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Full text of "Los insurgentes; continuación de Sacerdote y caudillo, novela histórica mexicana"

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THE  LIBRARY  OF  THE 

ÜNIVERSITY  OF 

NORTH  CAROLINA 


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DIALECTIC  AND  PHILANTHROPIC 

SOCIETIES 


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UNIVERSITY  OF  N.C.  AT  CHAPEL  HIU 


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This  book  is  due  at  the  LOUIS  R.  WILSON  LIBRARY  onthe 
last  date  stamped  under  "Date  Due."  If  not  on  hold  it  may  be 
renewed  by  bringing  it  to  the  library. 


DATE                    RET 

DATE 

DUE                       Kfc1, 

J.  A.  MATEOS 

LOS  INSURGENTES 


Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2012  with  funding  from 

University  of  North  Carolina  at  Chapel  Hi 


http://archive.org/details/losinsurgentescoOOmate 


BcT7TO77 
LOS         a    ¿f 

INSURGENTES 


Continuación  de 

SACERPOTE  Y  CAUPILLO 


TflT 


NOVCLA  HISTÓRICA  MEXICñNA 


POR 


Juan  A*  Mateos 


Novísima  Edición  adornada  de  espléndidos  fotograbados 


ÍJSHüÜ 


CASAS    EDITORIALES 

MÉXICO    (Ciudad)  v  BUENOS-AIRES 

MAUCCI    HERMANOS      j      MAUCCI  HERM.08  é  HIJOS 

Qaarta  de  Tacaba  N.  40  >  Calle   Rlvadavía,   1435 


Mézico,  Octubre  de   1869. 

Al  Sr.  D.  Miguel  Urrea,  como  la  manifestación  más  sincera  de  sim- 
patía y  amistad,  dedica  las  páginas  históricas  de  este  libro. 

El  Autor. 


PRin^RA  PARTE 


Eí  Collar  de  Esmeraldas 


EL    LIBRO    ROJO. 

I. 

Atravesaba  el  pequeño  ejército  de  Eernán  Cortés  la  soberbia 
muralla  de  Tlaxcala,  que  defendía  la  frontera  oriental  de  aquella  in- 
dómita República. 

«Los  soldados  se  detenían  mirando  con  asombro  aquel  monumento 
gigantesco ;  que  según  la  expresión  de  Prescott  «tan  alta  idea  sugería 
del  poder  y  fuerza  del  pueblo  que  le  había  levantado.» 

«Pero  aquel  paso,  aquella  fortaleza,  cuya  custodia  tenían  encar- 
gada los  othomís,  estaba  entonces  desguarnecida.  El  general  español 
se  puso  á  la  cabeza  de  su  caballería,  é  bizo  atravesar  por  allí  á  sus 
soldados,  exclamando  l]eno  de  fe  y  entusiasmo  :  «Soldados,  adelante, 
Ja  Cruz  es  nuestra  bandera,  y  bajo  esta  señal  venceremos  :»  (1)  y  los 
guerreros  españoles  bollaron  el  suelo  de  la  libre  Eepública  de  Tlaxcala. 


«El  ejército  español  y  sus  aliados  los  Zempoal tecas  caminaban 
ordenadamente  :  Cortés  con  sus  ginetes  llevaba  la  vanguardia  ;  los 
Zempoaltecas  la  retaguardia.  Aquella  columna  atravesando  la  desierta 
llanura,  parecía  una  serpiente  monstruosa  con  la  cabeza  guarnecida 
de  brillantes  escamas  de  acero,  y  el  cuerpo  cubierto  de  pintadas  y 
vistosas  plumas. 

«Cortés  caminaba  pensativo  :  el  tenaz  fruncimiento  de  su  entre- 
cejo indicaba  su  profunda  meditación  :  mil  encontradas  ideas    y    mil 

(1)  Prescott,  Historia  de  México,  Gomara,  Ixtlilxochitl,  Herrera,  Ca- 
na argo. 


JTJAN  A.   MATEOS 


desacordes  pensamientos  debían  luchar  en  el  alma  de  aquel  osado  ca- 
pitán, que  con  un  puñado  de  hombres  se  lanzaba  á  acometer  la  empresa 
más  grande  que  registra  la  historia  en  sus  anales. 

«Reinaba  el  silencio  mas  profundo  en  la  columna,  y  solo  se  os- 
cuchnba  el  ruido  sordo  y  confuso  de  las  pisadas  de  los  caballos. 

«De  cuando  en  cuaudo,  Cortés  se  levantaba  sobre  los  estribos  y 
dirigía  ardientes  miradas,  como  intentando  descubrir  algo  á  lo  lejos  : 
así  permanecía  algunos  momentos,  nada  alcanzaba  á  ver,  y  volvía 
silenciosamente  á  caer  en  su  meditación. 

«¿Qué  esperaba,  qué  temía  aquel  hombre  que  procuraba  así  son- 
dear los  dilatados  horizontes1? — Esperaba  la  vuelta  de  sus  embajadores: 
temía  la  resolución  del  gobierno  de  la  Eepública  de  Tlaxcala. 

»•# 

«Cuando  Cortés  determinó  pasar  con  su  ejército  á  la  capital  da 
imperio  de  Moteuczóma,  vaciló  sobre  el  camino  que  debía  llevar ;  era 
su  intención  dejar  á  un  lado  la  República  de  Tlaxcala  y  tomar  el  ca 
mino  de  Cholula,  país  sometido  al  imperio  de  México,  y  en  dondt 
esperaba  encontrar  favorable  acogida,  por  las  relaciones  de  amistad 
que  le  unían  ya  con  el  emperador  Moteuczóma. 

«Pero  sus  aliados  los  Zempoaltecas  le  aconsejaron  otra  cosa. 
Tlaxcala  era  una  República  independiente  y  libre ;  sus  hijos,  belicosos 
é  indomables,  no  habían  consentido  nunca  el  yugo  del  imperio  Azteca  ; 
vencedores  en  las  llanuras  de  Poyauhtlan  :  vencedores  de  Axayacatl, 
y  vencedores  después  de  Moteuczóma,  el  amor  á  su  patria  les  había 
hecho  invencibles  y  les  constituía  irreconciliables  enemigos  de  los  mexi- 
canos :  los  Zempoaltecas  aconsejaron  á  Cortés  que  procurase  hacer 
alianza  con  los  de  Tlaxcala,  abonando  encarecidamente  el  valor  y  la 
lealtad  de  aquellos  hombres. 

«Comprendió  Cortés  que  sus  aliados  tenían  razón,  y  tomó  decidí 
damente  el  camino  de  Tlaxcala,  enviando  delante  de  sí  como  emba 
j  adores  á  cuatro  Zempoaltecas  para  hablar  al  senado  de  Tlaxcala,  con 
un  presente  marcial,  que  consistía  en  un  casco  de  género  carmesí, 
una  espada  y  una  ballesta,  y  portadores  de  una  carta  en  la  que  enco 
miaba  el  valor  de  los  Tlaxcaltecas,  su  constancia  y  su  amor  á  la  patria, 
y  concluía  proponiéndoles  una  alianza,  con  objeto  de  humillar  y  cas- 
tigar  al    soberbio  emperador  de  México. 

«Los  embajadores  partieron ;  Cortés  continuó  su  camino,  atra- 
vesó la  gran  muralla  tlaxcalteca  y  penetró  en  el  terreno  de  la  República, 
sin  que  aquellos  hubieran  vuelto  á  dar  noticias  de  su  embajada. 


«El  ejército  español  avanzaba  con  rapidez ;  el  general  seguía  cada 
momento  mas  inquieto  ;  por  fin  no  pudo  contenerse,  puso  á  galope 
su  caballo,  y  una  partida  de  ginetes  le  imitó,  y  algunos  peones  acele- 
raron el  paso  para  acompañarle ;  así  caminaron  algún  tiempo  explo- 
rando el  terreno  :  de  repente  alcanzaron  á  ver  una  pequeña  partida 
de  indios  armados  que  echaban  á  huir  cuando  vieron  acercarse  á  los 


IOS    INSURGENTES 


españoles  :  los  ginetes  se  lanzaron  en  su  persecución,  y  muy  pronto 
alcanzaron  á  los  fugitivos ;  pero  estos,  en  vez  de  aterrorizarse  por  el 
extraño  aspecto  de  los  caballos,  hicieron  frente  á  los  españoles  y  se 
prepararon  á  combatir. 

«Aquel  puñado  de  valientes  hubiera  sido  arrollado  por  la  caba- 
llería, si  en  el  mismo  momento  un  poderoso  refuerzo  no  hubiera  apare- 
cido en  su  auxilio. 

«Los  españoles  se  detuvieron,  y  Cortés  envió  uno  de  su  comitiva 
para  avisar  á  su  ejercito  que  apresurase  la  marcha.  Entretanto  los 
indios,  disparando  sus  flechas,  se  arrojaron  sobre  los  españoles,  pro- 
curando romper  sus  lanzas  y  arrancar  á  los  ginetes  de  los  caballos  ; 
dos  de  estos  fueron  muertos  en  aquella  refriega,  y  degollados  para 
llevarse  las  cabezas  como  trofeos  de  guerra. 

«Eudo  y  desigual  era  el  combate,  y  mal  lo  hubieran  pasado  los 
españoles  que  allí  acompañaban  á  Cortés,  á  no  haber  llegado  en  su  so- 
corro el  resto  del  ejército  :  desplegóse  la  infantería  en  batalla,  y  los 
descargas  de  los  mosquetes  y  el  terrible  estruendo  de  las  armas  de 
fuego  que  por  primera  vez  se  escuchaba  en  aquellas  regiones,  contu- 
vieron á  los  enemigos,  que  retirándose  en  buen  orden  y  sin  dar 
muestra  ninguna  de  pavor,  dejaron  á  los  cristianos  dueños  del  lugar 
del  combate. 

«Sobre  aquel  terreno  se  detuvieron  los  españoles,  acampando, 
como  señal  del  triunfo,  sobre  el  mismo  campo  de  batalla. 


«Dos  enviados  Tlaxcaltecas  y  dos  de  los  embajadores  de  Cortés 
se  presentaron  entonces  para  manifestar,  en  nombre  de  la  Eepública, 
la  desaprobación  del  ataque  que  habían  recibido  los  españoles,  y  ofre- 
ciendo á  estos  que  serían  bien  recibidos  en  la  ciudad. 

«Cortés  creyó  ó  ungió  creer  en  la  buena  fe  de  aquellas  palabras  : 
cerró  la  noche  y  el  ejército  se  recogió,  sin  perderse  un  momento  la 
vigilancia. 

«Amaneció  el  siguiente  día,  que  era  el  dos  de  Setiembre  de  1519, 
y  el  ejército  de  los  cristianos,  acompañado  de  tres  mil  aliados,  se  puso 
en  marcha,  después  de  haber  asistido  devotamente  á  la  misa  que  ce- 
lebró uno  de  los  capellanes. 

«Eompían  la  marcha  los  ginetes,  de  tres  en  fondo,  á  la  cabeza 
de  los  cuales  iba  como  siempre  el  denodado  Cortés. 

«No  habían  avanzado  aún  mucho  terreno,  cuando  salieron  á  su 
encuentro  los  otros  dos  Zempoaltecas,  embajadores  de  Cortés,  anun- 
ciándole que  el  general  Xicoténcatl  les  esperaba  con  un  poderoso 
ejército  y  decidido  á  estorbarles  el  paso  á  todo  trance. 

«En  efecto,  á  pocos  momentos  una  gran  masa  de  Tlaxcaltecas 
se  presentó  blandiendo  sus  armas  y  lanzando  alaridos  guerreros. 

«Cortés  quiso  parlamentar,  pero  aquellos  hombres  nada  escucharon, 
y  una  lluvia  de  dardos,  de  piedras  y  de  flechas,  vino  á  rebotar 
como  tínica  contestación,   sobre  los  férreos  arneses  de    los    españoles. 

«Santiago  y  á  ellos,»  gritó  Cortés  con  ronca  voz,  y  los  ginetes 
bajando  las  lanzas  arremetieron  á  aquella  forrada  multitud. 


JUAN  A.   MATEOS 


«Los  Tlaxcaltecas  comenzaron  á  retirarse  :  los  españoles,  ciegos 
por  el  ardor  del  combate,  comenzaron  á  perseguirlos,  y  así  llegaron 
hasta  un  desfiladero  cortado  por  un  arroyo,  en  donde  era  imposible 
que  maniobrasen  la  artillería  ni  los  ginetes. 

«Cortés  comprendió  lo  difícil  de  su  situación,  y  con  un  esfuerzo 
desesperado  logró  salir  de  aquella  garganta  y  descender  á  la  llanura. 

«Pero  entonces  sus  asombrados  ojos  contemplaron  allí  un  ejercite 
de  Tlaxcaltecas,  que  su  imaginación  multiplicaba  :  era  el  ejército  de 
Xicoténcatl  que  esperaba  con  ansia  el  momento  del  combate. 

«Sobre  aquella  multitud  confusa  se  levantaba  la  bandera  del  joven 
general ;  era  la  enseña  do  la  casa  de  Tittcala,  una  garza  sobre  una 
roca,  y  las  plumas  y  las  mallas  de  los  combatientes,  amarillas  y  rojas, 
indicaban  también  que  eran  los  guerreros  de  Xicoténcatl. 

«Sonaron  los  teponaxtles,  se  escuchó  el  alarido  de  guerra  y  co- 
menzó un  terrible  combate. 


«Era  Xicoténcatl,  el  jefe  de  aquel  ejército,  un  joven  hijo  de 
uno  de  los  ancianos  mas  respetables  entre  los  que  componían  el  se- 
nado de  Tlaxcala. 

«De  formas  hercúleas,  de  andar  majestuoso,  de  semblante  agra- 
dable, sus  ojos  negros  y  brillantes  parecían  penetrar,  en  los  momentos 
de  meditación  del  caudillo,  los  oscuros  misterios  del  porvenir,  y  sobre 
su  frente  ancha  y  despejada  no  se  hubiera  atrevido  á  cruzar  nunca 
un  pensamiento  de  traición,  como  un  pajaro  nocturno  no  se  atreve 
nunca  á  cruzar  por  un  cielo  sereno  y  alumbrabo  por  la  luz  del    día. 

«Xicoténcatl  era  un  hermoso  tipo  ;  su  elevado  pecho  estaba  cu- 
bierto por  una  ajustada  y  gruesa  cota  de  algodón,  sobre  la  que  bri- 
llaba una  rica  coraza  de  escamas  de  oro  y  plata ;  defendía  su  cabeza 
un  casco  que  remedaba  la  cabeza  de  una  águila  cubierta  de  oro  y 
salpicada  de  piedras  preciosas,  y  sobre  el  cual  ondeaba  un  soberbio 
penacho  de  plumas  rojas  y  amarillas  ;  una  especie  de  tunicela  de  al- 
godón bordada  de  leves  plumas,  también  rojas  y  amarillas,  descendía 
hasta  cerca  de  la  rodilla ;  sus  nervudos  brazos  mostraban  ricos  bra- 
zaletes, y  sobre  sus  robustas  espaldas  descansaba  un  pequeño  manto, 
formado  también  de  un  tejido  de  exquisitas  plumas. 

«Llevaba  en  la  mano  derecha  una  pesada  maza  de  madera  eri- 
zada de  puntas  de  iztli,  y  en  el  brazo  izquierdo  un  escudo,  en  el 
cual  estaban  pintadas  como  divisa  las  armas  de  la  casa  de  Tittcala, 
y  del  cual  pendía  un  rico  penacho  de  plumas.  Xicoténcatl,  con  ese 
fantástico  y  hermoso  traje,  hubiera  podido  tomarse  por  uno  de  esos 
semidioses  de  la  mitología  griega  :  todo  el  ejército  Tlaxcalteca  le  obe- 
decía, y  era  él  el  alma  guerrera  de  aquella  Kepública,  la  encarnación 
del  patriotismo  y  del  valor  ;  y  era  él,  el  que  despreciando  las  fabu- 
losas consejas  que  hacían  de  los  españoles  divinidades  invencibles  é 
hijos  del  sol,  conducía  las  huestes  de  la  Kepública  al  encuentro  de 
aquellos  extranjeros,  despreciando  los  cobardes  consejos  del  viejo  Ma- 
xixcatzin  que  quería  la  paz  con  los  cristianos,  y  sin  intimidarse  de 
que  estos  manejaban  el  rayo  y  caminaban  sobre  monstruos  feroces  y 
desconocidos. 


LOS   INSURGENTES 


«El  choque  fué  terrible  :  un  día  entero  duró  aquel  combate,  y 
Xicotóncatl,  que  había  perdido  en  él  ocho  de  sus  mas  valientes  capi- 
tanes, tuvo  que  retirarse,  pero  sin  creer  por  esto  que  había  sido  ven- 
cido, y  esperando  el  nuevo  día  para  dar  una  nueva  batalla. 

«Cortés  recogió  sus  heridos,  y  sin  pérdida  de  tiempo  continuó  su 
marcha  hasta  llegar  al  cerro  de  Tzompatchtepetl,  en  cuya  cima  un 
templo  le  prestó  asilo  para  el  descanso  de  aquella  noche. 

«Los  soldados  cristianos  y  sus  aliados  celebraban  la  victoria. 
Cortés  comprendió  lo  efímero  del  triunfo.  La  inquietud  devoraba  su 
pecho. 

«Se  dio  un  día  de  descanso  á  las  tropas. 

«Xicoténcatl  acampó  también  muy  cerca  de  Cortés,  y  se  prepa- 
raba,  lo  mismo  que  los  españoles,  á  combatir  de  nuevo. 

«Sin  embargo,  el  general  español  quiso  probar  aún  la  benignidad 
y  los  medios  de  conciliación,  enviando  nuevos  embajadores  á  proponer 
á  Xicoténcatl  un  armisticio. 

»Los  embajadores  volvieron  con  la  respuesta  del  joven  caudillo  : 
era  un  reto  á  muerte  y  una  amenaza  de  atacar  al  siguiente  día  los 
cuarteles. 

«Cortés  reflexionó  que  su  situación  era  comprometida,  y  decidió 
salir  á  buscar  en  la  mañana  siguiente  á  los  Tlaxcaltecas 


«Brilló  la  aurora  del  5  de  Setiembre  de  1519. — El  sol  apareció 
después  puro  y  sereno,  y  á  su  luz  comenzaron  á  desfilar  peones  y 
ginetes. 

«Su  marcha  era  ordenada  y  silenciosa  como  de  costumbre  :  cada 
uno  de  los  soldados  esperaba  el  combate  de  un  momento  á  otro,  y 
todos  sabían  ya  que  su  valeroso  general  los  llevaba  á  atacar  resuelta- 
mente el  campamento  del  ejército  de  Xicotóncatl 

«Apenas  habían  caminado  un  cuarto  de  legua,  cuando  aquel  ejér- 
cito apareció  á  su  vista  en  una  extendida  pradera. 

«El  espectáculo  era  sorprendente. 

«Un  océano  de  plumas  de  mil  colores  que  ondulaban  á  merced 
del  fresco  viento  de  la  mañana,  y  entre  el  que  brillaban  como  las 
fosforescencias  del  mar  en  una  noche  tempestuosa,  los  arneses  de  oro 
y  plata  y  las  joyas  preciosas  de  los  cascos  de  los  guerreros  Tlaxcal- 
tecas, heridos  por  la  luz  del  nuevo  día. 

«En  el  horizonte,  perdiéndose  entre  la  bruma,  las  banderas  y 
pendones  de  los  distintos  caciques  Othomís  y  Tlaxcaltecas,  y  domi- 
nándolo todo,  orgullosa,  el  águila  de  oro  con  las  alas  abiertas,  em- 
blema de  la  indómita  República. 

«Al  presentarse  el  ejército  de  Cortés,  aquella  moltitud  se  estre- 
meció, y  un  espantoso  alarido  atronó  los  vientos,  y  los  ecos  de  las 
montañas  lo  repitieron  confusamente. 

«El  monótono  sonido  de  los  teponaxtles  contestó  á  aquel  alarido 
de  guerra  :  los  guerreros  indios  se  agitaron  un  momento,  y   después, 


10  JUAN  A.   MATE08 


como  un  torrente  que  se  desborda,    aquella    muchedumbre    se    lanzó 
sobre  los  españoles. 

«No  hubo  uno  solo  de  aquellos  valiontcs  pechos  castellanos  que 
no  sintiera  un  estremecimiento  de  pavor. 

«El  ejército  de  Xicoténcatl  avanzaba  rápidamente  levantando  un 
inmenso  torbellino  de  polvo,  que  flotaba  después  sobre  ambos  ejércitos, 
como  un  dosel,  al  través  del  cual  cruzaban  tristes  y  amarillentos  los 
rayos  del  sol. 

«Aquella  era  una  hirviente  catarata  de  hombres,  de  armas,  de 
plumas,  de  joyas  y  de  estandartes. 

Levantóse  un  rugido  como  el  de  una  tempestad  :  los  gritos  de 
los  combatientes  que  se  miraban  á  cada  momento  mas  cerca,  se  mez- 
claban con  el  estrépito  de  las  armas  de  fuego,  el  silvido  de  las  flechas, 
los  sonidos  de  los  teponaxtles  y  de  los  pífanos  y  de  los  atabales. 

«Los  dos  ejércitos  se  encontraron,  y  se  estrecharon  y  se  enlazaron 
como  dos  luchadores. 

«Pasó  entonces  una  escena  espantosa,  indescriiitible. 

«Ni  los  caballeros  ni  los  infantes  podían  maniobrar. 

«Se  escuchaban  los  golpes  sordos  de  lo?  aceros  de  los  españoles 
sobre  el  desnudo  pecho  de  los  indios,  y  como  el  ruido  del  granizo  que 
azota  una  roca,  el  golpe  de  las  flechas  sobre  las  armaduras  de  hierro 
de  los  soldados  de  Cortés. 

«Aquella  carnicería  no  puede  ni  explicarse  ni  comprenderse. 

«Las  balas  de  los  cañones  y  de  los  arcabuces  se  incrustaban  en 
una  espesa  muralla  de  carne  humana,  y  la  sangre  corría  como  el  agua 
de  los  arroyos. 

«Era  una  especie  de  hervor  siniestro  de  combatientes  que  se  alza- 
ban y  desaparecían  unos  bajo  los  pies  de  otros,  para  convertirse  en 
fango  sangriento. 

«La  traición  vino  en  ayuda  de  los  españoles,  y  un  cacique  de  los 
que  militaban  á  las  órdenes  de  Xicoténcatl  huyó  llevándose  diez  mil 
combatientes,  y  la  victoria  se  decidió  por  los  cristianos. 

«El  pueblo  y  senado  de  Tlaxcala  se  desalentaron  con  la  derrota. 
Xicoténcatl  sintió  en  su  corazón  avivarse  el  entusiasmo  y  el  amor  á 
la  patria. 

«Las  almas  grandes  son  como  el  acero  :  se  templan  en  el  fuego. 

«Xicoténcatl  contaba  con  el  sacerdocio,  y  los  sacerdotes  dijeron 
al  pueblo  y  al  senado  que  los  cristianos  protegidos  por  el  sol,  debían 
ser  atacados  durante  la  noche. 

«Y  el  pueblo  y  el  senado  creyeron. 

«Llegó  la  noche,  y  Xicoténcatl  condujo  sus  huestes  al  ataque  de 
los  cuarteles  de  los  tspañoles. 

«Cortés  velaba,  y  entre  las  sombras  vio  las  negras  masas  del 
ejército  Tlaxcalteca  que  se  acercaban,  y  puso  en  pie  á  sus   soldados. 

«Xicoténcatl  llegó  hasta  el  campo  atrincherado  de  los  españoles,: 
un  paso  los  separaba  ya,  cuando  repentinamente  una  faja  de  hiz  roja 
ciñó  el  campamento,  y  el  estampido  de  las  armas  de  fuego  despertó 
el  eco  de  los  montes. 

«Los  Tlaxcaltecas  atacaban  con  furor;  pero  en  esta  vez  como  en 
otras,  los  cañones  y  los  arcabuces  dieron  la  victoria  á  Cortés. 


LOS   INSURGENTES  11 


«El  senado  de  Tlaxcala;    culpó  la  indomable  constancia  del  joven 
candillo,  y  lo  obligó  á  deponer  las  armas. 

«Los  españoles  entraron  triunfantes  á  Tlaxcala.. 

«El  águila  de  aquella  República  lanzó  un  grito  de  duelo,  y  buyo 
á  las  montañas. 

«El  senado  de  la  Eepública,  que  nada  babía  becbo  en  favor  de 
la  iudepeüdencia  de  la  patria,  temeroso  del  enojo  de  los  cod quista 
dores,  destituyó  al  joven  caudillo;  pero  el  espíritu  grande  de  Hernán 
Cortés  sintió  lo  profundamente  ingrato  de  la  conducta  del  senado,  ó 
interpuso  su  valimiento  para  que  Xicoténcatl  fuese  restituido  en  sus 
honores. 


«Eran  los  primeros  días  de  Marzo  de  1521.  Cortés  volvía  sobre 
la  capital  del  imperio  Azteca,  de  donde  babía  salido  fugitivo  y  casi 
derrotado  en  la  célebre  noclie  triste,  con  un  ejército  poderoso  com- 
puesto de  españoles  y  aliados,  como  se  llamaban  á  los  naturales  del 
ipaís. 

«En  las  filas  de  los  Tlaxcaltecas  circulaban  noticias  alarmantes. 
¡Xicoténcatl  babía  desaparecido  del  campo,  y  según  la  opinión  general, 
aquella  separación  era  provenida  del  mal  trato  que  loa  españoles  daban 
á  sus  aliados,  y  sobre  todo  del  odio. que  Xicoténcatl  profesaba  á  esta 
alianza. 

«Dióse  la  orden  para  que  los  Tlaxcaltecas  se  dirigieran  para  Tla- 
copan  con  objeto  de  comenzar  las  operaciones  del  sitio,  y  los  Tlax- 
caltecas emprendieron  el  camino,  dejando  á  la  ciudad  de  Texcoco,  en 
^donde  sin  saber  para  quién,  pero  con  gran  terror,  babían  visto  pre- 
parar una  grande  horca. 


«Estamos  en  Texcoco. 

«El  sol  se  ponía  detrás  de  los  montes  que  forman  como  un  en- 
caste á  las  cristalinas  aguas  del  lago  :  la  tarde  estaba  serena  y  apa- 
cible. 

«Por  el  camino  de  Tlaxcala  llegaba  nn  grupo  de  peones  y  ginetes 
■¡conduciendo  en  medio  de  sus  filas  á  un  prisionero,  que  caminaba  tan 
Kbrgullosamente  como  si  él  viniera  mandando  aquella  tropa. 

«Atravesaron  sin  detenerse  algunas  de  las  calles  de  la  ciudad,  y 
fee  dirigieron  sin  vacilar  á  la  grande  horca  colocada  cerca  de  la  orilla 
¡del  lago. 

«El  prisionero  miró  la  horca :  comprendió  la  suerte  que  le  esperaba 
pero  no  se  estremeció  siquiera. 

«Porque  aquel  hombre  era  Xicoténcatl,  y  Xicoténcatl  no  sabía 
(temblar  ante  la  muerte. 

«Los  españoles  le  notificaron  su  sentencia :  debía  morir  por  haber 
abandonado  sus  banderas,  por  haber  dado  este  mal  ejemplo  á  los 
fieles  Tlaxcaltecas. 

«Xicoténcatl,  que  comenzaba  ya  á  comprender  el  español,  contestó 
fia  la  sentencia  con  una  sonrisa  de  desprecio. 

«Entonces  se  arrojaron  sobre  él  y  le  ataron. 


12  JUAN  A.   MATEOS 


«La  pálida  y  melancólica  luz  de  la  luna  que  se  ocultaba  en  e' 
horizonte,  rielando  sobre  la  superficie  tranquila  do  la  laguna,  alumbré 
un  cuadro  de  muerte. 

«El  caudillo  de  Tlaxcala,  el  héroe  de  la  independencia  do  aquella 
República,  espiraba  suspendido  de  una  horca,  al  pié  de  la  cual  loe 
soldados  de  Cortés  le  contemplaban  con  admiración. 

«A  lo  lejos,  algunos  Tlaxcaltecas  huían  espantados,  porque  aquel 
era  el  patíbulo  de  la  libertad  de  una  nación. 

ÍL 

La  noche  avanzaba,  las  nubes  se  alzaban  lentamente  en  el  ho- 
rizonte hasta  tornar  en  crepúsculo  la  luz  radiante  de  la  luna,  el  aire 
que  azotaba  la  superficie  del  agua  y  los  matorrales  de  la  orilla,  daba 
sobre  el  cadáver  de  Xicoténcatl,  esparciendo  las  madejas  de  su  cabello 
y  haciendo  estremecer  su  cuerpo  inanimado. 

El  lugar  del  suplicio  no  estaba  desierto;  bajo  el  árbol  donde  yacía 
la  víctima  como  el  pregón  de  la  barbarie,  estaba  un  anciano  que  pa- 
recía hundirse  en  profundas  meditaciones:  dejóse  oir  el  andar  de  varios 
hombres  que  llegaron  á  la  vez  al  funesto  sitio. 

— Aquí,  dijo  un  arrogante  joven  que  llevaba  sobre  sus  hombro' 
una  piel  de  tigre. 

— Aquí  repitieron  dos  jefes  del  ejército  mexicano,  y  todos  si- 
multáneamente fijaron  sus  ojos  sobre  el  cadáver  del  ajusticiado. 

— Tízoc,  dijo  el  mas  joven,  yo  le  he  visto  asesinar  y  he  recibido 
en  mi  alma  sus  últimos  acentos. 

—  ¡Infeliz!  murmuraron  sus  interlocutores. 

— Yo  os  he  convocado  al  festín  de  la  venganza. 

—¿Y  bien? 

— Es  necesario  jurar  delante  del  mártir,  que  su  sangre  será  ven- 
gada, y  que  las  olas  de  nuestro  rencor  atravesarán  por  cien  genera- 
ciones si  es  necesario. 

— Prosigue,  tú  eres  hijo  de  Xicoténcatl,  y  nosotros  estamos  con- 
tigo, como  ayer  al  lado  de  tu  padre. 

— Bajad  el  cadáver,  dijo  el  joven,  y  Tizoc  y  Popoca,  que  así  se 
llamaban  estos  capitanes,  ascendieron  rápidamente  por  las  ramas,  y 
bajaron  con  gran  cuidado  á  su  señor,  pusiéronle  sobre  la  yerba,  y 
esperaron  á  que  el  joven  Xicoténcatl  hablase. 

Arrodillóse  el  hijo  junto  al  cadáver  del  padre,  posó  la  mano  s)bre 
el  corazón,  que  lo  halló  sin  palpitaciones,  y  el  llanto  se  agolpó  á  sus 
ojos:  pero  aquel  llanto  parecía  sorberse  en  las  mismas  pupilas,  ni  un 
sollozo,  ni  un  suspiro,  nada  que  revelase  la  profunda  angustia  que 
devoraba  el  alma  del  mancebo. 

Sacó  después  de  su  aljaba  un  dardo,  é  hizo  una  incisión  en  eA 
pecho  del  cadáver  sobre  el  corazón;  la  sangre  tibia  aún,  asomó  por 
la  herida;  entonces  el  joven  sacó  un  vaso,  y  recogió  el  jugo  de  las 
arterias,  como  si  aquella  sangre  trajese  algo    del  espíritu    del   héroe. 


LOS    INSURGENTES  13 


il    J-J 


tíezcló   después  un  licor  que    llevaba    consigo,    y  dijo  á    sus    compa- 
ieros : 

—  Este  es  el  brindis  de  la  muerte,  la  libación  de  la  venganza  en 
orvenir...   ¡Padre!  delante  de  tus  cenizas  y  bajo    las  sombras    de 

sstaj  noche  fatídica,  juramos  morir  en  defensa  de  la  Patria! 

—  ¡Lo  juramos!  repitieron  con  voz  solemne  Tizoc  y  Popoca,  y  los 
;res  bebieron  en  aquel  vaso  la  sangre  de  Xicoténcatl. 

Oidme,  dijo  la  voz  cavernosa  del  hombre  que  había  permane- 
íido  oculto  tras  el  árbol,  presenciando  la  sacrilega  Ceremonia. 

¡Traición!  gritó  Xicoténcatl,  y  todos  echaron  mano  á  sus  armas. 

Silencio,  esclamó  el  desconocido,  y  descubrió  su  faz  venerable 
inte  aquellos  hombres. 

—  ¡El  sabio  Chichilica!  dijeron  todos  á  una  vez,  y  saludaron  al 
astrólogo. 

— El  destino  os  ha  convocado  bajo  el  árbol  de  la  muerte  mos- 
tradme  vuestras  manos. 

Xicoténcatl  se  adelantó  el  primero,  y  presentó  su  mano  abierta  al 
sábio,  este  la  examinó  con  cuidado,  y  después  practicó  lo  mismo  con 
Popoca  y  Tizoc. 

— Jóvenes,  continuó  el  astrólogo,  estáis  predestinados,  pero  la 
sangre  que  habéis  libado,  infiltra  la  muerte  en  vuestras  generaciones, 
oidme:  «ese  cadáver  que  acaso  escucha  mis  vaticinios,  tiene  al  cuello 
tres  esmeraldas  marcadas  igualmente  en  el  centro  por  un  foco  de  rayos 
semejante  á  los  de  una  estrella;  cada  uno  de  vosotros  conservará  una 
de  esas  piedras,  como  el  tesoro  de  vuestro  juramento  ;  esas  esm  era  Idas 
las  iréis  legando  á  vuestros  hijos,  y  cuando  todos  hayan  desaparecido; 
el  último  de  las  generaciones  que  llegue  á  reunir  las  tres  piedras  pre- 
ciosas, asistirá  á  la  última  batalla  y  morirá  en  la  noche  que  preceda 
á  ese  gran  día  de  la  independencia  de  México:  si  no  tenéis  sucesión, 
el  último  de  vosotros  que  quede  en  la  lucha,  verá  á  la  patria  inde- 
pendiente.» 

Inclinóse  después  sobre  el  cadáver  de  Xicoténcatl,  desató  el  collar, 
y  repartió  las  esmeraldas  á  los  tres  jóvenes,  que  las  besaron  con 
respeto  como  un  reo  su  sentencia  de  muerte. 

Aquellos  hombres  eran  los  trabajadores  del  porvenir. 

Estrecháronse  las  manos,  y  separándose  para  siempre,  se  alejaron 
los  cuatro  personajes,  todos  por  rumbos  opuestos,  como  los  cuatro 
ángeles  del  apocalypsis. 


14  JUAN  A.  MATEOS 


CAPITULO  I. 

De  la  noticia  que  recibió  el  general  Morelos 

en  su  campamento  de  la  Brea. 


I. 

Cuando  el  cura  Hidalgo  se  dirigía  con  su  ejército  sobre  la  capital 
le  la  colonia,  un  eclesiástico  abandonaba  la  humilde  feligresía  de  Ca- 
rácuaro,  y  marchaba  solo  en  busca  del  caudillo.  En  el  pueblo  do 
Charo  tuvo  lugar  la  entrevista  de  aquellos  dos  hombres  extraordinarios, 
cuyos  nombres  coloca  en  sus  primeras  páginas  la  historia  contemporánea. 

Se  enseña  aún  á  los  viajeros  la  casa  donde  aquellos  genios  se 
encontraron,  como  dos  astros  en  un  punto  del  horizonte. 

Morelos  estaba  dotado  de  un  gran  talento  militar,  había  nacido 
como  Napoleón,  para  mandar  ejércitos. 

El  destino  había  querido  cambiar  su  ruta ;  pero  aquella  alma  se 
-sobrepuso  á  todo,  quebrantando  las  cadenas  que  lo  ataban  con  sus 
votos  solemnes  á  la  ara  del  sacrificio  cristiano. 

Entró  de  lleno  en  las  faces  luminosas  de  su  horóscopo,  hasta 
caer  en  el  abismo  de  su  predestinación  ;  pero  la  estela  brillante  que 
dejó  á  su  paso  en  el  mar  de  la  revolución  quedaría  eterna  sobre  1» 
superficie,  como  la  huella  de  su  tránsito  por  su  siglo. 

Morelos  combatió  desde  el  primer  día,  levantó  ejércitos  y  atacó 
las  plazas  y  poblaciones,  y  recorrió  victorioso  al  frente  de  sus  solda- 
dos, las  costas  de  Sur  ;  dejó  su  nombre  sobre  los  laureles  del  Veladero, 
en  la  Sábana,  y  el  bronce  de  sus  cañones  se  reconoce  aún  en  los 
muros  graníticos  del  castillo  de  Acapulco. 

Aquel  espíritu  saciado  de  gloria  en  las  selvas  y  las  montañas, 
buscó  un  espacio  mas  gigante,  un  teatro  mas  extenso  á  sus  ambición 
nes,  y  seguido  de  su  ejército  ascendió  atrevido  la  cordillera  central 
del  Sur,  se  adelantó  á  esas  pirámides  mas  elevadas  que  las  de  Egipto, 
7  en  medio  de  aquella  atmósfera  de  fuego,  llegó,  á  las  alturas  del 
Camarón,  bajó  después  hasta  el  seno  donde  corren  las  turbulenta^ 
aguas  del  Papagayo,  allí  aplacó  la  sed  de  sus  corceles  para  encum- 
brar la  sierra  donde  se  posó,  para  ver  como  una  águila  la  ciudad  de 
Chilpancingo ;  cordera  de  las  montañas  que  yace  ai  abrigo  de  aquella 
vejetación  del  paraíso,  acariciada  por  las  auras  purísimas  de  su  cielo ; 
allí,  desde  esa  altura,  tenía  el  héroe  á  sus  pies  el  profundo  valle  del 
Mezcala,  donde  el  monstruo  del  contagio  sacude  sus  melenas  empon- 
zoñando las  ondas  del  caudaloso  río,  que,  en  un  nuevo  ascenso,  di- 
vide sus  aguas  de  las  que  en  dirección  opuesta  van  á  enriquecer  las 
linfas  agitadas  del  Zacatnda. 

La  hora  de  la  revolución  había  sonado ;  esa  es  la  hora  de  los 
héroes. 


LOS   INSURGENTES  15 


Morelos  acudía  con  la  ofrenda  de  su  sangre  al  llamado  de  la 
patria. 

Las  montañas  se  estremecieron,  el  sol  tuvo  una  reverberación 
más  luminosa,  y  el  cielo  recogió  los  primeros  acentos  de  aquel  hombre 
que  ofrecía  delante  del  porvenir  una  era  de  gloria  á  sus  soldados. 


n. 

El  ejército  independiente  había  acampado  en  la  hacienda  de  la 
Brea,  y  Morelos  se  encontraba  en  su  cuartel  general  improvisado,  con 
todos  sus  jefes  y  un  sin  número  de  amigos  ;  porque  su  popularidad 
estaba  como  el  mar  en  la  hora  del  finjo. 

—Mi  general,  decía  un  ayudante  joven  y  vivaracho  que  no  se 
separaba  nunca  de  Morelos,  esos  diablos  de  realistas  no  escarmientan, 
ya  les  hemos  dado  unas  zurribambas  de  primera,  y  todavía  se  han 
atrevido  hoy  á  seguir  nuestra  retaguardia....  ojalá  que  se  acerquen, 
estamos  dispuestos  á  darle  una  lección,..,,  pues  digo,  ya  conocen  á 
los  soldados  de  Morelos  para  andarse  con  remilgos....  dígalo  el  mny 
valiente  compañero  Avila,  que  los  ha  hecho  corretear  como  cabras,  já, 
já,  já,  si  parecían  venados. 

— Este  Muñoz  habla  por  los  codos,  dijo  un  ayudante  igualment 
joven,  pero  que  en  sus  ojos  revelaba  una  serenidad  de  espíritu  te 
rrible,  era  aquella  mirada  la  superficie  del  mar  en  calma,  en  el  fondc 
estaba  la  muerte. 

—Sí,  hablo,  porque  mi  general  me  ha  visto  batir,  y  tengo  de 
recho  para.... 

—Yo  no  lo  niego  amigo  mío,  eres  valiente,  y  soy  el  primero 
en  confesarlo. 

—Pues  vamos  una  apuesta,  señor  capitán  D.  Alfonso  de  Pie- 
.dra-Santa. 

— La  acepto  de  antemano. 

— Jugamos  un  ascenso  que  nos  concederá  el  general,  al  que  lie 
gue  en  el  primer  encuentro  á  confundirse  con  el  enemigo. 

— He  dicho  que  acepto. 

— Testigo  el  Sr.  Morelos. 

El  general  estaba  hondamente  preocupado,  y  apenas  hizo  una 
inclinación  de  cabeza. 

—No  está  de  umor  mi  general,  dejémosle,  y  vamos  á  tomar  un 
trago  á  la  tienda. 

Levantóse  la  nube  de  oficiales,  y  entre  risas  y  bromas  se  mar 
charon  á  hacer  las  libaciones  de  ordenanza. 


III. 

Luego  que  el  caudillo  quedó  en  el  silencio  de  su  alojamiento,  se 
puso  á  ver  su  correspondencia,  que  era  bastante  voluminosa. 

— Este  Avila  es  un  valiente,  murmuraba  el  general  ;  en  el  cam- 
pamento del  Veladero  está  absolutamente  seguro,  y  está  en  el   lugar 


16 


JUAN  A.   MATEOS 


más  estratégico  de  aquellos  contornos,  cubrirá  nuestra  retirada  en 
caso  de  que  la  fortuna  me  sea  adversa.  ...  la  fortuna.  ...  la  for- 
tuna hasta  hoy  ha  seguido  mis  pasos,  camino  seguro  de  encontrarla 
donde  se  escuche  la  detonación  de  mis  armas.  .  .  .  estos  realistas  son 
tan  bisónos  como  mis  soldados  ...  es  necesario  activar  los  movi- 
mientos antes  de  la  llegada  de  cuerpos  espedicionarios  .  .  .  este  Ca- 
lleja me  tiene  mortalmente  inquieto  .  .  .  Hidalgo  se  ha  empeñado  en 
presentar  grandes  masas,  y  eso  lo  perderá  al  fin...  es  necesario  observar 
precisamente  la  táctica  contraria,  poca  gente,  toda  armada  y  lo  menos 
bisoña  que  sea  posible  ;  en  cuanto  al  valor  es  lo  que  mas  abunda.  .  .  . 
mis  tropas  están  acostumbradas  á  vencer,  este  elemento  trae  un  éxito 
casi  seguro  ...  sin  embargo,  bien  pronto  tendrá  encima  el  _  ejército 
de  Calleja,  porque  es  seguro  que  alcanza  á  Hidalgo  en  su  retirada.  .  * 
si  pasara  este  primer  momento  sin  dar  cima  á  la  empresa,  ....  ma- 
lo..  .  malo.  Quedóse  un  momento  pensativo,  y  luego  continuó  como 
si  conversase  con  alguien,  y  es  que  el  espíritu  habla  con  el  genio  de 
la  inspiración. 

—Organizar,  he  aquí  todo  el  trabajo ;  la  tarea  es  ardua,  pero 
forzosa  ....  tengo  jóvenes  vigorosos,  y  ya  la  idea  de  independencia 
no  asusta  á  las  masas,  la  hora  del  sacrilegio  ha  pasado  para  cederle 
el  puesto  á  la  razón  y  al  patriotismo  ....  cuando  esté  al  frente  de 
él  un  ejército  disciplinado  para  revindicar  el  honor  de  nuestras  armas, 
entonces  los  vencedores  de  Guanajuato,  Acúleo  y  Calderón,  verán  sus 
laureles  estrujados  por  las  herraduras  de  mis  caballos,  y  yo  seré  ar- 
bitro de  la  victoria  !.  .  .  .   ¡qué  sueño  tan  hermoso!.  .  .  . 

Anublóse  repentinamente  la  faz  del  caudillo,  una  nube  negra 
babía  pasado  por  aquel  cielo  de  esperanzas.  -„.•-', 

Morelos  recordaba  en  aquellos  instantes  las  palabras  de  Hidalgo : 
«  los  que  comienzan  estas  grandes  empresas,  jamás  ven  el  resultado. » 

En  aquellos  momentos  dieron  tres  golpes  á  la  puerta. 

—  Adelante!  dijo  el  héroe  con  voz  serena,  porque  Morelos  teníf 
un  dominio  absoluto  sobre  su  corazón. 

Abrióse  la  puerta,  y  el  ayudante  Antonio  Muñoz  penetró  en  el 
aposento. 

—¿Qué  hay?  preguntó  Morelos. 

—Mi  general,  acaba  de  llegar  un  correo  con  estos  pliegos. 

— Está  bien,  que  espere. 

Muñoz  salió  al  iustante. 

Abrió  el  caudillo  el  pliego,  pasó  sus  ojos  de  águila  por  los  ren- 
glones, devorándolos  instantáneamente. 

Luego  que  se  enteró  del  contenido,  se  dejó  caer  en  la  silla, 
apoyó  su  frente  en  ambas  manos,  y  comenzó  á  dar  sollozos  ahoga- 
dos, sacó  su  pañuelo  y  enjugó  sus  lágrimas,  agitó  la  campánula,  y 
Muñoz  volvió  á  presentarse. 

Algo  notó  el  ayudante,    porque    acercándose    al    general    le    dijo 

-  Señor,  algo  pasa  por  vd.  ¿Ha  sucedido  alguna  desgracia? 
—Capitán,  haga  usted  entrar  al  correo. 
El  ayudante  cumplió  con  la  orden,  y  dejó  solo   al    caudillo    con 

el  mensajero. 


LOS   INSURGENTES  17 


— Vamos  cuéntame  como  ha  estado  todo  ....  quiero  saberlo, 
¿lo  oyes? 

— Señor  amo,  dijo  el  correo  limpiándose  la  frente,  no  me  pre- 
gunte su  merced,  porque  ....  no;  yo  no  he  vuelto  á  hablar  con 
nadie  de  esa  desgracia,  .  .  .  quisiera  haber  muerto    antes    que 

— Vamos,  cálmate,  necesito  que  me  digas  si  es  cierto  lo  que  dice 
este  papel. 

— Todo  es  verdad,  señor  amo,  ...  en  las  lomas  de  Bajan  nos 
traicionó  el  señor  Elizondo,  y  ya  mataron  al  señor  cura  Hidalgo  y  al 
niño  Allende  y  á  todos,  señor  amo,  á  tetdos,  yo  los  he  visto  fusilar 
en  la  plaza  de  Chihuahua. 

— ¿Y  la  tropa? 

— Toda  se  ha  huido. 

— ¿Toda? 

— No  señor,  no  cuento  la  que  se  quedó  con  el  general  Rayón 
que  anda  peleando.  , 

— Está  bien,  hijo  mío,  retírate  á  descansar,  y  no  digas  á  nadie 
lo  que  has  visto. 

— No,  señor  amo,  ni  á  bala  vuelvo  á  decir  una  sílaba. 

Quedó  solo  el  general,  su  llanto  se  sorbió  de  improviso  y  un 
gesto  de  crueldad  apareció  en  el  rostro  de  Morelos. 

—  ¡Yo  volveré  sangre  por  sangre,  y  odio  por  odio!.  .  .  .  me  sien- 
to único  en  la  lucha.  ...  el  resto  de    ese    ejército    vaga    disperso    y 

desmoralizado,  yo  seré  el  centro  de  unión El    movimiento    re 

volucionario  está  confiado  á  mis  esfuerzos.  .  .  .  sabré  cumplir  con  la 
misión  que  el  destino  pone  hoy  en  mis  manos.  ...  mi  brazo  es  ro- 
busto y  fuerte  mi  aliento.  .  .  .  nos  llaman  á  la  muerte,  y  acudimos 
como  buenos.  .  .  .  ¡á  las  armas!.  .  .  .  ¡á  las  armas!.  ...  el  cadalso  es 
un  sitio  de  victoria,  una  tribuna  desde  donde  nos  escucha  el  mundo 
entero.  ...  no  emporra,  nuestro  es  el  porvenir. 

Tornó  á  agitar  la  campanilla,  y  el  ayudante  á  presentarse. 

— Que  llamen  á  mi  confesor. 

Morelos  había  conservado  el  sentimiento  religioso  en  un  grado 
exajerado,  todos  los  días  hacía  que  el  capellán  le  dijese  misa,  y  se 
confesaba  la  víspera  de  los  combates. 

Desde  que  á  su  voz  corrió  la  primera  sangre  en  las  costas  del 
:Sur,  dejó  en  su  conciencia  de  ser  sacerdote,  y  se  consagró  todo  entero 
á  la  patria. 

Morelos  hubiera  sido  también  un  héroe  en  los  tieuipos  de  Pedro 
el  Ermitaño. 

Arregladas  sus  cuentas  con  el  cielo,  entraba  en  batalla  como  un 
león,  y  después  de  darle  gracias  á  Dios  por  haberle  salvado,  mandaba 
fusilar  á  los  prisioneros  :  creía  que  esto  era  un  deber  según  las  cir- 
cunstancias y  plan  que  había  adoptado,  y  cumplía  fielmente  con  su 
misión...  el  corazón  humano  es  un  abismo,  quererle  sondear,  una 
locura!.... 

Entróse  Fray  Manuel  de  los  Angeles,  y  conversó  la  mayor  parto 
de  la  noche  con  Morelos. 


2  —  Los  Insurgentes. 


18  JUAN  A.   ¡MATEOS 


IV. 

— Algo  pasa  con  el  cuartel  general,  compañero  Piedra- Santa, 
decía  el  ayudante,  que  era  joven,  pequeño  de  cuerpo,  y  con  una 
gran  cabeza ;  el  señor  Morelos  estaba  demudado ;  te  confieso  que  me 
asusté. 

— Es  asustarse  por  muy  poco,  dijo  don  Alfonso. 

— Es  que  insisto  en  que  ha  pasado  alguna  desgracia  j  pero  debe 
ser  de  las  gordas,  porque.... 

— No  seas  misterioso,  Muñoz. 

— Yo  voy  á  salir  de  dudas  ¡oh  buen  hombre!  venga  por  acá,  ea, 
á  tí,  al  que  trajo  los  pliegos,  es  á  quien  llamo. 

Levantóse  el  correo,  y  se  acercó  á  los  oficiales, 

— ?Qué  manda  usté,  señor  amo? 

— ¿De  dónde  vienes? 

— De  por  ahí. 

— Explícate. 

— De  allá  arriba. 

—¿Del  cielo? 

— Casi,  casi,  porque  esas  montañas  están  muy  altas. 

— ¿Y  qué  has  visto? 

— Nada,  señor  amo. 

— ¿Qué  dicen  del  cura  Hidalgo? 

El  correo  no  respondió. 

— Lo  dicho,  dijo  Muñoz,  aquí  hay  gato  encerrado. 

— Nada  de  gato,  señor  amo. 

— ¿Pues  dónde  has  dejado  al  ejército? 

— Por  todas  partes  peleando. 

— ¿Y  los  gachupines? 

— Peleando  también. 

— ¿Has  estado  en  México? 

— No  señor,  si  ni  lo  conozco. 

— ¿Qué  has  oido  de  la  batalla  de  Calderón? 

— Que  la  ganaron  los  del  rey. 

— Nosotros  no  reconocemos  á  ningún  rey  ¿lo  entiendes? 

—  ¿Para  qué  me  pregunta  su  merced? 

— Estás  perdiendo  el  tiempo,  dijo  don  Alfonso,  este  hombre  se 
ha  empeñado  en  callar,  y  no  moverá  la  lengua  aunque  lo  maten. 

— Largo,  dijo  Muñoz,  y  ya  me  las  pagarás  todas  juntas. 

— Con  premiso  de  su  merced. 

■ — Malo  está  el  negocio,  el  señor  Hidalgo  la  ha  pasado  mal. 

— Así  lo  creo,  murmuró  Piedra-Santa. 

— Están  tocando  orden  general  en  el  alojamiento  del  señor 
Morelos. 

Acercóse  á  los  dos  amigos  un  oficial,  y  dijo  alegremente  : 

■ — Compañeros,  estamos  de  marcha,  pasado  mañana  atacaremos 
Chilpancingo. 

—  ¡Esa  sí  es  noticia!  gritó  Muñoz. 

— Ya  creía  yo  que  nos  iban  á  salir  raiees  en  esta  hacienda, 
murmuró  Piedra- Santa,  que  estaba  impaciente  cuando  no  estaba  pe- 
leando ó  en  víspera  de  una  batalla. 


LOS   INSURGENTES  19 


Ya  que  hablamos  de  este  personaje,  diremos  á  nuestros  lectores 
que  era  alto,  delgado,  con  el  cabello  rubio  cebado  todo  hacia  atrás, 
los  ojos  azules  y  la  barba  de  oro,  su  frente  despejada,  la  nariz  un 
tanto  acaballetada,  su  labio  inferior  algo  salido  y  su  continente  repo- 
sado y  sereno,  su  origen  y  familia  mas  tarde  lo  sabremos. 

Esparcióse  la  noticia  de  la  marcha  en  el  campo  insurgente,  ati- 
záronse las  lumbradas,  levantáronse  los  soldados,  y  comenzó  la  bulla 
y  la  algazara  en  derredor  de  las  hogueras. 

—  Compadre,  pasado  mañana  á  más  tardar  carneamos. 

—  ¡Como  que  mi  espada  tiene  una  hambre  que  ya!  decía  un  suriano 
limpiando  el  machete  en  la  manga  de  la  camisa. 

— Ese  realista  Páris  podrá  decir  si  parecen  ó  no  navajas  de  barba 
nuestros  chafarotes. 

— Como  que  ¡pif!   ¡paf!  cabeza  abajo. 

— Lo  estoy  viendo. 

— Vamos  Juan,  gritó  una  soldadera  (un  francés  escribiría  canti- 
niére)  ya  me  habilité  de  gallinas. 

— La  hacienda  paga. 

Fuera  de  nuestro  país  no  se  conoce  esa  benemérita  clase  que 
forma  la  mitad  del  soldado,  es  decir,  su  mujer.  No  entraremos  en  la 
cuestión  si  las  tienen  con  arreglo  al  Concilio  de  Trento  ó  al  Eegistro 
Civil,  el  hecho  es  que  el  soldado,  sobre  todo  en  campaña,  nada  vale 
sin  una   compañera. 

Esas  infelices  mujeres  son  una  especie  de  langosta  que  caen  tanto 
sobre  las  fincas,  como  sobre  los  sembrados,  como  sobre  los  muertos, 
á  quienes  desnudan  piadosamente. 

En  la  época  de  la  insurrección,  realistas  é  insurgentes  entraban 
en  las  fiucas  á  ejercer  el  derecho  de  conquista;  de  aquí  la  ruina  de 
tantas  haciendas  y  pueblos  que  han  desaparecido,  y  cuyos  escombros 
apenas  se  perciben  en  medio  de  la  desolación  de  los  campos  y  de  las 
comarcas. 

En  la  época  á  que  se  refiere  nuestra  historia,  los  insurgentes  ca- 
minaban en  familia;  así  es  que  á  la  hora  de  una  derrota  las  mujeres 
y  los  niños  caían  prisioneros  de  guerra  y  entraban  en  el  botin  del 
vencedor,  hasta  que  podían  escapar  de  la  esclavitud  á  que  las  conde- 
naban en  las  fincas  ele  campo,  dándoles  un  trato  duro    é    inhumano. 

El  general  había  prescrito  que  las  mujeres  se  quedasen  á  una 
gran  distancia  del  campo  de  batalla,  pero  cuando  menos  se  esperaba 
ya  se  las  veía  dando  de  beber  á  los  soldados,  y  cargando  á  los  heridos 
y  ofreciendo  algo  que  comer  á  los  oficiales,  aquello,  como  hoy,  no 
tenía  remedio. 

Nosotros  les  tributamos  un  sentimiento  de  ternura,  porque  en 
esos  momentos  solemnes  ejercen  la  caridad  con  noble  desinterés;  nos- 
otros hemos  visto  morir  á  algunas  infelices,  victima  del  plomo  en  los 
momentos  de  socorrer  á  sus  maridos  agonizantes. 

V. 

Seguía  el  tumulto  y  la  algazara  en  el  campo  insurgente;  porque 
la  alegría  era  peculiar  de  aquellas  valientes  tropas. 

Parecía  el  campamento  un    cuadro    fantástico:    todos    los    perso- 


20  JUAN  A.   MATEOS 


najes  se  veían  á  la  luz  do  las  hogueras  ;  por  aquí  un  rostro  franco 
y  alegre,  por  allí  otro  terriblemente  feroz,  mas  allá  un  grupo  de 
mujeres  arrullando  á  sus  niños,  soldados  durmiendo  en  el  regazo  de 
sus  mujeres;  levantándose  do  aquel  campo  un  continuo  murmullo  de 
voces,  gritos  y  carcajadas,  que  hace  la  armonía  de  los  campamentos. 

Atravesó  cerca  de  una  hoguera  el  joven  Hermenegildo  Galeaua, 
y  se  detuvo  junto  á  un  grupo  de  guerrilleros. 

— Muchachos,  no  han  visto  al  capitán  Piedra- Santa?. 

— Sí,  mi  capitán,  adelante  algunos  pasos  y  lo  encuentra  ¿  acaba 
de  tomar  un  trago  de  mescal  con  nosotros. 

— Está  bien;  ya  nos  veremos,  muchachos. 

— Canastos,  dijo  un  suriano,  de  que  veo  al  capitán  me  salta  el 
corazón;  eso  sí  que  es  valiente,  no  lo  olvido  en  el  día  del   Veladero. 

— El  capitán  es  amigo  de  la  muerte,  son  viejos  conocidos. 

— Parece  imposible  que  lo  respeten  las  balas. 

— He  observado  que  cuando  los  realistas  nos  oyen  gritar  ¡viva 
Morolos!  les  entran  corvas,  y  esto  es  correr  como  unos  gamos. 

— A  fé  que  mi  general  Morelos,  no  lo  he  visto  ni  pestañear,  y 
que  siempre  va  al  frente  de  nosotros. 

— Pobrecillo,  dijo  una  insurgento,  yo  lo  he  cuidado  durante  su 
enfermedad  en  Tecpan,  no  pensaba  mas  que  en  sus  soldados,  los  quiere 
mas  que  si  fueran  sus  hijos. 

— A  fé  que  nosotros,  le  queremos  como  á  un  padre,  no  quiera 
Dios  que  le  toquen  un  cabello,  porque...  ¡rayo  de  Dios!.,  solo  de  pen- 
sarlo me  dan  ganas  de  arremeter. 

— Este  Viklo  adora  al  señor  cura. 

— Y  todos  nosotros,  repitieron  los  insurgentes. 

— Mucho  respetaba  yo  al  señor  Hidalgo,  dijo  Vildo ;  pero  no  tanto 
como  al  señor  Morelos;  yo  he  visto  al  señor  cura  en  el  Monte  délas 
Cruces,  ¡qué  hermoso  estaba  el  viejecito!  ¡si  parecía  un  santo!..  Des- 
pués de  la  retirada  tomé  rumbo  al  Sur. 

—  ¡Qué  ingrato  fuiste! 

—Juro  por  la  Virgen  del  Carmen  que  no  lo  he  sido :  si  me  se- 
paré fué  porque  me  hirieron  y  tuve  que  ocultarme  en  Santiago  :  des- 
pués me  fué  imposible  reunirme  al  ejército,  y  como  yo  soy  de  la 
Costa  y  supe  que  había  tumulto  por  aquí,  dijo  para  mi  coleto,  donde 
haya  pleito  allí  está  Patricio  Vildo,  y  ¡viva  la  América! 

— ¿Y  dónde  encontraste  al  señor  Piedra-Santa? 
i  — Esa  es  otra  historia;  mi  capitán    es    un    soldado    de    primera, 

pero  lo  confieso,  es  algo  misterioso. 
•  — ¿Misterioso? 

— Sí,  lo  dicho,  yo  tengo  mis  razones. 

— Dilas. 

— Será  otra  vez,  por  ahora  solo  les  cuento  que  es  muy  devoto, 
trae  siempre  un  relicario  al  cuello  y  lo  cuida  mas  que  los  ojos  de 
la  cara. 

—Será  de  la  Virgen  de  Guadalupe. 

—Puede  ser ;  pero  á  mí  se  me  figura  que  es  otra  reliquia  má» 
sagrada. 

—  ¡Si  traerá  dinero! 


IOS   INSURGENTES  21 


— Cállate,  Peralta,  sería  muy  poco  lo  que  pudiera  guardar  eu  el 
relicario,  ademas  que  el  capitán  es  el  hombre  mas  naneo,  yo  guardo 
su  dinero  y  oigan  sonar. 

El  guerrillero  dio  con  su  mano  en  las  bolsas  de  la  calzonera, 
que  produjo   un  sonido  metálico. 

—  ¡Oro!   dijeron  los  soldados. 

— ¡Oro!  repitió  Vildo. 

— Luego  no  es  oro  lo  que  trae  al  cuello  mi  capitán,  dijo  Peralta. 

— Eso  lo  averiguaremos  mas  adelante. 

En  aquellos  momentos  so  dejó  oir  el   clarín  que  tocaba    llamada. 

— En  marcha,  dijeron  á  una  voz  los  insurgentes,  y  se  dirigieron 
á  tomar  su  formación. 


VI. 

Galeana  siguió  en  busca  de  Piedra-Santa,  á  quien  encontró  pa- 
seándose cerca  de  sus    soldados. 

— Demonio  de  hombre,  te  he  buscado  por  todas  paites. 

— No  me  he  movido  de    este  sitio. 

— Es  necesario  ponernos  en  marcha  al  instante. 

— Estoy  listo. 

— Ha  pasado  una  desgracia  horrible. 

—  ¡Habla! 

— Es  inconcebible,  amigo  mió. 

—  ¡Me  alarmas! 

— La  cosa  no  es  para  menos,  el  señor  Hidalgo  y  todos  los  gene- 
rales han  sido  fusilados  en  Chihuahua. 

— ¡Ira  de  Dios!....  ya  se  me  había    pasado  por    el   pensamiento. 

— La  revolución  ha  quedado  acéfala. 

— Te  engañas,  hoy  está  mas  poderosa,  nosotros  venimos  á  for- 
mar el  centro  de  ella,  el  general  Morelos  está  predestinado  para  ser 
la  primera  figura  en  la  segunda  época  de  este  movimiento. 

— Así  lo  creo. 

— Pasamos  á  ocupar  el  primer  termino. 

— Y  tendremos  aliento  para  llevar  adelante  esta  empresa  ;  el  ge- 
neral me  envía  á  ver  á  los  señores  Bravos,  con  quienes  está  en  in- 
teligencia para  que  proporcionen  recursos  para  la  marcha. 

— Conozco  perfectamente  á  esos  señores,  servirán  al  general  al 
pensamiento.  Necesitamos  llegar  mañana  á  la  hacienda,  caminaremos 
toda  la  noche. 

— Pu>ís  á  ello. 

Los  dos  amigos  fueron  en  busca  de  sus  caballos  :  Vildo  ya  tenía 
listos  los  del  capitán  Piedra- Santa  y  Peralta  los  de  Galeana. 

Pusiéronse  en  marcha  en  medio  de  la  oscuridad  de  la  noche, 
cuando  atravesó  un  ginete  en  la  misma  dirección,  y  tomando  la  de- 
lantera, á  todo  escape. 


22  «tTAN  A.  MATE08 


CAPITULO  II. 

De  como  el  tio  Blas  y  la  señora  Fermina   convirtieron   en 
proyectiles  los  utensilios  de  la  cocina. 


I. 

Estamos     en    la    hacienda    Chichihualco,    propiedad    del    Sr.    D. 
Leonardo  Bravo,  cuya  numerosa    familia    se    encuentra    reunida    con* 
motivo  del  casamiento  del  joven  D.  Nicolás. 

La  hacienda  está  llena  de  gente  venida  de  Cbilpancingo  y  pueblos 
comarcanos,  porque  los  Sres.  Bravos  son  gente  de  pro  y  gozan  do' 
una  grande  influencia  en  aquellos  terrenos. 

Dos  ó  tres  músicas  de  viento  tocan  en  el  patio,  y  una  de  cuerda 
en  la  sala  principal,  lanzando  al  viento  sonatas  tan  alegres,  que 
resplandece  el  gozo  en  todos  los  semblantes. 

La  novia  es  una  muchacha  guapa,  graciosa,  y  pertenece  á  una 
de  las  familias  mas  distinguidas  de  Chilapa  ;  es  hija  del  comandante 
de  realistas  Guevara,  se  llama  Margarita. 

Del  novio  nada  decimos,  buen  mozo,  apuesto,  valiente,  y  caba 
llero  entre  los  caballeros.  D.  Nicolás  está  ufano  .con  su  prometida,  0 
su  alma  comienza  á  inundarse  con  la  luz  apacible  y  bienhechora  d* 
la  luna  de  miel. 

Escusamos  advertir  que  los  jóvenes  esposos,  que  acababan  de 
recibir  las  benediciones  nupciales,  no  se  ocupan  de  aquel  mundo  que 
los  rodea,  y  están  entregados  á  la  ternura  de  sus  amores. 

—  Que  bella  estás,  Margarita. 

— Nunca  me  has  parecido  mas  simpático,  mi  cariño    ha    crecido 
hacia  tí  de  una  manera  inexplicable. 
— El  mío  no  tiene  límites. 
— Qué  placer,  poderte  llamar  mío,  solamente  mío. 

—  ¡Yo  estoy  loco! 

—  ¡Y  yo  te  idolatro! 

Estos  diálogos  serán  familiares  á  nuestros  lectores    siempre    que 
hayan  doblado  su  cuello  al    yugo    matrimonial ;     diálogos    amorosos 
esperanzas  soñadas  en  ese  día  espléndido  de  felicidad. 

¡Parece  que  el  horizonte  de  la  vida  se  ensancha,  que  el  alma  se 
dilata  como  el  océano  hasta  tocarse  con  el  cielo! 

— Niño  don  Nicolás,  dijo  un  viejo  ranchero,  que  atravesó  entre 
la  concurrencia  con  la  mayor  pasta  del  mundo,  La  llegado  un  amigo 
de  su  merced. 

— Que  pase  en  el  acto,  hoy  recibo  á  todo  el  mundo,  quiero  que 
mis  amigos  sean  testigos  de  mi  felicidad. 

— ¿Ya  sabe  su  merced  quién  es? 

— No,  pero  eso  importa  ñoco,  dile  quo  voy  á  darle  un  abrazo  ¡ 
muy  estrecho. 


LOS   INSURGENTES  23 


— ¿Pero  sabe  su  merced,  insistió  el  tío  Blas,  quién  es  ese  caballero? 
—Vamos  tío  Blas,  que  me  estás  impacientando. 
— Es  que... 

—  ¡Con  mil  demonios,  revienta!...  Perdóname,  esposa  mía,  pero  la 
sorna  de  este  hombre  me  molesta. 

— Es  que... 

— Vamos,  este  hombre  quiere  decirme  algo,  vuelvo  dentro  un 
instante,  no  ceses  de  pensar  en  mí. 

— Nicolás,  yo  no  acostumbro  olvidarte. 

Don  Nicolás  besó  la  mano  de  su  esposa,  y  se  acercó  al  tío  Blas, 
que  le  volvió  la  espalda,  y  se  echó  á  andar  fuera  de  la  sala. 

—  Este  es  un  viejo  misterioso,  murmuró  el  joven. 

Luego  que  el  tío  Blas  estuvo  en  el  corredor,  se  acercó  al  oído 
de  Bravo,  y  procurando  ahogar  su  voz,  le  dijo  :  el  amo  don  Herme- 
negildo Galeana  acaba  de  llegar  á  la  Hacienda. 

—  Se  vá  á  armar  una  de  todos  los  diablos  :  mira  tío,  hazle  en- 
trar en  las  piezas  de  mi  padre,  y  dile  que  yo  iré  mas  tarde,  que  no 
me  separo  de  aquí  por  no  dar  en  que  sospechar. 

— Está  bien. 

El  viejo  caporal  se  fué  al  encuentro  de  don  Hermenegildo  G-a 
leana,  y  le  dijo  secamente  : 

— Sígame  su  merced. 

El  viajero  obedeció,  y  conducido  por  su  guía  llegó  hasta  la  ha- 
bitación de  don  Leonardo. 

—  Que  espero  su  merced  al  amo  don  Nicolás,  que  está  acabando 
de  hablar,   salvo  la  grosería,  con  su  esposa  y   resto   de   concurrencia. 

— Está  bien. 

— Y  si  su  merced  quiere  tomar  un  bocado,  se  le  sacará  al  instante, 
porque  aunque  yo  soy  un  bruto  después  de  su  merced,  sé  lo  que  debe 
tiacerse  con  los  amos  que  tienen  tantas  educaciones. 

—  Será  mas  tarde. 

— Como  su  merced  lo  determine,  porque  aquí  desde  las  bestias 
hasta  el  administrador  obedecemos  á  todos  los  señores  caballeros. 

— Está  bien. 

— Y  servimos  tanto  á  los  que  andan  en  la  América,  como  á  los 
realistas. 

— Y  hablando  de  otro  asunto,  no  sabe  el  tío  Blas  el  estado  de 
la  plaza  de  Chilpancingo? 

—  ¡Pues  no!  el  domingo  estuve  en  la  plaza,  los  aparejos  están 
caros,  y  lo  que  es  por  lo  tocante  á  las  semillas  hay  muchas,  los  amos 
las  guardan,  porque  dicen  que  se  espera  sitio. 

— ¿Y  hay  mucha  tropa? 

— Tocante  á  eso  no  le  podré  decir  á  su  merced,  porque  los  sol 
dados  no  asoman  ni  las  narices,  y  el  que  pregunta  sobre  algo  de  lo* 
tumultos  del  señor  Morelos,  lo  amarran  como    un    cohete,     y    no    se 
vuelve  á  saber  su  paradero  :  así  es  que  por  lo  que  respecta,  nada  sé  ni 
nada  pregunto. 

— Está  bien. 

— Con  permiso. 

El  tío  Blas  se  retiró  muy  satisfecho  de  su  conversación. 


24  JUAN  A.   MATEOS 


El  tío  Blas  era  un  antiguo  vaquero  de  la  Hacienda  de  Chichi- 
huaico  ;  había  pasado  su  vida  en  las  labores  del  campo,  y  á  esas 
fechas  ya  estaba  jubilado.  Era  un  viejecito  de  setenta  años,  pequeño 
y  encorvado,  sus  piernas  formaban  un  perfecto  paréntesis,  sus  manos 
eran  toscas  y  callosas,  jamás  les  había  tocado  el  jabón. 

El  tío  Blas  tenía  una  trenza  apelmazada,  el  peine  no  había  lle- 
gado á  sus  notii  uis ;  usaba  como  la  gente  del  campo,  calzón  de  cuero, 
bota  de  campana,  cotona,  manga  azul  con  dragona  negra  y  flecos,  som- 
brero de  palma,  y  zapatón  de  ala. 

El  tío  Blas  era  casado  en  terceras  nupcias  con  la  señora  Fer- 
mina, mujer  perspicaz  y  de  inteligencia;  habían  tenido  dos  hijos, 
un  varón  y  una  hembrita  preciosísima,  que  á  la  razón  contaba  diez  y 
seis  Abriles  y  treinta  y  dos  enamorados. 

El  mancebo  se  llamaba  Jacinto,  era  todo  un  buen  mozo,  su 
frente  ancha,  su  nariz  correcta,  boca  pequeña  con  una  dentadura 
blanca  y  terriblemente  fuerte,  cortaba  un  mecate  á  la  primera  den- 
tellada ;  su  cuerpo  era  robusto,  y  toda  su  contestura  revelaba  fuerza 
y  vigor.  Jacinto  tenía  una  mirada  particular,  jamás  la  dirigía  direc- 
tamente al  objeto  que  trataba  de  examinar,  sus  visuales  eran  oblicuos, 
veía  de  lado  como  dice  el  vulgo  (el  vulgo  somos  nosostros.) 

Los  ojos  son  el  espojo  del  alma:  sentado  este  principio,  Jacinto 
tenía  el  alma  atravesada. 

Luz  era  una  morena  de  ojos  negros  como  lo,  noche,  bañados  da 
una  expresión  tiernísima  de  sentimiento,  y  formaba  el  todo  de  aquel 
rostro  hechicero :  la  nariz  recta  y  un  tanto  pequeña,  los  labios  de 
granate  y  un  ciítis  arrosado  como  la  hoja  de  una  rosa  de  Castilla.  La 
garganta  torneada,  y  unos  hombros  que  se  escapaban  de  la  camisa 
blanca  como  la  nieve,  eran  dignos  del  estudio  de  un  escultor,  la  mano 
pequeñita  y  pálida  en  su  revés,  como  las  azucenas,  con  remates  de 
los  dedos  teñidos  de  un  suave  carmín,  ol  pié  tan  pequeño  como  el 
de  eaas  ninfas  que  nos  dibuja  Cordero  meciéndose  en  las  amahacas  á 
la  sombra  de  las  frondosas  y  tendidas  hojas  del  plátano. 

Luz  tenía  un  cuerpo  pequeño  y  una  cintura  de  abeja,  que  se 
ocultaba  bajo  la  mata  de  cabellos  negros,  que  caía  en  rizos  cuando 
la  joven  venía  de  empaliarla  on  el  río  cristalino  que  atraviesa  en  ondas 
de  plata  por  la  Hacienda  de  Chichihualco. 

El  tío  Blas  idolatraba  á  su  hija,  y  arrimaba  unas  tranquizas  de 
lo  lindo  á  Jacinto,  que  despuntaba  en  calavera. 

La  tía  Fermina  adoraba  á  su  hijo  y  reñía  do  continuo  á  Luz, 
llamándola  la  remilgada,  porque  su  cutis  delicado  se  estropeaba  al 
hacer  las  labores  y  faenas  de  la  casa  :  de  esta  contradicción  resultaba 
una  reyerta  matrimonial  que  acababa  en  tragedia  :  el  tío  Blas  daba 
un  muletazo  á  su  esposa,  esta  naturalmente  enviaba  sobro  la  respe- 
table persona  de  su  cónyuge,  un  jarro  ó  el  primer  objeto  que  tenía 
á  mano,  y  continuaba  el  tiroteo  hasta  que  Luz  y  Jacinto  mediaban, 
el  uno  con  sus  brazos  y  la  otra  con  sus  lágrimas.  El  mal  humor  du- 
raba hasta  que  llegaba  la  hora  de  hacer  la  colación  de  la  noche, 
porque  el  tío  Blas  no  podía  pasársela  sin  contar  cuentecillos  y  hablar 
de  sus  mocedades  y  de  la  manera  y  modo  como  conoció,  enamoró  y 
trató  á  sus  dos  difuntas  esposas  y  á  la  tía  Fermina  que  era  la  tercera. 


LOS   INSURGENTES  25 


Acababa  la  conversación  con  alguna  moraleja,  y  por  aconsejar  á  su 
bija  Luz  que  no  se  casase  nunca,  que  en  él  podía  ver  tres  tomos 
sobre  el  matrimonio. 

La  tía  Fermina  daba  entonces  un  gruñido  y  el  tío  Blas  las  buenas 
noches:  así  pasaba  la  existencia  aquella  honrada  familia,  hasta  que 
la  calma  fué  interrumpida  por  los  sucesos  que  forman  las  páginas  de 
este  libro. 

n. 

Decíamos  que  el  tío  Blas  se  entró  en  la  cocina  después  de  dejar 
al  recien  venido  en  las  habitaciones  mas  apartadas  de  la  hacienda. 

La  cocina  presentaba  el  aspecto  mas  delicioso:  en  el  ancho  bra- 
cero había  doce  hornillas  encendidas,  conteniendo  cada  una  de  ellas 
una  cazuela  monstruo  que  despedía  nubes,  no  de  mirra  dí  de  incienso 
sino  de  un  aroma  capaz  de  despertar  el  apetito  de  un  difunto.  Entre 
la  multitud  de  olores  llevaba  la  primacía  el  del  mole  de  Guajolote, 
platillo  nacional  que  desaparece  de  las  mesas  oficiales,  proscrito  como 
un  conquistado,  y  que  nosotros  preferimos  á  las  lonjas  crudas  ó 
semi-asadas  de  la  cocina  inglesa,  y  á  las  ratas  en  miel  que  se  sirven 
con  tanta  pompa  en  el  celeste  imperio. 

Gran  mortandad  de  pichones  se  había  verificado  en  el  corral  y 
á  la  vista  délas  palomas;  aquello  sí  había  estado  sangriento;  los 
marranos  aborrecidos  de  Mahorua  habían  sucumbido,  y  dos  terneras 
yacían'  debajo  de  la  tierra  con  una  pira  encendida  sobre  la  losa.  Los 
peritos  afirmaban  que  á  las  dos  horas  la  barbacoa  estaría  en  su  punto  ; 
los  muchachos  milperos  esperaban  en  torno  de  la  hoguera  el  momento 
de  la  exhumación.  Todo  era  algazara  y  ruido,  las  conversaciones  se 
atravesaban,  cada  cual  hablaba  lo  que  le  parecía,  y  la  cocina  era  una 
cámara  de  diputados  ó  una  Babilonia,  que  es  lo  mismo. 

—  ¡Muchachas!  gritaba  la  tía  Fermina,  esos  pollos  no  se  cocerán 
en  todo  el  día,  y  á  las  cuatro  se  ha  de  servir  la  mesa. 

A  esa  voz,  las  inditas  pelaban  á  todo  pelar,  y  destrozaban  ga- 
llinas como  si  fueran  doctores  en  visita  de  hospitales. 

— Tú  todo  lo  echas  á  perder  con  tus  prisas,  mujer,  gritó  el  tío 
Blas  desde  la  puerta. 

—  ¡Los  calzones  están  mal  en  la  cocina,  fuera  los  hombres! 

— Yo  no  soy  hombre,  soy  tu  marido,  y  aunque  me  esté  mal  en 
decirlo,  salva  sea  la  parte,  no  hagas  que  te  lo  recuerde  con  expre- 
siones más  comprometidas. 

—Y  yo  que  me  asusto  tanto,  dijo  la  tía  Fermina. 

— ¿Señor  padre,  interrumpió  Jacinto  que  era  un  bellaco  de  cuenta, 
no  se  le  sirve  nada  al  caballero  que  acaba  de  llegar? 

— Tienes  razón;  pero  no,  es  necesario  que  todos  ignoren  que  el 
señor  Galeana  está  en  la  hacienda. 

— ¿El  señor  Galeana?  preguntó  con  extrañeza  el  mancebo,  pues 
no  estaba  con  el  cura  Morelos? 

—  Sí;  y  eso  qué  nos  importa,  los  amos  lo  aprecian,  y  como  yo 
soy  de  pecho  me  han  confiado  el  secreto,  porque  ya  te  tengo  dicho 
que  al  buey  por  el  cuerno  y  al  hombre  por  la  palabra. 


26  JUAN  A.  MATEOS 


—Pero,  señor  padre,  ese  señor  vendrá  cansado. 

— Bien,  llévale  una  botella  de  mcscal  y  unos  bizcochos. 

Jacinto  se  fué  en  derechura  á  Ja  despensa,  tomó  la  botella,  y  l 
dirigió  al  aposento  donde  el  joven  Hermenegildo  Galeana  aguarda!: 
con  impaciencia. 

—  ¡Qué  diablo  pasa!  preguntó  el  impaciente  joven  viendo  entra 
á  Jacinto. 

—El  amo  don  Nicolás  habla  en  esto  momento  con  su  suegro  < 
señor  Guevara  y  lo  tiene  muy  entretenido,  contándole  sobre  la  orde 
que  va  á  dar  á  sus  tropas. 

—Bribón,  ya  nos  las  pagarán  todas  juntas ;  no  se  pasan  tr« 
días  sin  que  haga  el  general  un  escarmiento. 

— ¿Está  muy  cerca  el  señor  cura? 

— En  la  hacienda  de  la  Brea. 

— Como  quien  dice  del  pie  á  la  mano. 

— Precisamente. 

— Y  dice  su  merced  que  ya  está  en  camino. 

— ¿Estás  muy  interesado1? 

— Yo  lo  digo  en  reserva,  hace  tiempo  que  deseo  ir  con  los  in 
surgentes,  y  sólo  por  no  darle  una  pesadumbre  al  señor  mi  padre 
sigo  á  revienta  sinchas  en  la  casa. 

— Ya  te  darás  gusto ;  porque  dentro  de  poco  tendrás  que  se 
gu  irnos. 

■  — Yo  sé  que  seré  buen  soldado. 

— Tienes  buena  facha ;  vaya  esta  copa  por  el  nuevo  soldado. 

— Gracias,  señor  amo. 

—Lárgate,  y  dile  á  Nicolás  que  estoy  desesperado. 

— Con  permiso  de  su  merced  me  retiro. 

— Con  Dios,  amigo  mío,  y  no  olvides   que    eres    todo   un    insu 
gente. 

— Y  mucho  que  sí,  dijo    Jacinto    dando    una   mirada    terrible 
Galeana,  que  este  no  pudo  percibir  bajo  el  ala  del  sombrero. 

Luego  que  Jacinto  salió  del  aposento,  se  fué  derechura  á  las  c* 
ballerizas,  ensilló  su  caballo,  y  á  todo  escape  se  dirijió  al  camino  qui 
hace  rumbo  á  la  ciudad  de  Chilpancingo. 


III. 

El  tío  Blas  continuaba  en  la  cocina,  fumando  un  cigarro    y    ha 
ciendo  observaciones  que  tenían  quemada  á  su  adorada  consorte. 

— Mira,  Fermina,  vas  á  romper  la  Jiiel  de  ese  animal,  y  todo  el 
guisote  se  va  á  echar  á  perder. 

— No  te  importa;  ni  te  metas  en  camisa  de  once  varas. 

— Mira,  Fermina,  que  ese  cerdo  está  más  crudo  que  cuando  estaba 
vivo. 

— No  le  hace. 

— Fermina,  que  te  se  van  á  arder  las  enaguas. 

— No  eres  tú  el  que  ha  de  sufrir  las  quemadas. 

— Mujer,  los  amos  no  dilatan  en  pedir  la  comida,  y  tú  estás  coi 
una  paciencia  de  santo. 


LOS   INSURGENTES  27 


— Es  la  que  necesito  para  tolerarte,  demonio  de  viejo,  gritó  Fer- 
mina fastidiada  con  las  majaderías  del  tío  Blas. 

— Parece  que  te  incomodas,  ¿eM  pues  mira  que  yo  soy  capaz  de... 

— ¿De  qué? 

— De  armar  una  de  Dios  es  Cristo. 

— Pues  ármala ;  y  te  advierto  que  los  valientes  hSGüTl  mal  de 
estar  en  la  cocina;  en  las  filas  de  los  herejes  insurgentes  tienen  su 
lugar. 

— Es  que  el  señor  cura  Morelos  es  tan  cristiano  como  tú   y   yo. 

— Calla  Blas;  esos  endemoniados  están  ya  entre  las  llamas. 

— Tú  me  quieres  matar  de  una  cólera. 

— Ya  había  sospechado  que  eras  insurgente. 

— Pues  bien ;  lo  soy,  gritó  el  tío  Blas  con  la  fuerza  de  sus  pul- 
ones. 

Un  rayo  que  hubiera  caido  en  la  cocina,  no  causara  un  espanto 
mas  grande  que  las  palabras  del  viejo  caporal. 

Las  indias  y  los  criados  dejaron  su  ocupación  y  se  volvieron 
asombrados  al  tío  Blas,  como  si  hubiera  dicho  una  blasfemia. 

— Lo  dicho,  gritó  el  anciano,  insurgente  y  muy  ii<r¡rrgente ;  yo 
soy  un  bárbaro,  pero  sé  que  el  señor  Morelos  es  un  hombre  de  bien 
y  que  quiere  la  independencia,  y  por  eso  no  sirvo  á  los  españoles 
6Íno  á  los  mexicanos. 

—  ¡Blas!  exclamó  Fermina,  tú  estás  excomulgado;  desde  hoy  nos 
divorciamos,  te  aborrezco  como  á  todos  los  diablos  :   ¡cruz!   ¡cruz! 

La  respuesta  del  tío  Blas  fué  un  soberano  trancazo,  que  á  no 
echarse  hacia  atrás  su  esposa,  le  divide  la  cabeza. 

La  respuesta  no  se  hizo  esperar;  Fermina  arrojó  sobre  su  esposo 
una  olla  llena  de  tripas  de  pollo,  que  vino  á  situarse  en  la  mitad  del 
rostro  del  caporal ;  entonces  comenzó  una  de  Centauros  y  Lapitas  que 
fué  gloria,  cazuelas,  cucharas,  trozos  de  tocino,  capones ;  todo  volaba 
y  caía  y  se  arremolinaba  en  aquel  campo  de  Agramante;  dividióse  en 
bandas  la  multitud  de  los  sirvientes,  y  la  batalla  se  generalizó  en  toda 
la  cocina,  como  diría  un  general. 

Al  ruido  acudieron  los  convidados,  y  merced  á  sus  gritos  pudo 
calmarse  aquella  barabúnda. 

— El  tío  Blas  y  la  tía  Fermina  ocupaban  el  centro  del  terreno  como 
dos  gladiadores,  y  se  veían  con  furor  y  se  amenazaban  con  los  ojos 
y  arrojaban  espuma  por  la  boca. 

Don  Nicolás  Bravo,  que  ese  día  estaba  en  la  plenitud  de  su 
buen  humor,  sacó  al  tío  Blas  de  la  cocina,  diciendo  á  la  tía  Fermina 
y  á  su  falange  : 

—  ¡Amazonas  de  Chicliiliualcol  habéis  triunfado,  coronaos  de  cebollas 
y  perejil,  y  dadnos  de  comer  para  que  la  victoria  no  sea  infructuosa. 

Aquella  proclama  restableció  la  alegría  é  hizo  olvidar  á  los  con- 
tusos y  maltratados  los  azares  de  la  batalla. 


28  JUAN  A.    MATEOS 


CAPITULO  III. 

Un  héroe  hace  ciento. 
I. 

El  capitán  Hermenegildo  Galeana  estaba  impaciente  esperando  á  • 
sil  amigo  Nicolás  Bravo,  que  ocupado  en  ver  á  su  novia  apenas  se^ 
acordaba  de  su  visita. 

— ¡Tú  estás  excomulgado,  hombre  de  Dios!  dijo  don  Nicolás  dando 
un  estrecho  abrazo  á  su  amigo. 

— He  venido  solamente  á  felicitarte.  Vamos,  que  estás  loco  con  I 
Margarita. 

— Hasta  hoy  do  tenía  idea  de  las  mujeres,  son  unos  ángeles, 
unos  serafines,   unos... 

— Hombre,  estás  entusiasmado  como  un  colegial ;  ya  se  vé,  hoy 
es  el  día  mas  feliz  de  la  vida,  entras  en  la  primera  faz  de  la  luna 
de  miel. 

— Te  aseguro  que  no  pasará  tan  pronto. 

— Ya  veremos. 

— Sunongo  que  vendrás  por  recursos  para  el  señor  Morelos. 

— Ni  más  ni  menos  :  necesitamos  movernos,  y  nos    falta  dinero. 

— Ya  sabes  que  todos  nuestros  bienes  están  á  disposición  de  la 
insurgencia. 

— Nicolás,  ha  de  llegar  el  día  de  la  recompensa. 

— ¿Qién  piensa  en  ella?  tú  sabes  que  amo  á  mi  patria,  que  en 
mi  familia  no  bay  un  solo  individuo  que  no  pertenezca  de  corazón  á 
Ja  causa  de  la  libertad. 

— ¡Si  tú  supieras  cuantos  sacrificios  hemos  hecho,  te  espantarías!... 
este  general  Morelos  no  tiene  rival. 

—  Estoy  siempre  curioso  por  saber  sus  acciones,  pero  con  los  de- 
talles mas  precisos  :     es  un  hombre  á  quien  verdaderamente    admiro. 

— Quiero  contarte  nada  más  que  el  principio  de  la  revolución. 

— Aquí  está  mi  padre  y  mis  tíos,  dijo  Niolás  viendo  entrar  á 
don  Leonardo  y  sus  tíos  don  Miguel  y  idon  Víctor. 

— Señores,  á  la  disposición  de  ustedes. 

— Caballero,  dijo  don  Leonardo,  mi  hijo  Nicolás  me  ha  hablado 
de  la  buena  amistad  que  ambos  se  profesan,  y  yo  iue  siento  satisfecho. 

— Gracias,  señor. 

— Dígame  usted  algo  del  señor  Morelos. 

— Ya  está  completamente  restablecido,  y  se  encuentra  á  dos  días 
de  Chilpancingo,  cuya  plaza  será  atacada  dentro  de  cuarenta  y  ocho 
horas. 

— Perfectamente,  la  plaza  caerá  en  su  poder  apesar  de  los  rea- 
listas. 

— Aquí,  dijo  Nicolás,  se  cuenta  todos  osl  días  que  ustedes  están 
derrotados  y  dispersos. 


IOS   INSURGENTES  29 


— Y  hasta  muertos,  dijo  Galeana,  eso  no  importa,  hasta  hoy  con 
muy  li jeras  excepciones,  y  eso  de  poca  importancia ;  la  victoria  ha 
acompañado  nuestras  armas,  dígalo  la  actitud  que  guarda  nuestro 
campo  del  Veladero;  que  es  el  fortín  de  la  costa  :  no  hemos  dejado 
por  esos  rumbos  ni  una  sola  partida  del  Gobierno,  todas  han  desapa- 
recido después  de  la  derrota. 

— Morelos  es  un  grande  hombre,  dijo  con  entusiasmo  don  Leo- 
nardo. 

— Sí,  muy  grande,  repetió  Galeana  ;  salir  de  su  curato  con  vein- 
ticinco hombres  desarmados  para  recorrer  la  costa,  hacerse  de  la  per 
quena  guarnición  de  Zacatilla,  y  con  aquel  cuerpo  miserable  de  sosl 
dados  emprender  su  marcha  por  esas  montañas,  como  los  marinero- 
de  una  nave  perdida  :  sí,  dijo  con  exaltación  el  joven  soldado,  atra- 
vesamos la  cordillera,  señores,  esa  sucesión  de  montañas  gigantesca- 
donde  podemos  decir  con  orgullo,  no  había  tocado  planta  humausl 
jporque  los  camines  que  recorren  los  proscritos  no  pueden  determa 
narse  en  las  cartas  geográficas ;  aquella  soledad,  aquella  espesuri- 
aquel  silencio  como  el  de  la  eternidad  nos  asustaba!...  no  sabíama- 
donde  estábamos,  ni  hacia  donde  íbamos...  repentinamente  la  cosor, 
llera  se  interrumpió  formando  una  solución  de  continuidad  con  asid 
otras  montañas  que  se  elevaban  como  hosamentas  de  gigantes  desgas, 
tadas  por  los  huracanes,  y  carcomidas  por  el  soplo  del  tiempo...  sobe- 
aquel  tajo  de  las  rocas,  venía  á  estrellarse  el  mar  desesperado  en 
empujes  sobrehumanos. 

Detúvose  allí  la  caravana  delante  de  la  muerte ;  porque  aquel 
paso  es  una  playa  del  otro  mundo. 

Al  lado  opuesto  está  la  roca  que  se  llama  el  Calvario  de  Peta- 
tlam,  y  á  su  falda  el  Cocoyular,  bosque  inmenso  de  palmeras  donde 
apenas  atraviesan  los  rayos  del  sol  abrasante  de  la  costa ;  bosque 
profuso  y  exhuberante,  cuya  apagada  sombra  sirve  de  abrigo  á  algunas 
cabanas  del  mezquino  caserío  de  la  pequeña  colonia  que  duerme  al 
son  de  las  olas  en  ese  eterno  mugido  del  Océano. 

Morelos  comprendió  el  peligro,  tendió  su  mirada  desdeñosa  y 
ceñuda  sobre  aquella  superficie  agitada  y  el  horizonte  oscuro,  esperó 
que  la  ola  que  chocaba  en  la  montaña,  retrocediese  al  Océano,  como 
Napoleón  sobre  el  mar  Eojo,  atravesó  sereno  hasta  llegar  al  pié  de  la 
montaña. 

La  tropa  lanzó  un  grito  de  entusiasmo,  y  se  lanzó  en  pos  del 
caudillo. 

¡La  ola  acudió  con  furia,  y  arrebató  á  los  últimos  soldados  que 
se  perdieron  en  las  cavernas  del  mar  y  los  abismos  de  la  noche! 

El  general  ascendió  a  las  montaña?  como  á  un  pedestal,  donde 
pudiera  contemplarlo  el  porvenir,  se  descubrió  la  frente,  cruzó  sus 
brazos  y  fijó  su  mirada  tenaz  en  aquella  estension  desconocida. 

Los  insurgentes  estaban  sentados  en  las  piedras  viendo  de  hiio 
en  hito  á  aquel  hombre  que  podía  representar  la  magestad  de  un  siglo. 

Parecía  que  el  genio  había  ascendido  á  las  montañas  para  con- 
versar con  Dios,  y  era  que  el  destino  determinaba  en  aquella  noche 
del  porvenir  de  ese  hombre,  haciendo  aspirar  en  su  alma  todo  el 
aliento  del  genio,  toda  la  inspiración  q-***  resplandecerá  en  su  espíritu 
hasta  en  la  hora  final  de  su  existencia. 


30  JUAN  A.  MATEOS 


Partió  de  allí  con  la  fe  de  su  misión,  levantó  un  ejército,  y  el 
aire  de  la  gloria  vino  á  mecer  sus  estandartes. 

Parecía  que  los  huracanes  que  azotan  las  arenas  abrasadas  de 
nuestras  costas  le  habían  prestado  su  aliento. 

El  sacerdote  se  había  trasformado  en  conquistador,  ya  no  era  la 
sangre  del  cordero  la  que  libaba  enmedio  de  los  cánticos  religiosos, 
y  la  atmósfera  enbalsamada  del  templo,  la  luz  de  los  blandones  ;  no, 
era  el  guerrero  que  tenía  por  antorcha  el  sol,  y  por  incienso  el  humo 
de  los  cañones,  por  templo  el  anfiteatro  de  los  combates )  y  que 
hollaba  con  las  herraduras  de  sus  corceles,  los  cuerpos  palpitantes 
aiin  de  sus  enemigos  esparcidos  en  la  arena  de  la  batalla. 

La  frente  de  Galeana  resplandecía,  la  voz  era  la  de  la  inspira- 
ción, y  su  entusiasmo  se  comunicaba  como  la  electricidad. 

—  ¡Cuan  hermoso  es  acompañar  á  un  héroe!  prosiguió  el  joven 
soldado,  al  lado  de  ese  hombre  todo  es  grande,  todo  es  heroico,  son 
nada  las  miserias  de  la  existencia,  todo  desaparece  y  se  anonada  ante 
su  grandeza...  es  un  honor  desenvainar  la  espada  para  combatir  á 
su  lado. 

— Sí,  gritó  Nicolás  Bravo,  yo  quiero  combatir  con  él,  unir  mi 
nombre  á  sus  victorias ;  ya  he  sofocado  por  largo  tiempo  esta  llama 
que  arde  en  mi  pecho,  y  que  acabaría  por  volver  cenizas  mi  corazón ; 
desde  hoy  juro  banderas  delante  de  mi  honor,  ya  soy  insurgente,  ya 
soy  soldado ;   ¡á  la  guerra!   ¡á  la  guerra! 

Galeana  y  Nicolás  Bravo  se  estrecharon  en  un  abrazo  patriótico 
y  fraternal. 

— Ya  soy  viejo,  dijo  don  Leonardo,  y  me  siento  avergonzado  de 
que  mi  hijo  me  haya  dado  esta  lección. 

— ¡Padre  mío! 

— Puede  aún  mi  brazo  sostener  la  espada,  juntos  caminaremos, 
juntos  pelearemos,  y  si  muero  quedas  tú,  tú  que  sabrás  honrar  mi 
memoria  y  conservar  mi  nombre. 

— Padre,  desde  hoy  somos  todos  de  la  patria. 

—  ¡Todos!  repitieron  los  cuatro  Bravos. 

— ¡Yo  venía  por  pan  para  mis  insurgentes,  y  me  llevo  cuatro 
héroes,  dijo  llorando  Galeana,  ustedes  serán  la  honra  del  ejército  y 
la  patria...  la  patria,  ella  sabrá  recompensarnos  en  el  día  espléndido 
de  la-  victoria! 

— Me  basta  ser  soldado  de  Morelos,  dijo  don  Leonardo. 

— Hoy,  dijo  Nicolás,  es  el  último  día  consagrado  á  la  familia  ; 
regocijémonos,  es  el  festín  de  despedida;  no  hay  que  recordar  el  pe- 
ligro ;  vamos,  nos  esperan  con  impaciencia,  mañana  será  otro  sol,  el 
sol  del  porvenir. 

Galeana  no  quiso  turbar  la  alegría  purísima  de  aquellas  horas 
revelando  la  terribile  hecatombe  de  Chihuahua. 

II. 

La  sala  de  la  hacienda  estaba  completamente  llena,  las  jóvenes 
lucían  sus  elegantes  trajes,  y  lo  mas  granado  de  la  población  de 
Chilpancingo  y  los  derredores,  se  encontraban  en  la  fiesta  nupcial 
envueltos  todos  en  un  perfume  de  esperanza  y  felicidad. 


LOS   INSURGENTES  31 


Los  amantes  hablando  de  próximos  enlaces,  los  viejos  recordando 
US  días  de  felicidad,  y  las  ancianas  refugiando  sus  ilusiones  en  el 
mor  acendrado  de  los  nietos. 

La  música  poblaba  el  viento  de  voces  alegres,  y  todo  respiraba 
ma  alegría  deliciosa. 

—  ¡A  la  mesa!  gritó  la  voz  estruendosa  de  Nicolás. 

Menos  rumor  y  gritería  se  levauta  en  un  buque  al  tirarse  el  ca- 
tonazo  de  leva,  que  el  que  se  alzó  de  aquella  multitud. 

Los  enamorados  dieron  el  brazo  á  sus  novias,  los  casados  mar- 
harón  con  quienes  pudieron  acomodarse,  y  las  viejas  llevando  de  la 
oano  á  los  chiquillos ;  precedía  la  caravana  el  novio ;  estaba  en  su 
lerecbo. 

— En  un  salón  próximo  estaba  dispuesta  la  mesa  con  lujo  y  un 
{nato  exquisito  :  entre  multitud  de  ramos  de  flores  estaban  las  bo- 
ellas  de  vino,  y  brillaba  el  cristal  y  la  porcelana  de  china  blanca, 
orno  los  manteles,  platones  de  dulces  y  cremas  con  hojitas  de  laurel, 
I  los  siriales  de  los  desposados,  y  multitud  de  platillos  encubiertos 
;uyo  olor  atraía  como  el  imán  á  los  convidados. 

Aquello  fué  un  verdadero  tumulto  que  debía  preceder  al  ataque 
le  las  viandas ;  los  criados  y  las  muchachas  de  la  Hacienda  atrave- 
aban  en  todas  direcciones  y  atropelláudose  por  servir    los   manjares. 

Ya  toda  la  concurrencia  estaba  en  sus  asientos  respectivos,  cuando 
1  tío  Blas  volvió  á  entrar  con  sus  pasos  tardíos  en  el  comedor. 

— ¿Con  permiso  de  la  concurrencia  respetable,  dijo  á  don  Nicolás, 
I  perdonando  la  grosería,  quiere  mi  amo  dispensarme    una    palabra  í 

— ¿Te  ha  vuelto  á  zumbar  tu  mujer? 

— No  es  eso,  salva  sea  la  grosería  de  contradecir  á  los  amos. 

— Di  en  voz  alta  lo  que   quieres. 

— Perdóneme  su  merced,  pero  son  cosas  para  calladas. 

— Pues  dímelas  en  el  oído. 

— Su  merced  no  lo  tome  á  mal,  pero  disimule  dos  palabras. 

— Ya  son  dos,  señores,  el  tío  Blas  no  se  contenta  con  una,  quiere 
los  palabras ;  no  es  estraño,  ha  querido  á  tres  mujeres,  y  en  esto  no 
m  muy  descaminado. 

Una  salva  de  aplausos  fué  la  contestación  al  discurso  del  novio, 
jue  recibió  por  su  cuenta  un  pellizco,  de  su  novia,  adelantado. 

— Su  merced  tiene  mucho  de  aquello,  dijo  el  tío  Blas,  con  que 
»e  hacen  los  sermones,  pero  vuelvo  á  insistir  en  que  salga  un  mo- 
llento al  patio. 

— Hoy  es  día  de  mercedes ;  con  tu  permiso,  querida  mía,  voy  á 
7er  qué  se  le  ofrece  al  tío  Blas. 

Levantóse  el  novio  y  siguió  al  viejo  caporal. 

— Ha  triunfado  el  tío  Blas,  ¡una  copa  por  el  tío  Blas!  gritó 
3ravo,  y  todos  aplaudieron  y  desalojaron  sus  vasos. 

IH. 

El  capitán  Piedra-Santa  se  había  quedado  en  una  hondonada 
{ue  hay  próxima  á  la  hacienda  de  Chichihualco,  esperando  con  una 
¡scolta  á  que  Galeana  le  diera  aviso  para  entrar  en  la  finca. 


32  JUAN  A.   MATEOS 


Dos  horas  se  pasaban  y  el  capitán  no  volvía,  lo  que  hizo  entrar 
en  cuidado  á  su  amigo,  porque  en  aquellos  tiempos  no  había  un  mo- 
mento seguro ;  las  denuncias  estaban  á  la  orden  del  día,  y  era  fácil 
que  Galeana  hubiese  caído  en  un  lazo. 

Piedra-Santa  envió  á  uno  de  los  insurgentes  á  la  hacienda  á  ver 
lo  que  pasaba ;  pero  el  soldado  que  so  encontró  con  la  fiesta,  asentó 
sus  reales  en  la  cocina,  donde  le  sirvieron  á  las  mil  maravillas,  y  se 
olvidó  de  su  misión  por  sacar  el  vientre  del  mal  año. 

Los  insurgentes  estaban  acostumbrados  al  peligro,  con  el  cual 
estaban  familiarizados  ;  así  es  que  Piedra-Santa  se  resolvió  á  ver  claro, 
como  el  decía  y  haciendo  montar  á  sus  ginetes  tomó  rumbo  á  la  ha- 
cienda de  los  Bravos. 

El  tío  Blas  se  había  trepado  á  una  eminencia  á  ver  si  descubría 
en  el  sendero  á  su  hijo  Jacinto,  que  sin  decirle  una  palabra  se  había 
marchado. 

El  tío  Blas  estaba  acostumbrado  á  que  el  mancebo  le  fuera  á 
besar  la  mano  antes  de  salir,  y  á  pedirle  la  licencia  correspondiente, 
así  es  que  estaba  en  estremo  alarmado ;  era  la  primera  vez  que  Ja- 
cinto tenía  tales  procederes  y  consumaba  un  acto  de  inobediencia. 

Apareció  Piedra-Santa  con  sus  soldados  en  la  cuesta,  y  el  tío 
Blas  se  dirigió  violentamente  á  dar  aviso  á,  su  amo. 

— Señor,  un  grupo  de  insurgentes  viene  para  la  casa. 

— Veamos,  respondió  Nicolás ;  y  salió  á  la  puerta  de  la  finca. 

Efectivamente,  el  capitán  adelantó  hasta  llegar  al  encuentro  de 
don  Nicolás. 

Piedra- Santa  era  amigos  de  los  Bravos. 

—  ¡Abajo  de  ese  caballo!  gritó  Bravo,  y  venga  un  abrazo. 

El  capitán  entregó  su  caballo  á  su  asistente  Vildo,  y  saludó  con 
grande  afecto  á  don  Nicolás. 

— ¿Vienes  desertado? 

— No,  vengo  buscando  á  un  desertor. 

— Pues  ese  reo  está  comiendo  como  un  desesperado  y  bebiendo 
como  un  rabioso. 

— Este  Galeana  no  tiene  remedio. 

— Es  todo  un  soldado. 

— Lo  cual  no  obsta  para  que  me  haya  dejado  teniendo  la   peña. 

— Vas  á  estar  compensado,  amigo  mío ;  te  diré  que  me  he  ca- 
sado hoy,  serás  el  primero  de  los  convidados. 

Piedra-Santa  sonrió  tristemente. 

— Feliz,  dijo,  quien  puede  aspirar  al  goce  de  una  familia. 

— Sí,  ya  entré  en  el  carril  y  soy  el  predicador  de  los  solteros  , 
le  aconsejo  á  todos  que  se  casen,  aunque  supongo  que  no  todas  las 
mujeres  se  han  de  parecer  á  Margarita. 

— Te  felicito,  amigo  mío,  yo  veo  la  dicha  de  los  demás  como  un 
náufrago  vé  las  playas  de  donde  lo  alejan  las  tempestades. 

— Entremos,  dijo  Bravo  j  y  luego  dirigiéndose  al  tío  Blas,  vamos, 
has  que  salgan  de  ese  escondrijo  las  muchachas,  estos  señores  insur- 
gentes no  roban  á  nadie,  son  amigos  míos. 

Los  dos  jóvenes  penetraron  en  el  comedor. 

—Señores,  les  presento  al  capitán  Alfonso  Piedra-Santa,  es  el 
muchacho  mas  guapo  del  ejército  del  señor  Morelos. 


—  Señores,  mi  padre  era  insurgente,  y  acaba  de  morir 
atravesado  por  las  balas  de  los  realistas;  aquí  está  su 
cadáver,  no  le  nieguen  una  sepultura  ..  ya  pueden  ma- 
tarme. 

Cap.  6°-II. 
El  libro  rojo. 


LOS   INSURGENTES-3. 


LOS   INSURGENTES  33 


Todas  las  miradas  se  fijaron  en  el  insurgente,  que  saludó  á  la 
concurrencia  con  una  gracia  esquisita,  como  no  lo  hubiera  hecho  el 
mas  refinado  cortesano. 

— Le  voy  á  colocar  en  un  sitio  tan  bueno,  que  me  va  á  dar  las 
gracias. 

Ninguno  de  los  concurrentes  estrañó  la  presencia  de  Galeana  y 
Piedra-Santa,  porque  era  sabida  la  opinión  de  los  Bravos,  aunque  nadie 
se  había  atrevido  á  denunciarlos. 

Don  Nicolás  dio  asiento  á  su  amigo  junto  al  de  Luz,  que  nunca 
había  estado  mas  hechicera. 

— Un  bnen  mozo  debe  sentarse  junto  á  una  hermosa. 

Luz  se  ruborizó,  y  el  capitán  le  tendió  la  mano  para  hacer  las 
amistades. 

Galeana  se  reía  del  plantón  qne  había  dado  á  Piedra-Santa  ;  pero 
este  no  se  ocupaba  sino  en  galantear  á  su  compañera. 

Luz,  aunque  era  hija  del  caporal,  los  señores  Bravo  la  habían 
adoptado  ;  era  una  adopción  de  cariño,  y  se  le  contaba  entre  las  se- 
ñoritas de  la  familia. 

El  tío  Blas  veía  con  ternura  á  su  hija  desde  el  corredor,  y  decía 
para  sus  adentros  :  ha  nacido  para  señora,  por  lo  que  toca  á  lo  que 
respecta  lo  es,  y  aunque  yo  soy  su  padre,  tengo  ribetes  de  bellaco  y 
de  bruto  ;  pero  mi  Luz  sí  que  es  lo  que  debiera  ser...  este  Jacinto  me- 
rece una  paliza,  se  la  daré  en  cuanto  lo  tenga  á  las  manos  y  buena, 
esa  sí  que  va  á  ser  fiesta. 

Las  botellas  se  desalojaban  y  caían  al  suelo  como  los  despojos 
Ele  la  mesa ;  la  alegría  se  tornaba  en  locura,  y  toda  la  multitud  estaba 
entregada  por  completo  al  goce  purísimo  de  la  gastronomía. 

La  música  se  dejó  oir  en  la  sala,  y  la  concurrencia  se  trasplantó 
al  lugar  del  baile,  donde  ya  repicaban  las  castañuelas. 

Piedra-Santa  bailó  con  Luz,  no  le  dijo  una  sola  palabra,  pero  el 
contacto  de  aquella  criatura  lo  tenía  íntimamente  impresionado. 

El  joven  apartaba  la  vista  de  aquel  rostro  hechicero,  se  sentía 
\  fundir  en  las  miradas  de  Luz,  y  el  suavísimo  olor  de  su  aliento  lo 
tenía  magnetizado  como  á  un  pájaro  el  álito  de  la  serpiente. 

Quería  huir  de  aquella  mujer,  pero  una  fuerza  irresistible  lo 
| contenía. 

Estaba  en  la  primera  lucha,  el  primer  combate  del  hombre  y  su 
destino. 

Era  estraño  que  el  joven  pretendiese  huir  de  un  fuego  donde  se 

¡queman  las  alas  del  corazón  :   ¡huir  de  una  mujer!...  esto  á  pocos  les 

ocurre  ;  algún  misterio  debía  encerrarse  en    aquella    existencia,  algún 

secreto  terrible  que  obligase  al  joven  á  alejarse  de  la  prenda    que  le 

marcaba  su  destino  en  aquellos  momentos. 

Luz  no  había  amado  nunca,  y  recibía  con  la  presencia  de  aquel 
hombre  el  primer  aviso  de  un  amor  soñado  en  los  primeros  respiros 
de  su  alma. 

La  excitación  de  aquella  fiesta,  la  presencia  de  la  felicidad  agena, 
las  armonías  de  la  música  confundidas  con  el  perfume  de  las  flores, 
todo  contribuía  á  llevarla  al  paraíso  de  los   sueños. 


Los  Insurgentes 


34  JUAN  A.  MATEOS 


¡Ojalá  que  viviesen  siempre  en  el  cuadro  de  la  vida    sin    desv 
necorse!  > 

¡Qué  hermosos  los  primeros  sueños  del  alma!...  cielo  purísimo 
de  rosa  con  celajes  de  oro  y  de  púrpura,  estrellas  siempre  resplande- 
cientes, cortinajes  de  luz  que  ee  estienden  en  los  lejanos  horizontes 
de  la  existencia,  ¿por  qué  desaparecéis  en  la  noche  de  la  tribulación 
y  de  las  vicisitudes? 

IV. 

La  noche  había  cerrado,  y  Jacinto  aun  no  parecía  :  el  tío  Blas 
estaba  inquieto,  abría  los  ojos  desmesuradamente  para  ver  entre  las 
tinieblas  si  se  dejaba  ver  por  el  camino;  el  ruido  del  viento  le  pa- 
recía traerle  los  pasos  del  caballo  :  nada,  todo  estaba  en  silencio,  solo 
dentro  de  la  hacienda  seguía  el  ruido  estruendoso  de  la  fiesta. 

— Algo  va  á  pasar,  dijo  el  viejo  caporal;  mi  corazón  nunca  me 
ha  engañado. 

Entróse  en  su  aposento,  cerró  por  dentro,  y  cuando  se  convenció 
de  que  estaba  enteramente  solo,  sacó  del  fondo  de  una  caja  una  bolsa 
con  papeles,  la  abrió,  tomó  una  esmeralda  que  puso  en  un  escapulario 
que  llevaba  al  cuello,  guardó  en  el  seno  la  bolsa  con  los  papeles,  y 
volvió  al  portón  de  la  hacienda. 

Pasó  las  horas  en  la  mayor  ansiedad,  hasta  que  el  crepúsculo  co- 
menzó lentamente  á  aparecer  en  las  primeras  líneas  del  horizonte  ;  la 
música  continuaba  en  la  fiebre  de  un  día  de  gozo  y  aturdimiento ; 
los  soldados  de  la  escolta  se  bañaban  en  el  río,  y  se  escuchaban  sus 
carcajadas  y  el  golpeo  del  agua. 

El  tío  Blas  estaba  como  una  estatua  de  piedra  en  el  portal. 

Oyóse  un  tropel  do  caballos,  y  a  pocos  momentos  ruido  de  armas 
y  un  disparo  de  mosquetes. 

— ¡Ya  lo  sabía!  dijo  el  tío  Blas  cayendo  atravesado  por  el  plomo. 


CAPITULO  IV. 

De  cómo  pueden  reunirse  en  un  mismo  punto 
cuatro  aves  de  mal  agüero. 

I. 

Jacinto  se  adelantó  por  el  sendero  escabroso  que  lleva  al  camino 
de  Chilpancingo,  cuando  se  detuvo  al  escuchar  el  ladrido  de  los  perros 
y  una  voz  robusta  que  los  sosegaba. 

— ¡Caifas!  Sultán!  sosegaos! 

— Alguien  llega,  dijo  otra  voz,  y  los  pasos  se  dirigieron  al  en- 
cuentro de  Jacinto. 

—¡Alto! 

Jacinto  se  bajó  del  caballo,  y  visiblemente  contrariado  avanzó 
hacia  el  capitán  Piedra-Santa,  que  estaba  en  espera  de   Galeana. 


LOS   INSURGENTES  35 


— ¿A  dónde  vas,  muchacho? 

— Voy  por  ganado,  señor  amo. 

— ¿De  dónde  vienes1? 

— De  la  hacienda  de  Chichihualco. 

— ¿Son  tus  amos  los  señores  Bravos? 

—  Precisamente. 

— ¿Y  qué  has  visto? 

— Mucho,  señor  amo ;  el  niño  don  Nicolás  se  ha  casado  y  te- 
nemos gran  fiesta,  por  más  señas  que  el  señor  Galeana  está  por  allá, 

— No  hay  novedad,  pensaba  el  capitán  ;  no  obstante,  su  inquietud 
no  se  calmaba. 

— ¿Me  puedo  retirar? 

— Sí,  respondió  el  capitán,  conteniendo  á  los  perros  que  no  ce- 
saban de  ladrar. 

Jacinto  desapareció  por  las  rocas ;  luego  que  se  encontró  sobre 
la  montaña  se  detuvo,  y  comenzó  á  contar  los  grupos  de  insurgentes 
que  formaban  la  escolta  de  Galeana. 

— Son  pocos,  decía ;  no  podrán  formalmente  resistir  á  los  rea- 
listas ;  la  cosa  es  hecha. 

El  hijo  del  tío  Blas  algo  aguardaba ;  porque  con  ligeros  inter- 
valos silbaba  de  una  manera  particular,  remedando  el  silbo  de  las 
culebras. 

De  repente  se  detuvo  en  una  hondonada  que  hacía  el  camino, 
examinó  el  sitio,  y  convencido  de  que  era  el  mismo  que  buscaba, 
dejó  al  caballo  pastando  en  los  matorrales,  y  tomó  asiento  sobre  una 
piedra. 

Jacinto  tenía  pintada  en  el  semblante  una  desesperación  horrible, 
su  mirada  se  había  hecho  más  torva  y  su  frente  amenazaba  como  la 
tempestad. 

Cruzóse  de  brazos,  inclinó  la  cabeza  sobre  el  pecho  y  pareció  en- 
trar en  meditación. 

Después  hablando  consigo  mismo,  y  sin  notar  que  alzaba  su  voz, 
comenzó  á  decir  claramente  : 

— No  soy  pobre,  y  sin  embargo,  no  soy  igual  á  esos  señores... 
ella  no  ha  reparado  en  nada...  bien  que  jamás  me  atreví  á  decirle 
una  sola  palabra...  ¡yo  la  amo  con  todo  mi  corazón!...  ¡que  ma- 
ñana tan  horrible!...  vestía  de  blanco,  y  su  corona  despedía  un  olor 
de  los  cielos...  sus  ojos  eran  de  fuego,  y  su  semblante  pálido  como 
el  de  la  luna!...  yo  me  atreví  á  verla  y  quedé  admirado. 

— ¿Jacinto,  estoy  hermosa? 

— Yo  no  supe  que  responderla )  porque  mi  corazón  se  oprimía 
como  si  pesase  sobre  mi  pecho  una  de  estas  piedras...  Me  alejé  llo- 
rando... sin  embargo,  me  atraía  algo  desconocido,  torné  á  su  pre- 
sencia, ya  estaba  el  altar  encendido  y  el  señor  cura  con  el  libro  en 
la  mano...  y  ella  al  lado  de  ese  hombre  aborrecido,  viéndole  con  una 
ternura  inmensa,  parecía  que  los  rayos  de  sus  ojos  penetraban  hasta 
el  fondo  de  su  pecho...  qué  daño  me  hace  este  recuerdo...  toda  aquella 
concurrencia  rodeaba  á  los  esposos...  yo  oía  la  voz  del  cura  como  en 
las  noches  de  la  costa  las  corrientes  lejanas  del  viento  ó  del  rumor 
del  mar...  nada  comprendía...  ¡estaban  casados!...  ¡unidos  para  siem 
ure!...   ¡para  siempre' 


36  JUAN  A.   MATEOS 


Jacinto  limpió  con  el  dorso  de  su  mano  una  lágrima  que  brotó 
como  una  chispa  de  fuego  de  sus  pupilas  abrasadas. 

—  ¡He  pensado  mucho,  contiuuó  el  mancebo,.,  mucho...  y  no  puedo 
soportar  así  la  vida...  siento  que  el  demonio  se  me  ha  entrado  en  el 
jorazón...  quiero  la  venganza! 

El  hijo  del  tío  Blas  acarició  el  puño  de  un  machete  suriano. 

Después  entró  en  un  silencio  mudo  y  terrible  ;  el  volcán  de  sus 
selos  hacía  su  erupción,  y  las  ideas  del  mancebo  todas  eran  de  sangre 
y  de  matanza. 

Jacinto  s«  había  apasionado  de  la  novia  de  Bravo,  su  condición 
lo  alejó  de  aquella  virtuosa  joven,  y  los  celos  en  una  alma  grosera  ó 
impetuosa  debían  provocar  terribles  resultados. 

Había  presenciado  el  casamiento,  asistido ,  á  aquella  solemnidad 
qu©  le  impuso  en  su  alma  el  infierno  de  la  desesperación. 

Amar  hasta  la  locura  á  una  mujer,  soñar  con  ella,  vivir  con  sus 
iesdenes,  alentar  con  su  misma  indiferencia,  aspirar  igualmente  á  su 
odio  que  á  su  amor,  solo  porque  cualquier  sentimiento  de  esos  pro- 
viene de  su  alma,  de  quien  se  ambiciona  un  rayo,  y  verse  despre- 
ciado, envilecido  ante  otro  ser  más  dichoso,  cuando  se  bubiera  dado 
por  aquella  mujer  la  existencia  entera,  la  sangre,  todo  el  porvenir, 
el  más  allá  de  la  tumba...   ¡horrible...  horrible  situación!... 

Jacinto  era  un  desgraciado,  y  la  desgracia  es  el  imán  del  cri- 
men j  pensó  en  la  venganza,  y  la  casualidad  tenía  á  sus  manos  el 
hilo  de  la  trama  fatal,  precisamente  en  los  momentos  sombríos  de  su 
rencor. 

Vio  llegar  á  Galeana,  á  quien  conocía,  y  desde  luego  se  decidió 
por  la  denuncia. 

Este  paso  era  el  primero  en  el  precipicio,  desde  aquel  momento 
tendría  que  afrontar  una  situación  desesperante,  seguir  las  banderas 
del  rey,  hacerse  enemigo  de  su  patria  y  de  su  familia ;  la  marca  de 
ingratitud  pesaría  sobre  su  frente,  y  sería  maldecido  de  sus  padres. 

Todo  lo  pensó...  sí,  todo;  pero  aquel  mar  que  se  le  venía  en- 
cima, desaparecía  al  recordar  su  amor  humillado...  ¿para  qué  quería 
la  existencia  sin  aquella  mujer?...  la  tranquilidad  lo  asustaba,  porque 
la  soledad  y  el  reposo  son  los  verdaderos  tormentos  del  alma  que  sufre. 

La  revolución  le  traería  el  olvido,  y  ese  viento  trae  la  sangre 
del  corazón. 

El  amor  del  mancebo  y  su  afán  babían  pasado  desapercibidos  ; 
nadie  había  sospechado  aquella  agitación  febril,  excepto  el  tío  Blas,  que 
desde  el  fondo  de  su  rudeza  vijilaba  á  su  hijo  de  una  manera  particular. 

El  viejo  cuando  se  encontraba  á  solas  con  su  hijo  le  decía  : 

— Jacinto,  el  matrimonio  no  se  hizo  para  tí ;  me  darás  un  gran 
disgusto  el  día  que  te  vea  enamorado ;  más  tarde  te  explicaré  mis 
ideas ;  tú  has  nacido  para  otras  cosas,  de  las  que  te  enteraré  á  su 
tiempo. 

Jacinto  parecía  obedecer  á  su  padre,  porque  no  se  le  conocía 
novia  alguna  en  la  comarca ;  las  muchachas  más  guapas  del  pueblo 
le  eran  indiferentes ;  nadie  sospechaba  lo  que  pasaba  en  el  alma  agi- 
tada del  infeliz  ioven. 

La  tempestad  se  había  preparado  y  le  llegaba  su  hora;  el  des- 
tino se  anuncia  como  el  huracán,  á  una  gran  dist  ancia. 


* 


LOS  ÜÍSURGENÍES  37 


II. 

Estaba  el  mancebo  hundido  en  la  pesada  sombra  de  su  infortunio, 
cuando  tres  ginetos  llegaron  al  pequeño  anfiteatro  que  formaban  las 
rocas  de  la  montaña. 

— Hola,  Jacinto,  dijo  un  hombre  alto,  rubio  y  de  barba  larga, 
que  tenía  el  acento  y  la  traza  de  un  estranjero. 

— Señor  David,  hace  dos  horas  largas  que  espero. 

— Este  señor  Gago  se  ha  detenido  en  cuantas  chozas  ha  encon- 
trado á  su  paso. 

— Ese  es  mi  único  defecto,  dijo  Pepe  Gago,  que  era  un  individuo 
oequeño  y  flaco  como  una  anguila,  pero  siempre  llego  á  tiempo. 

— El;  señor  Tabares,  continuó  David,  es  mas  serio  y  ofrece  más 
garantías. 

Sonrióse  Tabares,  que  era  un  hombre  como  de  cincuenta  años 
fornido  y  con  la  tez  morena  por  el  sol  reverberante  de  la  costa. 

— Puesto  que  estamos  reunidos,  y  sin  más  testigos  que  nuestra 
conciencia,  hablemos  de  nuestros  planes,  que  ya  es  tiempo  de  rea- 
lizarlos. 

— Hablemos,  dijo  Jacinto. 

— Somos  víctimas  de  la  ingratitud  de  Morolos,  dijo  Tabares ;  yo 
le  dispuse  el  campo  de  Tres-Palos  para  que  derrotase  á  Páris,  alcan- 
zando con  esa  victoria  gran  fama  en  toda  la  costa ;  ¡sí  señores,  ese 
día  se  hizo  del  armamento  que  llevan  sus  soldados,  y  pensar  que  ese 
hombre  me  ha  desairado  llevando  su  ingratitud  hasta  el  grado  de  des- 
conocerme! 

— Tienes  razón,  dijo  David,  yo  me  escapé  del  castillo  de  Aca- 
pulco  en  los  momentos  en  que  lo  sitiaba ;  fui  el  mejor  de  sus  oficia- 
les, y  como  á  Tabares  hoy  me  posterga. 

— ¿Pero  qué  ha  motivado  ese  cambio?  preguntó  Jacinto. 

— Has  de  saber,  dijo  Tabares,  que  Morelos  nos  envió  á  los  Es- 
tados-Unidos como  agentes  para  oí  reconocimiento  de  la  independen- 
cia j  el  general  Rayón  nos  detuvo  en  su  ejército,  le  hemos  servido  en 
todas  sus  empresas,  hasta  alcanzar  un  grado  regular,  que  juro  hemos 
ganado  en  el  campo  de  batalla. 

— Hemos  arriesgado  cien  veces  la  vida,  dijo  David,  bajo  las  ban- 
deras de  la  insurgen  cia. 

■  — Regresamos,  continuó  Tabares,  al  campamento  de  Morelos ; 
luego  que  nos  presentamos,  se  enciende  en  furia  por  esa  rivalidad 
que  tiene  con  el  general  Rayón,  y  no  solo  nos  ha  tratado  mal,  sino 
que  se  ha  permitido  arrojarnos  de  las  filas,  diciendo  que  no  reconoce 
más  grados  que  los  dados  por  él  en  los  combates. 

— Ya  verán,  dijo  Pepe  Gago,  si  yo  tuve  razón  para  jugarle  aquella 
pasada. 

— Hiciste  bien,  repondió  David,  si  todos  se  portaran  con  ese  va- 
lor y  audacia,  todo  estaría  arreglado. 

— Yo  ignoro,  dijo  Jacinto,  la  acción  á  que  se  refiere  Gago. 

— Estaba  el  general  Morelos  en  el  Veladero  disponiendo  el  ataque 
de  Acapulco,  cuando  nosotros,  que  defendíamos  el  fuerte,  éramos  un 
aúmero  muv  ©eeaso   para  rechazar  su  asalto    bien  combinado ;    así  es 


;8  JUAN  A.   MATEOB 


que  yo  envié  á  un  soldado  á  decir  á  Morelos,  que  cuando  viese  en 
uno  de  los  baluartes  asomar  un  farol,  se  dirigiese  sin  temor  sobre  el 
castillo,  que  yo  se  lo  entregaría.  Efectivamente,  amigos  míos,  á  las 
pocas  noches  y  á  la  hora  señalada,  coloqué  el  farolillo,  y  vimos  a- 
proxiinarse  una  gruesa  columna  con  todo  el  candor  del  que  juzga  en- 
contrar llano  el  camino...  ¡Dios  poderoso!  me  acuerdo  todavía,  los 
dejamos  aproximarse  hasta  tocar  los  muros  del  castillo...  entonces 
nna  descarga  de  artillería  y  fusilería  estalló  sobre  los  insurgentes,  ha- 
ciéndolos pedazos  y  dispersándolos  como  parvada  de  tordos  al  golpe 
de  la  munición  :  ¡qué  día!  es  decir,  ¡que  noche!...  todos  me  abraza- 
ban, me  subían  en  peso,  me  victoreaban ;  vamos,  yo  fui  el  héroe  de 
la  jornada. 

— Ya  puedes  meterte  bajo  siete  estadios  de  tierra ;  porque  de 
caer  en  manos  del  general  Morelos,  no  te  da  un  minuto  de  vida. 

Pepe  Gago  hizo  un  movimiento  de  desden,  pero  su  faz  se  puso 
intensamente  pálida. 

— Si  hubiéramos  sospechado  lo  que  nos  ha  acontecido,  dijo  Da- 
vid, no  nos  ponemos  á  las  órdenes  de  ese  hombre ;  Jacinto,  tú  no  lo 
conoces;  es  necesario  decidirse  á  morir  para  acompañarle  ;  ama  los  pe- 
ligros con  idolatría,  juega  con  la  muerte  como  Dios  con  los  rayos,  su 
valor  es  temerario,  y  su  arrojo  no  conoce  límites. 

■ — Algo  había  de  tener  Morelos  para  ser  tan  temido  de  sus  ene- 
migos, dijo  Tabares. 

— Es  que  nosotros  no  le  tememos,  se  apresuró  á  contestar  David. 

■ — Pues  organicemos  nuestro  plan. 

—Es  muy  sencillo,  amigos  míos,  dijo  Tabares;  es  necesario  apo- 
derarnos de  Morelos,  sorprender  su  campo  del  Veladero ;  allá  tengo 
un  buen  amigo  llamado  Mayo,  que  es  uno  de  los  oficiales  de  más 
fama  en  el  ejército  insurgente ;  él  se  encargará  de  poner  á  Avila,  que 
hoy  representa  á  Morelos,  en  una  situación  bien  distinta  de  la  que 
hoy  guarda ;  ya  le  tengo  hablado,  le  he  ofrecido  una  gran  cantidad, 
y  espero  de  un  día  á  otro  ver  realizada  en  esa  parte  nuestra  com- 
binación. 

— Yo  marcharé,  agregó  David,  y  pondré  en  movimiento  los  pue- 
blos de  la  costa,  promoviendo  una  reacción  realista. 

— Y  yo  estaré  en  Chilapa,  dijo  Pepe  Gago,  donde  está  el  centro 
de  mis  relaciones ;  me  encargo  de  defender  la  plaza  y  traer  en  con- 
tinua guerra  á  los  pueblos  del  derredor,  persiguiendo  insurgentes ;  la 
influencia  mía  y  la  de  los  españoles  es  suficiente  para  tener  á  raya  á 
Morelos,  que  ya  está  insolente  por  demás,  merced  á  la  fortuna  que 
sigue  sus  banderas. 

— Yo,  dijo  Jacinto,  prestaré  un  gran  servicio  á  la  causa  del  rey. 

— Habla,  exclamaron  á  un  tiempo  David,  Gago  y  Tabares. 

—Anoche  se  han  acercado  á  la  hacienda  los  insurgentes. 

■ — Luego  están  muy  cerca,  dijo  Gago  terriblemente  inquieto. 

— Se  puede  decir,  continuó  Jacinto,  que  estamos  á  una  legua 
de  ellos. 

— Corremos  un  gran  riesgo,  amigos  míos,  vamonos  :  son  capaces 
de  colgarnos  como  racimos. 

— Cálmate,  Pepe,  ellos  no  se  arriesgarán  á  venir  por  este  ca- 
mino. 


LOS   INSURGENTES  39 


—¿Y  bien? 

— Don  Hermenegildo  Galeana  está  con  los  señores  Bravos. 

—  ¡Galeana!  exclamó  Gago,  vamonos,  ese  hombre  nos  sorprende 
y  nos  descuartiza,  créanlo  ustedes,  es  una  especie  de  fiera ;  Dios  mío, 
estamos  corriendo  un  riesgo  espantoso. 

— Este  Gago  es  original,  ese  señor  Galeana  estará  enfiestado  en 
el  casamiento  de  don  Nicolás. 

A  ese  recuerdo  tornó  á  anublarse  la  frente  del  joven. 

— Continúa,  Jacinto,  reflexiona  que  los  insurgentes  son  el  de- 
monio. 

— Cuando  me  be  cerciorado  de  que  ese  oficial  del  ejército  de  Mo- 
relos  estaba  seguro  en  la  hacienda,  he  determinado  denunciarle  lo 
mismo  que  á  los  señores  Bravos,  que  hace  tiempo  se  han  declarado 
por  los  insurgentes. 

— Podemos  hacer  buena  presa. 

— El  general  Morolos  está  en  la  hacienda  de  la  Brea  ;  si  podemos 
hacernos  de  Galeana,  sería  fácil  sorprender  el  campo  insurgente,  que 
tiene  muy  pocos  soldados,  todos  han  quedado  en  el  Veladero. 

— Bien  pensado,  y  manos  á  la  obra,  dijo  Gago. 

— Nosotros  marchamos  á  la  costa,  mientras  Mayo  se  hace  de  las 
fuerzas  de  Avila. 

— Y  yo  á  Chilapa  á  prevenir  una  sorpresa. 

David,  que  había  permanecido  en  silencio,  detuvo  á  sus  compa- 
ñeros, y  dijo  con  acento  de  Satanás  : 

— Vosotros  no  sabéis  nada  en  materia  de  revolución,  vuestro  plan 
es  parte  de  la  gran  combinación  que  necesitamos  realizar. 

— ¿Qué  piensas,  David?  preguntó  Gago. 

—Levantar  la  guerra  de  castas,  asesinar  á  todos  los  blancos,  de- 
gollar á  Morolos  como  el  jefe  de  la  insurrección,  lanzarnos  sobre  las 
ciudades,  apoderarnos  de  sus  tesoros,  repartir  las  tierras,  y  en  una 
palabra,  hacernos  dueños  del  país. 

David  era  americano,  tenía  ese  espíritu  aventurero,  no  lo  ligaban 
á  México  vínculo  alguno ;  enemigo  por  raza  y  por  historia,  le  era 
indiferente  la  existencia  de  esa  generación,  sobre  la  que  caía  como 
un  buitre. 

Sus  compañeros  de  complot  se  escandaUzaron,  pero  se  cuidaron 
de  decir  una  palabra ;  los  cómplices  se  recelan  mutuamente. 

— Estamos  arreglados,  dijo  Gago  ;  por  ahora  demos  el  golpe  de 
gracia  á  los  Bravos,  y  más  tarde  realizaremos  todas  nuestras  espe- 
ranzas. 

Los  cuatro  conspiradores  hicieron  su  juramento  de  costumbre,  y 
partieron  para  sus  destinos. 


40  «TOAN  A.  MATEOS 


CAPITULO  V. 

Del  zafarrancho  de  moros  que  hubo  en  la  hacienda 
de  Chichihualco. 


I. 

El  año  de  gracia  de  mil  ochocientos  once,  Chilpancingo  era,  como 
hoy,  una  población  metida  en  una  gruta  de  flores  y  enredaderas. 

Parece  una  ciudad  morisca  por  lo  misterioso  de  sus  edificios,  sus 
jardines  y  sus  innumerables  fuentes. 

Todo  es  fragancia  y  sombra,  nidos  de  rosas  y  mujeres  encan- 
tadoras. 

En  cada  ventana  hay  un  ramillete  de  flores  y  una  hada  de  ojos 
jentellantes  y  seno  de  mármol. 

A  sus  pies  se  estienden  en  olas  de  oro  las  aguas  mansas  y  cris- 
talinas del  Huacapam. 

La  población  está  circundada  de  montañas  y  cubierta  por  la  bó- 
veda de  zafiro,  que  la  encierra  como  en  un  gigante  fanal,  donde  acu- 
den las  estrellas  como  lluvia  de  brillantes  que  cae  en  lucientes  me- 
teoros sobre  sus  campos. 

Chilpancingo  es  el  Oasis  de  la  montaña ;  todo  es  inesperado,  uno 
de  esos  cuadros  felices  de  imaginación  que  se  reflejan,  durante  el 
sueño,  en  el  alma  de  los  peregrinos. 

¡Paz,  silencio,  sombra,  ilusiones,  bienaventuranza,-  los  elementos 
de  la   meditación  y  el  recojimiento! 

La  s  montañas  están  cubiertas  de  pinos,  que  forman  un  muzgo 
uniforme  y  sombrío  sobre  aquellas  gigantescas  rocas,  que  amenazan 
desplomarse  y  sepultar  á  la  población  como  las  lavas  del  Vesubio  á 
Pompeya  y  Herculano. 

Se  oye  el  canto  de  las  aves  que  atraviesan  por  el  valle  en  busca 
de  horizontes,  y  los  gritos  de  los  pastores  que  espantan  á  las  reses  ó 
recojen  sus  ovejas,  porque  se  han  visto  las  pisadas  del  lobo  en  las 
veredas  de  la  montaña. 

Algunos  viajeros  atraviesan  las  sendas  en  dirección  á  Tixtlaj  y 
grupos  de  rancheros  sobre  el  camino  que  conduce  á  la  hacienda  de 
Chichihualco. 

Nada  turba  el  quietismo  de  aquellos  bosques ;  el  día  y  la  noche 
son  igualmente  tranquilos  jv  reposados. 

Aquel  suelo  encantado  debía  perder  la  calma  primitiva  del  pa- 
triarcado, para  tornarse  en  un  monumento  histhórico. 

No  se  verificaría  impunemente  esta  metamorfosis. 

La  sangre  salpicaría  aquellas  piedras,  humedecería  I03  campos  y 
entraría  en  el  catálogo  de  las  ciudades  im mortales  con  la  «orona  del 
martirio. 


LOS   INSURGENTES  41 


II. 

El  Gobierno  colonial  guardaba  á  Chilpancingo  como  un  baluarte 
avanzado,  para  detener  el  avance  de  los  insurgentes  que  comenzaban 
á  aparecer  por  las  cordilleras  en  son  de  guerra. 

Las  autoridades  vigilaban  como  unos  Argos,  y  el  comandante 
militar  recorría  como  un  lobo  los  alrededores. 

El  comandante  Garrote  era  el  procónsul  de  Chilpancingo,  y  no 
será  malo  que  lo  conozcan  nuestros  lectores. 

Garrote  era  alto,  muy  alto,  parecía  uno  de  esos  morillos  en  que 
se  colocan  los  espanta-pájaros,  y  tan  delgado  que  podía  tomar  cuarteles 
en  la  vaina  de  su  espadín  de  revista. 

Una  nariz  larga,  con  un  caballete  capaz  de  sostener  la  montura  ; 
unos  ojos  como  ojales  de  camisa ;  una  frente  deprimida  y  obtusa ; 
una  cabeza  con  la  figura  de  los  cocos,  y  tan  vacía  de  sesos  como 
ellos )  unos  carrillos  secos  y  amojamados,  cubiertos  con  el  bigote  ca- 
noso y  recio  como  las  púas  del  puerco  espin,  y  que  se  enroscaban 
hasta  llegar  á  las  dos  grandes  orejas  que  cualquiera  hubiese  tomado 
por  paños  de  sol ;  una  boca  desmesurada  con  los  dientes  en  dispersión  ; 
un  cuello  como  el  de  los  buitres,  al  que  llevaba  un  inmenso  corbatín 
con  aros  de  fierro ;  los  brazos  largos  como  aspas  de  molino,  y  las 
piernas  arqueadas  por  la  costumbre  de  montar  á  caballo,  y  sus  pies 
capaces  de  sostener  la  torre  de  San  Pablo. 

Vestía  una  piqueta  azul,  estrecha,  que  parecía  que  después  de 
calzada  le  habían  atornillado  las  manos  gigantes  de  Garrote. 

Un  pantalón  azul  con  franjas  amarillas,  unos  acicates  de  plata, 
y  un  gorro  i  nmeuso  á  veinteñal  pies  sobre  el  nivel  del  mar. 

Ese  individuo  era  el  comandante  Garrote,  que  vigilaba  como  los 
gigantes  de  los  cuentos,  al  pueblo  de  Chilpancingo. 

El  militar  tenía  un  lenguaje  propio,  ó  decía  barbarismos  ó  des- 
vergüenzas, ó  lo  que  es  lo  mismo,  barbaridades  desvergonzadas. 

Garrote  era  un  bruto,  lo  cual  es  magnífico  para  la  consigna ;  era 
un  hombre  de  cartucheras  al  canon. 

Garrote,  apesar  de  todo,  era  un  cobarde  de  primo  cartelo:  cuando 
entraba  en  batalla  se  fingía  malo  del  estómago  ;  sacaba  de  su  mochila 
la  magnesia  y  cuidaba  de  pintorrearse  el  rostro  más  bien  que  de 
tomar  la  medicina,  y  todo  para  que  no  le  notasen  el  miedo  en  el 
semblante. 

Como  en  aquellos  felices  tiempos  no  había  guerras,  Garrote  debía 
sus  ascensos  á  las  remesas  que  hacia  á  la  corte  de  loa  mejores  pro- 
ductos de  la  naturaleza  en  la  fecunda  zona  de  la  tierra  caliente. 

Al  estallar  la  revolución  de  810,  se  pensó  desde  luego  en  Garrote, 
lo  cual  le  supo  malísimamente,  porque  presentía,  como  Hércules  III, 
que  le  iba  á  suceder  algo. 

Levantó  cuanta  gente  pudo  en  el  pueblo  y  la  comarca,  se  armó 
hasta  los  dientes,  puso  vigías,  vigilantes  y  celadores  en  todas  las 
encrucijadas,  estableció  correos  y  persiguió  por  sospechosos  hasta  las 
viejas  de  Chilpancingo,  que  rogaban  á  Dios  lo  espavilasen  en  la  pri- 
mera batalla. 

Garrote  estaba  profundamente  alarmado  desde  que  Morelos  espe- 


42  JUAN  A.  MATEOS 


dicionaba  por  las  costas  del  Sur ;  porque  su  corazón  le  avisaba  que 
bien  pronto  el  caudillo  se  descolgaría  en  el  valle,  y  entonces,  ¡ay!  de 
todos  los  realistas. 

Garrote  finjía  una  gran  serenidad,  y  eso  á  costa  de  un  esfuerzo 
terrible  de  su  espíritu  pusilánime ;  así  es  que  daba  espectáculos  muy 
acordes  con  sus  sentimientos  de  antropófago. 

Todos  los  días  se  formaba  el  cuadro  en  la  plaza  de  Chilpancingo, 
y  menudeaban  los  bancos  de  palos  que  era  una  gloria ;  Garrote  se 
paseaba  como  un  conquistador,  gozándose  con  aquel  espectáculo  repug- 
nante, con  el  cual  suelen  regalarnos  los  soldados  de  hoy  á  hurtadillas 
de  la  Constitución. 

No  había  un  solo  habitante  de  Chilpancingo  que  tuviese  amistad 
con  el  soldadon  ;  hombres  y  mujeres  lo  odiaban  á  porfía  y  le  ju 
gabán  bromas  constantemente.  Garrote  bramaba  como  un  toro  herido 
y  tiranizaba  al  pueblo  como  un  verdugo,  lo  cual  no  obstaba  para  que 
apareciesen  anónimos  en  las  puertas  de  su  casa,  anunciándole  que 
pronto  estaría  Morelos  sobre  el  pueblo  y  lo  ahorcaría  como  un  bellaco. 

III. 

La  tarde  del  6  de  Mayo  de  1811,  entraba  por  las  puertas  de 
Chilpancingo  un  ginete  á  todo  escape,  en  dirección  á  la  casa  del  co- 
mandante Garrote  que  acababa  de  acuartelar  á  sus  milicianos. 

El  hijo  del  tío  Blas  había  caminado  violentamente,  para  que  su 
plan  no  sufriese  algo  en  su  demora. 

Dejó  á  su  caballo  cubierto  de  sudor,  y  se  entró  de  rondón  á  la 
pieza  del  comandante. 

— ¿Quién  es  este  hombre? 

-Soy... 

— Silencio,  interrumpió  Garrote,  tú  no  debes  hablar  hasta  que  no 
se  te  pregunte. 

— Es  que  lo  que  tengo  que  decir  á  usted  es  muy... 

— He  dicho  con  veinte  mil  pares  de  demonios,  que  no   se  hable. 

— Entonces  callo. 

— Pues  yo  te  haré  hablar  mal  que  te  pese,  y  lo  juro  por  los  once 
mil  condenados. 

— Pero  si  usted  me  lo  prohibe. 

—  ¡Cuerno  de  Satanás,  á  mí  nadie  me  comprende! 

Jacinto  guardó  silencio  porque  con  aquel  estupido  no  había  medio 
de  entenderse. 

Garrote  comenzó  á  pasearse,  pensando  cual  sería  el  asunto  de  que 
le  iban  á  hablar,  pudiendo  salir  de  dudas  solo  con  preguntarlo. 

— ¿Muchacho,  que  sabes  del  cura  Morelos? 

— Señor,  ha  abandonado  su  campo  de  la  Sábana,  ha  dejado  al 
insurgente  Avila  bien  fortificado  en  el  Veladero,  y  ya  lo  tenemos  en 
la  Hacienda  de  la  Brea. 

Garrote  dio  un  salto  como  un  maromero  en  el  trampolín. 

— ¿Por  Satanás,  que  está  á  dos  días  de  camino,  es  decir  ya  le 
tenemos  montado  en  nuestras  narices? 

—  Precisamente. 


LOS    INSURGENTES  43 


— ¿Y  de  dónde  sabes  til  todas  esas  cosas? 

— Es  el  asunto  precisamente  que  me  trae  á  Chilpancingo. 

— Pues  eres  un  soberbio  animal,  por  ahí  debías  haber  comenzado. 

— Lfeted  no  me  lo  permitió. 

— Habla  con  cincuenta  macho-cabríos,  y  ten  cuidado  en  no  mentir, 
porque  te  hago  colgar  del  pino  mas  alto  de  la  montaña. 

— Pues  señor  comandante,  dijo  Jacinto,  hace  algunas  horas  que 
el  señor  don  Hermenegildo  Galeana  ha  llegado  á  Chichihualco  á  con- 
ferenciar con  los  señores  Bravos. 

— ¡Alma  de  Lucifer,  y  te  lo  habías  callado! 

— No  es  eso  todo. 

— Mira,  aguarda  un  momento,  voy  á  mandar  poner  á  mi  gente 
sobre  las  armas  porque  Galeana  sería  capaz  de  venir  solo  á  sor- 
prenderme. 

— No  tema  usted,  señor  comandante. 

— ¿Cómo  es  eso  de  que  no  tema?  yo  nunca  he  temido,  la  pre- 
caución es  otra  cosa  bien  diferente. 

— El  señor  Galeana  trae  un  pequeño  número  de  costeños  que  le 
sirven  de  escolta. 

— Eso  algo  me  tranquiliza. 

—  Pues  bien ;  mis  amos  son  unos  insurgentes  ocultos  que  pro- 
tejen  á  los  revoltosos,  y  Galeana  viene  de  parte  del  señor  Morelos 
por  recursos  para  moverse. 

—Es  necesario  dar  un  golpe  á  los  Bravos ;  dime  ¿estarán  pre- 
venidos? 

—No  señor,  en  este  momento  se  ocupan  en  bailar ;  el  señor  don 
Nicolás  se  ha  casado  esta  mañana,  y  á  la  hora  de  esta  deben  estar 
en  lo  mejor  de  la  fiesta. 

— ¿Luego  te  parece  que  sería  fácil  atraparlos  á  todos? 

— Facilísimo,  yó  acompañaré  á  usted,  y  verá  como  todo  se 
«regla. 

—  Capturar  á  Galeana,  como  quien  dice,  al  brazo  derecho  de 
Morelos;  echarle  el  guante  á  los  cuatro  Bravos,  y  luego...  no  sería 
muy  aventurado  marchar  sobra  el  campamento  de  la  Brea,  no  por 
falta  de  valor,  que  ese  me  sobra ;  sino  por  falta  de  elementos,  no 
tengo  artillería  de  sitio  ni  otras  cosas  tan  esenciales  para  batir  la  Ha- 
cienda ;  contentémonos  por  ahora  con  reunir  á  cuantos  hombres  me 
sea  posible,  y  apoderarme  de  esos  pájaros  de  cuenta...  vamos,  que  me 
voy  á  hacer  de  una  fama  imperecedera...  ¿dices  tú  que  has  contado  á 
los  soldados  de  la  escolta? 

— Sí  señor,  son  unos  cuantos. 

— Fiado  en  tu  palabra  y  llevándote  á  vanguardia,  voy  á  emprender 
mis  operaciones;  saldremos  dentro  de  ocho  días  que  la  espedición  esté 
organizada. 

— Es  que  mañana  parte  el  señor  Galeana  para  la  Brea,  y  un  golpe 
violento  daría  el  resultado  que  usted  se  propone. 

— No  está  mal  pensado,  yo  me  colocaré  á  la  retaguardia  de  mis 
valientes  soldados,  para  animarlos  con  mi  presencia  y  no  permitir  que 
den  un  paso  atrás ;  y  el  negocio  es  hecho. 

Salióse  el  comandante,  y  como  era  un  picaro  de   cuenta,  se  pre- 


44  JUAN  A.  MATEOS 


vino  para  una  denuncia,  mandando  que  un  piquete  se  adelantase  al 
camino  para  impedir  el  tránsito,  no  fnesen  á  dar  parte  á  Galeana, 
porque  en  aquellos  tiempos  los  insurgentes  recibían  noticias  de  todas 
partes  con  una  exactitud  asombrosa. 

Reuniéronse    los    soldados    del    Fijo    de    México,  patriotas  de  los 

'  pueblos  comarcanos  y  lanceros  de  Veracruz,  formando  una  brigada 
para  ir  á  la  aprehensión  de  cinco  individuos,  los  cuatro  Bravos  y 
Hermenegildo  Galeana. 

■  Con  el  mayor  sigilo  salió  Garrote  de  Chilpancingo,    y  sin  perder 

eu  formación  apesar  de  lo  escabroso  del  terreno  y  la  velocidad  de 
la  marcha,  se  encontró  al  despuntar  el  día  frente  á  la  Hacienda  de 
Chichihualco. 

IV. 

Decíamos  que  el  tío  Blas  estaba  en  espera  de  su  hijo  cuando  per- 
cibió la  descubierta  de  la  columna. 

En  el  acto  comprendió  el  viejo  caporal  cuanto  pasaba ;  la  traición 
impía  de  su  hijo,  su  infame  denuncia,  y  su  objeto  al  consumar  aquella 
abominable  acción. 

Cerró  tras  sí  el  portón  sacando  fuerzas  de  flaqueza,  y  dio  el  alto 
á  la  guerrilla. 

La  respuesta  fué  un  disparo  tan  bien  dirigido,  que  el  viejo  cayó 
agonizante  empapando  la  tierra  con  su  sangre. 

Jacinto  venía  á  la  cabeza  de  la  tropa  y  no  pudo  evitar  aquel 
lance  ;  había  reconocido  la  voz  de  su  anciano  padre. 

Desesperado  se  lanzó  del  caballo,  tomó  en  brazos  al  tío  Blas,  lo 
colocó  sobre  su  silla,  y  sin  esperar  el  éxito  del  plan  que  en  mal  hora 
había  concebido,  se  marchó  desesperado  por  la  misma  senda,  en  di- 
rección al  pueblo  de  Chilpancingo. 

El  comandante  Garrote,  seguro  de  su  victoria,  mandó  a  su  se- 
gundo que  penetrase  en  la  hacienda  con  toda  la  fuerza,  y  aprehendiese 
á  cuantas  persouas  encontrase  en  la  finca. 

La  detonación  de  los  mosquetes  se  escuchó  perfectamente  en  la 
sala  de  baile ;  los  Bravos  y  Piedra-Santa  se  echaron  fuera,  recogiendo 
al  paso  sus  armas,  mientras  que  Galeana  se  adelantaba  llevado  de  su 
audacia  hacia  el  lugar  del  peligro. 

Armóse  la  gente  de  la  Hacienda,  y  los  soldados  surianos  que 
estaban  bañandosej  no  se  cuidaron  de  tomar  su  ropa,  atendieron  á 
apoderarse  de  sus  magníficos  machetes,  y  se  lanzaron  como  fieras  sobre 
el  enemigo. 

Dice  un  historiador,  que  parecían  demonios  en  los  momentos  de 
la  refriega.  Organizóse  una  defensa  violenta  :  eran  pocos  los  insurgentes, 
pero  aquel  valor  suplía  al  número  j  los  Bravos  estaban  en  el  primer 
lugar  ds  aquella  resistencia,  que  llevó  mas  tarde  su  nombre  á  las 
páginas  mas  gloriosas  de  nuestra  historia. 

Galeana  no  tenía  rival :  era  el  hombre  del  combate  salvaje,  de 
esa  lucha  personal  tan  arriesgada  y  comprometida,  el  bravo  soldado 
se  mezcló  con  el  enemigo  acuchillándole,  y  salvando  su  existencia  solo 
porque  Dios  aun  no  señalaba  su  hora  en  el  reloj  de  su  destino. 


LOS   INSURGENTES  45 


Piedra-Santa  era  todo  un  hombre  en  el  peligro  :  sereno  y  arrojado, 
no  cesaba  de  observar  los  movimientos  del  enemigo  para  aprovecharse 
de  los  lances  que  le  proporcionara  su  contrario. 

En  uno  de  los  encuentros  fué  herido  en  el  brazo  derecho,  en- 
tonces empuñó  su  espada  con  la  izquierda,  y  en  una  carga  ruda  con 
la  gente  bisoña  de  la  Hacienda,  hicieron  retroceder  al  enemigo,  que 
comenzó  á  desbandarse  por  la  montaña. 

Allá  á  lo  lejos  se  vio  claramente  al  comandante  Garrote  huir  des- 
pavorido azotando  sin  piedad  á  su  caballo. 

Su  tropa,  que  se  encontró  sin  jefes,  perdió  la  moral,  y  el  desor- 
den mas  grande  cundió  en  las  filas,  dando  lugar  á  la  derrota  mas 
completa  y  mas  vergonzosa. 

—  ¡Mi  caballo!  gritaba  Galeana  lleno  de  furor. 

Como  la  victoria  da  un  aliento  desconocido,  los  mozos  de  la  Ha- 
cienda ensillaron  al  momento  los  caballos,  y  comenzó  la  persecución, 
recogiendo  armas  y  haciendo  multitud  de  prisioneros. 

Don  Nicolás  Bravo  se  presentó  orgulloso  delante  de  su  novia,  la 
que  depositó  como  el  primer  laurel,  un  beso  sobre  la  frente  del  sol- 
dado que  juraba  banderas  aquel  memorable  día. 

V. 

El  comandante  Garrote  volaba  como  Satanás  en  su  caballo,  que 
arrojaba  fuego  por  las  narices  é  iba  cubierto  de  espuma. 

Pasó  junto  al  tío  Blas,  que  cárdeno  y  amoratado,  estaba  próximo 
á  espirar  en  brazos  de  su  hijo. 

Llegó  á  Chilpancingo  cuando  apenas  era  medio  día. 

Los  habitantes  que  se  habían  enterado  del  objeto  de  su  expe- 
dición, esperaban  de  un  momento  á  otro  ver  entrar  prisioneros  á  Ga- 
leana y  los  Bravos. 

Cual  fué  su  asombro  al  percibir  á  Garrote  sin  corbatín  y  sin  gorro, 
con  su  piqueta  desabrochada  y  sin  una  bota,  penetrar  hasta  la  plaza 
temiendo  aún  la  zana  del  enemigo,  que  ni  pensaba  en  perseguirle. 

Los  muchachos  que  salían  de  la  escuela  le  dieron  una  de  silbidos 
espantosa ,  las  viejas  fingieron  toses  sumamente  cargantes,  y  las 
muchachas  se  reían  á  todo  reir  del  primer  disperso  de  la  brigada 
Garrote. 

El  infortunado  comandante  llegó  á  su  casa,  donde  se  había  pro- 
porcionado una  jamona  que  le  cuidase,  y  á  quien  malas  lenguas  atri- 
buían amores  con  el  susodicho  Garrote. 

— ¡Estoy  descoyuntado,  señora! 

— ¿Qué  pasa? 

— Nada,  ya  todo  pasó ;  esos  insurgentes  infernales  me  han  dadc 
una  zurribamba,  que  á  no  se  por  mi  pericia  militar  ayudada  por  mi 
caballo,  esta  es  la  hora  que  me  han  colgado,  si  es  que  me  han  dejado 
un  miembro  con  vida. 

— ¿Pero  la  tropa?  preguntó  afligida  la  señora. 

— Lo  ignoro,  yo  me  alejé  al  verla  huir ;  esos  malditos  me  han 
comprometido...  ¿qué  diré  al  virrey? 

— La  verdad. 


46  SVÁ3SC  A,  JÍATÉOÍ 


— Un  soldado  jamás  dice  verdad  después  de  una  derrota  ni  de 
una  victoria:  en  el  primer  caso  atenúa,  en  el  segundo  exajera. 

— Pues  atenuemos,  señor  Garrote,  no  hay  otro  remedio. 

— Será  mas  tarde,  lo  que  deseo  es  dormir  un  momento,  descansar, 
he  corrido  ocho  leguas  mortales,  y  estraviando  caminos;  me  parecía 
oir  la  voz  de  Galeana  en  los  vericuetos...  ese  hombre  es  mi  pesadilla... 
vamos  que  los  dos  no  cabemos  en  este  país. 

— No  sería  malo  que  nos  fuésemos  y  pronto. 

— Señora,  las  mujeres  á  pesar  de  ser  tan  bonitas,  á  veces  tienen 
talento;  estoy  por  adoptar  el  consejo,  mañana  saldremos  de  Chupan - 
cingo;  entretanto,  suba  usted  á  la  azotea  y  observe,  porque  el  ene- 
migo puede  descolgarse  cuando  menos  se  espere. 

La  reverenda  jamona  fué  á  cumplir  la  orden  del  comandante  que 
debería  obedecer  como  un  sultán,  mientras  este  se  entregó  á  la  pesa- 
dilla del  sueño. 

La  señora  vio  llegar  á  Jacinto  con  el  tío  Blas  y  entrarse  en  una 
de  las  casas  contiguas. 

—  Pobre  hombre,  está  agonizando...  ya  comienzan  á  llegar  los 
dispersos. 

Efectivamente,  se  descubrían  en  la  próxima  montaña  algunos  sol- 
dados de  la  caballería  que  venían  á  todo  escape  impulsados  por  el 
pánico,  habiendo  dejado  á  los  infantes,  que  todos  cayeron  en  poder 
de  los  Bravos  como  despojos  del  primer  encuentro. 

Llegó  la  noche,  que  era  oscura  y  tempestuosa,  las  tinieblas  des- 
pués de  una  catástrofe  son  el  paño  mortuorio  que  cae  sobre  el  espí- 
ritu acongojado. 

La  luz  del  relámpago;  el  azote  de  la  lluvia;  el  trueno  de  las 
nubes,  todo  infunde  un  pavor  desconocido,  y  es  que  el  peligro  deja 
sus  huellas  en  el  alma,  como  la  tormenta  en  los  bosques. 

Ese  terror  no  se  explica,  y  los  soldados  le  llaman  simplemente  perder 
la  moral. 

Las  almas  pusilánimes,  que  por  lo  regular  la  tienen  perdida,  se 
desbandan  á  la  hora  del  miedo ;  ¡los  árboles  les  parecen  gigantes,  las 
nubes  montañas  que  se  desploman,  la  bóveda  del  cielo  una  gran 
campana  que  retumba  sonora  reproduciendo  los  ecos  fatídicos  de  la 
noche,  las  sombras  fantasmas  y  endriagos,  y  los  hombres  trasgos  y 
demonios! 

Todo  esto  pasa  delante  de  su  cerebro  en  una  confusión  espantosa 
á  la  luz  de  una  imaginación  herida  y  susceptible. 

Entonces  la  sangre  se  agolpa  al  corazón,  la  vista  se  anubla  y  el 
ser  mezquino  del  hombre  se  presenta  en  una  deformidad  abatida, 
como  una  planta  estrujada  por  el  arado;  ¡qué  humillante  es  el  terror!... 

El  comandante  Garrote  se  despertó  asorado  cuando  en  las  cam- 
panas de  su  parroquia  sonaba  el  toque  de  ánimas. 

Había  soñado  que  Galeana  lo  mandaba  suspender  de  un  pino  y 
que  los  muchachos  del  pueblo  le  tiraban  los  pies. 

— ¡Señora  Gertrudis!   ¡Señora  Gertrudis! 

— ¿Qué  se  ofrece? 

— ¿No  ha  observado  usted  algo? 

— Han  llegado  algunos  soldados  dispersos, 


LOS    INSURGENTES  47 


— ¡Ah  cobardes!  me  la  han  de  pagar. 

— Vea  usted  lo  que  dice,  esos  hombres  le  van  á  servir  en  la 
retirada. 

— Tiene  usted  razón. 

Oyóse  en  aquel  instante  una  gran  detonación  á  la  puerta  de 
la  casa. 

—  ¡Muerto  soy!  exclamó  Garrote. 

— ¡Galeana!  respondió  doña  Gertrudis. 

El  comandante  cayó  á  gatas  en  medio  de  la  pieza. 

La  jamona  y  su  señor  permanecieron  así  algunos  momentos  en 
expectativa,  y  notando  el  silencio  que  reinaba  en  la  calle,  se  atrevieron 
á  asomar  las  narices  por  la  ventana. 

— Ya,  ya  sé  lo  que  pasa,  dijo  Garrote,  los  buenos  vecinos  de 
Chilpancingo  se  divierten  conmigo,  y  han  arrojado  esa  bomba  que  es- 
taba destinada  para  una  fiesta  religiosa,  ya  volveré  y  los  escarmen- 
taré y  los... 

— Señor,  es  necesario  salir  de  aquí,  todos  son  enemigos. 

— Marchémonos,  y  como  ya  no  ha  quedado  batallón  con  vida,  des- 
aparezcamos la  caja,  tome  usted  todo  el  dinero,  empaquételo  perfec- 
tamente, que  al  menos  esto  no  se  lo  lleven  los  insurgentes. 

La  señora  se  arrojó  como  una  fiera  sobre  la  caja,  y  la  dejó  vacía 
en  unos  cuantos  minutos,  se  conocía  que  no  era  el  primer  ensayo, 
porque  su  señor  desplegó  una  grande  habilidad  en  el  manejo  de 
caudales. 

Los  cohetes  y  las  bombas  se  succedieron  toda  la  noche  no  de- 
jando un  momento  de  calma  al  comandante,  que  al  primo  albore  se 
marchó  con  la  jamona  y  los  dispersos  á  tomar  cuarteles  á  la  ciudad 
histórica  de  Tixtla. 


CAPITULO  VI. 
Donde  comienza  la  historia  tle  la  primera  esmeralda. 


El  hijo  del  tío  Blas  llegó  después  de  una  marcha  trabajosa  á  Chil- 
pancingo, llevando  á  la  grupa  de  su  caballo  al  infeliz  viejo  ya  próximo   i 
expirar.  | 

Detúvose  á  la  entrada  de  una    casuca,    propiedad    de    un    amigo   I 
suyo,  y  llamó  con  precipitación.  i 

— ¿Qué  pasa  Jacinto? 

— Ayúdame,  Pablo,  mi  padre  se  muere. 

Pablo  sin  aventurar  una  sola  palabra,  tomó  en  sus  brazos  al  tío 
pías  y  lo  condujo  á  un  lecho. 

— Es  una  desgracia  espantosa,  dijo  el  joven,  y  ella  tiene  la  culpa 
de  cuanto  pasa. 

— ¿Quién  es  ella? 


48  7UAN  A.   MATEOS 


— Nadie,  haz  llamar  á  un  médico,  porque  mi  padre  está  herido 
mortalmente. 

— Jacinto,  cuando  te  he  visto  partir  de  aquí  con  ese  infernal  de 
comandante,  quise  decirte  algo;  pero  no  me  atreví  por  no  parecerte  sos- 
pechoso; pero  en  tu  fisonomía  turbada  comprendí  desde  luego  que  iba 
4  pasar  algo  muy  malo. 

— El  destino,  amigo  mío,  el  destino,  yo  quería  vengarme,  y  Dios 
arroja  sobre  mi  frente  la  sangre  de  mi  padre. 

— En  fin,  atendamos  al  enfermo,  dijo  Pablo,  y  salió  en  busca  del 
médico. 

El  tío  Blas  estaba  próximo  á  la  muerte,  dos  balas  le  habían  atra- 
vesado el  pecho,  y  su  existencia  se  apagaba  por  momentos,  tenía  una 
ansia  terrible. 

De  repente  hizo  señas  de  que  quería  hablar,  Jacinto  se  acercó  al 
lecho  lleno  de  una  pesadumbre  sombría. 

—  ¡Padre,  dijo  sin  poder  contener  sus  lágrimas;  perdóneme  usted! 

— Sí,  yo  te  perdono...  no  eres  culpable...  estaba  escrito... 

— Pero  yo  soy  muy  delincuente  y  Dios  no  me  perdonará. 

— ¡Dios  sabe  todo  más  que  nosotros,  y...  yo  me  muero!... 

Arrodillóse  Jacinto,  y  tomó  entre  sus  manos  la  mano  callosa  da 
bu  padre. 

— Jacinto...  toma  estos...  papeles...  están  rotos  por  las  balas  y... 
manchados  de  sangre... 

Jacinto  tomó  la  bolsa  con  los  papeles,  y  volvió  el  rostro  con  des- 
confianza para  los  rincones  y  puerta  del  aposento,  por  si  alguien  le 
acechaba. 

— Eso  debe  de  ser  interesante...  yo  no  he  leido...  verdad  es  que 
no  sabía...  pero  al  entregármelos  me  dijeron  que..,  peleara  por  la  Vi 
bertad...  y...  yo  no  he  sabido  hacer  nada...  por  ella...  yo  te  trasmito 
ese  encargo. 

Jacinto  estaba  perplejo,  comprendía  que  aquellos  papeles  ence- 
rraban algo  de  sumo  interés;  pero  el  encargo  del  tío  Blas  le  contra- 
riaba, los  Bravos  estaban  en  las  filas  insurgentes,  y  él  deseaba  encon- 
trarse con  ellos  y  saciar  aquel  rencor  injusto  que  se  había  apoderado 
de  las  fibras  de  su  corazón. 

Jacinto  aborrecía  á  los  insurgentes,  y  en  las  filas  realistas  encon- 
traba cuanto  podía  esconder  sus  siniestras  miras;  así  es  que  entró 
decidido,  y  comenzó  por  herir  á  sus  benefactores  como  la  víbora  al 
labrador  que  le  dio  calor  en  su  seno. 

La  fatalidad  había  señalado  como  la  primera  víctima  á  su  padre; 
pero  el  joven  comenzaba  á  tranquilizarse  sabiendo  que  el  destino  lo 
impulsaba  á  la  senda  de  la  fatalidad. 

Un  letargo  terrible  Labia  acometido  al  enfermo,  Jacinto  creyó  que 
su  padre  había  expirado. 

Pasados  algunos  instantes,  el  tío  Blas  volvió  en  su  conocimiento, 
como  una  luz  que  recobra  todo  su  fulgor  primitivo  para  apagarse. 
— Jacinto...  Jacinto...  quita  de  mi  seno  ese  relicario. 

El  joven  obedeció  á  su  moribundo  padre. 

— ¡Dentro  encontrarás  una  piedra  verde..,  yo  no  sé  lo  que  signi- 
fica... pero  la  he  llevado  al  cuello  toda  mi  vida...  consérvala  y  ñola 
pierdas...  sino  con  el  último...  aliento...! 


LOS  INSURGENTES  49 


Jacinto  abrió  con  avidez  el  escapulario,  se  sorprendió  al  ver  la 
esmeralda,  y  empezó  á  girar  en  su  cerebro  un  mundo  de  dudas  y  de 
esperanzas,  aquel  misterio  comenzaba  á  envolverlo  en  un  velo  de 
muerte;  sin  querer  llevó  la  mano  á  su  seno,  y  oprimió  los  papeles 
que  le  había  entregado  el  tío  Blas. 

Interrumpióse  el  hilo  de  sus  pensamientos  al  escuchar  el  estertor 
de  la  agonía,  y  fijó  sus  ojos  espantados  en  el  rostro  cárdeno  de  su 
padre. 

En  aquel  momento  entró  Pablo  con  un  médico,  el  único  que  pro- 
bablemente había  en  Chilpancingo. 

Acercóse  el  doctor,  y  al  contemplar  aquella  faz  descompuesta,  y 
al  escuchar  el  sordo  ronquido  de  aquel  pecho,  se  volvió  á  Pablo  y 
le  dijo: 

— Haga  usted  llamar  á  un  sacerdote. 

Las  mujeres  de  la  casa  ya  se  habían  anticipado;  el  cura  del  pueblo 
se  presentó  á  administrar  la  extrema-unción  al  enfermo. 

Todos  se  arrodillaron  durante  la  sagrada  ceremonia;  el  párroco 
encomendó  el  alma  al  moribundo,  que  expiró  entre  las  ansias  mas 
terribles.  w 

Jacinto  se  arrodilló  á  su  vez  junto  al  lecho,  y  tributó  el  último 
homenaje  de  su  piedad  filial  á  aquellas  cenizas  veneradas. 

Levantóse  después  sombríamente  sereno;  se  sentó  en  un  rincón 
del  aposento,  y  veló  la  noche  entera  el  cadáver. 

II. 

Al  amanecer  se  oyó  un  repique  que  anunciaba  la  fuga  del  coman- 
dante, y  una  gritería  espantosa,  porque  Chilpancingo  se  declaraba  por 
la  insurgencia. 

Jacinto  estaba  terriblemente  comprometido;  pero  el  joven  no  pen- 
saba en  el  peligro  que  le  amenazaba. 

Una  mujer  del  pueblo  dio  parte  a  los  nuevos  insurgentes,  de 
que  nn  realista  de  Chichilualco  estaba  en  la  casa  de  Pablo  Dorantes. 

La  multitud  se  dirigió  al  instante  al  lugar  señalado,  para  hacer 
un  escarmiento. 

El  primer  aviso  fué  el  grido  de  "  ¡mueran  los  realistas!  „  dado 
en  la  puerta  de  la  habitación. 

Jacinto  se  levantó  resuelto  y  abrió  las  hojas  de  par  en  par. 

—Aquí  estoy,  dijo  á  la  multitud. 

—  ¡Muera!  repitieron  los  insurgentes. 

—Estoy  dispuesto,  replicó  el  joven,  pero  antes  pido  una  gracia, 

—¡Que  hable!  ¡que  hable!  dijeron  los  cabecillas. 

—Señores,  mi  padre  era  insurgente,  y  acaba  de  morir  atravesado 
por  las  balas  de  los  realistas;  aquí  está  su  cadáver,  no  le  nieguen  una 
sepultura...  ya  pueden  matarme. 

Un  grupo  de  pueblo  entró  en  el  aposento  y  vio  al  tío  Blas  muerto 
y  ensangrentado. 

Aquel  espectáculo  era  commovedor. 

4  —  Los  Insurgentes     -' 


50  JtTAN  A.  MATEOS 


Todos  retrocedieron  ante  aquel  cuadro  de  horror. 

— Yo  no  me  atrevería  á  matar  á  ese  joven,  dijo  uno  do  los  ca- 
becillas; allí  está  su  padre  que  ya  está  juzgado  de  Dios. 

— Ni  yo  me  atrevería,  dijo  otro. 

— Al  fin  es  hijo  de  un  insurgente. 

— Vamonos. 

— Vamonos,  exclamó  la  multitud  que  cede  á  las  órdenes  del  pri- 
mero que  habla,  y  se  alejó  el  tumulto  á  seguir  en  los  desórdenes  del 
motin. 

Jacinto  condujo  los  restos  de  su  padre  al  cementerio  del  pueblo, 
volvió  á  la  casa  de  Pablo,  montó  eu  su  caballo,  y  se  dirigió  á  Tixtla, 
donde  se  estaban  reuniendo  los  dispersos  de  Chichihualco. 

Presentóse  á  las  autoridades,  que  lo  recibieron  cordialmente  dán- 
dole el  mando  de  una  compañía,  y  encomendándole  uno  de  los  puntos 
de  la  plaza  más  peligrosos. 

El  comandante  esperaba  ser  atacado  por  Morolos  y  se  preparaba 
á  recibirlo,  acumulando  cuantos  elementos  de  defensa  pudo  propor- 
cionarse. 

Cuando  el  desgraciado  huérfano  se  encontró  solo  en  el  reducto, 
sacó  los  papeles  que  constituían  la  herencia  de  su  padre;  los  desdobló 
con  cuidado,  procurando  unir  los  fragmentos  rotos  por  las  balas;  limpió 
la  sangre,  que  había  hecho  desaparecer  algunos  renglones,  y  comenzó 
a  leer  con  avidez  las  páginas  del  manuscrito. 


16S   INSURGENTES  61 


LA  PRIMERA  GENERACIÓN 


i. 

Estamos  en  el  campo  y  son  las  doce  de  la  noche. 

El  lector  do  debe  amedrentarse ;  porque  la  noche  es  apacible.  No 
hay  negros  nubarrones  en  el  horizonte,  ni  el  viento  ruje  en  el  fondo 
de  las  barrancas,  ni  el  relámpago  fulgura  iluminando  el  contorno  de 
los  cipreses,  ni  Toces  misteriosas  cruzan  por  el  espacio  solitario  dilatán- 
dose como  un  gemido. 

No,  la  noche  coronada  de  estrellas  sonríe  desde  la  altura,  es  la 
hora  del  silencio  solo  para  los  hombres;  porque  del  seno  del  ramaje 
se  escapa  el  eco  armonioso  con  que  saluda  á  su  querida  el  nocturno 
trovador  de  las  selvas ;  el  cielo  es  trasparente  ;  en  la  llanura  se  mece 
el  girasol  con  el  oleaje  de  la  brisa. 

Allá,  á  lo  lejos,  sobre  el  costado  del  monte,  se  ven  unas  cuantas 
lucesillas;  es  el  pueblo;  mas  acá,  los  peñascos  y  los  matorrales,  después 
las  siembras;  hasta  donde  alcanza  la  vista. 

Un  hombre  en  pie,  teniendo  su  caballo  por  la  brida,  permanece, 
como  una  estatua,  en  la  estremidad  de  la  vereda  que  conduce  al  pueblo. 
No  da  señales  de  impaciencia;  pero  su  vista  se  clava  con  tesón  en  una 
de  las  casas  mas  cercanas. 

Allí  brilla  una  luz,  después  se  apaga ;  después  el  hombre  da  un 
suspiro,  y  pudiera  oirse  el  rumor  lejano  ¿e  una  voz  pura  que  66  apro- 
xima cantando. 

Al  oir  ese  canto,  [donde  el  gorgeo  que  remeda  los  sollozos,  se 
mezcla  con  dilatadas  notas  que  se  estinguen  gradualmente  con  la  dulce 
lentitud  de  una  cuerda,  dejando  en  el  alma  la  impresión  de  esos  días 
de  la  juventud,  que  huyen  para  siempre,  no  pudiera  dudarse  que  la 
voz  reproducía  los  que  la  soledad,  el  amor  y  un  presentimiento  de  su 
destino,  inspiraba  acaso  á  los  antiguos  bardos  de  la  América. 

Pasados  diez  minutos  la  misma  voz  hermosa  pronunció  ya  niá? 
cerca  estas  palabras: 

—  ¡Don  Pedro! 

—  ¡Xóchitl!  dijo  casi  al  mismo  tiempo  el  hombre  del  caballo,  ten- 
liendo  la  mano  á  una  joven  india  que  acababa  de  aparecer  á  su  lado... 
Xóchitl,  ha  llegado  la  hora,  adiós! 

La  joven  inclinó  la  frente,  llevó  en  mano  al  corazón  y  ahogó  un 
lollozo. 

— ¡Oh!  dijo  el  caballero,  ¿dudas  de  mi  palabra?  ¿dudas  de  mi  ju- 
ramento1?... 

— Yo  no  vierto  lágrimas  por  el  esposo,  dijo  la  joven  sin  levantar 
el  rostro;  ¿qué  vale»  esas  ceremonias  que  vosotros  mismos  miráis  con 


52  JUAN  A.  MATEOS 


dosprecio?...  ¿qué  lazo  hay  demasiado  fuerte,  que  en  un  día  de  cansancio 
no  rompierais  con  vuestra  espada?  Yo  temo  solo  que  vuestro  amor... 

— ¡Xóchitl!  ¡por  Santiago!...  por  nuestro  amor. . .  por  nuestro. ..  no 
me  hables  de  ese  modo,  mira  que  me  haces  una  ofensa. 

— ¡Perdona!  pero  yo  no  tengo  la  culpa;  yo  no  tengo  las  que  lla- 
máis supersticiones ;  pero  me  estremezco  sin  querer  cuando  el  ave  de 
las  tinieblas  revolotea  silbando  por  el  techo  de  mi  cabana. 

—  ¡Pese  á  tal¡  no  quiero  verte  triste,  venga  un  abrazo  y  echa 
todas  esas  cosas  á  paseo,  exclamó  don  Pedro  atrayendo  á  la  joven, 
que  casi  sonreía  con  estas  últimas  palabras. 

—  ¡Adiós!  dentro  de  dos  meses  me  tienes  á  tu  lado,  adiós! 

Iba  á  partir  el  caballero,  pero  Xóchitl  lo  atrajo  por  una  punta 
de  su  capa,  y  él  volvió  sobre  su  pasos.  La  joven  tiró  más  todavía... 

Sonó  un  beso,  y  poco  después  Xóchitl  se  retiraba  solitaria  por 
un  sendero  del  monte. 

II. 

Don  Pedro  de  Montellano  era  español  y  noble;  muy  joven  había 
conocido  á  una  mujer  querida  de  su  padre.  Sin  saberlo,  enamoróse  de, 
ella,  con  una  pasión  verdaderamente  dramática ;  fué  correspondido,  y 
corrió  lleno  de  entusiasmo  á  rogar  al  autor  de  sus  días  que  arreglase, 
el  casamiento. 

Le  cuenta  una  larga  historia  de  miradas,  de  billetes  y  de  citas ; : 
no  sé  qué  de  un  viejo  celoso;  de  misterios,  de  serenatas,  de  suspiros, 
primero  despreciados,  después  oidos  con  lágrimas  ;  y  concluye  diciendo  i 
claro,  redondo  y  retumbante,  el  nombre  y  la  habitación  de  ese  ángel| 
que  lo  tiene  loco. 

Ee velóse  de  improviso  al  anciano  el  misterio  de  sus  celos  y  el 
engaño  de  que  era  víctima ;  y  sin  poderse  contener  levantó  la  mano, 
y  la  dejó  caer  sobre  el  rostro  de  su  hijo. 

La  sangre  y  las  tinieblas  envolvieron  la  cabeza  del  mancebo ;  tuvoi 
un  frenesí  repentino  ;  echó  mano  de  la  espada  y  acuchilló  á  su  padre, 
¡horrible  sacrilegio' . . . 

Don  Pedro,  denunciado  por  un  lacayo,  es  conducido  á  la  prisión,, 
desde  cuyo  fondo  puede  oir  la  bulla  que  meten  los  martillos  en  las 
tablas  de  un  cadalso. 

Esto  pasaba  en  1527. 

El  cristiano  rey  don  Carlos  se  había  propuesto  hacer  un  escar- 
miento :  pero  una  mujer  aparece  en  las  altas  horas  de  la  noche  á  don 
Pedro,  y  lo  saca  con  la  misma  facilidad  que  los  carceleros. 

Era  Blanca,  la  causa  de  sus  desdichas. 

Los  dos  se  dirijen  á  Italia  ;  Blanca  se  prostituye  públicamente 
para  sustentarlo ;  un  día  es  arrebatada  por  la  peste  que  desolaba  aquel 
reino,  y  don  Pedro,  necesitado  y  temiendo  ser  conocido  por  los  suyos,| 
sale  y  se  afilia  en  los  regimientos  de  Eunzo. 

Cae  prisionero  de  los  españoles  en  el  asalto  que  da  á  Eoma  el 
condestable  de  Borbon,  y  no  va  á  remar  en  las  naves  de  su  majestad. 
gracias  á  un  alférez  que  le  propone  la  libertad  á  trueque  de  engancharse] 
en  una  expedición  para  la  América. 


LOS    INSURGENTES  5o 


Don  Pedro,  hastiado  de  la  vida,  se  distinguió  en  los  combates, 
1  como  todos  ignoraban  su  historia,  y  se  hacía  notar  por  sus  modales 
y  relativamente  por  sus  conocimientos,  no  tardó  en  ser  honrado  con 
el  Dombramiento  de  capitán  ;  y  como  todos  los  primeros  soldados  espa- 
ñoles, fué  el  dueño  de  cuantiosos  marcos  de  plata,  de  bosques,  de 
llanos,  de  ganados  y  de  indios. 

Xóchitl,  hija  de  Tizoc,  había  nacido  en  un  pueblo  de  la  Sierra, 
cuando  su  familia  fugitiva  marchaba  en  busca  de  la  libertad,  con  tantas 
como  las  turbas  españolas  empujaban  á  los  desiertos,  delante  de  sus 
corceles  ensangrentados. 

Tízoc  era  muy  rico. 

Antes  de  entregarse  á  esos  trabajos  que  debían  llevarlo  á  una 
muerte  trágica,  había  comprado  hogar,  libertad  y  sosiego  para  su  hija; 
la  rodeó  de  amigos  dispuestos  á  ser  los  guardianes  invisibles  de  aquella 
niña,  que  era  el  encanto  de  su  vida,  y  marchó  tranquilo  donde  las 
tribus  desterradas  lo  esperaban  como  jefe  para  marchar  á  la  pelea. 

Xóchitl  vivía  en  un  pueblo  situado  entre  las  florestas  que  des- 
cendían de  los  montes  de  la  Sierra,  probablemente  en  las  cercanías 
de  Cadereita. 

Vivía  con  sus  recuerdos,  y  lloraba  á  menudo  en  presencia  de  los 
es  que  afligían  á  sus  desventurados  hermanos ;  los  protejía  en  si- 
lencio, y  meditaba  siempre  en  ciertas  palabras  misteriosas  con  que  su 
padre  moribundo  le  dio  el  encargo  y  le  abrió  los  arcanos  de  una  ven- 
ganza. 

Xóchitl  era  de  una  hermosura  magnífica  :  su  boca,  su  nariz,  sus 
¡ojos,  todo  su  rostro  tenía  esa  belleza  increib  le  que  vemos  en  los  cua- 
dros donde  los  artistas  representan  á  los  pastores  de  la  Arcadia,  ó  á 
|las  almas  cristianas  arrobadas  en  la  deleitosa  contemplación  de  su  mo- 
rada futura. 

Su  cabellera  negra,  sutil,  ondulante  ;  su  mano  pequeña,  fresca, 
rosada  cuajada  de  corales.  Su  pie  precioso,  cruzado  por  los  cordones, 
¡rojos  de  sus  zandalias,  no  se  vé  hoy  sino  en  los  templos  en  el  pe- 
destal de  los  arcángeles. 

Xóchitl  tenía  veintitrés  años,  reunía  la  inteligencia  al  candor,  y 
no  era  imposible  en  ella  la  unión  de  un  valor  varonil  con  la  ternura 
y  la  sensibilidad  de  una  niña. 


L 


m. 

Un  día  un  pobre  azteca  iba  á  ser  azotado. 

Era  un  pobre  labrador  á  quien  el  dueño  de  la  tierra  había  dejado 
su  caballo  mientias  se  internaba  en  el  bosque  con  el  mosquete  al  hombro, 
en  persecución  de  un  ciervo. 

Sonó  el  tiro  ;  el  caballo  azorado  se  escapa,  dejando  el  bosal  en 
la  mano  del  indio,  que  corre  y  vuela  y  se  fatiga  vanamente  por  al- 
canzar al  animal  que  devora  el  espacio. 

Vuelve  ya  el  señor  casi  colérico,  pues  el  ciervo  lo  ha  burlado,  se 
encuentra  solo,  dá  ese  grito  célebre  con  que  los  españoles  llamaban 
á  sus  servidores,  y  ni  el  eco  le  responde. 

Vuelve  á  cebar  el  mosquete,  y  se  encamina  por  el  llano,  después 


54  JT7AN  A.   MATEOS 


de  haber  jurado  por  Santiago  de  Campostela,  volar  la  tapa  de  los  sesos 
á  ese  indio  miserable  que   ha    osado    tomarse    tan  escandalosas  liber 
tades. 

El  indio  se  acogió  bajo  la  sotubra  de  un  pinar  impenetrable;  pero 
pocos  días  después  fué  hallado,  y  conducido  ante  el  señor,  condenado 
á  tres  mil  azotes  en  la  picota  de  la  Hacienda. 

La  madre  aparece  en  las  puertas  de  la  casa  de  Xóchitl ;  le  cuenta 
á  la  joven  su  desventura ;  y  esta  le  envía  inmediatamente  á  proponer 
que  pagaría  el  caballo  en  dos  veces  el  duplo  de  lo  que  costara. 

El  señor,  que  más  necesitaba  emociones  que  dinero,  permaneció 
inflexible. 

Xóchitl  tomó  su  manto,  se  hizo  acompañar  do  un  valiente  joven 
Topiltzin,  de  que  hablaremos  después ;  y  fué  dispuesta  á  interponer 
sus  ruegos,  sus  promesas,  y  en  todo  caso  un  golpe  de  mano,  porque 
podía  intentarlo  sin  serias  consecuencias. 

El  señor  quedó  deslumhrado  ante  la  belleza  de  Xóchitl,  y  una 
sensación  parecida  al  amor,  y  otra  á  la  codicia,  se  agitaron  en  su  alma 
como  al  primer  rayo  del  sol  las  víboras  adormecidas. 

Habló  con  el  lenguaje  de  un  caballero,  y  revistió  la  dureza  de 
su  carácter  con  la  sonrisa  generosa  de  un  buen  amo,  que  solo  ha  tra 
tado  do  intimidar  con  amenazas. 

Xóchitl  pudo  notar  también  un  no  sé  qué  inolvidable,  en  el  rostro 
y  el  continente  de  aquel  hombre.  i 

Su  ojos  azules  oscuros,  tenían  una  mirada  que  la  dominaban  y  le 
infundían  sumo  pavor ;  y  no  obstante  su  frente  blanca  y  despejada, 
volvía  la  confianza ;  y  sus  labios  finos  sombreados  por  un  bigote  color 
de  oro,  sonreían  con  espresión  benévola,  dulce,  casi  amable. 

Xóchitl  al  levantar  los  ojos  sobre  los  del  caballero,  notó  como 
éste  tenía  sobre  los  de  ella  esa  mirada  peculiar  que  brilla  y  después 
se  disimula  ;  ese  relámpago  que  sale  y  se  esconde  cuando  se  encuentran 
por  casualidad  dos  seres  que  deben  amarse. 

El  labrador  quedó  indultado. 

Desde  este  día  la  imagen  de  don  Pedro  de  Montellano  inquietaba 
en  el  silencio  del  hogar  el  sueño  de  la  niña ;  y  la  niña  aparecía  en 
el  de  don  Pedro  con  alas  de  armiño,  como  dicen  los  poetas,  y  sacu 
diendo  sobre  el  casco  del  aventurero  los  diamantes  y  loa  zafiros  que 
bordaban  su  clámide. 

Xóchitl  se  avergonzó  de  su  impresión,  pensó  en  su  padre,  en  sus 
hermanos  en  su  -  raza  vilipendiada,  y  en  Huemotzin  tan  joven,  tan 
bravo,  que  la  idolatraba,  y  que  moriría  de  dolor  cuando  muriera  su 
esperanza. 

Pero  don  Pedro  juró  por  toda  la  corte  celestial  hacer  cuanto  le 
fuera  posible  por  poseer  ese  corazón  nuevo,  y  esa  mano  que  debía 
ser  riquísima. 

Rondó  á  pie  y  á  caballo  la  casa,  cantó  como  un  ruiseñor,  dio  á 
viento  suspiros  y  al  césped  lágrimas,  y  hubiera  dado  al  traste  con 
esta  vieja  táctita  de  los  estudiantes,  si  frescas  noticias  sobre  las  ga 
rantías  que  la  audiencia  había  vendido  á,  la  dama,  no  le  impidieran 
escalar  una  pared  ó  fracturar  una  puerta. 

No  necesitó    gracias   á   Dios  tanto  :    Xóchitl  lo  amó  con  toda  se 


LOS    INSURGENTES  55 


alma,  y  se  deslizó  en  silencio  nn  año  b>jr>  la  planta  de  esos  amantes, 
que  en  sus  citas,  ignoradas  como  era  presiso,  gozaban  al  pie  de  un 
álamo,  6  sentados  sobre  una  roca,  de  esas  conversaciones  que  son  ca- 
ricias, y  de  esas  caricias  que  son  un  idioma  entero. 

La  joven,  con  el  acerado  brazo  del  aventurero  rodeado  á  su  cin- 
tura, recorrió  muchas  veces  los  senderos  solitarios  del  bosque,  con- 
tando á  su  amante  sus  sueños  y  sus  esperanzas. 

No  habían  notado  que  un  hombre  se  deslizaba  silencioso  tras  de 
sus  pasos,  que  un  oído  recogía  en  las  sombras  hasta  el  golpe  de  sus 
corazones,  y  muchas  veces,  si  hubieran  bajado  á  la  tierra  esas  miradas 
que  se  estraviaban  en  el  azul  del  cielo,  Xóchitl  se  hubiera  desmayado, 
y  don  Pedro  hubiera  puesto  mano  á  la  espida,  al  ver  á  sus  pies, 
entre  un  hueco  oscuro  del  follaje  dos  ojos  relucientes,  ansiosos,  ame- 
nazadores, mirándolos  con  la  fijeza  de  una  serpiente. 

Era  Huemotzin,  joven  guerrero  que  idolatraba  á  Xóchitl  con  la 
dulce  terquedad  del  primer  cariño. 

Habían  crecido  juntos;  juntos  habían  peregrinado  ;  juntos  se  ha- 
bían inclinado  sobre  la  misma  linfa  para  apagar  la  sed,  ó  cortar  las 
flores ;  y  juntos  sobre  la  tumba  de  Tizoc  habían  llorado  la  ruina  de 
su  patria. 

Xóchitl  lo  miraba  como  á  un  hermano,  por  más  que  compren- 
diera que  Huemotzin  la  amaba ;  tal  vez  ya  sentía  en  su  seno  esa  lás- 
tima que  es  el  preludio  del  cariño,  si  la  figura  de  don  Pedro  apare- 
ciendo entre  los  dos  no  hubiera  arrebatado  á  Xóchitl  la  gratitud,  la 
conmiseración,  el  deber  y  hasta  los  recuerdos. 

Huemotzin  se  estremeció  un  día  en  su  escondite,  cuando  escuchó 
estas  palabras  tan  comunes  en  las  novelas:  "soy  madre;,,  iba  á 
llevar  la  mano  á  su  puñal,  pero  sus  dedos  se  crisparon,  arañó  con- 
vulsivamente sus  cuadriles,  y  quedó  sin  sentido. 

A  otro  día  don  Pedro  se  alejaba  con  el  pretesto  de  una  comisión 
á  muchas  leguas  de  distancia. 

Xóchitl,  agena  á  la  perfidia  europea,  se  disponía  á  esperar  al  ca- 
ballero, y  sin  importarle  nada  el  escándalo  que  daba  á  sus  compa- 
triotas oprimidos,  soñaba  con  las  fiestas  de  la  boda  y  la  bendición 
del  cura. 

Cuando  los  peligros  del  aborrecimiento,  ó  del  ridículo,  vienen  á 
causa  del  amor,  la  mujer  los  afronta  todos. 

IV. 

Pero  pasó  un  año,  y  el  prometido  esposo  no  volvía. 

Xóchitl  dio  á  luz  un  niño  hermoso,  un  serafín  que  oía  con  la 
sonrisa  de  la  inocencia  los  sollozos  de  su  madre  engañada. 

Esta  palidecía  visiblemente  la  ahogaban  palpitaciones  descono- 
cidas, y  su  vigor  antiguo  desaparecía ;  dolores  sordos  pero  continuos 
recorrían  sus  entrañas. 

Una  vez  supo  que  las  tierras  de  don  Pedro  habían  pasado  á  un 
nuevo  dueño. 

Corre  á  verlo,  se  informa,  y  sabe  que  su  amante  ha  vendido  todo 
lo  que  tiene,  y  próximo  á  contraer  un  enlace  ventajoso    con  una  se- 


56  JUAN  A.   MATEOS 


ñorita  española,  hermana  de  un  oidor,  se  dispone  á  regresar  á  la  pe- 
nínsula. 

Xóchitl  no  responde,  se  pone  blanca  como  el  mármol,  clava  una  mi- 
rada atónita  en  el  propietario,    que  á  su  vez  la  mira    con   estrañeza. 

La  cosa  se  prolonga  así  un  cuarto  de  hora,  hasta  que  Gavia, 
que  así  se  llama  el  nuevo  vecino,  cree  notar  que  aquello  se  prolonga 
con  demasía,  y  exclama  : 

— ¡Bah!  estamos  divertidos.  ¡Vive  Cristo!  ¡Pascual  acompaña  á 
esta  mujer  á  su  casa. 

Un  azteca,  negro  por  el  sol,  se  levanta  del  rincón  de  la  pieza  y 
le  dice  á  Xóchitl ; 

— Vamos. 

— No  me  voy,  respondió  ella  tan  repentinamente  y  con  tal  ademán 
que  el  amo  desprevenido  dio  un  salto,  y  el  indio  retrocedió  mirándola 
de  arriba  abajo. 

—  ¡Por  vida  del  diablo!  dijo  Gavia  reponiéndose,  si  no  sale  esta 
loca,  Pascualillo,  te  parto  el  cuero  á  mecatazos. 

El  indio  se  adelanta,  pone  una  mano  sobre  la  espalda  de  la  mujer 
y  la  impulsa  suavemente,  diciéndole  otra  vez  en  su  idioma ;  «vamos» 
pero  ella  se  vuelve  hacia  Pascual,  lo  abraza  y  prorrumpe  en  dolorosos 
gemidos. 

— ¿Que  hago  yo,  Dios  mío*?  dijo  después  de  algunos  instantes  mi- 
rando como  si  volviera  de  una  sincope.  Sí,  vamos,  añadió  dirigién- 
dose á  Pascual,  cuya  respiración  se  había  hecho  rápida  como  en  las 
personas  ya  enternecidas,  tú  que  me  compadeces  ven  conmigo... 

V. 

Aquella  misma  noche  se  dirigió  á  la  casa  del  cura,  le  contó  sus 
desgracias  y  le  pidió  consuelo ;  pero  aquel  ministro  del  altar,  que 
ocultaba  debajo  de  sus  hábitos  el  corazón  de  los  españoles  de  su  siglo, 
le  dijo  : 

— Tú  has  tenido  la  culpa  ¿cómo  llegaste  á  creer  que  un  noble 
señor  como  don  Pedro  de  Montellano  se  enlazara  contigo?  Es  cierto 
que  dos  ó  tres  indias  se  han  casado  con  españoles,  pero  estos  han 
sido  villanos... 

—  ¡Padre!  exclamó  Xóchitl  con  las  mejillas  encendidas,  tú  eres 
villano,  y  don  Pedro  es  villano,  y  tu  señor  y  todos  los  tuyos  son 
villanos  ante  la  raza  de  mi  padre. 

Yo  conozco  vuestra  horrible  historia,  y  sé  de  donde  habéis  sa- 
lido todos  para  derramar  sobre  nuestras  cosechas  vuestra  hambrienta 
sanguinaria  muchedumbre. 

Son  villanos,  son  impíos,  son  poseedores  de  lo  ageno,  son  men- 
digos, y  aun  te  figuras  que  honran  el  tálamo  nupcial  donde  guerreros, 
nobles,  poderosos  y  llenos  de  gloria  más  pura  que  la  vuestra,  hu- 
bieran tenido  por  dicha  reclinar  su  sien  cubierta  de  laureles. 

Vé  y  denúnciame ;  soy  noble,  y  he  salido  de  esa  raza  que  juró 
odio  eterno  á  la  tuya  ante  las  plantas  abrasadas  de  Guautimoc. 

Deniínciame  si  quieres,  soy  amiga  de  la  muerte,  y  no  temo  en  la 
tierra  el  enojo  de  tus  sacerdotes,  ni  en  la  eternidad  la  ira  sombría 
de  tu  Huitzilopostli. 


LOS    INSURGENTES  57 


Xóchitl  llegó  á  su  casa,  despertó  á  su  niño,  y  le  habló  como  si 
este  hubiera  de  comprenderla. 

— ¿Lo  ves?  hijo  mío,  ¿lo  ves?  no  hay  piedad  para  tu  madre,  no 
hay  piedad  para  los  vencidos  ;  no  hay  sino  condenación  para  los  dé- 
biles, vergüenza  para  los  traidores,  maldición  para  los  cobardes... 

En  aquellos  momentos  apareció  Huemotzin,  y  antes  que  pronun- 
ciara una  palabra  corrió  Xóchitl  á  sus  brazos,  y  le  dijo  con  lagrimas  : 

— ¡Hnemotzin  mira  el  castigo  del  ultraje  que  lloraste!  si  me  has 
amado  alguna  vez,  ayúdame  á  vengarme,  y  después  yo  curaré  con 
mi  sangre  la  herida  que  atravesó  tu  pecho. 

El  joven  guerrero  la  besó  en  la  frente,  y  pocos  días  después 
Xóchitl  con  su  hijo  y  Huemotzin,  encumbraban  la  Sierra  guiados  por 
el  genio  de  la  venganza. 

VI. 

Abreviemos. 

Nuestros  viajeros  llegaron  á  México,  supieron  que  don  Pedro  se 
hallaba  en  Texcoco,  y  llegaron  á  esa  ciudad  cuando  la  casa  de  Mon- 
tellano  se  engalanaba  en  espera  de  los  novios. 

Xóchitl  había  recibido  con  la  herencia  de  su  padre  una  esme- 
ralda, que  debía  colgarse  al  cuello  para  ser  reconocida  por  todos  los 
jefes  misteriosos  que  elaboraban  en  silencio  la  grande  obra. 

Estaba  segura  de  encontrarlos  en  todas  partes,  aun  mezclados  en 
la  servidumbre. 

La'  asociación  secreta  que  hoy  conocemos  por  masonería,  existió 
aquí  desde  aquellos  tiempos. 

Pero  Xóchitl  no  quiso  hacer  uso  de  la  esmeralda  ;  suspendió  su 
odio  por  un  momento,  creyendo  (así  es  el  corazón)  que  si  pudiera 
verla  don  P(dro,  que  si  pudiera  presentarle  á  su  hijo,  recobraría  tal 
vez  si  no  el  amor,  la  compasión  de  ese  hombre  que  no  le  parecía 
perverso. 

El  desayuno  debía  ser  al  pie  del  Tezcuzingo,  junto  á  los  baños 
de  Nesahuatlcoyotl. 

Multitud  de  convidados  bullían  bajo  las  enramadas  de  ciprés ; 
los  indios  depositaban,  sudando,  tercios  inmensos  de  flores  al  pie  de 
los  árboles,  que  debían  revestir  su  tronco  con  las  guirnaldas. 

Todos  esperaban. 

Don  Pedro  no  tardaba  en  llegar  por  el  rumbo  de  Xochimilco. 

Daban  las  seis  de  la  mañana,  y  el  agua  jugando  con  los  matices 
de  la  aurora,  mezclaba  al  canto  de  las  aves  y  al  bullicio  de  la  fiesta, 
ese  rumor  dulcísimo  que  habita  por  las  soledades. 

Xóchitl  se  dirigió  con  su  hijo  al  camino  que  debía  traer  Monte- 
llano,  se  colocó  sobre  una  eminencia  del  terreno,  y  tendió  su  vista 
ansiosa  interrogando  á  las  nubesillas  de  polvo  que  el  aire  levantaba 
á  lo  lejos. 

En  sus  ojos  llorosos  había  esperanza  y  desconsuelo,  vagaba  la 
sombra  del  dolor  y  el  reflejo  de  una  cercana  alegría  ;  y  sus  diminutos 
labios  rojos  estaban  entreabiertos  con  la  sonrisa  amarga  del  náufrago 
que  mira  los  horizontes. 


58  JTTAN  A.  MATEOS 


Entro  tanto,  nn  criado  antiguo  de  Montellano  la  ha  reconooido, 
y  corre  á  escape  hacia  donde  este  se  halla. 

El  capitán  recibe  la  noticia  como  un  rayo,  y  exclama  en  un  ac- 
ceso de  cólera  : 

—  ¡Ira  de  Dios!...  ¿Por  qué  no  la  has  estrangulado?...  ¡Imbécil!... 

Era  que  la  novia  doña  Beatriz  Cainos  hubiera  retirado  la  mano 
de  la  del  aventurero  al  saber  que  este  guar.laba  un  hijo  mal  habido, 
y  era  perder  mucho,  porque  doña  Beatriz,  aparte  do  un  caudal  in- 
menso, podía  por  sus  influencias  haber  elevado  á  su  marido  al  nivel 
de  los  títulos  más  nobles  de  España. 

El  criado  respondió  una  cosa  siniestra. 

— Todavía  es  tiempo,  señor. 


VIL 


Entre  tanto  pasaba  otra  escena  en  la  casa  del  oidor  :  la  mano 
de  la  Providencia  había  conducido  ante  el  magistrado  á  un  hombre 
que  le  dijo  : 

— Yo  conozco  á  ese  don  Pedro  de  Montellano  ;  una  mujer  que  me 
engañaba  á  mí  y  á  su  padre,  lo  arrebató  de  la  horca  el  mismo  día 
que  debía  ser  ajusticiado  por  parricida ;  Blanca  me  hizo  creer  que  era 
su  hermano,  me  movió  á  compasión  con  sus  lagrimas,  me  dejé  atar 
y  acepté  la  responsabilidad  de  la  fuga. 

Eran  amantes ;  robaron  el  patrimonio  de  mi  hijo,  y  huyeron  á 
Italia,  dejándome  en  la  desesperación. 

Ese  don  Pedro  de  Montellano  se  llama  don  Miguel  de  Hellin,  ha 
hecho  desaparecer  al  alférez  Ocampo,  que  lo  sacó  de  las  galeras,  y  á 
otros  muchos  que  lo  conocieron  ;  lleva  en  el  pecho,  en  la  piel,  estam- 
pado con  tinta  azul  el  sello  de  los  criminales. 

El  oidor,  en  concierto  con  este  hombre  y  algunas  personas  de  la 
casa,  fingió  que  le  acometía  un  grave  accidente,  y  pidió  los  santos 
óleos.  En  consecuencia,  la  boda  queda  suspendida ;  corre  doña  Bea- 
triz al  lado  de  su  padre,  este  le  explica  todo,  y  queda  concertada  una 
nueva  comedia. 

Don  Pedro  debía  ser  detenido  en  la  casa,  para  lo  cual  se  preparó 
un  bonito  alojamiento. 

Era  preciso  no  ofenderlo  si  acaso  era  inocente,  así  es  que  se  to- 
maron las  precauciones  necesarias  para  espiarlo  cuando  se  desnudara ; 
pero  don  Pedro  apagó  la  luz  y  se  desnudó  en  las  tinieblas. 

No  hubo  remedio,  esperaron  que  se  durmiese,  y  un  criado  azteca, 
notable  por  su  ligereza  é  inspirado  por  el  odio  á  todo  lo  español,  se 
encargó  con  gusto  de  abrirle  la  camisa  y  ver  la  susodicha  marca. 

Todo  salió  bien  ;  Montellano  roncando  á  pierna  suelta,  soñando 
tal  vez  en  su  próxima  fortuna,  ni  sintió  la  luz,  ni  después  los  pasos 
del  oidor,  del  acusador,  de  doña  Beatriz,  y  varias  personas  que  se 
fueron  colando  sucesivamente. 

Allí  estaba  la  marca  medio  carcomida  y  como  plegada  por  varias 
cicatrices* 


LOS   INSURGENTES  59 


VIII. 

Fué  indecible  la  emoción  de  don  Pedro,  cuando  al  despertar,  au 
vez  del  desayuno,  encuentra  sobre  su  mesa  una  llave  y  un  papel  con 
estas  palabras  : 

«Señor  D.  Miguel  de  Hellín, 
«Tomad  esa  llave  é  marchaos  aina  por  la  parte  que  está  á  un  lado 
de  vuestro  lecho.  Non  conservéis  memoria  de  mi  palabra.  Ruego  al  señor 
Dios  os  guie  é  non  faga  que  esa  mano  que  me  regalabais,  gire  mañana 
sobre  la  punta  de  una  escarpia.  Beatriz.» 

Cuando  el  veterano,  colocado  en  la  escalera  con  orden  de  apre- 
hender á  don  Pedro,  vio  que  este  no  salía,  se  decidió  á  penetrar  en 
su  habitación,  y  se  dio  al  diablo  cuando  \u  vio  desierta. 

Doña  Beatriz  fué  reprendida  severamente  por  su  hermano,  y  un 
diluvio  de  alguaciles  se  lanzó  eju  busca  de  don  Pedro. 


IX. 

Volvamos  á  Xóchitl. 

La  pobre  joven  después  de  haber  esperado  mucho  tiempo,  tí 
pasar  á  Montellanc  con  la  velocidad  del  relámpago,  seguido  de  variof 
ginetes  azorados. 

Supo  después  que  la  boda  había  sídc  interrumpida  pot  .'a  enfer 
medad  repeiitmt.  u-dl  oidor,  y  creyó  qut  Dios  >,o  ia  había  abandonado. 

Se  puso  en  niarchu.  par¿t  México,  y  al  otro  día  esperó  con  impa- 
ciencia las  sombras. 

No  bien  f.ayc~  la  noche,  se  dirigió  á  la  casa  del  oidor  ?on  c¡ 
ánimo  de  ver  salir  á  dor.  Pedro. 

Rondó  por  todos  los  costados  ;  las  horas  de  la  nocho  avanzaoan, 
las  puertas  todas  se  cerraron,  y  la  calle  quedó  oscura  y  desierta  pero 
Xóchitl  permaneció  inmóvil,  col  la  vista  fija  en  lot   cristales 

Iba  ya  á  retirarse,  cuando  cree  oir  el  rechinido  df    ana   puerte 
vuelve  el  rostro  hacia  donde  escuch.    el    ruido,    y    parecí     distinguii 
una  sombra  que  avanza,  deteniéndose  de  cuando  en  cuando ;  y;;  per 
cibe  sus  pisadas. 

Xóchitl  se  siente  sobrecogida,  no  se  atreve  á  respirar ;  la  sombr.' 
sigue  adelantando. 

¿Sería  acaso  Huematzinlf  ¿pero  no  han  convenido  en  suspender 
el  golpe?  no  obstante,  aquello  se  acerca  con  lentitud  horrible,  y  la 
joven  grita  con  trémula  voz  : 

— ¡Huematzin!... 

— ¿Quién  eres?...  respondió  otra  voz  medrosa,  cuyo  timbre  resonó 
en  el  alma  de  Xóchitl. 

— ¡Don  Pedro!... 

—  ¡Silencio,  ó  soy  muerto!.. c 

Era  efectivamente  don  Pedro  que  había  permanecido  oculto  hasta 
esas  horas  en  una  caballeriza  de  la  casa. 

—  ¡Oh  don  Pedro!  aquí  estoy,  nada  temas.,* 


60  JUAN  A.   MATEOS 


—  ¡Silencio,  por  Cristo!...  huyamos,  llévame  á  donde  nadie  pueda 
encontrarme...  pronto. 

— No;  nada  temas,  ven...  ¿qué  tienes?  ¿qué  pasa1?  ya  alimentaré 
con  mi  cadáver  las  fauces  de  tus  perseguidores...  pero  aguarda,  tente, 
serénate...  por  Dios! 

— Sí...  sí...  pero  aprisa...  huyamos... 

X. 

Los  dos  llegaron  á  una  casita  que  Xóchitl  había  comprado  en  un 
arrabal  que  hoy  forma  una  de  nuestras  calles  más  hermosas. 

Don  Pedro  conoció  á  su  hijo  sin  emoción,  y  Xóchitl  veló  como 
un  ángel  sobre  su  agitado  sueño. 

Al  otro  día,  al  oscurecer,  los  tres  tomaban  el  rumbo  del  Iztalzi- 
hnatl. 

Poco  después  un  hombre  con  la  boca  ensangrentada  y  una  ancha 
herida  sobre  la  frente,  llamaba  á  la  puerta  de  la  casa. 

Era  Huematzin  que  venía  de  batirse  con  los  asesinos  que  don 
Pedro  había  mandado  sobre  Xóchitl. 

Cuando  una  anciana  á  quien  este  dejó  encargado  su  hijo  mien- 
tras iba  en  busca  de  don  Pedro,  dio  á  Huematzin  las  señas  del  hombre 
que  llegó  esa  noche,  el  joven  guerrero  sintió  por  segunda  vez  que 
los  celos  le  enterraban  en  el  corazón  sus  garras  candentes. 

No  le  costó  mucho  trabajo  saber  el  rumbo  que  debía  tomar,  y 
se  perdió  en  el  llano  jurando  tomar  un  desquite  horrible. 

XI. 

Después  de  cinco  días  de  peregrinación  por  senderos  extraviados, 
llegó  Xóchitl  á  una  cabana. 

El  dueño  abrió  sus  puertas  á  los  viageros  con  esa  generosidad 
proverbial  de  los  habitantes  de  México. 

A  media  noche  un  hombre,  después  de  aplicar  el  oido  sobre  las 
paredes  de  tule  que  guardan  el  sueño  de  los  fugitivos,  corta  con  su 
puñal  los  débihs  troncos,  penetra  cautosamente,  sale  á  poco  rato  con 
un  niño  en  los  brazos,  y  desaparece  por  las  tenebrosas  gargantas  del 
monte... 

XII. 

Pasaron  cuatro  años. 

Era  el  2  de  Marzo  de  1548. 

En  la  parroquia  de  San  Sebastián  daban  las  ocho  de    la    noche. 

Una  mujer  pobre  con  dos  niños  de  la  mano  se  dirigía  presuro- 
samente por  la  solitaria  calle  de  N***  ;  el  aire,  porque  el  aire  ruje 
siempre  tras  del  que  lleva  miedo,  rujia  haciendo  tremolar  como  la 
fama  de  una  vela  el  capote  de  los  niños  y  las  faldas  de    la    señora. 

Un  farol  de  papel  colocado  en  la  esquina,  delante  de  un  cuadro 
de  ánimas,  daba  sendas  cabezadas  contra  la  pared  metiendo  un  ruido 
siniestro. 


LOS   INSURGENTES  61 


Cuando  hubo  llegado  la  mujer  á  la  esquina  donde  el  puente  de 
San  Sebastián  desemboca  en  la  plazuela  del  mismo  nombre,  se  de- 
tuvo ;  los  niños  exhalaron  una  espiración  ruidosa,  y  dejaron  de  afianzar 
la  copa  de  sus  sombreros. 

Después  de  algunos  instantes  de  silencio^lanzaron  una  mirada  á  la 
plazuela. 

Estaba  pavorosa,  y  hasta  el  eco  de  la  campana  se  había  recogido 
en  las  tinieblas 

— Vamos,  dijo  la  mujer  apretando  en  cada  mano  una  canilla  de 
los  niños;  agárrense  el  capote,  no  volteen...  la  Santísima  Virgen  de 
la  Soledad  nos  acompañe!...  el  Señor  sea  con  nosotros!... 

Y  los  tres  parten  como  una  exhalación  atravesando  el  espacio  que 
los  separaba  de  la  parroquia. 

Llegaron  á  una  puerta  que  se  abrió  á  los  primeros  toquidos. 

Allí  vivía  el  sacristán. 

— ¿Qué  hacías,  mujer?  dijo  un  hombre  de  montera  que  apareció 
delante  de  ellos  resguardando  con  una  mano  la  candela  que  sostenía 
en  la  otra. 

— ¿Qué  he  de  hacer,  hijo?  si  no  hay  carne  hasta  el  mercado  de 
Tlaltelolco... 

— Bueno,  entren,  date  prisa,  porque  don  Fernando  ha  de  estar 
con  una  hambre  del  diablo. 

Era  este  un  soldado  español,  como  de  45  años  de  edad,  entre- 
cano, bien  hecho,  de  nariz  perfecta,  ojos  vivos  y  expresión  bonda- 
dosa. Hacía  tres  días  que  había  llegado  de  Valladolid  ;  servía  en  un 
cuartel  de  Al  varado  á  las  órdenes  del  capitán  Moneada. 

Don  Femar  do  era  un  antiguo  conocido  del  sacristán  (que  no  des- 
cribimos porque  todos  ellos  se  asemejan)  y  había  venido  aquella  noche 
con  el  objeto  de  abrazarle.  . 


XIV. 


A  las  nueve  de  la  noche,  el  sacristán,  los  dos  niños  y  don  Fer- 
nando, sentados  á  una  mesa  de  encina,  cenaban  con  hambre  de  ca- 
minantes, oyendo  la  conversación  de  una  mujer  que  desde  el  brasero 
donde  humeaba  la  britanga  y  soplando  los  carbones  decía  : 

— Sí,  señor...  tan  cierto  como  María  Santísima,  que  yo  la  he 
oído...  ¡ay!  ¡y  qué  voz  tan  dolorosa!...  ¿pero,  queréis  decirme,  añadía 
cesando  de  soplar,  no  le  valen  al  alma  de  don  Miguel  Hellín  tantas 
misas  como  se  han  dicho  por  su  descanso1?... 

— Yo  creo,  dijo  el  guerrero,  que  el  alma  de  los  condenados  no 
descansa  nunca,  pero  no  creo  que  anden  por  este  mundo. 

— ¿No  creo?...  respondió  el  sacristán,  pues  á  fé  mía  que  os  qui- 
siera ver  una  noche  junto  á  la  horca  de  don  Miguel  Hellín. 

— ¿Habéis  estado  allí? 

— Sí,  muchas  veces  á  las  nueve  de  la  mañana... 

—  ¡Bah! 

— Pero  de  noche,  á  eso  de  las  once,    yo    y  Úrsula   hemos    visto 


62  JUAN  A.  MATEOS 


desde  aquella  vidriera  al  fantasma,  que  va  y  viene  como  centinela  y 
se  reclina  sobre  el  cadalso. 

Yo  no  sé  si  será  el  alma  del  difunto,  pero  interrogad  á  todos  los 
vecinos  y,  pese  á  mi  abuela,  si  no  os  repiten  todos  lo  mismo  que  os 
estamos  diciendo. 

XIII. 

—Puede  ser...  replicó  el  guerrero  haciendo  un  gesto  de  incredu- 
lidad, é  imprimiendo  un  movimiento  circular  á  su  plato  vacío. 

— Una  vez,  continuó  después  de  una  corta  interrupción,  veníamos 
de  Otumba  atravesando  el  monte  yo  y  dos  compañeros,  con  dirección 
á  Ameca  :  la  noche  cerró  sobre  nosotros,  con  tal  chusma  de  ráfagas 
y  de  sombras,  que  hubimos  de  renunciar  á  seguir  adelante,  pues  no 
alcanzábamos  a  ver  ni  donde  colocábamos  las  plantas. 

— ¿Qué  hacemos?  les  dije. 

— No  hay  más,  replicó  Céspedes,  uno  de  los  compañeros,  sino 
que  aquí  hacemos  nuestra  cama. 

— Pero  el  agua  viene,  observó  el  otro,  y  si  Céspedes  se  refresca 
y  se  esponja  con  el  rocío,  nosotros  quedamos  aporreados  y  dejamos 
al  pueblo  con  las  cuartanas. 

— Decid,  le  respondimos,  dónde  tenéis  alojamiento,  que  os  metéis 
en  las  consideraciones  de  una  dama1? 

— Tenéis  poco  seso,  replicó  en  su  tono  festivo;  venís  con  Pedro 
Medellin,  vuestro  amado  sargento,  que  os  ha  sacado  de  otros  lances 
menos  miserables  que  este,  y  aun  dudáis  de  su  genio.  Ea,  seguidme, 
que  esta  noche  vais  á  dormir  en  un  palacio. 

Fiados  en  la  conocida  probidad  de  Medellin,  nos  afianzamos  á  su 
brazo  y  nos  metimos  de  plano  entre  los  matorrales. 

El  relámpago  brillaba  de  cuando  en  cuando,  y  gruesos  goterones 
comenzaban  á  tronar  sobre  nuestros  cascos... 

Al  llegar  aquí  el  llamado  don  Fernando,  apuró  su  vaso  como  es 
costumbre  en  todos  loi  narradores  de  historias  de  este  género. 

Úrsula  se  sentó  en  la  esquina  del  asiento  demasiado  basto  que 
ocupaba  uno  de  los  niños.  El  sacristán  se  caló  bien  la  montera,  cruzó 
los  brazos  y  dio  á  su  fisonomía  la  expresión  benévola  de  un  oyente 
perfecto. 

— Pues  señor...  continuó  Fernando  :  después  de  muchas  vueltas 
y  revueltas  pudimos  divisar  una  pequeña  luz  allá  en  el  fondo  de  la 
cañada. 

— ¡Por  San  Judas!  exclamó  Medellin,  acaso  nos  han  ganado  la 
partida. 

— ¿Qué  ocurre?  preguntamos. 

— Mirad,  nos  dijo ;  aquello  es  el  palacio,  pero  esa  luz  me  indica 
que  tenemos  huéspedes. 

— «Tanto  mejor,  dije,  cenaremos  con  ellos.»  (Porque  el  frío,  como 
sabéis,  abre  gana  y  yo  la  tenía  espantosa.) 

— Veamos,  murmuró  Céspedes,  aunque  no  sea  mas  que  por  cu- 
riosidad. 

— ¡Por  San  Judas!  volvió  á  exclamar  nuestro  sargento,  yo  os  daré 


LOS   INSURGENTES  63 


la  posada  que  os  tengo  prevenida,  aunque  tenga  que  habérmelas  con 
Xicotencal. 

Volvimos  á  ponernos  en  marcha. 

Conforme  avanzábamos,  la  luz  que  antes  era  Tin  punto,  se  con- 
vertía en  una  faja,  después  esta  faja  se  interrumpió  formando  varios 
fragmentos  alargados ;  hasta  que  pudimos  distinguir  claramente  que 
eran  las  ventanas  de  un  edificio. 

Aquello  nos  pareció  muy  estraño,  pues  no  teníamos  noticia  do 
que  existieran  casas  por  esos  sitios  deshabitados.  [Pero  Medellin  nos 
dijo  que  allí  había  desde  muchos  años  una  especie  de  templo  azteca 
ya  casi  derruido,  que  servía  de  refugio  solo  á  las  aves  de  la  montaña. 

Ahora,  lo  que  nos  llamaba  la  atención  era  verlo  iluminado,  y 
hasta  llegamos  á  creer,  que  alguna  gavilla  errante  de  los  indios  in- 
surreccionados estuviera  vivaqueando  en  las  ruinas. 

Paramónos  para  ver  si  podíamos  descubrir  algo  que  nos  sacara 
de  la  duda,  y  á  pesar  de  las  exigencias  de  Medellin,  nos  detuvimos 
algunos  instantes  ocultos  tras  de  los  peñascos. 

— ¡Por  las  barbas  de  mi  suegra!  decía  el  sargento,  que  comenzáis 
á  poner  miedo  con  vuestras  conjeturas.  La  tormenta  se  nos  viene 
encima,  y  menguados  seriamos  si  cambiásemos  aquel  alcázar  por  estoí 
malditos  vericuetos. 

En  efecto,  un  manto  más  negro  que  la  tinta,  se  columpiaba  por 
la  parte  del  Noroeste,  y  barría  ya  las  cumbres  que  se  alzaban  sobre 
nuestras  cabezas. 

— Vamos,  dijo  Céspedes  empeñado  en  recibir  el  chubasco,  yo  no 
bajo  más,  idos  si  queréis,  aquí  me  quedo  aunque  las  panteras... 

No  concluyó,  porque  un  rumor  como  de  muchas  voces  que  ha- 
blaban á  lo  lejos,  nos  dejó  suspensos. 

— ¿Quién  va"?  gritó  el  sargento  echando  mano  á  su  arcabuz. 

Dos  ó  tres  veces  el  eco  remedó  su  voz,  y  todo  volvió  á  quedar 
en  silencio. 

— Cantaradas,  nos  dijo  Céspedes,  voy  viendo  que  tenemos  más 
miedo  de  lo  que  conviene  á  un  soldado. 

— Ciertamente,  dijimos  Medellin  y  yo;  y  procurando  mirarnos 
entre  las  tinieblas,  soltamos  los  tres  una  carcajada. 

— ¡Adelante!  gritamos  como  si  se  tratara  de  caer  sobre  los  gentiles. 

Cada  cual  descendió  como  pudo,  y  nos  colocamos  sobre  el  sendero 
que  á  seis  tiros  de  ballesta  terminaba  en  el  templo.  Pero  de  repente 
las  luces  desaparecen,  y  un  relámpago  nos  muestra  los  muros   deseo 
loridos  y  las  ventanas  antes  iluminadas,  negras  como  boca    de   lobo. 

El  edificio  en  aquel  instante  pareció,  según  la  expresión  de  mis 
camaradas,  una  de  esas  calaveras  que  miran  con  sus  ojos  vacíos  la 
luna  de  los  cementerios. 

— ¡Adelante!  gritó  Medellin  con  más  fuerza. 

— ¡Adelante!  repetimos  nosotros  ya  comprometidos,  pero  sin- 
tiendo que  una  pavorosa  inquietud  comenzaba  á  agitar  nuestros  co- 
razones. 

Seguimos  marchando,  yo,  francamente,  maldiciendo  á  ese  ca- 
prichudo sargento,  que  á  diez  pasos  delante  de  nosotros  marehaba 
con  la  serenidad  de  un  valiente. 


64  JUAN  A.   MATEOS 


Por  último,  llegamos  al  pie  do  un  árbol  situado  á  una  corta  dis- 
tancia de  la  puerta. 
El  agua  arreciaba. 
— ¿Traes  paiuela?  dijo  Medellin  á  Céspedes. 

—  Aquí  está,  respondió  este  sacándola  de  su  talega. 

El  otro  la  tomó,  se  dirigió  á  la  entrada  levantando  un  hombro 
para  defender  la  cara  de  la  lluvia,  y  penetró  en  el  oscuro  recinto. 
Nosotros  llevamos  la  mano  á  las  espadas,  ya  resueltos  para  cualquier 
evento. 

— ¿Pero  no  lo  siguieron"?  diio  Úrsula. 

— ¡Cállate;  le  replicó  el  sacristán,  llevando  un  dedo  á  sus  labios, 
sin  despegar  los  ojos  de  don  Fernando.  Este  continuó. 

— No  había  pasado  un  credo  cuando  Medellin  volvió  á  aparecer 
en  la  puerta,  y  nos  llamó  de  un  modo  particular,  como  si  temiese 
que  su  voz  fuera  oida  por  cualquier  otro.  Fuimos,  nos  encargó  si- 
lencio, y  nos  condujo  de  la  mano  hacia  el  fondo  de  la  galería,  donde 
por  una  cuarteadura  se  divisaba  cierta  claridad  rojiza. 

— Mirad  por  ahí,  nos  dijo. 

Yo  noté  en  su  voz  un  timbre  estraño  que  me  hizo  pensar  «¿Si 
tendrá  este  miedo1?» 

Céspedes  se  acercó  el  primero. 

— ¡Bah!  exclamó,  veo  la  causa  de  nuestro  asombro.  Alli  está  un 
árbol  incendiado  por  el  rayo,  el  agua  va  á  apagar  .. 

— ¡Silencio  por  Dios!  dijo  en  voz  baja  el  sargento,  mirad  hacia 
abajo. 

— Nada  veo. 

— Mirad  bien. 

— ¡Ah!...  ¡Ah!...  ¡Ah!...  dijo  Céspedes  con  creciente  admiración, 
atrayéndome  por  un  brazo,  mirad!... 

Y  vi  á  la  luz  de  las  ramas  próximas  á  extinguirse...  vais  á 
reíros...  vi  en  pie  á  una  muerta. 

—¡Una  muerta!  exclamó  el  auditorio  de  don  Fernando. 

— Sí,  una  muerta,  ó  si  queréis  una  viva,  pero  salida  del  sepulcro. 

Era  una  mujer  pálida,  enjuta,  con  la  cabellera  y  el  rostro  mo- 
jados por  la  lluvia,  y  parecía  mirar  al  cielo  con  ira,  ó  yo  no  sé  s 
con   quebranto. 

Luego  inclinó  la  cabeza,  y  hacía  como  la  madre  que  arrulla  á  su 
niño  en  los  brazos. 

Al  llegar  aquí,  la  cabeza  de  Úrsula  giró  rápidamente,  y  su  mi- 
rada se  clavó  con  asombro  en  la  del  sacristán  más  asombrada  todavía. 

— Sí...  exclamaron  los  dos,  seguid,  seguid. 

Fernando  reanudó  su  historia. 

—  Era,  no  sé  quien,  pero  quedamos  aterrados  al  escuchar  un 
gemido  desgarrador  que  se  escapó  de  su   garganta. 

— ¡Silencio!  nos  decía  Medellin  con  esa  terquedad  de  una  persona 
trastornada  por  el  miedo  ó  por  el  vino. 

- — ¡Silencio! 

Esto  acabó  de  perdernos  :  cuando  ese    sargento    endiablado,    cu 
bierto  con  las  cicatrices  de  cien  combates,  se  refugió       tras  de  nos- 
otros,    no    dudamos    hallarnos    en    frente    de  una  cosa  superior   á  la 
pequenez  humana. 


Cristóbal  sintió  en  el  hombro  un  dolor  agudo,  casi  al 
mismo  tiempo  que  la  espada  de  Guzman  silbó  como  una 
vibora. 

Cap.  2.°-  VIII. 
La  primera  generación. 


)J'  .:: 


LOS    INSURGENTES  C5 


Creímos  que  el  Señor,  irritado  por  nuestras  grandes  culpas,  per- 
mitía que  una  voz  salida  de  la  tumba,  nos  hablara  de  su  justicia 
terrible  con  el  eco  profundo  de  la  eternidad... 

Aquella  mujer...  sí...  era  tal  vez  una  mujer  viva:  han  pasado 
siete  años,  he  visto  muchas  cosas,  he  hablado  con  muchos,  be  medi- 
tado mucho  y  me  voy  serenando...  ¿quién  sabe'?...  Aquella  mujer 
lloró  con  tal  angustia,  quo  nosotros,  mudos  por  el  terror,  sin  saber 
dónde  nos  hallábamos,  ni  lo  que  pasaba  delante  de  nosotros,  sentimos 
•pie  los  ojos  se  nos  humedecían  y  que  el  llanto  se  anudaba  en  nuestra 
garganta. 

Yo  fui  el  primero  que  se  atrevió  á  hablar. 

Me  encomendé  de  todo  corazón  á  Nuestra  Señora,  y  mientras  mis 
dos  compañeros  oraban,  interrogué  al  fantasma. 

— ¿Quién  eres1?  le  dije  ¿por  qué  lloras?  ¿es  el  Señor  el  que  nos 
trae  á  tí,  ó  es  Satanás  el  que  te  envía  á  nosotros? 

La  mujer  levantó  el  rostro,  pasó  las  manos  por  sus  sienes  reco- 
giéndose la  cabellera,  y  luego  levantando  el  puño  cerrado,  exclamó 
dirigiéndose  al  punto  en  que  nos  encontrábamos  : 

— ¡Ay  de  tí  miserable!  ¡ay  de  los  débiles!  !ay  de  los  perversos; 
¿Adonde  has  volado,   niño  mío,   de  mi    vida? 

Y  luego  añadió  con  voz  lúgubre  y  mirando  é  la  otra  puerta  que 
daba  al  campo  : 

— «¡Pedro...!  ¡Pedro!  ven  conmigo  ..  y  cayó  al  sueio,  ó  tengo 
para  mí  que  se  hundió  debajo  de  la  tierra. 

Al  nombre  de  «Pedro»  pronunciado  por  el  fantasma,  oí  que  un 
cuerpo  se  había  desplomado  á  mis  espaldas. 

Era  el  sargento  Medellin — él  se  llamaba  Pedro. 

— Está  muerto,  me  dijo  Céspedes  casi  sofocado. 

— Obedezcamos,  le  repliqué,  marchemos  de  este  lugar  donde  D103 
acaba  de  castigar  seguramente  á  un  gran  culpable,   vamos 

Llegábamos  á  la  puerta,  cuando  vibró  un  relámpago,  y  antes  de 
verlo  desaparecer,  un  trueno  inmenso  retumbó  on  loa  aires,  y  vimo3 
en  pie  junto  á  nosotros,  y  amenazándonos,  á  la  misma  mujer  de  mi- 
rada iracunda...  Céspedes  cayó  á  mis  pies  como  herido  del  rayo,  y 
yo  sentí  un  vértigo,  una  cosa  inexplicable  y  después  ..  nada- 

Úrsula  tenía  la  boca  abierta,  los  niños  se  habían  refugiado  com- 
pletamente en  su  seno  y  el  sacristán  se  espeluzaba  mirando  con  ademán 
medroso  la  ventana  que  rechinaba  con  el  viento. 

Daban  las  nueve  y  media  en  la  parroquia. 

— Pues  señor,  continuó  Fernando,  después  de  haber  tomado  una 
nueva  postura  en  su  taburete,  yo  no  sé  el  tiempo  que  permanecí 
privado  de  sentido,  levanté  la  cabeza  y  me  encontré  con  la  luz  del 
día.   ¿Habrá  sido  un  sueño?  me  dije  en  voz  alta. 

— Lo  mismo  digo  yo  cantarada,  replicó  Céspedes  que  estaba  en 
pie  enmedio  de  la  pie  .a. 

— Pero  ved  ahí  á  nv  ^stro  pobre  amigo  que  aun  no  despierta  y 
tiene  los  cabellos  erizados. 

Inmediatamente  me  acerqué  á  Medellin,  y  apliqué  el  óido  sobre 
sus  narices. 


Los  Insurgentes. 


66  JUAN  A.   MATEO» 


Fué  mi  gusto  inexplicable  cuando  percibí  que  respiraba. 

Lo  sacamos  al  campo;  tomé  agua  con  mi  casco  en  uno  de  los 
innumerables  charcos  que  había  producido  el  aguacero,  y  lo  vertí  en 
el  rostro  de  nuestro  compañero. 

Se  estremece,  abre  los  ojos  y  después  se  sienta  y  nos  tiende  los 
Drazos  con  reconocimiento. 

Dos  meses  después  tomaba  el  hábito  de  N.  P.  San  Francisco,  y 
marchaba  lleno  de  caridad  cristiana  á  las  misiones  de  California, 
donde  hoy  se  encuentra. 

Yo  no  he  sabido  nunca  lo  que  ese  Medellin  había  hecho  que 
ofendiera  al  Señor. 

Hemos  pasado  juntos  sin  ofender  á  nadie,  la  edad  de  los  des- 
aciertos, y  él  no  ha  llegado  aún  á  la  del  crimen... 

XV. 

— Bendito  sea  Nuestro  Señor  Crucificado,  dijo  Úrsula  aspirando 
sus  palabras ;  yo  quiero  que  él  me  hable,  pero... 

— ¡Cáspita!  exclamó  el  sacristán,  estoy  cierto,  mi  señor  Don  Fer- 
nando, que  si  pudieseis  mirar  al  alma  de  Hellin,  no  tendrías  la  sere- 
nidad... ¿pero  habéis  dicho  que  imitaba  el  movimiento  de...  así... 
cuando  se  duerme  á  un  niño?  ¡La  Virgen  me  valga! 

— ¿Qué?.,  ¿qué  dices?.. 

— ¿Qué  horas  son?  preguntó  el  sacristán  á  Úrsula,  en  vez  de 
responder  á  Fernando. 

— Las  nueve  y  media...  ya  dieron  hace  rato. 

— ¿Queréis  quedaros?  continuó  el  de  la  montera,  veréis  si  os  hemos 
referido  una  cosa  falsa. 

Fernando  se  puso  á  meditar. 

— ¡No!  no!  exclamó  Úrsula,  ¡Dios  mío!  si  es  la  misma  vendría  á 
buscaros  hasta  aquí... 

— ¿De  veras?.,   replicó  el  sacristán  sobrecogido. 

— ¿Y  á  qué  horas  aparece  regularmente?  dijo  el  soldado,  refi- 
riéndose al  espectro. 

— Poco  antes  de  las  diez... 

— ¿Y  eso...  es  todas  las  noches? 

— Sí  señor,  viene  por  esa  calle  que  da  al  llano.  Cuando  desemboca 
en  la  plazuela,  se  para  y,  ¿habéis  oído  como  ahullan  los  perros? 
pues  así...  después  llega  hasta  la  horca...  dicen  que  anda  en  el  aire... 

— ¿Decís  que- la  habéis  visto? 

— Sí,  señor. 

— ¿No  recordáis  sus  señas? 

— ¿Qué  señor?  qué  señas  va  á  tener...  si  es  una  sombra. 

Fernando  volvió  á  meditar,  pudiera  notarse  que  su  frente  iba 
tomando  cierta  palidez  que  sus  interlocutores  no  observaban. 

La  mano  con  que  acariciaba  su  barba  palidecía  y  se  agitaba  vi- 
siblemente. 

— Mira,  dijo  el  sacristán  á  Úrsula,  ¿por  qué  no  llevas  á  esos 
niños  á  la  cama?  voy  mientras  á  atrancar  la  puerta  del  corral,  dame 
la  lámpara. 


LOS    INS'jr.GEXTES  6? 


Úrsula  levantó  con  suavidad  la  cabeza  de  uno  de  los    niños   que 
dormía  en  su  falda,  le  dio  en  la  frente  un  beso  maternal,  y  le  dijo: 
— ¡Anda  ya  te  dormiste!   vamos  á  tu   cama. 

Y  moviendo  al  otro,   que  se  había  clavado  sobre  la  mesa,    añadió: 
— Vamos,  pelón,  á  tu  cama,   anda.  , 
Este  peloncillo  se  enderezó  inmediatamente  con  los  ojos  cerrados 

y  pujando. 

Y  á  un  nuevo  llamamiento  de  Úrsula,  dijo  entre  dientes  y  ras- 
cándose la  cabeza: 

— ¿Y  qué  sucedió  con  Zacate? 

— ¿Qué  Zacate? 

El  niño  volvió  á  clavarse. 

— ¿De  qué  Zacate  habla  esto?  preguntó  el  sacristán  con  cierta 
curiosidad. 

— Ha  de  ser,  replicó  Úrsula,  de  ese  señor  Céspedes...  anda,  niño, 
vamos  á  tu  cama. 

Y  luego,  dirigiéndose  al  sacristán: 

— Allí  en  el  agujero  de  la  puerta  está  la  lintern 

El  sacristán  la  enciende  y  desaparece. 

Úrsula  lleva  á  los  niños  á  la  cama,  y  comienza  á  desnudarlos 
con  el  mismo  trabajo  que  si  estuvieran  muertos. 

Fernando  permanecía  abstraído  en  sus  pensamientos. 

— ¿Y  esto,  dijo  después,  tiene  alguna  comunicación  con  la  iglesia? 

— Sí,  señor,  esa  puerta  da  al  eorralj  allí  existe  á  mano  derecha 
otra  puerta  que  cae  á  una  hortaliza.  Esta  hortaliza  tiene  su  entrada 
por  la  sacristía. 

— Bien. 

Don  Fernando  se  acercó  á  la  ventana,  no  se  veían  más  que 
sombras. 

La  plazuela  estaba  solitaria,  por  aquel  tiempo,  desde  las  ora- 
ciones de  la   noche. 

Para  nosotros  había  mucha  razón,  porque  aun  hoy,  que  han  pa- 
sado tantos  años  y  que  la  población  abunda,  y  que  estamos  libres  de 
preocupaciones,  no  hemos  podido  atravesar  á  deshora  por  aquel  sitio 
sin  apresurar  el  paso,  sintiendo  por  la  espalda  el  sople  frío  de  pavo- 


rosas leyendas. 


XVI. 


La  noche  en  qué  vemos  á  Fernando,  hacía  dus  años  y  tres  meses 
que  en  la  plazuela  de  San  Sebastián,  por  el  ángulo  del  Noroeste,  se 
levantara  un  cadalso. 

Corría  la  voz  de  que  un  español,  célebre  por  sus  maldades,  re- 
fugiado en  México,  debía  ser  ejecutado  por  haber  querido  furzar  á 
mano  armada  la  casa  de  un  alto  personaje,  y  atentar  á  la  honestidad 
de  una  tal  doña  Beatriz,  que  hacía  tiempo  se  retirara  á  la  Península. 

Otros  decían  que  el  criminal,  allá  en  Europa,  fué  e'  iae  mató  al 
condestable  de  Borbon,  metiéndole  una  bala  en  las  ingés. 

Otros  referían  cosas  espantosas. 

Un  día  todos  salieron  de  la  duda:  apareció  colgado  por  los    pies 


68  JUAN  A.   MATEOS 


el  cadáver  de  un  hombre  coa  la  cara  deshecha,  sin  una  mano  y  todo 
ensangrentado;  había  al  pie  de  la  horca  un  cartelón  con  estas 
palabras: 

«Este  es  el  cuerpo  de  Miguel  de  Hellín,  encontrado  sobre  el  ca- 
mino de  Zempoala  comido  de  perros. — Fué  perverso  y  Dios  Nuestro 
Señor  por  su  infinita  justicia  mandó  sobro  él  á  los  demonios  para  que 
lo  devorasen. — Su  Majestad  el  rey  de  ambos  mundos  no  permite  que 
se  revele  á  nadie  la  culpa  de  este  criminal,  ni  que  nadie  sea  osado 
de  tocar  sus  despojos. —  Rogad  por  su  ánima.» 

Desde  entonces  la  plazuela  fué  abandonada  por  casi  todos  los 
vecinos. 

El  cadáver  se  puso  negro,  hinchado  y  hediondo;  después  el  sol 
lo  achicharró,  y  con  el  tiempo  aquello  no  fué  sino  un  esqueleto  que 
se  conservaba  articulado  por  unos  andraios  de  carne  corificada. 
Sólo  la  cabeza  había  caído,  tenía  cabellos  todavía,  y  en  las  órbitas  y 
por  la  nariz  bullía  siempre  un  mosquero  repugnante. 

Tal  era  el  espectáculo  que  hubieran  presenciado  con  horror  los 
ojos  de  Fernando,  si  al  dirigirse  á  la  casa  de  nuestro  sacristán  no 
fuera  tan  abismado  en  sus   recuerdos. 

Ahora  procuraba  mirar  á  través  de  la  oscuridad  ese  horrible  palo 
que  enseñaba  á  la  tempestad  aquel  trofeo  de  la  muerte. 

Así  permaneció  algún  tiempo,  mientras  Úrsula,  con  esa  fe  que 
por  dicha  se  conserva  aún,  persignaba  á  los  niños  dormidos  murmu- 
rando una  oración  al  ángel  de  la  guarda. 

XVII. 

De  súbito  un  ahullido  prolongado  y  doliente  turba  el  silencio,  y 
atravesando  el  aire  de  la  noche  sube  y  retumba  por  los  negros  arcos 
del  campanario. 

— ¡Jesús  me  acompañe!   exclamó  Úrsula,   ¿habéis  oído?... 

— Sí...  balbuceó  don  Fernando,  cuya  palidez  subió  de  punto. 

Oyóse  á  lo  lejos  una  carrera,  y  poco  después  se  abrió  de  golpe 
la  puerta  que  daba  al   patio.  " 

— ¡Jesús  mío!  volvió  á  gritar  Úrsula,  escondiendo  la  cabeza  en 
el  sonó  de  un  niño  que  instintivamente  la  rodeó  con  su  bracito. 

La  puerta  había  dado  paso  al  sacristán,  que  con  la  montera  casi 
hasta  los  ojos,  y  llevando  la  linterna  apagada,  apareció  con  el  rostro 
de  un  difunto  diciendo  también: 

— ¿Habéis  oído?... 

— ¡Demonio  de  hombre!  Dios  os  haga  un  santo,  le  dijo  Úrsula 
ya  mas  repuesta.   ¡Cerrad!  por  vida  de  vuestra  madre. 

El  sacristán  cerró,  y  fué  á  colocarse  tras  del  veterano,  tomando 
ese  aire  de  los  navegantes  novicios  cuando  la  mar  saludada  por  el 
rayo  comienza  á  estremecerse  bajo  la  nave. 

Un  nuevo  grito  volvió  á  resonar  mas  cercano. 

— ¡Dios  mío!  murmuró  don  Fernando,  mientras  el  sacristán  y  la 
mujer  se  cosían  por  las  espaldas  como  para  guardarlas    mutuamente. 

— No  sé,  decía  ella,  por  qué  no  permite  Dios  que  nos  mudemos 
de  estos  arrabales  que  no  han  de  estar  benditos. 


LOS   INSURGENTES  69 


— Calla  mujer,  cómo  no  lo  han  de  estar;  ¿qué,  la  llorona  no  se 
hubiera  colado  hasta  nuestra  pieza? 

— Yo  creo,  decía  Úrsula,  que  ese  Divino  Rostro  que  pusimos  en 
el  zaguán,  es  el  que  ahuyenta  á  los  malos  espíritus. 

— El  Señor  tendrá  misericordia  de  nosotros,  replicaba  el  sacristán 
en  el  mismo  tono  del  Christe  eleison. 

Pasó  media  hora.  El  actor  de  aquella  escena  espantosa  que  se 
había  anunciado  por  dos  lamentos,  no  aparecía  ni  daba  señales  de 
aparecer. 

— Pues  señor,  dijo  don  Fernando,  parece  que  el  negocio  ha 
concluido. 

— ¡Bendito  sea  Dios!   dijeron  respirando  los  cónyujes. 

— Me  voy  con  la  curiosidad  de  ver  á  la  llorona. 

— ¿Os  vais  solo1? 

— Voy  con  mi  espada. 

— Pero... 

— Mañana  volveré,  porque  estoy  interesado  altamente  en  ver  1? 
xgura  de  ese  espectro. 

— Mirad  que  aquí  no  molestáis  á  nadie...  mi  cama    . 

— No,  os  lo  agradezco,  replicó  el  soldado  tomando  el  sombrero 
que  Úrsula  se  apresuró  á  ofrecerle.  Antes  de  las  once  tengo  que  hacer 
ea  Al  varado,  y  ya  es  tarde.   Mañana  á  las  siete  estoy  aquí  sin   falta. 

—  Pero...   como  nos  quedamos  ..  es  decir,  como  os  marcháis    por 
esas  calles ...  á  estas  horas... 

—  ¡Bah!    exclamó    Fernando    tendiéndoles    la    mano,    ya    lo    ve- 
réis cómo 


XVIII. 

Don  Fernando,  después  de  despedirse  cordialmente,  marchó  hasta 
llegat  ;i  la  puerta  de  la  calle,  guiado  por  Úrsula  y  el  sacristán  que 
alumbraban  sus  pasos. 

Despulióse  de  nuevo,  y  la  puerta  se  cerró  á  sus  espaldas. 

Oyó  después  como  los  pasos  se  alejaban 

Cuando  se  vio  solo  en  la  plazuela,  envuelto  en  una  oscuridad 
profunda,  y  oyendo  el  golpe  que  daba  coa  el  viento  el  esqueleto  de 
Hellin  contra  el  palo  de  la  horca,  dejó  caer  con  el  embozo  un  brazo 
lánguido,   y  se  reclinó  en  la  puerta  casi  refugiándose. 

— ¿Qué  es  esto?  dijo  á  poco  rato,  ¿yo  tengo  miedo''  ¿y  qué 
dirían  si  volviera  á  llamar?..  ¡Pesia  á  tal!... yo  no  he  temblado  nunca... 
¡Ah!   ¡loado  sea  Dios!   nna  ronda 

En  efecto,  por  el  callejón  que  hoy  se  llama  de  los  Cantantes 
podían  verse  dos  ó  tres  lueesillas  que  luego  desaparecieron. 

Don  Fernando  comenzó  a  andar  en  aquella  dirección. 

No  había  llegado  á  (a  mitad  de  la  plazuela,  cuando  un  gemido 
más  terrible  que  los  que  escuchara  pocos  momentos  antes,  íesonó  á 
poca  distancia  dejándolo  petrificado. 

Poco  después  oyó  que  uno*  pasos  se  le  aproximaban  con  lentitud, 
y  cayó  de  rodillas. 


70  JUAN  A.   MATKOg 


El  fantasma  so  presentó  á  sus  ojos. 

— ¡Infame!  dijo,   ¡devuélveme  a  mi  Pedro,  deruélveme  á  mi  hijo! 
¡ay  de  los  débiles! 

— ¡Es  ella!  dijo  Fernando,  ¡socorro!  y  se  desplomó  sin  sentido. 

XIX. 

Al  mismo   tiempo  desembocó  la  ronda,  aparecieron  las  linternas, 
y  Bono  el  ruido  de  los  arcabuces  que  se  amartillaban. 
— ¡Por  aquí!»  dijo  uno  de  los  que  llevaban  linterna. 
—  ¡Un  hombre!  exclamaron  todos. 


Está  muerto! 


— Registradlo,  dijo  otro  que  parecía  el  jefe,  y  se  formó  un  grupo 
en  torno  del  que  aparecía  en  el  suelo. 

Estando  en  esta  operación,  suena  todavía  otro  lamento. 

—  ¡La  Llorona!  dijeron  con  voz  cavernosa  dos  alguaciles,  cayendo 
desvanecidos  sobre  Fernando. 

— ¿Quién  vá?  exclamaron  los  que  estaban  en  pie,  apuntando  á 
una  mujer  pálida  que  alumbraban  las  ráfagas  de  la  linterna...  ¿quién 
vá?  y  se  dejó  oir  el  eco  melodioso  pero  terrible  que  decia  : 

— ¡Ay  de  tí!   ¡miserable!   ¡ay  de  los  débiles!   ¡ay  de  los  perversos! 

— Esto  es  demasiado,  dijo  el  jefe...  fuego...  estalló  la  explosión 
de  siete  arcabuces  ahogando  otro  lamento,  y  volvió  el  silencio. 

— ¡Es  hombre  muerto!  exclamó  el  jefe  ;  y  todos  se  precipitaron 
al  lugar  de  la  catástrofe. 

Pero  allí  no  había  nada. 

Buscaron  tentando  el  suelo  y  la»  paredes  con  el  rayo  de  las  lin- 
ternas, interrogaron  todos  los  callejones  y  nada  encontraron. 

— Era,  no  hay  duda,  una  alma  de  otra  vida. 

Entretanto  Fernando  volvió  en  sí,  se  levantó  sacudiendo  con 
terror  á  los  alguaciles  que  tenía  encima;  comprendió  seguramente  lo 
que  pasaba,  al  oir  las  voces  y  ver  á  la  ronda,  y  temiendo  que  lo 
conocieran  como  á  un  cobarde,  huyó  á  todo  escape  siguiendo  la  pri- 
mera calle  que  le  deparó  la  suerte. 

Cuando  todos  convencidos  ya  de  la  inutilidad  de  sus  pesquizas 
llegaron  á  buscarlo  había  desaparecido. 

— ¡Señoresl  dijo  el  jefe  descubriéndose,  y  dándole  á  su  voz  un 
tono  solemne;   ¡señores!.. 

Todos  se  descubrieron 

— ¡Señores',  aquí  anda  el  diablo...   vamonos. 

Cargaron  á  sus  alguaciles,  y  la  plazuela  volvió  á  quedar  de- 
sierta. 

XX. 

Suponemos  que  el  lector  ha  descansado  cinco  días. 

Con  esta  confianza  lo  trasportaremos  á  una  ¡egua  al  norte  de 
México,  al  pie  de  un  cerro,  que  envuelto  en  el  prestigio  de  una  le- 
yenda milagrosa,  debía  ceñirse  un  día,  como  el  Horeb,  una  diadema 
de  ráfagas  sagrarlas 


LOS    INSURGENTES  71 


El  sol  iba  á  ponerse. 

Por  aquellos  sitios  no  se  oían  ni  esos  murmullos  que  trae  la 
brisa  á  los  poetas,  como  el  último  suspiro  de  la  tarde. 

Si  en  el  pequeño  pueblo  de  Tepevacac  existían  algunas  casas 
habitadas,  sus  moradores  fatigados  con  la  faena  del  día,  ó  comen- 
zaban á  dormirse,  6  entregados  á  reservadas  pláticas,  su  voz  no  tras- 
pasaba los  umbrales,  contenida  por  el  misterio. 

Entre  una  de  las  rocas  salientes  sobre  la  falda  del  cerro  está 
sentado  un  hombre,  cuyos  ojos  preñados  de  lágrimas  contemplan  un 
punto  casi  imperceptible  que  flota  á  lo  lejos  sobre  las  aguas  de 
Tezcuco. 

El  hombre  tiene  en  sus  brazos,  y  dormido,  un  hermoso  niño. 

El  hombre  sería  hermoso  también,  si  su  cabellera  enmarañada, 
sus  labios  cubiertos  de  pol-o  y  sus  vestidos  desgarrados,  no  dieran 
un  aspecto  de  miseria  y  de  ferocidad  á  esa  frente  que  debía  ser  dulce 
al  rayo  de  la  luna,  ó  sublime  al  resplandor  de  un  combate. 

De  cuando  en  cuando  bajaba  la  vista  sobre  el  niño. 

Este  no  se  movía. 

Las  finas  guedejas  de  su  pelo  ensortijado,  colocadas  tras  de  la 
oreja,  dejaban  libres  unas  sienes  blancas  y  puras,  ligeramente  hu- 
medecidas 

r>os  ó  tres  cabellos  caídos  sobre  el  rostro,  cruzaban  la  línea  en- 
carnad» de  sus  '.abios. 

Temblaban  á  veces  con  el  soplo  de  las  auras  que  venían  del  lago, 
v  el  niño  sonreía  con  dulzura. 

El  punto  lejano  que  vagaba  sobre  las  aguas  era  una  barca. 

Se  acercaba  con  la  velocidad  de  un  pecesillo  perseguido  por  las 
celebras 

— Ya  están  aqní.  dijo  e1  hombre  en  voz  alta. 

Dejáronse  oir  'os  chasquidos  de  la  pa'.a  y  el  rumor  de  las  ondas, 
cuando  al  abrir  paso  al  barquiho  se  desi.zaban  por  sus  costados  cu- 
briéndolo de  espuma. 

— Ya  estáu  aquí,  volvió  á  decir  el  hombre  poniéndose  en  pie. 

Y  luego  con  voz  hueca  lanz'»  á  .os  aires  estas  palabras: 

— ¡Tlannac!   ¡Tlabuac!  ¿resp  ra?  .  ¿vive  todavía?.,   ¡respóndeme! 

Ya  muy  cerca  dijo  otra  voz  : 

— Viene  dormida,  acércate.,     viene  dormida. 

El  hombre  que  había  hablado  primero  puso  suavemente  al  niño 
sobre  la  roca,  y  descendió  á  saltos  hasta  la  oriba  del  lago. 

Cuando  la  barca  estuvo  cerca,  ie  salió  al  encuentro  metiéndose 
hasta  las  rodillas  miró  adentro,  y  dijo  con  el  vano  empeño  de  los 
que  le  hablan  al  sepulcro  : 

— ¡Xóchitl'  ¡Xóchitl!.,  ¡despierta!.,  ¡mírame!  te  traigo  á  tu  niño. 
Vamos,  diio  precipitadamente  al  que  acababa  de  llegar,  ayúdame  á 
sacarla...  pronto... 

Los  dos  hombres  sacaron  envuelto  en  un  lienzo  un  cuerpo,  al 
parecer  de  un  cadáver,  y  lo  pusieron  en  la  tierra. 

,    El  otro  se  arrodilló  á  su  lado,  la  descubrió    la   frente,    y  volvió 
á  decir  : 

—¡Xóchitl!...   ¡Xóchitl' 


72  «DAN  A.    MATIXIS 


Pareció  que  aquel  bulto  exhalaba  un  suspiro. 

Entóneos  tomó  el  cuerpo  en  sus  brazos,  y  como  poseído  de  un 
frenesí,   partió  á  escape  sin  oir  al  barquero  que  le  gritaba  : 

—  ¡Huematzin,  no  corras!   si   tropiezas  las  matas... 

Hucmatzin  llegó  al  Tepeyacac,  y  empujó  violentamente  con  el 
pie  la  puerta  de  una  de  las  cabanas. 

— Aquí  está,  dijo  á  un  anciano  que  abandonó  al  momento  la 
lumbre  en  que  se  calentaba.  Sálvala,  por  Dios,  y  te  haré  rico,  seré 
tu  defensor,  tu  esclavo... 

— Hijo  mío,  respondió  el  anciano  mientras  Huematzin  colocaba 
el  cuerpo  en  un  lecho  de  yerba,  ya  te  dije  que  mi  poder  está  es- 
trechado en  los  límites  que  Dios  ha  puesto  á  todos  los  mortales  ;  no 
te  confies  en  la  visión  de  tu  cariño  ;  no  te  abandones  á  engañadoras 
esperanzas,  porque  mi  ciencia  poderosa  contra  los  dolores,  tiembla  y 
se  confiesa  rendida  cuando  vé  que  en  la  pupila  del  agonizante  se  re- 
trata la  terrible  faz  de  la  muerte. 

— Es  decir,  exclamó  Huematzin  tendiendo  su  mano  suplicante,  ¿es 
decir  que  Xóchitl  partirá  de  mi  lado?...  no  dices...    que... 

— Serénate,  hijo  mío,  dijo  el  anciano  dirigiéndose  hacia  el  lecho 
y  descubriendo  la  pálida  hermosura  de  una  mujer  próxima  á  extin- 
guirse ;  serénate,  porque  tu  agitación  pudiera  anunciar  á  esta  mujer 
que  lloras  por  su  inevitable   ausencia. 

— ¡Oh!...  ¡malditas  tus  palabras!...  gritó  Huematzin,  ¡no!...  per- 
dona., v  y  se  desplomó  como  desvanecido,  hiriendo  el  suelo  con  el 
rostro. 

Al  mismo  tiempo  la  muier  levantó  el  suyo;  parecía  que  el  golpe 
de  Huematzin  la  arrancaba  de  un  sueño. 

— ¿Quién  eres?  dijo  clavando  una  mirada  dolorosa  en  ei  anciano 
que  se  había  inclinado  para  socorrer  al  joven. 

— Soy,  replicó  el  anciano  acercándose  á  ella,  el  que  procura  calmar 
tus  dolores;  soy  niña,  el  que  compadece  tus  quebrantos,  y  el  que 
pondrá  en  tu  seno  al  niño  amado  que  perdiste. 

— ¿Mi   niño?.-     dijo  Xóchitl  casi  incorporándose. 

— Sí,  tu  niño,  al  que  has  llorado  tanto  tiempo...  ¿quieres  verlo 
ahora  mismo? 

— ¡Oh!    ¡sí!...     ,tráemelo!...    ¡bendito  seas!  iré  contigo...    , vamos; 

— No,  dijo  el  anciano  sin  poder  disimular  sq  emoción,  tú  no 
puedes,  espérame;  y  lleno  de  esperanza  se  dirige  á  ia  paerca,  y 
desaparece. 

Al  salir  se  encuentra  con  Tlahuac. 

— ¿Adonde  está  Topiltzin?  le  dice. 

— No  sé,  le  responde  Tlahuac  retrocediendo. 

—¿Cómo? 

—¿No  lo  ha  dejado  aquí,    Huematzin? 

—No. 

— Entonces  debe  estar  en  la  casa  de  Coyotl. 

— ¡Ah!   ¡corramos  á  buscarlo! 

Partieron  los  dos  á  toda  prisa. 

Entre  tanto  Huematzin  abría  los  ojos,  y  después  de  iecoirer  con 
su  mirada  vaga  los  objetos  que  había  en  la  habitación,  se    fijaba    en 


LOS   INSURGENTES  73 


el  lecho,  donde  Xóchitl,  puesta  sobre  un  codo,  esperaba  con  el  aliento 
recogido  la  llegada  de  su  hijo.  . 

Después  se  puso  en  pie;  su  cabeza  pareció  serenarse,  y  su  pri- 
mera palabra  fué  el  nombre  que  adoraba. 

—  ¡Xóchitl!... 

La  niña  dio  un  gemido,  y  se  refugió  en  sus  propios  brazos. 

—  ¡Ah!  dijo  Huematzin,  ¡vive  todavía!...  ¡Xóchitl,  perdóname, 
voy  á  traerte  á  tu  hijo,  y  después  maldíceme,  después  mi  vida  mi- 
serable se  exhalará  á  tus  plantas. 

Parte  también  Huematzin,  y  á  poco  vuelve  con  el  niño,  que  en 
pie  sobre  aquella  roca  y  solitario,  comenzaba  á  aílijirse. 

Lo  lleva  hasta  la  cama,  lo  sienta  allí,  y  le  dice  : 

— Topiltzin,  abrázala,  es  tu   madre. 

El  niño,  acostumbrado  á  obedecer  sin  duda,  ó  atraído  por  ese 
instinto  poderoso  que  según  dicen  obraría  aún  en  circunstancias  más 
estrañas,  abarcó  el  cuello  de  Xóchitl  con  sus  brazos,  y  pozó  su  sien, 
refrescada  con  el  aire  de  noche,  sobre  la  sien  marchita  que  su  madre 
había  dejado  descubierta... 

XXI. 

A  otro  día,  casi  á  la  misma  hora,   un   alcalde    de    aquellos    con 
tornos  firmaba  dos  partes. 

En  uno  daba  cuenta  de  haberse  hallado  en  un  jacal  un  cadáver 
de  mujer  con  una  herida  en  el  costado  izquierdo;  y  á  un  niño,  su 
hiio  al  parecer,  que  lloraba  en  la  puerta. 

En  otro  avisaba  que  había  sido  recogido  un  cadáver  do  hombre 
en  el  despeñadero  del  Tepeyac,  con  señales  visibles  de  haber  caído 
desde  el  cerro. 

En  el  primer  parte  el  alcalde  recalcaba  estas  palabras  : 

«Todo  me  hace  creer  que  esta  muerta  se  ha  robado  de  algún 
templo  la  hermosa  esmeralda  que  le  quitamos  al  muchacho.» 

xxii. 

Xóchitl,  hija  de  héroes  y  nieta  de  reyes  poderosos,  que  en  vida 
de  Tizoc  hubiera  tenido  un  sepulcro  digno  de  su  estirpe,  duelo,  cán- 
ticos y  coronas  dignas  de  su  virtud  y  de  su  alta  hermosura,  fué  a- 
rrojada  tras  del  Tepeyac  en  un  zanjón,  medio  desnuda,  y  sin  tener 
una  mano  amiga  para  engujar  la  última  lágrima  que  temblaba  aún 
sobre  sus  ojos  entreabiertos... 


74  JtTiN  L.   UlTBOi 


CAPITULO  II. 


Que  continúa  el  extracto  de  los  documento! 
de  la  primera  esmeralda. 


I. 

El  día  17  de  Enero  de  1610,  la  casa  del  señor  alcalde  de  me»ta, 
don  Antonio  de  la  Mota,   resonaba  con   un   bullicio  de  los  diablos. 

Subían  y  bajaban  por  las  escaletas  multitud  de  personas,  vestidas 
con  toda  la  elegancia  del  lugar  y  de  la  época,  había  ruido  de  platos, 
de  entuertos,  de  cajones,  voces,  risas  alegres,  dejando  apénaB  percibir 
ana  música  de  flautas,  teponaztles  y  timbales  que  más  de  veinte  hom- 
bres tocaban  en  el   patio. 

Todas  las  comizas  ostentaban  sus  verdes  llecos  de  tule,  sem- 
brados de  olorosos  claveles,  todas  las  columnas  estaban  revestidas  de 
ciprés  entretejido  con  trébol,  cada  canal  de  la  azotea  soplaba  nn 
cüorro  de  guirnaldas,  y  el  embaldosado  cubierto  con  ona  gruesa  capa 
de  pétalos  de  todos  colores,  empapados  aún  con  el  rocío,  formaban 
una  alfombra  embalsamada,  muy  digna  de  ser  oprimida  por  el  piese- 
cillo  de  Jas  damas. 

Don  Antonio  de  la  Mota,  celebraba  aquel  día  el  cuadragésimo 
séptimo  año  de  su  nacimiento 

El  señor  alcalde  era  dueño  de  an  inmenso  caudal,  era  franco, 
alegre,  buen  gastrónomo,  y  por  dar  un  convite  hubiera  sido  capaz, 
apesar  de  su  orgullo,   do  festejar  el  santo  de   su    cocinera. 

El  señor  alcalde  tenía  muchísimos  amigos ,  no  por  interés, 
porque  en  aquel  tiempo  todo  el  mundo  tenía  marcos  de  oro. 

No,  el  señor  alcalde  tenía  un  atractivo  mas  estimable  que  el  di- 
nero, y  los  señores  de  su  corte  llevaban  en  el  corazón  un  Bentimiento 
menos  ruin  que  el  de  la  avaricia. 

El  señor  alcalde  tenía,  limpia  y  reluciente  como  un  diamante, 
blanca,  graciosa  y  flexible  como  el  cuello  de  un  cisne,  risueña  y  fresca 
como  la  aurora,  adorada  como  ídolo,  servida  como  reina,  y  acariciada 
como  paloma,  una  hija,  una  joven  digna  de  tener  una  lámpara  per- 
petua como  las  madonas,  ó  de  pulsar  sentada  soore  alguna  nube,  la 
lira  sagrada  de  los  cielos. 

El  hombre  hace  al  nombre;  pero  los  rústicos  padrinos  de  esta 
joven  merecían  la  hoguera,  ó  el  hábito  perpetuo,  por  haberla  bauti- 
zado con  un  nombre  que  haría  espeluzarse  á  Cátulo. 

La  hija  del  señor  alcalde  6e  llamaba...    Berenguela. 

Sin  embargó,  había  quien  oyera  este  nombre  con  la  compla- 
cencia que  un  inteligente  las  enmarañadas  sinfonías  de  Mozart.  Era 
el  joven  don  Francisco  Tello  de  Guzman,  rico  también,  hermoso,  gran 
valiente,  y  de  una  educación  muy  superior  á  la  de  entonces;  pero  bu 
mano  estaba  impura 


LOS    INSURGENTES  75 


II. 

Un  día  de  gran  fiesta,  vio  en  San  Agustín  á  una  dama  enlutada 
y  romántica,  de  bellas  facciones. 

La  esperó  en  el  atrio,  y  se  propuso  seguirla. 

Esta  dama,  que  tenía  un  marido  muy  celoso,  notando  sin  duda 
las  intenciones  de  Guzman,  se  propuso  extraviarlo,  y  después  de  haber 
andado  por  casi  toda  la  ciudad,  seguida  por  el  importuno  caballero, 
se  introdujo  en  una  casa  y  estuvo  oculta  en  uno  de    ios    corredores. 

Guzman  tomó  las  señas  de  la  casa,  y  retiróse  para  volver  al  día 
siguiente  :  vuelve  á  las  ocho  de  la  noche,  acompañado  de  un  amigo, 
que  al  ver  la  puerta,  y  ya  conociendo  por  Guzman  el  aire  de  la 
dama,   le  dice  :   «yo  te  prometo  una  entrevista». 

Entra,  llama  á  una  puerta,  habla  con  alguien,  y  vuelve  diciendo 
á  Guzman  que  su  desconocida  ha  consentido  en  escucharlo. 

Guzman  habla  con  ella  á  través  de  un  oscuro  postigo  ;  se  le  dan 
esperanzas,  y  se  le  encarga  un  absoluto  misterio;  quedan  en  verse  por 
la.  iglesia  los  días  de  fiesta,  y  obtiene  la  promesa  de  otra  dulce  plá- 
tica por  el  postigo. 

El  domingo  siguiente,  á  las  primeras  campanadas,  don  Francisco 
de  Guzman  estaba  arrodillado  en  el  templo;  él  notó  que  la  dama  en- 
lutada al  verlo  entrar  cubría  de  carmín  sus  mejillas,  pero  no  vio  que 
su  amigo,  levantándose  del  lado  de  otra  dama,  lo  señalaba  con  el 
dedo;  después  acercándose  á  Guzman,  le  dijo  al  oido:  «ahí  la  tienes» 
y  desapareció  entre  el  gentío. 

Guzman  no  pudiendo  concebir  esta  facilidad,  con  quien  al  verlo 
se  ruborizaba,  hubiera  tenido  mas  cautela,  pero  recordando  el  diálogo 
donde  había  aniquilado  todos  los  escrúpulos  de  la  desconocida,  y  mas 
enamorado  de  ella,  creyó  que  era  llegado  el  momento  de  ser  audaz, 
y  no  pudo  contenerse  por  más  tiempo. 

Apostóse  en  la  puerta  con  ánimo  de  darle  el  brazo,  y  dar  un 
paseo  donde  hubiera,  para  explicarse,  más  que  los  mezquinos  mo- 
mentos de  la  pasada  noche. 

La  dama,  roja  como  la  púrpura,  se  alejaba  tropezándose  con  el 
vestido,  mientras  Guzman  siguiéndola,  tendía  una  mano  atrevida  para 
detenerla  por  la  mantilla. 

Así  anduvieron  algunos  pasos ;  pero  hé  aquí  á  un  hombre  que 
presentándose  bruscamente  en  su  camino,  le  intima  no  seguir  adelante. 

—  ¡Paso!  grítale  Guzman  haciéndolo  á  un  lado  con  tal  fuerza  que 
el  otro  logra  apenas  no  tocar  la  pared  con  la  espalda ;  pero  antes  de 
haber  dado  otro  paso,  siéntese  retenido  por  un  brazo,  y  escucha  que 
le  dieen  : 

— Sois  un  miserable,  si  dejáis  que  os  abofetee  sin  desnudar  la 
espada. 

Guzman  respondió  al  desconocido  : 

— Seguidme;  tengo  que  hablar  con  la  señora,  después  haré  lo 
que  gustéis. 

— Antes  de  permitirlo,  exclamó  el  otro  desnudando  su  acero, 
pasaréis  sobre  mi  cadáver. 

— Corriente,  dijo  Guzman  echando  al  aire  su  espada. 


76  JUAN  A.   MATEOS 


Pero  la  dama,  pálida  ya  como  un  difunto,  acude  y  alianza  las 
armas  á  riesgo  de  rebanar  sus  blancas  manos. 

—  ¡Deteneos!  les  dice,  no  derraméis  sangre  antes  de  explicaros... 
¡Tristán,  escúchame!  yo  te  lo  diré  todo...  ese  mismo  caballero...  ca- 
ballero, decidle. 

— Perded  cuidado,  díjole  Tristán  envainando,  marchaos  á  casa 
mientras  yo  me  arreglo  con  este  caballero. 

Cuando  los  dos  quedaron  solos,  aquel  marido,  queriendo  descu- 
brir si  había  algo  de  cierto,  dijo  á  Guzman  con  una  voz  perfecta- 
mente reposada  : 

— Perdonad;   soy  padre,  idolatro  á  mi  hija,  y  no  puedo   soportar... 

—  ¡Ah!  exclamó  Guzman  interrumpiéndole  y  respirando  con  toda 
la  fuerza  de  sus  pulmones. 

— ¿Tratáis  como  los  caballeros?  continuó  el  otro,  habladme  con 
entera  franqueza,  y  os  diré  si  acepto  para  esa  niña  vuestra  mano. 

Guzman,  creyendo  habérselas  con  un  viejo  mentecato,  juró, 
aunque  sin  poder  ocultar  la  afectación,  que  si  le  prometían  tratar  á 
la  joven,  dentro  de  ocho  días  arreglaría  su  casamiento. 

Siguieron  hablando,  y  en  un  momento  astutamente  aprovechado 
añadió  Tristán  : 

— Pero  vamos,  es  imposible  que  yo  os  lleve  á  mi  casa,  cuando 
Margarita  no  os  conoce  más  que  de  vista,  esto  sería  descender  hasta 
un  oficio  degradante... 

—  ¡Quiá!  replicó  Guzman,  figurándose  que  triunfaba,  ya  está  pre- 
visto ese  negocio ;  sois  su  padre,  yo  seré  muy  pronto  su  esposo,  y 
creo  que  nada  pierde  si  os  confieso  con  ingenuidad... 

Aquí  Guzman  le  refirió  lo  del  postigo,  añadiendo  todo  lo  que 
juzgaba  necesario  para  pintar  el  temor  y  la  dulzura  de  un  amor  no- 
velesco. 

Tristán  guardó  en  la  copa  de  su  indignación  todas  las  palabras 
del  imprudente  joven,  y  prometió  esposar  á  aquellos  novios  sobre 
un  lecho  de  sangre. 

III 

Quedaron  en  verse  al  otro  día  en  el  mismo  sitio. 

Entretanto  Guzman  cuenta  á  su  amigo,  en  medio  de  risas  y  burlas, 
su  graciosa  aventura. 

El  amigo  le  revela  que  aquel  hombre  no  es  padre  de  la  dama  sino 
un  tío  muy  venal,  fácil  de  seducir  con  algunos  doblones;  le  aconseja 
que  vaya  sin  cuidado  por  aquell?  espada  que  parecía  tan  terrible,  y 
se  lamenta  de  no  poderlo  acompañar,  diciéndole  que  un  trabajo  im- 
portante para  su  familia  lo  detendría  en  la  casa. 

Despidiéronse,  quedando  concertados  en  volverse  á  ver  para  reirse 
con  el  nuevo  saínete. 

Guzman  encontró  á  su  futuro  suegro  en  el  lugar  convenido,  y 
empezaron  á  andar. 

— ¿Adonde  me  lleváis?  le  dijo  cuando  notó  que  no  iban  por 
la  casa. 

-Es  una  precaución,  le  dijo  Tristán,  temo  á    los  vecinos,  y   he 


LOS    INSURGENTES  77 


querido  que  hablemos  en  otra  parte;  ya  sabéis  cómo  se  interpretan 
las  cosas. 

Llegaron  á  una  casa;  Guzman  fué  invitado  á  sentarse,  permane- 
ciendo solo  durante  dos  ó  tres  minutos,  al  cabo  de  los  cuales  se  pre- 
sentó Tristán  llevando  á  Margarita  por  la  mano. 

Don  Francisco  Tello  de  Guznian  se  puso  en  pie  para  saludar  a 
la  que  amaba,  cuando  esta,  con  los  labios  temblorosos  y  la  mirada 
iracunda,  le  dijo  adelantándose  hacia  él: 

O  sois  un  loco,  ó  sois  un  miserable  calumniador  que  merecéis  os 
mande  arrojar  con  mis  lacayos;  y  antes  de  que  el  joven  volviera  de 
u  sorpresa,  añadió:  decidme,  decidme  aquí  la  hora  á  que  me  habéis 
nablado  por  la  ventana? 

—  ¡Vive  Cristo!  exclamó  Guzman  comenzando  á  creer  que  soñaba, 
no  hemos  hablado  á  las  ocho  de  la  noche  en  la  calle  de...1? 

— ¿Lo  oís?  düo  Margarita  á  su  marido,  sin  perder  aún  la  palidez 
de  la  cólera,   ¿lo  oís?  á  las  ocho,  ¿estáis  convencido?... 

— Bien,  respondió  Tristán  después  de  un  momento  de  medita- 
ción, vete. 

— ¡No!  exclamó  su  esposa,  vamonos,  no  hagas  nada  á  ese  hombre 
que  debe  estar  trastornado... 

— Vete,  repitió  Tristán  con  un  tono  benévolo,  nada  se  le  hará... 
¡por  el  cielo!  vete. 

Iba  á  retirarse  Margarita,  cuando  don  Francisco  de  Guzman 
le  dijo: 

—  ¡Voto  á  tal!...  hermosa,  deteneos  para  oir  al  menos  ¡mis  des- 
cargos. 

—  ¡Atrás!  le  gritó  Tristán  con  voz  de  trueno,  dejándole  caer  ur 
girrotazo  que  el  galán  e  vitó  con  la  agilidad  de  un  maestro. 

—  ¡Por  mi  madre!  yo  os  enseñaré,  viejo  holgazán,  dijo  don  Fran- 
cisco desnudando  su  espada,  cómo  se  ataca  á  un  caballero,  y  ciego 
de  rabia  tiró  un  tajo  que  hubiera  dividido  á  Tristán,  si  este  no  lo 
amortiguara  con  el  garrote. 

Margarita  súplica  y  llora;  pero  viendo  que  eran  vanos  sus  ruegos, 
piensa  de  otro  modo  en  la  salvación  de  su  marido,  y  corre  á  la  pieza 
inmediata  en  busca  de  la  espada,  pero  acude  muy  tarde;  Tristán  cae 
á  sus  pies  convulso,  acribillado  á  cuchilladas. 

Don  Francisco  lanza  otra  imprecación  y  arremete  con  Margarita, 
que  sin  mas  defensa  que  los  brazos,  recibe  dos  golpes  sobre  la  cabeza 
y  cae  junto  al  cuerpo  de  su  marido. 

No  saciada  la  cólera  del  infame  con  dos  víctimas,  huye  meditando 
en  aquel  amigo  por  quien  se  cree  engañado. 

No  lo  desafía,  no  lo  acomete  como   los  valientes. 

Le  da  el  golpe  de  sorpresa  cuando  el  infeliz  abría  los  brazos 
para  recibirlo,  sonriendo,  contra  el  pecho  que  le  guardaba  un  afecto 
de  hermano. 

Este  joven  era  el  sostén  y  la  providencia  de  su  familia,  que  había 
quedado  huérfana  hacía  dos  años... 

Si  hemos  intercalado  aquí  esta  historia,  desviándonos  del  hilo  de 
la  narración,  es  solo  por  pintar  el  carácter  de  don  Francisco  de  Guzman, 
en  toda  la  ferocidad  de  sus  instintos. 

Volvamos  ahora  á  la  casa  del  alcalde. 


73  JUAN  A.  MATEOf 


IV. 

En  la  sala  principal,  llena  de  lujosísimos  canapés,  comenzaban  á 
encenderse  velas  de  cera  colocadas  sobre  pantallas  de  plata,  y  ya  los 
candiles,  girando  lentamente  para  presentar  sus  lámparas  á  la  mano 
de  afanosos  criados,  hacían  pasar  sobre  los  cuadros  y  las  paredes  le- 
giones de  líneas  luminosas  y  oscuras  que  se  encontraban  y  se  per- 
seguían. 

En  la  pieza  contigua,  el  festín  coronado  de  flores,  repartía  entre 
los  convidados  el  licor,  los  brindis  y  el  contento. 

Don  Tello  de  Guzraan,  sentado  enfrente  de  Berenguela,  prodigá- 
bala delicadas  atenciones,  que  la  joven  aceptaba  con  miramientos, 
pero  con  una  seriedad  que  no  pasaba  desapercibida  para  aquellos  ado- 
radores, acostumbrados  á  notar  la  ligera  contracción  de  sus  labios. 

Guznian  disimulaba  á  duras  penas  su  despecho,  hablando  de  cosas 
triviales  con  los  que  tenía  á  su  lado,  ó  sirviendo  con  afectada  galan- 
tería á  señoras  menos  bellas,  pero  no  tan  desapacibles  como  Berenguela. 

Así  voló  el  tiempo. 

Las  sombras,  vagando  sobre  la  ciudad,  difundían  por  las  calles 
el  silencio  y  la  pavura  de  la  noche,  sin  menguar  el  brillo  que  des- 
pedían los  cristales  de  aquella  casa  resplandeciente,  y  llevando  en  sus 
alas  mas  agradables  y  sonoros,  los  ecos  de  una  música  aspirada  por 
cien  parejas  que  nadaban  ya  en  la  tibia  atmósfera  del  baile. 

La  perla  de  la  casa,  Berenguela,  confundida  pero  no  olvidada  en 
aquel  mar  de  sedas,  de  bordados,  de  jazmines  y  de  palpitantes  blondas, 
danzaba  con  un  joven  cuyo  traje,  menos  que  mediano,  había  sido  el 
blanco  de  punzantes  epigramas. 

Buen  cuidado  tenían  empero  aquellos  maldicientes  de  que  su  voz 
no  fuera  á  resonar  en  el  oído  del  pobre  hidalgo.  Este  dejaba  adivinar 
un  brazo  de  hierro  á  través  de  aquella  manga  próxima  á  mostrar  la 
hilaza;  y  en  la  noble  profundidad  de  sns  ojos,  y  en  su  frente  pálida, 
despejada  y  severa,  vagaba  la  expresión  de  un  valor  indomable, 

— !Por  Dios!  le  decía  Berenguela  acercando  el  rostro  hasta  tocar 
casi  al  del  joven  con  el  hálito  ardiente  y  puro  de  su  boca,  estoy  tem- 
blando... os  confieso  que  estoy  verdaderamente  arrepentida... 

— !Oh!  replicábale  su  compañero,  no  habéis  meditado  en  ese  desaire 
horrible. . . 

— Sí,  sí...  pero  no  acierto  á  explicarme... 

— ¿Tenéis  miedo  ? 

—Sí,  pueden  extrañarme...  Guzman  no  cesa  de  mirarnos... 

— ¿Y  qué  os  importa  Guzman?  además,  sois  la  señora  de  la  casa, 
y  podéis  ausentaros  con  un  pretexto  plausible. 

— ¿Decís  que  no  hay  nadie  en  el  patio? 

— Estoy  seguro. 

—¿Mi  tía?... 

— Ahí  está  entretenida  con  el  alférez  Real. 

— ¿Y  si  alguno  sale?.. 

—No  saldrá  nadie  :  un  silbido  anunciará  todo. 

— Pero... 

— Son  las  diez  y  media  :  si  dilatáis  más,  se  marcha  y  la  ocasión 
se  pierde. 


LOS    INSURGENTES  79 


Llevadme  al  comedor 

Los  dos  desaparecieron  por  la  puerta  del  costado,  seguidos  por 
dos  miradas  indescriptibles  •  una,  la  de  Guzrnan  repleta  de  soberbia, 
de  menosprecio,  de  malicia  -  otra,  la  de  una  joven  asida  casualmente 
al  brazo  de  Guzman  ;  mirada  lánguida  y  congojosa  como  la  de  la  virgen 
al  exhalar  un  suspiro. 

Comenzaban  á  levantarse  ligeros  murmullos. 

En  aquel  tiempo  no  reinaba  la  escandalosa  libertad  que  boy,  por 
espíritu  de  imitación,  pretende  introducirse  en  el  santuario  de  nuestras 
costumbres  domésticas. 

¿Qué  mas?  llamaba  la  atención  de  cualquiera  una  palabra  dicha 
en  voz  baja,  á  una  mujer  ;  ó  ésta  era  solemnemente  reprendida,  si 
"bailando  con  un  desconocido,  mostraba  una  sonrisa  que  fuera  más  allá 
de  lo  que  prescriben  las  leyes  de  una  severa  cortesía. 

El  joven  que  había  salido  del  salón  con  Berenguela,  tornó  solo 
á  pocos  momentos. 

Deshízose  entonces  la  nubécula  tempestuosa,  y  cada  cual  no  pensó 
ya  sino  en  el  talle,  la  torneada  mano,  y  la  gentileza  de  su  dama. 

La  música  seguía  dilatando  por  aquel  espacio  sus  temblar  tes  cír- 
culos, y  envolviendo  á  damas  y  caballeros  en  abrazos  de  fugaz  pero 
deliciosa  ventura. 

V. 

Entretanto,  en  la  calle,  junto  á  las  negras  tapias  de  la  huerta, 
un  hombre  inmóvil ,  azotado  por  las  ráfagas  de  la  noche,  reclinando 
su  frente  en  el  embozo  de  la  capa,  meditaba,  oyendo  como  en  sue- 
ños, la  lejana  vibración  de  las  flautas. 

El  rechino  leve  de  un  cerrojo  descorrido  con  precaución,  lehizo 
volver  el  rostro  hacia  la  puerta  que  tenía  á  las  espaldas,  y  ciavó  en 
ella  la  vista  con  la  trémula  ansiedad  del  cazador  que  na  sentido  que 
se  agita  el  ramaje 

Se  abrió  á  medias  la  puerta,  y  al  vago  reflejo  de  las  luces  inte- 
riores lejanas,  pudiera  descubrirse  allí  el  busto  inmóvil  también  azo- 
rado, como  anhelante,  pero  siempre  hermoso  de  Berenguela. 

El  hombre  llevó  la  mano  á  su  sombrero,  y  descubrió  con  timidoz 
una  cabellera  negra  y  una  frente  pálida  de  emoción. 

— Señorita,,    dijo  con  voz  dulce  y  tartamudeando  ligeramente. 
Berenguela  guardó  silencio. 

La  mano  que  tenía  puesta  sobre  el  cerrojo  se  estrechaba  con  más 
fuerza,  para  dominar  un  lijero  temblor  que  recorría  todo  su  cuerpo 

El  otro  permanecía  con  la  cabeza  descubierta,  y  ella  que  bajaba 
los  ojos,  esperaba  seguramente  otras  palabras 

—Señorita.,  volvió  á  decir  el  joven,  yo.  .  habéis  tenido  la  bon- 
dad... he  recibido  vuestra  carta  .. 

—  ¡Jesús'  ahí  vienen  ..  exclamó  Berenguela,  y  cerró  la  pnerta 
con  precipitación,  no  dejando  sino  una  abertura  imperceptible  donde 
aplicó  el  ojo. 

Alguien  venía  ;  se  acercaban  pasos  por  el  lado  de  la  calle  ;  una 
Bombra  torció  con  lentitud  por  la  esquina,  y  trascurridos  algunos  ina 
tantes  todo  quedó  en  calma. 


80  JUAN  A.   MATE03 


El  postigo  volvió  á  abrirse  lentamente. 

— ¿Quién  era?  dijo  Berenguela  sin  sabor  lo  que  preguntaba. 
— Ya  pasó...  replicó  el  joven  sin  apartar  la  vista  de  las  sombras, 
y  después  volviéndose:  pues  bieu,  señorita...  os  decía  yo  que  os 
amo...  de  tal  modo  que  aceptaría...  no  por  vuestro  amor...  por  uno 
solo  de  vuestros  recuerdos,  todos  los  sacrificios  de  la  vida.  Sé,  añadió 
con  una  imperdonable  imprudencia,  que  vuestro  padre  os  reserva  una 
mano  poderosa  y  noble,  más  digna  acaso  ;  pero...  ¿y  lo  amáis1?  de- 
cidme, por  el  cielo...  añora  que  os  veo  aquí  de  cerca,  sintiendo  el 
sagrado  prestigio  que  os  rodea,  miro  toda  la  altura  que  separa  vues- 
tras miradas  de  aqueste  ñidalgo  miserable  que  osara  levantar  las  suyas 
ñasta  vuestro  rostro. 

—  ¡Oñ!  señor...  no  digáis  eso... 

— Yo  fui  arrastrado  al  templo  por  una  fatalidad  desconocida... 
allí  os  vi...  y  desde  entonces  el  humo  del  incienso  y  el  acento... 
¿qué?...  vienen... 

— Sí,  sí,  ocultaos. 

Se  oyó  un  silbido,  y  la  sombra  volvióla  dibujarse  *en  el  fondo 
de  la  calle  j  no  cabía  duda,  se  aproximaba. 

Conforme  iban  siendo  más  sonoros  los  pasos,  el  joven  retrocedía, 
impulsando  con  la  espalda  la  puerta  que  no  oponía  resistencia. 
— ¿Viene  ñacia  acá? 
—Sí 

— ¿Quién  és? 
— ¡Añ!   ¡aquí  está. 

El  ñidalgo  dio  otro  paso  y  se  encontró  adentro. 
Berenguela  cerró  la  puerta. 

Los  dos,  con  el  dedo  eu  los  labios,  y  trasmitiendo  [a  sus  oídos 
la  anñelante  impaciencia  de  sus  corazones,  oyeron  crecer,  llegar,  y 
estinguirse  el  rumor  de  los  pasos. 

— ¿Pasó?...  dijo  el  galán  aplicando  un  ojo  á  la  cerradura,    y  ro- 
sando con  sus  finos  cabellos  la  mano  do  Berenguela,    pendiente    aún 
del  pasador  de  ñierro. 
— Creo  que  sí... 
— A  ver,  dejadme  ver... 
— '¡Oñ!  no...  esperad...  podrían  veros... 

Y  Berenguela  fué  la  que  aplicó  á  su  vez  el  rostro  al  agujero  de 
la  llaye. 

El  ñidalgo  abarcó  entonces  con  una  mirada  codiciosa,  triste, 
amorosa,  indecible,  aquel  bulto  palpitante,  envuelto  en  perfumadas 
sedas. 

Aspiró  á  través  de  la  noeñe  la  fragancia  de  aquel  peinado,  y 
creyó  numerar  con  los  golpes  de  su  corazóu,  la  que  aquella  beldad 
acaso  conmovida  abogaba  sobre  su  blanco  seno. 

— ¿Pasaron?...  volvió  á  decir...  porque  necesitaba  decir  algo. 
Entonces  la  mano  izquierda   de  Berenguela    se  estendió    ñacia  él 
con  el  ademán  que  marca  la  espera. 

El  joven  estendió  instintivamente  sus  dos  manos,  y  se  atrevió  á 
tocarla,  estaba  fría  y  lánguida. 

Poco  después  osó  estrecharla ;  Berenguela  no  veía  nada,  pero  no 
apartaba  el  rostro  de  la  cñapa. 


LOS   INSURGENTES  §1 


Ya  el  transeúnte  debía  estar  á  doce  millas  por  lo  menos. 

La  mano  de  Berenguela  fué  entrando  en  calor,  y  el  hidalgo  podía 
notar,  lleno  de  un  dulcísimo  espanto,  como  aquellos  dedos  se  entrela- 
zaban lentamente  con  los  suyos,  y  á  poco  los  oprimían  con  la  fuerza 
continua,  espasmódica,  fija,  que  no  viene  sino  de  dos  causas  :  la  epi- 
lepsia ó  el  amor 


Guzman  había  hecho  una  señal  imperativa  con  la  vista,  y  la  mú- 
sica había  callado. 

Fué  luego  á  sentarse  junto  á  un  hombre  de  rostro  sombrío,  que 
al  verlo  venir  le  cedió  el  asiento. 

— Os  voy  creyendo,  le  dijo. 

— Ya  acabaréis  de  creerme,  replicó  el  otro,  cuando  os  cuente.. 

—¿Qué?  ¿qué? 

— Acercaos. 

—¿Y  bien? 

— Urrutia  es... 

— El  amante,  ya  lo  sé. 

— No...  Urrutia  no  es  más  que  un  tercero  ¿no  nos  mira? 

— No,  adelante. 

— Pues  no  hay  tiempo  que  perder,  tomad  vuestra  capa  y  se- 
guidme. 

Guzman  y  aquel  desconocido  salieron,  bajaron  precipitadamente 
al  patio,  atravesaron  un  arco  apagando  el  farol  que  allí  ardía,  y  se 
acercaron  con  cautela  á  una  gran  puerta. 

No  escucharon  sino  el  susurro  del  viento  que  mecía  en  la  huerta 
el  follaje  de  los  álamos. 

— ¿Qué  hay?  dijo  Guzman. 

— Esperad. 

—¡Pesia  á  tal!  decidme  de  una  vez  si  hay  alguno... 

—  ¡Silencio!  vais  á  ver. 

El  hombre  aquel  entreabrió  la  puerta,  se  quitó  el  sombrero  y 
asomó  la  cabeza,  tendiendo  sus  miradas  á  la  sombra,  y  sus  oídos  al 
silencio. 

— Venid,  dijo  á  Guzman,  tirándolo  por  un  pliegue  de  su  capa ; 
recatad  vuestros  pasos. 

Y  el  uno  tras  del  otro,  comenzaron  á  adelantar  sin  ruido,  tan- 
teando las  piedras  y  los  rosales. 

Llegados  que  fueron  á  un  tosco  senador  que  se  levantaba  más  allá 
de  la  fuente,  vino  á  ellos  un  rumor  de  voces  y  se  ocultaron. 

Poco  después  púdose  oir  la  voz  armoniosa  de  Berengueia  que 
decía : 

— Pues  bien...  habladle  á  mi  padre,  porque  de  otro  modo  sería 
imposible  vernos  y  hablarnos ;  qué  sería  de  mí  si  alguna  vez  llegaran 
á  saber... 

— ¡Ah!...  vuestro  padre,  exclamaba  otra  voz  dulce,  pero  con 
acento  varonil,  vuestro  padre  ¿no  se  indignaría  con  vos    que  despre- 

6  —  Los  Insurgentes» 


JTJAN  A.   MATEOS 


tiáis  la  mano  que  él  mismo  ha  cultivado  para  enlazarla   con  la  vues- 
cra?...  ¿no  creería  que  os  habéis  dejado  sedaeir?... 

—¿Por  qué? 

— ¿Por  qué?...  eso  dirá,  eso  mismo...  ¿por  qué?... 

— ¡No!  me  ofendéis,  Cristóbal,  no  quiero  decir  eso.  Vos  tenéis 
todo  lo  que  halaga  mi  cariño,  y  realiza  mis  ilusiones  y  mis  esperan- 
zas;  ¿que  me  importa  queseáis  pobre?  sois  caballero,  tenéis  una  alma 
noble,  cultiváis  un  arte  que  en  Europa,  si  quisierais,  os  daría  el  re- 
nombre del  Ticíano...  ¿qué  le  importa  á  mi  padre  que  no  llevéis,  como 
tantos  miserables,  robado  un  blasón  honroso  habido  por  el  brazo,  y 
salpicado  con  la  sangre  de  algún  adalid  de  otros  siglos? 

—  ¡Por  vida  mía¡  niña,  que  vos  sois  la  noble,  la  más  noble,  la 
más  hechicera  de  las  criaturas  ,  naced  lq  que  gustéis,  pero  dejadme 
aquí  pedidle  á  Dios  que  uae  conceda  siquiera  morir  á  vuestros  pies, 
abrazarlos  con  el  aliento  de  mi  postrer  suspiro... 

— Alzad,  alzad,  Cristóbal...  ¡por  Dios!...  ¡silencio!...  os  lo  su- 
plico... 

Estas  últimas  palabras  eran  acompañadas  con  el  gurgeo  de  un 
diluvio  do  bosoá  4U6  vertía  Cristóbal  en  loa  dedos  sonrosados  de  i>e- 
rengueía. 

Esta  so  había  sentado  en  an  vigóa  carcomido  ja  por  ias  lluvias, 
que  soportaba  ana  hilera  de  macetas. 

Cristóbal  estaba  casi  de,  rodillas. 

— Mirad,  le  decía  ella,  con  an  acento  caja    tierna  vibración  hu 
hiera  sentado  más  bien  á  un  cuadriga!    de  Garailazo    que  a  estas  pa- 
laoras  .  mirad,  os  estáis  metiendo  en  el  charco    ¿Válgame  Dios! 

— Pues  bien,  decía  Cristóbal,  si  queréis,  añora  mismo  le  habiaré 
á  vuestro  padre... 

— No,  no,  idos,  ya  deben  estramunie  en  la  sala... 

— ¿Saldréis  mañana?... 

— No  os  lo  aseguro...   Gozaran  aeostumora... 

— ¡Gazman¡  .maldito  nombre!...  isiempre  enfrente  de  mi  feli- 
cidad! 

.Siempre!  dijo  una  voz  lágnbre  a  sus  espaldas. 

Los  dos  quedaron  aterrados. 

— Señora,  dijo  Guzoian,  pnes  era  él,  os  felicito  por  estos  Inefa- 
bles instante*  robados  a  la  vigilancia,  de  vuestro  padre,  al  amor  de 
vuestro  futuro  esposo,  y  al  honor  que...  ya  no  existe  desde  el  mo- 
mento en  qae  es  acariciáis  a  oscuras  con  ese  miserable. 

— ¡Tened  la  lengua!  díjole  Cristóbal,  procurando  no  alzar  la  voz 
y  sujetándole  por  au  brazo ;  tened  la  lengua,  vivo  Dios,  y  no  man- 
chéis el  nombre  puro  de  esa  dama  :  salgamos. 

— ¿Salgamos?  gritó  Gnzman  ¿salgamos?  no  merecéis  que  cruce  mi 
acero  con  el  vuestro.  Salid  vos,  si  no  queréis  que  os  abofetee  como 
á  un  villano 

— Si  como  sois  grosero  y  audaz,  replicó  Cristóbal,  fuerais  bastante 
osado  para  tocarme  el  rostro,  no  me  daríais  esa  respuesta  de  cobarde, 
vil  calumniador  de  inermes  mujeres. 

Guzman  echó  abajo  el  embozo  d©  la  capa,  y  su  brazo  con  la 
fuerza  de  un  muelle  disparó  un  terrible  golpe  sobre  Cristóbal. 


IOS    INSURGENTES  ¿3 


— ¿Qué  hacéis,  Guzman?  gritó  Berenguela. 

Pero  Cristóbal,  que  había  parado  el  golpe  con  la  mano  abierta, 
tenía  el  antebrazo  de  Guzman  ya  fijo  como  en  un  tornillo. 

—  ¡Por-  mi  honor!  señores,  volvió  á  decir  Berenguela,  cayendo  de 
rodillas,   ¡por  Dios!    ¡por  piedad!   no  hagáis  un  escándalo. 

— ¡Hola!  exclamó  Guzman,  cou  que  sois  fuerte,  y  dando  una  vio- 
lenta revuelta  que  casi  arrastró  al  otro,  pudo  desacirse  y  tiró  inme- 
diatamente de  la  espada. 

— Idos,  señora,  dijo  Cristóbal,  idos,  por  la  memoria  de  vuestra 
madre  :  no  debéis  ver  lo  que  aquí  va  á  pasar,  os  lo  suplico. 

— Salgamos,  dijo  Guzman. 

— Salgamos. 

La  capa  de  Cristóbal  se  escapó  de  las  manos  de  Berenguela,  y 
los  dos  adversarios  desaparecieron 

Un  hombre  salió  de  entre  la  yerba  y  se  deslizó  tras  ellos. 

VII. 

—¡Arriba!  señores,  en  pie  gritaba  un  mozalvete  en  el  salón, 
donde  se  oían  ya  templar  los  instrumentos. 

Dos  hileras  de  virtuosos  galanes  se  cruzaron  enmedio  de  la  pieza, 
como  los  dedos  llenos  de  sortijas  de  una  dama. 

Y  fueron  á  pedir  la  pieza  de  baile  á"  otras  tantas  hermosas  que 
otorgaron  inclinándose  ligeramente  con  una  sonrisa  encantadora. 

Solo  el  bajo,  que  es  el  último  en  aunarse,   los  tenía  en  espera. 

Los  dedos  del  artista  retorcían  la  clavija,  y  el  ronco  entorchado 
ee  dilataba  en  una  escala  desapacible,  como  el  bostezo  de  un  criado 
dormilón  á  quien  para  el  amo  de  una  oreja. 

El  mozalvete,  sin  dejar  de  ver  la  reluciente  hebilla  de  sus  za- 
patos, se  colocó  junto  á  una  jovencita  delgada,  pálida,  de  ojos  ne- 
gros, que  componía  sin  cesar  su  peinado. 

— No  quiero,  decía  ésta  en  ademán  lleno  de  resolución. 

— Mirad,  dijo  el  pisaverde  que  no  os  favorece  la  razón. 

— Os  lo  había  yo  dicho. 

— No  es  cierto.  ^ 

—¿Tenéis  celos?... 

— No,  tengo  cólera,  después  de  haberme  convidado  venis  á  ofre- 
cerme un  compañero. 

— ¡Vida  mía!  te  juro  que  mucho  antes  había  yo  pedido  esta  pieza 
á  otra  señorita. 

— Bueno  dejadme. 

— ¿No  me  perdonas? 

— Dejadme,  no  tengo  humor  de  charlar. 

■ — ¿Magdalena...  qué?  ¿queréis  formalmente  que  os   deje? 

— ¿Es  amenaza? 

— Os  pregunto...  ¿queréis  de  veras  que  me  marche?  porque  sí 
no  tenéis  humor  de  hablar,  yo  no  tengo  paciencia  ni  necesidad  de 
rogaros 

—  ¡Eduardo! 

—Lo  dicho,   dicho. 


84  JUAN  A.   MATEOS 


— Sois  un  infame.  Estoy  segura  de  que  sólo  sois  el  amanuense 
en  esas  cartas,  que  hablan  en  un  lenguaje  inás  cortés. 

— ¡Cómo!...   ¡sabéis;.. .  bueno.   So  las  devolveremos  á  su  dueño. 

V^-Mandad  por  ellas ;  no  tengo  inconveniente. 

— Sí,  mandaré...   si  queréis...    ¡ah!    ¡aquí  está  Berenguela! 

En  efecto,  Berenguela  apareció  en  la  puerta,  con  el  color  y  la 
mirada  doliente  de  una  virgen  de  mármol. 

—  ¡Urruíia;  gritó  con  voz  agonizante. 
— ¿Qué?  ¿qué  pasa?  dijo  Urrutia  corriendo  hacia  ella,  seguido  de 

seis  ó  siete  caballeros  y  dos  damas,   mientras  la  música  rompía  en  un 
preludio  estrepitoso  y   se  ponían  en  pie  todas  las  parejas. 

—  ¡Dios  mío!    ¡se   matan!   exclamó  Berenguela   ¡corred!... 

—  ¿Quién?...  ¿dónde?...  ¡esperad!...  dijo  Urrutia,  rompiendo  el 
círculo  formado  por  los  curiosos,  y  yendo  á  tomar  precipitadamente 
la  espada  y  el  sombrero. 

— Aquí  hay,  aquí  hay,  le  dijeron  algunos. 

— Silencio,  caballeros,  por  favor...  decía  Berenguela  juntando  sus 
manos. 

— ¿Es  en  la  calle?  dijo  Urrutia  ya  dispuesto. 

-Sí... 

— Bueno...  no  salgáis. 

— ¡Dios  mió!.. 

— No  hay  cuidado,  esperad,  volvió  á  decir  el  joven,  y  partió  á  todo 
escape  seguido  por  otro  caballero  que  le  gritaba  : 

—  ¡No  vayáis  solo! 

En  este  momento,  el  mozalvete  que  ya  conocen  nuestros  lectores, 
llegó  corriendo  hasta  tocar  á  Berenguela. 

— Señorita,  le  dijo,  señorita,  aquí  me  teuéis. 

Todos  lo  miraron  :  Berenguela  sollozaba  temblando  en  los  brazos 
de  una  dama,  que  interrogaba  con  los  ojos  á  los  circunstantes. 

— Aquí  estoy  yo,  señorita,  volvió  á  decir  Eduardo. 

— ¿Qué?...  dijo  Berenguela  asombrada. 

Eduardo  hizo  el  arco  de  una  carabana,  y  con  una  sonrisa  que  él 
creía  seductora,  dijo: 

— Vamos,  señorita,  que  se  nos  pasa  la  piecesita. 

—  ¡Eh!  exclamaron  todos,  y  mas  de  doce  brazos  lo  lanzaron  del 
círculo,  haciéndole  ejecutar  una  cabriola. 

Quedóse  enmedio  de  la  sala  encogido,  con  las  piernas  abiertas, 
las  manos  sobre  la  cabeza  y  apretados  los  ojos  como  el  pastor  cuando 
la  lumbre  de  la  tempestad  baja  tronando  por  el  árbol  que  escogió  por 
guarida. 

Todavía  el  susto  no  pasaba,  ciuindo  una  voz  le  sopló  en  el  oído 
estas  palabras : 

— ¡Me  alegro! 

Eduardo  levantó  la  cabeza,  y  solo  vio  á  la  dama  de  ojos  negros 
que  desde  los  brazos  de  un  galán  arrogante  lo    miraba    sonriendo  de 

manera  picaresca. 


LOS    INSURGENTES 


VIII. 

En  la  calle,  por  el  lado  de  la  huerta  hablaban  dos  hombres. 

— ¡Aquí!  decía  uno  de  ellos,  cuyo  acento  revelaba  á  Guzman. 

— Por  vida  mía,  replicaba  Cristóbal,  ¿teméis  fatigaros  si  pasamos 
adelante?  ¿ó  queréis  que  salgan  de  la  casa  á  interrumpirnos? 

— ¡Basta!  gritó  el  primero  trémulo  de  coraje,  defendeos! 

Cristóbal  sintió  en  el  hombro  un  dolor  agudo,  casi  al  mismo  tiempo 
que  la  espada  de  Guztnan  silbó  como  una  víbora. 

— ¿Qué  es  esto?...  gritó  tirando  de  su  espada;  ¡ab!  me  olvidaba, 
continuó  cruzándola  con  la  otra,  es  vuestra  costumbre...  ha  un  año 
que  no  tirabais  de  este  modo...  -veremos  si  me  defiendo  un  poco  más 
que  Valdivieso...  y  que  su  esposa... 

Guzman  sintió  al  escuchar  estas  palabras,  que  el  acero  iba  á  caer 
de  sus  manos. 

Pero  pronto  pudo  reponerse  y  acometió  con  redoblada  furia. 

Su  espada  era  temible. 

Un  gran  número  de  anécdotas  que  corrían  en  boca  de  las  gentes, 
atestiguaban  que  Guzman  merecía  los  honores  de  la  leyenda. 

Cristóbal  retrocedió  tres  pasos. 

— No  lo  hacéis  tan  mal,  dijo  Guzman  sin  dejar  de  estrecharlo 

—  ¡Oh!  ni  vos.   Sin  embargo,  lo  hacéis  mejor  con  el  puñal. 

—  ¡Una!  gritó  Guzman. 
— No  importa. 

—  ¡Dos!  volvió  á  gritar,  confundiendo  su  voz  con  un  quejido  que 
no  pudo  contener  Cristóbal. 

— ¡Dos!  señor  mío. 

— ¡Tres!  exclamó  el  joven. 

Tronó  un  chasquido,  se  inflamaron  algunas  chispas  y  la  espada 
se  escapó  del  puño  de  Guzman  girando  con  la  velocidad  de  un  rehilete. 

— ¡Rodrigo!  exclamó  Guzman,  tendiendo  en  las  tinieblas  su  mano 
adormecida  por  el  dolor.    ¡Rodrigo! 

Un  bulto  se  levantó  tras  de  Cristóbal,  y  este  último,  arrojando 
una  maldición,  rodó  por  la  tierra. 

Casi  al  mismo  tiempo  aparecieron  dos  hombres. 

Unos  de  ellos,  Urrutia,  se  lanzó  al  lugar  de  la  catástrofe. 

Los  asesinos  habían  huido. 

Solo  encontró  una  espada,  y  mas  allá,  atraído  por  los  choques 
que  otro  acero  daba  en  la  banqueta  de  una  puerta,  el  cuerpo  de 
Cristóbal,  cuyo  brazo  se  agitaba  con  las  convulsiones  de  la  agonía. 

El  caballero  que  acompañaba  á  Urrutia  se  inclinó  sobre  la  sangre. 

— ¿Quién  sois?  dijo  ¿estáis  herido? 

— Caballero...  añadió  Urrutia,  creyendo  hablar  con  Guzman. 

El  herido  hizo  un  violento  esfuerzo  y  articuló  confusamente  al- 
gunas palabras. 

— ¡Cristóbal!  exclamó  Urrutia  fuera  de  sí;  Cristóbal...  ¿qué?., 
¿eres  tú?  ¡habla1...  ¿qué  tienes?...  ah...   ¡imposible!... 

Luego,  volviéndose,  hacia  el  fondo  de  la  calle,  con  los  puños  ce 
rrados,  gritó  como  si  Guzman  hubiera  podido  oirlo  : 

— ¡Miserable!  ¡algún  día  haré  que  esta  sangre  caiga  sobre  ta 
cabezal 


80  JUAN  A.   MATEOS 


Guzman  y  el  asesino,  ocultos  con  el  temblor  del  crimen,  tras  un 
estribo  de  la  tapia,  á  unos  cuantos  pasos,  pudieron  escuchar  la  airada 
voz  que  los  amenazaba. 

Cristóbal  fué  trasportado  por  el  pronto  a  la  habitación  del  jar- 
dinero. 

Pocos  instantes  después  el  jardín  se  llenaba  de  caballeros  y  de 
algunas  señora»  que  habían  abandonado  el  baile  para  enterarse  mejor 
de  lo  que  pasaba. 

Urrutia,  presa  de  una  grande  desesperación  buscaba  todos  los  medios 
para  reanimar  al  amigo  querido  cuya  herida  era,  al  parecer  de  suma 
gravedad. 

Con  la  ayuda  de  dos  ó  tres  caballeros  amigos  suyos  Urrutia  pudo 
conseguir  de  llevarse  el  herido  a  su  casa. 

El  escándalo  fué  grande ;  cada  cual  explicando  á  bu  manera  el 
suceso,  y  los  comentarios  fueron  muchos  y  varios. 

Berenguela  al  conocer  el  triste  desenlace  del  duelo  se  desmayó  y 
tuvo  que  ser  llevada  á  su  abitación  donde,  ya  vuelta  en  sí,  rompió  á 
llorar  sin  que  los  consuelos  de  su  tía,  doña  Fuensanta  pudiesen  devolver 
la  calma  á  su  corazón. 

IX. 

Al  día  siguiente  don  Antonio  de  la  Mota  hizo  llamar  Berenguela 
á  su  despacho. 

El  semblante  del  alcalde  ya  no  era  el  mismo  y  su  palidez  reve- 
laba claramente  cuan  hondo  era  el  pesar  que  embargaba  su  corazón. 
El  golpe  recibido  había  sido  demasiado  terrible  para  él. 

El  ridiculo  había  caído  sobre  su  casa,  su  misma  situación  e  in- 
fluencia estaban  seriamente  comprometidas  y  nada  de  bueno  se  repro- 
metía  de  lo  que  había  pasado  la  noche  anterior  por  causa  de  su  hija, 
de  aquella  hija  que  tanto  que  ría. 

Así  es  que  cuando  Berenguela  se  presentó  delante  de  él,  la  recibió 
tan  fríamente  que  la  pobre  niña  bien  comprendió  de  haber  perdido, 
acaso  para  siempre,  el  cariño  de  su  padre. 

Don  Antonio  apenas  miró  á  su  hija  y  con  voz  de  cólera  le  dijo  : 

— Después  de  Jo  que  ha  pasado  anoche  en  mi  casa  por  vuestra 
culpa,  creo  inútil  decnos  cual  es  la  resolución  que  he  tomado  res- 
pecto á  vos,  porque  me  figuro  que  ya  la  habréis  adevinado.  Dentro 
de  ocho  días  ¿entendéis?  estaréis  en  un  convento.  Ya  podéis  pre- 
páralos para  salir  de  esta  casa. 

Y  sin  más  palabras  se  salió  do  la  habitación  Berenguela  cono- 
ciendo el  carácter  de  su  padre  no  intentó  siquiera  ablandar  su  co- 
razón con  ruegos  ni  con  lagrimas  y  se  volvió  á  su  habitación  donde 
üasó  todo  el  día  llorando  sin  que  su  tía  pudiera  aliviar  sus  penas. 

Por  la  noche  recibió  una  carta. 

Era  la  hermana  de  Cristóbal  que  la  escribía. 

Berenguela,  apenas  hubo  leído  los  primeros  renglones  se  puso 
á  temblar  y  las  lagrimas  le  impidieron  de  continuar  la  lectura  de  la 
carta. 

Doña  Fuensanta  se  acercó  á  ella,  y  Berenguela  le    dio    la    carta 


LOS   INSURGENTES  87 


para  qtie  la  leyera,  pero  la  pobre  señora  que  no  entendía  la  letra 
aquella,  decía  un  disparate  á  cada  palabra. 

Cualquiera,  á  no  ser  esa  joven  que  estaba  mortal,  hubiera  son- 
reído con  los  disparates  de  doña  Fuensanta. 

— A  ver,  tía,  volvió  á  decir  la  joven  tomando  el  papel  y  leyendo 
con  labios  trémulos  : 

«Señorita  :  mi  hermano  está  muy  grave  y  no  puede  escribiros 
sino  valiéndose  de  mí.  Dice  que  morirá  en  la  desesperación  si  Dios 
no  1p  concede  estrecharos  la  mano  antes  del  viaje  que  le  espera. 
¿Podríais  venir,  señorita?  un  moribundo,  una  hermana  infeliz  que  le 
ve  morir...  dos  pobres  que  os  aman  os  lo  suplican  por  la  memoria 
de  vuestra  madre.  María.» 

— ¿Ah,  el  joven  ese?.,  exclamó  la  tía.  ¿Y  qué  quieres  que  yo  haga? 

— Acompañarme. 

— ¿Cómo?.,  á  estas  horas... 

— O  prometerme  que  no  lo  sabrá  mi  padre... 

— ¿Y  qué?.,  si  te  busca... 

— Le  diréis...  nada...  le  diréis  cualquier   cosa,    nada    importa... 

Berenguela  se  dirigió  á  la  puerta. 

— ¡Pero  niña!  por  Dios,  exclamó  Fuensanta  ¿qué  locura  se  te  ha 
metido  en  la  cabeza?  ¡aguarda! 

La  joven  se  precipitó  en  la  estancia  inmediata  sin  escuchar  estas 
palabras. 

— ¡Tente  niña!.,  ¡qué  muchacha!.,  ¡espera!.,  üré  contigo!  gritó 
la  tía  con  más  fuerza ;  y  después  arrebatando  un  manto  que  pendía 
de  una  columna  de  la  cama,  y  arrastrándolo  por  una  punta,  siguió 
á  grandes  trancos  el  camino  de  Berenguela. 

X. 

Cristóbal  con  dos  heridas  en  el  muslo,  y  una,  la  más  grave,  en 
la  parte  superior  de  la  cabeza,  no  sentía  que  se  mitigaban  sus  dolores 
sino  para  entrar  en  la   peligrosa  excitación  d©  estraüos  delirios. 

Una  niña  velaba  junto  á  su  lecho. 

María,  hermana  del  enfermo,  hermosa  y  afligida  sostenía  aquella 
cabeza  envuelta  en  sangrientos  bendajes,  la  acercaba  á  su  seno  y  ponía 
en  aquellos  labios  delirantes  la  cuchara  que  temblaba  en  sus  manos. 

Un  indio  casi  desnudo  que  servía  de  criado,  alumbraba  lleno  dé 
silenciosa  comiseración  aquel  cuadro  de  cariño  y  de  amargura. 

Pareció  que  Cristóbal  se  serenaba.  Fué  reclinado  euavente  en  las 
almohadas,  y  bien  cubierto,  excepto  el  brazo,  que  ansioso  de  frescura, 
se  empeñó  en  permanecer  fuera  de  los  cobertores. 

— Vaya...  así  lo  dejaremos,  dijo  María  en  voz  muy  baja,  quiera 
Dios  Nuestro  Señor,  que  pase  la  noche  con  sosiego. 

— ¿Trajiste  la  bebida?  añadió  dirigiéndose  al  azteca. 

-Sí... 

— Bueno.  Puedes  acostarte,  yo  te  llamaré  si  se  ofrece. 

El  sirviente,  después  de  haber  colocado  la  luz  sobre  la  mesa  cu- 
briéndola de  modo  que  no  diera  sobre  el  rostro  de  Cristóbal,  se  re- 
tiró sin  que  sus  pasos  produjeran  el  menor  ruido. 


88  JUAN  A.  MÁTT08 


María  tomó  un  libro  y  se  sentó  á  leer. 

Así  permaneció  más  de  una  hora. 

De  cuando  en  cuando  el  enfermo  lanzaba  un  suspiro,  movía  el 
brazo,  y  pronunciaba  palabras  confusas.  Entonces  la, joven  sin  apartar 
la  vista  del  libro,  suspendía  la  lectura  y  recogía,  conteniendo  las  pal- 
pitaciones de  su  corazón,  aquel  rumor,  acaso  el  diálogo  que  traba  el 
moribundo,  en  el  silencio  de  la  noche,  con  alguien  invisible  que  viene 
á  sentarse  junto  al  lecho  para  hablarle  de  la  eternidad. 

Sonó  un  aldabazo  en  la  puerta  de  la  calle. 

María  levantó  la  cabeza. 

— ¿Quién  será?  dijo. 

Oyóse  otro  aldabazo. 

La  joven  se  dirigió  entonces  á  la  pieza  inmediata,  abrió  una  ven- 
tana y  miró. 

Un  embozado  que  apenas  podía  distinguirse  á  la  vaga  luz  de  las 
estrellas,  era  el  que  llamaba  con  tal  empeño. 

— ¿Quién  sois?  le  gritó  María. 

El  hombre  vino  al  pie  de  la  ventana,  y  acercándose  hasta  tocar 
la  pared  con  el  pecho,  respondió  tan  bajo  como  le  fué  posible  para 
no  ser  oído  sino  de  la  joven. 

—  ¡Yo,  María!  necesito  hablarte. 
— ¿Como?  ¿sois  vos? 

—  ¡Abre,  por  Cristo!  yo  te  esplicaré  todo... 
— Voy...  sí... 

María  cerró  la  ventana,  pasó  racatadamente  por  la  pieza  de  Cris- 
tóbal, descendió  la  escalera,  atravezó  ua  patio  y  abrió  inmedia- 
tamente. 

—  ¿Qué  tienes?  ¡por  Dios!  díjole  al  hombre  que  cerraba  tras  de 
sí  el  portón,  ¿te  ha  sucedido  algo?...  habla. 

— Sí....  me  persiguen....  quiero  que  me  ocultes  donde  puedas, 
donde  no  pueda  hallarme  nadie... 

— ¿Pero  qué?.,  ¿por  qué?.,  ¿qué  has  hecho?... 

— Vamos  arriba. 

María  seguida  por  el  desconocido  comenzó  á  andar,  lleno  el  pecho 
con  la  dolorosa  inquietud  que  la  hacía  olvidar  por  un  momento  la 
imagen  y  los  dolores  de  su  hermano. 

— Descansa,  le  dijo  cuando  llegaron  á  una  pieza,  vienes  muy  agi- 
tado... aquí  no  hay  peligro,  ¿qué  tienes? 

— Nada:  enemigos,  ¡desgracia...  maldición!  exclamó  el  otro  des- 
cubriéndose. 

Era  Guzman. 

— ¡Explícate,  por  Dios!  dijo  María  tomándole  una  mano  que  quedó 
entre  las  suyas  fría  y  como  inanimada. 

Iba  á  replicar  Guzman,  cuando  en  la  puerta  de  la  calle  sonaron 
varios  golpe». 

— ¡Llaman!  dyo  estremeciéndose. 

—Sí... 

— No  abras... 

— Veré  por  la  ventana 

María  corrió  á  asomarse,  y  en  el  mismo  sitio  donde  poco  a*jt»« 
viera  al  caballero,  notó  que  había  do§  damas. 


LOS   INSURGENTES  89 


— ¿Quién  es1?  dijo  Guzman  cuando  la  vio  volver. 

—  ¡Silencio!.,  respondióle  María  :  ocúltate  en  esa  pieza. 
— ¿Pero...  quién  es? 

— Ocúltate...  no  es  cosa  de  cuidado...  es  una  señorita  que  viene 
já  ver  á  mi  pobre  hermano. 

— ¿Tu  hermano?.. 

■ — ¡Silencio!.. 

La  joven  tomó  la  luz  y  bajó  rápidamente  por  la  escalera. 

Guzman  quedó  á  oscuras  y  siempre  bajo  la  influencia  del  terror, 
ó  de  ese  ataran  taimcnto  que  había  mostrado  en  sus  palabras  y  sus 
ademanes.  Tanteando  las  paredes,  halló  una  puerta  que  cedió  á  un 
leve  impulso  de  sus  dedos,  y  se  encontró  en  una  pieza  débilmente 
alumbrada  por  una  lámpara  oculta  tras  de  los  libros  que  servían  de 
pantalla. 

Se  respiraba  allí  ese  aire  denso,  caliente,  inmóvil  de  un  dormi- 
torio, y  ese  olor  estraño,  que  mezcla  el  aroma  del  alcanfor,  del  éter, 
ó  de  un  bálsamo,  con  las  fétidas  emanaciones  que  despide  el  lecho  de 
un  febricitante. 

Dejáronse  oir  en  la  pieza  contigua  las  voces  de  María  y  de  las 
damas  que  acababan  de  entrar. 

— ¿Y  no  ha  despertado?  dijo  una  voz  donde  Guzman  creyó  re- 
conocer el  acento  de  Berenguela. 

Venid,  señorita,  replicó  María,  podemos  despertarlo... 

— ¡No!  no  lo  mováis... 

— ¡Si  os  viera!.,  ¡oh!  veréis  como  vuestra  presencia  lo   reanima. 

— Mirad  si  no  duerme... 

María  se  dirigió  á  la  puerta,  seguida  de  las  dos  señoras. 

Guzman  no  tuvo  sino  el  tiempo  excesivamente  corto  para  ocul- 
tarse tras  de  la  mampara. 

Cuando  esta  se  abrió  quedó  cubierto. 

Cristóbal,  que  dormitaba,  abrió  los  ojos,  y  vio  que  tres  sombras 
se  acercaban  á  su  cabecera. 

—  ¡Cristóbal!.,  dijo  María,  inclinándose  sobre  él,  ¿duermes? 
— No,  replicó  el  enfermo  débilmente,  procurando  sentarse. 
— ¿Se  han  calmado  un  poco? 

—Sí. 

— ¿Conoces  á  la  señorita? 

—¿Cuál? 

María  tomó  la  luz  y  alumbró  el  rostro  de  Berenguela. 

Cristóbal  arrugó  los  párpados  como  herido  por  el  resplandor,  le- 
vantó un  poco  el  lienzo  que  le  cubría  la  frente,  y  procuró  examinar 
la  fisonomía  de  la  joven. 

— ¿La  conoces?  volvió  á  decir  María. 

—  ¡Cristóbal!.,  dijo  Berenguela,  poniendo  su  mano  sobre  la  del 
herido. 

Este  exhaló  un  suspiro  :  después  se  arrebujó  en  las  sábanas,  como 
si  quisiera  continuar  el  sueño,  y  permaneció  quieto  algunos  instantes. 

— Malo,  malo,  malo,  dijo  moviendo  la  cabeza,  una  de  las  damas 
en  cuya  voz  reconoceríamos  á  la  tía  doña  Fuensanta. 

Entretanto,  su  infeliz  sobrina  miraba  á  María  con  los  ojos  llenos 


90  JUAN  A.   MATEOg 


de  lágrimas,  y  María  la  miraba  á  olla  poniendo  en  los  Buyos,  secos 
por  largas  noches  de  llanto,  la  expresión  de  una  gratitud  infinita  y 
de  un  sufrimiento  sin  esperanza. 

—  ¡María!  gritó  Cristóbal,  sentándose  repentinamente:  ¡mi  espada!., 
¡pronto!.,  ya  vuelve  ese  traidor,  y  estoy  desarmado...  ¡atrás!.,  ¡ay  del 
que  me  hiera  por  la  espalda!.. 

—  ¡Señorita!  ¡por  Dios!.,  exclamó  María,  lachando  contra  el  joven 
que  pretendía  ponerse  en  pie:  Cristóbal,  sosiégate...  no  viene   nadie. 

— ¡Aparta!.,   ¡aparta! 

— ¿No  hay  vinagre"?  preguntó  doña  Fuensanta  con  exaltación. 

— No,  dijo  María,  sin  cesar  de  contener  á  Cristóbal...  mirad,  ahí 
está  la  bebida...  junto  al  tintero. 

Berenguela  se  precipitó    á  la  mesa,    tomó    la  botella    que  estaba 
en    el    lugar    designado,    y  á    una   nueva   observación    de    la  joven, 
vertió  en   la  cuchara   hasta  llenarla,    un  líquido  claro   y  ligeramente 
aromático. 
s         — A  ver,  dijo,  yo  se  la  daré...  dadle  á  mi  tía  la  lámpara... 

Después  se  acercó  al  enfermo.  En  aquel  instante  resonó  per  ter- 
cera vez  la  puerta  de  la  calíe. 

Las  tres  damas  se  enderezaron  á  un  tiempo  y  se  miraron  de  un 
modo  tan  raro,  que  solo  puede  comprender  el  que  hallándose  en  el 
alegre  hogar,  departiendo  con  su  familia,  ve  el  primer  efecto  de  esta 
palabra  :   ¡tiembla! 

—  ¡Dios  mío!  dijo  Fuensanta,  acaso  nos  buscan  á  nosotras. 
—¿Qué  hacemos1?  añadió  Berenguela. 

— ¿Qué  hacemos*?  repitió  María. 

— ¿Qué  hago  yo?  ¡por  Cristo!  murmuró  Guzman  desde  su  es- 
condite. 

Volvieron  á  llamar  con  más  fuerza. 

—  ¡Oh!  yo  veré,  dijo  la  hermana  del  herido,  esperadme...  y  se 
dirigió  á  la  ventana  que  ya  conocemos. 

Había  en  el  zaguán  un  grupo  de  hombres  embozados.  Uno  de 
ellos,  que  era  el  que  llamaba,  oyó  gemir  los  goznes  al  abrirse  el 
postigo,  entonces  levantó  la  cara,  y  dijo  con  imperiosa  voz  : 

— Abrid. 

— ¿Quién  sois,  señor? 

— Abrid  sin  dilación,  señora. 

-¿Yo?... 

— Abrid  á  la  justicia,  ó  sois  presa. 

— ¡Ah!...  voy  allá,  señores... 

La  joven  se  apartó  de  la  ventana,  y  llegó  aterida  de  pavor  á 
donde  Berenguela  y  Fuensanta,  inmóviles,  blancas,  azoradas,  y  casi 
próximas  á  desmayarse,  preguntaban  maqninalmente  : 

—  ¿Quién?...  ¿quién  es?... 
Y  les  dijo  : 

— No...  es  á  vosotras...  estad  quietas,  buscan  seguramente  á  un 
hombre... 

— ¿Pero  qué?...  ¿qué  hombre  es  ese? 

—  ¡Oh!  no  sé  lo  que  será  de  mí... 
— ¿Los  habéis  conocido? 


LOS    INSURGENTES  91 


— No...   ¡tocan!...  esperadme. 

Nuevos  golpes  dados  seguramente  con  el  puño  de  una  espada, 
retumbaban  en  la  habitación. 

María  se  precipitó  por  la  puerta,  que  impulsada  por  la  corriente 
de  aire,  estuvo  á  pique  de  cerrarse  y  descubrir  á  Tello  de  Guzman, 
el  cual  temblaba,  pudiendo  apenas  dominar  el  terror  que  le  infundían 
aquellos  aldabazos. 

La  joven  entró  inmediatamente  á  la  pieza  donde  suponía  oculto 
á  Guzman,  y  buscándolo  con  el  objeto  de  prevenirlo,  pronunció  su 
nombre  varias  veces,  y  anduvo  muchos  pasos    tentando  las  sombras. 

No  bailó  á  nadie. 

Parecióle  que  la  presencia  de  su  amante  había  sido  un  sueño. 

— Pero  no  es  posible...  decía,  hemos  hablado...  ¡ah!...  ¡ahí  está 
su  sombrero!...  añadió  tocando  por  casualidad  el  que  Guzman  dejara 
eDcima  de  la  mesa:  ¡ah!...  sí,  se  ha  salido  indudablemente  por  el 
patio...  Señor  mío  Jesucristo,  líbrale  de  sus  enemigos;  allánale  un 
camino,  por  los  dolores  de...    ¡voy!   señores...   ¡voy!... 

María  le  dio  un  grito  á  su  criado,  y  bajó  encomendándose  á  la 
Virgen. 

X. 

El  delirio  volvió  á  apoderarse  de  Cristóbal,  como  si  aquella  cu- 
charada hubiera  elevado  fuego  á  su  cerebro. 

Volvióse  á  sentar  con  la  febril  agitación,  que  devolvía  por  un 
momento,  vida  á  sus  ojos,  fuerza  á  sus  músculos,  y  á  su  voz,  un  eco 
resonante. 

—  ¡Dejadme!...  decía,  dejadme  con  cien  legiones  de  demonios. 
¿Queréis  que  no  corte  esa  lengua?  ¿queréis  que  me  deje  atarar  por  la 
espalda?...   ¡vive  Dios,  dejadme!... 

Fuensanta  lo  tomó  por  la  cintura,  y  Berenguela  procuraba  aquie- 
tarlo con  sus  ruegos  j  sus  caricias,  teniéndolo  casi  reclinado  en  su 
brazo. 

— ¿Lo  ves,  niña?  exclamó  la  tía  ¿lo  ves?...  yo  tengo  la  culpa: 
Dios  me  castiga  indudablemente  como  la  cómplice  de  tu  desobedien- 
cia... ¿qué  hacemos  aquí  espuestas  á  la  cólera  de  tu  padre,  á  las  su- 
posiciones de  las  gentes  estrañas,  al  peligro  inútil  de  contagiarnos, 
abrazadas  con  este  hombre? 

— Apartaos  tía,  yo  lo  tendré  sola,  replicó  Berenguela,  dejando 
ver  tras  de  su  aflicción  un  poco  de  sarcasmo...  á  mí  no  me  intimida 
el  contagio...  harto  he  vivido  para  temer  la  muerte... 

—  ¡Niña!...   ¡niña!...  tú  te  propasas... 

— Bueno,  dejadme,  no  espongáis  vuestra  salud  por  una  persona 
que  os  es  indiferente.  Para  mí  es  una  obligación...  es  mi  esposo... 
y  aquí  he  de  estar  mientras  no  haya  quien  me  arranque  á  fuerza  de 
sus  brazos. 

— Esta  niña  está  loca,  señor. 

—  ¡Vive  Cristóbal!  exclamó  Cristóbal,  cuyos  ojos  chispearon  :  acer- 
caos más,  señor  Guzman...  salgamos...  no  es  este  el  sitio  donde  de- 
béis hacer  ostentación  de  vuestra  fuerza...  ¡María!...  Berenguela... 
¡teneos¡   ¡atrás,  infame!...   ¡atrás!   ¡ah!...   ¡maldito! 


92  JUAN  A.   MATEOS 


Al  pronunciar  esta  última  palabra,  llevó  las  manos  al  bendaje, 
y  lo  arrancó  violentamente.  Un  chorro  de  sangre  se  escapó  de  la 
herida,  inundando  sus  espaldas,  y  los  brazos  de  doña  Fuensanta,  y 
enrojeciendo  el  justillo  de  la  joven,  que  sintió  correr  por  su  seno  la 
onda  hirviente  de  aquel  líquido. 

—  ¡Jesús!  gritó  la  tía,  ¡se  muero!...  un  trapo...  ¡agua!  y  separó 
corriendo  á  revolver  sobre  la  mesa  todas  las  botellas.  ¡Oh!  no  hay 
aquí  nada  :  continuó  con  desesperación,  y  dirigiéndose  á  la  puerta,  ni 
una  gota  de  nada...  ¡qué  gentes!...  ténlo,  apriétale  con  las  sabanas... 
voy  á  buscar  agua... 

—  ¡Me  muero!...  exclamó  Cristóbal,  dejando  caer  los  brazos  y 
escondiendo  sus  pupilas  ain  brillo,  tras   el  velo  lánguido    de  sus  pár- 


XI 

— ¡Alto  ahí!  gritó  á  doña  Fuensanta  un  hombre  que  la  salió  al 
encuentro   en  el  pasillo  de  la  escalera. 

La  señora  dio  un  salto,  y  exhaló  un  grito  parecido  al  que  dan 
las  personas  nerviosas  al  contacto  del  agua  fría  ;  quiso  articular  al- 
gunas palabras,  pero  aquel  hombre  la  afianzó  de  un  brazo,  la  hizo 
dar  media  vuelta,    y  con  voz  áspera  y  aguardientosa,  le  dijo  : 

— Guiad. 

— Pero  señor,  dijo  Fuensanta  pudiendo  apenas  destrabar  las  man- 
díbulas, vengo  á  buscar  agua  para... 

— ¡Silencio!   guiad  á  la  justicia  del  rey. 

—Si  yo... 

— ¡Adelante! 

Nada  valieron  las  protestas ;  aquel  esbirro,  sordo  al  clamor  de  la 
razón  é  insensible  al  llanto  de  la  inocencia,  empujó  á  la  anciana  de- 
lante de  sus  pasos. 

Cuando  llegaron  á  la  primera  puerta  desenvainó  la  espada,  y  sa- 
cando una  linterna  que  traía  tapada  con  el  ferreruelo,  dijo  á  Fuen- 
santa : 

— ¿Vais  á  decirme  dónde  tenéis  oculto  al  asesino? 

— ¿Yo...  caballero? 

—Sí. 

— Pero  si...  señor  mío...  si  yo  no  soy  de  aquí...  yo  he  venido 
nomás... 

— Decid  la  verdad,  ó  esta  noche  dormís  en  un  calabozo. 

— La  verdad,  señor,  os  lo  juro  por  Dios,  es  que  no  sé  nada,  y 
que  seguramente  me  tomáis  por  otra  persona. 

— ¿Os  empeñáis  en  callar?  replicó  el  hombre  con  ese  tono  in- 
flexible aprendido  en  el  tribunal  de  la  fe,  delante  de  una  víctima  en 
el  tormento. 

— Soy  la  hermana... 

— Adelante,  no  me  importa  que  lo  seáis  de  Holofernes. 

— !Oh!   si  no  me  dejáis  hablar... 

— ¡Hola!  ¡hola!...  ¿qué  es  esto?...  ¿á  ver  los  brazos?...  ¡ah!  ¡esto 
es  sangre! 


LOS   INSURGENTES  93 


—  ¡Por  Dios,  señor!  mirad...  venid... 

— Silencio,  vieja  infame,  ú  os  divido  el  cráneo.  ¡Hola!  añadió 
asomándose  al  patio,  cuatro  hombres  arriba.     . 

— ¡Señor!  exclamó  Fuensanta  ya  mortal,  no  más  está  herido... 
os  explicaré... 

— ¡Callad  os  digo!  repitió  el  hombre  blandiendo  una  ancha  es- 
pada, ya  se  os  pedirá  explicaciones. 

Dejóse  oir  por  la  escalera  el  sordo  retumbar  de  muchas  pisadas, 
y  poco  después  aparecieron  cuatro  alguaciles  con  los  aceros  en  la 
mano. 

— Sujetad  á  esa  vieja,  les  dijo. 

Inmediatamente  corrieron  á  ejecutar  la  orden. 

— ¡Señores!  gritó  Fuensanta,  por  compasión. 

— Ponedle  una  mordaza. 

— Si  soy  la  prima  de  don.  .  .  ¡señores!  por  Dios. .  .  . 

No  pudo  concluir;  dos  dedos  como  tenaza  la  afianzaron  por  la  nariz, 
y  un  pedazo  de  hierro  se  le  atravesó  en  la  boca,  apartando  los  pobres 
dientes  que  le  quedaban,  y  prolongando  la  comisura  de  sus  labios 
hasta  los  oidos  como  en  la  risa  de  una  máscara. 

— Estamos  arreglados,  dijo  el  caudillo  de  los  policías.  Agnirre,  cuida 
tú  á  esa  bruja;  Barrientos,  tú  en  esta  pnerta,  añadió  dirigiéndose  suce- 
sivamente á  las  personas  designadas;   vosotros  dos  venid  conmigo. 

Fuensanta  quiso  decir  algo,  pero  sus  labios  enroscándose  en  la 
mordaza  con  inútil  esfuerzo,  no  pudieron  juntarse  para  pronunciar  una 
palabra  de  salvación;  apenas  salieron  por  su  garganta  algunos  sonidos 
ásperos  que  expresaban  la  orrible  angustia  de  su  situación 

Uno  de  los  centinelas  dijo  al  otro: 

— ¿Barrientos,  qué  dice  la  bruja? 

— No  entiendo. 

— ¿Cómo,  no  entiendes  el  francés? 

Y  los  dos  se  rieron  de  su  chiste.  En  aquel  tiempo,  y  todavía  en 
la  época  de  los  últimos  virreyes,  el  vulgo,  creyendo  que  no  había  mas 
idioma  que  el  nuestro,  se  reía  del  idioma  extraño,  considerándolo  como 
una  gerigonza,  hablada  solo  por  los  locos  ó  los  borrachos. 

El  jefe  de  la  ronda  penetró  en  la  segunda  pieza  con  los  otros 
dos  alguaciles. 

A  mano  derecha,  sobra  la  ropa  desordenada  de  una  cama,  y  col- 
gando la  cabeza  hasta  barrer  el  suelo  con  la  cabellera,  estaba  Cristóbal; 
la  camisa  que  pareció  negra  al  principio,  se  vio  á  la  luz  de  las  lin- 
ternas tinta  completamente  en  sangre. 

En  el  suelo  estaba  una  joven,  Berenguela,  sin  sentido  y  con  el 
pecho,  toda  la  parte  anterior  de  los  vestidos,  y  las  manos  también, 
teñidas  en  sangre. 

— ¡Dos  cadáveres!...  exclamó  el  jefe. 

— ¡Dos  muertos!...  repitió  el  otro  asombrado. 

— ¡Oh¡  continuó  el  primero,  después  de  examinar  atentamente  las 
facciones  de  Berenguela,  y  qué  joven  debió  ser  esta  tan  graciosa. — 
Alumbrad. 

El  alguacil  aproximó  la  luz  y  dijo: 

r»-¡Denionio!  y  se  la  dieron  en  medio  del  alma...  qué  lástima!... 


94  JUAN  A.   MATEOS 


si  no  es  una  profanación,  mirad  qué  pie  tan  delicado. ..  qué  pierna... 

— Ea,  cubridla  con  el  vestido,  y  vamos  á  otra  cosa;  guiad  por 
esa  puerta. 

Volvieron  á  la  izquierda,  y  registraron  la  tercera  pieza,  que  á  poco 
abandonnron,  no  sin  mover  todos  los  muebles,  y  después  de  picar  con 
las  espadas  toda  la  ropa  de  un  perchero. 

La  pieza  en  que  hallamos  á  Cristóbal  no  tenía  mas  que  una  mesa, 
dos  sillas  y  el  lecho,  que  ocupaban  uno  solo  de  los  ángulos.  Esto  salvó 
á  Guzman. 

Aquellos  hombres  que  vieron  á  lá  primer  ojeada  lo  desierto  del 
aposento,  ó  acaso  satisfechos  con  haber  encontrado  allí  algo,  volvieron 
á  pasar,  y  salieron  sin  registrar  aquella  puerta,  como  lo  hubiera  hecho 
cualquiera  de  su  oficio. 

La  cuarta  pieza  fué  también  sometida  á  un  cateo  escrupoloso, 
después  el  corredor,  la  escalera  y  el  patio. 

Cuando  Guzman  tuvo  la  seguridad  de  que  se  habían  alejado,  se 
aventuró  á  dar  un  paso  fuera  de  su  escondite,  y  se  introdujo  en  la 
habitación  inmediata,  la  última,  donde  debía  estar  la  ventana  que  era 
el  camino  de  su  salvación.  Iba  á  observar  la  calle,  cuando  escuchó  de 
nuevo  los  pasos,  y  se  ocultó  tras  el  perchero. 

El  jefe  de  la  ronda  volvió  á  entrar,  cerró  la  ventana  y  ae  alejó 
haciendo  lo  mismo  con  todas  las  puertas.  Llegando  á  la  que  daba  sobre 
el  corredor,  cerró  con  llave,  y  descendió  por  la  escalera  arrebujándose 
en  su  capa.  Poco  después  seguía  por  la  calle  tras  de  una  procesión 
formada  por  dos  literas  y  nueve  hombres 

XIII. 

Serían  las  diez  de  la  mañana. 

Don  Antonio  de  la  Mota,  sentado  en  un  sitial  junto  á  una  mes 
de  su  alcoba,  con  la  frente   sobre  la  mano,  y  el  codo  apoyado  en  la 
rodilla,  parecía   abismarse    en  pos   de  un    pensamiento,  ú  ocultar   las 
lágrimas  de  alguna  pesadumbre  llorada  en  el  silencio,  ó  quizá  el  rubor 
de  una  dolorosa  vergüenza. 

— No  es  posible,  decía,  nc  comprendo  esto...  ¿con  quién  se  ha 
marchado?...  ¿por  qué  ha  recurrido  á  ese  expediente  infame,  digno 
solo  de  las  mujeres  tiranizadas,  de  la  gente  ordinaria,  de  las  per- 
didas?... ¡oh!  y  esta  vieja  maldita...  pero  no...  Fuensanta  ha  sido 
siempre  un  modelo  de  honestidad...  era  su  madre...  ¿la  habrán  sedu- 
cido^, las  mujeres  se  dejan  seducir  para  todo..,  pero  no...  no  es  posible., 
y  luego...  ¿«señores,  no  habéis  visto  por  casualidad  á  mi  hija  que 
anoche  no  se  quedó  en  casa?»...  ¡qué  vergüenza!.,  ¿y  adonde,  adonde 
voy  á  preguntar?.,  ¿á  quién?...  ¿de  qué  modo? 

Quién  sabe  el  tiempo  que  se   hubiera  prolongado  este  monólogo, 
si  un  criado  empujando  ruidosamente   la  puerta,    no   hubiera   ilegado 
casi  hasta  tocar  al  caballero,  diciéndole: 
— Señor,  señor... 
— ¿Quién?...   ¿qué  quieres? 
— Os  busca...   de  parte  del  señor  escribano. 
— Que  vuelva  mañana. 


LOS   INSURGENTES 


95 


— Os  trae... 

— Que  no  recibo  á  nadie. 

— ¡Os  trae  este  papel;. 

—¿A  ver? 

Don  Antonio  desdobló  una  carta,  y  leyó  lo  siguiente: 
«Señor  D.  Antonio  de  la  Mota: 

«Tened  la  bondad  de  pasar  á  esta  vuestra  casa  para  un  asunto 
que  atañe  al  honor  y  la  tranquilidad  de  la  vuestra.  Venid  á  cualquier 
hora  que  hayáis  leido  estas  líneas. 

«Seguid  á  mi  criado.» 

— A  ver...   ese  criado,  que  pase. 

El  de  don  Antonio  fué  á  llamarlo,  y  no  tardó  en  presentarse. 

— ¿Sois  vos  el  de  esta  carta? 

— Sí,   señor. 

— Vamos.  . 

Don  Antonio  se  precipitó  fuera  de  la  pieza,  dando  gran  trabajo 
á  su  sirviente  que  lo  seguía  gritando: 

—  ¡Señor!   olvidáis  el  sombrero. 

Mota  se  lo  puso,  y  comenzó  á  andar  calles  precedido  por  el  por- 
tador de  la  carta. 

XIV. 

—¿Adonde  estoy,  Dios  mió?  haoía  dicho  Berenguela  volviendo  en 
sí    v  al  verse  á  oscuras. 

*  Después  se  puso  en  pie,  y  comenzó  á  recordar  vagamente  lo  que 
le  había  pasado.  Su  primera  palabra  no  fué  dictada  por  él  amor  sino 
por  un  miedo  espantoso. 

—  ¡Tía!  dijo,  dónde  estáis? 

Nada...  un  silencio  como'  el  del  sepulcro  devoró  en  la  sombra  sus 

palabras.  . 

!,         -Tía!   volvió  á  decir  adelantándose  á  tientas  a  donde  recordaba 

haber  visto  la  puerta;   entonces  vio  de  par  en  par  la  que  daba  sobre 
el  corredor,  y  descubrió  allá  en  el  fondo  el  cielo  tachonado  de  estrellas. 

—¿Adonde  estoy,  Dios  mío?  repetía  cada  vez  más  sobrecogida. 

Una  voz,  la  de  Cristóbal,  dejóse  oir  en  este  instante,  débil  y  ao- 
liente  como  la  queja,  pero  amorosa  y  tierna  como  el  arrullo. 

— ¡María!... 

—  ¡Cristóbal!   exclamó  Berenguela. 
Entonces  volvió  á  oirse  la  otra  voz. 

—  ¡Oh!   ¿será  un  sueño?...   ¡Maria! 
Berenguela  sintió  algún  consuelo  viendo  que  estaba  acompañada, 

y  tuvo  fuerza  para  responder;  pero  sin  tener  aún  el  uso  completo  de 
bus  facultades. 

—  ¿María?...   ¡oh!  no  hay  aquí  nadie...  no  veo...  se  han  ido  todos... 
—Por  Dios,  señora...  dijo   Cristóbal   ¿sois  vos  ó  es  el  delirio?... 

¿quién  sois  que  babláis  con  ese    acento   consolador  que  da  vida  á  mi 
espíritu?   ¡acercaos,  por  piedad!   permitid  que  os  bendiga... 

—Sí,  Cristóbal,  yo  soy  exclamó  la  joven  acercándose  al  lecho,  yo 
soy  pero  no  sé  lo  que  me  pasa...  ¿adonde  está  mi  tía?...  ¿qué  ha  sido 
de  vuestra  hermana?... 


96  JUAN  A.   MATEOS 


— Sonora,  estáis  á  mi  lado,  sois  vos;  es  esta  vuestra  mano...  seguid... 
no  os  apartéis  de  aquí...  ¿por  qué  estáis  trémula?... 

—  ¡Oh!...  Cristóbal...  yo  siento  algo  espantoso  y  amenazante  en 
la  oscuridad  que  nos  rodea;  hace  poco  hemos  estado  aquí  las  tres;  yo 
esperó  á  que  mi  padre  se  durmiera  para  venir  á  veros... 

— ¡Cómo!   ¿que  horas  son? 

— No  sé,  han  dado  las  doce  de  la  noche... 

— ¿Las  doce?...  ¿y  María? 

— Ya  os  dije...  tocaron...  me  acuerdo...  os  vino  una  hemorrajia; 
creímos  que  os  moríais... 

— ¡Ah!  ya  sé,  sí,  debe  haber  ido  á  llamar  al  médico;  así  hace 
siempre. 

Los  dos  jóvenes  permanecieron  un  momento  en  silencio. 

Cristóbal  respiraba  con  la  convulsa  precipitación  del  que  duerme 
presa  de  una  pesadilla,  y  la  mano  de  Berenguela,  que  tenía  estrechada 
contra  el  corazón,  se  movía  al  impulso  de  las  palpitaciones 

Ninguno  podía  explicarse  claramente  la  situación  en  que  se  encon- 
traban, y  ambos  dejaban  errar  el  pensamiento  en  las  vagas  regiones 
de  pavorosas  conjeturas,  sin  más  lenguaje  que  aquellas  manos  enla- 
zadas, frías,  que  ya  oprimiéndose  con  más  fuerza,  ya  aflojando  el  lazo 
estrecho  que  las  unía,  se  trasmitían  •  no  sé  qué  voces  misteriosas  del 
alma 

XV. 

Sonaron  las  tres  de  la  mañana. 

Perdido  ya  el  eco  de  las  campanadas,  sonó  la  puerta  del  zaguán, 
y  se  escucharon  pisadas  de  hombre. 

Poco  después,  en  la  otra  puerta  que  daba  al  corredor,  se  per- 
filaron varios  bultos,  y  la  misma  voz  del  jefe  de  la  ronda  que  nos  es 
conocido, ^exclamó  en  un  tono  de  sorpresa: 

— ¡Han  abierto!... 

— ¡Bah!  os  olvidaríais  de  cerrar,  dijo  otra  voz. 

— Han  abierto,  os  digo;  juraría  por  Dios  que  se  nos  ha  escapado... 

— ¿Pero  no  buscasteis? 

— He  buscado  hasta  eu  la  juntura  de  los  ladrillos. 

— ¿Debajo  de  las  camas?...  ¿detrás  de  las  puertas?... 

— ¡Ah!  esperad...  ¡soy  un  jumento!...  un...  demonio...  soy  un 
imbécil.  No  cometería  una  distracción  semejante  el  último  de  los  cor- 
chetes. 

— ¿Qué  decís? 

— ¿Creeréis  que  no  registré  debajo  de  la  cama?  ¡Pesia  á  tal!  no 
hay  duda  que  el  infame  estaba  cubierto  con  los  dos  cadáveres...  no 
hay  duda. 

— Tal  vez;  ¿pero  estáis  seguro    de  haberlo  visto  entrar? 

— Este,  replicó  el  jefe  señalando  á  uno  de  los  alguaciles,  y  yo,  lo 
hemos  visto;  esperé  á  que  le  abrieran  para  pescarlo  como  en  una  ra- 
tonera, ¿no  es  cierto? 

El  alguacil  á  quien  iba  dirijida  esta  pregunta,  se  inclinó  de  un 
modo  respetuoso. 

— Entonces,  dijo  aquel  que  antes  hablaba  con  el  jefe,  no  debemos 
lamentamos  inútilmente;  se  ha  escapado. 


José  de  la  Luz  saltó  sobre  la  primera  piedra,  se  apoyó 
en  la  segunda  y  tendió  su  robusto  brazo. 

Cap.  12.°-I. 
La  primera  -generación 


LOS   IN3URG5NTZS  97 


— Sí,  pero  os  prometo... 

— ¿A  ver,  decís  que  están  ahí  los  cadáveres? 

— Sí  señor,  ¿queréis  verlos"? 

■    A  eso  veníamos. 

— ¡Ea!  Barrientos,  saca  tu  linterna  y  acompaña  al  señor  escribano  j 
voy  mientras,  con  vuestro  permiso,  á  buscar  por  el  patio  y  !as  azoteas 
vecinas. 

— Es  inútil. 

— No  lo  es,  estoy  seguro  que  no  ha  salido  de  la  casa. 

Diciendo  esto  el  jefe  desapareció,  dejando  al  escribano  acompañado 
de  Barrientos. 

Hemos  dicho  un  poco  más  arriba,  que  al  asomarse  Berenguela 
descubrió  el  cielo  cubierto  de  inumerables  y  rutilantes  estrellas. 

En  efecto,  la  noche  era  magnífica,  había  un  no  sé  qué  solemne 
en  el  silencio  sagrado,  en  la  quietud  del  aire,  de  amoroso,  en  aquella 
tibia  luz  que  manaba  de  la  serena  profundidad  del  firmamento. 

Sin  embargo,  aquella  casa  abandonada,  oscura,  y  silencioso  teatro 
del  crimen,  estaba  sombría  :  por  el  fondo  de  aquel  callejón  de  la  escalera, 
tras  de  los  pretiles,  y  en  todos  los  rincones  adonde  no  llegaba  la  cla- 
ridad, parecían  moverse  y  avanzar  sombras  de  formas  caprichosas. 

En  medio  del  patio,  la  columna  de  una  fuentecilla  derruida  cu- 
bierta con  una  cabellera  de  malvas,  estendía  un  mutilado  brazo  cual 
si  fuera  la  víctima  que  abandonando  su  sepulcro,  saliera  á  pronunciar 
una  maldición  contra  el  asesino. 

Mas  allá  unos  inmóviles  arbustos,  negros  por  la  noche,  pegados 
al  arco  de  una  puerta  ya  carcomida,  parecían  guardar  el  eco  habitador 
de  ese  fatídico  recinto. 

Barrientos  encendió  su  farola  y  señaló  al  escribano  la  entrada  de 
la  pieza. 

— Guiad,  dijo  el  del  protocolo,  haciendo  una  señal  imperiosa  al 
alguacil,  y  cediéndole  el  paso. 

— Pasad,  señor,  respondió  el  otro;  y  alargó  la  luz  rodeando  con 
el  brazo  el  filo  de  la  puerta. 

— No,  entrad,  entrad. 

— Pero... 

— Entrad. 

— No,  pasad  vos,  señor  escribano. 

—  ¡Ea!  dejad  de  cumplimientos...  y  entrad. 

— No  señor,   eso  no  lo  permito. 

— ¿Por  qué? 

— Por  qué... 

— ¡Bah!...  entremos  juntos:  dadme  vuestro  brazo,  porque  este 
terreno  me  es  desconocido...  absolutamente. 

— Vamos,  señor,  vamo8  andando. 

Los  dos  aun  ya  enlazados,  como  no  cabían  juntos  por  la  entrada, 
lucharon  unos  minutos  más  para  ver  quién  pasaba  adelante. 

Barrientos,  flaco,  pero  más  fuerte,  decidió  el  negocio  empujando 
al  señor  escribano. 

Ya  cnmedio  de  la  pieza,  los  dos  se  miraron  como  si  trataran  de 


—  7  Los  Insurgentes. 


98  3tHN  A.  MATKOg 


buscarse  mutuamente  en  los  ojos  el  valor  que  juzgaban  necesario   para 
llegar  á  la  segunda  puerta. 

— ¿Es  decir,  preguntó  el  escribano,  que  la  joven  tiene  diez  y  ocho 
puñaladas? 

—  No  recuerdo  bien,  señor;  pero  tenía  una  enmedio  del  pecho. 
— ¿Y  el  occiso?... 

— ¡Ah!  el  occiso...  creo  que  lo  vi  8in  cabeza. 

— Era  bueno  apuntarlo  ¿no  os  parece? 

— Sí...  pero  no  estoy  muy  seguro,.. 

— Pues  hombre,  qué  diablos  ¿dónde  teníais  los  ojos? 

— ¡Pero  qué  diablos  me  estáis  preguntando?  ¿qué  tiempo  tenía 
yo  de  medir  las  heridas,  ni  de  contar  los  muertos?  id  á  ver  vos  que 
os  toca  por  obligación... 

— No,  hombre,  no  digo  lo  contrario,  replicó  el  escribano  conte- 
niendo su  cólera  por  no  romper  con  aquel  tan  útil  acompañante,  pero 
sí  extraño  que  un  hombre  como  vos,  tan  observador...  tan... 

— Ea,  señor,  dijo  Barrientos,  dejémonos  de  florilegios  y  veamos 
el  aposento. 

— Veamos,  repitió  el  escribano. 

Los  dos  avanzaron  una  pierna,  y  los  dos  quedaron  con  la  pierna 
en  el  aire,  esperando  cada  uno  que  el  otro  asentara  la  planta. 

El  escribano  la  volvió  á  su  puesto  ;  el  alguacil  también. 

— Juraría  que  tenéis  miedo,  dijo  el  primero. 

— ¿Yo  miedo?  replicó  el  otro  ¿miedo  Barrientos? 

• — Sí,  señor. 

— ¿Miedo  habéis  dicho? 

—  Sí,  señor,   miedo. 
-¿Y  vos? 

— ¿Yo?  bah!  no  me  conocéis,  según  veo. 

Aquí  llegaban,  cuando  el  alguacil  vio  que  sobre  la  estremidad  del 
rayo  de  su  linterna,  se  levantaba  el  marmóreo  rostro  de  una  mujer, 
destacándose  en  la  oscuridad  de  la  puerta  como  en  el  hueco  de  una 
tumba. 

—  ¡Ay!  exclamó  el  infeliz,  como  si  le  hubiera  dado  un  calambre 
en  el  estómago. 

El  escribano  levantó  la  vista,  y  sus  quijadas,  perdiendo  el  resorte 
de  la  articulación,  cayeron  sobre  su  pecho,  dejando  colgar  toda  la 
lengua. 

— ¡Dios  mío!  dijo  sin  pronunciar  las  consonantes,  y  sus  brazos 
también  cayeron  abandonando  el  bastón,  que  casualmente  quedó  ato- 
rado por  el  puño  en  un  pliegue  del  capotilío   de  Barrientos. 

Este  valiente  se  estrechaba  más  y  más  con  el  escribano,  como  si 
pretendiera  esconderse  aquel  cuerpo  inmóvil,  y  cubrirse  con  aquella 
piel  espeluzada. 

De  repente  cayó  el  bastón  ;  los  dos  dieron  un  salto  sin  abando- 
narse, y  dos  gritos  ahogados  salieron  de  sus  gargantas. 

El  escribano  permanecía  descoyuntado ; — la  cabeza  del  alguacil 
había  girado  hasta  ponerse  de  perfil,  mientras  que  el  cuerpo  fijo,  cual 
si  fuera  de  plomo,  presentaba  el  pecho  á  la  horrible  entrada  de  la 
segunda  pieza. 


LOS   INSURGENTES  99 


Pasado  un  rato,  el  saliente  ojo  de  Barrientos  rodó  con  lentitud 
en  su  órbita. 

Ahí  estaba,  ahí  los  miraba  todavía  el  rostro  fúnebre  de  la  mujer. 

Hubo  otra  cosa  peor  :  el  instante  fué  espantoso  ;  aquel  rostro  mo- 
vió los  labios,  los  labios  hablaron;  y  frías  como  el  hierro  de  una  pica,' 
atravesaron  los  oídos  del  escribano  y  de  Barrientos  estas  palabras : 

— Señores,  os  lo  suplico  por  lo  que  más  amáis  sobre  la  tierra 
decidme...  ¿adonde  está  mi  tía? 

Los  trémulos  oyentes  á  quien  dirijía  la  voz  esta  pregunta,  no 
hicieron  más  que  enlazarse  como  dos  culebras,  y   contener  el  aliento. 

La  linterna  colgaba,  y  el  foco  luminoso  pintaba  sobre  el  suelo 
un  pequeño  círculo  que  reproducía  las  convulsiones  epilépticas  de  Ba- 
rrientos. 

— Señores,  volvió  á  decir  la  voz,  responded  por  los  huesos  de 
vuestra  madre. 

—  ¡Los  huesos!  es  clamó  el  escribano  como  si  hablara  en  el  fondo 
de  una  caverna. 

Entonces  comenzó  á  desprenderse  lentamente  de  Barrientos,  que 
lo  asía  con  la  fuerza  de  una  ventosa. 

De  cada  pliegue  de  su  saco  tenía  que  desatar  un  dedo,  que  no 
bien  separado  á  costa  de  indecibles  esluerzo3,  vcjvía  á  engancharse 
pellizcando  sus  carnes. 

Por  último  aprovechó  un  momento  que  juzgó  oportuno,  y  dio  un 
salto  en  dirección  del  corredor,  pero  el  calzón  prendido  como  en  un 
zarzal  sobre  las  cinco  uñas  de  Barrientos,  tronó  por  la  pretina;  dos 
botones  fueron  á  chocar  contra  las  paredes,  y  el  señor  escribano  sintió 
pasar  entre  sus  piernas  una  corriente  de  aire  frío. 

En  este  momento  se  presentó  el  jefe  de  la  ronda. 

XVI. 

Barrientos  enderezó  la  luz,  el  escribano  dio  un  suspiro. 

— ¿Qué  es  esto?  dijo  el  jefe. 

No  respondieron.  Solo  el  alguacil  tuvo  valor  para  apuntar  hacia 
atrás  con  el  rabo  de  un  ojo. 

— ¿Podréis  decirme  qué  es  esto,  señores?  volvió  á  decir  el  otro, 
asombrado  con  el  cuadro  que  tenía  a  la  vista. 

Pero  no  obtuvo  sino  la  misma  respuesta. 

— Señor...  murmuró  Berenguela  desde  el  puesto  donde  apareció 
como  un  espectro. 

—  ¡Cómo!  esclamó  el  jefe  casi  con  superstición,  mientras  que  los 
dos  personajes  aterrorizados  se  encogieron  sintiendo  aún  que  la,  voz 
de  la  "¡oven  llegaba  hasta  ellos  envuelta  en  una  ráfaga  sepulcral ;  ¿no 
estáis  difunta?...   no  sois  la  misma  que... 

— Decidme,  señor,  continuó  Berenguela  adelantándose  con  ademán 
suplicante,  ¿qué  es  lo  que  nos  pasa?  Hemos  venido  á  ver  á  un  en- 
fermo, y  sin  saber  cómo,  me  hallo  sola.  ¿Adonde  está  la  joven  que 
habita  esta  casa?...  ¿cómo  abandona  á  su  hermano  agonizante?...  ¿y 
mi  tía,  señor?...  la  señora  que  me  acompañaba.;,  ¿adonde  ha  ido?... 
vos  debéis  saberlo...  ¿qué  habéis  hecho  de  esas  personas?... 


100  JUAN  A.  MATEOB 


— Serenaos,  señorita...  tened  la  bondad  de  tranquilizaros.  Somos 
los  servidores  de  la  justicia,  y  nada  hacemos  que  no  sea  en  obsequio  de 
la  inocencia  y  para  el  terror  y  el  castigo  del  crimen.  Gracias  á  Dios 
que  una  de  las  víctimas,  vos  señorita,  se  levanta  de  su  lecho  de " 
sangre  para  designar  al  infame,  cuya  cabeza  debe  rodar  por  el  ca- 
dalso. Hablad,  á  vos  os  toca  esclarecer  los  pasos  de  la  ley  en  el  ca- 
mino que  á  una  sola  de  vuestras  palabras  se  abrirá  en  la  absolución, 
en  los  calabozos  ó  en  la  muerte. 

Berenguela  sintió  cierta  simpatía  inexplicable  por  aquel  hombre 
cuyo  acento  conmovido  con  la  presencia  repentina  de  la  joven  que 
juzgaba  por  muerta,  tenía  la  insinuante  entonación  del  cariño,  mezclado 
á  la  terrible  solemnidad  de  una  sentoncia. 

Acercóse  más  á  aquel  hombre  que  se  presentaba  como  el  ven- 
gador de  sus  agravios,  y  en  cuyos  ojos  chispeantes  de  justa  indig- 
nación recogía  una  promesa  de  consuelo  para  sus  penas. 

Tuvo  confianza  en  él,  y  le  explicó  la  situación  sin  ocultarle  su 
salida  furtiva  de  la  casa  naterna. 

XVI. 

— ¡Cáspita!  exclamó  el  escribano  cuando  Berenguela  huno  termi- 
nado, conque...  sois  hija  de...  ¿sí?  ¡vamos!  si  os  conozco  más  que  si 
fuerais  mi  propia    hija. 

— ¿Y  decís  que  vive?  preguntó  el  alguacil. 

— Perded  cuidado  señorita,  dijo  eí  jefe — pasemos  á  verlo — pero 
antes  permitidme  un  momento  — Alumbra,  añadió  dirigiéndose  á 
Barrientes. 

Sacó  de  su  bolsillo  un  tintero  de  cuerno,  ona  pluma,  una  carta 
de  donde  arrancó  la  mitad  no  escrita,  y  escribió  con  prontitud  varias 
líneas. 

— Toma,  le  dijo  al  alguacil,  vneJas  á  la  casa  de  Cervantes  y  le 
das  esto. 

El  enviado  tomó  el  papel  y  desapareció  como  una   exhalación. 

Aquel  papel  decia: 

«El  odio  que  profieso  á  Grizman  y  á  todos  sus  secuaces,  me  ha 
cegado  hasta  el  punto  de  cometer  un  error  deplorable.  Enviadme  á 
esas  damas  con  todas  las  consideraciones  que  merecen  su  sexo  y  su 
inocencia.  Valdivieso.> 

AVn. 

María  y  Fuensanta  volvieron  rodeadas  del  respeto  que  valdivieso 
había  recomendado. 

La  primera  que  había  sido  presa  y  metida  en  la  litera  cuando 
abría  la  puerta  de  la  calle,  volvió  á  los  brazos  de  Cristóbal,  sin 
perder  aún  el  temblor  y  la  lividez  del  espanto. 

Valdivieso  pidió  perdón  á  todos,  y  maldijo  de  veras  aquella  pre- 
cipitación con  que  su  espíritu  envenenado  por  antiguas  ofensas,  juzgó 
culpables  á  dos  criaturas  inocentes  é  hizo  caer  sobre  dos  damas  la- 
grosera  mano  de  sus  alguaciles. 


rOS   INSURGENTES  101 


María  y  Fuensanta  olvidaron  la  ofensa  ante  las  protestas  de  aquel 
caballero. 

Cristóbal,  que  parecía  haberse  mejorado  con  la  hemorragia,  ó 
lo  que  es  mas  probable,  con  la  presencia  de  Berenguela,  perdonó 
á  Guzman,  y  escuchó  lleno  de  interés  las  palabras  de  todos,  que  se 
encadenaron  para  formar  la  explicación  completa  del  asunto. 

Valdivieso  contó  que  un  nuevo  crimen  que  Guzman  intentaba 
aquella  misma  noche,  y  que  él  sabía  por  uno  de  los  cómplices,  fué 
io  que  le  dio  pretexto  para  ejercer  una  venganza,  arrojando  sobre 
aquel  hombre  la  vergüenza  de  una  acusación  ruidosa  y  después  las 
cadenas,  el  lazo  de  la  horca,  ó  la  vara  del  verdugo. 

El  escribano  se  ofreció  d«  mediador  entre  la  cólera  de  don  An- 
tonio de  la  Mota  y  aquellas  damas  afligidas,  con  el  resultado  pro- 
bable de  su   ausencia. 

Aceptaron  ollas,  pasarou  á  la  casa  del  señor  escribano,  y  este 
benéfico  protector  y  astuto  diplomático,  llegó  con  su  elocuencia  más 
allá  de  los  límites  que  ceñíau  la  esperanza  de  sus  protegidas,  pues 
no  solo  apagó  el  rayo  que  amenazaba  desprenderse  de  la  frente  de 
don  Antonio,  sino  que,  tornándolo  en  el  hermoso  luminar  de  un  por- 
venir de  dicha  para  su  hija,  fijó  las  bases  del  matrimonio,  que  quedó 
aplazado  para  el  alivio  de  Cristóbal. 

XVIII. 

Tres  meses  después  María  y  el  escribano  apadrinaban  la  boda. 

La  casa  de  Bereuguela  volvió  á  brillar  y  á  engalanarse  con  más 
lujo,  y  más  amigos  y  más  contento  que  en  aquella  malhadada  noche 
en  que  la  conocimos. 

Urrntia,  aquel  amigo  que  recogió  herido  á  Cristóbal,  y  que  du- 
rante la  enfermedad  de  este  no  faltó  un  solo  día  á  la  cabecera  de 
su  lecho,  volvió  á  bailar  con  Berenguela,  sin  omitir  al  platicar  la 
forzosa  comparación  entre  aquellas  dos  noches  tan  distintas  y  tan 
semejantes. 

María,  rodeada  por  innumerables  adoradores  de  su  hermosura 
melancólica,  recibía  las  demostraciones  de  cariño  con  urbanidad,  pero 
sin  complacencia. 

El  corazón  guardaba  como  una  tempestad  de  llanto,  el  suspiro 
de  su  amor,  que  se  exhalaba  en  el  silencio  de  la  noche  buscando  la 
inolvidable  imagen  de  Telío  de  Guzman. 

Aquí  parecería  terminado  este  asunto,  pero  el  matrimonio  en  los 
dramas  de  la  naturaleza,  no  señala  como  en  los  del  teatro,  el  término 
y  el  desenlace  de  una  historia. 

XIX. 

Pasaron  dos  años. 

Hacía  uno  que  María  recibió  noticia  de  que  Guzman  partía  para 
el  Japón  con  la  embajada  de  Velasco. 

Se  ha  dicho  que  el  amor  muere  con  la  esperanza ;  pero  no  po- 
demos afirmar  si  María  esperaba,  ó  si  ya  el  amor  no  era  más  que 
«1  simple  culto  de  los  recuerdos, 


102  JUAN  A.   MAXEJjI 


No  sabemos  si  era  todavía  el  sueño  de  las  vírgenes,  ó  la  sombra 
del  desengaño  aquello  che  vagaba  por  su    frente    siempre    pensativa. 

Cristóbal  no  tenía  en  la  suya,  si  no  la  imagen  de  los  tros  seres 
idolatrados  á  quienes  consagraba  el  trabajo  de  su  mano  y  los  tesoros 
de  su  corazón. 

Berenguela,  María,  su  hijo  lo  asían  con  un  abrazo  de  bienaven- 
turanza, y  caminaba  por  el  sendero  fácil  de  la  vida,  guiado  por  un 
astro,  y  saludado  por  sonrisas  de  júbilo. 

Berenguela  había  experimentado  esa  trasformación  que  tanto 
aplauden  el  poeta  y  el  artista,  cuando  el  Himeneo  da  á  la  doncella, 
con  su  primera  caricia,  la  dulce  palidez  y  el  lánguido  encanto  do  la 
madre  que  lleva  bendecidas  por  Dios  las  fuentes  do  su  casta  fecundidad. 

El  niño,  llamado  Antonio  como  su  abuelo,  era  algo  endeble,  pero 
hermoso. 

Además,  hablaba  ya  esa  gerigonza  con  que  un  peloncillo  de  año 
y  medio  logra  formar  en  torno  suyo  un  círculo  de  oyentes,  dispuestos 
á  aplaudir  cuando  entre  la  nube  de  los  disparates  destella  el  primer 
rayo  de  la  inteligencia. 

Ahora  recordemos  una  cosa. 

Cuando  el  historiador,  ó  cuando  el  novelista  han  desarrollado 
ante  nuestros  ojos  un  cuadro  de  felicidad  humana;  el  primero  porque 
no  hace  más  que  reproducir  la  marcha  natural  de  los  acontecimientos, 
y  el  segundo  porque  tal  vez  desea  arrojar  un  rayo  consolador  sobre 
los  desventurados,  pintan  siempre  tras  los  serenos  horizontes  una  de- 
negrida nube  que  más  tarde  crecerá  envolviendo  el  paisaje  en  las 
destructoras  ráfagas  de  la  tempestad. 

Nosotros  somos  aquí  como  el  historiador. 

Si  esa  nube  asoma  por  el  cielo  de  Berenguela,  no  es  culpa  nuestra. 

«¡Nada  hay  estable  bajo  el  Sol!»  es  el  principio  que  «sobrenada 
en  la  corriente  de  las  narraciones  verdaderas. 

Lo  ilnico  estable,  según  todos,  sería  esa  oscilación  entre  la  dicha 
amenazada  por  el  temor,  y  el  infortunio  aliviado  por  la  esperanza. 


Un  día  se  hallaba  Berenguela  en  su  habitación  con  su  hiio  sobre 
las  rodillas,  enseñándole  á  pronunciar  el  nombre  de  Cristóbal. 

El  sol  que  penetraba  por  los  vidrios  arrancando  perfumes  á  va- 
rios tiestos  de  rosales  colocados  en  la  ventana,  daba  perfecta  claridad 
á  la  expresión  de  aquellos  dos  semblantes,  donde  la  paz,  el  cariño  y 
la  dicha,  imprimían   un  sello  de  inefable  contento. 

La  puerta  se  abrió  de  golpe  dando  paso  á  un  criado  que  entraba 
de  espaldas,  procurando  contener  á  un  hombre  que  pretendía  intro- 
ducirse por  la  fuerza. 

— ¿Qué...  qué  es  eso1?  preguntó  Berenguela  poniéndose  en  pie, 
dejad  que  pase. 

El  que  luchaba  con  el  criado  se  adelantó  respetuosamente  hacia 
la  joven. 

Era  un  anciano  con  la  cabeza  casi  blanca ;  pero  mostrando  aún 
en  sus  formas  la  soltura,  casi  la  gentileza  de  un  adusto. 


X09    INSURGENTES  103 


Su  rostro  no  era  hermoso;  con  todo,  la  honradez  y  la  inteligencia 
que  se  retrataban  en  él,  le  datan  un  encanto  varonil  mas  duradero 
que  la  vana  perfección  de  ia  carne. 

Al  ver  á  Berenguela  no  le  fué  posible  contener  un  movimiento 
¿e  sorpresa. 

— Señora,  dijo  sin  apartar  de  la  joven  mía  mirada  llena  de  ter- 
nura y  de  curiosidad  •  peidcnad  si  he  penetrado  aquí  sin  vuestro  per- 
miso ;  he  sido  un  grosero  ;  no  he  tenido  en  cuenta  ei  impulso  de  mi 
corazón,  y  al  saber  que  ves  y  Üustotal  viviais  en  esta  casa,  no  pude 
soportar  que  un  cualquiera  se  atravesara  en  mi  camino,  y  diera  con 
las  puertas  al  que  en  otro  tiempo  03  abrió  las  de  un  amor  sin  límites. 
Perdonad,  señora,  esperaré  alia  fuera  á  que  es  dignéis  concederme  un 
solo  momento... 

— No  señor,  repuso  Berenguela,  á  quien  conmovía  el  acento  de 
ese  hombre;  entrad  á  vuestra  casa...  sentaos,   hablad  lo  que  gustéis 

—  ¡Ah,  señora!  esclamó  eí  anciano  con  cierta  tristeza,  no  podéis 
negarlo!.,  ¡paréceme  que  tengo  enfrente  de  mis  ojos  á  vuestra  misma 
madre!  ya  no  os  acordaréis  de  mí.  Hace  diez  y  ocho  años  me  a- 
rrancó  la  desgracia  de  vuestro  lado:  erais  muy  niña...  ,ah!..  ¿y  ese 
hermoso  niño  es  vuestro? 

— Sí,  señor...  pero... 

El  anciano  tomó  á  Antonio  en  los  brazos  y  lo  estrechó  delicada- 
mente, pero  con  efusión.  Después  preguntó  con  la  familiaridad  de  un 
padre  : 

— ¿Y  queréis  decirme...  Cristóbal...  está  aquí? 

Berenguela,  que  comenzaba  a  desconfiar  del  desconocido,  pues 
no  recordaba  habarlo  visto  nunca,  se  acercó  á  una  puerta  y  gritó  el 
nombre  de  Fuensanta. 

Después  como  si  tratara  de  disimular  sus  temores,  dijo  volvién- 
dose hacia  el  hombre  que  no  cesaba  de  acariciar  á  Antonio  : 

— Cristóbal  tardará  un  momento,  pero  mi  tía  viene  aquí...  ella 
tal  vez  ayude  mi  memoria... 

Apareció  Fuensanta  haciendo  una  lijera  cortesía  al  anciano. 

Este  retrocede  con  visibles  señales  de  asombro,  y  apenas  puede 
ahogar  una  exclamación  y  retener  al  niño,  que  parece  escapársele  de 
los  brazos. 

Doña  Fuensanta  queda  inmóvil  y  balbucea  un  nombre: 

— ¡Suy  Gómez! 

—  ¡Doña  Fuensanta!  dice  el  otro  cual  si  negara  la  fe  á  sus  sentidos. 
—¿Sois  vos?  prosigue  Fuensanta,  Buy...  ¿y  qué  hacéis  aquí?..  ¡Ah! 

dadme  razón...  mira,  niña,  añadió  dirigiéndose  á  Berenguela  con  un 
tono  de  cariñosa  superioridad,  el  señor  e3  un  hermano  de  mi  difunto 
esposo,  tenemos  que  hablar  sobre  un  asunto  de  su  familia... 

Berenguela  tomó  á  su  hijo,  y  se  dirigió  inmediatamente  sin  aven- 
turar conjeturas  sobre  un  punto  ya  explicado  por  su  tía. 

— ¡Por  Dios!  dijo  Fuensanta  cuando  se  vio  sola  con  Buy  Gómez, 
¿qué  hacéis  aquí?.,   ¡marchaos!  ¿no     sabéis  dónde  estamos? 

— ¿Cómo?  ¿adonde? 

— Estáis  en  la  casa  de  don  Antonio  de  la  Mota. 

— ¿De  don  Antonio?...  ¡cómo!,,  ¿y  Cristóbal?.,  ¿y  María?.,,  ¿por 
qué  se  hallan  aquíí 


104  JUAN  A.   MATEOS 


— ¿Qué  decís?  ¿y  cómo  sabéis  esos  nombres1? 

—  ¡Por  Santiago!  si  yo  mismo  se  los  puse  ¿queríais  que  se  me 
hubiesen  olvidado? 

— Pues  señor...  ó  vos  ó  yo...  pero  aquí  hay  alguno  que  no  tiene 
en  bu  lugar  la  cabeza... 

- — Ese  seréis  tos,  señora...   ¡por  vida  del  diablo! 

— ¡Chist!   ¡por  la  Virgen!...  ¿queréis  explicaros? 

—¿Pero  qué  deseáis  que  os  explique?  yo  perdí  de  vista  á  mis 
muchachos  hace  diez  y  ocho  años  y  tres  días...  pero  mi  hermana 
quedó  como  una  madre  para  vigilarlos. 

Hoy  vuelvo  con  el  deseo  de  darles  un  abrazo,  y  mi  hermana  me 
dice  que  están  en  México,  viviendo  en  tal  parte,  y  que  Cristóbal,  ó 
María,  ó  no  sé  quién,  se  ha  casado  no  sé  cuándo  con...  ¡Ah!  señora... 
¿qué  es  lo  que  tenéis? 

,  Fuensanta  había  dado  un  salto    y    horrorosamente    pálida    retro- 
cedía como  de  una  serpiente. 

—  ¡Oh!  dijo,  el  Señor  tenga  misericordia  de  nuestras  culpas!... 
pero  estáis  seguro  de  conocer  á  los  niños? 

— ¡Bah!  y  cómo  no,  si  María  es  un  traslado...  es  doña  Carmen 
que  se  levanta  del  polvo  del  sepulcro... 

— Pues  no...  ¡qué  hemos  hecho,  Dios  mío!...  esa  que  llamáis 
María,  es  Berenguela,  hija  de  don  Antonio. 

—¿Y  María? 

— María  salió...  está  en  su  habitación... 

— ¡Llamadla!   ¡llamadla!...  quiero  verla  y  besar   su  frente. 

— ¡Silencio!  Euy  Gornez,  decidme,  ¿estáis  seguro  de  que  los  niños 
sean  Cristóbal  y  María? 

— Lo  juraría  por  Dios. 

— ¿Podríais  darme  alguna  seña  de  Cristóbal? 

— Sí,  muchas  que  no  desaparecen  con  la  edad:  ojos  garzos,  nariz 
aguileña,  frente  hermosa,  dos  lunares  sobre  la  sien  derecha...  y  si 
ahora  tiene  barba  es  partida,  y  si  tiene  oficio  es  dibujante,  y  si 
tiene  hijos... 

— ¡ Callad ¡Tcallad,  Euy  Gómez...  somos  perdidos. 

—¿Sí? 

— Esa  joven  que  acabáis  de  ver  es  hija  de  doña  Carmen,  ese 
niño  que  tenía  en  sus  brazos,  es  su    hijo    y    el   hijo    de    Cristóbal... 

— ¿Qué?...  habréis  autorizado  un  matrimonio  sacrilego? 

— ¡Señor,  perdónanos;  exclamó  Fuensanta  sin  responder  á  Gómez, 
¡perdónanos;  Adonde  podría  ocultarse  el  crimen  que  no  fuera  alcan- 
zado por  el  rayo  de  tu  justicia... 

En  la  noche,  Ruy  Gómez,  retirado  con  Cristóbal  á  una  pieza 
aislada  de  las  otras,  refería  al  joven  lo  siguiente: 

XXI. 

— Tu  padre,  cuando  yo  lo  conocí,  era  un  pobre  huérfano  reco- 
gido por  la  caridad  de  don  Juan  Alcántara. 

Yo  era  mayordomo  en  la  casa  de  don  Juan,  y  no  dilaté  en  ha- 
cerme amigo  de  aquel  joven,  atraído  por  la  semejanza  de  la  suerte,, 
pues  yo  también  vivía  solo  en  el  mundo. 


LOS  ÍNSURGESTÉ9  105 


Ambos  crecíamos  sin  que  los  años  entibiaran  nuestra  firme 
amistad. 

El  no  tenía  amigos,  pues  las  visitas  de  la  casa,  damas  y  caba- 
lleros españoles  todos,  apenas  se  dignaban  bajar  sns  miradas  basta 
el  indio,  como  le  decían,  porque  tu  padre  fué  hallado  en  la  puerta 
do  un  jacal,  llorando  á  su  madre,  que  era  india.  Con  todo,  entre 
aquellas  damas  soberbias  con  sus  títulos  ó  con  su  raza,  había  una 
que  miraba  á  Ignacio  (tu  padre)  con  menos  arrogancia,  ó  más  bien 
con  afecto,  ó  con  esa  compasión  que  inspira  un  hidalgo  bien  nacido, 
trasportado  por  el  infortunio  á  una  región  inferior  á  su  destino. 
Aquella  dama  era  un  ángel  de  los  cielos. 

Nadie,  por  vida  mía,  la  aventajaba  en  gentileza,  ni  todas  con 
sus  brocados  y  sus  perlas  y  sus  hechizos,  podían  hacer  sentir  lo  que 
esa  niña  con  su  modesto  traie,  y  cuando  sus  manos  de  reina  pren- 
dían la  negra  blonda  sobre  sus  sienes  puras  como  las  de  una  virgen. 

Un  día  me  llamó  Ignacio  y  me  dijo  : 

— Rodrigo,  tú  me  amas  ¿no  es  cierto?  pues  bien,  voy  á  confiarte 
un  secreto,  tú  eres  el  único  amigo  mío,  que  no  se  mofará  de  un 
atrevido  sueño  que  juega  con  mi  fantasía.  Necesito  compartir  con 
alguien  el  peso  que  me  abruma ;  necesito  el  consuelo  de  la  esperanza, 
ó  si  tú  quieres,  el  de  la  mofa  ;  pero  algo  que  alivie  mis  penas,  ó  arranque 
de  mi  frente  las  ilusiones  engañosas. 

Necesito  de  tu  apoyo. 

— Habla.  Mi  brazo,  mis  ahorros,  mi  corazón  y  mi  vida,  están  á 
tu  servicio. 

— Gracias  Eodrigo,  pero  nada  valen  tu  generosidad  ni  tu  valor 
contra  la  demencia...  Estoy  enamorado. 

— ¡Por  vida  de  mi  abuela!  repliqué  yo,  ¿y  eso  es  todo?  vamos, 
anímate  ¡qué  diablo!  yo  prometo  conquistar  para  tí  á  la  dama  que  me 
designes.   Si  ella  no  quiere,  la  robamos  y  pax  cliristi. 

—  ¡Oh!.,  ¡si  tu  supieras!.,  prosiguió  él  sonriendo  con  melancolía 
y  oprimiendo  contra  su  pecho  una  de  mis  manos. 

—¿Sí?... 

— Amo  á  doña  Carmen... 

No  bien  oí  este  nombre,  me  acometió  el  desconsuelo.  Medí  toda 
la  distancia  que  el  orgullo  de  una  familia  noble  ponía  como  un  abismo 
entre  mi  amigo  y  doña  Carmen,  y  quedé  cabizbajo  y  mudo,  maldi- 
ciendo en  el  alma  aquella  ley  incontrastable  de  los   grandes    señores. 

¿Quién  era  Ignacio?  pobre  y  marchitado  vastago  de  una  raza  in- 
feliz, abandonada  por  el  cielo  en  las  cadenas,  el  desprecio  y  la  muerte, 
para  atreverse  á  codiciar  á  esa  mujer  cuyo  blasón  estaba  custodiado 
por  las  picas  de  los  mismos  conquistadores?  ¡Oh!  pero  existía  una 
máxima  demasiado  vulgar,  una  verdad  bastante  luminosa  para  no  re- 
cordarla en  aquellos  momentos.  «El  amor  salva  todas  las  distancias, 
y  nivela  todas  las  condiciones  y  rompe  todos  los  obstáculos.»  Qué 
diablo,  si  dos  amantes,  uno  en  el  Sol  y  otro  en  la  tierra,  se  tendieran 
los  brazos,  los  dos  astros  chocaríau  rompiéndose,  porque  esos  amantes 
se  abraz.-pan. 

— ¿Y  ella  te  ama?  pregunté  á  Ignacio. 

—  ¡Oh!  no...  no  sé...  ¡bah!  ni  ha  reparado  en  que  la  miro,  ni 
soñará  siquiera  que  mi  alma  suspira  por  volar  hacia  ella. 


10G  JUAN  A.  MATEÓB 


—Habíala 

— ¿Qué  dices?...  hablarla!... 

— ¿Y  por  qué  no? 

—  ,Ay!  quieres  que  entregue  el  sueño  de  mi  amor  al  capricho  de 
la  burla,  á  la  risa  de  estos  cortesanos,  á  la  cólera  y  al  menosprecio 
de  ese  hombre  arrogante...  y  ella,  ella  sobre  todo  se  indignaría  si 
viese  que  pretendo  alzarme  hasta  su  corazón...  creería  tal  vez...  me 
miraría  como  al  lacayo  insolentado  que  osa  tocar  á  su  señora. 

— Te  engañas,  le  dije,  y  te  humillas  hasta  un  grado  que  no  hace 
honor  á  ningún  hombre. 

¿Eres  por  ventura  un  mozo  de  cuadra,  ó  es  don  Alonso  el  Cid, 
6  su  hija  la  princesa  de  Asturias?  ¿qué  es  lo  que  dirían  esos  corte- 
sanos á  quienes  aventajas  en  honor,  en  piedad,  en  belleza,  en  valentía, 
en  fuerza  y  en  todas  las  perfecciones  del  cuerpo  y  del  espíritu?  — 
¿Qué  más  dan  los  pergaminos  de  ese  viejo,  que  tú  con  el  saber  ó  con 
la  espada  no  conquistaras  á  la  gloria  para  el  dote  de  una  joven  sea 
cual  fuere?  ¿Y  crees  que  doña  Carmen  se  ofendería?  ¿Crees  que,  como 
tú  dices,  arrojara  tu  amor  al  capricho  de  la  buria?  Por  vida  mía  que 
doña  Carmen  no  es  de  esas  mujeres. 

Habíala,  y  te  juro  que  si  no  corresponde  tu  cariño,  respetará  á 
lo  menos  el  secreto  de  tu  corazón. 

— Pero  yo... 

— Pero  nada.^le^díje,  hoy  mismo  te  decaras  y  yo  respondo  del 
éxito  con  mi  cabeza. 

Ignacio  me  puso  miles  de  argumentos,  pero  yo  alenté  de  tal  modo 
su  esperanza,  que  aceptó  Ja  piopuesta. 

Me  abrazó  afectuosamente  y  me  dio  las  gracias  diciéndome,  que 
si  un  desaírelo  hundía  en  la  amargura,  le  quedaba  yo,  su  único  amigo, 
para  reconciliarlo  con  la  vida. 

jOh:  io  que  hoy  mo  enseña  la  experiencia  á  deletrear  en  los  ojos 
de  una  dama,  la  naturaleza  lo  marcaba  entonces  en  mi  corazón  por 
medio  de  seguros  presentimientos. 

Doña  Carmen  escuchó  con  benevolencia,  después  con  agrado, 
después  con  lástima  y  ocho  días  después,  desde  uno  de  los  balcones 
de  su  casa  dejaba  caer  estas  palabras  á  mi  amigo,  que  las  recogía  y 
las  acariciaba  en  su  alma 

—  Ignacio,  os  amo  desde  que  os  vi  por  vez  primera. 

Si  os  tenéis  por  .el  más  dichoso  de  los  hombres  con  mi  cariño, 
también  yo  cifro  mi  ventura  en  el  vuestro. 

Sois  mexicano...  pero  aunque  ese  nombre  fuera  de  baldón  como 
lo  es  de  infortunio,  yo  compártala  vuestra  afrenta  con  el  júbilo  que 
un  día  compartiré  vuestras  esperanzas... 

¡Qué  diablo:  aquella  vez  tu  padre  y  yo,  tomados  por  las  manos, 
bailamos  en  mi  habitación  hasta  caer  rendidos. 

Pasó  algún  tiempo,  Ignacio  hablaba  casi  diariamente  con  aquella 
magnífica,  joven,  y  me  relataba  sus  tiernos  diálogos  con  ella,  dándome 
lugar  para'  apreciar  en  lo  que  vale  una  mujer  que  ama. 

Una  noche  se  presentó  Ignacio  trayéndome  una  noticia  que  daba 
al  traste  con  sus  proyectos  de  felicidad. 

Venía  con  los  ojos  anublados  y  el  rostro  cadavérico 


IOS    INSURGENTES  107 


Doña  Carmen  marchaba  á  la  Península. 

Su  padre,  que  solo  había  venido  á  la  América  por  unos  cuantos 
meses  para  distraer  con  un  viaje  los  achaques  de  su  ancianidad,  an- 
siaba partir  para  la  España. 

El  mundo  cristiano,  .amenazado  por  el  turco  en  la  corona  de  Fe- 
lipe, llamaba  en  torno  de  la  cruz  el  patriotismo  de  nobles  y  plebeyos, 
y  don  Alonso  ardía  por  escuchar  la  voz  de  trueno  de  su  señor  y  ge- 
neral el  príncipe  don  Juan  de   Austria. 

La  nave  que  debía  llevarse  para  siempre  á  Carmen,  mecíase  ya 
con  impaciencia  en  las  aguas  del  puerto. 

— Pienso  una  cosa,  me  dijo  Ignacio;  haré  que  mi  señor  Alcán- 
tara me  recomiende  con  don  Alonso  Zúñiga.  Sé  batirme,  iré  como 
escudero  suyo,  á  ganar  contra  los  infieles  la  mano  de  Carmen. 

— ¡Eh!  ¿y  si  te  m  atañí 

— Prefiero  sentir  el  frío  de  un  albanje  y  no  el  de  esa  ausencia 
que  me  mataría  lentamente. 

— ¿Pero  qué,  ignoras  por  ventura,  que  don  Alonso  ha  conocido 
la  inclinación  de  su  hija1? 

— Nada  sabe,  ó  por  lo  menos  no  me  conoce. 

—  ¡Bah!  pues  yo  te  juraría  que  sí...  y  que  los  turcos  son  un  pre- 
texto que  ha  inventado  don  Alonso  para  enredar  á  Carmen. 

—  ¡Oh!  tú  no  me  engañas!.,  pero  dinie,  ¿qué  hago1? 
—Pedirla. 

— ¿Pedir  qué? 

— Pedir  su  mano  ahora  mismo. 
— ¿Estás  loco? 

— No,  pero  por  vida  mía,  que  no  hay  otro  remedio  ;  ¿no  debías 
hacerlo  alguna  vez?  ¿no  amas  y  eres  amado,  y  te  aseguran  las  pro- 
mesas de  doña  Carmen? 

Don  Alonso  no  casaría  nunca  con  su  escudero  á  su  hija. 
Y  sobre  todo,  nada  importarían  las  proezas  y   una  vida   de  fide- 
lidad y  de  servicios. 

La  respuesta  que  te  daría  entonces  no  sería  distinta  de  la  que 
te  dará  si  le  hablas. 

Ignacio  consultó  con  la  joven  su  postrera  determinación,  y  quedó 
en  ver  á  don  Aionso  tres  días  después  de  aquella  entrevista. 

En  efecto,  yo  lo  acompañé  quedándome  en  la  puerta,  él  subió, 
y  sentado  en  la  sala  más  de  dos  horas,  esperó  á  qué  se  dignaran 
recibirlo. 

Por  fin,  un  sirviente  le  señaló  una  puerta,  y  salió  por  ella  la  voz 
áspera  de  don  Alonso  que  gritó  : 
— ¡Adelante! 

El  noble  señor  estaba  con  un  traje  de  lienzo  y  cubría  su  cabeza 
con  una  montera  negra. 

La -primer  mirada,  según  me  dijo  Ignacio,  revelaba  en  aquel 
semblante  la  aspereza  del  soldado  y  la  arrogancia  de  un  hombre  que 
se  considera  como  superior  á  todos,  mezclada  con  el  humor  bilioso  de 
un  anciano  harto  de  gota  y  acostumbrado  á  regañar  por  quítame  allá 
esas  pajas. 

Mal  corazonada  le  dio  á  Ignacio,  pero  avanzó  sin  vacilar  y  saludó 
con  naturalidad  y  buena  crianza. 


108  JUAN  A.  MATEOS 


Don  Alonso  correspondió  aquel  saludo  y  señaló  á  Ignacio  un 
asiento... 

Perdóuame  si  rae  detengo  en  estos  pormenores,  pero  ellos  deberán 
justificar  á  tus  padres  y  te  elevarán  á  conocer  el  compromiso  que  la 
suerte  ha  depositado  en  tus  manos. 

— Seguid,  seguid,  dijo  Cristóbal,  habladmo  de  mis  padres  y  di- 
sipad cuanto  antes  los  horribles  temores  que  me  ha  iufundido  esta 
mañana  una  sola  de  vuestras  palabras. 

— Prosigo  :  Ignacio,  después  de  un  corto  exordio,  donde  pidió 
escusas  por  su  posición  y  su  corta  fortuna,  entró  de  plano  en  el  asunto, 
y  concluyó  como  hábil  orador  con  la  consabida  peroración,  no  dictada 
por  precepto  alguno  del  arto,  sino  por  un  entendimiento  lleno  de  luz 
é  inspirado  por  un  amor  infinito. 

Descubrió  á  don  Alonso  aquel  plan  de  seguirlo  en  la  lid  como 
escudero,  para  ganar  honra  y  prez  que  poner  á  las  plantas  de  doña 
Carmen  como  un  títnlo  de  gloria. 

—  ¡Magnífico!  exclamó  don  Alonso  dándose  una  palmada  en  la 
rodilla.   ¡Magnífico! 

Ignacio  quedó  sin  respirar  aguardando  la  palabra  decisiva. 

— Conque...  deseáis,  prosiguió  el  viejo,  dar  vuestro  nombre... 
¿cómo  os  llamáis? 

— Ignacio. 

— ¿Ignacio  de  qué? 

— Ignacio  Tízoc. 

— ¿TizDt?  ¡magnífico!  ¿conque  deseáis  dar  el  nombre  de  Tizut  á 
la  primogénita  de  Zúñiga? 

— Señor,  mi  oscuro  nombre... 

— No,  no  no.  No  me  meto  en  eso,  algún  día  lo  haréis  tan  ilustre 
como  el  de  Machuca...  no  es  mas  que  una  figura  de  retórica.  —  ¿Y 
os  urge  el  casamiento? 

— Señor,  sé  que  pronto  dejaréis  la  América  y  que  os  lleváis  á 
vuestra  hija.  Qué  sé  yo  si  podría  esperar  á  que  volvierais,  ó  partir... 

— ¿Partir?  no  señor,  ni  pensarlo. 

Es  mas  fácil  arreglar  este  asunto  dentro  de  algunos  días. 

Las  mujeres  no  resisten  nunca  tan  dilatados  plazos  sin  contrae 
un  nuevo  compromiso 

Me  parecéis  un  excelente  caballero,  y  aunque  pobre  y  oscuro  como 
vos  decís,  no  vacilo  en  darle  prisa  al  negocio. 

Tendréis  como  un  apéndice  de  vuestra  dicha,  las  dos  cosas  que 
os  faltan,  nombre  y  fortuna. 

— ¡Oh!  señor.,,  dejad  que  vuestro  nombre  os  ilustre  á  vos  solo, 
que  lo  habéis  conquistado  seguramente  con  hourosas  proezas.  G-uardad 
vuestra  fortuna,  pues  para  mí  es  inútil,  cuando  me  concedéis  la  mano 
de  vuestra  hija. 

Ella  dará  temple  á  mi  brazo  y  ánimo  á  mi  corazón  para  hacerme 
digno  de  merecerla, 

No  me  habléis  de  fortuna,  que  afrenta  mi  humilde  posición,  y 
tomaríais  al  parecer  mis  sentimientos  de  cariño,  por  el  cálculo  de  in- 
digna codicia. 

—  ¡Oh!.,  no,  pero  sí  juzgo  prudente...  qué    diablo,     ya    conocéis 


IOS   INSURGENTES  109 


:as  exigencias  del  mundo  y  de  la  corte...  creo  que  el  decoro  de  mi 
jasa  me  obliga  á  haceros  aceptar  por  el  pronto  la  mitad  de  mis 
bienes.  — Vosotros  os  amáis  como  criaturas  sin  experiencia,  y  vivi- 
ríais contentos  en  un  chiribitil,  ó  en  un  bosque  ó  á  la  orilla  de  un 
lago,  al  sol  y  al  viento,  sin  que  se  os  dieran  un  ardite  las  leyes  que 
ana  inveterada  costumbre  impone  á  los  de  un  linaje. 

Ignacio  festejó  con  una  ligera  sonrisa  aquella  sátira  ya  vieja  y 
embotada  por  aquellos  tiempos. 

— ¿No  os  parece?  continuó  don  Alonso,  ¿qué  se  diría  de  mí  y  de 
vos  sobre  todo?  ¿Tengo  razón?  decidme. 

— Sí  señor,  murmuró  Ignacio  acorralado  en  aquella  pregunta. 

— Bueno;  pues  espero  que  no  llevaréis  vuestra  delicadeza  hasta  el 
punto  de  comprometer  mi  fama...  ó  si  queréis  mi  orgullo. 

— Bien,  señor,  arreglad  ese  punto  como  os  parezca;  yo  solo  vengo 
á  implorar  una  palabra  de  consuelo  para  mi  amor. 

— Ea  ya  la  tenéis,  por  eso  no  me  ocupo  de  vuestro  amor  ; — ahora 
yo  espero  la  palabra  de  consuelo  para  mi  vanidad,  que  es  lo  único 
que  me  resta  :  ¿aceptareis? 

—Yo...  una  respuesta  negativa  se  volvería  tal  vez  contra  mi  co- 
razón ;  una  respuesta  afirmativa  se  volvería  contra  mi  honor...  y  antes 
que  tal  cosa.,. 

— ¡Eh  joven!  ¿adonde  camináis?  ¿queréis  desesperarme?  ¡vive 
Cristo!  os  ruego  que  aceptéis  siquiera  la  mitad. 

— Pues  bien,  señor,  aceptaré  lo  que  gustéis,  replicó  Ignacio  can- 
eado con  aquel  asunto  que  le  parecía  ya  ridículo. 

— Magnífico,  exclamó  don  Alonso  poniéndose  en  pie  y  tendiendo 
los  brazos  á  mi  amigo,  venga  un  abrazo  y  asunto  concluido.  ¡Ah!... 
pero  esperad...  soy  soldado  y  me  agrada  en  todos  los  negocios  la  ve- 
locidad de  la  metralla...  voy  á  casaros  ahora  mismo.  ¡Hola!.,  continuó 
tomando  de  su  mesa  una  campanilla  y  agitándola  con  impaciencia; 
hola...  Sebastián...  Eamiro...  ¡Per  Afán!.,  demonio  de  canalla...  están 
sordos... 

Ignacio  miraba  aquello  con  una  especie  de  asombro,  parecido  á 
la  desconfianza.  No  obstante,  él  conocía  ya  los  caprichos  que  suelen 
tener  los  hombres  como  don  Alonso,  y  esperó  el  término  de  aquella 
extravagancia  tan  favorable  á  su  fortuna. 

Cuatro  lacayos  se  presentaron  en  la  puerta. 

Don  Alonso  les  dijo  algunas  palabras  no  percibidas  por  Ignacio, 
y  desaparecieron.  Después  volviéndose  hacia  el  joven,  se  estregó  las 
manos  y  le  dijo  : 

— Ya  vendrá  el  cura  y  todo  lo  necesario  :  no  dilatamos  un  mo- 
mento, sentaos. — Va  á  darme  risa  la  sorpresa  de  Carmen. — Entre 
tanto  voy  á  formar  el  apunte  de  una  vez,  prosiguió  tomando  un  per- 
gamino y  una  pluma,  tened  la  bondad  de  responderme. 

Ignacio  acometido  por  el  estupor,  no  hubiera  acertado  á  pronunciar 
una  palabra,  si  el  rostro  de  Zúñiga,  iluminado  por  el  gozo  y  la  bene- 
volencia, no  le  diera  aliento  para  hacer  uso  de  sus  sentidos. 

— ¿Cómo  os  llamáis?  le  preguntó  el  anciano. 

— Ignacio  Tízoc...  Señoar. 

— Bien.  ¿Patria? 


llO  JUAN  A.  MATEOS 


— México. 

Don  Alonso  escribía  la  respuesta  con  prontitud. 

—¿Edad? 

— Veintiséis  años. 

— ¿Profesión1? 

— Vuestro  empeño  no  me  da  el  tiempo  necesario  para  arreglar 
mi  título...  pero...  yo...  pasados  oclio  días... 

— Corriente :  decid  no  mas  de  qué  será  ese  título. 

— Licenciado  en  ambos  derechos... 

— Corriente  :  esperadme  un  momento. 

Don  Alonso  continuó  escribiendo,  mientras  Ignacio  lo  miraba 
como  si  estuviera  envuelto  en  las  nubes  de  un  sueño. 

En  fin,  don  Alonso  leyó  con  tono  solemne  lo  que   había  escrito: 

«El  día  5  de  Febrero  del  año  de  gracia  de  1570,  yo,  el  infras- 
crito :  Viendo  que  concurren  en  el  licenciado  don  Ignacio  Tilon  las 
cualidades  y  requisitos  necesarios  en  el  esposo  de  mi  hija  y  el  here- 
dero de  toda  mi  fortuna,  mando  que  el  señor  Ignacio  Tilon...» 

Ignacio  se  puso  en  pie. 

«...de  veintiséis  años,  mexicano,  y  doctor  en  ambos  derechos,  re- 
ciba... reciba...»   ¡fuego!  muchachos... 

A  estas  palabras  desembocaron  por  la  puerta  cuatro  ganapanes 
armados  con  varas  de  bejuco,  y  cerraron  con  Ignacio  descargándole 
una  horrible  paliza. 

— ¡Oh...  qué  imbécil  fué  tu  padre!  ¿Creerás  que  una  lágrima  de- 
sarmó su  indignación?...  Yo  te  juro  que  hago  trizas  al  viejo,  y  á  su 
hija,  y  á  su  ángel  custodio,  y  al  que  se  hubiera  puesto  enfrente  de 
mi  cólera...  Con  todo...  Ignacio  era  un  amante,  y  ¿quién  diablos 
resiste  al  llanto  de  una  mujer  amada?...  y  más  cuando  llora  con  los 
ojos  de  doña  Carmen. 

No  quiero  abusar  de  tu  atención,  y  abreviaré  lo  que  me  fuere 
posible. 

Doña  Carmen  fué  obligada  á  casarse  con  un  joven  noble,  rico, 
galán  y  no  sé  qué  otras  cosas;  pero  no  suficientes  para  que  la  joven 
se  olvidara  de  Ignacio. 

Ella  ciñó  su  corazón  con  el  doble  muro  del  honor  y  del  jura- 
mento, é  hizo  lo  que  todas  las  mujeres  honestas  que  se  encuentran 
en  este  caso:  relegó  al  amante  en  el  confín  de  las  ilusiones  perdidas; 
ahogó  hasta  los  suspiros,  y  echó  el  velo  del  deber  sobre  su  rostro 
surcado  por  las  lágrimas. 

Don  Alonso,  creyendo  asegurada  la  felicidad  de  su  hija,  partió  á 
España;  allí  debía  esperar  á  los  esposos  cuando  el  peligro  de  la  patria 
se  hubiese  conjurado, 

No  te  hablo  de  la  horrible  desesperación  de  Ignacio;  es  fácil  su- 
poner lo  que  ese  hombre  sintió  cuando  supo  que  perdía  para  siempre 
aquella  esperanza  de  su  vida. 

Aquel  día  lo  arranqué  de  la  puerta  de  doña  Carmen,  donde 
lloraba  dando  golpes  con  la  cabeza  como  un  loco. 

Aquel  mismo  día,  Ignacio  pareció  serenarse  y  me  dijo: 

— Amigo  mío,  yo  me  marcho;— no  me  es  posible  permanecer  por 


LOS    INSURGENTES  131 


más  tiempo  tan  cerca  de  lo  que  amo  sin  esperanza,  y  de  lo  que  odio 
con  frenesí.  Tengo  miedo  á  una  sombra  que  se  levanta  en  mi  alma 
cada  vez  que  me  tienta  el  aborrecimiento. 

Yo  creía  haberla  desterrado,  luchando  con  el  instinto  que  una  fa- 
talidad extraña  ha  puesto  en  mi  ser  para  desgracia  mía. 

Pero  hoy  vuelve  á  levantarse,  y  siento  que  me  ahoga  en  un  vér- 
tigo de  sangre. 

Me  marcho,  no  quiero  turbar  el  reposo  de  personas  inocentes,  ni 
manchar  mi  mano  con  un  crimen. 

Si  me  quedo,  no  respondo  de  un  desatino  que  amargaría  mi  exis- 
tencia, ó  haría  infame  mi   muerte. 

Yo  iré  contigo,  respondíle,  adonde  quiera  que  señales;  habla,  y 
te  acompañaré  al  fin  del  mando. 

A  otro  día,  al  despuntar  la  aurora,  salimos  de  la  ciudad  por  el 
rumbo  de  Puebla,  dispuestos  á  lanzarnos  por  la  Vera-Cruz,  adonde 
quisiera  la  suerte. 

Yo  pensaba  en  marchar  para  la  Andalucía,  adonde  se  hallaban 
mi  madre  y  mis  hermanos,  abrazarlos,  y  después  aventurarme  con 
Ignacio  y  otros  amigos  en  la  guerra  santa  donde  podíamos  hallar,  él 
distracción,  y  nosotros  fortuna. 

Un  incidente  milagroso  en  verdad,  cambió  de  un  golpe  nuestros 
juveniles  proyectos.  Don  Juan  de  Alcántara  había  dado  á  Ignacio  una 
hermosísima  esmeralda.  «Esta  piedra,  le  había  dicho,  la  llegabas  sus- 
pendida al  cuello  cuando  fuiste  recojido  en  una  cabana  del  Tepe- 
yacac; — yo  la  he  recabado  para  tí  como  tu  única  herencia»  desde  en- 
tonces Ignacio  la  llevaba  en  su   seno. 

Haciendo  nuestras  cuentas,  nos  faltaba  mucho  para  completar  el 
precio  del  pasaje,  y  determinamos  de  vender  la  esmeralda. 

Cuando  llegamos  á  la  Puebla  de  los  Angeles,  yo  la  llevé  por 
todas  las  casas  que  se  nos  designaban  como  la  habitación  de  ricos 
propietarios,  que  admiraban  la  piedra,  pero  no  se  atrevían  á  desem- 
bolsar inmediatamente  algunos  cientos  de  posos. 

Una  vez,  ya  desesperados,  nos  dispusimos  á  venderla  al  que  nos 
diera  un  maravedí  más  de  lo  que  había  ofrecido  el  último  postor; 
pero  en  esos  momentos  se  presentó  un  indio  preguntándonos  si  éramos 
los  que  vendían  una  esmeralda,  y  ofrecieudo  dar  por  ella  todo  lo  que 
quisiésemos,  con  tal  de  satisfacer  las  dudas  que  tuviera  á  bien  espo- 
nernos.  Quedamos  arreglados. 

— Veré  la  piedra,  nos  dijo,  antes  quo  todo. 

Ignacio  la  quitó  de  su  cuello,  y  se  la  dio  inmediatamente. 

El  indio  parecía  mirarla  con  asombro ;  la  hacía  girar  entre  sus 
dedos,  colocándola  sobre  el  rayo  de  la  luz,  y  nos  miraba  de  cuando 
en  cuando  con  un  ademán  de  desconfianza. 

¿Y  quién  es  el  dueño  de  esta  piedra?  preguntó  devolviéndosela  á 
Ignacio. 

— Yo,  replicó  este. 

— ¿Cómo  ha  llegado  á  tu  poder 

— Es  una  herencia  de  mi  madre. 

- — ¿Quién  fué  tu  madre? 

—  ¡Qué  sé  yo!  mi  madre  había  muerto  cuando  yo  tuve  conciencia 


112  JUAN  A.   MATEO! 


de    la    vida; — me    han  dicho  que  su  cadáver  estaba    caliente    todavía 
cuando  la  caridad,  ó  los  alguaciles,  me  arrebataron  de  su  lado. 

El  indio  se  inmutó  lajeramente,  y  clavó  su    mirada    sagaz    en  el 
rostro  de  Ignacio;   después  preguntó: 
— ¿Cómo  te  llamas? 
— Ignacio  Tízoc 

— ¿Tízoc?...  ¿y  no  recuerdas  haber  llevado  otro  nombre? 
— Sí...  creo  que  en  un  parte  se  me  llamaba...   Topiltzin... 
—  ¡Topiltzin!...  exclamó  el  indio  tomando  á  Ignacio  por  un  brazo, 
y  acercándose    á    él    como    si    tratase    de  ver    el  fondo  de    sus   ojos. 
iTopiltzin!...    ¡gran  Dios!   ¿tú  eres  Topiltzin?...  y    lo    abrazó    con  una 
ternura  sin  igual,  empapándolo  con  lágrimas. 

— ¿Quién  eres?...   por  Dios,  dijo  Ignacio  conmovido   con    la  emo- 
ción de  aquel  hombre,  ¿quién  eres  tú,  amigo  mío,  que  me  hablas  de 
mi  madre? 

El  indio  se  enderezó    limpiando    sus    mejillas,  y    le  dijo  con  \oz 
misteriosa: 

— Tú  eres  Topiltzin,  el  hijo  de  Xóchitl  y  el  nieto  de  Tízoc,  y  la 
dulce  esperanza  de  tus  hermanos  oprimidos. 

Tú  has  nacido  el  día  que  un  español  arrojaba  sobre  la  frente  de 
tu  madre  el  baldón,  que  no  basta  á    vengar    la    sangre    toda   de  los 
conquistadores.  / 

Fuiste  mecido  en  una  cuna  de  dolor,  y  aherreojado  con  tu  madre 
en  la  vergüenza  y  la  miseria  como  todos  nosotros. 

Tú  eres  la  imagen  de  nuestra  raza,  tú  representas  sus  dolores  y 
eres  su  lágrima  viviente. 

Sé  también,  ó  Topiltzin,  la  voz  y  el  brazo  de  su  justa  venganza. 
Llama  ¡51  quieres,  y  aquí  debajo  de  tus  pies  se    abrirá   la    tierra 
para  dar  paso  á  las  huestes  vengadoras  de  Xicotencal. 

Llama,   y  los  guerreros  diezmados  por  la  lucha,  la   vida    errante 
y  el  cadalso,  estrecharán  sus  illas  en  torno  de  tu  nombre,  y  se  hun- 
dirán contigo  en  los  abismos  donde  lances  tu  palabra  de  muerte. 

Ven    contar  go,    j    yo    descubriré    á   tu    vista   el    secreto   de  tu 
destino.-. 
•         ••»«  •••••••• 

No  pasaban  veinte  días  después  de  aquella  escena,  cuando  tu 
padre  y  yo  convertidos  en  seres  de  la  insurrección,  removíamos  las 
tribus  chichimecatf  para  cae.»  sobre  los   españoles. 

Yo  soy  ó  más  bien,  era  español,  pero  no  me  batía  contra  la 
patria,  y  sí  por  uc  pueble  que  me  colmaba  de  favores. 

Dejo  á  un  lado  loe  peligros  1oí>  receses  ó  los  triunfos  de  aquella 
empresa  par»  llegar  á  lo  que  importa  inmediatamente. 

Ignacio,  respetado  por  la?  balas  qt¡e  casi  buscaba  con  empeño, 
languidecía  en  una  tristeza  horrible 

Un  día  que  hablábamos  de  nuestra  suerte,  retirándonos  hacia  una 
casa  que  teníamos  en  el  monte,  cae  sobre  nosotros  una  partida  de 
auxiliares. 

Queremos  escapar,  pero  otro  grupo  que  aparece  á  nuestras  es- 
paldas, nos  pone  entre  la  muerte  ó  una  victoria  superior  á  los  es- 
fuerzos humanos.  r- 


LOS   INSURGENTES  ííi 


Ignacio  fué  el  primero  que  cayó  herido  en  la  cabeza  por  una 
piedra;  yo  poco  después,  acribillado  á  garrotazos  y  estocadas. 

El  Io  de  Enero  de  71,  entramos  aquí  prisioneros  entre  el  gozo 
insultante  de  la  ciudad,  que  celebraba  el  quincuajésinio  año  de  la 
conquista. 

Un  nuevo  espectáculo  preparaba  D.  Martin  Enriquez  al  popu- 
lacho. 

Se  levantaron  en  la  plaza  dos  horcas,  y  dos  franciscanos  entraron 
en  nuestro  calabozo  para  disponernos  á  una  muerte  cristiana. 

Ignacio  no  palideció ,  pero  yo  que  dejaba  una  esposa  "joven  y 
tres  hijos  expuestos  á  la  ferocidad  de  Juan  Torres  de  Lagunas  ó  á  la 
vida  azarosa  de  los  pueblos  nómadas,  sentí  que  me  abandonaba  el  es- 
píritu, compañero  de  mi  juventud  y  de  mis  aventuras,  y  me  desplomé 
llorando  en  los  brazos  de  mi  confesor. 

— Esperad,  me  dijo  este  al  oido,  sin  despegar  la  vista  de  su 
compañero  ;  y  sentí  que  me  deslizaba  un  papel  entre  las  manos. 

Luego  que  mi  amigo  se  hubo  arrodillado  en  el  otro  extremo  de 
la  pieza,  y  cuando  el  padre,  cubriéndose  completamente  el  rostro  con 
su  capucha,  se  inclinó  para  recibir  la  confesión  de  Ignacio,  yo  me 
retiré  también  con  un  fraile,  y  afectamos  la  misma  postura  del  con- 
fesor y  el  penitente. 

—¿Quién  me  manda  esto?  le  dije. 

— Esperad... 

Volvió  á  mirar  al  compañero.  Este  casi  cubría  á  Ignacio  con  sus 
hábitos,  cual  si  quisiera  recojer  para  él  solo  el  aliento    mundanal    de 
as  culpas. 

— Podéis  leerlo,  me  dijo.  Rornpí  el  sello  y  leí: 

«Ignacio  :  estad  dispuesto  para  las  doce  de  la  noche. 

«A  estas  horas  derribad  á  vuestros  centinelas  de  vista.  Los  otros 
os  dejarán  pasar. 

«En  la  garita  de  Tacuba  encontraréis  dos  caballos  y  un  hombre 
hábil  y  resuelto,  á  quien  podéis  confiar  vuestra  salvación. 

«Huid,  por  Dios;  huid  si  podéis  mas  allá  de  los  mares,  y  olvi- 
daos por  siempre  de  este  servicio.» — C.  Z. 

— ¡Doña  Carmen  de  Zuñiga!  exclamé  involuntariamente. 

— ¡Silencio!... 

La  luz  del  sol  nos  alumbró  ya  caballeros  en  magníficos  alazanes, 
dirigiéndonos  por  estraviadas  veredas  hacia  los  pinares  del  Ajusco. 

— ¿Adonde  fuimos?  ¿por  qué  nos  separamos?  ¿qué  le  pasó  á  él 
errante  por  lejanas  tierras,  sin  más  amigo  que  un  recuerdo  de  su  des- 
graciada juventud?  ¿Qué  me  pasó  á  mí  cuando  la  peste  devoró  á  mi 
esposa  y  á  mis  hijos?  ¿Donde  y  cómo  volvimos  á  encontrarnos?  ¿Por 
qué  nos  lanzamos  otra  vez  en  la  lucha?  ¿Cómo  diablos,  después  de 
tantos  años  que  nublaban  la  imagen  soñada  por  el  cariño  de  otros 
tiempos,  revivió  el  amor  para  llamar  á  Ignacio  y  arrojarlo  en  un  tor- 
bellino de  impuros  deleites?  ¡Oh!.,  alguna  vez,  hijo  mío,  te  pintaré 
una  por  una  las  peripecias  de  nuestra  vida...   ,Ah! 

Ruy  Gómez  quedó  un  momento  pensativo,  moviendo    de    cuando 

8  —    T.og    l»f>vrqenfm. 


114  JUAN  A.  MÁTEOS 


en  cuando  la  cabeza,  y  agitando  site  labios  como  si   Lablaia   consigo 
mismo. 

Luego  continuó  : 

— Ea,  pues,  doña  Carmen,  poco  antes  de  efectuar  este  casamiento, 
que  fué  por  verdadera  rasan  de  estado,  ligó  á  su  futuro  esposo  con 
la  promesa  de  no  ser  casados  sino  de  palabra 

Aquel  bombre.  que  ardía  por  una  bella  madrileña,  á  quien  lo 
unían  ya  los  brazos  de  un  bijo,  aceptó  el  empeño,  meditando  solo  en 
el   caudal  que  doña  Carmen  vertía  eu  sus  desanapados   bolsillos. 

Pero  aquel  bijo  murió,  y  la  ingrata  madrileña,  bien  provista  con 
los  abonos  y  las  dádivas  de  siete  años  buyo  con  un  aventurero 
á  gozar  de  su  fortuna  en  la  Francia 

Desde  entonces  el  caballero  aquel  volvió  loe  ojos  á  su  esposa,  y 
fué  acometido  no  de  amor  sino  de  un  delirio  Doña  Carmen  tenía 
treinta  años,  v  aunque  algo  enflaquecida  y  pálida,  era  un  modelo  de 
hermosura  Así,  delgada  y  con  en  blancura  transparente,  hubiera  sido 
la  jova  de  un  claustro.  *  el  adorno  regio  de  un  sepulcro.  Su  marido 
se  convirtió  en  so  esclavo,  y  regó  con  no  fingidas  lágrimas,  la  cadena 
con-QTe  una  malhadada  imprevisión  lo  ataba  lejos    de    su   esperanza. 

En  fin.  tanto  tiempo  de  llamar  á  las  puertas  del  corazón  que 
lloraba  va  por  muerto  so  cariño  tanta  constancia,  tanto  halago,  y 
tan  silencioso  martirio,  lograron  si  no  lo  que  la  joven  sintió  para  el 
perdido  amante,  a*  menos  una  compasión  afectuosa  y  una  amistad  que 
podría  confundirse  con  e'  amor  de  hermanos. 

Una  vez  ya  caminados  por  et  tiempo,  lo  suficiente  para  no  ser 
reconocidos  por  los  extiaños  que  nos  vieran  quince  años  antes,  entrá- 
bamos á  México  á  la  sazón  que  gobernaba  el  marqués  de  Villa  Man- 
riquo    Veníamos  en  pos  de  una  arriesgada  empresa. 

Mas  de  diez  mi'  Lombres.  entre  los  cuales  se  contaban  muchos 
españoles,  y  gran  número  de  negros  estaban  confundidos  entre  la 
población,  bipn  armados  y  dispuestos  á  nuestras  órdenes,  pues  medi- 
tábamos el  golpe  más  glorioso  que  hubiera  registrado  la  historia  de 
1»  Nueva  España 

Yo  traía  caitas  de  Francisco  Drak  al  mismo  secretario  del  virrey 
y  á  otras  personas  de  alta  infliieucia,  á  quienes  el  célebre  corsario 
babí?  sabido  complicar  en  más  de  un  abordaje  sobre  las  aguas  del 
Pacífico 

Veníamos,  pees  dispnestos  á  concertar  el  golpe  con  Livingston, 
agenta  secreto  d«  "Francisco  Drak.  que  había  extendido  una  ringlera 
de  osados  vigilantes  desde  el  palacio  de  Manrique  hasta  un  apostadero 
de  la  Florida 

Un  cacique  de  Xocbi milco,  el  que  debía  poner  el  mayor  contin- 
gente de  hombres  armados,  tuvo  (yo  te  diré  por  qué  motivo)  una 
disputa  d?  palabras  con  Peralta,  jefe  de  los  españoles  que  eran 
nuestros. 

Vinieron  á  las  manos,  y  el  rencoroso  aragonés,  que  fué  bañado 
en  sangre  al  prirneT  puñetazo  del  cacique,  juró  perderlo,  y  fué  aponer 
sobre  la  mesa  del  virrey  el  secreto  de  los  conjurados. 

El  anciano  Tlahuac.  amigo  de  tu  padre,  corre  á  avisarnos  del  pe- 
ligro, mientras  otros  vuelan  á  la  casa  de  Liviugston,  y  el  negro    Ja- 


tOS    INStrKGÉNTEá  115 

cinto  se  engulle  un  grueso  cartapacio  que  encerraba  nuestra  peligrosa 
correspon  dencia. 

Tlahuac,  mientras  que  todos  se  ponían  en  salvo,  nos  buscaba  loco, 
sin  atender  á  su  propia  conservación. 

Nosotros  estábamos  en  ot^a  empresa,  voy  á  contarte : 

Un  día,  Ignacio  y  yo,  parados  en  el  mismo  sitio  donde  algunos 
años  antes  se  levantaran  nuestras  horcas,  contábamos  al  disimulo  la 
escasa  guarnición  que  custodiaba  el  palacio. 

Dos  damas  cubiertas  pasaron  enfrente  de  nosotros.  Una  de  ellas 
se  detuvo  un  momento,  después  siguió  andando,  después  se  detenía 
de  nuevo  y  volvía  á  dar  otros  posos,  siempre  viéndonos  á  través  de 
su  tupido  velo  cual  si   tratase  de  reconocernos. 

Por  último,  atraída  por  la  otra  dama  siguió  andando  y  la  per- 
dimos de  vista. 

—  ¡Oh!  me  dijo  Ignacio,  te  juro  que  si  no  es  doña  Carmen,  es  el 
demonio  que  quiere  perderme. 

—  ¡Quia!  le  respondí,  doña  Carmen  estará  tal  vez  durmiendo  la 
siesta  en  una  de  sus  casas  de  Barcelona. 

— Te  juro  que  es  ella. 

— Te  juro  que  será  el  diablo  pero  no  ella 

— ¿Quieres  que  la  sigamos? 

— Sea. 

Apretamos  el  paso,  y  al  llegar  á  la  primera  esquina,  vimos  que 
las  damas,  allá  en  un  extremo  de  la  calle  desaparecían  por  una  puerta 
que  procuramos  anotar  en  la  memoria. 

— Rodrigo,  me  dijo  tu  padre,  tú  has  presenciado  muchas  locuras 
mías,  no  te  espante  la  que  hoy  intento.  Pronto  sonará  la  hora  del 
combate,  y  ¿quién  asegura  mi  existencia?  quiero  por  última  vez  mirar 
á  Carmen  ;  quiero  que  escuche  un  suspiro  de  este  amor  eterno  que  la 
profeso  ;  quiero  morir  con  el  consuelo  de  su  postrer  mirada. 

En  efecto,  el  peligro  que  nos  esperaba  era  una  muerte  casi  se- 
gura, á  la  cabeza  del  asalto,  ó  sobre  el  palo  de  la  horca,  y  no  quise 
discutir  sobre  aquel  negocio  aunque  me  pareciera  temerario,  por  no 
privar  á  Ignacio  de  la  última  ilusión,  ni  privarme  yo  de  las  últimas 
estocadas. 

Ya  entrada  la  noche  nos  pusimos  en  camino  á  la  luz  escasa  de 
una  luna  que  rodaba  entre  lívidos  nubarrones. 

Llegamos  enfrente  del  balcón,  templé  mi  laúd,  y  acompañé  la 
doliente  voz  de  Ignacio  que  aun  conservaba  notas  llenas  de  armonía  y 
de  ternura.  Era  un  canto  que  doña  Carmen  había  escuchado  algunas 
veces  en  la  casa  de  Alcántara,  allá  en  aquellos  tiempos  en  que  Ignacio, 
solitario  en  el  retiro  de  su  pieza,  daba  al  viento  los  versos  que  la 
misma  doña  Carmen   le  había  inspirado. 

Aquella  voz  penetró  como  un  relámpago  del  infierno  hasta  la  al- 
coba donde  la  virtud  y  el  silencio  velaban  sobre  el  tálamo  y  el  casto 
sueño  de  una  madre. 

Una  puerta  del  balcón  giró  sobre  sus  goznes  haciendo  estremecer 
los  vidrios,  y  una  figura  de  mujer  se  perfiló  en  el  marco,  bajo  el 
rayo  entonces  limpio  de  la- luna. 

Era  doña  Carmen. 


116  JUAN  A.   MATEOS 


Ignacio  se  aproximó  descubriéndose  como  dolante  de  una  imagen 
y  habló  largo  tiempo,  mientras  yo  vigilaba  su  espalda... 

Quince  días  después,  Ignacio  depositaba  en  mi  pecho  las  confiden- 
cias de  un  amor  culpable...   culpable,  pero  no  manchado  todavía. 

El  esposo  de  doña  Carmen,  don  Antonio  de  la  Mota,  estaba  au- 
sente, y  su  prima  doña  Fuensanta  se  encargó  de  favorecer  las  entre- 
vistas, con  el  objeto  de  saberlo  todo  é  impedir  bajo  el  pretexto  de  su 
tercería,  que  una  debilidad  infamara  el  nombre  de  su  hermano. 

Llegó  por  fin  la  noche  aquella  en  que  Peralta  nos  envolvía,  como 
en  la  muerte,  con  su  denuncia. 

Yo  estaba  en  la  puerta  de  la  casa  de  doña  Carmen,  esperando 
que  esta  diera  fin  á  una  de  esas  largas  despedidas  de  los  amantes,  y 
llevarme  á  Ignacio  á  la  última  junta  que  debíamos  celebrar  en  la  casa 
de  Livingston. 

Acerquémonos  al  término  de  esta  historia. 

Tlahuac  me  encuentra  y   me  avisa  que  estamos  descubiertos. 

Doña  Carmen,  que  estaba  en  el  secreto,  y  que  calculaba  nuestra 
perdición,  pues  conoce  la  ferocidad  de  los  cobardes  que  nos  persiguen, 
cae  desmayada  en  los  brazos  de  Ignacio,  que  no  se  atreve  á  aban- 
donarla. 

—  ¡Huyamos!  le  decía  yo,  por  Cristo,  después  volveremos    á   en-> 
contraria. 

—  Es  imposible,  me  replicó.  ¿No  sabes  que  Peralta  es  enemigo 
de  doña  Carmen,  y  que  esa  riña  con  Coyotl,  no  debe  ser  más  que  el 
pretexto  de  la  venganza?  ¿Ignoras  de  io  que  es  capaz  un  hombre  des- 
preciado, cuando  ese  hombre  tiene  la  perversidad  de  Peralta? 

Ciertamente,  aquel  infame  no  se  mezclaba  cou  nosotros,  sino 
atraído  por  el  pillaje,  y  con  la  esperanza  de  robar  á  doña  Carmen  en 
el  tumulto  de  la  insurrección;  pero  no  bien  supo  que  doña  Carmen 
estaba  resguardada  por  el  mismo  Ignacio,  concibió  la  sospecha  del 
amor  que  realmente  existía,  y  buscó  la  oportunidad  para  vengarse. 

Fué  el  caso,  que  Coyotl,  el  cacique  de  Xoclumilco,  que  nunca 
vio  con  buenos  ojos  á  Peralta,  sabiendo  no  sé  cómo,  que  este  ara- 
gonés meditaba  la  ruina  de  los  conjurados,  lo  reprendió  severamente, 
llamándolo  al  honor  de  caballero  y  dejando  entrever  ei  castigo  infa- 
lible que  caería  sobre  los  denunciantes. 

Peralta  respondió  con  insultos. 

El  cacique  le  intima  que  calle.  El  otro  aiza  la  mano,  se  enfiazan 
y  etc.,  y  sabes  el  resultado. 

De  suerte  que  la  infeliz  doña  Carmen,  era  perdida  si  la  abando- 
nábamos á  su  destino. 

Qué  diablo...  ¿qué  hacíamos  en  ese  trance?  ¿morir  allí  los  tres 
como  perros,  ó  cargar  con  ella  á  riesgo  de  manchar  su  fama,  y  lo 
que  era  peor,  de  abandonar  á  su  hija  que  tenía  veinte  meses?  No 
hubo  remedio,  la  niña  quedó  á  cargo  de  la  prima,  y  nos  decidimos 
por  lo  último. 

Preguntarás  tal  vez  si  no  podíamos  esconder  á  doña  Carmen  en 
la  casa  de  alguna  familia  conocida.  No,  yo  me  opuse,  porque  esa  fa- 
milia llegaría  á  saberlo  todo ;  y  tu  padre  se  opuso  por  razones  muy 
üÉLeiles  de  adivinar. 


LOS   INSURGENTES  11? 


Partimos. 

Nuestro  viaje  fué  penoso  pero  sin  peligros. 

Macho  nos  atormentó  el  llanto  de  esa  madre  que  deseaba  volver 
al  lado  de  su  niña  ;  pero  nosotros  la  serenamos,  haciéndola  vei  que 
la  suerte  estaba  echada,  que  la  niña  quedaba  resguardada  por  el  ca- 
riño sin  límites  de  su  tía,  que  diariamente  enviaríamos  emisarios  á 
sauer  de  ella,  y  por  último,  que  so  la  traería  cuando  huoieabinos 
llegado  á  un  lugar  fuera  del  alcance  de  los  enemigos. 

Corrió  el  tiempo,  y...  qué  diablo,  veniste  tú  al  mundo,  y    luego 
tu  hermana,  y  quien  sabe  á  doude  hubiera  llegado    la  fecundidad   de 
doña  Carmen,  si  tu  padre...  al    bajar...    al    sepulcro...     ¡vive    Cristo 
pareen  que  diez  y  ocho  aüos  no  lian  agotado  in¡3  0J03. 

En  efecto  Ruy  Gómez  se  reía,  pero  tenía  los  ojos  llenos  de  lágrimas. 

Dios  que  nos  crió  para  amar,  nos  dá  muchas,  porque  el  dulor  se 
reproduce  toda  la  vida  en  recuerdos  ávidos  de  llanto. 

— ¡Cuantas  personas  no  lo  vierten  al  escuchar  solamente  un  nombre 
Tal  sucedía  con  Rodrigo. 

Cristóbal  no  lloraba,  pero  estaba  con  el  color  del  mármol. 

— Yo,  contiuuó  Ruy  Gómez,  vi  que  doña  Carmen  se  consumió  de 
tristeza;  siguió  á  Ignacio  seis  meses  después,  encargándome  que  ve 
lase  por  sus  hijos...  yo  estuve  con  vosotros  cinco  años,  casóme  con 
una  pobre  joven,  con  la  intención  de  daros  una  madre...  después  . 
hace  diez  y  ocho  años  que  ansio  verte...  y  á  María,  á  mi  M.u>a, 
porque  os  amo  cual  si  fuerais  mis  hijos...  ¡oh!  diez  y  ocho  años  ..  y 
yo  solo!...  solo!... 

Ruy  Gómez  abrazó  á  Cristóbal,  sollozando  largo  tierepo  sebie 
su  pecho. 

Cristóbal  á  su  turno,  sintió  que  lo  sofocaba  una  teinuia  ioso 
portable,  y  dejó  caer  sus  lágrimas  sobre  el  anciano... 

XXIT. 

Aquí  concluye  la  historia  de  Topiltzin,  que  hemos  tomado  cas 
íntegra  de  un  diario  escrito  por  el  mis  mo  Ruy  Gómez. 

XIII. 

Respecto  de  Cristóbal  sabemos  que  una  sentencia  inexorable  do 
las  leyes  divinas  y  humanas,  lo  separó  para  siempre  de  Berenguela. 
Sabemos  que  marheó  á  luengas  tierras,  donde  Ruy  Gómez  lo  bizo  re- 
conocer por  todos  los  peones  de  la  grande  obra,  y  no  volvemos  á  tener 
noticias  suyas  hasta  el  año  de  1616,  cuando  muere  arcabuceado  por 
Gaspar  Alvear  en  las  inmediaciones  de  Durango. 

Se  puede  leer  en  cualquiera  historia  de  aquellos  tiempos,  que  un 
azteca  á  la  cabeza  de  los  tepehuanes  pasó  á  cuchillo  en  el  pueblo  de 
Santa  Catarina,  á  más  de  trescientos  españoles,  entre  los  cuales  so 
contaban  multitud  de  sacerdotes  odiados  con  razón  por  aquellas  tribus. 

Se  dice  que  aquel  indio,  blanco  y  hermoso  como  el  hijo  del  sol, 
y  mirado  edmo  tal  por  sus  compatriotas,  era  un  hechicero  fraudulento, 
que  ayudado  con  cierto  diabólico  talismán,  se  hacía  obedecer  ciega- 
mente por  aquellos  ignorantes  .gentiles, 


118  JUAN  A.   MATEOS 


Nuestros  lectores  saben  ya  que  aquel  hijo  del  sol,  lo  era  de  doña 
Carmen  Zuñiga,  y  qne  ese  talismán  diabólico  no  era  sino  la  herencia 
de  Tízoc,  la  esmeralda  de  Xóchitl. 

XXIV 

Hemos  buscado  con  empeño  entre  los  documentos  de  esta  historia, 
ana  carta  que  debía  decirnos  algo  sobre  la  suerte  de  las  dos  hermanas, 
y  ante  todo  del  hijo  de  Cristóbal. 

Era  la  noticia  que  un  don  Francisco  Balmaceda  mandaba  á  los 
parientes  lejanos  de  Antonio  de  la  Mota,  acerca  de  un  fatal  aconte- 
cimiento que  los  dejaba  como  los  únicos  herederos  del  antiguo  alcalde. 

La  carta  susodicha  debía  ser  una  de  tantas,  que  empapadas  en  la 
sangre  del  tío  Blas,  y  desgarradas,  eran  absolutamente  inenteu dibles. 


CAPITULO  III. 

Apuntes  para  una  causa  célebre. 
I 

Pasaron  más  de  cien  años. 

Ha  volado  un  siglo  infecundo  para  la  libertad, "iuútil  para  el  pro- 
greso, y  muerto  si  no  despreciable  para  la  historia.  ¿Qué  diferencia 
existe  entre  el  México  de  don  Luis  Velasco  y  el  México  de  Casa-fuerte? 
¿Qué  obra,  qué  nombre  célebre  dejaron  los  virreyes  en  los  fastos  de 
la  política,  de  la  ciencia,  de  la  industria,  siquiera  de  la  religión,  que 
fué  siempre  el  decantado  objeto  de  sus  acciones?  Lerma,  Córdoba,  Sal- 
vatierra y  la  pequeña  villa  de  Cadereita,  formadas  por  unas  cuantas 
casas  y  una  iglesia,  son  las  obras  maestras  qne  surgen  de  las  ruinas 
de  un  vasto  imperio,  destruido  por  el  fanatismo  y  el  pillaje.  Más, 
novecientos  arcos  inútiles  que  traen  á  la  ciudad  el  agua,  menos  abun- 
dante en  verdad  que  el  sudor  y  las  lágrimas  que  costaron  á  los  na- 
turales, empleados  siempre  en  realizar  las  necias  concepciones  de  los 
conquistadores,  á  trueque  de  un  jornal  de  miserable  verdura.  Con- 
ventos, muchos  conventos,  hasta  el  grado  increíble  de  haber  uno  en 
cada  manzana,  como  Puebla  puede  todavía  atestiguarlo.  Muchos  con- 
ventos, macizos  como  fortalezas  de  la  tiranía,  verdaderos  castillos,  por 
cuyos  botareles  parecía  levantarse  el  rostro  patibulario  de  Cortés,  para 
espiar  entre  las  tinieblas  á  la  ciudad  cubierta  de  eilicio  y  arrodillada 
ante  el  sombrío  dios  de  la  conquista. 

En  1644,  dice  un  historiador,  la  ciudad  de  México  pidió  á  Felipe  IV 
que  no  diera  más  licencia  para  fundar  conventos,  pues  los  de  las  monjas 
requerían  tal  número  de  criadas  que  no  bastaban  para  el  servicio  todas 
las  muieres  de  la  ciudad. 

Pidióse  también  que  se  pusiera  un  límite  á  los  frailes  en  la  ad- 
quisición de  bienes  raíces,  porque  amenazaban  devorar  la  capital  y  el 
reino  de  la  Nueva  España.  Continuamente  los  conventos  abrían  sus 
anchos  muros  para  cobijar  y  esconder  en  su  vientre  las  habitaciones  de 
un  barrio  entero  f 


LOS   INSURGENTES  119 


Las  ciudades  eran  monasterios,  las  calles  claustros,  las  iglesias 
altares,  los  frailes  señores  y  los  indios pilguanejos  ó  bestias  de  carga. 

¿En  qué  había  mejorado  la  condición  de  estos  esclavos?  ¿Qué  fué 
de  la  filantropía  de  Velasco,  de  las  elocuentes  representaciones  de  Zu- 
márraga,  de  las  lágrimas  de  una  reina  que  pedía  protección  para  los 
indios  desde  su  lecho  de  muerte?  ¿Qué  fueron  las  benéficas  leyes,  ni 
el  ruego  ni  las  amenazas  contra  la  codicia  y  ¡a  brutalidad  de  los  en- 
comenderos? Las  mismas  cédulas  libradas  por  los  reyes  de  España, 
dejan  ver  entre  un  laberinto  de  prohibiciones  la  horrible  desventura 
de  los  indios.  «Que  no  los  sobrecarguen;  que  no  les  quiten  á  sus  hijos; 
que  no  les  peguen  con  garrote;  que  no  los  marquen  con  el  hierro; 
que  no  los  cuelguen  por  los  pies;  que  no  prostituyan  á  sus  mujeres; 
que  dejen  ver  á  sus  familias,  siquiera  una  vez,  á  los  trabajadores  de 
las  minas;  que  no  se  permita  que  los  hacendados  aporreen  á  los  indios, 
es  decir,  que  no  les  echen  á  los  perros  feroces;  que  no  vendan  indios 
á  los  dueños  de  minas;  etc.,  etc.» 

Una  serie  de  virreyes  desfilaba  en  silencio  ante  los  horrores  de 
la  conquista; — unos  devorando  su  indignación,  otros  dejando  ver  una 
lágrima,  pero  nadie  con  el  ánimo  de  aventar  su  corcel  entre  el  festín 
de  los  aventureros  y  volcaí  con  el  cabo  de  su  lanza  aquel  monumento 
de  ferocidad,  que  horrorizaba  á  los  hombres  y  provocaba  la  cólera  del 
cielo. 

Si  la  historia  guarda,  después  del  de  Jesús,  el  más  alto  asiento 
reservado  para  Jos  bienhechores  de  la  humanidad,  hoy  desde  allí,  ceñido 
cod  rayos  inmortales,  oiría  el  salvador  de  los  aztecas  el  himno  con 
que  ia  humanidad  agradecida  saludaría  su  nombre  bendito... 

El  hambre.  Ja  peste  y  las  inundaciones  ayudaban  á  maravilla  para 
destruir  á  loa  indígenas  ó  acabar  de  hundirlos  en  el  estupor.  La  obra 
del  embrutecimiento  caminaba.  El  fanatismo  se  sonreía  de  gozo  ante 
un  pueblo  ya  diestro  con  las  lecciones  de  ciento  cincuenta  años.  «Viva 
la  iglesia  y  el  rey  nuestro  señor,  y  muera  el  mal  gobierno  de  este  lu- 
terano» gritaban  al  marqués  de  Gálvez  cuando  mandó  al  destierro  á 
un  arzobispo,  Juan  de  Ja  Zerna,  gran  ambicioso  y  alborotador  del 
reino.  «Malditos  frailes»  decía  el  marqués  huyendo  entre  el  incendio 
de  su  palacio,   «lian  hechizado  á  la  canalla.» 

¿Y  coál  era  la  educación  de  las  clases  un  poco  menos  miserables 
que  el  populacho?  jQue  se  liabía  caminado  en  el  saber  al  cabo  de  ciento 
y  cincuenta  años?  La,  teología  ya  en  Europa  esclava  de  las  ciencias, 
y  aquí  respetada  todavía  como  su  reina,  lanzaba,  prendido  en  los  silo- 
gismos de  Aristóteles,  un  anatema  contra  las  verdades  que  ya  triun- 
fantes saludaban  el  espacio  levantándose  en  el  genio  de  Nevton.  Aíiíií 
los  doctores  dormitando  en  los  escaños  de  la  universidad,  dejaban  qae 
el  Bárbara  y  el  Barahpton  zumbasen  por  sus  calvas  frentes  como  en 
torno  de  una  colmena  donde  so  elaboraba  para  el  estudiante  miel  de 
error,  de  superstición  y  de  pedantería. 

Una  nueva  raza  que  salía  del  abrazo  imparo  de  las  esclavas  de 
Osorio  y  los  galeotes  de  Alvarado,  plagada  de  vicios  y  envuelta  en 
la  más  vergonzosa  ignorancia,  llevaba  al  pueblo  las  lecciones  del  crimen 
y  la  impúdica  desfachatez  del  que  mira  el  cadalso  como  el  término 
seguro  de  su  existencia,.,. 


120  JUAN  A.   MATEOS 


Pero  nos  hemos  distraído  del  asunto. 

Vamos  á  referir  en  pocas  palabras,  y  contando  siempre  con  la 
indulgencia  del  lector,  un  episodio,  la  primera  aventura  de  uno  de  los 
personajes  que  más  tarde  volveremos  á  ver  con  la  primera  esmeralda. 

Decíamos  que  había  ijasado  mucho  tiempo.  Comenzaba  el  año 
de  1727. 

II. 

En  una  casita  pintoresca,  situada  en  uno  de  los  suburbios  ao  esta 
capital,  habita  Carlos  Pouce,  que  con  el  trabajo  do  su  poético  pincel 
sustenta  á  una  familia  reducida  á  su  esposa,  linda  muchacha  de  vein- 
tidós abriles,  y  á  un  criado  anciano.  Pudiéramos  contar  en  la  familia, 
y  lo  hacemos  con  gusto,  á  un  pobre  perro  que  velaba  desde  la  huerta 
la  casa  de  sus  amos. 

La  joven  está  por  segunda  vez  próxima  á  ser  madre,  y  mientras 
mece  la  cuna  de  su  hijo,  el  artista  vela  perfeccionando  una  Virgen  de 
los  Dolores,  cuyo  precio  deberá  satisfacer  todos  los  gastos  necesarios 
en  un  lance  como  el  que  le  prepara  su  esposa. 

Rosaura,  este  era  el  nombre  de  la  joven,  conoció  á  Carlos  cuando 
obligada  por  una  palabra  imprudente  veía  próximo  su  eulace  con  cierto 
comerciante.  De  aquí  resultó,  que  una  noche  se  arroja  á  los  pies  de 
su  padre,  y  bañada  en  lágrimas  le  dice : 

— Padre  mío  yo  sacrificaré  todas  mis  esperanzas,  puesto  que  usted 
lo  exije...  pero  no  amo  á  ese  hombre;  no  lo  he  querido  nunca,  ni  creo 
que  su  dinero  sea  el  precio  suficiente  para  un  sacrificio  de  mi  exis- 
tencia entera. 

El  buen  padre,  ¡raro  ejemplo!  la  levantó  del  suelo,  y  prometió 
desbaratar  un  contrato  que,  según  dijo,  no  se  formalizaba  todavía. 
Después  preguntó  á  su  hija: 

— ¿Amas  á  otro? 

Rosaura  se  puso  encarnada,  bajó  los  ojos  y  sonrió  de  una  manera 
tan  angelical,  que  su  padre  se  dio  por  satisfecho,  y  separóse  de  ella 
dejándola  consolada  y  alegro» 


I. 

Al  día  siguiente  don  Epitacio  Araños,  comerciante  en  pieles,  salía 
de  aquella  casa  pronunciando  estas  palabras,  que  se  avenían  muy  mal 
con  su  sonrisa  pálida  y  su  mirada  amenazante : 

— No  me  empeño,  señor...  La  niña  tiene  sobrada  justicia.  Jaraás 
ha  correspondido  mi  cariño...  y  tuve  el  mal  proyecto  de  enlazarme 
con  ella  por  un  mandato.  Pido  á  ustedes  perdón. 

Aranda  juró  desde  ese  instante,  dar  con  la  venganza  un  consuelo 
infame  á  su  amor  propio  ultrajado  y  á  sus  celos. 

Dejó  pasar  dos  años,  no  sabemos  si  por  impotencia,  por  miedo, 
ó  por  un  cálculo  que  tendía  á  desvanecer  las  sospechas. 

Entretanto,  Rosaura  se  casó,  y  poco  después  lloró  la  muerte  do 
su  nadre» 


LOS   INSURGENTES  121 


IV. 

Era  una  noche  y  una  hora  escogidas  á  propósito  para  el  crimen. 

El  cielo  se  cubría  con  denegridos  nubarrones. 

Los  vecinos  entregados  al  sueño,  las  calles  desiertas,  y  la  ago- 
nía del  farolillo  delante  de  una  triste  hermita,  anunciaban  las  altas 
horas  del  silencio,  interrumpido  á  veces  por  el  ahullido  del  perro  soli- 
tario, que  cree  divisar  á  un  fantasma  torciendo  por  la  lejana  esquina. 

Eran  las  doce. 

Un  hombre  embozado  hasta  los  ojos,  llegaba  á  la  puerta  falsa  de 
una  huerta,  sacaba  un  manojo  de  llaves,  y  sin  meter  el  menor  ruido 
las  probaba  en  la  chapa  con  el  afán  de  un  ladrón  nocturno. 


Penetremos  en  la  casa  de  Carlos. 

Este,  después  de  cubrir  cuidadosamente  á  su  Virgen,  comenzaba 
á  desnudarse.  Un  brazo  blanco  y  puro  tendido  á  lo  largo  de  la  al- 
mohada, el  brazo  de  Rosaura,  que  dormía  ya  profundamente,  parecía 
convidarlo  á  reposar  en  un  sueño  de  inefable  dicha. 

Dejóse  oir  entonces  el  ladrido  del  Moro,  el  perro  estimado  del 
artista,  guaidián  cumplido  aunque  algo  escandaloso. 

Carlos  no  reparó  en  aquello,  pero  los  ladridos  se  repiten.  Quiere 
salir,  mas  teme  despertar  ti  su  hijo  ó  alarmar  á  Rosaura,  y  se  limita 
solo  á  escuchar.  El  llore  ha  callado    Todo  vuelve  á  quedar  en  calma. 

—  Sería  ventcleía  ó  acasc  pesadilla  del  animal,  se  dice  Carlos 
metiéndose  en  la  cama  y  cubriendo  su  lámpara. 

El  sueño  comienza  á  descender  sobre  >su  cabeza  fatigada.  Caen 
sus  párpados  lentamente,  5  a!  ocultar  lo?  muebles  de  la  pobre  es- 
tancia desarrollan  el  panorama  ideal  donde  se  habla  con  otros  seres, 
y  se  tocan  con  el  dedo  las  más  osadas  concepciones. 

Pasa  media  hora. 

Ya  las  palpitaciones  son  unísonas,  y  un  mismo  velo  vaporoso 
envuelve  la  frente  de  los  tres  seres  que  reposan,  aislándolos  del  re- 
cuerdo y  de  las  amargas  realidades  de  la  vjda. 

No  sienten  que  la  puerta  se  abre,  ni  ven  que  una  cabeza  ho- 
rrible asoma,  y  arroja  sobre  el  lecho  una  mirao*  y  difunde  en  la 
sombra  de  la  habitación  un  aliento  de  muerte. 

Aquella  cabeza  es  la  de  Aranda, — es  e*  novio  despreciado  que 
viene  á  cumplir  con  su  palabra  1 

I 

El  antiguo  pretendiente  de  Rosaura  penetra  en    ±a    alcooa,    y  se    . 
acerca  silenciosamente  á  Carlos,  que  por  un  efecto  ya   explicado    por 
el  magnetismo,  lo  mira  llegar  y  abre  los  ojos. 

Entonces  Aranda  se  arroja  sobre  el  joven,  lo  sujeta  con  las  ro- 
dillas, y  de  una  puñalada  hiela  en  su  garganta  el  primer  gemido. 

Rosaura  se  incorpora  con  la  velocidad  y  la  fuerza  de  un  resorte. 
Lo  vé  todo,  y  cae  desfallecida.  Aranda  arroja  al  suelo  eí  cuerpo  del 


122  JUAN  A.  MATEO» 


trtista,  que  vierto  un  raudal  de  sangro;  descubre  el  seno  de  Rosaura, 
j  procura  cometer  una  acción  sacrilega,  mientras  Carlos  ya  muerto 
jlava  sobre  él  sus  ojos  mates,  fijos,  airados,  como  diciéndole : 
•¡maldito! 

Rosaura  vuelve  en  sí.  El  pudor  la  da 'fuerza,  y  logra  derribar  al 
asesino,  que  rápido  como  el  tigre  cae  sobra  ella  otra  vez  y  la  afianza 
por  la  garganta.  A  oste  tiempo  el  niño  se  agita  en  la  cuña  y  llama 
a  su  madre*  pero  Aranda  lo  tiene  al  alcance  do  su  mano,  y  hunde 
variáis  veces  el  puñal  entre  la  ropa,  hasta  que  se  apaga  aquella  voz 
pao  io  importuna. 

Entretanto,  Rosaura  pugna  por    desacirso    de    la    mano    hercúlea 
qoe  la  sofoca    Lanza  gemidos  apagados  y  roncos,  y    sus    ojos   ya  sa 
Lentes  expresan  una  angustia  suprema.   El  asesino  continúa  oprimiendo, 
y  observa  el  efecto  lento  y  terrible  de  la  agonía. 

En  este  momento  se  escucha  por  la  calle  el  sonoroso  preludio 
de  una  guitarra,  y  una  voz  fresca  y  juvenil  da  al  viento  dulces 
notas,  que  vuelan  sobre  las  brisas  de  la  noche  y  se  confunden  con 
sus   mormuiíos. 

Rosaura  ya  no  palpita.  Sus  ojos  también  giran  por  última  vez, 
y  se  cíavan  en  los  de  Aranda  con  expresión  siniestra. 

VII. 

Poco  después,  el  mismo  embozado  que  vimos  en  la  entrada  de 
la  huerta,  cruzaba  por  las  calles  del  pueblo  y  se  perdía  en  las 
sombras. 

VIII. 

Creemos  haber  dicho  al  lector,  que  no  somos  sino  simples  na- 
rradores de  una  tradición.  De  otro  modo  no  hubiéramos  puesto  en 
esta  historia  muchas  escenas  amorosas.   ¿Pero  qué  vamos  á  hacer? 

Por  otra  parte:  ¿qué  es  la  vida  del  hombre1?  dicen  todos.  ¿A  qué 
se  reduce  la  vida  entera  de  este  mundo  y  la  vida  de  todo  el  uni- 
verso? Al  amor.  El  mundo  del  amor  es  más  vasto  que  el  de  la  inte- 
ligencia; y  su  historia  gasta  miles  de  páginas  en  la  eterna  crónica  de 
los  simios. 

Ya  está  dicho,  el  hombre  ha  nacido  para  el  amor,  como  el  ave 
para  volar;  pero  este  vuelo  del  alma  no  tiene  momento  de  quietud, 
es  infatigable,  y  no  se  sentiría  satisfecho  sino  lanzándose  con  la  mujer 
amada  por  el  espacio  que  conduce  á  la  fuente  del  amor  infinito.  Y  si 
el  amor  es  el  destino  de  la  humanidad,  no  es  extraño  que  lo  eucon 
tremos  á  cada  paso. 

Helo  aquí: 

A  las  doce  de  la  noche,  un  pobre  estudiante  envuelto  en  un  raído 
ferreruelo,  se  detenía  delante  de  una  ventana,  y  descubriendo  su  vi- 
huela comenzaba  á  templarla,  posando  una  mirada  llena  de  melan- 
colía sobre  el  edificio  que  debía  encerrar  á  la  dulce  causa  de  sus  penas. 

Lo  esperaban  seguramente,  pues  el  alto  postigo  giró  sobre  sus 
goznes  y  dejó  asomar  una  cabeza.  Entonces  nuestro  estudiante  se 
aproxima,  y  con  voz  meliflua  pronuncia  estas   palabras; 


LOS    INSURGENTES  123 


— ¿Estás  aM,  mi  vida? 

— ¡Chist!... 

— ¿Qué?...  ¿viene  tu  mamá?... 

— ¡Silencio!...  responde  aquella  cabeza,  como  si  hablara  en  nu 
templo. 

El  galán  exhala  otro  suspiro,  y  se  agazapa  en  el  hueco  de  la 
puerta,  esperando  lleno  de  resignación  el  momento  en  que  su  señora 
dé  la  señal  para  hacer  uso  de  la  lengua.  Entretanto,  trae  á  la  memoria, 
para  inspirarse,  los  trozos  mas  tiernos  de  Tibulo  y  Virgilio,  y  hasta  en 
los  mismos  discursos  de  Cicerón,  busca  palabras  ardorosas  para  reves- 
tir la  frase  que  palpita  ya  en  su  cerebro.  Ya  que  se  trataba  de  una 
reconvención,  por  las  dilatadas  horas  que  la  dama  lo  tenía  en  espera, 
qué  bello  hubiera  sido  decirle: — Quosque  tándem,  Catüina,  abutere  pa- 
tientia  nostra? 

Todo  el  asunto  consistía  en  sustituir  el  nombre  del  célebre  cons- 
pirador con    el    nombre  de  la  joven, — Petrita  Codalillo. 

El  caballero  volvió  á  salir  de  su  escondite,  y  se  atrevió  á  decir: 

— ¿Podemos  ya,  Petrita? 

—Sí. 

— ¿Sí?...  Las  gratas  impresiones  con  que  un  amor,  cuyos  sa- 
grados fines  son  patentes  á  la  tierra  y  al  cielo.  Las  lágrimas  perdidas 
como  la  corriente  de... 

— ¡Chist!...   aquí  viene  la  niña. 

— ¡Por  vida  del  diablo!  ¿Por  qué  no  dices  que  eres  tú,  bestia? 

— Pues  si  yo  soy,  señor... 

— Pues  tú,  maldita...  ¿ya  le  avisaste? 

—No. 

— Pues  avísale. 

— Tampoco. 

— ¡Por  Barrabás!...  ¿qué  dices? 

— Dice  que  ya  viene. 

— ¿Está  ahí  el  señor? 

— Ya   viene. 

— ¿Quién? 

— La  niña. 

— Me  alegro...  ¿Pero  el  señor? 

— Se  quedó  en  la  guardia. 

— Bueno.  Di  á  la  niña  que  no  se  dilate. 

IX. 

El  postigo  volvió  á  cerrarse,  y  el  galán  tornó  al  puesto  que  ocu- 
paba al  principio.  Templó  su  guitarra,  y  entonó  con  fuego  aquella 
serenata  que  hemos  visto  ahora  firmada  por  un  poeta  moderno,  y  que 
comienza  : 

Sal  aurora  del  alma, 
Eompe  el  cielo,  y  etc. 
La  aurora  de  aquella  alma  enamorada  rompió  el  cielo,  apartando 
el  postigo  cual  si  fuera  una  nube,  y  pronunció  en  voz  baja  el  nombre 
dej  afortunado  estudiante ; 


124  JUAN  A.   MATEOS 


— ¡Genaro!... 

—  ¡Petra!... 

Guardaron  un  momento  de  silencio,  al  cabo  del  cual  dijo  la  novia : 

— Ahora  sí...  ya  me  voy. 

•  ¿Te  vas?..  ¡Oh!  es  una  dicha  haberte  visto  ;  ¿pero  tan  cortos 
momentos  de  felicidad  me  consolarán  de  una  ausencia  tan  larga?  No..* 
media  hora  mas,  por  vida  tuya,  cinco  minutos... 

— Ni  uno. 

— ¿Tu  me  amas? 

— Sí.  .  pero  me  voy... 

— Pues  bien,  ingrata,  replicó  el  galán  con  voz  trágica,  puedes  irte ; 
yo  también  me  marcho  para  no  volver  nunca. 

Y  dio  algunos  pasos  con  la  resolución  de  ponerlo  en  práctica ; 
pero  la  joven  asomó  la  mitad  del  cuerpo  y  gritó  con  voz  desesperada  j 

—  ¡Genaro! 

Aquel  nombre  lanzado  en  el  silencio,  se  dividió  en  dos  ecos:  uno 
se  perdió  por  las  calles,  y  el  otro  penetró  resonando  hasta  la  pieza 
donde  dormían  los  padres  de  Petrita. 

Genaro,  lleno  de  placer  con  el  efecto  de  sus  palabras,  volvió  el 
rostro,  esperando  seguramente  una  satisfacción. 

— ¿Qué  has  dicho?  le  preguntó  la  joven. 

— He  dicho,  replicó  el  estudiante,  que  me  marcharé  para  siempre. 
Tú  no  debes  amarme,  cuando  niegas  con  increíble  empeño,  al  que 
daría  por  tí  la  vida,  un  momento  de  conversación  que  otorgarías  al 
último  de  tus  amigos.  Quiera  Dios  que  sean  una  mentira  los  tenaces 
presentimientos  que  me  persiguen  ;  pero  un  amante  no  debe  consultar 
sino  el  sobresalto  de  su  corazón,  porque  el  corazón  es  su  oráculo.  Yo 
lo  escucho.  Creo  ver,  adivino  ya  la  horrible  causa  de  tu  indiferencia... 
Esa  causa,  odioso  aborto  de  la  codicia  de  tus  padres,  tiene  un  nombre 
que  no  vacilaré  en  pronunciar... 

—¿Cuál?... 

— Don  Epitacio. 

— ¡Mientes,  Genaro! 

— Sí...  don  Epitacio  Aranda,  el  caudaloso  comerciante  que  no  se 
aparta  de  tu  casa,  que  halaga  el  interés  de  tu  familia... 

— ¡Genaro!.,  tú  me  insultas,  y  abusas,  no  de  mi  debilidad  sino 
de  mi  cariño. 

— ¡Ah!  ¿me  hablas  de  tu  cariño?  ¿lo  he  visto  alguna  vez,  existe 
amor  en  la  mirada  fría  de  tus  ojos,  y  son  de  amor  los  largos  días 
que  paso,  porque  tú  lo  quieres,  hundido  en  la  triste  sombra  de  tu 
ausencia?  Há  un  año  que  nos  conocemos,  y  todavía  ignoro  si  soy  tu 
amante  ó  un  simple  conocido  á  quien  hablas  por  cortesía.  Tus  cartas 
podía  leerlas  cualquiera,  sin  sospechar  nuestros  amores.  El  orgullo,  sí, 
el  orgullo,  devora  los  renglones,  donde  tu  corazón  pondría  tal  vez 
una  palabra  de  consuelo.  ¿Crees,  por  ventura,  que  el  júbilo  que  me 
inspirase  una  lágrima  tuya  vertida  en  mi  memoria,  se  tornaría  en 
vana  so  berbia  y  me  llevara  á  despreciarte? 

— No,  Genaro  ¿Pero  qué  pretendes?...  yo  no  sé  poner  cartas  tan 
floridas  como  las  tuyas,  ni  sé  disfrazar  con  términos  arrebatados  el 
dulce  bienestar  que  experimento  con  quererte, 


LOS   INSURGENTES  125 


— ¿Luego  me  quieres?... 

—  ¡Oh!  coirto  no  lo  mereces,   infame. 

—  ¡Ay!   ¡ay!    ¡ay!...   ¡mamá!...   ¡ay!...   ¡por  Dios  santo!.. 
— ¿Qué...  qué  dices?.. 

X. 

Genaro  conoció  que  la  hal>ían  sorprendido. 

En  efecto,  bacía  tiempo  que  la  madre  despertada  por  el  impru- 
dente grito  de  Petrita,  se  Labia  deslizado  basta  colocarse  á  las  espaldas 
de  esta,  y  escuchaba  con   insidiosa  calma  el  diálogo  de    los    amantes. 

Dejó  pasar  las  frases  insustauciales,  el  discurso  sentimental,  y 
hasta  lor  piropos  de  Genaro,  pero  no  pudo  soportar  que  una  niña  á 
quien  guardaba  para  un  español  acomodado,  echara  por  la  ventana 
el  corazón,  y  como  dijo  ella,  en  el  sombrero  de  «un  colegialón  des- 
arrapado, y  más  mugroso  que  la  pasta   des  sus  libros  viejos». 

Aquella  madre  airada  hincó  sus  uñas  en  el  peinado  de  Petrita, 
cuando  la  pobre  niña,  como  los  héroes  de  Víctor  Hugo,  se  mecía  en 
las  estrellas,  y  sacudió  inhumanamente  aquella  cabeza  coronada  con 
las  flv>res,  con  los  botones  todavía  tiernos  y  aromáticos  del  primer 
ensueño 

Genaro  queda  petrificado,  pero  escucha  que  una  llave  araña  la 
ccaoa  de)  zaguán,  y  recogiendo  todas  las  fuerzas  que  le  quedan  se 
Dooe  de  un  brinco  en  el  recodo  que  forma  con  la  casa  la  tapia  de 
cDj»  tuerta  E1  zaguán  se  abre  dando  paso,  no  hay  duda,  al  capitán 
Fsóazs     e'   terrible  padre  de  Petrita 

£'    ?studant(-   st  desliza  hasta  la  puerta  falsa  del  jardín. 

E1  cantan  c'íatea  poT  todas  partes  y  pica  las  tinieblas  con  un 
car»" te  dejando  011  e!  resoplido  de  un  toro,  y  las  blasfemias  de  un 
•♦ondecade 

Genarc  siente  que  se  aproxima,  y  quisiera  que  aquella  puerta 
ráae  fecf  á  sus  espaldas  se  rompiera  para  darle  paso.  Siente  ya  el 
aliento  eV  Peñaza  y  retrocede  estrechándose  v  procurando  disminuir 
63  volumen  ,pero  dicha'  la  puerta  cede  bajo  el  peso  de  su  cuerpo; 
la  mas:;  de  un  ánge)   benéfico  lo  convidaba  á  un  asilo  inviolable. 

Entonces  entra,  vuelve  á  cerrar  y  escucha  conteniendo  el  aliento, 
cómo  el  capitán  liega,  registra,   lanza  una  nueva  maldición  y  se  aleja. 

XI 

Peñsza  no  eia  un  capitán  vulgai  Bien  calculó  que  el  enemigo 
deVa  estar  oculto,  y  que  no  tardaría  en  aparecer  cuando  creyese 
desvanecido  el  peligro  En  consecuencia,  determinó  poner  una  embos- 
cada, y  oculto  en  el  recodo  de  la  tapia  esperó  con  el  garrote  enar- 
bolado  que  llegase  el  momento 

XII. 

Genaro  se  encontró  en  una  huerta,  envuelto  en  emanaciones  per- 
fumadas y  en  los  rumores  que  el  viento  exhalaba  entre  el  enramaje, 
como  el  canto  do  las  aves  nocturnas 


126  JUAN  A.   MATEOB 


Aquel  silencio,  aquella  soledad,  aquel  romanticismo  del  jardín  y 
de  la  noche,  le  infundieron  una  sensación  agradable  como  la  melancolía, 
respetuosa  como  la  que  inspira  un  templo,  triste  como  el  abandono, 
vaga  como  el  sueño,  fría  como  el  espanto,  terrible  como  la  superstición. 

Pasó  el  tiempo. 

Genaro  se  olvidó  por  un  momento  de  la  causa  que  lo  tenía  en 
aquel  sitio,  para  entregarse  todo  entero  á  su  instinto  de  contemplación 
y  al  goce  de  las  sensaciones  pavorosas  que  tanto  ansia  el  hombre  como 
todo  lo  que  agua  su  alma  sin  horrorizarla. 

De  pronto  escuchó  el  ruido  de  unos  pasos.  ¿Quién*  podía  ser  á 
tales  Dorase — ¿lo  habrían  sentido? — ¿vendrían  acaso  á  cerrar  la  puerta? 
Qaiso  salirse,  mas  uu  bulto  bien  perceptible  que  acababa  de  aparecer 
en  un  seodero  cuyo  extremo  se  perdía  en  la  oscuridad,  se  acercaba 
con  tai  violencia,  que  apenas  le  dio  el  tiempo  necesario  para  escurrirse 
tras  nn  seto  de  rosales  que  tenía  á  su  lado.  Allí  agazapado  y  á  favor 
de  la  coche,  inmóvil,  atento  y  tembloroso,  esperó  al  bulto  que  seguía 
aproximándose  hasta  llegar  muy  cerca  de  la  puerta.  Entonces  vio  que 
cía  an  nombre  con  la  capa  al  brazo  que  adelantaba  con  los  pasos  ya 
rápidos,  ya  vacilantes,  volviendo  la  mirada  nacía  atrás,  y  con  todos 
los  ademanes  cautelosos  de  qq  ladrón,  ó  acaso  de  un  amante  que  vuelve 
de  alguna  cita  peligrosa,  temiendo  despenar  bajo  sus  plantas  ia  cólera 
de  ud   esposo  aíreniado 

El  hombre  aquel  se  detuvo,  oacó  la  cabeza  por  ia  puerta  y  vio 
la  calle — después  oaiió 

Iba  Genaro  &  levantarse,  pero  el  hornore  voiviO  ú  enriar,  extendió 
el  brazo  lanzando  un  objeto  entre  los  rosaica,  ^  luego  sanó  cerrando 
con  cuidado  la  puerta 

Genaro  escucho  con  desconsuelo  ti  i  nució  de  ia  .-lave,  y  después 
los  pasos  que  se  extingoieion 

XI  ii 

Sonaron   iat>  cuatro  de  la  mañana. 

Ei  lector  tendrá  la  bondad  de  acompañarnos  al  otro  extremo  de 
la  casa,  a  nn  cuarto  donde  habita  el  anciano  Gregorio,  poitero  del 
artista.  Buen  madrugador,  como  buen  campesiuo  que  había  sido  en 
otios  tiempos,  nunca  esperaba  en  su  petate  la  ultima  campanada  de 
las  cuatro. 

—  ¡Alabo  á  Dios!  había  dicho,  y  tomando  de  nn  rincón  su  escoba 
y  un  cántaro  ya  con  agua,  subió  al  corredorcillo,  primer  punto  desig- 
nado por  Rosaura,  uue  tanto  le  gustaba  hallarlo  regado  y  limpio  á 
la  hora  que  salía  de  su  pieza,  ya  peinada  á  la  primer  sonrisa  de  la 
aurora,  y  entre  el  perfume  de  sus  macetas  y  la  algazara  de  sus  pájaros. 

—  ¡Erre!...  ¿qué  es  esto?  exclamó  al  ver  de  par  en  par  la  puerta 
del  dormitorio  del  artista.  Y  después,  notando  que  no  se  escuchaba  el 
ruido  de  las  respiraciones,    añadió,    yendo  á  emparejar  las  vidrieras  : 

—  ¡Bah!   parece  que  están  muertos. 

Fué  indescriptible  su  sorpresa  cuando  al  asomarse  por  aquella 
puerta  vio  á  su  amo  en  el  suelo,  sobre  un  lago  de  sangre,  con  el  ros- 
tro terriblemente  expresivo,  alumbrado  por  la  escasa  claridad  de  la 
mañana. 


lOS    INSURGENTES  127 


El  suyo  tomó  también  los  tintes  del  sepulcro,  sintió  qne  el  pavi- 
mento se  hundid  bajo  sus  pies,  y  próximo  á  desfallecer  dejó  escapar 
por  su  garganta,  entre  el  esfuerzo  del  terror  y  la  debilidad  de  la  agonía, 
un  grito  doliente,   sofocado,  parecido  al  grito  de   socorro. 

Volvió  á  mirar  aquel  cadáver,  y  su  espanto  se  tornó  en  lástima, 
su  lástima  en  indignación,  y  su  indignación  en  sed,  en  avidez  de  una 
justicia  tremenda.  Entonces  recobrando  sus  fuerzas,  bajó  corriendo  la 
escalera,  atravesó  el  patio,  sacó  de  su  cuarto  una  llave,  y  después 
de  tantear  la  chapa  del  zaguán  con  sus  manos  temblorosas,  abrió  la 
puerta  y  salió  á  la  calle  alborotando  con   sus  gritos  al  vecindario. 

—  ¡Ea!  compadre,  le  gritó  un  vecino  apareciendo  medio  desnudo 
en  la  entrada  de  una  triste  accesoria  ¿estás  loco? 

—  ¡Oh!  no....   ¡ven!....  vengan  todos....  han  matado  á  mi  amo.... 


ué?...  ¿quien'; 


— No  sé,  pero  está  muerto....  ¡está  anegado  en  sangre!  que  llamen 
á  la  policía,    ¡por  Dios! 

Muchos  vecinos  y  algunos  individuos  que  transitaban  por  la  calle, 
rodean  á  Gregorio  y  lo  martirizan  con  preguntas  que  él  no  acierta 
á  satisfacer. 

En  esto  llega  el  compadre,  y  se  lanza  con  todos  I03  curiosos  por 
donde  el  dedo  del  anciano  señala  el  lugar  de  la  catástrofe.  Al  llegar, 
un  grito  de  compasión  se  escapa  de  todas  las  gargantas.  No  es  un  solo 
cadáver,  son  dos:  es  también  la  hermosa  señorita,  la  virtuosa  vecina, 
Eosaura  que  yace  en  su  lecho  revuelto  y  ensangrentado,  con  la  garganta 
amoratada,  la  lengua  negra  entre  los  dientes,  y  una  mano  ananzada 
eD  las  cortinas  de  una  cuna. 

—  ¡Aquí  hay  un  niño!  exclaman  otros. 

Un  nuevo  grito  de  los  espectadores  retumba  en  los  ámbitos  de  la 
pieza,  y  todos  rodean  á  una  mujer  que  saca  de.  la  cuna  al  hijo  del 
artista,  pegado  por  un  coágulo  rojo  en  sus  almohadas. 

— Le  late,  le  late  todavía!  exclamó  la  miijer  colocando  su  mano 
en  el  corazón  de  la  criatura.   ¡Agua!  traigan  agua. 

Dos  ó  tres  mujeres  y  un  muchacho  se  arrojan  al  instante  sobre  el 
cántaro  que  había  dejado  Gregorio,  y  llevan  el  auxilio,  mientras  un 
nuevo  grupo  de  vecinos  invade  el   corredor  gritando : 

—  ¡El  criminal!   ¡el  asesino!   ¡vengan!    ¡aquí  está!    ¡por    la  huertal! 
El  tropel  se  lanza  por  la  escalera,  confundiendo  el  redoble  de  sus 

pisadas  con  gritos  de  cólera  que  presagiaban  el  esterminio. 

XIY. 

En  efecto,  un  hombre,  un  joven  que  pudiera  tomarse  por  un  di- 
funto si  no  fuera  por  el  temblor  de  su  cuerpo,  sus  miradas  llenas  de 
agitación  y  el  fresco  pelo  ondulante  con  la  brisa  de  la  madrugada,  se 
había  levantado  del  follaje  al  ver  desembocar  la  multitud  que  lo  en- 
sordecía con  sus  maldiciones. 

Era  el  pobre  estudiante  que  después  de  luchar  algunas  horas  con 
la  cerradura  de  la  puerta,  se  había  decidido  á  pasar  allí  la  noche, 
con  el  ánimo  de  esperar  al  jardinero  y  comprar  «u  indulgencia  con  la 
re  b  s {      on  da  su  fatal  aventura. 


128  JUAN  A.  MATEOS 


—¡Por  Dios!  dijo  atolondrado  con  la  sorpresa,  ¿me  habré  metido 
en  la  casa  de  los  locos?...  ¿qué  queréis,  señores?.... 

Pero  los  gritos  de  ¡muera!  sofocan  su  toz,  y  cien  manos  coléricas 
se  clavan  en  sus  vestidos  y  lo  arrastran  hasta  la  encrucijada. 

— ¿Quién  sois?  ¡infame!  le  dice  un  hombre  que  tenía  en  el  muslo 
una  placa  de  cuero  y  un  martillo  en  la  mano. 

—  ¡Ah!  ahí  esta  el  perro,  lo  ha  matado,  gritaban  otros. 
— ¿Quién  eres?  gritan  todos. 

— ¡Señores!....  yo  soy  un...  soy  Vilches....  tartamudeó  el  estu- 
diante. 

— No  eres  mal  bicho,  tú,  asesino,  replicó  el  otro;  vas  á  ver  lo  que  te 
pasa....  ¡á  ver!  continuó  dirigiéndose  á  los  asistentes,  ¿no  hay  quién 
traiga  una  faja? 

— Si,  si,  respondieron  varias  voces. 

— Pero,  señores,  ¿por  quién  me  han  tomado  ustedes,  señores?....  yo 
no  soy  asesino  de  nadie....  yo.... 

■ — Aquí  está  el  puñal,  gritó  un  muchacho  que  venía  corriendo  á 
incorporarse  en  el  grupo,  y  levantaba  el  brazo  enseñando  un  cuchillo 
que  todos  miraron  con  asombro. 

— ¡Ah!....  dijo  el  vecino,  oh  ¿y  está  teñido  en  sangre...?  pero  no 
viene  este  maldito  con  la  ronda?  A  ver  la  faja. 

Se  la  dieron,  y  tomó  á  Genaro  por  un  brazo  para  sujetarlo. 

Entonces,  la  guitarra  que  Genaro  había  metido  debajo  de  su  capa, 
cuando  se  acercaron  los  vecinos,  cayó  al  suelo  remedando  un   gemido. 

La  turba  respondió  con  silbidos;  y  aquel  vecino  que  por  su  facha 
parecía  un  zapatero,  blandió  el  martillo  y  dijo  : 

—  ¡Ah!  roto  ¿conque  tú  eres  músico  de  la  muerte?  ya  veremos 
como  cantas  en  el  tablado. 

— ¡Por  Dios!  señores,  replicó  el  estudiante  pugnando  contra  el 
zapatero  que  lo  tomaba  por  los  codos,  por  Dios  que  os  habéis  equi- 
vocado....   ¡os  diré  lo  que  he  visto!....  yo  he  visto!....  al   criminal.... 

—  ¡Eh!  silencio,  exclamó  el  zapatero,  dándolo  con  la  rodilla  un  golpe 
brusco,  si  no  te  estás  quieto  te.,  ¡demonio;  ¿fuercesitas?...  ¡por  vida 
del  diablo!... 

Estas  tiltimas  palabras  fueron  porque  el  preso  dio  una  vuelta  des- 
prendiéndose violentamente  de  los  brazos  que  lo  tenían  sujeto  y 
dando  en  tierra  con  el  zapatero. 

¡Desgraciado!  aquello  fué  una    señal    que  rompió  el  dique,    y    la 
multitud  aumentada  ya  por  nuevos  curiosos  que  sin  cesar  llegaban,  se    , 
arremolinó  en  torno  de  Genaro,  y  lo  tragó  en  un  torbellino  de  brazos    ¡ 
y  de  imprecaciones. 

En  este  momento  llega  Gregorio,  seguido  por  una  docena  de  au- 
xiliares, el  desorden  se  calma  á  los  primeros  culatazos,  los  vecinos 
abren  paso  al  comandante,  y  este  descubre  por  tierra  á  Genaro,  con 
los  vestidos  desgarrados  y  la  cabeza  y  el  rostro  llenos  de  sangre. 

— ¿Este  es?  dice  al  verlo. 

— Sí,  sí. 

— ¡Señor!  replicó  el  estudiante,  con  los  ojos  llenos  de  lágrimas* 
mirad  la  injusticia  de  estos  señores...  estoy  cierto  que  se  han  equivo- 
cado.... yo...  ¿de  qué  me  acusan?... 


Galeana  casi  estrelló  su  cabeza  contra  el  tronco;  en- 
tonces un  dragón  realista  le  disparó  el  mosquete  á 
quema  ropa  y  le  atravesó  el  pecho;... 

Cap.  1°.-I. 
¡Viva  la  América! 


LOS   INSURGENTES-9. 


LOS   INSURGENTE»  12í> 


—Bueno,  guarde  las  justificaciones  para  otra  parte, — ramos. 

—  ¡Fuera!  gritaron  todos. 
Genaro  fué  colocado  entre  dos  filas  de  auxiliares,    y    salió    entre 

bs  silbidos  y  los  apostrofes  obscenos  de  aquellas  gentes  indignadas. 

Al  salir  de  la  primera  calle,  se  oyó  un  grito.  Volviéronse  todas 
as  miradas  á  una  puerta,  y  se  vio  que  una  joven  se  desplomaba  sin 
ientido. 

Era  Petrita. 

XV. 

Retrocedamos  unas  cuantas  horas. 

Dejamos  al  capitán  Peñazas  oculto  y  esperando  que  las  sombras 
lieran  paso  al  osado  amante  que  conspiraba  contra  su  interés  y  sus 
;o  ípromisoe. 

No  pasaron  diez  minutos  sin  que  se  realizaran  sus  previsiones. 

Al  ver  aparecer  el  bulto,  sintió  que  la  estrategia  lo  acariciaba 
;on  sus  alas  de  fuego,  y  lo  envolvía  en  un  ósculo  de  triunfo,  sono- 
oso  como  el  estampido  del  cañón,  y  perfumado  como  la  pólvora. 
Oprimió  su  garrote  y  adelantó  una  pierna. 

El  bulto  se  acercaba,  ya  estaba  á  dos  pasos  de  distancia,  ya  lo 
;enía  en  frente,  lijero,  trémulo  y  hermoso  como  el  venado. 

Entonces  recogiendo  aquella  voz  estentórea  que  domina  el  tumulto 
de  las  batallas,  gritó  como  á  la  cabeza  de  su   columna. 

—  ¡Adentro!  y  descargó  el  golpe  sobre  don  Epitacio  Aranda. 
Este  más  bien  por  la  sorpresa  que  por  el  dolor  lanzó  un  grito. 

—  ¡Iudecente!  dijole  Peñaza,  ¿cree  usted  burlarse  de  la  justicia! 
de  la  justicia  de  un.... 

—  ¡Perdón!  exlamó   Aranda  cayendo  de  rodillas. 
— ¿Cómo  es  eso?  ¡picaro!  ¿ahora  son  los   perdones? 
Aranda,  con  la  voz  desfigurada  por  el  terror,  6  como    suele    de- 

birse,  ahogada  por  la  sangre,  tartamudeó  : 

— Déjeme  usted...  no  lo  niego...  pero...  le  daré  á  usted  como 
guarde   silencio... 

—  ¡Eh!  ¡pillo!...  calle  la  boca  si  no  quiere  que  lo  desgobierne  á 
garrotazos...  ¡perdón!  y  ¿de  cuando  acá  la  viene?... 

— ¿Es  usted...  Peñaza? 

— Marche  usted,  cobarde;  y  se  lo  juro,  el  día  que  vuelva  yo  á 
escuchar  su  jaranita  por  estos  contornos  :  el  día  que  siquiera  lo  vea 
yo  á  usted  por  este  sitio,  le  estrangulo.  Marche  usted,  y  no  olvide 
que  la  palabra  del  capitán  Peñaza  es  duradera  como  el  bronce,  fatal 
como  las  profecías,  severa  como...  en  fin,  largúese  usted,  y  no  me 
haga  decir  mas  tonteras...  lo  dicho,    dicho 

XVI. 

Aranda  conoció  á  pesar  de  su  situación,  que  todo  había  sido  un 
simple  equívoco,  y  tembló  al  considerar  lo  próximo  que  esturo  á  ven- 
derse. Apretó  el  paso,  y  llegó  á  su  casa. 

No  tocó  la  puerta,  sino  qué,  por¡esa  perturbación  que  sigue  al  crimi- 

9  — "Los  Insurgentes, 


130  JUAN  A.   MATEOi 


nal  y  por  ese  miedo  qne  es  la  previsión  de  un  castigo,  temió  que  el 
eco  de  los  aldabazos  despertase  á  la  justicia,  y  solo  gritó  por  el  agu- 
jero de  la  llave  con  voz  contenida. 

—  ¡J  osé!...   ¡José!...    ¡ábreme! 

Afortunadamente  el  porlero  no  se  había  dormido,  pues  no  hacía  dos 
instantes  que  cerrara,  después  de  despedir  á  una  de  tantas  perdidas 
que  lo  visitaban  en  ausencia  de  su  amo.  Tomó  la  llave  y  abrió  á  don 
Epitacio. 

— ¿Hay  luz     en  mi  cuarto?  dijo  este. 

— Sí,  señor. 

— Bneno. 

Y  se  dirijió  apresuradamente  á  su  habitación,  encerrándose  en 
ella  y  arrojándose  vestido  en  su  lecho.  ¿Cuáles  fueron  sus  pensa- 
mientos? quisiéramos  saber.  ¿Qué  diálogo  sombrío  tuvo  allí  en  la  so- 
ledad con  su  crimen,  con  su  conciencia?  ¿tuvo  acaso  remordimientos, 
ó  fueron  sofocados  por  el  jiibilo  infernal  de  una  venganza  satisfecha? 
¿Dios  que  castiga  al  delincuente  con  los  fantasmas  de  su  propia  ima- 
ginación, no  presentó  acaso  á  los  ojos  de  Aranda  el  grupo  sangriento 
de  sus  víctimas,  retorciéndose  en  las  convulsiones  de  la  agonía?  ¿Acaso 
el  delirio  del  crimen  es  seguido  como  el  de  la  fiebre,  por  el  estupor, 
ó  hay  hombres  en  quienes  imperan  los  sentidos  hasta  el  grado  de 
sobreponerse  á  las  emociones  del  alma? 

Sea  lo  que  fuere,  falta  de  conciencia,  ó  de  conciencia  de  la 
impunidad,    Aranda    se  quedó  dormido. 

La  luz  del  día  pareció  disipar  los  escasos  temores  de  aquel  hom 
bro,  que  tomó  su  sombrero  y  se  dirijió  á  la  calle. 

— ¿Cómo,  señor,  va  usted  así?  le  dijo  el  criado. 

— ¿Cómo?... 

— Lleva  su  mercé  roto  el  pantalón. 

— ¿Adonde?...  ¿por  dónde?... 

— Aquí  falta  completamente  el  pedazo. 

— ¡Ahí....  es  cierto...  ayer  en  la  banca  de  la  iglesia....  voy  6 
mudármelo.  .. 

Aranda  pocas  horas  antes,  cuando  entró  en  la  huerta  de  Rosaura, 
fué  atacado  por  el  perro.  Se  sintió  afianzado  por  detrás  y  sacudido 
con  tal  fuerza,  que  hubiera  caído  si  el  pedazo  de  pantalón  no  quedara 
en  los  colmillos  del  animal.  Cuando  este  se  abalanzó  de  nuevo  sobre 
Aranda,  cayó  atravesado  por  el  corazón  apretando  en  su  hocico  el 
pedazo  de  trapo  con  la  postrera  convulsión  de  la  cólera. 

Aranda  se  mndó  pantalón;  además,  se  lavó  la  cara,  humedeció 
y  asentó  sus  cabellos,  y  dando  á  su  semblante  un  aire  de  indife- 
rencia casi  sospechoso,  marchó  á  la  calle  para  recojer  algunas  obser- 
vaciones importantes. 

Caminaba  por  la  calle  que  se  conoce  hoy  por  la  de  Cordobanes, 
casi  desierta  en  esas  horas,   cuando  oyó  le  gritaban  : 

—  ¡Aranda! 

Volvió  el  rostro  naturalmente,  y  no  vio  á  nadie.  Sintió  que  un 
soplo  helado  pasaba  por  todo  su  cuerpo,  y  apretó  el  paso. 

La  voz  vohió  á  oirse 

—¡Aranda!  espérame. 


LOS    INSURGENTES  131 


Tuvo  valor  aun  para  mirar  hacia  atrás, — no  había  nadie, — allá 
muy  lejos  una  mujer  pobre  regaba  su  puerta  con  un  cántaro. — Ni  el 
ruido  del  agua  se    escuchaba,  —  ante  todo  la  voz  era  de  hombre. 

— ¡Bah!  se  dijo,  vengo  preocupado.  Pero  la  voz  sonando  por  ter- 
cera vez,  se  encargó  de  desmentirlo. 

— !Áranda¡  repitió,  pero  no  con  el  mismo  tono  que  había  empleado 
unos  momentos  antes,  sino  con  el  tiple,  burlesco,  aflautado,  diabólico 
que  recuerda  una  noche  de  carnestolendas. 

Aranda  creyó  que  Satanás  lo  seguía  regocijado,  ó  que  un  genio 
vengador  arrojaba  su  nombre  al  viento  para  que  lo  recogiera  la  jus- 
ticia indignada. 

Se  detuvo  apoyándose  en  la  pared  con  una  mano,  y  con  la  otra 
enjugando  el  sudor  frío  que  corría  por  su  frente. 

Dejóse  oir  entonces  una  carrera,  y  poco  después  sintió  que  lo 
abrazaban  por  la  espalda. 

No  se  atrevió  ni  á  dar  un  grito,  y  escondió  su  cabeza  en  el  em- 
bozo de  la  capa. 

XVII. 

Volvamos  á  Genaro. 
Inmediatamente  se  entabló  el  juicio. 

Aquel  hecho  que  horrorizaba  á  la  sociedad,  y  cometido  en  un 
tiempo  tan  infecundo  en  novedades,  llamó  sobre  sí  la  atención,  y 
concentró  la  actividad  de  los  jueces,  que  sentenciaron  en  su  corazón 
desde  antes  de  escuchar  al  acusado. 

Nunca  se  había  presentado  tan  inflexible  la  opinión  pública. 
Todos  esperaban  una  sentencia  de  muerte,  y  la   opinión    cuando 
espera,  manda,  y  cuando  manda  constriñe,  y  no  resisten  ni  los   tira- 
nos, y  mucho  menos  los  representantes  de  la  opinión  misma. 

Oyóse  á  diez  y  seis  testigos  que  declararon  haber  visto  al  acu- 
sado escondido  en  la  huerta  y  con  el  puñal  en  la  mano. 

— Señor,  dijo  el  joven  ofuscado  ya  ¿por  donde  entre?  la.  puerta 
del  jardín  estaba  cerrada  con  llave  ;  ¿cómo  yo  mismo  había  de  cerrarla 
cuando  era  el  camino  de  la  salvación? 

— Por  eso  mismo,  replicó  el  juez,  no  se  cree  que  haya  estado 
cerrada. 

— ¿Y  no  lo  está?  señor... 

— No  señor,  el  señor  escribano  y  los  testigos  que  la  reconocieron, 
han  visto  corrido  el  j>asador  por  fuera  de  la  hembrilla. 

— Eso  no  es  cierto...  perdone  usted  señor...  ¿cómo  no  pude  yo 
abrir  esa  puerta?.. 

Esta  respuesta  demasiado    natural,  levantó    un  murmullo    en    el 
circulo  délos  testigos,  y  hasta  el  juez  creyó  que  el  acusado  se  vendía. 
Genaro  paseó  por  aquellos  frios    espectadores    una  mirada    de  a- 
margura. 

No  faltaron  algunos  que  se  compadecieran  y  dudaran  al  ver  aquel 
rostro  juvenil,  tan  lleno  de  honradez,  de  belleza  y  de  martirio. 

El  padre  de  Petrita  declaró  que  había  dado  un  garrotazo  al  acu- 
sado aquella  misma  noche,    y  que    observó  en    la  conducta    de  aquel 


132  JUAN  A.   MATEOS 


joven  un  cambio  tan  notable,  que  bastaba  para  maliciar  el  crimen.— 
Que  sabiendo  por  buenas  lenguas  que  el  estudiante  era  valiente  y 
pendenciero,  no  le  parecía  natural  aquella  sumisión,  aquellas  palabras 
de  perdón,  y  aquella  huida  tan  rápida. 

Algo  desconcertó  á  los  jueces  la  declaración  de  Peñaza,  pero  la 
negativa  de  Genaro,  la  reputación  de  charlatán  y  mentiroso  que  tenía 
el  testigo,  y  sobre  todo,  lo  que  ya  no  era  dudoso  para  nadie,  el  he- 
cho de  haberse  hallado  al  acusado  escondido  y  con  el  puñal  ensan- 
grentado en  la  mano,  volvía  á  colocar  la  cuestión  en  un  punto  de 
vista  siempre  fatal  al  estudiante.  La  verdad  que  este  repetía  siempre, 
sin  discrepar  en  la  más  mínima  circunstancia,  se  tuvo  por  un  cuento, 
y  su  tal  cual  reputación  de  inteligencia  no  sirvió  sino  de  hacer  que 
sospechasen  todos  un  plan  bien  combinado,  y  encubierto  hábilmente 
bajo  el  pretexto  de  una  cita  amorosa. 

Dejóse  al  reo  la  libertad  de  escoger  un  defensor,  y  este  oficio 
sublime  recayó  en  un  joven  abogado  recibido  hacía  poco,  y  de  una 
gran  reputación  por  su  carrera  llena  de  exámenes  brillantes.  Era  lo 
que  en  aquel  tiempo  se  llamaba  con  cierto  desprecio  un  indio.  Ten- 
dría veinticuatro  años.  Se  llamaba  Eamiro  Galvan  Puebla.  Conocé- 
rnosle por  un  retrato  que  se  halló  entre  las  ruinas  de  una  casa  de 
Cuautla,  después  del  sitio  de  Calleja.  Todos  los  descendientes  de  Ka- 
miro  quedaron  sepultados  con  aquel  retrato. 

El  busto  del  licenciado  es  la  expresión  mas  elocuente  de  una  ca- 
pacidad gigantesca.  Su  rostro,  de  color  oscuro,  parecería  feo  á  los  ojos 
de  un  muchacho  malcriado,  y  horrible  á  las  miradas  de  una  vieja  vo- 
luptuosa; pero  nada  más  bello  para  un  observador  despreocupado,  que 
aquellas  pupilas  relumbrantes  como  las  chispas  de  esa  hornaza  de  la 
inteligencia.  Nada  más  bello  que  aquella  frente  espaciosa,  velada  por 
una  sombra  de  filosófico  desengaño ;  que  aquella  nariz  algo  incorrecta, 
pero  dejando  libre  con  su  ligera  desviación  una  mirada  oblicua,  pro- 
funda como  el  cálculo,  severa  como  la  justicia,  y  punzante  como  el 
epigrama ;  nada  más  bello,  en  fin,  que  aquel  labio  dispuesto  con  una 
sonrisa  indescifrable,  que  parece  tan  pronto  á  derramar  palabras  de 
benevolencia,  como  chistes  irresistibles,  como  los  grandiosos  oráculos 
de  la  sabiduría.  Al  abarcar  el  conjunto  de  aquel  rostro  se  adivina  el 
saber  de  Tácito,  la  estoica  imperturbabilidad  de  Quilón,  la  elocuencia 
de  Demóstenes,  el  patriotismo  de  Catón  y  la  sarcástica  pobreza  de 
Diógenes. 

Nada  resta  de  su  defensa,  que  debe  haber  sido  el  modelo  de  la 
improvisación  forense.  El  padre  de  un  personaje  que  debemos  conocer 
más  tarde,  nos  dice  en  un  apunte  que  el  Lie.  Puebla  pronunció  su  dis- 
curso de  memoria.  Equívoco  no  estraño  en  esos  tiempos.  Añade  que  fué 
muy  aplaudido,  y  que  añadiendo  á  su  elocuencia  una  costumbre  de  los 
oradores  romanos,  llevó  ante  los  jueces  á  la  anciana  madre  de  Genaro, 
bañada  en  lágrimas  y  *<"rliendo  sus  manos  temblorosas  para  implorar 
el  perdón  de  su  hij  de  su  alma    y  único  apoyo   de  su    indi- 

gencia 


LOS  ÍN6TJ&GENTES  133 


XVIII. 

Jamás  se  vio  en  log  trámites  una  rapidez  tan  amenazante— á  loa 
quince  días  la  cansa  rodó  por  las  eradas  de  la  audiencia,  envuelta  en 
un  crespón  de  H  muerte 

Cuando  e!  escribano  leyó  la  sentencia  «1  estudiante  cayó  al  suelo. 

El  escribano  palideció,  y  al  salir  exclamó,  poniendo  una  mirada 
paternal  en  el  semblante  de  Genaro  : 

— ¡Pobre  joren!  juraría  yo  que  es  inocente,,.    ;imbéciles!...    Ge 
caro  fué  puesto  en  capilla 

XIX. 

Era  un  domingo.  Varios  peones  rodeados  de  curiosos  cavaban 
enfrente  á  la  casa  del  artista  unos  profundos  hoyos  donde  debían  co- 
locarse las  vigas  de  un  cadalso  ;  más  allá  los  carpinteros  disponían  á 
toda  prisa  este  horrible  dosel  de  los  ajusticiados. 

El  barrio  estaba  casi  alborotado  como  en  la  proximidad  de  una 
fiesta.  Veíase  cruzar  á  los  vecinos  en  todas  direcciones,  y  asomados 
á  todas  las  puertas  y  ventanas  ;  y  los  ahullidos  de  los  muchachos  se 
confundían  en  los  aire»  con  los  gritos  de  ios  vendedores,  el  golpe  de 
los  martillos,  el  ladrido  de  los  perros  y  «l  sordo  murmullo  de  la  mu- 
chedumbre, 

Aquel  zapatero  que  hemos  visto  en  la  bierta  como  el  represen- 
tante del  vecindario,  se  hallaba  4  la  %a:ón  cjav?.rsando  con  un  com- 
pañero. Este  decía  : 

— Vaya  compadre,  será  casualidad 

— No  to  es  compadre  Hace  tiempo  ¿ue  estoy  caloñando  aquí  en 
mi  inteligencia,  y  yo  sé  lo  que  digo 

— ¿Pero  qué.,  usté  cree  que  a  ser  el  fliirninai,  no  estaría  por  lo 
menos  á  cien  leguas  de  México? 

—  Pues  por  vida  mía,  compadre,  que  si  yo  no  di^o  lo  que  veo  me 
condeno    Mire  usté  el  trapo  y  cotéjalo  ;   si  na  ís  Je  aúi  quiero  que  me... 

— Sí,  se  parece 

—  Es  el  unsmo..  ;ah!  allí  va  el  señor  don  Puebla...  y  no  he 
costeado  ios  zapatos...   ;eh!  «eñor,  aeñor  Uoenciadvj... 

— ¿Quién  es? 

— El  señor  Puebla...  yo  se  lo  digo. 

£n  aquel  momento  el  defensor  de  Genaro  llegaba  al  sitio  del  su- 
plicio, para  dar  por  sí  mismo  á  los  trabajadores  la  orden  de  suspender 
la  obra.  Fiado  en  que  el  tiempo  arroja  en  sus  espumas,  con  el  cadá- 
ver de  las  víctimas,  el  nombre  de  los  asesinos  y  la  justificación  del 
inocente,  logró  aplazar  por  cuatro  días  la  ejecución,  prometiendo  pre- 
sentar nna  prueba  irrefragable  de  inocencia,  aunque  alia  en  ¡sus  aden- 
tros desesperaba  de  encontrarla. 

— Amigo  no  hay  función,  dijole  al  zapatero  cuando  lo  tuvo  cer< 

— ¿No  hay,  señor? 

— Por  ahora  todavía  no. 

— ¿Se  ha  descubierto  al  delincuente? 

— ¿Al  delincuente1?,.,  pues  usted  mismo  no  dice... 


134  JUAN  A.   MATEO» 


— Ya  no  digo  nada. 

— Con  razón. 

— Con  razón,  sí  señor...  tengo  que  decirle  á  usté  una  cosa — ;eh! 
compadre,  añadió  el  maestro  dirigiéndose  á  su  primer  interlocutor, 
ojo  al  Cristo,  por  vida  de  su  señora  madre. 

Después  llevó  al  abogado  á  varios  pasos  de  la  puerta,  y  le  dijo  : 

— Mire  usté  este  trapo,  señor. 

■ — Bien. 

— Mire  usté  aquel  sujeto  de  la  banda  encarnada. 

' — Bueno,  le  falta  en  Ja  nalga  este  pedazo  de  trapo. 

— Bien,  señor ;  pues  este  trapo  ¿sabe  usté  dónde  lo  cogí? 

— De  donde  falta... 

— No  señor...  estaba  en  el  hocico  del  perro,  del  perro  que  estaba 
muerto  en  el  jardín. 

— ¡Silencio!  dijo  el  abogado  palideciendo,  ni  una  palabra,  ni  un 
signo  siquiera...  siga  usted  á  ese  hombre  dísimuiadamente,  y  avíseme 
donde  entra...  ¡cuidado!...  á  ver  ese  trapo;  usted  tendrá  una  buena 
recompensa, 

XX 

Hemos  dejado  a  Aranda  en  una  situación  que  no  creemos  nece- 
sario recordar  á  nuestros  lectores. 

Aquellos  brazos  que  le  parecieron  los  del  artista  no  eran  sino  de 
un  andaluz  juguetón  que  acostumbraba  ciertas  chanzas  con  sus  com- 
pañeros. 

Mucho  trabajo  le  costó  celebrar  el  oliste,  y  fué  su  sonrisa  tan 
forzada,  que  el  andaluz  le  dijo : 

— ¡Bah!  ¿te  has  picado?... 

Conversaron  un  rato,  y  Aranda  se  retiró  á  6U  casa  llevando  aún 
el  temblor  del  susto  y  de  la  cólera.  Entró  de  prisa,  y  sin  saber  lo 
que  decía,  dijo  si  al  portero  que  le  pedia  so.  pantalón  viejo. 

El  pobre  portero  le  pegó  un  remiendo  de  otra  género,  pues  del 
mismo  no  pudiera  encontrarlo  siuo  en  los  cajones  ó  en  la  bolsa  del 
señor  Lie.  Kamiro  Galvan  Puebla. 

XXI. 

No  engañemos  la  benévola  atención  del  lector.  Aqael  trapo  fué 
el  acusador  de  Aranda. 

La  misma  noche  de  aquel  fatal  douiiugo  en  que  Genaro  debía 
ser  ajusticiado,  Aranda  y  su  portero  comparecían  ante  los  tribunales 
y  el  venturoso  estudiante  regaba  con  lágrimas  de  regocijo  la  frente 
de  su  madre  y  las  manos  de  su  defensor. 

Tres  días  después  el  cadáver  de  Aranda  pregonaba  desde  la  horca 
la  justicia  de  Dios  y  la  vindicta  pública. 

Genaro  adoptó  como  hijo  suyo  al  hijo  deBosaura,  que  sobrevivió 
á  las  heridas. 

La  audiencia  le  entregó  los  pobres  bienes  del  artista,  Peñaza  le 
dio  satisfacciones,  Petrita  su  cariño  y  Ramiro  Puebla  sus  cátedras. 


LOS   INSURGENTES  135 


Es  fama  que  aquella  horrible  calle,  abandonada  por  casi  todos  los 
vecinos,  fué  el  sitio  de  apariciones  nocturnas.  Se  dice  que  los  gemidos 
de  Eosaura  salían  á  las  doce  de  la  noche  por  las  oscuras  ventanas  de 
su  casa,  y  que  Aranda  recorría  el  solitario  recinco  de  la  huerta,  per- 
seguido por  los  ahullidos  de  un  perro  negro. 

Nosotros  sabemos  que  esa  calle,  donde  una  pobre  joven  sufrió  la 
doble  muerte  de  la  esposa  y  de  la  madre,  pidiendo  inútil  perdón  en 
la  mirada  suprema  de  la  agonía,  tomó  el  nombre  que  se  conserva  en 
nuestro  tiempo. 

Hoy  la  llaman :  calle  de  la  Amargura. 


CAPITULO  IV. 

Un  escrúpulo  de  conciencia. 


Era  un  alguacil. 

Se  llamaba  Francisco  Trinidad  Lupe  Churrigay  y  Bobadilla,  nom- 
bre no  extraño  por  aquellos  tiempos  en  que  el  virrey  se  llama  don 
Fray  Antonio  María  Bucareli  y  Ursúa,  y  un  confesor  suyo  don  Fray 
Pelagio  Trinidad  Judas  Obregon  Casamata  y  Rivadeneira.  Son  un  ver- 
dadero suplicio  estos  nombres  para  el  que,  á  falta  de  poesía  en  el 
pensamiento,   quisiera  ponerla  en  las  palabras. 

Pasemos  adelante. 

Francisco  realizaba  la  figura  de  don  Quijote.  Si  su  rostro  enjuto, 
su  larga  y  afilada  nariz,  su  mostacho  entrecano  y  su  gallarda  flacura 
se  adunaran  con  el  arrojo  del  manchego,  no  hiciéramos  mas  que  tras- 
ladar aquí,  con  el  nombre  de  nuestro  humilde  personaje,  las  elegantes 
líneas  donde  Cide  Hamete  Benengeli  retrata  al  más  gentil  y  esforzado 
caballero  que  hubo  en  los  siglos. 

Francisco  era  muy  pobre. 

El  único  tesoro  que  poseía  en  la  tierra  era  sus  hijos  y  una  es- 
posa, que  lo  idolatraba  con  las  ilusiones  de  los  quince  años  y  la  fuerza 
majestuosa  de  los  cuarenta  y  nueve,  Desideria,  no  despreciable  allá 
en  su  mocedad,  gran  partidaria  de  los  españoles,  y  cristiana  vieja, 
más  cristiana  que  el  mismo  Jesucristo. 

Francisco  tenía  un  corazón  demasiado  sensible  á  los  encantos  del 
bello  sexo ;  y  esta  inclinación  tan  natural  del  alma  humana,  fuente 
de  las  nobles  acciones  y  principio  y  fin  de  todo  lo  creado,  era  consi- 
derada por  su  esposa  como  la  inspiración  de  todos  los  demonios  con- 
jurados para  perderla. 

Otro  defecto,  menos  fecundo  en  resultados  trágicos,  pero  sí  en 
ppqueñas  incomodidades  y  en  peligros  para  el  nombre  de  los  Boba- 
dillas,  era  la  costumbre  que  el  alguacil  tenía  de  buscar  el  consuelo  de 
sus  penas  (que  en  obsequio  de  la  verdad  eran  frecuentes),  conver- 
sando solo  en  la  taberna  de  un  compadre  suyo,  enfrente  de  una  copa 
que  se  vaciaba  y  so  volvía  á  llenar  como  por  encanto. 

Sin  embarco,  aquellos  pasatiempos  no  quedaban  impunes.  Cuentan 


136  3VH*  A.  MiTEOl 


que  cuando  Francisco  llegaba,  teniéndose  de  las  paredes,  á  tocar  la 
puerta  de  su  casa,  Desideria  lo  llevaba  por  la  ruano  hasta  la  cama, 
lo  tendía  bocabajo,  y  desatándose  de  la  cintura  una  flexible  cuarta 
que  había  heredado  de  su  primer  esposo,  zurraba  al  pobre  Bobadilla 
con  tal  furia,  que  muchas  veces  provocó  la  compasión  y  hasta  la  in- 
tervención de  las  vecinas.  Pero  Bobadilla  se  tenía  en  sus  trece. 

Dijéronle  un  día : 

— Hombre,  por  Dios,  no  tome  usted  tanto  :  el  licor  es  muy  malo 
para  el  hígado. 

— Sí,  respondió  él  ;  pero  es  una  cosa  muy  buena  para  el  bazo. 

No  nos  aventuraremos  á  sostener  que  esta  respuesta  fuera  suya ; 
pero  ai  que  nunca  pudo  prescindir  de  las  visitas  cuotidianas  á  la  ta- 
berna de  su  compadre. 

Cuéntase  también  que  Desideria  lo  encontró  en  cierta  ocasión 
conversando  mano  á  mano  con  una  perdida,  y  lo  que  era  peor,  ¡oh 
inaudito  sacrilegio!  sentados  como  en  un  diván  sobre  su  mismo  tálamo 
nupcial.  Que  otra  vez,  volviendo  de  la  misa  la  infeliz  esposa,  con  un 
buen  apetito  para  devorar  ciertas  fritangas  que  había  dejado  ya  dis- 
puestas, encontró  la  mesa  cubierta  con  los  restos  del  pan,  las  cazuelas 
limpias,  los  cubiertos  sucios,  y  el  mantel  por  los  extremos  con  los 
dedos  señalados  con  mole  verde.  Que  una  vecina,  haciendo  jurar  á 
Desideria  que  no  descubriría  al  autor  del  chisme,  le  refirió  que  Bo- 
badilla vino  á  eso  de  las  once  con  una  triguenita  no  fea.,  que  se  sen- 
taron á  la  mesa,  y  ambos,  después  de  haber  vaciado  platos  y  bote- 
llas, se  habían  marchado  saliéndose  por  donde  entraron,— por  la 
ventana. 

Una  mujer  común  hubiera  firmado  incontinenti  la  acta  de  divorcio; 
pero  aquella  señora  supo  castigar  el  perjuro  de  un  modo  que  sin  meter 
escándalo  remediara  el  abuso,  y  no  dejara  á  Bobadilla,  como  él  hubiera 
deseado,  la  libertad  de  unirse  con  su  amante  fuera  de  los  importunos 
celos  de  Desideria. 

Volvió  á  tender  á  Bobadilla  sobre  aquel  mismo  lugar  que  este 
profanó  con  el  sueño  de  unos  placeres  ilegítimos,  descolgó  el  zurriago, 
y  cuenta  la  historia  que  aquello  fué  terrible,  porque  la  ultrajada  esposa, 
no  satisfecha  con  herir  sobre  el  cachirulo,  bajó  hasta  donde  pudo  todos 
los  obstáculos,  y  dejando  al  viento  la  desnudez  de  Bobadilla,  descargó, 
nadie  sabe  cuantos  crueles  azotes  sobre  aquel  infeliz  que  ni  siquiera 
la  maldijo. 

¡Oh  modelo  de  las  esposas!  Desideria  lo  puso  en  juicio,  pues  el 
buen  hombre  no  salió  de  la  casa  en  mas  de  veinte  días.  Pero  ¡Oh 
modelo  de  los  esposos!  Bobadilla  encontró  en  el  seno  mismo  del  cau- 
tiverio la  reparación  de  sus  agravios:  tuvo  un  nuevo  arreglo  con  una 
de  las  vecinas,  comadre  de  su  consorte,  y  juró  no  volver  á  poner  pie 
fuera  de  la  casa.  ' 

Aquello  se  llegó  á  saber  con  el  tiempo,  y  Desideria  se  trasportó 
con  sus  trastos  y  su  esposo  á  otro  barrio  de  la  capital,  á  una  casa 
donde  ahora  lo  encontramos. 


tOS    IXSURGENTES  13? 


II. 

Una  noche  los  dos  cónyuges  estaban  á  punto  de  acostarse. 

Desideria  en  un  extremo  del  aposento,  daba  ya  remate  á  sus  ora- 
ciones bendiciendo  el  lecbo  de  sus  hijos.  Francisco  en  la  otra  extre- 
midad medio  desnudo,  metía  la  cabeza  por  la  aletilla  de  sn  camisa, 
y  se  abismaba  á  la  luz  de  una  Tela  en  la  persecución  de  varias  pulgas, 
que  desde  la  tarde  lo  tenían  en  martirio.  Cada  vez  que  cojía  una,  la 
restregaba  entre  sus  dedos  con  el  feroz  júbilo  de  la  venganza,  ya  en- 
conada por  el  abuso,  y  la  arrojaba  al  cebo  hirviente,  contemplándola 
con  la  sonrisa  que  debió  dilatar  los  labios  de  Felipe  delante  de  la 
hoguera  de  los  Templarios. 

Tocaron  la  puerta. 

—¿Quién? 

— Yo,  respondió  nna  voz  femenina. 

Acudió  Francisco;  pero  ya  su  esposa  le  había  ganado  la  delan- 
tera, y  lo  contenía  con  un  ademán  amenazante. 

— ¿A  quién  busca  usted,  señora? 

— Busco  á  un  tal  Bobadilla. 

— ¿Y  qué  le  quiere  usted  á  Bobadilla? 

— Necesito  hablarle. 

— ¿De  parte  de  quién? 

— De  la  mía. 

— Yo  soy  su  esposa,  diga  usted. 

— No  puedo  hablar  sino  con  él  en  persona. 

— Pues  entonces  mi  alma,  puede  usted  marcharse... 

— Le  suplico  á  usted  que  me  permita  decirle  dos  palabras. 

Bobadilla  terció  en  el  diálogo,  diciendo  á  Desideria  con  un  tono 
edio  suplicante  y  medio  colérico : 

— ¿Pero  hija,  por  qué  no  abres?  ¿Cómo  sabes  si  será  algún  asunto 
del  Santo  Oficio? 

— ¡Quita  allá,  picaro:  no  sabré  yo  cuál  es  tu  santo  oficio! 

— Pero  hija,  veremos  qué  personas  son  esas,  ¿no  ves  que  puedes 
comprometerme? 

Entonces  resonó  por  fuera  la  voz  de  un  hombre. 

— ¡Señora!  exclamó,  abra  usted  en  nombre  del  Santo  Oficio. 

Aquella  frase,  que  como  el  cañón,  jamás  encontraba  resistencia, 
doblegó  la  voluntad  de  la  señora,  y  la  puerta  se  abrió  para  dar  paso 
á  dos  personas  que  permanecieron  en  los  umbrales.  Una  mujer  y  un 
1  ombre. 

La  primera  parecía  una  anciana,  que  por  su  traje  manifestaba 
ser  de  las  últimas  clases  del  pueblo ;  el  hombre  cubierto  de  una  capa 
negra,  y  dejando  asomar  unas  magníficas  babuchas  con  hebillas  de 
plata,  formaba  un  verdadero  contrasto  con  la  indigencia  de  su  com- 
pañera. 

— ¿Quién  es  Bobadilla?  pregante  este  último,  clavando  una  mirada 
en  el  rostro  compungido  de  la  señora  Desideria. 

— Soy  yo,  señor,  replicó  el  alguacil. 

— Acércate. 

Bobadilla  se  acercó  temblando. 


138  ÍTTAN  Á.  MATEOg 


Entonces  el  desconocido,  volviéndose  Lacia  la  anciana,  preguntóla 
con  acento  sombrío: 

— ¿Es  este? 

— Sí  señor,  él  es. 

— ¿Lo  conoces  bien? 

— Sí  señor,  sí;  si  quiere  su  mercé  la  prueba  le  descubriremos  la 
garganta. 

— Veamos,  dijo  el  familiar  echando  atrás  su  embozo,  y  tomando 
con  una  mano  la  luz  que  tenía  Desideria,  y  con  la  otra  un  brazo  de 
Bobadilla. 

— Descúbrete  el  pescuezo,  le  dijo  á  este. 

Desideria  se  acercó  á  su  esposo  para  ayudarlo  en  aquella  opera- 
ción, y  una  voz  concluida,  el  familiar  levantó  la  barba  de  Bobadilla 
con  la  tosquedad  de  un  peluquero,  y  comenzó  á  examinarle  minucio- 
samente la  garganta.  Allí  presentaba  el  alguacil  varias  cicatrices, 
donde  un  facultativo  hubiera  sospechado  la  esfcirpación  de  lipomas  vo- 
luminosos. 

— ¿Y  recuerdas  cuándo  te  hicieron  ese  chirlo?  preguntó  el  familiar 
después  que  hubo  concluido  sus  observaciones. 

— No,  señor... 

— Bueno...  ¿Eres  huérfano?... 

— Desde  que  vine  al  mundo. 

— ¿Dónde  pasaste  tu  niñez? 

— En  la  casa  del  señor  licenciado... 

— Bueno...  sigúeme. 

Francisco  se  vistió,  y  arrojando  una  mirada  tierna  sobre  el  lecho 
de  sus  hijos,  que  dormían  profundamente,  dio  la  mano  á  su  mujer. 
y  salió  tras  de  aquellas  dos  personas.    , 

A  dos  pasos  de  la  puerta  descubrió  un  grupo  de  alguaciles, 
á  una    señal    del  familiar  lo  ataron  por  los  codos,   le    impusieron 
lencio  y  lo  arrastraron  por  una  dirección  que  tenía  bastante  conocida 
para  no  desvanecerse  de  espanto... 

Esto  pasaba  más  de  cuarenta  años  después  de  aquella  noche  en 
que  Rosaura  y  el  artista  bajaron  al  sepulor 

III. 

Bobadilla  fué  al) enojado  en  un  calabozo  de  la  Inquisición,  sin 
saber  cuál  era  el  crimen  de  que  lo  acusaban. 

Al  contemplarse  en  aquella  tumba  de  los  vivos,  sin  encontrar  si- 
quiera la  paja  que  se  ponía  por  lecho  á  los  infelices  habitautes  de  las 
mazmorras;  al  aspirar  entre  tinieblas  un  aire  húmedo  y  saturado  por 
emanaciones  impuras;  al  acordarse  de  sus  bijos,  y  al  figurarse  que  la 
luz  no  alumbraría  sino  su  esqueleto  encadenado,  rompió  en  llanto,  y 
sus  gritos  retumbaron  por  largas  horas,  como  los  de  tantas  víctimas, 
sin  atravesar  el  muro  para  resonar  en  los  corazones  compasivos  y  en- 
contrar una  lágrima. 

El  pobre  Bobadilla  pasó  el  tiempo,  unas  veces  postrado  elevando 
hacia  loa  cielos  oraciones  fervorosas,  donde  mezclaba  la  eterna  súplica 
de  todos  los  hombres  y  de  todos  los  pueblos  :  la  libertad  ó  la  muerle; 


IOS   INSURGENTES  1S& 


otras  veces  meditando  en  esas  evasiones  maravillosas,  pero  factibles, 
á  costa  de  paciencia  y  de  una  actividad  perseverante  ;  otras,  en  fin, 
pensando  que  la  mirada  del  Señor  penetra  hasta  la  sombra  de  los  ca- 
labozos para  reconocer  á  la  inoc  encia,  y  hasta  la  sombra  de  los  co- 
razones para  iluminarlos  y  abrasarlos  con  la  luz  de  la  justicia,  de  la 
verdad  y  del  arrepentimiento. 

IV, 

Una  tarde  ya  al  oscurecerse  descorrieron  los  cerrojos,  y  Francisco 
no  pudo  menos  que  asombrarse  con  la  presencia  intempestiva  del  car- 
celero.— ¿Qué  le  querían  á  tales  horas?  Ya  tenía  el  pan  y  el  agua  que 
le  llevaban  á  las  tres  diariamente.  Creyó  que  llegaba  la  hora  feliz  de 
sr  esperanza,  y  adelantándose  al  llavero,  le  dijo,  como  si  oyera  que 
nombraba  : 

— Aquí  estoy,  señor. 

— Sígame  usted. 

— ¿A  dónde?...  ¿podrá  saberse?... 

— A  la  sala. 

No  parecía  que  hubiera  respondido  á  la  sala,  sino  al  infierno, 
según  el  ademán  de  indecible  terror  con  que  retrocedió  el  desventu- 
rado Bobadilla,  cuando  escuchó  aquella  respuesta. 

— Pero  señor,  dijo,  ¿de  qué  se  me  acusa?  ¿qué  quieren  hacerme 
confesar  estos  señores?  yo  no  hago  mal  á  nadie... 

— Amigo,  yo  cumplo  con  mi  obligación.  Si  en  mí  estuviera... 

— Vamos  señor,  Dios  sabe  lo  que  hace...  yo  estoy  limpio — bien 
saben  todos  que  profeso  nuestra  sagrada  religión,  y  que  ni  con  el 
pensamiento  falté  nunca  al  respeto  que  se  debe  á  las  autoridades,  ni 
al  que  se  le  debe  á  todos  los  cristianos... 

Las  palabras  de  Bobadilla  fueron  haciéndose  imperceptibles,  con- 
forme subía  las  escaleras.  Ya  próximo  á  la  puerta  del  tribunal,  se- 
guía hablando  consigo  mismo,  y  accionaba  cual  si  se  viese  ya  frente 
á  frente  de  sus  injustos  acusadores. — Por  fin  entró. 

Muchas  plumas  mucho  más  bien  tajadas  que  la  nuestra,  han  des- 
crito el  imponente  aspecto  de  este  temido  tribunal  para  que  nosotros 
fatigásemos  al  lector  con  una  larga  descripción. — Bobadilla  penetró 
inclinándose  y  plegando  los  ojos,  como  si  la  escasa  luz  de  dos  velas 
de  cera  que  ardían  sobre  una  mesa,  no  bastara  para  mostrarle  el  ros- 
tro de  los  jueces. — Mandáronle  que  se  acercase. — Una  frente  calva  y 
pálida,  cuyas  cejas  se  confundían  con  el  brillante  anillo  de  unas  an- 
tiparras, fué  lo  que  Francisco  pudo  distinguir  en  el  fondo  negro  que 
tenía  á  la  vista,  y  cuyo  término  era  invisible,  y  parecíale  frío  y  pa- 
voroso como  la  entrada  de  un  cripta. 

Bobadilla  creyó  ver  que  por  aquel  severo  y  reluciente  cráneo  va- 
gaba, como  el  soplo  de  la  tumba,  el  destino  de  su  existencia.  Des- 
pués volvió  el  rostro. — Por  el  otro  extremo  de  la  sala  se  abría  una 
ventana  resguardada  por  rejas  de  hierro  fuertes  para  estorbar  ana 
evasión,  pero  impotentes  para  detener  el  gemido  de  las  víctimas.  Por 
allí  penetraba  la  postrera  claridad  de  la  tarde.  El  rayo  crepuscular 
dejaba  distinguir  un  cúmulo  de  configuraciones  semejantes  á  una  má- 


140  JUAN  A.   MATEOB 


quina,  ó  á  los  trebejos  de  una  bodega.  Eran  los  aparatos  del  tormento. 
Moles  cuadradas,  cilindros  suspendidos  de  la  bóveda,  sitiales  trepados 
en  un  bastidor,  confundidos  con  una  especie  de  ealentaderas,  círculos 
de  reata  ó  de  cadena  sembradas  por  el  suelo,  puntales,  tubos,  envol 
torios  y  moutones  de  cosas  indescifrables.  Allí  la  rueda  dilataoa  su 
curba  con  una  gracia  espantosa,  y  los  piñones  se  enseñaban  los  dicn 
tes  como  mastines  enfoscados.  Figurábase  un  metido  en  aquella  mo 
lienda,  arrebatado  y  comprimido,  lacerado  y  saliendo  por  un  lado  con 
vertido  en  sangre  y  por  otro  en  gabazo. 

Las  cosas  más  sencillas  adquirían  allí  el  aspecto  del  suplicio,  un 
mango  de  escoba  puesto  por  acaso  junto  á  la  pared,  daba  lugar  á 
sombrías  conjeturas.  ¿Por  donde  entraría  y  hasta  donde,  aquella  estaca 
erizada  de  astillas?...  Daba  vértigos  mirar  un  gancho,  era  pavoroso 
un  tonel,  horrible  la  boca  del  cántaro  y  satánica  la  nariz  del  embudo. 

Al  pie  de  una  especie  de  cabrestante  que  era  lo  más  próximo,  so 
distinguía  otro  bulto  irregular,  formado  por  un  montesillo  de  zapatos 
viejos.  Era  lo  más  horrible.  Allí  seguramente  los  dejaban  los  presos 
para  no  despertar  con  las  pisadas  á  los  que  dormían  ya  en  la  eter- 
nidad. 

Bobadilla  se  encontraba  en  el  gabinete  de  física  experimental  del 
verdugo. 

La  frente  aquella  que  reverberaba  con  los  blandones  se  contrajo, 
y  una  voz  siniestra  pronunció  estas  palabras  : 

— Francisco  Bobadilla... 

— Presente  y  servidor  de  su...  ilustrísima. 

— Economice  usted  el  tratamiento,  y  responda  <ategóri «amenté  á 
las  preguntas  que  se  le  van  á  hacer. — La  práctica  te  es  ,o  santo  tri- 
bunal me  autoriza  para  recurrir  á  los  severos  medios  empleados  para 
arrancar  la  confesión  de  un  crimen  ;  pero  la  confianza  que  me  ins- 
pira su  semblante  de  usted,  donde  creo  notar  el  acatamiento  á  la  ver- 
dad, y  el  justo  temor  del  castigo  irremisible  para  el  que  pretende  es- 
cudarse con  la  mentira,  me  ahorrarán  el  empleo  de  esos  medios  harto 
repugnantes  para  mi  sensibilidad,  si  bien  necesarios  para  garantizar 
la  fe  de  las  declaraciones.  Vamos  á  ver,  ¿conoce  usted  esta  carta? 

— No  señor...  sí  señor...  no  señor... 

—  Sí  ó  no,  replicó  el  juez,  haciendo  retumbar  las  bóvedas  con  su 
nto — puede  usted  leerla. 

Francisco  alargó  su  mano  temblorosa  y  tomó  la  carta  que  le  pre« 
taban.  Después  sin  mirarla,  respondió  : 

— Señor...  no  sé  leer... 

— Becuerde  usted  lo  que  le  dije  hace  un  momento. 

—Mi  señor  mío...  si  yo...  le  juro  por  Dios  nuestro  Señor... 

< — ¡Bah!  preste  usted...  la  carta  dice  así: 

«Acapulco,  11  de  Mayo  del  año  del  Señor  de  1738. 

Francisco,  hijo  mío :  en  este  momento  estoy  á  bordo  del  San 
Juan. — He  logrado  escapar  de  las  manos  que  á  estas  horas  ya  me 
hubieran  dado  la  muerte. — Adiós  hijo  mío,  no  sé  cuando  volveremos 
á  vernos. —  Voy  á  Dios  y  á  la  ventura,  sin  recursos  y  llevando  en 
el  alma  todo  el  tormento  de  abandonar  á  mi  Petra,  tan  buena,  tan 
sufrida  y  tan  linda,  y  cuando  no  he  tenido  el  tiempo  necesario  para 


LOS   INSURGENTES  141 


hacerla  dichosa.  Y  á  tí  también,  tan  virtuoso  y  <an  inteligente,  á  tí  á 
juien  amo  desde  que  el  crimen  que  segó  la  existencia  de  tus  padres, 
;e  arrojó  en  mis  brazos  que  no  cesan  de  bendecirle. — Solo  el  odio  que 
profeso  á  los  gachupines  y  á  sus  frailes ;  solo  el  fuego  de  la  libertad, 
jólo  el  amor  del  pueblo,  pudieron  separarme  de  mi  Petra  y  de  tí, 
Francisco, — para  arrojarme  á  uua  lucha...  cuyo  triunfo  no  considero 
jomo  imposible. — ¡Adiós!  yo  volveré  algún  día;  pero  si  muero...  Petra 
puede  subsistir  con  nuestros  ahorros,  y  tu  también...  pero  lee,  lee 
paucho  esos  papeles  de  tu  padre,  para  bañarte  en  ellos  con  la  inspi- 
ración patriótica,  y  las  lágrimas  de  tus  antepasados. — Lleva  siempre 
al  cuello  esa  esmeralda  empapada  con  la  sangre  de  tus  padres  y  lán- 
zate, y  riégala  con  la  de  sus  verdugos. — Ya  se  acercan  los  tiempos, 
siento  que  las  predicciones  se  realizan  y  escucho  que  un  murmullo 
imponente  como  él  del  mar  que  me  rodea,  se  levanta  estremeciendo 
el  solio  de  Eocafuerte,  que  cruje  como  los  costados  de  mi  nave. — 
Adiós. — Adiós  acaso  para  siempre — dale  á  mi  Petra  las  adjuntas  car- 
tas y  recibe  mi  cariño  y  mis  lágrimas. — Mueran  los  gachupines. — Tu 
Genaro.» 

Cuando  el  juez  hubo  concluido  su  lectura,  dejó  la  carta  á  un  lado, 
y  elevando  el  foco  de  sus  antiparras  en  el  semblante  del  asombrado 
Bobadilla,  le  dijo  : 

— ¿Qué  le  parece  á  usted  esa  cartaf 

— No  me  parece  mala,  señor. 

—  ¡Cómo!...  replicó  el  juez  brincando  del  asiento,  ¿afirma  usted  que 
es  buena  la  sedición,  que  es  bueno  el  insulto,  que  es  buena  la  blas- 
femia? ¿Cree  usted  que  es  muy  buena  esa  carta  que  provoca  á  un  jo- 
ven á  la  rebelión  contra  la  autoridad  establecida,  contra  la  sociedad, 
contra  los  ministros  de  Dios  y  el  apoyo  de  la  religión  cristiana? 

El  mísero  alguacil  había  retrocedido  hasta  colocarse  fuera  de  aquel 
aliento  que  estremecía  su  corazón,  como  el  huracán  la  hojilla  de  una 
planta  marchita. 

Su  turbación,  sus  respuestas  casi  infantiles,  hubieran  sido  la  prueba 
casi  irrefragable  de  su  inocencia  ante  un  juez  menos  imbécil,  órnenos 
desconfiado. 

No  era  dueño  de  sus  ideas,  no  comprendía  como  su  nombre  en- 
cabezaba aquella  carta  para  él  inentendible,  y  fijándose  no  más  en  esa 
dolorosa  despedida  que  los  renglones  expresaban  ;  no  le  pareció  mal 
un  acento  que  también  cuadraba  con  su  situación  de  padre  separado, 
acaso  para  siempre,  de  su  mujer  y  de  sus  hijos. 

Mas  cuando  vio  que  su  respuesta  provocaba  una  explosión  de  có- 
lera, cayó  sobre  sus  rodillas  exclamando  : 

—  ¡Miento!  señor  ¡miento!  no  sé  lo  que  me  digo,  no  lo  hice  con 
ninguna  mala  intención... 

— Levántese  usted,  replicó  el  juez  serenándose. 
Bobadilla  obedeció  como  un  perro. 

— Dos  días  después  de  haber  leído  esta  carta  ¿adonde  marchó 
usted? 

— Yo,  señor,  me  quedé  en  mi  casa. 

— ¿Contestó  usted? 

— No  señor.  s 


142  JUAN  A.  MATEOS 


— Pues  consta  lo  contrario... 

—¿Consta? 

— Sí  señor... 

— Pues  muy  bien  señor... 

El  juez  extendió  el  brazo  hasta  tocar  el  mango  de  una  campana 
Y  ¿¡jo  : 

— Hartas  pruebas  tenemos  para  poner  en  duda  ese  candor  y  esa 
falta  de  sentido  que  usted  ha  mostrado  en  todas  sus  respuestas.  Un 
sujeto  como  usted,  que  lleva  un  título  conquistado  por  el  saber  y  la 
inteligencia,  y  que  tiene  la  rara  habilidad  para  disfrazarse  bajo  los 
arreos  de  un  alguacil  vulgar,  con  el  objeto  de  sorprender  el  recinto 
mismo  de  la  justicia,  no  es  raro  que  hoy  supiera  figurar  la  desnudez 
de  la  inocencia,  para  extraviar  los  pasos  de  la  ley,  como  ha  extra- 
viado los  de  sus  agontes. 

En  consecuencia,  requiero  á  usted  por  la  postrera  vez,  á  que 
abandone  su  papel  ya  inútil  en  estas  circunstancias.  Usted  es  don 
Francisco  Ponce. 

— No  señor,  Lope,  Churrigay  y  Bobadilla. 

El  juez  no  dijo  más;  agitó  la  campana,  y  un  hombre  negro  como 
teñido  con  la  oscuridad  del  aposento,  apareció  junto  á  la  mesa  con 
los  brazos  cruzados  y  la  cabeza  inclinada  con  ademán  sumiso. 

El  juez  le  dijo  : 

— Este  hombre... 

Y  señaló  á  Bobadilla,  que  acaso  ni  había  visto  aparecer  al  ver- 
dugo. 

—  ¡Qué!...  ¿quién  es  usted?...  exclamó  el  alguacil,  cuando  sintió 
que  lo  asían  por  un  brazo. 

—Despáchate,  dijo  el  juez. 

Bobadilla  se  dejó  conducir  por  el  verdugo  unos  cuantos  pasos, 
pero  viendo  que  se  dirijían  por  la  puerta,  volvióse  hacia  el  clérigo 
que  permanecía  en  la  mesa,  y  le  dijo  con  verdadera  naturalidad: 

— Buenas  noches,  señor... 

Es  cierto  que  Bobadilla  era  alguacil,  y  quizá  nuestros  lectores 
estrañarían  con  justicia,  que  ignorase  las  prácticas  del  tribunal,  si  no 
nos  apresurásemos  á  hacerles  una  explicación,  que  es  la  que  encon- 
tramos en  la  historia  y  es  esta  : 

Bobadilla  sabía  las  pocas  noticias  que  acerca  del  negocio  circu- 
laban en  boca  de  todo  el  mundo;  pero  jamás  presenció  ninguna  eje- 
cución, ni  tuvo  tiempo  para  ello,  empleado  como  estaba  siempre,  con 
excepción  de  unas  cuantas  vecep,  en  recorrer  de  noche  la  ciudad  entera, 
siguiendo  á  un  jefe  desconocido  y  aprehendiendo  á  pobres  diablos,  sin 
saber  por  qr.é  causa  los  aprehendía. 

Tal  era  su  deber.  De  día  estaba  libre,  y  mejor  le  parecía  rondar 
por  la  fonda  de  una  tuerta,  vecina  suya,  ó  por  la  tienda  de  su  com- 
padre, que  perder  el  tiempo  en  informarse  de  lo  que  pasaba  en  las 
prisiones. 

Per  otra  parte  todo  es  creíble  cuando  un  hombre  es  inocente. 

Bobadilla  fué  llevado  ante  una  tosca  rueda,  detras  de  la  cual  se 
habían  levantado,  y  permanecieron  inmóviles,  dos  nuevos  bultos  sinies- 
tros. Entonces  conoció  todo  el  peso  de  su  desdicha,  y  volvió  á  caer 
de  hinojos  prorumpiendo  en  dolorosos  gritos. 


IOS    INSURGENTES  143 


Uno  de  los  hombres  que  le  ataba  las  manos  por  la  espalda,  se 
acercó  á  su  oído,  y  le  dijo  rápidamente  y  en  voz  muy  baja: 

— Confiesa  todo  lo  que  quieran,  es  peor  si  callas. 

Esto  sí  lo  sabía  muy  bien  el  alguacil,  y  creyó  mas  conveniente 
podrirse  en  los  subterráneos  de  la  inquisición,  ó  morir  en  el  palo, 
que  exbalar  el  último  suspiro  entre  las  lentas  congojas  del  potro  y 
del  embudo. 

— Quiero  hablar,   señores,  dijo. 

El  clérigo  mandó  suspender  el  tormento,  y  se  dispuso  á  escuchar 
la  declaración  de  Bobadilla,  pero  viendo  que  este  permanecía  en  si- 
lencio, le  dijo: 

— Hable  usted. 

— Señor...  tartamudeó  el  otro,  no  tengo  nada  que  decir  á  su  alteza, 
porque,  como  acabo  de  decir  hace  un  momento,  ignoro,  podía  jurarlo, 
qué  motivo  de  queja  existe  contra  mi  persona;  si  es  cierto  que  las 
malas  jugadas  que  varios  españoles  me  han  hecho  en  el  curso  de  mi 
vida,  han  llegado  á  causarme  cierto  aborrecimiento  por  algunos  de 
ellos,  no  es  nieuos  cierto  que  jamás,  ni  de  palabra  ni  obra...  es 
decir,  yo...  respeto  á  todos  los  señores  españoles,  y  pueden  pre- 
guntarle á  todos,  á  todos,  porque  todo  el  barrio  me  conoce...  y  verán 
si  alguna  vez  he  faltado... 

— No  se  le  interroga  á  usted  acerca  de  sus  enemistades  perso- 
nales, ni  se  le  juzga  por  faltas  que  no  incumben  á  este  sagrado  tri- 
bunal; se  trata  de  un  complot,  se  trata  de  un  proyecto  criminal,  que 
tendía  no  solo  á  trastornar  la  organización  actual  de  los  poderes  po- 
líticos, sino  á  destruir  la  fé  de  Cristo,  inmolando  á  sus  propagadores, 
y  sostituirla  con  los  dogmas  y  los  ritos  gentílicos  que  existían  con 
mengua  de  la  humanidad  antes  de  la  conquista. 

— ¿Es  decir,  se  me  acusa  de  judío?  respondió  Bobadilla,  que  apenas 
vislumbrada  el  sentido  en  las  palabras  del  clérigo. 

— ¡No!  pero  sí  de  impío,  de  criminal,  de  enemigo  de  la  iglesia 
y  de  sus  ministros,  de  Dios  y  de  las  autoridades,  que  son  su  imagen 
en  la  tierra. 

— ¡Mienten!   señor...  soy  cristiano  viejo  y... 

— ¿Vuelve  usted  á  obstinarse? 

Bobadilla  sintió  que  el  verdugo  lo  tiraba  por  una  manga,  y  se 
contuvo.  Reflexionó  de  nuevo  que  estaba  en  el  lugar  donde  se  con- 
fesaba lo  que  querían  los  jueces,  y  que  sería  mejor  hablar  con  voz 
tranquila  que  en  medio  de  los  gemidos  arrancados  por  el  tormento. 

Señor,  replicó,  Dios  que  mira  desde  el  cielo  el  fondo  de  mi 
corazón,  sabe  muy  bien  que  guardo  aquí  el  amor  y  el  respeto  á  su 
bondad  infinita.  Ahora,  si  usted  gusta,  señor  sacerdote,  puede  usted 
escribir  los  cargos  que  se  me  hagan,  y  al  pie  del  escrito  pondré  la 
señal  de  la  santa  cruz.  Confieso  y  afirmo  lo  que  ustedes  gusten. 

— A  este  lugar,  dijo  el  juez  medio  amostazado,  no  viene  el  reo 
al  arbitrio  de  nuestra  voluntad,  ni  la  justicia  se  sujeta  á  los  caprichos 
ni  al  gusto  de  nadie,  ni  nosotros  gustamos  de  inventar  cargos,  ni  la 
mano  de  la  ley  se  levanta  y  cae  por  nuestro  gusto.  Nuestro  gusto 
sería  ver  á  usted  libre  de  una  acusación  que  haee  al  culpable  un  objeto 
de  horror  para  la  humanidad,  y  de  justa  cólera  para  un  Dios  que  así 
recibe  el  pago  de  sus  bondades... 


144  JUAN  A.   MATEOS 


— Así  lo  creo,  y  agradezco  á  su  reverencia  el  buen  deseo  que 
lo  anima  por  mi  salvación.  Si  lie  ofendido  á  su  señoría,  eche  la  culpa 
sólo  á  mi  escaso  conocimiento  de  las  palabras... 

— No  perdamos  el  tiempo  ¿Esa  carta  se  dirige  á  usted? 

— ¿Qué  carta?...  sí  señor. 

— ¿Usted  es  Francisco  Ponce? 

—Sí  señor. 

— Basta  con  eso.  Puede  usted  retirarse. 

Bobadüla  marclió  á  su  calabozo  con  ese  desaliento  de  un  reo  que 
acaba  do  escuchar  su  sentencia  de  muerte.  Dejóse  caer  al  suelo,  escon- 
dicendo  el  rostro  entre  las  manos  y  confundiendo  sus  sollozos  con  el 
sonido  de  las  llares  que  aseguraban  la  pesada  puerta  de  su  encierro. 

W* 

Pasarían  cuatro  horas. 

Por  un  cálculo  muy  simple,    Bobadilla  conoció    que  era  muy  ei 
trada  la  noche,  porque   la  noche    se  hacía  sentir    en    aquel    sitio  con 
la  recrudescencia  del  frío  y  un  cambio  de  carácter  en  el  silencio. 

Los  cerrojos  se  descorrieron,  la  puerta  volvió  á  abrirse,  y  el  lla- 
vero seguido  por  otro  personaje  que  llevaba  un  farol,  penetraron 
hasta  llegar  á  Bobadilla,  que  creyó  ver  sobre  la  cabeza  del  descono- 
cido, pues  tal  estaba  su  imaginación,  la  fúnebre  capucha  de  un  fran- 
ciscano. 

El  caballero  del  farol  se  inclinó  hacia  el  preso,  y  con  una  voz 
londe  pudiera  notarse  la  mezcla  de  la  conmiseración  y  del  respeto, 
le  dijo 

— Amigo  mío,  ponga  usted  un  término  á  su  aflicción.  Ríase  usted 
de  los  tormentos  y  de  la  muerte  como  de  una  pesadilla  de  que  acaba 
usted  de  despertar  en  este  instante. 

—  ¡Oh!  respondió  el  alguacil  incorporándose,  ¿han  conocido  mi 
inocencia?...   ¡Que  Dios  sea  bendito  mil  veces!... 

— Hable  usted  más  bajo,  amigo  mío,  no  es  este  un  lugar,  ni  la 
hora  es  conveniente  para  entrar  en  explicaciones.  Salgamos. 

— ¿Adonde  vamos,  señor? 

— A  otra  prisión... 

— ¡Cómo! 

— A  otro  lugar  donde  quede  usted  fuera  del  alcance  de  los  in- 
quisidores. 

— ¡Oh!  permítame  usted  que  bese  sus  manos... 

— ¡Eh!  que  no  soy  mas  que  un  simple  agente  de  otra  persona, 
reserve  usted  sus  beso3  para  aquellas  manos,  donde  sentarán  mejor 
que  en  las  mías. 


VL 

A  fines  del  siglo  pasado  se  veía  en  el  sitio  que  hoy  ocupa  la 
esquina  de  la  calle  de  López  y  los  Rebeldes,  un  caserón  viejo  y  de- 
negrido, conmistamente  abandonado. 


LOS    INSURGENTES  14S 


Su  fundador  y  dueño,  don  Jorge  Villarroel,  jesuíta,  gran  amante 
de  la  soledad  y  del  estudio,  pasó  allí  muchos  años  entregado  á  las 
elucubraciones  de  su  espíritu  filosófico  hasta  el  año  de  67,  en  que  al 
tener  noticia  de  la  repentina  expulsión  de  su  orden  cayó  atacado  por 
horribles  convulsiones  y  exhaló  el  último  suspiro,  pronunciando  cierto 
nombre  misterioso  y  perdonando  al  injustísimo  rey   Carlos  III. 

Varias  señoras,  entre  las  cuales  se  contaban  algunas  más  grandes 
en  edad  que  el  jesuíta,  se  presentaron  como  lrjas  del  difunto  á  re- 
clamar la  casa  y  óteos  bienes  que  completaban  la  herencia. 

No  había  ejemplo  en  la  historia  sagrada  ni  profana  de  un  pa- 
triarca más  fecundo  que  el  tal  don  Jorge  Villarroel.  Abraham  no 
tuvo  tan  cuantiosa  prole  ;  ni  Moctezuma,  ni  Francisco  I,  ni  Abu- 
beker,  tuvieron  el  número  de  mujeres  que  le  achacaban  al  pobre  sa- 
cerdote. 

Llovían  sobre  la  mesa  del  tribunal  los  documentos  irrecusables  de 
parentesco,  y  aquellos  bribones,  que  segxín  justificaban  eran  bjios  de 
un  mismo  padre,  se  aborrecían  de  muerte,  y  se  arrojaban  denuestos 
y  miradas  insultantes  en  la  calle,  en  sel  templo  y  en  el  recinto  mismo 
del   pretorio. 

En  cierta  ocasión,  dos  ancianas  que  pretendían  ser  esposas  legí- 
timas, de  don  Jorge,  travaron  una  disputa  de  palabras,  y  olvidando 
que  se  bailaban  en  presencia  del  magistrado,  vinieron  á  las  manos, 
derribándose  al  suelo  y  dándose  terribles  calabazadas. 

Unos  versos  latinos  hallados  entre  los  papeles  del  muerto, 
dieran  término  á  aquel  asunto,  que  iba  haciéndose  verdaderamente 
escandaloso. 

Eran  las  confidencias  de  un  infeliz  que  en    el    seno    del    silencit . 
cantaba  con  la  lira  de  Tíbulo,    la    irremediable    desventura    de    Abe 
lardo. 

«¿Adonde  está,  decían,  la  frescura  del    aura? — ¿adonde    el    cant 
de  las  aves?  ¿adonde  la  hermosura  del  campo?  ¿adonde    la  dulce  luz 
trémula  de  los  astros?...  ¿Qué  es  bello  á  mis  ojos?    ni    qué    consuel 
encontraré,   si  no  me  es  dado  acariciar  á  esos  seres    más    frescos  qu 
la  aurora,    más  armoniosos  que  las  aves,   más  bellos  que  los  prados,  j 
cuyos  ojos  brillan  con  más  divina  luz  que  la  que  mana  de    las    lum- 
breras   celestiales?...     No,     nada    me     agrada,     nada    quiero    sino    la 
mar,  la  mar  rugiente  y   pavorosa  como  mi  espíritu,  y  á  Dios  la  espe- 
ranza infinita,  etc.  etc.  » 

Dos  facultativos  reconocieron  á  don  Jorge,  y  aseguraron  bajo  la 
fé  de  principios  científicos  innegables,  que  el  finado  no  pudo  tener  nunca 
más  hijos  que  los  de  confesión. 

— Pues  yo  no  sé  como  será  eso,  replicó  una  señora  señalando  á 
bu  hija;   será  el  diablo,  pero  esta  niña  debe  tener  padre. 

El  fisco  alargó  el  brazo,  y  recogió  como  los  Toleteros  hasta  el  úl- 
timo centavo  de  Villarroel. 

Al  cabo  de  seis  meses,  la  casa  fué  comprada  por  un  don  ilonso  de 
Quesada.  Desde  entonces,  hasta  el  año  de  setenta,  por  espacio  de  tres 
años,  no  cesaron  los  vecinos  de  señalarla  como  el  sitio  predilecto  de 
fantasmas  y  de  demonios — sitio  donde  se  veían  brillar  á  deshora  luces 

10  —  Los  Insurgentes. 


146  JUAN  A.    MATEOS 


siniestra»,  y  se  escuchaban  lamentos,  martillazos,  ruido  de  cadenas  y 
no  se  sabe  qué  otras  cosas.  Era  muy  común  entonces,  que  las  personas 
despreocupadas  explicasen  aquellas  consejas  achacando  el  escándalo  á 
los  monederos  falsos,  que  tenían  grande  ínteres  en  alejar  á  los  curiosos 
dol  sitio  de  sus  oficinas. 

*  Lo  cierto  es  que  el  malogrado  Don  Alonso  do  Quesada,  ama- 
neció un  día  suspendido  por  el  cuello  á  una  de  las  canales  de  su 
casa,  quedando  para  siempre  en  el  misterio  el  motivo  de  tan  tremendo 
castigo. 

No  volvieron  á  encontrarse  inquilinos,  y  ocho  años  de  abandono, 
los  temblores  y  las  lluvias,  pusieron  aquel  edificio  en  un  estado  la- 
mentable. Las  puertas  estaban  desvencijadas  y  cubiertas  de  telarañas. 
Los  clavos  y  los  cerrojos  llenos  de  herrumbre,  las  paredes  con  grietas, 
donde  podía  caber  el  brazo;  el  cimiento,  las  canales  y  sus  pretiles 
atestados  de  yerba,  y  la  fachada  con  tres  ventanas  condenadas  sur- 
cada por  chorreaduras  verdinegras  como  los  peñascos  de  una  ba- 
rranca. 

Espiando  por  una  rendija  de  la  puerta,  se  veía  un  ancho  patio, 
lleno  también  de  yerbas  silvestres  que  salían  por  las  junturas  del 
empedrado  A  mano  derecha  una  escalera,  ya  en  ruinas,  terminando 
en  un  corredorcillo  que  se  estendía  ai  frente,  lleno  de  macetas,  unas 
con  sus  hojas  marchitas,  otras  ostentando  en  aquella  miserable  soledad, 
la  fragrancia  y  ufanía  que  en  las  praderas.  Siguiendo  el  corredor  que 
hemos  indicado,  llegábase  a  una  puerta,  único  paso  para  todas  las 
piezas,  que  eran  extensas,  frías,  numedas,  débilmente  alumbradas  por 
altas  ventanas  con  alambrado  Lae  paredes  sucias,  los  techos  negros, 
dejando  penetrar  por  algunos  puntos  tenues  rayos  del  sol  que  se  per- 
dían en  un  suelo  enladrillado,  cubierto  de  polvo  y  torcido  por  hun- 
dimientos. 

A  la  hora  eD  que  Echadilla  dejaba  su  prisión,  acompañado  por 
el  caballero,  que  sea  dicho  de  paso  compraba  la  libertad  de!  alguacil 
á  fuerza  de  doblones,  vanas  personas,  be  reunían  en  la  antigua  casa 
de!  jesuíta,  en  !a  pieza  mas  lóbrega,  para  tratar  sobre  un  asunto  de 
peligrosa  importancia  — tramábanse  allí  en  el  seno  del  misterio,  los  hilos 
de  una  conspiración  contra  los  españolas. 

Había  entre  aquellos  conjurados,  hombres  que  treinta  y  seis  años 
después  debían  brillar  sobre  la  trente    db    muchos    celebres    caudillos 
de  la  independencia,  por  ejemplo,  un  Morelos,  oriundo  de   Acapuico 
ul  Galeana,  un  Asccncio, — tai  ve2  abuelos  de  los  héroes  de  810. 

Acaso  estos  atesoraban  en  sus  venas  una  sangre  palpitante  con 
el  odio  de  los  conquistadores,  trasmitida  em  interrupción  por  corazones 
de  norocs  deudo  Guatimoc  y  Xicontencai. 

Había  también  un  Kocafuerte,  maestro  de  escuela,  cuyos  discursos 
revelaban  un  talento  muy  superior  á  su  destino,  y  un  Lizardi,  poeta, 
Que  bacía  beber  á  sus  hermanos  en  doradas  estrofas  el  licor  hir  viente 
del  patriotismo. 

Los  otros  eran,  Juan  Avendaño,  hacendado  rico,  pero  buen  ciu- 
dadano; Sebastian  Pino  y  Mendoza,  joven  estudiante  de  cirujía;  Tri- 
gueros, escultor;  Antonio  Bravo    clérigo;  Pedro    Bustaniante,  albañíl; 


L03    INSURGENTES  14-7 


poca,  presidentes  ambos  en  el  ayuntamiento  de  sus  pueblos,  de 
grande  influencia  entre  sus  conciudadanos;  por  último,  Enrique  Fe- 
low;  José  Bear,  alias  White-head,  corsarios  y  un  negro  llamado  por 
apodo  Asmodeo,  valiente,  bello  y  tentador  como  el  príncipe  de  las 
tinieblas. 

Aquella  mezcla  de  hombres  tan  diversos,  consagrados á  la  salta- 
ción de  la  patria,  simbolizaba  la  igualdad  y  la  fraternidad  que  Dios 
prepara  á  los  siglos  de  otra  época. 

Eocafuerte  era  el  alma  de  aquella  conspiración. 

A  un  plan  salido  de  su  frente,  nadie  ponía  sino  ligeras  observa- 
ciones, y  era  el  primero  que  ofrecía  su  persona  para  realizar  en  las 
combinaciones  el  pormenor  que  necesitaba  un  brazo  de  buen  temple, 
y  un  espíritu  que  no  temblase  ante  ninguna  consecuencia,  aunque 
tuera  el  sacrificio  de  la  vida.  Su  valor  era  tan  conocido  como  su  elo- 
cuencia— y  su  elocuencia  como  su  desinterés  y  su  amor  patrio.  Hu- 
biéramos querido  conocer  su  rostro,  su  estatura,  su  casa,  sus  libros, 
su  vida  íntima,  para  pintar  su  fisonomía  sobro  estas  páginas.  No  queda 
sino  su  nombre,  medio  borrado  en  los  papeles  del  tío  Blas. 

Eocafuerte  ganaba  la  vida  en  una  escuela  de  Tlalmanalco. 

Acusáronle  un  día  con  el  marqués  de  Croix,  de  ser  propagador 
de  doctrinas  infames  y  un  perverso  corruptor  de  los  jóvenes,  porque 
enseñaba,  se  decía,  en  los  libros  escritos  por  los  impíos  filósofos  de 
Francia. 

Eocafuerte  destruyó  los  libros  que  lo  esponían  á  la  hoguera,  y  se 
escapó  de  las  garras  de  la  inquisición;  pero  su  escuela  quedó  desierta 
para  siempre,  y  él  espuesto  á  los  horrores  de  la  indigencia. 

Últimamente,  subsistía  trabajando  como  peón  en  el  desagüe  del 
valle.  Así  consta. 

La  noche  en  que  lo  presentamos  á  nuestros  lectores,  Eoca- 
fuerte hablaba  con  fuego,  pero  sin  pretensiones  oratorias,  acerca  de  la 
lucha  que  trababan  ya  contra  los  ingleses  los  ciudadanos  americanos 
del  Norte. 

Presagiaba  el  triunfo  de  estos  en  Boston,  sin  intimidarse  por  la 
derrota  Bunker s-Hill,  y  veía  que  sobre  la  tumba  de  Montgomery, 
se  levantaba  como  un  astro  de  libertad,  la  frente  laureada  da  Was- 
hington,— tratábase  después  acerca  del  estado  de  los  preparativos,  y 
cada  uno  dio  cuenta  á  los  demás  sobre  los  asuntos  encomendados  á 
su  diligencia. 

Bustamante  y  Lozada,  tenían  pronto  la  gente  de  sus  barrios. 

Avendaño,  tenía  ciento  cincuenta  mil  pesos,  tan  temibles  como 
los  puñales,  y  cien  ginetes  armados  de  su  hacienda. 

Mendoza,  el  estudiante  de  cirujía,  tenía  un  cuchillo  pronto  á 
practicar  sin  miedo  la  amputación  de  la  cabeza  que  le  designaran  ; 
Trigueros,  enseñaba  su  cincel  de  escultor,  prometiendo  eternizar  en 
el  mármol  la  memoria  de  los  patriotas,  y  prestaba  el  juramento  de 
luchar  hasta  la  muerte  por  la  independencia  de  México. 

Bravo,  que  por  un  sublime  abuso  de  su  ministerio,  había  arran- 
cado en  el  confesonario  secretos  importantes  á  la  esposa  del  Brigadier 
Villa  de  Lanzas, — abría  un  tesoro  de  excelentes  aplicaciones  al  talento 
revolucionario  de  Eocafuerte. 


148  JTT1N  4.    WATEOg 

Felow  y  Whito-head,  cod  el  dinero  de  Avendaño,  y  las  maniobras 
de  Galicia,   meterían   parque  y  armas  por  la  frontera. 

Asrnodeo  removería  con  un  relámpago  las  tinieblas  de  la  excla- 
vitud,  y  legiones  de  negros  se  levantarían  con  sus  puñales,  lanzando 
miradas  de  exterminio,  al  solio  de  los  conquistadores. 

Don  .Rafael  Gonzalos  Galeana,  y  Ascencio,  estrecharían  á  los  sol- 
dados de  la  insurrección,  entre  las  líneas  matemáticas  del  arte,  para 
dirijirlos  á  la  victoria. 

Quedaba  Popoca — Se  levantó  y  dijo  • 

— Señores,  soy  bastante  viejo,  tengo  placer  en  observar,  y  he 
pasado  la  vida  estudiando  las  probabilidades  y  la  oportunidad  de  un.' 
golpe  de  mano.  He  visto  que  hay  patriotas,  y  que  esos  patriotas  son 
de  tal  temple,  que. si  no  temiera  lastimar  la  modestia  de  los  que  me 
rodean,  diría  que  son  el  mismo  genio  del  valor,  de  la  virtud  y  de  la 
inteligencia.  Pero  he  visto  también  que  esos  hombres  son  en  el  seno 
de  las  ciudades,  lo  que  esos  astros  llenos  de  brillo,  que  brillan  solos 
en  el  fondo  de  un  cielo  cubierto  de  sombras.  Conozco  á  cada  uno  de 
ustedes,  los  veo,  y  siento  una  admiración  mezclada  de  júbilo  y  de 
envidia,  y  creo  en  ustedes,  en  ustedes  nomás,  sin  alucinarme  con  la 
esperanza  de  un  pueblo  entero  de  patriotas... 

Detúvose  un  momento  el  anciano  ante  un  murmullo  de  los  cir 
cunstantes.  Después  continuó  : 

— En  fin,  señores,  no  sería  extraño  que  yo  me  equivocara,  ó  qui 
ustedes  tomasen  á  mal  una  palabra  que  va  un  poco  más  allá  de  mj 
pensamiento.  Quise  decir  que  desconfiásemos  del  pueblo  de  los  arraj 
bales,  y  de  una  fó  comprada  con  el  oro  á  los  que  son  desde  que 
nacen  enemigos  á  muerte  de  todos  nosotros.  Es  decir  esos  soldado* 
del   virrey,.. 

Pues  bien,  señores,  una  jente  más  numerosa  que  los  soldados  de" 
Asrnodeo,  más  atrevida  que  los  léperos  de  Lozada,  más  obediente  que 
los  rancheros  de  Avendaüo,  y  con  el  amor  puro  de  la  libertad,  ej 
noble  desinterés  de  todos  ustedes,  deberá  ser  el  brazo  en  que  depo 
sitemos  el  éxito  de  un  combate  donde  se  juega  el  destino  de  un  pueblo 
y  los  principios  de  la  humanidad. 

•Renunciemos,  señores,  á  esas  peligrosas  alianzas  de  gente  estú 
pida  y  fanatizada,  que  un  día  pregonará  el  secreto  de  la  conjuración 
y  pondrá  sus  puestos  junto  á  nuestras  horcas  y  perseguirá  á  pedradaí 
nuestros  cadáveres,  victoreando  al  virrey,  y  moiandose  de  nuestro  pa- 
triotismo como  de  una  locura. 

¿No!  arrojémonos  en  el  seno  del  pueblo,  del  verdadero  pueblo  qu» 
aun  conserva  en  su  alma  el  calor  de  las  generaciones  muertas  al  ül( 
de  la  espada  de  Cortés,  y  bendecidas  desde  lo  alto  por  la  mirada  di 
Huitziiopoztli. 

— Admito,  dijo  Rocafuerte,  pero  ese  hombre  maravilloso,  ese  ta 
lismán  vivo,  que  según  usted  le  bastaría  dar  á  conocer  entre  las  tribu 
para  levantarlas  y  conducirlas  á  la  lucha ;  ese  hombre  que  usted  h; 
prometido  buscar... 

— Ese  hombre,  replicó  Popoca,  lo  he  buscado,  y  acabo  de  en 
contrario. 

Toda  la  asamblea  se  puso  en  píe    al    escuchar    estas  últimas  pa 


LOS   INSURGENTES  149 


labras.  En  efecto,  Popoca  había  revelado  á  sus  amigos  la  existencia 
do  una  logia  de  que  él  era  el  jefe,  logia  precedida  por  otras  muchas, 
que  desde  Xicotencatl  venían  trabajando  por  la  independencia  de 
México. 

Había  revelado  también  la  historia  de  una  esmeralda  que  llevaban 
todos  los  descendientes  de  Tizoc,  y  que  era  el  signo  por  el  que  los 
indios  conocerían,  según  sus  propias  tradiciones,  al  caudillo  que  de- 
bían obedecer  como  representante  de  sus  emperadores.  Habló  del  pres- 
tigio que  había  rodeado  á  todos  los  que  poseyeron  la  dicha  esmeralda, 
y  del  entusiasmo  que  siempre  despertaron  entre  aquellas  gentes  tan 
respetuosas  con  sus  recuerdos. 

— Señores,  añadió  Popoca,  esa  esmeralda  fué  robada  por  los 
agentes  del  Gobierno  el  día  que  apareció  muerto  Pon  ce,  dejando  por 
fortuna  un  hijo,  que  hoy  es  el  último  descendiente  de  la  desventurada 
Xóchitl.  Mi  padre  compró  con  un  caudal  esa  esmeralda  donde  están 
impresos  los  labios  de  tantos  seres  desgraciados  ó  ilustres.  Yo  vigilé 
al  heredero  de  Tizoc,  para  entregarle  esa  piedra,  cuyo  color  marcaba 
la  esperanza  de  los  corazones  qu©  sintió  latir  por  la  patria...  después 
perdí  de  vista  á  Francisco  durante  cuarenta  años  por  culpa  de  los 
que  ya  pagaron  su  trascendental  descuido.  Pero  Francisco  lleva  dos 
señales  que  no  me  dejan  duda  acerca  de  su  identidad  con  el  hijo  de 
Rosaura  ;  dos  señales  que  unidas,  lo  harán  reconocer  por  todos  mis 
conciudadanos  :  son  su  nombre  y  las  huellas  que  el  puñal  del  asesino 
dejó  grabadas  en  su  garganta. 

Hace  ocho  días  supe  casualmente  que  la  inquisición  juzgaba  á  un 
reo,  cuyo  nombre  me  hizo  estremecer. 

Señores,  ese  hombre  marcado  por  el  destino  con  el  sello  de  la 
gloria,  ese  hombre  á  quien  le  bastará  enseñar  una  de  sus  lágrimas 
para  insurreccionar  á  toda  la  raza  de  Guatimotzin,  ese  brazo  que  será 
invencible,  ese  nombre  que  será  una  bandera,  ese  Francisco...  yo  lo 
tengo,  yo  lo  he  encontrado  en  el  seno  de  la  pobreza  y  de  la  igno- 
rancia ;  pero  no  importa,  nos  bastan  su  nombre  y  su  presencia  para 
el  éxito  de  la  revolución,.. 

VII. 

En  la  noche  siguiente  se  presentó  Popoca  ante  los  conjurados, 
llevando  por  la  mano  al  alguacil  Francisco  Bobadilla.  Este  quedó  mudo 
de  asombro  al  escuchar  las  felicitaciones  y  I03  discursos  de  aquellos 
personajes  á  quienes  conocía  de  nombre,  por  su  riqueza,  su  valor,  su 
talento,  su  saber,  su  influencia  ó  su  posición  social. 

Llegó  al  colmo  su  fascinación  cuando  le  presentaron  un  árbol  ge- 
nealógico, donde  pudo  ver  que  las  ramas  de  su  ilustre  prosapia  se 
enlazaban  por  medio  de  Tizoctzin,  con  los  troncos  seculares  de  Aca- 
ínipich,  Pinahuitzin  y  Tlacahuepantzin. 

Bobadilla,  que  no  supo  nunca  quienes  fueron  los  autores  de  sus 
días,  escuchó  con  emoción  creciente  la  historia  de  Rosaura,  del  artista 
y  la  del  infeliz  Genaro  Vilches,  muerto  de  tristeza  y  de  miseria  en 
una  roca  de  las  Antillas ; — después  dijo  : 

— ¿Y  sus  mercedes  tendrán  la  bondad  de  decirme  si  vive  todavía 
mi  madre  Petrita? 


150  JUAN  A.   MATEOS 


— ¡Oh!  exclamó  Popoca,  esa  segunda  madre  tuya  te  abandonó 
muy  niño  para  marebar  al  lado  de  su  esposo, — tal  vez  duerme  con  él 
debajo  de  la  tierra...  .pero  nada  temas,  tu  borfandad  cesa  desde  este 
instante... 

Después  dio  á  Bobadilla  los  papeles  cuya  copia  liemos  tenido  á 
la  vista  para  contar  á  nuestros  lectores  la  bistoria  de  Xocbitl  y  sus 
nietos.  Esplicóle  cómo  los  agentes  de  la  inquisición,  penetrando  á¡ 
la  casa  de  Petrita  el  mismo  día  que  esta  partió  para  San  Salvador, 
bailaron  las  cartas  de  Genaro,  entre  las  cuales  iba  la  que  el  alguacil 
oyó  leer  al  juez  del  Santo  oficio. 

La  infancia  de  Francisco  Bobadilla  se  acomodaba  perfectamente 
á  la  del  biio  del  artista,  pues  abandonado  á  los  siete  años  vagó  como 
un  mendigo  basta  la  edad  en  que  pudo  subsistir  por  sí  mismo,  bus- 
cando la  vida  por  diversos  pueblos  no  muy  lejanos  de  la  capital.  Y 
tal  era  la  vida  que  Popoca  suponía  á  ese  huérfano  que  escapó  á  la 
vigilancia  de  sus  agentes. 

Nada  quedaba,  pues,  por  indagar,  cuando  las  únicas  señales  que 
denunciaban  al  hombre  del  destino  existían  en  Bobadilla.  Si  este  no 
recordaba  nada  de  sus  primeros  años,  era  natural,  por  ser  tan  cortos 
cuando  el  alguacil  quedó  abandonado. 

Ciertas  respuestas  vagas  que  este  dio  sin  saber  lo  que  le  pregun- 
taban, acabaron  de  convencer  al  anciano  Popoca  de  que  tenía  en  sus 
manos  al  bijo  del  artista. 

En  consecuencia,  Bobadilla  recibió  también  la  esmeralda,  y  todos 
convinieron  en  presentarlo  al  otro  día  en  la  logia  de  los  indios,  vestido 
con  el  trage  de  los  guerreros  aztecas,  y  llevando  al  cuello  la  piedra, 
que  era  el  cetro  de  aquel  reino  misterioso. 


VIII 


Bobadilla  fué  ocultado  en  la  casa  de  uno  de  los  conjurados,  Bravo, 
que  lo  alojó  en  un  magnífico  aposento.  El  alguacil  dudaba,  pero  con- 
forme con  su  suerte,  dejó  que  aquel  sueño  venturoso  lo  envolviera  en 
bu  dorado  velo.  Pensó  en  sus  hijos  ;  una  palabra  sola  bastó  para  que 
Bravo  mandara  buenos  auxilios  á  Desideria,  que  solo  supo  se  los  en- 
viaba su  marido,  sin  poder  recabar  una  palabra  más  tocante  á  la 
suerte  de  Bobadilla. 

Sin  embargo,  á  fuerza  de  súplicas  y  de  protestas  llegó  á  conseguir 
el  alguacil  que  su  esposa,  con  la  mayor  reserva,  entrase  á  visitarlo. 
Desde  entonces  fué  Desideria  conocedora  del  secreto. 

IX.  '  I 

Pasemos  añora  á  conocer  á  un  nuevo  personaje. 

Serían  las  seis  y  media  de  la  tarde  del  28  de  Febrero   de  1775. 

Una  sombra  magestuosa  como  la  del  mar  comenzaba  á  difundirse 
por  los  ámbitos  del  templo  de  San  Francisco,  envolviendo  los  altares 
y  la  base  de  las  columnas  en  un  manto  donde  apenas  llegaba  el  tibio 
resplandor  que  penetraba  por  las  bóvedas. 

Parecía  que  el  silencio  vagaba  por  las  naves,  extinguiendo  los 
últimos  ecos  de  las  pisadas  de  los  fieles, 


LOS   INSURGENTES  151 


Era  religiosa  la  inmovilidad  de  las  lámparas.  Su  cadena  se  dila- 
taba por  la  altura  como  el  suspiro  de  una  alma  contrita,  y  el  santo, 
reclinado  en  los  cristales  de  su  nicho,  clavaba  una  mirada  triste  en 
la  lucesilla  agonizante  que  ardía  enfrente  de  sus  pies. 

Era  imposible  figurarse  que  en  aquella  soledad  sepulcral  se  atre- 
viera á  permanecer  un  ser  viviente,  y  sin  embargo,  en  la  penumbra 
de  un  arco  de  la  nave  y  en  el  fondo  de  un  confesonario  estaba  un 
hombre,  un  fraile  con  el  rostro  cubierto  por  la  capucha,  dejando  ver 
apenas  sus  labios  agitados  por  la  oración. 

Después  retumbaron  en  el  pavimento  lentas  pisadas,  y  una  mujer 
fué  á  postrarse  junto  al  confesonario,  donde  estaba  el  fraile. 

— Señor,  dijo  la  mujer  con  voz  más  alta,  después  de  haber 
hablado  algún  tiempo  con  el  sigilo  de  la  confesión  :  tengo  aquí  en  mi 
corazón  un  peso  que  lo  mortifica,  y  un  secreto  que  lo  hace  temblar 
de  espanto. 

— ¿Sí?...  ¿y  qué  3ecreto  es  ese?  preguntó  el  fraile  con  cierto  me- 
nosprecio. 

— Yo  sé,  padre  mío,  que  la  santa  Iglesia  y  Dios  nos  mandan 
sacrificar  lo  mas  querido  por  evitar  la  perdición  de  una  alma. — 
Pero  ignoro  si  en  lugar  de  una  obra  meritoria  he  cometido  una 
fealdad... 

— Adelante...  ¿qué  has  hecho? 

— Yo,  padre,  temo  á  Dios,  y  respeto  en  la  sagrada  inquisición 
su  brazo  levantado  siempre  contra  los  enemigos  de  la  fe  cristiana... 
Y  quiere  usted  decirme  padre  ¿no  es  un  crimen  callar  cuando  se  sabe 
que  callando  se  protejo  la  maldad  y  se  alienta  al  enemigo  de  la  re- 
ligión? 

—  ¡Oh!   ciertamente. 

— Pues  bien,  padre  mío,  yo  conozco  donde  se  oculta  la  maldad. 
y  conozco  á  los  enemigos  que  preparan  la  ruina  de  la  religión... 
-¿Sí?... 

— Sí  padre,  y  la  del  reino. 
—¿Y  quiénes  son?... 

—  ¡Oh!  no  los  conozco  á  todos  pero  sí  sus  nombres, — sé  donde 
se  juntan,  qué  piensan  y  lo  que  se  imaginan. 

El  fraile  tomó  cierta  postura  cómoda  para  escuchar  el  fin  de  un 
asunto  que  iba  excitando  su  interés.  La  penitente  continuó: 

— Sé  padre  mío,  que  existe  una  conspiración  lo  más  terrible,  lo 
más  abominable  que  pueden  inventar  los  espíritus  ciegos  á  la  luz  de 
la  verdad  eterna — ¡oh!...  y  lo  peor  es  que  han  arrastrado  á  mi  ma- 
rido, y  que  Dios  lo  castigará  en  su  esposa  y  sus  hijos  si  yo  no  evito 
que  siga  el  camino  de  la  condenación. — .¿Pero  no    estará  loco,  padre? 

— Explícate  más,  hija... 

— Le  h?n  hecho  creer  que  es  un  príncipe. 

— ¿Príncipe? 

— Sí,  padre. 

— ¿Quién  es  tu  esposo? 

— Francisco  Trinidad  Bobadilla. 

— ¿Francisco?... 

— Sí,  padre,  pero  se  ha  quitado  el  apellido — Le  dicen  Poncio... 
Francisco  Poncio. 


152  JUAN  A.   MATT08 


— ¿No  será  Pone©? 

— Sí,  padre,  creo  que  sí. 

— Ya  te  escucho,  hija. 

— Pues  bien,  señor...  yo  creo  que  tiene  vuelto  el  juicio,  pues  no 
habla  sino  de  sus  abuelos  que  eran  nobles,  y  de  no  so  que  Rosauras 
y  Genaros  y  Camapichos,  y  quién  sabe  cuantas  cosas  de  una  esmeralda. 

— Adelante,  exclamó  el  íraile  con  tal  acento  de  severidad,  que 
hizo  estremecer  á  Desideria. — Esta  procuró  abreviar  su  relato. 

— Diré,  señor,  en  una  palabra,  que  existe  una  conspiración,  que 
la  he  denunciado... 

—¿Sí?  ¿cuándo?...  ¿cómo1?...  ¿á  qué  hora?  volvió  á  exclamar  el 
fraile  saliendo  casi  de  su  asiento. — Pero  después  recobrando  su  sere- 
nidad, repitió  la  pregunta  con  voz  más  calmada. 

— Ahora  mismo,  respondió  la  mujer,  vengo  de  la  inquisición,  padre; 
le  deié  el  aviso  á  un  sacerdote,  que  fué  inmediatamente  á  dar  parte 
al  arzobispo... 

— ¿Y  sabes  donde  estarán  los  conjurados? 

—  Sí,  señor,  ahora  que  están  juntos  aprovechó  la  oportunidad... 

—¿Y  á  donde  están?  pregunto... 

•—En  la  casa  de  Villarroel,  aquí  adelante... 

— Bien  hija,  respondió  el  fraile,  poniéndose  en  pie  con  una  vi- 
sible agitación,  corre  al  instante  al  tribunal  del  Santo  oficie,  y  espé- 
rame allí  hasta  que  yo  vaya...  pero  aprisa...  vé,  porque  es  importante 
que  paremos  el  golpe.. 

Desideria  casi  arrastrada  por  aquella  voz  y  aquellos  ademanes 
salió  á  escape  del  templo,  y  tomó  la  dirección  de  Santo  Domingo. 

— ¡Corramos  á  salvarlos!  exclamó  el  padre,  saliendo  tras  de  De- 
sideria. 

X. 

Si  el  lector  gusta  dar  unos  cuantos  pasos,  lo  llevaremos  á  casa 
del  jesuita,  para  que  presencie  una  de  las  últimas  escenas  de  esta 
verídica  historia. 

Daban  las  siete  de  la  noche. — El  barrio  de  San  Francisco  estaba 
solitario;  en  la  casa  de  Villarroel,  reinaba  entre  los  conjurados  una 
notable  agitación. — Un  personaje,  el  mismo  que  hemos  visto  entrar 
con  el  llavero  al  calabozo  de  Francisco,  estaba  en  pie,  rodeado  por  las 
otras  personas  que  escuchaban  con  febril  ansiedad  cada  una  de  sus 
palabras. 

— Señor,  decía, — yo  estaba  en  la  puerta  con  el  padre  González 
de  Balcárcel,  y  esa  mujer  ha  llegado  á  revelarle  nuestros  secretos — yo 
procuré  disimular  mi  turbación,  quise  también  disuadir  á  ese  fanático, 
y  poner  en  duda  las  aserciones  de  esa  vieja;  pero  Balcárcel  no  escuchó 
sino  la  voz  de  su  terror,  y  se  apartó  de  mí,  corriendo  en  dirección 
de  la  casa  de  Ricardos  para  llevarle  la  denuncia. — Señores,  el  diablo 
se  ha  llevado  nuestra  esperanza  cuando  estaba  tan  próxima  de  reali- 
zarse.— No  queda  más  que  pensar  en  nuestra  salvación. — Hace  una 
hora  que  liemos  sido  vendidos,  y  los  esbirros  de  la  inquisición  y  del 
virrey  se  aproximan,  si  es  que  no  están  ya  apostados  por  nuestra 
puerta. 


L08    INSURGENTES  153 


Un  rugido  de  indignación  partió  del  seno  de  los  conjurados,  y 
varios  brazos  se  levantaron  blandiendo  la  hoja  de  relucientes  puñales. 

En  este  momento  se  abrió  de  golpe  una  de  las  puertas,  y  apa- 
reció un  hombre  pálido  y  agitado. — Era  Bravo. 

— Señores,  exclamó  poniéndose  en  medio  de  todos  y  volviéndose 
á  todos  sucesivamente,  estamos  vendidos. — Huyamos...  ó  dispongá- 
monos á  vender  cara  nuestra  vida. — Un  fraile  nos  ha  denunciado,  y 
ese  fraile  seguido  á  lo  lejos  por  un  piquete  de  provinciales,  procura 
en  este  instante  forzar  la  puerta  que  da  sobre  la  calle. 

— Señores,  dijo  Rocafuerte,  la  patria  necesita  de  todos  ustedes,  y 
es  preciso  conservar  para  ella  nuestra  vida.  No  ensayemos  la  resis- 
tencia sino  en  caso  de  que  sea  imposible  salvarnos. — Pero  todavía 
es  tiempo. — Debajo  de  la  escalera  hay  una  salida. — Marchemos. 

A  estas  palabras,  se  lanzaron  todos  por  una  puerta  estrecha  que 
daba  al  corredor,  cuando  un  estruendo  seguido  de  un  grito  de  satis- 
facción, dejóse  oir  por  el  fondo  del  patio. 

— Aquí  están  ya,  dijo  Felow  con  voz  serena,  y  amartillando  su 
pistola. 

Rocafuerte  amartilló  la  suya,  y  tomando  la  postura  resuelta  de 
un  combatiente,  gritó  :  señores,  viva  la  independencia! 

Este  grito  se  reprodujo  por  cien  voces,  como  los  ecos  de  un  canto 
de  guerra. 

— Silencio,  señores,  exclamó  una  voz  desconocida  que  dominó  el 
tumulto. 

Entonces  se  vio  aparecer  en  la  escalera  una  sombra. 

Felow  se  adelantó  hacia  ella,  y  disparó  su   pistola. 

El  arma  no  dio  fuego,  pero  á  la  irradiación  do  un  puñado  de 
chispas  que  despedió  la  piedra  de  la  llave,  se  vio  que  la  sombra  era 
un  fraile,  y  que  ese  fraile  sujetaba  el  brazo  de  Felow. 

Este,  con  la  otra  mano,  desprendió  de  su  cintura  otra  pistola. 

Sonó  un  tiro,  y  el  fraile  rodó  gimiendo  hasta  ios  últimos  pel- 
daños. 

Todo  quedó  en  silencio,  los  conjurados  esperaron  con  la  palpi- 
tación del  combate,  que  aparecieran  los  esbirros,  para  lanzarse  con 
pistola  en  mano  á  buscar  una  muerte  menos  oprobiosa  que  la  del 
cadalso. 

Pasaron  diez  minutos—nadie  aparecía. 

— Señores,  dijo  Bravo,  aprovechemos  el  momento;  acordaos  de  las 
palabras  de  Rocafuerte. 

— ¡Huyamos,  huyamos!  gritó  este  último. 

Todos  se  precipitaron  tras  él,  brincando  sobre  el  cuerpo  del  fraile 
que  aun  parecía  moverse,  y  desaparecieron  por  debajo  de  la  escalera, 
hundiéndose  en  la  oscuridad  como  en  un  abismo. 

XI 

A  este  tiempo,  la  puerta  de  la  calle  dio  paso  á  un  grupo  de  al- 
guaciles y  de  milicianos  que  inundaron  el  patio,  y  se  dispersaron  por 
todas  partes  haciendo  briHar  las  armas  y    las   linternas. 

Venía  capitaneado  por  Oliverio  Carbajal,  uno  de  los  policías  más 
Solitos  y  más  valientes  de  aquel  tiempo. 


154  JUAN  A.  MATEOS 


Carbajal  se  detuvo  ante  el  cadáver  del  fraile,  y  lanzó  una  excla- 
mación de  asombro. 

— ¡Dios  mío!  dijo  después,  el  padre  don...  ¿qué  hace  aquí?...  ¡un 
médico!...  pronto...  respira  todavía. 

¡Por  aquí!  ¡por  aquí!  gritaron  varias  voces  en  el  corredor,  donde 
los  alguaciles  pugnaban  por  abrir  una  puerta. 

Oliverio  se  lanzó  con  varios  soldados  en  dirección  de  aquellos 
gritos. 

— Aquí  hay  gente,  le  dijeron. 

En  efecto  por  las  rendías  de  la  puerta  se  veía  luz,  y  alguien 
atrancando  por  dentro  se  oponía  á  la  entrada  de  los  alguaciles. 

— ¡Vive  Cristo!  exclamó  Carbajal,  quitándose  el  capote,  no  es  la 
puerta  de  los  infiernos;  cargúense  todos. 

Dichas  estas  palabras,  la  puerta  dio  un  crujida,  sus  dos  hojas 
abriéronse  con  un  azote,  y  cinco  alguaciles  y  Oliverio  rodaron  por 
enmedio  de  la  pieza  dando  un  grito  de  cólera. 

Al  levantarse,  vieron  en  un  ángulo  del  cuarto,  y  á  la  luz  de 
nna  vela  puesta  en  el  suelo,  á  uu  hombre,  á  un  fantasma,  á  nn  ser 
que  parecía  la  sombra  de  Guautimoc,  en  pie,  inmóvil,  con  el  penacho 
del  guerrero,  y  blandiendo  en  su  brazo  la  macana  que  resonó  en  el 
casco  de  los  conquistadores.  Aquel  que  aparecía  con  la  pompa  de. 
Xicoténcatl,  era  Francisco  Bobadilla,  que  debía  ser  presentado  esa 
noche  en  las  logias  de  los  indios.  Era  Bobadilla,  qne  al  escuchar  la 
pistola  de  Felow,  había  buscado  un  lugar  de  salvación,  ocultándose 
en  aquella  pieza  defendida  por  sus  compañeros.  Era  Bobadilla,  que 
trémulo  de  espanto,  esperaba  allí  como  el  gamo  acorralado  por  los 
perros. 

— Prendan  á  ese  hombre,  dijo  Carbajal  señalándolo  con  la  punta 
de  su  espada. 

— ¡Atrás¡  gritó  Bobadilla,  y  dando  un  paso  hacia  adelante  oprimió 
su  macana,  y  lanzó  á  los  alguaciles  una  mirada  que  nunca  se  había 
visto  en  sus  ojos. 

Los  corchetes  retrocedieron. 

— ¿Como  es  eso?  exclamó  Carbajal,  ¿se  atreve  usted  á  resistir  á 
la  justicia?...   ¡á  ver  ese  garrote! 

Diciendo  esto,  se  acercó  á  Bobadilla  con  la  resolución  de  desar- 
marlo, pero  este  lo  contuvo,  y  dijo  con  un  acento  solemne. 

— ¡Atrás!  nadie  toque  al  hijo  de  Tlacahaepantzin.  ¡Miserables!  yo 
lacho  por  la  libertad  de  ustedes,  pero  si  ustedes  llevan  su  ingra- 
titud hasta  el  grado  de  querer  entregarme  al  Santo  Oficio,  juro  por 
Dios  vivo,  que  la  sangre  ilustre  que  corre  por  mis  venas  se  mezclará 
en  este  lugar  con  la  de  ustedes,  antes  de  consentir  que  se  me  toque 
un  solo  pelo.  Yo  mostraré  que  soy  digno  de  mi  pueblo  y  de  mis  an- 
tepasados... 

—  ¡Eh!  borracho,  replicó  Carbajal,  dése  por  preso  y  quítese  de 
disputas. — Vamos,  continuó;  poniendo  la  mano  sobre  Bobadilla,  á  ver 
ese  palo. 

— Téngalo...  dijo  Bobadilla  con  una  de  esas  palabras  enérgicas 
que  no  es  permitido  referir. 

Caai  al  mismo  tiempo  resonó  un  golpe  aeoo;  Carbajal  vaciló  como 


LOS   INSURGENTES  15; 


un  ebrio,  y  tropezando  con  los  pliegues  de  su  capa,  fué  á  caer  á  los 
pies  de  sus  alguaciles,  que  lanzaron  un  grito  de  rabia. 

Bobadilla  con  un  furor  extraño  á  su  carácter,  inspirado  tal  vez  por 
el  recuerdo  de  su  calabozo,  no  esperó  que  lo  acometiera  la  turba,  sino 
qué  levantando  de  nuevo  su  terrible  macana,  cerró  con  los  soldados 
de  la  fe,  sin  darles  el  tiempo  necesario  para  organizar  la  defensa. 

Fué  tal  su  acometida,  tan  redoblados,  tan  certeros  los  golpes  de 
su  brazo,  y  tal  la  sorpresa  de  los  alguaciles,  que  pudo  abrirse  paso, 
ganar  la  puerta  y  escapar  en  dirección  de  la  escalera. 

Aquí  llegaba,  cuaudo  sonó  por  sus  espaldas  la  detonación  de  un 
arcabuz...  Bobadilla  rodó  por  la  escalera  con  el  cráneo  hecho  trizas,  y 
fué  á  caer  sobre  las  lozas,  que  un  momento  antes  humedeciera  el  fraile 
con  su  capucha  ensangrentada. 

XII. 

Así  concluyó  la  existencia  del  alguacil  Francisco  Trinidad  Lupe 
Churrigay  y  Bobadilla. 

Se  ha  dicho  que  este  se  dejó  matar  por  miedo,  que  solo  acome- 
tió por  libertarse  de  lo  que  le  esperaba  en  los  calabozos  de  la  Inqui- 
sición... ¡Infames!  así  es  como  pretenden  defraudar  la  gloria  al  que 
probó  que  su  pensamiento  estaba  fijo  en  la  patria,  cuando  arrojaba  en 
la  faz  de  sus  perseguidores  estas  palabras:  «Yo  lucho  por  la  libertad... 
yo  mostraré  que  soy  digno  de  mi  pueblo  y  de  mis  antepasados.» 

Si  Bobadilla  es  un  hombre  demasiado  insignificante  á  la  altiva 
mirada  de  la  historia:  si  esta,  fija  siempre  en  el  solio  de  los  tiranos, 
escucha  apenas  el  grito  de  emancipación  que  un  hombre  del  pueblo 
lanza  á  la  posteridad  desde  las  puertas  de  la  tumba;  nosotros,  humil- 
des narradores  de  su  oscura  gloria,  parecidos  á  esos  dolientes  que  si- 
guen en  silencio  el  ataúd  de  un  pobre  amigo,  sin  más  pompa  que  sus 
lágrimas,  ni  más  luto  que  su  dolor  profundo,  seguiremos  solos  el  igno- 
rado nombre  de  ese  alguacil,  para  ceñirlo  con  la  corona  que  la  libertad 
teie  á  la  frente  de  sus  mártires. 

Xlli. 

Con  todo,  como  vamos  á  verlo,  Bobadilla  no  era  el  hombre  del 
destino. 

Una  hora  después  de  la  escena  que  acabamos  de  presenciar,  y 
en  tanto  que  Oliverio  ya  repuesto  del  golpe,  daba  sus  órdenes  para 
registrar  todas  las  casas  contiguas  con  la  de  Villaroel,  se  abrían  las 
puertas  del  convento  de  San  Francisco  para  dar  paso  á  una  camilla 
de  donde  salían  débiles  gemidos. 

— ¿Qué  es  esto?  diio  el  lego  que  abrió  las  puertas. 

— Es  Fray  Francisco...  repuso  un  embozado,  viene  gravemente 
herido, — ¿por  dónde  está  su  celda?... 

— ¿Pero  dónde?...  ¿cómo  ha  sido  eso?... 

— Después  veremos;  guíe  usted  sin  tardanza. 

Cuando  llegaban  por  los  corredores  del  primer  patio  del  convento, 
un  fraile  que  se  paseaba  meditando  por  aquel  sitio,  se  acercó  lleno  d© 


156  JUAN  A.   MATEOS 


alarma,  preguntando  á  todos  qué  traían  y  el  nombre  de  aquel  cayos 
gemidos  no  cesaban  de  oirse.  Cuando  oyó  pronunciar  el  del  padre 
Tízoc,  descubrió  la  camilla,  y  no  pudo  ahogar  un  grito  de  sentimiento: 

— Oh!  dijo,  voy  á  dar  parte...  y  corrió  desapareciendo  por  el  fondo 
del  claustro. 

Poco  después  el  padre  Tizoc  se  hallaba  desmayado  en  su  lecho, 
rodeado  por  toda  la  comunidad.  Todos  los  rostros  tenían  el  sello  de  la 
duda  y  de  la  pesadumbre.  Todos  clavaban  su  mirada  ya  en  el  padre, 
ya  en  la  frente  de  un  hombre  que  con  reloj  en  la  mano,  contaba  so- 
bre el  pulso  del  herido  los  callados  pasos  de  la  muerte. 

El  médico  pareció  meditar  un  instante;  después  se  retiró  con  uno 
de  los  frailes  hacia  el  fondo  del  aposento,  y  le  dijo  algunas  palabras 
en  voz  baja.  Después  se  despidió. 

Casi  todos  salieron  en  pos  de  él  para  escuchar  el  fallo  de  la  ciencia. 

Quedémonos  nosotros  junto  al  moribundo,  para  recojer  sus  últimas 
palabras. 

Acababa  de  abrir  los  ojos;  sus  labios  se  movían  articulando  tra- 
bajosamente un  nombre. 

El  único  fraile  que  había  quedado  en  la  estancia  se  acercó  al  he- 
rido, y  le  dijo  con  aflrjida  ternura: 

— Aquí  estoy,  Francisco... 

Este  tendió  una  mano  y  atrajo  por  las  sujas  al  fraile  hasta  to- 
carse las  mejillas. 

— Escúchame,  Rafael,  dijo  después  con  tal  debilidad  que  solo  el 
fraile  podía  oirlo.  Tú  has  sido  el  amigo  de  mi  infancia,  el  compañero 
de  mis  infortunios,  el  depositario  de  mis  secretos... 

— Sí,  hermano  mío... 

— Te  ruego  que  veles  por  mi  hijo...  todavía  es  muy  joven,  y 
puede  perderse...  no  quiero  tampoco...  no  quiero  quede  expuesto  á  los 
trabajos  que  nos  han  perseguido  á  nosotros...  Ahí,  en  el  cajón  de  mi 
mesa,  está  el  único  bien  que  puedo  dejarle...  es  la  escritura  de  la 
casa  en  que  vive,  el  retrato  de  mi  madre  Rosaura...  algunos  papeles, 
que  revelando  á  Blas  su  origen  y  su  alto  destino,  le  enseñen  á  sacri- 
ficarse por  el  bien  de  la  patria...  Dios  mío! 

— ¡Qué!  ¿te  sientes  malo"?...   ¡Francisco!... 

— No...  no...  me  pasa...  no  es  nada... 

El  padre  Tizoc  permaneció  algunos  instantes  respirando  con  la 
agitación  del  que  ha  dado  una  carrera;  luego  continuó: 

' — ¡Oh!  mi  pobre  Blas...  pobre  hijo  mío!...  dile  que  muero  ben- 
diciéndolo,  tú,  que  eres  un  santo,  bendícelo...  ¿qué  lloras?... 

— ¿Cómo  nol..  replicó  el  fraile  con  su  voz  varonil  destemplada 
por  el  llanto,  hablas  con  un  lenguaje...  no  parece  sino  que  te  despi- 
des... ¿Qué  tiene  que  ver  Blas,  ni  á  qué  viene  afligirse  cuando  se 
trata  de  una  herida  que  cerrará  mañana1?  ¡Bah!   estás  fresco!... 

—  ¡Dios  mío!  me  muero!  aire,...  aire,...  gritó  el  padre  Tizoc  sol- 
tando la  mano  de  Rafael,  rasgándose  el  cuello  de  la  camisa  y  dejando 
ver  en  su  garganta  unas  profundas  cicatrices,  por  Dios  santo...  ben- 
díceme. 

El  padre  Rafael  cayó  de  rodillas  junto  al  lecho,  y  escondió  la  ca- 
beza entre  las  ropas  de  Tizoc.  A  este  tiempo,  atraídos  por  los  gritos, 


rOS    INSURGENTES  15? 


entraron  en  confusión  todos  los  frailes  y  el  doctor,  que  aun  estaba  con 
ellos. 

Este  último  se  acercó  á  la  cabecera  del  enfermo;  los  frailes  se 
arrodillaron. 

El  padre  Tizoc  cesó  de  agitarse.  Entonces  comenzó  la  agonía. 

El  rostro  venerable  y  bermoso  del  berido  tomó  el  pálido  perfil  y 
la  inmovilidad  terrífica  de  la  bora  del  Señor.  Su  boca  entreabierta  de- 
jaba escapar  por  intervalos  un  rumor  sordo  que  iba  estinguiéndose 
gradualmente. 

También  la  flama  de  la  vela  que  reflejaba  sobre  sus  pupilas,  iba 
perdiendo  el  brillo  con  la  lentitud  de  un  astro  que  palidece. 

La  triste  oración  de  la  agonía  levantábase  del  grupo  de  los  frai- 
les arrodillados,  y  llegaba  al  lecho  de  Tizoc,  murmurando  como  el 
aire  frío  de  los  cementerios.  Ya  en  la  torre  sonaba  de  cuando  en 
cuando  la  campana,  repitiendo  las  boras  de  la  eternidad. 

Por  fin,   el  médico  dio  un  paso  hacia  atrás  é  inclinó  su  cabeza. 

El  padre  Tizoc  dio  un  suspiro,  sus  ojos  se  volvieron  al  cielo  como 
siguiendo  al  alma  que  partia,  y  su  cuerpo  se  alargó  tomando  de  una 
vea  la  postura  del  sueño  eterno... 

XIV. 

El  padre  Eafael  realizó  las  últimas  disposiciones  de  su  compa- 
ñero. Mandó  á  Blas  un  paquete  con  los  papeles  de  Tizoc,  y  una 
carta  donde  arrojaba  el  nombre  de  Bal  cárcel  á  la  execración  del  joven, 
pintando  al  denunciante  de  la  conjuración  como  la  sola  causa  de  todos 
los  desastres. 

La  dicha  carta  refería  también  las  últimas  palabras  del  mori- 
bundo, y  después  de  otras  cosas  concluía  con  este  párrafo: 

«El  día  que  llegaban  las  cartas  del  señor  Genaro,  tu  padre  es- 
taba muy  lejos  del  hogar. — Petra  partió. — Súpose  que  la  casa  aban- 
«donada  era  la  del  célebre  rebelde  Genaro  Vilches,  y  la  mano  de  los 
«alguaciles  forzó  las  puertas,  y  entregó  á  la  confiscación  hasta  los  úl- 
«timos  trebejos.  —  Aquella  esmeralda  cayó  en  poder  del  fisco;  pero  las 
«cartas  del  señor  Genaro  fueron  llevadas  á  la  Inquisición,  y  desde  en- 
«tónces,  hasta  el  día,  buscaron  con  feroz  empeño  á  ese  joven  Fran- 
«cisco,  tu  padre,  cuyo  origen,  cuyo  poder,  no  permitía  poner  en  dnda 
«que  sería  un  enemigo  terrible  de  la  dominación  española — Aquella 
«esmeralda,  por  una  sucesión  de  acontecimientos  que  sería  largo  re- 
«ferirte,  llegó  al  poder  del  maestro  Boeafuerte,  que  hoy,  víctima  de 
«un  engaño,  mezcla  sus  lágrimas  con  las  que  vierto  sobre  los  restos 
«de  tu  padre. —  Hijo  mío,  recibe  esa  esmeralda  como  el  grito  que 
«desde  Xicotencal  viene  repitiendo,  sobre  las  tumbas  de  tus  abuelos 
«un  eco  de  venganza. — Allá  en  un  tiempo  inmemorial,  un  sacerdote 
«azteca,  rompiendo  el  collar  de  un  muerto  ilustre,  repartió  á  tres  gue- 
«rreros  tres  piedras,  que  son  la  prenda  de  un  juramento.  -El  sacer- 
«dote  dijo  estas  palabras  proféticas:  Esas  esmeraldas  las  iréis  legando 
«rf  vuestros  hijos;  y  cuándo  todos  hayan  desaparecido,  el  último  de  las 
«generaciones  míe  llegue  á  reunir  las  tres  piedras  preciosas,  asistirá   á 


158  iTCAN  A.   MATEOS 


<la  última  batalla,  y  morirá  en  la  noche  que  preceda  á  ese  eran  día  de. 
«la  independencia  de  México.  Si  no  tenéis  sucesión,  el  último  ue  vosoiios 
«que  quede  en  la  lucha,  verá  á  la  patria  independiente.'* 

XV. 

Cuéntase  que  Desíderia  murió  de  mala  muerte.  Si  el  caballo  que 
la  atrapelló  fué  precisamente  el  del  tío  Blas,  no  lo  sabemos  con  cer- 
teza; pero  no  sería  la  última  vez:  el  Señor  habla  á  los  mortales  en 
este  idioma  terrible  de  su  alta  justicia. 

Luego  que  Jacinto  acabó  de  leer  el  manuscrito,  plegó  el  ceño  y 
concentró  sus  pensamientos,  recorriendo  los  eslabones  todos  de  aquella 
historia,  en  la  sucesión  trágica  de  los  personajes  de  su  familia. 

El  mancebo  comprendió  su  misión;  pero  se  propuso  contrariarla, 
llevado  de  sus  instintos  depravados:  pensó  que  el  destino  encomen- 
daba á  sus  armas  hasta  la  suerte  de  la  patria:  en  su  sed  de  venganza 
se  creía  dichoso  en  poder  sacrificar  al  menos  una  generación. 

—  Esta  esmeralda,  decía  el  miserable,  no  podrán  arrancármela,  y 
la  predicción  no  podrá  realizarse;  la  revolución  está  en  mis  manos; 
yo  puedo  sentenciar  á  mis  enemigos,  ellos  no  verán  el  triunfo  de  sus 
ideas. 

Mientras  no  se  reúnan  en  un  solo  individuo  estas  piedras,  todo 
será  sangre  y  horrores;  estoy  en  una  atmósfera  de  muerte  y  de  ester- 
miuio;  yo  llevaré  á  la  tumba  el  misterio  de  esta  inesperada  revelación... 
¡estoy  vengado! 

Abrió  el  escapulario,  contempló  algunos  minutos  la  esmeralda  como 
el  talismán  de  la  grande  obra,  y  lo  volvió  á  guardar  como  ua  amuleto 

Después  acercó  al  fuego  los  papeles,  y  fijó  su  tenaz  mirada  en  la 
siniestra  llama  hasta  verlos  convertirse  en  cenizas,  que  arrebató  des- 
pués el  aire  de  la  noche. 

Sucediéronse  las  tinieblas,  mas  densas  después  del  resplandor  del 
fuego,  y  aquel  personaje  quedó  envuelto  en  la  sombra,  como  el  ser 
humano  en  las  nieblas  profundas  de  su  destino. 

CAPITULO  VIL 

De  cómo  el  cura  Morelos  dio  un  segundo  garrotazo 

al  comandante  Garrote. 

I. 

La  hacienda  de  Chichuhualco  estaba  de  fiesta:  los  señores  de  la 
finca  recibían  al  generalísimo  de  la  Independencia  don  José  María  Mo- 
relos,  que  se  había  adelantado  lleno  de  inquietud,  sabiendo  que  los 
realistas  de  Chilpancingo  estaban  próximos  á  dar  un  golpe  á  la  fuerza 
enviada  en  busca  de  recursos  á  la  casa  de  los  Bravos. 

Morelos  llegó  á  los  dos  días  de  la  victoria,  y  se  hicieron  grandes, 
demostraciones  al  recibir  á  tan  ilustre  huésped. 

Todo  respiraba  alegría  y  entusiasmo;  los  trabajadores  se  habían 
adelantado  un  cuarto  de  legua  con  banderas  y  músicas,  y  la  finca 
estaba  adornada  al  uso  de  aquellos  tiempos. 


tOS   INSURGENTES  159 

-     r- !  ~ ""        '^* 

•wíileana  y  Piedra-Santa,  los  oficiales  más  queridos  del  caudillo,  le 
estrecñaron  con  efusión,  y  los  Bravos  fueron  saludados  por  el  general 
con  aquella  admiración  con  que  Morelos  distinguía  á  los  valientes. 

— Señores,  decía  el  cura,  es  necesario  aprovecharnos  de  la  vic- 
toria; esta  misma  noche  estaró  sobre  Cliilpanciugo. 

Un  aplauso  unánime  y  un  grito  de  entusiasmo  respondió  á  las 
palabras  del  caudillo. 

— Nunca  be  dudado  del  porvenir,  continuó  Morelos;  pero  al  estar 
en  presencia  de  tan  buenos  patriotas,  se  aviva  mi  fe  por  el  completo 
triunfo  de  nuestras  armas:   ¡Dios  está  con  nosotros! 

— Con  tan  bravo  general,  dijo  don  Leonardo,  iremos  como  Hidalgo, 
hasta  la  capital  del  reino. 

— Muy  bien,  contestó  Morelos,  tendiendo  su  mano  á  Bravo,  que 
éste  estrechó  con  efusión. 

— Pasaremos  revista  á  nuestros  soldados. 

— Sí  dijo  Morelos,  eso  es  lo  que  importa,  en  cuanto  á  los  ene- 
migos, nunca  he  cuidado  de  saber  su  número. 

Cuando  un  caudillo  muestra  un  desprecio  tan  grande  hacia  las 
huestes  á  quienes  va  á  combatir,  los  soldados  cobran  aliento  y  se 
sienten  desde  luego  superiores  á  su  adversario. 

Galeana  salió  inmediatamente,  y  á  los  pocos  minutos  la  tropa 
estaba  formada. 

Los  dependientes  de  la  hacienda  perfectamente  montados,  espe- 
raban órdenes  para  tomar  la  vanguardia. 

El  cura  salió  rodeado  de  sus  oficiales,  y  recorrió  las  filas  de  sus 
soldados,  que  no  cesaban  de  victorearle. 

— Bien,  bien,  ya  veremos;  mañana  al  amanecer  ya  habremos  dis- 
parado nuestras  armas,  y  Chilpancingo  será  nuestro:  señores  oficiales, 
mañana  daréis  rancho  en  la  ciudad. 

Organizáronse  los  batallones,  y  comenzó  el  desfile  en  el  mayor 
orden:  Galeana  mandaba  la  vanguardia,  que  al  trote  se  echó  sobre 
el  camino,  por  si  el  enemigo  preparaba  alguna  emboscada. 

Morolos  se  detuvo  en  la  hacienda  con  su  estado  mayor. 

Luego  que  vio  alejarse  á  sus  soldados,  llamó  á  los  cuatro  her- 
manos Bravo  para  ponerlos  al  tanto  de  la  revolución. 

— Señores,  les  dijo,  estamos  en  un  gran  conflicto,  una  desgracia 
espantosa,  increíble,  acaba  de  tener  lugar  en  Chihuahua. 

Los  hermanos  palidecieron. 

— El  Señor  cura  Hidalgo,  Allende,  Jiménez  y  todos  nuestros  más 
queridos  compañeros  han  sido  fusilados. 

Aquellas  almas  nobles  y  generosas  no  pudieron  contener  su  llanto 
al  escuchar  tan  terrible  nueva. 

Morelos  estaba  sereno  como  la  justicia  de  Dios. 

— Señores,  las  sombras  de  los  mártires  están  delante  de  la  revo- 
lución, estas  escenas  de  sangre,  serán  el  espetáculo  favorito,  el  per- 
petuo horizonte  sobre  el  mar  inquieto  que  atravesamos...  el  destino 
ha  puesto  á  su  vez  en  nuestras  manos  el  rayo,  y  lo  lanzaremos  sobre 
la  frente  de  nuestros  enemigos  con  la  calma  de  nuestra  conciencia. 

Dice  un  historiador,  que  el  aspecto  de  Morelos,  determinaba  su 
carácter:  un  rostro  torbo  y  ceñudo;  inalterable  en  todas  circunstancias, 


1G0  JUAN  A.  MATEO! 


era  la  expresión  de  aquella  crueldad  calculada,  con  que  friVient** 
volvió  sangre  por  sangre,  y  pagó  á  sus  enemigos  centuplicados  h-a 
males  que  de  ellos  recibió. 

Aquella  frente  no  se  inclinó  ni  ante  el  patíbulo. 

— Señor,  dijo  don  Leonardo  Bravo,  es  necesario  levantar  la  revo- 
\ución  que  agoniza,  el  prestigio  de  usted  es  solamente  capaz  de  esta 
grande  obra,  todo  ese  torrente  vendrá  á  buscar  un  sitio  donde  preci- 
pitarse; nosotros  recibiremos  los  restos  de  un  ejército  que  debe  estar 
desmoralizado  con  la  pérdida  de  sus  caudillos...  nunca  como  ahora 
corre  un  gran  peligro  la  causa  que  defendemos..  ¡Hidalgo  nos  ha  en- 
señado á  morir! 

— ¡Muramos!  exclamaron  á  un  tiempo  aquellos  cinco  personajes, 
y  todos  llevaron  la  mano  á  la  empuñadura  de  sus  aceros. 

— Señores,  dijo  Morelos,  estas  montañas  serán  el  asilo  de  la  li- 
bertad, aquí  combatiremos  sin  tregua  hasta  morir,  legando  una  his- 
toria de  heroicidad  á  nuestros  hijos. 

— Sí  exclamó  el  joven  don  Nicolás,  nosotros  pondremos  los  ci- 
mientos del  edificio,  hagamos  comprender  á  México  que  somos  her- 
manos de  los  hombres  del  Monte  de  las  Cruces  y  Granaditas. 

— Sea,  dijo  Morelos,  y  en  marcha,  mañana  tomaré  cuarteles  en 
Chilpancingo. 

Oyóse  á  pocos  momentos  el  ruido  de  las  espadas  y  el  relincho 
de  los  caballos  que  impacientes  esperaban  el  momento  de  la  par- 
tida; las  mujeres  y  los  niños  de  la  Hacienda  de  Chichihualco,  lloraban 
al  ver  alejarse  á  sus  amos,  mientras  la  familia  de  los  Bravos  salía 
acompañada  del  coronel  Piedra-Santa  á  tomar  asilo  en  la  cueva  de 
Michqpa. 

II. 

El  24  de  Mayo  al  amanecer,  Galeana  penetró  en  la  vanguardia 
del  ejército  de  Chilpancingo,  que  como  saben  nuestros  lectores,  estaba 
abandonado  por  la  fuga  del  desgraciado  comandante  Garrote. 

La  población  en  masa  salió  á  recibir  á  Morelos,  y  aquella  ciudad, 
cuna  de  los  Bravos,  recibió  en  medio  del  más  puro  regocijo,  el  primer 
rayo  de  ese  sol  que  había  estado  durante  tres  siglos  sepultado  en  las 
nieblas  de  la  conquista. 

— Señores,  dijo  Morelos,  marchemos  sobre  Tixtla,  vamos  en  pos 
del  enemigo,  que  es  necesario  encontrarle. 

Dos  horas  de  descanso  á  la  tropa,  y  continuó  su  marcha  con  el 
inmortal  Galeana  siempre  á  la  cabeza,  como  el  primer  soldado  de  los 
combates. 

La  nobilísima  ciudad  de  Tixtesla,  entonces  uno  de  los  pueblos  más 
competent  de  aquellas  comarcas,  dio  asilo  á  los  realistas,  que  se  pu- 
sieron en  tren  de  batalla,  tomando  las  alturas  del  Calvario,  que  es  un 
cerro  que  domina  la  población,  y  praticando  operaciones  de  defensa 
en  el  perímetro  de  la  ciudad.  . 

El  comandante  Garrote  cedió  el  mando  de  sus  dispersos,  y  se 
convirtió  en  espectador,  porque  en  la  derrota  había  perdido  hasta  los 
bigotes. 


Los  perros  de  los  pastores,  atraídos  por  el  olor  de  la 
sangre,  acudieron  al  funesto  lugar,  se  acercaron  al  co- 
mandante y  comenzaron  á  roerle  los  pies  ... 

Cap.  6°.-líI. 
¡  Viva  la  América! 


IOS   INSURGENTES  161 


— Señor  cura  Mayol,  decía  Garrote  hablando  con  un  clérigo  quo 
era  la  crema  de  los  realistas,  aquí  no  se  tiene  idea  de  lo  que  son 
jlos  insurgentes,  no  he  visto  canalla  más  endiablada;  figúrese  usted 
que  tienen  pacto  con  el  diablo,  que  hoy  están  aquí,  mañana  acullá, 
después  en  la  punta  de  un  cerro,  mas  tarde  en  el  valle,  luego  en  la 
montaña;  vamos,  que  no  se  puede  tener  un  momento  de  reposo  con 
ellos...  yo  estoy  temblando,  positivamente  nervioso;  como  quo  debido 
á  mi  caballo  y  a  mi  valor  personal  pude  escaparme  de  sus  garras.... 
si  he  caído  en  sus  uñas  no  me  queda  en  su  lugar  ni  la  lengua. 

— Señor  comandante,  usted  ha  perdido  la  moral,  yo  la  conservo 
intacta,  porque  tengo  armas  invencibles. 

— Podía  usted  proporcionarme  alguna,  porque  temo  mucho  que 
ésa  gente  se  descuelgue  por  estos  terrenos  cuando  menos  se  piense. 

— Usted  no  se  burle,  señor  mío;  mis  armas  son  las  de  la  iglesia, 
si  me  revisto  soy  invulnerable,  el  demonio  no  se  atreverá  contra  los 
ministros  de  la  iglesia. 

— Señor  cura  Mayol,  no  se  descuide  su  merced,  porque  de  cura 
a  cura... 

— ¡Ea!  calle  usted  hombre  de  Dios. 

Un  tercer  personaje  tomó  parte  en  el  diálogo*  era  Pepe  Gago,  el 
español  aquel  que  había  engañado  á  Morelos  ofreciéndole  entregar  el 
castillo  de  Acapulco,  en  esa  noche  en  que  víctimas  de  su  traición, 
murieron  tantos  insurgentes. 

- — ¿Se  trata  de  Morelos?  preguntó  Gago. 

— Sí  señor,  contestó  Garrote,  esa  es  la  conversación  del  día. 

— Esc  hereje  me  tiene  sin  cuidado,  seguro  estoy  de  que  no  se 
atreverá,  que  digo  á  atacar,  ni  aun  acercarse  á  la  plaza. 

— Eso  digo  yo,  respondió  Garrote,  aquí  la  pasará  mal,  estamos 
fortificados  hasta  los  dientes,  y  ¡ay!  de  los  que  osen  combatir  con 
nuestros  valientes. 

— Señor  de  Garrote,  dijo  el  cura,  no  era  esa  precisamente  la  opi- 
nión de  usted. 

— No  era,  pero  ya  lo  es;  este  señor  Gago  me  ha  dado  valor,  y 
estoy  dispuesto  á  derramar  hasta  la  última  gota  de  mi  sangre  en  de- 
fensa de... 

No  pudo  continuar,  porque  el  toque  de  generala  dado  en  la  plaza, 
lo  dejó  petrificado. 

— ¡Los  insurgentes!  exclamó  el  cura. 

—  ¡Los  insurgentes!  repitió  el  español,  poniéndose  pálido  como  la 
muerte. 

Alarmóse  el  pueblo,  y  el  jefe  de  la  guarnición  comenzó  á  dar  sus 
disposiciones. 

El  cura  Mayol  arengaba  á  los  soldados,  creyéndose  fuerte  bajo  su 
inviolabilidad  de  sacerdote,  y  predicaba  la  matanza  ofreciendo  la  vida 
eterna,  el  cielo  y  otra  porción  de  cosas,  al  que  muriese  en  defensa 
de  S.  M.  el  rey  de  España. 

El  comandante  Garrote  llegó  á  su  alojamiento  más  muerto 
que  vivo. 

— Esposo  mío,  dijo  la  jamona   que    vimos    cargar    con    los    ha- 


ll —  Los  Insurgentes. 


162  JUAN  A.   MATEO! 


beres  del  regimiento  en  Chilpancingo,  vienes  más  descolorido  que  nn 
difunto. 

— Friolera  ei  hay  motivo,  los  insurgentes  nos  vienen  pisando 
la  cola. 

— Ya  me  lo  figuraba. 

— Esto  es  horroroso,  estupendo,  no  recobro  mi  ánimo  del  primer 
susto,  y  ya  estas  chusmas  de  Satanás  están  frente  á  mis  narices. 

— Lo  que  siento,  exclamó  la  novia  ó  esposa  de  Garrote,  es  que  y» 
no  hay  cajas  que  salvar. 

— Pero  hay  pescuezos,  y  es  necesario  ponerlos  en  salvo. 

— ¿Y  cómo  salir  de  la  plaza? 

— Mire  usted,  señora,  finjamos  que  yo  le  mande  á  usted  salir 
para  quedarme  libre  y  poder  hacer  todo  aquello  de  estampilla,  como 
derramar  mi  sangre,  exhalar  el  último  aliento  al  pie  de  la  bandera,  y 
otras  cosas  por  ese  estilo. 

—¿Y  bien? 

— Saldrá  usted  eon  los  caballos,  y  á  los  pocos  minutos  ya  estaré 
á  su  lado,  salir  con  honor  es  lo  que  interesa. 

—  }Pnes  salgamos  con  honor!  dijo  trájicaiaente  la  jamona,  y  en 
un  momeato  trepó  á  caballo  y  salió  rumbo  á  Chilapa. 

El  comandante  la  vio  alejar  con  un  dolor  infinito,  tanto  que  tuvo 
su  arranque  poético:  ¡Adiós!  exclamó  dejando  correr  una  lágrima  por 
su  áspera  mejilla,  adiós  hermoso  animal  (hablaba  á  su  caballo)  quién 
pudiera  acompañarte. . .  dentro  de  cinco  minutos  debemos  encontrarnos, 
y  sin  embargo  me  parece  que  te  voy  á  perder  para  siempre...  cuántas 
veces  te  he  zurrado  la  pavana  (no  hablaba  con  la  jamona)  y  ahora 
me  arrepiento...  adiós  noble  bruto,  adiós. 

El  infeliz  comandante  pidió  mandar  el  punto  aquel,  próximo  á  la 
via  opuesta  á  la  que  traían  los  insurgentes,  para  escaparse  en  la  pri- 
mera oportunidad. 

El  jefe  le  concedió  esa  gracia,  porque  sabía  que  Morolos  pondría 
nn  cerco  de  circunvalación  á  la  plaza. 

Garrote  estiraba  un  pescuezo  de  buitre  y  parecía  husmear  como 
los  salvajes  á  una  gran  distancia,  sus  ojos  diminutos  estaban  con  mas 
fijeza  sobre  el  rumbo  que  debía  traer  Morolos,  que  el  telescopio  de 
un  astrónomo  sobre  una  estrella. 

Cada  remolino  que  se  levantaba  le  hacía  palpitar  el  corazón  como 
si  quisiese  escapársele  del  pecho. 

Al  fin  se  dejó  ver  la  primera  guerrilla. 

Un  cañonazo  anunció  que  los  insurgentes  estaban  á  la  vista. 

Morolos  dividió  su  fuerza  en  varias  columnas,  que  encomendó  á 
los  Bravos  y  G  alcana,  á  quien  llamaba  su  brazo  derecho. 

Morelos  era  impetuoso  y  terrible;  hizo  un  ligero  reconocimiento, 
y  atacó  decidido  los  puntos  fortificados. 

Ocho  cañones  que  tenían  los  defensores  de  la  plaza,  descargaron 
á  metralla  sobre  los  insurgentes,  que  retrocedieron. 

Galeana  y  los  Bravos  se  rehicieron  íuomentáneamente,  y  volvieron 
á  la  carga  con  un  vigor  extraordinario...  la  línea  estaba  rota,  los  puntos 
más  importantes  cedieron  al  valor  temerario  de  los  insurgentes,  que 
clavaron  su  bandera  en  los  parapetos. 


103   INSURGENTES  163 

Introdújose  el  desorden  en  la  plaza,  y  los  machetes  surianos  co- 
menzaron á  esgrimirse  oomo  el  rayo  sobre  los  realistas,  que  se  refu- 
giaron en  el  Calvario,  concentrando  toda  su  fuerza. 

La  ciudad  estaba  tornada. 

Los  insurgentes  ya  no  esperaron  mas  órdenes,  y  comenzaron  á 
ascender  el  cerro,  batiéndose  á  la  arma  blanca  con  un  denuedo  ad- 
mirable. 

Los  jefes  realistas  huyeron  en  completa  desmoralización,  y  los 
soldados  se  entregaron  prisioneros  á  las  armas  independientes. 

Grandes  eran  la  gritería,  la  confusión  y  el  desorden,  fué  necesario 
que  los  cabecillas  comenzasen  á  contener  á  los  soldados,  que  dividían 
con  sus  machetes  las  cabezas  de  los  dispersos,  y  se  entregaban  á  esos 
excesos  de  venganza  y  de  6angre  que  aun  vemos  hoy  en  los  ejércitos 
más  civilizados. 

Morelos  entró  vencedor  en  la  ciudad,  felicitó  públicamente  á  sus 
soldados  y  abrazó  cordialmente  á  sus  compañeros,  que  llenos  de  satis- 
facción, recojían  los  laureles  de  la  victoria. 

El  cura  Mayol,  cerró  las  puertas  de  la  iglesia  donde  se  habían 
refugiado  los  vencidos,  y  tomó  en  sus  manos  la  custodia. 

Las  chusmas  respetaron  al  cura,  á  quien  Morelos  mandó  retirar, 
y  ee  apoderó  de  los  soldados,  constituyéndolos  prisioneros. 

Los  ocho  cañones  que  guarnecían  la  plaza,  doscientos  fusiles  y 
más  de  seiscientos  realistas,  quedaron  en  poder  de  los  insurgentes, 
como  despojos  de  la  victoria. 

III. 

Tres  ginetes  corrían  á  todo  escape  por  el  camino  de  Chilapa, 
ciudad  que  está  á  cuatro  leguas  de  Tixtla. 

— Corramos,  señor  Gago,  corramos,  que  si  nos  alcanzan  nos  cuesta 
la  pelleja. 

— Y  eso  que  usted,  señor  comandante,  no  tiene  cuentas  atrasadas 
como  nosotros. 

— Calle  usted,  drjo  tm  personaje,  que  no  conocen  aún  nuestros 
lectores. 

— El  comandante  es  hombre  de  secreto. 

—No  importa. 

— Ustedes  pueden  hacer  lo  que  gusten;  pero  contengamos  el  paso, 
que  ya  voy  sofocado. 

— Ya  estamos  á  una  distancia  respetable,  y  dentro  de  breve  esta- 
remos en  salvo. 

— Decía,  continuó  Gago,  que  el  señor  es  don  Toribio  Navarro... 

— Por  muchos  años. 

— Servidor,  dijo  Navarro. 

— Es  el  caso  que  nuestro  amigo  recibió  de  Morelos  una  cantidad 
en  plata  sonante  para  levantar  fuerzas,  y  cate  usted  que  se  volvió 
con  los  realistas. 

— Naturalm  ente . 

— Pues  vea  usted  lo  que  son  las  cosas,  le  dijo  Garrote,  esa  na 
turalidad  le  puede  á  usted  costar  muy  caro. 

— El  sistema  de  las  retiradas  me  salva 


164  JUAN  A.   MATEOS 


— Que  es  el  mío,  caballero,  lo  que  me  contraría  es  que  me  voy 
retirando  en  sentido  inverso. 

— Yo  también  deseaba  estar  cerca  de  Veracruz,  para  decirle  adiós 
la  colonia,  dijo  Gago. 

—  Sí,  contestó  Garrote,  aquí  el  pesquezo  huele  á  cáñamo. 

— Eso  tiene  6us  bemoles,  amigo  mío. 

— No  importa,  lo  ahorcarán  á  usted  con  música. 

— Sería  una  chanza  pesada. 

— Entre  paréntesis,  ¿qué  le  decimos  al  coronel  Fuentes,  que  está 
de  guarnición  en  Chilapa? 

— Que  nos  hemos  batido  los  últimos,  y  que  á  los  demás  se  lus 
llevó  el  demonio. 

— Perfectamente. 

— Este  es  mi  sistema,  dijo  Garrote,  haí  están  todos  los  partes  do 
mis  campañas. 

— Ya  nos  lo  figuramos,  señor  de  Garrote. 

— Con  la  amistad  de  Gago  y  el  sen  or  Navarro,  voy  á  perfeccionar 
mi  carrera  militar. 

— No  somos  malos  preceptores. 

— Y  á  propósito  de  la  derrota,  ¿dónde  á  dejado  usted  á  la  señora, 
comandante1? 

— La  despaché  á  buscar  alojamiento  á  Chilapa. 

— Es  usted  un  hombre  muy  precavido. 

— Enteramente;  pero  ya  estamos  en  las  puertas  de  la  ciudad 
hospitalaria,  y  es  necesario  tomar  la  entonación  de  los  héroes,  en- 
tremos á  escape. 

— No  está  mal  pensado,  dijo  el  español;  y  los  tres  arrimaron  aci- 
cates, y  penetraron  en  la  plaza,  provocando  gran  ruido  y  alarma  en 
la  ciudad 


CAPITULO  VIII. 

Be  cómo  el  cura  Morelos  hizo  una  de  Don  Pedro  el  Cruel. 

I. 

El  caudillo  del  Sur  hizo  fortificar  la  ciudad  tomada,  y  .a  guar- 
nición quedó  al  mando  de  los  valientes  Nicolás  Bravo  y  Hermenegildo 
Galeana. 

Morelos  regresó  á  Chilpancingo  con  su  fuerza,  dispuesto  á  seguir 
su  plan  de  operaciones,  que  hasta  entonces  le  había  dado  resultados 
tan  brillantes. 

Los  realistas  abandonaron  el  sitio  del  Veladero,  y  se  situaron 
en  Chilapa,  esperando  por  momentos  ser  atacados  por  los  insur- 
gentes. 

En  una  de  las  casas  céntricas  de  la  población  se  habían  alojado 
el  español  Gago,  el  comandante  Garrote  y  Toribio  Navarro,  que  ya 
conocen  nuestros  lectores. 

El  coronel  Fuentes  era  el  jefe  de  la  plaza 


LOS   INSURGENTES  165 


— Caballeros,  decía  Garrote,  estamos  en  Jauja:  aquí  se  bebe,  se 
juega  y  se  baila;  no  podemos  negar  que  este  es  el  campamento  más 
alegre  de  Su  Magestad  el  Eey,  que  Dios  guarde. 

— A  propósito  de  albures,  dijo  el  español  Gago,  desearíamos  que 
la  señora  de  usted,  señor  comandante,  nos  pusiera  el  monte. 

— No  hay  inconveniente,  se  apresuró  á  responder  la  iamona,  tengo 
una  cantidad  pequeña,  es  decir,  los  ahorros  de  mi  esposo,  que  es  el 
hombre  más  económico  en  todas  materias,  hasta  en  cosas  que  no  debía 
ser  tan  estricto. 

— Mujer,  tú  quieres  que  yo  me  despilfarre. 

— No  lo  digo  por  tanto. 

— Vamos  al  negocio,  dijo  Navarro  mediando  en  la  cuestión;  ponga 
usted  la  banca,  que  tenemos  gana  de  darle  un  asalto. 

— ¡Al  asalto!  gritó  Garrote,  y  en  dos  por  tres  se  armó  una  de 
albures,  más  empeñada  que  el  combate  de  Trafalgar. 

La  Garrote  era  indiablada:  la  baraja  relampagueaba  en  sus  manos, 
y  los  más  peritos  no  podían  atraparle  un  descuido,  así  es  que  se  de- 
mmbaron  por  completo. 

— Déme  usted  caja,  dijo  el  español. 

— Señor  de  Gago,  respondió  la  cotorra,  eso  no  puede  ser. 

— Diga  usted  el  motivo. 

— No  tengo  garantía. 

— Mi  palabra  de  honor. 

— Yo  la  respeto;  pero  si  mañana  lo  cuelgan  á  usted  los  insur- 
gentes, no  vendrá  su  honor  de  usted  á  pagar  la  deuda. 

— A  palos  muera  el  pronóstico. 

— Vamos,  señora,  dijo  el  comandante,  preste  usted  cien  pesos,  yo 
respondo. 

— ¡Valiente  majadero! 

— ¡Con  dos  mil  demonios,  no  quiero  impacientarme! 

— Pues  no  se  impaciente  usted. 

— Donde  se  me  atufen  los  bigotes... 

— Donde  se  me  suba  la  sangre  á  la  cabeza,  contestó  la    costilla, 

— No  hay  que  abusar  de  mi  paciencia. 

— No  hay  que  abusar  de  la  mía,  por... 

— ¡Vieja  de  Barrabás,  eres  una  canalla  insufrible! 

— ¡Y  tú  un  mentecato! 

— Yo  soy  un  soldado  del  rey. 

— Sí,  que  corre  como  un  caballo  del  rey. 

Este  insulto  era  demasiado:  el  comandante  tomó  el  candelero,  y 
con  bujía  y  todo  lo  arrojó  al  rostro  de  su  consorte. 

La  Garrote  recogió  el  dinero  de  la  banca  con  una  rapidez  admi- 
rable, y  empuñando  las  espabiladeras,  terribles  como  el  puñal  de 
Bruto,  se  lanzó  sobre  el  comandante,  hasta  lograr  derribarlo. 

Gago  y  Navarro  le  arrancaron  á  su  víctima,  que  se  ahogaba  en 
el  corbatín  de  aros  de  fierro. 

Encendióse  la  luz,  restablecióse  la  calma,  y  los  dos  contendientes 
se  veían  con  la  mirada  del  tigre. 

— Señores,  estoy  de  malas,  las  derrotas  llueven  sobre  mí  en  un 
perpetuo  aguacero;  por  no  dejar,  hasta  en  el  mismo  seno  de  la  fa- 
milia se  me  estropea  como  á  un  lacayo. 


166  *VAX  A.  MATEOS 

— Estas  son  las  tormentas  conyugales,  después  vuelve  con  más 
fuerza  el  cariño. 

— ¡Cuerpo  de  Barrabás!  no  creo  que  venga  con  tanta  furia  «orno 
la  que  tiene  esa  mujer. 

— Que  no  la  einpren damos  de  nuevo,  porque... 

— Calma,  señores,  calma. 

La  jamona  bufaba  como  una  pantera,  la  cólera  de  las  viejas  es 
terrible. 

Aquí  llegaban  de  la  contienda,  cuando  se  oyeron  dar  golpes  apre- 
surados á  la  puerta. 

— La  autoridad  va  á  intervenir  en  el  lance. 

— No  hay  cuidado,   ¡adentro! 

Presentóse  un  oficial  en  tren  de  camino. 

— ¿Qué  se  ofrece,  señor  González? 

— El  coronel  Fuentes  me  encarga  entregue  esta  orden  al  señor 
comandante  Garrote. 

El  infeliz  hombre  tomó  el  papel,  y  conforme  lo  iba  leyendo  su 
boca  se  abría,  amenazando  descoyuntar  las  mandíbulas. 

— ¿Qué  pasa,  esposo  mió?  dijo  la  señora  con  voz  tan  tierna,  que 
cualquiera  hubiera  dicho  que  estaba  apasionada  del  comandante. 

— El  coronel  Fuentes  me  nombra  jefe  de  las  caballerías,  y  me 
ordena  que  salga  esta  misma  noche  rumbo  á  Tixtla. 

— ¿Pero  ese  señor  coronel  está  en  su  juicio? 

—Señores,  dijo  el  oficial,  se  ha  recibido  noticia  por  uno6  dis- 
persos, de  que  M órelos  está  en  Chilpancingo  en  la  feria,  y  que  la 
plaza  esta  desguarnecida 

— ¿Conque  está  desguarnecida  eh?...  pues  ya  me  la  pagarán  esos 
bandidos,  lee  cobraré  las  dos  felpas  que  me  han  sacudido. 

—  Así  lo  esperamos,  contestó  el  ayudante,  y  saludando  se  retiró 
al  cuartel  general. 

— Eetoy  de  enhorabuena,  amigos  míos,  ustedes  deben  felicitarme; 
vamos,  que  me  voy  á  rehabilitar. 

—  Nosotros  no  nos  quedamos  en  la  plaza,  dijo  Navarro. 

—  Acompañamos  á  usted  hasta  el  último  momento,  añadió  Gago. 

—  Seremos  compañeros:  yo  le  diré  al  coronel  Fuentes  que  ustedes 
son  mis  ayudantes;  en  las  filas  del  rey  se  recibe  á  todo  el  mundo. 

—  Pues  á  disponer  la  marcha. 

— Listos,  dijo  Garrote  despidiéndose  de  sus  amigos,  y  se  quedó 
solo  con  su  esposa  á  gozar,  como  un  buen  soldado  de  caballería,  las 
dulzuras  de  la  reconciliación. 

n. 

A  las  dos  horas  la  guarnición  de  Chilapa  salía  en  son  de  ataque 
en  dirección  á  Tixtla,  confiando  en  un  golpe  de  mano. 

Caminó  Fuentes  toda  la  noche  para  dar  un  albaso  á  los  insur- 
gentes. 

Galeana  y  Bravo  estaban  en  vela,  para  ellos  las  noches  eran  las 
temibles. 

El  comandante  Garrote,    creyendo    sinceramente  que  la    plaza  no 


LOS    INSURGENTES  167 


podría  oponer  resistencia,  la  quiso  echar   de  héroe,  y  se    lanzó  sobre 
un  parapeto  que  juzgó   desguarnecido. 

Bravo  se  había  apercibido  del  paso  de  los  caballos,  y  comprendió 
en  el  acto  el  movimiento  de  Fuentes. 

— Compañero,  dijo  á  Galeana,  los  realistas  se  acercan. 

— No  metamos  ruido,  prenda  usted  la  yesca  y  pongamos  fuego 
al  mechero  de  la  pieza. 

— Muy  bien;  los  dejaremos  acercar,  yo  me  encargo  de  esta  ma- 
niobra en  tanto  que  usted  recorre  la  línea. 

Bravo  se  marchó  en  seguida  á  visitar  los  parapetos  poniendo  en 
guardia  á  sus  soldados,  mientras  Galeana  esperaba  sereno  á  la  ca- 
ballería realista,  que  se  acercaba  lentamente  creyendo  sorprender  la 
plaza. 

Luego  qne  un  grueso  fuerte  de  ginetes  se  lanzó  sobre  la  entrada, 
Galeana  puso  fuego  á  la  pieza,  que  vomitó  metralla  haciendo  un 
estrago  espantoso  en  la  caballería 

— ¡Viva  la  América!  gritaron  en  todas  las  trincheras,  y  comenzó 
un  fuego  tan  nutrido  que  los  realistas  retrocedieron  acobardados. 

El  comandante  Garrote  se  desmoralizó  inmediatamente,  y  puso 
pies  en  polvorosa,  dejando  a  Gago  y  á  Navarro  al  mando  de  su  tropa. 

Fuentes  esperó  á  que  amaneciese  para  seguir  su  ataque. 

Desde  luego  comprendió  que  la  plaza  no  podría  sostenerse  por 
mucho  tiempo,  veía  que  los  soldados  de  caballería  cubrían  algunas 
trincheras,  lo  que  revelaba  la  escasez  de  hombres,  ó  insistió  en  tornar 
los  parapetos. 

Traváronse  escaramuzas  y  combates  serios,  en  los  que  corrió  la 
sangre  con  profusión. 

Bravo  y  Galeana  entraban  ya  en  conflicto  al  ver  que  las  muni- 
ciones so  agotaban,  no  obstante  estaban  resueltos  á  no  entregar  la 
plaza  sino  á  costa  de  su  vida. 

Morelos  recibió  la  noticia  en  Chilpancingo,  y  desde  luego  se  puso 
en  marcha. 

— Señor  Piedra-Santa,  dijo  al  bravo  soldado  compañero  de  Ga- 
leana, se  necesita  llevar  parque  á  los  sitiados  mientras  llego  con  mia 
ftierzas. 

— Comprendo,  respondió  el  soldado,  yo  lo  introduzco. 

—¡Muy  bien!  gritó  Morelos,  tome  usted  dos  muías  de  los  bagajes 
y  adelante,  Dios  está  siempre  con  los  valientes. 

— Con  permiso  de  usted,  mi  general. 

— Dígale  nsted  á  Galeana  que  se  sostenga  á  todo  trance,  y  que 
cuando  esté  yo  á  la  vista  haga  una  salida  violenta,  y  la  victoria  es 
nuestra. 

La  fe  de  aquel  hombre  se  comunicaba  á  sus  soldados  con  la  velo- 
cidad del  rayo,  tenía  el  poder  de  hacer  de  los  hombres  unos  valientes, 
y  de  los  valientes  héroes. 

Piedra-Santa  se  adelantó  á  escape,  seguido  de  su  asistente  Vildo, 
que  estaba  en  su  elemento  con  aquellas  aventuras  tan  peligrosas. 

El  endiablado  suriano  iba  en  su  caballo,  tirando  de  las  muías 
que  conducían  el  parque,  más  alegre  que  si  se  hubiera  sacado  la  lo- 
tería. 


168  JUAN  A.   MATEOS 


— Ahora  sí  que  se  les  llegó  a  los  coludos,  señor  amo,  ya  van  á 
atirantarse,  Morolos  nunca  pierde.   ¡Viva  la  América! 

Don  Alfonso  tenía  fijo  su  pensamiento  en  otra  idea  que  no  era 
precisamente  la  de  conducir  el  parque  á  sus  compañeros,  pensaba  en 
una  mujer  á  quien  amaba  con  delirio,  y  es  que  las  mujeres  se  pre- 
sentan llenas  de  luz  en  la  hora  sombría  de  las  vicisitudes  y  de  los 
peligros. 

¿Quién  no  ha  pensado  en  la  mujer  amada,  cuando  la  muerte  ha 
estendido  sus  negras  alas  en  el  campo  del  combate? 

La  marcha  había  sido  trabajosa,  pero  el  insurgente  está  frente  al 
pueblo  de  Tixtla. 

'  Desde  un  bosque  cercano  vio  las  posiciones  enemigas,  y  sin  va- 
cilar se  lanzó  atrevido,  dando  el  grito  de  los  insurgentes  de:  «  Viva 
América!»  hasta  llegar  á  las  trincheras. 

Galeana  lo  había  conocido,  y  mandó  suspender  el  fuego  mientras 
que  los  realistas  descargaban  sin  cesar  sus  armas,  tratando  de  in- 
cendiar el  parque. 

— Estamos  salvados,  gritó  Vildo,  dando  un  alarido  como  los  co- 
manches. 

Don  Alfonso  abrazó  á  sus  amigos,  y  con  el  entusiasmo  producido 
por  la  noticia  de  la  llegada  de  Morolos,  los  insurgentes  se  subieron 
á  los  parapetos,  é  hicieron  largo  tiempo  ostentación  de  su  denuedo 
presentando  su  pecho  á  los  realistas. 

Fuentes  activó  su  ataque  previendo  lo  que  iba  á  suceder,  pero 
sus  operaciones  fueron  todas  desgraciadas. 

Al  día  siguiente,  Morelos  al  frente  de  cien  infantes  y  trescientos 
caballos,  tomó  la  retaguardia  del  campo  realista  cuando  menos  se 
esperaba. 

Fuentes  quiso  retirarse  entonces,  Bravo  y  Galeana  hicieron  una 
salida  intrépida;  dice  la  historia  que  los  surianos  desplegaron  un  de- 
nuedo admirable,  batiéndose  á  la  arma  blanca. 

Un  furioso  aguacero  inutilizó  el  parque  de  los  realistas,  ya  hume- 
decido con  el  chubasco  de  la  víspera. 

La  derrota  fué  completa,  todos  los  jefes  desaparecieron,  excluso 
Fuentes,  que  se  hizo  trasladar  en  camilla  á  Chilapa,  siendo  el  primer 
disperso  de  su  ejército. 

Los  soldados  huían  en  todas  direcciones,  y  los  insurgentes  lus 
acuchillaban  sin  compasión. 

Galeana  y  Bravo  tuvieron  qne  contener  aquella  matanza. 

Los  vencedores  metieron  en  triunfo  á  la  plaza,  cuatrocientos  fu- 
siles, tres  cañones  y  mas  de  quinientos  prisioneros. 

La  llama  de  la  fortuna  que  parecía  haberse  estinguido  en  el  pa- 
tíbulo de  los  mártires  de  Chihuahua,  volvía  á  encenderse  en  las  mon- 
tañas del  Sur. 

III. 

Al  día  siguiente  marcharon  los  insurgentes  sobre  Chilapa,  de 
agredidos  se  tornaban  en  agresores. 

Fuentes  había  formado  un  núcleo  con  los  dispersos  y  las  tropas 
de  Oaxaca  que  llegaban  en  aquellos  momentos. 


LOS   INSUCCEXTES  169 


Luego  que  se  supo  la  aproximación  de  Morelos,  comenzó  el  des 
orden,  la  dispersión,  la  fuga. 

Chilapa  abrió  sus  puertas  á  los  vencedores.  En  la  plaza  le  pre- 
sentaron al  general  á  todos  los  prisioneros. 

El  héroe  del  Veladero  tenía  la  ciencia  del  mundo,  conocer  á  los 
hombres. 

Arengó  á  aquellos  desgraciados,  proclamó  el  perdón,  y  todos  se 
fijaron  bajo  las  banderas  de  la  insnrgencia  con  la  fe  de  la  gratitud 
y  del  reconocimiento. 

Morelos  pasó  su  vista  de  águila  sobre  aquellas  filas. 

Kepentinamente  plegó  el  ceño,  y  brilló  en  sus  ojos  un  relámpago 
siniestro. 

¿Qué  había  visto  aquel  hombre  para  aquella  metamorfosis  tan 
violenta1? 

— Que  adelanten  esos  prisioneros,  dijo  con  voz  siniestra,  señalando 
á  Gago  y  á  Navarro,  que  yacían  trémulos  y  demudados  entre  las  filas. 

Morelos  había  reconocido  á  aquellos  miserables. 

A  la  voz  del  general  sucedió  un  silencio  de  miedo  y  ansiedad. 

— Toribio  Navarro,  dijo  el  general,  tú  me  has  traicionado... 

Yo  había  depositado  en  tí  mí  fe  de  caballero,  y  te  había  confiado 
dinero  de  la  Nación,  para  que  lo  emplearas  en  favor  de  la  indepen- 
dencia de  la  patria. 

Navarro  cayó  de  rodillas  delante  del  caballo  de  Morelos. 

— Me  has  traicionado  corbardemente,  continuó  el  general;  pasán- 
dote al  enemigo  has  traicionado  á  tu  patria,  has  traicionado  á  tu  ban- 
dera... y  vas  á  morir. 

Navarro  no  pudo  pronunciar  una  palabra,  su  voz  se  había  aho- 
gado en  la  garganta,  y  su  lengua  yacía  muda  y  paralizada. 

Morelos  se  dirigió  á  Gago,  hahlándole  con  acento  profundamente 
severo:  en  aquel  instante  ejercía  al  sacerdocio  de  la  justicia. 

— Tú  has  sido  un  infame,  me  habías  ofrecido  entregarme  la  for- 
taleza de  Acapulco,  y  al  acercarme  á  sus  fosos  ha  recibido  el  plomo 
á  mis  soldados...  yo  te  perdonaría;  pero  esa  sangre  está  clamando 
al  cielo,  y  la  justicia  de  los  hombres  debe  caer  sobre  la  írente  de 
los  criminales. 

Un  frío  de  muerte  discurría  entre  todos  los  que  presenciaban  aquel 
acto  solemne. 

— En  nombre  de  la  justicia  humana,  en  nombre  de  Dios  ofendkh 
por  tanto  crimen,  en  nombre  de  la  causa  santa  que  defendemos,  o? 
condeno  á  morir. 

— Perdón,  perdón,  decía  Gago  aterrorizado  y  con  el  cabello  eri- 
zado de  espanto. 

Adelantóse  un  oficial  con  la  escolta,  é  hizo  arrodillar  á  Gago. 

Navarro  no  había  podido  levantarse  del  suelo,  sus  fuerzas  le 
habían  abandonado. 

Oyéronse  dos  detonaciones  de  fusíleria,  y  un  rumor  sordo  come 
el  del  Océano  que  se  desprendió  de  aquella  multitud  asombrada. 

Los  reos  habían  expiado  sus  crímenes  en  el  patíbulo. 
La  tropa  desfiló  en  silencio  á  sus  cuarteles. 

— Parece  que  hemos  concluido,  dijo  Morelos,  y  seguido  de  sus 
ayudantes,  adelantó  rumbo  á  su  alojamiento. 


170  JUAN  Á.   MATEOS 


CAPITULO  IX. 

Donde  sigue  la  segunda  parte  del  capítulo  anterior. 

i. 

Trasladémonos  al  campamento  del  Veladero. 

Al  partir  el  cura  Morelos,  había  encargado  el  mando  de  la  fuerza 
al  insurgente  Avila,  uno  de  los  soldados  más  audaces  de  la  insu- 
rrección. 

Avila  tenía  en  jaque  el  castillo  de  Acapulco,  pero  á  su  vez  se 
encontró  sitiado  por  fuentes,  á  quien  hemos  visto  desaparecer  para 
siempre  de  las  filas  realistas. 

El  bravo  capitán  se  encontraba  en  la  mayor  aflicción,  los  víveres 
se  habían  consumido,  el  parque  estaba  al  agotarse  y  la  moral  de  la 
tropa  comenzaba  á  decaer  notablemente;  algunos  soldados  de  las  avan- 
zadas habían  desertado. 

Avila  comprendía  lo  negro  de  su  situación,  y  esperaba  de  un  mo- 
mento á  otro  ver  llegar  á  Morelos  ó  recibir  órdenes  para  salir  de  aquel 
atolladero. 

Recordarán  nuestros  lectores,  que  el  americano  David  y  el  realista 
Tabares  iban  en  dirección  del  Veladero,  con  el  plan  de  apoderarse  de 
la  fuerza  y  hacer  una  contrarevolución. 

— Amigo  mío,  decía  Tabares,  es  necesario  no  dar  á  sospechar  en 
lo    más    mínimo,  porque  Avila  es  suspicaz  y  nos  cuelga  de  un    pino. 

— Así  lo  tengo  entendido,  respondió  el  americano. 

— Un  golpe  de  audacia  nos  salva,  los  soldados  creerán  cualesquier 
conseja,  y  nuestros  proyectos  van  á  realizarse. 

— Es  necesario  aprovechar  la  ocasión:  los  españoles  no  pueden 
dominar  la  insurección,  que  se  desborda  de  una  manera  terrible. 

— Esta  es  la  oportunidad. 

— Estamos  en  plena  conquista,  y  podremos  hacer  lo  mismo  que 
los  españoles  del  siglo  XVI  en  sentido  inverso,  ellos  se  repartieron  las 
tierras  y  desheredaron  á  los  indios,  nosotros  los  despojamos  á  su  vez, 
¿qué  nos  importa  dar  á  manos  llenas?  sobra  territorio,  procuraremos 
hacernos  de  los  minerales  y  nada  más. 

— La  ambición  hará  la  propaganda. 

— Ofrecemos  degollar  á  todos  los  blancos,  sirviendo  á  la  venganza 
de  los  conquistados. 

— Es  algo  vasto  el  plan.  , 

— Pero  realizable. 

—¿Y  crees  que  la  Europa  pasase  por  ese  atentado? 

— Vamos,  que  pareces  un  chiquillo;  allí  donde  se  aprisionan  reyes, 
donde  se  roban  naciones  y  se  esclavizan  pueblos,  pasará  esta  revo- 
lución desapercibida. 

— Es  que  en  son  de  orden  pueden  arriesgar  una  espedición. 

— Ya  para  entonces  tendremos  mucho  oro  y  podremos  emigrar  á 
los  Estados-Unidos  á  disfrutar  en  grande  escala. 

—Yo  tengo  algunos  escrúpulos. 


&0>    INSURGENTE!  373 


—(De  conciencia? 

—  ¡Quién  piensa  en  ella! 
— ¿Pues  entonces? 
— Mis  escrúpulos  son  de  temor. 
— Sabes,  dijo  Tabares  procurando  bajar  la  voz,  que  este  indiano 

que  nos  sirve  de  guía,  ha  prestado  mucha  atención. 

— Desagámonos  de  esa  impertinente,  dijo  el  americano,  y  montó 
una  de  sus  pistolas. 

El  indio  suriano  se  apercibió  del  ruido  producido  al  amartillar  el 
¡arma,  y  se  echó  con  la  violencia  de  un  gato  montes  á  un  lado  del 
camino. 

Tabares  y  David  quisieron  seguirle,  pero  el  insurgente  descendió 
á  una  barranca,  y  se  perdió  entre  los  matorrales  y  las  inmensas 
rocas. 

—  ¡Hé  aquí  malogrado  nuestro  plan!  dijo  lleno  de  rabia  Tabares. 
— Ese  iudio  no  podrá  llegar  al  Veladero  antes  que  nosotros,  apre- 
temos el  paso. 

— Yo  tiemblo  por  nuestro  porvenir. 

— Eres  un  hombres  insufrible 

— Todos  mis  ensueños  se  desvanecen. 

— Eres  un  cobarde. 

— ¡No  tal!  gritó  Tabares,  y»  veremos  más  adelante. 

Los  dos  conspiradores  siguieron  á  escape;  temiendo  que  el  insur- 
gente les  tomase  la  delantera  andando  por  caminos  extraviados,  y  al 
caer  de  la  tarde  llegaron  al  campo  del  Veladero. 

u. 

Avila  estaba  en  un  jacal  donde  se  había  refugiado,  porque  el  agua 
comenzaba  hacerse  notar  de  nna  manera  muy  insinuante 

Los  soldados  habían  formado  sus  barracas,  peto  sus  lumbradas 
yacían  apagadas  por  la  lluvia 

Reinaba  un  silencio  profundo,  desde  luego  se  percibía  que  aquella 
tropa  era  presa  del  hambre. 

Los  insurgentes  estaban  acostumbrados  á  los  trabajos  y  á  las  vici- 
situdes; pero  en  determinados  casoB  cedían  á  lo  crítico  de  una  si- 
tuación 

Avila  estaba  profundamente  urgido,  no  podía  contener  por  más 
tiempo  aquel  estado  de  cosas;  pero  estaba  resuelto  á  perecer  de  hambre 
con  sus  soldados,  antes  que  contravenir  las  órdenes  de  Morelos,  á 
quien  respetaba  y  temía  horriblemente. 

Dejóse  oir  el  ladrido  de  los  perros  que  los  soldados  llevaban  á 
las  avanzadas. 

— Alguien  llega,  dijo  Avila  saliendo  de  la  choza,  el  general  me 
envía  sus  órdenes 

—  Señor,  dijo  su  asistente  suriano,  es  gente  peregrina. 
— Veamos  qué  pasa. 

Habían  andado  algunos  pasos,  cuando  sintió  venir  un  tropel  de 
gentes,  amartilló  sus  pistolas  y  se  adelantó. 

—  ¡Quién  vive!  gritó  Avila. 


172  1ÜAH  k.  iUTEOf 


— ¡La  América!  respondieron  los  insurgente». 

— Adelante. 

— Señor,  dijo  el  jefe  de    la    avanzada,    dos    señores    particulares 
uieren  hablar  con  su  merced. 

David  y  Tabares  se  aproximaron. 

— Señor  capitán  Avila,   dijo  Tabares  abrazándole. 

— Ola  señores,  no  los  hacía  por  estas  tierras. 

— El  general  nos  envía. 

— Pasen  por  aquí;  parque  la  lluvia  menudea  que  es  un  contento. 

— Venimos  t'ta papados. 

— Ya  se  secarán  con  el  aire;  porque  las  luminaria  se  quejan  como 
nosotros  del  agua, 

Los  dos  recien  llegados  se  entraron  en  la  choza,  y  los  soldados 
contaron  á  sus  compañeros,  que  dos  insurgentes  traían  razón  del  cura 
Morelos. 

Luego  que  David  y  Tabares  se  encontraron  solos  con  Avila,  pro- 
curaron infundirle  la  mayor  confianza. 

— Capitán,  estamos  de  enhorabuena. 

— No  alcanzo... 

— Mañana  verá  usted  solo  el  campo,  hemos  visto  retirarse  ú 
Fuentes  hacia  Chilapa. 

— No  puede  ser,  toda  la  mañana  nos  hemos  tiroteado. 

— Dejó  una  pequeña  fuerza  mientras  emprendió  su  movimiento, 
esto  se  concibe  perfectamente. 

— Señores,  dijo  Avila  lleno  de  gozo,  estoy  verdaderamente  atur- 
dido, llevo  ya  muchos  meses  de  arrostrar  una  situación  tan  crítica,  que 
esta  noticia  me  parece  una  mentira. 

Levantóse,  y  llamando  á  uno  de  sus  ayudantes  le  dr¡o: — Que  salgan 
inmediatamente  cinco  guerrillas,  y  se  avancen  por  diferentes  rumbos 
á  tirotear  al  enemigo. 

El  ayudante,  que  era  un  suriano  renegado,  se  dirigió  á  los  vivaques, 
y  en  persona  dirigió  á  la  guerrilla. 

— Conque  decían  ustedes  que  Fuentes  ha  levantado  el  campo. 

— Precisamente. 

— Yo  estoy  falto  de  noticias,  todos  los  correos  me  los  han  inter- 
ceptado, así  es  que  ignoro  cuanto  pasa. 

— El  general  ha  derrotado  á  los  realistas,  motivo  por  el  cual 
Fuentes  levanta  el  campo. 

— Vamos,  que  esta  es  una  fortuna  inesperada,  solo  nos  queda  Aca- 
pulco,  que  tarde  ó  temprano  caerá  en  nuestro  poder.       s 

— Suponemos  que  tendrá  usted  recursos  suficientes  para  su  tropa. 

— Esa  es  una  burla,  caballeros,  no  tenemos  una  sola  racióu;  cuando 
mis  soldados  salen  á  los  próximos  montes  en  pos  de  una  res,  siempre 
viene  alguno  de  menos,  así  es  que... 

— Comprendemos. 

— Yo  creo,  dijo  Tabares,  que  este  señor  Morelos  no  debía  haber 
abandonado  el  campamento. 

— El  sabe  bien  lo  que  hace,  contestó  Avila,  yo  no  me  meto  nunca 
en  fiscalizarle. 

—¿Pero  no  le  parece  á  usted,  insistió  David,  que  así  se  pierden 
las  oportunidades,  y  se  hace  decaer  la  moral  de  los  soldados? 


LOS    INSURGENTES  17i 


— Eso  será  en  otras  partes,  aquí  cuando  hay  que  comer,  se  come; 
cuando  no  hay  se  ayuna,  y  siempre  se  está  dispuesto  para  batirse. 
— Es  una  heroicidad. 
— No  sé  como  se  llama,  pero  el  hecho  es  cierto. 

—  Malo,  peusó  Tabares,  decididamente  que  no  podremos  contar 
con  este  hombre. 

— Usted  señor  capitán,  se  añusgó  á  decir  David,  podía  hacer  la 
guerra  por  cuenta  propia. 
— No  tengo  elementos. 
— Se  engaña  usted,  esa  misma  tropa... 

—  ¡Que  diablo!  yo  estoy  notando  algo  extraño  en  esta  conver- 
sacióu. 

— Es  que  está  usted  preocupado. 

— Puede  ser,  pero  yo  espero  que  ustedes  me  pongan  al  tanto  de 
su  misión. 

—  Es  muy  sencilla,  respondió  el  americano,  y  sin  que  Avila  pu- 
diera evitarlo,  se  arrojó  sobre  él,  lo  oprimió  fuertemente  entre  sus 
brazos  hercúleos,  mientras  que  Tabares  lo  desarenó. 

— Es  usted  nuestro  prisionero,   capitán. 

— Está  bien,  contestó  Avila  bramando  de  coraje. 

— Un  solo  paso,  una  sola  voz,  y  muere  usted  asesinado. 

Avila  tuvo  la  euergía  suficiente  para  contenerse,  esperando  una 
oportunidad  para  salvar  á  sus  soldados. 

Mientras  David  cuidaba  de  prisionero,  Tabares,  á  quien  ya  co- 
nocían los  insurgentes,  hizo  tocar  generala,  y  el  campo  se  puso  en 
movimiento.  Todos  los  oficiales  acudieron,  porque  aquel  toque  era  una 
novedad. 

— Señores,  dijo  Tabares,  han  levantado  el  campo. 

—  ¡Viva  la  América!  contestaron  todos  á  una  voz. 

— En  este  momento  se  han  enviado  guerrillas  exploradoras,  no  se 
escucha  un  solo  tiro,  lo  que  dice  claramente  que  es  verdad  la  retirada 
de  Fuentes. 

La  alegría  más  grande  reinaba  en  todos  aquellos  valientes  que 
habían  sufrido  tantas  penalidades. 

— Tengo  que  dar  á  ustedes  una  noticia  sensible. 
Todos  guardaron  silencio. 

— El  general  Morelos  destituye  al  capitán  Avila  del  mando  de  la 
fuerza,  y  nombra  al  capitán  Mayo  para  que  lo  sostituya. 

Un  rumor  de  desesperación  circuló  entre  los  insurgentes;  porque 
Avila  era  el  ídolo  de  sus  soldados. 

— He  dicho,  continuó  Tabares,  que  el  general  Morelos  se  ha  visto 
precisado  á  dar  este  paso,  por  razones  que  importan  al  triunfo  de 
nuestra  causa. 

Se  necesitó  invocar  por  dos  veces  el  nombre  de  Morelos,  para  que 
aquellos  hombres  no  se  alzasen  contra  una  orden  tan  injusta. 

Desfilaron  en  silencio  y  llenos  de  tristeza,  acusando  en  su  interior 
al  general,  que  así  recompensaba  tantos  méritos  y  sacrificios. 

Las  guerrillas  volvieron  confirmando  la  noticia  de  la  levantada 
del  campo,  tocaron  dianas,  hicieron  salvas,  y  so  durmió  con  tranqui- 
lidad después  de  tantos  meses  de  estar  en  alarma. 


174  JTTAN  A.   MATBOi 


III. 

| 

El  guía  llamado  José  de  la  Laz,  era  un  indio  vivísimo:  desde 
que  David  y  Tabares  lo  buscaron  para  que  los  condujese  por  senderos 
desconocidos  al  campo  del  Veladero,  comprendió  que  aqiiellos  hombres 
llevaban  miras  torcidas,  y  se  propuso  acechar  hasta  enterarse  de  sus 
intenciones. 

José  de  la  Luz  sabía  que  una  sola  palabra  le  daría  la  clave  de 
aquel  misterio,  y  fingiéndose  más  sordo  de  lo  que  era,  espiaba  á  los 
conspiradores  con  esa  tenacidad  que  caracteriza  á  la  raza. 

Ya  habíí.n  caminado  dos  días,  y  José  estaba  tan  ignorante  como 
el  primero,  hasta  que  Tabares  llevado  por  su  impaciencia,  había  em- 
prendido aquella  impertinente  conversación  que  puso  al  guía  al  tanto 
de  sus  negocio». 

No  era  ya  tiempo  de  extraviarles  el  camino,  porque  el  Veladero 
estaba  á  la  vista;  ni  de  adelantarse,  porque  sospecharían  desde  luego 
el  objeto;  esto  pensaba  José,  cuando  sintió  á  sus  espaldas  amartillar 
la  pistola  y  se  lanzó  en  la  barranca  con  la  mayor  confianza,  porque 
aquellos  sitios  le  eran  familiares. 

Puso  la  cabeza  sobre  el  suelo,  y  percibió  las  pisadas  de  los  ca- 
ballos que  se  alejaban  á  todo  escape. 

Ya  no  hay  remedio,  dijo  el  indio,  estos  sorprenden  á  mi  capitán 
Avila;  avisemos  á  mi  general. 

Iba  á  salir  de  la  barranca,  cuando  oyó  cerca  de  sí  los  rugidos 
del  tigre. 

—  ¡Diablo!  ya  me  ha  husmeado,  exclamó  José,  y  tomó  asilo  en 
una  grieta  de  las  rocas,  y  arrimó  á  la  entrada  varias  piedras  hasta 
encerrarse  como  en  un  sepulcro. 

El  tigre  dio  vueltas  reconociendo  el  terreno,  procuró  acercarse, 
y  no  pudiendo  hacer  presa,  se  ritiró  á  los  próximos  matorrales  en 
espera  del  indio. 

Pasó  un  día,  y  el  hombre  y  la  fiera  estaban  delante. 

El  indio  y  el  tigre  se  sentían  acosados  por  el  hambre;  el  uno 
estaba  resuelto  á  perecer  allí  antes  que  entregarse  á  una  muerte  se- 
gura; el  tigre  se  enfurecía  por  momentos,  sentía  sus  fauces  secas  y 
esperaba  apagar  con  sangre  aquel  ardor. 

José  llevaba  un  puñal  y  una  escopeta,  pero  sus  armas  no  estaban 
al  alcance  de  su  enemigo. — Aquella    situación    no    podía  prolongarse. 

Al  menor  ruido,  la  fiera  batía  su  cola,  y  sus  miradas  centellantes 
no  se  apartaban  de  la  roca. 

La  agonía  era  espantosa. 

La  noche  es  favorable  para  huir  de  los  peligros,  para  los  anímales 
no  hay  noche,  son  nictálopes. 

Aquellos  dos  seres  terribles  esperaban  una  oportunidad. 

El  insurgente  se  resolvió  á  hacer  una  tentativa,  quitó  con  es- 
trépito una  de  las  piedras  que  guardaban  la  entrada. 

El  tigre  se  acercó  paso  á  paso. 

Cuando  estuvo  á  corta  distancia,  el  indio  disparó  su  escopeta, 
pero  su  tiro  no  fué  certero. 

El  tigre  se  arrojó  sobre  la  roca  con  una  furia  inaudita,  pero  no 
pudo  penetrar,  y   g  trocedió. 


LOS    INSURGENTES  175 

El  insurgente  volvió  á  cargar  su  escopeta. 

La  fiera  tornó  á  su  puesto  de  acecho. 

No  había  remedio,  la  muerte  se  hacía  inevitable  después  de  una 
lucha  desesperada. 

José  comenzó  á  examinar  la  roca,  y  notó  que  la  grieta  ascendía 
hasta  la  cima. 

Subir  por  allí  era  dificultoso  por  las  curvas  y  depresiones  que  el 
agua  había  formado  en  la3  rocas,  pero  el  terror  presta  un  ánimo  de 
héroe,  y  el  indio  provó  una  tentativa  aventurada. 

Abrió  sus  piernas,  y  apoyó  sus  pies  en  las  paredes,  sostenién 
dose  con  las  manos  arañando  las  piedras. 

Ascendió  algunas  varas,  cuando  encontró  su  punto  de  apoyo  cu- 
bierto de  lama;  los  pies  se  resbalaron,  y  cayó  hasta  el  fondo  de  la 
gruta. 

Jadeante  de  fatiga  tornó  á  subir,  llevando  el  puñal  entre  los 
dientes. 

Raspando  las  piedras  donde  tenía  que  colocar  los  pies  y  descan- 
sando unos  instantes,  y  adelantando  otros,  y  ya  sintiéndose  desfallecer, 
ya  cobrando  ánimo  con  la  esperanza,  asomó  al  fin  la  cabeza  por  el 
tai  o  de  la  roca  y  vio  el  cielo  sobre  su  frente. 

Bendijo  á  Dios;  pero  se  heló  de  espanto  al  ver  al  tigre  que  se 
había  apercibido  de  su  movimiento,  y  lo  seguía  con  sus  ojos  encen- 
didos por  la  rabia. 

Hemos  dicho  que  la  roca  estaba  tajada  perpendicularmente,  así 
es  que  era  difícil  la  ascención. 

José  comprendió  que  una  vez  fuera  de  un  próximo  peligro,  no 
le  quedaba  más  que  una  fuga  precipitada  mientras  su  enemigo  trataba 
de  ponerse  á  su  alcance. 

Saltó  sobre  la  cima,  y  liiero  como  un  gamo,  tomó  la  vereda  sin 
*olver  la  cabeza,  huyendo  de  aquella  espantosa  pesadilla. 

IV. 

Demudado  aún  por  la  emoción  del  camino,  llegó  el  insurgente  á 
Chilapa  en  los  momentos  en  que  los  insurgentes  solemnizaban  la  victoria 
alcanzada  sobre  los  realistas. 

£1  general  estaba  rodeado  de  sus  oficiales  oyendo  las  relaciones 
exajeradas  de  los  lances  personales,  todos  presumían  de  héroes,  y  todos 
ofrecían  distinguirse  en  los  venideros  azares  de  la  lucha. 

— Señor,  dijo  un  ayudante,  acaba  de  llegar  un  correo  que  viene 
del  Veladero. 

— Que  entreguen  la  correspondencia  de  Avila. 

— Mi  general,  el  correo    quiere  hablar    personalmente  con  usted. 

— Malo,  pensó  el  cura,  y  dejando  en  su  empeñada  conversación 
á  sus  subordinados,  salió  al  encuentro  del  correo. 

— ¡Oh!  José  de  la  Luz,  ¿qué  te  haces  por  estos  terrenos? 

— Señor,  vengo  á  dar  parte  á  su  merced,  que  á  la  hora  de  esta 
ya  hay  tumulto  en  el  Veladero. 

— ¿Vienes  de  allá? 

— No,  señor  general,  pero  es  el  caso  que  unos  señores  mé  pi- 
dieron les  acompañara,  y  como  yo  iba  por  el  mismo  camino,   pues.., 


176  JUAN  A.   MATEOS 


— ¿Los  acompañaste? 
— Sí,  mi  general. 
—¿Y  bien? 

— Oí  que  trataban  de  asegurar  á  mi  capitán  Avila,  y  de  acabar 
con  todos,  hasta  con  su  mercé. 

—  ¡Si  Avila  se  habrá  dejado  engañar!  pensaba  llórelos. 
—Parece  que  un  señor  Mayo  está  de  acuerdo. 

— Malo,  malo,  es  uno  de  los  jefes  mas  importantes. 

— Yo  no  pude  llegar  al  campo,  porque  esos  señores  sospecharon 
que  los  había  oido  y  quisieron  matarme;  entonces  me  echó  á  la  ba- 
rranca, y  hasta  ahora  no  he  podido  regar. 

— Cuidado  con  decir  una  palabra;  quédate  esta  noche  en  mi  alo- 
jamiento. 

— Lo  que  disponga  su  mercé,  mi  ¿  neral. 

Morelos  volvió  á  la  pieza  de  la  tert 

— Veo,  dijo,  que  todavía  sigue  la  hi  :aña». 

— Sí,  mi  general. 

— Todos  son  valientes  y  están  entusia  ,6. 

— Decididos  por  la  causa  de  la  Amérit 

— Así  lo  creo;  pero  quiero  probar  esa  dicisión. 

Los  oficiales  guardaron  silencio. 

— Que  se  disponga  mi  escolta,  y  ustedes  estén  listos  para  dentro 
de  una  hora. 

Los  jefes  salieron  sin  comprender  nada,  porque  sabían  que  ya 
no  quedaban  fuerzas  realistas  en  todos  aquellos  contornos. 

No  había  pasado  aún  la  hora,  y  ya  todos  estaban  en  espera  del 
general. 

—  ¡A  caballo!  gritó  el  cura:  y  seguido  de  sus  soldados  emprendió 
ese  camino  que  parece  inaccesible  y  media  entre  Chilapa  y  el  Ve- 
ladero. 

La  marcha  de  los  insurgentes  era  activa:  todo  indicaba  que  se 
iba  á  dar  un  golpe  de  mano. 

Morelos  dio  orden  de  no  dejar  adelantar  á  pasajero  alguno. 

Después  de  una  marcha  trabajosa  y  pesada,  llegaron  los  insur- 
gentes ya  entrada  la  noche  del  último  día  de  su  viaje,  al  campamento 
de  Avila. 

— ¿Quién  vive?  gritó  el  centinela. 

—  ¡Morelos!  respondió  el  general. 

Aquella  voz  conocida  pareció  haber  llenado  el  campo,  porque  los 
soldados  se  pusieron  en  alarma,  y  en  tumulto  salieron  á  recibir  al 
caudillo. 

— Bien,  hijos,  bien  decía  Morelos;  aquí  estoy,  ha  cesado  ya  el 
hambre,  los  realistas  han  acabado. 

—  ¡Viva  el  general!  gritaban  entusiasmados  los  soldados. 

Al  clamoreo  de  la  tropa  acudieron  David  y  Tabares  llenos  de 
terror;  su  golpe  estaba  perdido. 

— Mi  general,  dijo  Tabares,  he  tenido  necesidad  de  destituir  al 
capitán  Avila,  porque  el  campamento  estaba  en  un  desorden  espantoso. 

— Ya  hablaremos  de  eso. 

— Y  sh  jugaba  el  dinero  de  los  soldados,  añadió  David. 


LOS   INSURGENTES  17 1 


— Bien,  bien,  respondió  Morelos;  vanaos  al  al oi amiento  para  arreglar 
las  cuentas. 

El  bravo  Galeana  comprendió  en  el  acto  cnanto  pasaba,  y  mien- 
tras el  general  hablaba  con  los  conspiradores,  pnso  á  la  tropa  sobre 
las  armas,  dándoles  instantáneamente  organización  y  poniéndose  al 
frente  de  ella  para  el  evento  de  nn  motín. 

El  cura  se  quedó  solo  con  Tabares  y  David. 

— Hablen  ustedes. 

— Cuando  llegamos  á  este  campamento,  dijo  David,  estaba  á 
punto  de  caer  en  poder  de  los  realistas,  los  soldados  habían  perdido 
la  moral,  todo  era  desorden,  y  la  disciplina  estaba  relajada. 

— Bien. 

— El  único  modo  de  no  perder  estos  elementos,  era  dar  un  golpe 
de  mano,  y  nos  resolvimos  á  ello  contando  con  Mayo,  uno  de  los  jefes 
más  adictos  á  la  persona  de  mi  general. 

— Adelante. 

— El  señor  Avila  está  preso:  se  je  han  guardado  cuantas  con- 
sideraciones merece,  simplemente  se  ie  ha  privado  del  mando  de  esta 
guarnición. 

— Yo  reconozco  el  mérito  de  esta  acción,  dijo  Morelos;  ustedes 
me  acompañarán  á  Chilapa,  donde  los  ocuparé  en  una  misión  más 
importante  que  la  de  permanecer  en  este  sitio  ,  ustedes  tienen  pres- 
tigio y  es  necesario  utilizarlo. 

David  y  Tabares  se  dieron  una  mirada  de  inteligencia,  creyendo 
que  Morelos  había  caido  en  el  garlito. 

— Estamos  á  las  órdenes  de  usted,  mi  general. 

— La  confianza  que  tengo  en  usted  ya  ia  he  probado  en  otra 
ocasión,  enviándoles  á  los  Estados-Unidos,  donde  desgraciadamente  no 
pudo  tener  efecto  ese  plan  ;  pero  yo  los  emplearé  como  lo  ofrezco, 
en  una  escala  muy  superior. 

— Está  bien,  mi  general. 

— Por  ahora,  y  para  cortar  rencillas,  repondremos  al  capitán 
Avila,  dejándole  de  segundo  á  Mayo,  y  nosotros  partiremos  al  ama- 
necer. 

Los  dos  aventureros  creyeron  que  se  les  preparaba  una  era  de 
bonanza,  y  que  más  tarde  podrían  realizar  todos  sus  proyectos. 

El  general  se  dirijió  á  la  choza  donde  estaba  preso  Afila,  dejando 
á  Galeana  al  cuidado  de  Tabares  y  David,  a  quienes  encomendó  á 
una  asidua  vigilancia. 

Luego  que  Avila  se  encontró  en  la  presencia  úel  general,  se  a- 
rrojó  en  sus  brazos  y  lloró  como  un  niño. 

Morelos  lo  amaba  tiernamente,  y  no  pudo  verlo  sin  una  profunda 
emoción. 

— Son  unos  traidores  que  han  abusado  de  mi  franqueza  y  lealtad. 

— Señor,  esos  miserables  quieren  la  muerte  de  usted  y  nuestro 
esterminio  ;  es  necesario  quitarlos  de  enmedio. 

— Silencio,  he  conocido  sus  planes  y  yo  los  atajaré ;  quedas 
desde  este  momento  repuesto  en  el  mando  r  tú  eres  entre  mis  sol- 
dados el  de  más  confianza,  jamás  se  me  ha  ocurrido  una  idea  en  tu 
contra. 

12  —  Los  Insurgentes. 


178  JUAN  A.  MATEOS 


— Gracias,  señor,  esa  es  la  verdad. 

— Es  necesario  tener  calma  y  sangre  fría. 

— Señor,  se  necesita  un  castigo  ejemplar. 

— Está  reservado  á  mi  justicia. 

Avila  inclinó  la  frente  :  tras  aquellas  palabras  adivinaba  algo  a- . 
terrible. 

— ¿Permanecerá  el  general  muchos  días  en  el  Veladero? 

— Salgo  mañana  al  amanecer;  tú  quedas  aquí  hasta  que  yo  pueda 
volver ;  frente  al  castillo,  estarás  como  un  centinela,  porque  esa  for- 
taleza ha  de  caer  en  nuestro  poder,  yo  te  lo  ofrezco. 

Tras  aquella  oferta  había  un  mar  de  sangre. 

— Yo  cumpliré,  como  siempre,  con  las  órdenes  de  mi  general. 

Morelos  sacó  una  hoja  de  su  cartera,  y  escribió  unas  cuantas 
líneas  que  entregó  al  capitán  Avila. 

Pasóse  la  noche  en  dar  disposiciones,  en  decretar  ascensos  para 
los  sufridos  soldados,  y  en  darle  organización  á  la  fuerza. 

Avila  recobró  el  mando,  y  Mayo  fué  nombrado  su  segundo. 

Todos  estaban  admirados  de  la  facilidad  con  que  Morelos  había 
vuelto  al  orden  á  aquella  gente,  y  la  docilidad  con  que  Tabares  y 
David  habían  cedido  á  las  órdenes  del  general. 

Mayo  no  comprendía  el  por  qué  de  su  nombramiento,  y  sentía 
una  vaga  tristeza  :  el  corazón  le  daba  un  aviso   oportuno. 

Amaneció  :  el  cura  dio  un  abrazo  á  sus  amigos,  les  recomendó  la 
obediencia,  les  habló  de  la  patria  con  aquella  elocuencia  que  usaba 
en  casos  extremos,  y  partió  para  Chilapa,  donde  la  noticia  de  la  des- 
titución de  Avila  había  llegado  con  todos  sus  detalles. 

Luego  que  el  general  se  perdió  con  su  tropa  en  las  gargantas  de 
las  montañas,  Avila  sacó  el  papel  y  leyó  estas  terribles  palabras : 

«El  capitán  don  Juan  Avila,  pasará  por  las  armas  al  traidor  Mayo, 
á  las  doce  horas  de  recibida  esta  orden. — Morelos. — Campo  del  Vela- 
dero, á  las  dos  de  la  mañana.» 

— Ya  lo  esperaba,  murmuró  convulsivamente  el  capitán,  y  se 
marchó  á  dar  las  disposiciones  para  la  ejecución,  que  se  verificó  en- 
medio  del  silencio  y  consternación  del  campamento  insurgente. 

V. 

En  Chilapa  se  comentaba  el  lance  del  Veladero  dándole  coloridos 
siniestros,  y  avanzando  hasta  decir  que  era  aquel  movimiento  una 
contrarevolución  ramificada  en  toda  la  Costa. 

Se  creía  que  Morelos  había  caido  en  el  lazo  puesto  por  Tabares, 
y  ya  comenzaba  á  introducirse  entre  los  insurgentes  una  inquietud 
terrible ;  porque  todos  profesaban  un  gran  cariño  á  su  general. 

Los  realistas  cobraban  aliento,  y  enviaron  correos  al  virreinato 
asegurando  la  prisión  de  Morelos,  y  exaj erando,  ó  por  mejor  decir, 
inventando  noticias. 

Cuando  menos  lo  esperaban,  se  presentaron  los  insurgentes  en  la 
plaza,  acompañados  de  los  cabecillas  del  motin. 

Rayaba  en  delirio  el  gusto  y  alborozo  de  la  tropa ;  se  repicó 
hasta  el  aturdimiento,  y  el  general  fué  felicitado  con  entusiasmo 


ÍX)S    INSURGENTE^  179 


Morelos  conservaba  su  continente  severo  :  parecía  altamente  preo- 
cupado. 

— Que  llamen  á  don  Leonardo  Bravo,  dijo  fríamente  á  uno  de  sus 
üyudantes. 

A  poco  se  presentó  aquel  hombre  digno,  á  quien  la  historia  ha 
íonsagrado  sus   homenajes. 

— Estoy  á  Jas  órdenes  de  mi  general. 

— Desearía  dar  algunas,  porque  quiero  estar  en  reposo  después 
le  esa  caminada   tan  pesada. 

— Tiene  usted  razón,    y  debía  descansar  antes  q*ie  todo. 

— Es  que  hay  un   negocio  de  urgencia. 

Ya  escucho,  señor   general. 

— David  y  Tabares  han  cometido  ua  atentado  escandaloso,  des- 
tituyendo á  Avila  y  haciendo  una  contrarevolución  que  Le  atajado 
tiempo  ,  pero  que  hubiera  sido  de  consecuencias  látales  r  esos 
hombres  han  venido  con  nosotros,  deseo  nacer  un  ejempiar  con 
ellos. 

— Uno  de  esos  hombres  es  extranjero,  según  parece- 

— Sí,  y  precisamente  por  esa  ci  rcunstancia  lo  jnigo  mas  oportuno  ; 
hace  tiempo  que  somos  el  escarní  o  de  tanto  miserable  avéntu;ero  que 
pisa  nuestra  tierra,  y  ha  llegado  el  tiempo  de  baceties  saber  cuánto 
calemos  ;  la  sangre  que  se  iba  á  derramar  por  en  causa,  paia  elios 
ao  tiene  precio,   porque  nos  aborr  ecen  por  instinto. 

— Es  verdad  ;  pero  hay  que  hacer  una  reflexiva,  puede  con  esas 
rjecuciones  darse  lugar    á  represalias  sangrientas. 

— Señor  Bravo,  hace  tiempo  que  los  insurgentes  son  fruta  do 
patíbulo. 

— Es  cierto ;  pero  1a  mora  li  dad  debe  estar  siempre  de  nuestro 
lado. 

—  No  debe  llegar  hasta  dejarnos  traicionar  per  nuestros  ene- 
migos. 

— No  quise  decir  tanto. 

—¿Conviene  usted  eu  la  necesidad  de  hacer  desaparecer  á  esos 
miserables? 

— Estoy  de  acuerdo  enteramente. 

— Entonces  no  vacilemos. 

— Señor  general,  dijo  Bravo,  yo  nunca  he  vacilado,  exponía  sim- 
plemente una  opinión. 

— Cesa  ya  nuestra  conferencia  c  orno  amigos,  señor  Bravo,  y  el 
general  va  á  dar  sus  órdenes. 

Levantóse  Bravo,  porque  se  jactaba  de  ser  todo  un  soldado,  y 
prestó  atención  á  las    órdenes  de  Morelos. 

— «Les  dos  individuos  que  han  venido  en  mi  compañía,  llamados 
Tabares  y  David,  y  que  son  los  conspiradores  y  cabecillas  principales 
del  motin  del  Veladero,  serán  degollados  esta  misma  noche  en  un 
sitio  fuera  de  la  ciudad,  procurando  que  la  ejecución  se  verifique  en 
el  mayor  silencio  :  los  cadáveres  serán  sepultados  inmediatamente.» 
— Tenga  usted  por  escrito  la  orden  ;  encargo  á  usted  de  su  ejecución. 

Bravo  tomó  el  papel,  y  saludando  á  Morelos,  se  dirigió  al  apo- 
sento de  los  sentenciados,  que  bebían  alegremente  por  el  feliz  resultado 
de  su  expedición. 


180  JUAN  a.  MATEOi 


VI. 

A  la  media  noche  salían  á  extramuros  de  la  ciudad  Tabares  y 
David,  custodiados  por  una  pequeña  fuerza. 

Los  reos  llevaban  las  manos  atadas  á  la  espalda. 

La  escolta  hizo  alto. 

Nada  se  oía  en  todo  el  campo;  de  la  ciudad  venían  por  in- 
tervalos los  gritos  de  los  centinelas,  y  todo  volvía  á  quedar  en 
silencio. 

Oyéronse  unos  golpes  secos,  acompañados  de  gritos  dolorosos  y 
ahogados...  después  ruido  de  pasos  que  se  alejaban,  y  todo  volvió  á 
sumergirse  en  el  silencio. 

La  ejecución  se  había  hecho  en  la  oscuridad,  como  la  de  los 
conjurados  de  Catilina. 


El  cura  Morelos  se  paseaba  á  lo  largo  de  su  aposento,  detenién- 
dose algunas  veces,  cuando  escuchaba  pasos  por  la  calle. 

Llamaron  á  la  puerta. 

—  ¡Adelante!  gritó  Morelos. 

Bravo  se  presentó  con  la  serenidad  de  un  soldado  que  ha  cum- 
plido con  su  deber. 

— Las  órdenes  del  señor  general  están  cumplidas. 

—Está  bien,  respondió  Morelos,  y  saludó  á  Bravo,  que  se  alejó 
respetuosamente. 

Cuando  el  cura  se  encontró  solo,  sacó  su  rosario  de  la  bolsa,  se 
arrodilló,  y  después  de  rezar  sus  oraciones  en  el  Oficio  Divino,  ae 
etió  en  el  lecho  y  durmió  profundamente. 


CAPITULO  X. 
la  gruía   de   Michapa. 

i. 

En  medio  de  nn  grupo  de  montañas  de  pórfido,  que  se  alzan 
como  fantasmas  en  el  corazón  de  la  Sierra  Madre,  se  encuentra  la 
gruta  de  Michapa. 

Cuentan  las  tradiciones,  que  aquel  sitio  solemnemente  majestuoso, 
es  el  asilo  de  los  genios  tutelares  de  la  montaña. 

En  los  altos  picos  de  las  rocas  se  posan  de  continuo  las  nubes, 
formándose  sobre  ellas  tempestades,  cuyo  trueno  interrumpe  el  perenne 
silencio  de  aquellos  lugares. 

En  el  hueco  de  las  rocas  forman  su  nido  las  águilas  y  los  bui- 
tres, y  se  marcan  en  sus  estrechos  senderos  las  pisadas  del  tigre  y 
del  jaguar. 

Los  altos  pinos  y  gigantescos  cipreses,  coronan  de  verdura  las 
cúspides  elevadas  y  porfíricas  de  las  rocas,  y  los  manantiales  produ- 
cidos por  las  vertientes,  resbalan  sobre  el  musgo  con  rumor  somno- 
liento,  que  apenas  se  escucha  en  el  silencio  de  la  noche. 


103    INSURGENTES  181 


La  gruta  de  Micbapa  es  un  lugar  histórico, ,  como  lo  son  las  Ca- 
tacumbas; ella  le  dio  asilo  á  los  proscritos,  y  bajo  aquellas  bó  vedas 
se  elevaron  plegarias  ardorosas  por  el  triunfo  de  la  libertad  ame- 
ricana. 


Es  de  noche. 

La  luna  está  resplandeciente,  y  ni  una  nube  empaña  el  purísimo 
cristal  del  cielo. 

Las  estrellas  centellan  en  la  bóveda  aznlada,  con  un  fulgor  bellí- 
simo y  el  viento  parece  dormir  entre  los  cedros  de  las  montañas. 

Una  tranquilidad  apacible  reina  en  aquellas  soledades,  com  o  si 
fuese  la  primera  hora  de  la  creación. 

La  luz  de  la  luna  es  centellante,  y  sin  embargo,  los  picos  de 
las  rocas  se  levantan  como  fantasmas  envueltos  en  sus  mortajas  y  co- 
ronados de  cipreses. 

Un  ambiente  impregnado  de  esencia  acaricia  las  fio  res  de  las 
grutas,  perpetuos  incensarios  de  la  montaña. 

Las  rosas  están  abiertas,  y  tiemblan  sobre  sus  hojas  las  gotas  de 
la  lluvia,  como  las  lágrimas  de  las  nubes. 

Todo  es  silencio  y  melancolía. 

Las  yedras  silvestres,  agrupadas  á  las  ramas  de  los  árboles,  for- 
man toldos  de  sombra  y  de  perfume,  donde  apenas  penetran  los 
rayos  apacibles  de  la  luna,  que  parece  fija  é  inmóvil  en  el  centro  de 
los  cielos 

Corren  mansas  las  aguas  plateadas  de  los  arroyos,  jugando  con 
los  visos  de  la  luz  que  se  refleja  en  sus  cristales,  y  murmurando  sua- 
vemente y  deslizándose  en  pequeñas  cascadas,  que  se  deshacen  en  hilos 
trenzados,  hasta  perderse  entre  la  profusión  de  hojas  que  se  inclinan 
eobre  su  cauce. 

¡Todo  es  paz  y  meditación! 

Aquel  sitio  y  aquella  noche  son  de  amor:  el  alma  pertenece  á  la 
soledad;  en  sus  misterios  se  desprende  esa  nube  del  espíritu  que  forma 
el  fantasma  de  an  ensaeño,  la  sombra  de  una  ilusión,  la  imagen  ha- 
lagadora de  un  profundo  cariño!... 

El  corazón  se  onsaacha  en  la  soledad:  parece  que  el  estruendo  y 
el  bullicio  lo  oprimen...  ei  corazón  es  una  planta  del  desierto;  necesita 
estar  circundado  por  el  cielo,  tener  vastos  horizontes  y  vivir  en  el  si- 
lencio del  misterio  y  de  la  abstracción. 

Las  alas  del  alma  necesitan  espacio  para  volar;  por  eso  cuando 
vive  encarcelada  en  nuestro  pecho,  se  deshace  en  suspiros  y  se  exhala 
en  lágrimas  y  sollozos. 

El  alma  es  una  ave,  que  cuando  se  siente  herida  se  remonta  y 
quiere  tocar  el  cielo  con  su  pluma... 

II. 

En  uno  de  los  pequeños  salones  de  la  gruta,  y  cosiendo  á  la  luz 
de  un  mechero,  está  la  hija  desgraciada  del  tío  Blas. 

El  dolor  ha  dejado  huellas  profundas  en   el    semblante    angelical 


182  JUAN  A.   MATEOS 


de  la  joven,  tina  sombra  apacible  vela  sus  vivísimos  ojos,  y  la  palidez 
íie  la  azucena  cubre  su  virginal  semblante. 

Aquella  frente  de  serafín  yace  abatida  como  las  flores  de  la  noche, 
y  los  labios  antes  purpurinos  están  suavemente  descoloridos,  sus  manos 
de  alabastro  están  sobre  el  lienzo  confundiendo  con  él  su  color  blan- 
quísimo. 

Son  las  altas  horas  de  la  noche:  la  familia  hospitalaria  yace  en- 
tregada al  sueño  de  la  proscripción:  nada  se  oye  sino  los  ecos  per- 
didos de  los  pinares,  y  el  manso  murmurar  de  la  cascada. 

Aquel  silencio  es  interrumpido  por  un  silbido  dado  de  una  ma- 
nera particular. 

¡Dios  mío!  exclamó  la  joven,  es  un  sueño...  no,  no  puede  ser;  y 
se  quedó  escuchando  hasta  que  el  silbo  volvió  á  sonar. 

Levantóse  precipitadamente  y  salió  de  la  gruta,  tendió  bu  vista 
buscando  algún  objeto  á  la  claridad  reverberante  de  la  luna. 

De  entre  unos  matorrales  saltó  un  hombre,  y  ee  acercó  á  la 
joven. 

—  ¡Jacinto!  exclamó  la  huérfana. 

—  ¡Hermana  mía!  respondió  la  voz  del  desconocido. 
— Te  vuelvo  á  ver...  te  he  llorado  tanto...  aún  me    queda   algo 

sobre  la  tierra. 

— ¿Qué  dices,  Luz? 

— ¡Que  estoy  sola  en  el  mundo,  enteramente  sola! 

Jacinto  se  pasó  la  mano  por  la  sudorosa  frente,  no  se  atrevía  á 
preguntar  nada. 

¡Jacinto,  continuó  la  joven,  ya  no  tenemos  madre! 

Aquel  hombre  encallecido  en  el  vicio,  sintió  un  dolor  intenso: 
su  madre  lo  había  amado  mucho,  y  se  sentía  en  aquel  momento  aban- 
donado. 

Por  malo  que  fuese,  pagó  con  sus  lágrimas  un  tributo  al  amor 
filial;  pero  aquel  dolor  lo  volvió  mas  sombrío  aún  y  mas  concen- 
trado. 

— Sí,  dijo  Luz,  murió  de  pesadumbre  cuando  se  encontró  viuda 
y  abandonada  por  tí. 

— ¡Soy  un  criminal!  exclamó  Jacinto,  no  merezco  perdón,  he 
asesinado  á  mis  padres;  pero  yo  no  soy  culpable...  ¡el  destino...  el 
destino!... 

— En  medio  de  este  infortunio,  te  queda  el  cariño  de  tu  hermana. 

Jacinto  besó  la  frente  de  Luz  con  profunda  ternura. 

— Sí,  y  tras  este  cariño,  vengo  hoy  arriesgando  la  existencia. 

—  ¿Te  quedarás  conmigo,  no  es  verdad? 

— No,  es  imposible,  yo  pertenezco  á  los  soldados  del  rey. 

— Eso  no  puede  ser,  nuestros  amos,  esos  señores  á  quienes  les 
debemos  tanto,  son  insurgentes,  tú  no  puedes... 

— Es  verdad,  no  hay  r&medio;  pero  no  es  tiempo  ya  de  retro- 
ceder. 

— ¿Sabes  entonces  á  lo  que  te  expones  en  estos  momentos? 

— Sí,  á  perder  la  vida;  ¿y  qué  importa?...  yo  voy  impulsado  por 
la  convicción  de  mi  destino...  tú  ignoras...  no,  ya  lo  sabrás  alguna 
vez...  nuestros  antepasados  han  sido  todos  infelices  porque  Dios  lo  ha 


LOS   INSURGENTES  183 


querido  así...  Luz,  yo  tengo  que  realizar  algo  que  está  fuera  de  mi 
voluntad...  esto  me  desespera. 

— No  comprendo  nada  de  lo  que  dices. 

— Más  tarde...  más  tarde...  ahora  es  necesario  que  te  decidas  á 
partir  conmigo. 

— ¿Y  adonde  me  llevarás?  contestó  la  joven  trémula  de  miedo, 

— Marcharemos  á  México. 

— ¿Abandonar  á  mis  bienhechores? 

—  E»  preciso. 

—  Bien...  les  diré  adiós;  ellos  han  velado  por  mi  desde  mi  niñez... 
¡y  ahora  mi'  hoctandad! 

— Es  necesario  partir  en  silencio,  que  ellos  ignoren  todo. 

—  ¡Imposible? 

—  Esop  señores  pertenecen  á  la  insurgeneia,  y  son  mis  enemigos, 
tá  no  pnedes  permanecer  en  esta  casa  ni  una  hora  más,  á  no  ser  que 
quiera?  verme  asesinar  en  tu  misma  presencia. 

—  Tú  no  les  ecneces,  Jacinto,  ellos  te  aman  como  á  un  hijo. 

— Pero  yo  ios  aterrezco...  les  pagaré  sus  favores    cuando  pueda, 
pero  no  quiero  qce  tú  ]os  sigas  recibiendo. 
— Seiia  nna  ingiatitnd. 
— No  ircpcita 

— jEn  ccmtTfc  <?e  nrestia  madre! 
— Calla,  mDjei    y  partamos. 
— No  tengo  vajcr 
— JPurtamo». 
— ,Eó  una  cine-dad  horrible! 

—  Ya  sao:a  la  'esisccnc^  y  prometí  vencerla. 

—  (Jacinto: 

— Vamos,  no  bay  necesidad  de  reñir,  tú  ignoras  mis  negocios; 
luego  te  convencerás. 

— ¿Pero  no  besarles  la  mano,  sm  regarlas  con  mis  lágrimas? 

—  Evítales  ese  momento,  y  sobre  todo,  no  conviene  que  sepan 
que  estoy  aquí 

—  Yo  se  qne  nada  ma'o  te  pasará. 

Ovóse  nn  ruid^  de  pasos  de  hombres,  que  llegaban  por  la  roca 
cercana. 

—  ¡Demonios...  los  insurgentes!  exclamó  Jacinto  rechinando  los 
dientes,  si  me  ven  soy  perdido. 

— Entra  en  la  grnta 
— Imposible. 

—  Entra    Jacinto 

— No,  adiós,  mañana  en  este  mismo  sitio  nos  veremos,  es  nece- 
sario alejarse  de  estos  lugares  que  son  fatales  para  mí. 

Oprimió  Ja  delicada  mano  de  la  huérfana,  y  se  alejó  perdiéndose 
en  las  sombras  de  los  cipreses. 

III. 

Un  destacamento  de  insurgentes  rondaba  por  los  contornos  do  la 
giuta,  por  mandato  de  Bravo  que  idolatraba  á  su  familia. 
Luz  se  fu©  al  encuentro  de  los  guerrilleros. 


184  JUAN  A.  MATEOS 


— ¡Ola!  señorita  Luz,  ¿usted  despierta  á  estas  horas? 

— Está  la  noche  tan  hermosa. 

—Sí,  muy  linda,  pero  nosotros  queremos  descansar. 

— Pasen  ustedes. 

— ¿No  hay  novedad? 

• — Ninguna. 

— Pues  adelante,  que  hemos  corrido  como  unos  lobos  esas  mon- 
tañas. 

Los  insurgentes  penetraron  en  la  cueva,  se  les  sirvió  de  cenar  y 
se  entregaron  tranquilos  al  sueño. 

Luz  estaba  en  vela  aquella  noche  tan  terrible  para  su  existencia; 
sus  lágrimas  acudían  en  torrentes  á  sus  párpados,  y  el  corazón  se  le 
oprimía  dolorosamente. 

Entregada  á  la  honda  tristeza  de  sus  pensamientos,  no  se  aper- 
cibió de  que  un  hombre  se  había  acercado  hasta  ella. 

Iba  á  dar  un  grito,  pero  reconoció  sin  duda  á  la  persona  que 
tenía  delante,  y  el  susto  se  tornó  en  una  emoción  profunda  de  cariño. 

—  ¡Don  Alfonso! 

— ¡Luz  de  mi  vida! 

Piedra-Santa  estrechó  á  su  corazón  á  la  joven,  que  comenzó  á 
aollozar  con  el  llanto  de  las  tórtolas. 

— ¿Tú  sufres,  vida  mía? 

— Sí,  pero  cuando  estoy  á  tu  lado  me  siento  feliz. 

— Gracias,  Luz,  gracias,  tú  sabes  que  en  mi  vida  de  infortunio 
y  de  peligros,  eres  el  ángel  de  mi  consuelo,  la  virgen  apacible  de  mis 
horas  de  tristeza. 

— ¡Porque  te  amo!  exclamó  la  joven,  y  llevó  sus  labios  ardientes 
á  la  frente  del  guerrillero. 

— ¡Yo  estoy  loco  de  amor  por  tí!  Cuando  me  veo  en  medio  de 
la  muerte,  entre  el  polvo  del  combate,  nada  veo  más  que  tu  imagen 
que  me  sonríe  diciéndome:  lucha,  pelea,  yo  estoy  á  tu  lado  defendién- 
dote con  mi  cariño,  y  yo  lucho  sin  tregua;  porque  sé  que  me  amparas, 
que  tu  espíritu  vá  delante  de  mí  como  la  ejida  del  destino. 

— Don  Alfonso,  tú  le  hablas  á  mi  alma  con  el  lenguaje  del  amor, 
tú  me  dices  palabras  que  jamás  había  escuchado,  por  eso  mí  alma  vuela 
hacia  tí,  y  mi  aliento  vive  del  tuyo,  que  es  mi  vida...  sí,  lloro,  porque 
te  amo;  este  cariño  no  tiene  más  que  lágrimas  de  ternura,  ellas  son 
el  rocío  de  mi  espíritu  sobre  las  flores  de  nuestro  amor...  pensar  en 
tí,  esperar  el  momento  en  que  llegas,  soñar  con  tu  imagen,  ver  el 
sol  que  se  pone  y  la  noche  que  adelanta,  porque  ella  me  trae  estos 
momentos  de  infinita  felicidad  á  mi  existencia...  ¡y  pensar  que  todo 
esto  vá  á  disiparse  como  las  sombras! 

— Habla,  habla  por  compasión,  exclamó  agitado  el  insurgente,  yo 
no  he  comprendido...  no  quiero  comprender. 

— Y  sin  embargo,  es  la  realidad...  esta  noche,  don  Alfonso,  es 
la  última...  la  última  tal  vez  de  nuestros  amores. 

— Repite...  repite  esas  palabras...  yo  estoy  loco...  ¡ten  compasión 
de  mí! 

La  joven  permaneció  en  silencio. 

— Mírame,  prosiguió  el  insurgente  arrodillándose,  mírame  á  tus 
pies,  ten  lástima  de  mí,  siquiera  por  lo  mucho  que  me  has  amado. 


LOS    INSURGENTES  185 


— Mañana,  dijo  con  acento  de  profunda  aflicción,  ya  habré  dejado 
estos  lugares. 

— Pero  eso  no  puede  ser. 

— Nada  me  preguntes...   ¡soy  muy  desgraciada! 

—No  me  desesperes,   ¡por  Dios! 

— Don  Alfonso,  el  destino  nos  separa,  y  yo  no  puedo  contra- 
riarlo. 

— Pero  tú  sabes  que  yo  puedo  seguirte  basta  el  fin  del  mundo, 
que  por  tí  haré  cuantos  sacrificios  estén  al  alcance  de  un  hombre...  ¡sí, 
iré  hasta  la  muerte! 

— Yo  voy  envuelta  en  las  sombras  del  destino...  no  sé  donde  voy, 
ni  que  será  de  mí- 

El  insurgente  comenzó  á  pasearse  á  grandes  pasos,  su  cerebro  se 
fundía  en  un  torrente  de  fuego,  sus  pensamientos  se  extraviaban  delante 
del  misterio  de  aquella  mujer. 

Detúvose  repentinamente  delante  de  Luz,  cruzó  los  brazos  sobre 
su  pecho,  y  arrancando  un  acento  lúgubre  y  sombrío,  dijo  á  la  joven: 

—  ¡Soy  un  hombre  engañado! 

Luz  no  contestó,  las  palabras  se  habían  detenido  en  su  garganta. 

— ¿Por  qué  haberme  echo  soñar  un  porvenir  donde  solo  encon- 
traba la  ingratitud! 

— Eres  injusto  conmigo...  no  sabes  que  el  dolor  está  haciendo 
pedazos  mi  corazón,  y  que  mi  alma  está  devorada  por  la  angustia. 

— ¿Entonces  por  qué  atormentarnos? 

— Pues  bien,  tú  sabes  que  soy  huérfana,  sin  mas  abrigo  que  esta 
noble  y  generosa  familia...  hace  un  momento  que  mi  hermano,  á  quien 
lloraba  muerto,  se  ha  presentado  aquí,  y... 

— Comprendo  lo  horrible  de  mi  suerte... 

— No,  es  mas  horrible  todavía;  mi  hermano,  por  no  sé  qué  cir- 
cunstancia se  ha  filiado  con  los  realistas:  esto  arroja  entre  nosotros 
su  odio  y  su  resentimiento. 

— ¿Y  qué  importa  si  tú  me  amas? 

— Para  mí  nada,  para  él  todo. 

— Dime  adonde  está  tu  hermano...  quiero  verle,  hablarle,  decirle 
que  te  amo  y  que  seré  tu  esposo. 

— Mañana  en  este  sitio  le  encontrarás,  es  mi  última  esperanza. 

— El  consentirá... 

—  ¡Nunca!  exclamó  una  voz  que  resonó  con  el  timbre  de  la  deses- 
peración y  de  la  venganza. 

— ¡Mi  hermano!  dijo  la  joven,  y  cayó  sin  sentido  á  los  pies  de 
don  Alfonso. 

— Caballero,  dijo  el  insurgente,  ya  lo  ba  oido  usted,  su  hermana 
me  ama,  y  yo  deseo  ser  su  esposo. 

— Yo  he  jurado  eterna  guerra  á  los  insurgentes:'  entre  nosotros 
no  puede  haber  sino  sangre. 

— Nuestra  personalidad  puede  ser  una  excepción. 

—  ¡No,  por  mi  vida!  sería  necesario  que  usted  me  matase  para 
lograr  su  objeto.    , 

— Es  que  á  mí  no  me  anima  ese  rencor. 
— La  sangre  de  mi  padre  necesita  venganza, 


186  JUAN  A.   MATEOS 


— Los  realistas  lo  asesinaron. 

— Usted  no  puede  comprender  ese  misterio,  y  á  mí  me  importa 
eservarle. 

— ¿Y  si  yo  me  opusiera  á  que  usted  se  llevara  á  LuzT 

— Entonces  te  mataría,  dijo  Jacinto,  y  sin  dar  tiempo  á  don  Al- 
fonso de  defenderse,  le  tiró  un  pistoletazo  á  quema  ropa. 

El  insurgente  vaciló  un  instante,  y  cavó  después  revolcándose  en 
su  sangre. 

Jacinto  tomó  en  bus  brazos  á  Luz,  y  desapareció  en  la  fragosidad 
de  la  montaña. 


CAPITULO  XI. 

De  la  conspiración  tramada  contra  8a  Excelencia  el  lirrey 

Don  Francisco  Javier  Venegas. 

I. 

Nos  trasladamos  á  la  nobilísima  ciudad  de  México,  y  estamos  en 
el  2  de  Agosto  del  año  de  gracia  de  1811. 

En  uno  de  los  callejones  más  apartados  de  la  ciudad,  que  lleva  por 
nombre  La  Polilla,  y  está  situado  en  la  parte  Sur  de  la  población, 
estaba  la  casa  de  don  Antonio  Rodríguez  Dongo,  donde  se  recibía  esa 
noche  memorable  á  los  conjurados. 

Fray  Juan  Nepomuceno  Castro  y  otros  dos  hermanos  de  la  orden 
estaban  en  la  junta,  el  licenciado  don  Antonio  Ferrer,  alma  de  aquella 
conspiración,  un  cabo  del  regimiento  del  Comercio,  Ignacio  Cataño,  y 
otra  porción  de  individuos  que  se  registran  en  Jas  páginas  del  célebre 
proceso. 

Luego  que  todos  los  conjurados  se  encontraron  reunidos,  fray 
Juan  tomó  un  crucifijo,  y  recibió  juramento  de  no  revelar  ni  ana  sola 
palabra  de  cuanto  iba  á  pasar  en  la  sesión. 

Todos  juraron  silencio. 

El  licenciado  Ferrer  tomó  la  palabra. 

— Señores,  se  trata  de  consumar  la  revolución  iniciada  por  Hi- 
dalgo, y  á  la  que  ha  dado  tanto  ser  el  cura  Morelos,  vencedor  en 
cien  encuentros,  y  que  á  esta  hora  se  dirije  sobre  la  capital  con  su 
ejército.  Si  hace  un  año  hubiéramos  hecho  un  solo  esfuerzo,  los  in- 
surgentes se  apoderan  de  México,  y  ya  seríamos  independientes. 

Aquella  época  de  vergüenza  para  nosotros,  que  vimos  con  los 
brazos  cruzados  sacrificar  á  nuestros  hermanos,  ha  pasado'  toca  reha- 
bilitarnos ante  la  revolución  y  ante  la  patria. 

Un  aplauso  unánime  resonó  en  todo  el  salón. 

— He  recibido  esta  mañana  unos  pliegos  del  general  Morelos,  in- 
vitándonos á  romper  este  yugo  ignominioso;  el  coronel  insurgente  don  Al- 
fonso Piedra-Santa  es  el  emisario  que  ha  penetrado  furtivamente  en 
la  capital. 

— ¡Rayo  de  Dios!  dijo  uno  de  los  conjurados,  ¡ese  hombre  aquí! 


L03   INSURGENTES  187 


Aquella  exclamación  fué  recibida  como  un  rasgo  de  entusiasmo. 

—  No  se  trata  ahora,  continuó  Ferrer,  de  librar  una  batalla,  sino 
de  apoderarnos  de  la  persona  del  virrey  y  hacerle  firmar  su  abdiea- 
cación,  entregándole  el  gobierno  al  general  Rayón,  nombrado  presi- 
dente de  la  junta  instalada  en  Zitácuaro. 

— ¿Cuál  es  el  plan?  preguntó  con  avidez  uno  de  los  conjurados. 

— La  combinación  es  muy  sencilla:  el  virrey  sale  diariamente, 
entre  cuatro  y  cinco  de  la  tarde,  al  paseo  de  la  Viga;  no  le  acom- 
pañan sino  unos  cuantos  dragones,  á  quienes  pondremos  en  fuga  al 
primer  disparo. 

— ¿Y  la  guarnición?  insistió  el  conjurado,  ¿qué  hará  al  saber  la 
aprehensión  de  Venegas? 

Alzóse    entonces    Cataño,  y  dijo  con  voz  sonora: 

— Yo  respondo  del  batallón  del  Comercio:  cuento  con  todos  mis 
amigos,  y  ya  es  un  negocio  arreglado;  la  fuerza  que  queda  en  la  plaza  se- 
guirá el  movimiento,  y  si  no  pelearemos  hasta  morir. 

Las  palabras  de  Cataño  fueron  acogidas  con  entusiasmo. 

— Bien,  continuó  el  hombre  que  se  empeñaba  en  saber  hasta  el 
último  detalle  ¿y  quién  se  encargará  de  la  empresa? 

Levantóse  á  su  vez  Kafael  Mendoza,  hombre  atrevido  y  de  valor 
indomable,  y  exclamó  con  acento  siniestro: 

—  ¡Yo! 

— ¿Y  con  qué  elementos  cuenta  usted  para  ese  lance? 

— Cuento  con  José  María  González,  que  tiene  ya  dispuesta  su 
gente  para  arrojarse  sobre  la  guardia  de  la  Acordada,  y  con  Mariano 
Hernández,  que  me  acompañará  á  la  aprehensión  de  Venegas.  Creo 
que  no  se  necesita  más. 

Púsose  á  discusión  el  plan,  que  fué  aceptado  por  todos  los  con- 
jurados. 

Fray  Juan,  que  quería  elevar  á  la  altura  de  un  asunto  sagrado 
aquel  negocio,  exhortó  á  los  conspiradores  á  no  desistir  de  la  empresa, 
bendíjoles  con  la  fe  de  un  sacerdote,  y  la  cita  quedó  concertada  para 
el  siguiente  día,  á  las  cinco  de  la  tarde,  en  el  paseo  de  la   Viga. 

n. 

Hemos  visto  á  uno  de  los  conspiradores  enterarse  con  ansiedad 
de  toda  la  combinación,  y  nuestros  lectores  seguramente  lo  habrán  de- 
clarado sospechoso. 

Efectivamente,  aquel  hombre  salió  de  la  casa  de  Dongo,  y  se  di- 
rigió á  la  de  su  habitación,  que  estaba  situada  en  la  calle  del  Amor 
de  Dios. 

Era  una  casa  entresolada  y  sombría,  apenas  amueblada,  parecía 
más  bien  un  calabozo. 

Entróse  el  conjurado  hasta  la  última  pieza,  donde  había  una  pe- 
queña lámpara  encendida  frente  al  cuadro  de  una  Dolorosa. 

— ¡Luz!   ¡Luz! 

— ¡Hermano!  contestó  la  joven  despertando  sobresaltada. 

— ¿Te  has  dormido? 

— La  soledad.,,  la  noche,., 


188  JUAN   A.    MATEOS 


— Tienes  razón,  ya  es  tarde,  van  á  dar  las  once. 

— Te  veo  preocupado,  ¿qué  tienes? 

—Nada... 

— Es  que  tus  ojos  han  tomado  un  tinte  siniestro. 

— ¡Luz!  gritó  Jacinto,  á  quien  habrán  reconocido  nuestros  lectores, 
tú  me  ocultas  algo. 

— ¿Yo?  dijo  asustada  la  joven. 

— No  sabes  que  soy  terrible  en  mis  venganzas,  y  juegas  eon  el 
rayo. 

— ¡Jacinto!   ¡Jacinto!  exclamó  la  joven  arrodillándose. 

— Vamos,  levanta...  dimej  pero  cuidado  con  mentir...  ¿has  visto 
á  Piedra-Santa? 

Una  lividez  mortal  apareció  en  el  rostro  de  Luz;  su  hermano  le 
avisaba  de  la  llegada  de  su  amante,  aquella  era  una  felicidad  in- 
mensa. 

Después  de  un  momento  de  silencio,  contestó  con  la  seguridad  de 
quien  no  miente: 

— Jacinto,  no  le  he  visto. 

— Ese  miserable  ha  traído  unos  pliegos  del  cura  Morelos...  yo  le 
atajaré  en  su  camino. 

— Pero  hermano,  ¿dime  qué  ofensa  te  ha  hecho  don  Alfonso  para 
que  así  lo  aborrezcas? 

— Óyeme,  Luz,  yo  aborrezco  á  los  insurgentes...  ese  es  mi  secreto... 
y  cuando  yo  pensaba  que  entre  ellos  y  yo  no  había  más  que  sangre  y 
venganza,  se  atraviesa  tu  amor  como  una  maldición...  ¡imposible!... 
¡imposible! 

Luz  inclinó  la  cabeza,  y  empezó  á  llorar  con  amargura. 

— He  ofrecido,  continuó  Jacinto,  contrariar  mi  destino,  y  lo  lo- 
graré al  fin... 

Acercóse  á  la  mesa,  escribió  algunos  renglones  en  un  cuarterón  de 
papel,  se  lo  puso  después  en  la  cartera,  y  se  salió  de  la  casa  sin 
despedirse  de  su  hermana. 

Atravesó  la  calle  de  Santa  Inés,  siguió  por  el  costado  de  Pala- 
cio, volvió  á  la  izquierda,  y  entróse  por  la  puerta  principal  de  aquella 
estancia  de  los  virreyes. 

Subió  la  escalera,  habló  al  oido  algunas  palabras  al  oficial  de 
guardias,  y  penetró  en  la  cámara  de  Venegas. 

ni. 

Luego  que  Jacinto  abandonó  su  casa,  un  embozado  que  estaba  en 
el  dintel  de  un  zaguán  en  la  acera  del  frente,  cruzó  la  calle  y  dio  tres 
toques  á  la  ventana. 

— ¡El  es!  exclamó  Luz,  y  abrió  la  madera,  que  apenas  crujió  al 
dar  paso  á  la  joven,  que  se  puso  á  la  reja. 

— ¡Al  fin  te  encuentro!  dijo  con  honda  ternura  don  Alfonso. 

— Sí,  aquí  estoy,  y  tuya  como  siempre,  siempre  tuya. 

— He  pasado  tanto  tiempo  sin  verte,  sin  oir  tu  voz,  sin  abrasarme 
en  el  fuego  de  tu  aliento,  que  mi  espíritu  se  ha  agostado,  como  las 
flores   euando    el   sol  les  niega  sus  rayos  y  la  aurora  sus  lágrimas!... 


LOS   INSURGENTES  189 


pero  no  te  he  olvidado  un  solo  instante:  he  pensado  contigo,  he  so- 
ñado, y  tu  imagen  no  me  ha  abandonado  un  solo  momento...  porque 
yo  te  amo  con  delirio,  con  idolatría! 

— Don  Alfonso,  tú  me  ejnloqueces...  mira  en  mi  semblante  las 
huellas  de  un  llanto  continuo...  desde  aquella  noche  en  que  caíste  atra- 
vesado por  el  plomo,  te  lloro  muerto  é  invoco  tu  espíritu...  hace  un 
instante  mi  hermano  me  ha  dicho  que  vivías...  yo  sabía  que  vendrías 
á  mi  encuentro:  he  sentido  tus  pasos  en  mi  corazón...  ¡Dios  mío!  estás 
á  mi  lado,  y  yo  no  he  muerto  de  placer! 

Don  Alfonso  tomó  aquellas  manos  que  acariciaban  su  fr  ente,  y 
las  besó  mil  veces  en  la  excitación  ardiente  de  su  cariño. 

Hay  momentos  en  que  las  palabras  se  agotan,  porque  son  impo- 
tentes para  expresar  los  sentimientos  del  alma;  entonces  los  rayos  del 
corazón  se  desprenden  al  través  del  pecho,  y  se  deshacen  en  una  mi- 
rada de  pasión  que  nos  hace  estremecer  como  un  soplo  de  aire  á  las 
ramas  de  los  árboles. 

El  aliento  de  fuego,  la  palpitación  del  seno,  la  languidez  del  sem- 
blante, todo  revela  la  trasformación  del  espíritu  en  una  emanación 
purísima  de  la  divinidad;  porque  la  hora  de  un  amor  santo  es  la  hora 
del  bien:  parece  desprenderse  el  alma  del  barro,  sublimarse  en  el 
éxtasis  de  los  ángeles,  acercarse  á  Dios  en  vuelo  manso  y  apacible  á 
través  de  esa  bóveda  azul  que  nos  rodea! 

¡Amar!...  ¡resplandecer!...  iluminar  el  cielo  oscuro  de  la  existen- 
cia con  esa  aurora  boreal  del  corazón;  tender  pabellones  de  fuego  so- 
bre el  horizonte  de  la  vida;  sentirse  extraño  á  las  miserias  humanas; 
tornarse  en  aroma,  en  luz,  en  incienso,  en  rocío;  estender  las  alas  del 
pensamiento;  ensancharse  como  un  suspiro  dentro  del  seno,  y  ceñirse 
de  esa  aureola  que  se  llama  amor  en  el  idioma  de  los  serafines,  es 
vivir  en  un  momento  una  eternidad,  apurar  en  una  sola  gota  todo  el 
bálsamo  de  la  existencia  en  su  encadenamiento  con  el  cielo!.., 

Aquellos  dos  seres  habían  nacido  para  amarse,  y  entraban  en  la 
predestinación  del  infortunio. 

La  pobre  niña  no  había  sentido  jamás  lo  que  era  amar  antes  de 
conocer  al  insurgente,  y  aquel  hombre  había  mantenido  en  reposo  el 
mar  de  sus  pasiones,  encadenando  las  olas  que  amenazaban  devorarle, 
hasta  que  Dios  le  puso  delante  á  aquella  criatura  como  la  cifra  de  su 
destino. 

Don  Alfonso  amaba  con  idolatría,  el  amor  tomaba  posesión  de 
aquel  pecho,  para  no  desarraigarse  sino  con  el  último  aliento. 

— Habíame,  decía  la  joven,  habíame,  para  convencerme  de  que  no 
sueño. 

— No,  respondía  don  Alfonso,  no  es  una  quimera:  toco  tus  manos, 
beso  tu  preciosa  frente  como  en  aquellas  noches  de  dulzura  y  melan- 
colía que  pasábamos  en  las  sombras  de  la  gruta...  ¿lo  recuerdas?... 
allí  te  encontré  recogiendo  las  flores  de  la  montaña,  y  te  conté  mis 
amores,  ¿no  es  verdad?...  tú  estabas  trémula,  agitada;  yo  te  veía  con 
pasión,  porque  te  amaba  desde  que  te  conocí...  tú  me  escuchabas  con 
¿a  timidez  de  la  tórtola;  ¡qué  hermosa  estabas!...  yo  esperaba  de  tus 
labios  una  palabra  de  compasión,..  Dios  mío,  ¡qué  felicidad!...  te 
acercaste  á  mí^reclinaste  tu  frente  sob.r«  mi  corazón  y   lloraste,    sí, 


190  JUAN  A.   MATEOS 


lloraste:  nuestro  amor  comenzó  con  lágrimas,  como  la  mañana  con  el 
rocío. 

— Sigue,  sigue,  decía  Luz;  la  memoria  de  esa  noche  es  mi  tesoro. 

— Desdo  entonces  yo  he  sido  feliz,  muy  feliz...  me  parece  todavía 
respirar  el  aroma  purísimo  de  aquellas  flores,  y  escuchar  el  agua  que 
corría  á  nuestros  pies  entre  las  hojas...  me  parecían  tan  cortas  las 
horas!... 

— Ahora  todo  es  tristeza,  respondió  Luz,  y  dos  lágrimas  se  despren- 
dieron á  lo  largo  de  sus  pestañas. 

Embebecidos  los  amantes  en  el  mundo  de  sus  recuerdos,  no  per- 
cibieron que  un  grupo  de  embozados  se  acercaba  entre  las  sombras 
hasta  rodear  la  ventana. 

— ¿El  coronel  Piedra-Santa?  diio  uno  de  los  embozados. 

— Yo  soy,  contestó  don  Alfonso. 

—  Os  intimo  prisión  en  nombre  del  rey. 

Luz  temblaba,  asida  á  las  rejas  de  la  ventana. 

— Estoy  á  las  órdenes  de  usted. 

— Pues  adelante. 

Don  Alfonso  se  puso  entre  el  grupo,  y  sin  hablar  otra  palabra 
se  dejó  conducir  paso  adelante. 

Una  carcajada  siniestra  como  el  graznido  del  buho,  se  dejó  oir 
junto  á  la  ventana  donde  yacía  la  joven  inmóvil  y  silenciosa  como  la 
virgen  del  dolo*' 

IV, 

Jacinto  había  denunciado  la  conspiración,  y  Venegas  lleno  de 
espanto,  mandó  aprehender  á  los  conjurados,  que  cayeron  en  su  ma- 
yor parte  en  manos  de  sus  verdugos. 

Dice  la  historia  de  aquellos  días  de  opresión  y  vasallaje,  que 
grande  sobresalto  causó  en  la  ciudad  el  descubrimiento  de  la  conspi- 
ración, aumentándose  el  terror  del  riesgo  que  se  había  corrido,  con  el 
aparato  del  acuartelamiento  de  las  tropas,  apresto  de  artillería  y  pa- 
trullas frecuentes  en  los  barrios. 

El  virrey  anunció  por  un  proclama  todo  lo  ocurrido,  tratando  en 
la  misma  de  calmar  la  inquietud  causada  por  las  medidas  precauto- 
rias que  se  habían  tomado. 

Los  comandantes  de  los  cuerpos  que  guarnecían  la  capital,  se 
apresuraron  á  manifestarle  la  confianza  con  que  podía  contar  con  la 
tropa,  siendo  notable  el  oficio  del  coronel  del  Comercio,  don  Joaquín 
Collo,  en  que  decía;  «que  con  los  ciento  cincuenta  granaderos  de  su 
cuerpo,  formados  delante  del  Palacio,  no  habría  quien  se  atreviese  á 
asomarse  á  él,  ni  aun  á  mirarlo.» 

Todas  las  autoridades,  todas  las  corporaciones  civiles  y  religiosas 
de  dentro  y  fuera  de  la  capital,  protestaron  á  Venegas  su  adhesión; 
el  cabildo  eclesiástico  de  México  hizo  celebrar  una  solemne  función  de 
acción  de  gracias,  por  haberse  descubierto  la  conspiración.  A  su  imi- 
tación, hizo  lo  mismo  el  de  la  Colegiata  de  Guadalupe  y  demás  ca- 
tedrales. 


103   INSURGENTES  191 


El  consulado  puso  á  disposición  del  virrey  dos  mil  pesos,  para 
gratificar  al  que  había  dado  el  primer  aviso,  ofreciendo  cinco  mil  para 
los  que  en  lo  de  adelante  denunciasen  las  tramas  de  igual  naturaleza 
que  se  formasen;  y  el  ayuntamiento  de  México,  excediendo  á  todos  los 
demás  cuerpos  en  sus  protestas  de  fidelidad  al  soberano  y  adhesión 
al  virrey,  no  solo  fué  una  de  las  primeras  corporaciones  que  felicitó 
á  este,  por  medio  de  una  comisión  en  la  mañana  misma  del  día  tres, 
sino  que  acordó  se  esculpiesen  en  piedra  dos  inscripciones,  en  latín  y 
castellano,  que  recordasen  el  suceso,  y  se  fijasen  á  la  fachada  de  las 
casas  municipales. 

Los  presos  estaban  irremisiblemente  sentenciados. 

Los  españoles  estaban  terribles  :  esparcióse  la  noticia  de  que  el 
lie  enciado  Ferrer  sería  sentenciado  á  deportación,  y  en  tumulto  se 
dirigieron  al  Palacio,  donde  obtuvieron  del  virrey  la  promesa  de  que 
si  la  sala  del  crimen  no  condenaba  al  reo  á  la  pena  capital  él  lo  ma- 
taría para  tranquilizar  los  ánimos. 

El  27  de  agosto  se  notificó  á  los  reos  la  sentencia  de  muerte  : 
el  licenciado  Ferrer  se  desplomó  sobre  el  suelo,  rompiendo  con  su 
cabeza  las  hojas  de  la  causa;  así  sa  conserva  aún  en  nuestros  ar- 
chivos. 

Cayetano  Ayala,  Dongo  y  los  demás  conjurados,  oyeron  impa- 
sibles aquella  fatal  sentencia,  ni  aún  se  inmutaron  cuando  el  escribano 
se  las  dio  á  besar.  ¡¡ 

Al  insurgente  Piedra-Santa,  no  lo  consideraron  digno  ni  aún  do 
escuchar  su  sentencia. 

Los  frailes  salieron  desterrados  para  la  Habana,  y  fray  Juan  Ne- 
pomuceno  Castro  murió  en  los  calabozos  de  San  Juan  de  Ulúa. 

V. 

El  insurgente  Piedra-Santa  estaba  en  un  calabozo  de  la  Inquisición: 
nada  se  le  había  permitido,  así  es  que  estaba  acostado  sobre  las  losas 
húmedas,  esperando  el  momento  en  que  debían  hacerle  saber  su  sen- 
tencia. 

Mería  tranquilo,  porque  sabía  que  quedaba  en  la  tierra  una  al- 
ma que  lo  llorase:  este  consuelo  esparce  un  perfume  de  tranquilidad 
en  las  últimas  horas  de  la  existencia. 

Aquella  terrible  situación  no  inquietaba  como  debiera  el  ánimo 
esforzado  del  insurgente;  sabía  que  al  tomar  las  armas,  tarde  ó  tem- 
prano su  destino  era  morir,  y  estaba  resignado. 

A  fuerza  de  pensar  se  había  quedado  profundamente  dormido, 
como  tantas  veces  en  las  piedras  de  las  montañas  y  al  raso  de  una 
noche  de  tempestad. 

En  el  cuerpo  de  guardia  los  oficiales  jugaban  á  los  albures  su 
prorateo. 

— Querido  ya  estás  empeñado  hasta  el  mes  de  Setiembre. 

— No  importa;  aún  puedo  apostar  mis  alcances. 

— Eso  sería   abusar. 

— Puede  que  cambie  la  suerte. 

— Pues  sigamos. 


192  JUAN  A.   MATEOS 


El  desgraciado  capitán  estaba  de  malas,  y  perdió  gas  billetes  de 
alcance. 

— Espérense  un  cuarto  de  hora;  traigo  quinientos  duros,  vere- 
mos  si  me  los  ganan. 

— Te  esperamos,  respondieron  á  una  voz  los  camaradas. 

— Ese  demonio  vá  á  traerse  la  caja  del  cuerpo. 

— Como  que  es  nuestro  pagador;  pero  eso  sí,  se  ha  portado  como 
un  hombre,  no  ha  echado  mano  de  la  caía  hasta  no  perder  el  último 
peso. 

— Es  un  guapo  chico. 

— Pasóse  un  cuarto  de  hora  fumando  y  charlando,  hasta  que  el 
capitán  llamado  Santa-María  entró  con  las  monedas. 

— Ya  estoy  aquí,  nos  batiremos  cuerpo  á  cuerpo. 

— Aceptado  el  reto. 

— Pues  á  ello,  yo  pongo  la  banca. 

— Si  se  ha  de  creer  en  supersticiones,  dijo  un  oficial,  mi  capitán 
está  de  malas,  ya  las  cartas  le  volvieron  la  espalda. 

— Es  que  este  rey  viene. 

— Apuesto  al  caballo. 

— Demonio,  el  caballo  en  puerta. 

— Lo  dicho,  está  de  malas. 

—  ¡No  importa,  adelante  con  dos  mil  diablos! 

Siguió  el  juego,  y  Santa-María  perdió  los  haberes  del  regimiento. 

Luego  que  desapareció  la  plata,  aquel  hombre  comenzó  á  re- 
flexionar sobre  su  situación,  que  traía  consigo  la  degradación,  el 
destierro,  la  vergüenza  y  la  muerte  en  el  porvenir. 

Abismado  en  este  océano  borrascoso  de  ideas  estaba  abstraído, 
cuando  su  asistente  le  dijo  al  oido:  una  señora  quiere  hablar  con  el 
señor  capitán. 

Levantóse  maquinalmente,  y  salió  á  la  calle. 

Una  dama  perfectamente  tapada  lo  estaba   esperando. 

El  capitán  conoció  que  era  una  gran  señora. 

— Deseo  saber  en  qué  puedo  servir  la  señora. 

— Es  un  negocio,  señor  capitán,  muy  arduo,  y  que  'sin  embargo 
es  necesario  resolver  ahora  mismo. 

— Ya  tengo  el  honor  de  escuchar. 

— El  señor  capitán  acaba  de  perder  sus  haberes. 

—Es  cierto. 

—Eso  importa  poco,  pero  ha  seguido  con    los    de  su  regimiento. 

— Sí,  y  es  horroroso  lo  que  me  espera. 

—Pues  bien,  yo  os  traigo  el  duplo  de  lo  que  habéis  perdido. 

—¿Pero  qué  objeto?... 

— Me  daréis  la  revancha. 

— Estoy  pronto. 

— Esta  tarde  ha  sido  sentenciado  á  la  última  pena  un  insurgente 
cuya  guarda  está  confiada... 

— A  mi  lealtad  de  soldado. 

— Necesita  la  libertad  de  ese  hombre. 

— Es  imposible,  mi  honor  me  lo  prohibe. 

— ¿Se  olvida  el  señor  capitán  que  su  honor  lo  ha  perdido  en  una 
carta  hace  un  momento? 


Aquella  mujer  impía,  azotada  por  la  cólera  de  Dios, 
lanzó  la  criatura  al  abismo,  y  lanzó  carcajadas  estri- 
dentes,... 


LOS  INSURGENTES-13. 


Gap  8P-1I. 
Viva  la  América 


LOS   IN8 URGENTES  193 


SaDta-María  guardó  silencio. 

—Entre  la  faga  de  un  reo  qae  paede  atribuirse  á  un  descuido,  á 
una  circunstancia  irreparada,  y  la  acción  infame  de  robar  los  fondos 
del  rey  para  despilfarrarlos  en  una  mesa  de  juego,  diga  usted  capitán 
lo  que  prefiere. 

—La  muerte  por  la  fuga  del  reo,  y  no  la  deshonra,  exclamó  el 
capitán. 

—Bien,  dijo  la  dama,  sois  todo  un  caballero,  tomad  esta  sortija, 
os  poede  servir  alguna  vez,  aquí  está  esta  bolsa  con  cien  onzas  de 
oro,  cuidado  con  buscar  la  revancha. 

— El  capitán  tomó  lleno  de  vergüenza  la  bolsa  con  el  oro,  y  se 
dirijió  al  calabozo  de  Piedra-Santa  llevando  un  traje  completo  de 
soldado 

— Ea,  despierte  usted. 

— ¿Ya  es  hora? 

— ¡Demonio!  no  hay  que  hablar,  póngase  usted  este  uniforme,  y 
sígame. 

Piedra-Santa  comprendió  en  el  acto,  se  calzó  el  vestido,  y  tol 
mando  un  aire  marcial,  siguió  al  capitán  hasta  la  calle,  donde  lo  es- 
peraba la  dama- 

— Adiós  señora,  dijo  Santa-María. 

—  No  os  olvidéis  de  la  sortija,  contestó  la  tapada,  que  seguida 
de  don  Alfonso  se  perdió  á  lo  largo  de  la  calle 

VI. 

El  25  de  Agosto  de  1811,  se  levantó  un  magnífico  cadalso  en  la 
plazuela  de  NecaUÜan,  el  tablado  estaba  forrado  de  paño  negro. 

Aquel  lugar  era  el  señalado  para  las  ejecuciones. 

Una  doble  hilera  de  soldados  eerraba  el  frente  y  costados  del 
patíbulo,  y  se  estendía  á  una  gran  distancia  en  ia  calle,  por  donde 
afluía  una  gran  cantidad  de  pueblo  cunoao  de  presenciar  ese  espec- 
táculo de  sangre. 

A  las  diez  de  la  mañana  aparecieron  ios  sentenciados,  precedidos 
¡de  una  pieza  de  artillería  dispuesta  á  ametrallar  á  la  niciUmd,  caso 
de  un  desorden. 

Todos  veían  con  espanto  ese  solemne  aparato,  ostentación  mi 
serable  de  crueldad  y  de  injusticia. 

El  cabo  Cataño  había  probado  que  pertenecía  á  una  familia 
noble,  y  reclamó  las  distinciones  de  su  rango  en  sus  últimos  mo- 
mentos. 

El  licenciado  Ferrer  venía  montado  en  una  muía  coa  gualdrapa 
negra,  y  los  otros  sentenciados  á  pie  entre  la  tropa. 

Los  frailes  venían  exortándolos,  y  los  devotos  y  hermanos  de  co- 
fradía rezando  en  alta  voz  como  si  se  tratara  de  un  auto  de  fe 

Ferrer  y  Cataño  llevaban  sacos  verdes,  y  los  demás  reos,  blancos 
y  con  cruces  coloradas. 

Ascendieron  aquellos  hombres  las  gradas  del  cadalso  v...  el  ver- 
dugo hizo  su  fatal  maniobra. 

13  —  Los  Insurgentes. 


194  iv ux  k.  Miraos 


Un  grito  se  exbaló  de  aquella  multitud;  era  el  gemido  del  pue- 
blo, que  veía  expirar  en  el  cabalso  á  unos  de  tantos  mártires  de  la 
independencia  mexicana. 

Los  cadáveres  quedaron  expuestos  á  la  espectación  pública,  los 
de  Ferrer  y  Cataño  permanecieron  sentados,  los  demás  quedaron  sus- 
pendidos de  una  cuerda. 

Unos  bacbonos  do  cera  chisporroteaban  delante  de  los  ajusticia- 
dos, como  las  antorchas  del  patriotismo  delante  de  las  cenizas  reve- 
rendas de  sus  apóstoles. 

yn. 

Desde  un  ángulo  de  la  plaza,  y  recatándose  á  las  miradas  del  pueblo, 
un  hombre  había  presenciado  las  ejecuciones  con  una  ansiedad  horrible. 

Con  las  miradas  llenas  de  avidez,  buscaba  una  víctima  conocida 
entre  aquellas  señaladas  por  el  verdugo. 

Cuando  se  convenció  de  que  no  estaba  lo  que  en  vano  se  afa- 
naba por  buscar,  lanzó  una  terrible  maldición,  y  abriéndose  paso 
por  entro  la  multitud,  se  echó  á  correr  como  un  demente  por  las  calles. 

Llegó  el  desgraciado  á  la  del  Amor  de  Dios,  empujó  las  pesadas 
maderas  del  zaguán,  y  se  entró  lleno  de  ansiedad  á  los  aposentos... 
todo  estaba  desierto. 

—  ¡Dios  mío!  exclamó  con  desesperación,  ella...  ella  lo  ha  sal- 
vado... el  destino...  la  maldición  de  Dios! 

Después  llevó  las  manos  á  su  pecho,  buscó  el  escapulario  donde 
llevaba  guardada  la  esmeralda  que  le  había  legado  su  padre  como  única 
herencia,  y  no  la  encontró. 

Recordó  entonces  que  había  colgado  el  amuleto  á  la  cabecera  de 
su  cama,  lo  buscó  entonces  con  mas  ahinco,  revolvió  los  muebles  de 
la  estancia  sin  lograr  su  objeto. 

—  ¡Mi  esmeralda!  ¡mi  esmeralda'  gritaba  como  un  loco  ¿quién  me 
ha  robado  esa  prenda  de  venganza? 

Después  serenándose  un  tanto,  dijo  r 

— No  importa,  mientras  yo  aliente,  la  predicción  no  puede  cum- 
plirse, y  yo  vivo,  y  viviré ;  porque  le  sirvo  al  porvenir. 

Dirijióse  á  la  mesa  donde  tenía  guardados  los  mil  pesos,  premio 
de  su  traición...  también  habían  desaparecido,  con  ellos  se  había  com- 
prado la  libertad  do  Piedra-  Santa ;   ¡terrible  coincidencia! 

Jacinto  sentía  extraviar  su  cerebro  y  perderse  en  el  mundo  de  lo 
irrealizable. 

— Es  necesario  estar  sereno  para  meditar  mi  venganza...  ese 
hombre  ha  huiuo  con  Luz,.,  me  ha  deshonrado...  bien...  yo  le  cobraré 
estos  momentos  de  amargura  y  lavaré  la  mancha  que  me  arroja  á  la 
frente.,,  va  eeicy  tranquilo...  Satanás  me  ayuda...  yo  soy  el  último 
vastago  de  esa  trágica  familia  que  ha  dejado  su  nombre  escrito  con 
sangre  en  seis  generaciones...  parece  que  llegamos  al  fin...  esconda- 
monos  en  la  tumba  con  la  dignidad  de  nuestros  antepasados...  el 
viento  de  otra  vida  sopla  sobre  mis  cabellos...  la   hora  ha  llegado!... 

Procuró  tomar,  á  fuerza  de  contener  su  rabia,  su  continente  de 
reposo,  ciñóse  la  espada,  puso  dos  pistolas  á  su  cintura,  y  abandonó 
la  casa  para  siempre, 


LOS    INSURGENTES  195 


CAPITULO  xn 

De  la  entrada  de  los  insurgentes  en  la  ciudad 
de  Cuautla  de  Amilpas 


I. 

Caautla  de  Amilpas  es  una  de  las  ciudades  más  encantadoras  de 
la  Tierra   Caliente. 

Parece  una  gaviota  posándose  en  un  nido  de  hojas  y  de  dores, 
mitigando  el  fuego  del  sol  sobre  aquella  frescura,  y  durmiendo  la 
siesta  á  la  orilla  de  las  cascadas  y  bajo  el  cielo  purísimo  donde  irradia 
la  luz  con  visos  deslumbradores. 

El  viento  posa  sus  alas  en  los  bosques  de  platanares  y  de  na- 
ranjos, que  sacuden  su  esencia  en  aquella  atmósfera  impregnada  de 
perfume. 

En  aquella  zona  abrasante  todo  es  languidez :  las  mariposas 
apenas  levantan  el  vuelo,  y  permanecen  soñolientas  sobre  los  pé- 
talos de  las  flores  ,  los  pájaros  que  ban  saludado  con  sus  cantos  la 
venida  del  sol,  se  ocultan  en  las  ramas  de  los  árboles  buscando  la 
sombra  y  el  beso  del  aire  que  apenas  estremece  las  hojas  en  una  pau- 
sada convulsión 

El  aleteo  de  los  insectos  se  oye  por  intervalos,  penetrante  y  so- 
noro como  la  repercusión  de  la  platina. 

En  esas  horas  en  que  la  atmósfera  parece  de  plomo,  y  la  natu- 
raleza enmudece  como  si  se  sintiera  agobiada  por  el  calor  latente  de 
la  zona,  el  hombre  no  se  percibe  sino  por  el  movimiento  de  las  ama- 
hacas  que  se  columpian  suavemente,  como  las  telas  de  los  insectos 
en  los  troncos  de  los  rosales. 

Las  casas  son  unos  nidos,   enmedio  de  aquella  profusión  riquísima 
de  árboles  y  de  flores. 

Allí  las  noches  son  encantadoras:  cuando  el  sol  se  oculta  comienza 
la  vida,  el  aire  está  tibio,  y  libre  de  los  vapores,  comienza  á  sacudir 
sus  alas,  y  á  recorrer  los  campos,  y  á  despertar  las  rosas  desmayadas, 
y  á  estremecer  los  árboles,  y  á  verter  el  aroma  que  yace  guardado 
en  el  cáliz  de  las  azucenas. 

En  aquel  paraíso  todo  respira  melancolía  y  amor;  el  alma  sale 
del  abismo  y  se  asoma  á  los  ojos  para  ver  el  cielo. 

¡El  cielo!  allí  las  estrellas  toman  una  dimensión  asombrosa,  y 
parecen  multiplicarse  en  una  lluvia  de  oro  que  no  llega  á  caer  sobre 
la  tierra. 

Las  exhalaciones  son  continuas  y  atraviesan  el  cielo  en  todas 
direcciones,  como  luceros  desprendidos  que  caen  en  el  abismo  del 
espacio. 

El  espíritu  de  Dios  está  sobre  el  firmamento  en  la  plenitud  mag- 
nífica de  su  majestad!... 


196  JUAN  A.   MATEOS 


II. 

Estamos  ya  en  esa  ciudad  de  rosas  y  de  ilusiones?  la  tarde  ba 
caído,  y  apenas  se  reflejan  los  últimos  rayos  sobre  las  fajas  del  cielo, 
que  mintiendo  todas  las  formas  y  deshaciéndose  al  ñn  en  el  hori- 
zonte, parecen  llevarse  los  visos  postreros  de  la  luz. 

El  crepúsculo,  ese  ángel  colocado  entre  Ja  luz  que  muere  y  la 
sombra  que  se  levanta,  va  á  hundirse  en  las  tinieblas,  para  reapa- 
recer á  los  primeros  tintes  del  alba. 

La  lumbre  comienza  á  percibirse  en  las  cabanas  de  los  alrede- 
dores, y  la  campana  de  la  parroquia  dá  el  toque  de  Oracioues 

El  bronce  sagrado  saluda  al  día  que  se  va  y  á  la  noche  que  I  lepa. 

Atravesemos  un  pequeño  bosquecillo  de  naianjos,  y  penetremos 
en  una  de  aquellas  casitas,  que  sirve  de  asilo  á  dos  desgraciadas 
criaturas. 

Dos  jóvenes,  ambas  hermosas,  están  sentadas  en  un  banquillo  for- 
mado por  ramas  secas. 

Aquellas  criaturas  hablan  en  voz  baja*  temen  sin  duda  despertar 
al  niño  que  duerme  en  una  amahaca  suspendida  de  las  maderas  de 
la  techumbre. 

— Querida  Luz,  estás  triste,  decía  la  más  joven,  que  era  una 
muchacha  de  ojos  negros  y  centellantes,  de  cabello  oscuro  como  la 
noche,  facciones  bien  delineadas,  boca  pequeña  y  nacarada,  dejando 
asomar  por  los  claveles  de  sus  labios  su  dentadura  blanquísima  como 
el  alabastro,  su  garganta  es  torneada  y  su  seno  como  el  de  la  Venus 
de  la  Concha,  su  cintura  como  la  de  las  mariposas,  y  su  pie  pequeño 
y  encantador 

— Te  engañas,  Maríaj  nunca  como  ahora  he  rebosado  en  espe- 
ranzas. 

— Mal  lo  demuestras,  con  ese  semblante  siempre  lleno  de  angustia 
y  de  melancolía. 

— Es  que  yo  gozo  enmedio  de  esta  tristeza,  mi  alegría  no  estalla, 
la  guardo  en  el  corazón. 

— Vamos,  yo  sí  que  debiera  llorar  continuamente. 

— Jamás  he  querido  indagar  tus  secretos,  y  no  por  falta  de  cariño. 

— Confieso  que  he  sido  muy  reservada  contigo,  pero  ha  llegado 
el  momento  de  entregarte  las  llaves  de  mi  corazón. 

— Ya  te  escucho;  tus  palabras  caerán  en  el  abismo  de  mi  pecho  para 
no  salir  jamás. 

— Así  lo  espero,  amiga  mía,  dijo  la  joven  besando  la  casta  frente 
de  Luz. 

— Hace  dos  años  que  vivía  con  mi  hermana  en  Nucupétaro  al 
cuidado  de  una  pobre  anciana  á  quien  mi  madre  nos  había  encomen- 
dado... ¡pobrecilla!...  yo  crecía  siempre  alegre  y  llena  de  ilusiones, 
porque  los  sufrimientos  no  han  podido  enturbiar  el  horizonte  siempre 
claro  de  mi  vida,  yo  me  he  sobrepuesto  á  las  vicisitudes...  Pasá- 
bamos la  vida  en  una  tranquilidad  apacible,  mi  hermana,  cuyo  nombre 
no  te  revelo,  porque  he  prometido  callarlo,  tenía  un  gran  talento,  y 
decía  que  su  corazón  no  lo  poseería  ningún  tonto.,  yo  la  oía  con 
tristeza,  porque  á  mi  me  enamoraban   los  jóvenes    mas    simples    de 


LOS  IN8URGEXTES  19? 


la  población,  y  si  yo  seguía  sus  consejos,  seguramente  no  me  casaría 
iamás. 

Luz  se  sonrió  al  escuchar  la  observación  de  su  amiga. 

— El  propósito  de  mi  hermana  fué  el  origen  de  su  desgracia. 

— ¿De  su  desgracia?  preguntó  Luz  con  extrañeza. 

— Sí,  amiga  mía,  nos  visitaba  por  entonces  uua  persona  de  alta 
capacidad;  sus  conversaciones  estaban  fuera  del  sentido  vulgar,  y  pa- 
sábamos las  horas  enteras  escuchándole...  aquel  hombre  hizo  una  viva 
impresión  en  el  alma  de  mi  hermana...  pero  ¡ay!  ese  ser  lleno  de 
prestigio  y  de  capacidad,  no  era  libre,  un  voto  lo  retenía  en  el  silencio 
de  la  vida...  estaba  consagrado  á  Dios. 

Luz  se  estremeció. 

— ¡Cuando  el  corazón  comienza  á  resbalar  en  la  pendiente  del 
abismo  es  difícil  contenerle...  mi  hermana  amó  hasta  la  locura...  com- 
prendió lo  horrible  de  su  falta,  y  entró  en  la  angustia  de  la  expiación 
hasta  consumirse  en  la  oración  y  en  el  llanto!...  un  día  me  llamaron  á 
su  aposento:  María,  me  dijo  mi  pobre  hermana  ya  moribunda...  he 
cometido  una  falta...  muero  arrepentida...  Dios  que  puso  una  venda 
delante  de  mis  ojos,  me  ha  perdonado...  voy  á  morir...  este  niño  es  el 
fruto  desgraciado  de  esa  pasión  que  me  lleva  á  la  muerte...  te  lo  en- 
trego... vela  tú  por  él...  es  el  hijo  de  mis  entrañas..,  besó  la  infeliz 
al  niño  que  lloraba  en  aquellos  momentos  como  si  presintiera  la  des- 
gracia que  lo  amenazaba.  Yo  le  tomé  en  mis  brazos,  y  llorando  le 
juré  que  no  le  separaría  un  instante  de  mí...  ¡á  las  pocas  horas  mi 
hermana  había  dejado  de  existir! 

María  inclinó  su  cabeza  para  ocultar  su  llanto,  y  después  pro- 
siguió: 

— Desde  entonces  Juan  ha  sido  mi  hijo,  le  amo  con  la  ternura, 
de  mis  recuerdos,  y  le  tengo  una  compasión  profunda...  hasta  hoy 
nada  ha  sufrido,  hay  quien  vele  por  él,  y  yo  estoy  rodeada  de  cuanto 
necesito...  hoy  se  me  ha  avisado  que  llegará  una  persona  á  verle,  y 
le  aguardo,  jamás  se  ha  dejado  de  cumplir  cuanto  se  me  ha  ofrecido. 

Quedó  María  profundamente  pensativa  con  la  mirada  fija  en  la 
hamaca  del  niño. 

Luz  le  había  pasado  el  brazo  por  la  cintura,  y  la  estrechaba  á  su 
corazón  con  profundo  cariño. 

IIL 

Morelos,  después  de  haber  sofocado  la  conspiración  del  Veladero, 
salió  para  Cuantía  de  la  Sal,  donde  derrota  á  los  realistas  y  decapita 
al  general  Musini;  entra  en  Izúcar,  donde  es  atacado  por  el  marino 
Lobo  Maceda;  se  resiste  heroicamente,  y  su  enemigo  cae  á  sus  pies 
acribillado  de  heridas. 

Sigue  con  su  ejército  vencedor  hacia  Tasco,  avanza  á  Tenancingo, 
ocupa  á  Tecualoya,  y  emprende  con  sus  armas,  siempre  victoriosas,  la 
toma  de  Cuautla  de  Amilpas,  donde  entra  sin  hallar  resistencia  el  9  de 
Febrero  1812. 

El  capitán  Larios  sale  inmediatamente  en  observación  del  enemigo, 
mientras  se  dispone  la  defensa  de  la  plaza. 


198  JUA2T  A.  MATEOS 


La  posición  es  ventajosa. 

«La  ciudad  de  Cuautla  se  halla  situada  en  un  bajío  llano,  al 
que  por  todas  partes  domina,  sin  que  sea  dominada  por  ninguna,  ro- 
deada de  platanares  y  <le  arboledas  pegadas  á  los  edificios  por  todos 
vientos,  y  por  el  Poniente  que  no  lo  está  tanto,  corre  de  Norte  á  Sur 
una  atarjea  de  manipostería  de  vara  y  media  de  grueso,  que  gradual- 
mente se  eleva  hasta  doce  ó  catorce  varas  de  altura,  terminando  en 
la  Hacienda  de  Buenavista,  á  cuyas  máquinas  de  moler  caña  conduce 
el  agua,  hallándose  la  casa  y  oficinas  dentro  de  la  misma  población, 
hacia  el  Sur  de  ella.  Esta  se  estiende  algo  más  de  media  legua  de 
Norte  á  Sur,  y  en  esta  dirección  corre  una  calle  recta,  en  cuyo  prin- 
cipio al  Norte  está  la  Capilla  del  Calvario:  en  anchura  se  estiende 
mucho  menos,  y  en  la  calle  principal,  se  hallan  con  sus  plazas  los 
conventos  de  San  Diego  y  Santo  Domingo,  susceptibles  de  ser  forti- 
ficados, siendo  el  último  la  Parroquia  del  lugar.  Al  Oriente  de  este, 
se  levantan  las  lomas  de  Sacatepec,  entre  las  cuales  y  el  pueblo  corre 
un  río  de  doscientas  varas  de  caja,  y  cuya  corriente  aunque  abun- 
dante y  rápida,  se  ciñe  á  un  canal  de  doce  ó  quince  varas.» 

Decididamente  aquel  punto  era  el  señalado  por  la  estrategia  para 
recibir  al  enemigo. 

Hermenegildo  Galeana,  el  soldado  más  valiente  de  la  insurrección, 
se  encargó  de  fortificar  San  Diego  y  Santo  Domingo,  y  Buenavista  los 
valerosos  Bravos  y  el  capitán  Matamoros. 

La  ciudad  estaba  de  regocijo,  había  una  animación  desconocida 
y  un  entusiasmo  sin  límites. 

Morelos  visitaba  todas  las  obras,  dirigía  la  palabra  á  sus  soldados, 
les  ayudaba  con  su  ejemplo  y  no  cesaba  de  augurar  un  seguro  y  próximo 
triunfo. 

El  vigía  de  la  torre  anunció  que  se  veía  un  grupo  de  ginetes  que 
venían  á  escape  en  dirección  á  la  plaza. 

Galeana,  el  inmortal  Galeana,  salió  al  encuentro  de  la  fuerza. 

—  ¡Ola!  capitán  Larios,  ¿que  sucede? 

— Estamos  de  enhorabuena,  los  realistas  están  sobre  el  camino. 

— ¿Muy  cerca? 

— Hemos  venido  tiroteándonos,  y  me  vienen  quemando. 

— Pues  entre  usted  á  dar  parte  al  general. 

—  Al  momento. 

Entróse  el  capitán,  y  se  llegó  al  alojamiento  del  cura. 

— Mi  general,  Calleja  viene  mandando  el  ejército  realista,  que 
dentro  de  una  hora  debe  estar  al  frente  de  la  plaza. 

— Perfectamente,  tenía  deseo  de  habérmelas  con  ese  miserable 
asesino,  aquí  le  cobraré  los  fusilamientos  de  Granaditas  y  de  Cal- 
derón. 

— Trae  lo  más  granado  de  la  guarnición  de  México. 

—Eso  no  importa,   me  he  propuesto  batirlo,  y  lo  batiré. 

— Es  que  su  gente  es  de  lo  mejor. 

— Basta,  dijo  Morelos,  y  saliendo  al  patio,  tomó  un  caballo,  y 
seguido  de  su  escolta   tomó  rumbo  fuera  de  la  ciudad. 

¿Dónde  va,  mi  general?  preguntó  Galeana. 

— Voy  á  hacer  un  reconocimiento. 


IOS    INSURGENTES'  199 


— Conozco  perfectamente  de  lo  que  se  trata,  y  no  saldrá  usted  sino 
sobre  mi  cuerpo. 

— Vamonos,  que  se  hace  tarde,  dijo  Morelos,  disimulando  la  emo- 
ción que  le  causaba  el  cariño  de  su  valiente  soldado,  que  lo  cuidaba 
como  á  un  niño. 

— Digo  que  no  pasará  usted,  mi  general. 

— Déjeme  usted,  Galeana,  voy  solo  al  Calvario  á  reconocer  con 
mi  anteojo  al  enemigo. 

Galeana  no  quiso  insistir,  y  apostó  centinelas  en  las  torres  en 
observación  de  sus  movimientos,  porque  conocía  el  carácter  de  aquel 
hombre  extraordinario. 

El  enemigo  se  avistó,  llevando  á  la  descubierta  un  cuerpo  de  caballería. 

Morelos  se  avanzó  con  su  escolta,  que  comenzó  á  escaramuzar, 
empeñando  un  combate  que  debía  decidirse  por  Calleja,  visto  la  gran 
superioridad  numérica. 

Los  realistas  cargaron  con  vigor,  y  los  soldados  de  la  escolta  se 
pusieron  en  dispersión. 

Morelos  se  quedó  con  sus  ayudantes,  ó  hizo  un  disparo  con  sus  pistolas. 

A  un  lado  iba  un  andaluz  á  quien  decía  el  tiro  Curro,  que  cayó 
atravezado  por  una  bala. 

— Que  recojan  ese  fusil,  dijo  Morelos  haciendo  alarde  de  sereni- 
dad, para  que  no  se  pierda  todo. 

Los  dragones  seguían  en  una  carga  brusca,  y  Morelos  se  batía 
heroicamente  en  retirada. 

Los  vigilantes  gritaban  sobrecogidos  jque  matan  al  general!...  ¡que 
matan  al  general! 

Este  grito  fué  una  señal  de  alarma ;  Galeana  salió  con  un  grupo 
de  insurgentes  dispuestos  á  salvar  á  sa  jefe.  Los  Costeños  tiraron  los 
fnsiles,  y  se  arrojaron  con  sus  machetes  símanos  sobre  los  realistas  en 
una  lucha  desesperada. 

Las  infanterías  no  llegaban  aún,  así  es  que  las  caballerías  del  rey 
se  retiraron  al  Guamuchilar,  donde  acampó  el  ejército  de  Calleja. 

Morelos  abrazó  á  Galeana,  procurando  contentarlo,  porque  el  sol- 
dado estaba  furioso  por  la  imprudencia  clel  general. 

Los  insurgentes  volaron  en  grupos  al  encuentro  de  su  querido 
jefe,  lo  habían  creído  prisionero,  y  Dios  se  los  devolvía  para  arreba- 
társelo más  tarde  en  los  momentos  más  aciagos  de  la  revolución. 

Entre  I03  oficiales  que  se  acercaron  á  felicitarlo,  llegó  un  tixteco, 
joven  aún,  moreno,  con  la  cabellera  agrupada  sobre  la  frente,  los 
ojos  negros  y  la  mirada  penetrante,  los  pómulos  pronunciados,  los 
labios  entreabiertos,  dejando  ver  una  hermosa  dentadura  que  revelaba 
la  fuerza  de  aquel  hombre. 

Toda  aquella  fisonomía  manifestaba  un  gran  talento  natural  y  una 
grande  obstinación  de  carácter. 

— Ola,  capitán  Guerrero,  dijo  el  general,  es  usted  un  valiente,  no 
necesitaba  esta  pequeña  escaramuza  para  conocer  en  usted  al  hombre 
de  valor  indomable ;  usted  será  uno  de  los  soldados  de  más  nombre 
en  el  ejército  americano. 

Aquellos  labios  proféticos  le  anunciaban  al  modesto  suriano  su 
venidera  gloria,  como  á  Napoleón  uno  de  sus  generales,  que  seria  uno 
de  los  hombres  de  Plutarco. 


200  JTTAN  A.   MATEOS 


IV. 

Llegó  la  noche  de  ese  día,  primer  eslabón  de  la  era  de  gloria  y 
de  combates  que  durante  cuatro  meses  recojería  la  historia  para  for- 
mar la  epopeya  sublime  del  sitio  de  Cuautla,  donde  Morolos,  Galeana 
y  los  Bravos  dejarían  la  fama  de  su  nombre  como  uua  herencia  en  el 
álbum  de  nuestros  recuerdos  nacionales. 

La  noche  estaba  tranquila,  solo  se  oía  por  intervalos  el  grito  de 
los  centinelas  que  se  iba  alejando  como  un  eco  en  la  extensión  de  la 
ciudad. 

Algunas  patrullas  pasaban  en  silencio  por  las  calles,  y  luego  se 
perdían  en  las  sombras  como  el  ruido  de  sus  armas. 

En  la  casa  que  ya  conocen  nuestros  lectores,  permanecen  aún  las 
dos  amigas,  la  una  canta  junto  á  la  amahaca,  y  la  otra  reza  en  un 
rincón  del  aposento,  frente  á  una  lamparita  que  arde  delante  de  una 
estampa  del  Crucificado. 

Oyóse  el  ladrido  de  los  perros  que  olfateaban  á  alguien. 

— ¡Caifas!  gritó,  ,por  aquí,   ¡ven!   ¡ven! 

Caifas  era  un  mastin  ordinario  y  terrible,  que  se  había  robado 
de  una  ranchería  el  asistente  Vildo,  que  hemos  visto  seguir  al  coronel 
Piedra- Santa. 

Caifas  era  el  guardián  de  las  jóvenes,  y  las  defendía  valiente- 
mente :  solo  para  ellas  tenía  amor,  y  para  el  niño  que  retozaba  con 
él  á  todas  horas. 

Decíamos  que  Caifas  ladraba  desaforadamente  desde  la  puerta  de 
entrada,  defendiéndola  de  un  embozado  y  varios  insurgentes  que  tra- 
taban de  entrar. 

— Contengan  á  ese  perro,  ó  lo  vuelo  de  un  balazo,  dijo  uno  de 
los  soldados 

—Mucho  cuidado,  gritó  Vildo,  que  ese  mastin  es  mi  asistente. 

Luego  que  el  perro  oyó  la  voz  de  su  amo,  se  lanzó  haciéndole 
fiestas 

—  Vamos,  que  eres  un  buen  centinela,  y  así  me  gusta;  esta  noche 
misma  voy  á  darte  ración  doble  por  cuenta  de  los  realistas...  dispense 
usted,  señor  general,  va  puede  usted  pasar  adelante. 

El  general  penetro  en  la  casa,  dejando  á  los  insurgentes  á  la 
puerta. 

Atravesó  el  patio  y  se  entró  en  el  aposento  de  las  jóvenes. 

— Señor  Morelos,  dijo  María,  hemos  pasado  esta  tarde  un  susto 
horrible,  creíamos  ver  á  usted  muerto  de  un  balazo. 

— Cuestión  de  tiempo,  hija  mía. 

— Es  que  no  quiero  ni  pensarlo. 

— ¿Y  usted,  Luz,  cómo  sigue1?  dijo  Morelos. 

— Señor,  yo  vivo  en  perpetua  agitación. 

— Sé  de  donde  provienen  esos  temores  :  cuando  el  corazón  sufre 
tina  de  tantas  tormentas  que  le  azotan,  la  vida  es  una  ola  que  recorre 
la  extensión  creyendo  chocar  á  cada  instante. 

— Es  verdad. 

— Yo  pondré  término  á  esos  padecimientos  :  pnede  usted  avisar 
al  coronel  Piedra-Santa,  que  mañana  venga  á  primera  hora,  celebra- 
remos el  matrimonio,  y  usted  será  la  esposa  del  insurgente. 


LOS  INSURGENTES  201 


— ¡Señor!  exclamó  Luz  besando  las  manos  del  sacerdote ;  usted 
me  hace  la  mujer  más  dichosa  sobre  la  tierra! 

— Ya  sabe  usted  que  Piedra- Santa  es  uno  de  mis  soldados  más 
valientes,  y  quiero  halagarle...  ¡ha  sufrido  tanto!...  vamos,  no  quiero 
ni  pensar  en  las  angustias  y  trabajos  de  todos  los  hombres  que  me 
siguen  ;  sí,  Luz,  yo  los  amo  como  á  mis  hijos  ;  sin  ellos,  las  espe- 
ranzas todas  de  la  patria  quedarían  muertas ;  ellos  avivan  con  su 
sangre  y  con  sus  lágrimas  la  hoguera  encendida  de  la  revolución... 
¡pobres  soldados  míos!...  yo  finjo  desconocer  sus  penalidades;  pero 
cuando  los  veo  rendidos  de  cansancio  atravesar  las  montañas  y  vencer 
las  llanuras,  muertos  de  sed  y  de  hambre,  cuando  tengo  que  llevarlos 
enfermos  ó  heridos  enmedio  de  la  intemperie,  entonces  el  corazón  se 
me  destroza...  ellos  ignoran  estos  ocultos  dolores...  ¡ah!  si  lo  supiesen, 
sus  penas  se  aumentarían,  porque  todos  me  aman...  ¡Dios  recompen- 
sará en  el  porvenir  tantos  sacrificios! 

Quedó  un  momento  en  silencio  aquel  hombre,  que  llevaba  sobre 
sus  hombros  el  peso  de  una  situación  tan  comprometida. 

— ¿Conque  me  ha  dicho  usted  que  mañana  se  celebrará  mi  ma- 
trimonio? 

— Sí,  hija  mía,  deseo  verte  tranquila ;  y  en  cuanto  á  tí,  María, 
te  tengo  destinado  un  novio  magnífico. 

La  muchacha  hizo  una  mueca  graciosísima. 

— No  te  burles,  que  te  estoy  hablando    la  verdad ;    es  un  oficial 
guapo,  y  como  todos  los  míos,  valiente  á  toda  prueba. 
— Ese  es  un  gran  defecto. 
— ¿Defecto? 

— Sí,  señor  Morelos,  yo  lo  quiero  muy  cobarde,  más  tímido  que 
una  mujer. 

— Es  difícil  encontrarle  entre  los  insurgentes. 
— Les  tengo  miedo  á  los  arrojados  ;  esto  de  estar  pensando  quedar 
viuda  de  un  momento  á  otro. 
— ¿Pero  y  la  gloria? 

— Yo  no  la  he  visto  nunca,  á  pesar  de  oírsela  mentar  á  todas 
horas  á  los  soldados. 

— No  se  vé,  pero  se  siente. 

— Señor  cura,  yo  insisto  en  mi  idea  primitiva  :  así  es  que  cuando 
vea  usted  que  alguno  de  los  oficiales  corre  al  oir  los  primeros  tiros, 
acuérdese  usted  de  señalármelo,  yo  lo  tomaré  por  esposo  con  mucho 
gusto. 

Sonrióse  el  general  con  aquella  célebre  ocurrencia. 
— Yo  seré  la  madrina  de  Luz,  continuó  María. 
— Estás  señalada  de  antemano,  se  apresuró  á  contestar    la  joven 
estrechando  la  mano  de  su  amiga. 

— Y  yo  traeré  á  Galeana,  dijo  Morelos,  él  servirá  de  padrino  ; 
vamos,  que  yo  estoy  loco  con  ese  hombre,  los  hermanos  Bravo  y 
él  son  el  orgullo  de  mi  ejército;  sin  ellos  estaría  derrotado  y  acaso 
muerto. 

— Puede  usted,  señor  cura,  dijo  Luz,  invitar  de  mi  parte  al  señor 
capitán ;  baste  el  ser  señalado  por  usted,  para  que  yo  le  acepte  de 
corazón. 


202  JUAN  A.  MATEO! 


— Valen  mucho  estas  criaturas,  dijo  Morelos,  y  les  prometió  volver 
á  la  mañana  siguiente  á  al  ceremonia. 

Las  jóvenes  se  retiraron. 

Entonces  el  general  s©  acercó  á  la  amahaca  donde  dormía  su  hijo, 
levantó  el  lienzo  que  le  cubría  el  rostro  y  lo  contempló  por  algunos 
momentos. 

Posó  su  consagrada  mano  en  la  frente  sudorosa  del  niño,  después 
se  inclinó  y  depositó  un  beso  en  aquella  infantil  cabeza. 

— ¡Pobre  Juan!  murmuró  con  voz  imperceptible,  y  abandonó  la 
casa  seguido  de  sus  ayudantes. 

RL 

Aquel  niño  que  dormía  el  sueño  de  la  inocencia,  se  alzaría  más 
tarde  de  la  cuna  con  el  prestigio  heredado  de  su  padre,  como  una 
sombra  que  crece,  y  que  se  ensancha  y  cubre  el  horizonte. 

Medio  siglo  después  atravesaría  los  mares,  y  regresaría,  seguido 
de  los  bajeles  de  tres  naciones,  á  encadenar  á  esa  patria  tan  querida 
del  héroe,  y  por  cuya  libertad  se  vertía  entonces  á  torrentes  la  sangre 
mexicana. 

¡Víctima  de  la  lucha  tenaz  de  su  espíritu,  vagaría  sin  consuelo, 
agitado  en  el  mundo  del  arrepentimiento  y  de  la  expiación,  hasta  su- 
cumbir en  el  abatimiento  misterioso  de  su  alma!... 

¡Quién  nos  hubiera  dado  verle  en  sus  últimos  momentos,  con  la 
mirada  fija  en  el  cielo,  y  las  manos  enclavadas  sobre  el  pecho,  pi- 
diendo al  Juez  Eterno  misericordia  por  sus  errores! 

Acaso  sus  últimos  pensamientos  fueron  para  su  patria...  acaso 
sentía  aparecer  en  sus  ojos  la  lágrima  postrera,  como  la  expresión  de 
la  angustia  del  proscrito  que  muere  en  tierra  extraña... 

Dios,  compadecido  de  esa  trabajosa  agonía,  cerró  sus  ojos  al 
sueño  eterno... 

¡Crimen  ó  error,  la  historia  ha  pronunciado  su  fallo  condenatorio!... 
¡Dios  lo  haya  absuelto  en  el  suyo  ... 

Aquel  niño  se  llamaba  Juan  Nepomuceno  Almonto. 


CAPITULO  XIII. 

De  cómo  es  cierto  el  refrán  de  que  «  del  plato 
Á  la  boca  se  pierde  la  sopa. 


El  general  quería  dar  una  gran  sorpresa  á  Piedra-Santa,  dispo- 
niendo una  verdadera  fiesta  para  el  día  siguiente,  en  que  debía  cele- 
brarse el  matrimonio  del  insurgente. 

Vildo,  que  era  un  suriano  alegre,  de  buen  humor  y  endemoniado, 
dispuso  la  compostura  de  la  casa,  haciendo  multitud  de  coronas  teji- 
das de    azahares,  y    arcos  d©  flores,  y  tapizando  el  suelo  de  resas,  y 


tOS    INSURGENTES  203 


colocando  banderas  de  colores  y  gallardetes,  que  pidió  prestados  al 
sacristán  de  la  parroquia,  bajo  su  palabra  de  honor  de  devolvérselos 
á  la  mañana  siguiente. 

El  sacristán  se  oponía  al  principio  ;  pero  la  palabra  de  honor  de 
Vildo,  y  sobre  todo,  el  machete  suriano  afilado  hasta  la  cacha,  lo  hi- 
cieron más  amable  y  condescendiente. 

Vildo  cargó  con  los  arneses  del  altar,  un  crucifijo  y  un  retablo 
de  los  Santos  Mártires,  que  los  oficiales  tomaron  por  epigrama  ó  alu- 
sión á  la  coyunda  matrimonial. 

No  recordamos  si  hemos  hablado  algo  sobre  la  fisonomía  del  su- 
riano ;  pero  diremos  que  tenía  la  cara  redonda,  los  ojos  negros,  vivos 
y  alegres,  el  pelo  caído  sobre  la  frente,  la  boca  grande,  enseñando  á 
cada  carcajada  una  dentadura  de  tigre. 

Vildo  era  pinto  de  chocolate  y  azul. 

Llevaba  una  camisa  de  manta  abierta  del  cuello,  y  unos  calzones 
blancos  fajados  bajo  la  camisa,  un  cinturón  de  cuero  y  un  formida- 
ble machete  más  afilado  que  una  navaja  do  afeitar. 

Usaba  guaraches  y  un  sombrero  corriente  de  palma. 

Vildo  tendría  veintisiete  años,  y  en  su  hoja  de  servicios  tenía 
cien  riñas,  en  las  cuales  no  había  salido  bien  librado,  porque  le  fal- 
taba un  dedo  de  la  mano  derecha,  y  una  cicatriz  profunda  le  surcaba 
el  pecho. 

Era  mocetón,  alegre,  bailador  y  pendenciero ;  esta  alhaja  era  ni 
más  ni  menos  el  asistente  del  coronel  Piedra-Santa. 

Volvamos  á  la  fiesta. 

La  oficialidad  se  preparaba  á  darse  un  día  de  baile  y  de  alga- 
zara. 

Todos  estos  aparatos  se  hacían  teniendo  á  media  legua  de  dis- 
tancia al  enemigo. 

No  extrañará  esta  serenidad  á  nuestros  lectores,  cuando  sepan 
que»  en  los  días  memorables  del  sitio  de  Cuautla,  Morolos  le  daba 
grandes  fiestas  á  sus  soldados. 

El  campo  insurgente  estaba  en  continua  bulla,  esto  caracterizó 
siempre  sus  campamentos. 

Amaneció,  y  una  salva  de  cohetes  anunció  la  primera  luz,  las 
músicas  comenzaron  á  tocar  frente  á  la  casa  de  los  que  iban  á  des- 
posarse. 

El  general  pasó  á  recorrer  los  parapetos  y  puntos  fortificados  de 
la  plaza  ;   Piedra-Santa  lo  acompañaba  lleno  de  emoción. 

Vildo  se  había  situado  en  la  cocina,  y  estaba  empeñado  en  sa- 
zonar el  mols  de  guajolote,  asegurando  que  en  toda  la  costa  era  pro- 
verbial su  fama  de  cocinero. 

Las  muchachas  estaban  alegres,  y  era  tal  el  batiboleo  de  la  co- 
cina, que  parecía  un  motin  en  toda  forma. 

Caifas  se  lamía  los  bigotes,   esperando  un  eonvite  opíparo. 

Luz  y  María  se  ocupaban  en  su  tocado,  esperando  impacientes 
la  hora,   que  parecía  prolongarse  demasiado. 

— ¡Señoritas,  dijo  Vildo,  están  ustedes  como  unos  luceros  de  la 
mañana! 

—•Calla,  hombre,  dijo  María. 


204  JTTAN  A.   MATEOS 


— Eso  es  pedir  imposibles,  de  que  veo  una  muchacha,  me  repica 
la  lengua  y  me  vuelvo  melado. 

—  ¡Que  calles! 

— Eso  es,  entonces  quién  contará  por  todos  los  cuarteles  que  us- 
tedes son  las  más  lindas  de  lá  población...  ¡ay!...  si  yo  estuviera  en 
Nucupétaro,  ya  estaría  mi  Ramona  como  un  perro  de  fiesta  ;  porque 
eso  sí,  se  poue  más  guapa  que  una  amapola  :  figúrense  ustedes  que 
cuando  la  enamoré,  era  la  chica  más  principal  del  pueblo,  y  el  bar- 
bero estaba  pelándoselas  por  ella  :  yo,  que  no  entiendo  de  dianas,  le 
dije:  oiga  maestro  sanguijuelas,  donde  me  ande  equivocando  á  la  Ra- 
mona, lo  rebano  como  sandía  ;  entonces  el  maestro  muela  se  retiró 
como  los  realistas,  pero  en  seguida  se  apasionó  de  ella  el  notario : 
con  ese  sí  que  entró  en  pleito,  porque  era  hombre  de  armas  tomar; 
él  me  tiró  el  dedo,  pero  yo  le  arranqué  la  oreja;  á  los  dos  meses  me 
leía  las  amonestaciones,  y  los  dos  estábamos  descompletos. 

—  ¡Bonita  historia! 

— Ramona  me  ha  salido  algo  dura  de  cabeza,  y  celosa  como  un 
tigre  ;  apenas  me  robo  alguna  hembiita,  cuando  salta  como  si  la  pi- 
cara una  salamanquesa. 

— Le  sobra  razón. 

— Yo  para  qué  lo  he  de  negar,  soy  aficionado  á  las  costillas  de 
Adán. 

— Este  Vildo  es  un  bribón  de  cuenta. 

—  Han  de  saber,  que  el  tumulto  de  la  América  me  salió  que  ni 
de  balde,  me  ha  sacado  de  unos  relances  que... 

—  Estos  hombres  no  tienen  remedio,  dijo  María. 

— Sí  lo  tenemos,  niña ;  en  dejándonos  hacer  lo  que  se  nos  an- 
toje,  sornos  los  muchachos  más  buenos  del  mundo. 

Aquí  llegaba  la  charla  del  asistente,  cuando  se  presentó  el  coro- 
nel Piedra-Santa. 

— ¿Qué  le  cuentas  á  las  muchachas,  hombre  de  Dios? 

— Nada,   mi  coronel,   los  remienditos  que  be  hecho  en  mi  vida. 

Acercóse  el  presunto  marido,  y  besó  la  mano  de  Luz,  que  estaba 
verdaderamente  encantadora. 

—  ¡Qué  hermosa  estás,   vida  mía! 

— Como  que  yo  la  he  arreglado,  dijo  María. 
— A  tí  siempre  te  parezco  hermosa. 

—  Y  lo  es  usted  mi  coronela,  dijo  el  asistente. 

—  Lárgate,  gritó  María. 

— Con  permiso  de  usted,  respondió  Vildo,  llevando  el  revés  de 
bu  mano  á  la  falda  del  sombrero. 

— Me  hace  mucha  gracia  tu  asistente,  dijo  Luz  dirijiéndose  á 
Piedra-Santa. 

— Tiene  gracia  y  valor  ;  porque  es  un  tigre  en  los  momentos  de 
la  batalla,  yo  le  he  admirado  muchas  veces,  no  teme  el  peligro,  y 
desafía  osado  á  la  muerte. 

— ¿Tardará  mucho  el  señor  cura? 

■ — En  este  momento  visita  el  último  punto. 

— Ya  vá  á  llegar  el  instante,  Luz,  de  nuestra  felicidad  :  com- 
prenderás cuanto   te  he  amado  :  hemos  vivido  solos,  y  mi  respeto  ha 


LOS   INSURGENTES  205 


igualado  á  mi  amor,  Dios  me  ha  prestado  su  aliento,  y  me  creo  digne 
de  tí. 

—  Sí,  don  Alfonso,  yo  siento  en  mi  alma  un  amor  profundo  ha- 
cia tí,  muchas  veces  be  pensado  en  este  cariño,  y  me  he  dicho  :  este 
hombre  es  el  único  que  debo  amar  en  la  vida,  amémosle  con  toda  la 
fuerza  del  corazón ,-  y  no  be  pensado  más  que  en  tí,  que  eres  mi  Dios 
sobre  la  tierra. 

—  ¡Luz,  yo  te  idolatro! 

— Desde  hoy  nuestra  existencia  vá  á  tomar  otro  rumbo,  mis  in- 
quietudes se  disipan,  y  entro  en  la  senda  de  flores  que  debe  condu- 
cirme al  cielo  de  la  dieba  y  de  la  felicidad. 

— Yo  sé  que  en  el  mar  borrascoso  de  mis  infortunios,  tú  alejarás 
las  tempestades,  alumbrarás  con  la  luz  del  alma  el  cielo  siempre  os- 
curo de  mi  existencia. 

— ¡Piedra-Santa,  yo  te  amo! 

Los  labios  de  la  joven  buscaron  la  frente  de  su  amante,  é  im- 
primieron un  beso  ardiente  de  pasión. 

ir. 

— ¡Llega  el  señor  Morelos!  dijo  María  que  estaba  á  las  ventanas 
de  la  casa. 

La  música  saludó  al  general,  que  llegó  seguido  de  un  gran  nú- 
mero de  soldados 

— Vamos  pronto  señores,  que  tengo  noticia  de  que  el  enemigo  se 
ba  movido. 

— No  importa,  repitieron  algunas  voces. 

Galeana  se  había  vestido  de  lujo,  y  los  Bravo  concurrían  tam- 
bién á  la  fiesta 

Don  Leonardo,  á  quien  Piedra-Santa  había  referido  la  manera 
conque  se  babía  hecho  de  la  hermana  de  Jacinto,  después  de  la  de- 
nuncia de  la  conspiración  que  costó  la  vida  á  Ferrer  y  Cataño  ;  ha- 
cía las  veces  de  padre  con  Luz,  á  quien  vio  nacer  en  su  bacienda  de 
Cbichibualco. 

Mientras  el  cura  Morelos  so  disponía  á  la  celebración  del  matri- 
monio, don  Nicolás  Bravo  se  acercó  á  su  inseparable  amigo  Piedra- 
Santa. 

— Vas  á  bacer  una  barrabasada,  amigo  mío. 

— No  deja  de  pasárseme  por  las  mientes. 

— Vamos  á  ser  compañeros  de  infortunio,  pasaremos  la  luna  de 
miel  en  los  parapetos,  nunca  como  boy  be  recordado  á  mi  Marga- 
rita... 

— ¡Ea!  no  vayas  á  entristecerte,  hoy  es  día  de  regocijo. 

— Es  verdad,  pero  esa  pobre  niña  metida  en  la  cueva  de  Mi- 
chapa,  rodeada  de  temores  y  llena  de  pesares... 

— Lo  dicho,  exclamó  Piedra-Santa,  vas  á  ponerme  de  mal  humor. 

— No  he  dicho  nada...  dices  bien,  boy  os  día  de  bulla,  y  no  está 
bieii  acordar  ciertas  cosas,  por  más  que  el  corazón  nos  las  esté  di- 
ciendo á  gritos. 

¿Dónde  está  el  novio?  preguntó  Vildo  quitándose  el  sombrero  y 
presentando  á  su  coronel  una  copa  de  tequila. 


206  JUAN  A.   MATEOS 


— ¡Vete  con  dos  mil  diablos!  tú  quieres  envenenarme  con  ese  in- 
fernal aguardiente. 

— Mi  coronel  no  sabe  lo  que  se  pesca,  este  es  un  licor  magnífico 
y  capaz  de  volver  joven  á  una  suegra,  ecbe  un  trago,  mi  coronel, 
para  entonarse ;  mire,  mire  que  eso  del  casamiento  es  cosa  muy  di- 
ficultosa. 

— ¡Qué  te  largues,  hombre  del  diablo! 

— Eso  es  otra  cosa;  pero  yo  deseo  que  mi  coronel  pruebe... 

— Vamos  á  la  salud  de  todos  mis  amigos. 

— ¡Viva  la  novia!  gritó  el  asistente. 

—  ¡Viva!  repitieron  los  concurrentes. 

Luz  se  puso  como  una  escarlata,  y  María  la  dijo  al  oido  : 

— ¿Cuándo  me  tocará  a  mí? 

Levantóse  un  murmullo  en  la  sala,  era  que  el  señor  Morelos  apa 
recia  con  el  traje  sacerdotal. 

La  frente  estaba  serena,  el  semblante  había  perdido  ese  tinte 
sombrío  adquirido  en  los  peligros  y  ante  la  muerte,  sus  ojos  revela- 
ban una  concentración  grande  de  misticismo. 

— Lor  señores  novios,  dijo  el  sacristán  de  la  Parroquia. 

Piedra-Santa  tomó  la  mano  á  bu  prometida,  y  se  puso  frente  al 
sacerdote. 

Luz  estaba  bellísima,  llevaba  sencillamente  un  traje  blanco  y  un 
velo  de  punto,  sujeto  por  una  corona  de  azahares,  que  esparcían  en 
torno  de  la  virgen  un  perfume  de  los  ángeles. 

Los  ojos  de  la  joven  tenían  el  brillo  de  las  estrellas,  una  densa 
palidez  so  estendía  por  su  semblante,  como  esas  gasas  trasparentes 
que  lleva  el  viento  en  torno  de  la  luna. 

Sus  labios  dulcemente  descoloridos,  se  estremecían  en  convulsio- 
nes imperceptibles,  y  su  seno  se  agitaba  manso  como  la  espuma  de 
los  lagos. 

María  presentaba  el  contraste,  su  rostro  resplandecía  con  el  tinte 
de  las  amapolas,  su  fisonomía  era  sonriente  y  su  semblante  todo  re- 
velaba una  alegría  infinita. 

Se  había  vestido  como  la  desposada,  con  la  única  variación  de 
llevar  en  su  tocado  prendida  una  rosa. 

Galeana  y  María  tomaron  su  puesto. 

El  cura  comenzó  á  leer  en  el  libro  sagrado. 

Repentinamente  se  oyeron  algunos  tiros  y  gritos  que  sonaban  en 
la  calle. 

Caifas  fué  el  primero  que  entró  dando  furibundos  ladridos,  y 
después  José  de  la  Luz,  el  correo  que  ya  conocen  nuestros  lectores, 
y  en  seguida  varios  oficiales. 

— Mi  general,  dijo  uno  de  ellos,  los  realistas  se  dirigen  á  paso 
de  carga  sobre  la  plaza. 

—  ¡A  la  guerra!  gritó  Morelos  con  voz  terrible,  y  despojándose 
de  los  arreos  sacerdotales,  empuñó  la  espada,  y  salió  con  ese  ademán 
imperioso  y  solemne  que  le  distinguía  en  las  horas  del  peligro. 

Luz  y  María  quedaron  solas  en  el  aposento  llenas  de  terror. 

La  ceremonia  se  había  interrumpido. 

Todo  quedó  en  silencio,  á  pocos  momentos  entró  Vildo  demudado, 


LOS   INSURGENTES  267 


su  semblante  no  tenía  ya  aquella  expresión  franca  y  abierta,  la  rabia, 
la  desesperación,  sts  pintaban  en  todo  su  salvaje  continente. 

— Señoras,  tengo  orden  de  llevarlas  fuera  do  la  ciudad. 

Las  jóvenes  no  respondieron. 

— Es  que  se  pasa  el  tiempo,  y  los  realistas  avanzan  á  toda  prisa, 
los  caballos  están  dispuestos. 

— Vamos,  dijo  María;  tomando  por  el  brazo  á  Luz,  que  parecía 
baber  perdido  la  razón. 

Viido  puso  á  las  jóvenes  en  los  caballos,  y  se  echó  á  andar  rumbo 
opuesto  á  donde  iba  á  empeñarse  la  refriega. 

Ya  estaban  en  los  suburbios,  cuando  un  ginete  se  llegó  á  ellas 
cubierto  de  polvo  y  de  sudor. 

— ¡Don  Alfonso!  gritó  Luz  con  la  voz  del  alma. 

— ¡Adiós!  dijo  Piedra-Santa,  no  temas,  pronto  nos  volveremos  á 
ver. 

— Cuida  tu  existencia...  ya  no  te  pertenece,  es  enteramente  mía. 

El  bravo  coronel  se  acercó  hasta  dar  su  brazo  á  la  infeliz  criatura. 

— Toma  este  escapulario,  dijo  Luz,  y  puso  al  cuello  de  Piedra- 
Santa  aquel  escapulario  que  su  hermano  había  olvidado  y  que  conte- 
nía la  esmeralda. 

Piedra-Santa  ignoraba  que  ya  puseía  dos  de  las  piedras  preciosas 
del  misterioso  vaticinio. 

Sonó  el  primer  cañonazo. 

— ¡Adiós!  dijeron  los  amantes,  y  su  acento  se  perdió  entre  las  de- 
tonaciones de  la  artillería. 

III. 

La  historia  va  á  hablar. 

Serían  las  siete  y  media  de  la  mañana  (miércoles  19  de  Febrero 
de  1821),  cuando  Calleja  avanzó  en  cuatro  columnas:  traía  la  artille- 
ría en  el  centro  y  su  caballería  cubriendo  los  flancos. 

Sus  cañones  graneaban  el  fuego  lo  mismo  que  sus  fusiles,  y  se 
notaba  una  especie  de  fuerza  nada  común  en  aquellos  soldados. 

Calleja  se  había  quedado  á  retaguardia  en  su  coche,  y  parece  que 
tenía  por  tan  seguro  el  triunfo,  que  no  creía  fuese  necesario  montar  á 
caballo. 

Los  americanos  respondían  á  los  fuegos  pausadamente,  y  todos 
se  propusieron  emplear  bien  sus  tiros  certeros,  lanzados  desde  sus 
parapetos. 

Dirigiéronse  los  asaltantes  por  la  calle  Real,  en  derechura  á  la 
trinchera  de  la  plaza  de  San  Diego,  donde  desengancharon  las  muías 
de  las  piezas  y  se  armó  la  primera  batería. 

Calleja  formó  su  batalla  á  medio  tiro  de  los  reductos, 

Entonces  se  separó  de  las  filas  un  coronel  á  batirse  con  Galeana, 
que  estaba  enfrente. 

— ¡A  tí  te  buscaba!  gritó  el  español,  y  disparóle  su  pistola. 

Galeana  á  su  vez  disparó  un  mosquete  y  le  dejó  tendido,  le  re- 
cogió las  armas,  y  tomándolo  por  un  pie,  lo  metió  arrastrando  den- 
tro de  trincheras  y  mandó  que  un  confesor  lo  auxiliase. 


208  JUAN  A.  MATEOS 


La  tropa  enemiga,  testigo  presencial  de  este  suceso,  enmudeció 
como  atónita  y  avergonzada;  tanto  le  impuso  este  brío  digno  de  los 
siglos  de  Roma. 

Apareció  un  coronel  dando  sus  órdenes  y  llevando  un  tambor  á 
su  lado,  Galeana  mandó  hacer  fuego,  y  el  jefe  cayó  muerto  en  los 
brazos  de  sus  ayudantes. 

La  tropa  española  avanzó  haciendo  fuego  basta  llegar  á  la  trin- 
chera, donde  comenzó  la  lucha  á  la  bayoneta. 

Los  realistas  fueron  rechazados,  para  tornar  luego  con  más  vigor. 

Los  indios  honderos  colocados  detrás  de  San  Diego,  descargaron 
su  nublado  de  piedras,  que  no  les  daba  punto  de  reposo  á  los  rea- 
listas; ya  entonces  perdieron  su  primitiva  formación,  y  se  subdividie- 
ron  en  trozos  por  todas  las  casas  del  pueblo  que  barrenaban,  ejecu- 
tando en  las  personas  inermes,  mujeres  y  niños  que  encontraron  en 
ellos  las  mayores  crueldades,  como  Jo  indicaban  los  cadáveres  bailados 
después  de  la  acción. 

Galeana  y  sus  soldados  quedaron  reducidos  á  sólo  las  trincheras, 
y  además  flanqueados,  pues  los  realistas  penetraron  por  una  tienda 
inmediata  á  la  contra-trinchera  establecida  en  la  calle  Real. 

En  este  conflicto,  destacó  á  6u  sobrino  Don  Pablo  Galeana  para 
que  contuviese  al  enemigo,  como  lo  verificó,  arrojándoles  granadas  de 
mano  y  disparando  el  cañón  Niño  que  Morelos  mandó  poner  en  la 
azotea  de  la  casa  por  donde  habían  penetrado. 

El  general  se  hallaba  situado  en  una  casa  de  la  plazuela  de  Santo 
Domingo,  que  mira  al  Occidente,  plaza  que    como    ya    se   ha    dicho 
estaba  á  cargo  de  Don  Leonardo  Bravo. 

A  pesar  de  las  ventajas  obtenidas  por  el  enemigo,  no  faltó  un 
malvado  qae  en  el  cementerio  de  San  Diego,  esparciera  la  voz  de  que 
so  había  perdido  el  punto  mandado  por  Galeana 

La  gente  salió  agolpada  en  el  mayor  desorden  con  dirección  al 
centro:  creyóla  Larios  que  estaba  con  su  compañía,  y  un  cañón  sos- 
teniendo el  fuego,  costado  de  Galeana,  así  es  que  retiró  el  cañón  de 
la  batería,  y  caminó  con  rapidez  á  buscar  un  asilo. 

Galeana  montó  á  caballo,  y  con  espada  en  mano,  hizo  á  sablazos 
que  ocuparan  sus  puestos  los  que  corrían  hacia  el  centro,-  y  regresó 
á  su  puesto  luego  que  el  orden  quedó  restablecido. 

Esta  voz  falsa  de  alarma  produjo  también  funestos  efectos  en  otros 
puntos,  pue3  afectados  de  pavor  sus  defensores,  abandonaron  la  ar- 
tillería, y  la  plazuela  de  San  Diego  casi  quedó  escueta. 

Solo  se  vio  en  ella  un  muchacho  de  doce  años  llamado   Narciso. 

Vínose  sobre  él  un  dragón  que  le  hirió  el  brazo  con  su  espada. 

No  tuvo  el  desgraciado  niño  más  refugio,  que  abrazarse  de  un 
palo  de  la  misma  batería,  y  tomar  la  mecha  que  estaba  clavada  en  el 
suelo. 

Dio  casi  maquinalmente  fuego  al  cañón,  que  disparado  en  el  mo- 
mento más  oportuno,  mató  el  dragón  y  contuvo  al  enemigo  que  avan- 
zaba rápidamente. 

Con  este  inesperado  suceso  volvió  á  su  puesto  Galeana,  y  quedó 
nuevamente  restablecido  el  orden. 

Continuó  el  fuego  sin  intermisión  hasta  las  tres  de  la  tarde,  dis- 
putándose los  contendientes  palmo  á  palmo  las  posiciones. 


IOS   I2J8UaOBNT£»  209 


El  parque  de  los  realistas  se  había  acabado,  y  Calleja  mandó  la 
retirada  del  ejército,  pero  hizo  una  última  tentativa,  disponiendo  se 
abandonara  la  artillería,  separándose  la  tropa  á  una  regular  distancia, 
á  fin  de  que  saliendo  de  sus  parapetos  los  mexicanos,  se  les  diese  una 
carga  de  caballería. 

Morelos  mandó  que  nadie  se  moviese,  comprendiendo  el  artificio 
del  enemigo,  por  io  que  ambos  campos  se  mantuvieron  como  una  hora 
sin  ofenderse,  hasta  que  pausadamente  recogieron  sus  cañones  los  rea- 
listas, y  fueron  á  tomar  cuarteles  al  pueblo  de  Cnauthxco,  una  legua 
de  la  ciudad  atacada. 

Galeana  salió  á  reconocer  el  campo,  levantando  más  de  trescien- 
tos cadáveres,  entre  los  cuales  había  trenta  y  dos  artilleros,  que  mandó 
sepultar  en  la  Parroquia  y  fuera  de  los  reductos. 

Halláronse  vestigios  de  sepulturas  hechas  por  el  enemigo,  y  mu» 
chos  rastros  de  sangre  con  que  se  tiñó  aquel  campo. 

Calleja  estaba  derrotado,  y  así  lo  avisó  á  la  Corte  de  México,  que 
envió  el  mayor  número  de  fuerzas  para  emprender  ei  sitio  de  Cuautla. 


CAPITULO  XIV. 


Be  lo  que  verá  el  curioso  lector  como  se  decida 
á  leer  este  capítulo. 


Vildo  y  José  de  la  Luz  llevaban  á  todo  escape  á  las  jóvenes,  que 
no  volvían  en  sí  del  terror. 

Detuviéronse  á  una  distancia  conveniente  para  presenciar  el  hecho 
de  armas,  no  sin  disgusto  de  Vildo,  que  quería  adelantar  camino  por 
si  ocurría  alguna  catástrofe. 

Cuando  vieron  que  los  realistas  penetraban  en  la  plaza  y  que  los 
fuegos  de  los  insurgentes  se  habían  apagado,  creyeron  que  la  plaza 
estaba  perdida,  y  echaron  á  huir  rumbu  a  las  montañas  para  escaparse 
de  la  zana  de  los  vencedores. 

— ¡Dios  mío,  exclamaba  Luz,  si  le  habrán  matado! 

— No  tenga  cuidado  la  señorita,  respondía  el  asistente;  en  peores 
nos  hemos  visto  y  hemos  escapado  la  pelleja. 

— Mucho  temo,  dijo  María,  que  no  hayan  podido  salir  de  la  plaza; 
ese  infernal  Calleja  es  un  asesino  y  no  les  perdonará. 

— Difícil  es  el  negocio,  señoritas,  vean  ustedes  que  el  señor  cura 
y  sus  soldados  tienen  mas  agayas  que  un  tiburón...  en  el  sitio  de 
Acapnlco  nos  andaba  la  muerta  muy  de  cerca...  cuando  no  está  de 
Dios,  ni  las  balas  pueden...  figúrese  su  mercó  que  estando  frente  al 
castillo,  mi  general  se  recargó  sobre  una  roca  y  se  puso  á  mirar  con 
bu  anteojo;  cansado  de  observar  y  maquinalmente  se  separó  de  aquel 
sitio,  que  ocupó  un  señor  cuñado  del  capitán  don  Vicente  Guerrero; 
jay,  señorita!    no    habían  pasado  dos  segundos,  cuando  una  bala   do 

14  —  Los  Insurgentes, 


210  JUAN  A.   MATEOB 


cañón,  perfectamente  dirigida,  vino  á  estrellarse  en  la  roca  é  hizo  pe- 
dazos al  señor  que  ocupaba  el  lugar  del  señor  Morelos...  esto  es  bru- 
jería; pero  repito  que  cuando  no  está  de  Dios... 

— Eso  no  puede  consolarnos,  replicó  Marín;  además,  que  si  lian 
tomado  la  plaza,  procurarán  que  nadie  salga  y  los  perseguirán. 

—Ese  es  un  mal  pensamiento:  tenga  usted  por  regla,  señorita, 
que  cuando  realistas  ó  insurgentes  tomamos  una  plaza,  nos  ocupamos 
en  habilitarnos. 

— ¿En  habilitarse*?  preguntó  María. 

— Figúrese  la  señorita,  pongo  por  caso,  que  anda  uno  por  estas 
veredas  muerto  de  hambre,  y  desmido,  y  maltratado,  y  dado  á  todos 
los  diablos,  y  repentinamente  se  arma  una  de  Dios  es  Cristo,  y  se 
arroja  uno  sobre  las  trincheras  y  acuchilla,  hasta  el  sur  sum  corda 
y  se  hace  dueño  de  la  plaza;  ¿de  qué  sirve  todo  eso  si  ha  de  quedar 
tan  perdido  como  antes?...  no  señor;  marcha  uno  á  la  tienda  mas  rica, 
y  toma  la  manta  que  necesita,  y  las  monedas  y  cuanto  encuentra;  eso 
sí,  todo  con  permiso  del  dueño,  á  quien  se  le  tiene  de  cuerpo  presente 
ahorcado  en  la  puerta  del  establecimiento. 

—  ¡Qué  horror! 

— Sí,  mucho;  pero  á  los  nuestros  les  pasa  otro  tanto;  ya  saben 
ustedes  que  esta  es  guerra  á  muerte,  el  que  cae  la  pela  sin  remisión; 
vean  ustedes,  vean  ustedes,  en  ese  árbol  hay  dos  realistas  colgados; 
¡demonio!  á  ese  ya  le  sacaron  los  ojos  los  pájaros,  y  el  otro  tiene  col- 
gando las  tripas,   ¡já!   ¡já!   ¡já! 

Aquel  espectáculo  era  espantoso:  dos  cadáveres  estaban  suspen- 
didos de  un  mecate  á  las  ramas  de  un  árbol,  y  la  fetidez  que  exha- 
laban en  derredor  era  insoportable. 

Luz  y  María  no  se  atrevieron  á  levantar  los  oios,  y  rogaron  á 
Vildo  que  las  apartara  del  camino. 

José  de  la  Luz  se  apeó  del  caballo,  y  puso  una  cruz  de  ramas  frente 
aquel  árbol  del  suplicio. 

— Esto  no  es  nada,  señoritas;  dos  cristianos  colgados  es  como  si 
dijéramos  dos  bellotas  en  un  encino...  ¡he  visto  ya  á  tantos!...  no  hay 
cuidado,  todavía  me  falta  el  rabo  por  desollar. 

— Por  aquí  ha  pasado  gente,  dijo  José  de  la  Luz,  observando  la 
marca  de  pasos  en  la  vereda. 

— Ya  lo  había  notado,  respondió  Vildo:  es  necesario  perder  la 
pista;  no  sé  por  qué  me  parece  que  en  el  monte  hay  algo;  echémonos 
fuera  del  camino  y  embosquémonos:  yo  husmeo  algo... 

— ¡Yo  tiemblo  de  miedo!   exclamó  Luz. 

— Y  yo  estoy  aterrorizada...   no  puedo  ni  hablar. 

Efectivamente,  aquellas  criaturas  estaban  acometidas  del  pánico. 

Los  insurgentes  nada  habían  visto;  pero  su  instinto  les  decía  que 
el  peligro  no  estaba  distante. 

Seguían  embarrancándose  por  veredas  que  solo  Vildo  conocía,  y 
en  la  espesura  de  los  árboles  abrigándose  de  las  miradas  de  algún 
pastor  que  pudiera  descubrirlos. 

Repentinamente  se  oyeron  algunos  disparos  de  mosquete,  que  re- 
sonaron en  la  montaña. 

— ¡Dios  mío!  gritaron  las  jóvenes. 


I>08    1N8ÜRGENTE9  211 


—  ¡Silencio!  gritó  Vildo,  y  preparó  su  mosquete. 

—  ¡Alto!   ,alto!  exclamó  José,  veremos  lo  que  pasa. 

Los  caballos  se  detuvieron. 

Los  dos  insurgentes  so  deslizaron  entre  las  matas  como  dos  ser- 
lentes,  y  se  asomaron  á  un  pequeño  valle  por  donde  se  percibía  el 
uido 

Después  de  un  momento  dijo  á  José: 

—  Desciende  con  las  niñas  por  la  barranca,  pasa  el  rio  y  sigue 
amino,  que  yo  los  alcánzale. 

José  de  la  Luz  obedeció,  y  caminando  a  pie  comenzó  el  descenso 
tabajoso  de  la  montaña. 

Lao  jóvenes  estaban  rendidas  de  fatiga;  pero  ei  miedo  les  prestaba 

Sentó. 

Keabalando  unas  veces,  otTas  asiéndose  de  las  raices  para  de- 
eneise,  y  luchando  con  las  dificultades  de  aquel  escarpado  terreno, 
ligaron  á  las  orillas  del  río  que  so  precipitaba  en  el  fondo  de  la 
jarra  Dea 

Un  pueDte  natural  de  rocas,  combatidas  per  ei  agua  y  donde 
¡e  chocaban  y  dividían  las  olas  facilitaba  el  paso  á  la  ribera  con- 
¡raria. 

Aquel  paso  se  llamaba  de  las  Águilas. 

El  río  no  era  muy  profundo,  la  dificultad  consistía  en  rnante- 
¡lerse  sereno  para  no  resbalar  en  las  peñas,  porque  el  agua  ejerce 
ierto  magnetismo  do  atracción  irresistible. 

— Pasemos  pronto,  diio  José  de  la  Luz,  y  estamos  salvados;  yo 
as  tomaré  por  una  mano,  y  sirviéndoles  de  apoyo  iremos  poco  á  poco 
avanzando:  conque  valor,  y  en  el  nombre  de  Dios  y  María  San- 
tísima. 

— Tú  primero,  dijo  María;  yo  tengo  un  temor  inexplicable. 

Lnz   se  santiguó  y  comenzó  á  rezar  en  su  inteiior. 

José  de  la  Luz  saltó  sobre  la  primera  piedra,  se  apoyó  en  la  se- 
gunda y  tendió  su  robusto  brazo. 

Luz  se  agarró  á  la  mano  del  insurgente,  y  trémula  dio  un  paso 
hacia  el  abismo. 

María  se  arrodilló  delante  del  cielo. 

Aquella  escena  era  terrible. 

El  insurgente  vertía  sudor  por  todo  su  rostro,  y  con  el  ceño 
plegado,  y  mordiéndose  los  labios  y  procurando  dar  á  sus  nervios 
una  tensión  de  acero,  avanzaba...  y  avanzaba,  cuidaudo  á  aquella 
criatura,  cuyos  delicados  pies  se  mojaban  al  salpicar  las  olas  contra 
las  peñas. 

Detuviéronse  un^instante  en  la  mitad  de  aquel  peligroso  puente 

— Un  momento  de  descanso,  dijo  José  delaLuz:  pero  cierre  usted 
los  ojos  para  no  desvanecerse. 

Luz  cerró  instintivamente  los  ojos. 

— ¡Adelante!...  ¡adelante!...  volvió  á  decir  el  insurgente,  y  el 
gran  poder  de  Dios  nos  acompañe. 

Después  de  dos  minutos  de  agonía  saltaron  en  las  arenas  de  la 
orilla. 

—  ¡Gracias,  Dios  mío!  exclamó  la  joven  cayendo  de  rodillas. 


212  JÜAJf  A.  MATEOS 


José  de  la  Luz  ge  quitó  el  sombrero  y  dio  una  mirada  al  hor: 
zonte. 

Después  con  una  ligereza  de  ciervo,    saltó    «obre    las    piedras 
volvió  al  lado  de  María,  que  estaba  impresionada  de  una  manera  es 
pantosa. 

— Ahora  nos  toca  á  nosotros,  señorita. 

María  se  ató  el  paño  á  la  cintura,  puso  el  barbiquejo  á  su  sota 
brero  de  palma  y  se  avanzó  á  la  orilla  con  la  intrepidez  del  miedo. 

En  aquel  momento  aparecieron  por  las  gargantas  de  la  montan 
multitud  de  soldado*  en  un  terrible  desorden,  buscando  todos  el  pas 
del  río. 

José  de  la  Luz  y  María  se  refugiaron  en  un  pinar. 

El  insurgente  no  pudo  contenerse,  y  comenzó  á  hacer  fuego  co: 
el  mosquete 

Los  soldados  que  venían  en  fnga  creyeron  que  habían  caldo  ei 
una  emboscada,  y  sin  buscar  el  paso  comenzaron  á  refugiarse  en  la 
montañas,  arrojando  sus  armas. 

Veamos  lo  que  había  pasado. 

II. 

La  noticia  de  la  derrota  de  Calleja  llegó  á  la  Corte  de  México  coi! 
la  velocidad  de  las  malas  nuevas. 

El  virrey  ordenó  á  un  tal  don  Ciríaco  del  Llano  se  dispusiese' 
con  el  ejército  del  centro,  á  batir  á  la  insurrección. 

Morelos  había  dejado  en  Izúcar  una  corta  fuerza,  al  mando  d( 
los  capitanes  Guerrero,   Sánchez  y   Sandoval. 

Llano  salió  con  una  fuerza  de  más  de  dos  mil  hombres,  inclusos 
los  batallones  expedicionarios  de  Lobera,  Asturias  y  Misto,  con  en  co 
rrespondiente  artillería,  y  la  mañana  del  25  de  Febrero  ocnpó  ej 
cerro  del  Calvario,   que  domina  por  completo  la  ciudad  de  Izúcar. 

Dice  un  historiador  que  en  aquel  punto  fijó  su  artillería,  comen- 
zando un   fuego  vivísimo  sobre  la  villa 

En  la  tarde  de  ese  día  formó  dos  columnas  de  los  batallones  ex- 
pedicionarios,  cada  una  con  un  cañón,  y  dando  á  Andrade  el  mando 
de  la  caballería,   atacó  la  villa  por  diversos  puntos. 

Nada  pudo  conseguir  á  merced  de  estos  esfuerzos,  ni  aún  conti- 
nuando toda  la  noche  desde  el  punto  del  Calvario,  adond»  se  ñabía 
retirado  después  de  su  intentona 

Repitió  su  ataque  al  día  siguiente  con  doble  ferocidad,  reduciendo 
á  una  sola  las  dos  columnas,  para  darle  mayor  vigor  á  la  masa  de 
hombres  que  arrojaba  sobre  los  parapetos,  sosteniéndola  con  un  fuego! 
nutrido  de  artillería 

Los  insurgentes  se  parapetaron  en  el  centro  de  la  plaza,  como 
lo  había  hecho  Morelos  tres  meses  antea  en  la  misma  villa,  auxilián- 
dose con  los  indios  honderos  situados  en  las  azoteas. 

Los  insurgentes  sostuvieron  el  ataque  con  un  brío  digno  de  todo 
elogio,  rechazando  la  columna  y  acribillándola  á  pedradas  y  balazos. 

El  capitán  don  Vicente  Guerrero  descendía  con  sus  compañeros  á 
lo»  lugares  de  más  peligro,  y  se  batía  con  una  serenidad  admirable. 


LOS   INSURGENTES  213 

Los  realistas  no  cesaban  de  enviar  sus  proyectiles  sobre  la  plaza. 

La  segunda  noche  el  capitán  Guerrero  estaba  rendido,  y  se  acostó 
gunos  momentos  á  descansar. 

Eodeábanle  muchas  personas,  principalmente  niños  y  mujeres,  que 
)  se  creían  seguros  sino  á  su  lado,  porque  aquel  valor  imponía  y  era 
sombra  de  los  desgraciados. 

Eepentinamente  una  granada  abre  las  vigas  del  techo,  y  rueda 
ijo  el  catre  de  campaña  de  Guerrero. 

Hubo  un  momento  de  ansiedad  espantosa. 

El  bravo  soldado  creyó  llegada  su  última  hora,  y  confiando  la 
irca  de  su  vida  al  mar  embravecido  de  su  destino,  se  cruzó  de  brazos 
esperó  la  muerte. 

Eeiuó  un  silencio  profundo  en  la  estancia;  oíase  el  ruido  de  la 
ipoleta,  que  seguía  encendiéndose  hasta  llegar  al  depósito  de  pól- 
>ra...  revienta  al  fin:  la  estancia  se  envuelve  en  ima  nube  de  humo; 
i  escuchan  alguuos  lamentos,  y  cuando  el  polvo  y  el  humo  se  han 
sipado,  toóos  se  vuelven  hacia  el  general,  que  estaba  de  pie  buscando 
las  víctimas  del  proyectil. 

Todos  le  abrazaron:  la  misma  muerte  le  rindió  homenaje  ala  se- 
nidad  de  aquel  hombre...  ¡no  eran  balas  estranjeras  las  que  debían 
ranearle  la  existencia!... 

Al  día  siguiente,  el  ataque  se  generalizó  por  los  puntos  todos  de 
línea  de  circunvalación. 

Los  realistas  incendiaron  los  barrios  de  la  Santísima  y  del  Cal- 
ir  io. 

Las  guerrillas  hicieron  horrores  con  las  familias  inermes,  cebando 
i  ellas  el   furor  de  su  impotencia. 

Los  realistas  levantaron  el  campo,  habiendo  recibido  órdenes  para 
incurrir  al  sitio  de  Cuautla. 

Guerrero  salió  en  su  persecución,  atacando  la  retaguardia  y  pro- 
bando la  deserción. 

Perdieron  mucha  gente  en  la  retirada  y  una  pieza  de  artillería. 

Izúcar  íué  defendido  por  ciento  treinta  insurgentes  del  ejército  de 
[órelos. 

ni. 

Los  dispersos  se  internaron  en  el  monte,  seguidos  del  capitán 
icinto  Castaños,  oficial  de  toda  la  confianza  de   los  realistas. 

Jacinto  se  había  hecho  temible:  sus  instintos  sanguinarios  se  habían 
ssarru.lado  en  la  revolución,  y  la  piedad  nunca  tuvo  asilo  en  su 
►razón. 

Aquel  hombre  feroz  fusilaba  á  todos  los  desertores:  era  un  azote 
)  ira  que  venía  en  pos  de  aquellos  desgraciados;  así  es  que  cuando 
garon  á  las  montañas  donde  estaba  José  de  la  Luz  y  las  jóvenes, 
ahuyentaron  al  escuchar  los  disparos  que  hizo  el  insurgente. 

Vildo  se  descolgó  por  las  montañas  vecinas,  creyendo  que  sus 
hnpañeros  habían  pasado  el  río,  y  se  encontró  con  Luz  temblando 
¡ir  el  terror. 

Intentaba  pasar  sobre  las  rocas,  cuando  el  capitán  Jacinto  Ca§- 
,§08  apareció  en  las  montañas. 


214  JUAN  k.   MATEOS 


Con  su  mirada  de  águila  buscó  en  derredor,  y  vio  en  la  oril 
opuesta  á  una  mujer. 

Fijó  sus  ojos  en  aquella  desgraciada,  é  instantáneamente  la  I 
conoció. 

— ¡Luz!   ¡Luz!  gritó  con  furor  concentrado,  aguarda,  que  voy  all 

José  de  la  Luz  dejó  á  María  y  saltó  sobre  el  puente,  echóse  á 
cara  el  mosquete  y  detuvo  al  capitán. 

Vildo  comprendió  que  su  compañero  le  cubría  la  retirada,  y  i 
mando  á  la  joven  en  sus  brazos  desapareció  en  las  fragosidades  d 
monte. 

El  capitán  Castaños  estaba  futióse,  y  descargaba  sus  pistol 
dragones  sobre  el  insurgen  te  sin   lograr  tocarlo. 

José  no  se  resolvía  á  abandonar  aquel  sitio,  donde  estaba  ocul 
la  infeliz  María,  pero  la  gente  de  Castados  le  comenzaba  á  bac 
fuego  y  su  muerte  era  estéril;  así  es  que  emprendió  la  fuga  viole 
tamente  entre  las  balas  enemigas,  y  desapareció  como  el  ciervo  * 
la  montaña. 

— Sigan  á  esa  mujer  que  huye  con  los  insurgentes,  y  ofrexco  \ 
premio  al  que  los  aprehenda,  gritó  Jacinto  arrojando  espuma  p 
la  boca. 

Los  soldados  de  la  escolta  atravesaron  el  río,  y  se  lanzaron  < 
pos  de  los  fugitivos. 

María  estaba  presenciando  oculta  entre  los  árboles  aquella  escen 

Esperaba  la  infeliz  criatura  que  todos  se  alejasen  para  seguir  i 
camino,  por  si  encontraba  algún  corazón  amigo  que  la  salvase. 

El  capitán  Castaños  estaba  fatigado  con  la  persecución,  y  bus- 
la  sombra  para  descansar. 

Dirigióse  al  sitio  donde  la  joven  se  guarecía,  y  la  descubrió  ent 
las  ramas  de  los  encinos. 

Castaños  comprendió  que  la  joven  no  era  una  persona  vulgar. 

— Señora,  dijo  con  tono  respetuoso  ¿qué  hace  usted  en  este  para] 

— Nada  sé,  respondió  María,  sino  que  soy  muy  desgraciada!  y 
echó  á  llorar  con  desesperación. 

— Señora,  cálmese  usted:  yo  no  soy  insurgente  y  sabré  respetar] 

— Capitán,  usted  es  un  hombre  de  honor,  sálveme  usted,  p 
Dios! 

— Yo  lo  juro  señora,  por  mi   fé  de  soldado. 

— Devuélvame  usted  á  mi  familia! 

— Luego  que  sea  posible. 

— Yo  todo  lo  espero  de  la  caballerosidad  de  usted. 

—  Sí,  y  yo  cumpliré,  señora...  perdone  usted,  hace  un  momento, 
no,  no  puede  ser  ilusión...  del  otro  lado  del  puente  estaba  una  mujer 
acaso  yo  haya  soñado... 

— No,  capitán,  dijo  María;  esa  joven  era  mi  amiga,  mi  comp 
ñera,  mi  hermana. 

— Cuente  usted,  por,  Dios  señora;  cuente  usted  cuanto  sepa, 
seré  su  exclavo.  % 

— Pues  bien;   esa  joven  se  llama  Luz. 

— ¡Es  ella!  exclamó  Jacinto  sin  poderse  contener, 

—¿La  conoce  usted,  capitán? 


LOS   INSURGENTES  215 


— No;  continúe  usted,  yo  se  lo   suplico. 

— Esa  joven  fué  educada  por  los  señores  Bravo;  ha  tenido  muchas 
desgracias:  figúrese  usted,  capitán,  que  su  padre  murió  victima  de  una 
intriga  horrible  del  hermano  de  Luz. 

— Sí,  dijo  Jacinto  trémulo  de  emoción;  pero  él...  no,  no  es  po- 
sible... continúe  usted. 

— Afortunadamente,  dijo  María,  mi  amiga  se  encontró  con  un 
joven  apuesto,  tipo  completo  de  caballerosidad  y  abnegación. 

Jacinto  se  llovó  las  oíanos  á  la  fronte. 

— El  coronel  Piedra-Santa  logró  arrancarla  del  poder  de  Jacinto, 
que  así  se  llamaba  el  hermano  de  Luz;  ese  infame  había  denunciado 
una  conspiración,  que  costó  la  existencia  á  hombres  que  no  habían  na- 
cido i>ara  morir  en  el  cadalso. 

Jacinto  no  podía  ocultar  la  emoción  de  que  era  presa. 

— El  señor  Morelos  supo  por  la  misma  Luz  sus  sufrimientos,  y 
determinó  unirla  con  el  hombre  de  su  amor,  con  el  coronel  Piedra- 
Santa,  que  había  escapado  milagrosamente  de  la  prisión  donde  le  arro- 
jara el  implacable  encono  de  su  enemigo;  porque  habéis  de  saber 
que  ese  miserable  había  tratado  de  asesinarle,  disparándole  á  quema- 
ropa  un  pistoletazo,   que  afortunadamente  no  le  hirió  de  muerte. 

— ¿Y  llegaron   á  casarse,  señora? 

— Precisamente  en  los  momentos  en  que  tenía  lugar  la  ceremonia 
atacaron  los  realistas,  y  hemos  salido  huyendo  á  Cuabuila. 

—  ¡Dios  me  ha  oído!  exclamó  Jacinto,  yo  no  debo  desconfiar  de 
mi  destino. 

María  vio  con  estrañeza  á  aquel  hombre. 

— Señora,  dijo  Jacinto,  espero  que  nuestros  favores  sean  recí- 
procos, y  usted  va  á  escuchar  un  secreto,  que  la  sorprenderá  por 
inesperado. 

■ — Ya  escucho,  capitán, 

— Ese  ser  miserable  y  aborrecido  de  los  extraños  y  de  los  suyos; 
ese  hombre  vil,  que  ha  hecho  derramar  la  sangre  de  su  padre;  ese 
monstruo  que  está  llenando  de  crímenes  la  tierra,   soy  yo. 

— ¡Dios  poderoso!  exclamó  la  joven. 

— Sí,  continuó  Castaños;  yo  que  me  vengo  del  mundo:  yo  que  llevo 
la  muerte  en  el  corazón,  y  á  quien  el  infortunio  azota  sin  piedad... 
Luz  es  mi  hermana...  era  el  solo  y  único  amor  que  conservaba  en- 
cendido en  mi  corazón...  pero  ella  ama  á  uno  de  mis  contrarios,  y 
me  arroja  en  la  desesperación  más  horrible...  yo  había  pensado  hacerla 
feliz,  sacrificarme,  remunerar  en  ella  todos  los  males  que  he  cau- 
sado... y  ella  ¡Dios  mío!...  ella  me  pone  sobre  el  cráter  de  un  volcán 
que  ha  comenzado  á  vomitar  fuego...  mis  lágrimas,  mis  dolores,  serán 
míos,  solamente  míos;  no  habrá  una  mano  que  enjugue  mis  ojos,  ni 
una  voz  que  me  hable  de  misericordia!...  por  eso  voy  arrastrado  por 
un  destino  irresistible...  y  no  hago  un  solo  esfuerzo  para  detenerme 
en  esa  pendiente  en  que  resbalan  mis  pies...  qué  desgraciado  he  na- 
cido... maldita  la  existencia  á  que  vivo  encadenado... 

Jacinto  se  echó  á  llorar  como  el  apóstol  renegado. 

María  sintió  compasión  por  aquel  desdichado. 

—Capitán,  yo  os  he  referido  cuanto  sabía. 


216  JUAN  1.   MATEO» 


— Ignoráis  aún  todos  mis  crímenes  y  mis  infortunios. 

— Echad  nn  velo  sobre  ellos;  yo  nada  quiero  saber. 

— Señora,  yo  he  pasado  por  todo;  pero  quiero  respetar  vuestra 
honra. 

María  guardó  silencio. 

— Para  que  esa  chusma  de  gente  que  me  sigue  no  atente  á  la 
virtud  de  usted,  es  necesario  decirles  que  usted  es  Luz  mi  hermana, 
á  quien  he  recogido  al  paso  del  pueblo  donde  la  había  dejado. 

María  tendió  su  mano  á  Castaños;  este  la  estrechó  con  respeto. 

■ — Desde  hoy  oculto  mi  nombre. 

— ¿Y  vuestra  familia?  preguntó   Castaños. 

— Capitán,  el  señor  cura  Morelos  quedó  encargado  por  mis  padrea 
de  protejerme. 

— Os  juro  que  al  avistarnos  al  primer  campamento  de  los  insur- 
gentes, yo  mismo  llevaré  á  usted  hasta  encontrar  al  general. 

— ¡Hermanos  desde  hoy!  dijo  María. 

— Sí...  hermanos,  murmuró  sombríamente  el  capitán. 

Al  montar  en  sus  caballos,  apareció  en  el  sendero  nn  mastín  la- 
drando furiosamente. 

Caifas  había  husmeado  á  la  joven,  y  comenzó  á  dar  de  saltos 
frente  al   caballo. 


CAPITULO  XV. 

De  cómo  dio  principio  el  sitio  memorable  de  la 
ciudad  de  Cuantía  de  Amilpas. 

I. 

El  4  de  Marzo  de  1812  había  un  gran  barullo  en  la  ciudad  de 
Cuantía:  multitud  de  hombres,  mujeres  y  niños  llevaban  provisiones 
á  los  depósitos,  y  entraban  atajos  con  las  semillas  de  las  haciendas 
de  los  contornos. 

A  pesar  de  ese  batiboleo  producido  por  la  afluencia  de  gente,  la 
operación  se  verificaba  en  el  mayor  orden  posible. 

El  general  Morelos  recorría  los  puntos  todos  de  su  línea;  daba 
órdenes  que  eran  cumplidas  con  exactitud. 

El  mayor  entusiasmo  reinaba  en  el  pueblo  y  la  tropa,  y  todos 
se  disponían  á  defender  los  muros  de  aquella  ciudad. 

Los  realistas  avanzaron  sobre  Amelsingo,  Jacaicpec  CuaJiuistla  y 
Buenavista. 

Caleana  salió  de  trincheras  á  escaramucear  con  el  enemigo,  que 
se  fortificaba  á  toda  prisa,  con  una  actividad  admirable. 

Los  cuatro  puntos  mencionados  se  destinaron  como  fortines  para 
establecer  sus  baterías. 

Calleja  estableció  su  línea  de  circunvalación''  á  medio  tiro  de  la 
plaza,  esto  indicaba  que  los  combates  debían  sucederse  sin  interrupción. 

Los  cañones  hicieron  sus  primeras  descargas 


LOS    INSURGENTES  217 


El  pueblo  de  Cnautla  no  había  visto  nunca  ni  oído  el  estruendo 
de  las  bombas,  y  comenzó  á  sobrecogerse  de  pánico,  buscando  asilo 
en  sus     iglesias  y  edificios  que  parecían  más  sólidos. 

Pasada  la  primera  impresión,  los  muchachos  se  atrevían  á  apagar 
las  espoletas,  y  se  apresuraban  á  presentarlas  á  Morelos  como  un 
trofeo. 

El  general  puso  precio  á  los  proyectiles  del  enemigo,  para  servirse 
de  ellos  caso  de  consumirse  sus  municiones. 

Galeana,  el  inmortal  cura  Matamoros  y  los  Bravo,  sostenían  la 
plaza  con  el  ardor  de  su  aliento,  con  el  espíritu  gigante  de  su  pa- 
triotismo. 

El  sitió  se  formalizaba,  los  realistas  cortaron  el  agua,  y  los  pozos 
no  daban  abasto  á  la  población;  era  necesario  hacerse  del  punto  sur- 
tidor, disputar  á  la  bayoneta  el  ojo  de  agua. 

Galeana  que  parecía  estar  reñido  con  su  existencia,  se  ofreció  á 
levantar  un  fortín  en  ese  punto  peligroso. 

Galeana  y  D.  Víctor  Bravo  batieron  á  los  realistas  desalojándolos 
del  ojo  de  agua. 

Calleja  recuperó  el  punto  después  de  un  combate,  y  era  nece- 
sario el  establecimiento  de  un  fortín  para  sostenerlo. 

El  25  de  Marzo  salió  Galeana  con  sesenta  hombres,  llevando  cos- 
tales con  arena  y  trabajadores,  que  hoy  se  llaman  zapadores,  para  le- 
vantar el  reducto. 

La  operación  comenzó  en  medio  del  fuego  del  enemigo. 

Galeana  levantó  una  trinchera  y  emprendió  un  camino   cubierto. 

La  operación  duró  desde  las  ocho  de  la  mañana  hasta  las  cinco 
de  la  tarde. 

El  capitán  Eamirez  anunció  á  Morelos  que  Galeana  era  dueño  del 
ojo  de  agua,  y  que  ya  estaba  establecido  el  baluarte  y  la  artillería 
para  defenderlo. 

Morelos  clavó  sobre  aquel  muro  una  bandera,  bautizándola  con 
el  nombre  de  Galeana. 

Irritado  Calleja  ante  el  valor  heroico  de  los  insurgentes,  emprendió 
su  ataque  sobre  el  fortín  á  las  once  de  la  noche  de  ese  mismo  día, 
y  sus  soldados  llegaron  hasta  el  muro,  donde  quedó  su  sangre  como 
el  pregón  del  escarmiento  y  el  recuerdo  del  valor  del  enemigo. 

Hé  aquí  el  parte  de  Calleja  al  virrey: 

«Al  amanecer  de  ayer  quedó  cortada  el  agua  de  Xuchitengo 
que  entraba  en  Cuantía  y  terraplenado  sesenta  varas  de  zanja  que  la 
conducía,  con  orden  al  Sr.  Llano,  por  hallarse  próximo  á  su  campo, 
de  que  destinase  al  batallón  de  Lobera,  con  su  comandante,  á  solo 
el  objeto  de  impedir  que  el  enemigo  rompiese  la  toma;  pero  á  pesar 
de  todas  mis  prevenciones,  y  en  el  medio  del  día,  permitió  por  des- 
cuido que  no  solo  la  asaltase  el  enemigo,  sino  que  construyese  sobre 
la  misma  presa  un  caballero  6  torreón  cuadrado  y  cerrado,  y  además 
un  espaldón  que  comunica  el  bosque  con  el  torreón,  por  cuja  obra 
cargó  un  gran  número  de  trabajadores,  sostenidos  desde  el  bosque. 
A  pesar  de  su  ventajosa  situación,  dispuse  que  el  mismo  batallón  de 
Lobera,  ciento  cincuenta  patriotas  de  San  Luis  y  cien  granaderos, 
todo  al  cargo  del  Sr.  coijpnel  D.  José  Antonio  Andrade,    atacasen    el 


218  JUAN  A.   MATEOB 


torreón  y  parapeto  á  las  once  de  la  noche,  lo  que  se  verificó  sin  efecto. 
y  tuvimos  cuatro  heridos  y  un  muerto.» 

Esta  es  la  relación  de  un  general  que  deseaba  ocultar  sus  derrotas 
y  moralizar  á  sus  soldados. 

La  historia  recoge  esas  palabras  al  traer  á  su  juicio  los  aconteci- 
mientos de  esa  época. 

II. 

En  la  hacienda  de  Buenavista  ocupada  por  los  realistas,  estaba  el 
capitán  Jacinto  Castaños  herido  de  un  brazo  en  una  de  las  escara- 
muzas con  los  sitiados. 

Al  lado  de  su  lecho  estaba  María  prodigándole  las  atenciones  de 
una  hermana. 

— Luz,  docía  Jacinto,  esta  herida  va  mal,  tengo  fracturado  el  brazo. 

— El  médico  dice  lo  contrario. 

— Donde  entre  el  tétano  soy  hombre  muerto. 

— No  hay  que  perder  la  esperanza. 

— Yo  le  he  ofrecido  á  vd.  entregarla  al  Sr.  Morelos  y  voy  á  rea- 
lizar mi  promesa. 

— Yo  no  me  separaré  de  esta  cabecera  hasta  ver  á  vd.  resta- 
blecido. 

— ¿Y  qué  le  importa  á  vd.  mi  existencia? 

— ¿Y  vd.  me  lo  pregunta1? 

— Estoy  acostumbrado  á  vivir  solo,  á  no  probar  el  interés  de 
nadie,  á  estar  desamparado. 

— Yo  tengo  una  deuda  de  gratitud  inmensa  con  vd.  que  necesito 
satisfacer. 

—  Señora,  yo  soy  un  ser  extraño  á  todo,  la  gratitud  ó  el  amor 
de  los  demás  me  es  enojoso,  quiero  vivir  en  el  aislamiento...  me 
había  propuesto  ser  fiel  á  mi  palabra,  defender  á  vd.,  velar  por  su 
honor,  y  estoy  satisfecho...  mañana  sea  cual  fuere  el  estado  de  mi 
salud,  acompañaré  á  vd.  hasta  el  parapeto,  y  Morelos  recibirá  á  su 
hija  adoptiva. 

María  estaba  triste,  aquella  noticia  que  en  otra  vez  la  hubiera 
llenado  de  gusto,  le  torturaba  el  alma. 

Impondremos  al  lector  del  secreto  de  la  joven. 

En  el  regimiento  expedicionario  de  Lobera,  llegado  á  Nueva- 
España  para  combatir  la  insurrección,  venía  un  joven  oficial  llamado 
Edmundo  Fonterravía. 

Este  noble  soldado  pertenecía  á  una  de  las  familias  más  distin- 
guidas de  la  Península,  y  el  virrey  le  dispensaba  grandes  conside- 
raciones. 

Al  partir  de  España,  había  recibido   las    charreteras    de  capitán. 

Edmundo  era  uno  de  aquellos  calaveras  de  gran  corazón,  capaz 
de  arriesgar  su  vida  tanto  por  hacer  una  buena  obra,  como  por  una 
mala. 

Con  la  misma  facilidad  se  daba  de  estocadas  por  una  muier  que 
nada  le  importaba,  como  ayudaba    á    soplarle  la    dama  á  un  marido. 

Fonterravía  manejaba  las  armas  admirablemente,  y  su  serenidad 
era  grande  en  los  lances  de  honor  y  en  los  combates, 


LOS   INSURGENTES  219 


Edmundo  era  alto,  robusto,  bien  formado,  su  cabello  echado  hacia 
atrás,  frente  despejada,  oios  garzos,  bigote  castaño,  sobre  unos  labios 
bien  delineados,  nariz  recta,  y  todo  su  rostro  lleno  de  expresión  y  de 
nobleza,  el  traje  militar  lo  llevaba  con  arrogancia,  sin  tener  el  aire  de 
mal  gusto  de  los  matones  de  oficio. 

El  regimiento  de  Lobera  había  concurrido  á  la  batalla  desgra- 
ciada de  Izúcar,  y  en  ella  el  capitán  Castaños  hizo  las  amistades  con 
Edmundo. 

Jacinto  aborrecía  por  ístinto  al  español,  sentía  algo  de  rabia  en 
su  contra  inexplicable,  y  sin  embargo  la  atracción  del  odio  lo  arrojaba 
al  paso  de  aquel  hombre,   tendiéndole  la  mano  de  amigo. 

Fonterravía  conoció  á  la  supuesta  hermana  de  Jacinto,  y  su  alma 
sintió  los  prinieros  síntomas  de  un  amor  verdadero. 

María  notó  con  emoción  que  el  capitán  Edmundo  no  le  era  indi- 
ferente, y  como  las  almas  predestinadas  se  tienen  de  comprender,  los 
jóvenes  se  amaron  con  locura. 

María  estaba  en  la  aurora  de  las  ilusiones  y  su  cariño  no  tenía 
límites  ni  horizonte. 

El  joven  soldado  idolatraba  á  la  indiana  con  todo  su  corazón,  y 
estaba  resuelto  á  hacerla  su  esposa. 

Edmundo  no  tenía  motivo  para  dudar,  así  es  que  creía  que  su 
novia  se  llamaba  Luz  y  era  hermana  de  su  compañero  de  armas  Ja- 
cinto Castaños. 

Jacinto  no  sospechaba  nada  de  esta  correspondencia,  acaso  se 
hubiera  enfurecido  aunque  sin  razón. 

No  era  difícil  que  entonces  se  arrepintiese  de  haber  estado  dos 
meses  al  lado  de  una  mujer  hermosa,  siendo  arbitro  do  su  suerte, 
para  que  al  fin  viniera   otro  hombre  afortunado  á  arrebatársela. 

El  corazón  despierta  cuando  lo  hieren. 

Decíamos  que  María  estaba  á  la  cabecera  del  enfermo  oj'endo 
la  determinación  de  volverla  á  su  hogar,  porque  se  sentía  contrariada 
en  sus  inspiraciones,  cuando  dieron  tres  toquidos  á  la-  puerta  del  alo- 
jamiento. 

—  ¡Adelante!  gritó  Castaños. 

El  capitán  Edmundo  Fonterravía  penetró  en  el  aposento,  tendió 
una  mano  á  su  novia  y  estrechó  con  la  otra  la  de  su  amigo. 

— Capitán,  diio  Edmundo,  tengo  un  negocio  que  comunicar  á 
usted. 

María  se  levantó  y  saludó  á  Fonterravía. 

Luego  que  los  compañeros  se  encontraron  solos,  Edmundo  dijo  á 
Castaños  : 

— Hace  tiempo  que  oculto  un  secreto  á  nuestra  amistad,  señor 
capitán  Castaños,  y  vengo  á  pedir  mis  escusas. 

Jacinto  plegó  el  ceño  y  se  puso  á  escuchar  con  atención  á  aquel 
hombre  á  quien  aborrecía.  Edmundo  continuó  : 

— Estamos  en  una  situación  muy  peligrosa,  de  un  momento  á 
otro  podemos  morir...  nuestra  existencia  está  en  un  perpetuo  peligro 
¿no  es  verdad? 

Jacinto  no  respondió,  Fonterravía  hizo  una  pausa,  y  luego  pro- 
siguió » 


220  jrAM  A.   MATEOt 


— Parece  una  locura  pensar  en  el  porvenir...  y  sin  embargo  esta 
idea  me  preocupa  de  una  manera  alarmante...  yo  juro,  señor  capitán 
Castaños,  que  esta  es  la  primera  vez  quo  he  sentido  miedo. 

Jacinto  se  incorporó  en  bu  lecho. 

— No  ese  miedo  degradante  que  envilece  al  hombre,  sino  el  temor 
de  llegar  al  término  de  la  vida  sin  haber  visto  realizados  los  sueños 
del  corazón. 

— No  comprendo  nada  todavía,  dijo  Jacinto. 

— Caballero,  me  voy  á  explicar  con  más  claridad  :  tina  eircpatía 
secreta  me  llevó  á  usted,  lo  he  apreciado  como  «I  mejor  de  mis  com- 
pañeros, lo  he  estimado  por  su  arroio  v  más  aún  por  su  lealtad. 

— ¿Pero  este  hombre  qué  me  quiere?  se  preguntaba  Jacinto  ya 
impaciente. 

— Ruego  al  señor  capitán  Castaño»  perdone  mi  atrevimiento,  pero 
yo  no  pude  resistir  á  los  encantos  de  Lu?.  la  amo  con  adoración,  y 
pido  á  usted  el  honor  de  concederme  eu  mano. 

Un  rayo  que  hubiera  caído  en  la  cabeza  de  aquel  hombre,  le 
habría  hecho  menos  impresión  sintió  que  aquella  mujer  podía  haberle 
consolado  de  un  amor  desgraciado,  que  con  ella  hubiera  recobrado 
las  esperanzas  de  una  soñada  felicidad,  que  tal  vez  su  destino  hubiera 
cambiado  de  rumbo,  aquietando  la  exaltación  dolorosa  de  eu  espíritu... 
ese  sueño  se  desvanecía  en  el  horizonte  opaco  de  su  existencia  yendo 
á  confundirse  con  las  ilusiones  perdidas  de  su  juventud. 

Sintió  que  amaba  á  María,  que  aquel  hombre  le  arrancaba  á  pe 
dazos  el  corazón,  y  quiso  disputársela  á  la  fortuna. 

— Señor  capitán  Fonterra^ía.  dijo  Castaños,  no  es  de  extrañar  la 
emoción  dolorosa  que  me  agita  en  estos  momentos,  porque  yo  no  sos- 
pechaba esta  inteligencia  con  mi  hermana  ..  siento  mocho  que  haya 
desconfiado  de  mi  cariño...  no  importa,  la  ingratitud  sigue  mis  pasos... 
¡mi  mejor  amigo!...   ¡mi  hermana'... 

Jacinto  bebió  dos  lágrimas  de  rabia,  que  el  joven  Edmundo  atri- 
buyó á  ternura. 

— Jacinto,  dijo  el  joven,  he  recibido  la  orden  de  atacar  esta 
misma  tarde  el  punto  más  comprometido  de  la  plaza,  y  creyendo 
firmemente  que  va  á  pasarme  una  desgracia,  he  venido  á  pedir  una 
esperanza  que  acaso  no  podrá  realizarse...  ¡al  menos  quiero  morir 
tranquilo!... 

— ¿Dice  usted  que  ha  recibido  orden  de  atacar? 

— Precisamente. 

— Yo  lo  acompañaré  á  usted. 

— Eetá  usted  enfermo. 

— Eso  no  importa. 

— Espero  antes  la  decisión  sobre  este  negocio. 

— Al  acabar  el  sitio  de  Cuautla:   será  usted  el  esposo  de  Luz. 

—  ¡Gracias  capitán!  exclamó  Edmundo,  estrechando  entre  sus 
manos  la  mano  de  aquel  hombre,  que  le  juraba  venganza  desde  los 
centros  de  su  corazón. 

— Exijo  de  usted,  capitán,  dijo  Jacinto,  que  oculte  á  mi  hermana 
nuestra  conversación.  Descubriendo  el  secreto,  viviríamos  violentos,  y... 

— Es  verdad,  respondió  Edmundo,  prometo  guardar  reserva,  sé 
que  soy  feliz,  y  con  esto  me  basta. 


IOS   INSURGENTES  §21 


— ¡Adiós  capitán!   ¡adiós!  esta  tarde  nos  veremos  en  el  asalto. 

Edmundo  salió  delirante,  loco,  de  la  estancia  de  su  amigo. 

En  la  puerta  encontró  á  María,  á  quien  estrechó  ardientemente 
á  su  pecho,  y  partió  lleno  de  entusiasmo  á  disponerse  para  el  asalto. 

Luego  que  el  capitán  abandonó  el  aposento,  Jacinto  saltó  del  lecho, 
furioso  como  una  pantera. 

—  ¡El  diablo  me  favorece!  dijo,  en  medio  del  combate,  le  le- 
vantaré el  cráneo  de  un  pistoletazo. 

III. 

El  19  de  Febrero  á  las  cuatro  de  la  tarde,  los  realistas  atacaban 
por  cuatro  puntos  la  ciudad,  con   un   valor  desesperado. 

Desfilaban  las  columnas  guareciéndose  en  las  aceras,  y  avanzando 
á  paso  de  carga  sin  cesar  de  hacer  fuego. 

Los  sitiados  descargaban  á  metralla  sus  piezas,  y  las  calles  es- 
taban cubiertas  de  cadáveres. 

Los  realistas  rompieron  con  barras  las  puertas  de  las  casas  in- 
termedias, y  se  apoderaron  de  algunas  azoteas. 

La  artillería  jugaba  á  toda  fuerza  sobre  la  plaza. 

Los  insurgentes  hacían  un  íuego  espantoso  desde  las  torres,  por 
las  troneras  y  desde  los  parapetos. 

Las  columnas  fueron  rechazadas  simultáneamente  en  los  cnatro 
puntos. 

El  regimiento  de  granaderos  se  desmoralizó  por  completo  y  co- 
menzó á  replegarse  en  desorden. 

Calleja  se  puso  al  frente  de  ellos,  y  tornó  á  la  carga  por  dos 
veces,  pero  sin  éxito. 

Volvíase  todo  desorden  y  carreras,  hasta  que  la  reserva  contuvo 
la  deserción  que  era  grande. 

En  una  de  las  trincheras  tuvo  lugar  un  episodio. 

El  capitán  Edmundo  Fonterravía,  cargaba  con  los  soldados  de 
Lobera,  y  disputaba  el  terreno  á  la  bayoneta. 

El  parapeto  estaba  defendido  por  el  bravo    coronel  Piedra-Santa. 

Jacinto  Castaños,  bajo  el  pretexto  de  ayudar  á  los  suyos,  dispa- 
raba un  mosquete  queriendo  asesinar  al  prometido  de  María;  pero  Dios 
velaba  por   él. 

D.  Alfonso  saltó  Bobre  la  trinchera  seguido  de  sus  soldados;  los 
realistas  huyeron,  y  Piedra-Santa  hizo  prisionero  á  Fonterravía. 

— Los  valientes  deben  conservar  su  acero,  dijo  D.  Alfonso  vol- 
viéndole su  espada  al  capitán. 

— Los  valientes,  contestó  Edmundo,  son  los  que  saben  respetar 
ese  sentimiento,  aquí  está  mi  mano  si  es  digna  de  tocarse  con  la  del 
vencedor. 

Don  Alfonso  estrechó  con  placer  aquella  mano,  y  ambos  se  ju- 
raron amistad  en  el  campo  de  batalla. 

Jacinto  estuvo  en  acecho,  no  vio  volver  á  Edmundo,  y  creyó  que 
lo  habían  matado. 

Dirijióse  entonces  á  su  alojamiento,  y  fingiendo  una  gran  pesa- 
dumbre, dijo  á  María: 


222  JTTAN  A.   MATEOS 


— Señora,  acabo  do  perder  al  mejor  de  mis  amigos;  el  capitán 
Edmundo  Fonterravía  queda  corno  bravo  en  el  campo  del  honor. 

María  cayó  sin  sentido,  dando  un  grito  espantoso  do  dolor. 

— Estoy  vengado,  exclamó  Castaños,  y  lanzó  una  carcajada  del 
infierno 

Ha  llegado  la  bora  de  la  venganza...  Satanás  está  en  mi  cora- 
zón... me  entrego  á  él  como  apague  con  sangre  la  sed  devoradora  que 
me  confióme.., 

—  ¡Miserable'  exclamó  con  desdén  volviéndose  á  la  joven,  pu- 
siste la  mano  sobre  mi  corazón  y  te  hirió  la  víbora  que  tengo  en- 
roscada á  él...  sufre...  llora...   ¡yo  también  sufro  y  estoy  desesperado! 


CAPITULO  XVI. 

Donde  se  prueba  eon  toda  evidencia,  que  el  valor 
rompe  las  cadenas  mas  bien  forjadas. 


Han  pasado  cuatro  meses  de  lances  sangrientos  y  de  combates. 

La  plaza  de  Cuautla  está  desmantelada;  pero  sobre  aquellas  trin- 
cheras arrumadas  permanecen  serenos  los  insurgentes,  velando  su  es- 
tandarte, que  ondea  acribillado  por  la  metralla. 

Hacía  diez  días  que  Morelos,  lleno  de  aquel  arrojo  invencible 
que  lo  hizo  el  primer  soldado  de  América,  se  había  arrojado  sobre  las 
baterías  del  Calvario  y  hecho  huir  al  enemigo,  pero  su  tropa  ham- 
brienta se  lanzó  sobre  los  carros  de  víveres,  y  los  realistas  recobraron 
su  posesión. 

El  inmortal  cura  Matamoros  que  ocupa  un  lugar  tan  distinguido 
en  nuestra  historia,  había  salido  de  la  plaza  abriéndose  paso  entre  las 
filas  contrarias,  y  reuniéndose  á  las  fuerzas  de  don  Víctor  Bravo,  in- 
tentó introducir  víveres  en  la  ciudad,  y  fué  derrotado  completamente 
por  los  soldados  del  rey. 

El  sitio  se  estrechaba  de  una  manera  terrible,  la  peste  hacía  un 
estrago  más  espantoso  aún  que  las  balas  enemigas. 

El  hambre  tenía  exhaustos  á  los  insurgentes. 

Dice  un  historiador,  que  una  caja  de  cigarros  llegó  á  valer  veinte 
reales.  Chupábanse  las  hojas  de  los  árboles,  alfalfa,  rapé  y  polvos  co- 
lorados de  tabaco  y  lechuguilla  de  jarcia;  entonces  se  conoció  el  im- 
perio que  tiene  el  vicio  de  fumar  tabaco.  Un  gato  vaha  seis  pesos, 
un  iguana  veinte  reales,  las  lagartijas  y  las  ratas  se  vendían  á  pre- 
cios altos.  Acabáronse  los  cueros,  que  remojados  y  tostados  parecían 
más  sabrosos  que  la  carne  de  puerco.  Acabados  los  cueros  se  cernían 
las  patas  viejas  de  toro,  tomando  el  agua  caliente,  como  si  fuese 
caldo  de  una  rica  gallina.  Sólo  ahondaba  el  aguardieute,  azúcar  y 
mieles  corrompidas,  alimentos  que  acabaron  de  apestar  á  los  negros 
costeños. 

Cuautla  era  á  la  verdad  en  aquellos  días,  un  remedo  de  la  infeliz 
Jerusalen  asediada  por  las  legiones  de  Tito  y  Vespasiano. 


loa   INSURGENTES  223 


Aquella  situación  apremiante,  parecía  no  sobrecojer  á  los  sitiados, 
ue  hacían -alarde  de  su  heroísmo. 

No  queremos  tomar  las  palabras  de  los  defensores  de  la  indepen- 
dencia mexicana,  porque  se  tendrían  por  parciales,  apelamos  á  las 
notas  del  general  que  asediaba  la  plaza. 

«Si  la  constancia  y  actividad  de  los  defensores  de  Cuautla  fnese 
con  moralidad  y  dirijida  á  una  justa  causa  merecía  algún  día  un  lugar 
distinguido  en  la  historia. 

«Estrechados  por  nuestras  tropas,  y  afligidos  por  la  necesidad, 
manifiestan  alegría  en  todos  los  sucesos:  entierran  sus  cadáveres  con 
repique  en  celebridad  de  su  muerte  gloriosa,  y  festejan  con  algazara, 
bailes  y  borracheras  sus  frecuentes  salidas,  cualquiera  que  haya  sido 
el  éxito;  imponiendo  pena  de  la  vida  al  que  hable  de  desgracias  ó  de 
rendición. 

«Este  clérigo  es  un  segundo  Mahoma,  que  promete  la  resurrección 
temporal,  y  después  el  Paraíso  con  el  goce  de  todas  sus  pasiones  á  sus 
felices  musulmanes.» 

Morelos  resplandecía  como  un  astro,  cegando  con  su  luz  á  sus 
mismos  enemigos. 

Ellos  recojían  las  páginas  de  su  gloria,  ellos  las  trazaban  con  su 
propia  mano,  así  se  venga  el  genio  en  el  porvenir. 

Llegó  el  terrible  momento  de  elejir  entre  la  rendición  ó  la  ruptura 
del  sitio. 

No  había  disyuntiva,  la  muerte  estaba  colocada  sobre  los  dos 
extremos  de  la  balanza. 

Morelos  después  de  oir  el  parecer  de  sus  compañeros,  se  decidió 
á  abandonar  la  ciudad,  y  lo  anunció  á  su  ejército  en  la  orden  del 
27  al  28  de  Abril  de  1812. 

Galeana  y  los  Bravo  hicieron  reconocimientos  sobre  varios  puntos; 
y  el  enemigo  se  puso  en  alarma  cubriendo  la  salida  más  probable  ae 
los  sitiados. 

Morelos  señaló  sin  vacilar  los  puntos  más  difíciles,  que  eran  el 
Calvario  y  Amelcingo. 

¡Esta  decisión,  que  es  un  reto  en  los  momentos  supremos  del 
peligro,  solo  la  tienen  los  héroes! 

n. 

Disponíase  todo  lo  concerniente  para  la  salida,  los  soldados  estaban 
inquietos  esperando  la  noche,  y  los  oficiales  no  se  apartaban  de  sus 
cuarteles. 

El  coronel  Piedra-Santa  estaba  en  su  alojamiento  en  conversación 
tirada  con  su  amigo  el  capitán  Edmundo  Fonterravía,  á  quien  había 
salvado  de  la  muerte. 

— Está  triste  el  prisionero,  diio  don  Alfonso    en   tono  de  broma. 

— Estoy  admirado  de  cuanto  pasa,  respondió  Edmundo,  el  general 
Morelos  es  un  hombre  extraordinario,  un  verdadero  gépio. 

— Es  verdad,  yo  lo  respeto  y  admiro  como  á  un  Dios. 

— La  Corte  de  México  ignora  quién  es  este  hombre,  coronel 
Piedra-Santa ;  yo  he  visto  muchas  batallas  en  España,    he    estado  en 


224  JUAN  A.  MATEOB 


las  ciudades  «sitiadas  por  los  franceses,  y  sin  embargo  el  valor  y  la 
abnegación  de  Morolos  me  infunden  una  verdadera  veneración. 

— Por  él  estamos  prontos á  sacrificar  la  existencia. 

— Yo  me  honraría  en  pertenecer  á  su  ejército. 

— Nuestros  brazos  están  abiertos  para  todos  los  que  quieran  luchar 
por  la  libertad. 

— Acaso  pertenezca  de  corazón  á  los  insurgentes,  contestó  Edmundo, 
dando  á  sus  palabras  cierto  aire  de  misterio. 

— Si  pudiera  explicarse  más  claro  el  señor  capitán... 

— Acaso  más  tarde...  yo  tengo  un  secreto  que  debo  comunicar  á 
alguien...  á  vd.  precisamente  lo  be  señalado  para  ello...  desde  que 
estoy  en  América,  me  be  sentido  influenciado  por  un  poder  descono- 
cido... yo  sé  que  mis  mayores  han  vivido  en  esto  país,  que  muchos 
fueron  mexicanos,  y  sin  querer  amo  esta  tierra. 

Piedra-Santa  tendió  su  mano  al  prisionero. 

— No  es  una  adulación:  cuando  yo  haya  levantado  la  piedra  que 
está  sobre  mi  corazón,  entonces  me  concederán...  en  fin,  ya  he  dicho 
que  el  seno  de  un  amigo  será  la  urna  donde  deposito  mi  secreto,  y 
lo  cumpliré. 

— Gracias,  capitán. 

— Ahora,  señor  coronel,  me  toca  á  mí  el  turno  :  ¿por  qué  está 
usted  triste  aquí  á  solas,  cuando  se  muestra  tan  alegre  delante  de  sus 
soldados? 

— Capitán,  yo  necesito  dar  ejemplo  de  valor  á  esos  hombres,  que 
exhaustos  por  el  hambre  y  por  la  peste,  sostienen  el  honor  de  nuestras 
armas  casi  desde  el  borde  de  la  tumba...  ellos  deben  ignorar  nuestros 
sufrimientos...  si  apareciera  en  nuestros  semblantes  UDa  sola  sombra 
de  desconsuelo,  arrojarían  sus  aceros,  y  la  plaza  sería  entregada  á 
saco,  y...  no,  no  lo  quiero  pensar. 

— Tiene  usted  razón. 

—Además,  yo  llevo  en  mi  alma  un  profundo  pesar. 

—Amores  desgraciados... 

— Sí,  capitán  :  la  muier  que  amo  ha  desaparecido ;  ignoro  si 
existe...  figuróse  usted  que  en  los  momentoa  de  celebrarse  nuestro 
matrimonio,  las  fuerzas  realistas  atacaron  la  plaza...  ¡fatalidad!... 
tuve  que  entregar  á  mi  prometida  á  uno  de  mis  amigos  mas  fieles 
para  que  la  salvase ;  ese  hombro  no  ha  vuelto,  y  yo  estoy  deses- 
perado. 

— ¿Y  qué  rumbo?... 

— Lo  ignoro  :  sé  que  debe  haberla  cuidado  como  á  su  misma  exis- 
tencia j  pero  esto  no  aquieta  mi  espíritu. 

— Acaso  el  sitio  haya  impedido  á  ese  hombre  entrar  en  la  ciudad. 

— Puede  ser. 

— Capitán,  dijo  don  Alfonso  después  de  un  momento  de  silencio, 
voy  á  hacer  á  usted  un  encargo. 

— Y  lo  cumpliré,  bajo  mi  palabra  de  honor. 

— Así  lo  espero. 

— Esta  noche  vamos  á  romper  el  sitio. 

— Lo  sé. 

— Al  quebrantar  esa  cadena  de  acero  que  hace  seis  meses  tiene 
opresa  á  la  ciudad,  puedo  morir. 


LfiS   INSURGENTES  225 


— No  hay  que  pensar  en  ello. 

— Yo,  que  jamás  he  temblado,  teng  miedo  por  ella...  ¡sí,  por 
ella,  á  quien  amo  tanto! 

— Estoy  dispuesto  á  cumplir  cuanto  se  me  ordene. 

— Eecoged  mi  cadáver...  llevo  al  cuello  un  relicario  que  ella  me 
puso  al  partir  :  devuélvaselo  usted,  y  dígale  que  la  amé  hasta  el  úl- 
timo aliento. 

— Vamos,  esas  ideas  son  raras,  y... 

— No  convienen  á  un  soldado,  es  verdad;  pero  cuando  uno  ama 
se  vuelve  un  niño. 

— Está  bien,  dijo  Fonterravía;  yo  comprendo  esos  sentimientos, 
porque  también  estoy  enamorado  y  sufro  la  ausencia  de  esa  mujer  á 
quien  idolatro:  Luz  es  mi  vida! 

— ¡Luz!  esclamó  don  Alfonso,  ¿se  llama  Luz  esa  criatura? 

— Precisamente,  y  tiene  una  historia  singular. 

— Cuente  usted:  le  escucho  con  un  gran  interés;  figúrese  usted 
que  Luz  se  llama  mi  prometida. 

— Es  una  coincidencia  feliz. 

— Sí,  respondió  don  Alfonso. 

— Esta  joven  es  hermana  de  un  realista  amigo  mío,  hombre  qu© 
inspira  terror:  tiene  una  mirada  torva,  habla  muy  pocas  veces  y  es 
terrible  á  la  hora  del  combate. 

Una  ansiedad  extraña  comenzaba  á  agitar  el  corazón  de  Piedra- 
Santa. 

— El  capitán  Castaños  es  todo  un    valiente. 

Don  Alfonso  ignoraba  que  Jacinto  había  tomado  un  apellido  su- 
puesto, y  comenzó  á  tranquilizarse. 

— Decía,  señor  coronel,  que  por  una  sucesión  d©  casualidades 
que  yo  no  he  querido  averiguar,  esa  niña  fué  retenida  por  un  general 
insurgente  que  la  amaba  como  á  una  hija. 

— ¿Un  general?  preguntó  don  Alfonso. 

— Sí,  coronel,  estoy  seguro  de  no  equivocarme:  Castaños,  filiado 
en  el  ejército  realista,  tuvo  que  recojer  á  los  dispersos  de  Izúcar,  y 
al  atravesar  el  monte  encontró  á  Luz,  que  iba  en  dirección  de  una 
de  las  posesiones  del  general,  que  está  lejos  del  teatro  de  la  guerra. 

— Continúe  usted. 

— La  pobre  niña  tuvo  un  gran  placer  al  encontrarse  bajo  el  am- 
paro de  su  hermano;  yo  la  conocí  en  la  hacienda  de  Buenavista,  y 
me  enamoré  profundamente...  ella,  coronel,  ella  me  ama  con  el  fuego 
de  los  primeros  amores. 

— Continúe  usted,   capitán. 

— La  pedí  en  matrimonio  á  Jacinto,  y... 

— ¿Jacinto  ha  dicho  usted?  gritó  Piedra-Santa. 

—  ¡A  qué  exaltarse,  coronel! 

— Es  que  hace  una  hora  me  está  usted  haciendo  pedazos  el  co- 
razón... esa  mujer  es  Luz,  hermana  de  Jacinto,  de  ese  miserable  ase- 
ano...  sí,  capitán;  esa  mujer  está  colocada  entre  los  dos,  ¡y  no  ca- 
bemos sobre  la  tierra! 

— Puede  usted  equivocarse. 

15  —  Los  Insuraentes. 


226  JUAN   A.    MATEOS 


— El  alma  me  lo  está  diciendo  á  gritos...  ¡Dios  mío!...  ¡ella  infiel! 

— Pero  está  usted  loco... 

— Señor  capitán  Fonterravía,  es  necesario  batirnos  en  duelo  á 
muerte. 

— Eso  es  imposible. 

— ¿Luego  es  usted  cobarde? 

— Coronel  Piedra-Santa,  soy  prisionero  de  los  insurgentes,  y  po- 
drían sospechar  que  he  sido  asesinado. 

— Bien:  comprendo  lo  horrible  de  esta  situación;  pero  quedamos 
emplazados. 

— ¡Emplazados!  gritó  Edmundo;  la  vida  por  esa  mujer. 

— ¡La  vida  por  mi  honra!  exclamó  Piedra-Santa;  y  aquellos  do? 
hombres  se  separaron  furiosos,  aplazando  el  momento  de  su  venganza! 

III. 

El  general  dio  orden  para  que  no  se  corriese  la  palabra  en  su 
campamento:  parecía  que  la  ciudad  había  entrado  en  el  sopor  de  un 
letargo. 

Calleja  envió  á  un  comisionado,  que  se  presentó  con  bandera 
blanca  frente  al  baluarte  del  agua. 

Las  trincheras  se  coronaron  de  gente;  Morelos  en  persona  recibió 
el  pliego  presentado  por  el   oficial. 

Para  no  infundir  sospechas  á  su  ejército,  leyó  en  alta  voz  el 
contenido,  que  era  nada  menos  que  su  indulto,  el  de  Galeana  y*  el 
de  Bravo. 

Enrojecióse  la  faz  del  caudillo  ante  aquel  terrible  insulto,  y  sa- 
cando el  lápiz  de  su  cartera,  trazó  al  reverso  del  pliego  algunas  pa- 
labras, que  leyó  después  con  fuerte  acento. 

— «Por  migarte,  señor  general  Calleja,  otorgo  igual  gracia  á  usted 
y  á  los  suyos». 

Los  soldados  dieron  vivas  entusiastas  á  su  general,  y  el  enviado  j 
llevó  la  respuesta  arrogante  de  Morelos  al  jefe  de  la  expedición  realista. 

Los  campamentos  permanecieron  en  espectativa;  no  se  disparó 
un  tiro  en  toda  la  tarde. 

Llegó  la  noche;  la  luna  de  Abril  se  ostentaba  hermosa  y  res- 
plandeciente en  el  horizonte;  ascendía  entre  las  trasparentes  gasas  de 
las  nubes,  dando  una  luz  reverberante  sobre   el  campo  y  la  ciudad. 

Reinaba  un  silencio  de  muerte:  parecía  que  los  defensores  de  la 
plaza  se  habían  petrificado,  como  esos  caballeros  que  están  de  pie 
sobre  las  tumbas  de  la  edad  media. 

El  campo  de  los  realistas  estaba  en  reposo:  la  luz  de  la  linterna 
que  ardía  hasta  muy  avanzada  la  noche  en  la  tienda  del  general, 
estaba  apagada. 

Las  horas  corrían  con  una  lentitud,  que  parecían  prolongarse  una 
eternidad. 

Dieron  los  tres  cuartos  para  las  doce. 

Un  ruido  de  armas  se  escuchó  á  lo  largo  de  las  calles  de  Cuantía, 
parecido  á  un  golpe  de  mar  sobre  una  playa  abandonada. 

Las  columnas  del  ejército  insurgente  estaban  en  guardia  para  la 
salida. 


LOS   INSURGENTES  227 

La  mayor  parte  de  la  fuerza  estaba  en  la  plazuela  de  San  Diego. 

Sonó  la  hora  histórica  en  el   reloj  del  destino. 

Galeana  se  puso  á  la  vanguardia. 

En  el  centro  se  colocaron  los  Bravos;  Morolos  entre  centro  y 
vanguardia. 

La  retaguardia  la  mandaba  el  capitán  Anzures. 

Comenzó  el  desfile  enmedio  del  silencio  más  aterrador. 

Morelos  se  detuvo  para  ver  pasar  á  sus  soldados,  y  cuando  hubo 
salido  el  último  de  los  parapetos,  volvió  su  rostro  ceñudo  á  la  ciudad, 
pasó  su  mirada  de  águila  sobre  ella,  contempló  sus  altas  torres  y  sus 
edificios. 

¡Adiós,  dijo  con  voz  conniovida;  tú  conservarás  el    nombre  de 
mis  soldados,  y  serás  una  de  lss  páginas  más  gloriosas  de  nuestros  días! 

Avanzóse  después  al  legar  que  le  correspondía,  porque  la  cabeza 
de  la  columna  ya  asomaba  entre  dos  de  los  reductos  enemigos. 

Aquel  era  el  momento  de  la   crisis. 

Llevaban  una  hora  de  camino,  cuando  al  atravesar  un  puente 
Galeana  tropezó  con  un  centinela,  á  quien   dio  muerte  con  su  pistola. 

La  detonación  atrajo  á  los  sitiadores,  que  comprendieron  desde 
luego  que  los  insurgentes  trataban  de  romper  el  sitio;  ó  por  mejor 
decir,  que  ya  lo  habían  roto,  burlando  la  vigilancia  de  los  puntos 
avanzados. 

Rompióse  el  fuego  en  toda  la  línea  y  sobre  la  plaza;  los  insurgentes 
dieron  su  grito  de  ¡Viva  la  América! 

Trabóse  un  combate  terrible,  la  columna  avanzaba  enmedio  del 
fuego,  hasta  llegar  al  punto  de  Guadalupita,  donde  los  realistas  se 
arrojaron  sobre  sus  flancos,  y  ya  cortada  se  mantuvo  batiéndose  sobre 
el  campo;  dispersóse  después,  dejando  á  dos  campamentos  enemigos 
batiéndose  sin  reconocerse. 

Estos  campamentos  eran  los  de  Santa  Inés  y  Zacatepec. 

Galeana  se  confundió  con  los  realistas  enmedio  de  una  tormenta 
de  plomo,  mientras  los  insurgentes  se  ponían  fuera  de  tiro. 

Morelos  cayó  en  la  zanja  fracturándose  las  costillas;  los  soldados 
se  arrojaron  á  salvar  al  caudillo,  que  á  pesar  de  sus  dolores  montó 
á  caballo  y  continuó  su  marcha,  batiéndose  en  aquel  terreno  palmo 
á  palmo. 

Mientras  Morelos  llamaba  la  atención  por  aquel  sitio,  don  Leo- 
nardo Bravo  y  su  hermano  don  Víctor  salieron  por  el  Calvario,  en 
medio  de  las  dos  baterías,  Santa  Inés  y  Zacatepec,  con  trescientos 
infantes  de  su  regimiento,  con  los  que  quitaron  dos  cañones  y  tres 
tiendas  de  campaña. 

Pasaron  del  fortin  á  la  hacienda  de  Guadalupe,  donde  batieron 
un  piquete  de  caballería. 

Siguieron  su  marcha  apresurada  á  Ocuituco,  donde  llegaron  al 
mismo  tiempo  que  Morelos  con  los  insurgentes. 

Bravo  venía  seguido  por  una  partida  de  dragones  de  San  Carlos. 

Morelos  le  preguntó  con  calma: 

— ¿Qué  fuego  es  ese  que  trae  usted  á  la  espalda? 

— No  es  nada,  respondió  Bravo;  son  unop  realistas  que  me  han 
venido  á  hacer  salva. 


228  JUAN  A.  MATBOf 


Multitud  de  familias  que  habian  participado  de  las  penalidades 
del  sitio,  salieron  con  el  ejército  insurgente,  dividiendo  también  los 
peligros  de  aquella  salida  tan  arrojada. 

Galeana  luchó  como  un  león,  sosteniendo  la  retirada  hasta  tomar 
cuarteles  en  Tejacaque. 

Calleja  supo  á  las  dos  de  la  mañana  que  la  plaza  había  sido  des- 
ocupada; esta  noticia  lo  llenó  de  entusiasmo  militar,  y  con  grandes 
precauciones  y  después  de  multitud  de  reconocimientos,  hizo  entrar 
á  su  reserva  en  la  ciudad. 

Destacó  en  seguida  á  la  caballería  sobre  el  pueblo  que  abando- 
naba la  plaza,  é  hizo  una  carnicería  espantosa  en  las  infelices  mujeres, 
niños  y  ancianos. 

Los  realistas  entraron  á  saco  en  Cuantía  de  Amilpas;  se  entre- 
garon al  pillaje  más  desenfrenado,  vengándose  en  los  inermes  de  las 
humillaciones  recibidas  de  los  insurgentes. 

Calleja  escribió  á  la  Corte  de  México: 

«El  día  en  que  justamente  se  cumplen  cuatro  meses  de  la  toma 
«de  Zitácuaro,  ha  entrado  mi  ejército  siempre  vencedor  en  Cuautla, 
«á  las  dos  de  la  mañana. 

«El  enemigo  intentó  una  salida,  por  dos  puntos  de  la  línea:  fué 
«rechazado  en  el  uno,  y  con  mucha  pérdida,  penetró  por  la  caja  del 
«río,  y  en  aquel  momento  destaqué  la  infantería  á  que  se  apoderase 
«de  Cuautla,  y  la  caballería  á  que  siguiese  el  alcance  tan  próxima- 
«mente  que  iba  mezclada  con  él». 

Recibióse  la  noticia  en  la  capital:  todos  buscaban  la  lista  de  los 
prisioneros,  creyendo  á  los  caudillos  de  la  independencia  en  poder  de 
Calleja. 

Ni  uno  solo  apareció  en  el  detall;  aquello  decía  en  voz  alta  que 
Morolos,  el  inmortal  soldado  de  la  patria,  había  roto  valientemente  la 
cadena  forjada  en  torno  de  la  ciudad,  y  que  las  ruedas  de  sus  ca- 
ñones habían  pasado  sobre  los  cadáveres  de  los  sitiadores! 

¡Allí  estás  tú,  monumento  augusto,  con  tus  ruinas  y  tus  re- 
cuerdos!... 

El  sol  de  la  independencia  da  de  lleno  sobre  tu  frente,  coronada 
con  los  lauros  de  tus  victorias. 

¡Duerme,  ciudad  augusta,  al  son  de  los  himnos  que  levanten  los 
libres  ante  tus  muros*  tú  serás  el  caballero  alto  de  la  revolución,  en 
las  memorias  sublimes  de  aquellos  días! 

¡Sobre  esas  piedras  carcomidas  por  el  bronce,  se  levanta  la  sombra 
de  un  héroe!... 

IV. 

Todo  el  ejército  insurgente  se  reunió  en  Cuautla  de  la  Sal,  donde 
pasaron  revista  públicamente. 

Faltaban  diez  y  siete  hombres  de  la  clase  de  tropa  y  un  general. 

El  ejército  entró  en  una  consternación  sombría  :  nadie  se  atrevía 
á  preguntar,  ni  á  inquirir,  ni  á  aventurar  una  sola  palabra. 

En  el  alojamiento  de  Morelos  estaba  un  joven  oficial  lleno  de  in- 
quietud :  su  semblante  pálido  como  la  muerte  y  su  mirada  turbia, 
indicaban  que  estaba  poseído  de  una  pesadumbre  mortal, 


LOS    INSURGENTES  229 

Llegó  un  correo  que  puso  en  las  manos  del  joven  una  carta. 

«Hijo  mío  : — He  sido  entregado  á  mis  enemigos  por  mano  de  la 
traición  más  horrible. > 

La  carta  estaba  fechada  en  la  hacienda  de  San  Gabriel. 

Levantóse  el  joven  soldado,  y  arrojándose  en  brazos  del  general 
exclamó  con  acento  conmovido  por  el  llanto : 

— ¡Mi  padre,  señor!...  ¡mi  padre!... 

El  ejército  supo  que  don  Leonardo  Bravo,  nno  de  los  caudillos 
más  eminentes  de  la  revolución,  había  caído  en  poder  de  les  domi- 
naderos. 


APITULO  XVII. 
Una  írajedia  en  la  Acordada  de  México. 

I. 

José  de  la  Luz  corría  á  todo  escape  por  ías  montañas,  llevando 
á  la  hermana  de  Jacinto,  que  daba  alaridos  de  desesperación  al  dejar 
abandonada  á  María  en  poder  de  los  realistas. 

— Cállese,  señorita,  cállese,  que  esos  malditos  nos  siguen  la  pista; 
mire  que  el  escándalo  nos  ha  de  traer  un  perjuicio. 

Luz  no  cesaba  de  llorar,  considerando  la  espantosa  suerte  que 
esperaba  á  la  infeliz  criatura. 

Muy  lejos  estaba  de  pensar  que  su  hermano  sería  el  protector  de 
su  amiga. 

José  no  cegaba  de  azotar  los  caballos,  que  en  penosa  fatiga  tre- 
paban por  aquellas  montañas  casi  inaccesibles. 

El  guía  tomaba  siempre  el  camino  del  Sur,  para  internarse  en  la 
sierra  que  conocía  perfectamente. 

Quedándose  días  enteros  en  las  grutas,  caminando  por  la  noche 
otros,  y  arrostrando  un  sinnúmero  de  trabajos,  llegaron  al  anochecer 
del  Io  de  Setiembre  de  1812,  á  la  cueva  de  Michapa. 

Detuviéronse  á  la  entrada,  porque  escucharon  gritos  de  dolor  y 
sollozos  hondísimos  de  desconsuelo. 

Luz,  que  al  ver  su  antigua  estancia  había  sentido  una  emoción 
inmensa  de  placer,  y  creido  entrar  en  el  reposo  que  su  alma  tanto 
ambicionaba,  quedó  como  fuera  de  sentido  ante  el  espectáculo  que  se 
presentaba  a  su  vista. 

Las  señoras  todas  de  la  familia  Bravo  yacían  hundidas  en  la  des- 
esperación del  dolor. 

Algunos  indígenas  estaban  sentados  sobre  las  rocas,  llorando  tam- 
bién en  silencio,  y  un  grupo  de  insurgentes  echaba  temos  y  juramen- 
tos en  la  puerta  de  la  cueva. 

Luz  se  acercó  á  Margarita  que  tenía  en  sus  brazos  desmayada  á 
la  esposa  de  don  Leonardo  Bravo. 

—  ¡Luz!  gritó  la  joven,  ¿tú  aquí? 

— Sí ;  yo  que  he  sufrido  cuantas  vicisitudes  pueden  aflijir  á  una 
mujer  desdichada. 


230  JUAN  A.  MATüOa 


— ¡Llegas  en  los  momentos  do  la  adversidad!  gritó  la  joven  ;  una 
desgracia  espantosa  está  sobre  nosotros. 

Luz  no  se  atrevía  á  preguntar. 

La  esposa  de  don  Leonardo  volvió  en  sí,  y  fijó  sus  ojos  en  Luz. 

— ¡Hija  mia!  exclamó:  vas  á  perder  á  tu  padre  adoptivo;  Leo- 
nardo ha  caído  en  manos  de  los  realistas. 

— ¡Dios  poderoso!  balbutió  Luz,  y  sus  ojos  se  anegaroa  en  llanto. 

Quien  haya  estado  proscrito  y  perseguido,  podrá  imaginar  todo  el 
valor  de  esa  situación  por  la  que  pasaba  aquella  familia. 

— ¿Pero  es  verdad?  preguntaba  la  joven. 

— El  coronel  Piedra-Santa  ha  traído  la  noticia. 

— ¡Piedra-Santa!  exclamó  la  joven. 

— Sí,  ese  bravo  soldado,  que  en  este  instante  va  á  partir  para  el 
campamento  del  señor  Morelos. 

Luz  se  olvidó  por  un  momento  del  pesar  de  la  familia  protectora, 
para  pensar  en  la  dicha  inmensa  que  le  aguardaba  de  ver  al  hombre 
á  quien  tanto  amaba. 

Tal  es  el  corazón  humano. 

Luz  salió  de  la  gruta,  y  se  dirigió  al  lugar  donde  tantas  veces 
había  hablado  de  amores  con  su  amante ;  sabía  que  él  iría  en  su  pos 
luego  que  supiese  su  llegada. 

Don  Alfonso  se  entró  en  la  gruta  y  dijo  á  las  señoras  : 

— El  señor  general  cree  que  los  españoles  no  atentarán  contra  la 
existencia  del  señor  Bravo...   ¡ay  de  ellos  si  no  sucede  así! 

En  medio  de  las  vicisitudes  siempre  es  grato  oir  una  voz  de  con- 
suelo y  misericordia. 

— Yo,  dijo  la  esposa  de  Bravo,  salgo  esta  misma  noche  para  Mé- 
xico ;  debo  estar  á  su  lado ;  partir  con  él  hasta  la  muerte  si  es  pre- 
ciso... yo  no  podría  vivir  en  esta  espectativa. 

— Tiene  usted  razón,  señora  :  los  insurgentes  la  acompañarán  hasta 
cerca  de  la  capital ;  nuestros  amigos    se  han  posesionado    de  toda    la-' 
línea,  y  caminará  usted  sin  riesgo  alguno ;  su  nombre  de  usted  es  un 
escudo,  un  talismán  j    la  prisión    del  señor  Bravo    trae  conmovida    á 
la  in  surge  ncia. 

Aquel  interés  mitigaba  un  tanto  la  aflicción  de  la  familia. 

— Siento  mucho,  señora,  no  poder  servir  de  compañía  ;  pero  vuelo 
al  campo  de  la  Sábana,  donde  esperamos  al  general,  que  atacará  la 
fortaleza  de  Acapulco. 

— Señor  don  Alfonso,  estamos  profundamente  agradecidas  á  tan- 
tas atenciones. 

— Señoras  :  hé  cumplido  con  un  deber ;  yo  tengo  esperanzas  de 
ver  á  ustedes  tranquilas  y  salvo  á  mi  general. 

Piedra-Santa  saludó  á  la  familia,  y  saliendo  de  la  gruta  atravesó 
por  el  sendero  que  conducía  á  ese  lugar  de  recuerdos  para  él. 

Involuntariamente  volvió  la  vista  al  bosque ;  detuvo  su  caballo, 
llevó  las  manos  á  los  ojos;  le  parecía  que  soñaba,  que  era  víctima 
de  una  alucinación. 

Era  que  había  visto  á  Luz  bajo  las  ramas  de  los  árboles  y  á  loa 
rayos  fosfóricos  de  Ja  luna. 

¡áombra  ó  realidad,  era  encantadora  y  triste  aquella  aparición. 


LOS   INSURGENTES  231 


Luz  comprendió  lo  que  pasaba  por  el  corazón  del  mancebo,  j 
dijo  con  un  acento  de  gozo  y  de  pasión  : 

— ¡Alfonso!   ¡Alfonso! 

— Sí ;  su  voz  es  esa,  exclamó  el  guerrillero,  y  apeándose  del  ca- 
ballo se  encaminó  con  paso  trémulo  hacia  aquella  mujer,  á  quien 
Biempre  amaba. 

— Señora,  dijo  el  insurgente,  ¿qué  hace  usted  aquí? 

Al  oir  aquel  acento  severo,  la  joven  se  recogió  como  la  sensitiva 
y  retrocedió  dos  pasos. 

— Guarda  usted  silencio,  continuó  Piedra-Santa,  porque  cuando 
se  ha  burlado  á  un  hombre,  cuando  se  le  ha  estrujado  el  corazón,  se 
le  ha  hecho  despertar  de  un  sueño  de  felicidad  para  hundirlo  en  un 
abismo  de  infortunios,  se  tiene  siempre  un  remordimiento,  ¿no  es 
verdad? 

— No  comprendo  á  usted,  caballero,  contestó  Luz,  y  su  lenguaje 
me  parece  harto  singular. 

— No  nos  engañemos  más,  señora,  yo  siento  una  humillación  ho- 
rrible al  tener  que  recordar  ciertas  ofensas ;  pero  es  preciso. 

— Deseo  una  explicación. 

—¿La  ha  salvado  á  usted  un  hombre? 

— ¿A  qué  negarlo?  en  esa  clase  se  encuentran  corazones  más  no- 
bles y  generosos. 

— Basta,  contestó  don  Alfonso ;  nada  tenemos  ya  entre  nosotros: 
mi  amor  queda  depositado  en  el  fondo  del  alma,  mis  labios  guardarán 
un  silencio  eterno. 

— Pero  eso  no  puede  ser:  expliqúese  usted,  en  nombre  del  cielo  ! 

— Yo  sé  que  la  negativa  sería  la  respuesta,  y  no  puedo  dejar  de 
creer  lo  que  he  palpado...  ese  hombre  ha  dicho  la  verdad. 

— ¿Pero  qué  hombre  63  ese? 

— Vuestro  amante,  señora,  dijo  con  ira  don  Alfonso. 

— ¡Es  usted  un  miserable!  exclamó  la  joven. 

— ¡Y  se  atreve!  murmuró  Piedra-Santa. 

— Caballero,  ningún  hombre  me  ha  ultrajado  de  esa  manera  j  creí 
que  al  menos  por  mi  sexo  sería  acreedora  á  las  consideraciones  de  un 
hombre ;  pero  me  he  equivocado  :  siga  usted  sa  camino,  y  no  me  re- 
cuerde jamás. 

— Adiós,  señora ;  si  ese  hombre  á  quien  ha  entregado  usted  su 
corazón  y  ofrecido  su  mano,  me  mata  en  el  duelo  que  tenemos  pen- 
diente, recuerde  usted  que  no  contenta  con  haberme  destrozado  el  co- 
razón, me  ha  abierto  las  puertas  de  la  tumba. 

— Ese  hombre  está  loco,  murmuró  Luz. 

Don  Alfonso  saltó  sobre  su  caballo,  y  á  todo  escape  partió  por  la 
vereda  con  la  velocidad  de  la  desesperación. 

Luego  que  desapareció  entre  los  pinares,  Luz  cayó  de  rodillas  en 
las  rocas,  y  levantó  al  cielo  sus  manos  trémulas  por  el  dolor. 

— ¡Dios  mío!  ¡Dios  mío...  exclamó  llorando,  mándame  la  muerte, 
pero  sálvale! 


A  la  madrugada  de  ese  día,  la  esposa  del  general  don  Leonardo 


282  JUAN  A.  MATEGg 


Bravo,  acompañada  do  Luz  y  escoltada  por  los  insurgentes  que  se  co- 
rrían la  palabra  en  las  montañas,  salieron  de  la  cuera  de  Michapa  eon 
dirección  á  la  capital  del  reino. 

II. 

En  la  Cárcel  de  Corte  de  la  ciudad  de  México,  estaba  preso  el  ge- 
neral don  Leonardo  Bravo. 

La  Cárcel  de  Corte  estaba  entonces  en  el  Palacio,  hacia  el  ba- 
luarte de  la  puerta  Mariana,  y  en  los  salones  de  los  Ministerios  de 
Guerra  y  Hacienda  estaban  las  salas  del  crimen. 

El  edificio  estaba  literalmente  lleno  de  soldados  :  había  centinelas 
en  las  azoteas,  corredores,  pasillos  y  patios  de  la  prisión. 

Toda  aquella  tropa  estaba  á  las  órdenes  del  capitán  Jacinto  Cas- 
taño ,  uno  de  los  realistas  más  acendrados,  cuyo  valor  se  había  hecho 
proverbial  en  los  asaltos  á  las  trincheras  de  Cuautla. 

En  uno  de  los  cuartos  interiores  de  la  cárcel  estaba  el  reo,  dando 
sus  últimas  declaraciones  al  fiscal  de  su  causa,  oidor  Bataller. 

— Señor  Bravo,  decía  aquel  malvado,  usted  contaría  con  algún 
agente  en  la  capital  para  sus  trabajos  revolucionarios,  ¿no  es  verdad? 

— Me  supone  el  señor  oidor  poco  caballero,  si  trata  de  que  yo 
me  vuelva  un  denunciante. 

— Nada  menos  que  eso,  señor;  pero  cuando  ha  llegado  la  hora 
de  decir  la  verdad,  es  necesario  no  ocultarla. 

— Yo  no  tengo  más  que  decir,  señor  Bataller,  sino  que  he  peleado 
por  la  libertad  de  mi  patria. 

Mordióse  los  labios  el  oidor  hasta  hacerse  sangre. 

— Voluntariamente  me  he  filiado  en  el  ejército  independiente,  y 
nada  tengo  que  reprocharme. 

— Es  que  usted  ha  estado  en  Cuautla  con  los  bandidos. 

— Yo  he  estado,  respondió  el  anciano  Bravo,  con  el  general  Mo- 
relos,  cuya  conducta  no  se  permiten  censurar  ni  sus  más  encarnizados 
enemigos. 

— Ese  clérigo  no  puede  nunca  llamarse  general. 

— Señor  oidor,  sin  tener  pretensiones  de  serlo,  ha  humillado  á 
todos  los  militares  del  ejército  realista. 

Bataller  iba  á  estallar ;  pero  seguro  de  su  venganza  guardó  si- 
lencio por  unos  momentos. 

— ¿Y  cuántas  batallas  ha  perdido  usted?  preguntó  en  tono  in- 
cisivo. 

— ¡Ninguna!  contestó  Bravo  con  arrogancia. 

— Sois  irrespetuoso  con  vuestro  juez,  gritó  el  oidor,  haciendo  una 
explosión  de  rabia  infernal. 

— Más  bajo,  señor  oidor,  más  bajo,  dijo  el  prisionero  j  que  al- 
guien puede  escuchar  á  usted. 

— No  importa  j  voy  á  estender  la  sentencia. 

— Ya  la  supongo  extendida. 

— La  suponéis  bien  j  porque  vuestras  palabras  é  insistencia  os 
condenan. 

Bataller  salió  de  la  cárcel  hecho  un  tigre. 


£68    INSURGENTES 


En  el  camino  encontró  una  multitud  de  jente  formando  corrillos 
amenazadores,   lo  que  puso  en  inquietud  su  espíritu. 

— Estos  insurgentes  malditos  están  ramificado  por  todas  partes, 
y  nos  es  difícil  que  nos  hagan  una  de  todos  los  diablos...  quien  sabe 
si  convendría  indultar  á  Bravo...  ¡demonio!  un  motin  sería  cosa  de 
perder  la  cabeza...  á  mí  me  traen  entre  ojos  desde  bace  tres  años... 
eso  de  morir  ahorcado  no  me  hace  mucha  gracia...  veremos  á  Vene- 
gas,  en  todo  caso  le  echaremos  encima  la  responsabilidad. 

Llegó  el  oidor  á  palacio,  y  rué  introducido  á  la  cámara  virreinal. 

Venegas,  aquel  hombre  fatuo  y  miserable,  estaba  recostado  en  un 
sillón  con  un  aire  de  conquistador,  ocultando  el  pánico  que  hacía 
tiempo  lo  tenía  desmoralizado. 

Su  Excelencia  hablaba  de  la  situación  con  el  auditor  Foncerrada, 
cuando  entró   BatalJer. 

— ¿Qué  cosa  nos  dice  el  buen  oidor?  preguntó  Venegas. 

— Nada  y  mucho,  Excelentísimo  Señor. 

— No  comprendo  bien. 

— Yo  no  sé  ocultar  la  verdad. 

— Ni  he  tratado  jamás  de  que  me  la  ocultéis,  dijo  el  virrey,  por 
1©  cual  los  pueblos  han  dado  en  llamarme  el  justiciero. 

— Es  verdad  Excelentísimo  Señor,  exclamó  Foncerrada. 

— Decía,  que  me  ha  parecido  ver  en  las  calles  síntomas  de  una 
asonada. 

— Ya  había  tenido  el  honor  de  hacérselo  presente  á  Su  Excelencia, 
dijo  Foncerrada. 

— Yo  no  tengo  miedo  de  nada,  dijo  con  petulancia  Venegas  ; 
pero  deseo  evitar  la  efusión  de  sangre,  no  quiero  ametrallar  á  la 
canalla. 

— Bien  dicho,  Excelentísimo  Señor,  exclamó  Bataller,  yo  soy  de 
la  misma  opinión. 

— Había  pensado  conmutar  la  pena  de  muerte  que  de  seguro  debe 
imponerse  á  Bravo,  en  confinamiento. 

— Precisamente  en  destierro,  Excelentísimo  Señor,  dijo  Bataller. 

— Perdone  su  Excelencia,  observó  Foncerrada,  pero  yo  no  estoy 
de  acuerdo  con  esa  opinión  ;  Bravo  es  una  persona  influente  en  la 
revolución,  y  esa  circunstancia  hace  necesario  un  escarmiento  con  él: 
se  diría  mañana  que  el  castigo  se  reservaba  para  los  infelices,  y  que 
los  caudillos  gozaban  de  inmunidad. 

— Eso  no  es  exacto,  dijo  Bataller,  ahí  está  Hidalgo  y  Allende  y 
otra  porción  de  personajes  con  cuyos  ejemplos  pudiera  demostrarse  lo 
contrario. 

— Es  que  estamos  en  la  segunda  época  de  la  insurrección,  y  es 
de  absoluta  necesidad  manifestarse  severos  é  intransigentes  sin  dar  un 
síntoma  de  debilidad. 

Aquel  miserable  le  hablaba  en  su  idioma  al  corazón  infame  de 
Venegas. 

— Insisto,  dijo  Bataller,  en  que  es  necesario  algún  tacto  político. 

— Eso  es  precisamente  lo  que  me  caracteriza,  dijo  el  virrey,  y  os 
anuncio  que  estoy  resuelto  á  hacer  un  escarmiento  público  coa  es© 
cabecilla  de  la  insurrección. 


234  JUAN  A.  MATEO! 


i  • 

Loa  oidores  se  despidieron  de  Venegas,  y  al  salir  del  palacio  dijo 
Bataller  á  Foncerrada  : 

—Yo  me  lavo  las  manos,  Bravo  muere  por  manos  de  un  criollo. 

—Lo  soy,  contestó  Foncerrada,  pero  soy  adicto  á  mi  religión  y 
á  mi  rey. 

III. 

La  sentencia  de  muerte  fué  comunicada  al  caudillo  insurgente 
notificándole  que  desde  luego  entraba  en  capilla. 

Bravo  la  escuchó  con  serenidad,  su  conciencia  no  le  acusaba  de 
crimen  alguno,  y  estaba  dispuesto  á  comparecer  ante  Aquel  que  debe 
pesar  nuestras  acciones  en  la  balanza  eterna,  para  pronunciar  su  fallo 
soberano. 

Un  sacerdote  penetró  en  la  prisión,  y  oyó  en  su  tribunal  al  hé- 
roe, que  recibió  los  consuelos  del  cristianismo  con  la  filosofía  de  un 
hombre  pensador. 

La  desgraciada  esposa  del  reo  había  llegado  á  la  capital  y  pre- 
tendido en  vano  dar  un  último  adiós  á  su  compañero. 

Los  verdugos  se  mostraron  inplacables  ante  aquel  gran  dolor. 
Frente  á  la  cárcel  estaban  dos  mujeres  queriendo  penetrar  con  sus 
miradas  las  gruesas  paredes  del  edificio. 

Jnnto  á  ellas  y  sentado  en  el  dintel  de  una  puerta,  estaba  un 
hombre  con  el  traje  de  los  campesinos ;  era  José  de  la  Luz  que  no  se 
apartaba  un  solo  instante  de  aquellas  infelices. 

Llegóse  á  él  un  embozado  y  le  dijo  al  oido  :  José,    sígneme. 

El  guía  iba  á  dar  un  grito,  cuando  el  embozado  le  tapó  la  boca. 

Echaron  á  andar  algún  trecho,  y  el  embozado  se  descubrió. 

Era  Vildo,  el  asistente  de  Piedra-Santa. 

— ¿Qué  haces  por  aquí,  hombre  de  los  infiernos? 

— Nada,  á  mí  me  encargó  el  señor  Morolos  á  la  niña  María,  y 
no  la  he  perdido  de  vista. 

— ¿No  te  han  conocido? 

— Ya  estaría  yo  ahorcado. 

— Dices  bien. 

—Oye  de  lo  que  se  trata;  ¿te  acuerdas  del  hijo  del  tío  Blas? 

—Vaya,  si  no  he  podido  olvidar  al  demonio  de  Jacinto. 

—Pues  ese  maldito  es  capitán  de  los  gachupines,  y  el  que  está 
cuidando  al  señor  Don  Leonardo,  dile  á  la  niña  que  le  hable,  y  es 
negocio  arreglado,  nos  lo  sacamos  esta  noche. 

—Voy  al  instante,    respondió  José  de  ia  Luz,  y  se  fué  en  dere-  ' 
chura  á  sus  amas. 

—Señoritas,  aquí  está  Vildo,  ya  lo  conocen  ustedes...  el  asistente   ' 
de  mi  coronel  Piedra-Santa. 

—¿Y  bien? 

—Me  ha  comunicado  que  Jacinto,  el  hijo  del  tío  Blas,  es  el  guar- 
dador del  amo  Don  Leonardo,  y  que  en  queriendo  ya... 

— El  cielo  nos  ayude,  dijo  Luz,  vamos  á  verle. 

—Yo  no  me  separo  de  aquí,  Luz,  las  tropas  se  están  formando 
a  lo  largo  de  la  calle,  y  no  sé  lo  qué  va  á  suceder 


tos  INSURGENTES  235 


— Yo  me  arrojaré  á  los  pies  de  mi  hermano,  y  haré  un  esfuerzo 
supremo  para  salvarle. 

— Vé,  hija  mía,  clile  á  tu  hermano  que  arranque  del  cadalso  á  su 
protector,  que  yo  voy  á  morir  de  angustia,  que  lo  haga  en  memoria 
de  su  padre. 

Luz  se  encaminó  á  la  casa  de  su  hermano  guiada  por  José,  que 
seguía  á  los  lejos  á  Vildo. 

Ya  la  noche  estaba  cayendo  cuando  Luz  penetró  en  el  aposento 
de  su  hermano. 

Llamó  á  la  puerta,  y  se  dejó  ver  una  joven  que  ya  conocen 
nuestros  lectores. 

Las  dos  amigas  prorrumpieron  en  un  grito  de  sorpresa  y  se  estre- 
charon en  un  fuerte  abrazo. 

—  ¡Luz! 

—  ¡María! 

—  ¡Te  encuentro  al  fin,  amiga  mía! 

—  ¡Sí,  hermana,  he  sufrido  mucho ;  pero  soy  feliz  en  este  mo- 
mento! 

— Me  había  olvidado  con  el  placer  de  verte...  ¿dónde  está  mi 
hermano1? 

— En  estos  momentos  lleva  al  señor  Bravo  á  la  Acordada,  donde 
mañana  será  ahorcado. 

—  ¡Dios  mío!  ¡Dios  mío!  eso  no  puede  ser,  María,  ese  hombre  ha 
sido  nuestro  protector,  nuestro  padre,  y  Jacinto  no  será  su  verdugo, 
Dios  lo  castigaría. 

— Tu  hermano  tiene  un  odio  irreconciliable  á  esa  familia. 
'  — Jacinto  es  un  monstruo  de  ingratitud. 

— Espérale,  debe  venir  esta  noche. 

— Sí,  lo  esperaré,  y  oirá  de  mis  labios  lo  que  su  conciencia  le 
está  gritando...  ¿pero  tú,  qué  haces  en   esta  casa? 

— Escúchame  :  tu  hermano,  por  una  de  aquellas  rarezas  de  su 
carácter,  se  ha  hecho  mi  protector,  defendiéndome  de  los  peligros  que 
me  rodean  en  mi  orfandad. 

•    ¿Y  no  te  ha  requerido  de  amores? 

— Nada ;  por  el  contrario,  me  ha  hecho  pasar  por  hermana 
suya,  y  yo  he  usurpado  hasta  tu  nombre,  aquí  me  llamo  Luz  co- 
mo tú. 

Una  idea  atravesó  como  relámpago  por  el  cerebro  de  la  joven,  y 
preguntó  con  inquietud  á  su  amiga  :  ¿no  has  amado  á  nadie? 

María  guardó 

— Habla,  por 

— Jamás  te  he  ocultada  sds  secretos,  y  debo  revelarte  hoy  esta 
historia  de  desventura. 

Luz  estaba  profundamente  inquieta. 

— Te  he  dicho  que  el  capitán  Castaños,  como  hoy  se  hace  nombrar 
tu  hermano,  me  ha  protejido  solo  por  intercesión  de  nuestra  amistad, 
yo  le  estoy  profundamente  reconocida...  aquí  se  han  reunido  varios 
de  sus  camaradas,  y  entre  ellos  un  joven  apuesto  y  distinguido,  el 
capitán  Edmundo  Fonterravía...  la  frecuencia  de  sus  visitas  y  las 
grandes  estimaciones  de  que  he  sido  objeto,  bien  pronto  me  declararon 


28$  3VA.it  A.  MATEOS 


que  el  capitán  me  amaba,  tú  sabes  que  mi  corazón  jamás  se  habí» 
despertado ;  pero  yo  sentía  una  vaga  tristeza,  un  malestar  profundo, 
un  deseo  irresistible  por  estar  al  lado  de  ese  hombre,  por  oirle,  por 
saber  en  fin,  que  yo  era  el  objeto  de  su  cariño...  cuando  el  alma 
se  siente  abandonada,  y  el  mundo  parece  huir  delante  de  nosotros, 
y  el  desierto  de  la  existencia  se  prolonga,  entonces  necesitamos  en 
el  tránsito,  una  alma  que  nos  comprenda,  un  brazo  amigo  de  quien 
apoyarnos. 

— ¿Y  le  has  amado  como  yo  á  Don  Alfonso  ? 

— Sí,  le  idolatro,  pero  la  desgracia  lo  ha  arrebatado  á  mi  cariño... 
en  uno  de  los  ataques  dados  á  la  ciudad  de  Cuautla,  cayó  prisionero... 
¡tu  hermano  creyó  que  había  muerto,  y  al  noticiármelo,  sentí  que  me 
faltaba  hasta  el  aliento!...  después  recibí  un  billete  que  me  trajo  un 
desertor  de  la  plaza,  ¡cuanto  fué  mi  gozo  al  saber  que  existía!...  para 
calmarme  me  dijo  que  estaba  preso  en  el  alojamiento  del  coronel  Piedra- 
Santa,  de  quien  era  íntimo  amigo. 

— Todo  lo  comprendo  ahora,   ¡desgraciado! 

— Explícame  por  compasión  esas  palabras. 

— Tú  has  tomado  mi  nombre,  el  capitán  Edmundo  FonterraTÍa 
ha  contado  á  don  Alfonso  sus  amores  con  la  supuesta  hermana  de 
Jacinto,  y  entre  los  dos  hay  una  promesa  de  duelo  á  muerte. 

— Perdóname,  yo  no  podía  ni  aún  siquiera  imaginar  esta  coinci- 
dencia fatal...   ¡aún  es  tiempo  de  aclarar  todo! 

— Yo  ignoro  el  sitio  donde  se  encuentran;  además,  quien  sabe  si 
en  estos  momentos  ya  se  habrán  batido,  porque  Edmundo  yá  preso 
con  los  insurgentes. 

Las  jóvenes  guardaron  un  silencio  de  ansiedad  espantosa,  cada 
una  creía  ver  muerto  á  su  amante,  y  entre  aquellas  conjeturas  iba  á 
tenderse  un  abismo  de  resentimientos. 

iy. 

Pasaban  las  horas  impelidas  por  el  aliento   poderoso  del  tiempo. 

El  virrey,  temiendo  una  asonada,  mandó  que  la  ejecución  se  ve- 
rificase en  uno  de  los  patios  de  la  Acordada. 

El  batallón  de  América  y  otros  cuerpos  expedicionarios,  se  for- 
maron en  toda  la  carrera,  j  se  municionaron  como  si  se  tratase  de 
una  batalla. 

Un  desgraciado  oficial  que  se  hacía  llamar  «el  conde  Colombino» 
fué  el  comisionado  para  conducir  al  general  Bravo,  que  según  cuenta 
la  historia,  marchó  con  la  misma  dignidad  y  entereza  conque  avan- 
zaba en  campaña  sobre  sus  enemigos,  y  con  la  misma  se  condujo  en 
los  días  de  la  capilla. 

Pasó  la  noche  del  13  en  esa  agonía  de  espectativa  que  abrasa 
el  corazón  la  víspera  de  un  gran  crimen. 

Amaneció  el  lunes  14  de  Setiembre  de  1812. 

El  tablado  se  puso  en  el  centro  del  patio  principal  para  darle 
garrote  vil  al  general   Bravo, 

¡Garrote  vil!  oidlo,  es  necesario  no  olvidarlo  jamás;  ¡muerte  ia- 
femaníe  á  un  héroe! 


108   INSURGENTES  2S7 


El  capitán  Castaños  entregó  á  los  verdugos  á  la  ilustre  víctima, 
y  temiendo  ser  reconocido  por  su  protector,  se  retiró  á  su  aloja- 
miento. 

¡Cual  fué  la  sorpresa  de  aquel  malvado,  al  ver  á  su  hermana  que 
8©  arrodilló  á  sus  pies  y  los  bañó  con  lagrimas! 

—  ¡Levanta!...   ¡levanta!...  ya  te  escucho,  ¿qué  quieresf 
—La  vida  de  nuestro  padre  adoptivo,  gritó  la  joven. 
— Yo  no  puedo  hacer  nada. 

— Aun  es  tiempo;  en  nombre  del  cielo  sálvalo,  y  mi  padre  te 
perdonará. 

— ¡Calla!  gritó  Jacinto,  ¡calla!  que  esa  sombra  viene  cuando  la 
evocan...  tú  no  sabes  que  el  extravío  del  corazón  me  ha  traído  hasta 
aquí...  ¡yo  no  soy  culpable,  no,  no  lo  soy! 

—  ¡Que  el  tiempo  avanza!  gritaba  Luz...  lo  van  á  matar... 
—¡Soy  impotente  para  arrancarle  de  manos  del  verdugo! 

—  Haz  un  esfuerzo  supremo...  te  lo  ruego  por  nuestra  madre, 
que  murió  de  pesar  cuando  la  abandonaste...  aun  puedes  revindicarte 
con  el  cielo...  nuestros  padres  te  bendicirán  desde  la  tumba. 

En  aquellos  momentos  las  eampanas  de  las  iglesias  dieron  el  toque 
solemne  de  rogación,  anunciando  que  el  alma  del  caudillo  llegaba  á 
los  umbrales  del  cielo. 

Hubo  un  instante  de  silencio,  en  que  los  actores  de  aquella  escena 
estaban  con  el  vértigo  del  espanto. 

Levantóse  Luz,  terrible  como  la  justicia  divina. 

—  ¡Miserable!  exclamó  con  torvo  acento,  has  hundido  á  tus  padres 
en  la  tumba,  y  asesinado  á  tu  benefactor....  queda  entregado  á  los 
horrores  de  tus  remordimientos...  la  maldición  de  Dios  estallará  más 
tarde  sobre  tu  cabeza...  desgraciado  de  tí,  que  estás  condenado  á  la 
expiación  sobre  la  tierra. 

Jacinto  estaba  trémulo  como  un  reo  delante  de  su  juez,  la  frente 
sudorosa,  y  el  semblante  desencajado. 

Cuando  levantó  la  cabeza,  la  joven  había  desaparecido. 

En  la  noche  d;e  aquel  tristísimo  día,  tres  mujeres  cubiertas  da 
luto,  estuvieron  llorando  sobre  el  cadáver  del  ajusticiado. 

Siguieron  después  el  ataúd  hasta  el  cementerio,  oyeron  retumbar 
la  tierra  sobre  la  caja,  besaron  aquel  suelo  bendito,  y  tomaron  rumbo 
fuera  de  la  ciudad. 

A  corta  distancia  iban  dos  hombres  del  pueblo  seguidos  de  un 
perro  que  daba  ahullidos  espantosos. 

— Caifas  ha  olido  la  muerte,  dijo  uno  de  los  hombres. 

El  otro  no  respondió...  las  lágrimas  le  habían  estrechado  la  gar- 
ganta. 

Aquella  fúnebre  comitiva  se  perdió  entre  la  oscura  sombra  -do  la 
noche,  como  los  espíritus  en  los  pliegues  de  las  tinieblas. 

V. 

El  general  don  Nicolás  Bravo,  hijo  de  la  víctima,  acababa  de 
derrotar  á  los  realistas  en  un  eembate,  haciéndoles  más  de  trescientos 
prisioneros. 


238  JUAN  A.  MATEOS 


Ignoraba  el  arrojado  joven  la  terrible  desgracia  que  caía  como 
nna  sombra  sobre  aquel  hogar,  antes  tan  tranquilo  y  lleno  de  fe- 
licidad. 

Esparcióse  la  noticia  en  los  pueblos  y  ciudades,  hasta  llegar  al 
paraje  donde  estaba  el  hijo  infortunado  del  mártir. 

Antes  de  recibir  noticia  alguna  enviada  por  sus  amigos  y  par- 
ciales, ya  en  los  cuarteles  se  sabía  la  nueva  fatal,  y  la  efervescencia 
más  terrible  y  el  coraje  más  desesperado  se  apoderaba  de  los  insur- 
gentes. 

El  cariño  que  profesaban  al  general  les  hacía  guardar  silencio; 
pero  la  tormenta  no  dilataba  en  estallar. 

Llegó  al  fin  un  correo,  terrible  mensajero  para  el  soldado,  que 
dormía  al  rumor  de  sus  victorias. 

Abre  el  pliego,  pasa  su  -vista  por  aquellos  fúnebres  renglones, 
un  vértigo  ataca  su  cerebro,  y  cae  desplomado  dando  un  furioso 
grito. 

Los  ayudantes  lo  levantan  y  procuran  tranquilizarlo;  pero  el  hijo 
llora  con  todo  el  esfuerzo  de  su  alma  la  muerte  de  su  padre. 

El  velo  estaba  roto  :  los  insurgentes  salen  en  tumulto  de  los  cuar- 
teles, llevando  á  la  plaza  á  los  prisioneros  para  inmolarlos. 

Todo  aquel  torrente  respira  venganza,  venganza  formidable,  que 
tenía  trémulos  de  espanto  á  los  realistas. 

Se  oye  el  rujido  del  pueblo  como  el  del  Océano,  y  crece,  y  crece 
pujante  como  el  huracán. 

—  ¡Mueran  los  prisioneros!  gritan  los  insurgentes,  y  aquellas 
voces  se  convierten  en  una  sola,  retemblando  como  el  estallido  del 
rayo. 

Los  prisioneros  esperan  de  un  momento  á  otro  el  golpe  del  acero 
Bobre  sus  cabezas;  creían  llegado  su  último  momento. 

— ¿Qué  pasa1?  preguntó  Bravo  saliendo  de  su  estupor. 

—Señor,  dijo  uno  de  los  jefes,  los  soldados  del  general  Bravt 
piden  venganza,  y  desean  que  se  les  entreguen  los  prisioneros. 

El  clamoreo  continuaba  como  los  truenos  del   cielo. 

Aquella  era  una  escena  del  infierno:  los  rostros  descompuestos, 
las  fisonomías  salvajes,  las  voces  estentóreas,  y  todo  entre  el  sonido 
de  las  armas  y  algunos  disparos. 

Nada  hay  más  temible  que  la  cólera  popular. 

La  multitud  estaba  frente  á  la  casa  del  general,  chocando  como 
las  olas  sobre  aquellos  muros,  en  un  estrépito  horroroso. 

Se  oía  el  grito  de  los  niños  asustados  y  las  imprecaciones  de  las 
mujeres,  que  estallan  con    más    ardor  en  sus    odios  y  resentimientos. 

El  general  aparentaba  serenarse  por  momentos;  la  primera  lluvia 
del  dolor  había  refrescado  su  espíritu. 

Pensó  al  principio  tomar  venganza  de  aquel  terrible  golpe;  des- 
pués su  semblante  se  aclaró  como  el    cielo  después    de  la  tempestad. 

Alzóse  de  su  asiento  y  se  dirigió  resuelto  al  balcón. 

Luego  que  el  general  se  presentó  á  la  vista  de  sus  soldados,  pá- 
lido intensamente  por  la  aflicción,  cuando  se  renovó  la  gritería  con  más 
extrépito 

El  joven  hizo  señal  de  que  guardasen  silencio, 


LOS   INSURGENTES  239 


Como  Dios  aquieta  las  olas  encrespadas  del  Océano,  así  aquel 
hombre  impuso  un  silencio  solemne  á  sus  soldados. 

— ¡Compañeros,  dijo  con  voz  conmovida:  vuestro  general  acaba  de 
sufrir  el  último  suplicio...  esa  es  la  muerte  de  los  héroes! 

La  patria  necesitaba  su  sangre  para  ungir  su  bendito  suelo...  su 
sombra  está  delante  de  nosotros,  para  animar  nuestro  espíritu  en  la 
lucha  que  sostenemos. 

Cada  mártir  que  asciende  al  suplicio,  es  un  ejemplo  más  de  he- 
roísmo para  los  defensores  de  la  independencia. 

Pedís  á  gritos  el  sacrificio  de  los  prisioneros;  eso  sería  imitar  la 
conducta  odiosa  y  reprobada  de  nuestros  enemigos... 

Yo  estoy  más  ofendido  que  vosotros...  jyo  que  he  perdido  á  mi 
padre!... 

Nadie  osaba  interrumpir  al  general:  la  admiración  había  substi- 
tuido á  la  ira. 

— Yo  quiero  vengarme  en  nombre  mío  y  en  el  de  vosotros;  pero 
mi  venganza  humillará  á  nuestros  adversarios. 

Compañeros :  no  vertamos  sangre  sobre  las  tumbas  de  nuestros 
mártires...  ellos  quieren  los  laureles  de  la  victoria,  y  no  los  despojos 
de  los  combates  ni  de  las  grandes  matanzas. 

En  nombre  de  las  víctimas  sacrificadas  por  la  ferocidad  de  los 
dominadores;  en  nombre  de  vosotros,  y  delante  del  cadáver  de  mi 
padre  y  de  vuestro  general,  perdono  á  los  prisioneros,  y  mando  que 
sean  respetados  hasta  volver  á  sus  hogares. 

Las  grandes  acciones  hallan  siempre  un  eco  en  el  corazón  del 
hombre. 

Levantóse  un  grito  de  entusiasmo  y  admiración;  los  prisioneros 
cayeron  do  rodillas,  y  arrancaron  del  fondo  de  su  alma  un  himno  al 
Dios  de  las  misericordias. 

Un  viva  á  la  América  se  desprendió  de  la  multitud  :  era  que  los 
prisioneros  se  acogían  á  la  bandera  sacrosanta  de  la  libertad. 

Esos  rasgos  sublimes  de  heroísmo,  que  están  fuera  de  las  exten- 
didas órbitas  del  corazón,  son  meteoros  luminosos  que  se  desprenden 
de  siglo  en  siglo  del  espíritu  humano. 


CAPITULO  XVIII. 
De  una  fecha  memorable  en  la  historia  de  México. 

i. 

Morelos  había  realizado  empresas  dignas  de  la  edad  media  :  su 
ataque  á  Oasaca,  el  sitio  de  Acapulco,  y  cien  y  cien  combates  y  en- 
cuentros en  los  que  había  salido  siempre  victorioso,  le  daban  el  re- 
nombre que  hoy  alcanza  en  la  historia  contemporánea. 

Los  insurgentes  tenían  una  inmensa  línea  disputada  por  los  rea- 
listas constantemente,  y  recobrada  á  fuerza  de  valor  y  de  heroísmo. 

Rayón,  el  sucesor  de  Hidalgo,  no  daba  tregua  ni  descanso  al  ene- 


340  JUAN  A.  MATEO* 

migo:  derrotado  unas  veces,  vencedor  otras,  seguía  en  eea  peregrina- 
ción que  lleva  á  las  puertas  de  la  inmortalidad. 

En  aquel  euadro  majestuoso  sobresalían  siempre  las  figuras  pro- 
minentes de  Galeana,  los  Bravo,  el  cura  Matamoros,  Avila,  el  doctor 
Cos,  y  multitud  de  caudillos  que  venera  orgullosa  nuestra  generación. 

Morolos  era  la  cabeza  del  gran  movimiento  revolucionario:  llegó 
el  tiempo  de  pensar  no  solo  en  la  guerra,  sino  en  la  política:  era  ne- 
cesario que  el  cuerpo  social  comenzase  á  tomar  una  forma  determinada. 

Morolos  pensó  en  la  instalación  de  un  Congreso:  manifestó  clara- 
mente que  no  admitiría  el  sistema  monárquico  aunque  so  le  eligiera  rey. 

La  Junta  de  Zitácuaro  serviría  de  base  á  esta  idea,  que  bien 
pronto  iba  á  realizarse. 

El  general  llegó  á  Chilpancingo  el  13  de  Setiembre  del  1813. 

Las  autoridades,  las  tropas  y  la  población,  salieron  á  su  encuentro; 
porque  aquel  hombre  era  el  ídolo  de  los  mexicanos. 

El  cura  atravesó  afable  entre  la  multitud,  que  lo  saludaba  con 
muestras  de  grande  interés. 

Llegó  ala  casa  donde  se  lo  preparaba  un  magnífico  alojamiento,  y 
allí  recibió  las  felicitaciones  y  los  espléndidos  homenajes  de  gratitud 
y  'reconocimiento. 

Los  individuos  de  la  Junta  de  Zitácuaro  estaban  á  la  sazón  en 
Chilpancingo,  donde  iba  á  instalarse  el  primer  Congreso  de  América 
independiente. 

El  viejo  Quintana  Roo,  nuestro  querido  escritor  don  Carlos  María 
Bustamante,  el  licenciado  Rayón,  Verduzco,  Liceaga,  Ortiz  de  Zarate 
y  don  José  Manuel  Herrera,  electo  en  aquellos  momentos  como  repre- 
sentante á  la  asamblea,  rodeaban  al  caudillo,  hablándole  de  proyectos 
para  el  porvenir. 

— Señores,  decía  Morolos:  deseo  que  se  reúna  el  Congreso,  para 
dar  cuenta  de  la  misión  confiada  á  mis  esfuerzos  por  don  Miguel 
Hidalgo  y  Costilla,  y  declinar  la  responsabilidad  que  pesa  sobre  mis 
hombros. 

— Bastante  robustos  son,  dijo  Quintana  Roo;  y  á  fe  que  llevan 
perfectamente  ese  peso. 

— Señor,  agregó  el  historiador  Bustamante:  nosotros  no  somos 
competentes  para  resolver  esa  cuestión;  pertenece  á  la  patria  y  nada 
más;  es  ella  ante  quien  se  resigna  el  poder. 

— Deseo  combatir  como  el  último  soldado;  pero  no  quiero  mandar: 
temo  que  la  estrella  que  ha  lucido  para  mí  desde  810,  se  eclipse,  lle- 
vando tras  sí  la  suerte  de  un  ejército. 

— Adolece  de  modestia  el  señor  general,  observó  Verduzco. 

— Estoy  "fatigado,  y  desearía  una  tregua. 

— Creo,  repuso  Bustamante,  que  no  está  en  nuestro  arbitrio 
aconsejar  esa  suspensión  á  los  realistas. 

— Estoy  convencido,  dijo  Morelos,  de  que  se  necesita  hacer  un 
último  esfuerzo:  nuestros  enemigos  no  abandonarán  el  terreno  hasta 
el  último  momento;  pero  se  hace  indispensable  una  nueva  organiza- 
ción en  el  ejército:  ya  no  se  combate  como  el  año  diez;  la  escena  ha 
variado  por  completo. 

— Así  lo  ereemos,  dijo  Verduzco. 


Los  dos  caudillos  salieron  abrazados  delante  de  sus 
tropas,  que  los  victorearon  con  un  entusiasmo  sin  li- 
mites. 

Cap.  10.°  ■  I. 
¡Viva  la  América! 


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Los  dos  caudillos  salieron  abrazados  delante  de  sus 
tropas,  que  los  victorearon  con  un  entusiasmo  sin  li- 
mites. 

Cap.  Í0.°- 1. 
¡Viva  la  América! 


LOS   INSURGENTES-16 


103    INSURGENTES  241 


Morelos  continuó:  # 

Yo  no  me  hallo  investido  de  las  facultades  anexas   al   encargo 

i  un  jefe  de  ejército,  y  no  quiero  abusar  del  estado  en  que  se  en- 
tentra  la  nación;  motivo  por  el  cual  lie  creído  no  solo  oportuno, 
ao  indispensable,  la  reunión  de  un  Congreso. 

— Es  verdad,  dijo  Quintana  Roo. 

— La  Junta  de  Zitácuaro  no  lia  podido  conceptuarse  hasta  el  punto 
>  tener  una  autoridad  ampliamente  reconocida:  era  necesario  darle 
ayor  suma  de  facultades,  constituir  un  verdadero  poder  conservador 
al  mismo  tiempo  directivo  de  la  revolución:  cuestiones  son  estas,  que 
s  señores  diputados  tomarán  en  consideración  en  los  momentos  su- 
remos  de  constituir  el  país. 

Aceptamos  todos  esas  ideas,  dr¡o  don  Carlos  María  Bustamante: 

abajaremos  en  dar  una  Constitución;  pero  antes  proveeremos  á  las  ur- 
mcias  del  momento. 

—Señores:  dijo  Herrera,  ya  es  la  hora  de  la  reunión;  hoy  débe- 
os quedar  definitivamente  instalados. 

—Sea  cuanto  antes,  dijo  Morelos,  y  se  despidió  de  aquellos  pa- 
viotas cuyos  nombres  debía  recordar  la  posteridad. 

II. 

Las  campanas  de  las  iglesias  de  Chilpancicgo  repicaban  á  vuelo, 
i  artillería  se  dejaba  oir  majestuosa  como  en  las  batallas,  y  un  ea- 
isiasta  clamoreo  se  escuchaba  por  las  calles  todas  de  la  ciudad. 

Aquella  suprema  alegría,  anunciaba  que  los. representantes  de  la 
ación  mexicana  se  reunían  bajo  la  bandera  de  la  independencia,  para 
eclarar  su  alta  soberanía  ante  el  mundo  civilizado. 

En  la  sacristía  de  la  iglesia  parroquial  de  Cliilpancingo  se  reu- 
ieron  los  diputados,  y  á  las  doce  del  día  se  abrió  la  primera  sesión 
.e  la  primera  asamblea. 

El  licenciado  don  José  María  Murguía,  diputado  por  Oaxaea, 
dé  nombrado  presidente,  y  secretario  el  licenciado  Ortiz  de  Zarate. 

El  pueblo  y  la  oficialidad  llenaban  el  ámbito  de  la  iglesia,  guar- 
ando  un  silencio  de  profunda  veneración. 

£1  presidente,  después  de  uu  breve  discurso,  declaró  instalado 
¡L  PRIMEE  CONGRESO  DE  ANAHUAC  EL  13  DE  SETIEMBRE 
)E  1813. 

Aquellas  solemnes  palabras  fueron  acogidas  con  el  entusiasmo  de 
in  pueblo  al  ver  el  rayo  primero  de  su  libertad. 

Morelos  se  levantó  como  la  gigante  figura  de  la  revolución,  y  con 
roz  sonora,  como  si  el  genio  de  sus  mayores  le  hubiera  prestado  su 
najestad,  pronunció  una  alocución,  de  la  cual  tomamos  algunos  pa- 
tajes, que  importan  mucho  á  la  causa  de  la  insurrección  y  á  la  his- 
;oria  del  célebre  caudillo. 

—"Señores:  Nuestros  enemigos  se  han  empeñado  en  manifestarnos 
lasta  el  grado  de  evidencia,  ciertas  verdades  importantes  que  nos- 
otros no  ignorábamos;  pero  que  procuró  ocultarnos  cuidadosamente  el 
lespotismo  del  gobierno  bajo  cuyo  yugo  hemos  vivido  oprimidos;  tales 

18  —  Los  Insurgentes, 


242  JUAN  A.  MATEOfl 


son...  Que  la  soberanía  reside  esencialmente  en  los  pueblos...  Que  tras- 
mitida á  los  monarcas  por  ausencia,  muerte  ó  cautividad  de  estos,  refluye 
hacia  aquellos...  Que  son  libres  para  reformar  sus  instituciones  políticas 
siempre  que  les  convenga...  Que  ningún  pueblo  tiene  derecho  para  sojuz- 
gar á  otro,  si  no  precede  una  agresión  injusta... 

«¿Y  podrá  la  Europa,  principalmente  la  España,  echarnos  en  cara, 
á  la  América,  como  una  rebeldía,  este  sacudimiento  generoso  que  ha 
hecho  para  lanzar  de  su  seno  á  los  que,  al  mismo  tiempo  que  decantan 
y  proclaman  la  justicia  de  estos  principios  liberales,  intentan  sojuz- 
garla, tornándola  á  una  esclavitud  más  ominosa  que  la  pasada  de  tres 
siglos? 

«Gracias  á  Dios  que  el  torrente  de  indignación  que  ha  corrido 
por  el  corazón  de  los  americanos,  los  ha  arrebatado  impetuosamente, 
y  todos  han  volado  á  defender  sus  derechos,  librándose  en  las  manos 
de  una  Providencia  bienhechora,  que  da  y  quita,  erije  y  destruye  los 
imperios,  según  sus  designios. 

«Este  pueblo  oprimido,  semejante  con  mucho  al  de  Israel  traba- 
jado por  Faraón,  cansado  de  sufrir,  elevó  sus  manos  al  cielo,  hizo  oir 
sus  clamores  ante  el  solio  del  Eterno,  y  compadecido  este  de  sus  des- 
gracias, abrió  «u  boca  y  decretó  que  el  Anáhuac  fuese  libre. 

«En  el  pueblo  de  Dolores  se  hizo  oir  esta  voz,  muy  semejante  á 
la  del  trueno,  y  propa  gándose  con  la  rapidez  del  crepúsculo  de  la 
aurora  y  del  estallido  del  cañón,  hé  aquí  trasformada  en  un  momento 
la  presente  generación  en  briosa,  impertérrita,  y  comparable  con  una 
leona  que  atraviesa  las  selvas,  y  buscando  sus  cachorillos  se  lanza 
contra  sus  enemigos,  loa  despedaza,  los  confunde  y  persigue. 

«No  de  otro  modo, Señores  la  América  irritada  y  armada  con  los 
fragmentos  de  sus  cadena»  opresoras,  forma  escuadrones,  organiza  ejér- 
citos, instala  tribunales,  y  lleva  por  todo  el  continente  sobre  sus  ene- 
migos, la  confusión,  el  espanto  y  la  muerte. 

«La  libertad,  este  don  del  cielo,  este  patrimonio  cuya  adquisición 
y  conservación  no  se  consigue  sino  á  precio  de  sangre,  es  de  los  más 
costosos  sacrificios,  cuya  valía  está  en  razón  del  trabajo  que  cuesta  su 
recobro,  ha  cubierto  á  nuestros  hijos,  hermanos  y  amigos  del  luto  y 
amargura;  porque  ¿quién  es  de  vosotros  el  que  no  haya  sacrificado 
algunas  de  las  prendas  más  caras  de  su  corazón?  ¿Quién  no  registra 
entre  el  polvo  de  nuestros  campos  de  batalla  el  resto  venerable  de 
algún  amigo,  hermano  ó  deudo?  ¿Quién  el  que  en  la  soledad  de  la 
noche  no  vé  su  cara  imagen,  y  oye  sus  acentos  lúgubres  con  que 
clama  por  la  venganza  de  sus  asesinos?  ¡Manes  de  las  Cruces,  de  A- 
culco,  de  Guauajuato  y  Calderón,  de  Zitácuaro  y  Cuantía!  ¡Manes  de 
Hidalgo  y  Allende,  que  apenas  acierto  á  pronunciar  y  que  jamás  pro- 
nunciaré sin  respeto,  vosotros  sois  testigos  de  nuestro  llanto!  ¡Vosotros, 
que  sin  duda  presidís  esta  augusta  asamblea,  meciéndoos  plácidos  en 
derredor  de  ella...  recibid  á  par  que  nuestras  lágrimas,  el  más  solemne 
voto  que  á  presencia  vuestra  hacemos  en  este  día  de  morir  ó  salvar 
la  patria...  Morir  ó  salvar  la  patria!...  déjeseme  repetirlo. 

«Estamos,  señores,  metidos  en  la  lucha  más  terrible  que  han  visto 
las  edades  de  este  continente:  pende  de  vuestro  valor  y  de  vuestra 
aa1  'AT«ría,  la  suerte  de  siete  millones    de    americanos    comprometidos 


IOS   INSURGENTES  243 


«n  vuestra  honradez  y  valentía:  ellos  se  ven  colocados  entre  la  liber- 
tad y  la  servidumbre.  ¿Decid  ahora  si  es  empresa  ardua  la  que  aco- 
metemos y  tenemos  entre  manos1?  Por  todas  partes  se  nos  suscitan 
enemigos  que  no  se  detienen  en  los  medios  de  hostilizarnos,  aun  los 
más  reprobados  por  el  Derecho  de  Gentes,  como  consigan  nuestra  re- 
ducción y  esclavitud.  El  veneno,  el  fuego,  el  hierro,  la  perfidia,  la  cá- 
vala, la  calumnia;  tales  son  las  baterías  que  nos  asestan  y  con  que 
hacen  la  guerra  más  cruda  y  ominosa. 

«Pero  aun  tenemos  un  enemigo  más  atroz  é  implacable,  y  ese 
habita  enmedio  de  nosotros...  Las  pasiones,  que  despedazan  y  corroen 
nuestras  entrañas,  nos  aniquilan  intensamente,  y  se  llevan  además  al 
abismo  de  la  perdición  innumerables  víctimas!...  Pueblos  hechos  el  vil 
juguete  de  ellas...  ¡Buen  Dios!  yo  tiemblo  al  figurarme  los  horrores 
de  la  guerra;  pero  más  me  estremezco  todavía  al  considerar  los  estra- 
gos de  la  anarquía;  no  permita  el  cielo  que  yo  emprenda  ahora  el 
describirlos;  esto  sería  llenaros  de  consternación,  que  debo  alejar  en 
tan  fastuoso  día;  solo  diré,  que  sus  autores  son  reos,  delante  de  Dios 
y  de  la  Patria,  de  la  sangre  de  sus  hermanos  y  más  culpables  con 
mucho,  que  nuestros  descubiertos  enemigos.  ¡Tiemblen  los  motores  y 
atizadores  de  esta  llama  infernal,  al  contemplar  los  pueblos  envueltos 
en  las  desgracias  de  una  guerra  civil,  por  haber  fomentado  sus  ca- 
prichos! ¡Tiemblen  al  figurarse  la  espada  entrada  en  el  pecho  de  su 
hermano!  ¡Tiemblen  al  fin,  al  ver,  aunque  de  lejos,  á  esos  cruelísimos 
europeos,  riéndose  y  celebrando  con  el  regocijo  de  unos  caribes,  sus 
desdichas  y  desunión,  como  el  mayor  de  sus  triunfos! 

«Este  cúmulo  de  desgracias  reunidas,  á  las  que  personalmente  han 
padecido  los  heroicos  caudillos  libertadores  del  Anáhuac,  oprimidos  ya 
en  las  derrotas,  ya  en  las  fugas,  ya  en  los  bosques,  ya  en  los  países 
calidísimos  dañinos,  ya  careciendo  hasta  del  alimento  preciso  para 
sostener  una  vida  mísera  y  congojosa;  lejos  de  arredrarlos,  sólo  ha  ser- 
vido para  mantener  la  hermosa  y  sagrada  llama  del  patriotismo,  y 
exaltar  su  noble  entusiasmo. 

«Permítaseme  repetirlo:  todo  les  ha  faltado  alguna  vez,  menos  el 
deseo  de  salvar  la  patria,  recuerdo  tiernísimo  para  mi  corazón! 

«Ellos  han  mendigado  el  pan  de  la  choza  umilde  de  los  pastores, 
y  enjugado  sus  labios  con  el  agua  inmunda  de  las  cisternas;  pero  todo 
ha  pasado  como  pasan  las  tormentas  borrascosas:  las  pérdidas  se  han 
repuesto  con  creces;  á  las  derrotas  y  dispersiones,  se  han  seguido  las 
victorias;  y  los  mexicanos  jamás  han  sido  más  formidables  á  sus  ene- 
migos, que  cuando  han  vagado  por  las  montañas,  ratificando  á  cada 
paso  y  en  cada  peligro,  el  voto  de  salvar  la  patria  y  vengar  la  san- 
gre de  sus  hermanos. 
•     ••••     •••.••••«     «••••■•■•• 

«Al  12  de  Agosto  de  1812  sucedió  el  14  de  Setiembre  de  1813: 
en  aquel  se  apretaron  las  cadenas  de  nuestra  servidumbre,  en  México 
Tenoxtitlan;  en  este  se  rompen  para  siempre,  en  el  venturoso  pueblo 
de  Chilpancingo!> 

Aquella  voz  que  resuena  aún  en  el  cielo  de  nuestro  siglo,  pro- 
nunció sus  últimas  palabras  como  la  profecía  del  porvenir. 

Un  aplauso  nunca  oido,  una  voz  salida  de   todos    los    corazones 
respondió  á  los  acentos  solemnes  dH  h¿roe. 


244  ÍÜÁN  A.   MATEOi 


Después,  como  con  homeníije  á  la  tolerancia  de  la  nación,  so  leyó 
un  manifiesto  de  Morelos,  en  que  daba  cuenta  de  sus  acciones,  como 
si  el  mundo  entero  no  las  supiera. 

El  caudillo  pedía  órdenes  á  la  asamblea  para  continuar  en  sus  con- 
quistas. 

Los  miembros  todos  de  aquel  memorable  Congreso,  nombraron  por 
unanimidad  al  cura  de  Carácuaro,  al   humilde   párroco,    Oeneralísim 
del  ejercito  mexicano. 

III. 

Los  hombres  ilustres  de  aquella  asamblea,  no  dejarían  aquel  sa- 
grado recinto  sin  pronunciar  su  última  palabra. 

Profetas  del  porvenir,  augurarían  la  independencia  mexicana;  va- 
ticinarían la  libertad  de  un  pueblo. 

Después...  vagarían  proscritos  y  miserables  en  su  misma  patria, 
condenados  á  muerte,  buscados  por  sus  enemigos,  y  dispersados  por 
el  huracán  del  infortunio. 

Los  hombres  desaparecieron;  pero  sus  hechos  quedaron  consigna- 
dos en  el  libro  eterno  de  la  historia,  y  las  generaciones  escriben  con 
letras  de  oro  esos  nombres  que  recuerdan  un  gran  principio  á  la  hu- 
manidad. 

La  nación  entera  vá  á  ponerse  de  pie,  y  á  escuchar  con  la  frente 
descubierta  las  palabras  de  su  consagración  en  el  augusto  templo  de 
las  nacionalidades. 

Acta  de  la  Independencia  Mexicana. 

«El  Congreso  de  Anáhuac,  legítimamente  instalado  en  la    ciudad 
«de  Chilpantzingo  de  la  América  Septentrional  por  las  provincias    de 
«ella,    declara   solemnemente  á  presencia  del  Señor  Dios,  arbitro  mo- 
derador   de    los    imperios    y  autor  de  la  sociedad,  que  los  da  y  los 
«quita;   según  los  designios  inescrutables  de  su  providencia,   que    por 
«las  presentes  circunstancias  de  Ja  Europa  ha  recobrado  el  ejercicio  de 
«su  soberanía  usurpado:  que  en  tal  concepto  queda  rota  para  siempre 
«íamás    y    disuelta    la    dependencia  del  trono  español:  que  es  arbitra 
«para  establecer  las  leyes  que  le  convengan  para  el   mejor  arreglo  y 
«felicidad  interior:  para  hacer  la  guerra  y  la  paz,  y  establecer  alianzas 
«con  los  monarcas  y  repúblicas  del  antiguo  continente,  no  menos  que  r 
«para  celebrar  concordatos  con  el  Sumo  Pontífice  romano  para  el  ré-  s 
«gimen  de  la  Iglesia  católica,  apostólica  romana,    y    mandar    embaja-  \ 
«dores    y  cónsules:  que  no  profesa  ni  reconoce  otra  religión  más  que  I 
«la  católica,  ni  permitirá  ni  tolerará  el  uso  público  ni  secreto  de  otra  \ 
«alguna:  que  pro  tejerá  con  todo  su  poder,  y  velará  sobre    la    pureza  ¡ 
«de  la  fe  y  de  sus  demás  dogmas  y  conservación  de  los  cuerpos  regu-  i 
«lares.  Declara  por  reo  de  alta  traición  á  todo  el  que  se  oponga    di- 
«recta  ó  indirectamente  á  su  independencia;  ya  protegiendo  á  los  eu-    [ 
«ropeos  opresores,  de  obra,  palabra,  ó  por   escrito;    ya    negándose    á 
«contribuir  con  los  gastos,  subsidios  y   pensiones   para   continuar   la 
«guerra  hasta  que  su  independencia  sea  reconocida  por   las   naciones 


LOS   INSURGENTES  245 


«extranjeras;  reservándose  al  Congreso  presentar  á  ellas  por  medio  de 
«una  nota  ministerial,  que  circulará  por  todos  los  gabinetes  el  mani- 
«fiesto  de  sus  quejas  y  justicia  de  esta  resolución,  reconocida  ya  por 
«la  Europa  misma. — Dada  en  el  palacio  nacional  de  Chilpantzingo  á 
«seis  días  del  mes  de  Noviembre  de  mil  ochocientos  trece. — Lie.  An- 
«drés  Quintana  Boo,  vice-presidente. — Lie.  Ignacio  Rayón. — Lie.  José 
«Manuel  de  Herrera. — Lie.  Carlos  María  de  Bustamante. — Dr.  José 
«.Sixto  Berdusco. — José  María  Liceaga. — Lie.  Gornelio  Ortiz  de  Zarate.» 

'    IV. 

El  generalísimo  del  ejército  independiente,  salió  después  de  esta 
augusta  ceremonia  al  campo  de  los  combates. 

El  sol  había  llegado  á  su  zenit. 

Desde  aquel  momento  comenzaba  á  declinar  en  el  áreo  gigante 
de  la  revolución. 

Aquel  genio  de  la  gloria  militar  tendría  su  Ocaso. 

¡Dios,  que  lo  había  amparado  en  las  batallas,  le  deiaría  caminar 
sereno  al  apoteosis  de  los  héroes...  al  cadalso! 

Ya  no  era  aquella  nave  empavezada  que  partía  en  pos  del  nuevo 
mundo  de  la  libertad:  era  el  bajel  combatido  por  las  olas  y  las  tor- 
mentas, que  perdía  su  arboladura  y  encallaría  al  fin  en  las  rocas,  para 
hundirse  después  en  los  abismos  de  la  predestinación. 

La  humanidad  combatiendo  con  su  destino;  ¡Dios,  señalando  con 
su  mano  esa  vía  que  conduce  al  último  puerto,  por  donde  atraviesa 
el  hombre  impulsado  por  la  volutad  eterna! 


CAPÍTULO  XIX. 

Be  la  reunión  de  las  tres  esmeraldas. 
I. 

Mientras  que  la  población  de  Chilpancingo  se  entregaba  al  rego- 
cijo entusiasta  de  las  solemnidades  cívicas,  dos  oficiales  del  ejército 
insurgente  arreglaban  en  su  alojamiento  las  condiciones  de  un  duelo. 

— Señor  Fernandez,  decía  el  capitán  Alvarez,  es  necesario  tratar 
este  negocio  con  la  mayor  reserva. 

— He  pensado  mucho,  y  aún  no  estoy  decidido  :  el  capitán  Fon- 
terravía  es  nn  prisionero,  y  creo  que  la  condición  de  los  combatientes 
debe  ser  absolutamente  igual. 

— Entre  caballeros  importa  poco  esa  observación,  porque  no  dando 
ventaja  alguna  á  la  hora  del  lance... 

— Perdone  usted  si  lo  interrumpo  :  no  se  trata  precisamente  de 
ellos,  sino  de  nosotros ;  podría  pensarse  que  abusamos,  y  esto  nos  co- 
loca en  una  situación  por  lo  menos  equívoca. 

— Haremos  firmar  á  Fonterravía  un  documento  en  que  conste  la 
verdad  de  los  hechos,  y  estamos  salvados. 

— Acepto,  y  entremos  desde  luego  en  las  cláusulas  del  desafío* 

—Éntrenlos 


£46  JUAN  A.   MATEOS 


— El  capitán  Fonterravía  y  el  coronel  Piedra-Santa  se  batirán  á 
muerte. 

— Perfectamente. 

— ¿Las  armas? 

— A  espada. 

— Me  parece  bien. 

— El  duelo  se  suspenderá,  siempre  que  haya  alguna  herida  q*e 
impida  á  alguno  de  los  combatientes  el  uso  de  sus  armas. 

— Bien. 

— Elejiremos  un  terreno  á  propósito,  y  esta  tarde  á  las  cinco  se 
verificará  el  lance. 

— No  tenemos  más  que  hablar. 

— Ahora,  tomemos  una  copa,  dijo  Alvárez,  por  la  proclamación 
de  la  independencia. 

—  ¡Por  ella!  gritó  Fernandez;  y  tomando  una  botella  llenó  dos 
*.opas,  que  apuraron  los  dos  camaradas  con  el  mayor  placer  .del  mundo. 

— Avisemos  á  nuestros  ahijados. 

— Es  decir  que  esta  tarde  habrá  un  hombre  menos. 

— Así  lo  espero. 

— Cuestión  de  números. 

— Nos  veremos  cantarada. 

— A  las  cinco  en  punto  en  este  mismo  sitio. 

— Aquí  nos  reuniremos,  y... 

— Cartucheras  al  cañón. 

Los  dos  insurgentes  se  separaron  dándose  un  apretón  de  mano, 
y  con  la  serenidad  de  dos  camaradas  que  quedan  invitados  tpara  una 
comida. 

n. 

Daban  las  cinco  de  la  tarde,  cuando  el  capitán  Edmundo  Fonte- 
rravía y  su  padrino  el  capitán  Fernandez,  entraban  en  el  alojamiento 
de  Piedra-Santa,  que  conversaba  con  su  camarada  el  capitán  Alvárez, 
que  lo  apadrinaba  en  el  duelo. 

— Hola,  señor  de  Fonterravía,  dijo  don  Alfonso  saliendo  al  en- 
cuentro de  su  adversario. 

— Creo  que  es  la  hora,  dijo  sencillamente  Edmundo. 

— Exactitud  militar,  dijo  Alvárez  :  estas  cosas  es  necesario  no  di- 
latarlas ;  no  obstante,  si  ustedes  quieren  decir  alguna  palabra,  son  li- 
bres para  hacerlo. 

— Una  sola  tengo  que  decir,  dijo  don  Alfonso. 

— Entonces,  despejemos  los  importunos. 

— Precisamente  iba  á  rogarles  que  se  quedasen,  pues  lo  que  tengo 
que  hablar  con  el  señor  capitán  Fonterravía,  debe  estar  al  alcance  de 
las  personas  que  nos  han  dispensado  el  honor  de  arreglar  este  ne- 
gocio. 

— Arreglados,  dijo  Alvárez. 

— Señores  :  declaro  delante  de  ustedes,  que  son  hombres  de  ho- 
nor, que  no  abrigo  rencor  alguno  contra  el  señor  capitán  Fonterravía; 
que  un  negocio  que  hace  imposible  nuestra  amistad  y  hasta  existencia, 
es  el  que  me  obliga  á  batirme  en  duelo  á  muerte  eon  él. 


109   INSURGENTES  247 


— Yo,  señor,  dijo  á  su  vez  el  prisionero,  hago  la  misma  decla- 
ración, y  lo  juro  con  la  mano  puesta  sobre  mi  corazón. 

— Es  una  lástima  que  hombres  así  tengan  que  matarse,  murmuró 
Alvarez. 

Fernandez  se  levantó,  y  tomando  dos  espadas  las  presentó  á  los 
contendientes,  que  las  tomaron  6in  examinarlas. 

Leyóse  el  acta  del  duelo. 

— Hemos  elegido  este  terreno  por  más  á  propósito,  diio  Fernandez, 
hemos  querido  evitar  todo  escándalo. 

Nadie  respondió. 

Los  dos  adversarios  se  despojaron  de  sus  uniformes  :  una  per- 
sona que  no  hubiera  estado  con  ia  agitación  que  produce  siempre  la 
presencia  de  uno  de  esos  espectáculos,  hubiera  notado  que  Edmundo 
y  don  Alfonso  llevabam  dos  escapularios  absolutamente  iguales. 

Piedra-Santa  llevaba  además  otra  reliquia. 

El  duelo  comenzó  de  una  manera  encarnizada. 

El  insurgente  y  el  realista  se  batían  perfectamente. 

Pasaron  dos  minutos  sin  que  se  hubieran  tocado  :  los  padrinos 
dieron  la  voz  de  «alto»  y  el  combate  se  suspendió  por  tr«s  minutos. 

Comenzó  de  nuevo  la  lucha  :  ya  no  se  trataba  de  matar,  sino  d© 
morir  ;  Fonterravía  tuvo  un  momento  feliz  qae  aprovechó  desde  luego: 
su  espada  penetró  en  el  costado  de  don  Alfonso ;  pero  la  hoja  resbaló 
sobre  las  costillas,  la  sangre  comenzó  á  correr  sin  que  Piedra-Santa 
se  inmutase  siquiera. 

— No  es  nada  j  me  siento  fuerte,  dijo  don  Alfonso,  y  continuó  el 
asalto. 

Fonterravía  fué  herido  á  su  vez  en  el  hombro  :  chocó  el  acero  de 
su  contrario  contra  el  homóplato,  y  se  hizo  dos  pedazos. 

El  duelo  era  á  muerte ;  así  es  que  dieron  otra  espada  á  don  Al- 
fonso. 

Se  prolongaba  demasiado  aquella  escena  terrible. 

Súbitamente  don  Alfonso  se  fué  á  fondo  :  Fonterravía  esquivó  el 
golpe  ;  pero  el  acero  del  capitán  resbaló  en  el  escapulario  ó  hizo  sal- 
tar la  esmeralda. 

Piedra-Santa  arrojó  su  espada,  y  exclamó  en  voz  alta : 

— Yo  no  pnedo  matar  á  ese  hombre. 

Todos  guardaron  silencio,  esperando  alguna  explicación  que  acla- 
rase el  enigma. 

Fonterravía  recogió  la  esmeralda,  y  esperó  á  que  hablase  don 
Alfonso. 

— Señores  :  necesito  estar  un  momento  á  solas  con  el  capitán. 

Alvarez  y  Fernandez  despejaron. 

Piedra-Santa  rompió  su  escapulario,  y  mostró  su  esmeralda  á  Fon- 
terravía ;  este  dio  un  grito  y  se  lanzó  á  los  brazos  de  don  Alfonso. 

— Olvidemos  nuestros  resentimientos  :  hay  algo  más  grande  que 
nos  está  encomendado...  más  tarde  se  arreglará  todo. 

— Nuestra  sentencia  de  muerte  está  echada,  dijo  don  Alfonso  : 
no  malgastemos  nuestra  existencia  como  nuestros  antepasados  j  si  he- 
mos de  sucumbir  sea  por  la  patria. 

-^-Nos  veremos  esta  noche  para  comunicar  nuestros  secretes» 


248  JUAN  A.  MATEOS 


— Sí  j  por  ahora  demos  cualesquiera  explicación  á  nuestros  paí 
driu  os. 

— Bien  5  pero  escuche  usted  una  palabra,  si  no  es  indiscreción. 

— Hable  usted,  señor  Fonterravía. 

— Lleva  usted  al  cuello  un  escapulario  igual  al  mío  :  ¿tiene  usted 
acaso  la  otra  esmeralda? 

— Caballero  :  es  una  reliquia  que  me  dio  esa  mujer,  [á  quien  nc 
quiero  ni  aún  recordar,  y  que  iba  á  causar  una  desgracia  entre  nos- 
otros ;  ignoro  lo  que  contiene  el  escapulario. 

— Es  una  coincidencia  la  semejanza. 

Don  Alfonso  rompió  el  amuleto,  y  apareció  la  esmeralda  que  el 
tío  Blas  había  legado  á  Jacinto. 

— ¿Qué  es  esto?  dijo  Piedra-Santa. 

— ¡La  tercer  esmeralda!  murmuró  Fonterravía. 

— Juro  por  mi  honor  que  yo  ignoraba... 

— Lo  creo,  caballero,  lo  creo,  dijo  Edmundo* ;  es  necesario  expli- 
carnos. 

— Sí,  respondió  maquinalmente  don  Alfonso,  pensando  en  el  mis 
terio  que  encerraba  aquella  casualidad. 

Fonterravía  salió  á  decir  á  los  padrinos  que  todo  había  concluido 
con  una  explicación  satisfactoria  de  ambos. 

Alvarez  y  Fernandez  se  dieron  el  parabién,  y  se  marcharon  al 
cuartel  general  más  contentos  que  si  hubiesen  ganado  una  batalla. 

III. 

Piedra-Santa  estaba  sombrío,  y  Edmundo  parecía  no  comprender 
cuanto  pasaba  en  su  derredor. 

— Caballero  :  dijo  Piedra-Santa  poniendo  las  esmeraldas  sobre  lai 
mesa,  este  es  el  collar  de  Xicoténcatl ;  el  misterioso  collar  que  debe 
llevar  uno  de  nosotros  el  gran  día  de  la  independencia. 

— Es  verdad,  murmuró  Fonterravía. 

— Uno  de  los  dos  tiene  que  morir,  ¿no  es  cierto1? 

— Cierto,  dijo  con  acento  apagado  el  prisionero. 

■ — Ignoramos  si  existe  alguuo  de  los  descendientes  de  Tízoc  :  yo 
soy  hijo  de  Xicoténcatl. 

— Y  yo  de  Popoca. 

— Bien ;  yo  he  sospechado  que  Jacinto  Castaños,  que  debe  estar 
al  tanto  de  su  destino,  es  el  último  de  esa  raza  :  el  destino  nos  reúne 
en  el  punto  de  la  muerte ;  esta  es  una  cita  para  el  otro  mundo. 

— Lo  sé  desde  mis  primeros  años,  y  oid  lo  que  alcanzo  de  esta 
historia,  dijo  don  Alfonso. 

Fonterravía  concentró  su  espíritu,  y  escuchó  con  atención  marcada 
el  breve  relato  de  Piedra- Santa. 

— Nuestros  padres  pertenecían  á  la  indomable  raza  de  los  azte- 
cas"; esos  hombres  de  la  tradición  y  del  valor,  que  sólo  ante  la  muerto 
doblaban  la  cerviz,  dejando  un  ejemplo  de  abnegación  al  pueblo  que 
se  hundía  en  los  horrores  de  la  conquista. 

— Sí ;  gritó  Fonterravía,  ellos  prefirieron  las  llamas  y  el  tormento, 
á  rendir  su  homenaje  á  los  dominadores. 


103  INSURGENTES  249 


— Bien  ;  dijo  Piedra-Santa,  reconozco  la  sangre  de  esos  héroes. 

Los  dos  amigos  se  estrecharon  las  manos  con  efusión. 

—  ¡Mis  padres,  continuó  don  Alfonso,  vagaron  proscritos  en  las 
montañas,  luchando  siempre  contra  los  españoles,  y  legando  en  he- 
rencia la  esmeralda,  como  prenda  de  la  venganza  nacional;  amuleto 
de  un  pueblo  que  veía  derribados  sus  dioses,  sus  altares,  sus  templos, 
sus  hogares,  vendidos  á  sus  hijos,  ultrajadas  á  sus  mujeres,  y  todo 
entre  el  escombro  de  una  nación  que  se  hunde  y  se  pierde  ante  la 
espada  de  un  siglo  nuevo,  que  todo  lo  arrasa  y  lo  destruye!...  Seguir 
eslabón  por  eslabón  de  esa  cadena  de  martirio  y  de  sangre,  de  patrio- 
tismo y  de  muerte,  sería  envenenar  las  fuentes  que  quedan  abiertas 
en  nuestro  corazón  á  la  piedad  y  á  la  misericordia. 

— Bien,  coronel. 

— Hemos  pasado  por  trescientos  años  de  conquista,  pisando  fuego 
con  los  pies  descalzos ;  llamando  desde  el  fondo  de  nuestro  corazón 
á  la  libertad,  que  hoy  ven  venir  nuestros  ojos  ya  calcinados  por  las 
lágrimas...  el  destino,  contrario  alia  con  nuestros  antepasados,  se  en- 
cargó de  realizar  los  vaticinios...  yo  al  menos,  no  creía  ni  aún  cono- 
cer á  los  poseedores  de  esas  piedras  :  todo  augura  que  ya  la  hora  se 
acerca,  y  que  nuestra  tumba  va  á  abrirse ;  porque  nosotros  debemos 
morir  la  víspera  del  gran  día  de  la  libertad. 

— Así  lo  han  dicho  los  oráculos,  dijo  con  tristeza  Fonterravía. 

— Antes  me  asustaba,  exclamó  Piedra-Santa  ;  pero  desde  que  he 
perdido  la  esperanza  de  ser  feliz,  ansio  por  el  momento  señalado  en 
la  profecía. 

— Continuad,  que  vuestra  historia  está  relacionada  con  un  secreto 
que  hasta  ahora  no  ha  salido  de  mi  corazón. 

— La  esmeralda,  como  un  amuleto  de  muerte,  pasaba  de  padres 
6  hijos,  hasta  llegar  á  manos  de  una  mujer. 

Esa  mujer  ignoraba  el  secreto,  y  poseía  ila  esmeralda  como  una 
herencia  de  sus  padres. 

Marina  era  una  joven  hermosa  :  conservaba  en  su  rostro  aquel 
tinte  melancólico  de  raza,  y  del  orgullo  de  sangre. 

La  joven  criolla  estaba  en  la  capital  del  reino;  su  padre  la  ha- 
bía encomendado  á  una  anciana,  que  le  prodigaba  la  más  tierna  so- 
licitud. 

El  viejo  hacía  continuos  viajes:  sin  decir  jamas  el  lugar  de  su 
dirección,  volvía  cargado  de  oro,  y  Marina  pasaba  por  una  de  las  mu- 
jeres más  ricas  y  hermosas  de  la  sociedad. 

Su  casa  era  un  punto  de  reunión  de  personas  desconocidas,  á 
quienes  su  padre  recibía  en  la  intimidad  de  familia. 

De  repente  desaparecían  aquellos  personajes,  sin  que  nadie  vol- 
viese á  mentarlos. 

Esto  desportó  naturalmente  las  sospechas  del  Santo  Oficio,  y  el 
padre  de  Marina  fué  arrestado  en  la  Inquisición. 

Una  noche  se  presentó  en  la  casa  de  la  criolla  don  Alvaro  de  Vas- 
concelos, personaje  de  gran  valía  en  la  Corte  de  España  y  Visitador 
de  México. 

Marina  lo  recibió  con  extrañeza. 

— Señora :  dijo  el  Visitador,  sé  que  tenéis  nn  gran  cuidado. 


250  JUAN  A.   MATEOS 


- — Es  cierto. 

— Que  vuestro  padre  está  en  la  Inquisición. 

—La  noticia  está  al  alcance  de  todo  México. 

— Bien ;  lo  que  no  está  al  alcance  de  todos,  es  que  vengo  á  pre- 
poneros verle. 

La  joven  clavó  su  mirada  en  el  rostro  del  Visitador. 

— ¿Buscáis  tras  de  mi  frente  la  pureza  de  mi  pensamiento? 

—Tal  vez. 

— No  me  ofende  la  duda,  porque  estáis  acostumbrada  á  ver  en 
la  Corte  á  hombres  desleales,  que-  todo  lo  sacrifican  al  vil  interés 
del  oro. 

— ¿Y  cuál  es  el  vuestro,  señor  Visitador? 

— Más  tarde  lo  sabréis. 

— Acepto,  dijo  la  joven,  vuestra  promesa,  y  desde  luego  me  te- 
néis á  vuestras  órdenes. 

El  Visitador  ofreció  el  brazo  á  Marina,  y  ambos  se  dirigieron  á 
las  cárceles  del  Santo  Oficio. 

Cuando  el  anciano  vio  entrar  á  su  híia,  lanzó  un  grito  de  furor: 
creía  que  la  llevaban  al  tormento. 

Marina  se  estrechó  llorando  en  sus  brazos. 

—  ¡Silencio!  dijo  el  viejo,  conten  esas  lágrimas;  no  quiero  saber 
que  has  llorado. 

— Caballero:  dijo  el  Visitador,  os  dejo  un  momento  con  vuestra 
hija,  y  creedme  siempre  un  caballero. 

El  anciano  no  respondió:  conocía  en  el  acento  de  aquel  hombre 
su  buena  fe,  y  sin  embargo,  odiaba  todo  lo  que  venía  de  los  con- 
quistadores. 

IV. 

—  ¡Si  ese  miserable  atentase  á  mi  honor!  gritó  el  paare  de  M*  * 
riña  viendo  salir  al  Visitador. 

— Soy  bastante  fuerte  para  resistir. 

— Tienes  pocos  años. 

— Pero  me  sobra  aliento. 

— Hija:  yo  estoy  próximo  á  morir;  ayer  he  podido  resistir  al  tor- 
mento, hoy  me  siento  débil,  muy  débil...  hace  veinte  años  seis  vueltas 
de  la  rueda,  apenas  me  hubieran  hecho  impresión;  hoy  mis  huesos  están 
triturados  horriblemente. 

La  criolla  lanzó  el  rugido  de  la  leona  herida. 

— Siempre  te  he  dicho  que  yo  debía  sucumbir  al  golpe  de  mis 
enemigos,  y  el  momento  ha  llegado...  estoy  dispuesto. 

— ¡Morir!...   ¡morir!...  repetía  la  joven. 

— Sí:  morir  como  mis  mayores:  con  dignidad,  con  valor,  con 
heroísmo!...  Marina,  yo  no  desdeciré  de  mis  antepasados,  ni  legaré  á 
tus  hijos  un  ejemplo  de  cobardía  ni  de  miseria...  Sí,  de  tus  hijos, 
porque  es  necesario  que  tú  te  cases...  voy  á  abrirte  mi  corazón. 

La  criolla  veía  irradiar  en  la  frente  de  su  padre  la  luz  que  pre- 
cede al  rayo. 

— Hasta  hoy  mi  vida  ha  sido  na  misterio  para  tí,  ¿no  es  verdad! 

—Es  cierto, 


IOS   INSURGENTES  251 


—¡Pues  bien,  hija  mía:  yo  he  recibido  al  nacer  la  misión  de  tra- 
bajar por  la  independencia  de  América,  y  no  he  cesado  de  conspirar 
un  solo  día...  todas  esas  personas  qne  has  visto  pasar  días  enteros 
á  mi  lado,  son  mis  compañeros,  mis  parciales;  ellos,  como  yo,  tra- 
bajan por  romper  el  yugo  de  esclavitud  que  nos  ahoga...  Mira,  esta 
esmeralda  es  el  signo  de  la  revolución;  si  yo  tuviera  an  hijo  varón, 
él  la  heredaría,  para  continuar  en  esa  empresa  que  ha  dado  tantas 
víctimas  al  rencor  insaciable  de  nuestros  enemigos...  tómala,  y  cuando 
tengas  un  hijo  entrégasela,  y  dile  qne  muero  bendiciéndole,  que  lu- 
che por  la  independencia  de  su  patria! 

El  viejo  colgó  al  cuello  de  la  joven  el  amuleto. 

— Déjame  morir...  es  mi  destino...  llora  en  silencio...  sí,  llora; 
pero  que  tus  lágrimas  no  las  vea  el  mundo... 

La  criolla  besó  la  frente  de  su  padre,  y  salió  de  aquel  antro  con 
la  calma  sombría  de  los  mártires. 

— Señora,  dijo  Vasconcelos:  voy  á  empeñar  todo  mi  influjo  para 
conseguir  la  libertad  de  vuestro  padre. 

— Os  debo  un  gran  favor,  caballero,  y  sin  embargo,  necesito  pe- 
diros otro  más  grande  aún. 

— Ya  os  escucho,  señora. 

— No  me  tachéis  de  ingratitud;  pero  necesito  que  dejéis  seguir 
á  mi  padre  su  destino. 

— No  os  comprendo. 

— Vuestro  noble  comportamiento  os  da  derecho  para  saber  un 
secreto. 

— Ved  que  no  lo  exijo. 

—Lo  deposito  en  un  hombre  de  honor. 

—Me  hacéis  justicia. 

— Hay  una  maldición  que  cao  sobre  mi  familia  desde  los  días 
primeros  de  la  conquista,  y  no  hay  poder  humano  que  pueda  con- 
trariarlo. 

— Soy  el  Visitador,  y  una  palabra  mía  era  suficiente  para  cambiar 
por  un  momento  ese  destino. 

La  joven  sintió  llegar  á  su  alma  un  rayo  de  esperanza,  que  ha 
lago  su  cariño  filial. 

— ¡Don  Alvaro,  no  me  hagáis  consentir  en  lo  que  Dios  no  quiere;.., 

— No  pretendo  oponerme  á  sus  designios;  pero  os  ofrezco  por 
ahora  salvar  la  vida  de  ese  anciano. 

—  Sois  mi  Providencia,  caballero...  trabajad,  empeñaos;  yo  no 
quiero  creer  en  la  predestinación. 

El  Visitador  dejó  en  su  casa  á  Marina,  y  marchó  á  toda  prisa 
al  palacio  del  virrey. 

Su  Excelencia  estaba  en  acuerdo,  y  don  Alvaro  tuvo  que  esperar 
una  media  hora. 

Ouando  concluyó  el  acuerdo,  el  Visitador  fué  introducido  á  la 
cámara  virreinal. 

— Perdone,  Su  Excelencia,  dijo  el  magistrado,  si  acaso  lo  he 
hecho  esperar;  pero  negocios  de  suma  importancia  me  han  retardado 
la  satisfacción  de  recibir  al  señor  Visitador. 

-Perfectamente,    contestó   Don  Alvaro;    los    negocios    antes  qu© 


252  JUAN  A.  MATE08 


Hemos  estado  á  punto  de  tener  un  conflicto,  dijo  el  virrey:  n( 
amenazaba  un  tumulto;  pero  en  grande  escala. 

— ¿Y  lo  habéis  sofocado? 

— Del  todo,  señor  Visitador. 

—Me  congratulo  de  ello,  y  os  doy  el  parabién. 

— Habéis  de  saber,  que  hace  mucho  tiempo  se  le  sigue  la  píst  I 
á  un  criollo  descendiente  de  caciques;  hombre  revoltoso  é  inquieto 
que  está  relacionado  con  los  sublevados  de  las  montañas:  este  viej 
es  de  un  carácter  de  hierro,  ha  sufrido  con  entereza  y  valor  las  pruí 
bas  del  tormento;  pero  no  ha  pasado  lo  mismo  con  el  testimonio  d 
sus  cómplices. 

— ¿Ha  confesado  al  fin?... 

— Nada  de  eso  :  se  obstina  en  negar  todo;  pero  los  jueces  lo  ha 
sentenciado  á  morir. 

— No  está  mal  pensado. 

— He  querido  evitar  el  escándalo,  y  he  determinado  simplenient 
hacerlo  desaparecer,  para  que  sus  parciales  no  tomen  revunchas,  qu 
son  desagradables  y  por  lo  regular  sangrientas. 

— Señor  virrey  :  á  propósito  de  reos,  vengo  á  interesarme  po 
un  desgraciado. 

— Vuestras  indicaciones  son  órdenes,  señor  Visitador;  desde  lueg 
están  obsequiados  vuestros  deseos. 

— Hay  en  la  Inquisición  un  hombre  llamado  Ixtompo... 

— Ese  es  precisamente  el  preso  de  quien  os  he  hablado,  dijo  « 
virrey  interrumpiendo  al  Visitador. 

— ¿Y  ha  muerto  ya? 

—Ignoro  sí  se  ha  llevado  á  cabo  la  sentencia,  cuya  ejecuciói 
estaba  señalada  para  esta  noche. 

—  ¡Os  prevengo  é  intimo  de  orden  del  rey,  exclamó  don  Alvára 
que  no  atentéis  contra  la  vida  de  ese  hombre! 

— Aquí  está  la  orden  de  libertad,  contestó  asustado  el  virrey 
y  entregó  al  Visitador  un  papel,  sobre    el  cual    trazó    algunas  líneas 

Don  Alvaro  salió  violentamente  del  palacio,  y  se  hizo  conduci: 
á  la  Inquisición. 

El  carcelero  abrió  la  puerta  del  calabozo,  y  alumbró  con  una  teí 
la  estancia. 

Don  Alvaro  retrocedió  horrorizado. 

De  un  clavo  puesto  al  muro  y  pendiente  de  cuerda,  yacía  é\ 
cadáver  de  Ixtompo,  con  el  rostro  renegrido  por  la  estrangulación. 

Sus  manos  estaban  crispadas,  el  cabello  caído  sobre  el  rostro,  3 
los  pies  caídos  con  la  tensión  de  la  falta  de  vida. 

Aquel  rostro  participaba  del  sentimiento  que  había  agitado  e} 
alma  del  sentenciado  en  sus  últimos  instantes...   ¡la  venganza! 

Don  Alvaro  se  embozó  en  su  capa,  y  salió  de  aquella  mazmorra 
impresionado  terriblemente. 


ÍGS  INSURGENTES  253 


V. 


Marina  estaba  inquieta  esperando  al  Visitador:  laa  horas  corrían, 
esto  alentaba  más  las  esperanzas  de  la  joven. 

Detiénese  un  coche  á    la  puerta:    baja  un    embozado,    que  entra 
usadamente  en  la  estancia  de  Marina. 

La  hija  de  Ixtompo  interroga  con  una  mirada  al  Visitador  :  eate 
aún  levanta  sus  ojos;  trémulo  y  descompuesto  por  las  impresiones, 
palabra  había  expirado  en  sus  labios. 

— ¡El  destino!  gritó  la  joven,  y    se  puso    á    dar  de   alaridos  y  á 
trujar  sus  cabellos  y  vestiduras. 

—  ¡El  destino!  murmuró  don  Alvaro. 

— Sentaos,  caballero,  dijo  la  joven    al  Visitador,    que  estaba  fijo 
inmóvil  como  una  estatua. 

No  es  oportuna  mi  presencia  en  estos  momentos  en  que  el  más 

Isto  de  los  dolores  embarga  vuestro  corazón,  y   os  pido  permiso  para 
tirarme. 

Señor  don  Alvaro  Vasconcelos,  gritó  la  joven:   vos  no  conocéis 

los  de  mi  raza;  si  cedemos  un  instante  al    sentimiento,  es  para  al- 

ixnos  más  fuertes  aún    y    vigorosos    en    el    porvenir...    mi  padre  ha 

iuerto  hace  algunas  horas...  me    ha  enviado    sus  lütiinas  palabras... 

pagado  el  tributo  del  corazón  á  su  cariño;  pero  ya  estoy  tranquila, 

dispuesta  á  cumplir  su  voluntad;  esa  encomienda  sagrada  para  mi  fe. 

— Señora,  yo  os  admiro. 

—Escuchadme  en  estos    solemnes    instantes,    en    que  la    fatalidad 
jaba  de  dejarme  sola  sobre  la  tierra. 
— Estoy  á  vuestras  órdenes. 

—Huérfana,  desamparada,  y  con  el  mar  irritado  del  mundo  ante 
|is  ojos,  estoy  amenazada  en  mi  presente  y  en  mi  porvenir. 
— Es  verdad. 

— Acaso  vaya  ásorprenderos  lo  que  voy  á  deciros. 
— Hablad,  señora,  y  no  desconfiéis  de  mi  lealtad. 
— Pues  bien  :  vos  ignoráis    mi    pasado,    que  se   pudiera  encerrar 
k  una  palabra;  he  vivido  en  el  misterio,  y  mi  corazón  no  ha  amado 
unca. 

— ¡Nunca!  exclamó  lleno  de  júbilo  el  Visitador. 
— Ningún  hombre  ha  logrado  impresionarme  hasta  ahora:  mi  alma 
stá  virgen  al  amor,  quizá    por    estar    predestinada   á    empresas   ma- 
pres. 

— Proseguid,  señora. 

—Mi  nombre  es  noble  y  mi  familia  distinguida,  sin  que  haya 
astado  á  mancharle  esa  nota  de  infamia  que  han  pretendido  echar 
obre  la  frente  de  ese  anciano. 

— Es  verdad,  es  verdad,  dijo  el  Visitador. 

—  ¡Señor  don  Alvaro,  mi  familia  se    remonta    hasta   Xicoténcatl! 
El  Visitador  comenzaba  á  influenciarse    con, el  aliento  de  aquella 
írajer. 

— Pues  bien,  continuó  Marina;  yo  os  ofrezco  mi  mana» 
Don   Alvaro    no    supo    qué  responder;,  tan  inesperadas  fueron  las 
lalabras  de  la  joven. 


254  ÍTTAN  A.  MATEOS 


— ¿La  rehusaréis,  cabal lerof 

— Señora,  exclamó  el  Visitador  arrojándose  á  los  pies  de  Marina: 
el  amor  me  ha  traído  hasta  vos,  y  la  felicidad  sale  á  mi  encuentro: 
acepto  vuestra  mano;  sí,  la  acepto  con  el  corazón. 

— Gracias,  caballero. 

— Pero  es  necesario  que  sepáis  que  yo  tengo  de  volver  á  la  Certí 
de  España:   mi  misión  ha  concluido  en  América. 

— Os  seguiré  á  la  Corte,  don  Alvaro. 

— Nuestro  matrimonio  se  celebrará  en  secreto. 

—Perfectamente;   lo  mismo  iba  á  proponeros. 

— Saldremos  dentro  de  tres  días  de  la  capital. 

— Estoy  dispuesta. 

— ¿Os  arrepentiréis,  señora? 

— ¡Jamás!  exclamó  la  i  oven  saludando  al  Visitador. 

Don  Alvaro  salió  casi  delirante  de  aquella  casa,  á  soñar  en  la 
dicha  inesperada  que  le  aguardaba. 

Luego  que  don  Alvaro  dejó  la  estancia,  Marina  se  arrodilló,  y 
levantando  las  manos  al  cielo  dijo  con  la  voz  del  alma: 

—  ¡Señor!  préstame  tu  ayuda;  favorece  á  los  de  mi  raza...  dame 
un  hijo...  un  hijo  nada  más,  á  quien  confiar  la  herencia  de  mi  padre, 
y  mátame  después!... 

VI. 

Al  día  siguiente  se  celebraba  el  matrimonio  de  don  Alvaro  con 
Marina:  un  viejo  indiano  loa  apadrinaba,  y  un  sacerdote  español  les 
daba  la  bendición  nupcial. 

A  los  diez  días  de  esta  ceremonia,  el  navio  <  Hernán  Cortés  » 
levaba  anclas,  llevando  á  bordo  á  Su  Excelencia  el  Visitador,  don  Al- 
varo de  Vasconcelos. 

VIL 

Marina  fué  recibida  con  grande  aceptación  en  la  Corte  de  Madrid. 

La  criolla  había  llevado  inmensos  tesoros,  y  vivía  enmedio  de  la 
más  grande  opulencia. 

Don  Alvaro  estaba  enamorado  profundamente  de  su  esposa:  nada 
faltaba  á  su  felicidad. 

La  joven  sentía  los  primeros  síntomas  de  la  maternidad,  y  esto 
alegraba  su  corazón  como  la  venida  de  una  nueva  aurora. 

Sus  deseos  estaban  realizados;  ya  podía  morir  tranquila. 

Una  noche  en   que  daba  don  Alvaro  un  baile  de  máscara  en    su  j 
palacio,   se  presentó  un  joven  vestido  co'n  el  traje   de  Xicoténcatl.  Un  ! 
penacho  de  plumas  magníficas,  entrelazadas  con  sartas  de  perlas  y  de 
rubís,  las    vestiduras    tejidas    también  de    pluma    de  cisne,  los  cacles 
de  oro,  las  pulseras  de  piedras  preciosas  y  al  cuello  un  collar  con  tres 
esmeraldas. 

— Profunda  sensación  causó  la  aparición  de  aquel  personaje. 

Dirijióse  á  la  joven  criolla,  quien  lo  saludó  en  lengua  mexicano 
en  tono  de  broma. 


LOS  INSURGENTES  255 


Cual  fué  su  asombro  cuando  el  del  disfraz  le  contestó  en  el  mismo 
idioma. 

— ¿Vienes  de  Américí 

— Y  en  pos  de  tí. 

— ¿Quieres  hablarme? 

— Con  precisión. 

— Mañana  estaró  en  este  mismo  lugar. 

— No  lo  olvides. 

Don  Alvaro  se  apercibió  de  esta  inteligencia  y  se  puso  honda- 
mente triste. 

La  fiesta  continuó  hasta  la  primera  luz,  en  que  la  concurrencia 
abandonó  los  salones. 

El  indio  tornó  á  acercarse  a  la  dama. 

— Mañana,  dijo  en  voz  baja. 

— Mañana,  repitió  la  criolla. 

Marina  comprendió  la  causa  de  la  tristeza  de  su  esposo,  y  se 
propuso  desde  luego  no  ocultarle  nada  de  lo  que  iba  á  pasar. 

— Estás  preocupado,  don  Alvaro. 

— Sí;  pero  no  es  nada. 

— ¿Qué  tienes? 

— Nada. 

— Tú  no  dices  la  verdad. 

— Es  que  te  amo  tanto,  que...  estoy  celoso. 

La  criolla  se  sonrió. 

— La  presencia  del  indio,  habrá  despertado  en  tu  memoria  los 
recuerdos  más  dulces  de  tu  infancia  y  recuerdos  también  dolorosos 
¿no  es  verdad? 

— Es  cierto. 

— Acaso  habrás  maldecido  la  horade  nuestro  enlace...  y  estome 
hace  estremecer. 

— Alvaro,  dijo  la  criolla  pasando  su  brazo  torneado  por  el  cuello 
de  su  marido,  eres  injusto,  ¿tú  no  sabes  que  la  lealtad  es  hija  d© 
nuestra  raza? 

— Sí,  pero  el  que  ama  desconfía  siempre. 

— ¿No  llevo  á  tu  hijo  en  mis  entrañas? 

Estas  palabras  hicieron  estremecer  de  cariño  á  aquel  hombre, 
arrodillóse  á  los  pies  de  Marina,  besó  sus  manos  y  las  llenó  de  lá- 
grimas. 

— Tú  eres  el  ángel  de  mi  porvenir,  exclamó  la  criolla,  yo  te  amo 
con  ternura  porque  me  llevaste  á  darle  el  último  adiós  á  mi  padre ; 
porque  me  aceptaste  en  las  horas  más  sombrías  de  mi  existencia  y 
porque  eres  el  padre  de  mi  hijo. 

Si  don  Alvaro  hubiese  tenido  en  sus  manos  el  mundo,  lo  hubiera 
puesto  bajo  las  plantas  de  aquella  mujer. 

Al  día  siguiente  la  criolla  recibía  á  un  indio  que  en  un  buque 
español  Jiabía  llegado  á  las  playas  españolas. 

Don  Alvaro  presenciaba  oculto  aquella  entrevista,  Marina  se  lo 
había  rogado. 

— Señora,  dijo  el  indio,  una  gran  desgracia  acaba  de  afligir  á  la 
familia  de  Popoca,  su  último  descendiente  ha  muerto  en  un  combate. 


2¡5é  JUAN  A.  MATEOS 


— Conocí  á  ese  valiente,  era  digno  de  su  nombre,  y  los  laureles 
de  una  muerte  gloriosa  deben  sombrear  su  sepulcro. 

El  indio  continuó: 

— Le  llevamos  herido  á  los  bosques,  y  en  nombre  de  nuestros 
mayores,  nos  suplicó  que  te  buscásemos  para  entregarte  esta  esme- 
ralda, porque  moría  sin  sucesión. 

— Yo  la  recibo  en  su  nombre,  mi  hijo  llevará  dos  de  esas  pie- 
dras, los  vaticinios  anuncian  que  la  hora  se  acerca. 

— Perdona,  señora  ;  pero  tú  estás  casada  con  español  y  *u  hijo 
no  combatirá  por  la  independencia  mexicana. 

— Te  engañas ;  mi  hijo  será  fiel  á  las  tradiciones,  y  su  padre, 
ese  hombre  caballero  y  leal,  no  cortará  la  cadena  de  su  destino. 

— Tú  lo  dices,  señora. 

— Y  lo  juro  en  nombre  de  nuestros  sufrimientos. 

— Yo  regreso  á  la  patria. 

— Adiós,  vuela  á  los  campos  de  América,  tranquiliza  á  nuestros 
hermanos,  diles  que  pronto  nacerá  un  caudillo,  que  la  esmeralda  de 
Tízoc  falta  para  completar  el  collar  de  Xicoténcatl. 

El  indio  besó  la  mano  de  su  señora,  y  dijo  en  tono  snplicante  : 

— Quiero  llevar  al  Nuevo  Mundo  la  noticia  del  nacimianto  de  ese 
niño. 

— Sea  en  norabuena,  dijo  la  joven. 

El  indio  quedó  alojado  en  el  palacio  del  Visitador. 

VIII. 

Pasaron  seis  meses,  Marina  dio  á  luz  unos  gemelos. 

Cuando  se  los  presentaron  á  recibir  el  primer  beso  maternal,  la 
joven  colgó  á  su  cuello  una  esmeralda. 

—Vuelven  á  separarse  las  piedras  del  amuleto,  dijo  llorando, 
Dios  lo  ha  querido. 

Don  Alvaro  estaba  radiante  de  felicidad  al  lado  de  su  esposa  y 
junto  á  la  cuna  de  sus  hijos. 

— ¡Tu  alma    es  grande!    exclamó    la  joven,    y  quiero   ponerla    ál 
prueba. 

Don  Alvaro  se  estremeció. 

— Tú  has  oído  que  los  míos  desconfían  del  porvenir,  porque  eres 
español. 

— Es  verdad. 

— Mira  don  Alvaro,  el  cielo  nos  ha  dado  dos  hijos. 

— ¿Y  bien?  preguntó  asustado  el  Visitador.  \ 

— Eso3  niños  están  llamados  á  realizar  su  destino  en  el  porvenir 
de  América,  tú  has  visto  los  acontecimientos  que  se  han  sucedido  du-  I 
rante  algunos  meses. 

— Es  cierto. 

— Voy,  pues,  á  exigirte  el  sacrificio  más  grande  que  pueda  acep-  L 
tar  el  alma  en  su  grandeza. 

— No  sé  lo  que  vas  á  decir  Marina,  y  me  estremezco. 

— Transijamos  con  el  destino. 

—Habla. 

— Es  necesario  enviar  á  uno  de  nuestros  hijos  a]  Nuevo  Mundo- 


loa   INSURGENTES  257 


—  ¡Jamás!  gritó  don  Alvaro,  y  se  arrojó  sobre  la  cuna  y  besó 
con  ternura  á  aquellos  ángeles. 

— ¡Es  preciso!  exclamó  la  joven. 

— Pero  si  ellos  son  mi  vida,  lo  único  que  poseo  en  el  mundo. 

— Primero  es  la  patria. 

— Ellos  son  españoles. 

— Pero  llevan  la  sangre  do  Xieoténeat!  en  sus  venas. 

— ¡Arráncame  á  pedazos  el  corazón,  mátame,  pero  no  exijas  tanta 
crueldad  del  alma  sensible  de  un  padre! 

— ¿Y  yo  no  sufro? 

— No  lo  sé;  pero  sólo  al  pensaren  la  separación  nie  eieuto  morí' 

— ¡Basta!  dijo  la  criolla,  y  entró  en  ese  silencio  de  meditación 
que  precede  á  las  grandes  resoluciones 

A  la  mañana  siguiente,  Marira  entreoí'»  á  uno  de  los  íemelos.  con 
fiándolo  á  la  lealtad  del  indiano  que  partía  de  España  para  las  Indias 

— Será  vuestro  rey,  cuidadle,  y  cuantío  su  inteligencia  se  haya 
despejado  con  la  edad,  instruido  en  las  tradiciones,  deeiüJe  que  lucne 
sin  cesar  por  la  independencia  de  su  patria,  y  que  yo  le  he  bende- 
cido desde  el  instante  tie  aa  ser. 

Besó  la  joven  Ja  frente  del  niño,  la  cubrió  con  su  aliento,  y  des- 
pués lo  entregó  al  indio,  que  salió  por  una  puerta  secreta  del  palacio 
de  don  Alvaro. 

El  desgraciado  padre  entró  en  el  aposento  de  su  esposa,  probando 
á  convencerla. 

La  encontró  sombiía  como  la  imagen  de  la  fatalidad. 

La  habló  largo  tiempo,  la  criolla  no  respondió,  entonces  aquel 
hombre  se  dirigió  á  la  cuna  de  sus  hijos...   ¡faltaba  uno! 

La  sangre  se  agolpó  á  su  cabeza,  dio  un  grito  sofocado,  y  cayc 
instantáneamente  muerto,  como  herido  por  un  rayo. 

— Yo  soy  el  hijo  de  aquel  hombre,  exclamó  Piedra- Santa,  he  va- 
gado en  los  bosques  y  en  los  desiertos,  he  vivido  en  la  proscripción, 
me  he  nutrido  con  el  infortunio,  esperando  siempre  el  momento  de  la 
| lucha;  yo  soy  el  heredero  de  la  esmeralda,  ese  amuleto  me  dá  paso 
entre  los  pueblos  y  entro  los  hombres,  á  mi  voz  dejan  el  arado  y  vie- 
nen á  nuestras  filas...  ya  sabéis  mi  historia,  señor  capitán  Fonterravía, 
y  salléis  á  donde  voy,  las  armas  de  la  insurgencia  son  las  mías,  yo 
no  puedo  luchar  contra  mis  hermanos,  esa  piedra  me  revela  que  per- 
tenecéis á  nuestra  familia,  y  yo  estoy  de  vuestro  lado. 

— ¡Bien,  coronel!  exclamó  Edmundo,  yo  no  sé  nada  de  mis  an- 
tepasados, una  mujer  moribunda  me  ha  llamado  á  su  lecho,  y  me  ha 
dicho  con  voz  apagada  por  los  últimos  acentos  de  la  existencia:  «E- 
res  mi  hijo,  busca  á  tu  hermano  en  América,  tu  sangre  es  mexicana, 
y  yo  he  jurado  ante  Dios  que  moriríais  en  defensa  de  la  libertad;» 
yo  he  ocultado  mi  nombre  de  familia,  he  venido  al  Nuevo  Mundo,  y 
te  he  encontrado  al  fin  ;  porque  tú  eres  mi  hermano,  yo  también  soy 
hijo  de  don  Alvaro. 

Los  jemelos  se  estrecharon  llorando,  y  juraron  no  separarse  hasta 
que  Dios  cortara  el  hilo  de  sus  días. 

PIN  DE  LA  PRIMERA  PARTE. 

17  —  Los  Insurgentes 


SECUNDA  PARTB 


Viva  ía  America! 


CAPITULO  I. 

El  legado  de  na  £éree. 

i. 

El  sol  está  claro,  y  atraviesa  esplendido  viajero  enniedio  de  un 
cielo  azul  y  trasparente. 

El  Popocatepetl  y  el  Txtacihuatl  levantan  sus  frentes  coronadas 
de  eternos  hielos,  destacándose  como  dos  colosos  en  el  fondo  purísimo 
del  horizonte. 

El  campo  está  árido,  y  parece  alfombrarse  con  el  oro  de  las  es- 
pigas tostadas  por  el  hielo. 

Un  aire  sutil  recorre  la  llanura,  levantando  pirámides  de  polvo 
que  se  remontan  hasta  las  nubes,  recorren  algunos  puntos  de  la  ex- 
tensión £  se  deshacen  al  soplo  de  un  aliento  desconocido. 

Las  baudadas  de  aves  atraviesan  en  pos  del  remanso  ofrecido  por 
el  cristal  sereno  de  las  aguas. 

Se  oye  á  los  lejos  el  grito  de  los  pastores  que  conducen  sus  ove- 
jas, y  vuelve  á  quedar  todo  en  ese  silencio  del  medio  día. 

Las  barcas  pescadoras  yacen  atracadas  en  la  orilla,  todo  respira 
calma,  y  la  soledad  callada  de  aquel  pintoresco  cuadro  respira  me- 
lancolía y  tristeza... 

Por  la  ancha  vía  que  comienza  en  la  salida  de  la  Capital  hacia 
el  Noroeste,  y  ya  pasada  la  cordillera  donde  se  agrupa  el  histórico 
Tepeyac,  vá  una  carabana  de  dragones  escoltando  un  coche  que  ca- 
j  mina  pausadamente. 

Los  ginetes  se  avanzan  en  todas  direcciones,  y  van  examinando 
todos  los  puntos  del  camino,  revelando  el  temor  de  ser  sorprendidos. 

De  una  de  las  casucas  de  una  ranchería  se  desprende  un  hombre 
montado  en  un  alazán  soberbio,  y  se  dirije  al  jefe  de  la  escolta. 

— Capitán  Eosales,  ¿qué  se  ofrece? 

— Nada,  señor  Verdeja,  hace  un  cuarto  de  hora  que  percibimos 
!  sobre  la  carretera,  á  la  escolta,  y  nos  ka  llamado  la  atención. 


260  JUAN  A.   MATEOB 


— Traemos  á  un  reo  de  mucha  importancia. 

— ¿Se  puede  saber? 

—Si,  pero  en  reserva. 

—Puede  usted  hablar,  ya  sabéis  que  soy  fiel  á  la  cau»a  del  rey. 

— Pues  el  reo  es  el  cura  don  José  María  Morolos. 

— ¡Poder  de  Dios! 

— Vamos  á  San  Cristóbal  Ecatepec,  donde  será  fusilad©  hoy 
mismo. 

— ¿Quién  lo  había  de  pensar,  señor  Verdeja? 

— A  mí  me  trae  triste  este  acontecimiento. 

— Como  que  es  un  golpe  terrible  de  la  fortuna. 

— El  hombre  de  tantos  combates  y  de  tantas  combinaciones,  ve- 
nir á  morir  como  un  simple  soldado. 

—Esta  es  la  6uerte  de  los  que  andamos  en  la  guerra,  tal  vez 
mañana  nos  toque  á  nosotros. 

— Eso  es  seguro. 

— Desde  que  el  señor  Morelos  perdió  la  batalla  de  Valladolid,  y 
fué  sorprendido  en  Puruaran,  la  desgracia  le  ha  seguido  por  todas 
partes,  derrotas  tras  de  derrotas 

— Le  han  faltado  sus  dos  brazos,  el  señor  Galeana  y  el  padre 
Matamoros. 

— Yo  he  oído  contar  esas  historias;  su  Excelencia  el  virrey  decía 
algunas  noches,  que  estos  señores  merecían  otra  suerte;  figúrese  usted 
capitán,  que  el  padre  Matamoros  era  uuo  de  los  soldados  más  valientes 
y  de  más  capacidad,  se  había  improvisado  en  un  gran  general,  y  en 
la  batalla  del  Palmar  que  perdimos  ios  realistas,  hizo  proezas  dignas 
de  un  héroe;  como  organizador  era  inimitable. 

— Yo  estuve  en  esa  acción,  cuando  derrotamos  al  señor  Morelos, 
el  cura  Matamoros  no  pudo  huir  y  el  coronel  Iturbide  lo  mandó 
fusilar. 

—Peor  estuvo  lo  de  Galeana:  figúrese  usted  que  iba  batiéndose 
en  retirada,  cuando  su  caballo  dio  un  salto  al  pasar  un  arroyo,  des- 
graciadamente había  un  árbol,  y  Galeana  casi  estrelló  su  cabeza  contra 
el  tronco;  entonces  un  dragón  realista  le  disparó  el  mosquete  á  quema 
ropa  y  le  atravesó  el  pecho;  Galeana  quiso  ya  moribundo  sacar  su 
espada,  pero  la  muerte  se  lo  impidió,  el  dragón  le  cortó  la  cabeza,  y 
poniéndola  en  su  lanza  la  llevó  á  Acayucan»  en  triunfo;  algunas  mu- 
jeres osaron  insultarle  y  hacer  mofa,  pero  nuestro  jefe  les  riñó,  y  mandó 
poner  la  cabeza  en  la  puerta  de  la  iglesia. 

— Dicen  que  el  señor  Morelos  no  pudo  contener  sus  lágrimas  al 
recibir  la  noticia,  y  agregan  que  exclamó:  ya  nada  valgo,  me  han  cor- 
tado la  mano  derecha. 

— Vea  usted,  capitán,  estos  señores  insurgentes  también  han  te- 
nido la  culpa  con  esas  matanzas  horribles  que  han  hecho:  el  señor 
Morelos,  para  vengar  al  cura  Matamoros  y  á  Galeana,  entraba  á  las 
poblaciones  y  hacía  matar  á  cuantos  españoles  encontraba. 

— En  eso  estamos  parejos,  el  coronel  don  Agustín  Iturbide  fusiló 
en  el  puente  de  Salvatierra  á  trescientos  insurgentes,  y  eso  que  era 
Viernes  Santo;  dejó  aterrorizadas  las  poblaciones. 

— Es  verdad,  después  ha  seguido  matando  á  los  prisioneros,  ese 
señor  Iturbide  ha  hecho  correr  muchísiBaa  sangre. 


jos  insurgentes  261 


— Tiene  un  corazón  atravesado,  de  que  dice  á  matar,  nadie  lo 
detiene,  yo  ie  he  oído  decir  que  es  necesario  acabar  coa  los  insur- 
gentes. 

— Yo  no  murmuro,  señor  capitán,  pero  no  me  parece  bueno  in- 
cendiar los  pueblos,  ni  derramar  tanta  sangre. 

— Allá  con  los  responsables,  que  nosotros  no  hacemos  más  que 
obedecer. 

— ¿Con  que  dice    usted    que    hoy    será    ejecutado    ©1    señor    Mo- 


— Precisamente. 

— ¿Y  quién  es  el  encargado  del  negocio? 

— El  coronel  Concha. 

— Pues  ya  puede  encomendarse  á  Dios. 

— El  genera)  vá  muy  tranquilo,  cuentan  que  no  se  inmutó  ni  aun 
en  el  momento  de  su  prisión  y  que  se  batió  con  una  serenidad  admi- 
rable hasta  el  postrer  instante. 

— Entre  el  pueblo  corren  mil  detalles 

— Y  todos  son  ciertos;  cuando  entró  cargado  de  grillos  en  Tepe- 
cuacuilco,  el  venerable  clero  mandó  repicar,  entonces  el  cura  dijo:  «se 
conoce  que  vengo  jo  aquí,  aludiendo  á  sus  días  de  gloria. 

— Dicen  que  al  presentarse  el  oidor  Bataller  á  tomarle  declaración, 
le  dirigió  la  vista  poniéndose  la  mano  derecha  sobre  las  cejas  para 
observarlo,  y  le  dijo:  «¿Usted  es  el  oidor  Bataller?» 

— Sí,  yo  soy;  respondió  el  golilla  con  altanería. 

— ¡Cuánto  siento  no  haber  conocido  á  usted  antes! 

— ¡Es  muy  bravo  este  hombre! 

— Cuidado  señor  capitán,  esas  palabras  pudieran  denanciar  algo 
de  simpatía  hacia  la  causa  de  la  insurgencia. 

El  capitán  guardó  silencio. 

II. 

La  caravana  llegó  sin  novedad  á  San  Cristóbal  Ecatepec,  pun;o 
destinado  para  la  ejecución  del  héroe. 

Las  vicisitudes  humanas  habían  azotado  la  existencia  do  aquel 
genio,  como  el  huracán  á  los  cedros  gigantes  de  los  bosques. 

De  derrota  en  derrota,  de  infortunio  en  infortunio,  había  cami- 
nado aquel  hombre  exstraordinario  hasta  detenerse  en  la  última  roca 
de  la  pendiente,  donde  comienzan  las  gradas  del  patíbulo. 

Peregrino  en  los  desiertos,  fugitivo  en  las  selvas  de  la  sierra  Madre, 
perseguido  cruelmente  más  por  la  desgracia  que  por  sus  enemigos,  los 
días  de  sus  antiguas  glorias  comenzaron  á  entoldarse  con  el  humo  de 
las  batallas  de  Valladulid  y  de  Puruaran. 

Una  huella  de  sangre  marcaba  su  tránsito  por  los  campos  de  la 
revolución,  sus  corceles  estropeaban  los  cadáveres  de  los  insurgentes, 
de  aquellos  hombres  magnánimos  que  lo  habían  acompañado  cuando 
Dios  tendía  el  iris  sobre  sus  armas. 

Presenciando  las  terribles  matanzas,  llorando  en  silencio  el  martirio 
de  sus  amigos,  cediendo  á  veces  al  instinto  de  destrucción  y  aiiiqui- 
lando  cuantos  enemigos  caían  en  sus  manos,    su    existencia    se  había 


262  JUAN  A.  MATEOg 


tornado  en  una  profunda  noche  donde  cruzaban  relámpagos  de  furor 
y  rayos  de  esterminio. 

El  destino  con  ese  aliento  pujante,  irresistible,  marcó  el  hasta  aquí 
de  aquollos  días,  y  el  mandato  de  Dios  no  cabe  en  el  poder  del  hombre 
contrariarlo. 

El  general  Morolos  había  determinado  que  el  Congreso  se  trasladase 
á  Pilcayan. 

El  coronel  Concha  se  apoderó  de  Tesmalacan,  y  cuando  vio  á 
las  tropas  americanas  entrar  en  la  cañada,  cargó  con  tal  brío  que  la 
derrota  fué  inevitable,  á  pesar  del  valor  con  que  se  condujeron  jefes 
y  soldados. 

Cuando  Morelos  comprendió  que  la  acción  estaba  perdida,  le  dijo 
á  Bravo:  «Vaya  usted  £  escoltar  al  Congreso,  que  aunque  yo  perezca 
no  le  hace,  pues  ya  está  constituido  el  gobierno.» 

Morelos  se  sacrificaba  á  la  unidad  revolucionaria,  condenaba  su 
existencia  ante  la  forma  de  la  nación;   ¡merecía  bien  de  la  patria! 

Aquel  Congreso,  que  no  pudo  sobrevivir  al  caudillo,  había  pro- 
mulgado la  Constitución  en  Apatzingan,  donde  se  consignaban  los  de- 
rechos del  hombre  en  el  código  do  los  pueblos  independientes. 

LA  CONSTITUCIÓN  FUÉ  QUEMADA  POR  MANO  DE  VER- 
DUGO EN  LA  PLAZA  PRINCIPAL  DE  MÉXICO,  Y  A  LOS  PIES 
DE  LA  ESTATUA  ECUESTRE  DE  CARLOS  IV. 

¡Decapitad  al  siglo  XIX!  llevad  á  la  hoguera  á  la  revolución  fran- 
cesa; proclamad  como  un  dogma  político  las  actas  del  Concilio  Ecu- 
ménico; detened  al  sol  en  su  carrera,  que  el  mundo  seguirá  su  marcha 
imperturbable,  llevándoos  como  un  despojo  en  el  campo  de  la  civili- 
zación y  del  progreso! 

III. 

Dice  la  historia  que  se  formaron  dos  causas  á  Morelos:  una  por 
el  gobierno  militar  de  México,  y  otra  por  la  Inquisición,  donde  estuvo 
diez  y  ocho  días. 

El  caudillo  compareció  ante  el  Tribunal  de  la  Fe:  ante  ese  grande 
aparato  cuyos  cimientos  estaban  próximos  á  hundirse  en  el  polvo  de 
los  siglos. 

Los  hombres  del  fanatismo  formularon  cargos  terribles  á  los  que 
el  héroe  respondió  con  entereza,  provocando  la  ira  do  los  inquisidores, 
que  pretendían  verlo  bumillado  y  contrito  como  un  arrepentido. 

Allí,  delante  de  la  tiranía  y  de  la  opresión,  dio  un  ejemplo  su- 
blime de  grandeza  y  de  patriotismo  al  pueblo  que  lo  escuchaba. 

¡El  banquillo  del  reo  se  tornaba  en  tribuna,  desde  donde  podía 
hablarle  á  la  humanidad  entera! 

«Por  respuesta  á  tales  cargos,  el  tribunal  de  la  Inquisición,  en 
sentencia  definitiva,  falló:  que  el  presbítero  don  José  María  Morelos 
era  hereje  formal,  cismático,  apóstata,  lascivo,  hipócrita,  enemigo  irre- 
conciliable del  cristianismo;  y  como  á  tal,  lo  condenaron  á  la  pena  de 
deposición,  á  que  asistiera  á  6U  auto  en  trage  de  penitente,  con  so- 
tanilla  sin  cuello  y  vela  verde,  á  que  hiciera  confesión  general  y  to- 
mara ejercicios,  y  para  el  caso  inesperado  y  remotísimo  de    que  se  le 


LOS    INSURGENTES  263 


perdonara  la  vida,  á  una  reclusión  para  todo  el  resto  de  ella  «n 
África,  á  disposición  del  inquisidor  general,  con  obligación  de  rezar 
todos  ios  viernes  del  año  los  salmos  penitenciales  y  el  rosario  de  la 
Virgen;  fijándose  en  la  Iglesia  Catedral  un  ¡Sambenito,  como  á  hereje 
formal  reconciliado. 

«Quedó  el  señor  Morolos  para  siempre  desnudo  de  su  carácter 
sublime  de  sacerdote,  reformado  á  la  clase  de  un  secular  oscuro  é 
infinitamente  detestable,  por  sus  maldades  sin  ejemplo.» 

Verificóse  la  ceremonia  de  la  degradación  con  la  mayor  pompa, 
porque  la  Inquisición  quería  ostentar  un  poder  que  ya  se  le  escapaba 
de  las  manos. 

Los  clérigos  rodearon  al  héroe,  lo  despojaron  de  sus  vestiduras 
según  las  prevenciones  de  los  Cánones:  Morelos  se  mantuvo  sereno  y 
como  extraño  á  aquel  sacrilegio,  pero  cuando  el  clérigo  que  llevaba  la 
voz  ea  la  ceremonia  tomó  el  cuchillo  para  rapar  sus  manos  y  cabeza, 
y  pronunció  con  sonoro  acento. 

«Con  esta  rasura,  te  quitamos  la  potestad  de  sacrificar,  con- 
sagrar y  bendecir,  que  recibiste  en  la  unción  de  tus  manos  y  pul- 
gares. 

«Declaramos  que  la  curia  secular  ieciba  á  este  en  su  foro,  desti- 
tuido de  todo  orden  y  privilegio  clerical.» 

El  caudillo  se  inmutó  terriblemente. 

Ya  hemos  dicho  que  Morelos  eia  fanático,  y  aquella  escena  era 
superior  á  sus  fuerzas*  mostró  un  abatimieato  grande;  pero  muy  en 
breve  recobró  su  aplomo,  oyó  su  sentencia  y  entró  con  tranquilidad 
bajo  el  poder  de  la  autoridad  civil,  que  debía  fulminar  un  anatema 
do  muerte. 

El  reo  fué  trasladado  á  la  Ciudadela,  donde  Bataller  siguió  el 
proceso,  pasóse  ai  fiscal,  quien  pidió  que  se  le  amputase  la  cabeza  y 
las  manos,  situándose  en  Oajaca. 

Aquel  pedimento  fué  condenado  hasta  por  los  enemigos  de  la  in- 
surgencia. 

El  Arzobispo  Fonte  resistió,  y  las  comunidades  religiosas  multi- 
plicaron sus  ruegos  al  virrey  para  que  no  se  consumase  aquella  horrible 
mutilación. 

Era  tal  la  alarma  que  había  producido  en  México  la  suerte  del 
caudillo,  que  Calleja  dispuso  que  la  ejecución  tuviese  lu^ar  en  San 
Cristóbal  Eoatepec,  á  cuyo  efecto  el  coronel  Concha  sacó  al  reo  de  la 
Ciudad,  la  mañana  del  22  dicembre  1815. 

IV. 

Hemos  dicho  que  la  caravana  de  la  muerte  llegó  al  sitio  fatal. 

El  caudillo  fué  encapillado  en  el  cuartel  del  destacamento:  por 
las  ventanas  se  veía  el  lugar  destinado  á  la  ejecución,  el  cura  lo  reco- 
noció perfectamente. 

Sirvieron  de  comer,  y  Concha  le  acompañó  á  la  mesa. 

•—Hermoso  día,  dijo  Morelos. 

Concha  no  respondió. 

— Hemos  traído  un  camino  inmejorable,  la  mañana  está   serena; 


264  JUAN  A.   MATEOS 


hace  mucho  tiempo  que  no  he  gozado  de  un  reposo  tan  grato  como 
ahora,  y  es  que  se  aproxima  el  descanso  eterno. 

Concha  estaba  avergonzado  de  su  papel  de  verdugo. 

— Es  hermosa  la  fábrica  de  esta  iglesia,  dijo  Morolos. 

La  sacristía  se  improvisaba  en  capilla. 

— ¡Qué  diferencia  entre  esta  y  la  iglesia  de  Carácuaro!  no  obs- 
tante, yo  le  tengo  un  gran  cariño:  ahí  están  todos  mis  recuerdos. 

— No  hubiera  permitido  Dios  que  la  hubiese  usted  dejado. 

— Señor  coronel  Concha:  cada  criatura  tiene  una  misión  sobre 
la  tierra;  yo  estaba  predestinado  para  proclamar  la  independencia  de 
mi  patria:  no  me  arrepiento  de  cuanto  he  hecho;  mi  conciencia  no 
me  acusa:  yo  he  cedido  á  mis  inspiraciones. 

— Yo  respeto  el  juicio  de  los  hombres. 

— Usted,  señor  Concha,  cree  obrar  bien  al  defender  la  causa  es- 
pañola; juzga  que  tiene  un  derecho  el  rey  para  imponerse  en  esta 
nación  y  que  la  conquista  le  ha  dado  ese  derecho. 

— Es  verdad. 

— Si  usted  fuese  americano,  seguramente  no  opinaría  de  esa 
manera. 

— Soy  simplemente  un  soldado. 

El  cura  guardó  silencio  algunos  momentos. 

La  comida  había  terminado. 

— Señor,  dijo  Concha  con  voz  trémula:  ¿sabe  usted  á  qué  ha 
venido? 

— No  lo  sé;  pero  lo  pienso...  á  morir. 

— Sí,  señor,  y  puede  usted  tomar  el  tiempo  que  necesite. 

— Dentro  de  breve  despacho;  permítame  usted  que  fume  un  puro, 
pues  lo  tengo  de  costumbre  después  do  comer. 

Encendiólo  con  tranquilidad,  y  se  puso  á  pasear  por  la  estancia. 

Un  fraile  apareció  en  la  puerta  de  la  capilla:  Concha  se  iba  á 
retirar. 

—Señor  coronel,  dijo  Morelos:  que  venga  el  cura,  pues  no  he 
gustado  nunca  de  confesarme  con  frailes. 

El  fraile  se  marchó  hecho  un  energúmeno. 

Poco  después  vino  el  vicario,  encerróse  con  el  héroe,  abrió  las 
fuentes  de  su  conciencia,  mostró  su  alma  al  ministro  del  Altísimo,  y 
recibió  la  absolución. 

Arrodillóse  después,  y  encomendó  su  alma  al  Señor  que  la  había 
creado. 

El  hombre  devolvía  su  aliento  á  la  divinidad. 

Al  oir  el  toque  de  los  tambores,  se  levantó  erguido  como  en 
los  días  de  batalla;  su  corazón  respondía  á  los  sones  marciales  de  las 
cajas. 

Asomóse  á  los  cristales,  y  vio  desfilar  la  tropa. 

— Esa  llamada  es  para  formar:  nos  mortifiquemos  más...  déme  usted 
un  abrazo,  señor  Concha,  que  será  el  último  que  nos  demos. 

Aquel  miserable  verdugo  sintió  su  infinita  pequenez  delante  de 
aquel  hombre,  y  se  acercó  confuso  al  caudillo,  que  le  tendió  sus 
brazos. 

Ajustóse  después  el  trage  talar. 


Loa  iNSFíiosiríEi  26; 


— Esta  será  mi  mortaja,  pues  aquí  no  hay  otra. 

— Permítame  usted  que  le  venden  los  ojos,  señor  general,  dijo 
Concha. 

— 2ío  hay  aquí  objeto  que  me  distraiga. 

Sacó  después  el  reloj,  vio  la  hora  con  la  serenidad  que  acostum- 
braba hacerlo  al  comenzar  una  batalla. 

Pidió  después  uu  crucifijo,  y  con  la  voz  solenino  de  quien  se  halla 
delante  de  Dios  desde  los  dinteles  de  la  vida  dijo: 

— ¡Señor,  si  he  obrado  bien,  tú  lo  sabes;  y  si  mal,  yo  me  acojo  á 
tu  infinita  misericordia! 

— Perdone  usted,  señor  general,  mi  insistencia,  dijo,  Concha; 
ruego  á  usted  que  permita  vendarle. 

— Bien;  yo  lo  haré. 

Sacó  su  pañuelo,  y  se  anticipó  él  mismo  las  tinieblas  de  la 
tumba. 

Tomóse  dei  brazo  de  Concha,  y  se  encaminó  al  lagar  de  su  su- 
plicio como  el  Mártir  del  Gólgota. 

Iba  perfectamente  sereno;  pero  al  sentir  la  yerba  bajo  su  planta, 
reconoció  el  lugar  de  la  ejecución,  que  había  visto  desde  la  ventana 
da  la  capilla. 

— Aquí  es  el  lugar,  dijo,  y  se  detuvo. 

Arrodillóse  para  recibir  la   muerte. 

Un  gentío  inmenso  rodeaba  aquel  siniestro  lugar:  los  semblantes 
todos  estaban  demudados;  la  tropa  conmovida   proí'uudamente. 

Tenían  razón;  allí  estaba  el  héroe  que  en  nueve  batallas  campales 
y  cien  encuentros,  había  arrancado  sus  laureles  á  la  victoria. 

Allí  estaba  el  hombre  de  la  política,  que  había  puesto  su  nombre 
en  el  Código  de  la  libertad  y  de  la  emancipación  de  su  pueblo. 

Allí,  allí  estaba  el  caudillo,  que  con  la  serenidad  del  heroísmo, 
unas  veces  había  pronunciado  el  perdón,  y  otras  caído  sobre  sus  ene- 
migos como  el  rayo  de  la  justicia  inexorable  de  Dios. 

Dios,  qiiR  abate  al  ser  humano  cuando  se  alza  amenazante  sobre 
la  tierra,  heiía  aquella  frente  que  la  muerte  había  respetado  en  los 
combates. 

El  béroe  llamaba  resuelto  á  las  puertas  de  ia  eternidad,  después 
de  haber  implorado  la  divina  misericordia!... 


Hubo  un  momento  de  espectativa  terrible. 

Los  soldados  tendieron  sus  fusiles  sobre  aquel  cerebro,  donde  el 
ostro  del  genio  y  del  valer  irradiaba  en  su  postrer  momento. 

El  oficial  vacilaba...  hizo  al  fin  una  señal  con  su  acero,  y  el  plomo 
fatal,  precedido  de  la  detonación,  hizo  su  estrago  formidable. 

El  caudillo  hirió  con  sus  manos  ungidas  la  tierra,  que  se  estre- 
meció á  su  contacto. 

Oyóse  otra  descarga  casi  simultánea:  entonces  resonó  un  grito 
terrible  como  el  de  la  justicia  humana;  un  clamor  arrancado  al  pecho 
del  héroe,  como  nna  maldición  lanzada  desde  el  suelo  empapado  en 
sangre,  invocando  la  venganza  eterna!... 

Desnués...  el  silencio  de  la  muerte. 


266  JUAN  A.   MATEOS 


VI. 

El  pueblo  lloraba. 

Cuando  los  verdugos  llevaron  aquellos  sagrados  despojos,  las 
mujeres  piadosas  recogieron  en  pequeños  lienzos,  como  el  óleo  santo, 
la  sangre  del  mártir. 

Dice  Ja  tradición,  que  el  terremoto  sentido  en  aquellos  momentos 
hizo  encrespar  las  olas  agitadas  de  las  lagunas,  que  crecieron  y  se 
hincharon  hasta  trasponer  sus  márgenes,  y  penetraron  en  el  campo 
del  suplicio. 

Cuando  volvieron  á  su  cauce,  la  sangre  había  desaparecido,  arre- 
batada por  las  corrientes. 

¡Cuántas  veces  al  pasar  por  aquellas  márgenes  históricas,  cuando 
el  sol  ha  caído  en  la  tumba  de  su  Ocaso  y  el  agua  se  riza  en  ondas 
de  púrpura,  hemos  recordado  la  leyenda  narrada  en  el  hogar  por 
nuestros  abuelos!... 

Parece  que  la  sombra  del  héroe  vaga  por  aquellos  contornos;  y 
cuando  la  tormenta  se  descuelga  en  mangas  inmensas  sobre  los  lagos, 
se  le  vé  atraversar  á  la  luz  de  los  relámpagos  con  sus  sudarios  en- 
sangrentados. 

El  lugar  del  suplicio  lo  pueden  reconocer  los  peregrinos  en  el 
sitio  donde  se  levanta  una  modesta  pirámide,  en  el  pueblo  de  San 
Cristóbal  Ecatepec. 


CAPITULO  II. 

De  cómo  lo  que  está  escrito  tiene  que  suceder 
infaliblemente. 

i. 

Rota  la  gran  columna  del  templo  de  la  revolución,  los  muros  se 
derrumbarían  enmedio  de  la  catástrofe  más  terrible. 

La  muerte  de  Morelos  fué  la  señal  de  la  derrota. 

Las  ciudades  todas,  los  pueblos,  las  fortalezas,  todo  cayó  en  poder 
de  los  realistas,  y  los  insurgentes  fueron  perseguidos,  dispersos,  asesi- 
nados por  las  tropas  vencedoras,  hasta  refugiarse  en  pequeños  grupos 
en  las  montañas. 

El  ala  de  la  devastación  y  de  la  muerte  tocaba  la  sien  marchita 
de  la  libertad  agonizante. 

Estrechos  son  los  límites  de  este  libro  para  narrar  los  mil  y  mil 
episodios  que  tuvieron  lugar  en  la  segunda  época  de  ese  gigante  le- 
vantamiento. 

Se  llenarían  muchas  páginas  sólo  con  los  nombres  de  las  víctimas 
y  la  narración  histórica  de  sus  hazañas;  baste  saber  que  los  cadalsos 
se  ensangrentaron  como  en  los  días  nefandos  de  la  Bestauración,  que 
la  denuncia  se  puso  á  la  orden  del  día,  que  las  visitas  domiciliarias 
eran  constantes,  y  que  la  menor  sospecha  era  una  sentencia  de  muerte. 

Aquellos  días  eran   más  espantosos  que  los  de  la  conquista 


LOB    INSURGENTE!  267 


En  el  fondo  de  aquel  horizonte  sangriento  cruzado  por  relámpagos 
de  esterininio,  se  destacaban  tres  figuras  que  la  historia  no  ha  podido 
olvidar. 

Iturbide,  Concha  y  Armijo. 

Estas  tres  espadas  caían  como  un  rayo  sobre  las  cabezas  de  loa 
insurgentes,  como  la  del  Ángel  de  las  venganzas. 

El  incendio,  la  muerte,  la  sangre,  el  tormento,  iban  marcando 
sus  huellas  en  la  haz  del  suelo  americano. 

Iturbide  se  distinguía  por  sus  rasgos  de  barbarie,  hacía  cavar  su 
propia  tumba  á  los  defensores  de  la  libertad,  y  el  monumento  de  sus 
glorias  podía  levantarse  con  las  osamentas  de  los  mártires. 

La  Divinidad  reservaba  á  ese  miserable  uno  de  sus  rayos,  para 
reducirle  á  cenizas  en  el  día  de  su  justicia  vengadora. 

Parecía  que  la  España  recobraba  todo  su  poder  antiguo. 

Allá  en  las  montañas  del  Sur,  un  hombre  oscuro,  cuya  frente  se 
había  visto  desde  las  primeras  batallas,  había  recibido  el  legado  de 
los  héroes;  á  él  le  estaba  confiado  el  depósito  de  la  revolución. 

¡Hidalgo!...  ¡Morelos!...  ¡Guerrero!...  los  tres  eslabones  de  aquella 
cadena  que  ahogaría  al  despotismo. 

Los  hombres-épocas,  los  tres  mitos  de  la  independencia  mexicana. 

Guerrero  había  heredado  la  fó  de  los  caudillos  y  el  valor  de  sus 
antepasados:  sería  la  roca  donde  se  estrellarían  las  olas  terribles  de 
aquel  mar  embravecido. 

Sacerdote  de  la  libertad,  conservaría  encendido  el  fuego  sagrado; 
aquella  antorcha  luciría  como  el  fuego  del  Sinaí,  sobre  la  cúspide  de 
granito  de  las  montañas... 

Dios  bajaría  enmedio  de  truenos  y  de  relámpagos,  aponer  en  sus 
manos  las  Tablas  de  la  Independencia... 

II. 

En  uno  de  los  pueblecitos  inmediatos  á  Chilpancingo,  estaba  la 
familia  infortunada  de  don  Leonardo  Bravo,  llorando  una  víctima  más 
de  la  barbarie  enemiga. 

Don  Miguel  Bravo  acababa  de  morir  fusilado,  después  de  habér- 
sele ofrecido  el  perdón  de  la  vida  sin  que  él  lo  solicitase. 

La  noche  había  caído:  era  una  de  esas  noches  profúndame  a  te 
lóbregas,  en  que  la  desgracia  parece  sacudir  sus  alas  enmedio  de  las 
cortinas  negras  de  la  atmósfera. 

Era  una  tempestad  sorda,  sin  relámpagos  ni  truenos;  el  aire  apenas 
se  dejaba  sentir,  y  reinaba  un  silencio  profundo. 

En  una  de  las  casuchas  del  pueblo,  el  cura  del  lugar  platicaba 
con  las  señoras,  que  estaban  inquietas  en  espera  de  alguna  persona. 

— He  recibido  una  carta,  decía  Margarita,  la  esposa  de  don  Ni- 
colás Bravo,  en  que  me  dice  que  hoy  estará  con  nosotros. 

— Me  parece  increíble,  respondió  Luz. 

— Después  de  tres  años  de  ausencia,  es  una  felicidad  inesperada. 

— El  señor  general  llegará,  no  tenga  usted  duda,  dijo  el  cura; 
yo  he  recibido  aviso  por  conducto  de  los  guerrilleros^  y  ellos  no  me  han 
engañado  jamás» 


26S  JUAN  A.   MATEOi 


— ¿Y  no  le  han  perseguido  á  usted,  señor  cura? 
— Me  vigilan  constantemente:  el  padre  Matamoros  era  mi  íntimo 
amigo,  y  sabidas  fueron  nuestras  relaciones. 
— ¡Qué  muerte  tan  espantosa! 

— Hemos  perdido  a  la  mayor  parte  de  nuestros   amigos;  per©  yo 
espero  el  día... 

— Lo  creo  muy  lejano. 

— Dios  sabe  acercar  las  horas  de  su  justicia 
Luz  y  María  escuchaban  atentas  la'    conversación  del  sacerdote. 
En  aquel  momento  entró  Vildo,  el  asistente  de  Piedra-Santa  res- 
plandeciente de  alegría. 

— Señores,  señorita,  oigan  ustedes:  el  general  acaba  de  llegar,  y 
mi  coronel  y  todos  los  amigos...   ¡Viva  la  América! 

—  ¡Viva  la  América!  repitió  José  de  la  Luz  echando  al  aire  su 
sombrero. 

Margarita,  el  cura  y  las  jóvenes,  salieron  corriendo  al  encuentro 
de  los  insurgentes. 

El  general  Bravo  lloró  al  estrechar  á  su  esposa. 
Luz  estaba  temblando  delante  del  coronel  Piedra-Santa. 
María  se  acercó  á  Edmundo,  que  formaba  parte   de  la  caravana. 
— No  nos  conocemos,  señora,  dijo  Fonterravía. 
La  joven  se  quedó  confusa  y  con  el  llanto  próximo  á  desbordarse 
de  sus  pupilas. 

Los  gemelos  no  osaban  levantar  la  vista;  su  situación  era  difícil. 
Bravo  y  su  esposa,  que  sabían  los    amores  de  Luz    y    de  María, 
los  dejaron  solos. 

— Deseara  una  explicación,   dijo  Luz. 

— No  se  necesita,  señora,  respondió  Piedra-Santa;  durante  nuestra 
ausencia  usted  ha  tenido  amores  con  el  capitán  Fonterravía. 
— No  lo  conozco  caballero. 
— Basta,  señora;  ese  es  un  disimulo  criminal. 
— ¿Qué  pasa  aquí?  dijo   Fonterravía:    no    es    esta   la   señorita  de 
quien  yo  te  hehablado,  sino  de  Luz  la  hermana  de  Jacinto. 

— Yo  he  usurpado  ese  nombre,  dijo  María:  be  pasado  por  her- 
mana del  capitán  Castaños,  para  que  se  me  respetase,  y  la  casualidad 
ha  traído  esa  equivocación;  yo,  yo  soy  la  que  amo  á  Edmundo:  mi 
nombre  es  María. 

— ¿Lo  oyes?  gritó  Luz,  y  sin  poderse  contener  se  arrojó  en  los 
brazos  de  Piedra-Santa. 

— ¿Luego  yo  he  sido  el  juguete  miserable  de  una  intriga?  gritó 
Fonterravía;  esta  mujer  ha  vivido  con  Jacinto,  y... 

— Silencio  caballero,  usted  no  tiene  derecho  para  hacer  suposi- 
ciones injuriosas,  ese  hombre  me  ha  respetado,  y  yo  lo  juro  por  la 
madre  que  me  dio  el  ser...  madre  mía,  mírame  huérfana  y  calum- 
niada! 

María  lloraba  amargamente,  aquellas  lágrimas  eran  el  rocío  purí- 
simo de  la  virtud. 

Fonterravía  no  dudó  de  las  palabras  de  la  joven,  se  acercó  á  ella, 
y  tomándole  una  mano  le  dijo  con  ternura: 

— María,  yo  te  creo;  mi  corazón  me  dice  que  el  aliento  del  crimen 


LOS   INSURGENTES  269 


no  ha  pasado  sobre  tu  frente,  que  tu  cariño  es  santo  y  que  yo  debo 
adorarte  como  á  un  ángel. 

Los  gemelos  se  estrecharon  con  efusión. 

— ¡Dios  se  ha  compadecido  de  nosotros!  Sí,  gritó  Piedra-Santa, 
él  no  ha  querido  que  la  sangre  se  derrame  por  nuestra  misma  mano. 

El  general   Bravo  se  presentó  en  aquel  instante. 

— Señor,  dijo  Fonterravía,  hemos  seguido  la  bandera  de  la  In- 
dependencia como  los  primeros,  nos  hemos  batido  al  lado  del  general 
Morelos,  y  participado  de  las  vicisitudes  de  la  campaña... 

— ¿Y  bien,  señor  capitán? 

— Hoy  nos  atrevemos  á  pedir  un  favor  al  general. 

— Ya  escucho,  contestó  con  benevolencia  el  joven  soldado. 

— Señor  general,  estas  jóvenes  son  hijas  adoptivas  de  la  familia, 
y  las  pedimos  en  matrimonio. 

— Señor,  dijo  Luz,  aguardábamos  impacientes  este  momento. 

— No  tengo,  agregó  D.  Alfonso,  sino  recordar  al  Sr.  Bravo  la 
escena  de  Cuautla,  cuando  el  general  Morelos... 

A  este  recuerdo  los  ojos  de  Piedra-Santa  se  humedecieron. 

Desde  luego,  dijo  Bravo,  van  ustedes  á  casarse:  señor  cura,  dis- 
póngase usted  á  celebrar  la  ceremonia. 

La  tristeza  que  reinaba  en  la  casa,  se  tornó  en  una  alegría  es- 
truendosa, los  insurgentes  olvidaban  sus  desdichas,  y  comenzó  la 
frasca. 

Encendiéronse  lumbradas  delante  de  todas  las  chozas,  salieron  las 
jaranitas,  y  comenzó  el  baile  en  torno  de  las  hogueras. 

La  gente  iba  al  lado  de  Bravo,  que  reconocía  á  sus  antiguos  tra- 
bajadores de  la  hacienda. 

En  medio  de  aquella  bulla  sobresalía  la  voz  destemplada  de  Vildo, 
que  decía  cantares  de  amores  á  las  muchachas. 

Fonterravía  y  Piedra-Santa  se  sentían  enteramente  felices,  llevaban 
del  brazo  á  sas  novias,  y  se  entregaban  á  esas  conversaciones  dulcí- 
siirtas^que  ecn  de  ordenanza  en 'las  horas  que  preceden  al  casamiento. 

— Las  dos  luces  de  nuestro  destino,  decía  Edmundo. 

—  En  poco  estuvo  que  fuesen  las  de  nuestro  entierro,  contestó 
D.  Alfonso. 

— No  lo  quiero  pensar,  exclamó  Luz,  aún  me  horrorizo. 
— No  estaba  de  Dios,  dijo  María. 

—  Si  no  es  impertinencia,  señorita  María,  dijo  don  Alfonso,  podrá 
usted  decirme  qué  pasó  con  el  niño  aquel... 

— Sí,  con  Juan,  el  señor  Morelos  lo  envió  á  los  Estados-Unidos. 

— ¡Pobrecillo! 

— ¡Viva  mi  coronel!  gritó  Vildo  cuando  vio  pasar  á  las    parejas. 

Era  gracioso  ver  al  valiente  suriano  con  su  cara  franca  y  alegre 
alumbrada  por  el  fuego,  mostrando  sus  dientes  blancos  y  las  manchas 
de  su  pecho,  y  arrastrar  el  machete  en  cada  paso  del  jarabe,  y  á 
José  de  la  Luz  rascando  las  cuerdas  de  su  jarana  en  un  son  alegre 
y  entusiasta. 

Ya  en  aquellos  tiempos  había  multitud  de  coplas  alusivas  á  la 
Independencia,  que  se  cantaban  en  todo  el  interior  y  en  el  Sur  poco 
antes  de  la  insurrección. 


270  JUAN  A.    MATEOS 


III. 

Entretenidos  los  del  pueblo  eon  la  bulla  que  metían  los  insur- 
gentes, no  notaron  que  un  gallego  llamado  Mojarra,  se  había  escurrido 
bonitamente  y  largado  por  las  montañas. 

Anduvo  tres  leguas,  donde  encontró  un  destacamento  de  los 
realistas. 

— ¿Quién  vive?  gritó  un  centinela  avanzado. 

— ¿Quién  ha  de  vivir?  ¡yo! 

— ¿Quién  vive?  repitió  el  soldado. 

— Yo  hombre,  Eosendo  Mojarra,  súdito  de  S.  M.  Fernando  VIL 

— Adelante. . . 

El  gallego  se  adelantó. 

—¿Qué  se  ofrece,  señor  Mojarra? 

— Friolera,  que  los  insurgentes  están  en  el  pueblo. 

— ¿Salió  usted  inmediatamente? 

— Sí,  luego  que  me  consumieron  todos  los  efetos  de  la  tienda. 

—¿Conque  usted  les  ha  vendido  á  los  enemigos  del  rey? 

— Efetivamente,  respondió,  es  decir  que  ellos  me  compraren  el 
queso  y  los  caldos. 

— Ya  nos  pagará  otro  tanto. 

— Perfetamente;  pero  lo  que  importa  es  dar  la  instrucién  de  que 
Bravo  en  persona  es  el  mismo  que  ha  llegado. 

— Eso  es  más  grave,  avisemos  al  capitán  Castaños. 

— Que  entre  ese  hombre,  dijo  Jacinto. 

El  gallego  compareció  ante  el  capitán. 

— Diga  pronto  lo  que  sepa. 

— Pues  señor  capitán,  es  el  caso,  que  como  á  las  horas  en  que 
ya  no  había  luz  se  entraron  los  galli-coyotes  gritando  ¡mueran  los  ga- 
chupines! y  como  yo  soy  de  esos,  le  dije  á  Perico:  mientras  que  yo 
me  escondo,  abre  la  tienda  y  vende  todo  lo  que  pidan. 

Perico  cumplió  con  su  obligación,  y  no  quedó  títere  con  cabeza; 
esos  malditos  llevaban  muchas  onzas. 

— Ya  se  las  quitaremos,  observó  un  oficial. 

— Cuentan,  principió  el  gallego,  que  la  señorita  Luz,  hermana  de 
usted,  se  casa  al  amanecer,  lo  mismo  que  la  doña  María  que  está  con 
la  familia  de  Bravo. 

— ¿Las  dos  se  casan?  preguntó  Castaños. 

— Las  dos;  allí  está  un  tornadizo  llamado  Fonterravía  que  es  el 
presunto. 

— Está  bien;  ya  puede  usted  largarse. 

— Sí,  con  la  música  á  otra  parte. 

El  gallego  se  salió  á  divertir  con  su  conversación  á  los  realistas. 

— ¿Conque  ese  hombre  ha  llegado?  exclamaba  Jacinto  lleno  de 
rabia. 

— Yo  creía  sofocado  este  amor  que  ha  vivido  tantos  años  en  el 
fondo  de  mi  alma...  yo  me  había  arrepentido  delante  del  patíbulo  de 
Bravo...  sí,  dos  hermanos,  dos  miembros  de  esa  familia  aborrecida, 
han  muerto  á  mis  manos...  ya  era  suficiente  para  mi  venganza...  hoy 
vuelve  á  soplar  ®1  huracán  de  los  celos...  esa  mujer   nunca  sospechó 


LOS    INSURGENTES  271 


mi  amor,  y  sin  embargo  me  he  sentido  muerto  por  su  mano...  ¿de 
quién  me  vengo,  Dios  mío?...  ¡ah!  sí,  del  destino...  él  me  ha  impul- 
sado á  la  pendiente  del  crimen...  el  rencor  hierve  en  mi  seno...  amar 
es  aborrecer...  anunciar  el  encono  del  infierno  en  los  que  nos  rodean... 
apurar  gota  á  gota  el  acíbar  que  destila  en  el  corazón...  maldecir  á 
la  humanidad...  escarnecerla...  vilipendiarla...  cada  vez  que  pienso  en 
esa  mujer  me  enloquezco...  yo  me  he  alejado  de  ella;  pero  ella  me 
sigue  por  doquiera...  ¡casada!...  ¡casada!...  y  yo  no  he  muerto  to- 
davía... 

Jacinto  se  paseaba  como  un  tigre  furioso  dentro  de  su  jaula. 

— La  tengo  muy  cerca  de  mí;  á  un  paso...  á  un  paso  nada  más... 
quisiera  verla...  yo  sé  que  después  el  diablo  de  la  desesperación  en- 
trará en  mi  alma...  ¡que  importa!...  he  sufrido  tanto,  que  un  dolor 
más  es  una  gota  de  agua  en  el  Océano  borrascoso  de  mi  alma. 

Salió  del  aposento,  montó  en  su  caballo,  y  como  impulsado  por 
el  huracán,  atravesó  las  montañas,  siguió  por  el  sendero  escabroso, 
y  á  las  pocas  horas  detuvo  su  corsel  lleno  de  espuma,  en  una  loma, 
desde  donde  se  distinguía  el  pueblo  alumbrado  por  el  fuego  de  las 
luminarias. 

El  rumor  de  la  fiesta  llegaba  hasta  lus.  oídos;  entre  la  débil  ar- 
monía de  la  miísica,  oía  las  carcajadas  de  los  bailadores,  los  gritos 
de  los  insurgentes  y  el  clamoreo  de  los  muchachos  que  saltaban  sobre 
las  llamas. 

— Allí,  allí  está  ella,  murmuraba  aquel  miserable ;  es  preciso 
acercarse. 

Ató  su  caballo  á  un  árbol,  y  arrebujado  en  su  jorongo,  descen- 
dió al  pueblo  y  se  mezcló  entre  la  multitud. 

Ya  hemos  dicho  que  Jacinto  había  alimentado  en  el  silencio  de 
su  alma  una  pasión  terrible  por  Margarita  aún  antes  de  que  esta  se 
enlazase  con  el  general  Bravo. 

Aquel  amor  era  el  sentimiento  salvaje  del  hombro  sin  educación, 
que  una  vez  rotas  sus  esperanzas  converge  hacia  lo  desconocido,  donde 
están  las  groseras  pasiones  del  crimen. 

Jacinto  había  jurado  un  odio  eterno  á  la  familia,  y  en  bu  de- 
mencia vengadora  solo  ansiaba  el  exterminio  de  las  personas  que  tantos 
cuidados  le  habían  dispensado  en  los  años  de  su  infancia. 

Aquella  alma  extraviada  no  se  detendría  en  el  camino  tortuoso 
del  vicio,  ni  cedería  un  ápice  de  sus  designios. 

Hay  seres  á  quienes  arroja  ia  Providencia  sobre  la  tierra  como  i, 
las  plantas  venenosas. 

Aquel  hombre  estaba  predestinado  para  un  drama  sangriento. 

IV. 

Los  novios  estaban  impacientes  esperando  que  las  jóvenes  aca- 
basen su  tocado,  que  era  en  extremo  sencillo,  en  atención  al  lugar 
donde  se  encontraban  y  el  momento  en  que  se  había  dispuesto  la  ce- 
remonia. 

El  general  Bravo  y  Margarita  apadrinarían  á  los  dos  insurgentes. 

Llegó  al  fin  la  hora,  las  novias  aparecieron  en  la  pequeña  sala, 
adornada  sencillamente,  pero  con  gusto  exquisito. 


272  JUAN  A.   MATEOS 


Entre  la  gente  que  se  agolpaba  á  la  puerta  había  nn  embozado 
que  seguía  con  torvas  miradas  á  los  actores  de  aquella  escena. 

Dejóse  ver  al  general  Bravo  trayendo  por  la  mano  á  Margarita, 
que  estaba  resplandeciente  de  belleza,  porqne  su  fisonomía  siempre 
triste  había  recobrado  su  hermosura. 

El  embozado  lanzó  un  grito  escapado  de  las  cavidades  de  su 
pecho. 

Volviéronse  los  circunstantes  hacia  el  lado  donde  venía  la  ex- 
clamación. 

— ¡Es  un  realista!  gritó  José  de  la  Luz. 

— ¡Muera!...   ¡muera!  gritaron  cien  voces. 

Cuando  Fonterravía  y  Piedra-Santa  se  echaron  fuera  de  la  casa, 
ya  Vildo  y  José  de  la  Luz  llevaban  arrastrando   al  hermano  de  Luz. 

Aseguraron  al  realista,    poniéndole  á  buen  recaudo. 

— Mañana,  dijo  Bravo,  veremos  quién  es  ese  hombre,  por  ahora 
sigamos,  y  no  hay  que  molestarse. 

Verificóse  la  ceremonia  religiosa,  los  cuatro  jóvenes  oyeron  con 
recojimiento  las  palabras  del  sacerdote  católico,  los  preceptos  de  la 
Epístola  de  San  Pablo,  y  recibieron  las  bendiciones  nupciales. 

Bravo  y  Margarita  abrazaron  á  los  desposados,  la  música  tocaba 
dianas  y  los  cohetes  poblaban  el  espacio. 

Aquellos  jóvenes  ignoraban  que  eran  los  eslabones  de  una  cadena 
que  iba  á  quebrantarse  en  el  choque  misterioso  de  su  destino. 

Soñaban  en  el  porvenir,  evocando  el  mundo  de  ilusiones  por 
donde  tendían  su  vuelo  los  ángeles  de  su  inspiración  amorosa... 
sueños  dorados,  imágenes  resplandecientes  en  el  fondo  azulado  de  los 
cielos,  horizontes  sin  límites,  celajes  de  púrpura  sobre  la  bóveda 
abrillantada,  un  sol  peremne  sobre  el  arco  del  firmamento,  y  Dios  en 
el  centro  de  aquel  universo  bendiciendo  el  cáliz  perfumado  del  alma 
abierta  á  las  ráfagas  de  un  amor,  y  acariciado  por  las  auras  balsámicas 
de  la  esperanza!... 

Estos  son  los  horizontes  del  alma  en  sus  sueños  de  candor  y  bien- 
aventuranza. 


Jacinto  vio  aparecer  á  aquella  mujer  á  quien  tanto  había  amado, 
y  el  infierno  de  los  celos  estalló  en  su  corazón;  no  pudo  contenerse, 
y  lanzó  aquel  grito  que  lo  denunció  á  los  insurgentes. 

Conducido  á  una  prisión  improvisada,  y  atado  de  pies  y  manos, 
yacía  arrojado  en  el  suelo,  rechinando  los  dientes  como  un  condenado, 
y  azotando  su  cabeza  contra  el  suelo  de  su  cárcel. 

Si  el  demonio  acudiera  al  llamado  de  los  hombres,  seguramente 
hubiera  aparecido  entre  llamas  á  la  voz  del  realista. 

Pasóse  la  noche  en  la  desesperación  más  espantosa,  aumentada 
con  la  idea  de  que  solo  él  sufría  encadenado  y  en  espera  de  la  muerte, 
porque  en  aquella  lucha  se  jugaba  la  existencia  irremisiblemente. 

Entretanto  el  baile  de  la  boda  había  durado  hasta  el  amanecer, 
y  la  población  dormía  la  desvelada. 

La  música  que  llegó  á  la  puerta  de   los    desposados,  los  hizo  le- 


IOS   INSURGENTES  273 


vantar :  ya  cod  un  desayuno  perfectamente  dispuesto  bajo  unos  árboles 
frondosos,  los  invitó  á  continuar  en  los  goces  que  anuncian  siempre 
los  albores  de  la  luna  de  miel. 

El  general  estaba  satisfecho;  pero  una  leve  sombra  de  tristeza 
oscurecía  su  frente,  al  recordar  que  bien  pronto  tenía  que  abandonar 
á  su  familia  para  volver  á  los  azares  de  la  campaña. 

Reinaba  una  alegría  encantadora  en  aquella  fiesta  íntima. 

Los  corazones  formados  para  la  virtud,  converjen  bacia  el  bien 
en  todas  circunstancias,  asi  es  que  no  estrañarán  nuestros  lectores, 
ver  á  la  joven  desposada  levantarse  de  su  asiento,  correr  al  lado  del 
general,  rodearle  el  cuello  con  sus  brazos  y  decirle  con  voz  dulce  y 
suplicante  : 

— Señor,  hoy  es  el  día  de  la  felicidad,  y  no  debe  enturbiarse  el 
cielo  de  nuestras  dichas:  en  nombre  de  estas  horas  que  llenarán  de 
recuerdos  apacibles  y  tiernos  nuestra  existencia,  pido  el  indulto  del 
realista  que  ha  caído  anoche  en  poder  de  los  insurgentes. 

—  ¡Gloria  á  Dios!  dijo  enternecido  el  general;  ese  hombre  está 
perdonado. 

Un  aplauso  universal  respondió  á  las  palabras  de  Bravo. 

Piedra-Santa  besó  la  frente  de  su  esposa  con  una  veneración 
infinita. 

— Yo  debo,  dijo  Luz,  ir  á  romper  sus  cadenas. 

— ¡Vamos!  ¡vamos!  gritaron  todos,  y  en  grupo,  seguidos  de  la 
músí.-a,  se  dirijierou  á  la  cárcel. 

Abrióse  la  puerta  con  estrépito:  Jacinto  creyó  que  le  sacaban 
para  el  patíbulo. 

— Está  usted  perdonado,  dijo  Luz  acercándose  al  prisionero. 

Luego  que  aquel  hombre  se  sintió  libre  de  sus  ligaduras,  se 
adelantó  á  la  puerta  del  calabozo  que  estaba  densamente  oscuro. 

Luz  dio  un  grito,  acababa  de  reconocer  á  su  hermano. 

Cuando  el  capitán  Cast?ños  se  halló  en  presencia  de  todos  los 
seres  que  aborrecía,  comenzó  á  gritar  como  un  nervioso. 

—  ¡Yo  quiero  la  muerte!...  ¡la  muerte!...  odio  el  perdón...  aquí 
he  venido  á  morir...  quiero  que  mi  sangre  sea  hollada  por  todos... 

— Jacinto,  exclamaba  Luz  trémula  y  asustada,  cálmate,  yo  soy, 
somos  nosotros. 

— Yo  no  conozco  á  nadie...  ¡malditos  seáis  todos!... 

Aquel  loco  desgarraba  sus  vestidos  y  arañaba  su  pecho,  por  donde 
corría  la  sangre. 

— Ese  hombre  ha  perdido  el  juicio,  dijo  el  general. 

— Bien,  gritó  Jacinto,  me  perdonan...  yo  volveré  como  el  tigre, 
me  empaparé  en  sangre...   ¡malditos  sean!...   ¡malditos  sean! 

Aquel  desgraciado  se  echó  á  correr  por  las   rocas   dando  de  ala- 
ridos; detúvose  en  la  última  cuesta,  hizo  señas  de   amenaza   terrible 
y  desapareció,  como  el  genio  de  las  furias,  en  las  quebraduras  de  las 
montañas. 

Apareció  en  aquel  momento  la  caballería  de  los  realistas  en  el 
sendero. 

Bravo  y  los  suyos  se  dispusieron  á  morir  como  buenos. 


18  —  Los  Insurgentes. 


274  JUAN  A.  MATEO! 


Jacinto  trepó  en  un  caballo,  que  corría  furioso  como  el  caballo 
del  Apocalipsis. 

Comenzó  el  tiroteo  de  los  insurgentes. 

Piodra-Santa  y  Fonterravía  querían  distinguirse  delante  da  sus 
esposas,  y  luchaban  con  un  ardor  desconocido. 

Empeñados  en  la  escaramuza,  Edmundo  se  revolvió  entre  los 
enemigos,  que  aprovecharon  aquel  instante  y  lo  hicieron  prisionero. 

En  vano  Piedra-Santa  intentó  disputárselo,  los  realistas  se  alejaron 
á  todo  correr  con  su  presa. 

Las  señoras  veían  el  ataque  desde  la  azotea  de  la  casa,  y  perci- 
bieron perfectamente  lo  que  acontecía. 

La  esposa  de  Edmundo  cayó  desmayada  en  brazos  de  Margarita. 

El  general  regresó  consternado,  y  al  siguiente  día  salió  para  la 
campaña. 


CAPITULO  III. 
Signen  lus  peripecias  d©  la  revolución. 

I. 

La  lucha  se  había  ensangrentado  de  una  manera  terriDie:  los  rea- 
listas querían  dar  el  último  golpe  al  gran  movimiento  revolucionario, 
y  sus  últimos  esfuerzos  eran  rudos  como  los  golpes  de  la  tempestad. 

Los  insurgentes  peleaban  con  la  desesperación  de  la  agonía,  y  la 
muerte  ceruía  sus  alas  sobre  la  vasta  extensión  americana. 

El  general  Guerrero  era  el  hombre  de  aquella  angustiosa  situa- 
ción, su  existencia  era  el  para-rayo  en  la  tormenta  desencadenada. 

Perseguido  de  los  suyos  por  esa  fiebre  contagiosa  de  la  ambición, 
se  encontró  rodeado  de  un  grupo  do  valientes,  decididos  á  sacrificarse 
por  él;  era  la  lucha  gigante  de  la  independencia; 

El  bravo  suriano  había  llegado  á  las  orillas  del  Tacachi,  en  cuyas 
aguas  apagaron  su  sed  los  sudorosos  corceles  de  su  tropa. 

El  enemigo  le  venía  siguiendo  la  pista  muy  de  cerca. 

Un  explorador  le  anunció  que  los  realistas  estarían  bien  pronto 
sobre  su  campo. 

Guerrero  se  encaminó  al  cerro  de  Papalotla,  y  tomó  posiciones 
para  hacer  un  último  esfuerzo,  seguro  de  ser  derrotado;  para  él  era 
ya  una  carga  pesada  la  existencia. 

Setecientos  hombres  mandados  por  Peña,  acamparon  frente  al 
cerro,  es  decir,  la  derrota  y  la  muerte  estaban  al  frente  de  los  surianos. 

Retroceder,  era  imposible;  desbandarse,  era  buscar  una  muerte 
segura  y  anticipada. 

Los  que  se  hayan  encontrado  en  esos  lances  supremos  de  la  vida, 
saben  que  el  corazón  busca  por  instinto  algún  augurio,  y  es  que  el 
hombre  apela  al  misterio,  cuando  la  realidad  aparece  desgarradora  ante 
sus  oíos. 

Guerrero  meditaba  sobre  el  partido  que  debía  tomar  en  aquellas 
circunstancias,  cuando  se  dirijió  á  él  un  jovencillo  suriano. 


ros    INSURGENTES  275 

— Mi  general,  vengo  á  pedir  un  favor. 

El  general  esperó  á  que  hablase  el  muchacho. 

— Quiero  suplicarle  á  su  merced,  me  regale  el  tambor  de  cobre 
que  les  vamos  á  quitar  á  los  realistas. 

La  súplica  de  aquel  niño  era  tal  vez  un  aviso  del  cielo. 

— Concedido,  dijo  Guerrero. 

El  muchacho  se  fué  saltando  de  júbilo. 

Las  horas  avanzaban,  y  al  amanecer  los  insurgentes  serían  ata- 
cados irremisiblemente. 

Guerrero  reunió  á  sus  soldados,  y  con  el  acento  de  la  verdad  les 
dijo: 

—Tenemos  al  frente  un  enemigo  poderoso,  sus  armas  no  pueden 
compararse  con  las  nuestras,  y  su  número  es  superior;  no  veo  en  las 
¡manos  de  mis  soldados,  sino  pedazos  de  madera  arr¡  ncóda  á  los  ár- 
boles de  la  montaña,  ¿es  esto  suficiente? 

Todos  guardaron  un  silencio  religioso. 

Guerrero  continuó: 

— La  fuga  es  la  muerte,  la  lucha  una  locura. 

Los  soldados  comprendieron  perfectamente  todo  aquello. 

— Nos  queda  un  recurso  muy  aventurado  por  cierto;  pero  el  único 
en  circunstancias  como  esta. 

— Morir  matando,  dijo  uno  de  los  oficiales. 

— Sí,  morir  matando...  ¿puedo  contar  como  siempre  con  la  deci 
sión  de  mis  soldados? 

— ¡Como  siempre!  gritaron  los  surianos. 

— El  fuego  contra  la  madera,  el  fusil  contra  el  palo. 

—No  importa,  volvieron  á  gritar  los  insurgentes. 

— Entonces,   ¡á  morir! 

Formóse  la  pequeña  espedición  armada  de  garrotes  y  algunos  ma 
chetes,  y  descendieron  á  las  márgenes  del  Tacachi. 

Guerrero  fué  el  primero  en  lanzarse  al  agua  y  atravesar  á  nado 
la  corriente. 

Los  soldados  lo  imitaron  con  un  arrojo  desmedido. 

Acercáronse  al  campo  de  los  realistas,  que  dormían  soñando  en 
Bu  próxima  victoria,  y  cayendo  sobre  ellos  como  el  rayo,  comenzó  un 
combaos  terrible  entre  las  tinieblas. 

Desordenóse  el  ejército  realista,  y  comenzó  la  dispersión  más 
escandalosa. 

Los  insurgentes  se  apoderaron  de  las  armas,  y  acuchillaron  á  su 
Babor  al  enemigo,  que  huía  en  todas  direcciones. 

El  crepúsculo  alumbró  el  campo  de  batalla  sembrado  de  cadáveres. 

La  victoria  habla  coronado  con  sus  laureles  la  frente  osada  de 
aquellos  aventureros  del  heroísmo. 

Cuatrocientos  fusiles,  un  gran  número  de  prisioneros  y  los  bagajes 
todos  de  los  realistas,  formaron  el  expléndido  botín  de  aquella  atrevida 
jornada. 

— ¡Mi  general,  aquí  está  el  tambor!  gritaba  un  muchacho  mos- 
trando la  caja  á  Guerrero. 

—Es  tuyo,  dijo  el  general,  y  abrazó  á  sus  valientes  soldados,  á 
sus  compañeros  de  fortuna  y  de  vicisitudes. 


276  H7AK  A.   ICITEOi 


II. 

La  fortuna  seguía  los  pasos  del  caudillo;  llegó  á  TecozautitlaE 
-uoade  derrotó  á  Lamadrid,  alcanzándole  en  la  retirada:  se  hizo  de  si 
artillería,  ocupó  el  cerro  del  Chiquihuite,  y  apenas  atrincherado,  soe 
tuvo  un  formidable  ataque  de  dos  mil  realistas,  á  quienes  rechazó  va 
lientemente. 

Emprendió  una  falsa  retirada  de  Alcosauco,  y  tornó  en  el  silen 
ció  de  la  noche  con  tanta  rapidez,  que  derrotó  á  los  piquetes  de  Lo 
bera,  Cataluña,  Santo  Domingo  y  dragones  de  la  reina. 

Consumáronse  el  día  siguiente  terribles  ejecuciones,  entre  ellas  I 
del  comandante  Combe,  que  rehusó  la  vida  antes  que  abrazar  la  caus; 
de  la  insurgencia. 

Siguió  el  caudillo  á  Tlamaljacingo  del  Monte,  donde  estableció  uní 
fundición  de  cañones,  elaboró  pólvora,  construyó  municiones  y  dio  form¡ 
á  su  ejército. 

Sitúase  en  el  cerro  del  Alumbre;  derrota  al  enemigo  que  condu 
cía  un  convoy,  dá  la  batalla  de  Hostocingo,  ataca  á  Armijo  en  la  Ca 
ballería,  donde  está  á  punto  de  caer  prisionero,  derrota  en  Amatlai 
al  conde  de  la  Cadena,  triunfa  en  Huamostitlan,  es  derrotado  en  lo¡ 
Naranjos,  reaparece  en  Pixtla,  y  persigue  vencedor  á  los  realistas;  I 
se  vuelve  al  centro  de  todas  las  partidas  que  vienen  en  fuga  acribi- 
lladas por  el  enemigo. 

Todos  le  buscan  instintivamente,  todos  quieren  militar  á  sus  ór 
denes,  y  un  nuevo  iris  de  esperanza  aparece  sobre  la  faja  de  las  mon 
tañas,    anunciando  el  día  espléndido  de  la  independencia  de  América 

Aquella  ola  crecía  y  se  encrespaba  en  el  mar  revolucionario,  ame 
nazante  y  terrible  como  la  justicia  nacional. 

Entre  tanto  los  realistas  tomaban  la  revancha,  y  no  pasaba  ui 
solo  día  sin  perpetrar  asesinatos,  de  los  que  se  resiente  aún  la  hu 
manidad. 

Guerrero  libertó  á  los  pueblos  de  ese  azote,  levantó  las  Mixtecas 
que  se  portaron  heroicamente,  y  recorrió  victorioso  las  costas  abrasa 
das  del  Sur. 

Juan  del  Carmen,  guerrillero  de  primera  fuerza,  iba  siempre  á  la 
vanguardia  de  los  insurgentes,  como  la  manifestación  del  valor  teJ 
merario. 

No  es  posible  numerar  los  combates  y  encuentros  parciales  de  loe 
insurgentes,  porque  este  libro  es  mezquino  en  sus  páginas. 

Los  muros  acribillados  de  las  ciudades,  los  pueblos  incendiados, 
las  ruinas  amontonadas  que  aun  se  encuentran  en  los  valles  y  los 
desiertos,  y  la  tradición  viva  de  nuestros  padres  referida  aún  hoy  en 
nuestros  hogares,  atestigua  lo  terrible  y  grande  de  ese  movimiento 

Quedan  aún  algunos  de  los  que  presenciaron  aquellas  escenas,  son 
pocos,  y  el  autor  de  este  libro  ha  recojido  de  sus  labios,  leyendas 
sangrientas  que  alguna  vez  verán  la  luz  pública. 

El  volcán  estaba  en  los  momentos  supremos  de  su  erupción,  cuando 
Calleja,  ascendido  á  virrey  de  Nueva-España  por  sus  méritos  en  la 
primera  época  de  la  insurrección,  tuvo  noticia  de  que  llegaría  muy  pronto 
á  las  playas  mexicanas,  don  Juan  Kuiz  de  Apodaca,  conde  del  Vena- 
dito  á  sustituirle  en  su  encargo. 


LOS   INSURGENTES  277 


El  tigre  de  Calderón  informó  á  la  Corte  de  Madrid,  que  todo 
había  concluido,  y  que  los  insurgentes  quedaban  reducidos  á  bandas 
de  ladrones. 

He  aquí  el  solemne  mentís  al  informe  de  Calleja. 

Desembarcó  el  virrey  Apodaca  en  Veracruz,  escoltado  por  los 
Tejimientos  Fijo  de  México  y  Puebla,  que  estaban  en  la  Isla  de  Cuba. 

Emprendió  desde  luego  su  marcha  á  la  capital. 

Los  insurgentes  se  apoderaron  de  San  Juan  de  los  Llanos,  en 
espera  del  conde  del  Venadito. 

A  la  madrugada  de  ese  día  salieron  las  guerrillas  hasta  el  punto 
de  Vicencio,  donde  esperaron  la  real  caravana. 

Como  á  las  once  y  media  de  la  mañana,  se  dejó  ver  el  acompa- 
ñamiento del  virrey,  compuesto  en  su  mayor  parte  de  aduladores. 

Los  insurgentes  se  arrojaron  do  improviso  sobre  la  fuerza. 

Los  ayudantes  le  presentaron  un  caballo  al  virrey,  que  estaba 
atarantado  y  confuso  en  aquel  lance  inesperado. 

Las  tropas  espedicionarias  desconocían  la  táctica  de  los  insur- 
gentes, y  se  encontraron  envueltas  cuando  menos  lo  creían. 

Formaron  martillo,  hicieron  algunos  movimientos;  pero  todo  en  el 
mayor  desorden. 

El  virrey  estaba  á  punto  de  caer  prisionero,  porque  su  tropa  va- 
cilaba por  momentos. 

En  lo  más  reñido  de  la  acción,  y  cuando  ya  estaba  al  consu- 
marse la  derrota,  se  dejó  ver  en  el  campo  á  Márquez  Donayo  con  una 
división;  esta  circunstancia  hizo  emprender  la  retirada  á  los  insurgen- 
tes, llevándose  multitud  de  armas  y  prisioneros. 

La  caballería  de  Denayo  no  pudo  darles  alcance,  por  lo  fan- 
goso del  terreno. 

Algunos  dispersos  cayeron  en  poder  del  enemigo. 

Lances  atrevidos  como  este,  llenan  nuestra  historie 

III. 

Volvamos  á  los  personajes  de  nuestra  novéis 

Las  montañas  están  pobladas  de  insurgentes  y  de  realistas,  que 
traban  escaramuzas  y  combates  á  todas  horas. 

En  aquella  lucha  I03  vencedores  de  hoy  son  vencidos  mañana,  y 
la  guerra  sin  cuartel  no  tiene  término. 

En  lo  profundo  de  una  de  esas  barrancas  que  están  en  el  cora- 
zón de  la  Sierra,  hay  una  gruta  natural  formada  por  alguna  corriente, 
segvín  puede  observarse  por  las  huellas  del  agua;  sus  filtraciones  son 
perpetuas,  produciendo  una  humedad  y  un  frío  perpetuos. 

Sentados  sobre  las  rocas  están  algunos  soldados  realistas,  que 
traen  encadenado  á  un  prisionero. 

Los  caballos  apagan  su  sed  en  la  corriente  que  atraviesa  entre 
las  quebraduras. 

El  capitán  Jacinto  Castaños  está  recargado  al  tronco  de  un  árbol 
entregado  á  la  soledad  oscura  de  sus  pensamientos  :   el  tiempo    y  las 
desgracias  han  dado   un  tinto  sombrío    á  su  rostro,    quemado    por  el 
sol  j  el  aire  de  las  montañas 


278  3vt.n  a.  mato* 


Su  mirada  torva  se  ha  sublimado  en  aquel  constante  sufrimiento 
de  su  alma,  y  el  aspecto  todo  de  aquel  hombre  es  repugnante. 

Sus  vestidos  están  estropeados  por  las  caminatas ;  solo  sus  armas 
relucen  por  el  juego  constante  de  la  guerra. 

Jacinto  parece  reflexionar  sobre  algún  asunto  qne  lo  preocupa  de 
una  manera  incisiva  :  sus  miradas  caen  á  plomo  sobre  el  prisionero, 
que  con  los  brazos  cruzados  sobre  el  pecho  y  la  cabeza  inclinada,  es 
presa  de  una  desesperación  callada. 

Brilló  algo  de  siniestro  en  el  rostro  de  Castaños ;  dirijióse  á  sus 
soldados  haciendo  seña  de  que  despejasen. 

Fonterravía  y  Jacinto  quedaron  solos. 

— Es  preciso,  señor  capitán,  dijo  Castaños,  que  esta  situación 
tenga  algún  término. 

— Lo  deseo  vivamente,  contestó  Edmundo ;  ansio  la  muerte,  que 
pondrá  término  á  mis  sufrimientos. 

— Es  necesario  hablar  por  última  vez. 

— Ya  escucho. 

— Usted  es  español,  y  su  gobierno  le  había  confiado  sus  armas 
para  que  lo  defendiera,  ¿no  es  verdad? 

— Es  cierto. 

— Al  principio  fué  usted  el  más  decidido  campeón  de  la  causa 
del  rey,  hasta  caer  prisionero  combatiendo  por  la  bandera  española ; 
después  esas  armas  se  han  tornado  contra  nosotros. 

— Usted  no  puede  comprender  el  misterio  que  se  encierra  en  mí. 

— ¿Podría  usted  explicármelo? 

— Nunca. 

— Pues  entonces  es  preciso  resignarse  á  morir. 

; — Yo  sé,  dijo  Fonterravía,  que  no  son  motivos  políticos  los  que 
precipitan  el  desenlace  de  este  drama... 

Jacinto  se  estremeció. 

—  Hay  algo  en  el  corazón  de  usted  que  lo  impele  á  la  venganza 
y  yo  soy  una  de  las  víctimas  escogidas  por  su  furor  sanguinario...  la 
presencia  de  usted  en  la  casa  del  general  Bravo,  el  acceso  de  locura 
que  acometió  á  usted  en  aquellos  momentos,  la  rabia  de  que  se  po- 
sesionó al  aspecto  de  sus  protectores,  todo  me  indica  que  hay  algo 
terrible  que... 

— Calle  usted,  calle  usted,  dijo  Castaños;  yo  nada  quiero  re- 
cordar. 

— Entre  usted  y  la  familia  de  los  caudillos  hay  un  mar  de  sangre 
inmenso  :  usted  asistió  á  las  ejecuciones  de  don  Leonardo  y  de  don 
Miguel  Bravo  :  usted  testigo  mudo  de  esas  escenas  de  matanza,  fué  á 
aliviar  sus  rencores  junto  al  patíbulo  de  ios  héroes. 

—  ¡Es  verdad!  gritó  Castaños ;  eiios  me  llamaron  al  combate,  y 
yo  he  aceptado. 

^ — Ellos,  contestó  con  ira  Edmundo,  sirvieron  de  abrigo  á  toda  la 
familia ;  ellos  le  han  prestado  á  usted  la  sombra  de  su  cariño  en  sus 
primeros  años,  alimentando  en  su  seno  la  víbora  que  debía  volverse 
contra  su  corazón. 

— Así  como  usted  guarda  un  secreto,  yo  también  lo  tengo ;  pero 
impenetrable...  mis  antecesores  todos  forman  una  eadena  trágica  que 


LOS   INSURGENTES  275 


ata  mi  existencia...  yo  voy  impulsado  por  el  aliento  de  la  fatalidad... 
no  busque  usted  la  causa  en  los  afectos  vulgares,  porque  de  arriba  es 
de  donde  viene  la  maldición  que  cae  sobre  mi  frente...  yo  lie  nacido 
para  el  esterminio  de  los  míos. . .  soy  una  sombra  maldita,  y  estoy  pre- 
destinado al  mal...  en  mi  sangre  se  infiltra  un  veneno  que  corroe 
cuanto  alcanzan  mis  ojos  y  tocan  mis  manos...  ¡capitán  Fonterravía  : 
soy  digno  de  compasión! 

El  acento  de  aquel  hombre  se  dulcificó  por  algunos  momentos ; 
el  llanto  apareció  en  sus  pupilas,  y  refrescó  aquel  corazón  cubierto 
con  la  lepra  del  crimen. 

— Sí,  continuó;  yo  be  nacido  en  Lora  aciaga...  mil  veces  lie  que- 
rido retroceder  ante  ese  abismo,  cuyas  sombras  envuelven  mi  alma  en 
la  tribulación...  sí,  me  be  querido  detener  en  la  pendiente  ;  pero  mis 
plantas  resbalan  en  la  sangre... 

— Sí,  dijo  Fonterravía ;  usted  era  bueno  :  la  fatalidad  lo  hizo  sa- 
lir de  aquella  paz  que  disfrutaba  en  el  fondo  del  bogar...  muerto 
el  anciano  Blas  por  una  vicisitud  inesperada,  el  horizonte  ge  en- 
jutó, y... 

— Desde  aquel  día,  exclamó  llorando  Jacinto,  no  he  vuelto  á  nom- 
brar á  mi  padre,  y  abora  se  renueva  la  antigua  herida...  soy  un  cri- 
minal...  ¡un  parricida!...   ¡merezco  la  muerte! 

Exaltóse  el  cerebro  de  aquel  desgraciado,  y  sus  facultades  men- 
tales se  turbaron  con  el  recuerdo  sangriento  de  su  padre. 

—  ¡Ya  no  hay  remedio!  gritó  furioso;  esas  cenizas  no  pueden  le- 
vantarse sino  para  maldecirme...  ¡adelante,  furias  del  infierno!...  ¡a- 
delante!...  yo  quiero  víctimas...  mis  fauces  están  secas,  y  su  ardor 
sólo  se  calma  con  sangre...  ¡Paso!  ¡paso!...  hola,  soldados,  ¡aquí!... 
¡aquí! 

Los  realistas  acudieron  á  la  voz  de  su  capitán. 

— ¡Agarrotad  á  ese  hombre! 

Uno  de  aquellos  verdugos  sacó  dos  cadenas  que  traía  preparadas; 
puso  una  al  cuello  del  prisionero  y  otra  al  pie,  remachándolas  á  gol- 
pe de  martillo,  y  haciéndole  sufrir  dolores  terribles. 

Clavaron  las  almellas  á  las  rocas,  y  Fonterravía  quedó  adherido 
á  las  piedras  como  Prometeo. 

— ¡Bien!  gritaba  Castaños  :  así,  así  lo  quiere  mi  venganza... 

Acercóse  á  Edmundo  para  gozarse  en  su  tormento,  cuando  des- 
cubrió sobre  el  pecho  el  escapulario  con  la  esmeralda,  que  ya  hemos 
dicho  era  absolutamente  igual  al  suyo. 

Precipitóse  como  una  fiera ;  rasgó  con  los  dientes  el  amuleto  y 
se  apoderó  de  la  esmeralda. 

— ¿Qué  es  esto?  gritaba  con  estupor. 

— Es  la  herencia  de  mi  familia,  exclamó  Fonterravía. 

— ¡Luego  tú  eres  descendiente  de  Xicoténcatl! 

— Sí;  hé  aquí  el  misterio  que  no  quería  revelarte. 

— ¡Piedra- Santa,  tú  y  yo!  gritó  Jacinto  :  los  últimos  vastagos  de 
esa  familia  que  ha  atravesado  tres  siglos  en  pos  de  la  venganza...  yo 
he  nacido  para  contrariar  los  vaticinios...  soy  el  enemigo  de  mi  raza. 

— ¡Miserable!  exclamó  Fonterravía  :  has  bebido  el  licor  emponzo- 
ñad© de  la  traición;  pero  el  destino  es  inexorable...  ¡morirás,  sí;  nao- 


280  ffTJAN  A.  MATEOS 


rirás,  porque  el  día  de  la  libertad  se  acerca!...  no  está  en  tu  arbi- 
trio detenerle...  ya  está  en  tu  mano  la  esmeralda...  tú  ó  Piedra-Santa 
reunirán  el  collar  de  Xicoténcatl,  y  entonces  la  América  será  libre,  y 
sobre  nuestras  tumbas  se  dejará  oír  el  primer  grito  de  emancipación. 

— Yo  contrariaré  el  destino...  no,  no  morirás,  porque  está  escrito 
que  mientras  exista  uno  solo  de  nosotros,  la  América  vivirá  encade- 
nada, y  yo  gozo  con  su  esclavitud...  Vive,  sí,  vive,  y  que  la  lucba 
se  prolongue...  todos  ignorarán  que  mientras  alientes,  el  trianfo  se 
aplaza. 

— Te  engañas,  hijo  de  Tízoc  :  el  momento  ha  llegado ;  nuestros 
mayores  jamás  se  conocieron...  yo  he  venido  de  tierras  lejanas  con  el 
amuleto,  y  los  tres  herederos  nos  encontramos  juntos  en  el  suelo  ame- 
ricano... este  mismo  combate  en  que  entramos,  augura  el  postrer  ins- 
tante de  nuestra  vida...  moriremos  los  unos  á  manos  de  los  otros... 
ya  no  tendremos  descendencia  que  nos  herede...  la  aurora  de  la  li- 
bertad aparece  en  el  horizonte... 

— Aun  es  tiempo,  gritó  Castaños ;  los  tres  vivimos. 

— Mátame,  sí ;   ¡con  mi  muerte  abro  tu  sepultura! 

— ¡Dios  tenga  piedad  de  tí,  exclamó  Castaños,  y  saltando  sobre 
su  caballo  se  alejó  á  todo  escape,  seguido  de  sus  ginetes. 


CAPITULO  IV. 
La  monja  espirituada. 

I. 

Toda  la  familia  del  general  Bravo  había  presenciado  la  escara- 
muza en  que  los  insurgentes  hicieron  retirarse  á  los  realistas,  lleván- 
dose prisionero  al  capitán  Edmundo  Fonterravía. 

La  esposa  de  este  desgraciado  se  sintió  desfallecer  bajo  el  peso 
de  aquella  espantosa  desgracia  :  pero  una  reacción  violenta  se  apoderó 
de  su  alma,  y  sin  que  nadie  pudiera  detenerla,  marchó  atrevidamente 
en  pos  de  su  marido. 

Vildo,  aquel  noble  y  servicial  insurgente,  se  prestó  á  hacerle  com- 
pañía, y  los  dos  se  echaron  á  andar  sobre  las  huellas  del  enemigo. 

— Va  su  mercé  á  exponerse  demasiado,  decía  Vildo ;  no  conoce 
lo  que  son  estos  coludos. 

— No  importa;  si  tienes  miedo  déjame  sola:  yo  no  quiero  com- 
prometer á  nadie. 

— Que  no  es  eso,  señorita  :  uno  es  decir  que  jugamos  la  pelleja 
en  este  negocito,  y  otro  afirmar  que  tengo  miedo...  no  faltaba  otra 
cosa...  Vildo  nunca  ha  conocido  á  ese  señor...  y  que  ya  saben  los 
realistas  cuánto  vale  mi  mujer... 

— Creo  que  deben  haber  tomado  este  rumbo. 

— Por  aquí  van  las  pisadas  de  los  animales  y  de  la  tropa  :  pero 
en  el  punto  de  adelante  se  han  de  perder. 

La  noche  comenzaba  á  caer  en  el  horizonte ;  el  crepiísculo  ago- 
nizaba entre  las  primeras  sombras,  y  pronto  la  oscuridad  más  com- 
pleta envolvería  á  los  viajeros. 


LOS   INSURGENTES  281 


— Vamos  arreciando  el  paso,  señorita  María,  porque  este  es  un  lugar 
peligroso ;  ya  he  visto  las  señales  del  lobo  en  la  tierra  del  camino. 

— Estoy  segura,  respondió  la  joven,  de  que  hoy  ni  los  elementos 
pueden  contra  mí. 

— Está  su  mercó  desesperada. 

— Completamente ;  y  no  cesaré  de  caminar  hasta  encontrar  á  Ed- 
mundo. 

— Pues  caminemos,  señorita,  que  yo  en  peores  me  he  visto ; 
Vildo  nunca  ha    dicho  que  no    andaba. 

La  joven  y  el  insurgente  seguían  su  marcha  apresurada  entre 
las  tinieblas. 

El  viento  empezó  á  apoderarse  de  los  copos  de  los  árboles,  ha- 
ciéndolos crujir  con  un  rumor  sordo  y  amenazante. 

Anunciábase  una  tempestad  de  aire  terrible:  oíase  mujir  en  'as 
quebraduras,  reproduciendo  los  ecos  entre  las  rocas  y  los  pinares. 

— Ya  estamos  cerca  del  ranchito  del  tío  Colas,  dijo  Vildo ;  y  su- 
pongo que  la  señorita  querrá  descansar  esta  nocñe. 

— Sí,  respondió  María,  á  quien  la  fatiga  comenzaba  á  langui- 
decer. 

Efectivamente,  como  á  un  cuarto  de  legua,  y  allá  en  una  encru- 
cijada de  la  vereda,  se  descubrieron  á  la  luz  de  los  relámpagos  unos 
miserables  jacales. 

Caifas,  compañero  inseparable  del  insurgente,  comenzó  á  ladrar 
luego  que  husmeó  gente  en  la  ranchería. 

— Hemos  llegado,  señorita,  dijo  Vildo,.  después  de  haber  silbado 
por  tres  veces  y  oído  la  contestación. 

— Tío  Colas,  ¿qué  tenemos  de  noticias? 

— Nada,  y  mucho  :  los  gachupines  han  pasado  al  anochecer. 

— Buen  hombre,  dijo  Maria,  ¿y  vio  usted  á  un  joven  prisionero 
que  llevaban? 

— ¡Pues  no!  y  á  f ó  que  iba  el  señor  más  triste  que  una  don- 
cella. 

— ¿Y  qué  decían  de  él? 

— Nad3 ;  pero  se  creía  que  por  esta  vez  se  escapaba. 

— ¡Dios  mío,  consérvale  la  vida! 

— Parece  que  la  señora  es  panenta  del  prisionero. 

— Es  su  costilla,  tío  Colas ;  y  entre  paréntesis,  dígame  si  tiene 
algo  que  cenar,  y  vaya  alistando  su  cama,  porque  la  señora  tendrá 
gana  de  descansar. 

— Ya  lo  había  pensado,  señor  insurgente,  y  sin  que  su  mercó  me 
lo  dijera,  ya  todo  estaba  listo. 

— ¿Es  usted  adivino,  tío  Colas? 

— No,  pero  los  gañanes  me  dijeron  que  venía  con  este  rumbo. 

— Este  hombro  tiene  buenos  sabuesos. 

— Ya  como  que  si  me  descuido  mo  cuelgan  esos  malditos. 

— Pues  entrando,  dijo  Vildo  j  y  bajó  á  María  del  caballo  y  en 
brazos  la  llevó  hasta  la  casuca. 

— Estoy  rendida. 

— Ya  lo  creo,  como  que  hemos  hecho  una  caminata  infernal. 

Sentáronse  á  una  mesa  humilde,  pero  cual  fué  su  sorpresa  al  ver 


282  JUAN  A.   MATBOt 


que  el  tío  Colas  comenzó  á  servir  una  cena  magnífica  y  vinos  exqui- 
sitos. 

— ¡Demonio!  gritó  Vildo,  este  hombro  tiene  un  tesoro  escondido. 

— No  haga  usted  caso,  señor  insurgente,  este  es  un  pequeño  con- 
voy que  se  quedó  retrasado  y  me  lo  presté  para  cuando  tenga  con  que 
pagar. 

— Esa  es  mi  cuerda,  tío  Colas. 

— Además,  dijo  el  ranchero,  que  yo  tengo  una  muy  buena  me- 
moria. 

— ¿Y  de  que  se  acuerda  el  tío? 

— Vamos  que  yo  conozco  á  la  señora. 

María  fijó  sus  ojos  en  aquel  hombre;  pero  no  pudo  recordar  su 
fisonomía. 

— Yo  estuve. dijo  el  tío  Colas,  en  el  sitio  de  Cuautla. 

— ¡Demonio!  gritó  Vildo,  este  hombre  es  tan  insurgente  como 
nosotros. 

— Ya  lo  creo. 

— Quiere  vd    contar  aigo  de  esa  época,  dijo  María. 

— Con  mucho  gusto. 

— Todo  me  vuelvo  orejas,  dijo  Vildo. 

— El  día  aquel  en  que  mi  coronel  Piedra-Santa  estaba  á  punto 
de  casarse,  yo  iba  con  el  señor  cura  MoreJos. 

— ¡Es  verdad!  volvió  á  gritar  Vildo. 

— El  tío  Colas  continuó  :  cuando  sus  mercedes  salieron  á  todo  es- 
cape de  la  plaza,  yo  mé  lancé  por  otro  rumbo  con  el  niño  Juan,  y 
soguí  mi  camino  hasta  entregarlo  á  la  familia,  que  lo  despachó  á  los 
Estados-Unidos. 

María  se  puso  á  llorar  amargamente. 

— Después  volví  al  lado  de)  señor  cura,  y  lo  acompañé  hasta 
que...  vamos  yo  no  quiero  recordar  al  general,  porque...  mire  usted 
señora,  yo  nunca  he  llorado,  pero  ese  día  eché  todas  las  lágrimas  que 
tenía  en  el  alma...  desde  entonces  estoy  aquí...  y  no  pierdo  la  es- 
peranza de  vengarlo. 

El  tío  Colas  había  sido  un  guerrillero  terrible  j  á  consecuencia 
de  una  herida  se  imposibilitó  de  montar  á  caballo,  y  permanecía  en 
aquella  venta  como  una  espía  de  los  insurgentes. 

Cuando  aparecían  los  realistas  daba  aviso,  y  multitud  de  oca- 
siones los  habían  sorprendido  en  aquel  lugar  teatro  de  horrorosas 
escenas. 

El  rancho  se  llamaba  de  las  Cabezas  á  causa  de  estar  puestas  en 
escarpias  varias  cabezas  de  realistas  y  de  insurgentes. 

El  tío  Colas  era  un  hombre  sanguinario,  la  idea  de  vengar  á  Mo- 
relos  lo  preocupaba  hondamente,  y  para  él  todos  los  españoles  juntos, 
no  eran  suficientes  á  lavar  la  sangre  del  caudillo. 

Cruel  por  instinto,  mal  educado,  y  nutrido  en  la  lucha  salvaje  de 
aquellos  días,  había  asesinado  a  cuantos  prisioneros  cayeron  en  6us 
manos,  consumando  asesinatos  espantosos. 

A  la  sazón  pasaba  por  un  labriego,  su  barba  larga  y  crecidos  ca- 
bellos, impedían  conocerle,  y  pasaba  desapercibido  de  los  realistas,  á 
quienes  daba  hospitalidad  á  pesar  de  su  odio. 


I>OS   INSURGENTES  283 


Estaba  el  tío  Colas  entretenido  en  el  mundo  de  sus  recuerdos, 
cuando  se  dejó  oír  el  ladrido  de  los  perros. 

— Gente  nueva,  señores,  matemos  la  luz. 

Vildo  y  María  quedaron  en  acecho,  mientras  el  tío  Colas  salió  á 
la  puerta  de  la  choza. 

Un  indio  muchachuelo  se  acercó  y  drjo  en  mexicano: 

— Son  realistas. 

El  tío  Colas  echó  una  maldición  terrible. 

Acercóse  un  grupo  de  ginetes  al  rancho.  1 

— Pasen  sus  mercedes,  dijo  el  tío  Colas. 

— Hola  tío;  respondió  la  voz  conocida  del  comandante  Garrote,  á 
quien  deben  haber  olvidado  nuestros  lectores. 

— Señor  comandante,  está  haciendo  una  noche  de  perros. 

— Propiamente,  amigo  mío,  y  sobre  todo,  una  noche  de  hambre 
y  sed  que  escarapela. 

— Pues  no  hay  más  que  pasar,  tengo  una  cena  escasa,  pero  sobra 
la  voluntad. 

— Gracias,  y  que  coman  los  animales. 

El  indio  llevó  los  caballos  á  un  sitio  donde  no  había  pastura,  y 
el  tío  Colas  sirvió  una  cena  (si  es  que  así  puede  llamarse)  tan  mala 
y  escasa  que  el  comandante  Garrote  se  daba  á  todos  los  diablos. 

— ¿Pero  hombre  de  Satanás,  no  tiene  usted  ni  un  trago  de  ca- 
talán? 

— No  señor;  pero  hay  una  agua  tan  fresca,  que  da  ganas  de 
bebérsela  toda. 

— ¡Maldito  sea  usted  tan  miserable! 

— Es  que  los  señores  realistas  cargaron  con  todo. 

— No  sería  el  capitán  Edmundo  Castaños,  que  vá  renegando  de 
la  ranchería  y  el  dueño. 

— Los  soldados  me  saquearon  la  casa. 

— Tío  Colas,  tiene  usted  más  agallas  que  un  tiburón. 

— Todo  puede  ser;  pero  esos  se  llevaron  la  casa  á  cuestas  en 
nombre  del  rey. 

— ¿Y  no  han  pasado  los  insurgentes? 

— Ni  uno  solo,  hace  ya'  mucho  tiempo  que  no  se  les  vé  la  cara. 

— Es  decir  que  puedo  dormir  tranquilo. 

— A  pierna  suelta. 

— Harto  lo  necesito. 

— ¿Y  no  sabe  el  señor  capitán  qué  le  ha  pasado  al  prisionero 
que  llevaban? 

—  Sí,  es  un  español  llamado  Fonterravía,  traidor  á  su  patria  y 
á  sus  banderas,  que  ya  debe  estar  colgado  en  un  palo  del  camino. 

Oyóse  un  grito  sofocado  en  el  jacal  inmediato. 

— ¿Qué  pasa?  preguntó  Garrote. 

— Nada,  que  mi  costilla  tiene  ataque  de  corazón,  y  se  habrá 
asustado  con  la  llegada  de  su  merced. 

— Vamos,  que  estas  mujeres  son  muy  delicadas;  no  se  parecen  á 
mi  difunta  esposa,  que  era  capaz  de  comerse  vivos  á  dos  docenas  de 
insurgentes.  Y  á  propósito  de  esos  infames,  ya  sabrá  usted  que  los 
han  excomulgado  nuevamente. 


284  JTTAN  A.   MATÉIS 


— Ya  me  lo  habían  dicho. 

— Con  esas  excomuniones,  ya  están  en  completa  derrota;  tanto 
aquí  como  en  el  cielo. 

— Eso  es  \isto. 

— Me  parece,  tío  Colas,  que  tiene  usted  mucho  de  bellaco. 

— Son  parecimientos  do  su  merced. 

— Cuidado,  porque  le  cuesta  cuando  menos  una  zurribamba  de 
azotes. 

—No  hay  cuidado,  yo  estoy  perfectamente  con  la  inquisición  y 
el  rey. 

— Basta  de  charla,  y  durmamos,  que  nuestra  escolta  se  aloje  per- 
fectamente. 

— Y  como  que  sí,  dijo  el  tío  Colas,  y  alojó  á  los  dragones  en 
una  caballeriza. 

— Venga  su  merced,  señor  capitán,  ya  lo»  soldados  están  per- 
fectamente, su  merced  dormirá  en  un  jacalito  que  es  lo  más  aseado, 
ya  le  he  puesto  una  cama  de  petates  más  blandos  que  la  cama  del 
virrey. 

— No  hay  que  chancearse. 

El  comandante  Garrote  tomó  posesión  de  su  alojamiento,  que 
estaba  situado  junto  á  una  zahúrda. 

No  bien  el  desgraciado  se  acostó,  cuando  los  clalajes  (piojos  de 
puerco)  le  invadieron  todo  su  cuerpo,  y  comenzaron  á  picarlo  de  una 
manera  horrible  y  tenaz. 

Figúrense  nuestros  lectores  la  agonía  de  Garrote  al  Eentir  el  escosor, 
sin  luz  para  ver  al  enemigo. 

La  comezón  producida  por  el  clalaje  no  tiene  comparación,  el 
comandante  á  fuerza  de  rasquidos  y  araños,  se  produjo  la  llaga  que 
trae  consigo  el  piquete  de  ese  animal. 

Levantóse  de  la  cama,  hechóse  fuera  del  jacal  y  comenzó  á  llamar 
á  gritos  al  tío  Colas. 

— ¿Qué  se  le  ofrece  á  usted?  preguntó  el  labriego  con  la  mayor 
calma  del  mundo. 

— Lo  que  se  me  ofrece,  es  que  voy  á  ciarle  á  usted  un  balazo 
por  haberme  alojado  entre  esos  bichos. 

— ¿Qué  bichos? 

—  Los  piojos  de  puerco. 

— Vamos,  ya  lo  esperaba,  seguramente  lo  han  desconocido,  como 
ya  nosotros  estamos  acostumbrados,:  pero  ustedes... 

—  ¡Viejo  infernal!  dame  un  remedio,  ó  mueres  á  mis  manos. 

— Vuelvo,  dijo  el  tío  Colas,  y  por  supuesto  no  volvió  ni  á  asomar 
las  narices. 

El  comandante  Garrote  bufaba  como  un  león,  la  broma  había 
sido  más  que  pesada. 

Acercóse  á  la  casuca  donde  estaban  Vildo  y  María,  y  de  un  em- 
pellón abrió  la  puerta. 

Vildo  había  eucendido  un  mechón  para  ver  á  la  joven  que  yacía 
desmayada;  tal  era  la  impresión  que  le  habían  causado  las  palabras 
de  Garrote,  noticiando  la  próxima  muerte  de  Fonterravía. 

— ¿Qué  es  esto?  dijo  el  comandante. 


LOS   INSURGENTES  285 


— Caballero,  diio  María  volviendo  de  su  desmayo,  yo  soy  una 
mujer  desgraciada  á  quien  la  suerte  acaba  de  dar  un  golpe  rudo. 

— Serán  tal  vez  los  clalajes,  pensó  Garrote. 

— Han  asesinado  á  mi  «sposo,  y  quedo  sin  amparo. 

— A  fuer  de  cabaiVrc  me  ofrezco  á  servir  a  usted,  señora. 

— Necesito  ir  á  MéT¿«u. 

— Para  allá  voy  precisamente. 

— Saldremos  al  instante^  yo  me  siento  morir  aquí. 

—Y  yo  también,  respondió  Garrote    rascándose  como  un  mico. 

—  Vildo  ensilló  los  caballos,  y  á  la  primera  claridad  de  la  ma- 
ñana, laüeron  escoít&dos  por  los  dragones  rumbo  á  la  capital. 

II. 

Pasaron  dos  meses. 

Hay  un  convento  en  México  llamado  de  Santa  Brígida,  instituido 
especial  y  únicamente  para  las  viudas. 

En  ese  monasterio  había  entrado  la  esposa  de  Edmundo,  pro- 
nunciando votos  de  servir  al  Señor  todo  el  resto  de  su  existencia. 

Ya  hemos  hablado  del  carácter  exaltado  de  la  joven,  de  aquella 
imaginación  romancesca  levantada  hasta  la  poesía. 

La  soledad  del  claustro,  los  días  eternos  llenos  de  paz  y  de  si- 
lencio, las  preces  sagradas,  las  armonías  del  órgano,  los  cantos  reli- 
giosos, todo  llenaba  de  recojimiento  el  corazón  apasionado  de  la  joven; 
pero  l'á  imagen  del  esposo  aparecía  en  medio  de  aquel  mundo,  como 
la  memstia  de  la  tierra  destacada  en  la  sombra  del  claustro. 

Pensaba  en  Dios  y  soñaba  en  su  amante,  quería  orar  y  llamaba 
con  voz  de  amor  á  aquel  hombre  de  quien  estaba  apasionada. 

A  fuerza  de  querer  huir  de  su  pesadilla,  caía  en  ella,  hundién- 
dose en  !a  pesada  languidez  de  un  ensueño  de  cariño. 

Cansada»  de  este  perpetuo  combate  se  dejó  arrastrar  por  una  idea, 
que  como  las  olas  de  un  mar  desconocido,  la  llevaron  insensiblemente 
á  las  playas  del  mundo. 

¡Amaba  á  una  sombra!...  pasadas  las  primeras  impresiones  creyó, 
que  había  obrado  con  lijereza  ai  sepultarse  en  la  tumba  de  un  con- 
vento sin  estar  persuadida  de  la  muerte  de  Edmundo,  y  la  desespe- 
ración de  no  pod*r  quebrantar  ios  hierros  de  su  clausura,  concurrió 
á  esaltarla  terriblemente. 

Comenzó  por  hablar  sola  en  voz  alta,  siguió  por  causarle  tedio 
la  oración,  cuando  antes  le  habla  servido  para  mitigar  las  pasiones 
de  su  espíritu. 

La  joven  entró  en  la  indolencia  del  sufrimiento,  quería  estar 
siempre  sola,  le  parecía  que  sus  compañeras  la  interumpían  en  los 
coloquios  con  su  alma. 

Le  acometió  en  fin  el  histérico,  esa  terrible  enfermedad  que  pre- 
senta las  facüs  de  la  locura,  con  sus  llantos  y  sus  risas,  con  su  deses- 
peración y  sus  arranques. 

La  joven  &e  levantaba  á  deshoras  de  la  noche,  recorría  los  claus- 
tros, atravesaba  loa  patios,  se  sentaba  bajo  los  árboles  y  llamaba  á 
gritos  á  su  a;.ij;j¿r,o. 


286  JUAN  A.  MATEOS 


Las  monjas  se  despertaban,  la  seguían,  la  acechaban,  so  condo- 
lían de  sns  dolores;  pero  no  lograban  tranquilizarla. 

Cuando  las  viejas  se  enteraron  de  que  aquella  desgraciada  era 
viuda  de  un  insurgente,  todas  las  simpatías  desaparecieron,  y  quedó 
ese  goce  reconcentrado  que  sienten  las  almas  depravadas  ante  los  su- 
frimientos de  los  seres  á  quienes  se  detexta! 

— La  hermana  Sor  María  está  excomulgada,  dijo  la  abadesa;  esos 
sufrimientos  son  el  castigo  de  Dios. 

— ¡Excomulgada!  repitieron  las  monjas,  y  todas  se  alejaron  de 
ella  como  de  una  apestada. 

María  comprendió  el  horror  de  su  situación,  y  maldijo  la  hora 
en  que  había  pisado  aquellos  umbrales. 

Cerráronse  para  ella  las  puertas  del  coro,  es  decir  de  la  oración, 
las  reglas  ya  nada  tenían  de  común  con  la  monja,  se  la  toleraba  por 
no  dar  un  escándalo.  ' 

Entonces  el  despecho  no  conoció  límites,  la  joven  sintió  perder 
el  juicio  ante  el  odio  de  las  que  había  creído  almas  hermanas,  des- 
atóse como  el  huracán,  las  llamó  hipócritas  y  malditas  de  Dios. 

—  Está  espirituada,  dijo  la  abadesa,  los  espíritus  malignos  se  han 
apoderado  de  su  alma  :  vade  retro  Satanás. 

— ¡Espirituada! 

— ¡Espirituada! 

Las  mozas  del  convento  no  querían  encontrarse  con  ella,  y  cuando 
por  casualidad  no  podían  evitarlo,  se  cubrían  el  rostro  y  le  ponían 
la  señal  de  la  cruz. 

Cuando  asistía  á  la  misa,  las  monjas  no  le  quitaban  la  vista,  es- 
perando verla  retorcerse  en  convulsiones  á  la  hora  de  la  elevación. 

Las  viejas  aseguraban  que  por  las  noches  hablaba  con  los  demonios, 
y  hubo  una  que  sostubo  haber  visto  al  enemigo  malo  (en  esa  materia 
ninguno  es  bueno)  arrojando  llamas  por  la  boca  y  diciendo  horribles 
blasfemias. 

Las  almas  fanáticas  se  sentían  extreniecer,  y  todo  el  convento 
andaba  revuelto. 

Las  devotas  ocurrían  á  la  misa  conventual,  situándose  frente  al 
coro  para  ver  á  la  espirituada. 

La  ciudad  oía  con  terror  el  toque  de  rogativa,  y  las  maldiciones 
caían  en  lluvia  sobre  los  insurgentes  acusándoles  hasta    de  maleficio. 

Aquel  terrible  rumor  sobre  que  Sor  María  estaba  poseída  del  de- 
monio, circuló  con  terror  no  solo  en  el  convento  sino  en  la  ciudad 
entera. 

La  viuda  del  insurgente  está  tentada  por  los  espíritus  malignos, 
decía  la  gente,  y  se  agolpaba  á  ios  muros  del  templo,  esperando  oír 
los  gritos  de  la  monja  y  los  bufidos  del  diablo. 

María  estaba  indignada  al  sentirse  presa  de  aquella  ironía  faná- 
tica; su  ánimo  se  babía  exacerbado  contra  toda  aquella  turba,  que  le 
huía  poniéndole  la  señal  de  la  cruz. 

Una  mujer  despechada  es  peor  que  un  hombre  furioso. 

La  impetuosa  María  se  arrojó  sobre  las  criadas  del  convento,  y 
estuvo  á  punto  de  ahogar  á  una  de  ellas. 

Rezáronse  letanías,  caminando  con   vela    en    mano  la  comunidad 


LOS    INSURGENTES  28? 


por  todo  el  convento,  echóse  agua  bendita  en  la  puerta  de  la  celda, 
rezáronse  los  salmos  peni  tendales,  la  letanía  de  los  santos  y  cuantas 
oraciones  hay  contra  los  condenados. 

Aquellas  farsas  irritaban  á  María  hasta  la  demencia. 

— ¡Dios  me  ha  abandonado!  gritaba  la  desdichada,  ¡Dio3  me  ha 
abandonado; 

— Ya  la  oís,  exclamaba  la  abadesa,  el  Señor  le  niega  su  alta  mi- 
sericordia: dejémosla,  Dios  sabe  más  que  nosotras:  huyamos  de  esa 
criatura  apestada,  y  el  Señor  la  ayude. 

Apagábanse  las  velas,  y  todas  las  monjas  corrían  á  encerrarse  sn 
sus  celdas. 

Entonces  la  joven,  en  esa  reacción  del  espíritu,  lloraba  las  horas 
enteras  su  orfandad,  y  rogaba  al  Sor  Eterno  se  compadeciera  de  sus 
sufrimientos. 

Los  frailes  acudieron  en  masa,  hablaron  á  la  joven  espirituada, 
la  conjuraron,  manifestándole  que  los  conjuros  eran  una  lección  que 
manifiesta  á  los  cristianos,  el  horror  que  deben  teuer  á  cualquier  co- 
mercio ó  pacto  directo  ó  indirecto  con  el  espíritu  maligno;  que  no 
deben  dar  crédito  á  las  imposturas  y  vanas  promesas  de  los  preten- 
didos hechiceros,  adivinos  ó  mágicos,  que  por  esta  razón  se  bendicen 
con  oraciones  y  exorcismos  las  aguas  del  bautismo. 

María  escuchaba  con  indiferencia  todo  aquel  cúmulo  de  palabras 
sin  comprenderlas,  y  sufría  el  anatema  terrible  de  la  soledad  y  el  aleja- 
miento de  todos. 

m. 

Las  reglas  de  la  comunidad  ya  no  la  comprendían,  así  es  quo  la 
desdichada  subía  á  las  azoteas  y  torres  de  la  iglesia. 

Una  tardo  que  veía  á  la  ciudad  desde  lo  alto  de  la  cúpula,  per- 
cibió á  un  hombre  que  lo  hacía  señas  con  el  sombrero,  al  mismo 
tiempo  que  un  perro  ladraba  furiosamente. 

Fijó  su  vista  en  el  hombre  y  en  el  perro,  y  los  reconoció  per- 
fectamente. 

Hizo  una  seña  de  que  esperasen,  y  acudió  corriendo  á  su  celda, 
escribió  algunos  renglones  en  un  pedazo  de  lienzo,  y  los  arrojó  al  atrio. 

Vildo  el  insurgente  recogió  el  lienzo;  pero  no  sabiendo  leer,  es- 
peró que  pasase  alguna  vieja  de  esas  que  llevan  la  voz  en  el  rosario. 

Efectivamente  apareció  en  la  calle  de  San  Juan  de  Letran  una 
beata. 

— Señora,  dijo  el  insurgente,  hágame  favor  de  leerme  lo  que 
dice  aquí. 

Calóse  la  vieja  las  antiparras,  y  se  puso  á  leer  más  bien  por  cu- 
riosidad que  por  prestar  un  servicio  á  Vildo. 

—«Esta  noche  al  toque  de  ánimas». 

— Y  bien  ¿esto?  preguntó  la  vieja. 

— Nada,  es  una  cita  que  me  dá  mi  patrón,  porque  yo  soy  arriero. 

— No  cuela  esa,  pensó  la  beata,  esta  tiene  un  misterio. 

— Gracias  abuela,  dijo  el  insurgente. 

— Vaya  con  Dios,  contestó  la  vieja,  y  entró  en  la  portería  do 
Santa  Brinda. 


288  ÍTJAK  A.   MATEO* 

— Dco  gracias,  madrecitas,  dijo  acercándose  al  torno. 

— A  Dios  sean  dadas,  madre  Ponciana,  ¿qué  se  ofrece! 

— Nada,  acabo  de  tener  un  encuentro,  que  por  lo  raro  voy  á  con- 
társelo á  su  reverencia. 

— Diga  madre,  Ponciana,  diga  pronto,  que  en  el  mundo  pasan  cosas 
maravillosas  ó  incomprensibles. 

— Esta  es  una  de  ellas. 

— Ya  eschuchaiuoB.,  dijeron  varias  voces  en  tono  de  salmodia,  y 
era  que  varias  monjas  estaban  en  acecho  del  cliisme,  porque  las  mu- 
jeres no  dejan  de  serlo  ni  bajo  ol  sayal. 

— Acabo  de  encontrar  á  un  hombre  de  muy  mala  facha,  con  un 
perro  ordinario  que  se  parecía  al  demonio. 

— ¡Ave  María  Purísima!  dijeron  tras  las  maderas  del  torno. 

— Sepa  su  reverencia,  que  sacó  un  trapo,  donde  me  dio  á  leer 
¿atas  palabras  «esta  noche,  al  toque  de   Anima.» 

— En  eso  hay  maleficio. 

— Puede  ser  muy  bien;  pero  lo  que  me  chocó  fué  que  el  lienzo 
era  de  la  misma  tela  que  se  usa  en  este  convento,  el  mismo  que  llevan 
sus  reverencias. 

— jDios  nos  ampare,  madre  Ponciana! 

— Estoy  seguía  de  no  equivocarme. 

— Eso  huele  á  una  cita  mundana. 

— Ni  más  ni  menos. 

— Y  decía  usted  madre  Ponciana,  que  el  hombre  estaba  en  esta 
calle. 

— Precisamente. 

— Este  es  caso  de  conciencia,  y  voy  á  dar  parte  á  nuestra  madre 
abadesa. 

—  Como  guste  su  reverencia. 

A  pocos  minutos,  bajó  una  vieja  seca  como  espárrago  y  trigueña 
como  el  cacao,  con  los  ojos  encontrados,  la  nariz  de  gancho,  la  barba 
puntiaguda,  con  una  verruga  cubierta  de  pelos  recios  como  las  espinas 
de  una  viznaga,  las  manos  como  disciplina  y  los  pies  largos  como  los 
de  un  mono. 

Enteróse  con  empeño  de  los  menores  detalles  de  la  relación,  y 
comprendió  desde  luego,  que  alguna  de  sus  amadas  hijas  traía  cam- 
paña con  un  mundano. 

— No  ha  de  ser  Sor  Guadalupe,  (pensaba  la  abadesa)  porque  el 
sugeto  que  la  perseguía  no  está  en  México...  la  hermana  Refugio, 
tampoco;  porque  ya  le  costó  un  billete  dos  meses  de  reclusión...  la 
hermana  Cipnana,  menos;  porque  su  confesor  le  ha  prohibido  hasta 
la  reja...  la  hermana  Jacinta,  no  puede  ser,  porque  tiene  ochenta 
años...  ¡ah!...  ¡ya!...  no,  imposible,  la  hermana  Luisa,  ya  me  prometí í 
no  pensar  más  en  ello. 

— ¿Qué  dice  su  reverencia?  preguntó  la  beata. 

— Nada,  estaba  reflexionando  sobre  cosas  que  no  están  á  vuestro 
alcance. 

— Yá. 

— No  sea  la  endemoniada,  dijo  la  monja  tornera. 

La  abadesa  tenía  el  mismo  pensamiento  en  aquel  instanto. 


¡p*"4- 


*fí '" 


—Alto,  dijo  el  insurgente,  poniéndole    dos    pistolas  al 
pecho. 

Cap  73.°-//. 
i  Viva  la  América  ! 


ro«  ursuReÉNTEá  289 


— No  hay  duda,  y  es  necesario  impedir  una  desgracia:  pero... 
pero... 

— Desearía  saber  su  reverencia  quién  es  el  atrevido  sacrilego. 

— Precisamente. 

— Pues  yo  me  ofrezco  á  estar  esta  noche  en  el  atrio  á  las  ocho 
en  punto. 

— Perfectamente,  así  prestarás  un  servicio  á  la  iglesia. 

— Demos  parte  á  la  podría  para  la  aprehensión  del  malvado. 

— Muy  bien. 

— Vaya  con  Dios. 

— El  quede  con  su  reverencia. 

La  beata  endemoniada  se  estuvo  en  acecho,  y  cuando  la  cam- 
pana dio  el  primer  toque  de  la  plegaria  de  ánimas,  se  entró  en  el 
cementerio  de  la  iglesia. 

IV. 

María  escribió  á  Vildo  que  la  esperase,  meditando  la  más  arries- 
gada de  las  empresas. 

La  joven  estaba  resuelta  á  abandonar  el  convento,  y  proyectó 
descolgarse  por  la  cuerda  de  la  campana  hasta  el  atrio. 

Sabía  que  el  insurgente  no  faltaría  á  la  cita,  y  esto  la  animaba 
hasta  el  grado  de  arrostrar  por  todo. 

Las  monjas  la  acechaban,  sin  que  ella  se  apercibiese  de  ello. 
Luego  que  la  abadesa  la   vio    subir    á  la    azotea,  comprendió  su 
proyecto  :  podía  con  una  sola  palabra  haberla  atajado,  pero  el  escán- 
dalo era  para  ella  el  plato  más  exquisito. 

La  policía  estaba  avisada,  y  tenía  tomadas  todas  las  avenidas. 

Vildo  rondaba  con  su  perro  la  calle  do  Letran,  esperando  el  toque 
de  ánimas  desde  las  seis  de  la  tarde. 

Sonaron  los  tres  cuartos. 

María  subió  atrevida  el  campanario,  cortó  uno  de  los  hilos  de 
una  esquila,  lo  pasó  por  el  conducto  que  daba  paso  á  una  canal,  ató 
perfectamente  la  cuerda,  y  esperó  el  toque  de  las  ocho. 

Pasaron  quince  minutos  en  la  mayor  ansiedad,  las  campanas  de 
la  Metropolitana  anunciaron  la  hora. 

Maria  se  persignó  devotamente,  encomendándose  á  Dios  de  todo 
corazón,  tomó  la  cuerda  con  las  dos  manos  y  abandonó  el  pretil  de 
la  azotea. 

Comenzó  á  descender  pausadamente,  apoyando  sus  delicados  pies 
en  la  pared,  y  rozando  sus  manos  que  oprimían  á  la  cuerda. 

Caifas  daba  ahullidos  de  gusto,  pues  ^había  reconocido  á  su  an- 
tigua amiga. 

La  beata  esperaba  llena  de  inquietud. 

Vildo  nada  veía,  porque  la  oscuridad  era  intensa. 

Al  fin  la  joven  llegó  al  suelo,  pero  tropezó  instantáneamente  con 
la  madre  Ponciana,  que  dio  un  grito. 

Asustóse  María  con  la  presencia  de  la  beata,  y  corrió  á  refugiarse    ! 
á  la  puerta  de  la  iglesia. 

El  insurgente  se  arrojó  en  la  oscuridad  sobre  el  primer  bulto,  y 

19  —  Los  Insurgentes. 

I 


'90  JUAN  A.   MATEOS 


creyendo  que  todo  se  malograría  si  Ja  joven  hablaba,  le  tapó  la  boca, 
y  tomándola  en  brazos  huyó  á  lo  largo  de  la  calle. 

— ¡Alto!  gritó  la  policía. 

— ¡Soy  perdido!  exclamó  el  insurgente. 

— Amarren  al  raptor,  y  lleven  á  esa  mujer  á  la  cárcel. 

Vildo  estaba  desesperado. 

A  la  media  hora  estaba  el  juez  tomando  la  declaración  prepa- 
ratoria. 

— ¿Dónde  conoció  á  esa  monja1? 

— Yo  no  conozco  á  nadie,  dijo  Vildo,  esa  señora  estaba  tirada 
en  el  atrio,  y  por  caridad  la  recojí. 

— Sacrilego,  infame,  las  vas  á  pagar  todas  juntas;  tú  ignoras  que 
el  atrevido  que  roba  á  Dios  sus  esposas  es  un  criminal. 

— Será  todo  lo  que  su  merced  quiera;  pero  yo  no  sé  de  lo  que 
se  trata. 

— Ya  lo  sabrás  más  tarde,  por  ahora  procedamos  al  careo,  venga 
esa  mala  religiosa. 

Los  alguaciles  introdujeron  á  una  mujer  completamente  cubierta. 

— Señora,  dijo  el  juez,  usted  ha  hecho  un  voto  sagrado,  y  no 
obstante  hoy  lo  quebranta  infamemente,  yo  le  mando  á  usted  que  se 
descubra,  para  ver  si  ese  hombre  la  conoce. 

Cayó  el  manto,  y  apareció  el  rostro  abominable  de  la  madre 
Ponciana. 

El  juez,  el  insurgente  y  los  alguaciles,  abrieron  tamaña  boca, 
aquello  sí  era  obra  de  Satanás. 

— Usted  es  la  espirituada,  gritó  el  magistrado,  usted  ha  vanado 
de  fisonomía  por  arte  del  diablo. 

— Señor  juez,  yo  soy  Ponciana  Muñoz,  la  que  he  sido  siempre, 
y  seré  hasta  que  me  muera. 

— Es  la  misma,  dijo  un  alguacil,  yo  la  conozco  perfectamente. 

— Expliqúese  usted,  ^señora. 

— Si  no  sé  lo  que  ha  pasado. 

— ¿Cómo  se  ha  dejado  asted  conducir  en  brazos  de  este  caba- 
llereo? 

— Yo  tengo  por  costumbre,  señor  juez,  entregarme  á  la  voluntad 
de  Dios. 

— Y  parece  que  también  á  la  del  prójimo. 

— Dios  me  libre  de  tentaciones. 

— Vamos,  que  pongan  á  estas  dos  canallas  en  libertad,  yque  las 
monjas  no  vuelvan  á  desvelarnos  con  patrañas. 

— Está  bien,  señor  juez,  dijo  un  alguacil,  y  sacó  á  puntapiés  á 
Vildo,  que  al  sentir  el  aire  de  la  calle,  esclamó  ccn  el  corazón  .ríva 
la  América? 


LOS  INSURGENTES  291 


CAPITULO   V. 

J)e  ios  toros  y  cauas  que  hizo  Iturbide  en  honor  de 
su  amo  Fernando  VII. 


Iturbide  era  e'  jute  más  sanguinario  de  los  realistas:  podía  ha- 
berse aüogaüo  cod  la  sangre  üe  sus  victimas. 

Los  insurgentes  io  ouiaoan  a  muerte,  y  el  solo  nombre  de  aquel 
miserable  Llenaba  de  terror  las  ciuüades  y  las  comarcas. 

La  mstorra  nos  presenta  episouios  ele  ese  ñomore  que  nos  hacen 
ver  en  su  maent  .a  mano  mexoraoie  de  la  justicia  de  Dios. 

Iturbiüe  cea  a  ana  imaginación  caballeresca  las  acciones  ganadas 
á  los  insurgentes  ie  ñauan  neoüo  ooñar  en  la  neroicidad  de  los  tiempos 
medios,  y  se  c^e;a  un  granan  nomore. 

Li  ejercito  lea.ista  qae  estaoa  a  sus  órdenes  acamyaba  en  Ira- 
puato,  cuaaao  se  uisp^so  un  simulacro  en  nonor  de  ;a  batalla  de 
Calderón. 

Simulacro  íiüícnio,  íarsa  inoportuna  en  los  momentos  en  que  la 
revolución  etugla  con  iodos  sus  norrores. 

Tres  ma  toiaa^os  c».n  »uo  correspondientes  tienes,  armáronse  en 
son  ele  gaeira,  fautvbt,  d  puente,  uivimerojse  las  columnas  y  comenzó 
el  ataque.   uue  íue  cazurro  seguramente  por  fa.ta  de   adversarios. 

íocoeo  diaua  íuzoce  Saiva,  y  ti  nornoie  ue  ios  vencedores  se  pre- 
gono en  son  ce  trompetas. 

Como  ios  rea^stas  nacían  ei  simulacro,  ios  insurgentes  perdieron 
la  baiai;a,  esto  se  encuentra  muj  natuiaí. 

Concluida  aqueja  céieore  maniiestacion,  Iturbide  dividió  su  gente 
en  treinta  secciones,  que  recorriesen  ios  pueolos  comarcanos  en  pos  de 
los  insurgentes,  estando  precisamente  en  e±  Valle  al  otro  día. 

Aquellos  ogros  se  lanzaron  furiosos,  y  aprehendieron  á  cuantos 
infelices  labradores  encontraron  en  los  campos. 

Iturbiao  i.ego  á  xa  cita  fatal,  y  sin  inquisición  alguna  que  pusiese 
en  ciaro  la  inocencia  de  los  prisioneros,  los  hizo  pasar  por  las  armas, 
con  una  ostentación  de  ferocidad  abominable. 

\Cincucnta  fueron  las  víctimas  ese  dial 

II. 

La  hacienda  de  la  Quemada,  yendo  en  si  a  ue  posta,  es  hoy  el 
punto  medio  entre  Querétaro  y  San  Luis  Potosí;  reuníase  allí  multitud 
de  gente  con  motivo  de  una  pequeña  feria,  á  jugar  gallos,  y  á  hacer 
corridas  de  toros. 

Improvisóse  una  plaza  con  madera,  sirviendo  al  medio  día  de  pa- 
lenque, y  en  la  tarde  de  plaza  de  lid  á  los  aficionados. 

Agolpáronse  los  concurrentes,  llevando  la  mayor  parte  en  brazos 
bus  gallos,  cuyos  cantos  sobresalían  entre  el  rumor  de  la  multitud. 

Ajustábanse  peleas,  entablábanse  disputas,  hacíanse  ensayos  to- 
pando los  gallos;  aquello  era  una  Babilonia. 


292  JUAN  A.  MATEO* 


Repentinamente  se  dejó  oír  una  voz  chillos  -ue  salía  de  la  gar- 
ganta de  un  individuo,  cuya  catadura  era  la  sigui«i¿.. 

Sería  un  hombre  como  de  cincuenta  y  cinco  años,  fiaeo  como  una 
baina  de  buitsacbe,  llevaba  el  cabello  largo,  saliendo  un  mechón  de 
canas  entre  el  ala  y  la  copa  del  sombrero  de  petate,  su  fisonomía  era 
ingrata,  nariz  pequeña,  ojos  chicos,  barba  rala  como  pelos  de  un  gato 
salido  ¿el  agua,  boca  grande  y  despoblada,  garganta  zureada  de  venas 
y  tendones  muy  pronunciados,  pelo  en  pecho,  brazos  enjutos  y  manos 
largas,  con  uñas  corvas  como  las  del  águila,  los  pies  desnudos  y  todo 
aquel  ser  raquítico,  envuelto  en  una  sábana  blanca  cojida  por  bajo 
del  brazo,  y  unos  calzones  de  manta  anchos  y  de  un  color  entre  ar- 
cilloso y  negro. 

Tal  era  el  sugeto  encargado  de  los  pregones. 

Adelantóse  en  medio  del  estadio,  quitóse  el  sombrero  y  dijo  con 
el  acento  de  los  caballeros  de  armas. 

— jAve  María  Purísima!  Señores,  comienza  la  diversión  con  un 
giro  y  un  malatova,  ajustados  en  cincuenta  pesos,  vamos  señores,  el 
que  la  quiera  la  suelta...   ¡lárguenla!...   ¡lárguenla!... 

Dos  adversarios  se  presentaron  en  el  terreno,  dos  galleros,  vién- 
dose con  recelo  y  mascando  las  plumas  arrancadas  á  sus  gallos,  se  pu- 
sieron frente  á  frente. 

Luego  que  la  multitud  examinó  á  los  contendientes,  comenzaron 
á  atravesarse  las  apuestas. 

En  los  palenques  no  se  toma  por  divisa  el  color  del  gallo,  sino 
el  nombre  del  dueño,  así  es  que  la  voz  de  «  Vildo  contra  Serapio  » 
comenzó  á  discurrir  por  el  circo. 

Vildo  el  insurgente  era  dueño  del  giro,  que  se  paseaba  como  un 
general  en  jefe  delante  de  su  adversario. 

Nuestros  lectores  querrán  saber  algo  del  insurgente,  y  nosotros 
diremos  cuatro  palabras  sobre  esta  historia. 

Vildo  y  la  beata  fueron  puestos  en  libertad  por  el  alcade,  que 
mandó  un  regaño  á  las  monjas  de  Santa  Brígida. 

El  insurgente  salió  ligero  como  un  gamo,  echándose  á  andar  para 
el  barrio  de  Santa  Ana,  donde  tenía  un  conocido,  que  se  ocupaba  en 
vender  caballos  que  no  bebían  agua,  lo  cual  quiere  decir  en  romance 
«  robados  ». 

— Amigo,  dijo  el  insurgente,  hágame  favor  de  darse  un  volteado 
por  el  convento  de  Santa  Brígida,  y  tome  lenguas  de  lo  que  pase. 

— Usted  siempre  asuntando. 

— Cállese  y  no  dilate,  porque  yo  tomo  camino  esta  misma  noche... 
el  tercer  mono  se  ahoga. 

El  amigo  de  Vildo  se  echó  unas  mantas  al  hombro,  tomó  el  aire 
bonachón  de  los  comerciantes,  y  se  dirijió  á  San  Juan  de  Letrán. 

Paróse  en  la  casa  donde  hoy  crujen  las  ilustradas  prensas  del  Mo- 
nitor, y  se  puso  en  acecho. 

Un  verdadero  tumulto  había  en  la  calle,  portería  y  atrio  de  la 
iglesia. 

Aquella  gente  buscaba  algo  por  todas  partes,  y  las  miradas  se 
dirijían  hacia  la  azotea,  donde  una  cuerda  se  mecía  al  son  del  viento. 

Dentro  del  convento  estaba  la  autoridad  practicando  una  averigua- 
ción sobre  el  hecho  de  haber  desaparecido  la  religiosa  Sor  María. 


Los  israuaoEiíi'Ea 


— Señor  Juez,  decía  la  superiora,  ya  he  dado  parte  al  señor  Al- 
calde, que  no  hizo  aprecio,  y  él  es  la  causa  de  este  escándalo. 

— Es  que  el  hombre  y  la  mujer  que  le  presentaron  nada  tenían 
que  ver  en  este  asunto. 

— Yo  creo,  dijo  la  tornera,  que  á  su  merced  lo  hechizaron. 

— ¡Hechizado!  repitieron  las  monjas. 

— ¡Hechizado!  dijeron  las  mandaderas,  y  la  voz  salió  del  convento 
como  por  hilo  telegráfico  hasta  la  calle,  y  á  la  media  hora  la  ciudad 
entera  sabía  que  el  Alcalde  estaba  hechizado. 

La  averiguación  continuaba. 

— Le  juro  á  su  merced,  prosiguió  la  abadesa,  que  Sor  María  estaba 
posesionada  del  espíritu  maligno:  en  las  noches  se  paseaba  por  los 
claustros,  alumbrándolos  con  el  fuego  que  salía  de  sus  ojos. 

La  autoridad  y  las  monjas  se  santiguaron. 

—Oíanse  gritos  y  ahullidos  de  condenados,  y  su  celda  era  él 
mismo  infierno. 

—  ¡Ave  María! 

— Una  noche  se  la  vio  estar  en  coloquios  con  un   macho- cabrío. 

— Nanita,  interrumpió  una  monja,  luego  se  averiguó  que  el  ma- 
cho-cabrío   era  el  padre  confesor. 

— Calle  la  loca,  y  no  interrumpa. 

— Vamos  á  la  prueba,  dijo  el  juez. 

— Yo  señor,  echaba  asperjes  y  agua  bendita  en  su  puerta;  pero 
esta   operación  irritaba  al  enemigo  malo. 

— Cuente  su  reverencia  lo  de  la  fuga. 

— Me  parece  importante  decir  á  vuesa  merced,  que  Sor  María  se 
retorcía  en  convulsiones  al  escuchar  el  nombre  de  San  Antonio. 

— Vamos  al  caso. 

— Y  que  hubo  vez  que  me  diera  un  bofetón  sólo  porque... 

— Señora,  dijo  el  juez,  ya  hablaremos  de  eso,  ahora  al    negocio. 

— En  eso  estamos  señor,  y  no  se  impaciente  vuesa  merced,  que 
la  historia  es  interesante. 

— Todas  esas  relaciones  las  dará  su  reverencia  á  la  autoridad 
eclesiástica. 

— Bien,  pero  la  justicia  ordinaria  debía  enterarse. 

— Cuando  esté  más  desocupada. 

—Bien,  entonces  dné,  que  como  los  demonios  se  habían  apode- 
rado de... 

— No  vuelva  á  comenzar  su  reverencia,  porque  es  cuento  de  nunca 
acabar. 

— Bien,  ¿qué  es  lo  que  se  me  pregunta1? 
—La  manera  como  la  religiosa  salió  del  convento. 
— Eso  es  otra  cosa:  si  se  me  hubiera    preguntado    eso    desde    el 
principio,  ya  todo  estaría  terminado,  porque  hubiera  respondido  que... 
que  no  lo  sé. 

— Es  que  hay  una  cuerda  en  la  azotea. 

— Siempre  la  ha  habido,  yo  insisto  en  que  á  Sor  María  se  la  han 
llevado  los  diablos. 

— ¿Pero  por  dónde? 

—Por  donde  Be  llevan  á  todas  las  mujeres, 

■ — ¿No  tiene  su  reverencia  más  que  decir? 


204  JUAN  A.  MATEOa 


— Quiero  que  conste  que  se  me  ha  atajado  la  palabra. 

— Constará. 

— Y  que  no  he  dicho  lo  del  pacto  con  el  demonio. 

— Constará. 

— Y  que... 

— Nos  vemos,  Dios  guarde  á  su  reverencia. 

— ¡Está  visto,  gritó  la  abadesa,  todos  los  que  tienen  que  ver  en 
este  asunto,  están  tocados  de  Satanás! 

El  justicia  salió  seguido  de  los  alguaciles,  que  descolgaron  la  reata 
y  la  llevaron  como  cuerpo  del  delito. 

La  gente  siguió  á  la  autoridad,  y  los  frailes  llegaron  á  bendecir 
la  celda,  y  la  torre,  y  la  azotea,  y  el  campanario  y  cuanto  encontraron. 

Las  monjas  tomaron  nota  del  modo,  manera  y  circunstancias  con 
que  su  compañera  había  perpetrado  ia  fuga,  y  aseguran  las  crónicas 
que  no  lo  echaron  en  saco  rolo. 

III. 

El  hombre  de  las  mantas  pidió  una  poca  de  agua  en  la  portería 
hizo  personalmente  indagaciones,  y  volvió  donde  Vildo  lo  esperaba. 

— ¿Que  pasa  amigo? 

— Cosas  que  no  nos  importan. 

— Suéltelas. 

— Que  á  una  monja  so  la  ha  llevado  una  legión  de  diablos,  y  ha 
desaparecido  dejando  un  olor  á  azufre  en  todo  el  convento. 

— ¡Bendito  sea  Dios!   ¡Viva  la  Ameri... 

—  ¡Qué  diablo! 

— Compadre,  necesito  un  macho  para  el  viaje. 

■ — ¿Y  yo  que  gano? 

— Le  devolveré  media  docena  como  tope  con  los  rc^Habs.^, 

- — Eso  es  otra  cosa. 

— Ya  sabe  que  sé  cumplir. 

— ¿Y  para  dónde  se  encamina? 

— Para  el  Interior. 

—Mire  que  el  coronel  Iturbide  está  haciendo  do  las  Gnyr^. 

— Verá  si  yo  le  hago  una  de  las  mías. 

— Corriente. 

— Quiero  salir  esta  noche. 

— Va  precisamente  mi  atajo  para  San  Juan  del  Río. 

— Venga  una  calzonera  de  arriero,  y  estamos  ajustados. 

— Pues  entre. 

Vildo  se  entró  en  una  casuca,  se  puso  el  disfraz,  y  quedó  per- 
fectamente. 

Mientras  Vildo  se  preparaba  para  su  expedición,  su  amigo  se  di- 
rigió al  próximo  mesón  en  busca  de  objetos. 

Acercóse  un  muchacho,  y  tirándole  de  las  mantas  le  dijo: 

—  Tío  Canija,  lo  llama  una  señora  que  está  en  el  número  seis. 
— Ya  voy. 

— Que  sea  pronto. 

El  tío  Canija,  que  era  un  zorro  de  marca,  comprendió  que  se 
trataba  de  un  buen  negocio,  puesto  que    se  le  llamaba  con  urgencia. 


LOS   INSURGENTES  22  Ó 


Acercóse  á  la  puerta  y  tosió. 
— Adentro,  dijo  con  voz  trémula  una  mujer. 
El  tío  se  deslizó,  y  quitándose  el  sombrero,  la  dijo: 
— Mande  su  merced  lo  que  guste,  que  yo  soy  hombre  de  pecho. 
— ¿Usted  es  el  tío  Canija? 
— Sí,  para  servir  á  Dios  y  á  su  merced. 
— Necesito  un  caballo. 
— Tengo  buenos. 

— Sé  que  es  usted  dueño  de  atajos,  y  que  vá  á  salir  uno  para 
el  Sur. 

— Eso  será  más  tarde,  el  que  sale  mañana  es  con  rumbo  al  In- 
terior. 

La  señora  quedó  pensando  unos  momentos,  y  luego  dijo  : 
— Me  conviene,  mañana  saldré  para  el  Interior. 
— Procuraré  que  su  merced  vaya  muy   bien  cuidada,    tengo  mu- 
chachos   de  entera   confianza,  y  solo  que  mueran  le  sucederá    algo  á 
su  merced. 

— Gracias,  aquí  tiene  usted  dinero,  es  todo  cuanto  poseo. 
El  tío  Canija  se  quedó  mirando  á  la  señora,  que  apenas  asomaba 
los  ojos,  pues  tenía  el  rostro  cubierto  con  el  manto. 
— Su  merced  está  muy  aüij ida,  ¿no  es  verdad? 
— Sí,  mucho. 

— Conozco  que  necesita  mucho  de  auxilio. 
—Sí. 

— Pues  haga  confianza  de  mí  su  merced  que  no  le  pesará. 
— Yo  me  abandono  en  manos  de  la  Providencia,   dijo  la  descon- 
solada dama,  y  se  descubrió, 

—  ¡La  monja  espirituada!  exclamó  el  tío  Canija,  y  soltó  el  dinero 
que  tenía  en  la  mano. 

— Sí,  dijo  María,  yo  soy  esa  mujer  calumniada  que  ha  vivido 
durante  muchos  años  en  el  convento  agobiada  de  infortunios  j  yo  que 
he  invocado  á  Dios  en  medio  de  mis  sufrimientos» 

— Pronuncia  el  nombre  de  Dios,  dijo  el  tío,  luego  el  demonio 
está  muy  lejos. 

— Buen  hombre,  usted  no  conoce  los  odios  de  los  conventos. 
— Conozco  los  de  los  mesones,  contestó  sencillamente    el  hombre 
de  las  mantas. 

— Pues  bien,  yo  deseo  volver  al  seno  de  mi  familia,  morir  al 
menos  con  tranquilidad. 

— ¿Y  qué  tengo  yo  que  hacer? 
—  Guardar  silencio,  no  denunciarme. 
— ¿Denu  nciador  el  tío  Canija? 
— Yo  no  conozco  á  usted. 

— Primero  sufriría  el  tormento  que  decir  una  palabra...  ¡malditas 
monjas! 

— Yo  me  fío  enteramente  á  usted. 

— Y  hace  muy  bien  su  merced,  porque  yo  la  sacaré  de  aquí  como 
en  un  baúl. 
— Gracias. 

— Precisamente  se  vá  un  amigo,  que  es  hombre  entre  los  hom- 
bres, y  á  ese  será  al  que  encomendaré  el  negocio. 


296  JUAN  1.  UATEOtf 


— Bien,  yo  le  pagaré,  le  daré  cuanto  poseo. 

— Voy  á  llamarle  para  que  se  conozca»,  es  un  muchacho  arriero 
hombre  de  bien  y  de  toda  confianza. 

El  tío  Canija  salió  en  busca  de  Vildo. 

Betrocedamos  unas  cuantas  horas. 

La  infeliz  María  al  descender  por  la  cuerda,  buscó  al  insurgente 
segura  de  que  la  esperaba  en  el  atrio,  cuando  percibió  el  equívoco 
con  la  beata. 

Acurrucóse  en  un  rincón  mientras  los  alguaciles  se  llevaban  á  la 
vieja,  y  á  poco  se  encontró  sola  enmedio  de  la  noche. 

Echóse  á  andar  por  el  rumbo  de  Santa  Isabel,  siguió  ei  Factor, 
calzada  de  Santa  Paula,  y  sin  rumbo  vagó  por  los  potreros  de  Tlal- 
telolco  hasta  dar  en  el  barrio  de  Santa  Ana. 

La  luz  comenzaba  á  alambrar  la  ciudad,  entróse  en  el  primer 
mesón  que  encontró,  tomó  un  caarto,  y  esperó  á  que  llegase  la  noche 
para  buscar  un  asilo  más  seguro,  porque  la  policía  andaba  en  su  busca. 

Acosada  por  el  hambre,  llamó  á  un  muchacho  hijo  del  huésped, 
que  le  trajese  algo  que  comer. 

Los  muchachos  de  loa  barrios  son  vivos  y  maliciosos  como  abis- 
pas ;  el  chico  sirvió  perfectamente  á  María. 

— ¿Muchacho,  no  sabes  de  una  familia  que  salga  fuera  de  la  ca- 
pital? 

— No  sé  ahora,  pero  el  tío  Canija  alquila  animales,  y  hasf>  viajea 
para  todas  partes. 

—  ¿Y  dónde  vive  ese  hombre! 

— Muy  cerca.  *    # 

— ¿Lo  puedes  llamar? 

— Sí,  señora,  al  momento. 

El  muchacho  salió  corriendo,  y  á  poco  volvió  con  un  hombre. 

María  le  dio  una  buena  propina. 

Muy  poco  dilató  el  tío  Canija  en  presentarse  con  Vildo  en  el 
cuarto  de  la  joven. 

Luego  que  el  insurgente  le  echó  la  vista  encima  la  reconoció. 

— ¡Señorita  María! 

— ¡Vildo!    exclamó  la  joven  llenado  alegría,  el  cielo  me  favorece. 

— He  estado  á  punto  de  ser  colgado  en  la  liorca  por  estos  mal- 
ditos realistas,  pero  el  insurgente  tiene  siete  vidas  como  los  gatos. 

— Temí  por  tu  vida. 

— No  importa,  será  que  no  ha  llegado  la  hora. 

— Puesto  que  ustedes  se  conocen,  ya  no  tenemos  que  hablar,  dijo 
el  tío,  me  marcho  y  buen  viaje. 

— ¡Tío  Canija,  un  abrazo! 

— Doscientos,  muchacho,  y  no  hay  que  hacer  muchas  de  estas, 
porque  en  una  estacas  la  salea. 

— No  me  lo  cuente  usted  que  ya  me  lo  sé  de  memoria. 

Al  día  siguiente,  la  joven  y  Vildo  emprendieron  la  marcha,  y 
después  de  doce  días  de  camino  llegaron  á  la  ñacienda  de  la  Que- 
mada, precisamente  en  los  momentos  de  la  feria. 

Muchos  insurgentes  habían  concurrido.  Vildo  se  unió  á  sus  ami- 
gos, se  hizo  de  media  docena  de  gallos  y  entró  como  bueno  en  el  pa- 
lenque   


LOS  INflÜRGÉNTEl  29f 


IV. 

Decíamos  que  el  giro  y  el  malatova  eBtaban  en  la  arena  esperando 
ansiosos  el  momento  de  la  pelea. 

Los  conocedores  hicieron  grande  al  gallo  de  Serapio,  y  las  apues- 
tas se  ajustaron  á  un  veinticinco  de  rebaja. 

Vildo  contra  Serapio...  Vildo  contra  Serapio...  esta  era  la  voz 
que  se  escuchaba  por  toda  la  plaza. 

Despejóse   el  anfiteatro,  y  el  silencio  más  profundo  reemplazó  la 

Vildo  estaba  risueño,  Serapio  profundamente  emocionado. 

Eetiráronse    á   los  extremos  de  la  barra  y  soltaron  los  gallos. 

No  hay  animal  más  hermoso  que  el  gallo,  tiene  algo  del  león  al 
sacudir  su  melena  y  contemplar  orgulloso  á  su  enemigo. 

El  gallo  giro,  que  era  el  de  Vildo,  quedó  como  clavado  sobre  la 
arena,  mientras  el  de  Serapio  caminaba  paso  á  paso  oblicuamente. 

Luego  que  ambos  estuvieron  á  tiro,  se  lanzaron  como  dos  saetas 
en  un  choque  terrible. 

Al  separarse  se  notó  perfectamente,  que  el  malatova  había  des- 
jarretado de  una  pierna  á  su  adversario. 

Vildo  se  echó  el  sombrero  hacia  atrás,  y  fijó  sus  ojos  en  el  gallo 
herido. 

Siguiéronse  los  lances  de  la  lucha,  siempre  desfavorables  al  giro, 
ue  apenas  podía  sostenerse  por  la  fatiga  y  pérdida  de  sangre. 

— Ha  perdido  la  chica,  murmuraba  la  jente. 

— Todavía  no,  murmxiraba  Vildo. 

El  malatova  á  pesar  de  su  triunfo,  estaba  también  desangrándose 
y  fatigado  terriblemente. 

Ya  entre  las  convulsiones  de  la  agonía,  probáronse  á  dar  el  úl- 
timo golpe,  chocaron  como  las  nubes  produciendo  el  relámpago  de  la 
muerte. 

El  gallo  de  Vildo  se  desplomó  en  la  arena  ;  entonces  el  insur- 
gente, con  una  rapidez  que  hacía  honor  á  su  ciencia,  alzó  el  gallo,  le 
mordió  el  cerviquillo  con  rabia,  le  sacudió  las  alas,  y  logró  ponerlo 
unos  momentos  frente  al  malatova. 

Fuese  por  las  heridas,  ó  porque  ya  no  esperase  ver  á  su  enemigo, 
el  gallo  vencedor  echó  á  huir  á  todo  escape  deiante  de  aquel  cadáver 
galvanizado  que  cayó  sobre  la  arena. 

Un  ruidoso  palmoteo  resonó  en  toda  la  plaza,  sobresaliendo  la 
voz  chillona  del  gritón  : 

— Se  hizo  la  chica...  ¡abran  la  puerta! 

Vildo  había  ganado  en  buena  lid. 

Las  peleas  siguieron  con  más  ó  menos  lances  hasta  las  tres  de  la 
tarde,  en  que  debía  comenzar  la  corrida  de  toros. 

El  insurgente  era  tan  bueno  para  el  juego  de  gallos  como  para 
la  tauromaquia ;  así  es  que  apareció  como  capitán  al  frente  de  la  cua- 
drilla de  aficionados. 

Las  muchachas  de  los  alrededores  ocupaban  los  sitios  principales 
de  la  plaza. 

Saludaron  á  Vildo  con  entusiasmo,  y  el  maldito  smriam©  respondía 
jugando  al  aire  su  sombrero  de  palma. 


298  JUAN  A.  MATEOS 


Saludó  la  cuadrilla  á  la  autoridad,  dispersóse  en  el  terreno,  sonó 
la  trompeta,  y  el  toro  se  dejó  venir  como  furia  hasta  el  centro  de 
la  plaza. 

Vildo  se  encaramó  en  la  viga  más  alta,  lo  que  comenzó  á  pro- 
vocar la  hilaridad  en  la  concurrencia. 

Los  aficionados  no  esperaban  un  animal  tan  bravo ;  pero  el  pun- 
tillo de  estar  allí  las  mozas  de  los  pueblos,  les  prestó  valor  para 
desafiar  al  toro. 

Vildo  descendió  de  la  viga,  y  lleno  de  orgullo  le  presentó  la  manta 
á  la  fiera. 

El  toro  que  se  hacía  esperar  demasiado,  acometió  con  brío  y  el 
insurgente  se  vio  levantado  á  seis  varas  sobre  el  nivel  del  suelo. 

Los  ginetes  se  lanzaron  al  toro  mientras  el  aficionado  se  reponía 
de  su  caída. 

— No  me  han  hecho  correr  los  realistas,  gritaba  el  insurgente,  y 
me  había  de  ganar  un  animal,  y  poseído  de  rabia,  buscó  por  segunda 
vez  al  toro. 

Entonces  desplegó  su  destreza  de  una  manera  admirable,  buscó 
al  toro  cien  veces  con  la  manta,  hasta  lograr  atarantarlo. 

Cuando  el  vértigo  tenía  paralizada  la  acción  del  animal,  Vildo  se 
acercó,  y  puso  su  mano  con  arrogancia  sobre  los  cuernos. 

La  música  reventó  en  una  armonía  estruendosa,  las  muchachas 
agitaban  sus  pañuelos  encarnados  y  la  gritería  atronaba  la  plaza. 

El  insurgente  se  adelantó  llevando  en  la  mano  un  par  de  bande- 
rillas, la  concurrencia  entró  en  el  silencio  de  la  espectativa. 

Oyóse  repentinamente  un  gran  ruido  de  armas  y  caballos,  y  gri- 
tos, y  detonación  de  armas. 

Púsose  en  pie  toda  aquella  multitud. 

— Es  Iturbide...  Iturbide...  gritaron  por  todos  lados. 

Ya  hemos  dicho  que  ese  hombre  odioso,  era  el  terror,  la  plaga, 
la  muerte  de  todas  aquellas  comarcas. 

Gran  número  de  insurgentes  estaban  en  la  plaza ;  pero  no  pu- 
dieron organizarse  entre  la  confusión  producida  por  la  sorpresa. 

La  tropa  de  Iturbide  rodeó  la  plaza,  ó  hizo  salir  uno  á  uno  á 
todos  los  concurrentes  constituyéndolos  prisioneros. 

Como  la  fuerza  debía  llegar  á  la  cita  del  Valle  de  Santiago,  no 
podía  detenerse  j  entonces  se  determinó  fusilar  á  los  prisioneros  so- 
bre la  marcha. 

Faltaba  tiempo  para  que  los  sentenciados,  cuyo  niíniero  era  poco 
más  de  doscientos,  recibiesen  los  auxilios  espirituales ;  además,  la  tropa 
no  podía  ocuparse  en  ejecuciones  parciales,  así  es  que  se  mandaron 
formar  á  aquellos  desgraciados;  y  la  soldadesca  hizo  fuego  graneado 
á  discreción  sobre  la  multitud,  causando  un  estrago  espantoso. 

Como  era  natural,  muchos  quedaron  agonizantes  sufriendo  dolores 
horribles,  y  otros  simplemente  heridos. 

La  división  siguió  impertérrita  su  marcha  al  valle  de  Santiago. 
Vildo  se  revolcó  en    la  sangre    de    sus    compañeros,     fingiéndose 
muerto,  y  esperó  á  que   llegase   la  noche    para    tomar    las    de    villa- 
diego. 

La  infeliz  María  que  estaba  en  la  casa  de  la  hacienda,  luego  que 
sintió  la  aproximación  de  los  realistas,  se  escondió  en  una  troje,  pero 


tOS    IN8URGI^íTE8-  299 


al  presenciar  la  sangrienta  hecatombe,  no  pudo  resistir  su  cerebro,  y 
perdió  el  juicio  acosada  por  el  terror. 

Mesó  sus  cabellos,  rasgó  sus  vestidos,  dio  de  alaridos,  y  salió 
extraviada  completamente  al  sitio  de  las  ejecuciones. 

Recordó  la  desgraciada  á  Edmundo,  figuróse  que  había  sido  fusi- 
lado, y  se  hecho  á  buscarlo  entre  los  muertos. 

Sumergió  sus  plantas  entre  los  lagos  de  sangre  tibia,  sacudió  los 
cadáveres  y  ahulló  como  una  loba  herida. 

La  poca  gente  que  había  escapado  en  los  campos  cercanos,  estaba 
de  vuelta,  y  contemplaba  aterrorizada  á  la  loca. 

—  ¡Aquí!  aquí  está,  exclamaba  María  tomando  por  las  melenas 
una  cabeza  ensangrentada,  ¡él  es!...  ¡yo  lo  disputo  cadáver  á  la 
muerte!...  me  lo  querían  robar,  y  le  encuentro  al  fin...  aquí  está  mi 
amor. 

Después  la  infeliz  lanzaba  carcajadas  histéricas  que  hacían  estre- 
mecer de  tenor  á  los  circunstantes. 

Las  aves  de  rapiña  y  los  perros  comenzaban  á  acudir  á  aquel 
convite  fatal. 

¡Espectáculo  siniestro,  cuya  memoria  llena  de  espanto  y  enfría  las 
carnes! 

Memoria  sangrienta,  que  pasará  más  tarde  á  la  historia  del  ro- 
mance j  de  Ja  Je\enda. 

[CAPITULO  VI. 

En  que  se  trata  de  la  pena  del  talión. 
I. 

Estamos  al  terminar  nuestro  libro,  y  sería  una  grande  injusticia 
histórica  dejar  en  la  sombra  algunos  nombres  que  son  templos  vivos 
de  la  posteridad. 

El  inmortal  Javier  Mina,  español  distinguido,  hombre  de  alta  re- 
putación en  su  país,  que  formó  atrevido  una  escuadra  para  venir  al 
golfo  mexicano  como  Lafaliet,  á  trabajar  por  la  independencia  de  Amé- 
rica; este  bravo  soldado,  vencedor  en  cien  combates,  y  que  ofrecía  su 
existencia  en  bien  de  la  humanidad,  porque  peleaba  por  una  patria 
que  no  era  la  suya,  acababa  de  morir  en  un  cadalso  víctima  del  rencor 
de  sus  compatriotas,  que  le  persiguieron  encarnizadamente  hasta  arrojar 
en  la  tumba  sus  despojos  ensangrentados. 

Su  pequeño  ejército  se  había  desbandado  con  la  muerte  del  cau- 
dillo, y  los  dispersos  tomado  el  rumbo  del  Sur  en  busca  del  general 
Guerrero,  centro  de  la  revolución  de  independencia. 

Por  aquellos  tiempos  el  guerrillero  Asencio  renovaba  con  sus  co- 
rrerías el  recuerdo  de  la  primera  época  de  la  insurrección:  hombre  pa- 
triota pero  de  sentimientos  refinados  de  crueldad,  no  perdonaba  á  sus 
enemigos,  y  hacía  la  guerra  á  muerte 

El  coronel  Concha,  aquel  miserable  que  mandó  la  ejecución  del 
genera]  Morelos,  hacía  una  marcha  militar  por  las  montañas,  asolando 
á  su  paso  los  pueblos  y  las  rancherías 

Llegó  con  su  guarnición  á  un  punto  llamado  de  los  Nopales. 


300  JtTAN  A.  MATEOi 


Los  caminos  estaban  abandonados,  las  veredas  descompuestas  y 
obstruidas,  y  los  campos  entregados  al  olvido. 

Entre  los  oficiales  que  rodeaban  al  coronel  Concha,  estaba  el  co- 
mandante Garrote,  que  buscaba  la  sombra  de  la  fuerza  armada,  porque 
su  cara  mitad  le  había  pronosticado  al  morir,  que  sería  ahoraado  irre- 
misiblemente. 

El  comandante  oía  á  todas  horas  el  vaticinio,  le  zumbaban  las 
orejas,  y  el  corazón  le  saltaba  en  el  pecho  como  un  pájaro  que  busca 
la  saüda. 

— ¡Morir  ahorcado! 

Vamos,  que  aquella  última  ocurrencia  de  su  consorte  le  hacía  muy 
poca  gracia  al  veterano. 

— Esa  infernal  mujer  me  ha  dejado  sarna  que  rascar,  decía  el 
malaventurado,  y  no  cesaba  de  pensar  en  su  destino. 

— Señor  Garrote,  dijo  el  coronel  Concña,  está  usted  triste  como 
un  colegial. 

— Mi  coronel,  yo  no  puedo  alejar  de  mi  memoria  el  recuerdo  de 
mi  consorte. 

— ¿La  amaba  usted  mucho? 

— Sí...  mucho;  pero  no  es  ella  precisamente  la  que. 

— ¿Pues  quién,  bombre  de  Dios? 

— Es  decir...  yo  me  entiendo  y  bailo  solo. 

— Pues  no  tiene  usted  traza  de  bailarín,  si  no  es  en  una  cuerda. 

Garrote  dio  un  salto  como  pelota. 

— ¿Le  impresionan  á  usted  estas  palabras? 

—¡Caracoles!...  ¡vamos  que  si  me  impresionan! 

— Usted  guarda  aJgo,  amigo  mío. 

— Sí;  guardo  un  secreto  abominable,  una  nefanda  predicción,  que 
es  mi  constante  pesadilla. 

— ¡Tengo  yo  tantas!  dijo  sombríamente  Concba. 

— Ya  lo  creo,  respondió  el  comandante,  como  que  ha  fusilada 
sted  á  tanta  gente. 

— Sí;  pero  no  guardo  memoria  más  que  de  un  hombre...  ¡ano  solo! 

— ¿Y  se  puede  saber  de  quién? 

— Señor  comandante:  he  mandado  muchas  ejecuciones,  he  visto 
morir  á  multitud  de  insurgentes;  pero  ninguno  me  ha  causado  la  im- 
presión que  el  general  Morelos. 

— ¡Demonio!  ese  cura  tenía  el  corazón  en  su  lugar. 

— Me  parece  verlo,  dijo  Concha,  con  su  frente  serena  y  su  mirada 
profundamente  tranquila...  aquella  voz  vibrante  y  sonora  traía  un  eco 
de  la  eternidad...  creo  oiría...  algunas  veces  me  la  trae  el  viento  de 
la  noche,  y  me  estremezco  sin  saber  por  qué. 

— Yo  también,  señor  coronel,  estoy  profundamente  asustado,  in- 
quieto... por  orden  del  gobierno  he  mandado  degollar  insurgentes,  y 
temo  que  llegue  mi  hora. 

Concha  no  respondió. 

— Lo  que  no  comprendo,  dijo  Garrote,  es  la  causa  que  muere  á 
usted  á  no  perdonar. 

— Es  que  temo  caer  á  mi  vez  en  poder  de  los  mismos  á  quienes 
he  perdonado...  quisiera  acabar  con  todos  los  insurgentes,  aniquilarlts; 
solo  así  me  consideraría  seguro. 


Leí  iMüÉGlNTEa  SOI 


— Pero  eso  es  imposible. 

— Lo  sé;  y  una  vez  tirados  los  dados  sobre  la   carpeta,  es  nece 
sario  arriesgar  el  todo  por  el  todo...   gozarnos    en    los   tormentos    de 
esos  hombres,  que  mañana  serán  infaliblemente  mis  verdugos. 

— Tiene  usted  razón:  cabeza  contra  cabeza, 

— Me  parece  que  oigo  alarma  en  la  tropa. 

— Voy  á  ver  lo  que  pasa,  señor  coronel. 

El  comandante  Garrote  se  echó  fuera  de  la  casa. 

Por  la  cuesta  de  una  montaña  próxima  al  paraie  de  los  JTo- 
páles  bajaba  un  grupo  de  realistas  trayendo  seis  prisioneros  insur- 
gentes. 

— Pasen  estos  condenados  á  la  presencia  del  coronel,  dijo  eon  én- 
fasis el  comandante  Garrote. 

Los -seis  desgraciados  sabían,  á  no  dudar,  que  su  sentencia  sería 
do  muerte. 

— Señor  Castaños,  dijo  Concha,  buena  presa  nos  trae  usted. 

— Eegular:  aquí  viene  un  suriano  llamado  José  de  la  Luz,  antiguo 
correo  del  general  Bravo,  y  que  no  ha  desertado  jamás  de  las  filas 
de  los  insurrectos. 

— Ya  le  ajustaremos  las  cuentas  á  este  birbón. 

— Dos  de  estos  excomulgados,  dijo  Garrote,  no  es  la  primera  vez 
que  caen  en  poder  de  nuestras  fuerzas. 

—  ¿En  qué  lo  conoce  usted,  señor  comandante? 

— No  hay  más  que  examinarlos:  yo,  como  hombre  benigno  y  que 
veo  siempre  por  la  humanidad,  cuando  atrapo  á  an  insurgente  que  no 
me  parece  de  los  menos  peligrosos,  le'  hago  cortar  las  orejas,  para 
conocerle    en  caso  de  reincidencia. 

Efectivamente,  dos  pobres  indios  estaban  mutilados,  y  temblaban 
en  la  presencia  de  aquella  hiena. 

— ¿Con  que  ustedes,  dijo  Concha,  han  vuelto  á  las  filas  de  los 
herejes? 

— Padrecito,  respondió  uno  de  los  indígenas,  yo  estaba  en  el 
campo  cuando  el  amo  me  agarró. 

El  comandante  Garrote  descargó  una  soberbia  bofetada  sobre 
el  rostro  del  prisionero,  que  le  hizo  saltar  la  sangro  por  boca  y 
nariz. 

— Bien  hecüo,  dijo  Concha;  estos  miserables  no  deben  permitirse 
hablar  delante  de  nosotros. 

El  indio  guardó  silencio;  los  oficiales  todos  se  reían,  como  si  el 
viejo  estúpido  hubiera  hecho  una  gracia. 

— Me  gusta  el  método  del  comandante,  dijo  Concha:  á  tres  de 
estos  criminales  que  les  corten  las  orejas;  los  que  ya  están  mutilados 
que  los  entierren  vivos;  y  en  cuanto  á  José  de  la  Luz,  que  lo  aten  á 
un  árbol  hasta  que  muera  de  sed  y  de  hambre. 

Como  si  se  tratase  de  una  fiesta,  la  oficialidad  sacó  á  los  prisio- 
neros entre  una  jácara  escandalosa. 

Cortáronse  las  orejas  á  los  tres  prisioneros,  que  no  manifestaron 
con  gritos  ni  lágrimas  sus  dolores;  á  José  de  la  Luz  lo  ataron  al  árbol 
más  seco  para  que  el  sol  le  diese  de  lleeo,  y  pusieron  frente  al  des- 
graciado una  jicara  encarnada  llena  de  agua  clara  y  trasparente  como 
la  atmósfera;  á  su  aspecto  José  de  la  Luz  moriría  desesperado. 


302  JUAN  A.  MATEOÍ 


Cavóse  después  una  sepultura,  y  dos  do  los  insurgentes  entraron 
vivos  en  la  cavorna  de  la  muerte  dando  alaridos  espantosos  quo  so- 
focaron sus  verdugos  pisoteando  las  sepulturas. 

El  comandante  Castaños  y  el  coronel  Concha,  contemplaban  som- 
bríamente aquella  escena  de  salvajes. 

IT. 

Ya  estaba  consumado  aquel  drama  sangriento,  cuando  se  oyó  re- 
pentinamente y  casi  en  todas  direcciones,  el  grito  de  ;  Viva  la  Amé- 
rica! y  un  clamoreo  que  repetían  las  rocas  de  las  montañas. 

Concha  y  Castaños  no  tuvieron  tiempo  para  montar  á  caballo,  y 
ocultándose  entre  los  matorrales  se  escaparon  á  toda  prisa  hasta  des- 
cender al  fondo  de  una  barranca,  desde  donde  escuchaban  los  tiros  y 
gritería  de  los  insurgentes. 

El  tío  Colas,  dueño  de  la  ranchería  de  las  Calesas,  había  llamado 
á  los  suyos,  y  caído  de  improviso  sobre  los  realistas,  que  no  le  espe- 
raban. 

La  oficialidad  de  Concha  se  atarantó  con  la  sorpresa,  y  fué 
hecha  prisionera  con  multitud  de  soldados  que  ni  trataron  do  de- 
fenderse. 

El  tío  Colas  desató  á  José  de  la  Luz,  que  se  revolvió  como  una 
pantera,  para  gozarse  en  la  más  espléndida  de  las  venganzas. 

— Tío  Colas,  exclamó  lleno  de  ira,  acaban  de  sepultar  vivos  á  dos 
de  los  compañeros,  y  á  estos  les  han  cortado  las  orejas,  déjeme  usted 
vengarlos. 

— A  eso  venimos,  y  haz  lo  que  te  parezca. 

— Empiezo  por  este  maldito  que  aún  tiene  las  manos  llenas  de 
sangre,  dijo  Vildo  rechinando  los  dientes,  y  se  apoderó  del  oficial 
verdugo. 

Sacó  el  insurgente  una  navaja  perfectamente  afilada,  y  haciendo 
que  los  soldados  ataran  al  oficial,  le  cortó  los  [párpados,  y  colocó  á 
su  víctima  con  la  cara  vuelta  al  sol. 

¡Espectáculo  espantoso!...  ¡aquellos  dos  ojos  mates  abiertos,  en- 
sangrentados, con  las  pupilas  inmóviles  y  fijas  en  la  luz  encandeciente 
del  sol! 

Siguió  la  saturnal  impía  de  las  represalias;  el  comandante  Garrote, 
que  se  había  mezclado  entre  los  prisioneros  fingiéndose  soldado  raso, 
fué  descubierto  por  el  tío  Colas. 

— Salga  de  ahí,  viejo  picaro. 

— Tío  Colas,  esclamó  el  desgraciado,  estoy  rendido,  y  á  la  merced 
de  ustedes...  soy  un  infeliz  que  merezco  el  perdón,  porque  todos  mis 
crímenes  los  he  hecho  por  mandato  de  mis  superiores. 

— Usted  me  delató,  dijo  José  de  la  Luz. 

— No;  fué  el  comandante  Castaños;  yo  no  hice  sino  dar  una  bo- 
fetada á  un  señor  insurgente. 

— Ahora  son  señores,  ¿no  es  verdad?  la  vas  á  pagar  muy  cara. 

— Yo  me  arrepiento  de  todo  lo  que  he  hecho;  permítanme  al 
menos  confesarme:   ¡un  sacerdote!...   ¡un  sacerdote!... 

— ¿Y  quién  confesó  á  esos  hombres  que  enterraron  vivos? 

— Yo  no  he  tenido  la  culpa...  ¡perdón!...  ¡perdón!... 


ios   INSURGENTES  303 


—Tú  á  nadie  has  perdonado. 

Los  insurgentes  se  apoderaron  de  aquel  miserable,  le  quitaron  las 
botas,  y  con  los  machetes  surianos,  afilados  como  una  navaja  de  afeitar, 
le  cortaron  la  piel  de  la  planta  de  los  pies. 

El  viejo  bramaba  como  un  toro. 

Concluida  esta  cruel  operación,  lo  levantaron  por  los  brazos  y  lo 
hicieron  andar  sobre  las  piedras  candentes  de  la  montaña,  y  á  la  acción 
de  un  sol  abrasante  como  ninguno. 

Las  arenas  se  incrustaban  en  la  carne  viva,  produciendo  la  más 
cruel  de  las  sensaciones. 

El  calor  trajo  la  gangrena  instantánea,  y  una  calentura  espan- 
tosa invadió  á  aquel  hombre,  con  ios  síntomas  determinados  de  una 
próxima  muerte. 

El  comandante  no  pudo  resistir  y  cayó  desfallecido. 

Renovóse  la  algazara  con  la  captura  de  un  nuevo  prisionero:  era 
Jacinto  Castaños. 

— A  este,  dijo  José  de  la  Luz,  lo  condenamos  á  la  misma  muerte 
que  me  habían  deparado. 

Ataron  á  Jacinto  al  árbol,  con  la  misma  impiedad  con  que  los 
realistas  lo  habían  hecho  con  el  insurgente. 

■Castaños  no  pronunció  una  paiaura,  se  dejó  llevar  por  el  torrente 
de  su  destino. 

Siguióse  después  la  ejecución  de  los  prisioneros:  nada  de  fór- 
mulas; la  carnicería  más  desordenada,  Uenr  sin  compasión,  dar  la 
muerte  al  primero  que  se  eucuentia,  saciar  el  encono  hasta  en  los 
cadáveres... 

Las  represalias  en  toda  su  manifestación  de  barbarie... 

Concluida  aquella  bacanal,  ptisieíou  fuego  á  las  easachas  de  la 
ranchería,  y  se  alejaron  por  las  quebraduras  de  la  Sierra  con  el  botin 
de  su  victoria. 

III. 

Jacinto  Castaños  quedó  abandonado  en  Ja  mayor  desesperación: 
sus  fauces  estaban  secas  por  la  sed  abrasadora. 

El  infeliz  cerraba  sus  párpados  acalenturados,  huyendo  la  vista 
del  agua,  que  lo  producía  hidrofobia. 

El  comandante  Garrote  yacía  agonizante  en  medio  del  camino: 
su  pecho  se  agitaba  como  el  do  un  buzo  que  acaba  de  salir  del  mar. 

Los  perros  de  los  pastores,  atraídos  por  el  olor  de  la  sangre  acu- 
dieron al  funesto  lugar,  se  acercaron  al  comandante,  y  comenzaron 
á  roerle  los  pies,  que  se  estremecían  convulsivamente. 

El  sol  se  había  puesto,  y  la  tormenta  comenzaba  á  iniciarse  en 
el  horizonte. 

Las  nubes  se  condensaban  bajando  á  los  picos  de  las  montañas, 
y  los  relámpagos  se  sucedían  alumbrando  siniestramente  el  campo  de 
la  muerte. 

Los  truenos  se  escuchaban  en  el  fondo  de  las  barrancas  con  un 
eco  pavoroso;  las  aguas  de  las  corrientes  se  enturbiaban;  y  las  aves 
pasaban  en  bandadas  huyendo  de  la  tempestad. 


304  'VAN  A.  MATEOg 

Jacinto  llamaba  á  gritos  á  la  muerte  con  la  furia  de  un  con- 
denado. 

—  ¡Un  rayo!.,  ¡un  rayo!...  quiero  morir  en  esta  noche...  el  sol 
me  calcinará  los  sesos...  mi  cerebro  se  abrasa...  Dios  se  ha  ocultado 
para  siempre...  las  furias  se  han  apoderado  de  mi  alma...  el  infierno 
es  mío...  sólo  mío... 

Un  rayo  bajó  como  serpiente  de  fuego  desgajando  las  ramas  de 
los  pinares:  á  su  luz  resplandeciente  se  vio  aparecer  sobre  la  cresta 
de  la  roca  á  una  mujer. 

La  visión  traía  en  desorden  el  cabello  y  desgarrados  sus  vestidos, 
descendió  con  paso  vacilante,  y  se  detuvo  al  ver  á  Jacinto  con  su 
rostro  lívido  y  desencajado. 

Acercóse  después  creyendo  reconocerle. 

Los  dos  se  contemplaron  como  seres  extraños  que  vagaban  en  una 
atmósfera  que  no  era  la  del  muudo. 

— Tú...  tú  miserable,  exclamó  la  mujer,  tú  lo  arrebataste  de  mi 
lado...  ¿dónde?...  ¿dónde  está?  y  lo  amenazaba  con  su  puño  des- 
carnado. 

— Desátame  María,  exclamó  Jacinto,  y  te  devolveré  á  ese  hombre. 

— ¡Vive!  gritóla  loca,  vive..:  le  voy  áver...  á  acariciarle...  á  es- 
trecharlo contra  mi  corazón... 

Desató  á  Castaños  con  una  fuerza  que  no  revelaba  su  físico  es- 
tenuado. 

— Sí,  murmuró  Castaños,  le  devolveré  una  sombra,  porque  debe 
haber  muerto...  el  infierno  me  ha  oido...  él  ha  roto  mis  ligaduras... 
¡yo  estoy  predestinado!... 

Luego  que  Jacinto  se  vio  libre,  dijo  á  la  loca: 

— Sígneme. 

María  tomó  uno  de  los  maderos  encendidos  de  la  cabana  incen- 
diada, y  marchó  sobre  la  ruta  en  pos  de  aquel  hombre  á  quien  am- 
paraba la  fatalidad. 

La  tormenta  se  dejó  venir  con  toda  su  fuerza,  la  manga  de  agua 
cayó  con  estrépito,  y  al  amanecer  solo  se  veía  una  corriente  en  la 
condonada  de  la  ranchería. 

El  sol  rompió  la  niebla,  y  la  corriente  se  hizo  mansa  hasta  per- 
cibirse los  cadáveres  mutilados  de  realistas  é  insurgentes. 

El  coronel  Piedra-Santa  llegó  al  lugar  de  la  catástrofe  seguido  de 
José  de  la  Luz. 

— ¿Estás  seguro  de  que  era  él?  preguntó  el  insurgente. 

— Sí,  tan  seguro  que  yo  lo  he  atado  á  ese  árbol  que  ha  derrum- 
bado el  huracán. 

— Busquemos  bu  cadáver,  dijo  en  voz  alta  don  Alfonso,  y  luego 
murmuró,  nadie  ha  visto  la  esmeralda,  debe  tenerla  al  cuello. 

Rejistraron  las  avenidas  adyacentes  sin  encontrar  el  cadáver  de 
Castaños. 

— Esto  es  brujería,  murmuró  José  de  la  Luz. 
— Creo  que  te  has  equivocado. 

— Puede  ser,  pero  yo  creo  que  ese  hombre  tiene  pacto  con  el 
diablo;  aquí  están  los  cordeles,  no  hay  duda  que  se  ha  escapado. 

— Está  cerca  de  mí  ese  hombre,  pensó  don  Alfonso;  la  fatalidad 
nos  vuelve  á  reunir.  .  es  necesario  encontrarle  á  todo  trance. 


L03  INSTJRGSOTEi  SOí 


— Aquí  hay  un  olor  infernal,  vamonos  mi   coronel;  con  el  sol  se 
corrompen  á  toda  prisa  los  cadáveres. 

— Sí,  marchémonos;  contestó  Piedra-Santa,  y  los  dos  insurgentes 
l  perdieron  á  poco  en  el  sendoro  escabroso  de  la  montaña. 


CAPITULO   VII. 
De  la  crisis  que  precedió  á  la  Independencia  Mexicana 

I. 

El  virrey  Apodaca  publicó  en  la  nobilísima  eiudad  de  México  la 
Constitución  jurada  por  S.  M.  Fernando  VII. 

Esa  carta  tenía  consignados  los  derechos  del  ciudadano  y  los  prin- 
cipios más  avanzados  de  la  democracia. 

La  Constitución  no  podría  sostenerse  adaptada  al  sistema  monár- 
quico, y  mucho  menos  con  un  hombre  tan  despótico  como  el  hijo  de 
Carlos  IV. 

Ese  criminal  é  hipócrita  monarca,  había  jurado  la  Constitución 
obligado  por  circunstancias  excepcionales;  pero  no  sin  la  promesa  san- 
grienta de  vengarse  algún  día  de  los  demócratas. 

Puede  decirse  que  desde  aquella  hora  solemne  estaba  preparado 
el  patíbulo  de  Riego. 

El  clero  se  sintió  amenazado  en  sus  preeminencias  y  en  sus  te- 
soros, los  dos  brazos  de  la  palanca  que  había  levantado  al  mundo  en 
los  días  nefandos  de  la  opresión  y  de  la  tiranía. 

El  clero  levantaría  la  bandera  déla  reoelión  abierta  y  se  opondría 
como  siempre  á  los  avances  del  siglo. 

Murmurábaso  en  público  que  S.  E.  el  virrey  había  recibido  una 
carta  de  Fernando  VII,  en  que  le  anunciaba  que  vendría  á  México 
huyendo  del  incendio  en  que  se  abrasaba  la  metrópoli  •  diéronse  las 
órdenes  respectivas  para  recibirlo  en  los  puertos  del  golfo,  y  los  comi- 
sionados salieron  violentamente  de  la  capital. 

La  colonia  participaba  de  la  ansiedad  revolucionaria,  de  ese  con- 
tagio que  se  ejerce  aiin  á  distancia  en  los  movimientos  que  tienden 
á  la  libertad  de  nn  pueblo. 

«El  estado  de  fermentación  en  que  se  hallaba  la  Península  ;  las 
maquinaciones  de  los  descontentos;  la  falta  de  moderación  en  los  cau- 
santes del  nuevo  sistema;  la  indecisión  de  las  autoridades  y  la  con- 
ducta del  gobierno  de  Madrid  y  délas  Cortes,  que  parecían  empeñadas 
en  perder  estas  posesiones,  según  los  decretos  que  esfe pedían  y  los 
discursos  que  por  algunos  diputados  se  pronunciaban,  a  viró  en  los 
benévolos  patricios  el  deseo  de  la  independencia:  en  los  españoles  resi- 
dentes en  el  país,  el  temor  de  que  se  repitiesen  las  horrorosas  escenas 
de  la  insurrección;  los  gobernantes  tomaron  la  actitud  del  que  recela 
y  tiene  la  fuerza,  y  los  que  antes  habían  vivido  del  desorden  se  pre- 
paraban á  continuar  en  él.  En  tal  estado,  la  más  bella  y  rica  parte 
de  la  América  del  Septentrión  iba  á  ser  despedazada    por     facciones. 

«Por  todas  partes  se  hacían  juntas  clandestinas    en    que   se   tra- 

20  —  Los  Insuraentcs. 


S06  JUAN  A.  MATEOS 


taba  del  sistema  de  gobierno  que  debía  adoptarse:  entre  los  europeos 
y  sus  adictos,  unus  trabajaban  por  consolidar  la  Constitución,  que  mal 
obedecida  y  truncada  era  el  preludio  de  su  poca  duración:  otros  pen- 
saban en  reformarla;  porque  en  efecto,  tal  como  la  dictaron  las  Cortes 
españolas,  era  inadoptable  en  Nueva-España,  y  otros  suspiraban  por 
el  gobierno  absoluto,  apoyo  de  sus  empleos  y  de  sus  fortunas,  que 
ejercían  con  despotismo  y  adquirían  con  monopolios. 

«Las  clases  privilegiadas  y  los  poderosos,  fomentaban  estos  par- 
tidos, decidiéndose  á  uno  ó  á  otro  según  su  ilustración  y  los  progresos 
de  engrandecimiento  que  su  imaginación  les  presentaba.  Los  ameri- 
canos deseaban  la  independencia;  pero  no  estaban  acordes  en  el  modo 
de  hacerla,  ni  en  el  gobierno  que  debía  adoptarse:  en  cuanto  á  lo 
primero  muchos  opinaban  que  ante  todas  cosas  debían  ser  extermi- 
nados los  europeos  y  confiscados  sus  bienes;  los  menos  sanguinarios, 
se  contentaban  con  arrojarlos  del  país,  dejando  así  huérfanas  mul- 
titud de  familias,  y  otros  más  moderados,  los  excluían  de  todos  los 
empleos,  reduciéndolos  al  estado  en  que  ellos  habían  tenido  por  tres 
siglos  á  los  naturales.  En  cuanto  á  lo  segundo,  monarquía  absoluta, 
moderada  con  la  Constitución  Española,  con  otra  Constitución  repu- 
blicana federal,  central,  etc.,  etc.,  cada  sistema  tenía  sus  partidarios, 
los  que  llenos  de  entusiasmo  se  afanaban  por  establecerlo.» 

Tal  era  la  crisis  que  había  producido  en  México  la  Carta  funda- 
mental expedida  por  las  Cortes  Españolas. 

En  medio  de  tanto  proyecto  la  revolución  de  indepiendencia  se- 
guía firme  en  su  terreno,  segura  de  ser  más  tarde  el  faro  que  alum- 
braría el  puerto  de  salvación  en  aquel  mar  borrascoso  y  desencadenado. 

Habían  pasado  diez  años  de  combates  y  de  muerte,  diez  años  de 
una  peregrinación  sangrienta  y  trabajosa;  pero  aquella  constancia  y 
martirio,  decían  al  mundo  que  la  obra  de  redención  estaba  al  con- 
sumarse. 

Las  agujas  del  reloj  eterno  estaban  próximas  á  señalar  la  hora. 

El  año  de  820  entraba  en  agonía. 

II. 

En  la  casa  de  los  capellanes  del  convento  de  Santa  Teresa,  se 
reunió  la  noche  del  treinta  de  Noviembre  una  gran    Logia    Masónica. 

Frailes,  canónigos,  multitud  de  oficiales  de  los  cuerpos  expedi- 
cionarios, abogados  y  comerciantes  ricos,  todos  filiados  eu  la  asocia- 
ción condenada  por  la  iglesia. 

¿ — Qué  esperamos  para  comenzar?  decía  el  comandante  Jacinto 
Castaños  á  uno  de  sus   compañeros. 

— Que  llegue  el  coronel  Iturbide. 

— Veo  mucha  gente. 

— Todos  los  defensores  de  la  religión  y  de  la  autoridad   real. 

— Perfectamente. 

— Esos  infames  diputados  quieren  arrebatar  sus  preeminencia»  á 
la  iglesia  y  á  la  corona,  y  no  debemos  permitirlo. 

— Ya  lo  creo. 

—  Ya  oiremos  lo  que  dicen  esos  señores. 

"—Todo  está  puesta  en  razór¿. 


LOS   INSURGENTES  SO? 

Un  frai'e  tocó  la  campanilla  que  estaba  sobre  la  mesa,  los  ma- 
sones tomaron  sus  asientos,  y  la  junta  entró  á  funcionar  en  el  más 
perfecto  silencio. 

— Señores,  diio  un  jesuíta,  tenemos  hoy  junta  general;  porque 
nuestros  intereses  están  amenazados  por  la  herejía  y  el  comunismo. 

Hubo  un  movimiento  en  la  asamblea. 

— Los  herejes,  continuó  el  jesuíta,  tratan  de  suprimir  las  comu- 
nidades religiosas,  de  destruir  la  religión  de  nuestros  padres  y  apo- 
derarse de  los  inmensos  tesoros  de  la  iglesia. 

Los  frailes  sacudían  el  cerviguillo,  y  los  soldados  manifestaban 
indignación. 

— La  sociedad  católica,  prosiguió  el  jesuíta,  se  encuentra  con- 
turbada, y  estamos  al  borde  de  un  abismo...  yo  vengo  á  comunicaros 
loa  deseos  de  S.  M.  Fernando  VII,  que  se  halla  en  estos  momentos 
sumergido  en  el  abatimiento  más  espantoso,  y  casi  preso  en  su 
palacio  de  Madrid. 

Los  masones  entraron  en  esa  ansiedad  que  precede  á  un  gran 
acontecimiento. 

El  jesuíta  sacó  de  una  cartera  un  pliego  cuidadosamente  con- 
servado. 

Levantóse  con  aire  trágico,  y  poniendo  sus  manos  sobre  el  Evan- 
gelio, dijo  con  voz   solemne: 

— ¿Juráis  no  revelar  á  nadie  este  secreto  ? 

— Lo  juramos,    respondieron  á  una  voz  los  masones. 

— Pues  oid: 

"Madrid  etc.— Mi  querido  Apodaca.— Tengo  noticias  positivas  de 
que  vos  y  mis  amados  vasallos  los  americanos,  detestando  el  nombre 
de,  Constitución,  solo  apreciáis  y  estimáis  mi  real  nombre;  este  se  ha 
hecho  odioso  en  la  mayor  parte  de  los  españoles,  que  ingratos  des- 
agradecidos y  traidores,  solo  quieren  y  aprecian  el  gobierno  constitu- 
waty  y  que  su  rey  apoye  providencias  y  leyes  opuestas  á  nuestra 
sagrada  religión. 

"Como  mi  corazón  está  poseído  de  unos  sentimientos  católicos, 
de  que  di  evidentes  pruebas  á  mi  llegada  de  Francia  en  el  restable- 
cimiento de  ia  compañía  de  Jesús  y  otros  hechos  bien  públicos,  no 
raedo  mAno-i  de  manifestaros,  que  siento  en  mi  corazón  un  dolor 
inexplicable  este  no  calmará  ni  los  sobresaltos  que  padezco,  mientras 
ir.ic  adictos  y  fieles  vasallos  no  me  saquen  de  la  dura  prisión  en  que 
m&  veo  sumergido,  sucumbiendo  á  picardías,  que  no  toleraría  si  no 
temiese  un  fin  semejante  al  de  Luis  XVI  y  su  familia. 

"Por  tanto  y  para  que  yo  pueda  lograr  de  la  grande  compla- 
cencia de  verme  libre  de  tales  peligros,  de  la  de  estar  entre  mis 
verdaderos  y  amantes  vasallos  los  americanos,  y  de  la  de  poder  usar 
libremente  de  la  autoridad  real  que  Dios  tiene  depositada  en  mí:  os 
encargo,  que  si  es  cierto  que  vos  me  sois  tan  adicto  como  se  me  ha 
informado  por  personas  veraces,  pongáis  de  vuestra  parte  todo  el 
empeño  posible,  y  dictéis  las  más  activas  y  eficaces  providencias,  para 
que  ese  reino  quede  independiente:  pero  como  para  lograrlo  sea  nece- 
Bario  valerse  de  todas  las  inventivas  que  pueda  sugerir  la  astucia  (por- 
que considero  que  ahí  no  faltarán  liberales  que  puedan  oponerse  A 
estos  designios)  á  vuestro  carg-.  queda  el  hacerlo  todo  con    la  perspi- 


303  iVAS  A.  MATEOS 


cacia  y  sagacidad  de  que  es  susceptible  vuestro  talento,  y  ai  efecto 
pondréis  vuestras  miras  en  un  sugeto  que  merezca  toda  vuestra  con- 
fianza para  la  feliz  consecución  de  la  empresa,  que  en  el  entretanto, 
yo  meditaré  el  modo  de  escaparme  incógnito,  y  presentarme  cuando 
convenga  en  esas  posesiones;  y  si  esto  no  pudiera  verificarlo  porque 
se  me  opongan  obstáculos  insuperables,  os  daré  aviso  para  que  vos 
dispongáis  ei  modo  de  liacerio,  cuidando  sí,  como  os  10  encargo  muy 
particularmente,  de  que  todo  se  ejecute  con  el  mayov  signo  y  bajo 
de  un  sistema  que  pueda  lograrse  sin  derramamiento  de  sangre,  con 
unión  de  voluntades,  con  aproDación  general  y  poniendo  por  Dase  de 
la  causa  la  religión,  que  se  halla  en  esta  aesgraciada  época  tan  ul- 
trajada, y  me  daréis  de  todo  oportunos  avisus  para  mi  gobierno,  por 
el  conducto  que  os  diga  en  lo  veroal  (por  omvemr  as¿;  ai  sugeto 
que  os  entregue  esta  carta. 

''Dios  os  guarde. — Vuestro  rey  que  os  ama. — Fernando.,, 

—  ¡Viva  el  rey!  exclamó  toda  la  asamblea   ^omenuose    en    pie. 

- — ¡Viva  el  rey!  repitió  el  jesuita. 

— Señores,  dijo  un  fraile  español,  esa  palabra  independencia  suena 
muy  mal  á  nuestros  oidos,  nos  parece  muy  peligrosa. 

— En  efecto,  contestó  el  jesuíta,  es  alarmante,  pero  con  una  ligera 
aclaración  quedan  tranquilos  los  ánimos. 

— Ya  escuchamos. 

— Se  trata  de  separar  este  reino  de  España,  para  que  no  se  con- 
tamine de  herejía,  tal  es  el  sentir  de  S.  ¡Vi.,  pero  esta  determinación 
no  quiere  decir  que  el  pueblo  conquistado  se  emancipe,  eso  esta  mera 
del  sentido  político  y  de  la  conveniencia,  México  quedará  najo  el 
poder  de  los  españoles,  tal  es  su  destino,  y  ueoe  realizarse,  el  dere- 
cho de  conquista'   no  debe  subalternarse;  España  y  siempre   España! 

Un  aplauso  acojió  las  palabras  del  jesuíta. 

— En  esto3  días  nefandos,  continuó  el  e<erigo,  se  ha  despertado 
un  entusiasmo  terrible  poi  la  libertad,  esa  libertad  á  '»  trancesa,  y 
los  criollos  se  insolentan  día  á  dia  y  momento  a  momemo,  es  necesa- 
rio recordarles  su  posición  comenzando  pox  ri^íu  a  ius  insurgentes, 
porque  su  causa  nada  tiene  de  coman  «u  nuestros  planes  Icurbiae, 
ese  hijo  predilecto  de  la  lortuna,  y  tíUbdito  coi  de  S  M  ,  seiá  el 
propuesto  para  ía  realización  del  proyecto,  acabara  con  »'  eiercito 
de  Guerrero,  proclamará  ía  independencia  del  «eiao,  y  tendremos  la 
alta  dicha  de  recibir  á  á.  Al.  Jíernanuo  Vil,  como  absoluto  dueño 
y  señor  de  estos  dominios 

Aquel  chavacano  discurso  mereció  ia  entera  aprohación  de  los 
circunstantes. 

Esperemos  al  señor  Ituroide,  que  conferencia  en  estos  momentos 
con  las  personas  mas  interesadas  en  esto  gran  negocio. 

Suspendióse  la  sesión  de  la  logia  en  espera  cíe;  personaje. 

III. 

Trasladémonos  á  la  casa  de  ciercicios  de  Ja  Profesa 

La  Profesa  es  uno  de  los  templos  mas  grandiosos  de   la  capital* 

el  oro  y  el  estuco  lucen  en  los  altares,  y  la  Remendad   arquitectónica 

distingue  su  refinada  estructura. 


EOS   INSURGENTES  309 


Nuestro  inmortal  Cordero  ha  venido  con  sus  pinceles  maestros 
á  dar  el  último  toque  á  aquel  tesoro  del   arte. 

El  nombre  del  artista  sobrevivirá  á  las  magníficas  figuras  que  se 
admiran  en  las  bóvedas  de  la  Profesa. 

Contiguo  al  templo,  donde  hoy  comienza  á  levantarse  un  palacio 
de  mármol  y  granito,  existía  la  casa  do  ejercicios,  edificio  sombrío  con 
su  jardín  abandonado,  -sus  claustros  seini-oscuros  bordados  de  pintu- 
ras representando  la  vida  de  San  Ignacio,  su  portería,  con  cuadros 
alegóricos  de  los  pecados  mortales,  en  los  cuales  el  diablo  hacía  siem- 
pre un  papel  interesante,  unas  veces  como  vencedor  del  ángel  custodio, 
y  otras  come   vencido. 

La  reforma  vino  á  descolgar,  los  cuadros  en  honor  del  buen  gusto, 
y  más  tarde  serán  una  curiosidad  mosaica,  una  civilización  en  mar- 
cada decadencia. 

En  uno  de  los  departamentos  de  aquella  casa,  estaba  Iturbide 
conferenciando  con  los  clérigos  y  combinando  el  plan  de  independen- 
cia, aquel  sueño  de  los  conquistadores  que  bien  pronto  debía  conver- 
tirse en  pesadilla. 

— Señor  coronel,  decía  un  jesuíta  hipocondriaco  y  terrible,  he 
toandado  á  la  junta  de  los  masones  escoceses  un  delegado,  para  que 
fije  las  bases  del  movimiento,  y  no  se  confundan  en  nada  con  las  ten- 
dencias abominables  de  los  insurgentes. 

— Ya  sabe  usted  señor,  contestó  Iturbide,  que  yo  he  condenado 
siempre  á  Hidalgo  y  su  desordenada  revolución,  y  que  combatiré  prin- 
cipios tan  absurdos  como  los  proclamados  el  año  de  810. 

— Comencemos  á  escribir  el  plan,  dijo  otro  clérigo  después  de 
haber  escuchado  con  atención  á  Iturbide. 

— Irá  de  mi  paño  y  letra,  dijo  el  furibundo  realista. 

— De  su  puno  y  letra,  murmuró  el  jesuíta,  como  desconfiando 
de  aquel  hombre. 

— Bien,  escriba  usted  señor  coronel. 

— Dicte  usted,  puesto  que  estamos  enteramente  de  acuerdo. 

— Primero:  la  religión  católica,  ¡apostólica  rotnana  sin  tolerancia 
de  otra  alguna. 

Segundo*  La  absoluta  independencia  de  este  reino. 

Tercero:  Gobiej^no  monárquico  templada  por  una  constitución  aná- 
loga al  país. 

Cuarto:  Fernando  VII,  y  en  sus  casos  ios  de  su  dinastía  ó  de 
otra  reinante,  serán  los  emperadores,  para  habernos  con  un  monarca 
ya  hecho  y  precaver  los  atentados  funestos  de  la  ambición. 

Las  manos  de  Iturbide  se  crisparon  ai  trazar  esas  líneas. 

El  jesuita  continuó. 

Quinto:  Habrá  una  junta  Ínterin  se  reúnen  Cortes  que  hagan  efec- 
tivo este  plan. 

Sesto:  Esta  se  nombrará  gubernativa,  y  se  compondrá  de  los  vo- 
cales propuestos  al  señor  virrey. 

Sétimo:  Gobernará  en  virtud  del  juramento  que  tiene  prestado  al 
tey  ínterin  este  se  presenta  en  México  y  lo  presta,  y  hasta  entonces 
se  suspenderán  todas  ulteriores  órdenes. 

Octava:  Si  Fernando  VII  no  se    resolviese    venir    á    México.    Iss, 


310  JUAN  A.  MATEOi 


junta  ó  la  regencia  mandará  á  nombre  de  la  nación,  mientras  se  re 
suelva  la  testa  que  debe  coronarse. 

Noveno:  Será  sostenido  este  gobierno  por  el  ejército  de  las  Tres 
Garantías. 

Décimo:  Las  Cortes  resolverán  si  ba  de  continuar  esta  junta,  ó 
constituirse  una  regencia  mientras  llega  el  emperador. 

Once:  Trabajará  luego  que  se  unan  la  constitución  del  Imperio 
Mexicano. 

Doce :  Todos  los  habitantes  de  él,  sin  otra  distinción  que  su 
méritos  y  virtudes,  son  ciudadanos  idóneos  para  optar  cualquier  empleo 

Trece:  Las  personas  y  propiedades  serán  respetadas  y  protejidas 

Catorce :  El  clero  secular  y  regular,  conservado  en  todos  sus  fueroi 
«/  propiedades. 

Quince.  Todos  los  ramos  del  estado  y  empleados  públicos,  snb 
sisten  como  en  el  día,  y  solo  serán  removidos  los  que  se  opongan  ú 
este  plan  y  sustituidos  por  los  que  más  se  distingan  por  su  virtud  j 
adhesión  y  mérito. 

Dio*,  y  seis:  Se  formará  un  ejército  protector  que  se  denominará 
de  las  «  Tres  Garantías,  »  y  que  se  sacrificará  del  primero  al  ultime 
de  su»  individuos,  antes  quo  sufrir  la  más  ligera  infracción    de  ellasJ 

Diez  y  siete.  Este  ejército  observará  á  la  letra  la  ordenanza,  j 
sus  jete»  y  oficialidad  continuarán  en  el  pie  en  que  están,  con  la 
espectativa  no  ooscante  á  sus  empleos  vacantes,  y  á  los  que  se  estimer 
de  nccosidttd  ó  conveniencia. 

Diez  y  ocho.  Las  tropas  de  quo  se  componga  se  considerarár 
como  de  línea,  y  lo  mismo  las  que  abracen  luego  este  plan  ;  las  qut 
lo  defiendan  y  los  paisanos  que  quieran  alistarse,  se  mirarán  como  mí-, 
licia  nacional,  y  el  arreglo  y  íorma  de  todos,   lo  dictarán  las  Cortes. 

Jürez  y  nueve.  Los  empleos  se  darán  en  virtud  de  informes  di 
los  respectivo»  jefes,  y  á  nombre  de  la  nación  provisionalmente. 

Veinte  Ínterin  se  reúnen  las  Cortes,  se  procederá  en  los  delitos 
con  total  arreglo  á  la  Constitución  Española. 

Veintiuno  En  el  de  conspiración  contraía  independencia,  se  pro 
ceüeiá  a  prisión,  sin  pasar  a  otra  cosa  hasta  que  las  Cortes  dicten  9 
pena  correspondiente  al  mayor  de  los  delitos  después  del  de  Lesa  Ma 
gcsiaa  Dtvina 

Veinte  y  dos:  Se  vigilará  sóbrelos  que  intentaren  sembrar  la  di 
visión.   ¡»6  reputarán  como  conspiradores  contra  la  independencia. 

Veinte  y  tres  •  Como  las  Cortes  que  se  han  de  formar  son  cons- 
tituyentes, deben  ser  elejidos  los  diputados  bajo  este  concepto:  1; 
Junta  eoterminará  las  reglas  y  el  tiempo  necesario  para  el  efecto. 

He  aquí  el  ridiculo  aborto  que  debía   proclamarse  en  Iguala. 

— Nada  tenemos  que  añadir  dijo  Iturbide,  el  clero  y  el  ejercite 
obedecen  como  hasta  aquí  a  Su  Magestad  Fernando  VIL 

— Nombraremos,  agregó  el  Jesuíta,  al  Virrey  presidente  de  h 
junta,  vocales  al  oidor  Bataiier,  al  Cura  del  Sagrario,  y  á  otros  re 
presentantes  del  clero. 

Iturbide  guardó  silencio. 

— El  nombramiento  de  usted,  señor  coronel,  para  la  comandancií 
del  Sur  corre  de  nuestra  cuenta:  reunirá  usted  el  mayor  número  d< 
tropft  que  le  fuere  posible,  y   cuando    se  encuentre    fuerte,    batirá  a 


tOS  INSURGENTES  311 


general  Guerrero,  que  será  fácil  esterminarle;  dueño  de  la  situación, 
proclamará  usted  el  plan  en  la  Ciudad  de  Iguala,  que  nosotros  hare- 
mos secundar  en  todo  el  reino. 

— Cuenten  ustedes  con    mi  adhesión,  contestó  Iturbide. 

— Vaya  usted  ahora  á  la  junta,  nada  diga  usted  del  plan,  hable 
en  lo  general,  que  mañana  quedará  extendido  el  nombramiento  para 
que  marche  usted  á  comenzar  esa  obra  tan  meditada  por  nosotros 
desde  que  la  herejía  y  el  cisma  han  asomado  su  infernal  cabeza  en 
la  Metrópoli. 

Despidióse  Iturbide  de  los  jesuítas,  y  marchó  en  seguida  á  la 
reunión  masónica,  dcnde  fué  recibibo  como  el  oráculo  déla  revolución. 

IV. 

El  día  9  de  Noviembre  de  1820,  Don  Agustín  de  Iturbide  fué 
nombrado  por  el  Virrey  don  Juan  Euiz  de  Apodaca,  Conde  del  Ven%- 
dito.  Comandante  general  del  Sur  y  rumbo  de  Acapulco. 


CAPITULO  VIII. 

Donde  signen  los  acontecimientos  de  esta  verídica  historia 

I. 

Jacinto  Castaños,  á  quien  la  suerte  favorecía,  en  los  lances  más 
desgraciados,  se  propuso  dar  un  terri^  desengaño  á  la  pobre  loca, 
lleváudola  á  la  cueva  donde  había  encadenado  á  Edmundo  Fon- 
terravía. 

Caminaban  la  joven  y  el  descendiente  de  Tízoc  como  los  genios 
malditos  de  la  montaña. 

María  extraviada  completamente,  y  el  capitán  con  el  rostro  som- 
brío como  el  de  los  sentenciados. 

Atravesaban  senderos  y  quebraduras,  estropeando  sus  plantas  en 
las  rocas  astilladas,  y  á  reces  deteniéndose  fatigados  á  la  sombra  de 
los  árboles  gigantes  do  la  sierra. 

Al  dar  vuelta  á  un  sendero  que  caía  sobre  una  pendiente  de 
rocas  que  amenazaban  desplomarse,  levantaron  simultáneamente  el 
vuelo  una  parvada  de  aves  de  rapiña. 

— Hemos  llegado,  dijo  Castaños,  no  hay  más  que  penetrar  en  esa 
cueva. 

María  se  echó  á  correr,  mientras  que  Jacinto  trepaba  por  las  pie- 
dras para  contemplar  desde  lo  alto  de  los  picos  aquella  escena. 

Atado  á  una  roca,  estaba  un  esqueleto  revestido  en  algunas  partes 
de  carne  hedionda. 

Las  órbitas  las  tenia  vaciadas,  y  la  fuerza  del  hierro  de  la  cadena 
había  desprendido  una  pierna.  - 

Edmundo  Fonterravía  había  muerto  de  hambre,  desesperado  de 
no  poder  quebrantar  sus  ligaduras,  y  abandonado  en  lo  profundo  de 
aquellas  soledades. 

La  loca  contempló  por  algunos  instantes  aquel  espectáculo  espan- 


312  ¡TOAN  A.  MATEOÍ 


toso;  vio  palpablemente  á  la  luz  misteriosa  de  su  alma,  la  imagen  de 
su  esposo,  y  se  arrojó  demente  sobre  el  esqueleto. 

Al  abrazar  la  liosamenta,  se  desprendió  el  cráneo  y  rodó  por  el 
suelo. 

Jacinto  lanzó  una  espantosa  carcajada,  que  la  loca  ni  aún  es- 
cuchó. 

La  joven  tomó  con  sus  manos  la  cabeza  yerta,  de  su  amante,  fijó 
su  tenaz  mirada  en  aquellos  ojos  sin  luz,  y  exclamó  con  la  voz 
del  alma: 

— ¡Aquí...  aquí  estás  junto  á  mí...  cuanta  felicidad...  mi  amorte 
dará  el  calor  que  la  muerte  te  lia  arrebatado...  seque  no  existes  para 
el  mundo,  pero  vives  para  mi  corazón...  me  parece  sentir  ese  aliento 
que  me  abrasaba  en  las  Loras  dulcísimas  de  nuestro  amor.... 

A  este  recuerdo  se  agolpó  un  mar  de  llanto  a  los  ojos  de  la  joven, 
amenazando  ahogarla. 

— Dios  me  había  avisado  de  tu  muerte....  Dios  que  todo  lo  vé 
sobre  la  tierra....   ¡pobre  de  mí!...   ¡pobre  de  mí! 

Aquel  momento  de  lucidez  pasó  como  una  exhalación,  porque  las 
ideas  de  María  volvieron  á  trastornarse. 

—  ¡Habla!  gritó  con  voz  de  trueno,  habla,  ese  silencio  es  espan- 
toso!... ya  comienzo  á  escuchar  tu  acento....  me  preguntas  porqué  no 
he  muerto  todavía!  vivo,  sí,  vivo  para  llorarte....  ¿qué  se  hizo  la 
tersura  de  tu  frente  y  el  perfume  de  tu  cabello?...  reclínate  en  mi 
regazo  como  antes....   ¡habíame  de  nuestro  amor!... 

Aouella  criatura  infortunada  pasó  sus  ardientes  labios  por  el  crá- 
neo hollado  de  su  esposo  y  los  retiró  instantáneamente  bajo  impresión 
tan  terrible. 

—  ¡Muerto!  ¡muerto!  exclamó  palideciendo  como  si  la  sangre  toda 
se  le  hubiese  consumido. 

Quiso  llorar,  arrancar  con  gus  lágrimas  aquel  dolor  que  la  mar- 
tirizaba ;  pero  las  lágrimas  no  vinieron  a  sus  pupilas  :  entonces  co- 
menzó á  dar  alaridos  que  se  esc  uciiaoan  como  s*  saliesen  del  fondo 
de  la  tierra. 

Después  apoyó  su  frente  contra  las  húmedas  piedras  de  la  gruta, 
y  quedó  absorta  en  ei  mundo  inquieto  y  perdido  de  sus  ideas  ex- 
traviadas. 

Pasó  una  hora  larga  en  aquella  rígida  situación,  cuando  escuchó 
ruido  de  voces  en  el  sendero. 

Levantóse  instantáneamente,  y  salió  al  encuentro  de  una  neaueña 
caravana  que  atravesaba  por  sus  laderas. 

II. 

Alfonso  de  Piedra-Santa  y  Luz  habían  vivido  en  Chichihualco 
desde  el  desaparecimiento  de  María  y  su  entrada  al  convento  de  Santa 
Brígida. 

Dios  había  concedido  á  su  amor  un  precioso  niño,  objeto  de  las 
más  dulces  solicitudes  ¡  se  llamaba  Edmundo. 

Piedra-Santa  había  puesto  ese  nombre  á  su  hijo,  en  memoria  de 
su  amigo  Fonterravía. 

En  la  época  á  que  se  refiere  nuestra  historia,   los  realistas  esta- 


IOS   INSURGENTES  S13 


ban  en  las  cercanías  de  Chicliiliualco,  y  amenazaban  á  los  insurgentes 
que  no  abandonaban  aquellos  contornos. 

Luz  había  temido  por  Piedra-Santa  y  más  por  su  hijo. 

El  tierno  niño  podía  caer  en  poder  de  los  realistas  y  ser  una  de 
tantas  víctimas  inmoladas  á  la  barbarie. 

Piedra-Santa  creyó  que  debía  trasladar  á  su  familia  á  un  punto 
seguro  de  la  costa  y  entregarse  descuidado  á  esa  lucha,  cayo  término 
señalaba  el  destino. 

Adoptada  esta  resolución  emprendieron  la  marcha. 

La  tarde  iba  cayendo  en  el  ocaso,  y  la  naturaleza  nunca  había 
dado  un  espectáculo  más  hermoso  y  encantador. 

El  viento  había  agrupado  las  nubes  dándole  esas  formas  que  solo 
puede  descifrar  la  imaginación  y  adivinar  la  fantasía. 

Por  allí  grupos  de  fantasmas  con  sus  sudarios,  mas  allá  genios 
arrodillados  con  las  manos  vueltas  al  cielo,  grupos  de  ángeles  con  alas 
blancas  teñidas  de  púrpura,  palacios  inmensos,  gigantes  amenazadores, 
y  allá  mas  allá  todavía,  un  mar  de  olas  de  fuego  y  la  luna  creciente, 
meciéndose  como  una  barquilla  en  el  Océano  de  espuma  y  olas  de  es- 
carlata. 

Las  arboledas  cruzadas  por  los  últimos  rayos  solares,  y  el  vapor 
de  la  tierra  cayendo  en  polvo  de  oro,  formando  un  cambiante  de  luz 
encantador. 

El  agua  quebrándose  con  tumbos  sobre  las  rocas,  reflejando  aquella 
lluvia  de  matices  y  decorándose  con  las  galas  de  la  tarde. 

Las  flores  con  sus  corolas  vueltas  al  sol  dándole  su  despedida,  y 
las  mariposas  revolando  por  doquiera  sintiendo  el  enfriamiento  de  la 
atmósfera  precusor  de  la  noche. 

El  aleteo  de  los  insectos  que  siguen  en  grandes  grupos  por  todas 
direcciones  con  su  eterno  zumbido,  y  sobre  aquel  mundo  que  iba  des- 
apareciendo en  las  sombras  trasparentes  del  crepúsculo,  en  un  velo 
dulcísimo  de  melancolía,  en  una  atmósfera  de  soledad  y  de  silencio. 

Luz  conversaba  intimamente  con  su  esposo,  llevando  en  su  re- 
gazo á  Edmundo. 

— Que  bien  te  conoce  ¿no  es  verdad?  se  sonríe  cada  vez  que  lo 
acaricias. 

— ¡Hijo  mío!  esclamó  Piedra-Santa. 

— Alfonso,  tú  estás  triste,  dijo  Luz,  no  parece  sino  que  el  naci- 
miento de  este  niño  te  ha  arrebatado  la  alegría. 

— Luz,  respondió  Piedra-Santa,  hasta  hoy  te  había  ocultado  un  se- 
creto que  voy  á  revelarte. 

— Habla,  Alfonso  mío. 

— Tú  y  yo  estamos  predestinados  á  la  desgracia,  y  nuestro  hijo 
recibirá  por  herencia  el  infortunio. 

— No  te  comprendo. 

— Escúchame,  esa  esmeralda  que  llevo  á  mi  cuello  es  el  amuleto 
de  una  predicción  espantosa...  tú  sin  saberlo  posees  otra  y  las  dos  las 
heredará  nuestro  hijo. 

— Yo  no  he  visto... 

— En  el  escapulario  de  tu  hermano  venía  la  piedra,  y  los  vati- 
cinios han  dicho  que  al  reunirse  en  un  solo  individuo    las  tres  esme- 


SI 4  JUAN  A.  MATEO! 


raídas  del  collar  de  Xicoténcatl,  la  América   será  independiente  pero 
el  poseedor  de  las  piedras  morirá  ea  la  última  batalia. 

Luz  abrazó  instintivamente  á  Edmundo. 

— Cuando  yo  tenía  esperanza  do  sor  el  último  de  los  de  mi  raza 
y  regar  con  mi  sangre  el  árbol  de  la  libertad  de  mi  patria,  viene  al 
mundo  este  niño,  diciendo  con  su  existencia  que  el  día  de  la  libertad 
ee  aplaza  para  la  otra  generación. 

— Yo  tengo  un  sentimiento  profundo  de  egoísmo,  dijo  Luz,  acaso 
por  el  cariño  inmenso  que  te  profeso  á  tí  y  al  Lijo  do  mis  entrañas, 
¿qué  me  importa  que  se  esclavice  el  mundo  entero  si  tú  vives?  per- 
manezca encadenado  este  suelo,  yo  no  cambio  mi  felicidad  por  el  te- 
soro mayor  de  la  tierra...  Piedra-Santa,  loque  á  tí  te  entristece  á  mí 
me  alegra  :  este  niño  me  dice  que  tú  vivirás  tranquilo  á  mi  lado,  y 
yo  bendigo  la  hora  en  que  Dios  lo  puso  en  mi  seno. 

Luz  besó  repetidas  veces  á  su  hijo  y  lo  presentó  á  su  padre  para 
que  lo  acariciase. 

— Tienes  razón,  Luz,  dijo  don  Alfonso,  yo  mismo  debo  sacrifi- 
carme por  ustedes,  es  lo  único  que  halaga  mi  existencia  y  me  hace 
pensar  en  el  porvenir,  conservemos  la  vida  de  este  niño,  ella  es  nuestra 
salvación. 

Oyóse  ruido  entre  los  matorrales  del  camino,  don  Alfonso  echó 
mano  á  su  escopeta. 

De  entre  la  yerba  salió  un  hombre  casi  desnudo,  sin  sombrero  y 
con  el  cabello  erizado  como  el  de  los  salvajes. 

— ¡Alto!  gritó  Piedra-Santa. 

— Viva  la  América,  contestó  la  voz  conocida  de  ViklQ» 

— Demonios,  ¿quien  te  había  de  conocer? 

— Yo  soy  el  mismo,  mi  coronel. 

— ¿Qué  haces  aquí? 

— Es  largo  de  contar. 

— Toma  ese  caballo  y  cuéntame  esas  aventuras 

El  antiguo  insurgente  cuyo  rostro  comenzaba  á  descomponerse  en 
diez  años  de  campañas,  saltó  ligero  sobre  el  caballo,  y  emparejando 
con  el  de  sus  amos  se  acercó  á  Luz. 

— ¡Válgamo  Dios!  ¡y  qué  linda  criatura'...  todos  los  ojos  de  la 
señorita,  y  la  frente  de  mi  coronel...  este  sí  que  será  un  insurgente 
de  primera,  ya  me  parece  que  lo  veo  azotando  realistas...  ¡quémanos 
tan  monas...!  ¡vamos,  ven  conmigo,  yo  soy  lo  mismo  que  si  fuera  tu 
padre,  tal  vez  más  cercano...  se  ríe...?  ven,  ven,  aquí  en  mis  brazos 
estarás  más  cómodo,  yo  no  he  tenido  muchachos,  sí.  ya  recuerdo, 
tuve  uno  que  luego  resultó  ser  de  un  señor  muy  neo,  vamos,  esta 
criatura  me  ha  encantado. 

Luz  entregó  á  su  hijo  en  brazos  de  Vildo. 

El  niño  comenzó  á  jugar  con  las  melenas  del  soldado. 

— Tira  recio,  tira,  decía  Vildo,  estos  cabellos  son  de  la  patria. 

—¿Y  de  dónde  sales  ahora?  preguntó  Piedra-Santa. 

— He  corrido  un3,  mi  coronel,  que  estoy  vivo  por  milagro  d< 
Dios:  figúrese  usted  que  me  aprisionaron  los  soldados  de  Iturbide. 
precisamente  cuando  iba  á  poner  una  banderilla  y  ¡zas!  que  me  fu 
silaron. 

— ¿Cómo  está  eso?  dijo  Luz, 


LOS    INSURGENTES  S15 


— Como  lo  oyen  sus  mercedes,  nos  ahorcaron  á  todos  los  prisio- 
neros é  hicieron  un  fuego  graneado  de  lo  lindo,  yo  me  eché  al  suelo 
dándome  por  muerto,  y  me  estuve  entre  la  sangre  hasta  que  á  favor 
de  la  oscuridad  pude  fugarme. 

— Es  un  milagro. 

— Lo  que  no  se  me  olvida  es  la  figura  de  la  niña  María. 

— ¿De  qué  María  habías? 

— De  la  esposa  del  capitán  don  Edmundo. 

— Explícate. 

— Se  fugó  del  convento  de  México,  y  yo  me  la  traía  para  Chi- 
cliihualco  cuando  nos  cayeron  los  realistas. 

—  ¿Estás  seguro  de  lo  que  dices? 

— Como  que  los  gachupines  de  la  Corte  me  querían  colgar  !como 
chorizón  de  Extremadura  ■  luego  resultó  que  me  pusieron  en  libertad 
y  que  ya  la  monja  no  parecía  ;  pero  como  yo  soy  devoto  de  las  cua- 
renta mil  vírgenes,  cuando  menos  lo  creía  me  topo  con  la  monja,  y 
¡zas!  que  echamos  á  andar  como  desesperados,  cuando  en  la  hacienda 
de  la  Quemada  nos  atrapan  ,Dios  mío!...  aquello  fué  una,  que  no 
se  me  olvidará  mientras  vva  .  figúrese  mi  coronel,  que  la  mayor  parte 
de  los  insurgentes  quedaren  naüa  más  heridos,  y  no  querían  quejarse 
por  temor  de  que  los  mataban. 

— Ya  vengaremos  á  nuestros  compañeros. 

— A  eso  he  venido 

— Decías  que  - 

—  Qa<?  no  lie  podido  o'vidar  á  la  niña  María  :  la  pobre  niña  se 
ha  trasicruado  completamente 

— i  Loca'  esclamó  L.zz  meando 

—Sí.  'oca  rematada  e*  ecL'í  á  buscar  al  capitán  Fonterravía  en- 
tra ¡og  muertos  .  levantaba  cen  une  facilidad  los  cadáveres,  que  me 
rViaba  asombrado  ¡demotio:  l\  mña  estaba  Lena  de  sangre,  y  con 
rio  o?  oíos  tan  grandes  j  espantados  que  daban  miedo...  cuando  llegó 
!¡»  noche  busqué  ó  la  señorita  y  y  ?  no  la  encontré:  tomé  mis  rum- 
bos, ee  decir,  la  montaña,  irvencí  de  los  realistas,  cuando.,.  ¡Ave 
M&rfa  Patísima'  veo  4  ¡&  .oca  atravesar  enmecao  de  la  tempestad, 
daado  uso?  alando»  t»&  espantosos    oue  se  me  erizaron  los  pelos. 

—  [Pobre  María    m-:m',7í;  ütn  Aifonsc. 

—  iDiccs  q^e  e&  esic»  ^?aie?  vete  á  mi  infortunada  am!ga? 
C->a  esto»?  cío*  qc*-  s;  La     d?  cernes  la  tierra. 

— s Y  no  podremos  aver.gt.a?   &¿rdi  s<   encuentra? 

— M«  paiece  imposible  ,  y?  U  h».  buscado  y  nada  he  podido  ave- 
riguar. 

-Es  necesaric  recomendar  á  los  insurgentes  que  la  conduzcan  á 
ChicbiliTsalco  caso  de  encomiaría 

—  Yo  siento  un*  pesadumbre  homble    dijo  Luz. 

Llegaba  á  est*  pi¡r¡tc  1&  conversaciói  cuando  la  loca  que  había 
percibido  á  los  viajeros,  i&nzc-  un*  carcajada  histérica  que  resonó  en 
las  montañas 

Detúvose  aterronzads  la  caravana. 

— ¡Es  ella'  dijo  en  vo?  baj»   Yildo, 

—  ;ElIa'   murmuró  Luz. 

El  insurgente  entregó  á  Edmundo  en  brazos  de  la  madre, 


316  ÍTTAM  A.  MATEOS 


La  loca  bajó  pausadamente  por  el  declive  de  las  rocas,  y  Be  fué 
aproximando  á  sus  amigos. 

— ¡María!  ¡María!  gritó  Piedra  Santa. 

La  joven  pareció  no  escuchar. 

Luz  adelantó  su  cabalio. 

— ¡María,  amiga  de  mi  alma! 

— ¿Eres  tá,  tu  Luz,  de  mi  vida?...  pero  no,  estoy  loca...  loca... 

— No  te  engañas,  yo  soy  tu  amiga,  tu  hermana. 

— Ya  te  reconozco,  ,  ten  lástima  de  mí...  los  pesares  me  han  a- 
rrebatado  eJ  juicio...  me  persiguen...  oye  las  campanas  del  convento... 
es  la  rogativa  por  mí...  estoy  espirituada...    ¡Dios  me  ha  condenado! 

— María,  sosiégate,  somos  nosotros. 

— Ya  estoy  á  los  pies  del  altar  arrepentida...  escucho  las  oracio- 
nes que  caen  sobre  mi  cabeza  como  la  lluvia  del  cielo... 

— ¡Perdida!  ¡perdida:  exclamó  Piedra-Santa. 

— ¡Amparadme!  ¡amparadme!  gritaba  la  loca,  yo  estoy  condenada 
en  el  mundo...  él  ha  desaparecido...  me  lo  han  arrebatad*...  allí,  allí 
está  muerto,  y  muerto  para  siempre... 

— Cálmate,  insistía  Luz. 

— ¿Y  este  niño?  preguntó  la  loca  fijando  sas  ardientes  miradas  en 
la  criatura. 

— Es  mi  hijo,  es  Edmundo. 

—  ¡Edmundo!...  , Edmundo!  ¡luego  es  mío!  gritó  con  furia,  y  an- 
tes de  que  pudiera  evitarlo,  y  ligera  como  un  rayo,  arrancó  al  niño 
de  los  brazos  do  Luz  y  corrió  por  las  rocas  hasta  detenerse  en  una 
pendiente  horriblemente  peligrosa. 

Piedra  Santa  y  L.az  siguieron  á  Ja  loca,  pero  se  detuvieron  ante 
el  inminente  nesgo  que  corría  su  ñijo  en  brazos  de  aquella  desgra- 
ciada. 

Luego  que  la  loca  estuvo  en  la  última  roca  de  la  pendiente,  co- 
menzó á  asomar  al  uiño  en  el  precipicio. 

Edmundo  se  reía  con  la  inocencia  del  serafín. 

— Edmundo  han  dicno    gritaba  con  furor,  Edmundo  es  mío. 

— ¡Compasión!...  ¡compasión!  exciamaoa  la  infeliz  madre,  reci- 
biendo la  agonía  horrible  de  ia  tabulación. 

— Ven,  ven,  decía  don  Alfonso  con  voz  trémula,  voy  á  devol- 
verte á  tu  esposo,  aquí  está  con  nosotros. 

— Tú,  gritó  María  rechinando  los  dientes,  tú  me  lo  robaste...  lo 
recuerdo  perfectamente...  allí  frente  á  esa  casa  testigo  de  nuestros  a- 
mores...  tú  lo  hiciste  prisionero  y  lo  asesinaste,.. 

— ¡Mientes!  gritó  don  Alfonso,  fué  Jacinto  Castaños. 

— ¡Ah!  sí,  sí,  el  hermano  de  esa  mujer...  ¡gracias,  Dios  mío!... 
gracias...  tú  quieres  que  me  vengue...  que  vengue  yo  sru  sangre... 
este  niño  es  hijo  de  esa  mujer  hermana  de  mi  verdugo. 

— No,  no  lo  harás,  yo  me  arrodillo  á  tus  pies,  mírame  María, 
reconóceme,  compasión  de  un  desdichado  padre. 

— ¿Quién  ha  tenido  compasión  de  mi?...  el  templo  se  ha  cerrado 
y  las  casas  de  los  hombres...  ¡pero  yo  me  vengaié!  ¡yo  me  vengaré! 

— Siento  la  muerte,  decía  Luz,  Dios  mío,  mátame,  mátame  por 
compasión. 

Aquella  escena  era  espantosa :  la  loca  parecía  una  figura  del  in* 


LOS  ÍN9UfiSEOTEl  Slt 


fíerno  sobre  el  pico  de  la  roca,  el  viento  esparcía   sus  cabellos   y  los 
girones  destrozados  de  sus  vestidos. 

Aquel  cuadro  tenía  por  fondo  los  últimos  celajes  que  parecían 
fajas  de  sangre  tendidas  en  el  horizonte. 

La  naturaleza  parecía  callada  ante  aquel  espectáculo  conmovedor. 

El  insurgente  probaba  arrastrarse  como  una  serpiente  por  entre  las 
rocas,  para  apoderarse  de  María  y  evitar  la  consumación  de  aquel  crimen. 

Los  padres  de  la  criatura  apuraban  gota  á  gota  aquel  licor  em- 
ponzoñado, y  la  loca  se  herguía  en  la  altura,  y  medía  el  precipicio 
con  cierta  especie  de  ferocidad  abominable. 

Vildo  seguía  arrastrándose  por  los  matorrales,  y  ya  estaba  á  corta 
distancia. 

Piedra  Santa  tendía  sus  brazos  queriendo  alcanzar  á  su  bijo  como 
si  él  pudiera  extender  sus  alas  y  volar  al  seno  de  su  padre. 

— Esperas  en  vano  miserable,  gritaba  María,  Dios  pone  en  mis 
manos  el  rayo  de  la  fatalidad...  este  niño  tiene  la  sangre  del  verdugo 
de  mi  Edmundo,  y  vá  á  bajar  al  abismo  por  él. 

Aquella  mujer  impía  azotada  por  la  cólera  de  Dios,  lanzó  á  la 
criatura  al  abismo,  y  lanzó  carcajadas  estridentes,  que  apagaron  el 
eco  de  los  golpes  que  iba  dando  el  niño  contra  las  peñas. 

Luz  cayó  sin  sentido.  Piedra-Santa  llevó  las  manos  al  corazón,  y 
murmuró  con  voz  cavernosa : 

— ¡El  destino!...   ¡Dios!...  ¡las  predicciones!... 

Cuando  Víido  quiso  arrojarse  sobre  María,  esta  había  tomado  un 
sendero  extraviado,  gritando  palabras  extrañas  y  cantando  como  el 
pájaro  de  la  muerte. 

III 

Hemos  visto  á  Jacinto  Castaños  presenciando  desde  lo  alto  de  la 
gruta  la  escena  de  María  con  ios  restos  de  su  esposo. 

El  realista  escuchó  el  andar  ae  ios  caballos  de  la  caravana,  y  se 
ocultó  para  observar  tras  ae  ias  piedlas. 

Luego  que  sus  miíadas  de  águna  se  posaron  en  los  insurgentes, 
reconoció  á  Piedra- Santa  y  á  sa  hermana  Luz  :  su  primer  instinto 
fué  el  de  hacer  fuego  sooie  ellos;   pero  lo  detuvo    una  idea  siniestra. 

— Si  le  mato,  murmuró  Jacinto,  quedo  solo  y  dueño  de  las  es- 
meraldas, y  la  independencia  de  América  está  consumada;  dejémosle 
vivir  para  su  propia  condenación:  ese  niño  debe  ser  su  hijo,  la  muerte 
aplazó  la  realización  del  horóscopo:  volvemos  á  ser  tres  los  herederos 
del  collar  de  Xicoténcatl. 

En  ese  momento  vio  encaminarse  á  la  loca  hacia  los  viajeros, 
hablar  con  ellos  y  después  arrebatar  al  niño,  y  finalmente  contempló 
con  horror  la  muerte  impía  de  aquel  ángel. 

Jacinto  descendió  á  toda  prisa  por  la  escarpada  cuesta,  y  recojió 
el  cadáver  ensangrentado  del  niño. 

—¡Dios  eterno!  exclamó  al  ver  en  la  garganta  de  la  criatura  el 
escapulario  con  la  esmeralda;  ya  soy  dueño  de  la  otra  piedra,  el  in- 
fierno se  conjura  contra  mí. 

Cuando  don  Alfonso  lleno  del  dolor  más  profundo  y  poseído  de 
la  rabia  más  espantosa  descendió  á  ia  barranca  en  busca  de  su  hijo, 
vio  á  Jacinto  Castaños  huir,  llevando  en  sr.á  manos  el  amuleto. 


318  JUAN  A.  MATEOS 


CAPITULO  IX 

De  la  primer  palabra  y  las  últimas  peripecias. 

i. 

Los  insurgentes  habían  conseguido  que  don  Agnstin  Iturbide  sa- 
liera como  primer  jefe  de  la  espedición  realista,  á  consumar  en  el 
corazón  del  país  aquel  plan  ilusorio. 

Sabido  es  que  en  las  revoluciones  se  conoce  el  punto  de  partida: 
pero  nunca  el  de  su  término. 

El  plan  de  independencia  podía  ser  funesto  á  sus  autores,  porque 
es  difícil  contener  ei  torrente  una  vez  desbordado;  tenemos  un  gran- 
dioso y  sublime  ejemplo  en  la  revolución  francesa. 

Iturbide  se  soñaba  dueño  de  la  situación,  creía  poder  arrollar  a 
sus  enemigos,  y  encontrarse  dueño  ütsl  campo  a  la  proclamación  de  la 
independencia. 

El  destino  que  contraría  los  planes  más  bien  combinados,  prepa- 
raba un  desengaño  al  caudillo  de  los  realistas. 

Armóse  un  tren  para  dirigirse  al  seno  do  la  costa  donde  t 
organizaba  su  ejército  para  invadir  ias  ciudades  que  había  coij 
en  mejores  días. 

El  intrépido  suriano  estaba  so!o  en  la  lucha. 

Los  Rayones  y  Bravos  Laoían  caído  en  poder  del  enemigo,  y 
jefes  sin  nombre  militar  eran  ios  que  recorrían  ei  país  en  todas  di- 
recciones. 

Guerrero  contaba  con  hombres  de  un  valor  temerario,  entre  e» 
ge  distinguía  Pedro  Asencio,   rayo  matador  en   las  batallas,  y  otros  •._- 
surgentes  á  quienes  no  ha  olvidado  la  historia. 

Los  realistas  preparaban  nna  campaña  en  toda  forma,  al  efecto 
se  detuvo  una  columna,  que  al  pasar  por  el  punto  de  Aimololla,  fué 
batida  y  derrotada  completamente  por  Asencio. 

Salió  Iturbide  de  Teloloapan  á  San  Martin,  para  encargarse  del 
mando  de  Temasceltepec,  en  el  cerro  de  Sao  Vicente  estaban  apos- 
tadas desde  tres  días  antes  las  íuerzas  de  Guerrero  formando  una  em- 
boscada para  caer  de  improviso  sobre  el  enemigo. 

El  punto  de  la  acción  fué  una  vereda  dominada  por  un  gran  cerro 
boscoso,  y  al  borde  de  una  barranca  profunda,  no  permitiendo  el  ca- 
mino formar  dos  hombres  de  frente. 

Pasaba  el  ejército  realista,  cuando  los  insurgentes  cargaron  la 
retaguardia  desordenándola  por  completo. 

Pedro  Asencio  se  presentó  amenazando  la  vanguardia,  entonces 
Iturbide  protegió  la  parte  atacada,  y  se  previno  á  resistir  al  enemigo 
que  avanzaba  por  su  frente,  enviando  una  fuerza  á  la  parte  culmi- 
nante de  la  vereda,  porque  los  insurgentes  se  le  venían  encima  á  toda 
prisa. 

Avanzaban  en  tiradores  los  de  Asencio,  hasta  llegar  á  batirse  á 
la  bayoneta,  y  el  punto  fue  tomado  á  viva  fuerza. 

Siguió  la  batalla  con  una  fuerza  encarnizada,  perdiendo  terreno 
las  fuerzas  de  Iturbide,  acribilladas  por  vanguardia  y  retaguardia,  des- 


tos  m?.vn.&mtfiM  310 


ordenándose  el  centro  de  la  columna  por  la  posición  difíeil  qne  ocu- 
paba eu  aquellos  momentos. 

El  encuentro  fué  espantoso,  los  cadáveres  cubrían  totalmente  la 
vereda,  y  en  la  parte  del  bosque  se  consumaba  una  carnicería  ho- 
rrorosa. 

1  túrbido  viendo  perdida  la  acción,  se  retiró  del  campo  coh  cincuenta 
dragones  rumbo  á  Tejupilco. 

El  "¿1  de  Diciembre  de  ese  año  memorable  de  1820,  los  insur- 
gentes traían  gran  batiboleo  en  la  hacienda  de  Chicliihualco,  tan  co- 
nocida ya  de  nuestros  lectores. 

Viido  y  José  de  la  Luz  mandaban  como  unos  generales  á  mul- 
titud de  arrieros  que  cargaban  en  sus  atajos  víveres  para  el  ejército 
de  Guerrero. 

— Mi  general,  decía  el  insurgente,  con  este  viajecito  tenemos  so- 
corro para  seis  meses. 

Guerrero  estaba  rodeado  de  sus  ayudantes  viendo  con  gusto  el 
entusiasmo  de  su  campamento. 

— Con  estos  soiuados,  decía,  no  se  puede  perder;  después  de  once 
años  de  combates,  están  tan  animados  como  ei  primer  día...  vamos, 
no  quiero  pensar  en  ios  que  faltan. 

— No  nay  que  pensar  en  esas  cosas,  mi  general,  ¿quién  no  tiene 
memoria»  amargas  en  esta  vida? 

— Señor  Piedra-Santa,  contestó  el  general,  siento  haber  iniciado 
esta  conversación. 

Piedra-Santa  estaoa  totalmente  cambiado  en  su  fisonomía,  el  pesar 
profundo  de  la  muerte  ue  sa  mjo,  io  tenia  preocupado  hasta  la  atonía, 
sus  ojos  estaban  sepultados  en  lo  ma»  liondo  de  sus  órbitas,  su  frente 
pálida  como  la  do  una  estatua  <io  maríu,  sus  labios  pálidos  y  la  barba 
y  cabello  crecidos  por  el  abandono. 

Aquel  hombre  no  era  sogaiamente  el  de  otros  días,  su  ánimo  es- 
forzado se  habla  extinguido,  entraba  en  el  combate  con  la  indolencia 
del  que  no  teme  á  la  muerte,  presenciaba  los  dramas  de  la  revolución 
con  más  sangre  fría  que  el  esxieciadur  los  de  un  teatro  donde  todo  es 
ficción. 

— Señor  coronel,  dijo  Guerrero,  adelántese  usted  con  una  sección, 
y  ocupe  el  punto  de  la  Cueva  del  Duiblo,  fortifique  usted  aquel  lugar, 
porque  tengo  noticia  de  que  I03  realistas  nos  seguirán  á  la  salida  do 
la  hacienda. 

— Con  permiso  de  usted,  mi  general,  contestó  Piedra-Santa,  y 
ordenó  á  su  clarín  de  órdenes  que  tocase  «llamada.» 

Entretanto  se  dirigió  á  las  habitaciones  de  la  hacienda,  dondo 
yacía  su  infeliz  esposa  presa  del  desconsuelo  y  del  sufrimiento. 

— Llegó  el  momento  de  separarnos,  dijo  don  Alfonso. 

Luz  no  contestó,  sus  ojos  relucientes  se  volvieron  hacia  su  esposo, 
y  su  respiración  comenzó  á  hacerse  dificultosa. 

— Vamos,  Luz,  exclamó  Piedra-Santa  llorando,  vas  á  empeorarte; 
ya  sabes  que  tu  corazón  se  revela...  ¿quieres  morir?...  ¡vamos,  mira 
que  en  el  mundo  no  tengo  más  que  á  tí!... 

— Sí,  ya  estoy  tranquila...  resignada...  i 

Piedra-Santa  besó  la  frente  de  Luz,  que  estaba  yerta.  , 

Aquella  infeliz  madre  estaba  á  las  piritas  de  la  tumha5    víctima 


320  JTJAN  A.  MATEOS' 


de  una  hipertrofia;  su  hijo  la  llevaba  en  pos   á   la    eternidad,    y    los 
momentos  de  su  vida  estaban  contados. 

Una  ansia  terrible  la  atacó  en  aquel  instante  de  aflicción,  y  co- 
menzó á  desgarrar  saDgre. 

—  ¡Sangre  otra  vez'  gritó  Piedra-Santa  al  ver  su  pañuelo. 

— No  te  asustes  Alfonso,  no  es  nada...  ;yo  procuraré  vivir  para  tí! 
y  tendió  su  mano  desco'orida  buscando  la  frente  de  su  esposo. 

Don  Alfouso  se  arrodilló,  y  tomando  aquella  mano  delicada  la 
besó  con  sus  lágrimas. 

Vildo  se  presentó  en  la  estancia. 

— Esto  es  peor  que  las  balas  de  los  realistas,  murmuró  el  insur- 
gente, y  tienen  razón...  ¡maldita  loca!...  si  yo  hubiera  llegado  á 
tiempo  la  aplasto  como  una  víbora...  ¡qué  diablo!  desde  ese  día  me 
he  vuelto  como  una  muchacha  de  quince  años,  tengo  las  lágrimas  en 
los  ojos.,,  veo  á  la  niña  y  ¡zas!  lloro  sin  poderme  contener...  ¡rayo 
del  diablo!...  la  niña  Luz  se  va  á  morir,  tiene  una  cara  de  difunto... 
el  coronel  es  todo  un  hombre;  pero  se  va  secando  como  los  pinos  en 
el  invierno...  ese  sí  que  sufre  por  todos...  vamos  á  tener  muchas  pesa- 
dumbres juntas...  iyo  que  soy  nn  mandria!...  ¡Vildo,  Vildo!  más  vale 
que  te  marches  al  infierno  que  ver  estas  cosas!... 

Caifas,  el  perro  del  insurgente,  comenzó  á  ahullar  como  si  hus- 
mease la  muerte. 

— ¡Sal,  maldito  de  todos  los  diablos!  gritó  Vildo  dándole  una 
fuerte  patada  al  perro. 

Caifas  se  fué  á  echar  á  los  pies  de  Luz. 

£1  insurgente  se  quedó  viendo  á  la  joven,  que  apenas  podía  hablar, 
presa  de  una  agitación  espantosa. 

—  ¡Esto  es  más  de  lo  que  puede  sufrir  un  hombre!  exclamó  Piedra- 
Santa. 

No  es  nada...  nada,  contestó  Luz  acariciando  la  frente  de  don 
Alfonso. 

El  insurgente  salió  corriendo  en  busca  del  ministro  de  Dios. 

— Alfonso...  mío...  las  predicciones...  han  dicho  que  ninguno  de... 
nuestra  familia...  sobreviviría  á...  ese  día  de...  la  independencia...  y 
ya  aparece  la  aurora... 

— ¡Pero  si  yo  debo  morir  también!...  ¿porqué  no  bajo  ala  tumba 
antes  que  tú?...  Dios  me  reserva  todo  el  licor  amargo  déla  angustia... 
¡tú...  mi  hijo! 

A  ese  recuerdo,  la  joven  moribunda  se  agitó  convulsivamente  como  ¡ 
si  fuese  á  exhalar  el  último  aliento,  su  pecho  comenzó  á  levantarse  y  > 
la  respiración  se  hizo  tan  difícil  y  trabajosa,  que  todo  anunciaba  una 
muerte  próxima. 

Vildo  tornó  con  el  sacerdote. 

Piedra-Santa  dejó  sola  á  su  esposa 

Después  de  un  cuarto  de  hora  la  puerta  se  abrió. 

Piedra-Santa  entró  en  el  aposento,  se  acercó  al  lecho,  se  arrodilló 
temblando,  y  tomando  la  mano  de  Luz  exclamó: 

— Pronuncia  una  palabra...  una  palabra  siquiera  de  despedida... 
¡Luz!...  ¡Luz!... 

La  joven  ya  no  le  escuchaba,  el  espíritu  de  la  vida  estaba  próximo 
á  extinguirse. 


IOS   INSURGENTES  321 


— ¡Mírame,  gritaba  Piedra-Santa,  una  sola  mirada...  una  sola!... 
quiero  recojer  la  luz  postrera  de  tu  existencia...  ¡Dios  mío!...  ¡Dios 
mío!...  ¡ten  compasión  de  mí! 

El  sacerdote  rezaba  las  últimas  oraciones  á  la  cabecera  de  la  mo- 
ribunda. 

Hubo  un  momento  en  que  Luz  parecía  volver  en  sí  de  su  letargo, 
y  reconocer  á  las  personas  que  la  rodeaban. 

— ¡Vive!  gritó  Alfonso. 

La  joven  contrajo  sus  labios  esforzándose  por  sonreivse  y  esa  son- 
risa era  la  del  ángel  que  regresaba  al  lugar  luminoso  de    su  partida. 

— Bogad  á  Dios  por  su  alma,  dijo  el  sacerdote,  y  abandonó  la 
estancia. 

Piedra-Santa  se  abrazó  del  cadáver,  besó  mil  veces  aquellas  meji- 
llas que  tomaban  el  frío  y  la  rijidez  de  la  muerte;  la  llamó  con  los 
gritos  del  alma;  lloró  como  un  niño,  y  fué  necesario  arrancarle  de 
aquel  sitio  funesto,  porque  estaba  al  perder  el  juicio. 

El  oráculo  se  realizaba,  dos  vastagos  quedaban  de  aquellos 
hombres  que  babían  jurado  venganza  al  pie  del  cadalso  de  Xico- 
tencatl. 

A  la  mañana  siguiente  de  aquel  día  funesto,  el  coronel  Piedra- 
Santa  dejó  para  siempre  la  hacienda  di  Chichihualco. 

El  general  Guerrero  situó  sus  fuerzas  en  la  Cueva  del  Diablo, 
y  esperó  á  los  realistas  que  se  molían  amenazándole  con  una  batalla. 

Berdeja  mandaba  las  fuerzas  del  rey,  y  Guerrero  en  persona  á 
los  insurgentes. 

La  batalla  comenzó  á  las  siete  de  la  mañana 

Los  realistas  intentaron  arrojarse  sobre  las  trincheras,  pero  fueron 
rechazados  valientemente. 

La  senda  que  conducía  á  los  parapetos  estaba  obstruida. 

Era  el  terreno  sumamente  pedregoso. 

Berdeja  emprendió  una  falsa  retirada  para  sacar  á  los  insurgentes 
de  sus  trincheras. 

Guerrero  comprendió  el  movimiento  y  aceptó  el  plan  de  su  ene- 
migo, lanzando  dos  columnas  al  terreno  donde  se  le  llamaba. 

La  tropa  de  Berdeja  perdió  la  moral,  y  la  dispersión  más  completa 
dio  fin  con  la  columna  desgraciada  de  los  realistas. 

Los  insurgentes  tomaron  como  siempre  la  revancha,  y  el  jefe  tuvo 
que  escaparse  á  uña  de  caballo. 

Los  proyectos  de  Iturbide  fracasaban  por  todas  partes. 

Dice  un  historiador,  que  el  2  de  Enero  de  1821 ,  don  Carlos  Moya 
sufrió  otro  descalabro,  valiéndole  una  seria  reprimenda  de  Iturbide, 
[pie  se  desesperaba  con  la  ineptitud  de  este  oficial. 

Informóle  este  jefe  de  que  Guerrero  con  trescientos  ó  cuatrocientos 
aombres  había  invadido  la  línea  de  Acapulco,  destrozando  á  los  gra- 
aaderos  del  Sur,  mas  con  tanta  rapidez,  que  la  noticia  primera  que 
íuvo  de  la  aproximación  de  Guerrero,  fué  acompañada  de  la  sexta  des- 
gracia, pues  lo  suponía  más  distante. 

Informó  también  que  le  había  tomado  elfpunto  de  Sacatepec,  cor- 
fado  su  línea,  y  que  eran  muy  rápidos  sus  progresos,  por  lo  que  con- 


21  —  Los  Insurgentes. 


822  JUÁK  4.   MATEOS 


clnyó  pidiendo  á  Iturbide,  le  mandase  en  sn  socorro  á  marchas  dobles 
ana  división. 

Eu  25  de  Enero  la  sección  puesta  al  mando  de  don  Miguel  Torres, 
sufrió  un  fuerte  ataque  por  una  partida  de  Pedro  Asencio,  en  las  in- 
mediaciones de  San  Pablo,  camino  de  Totomoloya. 

En  dos  meses  las  fuerzas  de  Iturbide  recibieron  cinco  derrotas. 
Preocupado  estaba  el  jefe  realista  con  tanto  contratiempo;  aquella 
lección  1©  tenía  acobardado,  sentía  respeto  por  la  causa  de  la  indepen- 
dencia, y  comenzaba  á  comprender  que    la  libertad    de  un  pueblo  es 
tan  sagrada  que  no  lo  mide  ningún  respeto  humano. 

Kecorrió  las  páginas  sangrientas  de  su  vida,  recordó  á  Hidalgo 
en  el  Monte  de  las  Cruces,  y  á  la  multitud  entusiasta  que  seguía  sus 
estandartes  prodigando  su  sangre  en  el  campo  de  batalla,  peleando 
por  su  emancipación;  se  asustó  con  el  mando  negro  de  sus  memorias, 
pensó  q¡u©  estar  en  las  filas  del  extranjero  era  un  sacrilegio,  más... 
fun  parricidio!...  so  arrepintió  de  la  sangre  que  había  derramado  con 
tanta  impiedad,  creyó  ver  los  especiaros  de  sus  hermanos  asesinados 
que  le  pedían  cuenta  de  su  martirio,  oir  las  lamentaciones  de  los  huér- 
fanos y  de  las  viudas  desconsoladas,  y  todo  este  cuadro  alumbrado 
por  las  llamas  del  incendio  que  consumían  las  poblaciones,  cuyas  ce- 
nizas arrebataban  los  huracanes... 

Dios  llamaba  á  las  puertas  de  aquel  corazón  empedernido... 
Volvió  su  rostro  hacia  los  suyos,  y  encontró  hombres  sin  fe  y 
sin  virtudes,  lanzados  en  el  suelo  de  la  patria,  consumando  cuantas 
escenas  guarda  la  barbarie  para  castigo  de  los  hombres...  Quiso  huir 
de  elfos,  esconderse  de  su  conciencia,  regenerarse  en  la  luz  purísima 
del  arrepentimiento,  retroceder  en  la  vía  del  crimen,  expiar  su  exis- 
tencia pasada  con  una  acción  grande,  igual  á  sus  faltas,  y  se  decidió 
á  proclamar  la  independencia  de  su  patria. 

Ni  era  aquel  plan  combinado  en  los  claustros  de  la  Profesa  para 
encadenar  á  un  pueblo,  y  remachar  las  cadenas  de  tres  siglos;  sino 
la  emancipación  completa  de  todo  poder  extraño,  la  independencia  de 
América  con  todo  el  vigor  de  un  pueblo  nuevo,  un  astro  más  en  el 
firmamento  de  las  nacionalidades. 

Tomó  la  pluma  y  dirijió  sus  letras  á  Guerrero,  era  el  único  que 
podía  comprenderlo;  hablóle  con  reserva  sobre  sus  planes,  le  juró  por 
su  honor  que  estaba  pronto  á  sacrificarse  por  el  bienestar  de  su  patria, 
y  concluyó  por  invitarlo  á  que  tomase  parte  en  su  plan  revolucio- 
nario. 

El  modesto  suriano,  el  hombre  del  patriotismo  y  del  valor,  le 
contestó  en  una  extensa  carta,  de  la  cual  presentamos  algunos  párrafos 
á  nuestros  lectores. 

«Usted  y  todo  hombre  sensato,  lejos  de  irritarse  con  mi  rústico 
discurso,  se  gloriarán  de  mi  resistencia,  y  sin. faltar  á  la  racionalidad 
ni  á  la  justicia,  no  podrán  redargüir  á  la  solidez  de  mis  argumentos; 
supuesto  que  no  tienen  otros  principios  que  la  salvación  de  la  patria, 
por  quien  usted  se  manifiesta  interesado.  Si  esto  inflama  á  usted,  ¿qué 
puede  hacer  retardar  el  pronunciarse  por  la  más  ]usta  de  las  causas? 
bepa  usted  distinguir,  y  no  confunda:  defienda  sus  verdaderos  derechos, 
y  esto  le  labrará  la  corona  más  grande:  entienda  usted  que  yo  no  soy 
el  que  quiero  dictar  leyes,  ni  pretendo  ser  tirano   de  mis  semejantes: 


LOS    INSURGENTEa  S23 


decídase  usted  por  los  verdaderos  intereses  de  la  nación,  y  entonces 
tendrá  la  satisfacción  de  verme  militar  á  sns  órdenes,  y  conocerá  á 
un  hombre  desprendido  de  la  ambición  é  interés,  que  solo  aspira  á 
sustraerse  de  la  opresión,  y  no  elevarse  sobre  las  ruinas  de  su3  com- 
patriotas. 

«Esta  es  mi  decisión,  y  para  ello  cuento  con  una  regular  fuerza 
disciplinada  y  valiente,  con  la  opinión  general  de  los  pueblos,  que 
están  decididos  á  sacudir  el  yugo,  ó  morir;  y  con  el  testimonio  de 
mi  propia  conciencia. 

«Compare  usted  que  nada  me  sería  más  degradante,  como  el 
confesarme  delincuente  y  admitir  el  perdón  que  ofrece  el  gobierno, 
contra  quien  he  de  ser  contrario  hasta  el  último  aliento  de  mi  vida; 
mas  no  me  desdeñaré  de  ser  un  subalterno  de  usted,  en  los  términos 
que  digo,  asegurándole  que  no  soy  menos  generoso,  y  que  con  el 
mayor  placer  entregaría  en  sus  manos  ei  bastón  con  que  la  nación  me 
ha  condecorado. 

«Soy  de  sentir  que  lo  expuesto  es  bastante  para  que  usted  co- 
nozca mi  resolución  y  la  justicia  en  que  me  fundo,  sin  mandar  sujeto 
á  discurrir  sobre  propuestas  ningunas;  porque  nuestra  única  divisa  es 
libertad,  independencia  ó  muerte.» 

Ante  esa  actitud  firme  y  valerosa  del  caudillo,  Iturbide  se  des- 
cubrió ía  frente,  y  riiidió  su  homenaje  al  soldado  de  la  libertad. 

«Señor  general  don  Vincente  Guerrero. — Estimado  amigo. 

«Mo  dudo  darle  á  usted  este  título,  porque  la  -firmeza  y  el  valor 
son  ias  cualidades  primeras  que  constituyen  el  carácter  del  hombre  de 
bien,  y  me  lisonjeo  de  darle  á  usted  en  breve  un  abrazo  que  confirme 
mi  expresión. 

«Este  deseo,  que  es  vehemente,  me  hace  sentir  que  no  haya  lle- 
gado hasta  hoy  á  mis  manos  la  apreciabilísima  de  usted  del  20  del 
próximo  pasado,  y  para  evitar  estas  morosidades  eomo  necesarias  en 
la  gian  distancia,  y  adelantar  el  bien  con  la  rapidez  que  debe  ser, 
envío  á  asted  al  portador,  para  que  le  dé  por  mí  las  ideas  que  sería 
muy  largo  de  explicar  con  la  pluma;  y  en  este  lugar  solo  aseguraré 
a  usted,  que  dirigiéndonos  usted  y  yo  al  mismo  fin,  nos  resta  única- 
mente secundar  por  un  plan  bien  sistemado,  los  medios  que  nos  deben 
conducir  indudablemente,  y  por  el  camino  más  corto.  Cuando  hablemos 
L.eted  y  yo,  se  asegurará  de  mis  verdaderos  sentimientos. 

«Para  facilitar  nuestra  comunicación  me  dinjiré  á  Cbilpancingo, 
donde  no  dado  que  usted  se  servirá  acercarse,  y  que  más  haremos 
sin  dada  en  media  hora  de  conferencia  que  en  muchas  cartas.» 

Después  de  diez  años  de  sangre  y  de  combates,  los  dos  caudillos 
enemigos,  se  tendían  ia  mano,  simbolizando  con  su  alianza  la  obra 
más  grande  que  registra  la  historia  contemporánea. 

CAPITULO  X. 

De  la  proclamación  de  la  Independencia  mexicana. 

i. 

A  corta  distancia  de  la  ciudad  de  Iguala  existía  á  principios  del 
siglo,  una  hacienda  pequeña,  que  ignoramos  ei  ha  desaparecido;  se 
Uanaaba  Acatempan, 


324  JUAN  A.  HÍTEOS 


El  general  Guerrero  y  don  Agustín  íturbide  debían  reunirse  en 
ese  lugar  histórico  á  conferenciar.  • 

Los  oficiales  del  ejército  realista  estaban  impacientes  en  espera 
del  caudillo  de  la  insurrección,  y  don  Agustín  íturbide  redactaba  una 
nota  al  gobierno  virreinal,  pidiendo  engrosase  su  ejército  porque  los 
insurrectos  tomaban  una  actitud  alarmante. 

Avistóse  Guerrero  seguido  del  grupo  de  sus  ayudantes,  y  los  rea- 
listas batieron  marcha,  haciéndole  los  honores  de  un  general. 

Diez  años  de  vicisitudes  y  penalidades  tenían  cambiada  la  faz  del 
insurgente,  su  rostro  estaba  renegrido  al  fuego  abrasador  de  la  costa, 
su  barba  era  larga  y  su  cabello  parecía  una  mata  sobre  aquella  frente 
tan  serena  ante  el  peligro. 

íturbide  salió  á  su  encuentro  tendiéndole  los  brazos,  Guerrero 
aceptó  aquel  abrazo  como  el  nuncio  feliz  de  la  terminación  de  una 
guerra  tan  desastrosa. 

Luego  que  los  caudillos  se  encontraron  solos,  íturbide  tomó  la 
palabra  iniciando  tan  grave  asunto. 

— Tengo  el  alto  honor  de  encontrarme  ante  la  presencia  de  un 
valiente,  á  quien  me  complazco  en  tributar  un  homenaje    de  respeto. 

Guerrero  inclinó  su  cabeza  sin  poder  contestal'  aquellas  frases  de 
galantería. 

— Señor,  continuó  íturbide,  ha  llegado  el  momento  de  unirnos, 
haciendo  causa  común  para  libertar  á  la  nación  de  un  yugo  de  tres- 
cientos años. 

Guerrero  manifestaba  estrañeza  al  escuchar  aquel  lenguaje  en 
boca  do  uno  de  los  enemigos  más  encarnizados  de  la  insurrección. 

— He  pensado  que  la  Independencia  mexicana  es  una  gran  nece- 
sidad para  el  país ;  pero  no  bajo  las  bases  proclamadas  en  1810. 

— Yo  creo,  señor,  dijo  Guerrero,  que  Hidalgo  fijó  precisamente 
las  bases,  y  que  nosotros  no  podemos  separarnos  de  ellas. 

— Aquel  desorden  hizo  más  enemigos  que  amigos  á  la  causa  na- 
cional. 

— No  juzguemos  aquella  revolución,  porque  yo  soy  fanático  por 
los  hombres  de  aquella  época. 

— Bien,  ahora  se  trata  de  que  nos  unamos  bajo  las  bases  que  a- 
cuerde  este  plan. 

— Tengo  el  sentimiento,  señor  íturbide,  de  negarme  por  com- 
pleto ;  veo  en  ese  plan  que  México  permanece  tan  esclavo  como  an- 
tes, que  los  Borbones  se  arraigau  más  y  más  en  nuestro  suelo  y  no 
es  esto  seguramente  por  lo  que  hemos  peleado  durante  once  años. 

— ¿Habrá  en  México  quién  pueda  ocupar  ese  puesto? 

— Sí,  el  pueblo,  contestó  sencillamente  Guerrero. 

— Borrar  este  artículo  equivaldría  á  echarnos  la  enemistad  de  to- 
dos los  comprometidos  en  la  revolución. 

— Ya  hemos  luchado  contra  ellos  y  reconocido  su  impotencia  para 
exterminarnos. 

— ¿Es  decir  que  no  hay  más  que  la  proclamación  del  principio 
radical? 

— Todo  lo  demás  sería  falsear  un  movimiento  en  el  cnal  se  en,' 
cierran  las  esperanzas  todas  de  la  patria. 


LOS   INSURGENTES  32! 


— No  será  precisamente  un  rey  de  la  casa  de  Borbon,  sobran  ca- 
sas reinantes  en  Europa... 

—  Señor  Iturbide,  yo  no  cejaré  un  solo  punto  :  el  pueblo  quiere 
ser  libre  y  lo  será ;  imponerle  amos  es  esclavizarle  entregándole  á 
una  conquista  más  vei'gonzosa. 

— Tenemos  que  obrar  con  política. 

— Expliqúese  usted,  yo  soy  hombre  rudo  y  no  sé  ocultar  la  ver- 
dad,  aunque  comprendo  que  á  veces  perjudica  la  franqueza. 

— El  clero  y  multitud  de  europeos  quieren  la  independencia,  por 
escaparse  del  azote  de  esa  Constitución  regeneradora  que  proclama  los 
principios  más  avanzados  de  la  democracia  :  nosotros  queremos  la  in- 
dependencia para  romper  la  cadena  que  ata  á  los  dos  mundos ;  pues 
bien,  aprovechémonos  de  los  elementos,  y  conseguiremos  un  fin  pró- 
ximo y  un  éxito  completo. 

— Nos  reclamarán  después  nuestros  compromisos. 

—La  idea  de  la  emancipación  está  tan  generalizada  en  las  clases 
todas  de  la  sociedad,  que  la  venida  de  los  Borbones  á  México  no  pa- 
sará de  una  quimera  sin  consecuencias. 

Guerrero  movió  la  cabeza  en  son  de  duda. 

Iturbide  continuó  : 

— Sería  necesaria  otra  conquista  para  que  la  América  volviese  al 
dominio  europeo,  y  España  no  está  en  aptitud  de  emprender  una 
nueva  expedición  como  la  del  siglo  XVI...  Señor  general  Guerrero, 
primero  es  ser,  después  veremos  la  manera  con  que  nos  constituimos. 

— Yo  no  comprendo,  dijo  Guerrero,  ese  juego  de  política,  pero 
estoy  convencido  de  que  el  estado  de  la  revolución  va  á  cambiar,  que 
tomaremos  [en  sus  propias  redes  á  nuestros  enemigos,  que  tendrán 
que  pasar  por  la  independencia. 

— Precisamente,  entonces  cambiaremos  la  faz  de  la  cuestión,  des- 
arraigando ese  trono  secular,  plantado  sobre  Jos  escombros  del  reino 
azteca,  y  nosotros,  señor  general,  alcanzaremos  la  gloria  de  haber  he- 
cho independiente  á  la  nación  mexicana. 

— Sí,  contestó  el  bravo  suriano,  ese  es  mi  único  pensamiento  : 
cuando  me  he  visto  en  el  campo  cubierto  de  heridas  y  con  la  muerte 
delante  de  los  ojos,  me  ha  atormentado  la  idea  de  abandonar  á  mi 
patria  encadenada,  y  á  merced  de  sus  opresores  :  mi  muerte,  pensaba 
yo,  servirá  tal  vez  para  alentar  á  mis  soldados,  y  así  como  yo  no  he 
abandonado  la  obra  de  Hidalgo,  ellos  seguirán  en  la  lucha  tan  valien- 
tes y  tan  sufridos  como  hasta  hoy...  sí,  yo  he  sufrido  mucho,  pero 
el  corazón  me  avisa  que  nuestros  males  van  á  tener  término,  si  la 
idea  de  usted  es  la  de  quebrantar  los  yerros  de  la  exclavitud ;  aquí 
está  mi  vida,  mi  sangre,  la  existencia  toda  de  mis  patriotas  :  seré  el 
último  soldado  del  ejército  de  la  libertad,  la  primera  víctima,  pero 
que  mi  patria  sea  feliz...  yo  nunca  he  ambicionado  nada,  mi  persona 
vale  menos  que  la  de  cualquiera  de  esos  soldados  que  me  acompañan; 
no  tengo  más  aspiración,  que  morir  después  de  un  día  tan  deseado, 
y  que  mis  huesos  reposen  en  el  seno  de  una  tierra  libre,  y"  que  mi 
tumba  no  sea  hollada  por  la  planta  del  conquistador...  ¿y  para  qué 
quiero  más1?  ¿no  es  esto  suficiente?...  yo  he  consagrado  mi  juventud, 
y  he  sacrificado  familia  y  porvenir  por  la  independencia  de  México, 
merezco  la  recompensa  de  verla  libre  é  independiente. 


326  JUAN  A.   MATEOS 


Las  lágrimas  bañaban  aquel  rostro  endurecido  en  loa  combates. 

Iturbido  contemplaba  al  héroe  con  admiración. 

— Decir  á  usted  los  sufrimientos  horribles  de  los  insurgentes,  el 
hambre  y  la  miseria  que  nos  ha  acosado  en  las  montañas,  sería  enca- 
recer nuestros  débiles  esfuerzos  j  los  recuerdo  para  manifestar  el  or- 
gullo que  sentimos  en  nuestro  sacrificio  y  lo  decididos  que  nos  en- 
contramos á  seguir  en  esta  lucha  hasta  conseguir  nuestro  objeto...  he- 
mos visto  subir  á  los  patíbulos  á  la  mayor  parte  de  nuestros  amigos, 
presenciado  ecatombes  horrorosas,  incendiados  nuestros  hogares,  á 
nuestras  esposas  en  la  esclavitud  y  á  nuestros  hijos  huérfanos  y  a- 
bandonados...  ante  nada  hemos  retrocedido  j  todo  nos  ha  parecido  in- 
significante comparado  á  la  desgracia  de  la  patria...  diez  años,  señor, 
diez  años  de  lágrimas  y  de  sangre...  nuestro  corazón  se  ha  empeder- 
nido y  nuestra  alma  se  ha  hecho  feroz  ante  espectáculos  tan  conmo- 
vedores... en  medio  de  esta  tormenta  hay  siempre  una  luz  que  nos 
acompaña,  un  aliento  que  sopla  sobre  nuestra  frente,  una  voz  que 
nos  habla  al  corazón...  es  que  la  idea  que  nos  legaron  los  hombres  de 
810,  vive  entre  nosotros,  es  la  herencia  que  recibimos  y  que  legare- 
mos á  nuestros  hijos. 

— Señor  general  Guerrero,  dijo  Iturbide,  yo  me  siento  criminal 
en  presencia  de  tanta  grandeza...  yo  he  sido  un  hijo  extraviado... 
mis  padres  me  habían  enseñado  á  respetar  al  rey  como  á  la  imagen 
de  la  Divinidad,  y  luchaba  con  el  aliento  del  fanatismo  j  pero  este 
hecho  me  ha  convencido  de  mis  errores,  he  vuelto  sobre  mis  pasos 
en  los  momentos  en  que  puedo  regenerarme,  y  mi  espada,  que  ha  com- 
batido tantos  años  á  mis  hermanos,  herirá  á  su  lado  peleando  por  la 
libertad  de  mi  patria...  yo  me  haré  digno  de  que  los  mexicanos  mis 
compatriotas  me  estrechen  la  mano,  yo  sabré  ofrecer  mi  vida  en  aras 
de  la  independencia. 

— Bien,  gritó  Guerrero;  y  aquellos  dos  hombres  se  estrecharon 
como  dos  hermanos  á  quienes  reconcilia  la  generosidad. 

— ¡Seré  el  último  soldado  del  ejército  libertador! 

— No,  exclamó  Iturbide,  á  usted  le  toca  de  derecho  el  mando. 

— Señor,  la  nación  nos  mira  en  estos  momentos  y  vá  á  juzgar- 
nos severamente,  podría  decirse  que  la  ambición  me  traía  á  las  filas 
del  ejército,  y  quiero  que  mi  nombre  se  conserve  intacto,  ademas  que 
ese  plan  proclama,  porque  así  se  ha  creído  conveniente,  la  venida  de 
los  Borbones,  y  mi  firma  bajo  esos  artículos  sería  una  traición  á  la 
causa,  mis  soldados  desconfiarían  de  mí. 

— Alcanzo  esa  razón,  dijo  Iturbide,  me  encargo  del  mando,  quo 
renunciaré  oportunamente,  porque  tengo  fe  en  el  triunfo  de  nuestra 
causa. 

—Bien,  acepto  esa  palabra  como  el  nuneio  de  la  paz  nacional. 

— Marche  usted  al  Sur,  cuente  usted  con  todos  mis  elementos, 
que  hoy  mismo  marcho  para  Iguala  y  mañana  doy  el  grito  de  libertad. 

— ¡Independencia  ó  muerte!  gritó  Guerrero. 

—¡Independencia  ó  muerte!  repitió  Iturbide  con  la  voz  del  corazón. 

Los  dos  caudillos  salieron  abrazados  delante  de  sus  tropas,  que 
los  victorearon  con  un  entusiasmo  sin  límites. 

Esa  página  la  recuerda  nuestra  historia  bajo  el  nombre  de  El 
Abrazo  de  Acatempan. 


fcOS    INSURGENTES  32? 


II. 

El  1°  de  Marzo  de  1821,  reunió  don  Agnstin  Iturbide  en  su 
casa  de  alojamiento  en  la  ciudad  de  Iguala,  á  todos  los  jefes  y  ofi- 
ciales del  ejército,  á  los  comandantes  de  los  puntos  militares  y  áo- 
tras  personas  de  influencia  en  aquella  provincia. 

Iturbide  con  aquel  acento  de  profunda  convicción  que  da  la  fe 
ec  un  principio,  manifestó  de  la  manera  más  clara  y  terminante,  que 
la  independencia  de  Nueva-España  estaba  on  el  orden  inalterable  de 
los  acontecimientos  ;  que  á  ello  conspiraban  la  opinión  y  los  deseos 
de  las  provincias;  habló  de  los  diversos  partidos  que  existían  bajo  el 
sistema  común  de  la  independencia,  indicó  los  sintomas  que  anunciaba 
un  próximo  rompimiento ;  y  ponderó  las  terribles  consecuencias  de 
este,  si  para  precaverlas  no  se  adoptaban  medidas  prontas  y  eficaces 
que  concentrasen  la  opinión  é  identificasen  les  intereses  y  los  votos 
que  se  notaban  encontrados,  y  concluyó  diciendo  : 

«Que  los  deberes  que  á  la  vez  me  imponen  la  religión  que  pro- 
feso y  la  sociedad  a  que  pertenezco,  estos  sagrados  deberes  sosteni- 
dos con  so  tal  cual  reputación  militar  que  me  han  conciliado  mis  pe- 
queños servicios,  en  la  adhesión  al  valeroso  ejército  que  tengo  el 
honor  de  mandar  ;  y  para  no  hacer  mención  de  otros  apoyos  en  el 
robusto  que  me  franquea  el  general  Guerrero,  decidido  á  cooperar  á 
mis  patrióticas  intenciones,  me  han  determinado  irremisiblemente  á 
promover  el  plan  á  que  se  vá  á  dar  lectura.  Libres  para  obrar  cada 
uno  según  su  propia  conciencia,  el  que  desechare  mi  plan,  contará 
desde  luego  con  los  auxilios  necesarios  para  trasportarse  al  punto  que 
fuese  de  su  agrado,  y  el  que  guste  de  seguirme,  hallará  siempre  en 
mí  un  patriota  que  no  conoce  más  interés  que  el  de  Ja  causa  pública, 
y  un  soldado  que  trabajará  constantemente  por  la  gloria  de  sus  com- 
patriotas». 

Aquella  reunión  guardó  silencio,  el  golpe  era  tan  rudo  é  inespe- 
rado que  nadie  pudo  pronunciar  una  palabra. 

Levantóse  el  capitán  de  Tres  Villas,  don  José  María  de  la  Por- 
tilla, y  leyó  en  voz  alta  el  plan  que  conocen  ya  nuestros  lectores,  y 
que  fué  redactado  en  la  Profesa. 

Luego  que  se  escuchó  la  palabra  mágica  de  independencia,  se  le- 
vantó un  clamoreo  estruendoso  de  entusiasmo. 

Dios  encendía  la  llama  inmortal  del  sentimiento  patrio    en  aque- 
llos corazones  ensañados  contra  la  causa  de  la  libertad.  r  \ 
Iturbide  lleno  de  emoción,  dijo  á  sus  soldados  que  lo  aclamaban  i  \ 
teniente  general  del  ejército  : 

— Mi  edad  madura,  mi  despreocupación  y  la  naturaleza  de  la 
misma  causa  que  defendemos,  están  en  contradición  con  el  espíritu  I 
de  personal  engrandecimiento.  Si  yo  accediese  á  la  indicada  preten-  ' 
sión,  hija  del  favor  y  de  la  merced  que  esta  respetable  junta  me  dis- 
pensa, ¿qué  dirían  nuestros  enemigos?  ¡qué  dirían  nuestros  amigos? 
¿y  qué  en  fin  la  posteridad?  Lejos  de  mí  cualquiera  idea,  cualquier 
sentimiento  que  no  se  limite  á  conservar  la  religión  adorable  que  pro- 
fesamos en  el  bautismo,  y  á  procurar  la  independencia  del  país  en  que 
vivimos.  Esta  es  toda  mi  ambición,  y  esta  la  única  recompensa  á 
que  me  es  lícito  aspirar. 


328  JUAN  A.  MATEOS 


Insistió  la  junta  en  reconocerle  por  caudillo;  entonces  Iturbide 
dijo  con  voz  sonora: 

— Señores,  esta  solicitud  me  hace  ciertamente  mucho  honor ;  pero 
al  mismo  tiempo  es  una  trasgresión  manifiesta  del  plan  que  estamos 
proclamando.  Admitiré  el  título  de  primer  jefe  del  ejército,  siu  per- 
juicio de  los  oficiales  beneméritos  que  manifestaré  ásu  tiempo,  y  bajo 
cuyas  órdenes  serviré  con  la  más  sincera  complacencia  en  clase  de 
soldado. 

Había  llegado  el  momento  de  la  abnegación  y  de  la  generosidad. 

Hé  aquí  el  acta  del  grandioso  acontecimiento  de  ese  día,  y  que 
pedimos  á  la  historia  para  estamparla  en  las  páginas  oscuras  de  este 
libro. 

«En  el  pueblo  de  Iguala,  á  los  dos  dias  del  mes  de  Mayo  de 
1821,  en  la  casa  de  alojamiento  del  señor  don  Agustín  de  Iturbide, 
primer  jefe  del  ejército  de  las  tres  garantías  se  congregaron  á  las  nueve 
de  la  mañaDa  los  señores  jefes  de  los  cuerpos,  los  comandantes  par- 
ticulares de  los  puntos  militares  de  esta  demarcación  del  Sur,  y 
los  demás  señores  oficiales,  para  proceder  al  juramento  prevenido  en 
la  acta  del  día  anterior.»  Habíase  preparado  en  la  sala  donde  se  ce- 
lebró esta  concurrencia,  un  Santo  Cristo  y  un  misal :  leyó  el  padre 
capeilan  del  ejército,  presbítero  don  Fernando  Cárdenas,  el  Evangelio 
del  día  y  habiéndose  acercado  á  la  mesa  el  señor  jefe,  puesta  la  mano 
izquierda  sobre  el  Santo  Evangelio,  y  la  derecha  sobre  el  puño  de  su 
espada,  hizo  el  juramento  que  recibió  el  referido  capellán,  en  los  tér- 
minos siguientes  : 

«¿Juráis  á  Dios,  y  prometéis  bajo  la  cruz  de  vuestra  espada  ob- 
servar la  santa  religión  católica,  apostólica  romana"? 

«Sí  juro. 

«¿Juráis  hacer  la  independencia  de  este  imperio,  guardando  para 
ello  la  paz  y  unión  de  europeos  y  americanos1? 

«Sí  juro. 

«¿Juráis  la  obediencia  al  señor  don  Fornando  VIL,  si  adopta  y 
jura  la  Constitución  que  haya  de  hacerse  por  las  Cortes  de  esta  Amé- 
rica Septentrional? 

«   Sí  juro. 

«  Si  así  lo  hiciereis,  el  Señor  Dios  de  los  ejércitos  y  de  la  paz 
os  ayude,  y  si  no,  os  lo  demande. » 

En  seguida  los  señores  oficiales  otorgaron  uno  á  uno  el  mismo 
juramento  en  manos  del  señor  jefe  y  del  nominado  padre  capellán. 

Acto  continuo,  presidida  la  comitiva  de  la  música  del  regimiento 
de  Celaya,  se  dirigió  á  la  iglesia  parroquial  para  asistir  á  la  misa  y 
Te  Deum  que  en  acción  de  gracias  se  cantaron  solemnemente. 

Hicieron  las  descargas  de  estilo,  una  compañía  del  regimiento  de 
Murcia,  otra  de  Tres  Villas  y  la  de  cazadores  de  Celaya.  Habiendo 
regresado  el  señor  jefe  á  su  casa,  acompañado  de  toda  la  oficiali  dad, 
desfiló  la  tropa  á  su  presencia,  y  se  sirvió  después  un  decente 
refresco. 

A  las  cuatro  y  media  de  la  tarde,  formaron  en  la  plaza  por  orden 
de  antigüedad  los  cuerpos  del  ejército  que  se  hallaban  presentes.  En 
el  'Ubiiio  se  puso  una  mesa  con  un  Santo  Cristo,  y  al    lado    aeree  lio 


IOS  INSURGENÍÉS  §29 


se  colocó  la  bandera  del  regimiento  de  Celaya,  escoltada  por  la  com- 
pañía de  cazadores  del  mismo  cuerpo. 

Se  presentó  á  caballo  el  señor  general  con  su  estado  mayor,  y  á 
bu  vista  hizo  la  tropa  el  juramento  bajo  la  fórmula  expresada  en  manos 
del  mayor  de  órdenes,  teniente  coronel  graduado  don  Francisco  Ma- 
nuel Hidalgo  y  del  padre  capellán. 

Desfilaron  los  cuerpos  pasando  debajo  de  la  bandera,  y  volvieron 
á  tomar  su  posición. 

Entonces  el  señor  general,  puesto  al  frente  del  ejército,  dijo  con 
voz  entera  y  animada : 

«Soldados  :  babéis  jurado  observar  la  religión  católica,  apostólica 
romana,  hacer  la  independencia  de  esta  América ;  protejer  la  unión 
de  españoles,  europeos  y  americanos,  y  prestaros  obedientes  al  rey, 
bajo  las  condiciones  puestas. 

«Nuestro  sagrado  empeño  será  celebrado  por  las  naciones  ilus- 
tradas, vuestros  servicios  serán  reconocidos  por  nuestros  conciudada- 
nos, y  vuestros  nombres  colocados  en  el  templo  de  la  inmortalidad. 

«Ayer  no  he  querido  admitir  la  investidura  de  teniente  general, 
y  hoy  renuncio  esta  divisa.  (1). 

«  La  clase  de  compañero  vuestro,  llena  todos  los  vacíos  de  mi 
ambición.  Vuestra  disciplina  y  vuestro  valor  me  inspiran  el  más  no- 
ble orgullo. 

«Juro  no  abandonaros  en  la  empresa  que  hemos  abrazado;  y 
mi  sangre,  si  necesario  fuere,  sellará  mi  eterna  felicidad. » 

El  ejército  respondió  con  vivas  y  aclamaciones  á  su  primer  jefe, 
que  no  cesaron  mientras  que  á  su  presencia  desfilaban  los  cuerpos 
para  retirarse  á  sus  cuarteles, 

El  señor  general  acompañado  de  su  estado  mayor,  se  retiró  tam- 
bién á  su  casa,  donde  se  hallaba  el  resto  de  la  oficialidad. 

Allí  se  renovaron  las  enhorabuenas  con  expresiones  que  dictaba 
si  entusiasmo,  y  se  acordó  que  se  extendiese  esta  relación  y  se  con- 
servase en  el    archivo. 

Por  lo  demás,  todo  fué   júbilo  y  regocijo  en  este  memorable  día. 

En  la  plaza,  en  la  calle,  en  los  cuarteles,  no  se  oían  sino  mú- 
sicas, dianas  y  continuos  vivas. 

El  regimiento  de  Celaya  previno  dos  marchas  que  tocaron  y  can 
taron  primorosamente,  la  una  dedicada  al  señor  lLurbide,  su    antiguo 
coronel,  y  la  otra  á  la  unión  de  americanos  y  europeos. 

De  las  diez  de  la  noche  en  adelante,  comenzó  á  reinar  el  más 
profundo  sosiego. 

Todos  se  retiraron  á  sus  cuarteles  y  alojamientos,  sin  que  se  hu- 
biese notado  el  menor  desorden. — Agustín  Bustitlos. 


(1]  Los  galones  de  coronel  que  con  las  vueltas  de  las  mangas  de  la 
casaca,  arrancó  al  proferir  estas  palabras,  y  echó  si  suelo.  ¡Raro  ejemplo 
de  moderación!.. 


830  JUAN  A.  MATEOS 


III. 

¡La  Independencia  estaba  consumada! 

Desde  aquel  día  comenzaba  á  surgir  una  nueva  era  en  la  exis- 
tencia política  de  la  nación ,  pero  el  plan  de  Iguala  sería  más  tarde 
el  germen  terrible  de  la  anarquía,  porque  enseñaba  una  promesa,  con- 
signaba un  derecho  hasta  cierto  punto  á  las  casas  reinantes  de  Eu- 
ropa, á  quienes  reservaba  el  trono  de  México. 

Pudo  pasar  entonces  como  un  juege  de  la  política  esa  reserva; 
nadie  pensó  ni  por  un  momento  en  esos  artículos,  sino  en  la  idea  de 
la  independencia  absoluta  de  la  Metrópoli. 

El  instinto  del  pueblo,  su  deseo  por  la  libertad,  salvaban  aque- 
lla situación  comprometida;  la  revolución  convergería  hacia  su  cauce 
natural;  no  había  temor  de  que  se  pronunciase  la  opinión  en  favor  de 
los  reyes  católicos;  la  presencia  de  Guerrero  y  otros  jefes  notable» 
de  la  insurrección,  garantizaba  el  principio  regenerador  de  la  América, 
la  independencia. 

Medio  siglo  vivió  en  el  polvo  de  los  archivos  el  plan  de  Iguala, 
hasta  que  las  bayonetas  francesas  lo  sacaron  de  su  olvido  por  traer  al 
infortunado  Archiduque  de  Austria  ai  trono...  más  tarde  las  hojas  des- 
trozadas de  ese  plan,  cayeron  en  girones  sobre  la  sangre  que  salpicó 
las  rocas  del  Oerro  de  las  Campanas. 

IV. 

Luego  que  la  ciudad  entró  en  el  silencio  del  sueño,  el  coman- 
dante Jacinto  Castaños  que  había  presenciado  las  sesiones  celebradas 
por  los  jefes  del  ejército  de  Iturbide,  montó  en  su  caballo  y  aban- 
donó  la  población. 

Solo  en  aquellas  montañas,  sentía  el  soplo  de  la  muerte  sobre  su 
existencia. 

— El  momento  ee  aproxima,  decía  delirante,  los  pies  se  me  hun- 
den en  la  tierra  de  la  tumba...  quedamos  dos  de  aquella  raza  mal- 
dita, ¿quién  entrará  primero  en  el  sepidcro?...  temía  que  este  hom- 
bre aborrecido  muriese  de  la  pesadumbre...  acaso  me  engañe...  ¿cómo 
vendrá  la  última  esmeralda  á  mi  poder?...  yo  me  abismo  en  estos 
lúgubres  pensamientos...  vamos  por  la  pendiente  resbaladiza  del  des- 
tino... ¿qué  será  de  mí?...  nunca  como  ahora  he  pensado  en  mi  pa- 
dre,., hace  algunas  noches  que  aparece  ensangrentado  en  medio  de 
mis  sueños...  viene  á  pedirme  cuenta  de  su  vida...  ye  le  arrebató 
sus  últimas  horas...  ¿y  para  qué  tanto  crimen?...  este  hombre  desleal 
ha  vendido  al  rey  y  nos  entrega  al  rencor  de  los  insurgentes...  al 
luchar  contra  ellos  defendía  mi  existencia...  ¡este  secreto  aae  ha  que- 
mado el  corazón!...  ¡yo  he  sido  el  genio  de  la  destrucción  y  de  la 
muerte!...  ¡aun  me  sobra  aliento!...  yo  me  hundiré  con  las  últimas 
víctimas,  saciaré  mi  encono  y  entraré  satisfecho  en  la  tumba...  creen 
los  traidores  que  doblaremos  la  cerviz  humildes  y  resignados,  y  ¡vive 
Dios  qne  se  engañan!...  grande  es  el  país,  inespugnables  las  monta- 
ñas y  fuerte  nuestro  aliento...  entramos  en  un  duelo  á  muerte!... 
¡el  todo  por  el  todo !  yo  avisaré  á  los  incautos  que  ese  plan  es  una 
red  de  engaño,  que  se  conspira  contra  el  rey,   que   la  independencia 


LOS   INSURGENTES  S31 


de  México  está  escondida  tras  esos  artículos  insidiosos !. .  pero  yo  estoy 
cansado  de  luchar...  sidcnto  que  el  espíritu  desfallece,  qne  mi  alma 
decae  como  los  árboles  al  soplo  primero  del  inTierno...  la  fatalidad 
me  lleva  por  la  mano...  cerremos  los  ojos  j  entreguémonos  al 
destino. 

Aquel  desdichado  entró  en  la  noche  del  fatalismo  como  una  de 
tantas  víctimas  á  quienes  arrastran  las  olas  turbulentas  de  la  predes- 
tinación. 

APITÜLO  XI. 

De  lo  qué  pasó  en  la  csesta  del  Cerro  de  Barrabás. 

I 

Convencido  el  general  Guerrero  de  las  intenciones  de  Iturbide  so- 
bre la  independencia  mexicana,  marchó  lleno  de  entusiasmo  á  las  cos- 
tas del  Pacifico,  para  organizar  su  ejército  y  emprender  esos  movi- 
mientos atrevidos  que  le  dieron  el  nombte  de  «oidado. 

Iturbide  se  encontraba  en  una  situación  verdaderamente  difícil : 
su  previsión  había  hecho  reunir  á  multitud  de  fuerzas  baio  su  mando, 
pero  al  dar  el  grito  de  libertad,  se  encontraba  8in  recursos,  y  xa  mi- 
seria sería  el  elemento  destructor  de  bu  ejercito 

Iturbide  estaba  profundamente  inquieto,  veía  peligrar  su  gran  mo- 
vimiento revolucionario  y  derrumbarse  la  inmensa  gloria  qne  había 
levantado  con  un  solo  rasgo  de  patriotismo. 

El  alojamiento  del  jefe  de  las  Tres  Garantías  estaba  lleno  no  solo 
de  oficiales,  sino  de  multitud  de  personas  que  acudían  á  Iguala  á  to- 
mar parte  en  la  revolución. 

Hablábase  con  entusiasmo  de  la  independencia,  se  hacían  apues- 
tas sobre  distinguirse  en  las  batallas,  y  sollo  voce  se  murmuraba  so- 
bre aquello  de  la  venida  de  Fernando  Vil  á  México,  creyéndolo  una 
conseja  qne  más  bien  provocaba  la  hilaridad. 

Iturbide  acababa  de  despachar  su  correspondencia  que  era  volu- 
minosa, había  escrito  al  Virrey,  á  las  Cortes  de  Madrid,  y  á  las  per- 
sonas más  influentes  de  México  y  España,  comunicándoles  su  plan  de 
independencia. 

Esas  cartas  las  conserva  la  historia  como  cabeza  de  proceso  de 
Iturbide,  sobre  sus  intenciones  de  mantener  al  país  bajo  la  domina- 
ción de  los  reyes  de  España,  y  como  una  acusación  sobre  el  odio  que 
profesó  siempre  á  los  hombres  de  1810. 

Los  acontecimientos  se  encargarían  más  tarde  de  romper  el  velo 
de  las  conjeturas  y  poner  la  luz  de  la  verdad  resplandeciente  en  el 
mundo  de  las  nacionalidades. 

Decíamos  que  aquel  hombre  singular  se  paseaba  inquieto  por  su 
aposento,  meditando  sobre  aquella  idea  gigante  que  llenaba  su  cerebro. 

— Hemos  llegado,  decía,  al  punto  más  difícil  de  esta  cuestión  qne 
afecta  el  porvenir  del  país  en  su  moralidad,  tal  es  la  de  proporcio- 
narnos recursos  para  la  subsistencia  del  ejército. 

— Señor  general,  dijo  el  secretario,  si  usted  me  permite,  le  indi- 
caré un  medio,  sin  lisongearme  de  haber  acertado... 


132  JUAN  A.  MATEOS 


— Hable  usted,  señor  secretario. 

— Está  sobre  esta  mesa  una  comunicación  en  que  se  avisa  que 
hoy  pasa  por  aquí  la  conducta  de  caudales  que  debe  embarcarse  en 
Acapulco  para  Manila. 

—¿Y  bien? 

— Esas  cantidades  pueden  no  sólo  salvar  al  ejército  de  la  crisis 
actual,  sino  servirle  basta  la  consumación  de  la  gran  obra  que  ha  em- 
prendido. 

— Señor  secretario,  respondió  Iturbide,  le  tengo  miedo  á  la  historia. 

— Ella  justificará  esta  determinación,  creo  que  todo  debe  desapa- 
recer ante  la  idea  que  se  trata  de  realizar. 

— Puede  desconceptuarse,  dirán  que  ella  se  ha  basado  en  el  robo. 

— Señor  general,  dirijámonos  á  los  dueños  de  los  caudales,  ga- 
ranticemos su  pago,  declaremos  esta  deuda  nacional,  comprometamos 
á  la  misma  revolución  á  salvar  su  crédito. 

Iturbide  vacilaba  en  asentir  á  dar  el  paso  que  podía  en  una  vi- 
cisitud arrojar  sobre  su  frente  una  mancha. 

— Si  triunfamos,  continuó  el  secretario,  estamos  justificados  ;  por- 
que la  deuda  será  pagada. 

— Y  si  por  uno  de  aquellos  eventos  que  están  fuera  del  cálculo 
humano,  la  revolución  naufraga,  yo,  dijo  Iturbide,  yo  solo  seré  res- 
ponsable de  ese  baldón. 

— No  insisto  más,  señor  general :  tiembla  nsted  ante  la  historia, 
sabiendo  que  ella  misma  será  su  acusadora;  porque  mañana,  hoy,  ya 
es  imposible  la  subsistencia  del  ejército,  los  cuerpos  empezarán  á  des- 
bandarse formando  grupos  de  salteadores  que  caerán  como  langostas 
en  las  haciendas  y  poblaciones,  y  habrá  usted  convertido  en  una  horda 
expoliadora  al  más  brillante  de  los  ejércitos  :  entonces  la  historia  sí 
que  se  alzará  inflexible  ;  tuvo  en  sus  manos,  dirá,  un  elemento  para 
conservar  la  moralidad  de  sus  tropas,  y  para  la  realización  del  pen- 
samiento pospuso  su  honra  á  la  salvación  de  la  patria,  ¿qué  importaba 
lo  que  dijeran  los  enemigos,  si  la  nación  le  hacía  justicia  aún  después 
de  la  muerte?  ¿no  han  execrado  á  Hidalgo,  no  le  han  llamado  ladrón, 
incendiario  y  asesino?  y  no  obstante  su  nombre  se  conserva  ileso  al 
través  de  estos  diez  años  que  llevamos  de  guerra. 

— Es  verdad,  es  verdad. 

— Y  cuando  México  vuelva  á  la  tiranía  que  se  le  impondrá  más 
terrible  aún  que  hasta  aquí,  cuando  una  sola  sospecha  haga  subir  á 
centenares  de  hombres  á  los  patíbulos,  porque  se  tengan  perdidos  los 
elementos  de  guerra  y  de  éxito,  ¿qué  dirá  la  historia  de  ese  hombre 
que  se  detuvo  ante  un  compromiso  de  dinero,  cuando  la  nación  en- 
tera le  pedía  su  libertad?...  Señor  general  Iturbide,  usted  ha  nacido 
para  fijar  la  época  más  gloriosa  de  este  país ;  siga  usted  los  eventos 
de  la  revolución  por  más  tristes  y  comprometidos  que  ellos  sean  :  em- 
peñe usted  tocio  menos  su  concencia,  si  ella  dice  que  este  paso  es  malo 
é  injustificable,  no  lo  dé  usted,  retroceda,  pero  sepa  que  la  nación  se 
hunde  para  ¿ic-mpre,  y  que  la  honra  de  usted  no  está  salvada  dea- 
XJués  de  la  proclamación  del  plan  de  independencia. 

— Escriba  usted,  señor  secretario,  lo  que  voy  á  dictarle 

El  secretario  tomó  la  pluma  y  esperó  las  órdenes  d«  iturbide. 


LOS  IN8TJ&GENTES  333 


«Iguala. 

«Señores  :  El  imperio  de  la  necesidad  apenas  tiene  término  co- 
nocido, y  con  especialidad  cuando  se  trata  de  una  gran  familia,  de  la 
sociedad,  de  un  reino  entero. 

«En  este  caso,  el  más  arduo  que  podía  presentarse  á  un  hombre 
de  sentimientos  y  de  honor,  es  justamente  el  en  que  me  hallo,  cos- 
tándome  algunos  días  de  meditación  y  sacrificios  muy  fuertes  la  re- 
solución que  al  fin  he  tomado. 

«Es  á  saber  :  que  si  el  Esmo.  señor  coude  del  Veuadito  conviene 
en  el  plan  justo,  razonable  y  necesario  que  le  propongo  en  esa  fecha, 
y  de  que  ustedes  se  impondrán  por  las  copias  que  al  efecto  les  acom- 
paño, sin  pérdida  de  momento  se  situarán  en  Acapulco,  ó  donde  us- 
tedes gusten,  los  caudales  de  su  pertenencia  que  he  mandado  detener, 
y  si  por  desgracia  no  conviene  S.  E.,  como  sea  preciso  tener  dinero 
á  mano  para  pago  de  las  tropas  y  demás  gastos  indispensables  del  mo- 
mento, no  podrá  dejarse  de  tomar  alguno  de  aquellos  fondos,  y  en 
este  caso  ingratísimo  para  mí,  espero  lo  llevarán  ustedes  á  bien,  y  se 
servirán  admitir  el  pago  en  esa  capital  ó  en  otra  provincia  por  cuenta 
de  la  nación,  que  lo  verificará  puntualmente  y  con  el  premio  corres- 
pondiente :  esta  medida  que  ciertamente  no  es  ajustada  en  un  todo  á 
mi  voluntad,  concilia  al  menos  en  la  parte  posible,  los  intereses  de 
ustedes  y  la  equidad  y  justicia  con  la  necesidad  pública,  y  con  la  de- 
licadeza de  quien  no  puede  separarla  de  su  alma,  y  ha  tomado  la  fir- 
me resolución  de  promover  al  alcance  de  sus  fuerzas  el  bien  de  nues- 
tra patria,  establecer  y  afirmar  la  más  interesante  unión,  y  dar  si  es 
preciso  por  objetos  tan  grandiosos,  su  vida,  y  sacrificar  la  suerte  de 
su  numerosa  y  carísima  familia. 

«Es  de  ustedes  afectísimo  seguro  servidor  y  amigo  que  S.  S.  M. 
M.   B. — Augustin  de  Iturbide». 

«Señores  interesados  ^en  las  platas    que  se  hallan    en  vía  para 
Manila». 

El  secretario  agitó  la  campanilla,  y  un  ayudante  se  presentó. 

— Haga  usted  llamar  á  don  Eafael  Kamiro. 

El  ayudante  salió  en  busca  de  esa  persona.  Iturbide  estaba  som- 
brío, aquel  paso  podía  comprometer  su  nombre.  El  secretario  le  con- 
templaba, viendo  la  lucha  que  sostenía  con  su  espíritu  aquel  hombre 
levantado  á  la  esfera  de  los  héroes. 

El  ayudante  presentó  á  don  Eafael  Eamiro  y  se  retiró. 

— Estoy  á  las  órdenes  del  señor  general. 

— Las  grandes  empresas,  dijo  Iturbide,  se  les  confian  álos  hom- 
bre incorruptibles  y  que  tienen  en  un  grado  superior  el  sentimiento 
de  su  honra. 

Bamiro  era  todo  un  hombre  de  bien,  incapaz  de  subalternar  su 
conciencia  ante  interés  alguno.  Iturbide  continuó  : 

— Usted  es  una  de  las  personas  más  adictas,  no  ya  á  mi  persona  q  e 
nada  dice  en  esta  cuestión,  sino  á  la  gran  causa  de  la  independencia. 

— Es  cierto,  señor  general. 

— Pues  bien ;  voy  á  depositar  un  gran  secreto,  á  hacer  una  re- 
velación qae  no  puede  rebajarme  ante  quien  conoce  mis  intenciones, 
y  el  fin  á  que  he  de  dirigí?  mis  esfuerzos. 


334  JUAN  A.   líATEOÍ 


Eamiro  comprendía  que  algo  terrible  iba  á  confiársele,  pero  no  supo- 
nía ni  aún  remotamente  adonde  iba  á  parar  aquel  trabajoso  preámbulo. 

— Tenemos  un  ejército,  dijo  el  general,  que  necesita  para  so  sub- 
sistencia grandes  cantidades,  yo  no  soy  partidario  de  las  exacciones  ni 
de  los  préstamos,  ellos  traen  la  ruina  de  los  particulares  y  el  odio  ha- 
cia quien  dicta  tales  medidas  ;  esta  revolución  se  efectuará  en  el  mayor 
orden  posible,  porque  la  causa  que  defendemos   es  noble  y  generosa. 

Eamiro  esperaba  con  ansia  la  conclusión. 

— He  determinado  en  virtud  de  esta  necesidad,  y  á  riesgo  de  dar 
las  armas  de  la  injuria  á  nuestros  enemigos,  ocupar  los  caudales  de 
la  conducta  de  Manila. 

Ramiro  retrocedió  dos  pasos. 

— He  determinado  también  el  modo  con  que  se  ha  de  pagar,  y 
hoy  me  dirijo  á  los  interesados  avisándoles  de  este  paso  y  dándoles 
todas  las  garantías  que  están  á  mi  alcance,  para  que  sean  reembol- 
sados en  sus  intereses. 

El  secretario  leyó  la  nota  dictada  por  Iturbide. 

— Yo  espero  las  órdenes  del  señor  general,  dijo  Eamiro. 

— Ninguna  persona  más  á  propósito  que  usted,  para  confiarle  el 
depósito  de  la  conducta. 

— Señor,  es  una  gran  responsabilidad,  se  trata  de  medio  millón 
de  pesos,  que  excitarán  la  codicia  de  las  tropas  realistas  que  aun  exis- 
ten en  estos  contornos. 

— Elija  usted  la  fuerza  que  le  parezca  suficiente  para  su  custodia. 

— En  Iguala  no  está  segura  la  conducta,  me  parece  que  la  de- 
bemos llevar  á  otro  punto  más  á  propósito. 

— Lo  dejo  á  la  elección  de  usted. 

— En  el  Cerro  de  Barrabás  estará  completamente  á  salvo,  «1  ge- 
neral Guerrero  ha  dejado  aquí  una  sección  de  sus  tropas,  ellos  son 
conocedores  del  terreno,  y  me  servirán  de  escolta  para  llevar  y  cus- 
todiar los  caudales. 

— Este  negocio  es  de  la  responsabilidad  de  usted. 

— Señor  general,  yo  no  tengo  más  que  mi  vida,  ella  responderá 
de  mí. 

— Acepto  esa  promesa,  dijo  Iturbide  abrazando  á  Eamiro,  qne 
salió  del  cuartel  general  á  cumplir  su  comisión. 

H. 

Eamiro  se  encaminó  con  las  tropas  surianas  al  encuentro  de  .a 
conducta,  se  apoderó  de  ella  y  tomó  rumbo  al  cerro  de  Barrabás. 

— Estas  operaciones  me  gustan,  decía  Vildo  el  insurgente  á  José 
de  la  Luz,  su  antiguo  compañero  de  aventuras. 

— Yo  estoy  que  brinco  de  contento,  les  hacemos  la  guerra  con 
su  mismo  dinero. 

— Pues  yo  tengo  todavía  la  boca  abierta,  no  me  pasa  que  ese 
señor  Iturbide  que  me  mandó  fusilar,  ahora  sea  tan  amigo  del  general 
Guerrero,  aquí  hay  su  más  y  su  menos. 

— Yo  no  sé,  pero  el  caso  es  que  los  realistas  nos  están  haciendo 
la  barba,  y  es  que  ya  saben  lo  que  valemos,    nos    tienen  más  miedo 


L08   INSURGENTES  335 

que  á  un  escorpión,  como  que  mi  machete  ha  comido  más  carne  que 
un  fraile  en  día  de  vijilia. 

— ¿Pues  y  el  mío?  eso  sí,  que  ha  corrido  algunas  veces;  pero 
después  he  dado  la  revuelta  como  tigre,  mi  coronel  Piedra-Santa  es 
testigo. 

— Está  el  coronel  más  triste  que...:  vamos,  tiene  razón,  desde  la 
muerte  de  la  niña  anda  sin  sombra,  se  ha  quedado  solo  en  el  mundo, 
ya  nada  más  nosotros  quedamos  de  su  familia. 

— ¡Demonio!  diez  años  de  caminatas  y  de  desgracias;  con  razón 
ya  tenemos  gana  de  dormir  una  noche  tranquilos. 

— Ese  diablo  de  cuñado  que  tiene  el  coronel  don  Alfonso  nos  ha 
dado  una  guerra  endiablada. 

— Y  todavía  no  sabemos  el  final  de  esta  comedia. 

—Los  dos  se  la  han  prometido,  y  el  encuentro  será  de  primera. 

— Jacinto  es  fuerte  y  valiente  :  yo  lo  vi  en  la  hacienda  de  los 
señores  Bravos  cuando  era  todavía  muchacho,  arrastrarse  una  res,  es- 
tando á  caballo,  con  la  facilidad  conque  yo  me  llevo  á  un  realista. 

— Pero  el  coronel  no  es  zurdo. 

— Ya  se  vé  que  né,  por  eso  le  tengo  miedo  al  careo. 

— Veo  por  allí  brillar  armas. 

— Pues  avancemos  por  si  es  el  enemigo. 

Vildo  y  José  de  la  Luz  seguidos  de  un  pequeño  destacamento,  se 
dirijieron  al  sitio  donde  vivaqueaba  una  compañía  de  realistas  de  los 
del  ejército  de  Itnrbide. 

— ¿Quién  vive? 

—  ¡Independencia! 
— Son  amigos. 

Los  insurgentes  se  acercaron  á  estrechar  las  manos  de  sus  anti- 
guos enemigos. 

—  ¡Ola  cantaradas! 

— 'Señor  capitán  Mojarra,  mucho  gusto  de  verle. 

— :Este  Vildo  siempre  de  aventura. 

— Hasta  que  clave  la  salea  ó  llegue  á  la  capital  del  reino. 

— Bravo,  muchacho. 
•    —Como  que  escapé  de  aquella,  ¿se  acuerda  el  señor  Mojarra? 

— No  recuerdo. 

— ¿Cómo  nó,  cuando  se  escapó  usted  del  pueblo  y  nos  fué  á  de 
nunciar? 

— Esa  fué  chanza. 

— Sí,  bromita  que  por  poco  me  cuesta  la  pelleja. 

— ¿Quién  se  acuerda  de  esas  cosas? 

— ¡Nadie!  yo  lo  decía  por  lo  que  son  las  casualidades. 

— Toma  un  trago,  y  olvídate  del  pasado. 

— Venga  él,  nunca  he  dicho  que  nó. 

— Arriba,  y  adelante. 

Los  insurgentes  comenzaron  á  pasarse  la  botella,  que  quedó  vacía 
en  un  momento. 

— ¿Qué  hay  de  noticias? 

—Nada,  que  unos  realistas  de  México  han  venido  al  cerro  de 
Barrabás  á  querer  tantear  al  señor  Ramio. 

— ¿Se  trata  de  que  traicione  y  entregue  la  conducta? 


336  JUAN   A.    MATEOS 


— Precisamente. 

— ¿Y  él  que  dice? 

— El  señor  Ramiro  es  todo  un  val  i  od  te,  y  primero  le  arencan 
la  lengua  ó  lo  entierran  que  hacer  una  felonía. 

— ¿Y  no  han  conocido  á  las  personas  de   México? 

— Yo  estaba  en  acecho,  y  conocí  á  una  de  ellas. 

— ¿Y  se  puede  saber  cómo  se  llama? 

— No  hay  inconveniente,  Jacinto  Castaños. 

— Ese  demonio  ha  de  meter  su  cola  en  todas  partes:  figúrese  el 
señor  capitán,   que  la  noche  del  plan  de  Iguala,  consumó  deserción. 

— Es  un  realista  furibundo. 

— Nos  ha  jurado  guerra  á  muerte. 

— Como  nosotros  á  él. 

— Es  necesario  estar  en   vela,  porque  anda  con    una    partida  pe 
estos  contornos,  tieue  en  jaque  al  cerro,  y  sueña  con  los  caudales. 

— Pues  que  despierte,   porque  en   un  descuido  lo  colgamos. 

Caifas,  el  perro  del  insurgente,  comenzó  á  ladrar  con  furia. 

— Es  gente  enemiga,  observó  Vildo,  y  todos  se  pusieron  en  acocho. 

Por  la  cumbre  de  un  cerro  vieron  atravesar  á  una  partida  de  rea- 
listas que  iba  flanqueando  el  cerro. 

— Es  el  capitán  Castaños. 

— Nos  emboscaremos  por  si  se  atreve  á  bajar. 

— Es  que  ya  nos  ha  visto. 

— Pues  subamos  á  la  posición. 

Realistas  é  insurgentes  ascendieron  por  las  rocas,  y  dieron  aviso 
á  Ramiro  de  que  Castaños  andaba  por  aquellos  terrenos. 

— Vildo,  dijo  Ramiro,  saldrás  esta  misma  noche  com  dinero  para 
tu  general. 

—  ¡Listo!  gritó  el  insurgente. 

— Es  necesario  que  extraviemos  veredas. 

— El  negocio  corre  de  mi  cuenta;  tengo  quien  me  ayude  de  una 
manera  poderosa,  y  el  insurgente  señaló  al  cielo. 

Efectivamente,  las  nubes  comenzaban  á  condensarse,  y  apuntaba 
una  recia  tempestad  de  aire. 

— Dentro  de  algunas  horas,  dijo  Ramiro,  ya  todo  estará  envuelto 
en  el  polvo  y  la  oscuridad. 

— Eso  aguardo  precisamente,  señor,  para  echarme  al  camino  con 
el  atajo;  además  que  llevo  conmigo  á  José  de  la  Luz,  que  es  un  buen 
compañero,  y  valiente  como  no  he  visto  otro. 

— Confío  en  tí. 

— Yo  juro  por  los  huesos  de  mi  señora  madre,  que  en  paz  dos- 
canse,  que  este  dinero  llegará  á  manos  de  mi  general. 

— Salva  en  un  lance  lo  que  puedas. 

— Primero  dejo  la  vida  en  manos  de  esos  condenados,  que  un 
solo  peso. 

— Mira.  Vildo,  toma  seis  muías  que  ya  están  cargadas,  y  már- 
chate; temo  que  el  huracán  y  la  noche  te  hagan  perder  la  pista. 

— Por  las  ánimas  benditas  que  el  señor  no  me  conoce:  figúrese 
su  merced  que  estas  montañas  son  como  si  dijéramos  mi  casa;  aquí 
he  nacido,  y  las  he  visto  y  andado  durante  muchos  años;  perderme 
en  ellas  sería  tanto  como  darle  cuchilladas  á  caballo  de  espadas. 


Cuando  se  disipó  el  humo  de  la  pólvora,  don  Agustin 
de  Iturbide  no  era  ya  más  que  un  cadáver  cubierto  de 
sangre. 


LOS    INSURGENTES-22 


Epilogo.  Ií. 


108  insuegSiníes  337 


— ¡Es  muy  guapo  este  mozo! 

— Así  dice  mi  general  Guerrero. 

— Y  tiene  razón  que  le  sobra. 

— Así  somos  sus  soldados,  tercos  como  un  lobo  viejo;  figúrese  su 

merced  que  el  padre  del  general   le    ha   rogado    que  se  indulte,  y  él 

t  erre  que  erre,  pelea  y  pelea,  y  eso  que  la  señora  su  esposa  está  como 

de  esclava  en  ana  hacienda  de  los  gachupines,  y   la  niña  Doloritas  su 

hija,  arrimada  en  casa  extraña  y  pobre  como  todos  nosotros. 

—Ese  general  es  un  hombre  como  hay  pocos. 

— Hoy  es  otra  cosa,  loa  realistas  se  han  vuelto  insurgentes,  y 
hemos  ganado  con  su  misma  baraja. 

— Bien,  bien,  márchate,  que  cierra  la  noche. 

— Con  su  permiso,  señor  amo. 

Vildo  se  fué  en  dirección  al  lugar  donde  ya  las  muías  estaban 
dispuestas  para  el  viaje. 

José  de  la  Luz,  Vildo  y  una  escolta  de  cincuenta  surianos,  co- 
menzaron á  descender  por  la  cuesta  del  cerro  de  Barrabás.  La  noche 
avanzaba,  el  aire  se  había  desencadenado  de  una  manera  formidable, 
destrozando  las  ramas  de  los  pinos  y  derribando  los  troncos  carco- 
midos de  los  árboles.  Se  oía  el  zumbido  del  huracán  en  el  seno  de 
los  precipicios,  y  el  chasquido  de  los  jarales  de  las  veredas.  El  ahullido 
de  los  lobos  resonaba  en  las  arboledas,  al  que  respondía  el  constante 
ladrar  de  los  perros  que  iban  tras  de  la  escolta. 

—  ¡Brava  está  la  noche! 

— De  los  diablos,  contestaba  José  de  la  Luz,  que  llevaba  el  lazo 
de  la  primera  mala. 

— Que  buen  chasco  se  lleva  el  capitán  Castaños  si  cree  que  por 
miedo  del  huracán  no  salimos  esta  noche. 

— ¿Quién  le  habrá  dicho  algo  sobre  nuestra  salida? 

— No  faltan  soplones,  muchos  de  los  realistas  han  de  estar  deses- 
perados con  la  revolución  de  Iturbide. 

— Es  que  nosotros  somos  de  esa  opinión. 

— Me  parece  que  nos  quieren  tender  un  lazo,  ya  oíste  eso  de  que 
siempre  ha  de  mandar  el  rey,  y  que  S.  M.  ha  de  venir  á  México. 

— No  creas  esas  cosas,  ya  me  han  explicado  que  para  contentar 
á  los  gachupines  sueltan  esas  mentirillas. 

— Puede  ser. 

— La  prueba  es  que  el  general  Guerrero  ha  entrado  en  el  convenio, 
y  á  él  no  le  dan  atole  con  el  dedo. 

— Ya  lo  creo,  eso  me  tranquiliza. 

— Sabes  que  Caifas  está  más  asustado  de  lo  regular,  ladra  como 
un  furioso. 

— Estos  animales  saben  más  de  lo  que  les  han  enseñado. 

— La  noche,  dijo  Vildo,  está  oscura  como  nunca,  y  ya  tengo  algo 
de  miedo. 

— ¡Por  todos  los  diablos!  gritó  José  de  la  Luz,  que  es  la  primera 
vez  que  oigo  esa  palabra  en  tu   boca. 

— Qué  quieres,  hay  veces  que  no  está  uno  tan  templado  como 
quisiera. 

— ¿Y  á  qué  le  temes? 

22  —  Los  Insurgentes. 


338  5üAN  A.  MAMSOÍ 


— A  nada,  pero  esos  ahullidos  del  viento  me  han  hecho  temblar. 

— Mas  feos  los  hemos  visto,  y  no  nos  han  hecho  nada. 

— Demonio,  este  Caifas  me  espeluzna,  algo  vé  que  nosotros  no 
alcanzamos  en  medio  de  la  oscuridad. 

El  perro  había  husmeado  á  los  realistas,  que  estando  en  acecho 
desde  la  salida  de  los  insurgentes,  les  iban  siguiendo  la  pista  hasta 
encontrarse  en  terreno  á  proposito  para  sorprenderlos.  La  columna 
insurgente  iba  en  el  declive  del  cerro  y  entrando  a  la  barranca,  aquel 
lugar  era  el  más  á  propósito  para  caer  sobro  ellos.  Castaños  era  co- 
nocedor del  terreno  y  valiente  á  toda  prueba,  seguía  como  impulsado 
por  el  huracán  en  pos  de  la  escolta,  d©  seguro  se  haría  dueño  de  los 
caudales.  Vildo  escuchó  en  las  piedras  del  camino  las  herraduras  de 
los  caballos. 

— Somos  perdidos,  dijo  á  José  de  la  Luz,  los  realistas  nos  tienen 
envueltos. 

—Nada  se  vé. 

—Pero  se  oye. 

El  insurgente  se  apeó  del  caballo,  puso  la  cabeza  en  el  suelo,  y 
escuchó  perfectamente  el  paso  de  los  caballos. 

— No  hay  duda,  ellos  son. 

Vildo  impresionado  terriblemente  por  un  motivo  que  no  estaba 
á  su  alcance,  hizo  un  esfuerzo  sobre  humano  para  recobrar  la  moral, 
y  dijo  resueltamente  á  su  compañero. 

—  Me  quedo  aquí,  adelanta  lo  más  que  te  sea  posible  con  la 
mitad  de  la  escolta,  que  yo  les  hago  parada,  aunque  carguen  con- 
migo todos  los  diablos,  lo  primero  es  lo  primero,  si  me  matan,  dile  al 
general  que  le  había  ofrecido  morir  por  la  América,  y  que  he  cumplido. 

—  Quien  piensa  en  eso,  dijo  José  de  la  Luz,  me  marcho  á  toda 
prisa,  y  ya  nos  veremos. 

— ¡Lárgate,  y  adiós! 

José  se  marchó  á  toda  prisa  tomando  una  vereda  contraria,  y 
dejó  á  Vildo  en  espera  del  enemigo. 

III. 

Nada  más  sombrío  que  una  noche  de  tormenta  sin  relámpagos, 
parece  que  la  tierra  se  alza  llena  de  pavor  á  los  azotes  del  huracán 
y  conmovida  se  azota  entre  las  rocas  en  una  desesperación  de  rabia 
espantosa.  Oyense  bramidos  tan  profundos  como  los  del  Océano  y  el 
quejido  del  aire  perenne  entre  las  aborledas. 

Cruzan  la  atmósfera  ecos  perdidos  que  se  desprenden  de  los 
abismos  y  atraviesan  en  todas  direcciones,  el  hombre  tiembla  como 
las  aves:  aquel  espectáculo  sería  terrible  si  ge  pudiese  contemplar 
fuera  de  alcance. 

Las  montañas  parecen  tocar  el  cielo  con  sus  frentes  oscuras,  y 
el  mismo  cielo  es  un  caos  en  que  todo  se  pierde...  sombras  por  todas 
partes  envuelven  á  la  creación  entera. 

Ocultos  entre  las  rocas  esperan  los  insurgentes  al  enemigo,  espe- 
rando detenerle  mientras  se  pone  en  salvo  aquel  depósito  confiado  á 
bu  lealtad.  Los  realistas  ee  acercan  y  caen  en  la  emboscada. 


Í.OS   ÍNSURGENTEá  §39 


Una  descarga  á  quemarropa  los  pone  en  desorden;  pero  á  la  luz 
de  las  descargas  calculan  el  número  de  sus  adversarios. 

Eetroceden,  y  acostumbrados  á  aquel  género  de  combates  tratan 
de  envolver  la  posición,  que  es  defendida  con  arrogancia  por  los  su- 
rianos. El  fuego  continúa  por  ambas  partes  con  la  misma  desespera- 
ción, v  la  lucha  se  hace  terrible  en  el  seno  de  las  tinieblas. 

Repentinamente  se  oyeron  detonaciones  á  la  retaguardia  de  los 
insurgentes:  la  retirada  estaba  cortada. 

Vildo  comprendió  que  estaba  perdido,  y  se  lanzó  con  sus  soldados 
en  busca  del  enemigo  á  la  arma  blanca. 

Los  realistas  los  dejaron  avanzar,  seguros  de  su  movimiento,  y 
cuando  ya  los  tuvieron  en  el  sitio  á  propósito,  los  rodearon,  hacién- 
doles un  grande  estrago.  Vildo  fué  hecho  prisionero. 

— ¿Dónde  está  el  dinero?  preguntaba  Castaños. 

— ¿Qué  dinero?  dijo  Vildo. 

— E¡   que  traían  en  las  muías. 

— Ya  vá  muy  adelante,  la  escolta  salió  desde  temprano,  nosotros 
veníamos  á  ver  si  estaba  libre  el  camino. 

— Es  decir  que  nos  han  burlado 

— Así  parece,  respondió  ei  insurgente,  que  había  recobrado  por 
completo  su  sangre  fría. 

—Hemos  errado  el  golpe,  mi  capitán. 

— Sí,  gritó  con  desesperación  Jacinto,  pero  nos  vengaremos  de 
estos  miserables. 

— Ya  lo  teníamos  tragado,  murmuró  Vildo. 

— AL  amanecer  que  fusilen  á  estos  traidores. 

— 4Alto!  gritó  Vildo,  eso  de  traidores,  poco  á  poquito,  yo  siempre 
he  sido  insurgente,  y  lo  seré  hasta  que  muera. 

—  Ya  te  conozco,  gritó  Castaños. 

— Ya  qos  conocemos  señor  capitán,  somos  paisanos. 

— ¡Yo   nada  tengo  de  común  contigo: 

— ciemos  nacido  en  la  hacienda  de  Chiciülhualco,  fui  amigo  del 
tío  Btae,   padre  de  su  merced. 

Jacinto  no  respondió,  el  nombre  de  su  padre  invocado  en  aquella 
nocbe  siniestra  y  por  un  hombre  sentenciado  á  muerte,  :e  conmovió 
las  fibras  más  hondas  del  corazón. 

— [Mi  padre!  murmuró  el  desgraciado,  nasta  hoy  uadie  había 
prouunciado  su  nombre  ni  avivado  su  recuerdo...  ¡este  es  un  presagio 
•fatal!...  he  seguido  la  carrera  del  crimen  con  la  marca  del  parricida 
sobre  la  frente  sin  hallar  un  solo  instante  de  consuelo...  ¿llegará  alguna 
vez  la  hora  del  arrepentimiento?...  ya  he  olvidado  a  esa  muier  cuyo 
amor  me  impulsó  al  abismo  sin  fondo  en  que  me  agito...  ¡Dios  mío!... 
;Dios  mío!...  yo  siento  que  el  momento  del  castigo  se  aproxima,  y 
ese  mismo  temor  me  dá  aliento  para  luchar  contra  el  destino  siempre 
adverso...  ¿dónde  voy?...  vuelvo  mí  vista  al  silencio  tranquilo  de  mi 
hogar  y  no  encuentro  á  nadie:  estaré  abandonado,  y  abandonado  para 
siempre...  mis  padres  han  desaparecido  en  el  silencio  de  Ja  tumba,  y 
Luz,  mi  hermana  querida...  ha  muerto  también...  nadie  me  queda  ya 
sobre  la  tierra...  la  justicia  de  Dios  vá  á  caer  sobre  mi  frente... 
¡parricida!...  ¡parricida! 

Aquel  hombre    encallecido  en  el    crimen    comenzó    á  llorar  como 


340  JTTAN  A.  MATEOÍ 


una  mujer.  Dios  y  los  hombres  lo  habían  abandonado  en  la  desas- 
trosa senda  de  la  desesperación. 

Queriendo  ocultar  la  emoción  que  lo  dominaba,  no  considerando 
suficientemente  densa  la  sombra  de  la  noche,  se  echó  á  andar  sin 
rumbo  por  el  sendero. 

Pasaron  algunas  horas,  el  huracán  se  había  calmado,  solo  se  veían 
á  la  luz  primera  de  la  mañana  los  destrozos  del  vendaval. 

El  bosque  tenía  tramos  extensos  de  árboles  desarraigados  y  hasta 
las  piedras  parecía  que  habían  cambiado  de  sitio. 

— Ya  es  hora,  dijo  un  oficial  á  Vildo;  si  quiere  rezar  alguna  cosa 
hágalo,  porque  ya  lo  vamos  á  fusilar. 

— Para  luego  es  tarde,  contestó  el  insurgente;  pero  su  voz  se  hizo 
trémula  y  su  rostro  tostado  por  el  sol  tomó  un  color  ceniciento. 

Caifas  parecía  comprender  lo  que  iba  á  pasar,  porque  se  puso  de- 
lante de  Vildo,  amenazando  devorar  al  que  osase  tocar  á  su  amo. 

Vildo  hincó  una  rodilla,  y  tendió  el  brazo  conteniendo  á  su  fiel 
amigo,  que  ahullaba  husmeando  la  muerte. 

Los  soldados  de  la  escolta  avanzaron. 

El  insurgente  abrió  su  camisa  mostrando  su  pecho  desnudo  lleno 
de  cicatrices  cosechadas  en  el  campo  de  batalla. 

— Buena  puntería,  dijo  á  los  soldados,  que  no  quiero  padecer 
mucho. 

— ¿Nada  tiene  que  ordenar?  podemos  hacer  llegar  un  recado  á 
su  familia. 

— Mi  familia,  dijo  Vildo,  son  los  soldados  mis  compañeros,  no  he 
conocido  jamás  otra;  en  cuanto  á  dejar  algo,  no  tengo  más  ropa  que 
la  puesta,  y  eso  vá  á  quedar  inservible  con  las  balas:  lo  que  les  ruego 
es  que  me  entierren  con  mi  machete  suriano,  ese  me  ha  librado  muchas 
veces  la  vida,  y  quiero  que  duerma  conmigo  debajo  de  la  tierra. 

— Concedido,  dijo  el  oficial. 

Vildo  balbuceó  algunas  palabras:  seguramente  rezaba  una  oración 
en  aquel  trance  fatal,  hizo  la  señal  de  la  cruz,  se  santiguó  el  rostro, 
y  esperó  sereno  el  último  trance. 

Oyóse  una  descarga  que  resonó  en  el  fondo  de  las  montañas... 
Vildo  el  insurgente  acababa  de  expirar,  revolcándose  en  aquella  sangre 
derramada  tantas  veces  en  los  campos  de  la  patria... 

Jacinto  escuchó  la  detonación,  y  lanzó  su  caballo  por  si  podía 
escapar  de  la  muerte  á  los  otros  prisioneros. 

Envuelto  en  la  negra  túnica  de  sus  remordimientos,  se  olvidó  de 
que  había  dado  la  orden    fatal;  cuando  llegó    al  sitio  los   insurgentes 


habían  sido  ejecutados. 


IV. 


El  general  Guerrero  envió  á  Piedra-Santa  con  un  destacamento 
en  busca  de  la  conducta,  que  ya  suponía  en  camino. 

Serían  las  once  de  la  mañana  cuando  José  de  la  Luz  descubrió 
la  avanzada  del  general  Guerrero. 

— Señor,  dijo  al  coronel  Piedra-Santa,  es  necesario  auxiliar  á 
Vildo,  que  ha  quedado  con  una  fuerza  muy  corta  cubriendo  nuestra 
retirada. 


EOS   INSURGENTES  341 


— ¿Cuántos  hombres  tiene? 

— Doce  apenas;  lo  primero  es  lo  primero,  se  trataba  de  salvar 
las  monedas,  y  ya  están  aquí  sanas  y  salvas:  ahora  volvámonos,  porque 
los  realistas  deben  estarlo  atacando. 

—  ¡En    marcha!    gritó  don  Alfonso,  y  ustedos   muchachos    sigan 
con    la   conducta    adelante,    ya   todo    el   camino    está    seguro   y  bien 
escoltado. 

La  caballería  insurgente  salió  á  escape  en  auxilio  de  sus  compa- 
ñeros, auxilio  tardío,  poique  todos  habían  caído  bajo  el  golpe  inexo- 
rable de  la  muerte.  Después  de  cuatro  horas  llegaron  al  lugar  de  las 
ejecuciones. 

Unos  montones  de  tierra  recien  escabada  indicaban  las  tumbas  de 
los  insurgentes. 

Cuando  Oaifás  reconoció  á  José  de  la  Luz,  comenzó  á  ahullar 
espantosamente  y  á  ca?ar  la  sepultura  con  un  ahinco  ardoroso. 

La  cabeza  de  Vildo  apareció  ensangrentada  y  destrozada  por  el 
plomo.  José  de  la  Luz  se  tiró  en  el  suelo  dando  de  alaridos  y  diciendo 
imprecaciones  y  blasfemias. 

— ¡Infame!  murmuraba  Piedra-Santa,  has  asesinado  á  tu  padre, 
has  abierto  la  tumba  á  la  infeliz  á  quien  debiste  el  ser,  y  á  mí  me 
has  arrebatado  al  hijo  de  mis  entrañas  y  á  la  mujer  de  mi  amor... 
¡has  sido  el  azote  de  tu  familia,  el  verdugo  de  ios  tuyos!...  hoy  me 
arrebatas  á  un  hermano,  á  un  compañero  de  tantos  años,  á  un  soldado 
de  la  patria...  ¿y  el  cielo  estará  sordo  á  tantos  crímenes1?...  ¿y  no  guar- 
dará un  rayo  de  su  justicia  eterna  para  aniquilar  á  este  miserabAe?... 

Los  insurgentes  todos  estaban  demudados  y  con  los  ojos  Leños 
de  lágrimas.  Vildo  era  uno  de  los  patriotas  más  queridos  y  el  mejor 
de  los  amigos. 

— ¡En  marcha!  gritó  Piedra-Santa. 

José  de  la  Luz  cubivó  e.  cadáver  con  la  tierra  que  el  perro  había 
esparcido,  plantó  una  cruz  de  ramas,  besó  e  sie.o,  y  se  aejó  llorando 
como  un  niño. 

Caifas  no  quiso  separarse  de  aquel  sitio,  quedó  echado  sobre  la 
sepultura  velando  el  eadáver  de  su  ám© 


capitulo  xn 

De  cómo  se  encontraron  tres  señores  yirreyes  en  el  territori 
le  Nneya-EspaSa. 

I. 

La  voz  de  independencia  dada  en  Iguala  resonó  en  los  ámbitos 
de  América  como  el  acento  poderoso  de  la  resurrección  de  un  pueblo. 
El  pensamiento  de  Hidalgo  había  tomado  Ja  grandiosa  forma  que  el 
anciano  de  Dolores  le  había  dado  en  esa  concepción  gigante  de  su 
cerebro. 

Los  enemigos  encarnizados  de  la  libertad  venían  á  rendir  sus  ban- 
deras, á  confesarse  vencidos  delante  de  las  tumbas  de  los  mártires,  y 
á  venerar  esas  cenizas  como  las  de  los  diosses  del  mundo  nuevo,  que 


343  JUAN  A.  MATEOS 


aparecía  saliendo  del  caos  de  la  esclavitud  para  girar  en  la  esfera  lu- 
minosa de  la  libertad.  El  destino  había  unido  las  fuerzas  contrarias, 
y  la  palanca  se  había  movido  con  un  poderoso  esfuerzo.  La  luz  y  las 
tinieblas  produjeron  la  aurora. 

Los  enemigos  del  progreso  quisieron  arrebatar  á  la  España  liberal 
estos  dominios,  y  los  partidarios  de  la  independencia  se  aprovecharon 
de  su  encono  para  romper  las  cadenas  de  esa  ancla,  que  sujetaba  á 
la  nación  como  á  una  nave  á  las  rocas  del  suelo  extraño.  Salió  el  sol, 
dio  de  lleno  sobre  el  manto  de  las  tinieblas,  y  apareció  la  verdad, 
resplandeciente  como  un  destello  de  la  mirada  de  Dios. 

La  política  es  como  el  Océano:  tiene  un  momento  do  calma  y 
trasparencia  en  que  se  vé  su  seno,  como  si  el  agua  fuese  la  atmósfera 
azul  del  firmamento. 

Amigos  y  enemigos,  propios  y  extraños,  sintieron  su  alma  tocada 
por  el  sentimiento  de  esta  grande  verdad:  «La  independencia  es  ya 
un  hecho  en  América;»  entonces  la  desesperación  más  horrorosa  se  apo- 
deró de  esos  corazones,  sacudidos  por  el  aire  infesto  de  la  venganza; 
maldijeron  su  política,  se  encontraron  burlados  en  sus  planes,  descon- 
certados en  sus  previsiones  y  perdidos  para  siempre. 

Habían  soñado  en  un  nuevo  reino,  para  entregarlo  al  absolutismo 
y  tiranía  de  los  Borbones,  y  se  les  escapaba  de  las  manos  como  una 
esfera  de  fuego  que  entraba  en  la  órbita  de  las  nacionalidades. 

Dijeron  anatema  al  plan  de  Iguala;  pregonaron  desde  luego  que 
todo  era  una  superchería  de  los  insurgentes,  un  insulto  á  su  rey;  pero 
aquel  grito  llegó  tarde,  ya  no  había  quien  pudiera  escucharle. 

La  capital  de  la  colonia  estaba  conmovida  profundamente;  los 
movimientos  del  ejército  trigarante  eran  sabidos,  á  pesar  de  ana  po- 
licía de  Argos,  que  trataba  de  desvanecerlo  todo. 

En  el  palacio  del  virrey  se  recibían  continuas  comunicaciones  de 
pronunciamientos,  porque  las  ciudades,  los  pueblos,  las  aldeas  más  pe- 
queñas, se  levantaban  á  la  voz  de  independencia,  renovándose  los  glo- 
riosos tiempos  de  Hidalgo.  Todos  hablaban  de  las  peripecias  sangrientas 
de  los  once  años;  todos  pretendían  haber  concurrido  á  las  batallas,  y 
el  espíritu  de  nacionalismo  se  exaltaba  al  grado  más  alto,  enmedio  de 
aquella  efervescencia  patriótica  j  entusiasta. 

Los  españoles  y  realistas  hacían  esfuerzos  desesperados  por  con- 
tener aquel  desbordamiento  universal;  pero  en  vano,  porque  el  volcan 
estaba  en  plena  erupción. 

Bustamante  proclama  la  independencia  en  el  Bajío;  marcha  el 
ejército  á  Guanajuato,  y  delante  de  aquellos  monumentos  sagrados, 
piedras  constructoras  de  la  columna  de  nuestras  glorias,  se  santifica  la 
memoria  de  los  mártires  de  1810;  se  arrancan  las  jaulas  de  hierro  donde 
yacían  las  cabezas  venerandas  de  nuestros  héroes,  y  se  les  coloca  en 
los  altares  de  la  patria. 

Allí  Iturbide,  el  vencido  del  Monte  de  las  Cruces,  rinde  sus  ho- 
menajes á  Hidalgo,  como  al  hombre  de  aquella  inmortal  jornada. 

Sigue  Iturbide  para  Guadalajara,  nada  le  detiene,  pero  &n  labio 
aun  no  pronuncia  la  verdad:  sostiene  aunque  débilmente  los  artículos 
del  plan  de  Iguala,  que  el  pueblo  ha  roto  ante  el  pensamiento  de 
su  emancipación. 

Iturbide  se  presenta  en  el  lugar  de  su  cuna,  en  esa  heroica  tierra 


loi  iNStraGEíffsl  343 


de  Michoacan,  en  ese  santuario  de  la  libertad:  allí  se  resisten  los  rea- 
listas; pero  sucumben  luego  á  los  horrores  de  un  sitio,  y  la  bandera 
trigarante  es  saludada  por  las  auras  que  mecieron  la  cuna  de  Morelos. 

Aquel  torrente,  impulsado  por  Ja  mano  de  Dios,  atraviesa  victo- 
rioso por  el  seno  de  la  nación:  solo  á  su  aspecto  se  rinden  los  ejér- 
citos y  las  ciudades;  San  Julián  depone  sus  armas,  y  la  histórica 
ciudad  de  Querétaro  se  entrega  en  los  brazos  dejsus  libertadores,  des- 
pués de  las  conmociones  de  un  sitio. 

Líbrase  una  batalla  en  las  inmediaciones  de  Toluca,  en  que  un 
gran  núcleo  de  fuerzas  realistas  son  despedazadas:  aquella  causa  estaba 
sentenciada  y  entraba  en  agonía. 

El  país  entero  estaba  en  conmoción:  nuevos  héroes  aparecen  en  la 
liza;  Victoria,  ese  rayo  de  las  batallas,  disputa  sus  laureles  al  enemigo; 
Santa-Ana  se  apodera  del  puerto  de  Alvarado:  joven  aun  y  ardoroso, 
se  vuelve  sobre  Jalapa  y  toma  la  ciudad,  se  fía  en  su  fortuna,  y  asalta 
Veracruz,  de  donde  es  rechazado  en  un  combate  terrible. 

Don  Nicolás  Bravo,  el  hijo  de  aquel  sublime  mártir  que  fué  aga- 
rrotado en  una  de  las  plazas  de  México,  está  con  los  suyos,  como  en 
los  días  de  Morelos  y  de  Galeana,  renovando  su  nombre  en  los  combates. 

Le  pone  sitio  á  Puebla,  y  la  hace  capitular:  allí  se  reúne  Itur- 
bide  con  sus  tropas,  y  formando  un  ejército  poderoso  converje  hacia 
el  centro,  hacia  la  capital,  foco  de  sus  esperanzas  y  último  término 
de  su  jornada  histórica. 

II. 

Como  acontece  en  las  situaciones  extremas,  la  alarmada  corte  de 
México  acometida  del  pánico,  comenzó  á  sospechar  de  los  suyos,  y 
acusó  de  complicidad  cou  los  insurgentes  al  virrey  Apodaca. 

"No  pudieudo  aquella  turba  de  cortesanos  salir  al  encuentro  de 
Iturbide,  se  contentaba  con  hacer  conspiraciones  que  hacían  más  des- 
esperada su  situación. 

El  conde  del  Venadito  era  un  hombre  leal  y  honrado;  pero  no 
tenía  el  talento  suficiente  ni  los  conocimientos  para  resolver  crisis  tan 
tremenda. 

El  día  7  de  Julio  1821,  entre  nueve  y  diez  de  la  noche,  se  ad- 
virtió que  fueron  salteado  de  sus  cuarteles,  tropas  del  regimiento  de 
Ordenes  Militares,  del  de  Castilla  é  Infante  D.  Carlos,  que  silencio- 
samente se  dirigieron  al  palacio  del  virrey,  ocupándole  una  parte  y 
rodeándole  otra. 

La  misma  operación  practicó  el  regimiento  de  Marina,  y  en  frente 
de  la  plaza  se  situó  la  primera  compañía  do  los  dragones  Defensores 
de  la  integridad  de  las  Ufanas. 

E¡  virrey  estaba  tranquilo  presidiendo  una  junta  de  Guerra,  cuyos 
vocales  eran  los  mariscales,  de  campo  Novella  y  Liñan,  el  coronel  Es- 
pinosa y  el  ingeniero  Sociato. 

Un  oficial  de  guardias  entró  en  la  cámara  virreinal. 

— ¿Hay  alguna  novedad?  preguntó  Apodaca. 

— Señor,  dijo  el  oficial,  el  coronel  Buccelli  y  otros  jefes  pretenden 
hablar  á  V.  E. 

—Que  esperen, 


844  JÜAH  A.  KATÍOÍ 


— Es  que  insisten  de  una  manera  que... 

Alteróse  visiblemente  el  semblante  de  Apodaca,  y  dijo  coa  voz 
trémula: 

— Que  pasen. 

El  oficial  salió  inmediatamente. 

La  puerta  bo  abrió,  y  un  grupo  de  jefes  acaudillados  por  Buccolli 
se  presentó  ante  la  autoridad  real. 

El  cabecilla  era  impetuoso,  se  adelantó  hasta  el  bufete,  y  dijo  con 
acento  claro: 

— Señor:  las  cosas  políticas  han  llegado  á  un  extremo,  en  que  es 
necesario  ver  definitivamente  con  quienes  contamos  en  el  último  trance; 
los  jefes  de  los  cuerpos  desconfían  altamente, de  V.  E. 

Apodaca  hizo  un  movimiento,  pero  se  reprimió. 

Buccelli  continuó: 

— Hay  un  gran  disgusto  con  las  rendiciones  de  varios  puntos,  y 
sobre  todo  con  la  sumisión  de  San  Julián,  en  cuyas  fuerzas  estaba  lo 
más  florido  del  ejército  español. 

— Yo  participo  de  ese  mismo  disgusto,  dijo  el  virrey. 

— Creemos  que  la  mala  administración  ha  hecho  que  se  sacrifiquen 
inútilmente  muchos  de  los  soldados  más  distinguidos,  y  vemoB  adelantar 
sin  obstáculo  á  Iturbide,  en  dirección  á  la  capital. 

— Ya  se  han  tomado  las  medidas  más  convenientes  para  ese 
caso,  y... 

— Perdone  S.  E.,  dijo  Buccelli  interrumpiendo  al  Conde,  nosotros 
venimos  á  suplicar  á  S.  E.  que  resigne  el  mando;  porque  sus  hombros 
son  débiles  para  tanto  peso. 

El  mariscal  de  campo   Liñan  se  levantó  indignado. 

— ¿Es  esta  la  manera,  dijo,  de  dar  ejemplo  de  disciplina  á  vues- 
tros soldados1?  ¿De  cuándo  acá  le  es  permitido  á  un  subdito  rebelarse 
contra  los  mandatos  de  su  rey?...  Señor  coronel  Buccelli,  retírese  usted 
á  su  cuartel  y  espere  en  él  las  órdenes  de  S.  E. 

— Señor,  no  es  la  determinación  que  ha  tomado  la  tropa  que  guar- 
nece la  capital  un  acto  de  insubordinación,  no,  muy  lejos  estamos  de 
ello;  pero  la  idea  de  ver  perdido  el  país,  nos  hace  dar  este  paso,  el 
tiempo  nos  justificará. 

— Señor  Buccelli,  no  está  encomendada  á  la  tropa  la  sahmción 
del  estado. 

—  En  un  naufragio  todos  tienen  derecho  de  salvarse;  nuestra  exis- 
tencia está  comprometida,  más  aún  que  la  causa  de  S.  M.j  yo  en 
nombre  de  las  tropas,  declaro:  que  si  el  señor  virrey,  conde  del  Ve- 
nadito,  no  se  separa  del  mando  resignándolo  en  uno  de  los  subinspec- 
tores, su  seguridad  personal  está  amenazada. 

El  conde  se  levantó  lleno  de  ira,  y  dijo  al  atrevido  coronel: 

Yo  no  tengo  miedo  á  vuestras  amenazas;  firme  en  el  apoyo  de 
mi  conciencia  y  en  la  rectitud  de  mis  intenciones,  permaneceré  firme 
ante  los  eventos  de  esta  situación  tan  terrible  como  se  presente,  y 
sucumbiré  después  de  haber  hecho  el  último  esfuerzo. 

— No  podemos  retroceder. 

- — Es  vergonzoso  que  los  mismos  españoles  don  este  escándalo. 

. — No  hay  otro  remedio. 

e— Bien  está,  no  puedo  oponerme  á  la  fuerza,  mi  sangre  sería  es- 


EOB  INfi^RQENTES  815 


téril:  el  señor  mariscal  de  campo  Novella  recibirá  el  mando^  mientras 
yo  doy  parte  á  S.  M. 

El  conde,  que  al  principio  se  manifestaba  inflexible,  varió  de  rumbo 
repentinamente,  reflexionando  que  los  insurrectos  le  proporcionaban  la 
salida  más  lionrosa  que  pudiera  encontrarse  en  aquella  situación. 

Novella  se  rehusó  agitado  del  propio  pensamiento;  pero  la  am- 
bición del  virreinato  lo  cegó,  y  quiso  ser  virrey  aunque  fuese  la  víspera 
del  derrumbe. 

Oíase  muy  cerca  el  tumulto  de  los  soldados,  que  arrollaron  la 
guardia  de  alabarderos,  y  en  la  plaza  se  escuchaban  gritos  de  sedición. 

Los  oficiales  repartían  licores  y  dinero  entre  la  tropa,  y  todo  anun- 
ciaba el  desorden  más  horrible. 

— Señor  Buccelli,  dijo  Apodaca,  mitigue  usted  ese  desorden,  puesto 
que  nada  tenemos  que  hablar. 

— Es  necesario  que  V.  E.  firme  este  papel  en  que  está  la  re- 
nuncia. 

Era  ya  demasiado  ultraje  para  un  hombre  de  honor.  Apodaca 
tomó  el  pliego  y  lo  hizo  pedazos,  y  dirigiéndose  á  un  escritorio,  es- 
cribió de  su  puño  y  letra  estas  líneas  históricas: 

«Entrego  libremente  el  mando  militar  y  político  de  estos  reinos 
á  petición  respetuosa  que  me  han  hecho  los  señores  oficiales  y  tropas 
expedicionarias,  y  por  convenir  así  al  mejor  servicio  de  la  nación,  en 
el  señor  mariscal  de  campo  don  Francisco  Novella,  con  sólo  la  cir- 
cunstancia de  que  por  los  oficiales  representantes,  se  me  asegure  la 
seguridad  de  mi  persona  y  familia,  manteniendo  la  tropa  de  marina 
y  dragones  que  tengo,  y  se  me  dé  además  la  escolta  competente  para 
marchar  al  siguiente  día  á  Veracruz  para  mi  viaje  á  España,  dejando 
á  cargo  de  dicho  señor  Novella,  con  toda  la  autorización  competente, 
dar  las  disposiciones  y  órdenes  para  la  continuación  del  orden  y  tran- 
quilidad pública,  y  entenderse  en  vista  de  esta  cesión  que  hago,  con 
las  autoridades  tanto  eclesiásticas  como  civiles  y  militares  del  reino. 

México,  5  de  Julio  de  1821. — El  Conde  del  Venadito.» 

El  virrey  Apodaca  al  trazar  aquellos  renglones,  ignoraba  que  en 
renuncia  la  hacía  en  nombre  del  porvenir,  porque  su  nombre  cerraría 
el  catálogo  de  los  virreyes  de  nueva-España. 

III. 

Los  mexicanos  que  representaban  á  México  en  las  Cortes  Espa- 
ñolas, trabajaron  sin  descanso  porque  se  nombrase  primer  jefe  de  la 
colonia  al  general  don  Juan  O-Donojú,  eminente  liberal  que  llevaba 
en  sus  manos  la  marca  del  tormento,  que  la  barbarie  del  rey  le  había 
impuesto  en  Sevilla,  en  la  célebre  causa  del  general  Kichard,  sin  que 
aquel  hombre  hubiese  cedido  á  tan  espantosa  prueba. 

O-Donojú  saltó  en  Veracruz  la  mañana  del  2  de  Agosto,  se  en- 
teró de  los  acontecimientos,  se  puso  en  contacto  con  Iturbide,  y  con- 
currió el  24  de  ese  mismo  mes  á  la  ciudad  de  Córdoba,  á  la  gran 
conferencia  que  señala  la  historia  como  el  acta  de  la  independencia 
mexicana. 

Dice  un  testigo  presencial,  que  acordada  por  Iturbide  la  trasla- 
ción del   general   O-Donojú   á   Córdoba,  y   4ada,3   providencias   para 


¡46  JTTAN  A.  MATEO» 


que  allí  se  le  recibiera  con  el  decoro  correspondiente,  para  lo  que  se 
le  mandó  una  lucida  escolta  de  Puebla,  comisionando  el  conde  de 
San  Pedro  del  Álamo  y  Marqués  de  Guardiola,  que  entendiese  en  su 
recibimiento;  partió  Iturbide  para  la  villa  de  Córdoba,  donde  llegó  al 
ser  de  nocbe. 

Apesar  de  esto  y  de  estar  lloviendo,  salió  muclia  gente  al  camino 
á  recibirle,  la  cual  quitó  las  muías  del  coche,  y  á  brazo  lo  condujo 
hasta  su  posada,  encontrándose  iluminada  la  Villa. 

Aguardábalo  en  su  misma  habitación  el  señor  O-Donojú:  ambos 
jefes  rodeados  do  un  brillante  concurso,  se  abrazaron  y  dieron  muestras 
de  un  cordial  cariño. 

Iturbide  pasó  á  cumplimentar  á  la  señora  O-Donojú. 

Al  día  siguiente,  como  día  festivo,  cada  general  oyó  misa  que  se 
dijo  en  el  altar  privado  de  su  casa:  Iturbide  pasó  á  la  de  O-Donojú, 
y  antes  de  que  se  extendiesen  los  tratados  y  se  tomasen  los  puntos, 
Iturbide  dijo: 

— Supuesta  la  buena  fé  y  armonía  con  que  nos  conducimos  en 
este  negocio,  supongo  que  será  muy  fácil  cosa,  que  desatemos  el  nudo 
sin  romperlo. 

Dados  los  puntos,  y  encerrados  en  el  despacho  de  O-Donojú  di- 
chos jefes  con  sus  respectivos  secretarios,  el  de  Iturbide  extendió  el 
despacho. 

Aprobóse  la  minuta,  y  solo  fueron  tachadas  por  mano  del  es- 
pañol, algunas  frases  relativas  á  su  persona  y  que  ofendían  su  mo- 
destia. 

Ese  tratado  no  era  otro  que  el  plan  de  Iguala,  con  variaciones 
que  no  alteraban  el  pensamiento. 

O-Donojú  creyó  dar  un  golpe  de  alta  política,  y  cayó  en  el  lazo 
tendido  hábilmente  por  los  insurgentes. 

Aquel  hombre  llegaba  á  las  playas  mexicanas  investido  de  altos 
poderes,  como  el  último  eslabón  de  esa  cadena  de  hierro  candente 
que  empezaba  en  Hernán  Cortés,  y  se  desprendía  de  las  rocas  ame- 
ricanas después  de  trescientos  años,  como  un  cable  arrebatado  por 
las  olas. 

O-Donojú  firmó  el  pasaporte  á  la  independencia  de  México. 

IV. 

Luego  que  el  enviado  de  Fernando  VII  se  retiró,  Iturbide  fué 
arrebatado  por  el  espíritu  gigante  de  la  ambición. 

Paseó  su  mirada  audaz  en  torno  de  sí,  se   sonrió  con    desdén,  y  | 
exclamó  con  voz  ahogada  por  el  jiíbilo:  I 

— ¡He  triunfado!...  el  pedestal  de  mi  gloria  solevanta...  yo  ascen- 
deré sin  temor,  y  una  corona  oprimirá  mis  sienes...  dueño  soy  de  ese  ¡ 
ejército  que  me  aclama,   ¡mío  es  ese  pueblo  que  me  rodea!...  ' 

Luego  volviendo  una  mirada  hacia  los  papeles  que  estaban  sobre 
el  bufete,  murmuró: 

— ¡Imbéciles!...  creen  que  un  pueblo  ha  luchado  diez  años  para 
entregarse  en  las  manos  de  sus  verdugos...  ¡aclamar  á  Fernando  VII!... 
¡miserables!  es  la  última  ofensa  que  podían  hacernos...  yo  he  trazado 
ese  nombre  para  hollarle  después,  para  escarnecerle...  cederle  un  trono 


103  INSURGENTES  84? 


que  el  pueblo  me  ofrece,  arrojar  á  sus   pies    la   corona...    ¡imnca!... 
¡i 


¡nunca!. 


Aquel  hombre  se  alzaba  más  alto  que  su  ambición. 

Yo  be  combatido  á  los  insurgentes,  y  sus  sombras  me  rodean  en 
este  supremo  instante...  ¡Hidalgo!...  ¡Allende!...  ¡Matamoros!...  ¡Bravo!... 
todos  vosotros,  los  que  caíste  al  golpe  de  nuestras  armas,  ¡perdón!... 
¡perdón!...  las  luces  de  esta  gloria  queme  rodea  son  todas  vuestras... 
yo  soy  el  usurpador  de  vuestra  herencia;  pero  no  entregaré  á  vuestros 
hijos  al  yugo  do  los  conquistadores. 

Cubrióse  el  rostro  con  las  manos,  y  en  la  óptica  de  sus  re- 
cuerdos, atravesó  ia  sangrienta  historia  de  tantos  años  de  sangre  y 
de  combates. 

La  frente  del  héroe  brotó  en  sudor  de  congoja  y  su  pecho  se 
agitaba  terriblemente. 

— ¡Dios  mío!...  ¡Dios  mío!  ese  trono  está  formado  con  los  huesos 
de  ios  mártires...  es  una  impiedad  apoderarme  de  él,  es  un  sacrilegio... 

Dejóse  oir  un  goipe  de  música  seguido  de  aclamaciones  entu- 
siastas. 

—  ¡Me  llaman!  exclamó  ieponiéndose  de  su  vértigo,  el  pueblo 
acude,  la  fortuna  bate  sus  a,as  sobre  mi  cabeza  ¡he  triunfado!  ¡he 
triunfado! 

CAPITULO  XIII. 

La  leyenda  de  las  tres  esmeraldas. 

\  i. 

El  ejército  trigarante  estaba  al  frente  de  la  Capital. 

Hacía  trescientos  años  que  el  más  sublime  de  los  aventureros  del 
siglo  XVI,  sitiaba  la  gran  Tenoxtitlan,  donde  agonizaba  el  último  resto 
del  ejército  mexicano. 

La  escena  había  cambiado  después  de  tres  siglos,  los  conquista- 
dores eran  á  su  vez  vencidos  por  los  conquistados,  y  estaban  en  el 
último  reducto. 

Las  plazas,  los  castillos,  las  ciudades  y  los  pueblos,  todo  había 
caido  en  poder  de  los  insurgentes:  solo  faltaba  el  corazón  de  la  an- 
tigua colonia,  cuya  arteria  estaba  abierta. 

El  destino  realizaba  la  más  brillante  de  las  metamorfosis. 

Para  los  americanos  no  llegarían  las  sombras  aciagas  de  la  noche 
triste.  Mientras  Iturbide  firmaba  los  tratados  de  Córdoba  con  O-Donojú, 
las  tropas  vencedoras  de  la  insurgencia  circundaban  la  capital. 

Nada  más  alegre  que  el  campamento  de  los  independientes*  cuando 
la  victoria  sacude  sus  alas  sobre  un  ejército,  un  iris  de  esperanza  se 
tiende  en  el  cielo,  y  nadie  recuerda  que  la  muerte  puede  pasear  con 
sus  pendones  por  aquellos  campos. 

En  una  de  las  casucas  de  un  pueblito  cercano  á  la  capital,  e- 
staba  el  coronel  Piedra-Santa  tomando  sombra,  y  sus  gueiTí...is  se 
disponían  á  reconocer  los  lagares  inmediatos,  porque  los  realistas  na- 
cían salidas  continuas  de  la  plaza. 

Novella,  aquel  virrey  de  última  hora,  deseaba    sostenerse  á  todo 


343  JUAN  A.  MATEOS" 


trance,  desconociendo  la  autoridad  de  O-Donojú,  que  como  liemos  visto 
ee  había  adherido  á  la  causa  de  la  independencia. 

Decíamos  que  don  Alfonso  estaba  descansando,  cuando  se  le  pre- 
sentó José  de  la  Luz,  aquel  asistente  tan  fiel  y  adicto  á  su  persona. 

José  de  la  Luz  era  ya  subteniente,  cuando  otros  que  habían  tra- 
bajado menos  portaban  divisas  de  coroneles. 

Cierto  es  que  José  no  sabía  leer,  pero  esto  no  importaba  en 
aquellos  tiempos  en  que  era  más  útil  esgrimir  la  espada  que  manejar 
la  pluma. 

— Mi  coronel  está  muy  triste,  dijo  el  asistente. 

— Te  engañas  José,  contestó  don  Alfonso,  nunca  he  estado  más 
alegre,  la  hora  de  la  libertad  se  acerca,  y  con  ella  la  de  mi  descanso. 

■ — Lo  dice  usted  con  un  tono... 

— Me  he  sacrificado  por  la  libertad  de  mi  patria,  y  estoy  sa- 
sfecho. 

—  Sin  embargo,  tenemos  una  cuenta  pendiente. 
— No  te  has  olvidado. 

—  ¡Demonio!  si  tengo  presente  á  ese  hombre  á  todas  horas;  haber 
asesinado  á  Vildo  y  cansado  á  la  familia  tantos  pesares... 

— Es  verdad,  dijo  Piedra-Santa,  y  plegó  el  ceño  como  si  aquel 
recuerdo  fuera  un  puñal  que  le  hiriera  al  corazón. 

— Yo  no  me  separaré  jamás  do  mi  coronel,  porque  ese  miserable 
ha  jurado  matar  á  usted,  y  es  capaz  de  cumplirlo. 

—  ¡Dios  me  lo  ponga  delante!  gritó  don  Alfonso,  estoy  ansioso 
de  su  sangre,  con  él  quiero  cobrar  la  hiél  de  mis  desventuras...  pero 
él  no  es  culpable,  obedece  al  destino,  y  nada  más... 

— Yo  creo  señor,  que  ya  no  volveremos  á  tener  otro  encuentro; 
porque  la  ciudad  se  rinde  el  día  menos  pensado. 

— No  puede  ser...  estoy  seguro  que  falta  una  batalla,  y  que  lia 
de  ser  terrible. 

— Lo  deseo,  porque  tengo  en  el  corazón  que  ese  hombre  ha  de 
ser  mío. 

— Ya  veremos,  entre  tanto  marcha  de  avanzada  por  si  alguien 
viene  á  inquietarnos. 

— Con  permiso,  mi  corone!. 

En  aquellos  momentos  se  escucharon  varios  tiros  y  rumor  de 
voces  y  carreras. 

— Mi  caballo,  gritó  Piedra-Santa. 

José  de  la  Luz  salió  corrieudo,  y  presentó  en  seguida  el  caballo 
al  coronel,   qiie  poniendo   mano   á  su   espada,  salió  en  busca  de  sus 


soldados. 


n. 


Los  realistas  habían  avanzado  hasta  las  orillas  del  pueblo  de 
Tacuba. 

Los  insurgentes  lanzaron  sus  guerrillas  sobre  las  avanzadas  ene- 
migas y  se  trabó  desde  luego  una  escaramuza. 

La  caballería  realista  engrosó  sus  guerrillas,  los  insurgentes  acu- 
dieron al  lugar  del  encuentro,   y  comenzó  una  batalla  en  toda  forma. 

El  general  Bustamante,  que  on  pensaba  atacar  en  aquel  punto  á 


tos  ítíSuitGSffirarÉs 


los  realistas,  intentó  retirar  las  fuerzas,  pero  los  insurgentes  se  lan- 
zaron como  desesperados,  desalojaron  á  los  realistas  de  un  puente,  y 
ya  no  había  más  que  aceptar  la  situación. 

Keplegóse  el  enemigo  á  Tacuba. 

Los  insurgentes  reconocieron  los  puntos  inmediatos,  cuando  loa 
realistas  salidos  de  México  alcanzaron  la  retaguardia  en  el  puente 
llamado  de  Careaga,  donde  comenzó   otra  acción. 

Las  guerrillas  de  Sierra  de  Guanajuato,  Príncipe,  Frontera,  Gra- 
naderos de  la  Corona  y  primero  Americano,  reforzados  por  una  do 
San  Luis,  dieron  una  carga  á  la  bayoneta,  continuando  sin  interrup- 
ción, hasta  lograr  que  el  enemigo  se  replegase  en  Atzcapozalco,  dondo 
tomó  posesiones. 

En  medio  de  aquel  espantoso  fuego,  y  cuando  las  caballerías  se 
encontraron  en  el  choque  del  arma  blanca,  Piedra-Santa  y  Jacinto 
Castaños  se  vieron  frente  á  frente. 

El  demonio  del  rencor  sopló  con  furia  sobre  aquellas  almas,  y  la 
venganza  y  el  odio  hizo  estremecer  el  corazón  de  aquellos  hombres 
que  se  detestaban  á  muerte. 

— ¡Nos  encontramos  al  fin!  gritó  don  Alfonso. 

— Sí,  exclamó  con  voz  ronca  Castaños,  y  vas  á  morir  entre  mis 
brazos. 

A  aquellas  palabras  siguieron  dos  disparos  simultáneos  y  á  que- 
maropa. 

Disipóse  el  humo,  y  ambos  aparecieron  terribles  como  la  deses- 
peración. Un  segundo  disparo  se  confundió  entre  el  estruendo  de  la 
batalla. 

Piedra-Santa  se  bamboleó  en  el  caballo,  dos  balas  le  habían 
hecho  una  profunda  caverna  en  el  corazón  por  donde  salía  un  mar 
de  sangre. 

Vaciló  algunos  instantes,  y  se  desplomó  del  caballo,  que  echó  á 
correr  asustado  por  las  detonaciones  de  la  artillería. 

Acercóse  Castaños  al  cadáver  ensangrentado,  y  rechinando  sus 
dientes  de  furor  y  sacudiendo  la  sudorosa  cabellera,  dio  un  alarido 
salvaje,  un  grito  de  Satanás. 

— ¡La  última  sangre!  gritó,  la  última  vertida  por  mis  manos;  ya 
nadie  queda  de  mi  raza,  aquí  está  la  última  esmeralda;  yo  burlaré  las 
predicciones;  y  azotando  con  furia  su  caballo,  tornó  á  mezclarse  entre 
Bus  soldados  que  se  batían  en  retirada. 

José  de  la  Luz  había  visto  á  lo   lejos    aquel    duelo  singular ;  en   t 
vano  quiso  acudir  en  defensa  de  Piedra-Santa,  el  campo  estaba  obstruido, 
y  cuando  pudo  llegar  al  sitio,  solo  encontró  el  cadáver  de  su  coronel.    . 

Aquel  hombre  no  derramó  una  lágrima,  no  dijo  una  palabra,  arro-  i 
dillose,  besó  la  frente  helada  del  muerto,  y  gritando  después:  ¡viva  el  : 
rey!  ¡mueran  los  insurgentes!  se  entró  en  las  filas  de  sus  jurados  enemigos.    | 

Llegó  la  noche. 

El  cielo  se  había  entoldado  y   la  tempestad  estallaba  con  fuerza. 

Los  insurgentes  se  habían  retirado  de  las   inmediaciones  de  Azt 
capotzalco,  y  los  realistas  tenían  un   momento   de  respiro.  José  de  la 
Luz  estaba  en  la  torre  con  los  soldados  que  mandaba  Castaños. 

Cuando  los  vijías  anunciaron  la  retirada  del  enemigo  las  fuerzas 
españolas  comenzaron  á  desfilar  rumbo  á  la  capital. 


350  JUAN  A.  MATEO* 


Luego  que  llegó  su  turno  al  destacamento  de  la  torre,  Castaños 
ordenó  el  desfile,  quedándose  á  retaguardia  para  que  no  se  ocultase 
alguno  de  sus  soldados. 

José  de  la  Luz  estaba  en  el  dintel  de  la  escalera  cuando  Jacinto 
puso  el  pie  en  el  primer  escalón. 

— Alto,  dijo  el  insurgente,  poniéndole  dos  pistolas  al  pecho. 

Jacinto  no  preveía  aquel  lance,  y  permaneció  extático  con  la 
sorpresa. 

Dos  soldados  de  la  escolta  de  Piedra-Santa  que  acompañaban  á 
José  y  estaban  en  el  secreto,  se  arrojaron  sobre  el  asesino,  y  lo  ataron 
fuertemente  por  los  brazos. 

— El  vaticinio  se  realiza,  murmuró  Jacinto:  <tel  último  de  las  ge- 
neraciones que  llegue  á  reunir  las  tres  esmeraldas,  asistirá  á  la  última 
de  las  batallas,  y  morirá  en  la  noche  que  preceda  á  ese  gran  día  de  la 
independencia  de  México.» 

Los  insurgentes  creyeron  que  Castaños  rezaba. 

— Haces  bien,  dijo  José  de  la  Luz,  porque    vas  á  morir. 

En  seguida  ató  una  cuerda  al  cuell©  de  aquel  desgraciado,  po- 
niendo el  extremo  en  la  barandilla  de  la  torre. 

Jacinto  no  suplicaba,  sabía  que  su  muerte  era  inevitable,  y  es- 
taba resignado. 

Los  soldados  sacaron  fuera  de  la  torre  á  aquel  hombre  y  lo  lan- 
zaron al  espacio. 

Con  el  peso  corrió  la  lazada,  y  la  estrangulación  fué  momen- 
tánea: el  cuerpo  azotó  fuertemente  contra  los  muros. 

Osciló  unos  momentos  el  cadáver,  y  después  tomó  su  reposo  natural. 

El  rostro  se  puso  amoratado,  conservando  el  aspecto  de  fiereza 
que  había  distinguido  á  aquel  malvado. 

Ultimo  vastago  de  aquellos  tres  hombres  que  habían  jurado  ven- 
ganza al  pie  del  cadalso  de  Xicotencatl,  cumplía  con  su  misión  al 
realizarse  el  horóscopo  de  la  fatalidad. 

José  de  la  Luz  se  precipitó  por  las  tinieblas  de  la  escalera  se- 
guid© de  sus  compañeros,  y  se  perdió  en  el  silencio  de  la  noche. 

III. 

Al  día  siguiente  las  tropas  de  la  insurgencia  contemplaban  un 
cadáver  colgado  á  uno  de  los  balaustrados  de  la  torre  de  Aztcapot- 
zalco,  y  que  mostraba  en  su  pecho  desnudo  tres  esmeralda/. 

IV. 

Los  caudillos  todos  de  la  insurrección  concurrieron  al  sitio  de 
México,  con  el  mismo  entusiasmo  que  en  los  primeros  días  de  la  re- 
volución. 

La  capital  no  tenía  el  aspecto  de  una  ciudad  sitiada:  con  excep- 
ción de  los  europeos,  todo  el  mundo  respiraba  júbilo,  y  el  pueblo  veía 
aparecer  sobre  el  cielo  de  la  patria  la  luz  del  astro  que  resplandecía 
en  el  horizonte. 

Perdida  la  esperanza  del  triunfo,  acudió  esa  sombra  de  gobierno 
á  pedir  la  extrema- unción  á  la  iglesia. 

Hiciéronse  triduos  y  rogativas,  invocóse  el  poder  del  cielo  coa 
preces  y  procesiones;  pero  el  cielo  permaneció  sordo  á  las  súplica». 


LOS   mSÜRGENÍES  S5Í 


La  situación  era  más  triste  cada  día;  las  avanzadas  se  deserta- 
ban, los  personajes  salían  prófugos  y  la  desmoralización  más  grande 
devoraba  los  últimos  restos  del  gobierno  colonial. 

Un  virrey  con  los  independientes,  otro  virrey  defendiendo  la  ciu- 
dad, otro  más  destituido  y  protestando  contra  todo,  presentaban  el 
espectáculo  de  la  disolución  más  completa. 

El  virrey  sitiado  estaba  perdido  irremisiblemente;  así  es  qne  el  11 
de  Setiembre,  promovió  una  junta,  y  para  salvarse  de  la  derrota  hizo 
la  siguiente  declaración: 

«Quedo  satisfecho  absolutamente  por  los  despachos  originales  que 
he  visto,  de  que  el  señor  don  Juan  O-Donojú  es  capitán  general  y 
jefe  político  superior  de  estas  provincias,  nombrado  por  el  rey,  en 
cuya  virtud  lo  reconozco  como  autoridad  lejítima.» 

Aquella  declaración  fué  la  entrega  de  la  ciudad. 

Novella,  O-Donojú  é  Iturbido,  celebraron  una  última  conferencia 
y  la  capital  quedó  á  merced  del  ejército  independiente. 

Ei  general  Filisoia  a!  frente  de  cuatro  mil  insurgentes,  tomó  po- 
sesión de  la  capital,  señaláudose  el  27  de  Setiembre  paia  la  entrada 
triunfal  del  Ejército  triqarante. 

Arriado  ol  estandarte  de  los  Castillos  y  Leones,  apareció  nuestra 
bandera  como  un  iris  sobre  el  antiguo  alcázar  de  Moctezuma. 


Sombras  do  nuestros  mayores,  mártires  todos  de  la  libertad  ame- 
ricana, alzaos  de  vuestras  tambas  al  toque  de  resurrección  de  vuestra 
patria! 

¡Vosotros,  que  habéis  regado  con  vuestra  sangre  el  campo  infe- 
cundo de  tres  siglos,  coronad  vuestras  frentes  con  las  inmortales 
siemprevivas  do  .a  victoria! 

¡Tended  muestras  alas  como  los  genios  tutelares  do  América;  im- 
primidle ose  sello  de  grandeza  sublime  que  os  acompañó  resplandeciente 
en  las  hogueras  del  siglo  XVI,  y  en  los  patíbulos  del  siglo  XIX,  y 
llevad  intacta  vestía  bandera  á  ias  generaciones  del  porvenir! 


EPILOGO. 

EL    LIBRO    ROJO. 

Llegó  por  fin  el  día  de  la  libertad  de  México.  Once  anos  de  lu- 
cha, un  mar  de  sangre,  un  océano  de  lágrimas. — Esto  era  lo  que  había 
tenido  que  atravesar  el  pueblo  para  llegar  desde  el  16  de  Setiembre 
de  1810  hasta  el  27  de  Setiembre  de  1821.— 16  y  27  de  Setiembre, 
1810  y  1821.  Hó  aquí  los  dos  broches  de  diamantes  que  cierran  ese 
libro  de  la  historia  en  que  se  escribió  la  sublime  epopeya  de  la  inde- 
pendencia de  México. 

«¡Y  cuánto  patriotismo,  cuánto  valor,  cuánta  abnegación  habían 
necesitado  los  que  dieron  su  sangre  para  que  se  inscribieran  con  ella 
bus  nombres  en  ese  gran  libro! 


ét  2  *ÜAK  A.  MATEOS 


«Pero  el  día  llegó;  puro  y  trasparente  el  cielo,  radiante  y  esplen- 
doroso el  sol,  dulce  y  perfumado  el  ambiente. 

«Aquel  era  el  día  que  alumbraba  después  de  una  nocbe  de  tres- 
cientos años. 

«Aquella  era  la  redención  de  un  pueblo  que  había  dormido  en  el 
sepulcro  tres  siglos. 

«Por  eso  el  pueblo  se  embriagaba  con  su  alegría,  por  eso  la  ciu- 
dad de  México  estaba  conmovida. 

«¿Quién  no  comprende  lo  que  siente  un  pueblo  en  el  supremo  día 
en  que  recobra  su  independencia?  Pero,  ¿quién  sería  capaz  de  pintar 
ese  goce  purísimo,  cuando  se  olvidan  todas  las  penas  del  pasado  y 
no  se  mira  sino  luz  en  el  porvenir;  cuando  todos  se  sienten  hermanos; 
cuando  basta  la  naturaleza  misma  parece  tomar  parte  en  la  gran  fiesta? 

«México  se  engalanó  como  la  joven  que  espera  á  su  amado. 

«Vistosas  y  magníficas  colgaduras  y  cortinajes  ondeaban  al  im- 
pulso del  fresco  viento  de  la  mañana,  en  los  balcones,  en  las  venta- 
ñas,  en  las  puertas,  en  las  cornisas,  en  las  torreB.  Cada  uno  había 
procurado  ostentar  en  aquel  día  lo  más  rico,  lo  más  bello  que  tenía 
en  su  casa. 

«Sus  calles  parecían  inmensos  salones  de  baile:  flores,  espejos, 
cuadros,  vajillas,  oro,  plata,  seda,  cristal,  todo  estaba  en  la  calle,  todo 
lucía,  todo  brillaba,  todo  venía  á  dar  testimonio  del  placer  y  de  la 
ventura  de  los  habitantes  de  México. 

«Y  por  todas  partes,  cintas,  moños,  lazos,  cortinas  con  los  colo- 
res de  la  bandera  nacional,  de  esa  bandera  que  enar bolada  por  Gue- 
rrero y  por  Itnrbide  en  el  rincón  de  una  montaña,  debía  en  pocos  meses 
pasearse  triunfante  por  toda  la  nación,  y  llamear  con  orgullo  sobre  el 
palacio  de  los  virreyes  de  Nueva  España. 

«Aquellos  tres  colores  simbolizaban:  un  pasado  de  gloria,  el  rojo; 
un  presente  de  felicidad,  el  blanco,  y  un  porvenir  lleno  de  esperanzas, 
el  verde;  y  en  medio  de  ellos  el  águila  triunfante   hendiendo  el  aire. 

«Y  entre  aquella  inmensa  multitud  que  llenaba  las  calles  y  las 
plazas,  que  se  apiñaba  en  los  balcones  y  ventanas,  que  coronaba  Jas 
azoteas,  que  escalaba  las  torres  y  las  cúpulas  de  las  iglesias,  ansiosa 
de  contemplar  la  entrada  del  ejército  libertador,  no  había  quizá  una 
sola  persona  que  no  llevase  con  orgullo  la  escarapela  tricolor. 


«El  sol  avanzaba  lentamente ;  y  llena  de  impaciencia  esperaba  la 
muchedumbre  el  momento  de  la  entrada  del  ejército  trigarante. 

«Por  fin,  un  grito  de  alegría  se  escuchó  en  la  garita  de  Belén, 
y  aquel  grito,  repetido  por  más  de  cien  mil  voces,  anunció  hasta  los 
barrios  más  lejanos  que  las  huestes  de  la  independencia  pisaban  ya  la 
ciudad  conquistada  por  Hernán  Cortés  el  13  de  Agosto  de  1521. 

«1521,  1821.   ¡Trescientos  años  de  dominación  y  de  exclavitud! 

«A  la  cabeza  del  ejército  libertador  marchaba  un  hombre,  que  era 
en  aquellos  momentos  objeto  de  las  más  entusiastas  y  ardientes  ovaciones. 

«Aquel  hombre  era  el  libertador  don  Augustín  Iturbide. 

«Iturbide  tenía  una  arrogante  figura,  elevada  talla,  frente  despe- 


LOS    IKírftQKXTES 


jada,  serena  y  espaciosa,  ojos  azules  de  mirar  penetrante,  regía  con 
diestra  mano  un  soberbio  caballo  prieto  que  se  encabritaba  con  or- 
gullo bajo  el  peso  de  su  noble  ginete,  y  que  llevaba  ricos  jaeces  y 
montura  guarnecidos  de  oro  y  de  diamantes. 

«El  traje  de  Iturbide  era  por  demás  modesto  ;  botas  de  montar, 
calzón  de  paño  blanco,  cbaleco  cerrado,  del  mismo  paño,  una  casaca 
redonda  de  color  de  avellana,  y  un  sombrero  montado  con  tres  bellas 
plumas  con  los  colores  de  la  bandera  nacional. 

«Al  descubrir  al  libertador,  el  pueblo  sintió  como  una  embria- 
guez de  placer  y  do  entusiasmo,  los  gritos  de  aquel  pueblo  atronaban 
el  aire,  y  se  mezclaban  en  gigantesco  concierto  con  los  ecos  de.  las 
músicas,  con  los  repiques  de  las  campanas  de  los  templos,  con  el  es- 
tallido de  los  cohetes,  y  con  el  ronco  bramido  de  los  cañones. 

«Iturbide  atravesaba  por  el  centro  déla  ciudad  para  llegar  basta 
el  palacio;  su  caballo  pisaba  sobre  una  espesa  alfombra  de  rosas,  y 
una  verdadera  lluvia  de  coranas^  de  ramos  y  de  flores  caía  sobre  su 
cabeza  y  sobre  la  de  sus  los*: 

«Las  señoras  desde  loa  t>a leones  regaban  el  camino  de  aquel  ejér- 
cito con  perfumes,  y  arroj  ban  hasta  sus  pañuelos  y  *sus  joyas;  los 
padres  y  las  madres  levantaban  en  sus  brazos  á  los  niños  y  les  mos- 
traban al  libertador,  y  lágrimas  de  placer  y  de  entusiasmo  corrían 
por  todas  las  mejillas. 

«Las  más  elegantes  damas,  las  jóvenes  más  bellas  y  más  circuns- 
pectas se  arrojaban  á  coronar  á los  soldados  rasos  y  á  abrazarlos;  los 
hombres,  aunque  no  se  hubieran  visto  jamás,  aunque  fueran  enemi- 
gos  se  encontraban  en  la  calle,  y  se  abrazaban  y  lloraban. 

«Aquella  era  una  locura,  pero  una  locura  sublime,  conmovedora; 
aquel  era  un  vértigo,  pero  era  el  santo  vértigo  del  patriotismo. 

«Por  eso  será  eterno  entre  los  mexicanos  el  recuerdo  del  27  de 
Setiembre  de  1821,  y  no  habrá  uno  solo  de  los  que  tuvieron  la  di- 
cba  de  presenciar  esa  memorable  escena,  que  no  sienta  que  se  anuda 
ka  garganta  y  que  sus  ojos  se  llenen  de  lágrimas,  al  escachar  esta 
pálida  descripción,  hija  de  las  tradiciones  de  nuestros  padres,  y  na- 
cida sólo  al  fuego  del  amor  de  la  patria. 

«Aquel  fué  la  apoteosis  del  libertador  Iturbide.» 

n. 

Han  pasado  eres  años.  Una  sucesión  de  errores    y  r.  los  po- 

líticos entre  los  que  se  registra  la  disolución  de  un  congreso,  na  a> 
bierto  la  tumba  al  primer  imperio.  El  hombre  de  Igaálá,  el  grande. 
el  aclamado  por  el  pueblo,  yace  proscrito  y  sin  nombre  en  las  regiones 
extraoieras.  La  bandera  de  la  República  está  plantada  en  la  patria  de 
Hidalgo;  ella  le  dice  al  virgen  continente  y  á  las  naciones  del  viejo 
mundo,  que  la  independencia  está  consumada,  y  que  ella  será  respe- 
tada en  la  apoteosis  sublime  de  su  soberanía      ..... 

«Era   la  tarde  del   15     de  Julio    de  1824.     Frente    á  ki    I  de 

Santander  (Estado  de  Tamaulipas),  se  balanceaba  pesadamente  el  ber» 
gautín  «Spring»  anclado  allí  desde  la  víspera. 

23  —   Los    hmuroentes. 


JUAJÍ  k.    V 


«La  tarde  cataba    serena/  apenas    una  ligera    brisa  pasaba    aus^j 
rrando  entre    la  arboladura    del  buque,    las  olas   se  alejaban    mansas 
hasta  reventar  á  lo  lejos  en  la  playa,  y  los  tumbos  sordos  do  ln  mar 
llegaban  casi  perdiéndose  hasta  la  embarcación. 

«Las  gaviotas  describían  en  el  aire  caprichosos  círculos,  anun- 
ciando con  sus  gritos  destemplados  la  llegada  de  la  noche,  y  so  mi- 
raban do  cuando  en  cuando  bandadas  de  aves  marinas  que  volaban 
hacia  la  tierra  buscando  las  rocas  para  refugiarse. 

«Melancólica  es  la  hora  del  crepúsculo  en  el  mar  cuando  el  sol 
se  oculta  del  lado  de  la  tierra ;  tristísimo  es  contemplar  esa  hora 
desde  un  buque  anclado. 

«Sobre  la  cubierta  del  bergantín  había  un  hombro  que  tenía  fija 
la  mirada  en  la  playa. 

«Mucho  tiempo  hacía  que  permanecía  inmóvil  en  la  misma  pos- 
tura. Esperaba  y  meditaba. 

«Y  esperaba  con  paciencia,  porque  no  se  contraía  uno  solo  de  los 
músculos  de  su  fisonomía  y  meditaba  profundamente,  porque  nada  pa- 
recía distraerle. 

«La  noche  comenzó  á  tender  su  manto,  y  aquel  hombre  no  se 
movía.  Por  fin  los  contornos  de  la  tierra  desaparecieron  entre  la  os- 
curidad, las  estrellas  brillaron  en  el  negro  fondo  de  los  cielos,  y  aso- 
maron sobre  las  inquietas  olas  esos  relámpagos  de  luz  fosfórica,  quo 
son  como  las  fugitivas  constelaciones  de  esa  inmensidad  que  se  Uama 
Océano. 

«El  hombre  del  bergantín  no  veía  pero  escuchaba,  y  repentina- 
mente se  irguió. 

«Era  que  en  medio  del  silencio  de  la  noche  había  percibido  el 
acompasado  golpeo  de  unos  remos. 

«Aquel  rumor  era  á  cada  momento  más  y  más  distinto;  sin  du- 
da alguna  se  acercaba  al  bergantín  nua  lancha. 

— «¿Jorge,  eres  tú? — dijo  el  hombre  dei  bergantín  á  uno  de  los 
remeros  cuando  la  pequeña  embarcación  llegó. 

— «Sí,  señor—contestó  una  voz  de¿de  la  lancha. 

—«¿Y  Beneski?     . 

— «Espera  aquí — contestó  otra  voz. 

«El  hombre  saltó  resueltamente  á  la  escala  y  con  una  firmerá 
que  hubiera  envidiado  un  marinero,  descendió  por  ella  y  llegó  a  bordo 
de  la  lancha. 

— «¡A  tierra!— exclamó  sentándose  en  el  banco  de  popa. 

«Los  bogas  no  contestaron,  sonó  el  golpo  de  los  remos  en  el  a- 
gua,  y  la  lancha  obedeciendo  á  un  vigoroso  y  repentino  impulso,  se 
deslizó  s  bre  las  aguas,  ligera  como  una  ave  que  hiende  los  aires.» 


«Al  día  siguiente,  cerca  ya  de  Soto  la  Marina,  caminaba  una 
tropa  de  caballería,  enmedio  de  3a  cual  podía  distinguirse  al  mismo 
hombre  que  el  día  anterior  había  desembarcado  del  bergantín. 

«Al  lado  de  aquel  hombre  marchaba  otro  que  parecía  ser  el  jefe 
de  la  fuerza.  Si** 

«Los  dos  caminaban  en  silencio,  parecían  hondamente  preocupados 
y  p©co  dispuesto»  4  emprender  ana  couversaeióiu 


iKaciMíJEKrEBa  355 


«Por  fia  el  hombre  del  bergantín  rompió  el  silencio,  y  acercando 
bu  caballo  al  de  su  acompañante,  le  elijo  con  voz  firme  : 

— «Señor  general  Garza,  supuesto  que  soy  prisionero  de  usted, 
¿no  podría  decirme  la  suerte  que  me  espera? 

«Garza  levantó  los  ojos,  lo  miró  por  un  momento,  y  con  acento 
casi  lúgubre  contestó: 

— «La  muerte. 

«El  prisionero  no  palideció  siquiera,  pero  tampoco  volvió  á  des- 
plegar sus  labios;  poco  después  llegaron  á  Soto  la  Marina. 

«En  la  misma  noche  toda  aquella  población  sabía  que  á  la  mañana 
siguiente  sería  pasado  por  las  armas  el  destronado  emperador  de  Mé- 
xico, don  Agustín  Iturbide,  Lecho  prisionero  al  desembarcar  en  ia  barra 
de  Santander,  por  el  general  don  Felipe  de  la  Garza. 

«Los  historiadores  no  están  coníormes  en  el  modo  con  que  f«é 
aprt-Iiendido  don  Agustín  Iturbide. 

«Algunos  de  sus  biógrafos,  más  apasionados  de  la  memoria  del 
desgracia  do  emperador  que  de  la  verdad,  afirman  que  Iturbide  llegó 
á  las  playas  mexicana*  ignorando  ei  decreto  de  proscripción  fulmi- 
nado contra  él  en  la  .República,  y  agregan  que  desembarcó  disfrazado, 
fingiéndose  colono,  en  compañía  de  Beneski;  pero  que  fué  reconocido 
por  el  modo  expedito  y  airoso  que  tenía  de  montar  á  caballo. 

«Todas  estas  dudas  se  disipan  y  todas  esas  relaciones  se  desmienten, 
con  mío  trascribir  el  principio  de  ana  carta  que  en  el  momento  casi 
de  desembarca'  escribía  Hurbibe  á  su  corresponsal  en  Londres  don 
Mateo  Fié tcher,  y  que  inserta  don  €á.¡  ío»  Sustituíante  en  su  apéndice 
á  los   Tres  Siglos  de  México. 

«Dice  así:  —  «A  bordo  del  bergantíu  «Spring»  frente  á  la  barra  de 
«Santander,   15  de  Julio  de  1824.  —  Mi  apreciabjé  amigo: 

«Hoy  voy  á  tierra,  acompañado  üó!o  de  Beneski,  á  tener  una 
«conferencia  con  el  general  que  manda  esta  provincia,  esperando  que 
«sus  disposiciones  sean  favorables  á  mí,  en  virtud  de  que  las  tiene 
«muy  buenas  en  beneficio  de  mi  patria...  Sin  embargo,  indican  no 
«estar  la  opinión  en  el  punto  en  que  me  figuraba,  y  no  será  difícil 
«que  se  pr*esente  grande  oposición,  y  aún  ocurran  desgracias.  S:  entre 
«estas  ocurriere  mi  fallecimiento,  mi  mujer  entrará  con  usted  tu  cou- 
«testaeiones  sobre  nuestras  cuentas  y  negocios,  etc.» 
.  «Y  esta  carta  está  firmada: —  «Agustín  de  Iturbide.» 

«Toda  la  versión,  pues,  soore  el  incógnito   de    Iturbide,  no  pasa 

d:   ser  una  novela. 

»  •  * 

«Amaneció  el  día  17.  y  se  notificó  á  Iturbide que  dentro  de  pocas 
horas  debía  morir. 

«Su  muerto  estaca  dje. ciada  por  G  irza,  que  se  fundaba  para  dar 
esta  determinación  m  ta  !ev  que  proscribía  a  Iturbide  para  siempre 
de  la  República. 

«\  luficóae  al  ]»;eso  Ja  Ef ■  prenda,  j  la  escudó  síd  inmutarse;  pidió 
que  v'u'tiAf  paíw  auxiliarle  eu  d  último  trance,  su  capellán  que  había 
quedado  **u  ti  l/uqu  ,  y  envió  á  Garza  uu  manifiesto  que  había  escrito 
pura  l.uiac  »  j. 

«La  ¡¿¿ifouidad  de  fiai  bidé  y  la  lectura  dd  manifiesto  conmovieron 
sin   duda  ai  general,   porque  mandó  su^pendei    la  ejecución  y  se  puso 


3T30  JT-iN  A.    WATTC» 


eu  marcha  para  Padilla,  en  donde  estaba  reunido  el  congreso  del  Estado, 
llevando  consigo  al  prisionero  y  tratándole  con  tantas  consideraciones 
corno  si  él  fuera  mandando  en  jefe. 

«Llegaron  por  fin  á  Padilla,  y  el  congreso  determinó  que  sin 
excusa  ni  pretexto  fuese  pasado  por  las  armas.  En  vano  Garza,  que 
«.sintió  a  la  sesión,  procuró  probar,  convertido  entonces  en  defensor 
dé  Itnrbi'le,  que  el  decreto  de  proscripción  no  alcanzaba  á  tanto,  que 
Iturbide  daba  pruebas  de  sus  intenciones  pacíficas,  trayendo  consigo 
í  «n  esposa  y  á  sus  pequeños  hijos.  El  congreso  se  mantuvo  inflexible, 
y  Garza  fué  encargado  de  ejecutar  la  sentencia  dentio  de  un  breve 
término.  Volvió  entonces  á  notificarse  á  Iturbide  que  podía  contar  con 
tres  horas  para  arreglar  sus  negocios,  después  de  las  cuales  debía  morir. 

«Iturbide  se  preparó  á  morir  como  cristiano,  y  se  confesó  con  el 
presidente  del  congreso  que  era  un  eclesiástico,  y  que  había  salvado 
su  voto  cuando  se  trató  de  la  muerte  del  prisionero. 

«Las  seis  de  la  tarde  del  día  19  fué  la  hora  señalada  para  eje- 
outár  la  sentencia. — Iturbide  salió  de  la  prisión  sereno  y  firme,  y  de- 
teniéndose al  encontrarse  eu  el  campo  exclamó: 

— Daré  al  mundo  la  última  vista. 

«Después  pidió  agua  que  apenas  tocó  con  los  labios,  y  se  vendó 
él  mismo  los  ojos- 

«Se  trató  entonces  de  atarle  los  brazos;  resistióse  al  principio, 
pero  después  sé  resignó  con  humildad. 

«Detúvose  allí,  cauaiuó  cosa  de  setenta  ú  ochenta  pasos  y  llegó 
al  lugar  del  suplicio,  repartió  el  dinero  que  llevaba  en  los  bolsillos 
entre  los  soldados,  y  entregó  su  reloj,  un  rosario  y  una  carta  para 
su  familia  al  eclesiástico  que  lo  acompañaba. 

«En  seguida,  con  firme  acento  habló  á  la  tropa,  rezó  en  voz  alta 
algunas  oraciones  y  besó  fervorosamente  un  crucifijo. 

«En  ese  momento  el  jefe  hizo  la  señal  de  fuego,  y  se  escuchó 
el  ruido  de  la  descarga. 

«Cuando  ee  disipó  el  humo  de  la  pólvora,  don  Agustín  de  Itur- 
bide no  era  ya  más  que  un  cadáver  cubierto  de  sangre.» 

III. 

En  la  suntuosa  Catedral  de  México,  y  en  la  sexta  capilla  de  la 
nave  izquierda,  consagrada  al  mártir  mexicano  Felipe  de  Jesús,  se  vé 
sobre  uno  de  los  altares  una  urna  de  mármol  negro,  donde  se  lee  esta 
inscripción  en  letras  de  oro: 

AGUSTÍN  DE  ITURBIDE 

AUTOR  DE  LA  INDEPENDENCIA  MEXICANA. 

COMPATRIOTA  LLÓRALO 

PASAJERO  ADMÍRALO. 

ESTE    MONUMENTO    GUARDA     LAS    CENIZAS 

DE  UN  HÉROE. 

SU  ALMA  DESCANSA  EN  EL  SENO  DE  DIOS. 


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INDIC 

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Sí 

Primera  parte* 

Eil  Collar  de  JEsrr^rala&s 


PROLOGO :  El  libro  Rojo        .         .         .         .         . 

CAP.       I.  —  De  la  noticia  que  recibió  el  general    ; 

su  campamento  de  la  Brea      . 

»        II.  —  De  cómo  el  tío  Blas  y    la   señora   Fermina  con- 
virtieron en  proyectiles  los  utensilios    de  la 

*       III.    —  Un  héroe  hace  ciento 

>       IV.   —  De  cómo  pueden    reunirse   en  un    tóisrno   punto 

cuatro  aves  de  mal  agüero      .  .  .  .  .  »     34 

»         V.  —    Del    zafarrancho   de    moros    que    hubo  en  la  ha- 
cienda de   Chichihunleo  .  .  .  .  .  .   »      40 

»       VI    —  Donde  comienza,  la  historia  de  la  primer  esmeralda  »     47 


pág. 

5 

los   en 

.   » 

14 

a  con- 

cocina  » 

22 

.  » 

28 

La  primera  Generación, 


CAP.        i pdy.  51 

»         II.   —  Que  continiía  el  extracto  de  los  doenmen^s  do  la 

primera  esmeralda  .          .          .          .          .          .          .   »  74 

»       ITT.  —  Apuntes  para  una  causa  célebre         .          .          .   »  118 

»       IV.  —  Un  escrúpulo  de  conciencia        .          .          .          .   »  135 

»      VII.   —  De  cómo  ei  cura  Morelos  dio    un    segundó    ga- 
rrota zo  al  comandante  Garrote          .          .          .          .   »  158 

»     VIII.   —  De  cómo  el  cura  Mnn'ios  hizo  una  de  Don   Podro 

el  Cruel »  3  04 

j>        IX.   —  Donde  sigue  la  segunda  parte  del  capítulo  anterior  »  17;s 

»         X.  —  La  grata  de  Michapa         .         .          .          .          .  »  180 
»        XI.  —  De  Ja  conspiración  tramada  contra  su  Excelencia 

el  virrey  Don  Francisco  J;ivier  Venegas           .          .  »  1SS 
s>      XII.   —  De  la  entrada  de  los  insurgentes  en  la  cfndad   de 

Cuautla  de  Amilpas         .                   .,...,  195 


?53  ÍNDICE 

A  P. XIII.   —  De  cómo  es  cierto  el    refrán  de  que  *  del  plaio 

á  la  boca  se  pierde  la  sopa  >  ...       pdg.  202 

»     XíV.   —  Do  lo  que  veta  el  curioso  lector  como  so  decida 

á  leer  este  capítulo  .  .  .  .  .  .  »   209 

>      XV.  —  De  cómo  dio    principio    el    sitio    memorablo    de 

la  ciudad  de  Cuautla  de  Amilpas  .  .  .  .  »  21G 
»     XVI.   —    Donde  se    prueba  con    toda    evidencia,    que    el 

valor  rompe  las  cadenas  más  bien  forjadas  .  .  »  222 
*  XVII.  —  Una  tragedia  en  la  Acordada  de  México  .  .  >  229 
» XVIII.  —  De    una    íeeha    memorable    en    la    histeria    de 

México >,   239 

»    XIX.    —  De  la  reunión  de  las  tres  esmeraldas         .         .  »  245 


Segunda  parte. 

I\?iv&  ía  Arr)érica! 


CAP.        I.  —  El  legado  do  un  héroe.        .  .         .       pátj.   259 

»        II.  — ■  De  cómo  lo  que    está  escrito  tiene  que    suei-der 

infaliblemente  .         .         .         .         .         .         .  »  266 

>       III.  —  Siguen  las  peripecias  de  la  revolución        .         .  »   274 
»       IV.   —  La  monja  espirituada         .  .  .  .  »  280 

s>         V.  —  De  los  toros  y  cañas  que  hizo  Itui'bide  en  honor 

de  su  amo  Fernando  VII         .  .  .  .  .  »  291 

.    »       VI.   —  En  que  se  trata  de  la  pena  del  taüón        .  .  »  299 

»      VII.   —  De  la   crisis   que    precedió    á    la    Independencia 

Mexicana         .         .         .         .         .         .         .         .  »  805 

»    VIII.  —  Donde  siguen  los  acontecimientos    do  esta  verí- 
dica historia    .  .  .  .  .  .  .  .   »  311 

»       IX.   —  De  la  primera  palabra  y    las   últimas  peripecias  »  318 
»         X.   —  De  la  proclamación  de  la  Independencia  Mexicana  »  323 
j>       XI.   —  De  lo  que  pasó  en  la  cuesta  del  Cerro  de  Barrabás  »  331 
»      XII.  —  De  cómo  se  encontraron  tres  señores  virreyes  <n 

el  territorio  de  Nueva  España         .         .  .  .  »  341 

»    XIII.  —  La  leyenda  de  lar,  tres  esmeraldas     .          .          .   »   347 
EPILOGO.  —  El  Libro  Rojo »  351 


Mi  distinguido  amigo  Vicente  Riva  Palacio,  ha  honrado  esta  libr* 
escribiendo  el  Prólogo  y  Epilogo;  así  es  que  los  párrafos  de  esos  capí- 
tulos que  se  hallan  entre  comillas,  son  obra  de  su  elegante  pluma. 

El  Autor. 


ÍW' 

Nueoas  Ediciones,  adornadas  de  arítsficos  fotograbados 
y  tapas-cromo,  publicadas  por  las  mismas  Gasas  Editoriales 

novelas"""" 

EUGENIO   SUE 

El  Judío  errante i  Torré 

Los  Misterios  de  París i 

PABLO  PEVflL 

El  hijo  del  diablo. \ 

Los  Compañeros  del  Silencio  .....      i 
El  Jorobado i 

PABLO  FEYAL  (hijo) 

El  Hijo  de  Lagardére i  Tomo 

Los  Mellizos  de  Nevers i 

La  Reina  Cotillón. .      i 

JUAN  A.   MATEOS 

Sacerdote  y  Caudillo i  Tomo 

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Memorias  de  un  Guerrillero i 

El  Sol  de  Mayo  .  i 

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Amor  sublime. i  Tomo 

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Memorias  de  un  Revolucionario  .    ■ .     .     .      i  To™ 

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