  luz  cien  Stanleys  y  cuatro  Julios  Cé- 
sares en  un  siglo  ;  pero  eso  es  una  parte  de  lo  que 
hizo  España  para  el  Nuevo  Mundo.  Pizarro,  Cortés, 
Valdivia  y  Quesada  tienen  derecho  a  ser  llamados  los 
Césares  del  Nuevo  Mundo,  y  ninguna  de  las  conquis- 
tas, en  la  historia  de  América,  puede  compararse  con^ 
las  que  ellos  llevaron  a  cabo.  Es  sumamente  difícil  de- 
cir cuál  de  los  cuatro  fué  el  más  grande  ;  si  bien  para 
el  historiador  sólo  hay  una  respuesta  posible.  La  elec- 
ción está,  por  de  contado,  entre  Cortés  y  Pizarro,  y 
durante  mucho  tiempo  se  ha  hecho  con  error.  Cortés 
fué  el  primero  en  el  orden  cronológico,  y  sus  hechos 
se  realizaron  más  cerca  de  nuestro  país.  Era  un  hom- 
bre muy  ilustrado  en  su  época  y,  como  César,  tenía 
la  ventaja  de  saber  escribir  su  propfe  biografía  ;  mien- 
tras que  su  primo  lejano  Pizarro,  no  sabía  leer  ni  es- 
cribir y  firmaba  con  una  cruz  ;  notable  contraste  con 
la  firma  bien  trazada  y  elegante,  en  aquella  época,  de 
Hernán  Cortés.  Pero  Pizarro,  que  desde  un  principio 
tuvo  la  desventaja  de  su  falta  de  instrucción  ;  que  se 
vio  obligado  a  luchar  con  penalidades  y  obstáculos  in- 
finitamente mayores  que  Cortés,  y  supo  conquistar  un 
territorio  tan  grande  como  el  de  éste  con  una  tercera 
parte  de  hombres,  mucho  más  violentos  y  rebeldes, 
fué,  sin  duda  alguna,  el  más  grande  de  los  españoles 
que  fueron  a  América,  y  a  la  vez  el  más  grande  de  los 


DEL   SIGLO   XVI  43; 

dominadores  del  Nuevo  Mundo.  Por  esta  razón,  y 
porque  ha  sido  tratado  con  tan  supina  injusticia,  he  es- 
cogido su  maravillosa  carrera,  que  se  relatará  más  ade- 
lante, como  ejemplo  del  supremo  heroísmo  de  los  pri- 
meros exploradores  españoles. 

Pero,  si  bien  Pizarro  fué  el  más  grande,  los  cua- 
tro citados  son  dignos  de  ser  considerados  como  los 
Césares  de  América. 

Lo  cierto  es  que  aquel  grande  hombre,  pequeño  y" 
calvo,  de  la  antigua  Roma,  que  llena  con  sus  hechos 
las  páginas  de  la  historia  antigua,  ninguna  proeza 
llevó  a  cabo  que  superase  las  de  cada  uno  de  esos 
cuatro  héroes  españoles,  los  cuales,  con  unos  pocos 
compatriotas  harapientos  en  vez  de  las  férreas  legio- 
nes romanas,  conquistaron  cada  uno  un  inconcebible 
desierto,  tan  salvaje  como  el  que  halló  César,  y  cinco 
veces  mayor.  La  opinión  popular  hizo  durante  mucho 
tiempo  una  gran  injusticia  a  esos  y  otros  de  los  con- 
quistadores españoles,  empequeñeciendo  sus  hechos 
militares  por  causa  de  la  gran  superioridad  de  sus  ar- 
mas sobre  los  indígenas,  y  acusándoles  de  crueles  y^ 
despiadados  en  la  exterminación  de  los  aborígenes. 
La  luz  clara  y  fría  de  la  verdadera  historia  nos  los 
presenta  de  un  modo  muy  distinto.  En  primer  lugar, 
la  ventaja  de  las  armas  apenas  era  otra  cosa  que  una 
superioridad  moral  en  inspirar  el  terror  al  principio^ 
entre  los  naturales,  puesto  que  las  tristemente  toscas- 
e  ineficaces  armas  de  fuego  de  aquella  época,  apenas 
eran  más  peligrosas  que  los  arcos  y  las  flechas  que  se 
les  oponían.  Su  eficacia  no  tenía  mucho  mayor  alcan- 
ce que  las  flechas,  y  eran  diez  veces  más  lentas  en  sus 
disparos.  En  cuanto  a  las  pesadas  y  generalmente  di- 
lapidadas armaduras  de  los  españoles  y  de  sus  caba- 
llos, no  protegían  del  todo  a  unos  ni  a  otros  contra 
'las  flechas  de  cabeza  de  ágata  de  los  indígenas,  y  co- 
locaban al  hombre  y  al  bruto  en  desventaja  para  lu- 
char con  sus  ágiles  enemigos  en  un  lance  extremo, 
además  de  ser  una  carga  muy  pesada  con  el  calor  de 
los  trópicos.  La  «artillería»  de  aquellos  tiempos  era 
casi  tan  inútil  como  los  ridículos  arcabuces.  En  cuan- 
to a  su  comportamiento  con  los  indígenas,  hay  que  re- 


44         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

conocer  que  los  que  resistieron  a  los  españoles  fueron 
tratados  con  muchísima  menos  crueldad  que  los  que 
se  hallaron  en  el  camino  de  otros  colonizadores  euro- 
peos. Los  españoles  no  exterminaron  ninguna  nación 
aborígena — como  exterminaron  docenas  de  ellas  nues- 
tros antepasados  (*) — y,  además,  cada  primera  y  ne- 
cesaria lección  sangrienta  iba  seguida  de  una  educa- 
ción y  de  cuidados  humanitarios.  Lo  cierto  es  que  la 
población  india  de  las  que  fueron  posesiones  españo- 
las en  América,  es  hoy  mayor  de  lo  que  era  en  tiempo 
de  la  conquista,  y  este  asombroso  contraste  de  condi- 
ciones y  la  lección  que  encierra  respecto  del  contraste 
de  los  métodos,  es  la  mejor  contestación  a  los  que  han 
pervertido  la  historia. 

Sin  embargo,  antes  de  hablar  de  los  grandes  con- 
quistadores, debemos  bosquejar  la  vida  aventurera  y 
^1  fin  trágico  del  descubridor  del  océano  Pacífico,  Vas- 
co Núñez  de  Balboa. 

En  uno  de  los  más  hermosos  poemas  escritos  en 
lengua  inglesa,  se  lee  : 

((Como  el  bravo  Cortés,  cuando  con  ojos»  de  águila 
Contemplaba  al  Pacífico,  mientras  sus  hombres 
Mirábanse  absortos  en  raras  conjeturas, 
Silenciosos  todos  sobre  un  pico  de  Darién.» 

Pero  Keats  se  equivocó.  No  fué  Cortés  el  primero 
que  vio  el  Pacífico,  sino  Balboa,  y  cinco  años  antes 
de  que  Cortés  sentase  la  planta  en  el  continente  de 
América. 

\  Nació  Balboa  en  la  provincia  de  Extremadura,  en 
1475.  Embarcóse,  con  Bastidas,  con  rumbo  al  Nuevo 
•Mundo  en  1501,  y  entonces  vio  Darién  ;  pero  se  esta- 
bleció en  la  isla  Española.  Nueve  años  después  se  tras- 
ladó con  Enciso  a  Darién,  y  allí  permaneció.  La  vida 
^n  el  Nuevo  Mundo  era  entonces  muy  turbulenta,  y 
los  primeros  años  de  la  de  Balboa  fueron  muy  movi- 
dos ;  pero  tenemos  que  pasarlos  por  alto.  Pronto  hubo 


(•)    Lo»  iaglcsM. 


DEL  SIGLO  XVI  45 

disturbios  en  la  colonia  de  Darién.  Enciso  fué  depues- 
to y  llevado  a  España  como  prisionero,  y  Balboa  tomó 
el  mando.  A  su  llegada  a  España,  Enciso  echó  toda 
la  culpa  a  Balboa,  y  consiguió  que  el  rey  condenara 
a  éste  por  el  delito  de  alta  traición.  Al  saber  esto,  de- 
terminó Balboa  dar  un  golpe  maestro  cuya  resonan- 
cia le  granjease  de  nuevo  el  favor  del  rey.  Había  oído 
a  los  indígenas  hablar  de  otro  océano  y  del  Perú — 
los  que  no  habían  visto  todavía  ojos  europeos, — y  se 
hizo  el  propósito  de  hallarlos.  En  septiembre  de  15 13, 
se  embarcó  para  Coyba  con  190  hombres,  y  desde  aquel 
punto,  con  sólo  go  que  le  siguieron,  atravesó  a  pie  el 
istmo  hasta  llegar  al  Pacífico,  realizando  uno  de  los 
viajes  más  horribles  que  puede  imaginarse,  por  su 
longitud.  Fué  el  26  de  septiembre  de  15 13  el  día  en 
que,  desde  la  cima  de  una  sierra,  los  harapientos  y 
ensangrentados  héroes  contemplaron  la  inmensidad 
'azul  del  mar  del  Sur,  que  no  se  llamó  Pacífico  hasta 
mucho  tiempo  después.  Bajaron  a  la  costa,  y  Balboa, 
vadeando  el  nuevo  océano  hasta  la  rodilla ;  blandien- 
do en  alto  su  espada  con  la  mano  derecha,  y  con  la 
izquierda  el  invicto  pendón  de  Castilla,  tomó  posesión 
solemne  de  aquel  mar  en  nombre  del  rey  de  España. 

Los  exploradores  regresaron  a  Darién  en  18  de 
enero  de  15 14,  y  Balboa  envió  a  España  una  relación 
de  su  gran  descubrimiento. 

Pero  Pedro  Arias  de  Avila  Había;  ya  salido  ele  lá! 
madre  patria  para  substituirle.  Al  fin  la  nueva  de  la 
proeza  de  Balboa  llegó  a  conocimiento  del  rey,  el  cual 
le  perdonó  y  le  nombró  Adelantado ;  y  algún  tiempo 
después  casó  el  descubridor  con  la  hija  de  Pedro  Arias. 
Siempre  con  grandes  planes.  Balboa  condujo  el  ma- 
terial necesario  a  través  del  istmo  con  muchísimo  tra- 
bajo, y  en  las  playas  del  azul  Pacífico  construyó  dos 
bergantines,  que  fueron  los  primeros  buques  que  se 
hicieron  en  las  Américas.  Con  éstos  tomó  posesión 
de  las  islas  de  las  Perlas,  y  después  salió  en  busca 
del  Perú  ;  pero  tuvo  que  retroceder  por  la  fuerza 
de  las  tormentas,  que  pusieron  un  fin  desastroso  sL 
su  empresa.  Su  suegro,  celoso  del  brillante  porvenir 
de  Balboa  le  llamó  a  Darién,   engañándolo  con  un 


46         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

mensaje  traicionero ;  y  le  prendió  y  lo  hizo  ejecutar 
públicamente  el  año  15 17,  acusándolo  falsamente  de 
alta  traición.  Tenía  Balboa  todo  el  temple  de  un  gran 
explorador,  y  a  no  ser  por  la  infame  acción  de  Avila, 
es  probable  que  hubiese  alcanzado  más  altos  hono- 
res. Su  valor  era  pura  audacia,  y  su  energía  incansa- 
ble ;  pero  fué  imprudente  y  descuidado  en  su  actitud 
con  respecto  a  la  Corona. 


DEL   SIGLO   XVI  47 


V 

CAPÍTULO  DE  LA  CONQUISTA 

^^lENTRAS  el  descubridor  del  mayor  de  los  océa- 
nos estaba  aún  tratando  de  averiguar  sus  leja- 
nos misterios,  un  guapo,  atlético  y  gallardo  joven  es- 
pañol, que  estaba  destinado  a  hacer  mucho  más  rui- 
do en  la  historia,  empezaba  a  dar  que  hablar  desde 
los  umbrales  de  América,  de  cuyos  reinos  centrales  de- 
bía ser  más  tarde  el  conquistador. 

Hernando  Cortés  pertenecía  a  una  noble  y  empo- 
brecida familia  española,  y  nació  en  Extremadura  diez 
años  después  que  Balboa.  A  la  edad  de  14  años  lo 
enviaron  a  estudiar  leyes  a  la  ciudad  de  Salamanca  ; 
pero  el  espíritu  aventurero  del  hombre  se  manifestaba 
con  fuerza  en  el  endeble  muchacho,  y  a  los  dos  años 
salió  de  aquel  centro  y  se  fué  a  su  hogar  con  la  deter- 
minación de  entregarse  a  una  vida  errabunda.  No  se 
hablaba  de  otra  cosa  que  de  Colón  y  de  su  Nuevo 
Mundo,  y  ¿  qué  joven  arriscado  podía  quedarse  en- 
tonces en  España  para  bucear  en  enmohecidos  libros 
de  leyes?  Ciertamente  no  era  de  esos  el  impertérrito 
Hernando- 
Accidentes  imprevistos  impidiéronle  acompañar 
dos  expediciones  para  las  cuales  se  había  preparado  ; 
pero  al  fin,  en  1504,  se  hizo  a  la  vela  con  rumbo  a 
Santo  Domingo,  nueva  colonia  de  España,  en  la  que 
prestó  tan  buenos  servicios,  que  el  comandante  Ovan- 
do le  ascendió  varias  veces,  alcanzando  la  fama  de 
ser  un  soldado  modelo.  En  151 1  acompañó  a  Veláz- 
quez  a  Cuba,  y  fué  nombrado  alcalde  de  Santiago, 
donde  ganó  nuevo  prestigio  por  su  valor  y  firmeza  en 
circunstancias  muy  críticas.   Entre  tanto,   Francisco 


48         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

Hernández  de  Córdoba,  descubridor  de  Yacután,  hé- 
roe del  que  debemos  limitarnos  a  hacer  esta  breve  men- 
ción, había  anunciado  su  importante  descubrimiento. 
Un  año  después,  Grijalba,  teniente  de  Velázquez,  ha- 
bía seguido  el  derrotero  de  Córdoba,  remontándose 
más  al  norte,  hasta  que  por  fin  descubrió  Méjico.  No 
hizo,  sin  embargo,  esfuerzo  alguno  para  conquistar  o 
colonizar  la  nueva  tierra,  lo  cual  indignó  tanto  a  Ve- 
lázquez, que  degradó  a  Grijalba  y  confió  la  conquista 
a  Cortés. 

El  ambicioso  joven  se  embarcó  en  Santiago  de  Cuba 
el  1 8  de  noviembre  de  1518,  con  menos  de  700  hom- 
bres y  12  pequeños  cañones  de  los  llamados  falconetes. 
Apenas  se  había  alejado  del  puerto,  Velázquez  se  arre- 
pintió de  haberle  dado  tan  buena  ocasión  de  distin- 
guirse, y  en  seguida  envió  fuerza  para  arrestarlo  y 
conducirlo  a  su  presencia.  Pero  Cortés  era  el  ídolo  de 
su  pequeño  ejército  y,  seguro  de  su  afecto,  se  resistió 
a  los  emisarios  de  Velázquez  y  se  mantuvo  firme  en 
su  empresa.  Desembarcó  en  la  costa  de  Méjico  el  4  de 
marzo  de  15 19,  cerca  de  lo  que  es  hoy  la  ciudad  de 
Veracruz,  que  él  fundó  y  fué  la  primera  ciudad  euro- 
pea en  el  continente  de  América  al  sur  de  Méjico. 

El  desembarco  de  los  españoles  causó  tanta  sensa- 
ción como  causaría  hoy  la  llegada  a  Nueva  York  de 
un  ejército  procedente  del  planeta  Marte. 

Los  aterrorizados  indígenas  (*)  no  habían  visto 
nunca  un  caballo  (porque  fueron  los  españoles  los  pri- 
meros que  llevaron  al  Nuevo  Mundo  caballos,  carne- 
ros y  otros  animales  domésticos),  y  juzgaron  que  aque- 
llos extraños  y  pálidos  recién  venidos,  que  iban  sen- 
tados en  bestias  de  cuatro  patas  y  llevaban  camisas  de 
hierro  y  palos  que  despedían  truenos,  sin  duda  debían 
de  ser  dioses. 

Allí  se  exaltó  la  imaginación  de  los  aventureros 
con  áureas  leyendas  de  Montezuma,  mito  que  no  en- 
gañó a  Cortés  más  paladinamente  de  lo  que  ha  enga- 
ñado a  algunos  historiadores  modernos,  quienes  pa- 
recen no  saber  distinguir  entre  lo  que  oyó  Cortés  y 


(•)    El  historiador  indio  Tezozomoc  describe  gráficamente  el  pasmo  de  los 
indígenas. 


DEL   SIGLO   XVI      ^  40 

ío  que  Halló  en  realidad.  Le  dijeron  que  ^lontezuma 
— cuyo  nombre  propiamente  es  Moctezuma,  o  bien 
Motecuzoma,  que  significa  «Nuestro  Airado  Jefe», — 
era  ((Emperador»  de  Méjico,  y  que  treinta  «Reyes»,  lla- 
mados caciques^  eran  sus  vasallos ;  que  poseía  incal- 
culables riquezas  y  un  poder  absoluto,  y  que  su  mora- 
da resplandecía  entre  oro  y  piedras  preciosas.  Hasta 
algunos  amenos  historiadores  han  caído  en  el  desati- 
no de  aceptar  como  verdaderas  estas  imposibles  leyen- 
das. Nunca  ha  habido  en  Méjico  más  que  dos  empe- 
radores :  Agustín  de  Itürbide  y  el  infortunado  Ma- 
ximiliano ;  ambos  en  el  siglo  xix.  Moctezuma  no  fué 
emperador,  ni  siquiera  rey  de  Méjico.  La  organización 
social  y  política  de  los  antiguos  mejicanos  era  exac- 
tamente igual  a  la  de  los  in(dios  llamados  «Pueblo»  de 
Nuevo  Méjico  en  la  época  actual  :  una  democracia  mi- 
litar, con  una  poderosa  y  complicada  organización  re- 
ligiosa, que  ejerce  su  «poder  detrás  del  trono».  Mocte- 
zuma era  simplemente  el  Tlacatécutle,  o  sea  el  jefe 
guerrero  de  los  Náhuatl  (que  así  se  llamaban  los  anti- 
guos mejicanos),  y  no  era  ni  el  supremo  ni  el  único 
ejecutivo.  De  su  ignominioso  fin  puede  fácilmente  de- 
ducirse cuan  poca  era  su  importancia  (*). 

Cuando  hubo  fundado  Veracruz,  Cortés  se  hizo 
elegir  gobernador  y  capitán  general  (que  era  el  más 
alto  grado  militar)  de  aquel  nuevo  país  ;  y  después  de 
quemar  sus  naves,  como  el  famoso  general  griego, 
para  hacer  imposible  la  retirada,  empezó  su  marcha 
a  través  del  imponente  desierto  que  se  extendía  ante  su 
vista. 

Entonces  fué  cuando  Cortés  empezó  a  dar  mues- 
tras del  genio  militar  que  le  colocó  a  mayor  altura  que 
los  demás  exploradores  de  América,  excepción  hecha 
de  Pizarro.  Con  sólo  un  puñado  de  hombres,  pues  ha- 
bía dejado  parte  de  sus  fuerzas  en  Veracruz  al  mando 
de  su  teniente  Escalante,  en  una  tierra  desconocida, 
poblada  de  enemigos  poderosos  e  indómitos,  de  poco 
le  hubiera  servido  el  valor  y  la  fuerza  bruta.  Pero,  con 


(•)  En  éste  como  en  otros  juicios  relatiyos  a  la  conquista  de  M<5jico,  y  de 
Cortés,  muy  diferentes  de  los  conocidos  por  nosotros  dejamos  al  autor  toda 
la  responsabilidad  del  criterio.  {Nota  del  Editor. 


50         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

una  diplomacia  tan  rara  como  brillante,  descubrió  los 
puntos  débiles  de  la  organización  de  los  indios  ;  fo- 
mentó la  división  que  causaban  los  celos  entre  las  tri- 
bus ;  hizo  aliados  suyos  de  los  que  secreta  o  abierta- 
mente se  oponían  a  la  federación  de  tribus  de  Mocte- 
zuma— liga  algo  parecida  a  las  Seis  Naciones  de  nues- 
tra propia  historia, — y  de  este  modo  redujo  en  gran 
manera  las  fuerzas  que  tenía  que  combatir.  Después 
de  derrotar  a  las  tribus  de  Tlaxcala  y  Cholula,  Cortés 
llegó  por  fin  a  la  extraña  ciudad  lacustre  de  Méjico, 
.con  su  escasa  tropa  española  engrosada  con  6,000  alia- 
dos indios.  Moctezuma  lo  recibió  con  gran  ceremonia  ; 
pero  sin  duda  con  intención  traicionera.  Mientras  él 
obsequiaba  a  sus  visitantes  en  una  gran  casa  de  ado- 
be— no  un  ((palacio»,  como  dicen  las  historias,  porque 
no  había  ningún  palacio  en  Méjico, — uno  de 'los  sub- 
jefes de  su  liga  atacó  la  pequeña  guarnición  de  Esca- 
lante en  Veracruz,  y  mató  a  varios  españoles,  incluso 
al  mismo  Escalante.  La  cabeza  del  teniente  español  fué 
enviada  a  la  ciudad  de  Méjico,  porque  los  indios  que 
vivían  al  sur  de  lo  que  es  hoy  los  Estados  Unidos,  no 
se  contentaban  con  quitar  el  cuero  cabelludo  a  un  ene- 
migo, sino  que  le  cortaban  la  cabeza.  Esto  fué  un  te- 
rrible desastre,  no  tanto  por  la  pérdida  de  unos  cuan- 
tos hombres,  sino  porque  demostraba  a  los  indios  (que 
era  lo  que  querían  probar  los  mensajeros)  que  los  es- 
pañoles no  eran  dioses  inmortales,  sino  que  se  les  po- 
día matar  como  a  los  demás  hombres. 

Cuando  Cortés  se  enteró  de  la  triste  nueva,  vio  en 
el  acto  el  peligro  que  corría,  y  dio  un  golpe  audaz 
para  salvarse.  Ya  había  hecho  fortificar  de  un  modo 
seguro  el  edificio  de  adobe  en  que  estaban  acuartelados 
los  españoles,  y  entonces,  yendo  de  noche  con  sus  ofi- 
ciales a  la  casa  del  jefe  guerrero,  se  apoderó  de  Moc- 
tezuma y  amenazó  matarle  si  no  entregaba  en  el  acto 
los  indios  que  habían  atacado  a  Veracruz.  Moctezuma 
los  entregó  y  Cortés  los  hizo  quemar  en  público.  Esto 
fué  un  acto  cruel  ;  pero  era  sin  duda  necesario  para 
causar  una  viva  impresión  a  los  indígenas,  so  pena  de 
ser  aniquilados  por  ellos.  No  hay  apología  posible 
para  esa  barbaridad ;  sin  embargo,  es  justo  medir  a 


DEL  SIGLO  XVI  5 1 

Cortés  por  el  rasero  de  aquel  tiempo,  y  entonces  rei- 
naba la  crueldad  en  todo  el  mundo. 

Al  llegar  aquí,  es  divertido  leer  en  algunos  preten- 
ciosos libros  de  texto  que  «Cortés  hizo  encadenar  a 
Moctezuma  y  le  obligó  a  pagar  un  rescate  de  seiscien- 
tos mil  marcos  de  oro  puro  y  una  inmensa  cantidad 
de  piedras  preciosas».  Esto  se  halla  de  acuerdo  con 
las  fábulas  imposibles  que  llevaron  engañosamente  a 
tantos  exploradores  a  la  desilusión  y  la  muerte,  y  es 
una  buena  muestra  del  brillo  de  oro  con  que  algunos 
historiadores,  igualmente  crédulos,  rodean  a  la  na- 
ciente América.  Moctezuma  no  compró  su  rescate  ;  ja- 
más volvió  a  gozar  de  libertad,  y  no  pagó  cantidad 
alguna  en  oro  ;  en  cuanto  a  piedras  preciosas,  tal  vez 
tuviese  unos  pocos  granates  y  turquesas  verdes  de 
escaso  valor,  y  quizá  hasta  alguna  esmeralda,  pero 
nada  más. 

En  este  momento  crítico  de  su  carrera.  Cortés  se 
vio  amenazado  desde  otro  punto.  Llególe  la  noticia  de 
que  Panfilo  de  Narváez,  de  quien  nos  ocuparemos 
más  adelante,  había  desembarcado  con  800  hombres, 
con  el  objeto  de  anestar  a  Cortés  para  llevárselo  pri- 
sionero por  su  desobediencia  a  Velázquez.  Pero  aquí 
se  mostró  de  nuevo  el  genio  del  conquistador  de  Mé- 
jico, y  lo  salvó.  Marchando  contra  Narváez  con  140 
hombres,  lo  hizo  prisionero ;  alistó  bajo  su  bandera 
a  los  800  que  habían  venido  a  arrestarle,  y  apresura- 
damente regresó  a  la  ciudad  de  Méjico. 

Allí  encontró  que  de  día  en  día  se  ponía  la  situa- 
ción más  amenazadora.  Alvarado,  a  quien  había  con- 
fiado el  mando,  provocó  al  parecer  un  conflicto  ata- 
cando un  baile  de  los  indios.  Por  cruel  que  esto  pa- 
rezca, y  como  tal  se  ha  censurado,  no  fué  más  que  una 
necesidad  militar,  reconocida  así  por  todos  los  que 
realmente  conocen  a  los  aborígenes,  aun  en  nuestros 
días.  Los  historiadores  de  gabinete  han  descrito  a 
los  españoles  como  si  hubiesen  sorprendido  villana- 
mente un  festival  del  país  ;  pero  esto  es  simplemente 
por  ignorancia  del  asunto.  Una  danza  india  no  es  un 
festival  ;  es,  generalmente,  y  lo  era  en  aquel  caso,  un 
macabro  ensayo  de  matanza.  JJn  indio  nunca  baila  por 


diversión,  y  á  menudo  sus  Bailes  tienen  más  ¿ráve  in- 
tento que  el  de  divertir  a  otros.  En  una  palabra;*  Al- 
yarado,  viendo  que  los  indios  se  dedicaban  a  un  baile 
que  evidentemente  no  era  otra  cosa  que  el  preludio 
supersticioso  de  una  carnicería,  quiso  arrestar  a  los 
hechizadores  y  a  otros  jefes  del  cotarro.  Si  lo  hubiese 
logrado,  nada  habría  sucedido,  al  menos  por  algún 
tiempo.  Pero  los  indios  eran  demasiado  numerosos 
para  su  pequeña  fuerza,  y  los  belicosos  cabecillas  pu- 
dieron escaparse. 

Cuando  regresó  Cortés  con  sus  800  hombres,  tan 
raramente  reclutados,  se  encontró  con  que  la  ciudad 
había  cambiado  de  aspecto,  y  que  sus  hombres  esta- 
ban sitiados  en  sus  cuarteles.  Los  indios  dejaron  tran- 
quilamente que  Cortés  entrase  en  la  trampa,  y  después 
la  cerraron  de  modo  que  no  había  escapatoria.  Allí  es- 
taban unos  cuantos  centenares  de  españoles  encerra- 
dos en  su  prisión,  y  los  cuatro  canales,  que  eran  las 
únicas  vías  para  llegar  a  ella  (porque  la  ciudad  de  Mé- 
jico era  entonces  una  Venecia  americana),  estaban 
atestados  de  muchos  millares  de  enemigos. 

El  indio  rara  vez  se  excusa  por  un  fracaso  ;  y  los 
Náhuatl  habían  ya  elegido  un  nuevo  capitán  de  gue- 
rra, llamado  Cuitlahuátzin,  para  reemplazar  al  inepto 
'Moctezuma.  Este  continuaba  prisionero,  y  cuando  los 
españoles  le  hicieron  salir  a  la  azotea  para  que  hablase 
en  favor  suyo,  la  furiosa  muchedumbre  de  indios  lo 
mató  a  pedradas.  Entonces,  al  mando  de  su  nuevo 
caudillo,  atacaron  a  los  españoles  con  tal  furia,  que 
ni  los  toscos  falconetes,  ni  los  más  toscos  fusiles  de 
chispa,  fueron  parte  a  resistirlos,  y  no  tuvieron  los  es- 
pañoles más  remedio  que  abrirse  paso  a  lo  largo  de  uno 
de  los  canales,  en  una  última  y  desesperada  lucha  por 
la  vida.  El  principio  de  aquella  retirada  de  seis  días, 
fué  una  de  las  páginas  más  dolorosas  que  la  historia  de 
América.  Aquella  fué  la  NOCHE  TRISTE,  tan  cele- 
brada en  los  romances  y  relatos  españoles.  Los  Suce- 
sos de  tan  terrible  noche,  robaron  para  siempre  la  di- 
cha de'muchos  hogares  de  la  madre  Patria,  y  las  bur- 
bujas de  sangre  que  cubrieron  el  lago  Tezcuco,  lleva- 
ron el  luto  y  el  dolor  a  muchos  amantes  corazones.  En 


DEL  SIGLO  XVI  53 

aquellas  pocas  horribles  horas,  perecieron  dos  terceras 
partes  de  los  conquistadores,  y  los  enloquecidos  indios 
persiguieron  a  los  heridos  supervivientes  por  encima 
de  más  de  800  cadáveres  españoles. 

Después  de  una  terrible  retirada  de  seis  días,  ocu- 
rrió la  importante  batalla  en  los  llanos  de  Otumba, 
donde  se  vieron  los  españoles  enteramente  cercados  5 
pero  se  abrieron  paso  tras  una  desesperada  lucha  cuer- 
po a  cuerpo,  que  realmente  decidió  la  suerte  de  Mé- 
jico. Cortés  marchó  a  Tlaxcala,  levantó  un  ejército  de 
indios  que  eran  hostiles  a  la  federación,  y  con  su  ayuda 
puso  sitio  a  aquella  ciudad.  Duró  el  asedio  setenta  y 
tres  días,  y  fué  el  más  notable  que  registra  la  historia 
de  toda  la  América.  Ocurrían  todos  los  días  luchas 
sangrientas.  Los  indios  se  defendieron  con  denuedo ; 
pero  al  fin  el  genio  de  Cortés  triunfó,  y  el  día  13  de 
agosto  de  1521,  entró  victorioso  en  la  segunda  de  las. 
grandes  ciudades  del  Nuevo  Mundo. 

Estas  asombrosas  proezas  de  Cortés,  aquí  tan  bre- 
vemente esbozadas,  despertaron  en  España  una  admi- 
ración sin  limites,  haciendo  que  la  Corona  condonase 
su  insubordinación  a  Velázquez.  Las  quejas  de  éste 
fueron  desoídas  y  Carlos  V  nombró  a  Cortés  gober- 
nador y  capitán  general  de  Méjico,  además  de  hacer- 
le marqués  del  Valle  de  Oaxaca  y  otorgarle  una  con- 
siderable pensión. 

Investido  y  seguro  con  esta  alta  autoridad.  Cor- 
tés sofocó  un  complot  contra  él,  y  mandó  ejecutar  al 
nuevo  caudillo  y  a  muchos  de  los  caciques,  que  no 
eran  potentados,  sino  oficiales  religioso-militares,  cuyo 
ascendiente  sobre  las  supersticiones  de  los  indios  les 
hacían  peligrosos. 

Pero  Cortés,  cuyo  genio  brillaba  más  cuanto  más 
insuperables  parecían  las  dificultades  y  peligros  que 
se  le  presentaban,  tropezó  en  lo  que  ha  causado  la 
caída  de  muchos  :  el  éxito.  Al  contrario  de  su  analfa- 
beto, pero  más  noble  y  más  grande  primo  Pizarro,  la 
prosperidad  le  dañó  y  le  hizo  perder  la  cabeza  y  el  co- 
razón. A  pesar  de  los  juicios  poco  estudiados  de  algu- 
nos historiadores,  Cortés  no  fué  un  conquistador  cruel. 
No  tan  sólo  era  un  gran  genio  militar,  sino  que  trata- 


54         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

ba  con  mucha  clemencia  a  los  indios,  y  era  muy  queri- 
do de  ellos.  La  llamada  carnicería  de  Cholula,  no  fué 
una  mancha  en  su  carrera,  como  algunos  han  pretendi- 
do. La  verdad,  reivindicada  al  fin  por  la  historia  exac- 
ta, es  como  sigue  :  Los  indios  lo  habían  atraído  traido- 
ramente  a  una  trampa,  so  pretexto  de  amistad.  Era  ya 
demasiado  tarde  para  una  retirada,  cuando  averiguó 
que  los  indígenas  intentaban  atacarle.  Y  al  ver  el  pe- 
ligro que  corría,  no  halló  más  que  una  escapatoria, 
esto  es,  sorprender  a  los  que  intentaban  sorprenderle  ; 
caer  sobre  ellos  antes  de  que  estuviesen  listos  para  caer 
sobre  él ;  y  esto  es  precisamente  lo  que  hizo.  Lo  de 
Cholula  es  simplemente  el  caso  del  que  fué  por  lana  y 
salió  trasquilado. 

No,  Cortés  no  era  cruel  con  los  indios  ;  pero,  tan 
pronto  como  vio  asegurado  su  poder,  se  hizo  un  tirano 
cruel  para  sus  propios  compatriotas,  un  traidor  a  sus 
amigos  y  hasta  a  su  propio  rey,  y  lo  que  es  peor,  un 
desalmado  asesino.  Hay  pruebas  evidentes  de  que 
hizo  «desaparecer»  a  varias  personas  que  cerraban  el 
paso  a  su  desmedida  ambición  ;  y  la  infamia  que  colmó 
la  medida  fué  el  mal  trato  que  dio  a  su  esposa.  Tuvo 
Cortés  mucho  tiempo  por  amante  a  la  hermosa  india 
Malinche  ;  pero,  después  que  conquistó  a  Méjico,  su 
legítima  esposa  fué  a  dicho  país  para  compartir  con 
él  su  fortuna.  Mas  el  amor  que  le  profesaba  no  era  tan 
grande  como  su  ambición,  y  ella  se  lo  estorbaba.  Por 
fin,  se  la  halló  una  mañana  estrangulada  en  su  lecho. 

Obcecado  por  su  ambición,  proyectó  rebelarse 
abiertamente  contra  España  y  declararse  emperador 
de  Méjico.  La  Corona  husmeó  este  lindo  plan,  y  envió 
emisarios  que  se  incautaron  de  sus  bienes,  hicieron  pri- 
sioneros a  sus  hombres  y  se  dispusieron  a  desbaratar 
sus  planes  secretos.  Cortés  se  apresuró  audazmente 
a  volver  a  España,  donde  se  presentó  a  su  soberano  con 
gran  esplendor.  Carlos  V  le  dispensó  buena  acogida,  y 
le  condecoró  con  la  ilustre  orden  de  Santiago,  patrón 
de  España.  Pero  su  estrella  estaba  ya  declinando,  y 
aun  cuando  se  le  permitió  volver  a  Méjico,  aparente- 
mente con  el  mismo  poder,  desde  entonces  fué  vigilado 
y  nada  hizo  ya  que  pudiese  compararse  con  sus  prime- 


DEL   SIGLO  XVI  55 

ros  y  portentosos  hechos.  Habíase  vuelto  muy  poco 
escrupuloso,  en  extremo  vengativo  y  sobradamente 
peligroso  para  dejarle  en  plena  autoridad,  y  al  cabo 
de  pocos  años  se  vio  obligada  la  Corona  a  nombrar  un 
virrey  para  desempeñar  el  gobierno  civil  de  Méjico, 
dejando  a  Cortés  solamente  el  mando  militar,  con  el 
permiso  de  hacer  nuevas  conquistas.  En  el  año  1536, 
Cortés  descubrió  la  Baja  California,  y  exploró  parte 
de  su  golfo.  Al  fin,  disgustado  por  su  posición  inferior, 
donde  antes  había  sido  supremo,  volvió  a  España, 
donde  el  rey  le  recibió  muy  fríamente.  En  1541  acom- 
pañó a  su  soberano  a  Argel  como  agregado,  y  se  por- 
tó bizarramente  en  aquellas  guerras.  Sin  embargo, 
al  regresar  de  nuevo  a  España  se  vio  abandonado.  Se 
cuenta  que  un  día  en  que  Carlos  V  iba  a  un  acto  de 
ceremonia.  Cortés  montó  en  el  estribo  de  la  regia 
carroza,  resuelto  a  que  se  le  oyera. 

(( — ¿  Quién  sois  ? — preguntó  el  rey  malhumorado. 

» — Soy — replicó  el  altivo  conquistador  de  Méjico, 
— un  hombre  que  ha  dado  a  V.  M.  más  provincias  que 
ciudades  le  dejaron  sus  abuelos.» 

Sea  o  no  verdad  esta  anécdota,  ilustra  gráficamente 
la  arrogancia  y  los  servicios  de  Cortés.  Faltábale  el 
modesto  equilibrio  de  la  grandeza  verdaderamente 
grande,  como  le  faltaba  a  Colón.  La  presunción  de  uno 
y  otro,  no  hubiera  sido  posible  para  aquel  hombre  más 
grande  que  ambos  :   el  discreto  Pizarro. 

Al  fin,  disgustado.  Cortés  se  retiró  de  la  Corte,  y 
el  día  2  de  diciembre  de  1554,  el  hombre  que  había 
sido  el  primero  en  abrir  el  interior  de  América  al  mun- 
do, falleció  cerca  de  Sevilla. 

Algunos  exploradores  hubo  en  la  América  del  Sur 
cuyas  proezas  fueron  tan  asombrosas  como  las  de  Cor- 
tés en  Méjico.  La  conquista  de  los  dos  continentes  fué 
casi  contemporánea,  e  igualmente  notable  por  el  más 
elevado  genio  militar,  el  más  impertérrito  valor,  y  por 
haber  salvado  peligros  espantosos  y  penalidades  que 
eran  casi  sobrehumanas. 

Francisco  Pizarro,  el  analfabeto  pero  invencible 
conquistador  del  Perú,  tenía  15  años  más  que  su  biza» 
rro  primo  Cortés,  y  nació  en  la  misma  provincia  de  Es» 


56         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

paña.  Empezóse  a  hablar  de  él  en  América  en  el  año 
1510.  Desde  1524  a  1532,  estuvo  haciendo  esfuerzos 
sobrehumanos  para  llegar  a  la  desconocida  y  aurífera 
tierra  del  Perú,  venciendo  obstáculos  que  ni  siquiera 
Colón  los  había  encontrado  iguales,  y  arrostrando  pe- 
ligros y  penalidades  mayores  que  los  que  sufrieron 
César  y  Napoleón.  Desde  1532  hasta  su  muerte,  acae- 
cida en  1 541,  ocupóse  en  conquistar  y  explorar  aquel 
enorme  país,  y  fundar  una  nueva  nación  entre  sus  fe- 
roces tribus,  luchando  no  sólo  con  numerosas  hordas 
de  indios,  sino  también  con  hombres  desalmados  de 
su  séquito,  a  manos  de  los  cuales  pereció  traidoramen- 
te.  Pizarro  halló  y  dominó  el  país  más  rico  de  Nuevo 
[Mundo,  y,  no  obstante  sus  incomparables  sufrimien- 
tos, vio  realizados,  más  que  ninguno  de  los  otros  con- 
quistadores, los  sueños  dorados  qiie  todos  perseguían. 
Probablemente  ninguna  otra  conquista,  en  la  historia 
del  mundo,  produjo  tan  rápicte.  y  deslumbradora  rique- 
za, y  ciertamente  ninguna  se  compró  más  cara  en  pun- 
to a  penalidades  y  heroísmo.  Algunos  historiadores 
ignorantes  de  los  hechos  reales,  y  obcecados  por  el  pre- 

Í'uicio,  han  tratado  muy  injustamente  la  conquista  de 
^izarro  ;  pero  esa  historia  maravillosa,  cuyos  detalles 
relataremos  más  adelante,  está  depurándose  y  ponién- 
dose en  su  lugar,  como  uno  de  los  hechos  más  estu- 
pendos y  atrevidos  de  la  Historia.  Es  la  de  un  héroe 
a  quien  todos  los  verdaderos  americanos,  jóvenes  o 
viejos,  harán  justicia  de  buen  grado.  Por  mucho  tiem- 
po se  nos  ha  presentado  a  Pizarro  como  un  conquista- 
dor sanguinario  y  cruel,  como  un  hombre  egoísta,  in- 
moral y  peligroso  ;  pero  bajo  la  clara  y  verdadera  luz 
de  la  historia  de  los  hechos,  destaca  ahora  como  uno  de 
los  más  grandes  hombres,  hijos  de  su  propio  esfuerzo, 
y  que,  considerando  las  circunstancias  que  le  rodearon, 
merece  el  mayor  respeto  y  admiración  por  la  figura 
que  de  sí  mismo  supo  labrar.  La  conquista  del  Perú 
no  causó  ni  con  mucho  tanto  derramamiento  de  sangre 
como  la  sujeción  final  de  las  tribus  indias  de  Virginia. 
Escasamente  hizo  tantas  víctimas  de  peruanos  como  la 
guerra  del  «rey  Philip»  (*)  y  fué  mucho  menos  sangui- 

(•)    Véasela  nota  de  la  pág.  ai. 


DEL   SIGLO   XVI  57 

naria,  porque  era  más  abierta  y  honrosa  que  cualquie- 
ra de  las  conquistas  de  Inglaterra  en  la  India  Oriental. 
En  el  Perú,  los  más  cruentos  sucesos  ocurrieron  des- 
pués de  la  conquista,  cuando  los  españoles  empezaron 
a  pelear  unos  contra  otros,  y  entonces  Pizarro  no  fué 
el  agresor,  sino  la  víctima.  Todo  se  debió  a  la  traición 
de  sus  propios  aliados,  de  los  hombres  a  quienes  había 
procurado  fama  y  fortuna.  Sus  conquistas  se  extendie- 
ron en  una  comarca  tan  vasta  como  los  Estados  de  Ca- 
lifornia, Oregón  y  una  gran  parte  del  de  Washington, 
o  como  nuestro  litoral  desde  Nueva  Escocia  a  Port 
Royal  y  200  millas  tierra  adentro,  y  en  una  tierra  don- 
de había  abundantes  indios  mejor  organizados  y  más 
adelantados  del  hemisferio  Occidental ;  y  esto  lo  llevo 
a  cabo  con  menos  de  300  hombres  harapientos  y  desgar- 
bados. ¡  A  tal  grandeza  llegó  el  pobre,  ignorante  y  des- 
valido porquero  de  Trujillo !  Fué  uno  de  los  grandes 
capitanes  que  han  existido,  y  casi  tan  noble  como 
organizador  y  como  ejecutivo  de  un  nuevo  imperio, 
que  fué  el  primero  en  la  costa  del  Pacífico  de  la  Amé- 
rica del  Sur. 

Pedro  de  Valdivia,  conquistador  de  Chile,  some- 
tió aquel  vasto  territorio  de  los  crueles  araucanos  con 
un  ((ejército»  de  doscientos  hombres.  Estableció  la  pri- 
mera colonia  en  Chile  en  1540,  y  en  el  mes  de  febrero 
siguiente  fundó  la  actual  ciuclad  de  Santiago  de  Chile. 
De  sus  largas  y  encarnizadas  guerras  con  los  arauca- 
nos no  hablaremos  aquí  por  falta  de  espacio.  Fué  muer- 
to por  los  indígenas  el  día  3  de  diciembre  de  1553,  con 
casi  todos  sus  hombres,  después  de  una  desesperada 
e  indescriptible  lucha. 

No  tenemos  aquí  bastante  espacio  para  relatar  lo3 
portentosos  hechos  que  ocurrieron  en  el  continente 
del  sur  o  en  la  parte  inferior  de  la  América  del  Norte  : 
la  conquista  de  Nicaragua,  por  Gil  González  Dávila, 
en  1523  ;  la  conquista  de  Guatemala,  por  Pedro  de  Al- 
varado,  en  1524  ;  la  de  Yucatán,  por  Francisco  de 
Montijo,  que  empezó  en  1526  ;  la  de  Nueva  Granada, 
por  Gonzalo  Jiménez  de  Ouesada,  en  1536  ;  las  con- 
quistas y  exploración  de  Bolivia,  del  Amazonas  y  del 
Orinoco  (hasta  cuyas  cataratas  habían  penetrado  los 


58         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

españoles  en  1530,  con  casi  sobrehumanos  esfuerzos)  ; 
las  incomparables  guerras  con  los  araucanos  en  Chile 
(por  espacio  de  dos  siglos),  con  los  tarrahumares  en 
Chihuahua,  con  los  tepehuenes  en  Durango  y  los 
indómitos  yaquis  en  el  noroeste  de  Méjico  las  proe- 
zas del  capitán  Martín  de  Hurdaile  (el  Daniel  Boone 
'de  Sinaloa  y  Sonora),  y  de  centenares  de  otros  desco- 
nocidos españoles,  que  hubieran  alcanzado  renombre 
universal,  si  hubiesen  sabido  de  ellos  los  trompeteros 
de  la  fama. 


DBL   SIGLO   XVI  59^ 


VI 

LA  VUELTA  ALREDEDOR  DEL  MUNDO 

y\  NTES  de  que  Cortés  conquistase  a  Méjico,  o  que  Pi- 
zarro  y  Valdivia  viesen  las  tierras  con  las  que  de- 
bían asociar  sus  nombres  para  siempre,  otros  españo- 
les— menos  conquistadores,  pero  tan  grandes  explo- 
radores como  ellos — cambiaban  rápidamente  la  geo- 
grafía del  Nuevo  Mundo.  También  Francia  se  había 
despertado  un  poco  ;  y  en  el  año  1500  su  bizarro  hijo, 
el  capitán  Gonneville,  se  había  embarcado.  Pero  en- 
tre él  y  el  siguiente  explorador,  que  fué  un  florentino 
pagado  por  los  franceses,  hubo  un  lapso  de  veinticua- 
tro años  ;  y  en  ese  tiempo  España  llevó  a  cabo  cuatra 
importantísimos  hechos. 

Fernao  Magalhaes,  a  quien  conocemos  con  el  nom- 
bre de  Fernando  Magallanes,  nació  en  Portugal  el  aña 
de  1470 ;  y  al  llegar  a  su  viril  edad  adoptó  la  vida  de 
marino,  a  la  cual  le  inclinaba  su  carácter  aventurero. 
En  el  Viejo  Mundo  no  se  hablaba  más  que  del  Nuevo, 
y  Magallanes  anhelaba  explorar  las  Américas.  Por 
haberle  tratado  muy  desabridamente  el  rey  de  Portu- 
gal, se  alistó  bajo  la  bandera  de  España,  donde  se 
reconoció  su  talento.  Salió  de  la  Península,  al  mando 
de  una  expedición  española,  el  10  de  agosto  de  15 19, 
y  navegando  más  al  sur  de  lo  que  fueran  otros  marinos, 
descubrió  el  Cabo  de  Hornos  y  el  estrecho  que  lleva  su- 
nombre.  El  hado  no  le  permitió  llevar  más  lejos  sus 
descubrimientos,  ni  recoger  el  galardón  de  los  que  rea- 
lizara, pues  durante  ese  viaje  (en  1521)  fué  descuarti- 
zado por  los  Indígenas  de  una  de  las  islas  Molucas.  Su 
heroico  lugarteniente,  Juan  Sebastián  de  Elcano,  tomó- 
entonces  el  mando  y  continuó  el  viaje  hasta  dar  la  vuel- 


€0         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

ta  ai  globo  por  vez  primera  en  la  historia.  Cuando  re- 
gresó a  España,  la  Corona  premió  sus  brillantes  hechos 
y  le  dio,  entre  otros  honores,  un  escudo  que  tenía  por 
blasón  un  globo  y  el  lema  utu  primtis  circumdedisti 
me))  (tú  fuiste  el  primero  en  dar  la  vuelta  en  torno  mío). 

Juan  Ponce  de  León,  descubridor  de  la  Florida, 
primer  Estado  de  nuestra  Unión  que  vieron  los  euro- 
peos, fué  un  explorador  tan  desgraciado  como  Maga- 
llanes ;  porque  vino  a  la  «Tierra  de  las  flores»,  atraí- 
do por  el  fantástico  mito  de  una  fuente  de  perenne  ju- 
ventud, tan  sólo  para  ser  víctima  de  los  indios  que  la 
habitaban.  Ponce  de  León  nació  en  San  Servas  (Es- 
paña), en  el  último  tercio  del  siglo  xv.  Conquistó  la 
isla  de  Puerto  Rico,  y  embarcándose  en  151 2  en  bus- 
ca de  la  Florida,  de  la  que  tenía  noticia  por  los  indios, 
descubrió  la  nueva  tierra  el  mismo  año,  y  tomó  pose- 
sión de  ella  en  nombre  de  España.  Se  le  dio  el  título 
de  Adelantado  de  la  Florida,  y  en  el  año  152 1  volvió 
con  tres  buques  para  conquistar  su  nuevo  país  ;  pero 
fué  mortalmente  herido  en  una  lucha  con  los  indios, 
muriendo  al  regresar  a  Cuba.  Fué  uno  de  los  bravos 
españoles  que  acompañaron  a  Colón  en  su  segundo 
viaje  a  América,  en  1493. 

Mucho  más  que  Ponce  de  León  hizo  Hernando  de 
Soto  en  la  Florida.  Este  valiente  conquistador  nació  en 
Extremadura,  hacia  el  año  1495.  Pedro  Arias  de  Avila 
tomó  afecto  a  su  joven  y  perspicaz  pariente,  le  ayudó 
a  obtener  una  educación  universitaria,  y  en  el  año 
15 19  lo  llevó  consigo  en  su  expedición  a  Darién.  Soto 
ganó  prestigio  en  el  Nuevo  Mundo,  y  llegó  a  ser  con- 
siderado como  un  oficial  prudente  y  valeroso.  En  1528 
mandó  una  expedición  para  explorar  la  costa  de  Gua- 
temala y  Yucatán  ;  en  1523  llevó  un  refuerzo  de  300 
hombres  para  ayudar  a  Pizarro  en  la  conquista  del 
Perú.  En  aquella  aurífera  tierra,  Soto  obtuvo  grandes 
riquezas,  y  el  pobre  soldado  que  desembarcara  en  Amé- 
rica sin  más  que  su  espada  y  su  escudo,  volvió  a  Espa- 
ña con  lo  que  entonces  se  consideraba  una  enorme  for- 
tuna. Allí  se  casó  con  una  hija  de  su  protector  Avila, 
y  de  este  modo  fué  cuñado  del  descubridor  del  Pací- 
¿co.  Balboa.  Soto  prestó  una  parte  de  su  fácilmente 


DEL   SIGLO  XVI  6l 

adquirida  fortuna  al  emperador  Carlos,  que  con  las 
constantes  guerras  había  agotado  el  erario,  y  Carlos 
lo  envió  como  gobernador  de  Cuba  y  Adelantado  de  la 
nueva  provincia  de  la  Florida.  En  1538  se  hizo  a  la 
mar  con  un  ejército  de  seiscientos  hombres  muy  bien 
equipados,  grupo  de  aventureros  atraídos  a  la  bandera 
de  su  famoso  compatriota  por  el  deseo  de  hacer  descu- 
brimientos y  hallar  oro.  La  expedición  desembarcó  en 
la  Florida,  en  la  bahía  del  Espíritu  Santo,  en  mayo  de 
1539,  y  volvió  a  tomar  posesión  de  aquel  ignoto  de» 
sierto  en  nombre  de  España. 

Pero  el  brillante  éxito  que  alcanzó  Soto  en  los  mon- 
tes del  Perú,  pareció  abandonarle  del  todo  en  los  pan- 
tanos de  la  Florida.  Es  digno  de  notarse  que  casi  to- 
dos los  exploradores  que  hicieron  maravillas  en  la 
América  del  Sur,  fracasaron  cuando  llevaban  sus  ope- 
raciones al  continente  del  norte.  Era  tan  completamen- 
te distinta  la  geografía  física  de  ambos,  que  después 
de  acostumbrarse  a  las  necesidades  del  uno,  el  explo- 
rador parecía  incapaz  de  adaptarse  a  las  condiciones 
opuestas  deí  otro. 

Soto  y  sus  hombres  anduvieron  errantes  por  la  parte 
meridional  de  lo  que  es  hoy  Estados  Unidos,  por  es- 
pacio de  cuatro  mortales  años.  Es  probable  que  en  sus 
viajes  pasasen  por  los  actuales  Estados  de  la  Florida, 
Georgia,  Arkansas,  Misisipí,  Alabama,  Luisiana  y 
la  parte  nordeste  de  Tejas.  En  1541  llegaron  al  río  Mi- 
sisipí, y  fueron  ellos  los  primeros  europeos  que  vieron 
el  padre  de  las  aguas  (en  algún  punto  de  su  corriente 
excepto  en  su  boca)  un  siglo  y  cuarto  antes  de  que  lo 
viesen  los  heroicos  franceses  Marquette  y  La  Salle. 
Aquel  invierno  lo  pasaron  a  lo  largo  del  Washita,  y 
al  principio  del  verano  de  1542,  cuando  regresaba  Mi- 
sisipí abajo,  murió  el  valiente  Soto,  depositándose  su 
cadáver  en  el  lecho  del  copioso  río  que  él  había  descu- 
bierto, doscientos  años  antes  de  que  lo  viese  ningún 
((norteamericano».  Sus  hombres,  maltrechos  y  descora- 
zonados, pasaron  allí  un  terrible  invierno,  y  en  1543, 
al  mando  del  teniente  Moscoso,  construyeron  unos  tos- 
cos buques,  y  bajaron  en  ellos  por  el  río  Misisipí  hasta 
el  golfo  en  diez  y  nueve  días,  realizando  la  primera 


é2  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

navegación  que  se  llevó  a  cabo  en  nuestra  parte  de 
América.  Desde  la  desembocadura  fueron  costeando 
hacia  Occidente,  y  al  fin  llegaron  a  Panuco  (Méjico), 
después  de  cinco  años  de  penalidades  y  sufrimientos  ta- 
les como  jamás  los  experimentó  ningún  explorador 
sajón  en  las  Américas.  Cerca  de  un  siglo  y  medio  des- 
pués que  el  desgarbado  ejército  de  hombres  famélicos 
de  Soto  tomara  posesión  de  Luisiana  en  nombre  de  Es- 
paña, pasó  aquel  territorio  a  poder  de  los  franceses, 
y  a  Francia  lo  compró  los  Estados  JJnidos  al  cabo  de 
más  de  un  siglo. 

De  modo  que  cuando  Verazzano,  el  florentino  en- 
viado por  Francia,  llegó  a  América,  en  1524,  costeó  el 
Atlántico  desde  un  punto  de  La  Carolina  del  Sur  has- 
ta Terranova,  y  publicó  una  breve  descripción  de  lo 
que  había  visto,  ya  España  había  dado  la  vuelta  al 
mundo  ;  había  llegado  al  extremo  sur  de  América, 
conquistando  un  vasto  territorio  y  descubierto  más 
de  media  docena  de  nuestros  actuales  Estados,  des- 
pués de  la  última  visita  de  un  francés  a  América.  Por 
lo  que  toca  a  Inglaterra,  era  casi  tan  desconocida  en 
esta  parte  del  mundo  como  si  nunca  hubiese  existido. 

Después  de  Ponce  de  León  y  antes  que  Soto,  Fran- 
cisco de  Garay,  conquistador  de  Tampico,  visitó  la 
Florida  en  15 18.  Fué  con  el  objeto  de  dominar  aquel 
país  ;  pero  fracasó  y  murió  poco  después  en  Méjico, 
siendo  probable  que  fuese  envenenado  por  orden  de 
Cortés.  Dejó  aún  menos  recuerdo  de  lo  que  hizo  en  la 
Florida  que  Ponce  de  León,  y  pertenece  al  número  de 
exploradores  españoles  que,  aun  siendo  verdaderos 
héroes,  llevaron  a  cabo  hechos  de  poca  resonancia ;  y 
éstos  fueron  demasiado  numerosos  para  hacer  ni  si- 
quiera una  lista  de  ellos. 

En  1527  salió  de  España  la  expedición  más  desas- 
trosa que  se  envió  al  Nuevo  Mundo  ;  expedición  nota- 
ble únicamente  por  dos  cosas,  fué  tal  vez  la  más  des- 
graciada de  que  hay  historia,  y  condujo  al  hombre  que 
supo  ser  el  primero  en  cruzar  el  Continente  americano, 
el  cual  hizo  verdaderamente  una  de  las  más  asombro- 
sas marchas  a  pie  que  se  han  realizado  desde  que  el 
mundo  es  mundo.  Panfilo  de  Narváei5,  que  tan  yergon- 


DEL   SIGLO   XVI  63 

zosamente  fracasó  cuando  fué  a  arrestar  a  Cortés,  man- 
daba la  expedición  con  autoridad  para  conquistar  la 
Florida,  y  su  tesorero  era  Alvaro  Núñez  Cabeza  de 
Vaca.  En  1528  desembarcó  esa  compañía  en  la  Flori- 
da, y  empezó  desde  luego  una  serie  de  horrores  que 
ponen  los  pelos  de  punta.  Los  naufragios,  los  indíge- 
nas y  el  hambre  causaron  tal  destrozo  en  la  malhadada 
compañía,  que  cuando  en  1529  los  pieles  rojas  hicie- 
ron esclavos  a  Cabeza  de  Vaca  y  tres  de  sus  compañe- 
ros, eran  éstos  los  únicos  supervivientes  de  la  expe- 
dición. 

Vaca  y  sus  compañeros  anduvieron  al  azar  desde 
la  Florida  hasta  el  Golfo  de  California,  sufriendo  in- 
creíbles peligros  y  tormentos,  y  llegando  allí  después 
de  andar  errantes  durante  más  de  8  años.  El  heroísmo 
de  Cabeza  de  Vaca  recibió  su  galardón.  El  rey  le  hizo 
gobernador  del  Paraguay  en  1540  ;  pero  resultó  tan 
inepto  para  este  cargo  como  lo  fué  Colón  para  el  de 
virrey,  y  no  tardó  en  volver  cargado  de  cadenas  a  Es- 
paña, donde  murió. 

Pero  la  relación  que  publicó  de  cuanto  vio  en  ese 
pasmoso  viaje  (porque  Vaca  era  un  hombre  educado  y 
dejó  dos  libros  muy  interesantes  y  valiosos),  hizo  que 
sus  compatriotas  se  determinasen  a  comenzar  con  em- 
peño la  exploración  y  colonización  de  lo  que  es  hoy  los 
Estados  Unidos,  a  construir  las  primeras  ciudades,  y 
a  labrar  las  primeras  granjas  en  el  país,  que  ha  llegado 
a  ser  la  nación  más  vasta  del  mundo. 

Los  treinta  años  que  siguieron  a  la  conquista  <le 
Méjico  por  Cortés,  vieron  un  cambio  asombroso  en  el 
Nuevo  Mundo.  En  esos  años  ocurrieron  maravillas. 
Brillantes  descubrimientos,  exploraciones  sin  igual, 
intrépidas  conquistas  y  colonizaciones  heroicas  se  si- 
guieron unas  a  otras  con  vertiginosa  rapidez  ;  y,  a  ex- 
cepción de  las  bizarras  pero  escasas  proezas  de  los  por- 
tugueses en  la  América  del  Sur,  España  fué  la  única 
que  llevó  a  cabo  esos  hechos.  Desde  Kansas  hasta  el 
Cabo  de  Hornos  era  todo  una  vasta  posesión  española, 
salvo  algunas  partes  del  Brasil,  donde  el  héroe  portu- 
gués Cabral  había  sentado  la  planta  en  nombre  de  su 
país.  Se  construyeron  centenares  de  poblaciones  espa- 


64         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

ñolas ;  escuelas,  universidades,  imprentas,  libros  e 
iglesias  españolas  empezaban  su  obra  de  ilustración 
en  los  ignotos  continentes  de  América,  y  los  incansa- 
bles secuaces  de  Santiago  marchaban  siempre  adelante. 
La  América,  particularmente  Méjico,  era  rápidamente 
colonizada  por  los  españoles.  El  desarrollo  de  las  co- 
lonias donde  había  recursos  para  mantener  una  pobla- 
ción creciente  era  muy  notable  en  relación  a  aquellos 
tiempos.  La  ciudad  de  Puebla,  por  ejemplo,  en  el  Es- 
tado mejicano  del  mismo  nombre,  se  fundó  en  1532  y 
empezó  con  treinta  y  tres  colonos,  y  en  1678  tenía 
80,000  habitantes,  que  son  veinte  mil  más  de  los  que 
tenía  la  ciudad  de  Nueva  York  ciento  veintidós  año» 
'después. 


DEL  SIGLO  XVI  .  '65 


VII 

ESPAÑA  EN  LOS  ESTADOS  UNIDOS 

#^  ORTÉs  era  todavía  capitán  general  cuando  llegó  Ca- 
^^  beza  de  Vaca  a  las  colonias  españolas,  después  de 
su  correría  de  ocho  años,  portador  de  noticias  de  países 
extranjeros  situados  más  al  norte  ;  pero  Antonio  de 
Mendoza  era  virrey  de  Méjico  y  superior  a  Cortés  en 
jerarquía,  y  entre  él  y  el  conquistador  traicionero  había 
interminables  disensiones.  Cortés  trabajaba  para  sí 
mismo  ;  Mendoza,  para  España. 

A  medida  que  en  Méjico  se  hacían  más  espesas  las 
colonias  españolas,  la  atención  de  los  inquietos  explo- 
radores de  mundos  empezó  a  dirigirse  hacia  los  mis- 
terios del  vasto  y  desconocido  país  situado  más  al 
norte.  Las  cosas  raras  que  Vaca  había  visto,  y  las 
más  raras  aun  de  que  había  oído  hablar,  no  podían  me- 
nos de  excitar  la  curiosidad  de  los  intrépidos  aventure- 
ros a  quienes  las  contaba.  Lo  cierto  es  que  antes  de  un 
año  de  haber  llegado  a  Méjico  el  primer  viajero  trans- 
continental, habían  descubierto  sus  compatriotas  dos 
más  de  nuestros  actuales  Estados  como  resultado  di- 
recto de  sus  narraciones.  Y  ahora  llegamos  a  uno  de 
los  hombres  más  calumniados  de  todos  :  Fray  Marcos 
de  Nizza,  descubridor  de  Afizona  y  Nuevo  Méjico. 

Fray  Marcos  era  natural  de  la  provincia  de  Niza, 
que  formaba  entonces  parte  de  Saboya,  y  debió  llegar 
a  América  por  el  año  1531.  Acompañó  a  Pizarro  al 
Perú,  y  de  allí  volvió  finalmente  a  Méjico.  Fué  el  pri- 
mero en  explorar  Tas  tierras  desconocidas  de  que  Vaca 
había  oído  a  los  indios  contar  cosas  tan  estupendas, 
aun  cuando  él  no  las  había  visto  :  «las  Siete  Ciudades 
de  Cibola,  llenas  de  oro»,  y  otras  innumerables  mara- 
villas. Fray  Marcos  salió  a  pie  de  Culiacán  (Sinaloa, 
5 


66  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

borde  occidental  de  Méjico)  en  la  primavera  de  1539»; 
con  el  negro  Estebanico,  que  fué  uno  de  los  compa- 
ñeros de  Vaca,  y  unos  cuantos  indios.  Un  hermano 
lego,  Honorato,  que  salió  con  él,  pronto  cayó  enferma 
y  no  continuó  el  viaje.  Ahora  bien  ;  esa  fué  una  verda- 
dera exploración  española,  un  buen  ejemplo  de  cente- 
nares de  ellas  :  aquel  denodado  sacerdote,  sin  armas, 
con  una  veintena  de  hombres  que  no  inspiraban  con- 
fianza, emprendió  una  marcha  de  un  año,  a  través  de 
un  desierto,  donde,  aun  en  estos  días  de  ferrocarriles 
y  carreteras,  caminos  y  aguas  alumbradas,  hay  hom- 
bres que  mueren  todos  los  años  de  sed,  sin  contar  los 
millares  que  perecen  a  manos  de  los  indios.  Pero  esas 
pequeneces  sólo  servían  para  abrir  el  apetito  de  los 
españoles,  y  Fray  Marcos  siguió  sufriendo  el  cansan- 
cio del  camino  hasta  que,  a  principios  de  junio  de  1539, 
llegó  por  fin  a  las  Siete  Ciudades  de  Cibola.  Estas  se 
hallaban  al  extremo  occidental  de  Nuevo  Méjico,  cer- 
ca del  actual  y  extraño  pueblo  indio  de  Zuñi,  que  es 
todo  lo  que  queda  de  aquellas  famosas  ciudades,  y  está 
hoy  casi  lo  mismo  que  como  lo  vio  aquel  heroico  sacer- 
dote hace  trescientos  cincuenta  años.  Al  pie  del  pas- 
moso risco  de  Toyallahnah,  la  sagrada  montaña  de 
los  truenos  de  Zuñi,  el  negro  Estebanico  fué  muerto 
por  los  indios,  y  Fray  Marcos  se  libró  de  igual  suerte 
por  haberse  retirado  a  tiempo.  Obtuvo  cuantos  infor- 
mes pudo  acerca  de  las  extrañas  y  elevadas  poblaciones 
que  divisó,  y  regresó  a  Méjico  con  grandes  noticias.  Se 
le  ha  acusado  de  haber  dado  informes  erróneos  y  exa- 
gerados ;  pero  si  sus  críticos  no  hubiesen  sido  tan  des- 
conocedores de  la  calidad,  de  los  indios  y  de  sus  tra- 
diciones, no  hubieran  hablado  de  esta  suerte.  Las  afir- 
maciones de  Fray  Marcos  eran  absolutamente  verí- 
dicas. 

Cuando  el  buen  padre  hizo  su  relación,  bien  se 
puede  asegurar  que  todos  aguzaron  el  oído  en  Nueva 
España,  nombre  que  entonces  se  daba  a  Méjico,  y  en 
cuanto  fué  posible  organizar  una  expedición  armada, 
salió  para  las  Siete  Ciudades  de  Cibola,  sirviéndola 
de  guía  el  mismo  Fray  Marcos.  De  dicha  expedición 
hablaremos  en  breve.  Fray  Marcos  la  acompañó  hasta 
llegfar  a  Zuñi,  y  entonces  regresó  a  Méjico,  baldado 


DEL   SIGLO   XVI  67 

por  el  reumatismo,  del  cual  nunca  llegó  a  curarse. 
Murió  en  el  convento  de  la  ciudad  de  Méjico,  en  25 
de  marzo  de  1558. 

El  hombre  a  quien  Fray  Marcos  condujo  a  las  Sie- 
te Ciudades  de  Cibola  fué  el  más  grande  explorador 
que  jamás  pisó  el  continente  del  norte,  si  bien  sus  ex- 
ploraciones sólo  le  produjeron  desastres  y  amarguras. 
Nos  referimos  a  Francisco  Vázquez  de  Coronado,  na- 
tural de  Salamanca  (España).  Coronado  era  joven, 
ambicioso  y  tenía  ya  renombre.  Era  gobernador  de  la 
provincia  mejicana  de  Nueva  Galicia,  cuando  supo  la 
noticia  referente  a  las  Siete  Ciudades.  Mendoza,  con- 
tra la  fuerte  oposición  de  Cortés,  decidió  efectuar  una 
expedición,  que  libraría  al  país  de  unos  cuantos  cen- 
tenares de  audaces  y  jóvenes  espadachines  españoles 
que  estaban  reñidos  con  la  paz,  y  al  mismo  tiempo  ai 
fin  de  conquistar  nuevos  países  para  la  Corona.  En 
consecuencia,  puso  a  Coronado  al  frente  de  un  grupo 
de  unos  doscientos  cincuenta  españoles,  para  que  fue- 
sen a  colonizar  las  tierras  descubiertas  por  Fray  Mar- 
cos, con  estrictas  órdenes  de  no  volver  jamás. 

Coronado  salió  de  Culiacán  con  su  pequeño  ejér- 
cito en  los  albores  de  1540.  Guiados  por  el  incansable 
sacerdote,  llegaron  a  Zuñi  en  julio,  y  tomaron  el  pue- 
blo después  de  una  lucha  feroz,  con  lo  cual  terminaron 
entonces  las  hostilidades.  Desde  allí  envió  Coronado 
pequeñas  expediciones  a  los  extraños  pueblos  de  Mo- 
qui,  construidos  sobre  riscos  (en  la  parte  nordeste  de 
Arizona),  el  gran  Cañón  del  Colorado  y  al  pueblo  de 
Gemez,  situado  al  norte  de  Nuevo  Méjico.  Durante 
aquel  invierno  trasladó  todas  sus  fuerzas  a  Tiguex, 
donde  se  encuentra  ahora  la  linda  aldea  Nuevo-Mé- 
jicana  de  Bernalillo  en  el  Río  Grande,  y  allí  empeñó 
una  seria  y  poco  digna  guerra  con  los  indios  pueblos 
de  Tigua. 

Allí  fué  donde  oyó  hablar  del  áureo  mito  que  le  ten- 
tó, haciéndole  pasar  tan  duras  penalidades,  y  que  cau- 
só después  la  muerte  a  muchos  centenares  de  hombres  : 
la  fábula  de  Quivira.  Esta,  según  le  aseguraban  los  in- 
dios de  las  vastas  llanuras,  era  una  ciudad  toda  de  oro 
puro.  En  la  primavera  de  1541,  Coronado  y  sus  hom- 


681  LOS   EXPLORADORES   ESPAÑOLES 

bres  salieron  en  busca  de  Quivira  y  marcharon  a  tra- 
vés de  aquellas  tremendas  sabanas,  hasta  el  centro  de 
nuestro  actual  territorio  indio.  Allí,  viendo  que  había 
sido  engañado.  Coronado  hizo  retroceder  su  ejército 
a  Tiguex,  y  él,  con  30  hombres,  siguió  adelante  y 
atravesó  el  río  Arkansas  hasta  llegar  al  extremo  nord- 
este de  Kansas,  esto  es,  a  tres  cuartas  partes  de  la  dis- 
tancia que  media  entre  el  Golfo  de  California  y  Nueva 
York,  y  mucho  más  si  se  tiene  en  cuenta  los  rodeos 
que  dieron. 

Encontró  allí  la  tribu  de  los  quiviras,  salvajes  nó- 
madas que  se  dedicaban  a  la  caza  del  búfalo,  pero  no 
tenían  oro,  ni  sabían  dónde  se  hallaba.  Coronado  re- 
gresó por  fin  a  Bernalillo,  después  de  un  lapso  de  tres 
meses  de  incesantes  marchas  y  horribles  sufrimientos. 
Poco  después  de  su  vuelta,  una  caída  del  caballo  puso 
su  vida  en  grave  peligro.  Pasó  la  crisis  ;  pero  su  salud 
quedó  quebrantada,  y  descorazonado  por  sus  dolencias 
físicas  y  por  las  infructíferas  contrariedades  de  la  in- 
hospitalaria tierra  que  se  propusiera  colonizar  aban- 
donó el  proyecto  de  poblar  Nuevo  Méjico  y  en  el  ve- 
rano de  1542  regresó  a  Méjico  con  sus  hombres.  Su 
desobediencia  al  virrey,  por  haber  abandonado  su  em- 
presa, le  hizo  caer  en  disfavor,  y  pasó  el  resto  de  su 
vida  en  relativa  obscuridad. 

Triste  final  fué  ese  para  el  hombre  notable  que 
descubriera  tantos  miles  de  millas  del  sediento  sud- 
oeste, casi  tres  siglos  antes  de  que  lo  viese  ninguno  de 
nuestros  paisanos  ;  para  aquel  soldado  bien  nacido, 
instruido  y  denodado,  y  que  fué  el  ídolo  de  su  tropa. 
Como  explorador  no  tiene  rival ;  pero  como  coloni- 
zador fracasó  por  completo.  Habíase  criado  en  la  ciu- 
dad y  no  era  montaraz ;  y  aicostumbrado  solamente  á 
vivir  en  Jalisco  y  las  regiones  de  Méjico  situadas  jun- 
to al  Golfo  de  California,  no  conocía  los  terribles  de- 
siertos de  Arizona  y  Nuevo  Méjico  y  no  pudo  acomo- 
darse a  aquel  medio  ambiente.  Hasta  medio  siglo  des- 
pués que  llegó  un  español  nacido  en  la  frontera  de 
aquellas  tierras  áridas,  no  pudo  colonizarse  Nuevo  Mé- 
jico con  feliz  éxito. 

Mientras  el  descubridor  del  territorio  indio  y  de 


DEL   SIGLO   XVI  (yg 

Kansas  iba  en  persecución  de  un  mito  de  oro  a  través 
de  las  solitarias  llanuras,  sus  compatriotas  habían  ha- 
llado y  estaban  explorando  otro  de  nuestros  Estados  j' 
nuestro  dorado  jardín  de  California.  Hernando  de 
Alarcón,  en  1540,  navegó  por  el  río  Colorado  hasta  una 
gran  distancia  del  Golfo,  probablemente  hasta  Great 
Bend,  y  en  1543  Juan  Rodríguez  Cabrillo  exploró  la 
costa  californiana  del  Pacífico,  hasta  llegar  a  cien  mi- 
llas al  norte  del  sitio  donde  tres  siglos  más  tarde  debía 
fundarse  la  ciudad  de  San  Francisco. 

Después  de  los  desalentadores  descubrimientos  de 
Coronado,  los  españoles,  durante  muchos  años,  con- 
sagraron muy  poca  atención  a  Nuevo  Méjico.  ¡  Bas- 
tante había  que  hacer  en  la  Nueva  España  para  tener 
ocupada  por  algún  tiempo  la  indómita  energía  espa- 
ñola en  la  civilización  de  su  nuevo  imperio  1  Fray  Pe- 
dro de  Gante  había  fundado  en  Méjico,  en  1524,  las 
primeras  escuelas  del  Nuevo  Mundo,  y  desde  enton- 
ces todas  las  iglesias  y  conventos,  en  la  América  espa- 
ñola, tenían  adjunta  una  escuela  de  indios.  En  1524 
no  había  entre  los  innumerables  millares  de  indios  de 
Méjico  uno  solo  que  supiese  lo  que  eran  letras  ;  pero 
veinte  años  después  eran  tantos  los  que  habían  apren- 
dido a  leer  y  escribir,  que  el  obispo  Zumárraga  hizo 
imprimir  para  ellos  un  libro  en  su  propio  idioma.  En 
1543  había  hasta  escuelas  industriales  para  aquellos 
indios.  Ese  buen  obispo  Zumárraga  fué  también  el  que 
trajo  la  primera  prensa  al  Nuevo  Mundo,  en  1536.  Se 
montó  en  la  ciudad  de  Méjico  y  pronto  empezó  a  tra- 
bajar activamente.  El  libro  más  antiguo  impreso  en 
América  que  hoy  existe,  salió  de  dicha  prensa  en  1539. 
La  mayoría  de  los  primeros  libros  que  allí  se  impri- 
mieron, tenían  por  objeto  hacer  inteligibles  los  dialec- 
tos indios  ;  medida  de  humanitaria  educación  que  no 
ha  sabido  copiar  ninguna  otra  nación  colonizadora  en 
el  Nuevo  Mundo.  La  primera  música  que  se  imprimió 
en  América,  salió  también  de  la  misma  prensa  en  1548. 

Lo  más  notable  de  todo,  y  que  demuestra  la  actitud 
educadora  de  los  españoles  en  los  nuevos  continen- 
tes, fué  un  resultado  enteramente  singular.  No  sola- 
mente su  actividad   intelectual  creó  entre  ellos  mis- 


70  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

mos  una  constelación  de  eminentes  escritores,  sino  que, 
al  cabo  de  pocos  años,  había  una  escuela  de  impor- 
tantes autores  indios.  Sería  una  pérdida  irreparable 
para  el  conocimiento  de  la  verdadera  historia  de  Amé- 
rica, la  de  las  crónicas  de  escritores  indios  tales  como 
Tezozomok,  Camargo  y  Pomar,  en  Méjico ;  Juan  de 
Santa  Cruz,  Pachacuti  Yamqui  Salcamayhua,  en  el 
Perú,  y  muchos  otros.  ¡  Y  qué  ganancia  no  hubiera 
tenido  ía  ciencia  si  nosotros  nos  hubiésemos  tomado  la 
pena  de  educar  a  nuestros  aborígenes  para  que  se  pres- 
tasen tan  útil  ayuda  a  Sí  mismos  y  a  los  conocimientos 
humanos  I 

En  todas  las  demás  tareas  intelectuales  que  cono- 
cía entonces  el  mundo,  los  hijos  de  España  realizaban 
en  América  notables  progresos.  En  geografía,  en  his- 
toria natural,  en  física  y  química  y  en  otras  ciencias, 
fueron  en  nuestros  países  los  primeros,  como  lo  habían 
sido  en  sus  descubrimientos  y  exploraciones.  Es  un 
hecho  pasmoso  que,  en  época  tan  lejana  como  el  año 
¡1579,  se  hizo  en  público  una  autopsia  del  cadáver  de 
un  indio  en  la  Universidad  de  Méjico  para  indagar 
la  naturaleza  de  una  epidemia  que  entonces  causaba 
estragos  en  Nueva  España.  Es  dudoso  que  en  aquella 
época  hubiesen  llegado  tan  lejos  en  la  misma  ciudad 
de  Londres.  Y  en  libros  de  aquel  período,  que  existen 
todavía,  hallamos  proyectos  de  armas  de  repetición,  y 
hasta  una  inequívoca  indicación  del  teléfono.  ¡  La  pri- 
mera prensa  no  llegó  a  las  colonias  inglesas  de  Amé- 
rica hasta  1638  I  ¡  Cerca  de  cien  años  a  la  zaga  de  Mé- 
jico I  En  todo  el  mundo  tardaron  en  aparecer  los  pe- 
riódicos ;  el  primero  auténtico  de  que  hay  noticia  nn 
la  historia,  se  publicó  en  Alemania  en  1615.  En  Ingla- 
terra apareció  el  primero  en  1622,  y  las  colonias  norte- 
americanas no  tuvieron  uno  hasta  1704.  «El  Mercurio 
Volante»,  folleto  que  daba  noticias,  se  publicaba  en 
la  ciudad  de  Méjico  antes  del  año  1693. 

Cuando  las  malas  nuevas  de  Coronado  se  habían 
en  gran  parte  olvidado,  empezó  otra  incursión  espa- 
ñola hacia  Nuevo  Méjico  y  Arizona.  Entre  tanto  ha- 
bían ocurrido  en  la  Florida  importantes  acontecimien- 
tos. Los  muchos  fracasos  padecidos  en  ese  desgracia- 


DEL   SIGLO   XVI  7I 

«do  país,  no  desalentaron  a  los  españoles  en  su  empe- 
ño de  colonizarlo.  Por  último,  en  1560,  se  estableció 
allí  de  un  modo  permanente  Aviles  de  Menéndez,  es- 
pañol muy  cruel,  el  cual,  no  obstante,  tuvo  el  honor 
de  fundar  y  dar  nombre  a  la  ciudad  más  antigua  de 
los  Estados  Unidos — San  Agustín, — en  1560.  Menén- 
dez encontró  una  pequeña  colonia  de  hugonotes  fran- 
ceses que  se  habían  desviado  hasta  allí  el  año  antes 
al  mando  de  Ribault,  a  los  que  él  hizo  prisioneros  y 
los  ahorcó,  poniéndoles  un  cartel  en  que  decía  que 
habían  sido  ejecutados  «no  por  ser  franceses,  sino  por 
herejes».  Dos  años  después,  la  expedición  francesa  de 
Dominique  de  Gourges  se  apoderó  de  los  tres  fuertes 
españoles  que  allí  se  habían  construido,  y  ahorcó  a  los 
colonos,  «no  por  ser  españoles,  sino  por  asesinos»  ; 
lo  cual  no  dejó  de  ser  una  venganza  muy  ingeniosa 
como  réplica ;  pero  muy  censurable  por  el  hecho.  En 
fi586  Sir  Francis  Drake,  a  cuyas  aficiones  piráticas  he- 
mos aludido  ya,  destruyó  la  floreciente  colonia  de  San 
Agustín,  que  se  volvió  a  construir  en  seguida.  En 
11763  España  cedió  la  Florida  a  la  Gran  Bretaña,  en 
cambio  de  la  Habana,  de  que  Albemarle  habíase  apo- 
derado un  año  antes. 

También  es  interesante  el  hecho  de  que  los  espa- 
ñoles estuvieron  en  Virgina  cerca  de  30  años  antes  de 
jque  Sir  Walter  Raleigh  intentase  establecer  allí  una 
colonia,  y  medio  siglo  largo  antes  de  la  visita  de  John 
Smith.  Ya  en  1556,  la  bahía  de  Chesapeake  era  cono- 
cida de  los  españoles  con  el  nombre  de  Bahía  de  Santa 
María,  y  se  había  enviado  allí,  para  colonizar  el  país, 
una  expedición  que  fracasó. 

En  1 58 1  tres  misioneros  españoles,  Fray  Agustín 
Rodríguez,  Fray  Francisco  López  y  Fray  Juan  de  San- 
ta María,  salieron  de  Santa  Bárbara  (Chihuahua,  Mé- 
jico) con  una  escolta  de  nueve  soldados  españoles  al 
mando  de  Francisco  Sánchez  Chamuscado.  Anduvie- 
ron trabajosamente  a  lo  largo  del  Río  Grande  hasta 
donde  se  encuentra  ahora  Bernalillo,  o  sea  en  una 
marcha  de  unas  mil  millas.  Allí  quedaron  los  misione- 
ros para  enseñar  la  doctrina,  mientras  los  soldados  ex- 
ploraban el  país  hasta  Zuñi,  y  entonces  regresaron  a 


72  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

Santa  Bárbara.  Chamuscado  murió  en  el  camino.  Er> 
cuanto  a  los  valientes  misioneros  que  quedaron  atrá» 
en  el  desierto,  no  tardaron  en  ser  mártires,  Fray  San- 
ta María  fué  muerto  por  los  indios  cerca  de  San  Pedro, 
mientras  realizaba  una  penosa  caminata,  solo  y  a  pie^ 
para  volver  a  Méjico  aquel  otoño.  Fray  Rodríguez  y 
Fray  López  fueron  asesinados  por  su  traicionero  re- 
baño en  Puaray,  en  diciembre  de  1581. 

Al  año  siguiente,  Antonio  de  Espejo,  opulento  hijo> 
de  Córdoba,  salió  de  Santa  Bárbara  (Chihuahua),  con 
catorce  hombres,  para  afrontar  los  desiertos  y  los  sal- 
vajes de  Nuevo  Méjico.  Anduvo  Río  Grande  arriba 
hasta  un  poco  más  allá  de  donde  ahora  se  halla  Albur- 
querque,  sin  que  le  hiciesen  resistencia  los  indios  de 
la  tribu  Pueblo.  Visitó  sus  ciudades  de  Zía,  Jenez,  la 
empinada  Acoma,  Zuñi  y  la  lejana  Moqui,  y  se  inter- 
nó bastante  en  la  parte  norte  de  Arizona.  Volviendo  a^ 
Río  Grande,  visitó  el  pueblo  de  Pecos,  bajó  por  el 
río  del  mismo  nombre  a  Tejas,  y  de  allí  cruzó  de  nue- 
vo a  Santa  Bárbara.  Tenía  la  intención  de  volver  a 
colonizar  Nuevo  Méjico  ;  pero  su  muerte  (ocurrida  pro- 
bablemente en  1585)  desbarató  su  plan,  y  el  único  re- 
sultado importante  de  su  gigantesca  jornada,  fué  una 
adición  a  los  conocimientos  geográficos  de  su  época. 
En  1590,  Gaspar  Castaño  de  Sosa,  teniente  goberna- 
dor de  Nuevo  León,  estaba  tan  ansioso  de  explorar' 
Nuevo  Méjico,  que  organizó  una  expedición  sin  pe- 
dir permiso  al  virrey.  Subió  por  el  río  Pecos  y  cruzó^ 
hasta  el  Río  Grande  ;  pero  en  el  pueblo  de  Santo  Do- 
mingo fué  arrestado  por  el  capitán  Morlette,  que  ha- 
bía ido  desde  Méjico  con  ese  solo  objeto,  y  conducida 
a  su  destino  con  cadenas. 

Juan  de  Oñate,  colonizador  de  Nuevo  Méjico  y 
fundador  de  la  segunda  ciudad  situada  dentro  de  los 
límites  de  los  Estados  Unidos,  como  también  de  otra 
ciudad  que  es  la  segunda  en  antigüedad  en  el  mismo- 
país,  nació  en  Zacatecas  (Méjico).  Su  familia,  proce- 
dente de  Vizcaya,  había  descubierto  en  1548  y  poseía 
a  la  sazón  algunas  de  las  minas  más  ricas  del  mundo  : 
las  de  Zacatecas.  Pero,  no  obstante  haber  nacido  de 
una  familia  que  nadaba  en  oro,  Oñate  deseaba  ser  ex- 


I>EL  SIGLO  XVI  73: 

plorador.  La  Corona  rehusó  equipar  nuevas  expedi- 
ciones para  el  norte,  que  tantos  desengaños  ofrecía,  y 
por  el  año  1595  Oñate  hizo  un  contrato  con  el  virrey 
de  Nueva  España  para  colonizar  Nuevo  Méjico  por  su 
cuenta.  Hizo  todos  los  preparativos  y  equipó  una  cos- 
tosa expedición.  Justamente  entonces  fué  nombrado- 
otro  virrey,  el  cual  le  tuvo  esperando  en  Méjico  con 
todos  sus  hombres  por  espacio  de  dos  años,  antes  de- 
darle  el  permiso  necesario  para  emprender  la  marcha. 
Por  fin,  a  principios  de  1597,  salió  con  su  expedición, 
la  cual  le  costó  el  equivalente  de  un  millón  de  dólares 
antes  de  salir  de  viaje.  Llevó  consigo  cuatrocientos  co- 
lonos, incluso  doscientos  soldados,  con  mujeres  y  ni- 
ños, y  reses  vacunas  y  lanares.  Después  de  tomar  po- 
sesión de  Nuevo  Méjico  el  30  de  mayo  de  1598,  mar- 
chó Río  Grande  arriba  hasta  donde  se  halla  hoy  la 
aldehuela  Chamita,  al  norte  de  Santa  Fe  y  allí  fundó,, 
en  septiembre  de  aquel  año,  San  Gabriel  de  los  Espa- 
ñoles, segunda  ciudad  establecida  en  los  Estados  Uni- 
dos. 

Oñate  fué  notable  no  tan  sólo  por  su  éxito  en  co» 
Ionizar  un  país  tan  adusto  como  era  aquél,  sino  tanv 
bien  como  explorador.  Reconoció  todo  el  país  ;  viajó 
hasta  Acoma,  y  sofocó  una  rebelión  de  los  indios,  y 
en  el  año  1600  efectuó  una  expedición  hasta  la  misma 
Nebraska.  En  1604,  con  treinta  hombres,  marchó  des- 
de San  Gabriel  y  a  través  de  aquel  árido  desierto  has- 
ta el  Golfo  de  California,  regresando  a  San  Gabriel  en- 
abril  de  1605.  Por  entonces  los  ingleses  no  se  habían 
internado  en  América  más  que  a  cuarenta  o  cincuenta 
millas  de  la  costa  de)  Atlántico. 

En  1605  Oñate  fundó  la  ciudad  de  Santa  Fe,  de 
San  Francisco,  respecto  de  cuya  antigüedad  se  han 
escrito  muchas  fábulas  inverosímiles.  La  ciudad  ha  lle- 
gado a  celebrar  el  333®  aniversario  de  su  fundación^ 
veinte  años  antes  de  cumplir  los  tres  siglos. 

En  1606  Oñate  hizo  otra  expedición  a  tierras  leja- 
nas del  nordeste  ;  pero  de  ella  no  se  sabe  casi  nada, 
y  en  1608  fué  substituido  por  Pedro  de  Peralta,  se- 
gundo gobernador  de  Nuevo  Méjico. 

Oñate  era  de  mediana  edad  cuando  realizó  esto* 


74  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

notables  hechos.  Nacido  en  la  frontera,  avezado  a  los 
desiertos,  dotado  de  gran  tenacidad,  sangre  fría  y  co- 
nocimiento de  la  guerra  de  frontera,  era  el  hombre  a 
propósito  para  establecer  con  éxito  las  primeras  im- 
portantes colonias  en  los  Estados  Unidos,  en  los  lu- 
:gares  más  difíciles  y  peligrosos. 


DEL   SIGLO   XYI  75 


Mi 

DOS  CONTINENTES  DOMINADOS 

I^AL  era,  pues,  la  situación  idel  Nuevo  Mundo  aí 
empezar  el  siglo  xviii.  España,  después  de  des- 
cubrir las  Américas,  en  poco  más  de  cien  años  de  in- 
cesante exploración  y  conquista,  había  logrado  arrai- 
gar y  estaba  civilizando  ambos  países.  Había  cons- 
truido en  el  Nuevo  Mundo  centenares  de  ciudades,  cu- 
yos extremos  distaban  más  de  cinco  mil  millas,  con 
todas  las  ventajas  de  la  civilización  que  entonces  se 
conocían,  y  dos  ciudades  en  lo  que  es  ahora  los  Es- 
tados Unidos,  habiendo  penetrado  los  españoles  en 
veinte  de  dichos  Estados.  Francia  había  hecho  unas 
pocas  cautelosas  expediciones,  que  no  produjeron  nin- 
gún fruto,  y  Portugal  había  fundado  unas  cuantas  po- 
blaciones de  poca  importancia  en  la  América  del  Sur. 
Inglaterra  había  permanecido  durante  todo  el  siglo 
en  una  magistral  inacción,  y  entre  el  Cabo  de  Hornos 
y  el  Polo  Norte  no  había  ni  una  mala  casuca  inglesa, 
ni  un  Sólo  hijo  de  Inglaterra. 

El  que  en  tiempos  posteriores  haya  cambiado  por 
Completo  la  situación  ;  el  que  España  (mayormente 
porque  se  desangró  por  una  conquista  tan  enorme  que 
ni  aun  hoy  podría  nación  alguna  dar  los  hombres  o 
el  dinero  necesarios  para  pvoncr  la  empresa  al  nivel  del 
progreso  mundial)  no  haya  vuelto  a  recobrar  su  anti- 
guo poderío  y  esté  ahora  inactiva  en  comparación  con 
la  joven  y  gigantesca  nación  que  ha  crecido  desde  en- 
tonces en  el  imperio  que  ella  inició,  no  exime  a  la  his- 
toria de  América  del  deber  de  hacerle  justicia  por  su 


76         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

pasado.  Si  no  hubiese  existido  España  hace  400  años^ 
no  existirían  hoy  los  Estados  Unidos.  Para  todo  ver- 
dadero americano  es  el  de  su  país  un  relato  que  fas- 
cina, porque  todo  el  que  lleva  ese  nombre,  admira  eí 
heroísmo  y  es  amante  de  la  justicia,  y  antes  que  nada 
le  interesa  conocer  la  verdad  respecto  de  su  patria. 

Por  los  años  de  1680,  el  valle  del  Río  Grande,  en 
Nuevo  Méjico,  estaba  salpicado  de  caseríos  españoles 
desde  Santa  Cruz  hasta  más  allá  de  Socorro,  o  sea  en- 
una  extensión  de  200  millas,  y  había  también  colonia» 
en  el  valle  de  Taos  hacia  el  extremo  norte  del  territo- 
rio. Desde  1600  a  1680  se  habían  hecho  numerosas  ex-- 
pediciones  a  través  del  sudoeste,  penetrando  hasta  el 
mortífero  Llano  Estacado.  El  heroísmo  con  que  se 
conservó  por  tanto  tiempo  el  sudoeste,  no  fué  menos 
maravilloso  que  la  exploración  que  lo  descubrió.  La 
vida  de  los  colonos  era  una  lucha  diaria  con  la  avara 
Naturaleza — porque  Nuevo  Méjico  nunca  fué  feraz — 
teniendo,  además,  que  afrontar  mortales  peligros.  Du- 
rante tres  siglos  fueron  incesantemente  hostilizados  por 
los  terribles  apaches,  y  hasta  1680  no  les  dejaron  en 
paz  los  conatos  de  insurrección  de  los  indios  pueblos,, 
quienes  vivían  entre  ellos  y  los  rodeaban.  Las  afirma- 
ciones de  los  historiadores  de  gabinete,  de  que  los  es- 
pañoles esclavizaron  a  los  pueblos  o  a  otros  indios  de 
Nuevo  Méjico  ;  de  que  les  obligaban  a  escoger  entre  el 
cristianismo  y  la  muerte  ;  que  les  forzaban  a  trabajar 
en  las  minas,  y  otras  cosas  por  el  estilo,  son  entera- 
mente inexactas.  Todo  el  régimen  de  España  para  con 
los  indios  del  Nuevo  Mundo  fué  de  humanidad  y  de 
justicia,  de  educación  y  de  persuasión  moral,  y  aun 
cuando  hubo,  como  es  natural,  algunos  individuos  que 
violaron  las  estrictas  leyes  de  su  país  respecto  al  trato 
de  los  indios,  recibieron  por  ello  el  condigno  castigo. 

Sin  embargo,  la  mera  presencia  de  extranjeros  en 
su  tierra,  fué  bastante  para  sublevar  la  naturaleza  ce- 
losa de  los  indios,  y  en  1680  estalló,  sin  causa  alguna, 
entre  los  pieles  rojas  de  Pueblo  Rebelión,  un  complot 
para  hacer  una  matanza.  Había  entonces  en  el  territo- 
rio mil  quinientos  españoles,  que  vivían  en  Santa  Fe 


DEL   SIGLO  XVI  ¡77, 

y  en  granjas  o  caseríos  dispersos,  pues  hacía  tiempo 
que  Chamita  había  sido  abandonada. 

Treinta  y  cuatro  ciudades  de  la  tribu  Pueblo  to- 
maron parte  en  la  rebelión,  bajo  la  dirección  de  un 
peligroso  indio  Tehua,  llamado  Popé.  Emisarios  se- 
cretos habían  ido  de  pueblo  en  pueblo,  y  la  matanza 
de  españoles  se  efectuó  simultáneamente  en  todo  el 
territorio.  En  ese  lo  de  agosto  de  1680,  de  triste  recor- 
dación, más  de  cuatrocientos  españoles  fueron  asesi- 
nados, incluso  veintiuno  de  los  bondadosos  misione- 
ros que,  desarmados  y  solos,  se  habían  esparcido  por 
aquel  desierto  con  el  objeto  de  salvar  las  almas  e  ilu- 
minar las  inteligencias  de  los  naturales. 

Antonio  de  Otermín,  que  era  entonces  gobernador 
y  capitán  general  de  Nuevo  Méjico,  fué  atacado  en  su 
capital  de  Santa  Fe  por  un  ejército  de  indios  muy  nu- 
meroso. Los  120  soldados  españoles  que  estaban  en- 
cerrados en  su  pequeña  ciudad  de  adobe,  pronto  se 
hallaron  en  la  imposibilidad  de  resistir  por  más  tiem- 
po al  enjambre  de  sitiadores,  y  después  de  una  sema- 
na de  desesperada  defensa,  hicieron,  una  salida  y  se 
abrieron  paso  hasta  ponerse  a  salvo,  llevándose  consigo 
sus  mujeres  y  sus  hijos.  Se  retiraron  después  Río 
Grande  abajo,  evitando  una  emboscada  que  les  habían 
preparado  los  indios  en  Sandia  ;  llegaron  al  pueblo  de 
Isleta,  doce  millas  más  abajo  de  la  antigua  ciudad  de 
Alburquerque,  sanos  y  salvos ;  pero  la  aldea  estaba 
desierta  y  los  españoles  se  vieron  obligados  a  conti- 
nuar su  huida  hacia  El  Paso  (Tejas),  que  no  era  en- 
tonces más  que  una  misión  española  para  los  indios. 

En  1681  el  gobernador  Otermín  hizo  una  incursión 
hacia  el  norte  hasta  el  pueblo  de  Cochiti,  veinticinco 
millas  al  oeste  de  Santa  Fe,  en  la  margen  del  Río 
Grande ;  pero  los  indios  hostiles  le  obligaron  a  reti- 
rarse de  nuevo  a  El  Paso.  En  1687,  Pedro  Reneros 
Posada  llevó  a  cabo  otra  arremetida  en  Nuevo  Méjico 
y  tomó  el  pueblo  roqueño  de  Santa  Ana,  después  de 
un  brillante  y  sangriento  asalto.  Pero  también  tuvo 
que  retirarse.  En  1688,  Domingo  Gironza  Petriz  de 
Crúzate,  el  más  bizarro  soldado  de  Nuevo  Méjico,  rea- 
lizó una  expedición  en  la  que  tomó  por  asalto  el  pue- 


78  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

blo  de  Zía,  hecho  todavía  más  notable  que  el  de  Po- 
sada, y  a  su  vez  se  retiró  a  El  Paso. 

Por  último,  el  conquistador  definitivo  de  Nueva 
Méjico,  Diego  de  Vargas,  llegó  en  1692.  Marchando 
a  Santa  Fe,  y  de  allí  hasta  el  fin  de  Moqui,  con  sólo 
ochenta  y  nueve  hombres,  visitó  todos  los  pueblos  de 
la  provincia,  sin  encontrar  oposición  por  parte  de  los^ 
indios,  los  cuales  habían  sido  completamente  acobar- 
dados por  Crúzate.  Volviendo  a  El  Paso,  regresó  a 
Nuevo  Méjico  en  1693,  esta  vez  con  unos  ciento  cin- 
cuenta soldados  y  unos  cuantos  colonos.  Entonces  es- 
taban los  indios  preparados  y  le  hicieron  la  más  san- 
grienta recepción  de  que  hay  memoria  en  Nuevo  Mé- 
jico. Se  levantaron  primero  en  Santa  Fe,  y  tuvo  que 
asaltar  esa  ciudad,  que  logró  tomar  después  de  dos 
días  de  lucha.  Euego  comenzó  el  sitio  de  Mesa  Negra 
de  San  Ildefonso,  el  cual  se  prolongó  durante  nueve 
meses.  Los  indios  habían  trasladado  su  aldea  a  la  cima 
de  aquel  Gibraltar  de  Nuevo  Méjico,  y  allí  resistieron 
cuatro  atrevidos  asaltos,  hasta  que  por  fin  se  vieron 
obligados  a  rendirse. 

Entre  tanto  Vargas  había  asaltado  la  inexpugnable 
ciudadela  de  San  iSiego  Viejo  y  el  saliente  risco  de 
San  Diego  de  Gemez,  dos  proezas  que  con  el  asalto 
del  Peñol  de  Mistrol  (Jalisco,  Méjico)  y  el  de  la  in- 
gente roca  de  Acoma,  pueden  considerarse  como  los 
dos  asaltos  más  maravillosos  en  toda  la  historia  de 
América.  La  toma  de  Quebec  no  puede  compararse 
con  ellos. 

Estas  costosas  lecciones  tuvieron  a  los  indios  quie- 
tos hasta  1696,  en  que  de  nuevo  se  levantaron.  Esta  re- 
belión no  fué  tan  formidable  como  la  primera  ;  pero 
ocasionó  otro  derramamiento  de  sangre  en  Nuevo  Mé- 
jico, y  sólo  pudo  sofocarse  después  de  una  lucha  de 
tres  meses.  Ya  los  españoles  eran  dueños  de  la  situa- 
ción ;  y  la  dominación  de  esa  revuelta  puso  fin  a  to- 
dos los  disturbios  de  los  indios  pueblos,  los  cuales 
subsisten  hasta  hoy  entre  nosotros  casi  en  el  mismo 
número  de  entonces,  aun  cuando  con  menos  ciudader, 
como  una  raza  quieta,  pacífica,  cristianizada,  de  la- 
bradores industriosos,  que  son  monumentos  vivos  del 


DEL   SIGLO   XVI  79, 

humanitarismo  y  la  enseñanza  moral  de  sus  conquis- 
tadores. 

Luego  vino  el  ultimo  siglo,  una  lúgubre  centu^ia^ 
de  incesante  hostilidad  por  parte  de  los  apaches,  na- 
vajos y  comaches,  y  alguna  que  otra  vez  por  los  utes ; 
hostilidad  que  apenas  había  cesado  hace  diez  años. 
Las  guerras  con  los  indios  eran  tan  constantes ;  tan 
innumerables  las  exploraciones  [como  esa  asombrosa 
tentativa  para  abrir  un  camino  desde  San  Antonio  de 
Béjar  (Tejas)  a  Monterrey  de  California]  que  el  heroís- 
mo individual  de  aquellos  hombres  se  pierde  en  s\x> 
pasmosa  multitud. 

Hace  más  de  dos  siglos  los  españoles  explorarort 
Tejas,  y  no  tardaron  en  establecerse  allí.  Hubo  algunas 
pequeñas  expediciones  ;  pero  la  primera  de  alguna; 
magnitud  fué  la  de  Alonso  de  León,  gobernador  del 
Estado  mejicano  de  Coahuila,  que  hizo  extensas  ex- 
ploraciones en  Tejas  en  1689.  Al  principio  del  siglo 
pasado  había  varios  poblados  y  presidios  españoles 
en  lo  que  más  de  cien  años  después  debía  ser  el  más 
vasto  de  los  Estados  Unidos. 

La  colonización  española  de  Colorado  no  fué  muy 
extensa,  y  no  tenían  ciudades  al  norte  del  río  Arkan- 
sas  ;  pero  hasta  en  poblar  dicho  Estado  nos  precedie- 
ron de  medio  siglo,  como  se  adelantaron  varios  siglos 
en  descubrirlo. 

En  California  los  españoles  fueron  muy  activos. 
Durante  largo  tiempo  hicieron  varias  expediciones  sin 
resultado.  Entonces  fueron  los  franciscanos,  en  1769, 
a  la  bahía  de  San  Diego  ;  desembarcaron  en  la  desierta 
playa,  donde  se  yergue  hoy  un  hotel  americano  que  ha 
costado  un  millón  de  dólares,  y  en  el  acto  empeza- 
ron a  educar  a  los  indios,  a  plantar  olivares  y  viñe- 
dos y  a  construir  las  imponentes  iglesias  tan  admira- 
blemente descritas  por  el  autor  de  «Ramona»  (*),  las 
cuales  perdurarán  sin  duda  como  monumentos  de  una 
fe  sublime  hasta  mucho  después  que  la  raza  que  las 
alzó  desaparezca  de  la  haz  de  la  tierra. 

California  tuvo  una  larga  serie  de  gobernadores 


(*)    HelcB  Hu«t  Jackson. 


^O         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

españoles  antes  de  adquirir  nosotros  aquel  Estado-jar- 
dín de  los  Estados,  y  el  último  de  ellos  fué  el  valiente, 
«1  cortés,  el  amable  anciano  Pío  Pico,  que  falleció  hace 
poco.  Los  españoles  descubrieron  allí  oro  hace  siglos, 
y  lo  explotaron  diez  años  antes  de  que  un  ((norteame- 
ricano» soñase  en  los  preciosos  depósitos  que  habían 
de  influir  tanto  en  la  civilización,  y  con  otros  diez  años 
-de  antelación,  hallaron  los  ricos  ((placeres»  de  Nuevo 
Méjico. 

En  Arizona,  el  padre  Francisco  Eusebio  Kuehne 
'{a  quien  otros  llaman  Quino),  jesuíta  austríaco  de  na- 
cimiento, pero  bajo  auspicios  españoles,  fué  el  prime- 
ro en  establecer  las  misiones  del  río  Gila,  desde  1689 
hasta  1717,  año  en  que  murió.  Hizo  lo  menos  cuatro 
terribles  jornadas  a  pie  desde  Sonora  al  Gila,  y  bajó 
por  este  río  hasta  su  afluencia  con  el  Colorado.  Sería 
•sumamente  interesante,  si  lo  permitiese  el  espacio,  se- 
guir paso  a  paso  las  andanzas  y  proezas  de  los  misio- 
neros españoles,  esos  exploradores  pacíficos  de  Amé- 
rica que  han  dejado  tan,  profundas  huellas  en  todo  el 
sudoeste.  Su  celo  y  su  heroísmo  eran  infinitos.  No  ha- 
bía desierto  bastante  terrible  para  ellos  ;  no  había  pe- 
ligro asaz  espantoso.  Solos,  inermes,  atravesaron  las 
tierras  más  inhospitalarias  e  hicieron  frente  a  los  sal- 
vajes más  sanguinarios  ;  dejando  en  las  vidas  de  los 
indios  un  monumento  más  soberbio  que  el  que  han 
dejado  los  exploradores  armados  y  los  ejércitos  con^ 
•  quistadores. 

Lo  que  antecede  es  un  sucinto  sumario  de  las  pri- 
meras exploraciones  de  América,  las  únicas  que  se 
hficieron  durante  más  de  un  siglo,  y  las  más  asombro- 
sas durante  otra  centuria.  En  cuanto  a  la  grande  y 
maravillosa  obra  que  al  fin  han  realizado  los  de  nues- 
tra sange,  no  tan  sólo  en  conquistar  parte  de  un  con- 
tinente, sino  en  formar  una  poderosa  nación,  no  ne- 
cesita el  lector  que  yo  le  ayude  a  comprenderla,  puesto 
que  ya  está  debidamente  consignada  en  la  historia. 
El  transcribir  todas  las  heroicidades  de  los  explora- 
dores, llenaría  no  ya  este  libro,  sino  toda  una  biblio- 
teca. He  creído  más  conveniente,  en  vista  del  extenso 
campo  que  ofrecen,  hacer  un  breve  bosquejo  como  el 


DEL    SIGLO   XVI  8 1 

que  hecho  queda,  y  luego  ilustrarlo  agregando,  con 
detalles,  unos  pocos  ejemplos  elegidos  de  entre  un 
gran  número  de  hechos  heroicos.  He  indicado  va  cuan- 
tas conquistas  y  exploraciones  y  peligros  se  llevaron 
a  cabo,  y  ahora  voy  a  exponer  en  breves  páginas,  una 
muestra  de  lo  que  realmente  eran  las  conquistas  y  ex- 
ploraciones y  la  fortaleza  de  los  españoles. 


II 


Los  primeros  caminantes 
en  América 


DEL   SIGLO  XVI  85 


EL  PRIMER  CAMINANTE  EN  AMERICA 

I  AS  proezas  de  un  explorador  son  de  las  más  im- 
portantes, como  son  también  de  las  más  fasci- 
nadoras que  presentan  los  heroísmos  humanos.  Las 
cualidades  físicas  y  mentales  necesarias  para  su  la- 
bor, son  raras  y  admirables.  Ha  de  reunir  muchas  con- 
diciones y  sobresalir  en  cada  una  de  ellas ;  ha  de  ser 
el  hombre  completo  que  se  propuso  hacer  la  Natura- 
leza. No  necesita  su  cuerpo  ser  tan  fuerte  como  el  de 
Sansón,  ni  su  mente  como  la  de  Napoleón,  ni  tener 
un  corazón  mayor  que  todos  los  hombres.  Pero  nece- 
sita que  su  cuerpo,  su  mente  y  su  corazón  sean  los 
de  un  hombre  fuerte.  Apenas  hay  otra  profesión  en 
que  cada  músculo,  por  decirlo  así,  de  su  triple  natu- 
raleza, se  ponga  más  constantemente  o  más  equilibra- 
damente en  juego. 

Es  un  hecho  curioso  que  algunos  de  los  más  gran- 
des descubrimientos  son  debidos  al  azar.  Muchos  de 
los  más  importantes  que  registra  la  historia  de  la  hu- 
manidad, se  deben  a  hombres  que  no  buscaban  la  gran 
verdad  que  descubrieron.  La  ciencia  es  el  resultado  no 
tan  sólo  del  estudio,  sino  de  inapreciables  accidentes  ; 
y  esto  mismo  puede  decirse  de  la  historia.  Ofrece  un 
estudio  interesante  de  por  sí,  la  influencia  que  felices 
equivocaciones  y  fortuitos  sucesos  tuvieran  en  la  ci- 
vilización. 

En  las  exploraciones,  como  en  los  inventos,  algu- 
nos de  los  éxitos  se  deben  a  un  mero  accidente.  Algu- 
nas de  las  exploraciones  más  valiosas  fueron  realiza- 
das por  hombres  que  no  tenían  más  idea  de  ser  expío- 


S6         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

radores  que  de  inventar  un  ferrocarril  hasta  la  luna,  y 
es  un  hecho  curioso  que  la  primera  exploración  del 
interior  de  América  y  las  dos  jornadas  más  portento- 
sas que  en  ella  se  hicieron,  no  sólo  fueron  accidentes, 
sino  desdichas  y  contrariedades  que  coronaron  los  es- 
fuerzos de  hombres  que  esperaban  hallar  algo  muy 
distinto. 

Las  exploraciones,  ya  sean  intencionadas  o  invo- 
luntarias, no  sólo  han  producido  grandes  resultados 
para  la  civilización,  sino  que,  además,  han  sido  causa 
de  los  hechos  más  heroicos  de  la  humanidad.  Particu- 
larmente América  ha  sido  quizá  el  campo  donde  se 
han  llevado  a  cabo  las  más  grandes  y  asombrosas  jor- 
nadas ;  pero  los  dos  hombres  que  hicieron  las  más  pas- 
mosas que  se  han  realizado  en  toda  la  América,  nos 
son  casi  desconocidos.  Son  héroes  cuyos  nombres  sue- 
nan como  si  fuesen  griego  para  la  gran  mayoría  de 
los  norteamericanos,  no  obstante  ser  hombres  a  los  que 
precisamente  los  norteamericanos  debieran  considerar 
con  profundo  interés  y  admiración.  Esos  héroes  fue- 
ron Alvaro  Núñez  Cabeza  de  Vaca,  el  primero  que 
viajó  en  América,  y  Andrés  Docampo,  el  que  recorrió 
en  este  Continente  la  mayor  distancia. 

En  un  mundo  tan  grande,  tan  viejo  y  tan  lleno  de 
hechos  memorables  como  este  en  que  vivimos,  es  su- 
mamente difícil  poder  decir  de  cualquier  hombre  que 
fué  ((el  más  grande  de  todos)),  en  tal  o  cual  cosa,  y 
aun  tratándose  de  marchas  a  pie,  ha  habido  tantas  y 
tan  notables,  que  hasta  desconocemos  algunas  de  las 
más  pasmosas.  Como  exploradores,  ni  Vaca  ni  Do- 
campo  rayaron  a  gran  altura,  por  más  que  las  explo- 
raciones (del  último  no  son  de  despreciar  y  las  de  Vaca 
fueron  muy  importantes.  Pero,  como  proezas  de  re- 
sistencia física,  las  jornadas  de  estos  olvidados  héroes 
puede  afirmarse  con  toda  seguridad  que  no  tienen 
paralelo  en  la  historia.  Fueron  las  marchas  más  estu- 
pendas que  ha  podido  hacer  hombre  alguno.  Ambos  las 
realizaron  en  América,  y  la  mayor  parte  de  sus  cami- 
natas las  hicieron  en  lo  que  es  hoy  los  Estados  .Unidos. 

Cabeza  de  Vaca  fué  realmente  el  primer  europeo 
que  penetró  en  lo  que  era  entonces  el  ((obscuro  conti- 


DEL  SIGLO  XVI  87- 

nente»  de  Norteamérica,  como  fué  el  primero  que 
lo  cruzó  siglos  antes  que  otro  cualquiera.  Sus  nueve 
años  de  marchas  a  pie,  sin  armas,  desnudo,  hambrien- 
to, entre  fieras  y  hombres  más  fieros  todavía,  sin  otra 
escolta  que  tres  camaradas  tan  malhadados  como  él, 
ofrecieron  al  mundo  la  primera  visión  del  interior  de 
los  Estados  Unidos  y  dieron  pie  a  algunos  de  los  he- 
(chos  más  excitantes  y  trascendentales  que  se  relacionan 
con  su  temprana  historia.  Casi  un  siglo  antes  de  quas 
los  Padres  Peregrinos  estableciesen  su  noble  comuni- 
dad en  la  costa  de  Massachusetts  ;  setenta  y  cinco  año» 
antes  de  que  se  instalase  el  primer  poblado  inglés  en 
el  Nuevo  Mundo,  y  más  de  una  generación  antes  de 
que  hubiese  un  solo  colono  de  la  raza  caucásica  de 
cualquier  nación  dentro  del  área  que  hoy  ocupan  los 
Estados  Unidos,  Cabeza  de  Vaca  y  sus  desharrapados 
acompañantes  atravesaron  penosamente  este  país  des- 
conocido. 

¡  Mucho  tiempo  ha  pasado  desde  aquellos  días  I 
Enrique  VIII  era  a  la  sazón  rey  de  Inglaterra,  y  desde- 
entonces  han  ocupado  aquel  trono  diez  y  seis  monar- 
cas (*).  Elisabet,  la  reina  virgen,  no  había  nacido  cuan- 
do Cabeza  de  Vaca  emprendió  su  tremenda  jornada,, 
y  no  empezó  a  reinar  hasta  veinte  años  después  que  él 
terminara.  Ocurrió  el  hecho  cincuenta  años  antes  de 
que  naciese  el  capitán  John  Smith,  fundador  de  Vir- 
ginia ;  una  generación  antes  del  nacimiento  de  Sha- 
kespeare, y  dos  y  media  generaciones  antes  de  Milton.. 
Henry  Hudson,  el  famoso  explorador  que  ha  dada 
nombre  a  uno  de  nuestros  principales  ríos,  no  había 
nacido  todavía.  El  mismo  Colón  hacía  menos  de  vein- 
ticinco años  que  había  muerto,  y  al  conquistador  de 
•Méjico  sólo  le  quedaban  diez  y  siete  años  de  vida. 
Hasta  sesenta  años  después  no  supo  el  mundo  lo  que 
era  un  periódico,  y  los  mejores  geógrafos  todavía  creían 
posible  el  navegar  a  través  de  América  para  llegar  al 
Asia.  No  había  entonces  un  hombre  blanco  en  Amé- 
rica más  al  norte  de  la  mitad  de  Méjico,  ni  se  había  in- 
ternado  ninguno   doscientas  millas  en  este   desierto 

(*)    Otros  dos  han  empuñado  el  cetro  desde  que  se  escribió  este  libro.— ^No- 
da  el  Traductor. J 


8S         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

continental,  del  cual  se  sabía  casi  menos  de  lo  que  hoy 
sabemos  de  la  luna. 

El  nombre  de  Cabeza  de  Vaca  nos  parece  a  nos- 
otros muy  raro  por  lo  que  literalmente  significa.  Pero 
este  curioso  apellido  era  muy  honroso  en  España  y 
representaba  un  noble  timbre.  Fué  ganado  en  la  ba- 
talla de  las  Navas  de  Tolosa  en  el  siglo  xiii,  uno  de 
los  combates  decisivos  en  todos  aquellos  siglos  de  gue- 
rra con  los  moros.  El  abuelo  de  Alvaro  fué  también 
un  hombre  notable,  puesto  que  conquistó  las  islas  Ca- 
narias. 

Nació  Alvaro  en  Jerez  de  la  Frontera  a  fines  del 
siglo  XV.  Muy  poco  sabemos  de  los  primeros  años  de 
su  vida,  excepto  que  había  ganado  ya  algún  renombre 
cuando  en  1527,  siendo  ya  un  hombre  maduro,  vino  al 
Nuevo  Mundo.  En  dicho  año  le  hallamos  embarcán- 
dose en  España  como  tesorero  y  alguacil  mayor  de  la 
expedición  de  600  hombres  con  que  Panfilo  de  Nar- 
váez  trató  de  conquistar  y  colonizar  Florida,  que  des- 
cubriera Ponce  de  León  diez  años  antes. 

Llegaron  a  Santo  Domingo,  y  de  allí  salieron  para 
Cuba.  El  Viernes  Santo  de  1528,  diez  meses  después 
de  haber  salido  de  España,  llegaron  a  la  Florida,  y 
desembarcaron  en  el  punto  que  hoy  se  llama  bahía  de 
Tampa.  Tomando  solemne  posesión  de  aquel  país  en 
nombre  de  España,  salieron  a  explorar  y  conquistar 
aquel  desierto.  En  Santo  Domingo  ya  los  habían  diez- 
mado un  naufragio  y  varias  deserciones,  de  modo  que, 
de  los  primitivos  600  hombres,  sólo  quedaron  tres- 
cientos cuarenta  y  cinco.  Apenas  habían  llegado  a  la 
Florida,  empezaron  a  caer  sobre  ellos  las  más  terri- 
bles desgracias,  y  cada  día  empeoraba  su  situación. 
Estaban  casi  desprovistos  de  subsistencias  ;  los  indios 
hostiles  les  rodeaban  por  todos  lados,  y  los  innumera- 
bles ríos,  lagos  y  pantanos  hacían  su  marcha  difícil 
y  peligrosa.  El  pequeño  ejército  iba  disminuyendo  rá- 
pidamente por  la  guerra  y  el  hambre,  y  entre  los  su- 
pervivientes producíanse  motines  con  frecuencia.  Tan 
debilitados  se  hallaban,  que  no  pudieron  siquiera  re- 
gresar a  sus  buques.  Luchando  por  fin  para  llegar  al 
punto  más  cercano  de  la  costa,  muy  al  oeste  de  la  ba- 


DEL   SIGLO   XVI  89 

hía  do  Tampa,  decidieron  que  su  única  salvación  esta- 
ba en  construir  barcos  para  ir  costeando  hasta  las  co- 
lonias españolas  de  Méjico.  Con  mucho  trabajo  logra- 
ron construir  cinco  toscos  buques,  y  los  infelices  se 
lanzaron  a  navegar  hacia  poniente,  costeando  el  golfo. 
Fuertes  tormentas  separaron  los  barcos,  que  naufra- 
garon uno  tras  otro.  Muchos  de  los  infortunados  aven- 
tureros perecieron  ahogados, — Narváez  entre  ellos — y 
muchos  que  fueron  arrojados  sobre  una  costa  inhos- 
pitalaria, perecieron  igualmente  por  los  rigores  de  la 
intemperie  y  del  hambre.  Los  supervivientes  se  vie- 
ron obligados  a  alimentarse  con  los  cadáveres  de  sus 
compañeros.  De  los  cinco  barcos,  tres  se  habían  ido  a 
pique  con  todos  los  tripulantes  ;  de  los  ochenta  hom- 
bres que  se  salvaron  del  naufragio,  sólo  quince  sobre- 
vivieron. Todas  sus  armas  y  sus  ropas  estaban  en  el 
fondo  del  golfo. 

Los  supervivientes  arribaron  a  la  isla  del  Mal  Hado. 
No  sabemos  de  la  situación  de  esa  isla  sino  que  esta- 
ba al  oeste  de  la  boca  del  Misisipí.  Sus  barcos  habían 
cruzado  la  caudalosa  corriente  donde  desemboca  en  el 
golfo,  y  ellos  fueron  los  primeros  europeos  que  vieron 
esa  parte  del  Padre  de  las  Aguas.  Los  indios  de  la  isla, 
que  no  tenían  otros  alimentos  que  raíces,  bayas  y  pes- 
cado, trataron  a  sus  infelices  huéspedes  tan  generosa- 
mente como  pudieron,  y  Cabeza  de  Vaca  habla  de  ellos 
con  mucho  agradecimiento. 

En  la  primavera,  los  trece  compañeros  que  le  que- 
daron, determinaron  escaparse.  Cabeza  de  Vaca  es- 
taba demasiado  enfermo  para  andar,  y  lo  abandona- 
ron a  su  suerte.  Otros  dos  enfermos,  Oviedo  y  Alaniz, 
también  se  quedaron,  y  no  tardó  en  perecer  el  último 
de  ellos.  Se  halló,  pues.  Cabeza  de  Vaca  en  una  la- 
mentable situación.  Hecho  un  verdadero  esqueleto, 
casi  imposibilitado  de  moverse,  abandonado  por  sus 
amigos  y  a  la  merced  de  los  salvajes,  no  es  extraño, 
como  él  nos  dice,  que  se  le  cayese  el  alma  a  los  pies. 
Pero  era  uno  de  esos  hombres  que  no  cejan  en  su  em- 
presa. Un  espíritu  fuerte  sostenía  aquel  pobre  cuerpo 
débil  y  demacrado  ;  y  cuando  el  tiempo  fué  más  favo- 
rable, Cabeza  de  Vaca  recuperó  lentamente  la  salud. 


90         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

Cerca  de  seis  años  estuvo  viviendo  una  vida  ente- 
ramente solitaria,  pasando  de  una  tribu  de  indios  a 
otra,  unas  veces  como  esclavo  y  otras  como  un  des- 
preciable paria.  Oviedo  huyó  a  la  vista  de  algún  pe- 
ligro, y  no  volvió  a  saberse  de  él ;  Cabeza  de  Vaca  lo 
afrontó  y  salió  con  vida.  No  cabe  la  menor  duda  de 
que  sus  sufrimientos  eran  casi  insoportables.  Hasta 
cuando  no  era  víctima  de  algún  trato  brutal,  se  le  mi- 
raba como  un  estorbo,  como  un  inútil  intruso,  entre 
pobres  indígenas  que  vivían  del  modo  más  miserable  y 
precario.  El  hecho  de  no  haberle  quitado  la  vida,  ha- 
bla en  favor  de  los  sentimientos  humanitarios  de  éstos. 

Los  trece  que  escaparon,  tuvieron  peor  suerte.  Ca- 
yeron en  manos  de  indios  crueles,  y  todos  fueron  muer- 
tos, excepto  tres,  a  quienes  se  reservó  el  duro  hado 
de  la  esclavitud.  Estos  tres  fueron  Andrés  Dorantes, 
natural  de  Béjar  ;  Alonso  del  Castillo  Maldonado,  na- 
tural de  Salamanca,  y  el  negro  Estebanico,  que  nació 
en  Azamor  (África).  Estos  tres  y  Cabeza  de  Vaca  fue- 
ron todo  el  remanente  de  los  valerosos  cuatrocientos 
cincuenta  hombres  (entre  los  que  no  se  cuentan  los 
que  desertaron  en  Santo  Domingo)  que  salieron  tan 
esperanzados  de  España  en  1527,  para  conquistar  un 
rincón  del  Nuevo  Mundo  ;  cuatro  sombras  desnudas, 
atormentadas,  temblorosas  ;  y  aun  éstos  vivían  sepa- 
rados, si  bien  de  vez  en  cuando  sabían  el  uno  del  otra 
e  hicieron  varias  tentativas  para  juntarse.  Hasta  sep- 
tiembre de  1534  (cerca  de  siete  años  después),  no  lo- 
graron reunirse  Dorantes,  Castillo,  Estebanico  y  Ca- 
beza de  Vaca  ;  y  el  sitio  donde  tuvieron  esta  dicha  fué 
por  la  parte  oriental  de  Tejas,  al  oeste  del  río  Sabina. 

Pero  los  seis  años  de  soledad  y  de  inefables  sufri- 
mientos de  Cabeza  de  Vaca  no  fueron  vanos ;  porque 
sin  saberlo  halló  la  llave  de  la  seguridad,  y  entre  to- 
dos aquellos  horrores,  y  sin  soñar  en  su  significado, 
tropezó  con  la  extraña  e  interesante  clave  que  debía 
salvarles  a  todos.  Sin  eso,  los  cuatro  hubieran  pere- 
cido en  el  desierto  y  nunca  hubiera  tenido  el  mundo 
conocimiento  de  su  fin. 

Mientras  se  hallaban  en  la  isla  del  Mal  Hado,  se 
les  hizo  una  proposición  que  parecía  el  colmo  de  la  ri- 


DEL   SIGLO   XVI 


91 


diculez.  ((En  aquella  isla — dice  Cabeza  de  Vaca, — que- 
rían hacernos  doctores,  sin  examinarnos  ni  pedirnos 
nuestros  diplomas,  porque  ellos  mismos  curan  las  en- 
fermedades soplando  al  enfermo.  Con  ese  soplo  y  con 
sus  manos  le  libran  de  la  enfermedad,  y  querían  que 
nosotros  hiciésemos  lo  mismo  para  que  les  fuésemos 
de  alguna  utilidad.  Al  oir  esto  nos  reímos,  diciéndoles 
que  se  burlaban,  y  que  nosotros  no  sabíamos  curar, 
por  lo  cual  nos  privaron  de  todo  alimento  hasta  que 
hiciésemos  lo  que  querían.  Y  viendo  nuestra  terque- 
dad, me  dijo  un  indio  que  yo  no  les  comprendía  ;  pues 
no  era  necesario  que  nadie  supiese  cómo  se  hace,  por- 
que las  mismas  piedras  y  otras  cosas  de  la  Naturaleza 
tienen  propiedad  de  curar,  y  que  nosotros,  por  ser  hom- 
bres, debíamos  ciertamente  tener  mayor  poder. )> 

Esto  que  dijo  el  indio  viejo,  era  muy  característi- 
co y  daba  la  clave  de  las  notables  supersticiones  de  la 
raza.  Pero,  por  supuesto,  los  españoles  aún  no  lo  en- 
tendían. 

Luego,  los  indígenas  se  trasladaron  al  Continente. 
Vivían  siempre  en  la  más  abyecta  pobreza,  y  muchos 
de  ellos  murieron  de  hambre  y  por  efecto  de  los  rigo- 
res de  su  miserable  existencia.  Durante  tres  meses  del 
año  ((SÓlo  tenían  mariscos  y  agua  muy  mala»  ;  y  en 
otras  épocas  únicamente  bayas  y  otras  plantas,  y  se 
pasaban  el  año  yendo  de  aquí  para  allá  en  busca  de 
ese  escaso  y  poco  substancioso  alimento. 

Es  de  celebrar  el  que  Cabeza  fuese  completamente 
inútil  a  los  indios.  Como  guerrero  no  les  servía,  por- 
que en  su  estado  de  debilitamiento  no  podía  ni  si- 
quiera manejar  el  arco.  Como  cazador,  también  era 
inservible,  porque,  como  él  mismo  dice,  (de  era  impo- 
sible seguir  el  rastro  de  los  animales».  No  podía  ayu- 
darles a  llevar  agua  o  leña  ni  en  otras  faenas  por  el 
estilo,  porque  era  hombre,  y  sus  amos  indios  no  po- 
dían consentir  que  un  hombre  hiciese  el  trabajo  de  una 
mujer.  Así  es  que,  entre  aquellos  hambrientos  nóma- 
das, un  hombre  que  en  nada  podía  ayudarles  y  a  quien 
tenían  que  alimentar,  constituía  una  carga  pesada,  y 
fué  milagro  que  no  le  quitasen  la  vida.  En  estas  cir- 
cunstancias, Cabeza  empezó  a  caminar  de  un  sitio  » 


92  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

-Otro.  Sus  indiferentes  amos  no  prestaban  atención  a 
sus  movimientos,  y  gradualmente  fué  haciendo  más 
largos  viajes  hacia  el  norte  y  a  lo  largo  de  la  costa. 
Con  el  tiempo  cogió  una  oportunidad  de  hacer  tráfi- 
co, al  cual  le  animaron  los  indios,  contentos  al  fin  de 
que  su  ((elefante  blanco»  fuese  útil  para  algo.  De  las 
tribus  del  norte  les  trajo  pieles  y  almagre  (tierra  roja 
indispensable  para  embadurnarse  la  cara  los  indíge- 
nas), hojuelas  de  pedernal  para  hacer  cabezas  de  fle- 
cha, juncos  fuertes  para  astiles  de  las  mismas  y  borlas 
de  pelo  de  gamo  teñidas  de  rojo.  Estos  objetos  los 
cambiaba  fácilmente  entre  las  tribus  de  la  costa  por 
conchas  y  cuentas  de  madreperla  y  otros  por  el  esti- 
lo, los  cuales,  a  su  vez,  tenían  demanda  entre  sus  pa- 
rroquianos del  norte. 

Por  causa  de  sus  constantes  guerras,  no  podían 
ios  indios  aventurarse  a  salir  de  sus  propios  terrenos  ; 
así  es  que  aquel  negociante  intermediario  era  para 
ellos  una  conveniencia,  que  sostenían.  Por  lo  que  a  él 
toca,  aun  cuando  la  vida  que  llevaba  era  de  grandes 
-sufrimientos,  iba  constantemente  adquiriendo  conoci- 
tnientos,  que  habían  de  serle  sumamente  útiles  para  su 
acariciado  plan  de  volver  al  mundo.  En  esas  expedi- 
ciones solitarias  de  su  comercio,  recorrió  a  pie  miles 
de  millas  por  un  desierto  sin  caminos,  de  manera  que 
la  suma  de  sus  viajes  fué  mucho  mayor  que  la  de  cual- 
-quiera  de  sus  compañeros  de  fatigas. 

En  una  de  esas  largas  y  terribles  marchas  le  ocu- 
rrió a  Cabeza  de  Vaca  un  incidente  sumamente  inte- 
resante. Fué  el  primer  europeo  que  vio  el  gran  bison- 
te norteamericano,  el  búfalo,  cuya  raza  casi  se  ha  extin- 
guido en  los  últimos  diez  años,  pero  que  en  otro  tiempo 
vagaba  por  las  llanuras  en  grandes  manadas.  Los  vio 
y  comió  su  carne  en  la  región  del  río  Colorado  de  Te- 
jas, y  nos  ha  dejado  una  descripción  de  esas  ((vacas 
^con  joroba».  Ninguno  de  sus  compañeros  llególa  ver 
una,  porque  cuando  los  cuatro  españoles  viajaron  des- 
pués juntos,  pasaron  por  el  sur  del  país  de  los  búfalos. 

Entre  tanto,  como  he  dicho  ya,  el  desventurado  y 
•casi  desnudo  traficante,  se  vio  obligado  a  ejercer  las 
funciones  de  médico.  El  no  comprendía  de  cuánto  po- 


DEL   SIGLO  XVI  93. 

día  servirle  esta  involuntaria  profesión  ;  al  principia 
se  vio  forzado  a  adoptarla,  y  después  la  siguió  no  por 
gusto,  sino  para  librarse  de  desazones.  ((No  servía  para 
otra  cosa  más  que  para  médico.»  Había  aprendido  el 
tratamiento  peculiar  de  los  magos  aborígenes  ;  pero» 
no  sus  ideas  fundamentales.  Los  indios  todavía  consi- 
deran la  enfermedad  como  una  ((posesión  del  espíritu»  ; 
y  la  idea  que  tienen  de  la  medicina  no  es  tanto  el  curar 
la  enfermedad,  como  el  exorcizar  los  malos  espíritu»- 
que  la  causan. 

Esto  se  hace,  aun  Hoy  día,  por  medio  de  la  pres- 
tidigitación  y  de  un  galimatías.  El  médico  indio  chu- 
paba la  parte  enferma  y  pretendía  extraer  una  piedra 
o  una  espina  que  se  suponía  era  la  causa  de  la  dolen- 
cia, y  así  el  paciente  quedaba  ((curado».  Cabeza  de- 
Vaca  empezó  a  ((practicar  medicina»  a  la  manera  de 
los  indios,  y  él  mismo  dice :  ((He  probado  este  siste- 
ma y  daba  buen  resultado». 

Cuando  los  cuatro  errabundos  se  juntaron  por  fin, 
después  de  su  larga  separación — durante  la  cual  ha- 
bían sufrido  indecibles  horrores — Cabeza  tenía,  aun- 
que de  un  modo  muy  vago,  un  rayo  de  esperanza.  Su 
primer  proyecto  fué  escaparse  de  sus  amos.  Diez  me^ 
ses  tardaron  en  llevarlo  a  cabo,  y  entre  tanto  grandes- 
fueron  sus  apuros,  como  lo  habían  sido  constantemen- 
te por  muchos  años.  A  veces  se  alimentaban  con  unaí 
ración  diaria  de  dos  puñados  de  guisantes  silvestres  y 
un  poco  de  agua.  Cabeza  refiere  que  consideró  coma 
una  merced  de  la  providencia  que  le  permitiesen  ras- 
par pieles  para  los  indios,  pues  guardaba  cuidadosa- 
mente las  raspaduras,  que  le  servían  de  alimento  mu- 
chos días.  No  tenían  ni  ropa  ni  lugar  donde  guarecer- 
se, y  la  constante  exposición  al  calor  y  al  frío  y  los 
millares  de  espinas  que  tenía  la  vegetación  de  aquet 
país,  les  hacían  ((soltar  la  piel  como  si  fuesen  culebras». 

Por  fin,  en  el  mes  de  agosto  de  1535,  los  cuatro 
compañeros  de  sufrimiento  se  escaparon  a  una  tribií 
llamada  de  los  ava vares.  Entonces  empezó  para  ellos 
una  nueva  carrera.  A  fin  de  que  sus  camaradas  no 
fuesen  tan  inútiles  como  él  había  sido,  Cabeza  de 
Vaca  les  instruyó  en  las  «artes»  de  los  médicos  indios^ 


^4         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

y  los  cuatro  empezaron  a  poner  en  práctica  su  nueva 
profesión.  A  los  ensalmos  y  encantamientos  que  de 
ordinario  empleaban  los  indios,  aquellos  humildes  cris- 
tianos añadían  fervientes  oraciones  al  verdadero  Dios. 
Era  una  especie  de  ((curación  por  medio  de  la  fe»  del 
siglo  XVI ;  y  naturalmente  entre  aquellos  enfermos  su- 
persticiosos era  muy  eficaz.  Aquellos  aficionados  pero 
sinceros  doctores,  con  una  humildad  edificante,  atri- 
buían sus  numerosas  curas  enteramente  a  la  interven- 
ción divina ;  pero  empezaron  a  darse  cuenta  de  que 
esto  podía  influir  grandemente  en  hacer  cambiar  su 
suerte.  De  errabundos,  desnudos,  hambrientos,  des- 
preciables mendigos  y  esclavos  de  salvajes  brutales 
que  eran,  se  convirtieron  de  repente  en  personajes  no- 
tables, pobres  y  dolientes  todavía  como  eran  todos  sus 
enfermos ;  pero  pobres  de  gran  poder.  No  hay  cuento 
de  hadas  tan  novelesco  como  la  carrera  que  de  allí  en 
adelante  realizaron  aquellos  hombres  pobres  y  valero- 
sos, caminando  dolorosamente  a  través  de  un  conti- 
nente, como  amos  y  bienhechores  de  aquella  hueste 
de  salvajes. 

Yendo  con  toda  suerte  cié  penalidades  de  tribu  ien 
tribu,  lenta  y  sufridamente  cruzaron  los  exorcistas 
blancos  el  territorio  de  Tejas,  hasta  llegar  cerca  del 
actual  Nuevo  Méjico.  Los  historiadores  de  gabinete 
vienen  repitiendo  que  entraron  en  Nuevo  Méjico  y  lle- 
garon hacia  el  norte,  hasta  donde  hoy  se  asienta  San- 
ta Fe.  Pero  la  moderna  investigación  científica  ha  com- 
probado de  un  modo  absoluto  que,  saliendo  de  Tejas, 
pasaron  por  Chihuahua  y  Sonora  y  jamás  vieron  ni 
una  pulgada  de  Nuevo  Méjico. 

En  cada  nueva  tribu  los  españoles  se  detenían  al- 
gún tiempo  para  curar  a  los  enfermos.  En  todas  par- 
tes eran  tratados  con  la  mayor  consideración  que  po- 
dían demostrarles  sus  míseros  huéspedes  y  hasta  con 
religiosa  reverencia.  Su  progreso  es  una  lección  obje- 
tiva muy  valiosa,  pues  demuestra  cómo  se  forman  al- 
gunos mitos  indios  :  primero  es  el  afortunado  exor- 
cista  que,  a  su  muerte  o  al  marcharse,  se  recuerda  como 
un  héroe ;  después  se  le  venera  como  un  semidiós  y, 
por  último,  como  una  divinidad. 


DEL   SIGLO  XVI  95 

En  los  Estados  mejicanos  hallaron  primero  agri- 
cultores indios  que  vivían  en  chozas  de  césped  y  ra- 
mas y  cultivaban  judías  y  calabazas.  Estos  eran  los 
jovas,  que  constituían  una  rama  de  los  pimas.  De  las 
decenas  de  tribus  que  visitaron  en  nuestros  actuales 
Estados  del  Sur,  ni  una  sola  ha  sido  identificada.  Eran 
miserables  criaturas  errantes  que  hace  mucho  tiempo 
desaparecieron  de  la  tierra.  Pero  en  la  Sierra  Madre 
de  Méjico  encontraron  indios  más  inteligentes,  cuya 
raza  subsiste  todavía.  Allí  vieron  que  los  hombres  iban 
desnudos,  mientras  que  las  mujeres  mostrábanse  <(muy 
honestas  en  el  vestir»,  usando  túnicas  de  algodón  que 
ellas  mismas  tejían,  con  medias  mangas  y  una  falda 
hasta  la  rodilla,  y  por  encima  otra  falda  de  gamuza 
curtida  que  llegaba  hasta  el  suelo  y  se  amarraba  por 
delante  con  unas  correas.  Lavaban  su  ropa  con  una 
raíz  saponífera  llamada  amolé,  que  usan  igualmente 
los  indios  y  los  mejicanos  en  toda  la  región  del  sud- 
oeste. Aquellas  gentes  dieron  a  Cabeza  de  Vaca  al- 
gunas turquesas  y  cinco  cabezas  de  fecha  labrada,  cada 
una  de  una  sola  esmeralda. 

En  esta  aldea  del  sudoeste  de  Sonora  permanecie- 
ron los  españoles  tres  días,  alimentándose  de  corazo- 
nes de  gamo,  por  lo  cual  la  llamaron  ((Pueblo  de  los 
corazones». 

A  una  jornada  de  allí  tropezaron  con  un  indio  que 
llevaba  en  su  collar  la  ííebilla  de  un  tahalí  y  un  clavo 
de  herra(dura  ;  y  sintieron  palpitar  su  corazón  al  ver, 
después  de  ocho  años  de  andar  errantes,  estas  seña- 
les de  la  proximidad  de  los  europeos.  El  indio  íes  dijo 
que  unos  hombres  de  barbas  largas  como  ellos  habían 
venido  del  cielo  y  hecho  la  guerra  a  su  gente. 

Los  españoles  entraban  entonces  en  Sinaloa  y  se 
hallaron  en  una  tierra  fértil  regada  por  varios  ríos. 
Los  indios  tenían  un  miedo  cerval  porque  dos  bárba- 
ros de  una  clase  que  era  muy  rara  entre  los  conquis- 
tadores españoles  (y  que  me  complazco  en  decir  que 
fueron  castigados  por  quebrantar  las  estrictas  leyes  de 
España),  estaban  tratando  de  coger  esclavos.  Los  sol- 
dados se  habían  marchado ;  pero  Cabeza  de  Vaca  y 
Estebanico,  con  once  indios,  les  siguieron  rápidamen- 


90         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

te  la  pista  y  al  día  siguiente  alcanzaron  a  cuatro  espa- 
ñoles, quienes  les  condujeron  a  su  pillastre  capitán, 
Diego  de  Alcaraz.  Mucho  le  costó  a  este  oficial  dar 
crédito  al  asombroso  relato  que  le  hizo  aquel  hombre 
desharrapado,  roto,  hirsuto  y  estrafalario  ;  pero  des- 
pués templóse  su  frialdad  y  extendió  un  certificado 
de  la  fecha  y  condición  en  que  se  le  había  presentado 
Cabeza  de  Vaca  y  entonces  envió  a  buscar  a  Dorantes 
y  Castillo.  Cinco  días  después  llegaron  éstos,  acompa- 
ñados de  varios  centenares  de  indios. 

Alcaraz  y  su  socio  en  crímenes,  Cebreros,  querían 
esclavizar  a  aquellos  aborígenes  ;  pero  Cabeza  de  Vaca, 
sin  parar  mientes  en  el  peligro  que  corría,  se  opuso, 
indignado,  a  este  infame  proyecto,  y  al  fin  obligó  a 
aquellos  villanos  a  que  lo  abandonasen.  Los  indios 
se  salvaron  ;  pero,  en  medio  de  la  alegría  que  les  pro- 
dujo el  volver  al  mundo,  los  caminantes  españoles  se 
separaron  con  verdadera  pena  de  aquellos  buenos  y 
sencillos  amigos.  Después  de  unos  cuantos  días  de 
pesado  viaje,  llegaron  a  Culiacán,  sobre  el  primero 
de  mayo  de  1536,  y  allí  fueron  calurosamente  recibidos 
por  el  malogrado  héroe  Melchor  Díaz.  Este  condujo 
al  ignoto  norte  una  de  las  primeras  expediciones  (1539), 
y  en  1540,  durante  una  segunda  expedición  a  Califor- 
nia, a  través  de  una  parte  de  Arizona,  fué  muerto  ac- 
cidentalmente. 

Después  de  un  corto  descanso  los  viandantes  sa- 
lieron para  Compostela,  que  era  entonces  la  población 
principal  de  la  provincia  de  Nueva  Galicia,  pequeña 
jornada  de  trescientas  millas  a  través  de  una  tierra  en 
que  pululaban  indios  hostiles.  Por  fin  llegaron  a  la 
ciudad  de  Méjico  sanos  y  salvos,  y  fueron  allí  recibi- 
dos con  grandes  honores.  Pero  tardaron  mucho  tiem- 
po en  acostumbrarse  a  los  alimentos  y  a  la  ropa  de  la 
gente  civilizada. 

El  negro  se  quedó  en  Méjico.  Cabeza  de  Vaca,  Cas- 
tillo'y  Dorantes  se  embarcaron  para  España  el  10  de 
abril  de  1537  y  llegaron  en  agosto.  El  héroe  principal 
nunca  volvió  a  la  América  del  Norte  ;  pero  se  dice  que 
Dorantes  estuvo  allí  al  siguiente  año.  Las  noticias  que 
dieron  de  lo  que  habían  visto  y  de  los  extraños  países 


DEL   SIGLO   XVI  97 

situados  más  al  norte,  de  que  habían  oído  hablar,  hi- 
cieron que  se  enviasen  las  notables  expediciones  que 
condujeron  al  descubrimiento  de  Arizona,  Nuevo  Mé- 
jico, el  Territorio  Indio,  Kansas  y  Colorado,  y  la  cons- 
trucción de  las  primeras  ciudades  europeas  dentro  de 
los  Estados  Unidos.  Estebanico  tomó  parte,  con  Fray 
Marcos,  en  el  descubrimiento  de  Nuevo  Méjico,  y  fué 
asesinado  por  los  indios. 

Cabeza  de  Vaca,  como  premio  por  su  incompara- 
ble marcha  de  mucho  más  de  diez  mil  millas  en  una 
tierra  desconocida,  fué  nombrado  gobernador  de  Pa- 
raguay en  1540.  No  tenía  condiciones  para  ese  cargo, 
y  regresó  a  España,  bajo  una  acusación  ignominiosa. 
Que  no  fué  culpable,  sin  embargo,  sino  más  bien  la 
víctima  de  las  circunstancias,  lo  indica  el  hecho  de 
que  fué  rehabilitado  y  se  le  asignó  una  pensión  de 
dos  mil  ducados.  Murió  en  Sevilla  a  una  edad  avan- 
zada. 


98         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 


II 

EL  MAS  INTRÉPIDO  CAMINANTE 

f^L  estudiante  más  familiarizado  con  la  historia, 
se  queda  atónito  a  cada  paso  ante  el  relato  de 
las  jornadas  de  los  exploradores  españoles.  Aun  cuan- 
do no  hubiesen  hecho  otra  cosa  en  el  Nuevo  Mundo, 
sus  largas  marchas  por  sí  solas  serían  suficientes  para 
darles  fama.  En  ninguna  otra  parte  se  ha  sabido  ja- 
más de  tantos  y  tan  largos  viajes  por  semejantes  desier- 
tos. Para  comprender  esas  jornadas  de  millares  de  mi- 
llas, que  hacían  aquellos  héroes,  ya  solos  o  en  peque- 
ñas partidas,  tiene  uno  que  conocer  el  país  que  atra- 
vesaron y  saber  algo  de  los  tiempos  en  que  esos  he- 
chos se  llevaron  a  cabo.  Los  cronistas  españoles  de 
aquel  tiempo  no  insisten  al  hablar  de  las  dificultades  y 
peligros  que  encontraban  :  es  lástima  que,  siquiera  por 
vanagloria,  no  se  extendieran  en  el  relato  de  aquellos 
obstáculos.  Pero,  por  lacónicas  que  sean  las  narra- 
ciones sobre  tales  puntos,  despréndese  de  ellas  que  en- 
contraron grandes  obstáculos  y  tuvieron  que  vencer- 
los ;  y  aun  hoy  día,  después  que  tres  centurias  y  me- 
dia han  hecho  más  habitable  aquel  desierto  que  cu- 
bría medio  mundo  ;  que  han  domeñado  a  sus  natura- 
les ;  que  lo  han  llenado  de  cómodas  estaciones  ;  que 
lo  han  cruzado  con  fáciles  caminos  y  le  han  quitado  el 
noventa  por  ciento  de  sus  terrores,  encontraríanse  po- 
cos hombres  lo  bastante  atrevidos  para  emprender  las 
tremendas  jornadas  que  aquellos  bravos  héroes  consi- 
deraban como  tareas  diarias.  El  único  hecho  casi  com- 
parable con  las  caminatas  de  los  españoles  por  el  Nue- 
yo  Mundo,  es  la  historia  de  los  argonautas  de  Califor- 


DEL  SIGLO  XVI  99 

nía,  en  1849,  Jos  cuales  atravesaron  las  extensas  llanu- 
ras con  el  más  notable  movimiento  de  población  que 
refiere  la  historia  ;  pero  aun  ese  incidente  fué  mezqui- 
no en  cuanto  a  superficie,  penalidades,  peligros  y  for- 
taleza, comparado  con  los  viajes  de  los  exploradores 
españoles.  Las  jornadas  de  mil  millas  a  través  de  los 
desiertos  o  de  las  más  fatales  todavía  selvas  tropicales, 
fueron  demasiado  numerosas  para  ni  siquiera  catalo- 
garlas. Una  cosa  es  seguir  una  senda,  y  otra  penetrar 
en  un  páramo  sin  senda  alguna.  Una  cosa  es  ir  en 
larga  caravana  de  carromatos  bien  armados,  y  otra 
muy  distinta  marchar  en  pequeñas  partidas,  a  pie  o 
en  pencos  cansados.  Una  jornada  desde  un  punto  co- 
nocido a  otro  punto  conocido  también — ambos  dentro 
del  mundo  civilizado,  aun  cuando  entre  los  dos  se  ex- 
tiendan tierras  desiertas, — es  muy  distinta  de  una  jor- 
nada que  se  emprende  desde  un  punto,  a  través  de  tie- 
rras ignotas,  a  otro  punto  ignorado,  siendo  la  salida, 
el  trayecto  y  el  término  cosas  del  azar  y  la  ventura, 
sin  guías  ni  jalones  que  marquen  el  camino.  Lejos  de 
mí  la  idea  de  rebajar  el  heroísmo  de  nuestros  argo- 
nautas. Dejaron  en  la  historia  una  página  de  la  que 
puede  estar  orgulloso  cualquier  pueblo  ;  pero  no  lle- 
garon nunca  a  igualar  las  proezas  de  similares  héroes 
de  otra  nactenalidad  y  de  otra  época. 

El  recorrido  de  Alvaro  Núfíez  Cabeza  de  Vaca,  el 
primer  caminante  de  Norteamérica,  quedó  eclipsado 
por  la  proeza  del  infeliz  y  olvidado  soldado  Andrés 
Docampo.  Cabeza  de  Vaca  anduvo  mucho  más  de 
diez  mil  millas  ;  pero  Docampo  pasó  de  veinte  mil,  y 
sufriendo  igualmente  terribles  penalidades.  Las  ex- 
ploraciones de  Cabeza  fueron  mucho  más  valiosas  para 
el  mundo  ;  no  obstante,  ninguno  de  los  dos  salió  con 
intenciones  de  explorar.  Pero  Docampo  hizo  su  te- 
rrible marcha  a  pie,  voluntariamente  y  con  un  fin  he- 
roico, que  tuvo  a  la  postre  un  enorme  resultado  ;  mien- 
tras que  la  empresa  de  Cabeza  fué  simplemente  el 
heroísmo  de  un  hombre  muy  singular  para  librarse 
de  la  desgracia.  Las  andanzas  de  Docampo  duraron 
nueve  años  ;  y  aun  cuando  no  dejó  libro  alguno  rela- 
tando sus  observaciones,  como  lo  hizo  Cabeza,  el  es- 


100        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

queleto  de  su  historia  que  nos  ha  quedado  es  suma- 
mente sugestivo  y  característico  de  aquella  época,  y 
refiere  otros  heroísmos,  además  del  de  aquel  bravo 
soldado. 

Cuando  Coronado  fué  por  primera  vez  a  Nuevo 
Méjico,  en  1540,  llevó  cuatro  misioneros  con  su  pe- 
queño ejército.  Fray  Marcos  pronto  volvió  a  Méjico 
desde  Zuñi  por  causa  de  sus  dolencias,  Fray  Juan  de 
la  Cruz  emprendió  con  empeño  su  obra  de  misionero 
entre  los  indios  pueblos ;  y  cuando  Coronado  y  su 
partida  abandonaron  el  territorio,  insistió  en  quedarse 
con  sus  atezados  catecúmenos  de  Tiguex  (Bernalillo). 
Era  ya  muy  viejo  y  estaba  seguro  de  que  su  vida  aca- 
baría en  cuanto  se  fuesen  sus  paisanos,  y,  en  efecto, 
así  aconteció.  Fué  asesinado  por  los  indios  sobre  el  25 
de  noviembre  de  1542. 

El  hermano  lego  Fray  Luis  Descalona,  también 
muy  anciano,  escogió  como  parroquia  el  pueblo  de 
Tshiquite  (Pecos)  y  se  quedó  allí  después  que  se  fue- 
ron los  españoles.  Construyóse  una  pequeña  choza; 
fuera  de  la  gran  ciudad  fortificada  de  los  indios,  y 
allí  enseñaba  a  los  que  querían  oírle,  y  cuidaba  un 
pequeño  rebaño  de  carneros,  resto  de  los  que  llevara 
Coronado  y  que  fueron  los  primeros  que  entraron  en 
los  actuales  Estados  Unidos.  Los  indios  llegaron  a 
quererle  sinceramente,  excepto  los  exorcistas,  que  le 
odiaban  por  su  influencia  ;  por  fin  éstos  lo  asesinaron 
y  se  comieron  los  carneros. 

Fray  Juan  de  Padilla,  el  más  joven  de  los  cuatro 
misioneros  y  el  primero  que  sufrió  el  martirio  en  tie- 
rra de  Kansas,  era  natural  de  Andalucía  y  hombre  de 
gran  energía,  tanto  física  como  mental.  Tampoco  hizo 
mal  papel  como  andariego,  y  nuestros  andarines  pro- 
fesionales quedarían  estupefactos  si  tuviesen  que  re- 
correr por  el  desierto  los  millares  de  millas  que  reco- 
rrió aquel  incansable  apóstol  de  los  indios  en  el  de- 
sierto sudoeste.  Había  desempeñado  muy  importan- 
tes cargos  en  Méjico,  pero  abandonó  gustoso  sus  ho- 
nores para  convertirse  en  un  pobre  misionero^  entre 
los  salvajes  del  ignoto  norte.  Habiendo  acompañado 
la  partida  de  Coronado  desde  Méjico  a  las  Siete  Ciu- 


DEL   SIGLO   XVI  ,101 

dades  de  Cíbola,  á  través  de  los  desiertos,  Fray  Pa- 
dilla se  trasladó  a  Moqui  con  Pedro  de  Tobar  y  su 
partida  de  veinte  hombres.  Después,  retrocediendo  a 
Zufíi,  no  tardó  en  salir  de  nuevo  con  Hernando  de  Al- 
varado  y  veinte  hombres,  para  recorrer  otras  mil  mi- 
llas. Fué  en  esta  expedición,  uno  de  los  primeros  eu- 
ropeos que  pudieron  contemplar  la  elevada  ciudad  de 
Acoma,  el  Río  Grande  dentro  de  lo  que  es  hoy  Nuevo 
■Méjico  y  el  gran  pueblo  de  Pecos. 

En  la  primavera  de  1541,  cuando  un  puñado  de 
hombres  se  había  reunido  en  Bernalillo,  y  Coronado 
salió  en  busca  del  fatal  mito  áureo  de  Quivira,  Fray 
Padilla  le  acompañó.  En  esa  marcha  de  ciento  cuatro 
días  por  las  áridas  llanuras,  antes  de  llegar  a  las  Qui- 
yiras,  al  nordeste  de  Kansas,  sufrieron  los  explorado- 
res muchas  torturas  por  falta  de  agua  y  a  veces  de 
alimento.  El  traicionero  guía  que  llevaban  les  engañó, 
y  anduvieron  errabundos  mucho  tiempo  en  un  círcu- 
lo, cubriendo  una  larga  distancia,  probablemente  de 
más  de  mil  quinientas  millas.  Los  expedicionarios  iban 
a  caballo,  pero  en  aquellos  días  los  humildes  padres 
iban  a  pie.  No  hallando  más  que  contrariedades,  los 
exploradores  retrocedieron  hacia  Bernalillo,  aunque 
por  un  camino  más  corto,  y  Fray  Padilla  fué  con  ellos. 

Pero  ya  el  héroe  había  determinado  que  su  campo 
de  acción  debía  estar  entre  aquellos  indios,  sioux  y 
otros  hostiles,  errantes  y  que  convivían  con  los  búfa- 
los en  las  llanuras ;  así  es  que  cuando  los  españoles 
evacuaron  Nuevo  Méjico,  él  se  quedó.  Con  él  esta- 
ban el  soldado  Andrés  Docampo,  dos  jóvenes  meji- 
canos de  Michoacán,  Lucas  y  Sebastián,  llamados  los 
Donados,  y  unos  cuantos  jóvenes  indios  mejicanos. 
En  el  otoño  de  1542,  esa  pequeña  partida  salió  de  Ber- 
nalillo para  emprender  una  marcha  de  mil  millas.  An- 
drés era  el  único  que  iba  montado ;  el  misionero  y  los 
jóvenes  indios  marchaban  penosamente  a  pie  por  aquel 
desierto  arenoso.  Pasaron  por  la  población  de  Pecos  ; 
de  allí  atravesaron  un  rincón  de  lo  que  es  hoy  Colo- 
rado y  el  gran  Estado  de  Kansas  en  casi  toda  su  lon- 
gitud. Por  fin,  después  de  una  larga  y  fatigosa  mar- 
cha, llegaron  a  las  aldeas  de  los  indios  quiviras,  donde 


JOa         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

hallaron  albergue  provisional.  Coronado  había  plan- 
tado una  cruz  de  gran  tamaño  en  una  de  esas  aldeas, 
y  allí  estableció  su  misión  Fray  Padilla.  Con  el  tiempo 
los  indios  hostiles  fueron  deponiendo  su  recelo  y  (de 
amaron  como  a  un  padre».  Por  último  decidió  trasla- 
darse a  otra  tribu  nómada,  donde  parecía  que  era  más 
necesaria  su  presencia.  Fué  un  paso  muy  peligroso ; 
porque  no  tan  sólo  podían  aquellos  desconocidos  re- 
cibirle con  intención  homicida,  sino  que  corría  igual 
riesgo  al  abandonar  su  presente  rebaño.  Los  indios, 
supersticiosos,  no  se  avenían  a  perder  a  tan  gran  exor- 
cista  como  creían  que  era  Fray  Juan,  y  menos  a  que 
sus  enemigos  se  aprovechasen  de  sus  servicios,  pues 
todas  aquellas  tribus  errantes  se  hacían  la  guerra  unas 
a  otras.  No  obstante.  Fray  Padilla  resolvió  irse,  y  se 
fué  con  su  pequeño  cortejo.  A  un  día  de  jornada  de 
las  aldeas  de  los  quiviras,  tropezaron  con  una  parti- 
da de  indios  en  son  de  guerra.  Al  verles  acercarse,  el 
buen  padre  pensó,  ante  todo,  en  salvar  a  sus  compa- 
neros. Andrés  tenía  aún  su  caballo,  y  los  muchachos 
eran  veloces  corredores. 

« — ;  Huid,  hijos  míos  I — gritó  Fray  Juan. — Sal- 
vaos, porque  no  podéis  ayudarme  y  nada  ganaríamos 
con  morir  todos  juntos.  |  Corred  I» 

Al  principio  rehusaron  ;  pero  el  misionero  insis- 
tió, y  como  nada  podían  contra  los  indígenas,  por  fin 
obedecieron  y  apelaron  a  la  fuga.  Esto,  a  primera  vis- 
ta, no  parece  muy  heroico  ;  pero  les  disculpa  la  consi- 
deración de  lo  que  eran  aquellos  tiempos.  No  tan  sólo 
era  gente  humilde,  acostumbrada  a  obedecer  a  los  bue- 
nos padres,  sino  que  había  otro  y  más  poderoso  moti- 
vo para  que  procediesen  como  lo  hicieron.  En  aque- 
llos días  de  fervorosa  fe,  se  consideraba  el  martirio  no 
solamente  como  un  heroísmo,  sino  como  una  profecía  : 
'creíase  que  indicaba  nuevos  triunfos  para  el  cristianis- 
mo, y  era  un  deber  llevar  la  noticia  y  propalarla  por 
el  mundo.  Si  ellos  se  hubioeen  quedado  y  hubiesen 
perecido  con  el  padre — y  a  buen  seguro  que  sus  fieles 
secuaces  no  lo  temían  físicamente, — la  lección  y  la  glo- 
ria de  su  martirio  se  hubiesen  perdido  para  la  huma- 
nidad. 


DEL   SIGLO   XVI  lOJ 

Fray  Juan  se  arrodilló  en  la  vasta  llanura  y  enco- 
mendó su  alma  a  Dios  ;  y  mientras  oraba,  los  indios 
le  atravesaron  con  sus  flechas.  Cavaron  luego  una 
fosa  y  echaron  el  cadáver  del  primer  mártir  de  Kan- 
sas,  colocando  en  aquel  sitio  un  gran  montón  de  tie- 
rra. Esto  ocurrió  en  el  año  1542. 

Andrés  Docampo  y  los  muchachos  pudieron  esca- 
par entonces  ;  pero  no  tardaron  en  caer  prisioneros  de 
otros  indios,  que  los  tuvieron  diez  meses  como  escla- 
vos. Les  pegaban  y  mataban  de  hambre,  obligándoles 
a  hacer  las  labores  más  pesadas  y  más  viles.  Por  fin, 
después  de  trazar  muchos  planes  y  de  varias  tentativas 
infructuosas,  lograron  escapar  de  sus  bárbaros  amos. 
Luego  anduvieron  a  pie  y  errantes  durante  ocho  años, 
solos  y  sin  armas,  de  un  lado  para  otro,  en  aquellas 
llanuras  secas  e  inhospitalarias,  sufriendo  increíbles 
privaciones  y  peligros.  Por  último,  después  de  aque- 
llos millares  de  millas  que  lastimaron  sus  pies,  toda- 
vía anduvieron  hasta  la  ciudad  mejicana  de  Tampico, 
situada  en  el  gran  golfo.  Fueron  allí  recibidos  como 
muertos  resucitados.  No  conocemos  los  detalles  de  tan 
horrenda  e  incomparable  jornada  ;  pero  está  compro- 
bada en  la  historia.  Durante  nueve  años  aquellos  in- 
felices fueron  recorriendo  los  desiertos  a  pie  y  dando 
mil  vueltas,  empezando  al  nordeste  de  Kansas,  para 
ir  a  terminar  el  sur  de  Méjico. 

Sebastián  murió  poco  después  de  su  llegada  al 
Estado  mejicano  de  Culiacán  ;  las  penalidades  del  via- 
je habían  sido  demasiado  excesivas  aun  para  un  cuer- 
po tan  joven  y  fuerte  como  el  suyo.  Su  hermano  Lucas 
se  hizo  misionero  entre  los  indios  de  Zacatecas  y  con- 
tinuó su  trabajo  entre  ellos  durante  muchos  años,  mu- 
riendo al  fin  a  una  edad  muy  avanzada.  En  cuanto  al 
valiente  soldado  Docampo,  poco  después  de  haber  vuel- 
to al  mundo  civilizado,  desapareció,  sin  que  se  supiese 
más  de  él.  Tal  vez  se  llegue  a  descubrir  algunos  an- 
tiguos documentos  españoles  que  arrojen  alguna  luz 
sobre  el  resto  de  su  vida  y  la  suerte  que  le  cupo. 


104         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 


III 

LA  GUERRA  DE  LA  ROCA 

i\  LGUNOs  de  los  heroísmos  y  penalidades  más  ca- 
racterísticos de  los  exploradores  en  nuestro  do- 
minio, ocurrieron  alrededor  de  la  asombrosa  roca  Aco- 

ma,  la  extraña  ciudad  empinada  de  los  Pueblos  Que- 
res.  Todas  las  ciudades  de  los  indios  Pueblos  estaban 
construidas  en  sitios  fortificados  por  la  Naturaleza,  lo 
cual  era  necesario  en  aquellos  tiempos,  puesto  que  es- 
taban rodeadas  por  hordas,  muy  superiores  en  número, 
de  los  guerreros  más  terribles  de  que  nos  habla  la 
historia ;  pero  Acoma  era  la  más  segura  de  todas.  En 
medio  de  un  largo  valle  de  cuatro  millas  de  ancho, 
bordeado  por  precipicios  casi  inaccesibles,  se  levanta 
una  elevada  roca  que  remata  en  una  meseta  de  setenta 
acres  de  superficie  (*),  y  cuyos  lados,  que  tienen  tres- 
cientos cincuenta  y  siete  pies  ingleses  de  altura,  no 
sólo  son  perpendiculares,  sino  que  en  algunos  puntos 
se  inclinan  hacia  delante.  En  su  cumbre  se  alzaba — 
y  se  alza  todavía — la  vertiginosa  ciudad  de  Queres. 
Las  pocas  sendas  que  conducen  a  la  cima,  y  en  las  que 
un  paso  en  falso  puede  precipitar  a  la  víctima  a  una 
muerte  horrible,  despeñándola  desde  una  altura  de 
centenares  de  metros,  bordean  abruptas  y  peh'grosas 
hendeduras,  desde  cuya  parte  superior  un  hombre  re- 
suelto, sin  otras  armas  que  piedras,  podría  casi  tener 
a  raya  a  todo  un  ejército. 

La  primera  vez  que  los  europeos  supieron  de  esa 


(*)    El  acre  es  una  medida  agraria  que  equivale  a  40*47  áreas.— M  d0l  T, 


DEL   SIGLO   XVI  1105 

curiosa  ciudad  aérea  fué  en  1539,  cuando  a  Fray  Mar- 
cos, descubridor  de  Nuevo  Méjico,  la  gente  de  Cíbola 
le  habló  de  la  gran  fortaleza  roqueña  de  Hákuque, 
nombre  que  ellos  daban  a  Acoma,  y  que  sus  habitan- 
tes llamaban  Ahko.  Al  año  siguiente,  Coronado  la 
visitó  con  su  pequeño  ejército  y  nos  ha  dejado  un 
exacto  relato  de  sus  maravillas.  Esos  primeros  euro- 
peos fueron  allí  bien  recibidos,  y  los  supersticiosos  ha- 
bitantes, que  nunca  habían  visto  una  barba,  ni  la  cara 
de  un  hombre  blanco,  tomaron  a  los  extranjeros  por 
dioses.  Pero  hasta  medio  siglo  después,  no  trataron  los 
españoles  de  establecerse  allí. 

Cuando  Oñate  entró  en  Nuevo  Méjico  en  1598,  no 
encontró  de  momento  oposición  alguna,  porque  su 
fuerza  de  cuatrocientos  hombres,  incluso  doscientos 
armados,  era  bastante  para  atemorizar  a  los  indios.  Es- 
tos eran,  naturalmente,  hostiles  a  los  invasores  de  su 
dominio ;  pero,  viendo  que  los  extranjeros  les  trata- 
ban bien,  y  temerosos  de  hacer  guerra  abierta  a  aque- 
llos hombres  que  llevaban  trajes  duros  y  mataban  de 
lejos  con  sus  bastones  de  trueno,  los  pueblos  espera- 
ron ver  el  resultado  de  la  invasión.  Las  tribus  de  los 
Queres,  Tigua  y  Jemez  se  sometieron  formalmente  al 
régimen  español  e  hicieron  juramento  de  alianza  a  la 
Corona  por  medio  de  sus  representantes  reunidos  en 
la  población  de  Guipuy  (que  ahora  se  llama  Santo  Do- 
mingo) ;  lo  mismo  hicieron  los  Taños,  Picuries,  Te- 
huas  y  Taos,  en  una  conferencia  parecida,  que  cele- 
braron en  la  población  de  San  Juan,  en  septiembre  de 
Í1598.  Al  ver  su  fácil  sumisión,  Oñate  sintió  grandes 
alientos,  y  decidió  visitar  personalmente  todos  los  pue- 
blos principales,  para  hacerlos  más  seguros  subditos 
de  su  soberano.  Había  ya  fundado  la  primera  ciudad 
de  Nuevo  Méjico  y  la  segunda  en  los  Estados  Unidos, 
San  Gabriel  de  los  Españoles,  donde  hoy  está  Chami- 
ta.  Antes  de  salir  a  esa  peligrosa  jornada,  despachó  a 
Juan  de  Zaldívar,  su  edecán,  con  cincuenta  hombres, 
a  explorar  las  vastas  y  desconocidas  llanuras  que  que- 
daban hacia  oriente,  para  después  seguir  él  por  el  mis- 
mo camino. 

Oñate,  con  una  reducida  fuerza,  salió  de  la  pe- 


I06         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

quena  y  solitaria  colonia  española,  que  estaba  a  más 
de  mil  millas  de  distancia  de  toda  ciudad  de  hombres 
civilizados,  el  6  de  octubre  de  1598.  Primero  se  dirigió 
a  los  pueblos  de  las  grandes  llanuras  de  los  lagos  sa- 
lados, al  este  de  las  montañas  Manzano,  sedienta  jor- 
nada de  más  de  doscientas  millas.  Volviendo  después 
al  pueblo  de  Puaray  (opuesto  al  que  hoy  se  llama  Ber- 
nalillo)  se  desvió  hacia  el  oeste.  El  27  del  mismo  mes 
acampó  al  pie  de  los  altos  acantilados  de  Acoma.  Los 
principales  de  la  ciudad  bajaron  desde  lo  alto  de  la 
roca,  y  solemnemente  juraron  alianza  a  la  Corona  de 
España.  Se  les  advirtió  la  gran  importancia  y  signifi- 
cación del  paso  que  acababan  de  dar,  y  que  si  vio- 
laban su  juramento  serían  considerados  y  tratados 
como  rebeldes  a  Su  Majestad  ;  pero  ellos  se  comprome- 
tieron a  ser  fieles  vasallos.  Trataron  a  los  españoles 
muy  amistosamente,  y  varias  veces  invitaron  al  jefe  y 
a  sus  hombres  a  visitar  la  empinada  ciudad.  En  reali- 
dad habían  tenido  espías  en  las  conferencias  celebra- 
das en  Santo  Domingo  y  San  Juan,  y  decidieron  que 
el  hombre  más  peligroso  entre  los  invasores  era  el  mis- 
mo Oñate.  Si  podían  matarle  a  él,  creían  que  los  de- 
más extranjeros  blancos  serían  fácilmente  derrotados. 
Pero  Oñate  nada  sabía  de  su  proyectada  traición, 
y  al  día  siguiente  él  y  su  puñado  de  hombres,  dejando 
sólo  una  guardia  con  los  caballos,  treparon  por  una 
de  las  peligrosas  ((escaleras»  de  piedra,  y  se  hallaron  en 
Acoma.  Los  oficiosos  indios  los  condujeron  acá  y  acu- 
llá, mostrándoles  las  extrañas  casas  de  varios  pisos 
de  altura  y  con  varias  terrazas,  los  grandes  estanques 
labrados  en  la  roca  y  el  vertiginoso  borde  del  preci- 
picio que  por  todas  partes  rodeaba  aquella  ciudad,  se- 
mejante a  un  nido  de  águila.  Finalmente  condujeron 
a  los  españoles  a  un  sitio  en  que  había  una  larga  es- 
calera de  mano,  cuyo  extremo  superior  pasaba  por 
una  trampa  situada  en  el  techo  de  una  gran  casa,  que 
era  la  estufa  o  sea  la  sagrada  cámara  del  concejo.  Los 
visitantes  subieron  al  techo  por  una  escalera  más  pe- 
queña, y  los  indios  trataron  de  que  Oñate  bajase  por 
la  trampa.  Pero  el  gobernador  español,  observando 
que  en  el  aposento  de  abajo  reinaba  la  obscuridad  y 


DEL   SIGLO   XVI  IO7 

sintiéndose  de  momento  receloso,  rehusó  bajar ;  y 
como  estaba  rodeado  de  soldados,  los  indios  no  insis- 
tieron. Después  de  una  corta  visita  a  la  población,  Ios- 
españoles  bajaron  de  la  roca  a  su  campamento,  y  des- 
de allí  prosiguieron  su  larga  y  peligrosa  jornada  a 
Moqui  y  Zuñi.  Aquel  repentino  rasgo  de  prudencia  en 
la  mente  de  Oñate  salvó  la  historia  de  Nuevo  Méjico, 
porque  en  aquella  estufa  se  hallaban  apostados  algu- 
nos guerreros  armados.  Si  hubiese  entrado  en  la  cá- 
mara, lo  hubieran  asesinado  en  el  acto  ;  y  su  muerte 
hubiera  sido  la  señal  para  un  ataque  a  los  españoles, 
los  que  hubieran  perecido  en  aquella  lucha  desigual. 
Volviendo  de  su  viaje  de  exploración  por  aque- 
llas desiertas  y  mortíferas  llanuras,  Juan  de  Zaldívar 
salió  de  San  Gabriel  el  18  de  noviembre,  para  seguir 
a  su  jefe.  Sólo  tenía  treinta  hombres.  Llegando  al  pie 
de  la  ciudad  empinada  el  día  4  de  diciembre,  fué  muy 
bien  acogido  por  los  acomas,  quienes  le  invitaron  a 
subir  y  visitar  la  ciudad.  Era  Juan  tan  bueno  como  va- 
liente soldado,  y  conocía  las  estratagemas  de  guerra 
de  los  indios  ;  pero  por  la  primera  vez  en  su  vida,  y 
fué  la  última,  se  dejó  engañar.  Dejando  la  mitad  de 
su  fuerza  al  pie  del  risco  para  guardar  el  campamento 
y  los  caballos,  subió  con  diez  y  seis  hombres.  Había 
en  la  ciudad  tantas  maravillas  ;  era  la  gente  tan  cor- 
dial, que  los  visitantes  pronto  olvidaron  toda  sospecha; 
que  pudieran  abrigar,  y  gradualmente  fueron  disper- 
sándose aquí  y  allá  para  ver  las  cosas  más  notables. 
No  esperaban  sino  esto  los  habitantes,  y  cuando  el 
jefe  de  los  guerreros  lanzó  su  grito  de  guerra,  hom- 
bres, mujeres  y  niños  cogieron  piedras  y  mazas,  arcos 
y  cuchillos  de  pedernal,  y  cayeron  con  furia  sobre  los 
dispersos  españoles.  Fué  una  horrenda  y  desigual  lu- 
cha la  que  contempló  el  sol  de  invierno  aquella  triste 
tarde  en  la  ciudad  empinada.  Aquí  y  allá,  de  espalda 
a  la  pared  de  una  de  aquellas  extrañas  casas,  veíase 
un  soldado  de  faz  lívida,  desharrapado,  cubierto  de  san- 
gre, blandiendo  su  pesado  mosquete  como  si  fuese  una 
maza,  o  dando  tajos  desesperados  con  una  espada  in- 
eficaz contra  la  tostada  y  famélica  canalla  que  le  ro- 
deaba, mientras  llovían  piedras  sobre  su  calada  visera  y 


ÍOS         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

por  todas  partes  recibían  golpes  de  clavas  y  pedernales. 
No  había  ningún  cobarde  en  aquella  malhadada  cua- 
drilla:  vendieron  caras  sus  vidas  ;  delante  de  cada  cual 
había  tendido  un  montón  de  cadáveres.  Pero  uno  a 
uno,  aquella  ola  de  rugientes  bárbaros  ahogaba  a  cada 
tremendo  y  silencioso  luchador,  y  se  desviaba  para  ir 
a  henchir  el  mortífero  aluvión  que  envolvía  a  otro.  El 
mismo  Zaldívar  fué  una  de  las  primeras  víctimas,  y 
en  aquel  desigual  combate  murieron  otros  dos  oficia- 
les, seis  soldados  y  dos  sirvientes.  Los  cinco  que  sobre- 
vivieron— Juan  Tabaro,  que  era  alguacil  mayor  y  cua- 
tro soldados — pudieron  por  fin  juntarse,  y  con  sobre- 
humano esfuerzo,  luchando  y  sangrando  por  varias  he- 
ridas, se  abrieron  paso  hasta  el  borde  del  precipicio. 
Pero  sus  salvajes  enemigos  los  perseguían,  y  sintién- 
dose demasiado  débiles  para  seguir  matando  hasta  lle- 
gar a  una  de  las  escaleras  del  risco,  en  el  paroxismo  de 
su  desesperación,  los  cinco  se  arrojaron  desde  aquella 
tremenda  altura. 

No  hay  memoria  de  otro  salto  tan  terrible  como 
el  que  dieron  Tabaro  y  sus  cuatro  compañeros.  Aun 
suponiendo  que  hubiesen  tenido  la  suerte  de  llegar 
hasta  el  borde  más  bajo  de  aquel  risco,  la  altura  no 
pudo  ser  de  menos  de  /  ciento  cincuenta  fies  ingleses  1 
y,  sin  embargo,  sólo  uno  de  los  cinco  se  mató  en  tan 
inconcebible  caída  :  los  cuatro  restantes,  atendidos  por 
sus  aterrorizados  compañeros  del  campamento,  final- 
mente se  repusieron.  Esto  parecería  increíble  si  no  es- 
tuviese completamente  comprobado  por  pruebas  his- 
tóricas. Es  probable  que  cayesen  sobre  uno  de  los 
montones  de  blanca  arena  que  el  viento  había  arre- 
molinado en  algunos  sitios  al  pie  del  risco. 

Afortunadamente  los  indios  victoriosos  no  atacaron 
'Cl  pequeño  campamento.  Los  supervivientes  tenían  aún 
sus  caballos,  animales  desconocidos  de  los  indígenas, 
a  quien  infundían  pavor.  Durante  algunos  días  los  ca- 
torce soldados  y  sus  cuatro  semimuertos  compañeros, 
acamparon  bajo  el  saliente  costado  del  risco,  donde  es- 
taban a  salvo  de  toda  clase  de  proyectiles  que  pudie- 
sen arrojarles  desde  arriba,  pero  esperando  a  cada 
momento  ser  atacados  por  los  naturales.  Tenían  la  se- 


DEL   SIGLO   XVI  10^ 

guridad  de  que  la  matanza  de  sus  camaradas  no  era 
más  que  el  preludio  de  un  levantamiento  general  de 
los  veinticinco  o  treinta  mil  indios  Pueblos,  y  sin  re- 
parar en  el  peligro  que  corrían,  decidieron  por  fin  di- 
vidirse en  pequeños  grupos  y  separarse  ;  unos  para 
seguir  a  su  jefe  en  su  jornada  hasta  Moqui  y  avisarle 
el  peligro  que  le  amenazaba  ;  y  otros  para  cruzar  a 
toda  prisa  centenares  de  áridas  millas  hasta  llegar  a. 
San  Gabriel  y  defender  a  las  mujeres  y  los  niños  que 
allí  había  y  a  los  misioneros  que  se  habían  esparcido 
entre  los  indios.  Este  plan  de  abnegación  se  realíz6 
felizmente.  Los  pequeños  grupos  de  tres  y  de  cuatro 
llevaron  la  noticia  a  sus  compatriotas,  y  a  fines  del 
año  1598  todos  los  españoles  supervivientes  en  Nuevo- 
Méjico  se  pusieron  a  salvo  en  la  aldea  de  San.  Gabriel, 
Estaba  la  población  construida  al  modo  indio,  esto  es, 
en  forma  cuadrada,  y  en  la  plaza  central  se  habían  co- 
locado los  rudos  pedreros — especie  de  obuses  que  lan- 
zaban balas  de  piedra, — los  cuales  defendían  las  puer- 
tas. Sobre  las  azoteas  de  las  casas  de  adobe,  de  tres 
pisos,  las  valerosas  mujeres  vigilaban  de  día,  y  Ios- 
hombres,  con  sus  pesados  mosquetes,  montaban  la 
guardia  en  las  noches  de  invierno,  para  prevenirse  con- 
tra el  esperado  ataque.  Pero  los  pueblos  quedaron  so- 
bre las  armas.  Esperaban  ver  lo  que  Oñate  haría  con 
Acoma,  antes  de  tomar  medida  alguna  contra  los  ex- 
tranjeros. 

Oñate  se  encontró  en  un  'difícil  dilema.  No  se  ne- 
cesita saber  ni  la  mitad  de  lo  que  sabía  aquel  español, 
ya  encanecido  y  sosegado,  acerca  del  carácter  de  los 
indios,  para  comprender  que  debía  castigar  sumaria- 
mente a  los  rebeldes  por  la  matanza  de  sus  hombres,  o 
abandonar  para  siempre  su  colonia  y  Nuevo  Méjico. 
Si  semejante  atropello  quedase  sin  castigo,  los  osados 
Pueblos  no  dejarían  con  vida  a  ningún  español.  Por 
otra  parte,  ¿  cómo  podía  él  llegar  a  conquistar  aquella 
inexpugnable  fortaleza  de  roca  ?  Tenía  menos  de  dos- 
cientos hombres,  y  sólo  podía  destinar  parte  de  éstos 
para  la  campaña,  pues  de  lo  contrario,  los  otros  pue- 
blos, en  su  ausencia,  se  levantarían  y  aniquilarían  a 
San  Gabriel  y  sus  habitantes.  En  Acoma  había  tres- 


HIO         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

-cientos  guerreros  bien  contados,  secundados,  además, 
por  no  menos  de  cien  navajos. 

Pero  no  existía  otra  alternativa.  Cuanto  más  lo  pen- 
saba y  consultaba  con  sus  oficiales,  más  claro  veía  que 
la  única  salvación  estaba  en  tomar  aquel  Gibraltar  de 
fueres,  y  resolvió  llevar  a  cabo  el  proyecto.  Oñate  de- 
seaba dirigir  en  persona  tan  atrevida  empresa  ;  pero 
había  uno  que  tenía  más  derecho  al  desesperado  honor 
que  el  capitán  general,  y  ese  era  el  olvidado  héroe 
iVicente  de  Zaldívar,  hermano  del  asesinado  Juan.  Era 
sargento  maycr  de  aquel  pequeño  ejército,  y  cuando 
se  presentó  a  Oñate  y  pidió  que  se  le  diese  el  mando 
de  la  expedición  contra  Acoma,  no  hubo  medio  de  re- 
fiusarle. 

El  12  de  enero  de  1599,  Vicente  de  Zaldívar  salió 
<ie  San  Gabriel  a  la  cabeza  de  setenta  hombres.  Sólo 
unos  cuantos  de  ellos  iban  armados  con  los  toscos  mos- 
quetes de  la  época ;  la  mayoría  no  eran  arcabuceros, 
sino  piqueros,  armados  únicamente  con  lanzas  y  es- 
padas, y  llevaban  chaquetas  acolchadas  o  mallas  bati- 
das. Un  pequeño  pedrero,  amarrado  sobre  el  lomo  de 
un  caballo,  era  su  única  ((artillería». 

Silenciosa  y  denodadamente  la  pequeña  fuerza  em- 
prendió la  ardua  jornada.  Todos  conocían  la  inexpug- 
nable roca,  y  pocos  acariciaban  la  esperanza  de  vol- 
ver de  aquella  misión  desesperada  ;  pero  a  nadie  se  le 
ocurrió  la  idea  de  retroceder.  La  tarde  del  onceno  día, 
la  fatigada  tropa  pasó  la  última  meseta  y  llegó  a  la 
vista  de  Acoma.  Los  indios,  avisados  por  sus  centi- 
nelas, estaban  prontos  a  recibirla.  Toda  la  población, 
con  los  aliados  navajos,  hallábase  en  armas  en  las 
azoteas  y  en  los  riscos  estratégicos.  Indígenas  desnu- 
dos, pintados  de  negro,  saltaban  de  grieta  en  grieta, 
aullando,  desafiando  y  vomitando  insultos  contra  los 
españoles.  Los  exorcistas,  grotescamente  disfrazados, 
estaban  en  pináculos  prominentes,  tocando  sus  tam- 
bores y  lanzando  maldiciones  y  exorcismos  a  los  vien- 
tos, y  todo  el  populacho  se  unía  al  coro  de  rugidos  y 
amenazas. 

Zaldívar  hizo  alto  con  su  pequeña  partida  al  pie  del 
risco,  acercándose  cuanto  pudo  hacerlo  sin  peligro. 


DEL   SIGLO  XVI  1 1 1 

El  indispensable  heraldo  salió  de  las  filas,  y  después 
de  un  toque  de  trompeta,  procedió  a  leer  a  voz  en  cue- 
llo la  formal  intimación  a  rendirse  en  nombre  del  rey- 
fie  España.  Por  tres  veces  vociferó  aquella  intimación  ; 
pero  cada  vez  apagaron  su  voz  los  gritos  y  aullidos 
de  los  enfurecidos  indígenas,  y  una  lluvia  de  piedras  y 
flechas  cayó  en  peligrosa  proximidad.  Zaldívar  desea- 
ba conseguir  la  rendición  de  la  plaza,  pedir  que  se  le 
entregasen  los  cabecillas  de  la  matanza  y  llevárselos 
a  San  Gabriel,  para  que  fueran  oficialmente  procesa- 
dos y  castigados,  sin  causar  daño  a  los  demás  habi- 
tantes de  Acoma  ;  pero  los  indios,  viéndose  seguros 
en  su  natural  fortaleza,  se  burlaban  del  misericordioso 
llamamiento.  Era  evidente  la  necesidad  de  tomar  Aco- 
ma por  asalto.  Los  españoles  acamparon  sobre  la  are- 
na, y  haciendo  lúgubres  planes  para  el  día  siguiente, 
pasaron  allí  la  noche,  que  hizo  más  horrenda  la  ba- 
raúnda de  la  monstruosa  danza  de  guerra  que  celebra- 
ban los  habitantes  de  la  ciudad. 


¡112  LOS   EXPLORADORES   ESPAÑOLES 


IV 

EL  ASALTO  A  LA  EMPINADA  CIUDAD 

/\  L  romper  el  alba  del  día  veintidós  de  enero,  Zal- 
dívar  dio  la  señal  para  el  ataque,  y  el  cuerpo 
principal  de  la  fuerza  española  empezó  a  disparar  sus 
pocos  arcabuces  y  a  intentar  un  asalto  desesperado 
por  el  extremo  norte  de  la  gran  roca,  que  era  por  allí 
absolutamente  inexpugnable.  Los  indios,  apiñados  en 
el  borde  de  los  farallones,  despedían  una  lluvia  de  pro- 
yectiles, y  muchos  de  los  españoles  fueron  heridos. 
Entre  tanto,  doce  hombres  escogidos,  que  durante  la 
noche  se  habían  ocultado  debajo  de  la  parte  saliente 
del  risco,  el  cual  les  protegía  contra  el  fuego  y  la  ob- 
servación de  los  indios,  trepaban  cautelosamente  por 
debajo  y  alrededor  del  precipicio,  arrastrando  con  cuer- 
das el  pedrero.  Algunos  de  aquellos  doce  hombres  eran 
arcabuceros  y,  además  del  peso  del  ridículo  cañón, 
llevaban  sus  pesados  arcabuces  y  su  tosca  armadura, 
que  no  les  ayudarían  ciertamente  a  escalar  alturas, 
cuyo  ascenso  sería  difícil  hasta  para  un  atleta  libre  de 
trabas.  Continuando  su  trabajosa  tarea  sin  ser  vistos, 
tirando  uno  de  otro,  y  después  del  pedrero  peñas  arri- 
ba, llegaron  por  fin  a  la  cumbre  de  un  alto  farallón, 
separado  del  gran  risco  de  Acoma  por  un  angosto  pero 
terrible  tajo.  Al  atardecer  tenían  ya  el  cañón  apun- 
tando hacia  la  ciudad,  y  el  retumbante  disparo,-' cuan- 
do la  bala  de  piedra  fué  lanzada  sobre  Acoma,  fué  la 
señal,  para  la  tropa  que  estaba  al  extremo  norte  de 
la  meseta,  de  que  se  había  tomado  la  primera  posición 
estratégica,  a  la  vez  que  advirtió  a  los  indios  del  pe- 
ligro que  les  amenazaba  por  otro  lado. 


DEL   SIGLO   XVI  ItJ 

Aquella  noche,  pequeños  grupos  de  españoles  tre- 
paron por  ios  grandes  precipicios  que  cercan  ese  valle 
en  forma  de  artesa  por  oriente  y  poniente ;  talaron 
pequeños  pinos,  arrastrando  con  inmenso  trabajo  los 
troncos  peñas  abajo  y  a  través  del  valle,  para  subirlos 
al  farallón  donde  se  habían  situado  los  doce  hombres 
con  el  pedrero.  Una  docena  de  hombres  quedaron  guar- 
dando los  caballos  al  extremo  norte  de  la  meseta,  y 
el  resto  de  la  fuerza  se  juntó  a  los  doce  arcabuceros, 
ocultándose  en  las  grietas  del  farallón.  Al  otro  lado 
de!  tajo,  los  indios  estaban  tendidos  en  las  hendeduras 
o  detrás  de  las  rocas,  esperando  el  ataque. 

La  madrugada  del  veintitrés,  un  piquete  de  hom- 
bres escogidos,  a  una  señal,  salieron  corriendo  de  sus 
escondites  con  una  toza  cargada  en  hombros,  y  con 
una  acertada  maniobra  la  colocaron  al  otro  extremo 
sobre  el  lado  opuesto,  por  encima  del  abismo.  Salie- 
ron corriendo  los  españoles  y  empezaron  a  desfilar, 
guardando  el  equilibrio,  por  aquel  vertiginoso  «puen- 
te», recibiendo  una  descarga  de  piedras  y  saetas.  Ha- 
bían cruzado  ya  varios,  cuando  uno  de  ellos,  en  su 
excitación,  cogió  la  cuerda  que  estaba  amarrada  a  la 
toza  y  arrastró  ésta  detrás  de  él. 

Fué  aquél  un  momento  terrible.  Eran  menos  de 
doce  los  españoles  que  así  quedaron  al  borde  de  Ace- 
ma, separados  de  sus  compañeros  por  un  precipicio 
de  centenares  de  pies  de  profundidad,  y  rodeados  por 
enjambres  de  indios.  Estos,  saliendo  de  su  refugio, 
cayeron  al  instante  sobre  ellos,  rodeándolos.  Mientras 
«1  soldado  español  podía  mantener  a  los  indios  a  dis- 
tancia, hasta  sus  toscas  armas  e  ineficaz  armadura  le 
daban  cierta  ventaja  ;  pero,  a  tan  corto  alcance,  aque- 
llos mismos  arreos  eran  un  impedimento  fatal  por  su 
tosquedad  y  su  peso.  Parecía  entonces  como  si  fuese 
a  repetirse  la  anterior  matanza  de  Acoma,  y  los  aisla- 
dos españoles  fuesen  a  ser  destrozados  ;  pero  en  aquel 
momento  crítico,  un  hecho  de  increíble  valor  personal 
les  salvó  a  ellos  y  a  la  causa  de  España  en  Nuevo  Mé- 
jico. Un  esbelto,  inteligente  y  joven  oficial,  un  estu- 
diante que  era  amigo  particular  y  favorito  de  Oñate, 
«alió  del  grupo  de  los  consternados  españoles  que  $c 

8 


JI4         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

hallaban  al  otro  lado  del  tajo,  y  que  no  se  atrevían  a 
disparar  contra  los  enemigos  para  no  herir  a  sus  com- 
pañeros que  estaban  mezclados  con  ellos,  y,  corrien- 
do como  un  gamo,  se  fué  hacia  el  precipicio.  Al  llegar 
al  borde,  encogió  su  ágil  cuerpo,  saltó  al  aire  como 
un  pájaro  y  salvó  el  abismo.  Cogiendo  en  seguida  la 
toza,  con  un  esfuerzo  desesperado  la  empujó  hasta  que 
sus  compañeros  pudieron  agarrarla  desde  el  otro  bor- 
de, y  por  encima  del  restablecido  puente  pasaron  los 
soldados  españoles,  salvando  la  situación. 

Empezó  entonces  una  de  las  más  tremendas  luchas 
cuerpo  a  cuerpo  que  registra  la  historia  de  América» 
Peleando  en  proporción  de  uno  contra  diez  ;  mezcla- 
dos entre  una  turba  de  salvajes  que  daban  alaridos  y 
luchaban  con  el  frenesí  de  la  desesperación  ;  acuchi- 
llados con  armas  melladas  ;  aturdidos  por  los  golpes 
de  maza ;  acribillados  por  las  erizadas  flechas  ;  agota- 
dos, exhaustos  y  cubiertos  de  sangre,  Zaldívar  y  su 
puñado  de  héroes  se  abrieron  camino,  pulgada  a  pul- 
gada, paso  a  paso,  usando  sus  mosquetes  pesados 
como  mazas  ;  hiriendo  con  sus  chafarotes  ;  parando 
mortales  golpes  y  arrancando  las  barbadas  flechas  de 
sus  trémulas  carnes.  ¡  Iban  avanzando,  avanzando 
siempre  ;  lanzando  valerosos  el  grito  de  guerra  de  San- 
tiago ;  acorralando  a  su  tenaz  enemigo  con  valor  toda- 
vía más  tenaz  ;  hasta  que  al  fin  los  indios,  convenci- 
dos de  que  aquellos  no  eran  enemigos  humanos,  huye- 
ron a  refugiarse  en  sus  casas  semejantes  a  fortalezas, 
pudiendo  así  alentar  los  españoles  I  Otras  tres  veces 
se  leyó  la  intimación  a  rendirse  ante  aquellas  extra- 
fías  viviendas  de  cerca  de  mil  pies  de  largo  cada  una 
y  que  parecían  tramos  de  una  gigante  escalinata  la- 
brada en  una  sola  roca.  Aun  entonces  deseaba  Zaldí- 
var evitar  más  derramamiento  de  sangre  y  pidió  que 
sólo  le  entregasen,  para  castigarlos,  los  asesinos  de  su 
hermano  y  de  sus  compatriotas.  Todos  los  demás  que 
se  rindiesen  y  se  hiciesen  subditos  del  «Rey,  nuestro 
Señor»,  serían  bien  tratados.  Pero  los  tercos  indios, 
como  lobos  heridos  en  su  madriguera,  se  mantuvieron 
parapetados  en  sus  casas  y  rehusaron  toda  proposi- 
ción de  paz. 


DEL   SIGLO   XVI  {U^ 

El  risco  fué  tomado ;  pero  quedaba  aún  la  ciudad. 
Cada  pueblo  de  los  indios  era  una  verdadera  fortale- 
za,  y  Zaldívar  tuvo  que  atacar  a  Acoma  casa  por  casa,- 
habitación  por  habitación.  El  pequeño  pedrero  fué  co- 
locado enfrente  de  la  primera  fila  de  casas,  y  pronto 
empezó  a  hacer  disparos  con  alguna  lentitud.  Al  de- 
rrumbarse las  paredes  de  adobe  bajo  el  constante  ca- 
ñoneo de  las  balas  de  piedra,  sólo  formaban  grandes 
barricadas  de  tierra  que  ni  siquiera  podría  atravesar 
nuestra  moderna  artillería,  y  cada  casa  tenía  que  to- 
marse separadamente  a  punta  de  espada.  Algunas  de 
las  casas  derruidas  se  incendiaban  con  la  lumbre  de  sus 
fogones,  y  no  tardó  en  cubrir  la  ciudad  un  humo  asfi- 
xiante, del  cual  salían  los  gritos  de  las  mujeres  y  de 
los  niños  y  los  provocadores  alaridos  de  los  guerreros. 
El  humanitario  Zaldívar  hizo  cuanto  pudo  para  salvar 
a  las  mujeres  y  a  los  niños,  con  gran  peligro  de  sí 
mismo  ;  pero  muchos  perecieron  bajo  las  paredes  de- 
rrumbadas de  sus  propias  casas. 

El  terrible  asalto  duró  hasta  el  mediodía  del  vein- 
ticuatro de  enero.  De  vez  en  cuando  partidas  de  gue- 
rreros realizaban  salidas,  tratando  de  abrirse  paso  por 
entre  las  filas  de  españoles.  Muchos,  en  su  desespera- 
ción, se  lanzaron  desde  lo  alto  del  risco,  pereciendo  es- 
trellados al  pie  del  mismo.  Sólo  dos  indios  de  los  que 
dieron  tan  pasmoso  salto  sobrevivieron,  tan  milagro- 
samente como  los  cuatro  españoles  de  la  primera  ma- 
tanza, y  también  como  ellos  lograron  salvarse. 

Por  fin,  al  mediodía  del  tercero,  los  viejos  salie- 
ron pidiendo  clemencia,  y  ésta  les  fué  concedida  en  el 
acto.  En  el  momento  en  que  se  rindieron,  se  olvidó  su 
rebeldía  y  se  perdonó  su  traición.  Ya  no  hubo  necesi- 
dad de  más  castigo.  Los  cabecillas  que  causaron  la; 
muerte  del  hermano  de  Zaldívar  habían  muerto,  como 
también  casi  todos  sus  aliados  navajos.  Fué  aquella  la 
lucha  más  sangrienta  que  se  ha  conocido  en  Nuevo 
Méjico.  En  aquellos  tres  días  de  combate  tuvieron  los 
indios  quinientos  muertos  y  muchos  heridos,  y  de  los 
españoles  supervivientes,  no  hubo  uno  que  no  queda- 
se para  toda  la  vida  con  horrendas  cicatrices  como  re- 
cuerdos de  Acoma.  Quedó  la  ciudad  tan  destrozada 


fll6  LOS   EXPLORADORES   ESPAÑOLES 

que  tuvo  que  construirse  de  nuevo,  y  el  infinito  tra- 
bajo con  que  los  pacientes  indios  habían  subido  a  lo 
alto  del  risco  sobre  sus  espaldas  todas  las  piedras  y 
la  madera  y  la  arcilla  necesarias  para  construir  una 
ciudad  de  casas  de  varios  pisos,  para  cerca  de  mil 
almas,  tenía  que  repetirse.  También  sus  cosechas  y 
todas  las  provisiones  que  tenían  almacenadas,  en  obs- 
curos aposentos  de  aquellas  casas  con  terrados,  habían 
quedado  destruidas  y  era  necesario  reponerlas.  En 
verdad  que  «los  de  arriba»  habían  enviado  un  terrible 
castigo  a  aquel  pueblo  por  su  traición  a  Juan  de  Zal- 
dívar. 

Cuando  sus  hombres  se  hubieron  recuperado  lo 
bastante  de  sus  heridas,  Vicente  de  Zaldívar,  héroe  del 
asalto  más  prodigioso  que  refiere  la  historia,  regresó 
victoriosamente  a  San  Gabriel  de  los  Españoles,  lle- 
vando consigo  ochenta  muchachas  de  Acoma,  que  en- 
vió a  las  monjas  de  Méjico  para  que  las  educasen. 
I  Qué  gritería  debió  de  armarse  en  las  murallas  de  la 
pequeña  colonia  cuando  sus  ansiosos  atalayas  vieron 
por  fin  su  pequeño  ejército  de  guerreros,  pálidos  y 
cubiertos  de  andrajos,  regresar  lentamente  a  sus  ho- 
gares, caminando  sobre  la  nieve  y  montados  en  flacos 
jamelgos ! 

Los  demás  pueblos,  que  habían  estado  en  acecho 
como  los  gatos,  escondiendo  las  uñas,  pero  con  todos 
sus  miísculos  prontos  a  saltar  quedaron  paralizados 
de  espanto.  Esperaban  ver  a  los  españoles  derrotados, 
ya  que  no  aplastados,  en  Acoma,  y  entonces  un  rápi- 
do levantamiento  de  todas  las  tribus  hubiera  acabado 
con  todos  los  invasores.  Pero  había  sucedido  lo  impo- 
sible. ;  Ahko,  la  orgullosa  ciudad  encumbrada  de  los 
Queres  !  ¡  Ahko,  la  rodeada  de  riscos,  la  inexpugnable, 
había  caído  en  poder  de  los  pálidos  extranjeros !  Sus 
bravos  guerreros  habían  perecido  ;  sus  fuertes  casas 
eran  un  montón  de  humeantes  ruinas  ;  su  riqueza  se 
había  perdido  ;  su  pueblo  estaba  casi  borrado  de  la 
faz  de  la  tierra  !  ¿  Cómo  luchar  contra  «hombres  tan 
poderosos»,  contra  aquellos  extraños  brujos  a  quienes 
debían  proteger  «los  de  arriba»,  pues  de  otro  modo 
no  podrían  hacer  tan  sobrehumanas  proezas?  Relaja- 


DEL   SIGLO  XVI  1 1 7 

dos  SUS  encogidos  nervios,  el  gran  gato  empezó  a  run- 
runear como  si  nunca  hubiese  soñado  en  coger  rato- 
nes. Ya  no  se  pensó  más  en  rebelarse  contra  los  es- 
pañoles, y  los  indios  hasta  se  esforzaron  en  aquistarse 
el  favor  de  aquellos  terribles  extranjeros.  Le  llevaron 
a  Oñate  la  noticia  del  asalto  de  Acoma  algunos  días 
antes  de  que  Zaldívar  y  sus  héroes  regresasen  a  la  pe- 
queña colonia,  y  fueron  asaz  villanos  para  entregarle 
dos  indios  Queres  que,  huyendo  de  aquel  espantoso 
combate,  se  habían  refugiado  entre  ellos.  En  adelante, 
los  pueblos  no  dieron  ya  que  hacer  al  gobernador 
Oñate. 

Pero  los  de  Acoma  no  parecieron  tomar  la  lección 
tan  a  pecho  como  los  otros.  Quedaron  demasiado  des- 
trozados y  quebrantados  para  pensar  en  otra  guerra 
con  sus  invencibles  enemigos  ;  no  obstante,  mostra- 
ron una  implacable  hostilidad  a  los  españoles  por  es- 
pacio de  treinta  años,  hasta  que  fué  la  ciudad  conquis- 
tada de  nuevo  mediante  una  heroicidad  tan  brillante 
como  la  de  Zaldívar,  aunque  de  muy  distinta  manera. 

En  1629,  Fray  Juan  Ramírez,  «el  apóstol  de  Aco- 
ma», salió  solo  de  Santa  Fe  para  fundar  una  misión 
en  la  encumbrada  ciudad  de  feroces  bárbaros.  Se  le 
ofreció  una  escolta  de  soldados,  pero  él  la  rehusó  y 
salió  a  pie,  enteramente  solo  y  sin  más  armas  que  su 
crucifijo.  Recorriendo  con  dificultad  su  penoso  y  arries- 
gado camino,  llegó  al  cabo  de  muchos  días  al  pie  de 
la  gran  «isla»  de  roca,  y  empezó  el  ascenso.  En  cuan- 
to los  indios  vieron  a  una  persona  extraña,  y  de  la 
gente  que  ellos  aborrecían,  corrieron  hasta  el  borde 
del  risco  y  le  lanzaron  una  lluvia  de  flechas,  algunas 
de  las  cuales  atravesaron  sus  hábitos.  En  aquel  mo- 
mento, una  niña  de  Acoma,  que  estaba  en  el  mismo 
borde  de  la  ingente  roca,  se  asustó  al  ver  la  saña  de 
su  gente  y,  perdiendo  el  equilibrio,  se  despeñó  al  pre- 
cipicio. Pero  quiso  la  Providencia  que  sólo  cayese  unas 
cuantas  yardas  sobre  un  reborde  arenoso  cerca  de  don- 
de estaba  Fray  Juan,  y  donde  no  podían  verlos  los  in- 
dios, quienes  supusieron  que  había  caído  hasta  la  sima. 
Fray  Juan  se  acercó  a  recogerla  y  la  llevó  sana  y  salva 
hasta  arriba,  y  al  ver  este  aparente  milagro,  los  sal- 


ill8  LOS   EXPLORADORES   ESPAÑOLES 

yajes  quedaron  desarmados  y  lo  recibieron  como  a' 
un  mago.  El  buen  hombre  vivió  solo  en  Acoma  más 
de  veinte  años,  amado  por  los  naturales  como  un  pa- 
dre, y  enseñando  a  sus  atezados  conversos  con  tanto 
éxito,  que  con  el  tiempo  muchos  de  ellos  sabían  el  ca- 
tecismo y  podían  leer  y  escribir  en  español.  Además, 
bajo  su  dirección  y  con  muchísimo  trabajo,  construye- 
ron una  gran  iglesia.  Cuando  murió,  en  1664,  los  aco- 
mas,  que  habían  sido  los  indios  más  feroces,  llegaron 
a  ser  los  más  dóciles  de  Nuevo  Méjico  y  los  más  ade- 
lantados en  civilización.  Pero  pocos  años  después  de 
su  muerte,  ocurrió  el  levantamiento  de  todos  los  pue- 
blos, y  durante  las  largas  y  desastrosas  guerras  que 
se  siguieron,  fué  destruida  la  iglesia  y  desaparecie- 
ron, en  gran  parte,  los  frutos  del  trabajo  del  valiente 
Fray  Juan.  En  aquella  rebelión.  Fray  Lucas  Maldo- 
nado,  que  era  entonces  misionero  en  Acoma,  fué  ase- 
sinado por  su  rebaño  el  diez  o  el  once  de  agosto  de 
1680.  En  noviembre  de  1692,  Acoma  se  rindió  volun- 
tariamente al  reconquistador  de  Nuevo  Méjico,  Diego 
de  X'^argas.  Al  cabo  de  pocos  años,  sin  embargo,  se 
rebeló  de  nuevo,  y  en  agosto  de  1696,  Vargas  marchó 
contra  la  ciudad,  pero  no  pudo  asaltarla.  Gradualmen- 
te los  pueblos  fueron  viviendo  en  paz  con  los  huma- 
nitarios conquistadores  y  llegaron  a  merecer  la  bene- 
volencia con  que  constantemente  se  les  trataba.  La 
misión  fué  restablecida  en  Acoma  por  el  año  1700,  y 
allí  se  eleva  hoy  una  enorme  iglesia,  que  es  una  de 
las  más  interesantes  del  mundo,  dados  el  infinito  tra- 
bajo y  la  paciencia  con  que  fué  construida.  La  última 
tentativa  de  levantamiento  de  los  indios  Pueblos  ocu- 
rrió en  1728  ;  pero  en  ella  no  tomó  parte  Acoma. 

La  curiosa  escalera  de  piedra  por  la  que  Fray  Juan 
Ramírez  subió  la  primera  vez  a  su  peligrosa  parroquia 
bajo  una  lluvia  de  flechas,  todavía  la  usan  los  habitan- 
tes de  Acoma,  quienes  le  han  dado  el  nombre  del  «ca- 
mino del  Padre». 


DEL    SIGLO   XVI  1^9 


V 

EL  SOLDADO  POETA 

IJero  retrocedamos  un  poco.  El  joven  oficial  que 
dio  aquel  soberbio  salto  sobre  el  tajo  de  Acoma, 
que  repuso  la  toza  para  hacer  puente  y  salvó  de  este 
modo  la  vida  a  sus  camaradas,  e  indirectamente  a  to- 
dos los  españoles  de  Nuevo  Méjico,  fué  el  capitán  Gas- 
par Pérez  de  Villagrán.  Era  muy  culto,  había  obte- 
nido el  grado  de  bachiller  en  una  Universidad  espa- 
ñola, era  joven,  ambicioso,  valiente  y  un  verdadero 
atleta.  Fué  un  héroe  entre  los  héroes  del  Nuevo  Mun- 
do, y  un  cronista  a  quien  mucho  debe  la  historia.  Los 
seis  ejemplares  existentes  del  pequeño  y  grueso  vo- 
lumen en  pergamino  que  contiene  su  histórico  poema 
de  treinta  y  cuatro  heroicos  cantos,  valen  cada  uno  de 
ellos  muchas  veces  su  peso  en  oro.  ¡  Lástima  grande 
que  no  haya  habido  un  Villagrán  para  cada  una  de 
las  campañas  de  los  exploradores  de  América,  que  nos 
diese  más  detalles  de  aquellos  sobrehumanos  peligros  y 
sufrimientos,  pues  la  mayoría  de  los  cronistas  de  la 
época  tratan  de  esos  episodios  tan  brevemente  como 
describiríamos  nosotros  un  paseo  de  Nueva  York  a 
Brooklyn  I 

El  salto  del  tajo  no  fué  la  única  parte  que  tomó  el 
capitán  Villagrán  en  el  sangriento  combate  de  Acoma, 
en  el  invierno  de  1598-99.  Estuvo  a  punto  de  ser  víc- 
tima de  la  primera  matanza,  en  la  que  Juan  de  Zaldí- 
var  y  sus  hombres  perecieron,  y  se  escapó  de  aquel  lan- 
ce sólo  para  sufrir  penalidades  tan  terribles  como  la 
muerte. 


11 20  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

En  el  otoño  ae  159^^,  cuatro  soldados  desertaron  def 
pequeño  ejército  de  Oñate  en  San  Gabriel  y  el  gober« 
nador  envió  a  Villagrán  con  tres  o  cuatro  soldados  para 
arrestarlos.  No  sabemos  lo  que  diría  hoy  un  sheriff  si 
le  mandasen  perseguir  a  cuatro  malhechores  en  un 
recorrido  de  mil  millas  por  un  desierto  como  aquél  y 
con  una  fuerza  tan  pequeña.  Pero  el  capitán  Villagrán 
siguió  la  pista  de  los  desertores,  y  después  de  perse- 
guirlos por  más  de  novecientas  millas,  les  alcanzó  al 
sur  de  Chihuahua  (Méjico).  Los  desertores  hicieron 
una  feroz  resistencia.  Dos  fueron  muertos  por  los  sol- 
dados y  dos  se  escaparon.  Villagrán  dejó  allí  su  pe- 
queña fuerza  y  desanduvo  solo  las  peligrosas  novecien- 
tas millas.  Llegado  al  pueblo  de  Puaray,  en  la  mar- 
gen occidental  del  Río  Grande,  frente  a  Bernalillo, 
supo  que  su  jefe  Oñate  acababa  de  marchar  hacia  el 
oeste,  en  su  peligroso  viaje  a  Moqui,  el  cual  ya  he- 
mos descrito.  Villagrán  se  volvió  en  el  acto  hacia  el 
oeste  saliendo  solo  para  seguir  y  alcanzar  a  sus  com- 
patriotas. La  pista  era  fácil  de  seguir,  porque  los  es- 
pañoles tenían  los  únicos  caballos  que  había  en  lo  que 
es  hoy  los  Estados  Unidos ;  pero  aquel  solitario  ca- 
minante que  la  iba  rastreando,  se  vio  continuamente 
rodeado  de  peligros  y  sufrimientos.  Llegó  a  la  vista  de 
Acoma  justamente  después  de  la  matanza  de  Juan  de 
Zaldívar  y  del  tremendo  salto  de  los  cinco  españoles. 
Los  supervivientes  ya  se  habían  alejado  de  aquel  sitio- 
fatal,  y  cuando  los  habitantes  vieron  a  un  español  que 
se  acercaba  solo,  bajaron  de  su  cindadela  roqueña  para 
rodearle  y  darle  muerte.  Villagrán  no  tenía  armas  de 
fuego,  sino  únicamente  su  espada,  una  daga  y  un  escu- 
do. Aun  cuando  ignoraba  los  terribles  sucesos  que  aca- 
baban de  ocurrir,  le  inspiró  recelos  la  manera  como  los 
salvajes  trataban  de  envolverle,  y  aun  cuando  su  ca- 
ballo renqueaba  por  efecto  de  su  larga  jornada,  lo 
espoleó  para  ponerlo  al  galope  y  luchó,  abriéndose 
paso  por  entre  el  círculo  que  iban  estrechando  los  in- 
dios. Continuó  su  fuga  hasta  muy  entrada  la  noche, 
describiendo  un  largo  circuito,  para  no  acercarse  a  la 
ciudad,  y  al  fin  descendió,  exhausto,  de  su  también 
exhausto  caballo,  y  se  tendió  a  descansar  sobre  la  dura 


DKL   SIGLO   XVI  I2J¡ 

tierra.  Cuando  despertó  caía  una  gran  nevada,  y  se- 
encontró  medio  sepultado  bajo  la  fría  y  blanca  nieve. 
Montando  de  nuevo,  avanzó  en  la  obscuridad  para  ale- 
jarse todo  lo  posible  de  Acoma,  antes  de  que  lo  de- 
nunciase la  luz  del  día.  De  repente,  caballo  y  jinete 
cayeron  en  un  hondo  pozo  que  los  indios  habían  abier- 
to para  que  sirviese  de  trampa,  cubriéndolo  con  rama». 
y  tierra.  En  la  caída  se  mató  el  pobre  caballo,  y  Vi- 
nagran quedó  maltrecho  y  aturdido.  Por  fin  logró 
salir  del  pozo,  con  gran  contento  de  su  fiel  perro,  que 
estaba  sentado  aullando  y  tiritando  al  borde  de  aquél. 
El  soldado  poeta  habla  muy  tiernamente  de  aquel  mu- 
do compañero  de  su  larga  y  peligrosa  jornada,  y  es 
evidente  que  lo  quería  con  un  cariño  que  sólo  un  hom- 
bre valiente  puede  profesar  y  un  fiel  perro  merecer. 
Emprendiendo  de  nuevo  la  marcha  a  pie,  pronto^ 
perdió  Villagrán  el  camino  en  aquel  desierto  sin  hue- 
llas ni  veredas.  Durante  cuatro  días  y  cuatro  noches 
anduvo  errante,  sin  un  bocado  que  comer  y  sin  una 
gota  de  agua,  pues  ya  se  había  derretido  la  nieve.  Mu- 
chos hombres  han  hecho  más  largos  ayunos  entre 
iguales  sufrimientos  ;  pero  sólo  los  que  han  experi- 
mentado sed  en  tierras  áridas,  pueden  tener  una  re- 
mota idea  de  lo  que  significa  vivir  noventa  y  seis  ho- 
ras sin  agua.  Dos  días  de  aquella  sed  suele  ser  fatal  a 
muchos  hombres  fuertes,  y  es  poco  menos  que  mila- 
groso que  Villagrán  pudiese  resistirla  cuatro  días.  Por 
fin,  casi  muriendo  de  sed,  con  la  lengua  seca  e  hin- 
chada, y  dura  y  áspera  como  una  lima,  saliéndole  fue- 
ra de  los  dientes,  se  vio  en  la  triste  necesidad  de  matar 
a  su  fiel  perro,  lo  cual  hizo  con  lágrimas  de  varonil 
remordimiento.  Llamando  al  pobre  animal  hacia  sí, 
lo  despachó  con  su  espada  y  ansiosamente  apuró  la 
sangre  caliente.  Esto  le  dio  fuerzas  para  arrastrarse  un 
poco  más,  y  cuando  ya  iba  a  dejarse  caer  sobre  la  are- 
na para  morir,  divisó  un  pequeño  hoyo  en  una  gran 
roca,  a  poca  distancia.  Arrastrándose  débilmente  has- 
ta llegar  allí,  descubrió  con  júbilo  que  había  quedado 
en  la  cavidad  un  poco  de  agua  de  nieve.  Esparcidos 
alrededor  había  unos  cuantos  granos  de  maíz,  que  le 


BÍ22  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

parecieron  llovidos  del  cielo,  y  los  devoró  famélica- 
mente. 

Había  abandonado  ya  toda  esperanza  de  alcanzar 
á  su  jefe,  y  decidió  retroceder  y  andar  las  terribles  dos- 
cientas millas  que  le  separaban  de  San  Gabriel.  Pero 
ya  no  podía  su  cuerpo  obedecer  por  más  tiempo  a  su 
heroico  espíritu,  y  hubiera  perecido  miserablemente 
junto  al  pequeño  tanque  de  la  roca,  a  no  ser  por  una 
extraña  casualidad. 

Mientras  estaba  allí  tendido,  sin  ánimo  y  sin  fuer- 
zas, oyó  súbitamente  voces  que  se  acercaban.  Supuso 
que  los  indios  habían  rastreado  su  pista,  y  se  dio  por 
perdido,  porque  se  sentía  demasiado  débil  para  luchar. 
Pero  al  fin  llegaron  a  su  oído  acentos  españoles,  y 
aun  cuando  eran  voces  ásperas  y  broncas  de  soldados, 
con  toda  seguridad  debieron  de  parecerle  los  sonidos 
más  dulces  del  mundo.  Sucedió  que  la  noche  anterior, 
algunos  de  los  caballos  del  campamento  de  Oñate  se 
habían  extraviado,  y  un  pelotón  de  soldados  salió  en 
busca  de  ellos.  Siguiendo  sus  huellas,  llegaron  cerca 
del  sitio  donde  el  capitán  Villagrán  se  hallaba  tendido. 
Por  fortuna  le  vieron,  pues  él  no  podía  ni  gritar  ni 
correr  tras  ellos.  Con  sumo  cuidado  levantaron  al  ofi- 
cial herido  y  lo  llevaron  al  campamento,  y  allí,  con  los 
solícitos  cuidados  de  hombres  barbudos,  recuperó  len- 
tamente sus  fuerzas  y  con  el  tiempo  volvió  a  ser  el 
osado  atleta  de  otros  tiempos.  Acompañó  a  Oñate  en 
su  larga  marcha  por  el  desierto,  y  pocos  meses  des- 
pués estuvo  presente  en  el  asalto  de  Acoma  y  realizó 
la  pasmosa  proeza  que  se  cita  como  una  de  las  heroi- 
cidades más  notables  en  la  historia  del  Nuevo  Mundo. 


DIL  SIGLO  XVI  ia3 


VI 

LOS  MISIONEROS  EXPLORADORES 

TJ  RETENDER  narrar  la  historia  de  la  exploración  es- 
■^  pañola  de  las  Américas  sin  dedicar  especial  aten- 
ción a  los  misioneros  exploradores,  sería  hacerles  poca 
justicia  y  dejar  incompleta  la  historia.  En  esto,  aun 
más  que  en  otras  fases,  la  conquista  fué  ejemplar.  El 
español  no  tan  sólo  descubrió  y  conquistó,  sino  que, 
además,  convirtió.  Su  celo  religioso  no  le  iba  en  zaga 
a  su  valor.  Como  ha  sucedido  con  todas  las  naciones 
que  han  entrado  en  nuevas  tierras,  y  como  sucedió  con 
nosotros  mismos  en  la  que  ocupamos,  su  primer  paso 
tuvo  que  ser  la  sujeción  de  los  naturales  que  se  le  opo- 
nían. Pero  no  bien  hubo  castigado  a  esos  feroces  in- 
dios, empezó  a  tratarlos  con  grande  y  noble  clemencia, 
que  aun  hoy  no  se  prodiga  y  que  en  aquella  cruel  épo- 
ca del  mundo  era  casi  desconocida.  Nunca  dejó  sin 
hogar  a  los  atezados  indígenas  de  América  ni  los  fué 
arrollando,  ni  acorralando  delante  de  él,  sino  que,  por 
el  contrario,  les  protegió  y  aseguró  por  medio  de  leyes 
especiales  la  tranquila  posesión  de  sus  tierras  para 
siempre.  Debido  a  las  generosas  y  firmes  leyes  dicta- 
das por  España  hace  tres  siglos,  nuestros  indios  más 
interesantes  e  interesados,  los  ((Pueblos»  gozan  hoy 
completa  seguridad  en  sus  posesiones,  mientras  que 
casi  todos  los  demás  (que  nunca  estuvieron  enteramente 
bajo  el  dominio  de  España),  han  sido  de  vez  en  cuan- 
do arrojados  de  Jas  tierras  que  nuestro  gobierno  so- 
lemnemente les  había  concedido. 

Esa  era  la  ventaja  de  un  régimen  de  Indias  que 
no  obedecía  a  la  política,  sino  a  los  invariables  prin- 


lI24  LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

cipios  de  humanidad.  Primero  se  exigía  al  indio  que 
fuese  obediente  a  su  nuevo  gobierno.  No  se  le  podía 
enseñar  la  obediencia  a  todas  las  cosas  de  una  vez ; 
pero  debía  al  menos  abstenerse  de  matar  a  sus  nuevos 
vecinos.  Tan  pronto  como  aprendía  esta  lección,  se  le 
protegía  en  sus  derechos  sobre  su  hogar,  su  familia  y 
sus  bienes.  Entonces,  y  tan  rápidamente  como  podían 
hacer  esa  vasta  labor  el  ejército  de  misioneros  que 
dedicaban  su  vida  a  esa  peligrosa  tarea,  se  le  educa- 
ba en  los  deberes  de  ciudadanía  y  de  la  religión  cris- 
tiana. Es  casi  imposible  para  nosotros,  en  estos  pací- 
ficos tiempos,  comprender  lo  que  significaba  conver- 
tir entonces  medio  mundo  de  indios.  En  nuestra  parte 
de  Norteamérica  nunca  ha  habido  tribus  tan  terribles 
como  encontraron  los  españoles  en  Méjico  y  en  otras 
tierras  más  al  sur.  Nunca  pueblo  alguno  llevó  a  caba 
en  ninguna  parte  tan  estupenda  labor  como  la  que 
realizaron  en  América  los  misioneros  españoles.  Para 
empezar  a  comprender  las  dificultades  de  aquella  con- 
versión, debemos  primero  leer  una  horripilante  págU 
na  de  la  historia. 

Muchos  indios  y  pueblos  salvajes  profesan  reli- 
giones tan  distintas  de  la  nuestra  como  son  sus  orga- 
nizaciones sociales.  Pocas  tribus  hay  que  sueñen  coa 
un  Ser  Supremo.  La  mayoría  de  ellos  adora  muchos 
dioses  ;  dioses  cuyos  atributos  son  muy  parecidos  a 
los  del  mismo  adorador  ;  dioses  tan  ignorantes  y  crue- 
les y  traidores  como  él.  Es  una  cosa  horrenda  estu- 
diar esas  religiones,  y  ver  qué  cualidades  tan  tene- 
brosas y  repulsivas  puede  deificar  la  ignorancia.  Los 
despiadados  dioses  de  la  India  que  se  supone  que  se 
deleitan  aplastando  a  miles  de  sus  fieles  bajo  las  rue- 
das del  carro  Juggernaut,  y  con  el  sacrificio  de  niños 
al  Ganges  y  de  jóvenes  viudas  a  la  hoguera,  son  bue- 
na muestra  de  lo  que  puede  creer  una  mente  desca- 
rriada. Pues  bien  ;  los  horrores  de  la  India  tenían  su 
paralelo  en  América.  Las  religiones  de  nuestros  in- 
dios del  norte  tenían  muchos  ritos  sorprendentes  y  te- 
rribles ;  pero  eran  inocentes  y  civilizados  si  se  compa- 
ran con  los  monstruosos  que  se  observaban  en  Mé- 
jico y  la  América  del  Sur.  Para  comprender  algo  de  lo 


DEL   SIGLO   XVI  1 25 

que  tuvieron  que  combatir  los  misioneros  españoles  en 
América,  aparte  del  peligro  común  a  todos,  echemos 
una.  ojeada  al  estado  de  cosas  en  Méjico  cuando  ellos 
llegaron. 

Los  Naturales,  o  Aztecas,  y  otras  tribus  indias  pa- 
recidas del  antiguo  Méjico,  observaban  el  credo  paga- 
no general  a  todos  los  indios  de  América,  con  algunos 
horrores  que  ellos  le  añadían.  Estaban  en  un  constan- 
te y  ciego  terror  de  sus  innumerables  dioses  salvajes, 
pues  para  ellos  todo  lo  que  no  podían  ver  y  enten- 
der, y  casi  todo  lo  que  veían  y  entendían,  era  una 
deidad.  Lo  que  no  podían  concebir  era  un  dios  que 
les  inspirase  amor  :  debía  ser  siempre  algo  que  les 
inspirase  miedo  ;  pero  un  miedo  mortal.  Todo  su  ob- 
jeto en  la  vida  era  esquivar  los  crueles  golpes  de  una 
mano  invisible  ;  era  aplacar  algún  dios  terrible  que  no 
podía  amar,  pero  a  quien  se  podía  sobornar  para  que 
no  causase  daño.  No  podían  imaginar  una  verdade- 
ra creación,  ni  que  pudiese  haber  algo  sin  tener  pa- 
dre ni  madre  :  las  estrellas  y  las  piedras  y  los  vientos 
y  los  dioses  tenían  que  nacer  lo  mismo  que  los  hom- 
bres. Su  «cielo»,  si  ellos  hubiesen  podido  entender  lo 
que  significa  esta  palabra,  estaba  atestado  de  dioses, 
cada  uno  tan  individual  y  personal  como  nosotras  ;  con 
más  poder  que  nosotros,  pero  con  las  mismas  debili- 
dades y  pasiones  y  pecados.  En  realidad,  habían  in- 
ventado y  arreglado  los  dioses  según  su  propia  forma 
salvaje,  dándoles  los  poderes  que  deseaban  para  sf 
mismos  ;  pero  eran  incapaces  de  atribuirles  virtudes 
que  no  podían  comprender.  Así  también,  para  juzgar 
lo  que  podría  agradar  a  sus  dioses,  se  guiaban  por  lo 
que  a  ellos  les  placía.  Tomar  cruenta  venganza  de  sus 
enemigos  ;  robar  y  matar,  o  recibir  tributo  para  dejar 
de  robar  y  de  matar  ;  vestirse  ricamente  y  comer  bien  ; 
estas  y  otras  cosas  parecidas,  que  ellos  consideraban 
como  las  más  altas  ambiciones  personales,  creían  que 
de  igual  modo  agradarían  a  «los  de  arriba».  Y  así  con- 
sagraban la  mayor  parte  de  su  tiempo  y  de  Su  afán 
•en  sobornar  a  esos  extraños  dioses,  que  les  causaban 
•más  terror  que  los  indígenas  vecinos. 

Su  idea  de  un  dios  la  expresaban  gráficamente  en 


,126         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

los  grandes  ídolos  de  piedra  que  antes  abundaban  eít 
Méjico,  y  algunos  de  los  cuales  se  conservan  todavía 
en  los  museos.  Son,  por  lo  general,  de  tamaño  heroi- 
co, y  están  labrados  con  mucho  esmero  en  piedra  su- 
mamente dura,  pero  sus  cuerpos  y  sus  caras  son  inde- 
ciblemente horribles.  Un  ídolo  como  el  del  grotesca 
Huitzilopochtli  era  una  cosa  tan  espantosa  como  no 
pudo  jamás  inventarla  el  ingenio  humano ;  y  la  mis- 
ma repulsiva  fealdad  se  ve  en  todos  los  ídolos  meji- 
canos. 

Se  atendía  a  estos  ídolos  con  un  cuidado  sumamen- 
te servil,  y  se  les  vestía  con  los  ornamentos  más  cos- 
tosos que  podía  procurarse  la  riqueza  de  los  indios. 
Sobre  esas  grandes  pesadillas  de  piedra  se  colgaban 
con  profusión  largos  collares  de  turquesas,  que  era  Id 
joya  más  preciada  de  los  aborígenes  americanos,  y  pre- 
ciosos mantos  de  brillantes  plumas  de  pájaros  tropica- 
les y  conchas  de  iridiscentes  colores.  Millares  de  hom- 
bres dedicaban  su  vida  a  cuidar  de  esas  mudas  deida- 
des, y  se  humillaban  y  atormentaban  de  un  modo  in- 
decible para  agradarles. 

Pero  ni  los  regalos  ni  los  cuidados  eran  bastantes. 
De  un  dios  como  esos  había  que  temer  también  que 
traicionase  a  los  amigos.  Había  que  llevar  más  lejos 
el  soborno.  Todo  lo  que  al  indio  le  parecía  valioso  lo 
ofrecía  a  su  dios  para  tenerle  propicio,  y  como  la  vida 
humana  era  la  cosa  de  más  valor  a  los  ojos  del  indio, 
esa  era  su  ofrenda  más  importante,  y  llegó  a  ser  la 
más  frecuente.  Un  indio  no  consideraba  un  crimen  el 
sacrificar  una  vida  para  agradar  a  uno  de  sus  dioses. 
No  tenía  idea  de  recompensa  o  castigo  después  de  la 
muerte,  y  llegó  a  considerar  el  sacrificio  humano  coma 
una  institución  legítima,  moral  y  hasta  divina.  Con  el 
tiempo  llegaron  a  consumarse  casi  a  diario  esos  sacri- 
ficios en  cada  uno  de  los  numerosos  templos.  Era  la 
forma  más  estimada  del  culto  :  era  tan  grande  su  im- 
portancia, que  los  oficiales  o  sacerdotes  tenían  que  pa- 
sar por  un  aprendizaje  más  oneroso  que  cualquier  mi- 
nistro de  la  religión  cristiana.  Sólo  podían  llegar  a 
oc/jpar  ese  puesto  prometiendo  y  manteniendo  una  in- 


DEL   SIGLO  XVI  1 27 

cesante  y  terrible  práctica  de  privaciones  y  mutila- 
ciones de  su  cuerpo. 

Se  ofrecían  vidas  humanas  no  tan  sólo  a  uno  o 
dos  de  los  ídolos  principales  de  cada  comunidad,  sino 
que  cada  población  tenía,  además,  fetiches  menores,  a 
los  que  se  hacía  esta  clase  de  sacrificios  en  determina- 
das ocasiones.  Tan  arraigada  estaba  la  costumbre  del 
sacrificio,  y  se  consideraba  tan  corriente,  que  cuando 
Cortés  llegó  a  Cempohual,  los  indígenas  no  concibie- 
ron otro  modo  de  recibirle  con  bastantes  honores,  y 
muy  cordialmente  propusieron  ofrendarle  sacrificios 
humanos.  Excusado  es  decir  que  Cortés  rehusó  con 
energía  esa  muestra  de  hospitalidad. 

Esos  ritos  se  verificaban  casi  siempre  en  los  teo- 
calis, o  montículos  para  sacrificios,  de  los  cuales  ha- 
bía uno  o  más  en  cada  población  india.  Eran  grandes 
montones  artificiales  de  tierra  en  forma  de  pirámides 
truncadas  y  recubiertos  de  piedra.  Tenían  de  cincuen- 
ta a  doscientos  pies  de  altura,  y  algunas  veces  varios 
centenares  de  pies  cuadrados  en  su  base.  En  la  parte 
superior  de  la  pirámide  había  una  pequeña  torre,  que 
era  la  obscura  capilla  donde  se  encerraba  el  ídolo.  La 
grotesca  faz  de  la  pétrea  deidad  miraba  una  piedra 
cilindrica  que  tenía  una  cavidad  en  forma  de  tazón  en 
la  parte  superior,  y  era  el  altar  o  piedra  del  sacrificio. 
Esa  piedra  era  usualmente  labrada,  algunas  veces  con 
muchos  detalles  y  esmerada  mano  de  obra.  El  famoso 
«calendario  azteca  de  piedra»  que  se  halla  en  el  museo 
nacional  de  Méjico  y  que  en  un  tiempo  dio  pie  a  tan 
extrañas  conjeturas,  es  meramente  uno  de  esos  altares 
para  sacrificios,  de  época  anterior  a  Cristóbal  Colón. 
Es  un  ejemplar  notabilísimo  de  piedra  labrada  por  los 
indios. 

El  ídolo,  las  paredes  interiores  del  templo,  el  piso  y 
el  altar  estaban  siempre  humedecidos  con  el  fluido  más 
precioso  de  la  tierra.  En  el  tazón  ardían  en  rescoldo 
corazones  humanos.  Magos  vestidos  de  negro,  con 
sus  rostros  también  ennegrecidos  y  con  círculos  blan- 
cos pintados  alrededor  de  los  ojos  y  de  la  boca,  con 
los  cabellos  empapados  en  sangre,  con  las  caras  cor- 
tadas por  incesantes  mortificaciones,   iban  continua- 


128         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

mente  de  un  lado  para  otro,  vigilando  de  día  y  de  no- 
che, siempre  listos  para  las  víctimas  que  aquella  ho- 
xrenda  superstición  llevaba  al  altar.  Solían  elegirse 
las  víctimas  de  entre  los  prisioneros  de  guerra  y  los 
esclavos  que,  como  tributo,  cedían  las  tribus  conquis- 
tadas ;  y  el  contingente  era  enorme.  A  veces  en  un  día 
señalado  se  sacrificaban  quinientas  víctimas  en  un 
solo  altar.  Se  les  extendía  desnudos  sobre  la  piedra  de 
sacrificios  y  se  les  descuartizaba  de  una  manera  de- 
masiado horrible  para  describirla  aquí.  Sus  corazo- 
nes palpitantes  se  ofrendaban  al  ídolo,  y  después  se 
arrojaban  al  gran  tazón  de  piedra,  mientras  que  los 
cuerpos  eran  lanzados  a  puntapiés,  escaleras  abajo, 
hasta  que  iban  a  parar  al  pie  de  la  pirámide,  donde 
«ran  arrebatados  por  una  ávida  muchedumbre.  Los  me- 
jicanos no  eran  ordinariamente  tan  caníbales,  ni  gus- 
taban de  serlo,  pero  devoraban  aquellos  cuerpos  como 
parte  de  su  repulsiva  religión. 

Repugna  entrar  en  más  detalles  acerca  de  esos  ri- 
tos :  bastante  queda  dicho  para  dar  una  idea  de  la  ba- 
rrera moral  que  encontraron  los  misioneros  españoles 
cuando  fueron  a  enseñar  a  tan  sanguinarios  indígenas 
un  evangelio  que  predica  el  amor  y  la  universal  fra- 
ternidad de  los  hombres.  Semejante  credo  era  tan  in- 
comprensible para  los  indios,  como  lo  sería  para  nos- 
otros el  decirnos  que  lo  negro  es  blanco  :  la  lucha  para 
hacérselo  comprender  fué  una  de  las  más  enormes  y, 
al  parecer,  imposibles  que  ha  emprendido  maestro  al- 
guno. Antes  de  que  los  misioneros  pudiesen  lograr  que 
los  indios  escuchasen  siquiera  el  catecismo,  y  mucho 
menos  entenderlo,  tenían  que  dedicarse  a  la  peligrosa 
tarea  de  probar  lo  falso  que  era  su  paganismo.  El  in- 
dio creía  absolutamente  en  el  poder  de  su  sangriento 
dios  de  piedra.  Estaba  seguro  de  que  si  abandonaba  su 
ídolo,  le  castigaría  y  destruiría,  y  por  consiguiente  no 
quería  creer  nada  contrario  a  su  religión.  El  misione- 
ro no  solamente  tenía  que  decirle  :  «Tu  ídolo  es  im- 
potente ;  no  puede  hacer  daño  a  nadie  ;  no  es  más  que 
^na  piedra,  y  si  lo  pateas  no  puede  castigarte»,  sino 
que  además  Jiabía  de  probarlo.  Ningún  indio  era  tan 
temerario  que  quisiese  hacer  el  experimento,  y  el  nue- 


DEL  SIGLO  XVI  129 

vo  maestro  tenía  que  demostrarlo  él  mismo.  Por  su- 
puesto que  ni  siquiera  podía  hacer  esto  al  principio, 
porque  si  hubiese  empezado  su  labor  catequista  mal- 
tratando a  uno  de  aquellos  grotescos  dioses  de  pórfido, 
los  ((Sacerdotes»  de  éste  lo  hubieran  asesinado  en  el 
acto.  Pero,  cuando  los  indios  vieron  al  fin  que  ningún 
poder  sobrenatural  aplastaba  al  misionero  por  hablar 
mal  de  sus  dioses,  ya  se  había  dado  el  primer  paso. 
Gradualmente  pudo  después  tocar  el  ídolo,  y  vieron 
que  también  quedaba  ileso.  Por  último  derrumbó  y 
rompió  las  crueles  imágenes,  y  los  atónitos  y  aterro- 
rizados devotos  empezaron  a  dudar  y  a  despreciar  las 
cobardes  deidades  a  quienes  habían  servido  de  escla- 
vos, y  a  las  que  un  extraño  podía  insultar  y  maltratar 
impunemente.  Sólo  empleando  esta  ruda  lógica,  que 
era  la  que  los  envilecidos  indios  podían  entender,  los 
misioneros  españoles  lograron  probarles  que  el  sacri- 
ficio humano  era  un  error  de  los  hombres  y  no  la  vo- 
luntad de  (dos  de  arriba».  Fué  un  maravilloso  adelanto 
el  extirpar  ésta,  que  era  la  peor  práctica  de  la  religión 
de  los  indios,  la  cual  había  arraigado  a  través  de  varios 
siglos  de  constante  observancia.  Pero  los  apóstoles 
españoles  estaban  a  la  altura  de  su  misión,  y  la  infi- 
nita fe  y  el  celo  y  paciencia  con  que  finalmente  abo- 
lieron el  sacrificio  humano  en  Méjico,  llevó  gradual- 
mente, paso  a  paso,  a  la  conversión  de  los  indígenas 
de  un  continente  v  medio  al  Cristianismo. 


IJO        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 


VII 

LOS  FUNDADORES  DE  IGLESIAS 
EN  NUEVO  MÉJICO 

LJara  dar  siquiera  un  bosquejo  de  la  obra  realizada 
por  los  misioneros  españoles  en  ambas  Américas 
se  necesitaría  llenar  varios  volúmenes.  Lo  más  que 
podemos  hacer  aquí  es  tomar  como  muestra  una  hoja 
<Íe  tan  fascinador  como  formidable  relato,  y  para  ello 
describiré  brevemente  lo  que  se  hizo  en  una  región 
que  nos  es  particularmente  interesante  :  la  provin- 
cia de  Nuevo  Méjico.  Hubo  muchas  otras  comarcas 
en  que  fué  preciso  vencer  todavía  mayores  obstácu- 
los, en  que  perdieron  la  vida,  sin  quejarse,  muchos 
más  mártires  y  en  que  lucharon  desesperadamente  más 
generaciones  ;  pero  lo  mejor  será  tomar  un  modesto 
ejemplo,  especialmente  uno  que  tanta  relación  tiene 
con  nuestra  historia  nacional. 

Nuevo  Méjico  y  Arizona,  verdaderos  países  de  ma- 
ravillas de  los  Estados  Unidos,  fueron  descubiertos, 
como  es  sabido,  en  1539,  por  aquel  misionero  español 
a  quien  todos  los  jóvenes  americanos  debieran  recor- 
dar con  veneración  :  Fray  Marcos  de  Nizza.  Hemos 
bosquejado  también,  las  proezas  de  Fray  Ramírez,  Fray 
Padilla  y  otros  misioneros  en  aquella  inhospitalaria 
tierra,  y  se  habrá  podido  formar  idea  de  las  penalida- 
des que  eran  comunes  a  todos  sus  cofrades  ;  porque  las 
tremendas  jornadas,  la  abnegación  en  la  soledad,  el 
amoroso  celo  y  muy  a  menudo  la  muerte  cruel  de  esos 
bombes,  no  eran  excepciones,  sino  ejemplos  corrien- 
tes de  lo  qv.¿  tenía  que  esperar  un  apóstol  en,  el  sudoeste. 


t)EL  SIGLO  XVI  13  í 

Én  todas  partes  ha  habido  misioneros  cuyos  rebá^ 
ños  fueron  tan  desagradecidos  y  crueles  ;  pero  pocos 
o  ninguno  que  se  hallasen  en  regiones  tan  apartadas  e 
inaccesibles.  Nuevo  Méjico  fué  por  espacio  de  tres- 
cientos cincuenta  años,  y  lo  es  aún  hoy  día,  en  su  ma-i 
yor  parte  un,  páramo,  salpicado  de  unos  pocos  peque-* 
ños  oasis.  A  la  gente  de  los  Estados  del  Este,  un  de- 
sierto les  parece  que  ha  de  estar  sumamente  lejos  ;  pero 
en  nuestra  región  del  Sudoeste  hay  en  la  actualidad 
cientos  de  miles  de  millas  cuadradas  donde  el  viajero 
fácilmente  muere  de  sed  y  donde  todos  los  años  hay 
infelices  víctimas  de  ese  horrendo  martirio.  Aun  ahora; 
pueden  hallarse  penalidades  y  peligros  en  Nuevo  Mé- 
jico ;  pero  hubo  un  tiempo  en  que  fué  uno  de  los  más 
crueles  desiertos  imaginables.  Apenas  han  transcurri- 
do diez  años  desde  que  se  puso  fin  a  las  guerras  y  las 
hostilidades  de  los  indios,  que  duraron  sin  cesar  por 
más  de  tres  siglos.  Cuando  el  colono  o  el  misionero 
español  saha  de  Nueva  España  para  atravesar  un  de- 
sierto de  mil  millas  y  sin  caminos,  con  rumbo  a  Nuevo 
Méjico,  su  vida  se  hallaba  en  constante  riesgo,  y  no 
pasaba  un  día  en  que  no  se  hallase  en  peligro  en  aque- 
lla provincia  salvaje.  Si  conseguía  no  morir  de  sed  o 
de  hambre  durante  el  camino ;  si  no  perecía  a  manos 
de  los  despiadados  apaches,  se  instalaba  en  el  vasto 
erial,  tan  lejos  de  cualquier  otro  hogar  de  gente  blanca) 
como  Chicago  lo  está  de  Boston.  Si  era  misionero, 
se  quedaba,  por  regla  general,  solo  con  un  rebaño  de 
centenares  de  crueles  indios  ;  si  era  soldado  o  labrador, 
tenía  de  doscientos  a  mil  quinientos  amigos  en  una  su- 
perficie tan  extensa  como  Nueva  Inglaterra,  Nueva 
York,  Pensilvania  y  Ohío  juntos,  en  medio  de  cien 
mil  cobrizos  enemigos,  cuyos  gritos  de  guerra  era  pro- 
bable que  oyese  a  cada  momento,  sin  llegar  nunca  a 
olvidarlos.  Vino  pobre  y  pudo  hacerse  rico  en  aquel 
árido  suelo.  Aun  al  principio  del  siglo  xix,  cuando 
alguien  empezó  a  tener  grandes  rebaños  de  carneros, 
con  frecuencia  quedaban  sin  una  res  por  una  incursión 
nocturna  de  apaches  o  de  navajos. 

Esa  era  la  situación  de  Nuevo  Méjico  cuando  llega- 
ron los  misioneros,  y  así  poco  más  o  menos  se  mantu- 


132 

vo  por  más  de  trescientos  años.  Si  el  hombre  más  ilus- 
trado y  optimista  del  Viejo  Mundo  hubiese  podido  ver 
con  los  ojos  de  la  inteligencia  aquella  tierra  infecunda, 
nunca  hubiera  podido  soñar  que  no  tardaría  aquel  de- 
sierto en  verse  poblado  de  iglesias,  pero  no  de  peque- 
ñas capillas  de  troncos  o  de  adobe,  sino  de  edificios 
de  piedra  de  sillería,  cuyas  ruinas  se  ven  hoy  y  son  las 
más  imponentes  de  Norteamérica.  Pero  así  fué  ;  ni 
el  desierto  ni  los  indios  pudieron  frustrar  aquel  fervoro- 
so celo. 

La  primera  iglesia  alzada  en  lo  que  hoy  se  llama 
Estados  Unidos,  fundóla  en  San  Agustín  (Florida) 
Fray  Francisco  de  Pareja,  en  1560  ;  pero  medio  siglo 
antes  había  ya  muchas  otras  iglesias  españolas  en  Amé- 
rica. Los  varios  sacerdotes  que  Coronado  llevó  consigo 
a  Nuevo  Méjico,  en  1540,  hicieron  muy  buena  labor 
catequista  ;  pero  pronto  fueron  muertos  por  los  indios. 
La  primera  iglesia  de  Nuevo  Méjico,  segunda  en  los 
Estados  Unidos,  la  fundaron,  en  septiembre  de  1598 
los  diez  misioneros  que  acompañaron  al  colonizador 
Juan  de  Oñate.  Fué  una  pequeña  capilla,  edificada  en 
San  Gabriel  de  los  Españoles  (que  ahora  se  llama  Cha- 
mita).  San  Gabriel  quedó  desierto  en  1605,  y  entonces 
Oñate  fundó  Santa  Fe,  aun  cuando  es  probable  que  to- 
davía se  utilizase  la  capilla  de  vez  en  cuando.  Con  el 
tiempo,  sin  embargo,  se  desmoronó.  Todavía  eran  vi- 
sibles en  1680  las  ruinas  de  aquella  venerable  y  antigua 
iglesia ;  pero  ahora  apenas  puede  distinguirse.  Una 
de  las  primeras  cosas  que  se  hicieron  después  de  esta- 
blecer la  nueva  ciudad  de  Santa  Fe,  fué,  naturalmente, 
construir  una  iglesia,  y  allí,  en  1606,  se  erigió  la  ter- 
cera de  los  Estados  Unidos.  No  llenó  por  mucho  tiem- 
po las  necesidades  de  la  colonia,  y  en  1622,  Fray  Alon- 
so de  Benavides,  el  historiador,  puso  los  cimientos  de 
la  iglesia  parroquial  de  Santa  Fe,  que  se  terminó  en 
1627.  El  templo  de  San  Miguel  en  la  misma  antigua 
ciudad,  se  construyó  después  de  1636.  Sus  primitivos 
muros  se  conservan  todavía  y  forman  parte  de  una  igle- 
sia que  sir\^e  hoy  día  para  el  culto.  Fué  parcialmente 
destruida  durante  la  rebelión  de  los  pueblos  en  1680, 
y  restaurada  en  17 10.  La  nueva  catedral  de  Santa  Fe 


DEL  SIGLO  XVI  1 33 

está  construida  sobre  los  restos  de  la  más  antigua  pa- 
rroquia. 

En  161 7,  tres  años  antes  de  que  desembarcasen  los 
peregrinos  en  Plymouth  Rock,  había  ya  once  igle- 
sias dedicadas  al  culto  en  Nuevo  Méjico.  Santa  Fe 
era  la  única  población  española  ;  pero  había  también 
iglesias  en  los  peligrosos  pueblos  indios  de  Galispeo 
y  Pecos,  dos  en  Jemez  (cerca  de  cien  millas  al  oeste 
de  Santa  Fe  y  en  un  terrible  desierto),  Taos  (casi  a  igual 
distancia  al  norte).  San  Ildefonso,  Santa  Clara,  Sandia, 
San  Felipe  y  Santo  Domingo.  Era  una  asombrosa 
proeza  para  cada  misionero  solitario,  porque  no  tenían 
apoyo  civil  ni  militar  en  sus  parroquias,  el  inducir 
tan  pronto  a  su  bárbaro  rebaño  a  construir  una  igle- 
sia de  piedra  para  adorar  allí  al  nuevo  Dios  blanco. 
Las  iglesias  hubieron  de  abandonarse  en  los  dos  pue- 
blos de  Jemez  en  1622,  por  la  incesante  hostilidad 
de  los  navajos,  los  cuales  desde  tiempo  inmemorial 
habían  desolado  aquella  región  ;  pero  fueron  ocupadas 
de  nuevo  en  1626.  Los  españoles,  por  lo  que  toca  a  la 
construcción  de  hogares,  se  vieron  limitados,  por  las 
imposiciones  del  desierto,  al  valle  del  Río  Grande, 
que  corre  de  norte  a  sur  por  el  centro  de  Nuevo  Mé- 
jico. Pero  sus  misioneros  no  reconocieron  ese  límite. 
Donde  las  colonias  no  podían  vivir,  ellos  podían  orar 
y  enseñar,  y  muy  pronto  empezaron  a  penetrar  en  los 
desiertos  que  se  extienden  a  gran  distancia  a  ambos 
lados  de  aquella  estrecha  faja  de  tierra  colonizable. 
En  Zuñi,  muy  al  oeste  del  río,  y  a  trescientas  millas  de 
Santa  Fe,  los  misioneros  se  habían  establecido  ya  por 
el  año  1629.  Pronto  tuvieron  seis  iglesias  en  seis  de 
las  ((Siete  Ciudades  de  Cíbola»  (poblaciones  Zuñi),  de 
las  cuales  la  situada  en  Chyánahue  todavía  está  ad- 
mirablemente conservada  y  en  el  mismo  período  se 
habían  establecido  doscientas  millas  más  adentro  del 
desierto,  y  construido  allí  tres  iglesias  entre  las  pas- 
mosas ciudades  situadas  en  los  riscos  de  Moqui. 

En  la  parte  baja  del  Río  Grande  notábase  igual  ac- 
tividad. En  el  antiguo  pueblo  de  San  Antonio  de  Sé- 
neca, que  casi  ha  (desaparecido  ya,  fundó  en  1629  una 
iglesia  Fray  Antonio  de  Arqueaga  y  este  hombre  va- 


132 

vo  por  más  de  trescientos  anos.  Si  el  hombre  más  ilus- 
trado y  optimista  del  Viejo  Mundo  hubiese  podido  ver 
con  los  ojos  de  la  inteligencia  aquella  tierra  infecunda^ 
nunca  hubiera  podido  soñar  que  no  tardaría  aquel  de- 
sierto en  verse  poblado  de  iglesias,  pero  no  de  peque- 
ñas capillas  de  troncos  o  de  adobe,  sino  de  edificios 
de  piedra  de  sillería,  cuyas  ruinas  se  ven  hoy  y  son  las 
más  imponentes  de  Norteamérica.  Pero  así  fué  ;  ni 
el  desierto  ni  los  indios  pudieron  frustrar  aquel  fervoro- 
so celo. 

La  primera  iglesia  alzada  en  lo  que  hoy  se  llama 
Estados  Unidos,  fundóla  en  San  Agustín  (Florida) 
Fray  Francisco  de  Pareja,  en  1560  ;  pero  medio  siglo 
antes  había  ya  muchas  otras  iglesias  españolas  en  Amé- 
rica. Los  varios  sacerdotes  que  Coronado  llevó  consigo 
a  Nuevo  Méjico,  en  1540,  hicieron  muy  buena  labor 
catequista ;  pero  pronto  fueron  muertos  por  los  indios. 
La  primera  iglesia  de  Nuevo  Méjico,  segunda  en  los 
Estados  Unidos,  la  fundaron  en  septiembre  de  1598 
los  diez  misioneros  que  acompañaron  al  colonizador 
Juan  de  Oñate.  Fué  una  pequeña  capilla,  edificada  en 
San  Gabriel  de  los  Españoles  (que  ahora  se  llama  Cha- 
mita).  San  Gabriel  quedó  desierto  en  1605,  y  entonces 
Oñate  fundó  Santa  Fe,  aun  cuando  es  probable  que  to- 
davía se  utilizase  la  capilla  de  vez  en  cuando.  Con  el 
tiempo,  sin  embargo,  se  desmoronó.  Todavía  eran  vi- 
sibles en  1680  las  ruinas  de  aquella  venerable  y  antigua 
iglesia ;  pero  ahora  apenas  puede  distinguirse.  Una 
de  las  primeras  cosas  que  se  hicieron  después  de  esta- 
blecer la  nueva  ciudad  de  Santa  Fe,  fué,  naturalmente, 
construir  una  iglesia,  y  allí,  en  1606,  se  erigió  la  ter- 
cera de  los  Estados  Unidos.  No  llenó  por  mucho  tiem- 
po las  necesidades  de  la  colonia,  y  en  1622,  Fray  Alon- 
so de  Benavides,  el  historiador,  puso  los  cimientos  de 
la  iglesia  parroquial  de  Santa  Fe,  que  se  terminó  en 
1627.  El  templo  de  San  Miguel  en  la  misma  antigua 
ciudad,  se  construyó  después  de  1636.  Sus  primitivos 
muros  se  conservan  todavía  y  forman  parte  de  una  igle- 
sia que  sir\^e  hoy  día  para  el  culto.  Fué  parcialmente 
destruida  durante  la  rebelión  de  los  pueblos  en  1680, 
y  restaurada  en  17 10.  La  nueva  catedral  de  Santa  Fe 


DEL  SIGLO  XVI  1 33 

está  construida  eobre  los  restos  de  la  más  antigua  pa- 
rroquia. 

En  16 1 7,  tres  años  antes  de  que  desembarcasen  los 
peregrinos  en  Plymouth  Rock,  había  ya  once  igle- 
sias dedicadas  al  culto  en  Nuevo  Méjico.  Santa  Fe 
era  la  única  población  española  ;  pero  había  también 
iglesias  en  los  peligrosos  pueblos  indios  de  Galispeo 
y  Pecos,  dos  en  Jemez  (cerca  de  cien  millas  al  oeste 
de  Santa  Fe  y  en  un  terrible  desierto),  Taos  (casi  a  igual 
distancia  al  norte).  San  Ildefonso,  Santa  Clara,  Sandia, 
San  Felipe  y  Santo  Domingo.  Era  una  asombrosa 
proeza  para  cada  misionero  solitario,  porque  no  tenían 
apoyo  civil  ni  militar  en  sus  parroquias,  el  inducir 
tan  pronto  a  su  bárbaro  rebaño  a  construir  una  igle- 
sia de  piedra  para  adorar  allí  al  nuevo  Dios  blanco. 
Las  iglesias  hubieron  de  abandonarse  en  los  dos  pue- 
blos de  Jemez  en  1622,  por  la  incesante  hostilidad 
de  los  navajos,  los  cuales  desde  tiempo  inmemorial 
habían  desolado  aquella  región  ;  pero  fueron  ocupadas 
de  nuevo  en  1626.  Los  españoles,  por  lo  que  toca  a  la 
construcción  de  hogares,  se  vieron  limitados,  por  las 
imposiciones  del  desierto,  al  valle  del  Río  Grande, 
que  corre  de  norte  a  sur  por  el  centro  de  Nuevo  Mé- 
jico. Pero  sus  misioneros  no  reconocieron  ese  límite. 
Donde  las  colonias  no  podían  vivir,  ellos  podían  orar 
y  enseñar,  y  muy  pronto  empezaron  a  penetrar  en  los 
desiertos  que  se  extienden  a  gran  distancia  a  ambos 
lados  de  aquella  estrecha  faja  de  tierra  colonizable. 
En  Zuñi,  muy  al  oeste  del  do,  y  a  trescientas  millas  de 
Santa  Fe,  los  misioneros  se  habían  establecido  ya  por 
el  año  1629.  Pronto  tuvieron  seis  iglesias  en  seis  de 
las  ((Siete  Ciudades  de  Cibola»  (poblaciones  Zuñi),  de 
las  cuales  la  situada  en  Chyánahue  todavía  está  ad- 
mirablemente conservada  y  en  el  mismo  período  se 
habían  establecido  doscientas  millas  más  adentro  del 
desierto,  y  construido  allí  tres  iglesias  entre  las  pas- 
mosas ciudades  situadas  en  los  riscos  de  Moqui. 

En  la  parte  baja  del  Río  Grande  notábase  igual  ac- 
tividad. En  el  antiguo  pueblo  de  San  Antonio  de  Se- 
necú,  que  casi  ha  desaparecido  ya,  fundó  en  1629  una 
iglesia  Fray  Antonio  de  Arqueaga  y  este  hombre  va- 


136         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

servicio  semianual  de  expediciones  armadas  a  través 
del  peligroso  desierto  que  los  separaba.  La  tarifa  era 
de  doscientos  sesenta  y  seis  pesos,  desembolso  muy 
duro  para  un  hombre  cuyo  salario  era  de  ciento  cin- 
cuenta pesos  al  año  (no  pasaron  los  salarios  de  esta 
cifra  hasta  1665,  en  que  se  aumentaron  hasta  trescien- 
tos treinta  pesos,  pagaderos  cada  tres  años).  No  puede 
compararse  ese  estipendio  con  el  que  se  da  hoy  en  nues- 
tras iglesias  de  moda.  Con  esa  mezquina  paga,  que  era 
todo  lo  que  podía  darle  el  sínodo,  tenía  que  sufragar 
los  gastos  de  su  persona  y  de  la  iglesia. 

Llegado  al  Nuevo  Méjico  después  de  una  peligro- 
sa jornada  (y  tanto  la  jornada  como  el  territorio  ofre- 
cían todavía  peligros  en  la  presente  generación),  el 
misionero  se  dirigía  primero  a  Santa  Fe.  Allí  su  supe- 
rior no  tardaba  en  designarle  una  parroquia,  y  vol- 
viendo la  espalda  a  la  pequeña  colonia  de  sus  compa- 
triotas, el  buen  fraile  recorría  a  pie  cincuenta,  cien, 
o  trescientas  millas,  según  el  caso,  hasta  llegar  a  su 
nuevo  y  desconocido  puesto.  Algunas  veces  le  acom- 
pañaban una  escolta  de  tres  o  cuatro  soldados  españo- 
les ;  pero  a  menudo  tenía  que  hacer  aquel  peligroso 
recorrido  enteramente  solo.  Sus  nuevos  feligreses  lo 
recibían  unas  veces  con  una  lluvia  de  flechas  y  otras 
con  un  hosco  silencio.  El  no  podía  hablarles,  y  tam- 
poco ellos  a  él,  y  lo  primero  que  tenía  que  hacer  era 
aprender  de  aquellos  reacios  maestros  su  extraña  len- 
gua ;  mucho  más  difícil  de  adquirir  que  el  latín,  el 
griego,  el  francés  o  el  alemán.  Enteramente  solo  entre 
ellos,  tenía  que  depender  de  sí  mismo  y  de  los  favores 
que  de  mal  grado  le  hacía  su  rebaño  para  las  necesida- 
des de  la  vida.  Si  decidían  matarle,  le  era  imposible 
hacer  resistencia.  Si  rehusaban  darle  alimento,  tenía 
que  morirse  de  hambre.  Si  enfermaba  o  se  imposibili- 
taba, no  tenía  más  enfermeros  ni  doctores  que  aque- 
llos traicioneros  indios.  No  creo  que  la  historia  presen^ 
te  otro  cuadro  de  tan  absoluta  soledad,  desamparo  y 
desconsuelo  como  era  la  vida  de  aquellos  mártires  des- 
conocidos, y  por  lo  que  toca  a  peligros,  no  ha  habidb 
hombre  alguno  que  los  haya  arrostrado  mayores. 

La  manera  de  atender  al  mantenimiento  de  los  mi- 


DEL  SIGLO  XVI  ÍI37 

lioneros  era  muy  sencilla.  Además  del  pequeño  salario 
que  le  pagaba  el  sínodo,  el  pastor  debía  recibir  algún 
auxilio  de  su  parroquia.  Esa  era  una  necesidad  así 
moral  como  material.  Es  un  principio,  reconocido  en 
todas  las  iglesias,  que  el  interés  que  en  ellas  se  toma 
depende  en  parte  de  las  dádivas  personales.  Así,  pues, 
las  leyes  españolas  exigían  de  los  pueblos  la  misma 
contribución  a  la  iglesia  que  da  establecida  por  Moisés. 
Cada  familia  india  tenía  que  dar  el  diezmo  y  las  pri- 
micias de  los  frutos  a  la  iglesia,  como  los  habían,  siem- 
pre dado  a  sus  caciques  paganos.  Esto  no  era  una  car- 
ga para  los  indios  y  mantenía  el  misionero  con  un  mo- 
desto pasar.  Por  supuesto  que  los  indios  no  daban  un 
diezmo;  al  principio  daban  lo  menos  que  podían.  El 
alimento  que  llevaban  al  padre  consistía  en  maíz,  ju- 
días y  calabazas,  con  sólo  un  poquito  de  carne,  que 
rara  vez  conseguían  en  la  caza,  porque  pasó  mucho 
tiempo  antes  de  que  hubiese  manadas  de  vacas  o  reba- 
ños de  carneros  que  se  la  proporcionasen.  También 
dependía  de  su  insegura  congregación  para  que  le  ayu- 
dase a  cultivar  su  pequeña  huerta ;  para  que  le  sumi- 
nistrase leña  con,  que  calentarse  en  aquellas  frías  altu- 
ras, y  hasta  para  que  le  diese  agua,  pues  no  había  allí 
acueductos  ni  pozos  y  era  preciso  ir  a  buscar  el  agua  a 
largas  distancias  y  traerla  en  grandes  jarras.  Teniendo 
que  depender  por  completo,  para  su  subsistencia,  de 
gente  tan  sospechosa,  recelosa  y  traicionera,  el  buen 
hombre  con  frecuencia  debía  padecer  hambre  y  frío. 
Excusado  es  decir  que  no  había  tiendas,  y  si  no  podía 
obtener  comestibles  de  los  indios,  no  tenía  más  reme- 
dio que  morirse  de  hambre.  La  leña  se  hallaba  en  al- 
gunos casos  a  veinte  millas  de  distancia,  como  lo  está 
hoy  de  Isleta.  Y  no  eran  pocas  sus  tareas.  No  tan  sólo 
tenía  que  convertir  aquellos  paganos  al  cristianismo, 
sino  además  enseñarles  a  leer  y  escribir,  a  cultivar  me- 
jor sus  tierras  y,  en  general,  a  trocar  su  barbarie  por 
la  civilización. 

Cuan  difícil  era  esa  labor,  apenas  puede  apreciarlo 
el  estadista  moderno  ;  pero  lo  que  costaba  en  sangre 
sí  lo  comprenderá  cualquiera.  No  se  reducía  todo  a  que 
de  vez  en  cuando  una  ingrata  congregación  matase  a 


138 

uno  de  esos  hombres  abnegados  :  eso  era  casi  una  cos- 
tumbre ;  ni  tampoco  que  pecasen  de  ese  modo  una  o  dos 
poblaciones.  Los  pueblos  de  Taos,  Picuries,  San  Ilde^ 
fonso,  Nambé,  Pojoaque,  Tesuque,  Pecos,  Galisteo» 
San  Marcos,  Santo  Domingo,  Cochití,  San  Felipe, 
Puaray,  Jemez,  Acoma,  Halona,  Hauicu,  Ahuatui^ 
Mishongenivi  y  Oraibe  —  veinte  diferentes  poblacio- 
nes— ,  tarde  o  temprano  asesinaron,  a  sus  respectivos 
misioneros.  Algunos  de  ellos  reincidieron  en  el  cri- 
men varias  veces.  Hasta  el  año  1700,  cuarenta  de  esos 
pacíficos  héroes  grises  habían  sido  inmolados  por  los 
indios  en  Nuevo  Méjico ;  dos  de  ellos  por  los  apaches, 
y  los  demás  por  sus  respectivas  congregaciones.  De  los 
últimos,  uno  fué  envenenado ;  los  otros  sufrieron  una 
muerte  horrible  y  cruenta.  Todavía  en  el  siglo  pasado 
a'lgunos  misioneros  fueron  misteriosamente  envene-. 
nados  con  tósigos  secretos,  arte  diabólico  en  que  los 
indios  eran  y  son  aún  muy  duchos  ;  y  cuando  había 
muerto  el  misionero,  los  indios  incendiaban  la  iglesia. 
Conviene  no  perder  de  vista  un  hecho  muy  impor- 
tante. No  tan  sólo  llevaron  a  cabo  esos  maestros  espa- 
ñoles una  obra  de  catcquesis  como  no  se  ha  realizado 
en  parte  alguna,  sino  que,  además,  contribuyeron  gran- 
demente a  aumentar  los  conocimientos  humanos.  Ha- 
bía entre  ellos  algunos  de  los  más  notables  historiado- 
res que  América  ha  tenido,  y  eran  contados  entre  los 
hombres  más  doctos  en  todos  los  ramos  del  saber,  es- 
pecialmente en  el  estudio  de  las  lenguas.  No  eran  me- 
ros cronistas,  sino  versados  en  las  antigüedades  del 
país,  en  sus  artes  y  en  sus  costumbres  :  realmente  his- 
toriadores que  sólo  pueden  parangonarse  con  los  gran- 
des clásicos,  Herodoto  y  Estrabón.  La  larga  y  nota- 
ble lista  de  autores  misioneros  españoles  incluye  nom- 
bres como  Torquemada,  Sahagún,  Motolinia,  Men- 
dieta  y  muchos  otros  ;  y  sus  voluminosas  obras  nos 
sirven  de  grande  e  indispensable  ayuda  para  el  estu- 
dio de  la  verdadera  historia  de  América. 


DEL  SIGLO  XVI  I39> 


VIII 
EL  SALTO  DE  ALVARADO 

^Si  alguna  vez  fuese  el  lector  a  Méjico, — y  espero  que 
pueda  ir,  pues  esa  antigua  ciudad,  que  era  ya  vieja 
y  populosa  cuando  nació  Colón,  está  llena  de  román- 
tico interés — ,  le  mostrarán,  en  la  Rivera  de  San  Cos- 
me, el  sitio  histórico  que  se  designa  todavía  con  el 
nombre  de  ((El  Salto  de  Alvarado».  Es  ahora  una  calle 
ancha  y  urbanizada,  con  su  tranvía,  sus  hermosos  edi- 
ficios, animada  con  el  vaivén  de  gente  extraña  y  conten- 
ta, sin  que  pueda  observarse  en  aquel  sitio  nada  que 
recuerde  los  terrores  de  la  noche  más  cruel  que  relata 
la  historia  de  América  :  la  llamada  ((Noche  Triste». 
El  salto  de  Alvarado  se  cuenta  entre  las  proezas 
más  famosas  de  la  historia,  y  el  que  lo  dio  fué  una  de 
las  figuras  más  notables  entre  los  exploradores  del 
Nuevo  Mundo.  En  la  primera  gran  conquista  se  condu- 
jo gallardamente,  y  con  el  relato  de  las  hazañas  que  rea- 
lizó entonces  y  después,  p(xlría  componerse  una  nove- 
la fascinadora.  Alto,  guapo,  de  rubios  cabellos  y  encen- 
dida tez,  joven,  vehemente  y  generoso,  valiente  soldada 
y  agradable  compañero,  era  Alvarado  el  amigo  predi- 
lecto así  de  los  españoles  como  de  los  indios.  Aun 
cuando  por  allgún  motivo  no  era  bien  quisto  de  Her- 
nán Cortés,  constituía  su  brazo  derecho,  y  durante 
la  conquista  de  Méjico  estuvo  generalmente  en  los 
puestos  de  mayor  peligro.  Habíase  educado  en  un  co- 
legio :  escribía  con  letra  grande  y  clara,  lo  cual  no  era 
muy  común  en  aquella  época,  y  su  firma  era  muy  le- 
gible. No  era  un  gran  caudillo  como  Cortés,  pues  su 
valor  daba  a  veces  al  traste  con  su  prudencia  ;  pero^ 


t40        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES  ^^^^ 

como  oficial,  en  el  campo  de  batalla  mostrábase  tan  in» 
trépido  y  denodado  como  el  que  más. 

Era  el  capitán  don  Pedro  de  Alvarado  natural  de 
Sevilla,  y  fué  al  Nuevo  Mundo  en  el  vigor  de  la  edad, 
no  tardando  en  señalarse  en  Cuba  por  su  bizarría.  En 
15 18  acompañó  a  Grijalba  en  el  viaje  en  que  descubrió 
Méjico,  y  a  su  regreso  a  Cuba  fué  portador  de  los  po- 
cos tesoros  que  ambos  habían  recogido.  Al  año  si- 
guiente, cuando  Cortés  embarcó  para  ir  a  conquistar 
aquella  nueva  y  maravillosa  tierra,  Alvarado  le  acom- 
pañó como  teniente.  Tomó  una  parte  importantísima 
en  todos  los  brillantes  hechos  de  aquella  romántica 
aventura.  En  el  momento  crítico  en  que  fué  necesario 
apoderarse  del  traidor  Moctezuma,  fueron  eficaces  la 
actividad  y  cooperación  de  Alvarado.  Mientras  el  ca- 
cique estuvo  en  rehenes,  Alvarado  tuvo  ocasión  de  tra- 
tarle, y  su  franqueza  le  captó  las  simpatías  del  guerre- 
ro indio.  Quedó  al  mando  de  la  pequeña  guarnición 
de  Méjico  cuando  Cortés  marchó  en  su  audaz  pero  fe- 
liz expedición  contra  Narváez,  y  desempeñó  muy  bien 
aquel  delicado  cargo.  Antes  del  regreso  de  Cortés,  no- 
táronse los  síntomas  de  un  levantamiento  de  los  indios 
con  la  famosa  danza  de  guerra.  Alvarado  se  hallaba 
solo,  y  tuvo  que  hacer  frente  a  la  crisis  bajo  su  propia 
responsabilidad.  Pero  estuvo  a  la  altura  de  las  circuns- 
tancias. Comprendía  muy  bien  el  sangriento  designio 
de  la  ominosa  danza,  como  lo  conocen  cuantos  han  pe- 
leado con  los  indios,  y  cuál  era  el  mejor  modo  de  ata- 
jarlo. En  su  infortunada  tentativa  de  apoderarse  de 
los  exorcistas  que  excitaban  al  populacho  a  asesinar  a 
los  extranjeros,  Alvarado  quedó  mal  herido.  No  obs- 
tante, tomó  parte  en  le  desesperada  resistencia  a  los 
asaltos  de  los  indios,  en  que  fueron  heridos  casi  todos 
los  españoles.  En  aquella  terrible  lucha  para  defender 
su  fortaleza  de  adobe,  así  como  en  las  audaces  salidas 
para  rechazar  las  sitiadoras  hordas  salvajes,  se  desta- 
caba siempre  la  figura  del  rubio  teniente.  Cuando  Cor- 
tés, que  había  ya  regresado  con  sus  refuerzos,  vio  que 
la  situación  en  la  capital  era  insostenible  y  que  su  úni- 
ca salvación  era  intentar  la  retirada  de  la  ciudad  lacus- 
tre a  tierra  firme,  el  puesto  de  honor  le  tocó  a  Alvarado. 


DEL  SIGLO  XVI  'I4E 

Había  mil  doscientos  españoles  y  dos  mil  aliados  tlax- 
caltecas, y  esta  fuerza  se  dividió  en  tres  mandos.  Di- 
rigía la  vanguardia  Juan  Velázquez  ;  la  segunda  divi- 
sión iba  a  las  órdenes  de  Cortés  y  la  tercera,  que  debía 
sostener  toda  la  furia  de  la  persecución,  la  mandaba. 
Al  varado. 

Reinaba  la  mayor  inquietud  cuando  salieron,  ga- 
teando, los  españoles  de  su  refugio  para  escapar  por 
el  malecón. 

Era  una  noche  lluviosa  e  intensamente  obscura,, 
y  con  los  cascos  de  los  caballos  y  las  ruedas  de  su  pe- 
queño cañón  cubiertos  de  trapos  para  no  hacer  ruido, 
los  españoles  avanzaban  lo  más  cautelosamente  posi- 
ble por  la  angosta  lengua  de  tierra  que  unía  la  ciudad 
del  lago  con  el  continente. 

Este  terraplenado  viaducto  estaba  cortado  por  tres 
anchos  canales,  y  para  cruzarlos  llevaban  los  soldados^ 
un  puente  portátil.  Mas  a  pesar  de  su  cautela,  no  tar- 
daron los  indios  en  darse  cuenta  de  su  salida.  Apenas 
habían  abandonado  el  cuartel  y  emprendido  la  marcha 
por  el  viaducto,  cuando  los  toques  del  monstruoso  tam- 
bor de  guerra,  el  ((tlacan  huehuetl»,  desde  la  cumbre 
de  la  pirámide  de  los  sacrificios,  rompieron  el  silencio 
de  la  noche  sonando  a  sus  oídos  como  el  toque  de  ago- 
nía de  sus  esperanzas.  Todavía  infunde  terror  ese  feroz 
rugido  del  gigantesco  timbal  colocado  sobre  un  trí- 
pode, que  se  usa  aún  y  puede  oírse  a  quince  millas  de 
distancia  ;  pero  para  los  españoles  anunciaba  su  per- 
dición. Vieron  encenderse  varias  hogueras  en  el  Teo- 
cali, y  correr  en  su  persecución  numerosos  enjambres - 
de  indígenas. 

Corriendo  tan  aprisa  como  se  lo  permitían  sus  he- 
ridas y  su  impedimenta,  llegaron  los  españoles  salvos 
al  primer  canal.  Echaron  sobre  él  su  puente  y  empeza- 
ron a  desfilar  por  éste.  Entonces  los  indios  se  agrupa- 
ron en  sus  canoas  a  cada  lado  del  viaducto,  y  los  ata- 
caron con  su  característica  ferocidad.  Los  soldados,- 
rodeados  por  las  turbas,  luchaban  mientras  seguían 
avanzando.  Pero,  al  cruzar  la  artillería  el  puente,  éste 
se  vino  abajo,  precipitando  al  agua  cañón,  hombres  y 
caballos,  que  no  se  levantaron  más.  Entonces  empe- 


>!42        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

i 

2aron  los  inenarrables  horrores  de  la  ((Noche  Triste». 
JVo  había  retiracJa  posible  para  los  españoles,  quienes 
se  veían  ataca(ios  por  todos  lados.  Los  que  venían  de- 
trás, empujaban  a  los  de  delante,  que  no  podían  dete- 
'nerse  ni  siquiera  ante  el  canal  de  agua  negruzca.  En 
el  borde  estaban  apiñados  hombres  y  caballos  en  la 
más  densa  obscuridad,  y  todavía  venían  empujando 
los  de  detrás,  hasta  que,  por  último,  el  canal  quedó 
^testado  de  cadáveres,  y  los  supervivientes  tenían  que 
pasar  por  encima  de  aquel  hacinamiento  de  sus  muer- 
tos. Velázquez,  que  mandaba  la  vanguardia,  fué  heri- 
do, y  españoles  y  tlaxcaltecas  caían  como  mieses  se- 
gadas por  la  hoz.  El  segundo  canal,  lo  mismo  que  am- 
bos lados  del  viaducto,  estaba  bloqueado  por  canoas, 
llenas  de  guerreros  salvajes,  y  allí  se  produjo  otra  san- 
grienta pelea,  que  duró  hasta  que  aquel  boquete  quedó 
también  atascado  con  los  heridos,  teniendo  los  fugiti- 
vos que  pasar  por  un  puente  de  cadáveres  para  llegar  al 
otro  borde  del  viaducto.  Alvarado,  luchando  a  reta- 
guardia para  contener  a  los  indios  que  les  atacaban  por 
€l  terraplén,  fué  el  último  en  cruzar,  y  antes  de  que 
pudiera  seguir  a  sus  camaradas,  la  corriente,  barrien- 
do súbitamente  la  macabra  obstrucción,  dejó  otra  vez 
despejado  el  canal.  Debajo  de  Alvarado  cayó  muerto 
su  fiel  caballo  ;  él  también  estaba  mal  herido  ;  sus  com- 
pañeros se  habían  alejado  y  el  despiadado  enemigo  lo 
rodeaba  por  todas  partes.  No  podemos  menos  de  recor- 
<dar  al  héroe  romano. . 

((aquel  héroe  tan  valiente 
que  defendió  audaz  el  puente, 
y  a  quien  dedica  la  historia 
una  página  de  gloria». 

La  situación  de  Alvarado  era  tan  desesperada  como 
ía  de  Horacio  Cocles,  y  con  el  mismo  varonil  denuedo 
supo  colocarse  a  su  altura.  Con  una  rápida  ojeada 
comprendió  que  lanzarse  al  agua  sería  una  muerte  se- 
gura. Entonces,  mediante  un  supremo  esfuerzo  de  su 
vigorosa  musculatura,  apoyóse  en  la  lanza  y  saltó.  La 


DEL  SIGLO  XVI  143 

distancia  era  de  diez  y  ocho  pies  (*).  Hay  memoria  de 
otros  saltos  bastante  más  largos.  Nuestro  propio  Was- 
hington, cuando  en  su  juventud  se  dedicaba  a  juegos 
atléticos,  saltó  una  vez  más  de  veinte  pies  tomando 
carrera.  Pero  considerando  las  circunstancias,  la  obs- 
curidad, sus  heridas  y  el  peso  de  su  armadura,  el  pro- 
digioso salto  de  Alvarado  no  ha  sido  quizá  sobrepu- 
jado por  otro  alguno. 

Pero  Alvarado  saltó,  y  el  héroe  de  esa  proeza  subió 
tambaleándose  por  la  margen  opuesta,  hasta  ir  a  re- 
unirse con  sus  compatriotas. 

A  partir  de  aquel  momento,  los  que  quedaban  si- 
guieron luchando  por  el  viaducto  hasta  llegar  a  tierra 
firme.  Los  indios  abandonaron  por  fin  la  persecución, 
y  los  españoles,  exhaustos,  pudieron  respirar  y  contar 
los  que  se  habían  salvado.  Muy  pocos  habían  quedado 
con  vida.  Nada  tiene  de  extraño,  según  dice  la  leyenda, 
que  su  valiente  general,  acostumbrado  como  estaba 
a  reprimir  estoicamente  sus  sentimientos,  se  sentase 
bajo  el  ciprés  que  se  enseña  todavía  con  el  nombre  de 
«El  árbol  de  la  Noche  Triste»,  y  derramase  lágrimas  vi- 
riles al  contemplar  los  lastimosos  restos  de  su  valeroso 
ejército.  De  los  mil  doscientos  españoles  que  antes  te- 
nía, ochocientos  sesenta  perecieron,  y  de  los  supervi- 
vientes no  había  uno  solo  que  no  estuviese  herido.  Tam- 
bién habían  muerto  dos  mil  indios  tlaxcaltecas  aliados 
suyos.  A  no  ser  porque  los  indígenas  trataban  menos 
de  matar  que  de  aprisionar  a  los  españoles  para  darles 
una  muerte  más  horrible  con  la  cuchilla  de  sacrificar, 
ni  uno  solo  se  hubiera  salvado.  Aun  así,  los  super- 
vivientes vieron  más  tarde  a  unos  sesenta  de  sus  cama- 
radas  descuartizados  sobre  el  altar  del  gran  Teocali. 

Perdióse  toda  la  artillería,  como  también  todo  el 
tesoro.  Ni  un  grano  de  pólvora  quedó  en  condición  de 
poder  utilizarse,  y  sus  armaduras  quedaron  tan  abolla- 
das y  rotas,  que  no  parecían  las  mismas.  Si  los  indios 
les  hubiesen  perseguido  entonces,  los  hombres,  exhaus- 
tos, hubieran  sido  fáciles  víctimas.  Pero  después  de 
aquella  terrible  pelea,   también  descansaban  los  indi- 


ca)   Cinco  metros  y  medio,— A^.  del  T. 


144        t-^S  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

genas,  lo  cual  permitió  que  pudiesen  escapar  los  espa- 
ñoles. Dirigiéndose  al  pueblo  amigo  de  Tlaxcala,  dan-^ 
do  un  rodeo  para  escapar  de  sus  enemigos ;  pero  fue- 
ron atacados  en  todos  los  pueblos  intermedios.  La  lu- 
cha más  desesperada  tuvo  efecto  en  las  llanuras  de 
Otumba.  Rodeados  y  acosados  por  los  naturales,  los 
españoles  se  consideraban  ya  perdidos.  Afortunada- 
mente Cortés  reconoció  a  uno  de  los  exorcistas  por  su 
rico  ropaje,  y  en  una  última  y  desesperada  carga,  ayu- 
dado por  Alvarado  y  otros  pocos  oficiales,  derribó  al 
sujeto  de  quien  los  supersticiosos  indios  hacen  depen- 
der el  éxito  de  la  guerra.  Muerto  el  mago,  sus  aterro- 
rizados secuaces  cejaron,  y  de  nuevo  los  españoles  se 
vieron  libres  de  las  garras  de  la  muerte. 

En  el  sitio  de  Méjico,  que  fué  el  más  sangriento 
asedio  que  registra  la  historia  de  América,  Alvarado 
fué  quizá  la  figura  más  preeminente  después  de  Cortés, 
Este  gran  general  era  el  cerebro  de  aquella  notable 
campaña,  y  un  cerebro  de  gran  valía.  No  hay  nada  en 
la  historia  que  pueda  compararse  con  su  empresa  de 
hacer  construir  trece  bergantines  en  Tlaxcala  y  trans- 
portarlos a  hombros  de  sus  soldados  a  más  de  cincuen- 
ta millas  tierra  adentro  y  por  encima  de  las  montañas, 
para  botarlos  en  el  lago  de  Méjico  a  fin  de  que  ayuda- 
sen a  poner  el  sitio.  Lo  que  más  se  le  parece  es  el  gran 
hecho  de  Balboa  transportando  dos  bergantines  a  tra- 
vés del  istmo.  Las  hazañas  del  gran  cartaginés  Aní- 
bal en  el  sitio  de  Tarento,  y  las  del  ((Gran  Capitán»  es- 
pañol, Gonzalo  de  Córdoba,  en  la  misma  plaza,  no  son 
comparables  en  modo  alguno  con  aquéllas. 

En  los  setenta  y  tres  días  que  duró  el  sitio,  era 
Cortés  la  cabeza  y  Alvarado  su  brazo  derecho.  El  bi- 
zarro teniente  mandaba  la  fuerza  que  atacó  por  el  mis- 
mo viaducto  por  donde  se  retiraron  en  la  Noche  Tris- 
te, En  una  de  las  batallas  le  mataron  a  Cortés  el  caballo 
que  montaba,  y  los  indios  se  llevaban  arrastrando  al 
conquistador,  cuando  uno  de  sus  pajes  se  abalanzó 
sobre  ellos  y  le  salvó  la  vida.  En  el  asalto  final  y  en 
la  desesperada  lucha  dentro  de  la  ciudad,  Cortés  iba 
al  frente  de  una  mitad  de  los  soldados  españoles,  y  Al- 


DEL  SIGLO  XVI  ÍI45 

Irarado  mandaba  la  otra  mitad,  y  éste  fué  el  que  diri- 
gió la  toma  por  asalto  del  gran  Teocali. 

Después  de  la  conquista  de  Méjico,  en  que  ganó 
tantos  laureles,  Alvarado  fué  enviado  por  Cortés  con 
tina  pequeña  fuerza  a  conquistar  Guatemala.  Marchó 
allá  por  Oaxaca  y  Tehuantepec,  encontrando  la  «resis- 
tencia característica  de  los  indios.  Había  en  Guatema- 
la tres  tribus  principales  :  los  Quiche,  los  Zutuhil  y 
los  Caciquel.  Los  Quiche  le  hicieron  frente  en  campo 
abierto,  y  los  derrotó.  Entonces  se  rindieron  formal- 
mente, hicieron  la  paz  y  le  invitaron  a  visitarles  como 
amigo  en  su  pueblo  de  Utatlán.  Cuando  los  españo^ 
les  estaban  seguros  en  la  ciudad  y  rodeados  por  los 
indios,  éstos  pegaron  fuego  a  las  casas  y  atacaron  fe- 
rozmente a  sus  medio  asfixiados  huéspedes.  Después 
de  un  empeñado  encuentro,  Alvarado  los  derrotó  y 
dio  muerte  a  los  cabecillas.  Las  otras  dos  tribus  se  sc^- 
metieron,  y  en  cosa  de  un  año  Alvarado  y  su  pequeña 
fuerza  habían  llevado  a  cabo  la  conquista  de  Guate- 
mala. Los  servicios  de  aquél  fueron  recompensados 
con  su  nombramiento  de  gobernador  y  Adelantado 
de  la  provincia,  y  fundó  la  ciudad  de  Guatemala,  que 
en  su  tiempo  probablemente  llegó  a  ser  lo  que  Méji- 
co era  entonces  :  una  ciudad  de  quince  a  veinte  mil 
habitantes  indios  y  mil  españoles. 

El  gobernador  Alvarado  se  ausentaba  con  frecuen- 
<:ia  de  la  capital.  Había  que  efectuar  muchas  expedi- 
ciones por  aquel  desierto  nuevo  mundo.  Su  más  impor- 
tante jornada  la  realizó  en  1534,  cuando,  construyendo 
sus  buques  como  de  costumbre,  salió  para  el  Ecuador 
y  llevó  a  cabo  una  marcha  dificultosa  por  el  interior, 
hasta  llegar  a  Quito,  donde  se  encontró  en  territorio  de 
Pizarro.  Entonces  regresó  a  Guatemala  sin  provecho 
alguno. 

Durante  una  de  sus  ausencias  prodújose  el  terrible 
terremoto  que  destruyó  la  ciudad  de  Guatemala  y  causó 
a  Alvarado  una  irreparable  pérdida,  a  la  cual  nunca 
se  resignó.  Más  arriba  de  la  ciudad  se  elevaban  dos 

fraudes  volcanes :  el  Volcán  de  Agua  y  el  Volcán  de 
uego.  El  Volcán  de  Agua  estaba  extinto  y  su  cráter 
vinundado  por  un  lago.  El  Volcán  de  Fuego  estaba,  y 


146        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

está  todavía,  en  erupción.  En  aquel  memorable  tem- 
blor de  tierra,  el  borde  de  lava  del  Volcán  de  Agua 
quedó  hendido  por  la  convulsión,  y  aquel  volumen  de- 
agua  se  precipitó  como  un  torrente  sobre  la  malhada- 
da ciudad.  Millares  de  personas  perecieron  bajo  las 
paredes  que  se  derrumbaban  y  en  la  imj>etuosa  co- 
rriente, y  entre  los  que  así  se  perdieron,  hallábase  la 
esposa  de  Alvarado,  doña  Beatriz  de  la  Cueva.  Su 
muerte  causó  al  valiente  soldado  un  gran  desaliento,, 
porque  la  amaba  tiernamente. 

En  los  tiempos  borrascosos  que  atravesó  Méjico^ 
después  que  Cortés  hubo  terminado  su  conquista  y 
empezó  a  malearse  en  la  prosperidad  y  a  ponerse  en 
evidencia  de  un  modo  indigno,  el  apoyo  de  Alvarado- 
fué  solicitado  y  obtenido  por  el  grande  y  buen  virrey 
Antonio  de  Mendoza,  uno  de  los  hombres  de  gobierno 
más  notables  de  todas  las  épocas.  No  fué  eso  una  trai- 
ción por  parte  de  Alvarado  hacia  su  antiguo  jefe,  pues 
Cortés  había  traicionado  no  solamente  a  la  Corona, 
sino  también  a  sus  amigos.  La  causa  de  Mendoza  era 
la  causa  del  buen  gobierno  y  de  la  lealtad. 

Se  había  hecho  necesario  domeñar  a  los  indios  hos- 
tiles Nayares,  quienes  habían  causado  a  los  españo- 
les muchos  trastornos  en,  la  provincia  de  Jalisco,  y  en 
esa  campaña  Alvarado  se  unió  a  Mendoza.  Los  indios 
se  retiraron  a  la  cima  del  ingente  y,  al  parecer,  inex- 
pugnable risco  de  Mixtón,  y  había  que  desalojarlos  a 
toda  costa.  El  asalto  de  aquella  roca  puede  comparar- 
se con  el  de  Acoma  y  es  uno  de  los  más  desesperados  y 
brillantes  de  que  hay  recuerdo.  El  virrey  mandaba  en 
persona  ;  pero  la  verdadera  proeza  la  realizaron  Alva- 
rado y  un  oficial  compañero  suyo.  Al  ir  a  escalar  el 
risco,  Alvarado  fué  herido  en  la  cabeza  por  una  roca 
que  dejaron  rodar  los  salvajes,  y  murió  a  consecuen- 
cia de  la  herida  ;  pero  no  sin  ver  que  sus  compañeros 
alcanzaban  una  brillante  victoria. 

El  oficial  que,  después  de  Alvarado,  merece  citarse 
como  héroe  del  Mixtón,  fué  Cristóbal  de  Ofíate,  hom- 
bre distinguido  por  muchos  conceptos.  Era  un  oficial 
de  valía,  de  espíritu  activo  y  diligente,  y  uno  de  los 
primeros   millonarios   de   Norteamérica,   siendo,    ade- 


DEL  SIGLO  XVI  I47 

más,  el  padre  del  colonizador  de  Nuevo  Méjico,  Juan 
de  Oñate.  El  ii  de  junio  de  1548,  algunos  anos  después 
de  la  batalla  de  Mixtón,  descubrió  Oñate  las  más  ri- 
cas minas  de  plata  del  continente,  las  de  Zacatecas,  en 
la  pelada  y  desolada  meseta  donde  se  halla  ahora  la 
ciudad  mejicana  de  aquel  nombre.  Esas  grandes  venas 
de  arseniato  rubí  y  negro  y  de  plata  virgen,  formaron 
los  primeros  millonarios  de  Norteamérica,  así  como 
la  conquista  del  Perú,  hizo  los  primeros  del  continente 
del  sur.  Las  minas  de  Zacatecas  no  eran  tan  vastas  como 
las  que  se  explotaron,  en  Potosí,  de  Bolivia,  las  cuales 
produjeron,  de  1541  a  1664,  la  inconcebible  suma  de 
641.250,000  pesos  en  plata  ;  pero  las  minas  de  Zacate- 
cas también  fueron  enormemente  productivas.  Su  co- 
rriente de  plata  fué  la  primera  realización  de  los  en- 
sueños de  vasta  riqueza  en  el  continente  del  norte,  y 
causó  un  prodigioso  cambio  comercial  en  esa  parte 
del  Nuevo  Mundo.  En  la  localidad,  el  descubrimiento 
redujo  el  precio  de  las  subsistencias  cerca  de  un  noven- 
ta por  ciento.  Nunca  fué  Méjico  un  país  de  mucho  oro  ; 
pero  durante  más  de  tres  siglos  ha  sido  uno  de  los  prin- 
cipales productores  de  plata.  Lo  es  aún  hoy  día,  si 
bien  su  producción  no  es  tan  crecida  como  la  de  los 
Estados  Unidos. 

Cristóbal  de  Oñate  fué,  por  lo  tanto,  un  hombre 
muy  importante  en  la  obra  del  destino.  Su  «bonanza» 
hizo  de  Méjico  un  nuevo  país  comercialmente,  y  supo 
hacer  de  sus  millones  mejor  uso  que  el  que  se  hace  en 
nuestros  días,  pues  se  les  empleó  en  la  construcción 
de  dos  de  las  primeras  ciudades  de  los  Estados  Unidos. 


«48         L03  EXPLORADORES  ESPAÑOLE3 


IX 

EL  VELLOCINO  DE  ORO 

I  ODOS  sabemos  de  aquel  extraño  vellocino  amarillo 
que,  guardado  por  un  dragón,  estaba  colgado  en 
el  sombreado  bosquecillo  de  Coicos,  y  de  cómo  Jasón 
y  sus  argonautas  ganaron  el  premio,  después  de  mu- 
chos peligros  y  peripecias.  Ahora  bien  ;  en  nuestro 
propio  Nuevo  Mundo  hemos  tenido  un  vellocino  de  oro 
más  deslumbrador  que  aquel  que  trató  de  ganar  el  mi- 
tológico pupilo  del  viejo  Quirón,  pero  que  nadie  llegó 
a  capturar,  no  obstante  haberlo  probado  hombres  más 
valientes  que  Jasón.  Realmente  hubo  centenares  de 
Jasones  que  lucharon  más  bravamente  y  sufrieron  mu- 
cho mayores  contrariedades,  y  que,  sin  embargo,  nun- 
ca llegaron  a  conseguir  el  premio.  Porque  el  dragón 
que  guardaba  el  vellocino  de  oro  americano  no  era  un 
quimérico  perro  faldero  como  el  de  Jasón,  que  se  tra- 
gase una  pócima,  y  se  echase  a  dormir  ;  era  un,  mons- 
truo mayor  que  toda  la  tierra  en  que  vivían  los  argo- 
nautas y  que  todos  los  países  en  que  viajaron  ;  un 
monstruo  que  todavía  no  ha  logrado  ningún  hombre, 
ni  toda  la  humanidad,  hacer  desaparecer :  el  mortífero 
monstruo  de  los  trópicos. 

El  mito  de  Jasón  es  uno  de  los  más  hermosos  de  la 
antigüedad,  y  hasta  es  más  que  bello.  Empezamos  aho- 
ra a  comprender  la  importante  influencia  que  puede 
tener  un  cuento  de  hadas  sobre  conocimientos  más 
serios.  Un  mito  tiene  siempre,  en  cierta  parte,  algún 
fundamento  de  verdad,  y  esa  oculta  verdad  puede  ser 
de  un  valor  perdurable.  Estudiar  la  historia  sin  fijar 
la  atención  en  los  mitos  que  relata,  es  prescindir  de  una 


DEL  SIGLO  XVI  I49 

preciosa  luz  auxiliar  que  puede  iluminar  determinados 
hechos.  El  progreso  humano,  en  casi  todas  sus  fases, 
ha  sentido  la  influencia  de  este  raro  pero  poderoso 
factor.  ¿  Dónde  imagina  el  lector  que  estaría  hoy  la 
química,  si  la  piedra  filosofal  y  otros  mitos  no  hubie- 
sen inducido  a  los  viejos  alquimistas  a  escudriñar  los 
misterios,  donde  nunca  hallaron  lo  que  buscaban,  pero 
encontraron  verdades  de  la  mayor  valía  para  la  huma- 
nidad? La  geografía  en  particular,  ha  debido  más 
bien  a  los  mitos  que  a  la  invención,  escolástica  el  lle- 
gar a  ser  una  ciencia,  y  el  mito  dé  oro  ha  sido  en  todo 
el  mundo  el  profeta  y  la  inspiración  dé  los  descubri- 
mientos y  el  moldeador  de  la  historia. 

Nos  hemos  acostumbrado  a  considerar  si.  los  espa- 
ñoles como  los  únicos  que  iban  en  busca  de  oro,  dando 
a  entender  que  la  caza  del  oro  es  una  especie  de  pecado 
y  que  ellos  eran  excesivamente  propensos  a  cometer- 
lo. Pero  no  es  ese  un  defecto  propio  exclusivamente 
de  los  españoles  ;  esa  afición  es  común  a  toda  la  huma- 
nidad. La  única  diferencia  está  en  que  los  españoles 
hallaron  oro,  lo  que  es  un  pecado  bastante  grande  para 
ciertos  «historiadores»,  incapaces  de  considerar  lo  que 
hubieran  hecho  los  ingleses  si  hubiesen  hallado  oro  en 
América  desde  un  principio. 

No  creo  que  nadie  niegue  que,  cuando  se  descu- 
brió oro  en  las  partes  más  distantes  de  su  tierra,  el 
sajón  tuvo  piernas  para  llegar  hasta  ese  metal,  y  hasta! 
adoptó  medidas  que  no  eran  del  todo  decorosas  paraí 
apoderarse  de  él ;  pero  nadie  es  tan  imbécil  que  hable 
de  «los  días  del  49»  como  de  algo  que  nos  deshonre. 
Hubo  ciertamente  algunos  lamentables  episodios ; 
pero,  cuando  California  conmovió  de  pronto  el  conti- 
nente, haciendo  llegar  hasta  ella  la  fuerza  de  los  Esta- 
dos del  Este,  abrió  uno  de  los  más  valientes,  más  im- 
portantes y  más  señalados  capítulos  de  nuestra  histo- 
ria nacional.  Porque  el  oro  no  es  un  pecado  :  es  un  ar- 
tículo muy  necesario,  y  muy  digno  siempre  que  recor- 
demos que  es  un  medio  y  no  un  fin,  un  instrumento  y 
no  un  motivo  de  lucro  ;  punto  de  sentido  común  econó- 
mico que  solemos  olvidar  tan  fácilmente  en  el  centro 
bursátil  de  Nueva  York  como  en  las  minas  del  Oeste* 


ÍI50  LOS   EXPLORADORES   ESPAÑOLES 

A  esta  universal  y  perfectamente  legítima  afición  al 
oro,  debemos  principalmente  el  que  se  descubriese  la 
América,  como  en  realidad  el  haber  civilizado  muchos 
otros  países. 

La  historia  científica  moderna  ha  demostrado  ple- 
namente cuan  disparatada  y  errónea  es  la  idea  de  que 
los  españoles  tan  sólo  buscaban  oro,  y  nos  enseña  de 
qué  manera  tan  varonil  satisfacían  las  necesidades  del 
cuerpo  y  del  espíritu.  Pero  el  oro  era  para  ellos,  como 
sería  hoy  mismo  para  otros  hombres,  el  principal  mo- 
tivo. La  gran  diferencia  está  únicamente  en  que  el  oro 
no  les  hacía  olvidar  su  religión.  Fué  un  dedo  de  oro 
el  que  guió  a  Colón  hacia  América  ;  a  Cortés,  hacia 
Méjico ;  a  Pizarro,  hacia  el  Peni ;  de  igual  modo  que 
nos  guió  a  nosotros  a  California,  sin  lo  cual  no  hubie- 
ra sido  hoy  uno  de  nuestros  Estados.  El  oro  que  se  en- 
contró al  principio  en  el  Nuevo  Mundo  era  desgracia- 
damente poco :  antes  de  la  conquista  de  Méjico  sólo 
ascendió  a  500,000  pesos  ;  Cortés  aumentó  la  cantidad, 
y  Pizarro  la  hizo  subir  a  una  cifra  fabulosa  y  deslum- 
bradora. Pero  lo  más  curioso  es  que  el  oro  que  se  en- 
contró, no  representó,  en  la  exploración  y  civilización 
del  Nuevo  Mundo,  un  papel  tan  importante  como  el 
que  se  buscaba  en  vano.  El  maravilloso  mito  que  re- 
presenta el  vellocino  de  oro  americano,  influyó  de  un 
modo  más  eficaz,  en  la  geografía  y  la  historia,  que  las 
verdaderas  e  incalculables  riquezas  del  Perú. 

De  este  mito  fascinador  tiene  la  gente  escaso  co- 
nocimiento, aun  cuando  una  corruptela  de  su  nombre 
anda  en  boca  de  todo  el  mundo.  Hablando  de  una  re- 
gión muy  rica  solemos  decir  que  es  otro  ((Eldorado» 
o  bien  aun  Eldorado»,  error  indigno  de  personas  cul- 
tas. El  verdadero  nombre  es  ((Dorado)),  y  ((El  Dorado» 
es  una  contracción  en  español  de  ((el  hombre  dorado)), 
mito  que  ha  dado  origen  a  una  serie  de  proezas,  al  lado 
de  las  cuales  son  insignificantes  las  de  Jasón  y  sus 
companeros  semidioses. 

Como  todos  esos  mitos,  éste  tuvo  en  realidad  su 
fundamento.  El  ((vellocino  de  Colcos))  era  una  imagen 
poética  de  las  minas  de  oro  del  Cáucaso ;  pero  real- 
mente existió  un  ((hombre  dorado».  Su  historia  y  los 


DEL  SIGLO  XVI  |I5I 

sucesos  a  que  dio  pie  es  un  cuento  de  hadas  que  tiene 
la  ventaja  de  ser  verdad.  Es  un  tema  sumamente  com- 
plicado •  pero,  gracias  a  que  Bandelier  ha  descorrido 
por  fin  el  velo  que  lo  cubría,  se  puede  ahora  relatar  esa 
historia  de  un  modo  inteligible,  como  no  se  ha  vulga- 
rizado antes  de  ahora. 

Hace  algunos  años  se  halló  en  una  laguna  de  Sie- 
cha,  en  Nueva  Granada,  un  curioso  y  pequeño  grupo 
de  estatuas  :  era  un  trabajo  tosco  y  antiguo  de  los  in- 
dios, y  aun  más  precioso  por  su  interés  etnológico  que 
por  ei  metal  de  que  estaba  hecho,  que  era  oro  puro. 
Este  raro  ejemplar,  que  puede  verse  ahora  en  un  mu- 
seo de  Berlín,  es  una  balsa  de  oro,  sobre  la  cual  están 
agrupadas  diez  figuritas  de  hombres  del  mismo  metal. 
Representa  una  extraña  costumbre  que  en  tiempos  pre- 
históricos era  peculiar  de  los  indios  dr  la  aldea  de 
Guatavitá,  en  ias  montañas  de  Nueva  Granada.  Esa 
<"ostumbre  era  como  sigue  :  En  cierto  día  uno  de  los 
jefes  de  la  aldea  untaba  su  cuerpo  desnudo  con  una 
^oma,  y  después  se  espolvoreaba  de  la  cabeza  a  los 
pies  con  oro  fino  molido.  Esa  era  «el  hombre  dorado». 
Entonces  lo  llevaban  sus  compañeros  en  una  balsa  hasta 
^1  centro  del  lago  que  estaba  cerca  de  la  aldea,  y  sal- 
tando de  la  balsa  «el  hombre  dorado»,  se  lavaba  su  pre- 
ciosa y  extraña  envoltura  y  la  dejaba  hundirse  hasta 
el  fondo  del  lago.  Esa  práctica  era  un  sacrificio  en  pro- 
vecho de  la  aldea.  La  tal  costumbre  ha  quedado  histó- 
ricamente comprobada  ;  pero  se  había  abandonado  más 
de  treinta  años  antes  de  que  se  enterasen  de  ella  los 
•europeos,  esto  es,  los  españoles  de  Venezuela  en  1527. 
Esa  costumbre  no  había  sido  abandonada  voluntaria- 
mente por  la  gente  de  Guatavitá,  sino  que  los  belico- 
•sos  indios  Muysca  de  Bogotá  pusieron  fin  a  ella,  ba- 
jando a  dicha  aldea  y  exterminando  a  casi  todos  sus 
habitantes.  Pero  el  sacrificio  fué  un  hecho,  y  a  tan 
enorme  distancia  y  en  aquellos  días  precarios,  los  es- 
pañoles supieron  de  esa  costumbre  como  si  todavía 
se  practicase.  La  historia  del  ((hombre  dorado»,  que 
por  contracción  se  decía  ((cldorado)),  era  demasiado 
sorprendente  para  no  causar  impresión.  Llegó  a  ser 
una  palabra  familiar,  y  desde  entonces  un  señuelo  para 


15a  ^      LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLSS 

cuantos  se  acercaban  a  la  costa  del  norte  de  la  Amé^ 
rica  del  Sur.  Nos  extrañará  que  la  tal  conseja  (que^ 
ya  se  había  convertido  en  un  mito  en  1527,  desde  que 
cesara  la  costumbre  que  le  dio  pie),  pudiese  subsistir 
durante  250  años  sin  que  se  refutase  por  completo; 
pero  no  nos  sorprenderá  tanto  si  tenemos  en  cuentaí 
que  la  América  del  Sur  era  entonces  un  dificultoso  y 
vasto  desierto  y  que  aun  hoy  contiene  muchos  miste- 
rios que  no  han  sido  explorados. 

Las  primeras  tentativas  de  llegar  hasta  «el  hom» 
bre  dorado»,  se  hicieron  desde  la  costa  de  Venezuela. 
Carlos  I  de  España  y  V  de  Alemania,  había  empeñado 
la  costa  de  aquella  posesión  española  a  la  opulenta 
familia  bávara  de  los  Welsers,  concediéndoles  el  dere- 
cho de  colonizar  y  ((descubrir  el  interior».  En  1529, 
Ambrosio  Dalfinger  y  Bartolomé  Seyler  desembarca- 
ron en  Coro  (Venezuela)  con  400  hombres.  La  histo- 
ria del  ((hombre  dorado»  era  ya  cosa  corriente  entre  los 
españoles,  y  atraído  por  ella,  Dalfinger  se  fué  tierra 
adentro  para  encontrarlo.  Era  atrozmente  cruel,  y  su 
expedición  fué  nada  menos  que  una  absoluta  piratería. 
Penetró  hasta  el  río  Magdalena,  en  Nueva  Granada, 
esparciendo  la  muerte  y  la  devastación  por  donde  quie- 
ra que  pasaba.  Encontró  algún  oro ;  pero  su  brutali- 
dad hacia  los  indios  fué  tan  grande  y  contrastaba  de 
tal  modo  con  el  trato  que  estaban  acostumbrados  a  re- 
recibir  de  los  españoles,  que  los  indígenas,  exasperados^ 
se  rebelaron,  y  la  marcha  de  aquel  hombre  no  fué  otra 
cosa  que  una  continua  lucha,  que  duró  más  de  un  año. 
El  mal  estaba  en  que  los  Welsers  no  tenían  más  em- 
peño que  encontrar  tesoros  para  reintegrarse  del  di- 
nero que  habían  desembolsado,  y  no  sentían  el  verda- 
dero espíritu  colonizador  y  cristianizador  de  los  espa- 
ñoles. Dalfinger  no  pudo  hallar  ((el  hombre  dorado», 
y  murió  en  1530  de  resultas  de  una  herida  que  recibió 
durante  la  nefanda  expedición. 

Su  sucesor  en  el  mando  de  los  intereses  de  los  Wel- 
sers, Nicolás  Federmann,  no  fué  mucho  mejor  como 
hombre,  ni  tuvo  mejor  fortuna  como  explorador.  En 
1530  marchó  tierra  adentro  para  descubrir  el  Dorado; 
pero  desde  Coro  se  dirigió  en  derechura  hacia  el  Sur^ 


DEL  SIGLO  XVI  1 53, 

así  que  no  pasó  por  Nueva  Granada.  Después  de  una 
terrible  marcha  por  las  selvas  tropicales,  tuvo  que  vol- 
verse con  las  manos  vacías,  en  el  año  1531. 

Desde  este  punto  empieza  a  derivar,  cronológica- 
mente, una  de  las  curiosas  ramificaciones  y  variacio- 
nes de  este  fecundo  mito.  Fué  al  principio  un  hecho, 
durante  treinta  años  una  fábula,  y  ahora,  después 
de  tres  años,  comenzó  a  ser  un  errante  fuego  fatuo, 
que  saltaba  de  un  punto  a  otro  y  poco  a  poco  se  iba  en-> 
redando  con  otros  mitos.  La  primera  variación  data 
de  la  tentativa  para  descubrir  el  origen  del  Orinoco, 
ese  gran  rio  que  se  suponía  que  sólo  podía  emanar  de 
algún  gran  lago.  En  1530,  Antonio  Sedeño  salió  de 
España  con  una  expedición  para  explorar  el  Orinoco. 
Llegó  al  Golfo  de  Paria  y  construyó  un  fuerte,  con 
intención  de  continuar  desde  allí  sus  exploraciones. 
Mientras  ponía  su  proyecto  en  obra,  Diego  de  Ordaz, 
antiguo  camarada  de  Cortés,  había  obtenido  en  Espa- 
ña una  concesión  para  colonizar  el  distrito  que  se  lla- 
maba entonces  Marañón,  y  era  un  territorio  vagamen- 
te definido,  que  comprendía  Venezuela,  Guayana  y 
el  norte  del  Brasil.  Salió  de  España  en  1531,  llegó  al 
Orinoco  y  se  remontó  por  el  río  hasta  las  cataratas^ 
Entonces  tuvo  que  volverse,  después  de  dos  años  de 
tratar  en  vano  de  vencer  todos  los  obstáculos  que  se  le 
presentaron.  Pero  en  esta  expedición  oyó  decir  que  el 
Orinoco  tenía  su  origen  en  un  gran  lago,  y  que  el  ca- 
mino que  a  ese  lago  conducía,  pasaba  por  una  provin- 
cia llamada  Meta  que,  según  se  decía,  era  fabulosamen- 
te rica  en  oro.  Según  el  historiador  Bandelier,  que  es 
autoridad  en  la  materia,  no  cabe  duda  que  la  riqueza 
que  se  atribuía  a  Meta  era  sólo  un  eco  del  cuento  del 
Dorado,  que  había  llegado  hasta  las  tribus  del  bajo 
Orinoco. 

A  Ordaz  le  siguió  en  1534  Jerónimo  Dortal,  el 
cual  intentó  llegar  a  Meta,  pero  fracasó  por  completo. 
Estas  tentativas  realizadas  dlesde  Venezuela,  según 
demuestra  Bandelier,  localizaron  por  fin  el  sitio  del 
Dorado,  limitándolo  a  la  parte  noroeste  del  continen- 
te. Se  le  había  buscado  en  otros  puntos  sin  encontrarlo, 
y  de  ahí  se  dedujo  que  debía  de  estar  en  el  único  sitio' 


154        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 


> 


no  explorado :  la  elevada  meseta  de  Nueva  Granada. 

Después  de  muchas  infortunadas  tentativas,  que  no 
es  del  caso  relatar  aquí,  Gonzalo  Ximénez  de  Quesa- 
da  conquistó  por  fin  la  meseta  de  Nueva  Granada,  en 
1536-38.  Este  bravo  soldado  subió  por  el  río  Magda- 
lena con  una  fuerza  de  seiscientos  veinte  infantes  y 
ochenta  y  cinco  jinetes.  De  éstos,  sólo  llegaron  vivos 
a  la  meseta  ciento  ochenta,  al  principio  del  año  1537. 
Se  encontró  con  los  mdios  Muysca,  que  vivían  en  al- 
deas permanentes  y  poseían  oro  y  esmeraldas.  Le  re- 
sistieron con  su  característica  tenacidad;  pero  las  tri- 
bus fueron  vencidas  una  tras  otra,  y  Quesada  fué  el 
■conquistador  de  Nueva  Granada. 

El  botín  que  se  repartieron  los  conquistadores  as- 
cendió a  246,976  pesos  de  oro — que  valdrían  ahora 
1.250,000  duros, —  y  1,815  esmeraldas,  algunas  de  gran 
tamaño  y  de  mucho  valor.  Hallaron  el  verdadero  sitio 
del  ((hombre  dorado»,  y  hasta  visitaron  Guatavitá,  cu- 
yos habitantes  opusieron  una  feroz  resistencia  ;  pero 
claro  está  que  no  hallaron  al  ((hombre»,  porque  ya  ha- 
bía desaparecido  la  famosa  costumbre. 

Apenas  había  Quesada  completado  su  gran  con- 
quista, cuando  le  sorprendió  la  llegada  de  otras  dos 
expediciones  españolas,  que  fueron  atraídas  al  mismo 
sitio  por  el  mito  del  Dorado. 

Dirigía  una  de  ellas  Federmann,  el  cual  había  pe- 
netrado en  Bogotá  desde  la  costa  de  Venezuela  en 
aquella  su  segunda  expedición,  que  fué  una  marcha 
terrible.  Al  mismo  tiempo,  y  sin  saberlo  el  uno  del 
otro,  Sebastián  de  Belalcázar  había  salido  de  Quito 
■en  busca  del  ((hombre  dorado».  El  cuento  del  cacique 
cubierto  de  oro  había  llegado  hasta  el  corazón  del  Ecua- 
dor, y  los  relatos  de  los  indios  indujeron  a  Belalcázar 
a  ir  en  busca  del  sitio  en  que  se  hallaba.  Los  tres  jefes 
hicieron  un  convenio  en  virtud  del  cual  Quesada  quedó 
único  dueño  del  país  que  había  conquistado,  y  Feder- 
mann y  Belalcázar  regresaron  a  sus  puestos  respecti- 
vos. 

Mientras  Federmann  andaba  a  la  caza  del  mito, 
un  sucesor  suyo  había  ya  llegado  a  Coro.  Era  el  intré- 
pido alemán  conocido  por  ((George  de  Speyer»,  pero 


DEL  SIGLO  XVI  [1 55 

^uyo  verdadero  nombre,  descubierto  por  Bandelier, 
era  George  Hormuth.  Al  llegar  a  Coro,  en,  1535,  no 
solamente  oyó  hablar  del  Dorado,  sino  también  de 
que  había  carneros  domesticados  hacia  el  sudoeste,  es- 
to es,  en  dirección  del  Perú.  Siguiendo  estas  vagas 
indicaciones,  salió  con  aquel  rumbo ;  pero  tropezó  con 
tan  enormes  dificultades  para  llegar  al  paso  de  la  mon- 
taña que  le  dijeron  los  indios  que  conducía  a  la  tierra 
del  Dorado,  que  se  desvió  hacia  las  vastas  y  terribles 
selvas  tropicales  del  alto  Orinoco.  Allí  oyó  hablar  de 
Meta,  y  siguiendo  aquel  mito,  penetró  hasta  un  grado 
del  Ecuador.  Durante  veintisiete  meses  él  y  sus  acom- 
pañantes españoles  anduvieron  errabundos  pK)r  'la  en- 
marañada y  pantanosa  manigua  que  hay  entre  el  Ori- 
noco y  el  río  Amazonas.  Tropezaron  con  muy  nume- 
rosas y  belicosas  tribus,  de  las  cuales  la  más  notable 
era  la  de  los  Uaupes.  No  hallaron  oro ;  pero  en  todas 
partea  oyeron  contar  la  fábula  de  un  gran  lago  rela- 
cionado con  el  oro.  De  los  ciento  noventa  hombres 
que  salieron  en  esta  expedición,  sólo  regresaron  cien- 
to treinta,  y  de  éstos  sólo  unos  cincuenta  tenían  fuer- 
zas para  llevar  armas.  Tan  indescriptible  y  penoso 
viaje  duró  tres  años.  El  resultado  de  sus  horrores,  fué 
desviar  la  atención  de  los  exploradores  del  verdadero 
isitio  del  Dorado  y  encaminarles  hacia  las  selvas  del 
río  Amazonas,  en  la  empresa  quimérica  de  buscar  un 
mito  que  tenía  mucho  de  geográfico.  En  otras  pala- 
bras, preparó  la  exploración  de  la  parte  norte  del 
Brasil. 

Poco  después  de  ((George  de  Speyer»,  y  sin  tener 
la  menor  relación  con  él,  Francisco  Pizarro,  conquista- 
dor del  Perú,  había  dado  impulso  a  la  exploración  del 
Amazonas  desde  el  lado  Pacífico  del  continente.  En 
1538,  desconfiando  de  Belalcázar,  envió  a  su  hermano 
Gonzalo  Pizarro  a  Quito,  para  reemplazar  a  su  sos- 
pechoso teniente.  Al  siguiente  año,  Gonzalo  supo  que 
el  árbol  de  la  canela  abundaba  en  los  bosques  de  la 
vertiente  oriental  de  los  Andes,  y  que  todavía  más 
lejos  moraban  poderosas  tribus  indias  ricas  en  oro. 
Quiere  decir  que,  mientras  el  mito  original  y  verda- 
dero del  Dorado  había  llegado  a  Quito  desde  el  norte, 


156         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

él  mito  áe  Meta,  que  era  un  eco  de  aquél,  había  lie* 
gado  también  allí  desde  el  este.  Puesto  que  Belalcá- 
zar  había  ido  al  antiguo  y  verdadero  lugar  del  Dorado, 
y  no  había  encontrado  a  ese  individuo,  se  suponía  que 
su  domicilio  debía  hallarse  en  algún  otro  punto,  es 
decir,  al  este,  en  vez  del  norte,  de  Quito.  Gonzalo 
emprendió  su  desastrosa  expedición  a  las  selvas  orien- 
tales con  doscientos  veinte  hombres.  En  los  dos  años 
que  duró  la  tremebunda  jornada,  perecieron  todos  los 
caballos,  como  también  sus  compañeros  indios,  y  los 
pocos  españoles  que  llegaron  vivos  al  Perú,  en  1541, 
tenían  la  salud  completamente  quebrantada.  Se  encon- 
tró el  árbol  de  la  canela  ;  pero  no  ((el  hombre  dorado» ► 
Uno  de  los  tenientes  de  Gk>nzalo,  Francisco  de  Ore- 
llana,  habíase  adelantado  por  la  parte  superior  áel 
Amazonas,  con  cincuenta  hombres,  en  un  bote  des- 
vencijado. No  pudieron  los  dos  grupos  volver  a  jun- 
tarse, y  Orellana  finalmente  se  dejó  arrastrar  por  la 
corriente  hasta  la  desembocadura  del  Amazonas,  en 
medio  de  indecibles  sufrimientos.  Flotando  mar  aden- 
tro en  el  Atlántico,  llegaron  por  último  a  la  isla  de 
Cubagua,  el  11  de  septiembre  de  1541.  Esta  expedi- 
ción fué  la  primera  que  trajo  al  mundo  informes  fide- 
dignos respecto  del  tamaño  y  naturaleza  del  mayor  río 
de  la  tierra,  y  también  dio  a  dicho  río  el  nombre  que 
hoy  lleva.  Encontraron  tribus  indias  cuyas  mujeres  lu- 
chaban al  lado  de  los  hombres,  y  por  esta  razón  le  lla- 
maron ((río  de  las  Amazonas». 

En  1543,  Hernán  Pérez  Quesada,  hermano  del  con- 
quistador, penetró  en  las  regiones  que  había  visitado 
{(George  de  Speyer».  Fué  alíí  desde  Bogotá,  por  haber 
oído  tergiversado  el  mito  de  Meta  ;  pero  sólo  encontró 
miseria,  hambre,  enfermedades  e  indígenas  hostiles 
en  los  diez  v  seis  terribles  meses  que  anduvo  errante 
por  el  desierto. 

Entre  tanto  se  habían  convencido  en  España  de  que 
la  concesión  de  Venezuela  a  los  prestamistas  alemanes 
era  un  fracaso.  El  régimen  de  los  Welsers  sólo  dlafío 
causaba.  No  obstante,  se  resolvió  hacer  el  último  es- 
fuerzo, y  Philip  Von  Hutten,  joven  y  valiente  caba- 
llero alemán,  salió  de  Coro,  en  agosto  de  1541,  a  la 


DEL  SIGLO  XVI  H57 

caza  del  mito  de  oro,  el  cual  por  aquel  tiempo  había 
llegado  ya  hasta  el  sur  de  las  Amazonas.  Durante  diez 
y  ocho  meses  anduvo  vagando  en  un  círculo,  y  enton- 
ces, oyendo  decir  que  había  una  tribu  poderosa  y  rica 
en  oro,  llamada  de  los  Omaguas,  se  lanzó  hacia  el  sur, 
cruzando  el  Ecuador  con  su  fuerza  de  cuarenta  hom- 
bres. Encontró  a  ios  Omaguas  ;  fué  derrotado  por  ellos 
y  herido,  y  al  fin  pudo  llegar  a  Venezuela  después 
de  pasar  por  muchos  sufrimientos  durante  más  de 
tres  años  en  las  más  impenetrables  selvas  y  los  di- 
latados pantanos  de  los  trópicos.  A  su  regreso  fué  ase- 
sinado, y  así  terminó  la  dominación  alemana  en  Ve- 
nezuela. 

El  hecho  de  que  los  Omaguas  pudieran  derrotar  á 
tina  compañía  española  en  batalla  a  campo  abierto, 
dio  a  aquella  tribu  una  gran  reputación.  Siendo  tan 
fuertes  en  número  y  en  valentía,  era  natural  suponer 
que  también  fuesen  ricos  en  metales,  aun  cuando  no 
se  había  visto  de  ello  muestra  alguna. 

Arrojado  de  su  cuna,  el  mito  del  ((hombre  dorado)), 
se  había  convertido  en  un  fantasma  errante.  Habíase 
perdido  de  vista  su  primitiva  forma,  y  de  un  ((hombre 
dbrado»  se  había  transformado,  poco  a  poco,  en  una 
tribu  de  oro.  Se  confundieron  y  combinaron  el  Dora- 
tío  y  Meta,  siguiendo  el  curioso  pero  característico  cur- 
so de  los  mitos.  Primero,  un  hecho  notable  ;  después 
el  relato  de  un  hecho  que  ha  dejado  de  existir ;  luego, 
€Í  eco  lejano  de  ese  cuento  enteramente  despojado  de 
los  hechos  fundamentales  y,  por  último,  un  enredo  y 
maraña  general  de!  hecho ;  la  leyenda  y  el  eco  for- 
mando un  nuevo  mito,  difícil  de  reconocer. 

Este  mito  vagabundo  y  variable  atrajo  poderosa- 
mente la  atención,  en  1550,  en  la  provincia  del  Perú. 
En  aquel  año  varios  centenares  de  indios  de  la  región 
central  del  Amazonas,  esto  es,  del  corazón  del  norte  del 
Brasil,  se  refugiaron  en  las  colonias  españolas  de  la 
parte  oriental  del  Perú.  Habían  sido  arrojados  de  sus 
habitaciones  por  la  hostilidad  de  las  tribus  vecinas,  y 
no  llegaron  al  Perú  sino  después  de  muchos  años  de 
penosas  y  azarosas  marchas. 

Dieron  noticias  exageradas  de  la  riqueza  e  impor- 


iI58  LOS   EXPLORADORES   ESPAÑOLES 

tancia  <le  los  Omaguas,  y  esos  cuentos  fueron  creídos 
con  avidez.  Sin  embargo,  no  estaba  entonces  el  Perú 
en  condiciones  de  emprender  una  nueva  conquista,  y 
sólo  diez  años  después  de  la  llegada  de  aquellos  indioe^ 
refugiados,  se  dieron  algunos  pasos  acerca  de  este 
asunto.  El  primer  virrey  del  Perú,  el  bueno  y  gran 
Antonio  de  Mendoza,  que  del  virreinato  de  Méjico  ha- 
bía sido  ascendido  a  esta  más  alta  dignidad,  vio  en 
aquellas  noticias  la  oportunidad  de  tomar  una  sabia 
medida.  Había  librado  a  Méjico  de  unos  cuantos  cen» 
tenares  de  hombres  levantiscos  que  eran  una  amenaza 
para  el  buen  gobierno,  enviándolos  a  la  caza  del  áureo 
fantasma  de  Quivira,  aquella  notable  expedición  de 
Coronado  que  fué  tan  importante  para  la  historia  de 
los  Estados  Unidos.  Entonces  halló  en  su  nueva  pro- 
vincia un  peligro  análogo  pero  mucho  peor,  y  para 
librar  al  Perú  de  gente  maleante  y  peligrosa,  Mendo- 
za organizó  la  famosa  expedición  de  Pedro  de  Ursua. 
Fué  el  cuerpo  más  numeroso  que  se  reunió  en  la  Amé- 
rica del  Sur  para  una  empresa  de  esta  clase  en  el  si- 
glo XVI ;  pero  se  componía  de  los  peores  y  más  feroces 
elementos  que  jamás  hubo  en  las  colonias  españolas. 
Las  fuerzas  de  Ursua  se  concentraron  en  las  márgenes 
del  airo  Amazonas,  y  el  día  i .°  de  julio,  el  primer  ber- 
gantín zarpó  y  tomó  río  abajo.  El  cuerpo  principal  de 
la  expedición  siguió  en  otros  bergantines  el  26  de  sep- 
jiembre. 

Era  aquella  región  una  inmensa  selva  tropical,  en- 
teramente desierta.  Pronto  se  hizo  evidente  que  sus 
esperanzas  de  oro  nunca  llegarían  a  realizarse,  y  em- 
pezó el  descontento  a  manifestarse  de  un  modo  san- 
griento. En  aquella  turba  de  malhechores  que  virtual- 
mente  había  desterrado  el  sabio  virrey  para  purificar 
el  Perú,  no  era  de  esperar  que  reinase  la  armonía.  No 
hallándose  ya  diseminados  entre  buenos  ciudadanos 
que  pudiesen  reprimir  sus  desmanes,  sino  unidos  en 
descarada  pillería,  no  tardaron,  con  su  conducta,  en 
reproducir  la  fábula  de  los  gatos  de  Kilkenny  (*).  Su 
yiaje  fué  una  orgía  imposible  de  describir. 


(•)    Según  la  fábula,  dos  gatos  cayeron  en  un  pozo  ét  Kilkeany,  y  »e  «ta- 
caron uno  a  otro  con  tanta  ferocidad  que  solo  quedaron  lo»  rabos.— JV.  dtl  T, 


DEL  SIGLO  XVI  159^ 

Entre  aquellos  pillastres  había  uno  de  condición 
peculiar  ;  un  sujeto  deforme,  pero  muy  ambicioso,  el 
cual  tenía  motivos  para  no  desear  volver  al  Perú.  Lla- 
mábase Lope  de  Aguirre.  Viendo  que  el  objeto  de  la 
expedición  no  podía  menos  de  fracasar,  empezó  a  for- 
mar un  plan  diabólico.  Si  no  podían  hallar  oro  de  la 
manera  que  esperaban,  ¿  por  qué  no  buscarlo  de  otro- 
modo  ?  En  una  palabra,  concibió  el  plan  audaz  de  ha- 
cer traición  a  España  y  a  todos  y  fundar  un  nuevo  im- 
perio. Para  llevarlo  a  cabo  comprendió  que  era  nece- 
sario deshacerse  de  los  jefes  de  la  expedición,  los  cua- 
les podrían  tener  escrúpulos  de  ser  traidores  a  su  pa- 
tria. Así,  mientras  los  bergantines  flotaban,  río  abajo, 
fueron  teatro  de  una  serie  de  atroces  tragedias.  Pri- 
mero fué  asesinado  el  comandante  Ursua,  y  en  su  lu- 
gar pusieron  a  un  joven  noble,  muy  disoluto,  llamado 
Fernando  de  Guzmán.  En  el  acto  fué  elevado  a  la  dig- 
nidad de  príncipe,  y  ese  fué  el  primer  paso  de  su  ma- 
nifiesta traición. 

Luego  fué  asesinado  Guzmán,  como  también  la  in- 
fame Inés  de  Atienza,  mujer  que  tomó  parte  vergon- 
zosa en  aquella  trama,  y  el  jorobado  Aguirre  se  hizo 
jefe  y  «tirano».  Patentizóse  su  traición,  y  desde  aquel 
momento  mandó  la  expedición,  no  como  oficial  espa- 
ñol, sino  como  rebelde  y  pirata.  Mientras  hacía  rum- 
bo al  Atlántico,  trazó  planes  de  espantosa  magnitud  y 
audacia.  Proveció  navegar  hasta  el  Golfo  de  Méjico, 
desembarcar  en  el  istmo,  apoderarse  de  Panamá  y  de 
allí  navegar  hasta  el  Perú,  en  donde  daría  muerte  a 
lodos  los  que  se  le  opusiesen  y  establecería  un  impe- 
rio bajo  su  dominio, 

Pero  un  curioso  accidente  desBarató  todos  sus  pla- 
nes. En  vez  de  llegar  a  la  desembocadura  del  Amazo- 
nas, la  flotilla  derivó  hacia  la  izquierda,  internándose 
en  sus  laberínticas  revueltas,  y  fueron  a  parar  al  río 
Negro.  Las  lentas  corrientes  les  impidieron  descubrir 
su  error,  y  siguiendo  adelante  hasta  el  Casiquiare,  y 
desde  allí  penetraron  en  el  Orinoco.  El  día  i.°  de  ju- 
lio de  1 561  (un  año  justo  estuvieron  navegando  por  el 
laberinto  y  todos  los  días  se  señalaron  con  asesinatos 
diestro  y  siniestro),  los  malvados  llegaron  al  Océa- 


í60  LOS   EXPLORADORES   ESPAfíOLES 

no  Atlántico,  pero  por  la  desembocadura  del  Orino- 
co, y  no,  como  ellos  esperaban,  por  la  del  Amazonas. 
Diez  y  siete  días  después  avistaron  la  isla  de  Marga- 
rita, donde  hab«a  un  puesto  español.  A  traición  se 
apoderaron  de  la  isla  y  proclamaron  su  independencia 
de   ílspaña. 

Con  este  acto  se  proveyó  Aguirre  de  dinero  y  de 
algunas  municiones;  pero  le  fallaban  buques  para  ha- 
cer un  viaje  por  mar.  Trató  de  apoderarse  de  un  gran 
bajel  que  conducía  a  Venezuela  al  provincial  Monte- 
sinos, misionero  dominico ;  pero  su  traición  se  vio 
frustrada,  y  se  dio  la  alarma  al  continente.  Furioso  por 
su  fracaso  aquel  monstruo  descuartizó  a  los  oficiales 
reales  de  Margarita.  Se  desconcertó  así  su  plan  de 
llegar  a  Panamá  ;  pero  al  fin  logró  apresar  un  buque 
más  pequeño,  con  el  cual  pudo  desembarcar  en  la  cos- 
ía de  Venezuela,  en  el  mes  de  agosto  de  1561.  Su  co- 
rrería por  el  continente  dejó  una  estela  de  crímenes  y 
de  rapiña.  La  gente,  atacada  por  sorpresa  y  no  pu- 
diendo  oponer  una  resistencia  inmediata  a  aquel  mal- 
vado, huía  cuando  él  se  acercaba.  Las  autoridades  en- 
viaron a  pedir  ayuda  hasta  Nueva  Granada,  y  toda  la 
parte  norte  de  la  América  del  Sur  estaba  aterrorizada. 

Aguirre  continuó  sin  oposición  hasta  llegar  a  Bar- 
quisimeto.  Halló  aquel  pueblo  desierto ;  pero  pronto 
llegó  el  edecán  Die^o  de  Paredes,  con  una  fuerza  leal 
que  había  reunido  precipitadamente.  Al  mismo  tiem- 
po, Quesada,  conquistador  de  Nueva  Granada,  se  apre- 
suraba a  marchar  contra  el  traidor  con  cuantas  fuer- 
zas podía  allegar.  Aguirre  se  halló  sitiado  en  Barqui- 
simeto,  y  sus  parciales  empezaron  a  desertar.  Final- 
mente, viéndose  casi  solo.  Aguirre  mató  a  su  hija  (que 
había  participado  en  todas  aquellas  terribles  correrías) 
y  se  rindió.  El  comandante  español  no  quería  ejecutar 
al  architraidor  ;  pero  los  mismos  secuaces  de  Aguirre 
insistieron  en  que  se  le  diese  muerte,  y  lo  lograron. 

Hiciéronse  posteriormente  otras  muchas  tentativas 
para  descubrir  «el  hombre  dorado»,  pero  fueron  de  po- 
ca importancia,  excepto  la  que  realizó  Sir  Walter  Ra- 
leigh  en  1595.  Solamente  llegó  hasta  el  Salto  Coroni, 
*es  decir,  que  no  pudo  llevar  a  cabo  una  empresa  tan 


DEL   SIGLO  XVI  l6l 

grande  siquiera  como  la  de  Ordaz  ;  pero  volvió  a  In- 
glaterra con  estupendos  relatos  de  un  gran  lago  inte- 
rior y  de  ricas  naciones.  Había  confundido  la  leyenda 
del  Dorado  con  noticias  de  los  Incas  del  Perú,  lo  cual 
prueba  que  los  españoles  no  eran  los  únicos  que  co- 
mulgaban con  ruedas  de  molino.  A  la  verdad,  tanto 
los  exploradores  ingleses  como  los  de  otras  naciones, 
fueron  igualmente  crédulos  y  sintieron  la  propia  ansia 
de  llegar  hasta  el  oro  fabuloso.  El  mito  del  gran  lago, 
el  lago  de  Parime,  fué  absorbiendo  gradualmente  el 
mito  del  «hombre  dorado».  La  tradición  histórica  se 
fundió  y  perdió  en  la  fábula  geográfica.  Únicamente 
en  las  selvas  orientales  del  Perú  reapareció  el  Dorado 
al  principio  del  siglo  xviii ;  pero  como  una  ficción  ter- 
giversada y  sin  fundamento.  Mas  el  lago  Parime  per- 
maneció en  los  mapas  y  en  las  descripciones  geográ- 
ficas. Es  una  curiosa  coincidencia  que  donde  se  creía 
existían  las  tribus  de  oro  de  Meta,  se  hayan  descubier- 
to recientemente  las  minas  de  oro  de  Guayana,  que  han 
sido  motivo  de  disputa  entre  Ingraterra  y  Venezuela. 
Es  cierto  que  Meta  era  tan  sólo  un  mito ;  pero  hasta 
ese  mito  fué  de  utilidad. 

La  fábula  del  lago  de  Parime,  el  cual  por  mucho 
tiempo  se  creyó  que  era  un  gran  lago  que  tenía  de- 
trás grandes  cordilleras  de  montañas  de  plata,  la  des- 
barató por  completo  Humboldt  a  principios  del  si- 
glo XIX.  Demostró  que  no  había  tal  gran  lago,  ni  ta- 
les montañas  de  plata.  Las  anchas  sabanas  del  Orino- 
co, cuando  se  inundaban  en  la  estación  de  las  lluvias, 
se  creyó  que  eran  un  lago,  y  el  fondo  de  plata  era  sen- 
cillamente el  reflejo  de  los  rayos  solares  en  los  picos 
de  roca  micácea. 

Con  las  investigaciones  de  Humboldt  desapareció 
la  más  curiosa  y  fantástica  leyenda  de  la  Historia. 
Ningún  otro  mito  o  tradición  de  la  América  del  Norte 
o  de  la  del  Sur  llegó  a  ejercer  tan  poderosa  influencia 
en  el  curso  de  los  descubrimientos  geográficos  ;  nin- 
gún otro  puso  a  prueba  el  esfuerzo  humano  de  un 
modo  tan  pasmoso,  y  ninguno  ilustró  con  tanta  bri- 
llantez la  incomparable  tenacidad  y  la  abnegación  inhe- 
rentes al  carácter  español.  Para  la  mayoría  de  nosotros 


102        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

es  una  nueva  pero  una  verdadera  y  comprobada  lec- 
ción, que  esa  nación  meridional,  más  impulsiva  e  im- 
petuosa que  las  del  norte,  era  también  más  paciente 
y  más  sufrida. 

Murió  el  mito ;  pero  no  había  existido  en  vano. 
Antes  de  que  fuese  desmentido,  había  dado  pie  a  la 
exploración  del  Amazonas,  del  Orinoco,  de  toda  la 
parte  del  Brasil  situada  al  norte  del  Amazonas,  de 
toda  Venezuela,  de  toda  Nueva  Granada  y  del  este 
del  Ecuador.  Una  mirada  al  mapa  nos  revelará  lo  que 
esto  significa  ;  y  es  que  «el  hombre  dorado»  hizo  que 
conociese  el  mundo  la  geografía  de  la  América  del  Sur 
que  se  extiende  al  norte  de  la  línea  ecuatorial. 


ni 

Exploradores  ejemplares 


DEL   SIGLO   XVI  ^65 


1 

EL  PORQUERIZO  DE  TRUJILLO 

Bl  llA  por  los  años  de  147 1  a  I478  (no  estamos  se- 
guros de  la  fecha  exacta),  nació  un  infortunado 
chico  en  la  ciudad  de  Trujillo,  provincia  de  Extrema- 
dura (España).  Era  hijo  ilegítimo  del  coronel  Gonzalo 
Pizarro,  el  cual  se  había  distinguido  en  las  guerras  dé 
Italia  y  de  Navarra.  Pero  su  parentesco  no  le  fué  de 
provecho  alguno.  El  niño  bastardo  nunca  tuvo  hogar ; 
hasta  se  dice  que  fué  abandonado  como  expósito  en 
el  atrio  de  una  iglesia.  Creció  y  se  hizo  hombre  en,  la 
ignorancia  y  la  pobreza  más  abyecta,  sin  escuela  y 
sin  que  nadie  cuidase  de  él,  y  teniendo  que  procurar- 
se por  sí  solo  la  subsistencia.  Únicamente  podía  dedi- 
carse a  las  más  bajas  faenas  ;  pero  parece  que  en  ellas 
ponía  sus  cinco  sentidos.  ¡  Cómo  los  muchachos  de  la 
vecindad  se  hubieran  reído  y  mofado  si  alguien  les 
hubiese  dichoT  «Ese  rapaz  sucio  y  harapiento  que 
guarda  puercos  en  los  encinares  de  Extremadura,  será 
un  día  un  grande  hombre,  en  un  nuevo  mundo  que 
nadie  ha  visto  todavía ;  será  un  soldado  más  famoso 
que  nuestro  Gran  Capitán,  y  repartirá  más  oro  que 
el  Rey,  nuestro  Señor!»  Y  no  hubiese  podido  repro- 
chárseles sus  burlas.  El  hombre  más  sabio  de  Europa 
en  aquella  ép>oca  tamjxxx)  habría  dado  crédito  a  tal 
profecía ;  porque,  a  la  verdad,  era  la  cosa  más  impro- 
bable del  mundo. 

Pero  el  mozuelo  que  sabía  guardar  fielmente  los 
puercos  cuando  no  había  cosa  mejor  que  hacer,  podía 
dedicarse  a  cosas  más  grandes  cuando  éstas  se  le  ofre- 


1 66        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

cían,  y  salir  igualmente  airoso  de  ellas.  Afortunada- 
mente para  él,  surgió  muy  a  tiempo  el  Nuevo  Mundo. 
A  no  ser  por  Colón,  hubiera  sido  hasta  su  muerte  un 
porquerizo,  y  hubiese  perdido  la  Historia  una  de  sus 
más  gallardas  figuras,  así  como  otras  muchas  a  quie- 
nes el  aventurero  genovés  abrió  las  puertas  de  la  in- 
mortalidad. Para  miles  de  hombres  tan  incomprendi- 
dos  por  sí  mismos  como  por  los  demás,  no  había  en- 
tonces en  la  vida  sino  una  abyecta  obscuridad  en  la 
atestada,  ignorante  y  empobrecida  Europa.  Cuando 
España  halló  de  repente  nuevas  tierras  allende  los  ma- 
res, causó  el  hecho  un  despertar  de  la  humanidad  como 
no  se  había  visto  ni  volverá  a  verse  nunca.  Se  halló» 
literalmente  hablando,  un  nuevo  mundo,  v  con  ello  se 
creó  casi  una  nueva  gente  No  sólo  se  aprovecharon 
de  tan  maravillosa  novedad  los  grandes  hombres  y  los 
de  preclaro  ingenio ;  el  más  pobre  e  ignorante  podía 
entonces  elevarse  y  crecer  hasta  desarrollar  toda  la 
estatura  del  hombre  que  dentro  de  él  había.  Fué,  en 
realidad,  el  gran  principio  de  la  libertad  del  hombre  ; 
la  primera  apertura  de  la  puerta  de  la  igualdad;  la 
primera  semilla  de  las  naciones  libres  como  la  nuestra. 
El  Viejo  Mundo  era  el  campo  de  los  ricos  y  los  favo- 
recidos ;  pero  América  era  ya  lo  que  tiene  el  orgullo 
de  ser  hoy  :  la  gran  oportunidad  para  el  pobre.  Y  es 
un  hecho  muy  notable  que  casi  todos  los  que  se  hi- 
cieron una  gran  nombradía  en  América,  fueron  no  los 
grandes  que  a  ella  vinieron,  sino  los  hombres  obscu- 
ros que  aquí  se  aquistaron  la  admiración  de  un  mundo 
que  antes  ni  siquiera  conocía  su  nombre.  De  todos  és- 
tos y  de  todos  los  otros,  fué  Pizarro  el  más  grande  ex- 
plorador. El  engrandecimiento  del  mismo  Napoleón 
no  fué  un  triunfo  tan  sorprendente  de  la  fuerza  de  vo- 
luntad y  del  genio  sobre  todos  los  obstáculos,  ni  mo- 
ralmente  más  digno  de  alabanza. 

No  sabemos  en  qué  año  Francisco  Pizarro,  el  por- 
querizo de  Trujillo,  llegó  a  América  ;  pero  sí  que  em- 
pezó a  ser  hombre  de  importancia  en  1510.  En  dicho 
año  se  hallaba  ya  en  la  isla  Española  y  acompañó  a 
Ojeda  en  su  desastrosa  expedición  a  Urabá  en  el  con- 
tinente. Allí  se  mostró  tan  valeroso  y  prudente,  que 


DEL  SIGLO  XVI  1 67 

Ojeda  le  dejó  encargado  de  la  malhadada  colonia  de 
San  Sebastián  mientras  él  regresaba  a  la  Española 
en  busca  de  auxilios.  Esta  primera  responsabilidad  que 
recayó  sobre  Pizarro,  estaba  preñada  de  peligros  y  su- 
frimientos ;  p€ro  nuestro  ex  porquerizo  se  mantuvo  a 
la  altura  de  la  situación,  y  comenzó  a  desarrollarse  en 
él  aquel  raro  y  paciente  heroísmo  que  más  tarde  debía 
sostenerle  durante  los  años  más  terribles  que  haya  vi- 
vido conquistador  alguno.  Dos  meses  estuvo  esperan- 
do en  aquel  sitio  mortífero,  hasta  que  perecieron  tan- 
tos, que  los  sobrevivientes  pudieron  al  fin  salvarse 
apretujándose  en  el  único  bote  que  tenían. 

Entonces  Pizarro  se  unió  con  Balboa  y  participó 
de  aquella  penosa  marcha  a  través  del  istmo  y  del  bri- 
llante honor  del  descubrimiento  del  Pacífico.  Cuando 
la  intrépida  carrera  de  Balboa  tuvo  un  fin  repentino  y 
sangriento,  Pizarro  pasó  al  mando  de  Pedro  Arias 
Dávila,  el  cual  le  envió  a  varias  expediciones  de  poca 
importancia.  En  1515  cruzó  de  nuevo  el  istmo,  y  pro- 
bablemente oyó  hablar  de  un  modo  vago  del  Perú. 
Pero  no  tenía  dinero  ni  influencia  para  lanzarse  por 
sí  solo  a  una  aventura.  Acompañó  al  gobernador  Dá- 
vila cuando  éste  se  trasladó  a  Panamá  y  se  acreditó  en 
varias  pequeñas  expediciones.  Pero  a  la  edad  de  cin- 
cuenta años  era  todavía  pobre  y  desconocido  ;  no  era 
más  que  un  humilde  «ranchero»  que  vivía  cerca  de 
Panamá.  En  aquel  pestilente  y  despoblado  istmo,  po- 
cas oportunidades  se  le  ofrecían  para  resarcirse  de  la 
pérdida  de  su  juventud.  No  había  aprendido  a  leer  ni 
a  escribir  y,  la  verdad  sea  dicha,  eso  nunca  llegó  a 
aprenderlo ;  pero  es  evidente  que  había  aprendido  co- 
sas más  importantes,  y  había  desarrollado  una  virili- 
dad que  podía  servirle  para  hacer  frente  a  cualquier 
contingencia. 

En  1522,  Pascual  de  Andagoya  hizo  un  pequeño 
viaje  desde  Panamá  por  la  costa  del  Pacífico ;  pvero 
no  fué  más  allá  de  donde  había  llegado  Balboa  algu- 
nos años  antes.  Su  fracaso,  sin  embargo,  llamó  de 
nuevo  la  atención  hacia  los  países  desconocidos  si- 
tuados más  al  sur,  y  Pizarro  ardía  en  deseos  de  ex- 
plorarlos. La  mente  del  hombre  que  había  sido  por- 


1 68         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

querizo  fué  la  única  que  supo  comprender  la  impor- 
tancia de  aquellas  regiones  que  esperaban  ser  descu- 
biertas ;  su  valor,  el  único  que  podía  afrontar  los  obs- 
táculos que  para  lograrlo  existían.  Al  fin  halló  dos 
hombres  prestos  a  escuchar  sus  planes  y  a  ayudarle  a 
realizarlos.  Estos  fueron  Diego  de  Almagro  y  Her- 
nando de  Luque.  Almagro  era  un  soldado  de  fortuna, 
un  expósito  como  Pizarro,  pero  mejor  educado  y  de 
alguna  más  edad.  Físicamente  era  un  hombre  valero- 
so, aunque  no  tenía  el  elevado  valor  moral  ni  la  influen- 
cia moral  de  Pizarro.  Era,  por  todos  conceptos,  un 
hombre  de  más  baja  estofa ;  más  bien  lo  que  podía 
esperarse  de  ambos  por  su  nacimiento,  que  no  ese 
carácter  fenomenal  del  hombre  que  demostró  hallarse 
tan  en  su  centro  en  las  cortes  y  las  conquistas,  como 
guardando  cerdos  en  su  tierra.  No  sólo  podía  Pizarro 
acomodarse  fácilmente  a  cualquier  rango  de  fortuna, 
sino  que  en  él  no  hacían  mella  ni  el  poder  ni  la  pobre- 
za. Era  hombre  de  rectos  principios,  esclavo  de  su  pa- 
labra, inflexible,  heroico,  y  no  obstante  prudente  y  hu- 
manitario, generoso,  justo  y  siempre  leal ;  cualidades 
todas  en  que  muy  por  debajo  de  él  estaba  Almagro. 

Luque  era  un  sacerdote,  vicario  en  Panamá.  Era 
un  hombre  sabio  y  bueno,  a  quien  mucho  debieron  los 
dos  soldados.  Sólo  tenían  éstos  gran  valor  y  fuertes 
brazos  para  la  expedición,  y  él  tuvo  que  aprontar  los 
medios.  Hízolo  con  dinero  que  obtuvo  del  licenciado 
Espinosa,  jurisconsulto.  Era  necesario,  como  en  todas 
las  provincias  españolas,  el  consentimiento  del  gober- 
nador, y  aunque  Dávila  no  parecía  aprobar  la  expedi- 
ción, se  obtuvo  su  permiso  con  la  promesa  de  darle 
una  participación  en  los  beneficios,  aun  cuando  no 
tenía  que  contribuir  a  los  gastos.  Se  le  dio  el  mando  a 
Pizarro,  y  salieron  en  noviembre  de  1524,  con  un  cen- 
tenar de  hombres.  Almagro  se  quedó  para  seguirles 
tan  pronto  como  pudiera,  con  la  esperanza  de  reclutar 
más  gente  en  la  pequeña  colonia. 

Después  de  costear  alguna  distancia  hacia  el  sur, 
Pizarro  hizo  un  desembarco.  Era  aquel  un  sitio  in- 
hospitalario. Los  exploradores  se  hallaron  en  un  in- 
menso pantano  tropical,  donde  era  imposible  avanzar 


DEL   SIGLO  XVI  1I69 

a  causa  de  las  ciénagas  y  de  la  espesa  manigua.  Los 
miasmas  que  emanaban  de  aquel  cenagal,  eran  un 
enemigo  cruel  e  intangible.  Nubes  de  venenosos  in- 
sectos se  cernían  sobre  ellos.  Pensar  que  las  moscas 
sean  un  peligro  para  la  vida  parecerá  extraño  a  los 
que  sólo  conocen  las  zonas  templadas  pero  en  algu- 
nas partes  de  los  trópicos  hay  insectos  más  terribles 
que  los  lobos.  Desde  la  marisma,  dos  españoles,  ex- 
haustos, lograron  difícilmente  abrirse  paso  hasta  unos 
montes,  cuyas  aguzadas  rocas  (que  probablemente  eran 
de  lava)  les  cortaban  los  pies  hasta  los  huesos.  Y  nada 
encontraron  para  consolarles  y  alentaríes  ;  todo  era  un 
desierto  sin  aliciente  alguno.  Con  trabajo  retrocedie- 
ron hasta  su  tosco  bergantín,  aplanados  bajo  un  sol 
tropical,  y  se  embarcaron  de  nuevo.  Aprovisionándo- 
se de  agua  y  de  madera,  continuaron  su  rumbo  hacia  el 
sur.  Entonces  sobrevinieron  fuertes  tormentas  que  du- 
raron diez  días.  Lanzado  de  una  a  otra  parte  por  las 
olas,  su  desvencijado  barco  estuvo  a  punto  de  hacer- 
se pedazos.  Escaseó  el  agua,  y  en  cuanto  a  alimento, 
tuvieron  que  contentarse  con  dos  mazorcas  de  maíz 
diarias  cada  uno.  Tan  ponto  como  el  tiempo  se  lo 
permitió,  procuraron  desembarcar,  pero  se  hallaron 
de  nuevo  en  una  selva  tupida  e  impenetrable.  Aquellas 
extrañas,  inmensas  selvas  de  los  trópicos  (selvas  tan 
grandes  como  toda  Europa),  son  la  parte  más  ingrata 
de  la  Naturaleza  :  el  inmenso  mar  y  las  desiertas  lla- 
nuras no  son  tan  solitarias  ni  tan  mortíferas  como 
ellas.  Arboles  gigantescos,  algunos  de  ellos  de  mucho 
más  de  cien  pies  de  circunferencia,  crecen  apiñados  y 
altísimos,  sumidos  en  eterna  lobreguez,  enlazados  sus 
enormes  troncos  con  espesas  enredaderas  de  tal  modo 
que  forman,  no  ya  un  bosque,  sino  una  impenetrable 
muralla.  Para  dar  un  paso  hay  que  abrirse  camino  con 
el  hacha.  Grandes  y  repugnantes  serpientes  y  enor- 
mes saurios  viven  allí,  y  en  aquel  aire  caliente  y  hú- 
medo se  esconde  un  enemigo  más  mortal  que  la  boa, 
el  caimán  o  la  víbora  :   la  pestilencia  tropical. 

No  eran  canijos  aquellos  hombres ;  pero  en  tan 
terribles  desiertos  pronto  perdieron  toda  esperanza. 
Empezaron  a  maldecir  a  Pizarro  por  haberles  llevado 


170         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES   7. , 

a  tan  miserable  muerte,  y  clamoreaban  porque  les  voU 
vi(^.se  a  Panamá.  Pero  eso  sólo  servía  para  contrastar 
la  diferencia  que  había  entre  hombres  que  eran  vale- 
rosos físicamente  y  un  hombre  de  valor  moral  como 
Pizarro.  No  tuvo  éste  la  menor  idea  de  abandonar  la 
empresa  ;  sin  embargo,  como  sus  hombres  estaban  dis- 
puestos a  amotinarse,  era  preciso  hacer  algo,  y  tuvo 
una  idea  brillante ;  uno  de  los  primeros  chispazos  de 
aquel  genio  que  se  desarrolló  de  modo  tan  notable 
ante  el  peligro  y  la  necesidad.  Alentaba  a  sus  subordi- 
nados mientras  trataba  de  desbaratar  su  motín.  En- 
cargó a  Montenegro,  uno  de  sus  oficiales,  que  se  fue- 
se en  el  bergantín,  con  la  mitad  del  pequeño  ejército  a 
la  Isla  de  las  Perlas  en  busca  de  provisiones.  Esto  fué 
parte  a  que  no  se  abandonase  la  expedición.  Pizarro  y 
sus  cincuenta  hombres  no  podían  volverse  a  Panamá, 
porque  no  tenían  buque  ;  y  Montenegro  y  sus  acom- 
p>añantes  no  podían  dejar  de  volver  con  algunos  auxi- 
lios. Pero  fué  muy  doloroso  aquel  compás  de  espera. 
Durante  seis  semanas,  aquellos  famélicos  españoles 
anduvieron  perdidos  por  la  ciénaga,  cuya  salida  no 
podían  hallar.  No  encontraban  allí  alimento  alguno, 
excepto  los  mariscos  que  recogían  y  algunas  bayas, 
entre  las  cuales  las  había  venenosas  y  que  causaban 
muchos  dolores  a  los  que  las  comían.  Pizarro  partici- 
paba de  las  penalidades  de  sus  hombres  con  bonda- 
dosa abnegacón,  compartiendo  alimentos  con  el  más 
pobre  soldado  y  trabajando  como  los  demás,  siempre 
animándoles  con  el  ejemplo  y  con  sus  buenas  palabras. 
Más  de  veinte  hombres,  casi  <la  mitad  de  aquel  grupo, 
murieron  a  consecuencia  de  sus  privaciones,  y  los  que 
sobrevivieron  perdieron  toda  esperanza,  excepto  el  es- 
forzado jefe.  Cuando  estaban  ya  a  punto  de  desfalle- 
cer, una  luz  lejana  que  vieron  brillar  a  través  de  la 
selva  les  dio  valor,  y  abriéndose  camino  hacia  ella, 
llegaron  por  fin  a  un  C£impo  abierto  donde  había  una 
aldea  india,  cuyas  provisiones  de  maíz  y  de  cocos  sal- 
varon a  los  extenuados  españoles.  Tenían  aquellos  in- 
dios unos  cuantos  toscos  adornos  de  oro  y  dijeron  que 
hacia  el  sur  había  un  país  muy  rico  en  este  metal. 
Por  fin,  Montenegro  regresó  con  su  buque  y  algu- 


DEL   SIGLO   XVI  I7I 

ñas  provisiones  al  puerto  del  Hambre,  como  le  llama- 
ron los  españoles.  También  él  había  sufrido  mucho  a 
causa  de  las  tormentas,  que  le  retrasaron  en  su  viaje. 
Unidos  los  dos  grupos,  navegaron  hacia  el  sur  y  pron. 
to  llegaron  a  una  costa  más  abierta,  donde  encontra- 
ron otra  aldea  de  indios.  Los  habitantes  habían  huido  ; 
pero  los  exploradores  hallaron  alimentos  y  algunos  or- 
namentos de  oro.  Quedaron  horrorizados,  sin  embargo, 
al  descubrir  que  se  hallaban  entre  caníbales,  puesto 
que  vieron  piernas  y  brazos  humanos  que  se  estaban 
asando  en  las  hogueras.  Determinaron  hacerse  a  la 
mar  en  medio  de  una  tormenta,  antes  que  quedarse 
en  un  lugar  tan  repulsivo.  Al  llegar  a  un  promontorio, 
que  bautizaron  con  el  nombre  de  Punta  Quemada,  tu- 
vieron que  desembarcar  de  nuevo,  porque  su  pobre 
barco  estaba  tan  quebrantado  que  había  peligro  de 
que  se  fuese  a  pique.  Mientras  Pizarro  acampaba  en 
una  ranchería  abandonada,  envió  a  Montenegro  con 
una  pequeña  fuerza  a  hacer  exploraciones  tierra  aden- 
tro. Había  penetrado  el  teniente  unas  cuantas  millas, 
cuando  cayó  en  una  emboscada  que  le  tendieron  los 
indígenas,  y  tres  de  sus  hombres  fueron  muertos.  Los 
españoles  no  tenían  ni  siquiera  mosquetes  ;  pero  con 
espada  y  ballesta  lucharon  desesperadamente  y  por  fin 
rechazaron  a  sus  atezados  enemigos.  Los  indios,  vien- 
do allí  frustrado  su  propósito,  regresaron  a  marchas 
forzadas  a  su  aldea,  y  por  serles  familiares  las  vere- 
das llegaron  antes  que  Montenegro  y  le  atacaron  sú- 
bitamente. Pizarro,  con  su  pequeña  fuerza,  salió  a  su 
encuentro,  y  empezó  una  lucha  feroz,  pero  desigual. 
Estaban  los  españoles  en  gran  minoría,  y  su  situación 
era  desesperada.  En  la  primera  descarga  de  flechas  del 
enemigo.  Pizarro  recibió  siete  heridas,  hecho  que  por 
sí  solo  basta  para  demostrar  la  escasa  ventaja  que  la 
armadura  de  los  españoles  les  daba  sobre  los  indios, 
mientras  que  era  una  carga  muy  pesada  bajo  el  calor 
de  los  trópicos  y  entre  enemigos  tan  ágiles.  Los  espa- 
ñoles tuvieron  que  cejar,  y  al  retroceder,  Pizarro  res- 
baló y  cayó.  Los  indios,  reconociendo  fácilmente  que 
era  el  jefe,  dirigieron  todos  sus  esfuerzos  contra  él,  y 
varios  de  ellos  se  lanzaron  sobre  el  guerrero  caído  y 


172         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

ensangrentado,  pero  Pizarro  se  levantó  y  haciendo  un 
supremo  esfuerzo,  tumbó  a  dos  de  ellos  y  mantuvo  a 
los  otros  a  distancia,  hasta  que  vinieron  sus  hombres 
en  su  ayuda.  Entonces  acudió  Montenegro  y  atacó 
por  detrás  a  los  indios,  viéndose  pronto  los  españoles 
dueños  del  campo.  Pero  les  había  costado  muy  caro,  y 
el  jefe  comprendió  claramente  que  no  podía  permane- 
cer en  aquella  tierra  salvaje  con  tan  pequeña  fuerza. 
Pensó,  por  lo  tanto,  en  ir  a  buscar  refuerzos. 

Embarcóse  de  nuevo  para  volver  a  Chicamá,  y  per- 
maneciendo allí  con  la  mayoría  de  sus  hombres,  cui- 
dando de  que  no  tuviesen  ocasión  de  desertar,  envió 
a  Nicolás  de  Ribera,  con  el  oro  que  habían  recogido 
y  un  informe  detallado  de  sus  hechos,  al  gobernador 
Dávila,  de  Panamá. 

Entre  tanto,  Almagro,  después  de  muchas  demo- 
ras, había  salido  de  Panamá  en  otro  buque  y  con  se- 
senta hombres  para  seguir  a  Pizarro.  Encontró  la  pis- 
ta por  los  árboles  que  Pizarro  había  marcado  en  va- 
rios puntos,  según  lo  convenido.  Desembarcó  en  Pun- 
ta Quemada,  y  allí  le  recibieron  los  indios  de  un  modo 
hostil.  Llegaba  Almagro  con  la  sangre  ardiente  y  car- 
gó contra  ellos  con  denuedo.  En  esa  acción,  una  ja- 
velina  de  los  indios  le  produjo  tan  grave  herida  en  la 
cabeza  que,  después  de  unos  días  de  intenso  sufri- 
miento, perdió  uno  de  sus  ojos.  Pero,  no  obstante  esa 
gran  desgracia,  continuó  implertérrito  su  viaje.  La 
gran  resistencia  física  de  aquel  hombre  era  su  cuali- 
dad más  admirable.  Podía  arrostrar  el  peligro  y  el 
dolor  bravamente ;  j>ero  pocos  días  después  demostró 
que  carecía  de  valor  moral.  En  el  Río  San  Juan,  la  so- 
ledad y  la  incertidumbre  fueron  demasiado  para  Al- 
magro, y  se  volvió  hacia  Panamá.  Afortunadamente 
supo  que  su  capitán  estaba  en  Chicamá,  y  allí  se  jun- 
tó con  él.  Pizarro  no  pensaba  en  abandonar  la  empre- 
sa, y  de  tal  modo  influyó  en  Almagro,  el  cual  sólo  ne- 
cesitaba ser  dirigido  para  estar  pronto  a  cualquier  ha- 
zaña, que  los  dos  se  juraron  solemnemente  llegar  has- 
ta el  fin  de  su  viaje  o  morir  como  hombres  en  la  em- 
presa. Pizarro  le  envió  a  Panamá  en  busca  de  auxilios, 


DEL   SIGLO  XVI  173 

y  éí  Ée  iquedó  alentando  á  sus  hombres  en  el  pestífero 
Chicamá. 

El  gobernador  Dávilá,  hombre  nada  emprendedor 
y  poco  dado  a  la  administración,  estaba  a  la  sazón  de 
muy  mal  humor  para  que  le  pidiesen  ayuda.  Uno  de 
sus  subordinados  en  Nicaragua  merecía  ser  castigado 
según  él  creía,  y  su  fuerza  no  era  suficiente  para  el 
caso.  Se  arrepentía  amargamente  de  haber  permitido 
a  Pizarro  irse  con,  cien  hombres,  que  ahora  le  serían 
muy  útiles,  y  rehusó  ayudar  a  la  expedición  y  hasta 
permitir  que  continuase.  Luque,  cuyo  cargo  y  carác- 
ter le  daban  influencia  en  la  pequeña  colonia,  finalmen- 
te persuadió  al  pusilánime  gobernador  a  que  no  estor- 
base la  expedición.  Hasta  en  eso  mostró  Dávila  su  co- 
dicia. Como  precio  de  su  consentimiento  oficial,  sin  el 
cual  no  podía  hacerse  el  viaje,  exigió  el  pago  de  mil 
pesos  de  oro,  renunciando  todo  su  derecho  a  los  be- 
neficios de  la  expedición,  que  estaba  seguro  que  serían 
casi  nulos.  Un  peso  de  oro  valía  entonces  mucho  más 
de  lo  que  vale  ahora.  En  aquellos  días  era  dicho  me- 
tal mucho  más  escaso  que  en  la  actualidad,  y,  por  con- 
siguiente, era  mayor  su  valía.  Con  un  peso  oro  po- 
día entonces  comprarse  una  cantidad  de  cosas  cinco 
veces  mayor  que  ahora,  de  modo  que  lo  que  se  lla- 
maba un  duro,  y  pesaba  un  duro,  tenía  realmente  el 
valor  de  cinco  duros.  Por  consiguiente,  el  dinero  que 
exigía  Dávila  como  soborno,  equivalía  a  cinco  mil 
duros. 

Afortunadamente,  por  aquel  tiempo  Dávila  fué 
substituido  por  otro  gobernador  de  Panamá,  don  Pe- 
dro de  los  Ríos,  el  cual  no  puso  obstáculos  al  gran, 
proyecto.  Con  fecha  10  de  marzo  de  1526,  hicieron  un 
nuevo  contrato  Pizarro,  Almagro  y  Luque.  El  buen 
vicario  había  hecho  un  anticipo  de  cien  mil  pesos  en 
barras  de  oro  para  la  expedición,  y  tenía  que  percibir 
una  tercera  parte  de  todos  los  beneficios.  Pero  en  rea- 
lidad la  mayor  parte  de  ese  dinero  procedía  del  licen- 
ciado Espinosa,  y  por  medio  de  un  contrato  privado 
se  estipuló  que  la  participación  que  corresp>ondía  a 
Luque  se  entregaría  al  licenciado.  Se  compraron  y 
abastecieron  con  provisiones  dos  nuevos  buques,  ma- 


174         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

yores  y  mejores  que  el  estropeado  bergantín  que  haSía 
construido  Núñez  de  Balboa.  El  pequeño  ejército  se 
engrosó  con  reclutas  hasta  reunir  i6o  hombres,  y  tam- 
bién se  adquirieron  unos  cuantos  caballos,  quedando 
equipada  y  lista  la  segunda  expedición. 


DEL  SIGLO  XVI  175 


II 

EL  HOMBRE  IMPERTÉRRITO 

C^  ON  una  fuerza  tan  insuficiente,  aunque  mucho  más 
numerosa  que  antes,  Pizarro  y  Almagro  se  em- 
barcaron de  nuevo  para  llevar  a  cabo  su  peligrosa  em- 
presa. El  piloto  era  Bartolomé  Ruiz,  valiente  y  leal 
andaluz  y  buen  marino.  El  tiempo  se  presentaba  me- 
jor, y  los  aventureros  iban  muy  esperanzados.  Des- 
pués de  navegar  unos  cuantos  días,  llegaron  al  río  San 
Juan,  que  era  el  punto  más  lejano  de  aquella  costa  a 
que  había  llegado  europeo  alguno :  se  recordará  que 
fué  el  punto  donde  Almagro  se  descorazonó  y  volvió 
hacia  atrás.  Allí  hallaron  más  soldados  indios  y  un 
p>oco  de  oro ;  pero  también  allí  la  inmensidad  y  aspe- 
reza del  desierto  se  hizo  más  evidente.  Nos  es  muy  di- 
fícil concebir,  en  esta  época  de  comodidades,  cuan  per- 
didos  se  hallaban  aquellos  exploradores.  No  había  en- 
tonces en  todo  el  mundo  un  hombre  de  raza  blanca  que 
supiese  lo  que  había  más  allá  del  sitio  adonde  habían 
llegado  los  aventureros  españoles  ;  y  para  sentir  alien- 
to y  valor  es  necesario  saber  con  certeza  que  existe  al- 
gún objetivo  en  el  punto  a  que  nos  encaminamos.  Po- 
demos comprender  lo  que  por  ellos  pasaría,  si  nos  ima- 
ginamos un  grupo  de  muchachos,  valerosos  pero  in- 
doctos, conducidos  con  los  ojos  vendados  a  una  dis- 
tancia de  mil  millas,  y  abandonados  en  un  desierto  sel- 
vático y  enteramente  desconocido. 

Allí  hizo  alto  Pizarro  con  parte  de  sus  hombres,  y 
envió  a  Almagro  a  Panamá  con  uno  de  los  buques  en 
busca  de  reclutas,  y  al  piloto  Ruiz  con  el  otro  buque 


176         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 


..K 


a  explorar  la  costa  más  al  sur.  Ruiz  costeó  hasta  lle- 
gar a  la  Punta  de  Pasado,  y  fué  el  primer  hombre 
blanco  que  cruzó  la  línea  ecuatorial  en  el  Pacífico,  lo 
cual  no  es  menguado  honor.  Encontró  un  país  de  más 
promisión,  y  vio  pasar  una  balsa  grande  con  velas  de 
tela  de  algodón,  en  la  cual  iban  varios  indios.  Tenían 
espejos  (probablemente  de  vidrio  volcánico,  como  era 
común  entre  los  aborígenes  del  Sur)  con  marcos  de 
plata,  y  adornos  de  plata  y  de  oro,  además  de  géneros 
notables  en  que  había  entretejidas  figuras  de  animales, 
pájaros  y  peces.  El  recorrido  duró  varias  semanas,  y 
Ruiz  llegó  a  San  Juan  muy  oportunamente.  Pizarro  y 
su  gente  sufrieron  horribles  penalidades.  Habían  he- 
cho un  gallardo  esfuerzo  para  penetrar  tierra  adentro ; 
pero  no  les  fué  posible  salir  de  la  horrenda  selva  tro- 
pical «cuyos  árboles  llegaban  hasta  el  cielo».  La  es- 
pesa manigua  no  era  tan  solitaria  como  la  de  las  otras 
selvas  en  que  habían  estado.  Había  multitud  de  char- 
loteros  loros  y  brillantes  monos,  alrededor  de  los  árbo- 
les se  enroscaban  perezosas  boas,  y  dormitaban  los 
caimanes  junto  a  empantanadas  lagunas.  Muchos  de 
los  españoles  perecieron,  víctimas  de  aquellos  horri- 
pilantes y  raros  reptiles :  algunos  murieron  hechos 
pulpa,  estrujados  por  las  potentes  roscas  de  las  ser- 
pientes, y  otros  fueron  triturados  entre  las  mandíbulas 
de  los  escamosos  saurios.  Muchos  más  fueron  muertos 
por  los  indios  que  estaban  en  acecho  :  en  una  sola  arre- 
metida, catorce  de  aquella  menguante  partida  fueron 
asesinados  por  los  naturales  que  rodeaban  su  emba- 
rrancada canoa.  Agotáronse  también  sus  provisiones, 
y  los  que  quedaron  con  vida  se  estaban  muriendo  dfe 
hambre  cuando  llegó  Ruiz  con  escasos  auxilios,  pero 
con  noticias  alentadoras.  Pronto  llegó  también  Alma- 
gro, con  provisiones  y  un  refuerzo  de  ochenta  hom- 
bres. 

Toda  la  expedición  se  hizo  de  nuevo  a  la  vela  con 
rumbo  al  Sur.  Pero  en  seguida  se  desencadenaron  per- 
sistentes tormentas.  Después  de  indecibles  sufrimien- 
tos, los  exploradores  volvieron  la  proa  hacia  la  isla 
del  Gallo,  donde  permanecieron  dos  semanas  para  re- 
parar sus  desmantelados  buques  y  sus  cuerpos,  igual- 


DEL  SIGLO  XVI  I177 

mente  quebrantados.  Después  se  embarcaron  otra  vez, 
dirigiéndose  a  mares  ignotos.  El  paisaje  iba  presen- 
tando gradualmente  mejor  aspecto.  Los  palúdicos  bos- 
ques tropicales  ya  no  se  extendían  hasta  la  orilla  del 
mar.  Entre  los  boscajes  de  ébanos  y  caobos,  había  de 
vez  en  cuando  algunos  claros,  con  campos  rústica- 
mente cultivados,  y  también  poblados  indios  de  bas- 
tante extensión.  En  aquella  región  había  placeres  au- 
ríferos y  criaderos  de  esmeraldas,  y  los  indígenas  te- 
nían valiosos  ornamentos.  Los  españoles  desembarca- 
ron, pero  fueron  acometidos  por  un  número  muy  su- 
perior de  indios,  y  sólo  pudieron  librarse  de  ellos  de 
una  manera  muy  curiosa.  En  la  desigual  batalla  los 
españoles  se  vieron  acorralados,  cuando  uno  de  ellos 
cayó  de  su  caballo,  y  ese  pequeño  incidente  puso  en 
fuga  el  enjambre  de  indígenas.  Algunos  historiadores 
han  ridiculizado  la  idea  de  que  semejante  minucia 
pudiese  producir  aquel  efecto ;  pero  esto  es  debido  a 
ia  ignorancia  de  los  hechos.  Hay  que  tener  presente 
que  aquellos  indios  nunca  habían  visto  un  caballo.  To- 
maron al  jinete  español  y  su  cabalgadura  por  un  ani- 
mal grande,  raro  y  asaz  terrible  por  sí  solo :  trasunto 
del  antiguo  mito  griego  de  los  Centauros,  este  incidente 
muestra  el  modo  cómo  nació  aquel  mito.  Pero,  luego 
la  gran  bestia  desconocida  se  dividió  en  dos  partes, 
que  podían  obrar  con  entera  independencia  la  una  de 
la  otra,  y  esto  era  demasiado  para  aquellos  supersti- 
ciosos indios,  todos  los  cuales  huyeron  despavoridos. 
Los  españoles  salieron  escapados  hacia  sus  buques  y 
dieron  gracias  al  cielo  por  su  extraña  liberación. 

Pero  esta  escapada  milagrosa  les  demostró  más  cla- 
ramente la  insuficiencia  de  aquel  puñado  de  hombres 
para  luchar  contra  las  hordas  de  indios.  Necesitaban 
más  refuerzos,  y  otra  vez  se  embarcaron  hacia  la  isla 
del  Gallo,  donde  esperaría  Pizarro  mientras  Almagro 
iba  a  Panamá  en  solicitud  de  auxilios.  Obsérvese  cómo 
Pizarro  siempre  tomaba  para  sí  la  carga  más  pesada 
y  más  penosa  y  daba  la  más  fácil  a  su  consocio.  Siem- 
pre era  Almagro  el  que  se  enviaba  a  las  comodidades 
que  ofrecía  la  civilización,  mientras  que  el  esforzado 
jefe  soportaba  la  espera,  el  peligro  y  el  sufrimiento. 


[178  LOS    EXPLORADORES    ESPAÑOLES 

El  mayor  obstáculo  que  se  presentaba  entonces  consis^ 
tía  en  los  mismos  soldados,  aun  teniendo  en  cuenta 
los  mortales  peligros  y  enormes  privaciones  que  de- 
bían sufrir.  Pero  los  peligros  y  las  privaciones  de  por 
fuera  son  más  llevaderos  que  la  traición  y  el  descon- 
tento por  dentro.  A  cada  paso  Pizarro  tenía  que  sos^ 
tener  moralmente  a  sus  hombres.  Sentíanse  constante- 
mente descorazonados  (y  ciertamente  tenían  motivo- 
para  estarlo)  ;  y  en  tal  estado  de  ánimo  se  hallaban 
dispuestos  a  cualquier  acto  de  violencia,  y  de  ningún 
modo  a  seguir  adelante.  Así  es  que  Pizarro  tenía  cons- 
tantemente que  esforzar  su  voluntad  y  su  valor  no  so- 
lamente para  él  mismo,  que  sufría  tan  cruelmente 
como  el  último,  sino  para  todos.  Era  como  uno  de 
esos  espíritus  vigorosos  que  vemos  algunas  veces  sos- 
teniendo un  cuerpo  medio  muerto,  cuerpo  que  mu- 
cho antes  se  hubiera  ya  disgregado  de  un  espíritu  me- 
nos  intrépido. 

Los  hombres  se  habían  amotinado  de  nuevo,  y  a 
pesar  del  animoso  ejemplo  y  de  los  esfuerzos  de  Piza- 
rro, estuvieron  a  punto  de  hacer  fracasar  toda  la  em- 
presa. Por  conducto  de  Almagro  enviaron  a  la  es- 
posa del  gobernador  un  ovillo  de  algodón  como  mues- 
tra de  los  productos  del  país  ;  pero  en  este  al  parecer 
inocuo  regalo,  los  cobardes  habían  escondido  una  car- 
ta en  la  cual  declaraban  que  Pizarro  les  conducía  a  la 
muerte,  y  amonestaban  a  otros  que  no  le  siguiesen. 
Un  verso  ramplón,  colocado  al  final,  decía  que  Piza- 
rra era  un  carnicero  que  esperaba  más  carne,  y  que  Al- 
magro había  ido  a  Panamá  a  recoger  ovejas  para  lle- 
varlas al  matadero. 

La  carta  llegó  a  manos  del  gobernador  Los  Ríos^. 
el  cual  se  indignó  mucho  al  leerla.  Envió  al  cordobés 
Tafur  con  dos  buques  a  la  isla  del  Gallo  a  recoger  a  to- 
dos los  españoles  que  allí  estaban,  y  estorbar  así  una 
expedición  cuya  importancia  no  era  su  mente  capaz 
de  comprender.  Pizarro  y  sus  hombres  sufrían  terri- 
blemente, siempre  calados  por  las  tormentas  y  casv 
muertos  de  hambre.  Cuando  llegó  Tafur,  todos  menos 
Pizarro  lo  acogieron  como  un  salvador  y  querían  vol- 
verse con  él  en  el  acto.  Pero  el  capitán  no  cejó.  Con; 


DEL  SIGLO  XVI  'I79 

SU  daga  trazó  una  raya  sobre  la  arena  y  mirando  a  sus 
hombres  de  hito  en  hito  les  dijo :  «Camaradas  y  ami- 
gos :  de  aquel  lado  está  la  muerte,  las  privaciones,  el 
hambre,  la  desnudez,  las  tempestades  ;  de  este  lado 
está  la  comodidad  y  la  molicie.  Desde  este  lado  vais  a 
Panamá  a  ser  pobres ;  del  otro  lado  vais  al  Perú  a  ser 
ricos.  El  que  sea  valiente  castellano,  que  escoja  lo  pre- 
ferible.)) 

Al  decir  esto  cruzó  la  raya,  pasándose  al  sur.  Ruiz, 
el  bravo  piloto  andaluz,  cruzó  también  detrás  de  él ; 
lo  mismo  hizo  Pedro  de  Candía,  el  griego,  y  uno  tras 
otro  once  héroes  más,  cuyos  nombres  merecen-  ser  re- 
cordados por  cuantos  aman  la  lealtad  y  el  valor.  Eran 
Cristóbal  de  Peralta,  Domingo  de  Soria  Luce,  Nico- 
lás de  Ribera,  Francisco  áe  Cuéllar,  Alonso  de  ¡Moli- 
na, Pedro  Alcón,  García  de  Jerez,  Antón  de  Carrión, 
Alonso  Briceño,  Martín  de  Paz  y  Juan  de  la  Torre. 

El  ruin  Tafur  sólo  vio  en  este  acto  de  heroísmo  una 
desobediencia  al  gobernador,  y  no  quiso  dejarles  uno 
de  sus  buques.  Con  dificultad  se  le  pudo  inducir  a  que 
les  abandonase  algunas  provisiones,  siquiera  para  im- 
pedir que  se  murieran,  y  con  sus  cobardes  pasajeros  se 
volvió  a  Panamá,  dejando  a  los  catorce  solos  en  su 
pequeña   isla  del  desconocido  mar  Pacífico. 

¿  Tuvo  nunca  el  lector  conocimiento  de  un  heroís- 
mo más  grande  ?  ¡  Solos,  aprisionados  por  el  gran 
mar,  con  muy  pocos  alimentos,  sin  buques,  sin  ropa, 
casi  sin  armas,  había  allí  catorce  hombres,  empeñados 
todavía  en  conquistar  un  país  salvaje  tan  grande  como 
toda  Europa !  Hasta  el  parcial  historiador  Prescott  ad- 
mite que  en  todos  los  anales  de  la  caballería  no  se  en- 
cuentra nada  que  la  aventaje. 

La  isla  del  Gallo  se  hizo  inhabitable,  y  Pizarro  y 
sus  hombres  construyeron  una  frágil  balsa  y  en  ella 
navegaron  setenta  y  cinco  millas  hacia  el  norte,  hasta 
llegar  a  la  isla  de  Gorgona.  Esa  era  tierra  más  alta  y 
en  ella  había  madera,  y  los  exploradores  construyeron 
chozas  para  resguardarse  de  las  tormentas.  Sufrieron 
grandemente  por  el  hambre,  pK)r  la  intemperie  y  por 
causa  de  los  bichos  venenosos,  que  les  martirizaban 
cruelmente.  Pizarro  reunía  a  su  gente  a  diario  para 


1 8o  ¿US    EXPLORADORES    ESPA.^'OLES 

hacer  sus  devociones,  y  todos  los  días  daban  gracias  a 
Dios  por  conservarles  la  vida  y  le  pedían  que  no  los 
desamparase.  Pizarro  fué  siempre  un  hombre  devoto. 
y  nunca  hacía  acto  alguno  sin  invocar  la  gracia  divi- 
na, ni  se  olvidaba  nunca  de  dar  gracias  a  Dios  por 
los  éxitos  que  alcanzaba.  Así  lo  hizo  hasta  el  fin,  y 
aun  en  sus  postrimerías  trazó  con  los  dedos  la  cruz, 
que  tanto  reverenciaba. 

Durante  siete  inenarrables  meses,  los  catorce  hom- 
bres abandonados  esperaron  y  sufrieron  en  su  solita- 
rio arrecife.  Tafur  llegó  salvo  a  Panamá,  y  dio  cuenta 
de  haberse  negado  aquellos  hombres  a  volver  con  él. 
El  gobernador  Los  Ríos  se  irritó  más  todavía  y  rehu- 
só prestar  auxilio  a  los  obstinados  náufragos.  Pero  Lu- 
que,  recordándole  que  las  órdenes  que  había  recibido 
de  la  Corona  eran  que  ayudase  a  Pizarro,  al  fin  indujo 
al  tacaño  gobernador  a  que  permitiese  enviarles  un 
buque  con  casi  los  suficientes  marineros  para  tripular- 
lo y  un  pequeño  acopio  de  provisiones.  Pero  con  el 
buque  se  enviaron  órdenes  terminantes  a  Pizarro  de 
volver  y  presentarse  en  el  término  de  seis  meses,  ocu- 
rriera lo  que  ocurriese.  Los  que  fueron  a  rescatarlos 
hallaron  a  los  catorce  valientes  en  la  isla  de  Gorgona  ; 
y  Pizarro  pudo  al  fin  continuar  su  viaje  con  unos 
cuantos  marineros  y  un  ejército  de  once.  Dos  de  los 
catorce  estaban  tan  enfermos  que  tuvieron  que  quedar 
en  la  isla  al  cuidado  de  indios  amigos,  y  con  el  cora- 
zón apenado  sus  camaradas  se  despidieron  de  ellos. 

Pizarro  hizo  rumbo  al  sur.  Pronto  traspusieron  el 
punto  más  lejano  a  que  había  llegado  europeo  alguno 
— Punta  de  Pasado,  que  era  el  límite  de  las  explora- 
ciones de  Ruiz, — y  se  hallaron  de  nuevo  en  mares  des- 
conocidos. Después  de  navegar  veinte  días,  entraron 
en  el  Golfo  de  Guayaquil  (Ecuador),  y  anclaron  en  la 
bahía  de  Túmbez.  Delante  de  ellos  vieron  una  gran 
ciudad  india  con  casas  permanentes.  La  bahía  azul  es- 
taba salpicada  de  balsas  con  velas  indias,  y  en  las  le- 
janías del  fondo  veían  elevarse  los  gigantescos  pi- 
cos de  los  Andes.  Podemos  ima<^inarnos  la  impresión 
que  debió  causar  a  los  españoles  la  primera  vista  de 


DEL  SIGLO  XVI  11 8 1 

aquellas  montañas,  que  tenían  más  de  veinte  mil  pies 
ingleses  de  altura. 

Los  indios  salieron  en  sus  balsas  a  contemplar  a 
los  maravillosos  extranjeros,  y  viéndose  tratados  con 
la  mayor  bondad  y  consideración,  pronto  perdieron  el 
miedo.  Los  españoles  recibieron  regalos  de  pollos,  cer- 
dos y  baratijas ;  les  trajeron  plátanos,  maíz,  boniatos, 
pinas,  cocos,  caza  y  i>escado.  Puede  asegurarse  que  es- 
tos obsequios  fueron  sumamente  apreciados  por  los 
rudos  exploradores,  después  de  tantos  meses  de  pasar 
hambre.  Los  indios  llevaron  también  a  bordo  varias 
llamas,  que  son  los  cuadrúpedos  característicos  y  más 
valiosos  de  la  América  del  Sur.  El  ameno,  aunque  mal 
informado  historiador  que  ha  contribuido  más  que  otro 
hombre  alguno  en  los  Estados  Unidos  a  propagar  una 
interesante,  pero  absolutamente  falsa  idea  del  Perú, 
dice  que  la  llama  es  el  carnero  peruano ;  pero  es  tan 
carnero  como  la  jirafa.  La  llama  es  el  camello  sudame- 
ricano, un  verdadero  camello,  aunque  pequeño.  Es  el 
animal  de  carga  cuyo  andar  lento  y  seguro  y  cuyo  pa- 
ciente lomo  han  permitido  al  hombre  transitar  por  un 
país  tan  montañoso  que  en  algunos  sitios  son  inservi- 
bles los  caballos.  Además  de  hacer  las  veces  de  acé- 
mila, es  productor  de  materia  textil :  de  él  se  saca  el 
pelo  que  sirve  para  tejer  las  prendas  de  ropa  que  usa 
el  pueblo.  Había  tres  clases  más  de  camellos  :  la  vicu- 
ña, el  guanaco  y  la  alpaca,  todos  pequeños  y  todos 
apreciados  por  su  pelo,  el  cual  para  géneros  finos  es 
superior  a  la  lana  de  los  mejores  carneros.  Los  perua- 
nos domesticaron  la  llama  en  grandes  rebaños  e  hicie- 
ron de  ese  cuadrúpedo  su  auxiliar  más  importante. 
Eran  los  únicos  aborígenes  en  las  dos  Américas  que 
tenían  un  animal  de  carga  antes  de  llegar  los  europeos, 
excepto  los  apaches  de  las  llanuras  y  los  esquimales, 
los  cuales  utilizaban  los  perros  y  los  trineos. 

En  Túmbez,  Alonso  de  Molina  fué  enviado  a  tie- 
rra para  ver  la  ciudad.  Volvió  con  tan  sorprendentes 
informes  de  templos  dorados  y  grandes  fortalezas,  que 
Pizarro  no  le  dio  crédito  y  envió  a  Pedro  de  Candía. 
Este  griego,  natural  de  la  isla  de  Candía,  era  hombre 
importante  en  el  pequeño  grupo  de  españoles.  En  to- 


[l82  LOS    EXPLORADORES    ESPAÑOLES 

das  partes  eran  entonces  los  griegos  considerados  como 
un  pueblo  versado  en  las  todavía  misteriosas  armas,  y 
toda  Europa  respetaba  a  los  que  habían  inventado  el 
<(fuego  griego»,  ese  maravilloso  agente  que  ardía  por 
debajo  del  agua  y  que  nadie  sabe  fabricar  hoy  día.  Los 
griegos  eran  generalmente  conocidos  como  ((pirotéc- 
nicos)), y  eran  muy  solicitados  como  maestros  de  ar- 
tillería. 

Pedro  de  Candía  bajó  a  tierra  con  su  armadura  y 
su  arcabuz,  causando  con  ambas  cosas  el  pasmo  de  los 
habitantes  ;  y  cuando  puso  una  tabla  como  blanco  y 
de  un  balazo  la  hizo  astillas,  quedaron  sobrecogidos 
por  aquel  extraño  ruido  y  por  el  resultado.  Candía  dio 
informes  tan  encomiásticos  como  los  de  Molina,  y  los 
harapientos  españoles  empezaron  a  creer  que  al  fin 
iban  a  realizarse  sus  dorados  ensueños,  y  con  esto 
cobraron  nuevo  aliento.  Pizarro  rehusó  delicadamente 
aceptar  los  regalos  de  oro,  plata  y  perlas  que  le  ofre- 
cieron los  aterrorizados  indígenas,  y  de  nuevo  volvió 
la  proa  hacia  el  Sur,  navegando  hasta  cerca  del  <f  de 
latitud.  Entonces,  considerando  que  ya  había  visto 
bastante  para  justificar  su  vuelta  en,  busca  de  refuer- 
zos, se  dirigió  a  Panamá.  Alonso  de  Molina  v  un  com- 
pañero se  quedaron  en  Túm.bez  a  petición  suya,  por 
gustarles  mucho  aquella  tierra.  En  su  lugar  llevóse 
Pizarro  dos  jóvenes  indios  para  que  aprendiesen  la  len- 
gua española.  Uno  de  ellos  a  quien  dieron  el  nombre 
de  Felipillo,  jugó  más  tarde  un  papel  importante  pero 
ignominioso.  Los  navegantes  se  detuvieron  en  la  isla 
de  Gorgona  para  recoger  a  sus  dos  camaradas  que  que- 
daron enfermos.  El  uno  había  muerto,  pero  el  otro  se 
unió  de  buen  grado  a  sus  compañeros.  Y  así,  con  sus 
áoQQ.  hombres,  Pizarro  volvió  a  Panamá,  después  de 
diez  y  ocho  meses  de  ausencia,  habiendo  amontonado 
en  ese  lapso  de  tiempo  todos  los  sufrimientos  y  todos 
los  horrores  de  una  vida  entera. 


DEL  SIGLO  XVI  tlSj 


III 

GANANDO  TERRENO 

Bl  l  gobernador  Los  Ríos  no  le  impresionó  el  heroís- 
mo de  aquel  pequeño  grupo,  y  rehusó  prestarle 
auxilio.  Su  situación  parecía  desesperada  ;  pero  el  jefe 
no  se  amilanó.  Determinó  ir  él  mismo  a  España  y  di- 
rigirse personalmente  al  Rey.  Esta  me  parece  a  mí 
que  fué  una  de  sus  más  notables  empresas.  Aquel  hom- 
bre, cuya  niñez  se  deslizó  entre  cerdos,  y  que  en  su) 
edad  viril  guardó  rebaños  de  hombres  rudos  y  mucho 
más  peligrosos  ;  que  nada  sabía  de  libros  ni  de  etique- 
tas cortesanas,  presentándose  confiada,  pero  modesta^ 
mente  en  la  deslumbradora  y  rígida  corte  de  España,; 
rmostraba  otra  faceta  de  su  alto  valor.  Era  lo  mismo  qué 
si  un  deshollinador  de  Londres  fuese  mañana  a  pedií 
audiencia  y  mercedes  a  la  Reina  Victoria  (*). 

Pero  Pizarro  supo  salir  de  aquélla,  como  de  todáá 
las  otras  crisis  de  su  vida,  de  una  manera  honrosa.  Es-* 
taba  todavía  sin  ropa  y  sin  un  maravedí ;  pero  Luquei 
hizo  una  colecta  para  él  de  mil  quinientos  ducados,; 
y  en  la  primavera  del  año  1528  embarcó  Pizarro  para 
España.  Llevó  consigo  a  Pedro  de  Candía  y  algunosí 
peruanos,  con  varias  llamas,  telas  primorosamente  te^ 
jidas  por  los  indios  y  algunas  joyas  y  vasijas  de  oro 
y  plata  para  corroborar  su  relato.  Llegó  a  Sevilla  du- 
rante el  verano,  y  fué  en  el  acto  encerrado  en  un  cala- 
bozo por  Enciso,  en  virtud  de  una  cruel  y  antigua  ley 
que  fK)r  mucho  tiempo  prevaleció  en  todos  los  paíseí^ 


(•)    El  autor  escribió  este  libro  ante»  del  fallecimiento  ¿c  ei«  soberana— . 
ÍN.  det  T.) 


184        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

civilizados,  que  permitía  encarcelar  por  deudas.  La 
historia  de  sus  hechos  no  tardó  en  divulgarse,  y  por 
orden,  de  la  Corona  fué  puesto  en  libertad  y  llamado  a 
la  Corte.  De  pie  ante  el  arrogante  Carlos  V,  el  anal- 
fabeto soldado  contó  su  historia  con  tanta  modestia, 
de  un  modo  tan  varonil  y  con  tal  claridad,  que  el  empe- 
rador derramó  lágrimas  al  oir  el  relato  de  tan  horri- 
bles sufrimientos  y  se  entusiasmó  ante  tan  heroica  en- 
tereza, i 

El  rey  estaba  a  punto  de  embarcarse  para  Italia  en 
una  misión  importante  ;  pero,  ganado  ya  su  corazón, 
dejó  a  Pizarro  muy  recomendado  al  Consejo  de  las 
Indias  para  que  éste  le  ayudase  en  su  empresa.  Aque- 
lla docta  pero  grave  corporación  se  movía  lentamente, 
como  suelen  moverse  los  hombres  que  sólo  han  apren- 
dido en  libros  y  con  teorías,  y  la  dilación  era  peligrosa. 
Por  fin  la  reina  intervino  en,  el  asunto,  y  el  veintiséis 
de  julio  de  1529  firmó  de  su  propia  y  regia  mano  el  pre- 
cioso documento  que  hizo  posible  una  de  las  más 
grandes  y  más  brillantes  conquistas  que  registra  la 
historia  de  la  humanidad.  América  debe  mucho  a  las 
animosas  reinas  de  España,  lo  mismo  que  a  sus  reyes. 
Recordamos  lo  que  hizo  Isabel  para  el  descubrimiento 
del  Nuevo  Mundo,  y  ahora  la  esposa  de  Carlos  V  con- 
tribuyó de  una  manera  igualmente  honrosa  al  más 
inteixsante  pasaje  de  la  historia  de  América. 

La  capitulación  o  contrato  en  que  dos  persona- 
lidades tan  diferentes  y  distantes  figuran  al  lado  una 
de  la  otra, — la  primera  firmando  con  letra  clara  :  Ya 
Ja  Reina,  y  el  otro  poniendo  debajo  :  Francisco  (X)  Pi- 
zarro, fué  la  base  de  la  fortuna  de  este  último.  El  hom- 
bre que  fuera  víctima  de  la  mofa  y  del  abandono  de 
espíritus  mezquinos,  que  constantemente  frustraran 
su  más  acariciada  esperanza,  se  había  ahora  aquista- 
do el  interés  y  el  apoyo  de  sus  soberanos,  y  obtenido 
de  ellos  la  promesa  de  un  magnífico  galardón  ;  y  segu- 
ros estamos  de  que  un  hombre  de  su  calibre  tenía  más 
lejos  de  su  pensamiento  ese  galardón  que  la  posibili- 
dad de  realizar  su  soñado  descubrimiento.  Había  te- 
nido que  atraerse  auxiliares  con  el  cebo  de  doradas  es- 
peranzas ;  y  era  natural  y  justo  que,  al  cabo  de  cin- 


DEL  SIGLO  XVI  fl8S^ 

cuenta  años  de  pobreza  y  privaciones,  pensase  tam- 
bién un  poco  en  procurar  para  sí  un  tanto  de  comodi- 
dad y  de  riqueza.  Pero  no  ha  habido  ni  podrá  haber 
hombre  alguno  que,  por  mera  avaricia,  lleve  a  cabo 
las  proezas  quíe  realizó  Pizarro.  Semejantes  éxitos 
sólo  pueden  alcanzarlos  los  grandes  espíritus  que  per- 
siguen los  más  altos  ideales,  y  ciertamente  la  prin- 
cipal ambición  de  Pizarro  era  conseguir  algo  más  no- 
ble y  perdurable  que  el  oro. 

El  contrato  con  la  Corona  concedió  a  Francisco  Pi- 
zarro el  derecho  de  fundar  y  establecer  un  imperio  es- 
pañol en  el  país  de  Nueva  Castilla,  que  tal  fué  el  nom- 
bre que  se  dio  al  Perú.  Se  le  otorgaba  permiso  «parai 
explorar,  conquistar,  pacificar  y  colonizar»  las  tierras 
desde  Santiago  hasta  un  punto  distante  doscientas  le- 
guas al  sur,  y  de  esa  vasta  y  desconocida  nueva  pro- 
vincia sería  gobernador  y  capitán  general,  que  era 
el  más  elevado  cargo  militar.  Se  le  daba,  además,  los 
títulos  de  Adelantado  y  Alguacil  mayor  de  por  vida, 
con  un  sueldo  anual  de  725,000  maravedises.  A  Alma- 
gro se  le  nombraba  comandante  de  Túmbez,  con  una 
renta  anual  de  300,000  maravedises  y  el  rango  de  hidal- 
go. El  buen  Padre  Luque  fué  nombrado  obispo  de 
Túmbez  y  protector  de  los  indios  con  mil  ducados 
anuales.  A  Ruiz  se  le  dio  el  título  de  gran  piloto  de  los 
mares  del  Sur  ;  Candía  fué  nombrado  comandante  de 
artillería,  y  a  los  otros  que  tan  bizarramente  perma- 
necieron al  lado  de  Pizarro  en  la  isla  solitaria,  se  les 
concedió  el  título  de  hidalgos. 

A  cambio  de  estas  mercedes  se  le  exigió  a  Pizarro 
la  promesa  de  observar  las  generosas  leyes  españolas 
para  el  gobierno,  protección  y  educación  de  los  indios, 
y  que  llevara  con  él  sacerdotes  expresamente  para  con- 
vertir los  naturales  al  cristianismo.  Tenía  además  que 
reunir  una  fuerza  de  doscientos  cincuenta  hombres  en 
seis  meses,  y  equiparlos  bien,  contando  con  un  peque- 
ño auxilio  de  la  Corona  ;  y  dentro  de  los  seis'  meses  de 
su  llegada  a  Panamá,  debía  salir  con  la  expedición  para 
el  Perú.  También  se  le  hizo  caballero  de  la  orden  de 
Santiago,  y  elevado  así  de  repente  a  la  altiva  nobleza 
de  España,  se  le  permitió  añadir  las  armas  reales  a  las- 


^86        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

<le  los  Pizarros,  con  otros  timbres  conmemorativos 
■de  sus  proezas  :  una  ciudad  india,  con  un  buque  en  la 
bahía  y  el  pequeño  camello  del  Perú.  Esto  era  un  sor- 
prendente y  significativo  cúmulo  de  honores,  muy  di- 
fíciles de  comprender  para  los  que  sólo  estamos  habi- 
tuados a  las  instituciones  republicanas.  Borró  para 
siempre  la  mancilla  del  nacimiento  de  Pizarro  y  le  dio 
un  sitio  esclarecido.  Fué  eso  tanto  más  importante, 
por  cuanto  demostraba  que  la  Corona  reconocía  de 
-este  modo  el  rango  de  Pizarro  en  la  conquista  de  Amé- 
rica. Cortés  nunca  ganó  y  nunca  recibió  tal  distio- 
-ción. 
.  Esta  división  de  honores  dio  pie  sí  muy  serios  dis- 
gustos. Almagro  jamás  j>erdonó  a  Pizarro  su  mayor 
•exaltamiento,  y  le  acusó  de  haber  procurado  lo  mejor 
para  sí,  egoísta  y  traicioneramente.  Algunos  historia- 
adores  se  han  puesto  de  parte  de  Almagro ;  pero  tene- 
mos fundados  motivos  para  creer  que  Pizarro  obró  con 
rectitud  e  integridad.  Como  él  mismo  expuso,  hizo 
cuantos  esfuerzos  pudo  para  inducir  a  la  Corona  a 
-conceder  los  mismos  honores  a  Almagro ;  pero  la  Co- 
rona se  negó  a  ello.  Mas,  aun  sin  tener  en  cuenta  la 
palabra  de  Pizarro,  era  una  medida  política  muy  pru- 
'dente  que  la  Corona  rehusase  esa  petición.  En  cual- 
quier parte,  la  coexistencia  de  dos  jefes  constituye 
siempre  un  peligro,  y  España  había  ya  tenido  en  tal 
sentido  una  experiencia  demasiado  amarga  en  Amé- 
rica, para  dar  lugar  a  una  repetición.  Dispuesta  es- 
taba a  conceder  todos  los  honores  y  dar  estímulos  a 
dos  brazos  ;  pero  debía  haber  solamente  una  cabeza, 
y  ciertamente  cualquiera  que  se  fije  en  la  diferencia 
mental  y  moral  que  había  entre  los  dos  hombres  y  en 
lo  que  fueron  sus  acciones  y  los  resultados,  antes  y 
después  de  la  regia  concesión,  admitirá  que  la  Corona 
de  España  hizo  favor  a  Almagro  en  su  estimación  y 
le  dio  ciertamente  cuanto  él  valía.  En  todo  el  contrato 
se  transparentan  los  esfuerzos  de  Pizarro  en  favor  de 
su  socio,  el  ingrato  y  después  traidor  Almagro,  y  eso 
lo  corrobora  plenamente  la  prolongada  paciencia  y  la 
'demencia  de  Pizarro  para  con  su  vulgar,  innoble  y 
'Cada  vez  más  empecatado  camarada.  No  era  Pizarro 


DEL  SIGLO  XVI  Í187 

<Ie  esos  hombres  a  quienes  la  fortuna  les  trastorna  la 
cabeza.  Ni  lo  aplastaba  la  adversidad,  ni,  lo  que  es 
más  raro  todavía,  le  embriagaba  el  éxito  más  brillan- 
te, en  lo  cual  se  elevaba  a  mayor  altura  que  Napoleón, 
•que  era  más  grande  como  genio,  pero  menos  noble  co- 
mo hombre.  Elevado  de  una  abyecta  y  prolongada  po- 
breza al  más  alto  pináculo  de  la  riqueza  y  de  la  fama, 
Pizarro  fué  siempre  el  mismo  hombre  tranquilo,  mo- 
desto, prudente,  heroico,  temeroso  de  Dios  y  agrade- 
cido a  sus  beneficios.  El  éxito  sólo  contribuyó  a  hacer 
más  vil  la  naturaleza  de  Almagro,  y  su  fin  fué  igno- 
minioso. 

Después  de  firmar  su  contrato  con  la  Corona,  Piza- 
rro sintió  anhelo  de  visitar  los  lugares  en  que  transcu- 
rriera su  niñez.  Aun  cuando  ésta  fuera  infelicísima, 
sentía  una  varonil  satisfacción  en  volver  a  contemplar 
aquellos  lugares.  Y  el  harapiento  rapaz  que  dejara 
sus  cerdos  en  Trujillo,  volvió  allí  siendo  un  héroe  en- 
noblecido, de  cabello  cano  y  de  fama  imperecedera. 
No  creo  que  fuese  allá  por  un  alarde  de  vanagloria  ante 
los  que  pudieran  recordarle.  Esto  no  era  propio  del  ca- 
rácter de  Pizarro,  el  cual  nunca  dio  muestras  de  vani- 
dad ni  dé  orgullo.  Era  liberal,  modesto,  generoso, 
como  el  vahente  Crook,  el  más  grande  y  el  mejor  de 
nuestros  conquistadores  de  los  indios,  el  cual  nunca 
estaba  más  a  gusto  que  cuando  andaba  entre  sus  tro- 
pas sin  que  en  su  uniforme  ni  en  sus  maneras  se  pudie- 
se ver  que  era  un  mayor  general  del  ejército  de  los 
Estados  Unidos  y  no  un  pobre  scout  o  cazador.  No; 
lo  que  llevó  a  Pizarro  a  Trujillo  fué  lo  que  había  en  él 
de  hombre,  o  tal  vez  un  rasgo  del  niño  que  siempre 
queda  en  estos  grandes  corazones.  Por  supuesto,  el 
pueblo  se  regocijó  honrando  al  héroe  de  ese  cuento 
fantástico,  que  tal  parece  la  historia  de  sus  hechos. 
Pero  con  seguridad  que  el  bizarro  general  se  alegraba 
de  evadirse  algunas  veces  de  sus  visitas,  para  ir  a  reco- 
rrer las  lomas  donde  había  guardado  cerdos  muchos 
años  antes,  y  a  contemplar  los  mismos  árboles  y  ria- 
chuelos, y  tal  vez  a  otro  harapiento  e  ignorante  mu- 
chacho pastoreando  bulliciosos  puercos.  Bien  pudo 
haberse  pellizcado  para  cerciorarse  de  que  realmente 


:i88        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES  ^ 

estaba  despierto ;  de  que  aquel  rapaz  que  veía  allá  a 
lo  lejos  no  era  él,  Francisco  Pizarro,  vestido  de  hara- 
pos en  medio  de  sus  cerdos,  y  de  que  aquel  caballero 
canoso,  afamado,  que  tanto  había  viajado  y  tantos  ho» 
ñores  recibido,  no  era  un  sueño,  como  tampoco  los 
años  que  habían  transcurrido.  Y  era  él  hombre  capaz, 
sintiéndose  despierto,  de  ir  a  sentarse  sobre  el  césped 
junto  al  desharrapado  porquerizo  y  decirle  bondadosa- 
mente :  «¿Cómo  vamos,  amigo?»  Y  cuando  el  asom- 
brado y  asustado  mozuelo  balbucease  o  tratase  de  huir 
del  primer  gran  personaje  que  le  había  dirigido  la  pa- 
labra, Pizarro  le  hablaría  con  tanto  cariño  y  le  contaría 
cosas  tan  maravillosas,  que  el  pobre  rapaz  le  miraría 
con  esa  adoración  al  héroe  que  es  uno  de  los  más  puros 
y  más  alentadores  impulsos  de  nuestra  naturaleza,  pen- 
sando si  podría  él  llegar  a  ser  algún  día  un  personaje 
como  aquel  arrogante  caballero  que  tranquilamente 
le  había  dicho :  aSí,  hijo  mío ;  yo  también  guardé 
puercos  en  este  sitio».  Cuanto  más  pienso  en  ello,  por 
lo  que  sabemos  de  Pizarro,  más  seguro  estoy  de  que 
realmente  fué  a  visitar  los  antiguos  pastos  y  los  cerdos 
y  los  ignorantes  porqueros,  y  de  que  habló  con  ellos 
sencilla  y  afablemente,  y  que  les  impresionaría  de  tal 
modo,  que  resolvieron  hacer  algo  mejor  de  lo  que  ha- 
ciendo estaban. 

Pero  el  interés  que  en  todas  partes  se  atraía  Pizarra 
no  trajo  reclutas  a  su  bandera  tan  a  prisa  como  él  de- 
seaba. Muchos  preferían  admirar  al  héroe,  que  llegar 
a  ser  héroes  a  costa  de  semejantes  padecimientos.  En- 
tre los  que  le  siguieron  estaban  sus  hermanos  Hernan- 
do, Gonzalo  y  Juan,  que  debían  figurar  de  un  modo 
preeminente  en  el  Nuevo  Mundo,  si  bien  hasta  entonces 
nunca  se  había  oído  mentar  sus  nombres,  Hernando, 
el  mayor  de  los  cuatro,  era  el  único  hijo  legítimo  y 
recibió  mucho  mejor  educación.  Pero  era  también  d 
peor,  y  como  no  profesaba  los  principios  estrictos  de 
Francisco,  terminó  de  un  modo  lastimoso.  Juan  era 
una  figura  simpática,  y  se  distinguió  por  su  carác- 
ter varonil  y  su  valor ;  murió  prematuramente.  Gon- 
zalo era  un  verdadero  caballero  andante,  intrépido, 
liberal  y  caballeroso,  y  llegó  a  ser  tan  querido  en  el 


DEL  SIGLO  XVI  I89 

Nuevo  Mundo  por  los  soldados  que  le  seguían,  como 
por  los  indios  que  conquistaba.  Hizo  una  de  las  mar- 
chas más  increíbles  de  que  hay  memoria,  y  probable- 
mente hubiera  adquirido  gran  fama,  si  la  muerte  de 
su  hermano  y  guía  Francisco  no  le  hubiese  hecho  caer 
en  manos  de  malos  consejeros  como  el  picaro  Carva- 
jal, quienes  llevándole  por  mal  camino  le  empujaron 
hacia  su  ruina.  Pero,  si  bien  los  hermanos  no  eran  mal- 
vados, ni  cobardes,  ni  tontos,  ninguno  podía  compa- 
rarse con  Francisco.  Era  éste  uno  de  los  raros  ejempla- 
res que  se  han  hallado  esparcidos  y  muy  distanciados 
por  el  camino  del  mundo.  Poseía  no  tan  sólo  las  cua- 
lidades de  los  héroes  y  que,  por  fortuna,  son  muy 
comunes,  sino  también  la  intuición  y  la  certera  finali- 
dad del  genio.  Con  menos  perspicacia  que  Napoleón, 
porque  era  menos  instruido,  pero  tan  grande  como 
él  en  su  decisión,  y  más  grande  que  él  por  sus  princi- 
pios, fué  uno  de  íos  hombres  más  insignes  de  todas 
las  edades. 

Pero,  volviendo  a  nuestro  relato,  pasaron  los  seis 
meses,  y  todavía  le  faltaba  completar  los  doscientos 
•cincuenta  voluntarios  que  necesitaba.  El  Consejo  es- 
taba a  punto  de  revistar  el  contingente  ;  pero  Pizarro, 
por  temor  de  que,  ateniéndose  estrictamente  a  la  letra 
<íe  la  ley,  pudiese  aquél  impedirle  la  consumación  de 
sus  grandes  planes  simplemente  por  la  falta  de  unos 
cuantos  hombres,  y  desesperado  al  pensar  en  una  nue- 
va demora,  no  quiso  aguardar  el  permiso  oficial  para 
salir,  sino  que  soltó  amarras  y  se  hizo  a  la  mar  secreta- 
mente en  enero  de  1530.  No  fué  realmente  correcta  se- 
mejante determinación  ;  pero  estaba  convencido  de  que 
mucho  se  arriesgaba  por  un  mero  tecnicismo  y  de  que 
él  cumplía  con  el  espíritu  ya  que  no  con  la  letra  de  la 
ley.  Es  evidente  que  la  Corona  lo  comprendió  también 
así,  puesto  que  ni  se  le  mandó  a  buscar  ni  se  le  im- 
puso un  castigo.  Después  de  un  viaje  pesado  llegó 
salvo  á  Santa  María.  Allí  sus  nuevos  soldados  se  asus- 
taron al  saber  que  iban  a  encontrar  grandes  serpientes 
y  caimanes,  y  un  gran  número  de  los  más  pusilánimes 
desertó.  También  Almagro  levantó  un  clamoreo,  di- 
ciendo que  Pizarro  le  había  robado  los  honores  que  le 


IQO        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

correspondían  ;  pero  Luque  y  Espinosa  pacificaron  á. 
los  revoltosos,  ayudados  por  el  espíritu  generoso  de 
Pizarro.  Este  convino  en  nombrar  a  Almagro  Adelan- 
tado y  en  pedir  a  la  Corona  que  confirmare  el  nombra- 
miento. También  prometió  mirar  por  él  ames  que  por 
sus  propios  hermanos. 

Al  comenzar  enero  de  1531,  Francisco  Pizarro  sa- 
lió de  Panamá  en  su  tercero  y  último  viaje  hacia  el  sur. 
Tenía  en  sus  tres  buques  ciento  ochenta  hombres  y 
veintisiete  caballos.  No  era,  en  verdad,  un  ejército  im- 
ponente para  explorar  y  conquistar  un  gran  país  ;  pero 
fué  todo  lo  que  pudo  reunir,  y  Pizarro  estaba  empe- 
ñado en  hacer  la  prueba.  Llevó  a  cabo  la  verdadera 
conquista  del  Perú  con  un  puñado  de  rudos  héroes ; 
pero  de  todos  modos  lo  hubiera  intentado,  y  es  muy 
posible  que  hubiese  salido  airoso  de  la  ardua  empresa 
aun  cuando  no  hubiese  tenido  más  que  cincuenta  sol- 
dados ;  porque,  después  de  todo,  él  fué  quien  conquis- 
tó el  Perú,  más  que  sus  ciento  ochenta  hombres.  Al- 
magro quedó  otra  vez  en  Panamá  tratando  de  reclutar 
voluntarios. 

Pizarro  intentaba  navegar  en  derechura  a  Túm- 
bez  y  allí  efectuar  el  desembarco ;  pero  la<  tormentas 
hicieron  retroceder  los  frágiles  buques,  y  se  vio  obli- 
gado a  cambiar  de  plan.  Después  de  navegar  trece 
días,  desembarcó  en  la  bahía  de  San  Mateo,  y  condujo 
a  sus  hombres  por  tierra  mientras  los  buques  iban  cos- 
teando hacia  el  sur.  Fué  aquella  una  marcha  sumamen- 
te difícil  en  tan  inhospitalaria  costa,  y  apenas  podían 
los  hombres  avanzar  dando  tumbos.  Pero  Pizarro  les 
servía  de  guía  y  les  animaba  con  palabras  y  con  su 
ejemplo.  Como  en  otras  ocasiones  y  en  todas  partes, 
tenía  esta  vez  que  llevar  a  su  gente.  Sin  duda  tenían 
tan  buenas  piernas  como  él,  aun  cuando  debió  ser 
Pizarro  de  constitución  muy  robusta  ;  pero  hay  un 
músculo  mental  que  es  más  duro  y  más  resistente  y 
que  ha  sostenido  a  muchos  cuerpos  vacilantes  :  el 
músculo  del  arrojo.  Y  el  arrojo  de  Pizarro  no  ha  sido 
sobrepujado  en  el  mundo.  Casi  puede  decirse  que  tenía 
que  llevar  a  su  ejército  sobre  los  hombros. 

Aun  cuando  la  región  era  selvática,  tenía  rique- 


DEL  SIGLO  XVI  ÜQI 

zá  mineral.  Según  dice  Pedro  Pizarro,  historiador 
del  siglo  XVI  y  pariente  de  Francisco,  éste  recogió  dos- 
cientos mil  ((Castellanos))  (*)  de  oro,  que  envió  a  Pana- 
má en  sus  buques  para  que  hablasen  por  él.  Era  la  cla- 
se de  argumento  que  los  rudos  aventureros  del  istmo- 
podían  entender,  y  él  confiaba  que  su  lógica  amarilla> 
le  atrajese  voluntarios.  Pero,  mientras  los  buques  rea- 
lizaban esa  importante  misión,  el  pequeño  ejército  su- 
fría lo  indecible  caminando  penosamente  por  la  costa. 
Las  movedizas  arenas,  el  calor  tropical,  el  peso  de  sus 
armas  y  de  la  armadura,  eran  casi  insoportables.  Es- 
talló una  extraña  y  horrible  peste,  y  muchos  perecie- 
ron. El  país  se  hizo  más  y  más  inhabitable,  y  de  nuevo- 
perdieron  toda  esperanza  aquellos  pacientes  soldados.. 
En  Puerto  Viejo  se  les  juntaron  treinta  hombres  al 
mando  de  Sebastián  de  Belalcázar,  el  cual  después  se 
distinguió  yendo  a  caza  de  aquella  áurea  mariposa  que 
tantos  p>ersiguieron  hasta  morir  y  nadie  llegó  a  alcan- 
zar :  el  mito  del  Dorado.  Avanzando  siempre,  Piza- 
rro cruzó  por  fin  la  isla  de  Puna,  para  dar  descanso 
a  sus  desgarbados  hombres  y  prepararlos  para  la  con- 
quista. Los  indios  de  la  isla  intentaron  traicionarlos, 
y  cuando  sus  cabecillas  fueron  presos  y  castigados,  todo- 
el  enjambre  de  naturales  cayó  ferozmente  sobre  el  cam- 
pamento de  los  españoles.  Fué  una  lucha  muy  des- 
igual ;  pero  al  fin  el  valor  y  la  disciplina  pudieron  más 
que  la  fuerza  bruta,  y  los  indios  fueron  derrotados. 
Muchos  españoles  quedaron,  heridos,  entre  ellos  Her- 
nando Pizarro,  el  cual  recibió  una  herida  de  venablo 
de  mal  cariz  en  una  pierna.  Pero  los  indios  no  les  die- 
ron punto  de  reposo  y  les  hostilizaban  constantemente, 
apoderándose  de  los  que  se  desviaban  y  teniendo  al 
campamento  en  continua  alarma.  Entonces  llegó  opor- 
tunamente un  refuerzo  de  cien  hombres,  con  unos  cuan- 
tos caballos  al  mando  de  Hernando  de  Soto,  el  he- 
roico pero  infortunado  jefe  que  más  tarde  exploró  el 
'Misisipí. 

Con  este  refuerzo,  Pizarro  cruzó  de  nuevo  al  conti- 
nente sobre  unas  balsas.  Los  indios  le  disputaron  el 


(*)    Moneda  del  yjilor  de  «n  peso  dur«. 


<I92  LOS    EXPLORADORES    ESPAÑOLES 

paso,  mataron  a  tres  hombres  en  una  de  las  balsas  y 
-desprendieron  otra  balsa,  aprisionando  a  los  soldados 
que  en  ella  iban.  Hernando  Pizarro  había  ya  desem- 
barcado, y  aun  cuando  se  interponía  un  peligroso  loda- 
zal, espoleó  su  caballo,  que  lo  atravesó  hundiéndose 
hasta  los  ijares,  y  seguido  de  unos  cuantos  compañe- 
ros, rescató  a  los  prisioneros  que  estaban  en  peligro. 

Entrando  en  Tiimbez,  los  españoles  hallaron  aque- 
lla Imda  población  desguarnecida  y  desierta.  Alonso 
de  Medina  y  su  compañero  habían  desaparecido,  y 
nunca  se  supo  la  suerte  que  corrieron.  Pizarro  dejó 
allí  una  pequeña  fuerza,  y  en  mayo  de  1532  marchó 
tierra  adentro,  enviando  a  Soto  con  un  pequeño  des- 
tacamento a  explorar  la  base  de  los  gigantescos  Andes. 
Desde  su  primer  desembarco,  Pizarro  impuso  la  más 
estricta  disciplina.  Sus  soldados  debían  dar  a  los  in- 
dios buen  trato,  so  pena  de  los  más  severos  castigos. 
No  debían  ni  siquiera  entrar  en  un  hogar  indio,  y  si 
se  atrevían  a  desobedecer  este  mandato  eran  rígidamen- 
te castigados.  Este  régimen  liberal  y  bondadoso  para 
con  los  indios  lo  adoptó  Pizarro  desde  un  principio, 
y  lo  mantuvo  con  firmeza. 

Después  de  emplear  tres  o  cuatro  semanas  en  ex- 
ploraciones, Pizarro  escogió  un  sitio  en  el  valle  de 
Tangara  y  fundó  allí  la  ciudad  de  San  Miguel,  Cons- 
truyó una  iglesia,  un  almacén,  una  sala  de  justicia, 
un  fuerte  y  varias  viviendas,  y  organizó  un  gobierno. 
El  oro  que  había  recogido  lo  envió  a  Panamá,  y  es- 
peró varias  semanas  a  que  llegasen  voluntarios.  Pero 
no  llegó  ninguno,  y  era  evidente  que  tenía  que  aban- 
donar la  conquista  del  Perú,  o  emprenderla  con  el 
puñado  de  hombres  que  le  seguían.  No  le  tomó  a  Pi- 
zarro mucho  tiempo  el  decidirse  por  una  de  las  dos 
alternativas.  Dejando  cincuenta  soldados  al  mando  de 
Antonio  Navarro  para  guarnecer  San  Miguel;- y  dic- 
tando rigurosas  leyes  para  la  protección  de  los  indios, 
marchó  Pizarro  el  24  de  septiembre  de  1532  al  interior 
-de  aquel  vasto  y  desconocido  país. 


DEL  SIGLO  XVI  ^gs 


IV 

EL  PERÚ  TAL  COMO  ERA 

/V  HORA  que  hemos  seguido  a  Pizarro  hasta  el  Per'ü  ; 
ahora  que  va  a  conquistar  la  tierra  maravillosa 
que  tan  incomparables  contrariedades  y  sufrimientos 
le  costó  encontrar,  debemos  detenernos  un  momento 
para  decir  cómo  era  aquel  país.  Esto  es  tanto  más 
necesario,  cuanto  que  se  han  propalado  por  el  mundo 
tan  falsos  y  tan  disparatados  relatos  acerca  del  ((Impe- 
rio del  Perú»  y  del  «Reino  de  los  Incas»  y  otras  san- 
deces por  el  estilo.  Para  comprender  lo  que  fué  la  con- 
quista tenemos  que  saber  antes  lo  que  había  que  con- 
quistar, y  para  ello  es  necesario  esbozar  en  pocas  pa- 
labras la  pintura  del  Perú,  tal  como  nos  la  han  dado 
con  su  autoridad  algunos  historiadores  grotescamente 
equivocados,  y  decir  después  cómo  era  realmente  el 
Perú,  según  se  ha  demostrado  gracias  a  modernas  in- 
vestigaciones. 

Nos  han  contado  que  el  Perú  era  un  gran  imperio, 
rico,  populoso  y  civilizado,  gobernado  por  una  larga 
serie  de  reyes,  que  se  llamaban  Incas ;  que  tenía  di- 
nastías y  nobleza ;  trono  y  corona  y  corte  ;  que  sus 
reyes  conquistaban  vastos  territorios  y  civilizaban  a 
los  vecinos  salvajes  que  conquistaban,  por  medio  de 
sabias  leyes  y  de  escuelas  y  de  otros  instrumentos  de 
economía  política  ;  que  tenían  caminos  militares  mu- 
cho mejores  que  los  que  construyeron  los  romanos, 
de  mil  millas  de  longitud  y  con  prodigioso  pavimento 
y  varios  puentes  ;  que  aquella  portentosa  raza  creía 
en  un  Ser  Supremo ;  que  el  rey  y  todos  los  que  tenían 

u 


Í94        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

sangre  real  en  sus  venas  eran  inconmensurablemente 
superiores  al  común  del  pueblo,  pero  que  eran  bonda- 
dosos, justos,  paternales  e  ilustrados  ;  que  había  re- 
gios palacios  en  todas  partes  ;  que  tenían  canales  de 
cuatrocientas  o  quinientas  millas  de  largo,  y  ferias  re- 
gionales y  representaciones  teatrales  de  tragedias  y 
comedias ;  que  tallaban  esmeraldas  con  herramientas 
de  bronce,  arte  que  es  hoy  desconocido ;  que  el  go- 
bierno verificaba  censos  y  educaba  a  las  masas  ;  y  que, 
^sí  como  la  política  de  los  aborígenes  de  Méjico  era 
la  política  del  odio,  la  de  los  reyes  Incas  era  una  polí- 
tica de  amor  y  de  suavidad.  Sobre  todo,  se  nos  ha 
hablado  mucho  del  largo  linaje  de  monarcas  incas,  la 
familia  real  cuyo  último  rey,  Huayna  Capac,  murió 
poco  antes  de  la  llegada  de  los  españoles.  Se  le  re- 
presentaba repartiendo  el  trono  entre  sus  hijos  Ata- 
hualpa  y  Huáscar,  quienes  pronto  pelearon  y  empeza- 
ron la  guerra  cruel  y  f raticida  con  ejércitos  y  otros  pro- 
ce'dimientos  de  pueblos  civilizados.  Entonces,  se  nos 
dice,  llegó  Pizarro  y  se  aprovechó  de  esa  guerra  intes- 
tina ;  azuzó  a  un  hermano  contra  el  otro,  y  así  pudo 
al  fin  conquistar  el  imperio. 

Todo  esto,  con  otras  mil  cosas  igualmente  ridicu- 
las, inexactas  e  imposibles,  es  parte  de  uno  de  los  ro- 
mances históricos  más  fascinadores  pero  más  erróneos 
que  se  ha  escrito.  Nunca  hubiera  salido  de  pluma  al- 
guna si  entonces  se  hubiese  conocido  la  hermosa  y 
exacta  ciencia  de  la  etnología.  Esa  idea  del  Perú  que 
por  tanto  tiempo  ha  prevalecido,  se  basaba  en  la  más 
supina  ignorancia  de  aquel  país,  y,  sobre  todo,  de  los 
indios  de  todas  partes.  Porque  hay  que  recordar  que 
aquellos  sorprendentes  seres,  cuyo  imaginado  gobier- 
no deja  tamañita  a  cualquiera  nación  civilizada  y  mo- 
derna, no  eran  más  que  indios.  No  quiero  decir  con 
esto  que  los  indios  no  sean  hombres  con  todas  las  emo- 
ciones, sentimientos  y  derechos  de  los  hombres,  de- 
rechos que  ojalá  hubiésemos  protegido  nosotros  con 
tan  honroso  cuidado  como  lo  hizo  España.  Pero  los 
indios  del  Norte  y  los  del  Sur  de  América  se  parecen 
mucho  en  su  organización  social,  religiosa  y  política, 
y  son  muy  distintos  de  nosotros.  Los  peruanos  cier- 


DEL  SIGLO  XVI  ¡I95 

tamente  estaban  algo  más  adelantados  que  cualesquie- 
ra otros  indios  de  América  ;  pero  de  lodos  modos  eran 
indios.  No  tenían  una  idea  correcta  de  un  Ser  Supre- 
mo, sino  que  adoraban  una  deslumbradora  multitud  de 
dioses  y  de  ídolos.  No  tenían  rey,  ni  trono,  ni  dinas- 
tía, ni  sangre  real,  ni  nada  que  fuese  regio.  Todas  estas 
cosas  eran  aún  más  imposibles  entre  los  indios  de  lo 
que  serían  ahora  en  nuestra  propia  república.  No  ha- 
bía, ni  podía  haber,  siquiera  una  nación.  La  vida  de 
los  indios  es  esencialmente  de  tribus.  No  solamente 
no  puede  haber  un  rey  entre  ellos,  ni  nada  que  se  pa- 
rezca a  un  rey,  sino  que  ni  conocen  lo  que  es  herencia, 
a  no  ser  como  algo  de  que  conviene  precaverse.  El  jefe 
(y  ni  siquiera  reconocen  un  jefe  supremo)  no  puede 
transmitir  su  autoridad  a  su  hijo  ni  a  otro  individuo  al- 
guno. El  sucesor  lo  elige  el  concejo  de  oficiales  encar- 
gados de  ello.  Donde  no  hay  reyes  no  puede  haber  pa- 
lacios, y  no  los  había  en  el  Perú.  En  cuanto  a  ferias  y 
escuelas  y  otras  cosas  por  el  estilo,  son  tan  inexactas 
como  imposibles.  No  había  Corte,  ni  Corona,  ni  no- 
bleza, ni  censos,  ni  teatros,  ni  nada  que  remotamente 
indicase  que  había  habido  algo  de  todo  eso ;  y  por  lo 
que  hace  a  los  incas,  no  eran  reyes,  ni  siquiera  gober- 
nantes, sino  simplemente  una  tribu  de  indios.  Eran  los 
únicos  de  esta  raza  en  ambas  Américas  que  sabían  fun- 
dir, y  esto  les  permitía  hacer  toscos  ornamentos  e  imá- 
genes de  oro  y  plata  ;  así  es  que  su  país  era  el  más 
rico  del  Nuevo  Mundo,  y  realmente  hacían  alarde  de 
un  notable  aunque  barbárico  esplendor.  Los  templos 
de  sus  ciegos  dioses  brillaban  con  ornamentos  de  oro, 
y  los  indios  se  adornaban  con  profusión  de  metales 
preciosos,  as  como  nuestros  navajos  y  pueblos  en  Nue- 
vo Méjico  y  Arizona  aun  hoy  llevan  libras  y  más  li- 
bras de  adornos  de  plata.  También  hacían  herramien- 
tas de  bronce,  algunas  de  las  cuales  eran  de  muy  buen 
temple  ;  pero  eso  no  era  un  arte,  sino  tan  sólo  un  ac- 
cidente. Nunca  se  hallaban  dos  de  sus  utensilios  que 
tuviesen  la  misma  aleación  ;  el  artífice  indio  lo  hacía 
al  buen  tuntún,  y  por  cada  herramienta  que  le  salía 
bien  por  casualidad,  tenía  que  desechar  muchas  por 
malas. 


196        tos  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

Eran  los  incas  una  de  las  tribus  peruanas,  débiles 
al  principio  y  muy  asendereados  por  sus  vecinos.  Al 
fin,   arrojados  de  sus  antiguos  lares,  dieron  con  un 
valle  que  era  una  fortaleza  natural.  Allí  construyeron 
la  ciudad  de  Cuzco  (pues  construían  ciudades  lo  mis- 
mo que  nuestros  indios  pueblos,  sólo  que  las  suyas 
eran  mejores).  Entonces,  cuando  hubieron  fortificado 
los  dos  o  tres  pasos  por  donde  únicamente  podía  lle- 
garse a  aquella  hondonada  de  los  Andes,  se  conside- 
raron seguros.  Sus  vecinos  ya  no  podían  penetrar  allí 
para  matarles  y  robarles.  Con  el  tiempo  llegaron  a  ser 
numerosos  y  confiados,  y  como  todos  los  demás  indios 
(y  algunos  blancos),  entonces  empezaron  a  salir  a  matar 
y  robar  a  sus  vecinos.  En  esto  se  daban  muy  buena 
maña,  porque  tenían  un  lugar  seguro  adonde  retirar- 
se, y,  sobre  todo,  porque  sus  pequeños  camellos  podían 
transportarles    subsistencias    para   permanecer   algún 
tiempo  fuera  de  su  escondrijo.  Habían  domesticado  la 
llama,  lo  cual  no  había  hecho  ninguna  de  las  tribus 
vecinas,  excepto  los  aymaros,  y  esto  dio  a  los  incas 
una  enorme  ventaja.  Podían  salir  de  su  seguro  valle 
en  gran  número,  con  provisiones  para  un  mes  o  más, 
y  sorprender  alguna  aldea.  Si  eran  batidos,  se  escon- 
dían por  las  montañas,  viviendo  con  las  municiones 
de  su  recua  y  hostilizando  y  atacando  constantemente 
a  los  aldeanos  hasta  aburrirles.  Vemos,  pues,  el  gran 
servicio  que  el  pequeño  camello  prestó  a  los  incas.  Les 
permitió  hacer  la  guerra  de  un  modo  que  hasta  enton- 
ces no  lo  hicieran  los  otros  indios  de  América.  Con 
esta  ventaja  y  de  este  modo  esta  tribu  guerrera  había 
llevado  a  cabo  lo  que  pudiéramos  llamar  una  ((conquis- 
ta» sobre  una  extensa  comarca.  Las  otras  tribus  vie- 
ron que  les  tenía  más  cuenta  cejar  al  fin  y  pagar  a  los 
incas  para  que  las  dejasen  tranquilas.  Estos  constru- 
yeron almacenes  en  cada  uno  de  tales  sitios,  y  pusieron 
un  oficial  en  todos  ellos,  para  la  cobranza  ael  tributo 
impuesto  a  la  tribu  conquistada.  Esas  tribus  nunca  se 
mezclaron.  No  podían  entrar  en  Cuzco,  y  los  incas  no 
iban  a  vivir  entre  ellos.  No  constituían,  pues,  una  na- 
ción, sino  un  conglomerado  de  tribus  indias  sujetas  por 
el  miedo  a  una  tribu  más  fuerte. 


DEL  SIGLO  XVI  I97 

La  organización  de  los  incas  era,  hablando  en  ge- 
neral, igual  a  la  de  cualquier  otra  tribu  india.  El  ofi- 
cial más  preeminente  en  semejante  tribu  era,  natural- 
mente, el  que  tenía  a  su  cargo  la  dirección  de  los  com- 
bates, esto  es,  el  jefe  de  los  guerreros.  Era  el  que  man- 
daba en  la  guerra  ;  pero  en  los  otros  ramos  del  gobier- 
no distaba  de  ser  el  único  o  el  hombre  de  más  alto  ran- 
go. Y  eso  es  sencillamente  lo  que  fueron  Huayna  Ca- 
pac  y  todos  esos  fabulosos  reyes  incas  ;  capitanes  gue- 
rreros con  la  misma  influencia  que  tienen  varios  ca- 
pitanes de  guerra  indios  que  conozco  personalmente 
en  Nuevo  Méjico. 

Los  hijos  de  Huayna  Capac  eran  también  capita- 
nes guerreros  indios,  y  nada  más ;  con  la  particula- 
ridad de  que  eran  jefes  guerreros  de  distintas  tribus, 
rivales  y  enemigas.  Atahualpa  bajó  desde  Quita  con 
sus  guerreros  indios  y  tuvo  varios  combates,  haciendo 
finalmente  prisionero  a  Huáscar,  a  quien  encerró  en 
el  fuerte  indio  de  Jauja. 

Así  se  hallaban  las  cosas  cuando  Pizarro  se  diri- 
gió al  interior.  Y  para  que  no  se  confunda  el  lector  con 
la  aserción  de  que  los  historiadores  españoles  expli- 
caban de  distintos  modos  la  situación  del  Perú,  con- 
viene hacer  otra  aclaración.  Los  cronistas  españoles  ni 
decían  más  mentiras  ni  cometían  más  equivocacio- 
nes que  nuestros  propios  exploradores  que  vinieron 
más  tarde  y  escribieron  con  seriedad  acerca  del  rey 
indio  Philip,  del  rey  indio  Pow^hatan  y  de  la  princesa 
india  Pocahontas.  La  etnología  era  entonces  una  cien- 
cia desconocida.  Ninguno  de  aquellos  antiguos  escri- 
tores comprendía  la  organización  característica  de  los 
indios.  Veían  un  hombre  ignorante,  desnudo,  supers- 
ticioso, que  mandaba  a  sus  ignorantes  secuaces  y  era 
persona  de  autoridad,  y  le  llamaron  ((rey»  porque  no 
sabían  qué  otro  nombre  darle.  Lo  mismo  hicieron  los 
españoles.  En  aquella  época  no  tenía  el  mundo  más 
que  una  pequeña  regla  para  medir  los  gobiernos  y  las 
organizaciones ;  y  por  muy  ridiculas  que  nos  parezcan 
sus  medidas,  no  era  posible  entonces  medir  mejor. 
No  ;  las  equivocaciones  de  los  cronistas  españoles  eran 
tan  sinceras  y  tan  ignorantes  como  las  en  que  in- 


tqS  los  exploradores  españoles 

curriera  Prescott  tres  siglos  después,  y  a  la  verdad, 
no  eran  tan  absurdas. 

El  Perú,  sin  embargo,  era  un  país  mu}^  prodigioso 
para  haber  sido  formado  por  simples  indios  despro- 
vistos hasta  de  una  organización  o  un  espíritu  nacio- 
nal, que  es  el  primer  requisito  para  formar  nación. 
Sus  «ciudades»  eran  importantes,  y  en  su  construc- 
ción notábase  bastante  pericia  ;  las  granjas  eran  mejo- 
res que  las  de  nuestros  pueblos,  porque  eran  allí  indí- 
genas la  patata  y  otras  plantas  alimenticias  entonces 
desconocidas  en  nuestra  región  del  sudoeste,  y  estaban 
regadas  por  el  mismo  sistema  de  irrigación  que  era 
común  a  todas  las  tribus  sedentarias.  Eran  los  únicos 
indios  que  se  dedicaban  al  pastoreo,  y  sus  grandes 
rebaños  de  llamas  eran  un  importante  venero  de  rique- 
za ;  mientras  que  los  géneros  de  lana  de  camello  que 
ellos  mismos  tejían,  no  desdeñaban  usarlos  las  empin- 
gorotadas damas  españolas.  Y  sobre  todo,  sus  toscos 
hornos  de  fundición  les  permitían  presentar  cierta  pom- 
pa deslumbradora,  que  no  era  de  esperar  entre  indios 
americanos  ;  la  verdad,  nos  causaría  sorpresa  entrar 
en  las  iglesias  de  cualquier  ciudad  del  mundo  y  ha- 
llarlas tan  esplendentes  con  placas,  imágenes  y  netos 
de  oro,  como  eran  algunos  de  sus  barbáricos  templos. 
No  podemos  afirmar  que  nunca  hiciesen  sacrificios  hu- 
manos ;  pero  esos  horrendos  ritos  eran  raros  y  no  po- 
dían compararse  con  los  horrores  que  a  diario  llevá- 
banse a  cabo  en  Méjico.  En  los  sacrificios  ordinarios, 
la  llama  era  la  víctima. 

Hacia  la  fortaleza  de  esa  extraordinnria  tribu  india, 
se  dirigía  Pizarro  al  frente  de  su  escasa  tropa. 


DEL  SIGLO  XVI  [1 99 


LA  CONQUISTA  DEL  PERUj 


■Positivamente  ningún  ejército  salió  jamás  a  luchar 
con  tan  desproporcionadas  desventajas.  Contra  in- 
numerables miles  de  peruanos,  tenía  Pizarro  ciento  se- 
tenta y  siete  hombres.  De  éstos,  sólo  sesenta  y  siete 
iban  montados.  En  toda  la  fuerza  no  había  más  que 
tres  cañones ;  y  sólo  veinte  hombres  tenían  siquiera 
ballestas ;  todos  los  demás  iban  armados  de  espadas, 
dagas  y  lanzas.  ¡  Linda  hueste,  en  verdad,  para  con- 
quistar lo  que  era  un  imperio  en  vastedad,  ya  que  no 
en  organización  I 

A  los  cinco  días  de  marcha:  desde  San  Miguel,  Pi- 
zarro hizo  alto  para  descansar.  Allí  notó  señales  de 
descontento  entre  su  gente,  y  adoptó  un  remedio  ca- 
racterístico de  su  genio.  Haciendo  formar  a  sus  hom- 
bres, les  habló  en  términos  amistosos.  Díjoles  que  de- 
seaba que  San  Miguel  estuviese  mejor  defendido,  pues 
era  muy  pequeña  la  guarnición  que  allí  había  quedado. 
Si  algunos  de  los  presentes  preferían  no  seguir  ade- 
lante, ni  afrontar  los  peligros  desconocidos  que  halla- 
rían tierra  adentro,  quedaban  en  libertad  de  retroce- 
der para  reforzar  la  guarnición  de  San  Miguel,  donde 
tendrían  derecho  a  las  mismas  mercedes  de  terreno  que 
los  otros,  además  de  participar  en  los  beneficios  de  la 
conquista. 

Fué  una  medida  audaz  y,  sin  embargo,  prudente* 
Cuatro  infantes  y  cinco  jinetes  dijeron  que  se  volve- 
rían a  San  Miguel ;  y,  en  efecto,  se  volvieron,  mientras 
que  ciento  sesenta  y  ocho  leales  siguieron  adelante. 


20D  V_   IOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

prometiendo  de:  nuevo  seguir  a  su  intrépido  jefe  hasta 
el  fin. 

Soio,  que  había  estado  explorando  por  espacio  de 
ocho  días,  volvió  entonces  acompañado  de  un  mensa- 
jero que  enviaba  el  capitán  guerrero  de  los  indios, 
Atahualpa.  Traía  el  indio  presentes,  e  invitó  a  los  es- 
pañoles a  visitar  a  Atahualpa,  que  estaba  acampado 
con  sus  brazos  en  Cajamarca.  Felipillo,  el  joven  indio 
de  Tümbez,  que  fué  a  España  con  Pizarro  para  apren- 
der el  español,  prestó  ahora  útil  servicio  como  intér- 
prete, y  por  su  mediación  pudieron  los  españoles  con- 
versar con  los  incas.  Pizarro  trató  al  mensajero  con  su 
acostumbrada  afabilidad,  y  lo  despidió  con  regalos, 
marchando  después  peñas  arriba  en  dirección  de  Ca- 
jamarca. Uno  de  los  indios  declaró  que  Atahualpa  tra- 
taba simplemente  de  atraer  a  los  españoles  a  su  forta- 
leza para  destruirlos  sin  tomarse  el  trabajo  de  salir 
a  su  encuentro,  lo  cual  era  verdad  ;  y  otro  indio  decla- 
ró que  el  jefe  inca  tenía  a  su  mando  una  fuerza  que  no 
bajaba  de  cincuenta  mil  hombres.  Pero  sin  arredrarse, 
Pizarro  envió  un  indio  adelante  para  hacer  un  reco- 
nocimiento, y  siguió  marchando  por  los  temibles  pa- 
sos de  la  cordillera,  alentando  a  sus  hombres  con  una 
de  sus  características  arengas.  Díjoles  : 

«Tened  todos  ánimo  y  valor  para  hacer  lo  que  es- 
pero de  vosotros  y  lo  que  deben  hacer  todos  los  buenos 
españoles,  y  no  os  alarméis  por  la  multitud  que  dicen 
tiene  el  enemigo  ni  por  el  número  reducido  en  que  es- 
tamos los  cristianos.  Que  aunque  fuésemos  menos  y  el 
ejército  contrario  fuese  más  numeroso,  la  ayuda  de 
Dios  es  mayor  todavía  ;  v  en  la  hora  de  la  necesidad 
El  ayuda  y  favorece  a  íos  suyos,  para  desconcertar 
y  humillar  (A  orgullo  de  los  infieles,  y  atraerles  al  co- 
nocimiento de  nuestra  Santa  Fe.» 

Al  oir  este  animoso  discurso,  los  hombres  gritaron 
que  le  seguirían  adondequiera  que  les  llevase.  Piza- 
rro se  puso  al  frente  con  cuarenta  jinetes  y  sesenta  in- 
fantes, dejando  a  su  hermano  Hernando  que  hiciese 
alto  con  los  hombres  restantes  hasta  nueva  orden.  No 
era  juego  de  niños  el  trepar  pK>r  aquellos  terribles  pa- 
sos. 1..ÜS  jmetes  tuvieron  que  desmontar,  y  aun  así. 


DEL  SIGLO  XVI  201 

con  dificultad  podían  llevar  sus  caballos  por  aquellas 
alturas.  Los  angostos  senderos  serpenteaban  por  debajo 
de  salientes  riscos  y  bordeaban  sombrías  quebradas, 
estrechas  hendeduras  de  millares  de  pies  de  profundi- 
dad, en  las  que  el  resalto  que  formaba  la  roca  teníai 
apenas  el  ancho  suficiente  para  arrastrarse  por  él.  Do- 
minaban el  paso  dos  imponentes  fuertes  de  piedra  ;  pero 
afortunadamente  estaban  abandonados.  Si  los  hubie- 
se ocupado  el  enemigo,  estaban  perdidos  los  españo- 
les ;  pero  Atahualpa  quiso  dejarles  penetrar  en  su 
trampa,  en  la  confianza  de  que  una  vez  dentro  los  aplas- 
taría fácilmente.  Cuando  llegaron  los  españoles  a  lo 
alto  del  paso,  mandaron  a  buscar  a  Hernando,  el  cual 
subió  con  su  gente.  Llegó  entonces  un  mensajero  de 
Atahualpa  con  regalo  de  llamas,  y  casi  al  mismo  tiem- 
po volvió  el  espía  indio  que  envió  Pizarro  y  reiteró 
que  Atahualpa  intentaba  traicionarles.  El  mensajero 
peruano  explicó  de  un  modo  plausible  los  movimien- 
tos sospechosos  que  había  relatado  el  espía.  Su  expli- 
cación distaba  de  ser  satisfactoria  ;  pero  Pizarro  era 
demasiado  listo  para  mostrar  su  desconfianza.  Sólo 
podían  salvarse  aparentando  tranquilidad. 

Los  españoles  sufrieron  mucho  frío  al  doblar  aque- 
lla empinada  sierra,  y  hasta  la  misma  bajada  por  la 
vertiente  oriental  de  la  cordillera  se  les  hizo  sumamen- 
te dificultosa.  Al  séptimo  día  llegaron  a  la  vista  de 
Cajamarca  situada  en  su  lindo  valle  ovalado,  que  era 
una  hondonada  de  gran  extensión.  A  lo  lejos  y  a  un 
lado  estaba  el  campamento  del  jefe  guerrero  inca  y 
de  su  ejército,  que  cubría  una  vasta  superficie.  El  día 
15  de  noviembre  de  1532,  los  españoles  entraron  en  la 
ciudad.  Hallábase  enteramente  desierta,  lo  cual  era  de 
muy  ominoso  agüero.  Pizarro  hizo  alto  en  la  gran  pla- 
za cuadrada  o  comunal,  y  envió  a  Soto  y  Hernando 
Pizarro  con  treinta  y  cinco  jinetes  al  campo  de  Ata- 
hualpa para  pedirle  una  entrevista.  Hallaron  al  jefe 
inca  rodeado  de  una  pompa  que  les  pasmó  ;  y  no  me- 
nos les  impresionó  el  número  abrumador  de  guerre- 
ros que  vieron  en  el  campamento.  A  su  solicitud  con- 
testó Atahualpa  que  aquel  día  estaba  guardando  ayu- 
no por  ser  día  sagrado  (lo  cual  ya  era  una  circuns- 


202        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

cia  sospechosa) ;  pero  que  al  día  siguiente  visitaría  sí 
los  españoles  en  la  ciudad.  ((Ocupad  las  casas  de  la 
plaza,  les  dijo,  y  no  entréis  en  ninguna  otra.  Aque- 
llas son  para  el  uso  de  todos.  Cuando  yo  vaya,  daré 
órdenes  acerca  de  lo  que  hay  que  hacer.» 

Los  peruanos,  que  nunca  habían  visto  un  caba- 
llo, quedaron  atónitos  al  contemplar  aquellos  extran- 
jeros montados,  y  aun  más  se  encantaron  cuando  Soto, 
que  era  un  gran  caballista,  mostró  su  habilidad  con  al- 
gunas proezas,  no  por  vano  alarde,  sino  porque  era  de 
mucha  importancia  el  causar  impresión  a  aquellos  in- 
numerables bárbaros  con  las  peligrosas  habilidades  de 
los  extranjeros. 

Los  acontecimientos  del  día  siguiente  merecen  es- 
pecial mención,  puesto  que  ellos  y  sus  consecuencias 
directas  han  dado  pie  a  la  injusta  imputación  que  se 
ha  hecho  a  Pizarro  de  ser  un  hombre  cruel.  Los  ver- 
daderos hechos  le  justifican  plenamente. 

En  la  mañana  del  i6  de  noviembre,  después  de  una 
noche  de  gran  ansiedad,  los  españoles  se  levantaron 
al  despuntar  el  alba.  Entonces  vieron  claramente  que 
se  habían  metido  en  la  trampa,  y  que  habia  una  pro- 
babilidad contra  ciento  de  que  pudiesen  salir  de  allí. 
Su  espía  indio  había  sido  veraz  en  sus  avisos.  Allí  es- 
taban, acorralados  en  la  ciudad,  ciento  setenta  y  ocho 
hombres,  v  a  poca  distancia  había  innumerables  milla- 
res de  indios.  Pero,  y  esto  era  peor  todavía,  vieron  que 
les  habían  cortado  la  retirada  ;  porque  durante  la  noche 
Atahualpa  había  situado  una  gran  fuerza  entre  ellos 
y  el  paso  por  donde  habían  entrado.  Estaban,  pues, 
en  una  situación  enteramente  desesperada  :  no  podía 
salvarles  más  que  un  milagro.  Pero  el  milagro  estaba 
a  mano  :  era  Pizarro. 

Por  una  de  las  sabias  disposiciones  de  la  naturale- 
za, las  mentes  mejor  equiparadas  piensan  mejor  y 
más  rápidamente  cuando  más  necesitan  pensar  a  prisa 
y  bien.  En  el  momento  supremo  todos  los  pensamien- 
tos que  se  amontonan  y  confunden  en  el  excitado  ce- 
rebro, parece  como  si  se  apartasen  de  repente  para 
dejar  un  claro  por  donde  un  gran  pensamiento  pueda 
saltar,  como  el  corredor  que  llega  a  la  meta,  o  bien 


DEL  SIGLO  XVI  203 

como  el  rayo  que  hiende  el  aire  manso,  mientras  su 
fuego  se  precipita  abriéndose  paso.  Las  personas  más 
intelií^entes  tienen  a  veces  ese  relampagueo  mental,  y 
cuando  se  puede  confiar  en  que  ha  de  aparecer  o  ilu- 
minar al  instante  las  crisis  más  obscuras,  es  la  intuición 
del  genio.  Eso  es  precisamente  lo  que  hizo  de  Napo- 
león todo  un  Napoleón,  y  de  Pizarro  todo  un  Pizarro. 

Había  necesidad  de  formular  con  maravillosa  rapi- 
dez un  pensamiento  que  fuese  casi  sobrehumano.  ¿  Có- 
mo podían  vencerse  aquellas  terribles  desventajas? 
¡Ah!  Pizarro  dio  con  ello.  El  no  sabía,  como  sabe- 
mos ahora,  las  razones  supersticiosas  que  hacían  que 
los  indios  reverenciasen  tanto  a  Atahualpa  ;  pero  sí 
sabía  que  existía  esa  influencia.  Algo  de  lo  que  Piza- 
rro era  para  los  españoles,  era  para  los  peruanos  su 
capitán  guerrero ;  no  tan  sólo  era  su  jefe  militar,  sino 
que  literalmente  era  «en  sí  toda  una  hueste».  Pues 
bien  ;  si  él  podía  hacer  prisionero  a  aquel  cacique  trai- 
dor, esto  haría  disminuir  muchas  de  las  desventajas ; 
en  realidad  equivaldría  de  un  modo  incruento  a  quitar 
a  los  enemigos  algunos  millares  de  hombres.  Además, 
Atahualpa  quedaría  en  rehén  para  responder  de  la  paz 
de  su  tribu.  Y  como  único  medio  de  salvación,  Piza- 
rro resolvió  aprisionar  al  cacique. 

Empezó  en  el  acto  a  hacer  preparativos  para  este 
brillante  golpe  estratégico.  La  caballería,  dividida  en 
dos  grupos,  mandados  por  Henando  de  Soto  y  Her- 
nando Pizarro,  se  ocultó  en  dos  espaciosos  zaguanes 
que  daban  a  la  plaza.  En  un  tercer  zaguán  se  colocó  la 
infantería,  y  Pizarro,  con  veinte  hombres,  ocupó  una 
posición  en  otro  punto  ventajoso.  Pedro  de  Candía, 
con  la  artillería — dos  pequeños  falconetes, — se  había 
situado  en  lo  alto  de  un  fuerte  edificio.  Pizarro  dirigió 
entonces  a  sus  soldados  una  fervorosa  arenga,  y  des- 
pués de  una  rogativa  a  Dios  para  que  les  amparase 
y  librase  de  todo  mal,  la  pequeña  fuerza  esperó  al  ene- 
migo. 

Casi  había  transcurrido  el  día  cuando  Atahualpa 
entró  en  la  ciudad  sentado  en  una  silla  de  oro  que  lle- 
vaban en  hombros  sus  servidores.  Había  prometido 
hacerles  una  visita  amistosa  e  ir  desarmado ;  pero  era' 


204  LOS    EXPLORADORES    ESPA5Í0LES 

<ie  notar  que  aquella  visita  amistosa  la  hizo  acompaña- 
do de  un  séquito  de  varios  miles  de  atléticos  guerre- 
ros. Ostensiblemente  iban  desarmados  ;  pero  debajo 
de  sus  mantos  llevaban  ocultos  arcos,  machetes  y  ma- 
zas. Atahualpa  no  pudo  resistir  a  la  curiosidad,  aun 
«uando  habíase  mostrado  indiferente.  Aquella  nueva 
clase  de  hombres  era  demasiado  interesante  para  exter- 
minarlos en  el  acto.  Quería  verlos  más,  y  así  fué  a  ellos  ; 
pero  sumamente  confiado,  como  pudiera  estarlo  un 
niño  cruel  con  una  mosca.  Observaría  por  un  rato  sus 
aleteos  y  zumbidos,  y  cuando  se  cansase  de  ellos  no 
tenía  más  que  extender  el  pulgar  y  aplastar  la  mosca 
sobre  el  vidrio  de  la  ventana.  Pero  no  contaba  Atahual- 
pa con  la  huéspeda.  Ciento  setenta  cuerpos  españoles 
podían  ser  fácilmente  aplastados  ;  pero  no  cuando  los 
animaba  un  espíritu  como  el  de  su  jefe. 

Aun  en  aquel  instante  estaba  Pizarro  dispuesto  a 
adoptar  procedimientos  pacíficos.  El  bueno  de  Fray 
Vicente  de  Valverde,  capellán  del  pequeño  ejército, 
se  adelantó  a  recibir  a  Atahualpa.  Hacían  un  raro  con- 
traste el  modesto  misionero  con  su  hábito  gris  y  su  ma- 
noseada Biblia  en  Ja  mano,  frente  al  astuto  indio  sen- 
tado en  su  trono  de  oro,  cubierto  de  adornos  del  mis- 
mo metal  v  con  un  collar  de  esmeraldas.  El  padre  Val- 
verde  le  dirigió  la  palabra.  Le  dijo  que  venían  como 
servidores  de  un  poderoso  rev  y  del  verdadero  Dios. 
Venían  como  amigos,  y  todo  lo  que  pedían  era  que  el 
cacique  abandonase  sus  ídolos  y  adorase  a  Dios,  y  acep- 
tase al  rey  de  España  como  aliado  suyo  y  no  como  so- 
berano. 

Atahual|>a,  después  de  examinar  curiosamente  la 
Biblia  (pues  por  de  contado  no  había  visto  antes  libro 
alguno),  la  dejó  caer  y  contestó  al  misionero  con  bre- 
vedad y  casi  con  insolencia.  Las  exhortaciones  del 
padre  Valverde  sólo  contribu veron  a  irritar  al  indio,  y 
sus  palabras  y  su  gesto  se  volvieron  más  amenazadores. 
Atahualpa  mostró  el  deseo  de  ver  la  espada  de  uno  de 
los  españoles,  y  éste  se  la  enseñó.  Entonces  quiso  él 
desenvainarla  ;  pero  el  soldado,  con  mucha  prudencia, 
se  lo  impidió.  El  padre  Valverde  no  recomendó  enton- 
ces una  matanza,  como  se  le  ha  imputado ;  solamente 


DEL  SIGLO  XVI  205 

informó  a  Pizarro  del  fracaso  de  sus  esfuerzos  conci- 
liatorios. Había  llegado  la  hora.  Atahualpa  podía  dar 
el  golpe  en  cualquier  momento,  y  si  él  era  el  primera 
en  darlo,  no  había  esperanza  alguna  para  los  españo- 
les. Su  única  salvación  estaba  en  adelantársele  y  coger 
por  sorpresa  a  los  que  sorprenderles  querían.  Pizarra 
hizo  una  señal  con  su  trena  a  Candía,  y  el  ridículo  ca- 
ñoncito  de  la  azotea  retumbó  de  uno  a  otro  extremo  de 
la  plaza.  No  hirió  a  nadie,  ni  fué  esa  la  intención  al 
dispararlo,  sino  únicamente  aterrorizar  a  los  indios,, 
que  nunca  habían  oído  un  cañonazo,  y  dar  la  señal  a 
los  españoles.  La  exactitud  del  relato  que  han  hecha 
algunos  historiadores  de  cómo  «el  humo  de  la  artille- 
ría llenó  la  plaza  de  nubes  sulfurosas,  que  cegaron  a 
los  peruanos  y  esparcieron  una  densa  lobreguez»,  pue- 
de juzgarse  teniendo  presente  que  toda  esa  mortífera 
nube  debía  salir  de  los  cañoncetes  que  se  transporta- 
ban a  lomo  de  caballo  por  aquellas  montañas,  y  de  tres 
viejos  fusiles  de  chispa.  Sin  embargo,  de  este  ridicula 
modo  se  han  descrita  muchos  de  los  incidentes  de  la 
conquista. 

No  menos  falsas  y  disparatadas  son  las  descripcio- 
nes corrientes  de  la  ((matanza»  que  siguió.  Los  espa- 
ñoles salieron  todos  al  oir  la  señal,  cayeron  sobre  los 
indios  y  finalmente  los  desalojaron  de  la  plaza.  Nos 
resistirnos  a  creer  que  murieron  dos  mil,  pues  calculan- 
de  cuántos  indios  puede  matar  un  hombre  con  una  es- 
pada o  un  mosquete  o  una  ballesta  en  media  hora  de 
lucha  a  todo  correr,  y  multiplicando  ese  factor  por 
ciento  sesenta  y  ocho,  veremos  que  no  es  es  de  dos  mil, 
sino  de  doscientos,  el  número  más  probable  de  los 
muertos  en  Cajamarca. 

El  principal  empeño  de  los  españoles  no  era  preci- 
isamente  matar,  sino  rechazar  a  los  otros  indios  y  ha- 
cer prisionero  a  Atahualpa.  Pizarro  había  dado  se- 
veras órdenes  de  no  causar  daño  al  cacique.  No  quería 
matarle,  sino  únicamente  retenerlo  vivo  en  rehenes, 
para  que  respondiera  de  la  conducta  pacífica  de  su  tri- 
bu. La  guardia  de  corps  del  jefe  indio  hizo  una  fuerte 
resistencia,  y  un  español,  en  su  excitación,  lanzó  a 
Atahualpa  un  arma  arrojadiza.   De  un  salto  Pizarra 


206        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

se  puso  delante  y  recibió  la  herida  en  un  brazo,  salvan- 
do así  la  vida  al  cacique.  Por  fin  se  apoderaron  de  Ata- 
hualpa,  ileso,  y  le  encerraron  en  uno  de  los  edificios 
bajo  la  vigilancia  de  una  fuerte  guardia.  El  confesó, — 
con  una  de  esas  bravatas  características  de  los  indios, 
cuya  costumbre  tradicional  es  demostrar  su  valor  ofen- 
diendo al  que  los  hace  prisioneros, — que  les  había  de- 
jado entrar  en  la  ciudad,  sintiéndose  seguro  por  su 
más  numerosa  fuerza,  con  el  fin  de  hacer  esclavos  a  los 
que  mejor  le  cuadrase  y  dar  muerte  a  los  otros.  Pudo 
haber  añadido  que  si  el  astuto  de  su  padre  estuviese 
vivo,  esto  no  hubiera  ocurrido.  El  experto  Huayna 
Capac  no  habría  dejado  que  los  españoles  entrasen  en 
la  ciudad,  sino  que  los  hubiera  enredado  y  aniquilado 
en  los  ásperos  vericuetos  de  la  montaña.  Pero  Atahual- 
pa,  más  presuntuoso  y  menos  prudente,  asumió  un  ries- 
go innecesario,  y  ahora  se  hallaba  prisionero,  con  su 
ejército  derrotado.  Como  vulgarmente  se  dice,  fué  por 
lana  y  salió  trasquilado. 

EJ  distinguido  cautivo  fué  tratado  con  la  mayor 
consideración  y  cuidado.  Sólo  era  prisionero  por  cuan- 
to no  podía  salir ;  pero  en  las  espaciosas  y  alegres  ha- 
bitaciones que  se  le  asignaron  tenía  todas  las  comodi- 
dades que  apetecer  podía.  Su  familia  vivía  con  él ;  co- 
mía en  su  propia  vajilla  los  mejores  alimentos  que  po- 
dían obtenerse,  y  se  le  complacía  en  todos  sus  deseos, 
excepto  el  de  salir  para  llamar  a  los  indios  a  las  armas. 
El  Padre  Valverde  y  el  mismo  Pizarro  trabajaron  con 
empeño  para  convertir  a  Atahualpa  al  cristianismo,  ex- 
plicándole la  impotencia  y  la  maldad  de  sus  ídolos,  y 
el  amor  y  bondad  del  verdadero  Dios  en  cuanto  les  era 
posible  hacérselo  entender  a  un  indio,  para  quien  na- 
turalmente un  Dios  cristiano  era  incomprensible.  No 
tardó  Atahualpa  en  reconocer  la  inutilidad  de  sus  dio- 
ses, y  declaró  francamente  que  no  eran  más  que  unos 
embusteros.  Huayna  Capac  les  había  consultado,  y  le 
dijeron  que  todavía  viviría  mucho  tiempo ;  no  obstan- 
te, Huayna  Capac  murió  en  breve.  El  mismo  Atahual- 
pa había  ido  a  preguntar  al  oráculo  si  debía  atacar  a 
los  españoles  :  el  oráculo  contestó  que  sí,  y  que  fácil- 
mente les  subyugaría.  No  es  de  extrañar  que  el  caci- 


DEL  SIGLO  XVI  207 

que  hubiese  perdido  la  fe  en  los  que  hacían  semejantes 
predicciones. 

Los  españoles  recogieron  muchas  llamas,  una  con- 
siderable cantidad  de  oro,  y  un  gran  acopio  de  pre- 
ciosos vestidos  de  algodón  y  de  pelo  de  camello.  No 
se  les  hostigó  más,  pues  los  indios  sin  su  reconoci- 
do caudillo  se  hallaban  más  perdidos  de  lo  que  estaría 
un  ejército  civilizado  sm,  sus  jefes,  puesto  que  el  caci- 
que indio  está  investido  de  un  carácter  sacerdotal  lo 
mismo  que  militar,  y  su  cacique  estaba  prisionero. 

Por  fin  Atahualpa,  ansioso  de  volver  a  capitanear 
sus  fuerzas  a  toda  costa,  hizo  una  proposición  tan  es- 
tupenda, que  los  españoles  a  duras  penas  podían  dar 
crédito  a  sus  oídos.  Si  le  dejaban  en  libertad,  ofreció- 
les llenar  de  oro  la  habitación  en  que  se  hallaba  pri- 
sionero, hasta  la  altura  a  que  alcanzase  con  la  mano, 
Lotro  aposento  menor  lo  llenaría  igualmente  de  plata, 
a  pieza  que  debía  llenarse  con  vasijas  y  objetos  de 
oro  (no  había  nada  macizo  como  lingotes),  dícese  que 
tenía  veintidós  pies  de  largo  por  diez  y  siete  de  ancho ; 
a  la  altura  que  marcó  el  cacique  con  la  mano  en  la  pa- 
red era  de  nueve  pies  sobre  el  niyel  del  suelo. 


205  LOS    EXPLORADORES    ESPAÑO'-KS 


VI 

EL  RESCATE  DE  ORO 

^y  o  cabe  Hudar  que  Pizarro  aceptó  esta  proposición 
de  buena  fe.  El  carácter  del  hombre,  su  religión, 
las  leyes  de  España  y  los  indicios  justificados  que  nos 
ofrece  su  habitual  conducta,  nos  inducen  a  creer  que 
tenía  efectivamente  la  intención  de  poner  en  libertad  a 
Atahualpa  en  cuanto  se  pagase  su  rescate.  Pero  cir- 
cunstancias posteriores,  que  él  no  pudo  evitar  y  por 
las  que  no  debe  culpársele,  le  obligaron  a  proceder  de 
otra  manera. 

Los  mensajeros  de  Atahualpa  se  diseminaron  por 
el  Perú  a  fin  de  reunir  el  oro  y  la  plata  necesarios  para; 
el  rescate.  Entre  tanto  Huáscar,  el  cual  se  recordará 
que  estaba  prisionero  en  manos  de  la  gente  de  Atahual- 
pa, al  enterarse  del  arreglo  propuesto,  envió  un  men- 
saje a  los  españoles  exponiendo  su  cuita  y  reclamando 
sus  derechos.  Pizarro  dio  órdenes  de  que  fuese  condu- 
cido a  Cajamarca  para  que  expusiese  allí  su  preten- 
sión. El  único  modo  de  averiguar  cuál  de  los  dos  jefes 
rivales  tenía  razón,  era  carearlos  y  pesar  sus  respecti- 
vas pretensiones.  Pero  esto  no  le  convenía  a  Atahual- 
pa. Antes  de  que  Huáscar  pudiese  ser  llevado  a  Caja- 
marca,  fué  asesinado  por  sus  guardianes  indios,  que 
eran  hechura  de  Atahualpa,  y,  según  opinión  general, 
por  orden  del  mismo  Atahualpa. 

El  oro  y  la  plata  para  el  rescate  fué  llegando  poco 
a  poco.  Históricamente  no  cabe  dudar  cuál  era  el  plan 
de  Atahualpa  en  aquel  arreglo.  Lo  que  hacía  era  sim- 
plemente ganar  tiempo  ;  hacer  que  los  españoles  espe- 
rasen y  esperasen,  hasta  que  él  tuviese  reunidas  sus 


DEL  SIGLO  XVI  209 

fuerzas  para  rescatarle,  y  entonces  acabar  con  los  inva- 
sores. De  esto  empezaron  a  darse  cuenta  los  españolea. 
Por  tentador  que  fuese  el  cebo  de  oro,  sospecharon 
que  detrás  de  él  había  una  trampa.  No  tardaron  en 
confirmarse  sus  sospechas.  Empezaron  a  enterarse  de 
que  se  reunían  secretamente  las  fuerzas  indias.  Las 
noticias  eran  cada  vez  más  ominosas,  y  ni  siquiera 
el  oro  que  llegaba  todos  los  días  y  que  a  veces  repre- 
sentaba un  valor  de  50,000  pesos,  les  cegaba  hasta  e! 
punto  de  no  ver  el  creciente  peligro  que  corrían. 

Era  preciso  conocer  la  situación  mejor  de  lo  que 
podían,  estando  encerrados  en  Cajamarca,  y  al  efec- 
to se  encargó  a  Hernando  Pizarro  que  fuese  con  un 
pequeño  destacamento  a  explorar  por  Guamachucho, 
y  después  por  Pachacamac,  distante  trescientas  mi- 
llas. Fué  aquel  un  reconocimiento  difícil  y  peligroso, 
pero  en  extremo  interesante.  Su  marcha  por  la  meseta 
de  la  cordillera  fué  sumamente  penosa.  El  relato  de 
grandes  vías  militares,  no  pasaba  de  ser  un  mito,  aun 
cuando  mucho  se  había  hecho  para  mejorar  las  tro- 
chas ;  algo  muy  parecido  al  modo  primitivo  de  los  pue- 
blos de  Nuevo  Méjico,  sólo  que  en  mayor  escala.  Las 
mejores,  sin  embargo,  sólo  tuvieron  por  objeto  arre- 
glar las  veredas  para  las  pisadas  firmes  de  las  llamas  ; 
pero  con  gran  dificultad  se  podía  arrastrar  y  empujar 
los  caballos  españoles  por  los  trechos  más  escabrosos. 
Lo  que  muy  especialmente  llamó  la  atención  de  los  es- 
pañoles, fueron  los  toscos  pero  seguros  puentes  col- 
gantes de  vastagos  con  que  los  indios  salvaban  angos- 
tas pero  terribles  quebradas  ;  mas  aun  esos  oscilantes 
pasos  eran  difíciles  de  cruzar  para  los  caballos. 

Después  de  algunas  semanas  de  penoso  viaje  el 
destacamento  llegó  a  Pachacamac  sin  encontrar  opo- 
sición alguna.  Su  famoso  templo  había  sido  despojado 
de  sus  tesoros  ;  pero  su  renombrado  dios — un  grotesco 
ídolo  de  madera — allí  quedaba.  Los  españoles  derro- 
caron y  destruyeron  aquel  fetiche  pagano,  y  después 
purificaron  el  templo  y  erigieron  en  él  un  gran  cruci- 
fijo, para  dedicarlo  al  verdadero  Dios.  Explicaron  a  los 
indígenas,  lo  mejor  que  pudieron,  lo  que  era  el  cris- 
tianismo, y  procuraron  inducirles  a  convertirse. 


210        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

Allí  supieron  que  Chalicuchima,  uno  de  los  jefes  de 
guerra  subalternos  de  Atahualpa,  estaba  en  Jauja  con 
una  gran  fuerza,  y  Hernando  decidió  ir  a  visitarle. 
Los  caballos  se  hallaban  en  mal  estado  para  tan  dura 
jornada,  pues  se  habían  desgastado  sus  herraduras  en 
la  reciente  marcha,  y  el  herrarlos  allí  era  un  problema, 
porque  no  había  hierro  en  el  Perú.  Pero  Hernando  sa- 
lió del  apuro  con  un  peregrino  recurso.  Si  no  había 
hierro,  había  en  cambio  plata  en  abundancia,  y  al  cabo 
de  poco  tiempo  los  caballos  españoles  llevaban  herra- 
duras de  ese  precioso  metal  y  estaban  en  disposición 
de  marchar  a  Jauja.  Era  una  jornada  difícil ;  pero  valía 
la  pena  de  hacerla.  Chalicuchima  decidió  espontánea- 
mente ir  con  los  españoles  a  Cajamarca  para  consul- 
tar con  su  jefe  Atahualpa.  En  realidad,  era  justamente 
lo  que  él  deseaba.  Una  entrevista  personal  les  permi- 
tiría determinar  el  mejor  medio  de  librarse  de  aquellos 
misteriosos  extranjeros.  Por  consiguiente,  los  aventu- 
reros españoles  y  el  astuto  subjefe  llegaron  por  fin 
juntos  a  Cajamarca. 

Mientras  tanto  Atahualpa  lo  había  pasado  muy 
ricamente  en  manos  de  sus  aprehensores.  Aun  cuando 
éstos  tenían  motivos  para  desconfiar — y  en  efecto  des- 
confiaban— del  indio  traicionero,  no  solamente  le  tra- 
taron humanitariamente,  sino  con  la  mayor  benevo- 
lencia. Vivía  lujosamente  con  su  familia  y  servidumbre 
y  tenía  mucho  trato  con  los  españoles.  Parece  que  hi- 
cieron cuanto  pudieron  para  ganar  su  amistad,  prin- 
cipio que  inspiró  siempre  la  conducta  de  Pizarro.  Los 
historiadores  parciales  no  pueden  contradecir  un  he- 
cho significativo.  Los  indios  llegaron  a  considerar  a 
Pizarro  y  a  sus  dos  hermanos  Gonzalo  y  Juan  como 
amigos,  y  un  indio,  que  es  mucho  más  suspicaz  y  ob- 
servador que  nosotros,  es  una  de  las  últimas  personas 
a  quien  se  puede  engañar  sobre  este  punto.  Si  los  Pi- 
zarros  hubiesen  sido  los  hombres  crueles  y  despiada- 
dos que  nos  han  pintado  algunos  escritores  predis- 
puestos y  mal  informados,  los  aborígenes  hubiesen  sido 
los  primeros  en  notarlo  y  les  hubieran  odiado.  El  hecho 
de  que  los  pueblos  que  conquistaron  llegaran  a  ser 


DEL   SIGLO   XVI  211 

SUS  amigos  y  admiradores,  es  el  mejor  testimonio  de 
su  humanitarismo  y  su  justicia. 

Atahualpa  hasta  aprendió  a  jugar  al  ajedrez  y  a 
otros  juegos  europeos,  y  aparte  de  procurarle  esos  en- 
tretenimientos, se  puso  empeño  en  hacerle  comprender 
cada  día  más  y  mejor  los  principios  del  cristianismo. 
A  pesar  de  todo  esto,  iba  continuamente  trabajando  en 
sus  hostiles  planes. 

Hacia  últimos  de  mayo,  los  tres  emisarios  que  se 
envió  a  Cuzco  a  buscar  una  parte  del  rescate,  volvieron 
a  Cajamarca  con  un  gran  tesoro.  Solamente  del  fa- 
moso templo  del  Sol,  les  habían  dado  los  indios  sete- 
cientas placas  de  oro,  y  eso  no  era  sino  una  parte  del 
tributo  de  Cuzco.  Los  mensajeros  trajeron  de  allí  dos- 
cientas cargas  de  oro  y  veinticinco  de  plata,  llevando 
cada  carga  cuatro  indios  en  una  especie  de  carretilla 
de  mano.  Esta  enorme  contribución  hizo  aumentar  con- 
siderablemente el  tesoro  destinado  al  rescate,  si  bien 
no  se  consiguió  con  ella  llenar  el  aposento  hasta  la  se- 
ñal indicada  y  convenida.  Sin  embargo,   Pizarro  no 
era  un  Shvlock.  El  precio  del  rescate  no  estaba  com- 
pleto, pero  era  bastante,  y  el  héroe  hizo  que  un  nota- 
rio redactase  un  documento  eximiendo  formalmente  a 
Atahualpa  de  todo  pago  ulterior,  esto  es,  dándole  re- 
cibo y  finiquito  de  la  cantidad  estipulada.  Pero  se  vio 
obligado  a  aplazar  la  liberación  del  cacique.  El  asesi- 
nato de  Huáscar  y  otros  síntomas  por  el  estilo,  indi- 
caban que  sería  una  medida  suicida  el  soltar  por  en- 
tonces a  Atahualpa.  Aun  cuando  disfrazaba  sus  in- 
tenciones, eran  éstas  muy  sospechosas,  y  Pizarro  le 
dijo  que  era  necesario  retenerlo  algún  tiempo  más  en 
rehenes.  Sabía  muy  bien  que  no  estaría  seguro  de- 
jando libre  a  Atahualpa,  antes  de  tener  una  fuerza 
mayor  para  resistir  el  ataque  que  sin  duda  este  caci- 
que organizaría  en  el  acto.  Conocía  el  carácter  venga- 
tivo de  los  indios  algo  mejor  que  algunos  historiadores 
de  biblioteca. 

Almagro,  entre  tanto,  había  por  fin  conseguido  sa- 
lir de  Panamá  con  ciento  cincuenta  infantes  y  cincuen- 
ta caballos,  en  tres  buques,  y  desembarcando  en  la 
costa  del  Perú  llegó  a  San  Miguel  en  diciembre  de 


212         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

1532.  Allí  se  enteró  con  asombro  del  mágico  éxito  de 
Pizarro  y  del  botín  de  oro,  y  al  punto  se  puso  en  co- 
municación con  él.  Al  mismo  tiempo  su  secretario  en- 
vió a  Pizarro  una  carta  traicionera,  tratando  de  crear 
enemistad  y  vender  a  Almagro.  Pero  el  secretario  no 
conocía  al  hombre  a  quien  se  dirigía,  pues  Pizarro  re- 
chazó la  despreciable  oferta.  Verdaderamente  su  con- 
ducta para  con  su  poco  admirable  socio,  desde  el  prin- 
cipio hasta  el  fin,  fué  más  que  justa :  fué  condescen- 
diente, amistosa  y  magnánima  hasta  el  extremo.  En- 
tonces envió  a  Almagro  la  reiteración  de  su  amistad, 
y  generosamente  le  brindó  una  participación  en  el 
campo  de  oro  que  había  sido  conquistado  con  escasa 
ayuda  de  su  parte.  Almagro  llegó  a  Cajamarca  en  el 
mes  de  febrero  de  1533,  y  fué  cordialmente  acogido 
por  su  antiguo  compañero  de  armas. 

Entonces  se  repartió  el  cuantioso  rescate,  tesoro  de 
que  no  se  registra  igual  en  la  historia.  Fué  aquel  re- 
parto una  labor  que  requería  no  poca  prudencia  y 
pericia.  El  tributo  no  consistía  en  moneda  ni  lingotes, 
sino  en  placas,  vasijas,  imágenes  y  otros  objetos  que 
variaban  grandemente  en  peso  y  en  ley.  Tuvo  que 
reducirse  y  calcularse  todo  de  conformidad  con  un 
tipo  regulador.  Separáronse  algunos  de  los  objetos 
más  notables  para  enviarlos  a  España,  y  se  hizo  fun- 
dir los  otros,  en  forma  de  lingotes,  por  los  artífices  in- 
dios, quienes  emplearon  un  mes  en  esa  tarea.  El  pro- 
ducto fué  casi  fabuloso.  Se  valuó  en  1.326,539  pesos 
de  oro,  que  en  aquella  época  valían  comercialmente 
cinco  veces  lo  que  pesaban,  o  sea  en  junto  unos 
6.632,695  pesos.  Además  de  tan  importante  cantidad 
de  oro,  había  51,610  marcos  de  plata,  que  al  mismo 
tipo  equivalían  a  1.135,420  pesos  de  nuestra  moneda. 

Los  españoles  se  habían  reunido  en  la  plaza  pd- 
blica  de  Cajamarca.  Pizarro  rogó  a  Dios  que  le  ilu- 
minase para  repartir  aquel  tesoro  equitativamente,  y 
empezó  la  distribución.  Ante  todo  se  separó  una  quin- 
ta parte- del  peso  total  con  destino  al  rey  de  España, 
de  acuerdo  con  lo  ofrecido  por  Pizarro  en  el  «contrato». 
Después  de  esto,  los  conquistadores  recibieron  sus 
partes  por  el  orden  de  su  categoría.  Pizarro  recibió 


DEL   SIGLO   XVI  213 

57,222  pesos  de  oro  y  2,350  marcos  de  plata,  además 
de  la  silla  de  oro  de  Atahualpa,  que  por  su  peso  valía 
25,000  pesos.  A  su  hermano  Hernando  le  tocó  31,089 
pesos  de  oro  y  2,350  marcos  de  plata.  A  Soto  le  co- 
rrespondió 17,749  pesos  de  oro  y  724  marcos  de  plata. 
Había  en  la  tropa  sesenta  jinetes  y  muchos  de  ellos 
recibieron  8,880  pesos  de  oro  y  362  marcos  de  plata.  De 
los  ciento  cinco  soldados  de  infantería,  varios  recibie- 
ron la  misma  cantidad  que  los  de  caballería,  y  los  de- 
más una  cuarta  parte  menos.  Separóse  cerca  de  100,000 
pesos  oro  para  dotar  la  primera  iglesia  del  Perú,  que 
fué  la  de  San  Francisco.  También  se  dio  participación 
a  Almagro  y  a  su  gente,  así  como  a  los  que  habían 
quedado  de  guarnición  en  San  Miguel.  Que  Pizarro 
logró  hacer  un  reparto  equitativo  lo  demuestra  el  he- 
cho de  no  haber  habido  la  menor  queja,  y  no  eran  sus 
asociados  hombres  que  se  quedasen  tranquilos  si  se 
creyesen  lesionados  o  siquiera  lo  imaginasen.  Ni  aun 
sus  difamadores  han  podido  culpar  de  falta  de  inte- 
gridad al  valiente  conquistador  del  Perú. 

Para  dar  una  forma  más  gráfica  al  resultado  de 
tan  inesperada  y  portentosa  ganancia,  haremos  una 
lista  poniendo  a  cada  participación  el  valor  equiva- 
lente en  dólares  americanos  :< 

A  la  Corona  de  España 1-553,623  dólares 

))  Francisco  Pizarro 462,623       » 

»  Hernando  Pizarro 209,100      » 

»  Soto 104,628      )> 

»  cada  jinete 52,364      » 

»  cada  infante 26,182       » 

Todo  esto  sin  contar  las  fortunas  que  se  repartie- 
ron a  Almagro  y  a  los  suyos  y  para  la  iglesia. 

Este  es  el  cálculo  más  aproximado  que  puede  ha- 
cerse del  valor  de  aquel  tesoro.  El  estudio  del  muy 
complicado  y  variable  sistema  de  monedas  de  aquellos 
tiempos  y  de  sus  valores  relativos,  sería  trabajo  de 
toda  una  vida ;  pero  las  cifras  que  acabamos  de  dar 
son  virtualmente  exactas.  El  cálculo  de  Prescott,  que 
da  al  iíeso  de  oro  de  aquel  tiempo  un  valor  equivalen- 


214         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

te  a  once  (dólares  de  hoy,  carece  enteramente  de  fun- 
damento :'  valía  muy  cerca  de  cinco  dólares.  El  marco 
de  plata  es  mucho  más  difícil  de  apreciar,  y  Prescott 
ni  siquiera  lo  intenta.  El  marco  no  era  una  moneda, 
sino  un  peso,  y  su  valor  comercial  era  entonces  de 
unos  veintidós  dólares. 


DEL   SIGLO   XVI  215 


VII 

TRAICIÓN  Y  MUERTE  DE  ATAHUALPA 

L?ERO  en  medio  de  su  gozo  al  ver  realizados  sus  do- 
rados ensueños  —  y  casi  podemos  imaginar  lo 
grandes  que  se  sentirían  al  verse  ya  ricos,  después  de 
una  vida  de  pobreza  y  de  sufrimientos, — los  españoles 
se  vieron  bruscamente  sorprendidos  por  menos  pla- 
centeras realidades.  Las  maquinaciones  de  los  indios, 
de  que  ya  se  había  sospechado,  ahora  no  daban  lugar 
a  dudas.  De  todas  partes  llegaban  noticias  de  un  le- 
vantamiento. Se  anunciaba  que  doscientos  mil  gue- 
rreros de  Quito  y  treinta  mil  de  los  caníbales  caribes 
se  habían  puesto  en  camino  para  caer  sobre  la  pequeña 
fuerza  de  los  españoles.  Rumores  de  esta  clase  siempre 
suelen  ser  exagerados  ;  pero  entonces  tenían  proba- 
blemente 'fundamento.  No  otra  cosa  podía  esperar 
quien  estuviese  tan  familiarizado  con  el  carácter  de 
los  indios  como  lo  estaban  los  españoles.  De  todos 
modos,  nuestro  juicio  de  lo  que  sobrevino  debe  guiar- 
se no  solamente  por  lo  que  era  cierto,  sino  más  bien 
por  lo  que  los  españoles  creían  que  lo  era.  Ellos  tenían 
motivos  para  suponer,  y  no  cabe  dudar  que  así  lo  su- 
ponían, que  las  maquinaciones  de  Atahualpa  traían 
una  fuerza  muy  superior  contra  ellos,  y  que  su  vida 
estaba  en  inminente  peligro.  La  inmensa  riqueza  que 
acababan  de  adquirir  les  ponía  aún  más  intranquilos. 
Es  una  fase  curiosa  pero  común  de  la  naturaleza  hu- 
mana, que  no  nos  damos  cuenta  de  la  mitad  de  los 
muchos  peligros  ocultos  que  amenazan  nuestra  vida, 
hasta  que  hemos  adquirido  algo  que  nos  hace  la  vida 


2l6        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

más  agradable.  A  menudo  vemos  cómo  un  hombre 
valiente  se  vuelve  de  pronto  cauteloso,  y  hasta  ridicu- 
lamente medroso,  cuando  tiene  una  esposa  querida  y 
algún  hijo  que  cuidar  y  proteger  ;  y  dudo  que  ningún 
muchacho  travieso  haya  llegado  a  los  veinte  años  sin 
que  la  posesión  de  algún  pequeño  tesoro  le  haya  he- 
cho pensar  de  momento  en  las  muchas  cosas  que  po- 
drían quitarle  el  gusto  de  disfrutarlo.  Entonces  ve  y 
presiente  peligros  que  antes  nunca  se  le  había  ocu- 
rrido suponer. 

Los  españoles  tenían  ciertamente  suficientes  mo- 
tivos para  temer  por  su  vida,  sin  pensar  en  otra 
cosa  ;  pero  la  repentina  riqueza,  que  les  prometía  un 
brillante  y  bien  ganado  porvenir,  sin  duda  agudizaba 
más  sus  aprensiones  y  les  acuciaba  a  hacer  más  deses- 
perados esfuerzos  para  salvarse. 

No  existe  ni  sombra  de  un  indicio  de  que  Pizarro 
pensase  jamás  en  hacer  traición  a  Atahualpa,  y  hay 
evidentes  señales  de  todo  lo  contrario.  Pero  ya  sus 
soldados  empezaban  a  exigir  lo  que  parecía  necesario 
para  su  protección.  Creían  que  Atahualpa  les  había 
traicionado.  Había  causado  la  muerte  de  su  hermano 
Huáscar,  el  cual  estaba  dispuesto  a  ser  amigo  de  ellos, 
con  el  fin  de  que  aquella  alianza  le  colocase  por  enci- 
ma del  poder  de  su  temido  rival.  Les  había  ofrecido 
como  cebo  un  áureo  rescate,  y  con  sus  dilaciones  había 
ganado  tiempo  para  organizar  fuerzas  con  que  aplas- 
tar a  los  españoles,  y  ahora  ellos  pedían  no  sólo  que 
se  le  castigase,  sino  que  se  le  imposibilitase  de  seguir 
conspirando.  Nadie  que  se  hallase  en  iguales  circuns- 
tancias podía  rebatir  esa  lógica ;  ni  aun  ahora  me  pa- 
rece a  mí  fuera  de  razón.  No  tan  sólo  creyeron  que  su 
acusación  era  justa,  sino  que  probablemente  lo  era; 
de  todos  modos  ellos  obraron  justamente,  según  los 
informes  que  tenían.  Tal  era  su  alarma,  que  se  dobla- 
ron las  guardias,  los  caballos  estaban  constantemente 
enjaezados  y  los  hombres  dormían  sobre  las  armas, 
mientras  Pizarro  hacía  la  ronda  todas  las  noches  para 
cerciorarse  de  que  todo  estaba  en  disposición  de  re- 
sistir el  ataque  que  se  esperaba  de  un  momento  a  otro. 
Y  sin  embargo,  en  esta  crisis  el  jefe  español  mos- 


DEL  SIGLO  XVI  217 

tro  una  varonil  renuencia  aun  a  parecer  traicionero. 
Era  hombre  de  palabra,  a  más  de  ser  humanitario,  y 
le  repugnaba  faltar  a  su  promesa  de  poner  en  libertad 
a  Atahualpa,  aun  cuando  le  eximía  la  conducta  del 
mismo  Atahualpa,  en  completa  violación  del  espíritu 
del  contrato.  Pero  era  imposible  substraerse  a  la  exi- 
gencia de  su  gente  :  debía  mirar  por  sus  vidas  como 
por  la  suya  propia  y,  obligado  a  elegir  entre  ellos  y 
Atahualpa,  no  era  dudosa  la  elección.  Pizarro  se  re- 
sistía ;  pero  su  tropa  insistió,  y  no  tuvo  más  remedio 
que  ceder.  Pero,  aun  entonces,  cuando  el  enemigo  po- 
día presentarse  de  un  momento  a  otro,  exigió  que 
el  prisionero  fuese  formalmente  juzgado  y  cuidó  de 
que  se  cumpliese  este  requisito.  El  tribunal  declaró  a 
Atahualpa  convicto  de  haber  instigado  el  asesinato  de 
su  hermano  y  de  conspirar  contra  los  españoles,  y  le 
condenó  a  ser  ejecutado  aquella  misma  noche.  Si  se 
demoraba  el  cumplimiento  de  la  sentencia,  podía  lle- 
gar la  hueste  india  a  tiempo  para  rescatar  a  su  caci- 
que, y  eso  aumentaría  grandemente  la  desventaja  en 
que  se  hallaban  los  españoles.  Por  lo  tanto  aquella  no- 
che se  le  dio  garrote  a  Atahualpa  en  la  plaza  de  Caja- 
marca,  y  al  día  siguiente  recibió  sepultura  en  la  igle- 
sia de  San  Francisco,  tributándole  las  honras  debidas 
a  su  alto  rango. 

De  nuevo  se  vieron  sorprendidos  los  peruanos,  esta 
vez  por  la  muerte  de  Atahualpa.  Sin  la  dirección  de 
su  jefe  guerrero  y  perdida  la  esperanza  de  rescatarlo, 
vacilaron  antes  de  atacar  directamente  a  los  españoles. 
Se  mantuvieron  a  una  distancia  segura  incendiando 
aldeas  y  escondiendo  oro  y  otros  artículos  que  pudie- 
ran ser  útiles  al  enemigo  ;  así  que,  después  de  todo, 
aun  cuando  se  había  conjurado  el  peligro  inmediato 
con  la  ejecución  del  cacique,  la  situación  presentaba 
todavía  muy  mal  cariz.  Pizarro,  que  no  tenía  de  los 
títulos  peruanos  una  idea  más  exacta  que  algunos  de 
nuestros  historiadores,  con  la  esperanza  de  crear  un 
ambiente  de  paz,  nombró  capitán  de  guerra  a  Topar- 
ca, otro  de  los  hijos  de  Huavna  Capac  ;  pero  pste  nom- 
bramiento no  produjo  el  efecto  que  perseguía. 

Decidióse  entonces  emprender  larga  y  ardua  ex- 


2l8         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

pedición 'a  Cuzco,  residencia  y  principal  ciudad  de  la 
tribu  inca,  de  la  cual  habían  oído  referir  áureos  por- 
tentos. A  principios  de  septiembre  de  1533,  Pizarro 
y  su  ejército,  engrosado  ya  con  el  refuerzo  de  Alma- 
gro hasta  unos  cuatrocientos  hombres,  salieron  de  Ca- 
jamarca.  Fué  aquella  una  jornada  preñada  de  dificul- 
tades y  peligros.  Los  angostos  y  empinados  senderos 
conducían  por  vertiginosos  vericuetos  y  por  puentes 
colgantes  tan  difíciles  de  atravesar  como  lo  fuera  una 
hamaca,  y  subían  por  elevadas  peñas,  donde  sólo  las 
ágiles  llamas  podían  hallar  huecos  en  que  sentar  las 
patas.  En  Jauja  les  hizo  resistencia  gran  golpe  de  in- 
dios, atrincherados  en  la  margen  opuesta  de  un  torren- 
te recién  henchido  por  las  lluvias.  Pero  los  españoles 
atravesaron  la  corriente  y  se  lanzaron  con  tal  furia  so- 
bre los  naturales,  que  éstos  no  tardaron  en  ceder. 

En  aquel  lindo  valle  tuvo  Pizarro  la  idea  de  fun- 
dar una  colonia :  hizo  allí  una  breve  parada  y  envió 
a  Soto  con  un  destacamento  de  sesenta  hombres  a  prac- 
ticar un  reconocimiento.  En  el  acto  empezó  Soto  a  no- 
tar señales  ominosas.  Halló  aldeas  incendiadas  y  puen- 
tes destruidos,  de  modo  que  se  hizo  sumamente  difícil 
cruzar  aquellas  terribles  quebradas.  Además,  donde 
había  sido  posible,  se  amontonaron  en  el  camino  tron- 
cos de  árboles  y  rocas,  impidiendo  de  ese  modo  el  paso 
'de  la  caballería.  Cerca  de  Bilcas  tuvo  una  dura  refrie- 
ga con  los  indios,  y  aun  cuando  salieron  victoriosos  los 
españoles,  perdieron  varios  hombres.  Soto,  sin  em- 
bargo, siguió  resueltamente  adelante.  Mientras  la  can- 
sada tropa  iba  trabajosamente  subiendo  por  el  empi- 
nado y  sinuoso  desfiladero  de  Vilcaconga,  oyóse  el  au- 
llido de  guerra  de  los  indios,  y  una  hueste  de  gue- 
rreros salió  de  los  escondrijos  por  detrás  de  árboles  y 
peñascos,  y  arremetió  furiosamente  contra  los  espa- 
ñoles. La  senda  era  empinada  y  angosta  ;  a  duras  pe- 
nas los  caballos  pedían  tenerse  en  pie,  y  bajo  el  em- 
puje de  aquel  alud  de  indios,  jinetes  y  caballos  fueron 
rodando  cuesta  abajo.  Los  aborígenes  les  rodearon 
como  un  enjambre  de  abejas,  tratando  de  desarzonar  a 
los  soldados  y  hasta  agarrándose  desesperadamente  a 
las  patas  de  los  caballos,  y  repartiendo  fuertes  porra- 


DEL   SIGLO  XVI  21^ 

20S  con  la  mayor  agilidad.  .Un  poco  más  arriba  de  la 
escabrosa  senda  había  una  meseta,  y  Soto  vio  clara- 
mente que,  a  menos  de  ganar  aquella  posición,  estaban 
perdidos.  Con  un  esfuerzo  supremo  de  músculos  y  de 
voluntad,  logró  reunir  en  aquella  altura  a  su  pequeño 
grupo  que  luchaba  con  tan  tremenda  desventaja,  y 
después  de  un  breve  descanso  dio  una  carga  contra 
los  indios  ;  pero  no  pudo  quebrantar  aquella  horren- 
da, obscura  masa.  Sobrevino  la  noche,  y  los  españo- 
les, exhaustos  y  cubiertos  de  sangre — pues  pocos  hom- 
bres y  caballos  habían  salido  sin  heridas  de  aquel  es- 
pantoso encuentro, — descansaron  como  pudieron,  sii> 
abandonar  las  armas.  Los  indios  tenían  la  seguridad 
de  acabar  con  ellos  al  día  siguiente,  y  los  mismos  es- 
pañoles abrigaban  pocas  esperanzas  de  salvarse.  Pero 
ya  muy  avanzada  la  noche  oyeron  toques  de  cornetas 
españolas  en  eí  paso  de  abajo,  y  poco  después  abra- 
zaban a  sus  inesperados  compatriotas  y  daban  gracias 
a  Dios  por  haberles  salvado.  Y  era  que  Pizarro,  cono- 
cedor dé  los  primeros  peligros  que  encontraron  en  su 
jornada,  había  despachado  apresuradamente  a  Alma- 
gro con  un  refuerzo  considerable  de  caballería  para 
auxiliar  a  Soto,  refuerzo  que,  haciendo  marchas  for- 
zadas, llegó  muy  oportunamente.  Los  peruanos,  vien- 
do a  la  mañana  siguiente  que  el  enemigo  estaba  re- 
forzado, no  renovaron  el  combate  y  se  retiraron  a  las 
montañas.  Los  españoles  se  trasladaron  a  un  sitio  más 
seguro,  y  allí  acamparon  para  aguardar  a  Pizarro. 

Este  no  tardó  en  llegar,  después  de  haber  dejado 
en  Jauja  el  tesoro,  bajo  la  vigilancia  de  cuarenta  hom- 
bres. Pero  mucho  le  preocupó  el  aspecto  de  la  situa- 
ción. Aquellos  organizados  y  audaces  ataques  del  ene- 
migo, y  la  súbita  muerte  de  Toparca,  de  un  modo  sos- 
pechoso, le  indujeron  a  creer  que  Chalicuchima,  se- 
gundo capitán  de  guerra,  les  traicionaba  ;  y  proba- 
blemente esto  era  cierto.  Cuando  Pizarro  se  hubo  re- 
unido con  Almagro,  hizo  procesar  a  Chalicuchima  ;  y 
habiéndosele  hallado  convicto  del  delito  de  traición, 
fué  ejecutado  sin  demora.  No  podemos  menos  de  ho- 
rrorizarnos ante  el  procedimiento  empleado  para  su  eje- 
cución, que  fué  la  hoguera ;  pero  no  debemos  por  eso 


320        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

precipitarnos  en  juzgar  como  cruel  al  individuo  res- 
ponsable de  tal  pena.  Todos  aquellos  actos  deben  me- 
dirse por  comparación  y  por  el  espíritu  que  reinaba  en 
aquella  época.  Entonces  no  consideraba  el  mundo  como 
una  crueldad  el  suplicio  de  la  hoguera,  y  más  de  un 
siglo  después,  cuando  estaba  la  gente  mucho  más  ilus- 
trada, los  cristianos  de  la  Gran  Bretaña,  de  Francia 
y  de  la  Nueva  Inglaterra  no  pusieron  reparo  en  que 
se  castigase  algunos  delitos  con  ese  suplicio,  y  segu- 
ramente no  diremos  que  nuestros  puritanos  antepasa- 
dos fuesen  hombres  malvados  o  crueles.  Ahorcaron 
brujas  y  azotaron  herejes,  no  por  crueldad,  sino  por  la 
ciega  superstición  de  su  tiempo.  Ahora  nos  parece  una 
cosa  horrenda  ;  pero  entonces  no  lo  parecía,  y  no  de- 
bemos esperar  que  Pizarro  fuese  mejor  y  más  sabio 
que  los  hombres  que  tenían  ventajas  que  él  nunca  ha- 
bía tenido.  Yo  ciertamente  preferiría  que  no  hubiese 
permitido  que  Chalicuchima  pereciese  en  la  hoguera  ; 
pero  también  quisiera  que  las  repugnantes  páginas  de 
Salem  y  de  la  esclavitud  pudiesen  borrarse  de  nuestra 
historia.  Ni  en  un  caso  ni  en  el  otro,  sin  embargo,  til- 
daría yo  a  Pizarro  de  monstruo,  ni  a  los  puritanos  de 
hombres  crueles. 

Hallándose  en  semejante  trance,  presentóse  a  Pi- 
zarro el  inca  Manco,  ricamente  ataviado,  y  le  propuso 
una  alianza.  Pretendía  ser  el  legítimo  jefe  de  guerra, 
y  deseaba  que  los  españoles  como  tal  le  reconociesen. 
Su  proposición  fué  aceptada  de  buen  grado. 

Siguiendo  adelante,  los  españoles  cayeron  en  una 
emboscada  en  un  desfiladero ;  pero  rechazaron  a  sus 
agresores,  y  por  fin  entraron  en  Cuzco  el  15  de  no- 
viembre de  1533.  Como  «ciudad»  india  era  la  mayor 
del  nuevo  hemisferio,  aunque  no  mucho  mayor  que  el 
<(pueblo))  en  Méjico  y  sus  soberbios  edificios  y  ajuares 
llenaron  de  asombro  a  los  españoles.  Se  encontró  gran 
cantidad  de  oro  en  cuevas  y  otros  escondrijos.  En  un 
sitio  había  varios  grandes  jarrones  de  oro,  figuras  de 
oro  y  plata  que  representaban  llamas  y  personas,  y 
ropajes  recamados  con  abalorios  de  oro  y  plata.  En- 
tre otros  tesoros,  refiere  Pedro  Pizarro,  testigo  presen- 
cial y  cronista  de  aquellos  hechos,  que  se  hallaron  diez 


DEL   SIGLO  XVI  221 

toscas  «tablas»  de  plata  de  veinte  pies  de  largo,  un  pie 
de  ancho  y  dos  pulgadas  de  grueso.  La  totalidad  del 
botín  recogido  se  valuó  en  580,000  pesos  de  oro  y 
215,000  marcos  de  plata,  o  sea  un  equivalente  de 
7.600,000  pesos  de  nuestra  moneda. 

Pizarro  entonces  coronó  a  Manco  como  goberna- 
dor del  Perú,  y  esto  fué  muy  del  agrado  de  los  indí- 
genas. El  buen  Padre  Valverde  fué  nombrado  obispo 
de  Cuzco;  se  estableció  una  catedral,  y  los  devotos 
misioneros  españoles  se  dedicaron  activamente  a  edu- 
car y  convertir  a  los  herejes,  tarea  que  prosiguieron 
con  su  acostumbrada  eficacia. 

Quizquiz,  uno  de  los  capitanes  de  guerra  subalter- 
no de  Atahualpa  y  caudillo  de  alguna  valentía,  se  man- 
tuvo en  abierta  rebelión.  Almagro,  con  unos  cuantos 
jinetes,  y  Manco  con  sus  secuaces  indígenas,  salieron 
en  su  persecución  y  derrotaron  a  los  rebeldes ;  pera 
Quizquiz  no  se  rindió  y  fué  muerto  por  su  misma 
gente. 

En  marzo  de  1534,  Pedro  de  Alvarado,  el  valerosa 
teniente  de  Cortés,  a  quien  se  había  recompensado  por 
sus  servicios  en  Méjico  nombrándole  gobernador  de 
Guatemala,  desembarcó  y  se  dirigió  a  Quito,  averi- 
guando después  que  pertenecía  al  territorio  de  Pi- 
zarro. H izóse  un  convenio  entre  los  dos  :  se  le  dio  a 
Alvarado  una  compensación  por  su  infructuosa  jor- 
nada, y  se  volvió  de  nuevo  a  Guatemala. 

Dedicóse  con  ahinco  Pizarro  al  desenvolvimienta 
del  país  que  había  conquistado  y  a  poner  los  cimientos 
de  una  nación.  El  día  6  de  enero  de  1535  fundó  la 
Ciudad  de  los  Reyes,  en  el  hermoso  valle  de  Rimac. 
Ese  nombre  se  cambió  poco  después  por  el  de  Lima,  y 
Lima,  capital  del  Perú,  ha  seguido  siendo  desde  en- 
tonces. El  insigne  conquistador  empezaba  a  mostrar 
otra  faceta  de  su  carácter  :  su  genio  como  organizador 
y  administrador.  Emprendió  con  mucha  energía  la  ta- 
rea de  urbanizar  Lima,  y  en  la  dirección  de  todos  los 
asuntos  de  su  incipiente  gobierno  mostró  tener  mucha 
previsión  y  prudencia. 

En  el  ínterin,  su  hermano  Hernando  había  sida 
comisionado  para  ir  a  llevar  el  tesoro  a  la  Corona  de 


222  LOS   EXPLORADORES   ESPAhíOLES 

España,  adonde  Jlegó  en  enero  de  1534.  Además  de  la 
quinta  parte  que  a  la  Corona  correspondía,  llevó  me- 
dio millón  de  pesos  de  oro,  pertenecientes  a  los  aven- 
tureros que  habían  preferido  gozar  su  dinero  en  casa. 
Hernando  causó  en  España  muy  favorable  impresión. 
La  Corona  confirmó  todas  las  mercedes  que  había  con- 
cedido a  Pizarro  y  extendió  su  territorio  setenta  le- 
guas más  al  sur  ;  mientras  que  a  Almagro  se  le  auto- 
rizó para  conquistar  Chile  (que  se  llamaba  entonces 
Nueva  Toledo),  empezando  al  extremo  sur  del  domi- 
nio de  Pizarro  y  hasta  doscientas  leguas  más  allá. 
Hernando  fué  armado  caballero  y  se  le  encomendó 
una  expedición  :  una  de  las  más  numerosas  y  mejor 
equipadas  que  habían  salido  de  España.  Tuvieron  un 
tiempo  horrible  en  la  travesía  hasta  el  Perú,  y  muchos 
perecieron  durante  el  viaje. 


DEL    SIGLO   XVI  223 


VIII 

DE  COMO  SE  FUNDÓ  UNA  NACIÓN 
SITIO  DE  CUZCO 

I^ERO,  antes  de  que  Hernando  llegase  al  Perú,  uno 
de  su  séquito  llevó  allá  a  Almagro  la  noticia  de 
su  adelantamiento,  y  esta  prosperidad  le  hizo  perder 
la  cabeza  a  aquel  grosero  y  poco  escrupuloso  soldado. 
Olvidándose  de  todos  los  favores  de  Pizarro  y  de  que 
a  éste  debíale  cuanto  era,  el  falso  amigo  en  el  acto  se 
impuso  como  amo  y  señor  de  Cuzco. 

Fué  esta  una  vergonzosa  ingratitud  y  bellaquería, 
y  estuvo  a  punto  de  producir  una  guerra  civil  entre  los 
españoles.  Pero  la  lenidad  de  Pizarro  orilló  al  fin  la 
dificultad,  y  el  día  12  de  junio  de  1535  los  dos  caudi- 
llos renovaron  su  amistoso  convenio.  Marchó  poco  des- 
pués Almagro  para  emprender  la  conquista  de  Chile, 
en  la  cual  fracasó,  y  Pizarro  dedicó  de  nuevo  su  aten- 
ción al  desenvolvimiento  de  su  conquistada  provincia. 

En  los  pocos  años  de  su  carrera  administrativa  ob- 
tuvo Pizarro  notables  resultados.  Fundó  varias  ciuda- 
des en  la  costa,  y  a  una  de  ellas  le  dio  el  nombre  de 
Trujillo,  en  memoria  de  su  pueblo  natal.  Sobre  todo 
deleitóse  en  urbanizar  y  hermosear  su  predilecta  ciu- 
dad de  Lima,  y  en  fomentar  el  comercio  y  otros  facto- 
res necesarios  para  el  desenvolvimiento  de  la  nueva 
nación.  Un  contraste  muy  notable  pone  en  evidencia 
lo  acertadas  que  eran  sus  disposiciones.  Cuando  los 
españoles  llegaron  por  primera  vez  a  Cajamarca,  un 
par  de  espuelas  costaba  250  pesos  oro.  Unos  cuantos 
años  antes  de  la  muerte  de  Pizarro,  la  primera  vaca 


224         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

que  se  llevó  al  Perú  se  vendió  en  10,000  pesos  ;  y  áos 
años  después  podía  comprarse  allí  la  mejor  vaca  en 
menos  de  200.  La  primera  barrica  de  vino  se  vendió 
en  1,600  pesos;  pero  tres  años  después  se  consumía 
vino  del  país  en  vez  del  importado,  y  podía  obtener- 
se en  Lima  a  un  precio  módico.  Lo  mismo  puede  de- 
cirse de  todo  lo  demás.  Se  había  vendido  una  espada 
en  250  pesos  ;  una  capa,  en  500 ;  un  par  de  zapatos, 
en  200  ;  un  caballo,  en  10,000  ;  pero  bastaron  dos  o 
tres  años  de  la  sorprendente  aptitud  administrativa  de 
Pizarro  para  poner  los  artículos  de  primera  necesidad 
al  alcance  de  todo  el  mundo.  No  tan  sólo  fomentó  el 
comercio,  sino  también  la  industria  del  país,  y  desarro- 
lló la  agricultura,  la  minería  y  las  artes  mecánicas.  En 
suma,  estaba  poniendo  en  práctica  con  gran  éxito  el 
principio  general  de  los  españoles  de  que  la  principal 
riqueza  de  un  país  no  consiste  en  su  oro,  o  en  sus 
bosques,  o  en  sus  tierras,  sino  en  su  pueblo.  El  empe- 
ño de  los  exploradores  españoles  en  todas  partes,  fué 
educar,  cristianizar  y  civilizar  a  los  indígenas,  a  fin 
de  hacerlos  dignos  ciudadanos  de  la  nueva  nación,  en 
vez  de  eliminarlos  de  la  faz  de  la  tierra  para  poner 
en  su  lugar  a  los  recién  llegados,  como  por  regla  ge- 
neral ha  sucedido  con  otras  conquistas  realizadas  por 
algunas  naciones  europeas.  De  vez  en  cuando  hubo 
individuos  que  cometieron  errores  y  hasta  crímenes, 
pero  un  gran  fondo  de  sabiduría  y  humanidad  carac- 
teriza todo  el  generoso  régimen  de  España,  régimen 
que  impone  admiración  a  todos  los  hombres  varoniles. 
Mientras  Pizarro  estaba  enfrascado  en  su  tarea, 
Manco  se -desenmascaró.  No  es  del  todo  improbable 
que  desde  un  principio  hubiese  meditado  la  traición  y 
que  se  aliase  con  los  españoles  simplemente  para  te- 
nerlos en  su  poder.  De  todos  modos,  entonces  se  es- 
cabulló, sin  provocación  alguna,  para  ir  a  levantar 
gente  con  que  atacar  a  los  españoles,  creyendo  que  po- 
dría someterlos  mientras  se  hallaban  dispersos  traba- 
jando en  sus  diversas  colonias.  Los  indios  leales  avi- 
saron a  Juan  Pizarro,  el  cual  capturó  y  aprisionó  a 
'Manco.  A  la  sazón  llegó  de  España  Hernando  Piza- 
rro, y  Francisco  le  dio  el  mando  de  Cuzco.  El  pérfido 


DEL   SIGLO   XVI  225 

Manco  engañó  a  Hernando  para  que  le  pusiese  en  li- 
bert¿id,  y  en  el  acto  comenzó  a  reunir  sus  fuerzas.  Con- 
tra él  se  envió  a  Juan  con  sesenta  jinetes,  quienes  por 
íin  hallaron  en  Yucay  varios  miles  de  indios  manda- 
dos por  Manco.  En  un  terrible  combate  que  duró  tíos 
días,  lograron  los  españoles  mantenerse  firmes,  si  bien 
con  muchas  pérdidas,  y  entonces  se  alarmaron  con  la 
noticia  que  les  trajo  un  mensajero  de  que  los  indios 
habían  sitiado  a  Cuzco.  A  marchas  forzadas  llegaron 
aquella  noche  a  la  ciudad,  que  hallaron  rodeada  por 
numerosa  hueste.  Los  indios  les  dejaron  entrar,  sin 
<Íuda  en  su  deseo  de  tenerlos  a  todos  en  la  ratonera, 
y  en  seguida  atacaron  a  la  malhadada  urbe. 

Hernando  y  Juan  estaban,  pues,  encerrados  en 
Cuzco.  Tenían  menos  de  doscientos  hombres,  mien- 
tras que  afuera,  en  las  lomas  de  cerca  y  de  lejos,  lu- 
cían las  fogatas  del  enemigo,  tan  innumerables  que 
carecían  <(un  cielo  estrellado)).  Por  la  mañana  tempra- 
no, en  febrero  de  1536,  comenzó  el  ataque.  Los  indios 
arrojaron  dentro  de  la  ciudad  bolas  de  fuego  y  flechas 
ardiendo,  con  las  cuales  lograron  pegar  fuego  a  las 
bardas  de  los  techos.  Los  españoles  no  podían  apagar 
aquel  fuego,  que  duró  varios  días.  Del  único  modo 
que  pudieron  salvarse  de  perecer  quemados  o  asfixia- 
dos, fué  apiñándose  todos  en  la  plaza  piiblica.  Hicie- 
ron varias  salidas  ;  pero  los  indios  habían  clavado  es- 
tacas y  puesto  otros  obstáculos,  que  entorpecían  la 
marcha  de  los  caballos. 

No  obstante,  los  españoles  desembarazaron  el  ca- 
mino bajo  un  terrible  fuego  y  dieron  una  valiente  car- 
ga, que  fué  rechazada  con  igual  valentía. 

Eran  expertos  los  indios  no  tan  sólo  en  el  manejo 
'del  arco,  sino  también  de  la  reata ;  así  es  que  con  el 
lazo  lograron  cazar  a  muchos  españoles,  a  quienes  die- 
ron muerte.  La  carga  hizo  retroceder  un  trecho  a  los 
indígenas,  pero  costándoles  esto  muy  caro  a  los  es- 
pañoles, quienes  tuvieron  que  internarse  de  nuevo  en 
!a  ciudad.  Mas  no  se  les  dio  punto  de  reposo  ;  los  in- 
dios les  acosaron  con  repetidos  ataques,  y  la  situación 
tomó  muy  mal  cariz.  Francisco  Pizarro  estaba  sitiado 
en  Lima  ;  Jauja  también  se  hallaba  bloqueada,  y  los 

i5 


226        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

españoles,  en  las  pequeñas  colonias,  habían  sido  some- 
tidos y  asesinados.  Sus  ensangrentadas  cabezas  fueron 
arrojadas  al  interior  de  Cuzco  y  rodaron  a  los  pies  de 
sus  horrorizados  compatriotas.  Tan  desesperado  les  pa- 
recía el  trance  en  que  se  hallaban,  que  muchos  pro- 
ponían que  saliesen  todos  en  masa  para  abrirse  paso  a 
través  de  los  indios  y  ganar  la  costa ;  pero  Hernando 
y  Juan  no  quisieron  escucharles. 

Sobre  el  cerro  que  domina  la  ciudad  de  Cuzco  es- 
taba la  notable  fortaleza  inca  de  Sacsahuaman,  que  to- 
davía existe.  Es  una  obra  ciclópea.  Por  el  lado  que 
mira  a  la  ciudad  el  casi  inexpugnable  cerro  se  hizo  in- 
expugnable del  todo  construyendo  en  él  una  inmensa 
muralla  de  mil  doscientos  pies  de  largo  y  de  mucho 
espesor.  Al  otro  lado  del  cerro  el  suave  declive  esta- 
ba protegido  por  dos  murallas,  levantadas  una  más 
arriba  que  la  otra,  de  mil  doscientos  pies  de  largo 
cada  una.  Las  piedras  de  esas  murallas  estaban  tra- 
badas con  notable  pericia  y  algunas  de  ellas  medían 
treinta  y  ocho  pies  de  largo,  diez  y  ocho  de  ancho  y 
seis  de  grueso.  Y  lo  más  sorprendente  era  que  se  ha- 
bían sacado  de  una  cantera  que  se  hallaba  a  doce  mi- 
llas de  distancia,  y  las  habían  transportado  los  indios 
al  sitio  en  que  estaban  colocadas.  Finalmente,  la  cima 
del  cerro  estaba  defendida  por  dos  grandes  torres  de 
piedra. 

Esta  imponente  fortaleza  de  los  aborígenes  se  ha- 
llaba en  poder  de  los  indios  y  les  permitía  hostigar 
a  los  españoles  sitiados  de  un  modo  más  eficaz.  Era 
necesario  desalojarlos  de  aquella  posición.  Como  me- 
dida preliminar  para  ver  realizada  esa  última  espe- 
ranza, salieron  tres  destacamentos  al  mando  de  Gon- 
zalo Pizarro,  Gabriel  de  Rojas  y  Hernando  Ponce 
de  León,  para  echar  de  allí  a  los  indios.  La  lucha  fué 
desesperada.  Los  indios  trataron  de  aplastar  a  sus  ene- 
migos con  la  furiosa  acometida  de  su  mayor  número, 
pero  al  fin  los  españoles  obligaron  a  la  tenaz  hueste 
a  ceder  el  terreno,  y  se  retiraron  a  la  ciudad. 

Para  el  asalto  de  la  fortaleza  de  Sacsahuaman  se 
eligió  a  Juan  Pizarro,  y  no  podía  confiarse  tan  aven- 
turada empresa  a  más  valiente  caballero.  Saliendo  de 


DEL   SIGLO  XVI  22.7^ 

Cuzco  a  la  puesta  del  sol  con  su  pequeña  fuerza,  Juan 
dio  un  rodeo  como  si  fuese  a  forrajear ;  pero  en  cuan- 
to obscureció,  dio  la  vuelta  y  se  dirigió  apresurada- 
mente a  Sacsahuaman.  La  gran  fortaleza  estaba  su- 
mida en  la  obscuridad  y  en  el  silencio.  Se  había  ce- 
rrado su  poterna  con  grandes  piedras,  trabadas  como 
las  macizas  murallas,  y  el  separarlas  sin  hacer  ruido 
fué  tarea  muy  difícil  para  los  españoles.  Cuando  al 
fin  pudieron  pasar  y  se  hallaron  entre  las  dos  gigan- 
tescas murallas,  cayó  sobre  ellos  una  horda  de  indios. 
Juan  dejó  la  mitad  de  su  fuerza  peleando  con  ellos 
y  con  la  otra  mitad  abrió  la  poterna  de  la  segunda  mu- 
ralla que  había  sido  cerrada  de  igual  manera.  Cuando 
l©s  españoles  lograron  apoderarse  de  la  segunda  mu- 
ralla, los  indios  se  refugiaron  en  las  torres,  y  se  hizo 
necesario  asaltar  estas  últimas  y  peligrosísimas  de- 
fensas. Los  españoles  acometieron  con  aquel  carac- 
terístico valor  que  no  se  rendía  ante  ningún  obstáculo 
de  la  naturaleza  o  de  los  hombres  ;  pero  en  la  primera 
arremetida  sufrieron  una  pérdida  irreparable.  El  de- 
nodado Juan  Pizarro  había  sido  herido  en  la  quijada, 
y  su  yelmo  le  molestaba  tanto  la  herida,  que  se  lo 
quitó  y  dirigió  el  asalto  con  la  cabeza  descubierta ; 
en  la  lluvia  de  proyectiles  que  arrojaban  los  indios, 
una  roca  le  dio  con  fuerza  en  la  cabeza  y  lo  derribó 
al  suelo.  Pero  aun  tendido  agonizante  en  un  charco 
de  sangre,  daba  aliento  a  sus  hombres  y  les  acuciaba 
a  seguir  adelante,  mostrando  hasta  el  fin  su  intre- 
pidez española.  Fué  cuidadosamente  conducido  a 
Cuzco,  donde  se  le  prodigó  toda  clase  de  cuidados  ; 
pero  la  fractura  de  su  cráneo  no  tenía  remedio,  y  des- 
pués de  unos  pocos  días  de  agonía  se  apagó  para  siem- 
pre aquella  fluctuante  vida. 

Los  indios  continuaron  dueños  de  su  fortaleza  ;  y, 
dejando  a  su  hermano  Gonzalo  encargado  de  la  de- 
fensa de  la  sitiada  Cuzco,  Hernando  Pizarro  salió  con 
una  nueva  fuerza  a  dar  un  nuevo  ataque  a  las  torres 
de  Sacsahuaman.  Fué  aquél  un  asalto  furibundo  ;  pero 
al  fin  afortunado.  Pronto  se  apoderaron  de  una  torre  ; 
pero  en  la  otra,  que  era  la  más  fuerte,  el  resultado  fué 
por  algún  tiempo  dudoso.  Entre  sus  defensores  llama- 


228        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

ba  la  atención  un  corpulento  e  impertérrito  indio,  que 
arrojaba  a  los  españoles  por  encima  de  las  escalas  a 
medida  que  trepaban  por  ellas  para  tomar  la  torre. 
Su  valor  llenó  de  admiración  a  los  soldados"; -Siendo 
íéllos  mismos  unos  héroes,  sabían  ver  y  respetar  el 
heroísmo  hasta  en  sus  enerrwgos.  Hernando  dio  órde- 
nes estrictas  de  que  no  se  lastimase  a  aquel  indio ; 
kabía  que  sujetarlo,  pero  no  herirle.  Colocáronse  va- 
rias escalas  en  diferentes  lados  de  la  torre,  y  los  es- 
pañoles acometieron  simultáneamente,  mientras  Her- 
nando a  voces  intimaba  al  indio  a  que  se  rindiese, 
prometiéndole  que  no  se  le  haría  daño.  Pero  aquel 
Hércules  de  color  bazo,  viéndolo  todo  perdido,  se  cu- 
brió la  cara  y  la  cabeza  con  el  manto,  y  se  arrojó  des- 
ele  lo  alto  de  la  torre,  quedando  muerto  en  el  acto. 

Sacsahuaman  cayó  en  poder  de  los  españoles,  aun- 
que con  grandes  pérdidas,  y  con  ello  disminuyó  ma- 
terialmente el  poder  ofensivo  de  los  indíg-enas.  Her- 
nando dejó  en  la  fortaleza  una  pequeña  guarnición  y 
regresó  a  la  ciudad  asediada,  para  sufrir  allí  con  sus 
compañeros  las  duras  peripecias  del  sitio.  Este  duró 
cinco  m.eses,  que  fueron  cinco  meses  de  terribles  su- 
frimientos y  peligros.  Manco  y  su  hueste  rodeaban 
la  ciudad,  cuyos  habitantes  perecían  de  hambre  ;  caían 
con  mortal  furia  sobre  los  grupos  que,  impulsados  por 
el  hambre,  salían  en  busca  de  alimento,  y  hostilizaban 
sin  cesar  a  los  supervivientes.  Todos  los  colonos  es- 
pañoles que  vivían  fuera  de  la  ciudad  fueron  asesina- 
dos y  la  situación  iba  de  mal  en  peor. 

Francisco  Pizarro,  sitiado  en  Lima,  había  recha- 
zado a  los  indios  gracias  a  las  favorables  condiciones 
del  país  ;  pero  los  naturales  andaban  constantemente 
por  los  alrededores.  Causábanle  mucha  ansiedad  sus 
compatriotas  de  Cuzco,  y  envió  cuatro  expediciones 
sucesivas,  que  en  junto  sumaban  cuatrocientos  hom- 
bres, para  prestarles  auxilio.  Pero  éstos  fueron  suce- 
sivamente sorprendidos  en  emboscadas  en  los  pasos 
de  las  montañas,  y  casi  todos  perecieron.  Dícese  que 
en  aquella  guerra  desigual  murieron  setecientos  espa- 
ñoles. Algunos  de  los  sitiados  pedían  que  se  les  per- 
mitiese ir  hasta  la  costa,  embarcarse  y  huir  de  aque- 


DEL    SIGLO   XVI  22,9 

lia  mortífera  tierra  ;  pero  Pizarro  no  consentía  que  se 
le  hablase  de  abandonar  a  sus  valientes  compatriotas 
de  Cuzco,  y  decidió  apoyarlos  y  salvarlos,  o  sufrir  la 
misma  suerte.  Para  quitar  a  los  egoístas  toda  tenta- 
ción de  fugarse,  despachó  todos  los  buques  con  car- 
tas a  los  gobernadores  de  Panamá,  Guatemala,  Méjico 
y  Nicaragua,  explicando  la  desesperada  situación  en 
que  se  hallaban  y  pidiendo  auxilio. 

Por  fin,  en  agosto,  Manco  levantó  el  siíio  de  Cuz- 
co. Su  numerosa  hueste  consumía  los  recursos  del 
país,  y  a  menos  que  los  habitantes  volviesen  a  sus 
plantaciones  no  tardaría  en  dejarse  sentir  el  hambre. 
En  consecuencia,  envió  muchos  de  los  indios  a  tra- 
bajar en  sus  campos  ;  dejó  una  considerable  fuerza 
para  vigilar  y  hostilizar  a  los  españoles  y  se  retiró  a 
uno  de  sus  fuertes  con  una  buena  guarnición.  Enton- 
ces tuvieron  los  españoles  mejor  fortuna  en  sus  sa- 
lidas para  forrajear,  y  pudieron  librarse  del  hambre  ; 
pero  los  indios  que  estaban  en  acecho  los  atacaban 
constantemente,  copando  hombres  y  pequeños  grupos 
sin  darles  respiro.  La  hostilidad  era  tan  continua  y 
desastrosa  que,  para  ponerle  coto,  concibió  Hernando 
el  atrevido  plan  de  apoderarse  de  Manco,  en  su  pro- 
pia fortaleza.  Saliendo  con  ochenta  de  sus  mejores 
jinetes  y  alguna  infantería,  realizó  una  marcha  larga 
y  tortuosa  con  la  mayor  cautela  y  sin  dar  la  alarma. 
Atacando  la  fortaleza  al  romper  el  día,  pensó  tomar- 
la por  sorpresa  ;  pero  detrás  de  aquellas  tremendas 
murallas  los  indios  lo  estaban  acechando,  y  levantán- 
dose súbitamente  lanzaron  sobre  los  españoles  una 
espesa  lluvia  de  proyectiles.  Con  el  valor  de  la  deses- 
peración aquel  puñado  de  soldados  se  lanzó  por  tres 
veces  al  asalto  ;  pero  tres  veces  también  el  excesivo 
número  de  salvajes  les  obligó  a  retroceder.  Entonces 
los  indios  abrieron  las  compuertas  de  las  presas  más 
altas  e  inundaron  el  campo  ;  y  los  españoles,  diezma- 
dos y  ensangrentados  se  batieron  en  retirada,  perse- 
guidos de  cerca  por  los  regocijados  enemigos.  En  aque- 
lla hora  terrible,  Pizarro  fué  traicionado  por  el  hom- 
bre que,  más  que  ningún  otro,  debió  serle  leal  :  por  el 
vulgar  traidor  Almagro. 


tgO        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 


IX 

OBRA  DE  TRAIDORES 

/\  LMAGRO  había  penetrado  en  Chile,  sufriendo  gran- 
des penalidades  al  cruzar  las  montañas.  De  nue- 
vo dio  muestra  de  cobardía,  pues,  descorazonado  des- 
de el  principio,  retrocedió,  regresando  al  Perú.  Parece 
como  si  hubiese  decidido  que  le  sería  más  cómodo  ro- 
bar a  su  camarada  y  bienhechor  que  llevar  a  cabo  por 
sí  mismo  una  conquista,  especialmente  sabiendo  la  si- 
tuación en  que  a  la  sazón  se  hallaba  Pizarro.  Este,  en- 
terado de  su  regreso,  salió  a  recibirle.  Manco  atacó  a 
los  españoles  en  el  camino  ;  pero  fué  rechazado  des- 
pués de  una  encarnizada  lucha. 

A  pesar  de  los  sensatos  argumentos  de  Pizarro,  Al- 
ínagro  no  quiso  abandonar  su  plan.  Insistió  en  que  se 
le  cediese  Cuzco,  la  ciudad  principal,  bajo  pretexto  de 
que  estaba  al  sur  del  territorio  concedido  a  Pizarro  ; 
en  realidad  se  hallaba  situada  dentro  de  los  límites 
que  a  Pizarro  concedió  la  Corona ;  pero  esto  no  era 
óbice  para  un  hombre  como  él.  Por  fin  se  convino  en 
una  tregua  hasta  que  una  comisión  pudiese  medir  y 
demarcar  la  frontera  sur  de  las  tierras  de  Pizarro.  En 
el  ínterin  se  comprometió  Almagro,  con  un  solemne  ju- 
ramento, a  tener  los  cepos  quedos.  Pero  no  era  hom- 
bre capaz  de  mantener  su  juramento  ni  su  palabra  de 
honor  ;  así  fué  que,  en  la  obscura  y  tempestuosa  no- 
che del  8  de  abril  de  1537,  se  apoderó  de  Cuzco,  naató 
a  los  centinelas  e  hizo  prisioneros  a  Hernando  y  Gon- 
zalo Pizarro.  Iba  entonces  Alonso  de  Alvarado  en 
auxilio  de  Cuzco  con  bastante  fuerza ;  pero,  traicio- 


DEL   SIGLO   XVI  231 

nado  por  uno  de  sus  oficiales,  fué  hecho  prisionero, 
con  todos  sus  hombres,  por  Almagro. 

En  tan  crítica  situación,  Pizarro  reanimóse  con  la 
llegada  de  su  antiguo  valedor,  el  licenciado  Espinosa, 
con  doscientos  cincuenta  hombres  y  un  cargamento  de 
armas  y  provisiones  que  le  enviaba  su  primo  Hernán 
Cortés.  Salió  con  dirección  a  Cuzco ;  pero  al  saber  la 
pasmosa  noticia  de  la  descarada  traición  de  Almagro, 
regresó  a  Lima  y  fortificó  su  pequeña  ciudad.  Tenía 
verdaderos  deseos  de  evitar  un  derramamiento  de  san- 
gre, y  en  vez  de  marchar  con  un  ejército  a  castigar  el 
traidor,  envió  una  embajada,  en  la  que  iba  Espinosa, 
para  tratar  de  traer  a  Almagro  a  la  razón  y  la  decen- 
cia. Pero  aquel  vulgar  soldado  era  refractario  a  todos 
los  argumentos.  No  tan  sólo  rehusó  entregar  a  Cuzco, 
sino  que  con  mucha  frescura  anunció  su  determinación 
de  apoderarse  también  de  Lima.  Espinosa  murió  re- 
pentina y  oportunamente  en  el  campamento  de  Alma- 
gro, y  Hernando  y  Gonzalo  Pizarro  hubieran  sido  eje- 
cutados, a  no  ser  por  los  esfuerzos  de  Diego  de  Alva- 
rado  (hermano  del  héroe  de  la  «Noche  Triste»)  el  cual 
evitó  que  Almagro  añadiese  esta  crueldad  a  sus  ver- 
gonzosos actos.  Hacia  la  costa  marchó  después  Alma- 
gro para  fundar  un  puerto,  dejando  a  Gonzalo  bajo 
una  fuerte  guardia  en  Cuzco  y  llevándose  a  Hernando 
como  prisionero.  Mientras  construía  la  ciudad,  a  la 
que  dio  su  nombre,  Gonzalo  Pizarro  y  Alonso  de  Al- 
varado  se  escaparon  y  llegaron  sanos  y  salvos  a  Lima. 

Todavía  Francisco  Pizarro  trató  de  evitar  el  llegar 
a  las  manos  con  el  hombre  que,  aun  cuando  ahora  ha- 
bía sido  traidor,  fué  en  otro  tiempo  su  camarada.  Al 
fin  se  concertó  una  entrevista,  y  los  dos  jefes  se  per- 
sonaron en  Mala.  Almagro  agasajó  hipócritamente  al 
hombre  a  quien  había  traicionado  ;  pero  Pizarro  era 
hombre  de  otra  fibra.  No  deseaba  tener  enemistad  con 
su  antiguo  amigo  ;  pero  tampoco  podía  profesar  amis- 
tad a  semejante  persona.  Recibió  con  digna  frialdad 
la  falsa  acogida  de  Almagro.  Acordóse  someter  la 
cuestión  al  fallo  arbitral  de  Fray  Francisco  de  Boba- 
dilla,  y  que  ambos  contendientes  respetasen  su  deci- 
sión. El  arbitro  falló  por  fin  que  se  enviase  un  buque 


232        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

a  Santiago,  y  desde  allí  midiese  con  dirección  al  sur 
para  determinar  el  límite  exacto  de  la  concesión  de 
Pizarro  por  aquel  lado.  Eníre  tanto,  Almagro  debía 
entregar  Cuzco  y  poner  en  libertad  a  Hernando  Pi- 
zarro. El  usurpador  rehusó  acatar  tan  equitativo  fallo, 
violando  nuevamente  todo  principio  de  honor.  Her- 
nando Pizarro  estaba  en  inminente  peligro  de  morir 
asesinado,  y  Francisco,  queriendo  salvar  a  su  herma- 
no a  toda  costa,  compró  su  libertad  a  cambio  de  la  ce- 
sión de  Cuzco. 

Al  fin,  agotada  ya  la  paciencia  de  Pizarro  por  los 
repetidos  actos  de  traición  de  Almagro,  le  dio  avisa 
de  que  había  terminado  la  tregua,  y  emprendió  la  mar- 
cha sobre  Cuzco.  Almagro  hizo  cuantos  esfuerzos  pudo 
para  defender  su  robada  presa  ;  pero  a  cada  paso  le 
venció  la  táctica  militar  de  Pizarro.  Además,  estaba 
minado  por  una  vergonzosa  enfermedad,  castigo  de  su 
licenciosa  vida  y  tuvo  que  confiar  la  campaña  a  su  te- 
niente Orgófíez.  El  día  26  de  abril  de  1538,  los  espa- 
ñoles leales  al  mando  de  Hernando  y  Gonzalo  Pizarro, 
Alonso  de  Alvarado  y  Pedro  de  Valdivia,  tuvieron  un 
contacto  con  las  fuerzas  de  Almagro  en  Las  Salinas. 
Hernando  hizo  decir  misa,  excitó  a  sus  hombres  ex- 
poniéndoles la  conducta  de  Almagro  y  dirigió  una 
carga  contra  los  rebeldes.  Siguióse  una  terrible  lucha  ; 
pero  finalmente  Orgóñez  fué  muerto,  y  sus  secuaces 
no  tardaron  en  ser  derrotados.  Los  españoles  victorio- 
sos se  apoderaron  de  Cuzco  e  hicieron  prisionero  al 
architraidor.  Fué  juzgado  y  convicto  de  traición,  pues 
traicionando  a  Pizarro  había  sido  también  traidor  a 
España,  y  se  le  sentenció  a  muerte.  El  hombre  que  en 
alguna  circunstancia  mostró  tener  algún  valor  físico, 
fué  un  cobarde  en  el  postrer  momento.  Con  la  mayor 
pusilanimidad  pidió  que  le  perdonasen  la  vida  ;  pero 
la  pena  era  justa,  y  Hernando  Pizarro  rehusó  revocar 
la  sentencia.  Francisco  Pizarro  había  salido  para  Cuz- 
co ;  pero  antes  de  llegar,  ya  Almagro  había  sido  eje- 
cutado, quedando  vengada  una  de  las  más  viles  trai- 
ciones que  registra  la  historia.  A  Pizarro  le  impresio- 
nó profundamente  la  noticia  de  su  ejecución  ;  pero  no 
pudo  menos  de  comprender  que  se  había  hecho  justi- 


DEL   SIGLO  XVI  233 

cia.  Movido  de  sus  naturales  impulsos,  Pizarro  se  hizo 
llevar  a  su  casa  a  Diego  de  Almagro,  hijo  ilegítimo  del 
traidor,  y  le  atendió  como  si  fuese  su  propio  hijo. 

Hernando  Pizarro  volvió  a  España.  Allí  se  le  acu- 
só de  haber  cometido  crueldades,  y  el  Gobierno  de 
España,  más  pronto  que  ningún  otro  a  castigar  deli- 
tos de  esta  clase,  le  condenó  a  presidio.  Durante  vein- 
te años  el  encanecido  prisionero  vivió  entre  rejas  en 
Medina  del  Campo  ;  y  cuando  salió  de  allí,  su  período 
de  actividad  se  había  agotado,  aun  cuando  llegó  a 
vivir  cien  años. 

La  situación  en  el  Perú,  si  bien  mejoró  con  la  muer- 
te de  Almagro  y  la  sofocación  de  su  malvada  rebelión, 
distaba  mucho  de  ofrecer  seguridad.  Manco  estaba  re- 
velando lo  que  desde  entonces  se  ha  considerado  como 
táctica  característica  de  los  indios.  Había  visto  que  el 
sistema  primitivo  de  acometer  al  enemigo  en  masa  para 
aplastarle  bajo  el  peso  del  mayor  número,  se  estre- 
llaba contra  la  disciplina.  Por  lo  tanto  adoptó  la  tác- 
tica del  hostigamiento  y  la  emboscada  ;  la  práctica  de 
matar  por  detrás,  que  nuestros  apaches  aprendieron 
del  mismo  modo.  Andaba  siempre  atisbando  a  los  es- 
pañoles, como  un  lobo  a  un  rebaño,  esperando  ocasión 
de  lanzarse  sobre  ellos  cuando  estuviesen  descuidados, 
o  cuando  unos  pocos  se  hallasen  separados  del  cuerpo 
principal.  Es  ese  un  medio  eficaz  de  hacer  la  guerra 
y  el  más  difícil  de  combatir.  Muchos  de  los  españoles 
fueron  víctimas  de  él :  de  una  simple  redada  cogió  y 
mató  a  treinta  de  ellos.  Era  inútil  perseguirle  :  las 
montañas  le  ofrecían  un  retiro  inexpugnable.  Como 
único  medio  de  librarse  de  su  persecución,  Pizarro 
adoptó  un  nuevo  procedimiento.  En  los  distritos  más 
peligrosos  estableció  puestos  militares  ;  alrededor  de 
estos  sitios  seguros  crecieron  rápidamente  algunas  ciu- 
dades, y  así  la  gente  pudo  vivir  tranquila.  Llegaban 
emigrantes  al  país,  y  el  Perú  iba  formando  con  ellos 
y  con  los  indígenas  educados  una  nación  civilizada. 
Pizarro  importó  toda  clase  de  semillas  de  Europa,  7 
la  agricultura  fué  allí  una  nueva  y  adelantada  indus- 
tria. 

Además  de  este  desarrollo  de  aquella  nueva  y  pe- 


^34        LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

^qtiefía  nación,  Pizarro  iba  ensanchando  los  límites  ci€ 
las  exploraciones  y  conquistas.  A  ellas  envió  el  valien- 
te Pedro  de  Valdivia,  aquel  hombre  notable  que  con- 
quistó Chile  e  hizo  allí  historia,  que  se  hallaría  llena 
de  espeluznante  interés  si  tuviésemos  aquí  espacio 
para  narrarla.  También  envió  a  su  hermano  Gonzalo 
como  gobernador  de  Quito,  en  1540.  Esta  expedición 
fué  uno  de  los  hechos  más  asombrosos  y  característi- 
cos de  la  exploración  de  los  españoles  en  América,  y 
quisiera  disponer  de  espacio  suficiente  para  relatar 
aquí  toda  su  historia.  Durante  dos  años  el  caballeroso 
jefe  y  su  puñado  de  hombres  sufrieron  penalidades 
sobrehumanas.  Algunos  murieron  helados  en  las  nie- 
ves de  los  Andes ;  otros,  de  calor  en  las  desiertas  lla- 
nuras, y  los  demás  se  internaron  en  las  pantanosas 
selvas  de  la  parte  superior  del  río  Amazonas.  Un  te- 
rremoto engulló  una  ciudad  india  de  centenares  de  ca- 
sas ante  sus  propios  ojos.  Paso  a  paso  tuvieron  que 
abrirse  camino  con  sus  machetes  por  las  exuberantes 
selvas  tropicales.  Construyeron  un  pequeño  bergantín 
ton  indecible  trabajo,  prestando  Gonzalo  su  ayuda  lo 
mismo  que  los  demás,  y  bajaron  por  el  Ñapo  hasta 
el  Amazonas.  Francisco  de  Orellana  y  cincuenta  hom- 
bres no  pudieron  reunirse  con  sus  compañeros,  y  ba- 
jaron flotando  por  el  Amazonas  hasta  el  mar,  volvien- 
do a  España  los  supervivientes.  Gonzalo  tuvo  por  úl- 
timo que  volver  trabajosamente  a  Quito,  jornada  que 
llevó  a  cabo  en  medio  de  incomparables  horrores.  De 
los  trescientos  valientes  que  tan  alegremente  habían 
salido  en  1540  (sin  contar  los  cincuenta  de  Orellana), 
entraron  tambaleándose  en  Quito,  en  junio  de  1542, 
solamente  ochenta  esqueletos  desharrapados.  Esto  dará 
una  ligera  idea  de  lo  que  habían  sufrido  aquellos  in- 
felices. 

Entre  tanto  una  calamidad  irreparable  cayó  sobre 
aquella  joven  nación,  y  de  un  golpe  villano  le  arrebató 
una  de  sus  más  heroicas  figuras.  Los  viles  secuaces 
que  participaron  en  la  traición  de  Almagro,  habían 
sido  perdonados  y  se  les  trató  bien  ;  pero  no  cambió 
su  carácter  y  continuaban  conspirando  contra  el  hom- 
bre sabio  y  generoso  que  les  había  dado  cuanto  te- 


DEL   SIGLO   XVI  235 

nían.  Hasta  Diego  de  Almagro,  a  quien  Pizarro  aten- 
diera tiernamente  como  a  un  hijo,  se  unió  a  los  conspi- 
radores. El  cabecilla  se  llamaba  Juan  de  Herrada.  El 
domingo  26  de  junio  de  1541,  aquella  partida  de  asesi- 
nos se  abrió  paso  súbitamente  y  penetró  en  la  casa  de 
Pizarro.  Las  personas  desarmadas  que  en  ella  se  ha- 
llaban huyeron  en  busca  de  auxilio,  y  los  fieles  servi- 
dores que  opusieron  resistencia  fueron  asesinados.  Pi- 
zarro, su  hermanastro  Martínez  de  Alcántara  y  un  pro- 
bado oficial  que  se  llamaba  Francisco  de  Chaves,  tu- 
vieron que  afrontar  solos  el  combate.  Como  fueron  co- 
gidos por  sorpresa,  Pizarro  y  Alcántara  trataron  de 
vestirse  apresuradamente  la  armadura,  mientras  orde- 
naban a  Chaves  que  cerrase  la  puerta.  Pero,  sin  darse 
cuenta,  el  soldado  la  entreabrió  para  parlamentar  con 
los  villanos,  y  éstos  le  atravesaron  con  la  espada  y  a 
puntapiés  arrojaron  su  cadáver  por  la  escalera.  Alcán- 
tara se  lanzó  a  la  puerta  y  luchó  heroicamente,  sin  arre- 
drarse por  las  numerosas  heridas  que  recibía.  Pizarro, 
echando  a  un  lado  la  armadura,  que  no  tuvo  tiempo  de 
vestirse,  se  lió  una  manta  al  brazo  izquierdo  para  escu- 
idarse, y  cogiendo  con  la  otra  la  buena  espada  que  ha- 
bía blandido  en  tantas  luchas  desesperadas,  saltó  como 
un  león  sobre  aquella  manada  de  lobos.  Era  ya  viejo, 
y  tantos  años  de  sufrimientos  y  penalidades  le  habían 
quebrantado.  Pero  su  gran  corazón  no  había  enveje- 
cido, y  peleó  con  un  valor  sobrehumano  y  con  sobre- 
humana fuerza.  Su  rápida  espada  atravesó  a  los  dos 
que  iban  delante,  y  por  un  momento  vacilaron  los  trai- 
dores. Pero  Alcántara  había  caído,  y  turnándose  para 
cansar  al  anciano  héroe,  los  cobardes  le  acosaron  sin 
cesar.  Durante  algunos  minutos  prosiguió  aquella  lu- 
cha desigual  en  el  angosto  pasillo,  cuyo  suelo  hacía 
resbaladizo  la  sangre  derramada  :  un  anciano  lleno  de 
canas  y  de  brillantes  ojos,  contra  una  veintena  de  ban- 
didos. Al  fin  Herrada  cogió  en  sus  brazos  a  su  cama- 
rada  Narváez  y,  protegido  por  aquel  escudo  viviente, 
arremetió  contra  Pizarro.  Este  atravesó  a  Narváez  con 
varias  estocadas  ;  pero  en  el  mismo  instante  uno  de 
aquellos  asesinos  le  hirió  en  la  garganta.  El  conquis- 
tador del  Perú  vaciló  y  cayó,  y  los  conspiradores  hun- 


230         LOS  EXPLORADORES  ESPAÑOLES 

dieron  en  su  cuerpo  sus  espadas.  Pero  aun  entonces 
aquella  voluntad  de  hierro  hizo  que  el  cuerpo  obede- 
ciese el  último  sentimiento  de  un  gran  corazón,  e  invo- 
cando a  su  Redentor,  Pizarro  mojó  un  dedo  en  su  pro- 
pia sangre,  trazó  en  el  suelo  una  cruz,  doblegóse  y  be- 
sando el  sagrado  símbolo,  expiró. 

Así  vivió  y  así  murió  el  hombre  que  empezó  la  vida 
como  porquerizo  en  Trujillo  y  la  acabó  como  conquis- 
tador del  Perú.  Fué  el  más  grande  de  los  explorado^ - 
res  ;  un  hombre  que  de  modestos  principios  se  elevó 
más  alto  que  nadie  ;  un  hombre  en  quien  se  ha  cebada 
la  maledicencia  y  la  calumnia  de  los  historiadores  apa- 
sionados ;  pero,  un  hombre  a  quien  la  historia,  sin 
embargo,  colocará  en  una  de  sus  más  altas  hornaci- 
nas ;  un  héroe  a  quien  se  gozarán  algún  día  en  venerar 
cuantos  admiren  el  heroísmo. 

Tal  fué  la  conquista  del  Perú.  De  la  historia  román- 
tica que  allí  siguió,  nada  puedo  decir  aquí ;  no  puedo, 
pues,  hablar  de  la  lamentable  caída  del  valiente  Gon- 
zalo Pizarro  ;  del  notable  Pedro  de  la  Gasea  ;  del  as- 
censo del  gran  Mendoza  al  virreinato,  ni  de  cien  otros 
capítulos  de  una  historia  que  fascina.  Sólo  he  querido 
dar  al  lector  una  idea  de  lo  que  era  realmente  una  con- 
quista española  en  punto  a  superlativo  heroísmo  y  su- 
frimientos. Fué  la  de  Pizarro  la  conquista  más  grande  ; 
pero  no  son  muchas  otras  inferiores  en  heroísmo  y  pe- 
nalidades, sino  únicamente  en  genio  ;  y  la  historia 
del  Perú  es  muy  parecida  a  la  historia  de  las  dos  ter- 
ceras partes  del  Nuevo  Mundo. 


ÍNDICE 


PÁGINAS 

Dedicatoria  ...  ...  ...  ...- 5 

Kota  biográfica  acerca  del  autor 7 

Prefacio 13 

I. — La  Nación  exploradora 15 

n. — Geografía  embrollada  22 

ni. — Colón  el  descubridor  30 

IV. — Haciendo  geografía 36 

V.— Capítulo  de  la  conquista 47 

VI. — La  vuelta  alrededor  del  Mundo 59 

VIL — España  en  los  Estados  Unidos 65 

Vín.— Dos  continentes  dominados 75 

n.      Los  PRIMEROS  CAMINANTES  EN  AMÉRICA 

I. — El  primer  caminante  en  América 85 

n. — El  más  intrépido  caminante 98 

DI. — ^La  Guerra  de  la  Roca 104 

rV. — El  asalto  a  la  empinada  ciudad 112 

V.— El  Soldado  poeta 119 

VI. — ^Los  Misioneros  exploradores 123 

Vn. — Los  fundadores  de  iglesias  en  Nuevo  Méjico 130 

Vm.— El  salto  de  Alvarado 139 

ES.— El  VeUocino  de  Oro 148 

in.    Exploradores  ejemplares 

I. — El  porquerizo  Trujillo 165 

n. — El  hombre  impertérrito 175 

ni. — Ganando  terreno 183 

IV. — El  Perú  tal  como  era 193 

V.— La  Conquista  del  Perú 199 

VI.— El  rescate  de  oro 308 

vn. — Traición  y  muerte  de  Atahualpa 215 

Vin. — De  como  se  fundó  una  nación — Sitio  de  Cuzco 223 

IX.— Obra  de  traidores 230 


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